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Julio de Santa Ana nació en Montevideo el 2 de julio de 1934.

Es doctor en Ciencias Religiosas por la Universidad de


Estrasburgo, Francia. Fue director de la revista Cristianismo y Sociedad, de la Comisión de las Iglesias y su
Participación en el Desarrollo del Consejo Mundial de Iglesias, del Centro Ecuménico para el Servicio a la Educación y
la Evangelización Popular (CESEP, Brasil) y profesor del Instituto Ecuménico de Bossey. Algunos de sus libros
recientes son: Sustainability and Globalization and (1999), Religions today. Their challenge to the ecumenical
movement (2006) y Beyond idealism. A way ahead for ecumenical social ethics (2006). Es un teólogo protestante de
larga trayectoria y enorme contribución ecuménica.

© 2014, Por la selección y el prólogo: L. Cervantes-Ortiz

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Índice

Prólogo, 5

1. En camino y a la espera, 7

2. La tensión sacralización-desacralización, 25

3. Un cristianismo no religioso, 29

4. La reflexión teológica de las iglesias evangélicas latinoamericanas, 33

5. The influence of Bonhoeffer on the Theology of Liberation, 47

6. Lecciones para nuestro tiempo, 53

7. Claves para la acción pastoral a partir de la lectura de los signos de los tiempos, 65

8. Bases bíblicas neotestamentarias para la unidad del pueblo de Dios, 75

9. Unidos para que el mundo crea, 93

10. Costo social y sacrificio a los ídolos, 99

11. Sobre teología y modernidad, 109

12. Ser humano es quien trabaja, 123

13. Sobre economía y teología, 133

14. Algunas consideraciones sobre la mímesis sacrificial de los sujetos sociales modernos, 141

15. La Iglesia, la pobreza y la economía global, 145

16. Concilio Ecuménico Vaticano II: cincuenta años después, 151

17. Rubem Alves: fiel a sus orígenes, 157

18. Emilio Castro, 161

19. Discípulo, testigo y maestro: José Míguez Bonino, 171

20. En los 50 años de ISAL (Una entrevista), 175

Bibliografía, 183

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Prólogo

E l teólogo Julio de Santa Ana ha llegado a los 80 años de vida, situación ante la cual la trascendencia de su
obra y esfuerzo alcanza una nueva dimensión, pues al mirar hacia atrás todo lo andado, lo expuesto, lo
compartido con tantas generaciones de estudiantes y seguidores suyos, el impacto de lo logrado está ahí,
esperando nuevos lectores/as y encuentros.
Integrante de una notable generación de pensadores protestantes, dentro y fuera de su país, Uruguay, le
tocó en suerte participar en el surgimiento de la teología latinoamericana como una de las voces más coherentes,
críticas y proféticas. Compañeros suyos fueron Emilio Castro, Mortimer Arias, Julio Barreiro, Hiber Conteris,
Óscar Bolioli, Julia Campos, Beatriz Melano… En la Patria Grande: Sergio Arce, Richard Shaull, Valdo Galland,
Luis Odell, José Míguez Bonino, Federico Pagura, Waldo César, Leopoldo Niilus, Richard Couch, Mauricio López,
Rubem Alves, Gonzalo Castillo Cárdenas, Raúl Macín, Luis Rivera-Pagán… Y más allá de ella: Milan Opocensky,
Ulrich Ducrow, Konrad Raiser, Lewis Mudge, Heinrich Schäfer, Heidi Hadsell, Robin Gurney, Odair Pedroso
Mateus. Una auténtica pléyade de nombres ligados a una época formativa y combativa, lo uno por lo otro, que ha
continuado a través de las lecciones recibidas en otros discípulos/as que han desarrollado de manera variada sus
ideas e intuiciones.
Desde la segunda mitad de los años sesenta hasta bien entrados los noventa, cuando se jubiló en su
última labor académica en el Instituto Ecuménico de Bossey, su persistencia y aliento para reflexionar sobre la
presencia de la fe cristiana en el mundo no ha tenido descanso. Y ahora que ha practicado sólidos e intensos
ejercicios autobiográficos no deja de advertir que continúa en la lucha sin cuartel contra cualquier forma de
idealismo, aquella tentación que lo atenazó desde muy joven y de la cual ha salido bien librado.
Más allá del idealismo, precisamente, se titula su libro más reciente, colectivo, como aprendió a trabajar
en el ambiente ecuménico, en el movimiento Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), en el Consejo Mundial
de Iglesias (CMI) y en el Centro Ecuménico para el Servicio a la Educación y la Evangelización Popular (CESEP),
lugares todos donde supo rodearse de colegas, amigos y colaboradores que han experimentado su pasión, su
rigor y su constancia para seguir en el camino teológico aprendido y al que le ha rendido una fidelidad extrema.
Cada texto recogido aquí es una muestra de sus aficiones, intereses y preocupaciones profundas siempre
en el afán de dar con la palabra exacta para discutir lo que más aleja: la economía, la pobreza, la desigualdad, la
necesidad de ofrecer un mensaje auténticamente liberador en medio de las peores circunstancias. Alguna vez
dijo que los tiempos que corren ya no se prestan tanto para el ímpetu profético como para la visión sapiencial; es
posible, pero él se ha sabido expresar ampliamente en ambos terrenos gracias a su dominio del pensamiento de
diversos órdenes. Vaya, pues, este homenaje a uno de los fundadores de la teología latinoamericana, referencia
obligada para enterarse de las vicisitudes del compromiso cristiano liberador en el mundo.

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EN CAMINO Y A LA ESPERA (2012?)

A lgún tiempo atrás recibí de la Comisión de Historia y Archivo Histórico de la IMU la invitación para escribir
algunas notas sobre mi experiencia de vida. Tengo conciencia de que mi aporte no tiene gran valor. Sin
embargo, mi respuesta fue positiva. Al disponerme a cumplir con la palabra empeñada, entiendo que
corresponde precisar algunos puntos.
En primer lugar, lo que voy a intentar es compartir aquello que ha sido una constante en mi marcha por los
diversos caminos en los que he transitado por este mundo: se trata de una actitud de curiosidad, de constante
indagación, de planteamiento de interrogantes que no siempre han tenido respuesta. Deseo compartir esa
inquietud que me acompaña en el diario vivir.
Por eso, en segundo lugar, entiendo que no puedo ni debo ser considerado un ejemplo para otros. Puede
que aquellos que comparten conmigo, más cerca o más lejos, la fe cristiana de nuestra comunidad metodista
uruguaya, sientan interés por la forma en que he intentado plasmar respuestas a algunos desafíos. Sin embargo,
esas actitudes nunca deben ser consideradas ejemplares ni motivos de emulación. En el mejor de los casos,
puede que esos recuerdos ayuden a tomar conciencia de cosas que no hay que hacer, que deben ser evitadas.
Lo que me propongo hacer, en parte, es un ejercicio de memoria.
Puedo decir que el tono de estas reflexiones puede ser el que caracteriza las Confesiones de San Agustín
(guardando la debida distancia); anhela contar algunas cosas, suscitar preguntas y meditar en la intimidad y el
silencio de los recuerdos. No se trata de un texto como El Peregrino, joya de la literatura puritana, ni tampoco
como En sus pasos, que tanto influyó en la formación de mi conciencia cristiana en años de mi adolescencia.
Estos textos contribuyeron para mi edificación, pero no es lo que deseo hacer ahora, cuando mi mente discurre
acerca de lo que se me ha encomendado y que con gusto me propongo cumplir.

Por las veredas del mundo real


Tal como si me hubieran tomado de la mano, algunas experiencias me han conducido y acompañado hasta este
aquí y ahora. Una de ellas, tuvo lugar en la antigua Casa de la Amistad, situada en la calle Chile del barrio del
Cerro, en Montevideo.
El pastor Earl M. Smith, hombre de profunda fe y de un carácter cristiano que salía de lo ordinario, predicó
en un culto de domingo sobre el tema ―Un laboratorio del espíritu‖. Hacía muy poco tiempo que había hecho mi
profesión de fe. Smith no era un gran orador, pero sus sermones tenían la capacidad de llevar a los fieles que
formaban parte de la comunidad metodista del Cerro a vivir experiencias concretas, a enfrentarse con la realidad.
Smith predicaba sobre los interrogantes que plantea la vida concreta a la fe cristiana. Como en otros cultos, eso
ocurrió aquel domingo.
Terminado el servicio religioso, algunos jóvenes que estábamos presentes, espontáneamente nos
buscamos y, después de discutir brevemente, entendimos que valía la pena comenzar a examinar el camino
espiritual sobre el que Smith había predicado. Éramos siete u ocho y resolvimos comenzar a reunirnos una vez
por semana.
En esas reuniones orábamos; hablábamos de los problemas que surgían entre nosotros y el entorno
social. Quisimos poner a prueba el Evangelio, sobre todo la ética de Jesús: mandamientos como ―no sepa tu
izquierda lo que hace tu derecha‖; ―sea vuestro lenguaje sí, sí; no, no; que lo que más de esto, de mal procede‖;
―bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios‖; o la búsqueda de la reconciliación tratando
de que ―no se ponga el sol mientras dure nuestro enojo‖ eran algunas cuestiones que nos preocupaban.
Esa experiencia del ―laboratorio espiritual‖ se extendió por algunos meses. Y quienes participamos en ese
proceso aprendimos, entre otras cosas, el significado de la ―gracia costosa‖ antes de que tuviésemos alguna
noción sobre ese concepto a través de la lectura de los libros de Bonhoeffer.
Se nos hizo muy claro que tratar de ser discípulo de Jesús no era fácil; al igual que Pedro y otros,
tendríamos tropiezos y caídas. Comprendimos que ser cristiano era motivo de agonía. Las palabras de Unamuno,
al final de su libro El Sentimiento Trágico de la Vida son un presagio de esa convicción.
Por esos tiempos, la comunidad metodista del Cerro vivió una gran renovación. Al mismo tiempo, en un
plano más personal, una de las cosas importantes que comenzaron a estar presentes en mi conciencia es que la

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vida cristiana, el seguimiento de Jesús, lleva a andar por sendas bien concretas. Diciéndolo de otra manera: la fe
no se practica en la esfera de las ideas, sino en el plano de la vida real.
Desde entonces he buscado evitar las trampas del idealismo y aceptar las exigencias del mundo real.
Pocos años después, un atisbo de lo que significa el misterio de la encarnación, me ayudó a comprender
mejor esto, que ha llegado a ser un leit motiv de mi existencia. La Cruz ha hecho patente que sólo es posible
seguir a Jesús por las veredas del mundo real, en las que no nos es posible evitar ―la noche negra del alma‖
sobre la que escribió San Juan de la Cruz. Creo que sin la aceptación de la encarnación, y sin la dura disciplina
de la vivencia de la crucifixión, no es posible hablar de la resurrección de manera concreta.

El hechizo del idealismo


Los avatares de la vida me han conducido a muchos lugares. Casi siempre, el idealismo ha estado agazapado,
tratando de envolverme con sus encantos.
Quiero aclarar que, al optar por el mundo real, al querer conocerlo y estar arraigado en él, no
conseguimos expulsar el idealismo de nuestro ser, ni tampoco dejamos de servirnos de él para entender nuestro
yo y el mundo que nos rodea. En todo momento nos acecha. Hay que estar alertas, mantenerse en guardia de
diversas maneras, para no ser seducidos por él. De ahí que, en momentos importantes de mi existencia, haya
optado por afirmarme a partir del sentido que tiene el lado oscuro, pero real, de la vida. Entiendo que el mundo de
las ideas, de las esencias, de las formas puras es demoníaco, a pesar de que la imagen que tenemos de ese
mundo representándolo como ―ideal‖.
El carácter diabólico radica en que parece ser, en el engaño de sus formas seductoras. Lo que pertenece
al diablo es la doble vía (diaboléin), que no siempre llegamos a percibir en nuestro entorno, donde hay cosas que
nos fascinan con sus sortilegios, y que, al mismo tiempo, hacen que perdamos el sentido de nuestra marcha por
el mundo.
Las cosas reales (sean objetos, personas, fenómenos, procesos históricos) no tienen la capacidad de
hechizarnos; pueden impresionarnos por su fealdad, hasta por su vulgaridad. Para aclarar lo que digo, creo que
es oportuno comprender la diferencia entre el plano del idealismo y el del mundo real teniendo en cuenta la
diferencia que existe entre los pobres y la pobreza.
Los pobres son reales, seres que nos interpelan, que en muchas ocasiones nos perturban y hasta pueden
desagradarnos. Por lo general, nos incomodan: no son hermosos, tienen malos modales, son descarados, se
caracterizan por ser sucios. En cambio, la idea de pobreza suele tener un halo de encanto que nos atrae. Como
muchos que se sienten atraídos por el ideario de Francisco de Asís, y están dispuestos a rendirse ante la
pobreza, a abrazarla idealmente. A pesar del entusiasmo que suscita, la imagen que muchas veces nos forjamos
de la idea de la pobreza, no coincide con la existencia material de los pobres. Son muchas las oportunidades en
las que sentimos el deseo de poder redimir al mundo de la lacra de la pobreza; sin embargo, continuamos
manteniendo los pobres a distancia. No los invitamos a sentarse en torno a la mesa con nosotros.
Oí una y otra vez, me lo reiteraron constantemente, sobre todo durante mi juventud, que debía ser
―idealista‖. Pero, poco a poco, comencé a percibir que los hechos, los fenómenos, los procesos que constituyen
el tejido de la vida son los que tienen peso y consistencia reales. El mundo concreto, lamentablemente, es el que
nos recuerda Auschwitz, los Gulags, la guerra de Irak, Guantánamo…
En cambio, el universo idealista nos envuelve con sortilegios; nos encanta. A pesar de la belleza que hay
en sus escritos, el idealismo de Rodó nunca alcanzó la verosimilitud y la fuerza de los textos de Quiroga, donde
predomina la realidad. Es algo que también se aprecia al comparar la prosa de Dickens con la de Louise May
Alcott: las denuncias de los males sociales en los libros del primero nos deja una sensación amarga, en cambio
los textos de la escritora estadounidense, tan influidos por Thoreau y Emerson, llegan a encantarnos con sus
ensueños. Los rasgos de la vida real y concreta influyeron para que pudiese distinguir también las cualidades de
la creación artística; por ejemplo, las diferencias existentes entre las películas de Fellini y las de Capra: las de
Fellini siempre me impresionan, en tanto que las de Capra no llegan a convencerme por su optimismo edulcorado
e inverosímil.
Confieso que las caídas más estrepitosas experimentadas en mi existencia han sido inducidas, en gran
parte, por una fuerte dosis de idealismo. Al escribir estas palabras tengo conciencia de que aún ahora no estoy

