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Nota previa
Efectivamente, quiero hoy, más que explicarles nada, contarles mi experiencia con
Jesús. Entre Él y yo hay un asunto, una historia, que es muy difícil de explicar a través
de fórmulas del tipo: Él es esto y lo otro y la lógica del asunto es ésta otra. Tampoco
es fácil contarlo, porque a la vez que les cuento el asunto de Jesús, les cuento mi
propio asunto, les cuento cómo Él tiene que ver conmigo. Y cómo yo creo que yo
tengo que ver con Él.
Mi pretensión con esta primera charla es invitarles a hacer algo similar: situarse en un
momento de la infancia, yo elegí los siete años, y tratar de narrar qué es lo que de
Jesús, el Señor, creían entonces. En esa edad, yo no distinguía todavía entre lo que
de Jesús "sabía" y lo que de Jesús "creía". No había tampoco muchos conceptos, sino
muchas narraciones.
Cuando Juan XXIII cumplió veinticinco años de sacerdote, escribió a sus padres una
carta en la que afirmaba que después de haber asistido a la escuela, la formación del
seminario, la facultad de teología y derecho canónico; después de haber ejercido la
representación diplomática de la sede apostólica como nuncio en muchos sitios;
después de haber desarrollado en ese marco múltiples e interesantes relaciones;
después de todo eso, tenía que confesar, que lo más importante sobre la vida y la fe
lo había recibido en su casa.
Desde pequeño soy creyente. Creyente en Dios, en Jesús, el Señor. Eso quiere decir
que, de algún modo, desde pequeño Él era importante para mí. Ocupaba un lugar real
en mi vida, en mi familia, entre las personas que había que tener en cuenta. Desde
pequeño, Él era a la vez una presencia que daba confianza y seguridad, y una
invitación a hacer un mundo mejor, más bueno.
Mis padres tenían algunos amigos "sacerdotes", o "curas", que tenían mucho que ver
con lo de Jesús, al que rezábamos en la mesa antes de comer y a la noche antes de
irnos a la cama. Cada mañana, mi madre nos invitaba también a dar gracias al Señor
por el nuevo día.
Preguntas iniciales:
El caso es que poco a poco me fui haciendo una imagen que tendría entre otros estos
rasgos:
Era hijo de la Virgen María. Muy bien no sabía qué significaba aquello de que era
"virgen". Pero decían que eso quería decir que San José no era el padre de Jesús,
aunque sí era su padre adoptivo. Yo, que por entonces estaba convencido de que a
mis hermanos y a mí nos había traído una cigüeña, probablemente de los alrededores
de París, no tenía mucha idea qué podría significar aquello. El caso es que me decían
por eso, que Jesús era, en realidad, Hijo de Dios.
Hijo de Dios, hijo de la virgen y del viejo San José, que tenía siempre pinta de persona
bastante mayor y que, según recordaba que había leído en algún sitio, se iba a casar
con la Virgen porque habían aparecido unas flores en una vara de madera que por lo
visto él solía usar (yo tenía entendido que él era carpintero, pero esto de la vara me
despistaba, siempre me recordaba a los pastores). La virgen María tenía que ser muy
buena, muy bondadosa, porque era la madre de Dios, me decían, la madre del niño
Jesús. Así que, entre las oraciones que me enseñaron y que con todo gusto fui
aprendiendo a rezar, había oraciones también a María, a la que siempre le pedíamos
que nos cuidara como una madre buena cuida a sus hijos. Yo lo hacía con mucho
gusto, porque siempre tenía la impresión de que María sería más o menos como mi
madre, que era ya entonces una mujer tan buena.
Lo que sí recuerdo que era más complicado es que luego decían que él, Jesucristo, el
Señor, no sólo era Hijo de Dios, sino que además era Dios mismo. O sea, que había
dos "Dios" o dos "Dioses". Bueno, no, había "tres", porque luego estaba el Espíritu
Santo, que también era o Dios o como Dios, muy bien no lo sabía. A veces, me
parecía que había cuatro, porque estaba también el Sagrado Corazón de Jesús, que
este era más claramente Dios que el propio Espíritu Santo, al que, la verdad, por
entonces jamás me acuerdo haber rezado. Digo que todo esto era complicado por dos
cosas.
Una, porque no me estaba muy claro cómo podía ser eso de que era el Hijo de Dios y
luego que era Dios mismo. Yo era Hijo de mi Padre, pero no era mi Padre. Recuerdo
que a raíz de aquello, caí en la cuenta de otro nombre que por allí le dábamos
también a Jesucristo, Nuestro Padre Jesús Nazareno (Nuestro Padre Jesús de la
Caída o Nuestro Padre Jesús de la Piedra Fría).
Y, dos, porque, fueran dos, o tres, si incluimos al Espíritu Santo, o cuatro, si también
aparece el Sagrado Corazón de Jesús, según decían y nos hacían repetir en la
catequesis y me contaban mis padres, Dios no hay más que uno. Como pronto se
dieron cuenta de que yo no entendía, me hacían aquel relato de San Agustín,
paseando por una playa de su tierra africana, intentando comprender el misterio de la
Santísima Trinidad. Entonces, encontraba a un niño en la playa que metía y metía
agua en una pocita que él se había hecho sobre la arena: "¿Qué haces?", le
preguntaba San Agustín. "Intento meter el mar en esta poza", contestaba el niño. San
Agustín, sonriente, le decía: "No se puede, hijo mío, meter todo el mar en esa poza".
A lo que el niño contestaba: "Agustín, Agustín, es más fácil que yo meta el mar en
esta poza que tú seas capaz de meter el misterio de la Santísima Trinidad en tu
cabeza".
Así que el asunto de Jesús tenía también que ver con el misterio, con lo misterioso.
En general, lo recuerdo bien, para mí el misterio era una palabra del campo semántico
del "miedo". Misterioso era un cuarto oscuro. Misteriosa era una noche en que una
tormenta soplaba con fuerza y los rayos habían conseguido tumbar los postes de la
precaria instalación eléctrica. Misterioso era el mar, que cuando nadabas un poco
hacia dentro, ya no se veía el mar. Misteriosa era la niebla que a veces agarrábamos
de viaje al pasar las montañas del centro de la isla donde nací.
Además de todo esto, a mis hermanos y a mí nos gustaba oír a mi padre y a mi madre
hacernos cuentos sobre Jesús. A medida que lo iba conociendo, más ganas tenía de
saber cosas sobre Él. Por eso, mi padre, que le encantaba reunirnos en su cama los
domingos, cuando no tenía que irse temprano al trabajo, nos contaba, entre historias
de las películas de Tarzán, muy de moda por entonces, historias sobre las cosas que
el niño Jesús hacía. De esos cuentos fui aprendiendo también muchas cosas sobre él.
Nació, hacía tantos años como el año en que estábamos, en Belén de Judá, un lugar
con muchos pastores y donde no había sitio en la posada. Nació y lo pusieron en un
pesebre donde le daban calor un buey y una mula. Y necesitaba calor, porque nació
en Diciembre, el día veinticuatro a última hora de la noche (por eso nosotros íbamos a
una misa que llamaban del gallo, en la que casi siempre me quedaba dormido, pues
llegaba con la barriga llena de la cena de nochebuena, que era la cena de
cumpleaños de Jesús). La noche en que nació Jesús, aunque no había sito en la
posada, sí que había ángeles en el cielo, y una estrella que iba guiando a unos reyes
magos que venían de oriente. Por lo que yo entendía, aquella noche, cuando nació
Jesús, el Hijo de la Virgen María, el establo donde nació se llenó de visitantes, unos
que traían ovejas de regalo, otros que traían requesón, otros que traían miel de abeja.
Mis hermanos y yo aprendíamos esto de los relatos de mis padres, y también de los
"pesebres" o "belenes" que se ponían en las Iglesias y en las casas de los vecinos.
Vinieron a visitarlo unos reyes magos, que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar,
este último era negro. Venían con sus pajes y con oro para hacer la corona, incienso
para decir misa, y mirra (no sé para qué porque nunca nadie me decía qué era la
mirra). Los Reyes Magos, como eran tan buenos, luego nunca habían dejado de venir,
y a cada uno de nosotros nos traían unos regalos diferentes, porque, según nos
contaban mis padres, el niño Jesús estaba también dentro de nosotros. Cada vez que
hacíamos una cosa buena, el niño Jesús estaba contento con nosotros (y los Reyes
Magos tomaban nota y preparaban buenos regalos); cada vez que hacíamos algo
malo, el niño Jesús lloraba triste (y los Reyes Magos tomaban nota para traernos
carbón, según decían). Con ese niño Jesús que llevaba dentro, aprendí a
relacionarme, a tratar de que estuviera contento, y lo hice suficientemente bien,
porque nunca me trajeron los Reyes Magos carbón, ni siquiera carbón de caramelo.
El caso es que, como Jesús era el Hijo de Dios, era también el Rey de los Judíos, y
entonces, el que era el Rey, un tal Herodes (que tuvo luego un hijo que también se
llamaba Herodes), mandó a matar al niño Jesús (y eso fue luego tradición de familia,
porque el Herodes hijo, también mandó a matar a Jesucristo). El tal Herodes, además
era mentiroso, y quiso engañar a los Reyes Magos haciéndose pasar por uno bueno.
Pero como Dios era el Padre de Jesús y quería protegerlo, mandó a un ángel suyo a
que hablara con el padre del niño, con San José, que no era su padre, para que se lo
llevara a Egipto. Ese viaje a Egipto, según nos contaban mis padres, había sido un
viaje precioso, por paisajes de arenas blancas, como las que había en las playas, y
con la ayuda de Dios cada vez que había problemas. Y con San José haciéndose el
héroe protector de la Virgen María con su niñito. Cuando nos íbamos de viaje en el
auto de mis padres, nosotros rezábamos para que San José nos protegiera por el
camino igual que protegía a la Virgen María y al niño Jesús.
Todos estos relatos nos hacían sentir pena y alegría con Jesús y con su familia. Más
de una vez se nos escapaban las lágrimas cuando mi padre nos contaba cómo habían
tenido que salir corriendo de noche, a toda velocidad, escondiéndose por las sombras,
temiendo a la luz de la luna, mientras los soldados del rey Herodes, el malo,
arrancaban a los niños y niñas de brazos de sus madres y los atravesaban con las
espadas.
Eran los días en que los EE. UU. De América tenía una guerra en el Vietnam.
Recuerdo que en alguna misa de Noche Buena, el cura que presidía la celebración, al
acabar la misa nos dijo: "Sepan ustedes que hoy están matando al niño Jesús, y a
todos los Santos Inocentes, pero no con espadas, sino con bombas de NAPALM, en
los arrozales de Indochina". Las imágenes de Vietnam eran, para nosotros, no sólo
imágenes de una guerra, sino que eran como una película de la matanza de los
Santos Inocentes. En el fondo, creo que mis hermanos y yo, pensábamos que en
aquella guerra sólo mataban a los niños y a las niñas.
¿Pasaron así las cosas? ¿Son reales e históricos los protagonistas de los cuentos
que me hacía mi padre?
¿Qué tiene que ver la historia del niño Jesús con la fe de la Iglesia?
¿Qué tiene que ver la historia de Jesús con lo que hoy Jesús es en mi vida y en mi
historia?
El mensaje de Jesús
Cuando Jesús fue mayor, y después que se murió su padre, quiero decir, San José,
no su padre Dios, salió a predicar y a hacer cosas buenas por el mundo. Por cierto,
entonces le llamaban también de otro modo, le decían "Hijo de David". Este David
había sido un Rey importante. Que yo no sabía muy bien cómo, habría adoptado a
Jesús o lo que sea, para ser también su papá. También había una cosa que me
llamaba la atención de la lectura del Evangelio, que Jesús no decía que él era Hijo de
Dios, sino que decía que era Hijo del Hombre, aunque nunca decía quién era este
hombre del que era hijo.
Jesús devolvía la vista a los ciegos, sanaba a los leprosos (que era, según yo sabía,
una enfermedad antigua por el que la carne se te caía a trozos y se iban viendo los
huesos), expulsaba a los demonios, caminaba sobre las aguas del lago, mandaba a
callar a las tormentas, y resucitaba a los muertos (aunque, según Él, a veces no
estaban muertos, sino que se dormían no más). Como todas estas cosas no las
podían hacer las personas normales, por eso es por lo que nosotros sabíamos que
Jesús era el Hijo de Dios, es decir, porque sólo con la fuerza de Dios podía hacer
unos milagros tan grandes y poderosos. Así fue sucediendo que cada vez que había
algo malo que pasaba, yo le pedía al Señor que hiciera un milagro: un milagro para
curar a un vecino que se había caído en un accidente, un milagro para conseguir que
mi padre no se enterara de alguna trastada que nos reportaría cualquier castigo, un
milagro para que se acabara la guerra en Vietnam... Lo cierto es que esos milagros no
se hacían, y mamá me explicaba que seguro que Dios había hecho lo que
consideraba mejor.
