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Yo soy ellas

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Derechos reservados © 2019, respecto a la segunda edición en español, por:

© Cruz Galdón
© Editorial Samarcanda

ISBN: 9788417904746
ISBN e-book: 9788417904180

Producción editorial: Lantia Publishing S.L.


Plaza de la Magdalena, 9, 3 (41001—Sevilla)
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IMPRESO EN ESPAÑA — PRINTED IN SPAIN
A mi padre, por haber conservado
el testimonio y la conciencia de ellas.

Y a vosotros, mis hijos,


porque esta será también vuestra historia…

Es recomendable escuchar la siguiente


lista mientras se disfruta de la lectura.
Capítulo I
Es hora de desnudarse

Bellavista de la Jara, 1910.

—Armando, acaba de nacer tu hijo. Aquí tienes a tu varón


llamado Samuel, pero, por desgracia, no hemos podido hacer
nada por la madre. Natalia ha muerto. ¿La llevarás al Puerto de
Santa María? Así comienza la vida de Samuel Almena, hijo de
una larga estirpe, de los Almena de toda la vida, hacendados y
potentados de la época, cuando la riqueza se medía por fincas con
su ganado repartidas por doquier, dehesas que se alargaban por
Sierra Morena, donde los toros de raza y trapío hacían las delicias
de maestros y señores. Cuando la fortuna se palpaba en los corti-
jos con aperos de ganado bravo y de tierra, y los caballos hacían de
las distancias espacios donde romper el aire y tragarlo a buches.
Samuel, hijo único y huérfano de madre, se crio a la vera de
su abuelo y de su padre. Caprichoso, elegante y con un enorme
atractivo, más acorde con los cánones anglosajones que con la
Andalucía profunda, sus ojos de un azul intenso y galante, esos
ojos que con mirarte lo decían todo. Su pelo del color del trigo,

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rubio, con una densidad suave y siempre bien peinado. Su padre
perennemente decía que un buen abrigo y unos buenos zapatos
siempre limpios hacían del hombre un señor.
Pero ¿qué estoy haciendo? Comienzo por el nacimiento de
Samuel, y ni siquiera me pongo a recordar dónde acaeció toda
esta historia.
Bellavista de la Jara, cabeza de comarca, se encuentra situada
en Andalucía, en el comienzo o fin de Sierra Morena, un pueblo
de esos que podríamos definir de rancio abolengo. Leí no hace
tanto que los primeros pobladores les ganaban en peso y estatura,
¿cómo competir con un arcosaurio de la era Secundaria?
Ciertamente es simpático advertir que lo que ahora visitan los
niños como huellas icnitas, en tiempos de Samuel, era la huerta
del Tío Nicasio, donde los protagonistas de estas historias iban a
bañarse en la alberca, coger moras deliciosas y jugar en la era a mil
y una aventuras. Y esas oquedades en la roca no eran más que eso,
«huecos». Y ahora resulta ser que donde ellos hacían las albondi-
guitas de barro y paja son huellas de dinosaurio.
Pues sí. Bellavista de la Jara albergó a los dinosaurios que
huían de la época glaciar, que también se afincaron antes que mis
antepasados íberos, romanos, visigodos, árabes y cristianos.
Se trata de un lugar rodeado por tres montañas que actúan
como tres madres amorosas que abrazan a su pueblo, el cerro San
Roque, el Castillo y la Guardia.
Samuel se crio como todo aquel que vive de las rentas. Estudió
hasta donde quiso y se fue forjando en la horma que le correspon-
día, como mandaban los cánones de la época y la estirpe a la que
pertenecía. El campo, para revisar que todo estaba en su lugar,
que los toros eran los que debían ser, que se preparaban para ser
toreados en plazas de tercera y segunda, y en dos ocasiones en Las
Ventas. ¡Cómo me gustaba de niña ir contigo y con mi padre a
la plaza! ¡Qué serio tu semblante, que quería transmitir todo el

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rigor, la nobleza y la oración que cada lance suponía para toro
y torero!
—Samuel, te llama tu padre. Ve al casino, que no está de buen
café y aún no sé qué mosca le puede haber picado.
—Marcial, no será para tanto. Alguna partida que no ha sido
de su agrado o alguien que le ha tosido en sus creencias y valores.
Ya sabes que el señor siempre dicta cátedra.
—Samuel, date prisa, no creo que sea agua de borrajas.
De la casa de Samuel al casino no era un trecho considerable,
pero había que pasar por la plaza, donde estaban las mozas lle-
nando sus cántaros y haciendo que la mañana tuviera un tono de
cháchara, cotilleo y alguna mirada furtiva robada.
Samuel llegó a la plaza, se ajustó la chaqueta y el sombrero,
miró la hora en su reloj de mano —las doce del mediodía—,
respiró hondo para después encender un cigarrillo, meter su
mechero de plata en el bolsillo y caminar espigado hacia donde
estaban las muchachas.
Samuel pensó: «Esta Ángela, ¡madre mía! ¡Esta morena me
quita el sentido! ¡Qué ojos verde oliva y cómo se clavan en mi
alma! ¡Me tiene loco perdió! Pero siendo hija de quién eres cómo
voy a acercarme a ti».
—Que sean buenos días, damiselas, y que tengan sus excelen-
cias buena mañana.
—Buenos días, señorito Samuel —contestaron al unísono.
—Consuelo, ¿qué tal va tu padre? Ven que tengo que pedirte
algo. Te mando recado con discreción, que a todas estas les gusta
más un direte que respirar. Cuando veas que Ángela se queda
sola, dile que hoy paso por su verja, que esté atenta, que llevo días
queriendo hablarle y no hallo lugar ni momento. Y con lo que te
diga, y sin decir ni misa, te vienes de corrido al casino que estaré
con mi padre. Pero eso sí, me haces una señal, que ya salgo yo. No
levantes quebrantos que los carga el diablo.

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—Sí, señorito. Guarde ventura que seré la mar de discretica.
El casino se encontraba en una esquina de la plaza. Solo con
asomarse a la puerta se podía divisar la fuente, las mozas y los
caballos amarrados al edificio del ayuntamiento. Pero, además,
desde la ventana situada a la derecha de la puerta, en la mesa de
los Almena, la visión era completa sin necesidad de inclinación
alguna. Por ella, Emilio podía ver los movimientos de su nieto,
sus ademanes y los mohines que le hacían tan gallardo, que casi el
abuelo podía sentirse joven, pavoneándose entre tanta moza bella
y servicial. Pero estaba preocupado. Sabía de los sentimientos que
habían cazado el corazón de su nieto y eso, eso no podía traer
nada bueno, teniendo esa morena el padre que tenía.
—Da su permiso, padre, abuelo —dijo refiriéndose a su padre,
Armando, y su abuelo, Emilio, quitándose el sobrero y hacien-
do una pequeña reverencia—. Me ha dicho Marcial que me ha
mandado a llamar por un asunto de enjundia, por lo que no ha-
biendo querido demorarme, vine de seguido esperando pronta
pesquisa.
—Samuel —repuso el abuelo Emilio—, tu padre está preocu-
pado por un dime y direte que se cuenta por estos lares y que te
concierne. Tú sabes, hijo, que eres el baluarte de esta familia, que
tus gestas hacen honores y deshonores, así como que la hacienda
de los Almena es sagrada. Pronto tendrás que elegir esposa, de
las hijas de Demetrio, de doña Dolores o la que quieras de los
alrededores, pero has de elegir con tino, prudencia y claridad de
miras. Vivir de las rentas no es sencillo en los tiempos que corren,
además que el dinero llama al dinero. ¿Me entiendes, Samuel?
—Padre —dijo su padre Armando dirigiéndose al abuelo
Emilio—, deje usted de andarse con rodeos ni paños calientes.
Este señoritingo que es mi hijo me la está jugando y no voy a con-
sentir ni un minuto más que se ría en mi cara —dijo mirando
fijamente a su hijo Samuel—. ¿Qué tienes tú con la hija del za-

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patero? Que malas lenguas me dicen que lo vuestro no es una
chanza y que le mandas recado para cortejarla. ¿No te das cuenta
de que vas a ser el hazmerreír de todo el pueblo? ¡Que su padre
es un muerto de hambre, anarquista y libre pensador! Por Dios,
Samuel, que ni tiene a sus hijas bautizadas, ¿acaso eso no es sufi-
ciente como para que te alejes de tales compañías?
—Padre, ¿por qué dice usted eso? ¡No hable así de Ángela!
—respondió Samuel con voz ahogada.
—Hablo como me da la gana y como mi condición me ampara.
Eres un Almena y ni tu abuelo Emilio ni yo nos emparejamos en
nuestras vidas con cualquiera. Y esa familia lo es. Mira cómo se
pavonea de ser el mejor amigo del cura. Horas y horas debatiendo
de lo divino y lo humano, como si sus deliberaciones fueran el
fruto del más erudito de los filósofos y teólogos. Además de ser
titiritero, comparsero y organizador de mofas y sainetes para di-
vertimento del pueblo. Abre los ojos, Samuel, por amor de Dios.
Si tu madre levantara la cabeza, mi Natalia, esa dama y señora que
tan poco tiempo me dejó Dios tenerla. Reacciona o…
—Padre, le ruego que no siga usted hablando de esa manera,
no me ofenda, Ángela es la mujer más casta, buena, sencilla,
digna y bella que he conocido en mi vida. Le amo desde el mismo
momento en que la vi, desde el instante primero en que sus ojos
almendrados y grandes se dejaron caer en mi persona. Me ha
costado sangre, sudor y ayuda acercarme a su vera. Padre, por
Dios, no siga haciendo quina de algo puro y sincero.
Don Armando se levantó y, apoyando los puños en la mesa,
dio un golpe que produjo el silencio de todas las fichas de dominó,
voces y vasos del casino. Todos los allí presentes quedaron expec-
tantes al siguiente acontecer. Samuel dio un paso atrás. El abuelo
Emilio quiso hablar, pero don Armando intervino:
—Cállese, padre. Si este desagradecido se casa con esa mujer,
hija de quién es, desde este instante que se haga cargo que deja

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de ser mi hijo y que se olvide de obtener una perra gorda de esta
familia. Ahora vete de aquí, que ya llevas lo tuyo. Piensa y reca-
pacita, que esa mujer no se merece tu ruina.
Con un querer así, la vida entera se doblega a ese sentimiento,
se abre en canal el corazón y no entra nada más que el aire y el
alimento suficiente para sobrevivir, es la enorme pasión la que
marca el compás del latido del alma.
Qué sentiría Samuel, su casta y hacienda o el amor de su vida,
ese primer amor que entra sin pedir permiso y se agazapa ocu-
pando todo el ser, el pensamiento, la alegría, el estómago... Grave
encrucijada para un joven corazón que apenas cumplidos los die-
cisiete años se ve abocado al desarraigo. ¿Cómo se puede negar a
un hijo tan joven que ame libremente y a corazón abierto, por el
simple y desconsiderado hecho de que el objeto de su amor perte-
nece a una familia humilde, de diferentes creencias u opiniones,
cuando Ángela ni tan siquiera sabía leer ni escribir?
Tras la contienda, Samuel desapareció todo el día con la excusa
de ir al campo. Ensilló su caballo y a galope tendido abandonó
el pueblo, atravesó la era hasta llegar al camino que llevaba a la
Dehesa. Su pensamiento repetía una y mil veces dos frases: «Mi
amadísima Ángela» y «Lo siento padre».
Cuando llegó al cortijo el bocado del caballo hacía que el
pobre animal estuviera bañado en saliva blanca. Su cuerpo
sudaba y las crines estaban enredadas por el fuerte viento de abril,
que de costado hizo estragos en el alazán. Bajó del jamelgo y se lo
entregó al mozo de cuadras. Con un gesto alzó su brazo para que
le diesen agua y de comer. Se fue a la enorme cocina, vio el botijo
que desde siempre llevó sus iniciales y que perennemente se en-
contraba encima de la mesa de matanza. Alzándolo, cual si de un
trofeo se tratase, dejó caer el agua fresca por su boca, su mentón,
su pecho, pero nada le refrescaba el alma, que ardía en miles de
sentimientos que le atormentaban.

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—La amo tanto que me duele el pecho y, si la pierdo, no quiero
vivir. Pero lo dice mi padre, y el abuelo, al que tanto respeto y
quiero. ¿Qué será de mí sin su amparo y consejo?
Cayó la noche cerrada. El cielo se había llenado de nubes y
el viento mecía las hojas de las olivas. El cañamón estaba for-
mándose y una pedrisca o excesivo céfiro podía hacer que peli-
grase la cosecha. Los animales, inquietos, se removían en sus
pesebres y Samuel deshojaba margaritas pensando si acudir a su
cita con Ángela o dejar que todo muriese.
—Si no vuelvo a ti perderé lo que más quiero en este mundo.
Pero si la quiero más que nada, ¿qué hago preguntándome qué
hacer? Debo salir rápido a su encuentro. ¿Y si mi padre lo sabe
o manda a Marcial a vigilar la casa del zapatero? ¡Mal rayo parta
a tanta estupidez! ¿Acaso no supo mi padre lo que es perder el
amor de su vida? A padre se le rompió el alma en pedazos, por eso
me odia, por eso no admite mi felicidad. Eso es, no admite que yo
sea feliz porque maté a mi madre al nacer. Estoy seguro de que me
culpa y es por ello por lo que el abuelo Emilio siempre sale en mi
defensa. Por eso atenúa los golpes certeros que, con sus palabras,
mi padre me infiere.
Si voy, estaré con ella para siempre. Si me quedo, la cobardía
será el baluarte de mi existencia. Habré elegido el dinero y posi-
ción antes que el amor de mi amadísima y queridísima Ángela.

Mientras tanto, en Bellavista de la Jara, los acontecimientos


comenzaban a sucederse de una forma estratégica, pues en la
vida a veces, con solo mover una pieza, con solo generar una si-
tuación, se cambia. Así Marcial Marchena, la mano derecha de
don Armando, se fue en busca de Consuelo, la mensajera de los
amoríos de Samuel.
—Consuelo, pasa por la casa de los Bodegones, que te manda
llamar don Armando Almena, y dice que es de acelerar.

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—Pero, Marcial, ¿para qué quiere ese cascarrabias que me
persone allí? Además, después del avispero que ha dejado en el
casino, que no había barba que no contase cómo le ha hablado
a su propio hijo. Conmigo no cuentes, zagal, que ese viejo me la
tiene jurada por ir de casamentera a casa de la Ángela. ¡Ni loca!
—Consuelo, o vas o te llevo yo del moño. Si te llaman vas y no
se hable más.
Desde la ermita donde vivía Consuelo hasta la casa de los Bo-
degones se tardaba un rato largo, y no era por la excesiva distancia,
sino más bien por la cantidad de cuestas que había que recorrer.
Con la lengua fuera y renegando de su suerte, Consuelo llegó con
Marcial Marchena a la casa de los Almena.
—¿Da usted su permiso?
—Pasa, Marcial, te espera el señor en el patio.
El patio de la casa de los bodegones era un patio de gran
cabida, rectangular y porticado con maderas, en cuyo techo
yacían enormes parras pobladas de racimos de uvas esperando la
madurez del verano. Al frente, a ambos lados de las caballerizas,
había dos enormes higueras que hacían las delicias en los amane-
ceres de los chiquillos del servicio y de algún señor que antes de ir
a miccionar se dejaba caer para degustar una golosina.
El salón principal daba al patio por el ala norte, tenía grandes
aspidistras y helechos que propiciaban que fuese la zona más fres-
quita en verano, y allí, en su sillón de enea, don Armando Almena
fumaba plácidamente su pipa tras almorzar.
—Pasa, Marcial. ¿Viene Consuelo contigo? Hazla entrar.
—Da usted su permiso, don Armando. Aquí estoy porque me
mandó recado con Marcial. ¿Qué se le ofrece?
—Atiéndeme con todo seso, aunque sea poco. Ve a casa del
zapatero y le dices a su hija que, si quiere a mi zagal, se aparte de
él. Que nadie mejor que ella para saber que es poca cosa para mi
hijo y que no está de mi agrado que sigan en conversaciones. A

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más que, si lo ama de verdad, es lo que tiene que hacer y que ya
les mandaré unas viandas para que su padre esté más desahogado.
—¿Algo más? —dijo apretado los labios y los puños.
—Sí, dos cosas: que este recado no salga de tu boca más que
una vez, y sea con su destinataria. Y que el practicante pasará por
tu casa para ver qué necesita tu padre. Así quedarás bien pagada
por el recado y por tu silencio. Ya puedes irte.
Marcial y el abuelo Emilio miraron de soslayo al don Armando.
No podían creer hasta qué punto estaba dispuesto a involucrarse
en la vida de su hijo. Los dos se cruzaron las miradas con tristeza y
desaprobando la pésima decisión que había tomado. Agacharon
sus cabezas y cada uno, como si de dos caminos se tratase, se di-
rigieron a estancias distintas de la casa de los bodegones, Marcial
a las caballerizas y el abuelo Emilio a su despacho, sabiendo de
antemano que las piezas de ajedrez jugadas por Armando iban a
traer una guerra con demasiados muertos.

Consuelo llegó a la casa del zapatero indignada consigo misma


y con su propia misión, pues conocía a Ángela y tal desdén le
parecía el peor de los pecados. «Matar el amor era como matar a
una persona», se repetía una y otra vez. Y, para colmo, la recadera
y mensajera iba a ser ella. Menos mal que su padre iba a tener los
cuidados médicos que tanta falta le hacían y eso acallaba un poco
su conciencia, pero la canallada que estaba próxima a ejecutar, y
por su propio beneficio, le hacían sentirse miserable, su amiga iba
a ser una pobre desgraciada.
—¿Ángela? Sal, que está Consuelo la del molinero a verte.
—Hola, Consuelo. ¿Qué haces aquí en la siesta? Pasa y te das
un buchito del botijo, mujer, que vienes sudando y colorada. ¡Ni
que el diablo te mandase!
—Ay, Ángela. El diablo no lo sé, pero su primo hermano por
descontado. —Bebió un largo trago de agua, que estando fresca

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le parecía la misma hiel—. Escúchame, porque no puedo demo-
rarme y es de vida o muerte que te dé el recado que de la casa
de los bodegones me mandan a decir. Tienes que olvidarte de
Samuel, por su bien y si le amas. Dice su padre que te apartes,
que te vas a desgraciar y desgraciarle a él. Y que te lo agradece-
rá ayudando a que vuestros buches se engorden un poco. Yo no
puedo hablar de esto con nadie y a cambio de decírtelo y de callar-
me mandará al practicante a mi casa a ver si sanamos a mi padre.
Amiga del alma, perdóname por decirte esto y por ser el pájaro
de mal agüero que tiene que traer el nubarrón a tu corazón, pero
piensa que Samuel es mucho Samuel para ti. ¿Qué vas a hacer tú
en la casona con tanta «mandamasa» y tú, una pobre ignorante?
Cuando te cargues de hijos tendrá una procurada y tú serás una
pobre incauta. Haz caso al Almena ese. Olvídate de Samuel, ¡otro
vendrá que reina te hará! ¡No llores, por Dios! Que se me parte el
alma, que tú eres la alegría de este pueblo, que ese señoritingo no
te llega ni a la altura de la alpargata. Dame un abrazo.
Ángela no fue capaz de contener ese llanto que te ahoga, que
te desgarra por dentro, que atenaza el cuerpo y apenas eres capaz
de articular sonido alguno que no sea un sollozo.
Debió sentir cómo perdía toda ilusión y cómo, a partir de ese
instante, correspondía actuar. Sí, era analfabeta. No sabía cómo
se escribían los poemas de amor, o cómo se cantaba al amado. No
sabía cómo era el sabor de un beso ni la caricia de un roce cuando
tanto se ama. No sabía qué escalofríos producía el contacto de la
piel, ni cómo era morir en brazos de Samuel, pero sí sabía cómo
era el dolor por amar y no poder amar.

Anochecía. El viento acercaba los ecos de las voces de las


encinas. Mi Samuel caminaba con las riendas de su caballo al
hombro hacia Bellavista de la Jara, sendero adelante, pensativo y
sintiendo cómo cada paso marcaba el latido más fuerte de su voz

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interior. Había decidido ir a la reja de la casa del zapatero con el
único propósito de quién sabe qué. Por momentos era el aguerri-
do gladiador al que todo le importaba un céntimo y, al instante
siguiente, se volvía pequeño como un celemín en la gustosa placi-
dez de su casta. Sin pensarlo más, decidió acelerar y no dilatar más
el acontecer de su sino.
—Ángela, Ángela… ¿Está usted ahí? La espero con tremendas
ganas de contemplarla.
—Buenas noches tenga usted, Samuel. Con la noche de perros
que hace pensé que no sería de su agrado aparecer en mi casa.
¿Qué se le ofrece, señorito?
—Ángela, permítame que la tutee. Lo que vengo a decirle es lo
más importante que he dicho jamás y ya que nos separa una reja
que al menos no lo haga la seriedad de un protocolo.
—Lo que usted mande, señorito, pero no creo que sea bueno
que alguien como yo pueda hablar de forma tan cercana a
un Almena.
—Basta, Ángela. Yo no soy nadie si tú no estás a mi vera. Te
quiero como solo sabe querer un hombre, que es con el corazón
entero, lleno, a pleno pulmón. Y sé, Ángela, que tú también
bebes los vientos por mí. Sé cómo me miras y cómo dejas caer el
paño de tu cántaro cada vez que vas a la fuente de la plaza para
que yo me agache y puede recorrerte con mis ojos de abajo arriba
hasta detenerme en tu cara, en esa boca y esos ojos, que son lo más
parecido a la gloria. Ángela, hoy en el casino…
—Calla, Samuel, no sigas. Ya sé lo que aconteció hoy en el
casino. Todo el pueblo comenta cómo tu padre te ha mandado a
llamar para dejarte claro que yo no soy nadie ni puedo serlo.
—Ángela. No voy a permitir jamás que vuelvas a decir que no
eres nadie. Eres todo para mí y eso es suficiente. Tú eres mía y no
habrá cielo ni tierra, ni herencia ni hacienda que me aparte de mi
queridísima y amadísima Ángela. ¿Lo entiendes ya?

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—Samuel —añadió sacando las manos por la ventana para
acercarlas al rostro de Samuel—, esta será la primera y última vez
que acaricie tu rostro. Será la primera y última vez que toque el
cielo, la primera y última vez que ame. Tu padre lleva razón: no
soy nadie comparada con la señorita Adela, o con otras como ella.
Mi ropa, mis manos, mi forma de hablar…, no sé leer ni escribir;
no sé ni cómo se reza; no sé caminar con zapatos de tacón ni cómo
trenzar mi melena para parecer una señorita de esas; no sé cómo
se comporta una dama, no sé dar órdenes, porque solo sé obede-
cer; no sé bordar, solo remendar; no sé hacer comidas de casona,
porque solo tenemos para gachas y un huevo de vez en cuando;
no sé hacer rosquillas, porque solo sé amasar pan; no sé almido-
nar una pechera, porque jamás vi una; no sé… Pero sí sé, Samuel,
que jamás me perdonarás que te separe de tu padre y de tu abuelo.
Lo que hoy te parece tan fácil, mañana será mi pecado; lo que hoy
crees que no merece la pena, mañana será tu anhelo; lo que hoy
te pone a bullir la sangre mañana será la sangre que tanto amas y
que desdeñaste. Samuel, acércate. Dame tu mano.
Samuel acercó su cuerpo y su mano. Ella la tomó amorosa con
las suyas y se la llevó al corazón. El latido era tan fuerte que pare-
ciese los tambores de Semana Santa. Sus lágrimas se derramaban
entre las manos unidas.
—Te amo y siempre te amaré, pero nunca más volveré a verte.
Prométeme que te casarás y serás feliz, que harás todo lo posible
por hacer honor a tu nombre y apellido, que harás de ti un
hombre de bien, así como que me olvidarás. Yo te ayudaré a ello,
Samuel. Juro que lo haré, aunque me muera por dentro, porque
te amo tanto que hacerte sufrir no me lo perdonaría nunca. Y, si
hay un Dios, que sepa que todo lo que hago lo hago por amor.
Adiós, Samuel.
Ángela cerró la ventana lentamente, pero con decisión, y
Samuel no pudo ni siquiera despedirse. Ahora sí que no enten-

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día nada. Cuántas veces quiso volver a saber de Ángela, pero esta
cerró su ventana y se esfumó del mundo como si fuese un ángel
que al cielo regresa. Ya no tenía que decidir nada, ya estaba todo
dicho, su amor se fue con el aire de aquella noche inclemente
de abril.
Sus destinos truncados, esa noche fue una de esas noches sin
final, de desencuentro con uno mismo y con el resto del mundo,
en la que ambos estaban a punto de desear morir, o muriendo
poco a poco, porque el amor no mata, pero destruye lentamente.
Ambos deseándose con toda el alma y sin poder decirse «lo
siento, olvídalo, fue un arrebato» o «pongámonos el cielo por
montera y huyamos».
Qué impotencia que sean los terceros los que arruinen la felici-
dad, y lo más triste, es saberlo y no remediarlo. Pero ese sentimiento
de honor de Ángela, ese negarse el todo por considerarse la nada,
¿eso era honor y generosidad o es simplemente, miedo?
Ángela, blandiendo el nombre del honor y la generosidad,
dejó de lidiar la batalla más importante de esa primera parte de la
vida, el primer amor.
¿Quién no ha apretado la cabeza contra la almohada deseando
que esta cobrara vida y te ahogara la pena? ¿Quién no ha gritado
al cielo entonando un «por qué a mí»? ¿Quién no se ha muerto
hoy por amor para seguir viviendo mañana por amor?

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Capítulo II
Vestirse con otra piel

Samuel, tras cerrarse la ventana, sintió que el cielo entero se caía


sobre su espalda. Maltrecho su corazón y sin posibilidad de dar
vuelta atrás, pues habían decidido todos cómo debía ser su vida,
se fue alejando poco a poco de la casa del zapatero, dejando su
corazón encadenado a la reja. En el alma llevaba todas sus perte-
nencias. Lo que no estaba en ella, es que ya no le pertenecía. ¿Pero
él era realmente una persona sentimental de las que deja entrar en
su corazón el dolor hasta lo más profundo?
Se dejó llevar un tiempo por el amado brebaje del licor y algunas
compañías no tan deseables. Buscaba a su amadísima Ángela, pero
se la había tragado la tierra. Nadie sabía dónde estaba y, si alguien
lo supo, no quiso decir su paradero. Pero ¿qué hacer para bus-
carla? ¿Dónde, una mujer humilde y sin recursos, podría estar?
Se martilleaba una y otra vez la testa pensando si quizás le habrían
mandado a servir, pero ¿con quién? Era insoportable pensar que
alguien pudiera abusar de su bondad, de su dulzura, que cualquie-
ra pudiera darle órdenes y que ella sin rechistar acatara todo lo que
le ordenasen, pues tal era la naturaleza de Ángela.

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Los primeros días desgarradores y sangrantes pasaron sin
poder ser mitigados por bálsamo alguno. Poco a poco, las jornadas
de abril dieron paso al florido mayo y, con él, a las fiestas de Pente-
costés, con sus queridos encierros, sus mozas engalanadas para la
verbena, los mantones de manila y las mantillas para adorar a su
preciosa Virgen en Santa María la Mayor.
Ese tiempo con los amigos y alternando con su padre en el
casino, hizo que poco a poco la distancia y la normalidad fueran
entrando en él. Y fue la noche del sábado cuando vio a lo lejos
acercarse con un contoneo diferente a una señorita que más que
jovencita parecía ser una Venus bajada del Olimpo.
—Buenas noches, señorita Adela. Está usted, si me lo permite,
realmente bonita.
Samuel se acercó lentamente ofreciéndole su brazo para que
ella pudiese agarrarse y disfrutar de un pequeño paseo por la plaza
dejándose ver por todos los allí presentes, incluido don Armando
y su padre don Emilio, quienes, sin mediar palabra, se dijeron mil
cosas en una mirada.
—Buenas tardes tenga usted también, Samuel. Qué gusto
verle en la verbena, pues me comentaron las buenas lenguas que
usted se hallaba indispuesto por males de amores.
—No sea murmuradora, Adela, que las malas lenguas las carga
el diablo y son cosecha de las niñas deslenguadas, y usted, que yo
sepa, no lo es.
—Lo siento, Samuel, discúlpeme. En verdad no debí cues-
tionarle de esa forma mi interés por saber cómo se encuentra
tras su ruptura con Ángela. Cierto es que me enteré por mi
madre, que a su vez se lo dijo mi padre, que se encontraba en el
casino el día de marras. ¿Cómo se encuentra, Samuel? Puede ser
sincero conmigo.
—Adela, paseemos juntos, dedíqueme una de sus sonrisas y
prometa bailar conmigo todos los pasodobles de esta noche…,

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por lo demás no se acongoje por mi persona, que mi corazón está
sano y lleno de vida.
Todas las miradas se centraron en la pareja. Apenas a un mes
de irse Ángela del pueblo, el señorito ya se encontraba encandi-
lando el corazón de una bella dama. Pero es cierto que la mancha
de mora con otra mora verde se quita, así que Samuel no hizo
otra cosa que vivir su duelo como mejor le apetecía, sin entrar a
valorar si era lo acertado o no. Al fin y al cabo, habían decidido
todos su vida y no le concedieron derecho a réplica alguna.
Las risas exageradas de Adela hacían que todas las jóvenes en-
vidasen su fortuna, ser la elegida para bailar con Samuel Almena,
quién pudo desear más. Su madre engordaba por quintales al ver
a su hija en los brazos gallardos del heredero de don Armando,
finca con finca y tiro porque me cuento cuatro.
—Adela, es hora de acompañarle a la mesa de sus padres. Les
daré las buenas noches y me iré con mis amigos a tomar la pe-
núltima. Pero no deseo irme sin antes agradecerle esta noche.
Ha sido un soplo de aire fresco en el tormento que ciertamente
estoy viviendo. Antes no respondí a su pregunta, pero ahora sí lo
haré. Estoy perdido, Adela. Sin Ángela mi vida no tiene ilusión
ni camino que desear recorrer, y me siento engañado, pues todos
han decidido, incluida ella, que mi amor vale demasiadas ha-
ciendas para merecerlo su pobreza. Yo no he elegido nacer de mi
padre, nací y punto. Ella tampoco de su padre, nació y punto.
Pero es totalmente incomprensible e insufrible que no te dejen
amar. No la olvido, debo ser sincero, no puedo ni quiero, pero
tampoco puedo estar eternamente adorando a alguien que me
ha cerrado su ventana. Es por todo esto que le solicito, Adela,
permiso para visitarla de vez en cuando y poder tener un soplo de
aire fresco. Si con el tiempo usted me acepta…, Dios dirá.
—Espero que así sea, Samuel. Ya sabe que siempre me gustó
su compañía —dijo mirándole con ojos coquetos y a media voz.

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Adela, hija de los dueños de las mejores fincas de olivos y cereal
de Bellavista de la Jara, era también hija única. Había sido educada
para casarse con alguien de su condición y hacer un matrimonio de
conveniencia. Los pretendientes no le faltaban. Pero ella realmente
estaba desde siempre encaprichada o enamorada de Samuel.
Imagino las mariposas revoloteando por su estómago al verse
en sus brazos girando como una peonza, una pieza tras otra, olvi-
dando el tiempo y viviendo el instante, deseando que no acabase.
En este caso era una Cenicienta rica que no tenía que regresar a
las doce porque tenía a todo su séquito presente, con beneplácito
implícito de madre y padre, pero que se encontraba en los brazos
de su príncipe azul.
Todos en alguna ocasión hemos intentado olvidar el desamor
con otro amor, pero rara vez funciona. Se sigue anhelando a la
persona con la que realmente quieres estar; odias su actitud y
hasta sus recuerdos; se cambia de peinado y hasta de ropa; se busca
un nuevo perfume y se repite en la mente mil veces que «ya está
olvidado», pero, sin embargo, se muere por dentro y, si se estu-
viera al alcance, se le daría un discurso de los que hacen época, de-
mostrándole todo lo que ha perdido; desdeñados y despechados,
pero se calla y otorga, y se busca en la mora verde similitudes de
forma inconsciente para silenciar los chillidos del corazón roto.
Supongo que Samuel hizo lo propio con Adela. Sería su
bálsamo y su oasis en el desierto de sus sentimientos, aunque
los sentimientos hacia Adela no eran como los profesados hacia
Ángela, lo cual, en cierto modo, hace sentir hacia Adela una
ternura protectora y especial, pues ¿qué misión cumpliría en esta
historia? Pues seguramente, la de rehacer la fortaleza de Samuel y
ser su paño de lágrimas.
Las semanas siguientes se sucedieron con una calma y alegría en
grado medio. Adela y Samuel daban paseos por la plaza, visitaban
los eventos de las familias adineradas de Bellavista, incluso iban

26
a las dehesas a montar a caballo y respirar la primavera cercana
al verano, y así se dejaban ver por todo aquel que deseaba tener
un cotilleo fresquito y jugoso para entretenimiento del personal.
Adela esperaba día tras día que Samuel diera el paso de comenzar
a tutearla y quizás algún beso robado, pero no llegaba tal sueño y,
poco a poco, iba languideciendo. Sabía que pronto Samuel se iría
a cumplir el servicio militar y era su propósito personal comenzar
su noviazgo formal antes de su marcha.
Estando una tarde sentados en las mecedoras del gran salón
de la casa de los Medina, Adela se levantó para servir una copa
de vino a su padre y a Samuel y pidió las viandas para acompa-
ñar la bebida. Fue entonces cuando al darle la copa rozó suave-
mente su mano, con tal delicadeza, que un escalofrió recorrió su
nuca. Miró con vergüenza a Samuel pensando que pudiera haber
notado su turbación y rápidamente acudió a la vera de su padre
para parecer airosa.
Samuel quedó mirando la copa y su mano, como si aún el
furtivo roce de Adela se estuviese produciendo. Había sentido la
emoción de ella al tocarle, pero… él no sintió nada, tan solo el
recuerdo de Ángela cuando detrás de la ventana cobijó sus manos
contra las de ella mojándolas con esas lágrimas que él hubiese
bebido hasta la última gota con tal de hacer desaparecer su dolor
y la causa de este.
Samuel pensó: «¿Qué estoy haciendo? Adela no se merece
que no sienta por ella un amor puro y real, no siento nada pare-
cido a lo que siento por Ángela, pero quizás pueda ser suficiente
para mí y, si ella se conforma, yo la amaré a mi manera. Dicen
que el roce hace el cariño y ella ha conseguido que le tenga gran
estima, pero no la amo ni deseo. Solo a ti, Ángela».
—Samuel, se ha quedado en babia, ¿le sucede algo o le inco-
moda algún pensamiento? ¿Es por algo por lo que mi amado
padre o yo podamos haber mencionado?

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—Mi querida Adela, no piense usted mal. A veces la mente se
queda en blanco y le pintan pensamientos presentes, pasados o
futuros, que la turban. En modo alguno se sienta incómoda por
esto. Es, únicamente, un pensamiento.
Adela miró a su padre con los ojos brillantes, emocionada, sa-
biendo que lo que pensaba Samuel no era lo que ella deseaba,
que ese escalofrío él no lo había percibido y que únicamente
había evocado un recuerdo. Su padre se levantó en ese instante, se
dirigió a la puerta y con ningún disimulo miró a su hija y le hizo
un guiño cómplice.
—Samuel, me gustaría que hablásemos de nosotros, sé que a
una mujer no le corresponde tratar estos temas, pero viendo que
su persona no es capaz de cortejarme formalmente, preciso saber
cuáles son sus pretensiones hacia mí.
—Adela, ¿no cree usted que eso es cuestión que siempre debe
tratar un caballero y no una dama?
—Samuel, deje de tratarme de usted, y sea cercano por una vez.
—Adela… —Samuel se volvió a quedar en silencio. En su
cabeza retumbaron sus palabras cuando le habló a Ángela soli-
citando que le tutease, y ahora era Adela quién de un modo im-
perativo casi deseaba que lo hiciese—, me cuesta hacerlo, pues
mi respeto hacia usted es máximo. No quiero, ni debo, ni puedo
hacer nada que le perjudique ante los ojos de los demás y los míos.
—Ya está bien, Samuel, no te vayas por las ramas. ¿Ni siquiera
puedes ser cercano en esto? Estás jugando con mis sentimientos,
pasando el tiempo para olvidar a esa zapatera. ¿Quizá no soy yo
mucho más dama que ella? ¿Quizá no puedo darte yo más posi-
ción y riqueza? ¿O es que piensas que soy menos mujer que ella
porque no soy una sirviente?
—Adela, se ha sobrepasado en todo lo dicho. Espero que sea
capaz de recapacitar y retirarlo todo, porque realmente me ha
ofendido. Espero que sus palabras sean el fruto de unos celos

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entre mujeres y que no sea tan lanzada de querer ser usted quien
decida qué hemos de ser y cuándo. ¡Eso es cosa de hombres! No
me gusta su actitud. Me marcho.
—Samuel, por favor, no se vaya. Lo siento de verdad, no
debí decir nada. Lo retiro de mi boca y le pido que lo haga de
su pensamiento. Por Dios, no puedo vivir sin usted, ¿no se
da cuenta?
—Adela, descanse. Me marcho. Tengo que pensar.
Qué situación para ambos. Amar locamente sin ser correspon-
dida e intentar amar para olvidar, por considerar que ya no hay
más posibilidades ni futuro. Hombres y mujeres enfrentados,
pasen los años que pasen, por sentimientos encontrados.
Adela estaba enamorada hasta la médula, dispuesta a todo.
Incluso, hasta ser ella quien se lanzase a los brazos de Samuel para
sacarle un «te quiero» por pequeño que fuese, y eso podía ser
suficiente para ella…, pero no lo era. Ella quería el mismo amor
que tuvo Ángela, lo quería por entero, aunque sabía que era im-
posible, por lo que se conformaba con mitades o migajas antes
que perderle.
Y para Samuel, qué laberinto de pasiones, el todo y el casi,
sentía que su hombría y virilidad no admitían que una mujer
manejase los sentimientos y pudiese llegar, incluso, a reprocharle
que no le amase como ella deseaba, implorándole y rogándole co-
menzar un noviazgo formal.

Ángela, humillada y dolida por ser despreciada en su con-


dición de escasez e hija de persona non grata para los Almena,
decidió, con el amparo de su familia, marcharse de Bellavista de la
Jara lo antes posible.
Y así fue. Esa misma noche, tras cerrar la ventana y contar-
les a sus hermanos y padre lo que había ocurrido, buscaron un
remedio para sus males. En comunión con todos hizo su maleta

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de cartón con aquellas pocas cosas que sus hermanas y amigas le
prestaron, el pequeño espejo de su tocador de alpaca desesmal-
tado por el mango y el cepillo compañero con el que todas las
noches desenredaba sus trenzas; el abanico rajado por una de sus
varillas que Consuelo le regaló para su dieciséis cumpleaños; las
enaguas con puntilla que su hermana lució cuando le pidieron la
mano; la camisa blanca de los domingos; el mantoncillo de paseo
y la mantilla que la señora Carmen le confirió para ir a misa con
ella y ser bautizada; tantas pocas cosas que llenan una pequeña
maleta y que pareciesen toda una vida. Pues así, con ternura y
dulzura fue poco a poco colocando su pequeño ajuar, doblándolo
con tal mimo como si se tratase de la joya más preciada, en cada
doblez una nueva lágrima.
A la mañana siguiente, con los ojos hinchados de llorar, el
corazón a medio gas y una pena de esas que anulan toda migaja de
felicidad e ilusión por vivir, sus hermanos la llevaron a la estación
del tren. Estaba llena de gente, señoritas ataviadas con sus más ele-
gantes gasas y sombrillitas de verano, carros llenos de verduras y
animales que iban a ser cargados en los vagones de tercera, perros
callejeros olisqueándolo todo.
—Ángela, debes recordar que no puedes bajarte hasta la
última parada, y como no sabes leer tendrás que estar muy atenta
y preguntar al revisor, no hables con nadie, que eres muy porfiada
y crees que todo el mundo es bueno, y no lo es.
—No te preocupes, Miguel, guarda cuidado, pues estaré muy
atenta y no pensaré en las musarañas.
—Ángela, ¿llevas el petate que te preparó Fermina? El camino es
largo hasta Córdoba, te dará hambre y sed. No es demasiado, pero
es suficiente hasta que llegues a casa de nuestra hermana Severiana.
—Miguel, descuida. Es bastante. Además, ya no tengo apetito
ni sed, ni nada que se le parezca, seguro que tendré de sobra, no
tengas temor.

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—Hermana, es lo mejor que has podido hacer, no lo sufras y
rumies más, porque de lo contrario se te van a secar las cuencas
de los ojos y mira que vas a estar fea. Si cojo yo a ese Samuel le
arranco la brillantina de cuajo, ya le vale al señoritingo, de su
padre no te preocupes, que ya me lo echaré a la cara cuando vaya
al horno del tío Pedro a por su pan recién hecho, se lo voy a hacer
amargo aposta, ¡eso te lo juro por nuestra madre!
—Miguel, no hables así de Samuel ni de don Armando, ellos
no son enemigos nuestros, simplemente no me corresponde acer-
carme a una persona que es más que yo, soñé y me dejé llevar por
los sentimientos sin hacer caso a la cabeza, y de esas tempestades
son estos lodos. No hagas tal cosa ni te enfrentes a nadie, al con-
trario, si ves a Samuel tenle en estima, porque sufrirá más que
yo con tantas malas lenguas haciendo sangre de todo lo que ha
pasado. Y no le digáis a nadie a dónde me he ido, porque es más
que capaz de buscarme, ¡no conocéis lo persistente que es!, con
las veces que le he dicho que ni se arrime y las que lo ha intentado,
siempre con la excusa del paño del cántaro, si no lo dejaba caer yo
a su señal, él lo tiraba. Estoy angustiada, mejor ya nos decimos
adiós y busco el vagón.
—Ángela, que no sabes cuál es, espera, ya te acercamos
nosotros.
Miguel y Augusto la llevaron al vagón de tercera clase, el olor a
humanidad era aplastante, gallinas, alguna oveja y hasta palomas.
Tomó asiento y colocó la merienda que primorosamente sus her-
manas y Consuelo le habían preparado y su maleta de cartón con
sumo cuidado. Llevaba hasta un huevo duro, torta de manteca
y rosquillos de vino, ¿qué más podía desear?, pues seguro que
mucho más, como el no tener que marcharse de su pueblo.
Una mujer con mal encare le tocó a su lado, el pañuelo atado
a la cabeza, lo que resaltaba la belleza de Ángela y la fealdad de la
pobre mujer. Por un instante Ángela olvidó sus males y quedó

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concentrada en la enorme nariz de la mujer y para colmos, la
formidable verruga con pelillos que realzaba su labio superior.
Su pensamiento no fue otro que; «madre mía, qué fea es la
condená».
Llegó el instante amargo, sus hermanos le abrazaron y volvie-
ron a recordarle todos y cada uno de los consejos que el zapate-
ro le dio en casa, le obligaron a ser fuerte y se dieron un adiós
ahogado en lágrimas aguantadas que se hundieron en el vientre.
El vapor salió del tren y un silbido ensordecedor con la voz
del jefe de estación con la orden de «viajeros al tren» hizo que se
acabase una etapa para vestirse con otra piel.

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Capítulo III
Toca ser crisálida

Ángela miraba por la ventanilla del tren. El traqueteo en el asiento


de madera después de cuatro horas hacía que se resintiesen los
riñones, máxime cuando, para colmos, había comenzado con
«eso». Ella, como cualquier otra mujer de su época, no era capaz
de hablar de sus asuntos cotidianos, porque resultaba inadecuado
y poco interesante. Además, eran los hombres los que domina-
ban el conocimiento y la información y ellos apenas hablaban de
«estas cosas de mujeres».
La cuestión era que, de una forma u otra, Ángela se encontraba
dolorida no solo en su corazón sino también en su cuerpo. Se
había preparado como pudo para el viaje, pero ¿sería suficiente?
Durante las primeras horas de marcha pensó en todo lo que había
sucedido en los últimos días, en cómo su vida había cambiado de
la noche a la mañana.

«¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho para merecer esto? ¿Por qué
debo marcharme yo? Si no soy nada, ¿por qué se toman tantas
molestias en apartarme de Samuel? Y ahora, ¡la vida que me

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espera! ¿Qué voy a hacer? ¡Maldito amor que cambia las vidas de
forma tal que dejas de ser tú para ser una marioneta! Soy como
un trapo sin lustre que se usa y se tira, pero en verdad Samuel no
me ha usado ni tirado, he sido yo la que cerré la ventana y ahora
el miedo me atenaza, la expectación de vivir con mi hermana y
su marido, voy a ser un gasto y no tengo cómo pagar, pero eso no
debe preocuparme, pues serviré en alguna casa. A mi hermana le
va bien y seguro que su marido y ella me van a buscar un buen
sitio donde servir…».

El tren se detuvo de nuevo y sus pensamientos dejaron de ser


etéreos para centrarse en la realidad. Una gallina agujereaba la
cesta de su vecina de viaje, «la fea». Le repugnó pensar en cómo
la gallina después de picotear todo lo que a su paso se encontraba,
tocaba la cesta con los alimentos que ella portaba. Se imaginó a la
gallina siendo la mejor amiga de su vecina, hablando con ella del
diario y comiendo ambas del mismo cuenco, «creo que me estoy
volviendo loca. Ya me imagino cosas absurdas, pero es tan real
que quizá hasta sea verdad».
—Disculpe, señora, hay una… una gallina que se está comien-
do su cesta.
—¿Qué quieres, moza?¡Ah! La gallina es mía. Se llama Benita
y me acompaña siempre. Como voy a casa de mi hermano, en
Andújar, me la llevo conmigo. Es tan buena que come de mi
mano. Le daría hasta besos si pudiera.
—¡Ay, madre!¡Que es verdad que la gallina come en el mismo
plato, que no estoy loca, que ahora soy bruja y adivino las cosas!
—Pero ¿qué dices, muchacha?
—Nada, nada. A ver si llegamos pronto.
El revisor pasó anunciando: «próxima estación, Córdoba».
Ya llegaba a su destino. El corazón comenzó a latir fuerte, casi se le
sale por la boca, no sabía si levantarse a por su maleta, permanecer

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sentada, si pararía mucho rato, si dar gracias al cielo por llegar,
o si tenía que estar sentadita y no decir ni hacer ni mu. Al cabo
de unos minutos el tren se paró, vio levantarse a los vecinos de
asiento y decidió incorporarse.
—Buenas noches, señorita. ¿La puedo ayudar con su maleta?
—No se moleste, es usted muy amable, pero puedo con
ella. Gracias.
—No me cuesta trabajo, no llevo equipaje y es un placer para
mí. Mi nombre es Juan.
—Yo soy Ángela. No se preocupe.
—No lo hago, llevo todo el viaje observando cómo no se ha
levantado ni una sola vez y solamente cruzó palabra con la señora
de la gallina. Imagino que es la primera vez que viaja sola.
—Señor, discúlpeme. Estoy cansada y no hablo con desco-
nocidos. Únicamente deseo que mi familia se encuentre fuera e
irme con ellos.
—No pretendí molestarla. Imagino su deseo y su cansancio.
Déjeme bajarle la maleta.
—Está bien.
Ángela bajó del tren acompañada de Juan, lo cual no le hizo
gracia ninguna a su hermana Severiana que, esperaba ansiosa
en el andén. Ver a su Ángela acompañada de un gachó no era
nada bueno.
—¡Ángela!
—¡Severiana, Antonio!
—Hija, por Dios, ¡qué ganicas de verte!
—Hermana, gracias por acogerme en su casa. Nunca pensé
que tendría que salir del pueblo, pero han ocurrido desgracias que
cuando lleguemos a su hogar le contaré despacito. ¡Ay, Severiana!
—¿Y usted quién es? Deme la maleta de mi hermana —dijo
con mal encare Severiana, que era de armas tomar.

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—Disculpen. Soy Juan del Río, estudio Medicina, no conozco
a su querida hermana, pero me ofrecí a ayudarla al parar el tren.
Si me lo permiten, me gustaría poder saludarles en otra ocasión.
—Gracias por su galantería y perdone, pero no estamos para
saludos. Deseamos que sus cuitas lleguen a buen puerto y tenga
usted buena estancia en Córdoba.
—Que Dios los bendiga, y a usted, Ángela, y me conceda el
milagro de poder volver a verla.
Severiana y Antonio se habían casado hacía cinco años. Él tra-
bajaba de capataz en una finca a orillas del Guadalquivir y ella
se encargaba, como ama de llaves, de mantener el cortijo en su
perfecto estado de revista para cuando los señores cambiaban de
residencia al campo y celebraban fiestas y encuentros de poetas,
músicos, cantantes y demás miembros de la sociedad cordobesa.
Anochecía cuando llegaban a la finca La Serena. El olor a
campo y la humedad del río en esas noches de abril hicieron que
Ángela sintiera frío. Apretó el brazo de su hermana y se acurru-
có en su hombro. Cerró los ojos y recordó el olor de su madre,
cuando de niña se abrazaba a ella y recibía un beso en la frente.
Como si su hermana fuera capaz de adivinar sus pensamientos,
besó su frente y le acarició con la mano.
Tras llegar al cortijo, Severiana llevó a Ángela a la cocina, le
dio un cuenco de caldo caliente con un chorrito de jerez de los
señores para que entrase en calor, la acompañó a su cuarto y la
ayudó a deshacer la pequeña maleta de cartón. En ese instante
de soledad, ambas se abrazaron como solo lo hacen dos herma-
nas del alma. Entonces Ángela se rompió. Contó entre lágrimas
inconsolables cómo había surgido el amor de Samuel, cómo él la
había cortejado y cómo don Armando Almena la había obligado
a dejar a su hijo. Cuando tuvo que narrar su forma de despedirse,
la congoja no le permitió seguir. Severiana le mandó callar con un
beso y, cogiéndola con sus dos manos, la consoló.

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—Ya estás a salvo, mi niña. Todo irá bien, ya verás cómo aquí
olvidas tu desconsuelo. Tu amor te dejará de lado y cuando
quieras puedes regresar, pero no pienses en eso ahora. Solo quiero
que te sientas libre de hacer lo que sea mejor para ti. Sabes que
padre siempre nos enseñó que, aun siendo mujeres, somos libres
de decidir qué es lo que debemos hacer con nuestras vidas. Su
libertad de pensamiento nos hizo iguales al hombre, mal que le
pese a algunos.
—Severiana, yo no soy libre de nada. Yo soy una pobre infeliz
que es despreciada por ser hija de quien soy.
—No te permito que vuelvas a decir eso. Somos hijas de unos
padres que nos quisieron, una madre que tuvo siete hijos y a
todos nos amó y un padre que se deja las manos en cada par de
zapatos por darnos un mendrugo que comer. No te avergüences
de ser quién eres, eres especial, Ángela. Tan especial, que haces
que la gente sueñe a tu lado, y vuelan sus pensamientos cuando
relatas tus leyendas, tanto, que las niñas del vecindario quieran
ser como tú, hasta las señoritas de postín te envidian porque un
Samuel Almena enamoró de la hija del zapatero.
—¡Y de qué me sirve, Severiana! Mírame. Estoy hecha un
trapo, me siento morir.
Fue una noche de confesiones, de esas noches sin fin en las que
el fuerte cansancio no permite la llegada del sueño por el miedo
a que los fantasmas del corazón aticen con el palo del recuerdo
rompiéndolo aún más.

