Está en la página 1de 124

TODO COMIENZA CON JESÚS

Un novedoso enfoque teológico

Dennis F. Kinlaw

(2009)
Contenido

1. UN NUEVO CONCEPTO DE DIOS

2. EL NIVEL DE INTIMIDAD QUE DIOS DESEA

3. LA PERSONA Y EL CONCEPTO DE DIOS

4. EL PROBLEMA HUMANO

5. EL CAMINO DE LA SALVACIÓN

6. EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN

Notas
Capítulo 1

UN NUEVO CONCEPTO DE DIOS

Un joven capellán, en una de las escuelas de la Universidad de Oxford, tenía como


costumbre todos los años entrevistar a cada uno de los nuevos estudiantes en su
escuela. Él quería conocer a cada uno de los estudiantes en forma personal y así poder
explicarles algo del programa religioso de su escuela. En algunos casos, luego que el
capellán había presentado su programa, un estudiante intentaba explicar de un modo
un tanto embarazoso que él no creía en Dios y que entonces, con toda posibilidad no
participaría en forma activa en el programa del capellán. El capellán en esos casos
contestaba: «¡Qué interesante! ¿Y en qué Dios es en quien no crees?» El estudiante
entonces intentaba explicar su ateísmo. El capellán se sonreía y comentaba sobre la
realidad que el estudiante y él mismo tenían mucho en común, ya que él tampoco creía
en la existencia de ese dios.
Los eruditos dicen que el Homo sapiens es la criatura religiosa. Donde quiera que
hallemos seres humanos, encontramos actos y lenguajes religiosos. Hablar de Dios y la
experiencia humana siempre van tomados de la mano. Cuando una persona habla
acerca de Dios o de los dioses, ¿qué es exactamente lo que él o ella quiere decir? El
uso corriente de la palabra Dios en el lenguaje humano parecería indicar que hay un
acuerdo universal cuando se trata de ofrecer una definición. Sin embargo, la realidad es
exactamente el polo opuesto.
La mayoría de los supuestos dioses que los incrédulos rechazan nunca han tenido
una realidad objetiva y son simplemente fantasmas fabricados en sus mentes. El
concepto en sus cabezas y la realidad detrás de todas las cosas pudiera tener muy poca
relación entre sí. El dios delante de quien el creyente sincero se postra, asimismo
puede ser una caricatura que hace poca justicia de la realidad que el creyente cree estar
adorando. Las consecuencias para el creyente cuya comprensión mental de Dios está
desviada tal vez no sean tan serias. Como lo son para la persona que niega
directamente la existencia de Dios, pero aun así son también muy dañinas. El error,
tanto para el creyente como para el no creyente, siempre acarrea consecuencias
desafortunadas.
William Temple, quien fue uno de los Arzobispos de Canterbury, insistía que si
nuestro concepto de Dios está equivocado, cuanto más religiosa sea la persona, tanto
más peligrosos llegamos a ser para nosotros mismos y para los demás. Nuestro
concepto de Dios debe ser una fiel representación de quién es él, el Dios con quien en
última instancia todos tendremos que tratar. En realidad, no hay nada que sea tan
importante para cada individuo y toda la sociedad.
DOS CLASES DE DIOS: POLI/PANTEÍSTA Y MONOTEÍSTA

Sin embargo, ¿cómo podemos saber cómo es Dios? Yehezkel Kaufman es de gran
[1]
ayuda en este punto. En su obra excelente sobre la religión de Israel, insiste que todas
las religiones del mundo se pueden clasificar en dos categorías.
La primera categoría incluye todas las religiones que son básicamente naturalistas
y se expresan a sí mismas mediante el panteísmo o el politeísmo. Todas estas
religiones ven todas las cosas como un todo sin ruptura y el ser divino como parte
integral de ese total, o también pueden ver al ser divino como un nombre para el total
del cual todos participamos. Algunas de esas religiones hablan del ser divino como de
aquello que permea el total en el cual todos participamos. Esto es el panteísmo, tal
como lo podemos ver en el hinduismo y en las ideas contemporáneas de la Nueva Era.
El otro grupo dentro de esta categoría ve la naturaleza como conteniendo lo
divino. Lo divino se manifiesta en fuerzas múltiples, cada una de las cuales tiene su
propia individualidad y se debe adorar por sí misma. Así los griegos podían hablar de
Uranos (los cielos), Gaia (la tierra), Oceanos (los océanos), y Cronos (el tiempo); tal
como los romanos consideraban seres divinos primordiales al Sol y a la Luna. Las
culturas del mundo del antiguo Mediterráneo tenían todas el mismo Panteón, excepto
que usaban nombres diferentes. Así, los griegos hablaban de Afrodita y los romanos de
Venus, aunque ambas civilizaciones hablaban del mismo factor en la vida humana.
Derivamos nuestra palabra afrodisíaco del nombre de Afrodita. Cuando hablaban de
Afrodita y Venus, los griegos y los romanos se referían a la fuerza erótica que atrae el
hombre a la mujer y la mujer al hombre. A tales fuerzas naturales se les atribuía una
personalidad y luego se adoraba como si fueran dioses individuales. Hasta aquí hemos
conocido este tipo de politeísmo clásico en las religiones del antiguo Medio Oriente y
en las civilizaciones griega, romana y egipcia, en el mundo del Mediterráneo. Algunas
versiones parecidas aún se hallan entre aquellos a quienes consideramos las personas
más primitivas entre los pueblos de la tierra. En la actualidad estas vertientes están
reapareciendo en nuestro mundo postmoderno a través de las enseñanzas y prácticas de
la Nueva Era.
El segundo grupo del cual habla Kaufman, es decir las religiones monoteístas,
contiene tres expresiones distintas, cada una de las cuales no está anclada en la
naturaleza (a diferencia con el panteísmo y el politeísmo) sino en la historia. Estas
religiones son el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Uno reconoce
inmediatamente que estas tres son religiones históricas relacionadas con Israel y la
Biblia hebreacristiana. Las raíces de las tres se remontan hasta Abraham y su mundo.
Estas tres religiones ven a la naturaleza no como un ser divino, sino como una
[2]
expresión creada de un Dios supremo que trasciende la naturaleza. Dios no es parte
de la naturaleza y no debe confundirse con nada dentro de ella. Para estas tres
religiones, mezclar la naturaleza y lo divino es ser culpable de idolatría, es decir adorar
a aquello que no tiene existencia por y en sí mismo sino que es el producto de uno más
allá de sí mismo, de quien proviene y de quien depende su misma existencia. En otras
palabras, todas estas religiones monoteístas hacen una distinción ontológica entre el
Creador y la creación.
[3]
El análisis de Kaufman es absolutamente preciso y no admite debatirse. Esto
significa que debemos estarle agradecidos por simplificar nuestro problema,
especialmente si sentimos que necesitamos un Dios que puede hacer una diferencia
notable en la raza humana, o un Dios quien pueda ayudarnos en forma personal. El
politeísmo y el panteísmo no tienen respuesta para el problema del mal porque ambos
consideran al mal como parte del mundo divino y del mundo humano. Para ellos,
cuando nosotros hablamos de «malo» y «divino» no son conceptos separables, ya que
el mal en el mundo está dentro del ser divino. No existe nada sino «nosotros». No hay
nada más allá que sea ontológica y moralmente diferente de nosotros a quien podemos
invocar y a quien solicitarle ayuda. Por lo tanto, la historia, al igual que la naturaleza,
se ve como repetitiva, y el futuro no puede ser esencialmente diferente al pasado ya
que no existe una realidad personal trascendente y transhistórica que pueda hacer una
diferencia. Por otra parte, los conceptos de la posibilidad de un nuevo mundo, de una
nueva sociedad y de un tipo diferente de ser humano han llegado a nuestra cultura
desde las escrituras hebreo-cristianas como resultado de la naturaleza del Dios de la
Biblia.
Kaufman nos ayudó a dar el primer paso, pero el segundo es igualmente
importante. Existe un Dios trascendente, ¿pero cuál es la naturaleza de semejante
Dios? Una lectura cuidadosa de la literatura de las tres religiones monoteístas mostrará
diferencias radicales entre esas tres expresiones religiosas y no hay un lugar donde se
hagan más patentes que cuando intentan representar al ser de Dios.

EL CRISTIANISMO: MONOTEÍSMO CON UNA DIFERENCIA

No puede caber ninguna duda que tanto el judaísmo, el islamismo y el


cristianismo son religiones monoteístas. La gran verdad básica detrás del sistema
judaico se halla en las palabras de la Sema en el libro de Deuteronomio: «Escucha,
Israel: El SEÑOR nuestro Dios es el único SEÑOR» (Deuteronomio 6:4). Los textos
del Antiguo Testamento indican con claridad que ser hebreo significaba creer en un
solo Dios, el Dios de Abraham, el Dios que sacó a Israel de Egipto y que habló con
Moisés en el monte Sinaí. Los profetas hebreos como Isaías se gloriaban en este
hecho: «Yo soy el SEÑOR, y no hay otro; fuera de mí no hay ningún Dios» (Isaías
45:5). En forma reiterada Isaías hace tronar esta nota de certeza (Isaías 43:10; 44:8;
45:6, 14, 18, 21; et al.).
Todo el judaísmo que siguió en forma subsecuente ha sido inamovible en esta
postura. Maimónides, quien se puede considerar como el jurista y filósofo más grande
dentro del judaísmo, estableció el patrón de creencias. Preste atención a los
comentarios que hace en cuanto a la circuncisión, el rito simbólico que es la señal del
pacto Abrahámico:

Es mi convicción que la circuncisión tiene otro significado muy importante, es decir, que
todas las personas que profesan esta opinión-es decir aquellos que creen en la unidad de
Dios-deberían mostrar una marca en el cuerpo que los una e identifique, de tal modo que
aquellos que no pertenecen a esa convicción no puedan decir que son uno de ellos, mientras
son extraños ... La circuncisión es un pacto hecho por Abraham nuestro padre a la luz de su
creencia en la unidad de Dios. Por ende, todos los que se circuncidan se unen al pacto de
[4]
Abraham.

El islamismo también es claro en su afirmación de que Alá es Dios y que solo él


es el único Dios. El pecado por sobre todos los otros pecados es afirmar que pueden
existir otros dioses fuera de Alá. Ese tema comienza temprano en el Corán y es a lo
largo de toda la obra la creencia y afirmación central.

Vuestro Dios es un Dios; no hay otro Dios fuera de él. Él es el benefactor, el


misericordioso... Y, sin embargo, hay hombres quienes toman para sí objetos de adoración
además de Alá, a quienes aman como debieran amar a Alá ... ¡Oh, que los obradores de
maldad puedan ver el castigo, y comprendan que el poder es totalmente de Alá y que Alá es
muy severo cuando castiga! ... Entonces Alá les mostrará que sus acciones son de profundo
dolor para ellos, y que no escaparán del fuego. (2.163, 165, 167)

El Corán destaca de manera muy particular que Alá no tiene hijos (2116, 1935,
19:90-93, 112:3). Él reina por sí solo.
El cristianismo se une al judaísmo y al islamismo en su afirmación que hay un
solo Dios. Jesús afirma de manera firme que él y Moisés provienen de la misma
tradición y adoran al mismo Dios (Juan 5:45-46). Dios es uno solo y se debe amar con
una devoción única y exclusiva (Marcos 12:29-30). Pablo, como un buen judío que
era, también proclama su monoteísmo: «De modo que, en cuanto a comer lo
sacrificado a los ídolos, sabemos que un ídolo no es absolutamente nada, y que hay un
solo Dios. Pues aunque haya los así llamados dioses, ya sea en el cielo o en la tierra (y
por cierto que hay muchos "dioses" y muchos "señores"), para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más
que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual
vivimos» (1 Corintios 8:4-6). Para el cristiano, al igual que para el buen judío y el
devoto musulmán hay un solo Dios y es el único Dios.
Pero hay una diferencia. Cuando los cristianos dicen que Dios es uno, la unicidad
de la cual hablan no es la misma unicidad de la cual hablan los judíos y musulmanes.
No es la unicidad de una mónada, de un solo ser divino que es simple en su naturaleza.
Los cristianos creen que dentro de esta unidad hay diferencias personales. Noten el
pasaje que acabamos de mencionar escrito por el apóstol Pablo. En este se afirma la
unicidad de Dios pero de manera inmediata agrega: «para nosotros no hay más que un
solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un
solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos»
(8:6).
Lo que Pablo añade acarrea implicaciones radicales.

LA DIFERENCIA: JESÚS

El problema que el mundo entero tiene con el cristianismo es Jesús. Él es «una


piedra de tropiezo y una roca que hace caer» (1 Pedro 2:8; Romanos 9:32-33) y que
separa el monoteísmo del cristianismo del que sostienen judíos y musulmanes. Y la
separación es absoluta. Esto afecta todos los aspectos de la doctrina cristiana y le
ofrece su distintivo en su comprensión del ser de Dios, la humanidad, el pecado, la
salvación y el fin de la historia.
El corazón del problema radica en la definición que Jesús ofrece de sí mismo y su
relación con Dios. La información más importante sobre este tema se encuentra en
todos los evangelios y epístolas del Nuevo Testamento, pero se nota en forma
distintiva en el Evangelio de Juan, especialmente en aquellos párrafos donde Jesús
expone su propia relación con Dios. La relación que describe es muy íntima. Esto se
pone en evidencia cada vez que usa la palabra Padre.
Aunque en los otros evangelios Jesús utiliza a menudo la palabra Padre para Dios,
en Juan ocurre el doble de veces que en Mateo, tres veces más que en Lucas y seis
veces más que en Marcos. La usa tan menudo en Juan que es evidente que el personaje
central del libro, al igual que en la vida de Cristo, no es él mismo sino el Padre. Cristo
y el Evangelio de Juan señalan algo más allá de sí mismos. Ambos consideran a Jesús
como «el enviado» que vino del Padre para hacer la obra del Padre. El lenguaje, la
sintaxis, e incluso la misma gramática del Evangelio de Juan, muestran la centralidad
de este concepto. Juan deja bien en claro que siempre existió una relación muy íntima
entre Jesús y el Padre, una muy distinta de la que Dios tuvo con un profeta e inclusive
con Moisés, de quien se dice que habló con Dios cara a cara.
El quinto capítulo del Evangelio de Juan presenta este tema en forma muy clara.
Jesús se halla en Jerusalén y ve a un hombre yaciendo junto al estanque de Betesda. El
hombre estaba inválido desde hacía treinta y ocho años, aparentemente incapacitado de
caminar. Jesús le pregunta si quiere sanarse. Cuando el hombre responde
afirmativamente, Jesús le da la orden de levantarse, tomar su camastro y caminar. El
hombre hizo tal como Jesús le ordenó. La mala noticia es que el milagro ocurre en un
día sábado y según la ley de Moisés estaba prohibido llevar alguna carga en el día de
reposo. Este acto de Jesús dejó en estado de shock a los que se hallaban en el atrio del
templo. Cuando los líderes del templo se enteran que fue Jesús quien ordenó al hombre
paralítico que cargara su camastro, entonces se vuelven contra él. Lo condenan por
haber cometido una infracción mayor en contra de la Ley. La respuesta de Jesús es
críptica. En respuesta a las acusaciones les dice que su Padre trabaja el día sábado, y
que él tan solo está siguiendo su ejemplo.
Los judíos aceptaban el hecho de que Dios trabajaba el día sábado. ¿Cómo, pues,
podía explicarse el origen de la lluvia o el nacimiento de un bebé cuando esto ocurría
un día sábado? Esos procesos naturales se consideraban actos de un Dios
misericordioso y lleno de gracia, quien se preocupaba por su pueblo. Entonces Jesús
les lanzó la pregunta, ¿por qué los judíos estaban escandalizados cuando el Hijo de
Dios hace una obra de misericordia en el día sábado? ¿Acaso el Hijo no debe obrar tal
como la hace el Padre?
Los líderes del templo y los sacerdotes comprendieron muy bien las
implicaciones de tal afirmación. De inmediato insistieron que Jesús era mucho más
que alguien que quebrantaba la ley. Él se estaba colocando en el mismo nivel de Dios,
haciéndose igual a Dios. Esto, por supuesto, era blasfemia para el buen judío
monoteísta. Entonces, ¿a quién le puede sorprender que el liderazgo del templo acusara
a Jesús de esta ofensa capital?
Esta acusación hizo que Jesús diera uno de los discursos más largos que se
registran en los Evangelios sobre el tema de su relación con el Dios de Israel. Les
informó a los judíos que era del Hijo de su Dios y que en esa condición él no hacía
nada por sí mismo (Juan 5:19). Él estaba haciendo solamente lo que veía hacer al
Padre. El Padre, insistió Jesús, compartía con él todo lo que el Dios eterno hacía.
Además, agregó que su Padre, quien es la fuente de la vida, comparte su vida con el
Hijo. El Hijo no tiene vida en sí mismo sino que la deriva del Padre en forma perpetua.
El Padre tiene todo el poder, aun el poder de levantar a los muertos, y le ha dado todo
ese poder a él, Jesús su Hijo. En realidad, el Padre, el Dios de Israel, quien es el juez
de toda la tierra, le ha dado todo el juicio a Jesús, el Hijo (v. 27).
Las obras que Jesús estaba haciendo, tales como sanar al paralítico, eran una
evidencia que había sido enviado por el Padre. Esto significaba que la nación debería
reconocerlo como quien era. Juan el Bautista identificó a Jesús como aquel a quien
Israel estaba esperando (Juan 5:33,36), y el mismísimo Moisés, el hombre más grande
entre todos los hombres, juntamente con todos los otros profetas, había profetizado su
venida (vv. 46-47). Esto implicaba que Jesús debía ser honrado tal como el Padre era
honrado porque él es el Hijo del Padre. El hecho de no reconocerlo y no venir a él
significaba, insistió Jesús, que perderían la vida que él en su gracia había venido para
ofrecerles (vv. 39-40).
Este discurso, que Jesús pronunció luego de haber levantado al paralítico que
había estado postrado durante treinta y ocho años, cambió para siempre la relación
entre Jesús y los oficiales del templo y entre Jesús y las autoridades de Jerusalén.
Desde ese mismo momento se propusieron matar a Jesús porque él afirmaba ser igual a
Dios, y en consecuencia era un blasfemo.
Un milagro subsecuente intensificó aún más las hostilidades entre los oficiales del
templo y Jesús, y subrayó para ellos la necesidad de matar a Jesús. El relato se
encuentra en Juan capítulos 9 y 10. Es la historia de Jesús dándole la vista el hombre
que había nacido ciego. Una vez más Jesús realiza el milagro un sábado, y de
inmediato se trajo el caso delante de los líderes del templo. A continuación del relato
de este milagro, Juan nos ofrece el discurso que Jesús ofreció sobre el Buen Pastor,
aquel que da la vida por sus ovejas (Juan 10:11). Habló en una forma tan íntima de su
relación con Dios, su Padre, que los líderes decidieron desafiarlo. Cuando le dijo que
él y el Padre eran uno, ellos tomaron piedras para lapidarlo ya que entendían que
estaba afirmando ser divino. Su intento, sin embargo, terminó en la nada ya que Jesús
se les escurrió entre las manos. Los oficiales del templo quedaron totalmente
convencidos que Jesús no solo afirmaba igualdad con Dios, sino que también afirmaba
cierta identidad con el Padre. Por tanto, Jesús debía ser destruido.
Juan nos ofrece en los capítulos subsiguientes de su Evangelio otras afirmaciones
de labios de Jesús que confirman el juicio del liderazgo judío en cuanto a la
comprensión que Jesús tenía de sí mismo. La cúspide de las afirmaciones que hizo
Jesús sucedió el jueves por la noche durante la Semana Santa en el diálogo privado en
el aposento alto. Allí no habló con los líderes del templo judío sino con sus discípulos,
de la misma manera que momentos más tarde hablaría con el Padre en su presencia a
través de la oración sacerdotal que encontramos en Juan 17. En esos discursos insiste
que él y el Padre son uno. En verdad, son «tan uno» que quien haya visto a Jesús ha
visto al Padre, y al conocerlo a él los discípulos han conocido al Padre (Juan 14:7,9).
Los dos, el Padre y el Hijo, son inseparables. Jesús insistió que su unión con el Padre
es tan íntima que rechazarlo a él, es rechazar al Padre y recibirlo a él es recibir al Padre
(Juan 13:20).
Al registrar esas afirmaciones, Juan recalca y explica la comprensión que Jesús
tenía de sí mismo. Esta misma comprensión se encuentra en los otros tres Evangelios
(cf. Mateo 10:40; 11:27; Marcos 12:1-12; Lucas 10:22), sin embargo, es en Juan donde
se nos ofrece con mayores detalles y con un enfoque más preciso.
Como consecuencia de estos discursos de Jesús, Juan concluye para sí mismo que
nadie ha visto jamás al Dios eterno, pero que Jesús, el Hijo eterno de Dios, quien vino
del seno del Padre, lo ha dado a conocer para todos nosotros (Juan 1:18; cf. Mateo
11:27). Juan consideró a Jesús como la Palabra de Dios, una Palabra que en el
principio estaba con Dios, y que era divina en sí misma; y que trajo todas las cosas a la
existencia.
No hace falta estar muy familiarizado con la literatura judía para darse cuenta que
los primeros versos con los cuales Juan comienza su Evangelio, cuando habla de la
Palabra de Dios, son una paráfrasis de los versos con los cuales el libro de Génesis
comienza su relato. En Juan, no obstante, algo que está apenas implícito en Génesis, se
hace bien explícito. En Génesis aprendemos que Dios creó el mundo por su palabra. La
frase clave en Génesis 1 es: «Y dijo Dios». Es un hecho significativo que la palabra
hebrea usada para Dios (Elohim) está en plural, mientras que el verbo «dijo»
(wayyo'mer) está en singular. En el comienzo hubo un solo Dios, pero en esa unicidad
había tal riqueza que era imposible trasmitirla mediante un sustantivo singular. Con
Dios estaba su Palabra, y la Palabra tenía sus propias características distintivas. Así,
Juan pudo ampliar el relato de Génesis y decirnos que la creación era la obra de la
Palabra de Dios.
Por los Evangelios aprendemos que esa Palabra, es el Hijo eterno del Padre y que
tiene características tan distintas del Padre, que se pudo encarnar en el feto de una
mujer virgen. El Hijo de Dios, ahora encarnado en forma humana, está tan identificado
con nosotros los mortales que un día llegó a orar a su Padre en el jardín de Getsemaní,
para recibir la gracia necesaria para completar la tarea que el Padre le había enviado a
completar. Sí, los Evangelios nos dicen que Dios es uno, pero en una unidad diferente
a la que sostienen los musulmanes y los judíos.
Lo que los Evangelios afirman en cuanto a Jesús y su relación con el Padre se
desarrolla aún más en el resto del Nuevo Testamento. Pablo afirma en Colosenses 1:15
que Jesús es la misma «imagen del Dios invisible». De esta manera, Pablo está de
acuerdo con el testimonio de Juan que quien ha visto a Jesús ha visto a Dios. Al igual
que Juan, Pablo insiste en que todas las cosas fueron creadas por él y para él y que
todas ellas subsisten por su poder. Es más, en Jesús habita toda la plenitud de la
divinidad. El escritor de la carta a los Hebreos, en la introducción de su escrito
(Hebreos 1:1-4), lleva este argumento un paso más allá cuando afirma que Jesús «es el
resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es», quien sostiene todas las
cosas con su palabra poderosa». El resto del Nuevo Testamento hace eco de este
pensamiento y lo amplifica.
El libro de Apocalipsis completa este cuadro. Jesús, el Cordero de Dios, aparece
de pie sobre el mismo trono de Dios (Apocalipsis 5:6). En la escena final del libro
(Apocalipsis 22:1-5), el trono de Dios, el asiento de todo el poder y la autoridad divina,
se identifica tanto como el trono de Dios y del Cordero, donde el Cordero recibe
adoración junto con el Padre. Por lo tanto, en los últimos tiempos el Cristo de los
Evangelios recibe los atributos que solo están reservadas a la divinidad. En forma
obvia, el Dios que se nos describe aquí es radicalmente diferente al Dios a quien los
líderes del templo judío en tiempos de Jesús habían concebido y a quien adoraban.
Este Dios, también es muy diferente de Alá a quien los musulmanes han adorado a lo
largo de los siglos. Jesús afirmó que Dios es uno, de la misma manera que Moisés
insistió, pero en esa unicidad existe una diferenciación que capacita a Jesús para ser
distinto del Padre y al mismo tiempo ser parte de la unidad divina.

JESÚS REVELA LA NATURALEZA DE DIOS

Dios es familiar

La naturaleza de la diferencia entre Jesús y el Padre es bien significativa. Su


unidad se concibe en términos familiares. Jesús insistió que su relación con Dios no
era la de un siervo sino la de un hijo, siendo él mismo su único hijo. El Evangelio de
Juan es el que desarrolla de manera más completa este tópico, aunque este mismo tema
se halla a lo largo de toda la Biblia.
En el Antiguo Testamento, por ejemplo, el Dios de Israel es llamado «Padre».
Este concepto se introduce en el libro de Éxodo cuando Dios le dice a Moisés que
instruya al Faraón egipcio que deje ir al «hijo» de Dios, es decir Israel. Como podemos
ver, Dios describe su relación con su pueblo en términos familiares. Además, y esto es
muy significativo, Dios habla de Israel como su «primogénito» (Éxodo 4:22).
Implícito en el texto subyace la idea de que Dios pensaba tener más hijos, y que Israel
es simplemente el primero. Este es uno de los primeros textos misioneros de la Biblia.
Cuando David es elegido para ser rey sobre Israel, Dios dice de él. «Yo seré su
padre, y él será mi hijo» (2 Samuel 7:14). Con esta afirmación como trasfondo, Israel
entendió el pasaje en el Salmo 2:7 como una referencia a David; allí el salmista cita a
Dios quien dice: «Tú eres mi Hijo, hoy mismo te he engendrado». Así Dios y el rey, al
igual que Dios e Israel, se nos describen como disfrutando de una relación familiar. El
salmista toma una vez más este tema en el Salmo 89:26-28. Allí describe cómo Dios
halló a David, y cómo lo eligió de entre todos sus elegidos, y lo ungió para ser su
virrey en Israel. Hablando de David afirma:

Él me dirá: «Tú eres mi Padre,


mi Dios, la roca de mi salvación».
Yo le daré los derechos de primogenitura,
la primada sobre los reyes de la tierra.
Mi amor por él será siempre constante,
y mi pacto con él se mantendrá fiel.

Es evidente que la relación que Jehová ve aquí es una de naturaleza familiar.


En forma subsecuente los escritores del Antiguo Testamento elaboran sobre esta
idea. Así el profeta Oseas pone en labios de Dios palabras con relación a Israel: «De
Egipto llamé a mi hijo» (Oseas 11:1). Jeremías, otro de los profetas, cita a Dios
hablando a Israel: «¿Acaso no me llamas ahora mismo Padre mío, y Guía de mi
juventud? Tú dices: ¿Guardará su enojo para siempre?» (Jeremías 3:4-5). Otros
profetas dan por sentado la aceptabilidad de esta metáfora.
Implícito dentro del texto del Antiguo Testamento, y muchas veces llegando a ser
explícito, está la noción de que Yahvé se muestra a sí mismo en una relación paternal
con distintos individuos específicos además del rey. Vemos esto de manera gráfica en
su relación con los pobres, los huérfanos, las viudas y los extranjeros. Veamos el
ejemplo que nos ofrece el Salmo 68:4-6.

Canten a Dios, canten salmos a su nombre;


aclamen a quien cabalga por las estepas,
y regocíjense en su presencia.
¡Su nombre es el SEÑOR!
Padre de los huérfanos y defensor de las viudas
es Dios en su morada santa.
Dios da un hogar a los desamparados
y libertad a los cautivos;
los rebeldes habitarán en el desierto.

Encontramos en este párrafo una afirmación implícita que Yahvé es el Juez


soberano quien luchará por hacer justicia al extranjero, quien será el padre para el
huérfano, y el protector de la mujer que perdió a su esposo. El carácter paternal de la
relación entre Yahvé y los seres humanos permea todo el Antiguo Testamento. Él es
como un padre para los suyos.
La paternidad de Dios en estos pasajes se interpreta de manera normal como
analógica. Esto es particularmente cierto cuando comenzamos nuestro estudio de Dios
con su ser antes que con su Hijo. La relación entre Dios e Israel, y entre Dios y David
se ven como la relación entre un padre y un hijo. Y, sin embargo, cuando Jesús habla
de su relación con el Padre las cosas llegan a ser más complejas. Cuando él habla de su
relación con Dios emplea términos diferentes. Su punto de referencia no es la familia
humana sino, la naturaleza de Dios mismo, el Dios de quien Jesús afirma ya era Padre
antes que existiese la familia humana. En este caso está hablando metafísica, no
metáfora; ontología, no analogía. Su relación con Dios no es similar a la de un hijo
humano con su padre. La relación entre el Padre y el Hijo es el prototipo (original) del
cual todas las otras relaciones familiares son una copia. La relación de la cual habla es
la original de la cual todas las relaciones humanas son una analogía.
Jesús afirmó que esta relación filial con Dios era una que precedió a la
encarnación de Belén, en realidad existió desde antes de la creación del universo. Para
él era de carácter eterna. Dios es su Padre eterno, y él es el Hijo eterno de Dios. Esta
relación es de naturaleza única, y nadie más la puede compartir. Cuando Juan
comprendió esta relación lo llevó a hablar de Jesús como el Hijo «unigénito» de Dios.
La relación entre los creyentes humanos y Dios refleja la relación que existe entre el
Padre y el Hijo, pero sin embargo, no son idénticas. La relación entre Jesús y su Padre
es el original del cual se derivan todas las relaciones humanas filiales, tanto en el orden
físico como en el espiritual. Note la afirmación que subyace detrás de la declaración
que Pablo hace a los Efesios en 3:14-15: «Por esta causa doblo mis rodillas ante el
Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y
en la tierra».
Para Jesús esta relación filial era el modo primordial en el cual interpretó su
relación con el eterno. El lenguaje de los Evangelios, en forma especial la sintaxis del
texto griego, ofrece un testimonio dramático a este hecho. En nuestra traducción
leemos: «También el Padre, que me envió, ha dado testimonio de mí» (Juan 5:37). Sin
embargo, la traducción literal del griego de manera muy aguda señala: «Y el Padre que
me envió, él mismo ha testificado en cuanto a mí». El Padre siempre es primero en
todo lo que concierne a Jesús. Jesús es el Hijo a quien el Padre envió. Este tema no es
exclusivo del Evangelio de Juan, ya que también se halla en los Evangelios sinópticos
(cf. Mateo 11:25-27; Marcos 12:1-12; Lucas 10:21-22). En los cuatro Evangelios
hallamos que el término Padre ocurre más de 170 veces. Jesús nos revela una
comprensión diferente y mucho más rica de la naturaleza de Dios. Con él se comienza
a desarrollar un nuevo paradigma.
El resto del Nuevo Testamento elabora este tema con mayores detalles partiendo
de las declaraciones de Jesús en los Evangelios. Lo primero que Pablo afirma en
cuanto a Dios casi en cada una de sus cartas es que Dios es Padre. Su saludo más
frecuente a las iglesias que les escribe es: «Gracia y paz de Dios nuestro Padre y del
Señor Jesucristo». La primera carta de Pedro comienza usando palabras casi idénticas.
Santiago habla del poder de la lengua, recordándonos que la usamos para bendecir a
«nuestro Señor y Padre» y al mismo tiempo con ella maldecimos a los seres hechos a
su imagen (Santiago 3:9). El escritor de la carta a los Hebreos en el párrafo del capítulo
1, versos 1 al 5, nos habla de la superioridad de la nueva dispensación. En la
dispensación anterior Dios nos habló por medio de los profetas. En cambio, ahora Dios
nos ha hablado a través de su Hijo, quien es la «fiel imagen de lo que él [Dios] es por
quien todas las cosas fueron creadas y son sustentadas. Dios identifica a Jesús como su
Hijo, una relación superior a la que tienen los ángeles con él. Los ángeles fueron
creados. El Hijo fue engendrado . En el pequeño libro de Judas, su autor identifica a
aquellos a quienes escribe como quienes «han sido llamados, quienes son los amados
por Dios el Padre y preservados por Jesucristo» (v. 1).
En los tiempos del Nuevo Testamento comenzó a gestarse un cambio
significativo con relación a cómo se entendía a Dios. La criatura normalmente piensa
acerca de Dios con relación a la creación. Las cuestiones de su existencia y su relación
con la creación ocupan el primer lugar para nosotros. Por ende, los teólogos
sistemáticos desde los tiempos de Agustín han comenzado la tarea de organizar el
conocimiento de Dios con cuestiones en cuanto a su ser. Una vez que hemos decidido
que Dios existe, este hecho coloca el énfasis en los atributos de su ser; cualidades
abstractas tales como su infinitud, eternidad, omnipotencia, omnisciencia.
inmutabilidad e impasibilidad. Jesús en forma clara nos conduce hacía un método
totalmente diferente. Cuando envió a los setenta y dos a ministrar, les dijo: «Todas las
cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo, sino el
Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar»
(Lucas 10:22).
Jesús tiene un rol único en la revelación de Dios. En Juan se refiere a sí mismo
como «la puerta» (Juan 10:7). Jesús piensa de sí mismo no solo como la puerta a la
salvación sino también al conocimiento del Dios único y verdadero.
De manera lógica esto significa que deberíamos comenzar nuestros estudios
teológicos con Jesús, quien, como dijo Juan, «le ha dado a conocer» (Juan 1:18).
Jesús insiste que él es una ventana a la vida interior de Dios mismo, no tan solo
en cómo Dios se relaciona con su mundo. Siglos más tarde los padres de la iglesia
usaron dos frases para expresar esta realidad. Así hablaron de ver a Dios «desde
afuera» (ab extra) y «desde adentro» (ab intra). Nosotros como criaturas podemos ver a
Dios únicamente desde afuera. Jesús afirma que él conoce y ve a Dios desde adentro.
Lo que él ve es familiar, y el carácter familiar no es un atributo más de Dios sino su
misma naturaleza ontológica. Si hay vida en Dios, se comparte entre el Padre y el Hijo.
Esto es una prueba extra de que debemos comenzar nuestros estudios teológicos con
Jesús.
Pablo entendió con claridad meridiana lo que Jesús afirmaba. Para Pablo, Jesús
afirmaba que la primera palabra que debemos decir en cuanto a Dios es que él es
Padre. Pero en 1 Corintios 15:24, Pablo sugiere que la última palabra que se puede
decir acerca de Dios también tendrá relación con la familia. La paternidad no es un rol
pasajero que Dios juega en relación con Jesús. Pablo explica que Jesús finalmente
llegará a reinar, y que toda rodilla se doblará y reconocerá a Cristo como el Señor.
Luego Jesús entregará el reino al Padre de quien lo recibió en primer lugar (1 Corintios
15:24). La figura original es la de una familia, no la de un tribunal; y el último
contexto de los redimidos será una familiar al igual que legal. Términos tales como
Rey, Juez y Soberano hablan de lo que Dios hace, de su relación con la creación. Padre
se refiere a quién es en sí mismo eternamente aparte de la creación, y de la clase de
relación espiritual que anhela establecer con todas las personas de su creación.
Por tanto, comienza a surgir un concepto diferente de Dios. El escritor del
Apocalipsis toma este tema cuando habla de la escena final de la historia humana. La
Biblia nos recuerda que aquellos que hereden el reino final, oirán a Dios decirles: «Yo
seré su Dios y ellos serán mis hijos» (Apocalipsis 21:7). Él es el Padre eterno.

Dios es amor que se entrega

Según el Nuevo Testamento básico para la comprensión del ser de Dios es su


insistencia de que Dios es uno, y que hay una diferencia dentro de esa unidad, y que
esa diferencia es familiar. De acuerdo con el cuadro que Jesús nos ofrece de la vida de
Dios tal como se nos ofrece «desde adentro» (la vida de Dios tal como Cristo la ve y la
experimenta), descubrimos la clave para comprender a Dios: él es amor que se entrega.
Jesús afirma en forma reiterada que el Padre ama al Hijo. Y que este amor es eterno;
que ya existía antes de la fundación del mundo. Y la naturaleza de ese amor es que se
entrega. El Padre tiene vida en sí mismo y da esa vida a su Hijo. En tal amor el Hijo
sabe que todo lo que el Padre tiene es suyo. Dios no retiene nada. La respuesta del Hijo
a este amor, también es amor que se entrega: un amor que no se deleita en hacer su
propia voluntad sino en hacer la voluntad del Padre. No deberíamos sorprendernos
entonces, cuando encontramos que el autor de la carta de 1 Juan nos ofrece una nueva
definición de Dios: Dios es amor (1 Juan 4:8,16). Amor no es algo que Dios hace, sino
que es realmente quién es él. El amor es la esencia de la vida divina, de la vida interior
que los tres miembros de la bendita Trinidad comparten en forma inherente.
El monoteísmo del islamismo y el judaísmo, es radicalmente diferente del que
presenta el cristianismo cuando se trata del amor de Dios. El amor es una realidad
interpersonal. Habla de la relación posible entre una persona y otra. Por lo tanto, por
[5]
definición se orienta hacia otros. Debe haber dos personas para que exista el amor, el
que ama y el que recibe el amor. Uno necesita a otro para poder amar. Jesús nos indica
que en el ser interior de la Divinidad existen diferentes personas y que la relación entre
ellas es de amor sacrificial. Las pruebas obvias del amor de Dios por nosotros son la
encarnación y la cruz, donde Jesús sacrificó su vida en amor por nosotros. Sin
embargo, Jesús afirma que el Padre lo ama de la misma manera que Jesús nos amó a
nosotros. La expresión sublime del amor, nos enseña Jesús, es dar la vida por otro. El
Padre da la vida al Hijo, quien a su vez devuelve esa vida al Padre. El Padre le pidió al
Hijo que viniese a la tierra, haciéndose humano, para dar su vida de modo que el
mundo pudiese ser salvo. El Hijo gozosamente hizo lo que el Padre le pidió. Con esta
nueva comprensión de la naturaleza de Dios aparece también un nuevo concepto del
amor, un amor que determina la naturaleza del que ama antes que la naturaleza del
objeto amado.
Una comparación entre la idea bíblica del amor y la idea platónica del amor
ilustra cuán única es la perspectiva bíblica. Platón ofrece un cuadro muy revelador de
Sócrates en El Simposio. Sócrates les cuenta a sus amigos cómo una mujer sabia le
explicó que el amor no es algo que los dioses más grandes puedan experimentar. Ella
dijo que amar significa desear; y que el deseo es una indicación de necesidad. Amamos
a otros porque ese otro satisface una necesidad en nuestra propia experiencia. Sabemos
que los grandes dioses son perfectos y no tienen necesidades. Por lo tanto, ¿cómo es
posible que los dioses amen? La idea, detrás de toda la discusión de Platón, es la
convicción de que el que ama busca en el amado la satisfacción de sus propias
necesidades. Sócrates no podía concebir una clase de amor que se preocupara
primordialmente de lo que el amante pudiera hacer por el objeto de su amor, sino más
bien lo que el amante podía obtener del ser amado. Para Sócrates el amor se orienta a
sí mismo y se interesa solo con lo que el otro puede hacer para satisfacer las
necesidades del que ama.
El cuadro único del amor que Jesús nos presenta es el polo opuesto de la figura
que los hombres sabios del mundo concibieron. Jesús encarna la revelación del
Antiguo Testamento del hesed de Dios, o amor leal y fiel, que se puede ver en el amor
fiel de Dios hacia Israel a través de todo el Antiguo Testamento. Este amor de Dios es
una relación de amor en la cual el ser que ama lo hace no por lo que puede adquirir,
sino por lo que puede dar para satisfacer las necesidades del ser amado. En realidad, el
hecho de dar es el gozo más elevado para el ser que ama. El cumplimiento verdadero
en el paradigma de Jesús no se relaciona en absoluto con la autosatisfacción a menos
que una persona llegue al momento de comprender que el bien supremo del otro es
más importante que el suyo propio. Para Jesús, amor es darse a uno mismo para y por
el ser que amamos. El lenguaje griego no tiene una palabra que pueda expresar ese
pensamiento porque tal pensamiento no pertenece por naturaleza a la raza humana tal
[6]
como la conocemos en su estado natural.
Los escritores del Nuevo Testamento se vieron forzados a desarrollar su propio
vocabulario para expresar este mensaje. Tuvieron que inyectar un nuevo lenguaje que
reflejase la condición caída de la raza humana con un nuevo significado. Así, tomaron
un sustantivo (agapé) que raras veces se usaba en el griego clásico, volcaron en él su
nuevo significado, y lo adoptaron para hablar de la naturaleza de la relación que
caracteriza la vida interna de Dios. El pensamiento de un amor que se preocupa más
por otro que por sí mismo se formó y se expresó nominal y verbalmente. Esa
comprensión más tarde llegó a dominar el significado de la raíz griega (agapao) de la
cual se formó el sustantivo. Fue entonces que los escritores del Nuevo Testamento y
los padres de la iglesia primitiva tuvieron las herramientas lingüísticas necesarias para
describir a este Dios que se manifestó en Jesucristo, su naturaleza esencial, y su
relación con nosotros. Algo radicalmente nuevo penetró en el pensamiento de la
humanidad caída. El profeta Isaías tuvo un anticipo de este nuevo pensamiento cuando
preguntó: «¿quién ha creído a nuestro anuncio?» (Isaías 53:1). Para quien no conoce a
Jesús, su historia es simplemente increíble. Pero en Cristo y en la cruz se pudo conocer
tal clase de amor, y con el nuevo vocabulario de la iglesia, la historia se puede relatar.