Por lo que mis padres me contaban y yo iba escuchando en la misa, Jesús hablaba
siempre de que teníamos que ser buenos, que teníamos que portarnos bien unos con
otros, que había que ayudar a los pobres, visitar a los enfermos, no decir mentiras,
rezar como él rezaba y no dejar la comida en el plato, porque había negritos en el
África que pasaban mucha hambre y que Jesús lloraba por eso.
Jesucristo hacía todas estas cosas con un grupo de apóstoles o discípulos, que a
veces parecía que eran doce, luego que eran setenta y dos. A Jesús le gustaba comer
con ellos, enseñarles, contarles cuentos sobre el Reino de los Cielos. Pero estos
discípulos, que luego se hicieron santos, entonces apenas se notaban. Menos uno
que se llamaba Pedro al que el Señor le entregó las llaves de las puertas del cielo.
Luego, estos apóstoles huyeron todos cuando lo mataron, porque tenían miedo a los
judíos.
Pero antes de que lo mataran, Jesús enseñó a sus discípulos a llamar Padre al Dios
del cielo, al Dios de Israel. Jesús le llamaba "papá", y quería que sus discípulos
también le llamaran padre. Por eso les enseñó una oración que se llama el Padre
Nuestro. Esa es la oración que rezábamos también nosotros en casa, en la misa, y
muchas otras veces. Mi padre y mi madre nos enseñaron que, aunque ellos eran
nuestros verdaderos padres, en realidad, el Padre de Jesús, Dios, era nuestro más
verdadero Padre.
Preguntas sobre el mensaje de Jesús:
La muerte de Jesús
A Jesús lo mataron clavándolo en una cruz cuando tenía treinta y tres años. Según
entendía yo, lo habían matado los judíos. Pero, en realidad, lo habían crucificado los
romanos. Algo había tenido que ver Herodes, el hijo de aquel que quiso matarlo la
primera vez. Pero además, había una cosa rara en esto de la muerte de Jesús: a lo
que yo alcanzaba a comprender, él se había dejado matar; y Dios, su Padre, lo había
abandonado y dejado que lo mataran, para cumplir lo que decían los profetas del
Antiguo Testamento.
El caso es que a Jesús lo mataron porque él se dejó (lógico que él tenía que dejarse,
si no, hubiera hecho cualquier milagro; además, como Él era el Hijo de Dios, ya sabía
luego que iba a resucitar, y que aquello iba a durar un rato no más, y que luego
vendría en su Gloria, con sus ángeles, al final del mundo); lo mataron los judíos y lo
mataron los romanos, todos juntos. Y Dios, el que estaba en el cielo (no éste que
estaba aquí en la tierra), no había hecho nada, porque, por lo visto, tenía que
resucitarlo luego, al tercer día.
En la cruz Jesús había dicho aquella frase tan terrible: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?" Pero mi padre nos explicaba que es que Jesús en la cruz hacía
todo eso para enseñarnos a nosotros a tener fe en Dios incluso cuando las cosas no
salen bien. Él ya sabía, me decía mi padre, que luego iba a resucitar, pero tenía que
enseñarnos a nosotros. Yo creo que a mi madre no le gustaba aquella explicación y
siempre nos decía: "No es que Jesús hiciera teatro. El sufría de verdad, pero no era
por él mismo, sino por nosotros y por nuestros pecados".
No recuerdo muy bien cuándo fue que empecé a entender que el niño Jesús, cuando
era grande, lo mataron por mí, por mis pecados. No sólo por los míos, sino también
por los pecados de mis padres, de mis hermanos, de toda la gente que yo conocía y
de todas las demás personas del mundo. "Murió por nuestros pecados...", que, para
mí, claramente significaba, murió por nuestra culpa. Y por eso, además de los judíos y
los romanos, de Herodes y de Poncio Pilatos, de Anás y Caifás, y de Judas que lo
había traicionado, de alguna manera, había que decir que lo habíamos matado
también nosotros. Todos nosotros, con nuestros pecados.
Como había muerto por nuestros pecados, Dios nos había perdonado a todos. Y así
teníamos la posibilidad de, si nos portábamos bien, ir al cielo, con el niño Jesús, con
Jesucristo, nuestro Hermano. Por eso, a Jesucristo le llamábamos también Salvador.
La parroquia más importante de mi pueblo se llamaba Salvador por ese motivo.
Porque Jesús nos salvaba, con su muerte, de la condena al infierno y nos enseñaba
el camino que nos llevaba al cielo.
Aquella muerte de Jesús en la cruz por mí y por mis pecados, desde muy pronto era
también como una invitación a ser tan valiente como Él y a pensar en todas las
personas que necesitaban ayuda. No es que yo pensara que Jesús podría salvar a
través mío a los demás pecadores, pero sí que yo tenía que ayudar a Jesús para que
hubiera menos pecadores en el mundo.
Por otro lado, el peso de la cruz de Cristo, de su muerte por mis pecados, no me
hacía sentir nada bien cuando cometía un pecado. No me daba cuenta mucho del
daño que hacía a los otros al desobedecer en casa, tirar piedras a los trabajadores de
la plantación de bananos, o romper los focos de luz que había instalado la
municipalidad en un concurso que hacía con otros compañeros y amigos por las
noches. Sabía que eso estaba mal. Que eso era por lo que Jesús había muerto en la
cruz.
¿Quién y por qué motivo mandó a matar a Jesús si era tan bueno?
¿Por qué nos perdonó Dios Padre nuestros pecados al morir Jesús?
¿Hacía falta que Jesús muriera para que Dios perdonara nuestros pecados?
La resurrección de Jesús
Para que nos diéramos cuenta de todo esto, Jesús había resucitado tres días después
de que lo mataran. Como lo habían enterrado envuelto en vendas y en una tumba
grande con una piedra que la tapaba, Jesús había ordenado todo muy bien, y había
dejado allí a unos ángeles para que avisaran a los que vinieran, y se había ido a
aparecerse a sus amigos durante cuarenta días. Ellos tenían miedo al principio,
porque no lo conocían, y creían que era un fantasma, pero luego comían con él y les
daba una gran alegría. Fue así como estuvieron con él durante cuarenta días, hasta
que se fue al cielo y luego ellos, con el Espíritu Santo, empezaron a contarles a todo
el mundo que Jesucristo, el Hijo de Dios, nuestro Salvador, el Señor, el Hijo de David,
el Hijo del Hombre, el Mesías, la segunda persona de la Santísima Trinidad, había
resucitado.
Todas estas historias que me contaban, yo me las creía. Iba a misa los domingos, con
mis padres y mis hermanos; rezábamos en casa; y poco a poco aprendí a rezar yo
solo también. Me creía estas historias porque me las contaban mis padres, que eran
gente de la que me fiaba y a la que quería. Me las creía más o menos igual que me
creía eso de que los niños venían en cigüeña desde París o que unos pajes de los
Reyes Magos venían los seis de enero al amanecer a casa para traernos aquel
inmenso paquetón de regalos. Pero había algo diferente. Yo no aprendí a fiarme de
los Reyes Magos, ni a creer que ellos eran algo realmente importante para mi vida,
mucho menos creía en las cigüeñas o me fiaba de ellas. Sin embargo, sí aprendí a
creer EN Jesucristo, a hablar directamente con Él y a querer escucharle, a celebrarle,
a pedirle, a esperar que Él me protegiera, me guiara, me guardara de todas las cosas
malas de la vida. Aprendí a quererlo, a darle conversación, a hacer parte de su trabajo
(ayudar a los pobres), etc.
¿A qué se refiere la fe cristiana cuando dice que Jesucristo resucitó de entre los
muertos al tercer día?
¿Por qué no se apareció Jesús a todo el mundo y nos ganó tiempo en la conversión
de las personas hacia el Reino de los Cielos?
Conclusión
Recuerdo que me gustaban las historias sobre Jesús y que yo quería vivir como Él
decía. Poco a poco, no sé decir muy bien en qué momento, pero debió ser en torno a
los catorce años, aquellas historias no eran tan importantes, y lo más importante era
que yo creía en Jesucristo. Que estaba llamado a vivir con Él, y que era enviado a
predicar el Evangelio, con el poder de expulsar demonios.
En el Evangelio según San Juan, eran como las cuatro de la tarde del día en que dos
discípulos de Juan el Bautista, después de haberle escuchado a este decir sobre
Jesús que era el Cordero de Dios..., habían seguido sus pasos y tras una breve
conversación se habían ido con él, habían visto su casa y se habían quedado con él
aquella tarde.
La tradición dice que uno de esos dos discípulos era Juan, y que luego, mucho más
adelante, ya anciano, se había puesto a escribir su experiencia con Jesús: "Lo que
vieron nuestros ojos, lo que tocaron nuestras manos...".
Pues bien, ni nuestros ojos vieron, ni nuestras manos tocaron, como lo hicieron aquel
grupo de hombres y mujeres que recorrieron con él los caminos de Galilea, que
compartieron con él la comida y la bolsa, que escucharon sus enseñanzas y fueron
testigos de sus actos. A esos, Jesús los llamó, según nos cuenta el Evangelio, para
que estuvieran con Él. Y eso hicieron. Compartieron con él el cansancio, sudaron bajo
el sol de Palestina, lo vieron llorar por los amigos difuntos, le escucharon enseñanzas
llenas de sabiduría y humor, también alcanzaron a ver sus enfados. Luego, más tarde,
después de su experiencia del resucitado, todas esas cosas las contaban a preguntas
de la gente o por iniciativa propia. Era una historia que habían vivido, una historia que
contaban con fe y que, poco a poco, se fue convirtiendo en una fe con discurso y con
historia. Ellos fueron pasando, poco a poco, de la historia de Jesús a la fe en
Jesucristo.
Ellos vivieron eso, pero nosotros estamos en una situación diferente. No sé si alguno
de ustedes habrá tenido ocasión de visitar "Tierra Santa" y así, de alguna manera,
tener algo que ver con el Jesús que llamaremos "histórico". Efectivamente, sabemos
que Jesús, el profeta Galileo, recorrió aquellos caminos y visitó aquellas ciudades.
Igual que visitar el foro romano me pone en contacto con los personajes históricos que
los recorrieron, igual que visitar las ruinas de Trinidad o Jesús, me ponen en contacto
con los personajes históricos guaraníes que vivieron en ellas o con los Jesuitas que
ayudaron a su organización, poner los pies en Palestina, en Nazaret, en Jerusalén,
me pone, de algún modo, en contacto con el Jesús "histórico".
Pero mi "acceso a Jesús", aquí y ahora, tiene muy pocas agarraderas en el Jesús
"histórico". Sin embargo, tiene muchas agarraderas en lo que llamaremos "el Jesús de
las historias". Es decir, tiene mucha agarradera en las narraciones e historias que me
han ido contando sobre Jesús. Todas esas historias que me contaron de pequeño, o
muchas otras que luego fui leyendo, aprendiendo, recibiendo, de diferentes fuentes.
Entre esas fuentes ocupa el lugar privilegiado las narraciones escritas probablemente
a lo largo de los ochenta años posteriores a la muerte de Jesús y que llamamos
Evangelios.
¿Qué parecido hay entre el Jesús de la Historia y las historias sobre Jesús?
Recuerdan que la primera charla tenía esta nota previa: de pequeño, no distinguía lo
que "sabía" de Jesús de lo que "creía" sobre Jesús. Con la adolescencia dejó de
sucederme esto. Poco a poco fui aprendiendo más y más cosas, y a distinguir unas de
otras. En realidad, me pasó algo que no creo que sea común a todo el mundo, pero
que así aconteció conmigo: hubo un tiempo en que la afirmación de mi fe en
Jesucristo, el Señor, el Hijo de Dios, se hizo desde el rechazo o el olvido de muchas
de las historias que me contaban sobre Jesús.
