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Dennis F. Kinlaw
(2009)
Contenido
4. EL PROBLEMA HUMANO
5. EL CAMINO DE LA SALVACIÓN
6. EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN
Notas
Capítulo 1
Sin embargo, ¿cómo podemos saber cómo es Dios? Yehezkel Kaufman es de gran
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ayuda en este punto. En su obra excelente sobre la religión de Israel, insiste que todas
las religiones del mundo se pueden clasificar en dos categorías.
La primera categoría incluye todas las religiones que son básicamente naturalistas
y se expresan a sí mismas mediante el panteísmo o el politeísmo. Todas estas
religiones ven todas las cosas como un todo sin ruptura y el ser divino como parte
integral de ese total, o también pueden ver al ser divino como un nombre para el total
del cual todos participamos. Algunas de esas religiones hablan del ser divino como de
aquello que permea el total en el cual todos participamos. Esto es el panteísmo, tal
como lo podemos ver en el hinduismo y en las ideas contemporáneas de la Nueva Era.
El otro grupo dentro de esta categoría ve la naturaleza como conteniendo lo
divino. Lo divino se manifiesta en fuerzas múltiples, cada una de las cuales tiene su
propia individualidad y se debe adorar por sí misma. Así los griegos podían hablar de
Uranos (los cielos), Gaia (la tierra), Oceanos (los océanos), y Cronos (el tiempo); tal
como los romanos consideraban seres divinos primordiales al Sol y a la Luna. Las
culturas del mundo del antiguo Mediterráneo tenían todas el mismo Panteón, excepto
que usaban nombres diferentes. Así, los griegos hablaban de Afrodita y los romanos de
Venus, aunque ambas civilizaciones hablaban del mismo factor en la vida humana.
Derivamos nuestra palabra afrodisíaco del nombre de Afrodita. Cuando hablaban de
Afrodita y Venus, los griegos y los romanos se referían a la fuerza erótica que atrae el
hombre a la mujer y la mujer al hombre. A tales fuerzas naturales se les atribuía una
personalidad y luego se adoraba como si fueran dioses individuales. Hasta aquí hemos
conocido este tipo de politeísmo clásico en las religiones del antiguo Medio Oriente y
en las civilizaciones griega, romana y egipcia, en el mundo del Mediterráneo. Algunas
versiones parecidas aún se hallan entre aquellos a quienes consideramos las personas
más primitivas entre los pueblos de la tierra. En la actualidad estas vertientes están
reapareciendo en nuestro mundo postmoderno a través de las enseñanzas y prácticas de
la Nueva Era.
El segundo grupo del cual habla Kaufman, es decir las religiones monoteístas,
contiene tres expresiones distintas, cada una de las cuales no está anclada en la
naturaleza (a diferencia con el panteísmo y el politeísmo) sino en la historia. Estas
religiones son el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Uno reconoce
inmediatamente que estas tres son religiones históricas relacionadas con Israel y la
Biblia hebreacristiana. Las raíces de las tres se remontan hasta Abraham y su mundo.
Estas tres religiones ven a la naturaleza no como un ser divino, sino como una
[2]
expresión creada de un Dios supremo que trasciende la naturaleza. Dios no es parte
de la naturaleza y no debe confundirse con nada dentro de ella. Para estas tres
religiones, mezclar la naturaleza y lo divino es ser culpable de idolatría, es decir adorar
a aquello que no tiene existencia por y en sí mismo sino que es el producto de uno más
allá de sí mismo, de quien proviene y de quien depende su misma existencia. En otras
palabras, todas estas religiones monoteístas hacen una distinción ontológica entre el
Creador y la creación.
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El análisis de Kaufman es absolutamente preciso y no admite debatirse. Esto
significa que debemos estarle agradecidos por simplificar nuestro problema,
especialmente si sentimos que necesitamos un Dios que puede hacer una diferencia
notable en la raza humana, o un Dios quien pueda ayudarnos en forma personal. El
politeísmo y el panteísmo no tienen respuesta para el problema del mal porque ambos
consideran al mal como parte del mundo divino y del mundo humano. Para ellos,
cuando nosotros hablamos de «malo» y «divino» no son conceptos separables, ya que
el mal en el mundo está dentro del ser divino. No existe nada sino «nosotros». No hay
nada más allá que sea ontológica y moralmente diferente de nosotros a quien podemos
invocar y a quien solicitarle ayuda. Por lo tanto, la historia, al igual que la naturaleza,
se ve como repetitiva, y el futuro no puede ser esencialmente diferente al pasado ya
que no existe una realidad personal trascendente y transhistórica que pueda hacer una
diferencia. Por otra parte, los conceptos de la posibilidad de un nuevo mundo, de una
nueva sociedad y de un tipo diferente de ser humano han llegado a nuestra cultura
desde las escrituras hebreo-cristianas como resultado de la naturaleza del Dios de la
Biblia.
Kaufman nos ayudó a dar el primer paso, pero el segundo es igualmente
importante. Existe un Dios trascendente, ¿pero cuál es la naturaleza de semejante
Dios? Una lectura cuidadosa de la literatura de las tres religiones monoteístas mostrará
diferencias radicales entre esas tres expresiones religiosas y no hay un lugar donde se
hagan más patentes que cuando intentan representar al ser de Dios.
Es mi convicción que la circuncisión tiene otro significado muy importante, es decir, que
todas las personas que profesan esta opinión-es decir aquellos que creen en la unidad de
Dios-deberían mostrar una marca en el cuerpo que los una e identifique, de tal modo que
aquellos que no pertenecen a esa convicción no puedan decir que son uno de ellos, mientras
son extraños ... La circuncisión es un pacto hecho por Abraham nuestro padre a la luz de su
creencia en la unidad de Dios. Por ende, todos los que se circuncidan se unen al pacto de
[4]
Abraham.
El Corán destaca de manera muy particular que Alá no tiene hijos (2116, 1935,
19:90-93, 112:3). Él reina por sí solo.
El cristianismo se une al judaísmo y al islamismo en su afirmación que hay un
solo Dios. Jesús afirma de manera firme que él y Moisés provienen de la misma
tradición y adoran al mismo Dios (Juan 5:45-46). Dios es uno solo y se debe amar con
una devoción única y exclusiva (Marcos 12:29-30). Pablo, como un buen judío que
era, también proclama su monoteísmo: «De modo que, en cuanto a comer lo
sacrificado a los ídolos, sabemos que un ídolo no es absolutamente nada, y que hay un
solo Dios. Pues aunque haya los así llamados dioses, ya sea en el cielo o en la tierra (y
por cierto que hay muchos "dioses" y muchos "señores"), para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más
que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual
vivimos» (1 Corintios 8:4-6). Para el cristiano, al igual que para el buen judío y el
devoto musulmán hay un solo Dios y es el único Dios.
Pero hay una diferencia. Cuando los cristianos dicen que Dios es uno, la unicidad
de la cual hablan no es la misma unicidad de la cual hablan los judíos y musulmanes.
No es la unicidad de una mónada, de un solo ser divino que es simple en su naturaleza.
Los cristianos creen que dentro de esta unidad hay diferencias personales. Noten el
pasaje que acabamos de mencionar escrito por el apóstol Pablo. En este se afirma la
unicidad de Dios pero de manera inmediata agrega: «para nosotros no hay más que un
solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un
solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos»
(8:6).
Lo que Pablo añade acarrea implicaciones radicales.
LA DIFERENCIA: JESÚS
Dios es familiar
Esta noción hebraica del diálogo con el Creador—una especie de libertad absoluta para
responder—es, sin embargo, en lo que concierne al cristiano, sobrepasada por la noción de
un diálogo que, si se permite el término, precede al acto original de la creación: una
conversación de las personas dentro del Dios trino. Dios hablando a sí mismo en su Palabra
y oyéndose a sí mismo en su Espíritu: expresándose a sí mismo en su Hijo y recibiéndose a
sí mismo en su Espíritu. Es solo por la acción de la Trinidad que el mundo se creó y se
mantiene. La respuesta que la criatura ofrece, como en el caso de la oración, no es tanto una
respuesta a Dios—nuestro diálogo con él—como una participación en un diálogo que ya
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existe: la conversación eterna de Dios consigo mismo.
Dios es libre
Dios en su vida interior es uno, y sin embargo, esa unidad tiene una orientación
hacia otro, en amor que se entrega. Esto nos lleva a reconocer otro factor que enriquece
nuestra visión. La vida interior de Dios se caracteriza por libertad responsable. No
existe ninguna fuerza fuera de Dios en su unidad o más allá de las personas dentro de
esa unidad. La soberanía caracteriza la relación de Dios con su creación, pero este no
es un factor dentro de la vida interna de Dios. Un amor orientado hacia otro reina allí,
y el amor solo es posible cuando existe libertad. El Padre puede jugar un rol diferente
al del Hijo, pero la relación es entre personas que son iguales en esencia. El liderazgo
del templo en Jerusalén comprendió muy bien este hecho. Luego que Jesús sanó al
paralítico en el estanque de Betesda en un día sábado, le acusaron de hacerse a sí
mismo igual a Dios. Después que Jesús le restauró la vista al ciego de nacimiento
(Juan 9), los dirigentes judíos insistieron en que Jesús afirmaba ser Dios (Juan 10:33).
Jesús no refutó la acusación. Por el contrario, con toda sencillez afirmó que estaba
cumpliendo con el trabajo que el Padre le había asignado y lo estaba haciendo en el
espíritu del amor que se sacrifica a sí mismo.
No existía ninguna compulsión en esta relación entre el Padre y el Hijo. La
relación de Jesús con el Padre se caracterizaba no por la necesidad, sino por el amor y
la libertad responsable dentro de ese amor. Jesús recibió su autoridad del Padre para
que pudiese cumplir con la voluntad de su Padre, pero la cumplió porque eligió hacerla
en forma libre. Él pondría su vida por el mundo para agradar al Padre, pero de
voluntad propia. Nadie forzó a Jesús a realizar el sacrificio que hizo. Sería un acto
voluntario, un sacrificio de amor de dos dimensiones. Jesús quería agradar al Padre, y
también amó al mundo. Él eligió morir, no fue un mártir. Su vida nadie se la quitó; él
la entregó. Este hecho hace de la cruz una ventana a través de la cual podemos ver con
claridad la naturaleza de Dios. El Padre y el Hijo son uno en esta acción. Aquí vemos a
Dios tal cual es. La vida de Jesús fue una de obediencia libre y amorosa a su Padre. Su
única decisión autónoma, tal como Juan nos indica, fue hacer la voluntad de su Padre,
y eso lo hizo enteramente libre (Juan 10:18). La ventana de la encarnación y la cruz
nos ofrece un cuadro del ser interior de Dios como la comunión libre de personas
orientadas hacia el otro, viviendo en un diálogo basado en el amor que se entrega. Este
Dios, insistió Jesús, es el Dios de Israel que se llama a sí mismo santo y nos ordena a
nosotros que seamos semejantes a él en este aspecto.
Entender a Dios como una trinidad de personas libres nos ofrece una de las
diferencias más notables entre el monoteísmo del cristianismo y las otras religiones
monoteístas. En el judaísmo y el islamismo, Dios es un solo ser sin rivales ni
competidores; reina solo y sin desafíos. El énfasis en estas dos religiones es
primordialmente sobre la voluntad soberana de Dios: no tiene que rendirle cuentas a
nadie. Si Dios es caprichoso, su capricho está bien ya que solo él es Dios. Si ama, es
algo que él escoge hacer, uno de sus actos volitivos. No es quien es. Si hace
misericordia, es una decisión que hace, no necesariamente una expresión de su
naturaleza eterna.
Estas creencias crean un ambiente en el cual Dios y sus adoradores viven y se
mueven. En esos monoteísmos el énfasis se pone de manera primordial en el
desempeño, en la obediencia a la voluntad soberana del Dios soberano. La salvación
en este caso es una recompensa por la obediencia de uno. Por otro lado, en el
cristianismo la voluntad de Dios también es suprema, pero su voluntad está
condicionada por la interrelación en amor de las tres personas que constituyen la
Divinidad. El contexto interpersonal es crucial, ofreciendo una atmósfera de confianza
más que de mera conformación externa, y proveyendo la salvación con un regalo de
gracia en lugar de una recompensa por las buenas obras que uno pueda realizar.
Cada uno de los tres modos en el cual subsiste el amor de Dios se puede concebir solo con
relación a los otros dos. El Padre, como la expresión suprema del amor sacrificial no puede
existir sin el Hijo que lo reciba. Pero siendo que el Hijo no recibe algo, sino todo, él existe
solo en y a través de dar y recibir. Por otro lado, Jesús nunca hubiera recibido el amor
sacrificial del Padre si se lo hubiera guardado para sí mismo y no lo hubiera devuelto a su
vez. Por tanto, existe solo mientras recibe en plenitud del Padre y se da a sí mismo en
plenitud al Padre, o, tal como se expresa en la oración sacerdotal de Jesús, glorifica al Padre
a su vez. Como una existencia que se debe totalmente a otro, en consecuencia el Hijo es pura
gratitud, es la Eucaristía eterna, pura obediencia en respuesta a la palabra y a la voluntad del
Padre. Este amor recíproco, sin embargo, se extiende más allá de sí mismos; se puede
considerar únicamente puro si se vacía a sí mismo y se entrega a otro; por tanto, estos dos en
uno en pura gracia, incorporan un tercero en quien existe el amor como puramente recibido,
un tercero quien recibe su ser del amor mutuo entre el Padre y el Hijo. Las tres personas de
la Trinidad son por lo tanto pura relacionalidad; son relaciones en las cuales la única
naturaleza de Dios existe en tres modos distintos y no intercambiables. Estas son relaciones
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subsistentes.
Lo que Jesús comenzó cuando insistió que Dios era su Padre y que él y el Padre
eran uno fue una revolución completa en la comprensión humana de la Divinidad y su
relación con el género humano. Aquellos que conocieron a Cristo y aceptaron sus
enseñanzas nunca más pudieron pensar en Dios de la misma manera. A la iglesia le
tomó siglos pensar todas las implicaciones de lo que habían aprendido a través de
Jesús. Con él comenzó una revolución intelectual que no tendría comparación en toda
la historia humana en cuanto a cómo comprendemos a Dios, al mundo y a la criatura
humana. La única cosa análoga en la historia del pensamiento humano es la revolución
en la comprensión de Dios que vino a y a través de Moisés durante el Éxodo y las
experiencias en el monte Sinaí. En aquel tiempo, las personas podían salirse del primer
grupo de religiones que menciona Kaufman, aquellas que estaban enraizadas en la
naturaleza sin un creador personal trascendente. La doctrina de Génesis de la creación
ex nihilo era la piedra angular de esta revolución. El Antiguo Testamento nos ofrece
un testimonio especial en cuanto al desarrollo de la comprensión implícita en la
revelación que llegó a Moisés. Isaías, construyendo sobre el fundamento colocado por
Moisés, nos ofrece un cuadro muy rico de un Dios que es uno solo y único, sin rivales
ni competidores, cuyos propósitos para la creación son plenamente redentores.
Escuchemos a Yahvé mientras nos habla a través de su profeta:
De esta manera Moisés dio al mundo una nueva comprensión de un Dios más allá
de todos los dioses, un Dios quien creó de la nada todo lo que existe. Dios es uno, pero
ese hecho no es similar con ser un ser único. Más bien, lo caracteriza un amor interior
e interpersonal entre las personas de la Trinidad. La diversidad en la unidad es la
segunda gran revolución intelectual, y a la iglesia le tomó siglos tratar de expresar y
definir con claridad lo que Jesús había revelado.
Dios es santo
El hecho que el Dios santo anhele una relación íntima y personal con sus
criaturas, en forma inevitable, siempre creará tensión. El propósito de la creación era
que Dios pudiese tener personas con quienes establecer comunión basándose en el
amor. En el clímax de la historia de la creación, Yahvé se acerca en lo fresco del día y
busca a sus criaturas. El Dios que conocemos en el Nuevo Testamento nos muestra a
Cristo golpeando a la puerta y al buen pastor buscando a su oveja perdida. Este Dios es
el mismo que hizo todas las cosas y busca tener comunión con sus hijos. La creación
hallaría su sentido final en una relación de confianza y amor sacrificial. La relación
entre Yahvé y Abraham se nos describe como una amistad. La figura es la de dos
amigos caminando juntos.
El libro de Éxodo nos describe con claridad cómo Dios anhela establecer una
relación con todo su pueblo basándose en el amor sacrificial y la confianza. El clímax
de Éxodo es la construcción del tabernáculo para que así Dios pudiese habitar en
medio de su pueblo. Lo que haría Israel diferente a todas las otras naciones sería la
presencia salvadora de Dios en su medio. El libro de Éxodo nos ofrece una serie de
detalles muy específicos en cuanto a cómo el tabernáculo se tenía que construir. Estos
detalles no fueron dados para aburrirnos sino para hacernos saber que Dios quiere vivir
en intimidad con sus criaturas. Su nombre es Emmanuel, Dios con nosotros.
El único problema es que las criaturas de Dios no son semejantes a él. Él, por
naturaleza, es santo y ellos como consecuencia del pecado no lo son. Él, por
definición, es justo, pero ellos por culpa de la caída no lo son. Él es la fuente de todo
bien, pero ellos, como se separaron de él, no son buenos. Él es amor y se preocupa con
intensidad por sus criaturas, pero ellos están centrados en sí mismos y están dispuestos
a usar a sus propios prójimos para alcanzar sus fines. El amor de Dios, por lo que es
santo y bueno, hace que él sea hostil a toda la destrucción que trae el no ser santo y
bueno. Incluso más, el Antiguo Testamento insiste que tal realidad enoja a Dios y
provoca su ira divina. Su misma bondad significa que debe destruir todo lo que sea
malo. Esto crea una tensión peligrosa en la relación entre los humanos, con su
inclinación al pecado, y Dios quien es amor santo en sí mismo.
Hallamos este concepto en la arquitectura y el ritual del templo. Las gradas de
acceso al interior del templo y el sistema de ofrendas sacrificiales nos señalan la
seriedad vital que tiene nuestra relación con Dios. Si lo hacemos bien, es la misma
fuente de la vida. Si lo hacemos mal, la promesa de muerte, muerte eterna, está
inherente en ella. La habitación central del templo se llamaba el Lugar Santísimo,
porque allí el santo habitaba entre los querubines. Su trono tenía dentro del arca las
tablas de la ley dadas a Moisés en el Monte Sinaí. Uno jamás podría haber tenido
comunión con Dios aparte de la presencia de esa ley. Ni siquiera el sumo sacerdote,
quien entraba solo al Lugar Santísimo, para representarse a sí mismo y al pueblo, podía
entrar sin sacrificio de sangre que se ofrecía para cubrir los pecados del sacerdote. No
podía haber comunión con Dios aparte de este sacrificio de vida. Y, sin embargo, este
ser santo buscó la comunión con aquellos que son radicalmente distintos a él.
