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LA COMUNIDAD DEL AUTOBUS

Tengo una pistola de juguete escondida en mi morral. Ella está de pie en la


siguiente esquina. Por primera vez en dos meses me atrevo a mirarla directo a los
ojos, y por primera vez La Mujer del Rostro Indescifrable me responde la mirada.
Ella sabe que pasa algo. Puedo notarlo. El bus se detiene a mis pies. Subo. Me
siento en el mismo puesto de siempre, al lado del conductor. Levanto la cabeza y
allí están todos: La Comunidad del Autobús. Mi nueva familia. Todos sentados en
sus puestos de costumbre. Todos esperándome. Me miran y descubren que esta
noche ocurrirá algo. Un cable de alta tensión nos mantiene alerta. El bus continúa
y frena en la siguiente esquina. La Mujer del Rostro Indescifrable entra. Paga el
pasaje y por primera vez en dos meses voltea la cara para mirarme. Yo no le quito
los ojos de encima. No esta vez. La observo agarrarse de las barandas para no
caerse cuando el bus arranque. Se tambalea un poco. Encuentra su puesto y se
sienta. Roberto Carlos canta esa canción del gato triste y azul. La ciudad se
desliza por calles incendiadas. Hoy los rostros están sucios, arrugados y
asfaltados. Hoy los rostros huelen a mi sangre y mi sangre es ACPM en llamas.
Tengo deseos de chatear con Marciana y decirle que tal vez debimos haber ido a
cine un miércoles y vernos la última de Winona Ryder. Hace calor. Mis venas se
inflaman por el fuego. Podría clavar mis dientes en el aire que se respira aquí
dentro. Tengo quince días sin dormir y una pistola de juguete escondida en el
morral. Siento que la noche es perfecta. Voy a hacer lo que tengo que hacer y
todos esperan que haga. La canción del gato triste y azul se acaba.
    Me llamo Álvaro. Un nombre cualquiera. Pude haber sido Pedro, Juan, Jorge o
Gerardo. Pero no, soy Álvaro. Tengo veintisiete. Sufro de uñeros y de ira
contenida. Me gustan los buses y la gente que viaja en los buses. No tengo novia.
No sé bailar y me aburren los bares. Me gusta hacer zapping: no ver televisión,
sólo hacer zapping. Vivo con mi mamá en el apartamento 503. Mi papá murió de
un paro cerebral cuando yo tenía once. Mi mamá no me cae bien, cree que soy un
niño extraño. Yo creo que soy un tipo extraño: hay una pequeña diferencia. Odio
los bancos pero trabajo en uno. Me gradué hace tres años de economía y desde
entonces soy cajero de un banco en el centro. Odio mi trabajo. Una de mis
compañeras escucha baladas románticas de Luis Miguel y Juan Gabriel a toda
hora. Algún día tendré el valor de romperle la radio en la cara. Mi jefe se llama
Luis: usa lentes, es calvo, suda de una manera exagerada y le gusta coquetear
con su secretaria. A mí me gustan las supertetas de su secretaria. Algún día
tendré el valor de sobárselas con morbo. Me gustan los sánduches de queso con
Coca-Cola y chatear en la Internet hasta tarde. Pero más que nada en el mundo,
me gustan los rostros de las personas. Y entre todos los rostros del mundo,
prefiero los rostros tristes y cansados de los pasajeros que viajan conmigo en el
bus todas las noches.

    Trabajo de ocho a doce y de dos a siete. Llego a mi apartamento a las ocho de


la noche en punto. De la oficina al paradero de buses hay quince minutos. De allí a
mi casa el bus se demora 45. En las mañanas el recorrido es exactamente igual.
Demoro dos horas montado en un bus diariamente. Diez horas a la semana.
Cuarenta horas al mes. Cuatrocientas ochenta horas al año. Y 1.440 horas en los
tres años que llevo trabajando. Eso es mucho tiempo, pero no me molesta. He
convertido esas dos horas diarias en una emocionante distracción.
Me distraigo mirando los rostros de los pasajeros. Por eso siempre me siento al
lado del conductor, porque desde allí puedo observarlos mejor. Prefiero las noches
porque los rostros son más sinceros. Siempre encuentro rostros cansados,
distraídos, ingenuos, decepcionados. Rostros que quieren estar en otra parte,
lamiendo otros pellejos. Los rostros que veo son prolongaciones del mío. Estoy
seguro de eso. Soy un tipo raro.