Esta nueva situación empezó cuando fui cayendo en la cuenta de que en las historias
que había recibido de niño, había cosas que eran claramente "falsas", "no históricas":
por ningún lado aparecía forma de comprobar que los Reyes Magos originales fueran
Melchor, Gaspar y Baltasar. Resultaba que el Sagrado Corazón de Jesús no era más
que una "representación" del amor de Dios, de Jesucristo, pero no era que Jesús
tuviera un corazón grande por fuera, del cual salieran unos rayos. Por cierto, en
ningún lugar de la Palabra de Dios aparecía ninguna referencia a la barba de Jesús o
a su pelo largo. Casi todas las historias que me habían contado sobre Jesús cuando
era niño, no aparecían tampoco en los evangelios. Además, según me acababa de
enterar, Jesús no había nacido el año cero de nuestra era, sino unos cuantos años
antes, probablemente entre el 4 y el 7. Con lo que tampoco era muy cierto que
hubiera muerto con treinta y tres años.
Poco a poco, los ángeles de las anunciaciones ( a María y a los pastores), los reyes
magos, y hasta el propio hecho de que naciera en Belén de Judá, parecían quedar
fuera de sitio. La resurrección de Lázaro aparecía claramente como una gran
catequesis, pero no parecía que ningún Lázaro hubiera dejado ninguna tumba, entre
otras cosas porque algo así no lo hubieran olvidado los demás evangelistas. Si Jesús
había o no caminado sobre las aguas, si había transformado el agua en vino, si había
multiplicado los panes y los peces, quedaba sumido en una oscuridad cada vez
mayor.
Los mismos datos históricos más generales aparecían dentro de la niebla: no sólo la
fecha y el lugar del nacimiento, sino también el número de años que había estado
predicando, los nombres verdaderos de los doce apóstoles, los personajes que
habían intervenido en su muerte... etc.
Mi fe a los catorce años se hizo lo que podríamos denominar "fideista". Ante los
ataques de Julio, mi profesor de historia, yo no tenía argumentos históricos que
oponer. Tampoco mi párroco parecía especialmente preocupado por esos argumentos
históricos. Para Él, lo importante era ser coherente con la vida cristiana, vivir de
acuerdo al mensaje de Jesús y creer en él dentro de la Iglesia. Yo no podía creer las
historias que contaban sobre Jesús, pero, sin embargo, creía en Jesucristo. Eso,
entonces, pasó a significar que Él era el referente básico de mi vida, que a Él le
rezaba, que intentaba vivir de acuerdo con sus enseñanzas (recibidas a través de la
Iglesia, de la formación que me habían dado mis padres y mis catequistas), que me
reunía con otros cristianos y cristianas para celebrar su nombre.
Entonces, Jesús dejó de existir o de ser importante. Jesucristo, el Señor, el Hijo de
Dios, Dios mismo, pasó a ser el protagonista fundamental de mi historia de fe. O lo
que es lo mismo, lejos de las narraciones de mi infancia (piadosas historias faltas de
cualquier credibilidad) o incluso de las narraciones evangélicas (cuya verdad histórica
me parecía demasiado discutible), yo me quedaba con el Cristo de la Iglesia, el Cristo
recibido en la Fe, que era Dios.
Me parece que lo que a mí me sucedía por entonces con el asunto de Jesús, tiene
que ver con lo que a la Iglesia le fue pasando igualmente.
¿Hasta qué punto mi fe se basa en los relatos históricos o en los hechos demostrados
como históricos sobre Jesucristo?
Creo en Jesucristo, su Único Hijo, nuestro Señor, nacido del Padre antes de todos los
siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, de la misma naturaleza que el Padre, que por nosotros los hombres y por
nuestros pecados, se encarnó de María Virgen...
Tampoco a nosotros nos resulta fácil entender estas expresiones. Si las leemos
despacio, nos pueden parecer redundantes o repetitivas ("Dios de Dios" y "Dios
verdadero de Dios verdadero"), o difíciles de entender ("De la misma Naturaleza que
el Padre", ¿tiene Dios "naturaleza"?), o incluso francamente contradictorias
(engendrado, no creado).
Si nos detenemos un poco, podemos comprender por qué para Pedro y Juan, para
Marcos o para María, aquellas expresiones resultan bastante incomprensibles: la
historia sobre Jesús, el judío marginal del primer tercio del siglo I, que ellos habían ido
contando a unos y a otros, había acabado corriendo entre griegos y latinos, cada vez
menos marginales, que habían dejado de contarla para empezar a reflexionarla. La
historia de Jesús había pasado del pueblo que se vivía y se expresaba en las
narraciones de la Biblia, a la patria de Aristóteles o Platón. Del lenguaje de las
narraciones se había pasado al lenguaje del SER.
Mi fideismo adolescente, no era, por supuesto, capaz de explicar este texto que
recitaba cada domingo en las celebraciones eucarísticas. Sin embargo, tampoco era
un puro sentimiento, una pura emoción, sostenida por mi pura subjetividad. Por el
contrario, el texto del Credo era "creíble" y sostenía a la vez mi fe.
Quiero decir: era un texto que no producía mi rechazo (como sucedía con aquellas
historias infantiles o incluso con la pretensión de historicidad de las historias
evangélicas). Y no producía mi rechazo porque, sencillamente, no hacía referencias
históricas, no podía ser contrastado con los libros de historia, con la crítica de textos,
con los descubrimientos arqueológicos. Por otro lado, era el texto que recitábamos
todos de memoria, era el texto que sin explicarlo ni, estoy seguro, entenderlo bien,
servía como testigo de la fe desde antiguo: lo rezaba yo, lo rezaban mis padres, lo
rezaron mis abuelos, y, por lo que tenía entendido, lo rezaban los cristianos
prácticamente desde siempre.
Fue muchos años más tarde cuando estudié en la Facultad de Teología cómo se
había llegado a formular aquel texto. Las historias de los primeros creyentes de origen
griego, discutiendo entre ellos tratando de entender quién era Jesucristo, me hizo
reflexionar sobre mi propia historia creyente, sobre mi salto desde las narraciones y
cuentos sobre el niño Jesús a mi fe en el Cristo confesado en el Credo por las Iglesias
cristianas.
¿Qué tiene que ver la metafísica con nuestra realidad (en la historia que vivimos)?
¿Qué tiene que ver el lenguaje del ser con el lenguaje de la narración sobre Jesús?
Por un lado, estaban las historias de Jesús que venían en los evangelios. Esas
historias me parecían contadas como podían estar contadas las historias sobre Julio
César, Sócrates o Cleopatra. En esas historias debía beber mi fe.
Tenía, en segundo lugar, la fe de la Iglesia, formulada a través del Credo, proclamada
en las celebraciones litúrgicas, representada por sus ministros oficiales. En esa
historia yo estaba metido junto con todas las personas cristianas que conocía. Mis
padres, mis hermanos, mis tíos y tías, mis abuelos y muchos de mis amigos. Era la fe
de la Iglesia del Papa de Roma.
Por fin, tenía también mi sentimiento religioso, mi fe, mi diálogo personal con el Señor,
con Jesús, con Jesucristo, con Dios mi Padre. Era lo que hacía carne mi fe, lo que la
hacía tener que ver con mi vida cotidiana, con lo que experimentaba en mi interior.
1. Como quedó dicho más arriba, las narraciones evangélicas fueron perdiendo a
mis ojos credibilidad histórica.
2. Como también quedó dicho más arriba, la fe de la Iglesia y sus formulaciones
resultaban distantes, frías e incomprensibles en sí mismas, y sólo tenían validez en
cuanto se confesaban por todos.
En realidad, esta pregunta de A. Harnack es una buena formulación de toda una larga
aventura de intentar hacer regresar la fe de la Iglesia desde el lenguaje del ser al
lenguaje de la historia.
Hacia 1774 Reimarus inicia unos estudios críticos que no llegó a publicar sobre el
Jesucristo que él encontraba en los textos evangélicos. Esos estudios le llevaron a
sostener que el Jesús histórico, el Jesús que vivió y caminó por Palestina en el siglo
primero, era alguien bien diferente de aquel que nos deja ver la tradición cristiana. En
realidad, para Reimarus, con Jesús sucede lo mismo que con el resto de los
personajes históricos: la imagen popular de Julio César no es la del Julio César
histórico. Igual que un historiador tiene la obligación de tratar de desvelar y dar a
conocer al verdadero Julio César, lo mismo debería hacerse con la figura de
Jesucristo: ¿quién fue realmente? Se trata de una pregunta tremendamente
importante:
Sin embargo, esta opinión de Schillebeekx, no fue compartida por todos los teólogos.
Casi todos los historiadores y teólogos del el siglo pasado, estuvieron convencidos de
la necesidad y la posibilidad de una historiografía crítica sobre Jesucristo. Es la
escuela de teología denominada "liberal". Una excepción sería claramente la figura de
Soren Kierkegaard, que hablaba del cristianismo como de una "paradoja absoluta".
Sin embargo, el paso de los años y de los estudios, va mostrando los límites de la
ciencia histórica en el estudio de Jesucristo. Los resultados de los diferentes autores
llegan a conclusiones divergentes, y hacen dudar de la mera posibilidad de ese
estudio. Hombres como Albert Schweitzer acaban por cuestionar todos los resultados,
señalando cómo la historiografía crítica en realidad acaba por desvelar una imagen de
Jesús demasiado acorde y compatible con la burguesía occidental, es decir, Jesús
acababa por parecerse demasiado a las personas que lo estudiaban.
Por eso, no nos puede resultar extraño que en un movimiento dialéctico nazca eso
que se denominó la teología dialéctica, la teología que se sitúa en el otro extremo del
arco frente a la teología liberal: no es posible el conocimiento histórico de Jesucristo,
pero, además, no hace falta, no lo necesitamos. A la pregunta que más arriba dejaba
planteada Harnack, contestó Karl Barth del siguiente modo:
¿Qué consecuencias hay que sacar del hecho de que Jesús sea un personaje de la
historia y del tiempo?
¿Qué consecuencias debemos obtener del hecho de que no podamos hacer una
historia crítica positiva capaz de proponer una imagen única de Jesús?
¿Qué lugar tiene la ciencia empírica en la ciencia teológica?
¿Se puede hacer teología o ciencia teológica poniendo entre paréntesis la fe?
Conclusión provisional
A mis catorce años yo no sabía quién era Bultmann, o Karl Barth, normalmente
hubiera pensado que se trataba de jugadores del Bayern de Munich. Sin embargo, mi
forma de posicionarme ante la fe en Jesucristo se parecía a la de ellos.
Atacado por un profesor de historia anticlerical, que una y otra vez me remitía a la
crítica histórica de los evangelios, desconfiado de las historias que me habían contado
mis mayores y sin poder entender mucho las formulaciones que orábamos en la
Iglesia, mi fe se basaba cada vez más en la pura afirmación de Jesús el Cristo.
Yo les invito a que juntos nos situemos ahora ante este dilema, y nos preguntemos
qué respuesta podemos darle.
Joseph Moingt es un teólogo jesuita, ya mayor, con ochenta y siete años, autor de un
más que recomendable libro de cristología. Lo llama El hombre que venía de Dios. El
prólogo al primer volumen se denomina El rumor de Jesús, esta cita proviene del
mismo:
Todo el asunto referente a Jesús –y la religión cristiana de este inicio del siglo XXI es
su continuación- comenzó con un rumor que revoloteaba en torno a él, mezcla de
interrogante, de sospecha y de confianza, y que adquirió consistencia y amplitud
sobre todo cuando fue relanzado por el anuncio de los que creían en él. A través de
ese rumor entró Jesús en la historia, la verdadera historia: la que se cuenta antes de
escribirla y que no cesa de ser contada de viva voz mucho después de haber sido
escrita.
Para el P. Moingt es claro que aquel personaje, cuyo proceso no quedó registrado
siquiera por los archivos históricos del Imperio, se hubiera diluido pronto y
desaparecido absolutamente de la historia de la humanidad, si no hubiera sido por
aquel rumor sorprendente que pronto empezó a escucharse entre las personas y los
pueblos: A aquel que condenaron y dieron muerte, Dios le ha devuelto a la vida (Hch
2, 23-24). El caso es que ese rumor increíble, antes de que se cumpliera el siglo del
nacimiento de Jesús se había extendido por todo el mundo Mediterráneo. Cito de
nuevo a J. Moingt:
No creo yo que cuando era niño pequeño el mundo y la sociedad en la que vivía fuera
mucho más cristiano o mucho menos cristiano de lo que hoy es nuestro mundo. De
hecho, las estadísticas muestran que el nivel de "fe" confesada por las personas de mi
pueblo, viejos y mayores, cuando son interrogados por sociólogos o especialistas, no
ha variado mucho al menos en el aspecto cuantitativo del asunto: entre ochenta y
cinco y noventa y cinco por ciento de creyentes en Dios (católicos, en su inmensa
mayoría), y entre el ocho y el doce por ciento practicantes. Todos esos números se
parecen bastante a lo que las estadísticas de los años setenta reflejaban.
