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... no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles, antes [... ] lo
flaco del mundo escogió Dios, para avergonzar lo fuerte. 1Corintios 1:26–27
Hasta aquí hemos venido narrando la historia del cristianismo prestando especial atención a los
conflictos entre la iglesia y el estado, así como a la labor teológica de los más distinguidos
pensadores de la iglesia. Este método, sin embargo, presenta una dificultad: puesto que la
mayoría de los documentos que se han conservado tratan acerca de la obra y el pensamiento de
los jefes de la iglesia, corremos el riesgo de olvidarnos de la vida y el testimonio del común de
los cristianos. Por tanto, conviene que nos detengamos a consignar algo de lo poco que sabemos
acerca de las masas cristianas, así como del culto y de la vida cristiana cotidiana.
El culto cristiano
Lo que sabemos del culto cristiano nos da una idea del modo en que aquellos cristianos
de los primeros siglos percibían y experimentaban su fe. En efecto, cuando estudiamos el modo
en que la iglesia antigua adoraba, nos percatamos del impacto que su fe debe haber tenido para
las masas desposeídas que constituían la mayoría de los fieles.
Desde sus mismos inicios, la iglesia cristiana acostumbraba reunirse el primer día de la
semana para “partir el pan”. La razón por la que el culto tenía lugar el primer día de la semana
era que en ese día se conmemoraba la resurrección del Señor. Luego, el propósito principal del
culto no era llamar a los fieles a la penitencia, ni hacerles sentir el peso de sus pecados, sino
celebrar la resurrección del Señor y las promesas de que esa resurrección era el sello. Es por esto
que el libro de Hechos describe aquellos cultos diciendo que “partiendo el pan en las casas,
comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hechos 2:46). La atención en aquellos
servicios de comunión no se centraba tanto en los acontecimientos del Viernes Santo como en
los del Domingo de Resurrección. Una nueva realidad había amanecido, y los cristianos se
reunían para celebrarla y para hacerse partícipes de ella. A partir de entonces, y a través de casi
toda la historia de la iglesia, la comunión ha sido el centro del culto cristiano. Es sólo en fecha
relativamente reciente que algunas iglesias protestantes han establecido la práctica de reunirse
para adorar los domingos sin celebrar la comunión. Empero esto pertenece a otros capítulos de
esta historia.
Además de los indicios que nos ofrece el Nuevo Testamento, y que son de todos
conocidos, sabemos acerca del modo en que los antiguos cristianos celebraban la comunión
gracias a una serie de documentos que han perdurado hasta nuestros días. Aunque no podemos
entrar en detalles acerca de cada uno de estos documentos, y de las diferencias entre ellos, sí
podemos señalar algunas de las características comunes, que parecen haber formado parte de
todas las celebraciones de la comunión.
La primera de ellas, a la que hemos aludido anteriormente, es que la comunión era una
celebración. El tono característico del culto era el gozo y la gratitud, más bien que el dolor o la
compunción. Al principio, la comunión se celebraba en medio de una comida. Cada cual traía lo
que podía, y tras la comida común se celebraban oraciones sobre el pan y el vino. Ya a principios
del siglo segundo, sin embargo, y posiblemente debido en parte a las persecuciones y a las
calumnias que circulaban acerca de las “fiestas de amor” de los cristianos, se comenzó a celebrar
la comunión sin la comida común. Pero siempre se mantuvo el espíritu de celebración de los
primeros años.
Por lo menos a partir del siglo segundo, el servicio de comunión constaba de dos partes.
En la primera se leían y comentaban las Escrituras, se elevaban oraciones, y se cantaban himnos.
La segunda parte del servicio comenzaba generalmente con el ósculo de paz. Luego alguien traía
el pan y el vino hacia el frente, y se los presentaba a quien presidía. Acto seguido, el presidente
pronunciaba una oración sobre el pan y el vino, en la que se recordaban los actos salvíficos de
Dios y se invocaba la acción del Espíritu Santo sobre el pan y el vino. Después se partía el pan,
los presentes comulgaban, y se despedían con la bendición. Naturalmente, a estos elementos
comunes se les añadían muchos otros en diversos lugares y circunstancias.