Dios existe en diálogo

Insistir en que el corazón de la naturaleza de Dios consiste en relacionarse con


otros, condujo a otra importante conclusión en cuanto a la vida interior y al carácter de
Dios. Existe comunicación entre las personas de la Divinidad. Existe en una relación
de diálogo, que se refleja en la creación del mundo. Juan desarrolla esta idea con su
concepto de la Palabra. El comienzo de su Evangelio, tal como dijimos anteriormente,
es un desarrollo de su comprensión de la creación, tal como se nos relata en Génesis 1.
Juan nos informa que la Palabra era «en el principio» y que la Palabra «era Dios».
Cuando Génesis dice, «En el principio creó Dios los cielos y la tierra», la frase «en el
principio» habla de un período cuando no existía nada, sino solo Dios. Cuando uno
mira más de cerca el capítulo 1 de Juan puede confirmar que la frase «en el principio»
tiene el mismo significado. Juan está hablando de un «tiempo» cuando no existía nada
sino Dios, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios. Dios, por tanto, es uno,
pero no es uno en soledad. Hay algo más dentro de la unidad, y ese algo más puede ser
descrito como la Palabra. Esto quiere decir que la vida interna de Dios es en diálogo.
En el comienzo estaba Dios y su Palabra. Como consecuencia la creación comenzó con
una conversación.
Brian Horne, pensando en el hecho que el Dios de las Escrituras habla, nos
recuerda que George Steiner dijo: «Dios es capaz de usar todos los tipos de
comunicación menos el monólogo». Horne, basado en esa afirmación, insiste que la
capacidad de Dios para dialogar hace posible «nuestra respuesta, en preguntas y contra
preguntas». Pero el diálogo original no es con nosotros. Esa conversación tiene lugar
dentro de la vida interior y personal de la Trinidad. Así, Horne puede decir:

Esta noción hebraica del diálogo con el Creador—una especie de libertad absoluta para
responder—es, sin embargo, en lo que concierne al cristiano, sobrepasada por la noción de
un diálogo que, si se permite el término, precede al acto original de la creación: una
conversación de las personas dentro del Dios trino. Dios hablando a sí mismo en su Palabra
y oyéndose a sí mismo en su Espíritu: expresándose a sí mismo en su Hijo y recibiéndose a
sí mismo en su Espíritu. Es solo por la acción de la Trinidad que el mundo se creó y se
mantiene. La respuesta que la criatura ofrece, como en el caso de la oración, no es tanto una
respuesta a Dios—nuestro diálogo con él—como una participación en un diálogo que ya
[7]
existe: la conversación eterna de Dios consigo mismo.

Una palabra es un medio de comunicación interpersonal. Únicamente las


personas, no los animales ni las cosas, pueden pronunciar palabras. Las personas
pueden hablar y, sin embargo, cuando hablan deben dirigirse a otra persona. Las
palabras indican interrelación. Por tanto, en el principio cuando no existía nada fuera
de Dios, ya había comunicación. Por lo que Jesús nos dijo en cuanto a la vida interna
de Dios, es evidente que una persona le estaba hablando a la otra. Este hecho no nos
debería sorprender en gran manera ya que hay diferentes personas dentro de la
Divinidad y esas personas se relacionan entre sí por el amor. Es la naturaleza del amor
querer comunicarse. En última instancia, si el amor puede hablar será muy difícil que
guarde silencio.
Por ende, el Dios de las Escrituras es un Dios que habla. Y cuando habla, la
comunicación no solo está fundada en el amor, sino que también es creativa. Génesis
da testimonio de esto. Uno puede sostener el hecho de que la clave para entender
Génesis se halla en la simple frase: «Y Dios dijo». Note que esta frase ocurre no solo
en la historia de la creación, sino también a lo largo de todo el libro. Todos los
desarrollos significativos comienzan exactamente con esta frase. Dios le habla a
alguien y se crean nuevas circunstancias. Siglos más tarde los profetas tomaron este
tema y se gloriaban en él. Hallaron en el hecho que Dios habla, un contraste enorme
entre el Dios de Israel y todos los otros dioses del mundo. Su Dios habla; mientras que
los ídolos son mudos (ver 1 Reyes 18:26; Isaías 46:7; Jeremías 10:5).

Dios es libre

Dios en su vida interior es uno, y sin embargo, esa unidad tiene una orientación
hacia otro, en amor que se entrega. Esto nos lleva a reconocer otro factor que enriquece
nuestra visión. La vida interior de Dios se caracteriza por libertad responsable. No
existe ninguna fuerza fuera de Dios en su unidad o más allá de las personas dentro de
esa unidad. La soberanía caracteriza la relación de Dios con su creación, pero este no
es un factor dentro de la vida interna de Dios. Un amor orientado hacia otro reina allí,
y el amor solo es posible cuando existe libertad. El Padre puede jugar un rol diferente
al del Hijo, pero la relación es entre personas que son iguales en esencia. El liderazgo
del templo en Jerusalén comprendió muy bien este hecho. Luego que Jesús sanó al
paralítico en el estanque de Betesda en un día sábado, le acusaron de hacerse a sí
mismo igual a Dios. Después que Jesús le restauró la vista al ciego de nacimiento
(Juan 9), los dirigentes judíos insistieron en que Jesús afirmaba ser Dios (Juan 10:33).
Jesús no refutó la acusación. Por el contrario, con toda sencillez afirmó que estaba
cumpliendo con el trabajo que el Padre le había asignado y lo estaba haciendo en el
espíritu del amor que se sacrifica a sí mismo.
No existía ninguna compulsión en esta relación entre el Padre y el Hijo. La
relación de Jesús con el Padre se caracterizaba no por la necesidad, sino por el amor y
la libertad responsable dentro de ese amor. Jesús recibió su autoridad del Padre para
que pudiese cumplir con la voluntad de su Padre, pero la cumplió porque eligió hacerla
en forma libre. Él pondría su vida por el mundo para agradar al Padre, pero de
voluntad propia. Nadie forzó a Jesús a realizar el sacrificio que hizo. Sería un acto
voluntario, un sacrificio de amor de dos dimensiones. Jesús quería agradar al Padre, y
también amó al mundo. Él eligió morir, no fue un mártir. Su vida nadie se la quitó; él
la entregó. Este hecho hace de la cruz una ventana a través de la cual podemos ver con
claridad la naturaleza de Dios. El Padre y el Hijo son uno en esta acción. Aquí vemos a
Dios tal cual es. La vida de Jesús fue una de obediencia libre y amorosa a su Padre. Su
única decisión autónoma, tal como Juan nos indica, fue hacer la voluntad de su Padre,
y eso lo hizo enteramente libre (Juan 10:18). La ventana de la encarnación y la cruz
nos ofrece un cuadro del ser interior de Dios como la comunión libre de personas
orientadas hacia el otro, viviendo en un diálogo basado en el amor que se entrega. Este
Dios, insistió Jesús, es el Dios de Israel que se llama a sí mismo santo y nos ordena a
nosotros que seamos semejantes a él en este aspecto.
Entender a Dios como una trinidad de personas libres nos ofrece una de las
diferencias más notables entre el monoteísmo del cristianismo y las otras religiones
monoteístas. En el judaísmo y el islamismo, Dios es un solo ser sin rivales ni
competidores; reina solo y sin desafíos. El énfasis en estas dos religiones es
primordialmente sobre la voluntad soberana de Dios: no tiene que rendirle cuentas a
nadie. Si Dios es caprichoso, su capricho está bien ya que solo él es Dios. Si ama, es
algo que él escoge hacer, uno de sus actos volitivos. No es quien es. Si hace
misericordia, es una decisión que hace, no necesariamente una expresión de su
naturaleza eterna.
Estas creencias crean un ambiente en el cual Dios y sus adoradores viven y se
mueven. En esos monoteísmos el énfasis se pone de manera primordial en el
desempeño, en la obediencia a la voluntad soberana del Dios soberano. La salvación
en este caso es una recompensa por la obediencia de uno. Por otro lado, en el
cristianismo la voluntad de Dios también es suprema, pero su voluntad está
condicionada por la interrelación en amor de las tres personas que constituyen la
Divinidad. El contexto interpersonal es crucial, ofreciendo una atmósfera de confianza
más que de mera conformación externa, y proveyendo la salvación con un regalo de
gracia en lugar de una recompensa por las buenas obras que uno pueda realizar.

Dios es trino y uno

Jesús hizo la diferencia entre el monoteísmo del cristianismo y el de la fe judía e


islámica aún mucho más clara cuando enseñó que la vida interna de Dios es más que
bipolar, es más que el Padre y el Hijo. El ser divino es trino y uno.
La noche antes de la crucifixión de Jesús, finalmente los discípulos
comprendieron que Jesús los iba a dejar. Así que le comunicaron el profundo
desasosiego que sentían. Él había llegado a ser el centro de sus vidas, y los discípulos
encontraron imposible el pensamiento de vivir sin Jesús. Cristo les ofreció una palabra
de consuelo. Les hizo saber que no los dejaría solos. Les enviaría a uno que tomaría su
lugar, el Espíritu de verdad. Describió a este Espíritu como «otro consolador» (Juan
14:16). Lo que Jesús había sido para ellos, lo mismo llegaría a ser el Espíritu e incluso
más. El Espíritu es «otro» consolador, pero es lo suficientemente parecido a Jesús de
tal modo que puede tomar el lugar de Jesús en la vida de sus discípulos. Aún más, el
Espíritu podría hacer cosas por ellos que el Cristo encarnado no pudo. Jesús indica que
con la venida del Espíritu, él mismo vendría pero de un modo diferente (vv. 18, 28).
Un rol primordial del Espíritu sería darles a ellos un sentir de comunión con Cristo
como el Señor resucitado.
El lenguaje que el Nuevo Testamento usa cuando habla de la persona del Espíritu
es muy significativo. En el Nuevo Testamento se usaban dos palabras en forma
corriente para expresar el concepto de otro. La primera de ellas se usaba como otro de
la misma clase. La segunda de ellas se refiere a otro como de una clase totalmente
distinta. Aunque esta distinción puede tener sus excepciones, la diferencia se mantiene
en forma consistente a punto tal que se puede afirmar que el autor del texto estaba
diciendo que el Espíritu era «otro de la misma clase» de Jesús. Este Consolador
tomaría el lugar de la presencia física de Jesús; guiaría sus discípulos hacia
dimensiones más profundas de la verdad que Dios tiene para ellos; convencería al
mundo de pecado, justicia y juicio; seguiría la obra que Cristo estuvo haciendo en el
mundo e intensificaría el sentir de la presencia de Cristo con ellos.
Los padres primitivos de la iglesia forjaron la doctrina del ser trino y uno de Dios.
El surgimiento del concepto del Espíritu como una persona de la Divinidad no debería
ser algo que tomara de sorpresa a los discípulos de Cristo. Ellos estaban familiarizados
con la información del Antiguo Testamento en cuanto al Espíritu, la cual ahora
comenzaba a cobrar mejor sentido. El rol del Espíritu en el Antiguo Testamento es
muy prominente. Este tiene una relación con el mundo natural y parece ser la clave de
su bienestar. El Espíritu se presenta en el momento de la creación como moviéndose
sobre las aguas en oscuridad (Génesis 1:2). El salmista habla en cuanto a cómo el
Espíritu renueva la faz de la tierra y da vida a sus criaturas (Salmo 104:30). Isaías
describe al Espíritu como transformando el desierto en un campo fértil (Isaías 32:15).
Es, sin embargo, en las vidas de los personajes centrales del Antiguo Testamento
que la presencia y la obra del Espíritu se ve de manera gráfica. Moisés, Bezaleel,
Josué, Otoniel, Gedeón, Jefté, Sansón, Saúl, David y todos los profetas, se describe a
cada uno de ellos como teniendo la presencia del Espíritu en y sobre sus vidas. Desde
el punto de vista del Antiguo Testamento, la solución a cada crisis nacional parecía ser
la venida de alguien sobre quien descansaba el Espíritu. Entonces, quién puede
sorprenderse de que el Antiguo Testamento haga que la presencia del Espíritu sea la
suprema característica de aquel a quien la nación de Israel aguardaba: el Mesías, el
Ungido. El Espíritu del Señor reposaría sobre él. Aún más, la característica suprema de
la nueva era que el Mesías habría de inaugurar, sería el derramamiento del Espíritu
sobre toda carne, no solo sobre el hijo primogénito de Dios, es decir Israel. Su
ministerio sería universal. John Oswalt dio en el blanco cuando dijo: «En realidad,
podríamos ir tan lejos como para afirmar que excepto por Isaías 53 la conexión entre el
Mesías y el derramamiento del Espíritu es mucho más clara en el Antiguo Testamento,
que por ejemplo la muerte redentora y la resurrección del Mesías. Esto no quiere decir
de ningún modo que esos énfasis no están claros en el Antiguo Testamento, sino
queremos decir en forma simple que muchas veces la enseñanza cristiana
[8]
contemporánea hace primario aquello que el Antiguo Testamento no hace». Tales
pensamientos estaban en las mentes de los padres mientras luchaban con las palabras
que Jesús pronunció en cuanto al Espíritu.
Otro factor que también movió de manera profunda a los padres, fue la naturaleza
del amor que Jesús demostró que fluía dentro de la vida interior entre el Padre y el
Hijo. A medida que el pensamiento de la iglesia primitiva se fue desarrollando y en la
proporción que trataron de comprender la gloria de la vida interior del Dios a quien
Jesús les reveló, la realidad de la existencia del Espíritu como la tercera persona dentro
de la Divinidad llegó a ser cada vez más y más razonable. Walter Kasper hace claro el
proceso de pensamiento de la iglesia primitiva que condujo al desarrollo de la doctrina
de la Trinidad:

Cada uno de los tres modos en el cual subsiste el amor de Dios se puede concebir solo con
relación a los otros dos. El Padre, como la expresión suprema del amor sacrificial no puede
existir sin el Hijo que lo reciba. Pero siendo que el Hijo no recibe algo, sino todo, él existe
solo en y a través de dar y recibir. Por otro lado, Jesús nunca hubiera recibido el amor
sacrificial del Padre si se lo hubiera guardado para sí mismo y no lo hubiera devuelto a su
vez. Por tanto, existe solo mientras recibe en plenitud del Padre y se da a sí mismo en
plenitud al Padre, o, tal como se expresa en la oración sacerdotal de Jesús, glorifica al Padre
a su vez. Como una existencia que se debe totalmente a otro, en consecuencia el Hijo es pura
gratitud, es la Eucaristía eterna, pura obediencia en respuesta a la palabra y a la voluntad del
Padre. Este amor recíproco, sin embargo, se extiende más allá de sí mismos; se puede
considerar únicamente puro si se vacía a sí mismo y se entrega a otro; por tanto, estos dos en
uno en pura gracia, incorporan un tercero en quien existe el amor como puramente recibido,
un tercero quien recibe su ser del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Las tres personas de
la Trinidad son por lo tanto pura relacionalidad; son relaciones en las cuales la única
naturaleza de Dios existe en tres modos distintos y no intercambiables. Estas son relaciones
[9]
subsistentes.

Lo que Jesús comenzó cuando insistió que Dios era su Padre y que él y el Padre
eran uno fue una revolución completa en la comprensión humana de la Divinidad y su
relación con el género humano. Aquellos que conocieron a Cristo y aceptaron sus
enseñanzas nunca más pudieron pensar en Dios de la misma manera. A la iglesia le
tomó siglos pensar todas las implicaciones de lo que habían aprendido a través de
Jesús. Con él comenzó una revolución intelectual que no tendría comparación en toda
la historia humana en cuanto a cómo comprendemos a Dios, al mundo y a la criatura
humana. La única cosa análoga en la historia del pensamiento humano es la revolución
en la comprensión de Dios que vino a y a través de Moisés durante el Éxodo y las
experiencias en el monte Sinaí. En aquel tiempo, las personas podían salirse del primer
grupo de religiones que menciona Kaufman, aquellas que estaban enraizadas en la
naturaleza sin un creador personal trascendente. La doctrina de Génesis de la creación
ex nihilo era la piedra angular de esta revolución. El Antiguo Testamento nos ofrece
un testimonio especial en cuanto al desarrollo de la comprensión implícita en la
revelación que llegó a Moisés. Isaías, construyendo sobre el fundamento colocado por
Moisés, nos ofrece un cuadro muy rico de un Dios que es uno solo y único, sin rivales
ni competidores, cuyos propósitos para la creación son plenamente redentores.
Escuchemos a Yahvé mientras nos habla a través de su profeta:

Yo soy Jehová y no hay ningún otro.


No hay Dios fuera de mí.
Yo te ceñiré,
aunque tú no me has conocido,
para que se sepa
desde el nacimiento del sol hasta donde se pone,
que no hay más que yo.
Yo soy Jehová, y no hay ningún otro.
Yo formo la luz y creo las tinieblas,
hago la paz y creo la adversidad.
Solo yo, Jehová, soy el que hago todo esto
(Isaías 45:5-7, RVR 95).

De esta manera Moisés dio al mundo una nueva comprensión de un Dios más allá
de todos los dioses, un Dios quien creó de la nada todo lo que existe. Dios es uno, pero
ese hecho no es similar con ser un ser único. Más bien, lo caracteriza un amor interior
e interpersonal entre las personas de la Trinidad. La diversidad en la unidad es la
segunda gran revolución intelectual, y a la iglesia le tomó siglos tratar de expresar y
definir con claridad lo que Jesús había revelado.

Dios es santo

Como resultado de la trascendencia de Yahvé, era inevitable que un sentir de


diferencias se desarrollaría en el Antiguo Testamento en la relación entre Israel y Dios.
Dios era ontológicamente distinto de su creación, separado en su esencia de todas sus
criaturas por un abismo metafísico imposible de cruzar. Solo Dios puede decir de sí
mismo «Yo soy». Todos los demás deben decir: «yo soy como resultado de él». Como
dicen los teólogos, solo Dios tiene subsistencia en sí mismo. Todos nosotros derivamos
nuestra existencia de él y subsistimos por él.
Esa diferencia es mucho más que ontológica. El carácter de Dios como el último
absoluto es muy diferente. Es ética y moral. En realidad es en ese sentir de ser
radicalmente distinto a nosotros que la diferencia entre el bien y el mal, lo correcto y lo
erróneo, lo falso y lo verdadero tiene su origen. Lo verdadero, lo bueno y lo justo no
son verdadero, bueno y justo como consecuencia de su conformidad a un patrón que
estableció Yahvé. Él es el patrón de medida y la fuente de donde fluye todo lo que es
verdadero, bueno y justo. Este sentir de ser radicalmente diferente, llegó a expresarse
en el Antiguo Testamento a través de la palabra que Yahvé afirma acerca de sí mismo,
y esa palabra es santa. En el Antiguo Testamento se le llama «el santo». Si alguna otra
cosa posee algún grado de santidad, es como resultado de su asociación con él. Dios
dice de sí mismo: «Yo soy el SEÑOR, que te hago santo» (Levítico 22:32). Y el
mandamiento para su pueblo es: «sed santo porque yo soy santo» (Levítico 19:2). Por
lo tanto, no nos debe sorprender que cuando llegamos al Nuevo Testamento a los
seguidores de Cristo y a aquellos que creen en el Dios del Antiguo Testamento, se les
llame santos.
El desarrollo del concepto de santo es una de las historias etimológicas más
interesantes de toda la Biblia. La primera vez que la palabra santo se usa para
identificar a alguien la hallamos en Génesis 38, donde Tamar, la nuera de Judá, se la
llama en el lenguaje original como una «mujer santa». En Canaán, el rol de las
sacerdotisas dentro del «ministerio» del templo era la prostitución como parte del
culto, así una sacerdotisa se la llamaba una «mujer santa» cuando servía en esta
función. Por lo tanto, el texto bíblico usa el término «mujer santa» para Tamar porque
ella jugó el rol de ramera con Judá.
En Éxodo comienza a tener lugar la evolución de la palabra bíblica santo. El
próximo uso del término lo hallamos en Éxodo 3 donde Dios confronta a Moisés desde
la zarza ardiente. Dios le ordena a Moisés que se quite los zapatos. El suelo sobre el
cual Moisés está parado es santo porque Dios, el santo, está presente. De allí en lo
adelante, la palabra hebrea para santo (qadesh) llega a ser la propiedad exclusiva de
Yahvé. Dios la llena con un nuevo significado que habla de su ser y carácter.
Dios vuelca su propia naturaleza en esta palabra en el encuentro del monte Sinaí
cuando sella el pacto con el pueblo de Israel, a quienes redimió de la esclavitud de
Egipto. Allí les anuncia que ellos deben ser un «reino de sacerdotes» y una «nación
santa». Yahvé, el santo, los quiere para sí mismo y él a su vez quiere vivir en medio de
ellos. Los símbolos de su presencia son el fuego y el Decálogo, los Diez
Mandamientos. El fuego les recuerda que él es radicalmente diferente. El Decálogo le
da a la relación su contenido moral. La relación del pueblo con Dios debe ser una
caracterizada por el asombro, la reverencia, el respeto, la gratitud y la adoración. Así
también debe caracterizarse por la relación correcta no solo con Yahvé, sino también
con todas sus criaturas.
En hebreo, los Diez Mandamientos se llaman simplemente las «Diez Palabras».
Las primeras cuatro de esas palabras tratan la relación adecuada que debe existir entre
el pueblo de Israel y Dios, el respeto a su nombre y el uso correcto del tiempo que nos
da. Él debe ser el centro de nuestras vidas, modo de hablar y el uso de nuestro tiempo.
La devoción a Dios debe impregnar la totalidad de nuestra existencia. La quinta
palabra habla de la relación con nuestros padres. Debemos honrar a nuestros padres. El
honrar hace que la obediencia sea un acto natural para un hijo. Las palabras sexta a
novena tratan con la santidad de la vida, la sexualidad, la propiedad y la reputación. La
décima trata con nuestra actitud hacia la providencia de Dios en nuestras vidas. Nunca
debemos estar descontentos con la provisión de Dios para nosotros.
La mayor preocupación de Yahvé es que su pueblo se caracterice por la justicia,
la cual se define de manera sencilla como las relaciones correctas con todos en nuestro
mundo personal. Los mandamientos reflejan el hecho que Yahvé es el santo de Israel.
Para tener su presencia en nuestra vida debemos anhelar la misma rectitud en todas
nuestras relaciones personales al igual que Yahvé lo establece con nosotros. Como él
es la fuente ontológica de la cual se deriva todo nuestro ser, él también es la fuente
pura de la cual fluye todo lo que es santo y justo. Los filósofos hablan del ser y los
actos de Dios como uno, mientras que nuestro ser y actos se pueden separar. El pecado
y la caída destruyeron nuestra unidad pero la unidad de Dios está intacta. Lo que él es
y hace es siempre congruente. Sus hechos nos revelan quién es él. La Trinidad
económica (quien Dios ha revelado ser en la historia) y la Trinidad inmanente (quien
Dios es en sí mismo) es una sola unidad. Dios es el mismo en su esencia como así
también en la revelación de Jesucristo—la revelación final de Dios. Por lo tanto, una
tensión básica existe entre Dios como el santo y nosotros como humanos
fragmentados.
Esta incompatibilidad entre Dios y sus criaturas se aprecia gráficamente en la
experiencia de Isaías en el templo cuando se enfrenta a Dios sobre su trono (Isaías 6).
En la experiencia individual que es notablemente similar a la experiencia de Israel
como nación en el Sinaí, el profeta queda abrumado ante la diferencia que existe entre
sí mismo y Yahvé. Las manifestaciones de poder y divinidad lo rodean, pero no son
los atributos de Dios los que lo abruman. El poder y la divinidad de Yahvé son
ciertamente reales, pero lo que desarma al profeta es la santidad de Yahvé. Poder es
algo que Yahvé posee, pero la santidad es quién es él. El problema para Isaías es su
falta de santidad, su suciedad moral y ética. Sin embargo, un carbón ardiente tomado
del altar divino lo limpia y de esa manera llega a ser apto para la presencia y el servicio
de Yahvé.
Una clave para entender el cuadro completo que la Biblia nos ofrece de este tema,
es entender la naturaleza de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu.
Corrientemente le llamamos el Espíritu Santo. Cuando Jesús estaba definiendo sus
distintivos individuales y ministeriales, nos habló de su propósito. El padre es quien
nos da al Hijo para que nos salve, y el Hijo se entrega a sí mismo para reconciliarnos
con él. De igual forma el Espíritu viene para hacernos conocer nuestra necesidad de un
salvador. El Espíritu nos convence de nuestro pecado, nuestra necesidad de justicia y
la amenaza del juicio sino encontramos la reconciliación y la redención. Él hace esto
simplemente por ser quien es, el Espíritu Santo. Él es el Espíritu de Dios, el Dios quien
es santo.
La distinción moral de Yahvé es tan real como su distinción ontológica y mucho
más importante llega a ser cuando tratamos de entender su persona. Los filósofos
griegos hablaban de «la última instancia del ser» como un concepto general e incluían
dentro de ese término lo divino, pero los hebreos conocieron a través de sus
experiencias amargas que el ser de Yahvé y el ser de sus criaturas eran dos realidades
eternas y significativamente diferentes. Primero, la criatura no comparte la naturaleza
divina del creador; la ontología es diferente. Segundo, la criatura no comparte el
carácter de su creador. Ningún ser humano es santo por naturaleza. Las personas
humanas fueron creadas para la santidad, pero es una característica derivada para
nosotros, y el origen de cualquier clase de santidad que la criatura conoció o puede
llegar a conocer vendrá a través de un contacto personal e íntimo con el Dios santo. En
realidad podrá venir únicamente en la medida que la criatura comparta la misma vida
de Dios. La fuente de toda santidad es únicamente Dios.
JESÚS REVELA LOS PROPÓSITOS DE DIOS: INTIMIDAD CON SUS
CRIATURAS

El antiguo pacto: Dios entre su pueblo

El hecho que el Dios santo anhele una relación íntima y personal con sus
criaturas, en forma inevitable, siempre creará tensión. El propósito de la creación era
que Dios pudiese tener personas con quienes establecer comunión basándose en el
amor. En el clímax de la historia de la creación, Yahvé se acerca en lo fresco del día y
busca a sus criaturas. El Dios que conocemos en el Nuevo Testamento nos muestra a
Cristo golpeando a la puerta y al buen pastor buscando a su oveja perdida. Este Dios es
el mismo que hizo todas las cosas y busca tener comunión con sus hijos. La creación
hallaría su sentido final en una relación de confianza y amor sacrificial. La relación
entre Yahvé y Abraham se nos describe como una amistad. La figura es la de dos
amigos caminando juntos.
El libro de Éxodo nos describe con claridad cómo Dios anhela establecer una
relación con todo su pueblo basándose en el amor sacrificial y la confianza. El clímax
de Éxodo es la construcción del tabernáculo para que así Dios pudiese habitar en
medio de su pueblo. Lo que haría Israel diferente a todas las otras naciones sería la
presencia salvadora de Dios en su medio. El libro de Éxodo nos ofrece una serie de
detalles muy específicos en cuanto a cómo el tabernáculo se tenía que construir. Estos
detalles no fueron dados para aburrirnos sino para hacernos saber que Dios quiere vivir
en intimidad con sus criaturas. Su nombre es Emmanuel, Dios con nosotros.
El único problema es que las criaturas de Dios no son semejantes a él. Él, por
naturaleza, es santo y ellos como consecuencia del pecado no lo son. Él, por
definición, es justo, pero ellos por culpa de la caída no lo son. Él es la fuente de todo
bien, pero ellos, como se separaron de él, no son buenos. Él es amor y se preocupa con
intensidad por sus criaturas, pero ellos están centrados en sí mismos y están dispuestos
a usar a sus propios prójimos para alcanzar sus fines. El amor de Dios, por lo que es
santo y bueno, hace que él sea hostil a toda la destrucción que trae el no ser santo y
bueno. Incluso más, el Antiguo Testamento insiste que tal realidad enoja a Dios y
provoca su ira divina. Su misma bondad significa que debe destruir todo lo que sea
malo. Esto crea una tensión peligrosa en la relación entre los humanos, con su
inclinación al pecado, y Dios quien es amor santo en sí mismo.
Hallamos este concepto en la arquitectura y el ritual del templo. Las gradas de
acceso al interior del templo y el sistema de ofrendas sacrificiales nos señalan la
seriedad vital que tiene nuestra relación con Dios. Si lo hacemos bien, es la misma
fuente de la vida. Si lo hacemos mal, la promesa de muerte, muerte eterna, está
inherente en ella. La habitación central del templo se llamaba el Lugar Santísimo,
porque allí el santo habitaba entre los querubines. Su trono tenía dentro del arca las
tablas de la ley dadas a Moisés en el Monte Sinaí. Uno jamás podría haber tenido
comunión con Dios aparte de la presencia de esa ley. Ni siquiera el sumo sacerdote,
quien entraba solo al Lugar Santísimo, para representarse a sí mismo y al pueblo, podía
entrar sin sacrificio de sangre que se ofrecía para cubrir los pecados del sacerdote. No
podía haber comunión con Dios aparte de este sacrificio de vida. Y, sin embargo, este
ser santo buscó la comunión con aquellos que son radicalmente distintos a él.
El mismo ambiente del templo hablaba de lo diferente que es Dios. No obstante,
la atmósfera estaba cargada de indicaciones que Jehová buscaba comunión íntima con
su pueblo. En realidad, Dios quería que su pueblo fuese semejante a él. En el corazón
de las instrucciones en cuanto al tabernáculo y cómo debía adorarse se halla el
mandamiento de Yahvé: «sed santo porque yo soy santo». Pero si la gente llegaría a
ser como él, debían saber cómo es él. Dios no introdujo este sentir de tensión para
desalentar a su pueblo a establecer una comunión cercana e íntima con él. Más bien, lo
hizo para asegurarse que ellos no perdiesen la bendición de su presencia. Era para
protegerlos de que cayesen en la trampa de pensar que la comunión con Dios es en
realidad una mera comunión religiosa con uno mismo.
Una de las evidencias primordiales de que Dios quería a Israel para sí mismo,
mediante una relación especial y única, es que él les dio a conocer su nombre. Dios se
lo reveló a Moisés y llegó a ser la posesión más preciosa de la nación. Así llegaron a
ser «el pueblo del nombre». Cuando uno conoce el nombre de otra persona, entonces
puede establecer una relación que es imposible para los demás. Es más, en cierto
sentido podemos decir que saber el nombre de una persona es tener una medida de
control sobre la atención de esa persona. Cuando Yahvé le reveló a Israel su nombre,
quería decir «ustedes pueden tener mi atención de un modo muy especial y personal».
Con todo, había una condición. Ese nombre no se podía usar de manera inapropiada ni
descuidada. Uno de los Diez Mandamientos trataba con este asunto (Éxodo 20:7). El
pueblo de Dios no podía tomarlo en vano. Los judíos tomaron este mandamiento con
tanta seriedad, que por temor a violar este mandamiento comenzaron a sustituir el
[10]
nombre personal de Dios por el de Señor.
Aunque Dios le dio a su pueblo su propio nombre y anhelaba tener comunión con
ellos, decidieron hacer las cosas a su manera y poner su confianza, no en su Hacedor y
Sustentador, sino en sí mismos. Siendo que Dios es la fuente de vida y bondad,
separarse de él significó el advenimiento de la muerte y el mal. Como Dios conocía
muy bien el potencial destructivo de la rebelión humana, las consecuencias
increíblemente trágicas que traería y la perversión total de su propósito para la
creación, Dios se airó sobre manera ante el pecado humano.

El Nuevo Pacto: Dios es uno con su pueblo

El deseo de Dios de establecer una relación íntima con su creación se hace aún
más evidente con la aparición de Cristo. El deseo, expresado e implícito en el antiguo
pacto, se hace plenamente comprensible en la encarnación. Dios no solo quiere vivir
en medio de su pueblo en el templo. Él tomó nuestra naturaleza, así podía ser uno con
nosotros y darnos su Espíritu para de ese modo poder morar dentro de nosotros. Ahora
nosotros debemos ser el templo del Dios viviente. Él llegó a ser uno de nosotros para
que nosotros pudiésemos llegar a ser hermanos y hermanas para él, e hijos e hijas del
Padre. El sentimiento de identificación e intimidad con Dios, que estaba latente en el
pacto antes que viniese Jesús, ahora a través de Cristo llega a ser el privilegio de cada
creyente.
Esta nueva relación no conduce a una intimidad fácil o casual. El Padre sigue
siendo el Santo, el Juez justo. El Dios de Belén, el aposento alto, y el Calvario es el
mismo Dios del monte Sinaí. Aún habrá un juicio final, pero el Padre nombró a otro,
para ser Juez en su lugar. Él asignó esa tarea a su Hijo, por tanto, cada ser humano
tendrá que comparecer delante de Jesús, ni más ni menos, quien también es un ser
humano. El juez eterno será uno que estuvo donde nosotros estamos, quien tiene
nuestra misma carne. Él es el Hijo eterno de Dios, pero también es nuestro hermano.
Dios reconoce las diferencias entre Dios y los humanos pero de manera sacrificial
cubre la distancia. Aún más, Dios quiere que la humanidad participe en la comunión de
amor que es la vida interna de Dios. Aunque debemos reconocer que esto no llega de
modo fácil.
La razón de la encarnación, la razón por la cual Jesús vino a nuestro mundo, es
que Dios no quiere vivir a la distancia con nosotros. Él anhela que esa distancia se
acorte. Pero para que eso suceda algo tiene que hacer posible que las criaturas
humanas, centradas en sí mismas, se puedan sentir cómodas en la presencia de un Dios
santo. Las personas deben llegar a participar en el amor santo y sacrificial de Dios, lo
que requiere más que un cambio en la conducta. También demanda un cambio de
naturaleza. Esta es la razón por la cual la metáfora de la familia está tan cercana al
corazón de la relación. Dios, el Padre, quiere para sí hijos e hijas, no solo siervos. Más
que un cambio en nuestro estado legal delante de él, Dios busca personas en quienes
pueda fluir la misma vida que existe en él. El perdón no es suficiente. Dios quiere una
internalización de sus valores y modo de conducta que nos hará eternamente
compatible con él. Nosotros debemos ser regenerados para sentirnos cómodos en
nuestra nueva familia y devolver en forma recíproca el amor que el Padre nos extiende.
Jesús nos muestra el deseo que Dios tiene de un número creciente de hijos e hijas.
Debemos relacionarnos con el Padre tal como Jesús se relacionaba con él.
El Padre, no obstante, quiere más que hijos e hijas para sí mismo. Cuando él creó
la raza humana tenía un propósito adicional en mente: «buscó una esposa para su hijo»
únicamente las dos relaciones más íntimas que existen en la tierra, el matrimonio y la
familia, pueden describir los planes de Dios. Estas intenciones divinas se hacen claras
en las enseñanzas de Jesús, en los Evangelios y en el resto del Nuevo Testamento. El
Evangelio deja en claro que la razón de la encarnación y la expiación era prepararnos
para esa clase de comunión con Dios.
Implícita en las enseñanzas de Jesús está el potencial de una compatibilidad
íntima entre el Santo y cada una de sus criaturas humanas. El elogio más elevado que
se ofreció a los mortales se hace manifiesto en los propósitos de Dios para nosotros,
que están inherentes en las enseñanzas de Jesús. El «todo aquel» de Jesús significa que
todos podemos tener una relación con Dios; Dios considera a cada persona como
infinitamente digna. Por tanto, cuando él nos hizo nos creó para sí mismo, con la
capacidad de establecer una relación basada en el amor perfecto. Así él nos persigue
con su amor y en la práctica nos desea más que lo que nosotros podemos desearle a él.
¿Por qué Dios coloca un valor tan elevado sobre nosotros y las posibilidades de
entrar a su vida? Nuestro valor y propósito no son inherentes sino el resultado de la
misma naturaleza de aquel que nos hizo. De aquel que nos hizo en amor; por ende, las
obras de sus manos son expresiones de su amor. Una ilustración de esto es el término
que Dios utiliza para describir a su pueblo en Éxodo 19:5 «mi tesoro especial», este es
un término hebreo cargado de ternura que nos habla de un objeto lleno de belleza,
valor y deleite. Dios no sacó a su pueblo de la esclavitud egipcia para que llegaran a
ser libres únicamente. Tampoco los llevó a Canaán para que pudieran vivir vidas en
plenitud. Dios los trajo hacia sí mismo: «como os tomé sobre alas de águilas, y os he
traído a mí» (Éxodo 19:4). Esta es una historia de amor, y la medida del valor de Israel
no yace en la nación misma sino en el corazón del amante divino. Cuando Juan dice:
«de tal manera amó Dios al mundo», nos está diciendo en primer lugar algo acerca de
Dios pero también nos está diciendo algo en cuanto a nosotros. Dios nos ama porque él
es amor y ese amor nos da una dignidad eterna porque su amor es eterno.
Por tanto, para nosotros es posible llegar a participar de ese amor orientado hacia
los demás y sacrificial que es la esencia de la vida interna de Dios. Cuando Dios nos
creó nos hizo para tener compañerismo con la divinidad. Él nos quiere conocer y que
nosotros lo conozcamos a él. Esta es la razón por la cual el relato de Génesis nos dice
que fuimos creados en la misma imagen de Dios con la capacidad de responder en
libertad a la iniciativa del amor divino. Dios busca a aquellos que de manera voluntaria
eligen amarle. Él quiere a aquellos que llegarán a ser semejantes a él como para
disfrutar la compañía del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Esto nos conduce a otro paso radical para nuestra comprensión de Dios. Él es uno,
el Santo, el único Soberano y el Creador que de la nada hizo todo lo que existe con la
excepción de sí mismo. Los seres humanos no son Dios, y nunca podrán serlo. Como
tampoco los humanos podrán llegar a ser santos por sus propias fuerzas. Por tanto,
cuando la humanidad no pudo llegar a ser como Dios, Dios decidió hacerse humano.
El Hijo eterno de Dios se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiésemos llegar a
ser parte de la comunión que existe en la naturaleza íntima de Dios. En Cristo podemos
llegar a ser participantes de esa naturaleza orientada a los demás, que se da a sí misma
en amor santo, y que es la esencia del ser de Dios. El Dios a quien Jesús representa es
obvio que se deleita en nosotros y quiere que estemos cerca de él, mucho más cerca de
lo que jamás podríamos haber soñado.
La profundidad y la riqueza de la intimidad que Dios busca tener con nosotros son
tan vastas que ninguna metáfora humana es adecuada para expresarla. Como resultado,
hallamos tres metáforas que están presentes en forma universal, ya sea en forma
implícita o explícita dentro de la revelación bíblica y que de un modo único nos
indican con cuanta pasión Dios nos ama y quiere atraernos a una unión completa con
él. La primera metáfora surge del rol de Dios en la creación como juez soberano y
justo; la segunda, viene de la relación familiar que existe entre la primera y la segunda
persona de la Trinidad; y la tercera, del propósito eterno del Padre de encontrar una
esposa para su Hijo a través de la historia humana. El próximo capítulo nos dará el
cuadro de como esas tres metáforas se desarrollan en la revelación y en la historia.
Capítulo 2

EL NIVEL DE INTIMIDAD QUE DIOS DESEA

TRES METÁFORAS ILUSTRAN EL PROPÓSITO DE DIOS PARA


NUESTRAS VIDAS

La intimidad que Dios busca establecer con sus criaturas humanas se hace
evidente en forma muy dramática en las metáforas que se usan para describir nuestra
relación con él. Las tres se desarrollan de manera extensa en las Escrituras.

LA METÁFORA REAL/LEGAL

La primera metáfora tiene un doble significado para la mente moderna. Mientras


habla de la corte real donde el soberano reina, también nos habla de la asamblea legal
donde reina la ley y se hacen decisiones judiciales. En nuestra sociedad contemporánea
debido a la separación de poderes no pensamos que esas dos funciones puedan actuar
juntas. Sin embargo, en el mundo del Antiguo Testamento, el mundo en el cual Israel
existía, el soberano también era el juez supremo. A Dios se lo definía como Rey y
Juez. Él era el dador de la ley y el que garantizaba su ejecución. Era responsable de la
justicia como también del orden. Era el Protector de los débiles y el Juez inescapable
para aquellos que habían hecho el mal. El poder soberano y el poder real eran una sola
entidad en Yahvé. La corte Davídica y otras semejantes en el medio oriente antiguo
reflejaban esta unión. En occidente, en forma particular, hemos aprendido a través de
varias lecciones amargas, que en nuestra condición caída, a ningún mortal se le pueden
confiar ambas responsabilidades. Esto produjo lo que llamamos la «separación de
poderes», donde ninguna persona es la ley, no importa que se llame rey, presidente o
primer ministro. En este aspecto nuestro mundo terrenal no refleja el orden eterno,
donde la soberanía y la justicia se unen. Ya que Dios es uno y solamente uno, el trono
divino y el tribunal divino también coinciden. El Señor eterno y el Juez eterno son la
misma persona.
El Antiguo Testamento, en forma particular el libro de los salmos, toma el tema
del reinado de Yahvé y lo desarrolla de manera extensiva. Los Salmos 93:1-2 y 99:1-5,
nos ofrecen un ejemplo excelente:

El SEÑOR reina, revestido de esplendor;


el SEÑOR se ha revestido de grandeza
y ha desplegado su poder.
Ha establecido el mundo con firmeza;
jamás será removido.
Desde el principio se estableció tu trono,
y tú desde siempre has existido.

El SEÑOR es rey:
que tiemblen las naciones.
-Él tiene su trono entre querubines:
que se estremezca la tierra.
Grande es el SEÑOR en Sion,
¡excelso sobre todos los pueblos!
Sea alabado su nombre grandioso e imponente:
¡él es santo!
Rey poderoso, que amas la justicia:
tú has establecido la equidad
y has actuado en Jacob con justicia y rectitud.
Exalten al SEÑOR nuestro Dios;
adórenlo ante el estrado de sus pies:
¡él es santo!