Sin embargo, por entonces, mi mundo pequeño, mi entorno familiar y de amigos, era
un entorno donde el asunto de Jesús se hablaba, se expresaba y se convertía en
actos rituales públicos. Utilizando el lenguaje de Moingt podemos decir que cuando yo
era un pequeño, yo vivía en medio de la gente afectada claramente por el rumor de
Jesús. No siempre fue así.
Ya les hablé de aquel profesor, Julio Badía, que nos enseñaba historia cuando yo
tenía catorce años y que aparentemente al menos, se salía del discurso y del rumor
sobre Jesús. Digo aparentemente porque también es cierto que a base de oponerse a
ese discurso, probablemente era el profesor que más nos hablaba de Jesús, de Dios,
de la Biblia, etc.
De hecho, por entonces, yo fui tomando cuenta de que no era lo normal hablar de
religión, sino más bien de fútbol, del tiempo, de la tele o de la política; que la mayoría
de la gente que conocía no solía ir a misa los domingos; cuando comía en casa de
mis amigos me daba cuenta de que no tenían por costumbre rezar y que sus padres
no les habían contado demasiadas historias sobre el niño Jesús. La mitad de mis
compañeros no elegían la asignatura de religión en el instituto; y muchos de los que la
elegían, lo hacían fundamentalmente porque era menos exigente que la clase de ética
(no se rumoreaba que el profesor de religión aplazara a nadie en los exámenes; en
cambio sí que se sabía con certeza que el profesor de ética dejaba con frecuencia a
algunos alumnos para el siguiente exámen). Recuerdo otro profesor que con sonrisa
en los labios nos solía decir: "Misa, ajo y pimiento, tienen poco alimento".
Lo de Jesús, como todos los otros rumores, afectaba sólo a algunos grupos de
personas que le daban credibilidad, mientras que otras personas, otros grupos, no
hablaban nunca de él, o lo reservaban para acontecimientos muy especiales y
dándole únicamente la credibilidad que se suele dar a esos rumores poco
convincentes aunque, por si acaso, y siguiendo el consejo de aquel otro refrán popular
(cuando el río suena, agua lleva), no dejaban de tener algunos detalles religiosos
(bodas, bautizos, primeras comuniones, entierros, etc.).
Pasa mí, como creo que mostré en la charla anterior, aquel cambio de contexto, aquel
salir y entrar continuo en el campo del rumor, me hizo pasar lo que yo creo que con
toda dignidad podemos considerar una primera crisis de fe. Había elementos
provenientes sobre todo de algunos de mis profesores del instituto que insinuaban o
explícitamente declaraban que el rumor era un rumor infundado: los textos
evangélicos no resistían la más mínima crítica histórica (a lo más que podíamos llegar
es a entender que Jesús había sido un interesante personaje más o menos marginal,
más o menos revolucionario, en la periferia del imperio) y la crítica social, o el análisis
de corte marxista que estaba tan de moda por entonces, mostraba a la Iglesia no más
que como un grupo interesado en el control del poder político y económico, aunque lo
enmascarase con divinas palabras. Frente a esos ataques más o menos directos
contra el "rumor de Jesús", las historias infantiles se mostraban bastante poco
capaces de sostener y dar razón de mi fe. Mi creencia en Jesucristo era equiparada a
la creencia de los niños y niñas en Papa Noel o en Santa Claus.
Con las nuevas dificultades y en medio de los apoyos que me brindaba mi entorno,
tuve lógicamente que elaborar mi propia teología. Como señalaba en la charla
anterior, la dirección que encontré fue dar el paso del lenguaje narrativo hacia el
lenguaje eclesiástico y más metafísico de la fe. Ni servían las historias que de niño me
habían contado ni tampoco sabía cómo lidiar con la crítica histórica de las historias
sobre Dios en el Evangelio.
Por entonces, no hubiera hecho ninguna mención al hecho de que había nacido en
Belén, de que sus padres se llamaban José y María, etc. Las historias contadas por el
Evangelio, eran leídas por mí del siguiente modo: aquí Dios nos está dando una
lección de lo que es ser Dios. Dios Todopoderoso cura a los enfermos, resucita a los
muertos, detiene las tempestades, multiplica los panes, nos habla con una sabiduría
infinita. Eso sí, ese mismo Dios Todopoderoso, aparece con forma humana, se ríe
como nosotros y habla en una lengua humana para que le podamos entender. Dios
Todopoderoso sabe todo lo que piensan los malos, los tiene controlados, podría muy
bien hacer una estrategia diferente, pero no quiere, porque quiere darnos una lección:
pasa por la historia, como por un trámite que hubiera que pasar, para luego subir de
nuevo al cielo, y desde allí organizar el juicio definitivo, la salvación y la condenación
definitiva para toda la humanidad.
¿Cuáles son las imágenes sobre Jesús que sale del mundo de los creyentes?
¿Puede el discurso sobre Jesús dejar de ser un rumor y convertirse en otra cosa?
La nueva patria del rumor sobre Jesús
Muy pronto el rumor sobre Jesús, lo que contaban de Él, pasó los límites de los
campos y las ciudades de Palestina para llegar a algunas de las más importantes
metrópolis del Imperio. Al principio, ese rumor se siguió difundiendo entre las
personas de origen judío, y su contexto, en cierta manera, continuó siendo el mismo
en el que el tal rumor había nacido. Pero curiosamente, aquellos que tenían todo el
bagaje cultural y teológico del judaísmo, todos aquellos que podrían estar capacitados
para en atención a la propia tradición captar y comprender de qué iba el asunto de
Jesús, esos precisamente, rechazaron con frecuencia el testimonio de los
mensajeros.
El conjunto de los judíos que rechazan el nuevo anuncio está bien fundado en la
propia tradición judía. Es una blasfemia pensar que la salvación puede estar en un
hombre normal como Jesús. Las narraciones lo muestran como un gran hombre, pero
no más que un hombre. Además, es evidente que la historia de Jesús es la historia de
un fracaso. Y como una maldición.
Estos mensajeros podían haber interpretado aquel rechazo como el fracaso definitivo
de su misión, y, en cierta medida como la demostración de que todo lo que ellos
habían entendido y comprendido del rumor de Jesús era falso. ¿Cómo podía ser que
el pueblo elegido, el pueblo de la promesa, el pueblo del que el propio Jesús era un
miembro, rechazara sin más el mensaje? Al parecer, la propia memoria de los
conflictos que Jesús tuvo con sus contemporáneos, llevó a Pablo, a Bernabé, a Pedro
y a toda esta primera generación cristiana a entender que "en todas partes se aceptan
a los profetas menos en su tierra", a comprender que estaban ante un pueblo que "al
igual que sus padres, ustedes están rechazando a los profetas". ¿Qué otra manera
había de interpretar el asesinato del Hijo por parte de los administradores de la viña?
Los nuevos cristianos fueron entendiendo poco a poco que ellos eran el "resto" que
Dios se había seleccionado, el "nuevo Israel", y que Dios podría hacerse Hijos de
Abraham hasta de las piedras. Sin temor al choque cultural que se les avecinaba, los
mensajeros dieron un salto:
Del mismo modo que al final de mi adolescencia yo ya tenía claro que todo el lenguaje
narrativo infantil heredado de mis padres no me servía para vivir desde la fe cristiana
en el mundo secularizado en el que había nacido, los primeros cristianos pronto se
darán cuenta de que el lenguaje de la narración, de la narración histórica, no puede
sin grandes reformas y adaptaciones competir en la nueva patria en la que entraba.
3. El mundo pagano tenía, sin embargo, una mitología, rica y popular, que
permitía, por un lado, establecer el contacto entre la Buena Nueva y las personas a
las que se proclamaba, pero que, por otro lado, creaba dificultades al rellenar las
expresiones cristianas con contenidos claramente paganos. El ejemplo más evidente
es la expresión Hijo de Dios.
¿Quién es ese que está junto al Padre desde el Principio? ¿Quién eres tú, Jesucristo?
La pregunta no puede ya responderse meramente diciendo que nació, nos enseñó, lo
mataron en una cruz y Dios Padre lo resucitó. Tampoco basta la respuesta de es
Nuestro Salvador, nuestro Libertador, nuestro modelo o nuestro guía.
A partir de entonces, el misterio que había tenido lugar entre los cristianos de primera
hora, buscará un lenguaje nuevo para poder expresarse. Pero es, importante, mostrar
que este salto en el lenguaje, no quiere ser un salto en la realidad. Las preguntas y las
respuestas que el mundo grecocristiano va a formularse y responder, no quieren
distanciarse de la predicación primera, sino que, al contrario, todos sus ires y sus
venires, toda su argumentación, su complejidad, sus pasos adelante y atrás, los éxitos
en las formulaciones o el rechazo de otras que serán consideradas heréticas, no
tienen más explicación que la de querer salvaguardar el mensaje primero, el mensaje
de salvación que se formulara al principio: lo que hemos visto y oído, lo que tocaron
nuestras manos a cerca de la Palabra de la Vida, eso es lo que les transmitimos ahora
a ustedes.
¿Qué elementos posee el rumor sobre Jesús que le posibilita el enganche con una
nueva cultura?
¿Es posible imaginar la entrada del rumor de Jesús en una nueva cultura sin acabar
por pervertirla en sus valores?
¿Es posible imaginar una nueva cultura como vehículo de expresión del rumor de
Jesús sin que este se pervierta?
Cuando estábamos por acabar las enseñanzas medias, hacia los dieciséis o diecisiete
años, mi amigo Adolfo Fierro, que era uno de los compañeros de la comunidad
cristiana, me lo formuló con claridad: Jesús era un gran hombre, sin lugar a dudas,
pero eso de que era Dios resultaba algo increíble no más. Ante mis preguntas
perplejas por su afirmación, Adolfo decía que tal y como él entendía las cosas, eso de
que Jesús era el Hijo de Dios, lo que quería decir es lo siguiente: que Jesús de
Nazaret había vivido de tal manera, se había comportado con tanta virtud, que era un
verdadero modelo de lo que tiene que ser un Hijo de Dios. "Además", sostenía Adolfo,
"si Jesús fuera Dios, entonces, a nosotros no nos podría servir como ejemplo de vida,
porque está claro que Dios es superior a nosotros en todo y no podemos pretender
seguirle o compararnos con Él".
Vicente Fariña era otro amigo nuestro que había leído a Nietszche y se había dejado
convencer por sus escritos. Vicente provenía de una familia de comunidades
cristianas de base, vinculadas a la lucha pasada contra el franquismo, gente que pasó
por su fe muy malos momentos. Ahora, Vicente, aun sintiendo cierta admiración por
sus padres, proclamaba la muerte de Dios y con la muerte de Dios, la superficialidad
del mensaje de Jesús. Jesús no era más que un hombre normal que defendió con
mucha convicción un mensaje claramente equivocado. Lo de Jesús era un mensaje
que no podía ser digno de un Dios todopoderoso, porque era un mensaje de un
fracasado, un débil, un derrotado.
En primer lugar, volver a creer que era posible razonar la fe. Efectivamente, mi
experiencia de creyente que asumía posturas y responsabilidades públicas tanto en la
vida de la Iglesia como en el Colegio en el que estudiaba, me ponía ante la necesidad
de dar razón de mi fe. Las conversaciones con Vicente Fariña me hicieron caer en la
cuenta de que se podía razonar, dialogar, tratar de encontrar en la reflexión un camino
para explicar por qué me movía y actuaba desde la fe.
En segundo lugar, colocar el tema de la forma en que Dios actúa a favor nuestro en el
centro de esa fe (si quieren, usando una terminología clásica, colocar la "salvación"
como tema fundamental, o vivir la fe como, usando una terminología que por entonces
ya estaba muy de moda, "liberación"). Igualmente, mi praxis se adelantaba a la teoría:
yo actuaba y vivía mi fe desde el compromiso y la lucha por un mundo más digno,
más humano, más salvado. Pero las conversaciones con mi amigo Adolfo me llevaron
a plantearme explícitamente la pregunta por el modo en que Dios salva, libera, o toma
partido a favor nuestro.
