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Elemento culminante de una política sobre drogas eminentemente represiva que arrancó en 1984

con la aprobación de las Resoluciones 39/141 y 39/142 de la Asamblea General de Naciones


Unidas, la Convención contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas,
adoptada en Viena el 20 de diciembre de 1988, fue el primer documento internacional en el que
las Partes se obligaron en términos jurídicamente vinculantes a aprobar una legislación interna en
la que se previera la imposición de penas a quienes trataran de dar apariencia de licitud a capitales
procedentes de actividades ilegales.

Indudablemente, la Convención de Viena representa un verdadero punto de inflexión en la política


a seguir en el marco de la lucha contra el lavado de capitales. De hecho, constituye el antecedente
en el que se han apoyado los diversos textos internacionales sobre esta materia suscritos tras su
aprobación, llegando aquellos incluso a aceptar, sin demasiadas alteraciones, la definición de
blanqueo adoptada en los apartados b) i) y ii), y c) i) del artículo 3.1 del citado instrumento de
Naciones Unidas.

A pesar de su éxito, cabe decir que las fórmulas legales de las que se vale la Convención de Viena
albergan ciertas deficiencias desde el punto de vista técnico, combinando el casuismo que
distingue a los textos de inspiración anglosajona con la ambigüedad propia de los instrumentos
internacionales que surgen a la vida jurídica con una neta vocación de universalidad. Con todo, no
debe enjuiciarse por ello negativamente; se trata de una redacción deliberadamente redundante
y abierta, destinada a servir de base a un número creciente de Estados que, en el ejercicio de su
potestad punitiva, deben esforzarse por adaptar sus obligaciones internacionales a sus respectivas
estructuras jurídicas internas. En concreto, el art. 3.º de la Convención hace pivotar sus exigencias
sobre los Estados miembro en torno a tres conductas rectoras: ocultar, intentar ocultar y disfrutar
de los bienes que constituyen el objeto de blanqueo.

En el campo del tratamiento jurídico-penal de la vertiente financiera del tráfico de drogas, la


Convención de Viena no se limita a exigir la tipificación del lavado de activos y sus formas de
participación. Además, en materia de consecuencias jurídicas, establece las bases que las Partes
deben asumir para regular un eficaz sistema destinado a identificar, bloquear, secuestrar y
confiscar las ganancias directas e indirectas del tráfico de drogas, procurando respetar la posición
jurídica de los terceros de buena fe. En tal sentido, incorpora la figura del comiso del valor
equivalente, transformando muchas veces el instituto —en la práctica— en una multa que,
hablando en términos de Derecho patrimonial, traslada al ámbito obligacional una medida
tradicionalmente ligada al terreno de los derechos reales.

Ahora bien, el Derecho Penal de nada sirve por sí solo; requiere de los medios procesales idóneos
para que sea posible la aplicación de las medidas dispuestas por las leyes sustantivas. Consciente
de las peculiaridades de un delito como el que nos ocupa, la Convención de Viena dispone la
puesta en práctica de vínculos de cooperación internacional, asistencia judicial recíproca,
levantamiento del secreto bancario y establecimiento de plazos amplios de prescripción; medidas
todas ellas orientadas a combatir eficazmente una manifestación delictiva compleja que se inserta
en el moderno contexto de incipiente globalización. En este mismo sentido, se incita a trascender
más allá del clásico principio de territorialidad a la hora de determinar los límites jurisdiccionales,
invitando a las partes a que apliquen criterios de personalidad, tanto en su vertiente de
nacionalidad como de residencia.
Con todo, conviene tener siempre presente que el documento al que ahora nos referimos no se
aprobó con la única finalidad de perseguir el lavado de activos. En efecto, la Convención de Viena
ha dado forma jurídica a un programa de política criminal considerablemente más amplio,
tendente en su conjunto a intensificar la represión del comercio ilegal de drogas en todo el
planeta. En unas ocasiones, este proyecto se ha traducido en el incremento de la presión penal
sobre ciertas conductas que ya se encontraban castigadas en la práctica totalidad de los países —
por ejemplo, el artículo 3.5 de la Convención impone a las Partes que incluyan en sus respectivos
códigos una amplia relación de circunstancias agravantes de la responsabilidad de los traficantes
—. En otras, el tratado internacional ha propugnado la necesidad de implantar ciertas
instituciones jurídicas, tanto procesales como sustantivas, en los ordenamientos internos de los
muchos Estados que aún no disponían de ellas —así, la entrega vigilada de drogas en el marco de
la investigación de delitos vinculados a estas sustancias, el incremento de la cooperación policial y
judicial a escala internacional, la tipificación del tráfico de precursores y del propio blanqueo de
las rentas derivadas de este comercio, el comiso de tales ganancias, etc.—.

Por consiguiente, la criminalización del reciclado de capitales no es, en modo alguno, la única
medida contenida en la Convención de Viena. Cierto es que éste fue el primer documento
internacional en el que se ha exigido a los Estados que regulen la prohibición de este género de
comportamientos; pero el castigo del blanqueo —previsto en el Convenio si y sólo si aquellos
proceden del mercado de las drogas— no es considerado en él más que como una técnica, entre
otras muchas, dirigida a combatir este tráfico ilícito.

Puede decirse sin temor a errar que la Convención de Viena constituye el primer antecedente de
cuantas iniciativas internacionales se han construido sobre la materia; pero también cabe afirmar
que nació carente de la perspectiva necesaria para abordar de manera global el problema de la
delincuencia organizada, previendo institutos sustantivos y procesales sólo aplicables al mundo del
narcotráfico, como si éste fuera las única manifestación vinculada a la industria del crimen. Eso sí:
sentó las bases sobre las que más de diez años después se construyeron la Convención de Palermo
(2000) y la Convención de Mérida (2003).

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