Este tema se desarrolla de muchas maneras en el Antiguo Testamento. Una de las


maneras más tiernas es cuando se nos presenta a Yahvé como nuestro Pastor. Los
pueblos del Medio Oriente consideraban a sus reyes como si fueran sus pastores,
quienes eran responsables por el bienestar de los suyos. Yahvé se representa con el rey
pastor que anhela que su pueblo se siente a su mesa real y more en su casa por
siempre. El Salmo 23 es el ejemplo más conocido de este tema. Y David, el rey pastor,
llega a ser la figura preeminente que anticipa la venida del Mesías.
No obstante, Yahvé como rey, también es el Juez eterno. Él es quien garantiza
que en última instancia la justicia y la rectitud prevalecerán en su cosmos. Así es como
Abraham pudo interceder a la luz de la destrucción inminente de Sodoma y Gomorra,
sobre la posibilidad de que algún justo pudiese perecer junto con los malvados,
diciendo: «Tú, que eres el Juez de toda la tierra, ¿no harás justicia?» (Génesis 18:25).
Esta fe en Yahvé como el Juez real era la fuente de un temor reverencial para el
israelita devoto, pero al mismo tiempo les ofrecía un sentir de seguridad a la luz de los
males que se reciben en la vida. El que confiaba en Dios recibía la certeza que la
justicia finalmente prevalecería, ya que la justicia personal de Yahvé es la garantía
final. Observen la confianza que expresa el escritor en el Salmo 96:

Que se diga entre las naciones: «¡El SEÑOR es rey!»


-Ha establecido el mundo con firmeza;
jamás será removido. Él juzga a los pueblos con equidad.
¡alégrense los cielos, regocíjese la tierra!
¡Brame el mar y todo lo que él contiene!
... delante del SEÑOR, que ya viene!
¡Viene ya para juzgar la tierra!
-Y juzgará al mundo con justicia,
y a los pueblos con fidelidad. (vv. 10-ll, 13)

Este tema también se desarrolla en el Nuevo Testamento en términos del «reino


de Dios». Al anunciar al Mesías, Juan el Bautista insistió que con el rey llegaba
también el reino, y que este ya estaba «al alcance de la mano». Jesús mismo usó
muchas veces en su predicación el lenguaje real, de manera peculiar en las parábolas.
¿Con cuanta frecuencia sus discípulos deben haberlo oído decir: «El reino de los cielos
es semejante ... »?
Pablo también usa el lenguaje real. Cuando se nos relata el ministerio de Pablo en
el libro de los Hechos, siempre se insiste en que él declaraba el reino de Dios. Por
ejemplo, cuando llegó a Éfeso se nos dice que «Pablo entró en la sinagoga y habló allí
con toda valentía durante tres meses. Discutía acerca del reino de Dios, tratando de
convencerlos» (Hechos 19:8). Cuando llegó a Roma se reunió con los líderes de la
comunidad judía, y «Desde la mañana hasta la tarde estuvo explicándoles y
testificándoles acerca del reino de Dios y tratando de convencerlos respecto a Jesús,
partiendo de la ley de Moisés y de los profetas» (Hechos 28:23).
El libro de Apocalipsis concluye en forma final y muy dramática la información
bíblica en cuanto a Dios como Rey y Juez. Toda la creación se describe como estando
de pie delante de Dios. En el centro de ese trono se encuentra nada más ni nada menos
que Jesús, quien es reconocido como Señor y Juez. Toda rodilla se dobla delante de él
en reconocimiento de su señorío soberano mientras toda la creación aguarda su
veredicto. Cada criatura debe enfrentar a su Creador y Juez.
Esta metáfora nos provee el contexto para el desarrollo de la doctrina de la
justificación por la fe. Los humanos se nos muestran como las criaturas de Dios que
han violado su ley divina y están condenados eternamente. Por lo tanto, se requiere
salvación para escapar de esa sentencia inevitable y negativa. Las buenas noticias es
que la vía de escape se nos ofrece a través de Jesús, quien en su pasión sufrió el castigo
por nuestros pecados y de ese modo satisfizo la justicia divina. Mediante la aceptación
de ese sacrificio a través de la fe en Cristo podemos ser perdonados y redimidos.
Nuestra salvación no descansa en lo que pudimos hacer, sino en el decreto judicial
divino que se sustenta en lo que Cristo hizo en la cruz por nosotros. La salvación
nunca puede ser nuestro logro personal, sino el regalo gratuito de Dios a todo aquel
que cree.
Fue esta verdad la que desencadenó la Reforma. Para cualquiera que lea los
escritos de Lutero, aun de manera superficial, tendrá un sentir del poder que esta
verdad ejerció sobre su vida. La justificación por la fe llegó a ser el grito de guerra del
Protestantismo, la base sobre la cual los teólogos protestantes desarrollaron su doctrina
de la soteriología. Esta doctrina fue un desarrollo legítimo de la metáfora real/legal.
Agustín había ayudado, siglos antes, estableciendo el cimiento con su énfasis en la
unidad de Dios. Él tuvo mucha claridad en su comprensión de la unidad dentro de
Dios, su ser, más que de la naturaleza de la persona del Dios trino y uno.
No obstante, la metáfora real/legal es solo una de las varias metáforas que nos da
la Biblia para que podamos entender la obra redentora de Dios. Si definimos la obra
salvífica de Cristo únicamente en términos de un cambio de estado legal para el
pecador, esta postura resuelve el problema de la penalidad del pecado pero no ofrece
respuesta al problema del pecado humano. La justificación entonces significa
«declarar justo», no «hacer justo».
Un ejemplo clásico del uso de la metáfora legal en aislamiento de las otras se
puede observar en los escritos del teólogo Reformado Louis Berkhof. Para Berkhof, la
justificación es un acto legal de Dios que «no afecta la condición sino el estado del
pecador». A partir de este punto de vista de la fe Reformada, insiste que este acto legal
«se aplica a todos los pecados, pasados, presentes y futuros, y en consecuencia incluye
[11]
la remisión de toda la culpa y el castigo». Es un acto que «no admite repetición». En
otras palabras, la justificación es una respuesta al problema de las consecuencias de
mis pecados, no de mi pecaminosidad. La justicia se acredita pero no necesariamente
se imparte al pecador que cree. Una posición legal perdida se restaura, sin embargo, el
problema de un corazón rebelde o dividido no se resuelve de manera satisfactoria. Para
que uno pueda caminar en comunión gozosa con el Dios santo se requiere mucho más
que una justicia acreditada.
El punto de vista Reformado de la justificación ha influenciado notablemente los
estudios bíblicos en círculos protestantes desde los tiempos de la Reforma. El resultado
es que la comprensión protestante de la salvación se ha definido en forma fundamental
como la interpretación del libro de Romanos. Esta interpretación de Pablo ha
dominado el escenario al punto tal que se descuidaron otros autores bíblicos, Juan en
forma muy notoria, y el problema humano básico para la soteriología se estableció en
términos de la Ley. En Romanos, al igual que en Gálatas, el modelo humano que se
ofrece corno el ejemplo primordial de la justificación es Abraham. La ironía es que
Abraham nunca tuvo conocimiento de la Ley. Pablo mismo tiene que reconocer que la
Ley, a medida que él luchó con ella, no era parte del mundo de Abraham y no se
introdujo en el mundo sino hasta los días de Moisés (ver especialmente Romanos
5:20).
Abraham, con todo, mantuvo una relación personal muy íntima con Dios, quien
siglos más tarde se reveló a sí mismo en el Sinaí a través del pacto legal. Es digno de
notar el sacrificio que Abraham tuvo que hacer, la familia, el hogar y la seguridad
social, para mantener la amistad con Dios. Digno de notar también es su fe, rehusando
dudar la promesa que su amigo divino le había hecho durante más de un cuarto de
siglo de espera y peregrinaje. Uno llega a la conclusión que la relación de Abraham era
con Dios mismo y no con sus mandamientos. Era mucho más una relación basada en
una promesa más que en una ley. El hecho que la nación de Israel no comprendiera la
diferencia que había entre relacionarse con Dios y relacionarse con la Ley de Dios,
estaba en el corazón de las acusaciones que Pablo hace contra Israel en su carta a los
Romanos, un hecho que al final llevó a Israel a rechazar al Mesías. Para Pablo,
Abraham ofrece el mejor ejemplo de la persona que ha sido justificada y como
consecuencia uno se queda con la impresión que la justificación para él incluye algo
más que un mero cambio de status legal.
La metáfora real/legal ciertamente es una metáfora bíblica básica para nuestra
comprensión del evangelio. Pero no es la única metáfora. Aun si uno lee la Biblia de
manera casual encontrará otros párrafos significativos donde aparecen otras metáforas
que enriquecen e iluminan nuestra comprensión del tipo de la comunión que Dios
anhela entablar con sus criaturas racionales. Cada metáfora tiene su propia lógica y sus
propias demandas. Cada una de ellas vierte una luz diferente sobre lo que implican la
encarnación y la expiación. Necesitamos todo el testimonio bíblico para entender la
riqueza total de la salvación que Dios nos ha provisto en la cruz.

LA METÁFORA FAMILIAR

La segunda metáfora es la familiar. Esta metáfora tiene sus comienzos desde los
primeros tiempos del Antiguo Testamento y se desarrolla lentamente hasta alcanzar el
lugar central que ocupa en la vida y las enseñanzas de Jesús. Cuando Dios llamó a
Moisés para que fuese el libertador de los descendientes de Abraham de la esclavitud
egipcia, instruyó a Moisés que le dijera a Faraón que dejara ir al «hijo» de Yahvé.
Yahvé habla de Israel diciendo que es «SU hijo primogénito» (Éxodo 4:22-23). De un
modo claro Dios ve a su familia extendiéndose un día más allá de las fronteras de
Israel. Israel debe ser la puerta por la cual otros hijos serán traídos a él. Así, el llamado
de Dios a Moisés es una extensión de la promesa hecha a Abraham que a través de él
serían benditas todas las familias de la tierra.
Yahvé considera su relación con Israel como una relación familiar. Esto se
confirma con la matanza de los hijos primogénitos de los egipcios en la noche de la
Pascua. Para Yahvé era cuestión de intercambio entre los primogénitos de Egipto y su
primogénito. Quién puede sorprenderse entonces que hallemos a Moisés al final de sus
días discutiendo con la nación usando las siguientes palabras:

¿y así le pagas al SEÑOR,


pueblo tonto y necio?
¿Acaso no es tu Padre, tu Creador,
el que te hizo y te formó.
(Deuteronomio 32:6)

La relación de Yahvé con Israel es una muy tierna. Notemos las palabras de Yahvé en
el libro de Oseas:

«Desde que Israel era niño, yo lo amé;


de Egipto llamé a mi hijo.
Pero cuanto más yo lo llamaba,
más se alejaba de mí.
»Lo atraje con cuerdas de ternura,
lo atraje con lazos de amor;
»¿Cómo podría yo entregarte, Efraín?
¿Cómo podría abandonarte, Israel?»
(Oseas 11:1-2, 4,8)
Lo que comienza como una relación especial para el pueblo de Israel, da un giro
con la aparición de David. La relación entre David y Yahvé y Yahvé y David toma un
carácter único, es totalmente familiar. El segundo Salmo, que se considera Davídico y
al cual el Nuevo Testamento interpreta en forma mesiánica, habla de los reyes como si
fuera el propio hijo de Yahvé: «Tú eres mi hijo, hoy he llegado a ser tu Padre» (Salmo
2:7). Cuando Yahvé le habla a David en cuanto a su hijo Salomón, quien sucederá a
David en el trono, dice: «Yo seré padre para él, y él será hijo para mí» (2 Samuel
7:14). Ahora, entonces, no es tan solo el pueblo de Dios a quienes se consideran como
hijo de Dios, sino también un individuo, el rey de Israel.
Este es el contexto para identificar el trono de David con la esperanza mesiánica
de Israel. Esta es la razón por la cual la multitud en Jerusalén el Domingo de Ramos
puede cantar: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del
Señor! (Mateo 21:9; Lucas 19:38). El Nuevo Testamento insiste en que la relación
única que David y Jesús comparten con el Padre es ahora, a través de Cristo, abierta a
todos los que estén dispuestos a creer en él. El Hijo de Dios, quien es el Hijo eterno de
Dios el Padre, ha llegado a ser un hijo de David de tal manera que los hijos de los
hombres pudiesen llegar a ser los hijos de Dios.
En realidad, el propósito de Jesús en la encarnación es que todas las criaturas
humanas de Dios pudiesen conocer una relación eterna con Dios el Padre y el Hijo que
es analógica a la relación ontológica que existe entre el Padre y el Hijo en el ser trino y
uno de Dios. Así Pablo puede hablar en Romanos en cuanto a nuestra adopción y Juan
puede darnos la promesa de Jesús mismo: «Al que salga vencedor le daré el derecho de
sentarse conmigo en mi trono» (Apocalipsis 3:21). Evidentemente, Dios, quien
determinó que todos fuésemos parte de diferentes familias humanas, quería que esas
familias fuesen hechas a la imagen de la vida interna de Dios mismo y sirviesen como
agentes pedagógicos que nos capacitasen mejor para comprender la intimidad que él
busca con cada uno de nosotros.
Una consecuencia natural de este lenguaje es que las Escrituras desarrollan un
concepto familiar de la salvación. Por consecuencia, recibimos la enseñanza bíblica
sobre la regeneración y el nuevo nacimiento. Nicodemo se sorprendió cuando Jesús le
sugirió que necesitaba volver a nacer. La sorpresa no solo vino por el concepto de un
nuevo nacimiento sino por la sugerencia de que él, siendo un judío, necesitara
semejante cambio. El lenguaje del segundo nacimiento era lo que empleaba el
judaísmo para explicar lo que le pasaba a un gentil cuando se convertía a la fe de
Moisés. Para un gentil, llegar a ser un judío significaba entrar a una vida
completamente nueva, donde se cortaba con el pasado en la misma forma que la nueva
vida de Israel, con relación a Jehová luego del éxodo, era totalmente distinta de lo que
habían vivido hasta allí. En términos prácticos significaba entrar a una nueva familia y
a una nueva vida. Jesús unió tal conversión con el Espíritu y habló de un nacimiento
del Espíritu en contraste con el nacimiento de la carne (Juan 3:5-8). Jesús vinculó la
regeneración con un tema muy importante del Antiguo Testamento.
Una nueva vida de conformidad con la voluntad de Yahvé, a través de un nuevo
corazón, trae esperanza. Esto se ve en las diferentes figuras usadas en los escritos del
Antiguo Testamento. El lenguaje de la circuncisión era una señal de que alguien estaba
en una relación viviente con Yahvé. En Deuteronomio, Dios comienza a prometer que
él puede quitar el corazón incircunciso y a cambio dar un corazón circunciso. El nuevo
corazón nos capacitará para cumplir los deseos de Yahvé, a quien debemos amar de
todo corazón y con toda nuestra alma (Levítico 26:41; Deuteronomio 10:16; 30:6;
Jeremías 4:4; 9:25-26). Ezequiel habla directamente de la posibilidad de un nuevo
corazón en el cual el Espíritu mora, capacitando al creyente para cumplir los decretos
de Yahvé (Ezequiel 36:24-28). Jeremías anticipa un nuevo pacto donde la ley no será
escrita sobre tablas para un santuario, sino que serán colocadas dentro del pueblo de
Yahvé y escritas en sus corazones para que ellos puedan conocer a Yahvé (Jeremías
31:31-34). Todas estas profecías son parte de una promesa de gracia que corre a través
del Antiguo Testamento y encuentra su cumplimiento en las provisiones de la cruz.
Para nosotros es posible, a través de Cristo y del Espíritu, ser hechos nuevas criaturas
porque tenemos una nueva vida fluyendo a través nuestro. Hemos llegado a ser
miembros de una nueva familia, la familia del único Dios verdadero. Tenemos un
nuevo estado legal, pero todavía tenemos mucho más: somos parte de una nueva
familia. Experimentamos una resurrección a una nueva vida que se vive en comunión
con un Dios santo a través del poder del Espíritu Santo que mora en nosotros.
La idea de una nueva vida es el contexto conceptual en el cual debemos ver las
referencias de Jesús a Dios como su Padre. A medida que la gente escuchaba sus
comentarios, algunos comenzaron a percibir (especialmente los líderes del templo
judío) que él hablaba de algo más que una relación espiritual. Comprendieron que
Jesús pensaba acerca de su relación como hijo de Dios el Padre como algo totalmente
distinto a la relación que David o un judío devoto podía mantener con Dios. Jesús
habló de unidad con el Padre, una identidad con él, y dijo e hizo cosas que
correctamente cabían dentro de la esfera de la autoridad de Dios. Aceptó respuestas
reservadas únicamente para Dios; por ejemplo, permitió que lo adorase un hombre a
quien le había devuelto la vista. Cuando hablaba de sí mismo como el Hijo de Dios,
estaba hablando de una relación con Dios que los demás no experimentan cuando
llaman a Dios su Padre (Juan 8:41). Su insistencia en que él no era de este mundo y
que había venido como el «enviado» del Padre ayudó a intensificar esta convicción.
Los judíos no tenían categorías de pensamiento para manejar comentarios tales como:
«Antes de que Abraham naciera, yo soy» (Juan 8:58), y mucho menos su resurrección.
Con toda seguridad Tomás no podría haber justificado teológicamente su exclamación,
una semana más tarde, cuando clamó: «¡Señor mío y Dios mío!», pero él sabía muy
bien que no cabía otra respuesta que fuese más apropiada (Juan 20:28).
Los padres de la iglesia tuvieron que enfrentar la difícil tarea de explicar las
implicaciones de las enseñanzas de Jesús cuando habla de la relación que él tiene con
Dios como su Padre, y así fue que llegaron a la conclusión que la relación Padre e Hijo
que ellos sentían -era un modo rico de explicar cómo las personas se relacionan con
Dios- en la práctica era una realidad ontológica en el caso de Cristo. Esto significó que
en el mismo ser de Dios se encuentra una relación que es el prototipo para todas las
relaciones familiares de todos los descendientes de Adán. En otras palabras, se
convencieron que en Jesucristo encontraron no solo un ser humano en quien Dios
vivía, sino que más bien hallaron en Cristo Jesús una persona que era Dios mismo. Se
encontraron con alguien que era mucho más que un hombre devoto. Ahora tenían que
tratar con alguien que se llamaba a sí mismo el Hijo de Dios y que cuando decía Padre
significaba algo muy diferente de lo que los padres experimentaban cuando oraban
«Padre Nuestro». Pablo, en forma obvia, estaba pensando lo mismo cuando les
escribió a sus amigos en Éfeso: «Por esta razón me arrodillo delante del Padre, de
quien recibe nombre toda familia en el cielo y la tierra» (Efesios 3:14-15, énfasis del
autor). El término Padre, cuando se aplica a Dios, tiene una doble dimensión.
Por lo tanto, podemos concluir que en términos de la relación Padre-Hijo, Dios no
es como nosotros pero nosotros somos como Dios. Las implicaciones totales de este
concepto no se pueden desarrollar aquí, pero al menos podemos hacer dos
observaciones. Primero, las raíces de la familia, en última instancia, no se hallan ni en
la biología ni en la sociología, sino en la teología. Segundo, la familia no se puede
explicar en forma primordial en términos humanos; requiere categorías divinas. Si
vamos a entender plenamente esta institución sociológica debemos analizarla en
términos de la naturaleza de Dios y de los propósitos eternos de Dios. Él hizo la
creación en la cual cada persona que alguna vez vivió o llegue a vivir sepa lo que
significa ser el hijo de alguien o ser el padre de alguien o ambas cosas. Ser humanos
significa que uno tiene un padre. Considere la posibilidad que cada persona es
miembro de una familia con padres terrenales porque nuestro Padre Celestial anhela
que cada individuo humano lo conozca a él como Padre y llegue a ser parte de su
familia.
¿Qué nos dice todo esto acerca del deseo que hay en el corazón de Dios de tener
intimidad con nosotros? Que ser siervos de Dios, súbdito en su reino eterno, no es
suficiente. Él quiere una relación más estrecha y personal, una basada no simplemente
en la ley sino una que surja de una vida espiritual común y compartida. Esta es una
relación mucho más íntima y existencial que la que puede existir entre un súbdito y su
soberano. Por lo tanto, en este contexto debemos definir salvación de un modo muy
diferente a los términos de la metáfora real/legal. Una cosa es orar «Oh, Rey» y otra
muy distinta es decir «Padre». Wesley comprendió esta distinción y nunca cesó de
gloriarse en ella:

Mi Dios se ha reconciliado
Su voz perdonadora escucho;
Me adopta como hijo,
No puedo ya temer;
Con confianza me acerco,
[12]
Y «Padre, Abba Padre» exclamo.

LA METÁFORA NUPCIAL

La tercera metáfora es incluso mucho más íntima que la que existe entre un padre
y un hijo. Nos llega desde la más íntima de todas las relaciones humanas, es decir,
cuando un hombre y una mujer unen sus vidas mediante el pacto del santo matrimonio.
La imagen bíblica más conocida y más gráfica se halla en la vida del profeta Oseas.
Yahvé instruye a Oseas: «La primera vez que el Señor habló por medio de Oseas, le
dijo: “Ve y toma por esposa una prostituta, y ten con ella hijos de prostitución, porque
el país se ha prostituido por completo. ¡Se ha apartado del Señor!”» (Oseas 1:2).
Yahvé define su relación y pacto con Israel en términos maritales, y considera que es
apropiado que su profeta ilustre con su propia vida la situación en la que el mismísimo
Yahvé se encuentra. Yahvé ve a Israel como una esposa infiel, y quiere que su
representante ilustre el dolor que experimenta en su propia persona.
Ezequiel retoma este tema y lo convierte en una filosofía de la historia para el
pueblo de Israel (Ezequiel 16). Él describe a Israel como la hija de un padre amorreo y
una madre hitita, a quien sus padres abandonaron en el desierto para dejarla morir.
Yahvé vio a esa niña abandonada y la adoptó como propia, lavándola, alimentándola y
vistiéndola. Cuando la hija llega a la edad del amor, Yahvé la elige para que sea su
prometida y la reclama para sí mismo. La afirmación de Yahvé es: «y fuiste mía»
(16:8; cf. con Éxodo 19:4; Cantares 2:16). Con todo, Israel tuvo un corazón
descarriado y se entregó a otros amantes. Desde el punto de vista de Ezequiel, el pacto
del Sinaí era semejante a un pacto nupcial, y la elección de Israel se debía concebir en
términos de un matrimonio. Debido a que creemos que el texto es inspirado,
reconocemos que lo que se nos dice no es el punto de vista personal del profeta sino
del mismo Yahvé.
Del mismo modo, Jeremías habla acerca de la elección que Dios hizo de Israel en
términos maritales cargados de ternura. No desarrolla la metáfora de un modo tan
extenso como lo hace Ezequiel, pero aun así nos sirve como su marco de referencia:

Recuerdo el amor de tu juventud,


tu cariño de novia,
cuando me seguías por el desierto ...
Israel estaba consagrado al SEÑOR,
era las primicias de su cosecha

Isaías refleja el mismo paradigma para entender la relación de Yahvé con Israel:

Ya no te llamarán «Abandonada»,
ni a tu tierra la llamarán «Desolada»,
sino que serás llamada «Mi deleite»;
tu tierra se llamará «Mi esposa»;
porque el SEÑOR se deleitará en ti,
y tu tierra tendrá esposo.
Como un joven que se casa con una doncella,
así el que te edifica se casará contigo;
como un novio que se regocija por su novio,
así tu Dios se regocijará por ti.
(Isaías 62:4-5)

Los judíos le dan una importancia primordial a este párrafo, ya que Hefzi-bá en
hebreo significa «mi deleite está en ella». Beula en hebreo significa «casada», por
tanto, esta tierra de Beula, o «tierra prometida», es una «tierra casada».
Este modo de pensar en cuanto a la relación entre Yahvé e Israel comenzó mucho
antes que aparecieran los profetas. Esto se puede ver en el uso que se hace del lenguaje
en cuanto a la idolatría y el adulterio de Israel desde sus mismos comienzos como
nación unida por un pacto con Yahvé. La metáfora del matrimonio permea el
pensamiento de Israel en modo tan profundo que en los tiempos del Antiguo
Testamento definió las palabras adulterio y prostitución. La desobediencia de Israel se
ve no solo como la ruptura de un código legal, sino como la violación de un pacto
personal matrimonial. La idolatría se define en términos de adulterio y prostitución tan
frecuentemente que cuando hallamos esas palabras, debemos constatar si se refieren a
prácticas sexuales o relaciones espirituales. ¡El adulterio es un sinónimo muy común
para las prácticas idólatras de Israel, pero la idolatría no se usa como sinónimo de
conducta sexual inapropiada!
La adoración de Israel a dioses paganos fuera de Yahvé se describe desde los
comienzos como prostitución. En Éxodo 34:15 Yahvé describe la adoración de ídolos
por parte de los pueblos vecinos a Israel en términos de prostitución (ver Levítico 17:7;
20:5). Cuando Dios se aparece a Moisés antes de su despedida final a la nación,
leemos: «Tú irás a descansar con tus antepasados, y muy pronto esta gente me será
infiel con los dioses extraños del territorio al que van a entrar. Me rechazarán y
quebrantarán el pacto he hice con ellos» (Deuteronomio 31:16, énfasis del autor).
Por lo tanto, debemos mirar la escena cuando el pacto se concertó en el Sinaí en
Éxodo 19-20 no solo desde la perspectiva legal/política. El pacto al cual Israel está
entrando tiene connotaciones legales, pero es mucho más que eso. Desde la perspectiva
de Dios es primordialmente nupcial. Dios está tomando una esposa para sí mismo. La
afirmación de Yahvé, tal como sugerí anteriormente, revela una nota de profunda
ternura: «Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia
mí como sobre alas de águila» (Éxodo 19:4, énfasis del autor).
La mayoría de los eruditos del Antiguo Testamento coinciden en que lo que pasó
en el Sinaí se debe interpretar a la luz de los pactos de soberanía del antiguo Medio
Oriente. Esto tiene mucho de sentido común. Sin embargo, bueno también es
preguntarse cómo Yahvé concibió esta relación. No debemos determinar el carácter de
Yahvé por las concepciones populares de la divinidad en el mundo de aquellos días.
Tampoco debemos limitar nuestra comprensión del pacto de Israel con Yahvé
haciéndolo igual a los pactos existentes entre otros pueblos paganos y sus dioses o
soberanos. Más bien debemos ver la relación establecida en Sinaí entre Yahvé e Israel
desde la perspectiva de la naturaleza de Yahvé tal como la entienden los profetas,
Jesús, y los escritores del Nuevo Testamento.
William Dumbrell, al analizar Isaías 54, da la impresión de estar de acuerdo con
nuestro análisis. El profeta Isaías está pronunciando una palabra de esperanza para
Sión en su exilio:
«No temas,
porque no serás avergonzada.
-No te turbes,
porque no serás humillada.
-Olvidarás la vergüenza de tu juventud,
y no recordarás más el oprobio de tu viudez.
Porque el que te hizo es tu esposo;
su nombre es el SEÑOR Todopoderoso.
-Tu Redentor es el Santo de Israel;
¡Dios de toda la tierra es su nombre!

El SEÑOR te llamará
como a esposa abandonada;
-como a mujer angustiada de espíritu,
como a esposa que se casó joven
tan sólo para ser rechazada
-dice tu Dios-.
Te abandoné por un instante,
pero con profunda compasión volveré a unirme contigo.
Por un momento, en un arrebato de enojo,
escondí mi rostro de ti;
-pero con amor eterno te tendré compasión
-dice el SEÑOR, tu Redentor-
(Isaías 54:4-8).

Dumbrell comenta:

En estos versos aprendemos de una madre viuda, la esposa de Yahvé en su juventud, y la


vergüenza de su juventud, que parece ser el período en Egipto antes de ser llamada. La
vergüenza de su viudez parece ser una referencia directa a su exilio. Sión, en quien las
esperanzas de Israel se han reunido, se nos describe como una mujer que se casó en su
juventud, que fue desechada por su pecado, pero luego fue llamada a volver a su status de
esposa. En esta personificación hay una referencia directa al Sinaí, ya que el matrimonio es
[13]
una metáfora profética frecuente para el pacto (en forma especial en Jeremías y Oseas).

Los escritores del Nuevo Testamento dieron por sentado este modo de pensar en
cuanto a Yahvé y su relación en términos nupciales con Israel, y nunca lo explicaron
pensando que los lectores lo entenderían. El primer ejemplo que se hace obvio está en
la historia de Juan el Bautista. Sus discípulos vieron que las multitudes que un día
siguieron a su maestro ahora comenzaban a seguir a Jesús. Los discípulos de Juan se
preocuparon cuando vieron que los discípulos de Jesús bautizaban a un mayor número
que los de Juan. Así fue que le trasmitieron la inquietud a su maestro. La respuesta que
Juan ofrece es digna de mencionarse:

—Nadie puede recibir nada a menos que Dios se lo conceda—les respondió Juan—. Ustedes
me son testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él.” El
que tiene a la novia es el novio. Pero el amigo del novio, que está a su lado y lo escucha, se
llena de alegría cuando oye la voz del novio. Ésa es la alegría que me inunda. A él le toca
crecer, y a mí menguar (Juan 3:27-30, énfasis del autor).

En otras palabras, Juan entendió su relación con Jesús como la del mejor amigo
que acompaña al novio en el día de su boda. Para él la misión de Cristo se explicaba en
términos nupciales. Tal vez el hecho más revelador del párrafo es que el autor no
intenta explicar su uso de esta metáfora. Es evidente que esperaba que sus lectores ya
estuvieran familiarizados con ella.
Jesús usa la misma figura de lenguaje para explicarse a sí mismo. Los tres
evangelios sinópticos nos cuentan la historia de las personas que vinieron a preguntarle
por qué sus discípulos no ayunaban. Estos individuos notaron que los discípulos de
Juan y de los fariseos tenían como hábito ayunar pero no los discípulos de Jesús. La
respuesta que Jesús ofrece deja en claro que el carácter nupcial de la elección de Israel
determinó cómo él entendía su propia misión: «¿Acaso pueden ayunar los invitados del
novio mientras él está con ellos? No pueden hacerlo mientras lo tienen con ellos. Pero
llegará el día en que se les quitará el novio, y ese día sí ayunarán» (Marcos 2:19-20,
énfasis del autor).
No nos debe sorprender, entonces, que Juan presente la boda de Caná de Galilea
como el principio de los milagros (señales) del ministerio público de Jesús. La
redención del mundo comenzó con una fiesta de casamiento y concluirá con la boda
entre Cristo y su iglesia. Esto nos debe ayudar a entender lo que Jesús quiso decir
cuando empezó una de sus parábolas diciendo: «El reino de los cielos es como un rey
que preparó un banquete de bodas para su hijo» (Mateo 22:2).
Los últimos seis capítulos del libro de Apocalipsis nos ofrecen el clímax de la
metáfora nupcial. La metáfora real/legal también se encuentra presente en el último
libro de la Biblia:

¡Aleluya!
Ya ha comenzado a reinar el Señor,
nuestro Dios Todopoderoso.
¡Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria!
(Apocalipsis 19:6-7).

El clímax se alcanza en la próxima línea:

Ya ha llegado el día de las bodas del Cordero.


Su novia se ha preparado,
y se le ha concedido vestirse de lino fino,
limpio y resplandeciente.
(Apocalipsis 19:7-8).

Al final del libro se nos ofrece un cuadro del juicio final (Apocalipsis 20:4, 11-
15) y luego vemos la Nueva Jerusalén bajando del cielo «como una novia
hermosamente vestida para su prometido» (Apocalipsis 21:2). Uno de los siete ángeles
dice: «Ven, que te voy a presentar a la novia, la esposa del Cordero» (v. 9). No nos
debe sorprender entonces, que la invitación final a la salvación sea: «El Espíritu y la
novia dicen: "¡Ven!"; y el que escuche diga: “¡Ven!” El que tenga sed, venga; y el que
quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apocalipsis 22:17). La historia
humana que comenzó con una boda llega a su fin; la boda que tuvo lugar en el jardín
del Edén y toda otra boda en la historia humana, incluyendo la de Caná de Galilea,
prefiguraron este fin—una boda real—en la cual el Padre entrega una esposa a su hijo.
Es intrigante pensar que la institución humana social que llamamos el matrimonio
ya estaba en la mente de Yahvé desde antes de la creación del mundo y fue diseñada
como una herramienta pedagógica para enseñarle a la criatura humana en qué consiste
la verdadera historia de nuestro género. Tal vez el elemento más notable dentro del
cuadro que ofrece Apocalipsis en cuanto a la conclusión de la historia, es que también
se relata la caída de Babilonia en el capítulo 17. Babilonia es una alternativa a Israel,
los otros pueblos de la tierra que no son el pueblo de Yahvé. El pecado que trae su
destrucción y ruina se nos describe como adulterio (Apocalipsis 18:3, 9). El signo
principal del castigo de Dios sobre ella se nos describe con los mismos términos que
Jeremías utilizó: «Jamás volverá a sentirse en ti el regocijo de las nupcias» (v. 23; cf.
Jeremías 7:34; 16:9; 25:10; 33:10-11). Los símbolos y la realidad están tan
estrechamente entrelazados que cuando la realidad desaparece, sus símbolos también
se desvanecen.
La acusación de adulterio contra Babilonia nos sugiere con claridad que Yahvé
deseaba que también Babilonia estuviese en una relación nupcial con él. Uno puede
llegar a la conclusión que Dios, en su plan original, tenía la intención de mantener una
relación nupcial con todas sus criaturas humanas. El pacto de creación en alguna
medida fue también un pacto de amor.
Esta lógica inevitable da lugar a varias preguntas interesantes en cuanto a la
sexualidad humana. Daría la impresión que Yahvé, quien nos hizo hombre y mujer,
tenía diferentes propósitos pedagógicos en mente cuando nos hizo seres sexualmente
diferentes. Los propósitos de Dios afectan nuestras vidas en dos maneras al nivel más
íntimo.
Primero, con frecuencia se ha dado por sentado que el propósito principal de la
sexualidad humana es la procreación. El Antiguo Testamento considera a los hijos
como bendiciones de Dios. Dios evidentemente se agrada cuando nos reproducimos.
Su primera instrucción para la primer pareja era que debían ser fructíferos,
multiplicarse y llenar la tierra (Génesis 1:28). El Salmista nos dice:
Los hijos son una herencia del SEÑOR,
los frutos del vientre son una recompensa.
Dichosos los que llenan su aljaba
(Salmo 127:3, 5)

El mundo antiguo tenía la tendencia de ver el matrimonio como un medio para


asegurarse un heredero, y valoraba a la mujer por su éxito en producir ese
descendiente. No obstante, es altamente significativo que el Cantar de los Cantares con
sus canciones al amor nunca menciona a los niños. Los hijos no dan la impresión de
ser necesarios para justificar la validez y santidad del amor nupcial; no deben ser el
propósito del amor sino su consecuencia maravillosa.
Segundo, la cuestión para la mayoría de nosotros, y una que deja perpetuamente
perplejos a los eruditos, tiene que ver con la ubicación de la marca del pacto
(circuncisión). Esta señal, que indicaba que un hombre está en una relación de pacto
con Jehová se hacía en la parte más privada del cuerpo. La mujer no llevaba tal señal,
pero el hecho que la señal está en el punto donde el esposo y la esposa se encontraban
tal vez tenga algo que decirnos desde el punto de vista teológico. El origen bíblico de
la sexualidad humana no da la impresión de originarse en la biología. Más bien su
origen se encuentra en los propósitos pedagógicos eternos de Dios, quien nos hizo a
todos ya sea hombre o mujer.
La sexualidad humana es algo mucho más sagrada para los seguidores de Dios y
mucha más significativa a los ojos de Dios que lo que la mayoría de nosotros hemos
soñado. Tal vez esta es la razón por la cual Yahvé toma nuestra conducta sexual con
tanta seriedad. Este hecho nos conduce una vez más a la intrigante palabra santo
(qadesh en el Antiguo Testamento). Santo es la palabra que pertenece a Jehová en
forma particular y única. Su propiedad sobre esta palabra da la impresión de tener
también implicaciones para su propiedad sobre la sexualidad humana. El propósito de
Dios de venir a nosotros en la persona de Jesús es para restaurar la verdadera santidad
a aquellas cosas sagradas que la humanidad ha corrompido, incluyendo la sexualidad
humana.
Para Pablo, la sexualidad humana es la clave para entender a la iglesia como el
cuerpo de Cristo: Cristo es el esposo, y la iglesia es la esposa de Cristo. En Efesios
5:22-33, Pablo trata con la cuestión de cómo un esposo debe relacionarse con su
esposa. Insiste en que Cristo nos dejó el ejemplo supremo en la cruz: este amor
expresado en auto sacrificio es la figura perfecta del amor que Dios espera que un
marido demuestre por su esposa. La cruz es la gran expresión del amor de Cristo por
su esposa. Luego Pablo introduce lo que parece ser una segunda metáfora, la del
cuerpo: la iglesia como el cuerpo de Cristo. Queda en claro que Pablo se está
refiriendo a Génesis 2:21-25 cuando cita Génesis 2:24: «Por eso el hombre deja a su
padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser». Entonces
la metáfora de la realidad matrimonial es primordial para explicar la naturaleza de la
iglesia.
El escritor del Apocalipsis revela la misma metáfora matrimonial cuando describe
el fin de la historia humana sobre la tierra. La escena final, en los capítulos 19-22
muestra la venida del fin en términos del cumplimiento de la promesa implícita en
Éxodo 19-20. El clímax de la historia de la redención son las bodas del cordero
(Apocalipsis 19:9-10). Si la historia humana comenzó con una boda en el Edén y se
cierra con una en la Nueva Jerusalén, la historia bíblica corre de una boda a otra boda,
del símbolo temporal a la realidad eterna.

LAS IMPLICACIONES DE LAS TRES METÁFORAS

La metáfora real/legal

Al leer los textos anteriores vemos que las Escrituras usan tres metáforas
principales para expresar la clase de relación que Dios quiere establecer con sus
criaturas. La primera es la real/legal. Esta imagen está enraizada en el carácter político
de la existencia humana, donde hallamos mucho de nuestra propia identidad y
seguridad. En ese dominio político descubrimos quiénes somos y quiénes son los
demás de acuerdo a las responsabilidades y derechos legales. La personalidad en este
sentido es un concepto legal, ya que nuestra ciudadanía se define como derechos y
responsabilidades en una entidad nacional. Por lo tanto, somos miembros de uno o de
ambos reinos—nuestra ciudadanía terrenal y/o nuestra ciudadanía en el reino—a través
del acto legal de la justificación por la fe, lo que nos hace miembros aceptables dentro
del reino de Dios. Y los dos reinos son análogos.

La metáfora familiar

La segunda metáfora es la familiar. No debemos quitarle importancia al hecho de


que Dios diseñó su mundo para que todo ser humano, sin excepción, tuviese un padre
y una madre. Ser humano es tener padres y relaciones familiares de las cuales
derivamos nuestro nombre y nuestra naturaleza. La identidad legal es una cosa, pero la
identidad familiar es algo muy distinto. En la familia aprendemos quiénes somos y
cómo debemos conducirnos, no tan solo como una persona legal sino también como
una persona humana. Allí aprendemos a relacionarnos con otros en forma íntima.
En primer lugar, en el estado encontramos cuáles son nuestros derechos y los de
los demás ante la ley y, en segundo lugar, la definición de nuestras responsabilidades
legales hacia los demás y las de ellos hacia nosotros. El énfasis está en la igualdad y en
la responsabilidad delante de la ley. Dentro de la familia reina un sentir de derechos y
responsabilidades muy distinto. El énfasis no se pone sobre la igualdad—eso se da por
sobre entendido—sino en las obligaciones personales, el respeto y el amor. Aquí
aprendemos a desarrollar nuestras sensibilidades morales y éticas.
Por ejemplo, el Decálogo no nos ordena obedecer a nuestros padres, sino
honrarlos. La palabra hebrea honor es la misma (kabbed) que se usa cuando se nos
dice que debemos «glorificar» a Dios. Esto es correcto ya que nuestros padres son los
símbolos humanos en nuestras vidas de lo que es el Padre Eterno. Debemos dar a
nuestros padres terrenales un respeto que es análogo al respeto que debemos darle a
Dios. Esto es mucho más que obediencia porque dentro de la familia nuestra
preocupación primordial es mucho más profunda que una mera actuación externa.
Nuestros padres no son dioses, y no se espera que ellos intenten actuar semejante rol.
Ellos son los símbolos de Dios en el sentido de que son sus agentes que nos dan la vida
y nos nutren, y son los modelos que nos deben enseñar acerca de Dios e indicarnos el
camino hacia él. Por lo tanto debemos honrarlos y tratarlos con respeto por razón de lo
que ellos simbolizan.
El énfasis no se pone sobre los derechos, sino sobre algo mucho más personal,
porque la institución familiar tiene una santidad que el estado no tiene. Todo lo que
puede pedir el estado es que obedezcamos la ley. Una persona perdonada puede odiar
al juez sin que por ello viole la ley. Con todo, ningún padre quedará contento por una
mera obediencia, lo mismo se puede decir en cuanto a un hijo. La conducta en la
familia debe reflejar valores internos. Para esto se requiere involucrarnos
existencialmente a un nivel mucho más profundo. Debe reinar el amor sincero. La
regla no debe ser lo que debemos, sino lo que es necesario. Los miembros de la familia
deben pertenecer los unos a los otros en una manera que el estado no lo puede ni
demandar ni entender. La necesidad se convierte en oportunidad, no en una demanda.
La familia no es, tal como ya hemos dicho, una mera institución sociológica o una
consecuencia de nuestra biología, es un misterio divino. El origen de la familia yace en
la naturaleza de Dios, quien era una familia antes que el primer hombre y la mujer se
encontraran. «Padre» es la mejor descripción del carácter y naturaleza del primer
miembro de la Santa Trinidad. Y si vamos a tomar a Jesús en serio, ser un hijo no era
una mera experiencia humana. Jesús conocía esa relación antes de su advenimiento en
Belén. Los credos son quienes insisten en la necesidad de comprender que nunca hubo
un momento cuando Dios no fuera Padre y nunca existió un instante cuando su Hijo no
fuera el Hijo. Cuando Dios decidió crearnos, lo hizo en su propia imagen; nuestra
persona como hijo, y tal vez como padres, es una expresión de la imagen de Dios. Por
tanto, la relación de cada hijo con cada padre es un reflejo de la relación que existe
[14]
entre la primera y la segunda persona de la Santa Trinidad.
Ser parte de una familia significa también mezclar nuestra vida con las de otros.
La concepción y el nacimiento implican que en el hijo se encuentra algo del padre y de
la madre, algo más que la mera apariencia física. Para ser una persona alguien tiene
que comenzar su existencia dentro de otra. La vida de la persona es primeramente parte
de la vida de otra. La vida humana siempre es un regalo. Las familias aprenden que se
llevan unos a otros dentro de sí mismos ya sea que elijan hacerlo o no. Esa relación
nunca se puede cortar con el cordón umbilical. Puede ser repudiada pero no borrada.
Hay un sentido por el cual cierta imagen de la familia se encuentra en nuestra
esencia personal. Cuando Dios nos dice que él quiere que seamos sus hijos, nos habla
de una relación con nosotros que es increíblemente personal e íntima, mucho más
personal que la metáfora real/legal. Nos habla de una vida en común, no solo de una
ciudadanía compartida. Cuando Jesús le dijo a Nicodemo que debía nacer de arriba,
estaba hablando de la posibilidad que la misma vida de Dios podía venir a él.