Jesucristo es el Logos
Cristo es el sentido del que todo el género humano participa. Y el género humano
participa de Cristo porque en cada uno se halla parte del sentido germinal y divino.
Cristo es el sentido total, hecho cuerpo y razón y alma (es decir: hombre) y aparecido
por nosotros.
Como todos los innovadores, el genio de Ireneo de Lyón no deja de tener problemas.
Fundamentalmente dos: Primero, su forma de entender a la humanidad es tan
abstracta e ideal, que por momentos podría parecernos que sobra la historia de la
humanidad, o que la historia de la humanidad es no más que una especie de
"apariencia" o "mundo de la caverna platónica", que transita hacia el verdadero mundo
que es la gloria de Dios. Segundo, su lenguaje es permanentemente religioso y hace
difícil a veces plasmar la experiencia de necesidad de salvación que tiene el hombre,
porque ya está Dios situado ahí, previamente a ninguna formulación de esa
necesidad.
¿Tenemos en nuestra cultura actual algún concepto que nos ayude al modo en que el
concepto de Logos ayudó a estos primeros cristianos?
Docetas y adopcionistas
Justino e Ireneo no deben quedarnos tan lejanos. A mí, muchos siglos después, me
pasó, como más arriba les contaba, algo similar: gracias a mis dos amigos, Vicente y
Adolfo, sentí necesidad de dar RAZÓN (Logos) de mi esperanza y de vincular esa
razón a la forma en que Dios tomaba partido por nosotros (Soteriología).
Entre mis amigos había otros "menos críticos", que vivían más pacíficamente su
fe, sin entrar demasiado en diálogo con el mundo en el que estaban y que se
contentaban con formulaciones que a mí me parecen demasiado simples, pero
que tenían la virtud de dar respuesta también a estas dos pretensiones: dar
razón y dar razón desde la idea de salvación.
Mi amigo Manolo perdió a sus padres cuando yo tenía dieciséis años. Murieron
en el margen estrecho de unos meses. Primero ella, luego él. Recuerdo salir a
pasear con Manolo que no se explicaba el dolor y el sufrimiento. Su fe en Dios
era tocada y sacudida por lo que tenía delante. Toda esa enfermedad era
demasiado humana para ser lugar de salvación de Dios. El cáncer había ido
destrozando paulatinamente a su madre y su padre había ido llenándose de un
dolor que culminó al poco tiempo en una cuerda de la que colgó hasta fallecer.
Manolo no perdió la fe, pero su fe comenzó a esperar en un Dios que nos
salvaba más allá de todos nuestros dolores, de todos nuestros sufrimientos, de
todas nuestras cruces.
Jesucristo es Dios.
Tiene apariencia de persona humana, pero no es realmente un ser humano,
porque no se puede ser a la vez divino y humano.
El origen del docetismo está en una corriente filosófica muy de aquella época (y, sin
embargo, también bastante actual), los gnósticos. Los gnósticos eran personas que
llevaron la filosofía de Platón a posiciones extremas: el cuerpo era una cárcel para el
Espíritu que es lo único verdadero. Para los gnósticos, la verdadera sabiduría nada
tiene que ver con este mundo, con la investigación humana. Sólo el culto para los
iniciados, para gentes especiales, da la verdadera sabiduría. En realidad, nada
humano es realmente bueno. Nuestra pretensión es irnos liberando de las cargas
humanas para poder dar el paso a lo celeste, a otro mundo. ¿Suena muy antiguo?
Cuando nosotros hoy decimos que una afirmación sobre Dios es una herejía, lo que
queremos decir es que falsea nuestra fe, que descuida algo que es muy importante
para nuestro modo de entender a Dios y a su relación con las personas.
Los "docetas" eran "herejes". No se trataba de personas con cuernos y cola todos de
color rojo con tridente en la mano. Eran personas normales, con muy buena intención,
piadosas y creyentes. No podían, sin embargo, creer en un Dios "encarnado", en un
Dios tan hecho carne como nosotros. Querían defender la trascendencia de Dios.
Para ellos, el dato obvio, el dato de sentido común, es éste: Dios no es como
nosotros. Por eso, tampoco "puede" (ni siquiera el Dios-Todo-Poderoso) hacerse uno
entre nosotros.
Los docetas se acercan a Jesucristo y lo ven como Dios. Es el que hace los milagros,
el que convierte las aguas en vino, el que detiene la tormenta, el que resucita a los
muertos, el que camina sobre los mares. Su palabra, su enseñanza, es divina, no
contiene errores ni equivocaciones, todo lo sabe, todo lo entiende, todo lo puede
prever. Nada se escapa a su conciencia y a su saber. Nada se escapa a su poder.
El Cristo que sufre y muere en la cruz... en realidad no sufre ni muere. Sólo hace
como que sufre, hace como que muere. Jesucristo es hombre, persona humana, sólo
en apariencia. De ningún modo la divinidad podía rebajarse a la humanidad.
Mi amigo Adolfo seguía insistiendo en que lo que era evidente es que Jesús era un
hombre extraordinario, pero un hombre. Recuerdo que el tema de los milagros de
Jesús me lo explicaba él desde la lectura que hacíamos por aquel entonces de los
libros de Richard Bach, sobre todo de dos libros, Juan Salvador Gaviota y un libro
menos conocido que se llamaba Ilusiones. En el fondo, la tesis de ambos libros era la
misma: en nosotros, en nuestra mente y en nuestra convicción, sin dejar de ser
humanos, tenemos todas las capacidades necesarias para hacer "milagros" y cambiar
la realidad en la dirección que consideremos oportuna... Eso es lo que hacía Jesús.
Jesús era un gran hombre y Dios lo había premiado reconociéndolo como Hijo suyo. Y
eso mismo es lo que Dios hacía con nosotros: el ejemplo de Jesús debía guiarnos.
Frente a los docetismos, casi paralelamente en la historia, desde el inicio hay otros
hombres y mujeres que siguen a Jesucristo y que también piensan que no puede
haber unidad entre Dios y la condición humana. Pero para ellos, el dato obvio, el dato
evidente, es que Jesucristo estuvo en medio de nosotros y era uno como nosotros.
Para ellos, lo importante es que Jesús nació de mujer, se cansaba cuando caminaba,
dormía, comía, reía, lloraba... Jesús era hombre, sin duda alguna. Pero no era Dios.
¿Hijo de Dios? Sí, claro, dirían Arrio y sus seguidores: criatura de Dios, o, en todo
caso, hijo adoptivo de Dios. Dios lo habría adoptado como hijo al ver cómo respondía
tan magníficamente al proyecto de humanidad que el Padre quería. Lo adoptaría para
decirnos que así es como hay que ser. En el fondo, Jesús, el llamado Cristo, no se
equipara tampoco a Dios. En eso, arrianos y docetas están de acuerdo: Dios y la
humanidad no pueden darse juntas.
Arrio tampoco tenía cuernos, aunque tuvo múltiples disputas con muchos cristianos de
su época y no siempre fueron piadosas y respetuosas discusiones.
Arrio fue un sacerdote cristiano influido por las filosofías de su época. Nació en
Alejandría, bella ciudad de Egipto que da al mar Mediterráneo, en el año 256. Vivió y
se movió en una época en que las seguridades del imperio Romano se iban
desmoronando poco a poco. Los filósofos y los sabios buscaban alternativas y tendían
a entender todo lo nuevo como una filosofía más entre otras. Arrio llegó a la
conclusión de que Dios, propiamente Dios, sólo era el Padre. El Hijo y el Espíritu
pasaron a ser criaturas de Dios, por muy excelentes que fueran.
Las escuelas de esta tendencia querían evitar a esos creyentes que convirtieron a
Jesucristo en una especie de espíritu extraterrenal, algo así como un fantasma,
alguien diferente, por encima de nosotros, que en realidad ni sentía ni padecía. Para
las escuelas cercanas al arrianismo, Jesucristo es un gran profeta, es el Cristo, sí, el
Mesías, pero en él nada hay de divino diferente a lo que hay de divino en alguien que
se comporta como un verdadero ser humano. No podía ser que lo divino se pusiera en
contacto con lo humano.
Casi todos nosotros llegamos a Jesús desde su divinidad. Cuando éramos pequeños,
aquel Cristo crucificado era, normalmente, Dios Todopoderoso. Sí, el crucificado era
ya el que todo lo sabía, el que todo lo podía prever, el que superaba todos los males,
el que dominaba sobre la naturaleza. No es extraño que luego, cuando quisieron
decirnos que era hombre, que era humano, a todos nosotros nos costara un buen
esfuerzo. Hacerlo humano era, deshacerlo como Dios y, para algunos, una clara
amenaza a la propia fe. ¿Cómo creer que es divino quien no es capaz de conocer y
dirigir todo lo que va a suceder? Por eso, no es extraño que en nosotros, entre
nosotros, haya personas que siguen pensando y sintiendo en plan doceta.
Es fácil encontrar gentes que acentúan tanto lo divino de Jesús que cuando alguien
les insinúa que Cristo no podía prever el futuro, se escandalizan. Para esas personas,
la Encarnación es como una especie de "ejemplo" que Dios quiso darnos. Pero no hay
ninguna relación verdaderamente significativa entre el Dios-Encarnado y el Dios-
Eterno. Son personas que gustan del Dios Todopoderoso que hace milagros.
Aseguran que nuestra espiritualidad es la de estar unidos a la divinidad de modo que
no nos afecten las cosas de este mundo. Defienden que nada humano es
completamente divino.
También es fácil encontrar entre nosotros personas para las que Jesús es un
personaje muy interesante. Pero, dicen, dejemos a Dios ser Dios y funcionemos de
tejas para abajo, que aquí él no está o no participa. Para esas personas Dios es
grande, extraordinario, poderoso, pero está ahí arriba, todo lo más inspirándonos. No
nos ha sumado a su propia historia. Nada tiene Dios que ver con la enfermedad, la
tormenta, el terremoto. Tampoco tiene que ver con la guerra, la mentira, el odio. En
Jesucristo no tenemos la fuerza viva de Dios, sino sólo un ejemplo meritorio,
simbólico.
¿Es posible que Dios tenga "historia" y que Dios sufra y padezca en la historia?
Primero, porque parecían dar la razón en todo o en casi todo al método histórico
crítico que había usado mi profesor Julio Badía hacía unos años para desconcertarme
y meter en crisis mi fe.
Segundo, porque el Jesús que iba apareciendo de aquellas lecturas era un Jesús que
a mí, más cercano de lo que creía a la postura de los docetas, me resultaba
demasiado humano.
Efectivamente, Alain Patin, leía los evangelios y las otras fuentes pasadas a través del
método histórico crítico. En síntesis, ponía delante de mí los dos pasos del estudio
bíblico que se han dado en llamar "historia de las formas" e "historia de la redacción".
Me permitirán que lo explique brevemente volviendo de nuevo a lo que Joseph Moingt
sj llamaba el rumor de Jesús. Las narraciones evangélicas tendrían estas fases:
1. Al principio están las cosas que se contaban sobre Jesús. Esto empezó
estando él en vida. Lo veíamos en una charla anterior. La gente rumoreaba sobre él y
el rumor llegaba incluso a la cárcel, donde estaba Juan Bautista y mandaba a
preguntar por él, o a los palacios, donde el mismo Herodes estaba inquieto por las
historias que se contaban de aquel galileo. Podemos imaginar que el rumor se
extendería a pesar de la insistencia de Jesús, según los evangelios, en pedir a las
gentes que no contaran, que callaran, etc. El rumor y las cosas que se decían sobre
Jesús, por supuesto, no eran todas acertadas o verdaderas. Siempre se dio ese
fenómeno entre las gentes que al ir de boca en boca las cosas varían, se exageran,
se mitifican.
2. El rumor sobre Jesús no paró con su muerte. Aunque no tenemos los
datos muy precisos, podemos sospechar que al poco tiempo, impulsado por los
testigos de primera hora, por los que habían comido y bebido con Él, por los que
habían caminado junto a Él y escuchado sus enseñanzas, el rumor es relanzado en
forma de una afirmación sorprendente y prácticamente increíble: "Aquel a quien
ustedes mataron, Dios lo resucitó". Dedicaremos luego un rato más amplio a
centrarnos sobre ese rumor concreto. Pero ahora quiero adelantar que era un rumor
bastante sencillo, una narración que no se alargaba en detalles o en el recuento de
acontecimientos (por otro lado, acontecimientos suficientemente conocidos por todos -
¿eres tú acaso el único que no sabe lo que ha pasado en Jerusalén estos días?-); el
contenido del rumor debía ser tan sencillo como: Jesucristo ha sido constituido Señor,
Dios lo resucitó.