El mismo ambiente del templo hablaba de lo diferente que es Dios. No obstante,
la atmósfera estaba cargada de indicaciones que Jehová buscaba comunión íntima con
su pueblo. En realidad, Dios quería que su pueblo fuese semejante a él. En el corazón
de las instrucciones en cuanto al tabernáculo y cómo debía adorarse se halla el
mandamiento de Yahvé: «sed santo porque yo soy santo». Pero si la gente llegaría a
ser como él, debían saber cómo es él. Dios no introdujo este sentir de tensión para
desalentar a su pueblo a establecer una comunión cercana e íntima con él. Más bien, lo
hizo para asegurarse que ellos no perdiesen la bendición de su presencia. Era para
protegerlos de que cayesen en la trampa de pensar que la comunión con Dios es en
realidad una mera comunión religiosa con uno mismo.
Una de las evidencias primordiales de que Dios quería a Israel para sí mismo,
mediante una relación especial y única, es que él les dio a conocer su nombre. Dios se
lo reveló a Moisés y llegó a ser la posesión más preciosa de la nación. Así llegaron a
ser «el pueblo del nombre». Cuando uno conoce el nombre de otra persona, entonces
puede establecer una relación que es imposible para los demás. Es más, en cierto
sentido podemos decir que saber el nombre de una persona es tener una medida de
control sobre la atención de esa persona. Cuando Yahvé le reveló a Israel su nombre,
quería decir «ustedes pueden tener mi atención de un modo muy especial y personal».
Con todo, había una condición. Ese nombre no se podía usar de manera inapropiada ni
descuidada. Uno de los Diez Mandamientos trataba con este asunto (Éxodo 20:7). El
pueblo de Dios no podía tomarlo en vano. Los judíos tomaron este mandamiento con
tanta seriedad, que por temor a violar este mandamiento comenzaron a sustituir el
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nombre personal de Dios por el de Señor.
Aunque Dios le dio a su pueblo su propio nombre y anhelaba tener comunión con
ellos, decidieron hacer las cosas a su manera y poner su confianza, no en su Hacedor y
Sustentador, sino en sí mismos. Siendo que Dios es la fuente de vida y bondad,
separarse de él significó el advenimiento de la muerte y el mal. Como Dios conocía
muy bien el potencial destructivo de la rebelión humana, las consecuencias
increíblemente trágicas que traería y la perversión total de su propósito para la
creación, Dios se airó sobre manera ante el pecado humano.
El deseo de Dios de establecer una relación íntima con su creación se hace aún
más evidente con la aparición de Cristo. El deseo, expresado e implícito en el antiguo
pacto, se hace plenamente comprensible en la encarnación. Dios no solo quiere vivir
en medio de su pueblo en el templo. Él tomó nuestra naturaleza, así podía ser uno con
nosotros y darnos su Espíritu para de ese modo poder morar dentro de nosotros. Ahora
nosotros debemos ser el templo del Dios viviente. Él llegó a ser uno de nosotros para
que nosotros pudiésemos llegar a ser hermanos y hermanas para él, e hijos e hijas del
Padre. El sentimiento de identificación e intimidad con Dios, que estaba latente en el
pacto antes que viniese Jesús, ahora a través de Cristo llega a ser el privilegio de cada
creyente.
Esta nueva relación no conduce a una intimidad fácil o casual. El Padre sigue
siendo el Santo, el Juez justo. El Dios de Belén, el aposento alto, y el Calvario es el
mismo Dios del monte Sinaí. Aún habrá un juicio final, pero el Padre nombró a otro,
para ser Juez en su lugar. Él asignó esa tarea a su Hijo, por tanto, cada ser humano
tendrá que comparecer delante de Jesús, ni más ni menos, quien también es un ser
humano. El juez eterno será uno que estuvo donde nosotros estamos, quien tiene
nuestra misma carne. Él es el Hijo eterno de Dios, pero también es nuestro hermano.
Dios reconoce las diferencias entre Dios y los humanos pero de manera sacrificial
cubre la distancia. Aún más, Dios quiere que la humanidad participe en la comunión de
amor que es la vida interna de Dios. Aunque debemos reconocer que esto no llega de
modo fácil.
La razón de la encarnación, la razón por la cual Jesús vino a nuestro mundo, es
que Dios no quiere vivir a la distancia con nosotros. Él anhela que esa distancia se
acorte. Pero para que eso suceda algo tiene que hacer posible que las criaturas
humanas, centradas en sí mismas, se puedan sentir cómodas en la presencia de un Dios
santo. Las personas deben llegar a participar en el amor santo y sacrificial de Dios, lo
que requiere más que un cambio en la conducta. También demanda un cambio de
naturaleza. Esta es la razón por la cual la metáfora de la familia está tan cercana al
corazón de la relación. Dios, el Padre, quiere para sí hijos e hijas, no solo siervos. Más
que un cambio en nuestro estado legal delante de él, Dios busca personas en quienes
pueda fluir la misma vida que existe en él. El perdón no es suficiente. Dios quiere una
internalización de sus valores y modo de conducta que nos hará eternamente
compatible con él. Nosotros debemos ser regenerados para sentirnos cómodos en
nuestra nueva familia y devolver en forma recíproca el amor que el Padre nos extiende.
Jesús nos muestra el deseo que Dios tiene de un número creciente de hijos e hijas.
Debemos relacionarnos con el Padre tal como Jesús se relacionaba con él.
El Padre, no obstante, quiere más que hijos e hijas para sí mismo. Cuando él creó
la raza humana tenía un propósito adicional en mente: «buscó una esposa para su hijo»
únicamente las dos relaciones más íntimas que existen en la tierra, el matrimonio y la
familia, pueden describir los planes de Dios. Estas intenciones divinas se hacen claras
en las enseñanzas de Jesús, en los Evangelios y en el resto del Nuevo Testamento. El
Evangelio deja en claro que la razón de la encarnación y la expiación era prepararnos
para esa clase de comunión con Dios.
Implícita en las enseñanzas de Jesús está el potencial de una compatibilidad
íntima entre el Santo y cada una de sus criaturas humanas. El elogio más elevado que
se ofreció a los mortales se hace manifiesto en los propósitos de Dios para nosotros,
que están inherentes en las enseñanzas de Jesús. El «todo aquel» de Jesús significa que
todos podemos tener una relación con Dios; Dios considera a cada persona como
infinitamente digna. Por tanto, cuando él nos hizo nos creó para sí mismo, con la
capacidad de establecer una relación basada en el amor perfecto. Así él nos persigue
con su amor y en la práctica nos desea más que lo que nosotros podemos desearle a él.
¿Por qué Dios coloca un valor tan elevado sobre nosotros y las posibilidades de
entrar a su vida? Nuestro valor y propósito no son inherentes sino el resultado de la
misma naturaleza de aquel que nos hizo. De aquel que nos hizo en amor; por ende, las
obras de sus manos son expresiones de su amor. Una ilustración de esto es el término
que Dios utiliza para describir a su pueblo en Éxodo 19:5 «mi tesoro especial», este es
un término hebreo cargado de ternura que nos habla de un objeto lleno de belleza,
valor y deleite. Dios no sacó a su pueblo de la esclavitud egipcia para que llegaran a
ser libres únicamente. Tampoco los llevó a Canaán para que pudieran vivir vidas en
plenitud. Dios los trajo hacia sí mismo: «como os tomé sobre alas de águilas, y os he
traído a mí» (Éxodo 19:4). Esta es una historia de amor, y la medida del valor de Israel
no yace en la nación misma sino en el corazón del amante divino. Cuando Juan dice:
«de tal manera amó Dios al mundo», nos está diciendo en primer lugar algo acerca de
Dios pero también nos está diciendo algo en cuanto a nosotros. Dios nos ama porque él
es amor y ese amor nos da una dignidad eterna porque su amor es eterno.
Por tanto, para nosotros es posible llegar a participar de ese amor orientado hacia
los demás y sacrificial que es la esencia de la vida interna de Dios. Cuando Dios nos
creó nos hizo para tener compañerismo con la divinidad. Él nos quiere conocer y que
nosotros lo conozcamos a él. Esta es la razón por la cual el relato de Génesis nos dice
que fuimos creados en la misma imagen de Dios con la capacidad de responder en
libertad a la iniciativa del amor divino. Dios busca a aquellos que de manera voluntaria
eligen amarle. Él quiere a aquellos que llegarán a ser semejantes a él como para
disfrutar la compañía del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Esto nos conduce a otro paso radical para nuestra comprensión de Dios. Él es uno,
el Santo, el único Soberano y el Creador que de la nada hizo todo lo que existe con la
excepción de sí mismo. Los seres humanos no son Dios, y nunca podrán serlo. Como
tampoco los humanos podrán llegar a ser santos por sus propias fuerzas. Por tanto,
cuando la humanidad no pudo llegar a ser como Dios, Dios decidió hacerse humano.
El Hijo eterno de Dios se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiésemos llegar a
ser parte de la comunión que existe en la naturaleza íntima de Dios. En Cristo podemos
llegar a ser participantes de esa naturaleza orientada a los demás, que se da a sí misma
en amor santo, y que es la esencia del ser de Dios. El Dios a quien Jesús representa es
obvio que se deleita en nosotros y quiere que estemos cerca de él, mucho más cerca de
lo que jamás podríamos haber soñado.
La profundidad y la riqueza de la intimidad que Dios busca tener con nosotros son
tan vastas que ninguna metáfora humana es adecuada para expresarla. Como resultado,
hallamos tres metáforas que están presentes en forma universal, ya sea en forma
implícita o explícita dentro de la revelación bíblica y que de un modo único nos
indican con cuanta pasión Dios nos ama y quiere atraernos a una unión completa con
él. La primera metáfora surge del rol de Dios en la creación como juez soberano y
justo; la segunda, viene de la relación familiar que existe entre la primera y la segunda
persona de la Trinidad; y la tercera, del propósito eterno del Padre de encontrar una
esposa para su Hijo a través de la historia humana. El próximo capítulo nos dará el
cuadro de como esas tres metáforas se desarrollan en la revelación y en la historia.
Capítulo 2
La intimidad que Dios busca establecer con sus criaturas humanas se hace
evidente en forma muy dramática en las metáforas que se usan para describir nuestra
relación con él. Las tres se desarrollan de manera extensa en las Escrituras.
LA METÁFORA REAL/LEGAL
El SEÑOR es rey:
que tiemblen las naciones.
-Él tiene su trono entre querubines:
que se estremezca la tierra.
Grande es el SEÑOR en Sion,
¡excelso sobre todos los pueblos!
Sea alabado su nombre grandioso e imponente:
¡él es santo!
Rey poderoso, que amas la justicia:
tú has establecido la equidad
y has actuado en Jacob con justicia y rectitud.
Exalten al SEÑOR nuestro Dios;
adórenlo ante el estrado de sus pies:
¡él es santo!
LA METÁFORA FAMILIAR
La segunda metáfora es la familiar. Esta metáfora tiene sus comienzos desde los
primeros tiempos del Antiguo Testamento y se desarrolla lentamente hasta alcanzar el
lugar central que ocupa en la vida y las enseñanzas de Jesús. Cuando Dios llamó a
Moisés para que fuese el libertador de los descendientes de Abraham de la esclavitud
egipcia, instruyó a Moisés que le dijera a Faraón que dejara ir al «hijo» de Yahvé.
Yahvé habla de Israel diciendo que es «SU hijo primogénito» (Éxodo 4:22-23). De un
modo claro Dios ve a su familia extendiéndose un día más allá de las fronteras de
Israel. Israel debe ser la puerta por la cual otros hijos serán traídos a él. Así, el llamado
de Dios a Moisés es una extensión de la promesa hecha a Abraham que a través de él
serían benditas todas las familias de la tierra.
Yahvé considera su relación con Israel como una relación familiar. Esto se
confirma con la matanza de los hijos primogénitos de los egipcios en la noche de la
Pascua. Para Yahvé era cuestión de intercambio entre los primogénitos de Egipto y su
primogénito. Quién puede sorprenderse entonces que hallemos a Moisés al final de sus
días discutiendo con la nación usando las siguientes palabras:
La relación de Yahvé con Israel es una muy tierna. Notemos las palabras de Yahvé en
el libro de Oseas:
Mi Dios se ha reconciliado
Su voz perdonadora escucho;
Me adopta como hijo,
No puedo ya temer;
Con confianza me acerco,
[12]
Y «Padre, Abba Padre» exclamo.
LA METÁFORA NUPCIAL
La tercera metáfora es incluso mucho más íntima que la que existe entre un padre
y un hijo. Nos llega desde la más íntima de todas las relaciones humanas, es decir,
cuando un hombre y una mujer unen sus vidas mediante el pacto del santo matrimonio.
La imagen bíblica más conocida y más gráfica se halla en la vida del profeta Oseas.
Yahvé instruye a Oseas: «La primera vez que el Señor habló por medio de Oseas, le
dijo: “Ve y toma por esposa una prostituta, y ten con ella hijos de prostitución, porque
el país se ha prostituido por completo. ¡Se ha apartado del Señor!”» (Oseas 1:2).
Yahvé define su relación y pacto con Israel en términos maritales, y considera que es
apropiado que su profeta ilustre con su propia vida la situación en la que el mismísimo
Yahvé se encuentra. Yahvé ve a Israel como una esposa infiel, y quiere que su
representante ilustre el dolor que experimenta en su propia persona.
Ezequiel retoma este tema y lo convierte en una filosofía de la historia para el
pueblo de Israel (Ezequiel 16). Él describe a Israel como la hija de un padre amorreo y
una madre hitita, a quien sus padres abandonaron en el desierto para dejarla morir.
Yahvé vio a esa niña abandonada y la adoptó como propia, lavándola, alimentándola y
vistiéndola. Cuando la hija llega a la edad del amor, Yahvé la elige para que sea su
prometida y la reclama para sí mismo. La afirmación de Yahvé es: «y fuiste mía»
(16:8; cf. con Éxodo 19:4; Cantares 2:16). Con todo, Israel tuvo un corazón
descarriado y se entregó a otros amantes. Desde el punto de vista de Ezequiel, el pacto
del Sinaí era semejante a un pacto nupcial, y la elección de Israel se debía concebir en
términos de un matrimonio. Debido a que creemos que el texto es inspirado,
reconocemos que lo que se nos dice no es el punto de vista personal del profeta sino
del mismo Yahvé.
Del mismo modo, Jeremías habla acerca de la elección que Dios hizo de Israel en
términos maritales cargados de ternura. No desarrolla la metáfora de un modo tan
extenso como lo hace Ezequiel, pero aun así nos sirve como su marco de referencia:
Isaías refleja el mismo paradigma para entender la relación de Yahvé con Israel:
Ya no te llamarán «Abandonada»,
ni a tu tierra la llamarán «Desolada»,
sino que serás llamada «Mi deleite»;
tu tierra se llamará «Mi esposa»;
porque el SEÑOR se deleitará en ti,
y tu tierra tendrá esposo.
Como un joven que se casa con una doncella,
así el que te edifica se casará contigo;
como un novio que se regocija por su novio,
así tu Dios se regocijará por ti.
(Isaías 62:4-5)
Los judíos le dan una importancia primordial a este párrafo, ya que Hefzi-bá en
hebreo significa «mi deleite está en ella». Beula en hebreo significa «casada», por
tanto, esta tierra de Beula, o «tierra prometida», es una «tierra casada».
Este modo de pensar en cuanto a la relación entre Yahvé e Israel comenzó mucho
antes que aparecieran los profetas. Esto se puede ver en el uso que se hace del lenguaje
en cuanto a la idolatría y el adulterio de Israel desde sus mismos comienzos como
nación unida por un pacto con Yahvé. La metáfora del matrimonio permea el
pensamiento de Israel en modo tan profundo que en los tiempos del Antiguo
Testamento definió las palabras adulterio y prostitución. La desobediencia de Israel se
ve no solo como la ruptura de un código legal, sino como la violación de un pacto
personal matrimonial. La idolatría se define en términos de adulterio y prostitución tan
frecuentemente que cuando hallamos esas palabras, debemos constatar si se refieren a
prácticas sexuales o relaciones espirituales. ¡El adulterio es un sinónimo muy común
para las prácticas idólatras de Israel, pero la idolatría no se usa como sinónimo de
conducta sexual inapropiada!
La adoración de Israel a dioses paganos fuera de Yahvé se describe desde los
comienzos como prostitución. En Éxodo 34:15 Yahvé describe la adoración de ídolos
por parte de los pueblos vecinos a Israel en términos de prostitución (ver Levítico 17:7;
20:5). Cuando Dios se aparece a Moisés antes de su despedida final a la nación,
leemos: «Tú irás a descansar con tus antepasados, y muy pronto esta gente me será
infiel con los dioses extraños del territorio al que van a entrar. Me rechazarán y
quebrantarán el pacto he hice con ellos» (Deuteronomio 31:16, énfasis del autor).
Por lo tanto, debemos mirar la escena cuando el pacto se concertó en el Sinaí en
Éxodo 19-20 no solo desde la perspectiva legal/política. El pacto al cual Israel está
entrando tiene connotaciones legales, pero es mucho más que eso. Desde la perspectiva
de Dios es primordialmente nupcial. Dios está tomando una esposa para sí mismo. La
afirmación de Yahvé, tal como sugerí anteriormente, revela una nota de profunda
ternura: «Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia
mí como sobre alas de águila» (Éxodo 19:4, énfasis del autor).
La mayoría de los eruditos del Antiguo Testamento coinciden en que lo que pasó
en el Sinaí se debe interpretar a la luz de los pactos de soberanía del antiguo Medio
Oriente. Esto tiene mucho de sentido común. Sin embargo, bueno también es
preguntarse cómo Yahvé concibió esta relación. No debemos determinar el carácter de
Yahvé por las concepciones populares de la divinidad en el mundo de aquellos días.
Tampoco debemos limitar nuestra comprensión del pacto de Israel con Yahvé
haciéndolo igual a los pactos existentes entre otros pueblos paganos y sus dioses o
soberanos. Más bien debemos ver la relación establecida en Sinaí entre Yahvé e Israel
desde la perspectiva de la naturaleza de Yahvé tal como la entienden los profetas,
Jesús, y los escritores del Nuevo Testamento.
William Dumbrell, al analizar Isaías 54, da la impresión de estar de acuerdo con
nuestro análisis. El profeta Isaías está pronunciando una palabra de esperanza para
Sión en su exilio:
«No temas,
porque no serás avergonzada.
-No te turbes,
porque no serás humillada.
-Olvidarás la vergüenza de tu juventud,
y no recordarás más el oprobio de tu viudez.
Porque el que te hizo es tu esposo;
su nombre es el SEÑOR Todopoderoso.
-Tu Redentor es el Santo de Israel;
¡Dios de toda la tierra es su nombre!
El SEÑOR te llamará
como a esposa abandonada;
-como a mujer angustiada de espíritu,
como a esposa que se casó joven
tan sólo para ser rechazada
-dice tu Dios-.
Te abandoné por un instante,
pero con profunda compasión volveré a unirme contigo.