No sé desde cuándo empezó esa afición, pero me ha mantenido vivo durante tres años. Intenté
ponerla en práctica en el trabajo, pero no funcionó. Creo que las baladas de mi compañera no me
dejaban concentrar. Odio las baladas después del almuerzo. Para hacerles frente, me distraía con
las supertetas de la secretaria de mi jefe. Ella tiene un novio que pasa a recogerla todas las noches
en moto. Odio a su novio y su motocicleta. Frente a mi puesto en el banco pasaban todo tipo de
personas, pero con ninguna lograba encontrar una conexión. Todas me parecían sacos de carne
podrida colgando de un matadero clausurado. Sólo la terapia de los buses lograba reconfortarme
después de un día de trabajo. Ni siquiera ver a mamá me ayudaba. Creo que eso empeoraba las
cosas. Mamá empezaba a hablar de las novelas que veía durante el día mientras me observaba
comer. Yo me devoraba la comida para que todo terminara rápido y así poder irme a mi cuarto.
Allí, en mi cuarto, totalmente solo, conocí a Marciana.

No recuerdo el nombre del chat. Pudo haber sido cualquiera. Su nombre clave
fue lo primero que me impresionó. Le escribí diciéndole que me gustaba su
nombre. Ella me contestó que también le gustaba el mío. Yo me llamaba Mr.
Tedio. Le dije que un día estuve en un bar de strip-tease llamado Las
Marcianitas. A ella le pareció bien. Esa noche conocí tres cosas claves de
Marciana: 1) Acababa de terminar filosofía y letras en la universidad. 2) Le
gustaba ir a cine los miércoles a las 3:15 y leer novelas de Paul Auster. 3)
Estaba pensando en comprar una gata. Yo le conté que trabajaba en un
banco, que era economista, que nunca iba a cine pero que me gustaba
Winona Ryder, y que lo que más me distraía en el mundo era observar los
rostros de las personas en los buses. Ella dijo que parecía un tipo extraño. Yo
le dije que, en efecto, era un tipo extraño. Ella dijo que siempre le habían
gustado los tipos extraños. Eso fue lo segundo que me impresionó de
Marciana.
    Puedo respirar el ansia como vidrio molido por el aire. Hace mucho he
querido saber por qué está aquí todas las noches. Hoy se ha ganado la
lotería, el premio mayor, la oportunidad de ingresar a este viaje sin retorno. La
Mujer del Rostro Indescifrable tiene una linda cara, ausente, lejana, como si
mirara del otro lado de una calle destruida. Pero puede ser útil, después de
todo, aunque me estuvo volviendo loco durante dos largos meses. Otra vez
me mira. Aquí estoy. La mujer que siempre mira el asfalto se ha dado cuenta
de algo. Nos mira a ambos. El chofer tararea un vallenato de Diomedes Díaz.
Prefiero la canción del gato triste y azul. La noche está caliente. Dios acaba
de bajar el inodoro. Estoy atragantado con tanta mierda. No puedo respirar
bien. La Mujer del Rostro Indescifrable no deja de mirarme. ¿Por qué nunca
pude conocerla como a todos los demás? Pasamos debajo de un puente.
¿Cuántas personas morirán hoy en esta ciudad? ¿De qué color será la gata
que comprará Marciana? Me lleno de fuerzas. Me agarro los huevos con las
dos manos y trago un buen buche de saliva. La miro directo a sus ojos
incoloros. Me pongo de pie. Puedo sentir la electricidad de todas las miradas
cuando ven que me muevo. Algo ocurrirá, no hay duda. Por primera vez he
cambiado de puesto. ¿De qué color será la gata que comprará Marciana?
¿Cuántas personas morirán hoy en esta ciudad? Me siento a su lado.
    Primero fue Opio en las nubes. Yo le advertí que no me gustaba leer
novelas, que en el colegio siempre compraba esos resúmenes literarios y
hacía trampa en los exámenes. Pero Marciana insistió. Me dijo que en esa
novela estaba el origen de su nombre. Por eso la leí. Era una novela sobre un
gato que hablaba y tomaba whisky. Después siguió un libro de cuentos de
Carver, una novela aburridísima de Carlos Fuentes y dos poemarios de Perro
Desquiciado, el poeta preferido de Marciana, El árbol donde los ángeles
cuelgan sus pelotas y 23 gatos fluorescentes sobre mi tejado, además de su
autobiografía titulada Memorias sucias de un misántropo en un rincón oscuro
del mundo. También me aconsejó que escuchara las canciones de Jerry y Los
Cabrones, por lo que compré la recopilación de éxitos Música para cabrones y
chicos sin piel. Nunca nos habíamos visto la cara, pero de esa manera
Marciana y yo nos fuimos haciendo cada vez más amigos.
