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Abad, S. “¿Para qué aún maestros? Enseñanza universitaria pública de la filosofía y construcción política”.

En:
Cerletti, A. (comp.). La enseñanza de la filosofía en perspectiva. Buenos Aires: Eudeba, 2009, pp. 71-78.

¿Para qué aún maestros?


Enseñanza universitaria pública de la filosofía y construcción política
Sebastián Abad (Universidad de Buenos Aires)

Para Elina

1. Para qué aún maestros: el problema.

Nos proponemos plantear algunos problemas -o malestares- de la enseñanza de la filosofía en


las universidades públicas a partir de una tipificación del enseñante. Nos interesa pensar las
condiciones en las que éste existe y las posibilidades de construcción que de allí se pueden
leer o imaginar. Para llegar a dicho planteo recorremos algunos puntos como

1. la diferencia entre la visión kantiana y la actual posición frente al aprender a filosofar;


2. el análisis de diversas figuras del pensamiento y la docencia filosófica. A partir de
estos puntos intentaremos una breve problematización del estatuto político actual de la
enseñanza filosófica.

Nuestro problema es: ¿qué figura puede ser la del docente de filosofía cuando ha
llegado a su fin la noción de maestro? O dicho de otro modo: ¿hay alguna forma de docencia
filosófica que no sea la del maestro? El punto de vista para ingresar en este problema implica,
por la naturaleza misma de lo pensado, arrojar por la borda cualquier clase de aproximación
experta o erudita.
Sin embargo, tampoco podemos partir de algún modelo o deber ser del magisterio. No
corresponde que envolvamos el presente que tenemos que pensar con alguna mistificación
habitual como la seducción socrática, el magisterio universitario medieval o la errancia de
Schopenhauer o Nietzsche. De seguir este camino, sólo podemos desembocar en las pérdidas,
los lamentos o el auto-empequeñecimiento.
Hemos de partir de nuestra práctica, de nuestra inscripción en un lugar que se
mantiene en su dimensión nominal, pero que oscila en su consistencia, en su univocidad y,
sobre todo, en su potencia. Constatemos, en primer término, que hay un lugar docente en la
universidad y que hay individuos que lo ocupan. Pero digamos también que la representación
que éstos tienen de su práctica parece derivar exclusivamente de la formalidad de ese lugar y
que tal representación no resulta –al menos en apariencia– conmovida por transformaciones
generales de la sociedad, así como por mutaciones propias de la docencia universitaria. Sobre
aquellas transformaciones generales no podríamos discurrir sino con conocimientos técnicos
que no están a nuestra disposición. Sin embargo, esta reflexión es independiente de la
argumentación técnica. No le concierne en principio, y en su escala, el volumen de recursos
presupuestarios de la Universidad, la distribución del ingreso u otras grandes variables. Las
mutaciones propias de la docencia universitaria pública, en especial de la que nos importa –la
docencia en filosofía– pueden ser pensadas también desde el punto de vista de ocupación del
espacio público. 1
Para delimitar nuestra tarea convoquemos a un texto que, en su momento, fue tan
provocador y rico que incluso hoy nos habla con gran potencia. Me refiero a la
“Arquitectónica” de la Crítica de la razón pura. Reduciremos notablemente la riqueza del
texto para resaltar lo relevante para nuestra discusión. ¿Qué plantea la posición kantiana?
Postula –o deriva de la idea de ciencia filosófica– una negativa a la enseñabilidad filosófica
radicalmente distinta de la actual, de la que nosotros experimentamos. Se trata de una
imposibilidad de principio, basada en la naturaleza misma del conocimiento filosófico y de las
condiciones que los hacen posible. Esta posición es lo suficientemente compleja e interesante
como para que nos diga algo, al tiempo que se revela extemporánea: de ese modo, nos obliga
a concentrarnos en el carácter diferencial de nuestra experiencia. De más está decir que las
limitaciones de espacio nos llevan a presentar el argumento de manera esquemática.

2. El maestro kantiano.

Es claro que a nadie se le ocurriría dudar de que en nuestra práctica cotidiana suponemos
cierta enseñabilidad filosófica. Esta suposición deriva,

i. en parte, de un efecto estructural o institucional: aún se sostiene el lugar del docente.