Los días de mayo llegaron con la alegría de Córdoba. Las


cruces enseñaron a Ángela la belleza de los patios cordobeses y de
las casas engalanadas de flores, que poco a poco fueron colorean-
do su corazón.
Al comienzo de su estancia ayudó a su hermana en las labores
de la casa. Le encantaba el olor a lavanda de los armarios y de la

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ropa que, al amor de las ascuas, su hermana planchaba. Le gustaba
sobremanera cómo su hermana manejaba ese llavero con cientos
de llaves, sabiendo cuál pertenecía a qué estancia y cómo daba
órdenes a todo el mundo sin limitar su mandato. Si ella tuviese
que mandar se moriría, solo sabía obedecer.
Los domingos se ponía su blusa blanca y su hermana cepilla-
ba su larga melena para enseñarle a trenzar de forma diferente su
pelo negro. Luego tocaba acudir a misa, para después pasear por la
judería un rato y ver el arte y contoneo de las doncellas cordobesas.
Ya entrado junio, uno de esos domingos yendo del brazo de su
hermana e inventando mil historias, se tropezó con un señor. De
pronto, el rojo de sus mejillas se traspasó a sus orejas y sintió un gran
calor por el cuerpo cuando se dio cuenta de que era Juan del Río.
—Buenos días, señorita Ángela y compañía, gusto de verlas.
—«Mis plegarias se han hecho realidad, ¡gracias, Dios mío!»,
dijo para sí mismo.
—Buenos días tenga usted, Juan. Qué sorpresa encontrarle.
—Más fue la mía, pues pensé que nunca más volvería a coinci-
dir con sus vuecencias.
—¿Qué tal le fueron sus cuitas? ¿Ya es usted médico?
—No, Ángela. Aún me queda un curso, pero pronto lo seré.
No necesitará usted de mis desvelos, ¿verdad? Porque con el
permiso de su hermana y cuñado, le diré que está usted muchísi-
mo más bonita y saludable que cuando la vi en el tren.
—Juan, ¡no sea usted excesivamente próximo que, ni mi
mujer ni yo estamos en situación de permitir cortejos para con
nuestra Ángela!
—Disculpe, Antonio, no quería ser descortés ni sobrepasar-
me, pero estará conmigo que aquel día Ángela tenía peor aspecto.
Permítanme que les convide a una limonada, hace calor y conozco
un lugar donde podremos conversar de su estancia en Córdoba y
sus avatares.

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Así fue cómo el universitario Juan del Río comenzó a acer-
carse a Ángela. De vez en cuando hacía por verla, siempre bajo
la presencia de Severiana, manteniendo las distancias por lo que
pudiera pretender. Una noche de octubre, estando en la finca La
Serena, Juan le pidió permiso a Antonio para dar un pequeño
paseo a solas con Ángela. Y este le fue concedido.
—Ángela, quiero que sepa cuáles son mis intenciones. Este
curso terminaré mis estudios y comenzaré como médico. Y deseo
firmemente que sea usted quien me acompañe en esta andadura
como mi prometida. Ahora no dispongo de fuertes ingresos, pues
es mi tía doña Dolores del Río quien desde Sevilla me costea, pero
estoy seguro y tengo a buen saber que, cuando mi tía le conozca,
entenderá la causa de mis desvelos, que no es otra que usted. Está
usted preciosa, con esa luz le brillan sus ojos.
—Calle, Juan, que me está poniendo nerviosa. No imaginaba
que su amistad derivase en sentimientos hacia mi persona. Una
cosa es venir a la casa a comer y a mantener una bonita amistad
con mi cuñado, y otra bien distinta es que usted me pretenda.
—Ángela, se coló en mi corazón desde el momento en el que
vi cómo la despedían sus hermanos, con la ternura que la abra-
zaron y con el miedo que usted permaneció las cuatro horas en
el tren. Hubiese querido acercarme y haberla protegido, haberla
ayudado a sacar lo que tanto daño le hacía en su corazón y extraer
el dolor de sus ojos. Pero no pude vencer mi timidez hasta el final,
cuando encontré la excusa perfecta para poder dirigirme a usted
sin ser tomado por un aprovechado.
—Juan, siempre que usted se ha dirigido a mi persona lo ha
hecho con respeto y educación. Le ruego que no desee cortejar-
me. Yo…
—Lo sé, Ángela. Antonio me contó todo lo acaecido. Conozco
su desventura desde hace meses. Por eso he dejado pasar el tiempo
hasta que la he visto sonreír.

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—No sabía que usted era conocedor de mi desdicha. Ahora
siento vergüenza y pudor, pues nunca pasó nada más entre
Samuel y yo que un bonito cortejo.
—Nunca he dudado de usted, Ángela, ni de su honor y su
valía. Contésteme, ¿es usted capaz de enamorarse de mí?
—Juan, no lo sé. Ahora no puedo y no me atrevo a pedirle que
espere más tiempo, porque no merezco tal beneficio.
—No ha olvidado a Samuel, por lo que desprenden sus pa-
labras y es normal. Yo no quiero una respuesta en este instante,
pero sí deseaba que supiese mis pretensiones, que voy de frente y
que… la amo, Ángela.
—No diga, Juan, esa palabra maldita para mí, no la repita, por
Dios, me hace sangrar el alma. Discúlpeme, Juan, tengo que irme.

Juan del Río hizo una declaración en toda regla, pero Ángela
nunca fue capaz de amarle, era imposible llenar el vacío del amor
de Samuel. Y ¿por qué no lo fue? Porque cuando una persona
se enamora hasta las cachas y se lo arrebatan de cuajo sin tiempo
para hacerse a la idea, ese amor no se arranca, queda una profun-
da espina dentro y por mucho que se cure, ese aguijón se enquista
y echa raíces.
Y así sentía Ángela su propio aguijón. Su amor no desapare-
cía, más bien se mitigaba hasta crear la ilusión de su muerte, pero
amar a otra persona eran palabras mayores, era sentir mucho más,
siendo en esos momentos cuando se daba cuenta de que pensar
en rozar su mano con la de Juan o un beso robado le hacían sentir
mal, incómoda, sucia, como si estuviera matando el recuerdo
de Samuel. Pero ¿acaso Samuel no se había olvidado de ella? En
las últimas cartas de sus hermanos le habían contado que estaba
desde las fiestas de mayo cortejando a la señorita Adela, lo que le
había hecho un daño tremendo. No obstante, no era capaz de
dejarse cortejar por Juan. Aún era fiel a sus sentimientos.

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La vida de Ángela se centró en su trabajo y sus ganas de apren-
der a leer y escribir. Le quedaba muy poco tiempo para practicar,
pero lo intentaba cada día a la luz del candil. Trabajaba sirviendo en
una casa acomodada de Córdoba capital. El matrimonio tenía dos
hijas tremendamente bellas, pero a su vez ariscas con sus padres y
con todo aquel que se les acercaba, pero Ángela con sus cuentos y
leyendas consiguió que se arrimaran a ella. Poco a poco su presen-
cia se hizo una rutina adictiva, ya que no solo las niñas escuchaban
sus cuentos, sino también el resto del servicio y la señora.
Una tarde, víspera de Nochebuena, la señora le mandó llamar
y Ángela acudió veloz a su evocación. Cuando entró en la gran
sala, doña Águeda, que se encontraba reunida con sus amigas
del grupo de Adoración al Santísimo, le apeló a sentarse junto
a ellas. Ángela, avergonzada, rechazó tal oferta y se mantuvo en
pie y un poco alejada del grupo, apoyada de refilón en el aparador
de madera.
Una vez dejaron de cotorrear las últimas adoradoras que hu-
bieron llegado al domicilio, doña Águeda les presentó detenida-
mente a su empleada, pero esta vez no lo hizo como «chacha o
sirvienta», lo hizo como persona cercana a la familia cuyo don de
la narrativa la había hecho muy especial para ella y para las niñas.
Ángela esperaba que la señora le demandase un cuento, pero
no fue así, estaban allí para conocerla y acreditar ante el párroco
que Ángela tenía la formación suficiente para ser bautizada y
recibir la comunión. Y así fue cómo todas esas señoras de postín
llegaron a quererla y apreciarla de tal manera que, poco a poco, hi-
cieron de ella una señorita digna de admiración, enseñándole no
solo religión, sino también modales, frases, ademanes, peinados,
y alguna labor y receta especial.
Al cabo de unos meses, Ángela era una mujer hecha y derecha,
bella, dulce y llena de humanidad y ternura. Así lo opinaba Juan
del Río y algún que otro vecino que ya bebía los vientos por ella.

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Sin embargo, Ángela vivía engullida en el aprendizaje, en el saber
estar y en la fe que le profería conocerse más a sí misma.
Pronto llegaría la primavera. Casi un año en Córdoba. Parecía
que todo había sido un sueño o una de esas pesadillas que co-
mienzan con tristeza y terminan con un final que, incluso no
siendo el más bonito, sí que va teniendo sabor a la conquista de
uno mismo. Pero fuera como fuese, ella había superado la sensa-
ción de sentirse un trapo que nadie quiere, alguien que no tiene
futuro porque no es nada.

—¿La señora Severiana Blanco?


—Sí, soy yo.
—Un telegrama urgente para usted.
—Dios mío, no puede ser.
La peor noticia que podía suceder para las dos hermanas: El
zapatero había muerto. La noche anterior había ocurrido un fa-
tídico accidente. Al salir de su taller un carro de caballos le había
arroyado y el médico del pueblo nada pudo hacer por él.
Las dos hermanas se quedaron perplejas, ninguna fue capaz de
decir nada salvo mirarse fijamente a los ojos. Ya no tenían el pilar
que las sustentaba, ese hombre pequeño de complexión, pero tan
grande por dentro, ese hombre tan menesteroso y con un capital
de pensamientos, ese hombre incapaz de llevar grandes sustentos
a su hogar y que, sin embargo, les había enseñado la riqueza más
valiosa, saber y entender que «sus hijas eran libres e iguales a sus
hijos», que tenían la independencia y libertad de elegir su camino,
así como que ser distinto al resto de su mundo, que consideraban
la mediocridad como una virtud, no era una lacra sino dignidad.
Ese hombre había muerto. ¿Qué hacer? Tenían que ir a Bella-
vista de la Jara, preparar el viaje y volver, volver, volver…
Ángela no se había planteado ni una sola vez regresar. Su vida
aparentemente estaba en Córdoba. Allí era feliz y se encontraba

42
protegida y segura. Sentía que podría llegar a ser una señorita,
porque allí nadie la acusaría de ser la hija del zapatero.
Y, ahora, el zapatero ya no estaba. Ya no podría demostrarle
cómo cocinaba, sus gestos de señorita, su forma torpe de leer en
alto y los garabatos que realizaba al escribir.
—Severiana, tengo miedo.
—¿A qué, Ángela?
—A llegar al pueblo, a ver el cadáver de padre, a ver a la gente,
lo que digan de mí, todos saben que me marché para olvidar a
Samuel y que él me olvidase porque no me querían en su casa por
ser hija de quien soy.
—Tienes miedo de verle, ¿verdad?
—Sí, Severiana, no puedo ni imaginar qué maldita suerte será
la mía.
Las hermanas llegaron a Bellavista de la Jara al ocaso de aquella
tarde de mayo. La puesta de sol, tono naranja fuego iluminan-
do las tres montañas, asemejaban tres grandes lenguas ardientes,
como el calor que nacía por todo el cuerpo de Ángela. Calima
que se notó aún más al bajar del camión del transportista don
Anastasio, con quien consiguieron viajar desde Andújar.
Se detuvieron en la Plaza. Allí los paisanos sentados en los poyetes
tertuliaban sobre muchas cosas, pero la comidilla era el accidente
desgraciado del zapatero. Al verlas bajar tan de luto riguroso, todos
los ojos se clavaron en ellas, especialmente en Ángela, que estaba
realmente cambiada. Esa chiquilla de dieciséis años era toda una
señorita, elegante en su caminar y gestos, pero lo más sorprendente
fue la personalidad con que se movía. Sus zapatos de tacón y las
medias negras que estilizaban aún más sus piernas, delineadas con
una falda estrecha que dejaba adivinar un cuerpo delgado pero con
curvas, junto con su blusa de seda que, con la brisa incipiente de la
tarde se pegaba a su torso, dejaban ver a una mujer de bandera. Más
de uno y de dos deseó darle el pésame, cosa que en otros tiempos

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ni se hubiesen planteado, pero ahora su belleza serena era un imán
atrayente más fuerte que la propia gravedad.
El hijo del boticario no lo dudó, se acercó a las damiselas y
les encomió para llevarlas a la casa, pero Severiana le replicó con
un seco «gracias, pero estiraremos las piernas entumecidas por el
viaje», yéndose lentamente las hermanas camino de su hogar, de
su casa de toda la vida, del dolor por el padre muerto.
Al llegar a la residencia el olor a humanidad, a pueblo entero
sintiendo su muerte, a lágrimas cansadas de toda una noche,
echaba para atrás. Casi sin llegar a percibir esa lacerante sensa-
ción sus hermanos salieron como un huracán para abrazarlas. La
unión entre ellos emocionó a todos los presentes. Las plañideras
no tuvieron que fingir la lágrima porque brotaban sin esfuerzo de
sus ojos. La emoción y la pena replegaron sus miedos. Ya estaba a
salvo en los brazos de sus hermanos mayores.
El entierro sería a primera hora de la mañana. La noche fue
larga para todos, el encuentro con el padre muerto, un instante
de ruptura con la vida, pero sereno, sin gritos ni ademanes exa-
gerados que hicieran del momento una comedia. Ellas rezaron
a los pies del ataúd, lloraron en silencio y concibieron lo propio
con el rosario del alba y réquiem.
Aunque su padre era ateo y librepensador, la fuerte fe arrai-
gada en las hijas no dejó duda alguna de que su entierro sería re-
ligioso. Así también lo quiso el propio cura del pueblo, el amigo
íntimo del zapatero.

Ángela se levantó temprano. Amasó una buena hornaza de


pan y se fue al horno. Allí desahogó su pena entrando con sus
dedos en la masa y golpeándola una y otra vez contra el tablero.
Una vez más las lágrimas recorrían su rostro y se dejaban caer en
sus manos, incasables. Hizo siete panes, uno para cada hermano,
y con la masa que lo sobró, unos bollitos de pan para los hijos

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de María, la pastora, que veían la comida de refilón en todos los
sitios menos en sus platitos de hojalata. Se sacudió el mandil,
lo dobló con delicadeza, con la paz que da el trabajo hecho y la
pena llorada, puso los panes en el cesto, se atusó el pelo y, despi-
diéndose de todos, se dispuso a salir.
Conforme iba encontrándose con paisanas todo eran abrazos
y sentidas palabras, pero también empujones y meneos que lle-
varon a soltarle el moño que por la mañana se había recogido, lo
que dejó su larga melena ondulada al viento de Bellavista. Con
su carita lastimosa, el pelo oscuro y ondulado suelto por tanto
achuchón, el cesto de panes y su mandil al hombro caminó cabiz-
baja sin levantar la vista del suelo. Y llegó a la plaza. Sus piernas
parecían pesar dos mil quintales. Hacía mucho calor, por lo que
se decidió a parar en la fuente y lavarse la cara. El agua fresca y
transparente le hizo sentirse ligera y aliviada al quitarse los besos y
las babas de tanta mujer afanosa en darle sus condolencias.
—Ángela, buenos días. ¿Qué tal se encuentra?
—¡Samuel! No esperaba verle aquí —dijo secándose con las
manos sus labios aún mojados y estas en el delantal, incapaz de
subir los ojos para mirarle y con el corazón en la boca.
—Otra vez en la misma fuente, mi querida Ángela, en el
mismo lugar en el que la vi hace un año más o menos.
—Así es, Samuel —le confirmó dando un paso hacia atrás—.
Espero que su familia se encuentre bien.
—Sí, Ángela. Lo están. Pero ¿usted cómo está? Siento enor-
memente el fallecimiento de su querido padre. Ha sido un des-
graciado accidente.
—Lo sentimos todos. Ha habido una gran pérdida. Mis her-
manos y yo aún precisábamos de su amor y presencia.
—Ángela, está usted tan cambiada. Pero admítame que le
ayude con el cesto, se la ve cansada. Aunque, también le diré que
está usted preciosa con esas gotitas de agua en sus mejillas.

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—Samuel, no me mire así, se lo suplico. Estoy hecha unos
zorros, desmelenada y con los ojos como dos tomates reventones.
—No diga esas cosas. Está usted más bonita que nunca y no
puedo dejar de mirarla, porque tengo sus ojos clavados en el
fondo de mi alma.
—No siga, Samuel, se lo suplico —le pidió dando un paso
atrás y con cierto enojo.
—Ángela, el corazón se me sale por la camisa. Déjeme hablar
con usted.
Mirando hacia los lados comenzó a hablar:
—Samuel, ha pasado un año. Usted pertenece a otra persona,
la señorita Adela. Yo he madurado y no voy a permitir que nadie
me vuelva a hacer sentir como un trapo ni avergonzarme de mis
raíces humildes. No volveré a admitir que nadie me diga que no
soy digna por ser la hija de quien soy. Eso se lo juro por mi padre
que espero que en gloria esté.
—Ángela, mírame a los ojos. ¿No ves nada en ellos? Te lo diré
yo: te amo con todo mi ser, no cabe más amor dentro de mí, no
he dejado ni una sola noche ni día de extrañarte, de recordar tus
manos, el olor de tu piel, de sentir la humedad de tus lágrimas, o
nos casamos o me muero poco a poco, porque el amor no mata
de ley, lo hace a pequeñas cuchilladas que van acabando cada día
con la alegría de vivir porque la única ilusión de vivir es hacerlo a
tu vera. Me dan igual haciendas, herencias, rancios pensamientos,
mi padre y mi familia. ¡Vida mía, eres mía como yo soy tuyo! No
existe una Ángela sin un Samuel ni viceversa. ¿No ves que no
puedo vivir sin ti, no ves que me destroza el alma no tenerte, no
ves que eres mi todo? ¿Qué demostración quieres que haga para
creer de una vez por todas en mí?
—Samuel, yo… ¡quiero ser tuya!
—A partir de este instante eres mi queridísima Ángela por y
para siempre.

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Capítulo IV
Las primeras letras

Samuel, con lágrimas en los ojos y el corazón galopando como un


pura raza, tomó a Ángela por la cintura y sin darle aviso previo
la ciñó a su cuerpo y la besó lentamente sintiendo por primera
vez el sabor de los labios de su amada, se separó lentamente de su
cuerpo sin dejar de admirarla, besó sus manos con una ternura
infinita, tomó el cesto del pan y se dispuso a acompañarle a su
casa, no sin antes soltar un bombazo, pues de nuevo y sin previo
aviso, la agarró de la mano y se la llevó hacia el casino.
Era la primera vez que Ángela entraba en el casino, un lugar
vetado a las mujeres, no por estatutos o normativas de asociación,
sino porque nadie pensó que una mujer fuera bienvenida en el
lugar de ocio de los hombres, en su pequeño santuario, donde a
veces las cartas llegaban a ser dagas, cuando el vicio de apostar era de
tal magnitud, que menos a la mujer se lo jugaban todo —y quién
sabe si eso también—. Por lo que es de todo punto comprensible
que nunca pisase un tacón de mujer en el precitado lugar.
Sin embargo, Samuel quiso romper las normas, toda barrera
creada por la supremacía del varón. Deseaba, necesitaba hacerlo,

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no por él únicamente, sino para hacer valer a su Ángela ante todo
aquel que quisiera poner en duda la grandeza de su ser. Es natural
que quisiera callar las bocas, desde el famoso día que su padre le
desheredó si se casaba con «la hija del zapatero», delante de todos
los allí presentes, pues los hubo que eran partidarios de la ruptura
y los hubo también que le consideraban un valiente. También lo
hizo por su familia, los Almena de toda la vida, que no emparen-
taban con otra clase social jamás. Quería que, frente a todos, su
padre y su abuelo supieran de su decisión, pasase lo que tuviera
que pasar.
Ángela se frenó en la entrada principal, se acobardó. No
estaba preparada para sentir los desplantes de don Armando. Sin
embargo, Samuel le quitó el mechón de pelo de su carita, besó su
frente y le dijo al oído:
—Ángela, nadie te tratara mal delante de mí. Mírame a la
cara y no vuelvas a bajar la barbilla. ¡Nadie, nunca más, mien-
tras yo viva! Entraremos y todos te respetarán, incluidos mi padre
y abuelo.
—Samuel, tengo ganas de gritar nuestro amor a los cuatro
vientos, pero aparecer ahí dentro, notar cómo me clavan los ojos
y esperar el beneplácito de tu padre… Estoy abrumada, siento
tantas cosas que mi cabeza va a explotar, no me es posible enten-
derlo todo.
—Venga, tranquilízate. Yo hablaré.
Samuel abrió con decisión la puerta dejando pasar a Ángela. El
silencio fue sepulcral. Todos se levantaron de sus sillas, incluidos
don Armando y don Emilio. Ella alzó su mentón, respiró hondo
y dijo:
—Buenos días tengan, sus mercedes.
Todos contestaron de una forma u otra, unos con un gesto de
mano, otros con un movimiento de cabeza, otros de palabra. Pero
el saludo más especial fue el don Armando Almena.

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—Buenos días, Ángela, siento enormemente la pérdida de su
señor padre. Le acompaño en el sentimiento. Imagino el dolor
que debe estar sintiendo sin haber podido despedirse de él. Lo
más grave es que me siento culpable de ello.
—Don Armando, por favor, no haga usted eso, no se culpe de
los renglones torcidos de Dios.
—Padre —intervino Samuel—, como puede usted ver…
—Calla, Samuel. Aún no he terminado de hablar con Ángela.
No es lugar para que una señorita como usted se encuentre en él,
pero ya que el destino caprichoso ha querido que sea aquí, pues
aquí será el lugar donde me disculpe ante usted. Le pida perdón
por mi soberbia, y le ruego que acepte a mi hijo como su prome-
tido, delante de todos, porque así es, así debió de ser y así será.
—Padre, que Ángela ya es «mi queridísima Ángela».
—Hija, dame un abrazo y perdónanos. —Así se acercó don
Armando emocionado y deseando abrazarla. La emoción le
invadía, pero también la ilusión de hacer que, por fin, su nieto
volviese a sonreír.
Pero nadie reparó que el padre de la señorita Adela también se
encontraba presente en el casino y, por momentos, su sangre se
estaba alborotando. Fue el señor alcalde quien le cogió fuerte del
brazo y en voz baja le dijo:
—Nunca ha faltado a tu hija. Llevan tiempo que ni se ven
porque él se marchó de tu casa, así que para ese toro y no busques
el capote, que nadie te citó, ni siquiera de lejos.

Los días siguientes se hicieron minutos. Era tal la felicidad de


ambos que creyeron que vivían en un sueño, pero el sueño tenía
un invitado oscuro: llegaba el momento de separarse de nuevo.
Samuel estaba en edad y obligación de cumplir el servicio militar.
Separarse de su queridísima Ángela le quemaba por dentro, pero
indudablemente el deber existía. Fue por esto, por lo que don

49
Armando movió sus influencias para que, al igual que con él el
dinero diera su fruto, también lo hiciese con su hijo.
Don Armando Almena, según la cartilla militar que enseñó
a Samuel, referente a su licenciatura marcaba ¡doce años de mili-
cias! Pero realmente no lo fueron, porque gracias a un buen es-
tipendio se libró de cualquier destino y fue licenciado en breve
espacio de tiempo, aunque en la misma constasen doce años de
milicias. Y como con él las recomendaciones dieron su fruto, don
Armando decidió luchar por hacer que su hijo se librase de rea-
lizarlo, sin embargo, tal propósito no fue posible, eran tiempos
donde el dinero hacía sus efectos, pero no todo era conseguible.
Y moviendo los hilos resulta ser que Samuel, tras una maravillosa
recomendación, entró en el Ejercito de los Húsares de la Princesa.
—Samuel, vas a realizar las milicias, pero no de cualquier manera.
—Dígame usted, padre.
—Lo vas a cumplir en los Húsares de la Princesa, regimiento
que se encuentra en Madrid. Solo se entra por recomendación y
ya sabes que los Almena tenemos abiertas las puertas de muchos
lugares sin tener que deber demasiados favores, que luego todo se
sabe. Atiéndeme, que te cuento un poco.
»Los Húsares aparecieron en España junio de 1705, se llama-
ron inicialmente «los Húsares de la Muerte», ni te imaginas el
valor y arrojo que manifestaban, hasta la muerte les temía. Pero
eran pocos y fueron como el Guadiana, entrando y saliendo del
panorama militar. Toma nota, Samuel, en marzo de 1833, se crea
finalmente el Regimiento de Húsares de la Princesa María Isabel
Luisa, hija de Fernando VII y heredera al trono, Isabel II.
»Fueron creados con la intención de disponer de una elegante
tropa de parada, al estilo de los regimientos ingleses, como escolta
de honor de la Princesa, y así lo indica el hecho de que la misma
reina madre, María Cristina, eligiera para sus uniformas su color
favorito, el azul celeste claro.

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—Padre, a ver si donde me va a mandar usted es un sitio de
señoritas, no falte usted que, por libarme de las milicias, tenga
que ir a clases de ballet.
—No seas babieca, que parece mentira que no conozcas a tu
padre. Cierra el pico y atiende. Podríamos pensar que su origen
fue frívolo, pero sirvieron rápidamente en campaña, y por ello,
tres años después obtuvieron su primera Corbata de la Real y
Militar Orden de San Fernando para su estandarte por su heroico
comportamiento en la toma de Orduña, en 1836, y otras que su-
cesivamente llegaron en años siguientes.
»Pero como siempre, los avatares de la política de este país deter-
minaron su disolución al terminar las guerras carlistas. Pero como
había intereses creados, tras su disolución aparecieron de nuevo los
Húsares de la Princesa en 1855, testimoniando así una vez más su
bravura batiéndose en primera línea en la guerra de África en 1860.
»En resumen, para que te quede claro, la recomendación
que llevas es oro fino, vas a pertenecer a uno de los regimientos
grandes de España, ni qué decir tiene que un Almena cumple con
su apellido en todo lo que emprende, y ahora ya puedes ir pen-
sando que te vas.
Otra despedida más, de nuevo tocaba poner distancia a su
amor, a sus ganas de casarse, de tocarse por primera vez, de ser el
uno del otro sin principio ni final, pero la milicia le esperaba, ya
no había vuelta atrás.
—Ángela, mírame, todo pasará pronto, además, Madrid está
bien, seguro que será interesante, por lo demás prometo escri-
birte todos los días, pero con la condición de recibir una carta
tuya como respuesta, no seas perezosa con la pluma, que necesito
sentirte cerca.
—¿Me olvidarás, Samuel? En los madriles las damas abundan,
son elegantes y bonitas, y a ti los ojos te repiquetean como casca-
beles cuando ves una zagala hermosa.

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—Para mí la única mujer hermosa eres tú, es más, prometo
no mirar ni a la izquierda ni a la derecha, solo al frente, para no
chocarme. —Sonrió picaronamente y con carita de inocente para
relajar la despedida.
—¡Samuel, nos ha costado tanto llegar hasta aquí!¡Hemos
dejado tantas cuitas atrás! Me siento exacerbada, desazonada, con
dudas de…
—¿Nosotros? Mira, Ángela, no vuelvas a decir tales majade-
rías, es solo un hasta pronto, me darán permiso y vendré como
loco a robarte un beso, y espero que en esa ocasión pueda tener la
dicha de que me dejes darte muchos más, que me pones los codos
cada vez que puedes. ¡Anda, mi jara bonita, que me llevo tu olor
y tu sonrisilla conmigo! ¡No ves que me muero de pena por tener
que marchar! Te quiero, mi querida Ángela.
Samuel marchó como todos los reclutas en tren, con su almuer-
zo en su hatico y con el sueño de volver en breve; pero también
llevaba agregado el miedo a lo desconocido y la incertidumbre de
llegar a una ciudad tan colosal como Madrid, acostumbrado a la
vida pueblerina de Bellavista de la Jara.

Madrid, 6 de julio de 1930.

Apreciable Ángela, recibí tu carta, por la que veo te encuen-


tras algo delicada lo cual siento mucho, yo quedo sin novedad.
Respecto a lo que me cuentas de la invitación de tu hermana
Severiana para ir a los toros y no poder hacerlo por encontrarte
enferma, lo siento enormemente, espero que estés ya recuperada
y con mi beneplácito puedas ir a la siguiente, no olvides darle
muchos recuerdos a tu querida hermana.
Fui el pasado lunes al hospital para visitar a Gregoria, pero
mi sorpresa fue que el mes pasado se marchó a su casa por en-
contrarse mejor.

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En cuanto a tu comentario referente a la venida de mi padre,
no sé nada, pues hace más de doce días que no recibo misiva
suya, la verdad es que deseo enormemente su llegada, porque
os echo en falta y porque estoy mal de fondos. Para mi desgracia
he perdido cinco duros que me giraron el otro día, iba de paseo
y los guardé en el monedero que metí en el bolsillo izquierdo
del pantalón, entré en una tienda para comprar unos calcetines
y una corbata, y cuando fui a pagar me encuentro que en lugar
del monedero existe un agujero como una patata, figúrate el
negocio que he hecho, ahora sí que puedo decir que me quedé
sin una gorda. Y ¡cualquiera pide más dinero en casa!, por lo que
te ruego no digas absolutamente nada.
Me han dicho que quizás pronto me darán permiso, cual-
quier día abres la puerta y te robo uno de esos besos escondidos
que me vuelven loco y que nunca me das. Siento añoranza, no
digas nada a mi padre ni al abuelo sobre mi permiso.
Sin otra cosa más te envío recuerdos para todos tus hermanos
y hermanas, y tú recibe el cariño de este que te quiere y desea
verte muy pronto.
Samuel Almena

De esta forma tan simple, comenzó su vida en Madrid y el


intercambio de epístolas. Samuel solía escribir en su descanso,
sentado en un frío velador de cualquier café de Madrid, narrando
sus aventuras y desventuras, sus anécdotas y anhelos, cerrando los
ojos o mirando al infinito mientras dibujaba en su mente la carita
de Ángela, su voz, sus manos. En ese instante mágico en el que él
escribía parando el tiempo, para resurgir en ese otro momento en
el que ella leía.
He de reconocer que los Almena eran un poco despistados y
que perder cosas era su especialidad, pero siempre tenía la culpa el
fútil destino que con sus duendecillos les gastaba malas pasadas.

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Madrid, 22 de julio de 1930.
Apreciable Ángela, recibí la tuya con inmensa alegría al
ver que estás bien en compañía de toda tu familia, yo quedo
sin novedad.
Ya estarán las Norbertas en Bellavista, se han cansado de
Madrid, cuando visité a Norberto le pedí que te contase lo que
hago aquí, que en verdad es bien poco, si no manda el cabo
manda el sargento, pero poca cosa, salimos del cuartel cuando
queremos, de paisanos, y regresemos a la hora que nos indican.
Ya me retrataré cuando mejore mi fortuna para que veas lo
delgado que estoy, pero me recuperaré.
Estoy conociendo Madrid, ojalá estuvieses aquí, porque así
no iría solo a las verbenas, ni al teatro, ni a la zarzuela. Por lo
que aquí te espero, porque a mí ni me dan permiso ni me dan
destino. Me dijeron que quizás para la Virgen de agosto pueda
ir, pero también que si me marcho puedo perder el destino, ¡eso
no me conviene por nada del mundo! Aunque debes saber que
tengo unas ganas inmensas de ir y verte, más de las que puedas
imaginar, pero paciencia, mi florecilla, que ya iré alguna vez.
Cuando acabe de escribirte me voy a arreglar, pues marcho
con Marcial a la chocolatería de San Ginés, está muy concurri-
da, no solo por el chocolate y los churros que están de pan y
moja, sino también porque dicen que los poetas y escritores que
están todas las tardes son muy importantes, cierto es que las ter-
tulias que acoplan dejan embelesados a todos los presentes, yo
más que nadie boquiabierto y sintiéndome un patán que nada
sabe, y después vamos de clac al teatro de la Zarzuela. Como no
tenemos una gorda a final de mes, y sabes que no voy a pedir a
mi padre más expendios, hemos descubierto que si vas de clac
entras gratis o muy barato y aplaudes o silbas cuando te mandan.
A veces estoy tan emocionado escuchando esas voces que mis
compañeros me dan codazos para que haga lo que nos mandan.

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Ángela, me despido de ti, da recuerdos para tus hermanos
y hermanas, y tú recibe el cariño de este que te quiere y desea
verte pronto.
Samuel Almena

Samuel estaba emocionado, él no era consciente del


momento histórico y literario que vivía, se hallaba merendan-
do su café con churros y observaba a las personas de aspecto
bohemio, eruditos de las letras y demás artes que le rodeaban;
se preguntaba quiénes eran cuando escribía a su Ángela desde
el Callejón de San Gines, no sabía que el señor de la derecha era
Ramón María Valle Inclán, que todos los días a la misma hora
se sentaba en la misma mesa, así lo citó en Luces de Bohemia,
de 1920.
Samuel poco a poco iba hablando con los feligreses del café,
le gustaba quedarse callado escuchando lo dicho sobre los entre-
sijos de la república, el estado de la monarquía, los secretos más
escondidos de sus pensamientos, y Samuel, invitado de piedra,
boquiabierto y emocionado, sintiéndose provinciano y quizás no
comprendiendo muchas cosas de las que allí acontecieran, per-
manecía como una estatua. Se ilustraba en cada momento, sin
darse cuenta, sobre historia, literatura, teatro y zarzuela.

Madrid, 12 de agosto de 1930.


Apreciable Ángela, termino de recibir tu carta, que me ha
servido para sentir una enorme alegría al ver que estás bien en
compañía de tu familia, yo quedo sin novedad.
Me dices que te apunte cuándo voy, pero me es imposible
saberlo. Hasta que venga el comandante y me dé noticias del
destino no puedo moverme. Y no te imaginas lo harto que estoy
de Madrid y las ganas que me comen por dentro de verte, de ir

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a nuestro pueblo, de comer una torta de manteca o unos calan-
drajos con liebre.
Me dices también que tu hermana Severiana irá para la feria
de agosto, disfrutad e ir a los toros, creo que se lidian de los
nuestros.
Ángela, procura enterarte de qué es lo que ocurre por mi
casa que hace veinticuatro días que no he recibido carta y les he
escrito dos, me preocupa este silencio, pasa por allí como quién
no quiere la cosa y pregunta a la criada sobre el estado de mi
padre y abuelo, pero ten cuidado de sus chismes y guarda nues-
tras cuitas para nosotros, con lo que te cuente me lo comunicas
diariamente, pues yo no sé a qué atribuir esta tardanza. Deseo
que mi abuelo y mi padre se encuentren bien, que la dehesa esté
siendo bien agenciada y que los toros no estén provocando hos-
tilidades, necesito saber, Ángela.
Sin otra cosa más que contar, da recuerdos a tus hermanos,
hermanas y cuñados, y tú recibe el cariño de este que te quiere y
desea verte muy pronto.
Samuel Almena

Llegaron las ansiadas fiestas de agosto, nadie asomaba por la


puerta de Ángela, y la pena llenó su alma. Desilusionada y sa-
biendo que Samuel frecuentaba teatros y cafés imaginaba mil y
una posibilidades de ser olvidada, pero cuando sus penas taladra-
ban más su corazón cerraba los ojos y veía sus ojazos azules pe-
netrando su ser, entonces se dejaba llevar por la ensoñación y los
recuerdos, por los paseos por la era y las caminatas a la dehesa, sus
manos agarradas y esa manera suya tan enternecedora de retirar el
mechón de pelo de su mejilla.
Mientras empleaba su tiempo en ayudar a las tareas domésti-
cas, en leer muchísimo, así como en contar sus fabulosas leyendas
y cuentos que tanto gustaba a sus vecinos y amigos. Narrar era el

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don que siempre le acompañó, inventar historias con los persona-
jes que los deseosos oyentes le solicitaban, y hacer que el mundo
sucumbiese ante esos grandes ojos verdes que a veces perecían
tener vida propia.

Madrid, 6 de octubre de 1930.


Excmo. Sr Conde de Torrecilla de Cameros.
Querido Genaro:

Con referencia a tu grata de fecha 2 del pasado julio, en la que


me interesabas en favor del soldado del Regimiento de Húsares
de la Princesa 19º de Caballería, Samuel Almena Pérez, te remito
la carta que me encuentro del coronel de dicho Cuerpo al regre-
sar a la corte, y te la envío significándote que, al darle gracias, le
he reiterado mi empeño porque se le conceda un destino a tu
patrocinado.
Muchos recuerdos a tu familia y un fuerte abrazo de tu
primo, que te quiere.
Gabriel

Tal era el grado de amistad entre don Armando y el señor


don Genaro Alonso Castrillo, conde de Torrecilla de Cameros,
que no solo entró a forma parte de los Húsares de la Princesa
con recomendación, sino que, a mayor abundamiento, obtuvo
un destino más desahogado aun, de paisano y fuera del cuartel,
lo que le permitió a Samuel hacer unas milicias a cuerpo de rey.
Y como favor con favor se paga, fue bien recompensado con
tientas a puerta cerrada en la dehesa de los Almena. Confirma-
do su nuevo destino, don Armando invitó a su querido amigo
Genaro, tras las fiestas del Pilar, quien apareció junto con su
corte de amistades, entre ellos, el maestro Marcial Lalanda en
Bellavista de la Jara, y allí, in situ, pudieron deleitarse con su

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arte y en particular con el pase que le dio la fama, el lance de
mariposa.

Madrid, 11 de octubre de 1930.


Excmo. Sr Conde de Torrecilla de Cameros.
Querido Genaro:

Me complazco en remitirte la adjunta carta que recibo del


Coronel de Regimiento de la Princesa, por la que verás que a
tu recomendado Samuel Almena Pérez le ha sido concedido
destino fuera del cuartel como deseaba.
Mucho lo celebra tu primo que te abraza.
Gabriel

58
Capítulo V
Regresar a mi
patria chica

Samuel se presentó de regreso ante sus superiores, y con el


tiempo libre que tenía, todos los días paseaba por el Madrid que
tanto le fascinaba. Uno de tantos días subió al primer tramo
del ferrocarril metropolitano Sol-Cuatro Caminos. Allí donde
terminó, comenzó a pasear despacio, saboreando cada paso
mirando los palacetes de los burgueses y nobles que buscaban
prebendas del favor real, sitos en los aledaños del Palacio Real,
de la Plaza Mayor y Plaza de España. Sin darse cuenta, entró en
uno de ellos, y al darle el alto uno de los empleados comenzó
a tertuliar, llegando a la conclusión de ser casi paisanos, así
que, como si de un cuento se tratase, Samuel se adentró, se vio
rodeado de estancias y muebles lujosos. Boquiabierto perma-
neció observando la entrada del coche de caballos que llegaba a
la doble escalinata para que los señores no salieran del edificio
al montarse en su carruaje, el estanque bordeado con bonitas
camelias, estatuas y capiteles románicos dispersos por el jardín,

59
y la biblioteca, con los muebles oliendo a rancio saber y estrate-
gias carlistas.
Salió del palacete para dirigirse como invitado de piedra al
salón de baile mientras el servicio hablaba a su alrededor, se imagi-
naba a su Ángela con el talle ceñido del vestido de seda de la India,
encorsetada, provocando delicados ademanes y gesticulando con
el abanico, esperando que el conde de Torrecilla de Cameros la
invitase a bailar.
En esa ensoñación salió dirección al Palacio de Oriente, medio
día en punto, y voilà, el «relevo de la Guardia Real», primero el
relevo de las unidades de caballería y después las piezas de arti-
llería y los centinelas a pie.
Se sentía tan a gusto soñando despierto, embelesado, abs-
traído y trasportado a historias pasadas de honor y patria. Tenía
hambre y frío. Por lo que sin pensarlo dos veces se dispuso hacia
la chocolatería de San Ginés, esa que tantas veces visitaba Samuel,
pero realmente no le apetecía chocolate; y recordó el Lhardy y allí
fue a tomar un delicioso caldo caliente con un chorrito de jerez
que hizo las delicias de sus papilas gustativas y acentuó el apetito.
Al llegar al acuartelamiento le habían mandado a llamar.
—Samuel Almena, preséntese ante su coronel. —Así fue
llamado Samuel por el coronel que tanto le apreció y tanto hizo
por conseguirle un buen destino.
—Sí, señor.
—Samuel, me siento orgulloso de haberle conocido, se alistó
siendo un señorito andaluz melindre, y ahora lo devuelvo a su
señor padre hecho todo un hombre, con cultura y gustos re-
finados, con oficios bien aprendidos y siendo de ley. Y déjeme re-
cordarle cómo está España, el comité revolucionario ha asumido
el poder el pasado día 14 de abril, desde que se proclamó la Re-
pública en la Casa de Correos de la Puerta del Sol, y ¡tenga pre-
sente cómo estaba la muchedumbre enfervorizada! Nos van a

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disolver, Samuel, tras las elecciones del día 12 ha ganado la con-
junción republicano-socialista frente a los monárquicos. Eso ha
supuesto la desintegración de la monarquía y el advenimiento
de la Segunda República. Por ello, le hago entrega de su licencia,
márchese lo antes posible a su tierra y a los brazos de la zagala que
tanto quiere. Dé saludos sinceros a don Armando Almena, ¿ne-
cesita dinero para regresar?
—Mi coronel, ha sido un enorme placer servir en su
Regimiento de Húsares de la Princesa 19º de Caballería, un honor
estar a sus órdenes. Se habían oído comentarios sobre la disolu-
ción, pero nada claro. Me siento en cierto modo echado o aban-
donado, como si de alguna forma también nosotros fuésemos
monarquía descompuesta. Pero solo son vanos pensamientos en
comparación con la alegría de regresar a mi patria chica, pues allí
mi prometida se encuentra hastiada de bordar ajuares y anhela
poder mirarnos. Gracias por todo, coronel, no preciso dinero
para volver a mi casa. Y antes de despedirme, en Bellavista de la
Jara tiene usted y su familia, no solo la casa de mi padre, sino
también la dehesa, por si algún día le apetece tentar un becerro
o una vaca.
—Aquí tiene, Samuel, su licencia, y deme un apretón de
manos, que la vida es muy corta y no sabemos dónde nos veremos
o si nos volveremos a ver.
—Con su permiso, coronel.
Samuel regresó a Bellavista de la Jara en tren hasta Vilches y
desde allí lo hizo en un camión de mercancías de un paisano. La
despedida de Madrid fue agridulce, pues cada pisada que daba
hasta Atocha se convertía en un bonito recuerdo de los días
vividos en el regimiento junto a sus grandes amigos, cuidando
a los caballos, adiestrándolos e incluso pasando hambre por el
rancho que les daban los primeros meses. Después en oficinas
y con pase de paisano, siendo, o más bien considerándose un

61
madrileño más de adopción, la zarzuela haciendo de clac —se
sonreía pensando en qué cara pondría el abuelo Emilio cuando
le contases tales aventuras—, la pérdida de los cinco duros por
culpa del agujereado pantalón, las cartas que tanto añoraba y
la felicidad al recibirlas, los chocolates con tertulia y miles de
recuerdos que hacían que para él, Madrid, ya no fuera una inci-
piente metrópolis, sino el hogar que le acogió obligatoriamente
para hacerle un hombre.

Nadie sabía que llegaba esa noche, la casa de don Armando


cerrada a cal y canto, ni los gatos hacían gala de sus celos y ena-
moramiento primaverales, el silencio imprimía el compás de las
suelas de los zapatos, acostumbrado a marcar el paso firme y la
arteria carótida de su cuello parecía latir más fuerte que su propio
corazón. ¡Ya llego a casa!
Agarró el llamador con fuerza, la gran mano de bronce suje-
tando la bola le hizo sentir frío, y sin pensarlo dio dos golpes.
—¿Quién va?
—¡Ah, de la casa!
—¿Qué horas son estas de despertar a gente de bien? ¡Algún
holgazán, libertino y borracho pidiendo hogaza será! —dijo mal-
humorada Ramona, la criada.
Samuel volvió a llamar.
—¡Que ya va, será vehemente el desgracia’o! ¡Ay, señorito
Samuel! ¡Válgame el cielo con tos sus santos que se me ha apareci-
do de la gloria si es usted! Pase, pase, ¡venga, que le preparo unos
buenos manjares que sepa Dios el tiempo que hace que no come
algo decente! ¿Pero cuándo ha llega’o?
—Pues, Ramona, ciertamente el tiempo que transcurre desde
el jardín a casa de mi padre —dijo riéndose a carcajadas—. ¿Qué
pasa, Ramona?, ¿por qué tanto bullicio? ¡Hijo mío! ¡Padre, padre
que Samuel ha regresado!

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La noche del 20 de abril de 1931 se convirtió en una Noche-
buena, corrió el vino, la matanza y el tocino a la brasa, Ramona,
hacendosa, le cocinó todo lo que al señorito le gustaba, perdiz en
escabeche, galianos, gachas con tostones, arroz con leche; por un
instante pensó que era un «cochino de San Antón», de aquellos
que hay que sacrificar después de engordarle bien.
Durmió a pierna suelta hasta más allá de los amaneceres
cuando las campanas del reloj de la Plaza le recordaron que estaba
en su cama, en su casa, en su pueblo y cerca de Ángela. Dio un
salto de la cama, llamó al servicio y les pidió que le prepararan un
baño, que le sacarán el traje marengo, camisa blanca y uno de los
cuellos que había traído de Madrid, que limpiasen a conciencia
los zapatos negros, sacaran brillo a su reloj de mano y cepillasen el
sombrero de ala ancha negro.
Desayunó sus panecillos con aceite, un delicioso café recién
hecho y media torta de manteca. Se atusó el pelo, colocó el som-
brero y guiñó el ojo a las chicas del servicio que, dicho sea de paso,
le adoraban.
—Buenos días tengan ustedes, señoritas.
—¡Samuel! —Ángela quedó petrificada, como si de una
estatua de sal se tratase al verle—. ¿Qué haces aquí?
—Ángela, cielo mío, solo atinas a decirme una cosa así. —Se
lanzó a ella y la abrazó apasionadamente, se contuvo para no
besarla en esa boca que tanto adoraba, pero sus hermanos y her-
manas estaban contemplando el encuentro y no quiso ponerla en
evidencia, sus caras estaban a menos de un suspiro de distancia.
Y como si el aire no debiera tocarla, Samuel la acurrucó en sus
brazos y su cuerpo como si no existiese ya más vida.
Como cualquier pareja tras un tiempo de noviazgo y tenien-
do posibles para poder contraer matrimonio, Samuel y Ángela se
casaron el 17 de septiembre de 1933.

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Antes no se celebraban las bodas, pero la boda del hijo de don
Armando y la hija del zapatero fue sonada en todo el condado, no
solo asistieron los familiares más allegados de ambos consortes,
sino que también se reunieron ese día lo mejor de la sociedad de
Bellavista de la Jara y lo mejor de la servidumbre y clase llana.
El bonito patio de la casa de los Almena se adornó con macetas
de geranios, con guirnaldas de rosas y el suelo se alfombró con
romero de Sierra Morena, el olor a campo y dehesa hacía que los
comensales se sintieran sosegados, en paz.
La comanda estuvo repleta de platos típicos de la tierra, donde
no faltaron el faisán y la perdiz en escabeche, la gallina en pepitoria,
ajo puerco, ajolamano, bacalao encebollao, el cordero o el cochi-
nillo, todo ello regado con vino que corría por las copas sin escasez,
así como hogazas de pan recién horneado por tío Pedro hermano
de Ángela. Y en cuanto al postre, dulces caseros con olor a limón y
matalahúva como los rosquillos de vino, los mantecados, plumillas,
y la tarta nupcial abizcochada y borracha con aguardiente.
Las caritas de los enamorados no dejaban de asombrar a los
presentes, e incluso algunos celos y envidias se rumorearon entre
los asistentes, pero nada hizo oscurecer un instante tan feliz. In-
clusive la señorita Adela y sus padres asistieron a la boda, ya sin
asperezas, habiendo entendido que el amor escoge libremente el
corazón donde desea posarse.
Todos los vítores para los novios, algún pasodoble, letrillas de
siempre, fandangos y el arte del cante a la guitarra.
Conforme fue pasando el día, los buches se saciaron y el
alcohol hizo su efecto, los corrillos comenzaron a hacerse más
íntimos y pequeños, hasta que Ángela se sentó con los hijos de
la gitana Jimena y comenzó a contarles la historia de La encan-
tada del puerto, los zagales embobados y los mayores, aun cono-
ciendo la leyenda, estaban absortos por la voz y la dulzura con
que narraba.

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Tenía el don de juntar palabras con la belleza que da el instinto
natural, no necesitaba escuela ni grados para llevar a los concu-
rrentes a su mundo, ese mundo interior cargado de fantasía y
creatividad.
—Silencio, es hora de saber qué le aconteció a La encantada
del puerto.
»Hace muchos, muchos años, Bellavista de la Jara fue recon-
quistada de los infieles; muy cerca de esta casa vivía una familia
mora, el padre se llamaba Abu-Ebén y tenía dos hijas, Zaida y
Zoraida, ambas de excepcional hermosura. Padre e hijas pertene-
cían a la clase más modesta de los infieles, sobrevivían cultivando
el campo. Pero Abu-Ebén, aun siendo muy pobre, era realmente
instruido, me dijo mi padre, el zapatero, que fueron los árabes
que introdujeron en el país el sistema de riegos. Además, era un
guerrero valeroso y fiel, siendo la persona de confianza de los jefes
mahometanos en aquel período de la historia de Bellavista.
»Abu-Eben llevaba infatigablemente al castillo provisiones de
boca y guerra, así como los valores y alhajas que los habitantes de
Bellavista de la Jara poseían.
»Él aquel día había dejado a sus hijas recluidas en su modesta
y mísera vivienda. Las dos jóvenes, tranquilas, esperaban confia-
damente se realizasen los designios de Alá, pero algo se olía en el
ambiente.
»A la hora media del día y al son de trompetas, atabales y voces
de mando, es invadida Bellavista por una multitud de jinetes que
no pudo contener el ejército de la morisma, mientras que las
restantes fuerzas de infieles se hacían fuertes en el castillo, pero
por descuido o confianza, todos habían dejado de conducir a sus
mujeres y niños.
»Zaida y Zoraida estaban en su casa cuando cundió la alarma:
»—¿Qué ruido es ese? —pregunta alarmada Zoraida a
su hermana.