El caso es que mis conversaciones con Pedro Cambreleng y mis lecturas de Alain
Patin, me hicieron volver al lenguaje de las narraciones. En realidad, este retorno
significaba también caer en la cuenta de que el lenguaje del Ser, el de la metafísica, el
lenguaje que se preguntaba por qué cosa era Jesús, más que por quién era Jesús, no
suscitaba en mí ninguna emoción. ¿Para qué había servido en mi vida ese modo de
preguntar y de hablar? Yo creo que para tres cosas fundamentales:
¿La diferencia entre el lenguaje del ser y el lenguaje de la narración... es sólo una
diferencia de lenguaje?
¿El modo en que las narraciones se fueron construyendo según la crítica de textos,
permite hacer una historia crítica de Jesucristo?
¿Es posible una "cristología" al margen de la fe? ¿Es posible una "Jesuología"?
Según los Evangelios, Jesús eligió a sus apóstoles, "para que estuvieran con Él". A lo
largo de todas estas charlas, en el fondo, yo no he podido hacer otra cosa que intentar
mostrar cómo a lo largo de mi vida he ido tratando de cumplir ese mandato en mi vida.
Claro que ese modo de entender las cosas podía tener sus problemas. Para mi amigo
Adolfo Fierro, mi arriano de andar por casa, la resurrección de Jesús se explicaba así:
"No es que Dios lo hubiera devuelto a la vida, sino que lo que pasó es que los
discípulos tuvieron la conciencia de que la vida y la obra de Jesús merecía ser vivida,
y por eso ellos sintieron que de ahora en adelante, Jesús iba a vivir en sus obras o en
sus palabras, en su predicación, que iba a estar siempre con ellos". Mi amigo Adolfo
planteaba así una propuesta que, en el fondo, venía a decir que la resurrección no era
algo que le había pasado a Jesús, sino algo que les había pasado a sus discípulos,
una especie de fenómeno psicológico colectivo.
Otras veces, en mi soledad, aprendí también a descubrir los mismos síntomas. Tenía
la impresión de que Jesús estaba allí que estaba vivo en mi vida, en la oración que
hacía o en los acontecimientos cotidianos que estaba haciendo. A veces era tan fuerte
la sensación que era algo que no más no podía siquiera dudar, al menos durante el
momento en que la experimentaba. De nuevo esa experiencia, ya fuera en el retiro de
unos ejercicios espirituales, o en mitad de la vida cotidiana, ya fuera en el trabajo o en
la diversión, se mostraba como la experiencia del resucitado por los mismos síntomas:
a) de un lado la alegría o la esperanza para afrontar las dificultades y los dolores; b)
del otro lado, la referencia continua al modo en que había vivido, hablado y entregado
su vida Jesucristo.
Tengo que decir, por otro lado, que no siempre se encontraba uno con esta
experiencia de entrada. A veces salían mal las cosas y tanto yo como mis amigos y
amigas de comunidad perdíamos la certeza. Con frecuencia sucedía que nuestras
actividades apostólicas no tenían el éxito que esperábamos. O que no se nos
agradecía suficientemente lo que hacíamos. O que alguno de nosotros de repente
dejaba el grupo y no daba demasiadas explicaciones. Todo eso, por momentos,
parecía negar al resucitado. Quitaba credibilidad a lo que nos habían contado y
quitaba credibilidad a lo que nosotros mismos habíamos experimentado en nuestras
reuniones y trabajos. Sentíamos que si las cosas no salían bien, si no obteníamos el
avance que esperábamos, si nuestro trabajo por los pobres fracasaba, si nuestras
convocatorias no tenían suficiente respuesta... es que Jesús no estaba en medio de
nosotros. En buena medida, yo creo que eso es verdad. Era verdad entonces y lo es
ahora. Yo creo que muchas veces, ante el fracaso de determinadas pretensiones
nuestras, tenemos la impresión de que Jesús no está en medio de nosotros. Creo que
es verdad y creo que es verdad porque, en realidad, no nos habíamos reunido en su
nombre, sino más bien en el nombre de nuestros deseos, nuestras expectativas de
triunfo, nuestras ganas de ser reconocidos, estimado y valorados por todos, o por las
ganas de ser capaces de reunir más gente que, por ejemplo, los estudiantes de
cualquier grupo diferente al nuestro.
De esa manera, fuimos llegando poco a poco, a otro síntoma que mostraba la
presencia de Jesús y que hacía creíble todo aquel asunto: la apertura, el rompimiento
de expectativas, la pérdida de suelos seguros y un cierto "descoloque" que nos
lanzaba a no dar nunca por conseguido al Señor. A no dar nunca por fijada total y
definitivamente su imagen. Este último síntoma era, a veces, difícil de aceptar.
Resultaba por momentos incompatible con los otros síntomas: Era difícil conservar la
esperanza y la alegría cuando las cosas no salían como nosotros pretendíamos;
además, era difícil referir a Jesús y a sus propuestas experiencias que parecían
contradictorias con la imagen que ya nos habíamos hecho de lo que Él quería y Él
representaba en nuestras vidas.
Por supuesto, con el paso de los años esa experiencia del resucitado ha ido variando
y mostrándose cada vez más como algo a lo que yo puedo tratar de ahogar y cerrar el
paso (no con mucho éxito), pero ciertamente como algo que yo no puedo provocar,
controlar, decidir. La experiencia del resucitado no es en mi vida, hoy por hoy, algo
que pueda mostrar como muestro una cosa, un estudio científico, una fotografía de mi
padre o de mis sobrinos. Pero la experiencia del resucitado, tampoco es algo que
responda sin más a una lógica psicologista o a una explicación puramente
sociológica. Hay en ella algo que hemos consagrado con la expresión "fe": una
creencia que se sostiene en experiencias psicológicas, físicas, naturales, pero que se
reconstruye desde una cosmovisión, desde una apuesta de sentido, que no se impone
a nadie, que se ofrece como camino de libertad.
Después de mi "retorno a la narración" (por otro lado un retorno que tengo que
confesarles fue posible gracias a la preparación que muchos teólogos vienen
haciendo desde mitad del siglo XX), toda esa experiencia del resucitado que les
acabo de contar tiene que ver con aquellos dos hombres que a la mañana siguiente,
desesperanzados dejaron la comunidad y Jerusalén para volverse a su lugar de
origen.
Nos cuenta San Lucas que hablaban de sus cosas, de cómo todo había salido tan
mal, de que aquel que ellos esperaban fuera el auténtico libertador de Israel, se había
quedado colgado de la cruz. Recuerdo cómo al inicio de los noventa, Jon Sobrino
decía una frase que me impactaba: Habíamos iniciado una teología de la liberación y
nos encontrábamos con una teología del martirio. Al usar el término "martirio", Jon
Sobrino se situaba en una posición más esperanzada que la de Cleofás y su
compañero, probablemente cualquiera de nosotros, desesperados por los tristes
resultados: estaba muerto, había sido entregado por los jefes del pueblo, lo habían
ejecutado las autoridades paganas. Aquellos acontecimientos parecían negar toda
posibilidad de esperanza.
De hecho, aquellos dos mientras hacían su camino hacia Emaús, tuvieron que
reconocer que las mujeres se les habían acercado dando un testimonio claro de
apertura. El relato dice que las mujeres les contaron que la tumba estaba abierta y
que tuvieron una aparición de ángeles. Aquella apertura descolocaba ciertamente el
sentido de las cosas, rompía la lógica normal de los acontecimientos. Por eso las
mujeres decían que el mensaje de los cielos hablaba en aquella tumba abierta, en
aquella piedra corrida. En realidad, Cleofás y su compañero sabían que aquello daba
que pensar.
Lo cierto es que algunos de los discípulos habían acudido allí y encontraron las cosas
tal y como dijeron las mujeres. Claro que el problema no era cómo estaban las cosas,
sino qué querían decir, si de verdad aquello estaba traspasado por ángeles del cielo
que daban una explicación, un sentido. Siendo como eran mujeres, los dos
caminantes concluyeron que no era cuestión de darles mucha credibilidad.
Todas estas cosas se las fueron contando a otro que hacía el mismo camino y que se
les acercó. Posiblemente luego se dieron cuenta de que fue Él, el otro, el que se
acercó, mientras que ellos, preocupados en sus cavilaciones, ni se habían enterado.
También es cierto que había otra forma de leer la escritura. Ellos, mientras
caminaban, dialogaron cada vez con más pasión sobre los recuerdos que tenían de
Jesús, sobre las cosas que había dicho y había hecho. Aquella historia, como buenos
judíos, querían leerla desde las Escrituras, empezando por Moisés y siguiendo por los
profetas. A medida que el camino hacia Emaús avanzaba y que avanzaba su
compartir con el caminante, tenían la impresión de que se les hacía luz, que
entendían más y más todo aquel asunto de Jesús. Que lo entendían o que los dejaba
más y más perplejos. Resultaba menos claro que todo aquello fuera un fracaso
rotundo y sin sentido. Lejos de sus primeras impresiones, ahora ya no decían que la
condena por parte de las autoridades fuera un signo de que Dios había rechazado al
profeta nazareno.
Se sabe que compartieron el pan y el vino al mismo modo en que lo solían hacer con
Jesús. También se sabe que luego ellos aseguraron que aquel hombre que les había
acompañado era el Señor. No entendían cómo no lo habían reconocido pero sí
estaban ciertos de que el corazón les había vuelto a hervir como en los tiempos en
que lo acompañaban por los caminos de Galilea. El caso es que el caminante debió
seguir su camino, porque el Señor resucitado no es algo que podamos sin más
atrapar. Y ellos volvieron a casa, olvidándose de los peligros del camino o
afrontándolos con valor. Y allí compartieron con los demás algo que ya era un rumor
entre todos: que estaba vivo.
¿Nuestra experiencia del resucitado es algo que sucede con el resucitado o que nos
pasa solo a nosotros?
En 1993, Jesús Gutiérrez, compañero jesuita que hacía de párroco en Los Almendros,
un poblado gitano de Almería, me invitó a ir con él por el barrio. Tras mi ordenación
como presbítero, pasé a ser el "arajai", el "corajai", aprendí a rezar a Ondivé del Cielo
y a la Manjarí, y al poco usaba un nuevo nombre para referirme a Jesús: Chavorrón e
Ondivé..
Cuando los evangelistas se pusieron a escribir, ya hacía mucho tiempo que todo
había empezado. Hacía mucho tiempo que unos hombres de lengua aramea se
habían encontrado a la orilla del lago con aquel otro, con Jesús, el Nazareno. Ya
sabemos que los evangelistas no escribieron historia "científica" en la que hubieran
recogido con una cámara lo que Jesús hizo o con una grabadora lo que Jesús dijo.
Mateo, Lucas, Marcos o Juan quisieron contar lo que ellos vivían para otros cristianos
con los que vivían su fe. Y lo que vivían tenía que ver con las cosas que sabían de
Jesús.
Creo que también tendrían alguna que otra conversación con un hecho en
principio extraño: la mayoría de estos primeros cristianos eran gente popular,
sin importancia, incluso claramente marginal dentro de las ciudades del
Imperio. ¿Por qué no había apenas entre ellos gente poderosa, gente rica, gente
capaz de resolver muchos problemas? Estoy seguro que estos primeros
cristianos recordarían entonces algo que es muy sorprendente para quien
quiere ser el SALVADOR DEL MUNDO: desde siempre Jesucristo, el Señor,
estuvo rodeado de pequeños y rechazados, porque Él mismo fue un pequeño y
un rechazado.
Creo que esto es verdad y es cierto que nos lo encontramos en el Nuevo Testamento:
Jesús nació fuera, porque no había sitio para sus padres en la posada. Un día, mucho
tiempo después, bajo el poder de Poncio Pilato, lo cargaron con un madero y lo
hicieron salir de la ciudad para morir fuera colgado de la cruz. Nació fuera y murió
fuera. A su derecha y a su izquierda lo acompañaban dos delincuentes. Murió en la
presencia de unas pocas mujeres, quizás de un discípulo, de algún soldado
extranjero. Entre el pesebre y la cruz nos tropezamos con treinta años de los que
prácticamente no sabemos nada de este artesano (posiblemente, también agricultor).
