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15.

DELINCUENCIA SEXUAL
15.1. DELITOS CONTRA LA LIBERTAD SEXUAL 689
15.1.1. Delincuencia sexual y sociedad 689
15.1.2. Magnitud y evolución de los delitos sexuales 692
15.2. ABUSO SEXUAL INFANTIL 697
15.2.1. Frecuencia y topografía 697
15.2.2. Víctimas 701
15.2.3. Daños 703
15.3. AGRESIÓN SEXUAL Y VIOLACIÓN 708
15.3.1. Víctimas y agresores 708
15.3.2. Tipologías y motivos de la violación 711
15.4. ETIOLOGÍA Y DESARROLLO DE LA DELINCUENCIA
SEXUAL 714
15.4.1. Factores y experiencias de riesgo 715
A) Socialización sexual 715
B) Inicio en la agresión sexual 716
C) Infractores sexuales juveniles 718
D) Correlatos etiológicos y de mantenimiento de la agresión
sexual 719
15.4.2. Análisis funcional del caso concreto 724
15.4.3. ¿Especialización o versatilidad delictiva de los agresores
sexuales? 725
15.5. PREVENCIÓN Y DESISTIMIENTO DELICTIVO 727
15.6. REINCIDENCIA Y PREDICCIÓN 730
PRINCIPIOS CRIMINOLÓGICOS Y POLÍTICA CRIMINAL 733
CUESTIONES DE ESTUDIO 733

15.1. DELITOS CONTRA LA LIBERTAD


SEXUAL
15.1.1. Delincuencia sexual y sociedad
Los delitos sexuales constituyen, en términos
cuantitativos, una mínima parte del conjunto de la
delincuencia oficial de un país. Pese a su reducida
frecuencia oficial, se estima que existe una mayor
proporción de delincuencia sexual oculta. Además, los
delitos sexuales graves, como las violaciones y los abusos
sexuales a menores, pueden producir graves daños a las
víctimas (especialmente, mujeres, niñas y niños), de ahí
que susciten tanta alarma pública.
Por otra parte, tanto desde una perspectiva teórica como
aplicada, la agresión sexual y los agresores sexuales
constituyen uno de los retos más complejos y difíciles a
que se enfrenta la criminología. En el plano teórico,
porque en el proceso de desarrollo de los jóvenes que
acaban convirtiéndose en agresores sexuales confluyen,
con frecuencia, diversas problemáticas estrechamente
interrelacionadas (ciertas características individuales —
como baja autoestima y alta impulsividad—, socialización
inapropiada, experiencias de abuso infantil o abandono,
fantasías sexuales desviadas, etc.), que se traducen en
dificultades en tres ámbitos personales interrelacionados:
el del comportamiento sexual en sí, el de las relaciones
sociales más amplias, y el de las cogniciones y
emociones, que están implicadas tanto en las conductas
sociales como sexuales. Esta complejidad teórica se
traslada también a una gran dificultad práctica, en lo que
concierne a la prevención de los delitos sexuales y el
tratamiento de los delincuentes sexuales. Por todo ello, la
criminología se ha ocupado detenidamente de este
problema delictivo, y así lo haremos, en consecuencia, en
este capítulo.
En un sentido amplio, al igual que para entender los
delitos violentos en una sociedad, es necesario tomar en
consideración la violencia globalmente existente en ella,
para una mejor comprensión de los abusos y las
agresiones sexuales, también debería considerarse el
marco global de las relaciones entre mujeres y hombres, y
de las interacciones problemáticas que pueden producirse
en el seno de las familias. Según las perspectivas
culturales, el temor a las agresiones sexuales habría
constituido una pieza clave en el sistema de control social
informal de las mujeres (Brownmiller, 1975; Terradas
Saborit, 2002). Las precauciones y restricciones de
comportamiento que suelen imponerse a las niñas, desde
una edad muy temprana, continúan siendo mucho
mayores que las impuestas a los varones. En seguida, a las
chicas se les enseña que los hombres, fuera del círculo
familiar, son potencialmente peligrosos. Ya en la primera
adolescencia, muchas mujeres han integrado y asumido
que no deben hablar con personas desconocidas, que es
mejor que salgan a la calle acompañadas, que la noche
puede ser especialmente peligrosa para ellas, etc. Se trata
de un sistema elaborado de restricciones e inhibiciones
sociales que mantiene a la mujer en un papel más pasivo,
sumiso y temeroso que el correspondiente a los varones
de la misma edad. Como lo expresó la socióloga Kate
Painter, evaluando datos sobre el miedo al delito entre
hombres y mujeres:
“Las mujeres no tienen miedo al delito, sino a los hombres, y ello
constituye un miedo real: Un riesgo que restringe la libertad de
movimiento, a dónde pueden ir, cómo pueden ir y con quién” (Painter,
1992).

La violación y los demás delitos contra la libertad


sexual tendrían, por tanto, repercusiones sociales
perniciosas y restrictivas más allá de las directamente
ocasionadas a las víctimas concretas de las agresiones.
Además, este es un problema que no solamente preocupa
a las mujeres, sino que, en un sentido más amplio, influye
negativamente en las relaciones entre mujeres y hombres
en general.
No obstante, hablar de “delincuencia sexual” comporta,
no meramente un rechazo moral a este tipo de
comportamientos, sino la referencia ineludible a lo
normativo y lo prohibido por las leyes. En nuestra
sociedad, la “libertad sexual” se ha constituido en un
valor fundamental, que la Ley penal intenta salvaguardar.
También es un bien jurídico principal la protección de la
“indemnidad sexual de menores e incapaces”, es decir, la
pretensión de evitar a los menores de edad, y a quienes se
hallan mentalmente incapacitados, los posibles daños que
podrían derivarse de las interacciones sexuales con ellos
(Díez Ripollés, 2002).
Los delitos sexuales recogidos por la legislación penal
española son los siguientes:
• Agresión sexual, que define el atentado contra la
libertad sexual de otra persona, usando para ello
violencia o intimidación.
• Violación, referida a si una agresión sexual comporta
el acceso carnal a la víctima, por vía vaginal, anal o
bucal, o bien la introducción de objetos por la vagina o
por el ano.
• Abuso sexual, si se atenta contra la libertad sexual de
otra persona, sin su consentimiento, pero sin utilizar
para ello violencia o intimidación, sino a menudo
prevaliéndose de algún tipo de superioridad sobre la
víctima. También cuando la víctima es menor de trece
años o padece algún trastorno mental que le impide
dar su consentimiento para el contacto sexual; o bien
cuando la víctima tiene entre 13 y 16 años, pero es
engañada.
• Acoso sexual, cuando se pretenden favores sexuales en
el marco de una relación laboral, docente o de
prestación de servicios, produciendo con ello a la
víctima intimidación o humillación.
• Exhibicionismo obsceno ante menores o incapaces.
• Provocación sexual a menores o incapaces mediante
material pornográfico.
• Inducción al ejercicio de la prostitución de una
persona menor de edad o incapaz, o bien, mediante
violencia, intimidación o engaño, de una persona
mayor de edad.

La violencia puede surgir muchas veces en las relaciones amorosas. Esta


pintura podría sugerir la cercanía de los conflictos y la violencia en el
encuentro íntimo.
• Corrupción de menores o incapaces mediante su
utilización en espectáculos exhibicionistas o
pornográficos.
• Producción, distribución o posesión de material
pornográfico en que participen menores.

15.1.2. Magnitud y evolución de los delitos


sexuales
En el capítulo 4 se presentaron las cifras generales de la
delincuencia, y las posibilidades de la Criminología para
llegar a conocer su magnitud, a través del empleo del
símil de un “iceberg” del delito. Al igual que sucede con
un iceberg, cuyo mayor volumen permanece oculto bajo
el agua, también en la delincuencia existen zonas
escondidas, que no pueden verse con claridad, mientras
que solo una parte reducida quedaría plenamente al
descubierto. No sería diferente lo que sucede con las
cifras de la delincuencia sexual, de ahí que, para conocer
esta realidad criminal del modo más exhaustivo y veraz
posible, sea recomendable utilizar varias fuentes de
información (Serrano Maíllo y Fernández Villazala,
2009).
En la figura que sigue se representa, a modo de iceberg
o pirámide del delito, una aproximación a la magnitud de
la delincuencia sexual en España, sustancialmente diversa
según cuáles sean las fuentes de información que se
consideren, desde las tasas más amplias, consignadas en
la parte inferior, hasta las más restrictivas, representadas
en el vértice superior del iceberg. En el margen derecho
del cuadro se pondera qué proporción representaría, cada
una de las cifras de delitos ofrecidas, con relación a una
población general de cien mil mujeres (mayores de
catorce años), ya que éstas suelen ser las víctimas más
frecuentes de los delitos sexuales.
Debajo de la figura, se recoge la tasa promedio de
mujeres que serían victimizadas, en como mínimo un
delito sexual, a lo largo de su vida. A partir de estudios de
victimización retrospectivos, se estima que un promedio
del 22,5% de las mujeres experimentarían un episodio de
abuso o agresión sexual en algún momento de su vida
(esto equivaldría a unas 22.500 mujeres por cada 100.000
mayores de catorce años en la población). A continuación,
en la base de la pirámide, los estudios de victimización
anual sugieren que un promedio del 1% de las mujeres
sufriría un delito sexual a lo largo del período de un año
(lo que equivaldría aproximadamente a unas 1.000
mujeres por cada 100.000 mayores de catorce años)1.
Entre los datos precedentes y los delitos denunciados,
que siguen hacia arriba en la gráfica, se hallaría un gran
volumen de cifra negra, o delitos no conocidos o
denunciados. En los países europeos podemos estimar que
las violaciones comportan un índice de denuncia de en
torno al 50%, mientras que los abusos a menores de tan
solo un 10%. Las denuncias anuales y los procedimientos
judiciales ascenderían en España a casi 9.000 delitos
sexuales (lo que llevado a parámetros de población
femenina, representaría una proporción de 40 mujeres por
cada 100.000). Por último, la población de delincuentes
sexuales encarcelados es de unos 4.000 sujetos (lo que
equivaldría, a partir de la razón poblacional utilizada, a
unos 12 encarcelados por cada 100.000 mujeres).
CUADRO 15.1. Prevalencia anual de abusos y agresiones sexuales en
España por 100.000 mujeres mayores de catorce años
Fuente: Echeburúa y Redondo, 2010

La información presentada en el cuadro 15.1, a la que se


acaba de hacer referencia, permite hacerse una idea de la
disparidad que puede existir entre las cifras de la
delincuencia sexual en función de cuál sea la fuente, no
oficial u oficial, de las que procedan. Aunque las cifras
comentadas permiten concluir que los delitos sexuales no
constituyen las infracciones más frecuentes, sus
magnitudes se muestran, como es lógico, mucho más
elevadas cuando se pregunta directamente a las víctimas,
que cuando se atiende las denuncias (que muchas víctimas
no efectúan), a los procedimientos judiciales, o a las
condenas de prisión.
A continuación, para hacernos una idea más precisa de
las categorías más relevantes de la delincuencia sexual, en
la figura que sigue se recogen los principales tipos de
delitos sexuales denunciados anualmente en España.
Cuadro 13.2. Principales delitos sexuales denunciados (2009)
Fuente: elaboración propia a partir del Instituto de la Mujer y del Ministerio
del Interior.
Nota: no se incluyen las denuncias de Cataluña, País Vasco y Navarra.

Como puede verse, del conjunto de los delitos sexuales


aquí consignados, la mayor proporción la constituyen los
abusos sexuales sin penetración (39%), seguidos de las
agresiones sexuales (32%), es decir aquellos delitos que
han implicado fuerza o violencia pero no han incluido
penetración, las violaciones (20%), el acoso sexual (5%),
y los abusos con penetración (4%).
Por otro lado, en el cuadro 15.3 se presenta la evolución
que han seguido en España, a lo largo de un decenio, las
denuncias por delitos sexuales, y en particular por abusos
sexuales y violaciones.
CUADRO 15.3. Evolución de las denuncias por delitos sexuales, abuso
sexual y violación: España (1997-2009)
Fuente: elaboración propia a partir del Instituto de la Mujer y del Ministerio
del Interior.
Nota: no se incluyen las denuncias de Cataluña, País Vasco y Navarra.

Entre 1997 y 2009 se constata tanto un moderado


aumento de las denuncias globales por delitos sexuales
como, específicamente, un incremento de las denuncias de
abuso sexual y violación. Sin embargo, es bien conocido
en Criminología que un incremento de la tasa de
denuncias por determinado tipo de delitos no implica
necesariamente que tal modalidad delictiva haya
aumentado realmente, sino que lo que puede haber
ascendido es la tendencia a denunciar los hechos (lo que,
en función de los datos de victimización de los que se
dispone, podría haber sido el caso). Además, como ya se
comentó en el capítulo 4 sobre cifras delictivas generales,
en España la población global aumentó sustancialmente
durante el periodo temporal considerado como resultado
del proceso de inmigración masiva operado desde finales
de los noventa y durante la primera década de los dos mil.
Este aumento poblacional guardaría asimismo una
relación lógica con el incremento de las denuncias
globales por todo tipo de delitos, y también por delitos
sexuales.
Por último, desde una perspectiva internacional
comparada, en el cuadro que sigue puede verse un listado
de países, ordenados de forma decreciente en función de
sus respectivas prevalencias de agresiones sexuales a
mujeres, de acuerdo con la evaluación más reciente de
que se dispone, que se consigna en la columna de la
derecha (2003/2004).
CUADRO 15.4. Prevalencia anual (%) de agresiones sexuales a mujeres en
distintos países, para el periodo 1989-2003/2004.
PAÍSES 1988 1991 1995 1999 2003/2004
EEUU 1,4 0,6 1,2 0,4 1,4
Islandia 1,4
Suecia 0,5 1,5 1,1 1,3
Irlanda del Norte 0,3 0,5 0,1 1,2
Noruega 0,3 0,9
Inglaterra/Gales 0,3 0,7 0,4 0,9 0,9
Suiza 0,6 1,2 0,6 0,9
Japón 0,1 0,8
Irlanda 0,8
Canadá 1,2 1,6 0,9 0,8 0,8
Nueva Zelanda 1,3 0,7
Escocia 0,6 0,2 0,3 0,6
Holanda 0,6 0,7 0,8 0,8 0,6
Polonia 1,5 0,6 0,2 0,5
Dinamarca 0,4 0,5
Luxemburgo 0,4
Grecia 0,4
Austria 1,2 0,4
Alemania 1,1 0,4
Finlandia 0,3 1,5 1,0 1,1 0,4
Bélgica 0,5 0,9 0,3 0,4
Italia 0,6 0,3
Estonia 1,4 1,0 1,9 0,3
Francia 0,4 0,4 0,7 0,3
Portugal 0,2 0,2
España 0,6 0,1
Bulgaria 0,1
Hungría 0,0
México 0,0
PROMEDIO 0,6 1,0 0,8 0,6 0,6

Fuente: elaboración propia, a partir de Van Dijk, Kesteren y Smit, 2007

Tomando en consideración esta última evaluación


victimológica, Estados Unidos presentaría, en el marco de
los países incluidos, la prevalencia más elevada de
agresiones sexuales a mujeres, con una proporción de
1,4%. Siguen a continuación diversos estados europeos
como Islandia, Suecia, Noruega, Inglaterra/Gales, y Suiza,
o de otras regiones geográficas del mundo, como el caso
de Japón, Canadá, y Nueva Zelanda, con tasas de agresión
sexual entre 0,5% y 1,4%. España, con una tasa de
agresiones de 0,1%, se sitúa en los puestos más bajos de
este ranking indeseable, un poco por detrás de países
como Alemania, Bélgica, Francia y Portugal. Vistos los
datos de la tabla 15.4 en conjunto, en muchos países se
habría operado un decremento de la victimización sexual
durante las últimas décadas, tendencia a la baja que se ha
documentado particularmente en Estados Unidos (Planty,
Langton, Krebs et al., 2013).
A continuación nos ocuparemos de las dos modalidades
de delincuencia sexual que comportan un mayor riesgo
para las víctimas y que, en consecuencia, suscitan mayor
preocupación social: el abuso sexual infantil y las
agresiones sexuales y violaciones.

