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Dejemos de ignorar nuestros suelos.

Existen alternativas para acercarnos a la tierra, para librarnos de un futuro de


erosión e infertilidad agrícola.
EDUARDO AGUILERA FRANCO LLOBERA SERRA JUAN INFANTE AMATE Y ALBERTO SANZ COBEÑA

16 AGO 2022 - 22:30 CDT

Que no solemos valorar lo que tenemos hasta que comenzamos a perderlo es algo que hemos
oído o leído en numerosas ocasiones. Lo que tenemos, lo que pisamos, lo que sostiene nuestro
modo de vida… “Caminante no hay camino...”

Ese camino de Machado –el polvo tras sus pasos de migrante, digno y derrotado, hacia Colliure– es
la capa más superficial de un suelo que no vemos, pero que está ahí. Que va permaneciendo y
viéndose moldeado con nuestras pulsiones y sueños, tantas veces desmedidos.

Caminamos junto a la orilla del río Sorraia en la vecindad tranquila y sosegada de Portugal. Un
valle que refleja los verdes del maíz y el arroz que miran al cielo azul, surcado puntualmente por
globos aerostáticos de colores vívidos. Nuestros cultivos, nuestras despensas, este maíz y arroz se
sostienen en un pavimento del que poco sabemos.

Aparentemente escondido, el suelo bajo nuestros pies es un universo de microporos donde se


desarrollan millones de vidas a diferentes escalas. Aire, agua, carbono, nitrógeno, bacterias,
hongos, raíces… conviven en una aparente oscuridad de la que brotan todos estos verdes, esas
palomitas frente a la pantalla o aquella paella en la Albufera.

El gran problema (como suele ocurrir con las cosas que por no verse en lo cotidiano parecieran no
existir) es que pronto se van degradando. Si no los cuidamos, y no lo estamos haciendo, nuestros
suelos desaparecen. Se pierde su humedad, su materia orgánica, el dulzor tibio del humus en una
mañana tras la lluvia.

Existen muchas alternativas para acercarnos a la tierra, para librarnos de un futuro de erosión e
infertilidad agrícola

Una importante vertiente del modelo agrícola convencional genera riqueza degradando la tierra.
Extrayendo con las cosechas sus nutrientes (reponiendo algunos, en ocasiones en exceso, y
descuidando otros), mermando con el laboreo continuado su estructura, rompiendo con
pesticidas delicadas redes ecológicas. Exponiéndolo a la virulencia de las lluvias torrenciales al
dejarlo desnudo, privándolo de la materia orgánica que necesita para seguir siendo suelo. Y así,
sus agregados, que soportan tanta vida, presente y futura, se van deshaciendo, dejando escapar
millones de toneladas de carbono que pasan a engrosar la ya excesiva concentración de gases de
efecto invernadero de nuestra atmósfera.

¿Cómo dejar de ignorar nuestros suelos? Existen muchas alternativas para acercarnos a la tierra,
para librarnos de un futuro de erosión e infertilidad agrícola. Formas de producción agrícola
ligadas a la tierra y al respeto por los ciclos de nutrientes y la biodiversidad. Presencia de cultivos
cubierta que ya evitan la erosión en muchos de nuestros vergeles ecológicos, laboreo menos
frecuente y menos profundo para permitir al suelo su propia regeneración; y, por supuesto, la
maravillosa recirculación de materia orgánica, de origen vegetal y animal. Como el estiércol
ganadero, que permite cerrar ciclos de nutrientes haciendo de un residuo un recurso muy valioso.
Una valorización que más difícilmente puede producirse cuando los animales se crían
concentrados en las grandes instalaciones de la ganadería intensiva: sobra estiércol cerca de ellas
y falta en los vacíos que dejan en el territorio.

El estiércol ganadero es un ‘residuo’ muy valioso. Pero en las grandes instalaciones de la ganadería
intensiva sobra estiércol cerca de ellas y falta en los vacíos que dejan en el territorio

¿Y en nuestras zonas urbanas? Compost, compost, compost. Planes de compostaje vecinales y


municipales que lleven la materia orgánica de nuestros desperdicios (los inevitables) a alimentar
los microorganismos de esos universos microscópicos, aparentemente oscuros y silentes, que no
son sino grandes constelaciones que crepitan bajo nuestros pies.

Normativa sobre el cuidado del suelo

Toda esta realidad está reconocida por la agricultura ecológica desde hace décadas y relanzada en
el nuevo Reglamento (UE) 2018/848 que entrará en vigor este mismo año. Nos encontramos en un
momento de especial creatividad normativa al respecto del cuidado del suelo y una
reconceptualización de una fertilidad de la tierra más enfocada a la vida microbiana que a los
nutrientes de síntesis. Así, la reciente Ley de residuos y suelos contaminados 7/2022 controlará la
gestión de estiércoles, o que las podas no puedan quemarse y tengan que incorporarse a la tierra.
Y el Reglamento europeo UE 2019/1009 sobre productos fertilizantes que entró en vigor en julio
de 2022 establece nuevos criterios de calidad, reconociendo especialmente el papel de los
bioestimulantes microbiológicos en la fertilidad del suelo.

Es también relevante en este avance normativo a favor de la tierra la estrategia europea De la


Granja a la Mesa, que actúa como el brazo alimentario del Pacto Verde Europeo, y plantea que en
el año 2030 debemos haber alcanzado una reducción del 50% en el uso de pesticidas y de un 20%
en los fertilizantes de síntesis. Y, además, un incremento de la superficie ecológica hasta abarcar al
menos un 25% de la superficie agraria útil en cada Estado miembro.

Es también notable la Misión Europea por el suelo o Soil Deal, que entra en vigor también en 2022
y que estudiará y establecerá una serie de faros y laboratorios vivos, a modo de comunidades
ejemplares y ejemplos a seguir en eficiencia. La soberanía fertilizadora es la base de la soberanía
alimentaria.

Pero esta reorientación política no es ni de lejos suficiente ante la gravedad del reto del cambio
global, que incluye el cambio climático, pero también el empleo de la tierra o la pérdida de
biodiversidad, además de otros procesos. Un vector (en este caso histórico) se define por el
sentido (orientación) de la fuerza, y por la intensidad de esta que se aplica. Creemos que la
dirección de estas nuevas estrategias políticas es muy parecida a la correcta, con unos grados de
margen de debate sobre el norte ecológico, pero sus objetivos son claramente insuficientes y sus
herramientas inciertas, pues aún no se han desarrollado muchas de las normas para llevarlos a
cabo.

Lo cierto es que la fertilidad de los suelos agrícolas sigue deteriorándose, que no hay materia
orgánica suficiente a coste de gestión razonable para recuperarla, y que el abuso de fertilizantes
de síntesis solo parece tender a disminuir tras la subida de precios de la energía. En un escenario
de disponibilidad energética menguante, nos estamos viendo abocados a cambiar las estrategias
de fertilización y a dar a la tierra el valor que siempre tuvo hasta que la industria química condujo
a considerarlo solo un mero soporte para las plantas.

Hay severos motivos para pensar que el despliegue normativo no llegará a tiempo. Que hay que
lograr que sea más ambicioso y a la vez hay que seguir avanzando sin esperar a que se materialice.
Los informes del IPCC, y nuestra propia prospectiva del curso de este siglo, constatan que se
necesitan cambios muy profundos desde ahora. Cambios que requieren de una transformación a
todos los niveles, desde la producción al consumo, de nuestra relación con el suelo. Ante los
enormes retos ambientales a los que se enfrenta el sistema agroalimentario en los próximos años,
es esencial que el polvo que somos deje de estar olvidado.

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