La metáfora nupcial

La tercera metáfora, la matrimonial, habla de una intimidad personal mucho más


profunda que aquella de la familia. Expresa no solo un status o un origen, sino una
unión, no por naturaleza sino por decisión personal. Otros determinan nuestro
nacimiento y origen natural, nuestra ciudadanía y nuestra familia. El matrimonio es el
resultado de nuestra elección, la expresión sagrada del compromiso de nuestra
masculinidad y feminidad. Una vez más, no debemos pasar por alto lo obvio: todas las
personas que alguna vez encontremos serán hombre o mujer. La identidad sexual es
nuestro derecho de nacimiento; no podemos escapar de esta realidad. Somos hombre o
mujer distintivamente como resultado de la intención divina. Génesis nos dice que
hasta nuestras diferencias nos sirven para recordarnos quién nos hizo.

Y Dios creó al ser humano a su imagen;


lo creó a imagen de Dios.
Hombre y mujer los creó.
(Génesis 1:27)

Desde el punto de vista bíblico, el matrimonio es la unión de dos personas en un


amor tan autosacrificial que comparten un nombre, sus posesiones, sus cuerpos, sus
vocaciones, su vida en común, es decir, sus seres en totalidad. Esto debe ser una figura
de la relación que cada creyente puede tener con Cristo. El corazón de la relación
matrimonial es compartir nuestro cuerpo físico y sexualidad con otra persona. Esto
hace que el matrimonio sea único, ya que solo dentro del matrimonio debe ser verdad.
Uno puede compartir tiempo, posesiones, influencia, amistad, trabajo y casi todo lo
demás con otros sin que por ello se perjudique la relación matrimonial. Pero para una
persona casada, compartir su cuerpo con otro que no sea su cónyuge es violar el pacto
que se estableció entre ellos. Pero para dos personas que verdaderamente se aman
mantener el pacto en forma mutua no es ninguna restricción. La mismísima esencia del
amor y relación matrimonial verdadera es el conocimiento que la realización de la
persona humana normal puede alcanzar solo en una relación sagrada y exclusiva con
una persona del sexo opuesto. El carácter de los celos humanos y el sentir de traición
que la persona herida experimenta cuando un cónyuge se da físicamente a otro, es un
testimonio poderoso del hecho que ambos fueron designados para reservarse en forma
exclusiva el uno para el otro.
Ya que Dios fue quien creó nuestra sexualidad, es obvio que él tenía propósitos
pedagógicos en hacernos hombres y mujeres. La metáfora real/legal o la de la familia
no pueden transmitirnos algunas de las ideas que debemos aprender acerca de la
relación que Dios quiere entablar con nosotros aquí en la tierra. Sus propósitos tienen
que ver con el amor, con un pacto de compromiso, con nuestra propia entrega. El papa
Juan Pablo II nos sugiere que el matrimonio es la mejor manera para nosotros de
concebir tanto el amor de Cristo hacia nosotros lo cual forma su iglesia, como también
el amor sacrificial que caracteriza la vida interna del Dios trino y uno. Wojtyla habla
acerca de la «iconografía del matrimonio» y describe la relación entre el esposo y la
esposa creyentes como el icono terrestre más iluminante de lo que significa el amor
sacrificial, la contrapartida terrestre más cercana al amor que es la vida interna de la
[15]
Divinidad trinitaria.

EL DESARROLLO DE LAS METÁFORAS

El desarrollo bíblico de esas tres metáforas debe dejar en claro que Dios coloca un
valor inestimable sobre cada uno de nosotros y busca establecer una relación
notablemente íntima con sus hijos. La invitación que nos extiende es la de entrar a la
vida, a la comunión y al amor que las tres personas de la Trinidad comparten entre sí.
El propósito divino expresado en esa invitación es una clave para la verdadera
comprensión de cada aspecto del evangelio. Por ejemplo, cuando entendemos el
pecado en un contexto Edénico, llegamos a ver que destruyó el pacto implícito dentro
de la relación creador/criatura. También podemos ver que la salvación es el regalo de
Dios para restaurarnos a la comunión. Cristo murió para hacer mucho más que
ayudarnos a pasar el juicio y a escaparnos del infierno. Se encarnó y murió en la cruz
del Calvario para quitar cualquier impedimento que nos hiciese sentir incómodos en su
presencia y cambiarnos de tal modo que podamos disfrutar de él ahora y para siempre
en un amor sacrificial. Cualquier definición de la expiación que no hace lugar para que
podamos disfrutar de tal intimidad con él es inadecuada, incompleta y solo
parcialmente bíblica.
Desde una perspectiva bíblica la vida humana tiene un carácter télico.
Estructurada por el diseño pedagógico divino, tenemos categorías de experiencia
humana en pensamiento y lenguaje que nos preparan para comprender los propósitos
de Dios para nosotros cuando nos enfrentamos con ellos. Cuando la Palabra de Dios
llega a nosotros, no es un mensaje totalmente foráneo, ni viene a nosotros en un
lenguaje completamente extranjero. Es una palabra para la clase de personas que
somos, el tipo de personas que Dios creó para que recibiesen esa palabra. ¡Qué historia
tan maravillosa!
Isaías captó algo de la gloria de todo esto cuando dijo: «¿Quién ha creído a
nuestro mensaje?» (Isaías 53:1). En otras palabras: «Lo que tengo que decirles está
más allá de toda posibilidad de ser creído ... es demasiado bueno para ser cierto». ¡Y
ciertamente lo es! Cuando nosotros no queríamos a Dios, Dios nos quiso a nosotros.
Cuando nosotros no nos acercábamos a Dios, él se acercó a nosotros. Cuando le
resistíamos, él ideó cómo ganarnos. Cuando no podíamos cruzar el abismo que separa
a la creación de la divinidad, Dios se propuso cruzarlo y llegó a ser uno de nosotros. Él
no renunció a su divinidad, más bien unió la divinidad con la humanidad en una sola
persona de manera tal que Dios y los humanos realmente se encontraran y llegaron a
ser uno. Como ya he dicho anteriormente, Dios se casaría con su creación. Por lo tanto,
vino la encarnación. La diferencia entre el monoteísmo del cristianismo y aquella del
islamismo y el judaísmo ahora salta a la vista. La unicidad de Dios tanto en el
judaísmo como en el islamismo no tiene una diferencia interna que permita que ocurra
algo semejante a la encarnación. Por lo tanto, las afirmaciones de Cristo en cuanto a su
persona son puras blasfemias tanto para los judíos como para los musulmanes. Esto
revela el lugar central y esencial que ocupa la doctrina de la Trinidad dentro de la fe
cristiana. Aquello que para el mundo es una contradicción, para el cristiano es una
necesidad y su gloria, aunque siempre permanecerá como un misterio. Dios pudo
cruzar el abismo entre sí mismo y su creación, y su creación puede recibirle. El
cristiano se maravilla frente a estos dos hechos gloriosos: (1) Dios se hizo una persona
humana, y (2) la humanidad fue hecha con la capacidad de unirse a un Dios semejante.
En ninguna otra religión fuera del cristianismo se puede reconocer semejante potencial
dentro de nuestra humanidad. Para los demás es simplemente algo inconcebible.
Jesucristo nos ofrece un cuadro plenamente desarrollado de Dios: él es uno y solo
uno. No tiene rivales o competidores. Pero en esa unicidad existen otras personas. Así
recibimos la imagen familiar del Padre con su Hijo. Uno le da vida al otro. Y este otro
también se orienta hacia otro más. Este otro recibe la vida que es la misma vida de
aquel que la da, quien en su propia naturaleza se orienta hacia los demás. Esto significa
que la relación de los dos es una de amor sacrificial orientada hacia otro. Y de ese
amor viene una tercera persona, el Espíritu.
Estas tres personas orientadas hacia el otro son semejantes. La unidad es
ontológica, tiene que ver con el ser. La orientación hacia otro es personal, no
ontológica. Su ser es uno, pero sus personas son diferentes. La segunda persona se
llama el Hijo del Padre a través del Espíritu, y la tercera la llamamos el Espíritu del
Padre y del Hijo. Estos existen en una comunión basada en la razón porque es verbal.
Así son de una sola mente. Y son de un mismo espíritu porque comparten la misma
vida el uno con los otros. Dos de esas personas existen en una relación familiar, y el
Espíritu es el Espíritu de los otros dos. En otras palabras, uno no puede existir sin los
otros. A. N. Williams, basándose en Richard de San Víctor, llama a esta realidad «una
[16]
distinción en alteración» o «una distinción en orientación hacia otros».
Es imposible imaginar el esfuerzo intelectual que los padres de la iglesia primitiva
tuvieron que hacer para entender las enseñanzas de Jesús en cuanto a sí mismo, al
Padre y al Espíritu. El paradigma mental que los cristianos primitivos habían usado
para interpretar toda la realidad—un paradigma basado en la idea que Dios es uno sin
ninguna diferencia interior—quedó demolido. De pronto se encontraron con que tenían
que elaborar pensamientos radicalmente nuevos. Ideas que a ellos le parecían
contradictorias desde el punto de vista lógico, ahora por necesidad parecían
entrelazarse y hacerse compatibles. Comenzaron a desarrollarse nuevos conceptos,
pero no existía un vocabulario adecuado para poder expresarlos. Por tanto, ¿cómo
podrían comunicar todo lo que esto quería decir? El desafío intelectual era abrumador.
Sin embargo, no podían retroceder frente a este reto. El resultado final es lo que
muchos consideran el más significativo en el pensamiento humano a lo largo de toda
su historia. Esta tarea demandó tiempo—más de cuatrocientos años—para refinar su
pensamiento, desarrollar el lenguaje adecuado y reducir sus conclusiones a la forma de
un credo. No podían detenerse hasta haberlo hecho. Ellos no pudieron ver todo lo que
había para ver. Vieron las realidades fundamentales y dejaron para nosotros en siglos
subsecuentes (y hemos sido bastante lentos en esto) que demostráramos de modo más
profundo, bajo la inspiración y liderazgo del espíritu, cuáles son las implicaciones
totales de lo que se ha revelado y de lo que falta para conocer acerca de Dios.
Capítulo 3

LA PERSONA Y EL CONCEPTO DE DIOS


Si los cristianos primitivos hubiesen de completar su obra en cuanto a Dios tal
como se nos ha revelado en Jesucristo, entonces sería necesario avanzar un paso más.

JESÚS REVELA LA NATURALEZA DE LA PERSONA

Los cristianos primitivos sabían que hay un solo Dios, el creador soberano de
todo lo que existe. Creían que Dios creó el universo ex nihilo mediante la Palabra de su
boca. La creación no puede existir por sí misma, sino que es sostenida por la misma
Palabra divina que la creó. Cualquier valor que posea, tal como su existencia, es la
consecuencia de su relación con Dios, una relación de gracia, ya que la existencia es
un don gratuito que viene de él. La criatura, en consecuencia, debe adorar y reverenciar
al Creador.
Esta dependencia de todas las cosas de la voluntad del Creador para su existencia,
no quiere decir que la creación es un juguete en las manos de su Hacedor. Según la
Biblia, la creación es un objeto del amor divino y su delicia. Que Dios no esté feliz con
la separación y el aislamiento, es una fuente de misterio y asombro. Dios quiere una
cercanía que significa identificación personal con la creación, no una identificación
ontológica. Ya que la creación no podía cruzar el abismo hasta él, Dios cruzó el
abismo hasta ella. Esto lo hizo cuando su hijo Jesús se encarnó tomando nuestra forma.
El Padre le pidió al Hijo que tomara la carne humana y llegara a ser uno con la
creación en la persona del niño de María. Mediante este acto, Dios se casa con su
propia creación. Una vez que este concepto es aferrado, nadie puede volver a pensar en
Dios o en la creación de la misma manera: Dios y la creación pertenecen el uno al otro
en una forma nueva y muy íntima. En Cristo, Dios y el hombre se unieron en forma
imposible de separar. Si pudiésemos mirar dentro de la vida interior de la divinidad,
veríamos a uno de nosotros, es decir al Hijo de María. La encarnación trajo no solo la
posibilidad de un cambio regeneracional para nosotros, sino también ¡un cambio
profundo en la vida de aquel que no cambia jamás, Dios mismo!
Para comprender plenamente el cambio radical de pensamiento que implica que
Dios asumió la forma humana, uno solo tiene que leer la escena de la muerte de
Sócrates, el hombre más sabio en la historia de los griegos. De acuerdo a su amigo
Fedón, cuando Sócrates enfrentó la muerte, habló con sus amigos más cercanos en
cuanto a la relación entre alma y cuerpo. De acuerdo a su comprensión, el cuerpo
humano es una prisión para el alma que la encadena y la corrompe. La mayor libertad
humana llega cuando somos liberados de los grillos del cuerpo físico a través de la
muerte. Por tanto, un verdadero filósofo que entiende esta idea pasará el resto de sus
días buscando medios para encontrar la libertad de este impedimento corruptor. La
liberación del cuerpo material es sinónimo de libertad para el alma. Así, Sócrates
recibe con gran ecuanimidad la copa de veneno que él cree lo hará libre.
En la filosofía griega el cuerpo es algo que se debe lamentar. La persona
inteligente anhela escapar de su polución y corrupción. He aquí otro de los muchos
ejemplos donde el pensamiento cristiano se opone a la así llamada sabiduría del
mundo. Los cristianos primitivos concibieron al Dios de la Biblia como alguien que
busca aquello que el filósofo griego desprecia, la unión con el mundo material
mediante la encarnación. Aquí podemos ver la perspectiva única y el asombro con que
la Biblia considera la creación. Cuando abrimos el relato de Génesis encontramos que
Dios miró a la creación en el día sexto y la llamó «bueno, muy bueno», la mayoría de
nosotros tiene una noción muy pobre de cuán bueno Dios consideró que era. La
creación conlleva dentro de sí misma el potencial para una relación eterna e
increíblemente íntima con Dios. Era tan buena que se podía unir permanentemente con
una de las personas de la divinidad.
Para comenzar a entender este cambio de paradigma revolucionario, considere la
ascensión de Jesús. Pablo establece con claridad meridiana que cuando Cristo se
levantó de la tumba, lo hizo con un cuerpo físico. Era un cuerpo resucitado pero, al fin
y al cabo, un cuerpo. Tomás lo pudo tocar, todos pudieron verlo, y pudo asimilar un
desayuno de pescado sin problemas. Cuando Jesús ascendió al cielo llevó su cuerpo
consigo. Pablo nos enseña que cuando Cristo regrese lo hará en forma corporal. No se
puede concebir a ningún ser humano aparte de su cuerpo. No somos en forma
primordial espíritus inmateriales que serán salvos de manera parcial. Nuestro destino
final es ser salvos de modo total como personas eternamente encarnadas. La
encarnación y la resurrección confirman esto. Esto es un concepto tan radical que los
primeros debates y divisiones en la iglesia primitiva se centraban en este tema. El
Docetismo apareció vez tras vez, pero la iglesia ortodoxa siempre lo rechazó porque
consideraba que el cuerpo es algo bueno, tan bueno como para que Dios se identifique
con él y quiera usarlo.
Anteriormente dije que Jesús vino a darnos una visión ad intra de la vida interna
de Dios. Cuando María concibió, la vida interna del Dios inmutable comenzó a
cambiar y llegó a ser accesible a la mente y al corazón humano. La encarnación revela
el corazón y la esencia de Dios; su esencia absoluta es incambiable e inalterable. Y, sin
embargo, el Verbo llegó y no podía hablar.
El creador del cosmos llegó a ser un feto en el seno de una joven mujer, y el
creador del cielo y la tierra se hizo dependiente de los pechos de una joven niña. Si
tuviésemos ojos para ver el ser interior de Dios, veríamos alguien semejante a
nosotros, nuestro hermano, el hijo de María. Para el musulmán o para el judío
ortodoxo este pensamiento sería blasfemo. Para el cristiano es ocasión de inclinar su
rostro en asombro y adoración. Isaías habló de modo apropiado cuando preguntó:
«¿Quién ha creído a nuestro mensaje?» Para la persona natural es imposible de creer.
El mundo alrededor nuestro usa la palabra dios, pero no quieren decir este Dios.
Únicamente en el corazón de la comunidad cristiana es que se puede encontrar un
concepto de Dios como amor santo, quien busca identificarse y tener comunión con
nosotros y quien desea unirse a nosotros a tal punto que estuvo dispuesto a llegar a ser
uno de nosotros.
Ya hemos visto cómo la venida de Jesús inició una comprensión nueva y
radicalmente diferente de la naturaleza de Dios. Moisés puso bien en claro que Dios es
uno. Y, sin embargo, en esa unidad del ser divino hay tres caras. Dios es al mismo
tiempo Padre, Hijo y Espíritu. ¿Cómo podemos explicar esta existencia diferenciada?
Para la iglesia primitiva, Jesús y la historia bíblica hacían inescapable la existencia de
las tres personas de la divinidad. Tres puntos focales históricos ahora tenían que ser
relacionados y explicados: Sinaí, Belén y Pentecostés. La Trinidad inmanente (como
es Dios al existir en sí mismo) y la Trinidad económica (Dios tal como se reveló a sí
mismo en la historia) son la misma.
Los cristianos primitivos no podían torcer su creencia en cuanto al hecho de que
Dios es uno. Hacerlo sería repudiar las Escrituras. Tampoco podían negar las
distinciones reflejadas en esos tres eventos reveladores. ¿Era el Dios que se reveló a sí
mismo en el Sinaí el mismo Dios que pensaban estaba en Cristo? ¿Era el espíritu que
vino el día de Pentecostés otra manifestación diferente del mismo Dios que se apareció
a Moisés y que estaba presente en el Jesús humano? ¿Tenemos acaso tres diferentes
manifestaciones del mismo Dios personal en cada uno de estos eventos?
Más adelante algunos líderes cristianos llegaron a creer que como hijos de
Abraham debían insistir en que hay un solo Dios y que Sínaí, Belén y Pentecostés
fueron simplemente momentos cuando la misma persona divina se apareció a los
hombres en diferentes modos. La mayoría de los padres primitivos sintieron que no
podían aceptar esta postura. Así que miraron a Jesús para hallar una solución al dilema.
Jesús habló de Dios como si su Padre, diferente a él, fuera el mismo Dios que se
apareció a Abraham y a Moisés y a quien Israel conoció como el único Dios. Sin
embargo, Jesús habló de sí mismo diciendo que era uno con Dios e hizo cosas que solo
Dios puede hacer (perdonar pecados, levantar los muertos y aceptar adoración). Jesús
reclamaba para sí y aceptaba un status que estaba reservado para la divinidad.
Asimismo se diferenció del espíritu de Dios al mismo tiempo que nos enseñó que sería
él quien daría el Espíritu a sus seguidores.
Los grupos paganos que coexistían en tiempos de la iglesia primitiva, ofrecieron
una respuesta simple al dilema. Insistieron en que los cristianos eran como ellos
mismos, es decir que adoraban tres dioses. Por supuesto, los primeros creyentes no
podían aceptar esta teoría por ser hijos de Abraham y Moisés. Las conclusiones
morales y filosóficas que el paganismo produjo fueron algo aborrecibles para los
primeros padres. Con todo, sus amigos judíos también encontraron, como algo
inaceptable, la fe de los cristianos. Para los judíos, los cristianos le estaban atribuyendo
divinidad a un ser humano y por lo tanto eran culpables de la blasfemia suprema.
Algunos que se acercaron a los cristianos no estuvieron dispuestos a diferenciar
entre el Espíritu y el Padre y decidieron que Jesús era una criatura muy especial de
Dios, mucho más elevada que cualquier ser humano normal pero, no obstante, una
criatura. Recurrieron para sustentar esta postura a la descripción que Pablo hace de
Jesús como «el primogénito de toda la creación» (Colosenses 1:15).
Para ellos, Jesús ocupaba el lugar entre el ser humano y la divinidad más
suprema. Tal modo de pensar se hizo común en círculos griegos donde se creía que
había «escaleras de ser» continuamente en ascenso, desde el tipo más bajo entre las
criaturas hasta la forma más encumbrada de la divinidad. Algunos querían colocar a
Jesús en el lugar más elevado dentro de esa escala, y de esa manera todavía se podía
llamar «criatura».
La iglesia no pudo aceptar semejante propuesta. De alguna manera, tenían que
mantenerse la unicidad de Dios y las distinciones dentro de su ser, o de otra manera
todo se perdería. No hay salvación para los humanos fuera de Dios. Jesús era para ellos
el único medio posible de salvación. Por lo tanto, las dos naturalezas tenían que ser
una. Pero, ¿cómo?
La pregunta principal llegó a ser «¿Quién es Jesús?» ¿Era Dios? ¿Era un ser
mediador proveniente de un mundo intermediario? O, ¿era simplemente un ser humano
excepcional? O, misterio de misterios, ¿era él, Dios y hombre? Si era así, ¿cómo? El
intento de responder esas preguntas dominó la atención de la iglesia durante los
primeros cuatro siglos. Constituyó una aventura espiritual e intelectual que solamente
tuvo un paralelismo en la revolución intelectual que vino con Moisés y el desarrollo
del monoteísmo hebreo.
Esta búsqueda de la iglesia primitiva por la verdad es el segundo acto de un
drama en dos partes de la fe bíblica. La conclusión se nos ofrece en las palabras del
credo Niceno, cuando afirmaron que Jesús era «el hijo de Dios, el único generado del
Padre... Dios de Dios, Luz de Luz, Verdadero Dios del Verdadero Dios ... Uno en ser
con el Padre ... Para nosotros los hombres y para nuestra salvación, él descendió, se
hizo carne y fue hecho hombre». En otras palabras, Jesús era Dios y hombre. Pero,
¿cómo podía ser esto?, la llave que abrió la puerta del misterio estaba en el desarrollo
[17]
del concepto y del vocabulario de la persona.

LA PERSONA VS. EL EGO

Este interés por la persona es un concepto foráneo para los pensadores modernos
y post modernos. La razón es que nuestro interés hasta aquí ha sido no con la persona
sino con el ego. Este énfasis sobre el ego comenzó en forma particular en el
pensamiento occidental a través de la obra de Agustín. Él estaba convencido de que
necesitamos mirar dentro de nuestro ser para encontrar a Dios, por tanto, su obra sobre
la Trinidad fue en su mayor parte un estudio en la psicología humana. Su preocupación
principal fue nuestra interioridad. Descartes recogió este interés por la interioridad con
la esperanza de llegar al ego. Aunque fue un teísta, su búsqueda no fue de Dios como
su objeto principal. Él quería encontrar su ser interior como un objeto separado y
aislado, el cimiento inicial de la certeza epistemológica. El resultado fue la búsqueda
moderna, post moderna del yo, una búsqueda basada en la idea que en el aislamiento
del yo es posible entender el yo.
A la luz de nuestra discusión previa, se hace evidente que el yo humano no tiene
poder de subsistencia fuera de Dios. Nunca puede hacerlo solo. Su misma definición se
halla en sus relaciones con Dios y los demás. Por ende, el éxito, tal como lo concibe y
lo busca la sociedad moderna y postmoderna, queda excluido por la dirección a la que
miramos. Cuando tenemos en cuenta la relación con Dios y los demás, descubrimos
que somos imagen de otro y que no somos completos ni podemos auto explicarnos en
nosotros mismos. Más bien somos impresiones (copias), análogos, de un prototipo del
cual derivamos nuestra existencia, nuestra identidad y nuestra propia definición.
Conocernos únicamente a nosotros solos sería no conocernos en lo más mínimo.
Necesitamos conocer el modelo del cual nuestra naturaleza personal se derivó si es que
llegamos a descubrir quiénes somos. Y ese modelo está en la Divinidad trinitaria.
Los discípulos de Jesús sabían que en él habían confrontado a alguien que era
mucho más que un mero hombre. Aceptaron su palabra que, cuando lo vieron a él,
también estaban viendo al Padre. Creyeron que habían estado cara a cara con Dios. Por
tanto, cuando intentaron describir quién era Jesús, se vieron forzados a usar dos
términos diferentes. Aquellos que vivían en el Oriente y hablaban el griego escogieron
la palabra prosopon (rostro). Quienes vivían en Occidente y hablaban latín eligieron el
término equivalente, persona. A ellos les pareció que estas palabras apoyaban su
convicción de que Dios había llegado a ellos en Cristo y que en él habían visto a Dios
en forma real, cara a cara.
Lamentablemente, había un problema con esos términos. Ambos en su forma
original tenían una asociación con el rostro; ambos se utilizaban en el contexto del
teatro en el cual se hablaba de las máscaras de los actores para indicar el rol que
estaban representando. Como consecuencia, ambas palabras llegaron a representar el
término máscara. Así que los cristianos primitivos no se sentían cómodos con esta
definición. Su convicción fue que Jesús no era un actor que representaba un papel y
que el término Hijo hablaba de identidad, no tan solo una función o un acto. Para los
cristianos primitivos, no podía haber división entre el ser de Dios y sus acciones, entre
quién era y qué hacía. Creían que si habían encontrado a Jesús, se habían encontrado
con Dios mismo. Escucharon mientras Jesús hablaba de su Padre y aceptaron el hecho
de que Jesús no era el Padre. Después de todo, lo vieron morir en la cruz, y el universo
no se desintegró con su muerte. Alguien tenía que mantener todas las cosas en su lugar
mientras lo destruían a él. Recordaron lo que Jesús les había enseñado en cuanto al
Espíritu y supieron que él no era el Espíritu. Aceptaron su identificación de sí mismo
como la del Hijo y creyeron que no era un mero acto.
No obstante, ¿cómo podrían hacer encajar cada pieza del rompecabezas y
mantener la integridad de cada verdad? ¿Qué lenguaje podrían usar? Su única opción
fue usar el lenguaje que tenían disponible y llenar sus términos con un nuevo
significado. Moisés se vio forzado a redefinir palabras tales como Dios, crear, santo y
salvación. Ahora lo' cristianos debían hacer lo mismo con palabras tales como amor,
gracia y persona. Necesitaron cuatro siglos de notables esfuerzos intelectuales pero la
conclusión fue un don para el mundo de conceptos nuevos y revolucionarios
contenidos en el atuendo verbal antiguo. Mientras buscaban la respuesta de quién
podría ser Jesús, entre los desarrollos más cruciales estuvo el concepto y el lenguaje de
la persona. A los primeros cristianos les debemos las palabras y los conceptos tan
importantes para las ciencias sociales y sicológicas de la actualidad: persona,
personalidad y personal.
Esos cristianos primitivos, ¿qué querían decir cuando usaron la palabra persona
para hablar de los diferentes miembros de la Trinidad? Cuando usamos esos términos
con relación a la persona, inmediatamente tenemos un punto de referencia. Todos
tenemos la tendencia de cometer el mismo error que muchos hemos hecho cuando
pensamos en la palabra Padre. Naturalmente, comenzamos con la palabra Padre como
una descripción de una relación humana, que quisiéramos que nos ayude a comprender
a Dios, cómo relacionarnos con él y cómo explicar su ser divino. Por lo general, nos
llega como si fuera una sorpresa cuando comprendemos que en el pensamiento
cristiano la palabra Padre primero se aplica a la primera persona de la Santa Trinidad y
solo de una manera analógica a la paternidad humana; Padre nos habla de la realidad
divina que nos ayuda a conocer lo que debería ser la relación humana. Adán no fue el
primer padre. La verdad es que la paternidad divina explica la paternidad humana, y no
al revés. De la misma manera, hasta que conozcamos el origen de la palabra persona
en el pensamiento occidental, cometemos el mismo error. Pensamos en términos de
persona como una realidad humana que es útil para comprender a Dios. Sin embargo,
el modo de pensar debe revertirse.
Cuando los padres de la iglesia primitiva usaron la palabra persona, su punto de
referencia fue en primer lugar una de las tres personas de la Santa Trinidad. El uso
como referente a un ser humano solo se desarrolló en forma secundaria. El contenido
del término persona para la iglesia lo determinó la comprensión de la Trinidad y en
particular la naturaleza del Hijo. La aplicación a las personas humanas vino
posteriormente y es de carácter puramente metafórico. El hecho que las Escrituras nos
enseñen que somos hechos a la imagen del Hijo, hace posible que los términos que se
usan para describir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, también se usen para
describirnos a nosotros. Cuando este lenguaje se usa para referirse a uno de los
miembros de la Santa Trinidad, es con relación al original, el original divino de lo cual
solamente somos una semejanza en forma de criatura. Cuando se emplea con relación
a nosotros, se usa en forma analógica.
Entonces, ¿qué es una persona? La palabra misma es un símbolo de las
distinciones reales que existen dentro del mismo ser de Dios. Persona se usa en
contraste con la palabra ser, la cual se usaba para describir que Dios es uno, el ser que
es común a las tres personas del Padre, el Hijo y el Espíritu. Cuando los padres de la
iglesia hablaron de Jesús como el Hijo, hablaban de él como divino, pero sabían que el
Hijo no desarrolló en forma completa la naturaleza de Dios. El Padre y el Espíritu eran
divinos también. Por tanto, para diferenciar al Hijo en el ser de Dios, eligieron
describirlo como una «persona» dentro de la divinidad. Noten el lenguaje del credo de
Atanasio: «Uno: no por la conversión de la divinidad en carne; sino por tomar la
humanidad a Dios ... No por confusión de sustancias, sino por la unidad de la
persona». Así Jesús es quien nos da la definición del término de persona. Debemos
mirar a él y sus relaciones con las otras dos personas de la Trinidad para establecer
cómo entendemos el término cuando se aplica a nosotros.
La información proveniente de los comentarios de Jesús en cuanto a su relación
con el Padre y el Espíritu nos ayuda en gran manera. Una vez más el Evangelio de
Juan es crucial. En los evangelios Sinópticos encontramos material similar que tratan
la relación de Jesús con el Padre y el Espíritu, pero Juan nos ofrece información mucho
más detallada y plena. Cuando lo observamos con detenimiento podemos llegar a
varias conclusiones obvias.
LA DEFINICIÓN DE PERSONA

Conciencia de identidad

Primero, al examinar los textos de los Evangelios encontramos que Jesús tenía
una clara conciencia de su propia identidad como el Hijo. Tenía muy en claro que
debía distinguirse del Padre y del Espíritu. Él sabía quién era: el Hijo. Comprendió que
también era diferente a sus discípulos y esa diferencia yace en la relación única que
mantiene con el Padre y el Espíritu. Como el Hijo, su afiliación era diferente a la
afiliación que sus discípulos conocieron desde sus propias familias humanas y a la
afiliación espiritual que llegaron a conocer como resultado del nuevo nacimiento, algo
que estaban apenas empezando a entender cuando escucharon a Jesús enseñar. La
conversación de Jesús con Nicodemo acerca del nuevo nacimiento es muy
significativa. Aquí la afiliación de Jesús es ontológica, no espiritual.

Jesús hace sus afirmaciones en cuanto a su divinidad, y al hacerlo deja bien en


claro que él no es el Padre. Cuando habla del Padre, siempre lo hace como si éste fuese
otro, además de él. Asimismo reconoce la existencia individual del Espíritu y promete
que será él quien dará el Espíritu a los discípulos como un regalo distinto de él mismo.
Les informa que el Espíritu tomará su lugar en sus vidas. En consecuencia, Jesús no es
idéntico al Espíritu. No obstante, insiste en que hay unidad con el Padre y con el
Espíritu de tal modo que le hacen a Jesús inseparable de ellos. Él es una persona en esa
divinidad. Si Jesús es un ejemplo de una persona, entonces una persona humana debe
tener una conciencia similar de su persona única, individual e incomunicable.
Eckhart, un místico alemán escribió:

Que soy un hombre,


Lo comparto con otros hombres. Que veo y escucho
Y que como y bebo
Es lo que también hacen los animales.
Pero lo que soy es solo mío
Me pertenece a mí
Y a nadie más;
A ningún hombre
Ni a un ángel Ni a Dios,
[18]
Excepto en lo que soy uno con él.

Karol Wojtyla insiste en que una de las marcas distintivas de la persona es la


autoposesión, que es otra manera de referirse a la individualidad incomunicable de la
persona. Esto llega a ser especialmente significativo cuando hablamos del hecho que la
realización de una persona se alcanza al entregarse en amor sacrificial. Los individuos
no pueden entregar su ser en esta forma de amor si es que primero no están en
[19]
posesión completa de su propio ser. Jesús conocía su propia identidad, misión y
propósito y esto lo capacitó para entregarse a sí mismo a todos nosotros.

Creados para una red de relaciones

Por tanto, si Jesús es el prototipo de todas las otras personas, entonces las
personas nunca existen por sí solas, porque el Hijo no se puede explicar fuera del
Padre y del Espíritu. Él es diferente en sí mismo pero inseparable del Padre y del
Espíritu. Jesús y todas las otras personas siempre operan basados en una red de
relaciones porque las personas, ya sean humanas o divinas, por definición no son ni
pueden vivir separadas.
La explicación de Jesús como el Hijo eterno de Dios y como el Hijo de María no
se puede hallar solo en él. Él es parte del ser de la divina Trinidad y encuentra su
identidad divina en esas relaciones que constituyen al ser. También es el hijo de María,
una mujer judía del linaje del rey David, y su identidad como humano se deriva de ese
conjunto de relaciones. Su misma autodefinición es en términos de esos parentescos.
Cuando nos explica su relación con el Padre, deja en claro que él no se origina a sí
mismo. Su origen no es en sí mismo porque es el engendrado del Padre. Tampoco se
autosostiene. Él no tiene vida en sí mismo, él deriva su vida del Padre. Él es el
eternamente engendrado. Tampoco es autoexplicativo. Él es el Hijo, y un hijo por
definición encuentra su identidad en relación con su padre. Tampoco se autorealiza.
No vino a hacer su voluntad. Movido por amor al Padre vino para cumplir la voluntad
del Padre. Y su satisfacción se alcanza cuando realiza la voluntad del Padre, no la
suya. Participa en la vida trinitaria del Padre y del Espíritu y deriva su origen, vida,
ministerio y sentido de la identidad de ellos.
Los Evangelios son claros en cuanto a la relación de Jesús con el Espíritu Santo.
Es concebido por el Espíritu, lo que significa que la encarnación del Hijo Eterno es la
obra de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. En cierto sentido Jesús es
el regalo del Espíritu Santo para nosotros. El ministerio de Jesús no empezó, ni podía
empezar hasta que el Espíritu lo ungiera en su bautizo. En forma inmediata a este
hecho, el Espíritu lo conduce al desierto para enfrentar al diablo. Toma fortaleza,
comprensión y poder del Espíritu y sale victorioso de este encuentro. Jesús reconoce
que el poder de sus milagros viene del Espíritu Santo. Por el poder del Espíritu es que
echa fuera a los demonios.
Jesús, en el Evangelio de Juan, afirma más de una vez que las palabras que él
habla no son las suyas. Vienen del Padre a través del Espíritu. Cuando se levanta a
predicar por primera vez en la sinagoga donde creció en Nazaret, cita un pasaje de
Isaías 61. Es obvio que siente que el Espíritu de Dios ha reposado sobre él y por tanto,
es la clave de su predicación y otras obras de bien. Insiste que las mismas palabras que
él está predicando provienen del Padre a través del Espíritu. El escritor del libro a los
Hebreos nos ofrece la cúspide en esta cadena de pensamientos cuando nos dice que fue
a través del Espíritu eterno que Cristo «se ofreció sin mancha a Dios» (Hebreos 9:14).
Por tanto el sacrificio que hizo sobre la cruz fue «por medio del Espíritu eterno».
Por ende, si Jesús es la persona prototipo con relación a quien todas las personas
son simplemente copias o análogos, podemos decir con seguridad que las personas
nunca vienen solas. El concepto de la persona como un individuo autónomo cuya
identidad se encuentra en el yo es una noción del Iluminismo que no encuentra
sustento ni en la realidad ni en el pensamiento bíblico. El concepto no tiene raíces en la
definición original de personas. La búsqueda moderna de un yo en aislamiento es un
esfuerzo fútil. Nosotros, los modernos, tenemos una comprensión imperfecta de lo que
significa ser una persona. No entendemos que las personas se encuentran a sí mismas
en sus relaciones; en consecuencia, no entendemos lo que significa ser nosotros
mismos.

Creados para relaciones recíprocas

Al analizar los materiales precedentes en cuanto a la relación de Jesús con el


Padre y el Espíritu, se hace obvio que las relaciones en las cuales Cristo encuentra su
identidad son recíprocas. Lo que se dice del Hijo también se puede afirmar de las otras
dos personas de la Trinidad: ninguna de ellas vive por sí misma. A través del Hijo, se
alcanza la voluntad redentora del Padre para su creación, y esa obra se hace por el
Padre en el Hijo a través del Espíritu Santo. Las personas son peculiarmente distintas,
pero nunca son independientes. Existen en condiciones de dar y recibir mutuamente;
no tan solo en dar y recibir regalos, sino en el darse y recibirse los unos a los otros.
Karol Wojtyla, cuando describe la naturaleza de Dios habla de «la ley del regalo»
como un concepto clave para entender las personas. Thomas Torrance define el ser de
Dios como un «ser por otros», que encuentra su mejor expresión en la vida
interpersonal de la divina Trinidad. Los padres primitivos se sintieron tan movidos por
este concepto sublime que desarrollaron su propio lenguaje para él. Así hablaron de
pericoresis.
El término pericoresis se deriva de dos palabras griegas: (1) cora, que significa
espacio o habitación y es la forma nominal del verbo coreo, que quiere decir preparar
habitación para; más (2) la preposición peri, que significa «alrededor» o «acerca». Sin
embargo, llegó a usarse para expresar cómo una persona puede abrirse a otra. Gregorio
de Nizansio usa pericoresis para explicar cómo Jesús podía ser Dios y hombre en
forma simultánea sin disminuir su divinidad o su humanidad. Entendió que las dos
naturalezas distintivas de Cristo son co-habitantes una con otra, o como lo diría
Thomas Torrance: «una naturaleza entre-existente co-inherentemente dentro de otra sin
[20]
la integridad de ninguna de las naturalezas sufriendo pérdida». El credo de Atanasio
expresa la idea de pericoresis cuando dice: «Uno: no por la conversión de la divinidad
a la carne ... ni por la confusión de la sustancia: sino por la unidad de la persona».
Juan de Damasco a partir de allí, utilizó este término para explicar las palabras de
Jesús: «Yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí» (Juan 14:11). Este Juan
comprendió la relación del Padre, el Hijo y el Espíritu como una en la cual cada
miembro habitaba en los otros dos pericotéricamente. Como Torrance lo señala, el
término «Dio expresión a la unión y comunión dinámica entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, entre ellos en un solo ser, de tal manera que tienen su propio ser en sí
mismos y en forma recíproca contienen a los otros dos, sin ninguna mezcla o
congruencia entre ellos y, sin embargo, sin separación de los otros ya que son
[21]
absolutamente iguales e idénticos en deidad y poder». Pericoresis se convirtió en la
clave lingüística para desarrollar el concepto de la Trinidad y de la persona de cada
uno de los miembros de la Trinidad.
Por lo tanto, la vida interna de la divina Trinidad es una vida de comunión en la
cual las tres personas divinas viven de, para y en la otra. Este concepto implicaba una
perspectiva totalmente nueva en lo que significa ser una persona humana. En Jesús,
nos confrontamos con el Hijo eterno de Dios y con el hijo de María. Jesús no fue solo
divino, también fue y es humano. Al mostrarnos lo que es una persona divina original,
también nos reveló lo que una persona humana debía ser y -a través del sacrificio
expiatorio de Cristo- puede llegar a ser. Como Pablo diría, él es el segundo Adán, el
último Adán y el verdadero Adán.
Por tanto, las personas siempre se encuentran en redes de relaciones. Las
relaciones son recíprocas, un asunto de dar y recibir. Las personas derivan sus vidas de
las otras y encuentran su realización en darse unos a otros. El filósofo Gabriel Marcel
habló en forma elocuente acerca de darse a sí mismo en sus Conferencias Gifford de
1949-1950. Explicó que es en la «inter-subjetividad» que nos conocemos a nosotros
mismos y a nuestro mundo. Dijo que mucho del pensamiento moderno es demasiado
cartesiano, resultando en egocentrismo o «ser para uno mismo» que nos corta de los
demás; al cortarnos de los demás, terminamos cortándonos a nosotros mismos. «Un
conocimiento completo y concreto de uno mismo no puede ser autocéntrico; no
importa cuán paradójico suene, preferiría decir que debería ser heterocéntrico. Es un
hecho que solo nos podemos entender a nosotros mismos partiendo desde otros y
[22]
solamente comenzando desde ellos». El testimonio de Marcel como filósofo nos
indica que la información para apoyar tal compresión de la persona no se deriva de la
revelación divina únicamente. Más bien, Jesús es la evidencia que abunda y florece
como la explicación más racional de lo que significa ser una persona humana.
La característica de las personas originales divinas era el amor recíproco. Jesús
nos dice que su relación de amor con el Padre y el Espíritu no es algo que Dios hace,
sino lo que Dios es (1 Juan 4:8,16). Esto es otra manera sencilla de hablar de la vida
pericotérica, coinherente que las tres personas de la divinidad disfrutan entre sí. Esa
vida divina y recíproca es la fuente de la cual todas las personas provienen. La persona
de los tres miembros de la divinidad hace que esa vida sea posible. Sus personas son el
prototipo de todas las personas, y la persona de Dios crea todo a fin de extender esas
relaciones a cada uno de nosotros. Nuestra persona humana es la imagen de la persona
divina, no importa cuánto nos haya desfigurados el pecado, llegando a «ser para
nosotros mismos».

