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Sin embargo, hagamos un punto acá, porque el proceso de evolución de las civilizaciones
se ha construido sobre la base de que esto puede detenerse.
Los orígenes de esta concepción se remontan más o menos al año 12 mil antes de Cristo.
Según Alvin Toffler en esa época, alguien, probablemente una mujer, descubrió, en algún
lugar de lo que actualmente se conoce como Turquía, que una semilla se podía recoger y
volver a poner en la tierra, y una planta, muy parecida a aquella que dio lugar a la semilla,
crecería. Descubrió, por lo tanto, que no era necesario cambiar cada día el estilo de vida,
movilizarse kilómetros en busca de alimentos, montar y desmontar las viviendas, sino que
alojándose en el mismo sitio y haciendo cada día lo mismo, es decir, interrumpiendo el
cambio, el alimento se obtendría de la misma forma y mejor aún. Esto modificó para
siempre nuestra forma de entender el proceso de civilización, que a partir de ese momento
comenzó a forjar una fuerte idea relativa a que para sobrevivir, es necesario hacer siempre
lo mismo, construir hábitos, repetir los procesos y la forma de hacer las cosas. Así las
generaciones venideras buscaron la estabilidad y fueron asumiendo que las cosas no
deberían cambiar, al menos no mucho, ni notoriamente.
Según los estudios realizados por parte de la psicología experimental en relación al cambio,
se extraen dos conclusiones. Por un lado, que cuando más profundo y disruptivo es el
cambio que debemos realizar, más resistencia y dificultades genera. Y por otro, que una
primera instancia las personas solemos sentir que el cambio nos quitará más cosas que las
que nos dará. Por eso, para poder transitar el proceso de cambio con relativo éxito, siempre
es necesario poner en evidencia el conjunto de oportunidades que ese proceso de
transformación nos dará, tanto a nivel personal, como grupal, porque una persona cambia,
solo cuando encuentra razones vitales para hacerlo.