Hay clases de filosofía, hay prácticos, hay exámenes, hay textos sobre la enseñanza de
la filosofía.
ii. Existe empero también otra dimensión que, podríamos decir, es interior a la anterior
suposición. Dado el espacio formal-institucional del docente, el individuo colocado en
ese lugar transfiere habilidades y modos de relacionarse con textos y con el
pensamiento.

Frente a la espesura de nuestra práctica cotidiana, se plantea la siguiente pregunta:


¿qué transfiere el docente de filosofía? ¿Qué es posible aprender a partir de su existencia
institucional? Para responder esta pregunta, permítasenos un rodeo por el texto kantiano y el
regreso a nuestra situación. Si se quisiera empero anticipar una respuesta –tajante, pero a
completarse en lo que sigue– cuya inspiración proviene en parte de la “Arquitectónica”, ésta
sería: lo que se enseña es lo objetivamente filosófico, pero subjetivamente histórico. Para
decirlo en términos más actuales: circulan entre nosotros contenidos filosóficos, pero bajo el
modo de una herencia que llega a nosotros; no tanto como resultado de una producción en la
que participamos. Hacemos historia “filosófica” de la filosofía. Veamos ahora el argumento
kantiano para recuperar luego este nudo problemático:

a. La filosofía no es –según una primera línea de argumentación– un conjunto de


contenidos, sino la idea de una disciplina. Se trata más bien, entonces, del proyecto
que la razón tiene en lo que se refiere a su auto-conocimiento y que se aplica para
juzgar la filosofía “subjetiva” (distintos sistemas filosóficos). Que no se pueda enseñar
la filosofía, sino el filosofar se vincula con el hecho de que la ciencia filosófica, en
tanto sistema y –por ende– totalidad, no está nunca definitivamente articulada o
clausurada. “¿Dónde está ella? –pregunta Kant– ¿Quién la posee y en qué puede

1 Nos permitimos remitir a nuestro texto, “Ética y ocupación del Estado”, producido durante 2005 en el marco
del Instituto Nacional de Capacitación Política (INCaP). El ensayo se constituyó en punto de partida para una
serie de desarrollos que hemos dado en llamar pensamiento estatal.
reconocerse?” 2 Así pues, la filosofía es inacabada en cuanto ejercicio de la razón; es
una ciencia que no está definitivamente dada. ¿Por qué, en cambio, puede enseñarse y
aprenderse la matemática? Ésta comparte con la filosofía su carácter racional a priori,
pero está ligada al caso concreto (y no obstante a priori) de la intuición. La filosofía
está desligada de la intuición y se relaciona con renovada orfandad con los conceptos
y con la vida misma. Es por eso que el filosofar es el uso más refinado, propiamente el
cultivo (Kultur) de la razón y este uso se halla en relación de trascendencia con
cualquier contenido dado. 3 De aquí surge una idea específicamente moderna: filosofar
es (al menos hacer el intento de) comenzar de nuevo.
b. Kant introduce una segunda línea de argumentación respecto de la filosofía. Y lo hace
ya no desde un punto de vista lógico-sistemático, sino de uno relativo a la unidad del
saber filosófico y los fines del hombre. Lo que garantiza la unidad de la filosofía no es
ahora una idea, sino un tipo humano: se trata del ideal del filósofo. Éste no es, empero,
como el lógico (o el experto) un técnico, sino un legislador de la razón humana. El
filósofo con mayúscula ocupa un lugar presuntuoso; un lugar, en cualquier caso, que
nadie se autoatribuiría, salvo Nietzsche. Sin embargo, el autor del Zarathustra deja de
aparecer presuntuoso cuando se entiende que él coloca un filósofo donde Kant coloca
una idea, no porque exalte al filósofo, sino porque no cree en la idea.
c. No es extraño, pues, que Kant sostenga que al único que “deberíamos llamar filósofo”
no se encuentra en ninguna universidad ni salón literario, sino en la legislación moral
de la razón humana. Este filósofo es el que contribuye a la elucidación y realización
del fin más alto, “el más alto destino humano”, que coincide con el objeto de la moral.
Evidentemente, este deber ser del filósofo es sólo un patrón de medida con que se
juzga –o ajusticia– al pobre filósofo efectivamente existente. De esta manera
ingresamos en un terreno más conocido de la filosofía kantiana y podemos advertir
que este filósofo “que nunca hallamos” tiene que poder ser hallado de modo
desajustado en el profesor universitario. Pero es un profesor que no se puede confundir
con el aprendiz: éste se las ve con contenidos que, desde un punto de vista objetivo,
son filosóficos, pero, desde un punto de vista subjetivo, no. El aprendiz es una figura
de pasaje que encontramos en la consideración de un oficio desde una perspectiva
artesanal. Permanece en la objetividad filosófica (racional), pero en la subjetividad
histórica: es decir, el que reconstruye el resultado del pensamiento de otros, pero no
puede él mismo construir. El aprendiz no es productivo.
d. El filósofo-profesor, en cambio, al hacer uso privado de su razón (hablar como
funcionario), genera desde el Estado aquellas condiciones para la erudición individual,
librepensamiento, o lo que Kant denomina uso público de la razón. 4 La singularidad
del maestro filosófico reside entonces en que él se pronuncia ante su comunidad
(universitaria), pero lo que pronuncia, el logro más elevado del espíritu humano, es de
naturaleza extracomunitaria. El maestro del filosofar es el que conduce o seduce al
impulso, a la razón inmadura. Pero no lo hace como sabio errante à la Sócrates, sino
de modo estatal. Según Kant, un profesor universitario puede criar o producir
librepensadores, pero no puede ser él mismo –al menos en la cátedra– librepensador.
e. Esta relación de magisterio es, desde el punto de vista del Estado, objeto de una
garantía y una legitimación. El Estado garantiza la continuidad del proyecto filosófico
–racional– al designar al profesor como funcionario (Beamte). La presencia estatal no
es, pues, del orden del planeamiento curricular, sino de la legitimación de maestros.