    Una noche me habló de esa novela de Paul Auster. Se llamaba Leviatán.
Me dijo que me sería muy útil leerla. Así que la compré y la leí en tres días.
Marciana me aconsejó leer la novela pensando en María Turner, un personaje
de la historia que tenía la extraña afición de seguir a las personas. Todas las
mañanas, María Turner seleccionaba al azar a una persona en la calle, la
seguía durante todo el día, le tomaba fotos e imaginaba su vida a través de
ellas. Eso me pareció un pasatiempo maravilloso. Entonces me di cuenta de
que María Turner y yo estábamos hechos del mismo material. Los dos
invadíamos la privacidad de los otros para construir conexiones con la vida.
    Después de la lectura de Leviatán, todo cambió. Comprendí que estaba
haciendo algo tan serio como cualquier otro trabajo. De esa manera, mi
distracción en los buses empezó a adquirir un nuevo sentido. Me pareció que
era demasiado ingenuo mirar simplemente los rostros. Debía ir más allá,
aunque no tenía la menor idea de qué hacer. Pensé en consultarlo con
Marciana pero me pareció inapropiado. Marciana diría simplemente que era
un tipo extraño y que me había tomado muy en serio a María Turner. Con ella
debía hablar sólo cuando supiera qué escalón deseaba subir.
    Fue así como pensé en La Comunidad del Autobús. Una noche la descubrí.
Mientras iba sentado en el mismo puesto de siempre, se me ocurrió la parte
esencial del juego: afuera llovía a cántaros y adentro se filtraba la lluvia por
los rostros agujerados de cada uno. Adentro estábamos a salvo del mundo
pero al mismo tiempo seguíamos siendo sus presas. El bus se convertía en
una cueva, en un refugio para bombas, en un escondite para la basura. Pero
era un escondite inútil, no teníamos más remedio que continuar pudriéndonos
lentamente cuando bajáramos de él y seguir arrastrando nuestros pellejos
sudorosos por los días, una y otra vez hasta que la muerte nos agarrara el
culo. Tuve una visión. Un cortocircuito. Una alarma chilló en algún lado de mi
cabeza: el mundo se vino abajo, la humanidad se extinguió y sólo los
pasajeros que en ese momento viajábamos en el bus sobrevivimos a la
catástrofe universal. Ahora, solos en el mundo, La Comunidad del Autobús
debería poblar la tierra y crear una nueva sociedad. Me imaginé eso y me
pareció una realidad fascinante y atroz. Ahora el juego no sólo consistiría en
mirar rostros, sino en encontrar la manera de desarrollar el mundo a partir de
ellos. Sentí miedo, y un cosquilleo en la punta del dedo gordo.
    ¿Qué pasaría si sólo las personas que viajan contigo en el bus, escogidas
por un movimiento fortuito del destino, fueran las únicas que habitan el
planeta? ¿Cómo crecería la raza humana en un mundo reconstruido después
de una catástrofe universal? ¿Qué papel desempeñaría cada quien en esa
nueva estructura social? Esas preguntas fueron agujerando mi masa cerebral
como piojos. En esa forma el juego empezó a tornarse más interesante.
Decidí incluir una libreta de apuntes, por ejemplo. En la libreta anotaba todas
las ideas que se me ocurrían sobre ese nuevo mundo. Un mundo sin reglas,
sin filas de banco, sin baladas después del almuerzo, sin jefes sudorosos, sin
madres rezanderas, sin telenovelas, sin televisión, sin Internet, sin rostros
agujerados por el tedio y la decepción. También perfeccioné mi técnica hacia
los rostros. Descubrí que podía atravesar la gruesa capa de piel y huesos y
clavarme directo en el centro de los pensamientos, igual que una hiena sabia
de ojos fluorescentes. Así era yo. Me sentaba en el puesto de al lado del
conductor y devoraba rostros y construía vidas. Fui elaborando un inventario
detallado y extenso de cada uno de los rostros que se iban repitiendo todas
las noches, aquellos que se fueron convirtiendo en acompañantes repetitivos
de mis viajes. Eran ellos los miembros principales de La Comunidad del
Autobús, que dejaban de ser simples rostros para adquirir vida propia:
    La mujer que siempre mira al asfalto tiene de 50 a 55 años. Está cansada
de la vida, tiene un esposo holgazán que se emborracha los fines de semana
y un hijo policía que se ha olvidado de ella. Seguramente se gana la vida
trabajando como aseadora de oficinas de abogados mediocres y leguleyos en
un edificio del centro de la ciudad. Le gustan el café negro, la telenovela de
las ocho y jamás lee los periódicos.