Por un momento, en un arrebato de enojo,
escondí mi rostro de ti;
-pero con amor eterno te tendré compasión
-dice el SEÑOR, tu Redentor-
(Isaías 54:4-8).
Dumbrell comenta:
Los escritores del Nuevo Testamento dieron por sentado este modo de pensar en
cuanto a Yahvé y su relación en términos nupciales con Israel, y nunca lo explicaron
pensando que los lectores lo entenderían. El primer ejemplo que se hace obvio está en
la historia de Juan el Bautista. Sus discípulos vieron que las multitudes que un día
siguieron a su maestro ahora comenzaban a seguir a Jesús. Los discípulos de Juan se
preocuparon cuando vieron que los discípulos de Jesús bautizaban a un mayor número
que los de Juan. Así fue que le trasmitieron la inquietud a su maestro. La respuesta que
Juan ofrece es digna de mencionarse:
—Nadie puede recibir nada a menos que Dios se lo conceda—les respondió Juan—. Ustedes
me son testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él.” El
que tiene a la novia es el novio. Pero el amigo del novio, que está a su lado y lo escucha, se
llena de alegría cuando oye la voz del novio. Ésa es la alegría que me inunda. A él le toca
crecer, y a mí menguar (Juan 3:27-30, énfasis del autor).
En otras palabras, Juan entendió su relación con Jesús como la del mejor amigo
que acompaña al novio en el día de su boda. Para él la misión de Cristo se explicaba en
términos nupciales. Tal vez el hecho más revelador del párrafo es que el autor no
intenta explicar su uso de esta metáfora. Es evidente que esperaba que sus lectores ya
estuvieran familiarizados con ella.
Jesús usa la misma figura de lenguaje para explicarse a sí mismo. Los tres
evangelios sinópticos nos cuentan la historia de las personas que vinieron a preguntarle
por qué sus discípulos no ayunaban. Estos individuos notaron que los discípulos de
Juan y de los fariseos tenían como hábito ayunar pero no los discípulos de Jesús. La
respuesta que Jesús ofrece deja en claro que el carácter nupcial de la elección de Israel
determinó cómo él entendía su propia misión: «¿Acaso pueden ayunar los invitados del
novio mientras él está con ellos? No pueden hacerlo mientras lo tienen con ellos. Pero
llegará el día en que se les quitará el novio, y ese día sí ayunarán» (Marcos 2:19-20,
énfasis del autor).
No nos debe sorprender, entonces, que Juan presente la boda de Caná de Galilea
como el principio de los milagros (señales) del ministerio público de Jesús. La
redención del mundo comenzó con una fiesta de casamiento y concluirá con la boda
entre Cristo y su iglesia. Esto nos debe ayudar a entender lo que Jesús quiso decir
cuando empezó una de sus parábolas diciendo: «El reino de los cielos es como un rey
que preparó un banquete de bodas para su hijo» (Mateo 22:2).
Los últimos seis capítulos del libro de Apocalipsis nos ofrecen el clímax de la
metáfora nupcial. La metáfora real/legal también se encuentra presente en el último
libro de la Biblia:
¡Aleluya!
Ya ha comenzado a reinar el Señor,
nuestro Dios Todopoderoso.
¡Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria!
(Apocalipsis 19:6-7).
Al final del libro se nos ofrece un cuadro del juicio final (Apocalipsis 20:4, 11-
15) y luego vemos la Nueva Jerusalén bajando del cielo «como una novia
hermosamente vestida para su prometido» (Apocalipsis 21:2). Uno de los siete ángeles
dice: «Ven, que te voy a presentar a la novia, la esposa del Cordero» (v. 9). No nos
debe sorprender entonces, que la invitación final a la salvación sea: «El Espíritu y la
novia dicen: "¡Ven!"; y el que escuche diga: “¡Ven!” El que tenga sed, venga; y el que
quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apocalipsis 22:17). La historia
humana que comenzó con una boda llega a su fin; la boda que tuvo lugar en el jardín
del Edén y toda otra boda en la historia humana, incluyendo la de Caná de Galilea,
prefiguraron este fin—una boda real—en la cual el Padre entrega una esposa a su hijo.
Es intrigante pensar que la institución humana social que llamamos el matrimonio
ya estaba en la mente de Yahvé desde antes de la creación del mundo y fue diseñada
como una herramienta pedagógica para enseñarle a la criatura humana en qué consiste
la verdadera historia de nuestro género. Tal vez el elemento más notable dentro del
cuadro que ofrece Apocalipsis en cuanto a la conclusión de la historia, es que también
se relata la caída de Babilonia en el capítulo 17. Babilonia es una alternativa a Israel,
los otros pueblos de la tierra que no son el pueblo de Yahvé. El pecado que trae su
destrucción y ruina se nos describe como adulterio (Apocalipsis 18:3, 9). El signo
principal del castigo de Dios sobre ella se nos describe con los mismos términos que
Jeremías utilizó: «Jamás volverá a sentirse en ti el regocijo de las nupcias» (v. 23; cf.
Jeremías 7:34; 16:9; 25:10; 33:10-11). Los símbolos y la realidad están tan
estrechamente entrelazados que cuando la realidad desaparece, sus símbolos también
se desvanecen.
La acusación de adulterio contra Babilonia nos sugiere con claridad que Yahvé
deseaba que también Babilonia estuviese en una relación nupcial con él. Uno puede
llegar a la conclusión que Dios, en su plan original, tenía la intención de mantener una
relación nupcial con todas sus criaturas humanas. El pacto de creación en alguna
medida fue también un pacto de amor.
Esta lógica inevitable da lugar a varias preguntas interesantes en cuanto a la
sexualidad humana. Daría la impresión que Yahvé, quien nos hizo hombre y mujer,
tenía diferentes propósitos pedagógicos en mente cuando nos hizo seres sexualmente
diferentes. Los propósitos de Dios afectan nuestras vidas en dos maneras al nivel más
íntimo.
Primero, con frecuencia se ha dado por sentado que el propósito principal de la
sexualidad humana es la procreación. El Antiguo Testamento considera a los hijos
como bendiciones de Dios. Dios evidentemente se agrada cuando nos reproducimos.
Su primera instrucción para la primer pareja era que debían ser fructíferos,
multiplicarse y llenar la tierra (Génesis 1:28). El Salmista nos dice:
Los hijos son una herencia del SEÑOR,
los frutos del vientre son una recompensa.
Dichosos los que llenan su aljaba
(Salmo 127:3, 5)
La metáfora real/legal
Al leer los textos anteriores vemos que las Escrituras usan tres metáforas
principales para expresar la clase de relación que Dios quiere establecer con sus
criaturas. La primera es la real/legal. Esta imagen está enraizada en el carácter político
de la existencia humana, donde hallamos mucho de nuestra propia identidad y
seguridad. En ese dominio político descubrimos quiénes somos y quiénes son los
demás de acuerdo a las responsabilidades y derechos legales. La personalidad en este
sentido es un concepto legal, ya que nuestra ciudadanía se define como derechos y
responsabilidades en una entidad nacional. Por lo tanto, somos miembros de uno o de
ambos reinos—nuestra ciudadanía terrenal y/o nuestra ciudadanía en el reino—a través
del acto legal de la justificación por la fe, lo que nos hace miembros aceptables dentro
del reino de Dios. Y los dos reinos son análogos.
La metáfora familiar
La metáfora nupcial
El desarrollo bíblico de esas tres metáforas debe dejar en claro que Dios coloca un
valor inestimable sobre cada uno de nosotros y busca establecer una relación
notablemente íntima con sus hijos. La invitación que nos extiende es la de entrar a la
vida, a la comunión y al amor que las tres personas de la Trinidad comparten entre sí.
El propósito divino expresado en esa invitación es una clave para la verdadera
comprensión de cada aspecto del evangelio. Por ejemplo, cuando entendemos el
pecado en un contexto Edénico, llegamos a ver que destruyó el pacto implícito dentro
de la relación creador/criatura. También podemos ver que la salvación es el regalo de
Dios para restaurarnos a la comunión. Cristo murió para hacer mucho más que
ayudarnos a pasar el juicio y a escaparnos del infierno. Se encarnó y murió en la cruz
del Calvario para quitar cualquier impedimento que nos hiciese sentir incómodos en su
presencia y cambiarnos de tal modo que podamos disfrutar de él ahora y para siempre
en un amor sacrificial. Cualquier definición de la expiación que no hace lugar para que
podamos disfrutar de tal intimidad con él es inadecuada, incompleta y solo
parcialmente bíblica.
Desde una perspectiva bíblica la vida humana tiene un carácter télico.
Estructurada por el diseño pedagógico divino, tenemos categorías de experiencia
humana en pensamiento y lenguaje que nos preparan para comprender los propósitos
de Dios para nosotros cuando nos enfrentamos con ellos. Cuando la Palabra de Dios
llega a nosotros, no es un mensaje totalmente foráneo, ni viene a nosotros en un
lenguaje completamente extranjero. Es una palabra para la clase de personas que
somos, el tipo de personas que Dios creó para que recibiesen esa palabra. ¡Qué historia
tan maravillosa!
Isaías captó algo de la gloria de todo esto cuando dijo: «¿Quién ha creído a
nuestro mensaje?» (Isaías 53:1). En otras palabras: «Lo que tengo que decirles está
más allá de toda posibilidad de ser creído ... es demasiado bueno para ser cierto». ¡Y
ciertamente lo es! Cuando nosotros no queríamos a Dios, Dios nos quiso a nosotros.
Cuando nosotros no nos acercábamos a Dios, él se acercó a nosotros. Cuando le
resistíamos, él ideó cómo ganarnos. Cuando no podíamos cruzar el abismo que separa
a la creación de la divinidad, Dios se propuso cruzarlo y llegó a ser uno de nosotros. Él
no renunció a su divinidad, más bien unió la divinidad con la humanidad en una sola
persona de manera tal que Dios y los humanos realmente se encontraran y llegaron a
ser uno. Como ya he dicho anteriormente, Dios se casaría con su creación. Por lo tanto,
vino la encarnación. La diferencia entre el monoteísmo del cristianismo y aquella del
islamismo y el judaísmo ahora salta a la vista. La unicidad de Dios tanto en el
judaísmo como en el islamismo no tiene una diferencia interna que permita que ocurra
algo semejante a la encarnación. Por lo tanto, las afirmaciones de Cristo en cuanto a su
persona son puras blasfemias tanto para los judíos como para los musulmanes. Esto
revela el lugar central y esencial que ocupa la doctrina de la Trinidad dentro de la fe
cristiana. Aquello que para el mundo es una contradicción, para el cristiano es una
necesidad y su gloria, aunque siempre permanecerá como un misterio. Dios pudo
cruzar el abismo entre sí mismo y su creación, y su creación puede recibirle. El
cristiano se maravilla frente a estos dos hechos gloriosos: (1) Dios se hizo una persona
humana, y (2) la humanidad fue hecha con la capacidad de unirse a un Dios semejante.
En ninguna otra religión fuera del cristianismo se puede reconocer semejante potencial
dentro de nuestra humanidad. Para los demás es simplemente algo inconcebible.
Jesucristo nos ofrece un cuadro plenamente desarrollado de Dios: él es uno y solo
uno. No tiene rivales o competidores. Pero en esa unicidad existen otras personas. Así
recibimos la imagen familiar del Padre con su Hijo. Uno le da vida al otro. Y este otro
también se orienta hacia otro más. Este otro recibe la vida que es la misma vida de
aquel que la da, quien en su propia naturaleza se orienta hacia los demás. Esto significa
que la relación de los dos es una de amor sacrificial orientada hacia otro. Y de ese
amor viene una tercera persona, el Espíritu.
Estas tres personas orientadas hacia el otro son semejantes. La unidad es
ontológica, tiene que ver con el ser. La orientación hacia otro es personal, no
ontológica. Su ser es uno, pero sus personas son diferentes. La segunda persona se
llama el Hijo del Padre a través del Espíritu, y la tercera la llamamos el Espíritu del
Padre y del Hijo. Estos existen en una comunión basada en la razón porque es verbal.
Así son de una sola mente. Y son de un mismo espíritu porque comparten la misma
vida el uno con los otros. Dos de esas personas existen en una relación familiar, y el
Espíritu es el Espíritu de los otros dos. En otras palabras, uno no puede existir sin los
otros. A. N. Williams, basándose en Richard de San Víctor, llama a esta realidad «una
[16]
distinción en alteración» o «una distinción en orientación hacia otros».
Es imposible imaginar el esfuerzo intelectual que los padres de la iglesia primitiva
tuvieron que hacer para entender las enseñanzas de Jesús en cuanto a sí mismo, al
Padre y al Espíritu. El paradigma mental que los cristianos primitivos habían usado
para interpretar toda la realidad—un paradigma basado en la idea que Dios es uno sin
ninguna diferencia interior—quedó demolido. De pronto se encontraron con que tenían
que elaborar pensamientos radicalmente nuevos. Ideas que a ellos le parecían
contradictorias desde el punto de vista lógico, ahora por necesidad parecían
entrelazarse y hacerse compatibles. Comenzaron a desarrollarse nuevos conceptos,
pero no existía un vocabulario adecuado para poder expresarlos. Por tanto, ¿cómo
podrían comunicar todo lo que esto quería decir? El desafío intelectual era abrumador.
Sin embargo, no podían retroceder frente a este reto. El resultado final es lo que
muchos consideran el más significativo en el pensamiento humano a lo largo de toda
su historia. Esta tarea demandó tiempo—más de cuatrocientos años—para refinar su
pensamiento, desarrollar el lenguaje adecuado y reducir sus conclusiones a la forma de
un credo. No podían detenerse hasta haberlo hecho. Ellos no pudieron ver todo lo que
había para ver. Vieron las realidades fundamentales y dejaron para nosotros en siglos
subsecuentes (y hemos sido bastante lentos en esto) que demostráramos de modo más
profundo, bajo la inspiración y liderazgo del espíritu, cuáles son las implicaciones
totales de lo que se ha revelado y de lo que falta para conocer acerca de Dios.
Capítulo 3
Los cristianos primitivos sabían que hay un solo Dios, el creador soberano de
todo lo que existe. Creían que Dios creó el universo ex nihilo mediante la Palabra de su
boca. La creación no puede existir por sí misma, sino que es sostenida por la misma
Palabra divina que la creó. Cualquier valor que posea, tal como su existencia, es la
consecuencia de su relación con Dios, una relación de gracia, ya que la existencia es
un don gratuito que viene de él. La criatura, en consecuencia, debe adorar y reverenciar
al Creador.
Esta dependencia de todas las cosas de la voluntad del Creador para su existencia,
no quiere decir que la creación es un juguete en las manos de su Hacedor. Según la
Biblia, la creación es un objeto del amor divino y su delicia. Que Dios no esté feliz con
la separación y el aislamiento, es una fuente de misterio y asombro. Dios quiere una
cercanía que significa identificación personal con la creación, no una identificación
ontológica. Ya que la creación no podía cruzar el abismo hasta él, Dios cruzó el
abismo hasta ella. Esto lo hizo cuando su hijo Jesús se encarnó tomando nuestra forma.
El Padre le pidió al Hijo que tomara la carne humana y llegara a ser uno con la
creación en la persona del niño de María. Mediante este acto, Dios se casa con su
propia creación. Una vez que este concepto es aferrado, nadie puede volver a pensar en
Dios o en la creación de la misma manera: Dios y la creación pertenecen el uno al otro
en una forma nueva y muy íntima. En Cristo, Dios y el hombre se unieron en forma
imposible de separar. Si pudiésemos mirar dentro de la vida interior de la divinidad,
veríamos a uno de nosotros, es decir al Hijo de María. La encarnación trajo no solo la
posibilidad de un cambio regeneracional para nosotros, sino también ¡un cambio
profundo en la vida de aquel que no cambia jamás, Dios mismo!
Para comprender plenamente el cambio radical de pensamiento que implica que
Dios asumió la forma humana, uno solo tiene que leer la escena de la muerte de
Sócrates, el hombre más sabio en la historia de los griegos. De acuerdo a su amigo
Fedón, cuando Sócrates enfrentó la muerte, habló con sus amigos más cercanos en
cuanto a la relación entre alma y cuerpo. De acuerdo a su comprensión, el cuerpo
humano es una prisión para el alma que la encadena y la corrompe. La mayor libertad
humana llega cuando somos liberados de los grillos del cuerpo físico a través de la
muerte. Por tanto, un verdadero filósofo que entiende esta idea pasará el resto de sus
días buscando medios para encontrar la libertad de este impedimento corruptor. La
liberación del cuerpo material es sinónimo de libertad para el alma. Así, Sócrates
recibe con gran ecuanimidad la copa de veneno que él cree lo hará libre.
En la filosofía griega el cuerpo es algo que se debe lamentar. La persona
inteligente anhela escapar de su polución y corrupción. He aquí otro de los muchos
ejemplos donde el pensamiento cristiano se opone a la así llamada sabiduría del
mundo. Los cristianos primitivos concibieron al Dios de la Biblia como alguien que
busca aquello que el filósofo griego desprecia, la unión con el mundo material
mediante la encarnación. Aquí podemos ver la perspectiva única y el asombro con que
la Biblia considera la creación. Cuando abrimos el relato de Génesis encontramos que
Dios miró a la creación en el día sexto y la llamó «bueno, muy bueno», la mayoría de
nosotros tiene una noción muy pobre de cuán bueno Dios consideró que era. La
creación conlleva dentro de sí misma el potencial para una relación eterna e
increíblemente íntima con Dios. Era tan buena que se podía unir permanentemente con
una de las personas de la divinidad.
Para comenzar a entender este cambio de paradigma revolucionario, considere la
ascensión de Jesús. Pablo establece con claridad meridiana que cuando Cristo se
levantó de la tumba, lo hizo con un cuerpo físico. Era un cuerpo resucitado pero, al fin
y al cabo, un cuerpo. Tomás lo pudo tocar, todos pudieron verlo, y pudo asimilar un
desayuno de pescado sin problemas. Cuando Jesús ascendió al cielo llevó su cuerpo
consigo. Pablo nos enseña que cuando Cristo regrese lo hará en forma corporal. No se
puede concebir a ningún ser humano aparte de su cuerpo. No somos en forma
primordial espíritus inmateriales que serán salvos de manera parcial. Nuestro destino
final es ser salvos de modo total como personas eternamente encarnadas. La
encarnación y la resurrección confirman esto. Esto es un concepto tan radical que los
primeros debates y divisiones en la iglesia primitiva se centraban en este tema. El
Docetismo apareció vez tras vez, pero la iglesia ortodoxa siempre lo rechazó porque
consideraba que el cuerpo es algo bueno, tan bueno como para que Dios se identifique
con él y quiera usarlo.
Anteriormente dije que Jesús vino a darnos una visión ad intra de la vida interna
de Dios. Cuando María concibió, la vida interna del Dios inmutable comenzó a
cambiar y llegó a ser accesible a la mente y al corazón humano. La encarnación revela
el corazón y la esencia de Dios; su esencia absoluta es incambiable e inalterable. Y, sin
embargo, el Verbo llegó y no podía hablar.
