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¿Bipolaridad en ascenso? Análisis equívocos frente a la crisis de la


globalización

Article · March 2020

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José Antonio Sanahuja


Complutense University of Madrid
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LAT I NOAMÉ R I CA
volumen 20 • número 2
abril-junio 2020

¿Bipolaridad en ascenso?

Cita recomendada:
Sanahuja, José Antonio, (2020) “¿Bipolaridad en ascenso?”, Foreign Affairs Latinoamérica, Vol. 20: Núm. 2, pp. 76-84.
Disponible en: www.fal.itam.mx
¿Bipolaridad en ascenso?
Análisis equívocos frente
a la crisis de la globalización
José Antonio Sanahuja

L
a definición del sistema internacional, de las Relaciones Internacionales y
de sus actores, y de todo lo que comprende “lo internacional”, está fuerte-
mente mediada por las teorías y los conceptos que emplea el observador.
Toda descripción depende tanto del hecho observado en sí, como de las premisas
teóricas y los conceptos con los que se define. Y el acto de conocer es también una
forma de constituir los hechos sociales y dotarlos de un significado en las relacio-
nes de poder que conforman las relaciones internacionales. En Relaciones Inter-
nacionales, como en otras ciencias sociales, se asume que existe una relación
estrecha entre conocimiento y poder que hay que dilucidar. Para una disciplina
que apenas cuenta con un siglo de existencia y es poco dada a cuestionarse sus
fundamentos, confines y premisas, se exige adoptar una mirada reflexiva y crítica
sobre sí misma y sus teorías y preguntarse hasta qué punto su forma de contemplar
y definir las relaciones internacionales no está fuertemente condicionada por de-
terminadas asunciones de partida, teorías, categorías o concepciones asumidas
como “dadas”, que a la postre actúan a modo de “lentes” analíticas que producen
una visión de la realidad.
El uso de la polaridad ―una las categorías más asentadas― es uno de los ejem-
plos más evidentes de esos sesgos, hasta el punto de convertirse en una verdadera
patología de las Relaciones Internacionales. A ese concepto se recurre a menudo
para describir la estructura básica y la naturaleza misma del sistema internacional.
De esta forma, dicho sistema se presenta en términos de uni, bi o multipolaridad. Y
siguen siendo referentes inevitables cuando se constata que son inadecuadas o insu-
ficientes, como ilustran algunos términos que han intentado describir el mundo pos-
terior a la Guerra Fría, como unimultipolaridad (Samuel Huntington), apolaridad

JOSÉ ANTONIO SANAHUJA es catedrático de Relaciones Internacionales en la Universi-


dad Complutense de Madrid, Director de la Fundación Carolina y profesor en la Escuela Di-
plomática de España. Ha sido investigador del Instituto Complutense de Estudios Interna-
cionales (icei) e investigador visitante en el Centro Robert Schuman del Instituto Universi-
tario Europeo de Florencia, y ha trabajado como investigador y consultor de la Comisión y el
Parlamento Europeo, así como en otras entidades. Sígalo en Twitter en @JASanahuja.

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o no polaridad (Richard Haas), interpolaridad (Giovanni Grevi) o heteropolaridad


