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No sé desde cuándo empezó esa afición, pero me ha mantenido vivo durante tres años. Intenté
ponerla en práctica en el trabajo, pero no funcionó. Creo que las baladas de mi compañera no me
dejaban concentrar. Odio las baladas después del almuerzo. Para hacerles frente, me distraía con
las supertetas de la secretaria de mi jefe. Ella tiene un novio que pasa a recogerla todas las noches
en moto. Odio a su novio y su motocicleta. Frente a mi puesto en el banco pasaban todo tipo de
personas, pero con ninguna lograba encontrar una conexión. Todas me parecían sacos de carne
podrida colgando de un matadero clausurado. Sólo la terapia de los buses lograba reconfortarme
después de un día de trabajo. Ni siquiera ver a mamá me ayudaba. Creo que eso empeoraba las
cosas. Mamá empezaba a hablar de las novelas que veía durante el día mientras me observaba
comer. Yo me devoraba la comida para que todo terminara rápido y así poder irme a mi cuarto.
Allí, en mi cuarto, totalmente solo, conocí a Marciana.
No recuerdo el nombre del chat. Pudo haber sido cualquiera. Su nombre clave
fue lo primero que me impresionó. Le escribí diciéndole que me gustaba su
nombre. Ella me contestó que también le gustaba el mío. Yo me llamaba Mr.
Tedio. Le dije que un día estuve en un bar de strip-tease llamado Las
Marcianitas. A ella le pareció bien. Esa noche conocí tres cosas claves de
Marciana: 1) Acababa de terminar filosofía y letras en la universidad. 2) Le
gustaba ir a cine los miércoles a las 3:15 y leer novelas de Paul Auster. 3)
Estaba pensando en comprar una gata. Yo le conté que trabajaba en un
banco, que era economista, que nunca iba a cine pero que me gustaba
Winona Ryder, y que lo que más me distraía en el mundo era observar los
rostros de las personas en los buses. Ella dijo que parecía un tipo extraño. Yo
le dije que, en efecto, era un tipo extraño. Ella dijo que siempre le habían
gustado los tipos extraños. Eso fue lo segundo que me impresionó de
Marciana.
Puedo respirar el ansia como vidrio molido por el aire. Hace mucho he
querido saber por qué está aquí todas las noches. Hoy se ha ganado la
lotería, el premio mayor, la oportunidad de ingresar a este viaje sin retorno. La
Mujer del Rostro Indescifrable tiene una linda cara, ausente, lejana, como si
mirara del otro lado de una calle destruida. Pero puede ser útil, después de
todo, aunque me estuvo volviendo loco durante dos largos meses. Otra vez
me mira. Aquí estoy. La mujer que siempre mira el asfalto se ha dado cuenta
de algo. Nos mira a ambos. El chofer tararea un vallenato de Diomedes Díaz.
Prefiero la canción del gato triste y azul. La noche está caliente. Dios acaba
de bajar el inodoro. Estoy atragantado con tanta mierda. No puedo respirar
bien. La Mujer del Rostro Indescifrable no deja de mirarme. ¿Por qué nunca
pude conocerla como a todos los demás? Pasamos debajo de un puente.
¿Cuántas personas morirán hoy en esta ciudad? ¿De qué color será la gata
que comprará Marciana? Me lleno de fuerzas. Me agarro los huevos con las
dos manos y trago un buen buche de saliva. La miro directo a sus ojos
incoloros. Me pongo de pie. Puedo sentir la electricidad de todas las miradas
cuando ven que me muevo. Algo ocurrirá, no hay duda. Por primera vez he
cambiado de puesto. ¿De qué color será la gata que comprará Marciana?
¿Cuántas personas morirán hoy en esta ciudad? Me siento a su lado.
Primero fue Opio en las nubes. Yo le advertí que no me gustaba leer
novelas, que en el colegio siempre compraba esos resúmenes literarios y
hacía trampa en los exámenes. Pero Marciana insistió. Me dijo que en esa
novela estaba el origen de su nombre. Por eso la leí. Era una novela sobre un
gato que hablaba y tomaba whisky. Después siguió un libro de cuentos de
Carver, una novela aburridísima de Carlos Fuentes y dos poemarios de Perro
Desquiciado, el poeta preferido de Marciana, El árbol donde los ángeles
cuelgan sus pelotas y 23 gatos fluorescentes sobre mi tejado, además de su
autobiografía titulada Memorias sucias de un misántropo en un rincón oscuro
del mundo. También me aconsejó que escuchara las canciones de Jerry y Los
Cabrones, por lo que compré la recopilación de éxitos Música para cabrones y
chicos sin piel. Nunca nos habíamos visto la cara, pero de esa manera
Marciana y yo nos fuimos haciendo cada vez más amigos.
Una noche me habló de esa novela de Paul Auster. Se llamaba Leviatán.
Me dijo que me sería muy útil leerla. Así que la compré y la leí en tres días.