El creador del cosmos llegó a ser un feto en el seno de una joven mujer, y el
creador del cielo y la tierra se hizo dependiente de los pechos de una joven niña. Si
tuviésemos ojos para ver el ser interior de Dios, veríamos alguien semejante a
nosotros, nuestro hermano, el hijo de María. Para el musulmán o para el judío
ortodoxo este pensamiento sería blasfemo. Para el cristiano es ocasión de inclinar su
rostro en asombro y adoración. Isaías habló de modo apropiado cuando preguntó:
«¿Quién ha creído a nuestro mensaje?» Para la persona natural es imposible de creer.
El mundo alrededor nuestro usa la palabra dios, pero no quieren decir este Dios.
Únicamente en el corazón de la comunidad cristiana es que se puede encontrar un
concepto de Dios como amor santo, quien busca identificarse y tener comunión con
nosotros y quien desea unirse a nosotros a tal punto que estuvo dispuesto a llegar a ser
uno de nosotros.
Ya hemos visto cómo la venida de Jesús inició una comprensión nueva y
radicalmente diferente de la naturaleza de Dios. Moisés puso bien en claro que Dios es
uno. Y, sin embargo, en esa unidad del ser divino hay tres caras. Dios es al mismo
tiempo Padre, Hijo y Espíritu. ¿Cómo podemos explicar esta existencia diferenciada?
Para la iglesia primitiva, Jesús y la historia bíblica hacían inescapable la existencia de
las tres personas de la divinidad. Tres puntos focales históricos ahora tenían que ser
relacionados y explicados: Sinaí, Belén y Pentecostés. La Trinidad inmanente (como
es Dios al existir en sí mismo) y la Trinidad económica (Dios tal como se reveló a sí
mismo en la historia) son la misma.
Los cristianos primitivos no podían torcer su creencia en cuanto al hecho de que
Dios es uno. Hacerlo sería repudiar las Escrituras. Tampoco podían negar las
distinciones reflejadas en esos tres eventos reveladores. ¿Era el Dios que se reveló a sí
mismo en el Sinaí el mismo Dios que pensaban estaba en Cristo? ¿Era el espíritu que
vino el día de Pentecostés otra manifestación diferente del mismo Dios que se apareció
a Moisés y que estaba presente en el Jesús humano? ¿Tenemos acaso tres diferentes
manifestaciones del mismo Dios personal en cada uno de estos eventos?
Más adelante algunos líderes cristianos llegaron a creer que como hijos de
Abraham debían insistir en que hay un solo Dios y que Sínaí, Belén y Pentecostés
fueron simplemente momentos cuando la misma persona divina se apareció a los
hombres en diferentes modos. La mayoría de los padres primitivos sintieron que no
podían aceptar esta postura. Así que miraron a Jesús para hallar una solución al dilema.
Jesús habló de Dios como si su Padre, diferente a él, fuera el mismo Dios que se
apareció a Abraham y a Moisés y a quien Israel conoció como el único Dios. Sin
embargo, Jesús habló de sí mismo diciendo que era uno con Dios e hizo cosas que solo
Dios puede hacer (perdonar pecados, levantar los muertos y aceptar adoración). Jesús
reclamaba para sí y aceptaba un status que estaba reservado para la divinidad.
Asimismo se diferenció del espíritu de Dios al mismo tiempo que nos enseñó que sería
él quien daría el Espíritu a sus seguidores.
Los grupos paganos que coexistían en tiempos de la iglesia primitiva, ofrecieron
una respuesta simple al dilema. Insistieron en que los cristianos eran como ellos
mismos, es decir que adoraban tres dioses. Por supuesto, los primeros creyentes no
podían aceptar esta teoría por ser hijos de Abraham y Moisés. Las conclusiones
morales y filosóficas que el paganismo produjo fueron algo aborrecibles para los
primeros padres. Con todo, sus amigos judíos también encontraron, como algo
inaceptable, la fe de los cristianos. Para los judíos, los cristianos le estaban atribuyendo
divinidad a un ser humano y por lo tanto eran culpables de la blasfemia suprema.
Algunos que se acercaron a los cristianos no estuvieron dispuestos a diferenciar
entre el Espíritu y el Padre y decidieron que Jesús era una criatura muy especial de
Dios, mucho más elevada que cualquier ser humano normal pero, no obstante, una
criatura. Recurrieron para sustentar esta postura a la descripción que Pablo hace de
Jesús como «el primogénito de toda la creación» (Colosenses 1:15).
Para ellos, Jesús ocupaba el lugar entre el ser humano y la divinidad más
suprema. Tal modo de pensar se hizo común en círculos griegos donde se creía que
había «escaleras de ser» continuamente en ascenso, desde el tipo más bajo entre las
criaturas hasta la forma más encumbrada de la divinidad. Algunos querían colocar a
Jesús en el lugar más elevado dentro de esa escala, y de esa manera todavía se podía
llamar «criatura».
La iglesia no pudo aceptar semejante propuesta. De alguna manera, tenían que
mantenerse la unicidad de Dios y las distinciones dentro de su ser, o de otra manera
todo se perdería. No hay salvación para los humanos fuera de Dios. Jesús era para ellos
el único medio posible de salvación. Por lo tanto, las dos naturalezas tenían que ser
una. Pero, ¿cómo?
La pregunta principal llegó a ser «¿Quién es Jesús?» ¿Era Dios? ¿Era un ser
mediador proveniente de un mundo intermediario? O, ¿era simplemente un ser humano
excepcional? O, misterio de misterios, ¿era él, Dios y hombre? Si era así, ¿cómo? El
intento de responder esas preguntas dominó la atención de la iglesia durante los
primeros cuatro siglos. Constituyó una aventura espiritual e intelectual que solamente
tuvo un paralelismo en la revolución intelectual que vino con Moisés y el desarrollo
del monoteísmo hebreo.
Esta búsqueda de la iglesia primitiva por la verdad es el segundo acto de un
drama en dos partes de la fe bíblica. La conclusión se nos ofrece en las palabras del
credo Niceno, cuando afirmaron que Jesús era «el hijo de Dios, el único generado del
Padre... Dios de Dios, Luz de Luz, Verdadero Dios del Verdadero Dios ... Uno en ser
con el Padre ... Para nosotros los hombres y para nuestra salvación, él descendió, se
hizo carne y fue hecho hombre». En otras palabras, Jesús era Dios y hombre. Pero,
¿cómo podía ser esto?, la llave que abrió la puerta del misterio estaba en el desarrollo
[17]
del concepto y del vocabulario de la persona.
Este interés por la persona es un concepto foráneo para los pensadores modernos
y post modernos. La razón es que nuestro interés hasta aquí ha sido no con la persona
sino con el ego. Este énfasis sobre el ego comenzó en forma particular en el
pensamiento occidental a través de la obra de Agustín. Él estaba convencido de que
necesitamos mirar dentro de nuestro ser para encontrar a Dios, por tanto, su obra sobre
la Trinidad fue en su mayor parte un estudio en la psicología humana. Su preocupación
principal fue nuestra interioridad. Descartes recogió este interés por la interioridad con
la esperanza de llegar al ego. Aunque fue un teísta, su búsqueda no fue de Dios como
su objeto principal. Él quería encontrar su ser interior como un objeto separado y
aislado, el cimiento inicial de la certeza epistemológica. El resultado fue la búsqueda
moderna, post moderna del yo, una búsqueda basada en la idea que en el aislamiento
del yo es posible entender el yo.
A la luz de nuestra discusión previa, se hace evidente que el yo humano no tiene
poder de subsistencia fuera de Dios. Nunca puede hacerlo solo. Su misma definición se
halla en sus relaciones con Dios y los demás. Por ende, el éxito, tal como lo concibe y
lo busca la sociedad moderna y postmoderna, queda excluido por la dirección a la que
miramos. Cuando tenemos en cuenta la relación con Dios y los demás, descubrimos
que somos imagen de otro y que no somos completos ni podemos auto explicarnos en
nosotros mismos. Más bien somos impresiones (copias), análogos, de un prototipo del
cual derivamos nuestra existencia, nuestra identidad y nuestra propia definición.
Conocernos únicamente a nosotros solos sería no conocernos en lo más mínimo.
Necesitamos conocer el modelo del cual nuestra naturaleza personal se derivó si es que
llegamos a descubrir quiénes somos. Y ese modelo está en la Divinidad trinitaria.
Los discípulos de Jesús sabían que en él habían confrontado a alguien que era
mucho más que un mero hombre. Aceptaron su palabra que, cuando lo vieron a él,
también estaban viendo al Padre. Creyeron que habían estado cara a cara con Dios. Por
tanto, cuando intentaron describir quién era Jesús, se vieron forzados a usar dos
términos diferentes. Aquellos que vivían en el Oriente y hablaban el griego escogieron
la palabra prosopon (rostro). Quienes vivían en Occidente y hablaban latín eligieron el
término equivalente, persona. A ellos les pareció que estas palabras apoyaban su
convicción de que Dios había llegado a ellos en Cristo y que en él habían visto a Dios
en forma real, cara a cara.
Lamentablemente, había un problema con esos términos. Ambos en su forma
original tenían una asociación con el rostro; ambos se utilizaban en el contexto del
teatro en el cual se hablaba de las máscaras de los actores para indicar el rol que
estaban representando. Como consecuencia, ambas palabras llegaron a representar el
término máscara. Así que los cristianos primitivos no se sentían cómodos con esta
definición. Su convicción fue que Jesús no era un actor que representaba un papel y
que el término Hijo hablaba de identidad, no tan solo una función o un acto. Para los
cristianos primitivos, no podía haber división entre el ser de Dios y sus acciones, entre
quién era y qué hacía. Creían que si habían encontrado a Jesús, se habían encontrado
con Dios mismo. Escucharon mientras Jesús hablaba de su Padre y aceptaron el hecho
de que Jesús no era el Padre. Después de todo, lo vieron morir en la cruz, y el universo
no se desintegró con su muerte. Alguien tenía que mantener todas las cosas en su lugar
mientras lo destruían a él. Recordaron lo que Jesús les había enseñado en cuanto al
Espíritu y supieron que él no era el Espíritu. Aceptaron su identificación de sí mismo
como la del Hijo y creyeron que no era un mero acto.
No obstante, ¿cómo podrían hacer encajar cada pieza del rompecabezas y
mantener la integridad de cada verdad? ¿Qué lenguaje podrían usar? Su única opción
fue usar el lenguaje que tenían disponible y llenar sus términos con un nuevo
significado. Moisés se vio forzado a redefinir palabras tales como Dios, crear, santo y
salvación. Ahora lo' cristianos debían hacer lo mismo con palabras tales como amor,
gracia y persona. Necesitaron cuatro siglos de notables esfuerzos intelectuales pero la
conclusión fue un don para el mundo de conceptos nuevos y revolucionarios
contenidos en el atuendo verbal antiguo. Mientras buscaban la respuesta de quién
podría ser Jesús, entre los desarrollos más cruciales estuvo el concepto y el lenguaje de
la persona. A los primeros cristianos les debemos las palabras y los conceptos tan
importantes para las ciencias sociales y sicológicas de la actualidad: persona,
personalidad y personal.
Esos cristianos primitivos, ¿qué querían decir cuando usaron la palabra persona
para hablar de los diferentes miembros de la Trinidad? Cuando usamos esos términos
con relación a la persona, inmediatamente tenemos un punto de referencia. Todos
tenemos la tendencia de cometer el mismo error que muchos hemos hecho cuando
pensamos en la palabra Padre. Naturalmente, comenzamos con la palabra Padre como
una descripción de una relación humana, que quisiéramos que nos ayude a comprender
a Dios, cómo relacionarnos con él y cómo explicar su ser divino. Por lo general, nos
llega como si fuera una sorpresa cuando comprendemos que en el pensamiento
cristiano la palabra Padre primero se aplica a la primera persona de la Santa Trinidad y
solo de una manera analógica a la paternidad humana; Padre nos habla de la realidad
divina que nos ayuda a conocer lo que debería ser la relación humana. Adán no fue el
primer padre. La verdad es que la paternidad divina explica la paternidad humana, y no
al revés. De la misma manera, hasta que conozcamos el origen de la palabra persona
en el pensamiento occidental, cometemos el mismo error. Pensamos en términos de
persona como una realidad humana que es útil para comprender a Dios. Sin embargo,
el modo de pensar debe revertirse.
Cuando los padres de la iglesia primitiva usaron la palabra persona, su punto de
referencia fue en primer lugar una de las tres personas de la Santa Trinidad. El uso
como referente a un ser humano solo se desarrolló en forma secundaria. El contenido
del término persona para la iglesia lo determinó la comprensión de la Trinidad y en
particular la naturaleza del Hijo. La aplicación a las personas humanas vino
posteriormente y es de carácter puramente metafórico. El hecho que las Escrituras nos
enseñen que somos hechos a la imagen del Hijo, hace posible que los términos que se
usan para describir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, también se usen para
describirnos a nosotros. Cuando este lenguaje se usa para referirse a uno de los
miembros de la Santa Trinidad, es con relación al original, el original divino de lo cual
solamente somos una semejanza en forma de criatura. Cuando se emplea con relación
a nosotros, se usa en forma analógica.
Entonces, ¿qué es una persona? La palabra misma es un símbolo de las
distinciones reales que existen dentro del mismo ser de Dios. Persona se usa en
contraste con la palabra ser, la cual se usaba para describir que Dios es uno, el ser que
es común a las tres personas del Padre, el Hijo y el Espíritu. Cuando los padres de la
iglesia hablaron de Jesús como el Hijo, hablaban de él como divino, pero sabían que el
Hijo no desarrolló en forma completa la naturaleza de Dios. El Padre y el Espíritu eran
divinos también. Por tanto, para diferenciar al Hijo en el ser de Dios, eligieron
describirlo como una «persona» dentro de la divinidad. Noten el lenguaje del credo de
Atanasio: «Uno: no por la conversión de la divinidad en carne; sino por tomar la
humanidad a Dios ... No por confusión de sustancias, sino por la unidad de la
persona». Así Jesús es quien nos da la definición del término de persona. Debemos
mirar a él y sus relaciones con las otras dos personas de la Trinidad para establecer
cómo entendemos el término cuando se aplica a nosotros.
La información proveniente de los comentarios de Jesús en cuanto a su relación
con el Padre y el Espíritu nos ayuda en gran manera. Una vez más el Evangelio de
Juan es crucial. En los evangelios Sinópticos encontramos material similar que tratan
la relación de Jesús con el Padre y el Espíritu, pero Juan nos ofrece información mucho
más detallada y plena. Cuando lo observamos con detenimiento podemos llegar a
varias conclusiones obvias.
LA DEFINICIÓN DE PERSONA
Conciencia de identidad
Primero, al examinar los textos de los Evangelios encontramos que Jesús tenía
una clara conciencia de su propia identidad como el Hijo. Tenía muy en claro que
debía distinguirse del Padre y del Espíritu. Él sabía quién era: el Hijo. Comprendió que
también era diferente a sus discípulos y esa diferencia yace en la relación única que
mantiene con el Padre y el Espíritu. Como el Hijo, su afiliación era diferente a la
afiliación que sus discípulos conocieron desde sus propias familias humanas y a la
afiliación espiritual que llegaron a conocer como resultado del nuevo nacimiento, algo
que estaban apenas empezando a entender cuando escucharon a Jesús enseñar. La
conversación de Jesús con Nicodemo acerca del nuevo nacimiento es muy
significativa. Aquí la afiliación de Jesús es ontológica, no espiritual.
Por tanto, si Jesús es el prototipo de todas las otras personas, entonces las
personas nunca existen por sí solas, porque el Hijo no se puede explicar fuera del
Padre y del Espíritu. Él es diferente en sí mismo pero inseparable del Padre y del
Espíritu. Jesús y todas las otras personas siempre operan basados en una red de
relaciones porque las personas, ya sean humanas o divinas, por definición no son ni
pueden vivir separadas.
La explicación de Jesús como el Hijo eterno de Dios y como el Hijo de María no
se puede hallar solo en él. Él es parte del ser de la divina Trinidad y encuentra su
identidad divina en esas relaciones que constituyen al ser. También es el hijo de María,
una mujer judía del linaje del rey David, y su identidad como humano se deriva de ese
conjunto de relaciones. Su misma autodefinición es en términos de esos parentescos.
Cuando nos explica su relación con el Padre, deja en claro que él no se origina a sí
mismo. Su origen no es en sí mismo porque es el engendrado del Padre. Tampoco se
autosostiene. Él no tiene vida en sí mismo, él deriva su vida del Padre. Él es el
eternamente engendrado. Tampoco es autoexplicativo. Él es el Hijo, y un hijo por
definición encuentra su identidad en relación con su padre. Tampoco se autorealiza.
No vino a hacer su voluntad. Movido por amor al Padre vino para cumplir la voluntad
del Padre. Y su satisfacción se alcanza cuando realiza la voluntad del Padre, no la
suya. Participa en la vida trinitaria del Padre y del Espíritu y deriva su origen, vida,
ministerio y sentido de la identidad de ellos.
Los Evangelios son claros en cuanto a la relación de Jesús con el Espíritu Santo.
Es concebido por el Espíritu, lo que significa que la encarnación del Hijo Eterno es la
obra de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. En cierto sentido Jesús es
el regalo del Espíritu Santo para nosotros. El ministerio de Jesús no empezó, ni podía
empezar hasta que el Espíritu lo ungiera en su bautizo. En forma inmediata a este
hecho, el Espíritu lo conduce al desierto para enfrentar al diablo. Toma fortaleza,
comprensión y poder del Espíritu y sale victorioso de este encuentro. Jesús reconoce
que el poder de sus milagros viene del Espíritu Santo. Por el poder del Espíritu es que
echa fuera a los demonios.
Jesús, en el Evangelio de Juan, afirma más de una vez que las palabras que él
habla no son las suyas. Vienen del Padre a través del Espíritu. Cuando se levanta a
predicar por primera vez en la sinagoga donde creció en Nazaret, cita un pasaje de
Isaías 61. Es obvio que siente que el Espíritu de Dios ha reposado sobre él y por tanto,
es la clave de su predicación y otras obras de bien. Insiste que las mismas palabras que
él está predicando provienen del Padre a través del Espíritu. El escritor del libro a los
Hebreos nos ofrece la cúspide en esta cadena de pensamientos cuando nos dice que fue
a través del Espíritu eterno que Cristo «se ofreció sin mancha a Dios» (Hebreos 9:14).
Por tanto el sacrificio que hizo sobre la cruz fue «por medio del Espíritu eterno».
Por ende, si Jesús es la persona prototipo con relación a quien todas las personas
son simplemente copias o análogos, podemos decir con seguridad que las personas
nunca vienen solas. El concepto de la persona como un individuo autónomo cuya
identidad se encuentra en el yo es una noción del Iluminismo que no encuentra
sustento ni en la realidad ni en el pensamiento bíblico. El concepto no tiene raíces en la
definición original de personas. La búsqueda moderna de un yo en aislamiento es un
esfuerzo fútil. Nosotros, los modernos, tenemos una comprensión imperfecta de lo que
significa ser una persona. No entendemos que las personas se encuentran a sí mismas
en sus relaciones; en consecuencia, no entendemos lo que significa ser nosotros
mismos.