    La chica de porcelana es frágil y tiene la cara blanca como una muñequita.
No puede ser mayor de veinte años. Cree en el amor y por eso siempre está
triste. Su novio nunca le dice cosas lindas al oído y la ha engañado por quinta
vez, pero ella sigue creyendo en él de una manera absurda. Es taquillera en
un cine rotativo de películas de acción, pero la chica de porcelana prefiere las
comedias románticas con Meg Ryan. Ha leído la colección completa de Carlos
Cuauhtémoc y Paulo Coelho. Odia los Simpson y prefiere Ally McBeal.
    En La Comunidad del Autobús viaja un hombre de veinticinco años. La vida
le pasó por las narices mientras él se rascaba los sobacos. Es vendedor de
jeans y blusas de mala calidad en un almacén de mala calidad. No tiene
sueños y cree que todo está bien, pero hay algo que le disgusta. Juega billar
los sábados en la noche y dominó los domingos en la mañana. Sólo ve El
chavo del ocho y la sección de deportes de los noticieros. Su esposa tiene
veinte años y sólo sabe hacer tajadas de plátano y carne frita. Se conocieron
mientras validaban el bachillerato en una institución técnica. Él la llevó a tomar
cerveza a una taberna y después a un motel. Ella creyó que hacían el amor; él
estaba preocupado por el partido de fútbol del día siguiente. Ahora tienen una
hija de ocho meses.
Por último, está el viejito con cara de acidez estomacal. Tiene 65 años,
aproximadamente; siempre se sienta en la mitad del bus y prefiere viajar sin
nadie al lado. No le gusta ver televisión, prefiere escuchar la radio todo el día.
Es jubilado y viudo. Le fascinan el huevo cocinado con la yema cruda en las
mañanas y la sopa de fideos en el almuerzo. Se reúne todos los días con sus
amigos jubilados a las afueras del Centro Cívico o en cualquier panadería de
alguna esquina. Es conservador y le caen mal los liberales, pero hace mucho
dejó de creer que este mundo podría ser un lugar mejor. Duerme con toldo
para protegerse de los mosquitos y sus nietos dicen que huele a alcanfor.
    Los miembros de La Comunidad del Autobús se convirtieron en mis únicos
acompañantes en el nuevo mundo que yo inventaba. Todas las noches me
encerraba en mi cuarto a escribir en mi libreta de apuntes. Los primeros
meses completé cuatro libretas de cien hojas cada una, escritas por ambas
caras. Hojas llenas con todas mis percepciones sobre cómo debía ser ese
nuevo mundo, sobre la labor que debía desempeñar La Comunidad del
Autobús y los cambios que observaba en mis acompañantes. Nunca hubo un
cambio de actitud significativo. Sus rostros siempre evidenciaban lo que eran:
rostros que se escondían detrás de una ventana, rostros que no sabían de
dónde provenía el descontento, rostros absurdamente conformes, rostros
desesperadamente inconformes, rostros reprimidos, rostros envueltos en
celofán para los días sin sentido.

    Empecé a dormir menos. Me acostaba tarde porque todas las noches,


después de escribir, chateaba con Marciana hasta la madrugada. Marciana
parecía ser mi única conexión con el otro mundo, el mundo real. Me
preguntaba por mis cosas y yo siempre le contaba lo mismo. Que mis viajes
en los buses cada vez eran mejores, que la chica de porcelana ha debido
terminar por quinta vez con su novio de toda la vida. Pobrecita. Sí, pero ella lo
quiere mucho, nunca le pondrá veneno para ratas en el jugo de tamarindo.
¿Veneno para ratas en el jugo de tamarindo? Eres un tipo raro, Mr. Tedio.
¿Ya compraste la gata? No. En el banco las cosas están peores. De verdad,
cuéntame. OK.

