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VIVITO Y COLEANDO:
Esta sección está destinada a albergar cosas del sentir y del pensar: mis poesías,
ensayos, apuntes, notas, trabajos, etc. Y se intenta renovar periódicamente.  

Junio 2021

¿Qué necesitarían las escuelas infantiles del futuro?

 Me han pedido que escriba mirando hacia adelante, ¡nada menos que hacia
2050!, y eso me suena tan lejos, que estoy un poco sobresaltada. Quizás entonces
habrá robots que lleven a los niños al colegio, o que les mojen las galletas en la
leche, como me dijo una vez un alumno. Quizás habrá drones que vigilen desde
lo alto los patios de las escuelas, como aquel triangular ojo de Dios que a mi
tanto me asustaba. Quizás entonces todo será más rápido, más limpio y eficaz.
Pero creo que, si los niños siguen siendo de la misma pasta humana que son
ahora, seguirán necesitando miradas, afecto, escucha, tiempo, palabras y
acompañamiento.

Este planteamiento futurista me ha puesto en tesitura de imaginar. Me


imagino -y deseo- para el futuro una escuela infantil rica en vida, en proyectos,
en ilusiones, en la que los niños se verían entendidos y notarían que se
responde a sus necesidades. Una escuela cuyo objetivo no sería enseñar, sino
acompañar a aprender. Allí a los niños se les regalarían las palabras como un
magnífico presente, porque se podrían expresar pensamientos, sueños y
sentimientos. Allí todo tendría sentido, porque se haría partícipes a los niños de
lo que iría ocurriendo. Allí los cuentos serían fuente de aprendizaje de las
emociones, la cultura y el comportamiento humano, los poemas harían vibrar a
los niños con su ritmo, su musicalidad y su belleza, y los teatros reproducirían
las historias poniéndoles cuerpo y diversión. 

Me imagino una escuela infantil donde los niños serían más importantes que
los papeles y las programaciones, donde se trabajaría desde la curiosidad, la
naturaleza, la investigación, el arte y las relaciones, y en la que se propondría a
cada niño conocer su propia historia y construir su identidad a partir de su
relato de vida. Me imagino una escuela en la que la belleza y el placer serían
algo significativo a ofrecer a los niños, tanto en las artes plásticas, como en la
literatura, la naturaleza o la cultura. Una escuela donde las producciones de los
niños serían valoradas como juegos inacabables a respetar y conservar, donde el
garabateo no se vería una inmadurez a resolver, sino el magma de donde
emergerían las formas, los trazos, las líneas, los colores, las letras y las
identidades. 

En esa escuela se daría a los niños la posibilidad de que expresaran sus


miedos, sus alegrías o sus descubrimientos y se pondría a su alcance una
progresiva alfabetización sentimental, que les haría aprender a reconocer y
nombrar los sentimientos que les conmueven. Me imagino una escuela en la
que familias y maestros ejercerían una crianza compartida que aportaría a los
niños equilibrio y tranquilidad al ver que sus adultos de referencia les harían
asequible el mundo. 

Me imagino unas escuelas infantiles bonitas, diferentes entre si, cálidas, en


las que los espacios estarían cuidados en cuanto a confortabilidad, estética y
cercanía. Unas escuelas con el patio verde, con tierra, con agua, con arena, con
flores, con sombras, con huertas. Con tiempos para jugar, para explorar, para
descansar, para trepar, para esconderse, para escuchar a los pájaros y para oler
a romero. Unas escuelas en las que la naturaleza aportaría a los niños no sólo
alegría, belleza y cambio, sino también conocimiento del ciclo de la vida, que
tanto interés provoca en los niños pequeños, que empiezan a vivir y quieren
saberlo todo.

Me imagino unas escuelas infantiles que acogerían a los niños de cero a seis
años, esa preciosa etapa impulsiva, animista y mágica, y crearían para ellos el
ambiente de calma, palabras y afecto que necesitan, para que desde ese lugar
seguro, pudieran ir creciendo en un proceso sin apremios, sin
sobreescolarización, sin demandas precoces de aprendizaje, sin invasiones
tecnológicas, sino respetando y teniendo en cuenta el momento evolutivo que
atraviesan. Me imagino unas escuelas en las que habría apertura, miramiento y
sensibilidad hacia los niños, en las que podrían salir a conocer museos, teatros,
conciertos y lugares bellos. 

       Me imagino unas escuelas infantiles en las que todos los niños se
conocerían, porque habría juegos compartidos, patio común, talleres
internivelares, agrupamientos diversos para ver teatro, escuchar música, contar
cuentos, jugar, bailar. En las que se esperaría que se adaptaran a estar fuera de
su casa y se les dejaría el tiempo pertinente para socializarse despacito. Me
imagino unas escuelas infantiles donde no sonarían los móviles, donde las
pantallas sólo se usarían para averiguar alguna cosa que interesara a los niños,
donde se priorizarían los acontecimientos afectivos y de relación a cualquier
imposición de la tecnología. 

      Deseo e imagino unas escuelas infantiles en las que quepan las cosas de los
niños, de las familias y de los maestros. Las cosas del aprender y las del sentir.
Las cosas de estar solo y las de estar con otros. Unas escuelas que no
pretenderían quedar bien con la Inspección, con las familias, o con las
estadísticas, sino con los propios niños. Y como se me hace muy lejano el 2050,
propongo que empecemos ya a movernos de cara a lograr esas escuelas
infantiles luminosas, alegres, acogedoras, compartidas y tranquilas. ¡Que los
niños crecen muy deprisa y su mañana empieza hoy…!

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