(Daryl Copeland).
La polaridad, en suma, ha proporcionado la matriz básica de las narrativas con las
que se explica el mundo contemporáneo, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial.
El sistema internacional habría tenido una estructura esencialmente bipolar desde el
despliegue de la cortina de hierro hasta la caída del muro de Berlín. Se habría iniciado
entonces lo que Charles Krauthammer llamó un “momento unipolar”. Sin embargo,
la decidida reorganización del poder y la hegemonía de Estados Unidos tras los ata-
ques del 11-s habría dado paso —según ese mismo autor y otros, como William
Wohlforth o Michael Mastanduno― al inicio de una “era unipolar” acorde a la visión
neoconservadora de un orden internacional basado en la primacía de Estados Unidos.
John Bolton, entonces representante de ese país en la Organización de las Naciones
Unidas, declaró en referencia a la reforma del Consejo de Seguridad que, “en realidad,
debería tener un solo miembro, Estados Unidos, pues ese era el reflejo de la verda-
dera distribución del poder en el mundo”. Eso ocurrió en 2005. Apenas 4 años antes,
al reconocer el ascenso de los países emergentes, Goldman Sachs había acuñado el
acrónimo “bric” para englobar a Brasil, Rusia, la India y China, y estos, al asumir su
nueva identidad y sin ocultar sus aspiraciones de poder, empezaron a concertar posi-
ciones en 2006. Entre las declaraciones de Bolton y la Primera Cumbre de los bric
en Ekaterimburgo, en 2008, la unipolaridad quedó atrás y se afirmó como narrativa
dominante la idea de multipolaridad, en reconocimiento tanto del ascenso de los paí-
ses emergentes, como de la afirmación de la Unión Europea como actor mundial,
reforzada por las innovaciones del Tratado de Lisboa de 2007 y la Estrategia Solana
de seguridad que la Unión adoptó en 2003, en parte como respuesta a las pretensio-
nes hegemónicas de Washington.
A mediados de la última década, sin embargo, aparece un nuevo giro argumen-
tal en el que se afirma una visión de bipolaridad en ascenso (o “volátil”, en expresión
de Esteban Actis y Nicolás Creus), de un sistema internacional con China y Estados
Unidos a la cabeza, que estaría dejando de ser multipolar. Este giro daría cuenta de la
recesión económica y las crisis políticas que han afectado a muchos países emergen-
tes, al verdadero papel de Rusia ―en realidad, un exportador de petróleo y gas con
armas nucleares―, y a las sucesivas “crisis existenciales” (según palabras de Federica
Mogherini o Jean-Claude Juncker) que ha experimentado la Unión Europea en estos
años: crisis del euro, de los refugiados sirios, ascenso de la extrema derecha en Francia
y el brexit. En realidad, han sido crisis de gobernanza de la propia Unión Europea,
en gran medida autoinfligidas a partir de sus propias fallas institucionales. En este
relato, reaparecen las viejas teorías de “transición de poder” y la inevitable trampa
de Tucídides (Graham Allison) de dos superpotencias que compiten por la primacía
en el escenario estratégico global, “desacoplando” sus economías por medio de una
guerra comercial y tecnológica, con lo que ponen en tela de juicio el orden interna-
cional liberal. El enfrentamiento en torno a la tecnología 5g sería, pues, el capítulo
inicial de esta nueva bipolaridad y definiría las nuevas “esferas de influencia” de la
política mundial contemporánea. Ese relato parece haberse extendido, en particular,

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a Latinoamérica, región que parece percibir que China y Estados Unidos serán los
únicos actores clave para el futuro de sus economías, mediante el acceso a los merca-
dos, origen de inversiones o de tecnología y en la gestión de las crisis políticas, como
ilustra el caso de Venezuela.
Este relato de polaridades que van y vienen puede sustentar una lección de pri-
mer curso de Relaciones Internacionales, y seguramente refleja la visión de la histo-
ria reciente más asentada en los medios de comunicación y la gente común. Parte de
la corriente dominante de la disciplina, por muchos matices y precisiones que puedan
añadir, también suscribiría esta narrativa, y el estudiante de Relaciones Internacionales
que la escuchó en el primer semestre puede incluso llegar a doctorado y convertirse en
analista de prestigio situándose dentro de este armazón narrativo e imprimir a su dis-
curso cierta dosis de afectación académica. Pero su amplio predicamento no significa
que sea la interpretación o el análisis más adecuado ni el correcto, y su aparente simpli-
cidad ―contra la regla de la navaja de Ockham― debería ser una primera llamada de
atención desde el sano escepticismo que es un imperativo para la actividad académica.

POLARIDAD: ¿CATEGORÍA ANALÍTICA O NARRATIVA DE PODER?