    Don Luis, el jefe sudoroso amante de las supertetas de su secretaria me


mandó a llamar una mañana. Me dijo que mi disposición al trabajo estaba
cambiando. Por supuesto que estaba cambiando, viejo imbécil. No podía
mantenerme concentrado en la fila de carne podrida que tenía enfrente
porque pensaba demasiado en La Comunidad del Autobús. Si no mejoraba mi
disposición y mi presentación personal, debería tomar medidas drásticas. Dijo
drásticas con cierto énfasis para que le entendiera de inmediato. ¿Significa
que puede despedirme? Pues hágalo, hágalo porque estoy cansado de su
cabeza calva, sus sobacos sudados, su bigote con gotitas de sopa, su
ombligo profundo y sus miradas de masturbador matutino. Obviamente, no le
dije nada de eso. Salí de su oficina como un perrito sucio y regañado. No
había manera de que las cosas cambiaran. Con la llegada de La Mujer del
Rostro Indescifrable empeoraría todo.
    
¿Por qué he venido a sentarme al lado de La Mujer del Rostro
Indescifrable? Sé que todos se preguntan lo mismo. Sé que ella también se
lo pregunta. La chica de porcelana está más triste que de costumbre, ya
estaba acostumbrada a que la mirara de vez en cuando. Pero ahora sólo
miro a La Mujer del Rostro Indescifrable, aunque su actitud no ha variado un
centímetro. Una gota de sudor me baja por la quijada. Los ojos me dan
vueltas. El mundo se desmorona a pedazos y sólo La Comunidad del
Autobús se salvará. La noche se incendia con la hoguera de nuestros
huesos. Puedo ver el fuego a través de la ventana. La calle se derrite como
mantequilla sobre la sartén. El conductor ha decidido apagar la radio de una
buena vez. Me atrevo a hablarle.

    —¿Cómo te llamas?

    Marciana decía que debía hablarle, que debía sentarme a su lado y


preguntarle su nombre, su dirección, su ocupación y hasta la talla de su
sostén, así todo sería más fácil. Sí, sin duda así sería más fácil. Pero
Marciana no entiende nada del juego. De hacer eso no habría gracia, todo
sería muy sencillo. No, la idea era descubrir quién era sin que ella me lo
contara. Le dije a Marciana que eso sería imposible. Invítala a cine a ver la
última de Winona Ryder. Me han dicho que es mala. No importa, así la
puedes conocer. Olvídalo. ¿Te gustan las gatas negras o de rayas cafés? No
me gustan los gatos, Marciana, ya lo sabes.

    Subió al bus una noche, una cuadra después que yo. Primero pensé que
era estudiante de un colegio técnico, y que quizá estaba estudiando
secretariado bilingüe o computación. Después se me ocurrió que podía
trabajar en una oficina cercana al banco, o que vivía cerca y todas las noches
iba a visitar a su novio. Podía ser muchas cosas: la amante de alguien, la
esposa de alguien, una prostituta, una bailarina exótica, una novicia que se
escapaba todas las noches del convento, una asesina en serie o una loca que
se sentaba en los buses a viajar toda la noche. Se me ocurrieron muchas
cosas pero ninguna resultó ser la correcta. En todo caso, era una pieza clave
en el juego, y como no podía descubrir quién era realmente decidí llamarla
así, La Mujer del Rostro Indescifrable.

    El insomnio se agravó. Mamá decía que me estaba volviendo loco. Yo


empecé a darme cuenta de que la loca era ella. Por mucho que lo intentara no
lograba concentrarme en más nada, la imagen de La Mujer del Rostro
Indescifrable era demasiado fuerte, demasiado real. Su cara fue apareciendo
en mi libreta de apuntes, en la pantalla del televisor, en la fila del banco y
hasta llegó a remplazar la cara de Policarpa Salavarrieta en los billetes de
$10.000. Su rostro se fue adhiriendo a mí como las pulgas a un perro. Por ella
descuidé a todos los demás miembros de La Comunidad del Autobús. Me
concentré sólo en su rostro, pero todo esfuerzo resultaba inútil. Era como si su
cuerpo fuera una especie de fantasma que recorría los buses donde yo
viajaba, recogiendo miradas y trozos de conversaciones para sentirse viva.
    Por mi parte, fui sintiendo que el fin estaba cada vez más cerca. Me di
cuenta de que La Comunidad del Autobús necesitaba mi presencia. Eso lo
cambió todo. Al desviar mi atención hacia La Mujer del Rostro Indescifrable,
descubrí que el resto de La Comunidad empezó a sentirse desplazada.
Entonces se hizo claro: también ellos esperaban todas las noches a que me
montara en el bus. También ellos me observaban detenidamente, evaluando
e inventando mi rostro, mis movimientos, mis actitudes. Eran conscientes y
cómplices del juego, conocían las reglas con exactitud, incluso conocían las
ventajas de ser miembros de La Comunidad. Yo simplemente echaría el
fósforo en la gasolina derramada.