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libre de error. Por eso, intento mantener en mi vida una actitud que tiende a evitar caer en trampas idealistas. No
obstante, como escribí poco antes, sucumbo en ocasiones al hechizo de las formas ideales.
A veces suelo afirmar que la sociedad ―debe ser‖ conforme a ciertos usos y moldes que, para mi gusto,
son de buen tono. Sin embargo, el deber ser no es. De ahí que desconfíe de esos discursos que insisten sobre el
estado ideal de una sociedad. Entiendo que no es necesario mencionar el deber ser social para hacer una crítica
válida de los aspectos sociales, económicos, políticos o culturales del mundo. Las contradicciones que existen en
la realidad social son más que suficientes.
Eso me conduce a tener que hacer un esfuerzo cuando intento comprender de manera real, concreta,
aquellos hechos que son presentados como narrativas y relatos en los que participan entidades metafísicas
(ideales). Para dar sólo un ejemplo de lo que quiero decir, cuando procuramos entender lo más concretamente
posible la narración relativa al momento en el que Abraham emigró de Ur de Caldea, me siento inducido a pensar
que su decisión tiene que haber sido motivada por una necesidad existencial: la vida en Ur habría llegado a ser
intolerable por muchas y diversas razones. De ahí que en segundo lugar puedo entender que en ese relato se dé
lugar a la intervención divina, al llamado de Dios —que hizo del hijo de Téraj, el patriarca de la fe- como una
explicación que se añadió a posteriori a la historia de Abraham.
Reconozco que la colectividad que agregó ese relato a los hechos del pasado tuvo toda la libertad y el
derecho de hacerlo, a partir de una comprensión particular de la historia, que hace intervenir a un ser
trascendente para justificar la migración de Abraham y los suyos. No obstante, el esfuerzo intelectual que
involucra leer el relato en el marco del proceso histórico no menoscaba para nada su sentido; entre otras cosas,
nos ayuda a tener en cuenta que los hechos reales no caen de manera inesperada del cielo y que es necesario
colocar las ideas en su debido lugar. Esto contribuye a que evitemos caer en errores innecesarios y nos da la
certeza de que vale la pena considerar sobria y parcamente los acontecimientos que consideramos.
La moderación es uno de los fundamentos de la crítica histórica; lamentablemente es muy resistida por
aquellos creyentes que tienen necesidad de apuntalar su credo religioso en dogmas de carácter absoluto. Eso
nos permite comprender por qué los fundamentalismos e integrismos militan contra ella.
También lo hacen esos nacionalismos que, quizá por no tener bases suficientes en la historia real,
requieren mitos para sustentarse. De modo semejante funcionan las creencias que son fundamentadas en
posiciones idealistas para cimentar la autoridad trascendente de algunas instituciones, como es el caso de ciertas
iglesias y colectividades religiosas. La autoridad real de una iglesia, o la de un Estado, tiende a perder vigencia
cuando apela a argumentos que corresponden al idealismo trascendental. Pienso que el idealismo es un
instrumento inadecuado cuando se lo utiliza para dar cuenta del poder al que aspira una institución.
Creo que el examen de la relación que muchas veces se establece entre aquello que llamamos
esperanza, ilusión y utopía, creo que puede ayudar a comprender por qué he tenido y tengo reparos respecto del
idealismo como herramienta de conocimiento pues nos hace caer en desvíos y falacias con su poder de
seducción y de encantamiento. Entiendo que el acto de conocer exige rigor y cuidado.
De paso, aprovecho para decir que nos movemos en un contexto mundial, ―global‖ (como se dice
actualmente), que para muchos pesa y es avaro en oportunidades para el desarrollo de diferentes culturas. La
coyuntura actual no ofrece muchos espacios para elaborar proyectos que nos permitan llegar a ser más
humanos. Quien quiera pensar ajustándose a los hechos, por lo general es considerado pesimista, y hasta cierto
punto también escéptico, y puede llegar a parecer cínico.

Tres dimensiones de la existencia


En cambio, aquellos que tienen un pensamiento ―políticamente correcto‖, aceptado por el sentido común vigente,
ponen cuidado y atención en ser ―optimistas‖. Esto me lleva a reflexionar (aunque sea un excursus que parece
alejarnos del tema que nos ocupa con prioridad: el del conocimiento de lo real y concreto) sobre tres dimensiones
de las personas: 1. como creadores de ilusiones, 2. como portadores de esperanza, y 3. como poetas que
revelan el ser de la utopía con la palabra.
El final del segundo acto de la obra de Calderón de la Barca que lleva por título La vida es sueño
transcurre de modo placentero; es como un bálsamo benefactor para quienes leen o asisten a la pieza. El autor
advierte que nuestra existencia, a menos que podamos introducir en ella innovaciones y cambios, tiene un
destino marcado. Soñar, como se dice corrientemente, ―no cuesta nada‖. Calderón incita a soñar, pero agrega: ―la

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vida es sueño, y los sueños, sueños son‖. Los sueños son muchas veces la expresión de un deseo, que no llega
a ser formulado, censurado de alguna manera porque aquel que tiene ese afán, ese antojo, siente que no puede
transformarlo en un resultado concreto. En un proceso psicoanalítico la interpretación de los sueños es muy
importante; el paciente, al interpretar el sueño, toma conciencia del deseo que lo ha llevado a soñar. Entonces,
conscientemente, decide si se ha de empeñar o no en realizar su deseo.
El psicoanálisis resulta en la expansión del espacio consciente. Revela la toma de conciencia de un
principio que Freud llamó ―de realidad‖. Podemos decir que esta transición ocurre cuando la ilusión (que por lo
general es agradable, expresión de un deseo placentero; ¿acaso no decimos frecuentemente que algo ―nos hace
ilusión‖ (expresión española muy bonita, por cierto), cuando lo deseamos mucho) empieza a transformarse en
esperanza. Es decir, cuando se llega a tener conciencia de que un deseo está presente en nuestro ser, y
comenzamos a organizarnos para poder conseguirlo, la esperanza se pone en marcha en nosotros, contribuye de
una u otra manera a forjar una nueva situación. Dicho de otro modo: es real. Si solo está en vigilia, en estado
latente, es ilusión, y puede llevarnos a ver las cosas ―color de rosa‖. La ilusión es como un narcótico que nos
adormece, que nos aletarga, y tiene un efecto soporífero, distanciándonos del mundo real.
La esperanza es germen de realidades concretas; y esta potencia se manifiesta en la capacidad que
posee la conciencia de organizar las acciones que son necesarias para ir concretando sus motivos y deseos.
Gabriel Marcel (la lectura de sus libros ha influido mucho en mi vida) es uno de los filósofos de la existencia que
entendieron que la esperanza se conjuga en plural, nace con vocación comunitaria, necesita ser vivida por un
nosotros. El apóstol Pablo vio con nitidez esta dimensión comunitaria de la esperanza, en la 1ª Epístola a los
Corintios, cuando en el capítulo 13 la relaciona con la fe y sobre todo con el amor, con el agape. Cuando el ser
colectivo accede al nivel de esperanza, ésta se transforma en utopía, como lo afirmaron Ernst Bloch y también
Rubem Alves, nuestro querido amigo y compañero en ISAL (movimiento de Iglesia y Sociedad en América
Latina).

Desconfiando espero lo nuevo


A pesar de lo dicho, el rigor necesario para el conocimiento de la realidad me lleva a decir que si hay un asunto
que muchas veces nos ha hecho perder el rumbo con, es precisamente el de las utopías. Corresponde decir que
el tema cambia de manera constante, que las utopías se suceden con rapidez; a mediados del siglo pasado era
la revolución socialista soviética, seguida por las versiones china, cubana, argelina, vietnamita, etíope, etc.
Actualmente, muchos latinoamericanos piensan en las utopías que forja la revolución socialista
bolivariana, o en el esbozo de procesos con raíces indígenas (siguiendo la inspiración de Evo Morales en Bolivia
y de Correa en Ecuador). Para otros, la utopía consiste en regular el mercado financiero: hay quienes señalan
(dada la situación de crisis que se profundiza) la necesidad de ―volver a fundar el capitalismo‖. Hay también
grupos que intentan poner en marcha proyectos más radicales: por ejemplo, el Foro Social Mundial es un espacio
donde confluyen diversos movimientos utópicos que tienen estos rasgos.
Eso me hace oscilar entre la simpatía (elemento subjetivo) y la desconfianza.
Simpatía porque en el camino de mi vida hubo ocasiones en las que me he sentido atraído por proyectos
sociales similares que enfatizaban su preocupación por lo social, su aspiración a una justicia para los excluidos.
Por supuesto que todo esto me apela y me mueve a verlos de manera positiva. Se trata de una simpatía
espontánea que lleva a involucrarme en organizaciones populares que luchan por esas causas.
Sin embargo, tengo cierta desconfianza, porque hasta hoy esas tendencias no han conseguido plasmar
movimientos históricos eficaces. Puedo decir que sigo en camino, en espera de que ocurra aquel momento que
presiento va a llegar y que siempre aguardo. Es cuando pienso en la figura del Coronel Aureliano Buendía, de la
novela Cien Años de Soledad de García Márquez, que peleó cuarenta revoluciones y las perdió todas. A pesar de
ello estaba dispuesto a subirse al caballo y luchar en la cuarenta y una… si llegaba a producirse.

El ser y los seres: yo y los otros


Dije antes que, de un modo gradual, el conocimiento de las realidades de la vida supera al individuo; es un acto
social, un quehacer propio de la sociedad. Creo que tenemos la capacidad de enriquecer nuestro conocimiento
gracias a otros que desvelan parte de las incógnitas del mundo.

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El idealismo también reconoce la dimensión dialéctica de los procesos que contribuyen a hacer más inteligible el
mundo. Podemos decir que, en la marcha a través de la que (a veces) conseguimos que la luz de la razón irradie
con más fuerza en torno a nosotros, no hay razón válida para ser autistas.
El conocimiento es fruto del diálogo. Y el diálogo puede ser consigo mismo, incluyendo a la pareja con
quien hemos decidido compartir la existencia, con la comunidad de la que formamos parte (sea de fe, académica,
política u otras posibles), e incluso puede ser el diálogo con Dios (nombre que indica el misterio que nos
acompaña a través de la vida (ahondaremos en este tema tan importante hacia el final de este acápite).
También en este caso las historias me servirán para aproximarme a este aspecto de mi existencia, que
considero muy importante.
Tuve una experiencia muy positiva cuando fui colaborador de Philip Potter, en el período en el que éste
fue secretario general del Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Hay un estilo de trabajo en las organizaciones no
gubernamentales de carácter internacional (y el CMI es una de ellas, tal vez una de las más emblemáticas) que
da un papel protagónico a quien es responsable de un programa, y mucho más a quien coordina toda una serie
de programas. Hay ejemplos de personas con un gran carisma que llegan a tener un liderazgo dominante. La
tarea de sus colaboradores consiste entonces en secundarlo tanto como les sea posible
La experiencia del primer Secretario General del CMI, el Dr. Wilhelm Visser‘t Hooft puede ser
caracterizada por este tipo de dirigencia. Visser‘t Hooft se distinguía por ser alguien que dirigió el CMI como el
capitán indiscutido del barco que indicó el rumbo al movimiento ecuménico. Tenía la capacidad de rodearse de
excelentes colaboradores, pero no les ofrecía todas las oportunidades que les hubiesen permitido expresarse
plenamente a través de los programas que tenían que llevar adelante.
Entre el período en el que Visser‘t Hooft fue el máximo dirigente del CMI (1948 – 1966) y el lapso en el que Philip
Potter ejerció la tarea del Secretario General (1972 – 1984), hubo un breve interregno en el que Eugene Carson
Blake, presbiteriano de los EEUU, asumió esa tarea.
En el período de Visser‘t Hooft hubo que construir el CMI en tanto organización internacional. Carson
Blake la afianzó y la orientó a enfrentar algunos de los grandes problemas que afectaban a la vida de las iglesias
en el difícil contexto de la guerra fría. Philip Potter fue quien comenzó a responder al desafío que le planteó ―todo
el mundo habitado‖ (la oikoumene) al Consejo. Fue un período en el que muchas tensiones planteadas por los
problemas del proceso histórico afectaban a la vida de las iglesias y a sus relaciones: la situación de los derechos
humanos en casi todo el mundo, las tensiones de la guerra fría, las relaciones entre ricos y pobres a nivel
mundial, el militarismo, la carrera de armamentos, la orientación excluyente a nivel de género, raza, culturas,
clases sociales, etcétera, creaban de modo constante complicaciones a las que el CMI debía responder de
manera clara y eficaz.
El liderazgo del movimiento ecuménico requirió durante esos años un nuevo estilo y ese fue el aporte
decisivo del nuevo Secretario General. La capacidad de Philip Potter consistió en llevar adelante un servicio
basado en una concepción colegial del trabajo que competía al Secretaría Ejecutiva del CMI. Potter percibió con
agudeza que los retos de su tiempo apelaban a decisiones que debían ser tomadas a través del ejercicio del
diálogo. Por eso, aprovechando diversas costumbres que, de diversas maneras estaban presentes en el
secretaría de una organización internacional (como lo es el CMI), animó e impulsó a que se tomaran decisiones
basadas en la práctica de un diálogo abierto.
Antes de que el ―Foro de culturas y civilizaciones‖ surgiera en respuesta a las teorías de Thomas
Huntington, la práctica de una reflexión colegiada condujo a que el CMI indicase que la meta del movimiento
ecuménico era construir una plataforma en la que las diferentes culturas pudieran dialogar en pie de igualdad.
Potter organizó sesiones de reflexión fuera de las horas de trabajo, en torno a una fondue de queso, en la que los
comensales tomaban parte activa en la discusión. Eran momentos de mucho compañerismo.