Después, un año, quizás dos, todo lo más tres, en los que reúne un grupo de
discípulos, predica un mensaje y actúa en medio de su pueblo (un pueblo marginal
dentro de los dominios del Imperio Romano). Todo acaba mal: de una manera
precipitada, imparable, un conflicto rápido y cruel que lo lleva a morir en las afueras de
Jerusalén.
Han pasado dos mil años y este mundo ya no es como aquel, ni la Iglesia es como la
comunidad cristiana de los primeros años. Ya sabemos que los primeros cristianos
recordaban a Jesús y trataban de solucionar sus problemas. También yo quiero
recordar a Jesús y verlo en las cosas que me toca vivir cada día. En concreto: lo que
viví durante siete años en Los Almendros con todas esas familias que permanecen al
margen de los mecanismos normales de distribución de la riqueza, de los métodos
comunes de toma de decisiones políticas, y, de algún modo, también de los beneficios
razonables de lo que hemos dado en llamar en el mundo europeo la sociedad del
bienestar (salud, educación, trabajo regulado, etc).
¿Qué problemas de la actualidad, qué experiencias mías, me exigen volver los ojos al
modo en que Jesús vivió, habló, actuó y murió?
¿Qué vigencia y pertinencia te parece que tiene para el cristiano en el mundo actual el
hecho de la implicación de Jesús en lo marginal de su sociedad?
En la sinagoga de Nazaret, Jesucristo leyó ante sus paisanos el pasaje del profeta
Isaías, afirmando que en Él se cumplía lo que allí estaba dicho: la Buena Noticia se
proclama a los pobres, se anuncia la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, la
puesta en libertad de los oprimidos y la proclamación del año de gracia del Señor.
Cuando los discípulos de Juan vinieron a preguntarle si realmente era Él el esperado
de los tiempos, Jesús mostró sencillamente su forma de comportarse: dar vista a los
ciegos, hacer caminar a los cojos, limpiar a los enfermos de lepra, conseguir que los
sordos oigan, que resuciten los muertos y que los pobres reciban la buena noticia.
Esto es un hecho, los relatos de los cuatro Evangelios están plagados por acciones en
las que Jesús cura. Llama a su grupo a quien era despreciado por el conjunto de la
sociedad. Da de comer a la multitud cuando tiene hambre. Y, lo más sorprendente, en
medio de una gente que vivía sus tragedias como abandono o castigo de Dios, Jesús
perdona los pecados. Es decir, borra la justificación de la marginación social,
económica y política de aquellos hombres y mujeres a los que se acercaba: Dios
perdona sus pecados. Jesús no tiene ninguna reflexión "estructural" sobre el pecado,
pero va a su raíz y, por eso, decimos que Jesucristo es el salvador o liberador.
Por eso, desde el principio me parecía que así había que entender para qué está
Jesús en el barrio: hay que sanar, liberar y dar de comer... y perdonar los
pecados. Eso es lo que yo quería hacer: en la celebración de los sacramentos,
en la catequesis, en las visitas que hacía a mis vecinos, en las actividades que
llevaba a cabo, pretendía ser una presencia sanadora, libertadora, ayudadora,
con capacidad para perdonar los pecados, y en ese sentido, quería ir a por la
raíz misma de lo que lleva a la "marginación" (el pecado allí donde se daba: en
las decisiones políticas, en las estructuras económicas, en las mentalidades
culturales, en las actuaciones concretas de cada hombre). Jesús llama a sus
apóstoles para estar con él, para predicar la buena nueva, para expulsar
demonios. Si en el barrio yo conseguía eso, entonces mi presencia sería como
la presencia de Jesús en su tiempo. Así resolvía yo la pregunta por cuál era mi
misión en el barrio: se trataba de conseguir lo más rápida y eficazmente posible
la salud para los enfermos, el pan para los hambrientos, la correcta toma de
decisiones políticas y económicas, el cambio de las mentalidades, etc. Mi
presencia allí, ¡y la de la Iglesia!, se justificaba por la entrega y la habilidad
personal y comunitaria para conseguir los medios necesarios para resolver
tantos problemas.
Comunitaria, sí, porque desde el principio, lo que hice fue sumarme a la tarea de
otros cristianos, laicos y laicas, religiosas amigas, que montaban talleres,
llevaban adelante la Caritas, montaban actividades para los niños, organizaban
excursiones para las mujeres, colaboraban en la preparación de las
celebraciones, etc.. ¡Cuántas horas charlando con las hermanas! ¡Cuántos
encuentros por las calles! ¡Cuánto apoyo y cariño teníamos que darnos unos a
otros! ¡Cuántos momentos de auténtica alegría en ese trabajo juntos! Todos, de
alguna manera, queriendo ser esa presencia que trae la Buena Noticia a los
pobres.
Pero casi desde el principio empecé a notar que las cosas no eran sólo como las he
pintado hasta ahora.
Noté, para empezar, que los planes no funcionaban siempre como estaba previsto
(por la carencia de medios, por las incapacidades personales, por las discusiones más
o menos tontas entre los miembros de nuestra comunidad, por la corrupción o la
dejadez).
Además noté que me lo pasaba divinamente más de una noche en alguna visita a
cualquier casa de mis vecinos. Aprendí a reírme con los chistes que algunos hacían
ante la desgracia. Me sabía a gloria un trozo de pan que alguien me pasaba en mitad
de una cálida charla. Me asombraba escuchando cómo alguno de mis vecinos
comentaba algo de la Biblia...
Todas estas cosas y otras muchas, le dieron la vuelta a mis preguntas. Por el mero
hecho de acercarme al pueblo con el que vivo, empecé a preguntar más bien de este
modo: ¿Qué es lo que me dices tú a mí, Jesucristo, desde estos vecinos míos? ¿Qué
palabra tienes tú que decirme a través suya?
Dos anécdotas:
1) Maribel, tenía veinte años y siete hermanos, no es teóloga, sino una trabajadora de
unos almacenes de verdura en la zona de agricultura intensiva de Almería. Un día,
charlando con ella me dijo que en Dios no sabía si creía. Su madre, sin embargo, me
decía que Maribel era el ángel que Dios les había mandado. Su hermano se acostó
con su novia y esperaron un hijo; en su casa hubo un fuerte enojo, pero al día
siguiente se iniciaron los preparativos de la boda. Pusieron una cama grande en el
comedor y la aislaron con un tabique. En la casa son catorce. Cuando nació el
chiquillo lo festejaron todos, desde los bisabuelos a los tíos.
2) Carlos tenía 24 años y tres niñas preciosas. Es por la tarde, le pregunto por el
trabajo. Me dice que hoy se le cumplió el contrato, que ya le dijeron que no tendrá
trabajo en los próximos meses, que pasa a la cola de las listas de trabajo que ofrece
la municipalidad. Se sonríe, me mira y me dice que «...anda, que vamos a jugar un
partido al fútbol». Desde mi perspectiva, sobraba partido de fútbol y sobraba todo, esa
noche yo no hubiera dormido y, probablemente, a los pocos días tendría una úlcera.
El caso es que todo eso me hacía volver los ojos a Jesús, que hacía cosas por los
pobres y los marginados y que, además, explicaba por qué se portaba de esa manera.
Está, por ejemplo, la denominada parábola del "hijo pródigo": en aquella figura
coinciden muchas cosas de lo que hemos dicho más arriba, es un pecador y, a la vez,
un pobre social y económicamente. Su motivo para volver a la casa del Padre es
interesado: el hambre. Sin embargo, ahí tenemos a su padre, que salía todos los días
a ver si lo veía volver. Cuando lo ve, organiza la fiesta. Jesús no está diciendo otra
cosa más que ésta: el Padre es así... y no es, sin embargo, como el otro hijo,
empeñado en hacer salir a flote los méritos de cada uno y exigir el premio que le
corresponde. Efectivamente, Dios-Padre es así: es el pastor que deja todo cálculo de
valor y va en busca de la perdida, porque está perdida; es el patrón que paga al final
del día lo mismo al que ha trabajado una hora que al que lo ha hecho doce, que
contrata al que está en paro únicamente por el hecho de estar en paro, contra todo el
sentido económico razonable. Jesús hacía lo que hacía porque Dios es así.
Además, esta otra reflexión me parece casi de sentido común a partir de mi vida y mi
trabajo: Jesús se comporta así, porque la gente que vive con poco es así. Jesús se
siente a gusto con los que son poca cosa según los criterios del mercado. Afirma que
hay que ser como niños para entrar en el Reino. O lo que es lo mismo, sólo quien
tiene necesidad de Dios podrá interesarse por el Reino. Lo que viví en Los Almendros
se parece algo al cuento del fariseo aquel que fue a rezar más contento que unas
pascuas por lo bueno que era; no le sirvió de nada, en realidad no necesitaba a Dios
para nada. El otro, el publicano, que se sentía fatal por el montón de cosas mal
hechas que tenía en su vida, ese necesitaba alguien, Alguien, que le mirara a los ojos
de otro modo y le hiciera alguna caricia; por eso aquello fue bueno para el publicano.
También me parece que Los Almendros se parece a la historia de aquella mujer de la
vida que se aguanta la vergüenza y entra en la sala y lava los pies a Jesús en casa de
Simón (aunque este la hubiera echado a patadas, ella sabe que Jesús la va a recibir):
ella sabe qué es eso de amar, el otro no se ha enterado de nada. Entre la gente más
destruida, entre los que no tienen ya nada que perder, no se encuentra uno a aquel
joven muchacho rico que acabará quedándose en casa llevando su vida, apegado a
los mandamientos, que ya le salvan, y apegado a sus riquezas, sin caer en la cuenta
de que ellas le dejan fuera del Reino de los Cielos. A mí me parecía que la mayor
parte de la gente de la sociedad europea ya se siente con la salvación en sus manos,
porque tienen salud, dinero y buenas amistades, con lo que ni se plantean nada de
dejar esto o lo otro, todo lo más organizarse un poquito mejor. A ver si lo digo en
pocas palabras, son la gente que anda más tirada la que puede enterarse de qué es
eso del Reino de los Cielos.
Cuando estoy con un vecino que no tiene para pagar el butano, oigo a Jesús decir
eso, y me parece que Jesús va a conseguir que los pobres dejen de ser pobres y que
por eso son felices (Dios es así), pero también que los pobres son felices porque en
esa pobreza hay algo que merece mucho la pena (los pobres son así) . Lo que quiero
decir es que sólo las dos cosas juntas me parece que hablan de lo que vivo como de
Dios en mi barrio: que es un Dios liberador de todas las pobrezas, y que es un Dios
que se encuentra a gusto con los pobres. "Felices los pobres porque de ustedes es el
Reino de los Cielos" no es una razón para hacer lo que sea con tal de conseguir que
la gente de mi barrio tenga las mismas cosas que los médicos famosos o los
abogados de prestigio o los ricos dueños para los que trabajan en los almacenes de
verduras o en los invernaderos (como si esa riqueza fuera el Reino de los Cielos).
Jesús no hizo las cosas así. A mí me parece, más bien, que Jesús, aquí en los
márgenes, más que prometer riquezas, se enoja con las riquezas que hacen que
nuestro mundo sean un "no reino de Dios", sino un "reino de este mundo".
Pero "felices los pobres" tampoco me hace pensar que hay que dejar abandonado al
que sufre y está oprimido (como si ese sufrimiento y esa opresión fueran el Reino de
los Cielos). Jesús se compadecía y no se cruzaba de brazos ante el dolor, la pobreza
y el sufrimiento que le entraba por los ojos. Me parece que en mi barrio Jesús se
enoja con una "pobreza" que nace de tanto "no reino de Dios", que nace de tanto
poder del "príncipe de este mundo".
El caso es que en vez de tener muchas cosas que decir en su nombre, cada día
sentí más la necesidad de estar atento a lo que él me decía en medio de mi
gente. En realidad, los gitanos de mi barrio son como una gran Palabra que Dios
me dice. Una palabra dicha en los márgenes de aquella ciudad de Almería, una
palabra dicha de un modo marginal: que Dios es así y que los pobres son los
que pueden comprenderlo.
Por eso, poco a poco, me ha ido pareciendo que no es sólo que los cristianos
tengamos una misión con los pobres, los marginados o los derrotados de este
mundo, sino que más bien es con ellos donde podemos ser capaces de
enterarnos de qué va el Evangelio. Creo que el barrio de Los Almendros es un
buen lugar para saber de qué va Dios Padre, su gracia y su volcarse con los
pequeños. Sucede que cuando me paseo por las calles, cuando celebro la misa
por rumbas, cuando me reúno con los vecinos para hablar de la Palabra, Dios es
gratis. Sucede que en la experiencia del "pecador" más pecador, del marginado
más "marginado", es Dios quien está hablando.