2 Kant, Immanuel: Kritik der reinen Vernunft, en Werke in zehn Bänden, Herausgegeben von Wilhelm
Weischedel, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschatf, 1960, tomo II, A839/B867.
3 Kant, Immanuel: Kritik der reinen Vernunft, A850-851.
4 Kant, Immanuel: Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung, en Werke, tomo VI, A484-485.
3. El aprendiz como figura dominante.

Consideraremos ahora la versión aggiornada del anterior resumen. Intentamos así determinar
si las condiciones en que trabajamos y reflexionamos se dejan pensar más allá de la Escila de
la ideología presupuestaria, que explica cualquier producción por la estructura binaria
déficit/superávit y la Caribdis de la mistificación, que deriva del contenido filosófico aislado y
separado la práctica docente y la tarea del pensamiento.

a. Mientras que para Kant la filosofía es esencialmente metafísica y ésta garantiza un


espacio subjetivo no-histórico (filosófico) de enseñabilidad del filosofar, nuestra época
hace de la filosofía actual no tanto una idea a cumplimentar en una disciplina unitaria
racional, sino un conjunto de prácticas heterogéneas de pensamiento especificadas en
tradiciones. Esta multiplicidad es una pluralidad loca que obedece a la destrucción de
la metafísica occidental tal como la conocimos hasta Hegel/Nietzsche y, más aún, a la
destrucción de toda creencia en la posibilidad de un saber definitivo.
b. Si la posibilidad de aprender/enseñar el filosofar para Kant es la humildad del
pensamiento frente a una totalidad no construible, no parece lo mismo para nosotros.
“Enseñar el filosofar” se nos antoja un enunciado tan presuntuoso como “enseñar la
filosofía”. Sólo podríamos decir: dialogamos con textos, escuchamos tradiciones,
criticamos pretensiones de validez preexistentes.
c. Y nos acercamos al punto: ¿quién es el enseñante entre nosotros? Maestro..., ¿es un
maestro? El magisterio es, como ya vimos en el caso de Kant, la desmesura
hegemónica del individuo en lugar de la idea. El alemán, como buen prusiano,
institucionaliza y funcionariza el maestro; domestica y estataliza al enseñante.
Nosotros tampoco creemos que los enseñantes sean maestros. O, si lo son, tal vez sea
porque –en alguna o muchas situaciones– impactan en nosotros por fuera de su
función y en relación extrínseca al contenido que imparten. “Es un maestro” significa
hoy “es una gran persona”, pero no necesariamente “puede enseñar”. 5
d. Si el enseñante no es un maestro en sentido kantiano, ¿no será más bien un intelectual?
Pero el intelectual tiene que poder desmarcarse en principio de cualquier adscripción
institucional definitiva. El intelectual es más bien un militante y no un funcionario.
Para pensar esta figura, no podríamos jamás hacerla ingresar en lo que -en términos
kantianos- sería la zapata del uso privado, oficial (en el sentido de officium como
deber) de la razón. Un intelectual sólo puede ser un funcionario de la humanidad o de
un colectivo irreductible a una estatalización total; el intelectual es el portavoz del
razonad, pero no del obedeced. ¿Dónde se resguarda entonces el enseñante, la hidra de
nuestra tipología?
e. Si no es el maestro, si no es un intelectual, ¿quién es entonces? ¿No es acaso un
investigador? Sí, lo es. Un investigador no es un maestro-filósofo porque no pretende
ser (ni es) un modelo de virtud ni de transmisión filosófica. Un investigador no es un
intelectual porque éste tiene que poder desmarcarse de su compromiso institucional y
hablar desde un nombre propio y a la vez genérico. Pero ante todo no lo es porque su
reproducción material requiere del salario estatal y de beneficios que sólo se obtienen
por lo que Heidegger llamó Forschung: el samsāra de publicaciones, congresos,
proyectos de investigación, etc. Asimismo, el reconocimiento que puede recibir un
investigador no proviene de un colectivo político –que intenta ocupar espacios de