Finitud y culpabilidad
Esta experiencia expresa no sólo un estilo peculiar (el estilo ecuménico); también procura plasmar el tipo de
pensamiento que describimos en el primer punto de este texto, que busca el contacto con la realidad y aclarar
aspectos concretos de la vida.
Nuestra conciencia es fruto de las relaciones que tejemos sin cesar con el mundo que nos rodea.
Establecemos una relación que nos permite discernir por qué senda conviene encaminar la vida. Hay un diálogo

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que se renueva en forma permanente. Ese diálogo, esa relación, permite progresar y afirmar conocimientos, y
contribuye a mantenernos en el plano de lo concreto. Más aún: corresponde a la realidad de nuestro ser, que
intenta abrirse paso entre las dificultades azarosas que encontramos en nuestra existencia.
Maturana y Varela son dos biólogos chilenos que han logrado profundizar y hacer progresar los
conocimientos biológicos. A través de sus investigaciones, descubrieron que las formas elementales de la vida
intentan abrirse camino en un entorno que no es favorable. Cuando esos intentos tienen resultados positivos, las
formas orgánicas se expanden. Esta tensión vital está siempre presente en cada ser. Es más aún: esa tensión es
constitutiva de nuestra vida orgánica. Es una constante que se establece entre las tendencias contradictorias que
se manifiestan en nosotros.
Hay situaciones en las que es posible que ese diálogo tenga lugar siguiendo un ritmo calmo, con
movimientos quietos y apacibles. En cambio, hay otras instancias en las que vienen a nuestra mente las palabras
que Goethe puso en boca de Fausto cuando lo llevó a exclamar: ―Hay dos almas que luchan en mi pecho‖. En
otros momentos sentimos que no son sólo dos los personajes que nos habitan, sino muchos, produciendo una
gran tensión en nuestro espíritu. Fue lo que ocurrió con aquel hombre poseído por los demonios, que según la
narración del Evangelio de Lucas vivía entre los gadarenos, frente a Galilea, perturbando y trastornando a los que
vivían en el lugar; cuando Jesús le preguntó por su nombre, él le respondió: ―Legión‖ (Luc. 8: 26 – 39).
El idealismo nos lleva a pensar que nuestro ser tiene que mostrarse coherente, íntegro. Es decir -
utilizando un lenguaje religioso-: no necesitado de salvación. Tenemos la idea de que es posible que seamos
algo entero cuando mantenemos con hidalguía nuestra integridad como personas. El dicho popular lo indica
cuando se dice de alguien que ―es persona de una sola pieza‖. Sin embargo, los acontecimientos que vivimos en
el transcurso de nuestra vida nos indican que no conviene tener esa pretensión.
Aunque sea legítimo tener esa ambición, una persona demuestra tener templanza cuando tiene
conciencia de que no es posible plasmarla. Se trata, en la mayoría de los casos, de la nostalgia del ideal que
anhelamos poder alcanzar. Podemos empeñarnos en acceder a esa meta. Sin embargo, si tenemos conciencia
de que somos personas limitadas, de que no podemos superar nuestras contradicciones, no nos cabe más que
decir, como Jean-Paul Sartre: ―El hombre es una pasión inútil‖.
Haciendo uso del lenguaje teológico confesamos que somos pecadores. Se trata de una afirmación que
repetimos una vez tras otra en nuestras comunidades cristianas. Sin embargo, cuando tomamos conciencia de
nuestras faltas, es algo que nos duele reconocer. Queremos ser dignos, coherentes. Aspiramos a llegar a ser
intachables, ―hombres correctos‖ y al desearlo nos proyectamos hacia un ideal personal que motiva nuestros
actos, aquél que buscamos llegar a ser, que Freud llamó ―superego‖.
A esta altura de mi reflexión viene a mi mente ―Brand‖, personaje principal del drama de Henrik Ibsen, que
lleva en su nombre una carga de sentido muy particular: su traducción es ―fuego‖. Brand estaba dominado por su
inmenso orgullo, que hacía de aquel Pastor una persona espiritualmente arrogante. Su soberbia le impidió
conocer el amor de Dios y lo condenó a una soledad sin orillas. Quienes están dominados por esa ambición
conocen la experiencia de la soledad letal, vacía de otros que son nuestros prójimos. Es una soledad repleta de
un sí mismo, que reprime manifestaciones de seres que moran en nuestra vida. ¡Esa soledad letal llega hasta el
punto de rechazar el misterio de Dios!
Eso nos ocurre cuando nos mueve un concepto de nosotros mismos que es más alto que el que debemos
tener, actitud contra la que el consejo del apóstol Pablo nos pone en guardia (Ro 12:3).

Reconocer nuestra pluralidad


La gracia de Dios está siempre presente a nuestro lado y nos invita a tener conciencia de que llegar a saborear la
vida en comunidad es lo que nos capacita para marchar con sentido en medio de acontecimientos que muchas
veces nos hacen caer en perplejidades y azoramientos. No siempre podemos acceder a una conciencia que nos
permita darnos cuenta de que en el transcurso de nuestra existencia estamos de alguna manera vinculados a
otros. Estos otros pueden ser nuestros prójimos. Y también son las diferentes personas que nos caracterizan.
Paul Ricoeur, en su libro Soi même comme un autre, nos ayuda a comprender que –como lo señalé
previamente- necesitamos percibir que nuestro ser no posee sólo una faceta, sino varias. Vivimos de modo
dramático, a veces trágico, los enfrentamientos entre los distintos aspectos de las personas que nos habitan. Es
el caso cuando en el mismo individuo hay aspectos de ser humano y bestia al mismo tiempo, que se ensañan

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entre sí y buscan destruirse. Ricoeur nos llama la atención sobre el hecho de que, si bien hay situaciones en las
que estas luchas consigo mismo no se pueden evitar, hay que empeñarse para que exista reconciliación entre las
partes. El ―ser en comunidad‖ no requiere tener indulgencia con aquellos aspectos de nuestra personalidad que
nos disgustan; por el contrario, es apropiado reconocerlos, porque, como ocurre en la relación con otros, la
comunidad germina, crece y se desarrolla a partir del reconocimiento mutuo.
Esta dimensión comunitaria contribuye a la madurez de nuestro ser en el seno de la familia. Vale la pena
citar las palabras de Jesús cuando los fariseos quisieron tentarlo; se acercaron diciéndole: ―¿Es lícito al hombre
repudiar a la mujer por cualquier causa? Y él respondiendo les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al
principio macho y hembra los hizo? Y dijo: Por tanto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y
serán dos en una sola carne: por tanto, lo que Dios juntó no lo aparte el hombre‖. (Mat. 19: 3 – 6).
Entiendo que el texto bíblico establece de manera clara el valor de la comunidad familiar: primero, en la
relación de la persona con sus genitores y, a continuación, reconociendo que accedemos a la madurez, fase de
nuestra existencia cuando podemos formar nuestra propia familia, la que es llamada a vivir en comunión y
diálogo. Según la perspectiva de Jesús, los problemas y desacuerdos que se hacen presentes en la vida familiar,
no son eliminados. Son parte inevitable de la vida de quienes viven en estrecha intimidad, compartiendo el mismo
hogar. Hay desencuentros y desavenencias que siempre tienen lugar. Sin embargo, es mejor que haya paz,
perdón y reconciliación entre quienes viven juntos, pues la comunidad tiende a dejar de existir cuando el
resentimiento y el rencor se instalan en ella.
Asimismo la vida en comunidad se teje con vínculos que llegamos a establecer con personas amigas que
pueden llegar a sernos entrañables. Volviendo nuevamente al mundo bíblico, es el caso de la relación que se
estableció entre Jesús y sus discípulos. No corresponde tener una concepción ideal de los vínculos que existían
entre ellos; la exigüidad de lo que cuentan los relatos evangélicos sobre los lazos existentes en la comunidad de
Jesús, confirman la existencia de esos elementos concretos que corresponden a casi todas las experiencias
comunitarias. No podemos olvidar que uno de sus discípulos lo traicionó, que otros discutieron sobre quiénes
deberían ocupar los cargos de importancia cuando el Reino se hiciera realidad, y que otro lo negó después de
afirmar que lo seguiría hasta la muerte.
No obstante, es apropiado pensar que las relaciones que se anudaron en la comunidad de Jesús y sus
discípulos tienen que haber sido muy profundas; por ejemplo, en el Evangelio de Juan, en ocasión de la última
cena con sus discípulos, Jesús dijo a quienes integraban su círculo más íntimo: ―Como el Padre me amó, también
yo os he amado: estad en mi amor. Si guardareis mis mandamientos estaréis en mi amor; como yo también he
guardado los mandamientos de mi Padre, y estoy en su amor. Estas cosas os he hablado para que mi gozo esté
en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido. Este es mi mandamiento: ―Que os améis los unos a los otros, como yo
os he amado. Nadie tiene mayor amor que éste, que ponga su vida por sus amigos.‖ (Jn.15: 9 – 13).
Sentimientos tan hondos como éste, sólo pueden tener lugar entre quienes viven en comunidad. Doy testimonio
aquí de que en el camino que he transitado tuve el privilegio de contar constantemente con el apoyo de varias
comunidades.

Dios: ese misterio tremendo y fascinante


Tengo la convicción de que la primera comunidad familiar me enseñó a caminar con fidelidad a los fundamentos
de mi existencia. Luego, la comunidad con Violaine (mi esposa) y con nuestros tres hijos, que le dieron espesor a
nuestra vida conyugal, me enseñaron ser más responsable y atento.
Las diversas comunidades en las que tuve la alegría de participar hicieron que apreciara esa flor, rara y
preciosa a la vez, que es la amistad. Fui tejiendo historias de comunión, de compromisos que me llevaron, junto
con otros, a esforzarnos, a crecer y a ser cada vez más. Son manifestaciones concretas, movidas por esperanzas
que no cayeron en las artimañas del idealismo. Por eso mismo, puedo decir, desde mi humilde y modesta
perspectiva, que estas experiencias de vida comunitaria han sido y son señales de la comunión que tengo la
gracia de vivir con el misterio y el origen del ser que llamamos Dios.
La vida con Dios es la gran riqueza de mi vida. Al hacer esta afirmación, reitero lo que acabo de escribir:
las experiencias de los primeros años de vida en la casa paterna, la comunidad del ―laboratorio espiritual‖ en la
Iglesia Metodista del Cerro (Casa de la Amistad), los amigos que me ayudaron a crecer y a ser, la comunión con
Violaine y nuestros hijos y, a su tiempo, con nuestros nietos, y los compañeros del movimiento ecuménico,

