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(FUBINI, E. La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX. Madrid: Alianza Música,
2005, p. 118).
Fue condición sine qua non la plasmación sobre el papel de una nube de neumas que
camponían aquí y allá pequeñas pirámides irregulares, y que trataban de reproducir el
balanceo de la melodía, o que perseguían la ascensión hasta la pleamar melódica, iniciando
entonces al traspasarse la primera mitad –primer período de la frase-, el descenso hasta la
nota cadencial: la misma que servía de incipit, y que fijaba la identidad modal principal
(protus, deuterus, tritus tetrardus).
Esos viejos códices tuvieron, pues que hacinarse a causa de una superpoblación de signos:
virga, punctum, pes, podatum, prorrectum, climacus más algunas indicaciones incipientes de
acentuación (los ictus) de velocidad (cel. por celeriter) o de duración. Pero sobre todo fue de
primerísima importancia que esos signos evolucionasen de su inscripción a campo abierto
hacia a ordenación o racionalización (en términos de Max Weber), que permite la
comparecencia de un auténttco espacio musical, y que alcanza su mejor clarificación a
través de esa «tabla de verdad» que constituye el tetragrama o el pentagrama: el que hace
posible la escritura diastemática.
(…)
El mundo clásico no produjo una escritura musical como la que en esos oscuros siglos
anteriores al año mil se fue gestando. Tampoco se tiene noticia alguna de la composición
de formas musicales de polifonía contrapuntística. La música grecolatina, por lo que se
sabe, se circunscribió a la homofonía monódica: el unísono coral, la voz con
acompañamiento de cítara o de lira, o la incitación de la danza a través de la flauta o de a
siringa (con acompañamiento de instrumentos percutientes).