    Entonces fue cuando acepté a La Mujer del Rostro Indescifrable como un


miembro más de La Comunidad y seguí adelante con mi plan. Con los días, el
bus se fue haciendo cada vez más hermético, más asfixiante y, al mismo
tiempo, más atrayente. La vida dejó de significar algo, el mundo se redujo a
los edificios y al concreto que se veía al otro lado de las ventanas del bus.
Todo no era más que una farsa, un constante ir y venir de días envueltos en
el absurdo. Algún dios imbécil lanzaba bombas desde las azoteas con muy
mala puntería. Algún ángel moribundo tomaba instantáneas de los rostros
desfigurados de la gente. No hay más remedio que incendiar los días y
acostarse en la cama a mirar el cielo raso, mientras que en el televisor siguen
hablando y hablando y hablando sobre cómo hacer torta de pan con helado
de fresa.

    ¿Qué quieres decir con eso, Mr. Tedio? Nada, que las vainas no andan
muy bien que digamos. ¿No has hablado con la chica, verdad? No me
interesa hablar con la chica, Marciana. ¿Te gusta la torta de pan con helado
de fresa? Me gusta incendiar los días y acostarme en la cama a mirar el cielo
raso, nada más. Yo también conocí a un chico, Mr. Tedio. Qué bien,
Marciana, ¿ya lo invitaste a salir? No. ¿Y cuándo lo harás? No me interesa
invitarlo a salir. Qué bien... mañana no voy a ir a trabajar. ¿No?

    Me ausenté dos días del trabajo. Mamá llamó a don Luis para disculparse
de mi parte. Mamá es una estúpida, me tiene cansado. Estuvo haciendo
oraciones por mí todo el día en voz alta. No sé qué le habrá dicho a don Luis,
tampoco me importa. No salí de mi cuarto durante los dos días. En la noche
tomaba un bus hasta el paradero a unas cuadras del banco y esperaba el bus
donde viajaba La Comunidad. Mi propósito en esos días fue darle los últimos
toques al plan.

    Después de dos días de ausencia, regresé al banco. Obviamente, sabía lo


que pasaría. Don Luis me llamó a su oficina. Yo fui directo, sin mirar a nadie,
aunque todos no dejaban de mirarme. Entré a la oficina y me senté sin
esperar a que mi jefe me lo pidiera. Don Luis sudaba a chorros. Sus lentes se
empañaban con el sudor y la grasa de la cara. No dio muchos rodeos: se
quitó los lentes, los limpió y mientras se los ponía me dijo que estaba
despedido. Yo me puse de pie y salí de su oficina. Estaba sucio y feliz. Al
pasar al lado de su secretaria le miré sus supertetas por última vez, después
desconecté la radio de mi compañera y la estrellé contra el pavimento de la
entrada. Salí del banco como una vaca moribunda que escapa del matadero
para empezar a vivir. En la calle, entré a una juguetería y compré una pistola,
un hermoso ejemplar que dispara inofensivas balitas de plástico.