15.2. ABUSO SEXUAL INFANTIL


15.2.1. Frecuencia y topografía
Las expresiones “abuso sexual infantil” o “de menores”
suelen referirse a cualquier conducta sexual que realiza un
adulto, o persona de mayor edad, en relación con un
menor. Según la definición propuesta por el National
Center of Child Abuse and Neglect en 1978 (en López,
1995: 30, y Tamarit, 2000: 21): “[existe abuso sexual
infantil] en los contactos e interacciones entre un niño y
un adulto, cuando el adulto (agresor) usa al niño para
estimularse sexualmente él mismo, al niño o a otra
persona. El abuso sexual también puede ser cometido por
una persona menor de 18 años, cuando ésta es
significativamente mayor que el niño (la víctima) o
cuando el agresor está en una posición de poder o control
sobre otro menor”. La mayoría de los expertos proponen
como criterio de edad máxima de la víctima, para
considerar la existencia de abuso sexual infantil, que ésta
tenga hasta 15/17 años.
La perspectiva de López sobre el concepto de abuso
sexual es la siguiente (1995, pp. 28-29):
“Desde nuestro punto de vista, los abusos sexuales deben ser
definidos a partir de dos grandes conceptos, el de coerción y el de
asimetría de edad. La coerción (con fuerza física, presión o engaño)
debe de ser considerada, por sí misma, criterio suficiente para que una
conducta sea etiquetada de abuso sexual de un menor,
independientemente de la edad del agresor. La asimetría de edad
impide la verdadera libertad de decisión y hace imposible una
actividad sexual común, ya que los participantes tienen experiencias,
grado de madurez biológica y expectativas muy diferentes. Esta
asimetría supone, en sí misma, un poder que vicia toda posibilidad de
relación igualitaria.
Por consiguiente, consideramos que siempre que exista coerción o
asimetría de edad (o ambas cosas a la vez) en el sentido propuesto,
entre una persona menor y cualquier otra, las conductas sexuales
deben de ser consideradas abusivas. Este concepto tiene la ventaja de
incluir también las agresiones sexuales que cometen unos menores
sobre otros. Aspecto que es muy importante tener en consideración,
porque en algunas sociedades se ha podido comprobar que el 20% de
las violaciones las realizan menores de edad y que casi el 50% de los
agresores cometen su primer abuso antes de los 16 años”.

Los abusos sexuales infantiles pueden incluir tanto


conductas físicas (violación vaginal, anal o bucal;
penetración digital; exhibicionismo; caricias, frotamiento
y masturbación; obligar a tener contacto sexual con
animales) como la explotación o corrupción de un menor
(usándolo para una grabación pornografía; promoviendo
su prostitución; obligándolo a ver actividades sexuales de
otras personas, etc.). Muchos abusos sexuales infantiles se
producen sin recurso directo a la violencia física, sino que
los abusadores suelen priorizar la influencia, la seducción
o el temor que pueden inducir al menor (Echeburúa y
Redondo, 2010). El abuso sexual en la infancia es con
frecuencia continuado, suponiendo ello un riesgo mayor
de que el menor sufra problemas psicopatológicos.
Muchas situaciones de abuso sexual infantil tienen lugar
en el ámbito privado de la familia, de ahí que sean pocos
los casos (se ha llegado a estimar que en torno a un 2%)
que llegan a conocerse con proximidad temporal a su
ocurrencia, lo que comporta un gran obstáculo para su
prevención y control. También pueden producirse abusos
sexuales, fuera del marco familiar, en lugares y
transportes públicos, o en contextos laborales. Sus autores
son con cierta frecuencia adolescentes y jóvenes que se
sirven de otros menores para su propia satisfacción sexual
(Barbaree y Marshall, 2006; Becker y Johnson, 2001;
Sigurdsson, Gudjonsson, Asgeirsdottir, y Sigfusdottir,
2010).
Según Finkelhor y su equipo (Finkelhor, 1986;
Finkelhor, Hotaling, Lewis, y Smith, 1990), y López
(2005), quienes revisaron múltiples estudios
retrospectivos sobre esta materia, entre el 20% y el 27%
(rango 6-62%) de las mujeres, y entre el 10% y el 16%
(rango 3-31%) de los hombres, reconocían haber sufrido
algún episodio de victimización sexual en la infancia
(véanse también Echeburúa y Redondo, 2010). Se ha
estimado que de éstos, alrededor de un 4% serían casos
graves, con complicaciones clínicas o psicopatológicas.
Un estudio pionero en España sobre abuso sexual
infantil fue el realizado por López (1995) a partir de una
muestra de 2.000 sujetos, a los que se evaluó, mediante
autoinforme, acerca de los posibles abusos sufridos a lo
largo de su vida. Sus resultados fueron acordes con los
promedios internacionales a los que se acaba de hacer
referencia, hallando que un 22,5% de las mujeres y un
15,2% de los varones relataban haber sido víctimas, en
alguna ocasión, de abuso sexual infantil.
Por otro lado, en un estudio de autoinforme con una
muestra de 1.033 estudiantes universitarios en Cataluña
(Pereda y Forns, 2007), mediante el Traumatic Life
Events Questionnaire (TLEQ; Kubany y Haynes, 2001),
se obtuvo una prevalencia global de algún tipo de abuso o
coerción sexual (generalmente con antelación a la edad de
13 años, pero en algunos casos hasta los 18 años) del
17,9%, que se desglosó por sexos en una tasa del 19% de
las mujeres y del 15,5% a los hombres. Además, en este
estudio una alta proporción de abusos incluyeron
penetración en una edad previa a los 13 años, tanto en el
caso de las chicas (42%) como de los chicos (26,7%), lo
que contrasta con el resultado más común en la
investigación internacional, en que la penetración es una
conducta infrecuente (Murray, 2000). Un estudio de
victimización más reciente en Argentina, realizado a
partir de una muestra de 2.750 estudiantes de la
Universidad de Buenos Aires, obtuvo tasas de abuso
sexual más bajas que las anteriores, con un promedio
global del 9%, y una proporción del 11,9% para el caso de
las mujeres y del 6,1% para los varones (Bringiotti y
Raffo, 2010).
De los abusos sexuales infantiles que acontecen en el
ámbito familiar o en contextos próximos a la niña o el
niño —entre un 65% y un 85% de los casos—, suelen ser
autores familiares (padres, hermanos mayores, etc.) o bien
personas relacionadas con la víctima, como podrían ser
vecinos, profesores, entrenadores, etc. Estos abusos
acostumbran a ser las situaciones que se prolongan más
en el tiempo, no implicando generalmente conductas
violentas asociadas (Echeburúa y Redondo, 2010). Entre
ellos, los más traumáticos son los realizados por padres (o
padrastros) en relación con las hijas, aunque son también
los que más se denuncian. También pueden producirse
abusos cuyos autores sean hermanos, tíos, hermanastros,
abuelos, o novios que viven en el mismo hogar que la
víctima. Es mucho más infrecuente el incesto madre-hijo,
asociándose, cuando se produce, al hecho de que la madre
carezca de una relación de pareja, presente una adicción al
alcohol o a las drogas, o ella misma haya sido víctima de
abusos sexuales en la infancia. La topografía más
frecuente de abuso sexual incestuoso comienza con
caricias, dando paso posterior a la masturbación y al
contacto bucogenital, y, solo en los casos más graves,
evolucionaría al coito vaginal.
En otras ocasiones, los abusadores son jóvenes o adultos
desconocidos para las víctimas, que se aprovechan de la
inferioridad física o psicológica de los menores. Estos
abusos suelen ser más esporádicos que los anteriores,
aunque, a diferencia de ellos, es más probable que
comporten amenazas o violencia hacia las víctimas.
En relación con el sexo de las víctimas, lo más frecuente
es que se trate de niñas (en un 58,9% de los casos) en
mayor proporción que niños (40,1%), generalmente en la
franja de edad entre 6 y 12 años (Echeburúa y Redondo,
2010). Los varones suelen ser más reacios a revelar lo
ocurrido que las chicas. Según Echeburúa y
Garricaechevarría (2000), las niñas suelen experimentar
los abusos preferentemente en el contexto familiar y a una
edad más temprana (6-8 años) que los niños, quienes
tendrían mayor riesgo de abuso sexual fuera del marco
familiar y generalmente a una edad algo posterior (11-12
años).
En el estudio de López (1995) hubo, en conjunto, una
frecuencia importante de repetición de los abusos: el
44,2% de los casos se efectuaron entre 1 y 25 veces. Los
tipos de abuso se distribuyeron del siguiente modo (se
señala solo la conducta más grave sufrida por la víctima):
caricias por debajo de la cintura (39,75%); caricias por
encima de la cintura (11,87%); exhibicionismo (15,73%);
masturbación (9,79%); sexo oral (6,23%); coito anal
(1,78%); y coito vaginal (4,93%).
Por lo demás, en el estudio de López volvió a aparecer
la evidente superioridad de los varones como autores del
abuso sexual infantil (86,6%), aunque el porcentaje de
mujeres no sea despreciable (13,9%). Las víctimas
preferentes de los agresores varones fueron niñas (el
68,04%) y en una proporción menor niños (31,96%);
inversamente, el 91,1% de las mujeres infractoras
abusaron de niños y el 8,9% de niñas. La edad del agresor
mostró ser muy variable: casi un 12% del total tenía
menos de 20 años, un 30% estaba entre 21 y 30 años, y
casi el 45% en el rango de 31 a 50 años.

15.2.2. Víctimas
A partir de encuestas y entrevistas de victimización
pueden conocerse también las experiencias de abuso
sexual sufridas por las víctimas y, asimismo, las
reacciones y circunstancias naturales en que, en algunos
casos, lograron evitar los delitos (lo que puede tener
implicaciones relevantes para la prevención).
A continuación se presentan algunos ejemplos de abusos
sexuales, extraídos de las encuestas de victimización de
Málaga:
“La encuestada estaba pasando el día en el campo con la familia.
Bajó al río a tomar el sol y al poco rato, un hermano de su tío fue
donde ella estaba y empezó a tocarla. Logró escaparse. No ha
denunciado el delito porque su familia no la cree”.
“Se disponía a cruzar la carretera cuando llegó un individuo que no
la dejaba pasar y, a su vez, no dejaba de tocarla”.
“Cuando volvía de trabajar, en la escalera de su casa, un sujeto
empezó a forcejear con ella. La tiró al suelo pero, ante los gritos de
ésta, huyó. La encuestada piensa que los fines del individuo eran
sexuales. Además, ello pareció confirmarse cuando, esa misma
semana, le ocurrió algo semejante a otra chica del mismo bloque pero,
esta vez, el agresor manifestó su intención de violarla. Ambas señoras
denunciaron el caso y la descripción del individuo coincidía”.
“Un borracho, socio de la discoteca donde trabajaba, se introdujo
detrás de la barra, donde ésta se encontraba, y empezó a tocarla de
manera ofensiva e, incluso, le dio un beso forzado en la boca”.
Fuente: material inédito de la encuesta de victimización de Málaga
(Stangeland, 1995b; Díez Ripollés et al., 1996).