Somos creados con una conciencia moral que refleja la santidad de Dios
En otras palabras, sabemos que somos seres plantados en una red de relaciones y
que somos libres y morales por definición.
En el nivel humano reconocemos las evidencias de la libertad personal en el sentir
de violación que nos llega cuando la voluntad de otro ha sido forzada sobre nosotros o
cuando hemos sido usados para los intereses mezquinos de otros. Todas las personas
conocen en forma intuitiva que deben ser respetadas y no ser usadas como objetos, o
ser violadas. No se deben controlar sino solicitar su ayuda. Estas características de la
persona humana son las que en última instancia han forzado la caída de todos los
regímenes políticos totalitarios. Las personas no son la propiedad de ninguna
institución, y cualquier estructura que piense que es así entra en conflicto con la
realidad que al final tirará abajo la supuesta creencia. La persona se determina desde
adentro, no por presión desde afuera; y esa determinación interna debe ser por elección
libre, no por instinto o por fuerza exterior.
Es por esta causa que podemos llamar santo a Dios. La santidad es una categoría
moral y ética y puede existir solo cuando existe libertad. Dios es libre. Su santidad se
expresa en su libertad. Elije la verdad y el amor sacrificial, que busca el bien supremo
de todas las otras personas. La relación interna pericotérica de las tres personas de la
Trinidad es amor-santo, y su gloria reside en que es la libre expresión de la elección
divina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Aquí encontramos una de las distinciones mayores que existen entre los animales
y los humanos. Los animales no han sido hechos a la imagen de Dios. Nos son
personas y por tanto, no conocen la libertad de elegir qué caracteriza a la persona.
Fuerzas impersonales e incontrolables (instintos) controlan a los animales. Por esa
causa es que no caracterizamos las acciones de los animales o las fuerzas naturales
como algo moral. Únicamente las personas son seres morales y tienen la libertad de
hacer elecciones morales. Esta libertad hace que la justicia sea posible pero al mismo
tiempo abre la puerta para que los humanos pequen. No hablamos de las fuerzas
destructivas de un huracán o un terremoto como algo malo. Sí, consideramos como
algo malo al genocidio o una violación. Estas son acciones de personas que tienen la
capacidad de elegir. La naturaleza no reconoce tal libertad. De la misma manera que
no habría mal sin libertad, tampoco podría haber santidad.
El fundamento de la libertad humana se halla en el hecho que Dios nos hizo a su
propia imagen como personas y criaturas morales. Esta es la razón por la que podemos
amar. No podemos amar a menos que seamos libres. Noten el contraste que existe
entre lujuria y amor: la persona dominada por la lujuria está dispuesta a usar a otra
para sus propios fines, violar la libertad de otra persona. Una persona que ama en
verdad jamás hará eso. Las personas fueron creadas para amar, y es en la libertad del
amor que los individuos alcanzan su realización personal. Estamos hechos a la imagen
del Hijo, no en necesidad, sino en libertad.
La ley de Dios está establecida sobre este principio de libertad. La ley dada en el
Monte Sinaí, es de carácter apodíctico, pero da por sentado que aquellos que están
vinculados por ella están unidos por decisión propia. Dios busca personas que le amen
con todo su corazón y mente. Una obediencia externa nunca será suficiente para
agradarle a él. Lo que quiere es una relación personal de confianza amorosa, ofrecida
por una criatura que con libertad elige entrar en esa relación. Dios puede hacer que las
fuerzas de la naturaleza tales como los vientos y el mar, le obedezcan, pero esas
fuerzas no pueden ofrecerle el amor fiel que él busca. No son personas. Por tanto, el
nuevo pacto de la ley se escribe en los corazones del pueblo de Dios, y estos a su vez
responden a Dios en amor. Dios dará el Espíritu a su pueblo si es que ellos quieren
recibirlo, y el Espíritu pondrá el amor libre de Dios dentro de la vida interior de su
pueblo. Por ende, la ley no está destinada para ser un elemento externo de poder, sino
un complemento a la capacidad humana. Cuando la ley es acompañada del Espíritu, se
convierte en una promesa que encaja con el potencial de la persona humana en quien
reside el Espíritu.
Es evidente que las ciencias sociales modernas tienen poca comprensión de lo que
significa ser una persona en el sentido en el cual hemos reconocido que el significado
original de la persona es uno de relación y mutualidad. El concepto científico del yo y
la comprensión que Jesús tenía de lo que significa ser una persona, son polos opuestos.
Ya que Jesús es el patrón de medida -el prototipo de la persona humana- quien
nos demuestra lo que es una persona normal y perfecta, es seguro decir que para ser
una persona, aun una persona perfecta, significa ser incompleto, ya que ninguna
persona puede ser completa en sí misma. Ser persona completa en grado sumo es
posible cuando lo hacemos en otro. El Hijo no es completo en sí mismo. Deriva la vida
del Padre y vive para agradarle. El Padre debe definir la paternidad en términos del
Hijo. Ser completo como Padre yace en el Hijo y el Espíritu, mediante los cuales hace
su obra. El Espíritu es el Espíritu del Padre y del Hijo. Él no habla por sí mismo. Habla
lo que recibe del Padre y del Hijo. No afirma ser la verdad final tal como lo hace Jesús.
Jesús dice que el Espíritu guiará a los discípulos a la verdad, lo que quiere decir que el
Espíritu los guiará al Hijo. El Espíritu no habla de sí mismo. Glorifica al Hijo y toma
lo que es del Hijo y se lo hace conocer a los discípulos de Jesús. Ninguna de las
personas de la Trinidad son completas en sí mismas aunque sean divinas.
Si ser incompleto se puede afirmar como un hecho cierto de la persona divina,
cuánto más cierto será cuando hablamos de la persona humana. Hay una plenitud de
unidad del ser de Dios que no halla correspondencia dentro del ser humano, quien es
una criatura finita y creada. El ser divino en la vida interpersonal de la Divinidad
trinitaria es completamente autosubsistente y no necesita nada más allá de sí mismo.
Dios como Dios existe en sí mismo. Tiene, en el lenguaje usado por los teólogos,
aseidad.
Los seres humanos en forma individual no conocen nada comparable a esto.
Como criaturas, nuestra existencia es un don desde más allá que no merecemos ni
podemos mantener, sino que debemos recibir en forma perpetua. Subsistimos por la
misericordia y la gracia de quien nos da la vida. Estamos incompletos tanto en nuestro
ser como en nuestra persona. Nuestra persona refleja la Imago Dei más que nuestra
individualidad. No somos seres autosubsistentes. Y esa persona, al igual que la persona
de la cual es una imagen, gime por otra. Al igual que el Hijo eterno, nosotros hallamos
nuestra plenitud en relación a nuestra Fuente y Sustentador. La persona sola nunca
puede ser una persona completa, porque ninguna persona se supone que pueda existir
en soledad total. Eso sería entrar al mismo infierno.
Si la persona por definición se caracteriza por una apertura que se extiende más
allá de sí mismo, y una persona es incompleta en sí misma, entonces, una persona solo
halla su plenitud cuando se relaciona con otros en amor confiado. Una vez más,
nuestro original, el Dios trino, nos define en este aspecto. Las personas de la divinidad
son individuos autoconscientes en su persona. El Hijo no es el Padre o el Espíritu, y
siente las diferencias con ambos. El Padre no es el Hijo o el Espíritu, y sabe que es
distinto a ambos. Asimismo el Espíritu es el Espíritu del Padre y del Hijo, pero no es
ninguno de los dos. Con todo, aunque los tres son diferentes, ninguno se puede hallar
aparte de las otras dos personas. (La única excepción a esto es cuando Cristo se quedó
abandonado en la cruz.) Estos se encuentran en su distinción en cada uno. La plenitud
de cada persona de la Divinidad trinitaria se encuentra cuando se identifica con los
otros dos. Son tres en forma personal, aunque desde el punto de vista ontológico son
uno, y las distinciones personales son necesarias para que Dios sea amor. Ya que el
amor es darse a uno mismo, uno no puede amar si no tiene nada para dar o nadie a
quien dárselo. Así que Dios es el original de todas las cosas, una comunión de tres
personas distintas cuya existencia consiste en dar y recibir de sí mismos desde y para
los otros. La autoentrega constituye su ser.
Jesús explicó que él no podía hacer nada por sí mismo, que su vida no era propia,
que deriva su vida del Padre a través del Espíritu, que su deseo no es hacer su propia
voluntad sino la del Padre. Su relación de amor confiado con el Padre se da por
sentada cuando Jesús habla acerca de perder su vida para hallarla. En los tres
Evangelios Sinópticos, cuando Jesús comienza a hablar a sus discípulos en cuanto a la
cruz, insiste que para hallar la vida verdadera uno debe perder su vida en una causa
más grande que nuestro propio ser (Mateo 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24). La
autoprotección, es decir, rehusamos a entregarnos a nosotros mismos, es perder el ser y
constituye la muerte, dice Jesús.
La autoentrega es lo que estaba en la mente de Jesús durante la semana que
precedió a la cruz, y lo vemos cuando algunos griegos pidieron verle. Su respuesta es,
mientras espera la cruz, que aquél que ame su propia vida la perderá, y aquel que odie
su propia vida la salvará. Para vivir, dice Jesús, un grano de trigo debe caer al suelo y
morir. Muy a menudo estos comentarios se han interpretado como algo aplicable
únicamente a los seres humanos, a seres humanos pecaminosos, pero Jesús dice esto de
sí mismo, quien fue sin pecado. No da la impresión de estar hablando de su naturaleza
humana solamente. Si el Hijo eterno de Dios se protegió a sí mismo, rehusó confiar en
sí mismo para hacer la voluntad de su Padre y dejó de vivir para los demás, habría
cesado de ser quién es porque Dios por definición es amor que se entrega. Una persona
como persona, humana o divina, solo puede hallar plenitud de vida en alguien más allá
de sí misma. Cristo vino, murió y fue levantado una vez más para hacer posible el
restablecimiento de la plenitud de la persona en individuos como tú y yo.
Pablo da la impresión de haber comprendido la necesidad de estar relacionados a
través del amor que confía. ¿Cómo podremos explicar de otra manera su obsesión con
la cruz y su convicción de que él, junto con todos los demás que hemos creído,
debemos ser participantes de ella? Por esto Pablo puede decir que está crucificado
juntamente con Cristo, pero esta crucifixión no termina en la muerte. Más bien resulta
en una vida nueva, que es la vida de Cristo viviendo en nuestro interior. En el camino a
Damasco, cuando Pablo llegó al fin de su vida autocontenida y auto dirigida, no
encontró la muerte sino la libertad y la plenitud de la verdadera vida. La vida que
como personas se supone que todos debemos vivir.
Después de todo, la vida cristiana comienza con el símbolo del bautismo. El
bautismo no quiere decir únicamente muerte a la vieja vida y al pecado, también
simboliza muerte a la fuente de la vieja vida, la cual es el yo. El bautismo marca el
comienzo de una nueva existencia, que se vive con un poder proveniente de otra
fuente, es decir, Cristo y su Espíritu. El Espíritu, que levantó a Cristo de entre los
muertos, es quien coloca la vida nueva en nosotros. El Espíritu quiere levantarnos de la
muerte que significa vivir en y desde nosotros. Recibimos el Espíritu cuando creemos,
y este engendra la misma vida de Cristo dentro de nosotros. Por tanto, Pablo puede
decirle a los Colosenses: «Cuando Cristo, que es la vida de ustedes ... » (Colosenses
3:4). En consecuencia, estos creyentes debían imitar a Dios y vivir en el amor ágape
que se preocupa más por los demás que por sí mismo, la misma clase de amor que
Cristo desplegó cuando se entregó por nosotros.
La naturaleza radical de esta nueva vida que el Espíritu nos trae se puede observar
en Efesios 5:1 donde Pablo nos exhorta a ser «imitadores» de Dios. ¿Qué mortal puede
llegar a ser como Dios? Por supuesto, cómo lograr eso depende de nuestra concepción
de Dios. Si uno cree que los atributos supremos de Dios son el poder y la
omnisciencia, entonces las instrucciones de Pablo resultan absurdas o si uno piensa de
Dios en la perfección de su rectitud moral, ¿qué mortal puede jactarse de haber logrado
esto? Pero si la esencia de la naturaleza divina es el amor, que se sacrifica a sí mismo,
entonces sí es posible imitar a Dios. «Por tanto, imiten a Dios, como hijos muy
amados, y lleven una vida de amor, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros
como ofrenda y sacrificio fragante para Dios» (Efesios 5:1-2).
El amor que se entrega siempre es «fragante». Si pensamos que este tipo de vida
es un ideal imposible de alcanzar, ¿cómo es posible, entonces, explicar la afirmación
de Pablo que Timoteo ha vivido hasta allí expresando este amor? (Filipenses 2:19-21).
Pablo piensa, aparentemente, que todos los cristianos pueden y deben vivir como
aquellos que buscan no su propio bien, sino las cosas que son de Cristo Jesús. Noten
sus palabras a los Corintios: «Que nadie busque sus propios intereses sino los del
prójimo» (1 Corintios 10:24). Noten su sorprendente confesión personal: «Hagan
como yo, que procuro agradar a todos en todo. No busco mis propios intereses sino los
de los demás, para que sean salvos. Imítenme a mí, como yo imito a Cristo» (1
[32]
Corintios 10:33-11:1, énfasis del autor). Pablo no está expresando autocompasíón,
más bien está regocijándose en la plenitud de la persona que tenemos disponible en
Cristo, una persona que se expresa en amor, confianza y entrega.
La idea de vivir en forma continua, amando en forma sacrificial, es un poco
chocante para la mayoría de los cristianos modernos y postmodernos. Sin embargo, la
realidad divina de nuestras vidas se construye alrededor de la idea que yo me
encuentro a mí mismo y mi realización en otros. Resumen de nuestra exposición hasta
aquí:
Sin embargo, gracias a Dios que en Cristo siempre nos lleva triunfantes y, por medio de nosotros,
esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque para Dios nosotros somos el
aroma de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden. Para éstos somos olor de muerte
que los lleva a la muerte; para aquéllos, olor de vida que los lleva a la vida (2 Corintios 2:14-16,
énfasis del autor).
Las personas humanas fueron creadas las unas para las otras. Nuestra realización
en la vida depende de otras personas, y esta necesidad de otros es un reflejo del Dios
trino y uno quien vive en una comunidad de tres personas. Lo que Wojtila está
haciendo en esta obra es informarnos que el mundo muestra más señales de las que nos
imaginamos que nos indican que somos creación de un Dios quien en sí mismo es
amor y vida pericotérica.
Pero sin la idea bíblica de la persona, no disponemos de las categorías para
reconocer la evidencia que está a todo nuestro alrededor. Una vez que comprendemos
cómo es el prototipo, podemos reconocer los trazos de la imagen en nosotros mismos y
entendemos mejor tanto el significado como el gozo inherente en ser humanos.
Capítulo 4
EL PROBLEMA HUMANO
Dios es amor santo y creó a las criaturas humanas a su propia imagen como
personas. Fuimos creados para mantener una comunión íntima con aquel que es amor
santo. En verdad fuimos diseñados para expresar amor: el mismo amor de Dios, amor
dadivoso y amor santo.
Uno pensaría, de acuerdo a lo que hemos visto hasta ahora, que la historia
humana sería un relato delicioso de todo lo que es verdadero, hermoso, bueno y santo.
Nuestro mundo fue hecho y es sostenido por este Dios. Él es soberano y reina sin
rivales ni competidores. Él es Dios y solo él es Dios. La pregunta entonces es: ¿por qué
el mundo y su historia no se han caracterizado por las cualidades divinas? La historia
demuestra que ha habido santos, pero ¿por qué son siempre una excepción a la regla?
Las personas fueron creadas para amar, pero esa misma capacidad es parte de un
carácter moral que también les ofrece la posibilidad de pecar. ¡Y la humanidad ha
pecado en grande! Tal es así, que el pecado describe más al género humano que la
santidad, aunque todos somos creación de sus santas manos. ¡En verdad, comenzamos
a pecar desde temprano!
Antes de cerrar el tercer capítulo de Génesis, la pareja original, creados el uno
para el otro y para tener comunión con el Dios que es amor, se alienó del creador.
Desconfían de Dios y el uno del otro, están resentidos mutuamente y terminan siendo
expulsados del paraíso. Ahora viven en un mundo maldecido, donde los mejores logros
de la vida están marcados por las sospechas, el dolor, la frustración y la amargura bajo
la sombra siempre amenazante de la muerte. El bien natural -el patrón para la vida-
ahora parece imposible de alcanzarse. y el mal -que ni siquiera pertenece a este orden-
reina supremo. Los cónyuges, que fueron creados para encontrar la realización en un
amor que se entrega el uno al otro y a Dios que le dio la vida, ahora se usan
mutuamente para propósitos mezquinos y se acusan el uno al otro por las
consecuencias desagradables que experimentan como resultado de sus propias
elecciones individuales.
La poligamia reemplaza a la monogamia, y la mujer creada para ser la ayuda
inestimable del hombre, pasa a ser su posesión para la explotación personal y ser usada
en lugar de que el hombre la considere su gloria y viva para ella. Las relaciones
fraternales no son mucho mejores. Hermanos matan a hermanos, y los pensamientos e
imaginaciones del corazón humano todo el tiempo están inclinados al mal (Génesis
6:5). El corazón humano ha llegado a ser inhumano. La gloria se desvaneció.
Inclusive el mundo natural da la impresión de estar en oposición a sí mismo. Lo
que antes era el paraíso ahora es el desierto, y el jardín fructífero es ahora una jungla
en la cual ninguno está seguro. Sodoma y Gomarra son las lógicas consecuencias. Dios
mira a su creación y llora. Su corazón se llena de dolor mientras observa la obra de sus
manos. El resto de las Escrituras desde el fin del capítulo 3 de Génesis hasta la
conclusión del libro de Apocalipsis presenta un cuadro continuo de sufrimiento y
tragedia. Aún las cosas más sagradas han perdido su gloria original, y esos seres que
fueron creados buenos en el comienzo ahora son los que perpetran el mal. Un mundo
al cual Dios originalmente dijo que era bueno y muy bueno, ha cambiado para lo peor.
Isaías y Ezequiel describen la santa ciudad, Jerusalén, la misma ciudad de Dios,
en términos igualmente trágicos. La ciudad capital de Israel, el lugar del templo, el
sitio de la morada de Dios debía ser el centro de la adoración monoteísta en el mundo.
La ciudad era la heredera a las revelaciones morales y éticas del Sinaí. Y, sin embargo,
Dios encuentra que su propia ciudad no es apta para vivir en ella.