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siempre han apuntado a la compañía del ser de Dios que con su gracia me ha acompañado. Vienen a mi mente
las palabras del himno que canto con frecuencia: ―Dios hasta aquí me acompañó / con su gracia y cariño. / De día
y noche me guardó / cual tierno padre a un niño. / Dios hasta aquí mi guía fue. / Fortaleció mi débil pie / Y me
allanó el camino‖. Dios, que Jesús nos enseñó a llamar Abba (―papito‖, en arameo, el idioma que hablaba Jesús),
es el misterio del ser que está a nuestra vera; que nos sostiene; que también, si es el caso, nos reprende; que
nos confirma; que está junto a nuestra vida cuando nos regocijamos o cuando la tristeza anida en nosotros.
Esta certeza me lleva a decir que, si bien las Ciencias Sociales hablan de lo sagrado, creo que no es una
manera correcta de aplicarlo al ser de ―Dios‖. ―Sagrado‖ es una noción que se emplea para indicar que hay
cosas, objetos, tradiciones, costumbres, que pueden llegar a ser extraordinarias. Por ejemplo: se habla del
―sagrado templo‖, o de la ―tierra sagrada‖. Adjetivamos como sagradas a todas las cosas que respetamos
profundamente.
Durkheim es quien distingue entre lo sagrado y lo profano desde el punto de vista de la sociología de las
religiones. Sagradas son las cosas intocables, que no pueden ser mancilladas, ultrajadas, por el contacto de
seres ordinarios, como nosotros. Profanas son las cosas, los sentimientos, las aspiraciones ordinarias comunes y
usuales. Por esta razón, los objetos y costumbres sagradas tienen necesidad de que haya tabúes que las
protejan.
Es legítimo hablar de lo sagrado. Hay cosas que lo son. Sin embargo, la vivencia del Dios vivo, es algo
diferente. Fue lo que vivió Blas Pascual, cuando escribió: ―¡Fuego! ¡Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! ¡Dios
de vivos y no de muertos!‖ En el caso de la Biblia, nos aproximamos a la verdad si nos referimos a Dios como
―santo‖. Ser santo no es propio de los objetos, ni siquiera de aquellas instituciones que respetamos de manera
suprema. Por ejemplo, soy metodista, mas no creo que corresponda hablar de ―la santa iglesia metodista‖. Las
comunidades que mencioné antes, pueden dar testimonio de Dios, mas no son santas. Santo es el misterio que
nos anima, que nos dinamiza, que a veces nos llega a estremecer, que nos sacude… Podemos hablar del
―Espíritu Santo‖, que, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, la Biblia hebrea y cristiana, puede ser entendido
como la libertad a la que estamos llamados.
También puede ser santa la existencia humana cuando se manifiesta en ella el misterio de Dios. Santa es
la gracia de Dios, y puede vivir la santidad quien vive en Dios. El Dios santo es aquél que no pesa, que no nos
agobia, que se manifiesta como un ser ingrávido, leve. (Simone Weil se refiere a esto en su libro La gravedad y la
gracia). Dios no nos impone obligación alguna. Esa es una de las grandes enseñanzas de Lutero. Nos indica la
gratuidad de Dios que, de manera inesperada, viene a nuestro encuentro en el camino y colma toda ansiedad
suscitada por nuestros anhelos y afanes. Ser santo no es una cualidad moral, sino espiritual. Vivir en comunión
es dar un testimonio de santidad. ¡Cómo no recordar una vez más a San Agustín diciendo: ―Oh, Dios, te he
buscado y no te encontré. ¡Mas hallé a mi hermano y nos encontramos los tres!‖.

El olvido que lastima la esperanza


Karl Barth, el gran teólogo suizo que influyó de manera decisiva en el quehacer teológico de la primera mitad del
siglo XX, se inspiró en Anselmo de Canterbury para escribir uno de sus mejores textos: San Anselmo. Fides
quaerens intellectum. Se trata de una obra en la que Barth explica cómo encara y lleva a cabo su tarea teológica.
Todos aquellos que, de un modo u otro, hemos sido influidos por su pensamiento, compartimos el impulso de
explicar cual es nuestra manera de hacer teología. Voy a intentar hacerlo brevemente. Es un intento modesto,
que responde al imperativo de ser claro.
Antes de entrar en sustancia, creo necesario dilucidar una cuestión previa. La inmensa mayoría de los
asuntos que se relacionan con la fe de los reformadores del siglo XVI y sus seguidores, tienen que ver con la
Biblia, entendida como Palabra de Dios. En consecuencia, existe un consenso amplio de que una de las
referencias principales de la teología cristiana es el estudio de la Biblia. Este vasto consenso desaparece a partir
del momento en el que los protestantes no coinciden en su valoración de las Sagradas Escrituras. Algunos
sostienen que la Biblia es la Palabra de Dios; otros, que en la Biblia se encuentra esa palabra divina; y los hay
también que entienden que es un conjunto de textos que ayudan a comprender el sentido de la fe de las
comunidades de creyentes que se inspiraron en ella desde el pasado… Hay otras posiciones que participan en
un debate que existe desde siempre.

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Un punto importante a considerar es la importancia que tiene la memoria de la fe cuando se apela a la
Biblia. Por ejemplo, es evidente que para Juan Calvino, el reformador de Ginebra, el texto del Libro de los Salmos
es una cantera a la que recurre una y otra vez su memoria para dar fundamentos a sus argumentaciones
teológicas. Lutero, en cambio, es un teólogo que da prioridad al pensamiento de las Epístolas del Nuevo
Testamento, atribuidas al apóstol Pablo.
Cabe reconocer que la memoria de la fe tiene matices diferentes cuando se nutre primordialmente de la
literatura sapiencial del Antiguo Testamento; en cambio, los tonos son diferentes en una teología que se nutre
principalmente del pensamiento paulino. Eso ayuda a explicar (en parte) por qué Lutero manifestó un cierto
rechazo hacia escritos del Nuevo Testamento que no están incluidos en los textos del corpus paulino.
En esta línea de pensamiento, es necesario hablar de cuestiones relacionadas con la memoria de la fe.
Creo que ésta se nutre de la memoria que preservamos de lo que Dios ha hecho en la historia. Pero hay que
tener en cuenta también el olvido, o por lo menos las tendencias que han llevado a dejar de lado ciertos
documentos bíblicos, prefiriendo unos y dejando de lado otros. Esto también vale para ciertos aspectos de la
situación histórica.
Hay dos que quiero mencionar: primero, que ciertos énfasis que se dan al estudio de la Biblia en un
determinado momento son relativos, temporales. Corresponden a situaciones históricas específicas, a ciertas
circunstancias que pueden parecer importantes, mas que al cambiar el proceso histórico, quizá ya no conciten el
mismo grado de atención. Doy un ejemplo: durante mucho tiempo la atención de los teólogos no se centró en
cuestiones relacionadas con el diálogo interreligioso; en nuestro tiempo -y por obvias que no necesitan
argumentaciones- este tema ha llegado a tener mucha importancia para los teólogos.
En segundo lugar, hay teólogos (entre quienes me encuentro) que son muy críticos respecto de la manera
como se estableció el canon bíblico. O sea, que el procedimiento para determinar qué escritos de la Biblia podían
ser considerados como inspirados, llevando a que otros textos de la misma época fueran olvidados, no puede ser
aceptado como justo y válido. Se dio mayor importancia a documentos que circulaban entre las iglesias del
mundo donde dominaba el imperio romano, y no se tuvieron en cuenta los documentos originados en la periferia.
Si se establece como norma que entre los documentos disponibles no cabe hacer valer esas diferencias,
debemos convenir en que no puede haber documentos que (por lo menos para los estudiosos que prestan
atención a la crítica histórica) tengan menos importancia que los que reciben el peso de la tradición.
Esto tiene que ver, por ejemplo, con la influencia creciente de las mujeres que hacen teología en nuestro
tiempo; son ellas las que están realizando aportes significativos sobre cómo los problemas de género han sido
tratados teológicamente por la tradición y qué correcciones deben ser introducidas en esos temas si se tiene en
cuenta el nivel al que hoy han llegado las ciencias humanas y su posible evolución.
De alguna manera, la memoria de la fe había sido amputada; el olvido –consciente o inconscientemente-
había prevalecido. En nuestra época, parte de la buena reflexión teológica que se lleva a cabo es un ejercicio de
anámnesis: busca hacer presente lo que había sido omitido. A pesar de ello, la amnesia que ha persistido por
mucho tiempo se manifiesta todavía. Por ejemplo, cuando hay aspectos de la realidad que dejamos de lado y
omitimos en nuestros análisis, sea cual sea la ciencia que practiquemos, esos descuidos constituyen faltas
graves y en teología, tanto como en otras ramas del conocimiento. Cabe la pena recordar que los estudios
teológicos son reconocidos como formando parte de las ciencias humanas. Esa omisión representa una
amputación de la situación real. O sea, para decirlo directamente, sin matices, que en esos casos, Dios parece
no tener mucho que ver con lo que ocurre. La actitud respetuosa y minuciosa, que atiende con cuidado a un
objeto de estudio que interesa a cualquier grupo de personas, es una necesidad.
La atención metodológica a la que aludimos se pone de manifiesto a través de pasos consecutivos que
vamos dando en nuestro quehacer teológico. En primer lugar, tenemos conciencia de que vivimos en un mundo
muy complejo. Por eso, por muy vasto que sea el campo del conocimiento que pretendemos abarcar,
reconocemos que son muchos los problemas que escapan a nuestra observación y juicio. Nuestra atención se
orienta por aquello que nos interesa; manifestamos una cierta intencionalidad al aproximarnos a una cuestión.
Esa intención puede tener diferentes motivos, y cabe reconocer que no hay asunto que atraiga el espíritu de
todos. Nuestra época, en particular, se distingue por la especialización del conocimiento. La persona que se
caracteriza por una gran cultura humanística corre el riesgo de ser un ―especialista en cultura general‖. Las

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ciencias humanas, a menos que enfoquen de forma bien definida los temas que intentan explorar, corren el
riesgo de perderse por veredas erráticas.
Para evitar tal cosa, cuando uno está interesado en un tema, en cualquier problema, por cualquier
cuestión, se impone recabar con rigor la mayor información posible sobre lo que deseamos estudiar. Es decir,
consultar tanto lo que nos atrae como otras fuentes de saber que no nos atraen. Hay hechos que se analizan
desde perspectivas diferentes. Algunos de estos análisis confirman nuestras impresiones. A pesar de ello, no es
posible sentirse satisfecho con posiciones que convergen con nuestros puntos de vista. Debemos atender
también a la exigencia de ver las cosas desde una posición diferente de la que personalmente nos place. Esto
nos obliga a leer diversas fuentes que tratan del problema, entrevistar a personas con diferentes puntos de vista,
lo que puede dar como resultado que la visión que tenemos del asunto que nos interesa deba ser expuesta con
algunos matices o con mayor precisión.
Ahora bien, quien quiere avanzar en el estudio de la realidad debe reconocer que enfocar un tema
concreto para estudiarlo no es garantía de su vigencia ni de su actualidad. Tenemos que interrogarnos
constantemente si ese asunto corresponde a lo concreto, o si sólo se trata de una cuestión que, aunque pueda
interesar mucho al estudioso, no llega a ser muy valiosa para la mayor parte de la opinión pública. Sin embargo,
corresponde subrayar que, al aproximarnos a la cuestión, podemos ser leales al sentimiento que promovió en
nuestra conciencia el estudio del problema. No hay que dejarlo de lado porque la mayoría piense de otra manera,
o porque no corresponda a opiniones ―políticamente correctas‖.
Paulo Freire, el gran pedagogo brasileño, ha insistido en este punto. Cuando se advierte un problema, un
tema que puede ser importante, hay que considerarlo desde varios ángulos, buscando la mayor información
disponible, y recordando en todo momento como nació el interés que nos movió a considerarlo.
En segundo lugar, una visión más amplia que nos induzca a preguntar y conocer mejor lo que nos
interesa, lleva a más reflexión y a más estudio. Los fenómenos que manifiestan lo que es real pueden ser
definidos con cierta claridad. Para alcanzar esa claridad debemos reflexionar con cuidado acerca de las diversas
facetas que caracterizan el asunto que sometemos a estudio.
Por ejemplo, cuando comencé a manifestar mi interés por el tema de los pobres a partir de una
perspectiva en la que prevalecía la teología, ese acercamiento tenía ante todo una raíz ética. El hecho de que
haya personas que viven con medios insuficientes, en la escasez, sin llegar a satisfacer sus necesidades básicas
era (y sigue siendo) inaceptable; la injusticia y la desigualdad que se expresa en la vida de los pobres es algo que
me lleva a luchar para que cambien las condiciones que influyen sobre ellos. Es una conciencia que siempre está
presente en mi existencia.
Al ampliar mi visión sobre la condición de vida de los pobres (para lo que me informé desde diversos
puntos de vista: histórico, sociológico, económico, psicológico, literario, bíblico-teológico) pude comprender mejor
los problemas que viven los pobres en diversas partes del mundo. Conseguí precisar las causas de la injusticia
que padecen. Llegué a ver que las razones de la falta de igualdad que no pueden superar tienen raíces
estructurales. Comprendí que debía profundizar otros aspectos del tema (por ejemplo, para citar sólo algunos:
cómo gravitan las estructuras de dominación y dependencia sobre las condiciones de vida de los pobres; las
formas de la ―religión popular‖ que tanto influyen en el comportamiento de los pobres; las comunidades de pobres
que se manifiestan en la lucha o en el ajuste de los indigentes; la diferencia sociológica que existe entre pobres,
miserables, indigentes, etcétera).
La reflexión y el estudio fue importante para precisar mi posición ética sobre la condición de los pobres.
Los conocimientos que he adquirido me sirvieron de guía por el camino que fui transitando para discernir con
claridad qué decisiones debía realizar. Esos pasos me hicieron comprender el imperativo de que, para escribir
con rigor (no sólo sobre los pobres, sino también sobre otros asuntos), siempre corresponde ampliar la
información y profundizar la reflexión.
Ello me condujo a considerar la cuestión desde un punto de vista histórico y cultural; así fui acercándome
a la teología. Fue cuando el proceso de reflexión me planteó otro reto: ¿Cuál podría ser la llave teológica,
interpretativa, a partir de la que hablaría con legitimidad de los pobres? Este tercer paso es decisivo cuando se
trata de cuestiones de fe.
Naturalmente, entiendo que esa llave hermenéutica está en la Biblia. Y, es el mensaje profético –en el que
se inscribe la historia de Jesús de Nazaret- el que ofrece esta llave. Pero, cuidado: ¡hay que apreciarlo en su

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totalidad! Es decir, hay un núcleo bíblico-teológico que nos ayuda a discernir la orientación a seguir. Ese foco de
atención ayuda, por un lado, a percibir el énfasis del mensaje. Y, por otro lado, a indicar el sentido que
corresponde dar a la acción, manteniendo la coherencia entre palabra y verdad.