Aquí pueden verse ejemplos de cuatro tipos de


infracciones sexuales frecuentes: sexo forzado en el
ámbito familiar, tocamientos callejeros, intento de
violación, y acoso sexual en el lugar de trabajo.
Mar Calle (1995) desarrolló una investigación con
víctimas de abuso sexual grave, incluyendo 16 casos
sentenciados en los juzgados de Madrid, 8 víctimas
mujeres y 8 varones, con edades comprendidas entre 3 y
19 años (en un estudio de Redondo y Luque —2011—
sobre una amplia muestra de agresores sexuales
encarcelados, al que se hará referencia más adelante, la
edad media de las víctimas de todo tipo de delitos
sexuales, no solo de abuso, era 19,7 años, con una amplia
deviación típica de edades de 14,8 años). Calle (1995)
encontró que, en la investigación internacional, eran
factores que correlacionan significativamente con la
gravedad de las secuelas a largo plazo los siguientes: 1)
que el agresor fuera el padre o padrastro; 2) que el abuso
se hubiera prolongado en el tiempo; 3) que hubiera
existido violencia en el delito; 4) que la víctima no
contara con apoyo familiar; 5) que como resultado del
delito la víctima hubiera tenido que abandonar el hogar
familiar.
Los principales resultados descriptivos obtenidos en este
estudio fueron los siguientes. En primer lugar, el abuso
comenzaría primero en las niñas (edad media de inicio de
7,8 años) que en los niños (11,5 años). Respecto a las
variables relativas al agresor, destacaba el abuso por parte
del padre biológico (25% de los casos) sobre el resto de
los familiares. En el abuso extrafamiliar predominaba el
realizado por parte de un educador o monitor (37,5% de
los casos). Solo en el 6,2% de los supuestos el agresor era
desconocido para la víctima.
En relación a las estrategias empleadas por el agresor,
hubo variaciones también en función del sexo de las
víctimas: con los niños se daba más el camuflaje por
juegos (57%) y el recurrir a pactos secretos (42,9%). En el
caso de las niñas resaltaba el empleo de la violencia física
(33,3%) sobre el resto de las estrategias utilizadas.
Las conductas que especificaban el abuso eran,
fundamentalmente, los tocamientos al niño bajo la ropa
(43,8%), mientras que el coito anal afectó al 12,5% (solo
chicos), el mismo porcentaje que mostraron las niñas que
sufrieron el coito vaginal (12,5%). En cuanto a la
frecuencia, el 56,3% fueron abusos crónicos, sin que
hubiera diferencias significativas en términos del sexo de
las víctimas.
Respecto de los lugares en que se habían producido los
abusos sexuales, el contexto más frecuente fue el hogar de
las víctimas (75%), seguido de lugares como la calle o la
montaña (43,73%), y el domicilio del abusador (31,25%).
La mayor parte de las víctimas había cedido pronto ante
los abusos (43,75%), y destacaba poderosamente el
número tan importante de menores que tomaban la
postura de la indiferencia (25%) como modo psicológico
de protección frente a la agresión, es decir, la disociación
de la víctima frente a una realidad que la supera.
También se observó que una gran proporción de las
víctimas esperaban meses (25%) o años (31,25%) hasta
que comunicaban lo que les estaba ocurriendo, e incluso
cerca del 40% de los varones y un 20% de las chicas no lo
revelaban nunca, descubriéndose el abuso por otros
medios.
Por lo que respecta a los efectos del abuso, a corto
plazo, tanto niños como niñas puntuaban muy alto en
ítems que suponían olvido del hecho o disociación
emocional. Las niñas sobresalían más que los niños en
ítems que reflejan la existencia de secuelas emocionales y
cognitivas, como pensamientos recurrentes o pesadillas.
Un Cuestionario de Creencias Irracionales administrado a
las víctimas evidenció que el 86% de los niños y el 67%
de las niñas pensaban que debieron haber revelado el
abuso en seguida, y todas las víctimas afirmaron tener
“miedo de lo que vaya a suceder a partir de ahora”.
En el Inventario de Depresión de Beck, el 28% de los
niños y el 50% de las niñas tuvieron alguna vez la idea de
suicidarse. Las niñas plantearon mayores síntomas de
cansancio, descontento, dificultad en la toma de
decisiones y problemas en el apetito. Finalmente en un
test que medía adaptación de los sujetos al medio, los
déficits que aparecieron como más significativos fueron la
inadaptación personal, la insatisfacción con los hermanos
y la insatisfacción familiar.
Hernández, Blanch y de la Fuente (1998) analizaron en
Barcelona una muestra de 103 menores que habían
sufrido abuso sexual. Entre los resultados más relevantes
destacaron los siguientes (Hernández, Blanch y De la
Fuente, 1998).
– Con respecto al tipo de delito, mayoritariamente se
trató de casos de abuso sexual (no violación) y
exhibicionismo, y en un 25% los abusos habían sido
crónicos.
– Con respecto al abusador, en todos los supuestos se
trató de varones entre 30 y 50 años, mayoritariamente
sin antecedentes penales. En un 60% de las casuísticas
analizadas, los agresores conocían a la víctima, y un
25% eran familiares. De éstos, la mayoría eran padres
o ejercían dicho rol (parejas de la madre). Un aspecto
que resultó especialmente preocupante fue que el 10%
de los agresores eran profesionales de la educción
(maestros, educadores) que conocían a los menores a
razón de su trabajo.
– Con respecto a la víctima, en el 66% de los casos se
trató de niñas, con una edad media de 11 años, y no
aparecieron datos significativos de psicopatología o
retraso evolutivo.

15.2.3. Daños
La mayor parte de la investigación suele concluir que
las víctimas experimentarían importantes efectos
patológicos posteriores, como consecuencia de haber
sufrido abusos sexuales en la infancia. Entre estos efectos,
consumo de drogas, depresión, ansiedad, trastornos de
personalidad (en particular trastorno de personalidad
límite), promiscuidad sexual, disfunción sexual y una
mayor probabilidad, cuando la víctima es adulta, de ser
autora de abusos sexuales con otros niños (Avery,
Hutchinson y Whitaker, 2002; véase también el estudio
que se acaba de comentar de Calle, 1995).
Una de las consecuencias más graves y estudiadas del
abuso sexual infantil es la manifestación de un conjunto
de síntomas que recibe el nombre de trastorno de estrés
postraumático (en adelante, TEP), diagnosticado a partir
de la presencia de sentimientos de miedo, pensamientos y
sensaciones recurrentes vinculados al abuso, y activación
fisiológica intensa (dificultad para dormir, concentrarse,
etc.). Sin embargo, actualmente los investigadores están
en desacuerdo acerca de si verdaderamente existe una
asociación relevante entre el trastorno de estrés
postraumático y el abuso sexual infantil. Aunque los
estudios varían de modo muy notable a la hora de
establecer la tasa de prevalencia, muchos investigadores
creen que los síntomas del TEP ocurren con una alta
frecuencia, y constituyen el núcleo del trauma del abuso
sexual en los niños. La disparidad de los resultados
hallados podría explicarse por diferencias en las muestras
evaluadas, la diversidad de los instrumentos empleados, o
la inexactitud de los diagnósticos de abuso. Por otra parte,
existen igualmente resultados contradictorios en relación
a si el TEP está vinculado con la intensidad (gravedad) y
la duración del abuso.
Con objeto de clarificar esta cuestión, Dubner y Motta
(1999), evaluaron a 50 niños que habían sufrido abuso
sexual, a 50 que habían sufrido maltrato físico, y a 50 que
no habían sido abusados ni maltratados, pero todos los
cuales tenían el común denominador de que estaban
acogidos temporalmente en hogares distintos del suyo
propio. De ellos, 40 niños eran preadolescentes (8-12
años), 72 adolescentes (de 13 a 15 años), y 38
adolescentes-adultos (16-19 años). El abuso, en todos los
casos, se había producido, como máximo, con una
antelación de dos años a la realización del estudio. Los
niños fueron evaluados mediante diferentes pruebas, entre
ellas una entrevista semiestructurada y una escala tipo
Likert de 20 ítems, para diagnosticar un posible TEP.
Dubner y Motta hallaron que los niños sexualmente
abusados presentaban el TEP en el 64% de los casos, por
un 42% para los niños con experiencias de maltrato físico,
y un 18% para supuestos de aquellos niños que no habían
sufrido ni abuso y maltrato. En todas las comparaciones
las diferencias fueron significativas.
La relativa alta tasa de TEP en los niños sin ningún tipo
de abuso pudo deberse, según los autores, a que podrían
haber existido casos de abusos/malos tratos ocultos, o
bien que hubieran sido testigos de otros hechos inductores
del trastorno de estrés postraumático, tales como actos de
violencia conyugal o delitos violentos.
Por otra parte, los resultados de este estudio no
evidenciaron relación entre la duración y gravedad del
abuso y la presencia de TEP, lo que coincide con lo
también hallado por otros autores. Aunque quizás el relato
de los episodios de abuso por parte de los niños, en cuanto
a su duración e intensidad, pudo ser distorsionado —
señalan los autores del estudio—, lo que podría haber
encubierto tal asociación.
En tercer lugar, los datos señalaron que los niños
preadolescentes (8-12 años) presentaban más casos de
TEP que los adolescentes (13-15 años), lo cual sorprendió
dado que distintos autores habían considerado que la
adolescencia constituiría un periodo especialmente
proclive a experimentar este trastorno. Finalmente, como
se esperaba, las chicas evidenciaron más TEP que los
chicos.
Ahora bien, ¿son siempre devastadores en la vida de las
víctimas los efectos del abuso sexual infantil? Para
responder a esta cuestión, Rind, Bauserman y Tromovitch
(1998) evaluaron específicamente el impacto a largo plazo
del abuso sexual infantil (en adelante, ASI). Para ello
realizaron un meta-análisis de 59 estudios publicados
sobre ASI que habían tenido como objeto de evaluación la
población de estudiantes de college (equivalente a tres
años de estudios universitarios). Estos análisis
correspondían a 70 muestras independientes (grupos
experimentales y controles), que en conjunto incluían a
35.703 sujetos (13.704 hombres y 21.999 mujeres),
aunque no en todas las muestras pudieron evaluarse todos
los efectos y resultados que se presentan a continuación
(cuadro 15.5).
Los efectos autopercibidos del abuso se dividieron en
dos categorías: los recuerdos que tenían los sujetos
acerca del periodo pasado de su vida en que sufrieron el
abuso (posibles recuerdos negativos, neutros o positivos);
y la percepción o valoración actual del abuso. También
se incluía una apreciación global de los individuos en
cuanto a si ellos creían que el abuso experimentado había
afectado a sus vidas, y en qué forma.
CUADRO 15.5. Correlatos psicológicos evaluados en las muestras de los
estudios meta-analizados
1. Abuso de alcohol 10. Paranoia
2. Ansiedad 11. Fobias
3. Depresión 12. Síntomas psicóticos
4. Disociación 13. Auto-estima
5. Trastornos alimenticios 14. Ajuste sexual
6. Hostilidad 15. Ajuste social
7. Sensibilidad interpersonal 16. Somatización
8. Locus de control 17. Ideas y conductas de suicidio
9. Sintomatología obsesivo-compulsiva 18. Ajuste (bienestar) general

Por lo que respecta a los resultados, las muestras de


estudiantes de college evaluadas en esta investigación
habían experimentado abusos sexuales graves en una
proporción semejante a la población general; lo que se
concluyó a partir de comparar los porcentajes de abusos
en los que había habido penetración (que en promedio
eran el 17% en la muestra de college y el 15% en la
muestra nacional).
El total de sujetos sobre los que se pudieron evaluar los
efectos psicológicos del ASI fue de 15.912 participantes
(54 muestras). El valor medio en cuanto a la gravedad de
los síntomas del ASI fue de r=.09, que es de magnitud
limitada, si bien estadísticamente significativa, lo que
implica que los sujetos con ASI tuvieron un ajuste
psicológico ligeramente menor que los que no vivieron la
experiencia del abuso, aunque en promedio no
experimentaron un daño intenso. Por lo que se refiere a
los síntomas psicológicos específicos que se derivaron de
la experiencia del abuso, los autores hallaron tamaños del
efecto que oscilaban en el rango r=.04/0.13. Esto suponía
que, para la globalidad de los 18 factores psicológicos
evaluados (excepto uno: locus de control), los sujetos que
habían sufrido ASI mostraban síntomas ligeramente
menos “normales” (psicológicamente menos ajustados)
que los sujetos control. Los hombres sufrieron más
psicológicamente que las mujeres cuando la experiencia
del abuso fue involuntaria.
Por lo que respecta a las reacciones inmediatas al abuso
(tal y como se recordaban por los sujetos), el 72% de las
experiencias de las mujeres, y el 33% de las
pertenecientes a los varones, fueron calificadas de
negativas. Otros investigadores habían hallado con
anterioridad datos parecidos. Los resultados fueron
paralelos en lo tocante a los sentimientos actuales
respecto del abuso sexual experimentado: el 59% de las
mujeres expresaban sentimientos negativos y un 16%
positivos (el resto, sentimientos neutros). En los hombres
los porcentajes fueron: en un 26% mostraron sentimientos
negativos y en un 42% positivos.
Finalmente, en 11 muestras diferentes se había
preguntado a los sujetos en qué medida consideraban que
sus experiencias de abuso les habían afectado
negativamente en relación con su vida sexual, mayor
estrés, y otros efectos perjudiciales. Para los hombres, los
efectos negativos percibidos sobre la vida sexual posterior
fueron escasos, con una media del 8,5% de varones que
los reconocieron, siendo algo más elevada dicha
proporción en el caso de las mujeres (13,1%).
Considerando ahora si las víctimas pensaban que, como
resultado del abuso, se habían derivado “efectos generales
negativos” en sus vidas, en el caso de los hombres la
respuesta mayoritaria fue que no, siendo algo más elevada
(aunque aún minoritaria) la proporción de mujeres que
percibió dichos efectos negativos generales. Finalmente, a
la pregunta de “si ellos pensaban que el abuso sexual
infantil les había afectado de modo transitorio”, aquí las
mujeres sí que señalaron en mayor medida que sí, que en
su momento les afectó negativamente; por su parte, los
hombres siguieron contestando mayoritariamente que no.
De todo esto se puede concluir que el abuso sexual
parece impactar diferentemente en varones y mujeres, al
menos tal y como ellos y ellas lo perciben. Las mujeres
valoran en conjunto haber sufrido más como
consecuencia de los abusos experimentados en la infancia
que los hombres.
En general, quienes habían sufrido abuso sexual
procedían de familias más problemáticas (en términos de
maltrato físico y abandono, conflicto o patología, y
estructura familiar), que los que no habían sufrido abuso
(con una asociación promedio entre familias
problemáticas y abuso de r = 0.13). Ello podía sugerir que
el ASI no fuera en realidad el principal factor causal en el
desajuste del individuo, sino solo un correlato más de un
contexto familiar disfuncional. Resultó, en efecto, que la
correlación media entre los problemas familiares y los
síntomas de desajuste de las víctimas fue de r= 0.29, lo
cual significa, en términos estadísticos, que las
disfunciones familiares tuvieron un mayor peso para
predecir el desajuste psicológico de los sujetos que la
propia experiencia de ASI.
A juicio de Rind et al. (1998), no parece que se puedan
mantener las conclusiones que se dan por ciertas en
muchas investigaciones a este respecto: que el abuso
sexual infantil cause siempre un daño psicológico intenso;
que tal daño perdure a lo largo del tiempo; y que dichos
efectos nocivos sean equivalentes en chicos y en chicas.
Según Rind et al. (1998), aunque es cierto que el abuso
sexual infantil se asocia a un peor ajuste psicológico de
las víctimas, no parece que dicho efecto sea en promedio
muy intenso (r=0.09), y, además, parece deberse en mayor
grado a características problemáticas generales de las
familias en las que acontece el abuso sexual. Los
resultados también señalaron que los efectos del abuso
sexual son más intensos en las mujeres que en los
hombres, y, afortunadamente, tienden a irse diluyendo
con el paso del tiempo.
Ahora bien, los autores señalan claramente que estos
datos “no deben obscurecer el hecho de que el abuso
sexual puede causar un daño intenso en hombres o
mujeres —como señala la bibliografía clínica—,
únicamente muestran que se ha exagerado el potencial
efecto negativo que puede causar en la mayoría de los
individuos” (pp. 41-42).