¿A qué nos referimos cuando hablamos de “polo” o “polaridad”? En realidad, se trata
de un concepto o categoría mal definida, y como otros términos de uso frecuente
(“globalización”, “orden internacional liberal”), su uso se ha banalizado y puede signi-
ficar cualquier cosa. El término como tal procede de la teoría de sistemas, y ya en 1947
lo empleó Walter Lippmann para referirse a la confrontación con la Unión Soviética.
En un sistema internacional, un “polo” es un actor lo suficientemente importante,
en términos de poder material, como para definir el conjunto del sistema, sea por
su posición de primacía o por forzar la reacción de otros actores en lógica de equi-
librio de poder. Quizá la definición más extendida de ese término es la que aportó
Kenneth Waltz en Teoría de la política internacional, de 1979, en la que explica que un
“polo” tiene una posición dominante en todas las dimensiones que fundamentan el
poder: población, recursos, economía, fuerza militar, estabilidad política y capacidad
organizativa. Dada la índole relativa de esas capacidades, el número de unidades en
juego definirá la naturaleza del sistema como uni, bi o multipolar, sea rígido o laxo,
sin que existan otras posibilidades. Si se asume la centralidad de ese concepto, como
se indicó, el cambio sistémico se limita a esas tres variantes, y el trabajo del interna-
cionalista, en lo esencial, se limitaría a determinar cuál está vigente, cuáles son sus
variables y cuáles las dinámicas de cambio entre una y otra. Por consiguiente, el pro-
grama de investigación se centraría en las dinámicas de dominación y dependencia y,
en su caso, del equilibrio de poder dentro de un sistema internacional que se asume
que es anárquico y en el que cada Estado ha de valerse por sí mismo, y en las impli-
caciones de cada variante en cuanto a la estabilidad del sistema. Como epílogo, este
planteamiento define una agenda y un perímetro muy limitado para la disciplina de
las Relaciones Internacionales, y restringe notablemente su campo de estudio y capa-
cidad explicativa.

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Ahora bien, si ese es el significado y premisas del concepto de polaridad, el


relato anterior tiene serios problemas. Si por su propia definición el término alude
a cambios estructurales basados en el poder material, necesariamente de largo
plazo, ¿es plausible que en apenas 20 años el sistema internacional haya transitado
por las tres variantes posibles? ¿Cómo es posible argumentar, como hizo Bolton
en 2005, que el sistema estaba anclado en la unipolaridad cuando al mismo tiempo
ya se anunciaba como multipolar? ¿No reflejan esos análisis una notable confusión
entre el cambio estructural y la agencia desplegada por los actores estatales? En
realidad, más que un concepto analítico serio, “polaridad” es una metáfora cuyo
uso conduce a generar narrativas simplistas y
distorsionadas de la realidad internacional. Sin
hacerlo explícito, se asume el marco neorrea- En realidad, más que un
lista como “la” teoría que fundamenta el análi- concepto analítico serio,
sis internacional “aceptable” y correcto. Nada
nuevo bajo el sol, pero no por ello menos nece- “polaridad” es una metáfora
sitado de crítica. cuyo uso conduce a generar
Es cierto que a partir de ese concepto se
puede describir con cierta precisión el largo pe- narrativas simplistas
riodo de bipolaridad que significó la Guerra y distorsionadas de la
Fría, el juego estratégico Este-Oeste y su lógica
de alianzas y “esferas de influencia”. Pero incluso realidad internacional.
en ese periodo se trataba de una descripción
muy elemental que situó en posición subalterna la lógica Norte-Sur de la descoloni-
zación, que fue, sobre todo, un profundo cambio social a escala mundial. El descono-
cimiento de la economía política internacional es también evidente. No aprehende
la finalización del “ciclo largo” económico y tecnológico que supuso el fordismo y el
advenimiento de un nuevo ciclo posfordista, este último, el punto de partida de la
globalización. Por ello, no se previeron ni se entendieron los porqués sistémicos del
colapso de la Unión Soviética y el abrupto fin de la bipolaridad, así como tampoco
la supervivencia y posterior ascenso de China. Apenas 10 años antes de la caída del
muro de Berlín, Waltz argumentaba que, frente a la unipolaridad o la multipolari-
dad, en un mundo de armas nucleares, el sistema bipolar era necesariamente el más
“estable”. Una vez más, la historia demostró que la clave del análisis se encuentra en
su propio devenir, y no en la pretensión cientificista de establecer “leyes” o principios
universales para explicar la realidad internacional.
Finalmente, si todo lo anterior se problematiza desde una epistemología reflecti-
vista, en realidad la bipolaridad puede ser vista como un discurso de poder, con fun-
ciones constitutivas y de legitimación para los actores y como factor generativo de las
capacidades materiales de ambos bloques, más que como consecuencia de esas capa-
cidades. En otras palabras, serían las ideas y las identidades en conflicto que dieron
origen a los arsenales nucleares y el enfrentamiento Este-Oeste, y no la distribución
bipolar de capacidades materiales prexistentes, lo que explicaría esa pugna, como pre-
tenden los neorrealistas.