65
»—No me lo explico, quizás guerreros hermanos que vengan
en nuestra defensa.
»—¿Y si fueran cristianos? No quiero pensarlo. ¿Qué sería de
nosotras?
»—Pues ahora voy a verlo —dijo Zaida con arrojo.
»—¡Jamás! —interrumpe Zoraida—. De ninguna manera;
obedece las órdenes que padre dio al marcharse, tenemos que
hacer que parezca esta casa como no habitada y estar lo más
ocultas que nos sea posible.
»Mas, guiada por la curiosidad y sin que a su hermana Zoraida
le fuese posible evitarlo, lanzase Zaida velozmente a una de las pe-
queñas troneras que daban luz al lóbrego y estrecho cuartucho
situado en el primero y único piso de la casa; mira al exterior, y
aquella escultural cabeza de cabellos y ojos negros queda como
petrificada a la vista de los pendones de Castilla y León, ante las
cruces que los coronan, y el aspecto marcial de las tropas del rey
de los cristianos Fernando III. Zaida se conmueve, su hermana
la arranca a viva fuerza del sitio y ambas, sin dirigirse la palabra,
lloran abrazadas las desgracias que presienten para ellas y su
padre, a quien dudan volver a ver.
»El castillo lleva ocho días de asedio; no hay que comer y la
lucha se hace insostenible en la fortaleza, no por falta de valor de
los sitiados. Zaida y Zoraida, de la misma edad, por haber nacido
con pocos minutos de diferencia, lloran amargamente su des-
gracia. Continúan encerradas en su casa, no hay para las hermo-
sas hijas de Mahoma consuelo posible. Habían pasado algunos
días desde la entrada de las tropas cristianas que aún no poseían
el castillo; una de aquellas noches, Zaida y Zoraida se hallaban
abrazadas y mudas de terror se sienten de repente sorprendidas
al oír el sonido metálico de una llave rechinar en la cerradura.
Ambas corren hacia la puerta pequeña, ágiles como cervatillas
al ladrido de un perro, suponiéndose quién es el visitante, y to-

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pándose frente a frente a su padre, demudado, jadeante y con un
voluminoso bulto a sus espaldas.
»Abu-Eben rechazó bruscamente el cariño que quisieron
hacerle, no deteniéndose a dar explicaciones, y en modo impera-
tivo les dio las órdenes:
»—Sin pérdida de tiempo —les dijo—, prepárense para la
fuga; he conseguido, gracias a mi agilidad, sujeto por una cuerda
a la cintura, bajar por las murallas del castillo. Temo haber sido
visto, y quizás me persigan, por lo que es necesario darse prisa;
todos los sitiados, creyendo que se aproxima la entrega de su
último refugio, me han encomendado salve sus caudales, escon-
diéndolos en sitio seguro, a la huerta del puerto, donde hallare-
mos el lugar propio para tal escondrijo, y quizás podamos después
marchar a reunirnos con los nuestros.
»Pálidas, demacradas, sin respirar apenas, escuchan lo dicho
por su padre, a lo que no osan replicar, callan y recogen rápida-
mente los pequeños medios de subsistencia que les quedan, y por
la misma puerta que entró Abu-Eben minutos antes, salen padre
e hijas casi arrastrándose, serpenteando, uniendo sus cuerpos a
las paredes de las casas, procurando de esa forma evitar el temido
encuentro con las patrullas que a la sazón rodeaban el cerro ase-
diado. Con un saco repleto de monedas y metales preciosos sobre
sus hombros, marcha Abu-Eben dificultosamente delante de
sus hijas.
»La luna les ilumina a intervalos y en el huerto se detienen.
Se unen llorando en estrecho abrazo, se creen fuera de peligro y
la emoción les embarga; ya más tranquilos, Abu-Eben dirige las
palabras a las jóvenes en estos o parecidos términos:
»—En el lugar en que nos encontramos, hijas queridas, a
unos veinte pasos de distancia, existe una cueva que solo es cono-
cida por mí, habiendo tenido la suerte de encontrarla en tiempos
en que me dedicaba a cultivar esta hermosa huerta; la hallé una

67
calurosa noche de junio en que no sé si soñando o despierto, pre-
sencié una cosa extraordinaria que no quisiera recordar; vi salir
de esos peñascos extrañas y atractivas figuras que con sus gestos
y ademanes parecían llamarme, a la vez que músicas y ciertas vi-
braciones inexplicables me atraían a esa parte; más que irme me
dejé llevar, y en efecto, en el sitio objeto de aquella especial atrac-
ción, encontré una abertura medio tapada por una gran piedra
que como si se tratase de un sortilegio, dejó libre la entrada a una
cueva hasta entonces oculta, oyendo a poco extraño ruido de
trompetas, ladridos de jauría y gritos desentonados; aquello pasó
pronto, habiendo después desaparecido repentinamente, lo que
muchas veces en reflexiones he creído un sueño. Cerré aquella
puerta natural, me marché, y ahora aprovecho el secreto para de-
positar en ese oculto lugar las riquezas cuya guarda me ha sido
encomendada.
»—Padre —exclamó Zaida impresionada—, nos da miedo
con su relato.
»—Yo también lo tuve a pesar de mi entereza —respondió
Abu-Eben—, y podéis asegurar que a no ser por las terribles cir-
cunstancias en que nos encontramos, jamás hubiera venido por
estos sitios, a la hora precisamente en que descubrí esa cueva, y
aproximadamente en el mismo tiempo.
»—Alá es grande y Mahoma su profeta; lo que está escrito
sucederá —dijo la hermosa Zoraida.
»—Vamos pues y ayudadme en mi empresa —añadió el
padre—, y mañana veremos salir el sol en Úbeda, donde tienen
seguridades para sus personas y bienes los hijos del profeta.
»Y dicho esto, dio unos pasos hacia una gran piedra que, a
un impulso de sus manos, cedió, dejando ver una abertura que
daba paso a una cueva oscura. Las jóvenes, llenas más que de
miedo de estupor, seguían al padre, y este, deseoso de terminar lo
antes posible la misión que le había sido encomendada, penetró

68
decidido en aquel recinto con el saco al hombro, seguido de sus
hijas; depositó la preciada carga en una roca y, en aquel mismo
momento, como a un conjuro, sonaron de pronto desentonados
gritos, ruidos de trompetas y ladridos de jauría; el padre saltó
sorprendido, le siguieron sus hijas, quiso ocultar la entrada de la
cueva y tocó la piedra del acceso, con tal precipitación, que esta
se movió rápidamente, el orificio de ingreso se cierra e impide la
salida de la hermosa Zoraida, que marchaba la última, y queda
encerrada con el tesoro para siempre.
»Al día siguiente, afirman los viejos, que una vez tomado el
castillo de Bellavista, el señor Benavides, su conquistador, envió
patrullas a los alrededores del poblado, y al llegar al puerto, en-
contraron no lejos del manantial abundante que allí existe, dos
cuerpos humanos horriblemente despedazados, habiéndose
podido notar solamente que uno era el de un musulmán regu-
larmente vestido, a juzgar por los restos de su traje, y el otro, el de
una mora en cuya cabeza podían aún admirarse los rasgos de una
singular y extraordinaria belleza.
Esta es la leyenda de La encantada del puerto; así la cuentan las
viejas, asegurando que aquel suceso tuvo lugar en el mes de junio,
en la noche de San Juan, y que todos los años la misma noche y a
la misma hora, se oyen desentonados gritos tocar clarines y trom-
petas, y ladridos de jauría, y que una dama mora pasea por aque-
llos vericuetos ricamente alhajada con las riquezas que en aquel
sitio depositó Abu-Eben, y que según la tradición, parece buscar
a su padre y a su perdida hermana.

Samuel mirándola, amándola en cada palabra, en cada


pequeño suspiro que salía de la boca de la que ya entonces era su
esposa, únicamente retumbaba una idea en su cerebro que, sin
embargo, sentía en su cuerpo, no siendo otra que saber que, a
partir de ese día, ya podría robarle todos los besos y caricias que

69
durante el noviazgo había imaginado. La sentía suya, entera y
eternamente suya. Su cuerpo reaccionaba a cada pensamiento
como si ya no le perteneciese, como si únicamente estuviera pen-
sando en el instante de amarla.
—Ángela, ven —susurró al su oído derecho.
—Sí. —Ella le miró con los ojos más brillantes que jamás pudo
haber tenido y un escalofrío bajó por su nuca hasta su vientre.
—Es hora de despedirnos, dale un beso a tus hermanos, mien-
tras yo haré lo propio con mi padre y el abuelo. —Quedó mirándola
fijamente a los ojos con una pasión que era más que patente.
La alcoba era amplia, sus visillos de un blanco inmaculado,
el lavabo estaba preparado con toallas de hilo blanco bordadas
con las iniciales de ambos, el galán perfectamente ubicado para
el traje de Samuel, y su lecho frente a los espejos del armario de
madera policromada. Ángela entró muy despacio, observando
cada detalle, reparando en los espejos donde su figura vestida de
novia se reflejaba tenuemente por la escasa luz del candelabro de
plata que había sobre el aparador. Vio cómo Samuel se acercaba
al mismo tiempo que sintió sus manos recorriendo sus hombros.
Delicadamente fue quitando las horquillas de flores que recogían
su pelo, hasta que llegó el instante en que su larga melena se des-
bordó por su espalda. Entonces Samuel la recogió en sus manos
para besarla y oler profundamente, hundiéndose en su cuello y
besando lentamente la piel que se asomaba por el escote de su
vestido. Ángela, petrificada, absorta en las caricias y sin saber qué
hacer se mantuvo quieta. Mientras Samuel desabrochaba lenta-
mente los interminables botones de su vestido, le parecieron se-
gundos eternos, desconocía qué vendría después, pero deseaba
que terminase de desabrocharla para sentir más y más. Cuando
menos lo esperaba su vestido cayó al suelo y se vio a sí misma de
nuevo en el espejo. Samuel apagó las velas exhalando con sua-
vidad, la giró despacio y se fundieron sus bocas en el beso más

70
deseado, llevándola hacia el lecho, mientras las manos de ambos
desvestían sus cuerpos, y entonces Samuel comenzó a amarla con
la más absoluta ternura, devorando a besos cada milímetro de su
piel hasta hacerla suya, suya, suya.

Samuel se despertó suavemente por el rayo de sol que calen-


taba su rostro, miró hacia la ventana queriendo recordar dónde
estaba. En ese instante entre el sueño y la vigilia, donde aún se
recordaba lo soñado, no era capaz de entender qué bullía en su
interior, cuando un segundo después reparó que el cuerpo que a
su lado dormía, era el de su amada Ángela. Tuvo el necio impulso
de despertarla con un beso, pero su ávida mano quedó suspendi-
da dibujando las curvas de su cuerpo adornado por las sábanas
blancas. Se recostó en la almohada de plumas de oca, un regusto a
paz y deseo le recorrió por dentro, solo era capaz de admirarla, su
pelo negro ondulado, sus ojos cerrados como un ángel, haciendo
honor a su nombre, su boca, ¡ay, su boca! Cuántas veces anhela-
da y ya era suya para besarla cuantas veces quisiera, degustarla en
eternos besos de noche y cálidos roces a escondidas de día.
—Buenos días, padre —dijo carraspeando la garganta.
—Dios te guarde, hijo, qué tal han dormido sus vuecencias
—dijo con tono pícaro y risueño.
—A pierna suelta y más feliz que en brazos.
—Y Ángela, aún duerme quizás.
—No, se está acicalando, dice que quiere ir al cementerio para
visitar la tumba de sus padres y después quiero llevarla a la dehesa.
¿Le importa padre que no almorcemos con usted?
—¡Cómo va a importarme! El casado casa quiere y yo
quiero nietos.
—¡Padre! Si la dejase encinta a la primera ya sería milagroso.
—Tu madre, que Dios la tenga es su Gloria, te concibió la
noche de bodas, así que ten presente, que de casta le viene al

71
galgo. Anda, toma un café de puchero que te va a venir bien, si le
echas un poco de aguardiente, mejor aún.
Ángela apareció despacio en el salón de la casa de los bodego-
nes. La cadencia de sus pasos, el sonar de sus tacones y el sol que
dibujaba su silueta detrás de ella, dejó a los presentes absortos. No
se había recogido del todo la melena, únicamente una horquilla
de plata en el lado izquierdo, derramándose su pelo como una
toquilla sobre su pecho. Samuel y don Armando se levantaron
caballerosamente de sus sillas, y Marcial separó la silla de Ángela
para que esta tomase asiento. De pronto, sintió todas las miradas
en ella y un silencio pastoso que la incomodó.
—Buenos días, don Armando y presentes.
—Buenos días, Ángela, espero que hayas descansado en tu
primera noche en esta casa.
—Sí, don Armando, la verdad es que la alcoba es como un
palacio, no le falta detalle.
—Hija, no quiero que me llames don Armando, si quieres y
no te ofende, me haría tremendamente feliz que tu trato hacia
mi persona fuese como padre. El tuyo falta y ahora vives bajo
mi techo.
—Me cuesta hacerlo, don Armando, usted siempre ha sido
eso, don Armando —concluyó sonriendo.
—Pues ya es hora —dijo el abuelo Emilio entrando de repente
en el salón—. ¿Me das un beso, bella dama?
—Abuelo, no sea tan lanzado, que quizás a «mi esposa» —en-
fatizó el posesivo— no le apetezca.
—Don Emilio, diga usted que sí, que un beso no ofende
cuando se da de veras —respondió ella levantándose y acercando
su boca a la mejilla del abuelo.
—Tuvisteis una boda preciosa, vino todo el pueblo, ricos
y pobres, payos y gitanos, no faltó ni el apuntador —dijo
don Armando.

72
—Padre, nunca pensé que se pudiera ser tan feliz ni que tantí-
sima gente cupiese en el patio y en los salones.
Impulsiva e imprevisible como siempre entró Ramona con
una bandeja de viandas que habían sobrado de la boda, jamón,
panceta, tomates, aceite y mantecados que tanto le gustaban al
abuelo Emilio. Canturreando una copla, dio los buenos días y
miró picaronamente a los novios.
—¡Qué! ¿To’ bien?
—Claro que sí —dijo Ángela levantándose para ayudar
a Ramona.
—¡Que no, señora! Que ahora lo hago yo to’, que usted ya no
es la zapatera, que es doña Ángela.
—No vuelvas a llamar así a tu señora, Ramona —dijo don
Armando con voz firme.
—No se preocupe, padre —con voz temblorosa dijo Ángela—,
yo no me ofendo porque soy y seré la hija del zapatero y la esposa
de Samuel Almena. Mi condición no ha cambiado, mi sencillez
no se perturbará y mi posición es aquella de donde vengo, donde
vivo y lo que Dios quiera que sea.
—¡Ay, hija mía! Qué lecciones nos das con esa ternura y dulzura
que te caracteriza —dijo el abuelo Emilio—. Y tú, Ramona, a ver
si eres más discretita, que parece que te hizo la boca un sapo.
—Se les ofrece a los señores algo más o ¿me puedo ir con la
música a otra parte?
Así fue el comienzo en la casa de los bodegones, ya no era una
extraña, ahora querían tratarla como hija y, por descontado, como
esposa. Se sentía rara y a la par feliz en su nuevo vestido de piel.
Los paseos por la dehesa le hacían sentirse libre, correr por el
campo a galope tendido, agarrada de la cintura de su Manuel, era
un placer que pareciese casi prohibido del deleite que le provoca-
ba. Perderse entre las encinas y el olor a jara, dejarse amar por su
esposo, sin que nada ni nadie les perturbase. ¡Se podía ser más feliz!

73
El amor, las risas, los besos apasionados, la locura de los recién
casados alborotaba los corralillos de la servidumbre, habían
llenado la casa de los bodegones, pero Ángela comenzó a sen-
tirse indispuesta, hacía dos meses que no tenía sangrado alguno,
cuando el 9 de noviembre, de pronto, un fuerte dolor abdominal
la retorcía cayendo desplomada en el patio de la casa. Nadie la vio,
quería gritar, pero no era capaz de emitir quejido alguno, el dolor
la paralizaba. Marcial que salía de las caballerizas la encontró en
un charco de sangre, comenzó a pedir ayuda y todos acudieron
asustados. Samuel a pelo subió en su caballo y fue deprisa a por
el médico, pero cuando regresó a casa, la matrona del pueblo
y vecina ya había socorrido a la pobre Ángela, había perdido a
su bebé.
Pero tras este episodio, en la primavera de 1934, queda de
nuevo embarazada, la alegría y los cuidados que recibía de su
Samuel y de toda la familia hacen que el embarazo tenga un final
feliz, y es entonces cuando el 2 de noviembre de 1934 nació su
primogénito, Manuel Almena Blanco.
Era un niño rollizo, de piel blanquita y pelo moreno, pronto
tendría los mismos rizos que su madre, los ojos grandes de un
azul grisáceo, con carácter y llorón, pero adorado por sus padres.
El primer bisnieto, el primer nieto, un varón, ¿qué más se podía
pedir?, pues realmente poco.
Debo hacer un breve y bonito inciso al acontecer de los hechos,
porque realmente dejé para este momento el contar algo muy im-
portante para la vida del primogénito Manuel. Don Armando,
tras enviudar y transcurrido un tiempo, contrajo matrimonio de
segundas con doña Constanza. Su padre poseía una pensión y
ella sabía defenderse en la vida y era muy inteligente. Y del fruto
de ese matrimonio nació la tía Martina.
Pues bien, cuando nació el pequeño Manuel, tanto la tía
Martina como su madre, Constanza, se volvieron locas con el

74
pequeño, siendo tal el amor que tenían por él, que sin querer
pasaba más tiempo con ellas que en brazos de su madre. Máxime
cuando en algo más de un año Ángela quedó embarazada de su
segundo hijo, Juan, igualito que su padre Samuel, rubio como el
trigo y con ojos azules enganchaores.
La cuestión y la importancia de este inciso radican en que
Manuel adoró tanto a su abuelastra y su tía, que creció sin darse
cuenta de que tenía más apego hacia ellas que a su madre. Pero
esto, lejos de ser objeto de discordia para la convivencia conyugal
o familiar, fue un dolor que Ángela guardó para ella, y cuando
llegue su momento será contado, ahora es pronto.

75
Capítulo VI
Incoherencias de
vidas sin alma

Llegamos a un punto de la historia que cuesta entender, y no por


los aconteceres de España en dicho tiempo, sino por la locura que
llevó a la Guerra Civil Española. Lo que se narra no pretende ser
un análisis político de lo ocurrido, sino más bien las consecuen-
cias de la contradicción que produce, la toma de decisiones que
llevaron al horror, al miedo y a la muerte.
Promulgada la Segunda República en la capital de España, se
produce tanto en la derecha, como en la izquierda y el centro, la
apuesta por jefes más destacados y viscerales. En corresponden-
cia, se afrontan campañas electorales mucho más agudas, pro-
duciéndose la politización y el radicalismo más exacerbado de la
época. Madrid y sus cortes se convierten en el centro de discusión
política de la Segunda República.
La temperatura al rojo de la política se tradujo en la expansión
y llevanza del cambio político, en todas sus vertientes al resto de
España. Así fue proclamada la Segunda República en Madrid, y

77
horas después también en otros lugares, apuntalándose en el resto
del país cuando se produce el abandono de la monarquía. Fuera
como fuese y tras la campaña electoral de febrero de 1936 con el
triunfo del Frente Popular, no se tranquilizaron los ánimos de
una sociedad impregnada de odios y violencia, de seres humanos
en contra de su propia sangre.
La cuestión es que el Gobierno se mostró ineficaz e incapaz de
contener la radicalización de los extremos políticos, el pueblo, atento
y amedrantado ante tanta hostilidad, comenzó a sufrir las primeras
muertes, incendios y acosos. Y es a partir de julio de 1936 cuando en
Madrid se originan tiros en la calle entre grupos rivales, desaparicio-
nes; recelos entre vecinos o compañeros de trabajo, ya no se sabía si
eras amigo o enemigo, si no eras como se debía ser, a la «chec», y así
en la capital de España, nadie mandaba, salvo los que Azaña llamó
«los caciques del fusil» que aplicaban su «ley» y «su justicia».
No se trata de venganzas ante los ideales opuestos ni alabanzas
hacia los propios, pues sinceramente el fin no justifica los medios,
los que vivieron esta historia son lo que a continuación la narrarán,
pues la herencia auténtica que dejaron son los valores, los princi-
pios y el amor leal y pleno que se condensa en las cartas de Samuel
y Ángela. Cartas que envió a su hogar llenas de sentimientos que le
colmaban de ilusión y fuerza ante tanta barbarie.
Al estallar la guerra, el mayor de los miedos era el re-
clutamiento, cuándo y cómo se produciría. Pero lo peor es con
quién te tocaría luchar.
Heme aquí delante de esta página, cuestionándome qué tipo
de libertad los llevó a estar en una tropa o en otra. Y la respuesta
es que «no hubo libertad de opción para luchar por tus ideales»,
¡si es que los tenían!, «te tocaba y te tocó».
El reclutamiento dependía más de la geografía que de la ideo-
logía: si un hombre, generalmente por debajo de los cuarenta
años, vivía en una zona tomada por los rebeldes, después del

78
18 de julio era más que probable que formase parte del Ejército
Franquista, y si vivía en una zona bajo el control de la República
acabaría luchando en el Ejército Popular. Así de sencillo.
Ambos bandos usaron técnicas similares para reclutar, porque
se basaban en directrices de antes de la guerra. A pesar de usar
ideologías bien diferentes, ambos ejércitos fueron más similares
de lo que parece.
Pues bien, aun desconociendo la fecha del reclutamiento de
Samuel, debió de ser a finales de 1937, porque la primera carta data
de enero de 1938. Fuera como fuese, la cuestión es que a Samuel no
le quedó otra que luchar en el bando republicano, hijo y nieto de
familia pudiente y monárquica, se vio involucrado en una guerra
que, como a todos los allí presentes, no le trajo más que desdichas.
Una pareja de enamorados con dos hijos en el mundo, que han
luchado por estar juntos a capa y espada, otra vez son separados a la
fuerza, y esta vez, con el miedo de no volver a mirarse.
—Samuel, hijo, ha llegado una carta de reclutamiento, te
llaman a campaña. —A don Armando no le salía la voz del cuerpo.
—¡Padre!
—La han traído hoy mientras estabas trabajando en la dehesa.
Y venía con mensaje implícito. —Así le dio la carta don Armando
con las manos aún temblorosas.
—¿Cuál? —la voz le salió quebrada, como una rama seca de
oliva que suena al partirse.
—Si no te incorporas en veinticuatro horas y luchas teniendo
presente que los rebeldes son los enemigos, vendrán por tu mujer
y por mí.
—Padre, supimos desde que estalló la guerra que tarde o
temprano me llamarían, debo aceptar mi destino sin sentimiento
alguno de bando ni de culpa. Usted debe saber que mientras yo
esté en el frente jamás podrán decir que, por mi actitud, a usted, a
mi mujer o a mis hijos les pueden causar perjuicio.

79
—Hijo mío, ¡cuánto nos queda que pasar! —dijo abrazándole.
—Padre, no tenga congoja, si le soy sincero, tengo miedo, pero
esta vez, mi miedo es mayor por ustedes que por mi persona.
Piénselo fríamente, los rebeldes saben cómo somos, muchos son
amigos, y presumo que no les harán daño alguno, en cuanto al
Frente Popular, yo estaré en su lucha y haré lo que tenga que hacer
por cuidarles. Pero, padre, prométame que los defenderá con
todo su vigor y bravura, como si no hubiera más tierra ni cielo,
este toro es duro de lidiar, pero nosotros sobreviviremos a todo
esto, aunque desfallezcamos en el intento mil veces. Usted sabe
cuánto amo a Ángela y que adoro a mis hijos, fruto de mi sangre,
no deje ni permita que pasen hambre, haga lo que le manden sin
rechistar, pero guarde siempre algo escondido para que siempre
haya un mendrugo. Y tenga las armas preparadas por si…
—Calla, hijo, no permitiré que a ninguno de los míos les
hagan daño, sois mi vida, incluida Ángela, que me ha demostrado
durante todos estos años ¡que no hay hembra más bragá y echá pa’
lante que ella! No pudiste escoger mejor, hijo mío.
—Tengo que decírselo, padre, debo estar sereno y valiente para
que ella no sienta el pánico que corre por mis venas ahora mismo.
—¡Tómate un aguardiente que te temple!
—No, padre, no hay aguardiente que te quite el desasosiego
por el temor a que os suceda algo, así como por irme a la guerra.
—Vete tranquilo y en paz, que aquí está tu padre.
Salió del salón de invierno y preguntó a Ramona por su
esposa, esta se encontraba cambiando a su hijo Juan, que siempre
hacía alguna de las suyas, un rubio con remolino en la frente en
el nacimiento del cabello, que le daba un aire de diablillo, y dos
luceros azul cielo que desarmaban al más pintado.
—Ángela, ¿qué haces, vida mía?
—Pues como tu hijo Juan es un trastillo, con sus casi dos años
se ha metido en la alacena y lo he pillado con una mano llena de

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terrones de azúcar chupados y en la otra un chorizo en aceite que
ha dispuesto sacar de la orza, y lo he tenido que cambiar de hato.
¿Qué te sucede, esposo mío? ¡Si la cara es el espejo del alma, la tuya
se ha fugado! Déjame arrullar a Juan que lo dejo en su moisés.
—Ángela, sube a la azotea conmigo, allí estaremos tranqui-
los en el sofá de madera, el de los cojines de lana de oveja, como
cuando nos subíamos recién casados para que padre o el abuelo
no oyesen nuestra pasión.
—¿Ahora?
—Ya.
—Ángela, bésame, con todo tu ser y tu alma, con toda tu
fuerza, con toda tu casta. Dame ese beso que nunca se olvida,
que se guarda en lo más hondo del corazón, que se incrusta en el
tuétano de los huesos y da calor al cuerpo de tal manera que aún
frío es capaz de arder.
—Pero, Samuel, ¿qué te pasa?
—Bésame, Ángela, y entrégate a mí como si fuera la última vez.
Despedirte sin saber si vas a volver, despedirte sin saber cuál
será tu destino, despedirte sin saber dónde iras, despedirte sa-
biendo que les dejas solos sintiéndose responsable de todos ellos.
Y Ángela, de nuevo sola, con dos hijos pequeños, en casa de sus
suegros, sin saber si volverá algún día.
El sentimiento de soledad, miedo, angustia, pánico que les in-
vadiría hace que solo al imaginarlo se me parta el corazón, pero
ellos siguieron con dicho músculo entero y comenzaron el nuevo
periplo de desventuras.
La primera carta dice así:

enero de 1938.
Querida y amada esposa, deseo te encuentres bien en compa-
ñía de nuestros queridos hijos y demás familia. Yo quedo bien y

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acordándome infinitamente de vosotros, pues hace ya cerca de
un mes que me fui y aún no he tenido noticias.
Ya escribí cinco cartas, imagínate el disgusto que tengo, pues
la cabeza es una tortura, conjeturando miles de cosas que os
han podido ocurrir. Quizás no me han llegado porque nos han
mudado otra vez de destino. Cuando te escribí la carta anterior
estábamos en las trincheras, pero tranquila pues estábamos a
treinta kilómetros de la línea de fuego, ya que estar en primera
línea sería jugar todas las cartas malas. Ojalá nos dejasen por aquí,
cerca hay un pueblecillo y nos escapamos a comprar algunas co-
sillas para hacer comidas extraordinarias, lo que diría mi abuelo,
«con sustancia», porque el rancho a veces, casi siempre, no hay
quién lo coma.
Tampoco recibí carta de tus hermanos, ya me dirás si tu
hermano Pedro está de panadero en el frente.
Ángela, cómo están los nenes, si te es posible acércate al fotó-
grafo y retrataros, pues es tanta las ganas que tengo de veros que
no puedo evitar que me pinche el pecho.
No me puedo entretener más, debo escribir a mis padres y
hermana. Da muchos recuerdos para tus hermanos y cuñados. Y
tú recibe un fuerte abrazo de tu esposo que te quiere y desea ver
muy pronto. Por último, da muchos besos para nuestros hijos
de su papá.

Queridos padres y hermana, deseo se encuentren bien en


compañía de toda la familia. Yo quedo bien y con muchas ganas
de verlos. El otro día vi a uno de nuestro pueblo que no conocía,
pero al darnos cuenta de que éramos paisanos nos dio muchí-
sima alegría. Es sobrino de Brígido, ese hombre viejo y alto
que pasa por nuestra puerta con su borriquilla. Su sobrino me
encarga que, por favor, le deis muchos recuerdos suyos a su tío,
que le digáis que se encuentra bien, y que se halla en el destino

82
de fortificaciones, su nombre es Juanito, no sabe escribir y le
prometí que ustedes se lo dirían a su tío.
Debo despedirme ya, muchos recuerdos para toda la familia,
y ustedes, mis queridos padres y hermana, reciban un fuerte
abrazo de este que los quiere, su hijo, Samuel.

¿Acaso no es preciosa? ¡Qué manera tan sutil de no herir los


sentimientos de sus receptores! Samuel no expresa miedo, quita
hierro a estar en las trincheras o pasar hambre, incluso dedica
palabras afables para todos y se preocupaba por un desconoci-
do. ¿Haría yo lo mismo? Que mis penas sean menos penas para
ayudar a soportar las de los demás. Generosidad y amor.
Y entonces a Samuel le llegó su ansiada respuesta.

Bellavista de la Jara, 2 de enero de 1938.


Querido y amado esposo, deseo te encuentres bien en compa-
ñía de algún buen amigo, si te ha sido posible hacerlo. Yo quedo
bien con nuestros queridos hijos y demás familia y acordándo-
me de ti a cada instante, pero no por lo que puedas pensar, sino
porque a cada segundo rezo porque Dios te proteja.
Nos dices que has escrito cinco cartas y todas nos han
llegado, pero sufro gran desdicha, porque las mías no hayan sido
recibidas, en ellas te cuento cómo coge el lápiz nuestro Manuel,
y cómo Juan sigue haciendo de las suyas con la alacena, pero ya
no hay tantas cosas que chupetear. Pero no te disgustes, hay sufi-
ciente para hacer frente a las necesidades de cada día, es más, voy
todos los días al horno de mi hermano —que también está en el
frente y de panadero—, ayudo a mi cuñada y amasamos lo que
podemos, así me aseguro de poder llevarme como salario dos o
tres hogazas de pan recién hecho. Hay días que los cambio por
algún pollo o gallina ponedora, pero están tan asustadas que ni
valen las cluecas ni las viejas.

83
En la última carta te mandé un retrato de la familia completa,
pero como me dices que no te ha llegado, le pediré a tu padre que
vayamos a hacernos otra.
Ya le dimos saludos al tío de Juanito de su parte, se puso
muy contento, pues al no saber cómo ponerse en contacto con
él sentía desdicha y desazón. Le he dicho que le escribiré en su
nombre y que él seguro conseguirá que algún otro soldado le
conteste, ¡quizás seas tú, esposo mío!
Recuerdos de mis hermanos y cuñados. Y tú recibe un fuerte
abrazo de tu esposa que te quiere y desea verte pronto. Por
último, Manuel te envía muchos besos para su papá.
Ángela

Retumba en mi mente de nuevo, «quiero amar así, ¡sentir así!,


«amo así y siento así».
Segunda carta de Samuel.

Trincheras, 6 de enero de 1938.


Querida y amada esposa, deseo te encuentres bien en com-
pañía de nuestros queridos hijos y demás familia. Yo quedo
bien y acordándome infinitamente de vosotros, aunque recibí la
tuya de 27 de diciembre, no te puedes hacer una idea de la feli-
cidad que me invade cuando recibo carta vuestra, es como si me
hubiese comido el mejor banquete del mundo, porque me llena
el cuerpo y el alma, ¡ay, vida mía!
De lo que me dices del jabón, no lo tiré, pero sí se me olvidó
dárselo a mi prima María, el viaje fue muy precipitado, así que
cuando pasamos por Toreja, lo cambié por tabaco, pues desde
aquí sería imposible hacértelo llegar, y no creas que a mí también
me dio un gran disgusto, porque sé la falta que os hace, pero
¡qué le vamos a hacer si a lo hecho no hay remedio! Le dices a tu

84
hermano chico que me alegro muchísimo de tenerle en Bellavista
de la Jara, y que, por favor, en sus ratos libres o perdidos le ayude
a mi padre, pues es mucha la faena del campo para él solo, todo
lo que se pueda hacer es poco para que viváis lo mejor posible.
No te haces una idea de cómo me alegra saber que nuestro
nene chico, Juan, ya diga «papá», si supieras las ganas tan
enormes e incontrolables que tengo de veros, cogeros a los tres
entre mis brazos… y de mi mayor, mi Manuel, figúrate, ya in-
tentando escribir, ese tiene que ser un buen escribano, así que
haz todo lo posible para que aprenda pronto y sea capaz de es-
cribirme unas letras, y por favor, haz lo imposible por retrataros
aunque tengáis que ir a Castellar.
Hoy día de Reyes, la sensación es aún peor que el resto de los
días, estamos todos como lobos solitarios, unos se quejan de la
vida, otros prefieren no hablar, otros tienen la mirada perdida,
y yo junto a un fuego en un bidón te imagino en el hogar de la
cocina con nuestros hijos, cocinando esos guisos tuyos que solo
con olerlos resucitan un muerto, y contando a los nenes esos
cuentos que solo tú sabes narrar. Ángela, no te permitas estar
triste, haz todo lo posible porque nuestros hijos crezcan sonrien-
do, evita el miedo y peina tu pelo azabache todos los días, que
estoy deseando poder verlo, tocarlo, peinarlo.
Da muchos recuerdos para tus hermanos y cuñados. Y tú
recibe un fuerte abrazo de tu esposo que te quiere y desea ver
pronto. Por último, da muchos besos para nuestros hijos de
su papá.

Queridos padres y hermana, deseo se encuentren bien en


compañía de toda la familia. Yo quedo bien y con muchas ganas
de verlos.
Padre, quedo enterado de todo lo que me dice en la suya y no
sabe el disgusto que tengo de saber que está solo para el ganado,

85
le dije a Baltasar que le pagaba cada tres obradas, y que fueran a
medias con el beneficio, pero usted haga lo que le parezca mejor.
Padre, le mando otro cigarro, mi gusto sería mandarle todo el
paquete, pero no tengo, y si tuviese, no llegaría, así que le mando
el último que tengo para que usted lo fume en el salón en su
sillón, disfrutando de un instante de paz.
Debo despedirme ya, muchos recuerdos para toda la familia
y ustedes, mis queridos padres, reciban un fuerte abrazo de este
que los quiere su hijo, Samuel.

Querida hermana, ayer fui al pueblo de al lado a retratarme y


llegué tan a tiempo que ya se había ido el retratista. Pero vosotros
hacer lo posible por retrataros, pues sinceramente cuando os veo
imagino que todo finalizará antes y nos podremos abrazar. Da
a mi hijo Manuel un tirón de orejas para que ande bueno y se
porte mejor. Y tú recibe todo el cariño de tu hermano que te
quiere y desea verte con mi hijo Manuel en brazos.
Samuel

Día de Reyes, sin polvorones ni leche que dejar a los Reyes


Magos, tras la ardua tarea de repartir sueños en todos los hogares.
Días que borraban sonrisas y dibujaban aún más soledades.
Navidad en el frene y sin pandereta, con el único regalo del
recuerdo y la añoranza por los suyos, el frío de la soledad acom-
pañada de hombres vacíos de ilusiones, anhelantes del final de
una guerra que les permitiese volver al calor, de lo que quedase
en sus hogares.
He de hacer una aclaración, en el sobre de la carta rezaba la
siguiente nota: «solo lleva un cigarro para mi padre, no se lo
quiten, por favor».
Tercera carta de Samuel.

86
Linares, a 2 de marzo de 1938.
Querida y amada esposa, deseo te encuentres bien en com-
pañía de nuestros queridos hijos y demás familia. Yo quedo bien
y acordándome infinitamente de vosotros. Termino de llegar a
Linares para pasar unos cuantos días de descanso y voy a mover
cielo y tierra para ir a Bellavista de la Jara, aunque únicamente
sea por un día. Necesito abrazaros a todos, ver que estáis bien,
y robarte uno de esos besos que tanto añoro. Si no me dieran
permiso, pues ya sabes cómo se las gastan unos y otros, te avisaré
por telégrafo, para que mi padre y tú vengáis a verme aquí.
Cuando anoche paramos en Córdoba mandé razón a tu
hermana Severiana con una paisana que se quedaba allí, que
avisase a tu hermana Sara para que ella y Paco me buscaran al-
bergue para estos días, para poder descansar y bañarme a gusto,
porque ya no soy ni un asomo del Samuel que tanto quieres,
esposa mía.
No puedo entretenerme más, así que da muchos recuerdos
para tus hermanos y cuñados. Y tú recibe un fuerte abrazo de
tu esposo que te quiere y desea verte pronto, ojalá sea muy muy
pronto. Por último, da muchos besos para nuestros hijos de su
papá que cada vez los quiere más.

Queridos padres y hermana, deseo se encuentren bien en


compañía de toda la familia. Yo quedo bien y con muchas ganas
de verlos.
Ya le he dicho a Ángela que intentaré ir al pueblo si me dan
permiso, pero si no pudiese, venga con ella a Linares. Necesito
algunas cosas urgentes y sobre todo verlos a ustedes.
Debo despedirme ya, muchos recuerdos para toda la familia
y ustedes, mis queridos padres y hermana, reciban un fuerte
abrazo de este que los quiere su hijo.
Samuel

87
Samuel nunca pudo tener ese permiso, ni pudo ir a su casa,
por ello mandó el siguiente telegrama:

He estado en casa de mi primo Alfonso, estoy aquí, venid


a verme y traed pantalones y alpargatas negras, si las hay,
sino blancas.
Muchos besos de su hijo y esposo que desea verlos lo
antes posible.
Samuel

Desconozco si llegaron a encontrarse, pues en verdad la si-


guiente carta data de 2 de julio de 1938.

Ejército de Levante.
Querida y amada espesa, termino de recibir tu carta de fecha
21 de junio, y por ella veo que estás en buena compañía de nues-
tros queridos hijos, de lo que me alegro mucho, yo quedo bien y
con muchas ganas de verlos. Salud.
Ángela, ¡vida mía!, no eres consciente de la alegría que sentí
cuando en la mañana me dieron esta, tu carta. Hacía tanto
tiempo que no sabía de vosotros…, la leí con más ansia que
nunca, devoré cada letra una y otra vez, tú no sabes lo grande
que es para mí saber que estáis sanos y salvos después de tantas
noches y largas madrugadas imaginando mil desventuras.
Ángela, ¿has contestado a todas las cartas que os he mandado?
Llevo al menos seis, no siendo hasta esta que tuve respuesta, y no
es una queja, vida mía, es una necesidad saber y conocer cómo
os encontráis todos.
Aquella noche en Linares creo que ha sido la peor de mi
existencia, ya me las prometía yendo con mi primo Alfonso a
Bellavista, cuando en la madrugada mi coronel nos dice que nos

88
vamos a Levante, sin rechistar. Pero no te desanimes, que ya nos
veremos algún día, esto no puede durar eternamente.
Ángela, me dice mi padre que ya han limpiado la cebada y
que ha habido cinco fanegas, pues sí que ha estado mal la cosa, y
el trigo dice que hay diez cargas nada más, pero en fin, con eso y
el de la finca de los cañones y lo que le toque a mi padre creo que
juntaréis para comer todo el año, salvo que os lo recojan, quiero
pensar, Ángela, que a los que más quiero en este mundo no les
faltará pan al menos.
En cuanto a lo que me dices que le compre unas sandalias a
Manuel, que allí no os llega nada, he de contestarte que estoy en
un cerro pelado en mitad del campo, por lo que poco le puedo
comprar a nuestro mayor. Ya me gustaría no solo comprarlo sino
también llevárselo.
Nos reclaman, por favor, lee estas letras a mis padres y
hermana, dale muchos recuerdos y un abrazo de su hijo que los
quiere y desea verlos pronto, y tú, esposa mía, da besos a nues-
tros queridos hijos que ya son ansias lo que tengo por estrechar-
los, recibe el beso más bonito que desde aquí puedo enviarte y
todo el cariño que te tengo.
Tu esposo que te quiere.
Samuel

No sé si era cansancio o quizás miedo, pero cada vez afloraban


más sentimientos en sus cartas, su amor es manifestado en ellas
con mayor locuacidad. Y creo entender que es por el destino que
desempeñará, estará en campaña desde finales de julio de 1938,

Campaña, 10 de octubre de 1938.


Querida y amada esposa, termino de recibir tu carta y por
ella veo que estás en buena compañía de nuestros queridos hijos,

89
de lo que me alegro mucho, yo quedo bien y con muchas ganas
de verlos.
Por lo que observo ya el envío de cartas y su recepción va
viento en popa. Por favor, que no baje el chorro, pues sentirte
cerca junto con el resto de la familia es mi fuerza.
Estamos cansados, con frío y hambre, si estuviera en la reta-
guardia podría buscarte los hilos y el tabaco para mi padre, así
como todo aquello que viese pudieseis precisar, pero en estos
cerros pelaos, me desespero.
Tantos meses sin veros, sin abrazaros, se me hace tremen-
do, en las horas de soledad que son muchas, intento no pensar,
busco compañía para que hablemos de lo que sea, me da igual,
para manteneros guardados en mi corazón y sin pensaros, así
parece que os tengo a salvo de cualquier mal.
Ángela, acuérdate de lo que te dije cuando me fui a la guerra
por si me pasaba algo, recuérdalo siempre y haz lo que te dije, no
lo dudes ni un instante.
Pero ya está de penas, esto va a acabar y regresaré al hogar
y levantaremos el campo y los toros. Con que nos quede una
vaca, encumbramos la ganadería de nuevo, a nosotros que nos
ponemos el cielo por montera, no nos pasará nada malo.
Os requiero, por favor, lee estas letras a mis padres y hermana,
dale muchos recuerdos y un abrazo de su hijo que los quiere
y desea verlos pronto, y tú, esposa mía, da besos a nuestros
queridos hijos que ya no son ansias, es locura lo que tengo por
estrecharlos, y tú, mi Ángela, recibe el abrazo más bonito que
desde aquí puedo enviarte y todo el cariño que te tengo.
Tu esposo que te quiere.
Samuel

90
Capítulo VII
¡Corazón, responde!

Era de esos largos días en los que sientes rabia, dolor, escuece el
alma, estás inquieto y quisieras ahogar las voces que, desde tu in-
terior y en altavoz, te gritan lo que no te apetece oír. Le molestaba
hasta el aire que respiraba, quería que desapareciese esa sensación
de lágrima salada, de pensamiento acongojante que pesa en cada
bocanada de aire.
—Samuel, ponte a mi izquierda y cubre ese flanco de tu derecha.
—Sí, mi teniente.
—Estate atento, la noche está demasiado oscura y nos pueden
entrar por detrás.
El corazón le latía en la garganta, sabía que no era una noche
más, se masticaba la niebla y no había luna, sentía que cualquier
ruido era un «nacional» que se acercaba a su espalda. ¿Pero qué
narices hacía él en una guerra que no entendía, en un bando que
no era el suyo, separado de su familia y sintiendo miedo en cada
poro de su piel?
En su mente comenzó a tararear una cancioncilla, la que fuese,
con tal de alejar los pensamientos que indebidamente venían a

91
recordarle que tenía miedo, no era cobardía, era aprensión e in-
quietud porque esa noche algo iba a surgir. El sueño comenzó
a pesarle en los ojos, esos ojos azul cielo que tanto adoraba su
Ángela, pero no podía cerrarlos ni un instante, ni pestañear, pues
eso podía ser la muerte.
Las sombras de la niebla a merced del viento parecían almas a
la deriva, pensó en sus salidas de la dehesa, cuando cabalgaba en
su alazán por mitad de la niebla o de la lluvia. Pero entonces no
sentía el olor a muerte y sangre que se le antojaba cuando intenta-
ba avistar en el horizonte blanco qué había detrás.
Al amanecer, comenzó el cielo a brillar en estallidos de luz
como furtivas lágrimas que se le escapasen del cielo, aferrado a
su Máuser y sintiendo el frío de su metal helando su corazón
comenzó a disparar a la orden de su superior, estaban muy cerca,
pero por dónde llegarían, el pálpito de su corazón le hacía mirar
hacia atrás, pero su mente le obligaba al segundo a mirar hacia
ambos lados, izquierda y derecha, hacia delante y de nuevo para
atrás, en segundos sus ojos avistaban y su arma disparaba por
doquier, no quería matar a nadie, ¡nunca por Dios se vio en tal
circunstancia! Rezaba todos los días, pero tenía que defenderse.
De pronto se hizo el silencio, nessun dorma, que nadie duerma,
que nadie se marche, que nadie suspire ni derrame una lágrima,
que nadie aclame al Cielo porque la vida se quiebra, la efímera
delicadeza del justo instante de entrar la bala por su espalda, atra-
vesando primorosamente sus órganos para salir escupida por
su cuello. La sangre que, tantas veces se alteraba por un beso de
Ángela, ahora se derramaba por su esternón llegando a su vientre,
«¡Dios mío, si es el final, cuida de ellos y no me abandones en la
hora de mi muerte, porque no quiero morir, no quiero morir!».
—Samuel, ¿me oyes?
«Sí», decía su cabeza, pero desconocía si le oían.
—Soldado, ¡pare el camión de los heridos!

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—Señor, ese hombre está a punto de morir, no ve dónde tiene
el agujero, no debo ocupar un sitio con él, remátelo.
—Soldado —apuntándole con su arma reglamentaria—,
¡cómo no cojan a este soldado y se lo lleven en el camión le desce-
rrajo un tiro entre ceja y ceja, y así habrá sitio para otro más!
—Mi teniente, no hay que ponerse así —«Se ve que este es de
los recomendaos», murmuró entre dientes—, ya lo subimos, y
deje usted de apuntarme que las dispara una brisa, por favor.
Samuel, herido de gravedad, echado en el camión como un
saco de patatas, fue llevado al hospital de campaña donde recibió
los primeros auxilios, asepsia rigurosa, intervención sistémica de
Friedrich, taponamiento o drenaje —declive— si se consideraba
necesario, supresión de lavados, curas húmedas, mejorando con
todo ello, en poco tiempo, el estado y la evolución de las heridas
supuestamente.
Más allá del puesto de batallón, resguardado, estaba el puesto
de clasificación y triaje de cada brigada para recibir las evacua-
ciones de los batallones. Se trataba de un cortijo aislado, con un
camino de tierra lleno de baches y piedras, pero era el único seguro
para poder evacuar a los heridos. Estaba camuflado y existía una
zanja-refugio para defensa, las ambulancias y vehículos se encon-
traban cubiertos con ramajes de encinas y olivas.
En el puesto de triaje se reunieron a los heridos que cayeron
ese día, mi Samuel entre ellos, vieron cómo la herida se produjo
por la clavícula izquierda saliendo por la espalda y tocando parte
de la médula. Procedieron a taponar la lesión y ponerle calman-
tes, se diagnosticó y se hizo su parte de evacuación y la forma en
que debía hacerse.
Ya no oía ni veía, había perdido el conocimiento, se dejó llevar
por el sueño de la inconsciencia, por esa paz que da el dejarse
abandonar, quién sabe, si por el dulce sabor de la muerte produ-
cida por el vaciado a borbotones de la propia sangre.

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Al hospital solo se evacuaban los heridos que en el puesto de
triaje de la brigada habían sido clasificados en situación de shock
o hemorragia. Y así fue clasificado Samuel, pero la presencia de
la aviación enemiga sobre sus cabezas hacía prácticamente im-
posible su evacuación hasta la noche, para evitar que los cazas
dispararan al vehículo, agravándose en demasía el pronóstico de
Samuel con el paso de las horas.
Creo que fue al amanecer cuando llegaron al hospital de
primera línea, había uno por División y se encontraba relati-
vamente cerca de la línea de fuego, y sin pensarlo una vez leído
su parte médico, procedieron a operarle, intentando que fuera
una intervención definitiva y no una cura más. Habiendo sido
fructuosa, decidieron evacuarle de nuevo al hospital base de Val-
depeñas, para que procediese a su curación y recuperación, no
había camas suficientes para los siguientes heridos que trajesen,
de nuevo esta vez fue trasladado en ambulancia.
Es curioso cómo en su estado de inconsciencia le decía a su
hijo Manuel que su único recuerdo de aquel instante era el olor
a zotal, recordaba que se blanqueaban con cal las paredes de esas
instalaciones, y cómo el suelo era terrizo, ponían rollos de linó-
leum para intentar que estuviesen lo más higienizados posible,
recordaba cómo se ponían tenderetes de tela y poste de maderas
para que los cascajos de tierra y piedra que se producían en los
bombardeos no cayesen en los cuerpos que estaban atendiendo,
o inclusive, en las mesas de operación.
Desde estas líneas mi agradecimiento a aquellas manos llenas
de valor que en dichas condiciones devolvieron la vida no solo al
Samuel sino a tantos otros. ¡Benditas sean las manos que curan y
sanan con amor, vocación y valor!
Como anestesia el cloroformo, y sin pasarse que había escasez;
como sedantes el cloruro mórfico y el Pantopón, los sueros anti-
tetánicos y antigangrenosos. Y para los que habían quedado pa-

94
ralíticos totales o parciales de sus miembros según la localización
medular de sus heridas, rezar para que se produjera un milagro.
—Samuel, mi amor, soy yo, Ángela.
—Mamá, no nos oye, no abre los ojos, ¿qué le pasa a mi papá?
—Samuel, mi vida, mi corazón, estoy aquí, amor mío, abre los
ojos, ven a mí, por favor —decía cogiéndole fuerte de las manos y
besándoselas con desesperación.
—Mamá, ¡no llores que se las vas a mojar, está dormidito, será
porque tiene sueño y está malito!
—Señora, por favor, salga, en esta ala están los enfermos ter-
minales, debe tranquilizarse y después volverán a pasar.
Los ojos de Ángela empañados en ese llanto que no deja ver más
allá de las lágrimas, su amor, su marido, su amante, su todo, se le
iba a un viaje del que no regresaría. Se quedó sentada en un banco
de aquel pasillo que daba a una enorme sala. Se quedó impávida,
muda, muerta por dentro, ya no podía ni rezar, miraba a aquellos
pobres hombres que habían perdido el sentido de la situación de su
cuerpo, de la vista, del oído, del espacio, miradas perdidas, ausentes,
deprimidos hasta la locura, con infinita tristeza, cuerpos inertes,
estatuas de vida muertas por dentro y por fuera, caras llenas de
metralla, brillantes por la pomada que calmaba el escozor de pieles
quemadas vendadas, y aquel olor a sangre, zotal, cloroformo.
El pequeño, Manuel miraba asustado a su madre, se estaba
convirtiendo en uno de esos hombres con la mirada ausente. Sus
grandes ojos azulados la observaban atento, sin pestañear, no era
consciente a sus cuatro años de lo que pasaba, pero sabía que su
madre le necesitaba. Y sin pensarlo se lanzó a sus brazos y la besó
con tal ternura que su madre volvió a la realidad.
—Mamá, te quiero mucho.
—Y yo a ti, hijo mío, no sabes cuánto.
—No te preocupes. Sé que papá se va a despertar, él es muy
grande y fuerte, solo tiene mucho sueño.