15.3. AGRESIÓN SEXUAL Y VIOLACIÓN


15.3.1. Víctimas y agresores
En España, un estudio relevante, especialmente debido a
su descripción de las características de víctimas y
agresores sexuales, fue el llevado a cabo por Pulido et al.
(1988), quienes analizaron 193 casos de violación
(mayoritariamente —un 80%— de mujeres mayores de
14 años), incluyendo a 202 agresores y 196 víctimas. En
esta muestra, un 70% de las víctimas y un 66% de los
autores tenían menos de 21 años. Un 50% de los
violadores eran desconocidos, un 28% conocidos, y un
20% parientes de la víctima. Los lugares más frecuentes
de la violación fueron descampados (en un 27,5% de los
delitos), la casa del agresor (19,5%), la casa de la víctima
(17,3%), vehículos (8,8%), u otros lugares (26,9%).
Las víctimas más jóvenes fueron violadas, con mayor
frecuencia, en casa del agresor (correspondiendo muchas
de ellas a agresiones cometidas por familiares). Entre las
víctimas algo más mayores, en edad de salir
autónomamente de noche, los lugares más típicos de
violación fueron vehículos, descampados y otros espacios
públicos. Por último, las mujeres de mayor edad fueron
violadas más a menudo en su propia casa. Otros
resultados destacables fueron los siguientes: la mayor
parte de las violaciones ocurrió durante la noche; en un
30% de los casos hubo más de un agresor; en el 48% el
violador no utilizó ningún tipo de arma; el coito vaginal
fue el acto sexual realizado con mayor frecuencia (44% de
los casos); en un 37% de los supuestos, la víctima sufrió
alguna lesión (aunque ninguna víctima falleció); y en algo
más de la mitad de los incidentes la mujer presentó
resistencia.
Los anteriores suelen ser los casos más graves que
pueden llegar a una sentencia condenatoria. En cambio,
los casos más leves y quizá más ambiguos, en que las
partes se conocen, y aquéllos que tienen lugar entre
desconocidos, pero donde la víctima consigue huir o
hacer desistir al agresor, no suelen llegar a denunciarse, o,
si se denuncian, es menos probable que lleguen a una
sentencia firme.
En un 70% de los episodios estudiados por Pulido et al.
(1988) el agresor actuó en solitario, y tan solo en el 3,5%
hubo dos víctimas. En cerca de la mitad de las agresiones,
las manos fueron las únicas armas empleadas,
utilizándose armas u otros objetos punzantes en el 20% de
las ocasiones. La gravedad de los actos cometidos
aumentaba con la edad del agresor, y la duración del
episodio de agresión era mayor en aquellos casos en los
que habían intervenido varios agresores (mientras que el
76,8% de los delitos de violación cometidos por un solo
agresor tenía una duración que oscilaba de unos minutos a
una hora, el 73,4% de las violaciones llevadas a cabo por
más de un agresor, comportó una duración que iba desde
1/2 hora hasta 24 horas).
Por lo que respecta a las variables descriptivas del
agresor, destacaron las siguientes. El grueso de los
agresores se situaba en la franja de edad de 21 a 30 años
(31%) y por encima de 30 años (35%). Los solteros
constituyeron el grupo más numeroso (65%), seguido de
los casados (un 30%), siendo minoritaria la representación
muestral de separados y divorciados. En su mayoría los
agresores no tenían hijos (78%). Más del 75% contaban
con escasos estudios: un 68% tenía estudios primarios, y
un 8% no tenía estudios de ninguna clase.
Profesionalmente, un 3% no tenía profesión alguna, un
24% era peón, y un 47% tenía la ocupación de obrero
especializado. El 40% de los agresores tenía antecedentes
penales, destacando los antecedentes por robo (en un 37%
de los sujetos), seguido de la violación/abusos
deshonestos (un 10%), y del delito de lesiones (en un
3,6% de la muestra). En un 6% de las infracciones se
constató que los agresores habían consumido alcohol o
drogas con antelación a realizar el delito, aunque el
porcentaje de casos en los que no constaba información a
este respecto rondaba el 35%.
Merece también atención el dato relativo a la
motivación para escoger a la víctima. Abrumadoramente,
la razón fundamental manifestada por los agresores radicó
en la indefensión (oportunidad) que el agresor percibió en
la víctima, alcanzando dicho motivo al 86% de las
agresiones, siguiéndole el atractivo y deseo sexual que
suscitó en él (7,6%). Finalmente, en cuanto a la relación
agresor y víctima, en el 50% de los supuestos había una
relación previa, que se dividió del siguiente modo: en un
20,51% de los casos eran parientes —22% padres e hijos
— y en un 28% eran conocidos.
Garrido et al. (1995) analizaron una muestra de 29
agresores sexuales de mujeres adultas, que estaban
internos en prisiones de Cataluña. La muestra tenía una
edad media de 23 años cuando se produjo la primera
detención y condena por violación. Dicha edad es
coherente con los datos obtenidos en el estudio de Pulido
et al (1988), aunque en investigaciones posteriores se han
hallado promedios de edad algo más elevados, de en torno
a 30 años (por ejemplo, en Redondo, Luque, Navarro y
Martínez, 2005). En coincidencia con la investigación
internacional, cerca de un 40% de esta muestra tenía
antecedentes delictivos, aunque generalmente de cariz no
sexual. Por lo que respecta a la descripción de la agresión,
se confirma en este estudio la gran frecuencia de las
víctimas únicas, de los agresores actuando también solos,
y de las armas blancas como instrumentos de agresión
prioritarios.
Quienes han abusado sexualmente de otras personas, o
las han agredido sexualmente, suelen presentar problemas
básicos en varias facetas interrelacionadas (Redondo,
2002; Sigurdsson et al., 2010): en las propias conductas
sexuales, en su conducta social más amplia con otras
personas, en las expresiones de sus emociones y
sentimientos, y en su pensamiento, que suele estar
plagado de múltiples “distorsiones cognitivas” en relación
con la consideración de las mujeres, los niños, y la
justificación del uso de la violencia en las interacciones
sociales. Problemas todos que se incrementarán si,
además, un sujeto tiene dificultades para entablar
relaciones sexuales consentidas y normalizadas. La falta
de relaciones sexuales consentidas puede deberse a que un
individuo tenga menores competencias y habilidades de
interacción social, las cuales son imprescindibles para las
relaciones afectivas y de intimidad con otras personas.
Por otro lado, muchos abusadores y agresores sexuales
muestran también menor empatía con el daño que puedan
experimentar otras personas (Brown, Harkins y Beech,
2012; Martínez et al., 2008; Rich, 2009), y mayor
ansiedad ante las situaciones sociales. Todos estos déficits
pueden producirles un mayor aislamiento social, en
relación con la familia, los amigos, el trabajo, etc. (Salat,
2009).
Asimismo, algunos abusadores pueden manifestar una
fuerte preferencia sexual por menores. Estas conductas
podrían verse favorecidas y justificadas a partir de
distorsiones cognitivas que interpretarían a los menores
como parejas sexuales viables (Brown, 2005).
Por otra parte, cuando se trata de relaciones entre
adultos, los procesos de relación interpersonal que pueden
preceder a la excitación y el deseo sexual por otra
persona, suelen ser complejos y sutiles; comportan una
secuencia elaborada de interacciones visuales, gestuales,
verbales y emocionales, y la sucesiva y recíproca
elaboración cognitiva del significado que puedan tener las
reacciones y conductas del otro, al respecto de su posible
deseo y aceptación de una relación de intimidad o sexual.
De ahí la relevancia que en este proceso pueden tener,
como elementos de riesgo, las interpretaciones
distorsionadas de las expresiones y emociones ajenas, y
también las posibles justificaciones sobre el uso de la
fuerza o violencia en el marco de las interacciones
sexuales (Redondo, 2004). Algunos agresores sexuales
pueden mostrar actitudes devaluadoras de las mujeres,
que nieguen a éstas los mismos derechos y autonomía de
decisión que tendrían los varones, o justifiquen o
disculpen el uso del engaño, la fuerza y la agresión para el
logro de contactos sexuales.
También se ha hallado que muchos abusadores y
agresores sexuales presentan niveles más altos de
ansiedad social, menores capacidades asertivas para
expresar sus sentimientos y deseos, y unas habilidades
sociales más limitadas para las relaciones de intimidad.
Estos déficits, que pueden dificultar el logro competente
de algunas metas personales relevantes (como serían las
propias relaciones emocionales y sexuales), pueden dar
paso a la utilización, para las mismas finalidades, de
conductas desadaptativas e ilícitas.
Por último, un factor de riesgo importante para el
desarrollo de conductas de abuso o agresión sexual es el
déficit en empatía en relación con las víctimas (Brown et
al., 2012). La empatía se refiere a la capacidad de un
individuo para identificar estados cognitivos y afectivos
en los demás, ponerse en su lugar, compartir sus
sentimientos y pensamientos y responder a sus demandas
en coherencia con ello. Aunque no se considera que los
delincuentes sexuales carezcan de empatía de forma
global, sí que carecerían de ella en relación con sus
propias víctimas, mostrando dificultades para reconocer
en ellas sufrimiento y daño (Fernández, Marshall,
Lightbody, y O’Sullivan, 1999; Robinson, 2005). La
empatía sería, en parte, una característica individual
propia de la personalidad de un individuo, y, a la vez, una
pauta adquirida de comportamiento, en función de la
educación y experiencias habidas.
En relación con esto último, algunos estudios han
hallado que individuos que habían experimentado en su
infancia victimización sexual y exposición a pornografía
infantil mostraban menores niveles de empatía con niños
víctimas de abuso sexual, a la vez que referían haber
cometido más delitos de abuso infantil. Del mismo modo,
aquellos sujetos que habían sido víctimas infantiles de
agresión física y sexual manifestaban una menor empatía
por mujeres en situaciones de agresión, y confesaban
haber cometido un mayor número de delitos de agresión
contra víctimas adultas.

15.3.2. Tipologías y motivos de la violación


Las tipologías son clasificaciones de los delincuentes,
atendiendo a su diferenciación en características
relevantes de su individualidad o de su conducta. Aunque
las tipologías de delincuentes no han resultado en general
satisfactorias para comprender la etiología de la agresión,
pueden ayudar, al menos inicialmente, a identificar mejor
los aspectos fundamentales de cada caso analizado.
Una de las tipologías de violadores más divulgadas es la
que se elaboró en el Centro de Tratamiento Bridgewater,
de Massachusetts, debida a Cohen y su equipo (Cohen,
Garofalo, Boucher y Seghorn, 1971; Cohen, Seghorn y
Calmas, 1969), en la que se diferenciaban cuatro grupos:
1) El violador de agresión desplazada, que no presentaría
excitación sexual inicial, ya que la violación tendría para
él el sentido de agraviar y humillar a la víctima (quien no
habría jugado ningún rol directo en el desencadenamiento
de la agresión), empleando para ello con frecuencia el
sadismo (Seto, Harris, Lalumière y Chivers, 2012); 2) el
violador compensatorio sería aquél motivado por el deseo
de demostrar a su víctima su propia competencia sexual,
en un intento de compensar su falta de adecuación para
una vida socialmente ajustada; 3) el violador sexual-
agresivo, que necesitaría infligir daño físico para sentir
excitación sexual, y se parecería al categorizado como
“violador hostil” en una tipología previa de Groth; por
último, 4) el violador impulsivo, cuya acción delictiva
sería el resultado de aprovechar “una buena oportunidad”,
usualmente presente en el transcurso de otros hechos
delictivos como el robo (Pedneault, Harris y Knight,
2012).
Ronald Holmes (1989) completó, mediante técnicas de
entrevista, una tipología anteriormente desarrollada por
Knight y Prentky (1987), en la que se distinguían cuatro
tipos básicos de agresores, un tanto diferentes de los
anteriores:
1. El violador de afirmación de poder se correspondería
esencialmente con el compensatorio precedente, y sería el
menos violento de los violadores, así como el menos
competente desde el punto de vista social. De un bajo
nivel académico, tendería a permanecer soltero y a vivir
más tiempo con sus padres. Tendría pocos amigos,
carencia de pareja sexual, y usualmente se mostraría como
una persona pasiva. Sería asiduo de sex-shops y material
pornográfico diverso, y podría presentar otras
desviaciones sexuales como travestismo, exhibicionismo,
fetichismo o voyeurismo. Por lo que respecta al proceso
de violación, la motivación tendría un cariz básicamente
sexual, buscando elevar su autoestima. Su agresión sexual
sería una materialización de sus fantasías, y actuaría bajo
la idea de que sus víctimas realmente disfrutan de su
acción, razón por la que podría conservar un diario de sus
delitos. Éstos podrían continuar periódicamente hasta ser
detenido.
2. El violador por venganza estaría más movido por un
intento de desquitarse, mediante su agresión, de todas las
injusticias, reales o imaginarias, que ha padecido en su
vida. Aunque pueda ser considerado socialmente
competente, su infancia habría sido complicada,
incluyendo a menudo malos tratos, separación de los
padres, etc. La percepción de sí mismo sería la de
“macho” y atlético, siendo frecuente que esté casado, y
sea descrito por sus amigos como impulsivo y violento.
En general, la violación podría ser el resultado de una
discusión anterior con una mujer significativa en su vida,
como su madre o esposa, produciéndose de forma
impremeditada y con el fin de dañar a la víctima.
3. El violador depredador intentaría expresar en su
agresión su virilidad. Su infancia guardaría parecido con
la del violador por venganza, pero su vida familiar actual
sería más tormentosa que la de éste. Tendería a vestir de
forma llamativa, y a frecuentar locales de exhibición
sexual o prostitución. La víctima podría ser azarosa u
oportunista. Emplearía la violencia conveniente para
dominarla, y podría someterla a múltiples agresiones. La
agresión constituiría un acto de depredación, cuya
violencia podría ir aumentando con el tiempo.
4. Por último, el violador sádico pretendería expresar
sus fantasías agresivas y sexuales, de las que habría dado
muestras en su adolescencia o juventud. Se trataría de una
persona inteligente, que planificaría los ataques con
cuidado. Su agresión estaría dirigida a disfrutar
horrorizando a la víctima, de ahí que pueda utilizar
parafernalia variada y rituales de agresión. Su violencia
tendería a incrementarse con el tiempo, con riesgo de que
se produzca algún asesinato, o el individuo se convierta
en un asesino serial. En este caso habría que explorar un
posible perfil psicopático.
Posteriormente, Scully (1990) analizó, a partir de
entrevistas profundas con 114 violadores condenados y un
grupo de control de 75 presos sentenciados por otros
delitos, los motivos más típicos de los violadores, y
diferenció entre cinco tipos de situaciones:
1. La violación satisface el deseo del sujeto de vengarse
o castigar a la víctima. Tal animadversión puede ir
dirigida hacia una mujer concreta, o contra las mujeres en
general. Un ejemplo ofrecido por Scully es el de aquel
individuo que ha ido a casa de un conocido, para cobrar el
dinero que él le debía, y al encontrar a su mujer sola en
casa y discutir con ella acerca de la deuda, la ha acabado
violando para vengarse de su marido, y para al menos
“cobrarse” algo.
2. La violación es un “valor añadido”, una oportunidad
que se presenta mientras se comete otro delito. Un
ejemplo dado en el libro de Scully es el atracador que va a
robar la caja de una tienda abierta de noche. Cuando se da
cuenta de que la dependienta está sola, aprovecha para
agredirla sexualmente.
“Ella estaba allí. Podría haber sido cualquiera”.