Cuando veo que, efectivamente, la Palabra de Dios cobra vida al leerla con el
vecino chatarrero o la gitana que se ha pasado el día en la el invernadero,
entonces me pregunto menos ¿cómo transmitir la Palabra de Dios al pueblo que
me ha sido encomendado?, y me pregunto más ¿cómo entender la Palabra de
Dios que dicen el Tío Gaspar puesto a su puerta, Casimiro cuando llega de
rebuscar en el basural, Manolo después del trabajo o Mercedes tras la
catequesis con los chavorrillos? Me pregunto más qué me está diciendo Dios
por los labios de "la Juana", que está echa polvo tras una trombosis en una silla
de casa, o por la boca de "la Lola" que llega a la noche tras nueve o diez horas
recogiendo lechugas en un campo de agricultura intensiva.
Y esta Palabra de Dios no hace más que señalar mis seguridades, mi auto, mis
estudios, mi computador, mi casa, y zarandearlas. No hace más que dar sentido
a mis inseguridades, mis resbalones, y me hace sentir tremendamente cerca de
ellos gracias a mi propio pecado. Es como si mi pecado fuera ahora lugar de
encuentro con el Señor Jesús. Es verdad que esta Palabra me habla también de
una realidad ahí afuera y que ya aparecía en las Bienaventuranzas: la situación
difícil de muchos de mis vecinos denuncia un sistema, y también unas políticas,
que crean marginación y hacen evidente la ausencia de Reino de Dios allí donde
el único dios es el dinero.
¿Cómo es el ser humano? ¿En qué consiste ser humano según Jesucristo?
Estos años me han hecho sentir que, de verdad, la gente de mi barrio tiene una
Palabra de Dios que hay que aprender a leer. No quiero decir que sean todos santos,
buenos y beatos. No, más bien son gente que vive entre el pecado y la gracia, como
todos, como yo. Me creo, porque así lo percibí cada día, que son gente a la que Dios
quiere.
En eso de la debilidad hay una parte tremenda, difícil de aceptar y que, la verdad, a
veces me distancia de mi Señor: mi propio pecado. Yo debiera ser el que ayuda a mi
gente a seguir al Señor… Y sin embargo.
Y por el camino, mucho antes de que las cosas se pusieran así de complicadas,
tenemos que los apóstoles han pretendido quedarse con el monopolio de Jesús,
registrarlo con su marca. Se han peleado por quién era el más importante entre ellos.
Han pretendido obtener privilegios por parte de Jesús. Han sido seguidores remisos y
temerosos. Como discípulos los vemos torpes para entender y poco hábiles para
llevar a la práctica su mensaje.
El caso es que a lo largo de la historia, los cristianos quisieron que sus ministros
fueran buena gente, gente leal, gente de la que uno puede fiarse siempre, gente que
animara en medio de la comunidad no sólo con sus palabras, sino también con sus
obras. Pero la Iglesia, que quiere dar esperanza en medio de la gente, no tiene, sin
embargo, en ningún lugar del mundo, la garantía de la santidad de vida de todos sus
miembros. Tampoco en mi barrio.
En las calles de mi barrio, los vecinos cuentan con no poca gracia la historia de aquel
cura que tenía gusto por los hombres, o de aquel otro que por fin dejó el sacerdocio
para casarse con una novicia. Al pasear por las calles, mil veces me han preguntado
que por qué no me caso. Y otros me preguntan abiertamente por cuántas amantes
tenía.
Yo creo que he cometido errores en mi tarea, algunos son errores que podríamos
llamar de estrategia, otros son errores personales. Hay vecinos que me sienten
demasiado lejano. Y tienen razón porque no he sido capaz de establecer lazos de
verdadera amistad con ellos. También es verdad que algunos esperan de mí lo que yo
no soy capaz de hacer. Cada día tenía (y tengo) clara conciencia de que yo también
soy pecador, que pienso demasiado en mí, y que muchas veces hago dejación de mi
responsabilidad. Se que no traté a todos por igual, se que privilegié a algunos amigos,
se que no siempre he tratado con educación y respeto a todos mis vecinos. Caigo en
la cuenta de que muchas veces no sólo no soy alivio para las condiciones de su
gente, sino que, además, sumo dolor y sufrimiento.
Sucede lo mismo con la comunidad parroquial y con el grupo de hermanas con el que
convivíamos y colaborábamos. Junto a toda la santidad y bondad que Dios pone en
nuestros corazones, hay dificultades, incomprensiones, egoísmos. Todo ello tan
humano.
Como ven no se trata de una dulce mirada romántica. No hay ningún gozo en pasar
hambre o estar en paro. Si Dios es el Dios liberador de Jesucristo, a veces da la
impresión de que con buena parte de mis vecinos, no se molesta en liberar. Es como
si este Dios de la Palabra, se quedara mudo: en el vendedor de drogas, en el
borrachito que huele mal, en la gitana apaleada por su marido, en el joven yonki que
se queda tras una esquina; en el que muere con cirrosis hepática, en el que fallece de
SIDA…
Recuerdo que hace unos años pasé un tiempo en un Cotolengo, echando una mano
allí con un grupo de muchachos y muchachas universitarios. En un rato de encuentro
con los ellos, uno de ellos preguntó a las hermanas si se encontraban allí con Dios.
Una de ellas le dijo: «Tengo que reconocer que Dios viene muchas veces disfrazado».
Gracias a Dios, el ejemplo de las hermanas que trabajan y viven en el barrio, la tarea
que hacen cada día, sus preocupaciones, sus desvelos, su búsqueda… igual que sus
problemas, me muestran buena parte del camino. Son también sacramento de Jesús.
Señor crucificado.
Y hay otra cosa, al Samaritano no le pasó nada, pero podían haberle engañado,
podían haberle tendido una trampa y acabar siendo él el apaleado y abandonado
medio muerto a la vera del camino. El secretario de Jeremías, el profeta, cuando ve lo
mal que le va la cosa, le comenta desesperanzado que cómo es posible que Dios
trate así a uno de sus servidores. Jeremías responde que a Dios no conviene pedirle
privilegios, no puede pretender vivir otra suerte que la de su gente.
En realidad, cuando miro mi mundo, recuerdo a Jesús tal como lo pintan los cuatro
evangelios en sus momentos finales. En los cuatro evangelios dedican mucho espacio
para contar lo que pasó al final de la vida de Jesús. A lo mejor hablan tanto de la cruz
porque a ellos les toca vivir también en la cruz. Pero también porque supuso un hecho
inexplicable para los seguidores de Jesús. Los dejó totalmente descolocados: el Reino
no se implantó en triunfal puesta en escena. Ese Reino donde ya nadie llorará ni
pasará hambre, donde nadie quedará solo ni tendrá que sufrir, quedaba enterrado en
un sepulcro, encerrado con una piedra, allí donde quedaba el cuerpo muerto del
crucificado. Jesús, al proponer una imagen de Dios volcada hacia los débiles, se
encontró que era uno de ellos.
No podía ser de otro modo: el reino de Dios no es un reino de este mundo (un reino
defendido por policías). Probablemente desde esa cruz es desde donde haya que
volver a mirar al nacimiento: ya había nacido de mala manera el crucificado: en un
pesebre, fuera, adorado por pastores más o menos despreciables. La palabra se hizo
carne, nos dice San Juan. Y por carne aquí no hay otra cosa que entender que
"debilidad". Aquel niño que fue creciendo en gracia ante Dios y los hombres, nos pasa
desapercibido durante treinta años. Es un galileo, proviene de Nazaret de donde nada
bueno puede salir. No tiene dónde reclinar la cabeza. En un período relativamente
corto de tiempo consigue poner en marcha un proyecto que acaba en la cruz.
Es verdad que resucitó. Pero el resucitado tiene en su cuerpo las heridas en las que
se puede introducir las manos. Creo que al resucitado no le faltan hoy cruces: Él será
el juez del último día… y en ese día nos dirá una cosa que es verdad, aunque sea
sorprendente verdad: lo que hagan a cualquiera de estos los más pequeños, a mí me
lo hacen. O sea, que sigue puesto en cruz encarnado en todos aquellos que están en
la cárcel, tienen hambre o sed, van desnudos.
Recuerdo un amigo mío, que hoy anda presidiendo una ONG, que me decía que él
trabajaba con los marginados, pero que no sentía al Señor. La verdad es que en la
pregunta que Jesús les hace a los del último día, no aparece el verbo "sentir" (¿me
sentían a su lado o se sentían a mi lado?). La pregunta es otra: ¿qué hicieron
conmigo? Tampoco es la pregunta, ¿cuánta oración hacías? ¿cuántas reuniones
tenían a la semana? ¿cuántas misas oían al mes? Yo creo que Jesús pensaba de
todas esas cosas más o menos lo mismo que los viejos profetas: el ayuno que yo
quiero es éste: dar de comer al hambriento, hacer saltar el cerrojo de los cepos... Pero
sabiendo que es a Dios mismo, Jesús, el Señor, al que dejamos morir de hambre, al
que abandonamos a su suerte en la cárcel, al que hacemos pasar frío.
La tarde del jueves santo, en mi barrio, me arrodillo a lavar los pies de los vecinos. Así
recordamos en la celebración lo que hizo Jesús. La noche en que Jesús, se amarró el
mandil a la cintura y lavó los pies de sus doce asombrados discípulos. La misma
noche en que partió el pan con ellos y bebió el vino: su cuerpo y su sangre. Yo sé que
más tarde, Pablo de Tarso se enfadará con su gente de Corinto porque no hacen las
cosas como las hizo Jesús: en sus reuniones había quien pasaba hambre mientras
otros se hartaban de vino. Pablo les dirá que eso no es la Cena del Señor, que eso no
es lo que él les enseñó, ni lo que, a su vez, él había recibido.
Estos pocos años me sirvieron para que las preguntas pastorales pasaran a un lugar
un poco menos importante: ¿qué tengo que decirles? ¿qué debemos hacer aquí?
¿cuál es nuestra misión? Bueno, están ahí, son importantes y todo eso. Pero más
importante es esto: Jesucristo es mi vecino. La cruz que cada día se vive en el barrio,
es la cruz de Cristo. La risa que oigo, es la del Señor. Es Él quien baila por rumbas.
Todo eso del juicio final está pasando ahí, en esa vida pequeña de mi barrio pequeño.
El resucitado es quien vive entre mis vecinos: ellos son el verdadero Sacramento de
Cristo. Por eso digo que vivir allí, fue una suerte y una gracia.
Si, siguiendo la propuesta que se nos hace en una carta de San Pedro, yo, como
cristiano, quiero dar razón de mi esperanza, explicarla, claro que tengo que
hablar de la cruz. El Jesús de los márgenes, el que nace a las afueras de Belén y
muere a las afueras de Jerusalén, es un Jesús crucificado. La cárcel, la droga, el
absentismo escolar o el hambre son la cruz. En esa cruz viven y mueren
personas crucificadas. La verdad es que no me importa mucho si son inocentes
o culpables: están en la cruz; son la gente de la que se rodeaba Jesús. Yo creo
que Él diría que ellos son los enfermos que necesitan médico.
Jesús atacó muy fuertemente un sistema religioso. Por eso fue a parar a la cruz. Los
barrios a la vera de las ciudades, esos barrios a los que se suele llamar "cuarto
mundo", ¿no son acaso el lado oscuro de un sistema de vida y de unos corazones
que tienen otros dioses (dioses que tienen altares de sacrificios, de sacrificios
humanos)?
El Señor de la Gloria.
En muchos sitios hay injusticias. En mi barrio se da esa red dura de problemas que
hace muy cuesta arriba la vida de alguna gente. Por supuesto, allí se sigue
crucificando al Señor, que se sigue dando a nosotros. La gente de mi barrio me dice
esto: no sólo que Jesús fue cercano y que hizo cosas por los pequeños, sino que Él
mismo se hizo uno de ellos.
Todo esto pide salir de uno mismo, "aprojimarse". Yo creo que en ese salir de mí
mismo, de mi cultura, de mis seguridades, es donde voy a encontrar la salvación.
Jesús lo hizo así porque así era su Padre; así que en mi oración me dedico a pedir la
gracia del conocimiento interno de Cristo, para más amarle y de ese modo desear
marchar con su misma vestidura. Entonces, como el resto de los pobres y marginados
de todos los tiempos, seremos de verdad sacramento de Jesús.