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BOLA DE CEBO

Esta narración está ambientada en la guerra de 1870 y nos cuenta las peripecias de un grupo
de personas que viajan en diligencia de Rouen a Le Havre, huyendo de los invasores prusianos. 

La ciudad de Rouen ha quedado sin protección, pues, los últimos soldados franceses que la
protegían, han tenido que huir ante la superioridad del ejército invasor.

Los vecinos, en sus habitaciones en penumbra, sentían el enloquecimiento que provocan los
cataclismos, los grandes trastornos homicidas de la tierra, contra los cuales resultan inútiles
prudencia y fuerza. 

Esa misma sensación reaparece siempre que se altera el orden establecido, siempre que la
seguridad ya no existe, siempre que todo lo que protegían las leyes de los hombres o de la
naturaleza se encuentra a merced de la brutalidad inconsciente y feroz. 

Un temblor de tierra que aplasta bajo las casas derruidas a un pueblo entero; el río
desbordado que arrastra campesinos ahogados con los cadáveres de los bueyes y las vigas
arrancadas de los tejados, o un ejército glorioso que extermina a quienes se defienden, se lleva
prisioneros a los demás, saquea en nombre del sable y da gracias a Dios al son del cañón, son
otros tantos azotes espantosos que desconciertan toda creencia en la justicia eterna, toda la
confianza que nos han inculcado en la protección del cielo y la razón del hombre. 

A cada puerta llamaban pequeños destacamentos, luego desaparecían en las casas.

Era la ocupación después de la invasión. Comenzaba para los vencidos la obligación de


mostrarse amables con los vencedores”. 

Como la ciudad de El Havre, estaba ocupada por el ejército francés, muchos habitantes de
Rouen tratan de huir, para lo cual deben contactar con alguna autoridad invasora para que les
otorgue un salvoconducto. 

En algunos casos había que pagar considerables sumas para lograr el tan preciado permiso,
pero en otros, bastaba la amistad de algún oficial alemán para conseguir una autorización de
salida del general en jefe. 

Uno de estos grupos de fugitivos se reunieron a las cuatro y media de la madrugada en el patio
del Hotel de Normandía, donde debían abordar un coche que los llevaría a Rouen. 

Cuando el coche partió iban en él diez personas.

El señor y la señora Loiseau, mayoristas de vino, el señor Carré-Lamadon y su esposa, gran


comerciante algodonero, el conde y la condesa Hubert de Bréville, quienes llevaban uno de los
más antiguos y nobles apellidos de Normandía; dos monjas que desgranaban largos rosarios
mascullando padrenuestros y avemarías; un hombre, muy conocido por el nombre de
Cornudert, terror de la gente respetable y una mujer llamada Elisabeth Rousset, célebre por su
gordura precoz que le había valido el sobrenombre de Bola de Sebo. 

En cuanto fue reconocida por las mujeres honestas que iban en el coche, las palabras
“prostituta” y “vergüenza pública”, fueron  bisbiseadas tan fuertemente, que Bola de Sebo alzó
la cabeza. 

Las horas fueron pasando y el hambre fue apoderándose de todos los viajeros, que vanamente
trataban de divisar alguna taberna para comer, pues, ninguno de ellos, a excepción de Bola de
Sebo, había previsto proveerse de alimentos. 

Todos se miraban como reprochándose aquella negligencia que era como un azote a sus vacíos
estómagos.  Por fin, cuando se encontraban en el centro de una interminable llanura, sin un
solo pueblo a la vista, Bola de Sebo, agachándose vivamente, retiró de debajo de la banqueta
un gran cesto cubierto con una servilleta blanca.

En él tenía dos pollos enteros, golosinas, patés y un gran número de alimentos para un viaje de
tres días, con el fin de no depender de la comida de las posadas.  Mientras Bola de Sebo comía,
el desprecio de las señoras hacia la voluminosa muchacha se volvió feroz, con ganas de
matarla, o de arrojarla del coche, a la nieve, a ella, su cubilete, su cesto y sus provisiones. 

El primero en aceptar la invitación de Bola de Sebo fue Loiseau, luego las monjas, después
Cornudet y luego todos los ahí presentes, quienes parecieron olvidarse de los prejuicios hacia
la muchacha; el hambre había hecho añicos todos los escrúpulos habidos y por haber. 