3. La violación es un método para conseguir el acto


sexual pretendido cuando, en una situación
hipotéticamente favorable, la mujer no consiente. Lo
anterior estaría muy a menudo vinculado al mito de que
las mujeres dicen inicialmente que no, pero que, con un
poco de insistencia, acabarán cediendo:
“Con una tía dominante, tenía que utilizar la fuerza. Si ella era
pasiva, también tendría que insistir, pero no tanto. La fuerza sirve para
agilizar las cosas”.

4. La violación también puede constituir una


oportunidad favorable para gozar de poder, de control
absoluto sobre el cuerpo de una mujer. Un ejemplo:
“Mirándolas así, indefensas, tenía la confianza de que podría
hacerlo… Violando sentía que yo dominaba. Soy vergonzoso, tímido.
Cuando una mujer me llevaba la delantera, yo me sentía acobardado.
En las violaciones era yo el que dominaba, y ella estaba totalmente
sumisa”.

5. Por último, la violación podría ser para algunos


sujetos una especie de actividad recreativa y de aventura.
Un agresor explicó que empezó a participar en
violaciones de pandilla, junto con compañeros suyos,
porque las autoridades le habían retirado su carnet de
conducir, así que no podía salir solo para alternar e
intentar ligar.
Todos estos ejemplos no pretenden ser clasificaciones
de tipos de personalidad de violadores, sino una
categorización de situaciones donde un eventual autor se
encuentra con una víctima potencial, él interpreta la
situación como de impunidad, y actúa según sus impulsos.
La mitad de los condenados por violación, en el marco del
estudio de Scully, negaban el hecho; opinaban que la
mujer, aunque se resistió un poco al principio, acabó
disfrutando del acto sexual, y que fueron otros factores
posteriores los que la llevaron a denunciar lo sucedido. En
una dirección parecida, una investigación española, sobre
sujetos condenados en prisión por violación, concluyó que
un 70% negaban los delitos, que la gran mayoría eran
individuos clínicamente normales, con menos
antecedentes penales y más participación laboral que otros
tipos de presos (Bueno García y Sánchez Rodríguez,
1995). Muchos de ellos opinaban que estaban en su
derecho de forzar a una mujer para conseguir sexo, y les
sorprendía haber sido detenidos y condenados por ello.
Un factor importante para explicar la violación sería,
según Scully, que un número significativo de víctimas no
denuncien los delitos sufridos. Algunos sujetos de la
muestra evaluada por Scully habían cometido hasta 20
violaciones antes de ser detenidos y condenados. Por eso,
Scully caracteriza la violación como un delito de “bajo
riesgo y alto rendimiento”: la probabilidad de detención y
condena sería, según ella, más baja para un violador que
para alguien que comete un robo.

15.4. ETIOLOGÍA Y DESARROLLO DE LA


DELINCUENCIA SEXUAL
Hasta aquí se ha efectuado una descripción de la
frecuencia, topografía y otras características del abuso y la
agresión sexual. En lo que sigue se atenderá a la cuestión
sustancial de la explicación del origen y consolidación de
los comportamientos de agresión sexual.
El profesor Redondo y unas alumnas de criminología en un congreso
celebrado en Murcia en 2013.

15.4.1. Factores y experiencias de riesgo


A) Socialización sexual
Nadie nace ni crece sabiendo de un modo completo y
definitivo cómo van a expresarse sus deseos sexuales y
cómo deben transcurrir exactamente sus conductas a este
respecto. Contrariamente a ello, los adolescentes suelen
despertar a la sexualidad en la pubertad de un modo
bastante repentino y con una información y educación
previas a menudo escasas. A partir de ese momento,
recabando más información de otras personas —
frecuentemente de amigos tan inexpertos como ellos
mismos—, y a menudo mediante experiencias de ensayo
y error, van a iniciar una exploración paulatina de su
sexualidad y un ajuste progresivo de sus comportamientos
sexuales. Generalmente, el proceso anterior va a dar lugar,
en la inmensa mayoría de las personas, a una correcta
socialización sexual. Ello implica también que se van a
adquirir las inhibiciones convenientes para evitar en el
sexo cualquier amenaza o fuerza, y excluir radicalmente
las interacciones sexuales con menores. Sin embargo, en
algunos casos el proceso de socialización sexual
adolescente puede verse alterado por experiencias y
deseos atípicos y en ocasiones ilícitos (Marshall y
Marshall, 2002; Hart-Kerkhoffs, Dereleijers, Jansen, et
al., 2009). Un resultado de esto puede ser el inicio por
algunos individuos de conductas de abuso sexual infantil
o de agresión sexual.

B) Inicio en la agresión sexual


El proceso a partir del cual se iniciarían y desarrollarían
las conductas de abuso y agresión sexual puede situarse,
por lo común, en el decurso de la pubertad y adolescencia,
según se ilustra en el cuadro 15.6 (Redondo, Pérez
Ramírez, Martínez García, et al., 2012). En estas etapas
algunos varones podrían ser más vulnerables para adquirir
conductas de abuso o agresión sexual a raíz de haber
sufrido experiencias traumáticas de abandono familiar,
rechazo afectivo o victimización sexual (Hamby,
Finkelhor y Turner, 2012; Zurbriggen, Gobin y Freyd,
2010). Estas experiencias tenderían a favorecer en los
jóvenes una baja autoestima, déficits de comunicación y
de habilidades de relación interpersonal, y una fuerte
necesidad de obtener el afecto de otras personas, lo que
claramente guarda relación con una mayor riesgo de ser
víctimas de abusos sexuales por parte de otros jóvenes o
de adultos.
CUADRO 15.6. Proceso de inicio y desarrollo de la agresión sexual
Fuente: adaptado a partir de Echeburúa y Redondo, 2010

Tanto si dichos abusos se producen como si no, en este


marco de graves carencias comunicativas y afectivas, es
probable que estos adolescentes experimenten una
hipersexualización de su emocionabilidad y conducta
(inicialmente a través de la masturbación), como un
mecanismo general de compensación y de afrontamiento
de su aislamiento y sus problemas cotidianos (no tan solo
de sus necesidades específicamente sexuales). Cada vez
se hará más probable que a esta decidida sexualidad
adolescente, aunque todavía incipiente y tentativa, se
incorporen experiencias de observación de modelos
sexuales diversos (en vivo o simbólicos, mediante el uso
de pornografía), participación directa en distintas
experiencias sexuales, y utilización de fantasías sexuales
procedentes de las propias observaciones y prácticas. Y
no será improbable que, dada las condiciones de
aislamiento y de vulnerabilidad aludidas, algunas
experiencias o fantasías puedan implicar situaciones y
conductas de humillación y agresión sexual, o bien
incluyan la interacción sexual entre adultos y menores.
Desde una perspectiva psicológica individual, la
asociación repetida entre experiencias o fantasías sexuales
de abuso infantil o de agresión, y la excitación y placer
sexuales resultantes, desencadenarán un proceso de
condicionamiento clásico, a partir del cual los estímulos
relacionados con “abuso de niños” o “agresión sexual”,
según los casos, pueden convertirse en estímulos
condicionados de deseo sexual. Asimismo, la exposición
repetida a estos comportamientos sexuales altamente
excitantes, puede contribuir a su paulatina aceptación y
justificación. Este sería el momento en que un joven
podría hallarse suficientemente motivado para poner en
práctica abusos o agresiones reales, parecidos a aquéllos
que han resultado tan excitantes en sus fantasías sexuales
previas.
Para que un delito se produzca, ya solo haría falta que se
rompan las últimas barreras que todavía puedan retener al
sujeto, ya sean internas o externas. Las inhibiciones
internas pueden superarse mediante el consumo de
alcohol u otras drogas (algo no infrecuente en materia de
episodios delictivos sexuales), de estados emocionales
negativos (ya sean deprimidos o iracundos), o de firmes
distorsiones cognitivas justificadoras de las agresiones.
Las barreras o controles externos pueden quebrarse en el
momento en que se presente al individuo una oportunidad
delictiva favorable (una niña o niño, una mujer sola y
vulnerable, etc.). Además, aquellos individuos altamente
motivados para el abuso o la agresión sexual buscarán y
promoverán activamente las ocasiones favorables para
satisfacer sus deseos.
En relación con el abuso sexual infantil, Finkelhor
(1986) propuso un modelo etiológico integrado por cuatro
procesos complementarios, coherentes con lo comentado,
que podrían contribuir a propiciar el interés sexual por los
niños:
I) Congruencia emocional: los niños podrían satisfacer
diversas necesidades emocionales, no solo sexuales, de
los adultos que abusan de ellos. Algunos varones habrían
sido socializados para ser personas dominantes, por lo que
los niños, debido a su escasa capacidad de dominación,
podrían resultarles sumamente atractivos. Este proceso se
relacionaría a su vez con disfunciones de los sujetos como
inmadurez, baja autoestima y agresividad.
II) Excitación sexual: el niño podría ser percibido como
una fuente potencial de gratificación sexual, a partir de los
modelos y experiencias sexuales habidos, así como
resultado de la utilización frecuente de material
pornográfico relativo a menores.
III) Bloqueo: el niño puede resultar sexualmente más
satisfactorio y constituir una alternativa más fácil,
particularmente para aquellos sujetos que tienen
dificultades para establecer relaciones sexuales adultas.
En el plano personal de los abusadores, este proceso se
relacionaría con su mayor ansiedad e incompetencia
social.
IV) Desinhibición: para consumar el abuso sexual, los
agresores deben salvar ciertos obstáculos e inhibidores
internos, lo que puede facilitarse a partir del consumo de
alcohol y otras drogas, y también como resultado de
firmes distorsiones cognitivas y justificaciones del abuso.

C) Infractores sexuales juveniles


Como ya se ha comentado, no es infrecuente que las
actividades delictivas de cariz sexual se inicien ya en la
adolescencia y, en consecuencia, que los autores de
algunos delitos de abuso o agresión sexual sean
adolescentes y jóvenes, algunos de los cuales pueden
reincidir en nuevos delitos. A este respecto, Caldwell
(2010) efectuó un meta-análisis de 63 estudios que en
conjunto incluían más de once mil delincuentes sexuales
juveniles, de los que se había efectuado un seguimiento de
casi cinco años, obteniéndose una tasa promedio de
reincidencia sexual de 7,08%, frente a una muy superior
reincidencia general (en delitos no sexuales) del 43,4%.
Salat y Fairleigh (2009) encontraron que cuatro factores
principales se asociaban a un mayor riesgo de abuso y
agresión sexual juvenil: una historia personal de falta de
cuidados en la infancia, haber sufrido abuso sexual,
menor edad, y pobres relaciones de amistad.
En España, Redondo et al. (2012) realizaron un estudio
sobre 20 agresores sexuales juveniles en la Comunidad de
Madrid, a partir de información sobre los sujetos
procedente de expedientes e informes judiciales, y la
aplicación de tests y cuestionarios psicológicos. Las
principales características de estos infractores sexuales
juveniles fueron las siguientes (Redondo et al., 2012): la
mayoría (60%) eran sujetos primarios, sin antecedentes
delictivos previos; un 50% estaban internados por
agresión sexual a una mujer adulta, un 25% por agresión
sexual o abusos a una chica menor, y el otro 25% a un
menor varón (en un 40% de los casos las víctimas tenían
menos de 14 años en el momento del delito); en un 70%
de los delitos, había conocimiento previo entre agresor y
víctima y, en consecuencia, en el 30% restante los
agresores eran desconocidos para las víctimas; la edad
media de los jóvenes cuando cometieron el delito sexual
era de 15 años (DT= 1 año); el 75% de los infractores no
empleó ningún tipo de arma para realizar el hecho; un
45% de las agresiones se cometió en pareja o por un
grupo de agresores; y el 45% de los agresores habían
consumido alcohol o drogas con antelación a la comisión
del delito.