Teologizando desde la práctica


Al encarar este punto quiero indicar algo que me parece muy importante: la Teología de la Liberación, que ha
subrayado la prioridad que corresponde a los pobres cuando se predica el Evangelio, es sobre todo una Teología
Pastoral.
Si se dice, como lo ha hecho la tradición católica romana, y también el fundamentalismo protestante, que
la Teología Latinoamericana de la Liberación es una teología dogmática (que sus detractores condenaron
además por seguir las orientaciones del materialismo histórico), entonces no se entiende su significado. Se la
respeta cuando se la considera como Teología Pastoral, porque se hace teniendo en cuenta el sentido que
corresponde a la acción de la comunidad.
La indicación de que los pobres son quienes reciben el Evangelio en primer lugar no puede ser discutida;
es una afirmación clara y nítida de Jesús, tanto en su práctica como en sus enseñanzas. Son muchos,
inequívocos, los pasajes de los Evangelios que dejan claro que Jesús dio a esta línea de pensamiento y acción
(que viene de los profetas del Antiguo Testamento) un valor supremo.
La llave bíblica tiene la función de orientar, y a la vez de verificar, la práctica y la predicación de la
comunidad evangélica (no quiero decir sólo ―protestante‖; me refiero a toda comunidad que se reúne en nombre
del Señor Jesús y que procura poner en obra sus enseñanzas). Muchas veces, la orientación y la verificación
tienen que corregir y llamar al arrepentimiento a una comunidad que, a pesar de sus buenas intenciones, no tiene
una práctica que confirme su fe. Recuerdo lo que dijo Benoît Dumas, sacerdote francés de la Orden Dominicana,
que sirvió en Uruguay en la década de 1960: ―Si los pobres no reconocen a Jesús en la vida y acción de la
Iglesia, ésta existe alienada de Jesús. Si la Iglesia no ve a Jesús en los pobres, también está alienada‖. Este
criterio sirve para verificar si la acción de los creyentes tiene una orientación correcta. .
Parafraseando esta afirmación de Dumas, me parece posible decir que cuando la Iglesia tiene una
memoria ideal de Jesús, y olvida su presencia entre los pobres, no es posible encontrar en esa iglesia el ser de
Jesús. Cuando la fe de la comunidad se afirma y crece, la teología que orienta su mensaje y su acción queda
verificada como correcta.

Echando una mirada al camino recorrido


Los distintos personajes que coexisten en mi ser crean una tensión intelectual permanente entre la importancia
que he dado a la Filosofía y a las Ciencias Sociales por un lado, y a la investigación teológica por el otro.
Reconozco que se trata de una ―agonía‖ que no tiene ribetes dramáticos. Hay momentos en los que mis
cogitaciones me llevan por las sendas de la Filosofía, otros en los que me enfrento a la realidad dando prioridad a
las Ciencias Sociales, en tanto que también los hay (sobre todo cuando mi fe está en juego) en los que prevalece
la reflexión teológica.
En mi juventud, durante el período de mis estudios académicos sistemáticos, me formé en Teología, y
aunque las materias que estudié no siempre llegaron a entusiasmarme, hubo momentos en los que me apasioné.
Recuerdo con gratitud el impacto que me produjo escuchar a Richard Shaull cuando ofreció un ciclo de
conferencias en la Facultad de Evangélica de Teología de Buenos Aires (Argentina), hoy ISEDET. El tema
general fue ―El Evangelio y la Revolución Social‖. Pocos meses después el Dr. B. Foster Stockwell, Rector de la
Facultad, invitó a Shaull para que tuviera la responsabilidad de ser el conferenciante que inaugurase el año
lectivo de 1953. Shaull tuvo mucha influencia en el proceso inicial de mi formación. Al escucharlo, no cabía la
menor duda: la teología llegaba a lo concreto, tocaba el mundo real.
No tuve con frecuencia este tipo de experiencia.
Entre l954 y l955, de acuerdo con lo establecido en la Facultad Evangélica de Teología, hice un período
de práctica en la Iglesia Metodista Central de Montevideo. El pastor era el Rev. Carlos Gattinoni, y a su lado
aprendí mucho de su gran experiencia y de su fe. Mas decidí que no debía ser ministro ordenado de la Iglesia.
Los motivos que me llevaron a dar ese paso se relacionan con mis limitaciones personales cuando trataba
de acompañar a quienes sufrían y penaban por razones de salud u otras causas. Traté por muchos medios de

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mostrar mi simpatía a esas personas; cuando las visitaba, leía la Biblia con ellas, oraba, intentaba dar un
pequeño mensaje de solidaridad, pero al separarme tenía el sentimiento de que algo me separaba de la gente.
Se lo comuniqué a Gattinoni, quien me dijo que no era aconsejable que suspendiera mis estudios de Teología,
que es conveniente que finalicemos lo que hemos emprendido. Fue siguiendo ese consejo, que tanto agradezco,
que los terminé.
Fue entonces cuando Luis Odell, administrador del Instituto Crandon, me dio la oportunidad de ejercer la
docencia. Los estudios de Filosofía y de Ciencias Sociales me interesaron mucho más que la Teología. Por ese
tiempo nos unimos en matrimonio con Violaine. Juntos fuimos a Estrasburgo, gracias a una beca del Consejo
Mundial de Iglesias. Fueron dos años en cuyo transcurso escribí y defendí una tesis para obtener el doctorado en
Ciencias de la Religión, especializándome en Filosofía religiosa. Regresamos a Uruguay en l962 y sería en
nuestro país donde Dios nos bendijo con el nacimiento de tres hijos.
Violaine ejerció la docencia del idioma francés a nivel secundario, y yo, por mi parte, fui Secretario del
Centro de Estudios Cristianos (CEC) del Río de la Plata, al servicio de la Federación de Iglesias Evangélicas del
Uruguay, y de la Federación Argentina de Iglesias Evangélicas, además de enseñar Filosofía.
En el lapso de un decenio empezamos a participar en movimientos sociales y políticos progresistas, de
izquierda. Fui uno de los que convocaron la creación del Frente Amplio a fines de l970, y participé en su
fundación. En ese tiempo, la vida política se encaraba con mucha pasión. En marzo de 1972, el escuadrón de la
muerte puso una bomba de en nuestra casa. Pocos meses más tarde fui preso. Gracias al empeño de Wilson
Ferreira, Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini, me pusieron en libertad. Guardo en mi memoria el momento
cuando Violaine vino a esperarme a la salida de la prisión; nos abrazamos fuertemente. Y le dije: ―Nos tenemos
que ir‖. Eso ocurrió el 7 de setiembre de 1972. El 9 de octubre desembarcamos en Ginebra, donde comencé a
servir en el Secretariado Ejecutivo del Consejo Mundial de Iglesias.
En 1983, volvimos a América Latina. Nos radicamos en São Paulo (Brasil) de donde retornamos a Suiza
en 1994. La experiencia en Brasil fue muy enriquecedora, tanto en el Centro Ecuménico de Evangelización y
Educación Popular (CESEP) como en el Instituto Metodista de Ensino Superior, donde serví como docente en el
Centro de Estudios de Postgrado y en la Facultad de Teología de la Iglesia Metodista.
Al volver a Suiza, trabajé como consultor del CMI y como profesor en el Instituto Ecuménico de Bossey.
Me jubilé en 2002. Violaine, por su parte, continúa trabajando como traductora al español independiente.

Sólo se sabe lo que se vive


En el proceso de esos 40 años fui tomando conciencia de cosas que considero importantes. Menciono algunas
de ellas.
En mi existencia intelectual, si bien mis lecturas me han enseñado muchas cosas, la fuente que ha nutrido
mis conocimientos, que me ha confirmado y también corregido, que me ha planteado desafíos hasta el punto de
llevarme a luchar intensamente conmigo mismo, ha sido mi propia práctica, que, hasta el día de hoy, me plantea
preguntas, me cuestiona. Esto corrobora lo que escribí al principio de este texto: es el ejercicio de lo concreto,
real, que abre las puertas del conocimiento.
Alguien puede decir (¡con razón!) que es una verdad de Perogrullo. A pesar de que esta afirmación parece
ser elemental y primaria, no es algo que se impone fácilmente a nuestra conciencia.
―Primero vivir, y luego filosofar‖, decían los clásicos. Parece ser una nimiedad. Antes de quitarle
importancia, es pertinente apreciar que esta prioridad de la existencia práctica puede ayudarnos a comprender la
diferencia que existe entre el sentido común y el buen sentido. El primero corresponde a afirmaciones que,
aparentemente, son evidentes, que no necesita fundamento. Una gran parte del pensamiento ―políticamente
correcto‖ expresa el sentido común. Es tan ―común‖, que no hay por qué dar argumentos en su favor. El buen
sentido tiene otras características: muchas veces se opone a la opinión predominante. Por ejemplo, para la
mayoría de los humanos la orientación que nos hace aprovechar de las ventajas del mercado es positiva.
Consiguientemente, la mayoría de los actores del mercado reclaman que éste les permita actuar con la mayor
libertad posible. El ―sentido común‖ dice: ―Más mercado y menos Estado‖. El origen de la crisis actual lleva este
alegato en su propia raíz. No obstante, el examen, que puede hacerse a partir del análisis de nuestras
experiencias, indica que los mecanismos mercantiles necesitan ser corregidos, regulados, controlados. Lo que es
una expresión de ―buen sentido‖. Este sentido que no es el común, puede disgustarnos, contrariarnos. Sin

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embargo, hay que reconocer que, a posteriori, examinando nuestra propia práctica, es el que permite avanzar, en
tanto que el ―sentido común‖ con frecuencia nos hace perder el camino, la orientación.
El pensamiento filosófico ha conseguido abrirse paso manteniendo una actitud alerta para no caer, por un
lado, en los cepos del sentido común, y, por otro lado cultivar atentamente una disposición dispuesta a captar los
signos de buen sentido. Demás está decir que quien ama la Filosofía, siguiendo estas sendas, tiende a ser visto
como alguien que molesta, que enfatiza en significados que rompen consensos que fueron fácilmente obtenidos
en base al sentido común. Fue la experiencia de Sócrates, de Descartes, de Spinoza y otros.
Esta reflexión también es válida para las Ciencias Sociales y para la Teología. Sobre todo cuando ésta,
como se ha señalado al mencionar la Teología de la Liberación, es Teología Práctica. La Teología Dogmática se
caracteriza por la frecuencia y abundancia del sentido común. Téngase en cuenta que el depositum fidei y la
regula fidei requieren constantemente el uso de fórmulas tradicionales que son campo donde predomina el
sentido común, como es el caso de la Teología dogmática católica romana. Algo semejante ocurre con el papel
de la tradición de las Iglesias Ortodoxas, que se expresa a través de un lenguaje que corresponde a situaciones
pasadas, que hoy ya no existen.
Asimismo esto es válido para el pensamiento teológico protestante tradicional, que no puede ser aplicado
en nuestra época, a menos que se distingan los rasgos del pensamiento de los reformadores del siglo XVI que
siguen siendo vigentes. Esto implica que se ponga de relieve el contexto en el se proclamaron las propuestas de
la Reforma. Para poner un ejemplo muy sencillo: el pensamiento de Lutero, de Calvino, de Büllinger, y también el
de Wesley, sólo pueden ser comprendidos por lectores contemporáneos cuando se hace el esfuerzo intelectual
para leerlos en su contexto e interpretarlos en la situación actual.
También corresponde decirlo para la Teología Latinoamericana de la Liberación. No se puede seguir
repitiendo lo que escribieron Gutiérrez, Segundo, Assmann, Alves, Boff, José Míguez Bonino, etcétera, hace 40 o
50 años. Ese discurso pertenece a tiempos que ya dejaron de ser. Si se continúa insistiendo en aquellas ideas, la
teología se transforma inevitablemente en catecismo, entonces se hace dogma, perdiendo su latido y su vigencia.
Para que mantenga su actualidad, la reflexión teológica tiene que ser renovada. Tiene que ser entendida en
nuevos contextos. O, diciéndolo de otro modo, en palabras de Gustavo Gutiérrez, es necesario comprender que
las articulaciones teológicas vienen en segundo lugar.