Marciana me aconsejó leer la novela pensando en María Turner, un personaje
de la historia que tenía la extraña afición de seguir a las personas. Todas las
mañanas, María Turner seleccionaba al azar a una persona en la calle, la
seguía durante todo el día, le tomaba fotos e imaginaba su vida a través de
ellas. Eso me pareció un pasatiempo maravilloso. Entonces me di cuenta de
que María Turner y yo estábamos hechos del mismo material. Los dos
invadíamos la privacidad de los otros para construir conexiones con la vida.
Después de la lectura de Leviatán, todo cambió. Comprendí que estaba
haciendo algo tan serio como cualquier otro trabajo. De esa manera, mi
distracción en los buses empezó a adquirir un nuevo sentido. Me pareció que
era demasiado ingenuo mirar simplemente los rostros. Debía ir más allá,
aunque no tenía la menor idea de qué hacer. Pensé en consultarlo con
Marciana pero me pareció inapropiado. Marciana diría simplemente que era
un tipo extraño y que me había tomado muy en serio a María Turner. Con ella
debía hablar sólo cuando supiera qué escalón deseaba subir.
Fue así como pensé en La Comunidad del Autobús. Una noche la descubrí.
Mientras iba sentado en el mismo puesto de siempre, se me ocurrió la parte
esencial del juego: afuera llovía a cántaros y adentro se filtraba la lluvia por
los rostros agujerados de cada uno. Adentro estábamos a salvo del mundo
pero al mismo tiempo seguíamos siendo sus presas. El bus se convertía en
una cueva, en un refugio para bombas, en un escondite para la basura. Pero
era un escondite inútil, no teníamos más remedio que continuar pudriéndonos
lentamente cuando bajáramos de él y seguir arrastrando nuestros pellejos
sudorosos por los días, una y otra vez hasta que la muerte nos agarrara el
culo. Tuve una visión. Un cortocircuito. Una alarma chilló en algún lado de mi
cabeza: el mundo se vino abajo, la humanidad se extinguió y sólo los
pasajeros que en ese momento viajábamos en el bus sobrevivimos a la
catástrofe universal. Ahora, solos en el mundo, La Comunidad del Autobús
debería poblar la tierra y crear una nueva sociedad. Me imaginé eso y me
pareció una realidad fascinante y atroz. Ahora el juego no sólo consistiría en
mirar rostros, sino en encontrar la manera de desarrollar el mundo a partir de
ellos. Sentí miedo, y un cosquilleo en la punta del dedo gordo.
¿Qué pasaría si sólo las personas que viajan contigo en el bus, escogidas
por un movimiento fortuito del destino, fueran las únicas que habitan el
planeta? ¿Cómo crecería la raza humana en un mundo reconstruido después
de una catástrofe universal? ¿Qué papel desempeñaría cada quien en esa
nueva estructura social? Esas preguntas fueron agujerando mi masa cerebral
como piojos. En esa forma el juego empezó a tornarse más interesante.
Decidí incluir una libreta de apuntes, por ejemplo. En la libreta anotaba todas
las ideas que se me ocurrían sobre ese nuevo mundo. Un mundo sin reglas,
sin filas de banco, sin baladas después del almuerzo, sin jefes sudorosos, sin
madres rezanderas, sin telenovelas, sin televisión, sin Internet, sin rostros
agujerados por el tedio y la decepción. También perfeccioné mi técnica hacia
los rostros. Descubrí que podía atravesar la gruesa capa de piel y huesos y
clavarme directo en el centro de los pensamientos, igual que una hiena sabia
de ojos fluorescentes. Así era yo. Me sentaba en el puesto de al lado del
conductor y devoraba rostros y construía vidas. Fui elaborando un inventario
detallado y extenso de cada uno de los rostros que se iban repitiendo todas
las noches, aquellos que se fueron convirtiendo en acompañantes repetitivos
de mis viajes. Eran ellos los miembros principales de La Comunidad del
Autobús, que dejaban de ser simples rostros para adquirir vida propia:
La mujer que siempre mira al asfalto tiene de 50 a 55 años. Está cansada
de la vida, tiene un esposo holgazán que se emborracha los fines de semana
y un hijo policía que se ha olvidado de ella. Seguramente se gana la vida
trabajando como aseadora de oficinas de abogados mediocres y leguleyos en
un edificio del centro de la ciudad. Le gustan el café negro, la telenovela de
las ocho y jamás lee los periódicos.
La chica de porcelana es frágil y tiene la cara blanca como una muñequita.
No puede ser mayor de veinte años. Cree en el amor y por eso siempre está
triste. Su novio nunca le dice cosas lindas al oído y la ha engañado por quinta
vez, pero ella sigue creyendo en él de una manera absurda. Es taquillera en
un cine rotativo de películas de acción, pero la chica de porcelana prefiere las
comedias románticas con Meg Ryan. Ha leído la colección completa de Carlos
Cuauhtémoc y Paulo Coelho. Odia los Simpson y prefiere Ally McBeal.