Creados para ser libres

Una cuarta característica de la persona tal como aprendemos de Jesús es la


libertad, una conclusión a la que llegamos cuando escuchamos y observamos a Jesús.
Su vida en la tierra fue una de sumisión a su Padre. No vino para hacer su propia
voluntad. Vino para cumplir la voluntad del Padre en forma total. Y, sin embargo, deja
en claro que el Padre no impuso su voluntad sobre él. Él eligió libremente el camino de
la sumisión. Encontró su satisfacción al hacer la voluntad de su Padre. Era su delicia,
como así también su responsabilidad escogida, y no encontró conflicto entre las dos. Él
era libre y anhelaba que todos pudiésemos experimentar la libertad que él gozaba (Juan
8:36).
La libertad no hizo a Jesús independiente en el sentido de que tiene una vida
separada del Padre. Su vida llega a Jesús desde el Padre. Es libre en el amor del Padre.
La relación de Jesús al Padre se ilustra en forma dramática en el uso que Jesús hace de
tres frases preposicionales. Son sinónimas aunque diferentes en su expresión verbal.
Una es la frase «de mí mismo» (apemautou). Esta se usa cuando habla de sí mismo en
la primera persona. La segunda frase es «desde mí mismo» (ex heautou), la que se usa
cuando habla de sí mismo en la tercera persona. La tercera frase es «de mí mismo» (ex
emautou), una variante de la primer frase. Estas frases se encuentran en los pasajes
donde Jesús habla acerca del hecho que vino a hacer la voluntad del Padre.
Una de estas frases ocurre por primera vez durante el altercado entre Jesús y los
líderes judíos tal como se nos cuenta en Juan 5, cuando sanó, en el día de reposo a un
hombre que había estado inválido durante 38 años y le ordenó que cargara su camilla.
Cuando los líderes del templo confrontaron a Jesús, él respondió asegurándoles que
solo estaba haciendo el trabajo del Padre; que no podía hacer nada por sí mismo (fuera
de sí mismo); sino que hacía solo lo que veía que el Padre hacía (Juan 5:19).
La segunda vez que aparece una de estas frases es al fin de este discurso. Jesús
afirma en forma clara, en el versículo 30, «yo no puedo hacer nada por mí propia
cuenta» (énfasis del autor). La próxima vez que aparece una de estas frases es en
Jerusalén durante la fiesta de los Tabernáculos. Los líderes del templo se están
preguntando de dónde obtuvo Jesús su sabiduría siendo que jamás Jesús había
«estudiado». Cristo les responde que su enseñanza no es suya, que él no habla por mi
propia cuenta (Juan 7:16-17). Su enseñanza proviene de Dios quien le envió. Entonces
proclama que uno que habla desde sí mismo lo hace para ganar honra y honor para sí,
un pecado del cual él no es culpable. Él nos afirma que una persona de verdad trabaja
para la honra de aquel que le envió (Juan 7:18). Jesús cuadra dentro de ese patrón en
que su origen no está en él mismo; sus obras y palabras no provienen de sí mismo, ni
tampoco son un fin en él mismo.
En el capítulo 8, Jesús repite sus afirmaciones en cuanto a lo que él habla cuando
los fariseos lo desafiaron con relación a su testimonio. Su respuesta fue: «no hago nada
por mi propia cuenta, sino que hablo conforme a lo que el Padre me ha enseñado»
(Juan 8:28). Jesús volvió a referirse a este tema durante la semana final en Jerusalén. A
medida que se aproximaba el día de la cruz, miró hacia atrás a los días que había
vivido y consideró su enseñanza. Así nos dijo: «Yo no he hablado por mi propia
cuenta; el Padre que me envió me ordenó qué decir y cómo decirlo» (Juan 12:49). A
solas con sus discípulos en el aposento alto la noche anterior a la cruz, volvió a tratar
este tema: «Las palabras que yo les comunico, no las hablo como cosa mía, sino que es
el Padre, que está en mí, el que realiza sus obras» (Juan 14:10).
Es interesante notar que cada vez que se menciona esta frase que hemos citado, en
el Evangelio de Juan, aparece siempre en forma negativa. Ni las palabras, ni las
acciones de Jesús tenían origen en sí mismo. Una sola vez la frase aparece en un
cuadro positivo: en el capítulo diez donde Jesús habla de él como del buen pastor; allí
dice que un buen pastor, en contraste con un asalariado, está dispuesto a dar su vida
por las ovejas. Esa es la razón por la cual él vino, para poner su vida. Así dice: «Nadie
me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad» (Juan 10:18). Jesús
insiste que tiene plena autoridad para entregarla y volverla a tomar. Esa es la voluntad
del Padre, y a su Padre le complacía que él la estuviera cumpliendo. Aún más, el Padre
ama a Jesús porque la está cumpliendo. Nadie forzó a Jesús a cumplir la voluntad de su
Padre, nunca fue una imposición. Es una elección gozosa porque es algo recto, y se
hace libremente. Es lo que cualquier buen pastor hubiera hecho. El bienestar de las
ovejas es más importante para el pastor que su propio bienestar. Jesús es el Buen
Pastor.
En Juan, capítulo 10, obtenemos una revelación en cuanto a la naturaleza de Dios
que es muy diferente, e incluso, única. Este es un pasaje eucarístico. En forma
habitual, los pastores cuidaban las ovejas para alimentarse y usar la lana para vestirse,
o venderlas para que otros se alimentaran y se vistieran. Ahora Jesús nos habla de un
pastor que cuida las ovejas, no para comerlas, vestirse de ellas o venderlas, sino para
que las ovejas se lo puedan comer y vestirse de él. No debe sorprendernos entonces
que la iglesia primitiva escuchara en este pasaje un eco de las palabras de Jesús
durante la Pascua, que más tarde se trasladaron a la liturgia de la Santa Cena, en
esencia: «Este es mi cuerpo. Tomad, comed y aliméntense de mí dentro de vuestros
corazones por la fe. Esta copa es la sangre de un nuevo pacto. Todos vosotros, bebed
de ella».
Jesús insiste en que no está hablando simplemente de sí mismo. Lo que los demás
pueden ver en él, es representativo de la naturaleza de Dios, su Padre. Este concepto en
cuanto a Dios difiere en forma significativa de nuestras nociones comunes. Dios no es
quien busca a aquellos que le pueden ofrecer regalos. Más bien, él es quien busca a
aquellos a quien él pueda darles un don, es decir, su propia vida. Jesús en este pasaje
está ilustrando lo que considera ser la característica suprema de Dios. Jesús no vive
para sí mismo, ni elige por él mismo. La vida que vive es la vida que el Padre le dio, y
ahora él vino para ofrecérsela a los demás. Esto, sin embargo, no es cierto únicamente
en cuanto a Jesús y el Padre, también es cierto en cuanto al Espíritu Santo. Jesús nos
dice, en el Evangelio de Juan, que el Espíritu también se da a sí mismo: «Pero cuando
venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su
propia cuenta sino que dirá sólo lo que oiga v les anunciará las cosas por venir. Él me
glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes. Todo cuanto tiene
el Padre es mío. Por eso les dije que el Espíritu tomará de lo mío y se lo dará a conocer
a ustedes» (Juan 16:13-15). El Espíritu toma lo que pertenece al Padre y al Hijo y nos
lo entrega a nosotros. Él es quien nos capacita para vivir dentro de esta comunión de
amor sacrificial. Él vive para que nosotros podamos vivir.
En el Evangelio de Juan, Jesús define en términos dramáticos y muy claros la
naturaleza de un Dios que vive para entregarse a sí mismo. Esto arroja una luz muy
interesante acerca del tema del sacrificio. La raza humana en forma universal parece
creer que un sacrificio debe ser parte integral de la adoración a una deidad. Como
resultado, cuando los antropólogos buscan evidencias de la dimensión religiosa en
cualquier cultura que estén investigando, siempre buscan vestigios que indiquen
sacrificios. Lo que se da por sentado es que los dioses demandan y se satisfacen por los
sacrificios de aquellos que le adoran. Pero Jesús nos trae un nuevo tipo de Divinidad:
una que demanda el sacrificio de sí mismo, antes que pueda aceptar el sacrificio que
sus adoradores le quieran ofrecer. El altar supremo de todos los altares no es uno en el
templo, sino uno fuera de la Ciudad Santa, sobre el Gólgota donde el sacrificio
ofrecido sobre él no es una oveja o un ser humano. El sacrificio es Dios mismo
encarnado en Jesucristo.
Este es un cuadro de la vida interna de la Divinidad trinitaria, es decir, su amor
sacrificial que todo lo entrega. Jesús define el amor mediante el amor sacrificial, y
quiere que todos los que le pertenecen puedan experimentarlo. Noten sus palabras el
jueves antes de ir a la cruz: «Así como el Padre me ha amado a mí, también yo los he
amado a ustedes ... Y éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como
yo los he amado. Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos»
(Juan 15:9, 12-13).
Por lo tanto, la segunda persona de la Trinidad es libre, pero esta libertad no se
expresa para hacer aquello que le agrada a sí mismo. Es libertad para cumplir la
voluntad del Padre; y al hacer la voluntad del Padre encuentra su plena realización. La
libertad verdadera demanda interesarse más en los otros que en sí mismo. Jesús nos
ofrece una nueva dimensión de Dios, y también nos presenta un cuadro de lo que la
verdadera persona se suponía que debía ser, es decir, verdaderamente libre. Y la
libertad verdadera implica ser libre para dar, no tan solo para recibir.

Somos creados con una conciencia moral que refleja la santidad de Dios

Si tomamos a las personas de la Divinidad como los patrones de medida para


nuestra definición de lo que es una persona, entonces debemos decir algo en cuanto a
la santidad y a la conciencia moral, ya que desde una perspectiva bíblica la santidad, el
amor y la persona no se pueden separar. El carácter santo del Dios que nos creó se
refleja en la naturaleza moral de la persona humana.
La naturaleza esencial del Dios de las Escrituras es su amor santo. Las tres
personas de la Trinidad se nos describen como santas. Jesús, en el medio de su oración
sacerdotal de Juan 17, está orando por sus discípulos y exclama: «Ya no voy a estar
por más tiempo en el mundo, pero ellos están todavía en el mundo, y yo vuelvo a ti.
Padre santo, protégelos con el poder de tu nombre, el nombre que me diste, para que
sean uno, lo mismo que nosotros» (Juan 17:11).
Mientras ningún ser humano estaba seguro de quién era Jesús, los demonios que
Jesús exorcizaba lo conocían muy bien. Al comienzo de su ministerio, cuando Jesús
expulsó un demonio de alguien que se hallaba en la sinagoga en Capernaúm, el
demonio exclamó: «Yo sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!» (Marcos 1:24). Ese día
Simón Pedro estaba en la sinagoga y seguro que nunca más pudo olvidar ese incidente.
Meses más tarde, cuando las demandas de Jesús con sus implicaciones ya se habían
entendido, y muchos de aquellos que habían creído en él dando media vuelta lo
abandonaron, Jesús le preguntó a los doce si ellos también querían marcharse. Pedro
respondió inmediatamente: «-Señor -contestó Simón Pedro-, ¿a quién iremos? Tú
tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído, y sabemos que tú eres el
Santo de Dios» (Juan 6:68-69). El Espíritu también es casi sinónimo al concepto de la
santidad ya que el nombre más frecuente que se usa para él en las Escrituras es el
«Espíritu Santo».
El Nuevo Testamento se forma sobre el cimiento del Antiguo Testamento
considerando a Yahvé como el Santo. La santidad es su propia firma. Yahvé está
presente donde quiera que uno encuentre algo santo en el Antiguo Testamento, porque
él y solo él santifica. El día que le pertenecía, el sábado, debía ser un día santo. Cuando
Dios apareció en la zarza ardiente, el terreno sobre el cual estaba era santo. Su pueblo
debía ser santo, ya que Yahvé, el santo que moraba en medio de ellos, era santo. La
tierra a la que Yahvé estaba llevando al pueblo debía ser santa, y la ciudad en la cual él
llegaría a morar debía ser llamada la «ciudad santa». El templo donde Yahvé se
encontraba con su pueblo debía llamarse «el lugar santo», y la habitación donde
moraba su presencia se llamaba el «lugar santísimo». En la legislación que nos ofrece
el libro de Levítico, cuando Yahvé insiste que su pueblo debe ser distinto a todos los
otros pueblos de la tierra, presenta tres razones simples para esta orden: «Yo soy el
SEÑOR su Dios», «Yo soy el SEÑOR», y «Yo soy el SEÑOR, que los santifica»
(Levítico 11:44-45; 19:3, 12, 14; 20:8). Desde la perspectiva divina, las tres
afirmaciones son sinónimas.
G.B. Caird en su obra notable, The Language and imagery of the Bible [El
lenguaje y las imágenes de la Biblia], habla acerca del uso figurativo del lenguaje en
las Escrituras. Allí explica que cuando hablamos de Dios, no nos queda otra alternativa
más que usar metáforas. El único lenguaje que tenemos para describir al Dios eterno es
nuestro lenguaje, el cual es terrenal, finito y limitado por el tiempo y el espacio.
Cuando Caird trata con la palabra santo, reconoce que estamos tratando con un término
que habla de algo que está más allá de las fronteras de nuestro mundo. Esta palabra
pertenece en posesión exclusiva a Yahvé, entonces dice: «Todas, o casi todas, las
palabras que la Biblia usa para describir a Dios son metáforas, excepto la palabra
[23]
santo».
Cuando el ángel Gabriel se apareció a María para anunciarle su futura
concepción, le explicó que «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra. Así que el santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de
Dios» (Lucas 1:35, énfasis del autor). Dios es santo, por lo tanto, el niño que vendría
de él también sería santo.
Así Jesús, la persona que es el prototipo para todas las personas humanas, la
segunda persona de la Trinidad, es santo. ¿Quiere decir esto que la santidad es una
parte esencial de toda la persona? No, porque si fuera así, solo tres personas existirían
(las tres que componen la Santa Trinidad), y la palabra persona no se puede aplicar a
cualquiera de nosotros que somos sus criaturas quienes fuimos hechos a la imagen de
Dios pero no tenemos santidad inherente. Tal vez una afirmación más precisa sería que
el concepto de persona implica conciencia moral: la posibilidad de reconocer las
elecciones morales y responder al llamado de un Dios santo. Las personas tenemos el
potencial para desarrollar la santidad. Y cualquiera sea la santidad que poseemos, es
santidad derivada. Tenemos la posibilidad de llegar a ser santos como resultado de
nuestra relación con ese Dios santo.
Ser humano, ser una persona, es discernir y hacer elecciones morales. Una
persona no puede dejar de ser moral. Una persona puede ser inmoral, pero ser inmoral
no quiere decir que es amoral. Solo los que tienen la capacidad moral pueden ser
inmorales. Los moralizadores más vehementes muchas veces han sido los más
inmorales. Cuando los humanos hacen el mal, dan la impresión de tener una
compulsión para justificar el mal hecho sobre bases morales. Los individuos no pueden
dejar de hacer juicios morales acerca de otros, si no de sí mismos. Ser persona es tener
un sentir del bien y el mal, de saber que hay una diferencia entre lo bueno y lo malo,
entre la justicia y la injusticia. Lamentablemente, no hay en nosotros un poder
adecuado para realizar en nosotros las normas que sin darnos cuenta aplicamos a los
demás. En otras palabras, tal como hemos venido diciendo, la fuente de la santidad
nunca está en nosotros. Aquí es donde hallamos la diferencia distintiva entre Dios y
nosotros. El poder del «deber» moral no yace en el «es» humano. En Dios, «es» y
«debe» son idénticos.
Esto es de lo que hablan los filósofos cuando dicen que en Dios el «ser» y el
«acto/acción» son uno. Karl Barth habló del ser de Dios como «ser en su acto» y de su
[24]
acto como «acto en su ser». Torrance desarrolla este concepto incluso más: «En el
Creador, la persona, su palabra y su acción son uno e indivisible, pero en la criatura
este no es el caso ... Nuestras palabras y acciones muchas veces no coinciden en el
poder y en la unidad de nuestra persona. La acción y la persona, la palabra y la
persona, la palabra y la acción, se relacionan entre sí, sin embargo, en la práctica
funcionan separadas unas de las otras. Con Dios es exactamente al revés, porque la
palabra y su acto pertenecen en forma inseparable a la auto-subsistencia de su
[25]
persona».
En otras palabras, cuando Pablo habla en Romanos 7:15: «No entiendo lo que me
pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco», está hablando de una
experiencia que Dios nunca ha vivido. En el Santo «debe» y «es» no están separados.
Con nosotros es diferente porque el poder del cumplimiento para «debe» no está en
nosotros, pero tal poder sí reside en aquel a quien le hemos dado la espalda. Cuando se
rompe la comunión con Dios, comienza a operar una contradicción interna.
No todos coinciden en relacionar lo moral con lo santo tal como he hecho aquí.
Nuestra compresión occidental de lo santo ha sido demasiado influenciada por el
iluminismo y por la escuela de pensamiento que produjo Rudolf Otto con su obra
influyente The Idea of the Holy [La idea de lo santo]. Para Otto, lo moral y lo santo son
cosas distintas y no relacionadas. La escuela de la historia de religión post iluminismo
afectó en forma muy profunda el pensamiento de Otto. Llegó a la conclusión que la
esencia de lo santo era aquello que era verdaderamente religioso. Por tanto, si hubiese
podido identificar la esencia de lo religioso, podría entonces haber identificado la
esencia de lo santo. Así comenzó su búsqueda en las religiones primitivas del mundo;
para él la religión de Israel era simplemente otra religión. De hecho, encontró «lo
santo» en todas las religiones. En consecuencia, si Israel tenía algunos distintivos en su
fe y su Dios, para Otto esa diferencia era una de grado, no una de naturaleza; y no
podía ser de importancia significativa. Otto no estaba buscando distinciones entre las
religiones, solo buscaba aquello que todas tienen en común.
Lo que Otto descubrió se puede resumir en su famosa expresión «mysterium
tremendum et fascinans» (misterio tremendo y fascinante). Quedó muy impresionado
por el concepto de mana, una fuerza sobrenatural e impersonal. La gente primitiva
atribuía a mana todas aquellas cosas en la vida que son dignas de asombro e
inexplicable. Así habló de lo santo como el «numino» irracional. Lo santo para él no
tenía ningún elemento en sí ya sea de lo racional o de lo ético/moral. Era básicamente
algo impersonal, y siendo que la ética y la moral son conceptos personales que hablan
de relaciones interpersonales, la dimensión ética/moral no se debía tener en cuenta. Lo
santo era aquello que en las religiones universales producía miedo, respeto y asombro.
En casos donde se encontraban lo ético y lo moral en las religiones, consideró que
[26]
estas eran cosas importadas, no necesariamente nativos a la religión.
Muchos eruditos contemporáneos son seguidores de Otto, aunque parecen no
darse cuenta que están ilustrando la afirmación básica de las Escrituras en cuanto a lo
santo: Yahvé, el Santo de Israel, es la fuente de toda la santidad. Solo él es santo en sí
mismo. Dondequiera que lo encontremos, se halla presente la santidad; relacionarse
con él siempre despierta nuestra conciencia moral. Cuando Otto investigó las
religiones del mundo que no adoran a Yahvé, el Santo, descubrió que los humanos
pueden ser religiosos sin tener conducta moral o ética. Por tanto, lo santo era
impersonal y no moral. Encontró algunos trazos parciales y pervertidos del contacto
original de la raza humana con el Santo, trazos dejados de antes que hubiesen perdido
el conocimiento del Santo. Otto nunca encontró lo esencialmente santo. Cuando este
excluyó a Jehová de su búsqueda, cerró la posibilidad de encontrar lo que estaba
buscando.
Si aceptamos la definición que Otto ofrece de lo santo, entonces surge un
problema. Si somos hechos a la imagen de Dios, y la santidad es parte del prototipo de
nuestra persona, entonces se hace muy claro que no somos personas o que algo muy
significativo falta en nuestra vida. Debemos ser bienes muy dañados, personas con un
ideal moral pero sin el poder para realizarlo. Si Adán y Eva eran santos cuando
comenzaron su vida juntos a Dios, es evidente que no continuaron durante mucho
tiempo en ese estado. Génesis 3 nos relata la separación de ellos de la presencia del
Dios santo. En Génesis 6:5, cuando Dios miró a la creación, encontró que todos los
pensamientos e imaginaciones de los corazones humanos estaban inclinados al mal
todo el tiempo. Cualquier santidad que hubiesen conocido ahora había desaparecido.
No dejaron de ser seres morales con conciencia ética/moral. Esto se refleja primero en
su deseo de esconderse del rostro de Yahvé, y segundo por la rapidez con que
estuvieron dispuestos a culparse el uno al otro.
El movimiento de lo bueno a lo malo no fue una transición desde lo ético/moral a
lo amoral, sino una transferencia a lo inmoral, por definición un reino moralmente
negativo. Cuando llegó el tiempo del diluvio, las personas continuaban siendo seres
morales, poseyendo una aguda conciencia moral, especialmente cuando se trataba de
relacionarse con los demás. Pero su sensibilidad ético/moral estaba terriblemente
dañada. Ser persona es poseer una conciencia ético/moral, aunque esté distorsionada.
En consecuencia, debemos agregar una quinta característica a la persona humana: el
hecho de que poseemos una conciencia ético/moral con todas sus posibilidades. Ser
persona significa tener que hacer juicios morales, no solamente tomar decisiones.
Este es un buen momento para hacer una advertencia. Es importante comprender
que tales cualidades no se pueden separar cuando pensamos en las características de la
persona. Al hablar de las cualidades lo hacemos para poder categorizar las distintas
funciones de la persona, pero estas siempre están vitalmente interrelacionadas. No son
diferentes componentes de una persona, esta siempre es una unidad indivisible. Estas
características no son divisibles adjuntas de las otras. Como personas:

Somos conscientes de que no estamos solos;

Mantenemos redes de relaciones interpersonales que son distintos a


nosotros mismos;

Nuestras relaciones no son en una sola dirección, porque la persona


recibe influencia de otros y también inicia la acción;

La más personal de todas esas acciones no se determina por ninguna


fuerza externa a la persona;

Cada persona podría haber actuado de otra manera en estas relaciones


personales;

Las relaciones pueden ser tanto constructivas como destructivas;

Cada persona es responsable por las consecuencias de sus acciones.

En otras palabras, sabemos que somos seres plantados en una red de relaciones y
que somos libres y morales por definición.
En el nivel humano reconocemos las evidencias de la libertad personal en el sentir
de violación que nos llega cuando la voluntad de otro ha sido forzada sobre nosotros o
cuando hemos sido usados para los intereses mezquinos de otros. Todas las personas
conocen en forma intuitiva que deben ser respetadas y no ser usadas como objetos, o
ser violadas. No se deben controlar sino solicitar su ayuda. Estas características de la
persona humana son las que en última instancia han forzado la caída de todos los
regímenes políticos totalitarios. Las personas no son la propiedad de ninguna
institución, y cualquier estructura que piense que es así entra en conflicto con la
realidad que al final tirará abajo la supuesta creencia. La persona se determina desde
adentro, no por presión desde afuera; y esa determinación interna debe ser por elección
libre, no por instinto o por fuerza exterior.
Es por esta causa que podemos llamar santo a Dios. La santidad es una categoría
moral y ética y puede existir solo cuando existe libertad. Dios es libre. Su santidad se
expresa en su libertad. Elije la verdad y el amor sacrificial, que busca el bien supremo
de todas las otras personas. La relación interna pericotérica de las tres personas de la
Trinidad es amor-santo, y su gloria reside en que es la libre expresión de la elección
divina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Aquí encontramos una de las distinciones mayores que existen entre los animales
y los humanos. Los animales no han sido hechos a la imagen de Dios. Nos son
personas y por tanto, no conocen la libertad de elegir qué caracteriza a la persona.
Fuerzas impersonales e incontrolables (instintos) controlan a los animales. Por esa
causa es que no caracterizamos las acciones de los animales o las fuerzas naturales
como algo moral. Únicamente las personas son seres morales y tienen la libertad de
hacer elecciones morales. Esta libertad hace que la justicia sea posible pero al mismo
tiempo abre la puerta para que los humanos pequen. No hablamos de las fuerzas
destructivas de un huracán o un terremoto como algo malo. Sí, consideramos como
algo malo al genocidio o una violación. Estas son acciones de personas que tienen la
capacidad de elegir. La naturaleza no reconoce tal libertad. De la misma manera que
no habría mal sin libertad, tampoco podría haber santidad.
El fundamento de la libertad humana se halla en el hecho que Dios nos hizo a su
propia imagen como personas y criaturas morales. Esta es la razón por la que podemos
amar. No podemos amar a menos que seamos libres. Noten el contraste que existe
entre lujuria y amor: la persona dominada por la lujuria está dispuesta a usar a otra
para sus propios fines, violar la libertad de otra persona. Una persona que ama en
verdad jamás hará eso. Las personas fueron creadas para amar, y es en la libertad del
amor que los individuos alcanzan su realización personal. Estamos hechos a la imagen
del Hijo, no en necesidad, sino en libertad.
La ley de Dios está establecida sobre este principio de libertad. La ley dada en el
Monte Sinaí, es de carácter apodíctico, pero da por sentado que aquellos que están
vinculados por ella están unidos por decisión propia. Dios busca personas que le amen
con todo su corazón y mente. Una obediencia externa nunca será suficiente para
agradarle a él. Lo que quiere es una relación personal de confianza amorosa, ofrecida
por una criatura que con libertad elige entrar en esa relación. Dios puede hacer que las
fuerzas de la naturaleza tales como los vientos y el mar, le obedezcan, pero esas
fuerzas no pueden ofrecerle el amor fiel que él busca. No son personas. Por tanto, el
nuevo pacto de la ley se escribe en los corazones del pueblo de Dios, y estos a su vez
responden a Dios en amor. Dios dará el Espíritu a su pueblo si es que ellos quieren
recibirlo, y el Espíritu pondrá el amor libre de Dios dentro de la vida interior de su
pueblo. Por ende, la ley no está destinada para ser un elemento externo de poder, sino
un complemento a la capacidad humana. Cuando la ley es acompañada del Espíritu, se
convierte en una promesa que encaja con el potencial de la persona humana en quien
reside el Espíritu.

Creados para vivir en apertura

La próxima característica de la persona, es la apertura, la cual cuando observamos


a Jesús tiene dos aspectos. El primero es la auto-trascendencia, aunque puede tener
[27]
una variedad de nombres. John Zizioulas habla de «éctasís» y Robert Jenson de
[28]
«autotrascendencia». E.L. Mascall, durante las Conferencias Gifford, se refirió a
[29]
este aspecto como «la apertura del ser». Lo que estos autores y otros más están
tratando de describir es el hecho que la verdadera persona se caracteriza por estar
orientada hacia afuera y hacia los demás dentro del yo y que le permite verse a sí
misma tal como los otros la ven, de separarse de uno mismo, de verse desde afuera y
poder evaluarse a uno mismo y a nuestro mundo de un modo cognitivo y moral. Esa es
la razón por la cual Zizioulas habla de «éctasis», cuya raíz etimológica significa
«ponerse fuera de uno mismo».
La ilustración más poderosa de la autotrascendencia radica en la conciencia, la
habilidad humana de mirarse a uno mismo y poder criticarse. Los individuos son seres
morales y como tales se comparan a sí mismos frente a una norma moral. Algo dentro
del ser le muestra el camino a la persona y en forma ética y moral critica al yo. Uno
podría pensar que hay dos seres dentro de uno, uno que se siente responsable de
mantener derecho al otro. Toda persona tiene su acusador dentro de sí mismo. Este es
el factor clave cuando se trata de rendir cuentas. Aplastar esta voz interior es buscar
deshumanizarse a sí mismo. Nunca podremos imponer nuestro modo de pensar y
actuar sobre el mundo sin dañarnos a nosotros mismos y a los demás.
Por lo tanto, el conocimiento humano está dentro de la categoría de la
autotrascendencia porque la capacidad de razonar eleva al ser humano por encima del
resto de la creación. Pascal habla de esto en sus Penseés [Pensamientos] cuando
[30]
identifica al hombre como «una caña pensante». Él define el pensamiento como un
diálogo interno, una conversación interna. Esta observación confirma el hecho que es
normal para los idiomas tener tantos pronombres además de los pronombres reflexivos.
El campesino que dijo: «Me dijo a mí mismo...» sin duda sabía poco acerca de
filosofía, gramática o sicología y se quedó perplejo cuando su vecino le preguntó:
«Ahora bien, ¿quién está hablando con quién?» Dentro de la persona humana hay un
«otro» que insiste en separarse del «yo» con el fin de ayudar al yo en su búsqueda de la
verdad y la realidad. Como resultado, los pronombres reflexivos son necesarios. Hacen
falta para expresar y lidiar con nuestras realidades. El predicado personal se puede
transformar en el sujeto. La relación sujeto/objeto viene a ser una descripción de una
relación interna dentro del ser al igual que una relación entre el ser y el mundo externo.
Las personas tienen una capacidad impresionante de verse. Es como si la persona
interna supiera que no debe perderse en su ser y, por lo tanto, tiene que llegar más allá
de su «yo».
El segundo aspecto de la apertura es la permeabilidad. El poder de la
autotrascendencia, la habilidad de ubicarse fuera de uno mismo, conlleva consigo una
cierta permeabilidad. Cada persona tiene la necesidad interior de relacionarse con el
mundo más allá del yo. Algo dentro del espíritu humano no está dispuesto a permitir
que el yo sea el árbitro final en todos los asuntos. El clamor de la conciencia es una
apelación a una realidad moral objetiva extrínseca a la persona pero que tiene sus ecos
dentro de los niveles internos más profundos de la persona.
Esto explica la experiencia universal de la culpa. Ser persona es estar dotado de
esta capacidad. La habilidad cognitiva dentro de la persona es también un
reconocimiento implícito de un mundo más allá de la persona, que el individuo
necesita conocer en forma realista. Aquí no hay lugar para los solipsismos. La persona
no puede huir del mundo alrededor y más allá. Él o ella deben relacionarse de uno u
otro modo con él.
Jesús era perfectamente consciente del mundo en que vivía y sus múltiples
elementos. Sabía muy bien que incluía al Padre y al Espíritu, a Satanás, los ángeles,
Caifás y Herodes, los pobres, los enfermos, los demonizados, las multitudes y su
propia familia y amigos. Tenía un orden en sus relaciones con cada uno de estos
componentes. Tenía un centro de preferencia, que cuando estaba en su lugar,
determinaba todas las otras relaciones. Ese centro era el Padre quien le había enviado y
cuya voluntad Jesús escogió como la suya propia a fin de cumplirla. Había apertura en
sus personas para un más allá, para otras personas -el Padre y el Espíritu- en quienes
halló para sí mismo la razón de todas las cosas. La clave para entender a Jesús no
estaba en Jesús. Estaba más allá de él. Vivió de manera gozosa desde Otro, a través de
Otro y para Otro. Jesús era el Hijo divino de Dios y un ser humano perfecto y, sin
embargo, no se encontró completo dentro de sí mismo. Él no era el centro de la propia
existencia que eligió.
Una vez más podemos apreciar cómo el pensamiento bíblico está en
contradicción directa con mucho del pensamiento contemporáneo en cuanto al yo. Al
tomar en cuenta el triunfo en la psicología de lo que Robert Bellah llama el «yo
terapéutico», Stanley Grenz comenta:

El triunfo de lo terapéutico que acompaña a la cultura de la realización personal entrona al


yo como si fuera un monarca. En este emergente reino del yo, el yo individual se considera
como el «centro» que es capaz de mantener todo junto aunque todo el mundo externo que
nos rodea se desintegre. Además, el yo individual toma para sí el rol de ser el árbitro y el
punto focal del significado, los valores y aun la misma existencia. En consecuencia, Allport
define los valores en forma sicológica como «simples significados percibidos como
relacionados con el yo». Y el valor más elevado que este yo puede aferrar es la libertad, la
cual cuando se percibe como la otra cara de la moneda de la autoconciencia o de la
autopercepción, involucra la capacidad e moldear o actualizar el yo. La elevación del yo al
centro del universo conduce en manera idéntica a una correspondiente transformación del
concepto de salud. La salud cuando la entendemos en el sentido de bienestar personal (por
ejemplo, el bienestar del yo), ya no es el medio para alcanzar un fin mayor o como el
resultado de algún compromiso con alguna causa digna, sino que llega a ser la meta del
[31]
mismo vivir.

Es evidente que las ciencias sociales modernas tienen poca comprensión de lo que
significa ser una persona en el sentido en el cual hemos reconocido que el significado
original de la persona es uno de relación y mutualidad. El concepto científico del yo y
la comprensión que Jesús tenía de lo que significa ser una persona, son polos opuestos.
Ya que Jesús es el patrón de medida -el prototipo de la persona humana- quien
nos demuestra lo que es una persona normal y perfecta, es seguro decir que para ser
una persona, aun una persona perfecta, significa ser incompleto, ya que ninguna
persona puede ser completa en sí misma. Ser persona completa en grado sumo es
posible cuando lo hacemos en otro. El Hijo no es completo en sí mismo. Deriva la vida
del Padre y vive para agradarle. El Padre debe definir la paternidad en términos del
Hijo. Ser completo como Padre yace en el Hijo y el Espíritu, mediante los cuales hace
su obra. El Espíritu es el Espíritu del Padre y del Hijo. Él no habla por sí mismo. Habla
lo que recibe del Padre y del Hijo. No afirma ser la verdad final tal como lo hace Jesús.
Jesús dice que el Espíritu guiará a los discípulos a la verdad, lo que quiere decir que el
Espíritu los guiará al Hijo. El Espíritu no habla de sí mismo. Glorifica al Hijo y toma
lo que es del Hijo y se lo hace conocer a los discípulos de Jesús. Ninguna de las
personas de la Trinidad son completas en sí mismas aunque sean divinas.
Si ser incompleto se puede afirmar como un hecho cierto de la persona divina,
cuánto más cierto será cuando hablamos de la persona humana. Hay una plenitud de
unidad del ser de Dios que no halla correspondencia dentro del ser humano, quien es
una criatura finita y creada. El ser divino en la vida interpersonal de la Divinidad
trinitaria es completamente autosubsistente y no necesita nada más allá de sí mismo.
Dios como Dios existe en sí mismo. Tiene, en el lenguaje usado por los teólogos,
aseidad.
Los seres humanos en forma individual no conocen nada comparable a esto.
Como criaturas, nuestra existencia es un don desde más allá que no merecemos ni
podemos mantener, sino que debemos recibir en forma perpetua. Subsistimos por la
misericordia y la gracia de quien nos da la vida. Estamos incompletos tanto en nuestro
ser como en nuestra persona. Nuestra persona refleja la Imago Dei más que nuestra
individualidad. No somos seres autosubsistentes. Y esa persona, al igual que la persona
de la cual es una imagen, gime por otra. Al igual que el Hijo eterno, nosotros hallamos
nuestra plenitud en relación a nuestra Fuente y Sustentador. La persona sola nunca
puede ser una persona completa, porque ninguna persona se supone que pueda existir
en soledad total. Eso sería entrar al mismo infierno.

Creados para relacionarnos con otros en amor confiado

Si la persona por definición se caracteriza por una apertura que se extiende más
allá de sí mismo, y una persona es incompleta en sí misma, entonces, una persona solo
halla su plenitud cuando se relaciona con otros en amor confiado. Una vez más,
nuestro original, el Dios trino, nos define en este aspecto. Las personas de la divinidad
son individuos autoconscientes en su persona. El Hijo no es el Padre o el Espíritu, y
siente las diferencias con ambos. El Padre no es el Hijo o el Espíritu, y sabe que es
distinto a ambos. Asimismo el Espíritu es el Espíritu del Padre y del Hijo, pero no es
ninguno de los dos. Con todo, aunque los tres son diferentes, ninguno se puede hallar
aparte de las otras dos personas. (La única excepción a esto es cuando Cristo se quedó
abandonado en la cruz.) Estos se encuentran en su distinción en cada uno. La plenitud
de cada persona de la Divinidad trinitaria se encuentra cuando se identifica con los
otros dos. Son tres en forma personal, aunque desde el punto de vista ontológico son
uno, y las distinciones personales son necesarias para que Dios sea amor. Ya que el
amor es darse a uno mismo, uno no puede amar si no tiene nada para dar o nadie a
quien dárselo. Así que Dios es el original de todas las cosas, una comunión de tres
personas distintas cuya existencia consiste en dar y recibir de sí mismos desde y para
los otros. La autoentrega constituye su ser.
Jesús explicó que él no podía hacer nada por sí mismo, que su vida no era propia,
que deriva su vida del Padre a través del Espíritu, que su deseo no es hacer su propia
voluntad sino la del Padre. Su relación de amor confiado con el Padre se da por
sentada cuando Jesús habla acerca de perder su vida para hallarla. En los tres
Evangelios Sinópticos, cuando Jesús comienza a hablar a sus discípulos en cuanto a la
cruz, insiste que para hallar la vida verdadera uno debe perder su vida en una causa
más grande que nuestro propio ser (Mateo 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24). La
autoprotección, es decir, rehusamos a entregarnos a nosotros mismos, es perder el ser y
constituye la muerte, dice Jesús.
La autoentrega es lo que estaba en la mente de Jesús durante la semana que
precedió a la cruz, y lo vemos cuando algunos griegos pidieron verle. Su respuesta es,
mientras espera la cruz, que aquél que ame su propia vida la perderá, y aquel que odie
su propia vida la salvará. Para vivir, dice Jesús, un grano de trigo debe caer al suelo y
morir. Muy a menudo estos comentarios se han interpretado como algo aplicable
únicamente a los seres humanos, a seres humanos pecaminosos, pero Jesús dice esto de
sí mismo, quien fue sin pecado. No da la impresión de estar hablando de su naturaleza
humana solamente. Si el Hijo eterno de Dios se protegió a sí mismo, rehusó confiar en
sí mismo para hacer la voluntad de su Padre y dejó de vivir para los demás, habría
cesado de ser quién es porque Dios por definición es amor que se entrega. Una persona
como persona, humana o divina, solo puede hallar plenitud de vida en alguien más allá
de sí misma. Cristo vino, murió y fue levantado una vez más para hacer posible el
restablecimiento de la plenitud de la persona en individuos como tú y yo.
Pablo da la impresión de haber comprendido la necesidad de estar relacionados a
través del amor que confía. ¿Cómo podremos explicar de otra manera su obsesión con
la cruz y su convicción de que él, junto con todos los demás que hemos creído,
debemos ser participantes de ella? Por esto Pablo puede decir que está crucificado
juntamente con Cristo, pero esta crucifixión no termina en la muerte. Más bien resulta
en una vida nueva, que es la vida de Cristo viviendo en nuestro interior. En el camino a
Damasco, cuando Pablo llegó al fin de su vida autocontenida y auto dirigida, no
encontró la muerte sino la libertad y la plenitud de la verdadera vida. La vida que
como personas se supone que todos debemos vivir.
Después de todo, la vida cristiana comienza con el símbolo del bautismo. El
bautismo no quiere decir únicamente muerte a la vieja vida y al pecado, también
simboliza muerte a la fuente de la vieja vida, la cual es el yo. El bautismo marca el
comienzo de una nueva existencia, que se vive con un poder proveniente de otra
fuente, es decir, Cristo y su Espíritu. El Espíritu, que levantó a Cristo de entre los
muertos, es quien coloca la vida nueva en nosotros. El Espíritu quiere levantarnos de la
muerte que significa vivir en y desde nosotros. Recibimos el Espíritu cuando creemos,
y este engendra la misma vida de Cristo dentro de nosotros. Por tanto, Pablo puede
decirle a los Colosenses: «Cuando Cristo, que es la vida de ustedes ... » (Colosenses
3:4). En consecuencia, estos creyentes debían imitar a Dios y vivir en el amor ágape
que se preocupa más por los demás que por sí mismo, la misma clase de amor que
Cristo desplegó cuando se entregó por nosotros.
La naturaleza radical de esta nueva vida que el Espíritu nos trae se puede observar
en Efesios 5:1 donde Pablo nos exhorta a ser «imitadores» de Dios. ¿Qué mortal puede
llegar a ser como Dios? Por supuesto, cómo lograr eso depende de nuestra concepción
de Dios. Si uno cree que los atributos supremos de Dios son el poder y la
omnisciencia, entonces las instrucciones de Pablo resultan absurdas o si uno piensa de
Dios en la perfección de su rectitud moral, ¿qué mortal puede jactarse de haber logrado
esto? Pero si la esencia de la naturaleza divina es el amor, que se sacrifica a sí mismo,
entonces sí es posible imitar a Dios. «Por tanto, imiten a Dios, como hijos muy
amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros
como ofrenda y sacrificio fragante para Dios» (Efesios 5:1-2).
El amor que se entrega siempre es «fragante». Si pensamos que este tipo de vida
es un ideal imposible de alcanzar, ¿cómo es posible, entonces, explicar la afirmación
de Pablo que Timoteo ha vivido hasta allí expresando este amor? (Filipenses 2:19-21).
Pablo piensa, aparentemente, que todos los cristianos pueden y deben vivir como
aquellos que buscan no su propio bien, sino las cosas que son de Cristo Jesús. Noten
sus palabras a los Corintios: «Que nadie busque sus propios intereses sino los del
prójimo» (1 Corintios 10:24). Noten su sorprendente confesión personal: «Hagan
como yo, que procuro agradar a todos en todo. No busco mis propios intereses sino los
de los demás, para que sean salvos. Imítenme a mí, como yo imito a Cristo» (1
[32]
Corintios 10:33-11:1, énfasis del autor). Pablo no está expresando autocompasíón,
más bien está regocijándose en la plenitud de la persona que tenemos disponible en
Cristo, una persona que se expresa en amor, confianza y entrega.
La idea de vivir en forma continua, amando en forma sacrificial, es un poco
chocante para la mayoría de los cristianos modernos y postmodernos. Sin embargo, la
realidad divina de nuestras vidas se construye alrededor de la idea que yo me
encuentro a mí mismo y mi realización en otros. Resumen de nuestra exposición hasta
aquí:

Ninguna persona se origina a sí misma. La elección de traernos a cada


uno de nosotros a la existencia fue hecha por otras dos personas, por
tanto nuestra vida es un regalo de otros. Comenzamos nuestra vida en
otra.