5 Es un dato significativo del habla popular urbana la reiterada aparición de apelativos como “maestro”, “jefe”,
“capo”, “campeón”, que denotan a nivel del enunciado cierta forma de superioridad jerárquica, la cual, no
obstante, queda desmentida en la enunciación.
poder– ni –salvo excepciones– de la esfera pública en general, ni –menos aún– de un
círculo de iniciados, puros o discípulos, sino de colegas universitarios, evaluadores de
proyectos, árbitros de publicaciones, etc.
f. ¿Qué es subjetivamente un investigador filosófico? ¿Qué es una subjetividad
universitaria investigadora? El investigador es un entrepreneur. Busca financiamiento,
intenta publicar en diversas revistas, debe dirigir investigaciones para ascender en el
escalafón, necesita categorizarse regularmente, debe actualizarse en lo que a
bibliografía se refiere. Su pertenencia al Estado lo podría acercar hoy justamente a
cierta militancia difusa o al menos adhesión estatalista y pública; las condiciones en
las que su vida se reproduce le podrían acercar alumnos que le atribuyan cierto
magisterio. Pero, como vimos, un investigador no es una ni otra cosa.
g. Para el investigador, el Estado garantiza la continuidad de un proyecto de
investigación cuyo nombre se parece al del chip de una computadora, pero no se
constituye –en cuanto institución política– en límite de su razón privada. El Estado se
le aparece al investigador como agente de financiación de proyectos y como decisor en
última instancia de marcos normativos de funcionamiento institucional y de grandes
lineamientos conceptuales de los planes de estudio.
h. De estas condiciones, del contexto en que se produce y reproduce un investigador, se
deriva en parte el modo como éste “dialoga” con los textos. Luego de un primer
momento filológico, el investigador procede a demarcar su interpretación de las
existentes e intenta anidar en una rama frondosa o en el incipiente retoño del árbol de
algún gran maestro. En otras palabras, al especializarse en lo “subjetivamente”
histórico, i.e. no-racional de la filosofía, se convierte en habitante permanente del
espacio liminar –hoy densamente poblado– del aprendiz en sentido kantiano.
i. Si a partir de estas consideraciones se comprende lo que necesita un investigador para
reproducir sus condiciones de existencia en el marco de la institución universitaria
(publicar y dirigir proyectos de investigación), al mismo tiempo se vislumbra otra
cosa, a saber: lo que se espera que el docente haga para ser reconocido como par en la
universidad. ¿Qué necesita? ¡Publicar y dirigir proyectos de investigación! Pero, ¿qué
significa el que no haya diferencia entre las condiciones del reconocimiento de un
docente y de un investigador? ¿Acaso que se espera lo mismo de ambos? Ahora bien,
si la respuesta es positiva, entonces no se espera que haya maestros, no se espera el
acontecimiento docente. Y esto significa: no se producen condiciones objetivas
diferenciales que den lugar a la existencia de algo distinto a un investigador, ni
malestar en la subjetividad académica. O, mejor dicho, al ser desplazado, el malestar
aparece desarticuladamente y justo en aquel lugar donde no puede aportar a una
construcción posible.
j. Para decirlo rápidamente y no desentonar con lo esquemático del análisis anterior: el
concepto de docencia que se infiere del sistema de reproducción de investigadores
filosóficos es el derrame. Docencia es lo que derrama el contenido investigado.
k. Por esta razón, el investigador generalmente impugna la problemática de la enseñanza
de la filosofía. ¿Por qué se resiste el investigador a la pedagogización del discurso
filosófico? ¿No se conduce él, en verdad, desde un punto de vista subjetivo, de modo
histórico como aprendiz? El investigador impugna la reflexión sobre la enseñanza de
la filosofía porque su razón de ser son los contenidos historizados. Esta negativa es
con todo puramente defensiva y supone que la práctica de la investigación legitima
cualquier forma de transmisión de lo investigado. Para decirlo de nuevo: a esta
transmisión, que es derrame, se la llama docencia.
4. ¿Se podrá enseñar filosofía en la universidad?