La liberación de la teología
La teología es un acto segundo. Es algo semejante a lo que ocurre, según dijimos, con la filosofía; la teología que
busca ser libre de dogmatismos siempre es ―un acto segundo‖.
¿Cuál es el significado de esta afirmación?
Es la práctica en la que nos involucramos la que suscita preguntas que impulsan la reflexión teológica.
Cuando siento la voluntad de orar, es esta acción la que me hace pensar qué puede ser la oración. Del mismo
modo, las razones que me llevan a decir que la Biblia es, o que en ella está la Palabra de Dios, dan continuación
a su lectura.
Fue lo que le ocurrió a San Agustín en el momento de su conversión, cuando experimentó un anhelo
irreprimible de leer la Escrituras; había niños que se columpiaban y jugando cantaban ―Tolle Lege‖, ―Toma y Lee‖,
que él entendió como un mensaje personal. Agustín abrió el Nuevo Testamento al azar, y enfocó su atención en
las palabras del capítulo 13 de la Epístola a los Romanos (vv. 11- l4). Ese acontecimiento concreto promovió su
conversión a Jesucristo. Después, pasaron los años, y reflexionó en lo que había significado para él la lectura de
ese texto y en el significado teológico de las Escrituras. Ocurre un proceso semejante cuando pensamos en
Jesús de Nazaret; antes de que lleguemos a formular alguna declaración teológica sobre su ser trascendente, los
creyentes tenemos una vivencia del ser de Jesús. Luego, motivados por la fe, por el carácter divino del
personaje, o por otras razones, comenzamos a orientar nuestras ideas según los cánones de la teología.
La reflexión sobre la práctica de lo que llamamos tradicionalmente las virtudes teologales, ratifica que la
teología es un acto segundo; la práctica de la fe, la esperanza y el amor es lo primero. A partir de lo que nos
impulsa a tener el coraje de creer, de insistir obstinadamente en buscar lo que esperamos, de amar hasta el
punto de no procurar una retribución, comenzamos a cavilar con intenciones de aclarar el sentido de la práctica
de esas virtudes. Por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿qué significado tiene afirmar que la fe es la sustancia de
las cosas que se esperan, o sea lo que podemos entender como su garantía? ¿Qué quiere decir que la fe es la

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demostración de lo que no se ve? Estas preguntas no se hacen antes de tener la experiencia de la fe, sino a
posteriori. Esto también ocurre cuando tenemos esperanza y cuando nos mueve el amor.
Creo que no es necesario insistir sobre este particular. No obstante, me interesa aclarar especialmente un
punto. ¿Qué sentido, o sentidos, conlleva la afirmación ―Creo en el Espíritu Santo‖? Sobre todo cuando esta
confesión indica que al hablar del Espíritu, de manera implícita también decimos que nuestra concepción del
misterio del ser divino de Dios es ―la Trinidad‖. ―Dios Trino y Uno‖ ¿qué quiero decir con este concepto? Hubo
teólogos (y aún los hay) que entienden que es forzoso comenzar toda disquisición sobre Dios por la afirmación de
que ―Dios es un ser en tres personas‖. Son muchos los que no se fijan con atención de que este dogma fue
establecido cuatro siglos después de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, el Cristo, y pocas décadas
después de que la Iglesia se envolviese en el debate sobre la doble naturaleza de su ser. Lo que quiere decir,
que estos teologúmenos no eran necesarios para la fe de los cristianos de los primeros siglos de historia de las
comunidades de fe. Los Concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451) apoyaron el resultado de debates
teológicos que tuvieron lugar mucho después del origen del cristianismo, cuando éste tenía casi cinco siglos de
existencia. Por ese camino, mientras pasaban los siglos, se comenzó a decir que Dios es ―Padre, e Hijo y Espíritu
Santo‖; que el Espíritu del Padre y el del Hijo, es el mismo. Que el Espíritu da señales a través de la historia
guiando al pueblo de Israel y al del nuevo pacto. Que es el vínculo de unión entre Dios Padre y el Hijo Jesucristo.
Que cuando tiene lugar la experiencia del Espíritu, Dios se manifiesta, dando lugar a una epifanía.
Estas afirmaciones tienen, por lo menos, un doble sentido: se trata de señalar la presencia del misterio de
Dios, por un lado, y, por otro lado, de indicar aquello que, como lo expresó acertadamente Nicolás Berdyaev, es
nuestra destinación. Nuestro destino es la libertad de los hijos de Dios. Esta confesión corresponde a las
palabras del apóstol Pablo en la 2ª. Epístola a los Corintios: ―Porque el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu
del Señor, allí está la libertad‖ (3: 17-18). O, como está escrito en el Evangelio de Juan, cuando el evangelista
narra la conversación de Jesús con Nicodemo. Jesús le dijo: ―En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo
alto, no puede ver el Reino de Dios. Dícele Nicodemo : ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso
entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: ―En verdad, en verdad te digo: el que no
nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios, Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del
Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto: El viento sopla donde
quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu‖ (Juan 3:
3-8).
Quien sopla raudo, sin que sepamos de dónde viene ni a dónde se dirige, es el viento, símbolo de la
libertad. Cuando experimentamos esto tenemos una vivencia de la libertad. Ésta nos mueve, nos pone en
marcha, nos impulsa. La teología viene después. Es un acto segundo; en él tienen lugar el dogma de la Trinidad
y otros dogmas
Termino este punto reiterando que no hay dogma que valga tanto como la práctica.

Listo para pasar la estafeta


Lo que importa es el mensaje. Somos apenas quienes llevamos el correo de Dios de unos a otros. Nos ha tocado
esperar a que llegue la posta con su cartera de despachos divinos, para salir con ellos hasta que lleguemos a
donde podamos entregar el bolso a otro postillón, que, su vez, continuará con esa misión que Dios nos ha
encomendado. Tenemos que pasar el testimonio, como en las carreras de posta.
Como cristiano, como metodista, para mí esto tiene la prioridad más alta.
Quiero mencionar algunas cosas que, para mí, cuentan mucho. Entiendo que expresan mi vocación
cristiana. No es el momento de explayarme y extenderme en detalles sobre esos cinco aspectos. Pero, con
palabras del apóstol Pablo, puedo decir: ―Pero las cosas que para mí eran ganancias, helas reputado pérdidas
por amor de Cristo. Y ciertamente, aun reputo todas las cosas pérdida por el eminente conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y téngalo por estiércol, para ganar a Cristo. Y ser hallado
en él, no teniendo mi justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la
fe; a fin de conocerle, y la virtud de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, en conformidad con
su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de los muertos. No que haya alcanzado, ni que pueda
ser perfecto; sino que prosigo para ver si alcanzo aquello para lo cual fui también alcanzado de Cristo Jesús.
Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haberlo alcanzado; pero una cosa hago: olvidando lo que queda atrás, y

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extendiéndome a lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo
Jesús‖ (Fil. 3: 7-14).
En el camino, intentado avanzar siempre que he podido, esos elementos son los siguientes:
En primer lugar, la vida con Dios, sin la que no puedo imaginar el don, la gracia de la salvación. He
mencionado previamente que Dios es el misterio que acompaña mi existencia. Misterio inefable, al mismo tiempo
que inescrutable. Misterio que me sostiene y que me juzga también, que –para decirlo con palabras de Rudolf
Otto- me fascina y es terrible, tremendo: Mysterium tremendum et fascinans.
A ese misterio lo llamo Dios (vocablo que tiene origen en el griego Zeus: según los helenos, aunque
eternos, los dioses son naturales y pueden tener rasgos éticos. En la Biblia se percibe otro significado: su
persona inefable exige que no se pueda pronunciar su nombre. Por eso es misterio. Sólo podemos aludirlo
simbólicamente. Es ―el Señor‖: ¡Elohim!). Es JHVH, ―mi Pastor‖ que hace que nada me falte. No sólo por la
presencia de la gracia, sino también mediante correcciones, situaciones que me llevan al azoramiento, a un juicio
que exige arrepentimiento y conversión continuos. Puedo decir que, cuando menos lo espero, Dios viene. Este
advenimiento, se ha concretado sobre todo en la persona de Jesús de Nazaret. El encuentro con Jesús me
permite comprender algo del misterio de Dios.
Confieso que Jesús es ―salvador‖ porque en situaciones de desorientación, la reflexión sobre el Nazareno
es lo que me ha dado posibilidades de encontrar el sentido que me faltaba. Haciendo uso de un lenguaje
religioso, evangélico, tradicional, puedo decir que hubo momentos de mi vida en los que me encontraba perdido,
y que Jesús me salvó.
En segundo lugar, considero que la vida de fe es una práctica de la reconciliación. Hay dos sentimientos
del ser humano que nos indisponen, a la vez, contra nosotros mismos, contra Dios y contra quienes nos rodean.
Son el orgullo y el resentimiento, que se mezclan y amalgaman cuando pueden hacerlo.
En el Libro del Éxodo leemos una narrativa de lo que ocurrió con el antiguo Israel en un momento decisivo
de su deambular por el desierto. El texto se refiere a los acontecimientos relativos a la ratificación de la Alianza
(Éx. 24 -31). Al terminar el capítulo 31, el relato dice que Elohim dio a Moisés las dos tablas del Testimonio, en
las que había escrito el dedo de Dios. Entre tanto, el pueblo tuvo la impresión de que Moisés tardaba más de la
cuenta, y los israelitas apremiaron a Aarón para que les hiciese un Dios.
Hay dos puntos que son importantes en la historia: por un lado, que los israelitas asumen que tienen
derecho a disponer de un dios que se manifiesta al frente de su marcha. JHVH los liberó del yugo del Faraón y
los conducía en su camino por el desierto. En lugar de reconocer con gratitud lo que JHVH había hecho, anhelan
tener una divinidad propia. Aarón aceptó la orden de la gente; aceptó los pendientes que llevaban las mujeres.
Fundió el oro y con la ayuda de un molde hizo un becerro. El pueblo dijo entonces: ―Éste es tu Dios, Israel, que te
ha sacado de la tierra de Egipto‖. Aarón construyó un altar ante el becerro y anunció que el día siguiente habría
fiesta en honor a Dios. Al día siguiente el pueblo ofreció holocaustos y sacrificios de comunión. Entonces la gente
comió, bebió y después comenzó a danzar. Moisés volvió con Josué al campamento. Al ver los alaridos del
pueblo, sus gritos y sus bailes, Moisés tiró la tablas que Dios le había entregado y en las que –de acuerdo con la
tradición- había constancia de lo que Dios había hecho, legislado y escrito. El compilador del libro del Éxodo
narra que Elohim estaba muy airado.
La historia no tuvo un final feliz, pues el regreso de Moisés no significó el fin de la revuelta popular.
Lamentablemente, Moisés reprimió a los rebeldes; contó para ello con la ayuda de los levitas. Fueron 3.000 los
que murieron.
La narración nos cuenta cómo creció y se afirmó el orgullo del pueblo; la confianza en Dios se transformó
en confianza en sí mismos: dado que Moisés no daba señales, la gente entendió que necesitaban un Dios para
que marchase delante de ellos. De manera sutil, la relación había cambiado. Dios antes guiaba al pueblo; ahora
es un dios, producto de los anhelos y deseos populares, el que estará al frente. Antes, Elohim indicaba el camino,
mientras que, en el tiempo que duró la ausencia de Moisés, parte del pueblo de Israel entendió que Dios (con la
forma del becerro de oro) sería el distintivo del pueblo.
En ese momento de su incipiente historia, Israel da muestras de un orgullo semejante al que ha de exhibir
en otras situaciones históricas. Ese orgullo es inaceptable para JHVH, que siente una reacción airada, que
Moisés aplaca. Dios entonces se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra Israel.