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José Antonio Sanahuja

De hecho, desde el giro reflectivista de la teoría de las Relaciones Internacionales


que se inicia en la década de 1980, las premisas en las que se basan esos relatos de
polaridad han sido ampliamente cuestionadas, aunque más desde la academia euro-
pea y de otras latitudes que desde las corrientes estadounidenses, metidas en un
debate narcisista sobre su papel “central” en el orden internacional. No es este el
lugar para revisar esas críticas, pero sí cabe hacer un breve recuento de sus principa-
les puntos. En primer lugar, es el reflejo de una visión tradicional de las Relaciones
Internacionales, de matriz realista, eminentemente estatocéntrica, basada en una
concepción material del poder y, especialmente, en las capacidades militares. Se
trata de una visión muy simplista: desestima los actores no estatales y a los víncu-
los trasnacionales, y descuida las dimensiones no materiales del poder, así como la
economía política internacional, altamente trasnacionalizada y privatizada, que sus-
tenta la globalización. Por eso ya en la década de 1990, como reacción frente a estas
carencias, Huntington describía un mundo “unimultipolar” ―unipolar en lo mili-
tar, multipolar en lo económico―; James Rosenau hablaba de un mundo “multi-
céntrico”; Barry Buzan y Ole Wæver introducían la dimensión regional, en la que
después insistió Amitav Acharya; y Joseph Nye proponía un marco de análisis, a
modo de tablero de ajedrez en tres planos: en el primer tablero, con Estados y equi-
librios de poder, aún se podría hablar de polaridad, pero habría un segundo tablero,
de índole económica, y un tercero, con vinculaciones trasnacionales, donde no ten-
dría sentido alguno hablar en esos términos. Finalmente, el recurso a la polaridad
sería, en no pocos aspectos, una expresión de lo que el sociólogo de la globalización
Ulrich Beck llamaba el “nacionalismo metodológico”; es decir, la tendencia a ver
la realidad utilizando el Estado-nación como prisma, categoría y unidad de análi-
sis. Esto conducía a fragmentar realidades que trascendían lo nacional y, con ello, a
dejar de ver hechos y conexiones causales clave en lo internacional.
Quizá una de las principales fallas del concepto de polaridad y de su uso en las
Relaciones Internacionales contemporáneas, sea la manera en la que se ignoran
las interdependencias económicas y los riesgos compartidos que supone la globaliza-
ción. En las décadas de 1950 y 1960, el mundo bipolar correspondía a una clara distri-
bución del poder militar y económico en dos polos, y las conexiones económicas entre
ambos bloques eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, en la actualidad China
y Estados Unidos siguen ligados por una tupida red de interdependencias económi-
cas y financieras. China sigue siendo clave en las cadenas de suministro de muchas
empresas estadounidenses y como tenedora de títulos de deuda del tesoro de ese país,
de la misma manera que la demanda estadounidense sigue teniendo un papel clave
como vector de crecimiento de China. Es cierto que ambos países son rivales estraté-
gicos, que están actuando deliberadamente para “desacoplar” sus economías y que los
desequilibrios por la cuenta corriente no tienen el tamaño de hace 3 lustros, pero por
mucho que avance ese proceso, la interrelación económica de ambos actores seguirá
siendo muy intensa y, por ello, es difícil hablar de polaridad (lo que implicaría un nivel
de autonomía que no existe con altos niveles de interdependencia) y cualquier analo-
gía con la Guerra Fría resulta poco seria.