¿Cómo pensar el aspecto político de la enseñanza de la filosofía? Una vez más: no a partir de
lo que debe ser, sino de lo que es. Cuando la función, la tarea del investigador se politiza –
espasmódicamente–, éste realiza en general una confesión. La confesión de su buena
conciencia. ¿En qué sentido podría ser política la tarea de reproducción casi-empresarial del
investigador? Y con ello no se está diciendo que los investigadores hacen lo hacen porque así
lo desean ni que la investigación o docencia actuales carezcan de politicidad, sino más bien
que el investigador filosófico, en cuanto tipo ideal, no es un docente. No es un docente porque
la enseñabilidad filosófica no le preocupa; no está preocupado porque, según cree, su
justificación reside sólo en “las obras”: las que lee y las que escribe.
En cualquier caso, según el discurso del investigador, la tarea “docente” es política a
causa de los efectos del discurso académico sobre los alumnos. En efecto, qué otra
representación de lo político puede (sos)tener un investigador? El investigador filosófico es, a
su manera, político porque produce un discurso crítico. En el mejor de los casos, trata de un
conjunto de enunciados que desmantelan la dominación, que explican los cambios, que
permiten inteligir estructuras complejas. La pregunta que podría plantearse aquí es si en la
época de la revelación total del mercado y de la disolución de la estatalidad tiene sentido
plantearse la crítica como modelo de intervención. ¿No era potente en cambio la figura de la
crítica ante poderes sólidos como el Estado absolutista o la Iglesia asfixiante? ¿Hay que
criticar el capital financiero? ¿Hay que criticar al Estado? A decir verdad, de la noción de
crítica no se deriva hoy proyecto colectivo alguno ni construcción política alguna.
Pero es muy difícil que un investigador pueda trascender su auto-justificación como
crítico. Y se trata, creemos, de una autojustificación porque la posición crítica es la ideología
que hace tolerable la existencia del investigador en relación con su conciencia política. Si la
crítica fuera hoy una intervención que opera en el plano académico, pero además trasciende e
impacta en el ámbito público, estaríamos ante un azar. A decir verdad, el interlocutor “serio”
del investigador no es el alumno ni el ciudadano, sino el evaluador.6 ¿Cómo podría ser de otro
modo si el género de su escritura es el paper y el modo de su intervención, el simposio? La
posición crítica es, en un sentido abstruso, causa sui: sólo le concierne el efecto que ella
misma es (de sí misma). Pero una crítica sin efectos ya no es una posición política, sino una
imaginación solitaria.
¿Se podrá enseñar filosofía en la universidad? Tal vez. Pero seguramente deberá
anunciarse para que eso suceda una figura subjetiva distinta de la del investigador. Acaso sea
polimorfa; acaso haya nuevos maestros o intelectuales. Si identificamos la filosofía con la
forma más intensa, es decir: más potente y frágil del pensamiento, seguramente la hallaremos
allí donde un colectivo vital sufra y se alegre. Las estrategias y operaciones del investigador
no pueden ser las mismas que las del docente. En cuanto docente, un investigador no tiene por
qué formar investigadores, sino hacer posible, para un grupo de alumnos –ciudadanos– que
aparezca el pensamiento en alguna de sus formas. En ese momento inquietante encontramos,
en ocasiones, más filosofía que en millones de páginas. ¿Nos importa que ese momento tenga
un lugar en la universidad pública?

6 Este argumento es tributario de la discusión de un colectivo que produjo Adef. Revista de filosofía, nº 2 (2000).
En este número, el dossier y los artículos versaron sobre la “seriedad” filosófica.

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