21
La situación se complica cuando el orgullo es acompañado por el resentimiento. Antes de Nietzsche,
fueron los profetas de Israel y de otros pueblos, quienes indicaron la relación entre orgullo y resentimiento. Jesús
es quien llegó a posiciones más nítidas y claras, sus enseñanzas subrayan que no debemos caer en esa postura.
En la versión de la predicación que se encuentra en el Evangelio de Mateo (caps. 5 – 7, que comúnmente
llamamos ―Sermón de la Montaña‖), Jesús enseñó que si bien la Ley mandó ―Ojo por ojo, diente por diente‖, él
dijo ―No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la
otra; al que quiera ponerte a pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te fuerza a caminar una
milla, acompáñalo dos; al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes no le vuelvas la espalda. Os han
enseñado que se mandó: ―Amarás a tu prójimo…‖ y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo; Amad a vuestros
enemigos, orad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre
males y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos‖ (Mateo 5: 38-45). Estas citas de uno de los discursos
más importantes de Jesús son suficientemente explícitas; ellas señalan la relación que existe entre la
reconciliación y el don de sí, que se opone al resentimiento.
Es posible señalar dos grandes orientaciones en la práctica de la reconciliación:
La primera, la mencioné al hablar del ser y los seres por quienes estamos habitados; se trata de la
reconciliación con la legión de aquellos que moran en nuestro ser. La reconciliación es un fruto del amor. No
podemos amar a otros cuando entre los diversos seres que nos animan, existe el resentimiento.
Durante muchos años, un germen de resentimiento se manifestaba en mí por el desdén y la
descalificación que sentía hacia ciertas tendencias que en mí existían. Tres procesos fueron importantes para
que superara lo que vivía. Tengo conciencia de que he vivido esos procesos como una conversión continua: en
primer lugar, a través de las comunidades que me ayudaron a madurar (la de los ―pingüinos‖, jóvenes que dimos
prioridad en nuestras opciones de vida al ecumenismo; entre ellos menciono a Leonardo Franco, Emilio Castro,
Jether Ramalho, Leopoldo Niilus, Híber Conteris, Waldo César, Rubem Alves, Carlos Delmonte, Julio Barreiro,
Christian Lalive d‘Epinay, Gonzalo Castillo, y otros que hacen muy larga la lista de compañeros). En segundo
lugar, la que contribuyó a hacer crecer en mí un espíritu de equipo. Me refiero a la del Consejo Mundial de
Iglesias, volcada a la práctica de la reconciliación a través de movimiento ecuménico (Valdo Galland, Mauricio
López, Óscar Bolioli, Philip Potter, Baldwin Sjollema, Odair Pedroso Mateus, Diogo de Gaspar, Luis Carlos Weil,
Jean Fischer y otros…). Y, en tercer lugar, al grupo de Emaús en Brasil, del que tanto he aprendido y con el que
he caminado por veredas marcadas por la Teología de la liberación (José Óscar Beozzo, Luiz Alberto Gómez de
Souza, Luis Eduardo Wanderley, Leonardo Boff, Pedro de Oliveira, Marcelo Barros, Frei Betto, y otros que
aunque no son brasileños ni viven en Brasil son también compañeros: es decir están entre aquéllos que
comparten el pan conmigo: Cum panis. Son todos ellos quienes me ayudan a reflexionar, quienes me enseñaron
el sentido de la práctica de la reconciliación. Hay otros amigos muy entrañables en quienes pienso, que con su
generosidad y bondad me dieron lecciones de reconciliación: Mario Etchebarne y su mujer, Pedro Corradino y
esposa, Stanley Mills, Enrique Méndez, Juan Di Pietro… Algunos pasaron; pienso que me esperan del otro lado
del camino. Todos ellos son quienes me ayudaron e indujeron a la práctica de la reconciliación. Hay otros que me
dieron mucho y que me es imposible no mencionar: Earl M. Smith, B. Foster Stockwell; Eugenio Stockwell, José
Míguez Bonino, Federico Pagura…
Cuando se habla de la práctica de la reconciliación existe una segunda dimensión que debe ser señalada.
Me refiero a la reconciliación con los adversarios, que, a veces, también son enemigos.
Pienso que no es posible la paz sin que practiquemos la reconciliación. Al escribir esto me refiero a la
necesidad de sentarnos no sólo con los que opinan de otro modo en el plano de las relaciones sociales y
políticas, sino especialmente con quienes nos agraviaron e hicieron mal, sobre todo durante el período de la
dictadura militar de los años l970-1980 en nuestro país. Con esto no quiero decir que sus delitos no tengan que
ser castigados de conformidad con las leyes vigentes. Parte importante de la práctica de la reconciliación es el
reconocimiento de la soberanía del Estado de Derecho que, como toda institución humana, no es totalmente
justo. Sin embargo, por el momento, ese Estado es lo mejor que existe, y el que abre espacios para que el
ejercicio de la democracia, de los derechos humanos, y para que podamos orientar nuestras acciones hacia esa
meta que llamamos libertad. Cuando aludo a la práctica de la reconciliación me refiero a todas estas dimensiones
de mi vida personal y también de la social.

22
En tercer lugar, menciono la tensión existente entre el Reino de Dios que viene y la institución eclesiástica.
Hace más o menos un siglo, el pensador francés Alfred Loisy expresó una afirmación que muchos caracterizaron
como una boutade, una provocación, expresión mordaz, irónica, que, al mismo tiempo que indica algo sobre un
hecho, un proceso, una cosa, etc., no llega a convencer de manera plena a quienes se dirige. Loisy dijo: ―Jesús
predicó el Reino de Dios, y lo que resultó fue la Iglesia‖. Hubo, y todavía hay, quienes sostienen que el Reino se
manifiesta en la Iglesia, sobre todo en tanto institución.
Mi manera de comprender el Reino de Dios y la Iglesia, el advenimiento de situaciones nuevas, que crean
más justicia, más solidaridad, y que son más favorables para que los seres humanos hagan avanzar las formas
de vida comunitaria, no es convergente con la entidad de la institución eclesiástica.
Dostoyevski también se refirió de manera implícita a la tensión que se produce entre el Reino y la Iglesia.
En La Leyenda del Gran Inquisidor, que forma parte de Los Hermanos Karamazov, el enfrentamiento entre quien
anuncia la llegada del Reino de Dios (Jesús) y la institución eclesiástica se produce durante la celebración de la
Semana Santa en Sevilla. La ciudad andaluza, repleta de visitantes en esos días, era el escenario donde el
Inquisidor Torquemada quería imponer su poder a Jesucristo. Increpó a éste; le preguntó por qué había vuelto de
incógnito, en un contexto en el que la Iglesia muestra toda su fuerza y magnificencia. Se reeditan, entonces, los
acontecimientos de la semana de la Pasión. No obstante, hay una situación nueva. Torquemada ocupa el lugar
de Poncio Pilatos. Es el que comanda la Inquisición. Se trata de la manifestación del poder en la Iglesia,
autoridad suprema en España por aquellos tiempos. El poder no pertenece sólo al Inquisidor, o a la Inquisición:
es de la Iglesia. La Inquisición es sólo su instrumento. Es imposible esconder el conflicto que se plantea entre la
Institución eclesiástica y la predicación del Reino.
El anuncio evangélico se abre al futuro. En el Evangelio de Marcos se lee: ―Cuando detuvieron a Juan,
Jesús se fue a Galilea a pregonar de parte de Dios la buena noticia. Decía: Se ha cumplido el plazo, ya llega el
reinado de Dios. Enmendaos y creed la buena noticia‖ (Mc. 1: 14-15). El anuncio del Reino anuncia ―lo que
vendrá‖. En cambio, la Inquisición requiere que creamos de acuerdo con la tradición. Los métodos inquisitoriales,
de manera ineludible, recurren a la violencia; ésta es necesaria para preservar el orden vigente. Ella es
imprescindible para que los mecanismos institucionales funcionen bien. En nuestros días la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe (que ha tomado el lugar de la Inquisición) no se caracteriza por emplear
la violencia física para obtener sus fines, aunque utiliza métodos que pueden ser moralmente muy violentos.
Me parece necesario decir que no sólo la institución católica romana es inquisitorial, otras también lo son.
El problema no se plantea únicamente entre los cristianos; todos lo vivimos. Y no ocurre sólo en las instituciones
religiosas, sino que también se manifiesta en las seculares. Contrastando con esto el anuncio del Reino es
motivo de esperanza: son los pobres los que reciben la promesa del Reino, que también pertenece a los niños.
Además, Jesús dijo que son ―Dichosos (makarios) quienes son perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los Cielos‖ (Mt 5.10). El advenimiento del Reino siempre ha sido motivo de esperanza y
regocijo para mí. Las comunidades de compañeros que mencioné previamente son espacios en los que se
espera la manifestación de una mayor justicia. El Reino de Dios es Gracia, en tanto que el imperio y el respeto de
la tradición requieren la Ley.
En cuarto lugar, me interesa mucho la cuestión de la verdad. Dietrich Bonhoeffer, prisionero de los nazis,
se planteó la pregunta sobre qué significa decir la verdad. Él estaba en la cárcel; si la decía, sus esbirros
aprehenderían a sus compañeros. Bonhoeffer entendió que el sentido del dicho de Jesús ―Yo soy el camino, la
verdad y la vida‖ (Jn. 14.1) se relaciona con ser verdadero. Quién es testigo de la verdad: ¿el que confiesa todo y
entrega a sus amigos? ¿O el que intenta que los compañeros se vean libres de sospechas? Esta cuestión estuvo
presente de manera constante mientras estuve en la prisión y me interrogaban en 1972. Un oficial que
comandaba el grupo que tenía el cometido de que confesase a los miembros de las Fuerzas Conjuntas lo que les
interesaba, después de la tortura, vino a interpelarme una vez más. Me dijo: ―Sabemos que usted mintió‖. Al
volver a la celda me dije a mí mismo: ―¡No hablé!‖.
En el texto del Evangelio de Juan que acabo de citar se hace mención de que un testimonio íntegro da
mayor importancia a las obras que el Espíritu genera en nosotros: ―Al menos, creedlo por las obras‖ (v. 12), y
Jesús agregó: ―Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos
morada en él‖. Hasta hoy la cuestión de la verdad me preocupa. Pienso que lo que más debe preocuparnos es la

23
ortopraxis, hacer lo correcto, antes que la ortodoxia, hablar de modo cabal. Aunque ni una cosa ni la otra me
justifiquen. Sólo me vale la gracia de Dios y mi poca fe.
En quinto lugar, para mí es muy importante estar en camino. Los primeros cristianos, según el relato del
Libro de los Hechos, eran conocidos por ser del ―Camino‖. Entiendo que la vida que está motivada por la fe
bíblica es muy dinámica. Estoy en marcha, a la espera y en la esperanza, de que otros vengan ya dispuestos a
tomar la estafeta, el testimonio, y continúen la marcha hacia delante siguiendo a muchos testigos, marchando con
fe y por la fe.

Brevísimo apéndice
Hay cosas que me son preciosas. Menciono algunas de ellas y termino.
La primera, es la vida con Violaine. Me es imposible imaginarme caminar, marchar, sin ella a mi lado, es
mi alegría diaria. La segunda, es el sentimiento de paz que trae la música clásica a mi espíritu: Bach, Mozart…
también Brahms. La tercera, escuchar tangos me reconforta; sean del tiempo de la Guardia vieja o de la época
de Piazzolla. Cuarto, la lectura de buenos escritores en español: Cervantes, Machado, García Márquez.
Y así sigo en el camino, esperando el Reino.

24
LA TENSIÓN SACRALIZACIÓN-DESACRALIZACIÓN (1969)

N o existe discusión después del famoso libro de Rudolf Otto1 en señalar que lo sagrado aparece,
primeramente, como un misterio. Es así como se refiere al mismo también Roger Caillois: ―lo único que
podemos decir de lo sagrado: ―que es misterioso‖. No en vano Otto lo definía como un elemento numinoso. Pero,
debemos tener en cuenta que la presencia de lo sagrado es relativa a lo profano. No existe elemento sagrado sin
que hayan elementos profanos. La continuidad ontológica es quebrada por la aparición de lo extraordinario, al
que el hombre adscribe rápidamente el carácter de sagrado. A su vez, frente a lo sagrado, quien participa del
orden profano no debe actuar indebidamente; debe guardar las ordenanzas que permiten su acercamiento al
misterio a la vez que debe cuidarse no transgredir los límites que lo sagrado impone en sus relaciones a los
individuos comunes.
Pero, a la vez que relativo a lo profano, lo sagrado es relativo al sacrilegio. Las raíces griega y latina del
término lo indican: hagnes puede ser a la vez sagrado y mancillado; y sacer, sagrado y maldito. Esto es, el
hombre puede sacralizar un ser, una acción, una idea, al mismo tiempo que puede desacralizarlos.
Ahora bien, sabemos que la religión se presenta como una doctrina de la inmanencia. Esta descansa
sobre la distinción de lo sagrado y lo profano. Esta distinción la hace el hombre a partir de valoraciones que para
nada son trascendentes, pero que le sirven para trascendentalizarse y, así, alcanzar lo que él cree que sea el
estadio de la divinidad. Esto es lo que ha mostrado Feuerbach en su libro La esencia del cristianismo, señalando
cómo el Dios que los teólogos proyectan fuera del hombre, en realidad es el hombre, en realidad es el hombre
mismo. Dios no es sino el conjunto de los atributos infinitos: sabiduría, amor, querer, que pertenecen a la especie
humana. Así, pues, no hay en la religión otro fin sino el hombre mismo: ―El misterio de la encarnación es el
misterio del amor de Dios hacia el hombre; pero el misterio de Dios no es sino el misterio del amor del hombre
hacia sí‖.2 Para Feuerbach, en su análisis del cristianismo y de la religión, Dios no es sino por el hombre y en el
hombre.
Es en parte teniendo en cuenta estos pensamientos de Feuerbach, que el teólogo suizo Karl Barth
distingue entre religión y fe, entre religión y revelación. La religión es aspiración humana a la divinidad, lo que
concuerda con el pensamiento de Feuerbach: el hombre que procura divinizarse. Pero, por el contrario, la fe es la
respuesta del hombre a la gracia de Dios. En la religión hallamos un movimiento que va del hombre hacia Dios,
en tanto que para la fe cristiana, es Dios quien viene hacia el hombre y éste, a su vez, se sabe limitado y
condicionado, por lo que no aspira a divinización alguna. En el caso de la religión, el hombre resulta alienado,
determinado por lo sagrado, y en consecuencia pierde su condición humana, dado que siempre lo sagrado
resulta un elemento deshumanizante. Esta es, por otra parte, la tendencia implícita en toda mística.3
La fe cristiana, por el contrario, no sacraliza. La experiencia cristiana no es la experiencia del supremo
misterio, sino la de la revelación de Dios en Jesucristo. De ahí que cabe señalar que la experiencia cristiana es
desacralizante. Esto es lo que intenta comunicarnos el evangelista cuando nos dice que en el momento de la
muerte de Cristo, el velo del templo se rasgó en dos (Marcos 15:37-38). En ese instante, el corazón mismo de
Dios era abierto a los hombres y su voluntad amorosa hallaba la culminación de su expresión en la Cruz de su
Hijo. Ya no había, por lo tanto, lugar para iniciados ni misterios:4 todo había sido dado de parte de Dios a los
hombres.
Es teniendo en cuenta esta situación, que Wilhelm Dantine llega a decir que ―Dios se seculariza a sí
mismo‖.5 Ya no se trata entonces de un Dios hecho de acuerdo a la sublimación y trascendentalización de los
valores humanos, sino del Dios que se presenta bajo forma humana en medio de lo secular, en medio de lo
profano, asumiendo actitudes y pensamientos seculares y profanos. Es por eso que cabe repetir el pensamiento
de André Dumas: ―Jesucristo vivió la total incógnita de Dios; llegó a ser la presencia perfectamente concreta y

1 R. Otto, Le sacré. Lausana-París, Payot, 1950.


2 L. Feuerbach, La esencia del cristianismo. Buenos Aires, Claridad, 1941.
3 N. Miklem, La religión. México, FCE, 1950. ―La meta suprema de todas las uniones místicas, dice Fr. Pulin, es la

‗deificación‘‖ (p. 169).