Ninguna persona puede sostenerse a sí misma. Vivimos por aquello que


no viene de nosotros. Primero derivamos nuestra vida de nuestra madre;
luego vivimos de la leche de nuestra madre, y en última instancia
vivimos de la abundancia de la naturaleza, cuyos elementos y riqueza
incorporamos a nosotros mismos, incluyendo la comida, el agua, el
oxígeno, las amistades, el aliento y la inspiración.

Ninguna persona se puede explicar a sí misma. No existe algo


semejante a un ser humano típico. Venimos en dos géneros y hacen
falta dos que sean diferentes entre sí para explicar a uno de nosotros. El
hombre encuentra su definición con relación a la mujer, al igual que la
mujer encuentra su identidad en términos de diferencia de su género
opuesto. La biología insiste en que nuestra plenitud se encuentra en
otro/a. Cada uno de nosotros está hecho para otro que es distinto y
diferente.

Si como personas, entonces, no nos originamos a nosotros mismos, ni podemos


sostenernos a nosotros mismos o podemos explicarnos a nosotros mismos, entonces no
debe sorprendernos que no podamos realizarnos a nosotros mismos sino que por
definición fuimos hechos para expresar un amor que se entrega a sí mismo en
confianza. Tom Torrance habla de la existencia divina como «el ser de Dios por
[33]
otros». El escritor de la carta a los Hebreos habla del sacrificio de Cristo como una
ocasión de gozo. Hasta Cristo alcanzó su realización fuera de sí mismo. La totalidad de
la historia bíblica, al igual que toda la existencia humana es un apoyo para la idea que
fuimos creados para entregarnos a nosotros mismos unos a otros en amor sacrificial.
LA PERSONA HUMANA PERMITE LA IDENTIFICACIÓN
ENTRE DIOS Y SUS CRIATURAS

Adán y Eva fueron creados a la imagen de Dios. La semejanza entre el creador y


la criatura es tan cercana que los dos, Dios y los seres humanos, pueden tener
comunión mutua y conocerse el uno al otro como personas. En Génesis, el Jardín del
Edén describe el cuadro de la comunión entre Dios y Adán y Eva -el clímax de la
historia de la creación. Más tarde encontramos en Génesis que el regalo más grande de
la divinidad es el privilegio de caminar con Dios. Tal grado de comunión entre la
criatura y el creador no es solo un ideal sobre el cual podemos soñar, sino el propósito
declarado de Dios para la raza humana. Tal comunión puede describirse como vida y
salvación.
Jesús explica en Juan 10 que su propósito para venir al mundo es que él, el buen
pastor, pudiese dar vida abundante a sus ovejas. En su oración sacerdotal nos dice: «Y
ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien tú has enviado» (Juan 17:3). La noche antes de ir a la cruz, Jesús nos dio a
conocer su intención para todos sus discípulos: que ellos estén donde él está. Implícita
dentro de esta decisión que debemos ser hechos a la misma imagen de Dios estaba la
intención de que debemos ser capaces de mantener comunión con Dios. Él nos hizo
para que pudiésemos conocerle y caminar con él. Este conocimiento es recíproco: Dios
conociendo a la raza humana y sus criaturas conociendo a Dios.
Es imposible conocer a otra persona que está cercana a uno. Pablo confirma esta
noción en su carta a los Gálatas. Él había sido el instrumento que trajo el conocimiento
de Dios a estos creyentes. Así les dice: «Antes, cuando ustedes no conocían a Dios ...
Pero ahora que conocen a Dios ... » (Gálatas 4:8-9). Luego se corrige a sí mismo: «O
más bien que Dios los conoce a ustedes». Aquí vemos que el conocimiento que Dios
[34]
busca no es de sujeto/objeto, sino de sujeto/sujeto, Yo/Tú, entre personas. Dios
anhela no solo el conocimiento racional acerca de otro, sino conocer personalmente a
otro; la clase de conocimiento que Pablo sugiere que aún el Dios que todo lo conoce no
puede tener con nosotros a menos que sea con nuestro consentimiento.
El conocimiento de Dios que conduce a la salvación es de naturaleza muy
personal. Podemos comprender esta verdad cuando leemos los capítulos 14-17 de
Juan, en las conversaciones que Jesús tuvo con sus discípulos y con su Padre antes de
ser arrestado y juzgado. El deseo de conocimiento personal se expresa en su uso de la
analogía de la viña con sus ramas y en su uso de la preposición en. Jesús desarrolla la
metáfora de la viña en Juan 15:1-8, en ella el Padre es el jardinero, Jesús es la «vid
verdadera», y los discípulos son las ramas. Él explicó que las ramas reciben su vida de
la viña y que separadas de ella no pueden hacer nada. Las posibilidades para las ramas
de llevar frutos dependen de una relación continua entre ellas y la viña. Las ramas
deben vivir en la vid para que la vida de la viña pueda llegar a las ramas. De igual
modo, para que los discípulos puedan llevar fruto, será necesario que permanezcan en
Jesús para que la vida que está en él pueda existir en ellos. La relación de nuestra
permanencia en Cristo es semejante a la relación de permanencia que Cristo mantiene
en el Padre.
Felipe pidió el privilegio de ver al Padre (Juan 14:8). Jesús insistió que cualquiera
que le había visto, había visto al Padre. Luego les preguntó a los once discípulos que
quedaban: «¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? Las
palabras que yo les comunico, no las hablo como cosa mía, sino que es el Padre, que
está en mí, el que realiza sus obras. Créanme cuando les digo que yo estoy en el Padre
y que el Padre está en mí» (Juan 14:10-11, énfasis del autor). Jesús toma su vida del
Padre y no puede hacer nada por sí mismo, aun las palabras que habla no son suyas
únicamente. Todo lo que hace surge de su relación con el Padre. Él habita en el Padre
al igual que las ramas habitan en la viña. Y la vida que está en él fluye desde el Padre a
través de él al mundo. Esta es la clase de relación que los discípulos deben mantener
con él.
Entender esta metáfora acerca de la viña no depende tan solo de nuestro
conocimiento de horticultura. Para saber lo que Jesús está diciendo, uno debe tener una
comprensión de lo que significa pericoresis, es decir, cómo el Padre y el Hijo viven el
uno en el otro. Tal vez, ya que la viña y las ramas son la obra del creador, el concepto
de pericoresis nos puede ayudar a comprender mejor la vida de la vid.
Jesús destaca su preocupación por los discípulos al concluir su oración al Padre
(Juan 17:20-23). Jesús le expresa al Padre que él no está orando solamente por sus
once discípulos, sino por todos los que creerán en él en el futuro. La relación íntima
que describe, la cual existe entre él y el Padre, es la voluntad de Dios no solo para los
discípulos originales, sino también para cada persona que llegue a creer. Jesús oró para
que los creyentes cristianos conozcan la unidad con Dios que es semejante a la unidad
personal que el Hijo tiene con el Padre. Su oración al Padre es que todos los creyentes
puedan estar en el Padre y en el Hijo de la misma manera que el Padre está en el Hijo y
el Hijo en el Padre. Su propósito: «permite que ellos también estén en nosotros, para
que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 21, énfasis del autor). Y así concluye:
«Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos
uno: yo en ellos, y tú en mí» (vv. 22-23, énfasis del autor).
La relación de la cual Jesús habla es mucho más profunda que una experiencia
común de justificación forénsica o de haber recibido el perdón de nuestros pecados. Es
mucho más que un cambio de estado legal delante de Dios. Debe haber tanto en común
entre la vida del creyente y las tres personas de la Divinidad trinitaria que el mundo, al
ver cómo vive el creyente puede creer que Jesús es el Hijo a quien el Padre ha enviado
al mundo, un verdadero reflejo de la encarnación del Dios que reina sobre todo. Fuera
de toda duda, esta clase de relación es lo que está en la mente de Pablo cuando dice:
«Para mí el vivir es Cristo» (Filipenses 1:21) y «Cristo vive en mí» (Gálatas 2:20).
Cristo es la misma vida de Pablo, de tal manera que la vida de Pablo pueda llegar a ser
la vida de Cristo para los demás. Pablo les recuerda a los Corintios:

Sin embargo, gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros,
esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque para Dios nosotros somos el
aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden. Para éstos somos olor de muerte
que los lleva a la muerte; para aquéllos, olor de vida que los lleva a la vida (2 Corintios 2:14-16,
énfasis del autor).

Debemos vivir en Dios. Y porque él es amor, debemos vivir en amor de la misma


manera que las personas de la divinidad viven en amor.
Todo lo que vengo diciendo da por sentado una perspectiva bíblica de la persona,
tal como la conocemos en Jesucristo. La vida diaria es un símbolo que señala cómo la
vida debe funcionar. Ya que raras veces buscamos los testimonios que la vida misma
presenta acerca del Padre, el Hijo y el Espíritu, a menudo perdemos la información que
tenemos delante de nuestros ojos. El paradigma desde el cual interpretamos la Biblia y
la vida es demasiado estrecho. Un concepto inadecuado de la persona no nos ofrecerá
las categorías necesarias para identificar todo lo que hemos experimentado.
Karol Wojtyla nos ha dejado con una deuda de gratitud con su obra The Jeweler's
Shop [La joyería]. La historia tiene lugar en tres actos, y cada acto es el relato de una
pareja. El primer acto nos cuenta de una pareja de jóvenes que se enamoran y se casan.
La esposa queda encinta, el marido va a la guerra y muere. Así que el hijo que nace,
nunca conoce al padre y el padre nunca conoce al hijo. El segundo acto es la historia
de otra pareja. Se casan, tienen tres hijos y lentamente comienzan a separarse. La
segunda pareja está en un contraste marcado con la pareja del primer acto. Viven
debajo del mismo techo, comen de la misma mesa, duermen en la misma cama, pero
existen en mundos totalmente separados. El tercer acto es la historia del hijo de la
primera pareja y la hija de la segunda pareja. Se enamoran y tratan de establecer una
base para sus relaciones y de esa manera construir un matrimonio exitoso. Una escena
en el segundo acto describe en forma dramática la contrapartida humana de la divina
pericoresis, aunque en forma negativa.
Ana, la esposa de la segunda escena, reflexiona acerca de la creciente separación
que se ha desarrollado entre ella y su esposo Stefan. Entonces, nos dice:

No puedo consolarme ante este pensamiento,


Ni puedo impedir que una brecha se haya abierto entre nosotros
(los bordes permanecían inmovibles al principio,
pero se pueden distanciar más y más en cualquier instante.
De todos modos, no creo que volverán a unirse).

Es como si Stefan hubiese cesado de estar en mí.


¿Habré cesado yo también de estar en él?
¿O será que simplemente sentí que ahora existo solo en mí misma?
Al comienzo me sentí muy extraña en mí misma.
Es como si me hubiese desacostumbrado
a las paredes de mi ser interior:
Tan llena estaba de Stefan que sin él todo queda vacío.
¿O es algo demasiado terrible que haya dedicado las paredes de mi interior
a un solo habitante que pudo desheredar mi propio yo
y de alguna manera privarme de mi lugar en él?
Exteriormente nada cambió.
Stefan parece comportarse igual,
pero nunca podría sanar la herida
[35]
que se abrió en mi alma.

Las personas humanas fueron creadas las unas para las otras. Nuestra realización
en la vida depende de otras personas, y esta necesidad de otros es un reflejo del Dios
trino y uno quien vive en una comunidad de tres personas. Lo que Wojtila está
haciendo en esta obra es informarnos que el mundo muestra más señales de las que nos
imaginamos que nos indican que somos creación de un Dios quien en sí mismo es
amor y vida pericotérica.
Pero sin la idea bíblica de la persona, no disponemos de las categorías para
reconocer la evidencia que está a todo nuestro alrededor. Una vez que comprendemos
cómo es el prototipo, podemos reconocer los trazos de la imagen en nosotros mismos y
entendemos mejor tanto el significado como el gozo inherente en ser humanos.
Capítulo 4

EL PROBLEMA HUMANO

¿POR QUÉ ES IMPOSIBLE IDENTIFICARNOS CON DIOS?

El planteamiento de los capítulos que nos precedieron nos conducen ahora al


problema de todos los problemas.

LA COMPRENSIÓN BÍBLICA DEL PECADO

Dios es amor santo y creó a las criaturas humanas a su propia imagen como
personas. Fuimos creados para mantener una comunión íntima con aquel que es amor
santo. En verdad fuimos diseñados para expresar amor: el mismo amor de Dios, amor
dadivoso y amor santo.
Uno pensaría, de acuerdo a lo que hemos visto hasta ahora, que la historia
humana sería un relato delicioso de todo lo que es verdadero, hermoso, bueno y santo.
Nuestro mundo fue hecho y es sostenido por este Dios. Él es soberano y reina sin
rivales ni competidores. Él es Dios y solo él es Dios. La pregunta entonces es: ¿por qué
el mundo y su historia no se han caracterizado por las cualidades divinas? La historia
demuestra que ha habido santos, pero ¿por qué son siempre una excepción a la regla?
Las personas fueron creadas para amar, pero esa misma capacidad es parte de un
carácter moral que también les ofrece la posibilidad de pecar. ¡Y la humanidad ha
pecado en grande! Tal es así, que el pecado describe más al género humano que la
santidad, aunque todos somos creación de sus santas manos. ¡En verdad, comenzamos
a pecar desde temprano!
Antes de cerrar el tercer capítulo de Génesis, la pareja original, creados el uno
para el otro y para tener comunión con el Dios que es amor, se alienó del creador.
Desconfían de Dios y el uno del otro, están resentidos mutuamente y terminan siendo
expulsados del paraíso. Ahora viven en un mundo maldecido, donde los mejores logros
de la vida están marcados por las sospechas, el dolor, la frustración y la amargura bajo
la sombra siempre amenazante de la muerte. El bien natural -el patrón para la vida-
ahora parece imposible de alcanzarse. y el mal -que ni siquiera pertenece a este orden-
reina supremo. Los cónyuges, que fueron creados para encontrar la realización en un
amor que se entrega el uno al otro y a Dios que le dio la vida, ahora se usan
mutuamente para propósitos mezquinos y se acusan el uno al otro por las
consecuencias desagradables que experimentan como resultado de sus propias
elecciones individuales.
La poligamia reemplaza a la monogamia, y la mujer creada para ser la ayuda
inestimable del hombre, pasa a ser su posesión para la explotación personal y ser usada
en lugar de que el hombre la considere su gloria y viva para ella. Las relaciones
fraternales no son mucho mejores. Hermanos matan a hermanos, y los pensamientos e
imaginaciones del corazón humano todo el tiempo están inclinados al mal (Génesis
6:5). El corazón humano ha llegado a ser inhumano. La gloria se desvaneció.
Inclusive el mundo natural da la impresión de estar en oposición a sí mismo. Lo
que antes era el paraíso ahora es el desierto, y el jardín fructífero es ahora una jungla
en la cual ninguno está seguro. Sodoma y Gomarra son las lógicas consecuencias. Dios
mira a su creación y llora. Su corazón se llena de dolor mientras observa la obra de sus
manos. El resto de las Escrituras desde el fin del capítulo 3 de Génesis hasta la
conclusión del libro de Apocalipsis presenta un cuadro continuo de sufrimiento y
tragedia. Aún las cosas más sagradas han perdido su gloria original, y esos seres que
fueron creados buenos en el comienzo ahora son los que perpetran el mal. Un mundo
al cual Dios originalmente dijo que era bueno y muy bueno, ha cambiado para lo peor.
Isaías y Ezequiel describen la santa ciudad, Jerusalén, la misma ciudad de Dios,
en términos igualmente trágicos. La ciudad capital de Israel, el lugar del templo, el
sitio de la morada de Dios debía ser el centro de la adoración monoteísta en el mundo.
La ciudad era la heredera a las revelaciones morales y éticas del Sinaí. Y, sin embargo,
Dios encuentra que su propia ciudad no es apta para vivir en ella.
El cuadro que Isaías nos ofrece encaja con la descripción que se nos hace en
Génesis 6, mejor que en Génesis 2. Las manos de los habitantes de la ciudad de
Jerusalén están manchadas con sangre (Isaías 59:3), las lenguas hablan mentiras, sus
manos están llenas de violencia y sus obras son malas. La justicia ha caído en las
calles, y nadie defiende a los inocentes que sufren violencia. Es una ciudad donde
impera la oscuridad moral y donde las personas tropiezan al mediodía «como si fuera
de noche» (v. 10). Aquellos que tienen que funcionar en tal oscuridad anhelan
apoyarse en una pared que le sea de guía a través del caos moral mientras tropiezan
tratando de encontrar el camino. Las personas necesitan «encender las lámparas al
mediodía» [RVR '95]. La ruina y la destrucción son las señales de la vida de la ciudad
como resultado de que «hemos sido rebeldes; hemos negado al Señor» (v. 13). Dios
vio a la ciudad en su gran necesidad y busca a una sola persona que se preocupe por
ella, con quien Dios pueda comenzar a revertir el mal. Pero resulta imposible
encontrarlo. Aún el Dios que todo lo sabe se queda asombrado ante el carácter total del
mal que ha atrapado a su santa ciudad.
Ezequiel, al final del siglo séptimo y a comienzos del sexto antes de Cristo, nos
ofrece un cuadro similar de la santa ciudad en el capítulo 22. Los príncipes están
usando su posición y su poder para oprimir y maltratar a los que no lo tienen, los
extranjeros, los huérfanos y las viudas. Adoran deidades paganas y explotan a las
mujeres de la ciudad. Las aberraciones sexuales de toda clase no permiten que ninguna
relación humana sea sacrosanta. Las extorsiones y los sobornos son cosas diarias, al
igual que el crimen. Los príncipes son como leones rugientes que se abalanzan sobre
sus víctimas, aquellos a quienes deberían servir y proteger. Los sacerdotes quiebran la
misma ley que enseñan. Profanan las cosas sagradas que tienen el deber de proteger.
Son incapaces de hacer una distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo limpio y
lo impuro. Aquellos que fueron ordenados para servir al Santo, se entregan a la
profanación de lo sagrado, y toda obra sacrílega llega a ser un arte. Los profetas de
Jerusalén no son mejores que sus príncipes y sus sacerdotes. Aquellos que son
portadores de la Palabra Divina ofrecen adivinaciones mentirosas y visiones falsas de
la verdad sagrada a quienes vienen a buscar su guía. Dicen, «Dios ha dicho» cuando en
realidad el Señor, en su disgusto, ha permanecido en silencio. El Señor en su deseo de
no destruir la ciudad que ama y que lleva su nombre, una vez más vuelva a buscar una
sola persona que comprenda, que se preocupe y que interceda (v. 30), pero no puede
encontrar ni siquiera una.
De la misma manera Dios le dice a Jeremías: «Recorran las calles de Jerusalén,
observen con cuidado, busquen por las plazas. -Si encuentran una sola persona que
practique la justicia y busque la verdad, yo perdonaré a esta ciudad» (Jeremías 5:1),
pero no puede encontrar a nadie.
El cuadro que nos ofrece el Nuevo Testamento es idéntico. Pablo nos describe en
Romanos capítulo 1, el mundo en que vivía. Es uno de maldad e impiedad donde las
personas suprimen la verdad. Aquellos que conocen a Dios no le glorifican ni le
expresan gratitud. Han llegado a ser tan fútiles en su modo de pensar que los animales,
los pájaros y los reptiles reemplazan al santo -el Señor Dios su Creador y Redentor-
como objetos de adoración. La lascivia ha reemplazado al amor y reina suprema. Todo
lo que es contra naturaleza ha tomado el lugar de lo natural, lo indecente el lugar de lo
decente, y lo perverso el lugar de lo apropiado. La envidia, la avaricia, las peleas, los
engaños, las difamaciones, la insolencia y la dureza de corazón se han convertido en la
norma. Pablo concluye que todos han pecado y están separados de los propósitos y las
intenciones de Dios. No hay excepciones. Y entonces recurre a las Escrituras para
sostener el análisis que nos ofrece en Romanos 3:10-18:

«No hay un solo justo, ni siquiera uno;


no hay nadie que entienda,
nadie que busque a Dios.
Todos se han descarriado,
a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno; (cf. Salmo 14:1-3)
«Su garganta es un sepulcro abierto;
con su lengua profieren engaños». (cf. Salmo 5:9)
¡Veneno de víbora hay en sus labios! (cf. Salmo 140:3)
«Llena está su boca de maldiciones y de amargura».
(cf. Salmo 10:7)

«Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;


dejan ruina y miseria en sus caminos,
y no conocen la senda de la paz». (cf. Isaías 59:7-8)
«No hay temor de Dios delante de sus ojos».
(cf. Salmo 36:1)
El cuadro que nos ofrece Romanos, capítulo tres, no tiene nada de lindo o
alentador. El mundo está a años luz del Edén con su comunión abierta, cara a cara,
cargada de amor, entre Dios y sus criaturas. El mundo se encuentra bajo maldición, y
aun la naturaleza participa en la tragedia que caracteriza la vida humana. La totalidad
de la creación, ya sea humana o en cualquier otro nivel, gime mientras espera su
redención (Romanos 8:19-22). ¿Cómo se explica que un mundo tan bueno, el mundo
de Dios, haya caído tan bajo? El cuadro de Romanos concuerda con el de Isaías,
Jeremías y Ezequiel. Dios buscó un segundo Adán con quien pudiese reiniciar todo de
nuevo y crear un mundo nuevo, pero todo fue inútil, esa persona no existía. El
problema no estaba en el cielo, ni tampoco en Dios. El problema estaba en nosotros,
las criaturas de Dios, y allí es donde debe hallarse la solución. Por tanto, se hizo
imprescindible la encarnación. Cuando no había ninguna persona humana digna, Dios
se hizo uno de nosotros. Entonces nació Jesús.
En forma ocasional aparecen algunos que sugieren que el cuadro bíblico es
demasiado pesimista, que los problemas que enfrenta el género humano no son tan
profundos, y que tal vez de alguna manera la humanidad logrará curarse a sí misma de
su mal existencial y producir un mundo donde la justicia y la igualdad puedan
prevalecer. El final del siglo XIX se caracterizó por tal optimismo. El período fue
marcado por un sentimentalismo liberal que afirmaba que el mundo se hallaba en un
ascenso evolutivo, avanzando en forma inexorable hacia adelante y hacia arriba. En
consecuencia, el cristianismo liberal pensó que el siglo XX que estaba por amanecer
sería «El siglo cristiano». Con todo, cada uno de nosotros estamos familiarizados con
la realidad que el siglo que dejamos atrás fue el más violento en toda la historia
humana. Y el comienzo del siglo XXI nos promete más de lo mismo. Nunca antes la
descripción bíblica ha sido tan realista. Describe a nuestro mundo como uno caído y
con la necesidad de un Salvador.

Le dimos la espalda a Dios

¿Qué salió mal? La respuesta de las Escrituras a ese interrogante es muy simple.
Expresiones múltiples describen la causa detrás de esta historia trágica, pero todas
señalan al mismo hecho básico: como consecuencia del pecado se produjo una
separación entre la criatura y su Dios (Isaías 59:2). Un abismo se abrió entre el
Creador y la raza humana. De ahí en lo adelante no se pudo volver a ver el rostro de
Dios. La presencia divina dejó de ser bienvenida en nuestra vida. Se quebró el vínculo
entre la fuente de toda virtud y verdad, aquel quien es amor santo y la única fuente de
este bien. Sin embargo, ¿qué causó la ruptura?
El Nuevo Testamento coloca toda la responsabilidad sobre Adán. Veamos las
palabras de Pablo: «Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por
medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad,
porque todos pecaron ... Por tanto, así como una sola transgresión causó la
condenación de todos ... » (Romanos 5:12, 18).
Pero, ¿cuál fue la naturaleza del pecado de Adán, y por qué y cómo produjo
resultados tan dolorosos que afectaron a la raza humana? Su pecado no fue la violación
de un código moral como el que siglos más tarde se le dio a Israel durante el éxodo. El
paradigma del cual Pablo parte no es Sinaí, sino el Edén. La ley del Sinaí todavía no se
había conocido. Eso ocurrió siglos después cuando Dios estaba tratando con una
nación en un mundo caído. El paso en falso de Adán fue infinitamente más simple. Fue
un cambio en la relación personal de la criatura con su Creador y Señor que hizo
necesario más adelante que Yahvé tuviese que establecer la ley. Adán y Eva en forma
unida eligieron una relación de desconfianza, distancia, sospecha y desobediencia
antes que una de confianza abierta y amorosa, amistad y obediencia. Y detrás de ese
paso de la confianza y la comunión, a la sospecha y la separación se estableció un
principio de preocupación primaria por sí mismos.
Estos dos eran la gloria de la creación, creados a la imagen y semejanza de Dios.
Dios les dio en su amor a cada uno de ellos una existencia individual, las posibilidades
de gozar de compañía mutua entre ellos, un universo para disfrutar y una comunión
incomparable. Pero su elección cambió el corazón de la relación, y así, en lugar de
estar centrada en Dios y en los demás; pasó a ser una de conducta individualista y
centrada en uno mismo. Lutero usa una frase que describe en forma gráfica lo que tuvo
lugar. Así habló de «un corazón encorvado hacia sí mismo» (cor incurvatus ad se).
Los corazones creados para expresar el amor hacia los demás, los corazones que antes
de la caída se centraban en Dios como su amigo, entonces dieron una media vuelta
hacia adentro y se centraron en sí mismos. Adán y Eva escogieron actuar como señores
en el reino de aquel que es Señor de todos.
En su descripción del siervo sufriente de Yahvé, Isaías afirma:

Todos andábamos perdidos, como ovejas;


cada uno seguía su propio camino,
-pero el SEÑOR hizo recaer sobre él
la iniquidad de todos nosotros.
(Isaías 53:6)

Todos nosotros nos hemos descarriado, pero no de la misma manera que lo hacen
las inocentes ovejas. La palabra hebrea panah, traducida aquí como apartarse, es en
realidad la raíz de la cual se deriva la palabra hebrea para «rostro» (panim). Una
traducción literal del versículo sería: «Cada uno dirigió su rostro hacia su propio
camino». Nuestra atención cambió de la fuente de todo lo bueno, en un acto de rechazo
y rebelión, a la satisfacción de nuestros intereses individuales.
Por tanto, el pecado que comenzó el problema fue una reorientación deliberada,
un darle la espalda a aquel quien es nuestro amigo y fuente de vida, para seguir nuestro
propio camino. Se produjo un cambio en el centro de gravedad de la psiquis humana,
mediante una elección deliberada. Los hombres y las mujeres escogieron centrarse en
sí mismos y hacer del yo el punto de referencia. Como consecuencia rechazaron al
Santo, que es siempre amor orientado hacia los demás, quien les dio la vida, quien
sostiene su existencia y quien era su verdadera autorealización. Usando la frase de Paul
Tillich: Adán y Eva llegaron a ser su «máxima preocupación». Ellos tomaron el lugar
que Dios debía ocupar en la persona humana. A pesar del hecho de que Dios es por
definición el centro de toda la creación, la criatura decidió hacerse a sí misma el centro
de su propia existencia individual. La criatura usurpó la posición que le correspondía
únicamente a Dios.
Emil Brunner habla correctamente de este hecho como una perversión de la
relación que existía entre el ser humano y Dios.

La existencia ahora se tornó en la dirección opuesta. Se quitó a Dios del centro, y nosotros
pasamos a ocupar el centro del cuadro; así nuestra vida llegó a ser ec-céntrica. La mentira
que nosotros somos el centro es característica de nuestra vida presente. «Giramos alrededor
de nosotros mismos». La nota predominante en nuestra vida ya no es el dominus sino el
rebelde: el Yo mismo. Cor incurvatum in se, el yo que se encorva sobre sí mismo ... En
todos los coros de la vida, el yo que busca satisfacerse a sí mismo es el director del coro. La
relación rota con Dios significa la perversión y el envenenamiento de todas las funciones de
la vida ... Por el pecado, la naturaleza del hombre, no meramente algo en su naturaleza, se
[36]
cambió y se pervirtió.

Ya que Dios es el centro de todas las cosas, Brunner ve a la humanidad


centrándose en sí misma como el ejemplo supremo del orgullo y de la autodeificación
en la cual la humanidad intenta cumplir la promesa satánica hecha a Adán y Eva:
«Seréis como dioses» (Génesis 3:5).
El mundo entero es de la humanidad, pero no le pertenece el centro. Su centro es
Dios mismo. Infringir su derechos soberanos, su divino privilegio, es desear ser como
Dios. ¿Qué pasará entonces, si insisten en hacerlo de todos modos? El Señor dijo: «De
cierto moriréis»; la serpiente dice: «seréis como dioses». La historia de la humanidad
[37]
autónoma muy bien puede mostrarnos quién estaba diciendo la verdad.
Isaías nos ofrece un cuadro gráfico de la arrogancia de Babilonia (Lucifer).

Decías en tu corazón:
«Subiré hasta los cielos.
-¡Levantaré mi trono
por encima de las estrellas de Dios!
-Gobernaré desde el extremo norte,
en el monte de los dioses.
Subiré a la cresta de las más altas nubes,
seré semejante al Altísimo»
(Isaías 14:13-14).
Dios continúa su descripción de Babilonia, el símbolo del pecado humano:

Ahora escucha esto, voluptuosa;


tú, que moras confiada y te dices a ti misma:
-”Yo soy, y no hay otra fuera de mí.
Nunca enviudaré ni me quedaré sin hijos.”

Tú has confiado en tu maldad,


y has dicho: “Nadie me ve.”
-Tu sabiduría y tu conocimiento te engañan
cuando a ti misma te dices:
“Yo soy, y no hay otra fuera de mí.”
(Isaías 47:8,10, énfasis del autor)

El pecado caracteriza a la persona cuyo punto de inicio siempre es el ego, la


persona en quien el «Yo» ha tomado el lugar de Dios. El pasaje que acabamos de citar
es mucho más punzante en el Hebreo original que en español. En los dos casos cuando
la traducción usa el símbolo del pecado diciendo «Yo soy (vv. 8, 10), el hebreo emplea
el primer pronombre personal «Yo» (aní) «Yo soy y fuera de mí no hay otro»; y
cuando «dijiste en tu corazón: Yo, y nadie más». Cualquiera que conoce estos pasajes
reconocerá las expresiones «y fuera de mí no hay otro», como una de las descripciones
más distintivas que Yahvé, el Dios de Israel, usa para sí mismo en el libro de Isaías. El
que habla piensa y pronuncia palabras que solo Dios puede decir. Así el pecado ocurre
cuando la persona humana toma el lugar de Dios en su propia vida, Adán y Eva dieron
las espaldas a su fuente. Escogieron centrar sus vidas en sí mismos. El problema
comenzó cuando se volvieron hacia el yo.
El lenguaje hebreo del Antiguo Testamento nos ofrece más evidencias para
ayudarnos. En este lenguaje se usan tres palabras para describir esta acción de
volverse. Este libro no está destinado a ofrecer un estudio exhaustivo de este
vocabulario. Sin embargo, es de mucha ayuda recordar cuán simple y claras son esas
palabras. La primera palabra a la que ya nos hemos referido, es la palabra panah, de la
cual se deriva la palabra rostro. Por tanto, pecar es virarle la cara a Dios. Esto
concuerda con la frase traducida «desobedecer» (lo' shema' leqol), que literalmente
significa «no escuchar la voz de» o «no prestar atención a». Estas palabras demuestran
no una simple relación a un código legal moral, sino una relación con otra persona a
quien le hemos virado la cara y ahora obviamos.
La segunda y tercera palabra para el término «volver» son sur y shuv. Ambas son
términos espaciales, posicionales y direccionales. Se usan para indicar un cambio de
dirección de la cara, el cuerpo, los pasos y la atención. Un uso típico de la primer
palabra (sur) se encuentra en Éxodo donde Dios habla de la apostasía de Israel en el
caso del becerro de oro: «Pronto se han apartado (sur) del camino que yo les mandé; se
han hecho un becerro de fundición, lo han adorado, le han ofrecido sacrificios y han
dicho: «¡Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto!» (32:8,
énfasis del autor). Se pueden ofrecer muchos otros ejemplos donde el uso de sur
significa apartarse de Yahvé y sus caminos.
La tercera de estas palabras, shuv(b), se usa como «volverse de o desde» o
«volverse a». Un ejemplo de esto se encuentra en Isaías 55:6-7. El profeta insta a Israel
a regresar a aquel de quien se han separado.
Busquen al Señor mientras se deje encontrar,
llámenlo mientras esté cercano.
Que abandone el malvado su camino,
y el perverso sus pensamientos.
-Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios,
que es generoso para perdonar,
y de él recibirá misericordia.

Otro pasaje que ilustra esta tesis es Jeremías 3. El Señor habla al profeta acerca de
la condición de Judá e Israel, y describe la relación con él en términos matrimoniales.
Israel y Judá son esposas infieles que quebrantaron el pacto de amor. Cuando Dios ve
lo que Israel ha hecho, dice: «Después de hacer todo esto, se volverá (shuv) a mí»,
¡pero no se volvió! (v. 7). Judá ve el pecado de su hermana y decide hacer lo mismo. A
pesar de las consecuencias que acarrea su idolatría, Yahvé dice: «Con todo esto, su
hermana, la rebelde Judá, no se volvió (shuv) a mí de todo corazón, sino fingidamente»
(v. 10).
En consecuencia, Yahvé le dice a Jeremías que salga a proclamar el siguiente
mensaje:

-»”¡Vuelve (shuv), apóstata Israel!


No te miraré con ira
-afirma el SEÑOR-.
-No te guardaré rencor para siempre,
porque soy misericordioso
-afirma el SEÑOR-.
Tan solo reconoce tu culpa, ...

»¡Vuélvanse (shuv), a mí, apóstatas -afirma el Señor-, porque yo soy su esposo!


(Jeremías 3:12-14, énfasis del autor)

-Yo creía que me llamarías “Padre mío”,


y que nunca dejarías (shuv) de seguirme.
Pero tú, pueblo de Israel, me has sido infiel
como una mujer infiel a su esposo»,
afirma el SEÑOR. (Jeremías 3:19-20, énfasis del autor).

Por lo tanto, no debemos sorprendernos cuando encontramos en la Biblia la


traducción del sustantivo shuvah como «arrepentimiento», porque es un «volverse»:
«en arrepentimiento y descanso es vuestra salvación, en reposo y confianza está
vuestra fortaleza» (Isaías 30:15, énfasis del autor). Este significado se debe entender en
contraste a la definición griega del arrepentimiento (metanoia), que literalmente
significa «un cambio de mente» o «un pensamiento posterior». Para el griego, el
cambio puede ser algo simplemente racional. Para el hebreo, este cambio de relación
es algo personal e implica mucho más que un mero conocimiento. Por ende, el pecado
de Adán fue volverse de aquel de cuyas manos provenía, el que le había dado y
sostenía su vida. Emil Brunner lo expresó muy bien: «el campo y la naturaleza del
pecado original es la separación del hombre de su origen, de la Palabra de Dios llena
de gracia y generosa, quien lo hacía libre mientras lo ataba, que le otorgaba la vida en
[38]
el mismo acto que la requería de él».

EL RESULTADO DEL PECADO HUMANO

Cortado de la fuente

Quién puede sorprenderse entonces, que el mundo de Adán quedara


inmediatamente patas arriba. Él mismo quedó disminuido instantáneamente. Gabriel
Marcel describe la situación de Adán en términos filosóficos: «cuanto más exclusivo
soy yo que existo, tanto menos existo yo; y por el contrario cuanto más me libero de la
prisión del egocentrismo, tanto más existo». Entonces describe el contraste: «cuanto
más mi existencia desarrolla el carácter de incluir a otros tanto más estrecho resulta el
[39]
vacío que me separa del ser; tanto más en otras palabras, yo soy».
Si nos separamos de Dios, nos disminuimos a nosotros mismos porque nos hemos
separado de aquellas cosas santas que se originan únicamente en él y para las que
fuimos creados. Separarnos de nuestra fuente y centro significa que ocurre una
implosión en nosotros mismos. El único poder que puede salvarnos del colapso dentro
de nosotros mismos es la presencia del Santo quien es el único que nos puede liberar
de la esclavitud resultante. Pero cuando nos separamos de él, también nos distanciamos
de los demás. La clave para todas las otras relaciones se halla en nuestra relación con
Dios. Si no somos receptivos a Dios, tampoco podemos ser receptivos de manera
adecuada para los demás. Trataremos a los otros de la misma manera que tratamos a
Dios. Los usaremos para nuestra propia ventaja no relacionándonos con ellos en una
apertura sincera ni en amor santo. Los fines llegarán a ser medios y los medios llegarán
a ser fines. Vemos un cuadro de esto en el comienzo de Génesis en la relación entre el
hombre y la mujer.

Cortados unos de los otros

Adán, cuando se separó de Dios, también se separó sicológicamente de Eva


porque su centro llegó a ser él mismo. La acusó delante de Dios de ser responsable de
su propia decisión. Eva, de la misma manera, pensando a la defensiva en cuanto a sí
misma, pasó la culpa de su decisión a alguien más. La apertura y la orientación hacia
otros fue reemplazada por el interés propio, que se manifestó a sí mismo en rivalidad,
sospecha, falta de confianza, temor del otro e inseguridad. Los otros con sus vidas
llegaron a ser amenazas en lugar de fuentes de satisfacción. Adán y Eva comenzaron a
tratarse mutuamente como objetos en lugar de tratarse como personas que eran, como
medios en lugar de un fin, al igual que ahora deben tratar con Dios en la tercera
persona. En lugar del «Tú», que Dios es y debe ser, el «Yo soy» cargado de amor, pasó
a ser el amenazante «El que es».
Joe Sachs captó un poco de la tragedia de este momento en su discusión de
Génesis 6:5. Su pregunta es: ¿cómo es posible explicarse que un mundo en el cual todo
es bueno y la pareja original están viviendo en transparencia absoluta y sin vergüenza
entre ellos y con Dios, pasó a ser el mundo donde todos las inclinaciones de la mente y
el corazón son de continuo el mal? Sachs lo explica como simplemente un volverse del
bien para todos a poner su propio bien por delante de los demás. Para hacer eso uno
debe estar dispuesto a sacrificar el bien de los demás por su propio interés. Usar a otro
ahora llega a ser legítimo. Así Eva culpa a la serpiente, y Adán culpa a Eva. La
autoprotección pasa a ser la prioridad número uno. La confianza por tanto, se
desvaneció. Sachs dice: «Su respuesta es la invención de su primer vestuario.
Produjeron una seguridad imaginaria, lo cual no es más que una señal exterior de una
genuina barrera interior. Cada uno se aisló a sí mismo imaginándose cómo podría
aumentar su propio bien a expensas del otro. Sus ojos fueron abiertos a esta nueva
[40]
condición de sospecha y falta de confianza en soledad».
Adán y Eva usaron hojas de higuera para taparse a sí mismos (Génesis 3:7). Fue
Dios quien fabricó delantales de piel para ellos (Génesis 3:21). El énfasis del texto
parece ser que fue la misericordia de Dios que les ofreció a ambos una mejor
protección del otro que lo que ellos mismos podían ofrecerse. El mal, con su
desconfianza y temor, entró al género humano y su existencia; cada relación de aquí en
lo adelante tenía el potencial de peligro.
Los dos que habían sido creados para Dios y el uno para el otro ahora habían
cambiado totalmente. Dios dijo que no era bueno que el hombre estuviese solo. Pero
ahora, quien dijo de su ayuda idónea que era «hueso de mis huesos y carne de mi
carne», considera si no sería mejor protegerse a sí mismo de quien acaba de llamar
«carne de mi carne». Ahora, él pone su propio bien en primer lugar y está dispuesto a
sacrificar su compañera para lograrlo. El solipsismo y el individualismo autonómico,
nuestra manera eufemística de llamar al pecado, encuentran su origen en esta historia.
La separación sicológica y la alienación llegaron a ser el ambiente en el cual la criatura
humana comenzó a moverse. Ambos buscan protección del otro porque temen que el
otro es tan indigno de confianza, como ahora cada uno de ellos sabe que es el otro,
como resultado de conocerse a sí mismo.
Dios había dicho a la primera pareja que si elegían conocer el bien y el mal en
lugar de vivir siempre en un mundo de puro bien, morirían el mismo día que hicieran
esa elección. La historia, sin embargo, nos cuenta que siguieron viviendo. Sachs
comenta: «Si Adán y Eva hasta ese día habían vivido como una sola carne, en ese día
[41]
fatídico murieron. Murieron como un solo ser y fueron renacidos como dos».
La separación, la ruptura de su unidad y comunión, fue la consecuencia. Un
mundo que había sido hasta allí «muy bueno» ahora llegó a ser uno en el cual
comenzaron a reinar la separación, la sospecha, la desconfianza, el temor, la alienación
y el interés propio. Todo comenzó cuando las criaturas de Dios decidieron que el yo
humano debería ocupar el centro en un mundo que se había originado en Dios, se
centraba en Dios, era determinado y sostenido por él.