Las bocas se abrían y cerraban sin cesar, tragaban, masticaban, engullían ferozmente, en un
concierto de placer y satisfacción.  Pronto, ayudados por los vinos de Bola de Sebo, los viajeros
comenzaron a contar historias para  hacer más llevadero el tedioso viaje. 

Así se enteraron de que Bola de Sebo era mujer de armas de tomar, y bien que lo  había
demostrado cuando en Rouen  le tuvieron que arrancar de las manos el cuello de un prusiano
de casco puntiagudo, que había osado alojarse prepotentemente en su casa.  Todos los
presentes la miraron con  cierto recelo, mientras le miraban sus mantecosas manos. 

Caída la noche el cesto se hallaba vacío; entre los diez lo habían agotado sin dificultad,
lamentando que no fuera mayor.  Después de catorce horas de viaje llegaron a Tótes donde se
hospedaron en el Hotel del Comercio.  Allí fueron interrogados por un oficial alemán quien
verificó sus identidades y sus permisos respectivos. 

Antes de la hora de comida, el posadero mandó llamar a Bola de Sebo para informarle que el
oficial alemán quería verla en su ofician; ella se negó, pero ante la presión que ejercieron los
demás tuvo que acceder. 

Mientras cenaban, la esposa del posadero se la pasó despotricando de los prusianos de


quienes decía que no hacían más que comer patatas y cerdo y que eran unos asquerosos que
se cagaban en cualquier parte.  Aquella noche mientras todos dormían.

Cornudet trató vanamente de ganarse los favores de bola de Sebo, a  quien su pudor patriótico
de ramera, no le permitía dejarse acariciar cerca del enemigo.  Como habían decidido salir a las
ocho de la mañana, todos se reunieron en la cocina; pero el coche se hallaba en el centro del
patio del hotel sin cochero y sin caballos. 

Después de buscarlo largo rato por toda la ciudad, al fin lo  encontraron en un café sentado
con el ordenanza del oficial alemán.  Este último le había ordenado no enganchar los caballos
sin darle razón alguna. 

Quisieron ver al oficial, pero éste sólo permitía que el posadero le llevara los mensajes y, como
aquél sólo se despertaba a las diez de la mañana, tuvieron que regresar a sus habitaciones y
esperar a que despertara.  Loiseau, con el pretexto de estirar las piernas, fue a vender sus
vinos s a los taberneros del pueblo, lo cual alegró a su mujer, pues, ésta era muy pegada al
dinero.

Follenvie, que así se llamaba el posadero, se limitó a decir que ignoraba la razón de la negativa
del oficial alemán, de ahí que no les quedó más remedio a los viajeros que ir en busca del
obstinado prusiano.  Si bien fueron recibidos, los tres hombres, encabezados por el conde, no
recibieron ningún pormenor de su negativa. 

La tarde fue lamentable.  No entendían nada de aquel capricho del alemán; y las más
singulares ideas rondaban por sus  cabezas.  Los más ricos eran los más asustados, pues, se
veían ya obligados a soltar sus sacos llenos de oro para comprar sus vidas a aquel soldado
indolente. 

Lo que el oficial alemán quería era acostarse con Bola de Sebo.  Todos se solidarizaron con
aquella pobre muchacha, que se negaba a los requerimientos de aquel asqueroso prusiano. 

Pero a medida que los días fueron transcurriendo y viendo que el alemán no daba su brazo a
torcer, las opiniones de solidaridad se fueron desvaneciendo como la nieve ante la fuerza de os
rayos solares. 

Loiseau, que comprendía la situación, preguntó si aquella “zorra” iba a obligarlos a quedarse
mucho tiempo aún en semejante lugar. 

El conde, siempre cortés, dijo que no se podía exigir a una mujer tan penoso sacrificio, y que
tenía que salir de ella la decisión.  Loiseau tuvo la idea de proponer al oficial que retuviera a
Bola de Sebo por la fuerza y dejase partir a los demás.  El oficial se negó rotundamente. 