Otra característica común del servicio en esta época es que sólo podían participar de él
quienes habían sido bautizados. Los que venían de otras congregaciones podían participar
libremente, siempre y cuando estuvieran bautizados. En algunos casos, se les permitía a los
conversos que todavía no habían recibido el bautismo asistir a la primera parte del servicio —es
decir, a las lecturas bíblicas, las homilías y las oraciones— pero tenían que ausentarse antes de la
celebración de la comunión misma.
Otra de las costumbres que aparece desde muy temprano era celebrar la comunión en los
lugares donde estaban sepultados los fieles que habían muerto. Esta era la función de las
catacumbas. Algunos autores han dramatizado la “iglesia de las catacumbas”, dando a entender
que éstas eran lugares secretos en los que los cristianos se reunían para celebrar sus cultos a
escondidas de las autoridades. Esto es una exageración. En realidad las catacumbas eran
cementerios, y su existencia era conocida por las autoridades, pues no eran sólo los cristianos
quienes tenían tales cementerios subterráneos. Aunque en algunas ocasiones los cristianos sí
utilizaron algunas de las catacumbas para esconderse de quienes les perseguían, la razón por la
que se reunían en ellas era que allí estaban enterrados los héroes de la fe, y los cristianos creían
que la comunión les unía, no sólo entre sí y con Jesucristo, sino también con sus antepasados en
la fe. Esto era particularmente cierto en el caso de los mártires, pues por lo menos a partir del
siglo segundo existía la costumbre de reunirse junto a sus tumbas en el aniversario de su muerte
para celebrar la comunión. Este es el origen de la celebración de las fiestas de los santos, que por
lo general se referían, no a sus natalicios, sino a las fechas de sus martirios.
Mucho más que en las catacumbas, los cristianos se reunían en casas particulares. De esto
hallamos indicaciones en el Nuevo Testamento. Después, según las congregaciones fueron
creciendo, algunas casas fueron dedicadas exclusivamente al culto divino. Así, por ejemplo, uno
de los más antiguos templos cristianos que se conserva, el de Dura-Europo, construido antes del
año 256, parece haber sido una casa particular convertida en iglesia.
Según hemos dicho anteriormente, sólo quienes habían sido bautizados podían estar
presentes durante la comunión. En el libro de Hechos vemos que tan pronto como alguien se
convertía se le bautizaba. Esto era posible en la primitiva comunidad cristiana, donde la mayoría
de los conversos venía del judaísmo, y tenía por tanto cierta preparación para comprender el
alcance del evangelio. Pero según la iglesia fue incluyendo más gentiles se fue haciendo cada vez
más necesario un período de preparación y de prueba antes de la administración del bautismo.
Este período recibe el nombre de “catecumenado”, y a principios del siglo tercero duraba unos
tres años. Durante este tiempo, el catecúmeno recibía instrucción acerca de la doctrina cristiana,
y trataba de dar muestras en su vida diaria de la firmeza de su fe. Por fin, poco tiempo antes de
su bautismo, se le examinaba —a veces en compañía de sus padrinos— y se le admitía al rango
de los que estaban prontos a ser bautizados.
Por lo general el bautismo se administraba una vez al año, en el Domingo de
Resurrección, aunque pronto y por diversas razones se comenzó a administrar en otras ocasiones.
A principios del siglo tercero los que estaban listos para ser bautizados ayunaban durante el
viernes y el sábado, y su bautismo tenía lugar en la madrugada del domingo, como la
resurrección del Señor. El bautismo era por inmersión, desnudos, los hombres separados de las
mujeres. Al salir del agua, se le daba al neófito una vestidura blanca, en señal de su nueva vida
en Cristo (compárese con Colosenses 3:9–12 y Apocalipsis 3:4). Además se le daba a beber
agua, en señal de que había quedado limpio, no sólo exterior, sino también interiormente.
Además se le ungía, porque ahora el cristiano había venido a formar parte del real sacerdocio, y
se le daba leche y miel, porque había penetrado en la Tierra Prometida. Después todos
marchaban juntos a la iglesia, donde el neófito participaba por primera vez del culto cristiano en
toda su plenitud, es decir, de la comunión.