D) Correlatos etiológicos y de mantenimiento


de la agresión sexual
Son muchas las investigaciones, particularmente a partir
de delincuentes encarcelados, que han analizado los
correlatos y factores que suelen asociarse tanto al inicio (a
lo que ya se hecho referencia) como a la continuidad y
persistencia de la delincuencia sexual (Abbey, Jacques-
Tiura y LeBreton, 2011; Barbaree y Marshall, 2006;
Bijleveld y Hendriks, 2003; Carpentier y Proulx, 2011;
Craig, 2010; DeGue, DiLillo y Scalora, 2010; Echeburúa
y Guerricaechevarría, 2000, 2006; Bueno García y
Sánchez Rodríguez, 1995; Echeburúa y Redondo, 2010;
Freeman et al., 2005; Garrido, Redondo, Gil, et al., 1995;
Hunter et al., 2003; Poirier, 2008; Pulido, Arcos, Pascual,
et al., 1988; Redondo y Luque, 2011; Redondo et al.,
2006, 2012; Rich, 2009; Salat, 2009; Shi y Nicol, 2007;
Hart-Kerkhoffs et al., 2009; Wakeling, Freemantle,
Beech, et al., 2011; Wolf, 2009; Woodhams et al., 2008;
Zankman y Bonomo, 2004). A continuación se resumen
dichos factores, algunos ya aludidos:
– La mayoría de los agresores sexuales condenados son
varones (alrededor del 90%) y tienen como víctimas a
niñas y a mujeres (en torno al 80%).
– Suelen tener mayor edad que los delincuentes
comunes, no sexuales, con una media de en torno a 30
años cuando inician el cumplimiento de una condena y
de más de 40 cuando la finalizan.
– Muchos proceden de familias problemáticas, y
experimentaron en su infancia maltrato, desatención
familiar o abuso sexual, o bien fueron testigos de
violencia en la familia. En la muestra evaluada por
Redondo y Luque (2011), de 678 agresores sexuales
encarcelados en España, el 18,7% habían sido
víctimas de malos tratos y el 9% de abusos sexuales.
– Su nivel de estudios es generalmente bajo: entre la
mitad y dos terceras partes abandonaron la escuela
prematuramente y no llegaron más que a la enseñanza
primaria. Asimismo, suelen contar con escasa
cualificación laboral, y un porcentaje elevado de
agresores (del 24% en Redondo y Luque, 2011)
estaban desempleados cuando cometieron los delitos.
– Muchos pueden haber tenido experiencias sexuales
infantiles y adolescentes más amplias y variadas de lo
habitual, haber estado expuestos a la visualización
frecuente de pornografía violenta o con menores, y
haber tenido fantasías recurrentes a este respecto
(Mancini, Reckdenwald y Beauregard, 2012). Según
se comentó, se ha documentado una relación elevada
entre estas experiencias y los comportamientos de
abuso y agresión sexual.
– Suelen presentar múltiples distorsiones cognitivas y
déficits en empatía (carencias más intensas en quienes
sufrieron maltrato infantil), que les dificultan una
adecuada interpretación y reconocimiento de las
emociones, deseos, necesidades e intenciones de otras
personas (Brown et al., 2012). Al respecto de la
violación, una distorsión frecuente es percibir el sexo
como una forma de poder y control sobre otra persona,
o como una manera de expresarle su ira, y de vejarla o
castigarla. En relación con los abusos de menores,
Abel et al. (1984) identificaron algunas de las
distorsiones o interpretaciones erróneas más
frecuentes en ellos: su valoración de que las caricias
sexuales no forman parte de la relación sexual; que los
niños no se resisten físicamente ni dicen nada porque
les gusta la experiencia; que el contacto sexual directo
podría mejorar la relación con un niño; que la
sociedad llegará a aceptar las relaciones sexuales entre
adultos y niños; que cuando los niños preguntan sobre
el sexo significa que desean experimentarlo; y que una
buena manera de instruir a los niños sobre el sexo es
practicarlo. También Pollock y Hashmall (1991,
citados por Murray, 2000) llegaron a identificar, en
una muestra de 86 abusadores sexuales de niños de la
ciudad de Toronto, hasta 250 justificaciones del
comportamiento de abuso. Las justificaciones más
frecuentes fueron que la víctima había consentido
(dada por el 29% de los sujetos de la muestra), que su
propio comportamiento era debido a la privación de
contactos sexuales normalizados (el 24% de los
sujetos), a causa de una intoxicación etílica (un 23%
de los casos), o debido a que la víctima había iniciado
la actividad sexual (el 22%). Mediante estas
distorsiones se atribuirían a los niños características,
deseos y conductas impropias para su nivel de
desarrollo físico y psicológico (Hayashino, Wurtele y
Klebe, 1995; Helmus et al., 2013; Stermac y Segal,
1989), lo que permitiría al abusador neutralizar o
minimizar su propia responsabilidad (Marshall y
Eccles, 1991; Webster y Beech, 2000). Ward (2000)
formuló la hipótesis de que las distorsiones cognitivas
de los agresores sexuales serían el resultado de sus
“teorías implícitas”, explicativas o predictivas, acerca
del comportamiento, costumbres, deseos, etc., de sus
víctimas.
– Muchos infractores sexuales presentan déficits en
competencia y habilidades sociales, y en lo relativo a
sus relaciones interpersonales, lo que a menudo les
comporta un gran aislamiento social. Segal y Marshall
(1985) señalaron que los abusadores de menores
serían a este respecto más deficitarios que los
violadores, se valorarían a sí mismos como más
ansiosos, menos hábiles en las relaciones
heterosexuales, y menos asertivos o competentes a la
hora de recibir y aceptar feedback positivo de parte de
otras personas. Una consecuencia de ello es que
muchos delincuentes sexuales carecían de una pareja
estable cuando sucedió el delito (69% en el estudio de
Redondo et al., 2006, y un 45% en Redondo y Luque,
2011).
– Muchos agresores sexuales adultos comenzaron a
cometer abusos o agresiones sexuales en su
adolescencia o juventud, lo que apunta a la necesidad
de intervenir tempranamente para impedir que tales
comportamientos se consoliden.
– Entre una tercera parte y la mitad de los sujetos suelen
tener antecedentes penales, ya sea por delitos sexuales
o bien por delitos contra la propiedad o violentos.
– Algunos agresores sexuales son generalistas, es decir
realizan también otros delitos no sexuales, lo que
significa que presentan también factores de riesgo
semejantes a los delincuentes comunes, no sexuales
(Harris, Knight, Samllbone, et al., 2011; Howell,
2009; Varios autores, 2009; Redondo, Martínez-
Catena y Andrés, 2011). No obstante, otros muchos
serían infractores “especializados” exclusivamente en
delitos sexuales. Por ejemplo, la muestra de 123
delincuentes sexuales encarcelados evaluada por
Redondo et al. (2006), presentaba un promedio de 4
delitos condenados (2,33 delitos sexuales y 1,84 no
sexuales de media), lo que permitió estimar una “tasa
de especialización delictiva”, dividiendo para cada
sujeto el número de delitos sexuales condenados, de
0,79% (en una escala de entre 0-1).
– En relación con la salud, una proporción relevante de
los agresores sexuales (de hasta 1/3) habría sufrido
algún accidente, o presentaría alguna enfermedad
orgánica (VIH, Hepatitis…), o bien trastornos
psicopatológicos, especialmente relacionados con el
consumo abusivo de alcohol y otras drogas (Davis,
2010; Leue, Borchard y Hoyer, 2004) (más del 50%
en Redondo y Luque, 2011), así como diagnósticos de
deficiencias neurológicas e intelectuales, elevada
impulsividad e incontinencia de los impulsos, y
trastornos esquizoides, evitativos y dependientes.
También se ha evidenciado en algunos casos la
presencia de perfiles psicopáticos (Hawes, Boccaccini
y Murrie, 2013). Redondo et al. (2006) aplicaron en su
estudio la Escala de Psicopatía de Hare, en su versión
abreviada de 12 ítems (PCL-SV), constatándose
elevadas prevalencias en “mentira patológica”,
“ausencia de remordimiento”, “falta de empatía”, “no
aceptación de responsabilidades” e “impulsividad”. En
Redondo y Luque (2011), el 34% de los sujetos no
reconocía haber cometido el delito.
– Respecto del hecho delictivo por el que estaban
encarcelados, en la muestra de Redondo y Luque
(2011), algunos datos relevantes fueron los siguientes:
• la edad media del abusador/violador en el momento
de la comisión del delito era de 32,43 años.
• la mayoría procedían de ambientes urbanos, más que
rurales
• en el caso de los violadores de mujeres adultas, el
delito incluyó diversos actos sexuales (53,5%), o
bien exclusivamente penetración vaginal (27,9%) o
tocamientos (13,8%).
• en el caso de los abusadores de menores, el 61,7%
realizó varios actos sexuales, el 19,1% tocamientos,
el 8,5%, penetración vaginal.
• un 93% cometió el delito en solitario.
• en un 29,7% de los casos el delito se consumó en el
domicilio familiar y en un 11,6% en el domicilio de
la víctima.
– A pesar de las características generales precedentes,
los individuos que han abusado o agredido
sexualmente forman un grupo muy heterogéneo en
términos de las tipologías y condiciones del delito
cometido, las posibles vivencias de maltrato, su
conocimiento y sus experiencias sexuales, su ajuste y
rendimiento escolar, su funcionamiento cognitivo y su
salud mental (Andrade, Vincent y Saleh, 2006;
Woodhams y Hatcher, 2010). Por ello, tales
características específicas deberán ser exploradas en
cada caso.
Marshall y Barbaree (1989) propusieron un modelo
comprensivo de la violación y el abuso sexual a niños,
que recoge e integra los aspectos más relevantes de la
investigación en este ámbito y de las teorías anteriormente
existentes (véase también Marshall y Marshall, 2002; y
Redondo, 2002). Este modelo incorpora siete grandes
parcelas de análisis que pueden contribuir al
mantenimiento de la agresión sexual, y, por ello, deberían
ser consideradas en cada caso:
1. Elementos biológicos. En nuestra constitución
biológica existen dos elementos que tienen relevancia
para comprender la agresión sexual. El primero radica en
la semejanza de los mediadores neuronales y hormonales
responsables de la conducta sexual y de la agresiva; esto
es, los varones tendrán que enfrentarse a la difícil tarea de
aprender, especialmente durante el período de la pubertad,
a inhibir la agresión dentro de un contexto sexual. En los
mecanismos biológicos implicados en la agresión y
también en el comportamiento sexual de los varones juega
un papel decisivo la testosterona (Jordan, Fromberger,
Stolpmann, y Müller, 2011).
El segundo hecho biológico relevante para nuestro tema
es la relativa inespecificidad del impulso sexual innato,
que obliga a aprender a seleccionar las parejas sexuales
apropiadas, lo que en el caso de los adultos ha de implicar
siempre otro adulto que consienta en la relación sexual.
2. Fracaso de la inhibición. ¿Qué es lo que haría que
determinados sujetos sucumban ante ciertas
oportunidades delictivas e incluso las busquen, mientras
que otros no? Para los autores de este modelo teórico, la
respuesta se halla en la investigación básica de la
psicología criminal, donde se revelan una serie de factores
que explican el menor aprendizaje inhibitorio de los
violadores: pobres modelos educativos paternos,
disciplina severa e inconsistente, padres agresivos y
alcohólicos, y abuso físico y sexual sufrido en la niñez.
3. Actitudes socio-culturales. Los jóvenes que han
vivido una infancia deficiente tienen que enfrentarse,
además, a normas culturales que en algunos casos apoyan
la violencia como un cauce adecuado de expresión. Como
afirmaba Sanday (1981), los estudios transculturales
indican que las sociedades facilitadoras de la violencia y
de las actitudes negativas hacia las mujeres tienen las
tasas más altas de violación. Sendos estudios de Burt
(1980) y de Pascual, Pulido, Arcos y Garrido (1989)
evidenciaron la vinculación que existe entre las actitudes
proclives hacia la violencia a la mujer y el sostenimiento
de los llamados “mitos” de la violación (en los que se
contempla a la mujer “pidiendo” ser violada y disfrutando
con ello).
4. Pornografía. La exposición a pornografía puede
desinhibir, en individuos motivados para una agresión
sexual, la actividad conducente a la violación. Aunque no
todos los delincuentes sexuales emplean material
pornográfico para instigar sus agresiones, es muy
probable que los jóvenes que han padecido una
socialización deficiente tengan una menor resistencia ante
sus efectos, especialmente si consideramos que uno de los
mensajes más importantes transmitidos por los “guiones”
de este entretenimiento es el de otorgar un cierto sentido
de poder y de dominio sobre mujeres débiles y deseosas.
En el caso de los adultos que abusan sexualmente de los
niños, la investigación revela que en su infancia muchos
de ellos además de haber sido víctimas, a su vez, de abuso
sexual, fueron expuestos a pornografía para que se
suscitara su interés sexual en beneficio del agresor
(Marshall y Barbaree, 1989).
5. Circunstancias próximas. Hace referencia a aquellos
elementos previos que, tales como una intoxicación
etílica, una reacción de cólera (ambos aspectos, además,
pueden desinhibir el deseo sexual de varones normales),
el sostenimiento prolongado de una situación de estrés o
una activación sexual previa, se asocian a menudo a la
agresión sexual.
6. Distorsiones cognitivas. Ayudan a superar los
controles internos de la agresión sexual. Por ejemplo, el
padre que abusa de su hija puede pensar que la está
educando sobre la sexualidad, y el violador de mujeres
percibirá a su víctima como deseosa de ser violada, pese a
su “fingimiento en contrario”.
7. Circunstancias oportunas, o disponibilidad favorable
de una mujer o de un niño que pueda ser un objetivo
delictivo atractivo y fácil, sin riesgos evidentes de
detección y castigo.
Marshall y Barbaree sugieren que, una vez que se hayan
producido las primeras agresiones, los delitos
subsiguientes se cometerán con mayor facilidad,
especialmente si las experiencias del individuo fueron
reforzantes, y no hubo castigo. Igualmente es importante
señalar que de forma creciente se iría operando un
proceso de desensibilización, lo que podría traducirse en
una mayor violencia con las víctimas.