95
—Claro que sí, vamos a pasar a verle otra vez, ¿quieres venir
conmigo o te quedas con los tíos ahí fuera? Quizás sea mejor.
—Doctor, ¿puedo pasar de nuevo? Ya estoy tranquila, se lo
puedo jurar si hace falta.
—Pase, intente dominarse, por favor.
Los pasos hasta la sala de los heridos terminales se hicieron
interminables, quería sacar la bravura que le caracterizaba, quería
encontrar esa fuerza en su cuerpo que pareciese olvidada, le daba
órdenes a su cerebro, ¡quiero llegar ya!, pero atenazada le costaba
mover un pie y otro pie, llevaba en sus tobillos el peso de quien
no quiere despedirse, para siempre, de quien más ama.
—Samuel, vida mía, soy yo, tu Ángela, no voy a separarme
de ti, amor mío, ni un instante —se acercó al oído derecho ha-
blándole con dulzura, con ese amor y esa paz que solo una mujer
enamorada sabe hacer.
—Ángela —balbuceó Samuel entre dientes.
—Dios mío, ¿me oyes, mi cielo?
—Sí.
—Doctor, por favor, venga con urgencia, mi esposo me oye,
no abre los ojos, pero ha dicho mi nombre.
—Samuel, me escucha, soy el doctor Andrade, mueva sus
labios o los dedos de la mano.
—Sí —de nuevo dijo con voz apenas perceptible.
No soy capaz de imaginarme todo lo que Ángela consiguió
sentir en esos instantes, puedo compararlo con la alegría más
grande que fuera capaz de profesar, pero, aun así, creo que me
quedaría corta, pensar que él luchaba de nuevo por vivir, pensar
que fue su voz la que le despertó de la conmoción, concebir cómo
«el amor mueve montañas».
Los días siguientes, Ángela se mantuvo como una enfermera
más cuidando a Samuel y a todo aquel que podía, escuchaba a
los enfermos y les daba con su voz la caricia que tanto anhela-

96
ban. Ella dormía en una posada para los familiares de enfermos,
y cada amanecer, liada en su toquilla, acudía al hospital cargada
de amor, buenos sentimientos y muchas historias que contar. En
poco tiempo, hasta los médicos y enfermeras se detenían para es-
cuchar sus historias, dejaban por un instante de percibir la reali-
dad para llevarse por la ensoñación de su dulce voz.
En un mes largo y aún convaleciente, pero mucho más recu-
perado, llegó el momento de separarse de nuevo, la guerra seguía
sus pasos, y el Bloque Nacional a los soldados ya recuperados de
sus heridas que habían luchado en el bando republicano, de la
zona donde se encontraba Samuel, se los llevaba como presos a
Madrid, en concreto, a la Plaza de Toros de las Ventas.
Pero esta vez la separación olía a esperanza, a esa siembra que
crece en el campo y se mueve al compás de la brisa, a ese cielo
abierto que deja que el sol acaricie la cara dejando salir esa tibieza
rosada que la embellece, a ese latido en el corazón que sabe que
no es un adiós para siempre, más al contrario, un hasta pronto,
amor mío.

97
Capítulo VIII
¡Sácame de aquí!

Fue Victoria Kent, la primera directora general de Prisiones, quien


ideó el nuevo edificio de prisión de las Ventas, situada en un solar
al final de la calle Alcalá —actual M 30— y la plaza de Manuel
Becerra y paseo del Marqués de Zafra. La prisión se inauguró el
31 de agosto de 1933, cuando la citada directora ya no ocupaba su
puesto. Pero la Guerra Civil dio al traste con la idea reformadora
y social de Victoria Kent, las presas que ocupaban dicha prisión
fueron trasladadas a un edificio convertido en prisión en la plaza
del Conde de Toreno, mientras el de las Ventas lo ocupaban miles
de prisioneros políticos varones, supuestamente milicianos, digo
supuestamente, porque el Samuel no lo era, pero se encontraba
allí preso por una guerra sin sentido.
El hacinamiento existente, proliferación de enfermedades
contagiosas, la falta de atención e higiene, el hambre, quién sabe
qué otras cosas, hacían que el restablecimiento del Samuel fuera
cada vez más precario y regresivo. Los días pasaban sin tregua
y él no veía la forma de terminar aquella tortura y volver a su
hogar, a los brazos de su «queridísima y amadísima Ángela».

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Cuando a finales del mes de abril y como si de un ángel se
tratase, apareció el hermano de Ángela, el tío Pedro, «el pana-
dero», para que nos entendamos. Gracias a él y de un salvocon-
ducto que nunca supe de quién provino se produjo el milagro.
El tío Pedro, recorriendo pasillos, llegó al lugar más poblado de
la cárcel de las Ventas, en una sala enorme con cientos de seres
muertos en vida, queriendo olvidar torturas físicas y psíquicas
inimaginables, iba casi gritando «Samuel Almena», hasta que
en un rincón hecho un ovillo pudo adivinar que aquel despojo
de ser humano era su cuñado.
Se acercó lentamente con los ojos llenos de lágrimas, ocultan-
do la visión de aquel ser humano que pareciese más una piltrafa,
Samuel levantó la cabeza al oír su nombre, pensando que otra
desgracia iba a ocurrirle, cuando vio la imagen del tío Pedro,
quiso levantarse, pero ni las fuerzas ni las consecuencias del tiro
se lo permitieron. Fue su cuñado quien le ayudó a incorporase,
el hedor de su cuerpo insoportable, la imposibilidad de poder
caminar, comido por los piojos y la delgadez extrema le hicieron
no poder demostrar el amor tan enorme y la admiración que
sentía por él. Lo abrazó como dos hombres se abrazan, se miraron
a los ojos y se lo llevó de allí. Por cada puesto de vigilancia que
iban pasando, el tío Pedro únicamente decía «que es de los nues-
tros, que es un nacional». Se lo llevó a casa de unos familiares que
residían cerca de allí, y cuando consiguió subir las escaleras hasta
el domicilio, entró y en aquel lugar estaba Ángela.
—Samuel, ¡vida mía!
—No me toques, Ángela —soltó seco y áspero—, mi cuerpo
está corrompido, no quiero que me acaricies, por favor.
—Pedro, dile a tu hermana que se aparte, por favor, y llévame
al baño, si fueses tan amable.
—Claro, Samuel, Ángela prepara su ropa y algo caliente
que comer.

100
No puedo ni por un momento imaginar qué dolor más grande
el de Ángela, acercarse a su marido, el hombre por el que daría su
vida una y mil veces, ni la había besado en la mejilla. La dureza de
su voz y el desprecio de sus palabras, pero qué culpa tenía ella, si
lo único que había hecho era amarle, cuidarle y desearle.
Cuando Samuel salió al comedor ya perfectamente aseado con
un traje que pareciese dos veces él —habiendo sido confecciona-
do a su medida—, Ángela lo miró con los ojos más tiernos de
los que fue capaz, sin embargo, Samuel lo único que veía en ellos
era pena y compasión, odiaba que ella le mirase sintiendo pena.
Ángela permaneció pegada al postigo del balcón, el sol hacía vis-
lumbrar exquisitamente su cuerpo moldeado y enfundado en un
vestido azul cielo con pequeñas florecitas blancas, el talle ceñido
y su moño bajo. Ella se agarraba a las cortinas para no caerse
redonda al suelo o quizás para no salir corriendo a sus brazos, la
emoción le podía, pero él se la frenaba entera. El comedor era
pequeño, se trataba de un edificio de época con techos altos, es-
tancias que olían a alcanfor, madera de ébano exquisitamente
moldeada conformaba el aparador y la mesa principal, adorna-
da con mantel blanco de bolillos y encajes hechos a mano. Muy
lentamente, arrastrado la pierna y su brazo izquierdo, Samuel
fue hacia la mesa, su cuñado ya había separado la silla para que
pudiera sentarse, fue entonces cuando Ángela se acercó para ser-
virle un buen plato de alubias con perdiz que tanto le gustaban.
El silencio se masticaba apretando las mandíbulas aún más que al
alimentarse, los tres movían sus muñecas para alcanzar el plato y
engullir, unos con menos hambre que otros, cada cucharada. El
pan que había traído su cuñado le supo a manjar de dioses, pidió
otro pedazo y otro más, hasta que acabó de colmar su hambre
física, pero ¿qué le pasaba?
Cuando Ángela fue a levantarse para ayudarle a llegar al sillón
de terciopelo vino tinto, su hermano la inquirió con la mirada

101
para que se quedara quieta, y fue él quien le ayudó, sacó una
petaca con tabaco. Le ofreció y le lio un pitillo bien relleno, ofre-
ciéndole el mechero de yesca, pero al ver su falta de motricidad,
decidió encendérselo él y le sirvió una copa de aguardiente.
Durante el camino de vuelta a Bellavista de la Jara, Ángela fue
una invitada de piedra, los dos hombres cotorreaban sobre anéc-
dotas desgraciadas de unos y otros conocidos, pero nunca se diri-
gían a ella. De forma que, en su dolor e incomprensión de lo que
allí sucedía, se mantuvo callada, incluso se hizo la dormida un
largo tiempo para ver si hablaban sobre algo referente a ella. Pero
ni siquiera a escondidas o entre dientes la mencionaron, «con
todo lo que llevo encima y me ignoráis como un saco de patatas,
cómo quisiera ser hombre para tener parte en esta vida, pero qué
absurdo sería porque entonces perdería mi esencia de alma».
Pasaban los días y Samuel hablaba con todos los familiares,
amigos, vecinos, a sus hijos, pero con Ángela no era capaz. Ella
se acostumbró a estar callada y ser sumisa, a dedicarle sonrisas en
lugar de acritud o desdén, le preparaba su ropa y le vestía casi sin
tocarle para no resultarle incómoda, le ataba los zapatos y atusaba
su pelo rubio encanecido por la guerra, pero nunca decía nada. Y
a nadie le contaba nada, seguía tarareando coplillas a sus hijos y
contando historias a la hora de zurcir, seguía yendo al horno de
su hermano para ayudarle y traer pan a casa, y a las preguntas de
todos, ella respondía que era muy feliz y dichosa porque Samuel
ya estaba en su casa, ahogando la tristeza en rutina de creerse
abandonada.
Mayo finalizaba y Pentecostés estaba cerca, Samuel entró a la
habitación y encontró a su esposa arreglándose para ir a la pro-
cesión de la Virgen, se quedó quieto en el quicio de la puerta
mirando cómo ella, de espaldas, se iba vistiendo, con esa armonía
con la que todo lo hacía, lentamente, acariciando cada media y
resto de la ropa como si la fuese a estrenar todos los días, ¡era tan

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cuidadosa con todo que pareciese que solo cabía el amor en ella!
Cuando ella se dio cuenta de su presencia le sonrió y se acercó,
fue con lentitud a acariciar el rostro de su esposo, cuando este le
retiró la cara.
—Samuel, no puedo más, por amor de Dios, dime qué te
sucede, qué atormenta tu cabeza que no te deja ni hablarme.
—Ángela, no me pasa nada.
—No seas necio y dime de una vez por todas si has dejado de
amarme. Si es así, repúdiame y nos vamos de aquí.
—No digas sandeces y prepárate para la procesión.
—Me estás matando, Samuel, con tu indiferencia y tu trato.
—¿Quieres saber qué me pasa?
—Sí.
—Que esta guerra me ha matado por dentro, que esa bala me
ha dejado inútil en todos los sentidos, ¿satisfecha?
Ángela salió como alma que lleva el diablo de la habitación
a la vez que se colocaba el mantoncillo. No entendía qué tenía
que ver «la velocidad con el tocino». ¿Acaso no era más im-
portante su amor que cualquier acto para concebir más hijos?
¡Maldita guerra!
Ángela dejó pasar el tiempo, que todo se fuera normalizan-
do, que los niños se adaptasen a la nueva situación y que Samuel
comenzase a no tenerle esa frialdad, cuando le vestía le daba una
palmadita en la espalda o dejaba caer su mano por la solapa de la
chaqueta, pequeñas caricias apenas perceptibles y que hacían que
Samuel poco a poco bajase la guardia.
Y llegó el caluroso y soleado mes de agosto, don Armando
y su mujer estaban en los Baños, su hija, con unos familiares, y
los niños cuidados por Ramona. Ángela decidió prepararle un
baño al Samuel en el patio, lleno una bañera de hierro que se en-
contraba detrás de la palmera, con el agua fresca del pozo y fue
en su busca. Este, ante el pegajoso calor, no puso óbice alguno,

103
y se dejó acompañar por ella. Delicadamente lo fue desvistiendo,
el cinturón, la camisa, los zapatos, el pantalón, la ropa interior…,
un ritual que ella siempre seguía, pero esta vez no le miraba a los
ojos, lo hacía lentamente y dejando que al agacharse se pudiera
imaginar sus senos voluptuosos que en otro tiempo enloquecían
a Samuel y seguían haciéndolo, él reparando en ellos, sintió un
pinchazo agudo en su interior.
Ángela le dio su mano y le ayudó a introducirse en la bañera,
como estaban solos ella también se quitó la blusa, quedándose
en combinación de cintura para arriba para poder lavarle mejor.
Samuel se notó incómodo, pero esta vez no por sentir culpabili-
dad por concebirse de alguna manera castrado, sino porque una
especie de mariposas revoloteaban por su vientre, pero él sabía
que no podía sentir erección alguna, compadeciéndose por ello y
sintiéndose víctima.
Ella comenzó a susurrar una vieja canción de amor, una de
esas coplillas que tanto le gustaban, y mientras echaba más cubas
de agua en la bañera, más se mojaba la tela de su ropa, hasta que
sin querer se empapó casi entera, siendo sus senos en ese instante
plenamente admirados por Samuel. Él la miró a la cara y sacó su
mano del agua para acariciársela, y Ángela, como si de un niño
huérfano se tratase, recogió esa caricia con toda su alma y una leve
y profunda sonrisa se dibujó en sus labios.
Muy lentamente pidiendo permiso sin palabras ella se fue
acercando a sus labios, entonces como si de un imán se tratase,
se pegó a su boca mientras sus manos con el paño de esponja aca-
riciaban la cicatriz que tanto mal les hizo, bajó por su cuello y
llegó ahí, a la herida que casi le arrebata la vida, y la besó con tal
ternura y deseo que Samuel comenzó a notar cómo un cosquilleo
especial recorría su entrepierna, quieto, petrificado, dejó hacer
a su esposa que en cuerpo y alma se estaba entregando en cada
caricia. Notaba en la acuosidad de sus besos cómo poco a poco

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lo atraía hacia ella, cómo el deseo y la pasión de tiempos pasados
regresaba en el mejor de los regalos, Samuel sentía de nuevo todo
el ardor en su cuerpo y la pasión que le habían sido arrebatadas.
Despertó de su letargo y tocó sus pechos en la danza más perfecta
percibiendo el latido del deseo en cada caricia, bajó las manos por
la hermosura de sus caderas, comenzando a desear de una manera
loca volver a hacerla suya, suya, suya.

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Capítulo IX
¡Y ahora qué!

Tras reencontrarse apasionadamente, como es menester entre


un hombre y una mujer que, además de amarse sobre todas las
cosas, han pasado por una guerra, su vida transcurrió como la
de cualquier familia de postguerra. Ya no existía la ganadería de
toros, había sido aniquilada, pero sí la dehesa, había que culti-
var y ponerse manos a la obra en la cría de ganado, pero Samuel
arrastraba su pierna izquierda y la movilidad de su brazo también
se encontraba mermada haciendo imposible el trabajo en el
campo, por ello, con los contactos y el buen hacer rápido que le
caracterizaban, encontró un puesto a su medida en la fábrica de
harinas, aunque, dicho sea de paso, esto no le hizo nada bien a sus
debilitados pulmones.
En este escenario llegó el momento de independizarse, suena
extraño, pero es cierto, la pareja decidió mudarse de casa, desvin-
cularse del hogar familiar de los bodegones. Se mudaron a la casa
que por herencia de un hermano de su padre Armando le había
correspondido, cortando en cierto modo el cordón umbilical que
generación tras generación se tejió sin ruptura alguna.

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Era una casa muy especial, una de esas casas con un toque
entre mágico y sombrío, uno de esos lugares hechos para soñar. Se
trataba de una casa con habitaciones a caballo entre las casas con-
tiguas, algo ilógico para un arquitecto actual, pero muy común
en aquella época, incluso antes. Os preguntareis qué son las casas
a caballo, pero su mismo nombre lo indica, existen habitaciones
que siguiendo la verticalidad de la vivienda no se encuentran en
lo que sería el vuelo que corresponde al suelo que ocupa la casa,
sino que se localiza en lo que sería el vuelo de la vivienda conti-
gua, ¡como un Tetris!
Tenía una puerta de madera no demasiado ancha, con un lla-
mador dorado con forma de mano perfecta siempre reluciente y
fría, el zaguán grande y con una temperatura ideal en verano, era
el lugar favorito donde pasar horas los chiquillos, desde ahí se abría
paso una estancia grande que distribuía la escalera hacia la planta
segunda, la alacena, la bodega con su pozo oscuro y la leña —donde
habitó durante muchos años un galápago casi dinosaurio que in-
vernaba y en la primavera hacía sus primeras salidas al mundo ex-
terior—, el salón, el hogueril donde estaba la chimenea —con un
tiro enorme al que siempre daba miedo asomarme porque parecía
que una mano morrocotuda iba a llevar a cualquier ser dentro—, la
pequeña cocina con su ventana al patio y el dormitorio de Samuel
en el final de sus días. Existían dos plantas más, en la siguiente,
estaban las habitaciones sin pasillo, se pasaba de unas a otras de
corrido, sin puertas, separadas por cortinas, lo que las dotaba de
una carente intimidad y un baño, que en invierno me parecía estar
situado en el polo norte. En la planta tercera las cámaras, lugar pro-
hibido durante la infancia, con sus escaleras empinadas y baúles
llenos de tesoros que nunca podían ser explorados.
Pues sí, esa casa estaba en una calle muy empinada, que daba
a una plazuela con una cruz de hierro que siempre gustó mirar a
los paisanos y sentarse en el poyete que la rodeaba. Y un poco a

108
la izquierda nacía la cuesta empedrada y empinada que llevaba a
la iglesia románica más bonita del mundo para los Almena, pues
allí se encontraba esa cara guapa y bonita, esa cara que tantas y
tantas veces miraron las mujeres de esta historia, esa cara a la que
veneraron con novenas, esa cara a la que cantaban los sábados de
invierno después de misa la Salve, esa cara que ve el ser humano
cuando en su oración siente que su Madre del cielo le abraza.
En los años venideros, el matrimonio fue feliz, se fueron aco-
plando como un guante y de ese amor nacieron dos preciosas
niñas, Fermina y Sofía, ya eran cuatro primores que hacían las
delicias y locuras de sus padres como cuatro bellos regalos. Les
gustaba contar historias, chascarrillos, cenar en silencio, pues
como decía el Samuel «ovejica que bala, bocaico que pierde»,
y aquí va una anécdota, Samuel nunca probó las aceitunas ni el
queso, porque según él, tal cosa no podía estar buena.
Pero de nuevo su sino marcado por la separación, latente
desde la guerra, se puso de manifiesto y tuvieron que separarse.
El trabajo del Samuel no era en Bellavista de la Jara, las idas y
venidas reaparecieron, así como de nuevo las cartas con sus cuitas
detalladas minuciosamente y el abandono en el corazón. Ángela
con los hijos, tirando de ellos y haciendo lo posible por hacerles
felices, pero otra vez más alejados.
—Samuel, me encuentro mal, estoy perdiendo peso y tengo
pérdidas fuera de lo que correspondería al mes.
—Ángela, te he notado más pálida y cansada, quizás debería-
mos ir algún médico en la capital.
—Creo que sí, no será nada, pero necesito que me den algo.
No doy abasto con los paños íntimos.
—Ven aquí, que te acurruco, la noche está fría y noto tu nari-
cilla helada.
En pocos días tenía la visita del médico y notaba cómo su de-
bilidad iba en aumento, no podía subir tres veces seguidas las es-

109
caleras, la espalda le molestaba solo con agacharse para hacer las
camas, y cada vez sangraba más. La visita del doctor llegó, ambos
explicaron los síntomas y procedió a examinarla detenidamente.
—Samuel, ¿tienen ustedes posibilidad para viajar a Madrid?
—Sí, doctor, y si no pudiese, vendo lo que haga falta. Pero
podría explicarnos ¿por qué nos advierte de tal cosa?
Los meses pasaron relativamente rápido entre pruebas
médicas, buscar otros diagnósticos, pequeñas mejorías, ausencias
de Samuel, llegadas de sus hermanas, los cuidados de los abuelos
y cuñada, hasta que llegó la hora de tratamientos fuertes y defi-
nitivos. El cáncer se trataba ya en Madrid, pero los costes eran ex-
cesivos, por ello, Samuel vendió unas tierras, se hizo con efectivo
suficiente y buscó al mejor especialista.
Se fueron a vivir a casa de unos amigos de la familia, de esas
amistades de antes que pasaban de generación en generación,
nacida en tiempos del abuelo Emilio Almena, a casa de la querida
Remedios, cerca de las Ventas, esa casa que ya conocía Ángela
cuando liberaron a Samuel. Esperanzado el matrimonio se
marchó a Madrid en busca de la famosa medicación que curaba
el cáncer de ovarios. Pero había que cuidar a los hijos y mante-
ner una economía, de nuevo Samuel tenía que alejarse de su gran
amor y viéndola en tal estado se le partía el alma, sentimientos
encontrados, y sin saber qué tan beneficioso pudiera ser ese
tratamiento para la cura de su mujer.

Madrid 28 de febrero de 1948.


Querido y amado esposo:
Mi deseo es que a la llegada de esta y en tu poder estés bien
en compañía de nuestros hijos y demás familia, yo bien, ¡gracias
a Dios!
Samuel, te pongo estas cuatro letras para decirte que ya sé
el resultado de los análisis, pues según me dice el médico han

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dado lo que a ti te dijo, pero algo mejores y si Dios lo manda, me
curaré. La noticia negativa es que tengo que seguir separada de
todos vosotros y ¡echo tanto de menos a las nenas!, también a mis
hombrecitos y ti. Sé que con tu madre y con tu hermana están
bien cuidados, pero he de reconocer que me pesa la distancia.
Me gustaría que mandases aceite para Remedios, no te haces
una idea de cómo me cuida, me habla y me da ánimos.
No quieras venir, de verdad, de corazón, estoy bien y tú haces
mucha más falta allí que aquí, además, te avisaré cuando haga
falta y te necesite a mi vera para cogerme de tu mano.
Da muchos recuerdos a tus padres, a tu hermana, a mis
hermanos y cuñados, y para nuestros hijos todos los besos que
soy capaz de dar a este papel, que no son pocos, y un beso muy
grande para ti, esposo mío, de tu esposa que tanto te quiere.
Ángela
Samuel, los análisis han dado lo que dijo ya el médico, pero
aún peor, lo tiene en un tercer grado, pero Ángela no lo sabe.
Recibe un cariñoso abrazo.
Remedios.
Bellavista de la Jara, 18 de marzo de 1949.
Queridos padres, me alegra que os encontréis bien y que
madre esté mejor, nosotros bien y con muchísimas ganas
de verlos.
Padre no sabe el disgusto que hemos tenido en todo este
tiempo por no recibir noticias suyas, le ruego, le imploro que
nos escriba más a menudo para que sepamos cómo se encuen-
tra mamá.
No soy quién con trece años para decirle qué es lo que debe
hacer, pero debe hacer lo que le parezca mejor, si debe quedarse
en Madrid, no se preocupe, que nosotros nos portamos bien y
lo importante es nuestra madre.

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En cuanto a las olivas que pregunta en su carta, quiero decirle
que se encuentran aradas y están apañándolas.
Padre, nos gustaría que pasasen Semana Santa con nosotros,
pero haga lo que le parezca mejor. Dígale a madre, que los trajes
que nos ha comprado y que nos ha traído Miguel nos han hecho
mucha ilusión, y que las nenas están preciosas con sus mandilones.
Por favor, cuéntenos muchas cosas de mamá, nos acordamos
todos de ella y tenemos muchísimas ganas de verla. Por nosotros
no preocuparos. Y te pido un favor, a mí dime la verdad.
Vuestro hijo que os quiere muchísimo,
Manuel.
Madrid, 26 de marzo de 1950.
Queridísima amiga y hermana en el alma, Ángela.
Mucho celebraré que a la llegada de esta se encuentre mejor,
pues no sabe la preocupación tan grande que tengo, pues mi
esposo Antonio escribió a Samuel y esta es la hora que no ha
contestado. Y yo comprendo que no tendrá tiempo y por eso le
perdono, pero me gustaría saber de usted. Si quiera una vez a la
semana, que bien poco pido, pues, mi querida Ángela, si con el
pensamiento pudiera volar a su cabecera, segura podría estar que
volaría, aunque me quedé tranquila y en cierto modo contenta
cuando supe que estaba su hermana Severiana con usted. Yo
también quisiera, aunque solo fueran veinticuatro horas poder
estar a su lado, pues cuando me despierto por la mañana, mi
primer pensamiento es para usted y me digo: «¡cómo correría yo
si Ángela estuviera en el sanatorio!», usted sabe que hacía tres y
cuatro viajes si era preciso al día sin cansarme ni un ápice para
poder estar a su lado y compartir tantas y tantas horas de confi-
dencias, historias y sentimientos como hemos compartido.
Cuanto me gustaría que pudiera usted escribirme para que
me contara muchas cosas como antes, por ello le ruego, que

112
bien a su hijo Manuel o a quién sea menester, le dicte usted unas
letras para poder compartir otro ratito más.
Mi querida amiga, reciba un abrazo cariñoso de su buena
amiga Remedios que no la olvida ni un momento.

—Manuel, hijo, vuelve a leerme la carta, por favor.


—Sí, mamá, pero ¿no estás cansada?
—No, mi vida, me hace bien recordar a Remedios, me ha
cuidado mucho estos dos últimos años. Hijo, nunca olvides que
hay que ser agradecido hasta en el pensamiento. Cada segundo
que Remedios ha tardado en escribirme es un instante que dedica
a mi persona, a mi recuerdo, a todo lo compartido, y como leer es
más rápido que escribir, deseo que me leas muchas veces su carta.
—Cuantas quieras, madre, pero si te fatigas lo dejo.
—¿Qué tal estás, mi Ángela?
—No muy bien, Samuel, siéntate aquí a mi lado y escucha
la carta de Remedios —entre lágrimas emocionadas—, ¡me ha
cuidado tanto y estoy tan agradecida!
—Papá, por favor, haz algo, mamá grita de dolor, ¿es que no
existe medicina que la calme? Quiero que no sufra más, no puedo
soportarlo. Si no se puede salvar, ¿por qué tiene que sufrir tanto?
—Manuel, tienes que ser fuerte, quiero que subas al cuarto y
le abraces, pues tiene algo que decirte.
—No puedo, no quiero, papá, no quiero que se muera. ¡Esta
vida es una mierda! —terminó entre dientes y agachando la cabeza.
—Manuel, calla y no reces por lo bajini, ven aquí y dame un
abrazo, sé un hombre.
—Mamá, dice papá que quieres decirme algo.
—Sí, mi Manuel, mi hijo mayor, claro que sí. Dame tus manos
y déjame besártelas, cógemelas muy fuerte.
—¿Ves cómo estamos agarrados, con qué fuerza? Pues así te
voy a sujetar siempre, siempre, siempre, esté donde esté.

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—Mamá, yo —no podía ni hablar— te amo y te quiero más
que nada en este mundo, perdóname si no estuve siempre a tu
lado, si no fui el mejor hijo, si alguna vez te hice daño, perdóname.
—No, mi amor, no tengo nada que perdonar, porque una
madre quiere sin límite y da sin esperar. No te olvides nunca de
eso y haz lo propio cuando tengas hijos, y no te olvides tampoco
de cuidar de tus hermanos, porque eres mi mayor. Manuel,
deja que te mire, y dame el beso más grande y dulce que jamás
me hayas dado. Ahora sal contento de aquí, porque tu madre
siempre te llevará de la mano y te protegerá como siempre lo hace
una madre.
—Samuel, después de tantas cartas, de tantas palabras, solo se
me ocurre una para despedirme de ti. ¡Gracias! Por todos estos
años, por todo lo que me has hecho profesar, por todo el amor
que en definitiva he sentido y siento por ti.
—¡Ángela!
—Calla, amor mío. Déjame despedirme a mi manera.
—Sí, vida mía.
—Yo nunca pensé que me elegirías a mí, «a la hija del zapate-
ro», la pobre que no sabía leer ni escribir. Pero ¿sabes?, a tus ojos
he sido y soy una mujer de bandera, de esas por las que merece la
pena luchar y dejarse amar, me has hecho sentir señora, mujer,
esposa, y especial, de la forma que tú me has mirado, es esa forma
que solo se entiende si es con los ojos de un verdadero amor.
Noto cómo me queda un hilo de vida, amor mío, no lo quiero
desperdiciar, quiero que me cojas de las manos y me las aprietes
fuerte contra tu pecho, igual que yo te las apreté en aquel hos-
pital. No me olvides, Samuel, pero no dejes de ser feliz, en cada
uno de nuestros hijos estaré siempre a tu lado. ¡Te quiero, vida
mía, solo he vivido para ti y volvería a hacerlo mil vidas que vol-
viese a vivir! No me sueltes, Samuel.

114
Con toda la ternura, dulzura y emoción, Samuel la tenía
contra su pecho, besando su carita y su boca, enredados en un
sinfín de lágrimas.
—Te amo, Ángela, no te olvides de seguir queriéndome allá,
donde los brazos de Dios te lleven.
—Te amo…
Y así se marchó para siempre mi amadísima y queridísima
Ángela, el 10 de mayo de 1950, a la caída de la tarde y a la tem-
prana edad de cuarenta y un años, con un esposo que la amaba y
cuatro maravillosos hijos que ver crecer.
Así se caminó hacia su descanso eterno, la mujer que esta
narradora nunca pudo conocer, de la que algunas señoras de
distinta clase social, o algún amigo de la infancia de Manuel de
otra etnia me hablaron. Y lo hicieron, no solo de cuestiones como
la belleza física y la magia de las palabras de Ángela, sino de su
bondad, abierta para todo aquel que la necesitaba, cuando «el
hambre se quitaba a tortas» ella siempre tenía un mendrugo que
poder repartir.
Ángela, te quiero y te admiro, y allá donde te llevaran los
brazos de Dios, no dejes de quererme un poquito y regalarme
ese don de gentes, esa bondad, esa gran virtud de amar hasta la
enésima potencia, y cómo no, esa capacidad tan tuya de juntar
palabras de la forma más bella del mundo.

115
Capítulo X
Mi dulce Ana

Ana, no dejo de pensar en ti, en todo lo que has supuesto e


infieres en mí, cada día, cada instante en el que cualquier detalle
me trae algún recuerdo tuyo, a veces una maceta con un geranio,
otras el olor de un guiso que se parece a los tuyos, en ocasiones
un mantel hecho con tus manitas, o un cernadero de los que me
compraste en Portugal, o un villancico de los que cantábamos
a dúo en la cocina preparando las viandas para todos, y muchí-
simas veces la necesidad que tengo de contarte mis cosas y de
recibir ese abrazo que solo tú sabías darme, nunca te vayas de mi
corazón ni de mi mente… Es hora de encontrarme contigo… y
¿sabes qué? Me cuesta, porque me cuesta la misma vida admitir
que no estás.
Sara, Toledo a 8 de agosto de 2018.
Ana nació en Bellavista de la Jara, el 14 de marzo de 1936, la
segunda de cuatro hermanos, eso podía haberla hecho sentir in-
diferente al resto del mundo, pues no era la mayor ni la tercera de
las hermanas, y mucho menos el pequeño de la casa, pero Ana

117
tenía algo especial. A los pocos meses de nacer, sin conocimiento
alguno, siente cómo su padre se va, y no por voluntad propia,
sino preso de guerra. Así comienza su vida, llorando a mares
durante tres largos años, parece ser que el miedo que sentía su
madre Fátima todo ese tiempo se lo trasladó y Ana y por ello no
dejaba de sollozar. Aunque también es cierto que Ana fue llorona
toda su vida, se le saltaban las lagrimillas con cualquier emoción,
luego, venía de serie.
Su padre, Gonzalo de la Vega, fue llevado preso a la catedral de
la ciudad del «ronquío», indudablemente que lo fue por ser con-
trario a la república, pero no llegó a saber el motivo exacto. Quizá
la respuesta es que «olía a cera». Pero fuera como fuese, pasó tres
largos años hacinado en una de las capillas de la Santa Catedral
donde se encuentra el «Santo Rostro», en ella él rezó con todo
su corazón oliendo aún más a cera.
Gonzalo tenía grabada la sensación en los ojos y en la nariz de
esa luz blanca que entraba por las claraboyas de los laterales, reali-
zando círculos en el suelo como si fueran focos estratégicamente
colocados para ver cómo se dirigían a lo que era el altar, con las
motitas de polvo moviéndose en perfecta danza según marcase
el compás el aire o el paso de algún miliciano que traía visita,
recado o alguna lista que completar para llegar a su destino final.
El olor siempre característico de la catedral que, aún impregnado
de humanidad, hedor a heces o lágrimas, seguía manteniendo el
aroma incienso, velas y maderas exquisitamente talladas en el ma-
jestuoso coro central. Y en esa capilla del pasillo de la izquierda
conforme se entraba por la puerta central, la tercera, estuvo él tres
largos años viendo cómo algunos que eran llamados ya no regre-
saban más.
—Irene —hermana de Fátima—, la niña no se tiene de pie.
—No seas aprensiva, hermana, segura estoy que es de la fiebre,
siempre te pones en lo peor, como dice padre.

118
—Por favor, Irene, padre dice muchas verdades y otras no
tanto, ven aquí, mira, el pie no lo planta, ¡Dios mío, llama al prac-
ticante para que nos diga qué hacer! Ana, cariño, ponte de pie y
ven con mamá, mi niña, no llores y camina hacia mí.
—Fátima, me voy a por el practicante.
—Buenos días, señora Fátima y compañía, ¿qué le ocurre a
su niña?
—Díganos, usted, lleva con fiebre varios días, y no vemos que
apoye el pie para andar, es como si las piernas le fallaran, tiene una
endeblez extraña.
—No veo que sea nada grave, denle durante dos días dos
purgas y se le pasará, no creo que tenga nada más.
—Gonzalo, no estoy tranquila con las purgas, Ana no mejora,
por favor, mira si ha llegado tu primo de la capital y puede re-
visarla, es un buen médico, al fin y al cabo, solo la ha tratado el
practicante que, con todo el respeto, no es médico, aunque lo
tengamos endiosado todos en el pueblo.
—Fátima, eres muy obsesiva y te gusta el drama, no creo que
sea para tanto.
—Por amor de Dios, ¡o vas tú o mi padre! Esto es más serio de
lo que creéis, mi hija no está bien y los hombres de esta familia os
creéis siempre en posesión de la verdad.
—Creo que aún vives angustiada por estos años, y que cual-
quier cosa te hace pensar lo peor.
—¿Lo peor? Que hayas estado preso tres años sufriendo desdi-
cha no te da derecho a tratarme de loca, no tienes ni idea del miedo
que he padecido estos últimos años del esfuerzo de criar a nuestras
hijas sin tener una perra chica en la que ampararme, gracias a que
mi padre no fue llamado al frente y nos acogió a las tres, dándonos
un mendrugo que echarnos a la boca. Me atacas en lugar de darte
cuenta de que las fiebres son altísimas y las purgas no le han mejo-
rado en absoluto, estoy indignada con tus palabras.

119
—Fátima, no saques la faca, solo he dicho que no te pongas
en lo peor, mañana de madrugada bajo a casa de mi primo y le
hago venir con urgencia para que te quedes tranquila y aflojes la
cuerda, porque la está tensado en demasía.
Lo temido era cierto, Ana estaba más enferma de lo que pensa-
ban, fue diagnosticada de poliomielitis infantil, una enfermedad
del sistema nervioso, infecciosa, se van afectando las neuronas
motoras de la médula espinal y el cerebro causando debilidad
muscular y parálisis aguda flácida, y muy a menudo dando lugar
a deformidades. El primo Anselmo, doctor reconocido y médico
de la familia, intentó con otros médicos minimizar la parálisis uti-
lizando precoz de inmunoterapia con suero de convaleciente y
luego, la inmovilizaron completamente en la fase aguda de la en-
fermedad y en las semanas siguientes lo hicieron con tablillas que
llamaban «armaduras», así estuvo varias semanas seguidas, trans-
portada en sus tablillas por sus padres y familiares más allegados.
Fátima al escuchar el diagnóstico quedó espantada, sus inten-
sos ojos negros llenos de lágrimas y clavados en su esposo Gonzalo,
«loca y obsesiva», eso no, más bien pura intuición materna, ese
pálpito en el corazón que nos hace sentir que algo no marcha bien,
que se debe hacer otra cosa o tomar otro camino, no se trata de un
sexto sentido, es en esencia, ese amor de madre tan específico.
Gonzalo y Fátima sufrieron por demás, ver cómo su hija se
quedaba semanas atada a unas tablas para intentar que su defor-
midad fuera lo menos cruel posible, todo esto tras una guerra se-
parados, preso durante tres largos años, y ella bregando con dos
niñas pequeñas, y aunque con fincas, una situación económica
paupérrima y venida a menos.
La familia de Ana era muy diversa, por parte de su padre, don
Gonzalo de la Vega, eran dos hermanos, él era el pequeño, pro-
veniente de familia con posibles. Y en cuanto a la familia de su
madre Fátima de Gila, provenían de militares, estrictos y raciales

120
en sus gestas y poco dados a dispersarse en cariños. Tal era su se-
veridad, que su padre don Antonio de Gila les cortaba el pelo en
verano como a hombres a las cuatro hermanas, por ser demasiado
bonitas, de tal forma que ningún hombre las mirase, pero lejos
de conseguir su objetivo, más bellas estaban con sus profundos
ojazos negros y sus angulosas caras, quedando inmensamente
favorecidas con el andrógino corte de pelo. Así cabe decir que,
aunque la guerra había mermado las haciendas, Ana provenía
también de familias de rancio abolengo, conciencias estrechas y
educación estricta.
Tras meses de angustia, Ana se curó y poco a poco comenzó a
andar, pero su pie derecho ya no era igual a su piececito izquierdo.
Pero juguetona y risueña seguía la vida sin dar mayor importancia
a lo que ya sería un defecto de por vida. Su tía Irene, hermana
mayor de su madre, siempre le daba friegas de alcohol de romero
y masajeaba su piernecita para que los calambres fuesen menos.
Ana era peleona, con mucho amor propio como una vaquilla
brava, era decidida y valiente, cual peonza no paraba, tanto era
así que cuando iban al campo para revisar las cosechas, su padre
Gonzalo decía que «hacia dos caminos», porque iba y venía co-
rriendo de un lado para otro mientras los demás caminaban en
un sentido. Aun existiendo criada en casa, le gustaba ayudar a
los quehaceres diarios, cogía el hatillo con Luz —la criada— y se
iba a lavar al río, o cortaba los garbanzos que estaban en agua en
pedacitos pequeños para los pájaros de perdiz de su padre, o se
remangaba en las limpiezas de primavera, la cuestión no era otra
que estar en medio de todas las haciendas que hubiese menester.
Ana olía a primavera, fresca, risueña, salvaje y delicada. Le
gustaba en el campo preguntar al «Cuco de Abril cuántos años le
quedaban por vivir» contando cada canto hasta que el ave decidía
los años que en ese día le otorgaba de vida, o competir a ver quién
saltaba la jara más alta, o hacer el ramo de flores más bonito en

121
el cortijo, o ayudar a hacer jabón casero, y cómo no, arrimar el
hombro en la matanza y después repartir con su hermana «el ajo»
—así llamada la masa de la morcilla en Bellavista de la Jara—, o
ayudar en los dulces de Navidad como los polvorones o la cola-
ción, o la fruta de sartén de Semana Santa, esas flores y rosquillos
que quitaban el hipo.
Su mejor amiga era una prima hermana, Pepita, se querían
y odiaban por igual, las dos fierecillas competían por ver quién
se llevaba más estampitas al saltarlas con las palmas huecas de las
manos, o quién corría más, o quién se escondía mejor, pero las
peleas eran tan constantes que la Fátima y la tía Nieves decidieron
que no jugasen nunca más, entonces el dolor por la separación
fue tan grande, que cuando les dieron permiso para juntarse de
nuevo, no hubo jamás nueva fricción ni voz más alta que otra,
fueron primas y amigas por «siempre jamás».
Pero hubo otra cómplice y amiga, su hermana mayor, Pilar, las
dos hermanas se cobijaban y ayudaban, les gustaba cantar por las
siestas y hacer teatros en los que ellas imaginaban ser las heroínas
de algunas de aquellas películas que veían gratis por venderse las
entradas, en la habitación trasera de la casa que daba a la calle
del cine. Eran dicharacheras entre ellas, les gustaba contarse sus
cosillas, pero hacia fuera eran la extrema rectitud, fruto de esa
educación estricta y densa que emanaba de una cadena de valores
y actos enraizados en generaciones anteriores.
Qué diferente era Ana socializando a sus ancestros. Si levan-
tara la cabeza más de uno se volvía de la grave impresión sufrida,
decía ella a risotadas. De «chica» le gustaba en los veranos sen-
tarse en la puerta de algún familiar, era todo un ritual, la tía Irene
—una señora de pies a cabeza y con un pragmatismo fuera de
lo común— todas las tardes recogía capullos de jazmín sin abrir,
tomaba un imperdible o alfiler largo y los ensartaba, así una vez
arreglada, prendía su moña de jazmines en el pecho.

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Era el aroma preferido de su niñez, porque Ana también
repetía ese ritual del jazmín ensartado, no solo en su pecho, sino
también los ponía junto a la virgencita que tenía en su mesita de
noche. Pues a lo que iba, Ana se sentaban en la puerta, y todo
el mundo al pasar saludaba, si no eran muy conocidos o desco-
nocidos se daba el saludo de cortesía propio de una buena edu-
cación, pero si eran familia, la cosa era bien distinta, el beso y el
abrazo, se cuestionaban sobre el estado de salud de todos los fa-
miliares, hasta el tío menganito que hacía veinte años se había ido
a vivir a Valencia, etc., pero después venía lo realmente divertido,
las anécdotas, esa parte le encantaba, porque quizás solo conocía
a dos o tres personajes de la historia, pero siempre eran muy dis-
traídas y si alguna tenía su puntito de enamoramiento o picardía,
entonces la velada se convertía en un instante muy especial.
Además de las puertas de familiares y allegados estaban las
puertas y ventanas con visillo de naturaleza «sé más que la de te-
léfonos». Ana sabía que, si pasabas por dicha puerta o ventana
acompañada, cuando hubieses llegado a la esquina de la calle lo
sabía hasta el apuntador, la información llegaba con más celeri-
dad que un telegrama y cuando tocaba recogerse y volver al dulce
hogar, la socialización/chismorreo había hecho mella en su madre
y en su padre, cuyo interrogatorio sacudía y quitaba de la cabeza
el dulce instante que previamente había vivido. En resumen, la
infinita Ana había llegado en la estrecha guerra y la austera pos-
guerra, pero ni una cosa ni la otra, ni su cojera, mermaron sus
ganas de vivir.

123
Capítulo XI
¡Y tú qué te has creído!

—Madre, ¿me he hecho bien las trenzas? ¿Y los lazos rojos los
he atado bien?
—Ana —dijo con cierto tono de hastío—, estás perfecta.
—Es mi primera merienda oficial, y ya sabe que Josefina tiene
una casa de ensueño, su padre, juez del condado, es un hombre
muy importante, ¡y su bigote es imponente, tan rizadito hacia lo
alto, como un búfalo!
—Ana, son personas como todos, ni más ni menos, y no te
mofes. A ver qué zapatos te pusiste.
—Las botas atadas, madre, pero las he limpiado y están
rechinantes.
—¡Ojo, no te manches el vestido, que te conozco!
—Madre, gracias por dejarme poner el vestido de los domin-
gos, este encaje es de capricho, mire, me doy la vuelta y es como
un paraguas del vuelo, la tía Irene dice que parezco un merengue
—soltó entre risas.
—Ana, todos somos iguales a los ojos de Dios, pero tú a los
ojos de los demás…

125
—¿Qué me pasa, voy ridícula?
—No, hija mía, eres una muñeca, pero esas botas…
—Con ellas puedo correr, por si jugamos en su jardín, ¿lo
ha visto? Me encantan las palmeras del paseo hasta la fuente de
los angelotes y esos bancos de piedra tallada, ¿cómo se llama esa
piedra, mármol? Me siento como una princesa. ¿Qué hora es?
—Aún te queda media hora, no está bien ser impuntual,
pero tampoco es bueno demostrar precipitación, ¡mira que eres
impulsiva!
—Estoy tan contenta, que podría volar y flotar. ¡Me mira, madre!
—Es que esas botas… —La miraba con compasión y cierto dolor.
—Pero si son las más bonitas del mundo, mamá, las compré
con los dos duros de Reyes y mi cumpleaños que me dio el
abuelo. Además, con ellas soy rápida como el viento. ¿Es que no
le gustan?
—No, hija, llevas razón, son las más bonitas del mundo y
nadie las lleva con más arte que tú.
—¿Me da un beso, madre?
—Ana, no seas blandita, sabes que los besos son tonterías, ma-
nifestaciones de debilidad, lo importante es hacerte respetar. Y
espero que no vaya ningún zángano para pelar la pava.
—Que no, que Josefina nos ha invitado solo a las niñas.
—¡Que no me entere yo!
—¿Voy bonita? ¿Perfecta?
—Vas y punto, ¡vete ya y a las seis en punto en casa!
Ana bajaba la calle de su casa dando saltitos, tarareando una
cancioncilla de esas con las que jugaba, Teresa la marquesa,
chivirí chiviresa, tenía un monaguillo, chivirí chivirillo, ¡y un cura
sacristán chiviri chivirán!, el camino se le hizo larguísimo, pasó
por delante de la plaza de abastos —el churrero preparaba la masa
para la merienda mientras cantaba fandanguillos—, pasó por
delante de casa de la tía Irene.

126
«¿Me llego a saludar? ¿Y si me entretiene? Mejor que no. A la
vuelta y le cuento».
Eran las cuatro en punto de la tarde, llegó al portón de Josefi-
na, estaba tan nerviosa que pensó en llamar por la puerta del ser-
vicio, pero de pronto se dio cuenta que era una invitación oficial,
tenía que llamar con la campana de la entrada.
—Buenas tardes, señorita Ana. Pase usted.
—Buenas tardes.
—La señorita Josefina la espera en el solárium, está con su
señora madre mientras cortan flores para adornar el salón de café.
—¿Soy la primera en llegar?
—Sí, señorita Ana, la primera, se ve que es usted muy puntual.
—Mi señora madre dice que no se debe ser impuntual porque
ofende al que espera, pero que tampoco hay que ser una precipi-
tada porque entonces se ven las ansias que tiene una —respon-
dió riendo.
—Salga por esa puerta y a la izquierda está la entrada del
solárium.
—Buenas tardes, señora Enriqueta, y tú, mi querida Josefina,
¡espero que te alegres de verme!
—Claro, querida Ana, estamos encantadas de tenerte en nuestra
casa. Por cierto, estás muy linda, más bien como una muñeca.
—Eso mismo le decía yo a mi madre, este vestido es el más
bonito que jamás tuve, la tela me la compró mi tía Irene en la
capital, como ella es la agente del Banco Hispano Americano,
viaja mucho, y me dio el capricho, la costura es de mi madre, que
hace magia de las labores.
—Pues es digno de una princesita como tú.
—Mamá, discúlpanos, me gustaría ir con Ana al jardín y
pasear, hace una tarde preciosa de primavera, además, pasado
mañana es el cumpleaños de Ana y quiero hacerle un regalo.
—Claro, hija, marchad, yo terminaré el ramo.

127
Después de caminar por el jardín, oler las rosas de terciopelo
rojo de doña Enriqueta, llegaron al eucalipto que cobijaba una
cruz de hierro, las niñas se sentaron junto a ella, en uno de esos
bancos que parecían hechos de encaje de bolillos, con sus ramitas
finas escribían sus nombres en arena y hablaban de cómo serían
de mayores, infantiles y ensimismadas.
En la tapia trasera tupida por una frondosa yedra había una
ventana ancha enrejada con dos argollas a cada lado para atar
los caballos, pero no tenía cristales, más bien era una especie de
mirilla gigante para controlar al paisano que quisiera acceder a
la casa por la entrada de caballos, y allí, como un pasmarote, con
sus grandes ojos azul grisáceo, estaba Manuel, absorto, mirando
fijamente a Ana. Ella sintió cómo la sangre invadía todo su
cuerpo y llegaba a su rostro hasta que las ojeras le ardían, y al
mismo tiempo, su pundonor hizo que un coraje fuera de lo
común le subiera desde los pies, no podía admitir que nadie le
mirase de esa forma.
—Y tú, ¿qué miras? ¿Tengo monos en la cara, o más bien estás
pillando moscas?
—Perdonad, no deseaba molestar. Solo os vi a las dos sin
querer. Espero no haberlas molestado.
—Hola, Manuel, ¿qué tal sigue su madre? Sé por su padre que
la cosa no reviste buen satén.
—Gracias por preguntar, Josefina, está bastante mal y los
dolores son tan intensos que apenas puede soportarlos. Me he
salido a dar un paseo y al verlas me sentí feliz.
—Ana, ¿conoces a Manuel Almena?
—No, pero ya sí… —Se quería hacer invisible, dejar de existir,
por mema, por bocazas, por impulsiva, su madre llevaba razón,
«calladita, más guapita».
—Encantado, Ana, siento haberla asustado. Les dejo disfru-
tar de esta bonita tarde de primavera, voy a seguir caminando en

128
busca de mi padre, estará en la dehesa, ha venido el hermano de
mi madre, el tío Pedro, y se han ido a dar un paseo también.
Su mundo despertó en una dimensión diferente, nunca antes
se había sentido así, ella no imaginaba que Manuel pudiera pro-
ducirle, de repente, tantas sensaciones solo con una mirada.
¿Por qué no dejaba de pensar en él? Si a ella no le importaban
los zánganos, además, era pecado, su madre se lo decía siempre,
está prohibido pensar en un zagal, y este no se le iba de la cabeza,
incrustado como un eco constante.
—¡Qué hartura! ¿Estaré loca? ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Sentía un cosquilleo que le recorría desde la barriga a la gar-
ganta, no había ojos ni oídos para nadie más y la magia de la invi-
tación a merendar sucumbió al instante del jardín, solo prestaba
atención a ese momento en el que él se clavó en sus ojos. Vio en
ellos la fuerza que le transformó, la atracción que provocaba el
deseo de que no dejara de mirarla, empatizó con lo profundo de
esas pupilas, con la tristeza que había en su corazón debido a la
enfermedad de su madre, y por primera vez sintió la belleza de
aquel rostro.
Pero de igual manera, se sintió violentada en su cuerpo y su
corazón, «¿qué es lo que me pasa?», se preguntaba al volver a
casa, una sensación extraña de recelo, alegría y culpa fruto de una
religión basada en una estrechísima conciencia por no dejar de
pensar en él. Su madre lo primero que dijo es que no hubiese
ningún zángano, sin embargo, ella no dejaba de pensar en esos
ojos azul grisáceo y el pelo negro rizado del zángano más cautiva-
dor del mundo. Y se martilleaba en la cabeza recordando las duras
palabras que vomitó como respuesta a esa preciosa mirada, «Y tú,
¿qué miras? ¿Tengo monos en la cara, o más bien estás pillando
moscas?».
Ana llegó a casa a las seis en punto, ni antes ni después, tenía
ganas de contarle a la tía Irene lo que le había sucedido, pero no

129
podía llegar tarde a casa, entró sigilosa, pero su madre, la señora
Fátima, estaba sentada en la mecedora del zaguán, aguardando
que su pequeña llegase. Lo primero fue cuestionarle qué tal lo
había pasado, qué habían merendado, y cómo estaba la señora
Enriqueta. Después le ordenó que se cambiase y dejase el vestido
bien colgado en el galán de la habitación suya. Así lo hizo Ana,
se cambió lentamente, con una parsimonia poco común en ella,
hasta su madre se preguntó el porqué de su tardanza. Estaba
pasando por todos los estados de ánimo como euforia, plenitud,
armonía, frustración, que antes nunca había experimentado. En-
tonces Ana bajó la escalera mohína, tarareando una canción, en-
simismada y poco expresiva.
—Ana, ¿quiénes habéis estado?
—Josefina y yo, su prima Araceli, la del practicante, y Ma-
rujita, la de Aurelio.
—El burro delante, para que no se espante, Ana, el yo siempre
se dice al final.
—Lo siento, madre, estoy cansada, no tengo ganas de hablar.
—¿Te ha pasado algo en casa de Josefina? Vienes alelada, hija.
—No, solo que… —dijo cabizbaja Ana.
—¿Qué? No hagas los silencios de tu padre que me pongo
muy nerviosa.
—Que quizás tenía más expectativas, y creía que me lo iba a
pasar mejor.
—Por eso no hay que ir a los sitios con una idea preconcebida.
Luego te llevas el disgusto o la desazón de no gustarte tanto.
—Madre, me voy a dormir o estar tumbada en la cama, me
duele un poco la cabeza.
—Anda, vete, que seguro que el descanso te irá bien. Y cuerpo
descansado, dinero vale.
Ana sueña despierta en su cama, sabe que es pecado pensarle,
pero su mirada le ha traspasado, sus tiranas palabras le han casti-

130
gado, y no sabe por qué solo quiere dormirse con la ensoñación
de sus ojos.
Ana, no es pecado suspirar soñando despierta, porque ese
suspiro e imagen va acompañada de inocencia y pureza, tu amor
recién estrenado va cargado de sublimidad y sensibilidad, y ese
preciso instante en el que Manuel te ha mirado, es un cachito de
felicidad que recordarás toda tu vida.
Ana, donde quiera que estés, no dejes de soñar…
Sara.