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En segundo lugar, la narrativa de la polaridad define la estructura del sistema


internacional en función de la desigual distribución de capacidades y la jerarquía
resultante entre Estados. Pero la estructura del sistema internacional es una reali-
dad diferenciada y depende de elementos no materiales y de procesos y dinámicas de
alcance trasnacional. Como señalan Robert Cox o Stephen Gill, existe una “estruc-
tura histórica” del sistema internacional que combina capacidades materiales, insti-
tuciones y normas, e ideas y conocimiento que debe ser vista como marco de acción
que constituye a los actores y abre o no posibilidades para su agencia. La narrativa
de la polaridad confunde, de hecho, estructura y agencia, tanto en el plano ontoló-
gico como en el causal, de ahí que quiera verse un cambio estructural de ciclo largo
donde no hay sino agencia de corto plazo. La aparición de Donald Trump y su bru-
tal forcejeo con las estructuras institucionales y económicas de la globalización les
causará, seguramente, cambios importantes, pero no es la causa única ni principal
de esos cambios, que responden a fuerzas económicas y sociales más profundas, de
las que el propio Trump es una consecuencia. En ese sentido, al analizar el sistema
internacional actual en términos de bipolaridad en ascenso, se puede incurrir en una
falacia por causalidad falsa que revela un problema por resolver.
Al centrarse en los actores estatales, la narrativa de la polaridad también asume
una visión unidimensional del poder, centrada en su faceta relacional; es decir, en el
ejercicio de la influencia por parte del Estado o en la autonomía necesaria para resis-
tir la influencia de otros actores. Esa dimensión es sin duda relevante, y constituye un
vector de cambio que hay que valorar. Pero se omite el poder estructural que radica en
las estructuras mencionadas. Ese poder estructural ha sido teorizado, entre otros, por
Susan Strange, Robert W. Cox o, de una forma más completa, por Michael Barnett
y Raymond Duvall. No lo ejerce ningún actor, pero está presente en las interdepen-
dencias económicas, en las normas e instituciones internacionales, y en el mundo de
las ideas y las legitimidades, y explica que determinadas acciones puedan llevarse
a cabo o no, así como los costos y beneficios para cada actor. Una estructura histó-
rica congruente y bien trabada, en la que radica un poder estructural “fuerte”, limita
notablemente el margen para la agencia de los actores del sistema, y con ello, define
un orden internacional hegemónico. En ese sentido, si se reconoce adecuadamente
el papel de las estructuras y el poder estructural, se puede concebir la hegemonía de
una manera más compleja y sutil, y no asumir que es una consecuencia de la agen-
cia o capacidad de los Estados y de la naturaleza unipolar o bipolar del sistema, como
arguyen los neorrealistas.

CRISIS DE GLOBALIZACIÓN Y DE HEGEMONÍA


Explicar el sistema internacional contemporáneo en términos de una mera transición
de poder o de bipolaridad emergente es simplista, y a la postre, erróneo. En realidad,
el sistema internacional atraviesa un cambio de ciclo histórico, la crisis de la globali-
zación, entendida como modelo hegemónico. Se trata de una etapa de cambio estruc-
tural que cierra la etapa posterior a la Guerra Fría, dominada por la globalización