El cuadro que Isaías nos ofrece encaja con la descripción que se nos hace en
Génesis 6, mejor que en Génesis 2. Las manos de los habitantes de la ciudad de
Jerusalén están manchadas con sangre (Isaías 59:3), las lenguas hablan mentiras, sus
manos están llenas de violencia y sus obras son malas. La justicia ha caído en las
calles, y nadie defiende a los inocentes que sufren violencia. Es una ciudad donde
impera la oscuridad moral y donde las personas tropiezan al mediodía «como si fuera
de noche» (v. 10). Aquellos que tienen que funcionar en tal oscuridad anhelan
apoyarse en una pared que le sea de guía a través del caos moral mientras tropiezan
tratando de encontrar el camino. Las personas necesitan «encender las lámparas al
mediodía» [RVR '95]. La ruina y la destrucción son las señales de la vida de la ciudad
como resultado de que «hemos sido rebeldes; hemos negado al Señor» (v. 13). Dios
vio a la ciudad en su gran necesidad y busca a una sola persona que se preocupe por
ella, con quien Dios pueda comenzar a revertir el mal. Pero resulta imposible
encontrarlo. Aún el Dios que todo lo sabe se queda asombrado ante el carácter total del
mal que ha atrapado a su santa ciudad.
Ezequiel, al final del siglo séptimo y a comienzos del sexto antes de Cristo, nos
ofrece un cuadro similar de la santa ciudad en el capítulo 22. Los príncipes están
usando su posición y su poder para oprimir y maltratar a los que no lo tienen, los
extranjeros, los huérfanos y las viudas. Adoran deidades paganas y explotan a las
mujeres de la ciudad. Las aberraciones sexuales de toda clase no permiten que ninguna
relación humana sea sacrosanta. Las extorsiones y los sobornos son cosas diarias, al
igual que el crimen. Los príncipes son como leones rugientes que se abalanzan sobre
sus víctimas, aquellos a quienes deberían servir y proteger. Los sacerdotes quiebran la
misma ley que enseñan. Profanan las cosas sagradas que tienen el deber de proteger.
Son incapaces de hacer una distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo limpio y
lo impuro. Aquellos que fueron ordenados para servir al Santo, se entregan a la
profanación de lo sagrado, y toda obra sacrílega llega a ser un arte. Los profetas de
Jerusalén no son mejores que sus príncipes y sus sacerdotes. Aquellos que son
portadores de la Palabra Divina ofrecen adivinaciones mentirosas y visiones falsas de
la verdad sagrada a quienes vienen a buscar su guía. Dicen, «Dios ha dicho» cuando en
realidad el Señor, en su disgusto, ha permanecido en silencio. El Señor en su deseo de
no destruir la ciudad que ama y que lleva su nombre, una vez más vuelva a buscar una
sola persona que comprenda, que se preocupe y que interceda (v. 30), pero no puede
encontrar ni siquiera una.
De la misma manera Dios le dice a Jeremías: «Recorran las calles de Jerusalén,
observen con cuidado, busquen por las plazas. -Si encuentran una sola persona que
practique la justicia y busque la verdad, yo perdonaré a esta ciudad» (Jeremías 5:1),
pero no puede encontrar a nadie.
El cuadro que nos ofrece el Nuevo Testamento es idéntico. Pablo nos describe en
Romanos capítulo 1, el mundo en que vivía. Es uno de maldad e impiedad donde las
personas suprimen la verdad. Aquellos que conocen a Dios no le glorifican ni le
expresan gratitud. Han llegado a ser tan fútiles en su modo de pensar que los animales,
los pájaros y los reptiles reemplazan al santo -el Señor Dios su Creador y Redentor-
como objetos de adoración. La lascivia ha reemplazado al amor y reina suprema. Todo
lo que es contra naturaleza ha tomado el lugar de lo natural, lo indecente el lugar de lo
decente, y lo perverso el lugar de lo apropiado. La envidia, la avaricia, las peleas, los
engaños, las difamaciones, la insolencia y la dureza de corazón se han convertido en la
norma. Pablo concluye que todos han pecado y están separados de los propósitos y las
intenciones de Dios. No hay excepciones. Y entonces recurre a las Escrituras para
sostener el análisis que nos ofrece en Romanos 3:10-18:
¿Qué salió mal? La respuesta de las Escrituras a ese interrogante es muy simple.
Expresiones múltiples describen la causa detrás de esta historia trágica, pero todas
señalan al mismo hecho básico: como consecuencia del pecado se produjo una
separación entre la criatura y su Dios (Isaías 59:2). Un abismo se abrió entre el
Creador y la raza humana. De ahí en lo adelante no se pudo volver a ver el rostro de
Dios. La presencia divina dejó de ser bienvenida en nuestra vida. Se quebró el vínculo
entre la fuente de toda virtud y verdad, aquel quien es amor santo y la única fuente de
este bien. Sin embargo, ¿qué causó la ruptura?
El Nuevo Testamento coloca toda la responsabilidad sobre Adán. Veamos las
palabras de Pablo: «Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por
medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad,
porque todos pecaron ... Por tanto, así como una sola transgresión causó la
condenación de todos ... » (Romanos 5:12, 18).
Pero, ¿cuál fue la naturaleza del pecado de Adán, y por qué y cómo produjo
resultados tan dolorosos que afectaron a la raza humana? Su pecado no fue la violación
de un código moral como el que siglos más tarde se le dio a Israel durante el éxodo. El
paradigma del cual Pablo parte no es Sinaí, sino el Edén. La ley del Sinaí todavía no se
había conocido. Eso ocurrió siglos después cuando Dios estaba tratando con una
nación en un mundo caído. El paso en falso de Adán fue infinitamente más simple. Fue
un cambio en la relación personal de la criatura con su Creador y Señor que hizo
necesario más adelante que Yahvé tuviese que establecer la ley. Adán y Eva en forma
unida eligieron una relación de desconfianza, distancia, sospecha y desobediencia
antes que una de confianza abierta y amorosa, amistad y obediencia. Y detrás de ese
paso de la confianza y la comunión, a la sospecha y la separación se estableció un
principio de preocupación primaria por sí mismos.
Estos dos eran la gloria de la creación, creados a la imagen y semejanza de Dios.
Dios les dio en su amor a cada uno de ellos una existencia individual, las posibilidades
de gozar de compañía mutua entre ellos, un universo para disfrutar y una comunión
incomparable. Pero su elección cambió el corazón de la relación, y así, en lugar de
estar centrada en Dios y en los demás; pasó a ser una de conducta individualista y
centrada en uno mismo. Lutero usa una frase que describe en forma gráfica lo que tuvo
lugar. Así habló de «un corazón encorvado hacia sí mismo» (cor incurvatus ad se).
Los corazones creados para expresar el amor hacia los demás, los corazones que antes
de la caída se centraban en Dios como su amigo, entonces dieron una media vuelta
hacia adentro y se centraron en sí mismos. Adán y Eva escogieron actuar como señores
en el reino de aquel que es Señor de todos.
En su descripción del siervo sufriente de Yahvé, Isaías afirma:
Todos nosotros nos hemos descarriado, pero no de la misma manera que lo hacen
las inocentes ovejas. La palabra hebrea panah, traducida aquí como apartarse, es en
realidad la raíz de la cual se deriva la palabra hebrea para «rostro» (panim). Una
traducción literal del versículo sería: «Cada uno dirigió su rostro hacia su propio
camino». Nuestra atención cambió de la fuente de todo lo bueno, en un acto de rechazo
y rebelión, a la satisfacción de nuestros intereses individuales.
Por tanto, el pecado que comenzó el problema fue una reorientación deliberada,
un darle la espalda a aquel quien es nuestro amigo y fuente de vida, para seguir nuestro
propio camino. Se produjo un cambio en el centro de gravedad de la psiquis humana,
mediante una elección deliberada. Los hombres y las mujeres escogieron centrarse en
sí mismos y hacer del yo el punto de referencia. Como consecuencia rechazaron al
Santo, que es siempre amor orientado hacia los demás, quien les dio la vida, quien
sostiene su existencia y quien era su verdadera autorealización. Usando la frase de Paul
Tillich: Adán y Eva llegaron a ser su «máxima preocupación». Ellos tomaron el lugar
que Dios debía ocupar en la persona humana. A pesar del hecho de que Dios es por
definición el centro de toda la creación, la criatura decidió hacerse a sí misma el centro
de su propia existencia individual. La criatura usurpó la posición que le correspondía
únicamente a Dios.
Emil Brunner habla correctamente de este hecho como una perversión de la
relación que existía entre el ser humano y Dios.
La existencia ahora se tornó en la dirección opuesta. Se quitó a Dios del centro, y nosotros
pasamos a ocupar el centro del cuadro; así nuestra vida llegó a ser ec-céntrica. La mentira
que nosotros somos el centro es característica de nuestra vida presente. «Giramos alrededor
de nosotros mismos». La nota predominante en nuestra vida ya no es el dominus sino el
rebelde: el Yo mismo. Cor incurvatum in se, el yo que se encorva sobre sí mismo ... En
todos los coros de la vida, el yo que busca satisfacerse a sí mismo es el director del coro. La
relación rota con Dios significa la perversión y el envenenamiento de todas las funciones de
la vida ... Por el pecado, la naturaleza del hombre, no meramente algo en su naturaleza, se
[36]
cambió y se pervirtió.
Decías en tu corazón:
«Subiré hasta los cielos.
-¡Levantaré mi trono
por encima de las estrellas de Dios!
-Gobernaré desde el extremo norte,
en el monte de los dioses.
Subiré a la cresta de las más altas nubes,
seré semejante al Altísimo»
(Isaías 14:13-14).
Dios continúa su descripción de Babilonia, el símbolo del pecado humano:
Otro pasaje que ilustra esta tesis es Jeremías 3. El Señor habla al profeta acerca de
la condición de Judá e Israel, y describe la relación con él en términos matrimoniales.
Israel y Judá son esposas infieles que quebrantaron el pacto de amor. Cuando Dios ve
lo que Israel ha hecho, dice: «Después de hacer todo esto, se volverá (shuv) a mí»,
¡pero no se volvió! (v. 7). Judá ve el pecado de su hermana y decide hacer lo mismo. A
pesar de las consecuencias que acarrea su idolatría, Yahvé dice: «Con todo esto, su
hermana, la rebelde Judá, no se volvió (shuv) a mí de todo corazón, sino fingidamente»
(v. 10).
En consecuencia, Yahvé le dice a Jeremías que salga a proclamar el siguiente
mensaje:
Cortado de la fuente
Agustín tiene también una explicación para la desviación del amor, la cual es paralela a su
explicación de la sujeción de la ciudad terrena al libido dominandi ... «Para poder explicar
una depravación innata en el corazón humano, no hay la más mínima necesidad de suponer
una calidad malévola... producida en la naturaleza del hombre, por alguna causa positiva...
ya sea proveniente de Dios o de la criatura». Todo lo que hace falta es que la presencia
sobrenatural del Espíritu no sea dada, a la naturaleza creada, siguiendo sus propias
inevitabilidades, para destruirse a sí misma. «Los principios inferiores de amarse a uno
mismo y los apetitos naturales... dejados a sí mismos, por supuesto, llegaron a ser los
principios dominantes... La consecuencia inmediata fue el volverse sobre sí mismo... el ser
humano en forma inmediata se colocó a sí mismo, y al objeto de sus afectos privados...
[43]
como supremos; y así tomaron el lugar de Dios».
Quién puede sorprenderse entonces que el patrón de conducta para el creyente del
Nuevo Testamento sea la vida llena, guiada, permeada y controlada por el Espíritu
Santo, y de esa manera llegamos a ser personas orientadas hacia los demás. Pablo pone
esto muy en claro en su carta a los Gálatas cuando les habla de nuestra libertad en
Cristo. Centrarnos en nosotros mismos nunca traerá libertad. Pablo enseñó que solo
podemos ser libres cuando podemos vivir para alguien más allá de nosotros mismos, y
eso es posible únicamente mediante el poder del Espíritu.
Les hablo así, hermanos, porque ustedes han sido llamados a ser libres; pero no se valgan de
esa libertad para dar rienda suelta a sus pasiones. Más bien sírvanse unos a otros con amor.
En efecto, toda la ley se resume en un solo mandamiento: «Ama a tu prójimo como a ti
mismo». Pero si siguen mordiéndose y devorándose, tengan cuidado, no sea que acaben por
destruirse unos a otros.
Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza
pecaminosa. Porque ésta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es
contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que
quieren.
(Gálatas 5:13-17)
Pablo establece en forma muy clara en la carta a los Romanos la diferencia entre
la vida en la carne y la vida en el espíritu de Dios. En el primer capítulo comienza a
construir su caso en cuanto a que el mundo yace bajo juicio como resultado de su
pecado y maldad (Romanos 1:18- 32). Las palabras que él elige son significativas. Los
dos factores que distinguen al pecado son: asebeia y adikia; que en manera habitual se
traducen como impiedad e injusticia. Estas palabras son términos de naturaleza que
todo lo incluyen de manera que contienen dentro de sí todo el mal que continúa. Estas
palabras regularmente se consideran sinónimas. Sin embargo, cuando las analizamos
desde el punto etimológico, las palabras son muy diferentes. La primera viene de la
raíz griega seb, que significa reverenciar o adorar. Por tanto es un término religioso por
definición. La letra inicial a en asebeia, es una privativa, lo cual quiere decir que la
persona cuya vida se distingue por asebeia no está en la relación adecuada para adorar
a Dios. El segundo término adikia, se deriva de la raíz griega dik, que significa
recto/correcto y de allí surge la palabra justicia. Una vez más, la a inicial es privativa.
Por lo tanto adikia como resultado es un término muy adecuado para describir todas
las relaciones que no son rectas, mientras que asebeia es adecuada para hablar de la
condición en la cual nuestra relación con Dios ha sido arruinada y por lo tanto no
podemos adorarle ni expresarle devoción.
Pablo seguramente está correcto cuando usa asebeia primero y luego habla de
adikia. Es coherente con el tema central de toda la Escritura: nuestras relaciones con
los demás no son las que arruinan nuestra relación con Dios. La realidad es que nuestra
relación con Dios es la clave para todas las otras relaciones. Cuando esta es deficiente,
todas las otras relaciones terminan mal. Desde la perspectiva bíblica se nos enseña que
primero debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y luego amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Tal como David aprendió, el pecado siempre es en
primer lugar en contra de Dios (Salmo 51:4). Así que asebeia es la causa y adikia es el
resultado. La adoración correcta se pierde y luego todo lo demás sufre el daño
inevitable. Adikia es el término que abarca la larga lista de males mencionados en la
parte final de Romanos capítulo 1, tal vez el catálogo más desalentador que se
encuentra en todas las Escrituras. Pero si Dios es el origen y la única fuente continua
de todo lo que es bueno y santo, ¿cómo se explica entonces, semejante lista de pecados
en la humanidad?
De un modo muy perceptivo, Pablo describe el viaje descendente de la
humanidad desde sus comienzos en el Jardín del Edén. En Romanos 1:21 explica que
la gente conoció a Dios y no le glorificaron como tal; ni tampoco le fueron agradecidos
por la vida, por el sustento y por su provisión providencial. Más bien, la humanidad
decidió que la relación de una persona con Dios se puede separar de todas las otras
relaciones, se puede descuidar e inclusive ignorar. El centro ontológico de todas las
cosas podía ser olvidado, y uno podía construir su propio mundo haciendo del yo el
centro. La vida se convirtió en una ilusión y un engaño que ya no estaba
adecuadamente relacionado con la realidad, teniendo su propio impacto negativo en la
vida intelectual de la criatura humana. La percepción humana se movió al reino de la
fantasía antes que a la realidad. «A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron
como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos,
y se les oscureció su insensato corazón» (v. 21).
Pablo, un buen hebreo, usó el término corazón para referirse al ser interior donde
el individuo piensa, siente y decide. Por tanto, el impacto fue completo. Los resultados
negativos se observaron en la actividad volitiva y las pasiones de una persona tanto
como en su vida racional. La relación con Dios, que dio orden y libertad a la vida
humana, quedó rota. Tal como dijo Agustín, «los principios inferiores del amor propio
y los apetitos naturales... dejados a sí mismos, llegaron a ser los principios
[44]
dominantes» Se fue todo lo que había sido centrípeto en la existencia humana, y
ahora reina lo centrífugo. De manera inevitable, todas las relaciones quedaron
desviadas. La desintegración reemplazó el orden. Los apetitos que son creativos y
satisfactorios cuando están en el orden santo ahora pasaron a gobernar la razón y el
amor se convirtió en lascivia. Las relaciones humanas naturales que hasta allí habían
sido satisfactorias y liberadoras, fueron reemplazadas por lo antinatural con su
resultante esclavitud. El mal reinó porque el vínculo correcto con el «santo» se había
quebrado.
Para Pablo, el paradigma para comprender nuestro pecado no viene del Monte
Sinaí en primer lugar. El contexto no es una montaña que arde sino un jardín; no el
Éxodo sino el Edén. La ley tal como se vio más tarde en la legislación Mosaica, no es
el elemento central. El factor determinante es el personal. Noten Romanos 1:28:
«Como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios, él a
su vez los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer»
(énfasis del autor). Una relación personal de confianza amorosa ahora se reemplazó
por la desconfianza y un profundo deseo de poner distancia con nuestra fuente y
sustentador. El hombre y la mujer eligieron huir de su Amigo. Su curso de acción
ahora iba en contra de la realidad y como resultado solo la tragedia podía llegar.
Esta interpretación del pensamiento de Pablo se nos confirma en Romanos 2:1-14.
La preocupación de Pablo por los gentiles al igual que por los judíos, es la justicia
eterna; Dios, el juez justo, tendrá la palabra final en la historia humana. Pablo puede
ver dos grupos de personas de pie en ese día final delante de Dios. El primero está
compuesto por aquellos que buscaron gloria, honor e inmortalidad. Correctamente
estos recibirán vida eterna. El segundo grupo está compuesto por aquellos que en
última instancia son objeto de la ira de Dios. La explicación en cuanto a por qué este
grupo alcanza una posición tan trágica se nos explica en una palabra: erizeia (v. 8).
La palabra representa un concepto clave para Pablo. A lo largo de los siglos ha
existido confusión en cuanto al significado verdadero de erizeia y por ende ha hecho
más difícil ver el centro del argumento de Pablo. La erudición moderna finalmente
estableció que el significado es simplemente «graso interés propio». O «buscarse a uno
mismo». Friedrich Buchsel explica cómo la palabra evolucionó desde un término que
tenía que ver con la recompensa por un día de trabajo para llegar a ser un término para
el puro interés propio: «erizeia es por tanto la actitud de los que se buscan a sí mismos,
las rameras, etc. Aquellos que rebajándose a sí mismos y a su causa están ocupados y
activos en alcanzar sus propios intereses, buscando sus propias ganancias o ventajas».
[45]
La palabra es la expresión para actitudes tales como «¿qué hay en esto para mí?».