131
Capítulo XII
La primera carta

Ana, embobada y ensimismada en su propio despertar al amor,


hacía caso omiso de las cosas que ocurrían a su alrededor, si su
madre le mandaba a la bodeguita a por un trozo de tocino para
el cocido, ella traía jabón casero para ponerse a lavar, si había que
ordenar la ropa lavada que Luz traía del río, ella la doblaba sin
planchar, si había que ayudar en los quehaceres de limpieza del
hogar, Ana se ponía a bailar delante del espejo, la cuestión no era
otra que soñar despierta.
Y llegó su trece cumpleaños, estaba muy feliz, ese día su madre
iba a hacer su comida favorita e iría al horno para amasar y cocer
las empanadillas que tanto le gustaban. Se levantó con una sonrisa
de oreja a oreja, su hermana la abrazó y después todos en su casa,
menos su padre, que se encontraba ya en la cooperativa haciendo
las catas de aceite que se iban a llevar los comuneros y otros clientes.
Como el horno del tío Pedro quedaba de camino, hizo una parada
para ver a su padre, entró tímida y respetuosa al laboratorio, lo
abrazó y fue correspondida con un dulce beso en la frente y una
propina para que se comprase altramuces en el mercado.

133
Mientras amasaba con su madre y su hermana, la tía Pilar, can-
taban a dúo fandangos y coplas, se llenaban las naricillas de harina
y risoteaban por cualquier detalle nimio, entonces la tía Pilar le
dijo al oído:
—Estás muy atolondrada, hermana, mariposas repiquetean a
tu alrededor. —Ana, roja y turbada, hizo un gesto con los ojos a
su hermana, como si la quisiera matar, diciendo altanera:
—Eso tú que tienes al enamorao que hace surcos calle arriba y
calle abajo para verte.
Entonces Fátima frunció el ceño y con voz casi inaudible para
el resto del universo, les dedicó unas profundas palabras:
—Como miréis u os mire un zagal, no saldréis para los restos
de vuestra vida. —Ambas se mordieron la lengua haciéndose
gesto de culpabilidad una a la otra.
Pasado el almuerzo en familia y con la celebración del cum-
pleaños, Ana le pidió permiso a su madre para dar un paseo con
Josefina y Marujita.
—Josefina, tiene usted un momento —dijo Manuel.
—Claro.
—Tengo que pedirle un favor, pero casi no me atrevo.
—Dígame, Manuel, si es para bien, cuente conmigo.
—Desconozco si las consecuencias podrán ser parabienes o
simplemente no las haya, pero tengo que confesarle algo.
—Me está poniendo muy nerviosa, Manuel, suelte el sapo, ya
que se seca la charca.
—¿Recuerda el otro día en su casa, cuando me presentó a Ana?
—Sí, cómo olvidarlo. —«Mi amiga calló en estado de sueño
perpetuo», dijo para sí.
—Pues llevo desde ese día que ni como, ni duermo, es como un
ángel caído del cielo, con su linda sonrisa y sus trenzas, su arrojo
y desdén. Necesito que le haga llegar esta nota. Le pido total dis-
creción, no solo por ella, pues no deseo causarle mal alguno, sino

134
también por su familia. No pone ninguna cosa que no sea verdad,
y la admiración que siento por ella.
—Manuel, no me gusta ser Celestina ni llevar ni traer, pero
como a Ana y a su hermana las tienen muy protegidas y limitadas,
le haré el favor. Hoy es su cumpleaños y la veré en un rato. El
único impedimento es que viene Marujita, la hija del practicante,
pero haré lo posible para estar a solas con ella. ¿Qué tal sigue
su madre?
—Recién salí de leerle una carta que le mandó una gran amiga
de Madrid, y de escribirle respuesta. No me dicen la verdad del
todo, pero sé que mi madre muy pronto se marchará. Le estoy
muy agradecido, Josefina.
—No hay de qué, vaya usted con Dios.
El documento en cuestión era un híbrido entre nota y carta,
porque era más extenso que una nota y demasiado corto para una
carta. Ana siempre contaba cómo sucedió, pero nunca el conte-
nido. Según ella, Josefina dijo que entrase a su casa, que tenía
que darle una cosa, y se quitó a Marujita del medio, pues era un
recado que doña Enriqueta iba a hacer a la señora Fátima, entra-
ron en el zaguán inmenso y la cogió fuerte del brazo, subiendo
la escalinata principal como centellas, entraron en la habitación
y Josefina cerró con cautela, abrió su bargueño y en un cajón es-
condido de la parte trasera sacó un sobre pequeño. Se lo entregó
con un guiño diciéndole que era una carta para Ana. Esta la abrió
despacio como si le fuera a picar el contenido del sobre, sacó la
hojita y leyó para sí. Josefina le inquirió con los ojos, y Ana no
decía nada, entonces le tomó la hoja y leyó en voz alta:

Señorita Ana, me tomo la libertad de escribirle para confe-


sarle que mi corazón no deja de latir por usted.
Atentamente y siempre suyo, Manuel Almena.

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—¿Pero y este qué se ha creído? Es un pedante que se cree que
por ser hijo de quien es todas vamos a estar como pollitos detrás.
¡Ni lo sueñe!
—Ana, ¿cómo puedes decir eso? Lo que dice es sincero y muy
bonito, yo no creo que sea ni pedante ni conquistador, y mucho
menos con lo que le está pasando en su casa. Es más, me parece
precioso que el día de tu cumpleaños recibas una carta así. ¡Qué
más quisiera yo!
—Josefina, no digas eso, me estoy metiendo en un lío, si mi
madre se entera de esto me mete en un convento de por vida,
además, pensar en él es pecado, y cada día me estoy condenando
más y más, porque me viene a la cabeza y, aunque rezo el acto de
contrición mil veces, no se me va. Dile que no quiero su nota,
que no deseo saber su contenido, y que no me mire ni se acerque.
—¿Estás segura, Ana?
—Totalmente, me voy corriendo, llego tarde. Adiós, Josefina.
Ana negó más obstinada que una mula. Su arrebato sobresalía,
se «hacía de valer», como ella decía, pues nunca puede darse un sí
a la ligera sin madurarlo, porque la decencia de una mujer se mide
por sus actos y sus palabras, y si hubiese respondido a Manuel,
este se lo hubiese creído, y en breve la habría olvidado, ella, desde
bien chiquitita se sabía diferente y con un poder especial que le
hacía completamente inolvidable. Pero el poso del machismo y
una educación estricta hacían que la mujer no pudiera permitirse
ser admirada, adulada y mucho menos deseada.
Manuel y Ana se encontraron de vez en cuando por la calle,
miradas furtivas, risas excesivas y engoladas. Manuel comenzó a
cortejar a Sarita, una joven bonita y simpaticona, paseaban por
el jardín y por la plaza mayor. Una tarde que Ana estaba con sus
amigas, Josefina y Marujita, vio aparecer a la pareja, de nuevo ese
calor interior que hacía que se le volviese el estómago del revés,
las ganas de decirle cuatro verdades, y la impotencia de «hacerse

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valer», pero esta vez no pudo contenerse y se puso a cantar una
cancioncilla a sus amigas mirando a la pareja. Ya viene por ahí,
marcando su pasito, el niño Manuel y la hija de Fernandito.
Sus amigas a carcajadas se rieron de la pareja y Sarita, toda
orgullosa y altanera, como un resorte, tomó la mano derecha de
Manuel, este, turbado y nervioso por lo que estaba sucediendo a
su alrededor, y por no hacerle daño a Ana y no quedar mal con
Sarita, ¡qué duda cabe!, se soltó de la mano de esta, la cual ni corta
ni perezosa y con un grave arrebato de celos, se acercó a la mejilla
de Manuel y le plantó uno de esos besos sonados. Entonces Ana
dándose media vuelta y a carcajadas con sus amigas, ignoró la
mirada vengativa y frívola de Sarita, y muy dentro de su corazón
insultó al patán de Manuel con todas sus fuerzas.
Pasó el verano, el invierno y llegó la primavera, y con ella el
fallecimiento de Ángela, y es curioso cómo la vida marca uniones
y lazos inseparables, así la primera persona que acudió tras el
último suspiro de Ángela fue la madre de Ana, doña Fátima.
Manuel, perdido entre el dolor de la muerte de su madre,
con quince años, creyéndose un hombre y siendo un chaval,
estuvo un poco en tierra de nadie entre los consejos de amigos,
dejándose querer por las dulces muchachas de su edad que le ad-
miraban y querían consolarle, y el silencio a veces doloroso de su
padre Samuel.
Aquel verano, Ana comenzó a peinarse de otra manera, con
su larga melena semirecogida y bonitos lazos, una tarde cargada
del fuerte sol de agosto y tras intercambiar con Manuel innume-
rables miraítas, hizo saber a este indirectamente que, sobre las
seis de la tarde subiría a casa de su maestra, había sido invitada
junto con otras alumnas a tomar la merienda. Para llegar a casa
de doña Petra había que pasar por dos cuestas muy empinadas
y, entre ellas, había un callejón no muy transitado que las unía.
Ana supuso que, de saber Manuel que iría a casa de doña Petra,

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si quería algo de ella, se haría el encontradizo en ese callejón, pues
las otras dos cuestas, además de concurridas, tenían como vecinas
a familiares tanto de Manuel como de ella.
Ana se arregló despacio, se puso un vestido de rayas rojo y blanco
ajustado a la cintura, con cuello de barco, sin mangas y bonito
cancán, y las esparteñas blancas con lazos rojos que le había rega-
lado la tía Irene, dobló el pañuelo de gasa rojo de su cumpleaños
y cuidadosamente se lo puso en su cabeza, dejando por debajo su
larga melena castaña, notándose aún más su carita dulce y risueña,
así como sus primeras pecas, pues coqueta y femenina le gustaba
ponerse al sol. Tomó el frasco de perfume de jazmín que compar-
tía con su hermana y con mucho talento puso unas gotitas en sus
muñecas y detrás de sus orejas, era suficiente, porque no aguan-
taba los olores excesivamente fuertes, «todo en su justa medida»,
bajó las escaleras y fue directa al salón para recibir el beneplácito de
sus padres. Ambos la contemplaron lentamente, cuando su padre
fue a hablar, se adelantó su madre Fátima haciéndole las indicacio-
nes y advertencias propias y amenazadoras, entonces su padre la
atrajo para sí, la contempló y besó en la frente, como a Ana tanto le
gustaba, y con un simple «pórtate bien» la despachó.
Ana miró el reloj de pie, sonaron las seis en punto, tenía que
salir ya, se volvió coqueta, les guiñó un ojo y cerró la puerta del
zaguán para que no entrara el sopor del calor de la tarde. Notó
cómo una bofetada de aire caliente entraba en sus pulmones, se
atusó el pañuelo y comenzó el itinerario planteado. Ahora sí que
su cabeza le hizo malas pasadas, preguntándose si Manuel sabría
de su chanza, si aparecería por el camino y diría algo, si de verdad
la quería, si era un pasatiempo, si su madre se enteraba… ¡basta!
Se sorprendió hablando sola por la calle, iban a pensar que estaba
loca de atar.
El calor y el talle pegado a su bonito cuerpo hacían que la
cuesta se le hiciera aún más empinada, pero entonces recordó lo

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que siempre dice tía Irene, «sube como un viejo y llegarás como
un joven», así que bajó el ritmo de sus pasos y respiró hondo. Sin
darse cuenta se adentró en el callejón de las Ánimas, de pronto
fue consciente del hecho de poder encontrarse con Manuel, su
corazón se puso a latir como un loco, un vacío en el estómago
se apoderó de su respiración, entrándole unas náuseas incontro-
lables, cuando de pronto al iniciar la curva, ahí estaba Manuel,
apoyado en la pared con un pie ensuciando la blanquísima tapia
de los herederos del notario, limpiándose con el pañuelo su
frente, el crespón negro en su brazo izquierdo, un pantalón gris
marengo y una camisa blanca.
—Buenas tardes, Ana —dijo Manuel con una sonrisa de oreja
a oreja.
—Buenas tardes, Manuel, qué casualidad encontrarle aquí
—comentó Ana bajando levemente la mirada.
—A veces las casualidades existen. ¿Puedo tutearte? La verdad
es que supe que vendrías por aquí, dirección a casa de doña Petra.
Me dijo Marujita que tú también irías. Este es el camino más
corto y también el más empinado.
—Claro, Manuel, puedes tutearme, ya nos conocemos desde
hace mucho tiempo.
—Ana, yo quisiera… —Manuel dio un paso hacia Ana, la cual
se quedó petrificada, sin mover un músculo de su cuerpo.
Él respiró profundamente, el calor era asfixiante, pero más lo
era el sentimiento que le desbocaba de nuevo, el corazón latía sin
parar, las manos le sudaban, temblaba por dentro, pero tenía que
decirle lo que sentía, tenía que hacer algo ya, y sin dar más tregua
al asunto, cerró los ojos y se acercó a los labios de Ana, lento, sin
apenas rozarlos y sin pensar las consecuencias, la besó suave, fue
un beso de esos llenos de amor y esperanza, un roce casi imper-
ceptible en los labios sedosos y llenos de vida de su amada Ana.
El beso que tantas veces había soñado y fue capaz de dar, tuvo

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su respuesta inesperada, y no fue otra que la propia que cabía
esperar de Ana, «hacerse valer», se despegó de él y sin pensarlo
dos veces, un bofetón de cinco dedos dejados cual tatuaje mar-
cando su mejilla.
Manuel no sabía qué hacer, con cara de estupor, el escozor que
recorría su carrillo izquierdo, la vergüenza por la respuesta, lo que
deseaba decirle por la rabia contenida, mil y un pensamientos y
sensaciones que se revolcaban en su corazón y su mente.
Ana, asombrada por el inesperado beso y la reacción abrupta
de su mano, no dejó que más pensamientos hicieran de ese
instante algo racional. Se apartó de Manuel, le miró y dejó hacer a
su corazón. Entonces llena de pasión agarró el cuello de la camisa
de Manuel y cerrando los ojos se fundió en el beso más pene-
trante, intenso, precioso, repleto de amor que fue capaz de dar,
el mejor beso de toda su vida, porque ese beso fue para siempre el
primero y el más importante para ellos. El tiempo se paró, no era
necesario decir nada más, pues estaba todo sellado, su amor salía
de ambos cuerpos para dejar de ser uno y ser un nosotros. Flo-
taban, daba igual que hubiese cuarenta grados a la sombra, que
hubiese quedado a merendar en casa de doña Petra, que fuesen
vistos por alguna lechuza «cuchimetera», la cuestión era una,
se amaban.

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Capítulo XIII
En una nube

Ana y Samuel comenzaron su andar juntos por la vida, pero


bien es cierto que ese caminar era a escondidas, se encontraban
el jardín o en la plaza, los domingos en misa, notas que se man-
daban a través de sus amistades. Pero lo que se dice poder vivir su
noviazgo con paz y serenidad, no.
En vista de la situación y sabiendo Manuel que sería imposible
mantener su amor así, decidió hacer algo. Fue un 15 de agosto, el
día de la Asunción de la Virgen María, para ambos tan presente
en sus vidas, se afeitó, perfumó y se puso una camisa limpia, ade-
centó sus zapatos y a las dos de la tarde salió de casa de su padre.
El calor era achicharrador, caía el sol como plomo, pero tenía las
manos frías, aunque su mente era un hervidero de pensamientos.
Su paso era firme, seguro, decidido, pero cuando intentaba decir
alguna palabra en alto, su voz era entrecortada, su garganta estaba
seca como una piedra, pero daba igual, porque iba a hacerlo de
todos modos.
Llegó al lugar deseado, se plantó delante de la puerta y sin pen-
sarlo más tomó el llamador y dio dos golpes secos. Esperó unos

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segundos que fueron horas, cuando de pronto salió Luz, la criada
de casa de Ana.
—¿Qué se le ofrece, señorito Manuel?
—Quisiera hablar con don Gonzalo, ¿sería posible?
—Señorito, está comiendo su gazpacho fresquito de pepino,
no sé yo si es lo más aconsejable.
—Por favor, Luz.
Con la cara de expectación, una mueca de «la que se va a
armar» y una sonrisa maliciosa, entró en el salón dispuesta a pre-
gonar bien alto:
—Que está en la puerta, derretío, el hijo de don Samuel
Almena, ya saben, el señorito Manuel, que dice que quiere hablar
con usted, que haga el favor de atenderle. Ya le he dicho yo que
está comiendo el gazpacho fresquito de pepino, pero insiste, y
como yo no soy nadie para decir ni mu, vengo a pasar recado.
¿Qué le digo?
Las cucharas cayeron con máxima gravedad en los platos de
todos los presentes, Ana, que en ese instante acababa de meter
su cuchara en la boca no era capaz de tragar ni escupir lo que
contenía, su madre la miró con los ojos desencajados, su hermana
Pilar le dio un puntapié que Ana ni siquiera sintió, el hermano
pequeño rompió a reír, y Fátima, sin dudarlo, le dio un capón
que casi le hunde la cabeza en el plato.
Lentamente su padre Gonzalo, con la servilleta colgada en el
cuello de la camisa, se fue levantando, carraspeó para entonar la
voz más ronca que pudo y caminó meditabundo hacia la puerta
del salón. No se oía ni una mosca, los ojos de todos parecían salirse
de sus cuencas, menos los de Ana, cuya mandíbula se clavaba en
su pecho porque no se atrevía ni a respirar.
—Buenas tardes, Manuel. ¿Qué le trae a estas horas a mi casa
y a romper el respetable momento del almuerzo? ¿Acaso no
come usted?

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Manuel, rojo como un tomate, balbuceó:
—Yo estoy aquí...
—Arranque, Manuel, que se me calienta el gazpacho.
—Está bien. Usted sabe que amo a su hija y, si no lo sabe, pues
ya se lo digo yo, pero la quiero de verdad, de ley y de frente, y
quiero su consentimiento para que la deje ser mi novia formal.
No quiero esconderme y no es de hombres hacerlo.
—Manuel. ¿Y viene a estas horas a decirme tal cosa? ¿No le
han enseñado en su casa a respetar que el almuerzo es sagrado?
—Sí, señor, pero el coraje nace cuando nace y a mí me ha
nacido sin comer.
Gonzalo se sonrió por dentro, pero permaneció impasible.
—Pues solo le voy a decir una cosa, y es que lo consultaré con
la almohada, ya tendrá noticias. Ahora váyase a su casa a comer y
permita que yo lo haga. —Gonzalo entró en la sala, donde todos
permanecían quietos y sin comer, Ana subió la cabeza y con los
ojos llenos de lágrimas miró a su padre—. ¿Y tú por qué lloras,
Ana? ¿Qué quería ese y a estas horas?
—La gente es que ya no sabe ni respetar la hora del almuerzo,
a ver el zagal con qué nos sorprende —dijo Fátima con la voz más
seca que pudo.
—Quiere ser el novio formal de Anita —respondió su padre
—, y le he dicho que lo consultaré con la almohada, así que,
chitón. Todo el mundo que comer y espero que me dejéis tran-
quilo, tú también, Fátima.
Según tengo entendido, la comida fue un poema, Ana ca-
lladita que estaba más bonita, Fátima enroscada en el gesto más
áspero que pudo, los hermanos con risas ahogadas, y Luz cantan-
do una copla mientras iba y venía a traer viandas para rematar el
almuerzo.
Terminado este, Ana se fue a su alcoba como una princesa me-
ditabunda, pero su corazón repicaba de alegría, su Manuel había

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tenido la fortaleza de pedirle permiso a su padre, ya no tendrían
que esconderse, aunque no pudiera salir a penas, pero ya su amor
era constatado y conocido. Se tumbó en la cama y dejó pasar la
siesta y la tarde, hasta que de pronto su madre abrió sin llamar.
—Ana, baja al salón que tu padre quiere hablarte.
—Madre, no se enfade conmigo, por favor.
—Sí me enfado, a ver a qué viene ese patán a pedir nada. Pero
bueno, tu padre tiene que decirte algo. —Ambas bajaron las esca-
leras calladas, sin mirarse.
—Padre, me dice madre que me buscaba.
—Siéntate, Ana, es muy importante lo que voy a decirte. El
compromiso es algo muy significativo, pero más importante aún
es la decencia, para mí eres muy joven para tener novio, solo tienes
dieciséis años, pero si de verdad es lo que quieres, lo tienes. Eso sí,
no admito que nadie ensucie mi nombre ni el de tu madre por las
calles, tu noviazgo será a nuestra manera, y así debe de ser.
—Ana, se abalanzó a su padre y lo besó con el abrazo más
grande que pudo, después se acercó a su madre y la besó, y Fátima
esbozó una leve sonrisa que a Ana le supo a gloria.
—Una cosa más, desde ahora os veréis en la puerta de casa,
y tu madre estará en la mecedora esperando. Cuando salgáis tu
hermana y tú será con carabina, y mucho cuidado con que man-
cilles vuestro honor.
—¡Gracias, padre, no os defraudaré!
Así fueron pasando los días, llegando, sin darse cuenta
ninguno de los dos, la Navidad. Y con ella, la Misa del Gallo. Esta
misa, junto con el sacerdote que la celebró, tuvo sus consecuen-
cias en Ana y Manuel.
La noche era fría, después de cenar los majares que en ambas
casas se habían preparado, Ana y Manuel se engalanaron y sa-
lieron hacia la iglesia con sus familias respectivas. En la misma
puerta Samuel y Gonzalo, padres de ambos, se saludaron afec-

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tuosamente, mientras que Fátima y sus tres hijas entraron en di-
rección al banco de siempre en la zona de las mujeres. Repicó el
último toque y todos los feligreses se dispusieron a entrar, por lo
que, de igual manera, ellos se dirigieron para sentarse en el banco
de siempre, esta vez, en la zona de hombres.
Manuel se posicionó el primero de la izquierda, junto al
pasillo, sentándose Ana en idéntico lugar, pero al lado derecho de
su banco. Ella con su mantilla pequeña negra y su misal, él con su
traje y el abrigo negro que le había hecho el sastre mandado por
su padre. Y comenzó el rito, entonces los ojos de Manuel se cla-
varon en el perfecto perfil de Ana, quien agachaba la cabeza para
poder girar unos segundos su rostro y mirar a Manuel, «te miro,
me miras, te amo, me amas».
Llegó el momento de la comunión, y ambos, en sus respecti-
vas filas, se dispusieron a comulgar, al llegar Manuel primero, el
sacerdote le negó la comunión, requiriendo que, tras la finaliza-
ción de la eucaristía, entrase en la sacristía. Del mismo modo se
lo hizo saber a Ana. La vergüenza para ellos, el bochorno para
Fátima y el cotilleo naciente del hecho producido hizo que los
comentaderos a la salida de la misa proliferaran como conejos.
—¿Da usted su permiso, don Bernardo? —dijo Manuel rom-
piendo el silencio.
—Pasad y sentaos. Estoy muy enfadado y disgustado. Pues la
misa no es lugar para venir a mirarse ni desearse, ya sabéis que es
pecado y estáis en grave falta por miraros de esa forma. Así que,
os voy a confesar para redimiros de vuestras culpas, os daré la co-
munión, así como, a partir de este momento no vendréis juntos a
misa, lo haréis a horas diferentes.
—Discúlpeme, don Bernardo, pero mi amor por Ana es puro,
de ley, con toda el alma, yo no la miro con ojos pecaminosos ni
obscenos. La miro, porque quiero que sea el amor que me acom-
pañe para toda la vida, por su belleza y por sus virtudes.

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—¡Calla, Manuel! Sigue el demonio enredándote la cabeza
para que no te des cuenta del grave peligro que corréis con tanto
amor que no es más que deseo carnal. ¡Vamos a confesar y punto!
Ana y Manuel confesaron una culpa que no sentían, pues su
mirada era cándida y llena de verdadero amor, de esas miradas
que te dan la vida, cosquilleando el «ser» para volar cuando las
sientes. Pero los ojos del sacerdote eran los culpables de ver en
Ana y Manuel el deseo carnal y la maldad.
Cuando Ana lo recordó en su casa lo hizo con cierta pena y
un poco de ira, porque en verdad, sus miradas no podían hacer
pensar —y menos en la iglesia— que fueran cargadas del deseo
impuro —según la mentalidad de aquel momento— de desear
que Manuel la hiciera suya. Ella miraba a Manuel completamente
enamorada.
Pensaba en la frase «la mirada sucia», mirada que siempre va
unida a la represión sexual, pero nada era sucio para Ana, salvo
el pensamiento negativo de aquel sacerdote que acompañaba a
la visión. Angustiada, habló con su padre Gonzalo, quien con
gran dulzura le explicó que esa mirada normalmente surgía en los
censores, los que por oficio debían juzgar, estaban previamente
predispuestos a ello, rechazaban de plano todo aquello que pa-
reciese poseer un contenido de tipo sexual, cuando esas miradas
solo iban cargadas de amor, con su desdén, acusación y confesión,
hizo que su mirada sucia les hiciera notar que un amor verdadero
era pecado.
Se durmió con un deseo, «no me mires con mirada sucia,
mírame con los ojos de tu corazón, verás más belleza y amor».

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Capítulo XIV
La mentira

¿Por qué me mientes? Ana se hacía esa pregunta mil veces.


—Manuel, ¿te has hecho una foto con Sarita?
—Ana, por qué me preguntas tal cosa, quién te ha dicho
algo así.
—Vuelvo a preguntarte, ¿te has hecho una foto con Sarita?
—Ana, no tiene sentido esa pregunta, ¡por qué iba yo a
hacerme una foto con ella!
—No lo sé, pero me gustaría que me respondieses la verdad.
Atardecía, era comienzo de otoño, los días recortados en sus
tiempos de sol, las primeras lluvias y el color ocre de los árboles
del jardín.
Ana, bajo su paraguas rojo, miraba fijamente a Manuel, espe-
rando la respuesta sincera. Sus ojos fijos clavados en los de él, sin
pestañear, buscando la verdad, se había hecho la foto con Sarita,
sí o no. Los segundos se perpetuaron como prólogo a una res-
puesta errónea.

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Ana se repetía una y otra vez «dime la verdad por el amor de
Dios», pero la ponzoña de la mentira había invadido las cuerdas
vocales de Manuel, y entonces escuchó un «no».
Toda mentira tiene una consecuencia, pero esta vez, cual-
quier camino a tomar era doloroso conociendo a Ana, odiaba
la mentira. En su educación estricta y minuciosa, desmanes
como el mentir eran castigados excesivamente y, además, si le
había mentido en lo que podría haber sido una nimia verdad,
le podría mentir a partir de ese instante en cualquier ocasión.
La confianza perdida, y el veneno amargo de la mentira clavado
con tal toxina en el corazón, que cualquier antídoto parecía
imposible.
—Manuel, has mentido conscientemente y en mi cara. Hace
una hora he estado clavada como un poste de la luz delante del
escaparate de la casa del fotógrafo. Las lenguas viperinas de tu
querida amiga Sarita han soltado su pólvora en casa de Marujita,
faltando baldosas en la calle para que yo comprobase si era cierto
o no. Acabas de demostrarme que no puedo confiar en ti, y por
doble partida, en primer lugar, porque coqueteas con otras u
otra; y, en segundo lugar, porque me has mentido, no has tenido
la valentía baturra de contarme lo que inocentemente pasó, o
quizás no tan inocentemente.
»Esta vez no hay marchar atrás, toma la pulsera que me rega-
laste, en la muñeca de Sarita estará mejor, porque a mí me quema
en las entrañas. Te costó una eternidad conquistarme y me has
perdido en lo que se tarda en decir una mentira.
—Ana, por favor, no es verdad, las cosas no son como parecen,
siempre hay una explicación a las cosas. Déjame al menos que te
cuente cómo pasó.
—Manuel, no lo necesito. Te he preguntado y tu respuesta ha
sido una mentira. ¿Temes decirme la verdad a tiempo? ¿Temes
que una verdad me haga tambalear? Escúchame bien, odio las

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mentiras, porque al engaño de hacerte una foto con Sarita, le has
unido la mentira. Doble dolor, Manuel. ¿Por qué?
—Ana, no ha sido mi intención estar con Sarita ni hacerte
daño, realmente ha sido un malentendido. Yo no sabía que la foto
era para para sacarla en el escaparate, es más, estábamos mi amigo
Paco y yo, y me cogió del brazo y me puso delante del objetivo, era
una chiquillería, una broma.
»Por Dios, Ana, que te amo con toda mi alma, que no puedo
estar sin ti, que eres mi vida entera, que no quiero más amor que
el tuyo.
—¡Basta, Manuel! Se acabó, a lo hecho, pecho. Tú me lo
tenías que haber contado cuando pasó, haberme dicho la verdad,
te mantuviste en silencio, pensando que no iba a enterarme, y
así cuento terminado. Las mentiras tienen las patillas muy cortas,
antes de que canta un gallo llegan al corazón de quien dañan, ya
has lastimado el mío. Recuérdalo bien, te amo, Manuel, pero esto
es una traición al corazón que se mecía en tus brazos al compás
de la confianza. Tú lloras, yo me muero por dentro. Sé feliz, pero
sin mí.
Ana decidió terminar con Manuel por una mentira, es difícil
conjeturar que una nimiedad así tuviera una consecuencia de tal
magnitud, pero Ana era así, leal a sí misma, fuerte como una roca,
serena como la brisa que acaricia la cebada y terca como una mula.
Acabaron su noviazgo en un instante, dos corazones errantes y
rotos, ella convencida de que la falsedad era suficiente razón para
dar el paso más doloroso de toda su vida, él abstraído en que su
traición no había sido tal, que en realidad se merecía ser escucha-
do y entendido. Así pasaron los meses, dos almas sin luz, vagantes
por un mar de pena.
Mayo, con su desbordante verdor, su floración voluptuosa, el
olor a jara y calor que sonroja las mejillas, era la mañana perfecta
para salir al río a lavar. Ana se preparó y cogió con Luz las cestas

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de mimbre para la ropa, el jabón casero y el hatico para almorzar
mientras la ropa se secaba estirada al sol.
Las dos iban hablando de los quehaceres diarios cuando al
doblar la esquina para salir de Bellavista de la Jara atisbaron a
Manuel. Ana quiso darse la vuelta, pero Luz no la dejó, le agarró
del brazo y le dijo: «ni te menees, este tiene que verte tan altiva
como un ciprés».
—Buenos días, Luz, buenos días, Ana,
—Buenos días, señorito Manuel, no nos podemos parar
mucho que vamos a lavar al río y ya nos tomaron la delantera
—dijo Luz redicha.
—No pasa nada, Luz. Ana, ¿puedo hablar contigo un segundo?
—Si es un segundo, sí. ¿Qué se te ofrece? —soltó mirando al
suelo, desdeñosa.
—Ana, me han dicho que te está pretendiendo un primo
lejano tuyo, Juan Antonio, el de Algeciras. ¿Es cierto eso?
—¿Por qué debería yo darte ninguna explicación? ¿Me la diste
tú con tu Sarita?
—Quizás porque te amo y no puedo olvidarte, o quizás
porque me muero sin ti, o quizás porque el arrepentimiento es
tan grande como la sangre que recorre mi cuerpo.
—Sí, me está pretendiendo y mis padres están muy contentos.
—Ana, ¿le quieres?
—Eso a ti no te importa, además, tome la decisión que tome,
tú no estás en mi vida.
—¿Estás segura de eso? ¿No quieres darme otra oportunidad?
—No, quien miente una vez lo hace cientos. Es mejor así. Me
voy, Manuel, sé feliz con la que te toque serlo.
—Adiós, Ana, gracias, mi vida, porque el amor que he sentido
y me has hecho sentir, no lo volveré a concebir jamás. Eres mi Ana
para siempre.
—Siente lo que te plazca, yo ya te olvidé.

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Este encuentro terminó de la peor de las maneras, Manuel se
marchó con lágrimas de sangre en su corazón, roto por la pena de
no obtener su perdón, herido por los celos que carcomen el alma
como la peor de las plagas y sin esperanza ninguna, ahora sí estaba
todo perdido.
Ana con el nacimiento de un río de lágrimas que, sin consuelo,
brotaban de lo más hondo de su ser, sin mirar atrás, agarrada al
cesto de mimbre e hincándose los picos en las manos, para así,
intentar que el dolor que sentía fuera menor al físico.
Ambos deseando darse la vuelta y comerse a besos, pero ninguno
lo hizo, tomaron caminos separados con sus sentimientos rotos.
Manuel, hizo lo esperado, poner tierra de por medio, antes de
llegar el verano, se alistó para cumplir el servicio militar, y como
su padre, se marchó a Madrid, esta vez en el Ejército del Aire, en
Getafe. Tenía por delante dos años para pensar qué hacer con su
vida y olvidar a Ana, si acaso eso era posible.
Ana, por el contrario, aceptó su vida sin Manuel, y con la in-
sistencia de sus padres, admitió ser pretendida por Juan Antonio,
pero esto también tuvo sus consecuencias. Juan Antonio estaba
enamorado de Ana hasta la médula, daba todo por ella, admiraba
su belleza serena, su sencillez, su candor, su espontaneidad y fres-
cura, vamos que, dicho con otras palabras, «besaba por donde
pisaba», pero para Ana, Juan Antonio era más bien un amigo,
un confidente hasta cierto punto y una mora verde que quita la
mancha de otra morada.
Su noviazgo se hizo formal muy pronto, todos tenían prisa de
que aquello forjase, tuviera un desenlace idóneo y Ana olvidara
de una vez por todas a Manuel.
—Ana, mi reina, te he traído de Algeciras una sorpresa.
Corre, ábrelo.
—Juan Antonio, de verdad, no tienes por qué comprarme
nada, no es necesario, además no es de señoritas aceptar regalos.

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—Ana, eres mi novia, puedo y quiero hacértelos, todo lo que
veo me parece poco para ti, si me dejaras te compraría mil cosas a
tu gusto, pondría flores hasta en tu alcoba.
—¡Juan Antonio, por ahí no vayas, hay lugares innombrables
para una mujer decente!
—No te enfades, era una forma de hablar.
—Lo sé, pero mira lo que me pasó en la Misa del Gallo
con Manuel.
—Ana, siempre le tienes en los labios, no hay cosa que haga o
te diga por la que en tu respuesta no le nombres. A veces, hasta
siento que se encuentra sentado entre nosotros.
—Juan Antonio, no digas eso, solo he recordado ese instante
por lo que previamente has dicho tú.
—Ana, te amo con locura. ¿Y tú?
—¿Por qué me preguntas constantemente qué siento? ¿Acaso
no es suficiente ver cómo estoy contenta con tu presencia? Te he
dado un sí, somos novios, pues deja que todo vaya tomando forma.
—Ana, dame un beso, en la cara, no te pido más.
—No, Juan Antonio, me estás obligando a hacer lo que
no deseo.
—Ana, me estás mintiendo con tus sentimientos igual que
Manuel te mintió. Estás actuando igual o peor, te estás obli-
gando a quererme cuando no sientes nada. Sigues enamorada
de Manuel.
—Por favor, Juan Antonio, no me hables así. Es cierto que
no puedo olvidarle, pero yo no estoy mintiéndote. Solo necesito
más tiempo.
—Creo, Ana, que nuestro noviazgo ha llegado a su fin, después
de un año, yendo y viniendo de Algeciras, enamorado hasta las
cachas de ti, no he conseguido ni una sola vez que me digas un
«te quiero». Me has mentido ocultando tus sentimientos verda-
deros, no siendo capaz de decirme que realmente nunca llegarás

152
a amarme como le amas a él. Te deseo lo mejor y ojalá la vida te
recompense con su amor verdadero o el de otra persona, pero a
mí no me amas.
—Llevas razón, aunque yo me diga a mí misma que todo cam-
biará, que te quiero, que seremos felices, siempre pienso en él. Si
te he mentido no ha sido conscientemente, o con la intención de
hacerte daño, pero es verdad, no debemos seguir alimentando lo
que no crece. Gracias por toda tu comprensión y tu tiempo. Yo
también te deseo que encuentres el amor, tal y como te mereces.
—Si la vida no te trata bien, recuerda que siempre estaré. Y
si sientes que existe una posibilidad, por pequeña que sea, será
suficiente para mí.
Pues sí, el noviazgo de Ana con Juan Antonio duró un año.
Ni los regalos, ni las adulaciones, ni el gran amor que le profesaba
pudo ahogar los sentimientos que ella tenía hacia Manuel. Hay
amores que se crecen con el paso del tiempo como una bola de
fuego incandescente que ocupa todo el pecho. Unas veces con
tonalidades azules y otras como lava candente que te quema por
dentro haciéndose imposible olvidar esa pasión.

153
Capítulo XV
La noche imaginaria

«No te aferres al recuerdo», se decía Ana, «no siguas con el


pasado en el corazón, en la garganta y en la boca, escupiendo re-
cuerdos que flagelan tu ser, haciendo que te regocijes en el dolor.
No digas que solo tu vida tiene sentido cuando está aquí. ¿Es
posible olvidar?». Ana se repetía que únicamente se olvida lo que
se tiene que olvidar, nada más y nada menos, porque lo que ha de
permanecer hasta que asimilemos de ello, permanece y perdura,
saliendo como ese virus latente que a cada tiempo reaparece en
forma de herpes. Hasta que tienes tantas defensas que, por más
que lo intentes, se queda ahí.
Había un nombre, Juan Antonio, momentos, años que no
era capaz de recordar quedaban encerradas en la caja del olvido.
Sin embargo, había otro nombre, Samuel, etapas que querien-
do ser olvidadas se aferraban a su mente, emborrachándola de
historias que no eran dignas de recordar, o de las que se alimen-
taba su mente para sentir dolor y victimismo. Y lo más curioso
es que no aparecían seguidas, lo hacían a cada poco, cuando un
hecho externo las desencadenaba, era entonces cuando su mente

155
se apoderaba del corazón, y si dejaba que las palabras salieran de
su boca, conflictuaba de tal manera con ella misma, que no era
capaz de salir del bucle. Pero era entonces cuando su guerrera in-
terior, blandiendo la espada del amor, sacaba fuerza de donde no
la había para que las palabras no salieran de sus labios y regresasen
a donde tienen que estar, ese «te quiero, Manuel» se resguardaba
de nuevo en ese lugar donde se quieren ahogar los sentimientos.

«Es mi cumpleaños, dos de noviembre», pensaba Manuel


sentado en la garita y acurrucado bajo el gabán. ¡Vaya luna! ¿La
estarán viendo así en Bellavista de la Jara? Un halo de nostalgia co-
loreada de desengaño le llevó a pensar en su pueblo, en su madre,
en su padre y hermanos, pero había un pensamiento inacabado
que no dejaba surgir, cada vez que su rostro, su nombre o su sonrisa
le venían a la cabeza, la sacudía una y otra vez hacia los lados pre-
tendiendo echarla de su mente. Pero no podía, volvía sin descanso a
sus ojos, a ese primer beso que tras una bofetada de película le había
saciado los sentidos y el alma. ¿Estaría ella acordándose de él quizás,
de su cumpleaños, de sus besos, de sus miradas robadas en misa,
de su valor al pedir que la dejaran mantener un noviazgo formal?
Dudas y dudas, pensamientos royendo por dentro, «¡qué imbécil,
absurdo, mentecato fui!, ¿cómo pude cometer tal estupidez?».
La noche se hizo aún más presente, la luna casi en lo alto de
su cabeza le apuntaba con su brillo, inquisitiva, altiva y seducto-
ra, ¿le estaría, quizás, la luna, hablando de Ana? ¡Qué tonterías
se piensan en soledad obligada! Ya decidió olvidarla, dejarla en el
pueblo para no volver a sentirla, verla y olerla. Ella le había dejado
bien claro que su mentira era suficiente para romper un amor de
verdad. «Soy idiota, para qué le habré escuchado a Paco, desde
que me contó que Ana había terminado con Juan Antonio no
hago otra cosa que hacerme daño con ilusiones perversas que me
trae esta asquerosa soledad».

156
Manuel dejó pasar la noche, pero al alba, los sentimientos y
deseos profundos hacia Ana salieron a borbotones, la herida se
abrió en canal, sintió que la amaba más que nunca, sin ella era im-
posible vivir y de nuevo las palabras fueron escritas para perdurar
a lo largo de los años y de generación en generación, palabras que
no tenía que pensar, porque simplemente estaban ya escritas.

Getafe, 2 de noviembre de 1953


Queridísima y amada Ana:

Por la presente deseo que te encuentres bien, en compañía


de tu familia, yo estoy de guardia, ya puedes ver, el día de mi
cumpleaños. Es que hoy es mi cumpleaños, ¿te habrás acordado
acaso? Pero que lo recuerdes o no, no es lo que me lleva a dedi-
carte estas letras.
Ana, mi vida entera, mi amor, mi locura, mi capricho, mi
debilidad, mi tortura. Por más que quiero olvidarte, no puedo,
no soy capaz, me arde el cuerpo y la cabeza como penitencia a tal
desatino, pero fue duro castigo para tan necia acción.
Ana olvida el pasado con mi mentira, te juro que jamás
volveré a decir falsedad alguna, esté o no junto a ti.
Perdóname con el corazón abierto de par en par, volveré en
Navidad, y si tu persona me lo permite, quiero decirte delante
de nuestra Santísima Virgen que mi amor es completo, eterno
y fiel, que nunca más dudarás de mí, y que sin ti jamás seré feliz.
Al leer estas letras desgarradas de mi corazón espero y deseo
que sepas entender que es la declaración más pura y sincera, más
llena de mí, que jamás pude hacer, que, si decides no verme, me
dará igual, porque seguiré amándote de por vida, porque, mi
querida y amada Ana, eres imposible de olvidar.
Siempre tuyo si tú me dejases,
Manuel

157
Manuel lloró esa madrugada. Verse escribiendo la carta más
sincera de su vida, verse vomitando todo lo que sentía en su
corazón, verse emocionado —cuando eso era cosa de mujeres—
le hacía sentirse roto, vacío, sin rumbo y lleno de interrogantes.
¿La debía mandar? ¿La leería? ¿Qué pensaría? ¿Habría respuesta?
¿Merecía la pena perder el tiempo pensando en tales cosas? ¡Claro
que alcanzaba a ser lo más sensato y real! Porque tenía la ilusión
de cambiar el futuro. Sin Ana nada tenía verdadero sentido o tal
vez ningún sentido.
Al terminar la guardia llegó a su pabellón, se dio una ducha
caliente y metió la carta debajo de la almohada, tenía por delante
unas horas para descansar y dejar de morir poco a poco.
—Ana, ha llegado una carta de Madrid, baja.
—Madre, ¿de Madrid? ¿Para mí?
—Sí, hija, es para ti, ven, quiero hablar contigo antes de que
la abras.
—Madre, no se preocupe, no voy a volver con él.
—Ana, ¿es posible que permanezcas un rato calladita? Ya
sabes, calladita más bonita. Quiero decirte una cosa, por favor,
escucha tranquila, pero con las orejas bien abiertas. Te he oído
llorar durante un año y medio todas las noches, te he visto in-
tentar amar a otra persona y no lograrlo, te he visto languidecer
delante de la costura aun sabiendo que te apasiona, te he visto
morir poco a poco, y no morirte físicamente, morir tu ilusión. Si
en la carta, Manuel se muestra arrepentido, crees en su palabra y
estás dispuesta a pasar página para siempre, léela con todo tu ser
y confía en los renglones torcidos de Dios. Y antes de subirte a
tu cuarto a leer, dame un gran abrazo de esos que das a tu padre,
pero no se lo digas a él.
—Madre, ¡cuánto te quiero!
Con el corazón en la garganta, excitada y emocionada, subió las
escaleras de dos en dos, con la carta pegada en su pecho, rogando
inconscientemente a Dios que en dicha carta pudiera encontrar la

158
sanación a la enfermedad de las lágrimas. La puso en los pies de la
cama, desabrochó sus zapatos negros y se tumbó. Miró un instante
a la Virgen de su mesita de noche, se percató que tenía poca luz,
incorporándose hacia el balcón para abrir las contraventanas, sintió
frío y decidió meterse en la cama, comenzó a leer.
Se abrazó a la almohada y la besó una y otra vez, como si el
tiempo y el espacio se cruzasen para acariciar la cara de su Manuel,
colgarse a su cuello y besarle sin fin y sin límite.
—Madre, estoy nerviosa, por fin voy a verle.
—Hija mía, recuerda siempre tu honor y tu honra, vais a una
fiesta en casa de don Juan Cruz, que no se diga de la educación
que te he dado.
—Madre, no dude de mí, por favor. Mi alegría es como una
explosión de pólvora, pero mis valores y creencias pesan por
encima de cualquier ilusión.
—¡Ay, Dios mío, que sea lo que tú mandes!
Ana abrió la puerta despacio, una bofetada de gélido aire la es-
tremeció, no se esperaba tanto frío, aunque cabía de esperar, pues
la tarde estaba plomiza, amenazaba nieve. Juntó sus dedos a modo
de puzle para encajar sus guates de lana azul marino, se ajustó el
cinturón del abrigo de paño del mismo tono y la bufanda que la
tía Irene le había tejido de angorina para Nochebuena. Se tapó la
boca con ella y echó a andar.
Se sorprendió canturreando un villancico.
—Madroños al Niño no le demos más, que con los madroños se
va a emborrachar…
¡Estaba tan feliz que no podía creerlo!, aunque también ame-
nazaba su mente tormenta, cada paso su voz interior le repetía:
«¿y si te miente otra vez? No lo hará, sabe que es la última vez que
me vería, sabe que me mataría por dentro, no lo hará», llegó sin
percibirse de haber recorrido un largo camino, no se sentía ni los
pies ni las manos, su nariz estaba fría y roja, al igual que su carita.
Llamó y le abrió Josefina.

159
—Venga, pasa, Ana, hace un frío que corta la cara.
—Ni que lo digas, vengo más helada que un pingüino.
—Pero, Ana, ¿qué te pasa en la cara?
—A mí, nada, ¿por qué?
—La tienes azul —le dijo su amiga riendo a brazo partido.
—¿Azul? No me digas eso, he estado tres horas arreglándome
y me he puesto una crema de mi hermana. ¡Azul, por Dios, Jose-
fina, que me da un pitongo!
—Ana, estás hecha un cromo y Manuel está… bajando las
escaleras, ¡cómo te vea así! —La risa nerviosa le hacía no poder
disimular.
—Ana, ¿eres tú?
Quería morirse de la vergüenza, azul y Manuel detrás, no le
daba tiempo a ir de espaldas al baño.
—Sí, soy yo, pero necesito un minuto.
—Ana, date la vuelta, estoy deseando mirarte a los ojos.
—Sí, sí, pero dame un minuto.
Manuel la cogió del brazo y le dio la vuelta.
—¿Quién era esa Ana de barba azul? —Se sonrió y, con un
gesto de dulzura, fue retirando los restos de lana de angora de la
carita de su amada.
Cada vez que sus dedos la tocaban, sendos escalofríos reco-
rrían las espaldas de ambos, sus miradas se clavaban el uno en el
otro, se besaban con ellas, mientras eran incapaces de mediar ni
una sola palabra, para qué, no hacía falta, esta vez no hacía falta
decir un «te amo».
La música se escuchaba en la habitación contigua, un salón
decorado con alfombras y espejos con una enorme chimenea que
presidía la pared del fondo. Entraron despacio, Ana agarrada del
brazo de Manuel, y de pronto, todos los amigos dieron vítores
y abrazos a la pareja, porque ya era hora de su reconciliación y
quedar curados de la enfermedad de las lágrimas.
—Ana, ¿eres consciente de todo lo que te amo?

160
—Manuel, ¿eres consciente de todo lo que he sufrido?
—Ana, hemos sufrido los dos, yo he intentado olvidarte por
todos los medios, he intentado enamorarme de buenas chicas, he
salido a bailar o tomar un helado, pero siempre se repetía la misma
historia, «tú, tú, y mil, veces tú», pero no volverá a ocurrir, soy
un hombre y tú serás mi Ana, mi querida y amada Ana, pero esta
vez para siempre.
Estaban en la puerta de don Juan Cruz, en el zaguán. Manuel
no podía esperar más, entre frase y frase empalagosa, sin saber qué
más decir, se acercó a su boca, esa boca que día y noche soñaba, y
se dejó llevar. Ana aceptó anhelante, cansada de tantas palabras.
Se unieron de tal manera que el cándido beso esperado se convir-
tió en el beso más ardiente que jamás se habían dado.
El calor de sus bocas y la humedad de un incipiente deseo
golpeó sus cuerpos deseándose y amándose, una locura de
sentimientos alborotaba sus entrañas en aquel único e irrepe-
tible beso. Ana recordó las palabras de su madre, la honra, pero
no tuvo que parar ese beso, tan nervioso estaba Manuel que las
piernas y todo su cuerpo le temblaban.
Dio un paso hacia atrás y sin darse cuenta empujó el jarrón
enorme de la izquierda de la puerta, se separaron súbitamente
siendo conscientes del amor febril, ardiente y generoso que había
en sus corazones y cuerpos.
Quería un beso así, ¿acaso no lo queremos todos? Quería de-
rretirse, quería temblar, quería zarandear su corazón y volverlo
del revés como un calcetín, quería caerse de culo por no sentir
las piernas, quería quedar como una mema —si eso significa que
estaba curada de la enfermedad de las lágrimas—, quería vivir «el
ahora» en un beso que envolvía el regalo más bonito, la sonrisa
boba de enamorada que no tenía miedo de bailar al compás de
otro corazón.

161
Capítulo XVI
¿Y si yo me caso con el
padre y tú con el hijo?

—Cose, Ana. Estás atolondrada, te estás pinchando sin darte


cuenta, ya llevas tres en el dedo corazón, quizás solo es porque
estás enamorada, algo alocada.
María cosía a su lado, junto a la ventana de postigos de madera,
estaban tejiendo vestiditos de niña, Ana ponía sus cinco sentidos
para aprender veloz, tenía que hacerlo, pronto se iría a la capital
para aprender corte y confección, no podía hacer el ridículo,
su amor propio la obligaba a buscar la perfección de sus actos,
aunque le fuera la vida en ello, «hacerse valer» en todo.
—Ana, ¿qué piensas? Llevas toda la tarde haciendo y desha-
ciendo lo cosido. Das puntadas con torpeza, estás en babia.
—¿Yo? Quizás sí, Manuel llega mañana de permiso, estoy re-
movida por dentro, no puedo comer ni dormir, no me concentro
y todo me parece que pasa al ritmo de dinosaurio.
—¡Estás enamorada! Eso es bueno, no te creas que sentir todo
eso te hace atolondrada, más bien, estás creciendo por dentro.