Viviendo en la carne separados de Dios

La orientación hacia sí mismo de la raza humana caída es tan egocéntrica, total y


universal que el apóstol Pablo usa la palabra carne (sarx) como una metonimia para el
problema humano que nos aqueja a todos sin distinción. Cuando traza una
diferenciación entre la carne y el Espíritu e identifica a la carne como la fuente de
todos nuestros males, no hay trazos de un dualismo griego en su modo de pensar. La
vida en el Espíritu es lo que Adán y Eva conocieron en el jardín antes de la caída. La
vida en la carne para Pablo es simplemente la vida que se vive desde nuestros propios
recursos y deseos en lugar del Espíritu de Dios y su voluntad. Bien lo expresó Lesslie
Newbigin: «Las palabras «carne» y «Espíritu» no se refieren a realidades análogas o
paralelas en nuestra experiencia, tales como «visible» e «invisible» o «la naturaleza
baja» y la «naturaleza elevada». La carne de acuerdo a Pablo y a Newbigin, «denota la
totalidad de nuestro ser como criaturas mientras busca organizarse a sí mismo y existir
en su propio poder aparte de la continua presencia de Dios y su poder renovador «de
[42]
arriba».
Los humanos aparte de Dios llegan a ser capaces de hacer todo lo que no es bueno
por la sola razón de que se han separado, en forma total o en parte, de la fuente de todo
lo que es bueno, es decir, el Dios santo. El problema humano nunca tiene su origen en
que tenemos un cuerpo físico. Tampoco lo tiene en que tenemos limitaciones en
nuestra finitud como resultado de que somos criaturas. La evidencia es que Dios
mismo, el Santo de Israel, ha tomado nuestra naturaleza humana con todas las
limitaciones de la criatura en la encarnación y mantiene esa carne redimida en su vida
resucitada y ascendida.
Para Pablo, entonces, la carne no era mala en sí misma. Creía que su carácter
moral se determinaba en relación al Dios santo. Cuando la vida humana se centraba en
la santidad y el ser de Dios, la carne recibía su poder del Espíritu de Dios y en
consecuencia gozaba del amor ágape que le proporcionaba su carácter santo. Cuando
se separó del manantial de todo bien y se centró en sí misma, su inclinación
gravitacional entró en conflicto con la naturaleza de la realidad máxima y, por lo tanto,
destructiva. Robert Jenson para entender este dilema se vuelve a Agustín.

Agustín tiene también una explicación para la desviación del amor, la cual es paralela a su
explicación de la sujeción de la ciudad terrena al libido dominandi ... «Para poder explicar
una depravación innata en el corazón humano, no hay la más mínima necesidad de suponer
una calidad malévola... producida en la naturaleza del hombre, por alguna causa positiva...
ya sea proveniente de Dios o de la criatura». Todo lo que hace falta es que la presencia
sobrenatural del Espíritu no sea dada, a la naturaleza creada, siguiendo sus propias
inevitabilidades, para destruirse a sí misma. «Los principios inferiores de amarse a uno
mismo y los apetitos naturales... dejados a sí mismos, por supuesto, llegaron a ser los
principios dominantes... La consecuencia inmediata fue el volverse sobre sí mismo... el ser
humano en forma inmediata se colocó a sí mismo, y al objeto de sus afectos privados...
[43]
como supremos; y así tomaron el lugar de Dios».

Quién puede sorprenderse entonces que el patrón de conducta para el creyente del
Nuevo Testamento sea la vida llena, guiada, permeada y controlada por el Espíritu
Santo, y de esa manera llegamos a ser personas orientadas hacia los demás. Pablo pone
esto muy en claro en su carta a los Gálatas cuando les habla de nuestra libertad en
Cristo. Centrarnos en nosotros mismos nunca traerá libertad. Pablo enseñó que solo
podemos ser libres cuando podemos vivir para alguien más allá de nosotros mismos, y
eso es posible únicamente mediante el poder del Espíritu.

Les hablo así, hermanos, porque ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de
esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor.
En efecto, toda la ley se resume en un solo mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti
mismo». Pero si siguen mordiéndose y devorándose, tengan cuidado, no sea que acaben por
destruirse unos a otros.

Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza
pecaminosa. Porque ésta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es
contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que
quieren.
(Gálatas 5:13-17)

Pablo, en el gran pasaje que escribe sobre la muerte de Cristo en 2 Corintios 5,


explica que la persona que está en Cristo a través de la cruz es una nueva criatura que
ha muerto a su propia voluntad y ya no vive para sí, sino vive para Cristo. Pablo
considera esto como el propósito central de la cruz.
«El amor de Cristo nos obliga, porque estamos convencidos de que uno murió por
todos, y por consiguiente todos murieron. Y él murió por todos, para que los que viven
ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado» (vv. 14-15).
Tenemos que ser vivificados con el espíritu, tal como Jesús lo fue para que de esa
manera podamos librarnos de las trabas del yo y vivir con corazones completamente
dedicados a él. El patrón para nosotros se nos ofrece en la vida que Jesús vivió
mientras estuvo en la carne con nosotros. El patrón no es simplemente la medida para
una vida religiosa o moral/ética de la cual pensamos, sino que es mucho más.
Es el patrón para llegar a alcanzar la persona verdadera y total. Ser persona es
estar incompleto en uno mismo; por tanto, ninguna persona humana se puede
completar hasta que tenga el espíritu viviendo dentro de sí, librándolo a uno del interés
propio que de otra manera es quien nos controla y nos sojuzga. Debemos ser libres de
lo que Jenson llama la «incurvación» del yo, de tal manera que las «inevitabilidades
propias» del yo no se destruyen a sí mismo. Pablo es mucho más gráfico y directo
cuando afirma simplemente: «La mentalidad pecaminosa es muerte, mientras que la
mentalidad que proviene del Espíritu es vida y paz. La mentalidad pecaminosa es
enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo. Los que
viven según la naturaleza pecaminosa no pueden agradar a Dios» (Romanos 8:6-8).
Para llegar a estar completos, nuestra persona saludable tal como fue diseñada
para llegar a ser, no se encuentra en nosotros mismos, sino pericotéricamente en el
espíritu de Dios. La persona que conoce la plenitud de estar completo es
verdaderamente una nueva criatura, un humano tal como Dios quería que fuese cada
una de sus criaturas.

EL REINO DEL «YO»

Pablo establece en forma muy clara en la carta a los Romanos la diferencia entre
la vida en la carne y la vida en el espíritu de Dios. En el primer capítulo comienza a
construir su caso en cuanto a que el mundo yace bajo juicio como resultado de su
pecado y maldad (Romanos 1:18- 32). Las palabras que él elige son significativas. Los
dos factores que distinguen al pecado son: asebeia y adikia; que en manera habitual se
traducen como impiedad e injusticia. Estas palabras son términos de naturaleza que
todo lo incluyen de manera que contienen dentro de sí todo el mal que continúa. Estas
palabras regularmente se consideran sinónimas. Sin embargo, cuando las analizamos
desde el punto etimológico, las palabras son muy diferentes. La primera viene de la
raíz griega seb, que significa reverenciar o adorar. Por tanto es un término religioso por
definición. La letra inicial a en asebeia, es una privativa, lo cual quiere decir que la
persona cuya vida se distingue por asebeia no está en la relación adecuada para adorar
a Dios. El segundo término adikia, se deriva de la raíz griega dik, que significa
recto/correcto y de allí surge la palabra justicia. Una vez más, la a inicial es privativa.
Por lo tanto adikia como resultado es un término muy adecuado para describir todas
las relaciones que no son rectas, mientras que asebeia es adecuada para hablar de la
condición en la cual nuestra relación con Dios ha sido arruinada y por lo tanto no
podemos adorarle ni expresarle devoción.
Pablo seguramente está correcto cuando usa asebeia primero y luego habla de
adikia. Es coherente con el tema central de toda la Escritura: nuestras relaciones con
los demás no son las que arruinan nuestra relación con Dios. La realidad es que nuestra
relación con Dios es la clave para todas las otras relaciones. Cuando esta es deficiente,
todas las otras relaciones terminan mal. Desde la perspectiva bíblica se nos enseña que
primero debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y luego amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Tal como David aprendió, el pecado siempre es en
primer lugar en contra de Dios (Salmo 51:4). Así que asebeia es la causa y adikia es el
resultado. La adoración correcta se pierde y luego todo lo demás sufre el daño
inevitable. Adikia es el término que abarca la larga lista de males mencionados en la
parte final de Romanos capítulo 1, tal vez el catálogo más desalentador que se
encuentra en todas las Escrituras. Pero si Dios es el origen y la única fuente continua
de todo lo que es bueno y santo, ¿cómo se explica entonces, semejante lista de pecados
en la humanidad?
De un modo muy perceptivo, Pablo describe el viaje descendente de la
humanidad desde sus comienzos en el Jardín del Edén. En Romanos 1:21 explica que
la gente conoció a Dios y no le glorificaron como tal; ni tampoco le fueron agradecidos
por la vida, por el sustento y por su provisión providencial. Más bien, la humanidad
decidió que la relación de una persona con Dios se puede separar de todas las otras
relaciones, se puede descuidar e inclusive ignorar. El centro ontológico de todas las
cosas podía ser olvidado, y uno podía construir su propio mundo haciendo del yo el
centro. La vida se convirtió en una ilusión y un engaño que ya no estaba
adecuadamente relacionado con la realidad, teniendo su propio impacto negativo en la
vida intelectual de la criatura humana. La percepción humana se movió al reino de la
fantasía antes que a la realidad. «A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron
como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos,
y se les oscureció su insensato corazón» (v. 21).
Pablo, un buen hebreo, usó el término corazón para referirse al ser interior donde
el individuo piensa, siente y decide. Por tanto, el impacto fue completo. Los resultados
negativos se observaron en la actividad volitiva y las pasiones de una persona tanto
como en su vida racional. La relación con Dios, que dio orden y libertad a la vida
humana, quedó rota. Tal como dijo Agustín, «los principios inferiores del amor propio
y los apetitos naturales... dejados a sí mismos, llegaron a ser los principios
[44]
dominantes» Se fue todo lo que había sido centrípeto en la existencia humana, y
ahora reina lo centrífugo. De manera inevitable, todas las relaciones quedaron
desviadas. La desintegración reemplazó el orden. Los apetitos que son creativos y
satisfactorios cuando están en el orden santo ahora pasaron a gobernar la razón y el
amor se convirtió en lascivia. Las relaciones humanas naturales que hasta allí habían
sido satisfactorias y liberadoras, fueron reemplazadas por lo antinatural con su
resultante esclavitud. El mal reinó porque el vínculo correcto con el «santo» se había
quebrado.
Para Pablo, el paradigma para comprender nuestro pecado no viene del Monte
Sinaí en primer lugar. El contexto no es una montaña que arde sino un jardín; no el
Éxodo sino el Edén. La ley tal como se vio más tarde en la legislación Mosaica, no es
el elemento central. El factor determinante es el personal. Noten Romanos 1:28:
«Como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios, él a
su vez los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer»
(énfasis del autor). Una relación personal de confianza amorosa ahora se reemplazó
por la desconfianza y un profundo deseo de poner distancia con nuestra fuente y
sustentador. El hombre y la mujer eligieron huir de su Amigo. Su curso de acción
ahora iba en contra de la realidad y como resultado solo la tragedia podía llegar.
Esta interpretación del pensamiento de Pablo se nos confirma en Romanos 2:1-14.
La preocupación de Pablo por los gentiles al igual que por los judíos, es la justicia
eterna; Dios, el juez justo, tendrá la palabra final en la historia humana. Pablo puede
ver dos grupos de personas de pie en ese día final delante de Dios. El primero está
compuesto por aquellos que buscaron gloria, honor e inmortalidad. Correctamente
estos recibirán vida eterna. El segundo grupo está compuesto por aquellos que en
última instancia son objeto de la ira de Dios. La explicación en cuanto a por qué este
grupo alcanza una posición tan trágica se nos explica en una palabra: erizeia (v. 8).
La palabra representa un concepto clave para Pablo. A lo largo de los siglos ha
existido confusión en cuanto al significado verdadero de erizeia y por ende ha hecho
más difícil ver el centro del argumento de Pablo. La erudición moderna finalmente
estableció que el significado es simplemente «graso interés propio». O «buscarse a uno
mismo». Friedrich Buchsel explica cómo la palabra evolucionó desde un término que
tenía que ver con la recompensa por un día de trabajo para llegar a ser un término para
el puro interés propio: «erizeia es por tanto la actitud de los que se buscan a sí mismos,
las rameras, etc. Aquellos que rebajándose a sí mismos y a su causa están ocupados y
activos en alcanzar sus propios intereses, buscando sus propias ganancias o ventajas».
[45]
La palabra es la expresión para actitudes tales como «¿qué hay en esto para mí?».
Como también es la palabra perfecta para describir a la persona egocéntrica que le ha
prohibido a Dios que ocupe el lugar central en su vida. Por tanto, Pablo encuentra que
esta sola palabra es lo suficientemente fuerte como para explicar la ira de Dios, la cual
le preocupaba en el capítulo uno y que se expresará finalmente en el día del juicio
final. La palabra erizeia habla de la vida que se vive desde uno mismo aparte de Dios.
El desarrollo del mal humano comienza con la irreverencia que desplaza a Dios
de su lugar correcto y central en el corazón humano. Cuando el centro verdadero se va,
la vida queda tan centrada en el yo que inevitablemente se convierte en una fuerza
destructiva para todo lo que es santo, justo y bueno. La conclusión de Pablo en
Romanos es que no hay uno solo de nosotros que no haya elegido este curso, creando
así nuestro problema final en la relación personal con Dios. Pablo describe en forma
muy gráfica el origen de todos los problemas humanos:

A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino
que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón...
Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones... Cambiaron la verdad de Dios
por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador...
Por tanto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas...

Como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios, él a su vez
los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer (Romanos
1:21, 24-26, 28).

Cuando se entiende el pecado desde una perspectiva relacional, es mucho más


fácil entonces comprender que el camino de la salvación es un viaje de fe. El pecado
comenzó con la duda que despertó el interés propio y terminó resultando en carencia
de amor, deslealtad, rebelión y muerte. Por tanto, no nos sorprende descubrir que el
evangelio es el camino de regreso. El final es la fe, porque la fe produce la apertura
que hace posible el amor recíproco que está dispuesto a dar. La ruta desde el amor que
se entrega a sí mismo a la rebelión y al centrarse en uno mismo comenzó con una duda
conduciéndonos a la desconfianza y al rechazo. El camino de regreso es el polo
opuesto.
Capítulo 5

EL CAMINO DE LA SALVACIÓN

TODO DEPENDE DE LA NATURALEZA DE DIOS

Nuestro estudio comenzó destacando la importancia de tener un concepto correcto


de Dios, y por lo tanto, nuestro punto de inicio fue Jesucristo. Entonces descubrimos
que comenzar con Jesús nos llevó a una nueva comprensión de Dios que se basa en un
ser trinitario como Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas divinas unidas en un solo
ser, en un amor santo que se orienta hacia el otro y se entrega a sí mismo.
También hallamos que el propósito central de la creación era invitarnos a
nosotros, las criaturas de Dios, a participar en una comunión de amor orientado hacia
los demás que es la esencia de la vida de Dios. Esto nos condujo a una comprensión
distinta de la persona humana, una mucho más rica que la que por tradición se
reconoció en la iglesia. Así aprendimos que una persona, incluyendo a una persona de
la divinidad, no es completa en sí misma. Aprendimos que las personas por definición
siempre llegan en redes de relaciones, y es en esas relaciones que la persona encuentra
su identidad y realización. En un universo creado por Dios, nadie vive de, desde o para
sí mismo, la clave para cada persona está en otro. Las personas fueron hechas para
vivir en amor ágape. La realidad de que pericoresis se refleja en la divinidad debe
tener su contrapartida analógica en nuestra propia experiencia humana y debe
capacitarnos para entender cómo comenzó la raza humana y qué propósitos tuvo Dios
para sus criaturas.
Tuvimos ese gran privilegio antes de la caída, sin embargo, arruinamos todo
eligiendo un modo de vida contrario y hostil al carácter de la vida de Dios. Mientras
que el ser de Dios existe para los demás, nosotros elegimos ser criaturas para nosotros
mismos. Mientras que «ser para otros» es el camino de la vida y todo lo que es bueno,
«ser para uno mismo» contiene dentro de sí mismo la semilla para todo lo que es malo
y es además el preludio a la muerte eterna.
Al rechazar a Dios y sus caminos y elegir el sendero que podía destruir todos los
propósitos nobles de Dios, la humanidad se halló a sí misma alienada de Dios y bajo su
ira. La armonía que caracterizaba a la relación entre Dios y los hombres, y entre unos y
otros quedó destruida. Una criatura creada para vivir en amor ahora solo podía vivir en
alienación.
Para usar las metáforas de intimidad que mencionamos anteriormente, Dios se
encontró a sí mismo con un quebrantador de la ley, con un hijo pródigo, y una esposa
adúltera en sus manos. La humanidad rebelde consideró los caminos de Dios, la ley de
Dios, como un desafío que debía rechazarse, no un modo de vida que se debía
internalizar tal como Dios quería (Jeremías 31:33; Ezequiel 36:24-28). Así que, Dios el
Padre llegó a ser alguien de quien había que huir, no alguien a quien debíamos honrar.
Y ahora Dios fue reemplazado por el yo en nuestros afectos. El amor propio llegó a ser
la regla, antes que el amor hacia los demás que es la firma de la vida de Dios. Los
pensamientos y las imaginaciones de nuestro corazón, juntamente con el rechazo de
Dios y todo lo bueno, llegó a ser solamente malo (Génesis 6:5).
Pero, ¿cómo sucedió una rotura semejante en las relaciones? Génesis 3 nos
informa que la traición comenzó con una pregunta que Satanás le presentó a Eva: «¿Es
verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín?» (v.1). Eva le
contestó que solamente un árbol tenían prohibido, pero luego se puso a observar
detenidamente el árbol y comprendió que «el fruto del árbol era bueno para comer, y
que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría» (v. 6). De pronto, Eva
empezó a cuestionar la bondad de Dios, si es que acaso él nos les estaba privando de
algo bueno para ellos. Por primera vez consideró la posibilidad de que algo pudiese ser
bueno en sí mismo aparte de Dios. Como resultado, su pregunta pasó a ser una duda, y
la duda llegó a ser falta de confianza. La falta de confianza muy pronto pasó a colocar
distancia y se manifestó en mecanismos de autoprotección. Eva y su marido dieron
media vuelta para esconderse de aquel que era el manantial de todo bien y la fuente
misma de la vida. Su relación de amor ágape con Dios quedó quebrantada, y de ahí en
lo adelante comenzó a reinar la erizeia, es decir, el egocentrismo. La gloria de la
presencia de Dios se desvaneció, y la historia humana subsiguiente completa la historia
de su pecado.
Ahora el mismísimo Dios se encontraba en un aprieto trágico. Un virus
destructivo se soltó en su creación que tenía en sí mismo el poder para pervertir y
destruir todo lo que había creado y separar las criaturas a quienes amaba de sí mismos.
Todos sus propósitos benéficos para la creación ahora quedaban amenazados. ¿Podía
quedarse inactivo y permitir que toda su creación se autodestruyera? ¡De ninguna
manera! Su sentir de justicia y la preocupación por sus criaturas exigía una respuesta al
mal, y su amor no le permitió quedarse inmóvil mientras su creación se suicidaba. Él
mismo debía intervenir en el mundo que se había creado para la libertad, tratar con el
mal e impedir que la creación se autodestruyera. Como el juez de toda la tierra, debían
mantener la integridad de orden que sus mandamientos representan. Si fracasaba en
esto, el resultado sería la destrucción total. Pero, si salvaba a sus criaturas como un
Padre, tenía que encontrar un medio por el cual pudiese destruir el virus que sus
criaturas habían soltado en el mundo y salvar inclusive a los que fueron responsables
de soltarlo. La posibilidad de hallar una respuesta a semejante problema radicaba en la
naturaleza de lo que significa ser persona.

LA IMAGO DEI: PERSONA

Si comenzamos con Jesús, hallamos que la encarnación y la redención fueron


posibles porque las personas humanas fueron creadas con la imago Dei, a la imagen de
las personas divinas. Fue esta semejanza que le permitió a la segunda persona de la
Trinidad a humillarse a sí mismo y venir a nuestro mundo como un bebé humano. Su
disposición de cargar sobre sí mismo todo el pecado y las heridas del mundo permitió
la posibilidad de que la comunión entre Dios y las criaturas humanas se pudiese
restaurar. Una de las maravillas de ser personas, tanto divina como humana, es el
hecho de que las personas vienen en una red de relaciones interpersonales. Lo que
ocurre en una persona puede hacer una diferencia en las posibilidades de otra. Somos
criaturas libres, por tanto, nadie puede hacer decisiones por otros, pero lo que pasa en
una persona puede abrir puertas para otras. Si no entendemos esta verdad, nunca
entenderemos la cruz ni el poder de la oración en la vida cristiana.
La apertura de la persona humana y el poder del amor divino que todo lo entrega
son obvios en el Antiguo Testamento donde Dios está buscando, no a su mundo, sino a
su pueblo escogido Israel, y los halla en rebelión sin esperanza. Su justicia demanda
que les castigue, pero ni aun el castigo los puede quitar de su corazón. ¿Cómo,
entonces podía Dios ser consistente consigo mismo y al mismo tiempo salvar a su
propio pueblo? Él siempre busca una persona. El problema radica en las personas. En
realidad, comenzó con una persona humana. Por lo tanto, la respuesta debía
encontrarse donde se halla el problema, no en Dios, sino en las personas humanas que
creó. No hay nada en ellas que puedan salvarlas, pero es en estas mismas criaturas que
el problema se debe resolver. Pero, ¿cómo? Dios debía encontrar una contrapartida de
Adán. Necesitaba hallar un segundo Adán a través de quien las fuerzas redentoras,
opuestas a las fuerzas que se pusieron en movimiento por el Adán original, se pudieran
liberar para contrarrestar el pecado que existe y vencerlo.
El Antiguo Testamento nos ofrece una cantidad de pasajes, particularmente en el
libro de Isaías, en el cual Dios busca alguien que pudiese ponerse entre él en su
santidad y las personas humanas en su pecado. El capítulo 59 del libro es el que tal vez
arroja mayor claridad. Su respuesta es su propio brazo, «el brazo del Señor» (Isaías
59:1, RVR '95). «Miren, el Señor omnipotente llega con poder, y con su brazo
gobierna» (Isaías 40:10). Por su brazo derrama castigo sobre los enemigos de su
pueblo, Babilonia (Isaías 48:14). Su brazo traerá justicia a las naciones (51:5). El
Señor jura por su brazo y su poder para ejecutar sus propósitos divinos finales (Isaías
62:8). El brazo de Dios es su medio de imponer sus caminos en la creación. Pero, gozo
de gozos, también es el medio para su salvación (59:16). Aunque el problema es
profundo, el brazo del Señor es perfectamente adecuado para resolverlo.

EL PROPÓSITO DEL SEÑOR: JESÚS, UN NUEVO MODELO DE PODER

El brazo del Señor es la metáfora del poder de Dios para salvar. Sin embargo, debemos
ser muy cuidadosos en nuestra interpretación de esos pasajes en cuanto a la naturaleza
de tal poder. No es un poder para imponer, ni un poder mediante el cual el soberano
Señor resuelve el problema mediante un decreto o un hecho milagroso. Más bien es un
poder para tomar sobre sí mismo el mismísimo problema que él anhela resolver. Isaías
53 nos ofrece un cuadro verdaderamente sorpresivo. Allí encontramos la identidad del
«brazo del Señor». Es el siervo sufriente de Dios (v. 1). El ofendido cargó sobre sí
mismo la ofensa causada por aquellos a quienes quiere salvar. El médico carga la
enfermedad que vino a curar. El juez eterno se sentenció a sí mismo a cargar el castigo
que tenía que imponer al reo que está delante de su estrado. El creador tomó el lugar y
la condenación de la criatura que pecó contra él.

¿Quién ha creído a nuestro mensaje


y a quién se le ha revelado el poder del Señor? ...
Despreciado y rechazado por los hombres,
varón de dolores, hecho para el sufrimiento.
-Todos evitaban mirarlo;
fue despreciado, y no lo estimamos ...

Ciertamente él cargó con nuestras enfermedades


y soportó nuestros dolores,
-pero nosotros lo consideramos herido,
golpeado por Dios, y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeliones,
y molido por nuestras iniquidades;
-sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz,
y gracias a sus heridas fuimos sanados.
Todos andábamos perdidos, como ovejas;
cada uno seguía su propio camino,
-pero el Señor hizo recaer sobre él
la iniquidad de todos nosotros ...

Después de su sufrimiento,
verá la luz y quedará satisfecho;
-por su conocimiento
mi siervo justo justificará a muchos,
y cargará con las iniquidades de ellos ...
Porque derramó su vida hasta la muerte,
y fue contado entre los transgresores.
Cargó con el pecado de muchos,
e intercedió por los pecadores.
(Isaías 53:1, 3-6, 11-12)

El brazo del Señor, la solución para el problema de nuestro pecado, es el Señor


Jesucristo, el hijo de María y el Hijo de Dios. Cuando Dios no pudo encontrar una
persona humana a través de quien pudiese resolver el problema que aquejaba a la raza,
se convirtió él mismo en una persona mediante su hijo. Pablo experimentó la gloria de
todo esto cuando declaró: «Pero la transgresión de Adán no puede compararse con la
gracia de Dios. Pues si por la transgresión de un solo hombre murieron todos, ¡cuánto
más el don que vino por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, abundó para todos!»
(Romanos 5:15). «A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo
señalado Cristo murió por los malvados... Pero Dios demuestra su amor por nosotros
en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros»
(Romanos 5:6, 8). Y en ese sacrificio de sí mismo, quien no fue tocado por la
curvatura al yo que nos condenó a todos, tomó sobre su persona nuestra culpa y
nuestro pecado -nuestra maldición- e hizo posible nuestra liberación del pecado que
nos había traído la muerte.
La única posibilidad de salvación para los humanos estaba en que el amor
sacrificial de Dios penetrase dentro de una persona humana, para encarnarse en uno de
nosotros. Por tanto, el Hijo eterno de Dios, en cuya imagen fuimos creados, se hizo
uno de nosotros en el hijo de María. La naturaleza trinitaria del ser de Dios y la
naturaleza personal de la criatura humana lo hizo todo posible. Únicamente el
cristianismo, entre todas las religiones mundiales, es la que ofrece expiación; Dios
mismo expiando el pecado de la criatura humana. Tal encarnación y redención nunca
pueden ocurrir en otras religiones ya que no existe otra religión con un Dios trino y
con el concepto bíblico de lo que significa ser persona. En todas las otras religiones la
salvación de la criatura humana debe depender de su propio ser individual. En el
cristianismo la salvación depende de Dios. Es decir, es solo por la gracia de Dios.

EL CAMINO DE LA SALVACIÓN: CARGAR CON NUESTROS PECADOS

Es obvio que la clave para nuestra salvación personal no radica en nosotros sino
en otro. Descansa en aquel que se entregó asimismo por nosotros. Nuestra esperanza
está en él y su capacidad para cargarnos a nosotros y a nuestro pecado sobre sí mismo
de tal manera que podamos recibirle a él y a su vida salvadora en nosotros. El lenguaje
de la salvación en el Antiguo Testamento habla de este hecho. La palabra hebrea más
fuerte que existe para «perdonar» en el Antiguo Testamento es el verbo nasa, que
significa «cargar». Muchas veces uno no sabe si traducirlo como «cargar» o
«perdonar». David describe en el Salmo 32:1 a la persona bienaventurada cuyos
pecados han sido «perdonados» (literalmente «cargados») y a quien el Señor no acusa
de iniquidad. Nuestra bendición encuentra su fundamento no en nosotros mismos sino
en alguien más.
El lenguaje de fe en el Antiguo Testamento presenta un cuadro similar, incluso
más claro que el Nuevo Testamento. Dos familias de palabras expresan fe y confianza
en tanto que el Nuevo Testamento tiene solo una. Además de la palabra hebrea he'emin
que se halla en la historia de Abraham y a lo largo de todo el Antiguo Testamento,
también encontramos la palabra batach, que ocurre con mayor frecuencia en la
literatura de adoración, particularmente en los Salmos. La primera de estas palabras
contiene el significado de «confirmar» o «sostener» y se desarrolla en los conceptos de
confianza y fe. La segunda palabra tiene más el sentido de «confianza». Es más, en los
lenguajes semíticos correspondientes, conlleva el pensamiento de «estar extendido
sobre» o «reposar sobre». Ambas palabras se usan en el Antiguo Testamento para
indicar el hecho que nuestra esperanza no radica sobre nosotros sino en otro, y que la
única respuesta apropiada para recibir salvación es arrojarnos a nosotros mismos sobre
ese otro. Esta clase de fe no es tan solo fe en una verdad abstracta o una proposición,
sino una fe en una persona. La clave para nosotros no está en lo que podemos hacer
por nosotros mismos, sino en lo que otro puede o ha hecho por nosotros. La fe como
confianza personal abre la puerta para la recepción de la gracia salvadora que se halla
solo en quien es salvación. Y todo esto es posible por la naturaleza de la persona.
Si el concepto de lo que significa ser persona nos ayuda a comprender la
necesidad de la encarnación y la cruz, también nos ayuda a entender el misterio de la
oración intercesora. La oración y particularmente, la intercesión, constituye para la
mayoría de nosotros uno de los más grandes misterios de la fe cristiana. ¿Por qué
tenemos que orar por otro? ¿Acaso Dios no se preocupa más por la otra persona de lo
que nosotros lo hacemos? Ciertamente que él conoce mucho más acerca de las
necesidades, cualesquiera sean estas, que lo que nosotros sabemos. ¿Necesita Dios
nuestra ayuda? ¿Sus recursos dependen de nuestra asistencia? Si Dios es amor
sacrificial y santo, ¿tenemos que torcer su brazo y persuadido a que le haga bien a otro
y a nosotros mismos?
Además, ¿por qué necesita Dios que oremos? Pablo nos dice en Romanos 8:26
que el Espíritu Santo, la tercera persona de la divina Trinidad, intercede con nosotros
con gemidos indecibles. Hebreos 7:25 insiste que el Hijo eterno, la segunda persona de
la divinidad, «vive siempre para interceder» por aquellos que se acercan a Dios a
través de él. ¿Por qué necesita Dios que oremos?

EL CRISTO QUE HABITA EN NOSOTROS: AMOR ÁGAPE

Dos factores arrojan luz sobre el misterio de la intercesión: la naturaleza de


pericoresis y el poder del amor ágape. La pericoresis y el amor ágape solo se pueden
entender en términos de la correlación de personas. La clave para cada persona
descansa en otro o en otros. Nadie puede vivir para sí mismo únicamente. Lo que
ocurre en otros determina nuestras posibilidades.
Vemos esto en forma vital en Cristo. Lo que ocurre en Cristo determina las
posibilidades para el resto de la raza humana. Cuando nos cargó en su corazón sobre la
cruz, nuestras opciones cambiaron. Las Escrituras nos indican que esto ha tenido
aplicaciones mucho más amplias. Ningún humano puede expiar los pecados de otro.
Ningún ser humano puede jugar el rol de Dios. En última instancia solamente él puede
cambiar a alguno de nosotros. Cuando alguien toma a otro o a otros en su corazón, y el
bienestar de los otros llega a ser más importante para el que los carga que su propio
bienestar, entonces, misterio de misterios, se abren posibilidades ilimitadas para
aquellos que no podrían ser ayudados a menos que alguien los cargara. Esta es la razón
por la cual Jesús le dijo a sus discípulos: «Te daré las llaves del reino de los cielos;
todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra
quedará desatado en el cielo» (Mateo 16:19). El contexto de tal declaración es la
conversación que sostuvo Jesús con los doce en el área de Cesarea de Filipo. Jesús
insistió que si ellos llegaban a ser sus discípulos, sus vidas también debían incluir la
cruz, de la misma manera que su vida para poder efectuar nuestra salvación, tenía que
terminar en el Calvario (vv. 13-28). Jesús les dice que deben perder su vida para
encontrarla. Deben morir a sí mismos para que Dios pueda vivir en ellos. Esto significa
que deben perder sus vidas en algo y en algunos más allá de sí mismos. La historia del
avance de la iglesia en el mundo pagano está cargada de información que sostiene la
veracidad y efectividad de este principio. Por ejemplo, cuando John Knox dijo: «dame
Escocia, o me muero», las posibilidades de Escocia cambiaron.
Un ejemplo bíblico se encuentra en la vida de Moisés. Cuando él era un recién
nacido lo llevaron al palacio de faraón, pudo haber vivido su vida en ese contexto con
todos los privilegios que le acompañaban. Sin embargo, vio las necesidades de su
pueblo, lo que determinó que tuviera que salir y enfrentar un cambio radical de
circunstancias y estilo de vida. Luego vino el llamado de Dios. Como resultado de la
experiencia con la palabra de Dios y su presencia en la zarza ardiente, Moisés se hizo
el propósito de vivir para su pueblo, aunque a veces con algunas reticencias. En un
sentido, su vida fue una de intercesión a favor de Israel de manera verbal y no verbal.
Cuando el pueblo murmuró contra Dios, Moisés oró y el fuego del juicio de Dios se
detuvo (Números 11:1-3). Cuando Aarón y María hablaron en contra de su hermano
difamándolo, Dios castigó a María con lepra. La intercesión de Moisés por su hermana
críticamente enferma hizo posible que se pudiera restaurar (Números 12:1-16). Lo que
pasó dentro de Moisés tuvo un efecto determinante sobre las posibilidades de Israel.
Moisés entregó su propia vida por amor a la nación y para la bendición del mundo. La
clave para el poder en su vida, fuera de toda duda, parece radicar en el hecho que
estaba más preocupado por el bienestar de Israel que por el suyo propio (Éxodo 32:32).
Una vez más no hay manera en que una persona pueda forzar cambios en la vida
de otro. Tal poder no está en nosotros. Nadie puede hacer las decisiones por otro, pero
en el misterio de la naturaleza de la imagen divina y el carácter coinherente de las
relaciones interpersonales, la clave para las posibilidades de una persona radican en
algún otro. Esto nos ayuda a entender el poder para hacer bien en las vidas de los
creyentes benefactores que han hecho historia. Ellos tenían una influencia mucho más
grande sobre la iglesia que algo puramente intelectual o psicológico. Tenían una
influencia existencial que afectó las posibilidades de elección en otras personas. La
naturaleza del amor está orientada hacia los demás en autoentrega y en una forma
sacrificial. Y nace en nuestros espíritus por la obra de Dios mismo, quien es amor.
El mundo físico tiene su contrapartida en el nacimiento humano. Todos nosotros
estamos aquí porque alguien nos llevó en su cuerpo hasta que nacimos. El lenguaje que
se usa para describir la intercesión es el mismo: la madre carga al niño; la experiencia
del nacimiento es trabajo, de la misma manera que aquellos que oran se nos dice que
«cargan» y «trabajan». Por supuesto, lo físico es tan solo una analogía de lo espiritual.
Hay misterio en ambas arenas tanto en la física como en la espiritual. La realidad es
que cuando un cristiano permite que Dios coloque dentro de él la carga de Dios por un
amigo, la familia, la iglesia, una institución y hasta un país, las posibilidades
espirituales que se abren no podrían existir de otra manera. Pablo da la impresión de
haber contado con la efectividad de este «cargar». Así dice a aquellos por quienes se
siente espiritualmente responsable: «Queridos hijos, por quienes vuelvo a sufrir
dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (Gálatas 4:19). Es obvio que
Pablo sintió que lo que pasaba en él era importante para aquellos por quienes se sentía
responsable. También vio un potencial en aquellos a quienes les escribía, porque
exhorta a los gálatas a «Ayúdense unos a otros a [cargar] llevar sus cargas, y así
cumplirán la ley de Cristo» (6:2). Hay potencial de salvación en la naturaleza
pericotérica de la persona. Pablo apostó su vida sobre esta verdad.
Capítulo 6

EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN
AMOR PERFECTO

Nuestro estudio nos capacitó para ver que la naturaleza del pecado fue en el
principio la perversión de una relación personal con un Dios personal. Una relación
íntima de amor y confianza pasó a ser una de duda, distancia y desobediencia. Los
humanos eligieron volver su relación de amor sacrificial y orientada a los demás en
una inversión autocentrada («incurvatura», para usar la frase de Agustín, Lutero,
Nygren, y otros). Se hicieron a sí mismos el centro de su propia existencia, su punto
primordial de referencia, desplazando a Dios quien es la fuente y el sustentador de
todo. Los humanos decidieron establecer su propio reino dentro del yo, donde pudiesen
gobernar sin nadie que les desafiase.
Así Dios encontró a sus criaturas, aquellos con quienes anhelaba comprometerse,
eligieron rebelarse dentro de la casa del Padre, entregándose a sí mismos a otros
amores. Las pasiones que se hicieron para unir a las personas con Dios y los demás
ahora se volvieron de su propósito original y se enfocaron en las preocupaciones
egoístas de la criatura, en todo menos en Dios. La vida llegó a ser tan orientada
alrededor del yo que la palabra carne pasó a ser una metonimia para la vida humana
fuera de la voluntad del creador. La humanidad manchó todo lo que tocaban porque no
eran capaces de ningún acto que no estuviese manchado por el interés propio, lo cual
es la esencia del pecado. Pablo dice que todos han pecado. La gloria humana que un
día fue el reflejo de la gloria de Dios, se desvaneció completamente (Romanos 3:23).
Dios, quien es amor, actuó para redimirnos y su redención forma parte del cuadro
que describimos. El sacrificio de Cristo de sí mismo -el justo por los injustos- cuadra
con las demandas de la metáfora legal/real. Esta metáfora ha sido muy importante en la
historia del pensamiento cristiano, sirviendo a menudo corno el método principal para
nuestra comprensión del pecado y la expiación. Pablo establece la importancia de
comprender este hecho en Romanos 3:21-26 donde explica que la muerte de Cristo es
Dios colocando a Cristo a quien Dios puso «como un sacrificio de expiación que se
recibe por la fe en su sangre» (v. 25) por nuestros pecados para que pudiésemos
comparecer justificados delante de Dios. La propiciación hizo posible el perdón de
nuestros pecados. El castigo por nuestros pecados fue pagado en la sangre de Cristo y
la reconciliación con Dios se nos ofrece en Jesús.
La iglesia, en particular la protestante, en sus mejores momentos ha sido muy
clara en su percepción de la naturaleza del pecado y la salvación desde la perspectiva
de esta metáfora. Pero comprender el carácter de la relación que Dios desea con los
humanos requiere mucho más de lo que se encuentra en una sola metáfora. Si las
condiciones necesarias para el cumplimiento de las demandas de Dios fueron
satisfechas en la muerte de Cristo por nosotros, entonces el evangelio es mayor y
mejor de lo que habíamos creído. Cristo murió para ofrecer a su iglesia mucho más que
lo que a menudo hemos reconocido.
ES MUCHO MÁS QUE PERDÓN

La necesidad de los pecadores es mucho más grande que lo que nosotros


entendemos que el perdón y la justificación nos pueden ofrecer. El pecado que ha
penetrado a todos los rincones de nuestro ser es demasiado profundo, y la distorsión
que ha producido en nuestra psiquis es demasiado profunda. Necesitarnos mucho más
que una nueva oportunidad. Necesitamos un cambio radical en nuestra naturaleza, y
ese cambio no puede provenir de nosotros mismos. Necesitamos volver a nacer de
nuevo con una nueva vida, la vida de Dios, de modo que nuestras pasiones se puedan
encaminar a algo y a alguien mucho más allá de nosotros mismos. Necesitamos una
infusión de ese amor santo que mueve el corazón de Dios, un amor que puede revertir
la «íncurvacíón». Necesitamos el amor que se entrega y se orienta a los demás que era
el plan original de Dios para nosotros.
La metáfora familiar provee el contexto para una parte del plan de Dios. Pablo le
habla gozosamente a Tito acerca de la bondad de Dios que nos proveyó en Cristo no
solo la posibilidad de un perdón por nuestros pecados, sino también un nuevo
nacimiento en el cual el Espíritu nos hace nuevas criaturas y comienza una nueva vida
en nosotros, la misma vida de Dios (Tito 3:4-7). La señal de que hemos nacido de
nuevo es que el amor santo y ágape de Dios se ha derramado en nuestros corazones
(Romanos 5:5). Así la tiranía de estar centrados en nosotros mismos ha sido rota. Por
tanto, Juan puede decirles a quienes les escribe: «¡Fíjense qué gran amor (ágape) nos
ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios!» (1 Juan 3:1). Y eso es lo que somos.
Dios, a través de Cristo, regresó a vivir en el corazón de sus criaturas, y con su
divina presencia llega el amor santo que caracteriza a la divina naturaleza. La
evidencia del cambio es doble. Primero, la persona toma conciencia en su interior de
que ha sido reconciliada y que ahora pertenece una vez más al Padre. Este es el
testimonio del Espíritu: que hemos sido perdonados y adoptados (Romanos 8:15-26; 1
Juan 3:1-2). Segundo, se produce un cambio consciente en nuestras prioridades y
preocupaciones como resultado de la nueva vida en nosotros. Experimentamos un
surgimiento de amor ágape, la evidencia de que la vida divina ahora está en nosotros,
enfocándonos en otros más que en nosotros mismos, es decir en Dios y los demás (2
Corintios 5:14-15).
El ser interior comienza a experimentar un cambio de dirección. Se establece un
nuevo punto de referencia y comienza a reemplazar el antiguo centro del yo. Cristo
comienza a hacer sentir sus derechos dentro de nosotros reclamando la posición de
privilegio que le pertenece, la posición que perdió, o sea la posición de determinar el
centro de nuestro yo interior, como Señor de nuestra vida. El Espíritu Santo comienza
a mostrarnos la profundidad de la «incurvación» que nos ha atrapado y profanado. A
través de su influencia, comenzamos a comprender lo que es la naturaleza de «la mente
carnal» de la cual Pablo habla y que siempre está en hostilidad hacia el Dios que nos
ha redimido. Ahora se ha iniciado el proceso de nuestra santificación. Ahora tenemos
la libertad de elegir a Dios en lugar de rendirnos a nuestros deseos tiranos. Como
nuestra nueva vida proviene del Espíritu Santo, ahora debemos andar en el Espíritu
(Gálatas 5:25). El propósito del Espíritu dentro de nosotros es traernos a la experiencia
de la cual Pablo habla cuando nos dice: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí y la
vida que ahora vivo la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó
asimismo por mí» (Gálatas 2:20).
Pablo hasta llega a afirmar que sus lectores deben aprender de su ejemplo (1
Corintios 4:16-17). Su confianza es tan fuerte que les escribe desde la cárcel en Roma
a sus amigos en Filipo: «Para mí el vivir es Cristo» (Filipenses 1:21).
El propósito del Espíritu en la vida del nuevo creyente es traer a la persona a ser
parte de la esposa de Cristo, a una devoción a Cristo que llena las demandas implícitas
dentro de la metáfora nupcial, demandas que se expresan mejor a través de esa figura
más que mediante las metáforas real/legal o la familiar. La relación que se busca
establecer entre Dios y nosotros es una de amor que se entrega por completo donde los
dos se entregan mutuamente de manera que la unión es tan firme que si alguien toca a
uno también toca al otro. Lo que el Espíritu Santo busca producir es una relación de
amor en la cual Cristo reina sin rivales ni competidores como Señor y amante dentro
del creyente. Un ejemplo de la relación que se busca alcanzar lo encontramos en la
antigua oración que se usa para preparar a los creyentes al recibir la Santa Cena:
Dios todopoderoso, delante de quien todos nuestros corazones están abiertos,
quien conoce nuestros deseos y para quien no existe los secretos; limpia los
pensamientos de nuestros corazones por la inspiración de tu Espíritu Santo para que
podamos amarte perfectamente y magnificar tu santo nombre dignamente; en el
nombre de Cristo. Amén.