Como también es la palabra perfecta para describir a la persona egocéntrica que le ha
prohibido a Dios que ocupe el lugar central en su vida. Por tanto, Pablo encuentra que
esta sola palabra es lo suficientemente fuerte como para explicar la ira de Dios, la cual
le preocupaba en el capítulo uno y que se expresará finalmente en el día del juicio
final. La palabra erizeia habla de la vida que se vive desde uno mismo aparte de Dios.
El desarrollo del mal humano comienza con la irreverencia que desplaza a Dios
de su lugar correcto y central en el corazón humano. Cuando el centro verdadero se va,
la vida queda tan centrada en el yo que inevitablemente se convierte en una fuerza
destructiva para todo lo que es santo, justo y bueno. La conclusión de Pablo en
Romanos es que no hay uno solo de nosotros que no haya elegido este curso, creando
así nuestro problema final en la relación personal con Dios. Pablo describe en forma
muy gráfica el origen de todos los problemas humanos:
A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino
que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón...
Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones... Cambiaron la verdad de Dios
por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador...
Por tanto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas...
Como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios, él a su vez
los entregó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer (Romanos
1:21, 24-26, 28).
EL CAMINO DE LA SALVACIÓN
El brazo del Señor es la metáfora del poder de Dios para salvar. Sin embargo, debemos
ser muy cuidadosos en nuestra interpretación de esos pasajes en cuanto a la naturaleza
de tal poder. No es un poder para imponer, ni un poder mediante el cual el soberano
Señor resuelve el problema mediante un decreto o un hecho milagroso. Más bien es un
poder para tomar sobre sí mismo el mismísimo problema que él anhela resolver. Isaías
53 nos ofrece un cuadro verdaderamente sorpresivo. Allí encontramos la identidad del
«brazo del Señor». Es el siervo sufriente de Dios (v. 1). El ofendido cargó sobre sí
mismo la ofensa causada por aquellos a quienes quiere salvar. El médico carga la
enfermedad que vino a curar. El juez eterno se sentenció a sí mismo a cargar el castigo
que tenía que imponer al reo que está delante de su estrado. El creador tomó el lugar y
la condenación de la criatura que pecó contra él.
Después de su sufrimiento,
verá la luz y quedará satisfecho;
-por su conocimiento
mi siervo justo justificará a muchos,
y cargará con las iniquidades de ellos ...
Porque derramó su vida hasta la muerte,
y fue contado entre los transgresores.
Cargó con el pecado de muchos,
e intercedió por los pecadores.
(Isaías 53:1, 3-6, 11-12)
Es obvio que la clave para nuestra salvación personal no radica en nosotros sino
en otro. Descansa en aquel que se entregó asimismo por nosotros. Nuestra esperanza
está en él y su capacidad para cargarnos a nosotros y a nuestro pecado sobre sí mismo
de tal manera que podamos recibirle a él y a su vida salvadora en nosotros. El lenguaje
de la salvación en el Antiguo Testamento habla de este hecho. La palabra hebrea más
fuerte que existe para «perdonar» en el Antiguo Testamento es el verbo nasa, que
significa «cargar». Muchas veces uno no sabe si traducirlo como «cargar» o
«perdonar». David describe en el Salmo 32:1 a la persona bienaventurada cuyos
pecados han sido «perdonados» (literalmente «cargados») y a quien el Señor no acusa
de iniquidad. Nuestra bendición encuentra su fundamento no en nosotros mismos sino
en alguien más.
El lenguaje de fe en el Antiguo Testamento presenta un cuadro similar, incluso
más claro que el Nuevo Testamento. Dos familias de palabras expresan fe y confianza
en tanto que el Nuevo Testamento tiene solo una. Además de la palabra hebrea he'emin
que se halla en la historia de Abraham y a lo largo de todo el Antiguo Testamento,
también encontramos la palabra batach, que ocurre con mayor frecuencia en la
literatura de adoración, particularmente en los Salmos. La primera de estas palabras
contiene el significado de «confirmar» o «sostener» y se desarrolla en los conceptos de
confianza y fe. La segunda palabra tiene más el sentido de «confianza». Es más, en los
lenguajes semíticos correspondientes, conlleva el pensamiento de «estar extendido
sobre» o «reposar sobre». Ambas palabras se usan en el Antiguo Testamento para
indicar el hecho que nuestra esperanza no radica sobre nosotros sino en otro, y que la
única respuesta apropiada para recibir salvación es arrojarnos a nosotros mismos sobre
ese otro. Esta clase de fe no es tan solo fe en una verdad abstracta o una proposición,
sino una fe en una persona. La clave para nosotros no está en lo que podemos hacer
por nosotros mismos, sino en lo que otro puede o ha hecho por nosotros. La fe como
confianza personal abre la puerta para la recepción de la gracia salvadora que se halla
solo en quien es salvación. Y todo esto es posible por la naturaleza de la persona.
Si el concepto de lo que significa ser persona nos ayuda a comprender la
necesidad de la encarnación y la cruz, también nos ayuda a entender el misterio de la
oración intercesora. La oración y particularmente, la intercesión, constituye para la
mayoría de nosotros uno de los más grandes misterios de la fe cristiana. ¿Por qué
tenemos que orar por otro? ¿Acaso Dios no se preocupa más por la otra persona de lo
que nosotros lo hacemos? Ciertamente que él conoce mucho más acerca de las
necesidades, cualesquiera sean estas, que lo que nosotros sabemos. ¿Necesita Dios
nuestra ayuda? ¿Sus recursos dependen de nuestra asistencia? Si Dios es amor
sacrificial y santo, ¿tenemos que torcer su brazo y persuadido a que le haga bien a otro
y a nosotros mismos?
Además, ¿por qué necesita Dios que oremos? Pablo nos dice en Romanos 8:26
que el Espíritu Santo, la tercera persona de la divina Trinidad, intercede con nosotros
con gemidos indecibles. Hebreos 7:25 insiste que el Hijo eterno, la segunda persona de
la divinidad, «vive siempre para interceder» por aquellos que se acercan a Dios a
través de él. ¿Por qué necesita Dios que oremos?
EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN
AMOR PERFECTO
Nuestro estudio nos capacitó para ver que la naturaleza del pecado fue en el
principio la perversión de una relación personal con un Dios personal. Una relación
íntima de amor y confianza pasó a ser una de duda, distancia y desobediencia. Los
humanos eligieron volver su relación de amor sacrificial y orientada a los demás en
una inversión autocentrada («incurvatura», para usar la frase de Agustín, Lutero,
Nygren, y otros). Se hicieron a sí mismos el centro de su propia existencia, su punto
primordial de referencia, desplazando a Dios quien es la fuente y el sustentador de
todo. Los humanos decidieron establecer su propio reino dentro del yo, donde pudiesen
gobernar sin nadie que les desafiase.
Así Dios encontró a sus criaturas, aquellos con quienes anhelaba comprometerse,
eligieron rebelarse dentro de la casa del Padre, entregándose a sí mismos a otros
amores. Las pasiones que se hicieron para unir a las personas con Dios y los demás
ahora se volvieron de su propósito original y se enfocaron en las preocupaciones
egoístas de la criatura, en todo menos en Dios. La vida llegó a ser tan orientada
alrededor del yo que la palabra carne pasó a ser una metonimia para la vida humana
fuera de la voluntad del creador. La humanidad manchó todo lo que tocaban porque no
eran capaces de ningún acto que no estuviese manchado por el interés propio, lo cual
es la esencia del pecado. Pablo dice que todos han pecado. La gloria humana que un
día fue el reflejo de la gloria de Dios, se desvaneció completamente (Romanos 3:23).
Dios, quien es amor, actuó para redimirnos y su redención forma parte del cuadro
que describimos. El sacrificio de Cristo de sí mismo -el justo por los injustos- cuadra
con las demandas de la metáfora legal/real. Esta metáfora ha sido muy importante en la
historia del pensamiento cristiano, sirviendo a menudo corno el método principal para
nuestra comprensión del pecado y la expiación. Pablo establece la importancia de
comprender este hecho en Romanos 3:21-26 donde explica que la muerte de Cristo es
Dios colocando a Cristo a quien Dios puso «como un sacrificio de expiación que se
recibe por la fe en su sangre» (v. 25) por nuestros pecados para que pudiésemos
comparecer justificados delante de Dios. La propiciación hizo posible el perdón de
nuestros pecados. El castigo por nuestros pecados fue pagado en la sangre de Cristo y
la reconciliación con Dios se nos ofrece en Jesús.
La iglesia, en particular la protestante, en sus mejores momentos ha sido muy
clara en su percepción de la naturaleza del pecado y la salvación desde la perspectiva
de esta metáfora. Pero comprender el carácter de la relación que Dios desea con los
humanos requiere mucho más de lo que se encuentra en una sola metáfora. Si las
condiciones necesarias para el cumplimiento de las demandas de Dios fueron
satisfechas en la muerte de Cristo por nosotros, entonces el evangelio es mayor y
mejor de lo que habíamos creído. Cristo murió para ofrecer a su iglesia mucho más que
lo que a menudo hemos reconocido.
ES MUCHO MÁS QUE PERDÓN
Pues aún son inmaduros. Mientras haya entre ustedes celos y contiendas, ¿no serán
inmaduros? ¿Acaso no se están comportando según criterios meramente humanos? Cuando
uno afirma: «Yo sigo a Pablo», y otro: «Yo sigo a Apolos», ¿no es porque están actuando
con criterios humanos? Después de todo, ¿qué es Apolos? ¿Y qué es Pablo? Nada más que
servidores por medio de los cuales ustedes llegaron a creer, según lo que el Señor le asignó a
cada uno. Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que no cuenta ni
el que siembra ni el que riega, sino sólo Dios, quien es el que hace crecer. El que siembra y
el que riega están al mismo nivel, aunque cada uno será recompensado según su propio
trabajo. En efecto, nosotros somos colaboradores al servicio de Dios; y ustedes son el campo
de cultivo de Dios, son el edificio de Dios (1 Corintios 3:3-9).
La unidad en el cuerpo de Cristo había sido quebrada por el egoísmo y la
búsqueda de intereses personales, que son la esencia del pecado. Pablo, no obstante, no
indica que esta condición sea imposible de evitar. Más bien, a largo de su epístola,
dedica bastante espacio a explicar cómo Dios lo libró a él de esa condición y, por
consiguiente, alienta a los creyentes en Corinto a buscar la misma libertad.
Las cartas a los corintios son epístolas pastorales. Pablo trata en forma directa los
problemas que aquejaban a los creyentes de esa congregación. Uno de esos problemas
era el tema de la libertad cristiana, es decir, hasta qué punto los escrúpulos personales
deben gobernar la conducta de un creyente. Por ejemplo, existían enormes diferencias
de opinión dentro de la congregación en cuanto al tema de la carne comprada en el
mercado público. Pablo sabía que la salvación de una persona no depende de aquello
que come. Por tanto, insiste que su conducta personal no se puede limitar a la actitud
legalista de otros creyentes. No obstante, insiste que sus propios derechos están sujetos
a Cristo. El amor cristiano demanda que no puede ser causa de tropiezo para «el
hermano débil», quien todavía no tiene el suficiente conocimiento como Pablo ya
había alcanzado. Actuar de otra manera sería pecar, no solo en contra del hermano
débil, sino en contra del mismo Cristo.
Tengan cuidado de que su libertad no se convierta en motivo de tropiezo para los débiles.
Porque si alguien de conciencia débil te ve a ti, que tienes este conocimiento, comer en el
templo de un ídolo, ¿no se sentirá animado a comer lo que ha sido sacrificado a los ídolos?
Entonces ese hermano débil, por quien Cristo murió, se perderá a causa de tu conocimiento.
Al pecar así contra los hermanos, hiriendo su débil conciencia, pecan ustedes contra Cristo.
Por lo tanto, si mi comida ocasiona la caída de mi hermano, no comeré carne jamás, para no
hacerlo caer en pecado.
(1 Corintios 8:9-13).
Sin embargo, no ejercimos este derecho, sino que lo soportamos todo con tal de no crear
obstáculo al evangelio de Cristo.
¿Cuál es, entonces, mi recompensa? Pues que al predicar el evangelio pueda presentarlo
gratuitamente, sin hacer valer mi derecho.
Aunque soy libre respecto a todos, de todos me he hecho esclavo para ganar a tantos como
sea posible ... Entre los débiles me hice débil, a fin de ganar a los débiles. Me hice todo para
todos, a fin de salvar a algunos por todos los medios posibles. Todo esto lo hago por causa
del evangelio, para participar de sus frutos
(1 Corintios 9:12, 15, 18-19,
22-23).
Es evidente que Pablo había hallado la libertad de la tiranía del pecado que lo
contaminaba. Ahora está libre para rendir sus derechos y privilegios al señorío de
Cristo y hacerlo de manera gozosa. Mucho más importante para nuestra discusión es
que Pablo piensa que los corintios debían darle a Dios la oportunidad para que les
concediera la misma libertad. Pablo nunca se ofrece a sí mismo como un ejemplo de
espiritualidad excepcional, sino más bien como una muestra de lo que el Espíritu Santo
quiere lograr cuando limpia cada corazón con la sangre de Jesucristo. Su mayor anhelo
es que sus amigos en Corinto puedan conocer esta libertad. Por lo cual, les dice:
«Todo está permitido», pero no todo es provechoso. «Todo está permitido», pero no todo es
constructivo. Que nadie busque sus propios intereses sino los del prójimo»
(1 Corintios 10:23-24).
«En conclusión, ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la
gloria de Dios. No hagan tropezar a nadie, ni a judíos, ni a gentiles ni a la iglesia de Dios.
Hagan como yo, que procuro agradar a todos en todo. No busco mis propios intereses sino
los de los demás, para que sean salvos. Imítenme a mí, como yo imito a Cristo»
(1 Corintios 10:31-11:1).
Los fuertes en la fe debemos apoyar a los débiles, en vez de hacer lo que nos agrada. Cada
uno debe agradar al prójimo para su bien, con el fin de edificarlo. Porque ni siquiera Cristo
se agradó a sí mismo sino que, como está escrito: «Sobre mí han recaído los insultos de tus
detractores». De hecho, todo lo que se escribió en el pasado se escribió para enseñarnos, a
fin de que, alentados por las Escrituras, perseveremos en mantener nuestra esperanza. Que el
Dios que infunde aliento y perseverancia les conceda vivir juntos en armonía, conforme al
ejemplo de Cristo Jesús, para que con un solo corazón y a una sola voz glorifiquen al Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo
(Romanos 15:1-6).
Tanto el mensaje de Pablo como su testimonio ofrecen una similitud notable.
Siempre insiste en que Jesús vino a librarnos a nosotros, las obras de sus manos, de la
torcedura de nuestro pecado que nos ha hecho volvernos hacia nosotros mismos.
Somos incapaces de vivir de la misma manera que viven las personas de la Divinidad
en amor ágape que siempre busca dar y entregarse, lo cual era su intención para
nosotros. Cuando Pablo les escribe a los filipenses, les asegura que para él el vivir es
Cristo (1:21). A los gálatas les dice que está crucificado juntamente con Cristo de
modo que la nueva vida que ahora vive no es la suya propia sino que es Cristo
viviendo dentro de él (2:20). A los romanos les insiste que aquellos que leen su carta
no deben agradarse a sí mismos porque Cristo no se agradó a sí mismo (15:2-3).
No importa cuál sea la carta que leamos, el patrón de pensamiento que se sigue
siempre es el mismo: Jesús, en su encarnación y pasión. Jesús fue una persona humana
en el sentido pleno de lo que una persona debe ser. Él no llegó para hacer su propia
voluntad sino la de su Padre. De tal manera que cuando llegó a enfrentar la cruz pudo
decir: «Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Marcos 14:36 et al).
Pablo mismo llegó, a través de la gracia de Dios, a un lugar similar. Es obvio que cree
que el mismo Espíritu que capacitó a Cristo y que lo transformó a él puede de la
misma manera transformar a sus lectores y a quienes lo escuchen. ¿Cómo es posible?
No es por nobleza humana, piedad ni autodisciplina. Es todo por gracia. Y si es por
gracia se debe recibir por la fe. Por lo cual, Pablo concluye sus comentarios a los
Gálatas acerca de esta nueva vida en Cristo aseverando: «No desecho la gracia de
Dios» (Gálatas 2:21).
Cristo murió por nosotros con el fin de lograr mucho más que evitar el juicio.
Murió para darnos la libertad de la cual habla Pablo y ahora espera que nosotros la
aceptemos. Como pecadores debemos llegar a la comprensión de que nunca podemos
expiar nuestros pecados y que debemos confiar en Cristo para que haga aquello que no
podemos hacer por nosotros mismos. Además debemos permitir al Espíritu de santidad
que limpie nuestra persona interior de la contaminación del interés propio, al mismo
tiempo que comprendemos que poder alcanzarlo está mucho más allá de nuestra
capacidad. Por ende, debemos confiar en el Espíritu para hacer lo que no podemos
hacer por nosotros mismos. El poder para vivir la vida que Cristo quiere que vivamos
se encuentra únicamente en el regalo divino de Dios, su propio amor ágape. La
salvación siempre y en todo lugar es un don que se debe aceptar por la fe no importa
en qué etapa de nuestra existencia humana estemos. Cuando Pedro le informó al
concilio de Jerusalén en Hechos 15 acerca de la venida del Espíritu Santo sobre la
familia del devoto Cornelio, les dijo: «Dios, que conoce el corazón humano, mostró
que los aceptaba dándoles el Espíritu Santo, lo mismo que a nosotros. Sin hacer
distinción alguna entre nosotros y ellos, purificó sus corazones por la fe» (vv. 8-9).
Aparentemente el fuego del Espíritu en Pentecostés fue un fuego purificador que se
recibió por fe.
La sangre redentora de Cristo y la obra interior del Espíritu Santo tienen el poder
de limpiar el corazón del creyente hasta lo más profundo de su ser y luego traerlo al
lugar donde Cristo es el amor supremo y reinante de su vida. ¿Por qué entonces la
historia de la iglesia y la vida de la mayoría de los creyentes están llenas de peleas y
divisiones? ¿No es acaso porque la posibilidad de un corazón controlado por el amor
puro de Cristo se ha considerado como inalcanzable? El hecho que pensáramos que no
era posible nos ha impedido que lo busquemos. Existe una cantidad sorprendente de
literatura de devociones de la iglesia que tratan este tema. Los himnos de la iglesia lo
expresan de manera particular. Noten la oración de Edwin Hatch, un distinguidor líder
anglicano. Su clamor era alcanzar una pureza de una voluntad no dividida.
George Matheson, un escocés, usó una figura diferente, pero su clamor fue el
mismo. Él deseaba que el amor de Dios lo cautivara de forma tal que pudiera vencer la
resistencia interna de una voluntad dividida. Solamente así podría ser realmente libre.
Mi voluntad no es mía
Hasta que tú la hagas tuya;
Y si alcanzas el trono de un monarca
Su corona debe renunciar.
Sólo permanece sin doblar
En medio del conflicto;
Cuando en tu seno haya cabido
[47]
Y hallado en ti su vida.