163
—María, ¿te has enamorado alguna vez?
—Eso no son cosas para contar a una mocosa como tú, pero
quizás te cuente un secreto.
—Suelta por esa boca, que soy toda oídos.
—No, no, chiquilla, que lo que no quieres que se sepa, nunca
lo digas, que los sentimientos son pólvora de plata, que en boca
ajena se convierte en chisme de carne de cañón.
—No me dejes con la miel en los labios, acaso, ¿no soy reser-
vada en mis cosas?
—Sí, Ana, pero puede ser que en un descuido se lo digas a tu
madre, de ahí a tus tías, de allí al mercado …
—Bueno, sea como gustes, pero puedes confiar en mí. Además,
sinceramente, sé lo que vas a contarme.
—Loca, eso es lo que tú te crees. —Ambas rompen en
carcajadas.
—¿Y si yo me caso con el padre y tú con el hijo?

Manuel llegó de madrugada en el camión que le había traído


desde el cruce de Bailen. Estaba cansado, pero quería que abriera
el día para poder mandar recado a Ana y envolverse en sus ojos.
Dio dos fuertes toques al llamador, los cerrojos de dentro se es-
cucharon como si fueran abriéndose las puertas del paraíso, por
fin su casa. Se fundió en un abrazo con su padre Samuel, para
después sentarse en el hogueril y contase las chanzas ocurridas en
los meses transcurridos desde primeros de año.
Después de degustar un oloroso y reconfortante café de
puchero, Manuel se dio un buen baño, se afeitó y se puso ropa
de hombre, sus zapatos limpios y perfume, un agua especial que
usaba su padre, con olor a limpio.
—Manuel, que me ensillen la yegua, quiero ir contigo a
la dehesa.
—Pero, padre, quiero ver a Ana.

164
—Ya tendrás tiempo, ahora quiero que vengas conmigo,
tenemos cuitas que debemos hablar, no son menudencias y lo
importante mejor antes que después.
—Como usted mande, padre.
En cierto modo molesto, preparó la yegua de su padre, se puso
unas alpargatas y cuando todo estuvo listo, fue en su busca. Era
temprano, pero todavía se respiraba ese frescor de las mañanas de
junio, cuando el sol todavía no aprieta y los arreboles de las nubes
anuncian un día de calor. Con dificultad, pero aún con destre-
za, Samuel se subió a Licenciada, ajustó los pies en los estribos y
cogió las riendas.
No se hablaban, Manuel no tenía ni idea acerca del comentario
que su padre iba hacerle, pero desde luego era importante.
Romper ese silencio masticado era complicado, atreverse a des-
figurarlo con una nimiedad podía ocasionar la ira de su padre,
o cuanto menos, el desconcierto, era mejor permanecer callado.
Samuel, por el contrario, buscaba las palabras justas para hacer
saber a su primogénito las decisiones realmente tomadas.
—Manuel, voy a contarte algo sobre lo que no voy a pedirte
tu opinión, lo que a continuación voy a relatarte es una decisión
tomada. Lo es por el bien de tus hermanas, el de la casa y el mío
propio. —De nuevo un silencio denso les envolvió, los minutos
no pasaban, pero ambos podían reconocer el tiempo transcurri-
do entre la inspiración y expiración de cada uno.
—Padre, ¡necesito saber qué diablos pasa! —Agarró las riendas
de Licenciada y paró su marcha.
—Manuel voy a casarme con María. Es una buena mujer, ha
servido en casa desde hace tiempo, es una mujer muy honesta,
reservada, hacendosa, sabe economizar y llevar una casa, además,
tus hermanas la quieren mucho.
—Pero, padre, eso no es algo malo, pero viviendo la abuela y la
tía con usted, no creo que necesite casarse.

165
—No quiero tu opinión, ya te lo he dicho, solo quiero que
sepas la decisión que he tomado, además, quiero que estés al co-
rriente, que María no es madre, nunca mantuvo contacto alguno
que se sepa con ningún hombre, y yo debo hacerle mujer y madre.
—¿Está usted loco, padre? ¿Me está diciendo que quiere
darle un hijo más siendo ya cuatro? Ya no se acuerda de madre,
¿verdad? Qué pronto se le ha olivado todo su sacrificio y amor,
está claro que lo que usted busca es su egoísmo, una mujer que le
cuide y le satisfaga en sus necesidades humanas. Basta ya de decir
majaderías, no es posible que esté escuchando de su boca tanta
idiotez. ¡Me ha defraudado, padre! —dijo apartándose del equino
y de su padre.
—No voy a permitirte que me faltes el respeto, voy a casarme
con María, voy a darle un hijo o los que vengan, va a ser la mujer
de la casa, tu abuela y tu tía se irán a su casa, y te guste o no, la
vida va a cambiar. Solo espero de ti que estés a la altura de las
circunstancias como hijo mayor, espero que esta conversación
jamás salga de tu boca y ni se te ocurra hacer mención o valo-
ración al respecto, menos aún en plazas o casino, y que sepas en
todo momento quién es tu padre y respetarnos a todos. Y si no
te gusta, peor para ti. Ya sabes a dónde puedes irte, aunque deseo
en mis entrañas que no sea así, pues en tu conciencia quedará.
Ahora regresa al pueblo y ve donde tengas que ir, eso sí, las cosas
de familia en boca cerrada o atente a las consecuencias. Adiós,
Manuel, vete con Dios.
Manuel miraba a Samuel con unas gafas bien distintas. El
estado de ánimo, las necesidades propias, los egoísmos que arras-
traban, eran ingredientes imposibles de objetivizar, haciendo de
cristales con un arcoíris infinito de posibilidades que, matizaban
incuestionablemente la percepción de los hechos y sentimientos.
¿Entonces no era posible para Manuel ver con los ojos de su
padre, Samuel? Sí, era posible, pero el ejercicio era de tal enver-

166
gadura que no podía hacerse banalmente, ni se podía quitar la
importancia que tenía para él mismo. Quería ser su padre para
entender, pero no por ello perder el oremus ni dejar atrás lo que
pensaba sobre esa situación, ¡casarse de nuevo!, pero sí debía es-
cuchar lo que su padre le decía, analizar lo que sentía en su con-
ciencia para cambiar su propia vida de esa forma tan tajante. Si él
no podía olvidar a su madre, Ángela, cómo su padre podía desear
contraer matrimonio de nuevo, imaginar la situación, contem-
plarla para después vivirla ya le dolía en el alma. Era consciente
de que nadie tomaba decisiones porque sí, a lo tonto, cuando las
consecuencias de sus decisiones iban a afectar a otras personas,
sus propios hijos.
Pero en ese instante pensó en Ana, diciéndose para sí mismo:
«No me juzgues cuando te cuente mis inquietudes Ana, como
yo estoy haciendo con mi padre, no me juzgues mis cambios de
decisión, no me señales cuando no entiendas mis reacciones, o
cuando te parezcan una locura, no pienses negativamente sobre
mí cuando no estés acuerdo, ni me acuses de ser un loco incons-
ciente cuando mi intuición me lleve a decir blanco o negro, más
bien, analiza conmigo por qué me siento así, por qué decido tal
cosa, por qué no puedo con mi vida o por qué simplemente soy
feliz. Si lo hacemos así, constituirá plena prueba de que nos respe-
tamos y que el amor está por encima de todo».
Manuel no se permitió entender a su padre, por el miedo a ser
juzgado, analizado, desbancado de su pleno convencimiento de
que el recuerdo de su madre estaba por encima de todo, siendo
lo mejor para todos. De cualquier forma, el respeto a un padre, a
lo que representa y en cierta manera, el haber observado la reali-
dad de los acontecimientos, hacía verosímil y certera la decisión
tomada. Otra cosa es aceptar el amor hacia otra mujer que no
sea la madre propia, el aceptar tener más hermanos cuando la
edad propia sobrepasan los dieciocho, y por lógica natural más

167
se debiera pensar en tener hijos que hermanos. Pero eso es harina
de otro costal que Manuel no podía presuponer, solo hacer valer,
que, con el paso del tiempo, de ese amor conyugal nacería su
hermana Raquel, bonita e inteligente, vivaz y especial, a la que
Manuel siempre ha querido con todo su corazón.

168
Capítulo XVII
Decide por mí

Cuando vives lo que deseas, sin importarte cómo ocurrió, es


realmente incomprensible y reconfortante. Pero ¿qué hay que
hacer para que sucedan las cosas que deseamos vivir? Esa es la
quimera y la magia de la vida, el futuro desconocido unido a los
deseos anhelados. Y de pronto, cuando menos lo esperas, una
cadena de hechos provoca que tu vida cambie y ¡de qué manera!
¡Bendita causalidad!
Sara, a 20 de septiembre de 2018.

Ana dejaba pasar los días esperando carta de Manuel y los sábados
conferencia en Teléfonos, aunque estas conversaciones siempre le
dejaban tristona, persistentemente se quedaban las cosas más im-
portantes sin decir, unas veces por no preocupar a Manuel, otras
por no ser escuchada por las parientes operadoras que siempre
dejaban alguna clavija enganchada sin querer, para después ir con
el cuento a su madre, otras veces porque sus hormonas la descua-
draban y enfadaban por no escuchar de su amado las palabras tan

169
deseadas, pero fuera como fuese, los sábados amanecían con la
ilusión de escucharle y terminaban con sabor agridulce.
A sus veintitrés años ya era mocita vieja —qué barbaridad—, se
le pasaba el arroz, según las malas lenguas, Manuel, con el tiempo
y solo en Madrid conocería a una señorita que le robaría su amor,
o le regalaría la presencia diaria. Bordaba su ajuar con delicadeza
y con cierto desdén por no saber cuándo llegaría el instante para
ser dispuesto. Caía al vacío, en ocasiones, en su plena juventud se
sentía vieja para acometer una vida de amor, pensaba que su alma
perdía su alegría, solo rogaba que llegara la dicha de estar con él.
En las noches sentía la soledad, gritaba en silencio «abrázame y
hazme comprender que no te irás, que me buscarás para toda una
vida». Realmente, todo su noviazgo se había desarrollado en la
distancia, pocos instantes de confidencias, de conversaciones per-
petuas donde imaginar planes en común, de miradas infinitas en
busca del nosotros. Pero también se daba cuenta que él era todo
para ella, la fuerza de su vida, la esencia que solo con una carta
se dispersaba en todo su ser, así era, en sus labios llevaba mil te
quieros por siempre y para siempre.
En esas angustias tapadas con sonrisas a los suyos, se agarraba a
Dios, su amigo fiel, le hacía sus confidencias más íntimas, llegan-
do incluso a prometerse a sí misma que, si Manuel no materiali-
zaba su amor, ella se iría a un convento, no podía ni siquiera ser
amada por otro hombre, deseada por otros ojos, era de él y para
él. Era la historia de un amor eterno grabado en cada poro de su
piel, desprenderse de ese amor era quitarse la piel a tiras, desde
aquella primera vez en que sus ojos grises se clavaron en ella, com-
prendió que su Manuel era la razón de su vida, era incapaz de
dejar de amarle, pesase lo que pesase.
Aquella tarde de marzo de 1959, víspera de su cumpleaños,
se ahogaba en casa, no tenía ganas de coser ni de leer, no quería
hablar con sus hermanas, el aire era denso en su habitación ya

170
hasta las motitas de polvo suspendidas en los rayos que entraban
por la ventana, eran aún más tupidos que otras veces. Salió al
patio en busca de la calidez del sol, pero hasta su calor le incomo-
daba, se entretuvo poniendo agua a los pájaros de perdiz de su
padre, regó las macetas, se mojó la frente para intentar aliviar sus
pensamientos, incluso se descalzó para mojar sus pequeños pies y
sentir la frescura del agua, terminando por sentarse en las peque-
ñas escaleras que servían de acceso a las habitaciones traseras. Sin
darse cuenta notó cómo las lágrimas brotaban de sus ojos y dis-
currían por su bonito rostro. Era melancolía, nostalgia, desdicha,
tristeza…, no sabía diagnosticar su estado de ánimo, solo tenía la
certeza de no ser feliz.
Entró inesperadamente su madre en el patio, cuestionándole
con los ojos el porqué de su llanto, a lo que Ana respondió con
congojas y un lloro sacado de lo más profundo de su corazón.
Ambas se miraron en silencio, su madre sabía perfectamente
la enfermedad que Ana padecía, y si abría la boca le iba a hacer
mucho más daño, pues lo que le provocaba contarle era una lista
de argumentos que descreditaban el amor de Manuel, que no
daba un paso hacia delante para casarse con su hija. Era mejor el
silencio, no hacer más sangre en el corazón de su niña. Decidió
darle un beso en la mejilla, secando con sus manos la humedad
de su carita y regresó a la parte de la cocina. Ana permaneció un
rato más, mientras serenaba su mente, quizá hasta su corazón. Y
se decidió a entrar para pedir permiso a su madre para pasear en
la plaza.
Se atusó la melena, enjabonó sus manos y su cara, dio un gran
suspiro y se ató los zapatos, puso un poco de brillo en sus labios
y chasqueó la lengua en un «qué le vamos a hacer, la vida sigue».
Salió sin despedirse, pero Fátima, detrás de la ventana vio cómo
se alejaba subiendo la cuesta, advirtiendo su andar relajado, casi
perezoso arrastrando los pies, la languidez de su postura y ese

171
característico leve cojear que tanto le dolía en el corazón desde
que su niña, a sus dos añitos, padeció la polio, corrió la cortina y
rezó todas las jaculatorias sabidas pidiendo a Dios que su Ana no
sufriera.
—Ana, espera un momento.
—Samuel, ¿qué tal esta? ¿Qué se le ofrece?
—¿Dónde vas, Ana? Te veo triste, ¿ha pasado algo que yo
no sepa?
—A qué se refiere, Samuel, no pasa nada, supongo que un
mal día.
—Ana, me gustaría que contases conmigo para todo y, por
descontado, si pasa algo poderte ayudar.
—No se preocupe por mí, Samuel, todo está bien —dijo qui-
tando la mirada para esconder las lágrimas que estaban a punto
de brotar de sus ojos y deseando gritarle que no podía más con su
hijo Manuel, que no sabía qué iba a ser de su vida, que los años
estaban pasando, que era ya adulta, que incluso era mocica vieja
para las malas lenguas.
—Ana, mírame.
—Samuel, por amor de Dios, tengo un mal día, solo tengo
ganas de llorar. No se preocupe, de verdad, me voy a dar un paseo
y se me pasará, iré a ver a la Virgen, seguro que me quita la tontería
que llevo dentro.
—Ana, es por mi hijo, ¿verdad? Estás cansada de esperar.
—No… diga usted eso —soltó entre sollozos.
—Ana, hija mía, ¿tú le amas de verdad?
—Claro que le amo de verdad, con toda mi alma, me muero
de pensar que no regrese o que se enamore de otra persona. Las
«Ágata» me dicen que se prenderá de otra mujer en Madrid, que
va a olvidarse de mí y que todo mi tiempo habrá sido enterrado
en una juventud rota. Pero Samuel, yo sé que su hijo me ama, de
lo contrario, por qué tanto dolor sufrido.

172
—Serénate, Ana, quiero hablar contigo muy seriamente. Coge
mi pañuelo y límpiate esas lágrimas y los moquetes que pareces
una niña, vamos a sentarnos en ese banco de la plaza. Seguro que
desde ahí nos llegará el frescor de la fuente, se agradece porque
este marzo está casi mayeando. Ya estás más tranquila, ¿o no es
así? —Cabizbaja asintió.
»Voy a hablarte como lo haría a una de mis hijas, quiero que
me prestes mucha atención. Una vez te diga lo que pienso, me
responderás desde lo más profundo de tu corazón si llevo razón o
no. ¿Estás de acuerdo?
—Acepto, Samuel, le responderé desde mi corazón y con toda
la verdad.
—Ana, me has dicho que amas a mi hijo Manuel con toda
el alma, del mismo modo sé que él te corresponde en demasía a
ese sentimiento. También sé que mi hijo no logra hacerse con los
ahorros necesarios para dar el salto que esperas, comprar una casa
y casaros. Después de acabar las milicias y colocarse como admi-
nistrativo en el hotel, sus pecunios son escasos. ¿Estás de acuerdo,
Ana? —Ella asintió—. Pues bien, ahí va la pregunta: ¿quieres
casarte con mi hijo Manuel?
—¡Pero, don Samuel! No puede usted preguntarme algo que
debe hacer su hijo, no puede en su nombre pedirme matrimo-
nio. ¿Lo han hablado acaso? Me estoy volviendo loca de atar, no
puede usted estar haciéndome tal proposición.
—Para, Ana, pues, como todas las mujeres, os embaláis. Mi hijo
no sabe nada de esto, pero como padre, es hora de tomar cartas
en el asunto. Os queréis desde chiquillos, dejar pasar el tiempo sin
ayudar a mi hijo le coloca en una situación peligrosa que puede
hacerle perder su felicidad y, Ana, hija mía, eso no lo voy a permitir.
Pero respóndeme: ¿Te quieres casar con mi hijo Manuel?
—Sí, quiero, rotundamente que quiero, no he querido otra
cosa en mi vida, sí y mil veces sí, aunque se lo esté diciendo a su

173
padre, con todos mis respetos claro —dijo llorando y sonriendo
con ojos brillantes de felicidad.
—Pues no se hable más, mañana hablo con tu padre, voy a
vender una finca, voy a dar la entrada para el piso y vosotros pon-
dréis la fecha para casaros. ¿Te parece bien, Ana? Anda, dame
un abrazo de esos que son de verdad y vete a tu casa corriendo a
contárselo a tu madre. Después busco a tu padre, pues ya tengo
comprador, tengo ganas de ir de boda y tener nietecillos —soltó
carcajeándose.
Ana estaba emocionada, daba igual el camino, lo importante
era conseguir las metas. Ella lo consiguió cuando menos lo
esperaba, cuando la tristeza le abatía, del modo menos común,
pero obtuvo su declaración de matrimonio. No del hijo, sí
del padre.
El boato y escenario adornado que tantas veces soñó no fueron
necesarios para Ana, con la declaración del padre de su novio fue
inmensamente feliz, no precisó confirmar con un anillo, con una
cena, con flores… Fue con sencillez y el más puro amor hacia los
hijos lo que llevó a Samuel a dar el paso en nombre de su hijo y
sin su conocimiento, mucho menos consentimiento, pero sabía
que estaba en posesión de la decisión correcta, sabía que, con ello
provocaría acelerar la felicidad de su hijo y de Ana.
Era consciente de lo que conllevaba la soledad en Madrid para
Manuel y lo que podría ocurrir si su hijo no tenía cerca a la mujer
que amaba.

174
Capítulo XVIII
«Sí quiero» significa
para toda la vida

—Cuánto te amo, Manuel —dijo Ana sentada en una roca del


mirador de Los Órganos-Despeñaperros—. ¿Puedes explicarme
por qué has estado tan serio durante toda la boda y la celebra-
ción? —dijo mirando al suelo con los ojos vidriosos.
—Ana, ¡tanta gente, tantos besos, tanto «tienes que cuidarla,
pues ahora pasa a tu protección», tanto «no puedes fallarnos»,
tanto «debes trabajar aún más para cuidar y educar a los hijos que
vengan»! Y Ana, lo más importante: ¿sabré hacerte feliz?
—Acabo de decirte que te amo, Manuel, soy feliz desde que
supe que estaba enamorada de ti, deja el mundo andar y confía
en nosotros y en Dios.
La llegada a su hogar fue del todo enigmática, Ana no sabía
dónde iba a vivir realmente, es verdad que sabía la dirección, lo
que encontraría cerca de su hogar, pero ella nunca fue llamada
para participar en la decoración sencilla de su pequeño palacio,
sus padres y sus suegros junto con Manuel lo habían hecho todo.

175
¿Por qué? Esa es la cuestión más radical y extraña. Ni más ni
menos que por «la honra», ella no podía permanecer a solas con
su amado Manuel, era poco más que ser frívola y pérfida a los ojos
de la moral de entonces y de la cerrada y marmórea decencia de
su madre.
De pronto se abrió la puerta de su hogar, una entradita mi-
núscula pintada de un rojo Versace que cegó sus ojos y muebles
de líneas redondeadas de color blanco y negro. Como Alicia en
el País de las Maravillas, entró de puntillas casi, por el temor
a rozarse con algo y que lo que sus ojos veían, se esfumase. Al
llegar a su diminuta cocina, con la terracita que serviría para
guardar todo aquello que se le antojase y una pequeña pila donde
ella lavaría con esmero y amor la ropa de su Manuel, no sabía si
llorar, reír, dar saltos, gritar, daba igual lo que hiciese porque en
ese instante, Manuel la tomó por la cintura, derramó con toda la
ternura del mundo en sus labios, todo el amor que su cuerpo y su
corazón le permitieron. Ana, con su corazón a punto de explotar
y su cuerpo como un volcán, respondió a su cálido beso con más
besos, dejando por primera vez a su cuerpo sentir, sentir y sentir
más de lo que en su vida había imaginado. Manuel la cogió de la
mano, estaban mojadas de los nervios que atenazaban a ambos,
se la apretó con fuerza a lo que Ana respondió con un «ay» ca-
riñoso. Llegaron a la puerta del dormitorio de matrimonio, Ana
frenó en seco, se paralizó, reaccionó de pronto, iba a entregarse a
Manuel y no sabía nada más que cuatro pequeños detalles que su
hermana mayor le había contado. Quería de pronto irse, correr,
perderse, tenía pánico, miedo, pavor, recelo y hasta cierto reparo.
—Ana, ven.
—No, no puedo.
—Ana, vida mía, no temas, no ocurrirá nada que no deseemos
ambos, te amo con toda mi alma, nunca haría nada que tú no
quisieses, nada que pudiera lastimarte, nada de lo que tuviese que

176
arrepentirme. Si no estás preparada, solo dormiré abrazado a mi
preciosa esposa.
Ana sonrió levemente y dándole la mano atravesó el umbral
de aquella habitación de los mil y un sueños. Manuel la miró
profundamente a los ojos, acarició suavemente su nuca y deslizó
sus dedos por su pequeño lóbulo izquierdo, bajó hacia su espalda
delicadamente y se acercó a los labios temblorosos, un roce sutil
dio paso a la cálida fricción de sus bocas, ella no sabía cómo com-
portarse, ni lo que debía hacer, ni siquiera era conocedora de que
tuviese que hacer algo.
—¿Me quieres, Ana? —preguntó Manuel con los ojos
cargados de deseo y amor.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque estás fría, no te mueves ni pestañeas, ni siquiera
suspiras.
—No sé qué hacer —dijo comenzando a llorar—, estoy ner-
viosa y violenta.
—Ana, esto no es pecado es amarse. El acariciarte y besarte debe
ser algo que tú también desees y hagas de igual manera conmigo.
—Manuel, no sé cómo actuar.
—Ana, que no tienes que actuar, solo amar. Ven aquí y dame
un abrazo, debes relajarte y yo también quizás es mejor que nos
abracemos en la cama y mañana será otro día. No te acongojes, mi
vida, no sabes que es el amor, solo tu imaginación y por descon-
tado, no tienes ni idea de cómo vivirlo. Te amo, vida mía, no pasa
nada, ven, te acurruco en mi pecho, duerme.
Como era de esperar, tras la comprensión de Manuel, ambos
comenzaron el acto de amor más delicado y apasionado, la ver-
güenza, los tabúes, el pecado… quedaron atrás para hacer de ellos
un solo ser.

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Capítulo XIX
Y fuiste madre

El 10 de enero de 1961 nació su primogénito, Ignacio, un bebé


que casi nace a los diez meses, según Ana. Poco más o menos
el parto de una burra, feo y larguirucho, todo lo contrario, a lo
que es ahora Ignacio. Su primer amor de madre, todo corazón,
como le enseñó a ser, todo amor, todo fe. Y el veintinueve de
enero de 1963 nació Luis, ese bebé regordete y precioso, que
era más grande, con ojazos enormes verde oliva y mimoso como
él solo.
Tras unos años de feliz matrimonio, de pluriempleo de
Manuel, de coser por las noches ropita para ellos, de limpiar y
cocinar a los amaneceres, llegó la navidad de 1964. Ana y Manuel
junto con sus hijos viajaron como era de rigor a Bellavista de la
Jara. La llegada fue como siempre, Ana a casa de sus padres con
los vástagos, Manuel a ver a su padre y familia, a hacer planes con
los demás, sin tener presente que Ana permanecía con el resto
de todas las obligaciones. Esta escena tan reiterada en los últimos
viajes a Bellavista de la Jara produjo una oleada de cotilleos en
ambas familias y fuera de estas que, hacía que Ana llegara predis-

179
puesta a cortar por lo sano, tanto con los corrillos de mesa camilla
como con la actitud dejada de Manuel. Nunca le gustó estar ni en
tierra ni en boca de nadie, mucho menos abandonada por quien
más amaba de este mundo.
Manuel llegó a casa de sus suegros pasada la hora de comer.
Ana, sentada en la mecedora, dormía a Luis en sus brazos, tarea
ardua y complicada porque los vaivenes de la mecedora en cues-
tión más parecían los de una montaña rusa que los de un amoroso
«duérmete niño». Manuel, incauto, se acercó para darle un beso
en la mejilla a Ana. Ella le retiró la cara y le miró con ojos de
«cómo me digas lo más mínimo te araño», pero Manuel, con voz
socarrona, le preguntó que si podía comer algo.
La escena, tan reiterada en todas las parejas, se repite de gene-
ración en generación. Mujeres que permanecen con sus hijos y
obligaciones y hombres que hacen de su libertad de movimiento
un baluarte, un buque insignia de su masculinidad que no puede
verse perturbada en sus periodos vacacionales.
Ana permaneció con la mirada fija en Manuel, mece que
mece, cada vez con más fuerza, hasta que la butaca en cuestión
dio contra la pared, entonces se levantó, le dio al pequeño Luis a
su padre y se fue hacia la cocina
—Es toda tuya —le dijo—. Como tus hijos y los comenta-
rios que han hecho sobre mí, sobre nosotros, ciertas personas,
también son para ti.
Manuel de pronto perdió cualquier atisbo de exaltación de la
alegría que provoca la manzanilla y el buen queso. Impávido la
cuestionó con los ojos, esperó unos segundos y, al no tener res-
puesta, se marchó a casa de su padre Samuel.
La tarde languideció rápido en una temprana noche, el
brasero de cisco mareaba la cabeza de Ana, cada vez que su madre
lo removía para hacer que el calor fuera más intenso, quemando
las espinillas de Ana, no hablaba salvo para corregir a Ignacio o

180
hacerle carantoñas a Luis. Llegó la noche y Manuel no aparecía,
pero sí lo hacían las primeras preguntas de su madre y los repro-
ches esperados.
—Te lo dije. Manuel es un listo. Como siempre que viene al
pueblo, lo primero él, lo segundo él y lo tercero su familia, a saber,
con quién anda y qué estará contando.
Ana comenzó a inquietarse, dio de cenar a los pequeños y los
acostó. Al día siguiente era Nochebuena, no podían estar así, pero
tampoco iba a dar su brazo a torcer, tenía que madurar, darse
cuenta de que sus hijos y ella eran lo primero, él había cometido
los errores causantes de su enfado, es más, él había defendido las
palabras de terceros que tanto habían ofendido a Ana.
«Está bien si no viene conmigo, estará mejor sin mí», se
dijo Ana.
Amaneció nevando, olía a café recién hecho y a tortillas,
un dulce parecido a las tortitas, pero crujiente y frito en aceite
de oliva, pero Ana sentía angustia, tocó el lado de la cama de
Manuel, estaba frío y nadie hubo deshecho la cama. Se levantó
con un dolor en el pecho que hacía años no sentía, era el dolor de
la enfermedad de las lágrimas que bien conocía. Bajó las escaleras
después de asearse, acicalarse la melena y vestir a Ignacio y a Luis,
entró en la cocina y allí estaba su madre.
—Buenos días, Ana, habrás dormido a pierna suelta sabiendo
que tu Manuel no ha pisado por aquí.
—Buenos días, madre. Pues no, no he dormido y te agra-
decería que no tomases partido, que ya habéis hablado las cotillas
de la familia de Manuel y nuestra lo suficiente.
—¿Me estás llamando cotilla?
—No, madre. Le estoy diciendo que deje la misa en paz, que
en boca cerrada no entran moscas, que estoy bastante mal y que
quiero pensar en paz, hasta sola a poder ser.

181
—Vaya con la señorita de la capital, parece que Madrid te ha
subido los humos un poquito, pero recuerda que eres tan de aquí
como todos nosotros.
—Madre, me voy al mercado, temprano no habrá nadie,
quédese con mis hijos.
Maldita la hora que salió, allí estaban las oficiales plañideras
de los entierros, chillonas de las bodas y cotillas de los entuertos
maritales, en la misma puerta del mercado de abastos.
—Buenos días nos de Dios, Ana, qué bien se te ve desde que
no vienes por el pueblo. Por cierto, ayer vimos a Manuel de com-
parsa navideña, cantando villancicos de casa en casa, como un
chiquillo, te habrá dado la noche porque iba de grana y oro.
—Buenos días, ya se sabe, en cuanto uno vuelve al pueblo se
vuelve como los demás. Voy con cierta prisa, mis hijos están le-
vantados y con las labores que aún quedan por hacer, no puedo
demorarme.
—Sí, sí, date prisa que hoy es Nochebuena y mañana Navidad.
Apretó los dientes por no decirles cuatro verdades que se me-
recían esas arpías y el idiota de Manuel, ya le valía, celebrando su
hazaña indecorosa. Cada paso que daba, más le subía la ira y la
bilis por la garganta, quería calmarse, pero era de todo punto im-
posible, si le hubiese valido habría abierto la boca y dejado escapar
toda la ponzoña que la invadía por dentro. Pero era incapaz, lo
que sentía era pena. Compró lo que le había encargado su madre
y se paró en la churrería, a Ignacio le volvían loco los churros, así
el media almendra comería algo, aunque con un churro le daba
el medio día.
Cerró los ojos, respiró el aire mezclado con el humo del aceite,
se tocó la frente y tapó la garganta con la bufanda, entonces apa-
reció Luz.
—Pero, niña, qué guapa estás, dame un achuchón que no te
veo desde hace un año por lo menos.

182
—Hola, Luz —dijo Ana abrazándose intensamente y comen-
zando a llorar.
—Pero, Ana, mi niña, que pareces un río desbocao, qué te
pasa. Anda, que te ve todo el mundo llorar, vamos al patio de tu
tía Irene.
Luz escuchó atentamente el relato de lo acaecido, entendiendo
lo que podía, porque los gemidos y sollozos entrecortaban cada
dos palabras lo narrado, pero se hizo una idea clarísima de lo que
acontecía, por un lado, el desamparo que le provocaba Manuel
cuando llegaba al pueblo y, por otro, las malas lenguas que provo-
can el enfrentamiento entre ambos.
—No lo voy a consentir. Es Nochebuena, tú tienes que hablar
con Manuel, hay que arreglarlo.
—¿Y cómo si no ha venido ni a dormir?
—Le voy a dar recado, que hoy mismo a las doce en punto
suba a Santa María, que le esperas delante de la Virgen. Y enco-
miéndate a ella, pero escúchame una cosa, tú y tus hijos soy lo
más importante, si se deja manipular por quien sea, si no es capaz
de ayudarte, si su egoísmo está por encima de todo, mejor antes
que después. Que más vale sola que mal acompañá, que serás pe-
queñita, pero que tienes más cojones que el caballo ese. Y para de
llorar, que te vas a secar, alma cántaro.
—Gracias, Luz, no sé cómo agradecerte todo esto.
—Yo sí, siendo sincera y teniendo un par para defender tu
persona y tus hijos y recibir lo que te mereces, no chiquilladas de
un señoritingo, que le querrás con locura, pero que a veces me
recuerda… en fin, que tú eres Ana y no Ángela.
A las doce en punto Ana estaba en la puerta de Santa María
con sus hijos. Entró, hacía viento fuera, Ignacio, de la manita y
Luis liado en su toquilla, se acercó al lampadario y encendió una
vela, se sentó en el primer banco y esperó. Pero Manuel no llegaba,
rezó el rosario, pero tampoco aparecía. Así que arropó al pequeño

183
y abrochó al mayor, se puso la bufanda disponiéndose a salir,
cuando escuchó unos pasos inconfundibles, los de su Manuel.
—¿Has venido? —le dijo mirando al suelo.
—Me mandaste recado, Luz fue muy clara, o vas o vas. ¿Qué
hacen aquí los chiquillos? —dijo con tono despectivo.
—Lo que deben, estar con su madre. No entienden, pero lo
que tengo que decirte también les atañe —dijo con ceño frunci-
do y furiosa.
—Pues dispara, aquí hay silencio y no está tu madre detrás de
la puerta.
—No vayas por ahí, que tengo betún también para los tuyos y
ese es el problema. Llegas al pueblo y te olvidas de que existo, no
preguntas qué puedo querer, qué necesito o si requiero que estés
a mi lado. No paras de trabajar, estoy sola todo el día, ando de
la Ceca a la Meca, al mercado a Ventas, cosiendo por las noches,
ahorrando todo lo que puedo más. Te espero todos los días con
la comida y la cena, para que no te sientas alejado de mí por los
niños, y, aun así, soy feliz porque es lo que he decidido que sea mi
vida. Pero no elegí ser criticada, abandonada, ni ser un segundo
plato de tus pesquisas. Si me amas de verdad, olvídate de todo y
trátame como merezco, si no es así, delante de la misma Virgen
María te juro que es el final, saldré adelante contigo o sin ti.
—Pero, Ana, por Dios, no es para tanto, creo yo.
—Madura, Manuel, o somos lo más importante en tu vida, o
tu existencia está lejos de nosotros. No aceptaré que ni mi madre
ni nadie más ponga en tela de juicio si nos amamos de verdad, si
somos un buen matrimonio, si les damos su sitio, o lo que sea. Tú
y mis hijos sois mi vida, lo primero, y si no somos de igual manera
para ti, deberás comportarte como un hombre y decirme qué es
lo que piensas.
—Te pido perdón, Ana, es verdad, te tengo muy desatendida
entre unas cosas y otras, no me doy cuenta, o quizás sí, de todo

184
lo que haces porque lo doy por hecho, como si no tuviese sacri-
ficio alguno, pero eres inmensa. Tienes el coraje de enfrentarte a
la vida sin agarres, sin bastones, sin dejar que nadie te mueva del
camino que eliges. Es verdad que tengo que sazonar. Ana, no me
dejes nunca, por favor, sin ti sé lo que duele la vida, perdóname.
—Toma a Luis y bésame aquí delante de la virgen, porque no
soy nadie para no saber perdonarte, y el amor es eso, perdonar y
seguir caminando juntos.
Lo que duele la vida, porque sí, la vida punza a veces tanto que
ciega todos los sentidos, la vida lastima a veces tanto que vacía las
tripas y las venas de propia vida.
Te lleva al abismo, pegándote el empujón que necesitas para
abandonarte a la sensación de no ahogarte, pero te falta el aire, esa
tristeza sin nombre al que todos llamamos «ansiedad y depresión
provocados por la tristeza».

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Capítulo XX
El día que nací y
morí a través de ti

Es hora de contar que, a partir de estas letras, me hago presente


en las pasadas, las hago parte de mí misma. Porque soy Sara, hija
de Ana y nieta de Ángela, tercera generación de una estirpe de
mujeres que sienten con corazón.

—Sara, hija, escúchame, es noche de confesiones y me apetece


que sepas por qué estás en este bendito mundo, pero antes dame
un masaje aquí, vida mía, el bulto me tira del cuello, estoy inquieta
y no puedo calmar el dolor y terremoto que me recorre por dentro.
—¿Llamo a una enfermera? Quizás te puedan calmar esa
desazón que te está llevando al desespero. De todas maneras, voy
a pedirte una tila, a ti los brebajes te sientan de miedo —dijo son-
riendo dulcemente y saliendo por la puerta de la habitación del
hospital.
El trocito pequeño y desidioso que recorrí hasta el mostrador
de la enfermera de guardia me pareció un recorrido antiestéti-

187
co. Me preguntó por qué los hospitales mantenían esos suelos
desteñidos y opacos. Y el olor a enfermedad y medicinas con
desinfectante, unido al hedor a humanidad que caracteriza en-
fermos y acompañantes con tiempos largos de hospitalización.
Un asco irrefrenable me subió por la garganta a modo de arcada,
respiré y deseché ese pensamiento en busca de cubrir la necesi-
dad de Ana, mi madre. Con la tila ardiendo en sus dedos y un
paracetamol, regresé a la 205 deseando reanudar aquella conver-
sación cuyo contenido se hacía prometer, ¿por qué estoy en este
bendito mundo?
—Mamá, ya estoy aquí, tu tila y un paracetamol, cuando te lo
tomes me haces un ladito en tu cama y me cuentas aquello que te
apetece contarme.
—Pues si de verdad lo deseas, allá voy.

Cinco de septiembre de 1971, recién aterrizados de unas pre-


ciosas vacaciones en Mallorca, Ana repasaba el contenido de las
maletas que meticulosamente había expuesto encima de la cama,
venía limpio por la lavandería del barco, pero no, ¡ah no, esas má-
quinas no lavan con la conciencia que lo hago yo! Seleccionan-
do lo más delicado para enjabonarlo primero. Así pasó el día, sin
parar, pero con una idea que traía de las vacaciones y que como
un pájaro carpintero martilleaba su delicado pensamiento.
Se preguntaba cómo debía abordar que deseaba ser madre
de nuevo, que sabía e intuía, de esa forma que solo intuyen las
mujeres que, si esa noche usaba del matrimonio con todo el
amor que fuese capaz, la consecuencia sería su niña. Manuel iba
a negarse rotundamente, ella era consciente que tras perder a su
tercera hija prematura en la incubadora y el aborto que casi le
causó la muerte eso sucedería. Llamó a su hermana y le pidió que
se quedase con los chicos y así fue. Con toda la alegría del mundo
pusieron rumbo a casa de los primos.

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Se sentó tranquila frente al espejo, cepilló su castaña melena
francesa y comenzó con ese precioso ritual casi litúrgico, en el
que una mujer comienza a transformase como una crisálida, en
busca del amor, de la única belleza sublime, la que sale de la
ilusión más perfecta de su corazón. Se dio suavemente la crema
hidratante, un poco de colorete, una chispa de rímel en sus vivos
ojos y suave capa de carmín que con leves golpecitos difumina-
ba en su pequeña boca. Se atusó de nuevo la melena y buscó
voluntariosa ese vestido verde botella que tanto la favorecía, se
enfundó en él y roció su cuello, muñecas y pecho, el perfume
de jazmín que en Navidad le había regalado su Manuel. Y fue
sin querer, casi por azar, que el tiempo efímero hizo sonar el
timbre de casa. Sobresaltada y con el corazón excitado salió de
la habitación yendo al encuentro de Manuel. Se dio cuenta de
que el amor que había sentido era tan inmenso que le dolía el
aire, era su bebida de vida, era como un pececillo y que siempre
nadaría a su corriente.
Ana con esos ojos de secreto inconfesable, frente a Manuel,
susurró: «Mi amado Manuel», a lo que él en esa presunción
de «aquí hay gato encerrado», la observó detenidamente y con
cierta postergación le cuestionó si sucedía algo y dónde se encon-
traban los nenes, ella, agachando la mirada, le objetó:
—Están en casa de mi hermana porque quiero estar contigo a
solas. Hace un lustro que no gozamos de un instante para noso-
tros donde reencontrarnos y hablar de nuestra fortuna, de cómo
vivimos y nos sentimos, de esos problemas que nos afectan, no
permitiendo que continuemos olvidando.
—¿Qué es lo que no nos permite continuar y olvidar?
—Cosas que ahora de pie no vienen al caso —dijo picarona
guiñando un ojo.
—Ana, estás preciosa, mi reina.
—Que no, solo un poquito.

189
—Estás bellísima, tus ojos, tu pelo, tu boca, ¡ay, mi Ana! —Y
la abrazó.
—Anda, pasa, ve a cambiarte y no entres en el salón.
Manuel, con una de esas sonrisas pillina, se dirigió raudo al
dormitorio, buscó la camisa blanca que Ana le había coloca-
do en el galán y el pantalón recién planchado. Al igual que su
amada Ana, se acicaló, perfumó y pensó: «hoy la noche será
eterna, mi niña preciosa sabe que la deseo, la adoro, la necesito.
Cada vez que socavo en el recuerdo del último embarazo, mi
cuerpo se maldice. No, jamás volveré a embarazarla, su vida
para mí es mi vida misma, pero ver cómo se desangraba, su
ropa empapada como sus piernas de sangre encarnada, su cara
blanca como la nieve y sus ojos llenos de miedo mirándome…
¡Jamás volveré a llenarla de mi ser, a derramarme en ese cuerpo
inmaculado para mi corazón que amo más que a mis propios
hijos, que no será, que no son mi vida! Si voy en contra de mi
fe, pues maldita sea mi estampa, si tengo que confesarme todas
las semanas, lo haré, pero no me derramaré más en mi amada
Ana, nunca más».
—Manuel, venga, tienes que abrir el vino que he comprado en
el mercado de Ventas.
—Vino, tú pretendes algo y no es bueno.
Ana había acondicionado el salón con sus mejores moblajes,
el mantel de hilo blanco y vainicas eternas, la cristalería y vajilla de
Navidad, unos claveles rojos —pues la cosa no daba para más—
y las servilletas en forma de abanico para darle ese toque de su
Andalucía. Cuando Manuel hubo entrado, ella notó el deseo en
sus piernas, el calor de su ser, el arrebato de la inmensa pasión
que proviene del ardor más intenso de la hembra que quiere ser
madre. Manuel, intuyó y oteó ese magnetismo que emanaba del
cuerpo de Ana, quería abalanzarse sobre ella y poseerla sin pedir
permiso, sin abrir el vino, llenarla hasta las vísceras del más pro-

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fundo y ardiente amor, pero se frenó, languideció ante la idea pa-
ralizante de dejarla encinta.
—Ana, ¿cuándo te toca el próximo periodo?
—En unos quince días, no hay ningún problema por hacer
uso del matrimonio, por eso hoy es una noche especial.
—¿Estás segura? No me salen las cuentas.
—¿Confías en mí? Ven y bésame de una vez que pareces un
eunuco de esos que salen en las obras de teatro que echan en la
televisión.
—Como te pille, te vas a enterar de lo que vale un peine —dijo
acercándose a su cuerpo y mirándola hasta el infinito.
La cena aderezada de besos, de pies rozándose, de manos
que se dejaban caer por donde la espada deja de serlo, hacían
que la magia de la pasión casi incontenida arropara a ambos.
Y así, entre caricias desesperadas, se fueron al lugar sagrado de
su amor y la danza del más perfecto encuentro hizo que ambos
se abandonaran el uno en el otro. Manuel, después de regalar
a su amada mil caricias se derritió en su ser, y ella, feliz por
lo logrado, le abrazó tan intensamente que provocó el efecto
contrario, Manuel se zafó impulsivamente porque supo en ese
instante lo que ella pretendía.
—Suéltame, Ana.
—Por favor, perdóname, quiero esa niña, pues sé, inequívoca-
mente, que todo va a salir bien, me cuidaré y mi madre vendrá.
Te juro que esta vez no pasará nada, tendremos a nuestra niña,
aunque a la otra no pudimos sacarla adelante, será la niña de
nuestros ojos y beberás los vientos por su sonrisa. No me culpes
por estar viva e intuir que era la noche, que esta es la noche en la
que nuestra pequeña comenzará a existir.
Manuel se rindió, ya estaba hecho, ya la sentencia había sido
firmada, la fecundidad asombrosa de su amada Ana hacía que
con nada hiciera un todo y, así, cabizbajo, pero lleno de amor,

191
se acurrucó a su cuerpo, besando sus hombros y se rindió ante
el sueño.
Asimismo pasó, así me contó Ana, cómo decidió contra viento
y marea tener una hija, traerla al mundo, pero la historia no fue
tan fácil, y en esa última noche Ana decidió contarme más cosas
sobre mí.
El embarazo la mantuvo casi incapacitada para muchas cosas,
manchaba con cualquier esfuerzo, amén de las insistentes angus-
tias que hacían de la taza del baño su mejor amiga, los días pasaban
lentamente en la inquietud de querer ver la carita de su pequeña,
no hallaba la paz interior que la hiciera comprender y admitir que
había un grave riesgo, pues su corazón desechaba tal posibilidad.
Y así, a los siete meses, se le produjo un fuerte sangrado, el pánico
acompañado del miedo generoso a decidir su muerte sobre la
vida de su hija conllevó que, al entrar en el hospital con su rosario
asido en la mano derecha, fuera como una sentencia abierta al
final que ella únicamente deseaba.
Transcurridas las agónicas horas de espera sin noticias, Manuel
se daba contra la pared, emergiendo un fuerte dolor en su frente,
que en nada era comparable con el sufrimiento de perderla, se
maldecía por haber sucumbido a sus encantos, renegaba de
aquella maldita noche, e incluso, llegó a sentir un cierto rechazo
odiado por la niña que ella llevaba en su vientre, «como se muera
mi Ana por ti, te imprecaré todos los días de mi vida».
Pero después de aquel largo tiempo encarcelado en su lucha
interior, salió el doctor para sacarle de aquel infierno, madre e hija
se encontraban en buen estado. Pero como casi siempre, después
de una buena noticia en situación de gravedad vino el pero, había
un arduo problema. Ana se negaba a que llevaran a su hija a la
incubadora de nuevo, su pequeña Inmaculada, nacida cinco años
atrás por un descuido o imponderables del destino, se quedó
dormidita para siempre en aquella cajita, recordó con lágrimas

192
ácidas el escozor de la leche saliendo por sus pechos empapan-
do su alma cuando supo que aquella diminuta niñita se había
ido para siempre. Adherida como un infinito y perenne cordón
umbilical, Ana no soltaba a su hija. La comitiva del personal del
hospital, increpando a Manuel por la actitud de Ana, llevó a que
él mismo, vestido de fantoche con aquella bata, irrumpiese a la
sala de recuperaciones para entrar en razón a su amada pero obs-
tinada Ana. Habiendo conseguido que al menos, por una noche,
la pequeña personita pernoctase en ese hotel de cinco estrellas, la
incubadora.
En pocos días, recuperada Ana y en buen estado su pequeña
Sara, solicitó e impuso llevarse a su hija bajo su responsabilidad, le
daba igual firmar una sentencia de muerte, lo importante era no
volver a dejar una hija atrás. Y no sé cómo le permitieron tal cosa,
no sin antes hacerle las recomendaciones específicas sobre el trato
que debía inferirle a su pequeña.
—Sara, hija mía, no podías mamar, ni tenías fuerzas para es-
tornudar. Eras un diminuto ser indefenso y asumía el deber de
sacarte adelante. Como no podías chupar, abría tu boquita con
mi dedo meñique para dejar caer gotas de leche que tragases sin
impedimento alguno, horas y horas, encorvada contigo en mis
piernas para que te alimentases del amor más grande que existe,
el de tu madre. Papá no podía tocarte, ni tus hermanos acercarse,
yo me desinfectaba y te amaba en cada palabra delicada que te
decía, tú con esos ojazos —porque solo tenías ojos— me mirabas
un segundo y los cerrabas de inmediato, sin fuerzas, invadida por
la sedante y dolorosa anticipación de tu nacimiento. Pero llegó
el mes de mayo y con él las fiestas de Pentecostés de Bellavista de
la Jara, fuimos al pueblo, entonces y casi en forma de milagro, tú
eras la niña más preciosa del mundo, habías engordado y te hice
unos faldones primorosos que la abuela te bordó, y con tu carita
coqueta mirabas a cualquier paseante, familiar o desconocido

193
para que te hiciese una carantoña. Sabía que era capaz de llenarte
de mi amor, hija.
La abracé con todo el amor que fui capaz.
—Mamá, gracias, gracias, mil veces y las que haga falta, gracias
por ser tan valiente, por ser tan inmensa, por ser tan madre.
Sara no sería Sara sin ese ejemplificado amor elevado a la
máxima potencia, no podría ser madre sin haber mamando la
maternidad aun antes de haberse decidido por los astros que
así fuese. Es después de la claridad cegadora que da el paso del
tiempo, cuando soy capaz de entender por qué existía en lo más
profundo de mi alma el grave y perentorio derecho, al igual que
necesidad, de ser madre. Tantas veces me dijeron que no tendría
hijos por los dichosos ovarios, tantas y tantas veces lloré ima-
ginando que no cabría tal dicha en mi vida, que ahora cuando
os miro, aún doy gracias a Dios por bendecirme con vosotros,
hijos míos. Y si alguna vez prorrogáis la estirpe, recordad que, en
vuestra historia genética, en vuestra intrahistoria, hay una saga de
madres, no abnegadas, sino inmensamente felices por serlo.
Esa noche que no debía haber tenido final alguno, que debió
de ser eterna, tuvo su amanecer, cargado de un testamento en vida
de confidencias, gratitudes, sorpresas, enigmas acabados, historias
que me hicieron entender quién era Ana, que, siendo madre, fue
vista a mis ojos por primera vez como mujer que amaba, deseaba,
sufría y decidía en cada momento vivir la vida desde su más honda
esencia. Sabía de sus debilidades, incluso fallos o defectos de ca-
rácter, de su inquina a la mentira, de su necesidad de ensalzar su
amor propio, y quizás de lo más importante, ella nunca permitió
que nadie ni nada le hicieran dejar de ser ella misma.
Aquella mañana de miércoles Santo, Ana rezó con Manuel
y sus hijos, llegó el sacerdote del hospital y le infundió el sa-
cramento de la unción de enfermos, lo hizo con una serenidad
pasmosa, es cierto, tenía miedo, pero no lo mostraba, miraba a

194
Manuel y le sonreía con ese gesto tan suyo que le hacía guiñar
los ojos, ya cansados a sus recién estrenados ochenta años. Se
marchó el sacerdote y todos permanecimos en un denso y opaco
silencio, pronto se la llevarían los celadores para comenzar la más
difícil batalla.
—Papá, llevas cinco largas horas sin comer, es tiempo y necesi-
dad que lo hagas, nos dijeron que sería larga y laboriosa.
—Sara, no puedo comer.
—¿Nos tomamos un zumo los dos? Ven conmigo, nos damos
un paseo y estiramos las piernas y la mente acongojada que nos
destroza.
El paseo por las distintas salas por las que Sara y Manuel tran-
sitaban era cada vez más cansado para Manuel, con su cuello
curvado por la artrosis cuya aguja sagaz pinza a cada poco tiempo
en forma de alarido doloroso y su paso lento por la falta de noti-
cias. Sus ojos rasados en lágrimas, de vez en cuando se clavaban en
los de Sara en busca de respuestas a su larga espera, a lo que Sara
correspondía con la mirada más compasiva de la que era capaz.
Y así, transcurrieron dos horas más, cuando de pronto se abrió
la puerta doble de quirófano y sendos cirujanos salieron con esa
llamada de «familiares de Ana». De pronto, el vacío en el estó-
mago que provoca que este y otros órganos internos se suban
a tu garganta dejaron sin respiración alguna a sus pulmones,
el corazón dejó de latir por unos segundos mientras su cerebro
entendió que tenía que estar lúcida para entender todo lo que a
su derecho le comunicases, así como lo que precisase preguntar.
Manuel no era capaz de emitir sonido alguno.
—Somos nosotros, disculpen, vamos para allá, mi padre tiene
que ir despacito.
—No se preocupen, pero, Manuel, ¿eres tú? No me puedo
creer que hayamos intervenido a Ana sin saber que era ella.
¡Dios Santo!