Aunque por lo general el bautismo era por inmersión, en los lugares en que escaseaba el
agua se permitía practicarlo vertiendo agua sobre la cabeza tres veces, en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.
En cuanto a si la iglesia primitiva bautizaba niños o no, los eruditos no han logrado
ponerse de acuerdo. En el siglo tercero hay indicios claros de que los hijos de padres cristianos
eran bautizados de niños. Pero todos los documentos anteriores nos dejan en dudas acerca de esta
cuestión, tan debatida en siglos posteriores.
La organización de la iglesia
No cabe duda de que a fines del siglo segundo existía en la iglesia una jerarquía con tres
niveles: obispos, presbíteros y diáconos. Algunos historiadores —sobre todo católicos— han
pretendido que esta jerarquía tripartita se remonta a los orígenes mismos de la iglesia. Pero lo
cierto es que ]os documentos no permiten hacer tal afirmación, sino todo lo contrario. Aunque en
el Nuevo Testamento se habla de obispos, presbíteros y diáconos, estos tres títulos no aparecen
juntos, como si cada iglesia tuviera que tener estos tres oficiales. Al contrario, el cuadro que el
Nuevo Testamento nos presenta nos da a entender que la organización de la iglesia primitiva
variaba de lugar en lugar. Además, hay fuertes indicios de que, por lo menos durante la mayor
parte del siglo primero, los títulos de “obispo” y “presbítero” eran intercambiables. También
algunos eruditos piensan que en ciertas iglesias —inclusive en Roma— no hubo al principio un
solo obispo, sino varias personas que tenían todas a la vez uno o ambos títulos.
Como hemos dicho anteriormente, el énfasis en la autoridad de los obispos y en la
sucesión apostólica surgió durante el siglo segundo, como un modo de responder al reto de las
herejías. Mientras la mayor parte de los cristianos venía de un trasfondo judío, el peligro de las
herejías fue menor. Pero según fue aumentando el número de gentiles entre los cristianos, fue
aumentando también la multiplicidad de doctrinas, y se fue haciendo necesaria la centralización
de la autoridad.
El lugar de las mujeres en la jerarquía eclesiástica ha sido mal interpretado. Puesto que en
el siglo segundo todos los oficiales de esa jerarquía eran varones, se ha pensado que lo mismo
fue cierto en la iglesia primitiva. Pero el Nuevo Testamento nos da a entender otra cosa. Felipe
tenía cuatro hijas que “profetizaban”, es decir, que predicaban. Febe tenía el rango de diácono en
Cencrea. Y Junias se cuenta entre los apóstoles. Lo que ha sucedido es que durante el siglo
segundo, en sus esfuerzos por evitar toda doctrina falsa, la iglesia centralizó su autoridad, y las
mujeres quedaron excluidas del ministerio de la predicación. Pero todavía a principios del siglo
segundo Plinio le dice a Trajano que ha hecho torturar a dos “ministras” de la iglesia cristiana.
Al estudiar el lugar de las mujeres en la iglesia antigua, no debemos dejar de mencionar
el papel importantísimo de las viudas. Ya en el libro de Hechos encontramos que la iglesia
primitiva se ocupaba de sustentar a las viudas que había en su seno. De no hacerlo así, tales
viudas quedarían desamparadas, y sus únicos recursos serían irse a vivir con alguno de sus hijos
o casarse de nuevo. En cualquiera de estos casos, si el hijo o el nuevo esposo no eran cristianos,
la viuda se vería limitada en su vida religiosa. Pronto se les dieron a estas viudas
responsabilidades dentro de la iglesia. Ya hemos mencionado a la viuda Felicidad, cuya labor
despertó la animadversión de los paganos y la llevó al martirio. Otras se dedicaron a la
instrucción de los catecúmenos. Como resultado de todo esto, el título de “viuda” llegó a
referirse, no tanto al estado civil de la mujer en cuestión, como a su función dentro de la
comunidad cristiana. Antes de terminar el siglo primero, ya había mujeres solteras que decidían
dedicarse por entero a estas funciones, y no casarse. Es entonces que empiezan a aparecer en los
textos frases tales como “las viudas y vírgenes” y aun “las vírgenes que son llamadas viudas”. A
la larga esto daría origen al monaquismo femenino, que fue anterior al masculino.
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