Nuestra santificación, al igual que nuestra justificación, es una obra de gracia, una
obra de Dios: un regalo gratis que viene de la mano amorosa del Padre. Por tanto, la
clave es la fe. Debemos creer en Dios de tal manera que nos podamos confiar
enteramente a su cuidado amoroso. Pablo, en su carta a los Gálatas habla de nuestra
libertad en Cristo: «porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo ni la
incircuncisión, sino la fe que obra por el amor» (5:6). Nuestras obras, sean de carácter
religioso o de otro orden, nunca podrán satisfacer nuestro propio corazón ni el corazón
de Dios. Pero el Espíritu trabaja a través de la fe, haciendo posible que el amor ágape
de Dios se derrame en nuestros corazones y así podamos satisfacer nuestros anhelos y
capacitarnos para cumplir la ley de Dios en nosotros.
Pablo les escribe a los romanos unos pocos años antes de la destrucción del
templo en Jerusalén. En esa epístola describe un servicio a Dios que tomará el lugar de
aquello que fue el centro del culto de Israel desde el tiempo de Moisés. En la adoración
que Pablo ve, el sacrificio que ofrece el creyente no son los cuerpos de animales, sino
la persona completa del adorador. Esa adoración será santa y aceptable a Dios y traerá
gracia al adorador de tal manera que la persona pueda discernir y hacer la voluntad de
Dios que es buena, agradable y perfecta (12:1-2).
La gracia de tal sacrificio del yo trae como resultado ni más ni menos que el don
del mismo amor ágape de Dios. Pablo, a lo largo de cuatro capítulos (Romanos 12-
15), muestra el contenido de lo que debe producir este don en la vida de la persona. Su
argumento acerca de la naturaleza del Evangelio es una sinfonía con un tema principal:
el amor ágape no busca las cosas que son propias, más bien está orientado hacia los
demás. Es el amor de Cristo: «Los fuertes en la fe debemos apoyar a los débiles, en
vez de hacer lo que nos agrada. Cada uno debe agradar al prójimo para su bien, con el
fin de edificarlo. Porque ni siquiera Cristo se agradó a sí mismo sino que, como está
escrito: «Sobre mí han recaído los insultos de tus detractores» (15:1-3).
Pablo comenzó su carta enorgulleciéndose del poder del Evangelio para salvarnos
de nuestra pecaminosidad. Aquí, en los capítulos finales de Romanos, describe la
naturaleza de nuestra salvación mientras produce los resultados en nuestras vidas
individuales dentro del cuerpo de Cristo. En otras palabras, el sacrificio de Cristo se
diseñó para devolverle al corazón humano la gloria, el amor ágape, la presencia divina
que perdimos en la caída.
Noten los efectos que deberían producir en nuestras vidas este regalo del amor:
Aquellos que están llenos de amor ágape no piensan de sí mismos de una manera más
elevada de la que deben pensar. Piensan de una manera equilibrada, reconociendo que son
parte de un cuerpo mucho más grande que un solo individuo aislado (12:3-5).
Se honran unos a otros más que a sí mismos en una devoción que es mutua (12:10).
Bendicen a aquellos que los persiguen, y no los maldicen. Tampoco toman la venganza en
sus manos. Le dan de comer a sus enemigos y le dan de beber a quienes tienen sed (12:14-
20).
No tienen deudas excepto la de amarse unos a otros. Aman a sus prójimos como a sí mismos
y de esa manera cumplen la ley real (13:8-10).
Viven para agradar a sus prójimos, de la misma manera que Cristo no vivió para agradarse a
sí mismo sino para traer gracia y bendiciones a otros (15.1-3).
Pablo mismo es un ejemplo de esta clase de amor. Dio toda su vida en forma
sacrificial llevando el evangelio a otros. Al momento de escribir está a punto de llevar
una ofrenda financiera a la iglesia en Jerusalén para los pobres que están en ella.
También nos dice que planea ir a España para llevar el evangelio a aquellos que nunca
escucharon las Buenas Nuevas. Ha vivido, está viviendo y vivirá su vida para Cristo y
los demás (Romanos 15:23-32). Todos aquellos que son discípulos de Jesucristo y que
han recibido este amor divino, ya no viven para agradarse a sí mismos. Pablo exhorta a
sus creyentes en Roma: «Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no se
preocupen por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa» (13:14).
Pablo sabe que lo que propone es imposible para la persona natural. Más bien
señala a una experiencia por la cual Cristo entra en nosotros y nosotros en Cristo de tal
manera que podemos decir que nuestro ser se ha revestido de él. Entonces lo que no es
posible de alcanzar con nuestras fuerzas humanas se hace posible porque Cristo y su
Espíritu viven dentro de nosotros. Pablo exhorta a sus lectores a entrar y a vivir una
relación semejante con Dios. Nunca sugiere que la vida que se vive en el amor es para
una edad futura. Su mensaje es que esto es para el presente en lugar de ser un ideal
acerca del cual soñar. Es una posibilidad en gracia ya que no es un asunto de logros.
Tal amor es un don que solamente puede ser recibido, es un regalo porque es la misma
vida de Dios. Uno no se levanta a semejante nivel de vida. Uno se arrodilla para
recibirlo y le permite a aquel que es amor ágape que llene y complete nuestra
personalidad.
Alguien puede legítimamente preguntar: «¿Por qué esta limpieza profunda no
viene a nosotros en el momento que volvemos a nacer y somos justificados?» La
Biblia deja bien en claro que tal limpieza no llega a todos los creyentes cuya historia
registra. Aun para los discípulos de Cristo, a pesar de su intimidad con el Señor, el
cambio no llegó en forma inmediata. Fue solo después que Jesús comenzó a hablarles
acerca de la cruz, que la dimensión total de su egoísmo empezó a manifestarse en su
plenitud.
Marcos describe esta conducta muy gráficamente para nosotros en su relato del
viaje que tuvieron de Cesarea de Filipos a Jerusalén (Marcos 8-15). A medida que
Jesús intentó preparar a sus discípulos para la cruz, les enseñó que también habría una
cruz para ellos. Los capítulos 8 al 10 nos ofrecen un notable cuadro del egoísmo que
todavía vivía en sus corazones, un interés propio que en última instancia condujo al
más fuerte de los doce a negar al Señor tres veces. Tal vez el punto que Marcos y los
otros evangelistas quieren resaltar es que muchos de nosotros tenemos que vivir con
Cristo y aprender a reconocer la guía interior del Espíritu antes que podamos ver las
profundidades de nuestra necesidad de limpieza, si es que vamos a vivir vidas que sean
verdaderamente santas.
La realidad es que no vamos a confiar en Dios para que haga algo por nosotros
hasta que no sintamos esa necesidad. En la misma proporción que caminemos con él y
que nos expongamos a las Escrituras y el mover del Espíritu Santo, comenzaremos a
sentir la división interior en las profundidades de nuestro ser que brotan de un temor
existencial de confiar en alguien más para que nos controle. Ese temor de rendirnos a
Dios, quien nos ama más de lo que se ama a sí mismo, es la evidencia final de nuestra
caída y pecaminosidad.
Si enfrentamos auténticamente las demandas que hacen las Escrituras en cuanto a
las posibilidades de la gracia, comenzaremos a tener hambre por esa limpieza más
profunda y la plenitud del Espíritu de Dios, ese mismo Espíritu que inundó nuestros
corazones con el amor de Dios. Ser llenos del Espíritu es estar llenos del mismo amor
de Dios. Entonces, ya no tememos que sea Señor sobre nosotros sino que más bien le
damos la bienvenida porque ese Dios es totalmente amor ágape. Esto es lo que Juan
dice cuando nos recuerda: «El amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el
castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor» (1 Juan 4:18). La pasión en la
vida de los creyentes, entonces, es permitir que Dios nos dé su amor y dejar que él nos
llene. John Wesley lo dijo de una forma muy precisa cuando escribió lo siguiente:
El amor es el don más grande de Dios; un amor humilde, gentil y paciente ... sería bueno que
seamos sensibles a esto, «el cielo de los cielos es el amor». No hay nada más elevado en la
religión, no queda nada más; si estamos buscando algo más que el amor, estamos buscando
fuera del camino, nos hemos desviados de la senda real. Y cuando tú le preguntas a otros:
«¿has recibido esta o aquella bendición?» excepto que estemos hablando del amor, estamos
equivocados; estarás guiando a los demás al error, colocando sobre ellos un énfasis falso.
Establécelo en tu corazón de una vez y para siempre, que desde el momento que Dios te
salvó de tu pecado, tú debes concentrarte en nada más que tener más del amor que se nos
describe en el capítulo 13 de Corintios. No se puede alcanzar una cima más alta, hasta el día
[48]
que seas transportado al seno de Abraham.
¿Por qué no hay nada más elevado que el amor? Wesley lo entendió de la misma
forma que Juan lo entendió siglos atrás. No hay nada más grande que el amor ágape
porque eso es lo que Dios es, y es lo que le ofrece a cualquiera que esté dispuesto a
recibirlo. ¡Qué evangelio, y está al alcance de cualquiera de nosotros!
Notas
[1]
Kaufmann, Yehezkel, The Religion of Israel [La religión de Israel], traductor, Moshe Greenberg. University
of Chicago Press, Chicago 1960, p. 486.
[2]
Kaufmann insiste que lo distintivo de la religión de Israel está en su concepto de la divinidad. Para
Kaufmann la religión de Israel comprende a Dios como uno que es «supremo sobre todas las cosas. No hay un
reino sobre o al lado de él que limite su absoluta soberanía. Él es totalmente distinto del mundo y aparte del
mundo; él no está sujeto a leyes, compulsiones o poderes que lo trasciendan. Él es, en resumen, no mitológico.
Esta es la esencia de la religión de Israel y lo que lo separa de todas las otras formas de paganismo» (Ibid., 60).
Por paganismo Kaufmann se refiere a todas las religiones excluidas al judaísmo, el islamismo y el cristianismo.
[3]
En el libro Called to be Holy [llamado a ser santo], John Oswalt da un análisis sorprendentemente claro de
las diferencias entre la cosmovisión bíblica y las opciones alternativas en el mundo antiguo y en el nuestro. Las
distinciones establecidas en su obra son básicas para todo lo que sigue a continuación. Ver John N. Oswalt,
Called to be Holy, Evangel, Nappanee, Ind., 1999, pp. 10-14.
[4]
Maimónides, The Guide of the Perplexed [La guía para el perplejo] traducción Shlomo Pines. University of
Chicago Press, Chicago, IL, 1963, p. 609.
[5]
El término «orientado hacia otros», se utilizó alrededor de treinta veces en este libro. Este es un intento para
describir la esencia de la verdadera persona, sea humana o divina. No he encontrado una mejor palabra para
describir la naturaleza divina de la persona humana y la naturaleza planeada de la persona humana.
[6]
Más tarde vamos a tratar con el hecho que la caída nos llevó de una orientación hacia otra y nos dejó
centrados en nosotros mismos. Una inversión ocurrió en la caída que afectó, no solo lo que los humanos podían
hacer, pero también lo que los humanos, sin la asistencia del Espíritu Santo, podían pensar.
[7]
Horne, Brian L., «Art: A Trinitarian Imperative?» [El Arte: ¿un imperativo trinitario?] en Trinitarian
Theology Today, [Teología trinitaria hoy] ed. Christopher Schwobel, T. & T. Clark, Edimburgo, Escocia, 1995,
pp. 87-88.
[8]
Oswalt, Called to be Holy, p. 90.
[9]
Kasper, Walter, The God of Jesus Christ [El Dios de Jesucristo], Crossroad, New York, 1996. p. 309.
[10]
Esta práctica se hizo tan universal y se siguió durante un tiempo tan extendido que se perdieron la
ortografía original y su pronunciación. Como los judíos no supieron cómo escribirla o pronunciarla
correctamente, y conociendo solo las cuatro consonantes del nombre original, se refirieron a ella como
«Tetragrammaton», «La palabra de cuatro letras»: YHWH. Posteriormente el judaísmo ha mantenido el temor
del mal uso del nombre santo. Como resultado, la palabra Dios se deletrea, muy a menudo, en la literatura judía
«D-S» para indicar el respeto y el temor que el escritor tiene de ofender a Yahvé. Incluso ahora, el judío
ortodoxo que llega a la palabra Tetragrammaton cuando lee el texto bíblico va a incluir cuidadosamente la
palabra Señor para el nombre de Dios.
[11]
Berkhof, Louis, Manual of Reformed Doctrine [Manual de doctrina reformada], Eerdmans, Grand Rapids,
MI, 1933, p. 257.
[12]
Wesley, John, Arise, My Soul, Arise [Levántate, alma mía], Una colección de himnos para el uso de las
personas llamadas metodistas. John Mason, Londres, 1831, no. 202.
[13]
Dumbrell, William, The Search for Order: Biblical Eschatology in Focus [La búsqueda del orden: la
escatología bíblica en foco, Baker, Grand Rapids, 1994, p. 121.
[14]
En estos días de familias destruidas y relaciones abusivas, nosotros debemos ser cuidadosos de clarificar
que el propósito planeado de Dios para la familia no es siempre la realidad de las relaciones familiares
individuales. A veces los padres verdaderamente renuncian a sus derechos de respeto y honor debido a los
pecados en contra de sus hijos. Dios es el modelo para cada padre humano, en vez de ser lo contrario.
[15]
Wojtyla, Karol, Reflections [Reflexiones] en Humanae Vitae. St. Paul Editions, Boston, 1986, pp. 13-18.
[16]
Williams, A.N., Instrument of the Union of Hearts: The Theology of Personhood and the Bishop
[Instrumento para la unión de corazones: La teología de la persona y el obispo], International Journal of
Systematic Theology 4, no. 3 [Publicación internacional de teología sistemática], noviembre 2002, p. 283.
[17]
Ury, William, Trinitarian Personhood [La persona trinitaria], Wipf & Stock, Eugene, OR, 2001. El escrito
de Ury nos brinda un estudio excelente del desarrollo de las figuras principales en el pensamiento trinitario con
un análisis muy valorado de Richard de San Víctor. Este presente trabajo ha encontrado inspiración en él.
[18]
Citado en Erich Fromm, Man for Himself [El hombre para sí mismo], Routledge & Kegan Paul, Londres
1949, p. 35.
[19]
Ver Jaroslaw Kupczak, Destined far Liberty [Destinado para la libertad], The Catholic University of
America Press, Washington, D.C., 2000. p. 114.
[20]
Torrance, Thomas, The Christian Doctrine of God: One Being Three Persons [La doctrina cristiana de
Dios: Un ser en tres personas]. T. & T. Clark, Edimburgo, Escocia, 1996, p. 102. Ibíd., p. 170.
[21]
Ibíd., p. 170.
[22]
Marcel Gabriel, The Mystery of Being: Faith and Reality [El misterio del ser: fe y realidad], Lanham, New
York, 1951, p. 8.
[23]
Caird, G.B., The Language and Imagery of the Bible [El lenguaje y las imágenes de la Biblia], Eerdmans,
Grand Rapids, 1997, p. 18.
[24]
Barth, Karl, Church Dogmatics [Dogmas de la Iglesia], 2.1. T. & T. Clark, Edimburgo, 1957, pp. 257-58.
[25]
Torrance, Christian Doctrine of God [La doctrina cristiana de Dios], p. 40.
[26]
Para una discusión muy competente de Otto, vea John Maquarrie en In Search of Humanity [En búsqueda
de la humanidad], Crossroad, New York, 1983, pp. 202, 206.
[27]
Zizioulas, John, Being as Communion [Existencia en términos de comunión], St. Vladimírs Seminary
Press, Crestwood, N.Y., 1985, pp. 91, 269.
[28]
Jenson, Robert, Systematic Theology, vol. 2 [Teología Sistemática], Oxford University Press, New York,
1999, pp. 63-68.
[29]
Mascall, E.L., The Openness of Being [ ],Westminster, Philadelphia, PA, 1971, p. 278.
[30]
Pascall, Blaise, Penseés, [Pensamientos] traducción al inglés, A.J. Krailsheimer. Penguin, New York 1966,
p. 347.
[31]
Grenz, Stanley J., The Social God and the Relational Self: A Trinitarian Theology of the Imago Dei [El
Dios social y el yo racional: Una teología trinitaria de la Imago Dei], Westminster, John Knox, Louisville,
2001, p. 96.
[32]
Ver Filipenses 2:3 y Romanos 15:1-4.
[33]
Torrance, Christian Doctrine of God, p. 123.
[34]
Ver Martín Buber, I and Thou [Yo y tú], Scribner, New York, 1957.
[35]
Wojtyla, Karol, The Jeweler’s Shop [La joyería], St, Ignatius Press, San Francisco, 1982, pp. 47-48.
[36]
Brunner, Emil, Man in Revolt [El hombre en rebelión], Westminster, Philadelphia, 1947, pp. 136-37.
[37]
Ibid., p. 130
[38]
Ibid., p. 480.
[39]
Marcel, Gabriel, The Mystery of Being: Reflection and Reality (El misterio del ser: reflexión y realidad],
vol. 2, Lanham, New York, 1951, pp. 33-34.
[40]
Sachs, Joe, "God of Abraham, Isaac and Jacob" [El Dios de Abraham, Isaac y Jacob], The Great Ideas
Today [Las grandes ideas de hoy], ed. Mortimer Adler, Enciclopedia Británica, Chicago 1988, p. 227.
[41]
Ibid.
[42]
Ver Lesslie Newbigin, The Light has come [La luz ha venido], Eerdmans, Grand Rapids, MI, 1982, pp. 39-
40.
[43]
Jenson, Robert, America's Theologian: A Recommendation of Jonathan Edwards [El teólogo de
norteamérica: Una recomendación de Jonathan Edwards], Oxford University Press, New York, 1988, pp. 140,
148.
[44]
Ibid.
[45]
Friedrich Buchsel, "erizeia" Theological Dictionary of the New Testament, ed. ["erizeia" Diccionario
teológico del Nuevo Testamento].
[46]
Hatch, Edwin, «Breath on Me, Breath of God» (Sopla en mí, aliento de Dios], The United Methodist
Hymnal [El himnario de los Metodistas Unidos], United Methodist Publishing House, Nashville, TN, 1989, no.
420.
[47]
Matheson, George, «Make Me a Captive, Lord» [Hazme un prisionero, Señor], The United Methodist
Hymnal [El himnario de los Metodistas Unidos], United Methodist Publishing House, Nashville, TN, 1989, no.
421.
[48]
Wesley, John, A Plain Account of Christian Perfection [Un relato sencillo de la perfección cristiana],
Epworth, Londres, 1952, p. 90.
Table of Contents
Título
Contenido
1. UN NUEVO CONCEPTO DE DIOS
2. EL NIVEL DE INTIMIDAD QUE DIOS DESEA
3. LA PERSONA Y EL CONCEPTO DE DIOS
4. EL PROBLEMA HUMANO
5. EL CAMINO DE LA SALVACIÓN
6. EL CUMPLIMIENTO DE LA SALVACIÓN
Notas