    Mamá se puso a llorar cuando le conté que me habían despedido. Yo no


pude soportar la risa al verla. Mamá dijo que llamaría a un psiquiatra amigo de
ella para que me atendiera lo más pronto posible. Yo me serví un vaso de
Coca-Cola y me preparé un sánduche de queso. Mamá apagó la televisión y
empezó a rezar. Me gustan la Coca-Cola bien fría y los sánduches de queso.
Mamá dijo que papá estaría decepcionado de mí. Papá murió cuando yo era
un niño y a veces se me olvida su rostro. Mamá estaba preocupada por las
cuentas del apartamento. Yo me senté en el sofá y encendí la televisión.
Mamá quería saber qué me dijo don Luis exactamente. En el 43 caían
bombas sobre Bagdad. Mamá empezó a desesperarme, me pedía a gritos
que le dijera algo. Yo dejé la Coca-Cola y el sánduche sobre la mesa del
comedor y entré a mi cuarto. Busqué en mi clóset y saqué una cuerda gruesa
que había estado guardando para ese día. Llegué a la sala, apunté a mamá
con la pistola en la cabeza y le grité que se callara. Mamá se ve hermosa
cuando cierra la boca y los ojos se le llenan de susto. Le pedí que se sentara
en una silla del comedor, la amarré fuerte y la amordacé para que me dejara
pensar con calma. Después me encerré en mi cuarto. Reuní todas mis libretas
de apuntes sobre La Comunidad, algo de ropa y las guardé en un morral.
Puse la pistola de juguete sobre la mesa de noche. Me acosté en la cama, sin
quitarme los zapatos, a esperar a que llegara la noche y el incendio arrasara
las calles. No tuve tiempo de despedirme de Marciana.
    —¿Cómo te llamas? —le vuelvo a preguntar
.
    —Eso no importa. ¿Por qué has decidido sentarte aquí?

    —No sé.

    —¿Qué haces aquí, entonces?

    —Tengo una pistola de juguete escondida en mi morral.

La Mujer del Rostro Indescifrable me mira fijo a los ojos:

    —Eso no me asombra de un tipo raro como tú, Mr. Tedio.

La última clave del juego se ha resuelto. La Mujer del Rostro Indescifrable


siempre supo todo, cada paso del juego, cada nueva trama; chateaba
conmigo todas las noches construyendo un juego mayor, un juego en el que
yo era la parte esencial, sin saberlo. Entre los dos creamos La Comunidad del
Autobús.

Una sonrisa extraña llega de un lugar extraño y se acomoda en nuestros


rostros
.
    —Debimos haber ido a cine y conocernos hace mucho —le digo cuando
por fin puedo abrir la boca.

    —No importa, siempre es mejor así.

    —Eso creo... ¿No vas a preguntarme por qué tengo una pistola de juguete
escondida en mi morral?
    —No.
Miro las calles desde la ventana. El mundo es un canal dañado de televisión
en una noche caliente y aburrida.

    —No hay duda de que también eres una mujer extraña. ¿Puedes decirme
ahora cómo te llamas?

    —Para qué, es mejor así.

    —Sí, tienes razón, es mejor así.

El bus pasa derecho por mi edificio. Miramos a la gente de La Comunidad.


Todos esperan que dé el paso, que me levante y haga lo que tengo que
hacer. El incendio continúa.

    —¿Vas a hacer algo?

    —Claro que sí.

    —Todos están esperándote.

    Me pongo de pie. Una corriente eléctrica me sacude. Saco la pistola de


juguete del morral y camino sin tambalearme hasta el puesto del chofer. Le
apunto en la cabeza. Le pido que se detenga. Los miembros de La
Comunidad del Autobús se ponen de pie. Les explico a todos los ocupantes
de qué se trata todo esto: La Comunidad del Autobús tomará posesión del
vehículo y buscaremos un lugar seguro donde alejarnos del mundo y esperar
el momento del fin; los que no estén interesados en ser parte de La
Comunidad del Autobús pueden bajarse, incluyendo al chofer. Le pido al
chofer que abra la puerta trasera. La gente se empieza a bajar pero los
miembros de La Comunidad permanecen de pie en sus puestos. El chofer es
el último en salir. Vuelvo a cerrar la puerta. Nadie dice nada. Nadie pregunta
nada. Silencio y vidrios rotos. Todos nos miramos pensando en el próximo
paso. El hombre al que la vida le pasó por las narices mientras se rascaba los
sobacos levanta la mano. Dice que sabe conducir buses. Su papá fue chofer
toda la vida. Le pido que conduzca. Guardo la pistola de juguete en mi morral
y me siento al lado de ella. El bus arranca. El viaje apenas empieza. Ella me
sonríe y me abraza, luego me da un beso. Después de todo, no hay juego de
azar más grande que el amor.

    —¿Y ahora qué, Mr. Tedio?

    —No sé, Marciana.

    —Podemos comprar una gata.

    —¿Cómo se llamaría?

    —¿Qué tal María Turner? Ya sabes, por la novela…

Otra vez esa sonrisa extraña llega de ese lugar extraño y se acomoda en
nuestros rostros.

    —OK.

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