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Yo me
hallaba desgarrado entre el amor y el deber, y el reloj se acercaba al mediodía.
En 1952 me enamoré. En la primavera de 1957 le di a mi novia un anillo de
diamantes. Estábamos comprometidos para casarnos. La boda estaba programada para
Junio de 1960.
Todos nuestros sueños y planes matrimoniales fueron sacudidos por una inesperada
onda de choque que nos golpeó durante el otoño de 1957. Fui repentina y
violentamente (en un sentido espiritual) convertido a Cristo. Apresuradamente le di
a mi prometida mis alegres noticias. Difícilmente podía esperar para compartir mi
nueva fe con ella teniendo la plena esperanza de que ella abrazaría inmediatamente
al Señor conmigo. Vertí la historia de mi conversión frente a ella. Yo estaba
efervescente de entusiasmo espiritual. Había hallado la perla de gran precio y
ahora estaba exaltando las maravillas de su opulencia delante de ella.Ella no se
impresionó. Fue como tratar de describirle un caleidoscopio a un ciego. Escuchó
cortésmente pero mantuvo una remota indiferencia frente al asunto. Se refugió en la
esperanza de que yo estaba experimentando una “fase”, un coqueteo con alguna clase
de locura religiosa temporal.“¿A qué te refieres con que has llegado a ser
cristiano?” preguntó. “Siempre has sido cristiano. Fuiste bautizado, confirmado, y
todo lo demás”. Ella había sido confirmada en la misma iglesia en que yo lo había
sido. Cantábamos juntos en el coro. Asistíamos juntos a la fraternidad de jóvenes.
Aprendimos juntos a bailar en las reuniones sociales de la iglesia. Ahora yo estaba
hablando de “nacer de nuevo”. Esta era una frase que ella nunca había oído. Era la
época pre-Jimmy Carter, pre-Chuck Colson, antes de que la frase nacido de nuevo
invadiera el léxico de la cultura popular.
Traté de negociar con Dios. Hice un voto ante Él. Prometí que si mi novia no
llegaba a ser cristiana al final de una visita que haría a mi universidad durante
un finde semana, rompería con ella.No le hablé a ella acerca de mi voto. A nadie le
hablé de aquello. Fue un pacto privado entre yo y el Todopoderoso. Durante la
mañana del día en que estaba previstasu llegada, me encerré en mi cuarto y entré en
una vigilia de oración intercesora. Hice que las súplicas de la viuda fastidiosa de
la parábola de Jesús parecieran moderadas en comparación. Si hubiera estado
presente un ángel contra el cual poder luchar, yo hubiera abandonado la colchoneta
de combate como un parapléjico. No sabía nada de una elección ni de decretos
eternos. Si Dios no tenía el nombre de mi prometida en el Libro de la Vida, Yo lo
quería inscrito allí ese mismo día. Los violentos estaban tomando el reino de Dios
por la fuerza. O al menos yo estaba tratando de hacerlo.