195
—Es normal —dijo Ana—, no los miráis a los ojos para
saber si somos A o B, operar mecánicamente deja de un lado
los lazos sentimentales que nos unen al alma de otra persona, lo
importante es que hagáis lo que está en vuestras manos para sal-
varnos del veneno del cáncer, sin importar quién es. Por favor,
necesitamos saber.
—La situación ha sido muy complicada, tu madre, Ana, tenía
más gravedad de sospechada por las pruebas médicas, hemos
entrado a quitar más en los pulmones de los deseado, amén de
haber sufrido un ataque al corazón, pero está estable, por ello,
la llevaran a los servicios intensivos de la UCI, donde recibirá
los mejores cuidados. De ahora en adelante y durante veinticua-
tro horas, será el anestesista y los intensivistas quienes os irán
informando.
—¿Hay esperanzas? —dijo Manuel con una voz empequeñe-
cida por la pena, casi inaudible, desafinada por la carraspera de
su seca garganta y por el espanto cuando no deseas oír lo que tu
intuición te marca.
—Manuel, dejemos evolucionar las próximas horas. No te
preocupes, todo irá bien.
—¿Podemos verla? Por favor.
—Adelante, solo dos personas, Manuel y tú, Sara. Aún
está sedada.
Manuel, estupefacto e impresionado, no la reconocía.
—Ana, Ana, mi querida y amadísima Ana…
Ni yo, su niña del alma, era capaz de mirarla fijamente. La
mezcla de «por qué te han tenido que dejar así» con «por favor,
lucha con todas tus fuerzas y gana la batalla», se atropellaban con
«escúchame, mamá, te amo con todo mi corazón, no me dejes
sola, ahora no».
Las enfermeras nos apartaron rápidamente porque las congoja
y lágrimas no eran de buena ayuda para el paciente cuya semin-

196
consciencia podía verse alterada. De tal forma, que en menos de
lo que canta un gallo un celador se abalanzó sobre su cama y se la
llevó sin cruzar más palabras con ella.
La sala de la UCI era un pasillo largo donde familiares de todo
tipo de enfermos, cruzábamos palabras de apoyo, así como de
ilusiones ficticias —porque duraban poco las buenas noticias—,
nos contábamos el asunto que había provocado que se encontra-
sen allí, pero qué más da si era por operación, accidente, infarto,
ictus… todos perdíamos poco a poco las fuerzas porque alguien a
quien amábamos con desesperación estaba atrapada en aquellos
box separados por biombos de color blanco sucio y metal.
En la primera visita, de dos en dos, en silencio, nos dieron las
indicaciones que debíamos seguir a rajatabla, de higiene, sonidos
y trato. Así entraron todos, Manuel permaneció dentro todo el
rato, hasta que entré. «Ese monstruo con los ojos semiabiertos
eres tú, mamá», pensé tragando saliva y cuestionándome si cosas
así tenían sentido en la vida. Una punzada en el pecho me hizo
volver de mi ensoñación, dejar la pesadilla de lado para acercar-
me a su cabecero. Le besé la frente y un trocito de antebrazo que
tenía libre de agujas y cables, pensaba con fervorosa creencia que
ella era capaz de oírme, porque mover sus bonitos labios era del
todo imposible con el tubo inmenso que recorría su garganta y su
tráquea de vértice a vértice.
No puede ser verdad que se encuentre consciente, no pueden
tener a una persona con la ansiedad y el conocimiento de notar
un tubo que no te permite mover tu cuello, hablar, salivar, comer,
besar… ¿Qué inhumana forma de curar es esta? Se agolpaban ga-
lopantes injusticias en cada pensamiento sucesivo o superpuesto,
no era capaz de digerir lo que esa panda de especialistas estaba
haciendo con ella. Los sentimientos se multiplicaban en mi barri-
guita y salían disparados como olla a presión por mis orejas, tenía
que culpar a alguien, obligatoria y obstinadamente tenía que

197
culpar a alguien por lo que yo consideraba judiadas sin ningún
tipo de justificación. Cuando llegué a casa a la espera de que el te-
léfono sonase por una urgencia o para hacer antesala de algo, fui
consciente de que el tiempo puede ser medido en su más extensa
longitud y sentido de su duración, pues las horas eran eternas, los
segundos tenían décimas de segundo infinitas, pero el tictac del
reloj y sus agujas hicieron que llegase la madrugada, para volver
a esperar hasta el mediodía, momento en el que se producía la
primera visita a hospital.
Así llegó el viernes 25 de marzo, Viernes Santo, tras ver a
Nuestro Padre Jesús Nazareno, tomar un café por mi cumplea-
ños, y bajar a la famosa unidad de UCI. Ya como avezados y ruti-
lantes alumnos de primera clase, hacíamos cumpliendo de todas
las indicaciones, lo debido para entrar a visitar a mamá. Pero esta
vez, mis ganas de ser reconocida por ella eran aún más penetran-
tes. Yo, su hija, cumplía años, y ella, mi madre, no podía perma-
necer cual bella durmiente haciendo tiempo que despertase de su
particular ensoñación inducida. Tenía que hacer lo imposible por
recuperarse, aprender a respirar sin ayuda de ningún artefacto
que resoplase aire a sus pulmones, y lo más importante, debía
hacerlo porque yo la necesitaba. ¿Amor o egoísmo? Qué más da,
cuando ambos conviven en el cuerpo, se citan, bailan, empujan o
nadan bajo la misma corriente. Es absurdo cuestionarnos qué es
lo que sentimos realmente, cuando lo que tenemos claro es que
despierte y respire de una vez.
—Mamá, soy yo, Sara, abre los ojitos, por favor.
Ana abrió los ojos con la mirada soñolienta.
—Mamá, ¿sabes qué día es hoy? Seguro que con tanta dormi-
dera no te has dado cuenta, pero es Viernes Santo y mi cumplea-
ños, te tengo apretada la manita, si me estás oyendo, aprieta un
poquitín los dedos. ¡Venga, valiente, hazlo!
Y Ana apretó suavemente mi mano e intentó abrir más los ojos.

198
—Ya están, mamá, ya sé que me oyes y sabes lo que te cuento.
Te vas a recuperar, es solo unos días, deben mantener el tubo
para que respires mejor, pero no te desesperes, pues estás en las
mejores manos y sé lo fuerte que eres, así que déjate llevar, todo
irá bien, te lo prometo.
Durante los diez cortos minutos que estuve con ella aproveché
para besarla por donde aquel enjambre de cables y vías me permi-
tían, no podía llorar, pero notaba cómo el cuello de la camisa cada
vez se humedecía más. El olor de su piel, su olor, el que adoraba
desde pequeña, se mezclaba con ese olor indescriptible pero fácil-
mente reconocible de alcohol, yodo, medicación, hospital. Pero
seguía siendo ella, mi querida y adorada madre.
Entró una enfermera, era tiempo de abandonar el box, el cubil
curandero de mi Ana. Al salir, el intensivista que se encontraba
de guardia nos hizo entrar en aquella sala fría para decirnos que
iban a intentar quitarle el odioso y salvador tubo. La emoción por
unos segundos embriagó nuestras vidas, había entonces esperan-
zas, aunque el pero que vino después fue un jarro de agua fría, lo
iban a intentar, lo cual no significaba que fuera con éxito. Debía-
mos regresar al hogar donde languidecían las horas para esperar,
esperar, esperar.
Llegaron las seis de la tarde y de nuevo hicimos nuestro parti-
cular vía crucis hasta su box, al entrar en lugar del enorme tubo
que rompía su bonito cuello, tenía un tubito pequeño que recor-
daba una pajita blanda como las que venden con azúcar coloreada
en las tiendas de chuches, su semblante más sereno nos indicaba
que la agonía del estado anterior había cesado, pero en verdad
estaba sedada, no sabíamos que un cuarto de hora antes le había
dado un ataque al corazón. Y es ahí donde duele de verdad el alma,
cuando ves que han de hacerle cualquier tipo de tratamiento para
anclarla en esta vida, que por lo que estábamos viendo, cada vez
le pertenecía menos.
Y llegó el instante, ese que nunca estás preparada para vivir.

199
—Sara, corre al box, mamá balbucea algo que no logramos
entender.
—Mamá, soy Sara, dime qué te pasa.
Ana miró hacia la ventana y levantó su barbilla, le cuestioné si
quería que la abriese, a lo que asintió con un gesto de desespera-
ción. Me dirigí a la ventana, disimulando hacer el gesto, porque la
ventana estaba abierta de par en par. Se ahogaba.
Sin mediar palabra, me fui al intensivista que allí en la puerta
observaba el escenario y le cuestioné:
—Por amor de Dios, mi madre se está ahogando, ayúdeme.
—Su madre está muriendo, no hay esperanza, lleva tres días
semiconsciente, sufriendo verdaderas judiadas para que le sal-
vemos una vida que sin esa máquina hace días que no existiría,
deben tomar una decisión y darle una muerte digna.
No, no era posible, mi madre estaba viva por ella, no era ese
tubo, mi madre tenía conocimiento, no era posible que supiese lo
que realmente le esperaba. «Noooooo», grité silenciosamente,
ahogada en un llanto que era incapaz de salir de mi cuerpo, pe-
trificada y muerta de miedo por no saber cómo decírselo a su
Manuel. ¿Qué tengo que hacer? ¿Es cristiano que le quiten las
máquinas? Es mi madre, ¿no lo entienden?
Salí mareada, me faltaba el aire, Manuel me miró con esos ojos
de derrota que no ven luz por ninguna parte, muy despacito me
lo llevé al viejo banco de la puerta del hospital, mis hermanos en
comitiva silenciosa esperaban que llegásemos al punto de poder
explicarles.
—Papá, mamá en verdad no está viviendo por sí misma, desde
el día de la operación la respiración inducida es lo que le ha man-
tenido el corazón a flote, pero si esa máquina se apaga volará de
nuestro nido.
—Sara… —El llanto y dolor de alma no le permitieron seguir.
—Papá, debemos ser fuertes ahora, tenemos que despedirla con
el alma libre, no podemos cobijarnos en su alma, pues debe ir junto

200
al Padre, tenemos que dejarla descansar, todo lo que están hacien-
do con ella es alargar una agonía consciente e inhumana. Papá, la
ventana estaba abierta de par en par y… —Me derrumbé, no podía
seguir, ya no había más explicaciones que dar, solo esperar.
Nos abrazamos los cuatro, nos apretamos los unos a otros y
en ese instante, nos llamaron. La escena se desdibuja en mis ojos,
pero es nítida en mi mente. Ana, peinadita y con los labios bri-
llantes por la vaselina que le habían puesto, la cama incorporada y
sus ojos serenos, llenos de vida. Nos acercamos a su cama, Manuel
junto a su cabecita, yo a la altura de su mano y mis hermanos
acariciando sus piernas. Solo dos minutos tuvimos para decirte
adiós, Ana, mi madre del alma, solo dos minutos para darte las
gracias por darnos ese amor tan inmenso e intenso que solo tú
sabías regalar. Dos minutos para pedirte perdón por todo lo que
te hubiésemos hecho, dos minutos para rogarte que no nos aban-
donases allí donde fueses, dos minutos para el resto de nuestras
vidas solo poder recordarte.
Se apagó su mirada y se fue para siempre.

A la gloria de Dios para mi querida esposa Ana.


Mi querida y amada Ana:

Como siempre expresarte mi amor, pues gracias a él hemos


disfrutado toda una vida, hasta que Él consideró que era la hora
exacta de llevarte a su lado. Pero debes saber, que mi amor hacia
ti aumenta día a día, sin límite, sin óbice alguno. Y ese amor me
llena a la par, de una fe intensa que me hace desear aún más amar
a Dios a través de ti.
Todos mis actos los realizo pensando en ti, reflexiono y
pienso en tu perfecto saber hacer y bajo tus criterios actúo so-
bremanera con nuestros hijos y nietos, ya conoces la diferencia
de caracteres que existe entre nosotros, pero procuro mirarlos
como lo hacías tú, tal y como me enseñaste cada día, poniéndote

201
en su piel y limando esquinas con ese amor de padre/madre que
me has obligado a adoptar desde tu partida.
Te pido que interfieras por cada uno de nuestros tres hijos, y
por nuestra Sara, ha sido capaz de recorrer el camino hasta escri-
bir el libro de su intrahistoria, en el que tú eres una de sus partes
más esenciales. Al escribir el libro sobre nuestra familia, de forma
novelada, me ha hecho recordar cada uno de los momentos más
importantes vividos contigo. A ella le ha hecho encontrar las res-
puestas sobre su ser más íntimo, a mí darme cuenta de que no te
amé lo suficiente porque este amor desde aquella primera carta
es lo más hermoso que pude vivir y vivo.
Desde aquel 31 de marzo siempre te hago el mismo petitum
«guíame en cada acto y decisión, pero hazlo hasta que llegue
junto a ti y mi alma vuelva a fundirse con la tuya, como tantas
veces lo hizo nuestro amor».
Como despedida recibe mi gran amor a través del amor que
profeso a Dios, pues Él en su omnipotencia te lo hará llegar.
Mi vida transcurre a tu lado de esa forma virtual, en la que
pensarte y adorarte es mi forma de respirar y alimentarme.
Te amo, mi querida y amadísima Ana, desde aquel primer
beso hasta esta última letra.
Siempre tuyo.
Manuel
No puedo seguir, me cuesta tanto aun después de casi tres
años, no puedo, mamá, no puedo recordarte en presencia, tengo
que hacerlo en la ausencia del espacio, sin tu voz, sin tu olor, sin
tu suave piel, sin el tacto de tu pelo, sin tu sonrisilla…, no puedo,
mamá, te echo tanto de menos, cada letra es una oración desga-
rrada porque te quiero, porque me haces tanta falta, porque vivo
y a veces muero cuando no puedo contarte qué me pasa, qué
siento … ¡Dios mío, te amo, mamá!
Sara, enero 2019.

202
Capítulo XXI
En busca de mi verdad

Ya sé por qué me cuestiono ahora desde mi realidad mi propia


esencia, porque mi persona es el resultado de más vidas que, antes
que la mía, ya cambiaron realidades.
Quizás no era coherente ver la causa de mi desarraigo en mí, sin
saber realmente a dónde pertenezco, pero ahora lo sé. Pertenezco
a esas historias contadas en capítulos anteriores, no son narrados
porque sí, es hora de desvelar por qué Ángela y Ana hacen que
yo me sienta como soy buscando la esencia de mi propia alma.
Por eso toca hablar de mí, Sara Almena de la Vega, de la saga de
los Almena y de la Vega, familias cuyo amor fue el camino que
eligieron en todas sus decisiones, además del pundonor y todos
los valores enraizados de la época.
Llegar a este punto, donde realizo el streap-tease más intenso
que pudiera imaginar en todos mis cuerpos vital, emocional,
mental…, agarrada a la barra de las memorias ancestrales, conto-
neándome al son de la melodía del amor, despojándome de cada
prenda sin aparente pudor, seduciendo, guiñando, velando, in-
trigando o descubriendo insolente esas partes tan íntimas que

203
todos compartimos y que tan pocos nos atrevemos a mostrar, no
ha sido fácil.
Hace unos meses, buscando documentos en la casa de mis
padres, descubrí una carpeta de esas descoloridas y con las gomas
pasadas, que se encontraba abandonada, quizás escondida, en el
fondo de un cajón. Me llamó poderosamente la atención y me
dispuse a echar un vistazo con la sensación sigilosa de estar ha-
ciendo algo prohibido. Cuando menos lo esperaba y en mitad
de la comisión de mi delito inconsciente, mi padre llegó al des-
pacho increpándome porque estaba abriéndola y revolviendo
sus papeles. Después de unos segundos en los que sus ojos se cla-
varon en mí como cuando era niña y me pillaba con las manos
en la masa, nos sentamos los dos muy juntitos en la mesa de su
despacho, me miró a los ojos y me abrazó y sentí su olor, ese
perfume inconfundible a papá, esa sensación de ser amada sin
parangón, que se siente cuando tu padre te cobija en su pecho.
No entendí su emoción hasta que vi el contenido de la vieja
carpeta, el continente era rancio y obsoleto, pero su interior era
fascinante. Fue como destapar la Caja de los Truenos. Cuando
comencé a leer la impresión fue muy compleja, me hizo necesi-
tar saber demasiadas cosas, entre ellas las vidas ajenas, sucesos
que nunca me hubiese cuestionado si no hubiera llegado a abrir
esa veterana carpeta. Ese era mi regalo, mi padre no encontraba
el momento para hacerme entrega de «mi tesoro», sabía que,
para mi persona, esa carpeta contenía las señales necesarias para
encontrarme y decidir mi destino. ¿En verdad averiguaría por
qué soy así? En ella estaban esas benditas cartas y documentos
que desde el comienzo erizaron mi piel y que me han hecho ave-
riguar hasta lo más profundo las vidas pasadas de Ángela y Ana
en la intensa búsqueda del motivo de sentir como siento la vida.
Y allí también estaba mi partida de nacimiento y las cartas que
desde niña escribí a Manuel y a Ana.

204
Nací un 25 de marzo de 1972, un sábado a las diez de la
mañana, en Madrid, con siete meses y una flojera que no me per-
mitía sacar la guerrera que había en mí, pero existía otra guerrera
aún más fuerte que yo, mi madre Ana que, con su amor e infati-
gable desvelo, hizo que saliera adelante, gota a gota de leche, sin
tiempo ni otra cosa que no fuera pleno amor.
Tras dos años, trasladaron a Manuel a Jaén, y es a partir de
ahí cuando tengo recuerdos. Mi infancia transcurrió durante los
fines de semana y fiestas de guardar en Bellavista de la Jara y entre
semana en Jaén. Acabo de recordar esos Domingos de Ramos en
el pueblo, cuando nos poníamos los mini ajuares que abuelas y
madres primorosas nos hacían, no siempre a su justa medida y
con material que a veces picaba lo suyo, ja, ja, ja. Esas braguitas de
croché, que cuando se iba la goma no sabías si eran de otra o las
tuyas propias, y esas calzas ajustadas a la pantorrilla, cuya elástica
se clavaba haciendo un estupendo tatuaje que escocía lo suyo y
aún te duraba al día siguiente.
Recuerdo, como si de ayer se tratase, esos mediodías con el sol
en lo alto que hacía relumbrar aún más la fogosidad de esa tierra
roja como la sangre, y que te atraía como la mayor tentación para
dejarte escurrir, a modo tobogán, por las laderas de sus montañas,
aunque los resultados para el vestido y la ropa interior fueran real-
mente nefastos y pruebas concluyentes del delito.
Mi niñez fue feliz, amada y protegida por mis padres, en esas
casas de mis abuelos, mágicas y oscuras, donde lo prohibido hacía
que mi afán detectivesco venciera los terrores infantiles. A los
ocho años subí por primera vez a las cámaras de casa del abuelo
Samuel, era víspera de Reyes y estaba malita con paperas nada más
y nada menos. Los adultos se fueron a comprar y me quedé en la
habitación que daba a un pequeño rellano del que salía la puerta
que abría el paraíso hacia lo desconocido. Me enfundé las zapa-
tillas me puse un rebecón y me dispuse a subir. Como es normal

205
estando sola y andando hacia lo desconocido el corazón iba a
dos mil palpitaciones, llegué y el frío me estremeció, pero lejos
de achicarme, la aventurera que llevaba dentro me hizo caminar
hacia un baúl que había junto a un ventanuco que recuerdo bajo,
casi desde el suelo y con una reja, lentamente puse mis manitas
en el cerrojo y lo desplacé, había polvo, lo abrí y allí estaban, los
zapatos de punta muy fina y tacón de unos cinco centímetros de
aguja, me enamoré nada más verlos —lo cual hoy en día no tiene
mérito, pues los zapatos son mi pasión—, pero aquellos zapatos
negros con dibujos gravados en su piel como la más perfecta ma-
rroquinería me hicieron pensar que yo era una de esas damas de
los años treinta, quizá una infiltrada en el lugar más peligroso y
prohibido del mundo. Me enfundé en ellos, pero el suelo sonaba
hueco y tuve el temor de ser descubierta, los miré y contemplé en
mis piececitos, era la primera vez que me calzaba en unos zapatos
de tacón… y de pronto:
—Sara, ¿dónde estás?
Ya me habían pillado, tenía que despertar de mi ensoñación,
mi madre me llamaba afanosa y me iban a encontrar con las
manos en la masa, tenía que dejar los zapatos en su justo lugar,
el baúl cerrado, bajar en cero coma…, irme por las habitaciones
de la izquierda al baño y sentarme en el gélido retrete…, ¡dicho y
hecho!, me puse manos a la obra y me callé como un fantasma,
bajé muy silenciosamente, cerré la puerta, pasé por las habitacio-
nes de la izquierda, mi plan estaba dando el resultado esperado,
abrí la puerta del último dormitorio, ¡qué gozo en mí! ¡Era una
fantástica estratega! Y cuando giré lentamente el pomo de la
puerta, allí estaba ella, mi madre, con sus brazos en jarra y cuestio-
nándome con ojos de madre cabreada, las mil preguntas de rigor:
«¿dónde estabas? ¿Por qué no contestabas? ¿Qué estabas hacien-
do?». Y, por supuesto la amenaza directa: «¡Como me mientas te
la cargas y te quedas sin Reyes!». Y no, no me quedé sin Reyes, me

206
echaron el «maletín de la señorita Pepi» con todos los potingues
y pinceles para maquillar que yo deseaba. ¡Qué caprichosa es la
vida! Casi cuarenta años acordándome de esos zapatos y es ahora,
al recordarlo con mi padre, cuando soy consciente que aquellos
tacones eran de mi abuela Ángela, es una tontería o quizás no,
porque esos zapatos me han acompañado en mis sueños y en mi
pensamiento desde ese instante.
Las noches de Reyes, dulces olores e ilusiones, ahora entiendo
por qué mis padres siempre lo hicieron mágico, la rutina impe-
cable de limpiar los zapatos, ponerlos en el largo pasillo junto a los
dormitorios. El olor del roscón que toda la vida amasó mi madre
con su haba y su sorpresa incluida —la moneda que, desde que
mi hija tuvo conocimiento, no hubo Reyes que no le tocase—, la
tradición de no poder comerlo hasta que la cabalgata pasaba por
delante de casa, salivando en el ascensor sabedora del trozo con
chocolate que me esperaba junto al belén que mi madre amorosa-
mente ponía en el puente de la Inmaculada Concepción.
Noche de Reyes, intemporal, generaciones de niños y adultos
con esa sensación indescriptible de miedo infante, expectativa e
incertidumbre por lo que esa noche previa pudiera acontecer. La
sorpresa de amanecer antes de lo debido para encontrar los zapatos
con los juguetes añorados, los caramelos y, en alguna ocasión, el
carbón dulce por no haber sido todo lo buena que debiese.
Pero no todo en mi infancia fue felicidad, pronto descubrí
cómo el dolor hacía que mi madre dejara de ser ella. Ana nunca
sintió que tuviera un defecto físico, ella siempre hizo que su pie no
fuera un problema, hasta que cumplí los ocho años —1980 fue un
año especial en mi infancia—. Mi madre cojeaba y le dolía cada vez
más, los calambres y pinchazos la dejaban a penas sin respiración,
le hacían plantillas especiales y los zapatos siempre de ortopedia.
Un día mis padres se marcharon a Córdoba, antes de su
marcha estaban nerviosos, mi madre me daba órdenes sin ton ni

207
son, mi padre le metía prisa y le decía que llegarían tarde, pero a
dónde. Yo acababa de salir del colegio y ella se pintaba y peinaba
en el baño, yo sentadita en la taza del váter la miraba calladita para
no estorbar, siempre me embelesaba ver el ritual de su maquillaje,
leve y delicado, pero que la hacía cada vez más bella, como hacía
ese gestito con la barra de labios cuando terminaba de pasarse esa
mezcla de sus dos barras preferidas.
Ella me miró a través del espejo y me regaló una de sus sonri-
sillas, de esas que te dicen, «¡está todo bien, no pasa nada!». Me
levanté y la abracé por detrás, ella se giró y me besó en el pelo, esos
besos que traen el olor de mamá y su perfecta calidez, esa calma
que solo da una madre que protege como una gallina clueca a
su pollito.
El viaje a Córdoba cambiaría nuestras vidas, un maravilloso
cirujano experto en polio que operaba en el hospital de la Cruz
Roja los iba a recibir, a hacerle las pruebas pertinentes y determi-
nar si la falta de mamá tenía posibilidad de ser curada o quizás
debía admitir que terminaría en una silla de ruedas.
—Ana, ¿cómo se encuentra? Espero y deseo que no esté ner-
viosa. Tengo que darle una noticia.
—Don Miguel, sin rodeos, ya me han dicho en innumerables
ocasiones que no tengo solución, que los embarazos y el paso de
los años han hecho que mi pie cada vez esté más volcado. Estoy
preparada.
—Ana, después de las pruebas y exploración practicadas, yo
me atrevo a operarla, no puedo asegurar el resultado, de hecho,
puede ser que termine antes de tiempo en una silla de ruedas si
saliera mal, pero veo que tiene buena musculación y circulación.
Le voy a deshacer completamente el pie, le voy a meter un clavo
desde el talón y voy a hacer un puzle con sus huesos, músculos…
—Don Miguel, espere. ¿Está seguro de que hay posibilidad
de mejora?

208
—Sí, Ana, pero será muy largo y doloroso.
—Don Miguel, ¿cuándo me opera?
En una semana se hizo el milagro, dicho y hecho, en el mes
de octubre don Miguel la operó, cerca de ocho horas en el qui-
rófano, tres meses postrada en una cama, un año sin apoyar y …
¡gracias, Dios mío, por no entrar jamás una silla de ruedas en casa!
Pero lo que cuento en pocas líneas cambió mi percepción de
ella, una semana antes se maquillaba en el baño azul y ahora no
podía moverse, los dolores eran tan fuertes que a veces no podía
ni acercarme, dejó de ir al colegio a por mí, dejó de hacer sus amo-
rosas comidas, dejó de ser ella. Ahora, con el paso de los años,
soy consciente de que fue cuando comencé a sentirme culpable
por no ser la perfección para ella, quería ser mayor, ayudarla, ser
su soporte, pero no dejaba de ser una niña que en el fondo es-
torbaba, cuando quería ser esa nena parlanchina y contarle mis
aventuras y desventuras del colegio, tía Irene me decía que saliera,
que no debía molestar, entonces me metía en mi habitación,
cerraba la puerta y pedía a Dios que por favor la curase y me de-
volviese a mi mamá.
Cuando le quitaron la escayola y comenzó a andar subimos al
Parador, me encantan esas fotos, porque ese día comencé a sentir
que había recuperado a mi mami, y que quizás se cumpliera mi
deseo de verla caminar con unos zapatos de tacón.
Recordar mi infancia también me lleva al primer amor. Viene
a mi cabeza una evocación, cuando sentadas en la cocina, una
tarde de confesiones, habiendo nacido mi pequeña y refiriéndo-
nos a ella cuando creciese, me contó su secreto cuando descubrió
su primer amor —a tus años aún se te iluminaron los ojos recor-
dando esa primera vez, me sonrío, porque aún te daba coraje de
tu respuesta inoportuna, pero no lo era, tu mente te decía que no
podías admitir ser admirada por una persona del sexo contrario,
aunque tu corazón hubiese deseado no parar esa mirada—. Re-

209
miniscencias de una educación severa, en la que quererse a uno
mismo y despertar al amor eran casi más que ser una pecadora
narcisista.
Era imposible que tú, Ana, pudieras sentirte bien contigo
misma, cuando el solo hecho de mirar era poco más que blas-
femar. Y es ahora a mis cuarenta y cinco años cuando más que
nunca te comprendo en lo más profundo de mi ser, y sé que mi
hija no puede pasar por donde Fátima, tú, e incluso yo pasé. Es
tiempo de potenciar los sentimientos desde la necesidad de ser
uno mismo, y desde la grandeza de entender que el amor bien
entendido, comenzando por uno mismo, es mucho más que
la propia vida, porque es el camino que cimentará pasiones y
amores futuros.
Y es por todo lo anterior que ya no me cuestiono por qué
cuando alguien nos gusta lo negamos, mi despertar al amor
también fue así, yo también sentí esas sensaciones por primera
vez, fue en Bellavista de la Jara, tenía doce años, fue en verano
—casi todas esas primeras sensaciones ocurren en primavera o
verano—, fui a jugar al jardín de la Ermita, había un chico, Mario,
primo de una de mis amigas, jugamos a «policías y ladrones» y
cuando me encontró y me miró a los ojos, el tiempo y el espacio
dejaron de ser tal cual, floté como una tonta, comencé a notar
cómo un calor asfixiante me recorría el pecho y la espalda, me di
cuenta que no le miraba igual que antes, ya no pasó desapercibi-
do y reaccioné rara ante una sensación desconocida, pero rápi-
damente me transporté a ese lugar de arrojo y orgullo que hace
que actúes a la defensiva, con desdén, como si no nos importase
lo extraño que estamos percibiendo, pero por dentro estamos de-
rretidas, inquietas, expectantes y deseando que nos sigan mirando
o hablando. Sin embargo, como dice la canción, nos ponemos
«orgullosas y altaneras», eso sí, abanicando las pestañas en per-
fecta sintonía con los latidos de nuestro corazón.

210
Y es justo ahora, cuando mi pequeña a sus trece años está des-
cubriendo que el corazón se acelera cuando de pronto un chico,
quizás no el más guapo, le observa o le sonríe, tres generaciones
de mujeres y un mismo sentir, el primer amor o, mejor dicho, el
despertar al amor.
Y de nuevo el amor vuelve a demostrarme que no sé todo sobre
él, que me descoloca sobremanera pensar que mi hija, mi muñeca,
pueda sentir eso que llaman «el primer amor», y te dices: «no
puede ser, aún juegas con tus cosas en tu habitación, cómo puede
ser que ahora estés como tonta flotando enamorada», pero es así
y debo aceptarlo y … debo y quiero ser feliz porque crezca y lo
haga de forma radiante y sana.
Y ahora, a mis años, con todo lo que conlleva, me quedo con el
amor y todos sus matices desde el comienzo hasta el final.
Muchísimas veces durante mi adolescencia escuché la frase «a
las mariposas se les queman las alas cuando se las toca», cuando
me lo decía mi padre o mi madre, me daba coraje, me ponía a la
defensiva como una panterita, porque en el fondo, como todo el
mundo, deseaba y, de alguna manera, necesitaba, gustar. Ya no
solo a la contraparte, el chico que me gustase, sino también a mis
mayores, a mis amigas, a mis profesores. Llegó un momento que
vivía más para lo que los demás deseaban de mí que para mí. En
ese estado de dependencia fue cuando comencé a escribir sin ton
ni son «yo soy así», y no conocía el motivo en virtud del cual,
cuando me dejaba llevar por dicha frase, me sentía mucho mejor,
pero es cierto que esa afirmación me hacía verme con otros ojos
y no como dependiente. De cualquier manera, hoy estoy descu-
briendo porque soy así, y muy al contrario de entonces, no busco
agradar porque precise o tenga la necesidad de sentirlo, ahora
hago las cosas con el sentimiento profundo de hacerlas, porque
creo en mí, y la verdad, tengan el resultado que tengan, eso me
hace sentir «cojonudamente». Pero ha sido difícil de corregir

211
ese sentimiento empoderado en mi subconsciente, pues cada
vez que pensaba en algo que me hiciese feliz venía acompañado
del sentimiento de culpa por el egoísmo aparejado, querer algo
para mí o valorarme suponía egocentrismo y vanagloria. ¡Qué
poquito nos ha dejado valorarnos y qué necesario es! Pero doy
gracias una y mil veces a mis padres y a mis abuelos, porque sus
valores tenían también, como todo en la vida, muchas cosas po-
sitivas, y la mezcla de lo arraigado con lo aceptado y positivizado,
hacen que hoy mi vida sea muy diferente, el camino no es fácil,
pero la recompensa será increíble.
Imaginar a voz de pronto cómo serían enamorados nuestros
padres es algo que nos supera, igual que conjeturar cómo serían sus
relaciones íntimas, es aquello tan inimaginable que todos en alguna
ocasión hemos dicho, «a mí me trajo la cigüeña», y es así, nuestros
padres lo son porque sí, y punto, pararse a pensar en otras cosas no
es viable, es sacarles del enfoque de padres. Pero, lo cierto es que
nuestros padres en algún momento de su vida fueron adolescen-
tes, jóvenes llenos de vida e ilusiones, pasionales y con la locura del
momento, siempre dentro de los límites permitidos.
Entonces, ¿cómo me verá mi hija? ¡Uy, terreno escabroso! Re-
cuerdo el instante en que deje de ver a mis padres como dioses del
Olimpo, para pasar a ser, simplemente, mis padres, esos dos seres
que me hacían sentir ridícula ante las reuniones familiares, bien
por hacerme más infantil de lo que era, o bien porque contaban
alguna anécdota en la que yo salía poco favorecida. Ser adoles-
cente es a veces insoportable, pues te sientes capaz, madura, una
mujer, y tus padres te recuerdan a cada instante que no lo eres,
porque aún no recoges ni ordenas tu habitación como debías,
porque no puedes salir, porque el teléfono no se pagaba solo y
era para urgencias, «¿qué has de contarle a tu amiga si acabáis de
separaros?»…, pero a la vez, en la adolescencia se siente el primer
cosquilleo en la barriga, el primer sentimiento de atracción, las

212
primeras peleas verdaderas con amigas y la primera necesidad
consciente de gustar a los demás. Mil veces gracias a mis padres,
por haber sido unos malos padres en la adolescencia, porque no
significaba otra cosa que amarme con locura.
En mi vida también hubo mentiras, propias y ajenas, pero
todos mentimos y, me pregunto: ¿He medido alguna vez las con-
secuencias de una mentira? ¿Las mides tú?
Leí un artículo de National Geographic, del 24 de mayo de
2017, sobre la mentira. En él se establecía como causas: el escon-
der un hecho, un beneficio económico, un beneficio personal, la
evasión, la falsa aceptación… Goleman en su libro El punto ciego,
sobre la psicología del autoengaño, dice:
…la mente puede protegerse de la ansiedad disminuyendo la
conciencia. Se crea un punto ciego, una zona en que somos pro-
clives a bloquear nuestra atención y autoengañarnos.
Recuerdo el primer instante en que me sentí su cómplice,
cuando yo tenía unos veintitrés años, estábamos delante de la
Virgen Santísima, al darse la vuelta mi madre, ahí estaba Juan
Antonio, su enamorado de juventud, como una estatua, mi-
rándola fijamente, adorándola sin decir nada. El saludo fue cortés,
pero se notaba en el ambiente que ahí sucedía algo, me miró y
atinó a saludar a mi madre con un «tu hija es tan bella como tú,
pero se parece más a su padre, podría ser nuestra hija».
«Trágame, tierra —pensé en ese momento—. ¿Y este pánfilo
quién es, cómo se atreve? Le voy a soltar un y a ti qué te importa».
Pero no me dio tiempo. Mi madre, con una de esas sonrisas tiernas
y dulces que iluminaban la habitación donde se encontrase, res-
pondió por mí:
—Me alegro mucho de verte. Espero que tu familia y tú os
encontréis muy bien, así como que hayas podido perdonarme.
El nudo que se nos puso a los tres hizo que un silencio dulce
acabase la conversación. Juan Antonio dio un beso a mi madre

213
en la mejilla al que le siguió un suspiro, inhalando su perfume y
llenándose del recuerdo que esas sensaciones le produjeron. Mi
madre, sin embargo, sintió en cierto modo la alegría de ver que se
encontraba bien y que había sido perdonada; por último, la que
suscribe, descolocada e inmersa en un único pensamiento —mi
madre había sido amada por otra persona, mi madre había hecho
daño con su decisión, mi madre era una mujer, no era solamente
mi madre.
Amo ese recuerdo, ese instante, ella era deseada, era admirada,
incluso en cierto modo era ese amor imposible de Juan Antonio,
su vergüenza sostenida, sus ganas de minimizar lo sucedido, su
empeño por olvidarlo, me hicieron verla como hembra que de-
fiende su decisión, aunque con la misma hubiera hecho daño.
El guiño que me hizo al decirme Juan Antonio que podía ser
su hija, me sacudió en la mente, pensar que mi madre pudiera
ser su esposa y yo su hija, haber tenido una vida completamente
diferente, un padre distinto, unos hermanos distintos, una casa
en otro lugar… Un huracán de pensamientos se liaba como una
madeja, pero lo más insólito de todo era que no me sentía mal,
no culpaba a mi madre, simplemente me dejaba llevar por la pers-
pectiva de ser la consecuencia de haber tomado mi madre otra
decisión.
Nuestras decisiones hacen consecuencia directa de nuestro
futuro, tomar un camino u otro, hacer que la vida te corresponda
con sermones constantes hasta que tomes el camino correcto, ser
consciente de que la mentira emborrona el futuro y de que, el que
sigue el camino del corazón, no se equivoca nunca. Como decía
Aute: «Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio».
La mentira vino después, cuando mi madre mirando al suelo
me pidió que esa conversación quedase ahí, que no fuera contada.
Pero al final y como era de esperar, ella misma confesó el encuen-
tro a Manuel, y su respuesta fue la esperada:

214
—Pero este qué se cree, mira, Ana, que no me gusta un pelo
que ese te hable.
Cuando pienso en aquellos años de infancia y juventud, no
tan lejanos en mi mente, pero sí en años, mi cabeza trae a cola-
ción el primer desamor, tal como les ocurrió a Ángela y Ana, pero
ellas terminaron casándose con ellos, en mi caso fue bien distinto.
Me enamoré de sus ojos, su estatura, sus sonrisas, sus bromas, ¡a
mis ojos, el príncipe azul! Pero el azulete duró poco, su afán de
conquistar otros puertos hizo que el viento lo borrase de mi vera
en menos que canta un gallo. Y fue así cómo intenté olvidar por
primera vez ese amor con otro amor, cosa que rara vez funciona,
por lo menos para mí. Seguía anhelando a la persona que real-
mente quería; odiaba su actitud y hasta sus recuerdos; cambié
mi peinado y hasta me compré ropa nueva —antes muerta que
sencilla—; busqué un nuevo perfume —por aquel entonces Don
Algodón— y me repetía mil veces «ya estás olvidado», pero me
moría por dentro y, si se hubiese puesto a mi alcance, le hubiera
dado un discurso de los que hacen época, haciéndome valer y de-
mostrándole todo lo que había perdido, como la vaquilla brava
que siempre se arrancaba en mi interior, desdeñada y despechada,
pero me callé y seguí buscando en la mora verde similitudes in-
conscientes para silenciar los chillidos del corazón roto.
Se acabó, ya no debía callar más, era dueña de mi vida, entre
comillas, podía decidir. La eterna Penélope se sacudía la melena y
se enfundaba en sus vaqueros. El primer cambio que sentí fue mi
necesidad de decir lo que abiertamente pensaba, no tenía por qué
callar mis sentimientos, podía decir si quería o no quería. Fue a
finales de los noventa, las mujeres de mi entorno comenzamos a
declarar nuestros pensamientos y sentimientos libremente, mani-
festamos deseos sin que existiera un juicio abierto —si existía nos
daba igual— y eso fue maravilloso, pues las féminas en general
fuimos conscientes , y cada vez más; de que podíamos expresar

215
qué sentíamos, anhelábamos o queríamos, pero como todo tiene
su haz y envés, también se ha ido perdiendo en el camino ese ro-
manticismo en el que el hombre se buscaba las mañas para hacer
las delicias del corazón de su amada, porque decidimos ser noso-
tras las que dábamos el paso sin esperar ni un minuto más.
Sí, ahora yo echo en falta ese cortejo después de la libera-
ción de expresar lo que a una se le antojase, deseo ese no saber
qué va a ocurrir después de la primera llamada, la primera cita,
WhatsApp…, si él me llamara, si me pidiera que le regale mi
voz, si me concederá una tarde paseando en la que pueda saltar
charcos como una niña y mojarme con un aspersor en mitad del
césped del parque, si pensará que estoy loca por cantar a gritos
en el coche Morir de amor, o si decidirá sorprenderme con una
comida servida con una rosa blanca aderezada de palabras que se
juntan para expresar tanto y esperar a escuchar de sus labios algo
así como «no existe otra que no seas tú»…
Esto me recuerda una de mis películas favoritas, El amor tiene
dos caras, de 1996. Sí, me gusta esa parte en la que Rose les dice
a sus alumnos: «Cuando nos enamoramos oímos a Puccini en
nuestro corazón», no sabemos cómo acontecerá ni lo que durará,
pero sienta ¡de puta madre!
Es verdad, soy romántica. Primera lección aprendida de mi
historia generacional, tengo que serlo habiendo tenido a un
abuelo que vivió sus sentimientos con esa intensidad. Lo mejor
de este mi primer paso, es que ni me avergüenzo ni lo taparé el
resto de mis días.
Soy romántica y lo quiero todo, todo, todo…

216
Capítulo XXII
Dar pasos de gigante

Llegó el año 2000, en el que casi se acaba el mundo. Había termi-


nado la época universitaria, estaba trabajando y mi yo más pro-
fundo me gritaba que tenía que cambiar cosas.
El cambio fue la necesidad de independencia. Aquí sí que he
de decir que me costó bordar la red de mi ingenio para que no
fuese cínicamente expresado un «ya estoy harta, me voy de casa,
me independizo». En aquel momento, como hija de una familia
conservadora, era imposible emanciparse en la misma ciudad
donde vivías, salvo que te casaras, y esto no iba a producirse, pues
ni estaba preparada para ello ni lo deseaba. Como Internet ya
formaba parte de la existencia, comencé a echar currículums por
las plataformas que en aquel momento existían, y bingo, tocó en
Toledo, como pudo haber sido en cualquier otro lugar de España.
Ese fue el gran paso de gigante de mi existencia.
—Mamá, voy a hacer una entrevista en Toledo.
—¿Cómo?
—Pues lo que oyes, que me voy a Toledo a hacer una entre-
vista de trabajo.

217
—Sara, ¿estás convencida de dar el paso de marcharte?
—Mamá, siento que debo hacerlo, es el momento de comen-
zar a ser adulta, de esforzarme por mi futuro, de sacar la mujer
que hay en mí. No voy a esperar más tiempo, llegó la hora.
Y me vi en Toledo, 26 de marzo de 2001, borracha de ilusiones
y con el corazón henchido de vida. Mi apartamento, mi coche,
mi pequeño pecunio —pero suficiente para vivir— y mis ganas,
esas que me han acompañado cada día de mi vida desde que soy
consciente de que la tengo.
—Nerviosa, ¡verdad! —dijo Elena con una de sus bonitas y
acogedoras sonrisas.
—Más que nerviosa, expectante.
—Tu primera salida en Toledo, amiga mía, verás qué distinto
lo ves todo, no terminas de hallarte.
—Está siendo todo muy distinto para mí, pensé que sería
menos complicado, incluso que el hacerme la comida lo llevaría
de calle. —Rieron.
—¿Te has peleado ya con las sartenes y con la válvula de la olla?
Todos los pisos alquilados tienen la olla más vieja y rara de usar.
—Calla, calla, que puse mis primeras lentejas y amén de estar
duras como ripios, se me quemaron. El olor llegó a la garita de
la entrada de las Cortes de Toledo, cuando bajé a coger el coche
para venir, me ha soltado el vigilante un «no eres muy buena co-
cinera» —tocándose la punta de la nariz—, me daban ganas de
soltarle un «te he contado yo que me he comprado una braga
faja, pues eso, qué te importa a ti lo que yo cocine y cómo», pero
en lugar de eso, le he sonreído como si sus palabras fueran un
piropo graciosísimo.
—No tienes perdón, pero seguro que te vio en los ojos un
«qué listillo».
—Entramos en ese pub, ¿vale? Está el coche de un chico que
me gusta, seguramente se encuentre dentro con sus amigos.

218
—Como tú digas, soy fácil hoy. —Rieron.
Entramos cual divas, destilando esa fragancia feromonal de
la juventud exultante, vestidas con vaqueros, enfundadas en
botines de tacones infinitos, chaquetas al gusto, camisas cuyo
botón debía haber sido un pelín más alto, pero que se encontraba
en el lugar exacto para casi dejar ver el sugerente pedacito de ropa
interior y por descontado, las sendas melenas rubia y morena que
hacían que un movimiento de cabellera tuviera su instante de
protagonismo.
Nos sentamos en la esquina del final, y dicho y hecho, en cero
coma… aparecieron de la nada cuatro estupendos mozos que,
ataviados de casi uniforme con vaqueros y camisa azul clarita,
se acercaron con sus hoyuelos y las mejores de sus sonrisas. Si-
guieron los «estoy encantado de conocerte», «ah, eres andaluza,
tienes que saber contar buenos chistes» —a lo cual mi gesto inte-
rior de vomito se multiplicaba, porque ser andaluza no garantiza
ni ser graciosa, ni contar chistes, ni bailar, ni saber cantar, aunque
todo eso yo sea capaz de hacerlo y pueda calificarme de made in
Andalucía.
El rato se sucedió entre risas contenidas —para no parecer ex-
cesivamente asequibles— y botellas de Heineken que se choca-
ban para brindar por la hermosa amistad naciente.
De pronto, alguien llegó por mi espalda, sin conocerme se
tomó la confianza de ponerme una gorra de la Caja Rural, nada
glamurosa y que escondía mi fabuloso melenón. Me volví arre-
batadoramente cabreada, con la sonrisa más falsa del mundo y
entoné un «gracias, pero ni hace sol, ni me gustan las gorras, ni
te lo he pedido y por supuesto, tampoco te conozco». Su gesto
serio, agudizado por su tez morena y la profundidad de su mirada
vestida de unos ojos casi negros, me dejaron cortada. La vergüen-
za que me invadió por su complexión y compostura me hicie-
ron pensar que no había sido él, por lo que entonces me dije:

219
«trágame tierra, me he pasado tres pueblos»; cómo me vería que
comenzó a reírse a carcajadas disculpándose y lanzándose cual
cóndor a por sus correspondientes dos besos.
Así fue, solo una mirada profunda hizo que me cayera como
una patada en la mismísima barriga. Su arrogancia, su soy de
Toledo y tú casi de África, provocó un rechazo inmediato. Pero
la noche quiso que su mirada profunda y sus silencios fueran
calando hasta el amanecer.
Al día siguiente, todo parecía distinto, hasta la luz del aparta-
mento pareciese brillar más, con la cabeza aturdida por las cerve-
zas y alguna copa tomada de más, desmelenada, en ropa interior
y camiseta, me desplazaba descalza por el apartamento sin rumbo
fijo. Un bostezo, un qué hice ayer, un quién es ese David…
La mañana pasó sin pena ni gloria, una ducha para comenzar
a reconocerme en el espejo, ni me había dado tiempo a desma-
quillarme y la osita panda que había en mi cara desdibujaba mis
rasgos. Por descontado no se me ocurrió cocinar con aquella
olla ponzoñosa que convertía mis futuros manjares en carbón,
una ensaladita y de lujo. Cuando a las cinco de la tarde sonó
mi móvil.
—Hola.
—Hola, ¿quién eres?
—Soy David.
—Perdona, ¿qué David?
—Al que llamaste arrogante y estirado unas cuantas
veces anoche.
—Discúlpame, pero es que lo eres —pronuncié entre risas.
—Y tú un poco descarada, pero preciosa.
—¡Vaya, si el señor sabe decir un piropo! Eres un zalamero.
—Solo llamé para darte mi teléfono.
—Bueno, pues ya lo tengo, algo más.
—Sí, que, si me necesitas algún día, lo utilices.

220
—Si te necesito, llamaré a los bomberos o la policía porque
algo urgente me habrá pasado, más bien si me apetece, te silbaré.
—Eres un caso, andaluza. Pues entonces sílbame.
Era sábado, al colgar me di cuenta de que podíamos haber
quedado a tomar algo, pero acto seguido deseché ese pensamiento,
al fin y al cabo, era un desconocido y un engreído.
Los días en la primavera toledana me parecían un cuento,
donde yo, la princesa, traspasaba los umbrales de sus puentes para
introducirme, acto seguido, como la hija de un comerciante judío
en sus estrechas calles, o aparecer en Santo Tomé como mujer
árabe perseguida buscando los cobertizos para salir de aquellos
entresijos. Cualquier rincón me enamoraba, cualquier detalle me
ensimismaba durante horas. No necesitaba de nadie ni a nadie,
solo dejarme embrujar por la Ciudad Imperial. En una de esas
tardes, ensimismada en mi paseo, sonó el móvil.
—No me has silbado.
—No tuve situación de necesidad, tampoco de deseo.
—¿No deseaste compañía?
—No, la tengo.
—Perdona, no quise molestarte.
—No, bobo, me refería a que con mi propia compañía a veces
tengo suficiente. No quise ofenderte, ¿qué tal tu vida?
—Bien, trabajando y pensando en ti. ¿Quieres una caña?
—Hecho, estoy en la Plaza de la Catedral.
—Dame un cuarto de hora y te veo en la plazuela del lateral
del ayuntamiento.
—Genial, hasta ahora.
Llegó en su cuarto de hora, ni un minuto más ni un minuto
menos, nos sentamos en una terraza y nos dieron las diez, y las
once, y las una. Hasta que decidimos que era hora de irnos a des-
cansar, no sin antes acompañarme a mi apartamento, instante
en el que las mariposas comenzaron a revolotear en mi vientre,

221
estando expectantes por la llegada, de quizá un primer beso, pero
el toledano me dejó con las ganas.
Durante un largo mes de idas y venidas por mi trabajo, de
domiciliaciones, cambio de cuentas bancarias, de interminables
conversaciones con mi madre contándole cada paso que daba para
su tranquilidad, y madrugadas que llegaban sin darme cuenta
mensajeando con él, advertí que nos habíamos visto casi todos
los días, llamado, comido juntos, hecho excursiones, visitado los
montes de Toledo, Gredos, Madrid… pero no hubo ni un beso, ni
una caricia, solo palabras que cada vez me iban enganchando más
y más a ese hombre arrogante. Y como siempre yo, sin pensarlo
dos veces, le invité a cenar en mi apartamento.
Como hicieron antes de mí, mis mujeres anteriores, cumplí
con el rito del maquillaje, la elección de atuendo, zapatos, peinado
y, por supuesto, previamente la elección de la cena, pues a un
hombre se le conquista por la boca —antes por lo menos, porque
ahora son ellos quienes nos conquistan con sus reducciones de
cebolla—. Como siempre puntual llegó a las nueve de la noche.
Esta vez no deseaba que fuese un encuentro más, debía saber
qué quería de mí. O al menos, que me diese pistas sobre sus actos.
Me gustaba, claro que sí, me hacía pensarle en momentos insos-
pechados del día, le buscaba en el móvil por si fugaz se le había
escapado un mensaje, cuando no los había, el enfado invadía mi
cabeza, cuando los encontraba, el corazón se ponía a mil. Pero aún
era capaz de dominar esos sentimientos, no podía dejar por un
instante más que la incertidumbre sobre sus pasiones me hiciera
tambalear. ¡Oh no, eso sí que no! Una vida nueva no podía tor-
cerse, porque él no me indicase el camino que deseaba tomar en
cada uno de los encuentros venideros.
Puse a Sabina, sabía que le gustaría y abrí una botella de
Dehesa del Carrizal, le encantaba ese vino, lo dejé oxigenar. Y abrí
la puerta.