15.4.2. Análisis funcional del caso concreto


En el marco de la psicología del aprendizaje, diversos
autores (por ejemplo, Perkins, 1991; Redondo, 2008) han
propuesto la utilización del análisis funcional del
comportamiento para indagar los factores asociados en
cada caso específico a la infracción sexual, y efectuar
hipótesis acerca de cómo podría haberse adquirido y
mantenerse la conducta infractora, ya que los
determinantes de ambos procesos pueden ser diferentes.
Por lo que respecta a la adquisición, los factores más
típicos suelen ser, según lo mencionado, incidentes
sexuales que suponen la sexualización de estímulos no
sexuales, como los contextos con niños, o el empleo de la
violencia en situaciones de intimidad. Aun así, aunque
muchas personas pueden experimentar episodios sexuales
atípicos y problemáticos (de hecho todos los varones que
sufren, como víctimas, abuso sexual en la infancia o
adolescencia), la inmensa mayoría no emprenden una
carrera delictiva sexual.
¿Qué hace que el tener experiencias infantiles
problemáticas parecidas, en unos casos dé lugar al
desarrollo de individuos que llegan a ser agresores
sexuales, y en otros no? Según Perkins (1991), “al igual
que ocurre con otras conductas deseables (…) la respuesta
parece estar en una mezcla compleja de experiencias
iniciales, las cuales, en combinación con factores de azar
y los círculos viciosos de causa y efecto que se siguen,
empujan al individuo a un flujo de circunstancias sobre
las que el sujeto no parece tener mucho control” (1991:
154). En todo caso, podrían existir, según se vio, ciertos
patrones de adquisición de pautas de abuso o agresión
sexual típicos para muchos delincuentes sexuales, que se
iniciarían a partir de experiencias tempranas (quizá
azarosas), experimentaciones subsiguientes con conductas
sexuales atípicas (que podrían resultar gratificantes o
reforzadoras), y la posterior utilización del
comportamiento sexual desviado como un mecanismo
general de afrontamiento de situaciones estresantes o
frustrantes.
Más allá de la anterior estructura habitual y frecuente,
para efectuar el análisis funcional concreto del inicio y
mantenimiento de la conducta de abuso o agresión sexual
en un sujeto particular, deberían identificarse los
probables antecedentes funcionales de las agresiones (que
pueden consistir en hábitos, pensamientos y emociones
del propio sujeto, o bien en diversos estímulos
ambientales) y las consecuencias de refuerzo (emocional,
cognitivo, social, etc.) que siguen típicamente a las
conductas que conforman el abuso o la agresión. El
implícito psicológico de este tipo de análisis es que toda
conducta es promovida o facilitada por los estímulos que
la anteceden, e incrementada o mantenida por las
consecuencias gratificantes que la siguen. Así pues, tales
estímulos antecedentes y tales consecuencias posteriores
tienen que ser explorados para cada caso.

15.4.3. ¿Especialización o versatilidad delictiva


de los agresores sexuales?
Butler y Seto (2002) consideran importante atender a la
cuestión de la versatilidad o especialización delictiva de
los delincuentes sexuales. Comparando a los agresores
únicamente sexuales, es decir, especializados, con
aquellos otros que, además del delito sexual, habían
cometido otros tipos de infracciones, encontraron que los
especializados habían tenido menos problemas
conductuales en la infancia, y presentaban mejor ajuste
psicológico, actitudes más prosociales, y menor riesgo de
delinquir (Redondo et al., 2012). Desde una perspectiva
preventiva, los agresores sexuales especializados
probablemente van a requerir una intervención más
específica y dirigida a la desviación sexual en sí. Por su
parte los delincuentes generalistas van a necesitar una
intervención más amplia y diversificada, que atienda a
distintas problemáticas conductuales, de valores y
actitudes pro-delictivas genéricas, y a un mayor riesgo
global de reincidencia (Craig, 2010; Vess y Skelton,
2010; Wolf, 2009).
Los abusadores sexuales de menores tienden en mayor
grado a ser infractores especializados, mientras que los
agresores y violadores serían más probablemente
generalistas o versátiles (Harris et al., 2011). Algunos
estudios que han comparado agresores con abusadores
ponen de relieve algunas diferencias entre ellos, como por
ejemplo que los abusadores muestran un comportamiento
social más inadecuado y están socialmente más aislados
(Ford y Linney, 1995; Hendriks y Bijleveld, 2004; Katz,
1990; Salat, 2009; Van Wijk, 1999). Otra diferencia
relevante es que los abusadores mostrarían en general una
mayor internalización de los factores asociados a su
comportamiento infractor que los violadores, cuya
conducta antisocial estaría más condicionada por
elementos externos, como puedan ser la influencia de
amigos o la disponibilidad de oportunidades.
Por otro lado, en una revisión de Van Wijk et al. (2006)
sobre 17 estudios, publicados entre 1995 y 2005, acerca
de las posibles similitudes y diferencias entre infractores
sexuales y no sexuales, los agresores sexuales presentaban
en efecto una mayor internalización de la problemática
delictiva que los no sexuales. Asimismo esta
característica, como se ha dicho, prevalecía más en
abusadores. Los agresores sexuales especializados
mostraban menor frecuencia de otros problemas de
conducta que los delincuentes más generalistas. Los
delincuentes sexuales con delitos menos graves
presentaban niveles más bajos de “tendencia antisocial”
que aquellos otros con delitos más severos, cuya
“tendencia antisocial” era más elevada y manifestaban un
mayor rango de conductas infractoras de tipo no sexual
(Loeber y Farrington, 1998). Los agresores sexuales
contaban en general con más antecedentes de haber
sufrido abuso sexual en la infancia que los agresores no
sexuales (Barbaree y Lagton, 2006; Hendriks y Bijleveld,
2004).
Otro factor importante a este respecto es si los
abusadores de menores pueden ser considerados en
general pedófilos o no (Echeburúa y Redondo, 2010). La
pedofilia, referida a los que se han denominado
abusadores primarios o preferenciales, sería un trastorno
psicopatológico, o parafilia, caracterizado por una fuerte
excitación y placer sexual derivados de actividades o
fantasías sexuales repetidas o exclusivas con menores
prepúberes. Por su lado, el abuso sexual infantil tendría
un significado más amplio, abarcando también a
individuos que son abusadores secundarios o
situacionales, es decir, que, aunque pueden tener una
orientación sexual en general dirigida hacia personas
adultas, pueden abusar de algún menor en situaciones
particulares de aislamiento, estrés o ira (Seto, 2012).

15.5. PREVENCIÓN Y DESISTIMIENTO


DELICTIVO
Existe un amplio acuerdo en ciudadanos y poderes
públicos sobre la necesidad de controlar y castigar a los
delincuentes sexuales. ¿Pero, desde una perspectiva
criminológica, es posible también la prevención de estos
delitos, a partir de la educación infantil y juvenil?
¿Existen conocimientos científicos al respecto, y técnicas
apropiadas para llevarla a cabo?
Según ya se comentó, en la adolescencia pueden
producirse algunas interacciones sexuales juveniles que
pueden hallarse en el límite de lo antinormativo, en
cuanto a que pueden implicar a adolescentes y jóvenes en
contacto sexual con niñas/os más pequeños, o bien
relaciones en que sea dudoso que exista consentimiento
de alguno de los participantes (Redondo et al., 2012). Un
análisis científico de este proceso etiológico que se asocia
al desarrollo individual puede encontrarse en Marshall y
Marshall (2002; véase también, Craig, 2010).
CUADRO 15.7. Incremento del riesgo de agresión sexual con la edad y
prevención en diferentes etapas de la vida
Fuente: Echeburúa y Redondo, 2010

El cuadro 15.7 quiere representar la secuencia de


procesos que podrían llevar, en los jóvenes, a un
incremento del riesgo de agresión sexual y qué medidas
preventivas serían aconsejables en cada caso (Echeburúa
y Redondo, 2010). Durante el periodo de la pubertad y la
adolescencia, los jóvenes comienzan a explorar la
sexualidad adulta, e inician sus primeras interacciones
sexuales; a lo largo de este proceso tienen que aprender
qué comportamientos sexuales son socialmente correctos
y viables, y cuáles están legalmente impedidos (a nuestros
efectos, especialmente el sexo con niños y el sexo
forzado). En esta etapa de socialización sexual juvenil van
a ser decisivas la educación familiar y escolar recibidas,
las cuales deberían transmitir a los jóvenes los valores y
pautas de conducta apropiados para sus posibles
interacciones sexuales con otras personas. Todo este gran
ámbito de socialización sexual, que implicará actuaciones
generales de educación en actitudes y valores, educación
sexual, control de conducta, etc., concierne a la
denominada prevención primaria.
A pesar de lo anterior, puede haber adolescentes que
realicen y repitan ciertas conductas de abuso o fuerza
como algo excitante y gratificante. Desde el punto de
vista preventivo, aquí nos hallaríamos en el territorio de la
denominada prevención secundaria. Esta debería dirigirse
a aquellos casos en que ya se han manifestado los
primeros episodios de comportamiento antisocial, antes
de que dicho comportamiento se concrete en una
motivación elevada para la agresión sexual y en una
carrera delictiva prolongada (Farrington, 1992; Loeber,
Farrington y Waschbusch, 1998). La prevención
secundaria va a requerir una detección precoz,
generalmente en los contextos familiar y escolar, a la vez
que una decidida intervención educativa y, en los casos
más graves, una atención especializada.
Finalmente, en esta secuencia de creciente agravación,
se producirán algunos abusos o agresiones sexuales
severos (abusos infantiles reiterados, o bien agresiones
sexuales y violaciones) que requerirán, en primera
instancia, la intervención de la justicia, y, en segunda, la
realización de los oportunos tratamientos de agresores.
Estos supuestos estarían en el marco de la prevención
terciaria, que se orienta a las casuísticas más graves, para
evitar su repetición.
Un programa, pionero en España con menores
infractores sexuales, denominado Programa de
Desarrollo Integral para Agresores Sexuales —DIAS—),
se inició en el año 2005 en centros de jóvenes
dependientes de la Comunidad de Madrid. Es un
programa de intervención psicológica, tanto grupal como
individual, cuyos objetivos terapéuticos son los
siguientes: lograr que el joven asuma la autoría y
responsabilidad por el delito; que identifique aquellas
situaciones y decisiones de riesgo que con mayor
frecuencia le han llevado (o pueden llevarle) a cometer un
delito sexual; desarrollar su capacidad de empatía hacia la
víctima; erradicar, en la medida de los posible, aquellas
distorsiones cognitivas que han contribuido a facilitar la
agresión; educación sexual integral; mejora de la
autoestima y de la capacidad de resolución de problemas
y situaciones conflictivas; aumento de su competencia
social y familiar; y cambio en el estilo de vida, orientado
a prevenir posibles recaídas o reincidencias en la conducta
infractora.
Posteriormente, Redondo et al. (2012) diseñaron, por
encargo de la misma Comunidad de Madrid, un programa
educativo y terapéutico, más amplio y sistemático, para
menores infractores sexuales. Este programa consta de los
siete módulos de intervención siguientes: 1) Afianzando
tu autoestima puedes mejorarte a ti mismo; 2) Conocer
mejor la sexualidad; 3) Aumenta tus habilidades para las
relaciones afectivas y sexuales; 4) Aprende a no
distorsionar y justificar el abuso; 5) Autocontrol
emocional para evitar conflictos; 6) Sentir solidaridad y
empatía con las víctimas; 7) Prepárate para prevenir que
los abusos puedan repetirse. Cada uno de estos módulos
incorpora un mínimo de 5 actividades/sesiones de
entrenamiento. Ello supone en torno a 35 actividades de
una duración aproximada de 1 hora y media. Lo que se
traduce en que la intensidad total del programa puede
estimarse en un mínimo de 52 horas de intervención, a las
que deben añadirse entre 10 y 15 horas destinadas a la
evaluación. Es decir, el conjunto debería aplicarse en un
tiempo aproximado de 65 horas.
Para el desarrollo del programa se contempla el uso de
los siguientes instrumentos: Manual del terapeuta, que
recoge las actividades que deben implementarse, sus
objetivos, materiales, estructura y dinámica, así como las
recomendaciones específicas para su aplicación tanto
global como de cada actividad en particular; Anexo de
actividades, o libro de ejercicios destinado a los jóvenes
participantes en el programa; y Cuaderno personal de
terapia, que recoge todos aquellos materiales (tales como
auto-registros de observación, hojas de respuesta, cuadros
para anotar tareas, resúmenes de las sesiones, etcétera)
que cada sujeto habrá de cumplimentar durante el
tratamiento.
La previsión existente es que este programa se aplique
en los centros de internamiento de menores de la
Comunidad de Madrid, y también pueda ser utilizado por
parte de cualesquiera otras instituciones (otras
comunidades autónomas, etc.) que deseen emplearlo en
sus propios centros y sistemas de intervención con
jóvenes delincuentes (este programa puede obtenerse en:
http://www.observatoriodelainfancia.msssi.gob.es/productos/home.h
Como resultado de las diversas intervenciones
preventivas mencionadas, es esperable que la inmensa
mayoría de los jóvenes adquiera con normalidad las
pautas de conducta sexual correctas, lo que incluye
también las necesarias inhibiciones, especialmente en lo
que hace referencia a la evitación de toda violencia sexual
y de contactos sexuales con menores.