Entonces estalló el carácter populachero de la señora Loiseau.  Después de escuchar a la


señora Loiseau, llegaron a la conclusión que tendrían que hacer que la misma Bola de Sebo se
decidiera a aceptar, entonces se pusieron a conspirar. 

Se  preparó largamente el bloqueo, como en el caso de una fortaleza asediada. 

Convinieron el papel que cada cual desempeñaría, los argumentos en que se basaría, las
maniobras que debería realizar.  Había que forzar por medio de la argucia a que aquella
ciudadela viviente recibiera el enemigo en la plaza. 

Hubo al comienzo alusión a personajes abnegados que se sacrificaron por el próximo,


llegándose incluso a nombrar el sacrificio de Abraham que no tuvo reparos en sacrificar a su
propio hijo a petición del Señor.

 La monja más vieja, la cual tenía el rostro agujereado por la viruela, reforzó la insinuación
alegando que “Una acción censurable en sí se vuelve a menudo meritoria por la intención que
la inspira”. 

La intervención de aquel rostro estropeado, acribillado por innumerables agujeros y, que


parecía una imagen de las devastaciones de la guerra, terminó por destruir el último ápice de
resistencia en la férrea voluntad de la pobre Bola de Sebo. 

A la hora de cenar, el posadero anunció que la señorita Rousset se sentía indispuesta, y que no
podría bajar a comer.  Un gran suspiro de alivio salió de todos los pechos.  Loiseau,
emocionado, manifestó que si tuviera champán a la mano le gustaría invitárselo a todos; a la
señora Loiseau le entró la angustia cuando el posadero regresó con cuatro botellas en la mano.
 

Todos incluyendo a las dos monjas, se entregaron a los placeres de aquella deliciosa bebida,
mientras la pobre Bola de Sebo se entregaba a los requerimientos del oficial alemán.  El único
que no compartía aquel momento de dicha era Cornudet.

 Loiseau, que había presenciado los infructuosos intentos de Cornudet aquella noche, se puso 
a contar los pormenores de como Bola de Sebo se había negado a estar con él,  por recato a
ser descubierta en pleno ajetreo.  

Todos estallaron en risotadas: el conde se ahogaba, otros se sujetaban el vientre con las dos
manos ante las ocurrencias de Loiseau que acompañaba la narración con una serie de gestos
que eran el deleite de los presentes quienes tosían de tanto reír. 

Aquella noche, todos perdieron el sueño, empecinados en oír lo que sucedía entre Bola de
Sebo y el oficial prusiano.   A la mañana siguiente, la diligencia esperaba ante la puerta.  Todos
la abordaron lo más rápido posible, como si estuvieran temerosos de que el oficial prusiano
cambiara de parecer. 

Sólo esperaban a Bola de Sebo, quien no tardó en aparecer. Todos se mantuvieron lejos de
ella, como si tuviera alguna enfermedad infecciosa.  El coche se puso en marcha.  Bola de Sebo
se sentía indignada con todos sus vecinos, y humillada por haber cedido a los besos de aquel
prusiano en cuyos brazos la habían arrojado en forma hipócrita. 

Las monjas cogieron el gran rosario que colgaba de su cintura, se santiguaron juntas, y de
pronto sus labios empezaron a moverse vivamente, apresurándose cada vez más precipitando
su vago murmullo como en una carrera de oremus; de vez en cuando besaban una medalla, se
santiguaban de nuevo, después volvían a empezar su rezongo rápido y continuo. 

A medida que el tiempo  transcurría, el hambre empezó a llamar a los estómagos y cada cual
comenzó a desenvolver sus provisiones; sólo la pobre Bola de Sebo no tuvo que llevarse al
estómago, pues, con la prisa y la turbación de su despertar, no había podido proveerse de
ningún alimento. 

Nadie la miraba ni pensaba en ella.  Se sentía ahogada por el desprecio de aquellos bribones
que la habían sacrificado primero, y rechazado después, como una cosa sucia e inútil. 

Quiso gritarles a la cara su furia, pero las fuerzas sólo le dieron para dejar caer por sus rosadas
mejillas unas cuantas lágrimas.  El coche siguió avanzando más de prisa, al estar la nieve más
dura, y Bola de Sebo siguió llorando entre las tinieblas de la noche.

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