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económica y la democracia liberal. Si con el 11-s y la guerra contra el terrorismo ter-


minó el confiado optimismo democrático posterior a la Guerra Fría y el “fin de la
historia”, con la crisis económica iniciada en 2008 se cerraría el ciclo de la globaliza-
ción económica en su forma actual, basada en la trasnacionalización productiva y la
financiarización.
Examinar un cambio de ciclo histórico demanda una perspectiva analítica de
sociología histórica con una mirada de larga duración, para usar el término del his-
toriador Fernando Braudel. Exige examinar cómo esos cambios en la estructura del
sistema internacional suponen constricciones o posibilidades para los actores sociales
―en particular, los gobiernos― y para su agencia. En esta perspectiva, las pregun-
tas y las respuestas, en vez de limitarse a supuestos cambios en la polaridad, se dirigen
a la naturaleza hegemónica o no hegemónica de
los órdenes mundiales y a los límites y posibili-
El sistema internacional dades del cambio.
está atravesando una etapa Desde esa perspectiva, cabe observar que el
sistema internacional está atravesando una etapa
de cambio estructural hacia de cambio estructural hacia formas no hege-
formas no hegemónicas, mónicas, una etapa entendida como crisis de la
globalización en la modalidad que adoptó a fina-
entendida como crisis les del siglo xx. En esa crisis se entrecruzan los
de la globalización. procesos de cambio de poder generados por la
propia globalización; el agotamiento del ciclo
económico y tecnológico de la trasnacionaliza-
ción productiva; los límites sociales y ecológicos del modelo, que ilustra, en particular, el
cambio climático, y sus fallas de gobernanza, tanto en el ámbito nacional, como en
el plano internacional.
En relación con el cambio de poder, supone un desplazamiento y difusión a paí-
ses emergentes y actores no estatales, lo que da lugar a un sistema en apariencia
multipolar, pero en realidad multicéntrico, y a una globalización sin adecuada gober-
nanza multilateral. Por parte de las potencias emergentes, implica un planteamiento
revisionista que no supone un “nuevo multilateralismo” eficaz, pues debilita las orga-
nizaciones existentes sin que las alternativas impulsadas por los países emergentes
puedan sustituirlo. Por otro lado, la globalización, en tanto trasnacionalización y cre-
ciente interdependencia, constriñe y diluye la agencia de los Estados, con el resul-
tado paradójico de que el ascenso de los países emergentes a la categoría de potencias
coincide con una grave erosión de sus capacidades. Los emergentes tienen ahora
más influencia que en el pasado, pueden crear nuevas organizaciones internaciona-
les e incluso desplegar una “gran estrategia” geopolítica, pero no tienen capacidad ni
voluntad de ser la alternativa en la gobernanza al sistema internacional. Para unos
y otros, ahora reunidos en el g-20, ser “potencia” ya no es lo que fue en el pasado.
Esas fallas de gobernanza se pondrían de manifiesto en las carencias del g-20 y
de otros organismos frente a una crisis iniciada en 2008, que no es un mero fenó-
meno cíclico. La debilidad del crecimiento y el comercio y la inversión, que no han

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recuperado los niveles anteriores a la crisis, indican cambios más profundos. En