15.6. REINCIDENCIA Y PREDICCIÓN


Aun así, aquellos individuos que cometen delitos
sexuales graves serán objeto de la intervención de la
justicia penal y acabarán siendo condenados a penas de
prisión prolongadas. Durante su cumplimiento muchos de
ellos tendrán la oportunidad de participar en un
tratamiento adulto especializado (a lo que se hará
referencia en un capítulo ulterior). Con posterioridad, en
un periodo próximo a su excarcelación condicional o
definitiva, deberá efectuarse una predicción de su riesgo
de reincidencia, con la finalidad de adoptar las medidas
más adecuadas, legales y psicosociales, para prevenirla.
Con carácter general, la reincidencia oficial promedio
de los delincuentes sexuales condenados es reducida
(Lösel, 2002; Lösel y Schmucker, 2005; Soler y García
Díez, 2009; Vess y Skelton, 2010; Waite, Keller et al.,
2005; Worling y Langström, 2006), de alrededor del 20%,
menor que la mostrada por otras categorías delictivas
(delitos violentos, contra la propiedad, por tráfico de
drogas, etc.), cuyas reincidencias promedio pueden oscilar
entre el 20% y el 60% (Caldwell, 2010; Vess y Skelton,
2010). Incluso los propios delincuentes sexuales (tanto
adultos como jóvenes) pueden reincidir en mayor medida
en delitos no sexuales que infracciones sexuales. En una
evaluación realizada en España sobre una muestra de
agresores sexuales adultos (Redondo et al., 2005), de 123
sujetos evaluados (entre tratados y controles), el 31,8%
reincidió en delitos no sexuales, frente al 6,1% que lo hizo
en delitos sexuales. En una muestra de 261 agresores
sexuales juveniles evaluados por Waite et al. (2005), la
reincidencia en delitos no sexuales osciló entre el 31% y
el 47%, mientras que la tasa de reincidencia sexual fue
inferior al 5%. A partir de un grupo de 114 infractores
sexuales juveniles tratados, el 27% cometió un nuevo
delito no sexual durante un periodo promedio de
seguimiento de nueve años, mientras que el 11% llevó a
cabo una nueva infracción sexual (Hendriks y Bijlaveld,
2008). En un reciente meta-análisis que integró 63
estudios sobre la reincidencia oficial (nuevas detenciones
y medidas judiciales) de 11.219 delincuentes sexuales
juveniles, evaluados durante un periodo promedio de 59,4
meses (casi cinco año), se obtuvieron las siguientes tasas
de reincidencia: reincidió en delitos sexuales un 7,08%
(con una desviación típica, o variabilidad entre estudios,
del 3,9%), y en delitos no sexuales un 43,4% (desviación
típica del 18,9%) (Caldwell, 2010). Una monografía sobre
reincidencia juvenil, para el caso de la Comunidad
Autónoma de Cataluña, es el estudio de Capdevila, Ferrer
y Luque (2006), estudio en el que la reincidencia sexual
es inferior a la reincidencia no sexual.
Sin embargo, las bajas tasas de reincidencia promedio
pueden ser ampliamente superadas por un reducido grupo
de delincuentes sexuales persistentes (de en torno al 5%
de quienes han cometido algún delito sexual), cuyos
porcentajes de repetición delictiva pueden situarse en un
rango de entre el 35% y el 81% (Langevin y Curnoe,
2012; Lösel, 2002; Marshall y Eccles, 1991; Redondo,
2002).
Lo anterior significa que, por encima de la cifra
promedio de reincidencia, los delincuentes sexuales
presentan una gran variabilidad en sus específicas
incidencias delictivas, con una mayoría que o no comete
más delitos o comete muy pocos nuevos delitos, y un
reducido grupo de sujetos con elevado riesgo de
repetición criminal (Lussier et al., 2010; Singh et al.,
2012). En general, muestran mayor riesgo de reincidencia
los infractores sexuales extrafamiliares que los
intrafamiliares (Hendriks y Bijleveld, 2008). Muchos de
los abusadores o agresores sexuales que reinciden lo
hacen relativamente pronto, a lo largo del periodo de dos
a tres años siguientes a haber cumplido una pena privativa
de libertad.
Dada esta amplia variabilidad individual, la predicción
científica del riesgo de reincidencia sexual para cada caso
concreto es una necesidad imperiosa en el ámbito de la
justicia criminal, especialmente en aquellos momentos y
situaciones en que deben tomarse decisiones relativas a la
aplicación de medidas de internamiento o libertad
vigilada, de posible liberación condicional, de protección
para las víctimas, etc. (Andrés-Pueyo y Echeburúa, 2010;
Campbell, 1995; Campbell et al., 2003; Echeburúa,
Fernández-Montalvo y De Corral, 2009; Jiménez y Peña,
2010).
El profesor Antonio Andrés Pueyo, que lidera, junto con Santiago Redondo,
el Grupo de Estudios sobre la Violencia en la Universidad de Barcelona.

Como ayuda para la predicción del riesgo de


reincidencia sexual, se han desarrollado algunas guías de
valoración del riesgo y sistemas de predicción
estructurados, que permiten efectuar predicciones más
precisas y confiables que las meras estimaciones
profesionales no estructuradas (Andrés-Pueyo, 2009;
Andrés-Pueyo y Redondo, 2004; Hanson y Bussière,
1998; Hanson y Morton-Bourgon, 2009; Quenzer, 2011;
Viljoen, Mordell y Beneteau, 2012).
En el ámbito de la agresión sexual, la más divulgada y
utilizada tanto internacionalmente como en España es la
SVR-20 (Sexual Violence Risk) (Boer, Hart, Kropp, y
Webster, 1997), que fue traducida y adaptada al
castellano, bajo la denominación de “Manual de
valoración del riesgo de violencia sexual”, en el marco del
Grupo de Estudios Avanzados en Violencia (GEAV) de la
Universidad de Barcelona (Hilterman y Andrés, 2005).
Constituye una guía de decisión profesional estructurada e
incluye la valoración sobre 20 factores de riesgo
concernientes al funcionamiento psicosocial del sujeto,
sus antecedentes delictivos y sus proyectos de futuro.
Cada uno de los 20 elementos de riesgo es valorado en
cuanto a su presencia o ausencia y en relación a si ha
variado o no recientemente (es decir, si, para cada factor
considerado, el riesgo ha aumentado o ha disminuido).
Finalmente, el evaluador ha de formular un juicio global
sobre el caso y decidir si el sujeto presenta un “riesgo
bajo” (que no requiere intervención), “moderado” (que
requiere una intervención reductora del riesgo o una
pronta re-evaluación) o “alto” (en cuyo caso sería
necesario intervenir con urgencia).
Pérez, Redondo, Martínez, García Forero y Andrés
(2008) analizaron, mediante un procedimiento de
regresión logística, la capacidad del SVR-20 para predecir
la reincidencia de los agresores sexuales, a partir de un
estudio retrospectivo con un grupo de 163 agresores
sexuales que habían cumplido condenas de prisión y
habían sido excarcelados. A partir de las valoraciones de
los individuos en el SVR-20 se obtuvo un 79,9% de
clasificaciones correctas de los sujetos no-reincidentes y
un 70,8% de clasificaciones correctas de los reincidentes.
La conclusión principal de este estudio fue que el Manual
de valoración del riesgo de conducta sexual (SVR-20)
puede constituir una buena ayuda técnica para predecir el
riesgo de reincidencia sexual. También en un estudio
realizado en Colombia con la guía SVR-20 se obtuvieron
resultados predictivos prometedores (Tapias-Saldaña,
2011). Asimismo, un estudio al respecto en Austria
(Rettenberger, Boer y Eher, 2011) y una revisión
sistemática de 43 estudios correspondientes a distintos
países han permitido comprobar que el SVR-20 presenta
una buena capacidad predictiva del riesgo de reincidencia
en delitos sexuales, por encima de otros instrumentos
alternativos (Tully, Chou y Browne, 2013).
Otras escalas de valoración del riesgo, en este caso de
utilidad para los agresores sexuales juveniles, son el
STATIC-99, el Juvenile Sex Ofender Assessment
Protocol-II (J-SOAP-II), el ERASOR, el Psychopathic
Personality Inventory (PPI), el Sexualized Violence
Questionnaire (SVQ), (Hersant, 2007; Parks, 2004;
Prentky, Cavanaugh y Righthand, 2009; McCoy, 2008;
Righthand, Pretky et al., 2005; Williams, 2007). También
se han empleado al efecto instrumentos generalistas de
predicción de violencia juvenil, tales como la
Psychopathy Checklist: Youth Versión (PCL: YV) y el
Structured Assessment of Violence Risk in Youth
(SAVRI), aunque éstos han mostrado mayor utilidad en
términos de agresión general que no específicamente
sexual (Borum, Lodewijks, Bartel y Forth, 2010).

PRINCIPIOS CRIMINOLÓGICOS Y POLÍTICA CRIMINAL


1. La delincuencia sexual es un fenómeno criminal de magnitud muy variable según
cuales sean las fuentes de información consultadas, oscilando las cifras entre
porcentajes victimológicos muy amplios, de hasta el 27% de las mujeres, hasta
magnitudes delictiva muy reducidas, inferiores al 1% del total de las infracciones
denunciadas.
2. Las actitudes sociales pueden jugar un papel relevante en la motivación de algunos
individuos en dirección al abuso o la agresión sexual. Mensajes públicos
tendenciosos o ambiguos, que ponen en entredicho la igualdad, libertad y dignidad
de la mujer (en la publicidad, medios de comunicación, redes sociales, etc.),
podrían ser “reciclados” en la mente de los agresores como legitimación para
convertir en realidad sus propios deseos desviados.
3. El abuso sexual es un problema social y criminal muy amplio, particularmente en
el ámbito de la familia, afectando gravemente a múltiples niñas y niños, que de
forma inmediata puede experimentar consecuencias muy negativas en su propio
equilibrio y desarrollo personal. Afortunadamente, en muchos casos los efectos
negativos del abuso son transitorios y las víctimas pueden superar, de modo
natural o con ayuda especializada, los trastornos psicológicos experimentados.
4. La agresión sexual y la violación suelen ser mucho más intromisivas y traumáticas
para las víctimas, quienes pueden sufrir lesiones físicas y daños psicológicos más
intensos.
5. La socialización sexual, en el periodo de la adolescencia, es un etapa crítica en la
que pueden concitarse diversos elementos de riesgo que faciliten que algunos
jóvenes sean más vulnerables para desarrollar conductas de abuso o agresión
sexual. Entre estos elementos típicos se encontrarían posibles experiencias de
abandono o abuso sexual, pobres habilidades de comunicación, aislamiento,
déficits en autoestima, experiencias directas o bien observación en otros de sexo
infantil o agresivo, fantasías recurrentes a este respecto, fuertes distorsiones
cognitivas, abuso de alcohol, y exposición a oportunidades fáciles para el delito.
6. En muchos casos, los primeros episodios de abuso o agresión sexual tienen lugar
en la adolescencia y posteriormente pueden intensificarse y cronificarse,
plasmándose en una carrera criminal adulta. De ahí lo importante que resulta una
detección precoz de posibles conductas infractoras, especialmente en el seno de la
familia y la escuela, para que pueda prevenirse con tiempo una evolución
ascendente en estas conductas delictivas.
7. Más allá de los factores de riesgo generales y típicos, que suelen hallarse presentes
en muchos supuestos de abuso o agresión sexual, es necesario el análisis funcional
de cada caso concreto. Dicho análisis tiene como objetivo explorar la etiología y el
mantenimiento de la agresión sexual, a partir de identificar qué condiciones y
estímulos antecedentes (pensamientos, emociones, estímulos ambientales, etc.)
pueden operar como precipitadores del comportamiento de abuso, y qué
gratificaciones o refuerzos (social, sexual, emocional, de control y dominio, etc.)
pueden contribuir a mantener la conducta infractora.
8. Aunque la reincidencia promedio de los agresores sexuales es baja (en
comparación con otras tipologías delictivas), algunos casos pueden ser
especialmente graves y peligrosos, de ahí que es recomendable efectuar
predicciones técnicas del riesgo, para lo que pueden utilizarse las guías
disponibles, como el SRV-20.

CUESTIONES DE ESTUDIO
1. ¿Qué significa que la delincuencia sexual constituye un fenómeno criminal
particularmente complejo?
2. ¿Cuáles son y en qué consisten los delitos sexuales más frecuentes y graves?

3. ¿Cuál ha sido la evolución de la delincuencia sexual durante los últimos años?


Buscar información reciente al respecto, y actualizar las cifras sobre delitos
sexuales que aparecen en el capítulo.
4. ¿Qué posición ocupa España en materia de delitos sexuales en relación con otros
países?
5. ¿Cómo puede definirse desde distintas perspectivas (descriptiva, legal…) el abuso
sexual de menores? Debatir en grupo y consensuar una definición criminológica
integradora.
6. Buscar y resumir información científica actualizada sobre los efectos y daños que
el abuso sexual infantil podría producir a las víctimas. Contrastar dicha
información y conclusiones con la información consignada a este respecto en el
capítulo.
7. ¿En qué aspectos se parecen y diferencian (topografía del comportamiento,
características, consecuencias, riesgo futuro, etc.) las agresiones sexuales en que el
agresor es conocido o desconocido para la víctima?
8. ¿Qué son las tipologías de violadores? Buscar información sobre alguna tipología
nueva y compararla con las consignadas en el capítulo.
9. ¿Qué características individuales y experiencias podrían contribuir al inicio de un
joven en la agresión o el abuso sexuales?
10. ¿Qué papel juegan en la agresión sexual las distorsiones cognitivas?
11. De acuerdo con Marshall y Barbaree (1989), ¿qué áreas deben ser evaluadas en
los delincuentes sexuales?
12. En relación con la prevención de la agresión sexual en adolescentes, elaborar, por
grupos, posibles propuestas esquemáticas de programas y planes preventivos, para
aplicar en escuelas, familias u otros contextos comunitarios.
13. Trabajo en grupo: repasar las características principales de los delincuentes
sexuales encarcelados y, a la luz de los conocimientos criminológicos generales
(teóricos y empíricos) que se han estudiado, analizar factores y explicaciones que
puedan condicionar dichas características.
14. ¿Cuáles son las tasas de reincidencia de los delincuentes sexuales? Buscar y
sintetizar información científica reciente al respecto.

1 Ambos datos resultarían bastante coherentes entre ellos, en cuanto que una
victimización anual del 1% equivaldría a una victimización acumulada del
22,5% a o largo de 22,5 años, periodo temporal aproximado al que harían
referencia las respuestas de muchas de las mujeres encuestadas, cuyas
edades mayoritariamente oscilarían entre los 25 y 35 años.
16. VIOLENCIA EN LA
FAMILIA
16.1. EL CONTEXTO SOCIO-HISTÓRICO 736
16.2. TEORÍAS DE LA VIOLENCIA HACIA LA MUJER 737
16.2.1. Perspectivas psicológicas 738
16.2.2. La perspectiva sociológica 741
A) La teoría general de sistemas 741
B) Teoría del intercambio social 742
C) Explicaciones estructurales (feministas) sobre la violencia a
la mujer 742
16.3. LA RELACIÓN ENTRE VIOLENCIA FAMILIAR Y LA
VIOLENCIA COMUNITARIA 742
16.3.1. El desamparo aprendido 743
16.3.2. Otras perspectivas alternativas 743
16.4. EL MALTRATO A LA MUJER 745
16.4.1. La investigación en España 745
A) La investigación del IAC de Sevilla 745
B) La investigación del grupo de Echeburúa 750
C) La investigación de la Universidad de Valencia 751
16.5. PREVENCIÓN DE LA VIOLENCIA DOMÉSTICA EN EL
SISTEMA DE JUSTICIA Y EN LA SOCIEDAD 754
16.5.1. El sistema de justicia 754
16.5.2. El homicidio en la pareja y su prevención 758
16.5.3. La prevención en la sociedad 763
16.6. MALTRATO INFANTIL 767
16.6.1. Maltrato infantil: definiciones 768
16.6.2. La familia y el maltrato: una relación oscura 769
16.6.3. Características de las familias según los modelos explicativos
del maltrato 772
16.6.4. Líneas para la prevención 775
16.7. MALTRATO A LOS ANCIANOS 778
PRINCIPIOS CRIMINOLÓGICOS Y POLÍTICA CRIMINAL 781

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