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Trayectoria literaria
En el período que va desde 1955 a 1962 publicó una serie de novelas cortas y
cuentos: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), La mala hora
(1962) y Los funerales de la Mamá Grande (1962). Su gran novela, Cien años de soledad
(1967), transcurre en Macondo, un pueblo imaginario y mítico. Los temas de esta obra
son los mitos caídos de nuestra civilización y la deshumanización a la que conduce el
progreso.
Argumento y estructura
En contraste con todo este mundo de violencia, la novela da un giro hacia un final
feliz en el que dos de las víctimas (Ángela y Bayardo) viven un amor tardío, después de
años de expiación. La pasión amorosa crece con la separación de los amantes y vence a
la ofensa y al rechazo, a la soledad y al silencio e incluso al paso del tiempo. En la cuarta
parte, tras repudiar a su esposa, Bayardo se va del pueblo como marido burlado y Ángela,
no soportando la vergüenza, también huye a donde no la conocen. Desde la distancia,
Ángela empieza a enamorarse y le escribe a Bayardo fogosas cartas de amor que Bayardo
no abre, pero, pasados diecisiete años, regresa para reencontrarse con ella portando
consigo casi dos mil cartas sin abrir. Así, dos víctimas viven un amor tardío tras un largo
período de expiación.
Por otra parte, el narrador es habitante del pueblo, amigo de Santiago y pariente
lejano de Ángela y de los gemelos. Estuvo en la boda y acompañó a Santiago y a sus
asesinos hasta pocas horas antes del crimen. Narra desde el presente, es decir, veintisiete
años después de los trágicos sucesos, perspectiva que le permite narrar no solo el pasado,
sino además el futuro de ese pasado (por ejemplo, el paso de los asesinos por el penal y
el reencuentro de Ángela y Bayardo). Esa amplia perspectiva temporal le posibilita narrar
desde dentro de la historia y, cuando le conviene, desde fuera.
El punto de vista de la novela, como crónica que es, debe recoger las opiniones de
las personas que el cronista estime oportunas. En este sentido estamos ante un punto de
vista múltiple que limita la subjetividad del cronista, recoge diferentes puntos de vista, a
veces contradictorios entre sí, y obliga al lector a participar aportando su propia
perspectiva sobre los hechos narrados. Pero, naturalmente, el punto de vista dominante es
el del narrador (él conoce las historias familiares; él ordena los hechos). Incluso cuando
se repliega intuimos su presencia detrás de los personajes.
Los gemelos Pedro y Pablo Vicario están más desdibujados, pero juegan un
papel fundamental como verdugos. Se mueven por el código del honor que les obliga a
matar, aunque hay detalles en la novela que nos hacen pensar que van a matar sin desearlo:
sus bravuconadas, la publicidad que hacen del crimen, sus dudas, el alcohol que
consumen previamente, etc. los convierten en fantoches que van a hacer algo que no
desean, en asesinos a su pesar. Se sienten prestigiados ante los demás, pero, por dentro
están rotos. En conclusión, son víctimas y victimarios, igual que Ángel y Santiago. La
única víctima pura de la novela es Bayardo.
Texto 1
–Lo dejamos para después –dijo Pablo Vicario–, ahora vamos de prisa.
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó
que el hermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el
café, Prudencia Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de
periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué
andaban –me dijo–y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera
casado con él si no cumplía como hombre.»
No solo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos
Vicario lo sintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le
ocurría qué hacer con ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo
no podía quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin
dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como empezaban a
dormirse volvían a cometer el crimen.
Texto 3
Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román.
Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con
dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía
señalada. Santiago Nasar, había expiado la injuria, los hermanos Vicario
habían probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra
vez en posesión de su honor.