LA CLAVE ES UN CORAZÓN SIN DIVISIONES

Esta nueva relación comienza con la experiencia del nuevo nacimiento y la


justificación resultante, pero no se detiene allí. La historia de la iglesia, como así
también de la narrativa bíblica, hace evidente que el nuevo nacimiento y la
justificación por sí solos no nos garantizan esa relación de amor puro y un corazón
individido, aunque sean el fundamento para tal posibilidad. Por tanto, ¿cuándo es que
alguien alcanza el punto donde el amor por Cristo llega a ser la pasión central que todo
lo consume en nuestra vida? ¿Cuándo el amor de Cristo reina sin rival dentro de
nuestros espíritus, y cuándo llegamos a ser totalmente suyos? ¿Estos interrogantes
apuntan a un ideal que buscamos pero que siempre están más allá de nuestras
posibilidades en esta vida?
Muy a menudo en la historia de la iglesia la creencia que tal amor es posible aquí
y ahora se ha ignorado o negado totalmente. Sin embargo, las Escrituras nos recuerdan
que desde los primeros días de la existencia de Israel, el deseo de Dios para su pueblo
ha sido que le amemos con una devoción pura. Yahvé buscó en Israel una esposa que
lo amara con un corazón individido: «Y circuncidará Jehová, tu Dios, tu corazón, y el
corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová, tu Dios, con todo tu corazón y
con toda tu alma, a fin de que vivas» (Deuteronomio 30:6).
La historia de Israel es la historia repetida de una nación con un ojo descarriado y
un espíritu adúltero. La respuesta de Dios fue una de desagrado y, por último, de
castigo. El Nuevo Testamento retoma el tema del corazón individido. Jesús habla de
esto en términos del corazón limpio (Mateo 5:8), que es lo opuesto de uno adúltero.
Jesús insiste además que tal corazón es el requisito indispensable para ver a Dios. Más
adelante le contesta a un escriba que lo interrogó acerca de cuál era el gran
mandamiento, que amara a Dios con todo el corazón, la mente y el alma y a nuestro
prójimo como a nosotros mismos era la demanda primaria de la ley divina (Marcos
12:28-34). La implicación de tal pasaje es que este logro no está más allá de nuestro
alcance y es posible lograrlo.
Pablo desarrolla el tema de la muerte y la resurrección a una nueva vida en el
poder del Espíritu Santo (Romanos 6:1-4). Allí nos dice que el bautismo cristiano es
una muerte a nuestros viejos caminos y una resurrección hacia una nueva vida. Esa
nueva vida que la persona vive es mediante el Espíritu y no en la «carne» (Romanos
8:1-15). El cumplimiento de la ley se alcanza mediante el amor ágape (Romanos 12:9-
15), el cual el Espíritu Santo derrama dentro de nuestros corazones (Romanos 8:3-4;
13:8-10). Tal clase de vida, en la cual Jesucristo es Señor únicamente es posible
mediante el Espíritu que Dios coloca dentro del corazón circuncidado del creyente (1
Corintios 12:3). ¿Pero esta vida está reservada para el más allá? ¿Existe alguna
evidencia de que alguien, alguna vez, haya recibido esto durante esta vida?
Ciertamente sobran los ejemplos de aquellos que nunca recibieron tal clase de
vida. Basta tan solo mirar la historia del pueblo elegido de Dios, para ver que la gran
mayoría de ellos nunca la recibieron. Y en la iglesia del primer siglo también abundan
semejantes ejemplos. Pablo da testimonio de este hecho en su carta a los filipenses. Al
momento de escribirla se encuentra encarcelado por su fe. Sus cadenas, sin embargo,
produjeron el efecto de que muchos de sus hermanos ahora se están animando a
compartir la fe con mayor denuedo. No obstante, algunos proclaman a Cristo por
motivos espurios. Muchos que no quieren al apóstol Pablo están predicando a Cristo
por envidia y rivalidad, esperando, tal como dice Pablo, añadirle una carga extra
(Filipenses 1:15-18) Nos dice que están impulsados por una «ambición egoísta» (v.
17). La palabra griega que usa aquí es muy interesante; es la misma palabra que
encontramos en Romanos 2:8: erizeia (interés propio»), Por otra parte, otros en Roma
se sienten desafiados por el ejemplo de fidelidad de Pablo y están predicando a Cristo
por amor ágape, un amor no manchado por la mezquindad egoísta (Filipenses 1:16).
Por ende, existen dos clases diferentes de cristianos en Roma. Pablo desea enviar
a alguien a Filipos para ver el estado de la congregación. De todos los posibles
candidatos para cumplir semejante tarea, solo encuentra uno: Timoteo. Todos los
demás nos dice el apóstol están preocupados en sus propios intereses. El texto griego
literalmente se lee: «Porque cada uno busca sus propios intereses (literalmente,
«buscan las cosas de sí mismos»), no las de Cristo Jesús» (Filipenses 2:21). El hecho
de que fueran creyentes en Cristo no significaba que estuvieran libres de la
contaminación de erizeia. Timoteo, por el contrario, había encontrado tal libertad (vv.
19-23). Pablo describe tal libertad, como alguien que posee la «mente de Cristo», ya
que como vimos anteriormente, Cristo nunca buscó sus propios intereses sino los de
los demás. Pablo cita un himno en cuanto a la mente de Cristo y en Filipenses 2:5-11.
La introducción a este himno es una exhortación a los creyentes en Filipos: «No hagan
nada por egoísmo (erizeia) o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás
como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no sólo por sus propios
intereses sino también por los intereses de los demás. La actitud de ustedes debe ser
como la de Cristo Jesús» (vv. 3-5 NVR).
La carta a los filipenses nos ofrece un cuadro muy interesante de la iglesia del
primer siglo, unos treinta años después de la ascensión de Cristo. Esta iglesia da la
impresión que era la favorita del apóstol Pablo. Su afecto y respeto por ellos es
evidente en cada palabra que les dirige. Es muy probable que esta carta describa al
cristianismo en su mejor nivel en ese momento de la historia. Y, sin embargo, no todos
los creyentes en Filipos, e incluso en el equipo de Pablo, eran similares. Algunos de
ellos todavía sufrían de una lealtad dividida que impedía la devoción que Pablo
anhelaba ver en la iglesia. Otros parecían haber alcanzado la victoria sobre la
contaminación interna del amor y los intereses propios. Al menos, nos dice Pablo,
Timoteo lo ha logrado. Para su joven asociado, Cristo y las necesidades de la iglesia
eran prioridad por sobre su preocupación por sí mismo. El yo fue subordinado a Cristo.
¿Cómo es posible entonces que Timoteo haya podido escapar de esta
contaminación? ¿Es que acaso él pertenecía a «una raza más noble»? ¿Era Timoteo
una persona más inclinada por naturaleza a las cosas de la religión y por tanto, con una
mejor personalidad? Si esa es la respuesta, entonces debemos concluir que no todos
somos igualmente pecaminosos y que podemos zafarnos de nuestro pecado por algún
otro medio fuera de la gracia divina. Las palabras de Pablo, no obstante, no dejan lugar
para semejante idea. Él sabía más que esto. Pero si Timoteo halló libertad de ese
pecado interior a través de la gracia de Dios, la respuesta de Dios para nuestro pecado,
por consiguiente tal libertad debe ser posible también para otros, porque Dios no hace
acepción de personas.
La situación en la iglesia de Filipos lo hace a uno pensar en una situación similar
en la iglesia de Corinto. Pablo les habla a aquellos creyentes que no les pudo hablar
como a personas espirituales porque son infantes en Cristo. Debió alimentarlas con los
elementos más simples del evangelio, porque no estaban en condiciones de recibir
comida sólida. Sus vidas todavía continuaban plagadas por lo que él llama en la carta a
los gálatas, «las obras de la carne». Los celos y las peleas estaban arruinando su
comunión. Sus vidas aún se caracterizaban por lo carnal, porque no habían permitido
que Cristo les guiase a la plenitud de la vida en el Espíritu Santo (ver 1 Corintios 3).
Así nos dice la Biblia:

Pues aún son inmaduros. Mientras haya entre ustedes celos y contiendas, ¿no serán
inmaduros? ¿Acaso no se están comportando según criterios meramente humanos? Cuando
uno afirma: «Yo sigo a Pablo», y otro: «Yo sigo a Apolos», ¿no es porque están actuando
con criterios humanos? Después de todo, ¿qué es Apolos? ¿Y qué es Pablo? Nada más que
servidores por medio de los cuales ustedes llegaron a creer, según lo que el Señor le asignó a
cada uno. Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que no cuenta ni
el que siembra ni el que riega, sino sólo Dios, quien es el que hace crecer. El que siembra y
el que riega están al mismo nivel, aunque cada uno será recompensado según su propio
trabajo. En efecto, nosotros somos colaboradores al servicio de Dios; y ustedes son el campo
de cultivo de Dios, son el edificio de Dios (1 Corintios 3:3-9).
La unidad en el cuerpo de Cristo había sido quebrada por el egoísmo y la
búsqueda de intereses personales, que son la esencia del pecado. Pablo, no obstante, no
indica que esta condición sea imposible de evitar. Más bien, a largo de su epístola,
dedica bastante espacio a explicar cómo Dios lo libró a él de esa condición y, por
consiguiente, alienta a los creyentes en Corinto a buscar la misma libertad.
Las cartas a los corintios son epístolas pastorales. Pablo trata en forma directa los
problemas que aquejaban a los creyentes de esa congregación. Uno de esos problemas
era el tema de la libertad cristiana, es decir, hasta qué punto los escrúpulos personales
deben gobernar la conducta de un creyente. Por ejemplo, existían enormes diferencias
de opinión dentro de la congregación en cuanto al tema de la carne comprada en el
mercado público. Pablo sabía que la salvación de una persona no depende de aquello
que come. Por tanto, insiste que su conducta personal no se puede limitar a la actitud
legalista de otros creyentes. No obstante, insiste que sus propios derechos están sujetos
a Cristo. El amor cristiano demanda que no puede ser causa de tropiezo para «el
hermano débil», quien todavía no tiene el suficiente conocimiento como Pablo ya
había alcanzado. Actuar de otra manera sería pecar, no solo en contra del hermano
débil, sino en contra del mismo Cristo.

Tengan cuidado de que su libertad no se convierta en motivo de tropiezo para los débiles.
Porque si alguien de conciencia débil te ve a ti, que tienes este conocimiento, comer en el
templo de un ídolo, ¿no se sentirá animado a comer lo que ha sido sacrificado a los ídolos?
Entonces ese hermano débil, por quien Cristo murió, se perderá a causa de tu conocimiento.
Al pecar así contra los hermanos, hiriendo su débil conciencia, pecan ustedes contra Cristo.
Por lo tanto, si mi comida ocasiona la caída de mi hermano, no comeré carne jamás, para no
hacerlo caer en pecado.
(1 Corintios 8:9-13).

El bienestar de aquellos que Pablo cargaba en su corazón tenía prioridad para


Pablo sobre el ejercicio de sus propios derechos. El amor ágape de Dios dentro de su
corazón significaba que la salvación de los creyentes corintios era mucho más
importante para él que la libertad implícita dentro de sus derechos. En realidad,
concerniente a sus derechos en Cristo, afirma lo siguiente:

Sin embargo, no ejercimos este derecho, sino que lo soportamos todo con tal de no crear
obstáculo al evangelio de Cristo.

Pero no me he aprovechado de ninguno de estos derechos, ni escribo de esta manera porque


quiera reclamarlos. Prefiero morir a que alguien me prive de este motivo de orgullo.

¿Cuál es, entonces, mi recompensa? Pues que al predicar el evangelio pueda presentarlo
gratuitamente, sin hacer valer mi derecho.

Aunque soy libre respecto a todos, de todos me he hecho esclavo para ganar a tantos como
sea posible ... Entre los débiles me hice débil, a fin de ganar a los débiles. Me hice todo para
todos, a fin de salvar a algunos por todos los medios posibles. Todo esto lo hago por causa
del evangelio, para participar de sus frutos
(1 Corintios 9:12, 15, 18-19,
22-23).

Es evidente que Pablo había hallado la libertad de la tiranía del pecado que lo
contaminaba. Ahora está libre para rendir sus derechos y privilegios al señorío de
Cristo y hacerlo de manera gozosa. Mucho más importante para nuestra discusión es
que Pablo piensa que los corintios debían darle a Dios la oportunidad para que les
concediera la misma libertad. Pablo nunca se ofrece a sí mismo como un ejemplo de
espiritualidad excepcional, sino más bien como una muestra de lo que el Espíritu Santo
quiere lograr cuando limpia cada corazón con la sangre de Jesucristo. Su mayor anhelo
es que sus amigos en Corinto puedan conocer esta libertad. Por lo cual, les dice:

«Todo está permitido», pero no todo es provechoso. «Todo está permitido», pero no todo es
constructivo. Que nadie busque sus propios intereses sino los del prójimo»
(1 Corintios 10:23-24).

Su conclusión es al mismo tiempo un testimonio y una admonición:

«En conclusión, ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la
gloria de Dios. No hagan tropezar a nadie, ni a judíos, ni a gentiles ni a la iglesia de Dios.
Hagan como yo, que procuro agradar a todos en todo. No busco mis propios intereses sino
los de los demás, para que sean salvos. Imítenme a mí, como yo imito a Cristo»
(1 Corintios 10:31-11:1).

Tal modo de pensar y conducirse no era algo ocasional o excepcional para el


apóstol Pablo, no obstante, permeaba toda su personalidad y muchas veces llegó a ser
el tema central de toda su correspondencia personal. Así comienza la parte final de la
carta a los romanos usando un lenguaje casi idéntico:

Los fuertes en la fe debemos apoyar a los débiles, en vez de hacer lo que nos agrada. Cada
uno debe agradar al prójimo para su bien, con el fin de edificarlo. Porque ni siquiera Cristo
se agradó a sí mismo sino que, como está escrito: «Sobre mí han recaído los insultos de tus
detractores». De hecho, todo lo que se escribió en el pasado se escribió para enseñarnos, a
fin de que, alentados por las Escrituras, perseveremos en mantener nuestra esperanza. Que el
Dios que infunde aliento y perseverancia les conceda vivir juntos en armonía, conforme al
ejemplo de Cristo Jesús, para que con un solo corazón y a una sola voz glorifiquen al Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo
(Romanos 15:1-6).
Tanto el mensaje de Pablo como su testimonio ofrecen una similitud notable.
Siempre insiste en que Jesús vino a librarnos a nosotros, las obras de sus manos, de la
torcedura de nuestro pecado que nos ha hecho volvernos hacia nosotros mismos.
Somos incapaces de vivir de la misma manera que viven las personas de la Divinidad
en amor ágape que siempre busca dar y entregarse, lo cual era su intención para
nosotros. Cuando Pablo les escribe a los filipenses, les asegura que para él el vivir es
Cristo (1:21). A los gálatas les dice que está crucificado juntamente con Cristo de
modo que la nueva vida que ahora vive no es la suya propia sino que es Cristo
viviendo dentro de él (2:20). A los romanos les insiste que aquellos que leen su carta
no deben agradarse a sí mismos porque Cristo no se agradó a sí mismo (15:2-3).
No importa cuál sea la carta que leamos, el patrón de pensamiento que se sigue
siempre es el mismo: Jesús, en su encarnación y pasión. Jesús fue una persona humana
en el sentido pleno de lo que una persona debe ser. Él no llegó para hacer su propia
voluntad sino la de su Padre. De tal manera que cuando llegó a enfrentar la cruz pudo
decir: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Marcos 14:36 et al).
Pablo mismo llegó, a través de la gracia de Dios, a un lugar similar. Es obvio que cree
que el mismo Espíritu que capacitó a Cristo y que lo transformó a él puede de la
misma manera transformar a sus lectores y a quienes lo escuchen. ¿Cómo es posible?
No es por nobleza humana, piedad ni autodisciplina. Es todo por gracia. Y si es por
gracia se debe recibir por la fe. Por lo cual, Pablo concluye sus comentarios a los
Gálatas acerca de esta nueva vida en Cristo aseverando: «No desecho la gracia de
Dios» (Gálatas 2:21).

EL ROL DEL ESPÍRITU SANTO

Cristo murió por nosotros con el fin de lograr mucho más que evitar el juicio.
Murió para darnos la libertad de la cual habla Pablo y ahora espera que nosotros la
aceptemos. Como pecadores debemos llegar a la comprensión de que nunca podemos
expiar nuestros pecados y que debemos confiar en Cristo para que haga aquello que no
podemos hacer por nosotros mismos. Además debemos permitir al Espíritu de santidad
que limpie nuestra persona interior de la contaminación del interés propio, al mismo
tiempo que comprendemos que poder alcanzarlo está mucho más allá de nuestra
capacidad. Por ende, debemos confiar en el Espíritu para hacer lo que no podemos
hacer por nosotros mismos. El poder para vivir la vida que Cristo quiere que vivamos
se encuentra únicamente en el regalo divino de Dios, su propio amor ágape. La
salvación siempre y en todo lugar es un don que se debe aceptar por la fe no importa
en qué etapa de nuestra existencia humana estemos. Cuando Pedro le informó al
concilio de Jerusalén en Hechos 15 acerca de la venida del Espíritu Santo sobre la
familia del devoto Cornelio, les dijo: «Dios, que conoce el corazón humano, mostró
que los aceptaba dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros. Sin hacer
distinción alguna entre nosotros y ellos, purificó sus corazones por la fe» (vv. 8-9).
Aparentemente el fuego del Espíritu en Pentecostés fue un fuego purificador que se
recibió por fe.
La sangre redentora de Cristo y la obra interior del Espíritu Santo tienen el poder
de limpiar el corazón del creyente hasta lo más profundo de su ser y luego traerlo al
lugar donde Cristo es el amor supremo y reinante de su vida. ¿Por qué entonces la
historia de la iglesia y la vida de la mayoría de los creyentes están llenas de peleas y
divisiones? ¿No es acaso porque la posibilidad de un corazón controlado por el amor
puro de Cristo se ha considerado como inalcanzable? El hecho que pensáramos que no
era posible nos ha impedido que lo busquemos. Existe una cantidad sorprendente de
literatura de devociones de la iglesia que tratan este tema. Los himnos de la iglesia lo
expresan de manera particular. Noten la oración de Edwin Hatch, un distinguidor líder
anglicano. Su clamor era alcanzar una pureza de una voluntad no dividida.

Sopla en mí aliento de Dios;


Lléname con una vida nueva,
Para que ame lo que tú amas,
Y que haga lo que anhelas.

Sopla en mí aliento de Dios;


Hasta que mi corazón sea puro
Hasta que mi voluntad sea una contigo
Para ser y perseverar.

Sopla en mí aliento de Dios;


Hasta que sea totalmente tuyo,
Hasta que esta parte terrenal de mí,
Resplandezca con tu fuego divino.

Sopla en mí aliento de Dios;


Así nunca moriré,
Sino que viviré contigo la vida perfecta,
[46]
En tu eternidad.

George Matheson, un escocés, usó una figura diferente, pero su clamor fue el
mismo. Él deseaba que el amor de Dios lo cautivara de forma tal que pudiera vencer la
resistencia interna de una voluntad dividida. Solamente así podría ser realmente libre.

Hazme un cautivo, Señor,


Y entonces libre seré;
Fuérzame a rendir mi espada
Y entonces conquistador seré.
Me hundo en las pruebas de la vida,
Cuando en mi fuerza lucho,
Aprisióname con tus brazos,
Y fuerte será mi mano.
Mi corazón es débil y pobre,
Hasta que un maestro encuentre
No tiene una fuente de acción segura
Varía con el viento.
No puede moverse libremente,
Hasta que tú rompas sus cadenas,
Esclavízalo con tu amor sin par,
Y sin muerte reinará.

Mi poder es débil y bajo


Hasta que aprenda a servir,
Necesita que el fuego resplandezca
Con el poder de vivir.
No puede vencer al mundo
Hasta que tú lo domines
Su bandera solo puede ser desplegada
Cuando del cielo tú soples.

Mi voluntad no es mía
Hasta que tú la hagas tuya;
Y si alcanzas el trono de un monarca
Su corona debe renunciar.
Sólo permanece sin doblar
En medio del conflicto;
Cuando en tu seno haya cabido
[47]
Y hallado en ti su vida.

Estas oraciones son evidentemente las de creyentes que alcanzaron la madurez y


comprensión. ¿Quiénes entre nosotros han llegado a conocer el toque de la gracia
divina dentro de nuestros corazones sin hallar que estos signos sean una verdadera
expresión de nuestros anhelos más profundos? ¿Y quién no sabe que tales clamores
son el resultado de la obra del Espíritu Santo cuando nos atrae a él?
Pero acaso, ¿ha colocado el Espíritu dentro de nosotros tales anhelos solo para
burlarse? O, ¿es esa hambre espiritual una obra del Espíritu de Dios, es decir, la
manera divina de decirnos que él ha hecho posible para nosotros una limpieza mucho
más profunda a través de aquel que nos cargó en la cruz y en su resurrección y que nos
da el don del Espíritu? ¿Estamos listos para decir que el Espíritu Santo, a través de la
sangre de Cristo, no puede quitar el adulterio espiritual de nuestros corazones, o tal
como Juan lo dice, «perfeccionar nuestros corazones en el amor» de tal manera que
amemos a Cristo con todo nuestro corazón?
Juan, aparentemente no estaba dispuesto a conceder tanto. Su palabra al igual que
la de Pedro en el Concilio de Jerusalén de acuerdo a Hechos 15:8 es: «Pero si andamos
en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros y la sangre de
Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). Juan no está hablando
aquí de perdón o justificación ya que se dirige a creyentes en Cristo. Su preocupación
en este versículo no es nuestro status delante de Dios sino la condición interna de
nuestro corazón. Proyecta para nosotros el cuadro de una persona que está totalmente
abierta en una comunión con Cristo ininterrumpida y sin barreras, quienes encuentran
el poder de la divina presencia a través de la ofrenda sacrificial del Hijo quien es capaz
de unirnos y purificar el corazón. Una comunión ininterrumpida y sin obstáculos es la
respuesta para el corazón dividido. Tal resultado nunca podrá ser la consecuencia de
las obras humanas, porque nuestro pecado es tan profundo y extendido que hasta
nuestros mejores esfuerzos para quitarlo están contaminados por nuestra
pecaminosidad. Solo Dios puede limpiar nuestros corazones.

TODO CONSISTE EN RECIBIR UN REGALO: SU PLENITUD

Nuestra santificación, al igual que nuestra justificación, es una obra de gracia, una
obra de Dios: un regalo gratis que viene de la mano amorosa del Padre. Por tanto, la
clave es la fe. Debemos creer en Dios de tal manera que nos podamos confiar
enteramente a su cuidado amoroso. Pablo, en su carta a los Gálatas habla de nuestra
libertad en Cristo: «porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo ni la
incircuncisión, sino la fe que obra por el amor» (5:6). Nuestras obras, sean de carácter
religioso o de otro orden, nunca podrán satisfacer nuestro propio corazón ni el corazón
de Dios. Pero el Espíritu trabaja a través de la fe, haciendo posible que el amor ágape
de Dios se derrame en nuestros corazones y así podamos satisfacer nuestros anhelos y
capacitarnos para cumplir la ley de Dios en nosotros.
Pablo les escribe a los romanos unos pocos años antes de la destrucción del
templo en Jerusalén. En esa epístola describe un servicio a Dios que tomará el lugar de
aquello que fue el centro del culto de Israel desde el tiempo de Moisés. En la adoración
que Pablo ve, el sacrificio que ofrece el creyente no son los cuerpos de animales, sino
la persona completa del adorador. Esa adoración será santa y aceptable a Dios y traerá
gracia al adorador de tal manera que la persona pueda discernir y hacer la voluntad de
Dios que es buena, agradable y perfecta (12:1-2).
La gracia de tal sacrificio del yo trae como resultado ni más ni menos que el don
del mismo amor ágape de Dios. Pablo, a lo largo de cuatro capítulos (Romanos 12-
15), muestra el contenido de lo que debe producir este don en la vida de la persona. Su
argumento acerca de la naturaleza del Evangelio es una sinfonía con un tema principal:
el amor ágape no busca las cosas que son propias, más bien está orientado hacia los
demás. Es el amor de Cristo: «Los fuertes en la fe debemos apoyar a los débiles, en
vez de hacer lo que nos agrada. Cada uno debe agradar al prójimo para su bien, con el
fin de edificarlo. Porque ni siquiera Cristo se agradó a sí mismo sino que, como está
escrito: «Sobre mí han recaído los insultos de tus detractores» (15:1-3).
Pablo comenzó su carta enorgulleciéndose del poder del Evangelio para salvarnos
de nuestra pecaminosidad. Aquí, en los capítulos finales de Romanos, describe la
naturaleza de nuestra salvación mientras produce los resultados en nuestras vidas
individuales dentro del cuerpo de Cristo. En otras palabras, el sacrificio de Cristo se
diseñó para devolverle al corazón humano la gloria, el amor ágape, la presencia divina
que perdimos en la caída.
Noten los efectos que deberían producir en nuestras vidas este regalo del amor:

Aquellos que están llenos de amor ágape no piensan de sí mismos de una manera más
elevada de la que deben pensar. Piensan de una manera equilibrada, reconociendo que son
parte de un cuerpo mucho más grande que un solo individuo aislado (12:3-5).

Se honran unos a otros más que a sí mismos en una devoción que es mutua (12:10).

Bendicen a aquellos que los persiguen, y no los maldicen. Tampoco toman la venganza en
sus manos. Le dan de comer a sus enemigos y le dan de beber a quienes tienen sed (12:14-
20).

Se someten a las autoridades que están por sobre ellos (13:1-7).

No tienen deudas excepto la de amarse unos a otros. Aman a sus prójimos como a sí mismos
y de esa manera cumplen la ley real (13:8-10).

No viven para sí mismos, sino para el Señor (14:7-8).

Viven para agradar a sus prójimos, de la misma manera que Cristo no vivió para agradarse a
sí mismo sino para traer gracia y bendiciones a otros (15.1-3).

Pablo mismo es un ejemplo de esta clase de amor. Dio toda su vida en forma
sacrificial llevando el evangelio a otros. Al momento de escribir está a punto de llevar
una ofrenda financiera a la iglesia en Jerusalén para los pobres que están en ella.
También nos dice que planea ir a España para llevar el evangelio a aquellos que nunca
escucharon las Buenas Nuevas. Ha vivido, está viviendo y vivirá su vida para Cristo y
los demás (Romanos 15:23-32). Todos aquellos que son discípulos de Jesucristo y que
han recibido este amor divino, ya no viven para agradarse a sí mismos. Pablo exhorta a
sus creyentes en Roma: «Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no se
preocupen por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa» (13:14).
Pablo sabe que lo que propone es imposible para la persona natural. Más bien
señala a una experiencia por la cual Cristo entra en nosotros y nosotros en Cristo de tal
manera que podemos decir que nuestro ser se ha revestido de él. Entonces lo que no es
posible de alcanzar con nuestras fuerzas humanas se hace posible porque Cristo y su
Espíritu viven dentro de nosotros. Pablo exhorta a sus lectores a entrar y a vivir una
relación semejante con Dios. Nunca sugiere que la vida que se vive en el amor es para
una edad futura. Su mensaje es que esto es para el presente en lugar de ser un ideal
acerca del cual soñar. Es una posibilidad en gracia ya que no es un asunto de logros.
Tal amor es un don que solamente puede ser recibido, es un regalo porque es la misma
vida de Dios. Uno no se levanta a semejante nivel de vida. Uno se arrodilla para
recibirlo y le permite a aquel que es amor ágape que llene y complete nuestra
personalidad.
Alguien puede legítimamente preguntar: «¿Por qué esta limpieza profunda no
viene a nosotros en el momento que volvemos a nacer y somos justificados?» La
Biblia deja bien en claro que tal limpieza no llega a todos los creyentes cuya historia
registra. Aun para los discípulos de Cristo, a pesar de su intimidad con el Señor, el
cambio no llegó en forma inmediata. Fue solo después que Jesús comenzó a hablarles
acerca de la cruz, que la dimensión total de su egoísmo empezó a manifestarse en su
plenitud.
Marcos describe esta conducta muy gráficamente para nosotros en su relato del
viaje que tuvieron de Cesarea de Filipos a Jerusalén (Marcos 8-15). A medida que
Jesús intentó preparar a sus discípulos para la cruz, les enseñó que también habría una
cruz para ellos. Los capítulos 8 al 10 nos ofrecen un notable cuadro del egoísmo que
todavía vivía en sus corazones, un interés propio que en última instancia condujo al
más fuerte de los doce a negar al Señor tres veces. Tal vez el punto que Marcos y los
otros evangelistas quieren resaltar es que muchos de nosotros tenemos que vivir con
Cristo y aprender a reconocer la guía interior del Espíritu antes que podamos ver las
profundidades de nuestra necesidad de limpieza, si es que vamos a vivir vidas que sean
verdaderamente santas.
La realidad es que no vamos a confiar en Dios para que haga algo por nosotros
hasta que no sintamos esa necesidad. En la misma proporción que caminemos con él y
que nos expongamos a las Escrituras y el mover del Espíritu Santo, comenzaremos a
sentir la división interior en las profundidades de nuestro ser que brotan de un temor
existencial de confiar en alguien más para que nos controle. Ese temor de rendirnos a
Dios, quien nos ama más de lo que se ama a sí mismo, es la evidencia final de nuestra
caída y pecaminosidad.
Si enfrentamos auténticamente las demandas que hacen las Escrituras en cuanto a
las posibilidades de la gracia, comenzaremos a tener hambre por esa limpieza más
profunda y la plenitud del Espíritu de Dios, ese mismo Espíritu que inundó nuestros
corazones con el amor de Dios. Ser llenos del Espíritu es estar llenos del mismo amor
de Dios. Entonces, ya no tememos que sea Señor sobre nosotros sino que más bien le
damos la bienvenida porque ese Dios es totalmente amor ágape. Esto es lo que Juan
dice cuando nos recuerda: «El amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el
castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor» (1 Juan 4:18). La pasión en la
vida de los creyentes, entonces, es permitir que Dios nos dé su amor y dejar que él nos
llene. John Wesley lo dijo de una forma muy precisa cuando escribió lo siguiente:

El amor es el don más grande de Dios; un amor humilde, gentil y paciente ... sería bueno que
seamos sensibles a esto, «el cielo de los cielos es el amor». No hay nada más elevado en la
religión, no queda nada más; si estamos buscando algo más que el amor, estamos buscando
fuera del camino, nos hemos desviados de la senda real. Y cuando tú le preguntas a otros:
«¿has recibido esta o aquella bendición?» excepto que estemos hablando del amor, estamos
equivocados; estarás guiando a los demás al error, colocando sobre ellos un énfasis falso.
Establécelo en tu corazón de una vez y para siempre, que desde el momento que Dios te
salvó de tu pecado, tú debes concentrarte en nada más que tener más del amor que se nos
describe en el capítulo 13 de Corintios. No se puede alcanzar una cima más alta, hasta el día
[48]
que seas transportado al seno de Abraham.

¿Por qué no hay nada más elevado que el amor? Wesley lo entendió de la misma
forma que Juan lo entendió siglos atrás. No hay nada más grande que el amor ágape
porque eso es lo que Dios es, y es lo que le ofrece a cualquiera que esté dispuesto a
recibirlo. ¡Qué evangelio, y está al alcance de cualquiera de nosotros!
Notas
[1]
Kaufmann, Yehezkel, The Religion of Israel [La religión de Israel], traductor, Moshe Greenberg. University
of Chicago Press, Chicago 1960, p. 486.
[2]
Kaufmann insiste que lo distintivo de la religión de Israel está en su concepto de la divinidad. Para
Kaufmann la religión de Israel comprende a Dios como uno que es «supremo sobre todas las cosas. No hay un
reino sobre o al lado de él que limite su absoluta soberanía. Él es totalmente distinto del mundo y aparte del
mundo; él no está sujeto a leyes, compulsiones o poderes que lo trasciendan. Él es, en resumen, no mitológico.
Esta es la esencia de la religión de Israel y lo que lo separa de todas las otras formas de paganismo» (Ibid., 60).
Por paganismo Kaufmann se refiere a todas las religiones excluidas al judaísmo, el islamismo y el cristianismo.
[3]
En el libro Called to be Holy [llamado a ser santo], John Oswalt da un análisis sorprendentemente claro de
las diferencias entre la cosmovisión bíblica y las opciones alternativas en el mundo antiguo y en el nuestro. Las
distinciones establecidas en su obra son básicas para todo lo que sigue a continuación. Ver John N. Oswalt,
Called to be Holy, Evangel, Nappanee, Ind., 1999, pp. 10-14.
[4]
Maimónides, The Guide of the Perplexed [La guía para el perplejo] traducción Shlomo Pines. University of
Chicago Press, Chicago, IL, 1963, p. 609.
[5]
El término «orientado hacia otros», se utilizó alrededor de treinta veces en este libro. Este es un intento para
describir la esencia de la verdadera persona, sea humana o divina. No he encontrado una mejor palabra para
describir la naturaleza divina de la persona humana y la naturaleza planeada de la persona humana.
[6]
Más tarde vamos a tratar con el hecho que la caída nos llevó de una orientación hacia otra y nos dejó
centrados en nosotros mismos. Una inversión ocurrió en la caída que afectó, no solo lo que los humanos podían
hacer, pero también lo que los humanos, sin la asistencia del Espíritu Santo, podían pensar.
[7]
Horne, Brian L., «Art: A Trinitarian Imperative?» [El Arte: ¿un imperativo trinitario?] en Trinitarian
Theology Today, [Teología trinitaria hoy] ed. Christopher Schwobel, T. & T. Clark, Edimburgo, Escocia, 1995,
pp. 87-88.
[8]
Oswalt, Called to be Holy, p. 90.
[9]
Kasper, Walter, The God of Jesus Christ [El Dios de Jesucristo], Crossroad, New York, 1996. p. 309.
[10]
Esta práctica se hizo tan universal y se siguió durante un tiempo tan extendido que se perdieron la
ortografía original y su pronunciación. Como los judíos no supieron cómo escribirla o pronunciarla
correctamente, y conociendo solo las cuatro consonantes del nombre original, se refirieron a ella como
«Tetragrammaton», «La palabra de cuatro letras»: YHWH. Posteriormente el judaísmo ha mantenido el temor
del mal uso del nombre santo. Como resultado, la palabra Dios se deletrea, muy a menudo, en la literatura judía
«D-S» para indicar el respeto y el temor que el escritor tiene de ofender a Yahvé. Incluso ahora, el judío
ortodoxo que llega a la palabra Tetragrammaton cuando lee el texto bíblico va a incluir cuidadosamente la
palabra Señor para el nombre de Dios.
[11]
Berkhof, Louis, Manual of Reformed Doctrine [Manual de doctrina reformada], Eerdmans, Grand Rapids,
MI, 1933, p. 257.
[12]
Wesley, John, Arise, My Soul, Arise [Levántate, alma mía], Una colección de himnos para el uso de las
personas llamadas metodistas. John Mason, Londres, 1831, no. 202.
[13]
Dumbrell, William, The Search for Order: Biblical Eschatology in Focus [La búsqueda del orden: la
escatología bíblica en foco, Baker, Grand Rapids, 1994, p. 121.
[14]
En estos días de familias destruidas y relaciones abusivas, nosotros debemos ser cuidadosos de clarificar
que el propósito planeado de Dios para la familia no es siempre la realidad de las relaciones familiares
individuales. A veces los padres verdaderamente renuncian a sus derechos de respeto y honor debido a los
pecados en contra de sus hijos. Dios es el modelo para cada padre humano, en vez de ser lo contrario.
[15]
Wojtyla, Karol, Reflections [Reflexiones] en Humanae Vitae. St. Paul Editions, Boston, 1986, pp. 13-18.
[16]
Williams, A.N., Instrument of the Union of Hearts: The Theology of Personhood and the Bishop
[Instrumento para la unión de corazones: La teología de la persona y el obispo], International Journal of
Systematic Theology 4, no. 3 [Publicación internacional de teología sistemática], noviembre 2002, p. 283.
[17]
Ury, William, Trinitarian Personhood [La persona trinitaria], Wipf & Stock, Eugene, OR, 2001. El escrito
de Ury nos brinda un estudio excelente del desarrollo de las figuras principales en el pensamiento trinitario con
un análisis muy valorado de Richard de San Víctor. Este presente trabajo ha encontrado inspiración en él.
[18]
Citado en Erich Fromm, Man for Himself [El hombre para sí mismo], Routledge & Kegan Paul, Londres
1949, p. 35.
[19]
Ver Jaroslaw Kupczak, Destined far Liberty [Destinado para la libertad], The Catholic University of
America Press, Washington, D.C., 2000. p. 114.
[20]
Torrance, Thomas, The Christian Doctrine of God: One Being Three Persons [La doctrina cristiana de
Dios: Un ser en tres personas]. T. & T. Clark, Edimburgo, Escocia, 1996, p. 102. Ibíd., p. 170.
[21]
Ibíd., p. 170.
[22]
Marcel Gabriel, The Mystery of Being: Faith and Reality [El misterio del ser: fe y realidad], Lanham, New
York, 1951, p. 8.
[23]
Caird, G.B., The Language and Imagery of the Bible [El lenguaje y las imágenes de la Biblia], Eerdmans,
Grand Rapids, 1997, p. 18.
[24]
Barth, Karl, Church Dogmatics [Dogmas de la Iglesia], 2.1. T. & T. Clark, Edimburgo, 1957, pp. 257-58.
[25]
Torrance, Christian Doctrine of God [La doctrina cristiana de Dios], p. 40.
[26]
Para una discusión muy competente de Otto, vea John Maquarrie en In Search of Humanity [En búsqueda
de la humanidad], Crossroad, New York, 1983, pp. 202, 206.
[27]
Zizioulas, John, Being as Communion [Existencia en términos de comunión], St. Vladimírs Seminary
Press, Crestwood, N.Y., 1985, pp. 91, 269.
[28]
Jenson, Robert, Systematic Theology, vol. 2 [Teología Sistemática], Oxford University Press, New York,
1999, pp. 63-68.
[29]
Mascall, E.L., The Openness of Being [ ],Westminster, Philadelphia, PA, 1971, p. 278.
[30]
Pascall, Blaise, Penseés, [Pensamientos] traducción al inglés, A.J. Krailsheimer. Penguin, New York 1966,
p. 347.
[31]
Grenz, Stanley J., The Social God and the Relational Self: A Trinitarian Theology of the Imago Dei [El
Dios social y el yo racional: Una teología trinitaria de la Imago Dei], Westminster, John Knox, Louisville,
2001, p. 96.
[32]
Ver Filipenses 2:3 y Romanos 15:1-4.
[33]
Torrance, Christian Doctrine of God, p. 123.
[34]
Ver Martín Buber, I and Thou [Yo y tú], Scribner, New York, 1957.
[35]
Wojtyla, Karol, The Jeweler’s Shop [La joyería], St, Ignatius Press, San Francisco, 1982, pp. 47-48.
[36]
Brunner, Emil, Man in Revolt [El hombre en rebelión], Westminster, Philadelphia, 1947, pp. 136-37.
[37]
Ibid., p. 130
[38]
Ibid., p. 480.
[39]
Marcel, Gabriel, The Mystery of Being: Reflection and Reality (El misterio del ser: reflexión y realidad],
vol. 2, Lanham, New York, 1951, pp. 33-34.
[40]
Sachs, Joe, "God of Abraham, Isaac and Jacob" [El Dios de Abraham, Isaac y Jacob], The Great Ideas
Today [Las grandes ideas de hoy], ed. Mortimer Adler, Enciclopedia Británica, Chicago 1988, p. 227.
[41]
Ibid.
[42]
Ver Lesslie Newbigin, The Light has come [La luz ha venido], Eerdmans, Grand Rapids, MI, 1982, pp. 39-
40.
[43]
Jenson, Robert, America's Theologian: A Recommendation of Jonathan Edwards [El teólogo de
norteamérica: Una recomendación de Jonathan Edwards], Oxford University Press, New York, 1988, pp. 140,
148.
[44]
Ibid.
[45]
Friedrich Buchsel, "erizeia" Theological Dictionary of the New Testament, ed. ["erizeia" Diccionario
teológico del Nuevo Testamento].
[46]
Hatch, Edwin, «Breath on Me, Breath of God» (Sopla en mí, aliento de Dios], The United Methodist
Hymnal [El himnario de los Metodistas Unidos], United Methodist Publishing House, Nashville, TN, 1989, no.
420.
[47]
Matheson, George, «Make Me a Captive, Lord» [Hazme un prisionero, Señor], The United Methodist
Hymnal [El himnario de los Metodistas Unidos], United Methodist Publishing House, Nashville, TN, 1989, no.
421.
[48]
Wesley, John, A Plain Account of Christian Perfection [Un relato sencillo de la perfección cristiana],
Epworth, Londres, 1952, p. 90.
Table of Contents
Título
Contenido
1. UN NUEVO CONCEPTO DE DIOS
2. EL NIVEL DE INTIMIDAD QUE DIOS DESEA
3. LA PERSONA Y EL CONCEPTO DE DIOS
4. EL PROBLEMA HUMANO
5. EL CAMINO DE LA SALVACIÓN
6. EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN
Notas

También podría gustarte