concreto, se estaría cerrando el ciclo productivo posfordista iniciado en la década
de 1980, ante cambios tecnológicos que alientan la relocalización productiva, que
dan fin a las anteriores dinámicas de deslocalización propias de la globalización, y
que anuncian una nueva división internacional del trabajo, basada en la automati-
zación y el ascenso de las plataformas digitales. La guerra comercial y tecnológica
de Trump está acelerando ese proceso, con amplios efectos en el empleo, las polí-
ticas fiscales y de bienestar, los acuerdos distributivos y la desigualdad, que ponen
en tela de juicio el contrato social vigente en muchos lugares.
En definitiva, la crisis del orden internacional liberal, como señaló John
Ikenberry, no es una “crisis E. H. Carr” que pueda entenderse en clave de polí-
tica de poder. Es una “crisis Karl Polanyi” que exige a los internacionalistas una
mirada que trascienda el limitado análisis de la polaridad y el equilibrio entre
potencias: la globalización y su crisis ha significado brechas sociales crecientes y
al tiempo, menor capacidad de los Estados para atenderlas, que alientan un movi-
miento contrario de autoprotección de la sociedad, como en su momento analizó
Polanyi, del que se nutren nuevas fuerzas nacionalistas y de extrema derecha. En
los países avanzados se evidencia un aumento de la desigualdad, se erosionan los
pactos sociales y recrudece la inseguridad respecto de la capacidad de protec-
ción del Estado. En los países emergentes se produce un rápido aumento de las
expectativas de ascenso social y las demandas al Estado, las formas de gobierno
y sus políticas públicas. Todo ello, en una estructura general que constriñe fuerte-
mente la agencia de los Estados-nación y sus élites tradicionales para materializar las
aspiraciones, demandas y derechos de las sociedades. El voto indignado y las protes-
tas sociales que se observan en muchos lugares se relacionan con estos hechos.
Estos procesos alimentan el cuestionamiento de las élites favorables a la globali-
zación y el ascenso de los nuevos actores de extrema derecha que se nutren del des-
contento social. Wolfgang Münchau señaló que el poder establecido al cuidado del
orden internacional liberal parece estar sumido en un “momento María Antonieta”,
ajeno a un cambio tecnológico que la sociedad ve con temor y a un sistema finan-
ciero fuera de control; abandona a su suerte a parte de la ciudadanía, insiste en unas
duras políticas de austeridad, y no da respuesta adecuada a la migración o el cambio
climático. Peor aún, denigra a los votantes que se inclinan hacia el nacionalismo y el
populismo como meros exponentes de un “voto irracional”, con lo que se enajena su
apoyo frente al ascenso de la extrema derecha.
Esas dinámicas tienen efectos dentro de cada Estado y en el plano internacio-
nal. La impugnación de las élites y la crisis de legitimidad del liberalismo ante una
extrema derecha en ascenso debilitan el liderazgo y la posición hegemónica que había
mantenido el conjunto de los países avanzados (en particular Estados Unidos y la
Unión Europea) en el sostenimiento del orden internacional liberal en el que se ha
basado la globalización.
En una estructura no hegemónica y en cambio, existirían más opciones y mayores
márgenes de maniobra en términos de agencia. Por ello, tanto los sistemas políticos

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José Antonio Sanahuja

nacionales como el sistema internacional son más abiertos ante la aparición y ascenso
de actores políticos ajenos al poder establecido y con mayor potencial disruptivo. En
ese escenario de crisis de globalización, acontecimientos como el brexit o el triunfo
electoral de Trump, de Jair Bolsonaro y otros, no pueden ser considerados como cis-
nes negros impredecibles, según la expresión de Nassim Taleb. Son resultado de
factores de agencia ―la capacidad movilizadora de estos nuevos “emprendedores
políticos”, mediante discursos de contestación y polarización en las redes sociales―,
pero no se explicarían sin contar como factores causales las dinámicas de cambio
social y económico descritas. Así puede entenderse el rápido ascenso del nacionalismo
y la extrema derecha en muchos lugares, y las nuevas formas de “cesarismo” político
que ello supone. En el plano internacional, así se explica el retorno de la “gran estra-
tegia”, en términos geopolíticos, que despliegan múltiples actores en ausencia de un
orden hegemónico que lo impida.
Todo lo anterior apunta a un escenario de cambio de época, con mayor incerti-
dumbre, riesgos e inestabilidad. Más que una supuesta bipolaridad entre China y
Estados Unidos, se anunciaría una etapa de “posglobalización”, caracterizada, por una
parte, por la fragmentación y la reorganización de los mercados y las cadenas produc-
tivas de la etapa anterior, y, al mismo tiempo, por una mayor integración de la econo-
mía digital. Entre tanto, el sistema multilateral se encuentra cuestionado y en peligro
de fragmentación ante el ascenso del proteccionismo y el nacionalismo económico,
tanto en Estados Unidos como en otros países de la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos, e incluso en algunos de los emergentes. Todo esto ocurre
en un escenario geopolítico más complejo, competitivo y fluido, y con mecanismos
de gobernanza regional e internacional más fragmentados y con menor capacidad de
articular la acción colectiva para dar respuesta a los retos globales.

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