En La Comunidad del Autobús viaja un hombre de veinticinco años. La vida
le pasó por las narices mientras él se rascaba los sobacos. Es vendedor de
jeans y blusas de mala calidad en un almacén de mala calidad. No tiene
sueños y cree que todo está bien, pero hay algo que le disgusta. Juega billar
los sábados en la noche y dominó los domingos en la mañana. Sólo ve El
chavo del ocho y la sección de deportes de los noticieros. Su esposa tiene
veinte años y sólo sabe hacer tajadas de plátano y carne frita. Se conocieron
mientras validaban el bachillerato en una institución técnica. Él la llevó a tomar
cerveza a una taberna y después a un motel. Ella creyó que hacían el amor; él
estaba preocupado por el partido de fútbol del día siguiente. Ahora tienen una
hija de ocho meses.
Por último, está el viejito con cara de acidez estomacal. Tiene 65 años,
aproximadamente; siempre se sienta en la mitad del bus y prefiere viajar sin
nadie al lado. No le gusta ver televisión, prefiere escuchar la radio todo el día.
Es jubilado y viudo. Le fascinan el huevo cocinado con la yema cruda en las
mañanas y la sopa de fideos en el almuerzo. Se reúne todos los días con sus
amigos jubilados a las afueras del Centro Cívico o en cualquier panadería de
alguna esquina. Es conservador y le caen mal los liberales, pero hace mucho
dejó de creer que este mundo podría ser un lugar mejor. Duerme con toldo
para protegerse de los mosquitos y sus nietos dicen que huele a alcanfor.
Los miembros de La Comunidad del Autobús se convirtieron en mis únicos
acompañantes en el nuevo mundo que yo inventaba. Todas las noches me
encerraba en mi cuarto a escribir en mi libreta de apuntes. Los primeros
meses completé cuatro libretas de cien hojas cada una, escritas por ambas
caras. Hojas llenas con todas mis percepciones sobre cómo debía ser ese
nuevo mundo, sobre la labor que debía desempeñar La Comunidad del
Autobús y los cambios que observaba en mis acompañantes. Nunca hubo un
cambio de actitud significativo. Sus rostros siempre evidenciaban lo que eran:
rostros que se escondían detrás de una ventana, rostros que no sabían de
dónde provenía el descontento, rostros absurdamente conformes, rostros
desesperadamente inconformes, rostros reprimidos, rostros envueltos en
celofán para los días sin sentido.
—¿Cómo te llamas?
Subió al bus una noche, una cuadra después que yo. Primero pensé que
era estudiante de un colegio técnico, y que quizá estaba estudiando
secretariado bilingüe o computación. Después se me ocurrió que podía
trabajar en una oficina cercana al banco, o que vivía cerca y todas las noches
iba a visitar a su novio. Podía ser muchas cosas: la amante de alguien, la
esposa de alguien, una prostituta, una bailarina exótica, una novicia que se
escapaba todas las noches del convento, una asesina en serie o una loca que
se sentaba en los buses a viajar toda la noche. Se me ocurrieron muchas
cosas pero ninguna resultó ser la correcta. En todo caso, era una pieza clave
en el juego, y como no podía descubrir quién era realmente decidí llamarla
así, La Mujer del Rostro Indescifrable.
¿Qué quieres decir con eso, Mr. Tedio? Nada, que las vainas no andan
muy bien que digamos. ¿No has hablado con la chica, verdad? No me
interesa hablar con la chica, Marciana. ¿Te gusta la torta de pan con helado
de fresa? Me gusta incendiar los días y acostarme en la cama a mirar el cielo
raso, nada más. Yo también conocí a un chico, Mr. Tedio. Qué bien,
Marciana, ¿ya lo invitaste a salir? No. ¿Y cuándo lo harás? No me interesa
invitarlo a salir. Qué bien... mañana no voy a ir a trabajar. ¿No?
Me ausenté dos días del trabajo. Mamá llamó a don Luis para disculparse
de mi parte. Mamá es una estúpida, me tiene cansado. Estuvo haciendo
oraciones por mí todo el día en voz alta. No sé qué le habrá dicho a don Luis,
tampoco me importa. No salí de mi cuarto durante los dos días. En la noche
tomaba un bus hasta el paradero a unas cuadras del banco y esperaba el bus
donde viajaba La Comunidad. Mi propósito en esos días fue darle los últimos
toques al plan.
—No sé.
—Eso creo... ¿No vas a preguntarme por qué tengo una pistola de juguete
escondida en mi morral?
—No.
Miro las calles desde la ventana. El mundo es un canal dañado de televisión
en una noche caliente y aburrida.
—No hay duda de que también eres una mujer extraña. ¿Puedes decirme
ahora cómo te llamas?
—¿Cómo se llamaría?
Otra vez esa sonrisa extraña llega de ese lugar extraño y se acomoda en
nuestros rostros.
—OK.