222
—Hola, David —saludé adelantándome para darle un beso
en la mejilla.
—Hola, Sara, he traído vino, pero veo que ya has abierto
una botella.
—Sí, no sabía si ibas a estirarte con algún presente, y como
dicen en mi tierra «llamar con los pies».
—Tú y tus cosas, ¿puedo pasar?
—Hazlo, estás en mi casa —dije con ojos ganadores y pícaros.
David depositó la botella en la encimera de la cocina ameri-
cana del apartamento, se acercó despacio a la mesa y observó el
contenido de los platos, su boca hacía agua, ellos contenían las
cosas que le gustan y hechas por mí.
Le observé desde la cocina y le pille infraganti cogiendo unas
almendras que previamente había frito en mi estupendo y mara-
villoso aceite de Sierra Mágina. Con risas, le increpé que era de
mala educación comenzar sin mí, se hizo el vergonzoso y con un
gestito uniendo sus morenas manos me pidió perdón, pues su
boca contenía unas cuantas almendras.
Nos sentamos, haciendo las veces de anfitriona serví el vino
y le di carta blanca para que comenzase por donde quisiera. La
cena era fría, pero sabía que la tortilla de patatas casera, el paté de
perdiz que había hecho con mi madre, la ensalada de frutos rojos
y las tiras de berenjena con miel de caña, amén del buen jamón y
queso le iban a gustar. No quise que conllevase un protocolo, así
que a picar.
—¿Te gusta?
—Me gusta todo, como si me conocieses.
—Bueno, un poco sí, he observado lo que pides cuando
salimos y la verdad, eres muy previsible.
—A veces no.
—Hasta ahora, sí.
—No era momento de que lo comprobases.

223
—¿Hoy sí?
—¿Hoy qué?
—¿Vas a ser imprevisible?
—No me lo he planteado.
—Entonces ya sé de antemano que acertaré en todas tus
reacciones.
—Puede que no.
—Te propongo un juego.
—Cuál.
—Respuestas de sí o no a lo que nos preguntemos, así de fácil.
Pero hay que mojarse y ser sinceros.
—Venga, dispara.
—¿Quieres algo de mí?
—Sí.
—¿Como amiga o como mujer?
—Lo has clavado Sara, seguro que lo tenías preparado, pero
esa pregunta que te ha delatado no es de sí o no.
—Es cierto, rectifico, ¿quieres algo de mí como mujer?
—Sí.
—¿Deseas besarme?
—Sí.
—¿Lo quieres hacer?
—Sí.
—Pues hazlo —dijo mirándole fijamente a los ojos con toda
su intensidad.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tego compromisos que no me lo permiten —aseveró con
voz grave y mirando a la mesa.
—Creo que esta cena ha terminado, David, así como esta con-
versación, nuestras citas, llamadas de teléfono e ilusiones. No en-
tiendo la amistad entre hombre y mujer cuando existe atracción,

224
tensión sexual, admiración y ganas de estar juntos, y como eso
es lo que me has provocado, no quiero tu amistad. Ha sido un
placer conocerte, es hora de cerrar esta historia.
David se levantó serio, dejó la servilleta lentamente en la mesa
como si estuviese pensando qué contestar, me miró y con pasos
meditabundos se dirigió a la puerta, abrió y volvió a mirarme con
sus ojos profundos.
—Sara, me gustas, no pienses que me he reído de ti.
—Vete, David, no puedo decir que has sido un cabrona-
zo conmigo, porque en todo momento me has respetado, pero
estarás conmigo en que, si tantos compromisos tienes, no debie-
ras haberte acercado a mí, es mejor así.
—Lo siento.
Cerró la puerta y se marchó, el vacío que me invadió en ese
instante me hizo darme cuenta de lo mucho que me gustaba, de
lo hondo que se había calado en mí, me sentí una estúpida, una
imbécil, cómo podía haber estado tan ciega, no me besaba ni me
tocaba porque eso conllevaba una canallada, pero también lo era
desear conocerme teniendo «compromiso». Se acabó, debía bo-
rrarlo de mi agenda, de mi día a día, de mi casa, de mi coche, de los
lugares que habíamos ido…, demasiada goma de borrar que no
hacía efecto alguno. Impulsivamente me fui a la mesa, atacando
la ensalada como si no hubiera más vida.
Así pasaron los días y semanas, encontrándomelo en cualquier
sitio que salía, parecía que me siguiese, pero no creo que así fuese,
más bien Toledo es pequeño y los círculos de reunión muy deter-
minados. Una noche de jueves decidí salir y pasarlo bien, mi súper
amiga Elena sabía cómo estaba y decidimos quedar unos chicos
para cenar e ir a la inauguración de verano de un pub. Dicho y
hecho, llamé a un pibón de Madrid que en su súper motaza vino
con uno de sus mejores amigos.

225
Llegamos a un restaurante precioso con vistas al Tajo,
enormes cristaleras que asoman su balcón para coquetear con el
agua. Nosotras como siempre antes muertas que sencillas, com-
binadas a propósito, Elena con su vestido negro, la rubia atracti-
va resaltando su hermoso cuerpo y melena, y la menda, con un
vestido blanco roto que hacía adivinar las curvas de una juventud
exultante y de igual manera realzaba mi pelo, taconazos y bolsos
de mano. La sorpresa surgió cuando llegamos al restaurante, una
mesa formada por una cuadrilla de bastantes varones se giraba
para darnos las buenas noches, a lo que contestó Elena, con un
«que aproveche, pasadlo bien». No podía ser, todos los amigos
de David, con él incluido, estaban cenando en el mismo lugar
que habíamos elegido para nuestras citas. Sus ojos echaban fuego,
pensé que no sería capaz de mirar, pero le daba igual, el repaso de
arriba abajo que realizó sobre la que suscribe, la otra y los acom-
pañantes, fue de película.
Decidimos sentarnos de espaldas nosotras, para evitar roces
con las miradas, pero daba igual, nuestros acompañantes, cual
radio macuto nos indicaban paso a paso el duelo de miradas que
estaban ejecutando. ¿Quién ganaría la guerra?
Al llegar a la inauguración, otra vez pareciese que nos habían
colocado una bombilla de mil vatios, porque las miradas se clava-
ban, hubo un instante que incluso dije a mis acompañantes que
era mejor marcharse, pero Rafa, un metro noventa de morenazo
con tableta de chocolate y cámara de Antena 3, me sujetó por
la cintura y con un leve empujoncito en la pierna me invitó a
caminar hacia dentro.
La verdad es que no entendía por qué me temblaban las
piernas ni por qué me sentía culpable. En verdad, él y solo él tenía
imponderables que no le permitían acercarse a mí, en ese instante
la pantera que todas tenemos dentro se apoderó de mi ser, y sin
darme tregua me convertí en la Sara risueña, desenvuelta, coqueta

226
que era. Nadie bailaba, pero la salsa invitaba a ello, Rafa me
apretó contra su cuerpo y comenzó a llevarme por sus pasos, no
tenía que pensar ni ofrecer resistencia, solo dejarme llevar. Una
canción tras otra y el personal sacando punta y haciendo los co-
mentarios pertinentes.
Pedí un descanso a mi pareja de baile y una copa, con un guiño
le dije que iba al baño, en la espera de la puerta de las chicas, sin
ser llamado, apareció David.
—Esta noche quien duerme en tu casa soy yo.
—No.
—Sabes que sí, ese guaperas no me gusta un pelo para ti.
—¿Ahora vas a decidir con quién bailo, ceno, salgo o hago lo
que me dé la real de la gana?
—Sí.
—Vaya, resulta que me has comprado y soy de tu propiedad
sin saberlo.
—No, pero sabes que te quiero.
Se abrió la puerta del baño, menos mal, creía que iba a des-
mallarme, me había dicho que me quería, ¡venga ya!, me miré al
espejo y reaccioné, ¡sería imbécil el toledano, pasas de mí como de
comer uvas, me dices que no puedes seguir dando pasos y ahora
te quieres meter en mi vida y en mi casa!, ni de coña. La rabia
torera, el fuerte genio que me subió por las piernas también lo
hizo por mi barriga, estómago, garganta y cabeza. Salí como una
señorona, me crucé con él y simplemente miré altanera.
Pero la noche ya no fue igual, el veneno del «te quiero» se
había metido en mis venas, no podía quitármelo de la cabeza y ese
sí fue el detonante del cambio que dio nuestras vidas.

227
Capítulo XXIII
Quiéreme siempre

Una tarde de principios de septiembre, extremadamente ca-


lurosa, David llamó a la puerta del apartamento. Me encontraba
en camiseta y ropa interior, desaliñada, pegajosa por el calor de la
siesta, descalza... No miré a través de la mirilla, abrí y me volví invi-
tando a mi vecina a entrar mientras me iba directa al sofá, cuando,
como quien no quiere la cosa, escuché su voz. La vergüenza por
la situación y la pinta que tenía, mi atuendo inapropiado más
bien escaso, el no esperar que apareciese y no saber qué decir, me
replegaron en un «trágame tierra». Todo ese remolino de cues-
tionamientos relegados y agitándose en un único pensamiento,
«es él», que circunscribía la situación entre cómica, absurda,
fuera de lugar y de todo punto, inesperada.
No era capaz de girarme, quería salir corriendo a mi habita-
ción a adecentarme un poco, pero estaba paralizada. Se acercó
por la espalda y apenas sentí el contacto de sus manos en mis
hombros salí corriendo a mi habitación, cerrando la puerta de un
portazo, me senté en la cama y comencé a llorar como una mema,

229
inconsolable, pero por qué lo hacía, era absurda conmigo misma
y con la situación.
Me levanté unas diez veces sacando mil atuendos del armario,
hasta que, en un instante, me miré al espejo, asustaba al miedo,
pero qué más daba, si yo era así, yo también era camiseta y bra-
guitas, también era descalza y despeinada, también era lágrimas.
¡Qué rencor y ganas de venganza! Mil sentimientos contrapues-
tos en la montaña rusa que era mi ser. Para qué habría venido,
estaba tranquila con mi día a día, había decidido pasar olímpica-
mente de la medalla ganadora de su amor, dolía, sí, pero pasaban
los tiempos sin pena ni gloria. Ahora se presentaba en mi casa,
para qué. No iba a vestirme, pero si no lo hacía me iba ver de esa
guisa, además, aún no sabía el motivo, quizás era mejor que me
arreglase un poco. ¡Qué demonios! No lo iba a hacer, saldría alta-
nera, era una mujer aguerrida, ni llantos, ni milongas, él siempre
regresaba con su carita de yo no fui para hacer después lo que
le venía en gana. Sus compromisos, me reía yo de tanta historia
para no dormir, cuentos y fábulas con una única moraleja: «os
tengo a mis pies». Pero qué estaba diciéndome, si estaba loca por
él. ¡Absurda, mil veces absurda! Ni contigo ni sin ti, el perro del
hortelano, eso era. Se acabó, tenía que salir y hablarle muy claro,
conmigo ya no iba a jugar ni un minuto más.
—¿A qué has venido? —dije abriendo la puerta con la misma
pinta y el moco colgando, pero con las entrañas en la boca.
—Necesito hablar contigo, ¡menuda pinta tienes, con lo que
tú eres! —soltó jocoso y moderado.
—Pues no me mires si tanto te molesta, dime lo que tengas
que decirme y vete, que estoy ocupada.
—Sara, ya no tengo compromisos, quiero estar contigo.
—¿Ahora me vienes con eso? —dije acusándole con el dedo
índice—, todo el verano mareándome, sin hacer nada por dar
ningún paso, ¿quieres que te recuerde lo que pasó después de mi

230
accidente? Me ayudaste, claro que sí, pero también me dejaste
de nuevo el corazón a medio compás, eres luz de gas —terminé
subiendo el tono y creciéndome en cada una de esas palabras—.
Das una de cal y otra de arena, no eres claro, me vuelves loco el
corazón y me destrozas. Estoy harta de juegos sin sentido ni fin,
por favor, vete de una puñetera vez de mi casa, pero para siempre.
—Sara, para, no sigas increpándome, te dije que daría el paso
o me marcharía para siempre. He dado el paso.
—¿Tengo que creerte? —preguntó entre risas irónicas.
Claro, debo hacerlo porque tú eres tú, el señor que todo lo
domina, que todo lo puede. Te has preguntado alguna vez si real-
mente eres capaz de hacerme feliz, si estás a la altura de dar todo
lo que quiero, si realmente eres lo suficientemente inteligente de
mirar más allá de tu nariz, si… —dijo señalando la puerta.
—Se acabó, Sara.
David se abalanzó sobre mí, me agarró por la camiseta y me
besó. Me besó como nunca nadie lo había hecho jamás, fui cons-
ciente que tenía la estimulante virtud de excitarme, con solo un
beso salpicado de deseo contenido, en el estrecho lapso de tres
segundos. Sus labios se apretaban contra los míos, poseyéndo-
los ansiosamente. Su obstinada lengua ávida buscaba la mía, en
un esfuerzo inconsciente de llevarla a su boca, de hacerla suya.
Sus manos se deslizaban enérgicas sobre mi espalda, mis nalgas,
mis muslos, casi me causaban dolor sus trémulos dedos, pero ese
dulce daño me hacía desear más y más. Su cuerpo pegado al mío
denotaba cómo su deseo iba creciendo, ya no era él, me perte-
necía, ya no era yo le pertenecía, solo obedecía al clamor de una
pasión contenida de meses y meses, de un abril a un septiembre,
un vendaval, en definitiva, un tsunami emocional y sexual.
Cada segundo tenía una caricia propia, un gemido inconte-
nido que salía en cada exhalación que nos permitíamos. Quería
parar, mi mente no me permitía seguir, pero mi cuerpo respon-

231
día, soy tuya y eres mío, quería que él me poseyera, me colonizara
y edificara el placer que el instante en sí nos profería.
Sin tregua alguna, estábamos entregados en el descu-
brimiento de nuestros cuerpos, sus manos ya no tenían otro
lugar donde albergarse que, en mis sensuales senos anhelantes
de sus besos, entregándoselos como botín de guerra a sus incan-
sables movimientos, despertando con cada roce a la seducción
y locura que me provocaba. Mis manos buscando el signo más
evidente de su deseo, asidero de mis caricias que provocaban en
él un ardor y vigor descomunal, sin aliento, pero entregados a
nuestro silenciado amor, nos fuimos acercando al lugar, donde
no existe el tiempo ni el espacio, donde la magia de haber logrado
lo anhelado daba paso a la entrega y la entrega a la posesión, des-
pidiéndonos del resto de la ropa y de la piel que arropó nuestras
vidas, llegamos a la cama.
David cambió el ritmo incoherente de su pasión, frenando su
ansia de sexo, mirándome detenidamente a los ojos y la boca roja
por la lucha mantenida. Segundos que me descoloraron por un
instante eterno. Cerré y abrí los ojos en la interrogación más ex-
presiva y comenzó de nuevo a besarme con un suave susurro, «te
voy a hacer mía, te quiero Sara».
Sus manos navegaron por la seda de mi rostro, bajaron a mi
cuello deteniéndose en las curvas de pecho, de puntillas y coque-
teando con mi piel rozaron mi vientre para irse rápidas hacia mis
piernas, sus caricias me llevaron a ese sueño del que no deseas
despertar, se abrió camino entre los muros de mis laderas y me
poseyó con todo el amor del mundo, me hizo suya, una y otra vez,
hasta que las luces del alba nos regalaron una nueva vida.
Amanecimos en el albor de un comienzo inesperado, no por
ello menos deseado. Los días y los meses se fueron sucediendo
con encuentros furtivos, mensajes excitantes y un juego de pasión
y ternura que nos liaba en la manta que se tejía con nuestro amor.

232
Pasó un año, con todas sus estaciones, pero la temperatura era
la misma, siempre hacía calor entre nosotros. Las conversaciones
sin tregua, los destinos llenos de risas y caricias, las ganas en defi-
nitiva que ambos nos regalábamos.
—Me encanta este lugar, qué fuerza y magnetismos tiene.
—¿Los oyes?
—¡Como para no oírles! Menuda berrea tienen, las van a dejar
sequitas —dijo entre risas.
—Sequita te voy a dejar yo a ti como me sigas mirando con
esos ojos picarones.
—¡Anda, exagerado, ni que fueras andaluz! ¿Cómo se llama
este sitio?
—Los Quintos de Mora.
—Me gusta hasta el nombre, es brutal lo que me provocan los
ciervos con su berrea. Mira, se están pegando, se van a entrelazar
las cuernas como sigan así. Se apartan para volver en una carrera
visceral hasta que se encuentran sus cabezas. Pero si se enganchan
las cuernas van a morir.
—A veces ocurre, no es lo habitual, pero cuando cabecean el
uno contra el otro llegan a atarse de tal manera que no se pueden
separar y la muerte es agónica.
—Es una locura, el más joven se aparta, el fuerte contra el ve-
terano, todos con un único fin, conseguir a las damiselas. ¿Sabes?
—Qué.
—Mi ilusión, David, es ir a África, quisiera hacer un safari
fotográfico, vivir su intensidad, su fragancia, su magnetismo, los
colores, la vistosidad y arrogancia de sus animales.
—¿Cómo? ¿Quieres ir a África?
—Sara, cásate conmigo y vayamos juntos. —Una declaración
impregnada de sueños y aventuras, un deseo ligado a los clichés
de la sociedad, matrimonio y viaje de novios espectacular, previa
compra de un chalé adosado y un bonito coche.

233
Dicho y hecho, casa adosada maravillosa para nosotros, bo-
dorrio en toda regla y viaje de novios con regalo incluido, regreso
con más tripulación, mi niña ya estaba encargada y sin saberlo.
Paquete completo, nunca mejor dicho, todo en uno, felices
y contentos, cualquier otra actitud hubiera sido ingratitud. Era
el final feliz de cuento que toda princesa sueña, el amor de su
príncipe azul y un por siempre jamás.

234
Capítulo XXIV
Ninguna semejanza
con un cuento

Una cosa es cierta, nada es como lo cuentan y nada es como


parece.
Cuando te dicen antes de casarte en varias consultas médicas
que, no vas a poder tener hijos, siendo lo que más deseas, la frus-
tración como hembra te repliega en un no soy lo suficientemente
mujer. Te cuestionas por qué me tocó si yo deseaba ser madre,
por qué todas pueden menos yo, soy incompleta, en definitiva.
Pero nada es como nos dicen, para bien o para mal. Los milagros
ocurren y lo que está escrito en nuestras vidas, ha de ocurrir lo
queramos o no. «Si algo no está para ti, por mucho que corras
no lo alcanzarás, pero si algo es para ti, por mucho que te quedes
quieta, te alcanzará».
Esa alegría inmensa del conocimiento de la ansiada notica,
no te exonera de lo que después habrás de vivir. De nuevo nos
vemos en la ensoñación de engordar lo justo, de estar preciosa,
no padecer ninguna molestia y ser como las portadas de revista.

235
¡Ja! No es cierto, por lo menos para mí, de la alegría pasé al miedo,
la nube de la amenaza de un aborto me introdujo en la desagra-
dable espiral del no quiero perder a mi bebé, ahora no. De ahí
a las náuseas, mi amiga íntima era la taza del retrete, desde que
amanecía hasta la noche, no había pastilla que se preciase que
me ayudase a contenerlas, por lo que el glamur de mi portada
de revista se había convertido en la etiqueta de un detergente
para baños, «como desinfectar un inodoro de las vilezas de
una constante vomitosa». Y aún hay más, finalmente, llega el
momento más idealizado por las románticas comedias de amor,
el justo instante del parto. Ellas lo hacen pintadas, sin despeinarse
y con una maravillosa sonrisa, pero tú, tardas un día completo en
parir a tu pequeña, te mueres de dolor y lo más estimulante del
mundo, viene al final, los puntos y la fiebre hasta que te sube la
leche, amén de las agradecidas visitas que llegan en el momento
más inesperado.
Pues sí, todo lo dicho con cierta guasa parece una tremebunda
escena, pero siempre fue ligado a lo más importante, que me daba
igual si estaba molesta, si tenía náuseas, si paría con la peor de las
pintas, porque lo que más amaba en este mundo ya estaba en mis
brazos. El amor más puro y desinteresado iba a comenzar a darme
las alegrías más inmensas, así como cientos de noches toledanas
en vela, intentando que su desesperante llanto se convirtiese en
una sonrisa.
La vida es así, milagrosa, en aquellos momentos, incluso
ahora, la podía mirar de mil formas, la pragmática y realista, la ro-
mántica, la sensitiva, la sentimental, la emocional, cualquiera de
ellas igualmente digna, pero decidí ver la vida a mi manera, apa-
sionadamente viva y dando las gracias por cada pequeño instante,
en verdad los más bonitos de mi vida, viéndolos con distancia.
Pero esa intensidad de emociones lo era, al mismo tiempo,
para lo bueno y menos bueno. Y la excesiva sensibilidad me hacía

236
darme cuenta de que, lo que vivía como un cuento, no era de
verdad así, porque, aunque deseaba fervientemente que así fuese,
no era real.
Decía Alberto Cortes en una de sus canciones:

…y construyó, castillos en el aire a pleno sol, con nubes de


algodón, en un lugar, adonde nunca nadie pudo llegar usando
la razón… y acaba aquí la historia de un idiota que, por el aire,
como el aire libre, quiso volar igual que las gaviotas…, pero eso
es imposible…, ¿o no?

La rutina, la soledad, el llevar a cuestas una maravillosa


hija, terminaron por hacerme ver que mi castillo de cristal cual
princesa del cuento, regado con la presencia incondicional de mi
príncipe azul, con una hija de portada de revista, una casa mara-
villosa y dos coches estupendos, se rompía en mil pedazos. Nada
de eso valía la pena si no iba de la mano de un amor pleno, real y
vivencial sentido por ambos.
Tras seis años de matrimonio y superar muchas crisis, deseaba
ser madre de nuevo. Otra vez la misma incertidumbre y los mismos
miedos, aunque solapados en cierta forma, por tener ya una hija. A
su vez, aderezados con la salsa de una relación venida a menos.
Pero como en esta casta de mujeres son unas ceporras cabezo-
nas, así como que mi intuición me hacía sentir que tendría otro
hijo, dejé que mi yo más íntimo me dijese el momento propicio,
aun a sabiendas que dicha decisión podría no traer buenas conse-
cuencias a nuestra relación.
La víspera de San Juan, noche mágica donde las haya, una vo-
cecita chillona y constante me torturó todo el día, «es el momento
debes hacerlo». Pero estando en casa de Ana y Manuel, todo se
hacía más complicado por descontado, teniendo a mi apéndice
particular pegada a mi culo, mi niña.

237
Dejé pasar las horas matutinas para preparar un encuentro
excitante siestero, y dicho y hecho, sensual y virtuosa, esta que lo
es, languideció en interminables insinuaciones para que David se
diera por enterado. Pero, o yo había perdido toda capacidad de se-
ducción, o nuestro amor se había perdido, fuera como fuese, ges-
tionar la estrategia necesaria para la conquista no me pareció tarea
nada fácil. Para que luego digan que los hombres siempre están
dispuestos…, no lo creo así, a ellos también les duele la cabeza,
están cansados o simplemente van a ver el partido de turno.
Llegada la siesta, me dispuse a dormir a mi nena, insinuando
a David que se subiese conmigo. Como los gestos indicativos no
dieron su fruto, terminé por ser muy clara.
—¿David, te subes a echar la siesta?
—Voy a leer esta revista de caza.
—Mejor en la cama y descansas, esta noche es larga.
—No, me quedo aquí.
Mi plan se había esfumado, pero ni intuición seguía en sus
trece, obstinada y desenfrenada.
—Vamos, David, sube —dije guiñando el ojo, el cuello, ha-
ciendo el gesto con la mano, no cabían más señales ni en el código
de circulación.
—Eres pesada de verdad, no te das cuenta de que no me
apetece dormir.
—¡Quién te ha dicho que vayamos a dormir! —solté a media
voz—. Venga, vale.
Una vez se hubo dormido la niña, conseguí que mi esposo no
hiciera lo propio abandonándose a los brazos de Morfeo, así que
una vez mi plan estuvo en marcha, solo tenía que dejar fluir. Y
dicho y hecho, un encuentro rápido y placentero que dio lugar al
niño más precioso del mundo.
Ese milagro que es la intuición no debe ser nunca desdeña-
do, porque es verdad que somos brujitas que, sin pócimas ni

238
dientes de serpiente, somos capaces de advertir que el momento
ha llegado, si dejamos pasar las oportunidades, estas no vuelven,
dejando sin finalizar un capítulo de la vida.
Y en ese tiempo maravilloso fui madre por segunda vez,
cuando entendí que ya no tenía un príncipe azul. No me habían
contado de niña cómo es el día después del comieron perdices
para siempre. Siendo esa bacteria, que parece inicua, de la rutina
y el no saber quién eres, la que nos hizo madurar hacia niveles
distintos de conciencia del uno hacia el otro. Dándose el desen-
cuentro más abrupto y triste que no es otro que el desamor.
En este momento de mi vida, sentí que no era lo suficiente
para alguien y que triste es, ¿verdad?, pero más triste es no darte
cuenta de que, en realidad, para quien no eres bastante, sí lo es
para ti. Darte cuenta de que el óbice lo pones tú misma, es un
problema que no se soluciona en la cabecita, más bien se siente
dentro de ti, se trata de un nudo dentro de la tripa que te oprime
y te impide ser natural, ser tú misma, que te va engullendo a paso
lento hasta que llega un día que ya no puedes más. Culpabilizas al
mundo entero si hace falta, pero en verdad, el mundo no es el cul-
pable, eres tú misma que no te perdonas tus defectos y no confías
en tus posibilidades, no lo haces porque no consigues que tu vida
tenga ese equilibrio entre el amor de pareja y el de los hijos.
Mirarte en el espejo y ver que ya no eres la misma de ayer, que
toda tu vida es una película donde la protagonista ha perdido su
magia, que eres una caricatura de la fuerte y aguerrida Sara. Real-
mente ese día duele el ego.
Estaba aprendiendo que no debía culpar al resto de mi mundo
de los problemas, pues tal cosa era ignorar las enseñanzas que la
vida me tenía preparadas. Enseñanzas que eran más que mo-
lestas, hacían daño, eran pellizquitos en el brazo que no hacen
herida, pero fastidian, y lo peor es que, seguían produciéndose,
no se contendrían hasta que sacase el aprendizaje correcto, pero a

239
veces no se sabe cuál es. ¡No podía dejar que mis quejas de aquel
instante se convirtiesen en un hábito! Sería cobarde.
Aún hoy, golpean en mi recuerdo aquellas frases, «me voy,
pero me quedo, lo dejo todo, pero no puedo, te quiero sentir,
pero no me dejas, dame un beso de amor con respuesta de eres
muy cansina, quiero esas cortinas y a mí no me gustan, vayámo-
nos de viaje los dos solos con un no es necesario…».
Nada es como lo cuentan y nada es como parece.

240
Capítulo XXV
Ser tu vida entera

Una sombra me ha hecho despertar. El corazón me palpita a dos


mil por hora y no sé dónde estoy. La persiana está bajada, no dis-
tingo ni un ápice de luz, tengo la garganta seca y un miedo atroz
a no sé qué. Gateo por la cama desesperada buscando la puerta,
pero no hago si no tropezar con paredes, la angustia me está asfi-
xiando, y un grito ahogado sale de mi boca:
—¡Mamá!
—¡Sara, por amor de Dios! ¡Qué gritos son esos!
—Mamá, no sabía dónde estaba, me he despertado chillando
y con un nudo que aún me ahoga.
—Anda, ven, levántate y date una ducha, verás cómo después
te sientes mejor.
Tras la ducha, todo parece normal, estoy en casa de mis padres,
seguro que el café me entona y soy capaz de respirar, este corazón
mío sigue queriendo salirse. Qué sensación más desagradable.
Con un café en las manos me dirijo al salón, es sábado de
Gloria, mis padres están rezando —envidio su fe—. Siempre hay
paz cuando entro en esa amplia habitación, su luz atenuada por

241
los visillos blancos, el olor característico a mi infancia, los cuadros
que me recuerdan momentos en los que pensaba «qué será de
mí», como ahora. Y rompo a llorar en un mar de lágrimas que no
cesa y se acentúa en cada congojo.
—Sara, ¿qué te pasa?
—No puedo más, mamá.
—Hace mucho tiempo que tenías que haberlo hecho. No
pasa nada, aquí estamos nosotros.
—¿Sabías lo que me sucede?
—Lo sabemos desde hace mucho tiempo.
Así fue, sin más preámbulos, cuentos, ni excusas. Una sola
frase y cambió mi vida para siempre. De esa forma tan absurda,
pude tomar la decisión más triste, que no la más dura de mi vida.
A partir de ese instante, la cadena de hechos, unos crueles y el
resto más inhumanos aún, comenzaron a desencadenarse, tradu-
ciéndose en mi corazón roto.
No entendí en aquellos momentos lo que la vida me estaba
regalando, solo veía mi pena, mi cabeza era un carrusel de pre-
guntas sin respuesta, me sentía fracasada, no era capaz de seguir
amando. No entendía por qué no era querida o, mejor dicho,
por qué no me sentía una esposa amada. ¿Acaso era egoísta,
inconsciente, absurda? Simplemente era yo. No hay culpables
en las historias muertas, solo hay hechos que, sin causarnos la
muerte súbita, nos matan poco a poco. Pero yo no deseaba seguir
agonizando, tenía que encontrar mi fuerza, mi luz interior, esa
alegría que siempre me había acompañado, había dejado de ser
yo misma, había cesado de mirarme porque ya no me gustaba lo
que veía. Soledad.
La peor de las soledades, la soledad acompañada, en la que ni
un instante es para ti, en la que cuando apagas la luz, solo tienes
ganas de dormir para que el nuevo día dé paso a otro, sin mayor
deseo que la esperanza de que todo cambie, de sentir amor.

242
Y por qué yo tenía que sentir ese amor, llevaba quince años a
su lado, pero estábamos en continentes separados. Cogida de tu
mano y a mil kilómetros de ti. El dolor de saber que has puesto
tu vida y la otra persona la suya a disposición del corazón y des-
pertar a la realidad más dura, esa verdad te revienta por dentro y
te obliga a poner sonrisas falsas, cuando los demás te preguntan
por tu vida. Sale la Sofia Loren más genuina que todas llevamos
dentro, maquillada, vestida con tus mejores galas y subida en los
tacones que te separan del calor de la tierra, pero no de la realidad
de tu corazón.
Pues sí, ahora lo entiendo con una claridad cegadora, yo soy
ellas, en mi persona, en mi sangre, está la forma de amar de ellas,
una forma en la que se da todo para recibir todo, en la que el
abrazo y la presencia se viste de amor puro, en la que existe la ne-
cesidad más imperiosa de ser para el otro su vida entera. ¿Y eso me
hace mejor o peor persona? En modo alguno, solo nos hace dife-
rentes, dos acróbatas en cuerdas del amor paralelas cuyas manos
nunca llegaron a sujetarse. Tanto esfuerzo para caer a la red del
tienes que poder sola, del tienes que aprender a quererte porque
ya sabes, aceptas y padeces el estar deshabitada.
—David, tenemos que hablar.
—¿Qué pasa?
—No soy feliz, es necesario que nos demos un tiempo.
—¿Qué motivo hay para hacerlo?
—Que no me amas ni te amo.
—¿Eso es motivo suficiente?
—No lo sé, pero no puedo vivir así.
¿Y lo es? Teniendo hijos, casa, trabajo… Para mí sí, no sabía
por qué necesitaba sentirme su vida entera, no una parte, desco-
nocía por qué me dolía tanto no serlo y estar en la cuarta o quinta
posición de prioridades, pero yo lo sentía así. Siendo igualmente
consciente de la infelicidad de ambos.

243
Y es que, como Ana, no puedo dejar que lo pragmático supla
mis sentimientos, ni quiero hacerlo, porque es en ese punto
donde ya dejo de ser Sara, para ser lo que los demás quieren. En-
tonces, me sale Ángela del corazón para coger un tren hacia mi
propio destino, pero en este caso, no pudo haber un te quiero
postergado como el de Samuel, lo que conlleva a que definitiva-
mente se rompa la cadena de mujeres amadas por hombres que
dieran su vida por ellas.
—Sara, ¿estás segura?
—David, nunca existe la seguridad plena en nada de lo que de-
cidimos hacer. No puedo expresar lo que realmente siento, pero
tengo la certeza de que no es sano, no es puro, no es ese amor para
toda la vida.
—¿Qué necesitas realmente?
—Ser de verdad importante para ti.
—Sara, lo eres, lo único que a veces no puedo o tú exiges
demasiado.
—David, no siento que lo sea. Vivimos en mundos completa-
mente antagónicos, busco el último instante en el que la alegría
de una simple mirada me hizo sentir. No existe David, nos hemos
acostumbrado a vivir de puntillas, sin esforzarnos por hacernos
felices. La culpa no fue del trabajo, ni los tiempos, ni los hijos, es
solo nuestra. Creí que podría aguantar toda la vida. ¡Qué ironía,
aguantar! No soy capaz, no me deja mi interior, no me permite
seguir perdiendo más vida, porque, David, cariño, eso es lo que
más me duele, ver cómo perdemos el tiempo que la vida nos
regala y no somos capaces de amarnos.
—Pero yo no lo siento como tú, estoy bien así.
—Eso es lo que nos diferencia y nos hace incompatibles, mi
vida debe ser exprimida hasta la última gota, no quiero dejar de
lado ni el sufrimiento ni el amor, no puedo obviar que estoy viva
y quiero beberme cada vaso de existencia que me regale. Por el

244
contrario, tú vives cómodamente en un latir constante sin bús-
queda de lo más íntimo. Eso no es ser más coherente que yo, o
yo ser más valiente que tú. Es estar vinculados con nuestra forma
de ser y no hacer más daño al otro creyendo que ambos vamos
a cambiar. Yo espero de ti ser el sol de cada día y, al devenir de
noche, ser la pasión de tu piel. Tú, por el contrario, solo esperas
que no discutamos y podamos vivir tranquilos, salud y trabajo.
Se acabó, David, es lo mejor.
No hay voces, ni más reproches. No hay guerra ni sonido que la
incite. No hay nada, eso es. Terminar con lo que ha sido tu vida y no
provoca nada. Un portazo, un grito, un piénsalo. No hay nada más.
¡Cómo te rompe la indiferencia y el silencio!
Y fue así cómo comenzó mi desierto, no sabía realmente si
estaba en lo cierto o no, porque era todo demasiado difícil, pero
aún quedaba realmente lo más duro.
—Sara, tengo que hablar contigo.
—Mamá, dime.
—Quería haber hablado anoche, pero tenía a tus hermanos y
papá cerca.
—No me asustes, por favor, suelta de una vez que pasa.
—Sara, tengo cáncer.
—¿Qué? Espera, voy a aparcar el coche, estoy bajando
al trabajo.
—Sara, estoy bien, no te apures y conduce tranquila.
—Mamá, cómo puedo estar tranquila con lo que acabas de
decirme. ¿Estás totalmente segura? ¿Es un diagnóstico definiti-
vo? Pensé que te harían un TAC.
—Sara, esta vez viene a por mí, quiero que antes de la opera-
ción arregles todo, que los papeles los tengas en el juzgado y que
luches por tus hijos. Eres mi hija y sé cómo eres de madraza.
—Me estás rompiendo, mamá, me hablas con una tranqui-
lidad que me asusta, no sé muy bien si es que eres una insensata

245
o es que tienes una fuerza interior fuera de lo común. Lo que
menos me importa ahora mismo es firmar un convenio. Tú eres
mi fuerza mamá, sin ti no puedo.
—Como sigas llorando, traspaso el micrófono y te dio un par
de leches que te pongo firme. Venga, sécate las lágrimas y saca
pecho. Nadie debe saber tus penas, otros las tienen más gordas y
siguen con la cabeza bien alta, tú no vas a ser menos.
—Mamá, qué cojones tienes.
Creo que nunca olvidaré sus palabras, no en sí mismas, sino
por su contenido. Esa es Ana, una mujer que no cesa en hacerse
valer, en ponderar el amor propio y la fuerza interior.
En un mes todo el pescado estaba vendido, los papeles
firmados en el juzgado y la fecha de la operación. Había perdido
tanto en esos tiempos que lo único que me mantenía viva eran
mis hijos y ella. Pronto sería su ochenta cumpleaños, tenía que
hacerle, junto con mi familia, una fiesta muy especial. Pero no
había ganas, ni ideas.
—Papá, hay que preparar la fiesta del ochenta cumpleaños
de mamá.
—No, hija, cómo puedes pensar siquiera en algo así, confor-
me está mi Ana.
—¿Cómo? —Me puse delante de sus ojos y reclamé como una
fiera—. Tú tuviste una gran sorpresa que ella preparó con todo su
amor y las sisas que fue haciendo durante meses, para que tú no
sospechases nada. Es su momento, además, ten clara una cosa, si mi
madre se muere en la operación, este será nuestro último momento
feliz, si como espero y le pido a Dios con todas las fuerzas de mi alma,
sale todo bien, tanto ella como nosotros, sonreiremos al recordarlo.
No voy a permitir que ninguno de esta familia dé por hecho que la
pena es el único antídoto a la agonía que estamos pasando. Ella, en
su sencillez, te lleva de la mano en estos momentos como en toda
vuestra vida. Échale coraje y vamos a por todas.

246
—Como tú digas, hija, no sé cómo puedes con todo lo que
tienes encima.
—Puedo, porque soy vuestra hija y os amo, papá.
A los quince días, todo fue un recuerdo para siempre, un hice
lo que debía, pero cuántas cosas pude haber hecho más. Y fue así,
como me quedé rota de dolor y buscando la forma de entender-
me y comprender mi vida.

247
Capítulo casi final
Yo soy ellas y
parte de ellos

Una intrahistoria no tiene sentido sin un epígrafe que dé paso a la


vida que acontezca después. El suceder de vidas que, antes que la
mía, hacen que yo, Sara, sea como soy. Pues, «yo soy así».
Y no soy más o menos que antes de reconocerme en ellas,
pero sí existe la diferencia en el conocimiento de por qué actúo y
pienso de la manera que aflora desde mi ser más íntimo.
Ahora sé por qué mi corazón es tan intenso y escribo
sentimientos para no ser dichos, porque están tan dentro que sa-
carlos al exterior es profanar su magia, su esencia, la materia de la
que están hechos. Precisan quedarse en mí, porque de ser incom-
prendidos, provocarían dolor y negación, me replegaría de nuevo
en mi concha de caracol y volverían al rincón de donde no debie-
ron salir. Pero si, por el contrario, se fugan por las células de mi
piel, llegando a lo más íntimo del otro, pueden arrollar como un
tsunami que provocaría los cambios desde dentro de quienes me
sienten. Es entonces cuando regreso a Ángela y Ana, para ver en

249
ellas su fortaleza y generosidad, esa que prodigaron en sus vidas,
que aún sencillas para mí fueron grandes joyas donde atesorar mi
yo, dándome sabida cuenta, de que no compartir la intensidad
de amor es negarme a mí misma, negar lo que soy aprendido a
través ellas.
Ahora sé por qué soy amor y no otra cosa, porque no puedo
sentir desde mi mente, porque no puedo desvestir a medias mi
alma, porque nadar y guardar la ropa nunca fue mi fuerte. Es por
ello, que ya sé que la vida duele cuando se ama de verdad, cuando
disparas sin apuntar porque lo único que existe en ti es pasión
por la vida, cueste lo que cueste y pase lo que pase. Y entiendo y
acepto que soy así porque ellas me enseñaron a serlo, porque ser
valiente en los sentimientos es cruzar el tártaro sin temer que sus
puertas se cierren una vez atravesadas quedando solo un camino
por recorrer. Pero ese camino lo puedo colorear con mi alma,
musicar con susurros y suspiros, enderezar con la actitud idónea
positivizando del error al aprendizaje. Porque también he apren-
dido que nunca reaccionamos ante las cosas bonitas y bellas que
nos regala la vida, porque nos creemos con el derecho de obte-
nerlas, lo hacemos con el zarpazo que desgarra las entrañas, así
es como crecemos y nos «atamos los machos» para salir lo más
indemnes de la propia experiencia.
Y sí, amar es un derecho que todos tenemos para con el otro,
el derecho de sentir ese aliento en el corazón que te empuja a ser
mejor persona, pero no es menos cierto que también tengo el
derecho de amarme y abrazarme en cada gesto con la humildad
de saberme humana, perdonarme por mis tropiezos y defectos de
carácter, que siendo muchos, son los que me tocaron al nacer y
traídos de atrás por vivencias de otros, pero que ahora entiendo,
amo y perdono después de haber aprendido que tengo el derecho
a reconocerme en ellos y aceptarlos, para hacer crecer en cada
segundo ese cheque en blanco que cada día me regala la vida.

250
Y más aún, que el derecho de amarme lo tienen de
igual forma los demás, que se esfuerzan por entender mi obsti-
nada forma de comprender la vida, mi fantasiosa y arrolladora
forma de no conformarme con lo que tuviera que ser de esta u
otra manera. Sí, es cierto, tienen el derecho de elegirme para ser
o estar en sus vidas, sin reproche alguno por dejar de estarlo, sin
culpabilizarles por no elegirme, sin ver en ellos la obligación de
aceptarme, pues no la tienen en modo alguno. Son el espejo de
cómo soy, de cómo debo cambiar y de cómo debo encontrarme.
Saber y aceptar, que si no soy admitida no soy menos Sara, que no
puedo ser querida por todo aquel que decida aparecer oleando en
mi presente y futuro, que no son fracasos sino enseñanzas donde
cada vez pueda reconocerme más y más. Tal y como Ángela fue
rechazada en los albores de su juventud, obligada a marcharse de
su pueblo para olvidar, con elegancia, humildad y pundonor.
Siendo entonces cuando se descubrió y cultivó su ser más íntimo
para florecer en la humilde dama que durante su corta vida pudo
irradiar. Al igual que mi amada madre, fue capaz de adaptarse a
las circunstancias más adversar para hacerse valer y enseñar a su
querido Manuel cómo era ella, sin tapujos, transparente y fiel a
su ser.
Pero también es cierto que, a través de ellas, como acicate y
pirámide de sus vidas, he entendido que estoy en mi derecho de
decir que no. No a lo que no es parte de mí, no a lo que no com-
parto, no a lo que no siento, no a lo que no me hace feliz. Tengo
el derecho y esta vez la obligación de defender lo único que real-
mente es mío, yo. Pero hacerlo desde la dulzura más exquisita,
porque no hay que ofender gratuitamente, porque ofender no
solo duele al ofendido, te duele a ti misma, cuando ves que la peor
parte de ti aflora cuando menos debes y surge el arrepentimiento,
el sentirte basura en manos de ti misma. No, y mil veces no, a
esa parte que todos llevamos innata, porque sí, todos tenemos

251
ese binomio que nos hacer brillar y dar lo mejor de sí mismos,
así como ese mal latente que se apodera del equilibrio exacto de
nuestro bien hacer, siendo la otra cara perversa que debe quedarse
adormecida en la caja de Pandora que llevamos a cuestas.
Y ese amor atesorado en mi corazón, soy consciente, que no lo
viví con la intensidad que ellas experimentaron en sus vidas. Y no
lo hice por falta de ganas o porque no fuese amada, sino porque
la vida me ha hecho entender lo que realmente es el amor entre
hombre y mujer. A lo largo de la vivencial búsqueda de mi intra-
historia, he descubierto que esa pasión visceral de la esencia del
amor, ese querer el todo por el todo, me hace ser infatigable en la
búsqueda del encuentro, del compartir, del sumar y nunca restar,
del intuir lo necesitado y deseado, del estoy contigo y no sin ti,
del me muero porque te pierdo y vivo porque te amo y me amas.
Es cierto, cada uno de nosotros amamos a nuestra manera y en
la forma que hemos aprendido. Y yo he asimilado de los mejores
maestros, he sentido ese amor pleno que solo en determinadas
ocasiones y a explícitas personas, la vida les regala. ¿Y por qué no
a mí? Porque la vida es sabia, te va enseñando su señuelo hasta
verte digna y capaz de sentir lo que en realidad el amor debe ser. Y
entonces aprendes que hay personas que hacen el camino y otras
que viven los resultados, que hay mujeres que siembran la semilla
y generaciones venideras que disfrutan de los frutos.
Aún me queda descubrir si me tocó sembrar o recolectar, pero
fuera como fuese, sé que quiero amar y escuchar a Puccini en
el corazón, pero mientras tanto he comprendido que soy una
naranja plena que solo necesita ser regada y cuidada para que su
fragancia, sabor, textura y dulzura sea aún mejor.
Ser amor en cada momento justo de la vida, sentir que eres
capaz de dar vida y hacerlo desde el más perfecto, placentero y
excitante de los sentimientos, ser madre. La ilusión más recóndita
de todas las decididas, saber que, en ese angosto y pequeño lugar,

252
la vida de mis hijos se abrió paso para ir con ellos por el resto de
mis días.
Dicen algunos que es una hipoteca de por vida, pues quiero
endeudarme hasta las cejas en ese préstamo de amor que Dios me
regaló. Deseo hacerlo por siempre jamás en el compromiso de
«os amaré y cuidaré de por vida», porque no he sentido el amor
de Ana, en su más justa medida, hasta que tuve a mi pequeña, fue
entonces cuando descubrí la inmensidad e infinitud de su amor.
La paciencia en el cuidado protector que provoca que te moleste
hasta el aire que les roza. El olor a sus cuerpos, parte de tu sangre y
de tus células, que prolonga tu ser a otros dos seres a los que criar
y educar, cuando son ellos los que con su venida te hacen crecer
en todos los sentidos, cuando son ellos los que te hacen levantarte
del cualquier despropósito, cuando son ellos el motor de todos y
cada uno de los días que componen el resto de tu vida.
Y no podía ser de otra manera, una vez más Ángela y Ana,
conviven en mi ser maternal, me predestinan a la necesidad de
ser madre y prorrogar ese amor en mi estirpe, esa generosidad de
amor de madre que gota a gota de leche y con infinita pacien-
cia fue capaz de sacarme a la vida y hacer de esta Sara una mujer
para ser madre. Gracias y mil gracias por provenir de esta saga de
mujeres que antes que yo lo fueron en toda su esencia y plenitud.
Aunque pueda parecer contradictorio, yo, Sara, también he
descubierto que en la manera de ser amor me entrego a los demás
y soy independiente. Y sí lo soy, y muchas personas que leerán
estas líneas se reconfortarán sabiéndose reconocidas en ellas.
Porque siendo cierto que me entrego en cuerpo y alma a mis
seres queridos, anteponiéndolos a mis necesidades, no es menos
cierto que soy un espíritu libre e independiente, al que le cuesta
horrores pedir ayuda, porque se cree capaz de todo, con voluntad
y arrojo ante lo que la propia vida me expone. Pero este arraigo y
bravura no es herencia genética de Ángela y Ana —que también

253
lo fueron en sus vidas— en este caso fueron Samuel y Manuel
quienes abrieron la trocha del esfuerzo y dedicación, de la nece-
sidad de cultivar el ser desde el trabajo que dignifica y la propia
soledad. Ambos marcharon de sus agradecidas vidas para forjarse
un futuro mejor, o quizá simplemente distinto. Lucharon contra
titanes y dragones, heridas de guerra y del alma, pero siguieron
ahí empoderando su más íntima fortaleza en la libertad e inde-
pendencia que les concedía su condición de hombres.
Y esta vez yo, Sara, la menor de una saga de hombres, rompe el
condicionamiento social para saberse y encontrarse a sí misma en
la piel de una mujer independiente y sagaz que muerde las abru-
madoras garras del destino, sacando esa «vaquilla brava» que en
ocasiones también tiene que cornear a la propia vida, entabli-
llándose ella misma su corazón para seguir latiendo con fuerza.
Quizás, como dicen por mi tierra, «si fuera un cortijo, seria
en tierra de nadie», porque esa naturaleza brava que siento, en
ocasiones me hace incapaz de asimilar nada que no provenga del
pozo de la sabiduría que da la experiencia, a veces ajena, pero
casi siempre propia. Y me declaro irreverente, pues no entiendo
ningún acto que no devengue de la influencia de causalidades
vitales, en las que elijo ser protagonista del teatro de la vida, como
ellas, y no una mera espectadora.
Todos tenemos esa esencia masculina y femenina que nos hace
ser especiales y diferentes al resto de la creación. Bendita humani-
dad que nos hizo racionales y nos otorgó la fortaleza de ser com-
pletos y en plenitud a hombres y mujeres.
Y en esa identidad completa donde navega mi alma de mujer
subida en sus tacones para saberme libre y capaz, asalta en mí la
letra de una canción, cómo tantas veces:

No será fácil ser de nuevo un solo corazón. Siempre había


sido una mitad sin saber mi identidad. No llevaré ninguna

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imagen de aquí, me iré desnuda igual que nací. Debo empezar
a ser yo misma y saber que soy capaz y que ando por mi piel…
Desde mi libertad, de Ana Belén.

Es cierto. Yo, Sara, soy capaz de vivir mi propia vida, esta vez
consecuente de mi «ahora», perpetuando mi historia y sedienta
del devenir de mi futuro. Soy capaz de darle los colores y matices
que cada día me ofrece en su innegable frescura, incógnita y
magnitud de sus segundos, así como de la magia y hechizo que
me regala.
Yo, Sara, soy feliz de concebirme viva y experimentar todo lo
bueno y menos bueno que cada usanza me trae, asintiendo que,
del error aprendo y de la caricia me regodeo y extraigo el placer
que provoca reconocerme en plenitud de mi madurez.
Yo, Sara, acepto que soy mi propia historia y la que me queda
por escribir, siendo siempre y plenamente consciente que «todo
ya está bien como está», porque en ese justo equilibrio siempre
podré ser yo misma, sin olvidar que la protagonista de todas las
historias vividas soy yo, Cruz Galdón porque «yo soy ellas».

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Índice

Capítulo I. Es hora de desnudarse................................................ 9


Capítulo II. Vestirse con otra piel............................................... 23
Capítulo III. Toca ser crisálida.................................................... 33
Capítulo IV. Las primeras letras................................................. 47
Capítulo V. Regresar a mi patria chica....................................... 59
Capítulo VI. Incoherencias de vidas sin alma............................ 77
Capítulo VII. ¡Corazón, responde!............................................ 91
Capítulo VIII. ¡Sácame de aquí!................................................. 99
Capítulo IX. ¡Y ahora qué!....................................................... 107
Capítulo X. Mi dulce Ana........................................................ 117
Capítulo XI. ¡Y tú qué te has creído!........................................ 125
Capítulo XII. La primera carta................................................. 133
Capítulo XIII. En una nube..................................................... 141
Capítulo XIV. La mentira......................................................... 147
Capítulo XV. La noche imaginaria........................................... 155
Capítulo XVI. ¿Y si yo me caso con el padre y tú con el hijo?.163
Capítulo XVII. Decide por mí................................................. 169
Capítulo XVIII. «Sí quiero» significa para toda la vida......... 175
Capítulo XIX. Y fuiste madre.................................................. 179
Capítulo XX. El día que nací y morí a través de ti................... 187
Capítulo XXI. En busca de mi verdad..................................... 203
Capítulo XXII. Dar pasos de gigante....................................... 217
Capítulo XXIII. Quiéreme siempre......................................... 229
Capítulo XXIV. Ninguna semejanza con un cuento.............. 235
Capítulo XXV. Ser tu vida entera............................................. 241
Capítulo casi final. Yo soy ellas y parte de ellos........................ 249

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