4
5

25
pública de Dios. Jesucristo es la unidad de Dios y del mundo‖.6 Y, más adelante, agrega que la secularización de
Dios en Cristo tiene un doble significado: ―Dios viene a desacralizar la religión para santificar la tierra; Dios viene
en Cristo para derribar las barreras entre lo profano y lo sagrado‖. La desacralización producida por Dios en
Cristo es total: la presencia de Dios entre los hombres no es presencia para algunos, sino para todo el mundo, y
la eficacia de la obra realizada por Cristo no es sólo para quienes creen en él, sino para toda la creación (Efesios
1:9-10; Fil 2:9-11).
La fe cristiana, entonces, se nos aparece como un factor de desacralización y de humanización. En este
sentido, la fe como respuesta al llamado del amor de Dios al hombre, recuerda constantemente a éste que la
voluntad de Dios para con él es que sea libre, y que no esté sometido a ninguna ley, sistema o concepción del
mundo que la sociedad o algún grupo haya absolutizado (Gál 5:1). En esto consiste, precisamente, el Evangelio
─la buena nueva de Dios para el hombre─ que no pone condiciones cuando los hombres responden a ese
llamado. No en vano Jesús fue amigo de pecadores, publicanos y rameras. La actitud de Jesús contrasta con la
actitud que requieren las religiones para acercarse a la divinidad, ya que de una forma u otra demandan la pureza
o la realización de ciertos ritos de purificación para ser dignos de lo sagrado, lo que requiere el cumplimiento de
ciertas leyes o, por lo menos, el guardarse de los tabúes que señala tal o cual religión.
Por supuesto, el aspecto religioso ha triunfado muchas veces en el seno de la Iglesia Cristiana. La ya
tantas veces mencionada Cristiandad da testimonio de ello. Es el signo de la presencia del pecado en el cuerpo
de Cristo que es la Iglesia. Otras veces, esa tendencia religiosa del hombre, en el seno de la Iglesia ha llegado a
sacralizar la Biblia; en otros momentos, la tradición eclesiástica; en otros, la experiencia personal, identificando el
impulso interior o la conciencia con la voz de Dios; en otros, un cierto número de preceptos morales que tarde o
temprano resultan anacrónicos.
De ninguna manera la voluntad de Dios en la historia puede ser fijada de una vez para siempre. Si bien
su designio es el mismo por los siglos de los siglos, ese designio, a medida que transcurre el proceso histórico,
debe ser reinterpretado de acuerdo a la situación de cada época. De no realizarse esto, entonces no habría
encarnación. Por eso, cuando hoy vivimos en una época en la que caen los conceptos religiosos y en la que,
como decía Bonhoeffer, el mundo está llegando a ser adulto, no debemos ver en ello algo contrario al propósito
de Dios en Cristo, excepto en lo que esta situación contemporánea encierra de deshumanizante. Debemos
aprender que el hombre maduro de nuestro tiempo es un hombre mucho más libre que el del siglo XVI, aun
cuando éste fue más religioso. Pero, al ser más libre, al no están tan sometido a falsos absolutos, el hombre es
más hombre; Dios, cuando llama al individuo, no quiere que sea un religioso el que responda, sino un ser
humano que necesita justificación, y que por eso mismo no puede ser más que hombre (Romanos 3:28).
Esta tensión entre el hombre que sacraliza y el Dios vivo que desacraliza, es posible apreciarla en el
correr de toda la Biblia. Una y otra vez el hombre pretende divinizarse o crear ídolos por obra de sus manos o de
sus pensamientos, a los cuales servir. Mas Dios, frente a esta sacralización propuesta por el hombre, responde
una y otra vez con su exigencia de amarle sólo a Él (Éxodo 20:2-6; Deuteronomio 5:6-10).
A su vez, también es posible apreciarla a lo largo de la historia de la Iglesia, como hemos mencionado
más arriba. Pero ante cada sacralización de tinte cristiano, propuesta por los hombres, el propósito de Dios ha
dado por tierra con la misma. De este modo, el hombre y el mundo ya no están escondidos detrás de ningún velo
sagrado que oculta el verdadero sentido de las cosas. Así es como hoy el acercamiento al hombre como tal no se
realiza a partir de ninguna ontología fundamental planteada a priori, del mismo modo que le progreso del
conocimiento científico no es vetado por ninguna concepción del mundo que no esté contenida en las relaciones
del hombre con la naturaleza. Todo este proceso, por lo tanto va dirigido en el sentido de la humanización, para
otorgarle al hombre su plena estatura como criatura humana. En ello no observamos nada que esté en contra de
los propósitos de Dios. Por el contrario, el Dios que se seculariza a sí mismo en Jesucristo, bien puede conducir
el proceso de secularización.
El proceso de secularización que hemos tratado de presentar, y que ha desembocado en nuestra época,
hace que el hombre de nuestro tiempo no tolere sacralizaciones en el sentido tradicional. De ahí la indiferencia
que se observa en las masas por toda manifestación religiosa de ese estilo. Es el hombre del mundo adulto, que
vive como hombre, con sus plenas posibilidades, sin tener necesidad de Dios. De ahí estamos de acuerdo con

26
Bonhoeffer cuando señala que para ese hombre adulto, de ninguna manera cabe un Evangelio disfrazado de
religión, ni una apologética que explote las debilidades humanas.(21)7 Ello va contra el propósito de Dios en
Cristo, un propósito que de ninguna manera permite transformar la revelación en religión, ni que el Dios santo, el
Dios vivo, se convierta en algo sagrado.

27
28
UN CRISTIANISMO NO RELIGIOSO (1970)

N uestro siglo es testigo de una renovación sin precedentes en el campo de los estudios teológicos. No es
vano es el tiempo donde ha tomado cuerpo el movimiento ecuménico, en el que nuevas corrientes de
pensamiento cristiano se han ido afirmando a lo largo de los años, especialmente luego de terminada la primera
guerra mundial. Teólogos de gran renombre, tanto del lado católico, como del ortodoxo y del protestante han
dado a luz obras de enorme significación, trascendiendo sus ideas el ámbito de la comunidad cristiana. Es el
caso de Karl Barth, de Karl Rahner, de Henri de Lubac, de Niko Nissiotis y de muchos otros cuya lista sería
extensa. Sin embargo, entre todos los teólogos cristianos de nuestro siglo, quizás ninguno presente un
pensamiento tan excitante como Dietrich Bonhoeffer, al cual nos hemos referido en el capítulo anterior, ni
tampoco ninguno halle tanto eco entre quienes toman contacto con el pensamiento cristiano actual.
Bonhoeffer nació en 1906, siendo educado en el estilo de la alta burguesía prusiana; de vieja ascendencia
protestante, abierto al estudio de las humanidades, muchas veces se ha hecho notar en su obra la veta clásica.
Estudió en la Universidad de Berlín y muy joven obtuvo su licencia en teología con una tesis en la que hace
dialogar la sociología con la eclesiología y cuyo título es Communio Sanctorum. Poco tiempo después se habilitó
para la cátedra con un trabajo (Art und Sein) de gran valor en el que reconoce la importancia de la teología
dialéctica para la reflexión teológica y filosófica de nuestro tiempo. El mismo Karl Barth saludó al autor como una
de las mentes teológicas más agudas del siglo XX. Para ese entonces Bonhoeffer aún no había llegado a los
veinticinco años de edad.
Todo parecía indicar que su trayectoria futura sería la de un brillante académico. Sin embargo, los
acontecimientos que ocurrieron en Alemania durante los años treinta, determinaron otra cosa. Poco a poco, la
militancia cristiana de Bonhoeffer lo llevó a tomar posición en filas del movimiento antinazi, del cual se transformó
en uno de sus mejores exponentes. Dirigió el Seminario clandestino de la Iglesia Confesante de Pommerania
(perseguido por el régimen de Hitler) y, luego de estallar la guerra, integró el grupo que llevó adelante el atentado
contra Hitler el 20 de julio de 1943. Sin embargo, poco tiempo antes ─el 5 de abril del mismo año─ fue apresado
y recluido en la prisión de Tegel, en Berlín. A partir de octubre de 1944, cuando su complicidad en el complot
mencionado se hizo evidente, fue cambiado de prisión una y otra vez. Desde principios de 1945 recorrió los
campos de concentración de Buchenwald, Schönberg y Flossenbürg sucesivamente. El 9 de abril, apenas un
mes antes de la rendición de Alemania, fue colgado por la Gestapo. Sus compañeros de prisión, provenientes de
diferentes países y de diferentes confesiones religiosas han sido unánimes en señalar que en Dietrich Bonhoeffer
la fe cristiana no era meramente un motivo de reflexión, sino el principio director de toda una vida llena de
sentido.
Su obra comenzó a ser conocida en los círculos teológicos de todo el mundo después de su muerte. Un
amigo íntimo, Eberhard Bethge, fue dando a la luz todo el caudal de sus escritos inéditos. Como toda obra
póstuma, con libros apenas bosquejados y otros aún no terminados, presenta lagunas, páginas que debían ser
redactadas con mayor profundidad. Muchas veces se corre el peligro de tomar como definitiva una idea que en
realidad sólo significa un pensamiento en alta vos. Sin embargo, hasta ahora es imposible medir la influencia de
sus escritos entre los teólogos protestantes de las generaciones formada entre 1945 y nuestros días. Hay en
dicha obra, un soplo de humanidad que difícilmente tiene lugar entre las páginas de los sistemáticos; pero, por
sobre todo, un lenguaje que no suena ni a dialecto de iniciados, ni a idioma arcaico ya superado por las actuales
circunstancias. Por otra parte, su misma vida representa una verdadera encarnación del Evangelio en medio de
situaciones particularmente difíciles: su alegría de vivir (aun en la prisión), su capacidad para establecer
relaciones humanas muy estrechas (los guardias de la prisión de Tagel fueron muy pronto amigos suyos), su
apertura a todo el mundo (téngase en cuenta su gran cultura humanística), estuvieron íntimamente conectadas
con una trayectoria existencial en la que realmente Jesucristo constituía en todo momento la presencia
determinante. De ahí que su obra ─además de ser sumamente profunda─, haya ganado en autenticidad: es ese
acento el que discierne las generaciones actuales, el que a su vez señala caminos por los cuales debe transitar la
reflexión cristiana en el mundo contemporáneo. De dicha obra, tomamos a continuación algunos aspectos para
exponerlos en forma breve y sintética.
La gracia costosa. A través de la lucha contra el nazismo fueron tomando consistencia las ideas más
importantes de su obra. En 1937 dio a luz su comentario sobre el Sermón del Monte (Nachfolge), motivando

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inmediatamente la atención de los teólogos. En dicha obra Bonhoeffer ataca el concepto luterano tradicional de la
―la gracia barata‖. Esta carece de toda significación para el hombre cuando afirma que es cierto que ―Dios es un
ser que ama infinitamente‖; pero por eso mismo, su amor no significa nada particularmente valioso. Cuando el
creyente cae en la costumbre de pensar que Dios es alguien siempre dispuesto a perdonar, entonces cae
también fácilmente en el error de menospreciar el amor divino en toda su realidad. Y esta última aparece en toda
su dimensión en la vida y muerte de Jesucristo. El luteranismo (no Lutero), enfatizando el concepto de salvación
por ―sola fide‖, ha tendido a no dar el lugar correspondiente a la gracia de Dios; ha hecho de la misma una
constante invariable de la personalidad divina, dejando de lado todo el significado intrínseco de la existencia
trágica de Jesucristo. Dicho de otra manera, la vida de Jesús ha perdido concreción, constituyéndose en una
cifra, en un símbolo del amor de Dios, cuando en realidad El miso está presente en forma única y total en la
persona de Cristo.
Llegar a esta comprensión de la gracia significa aceptar el concepto de la ―gracia costosa‖: lo que Dios ha
hecho por el hombre no ha sido cosa fácil para El. Por eso mismo el hombre no puede tomar con ligereza su vida
cristiana. Así como para Dios lo hecho en Jesucristo en favor del hombre ha sido de un costo inapreciable, de la
misma manera la vida cristiana que desarrollen los hombres debe ser fiel reflejo de dicha ―gracia costosa‖. Así
como en Cristo dicha gracia lleva a la encarnación, del mismo modo no cabe una vida cristiana separada del
mundo, sino en medio de él. El gran significado de la obra de Lutero fue romper definitivamente con el convento,
dejar todo ámbito propicio para la existencia de la fe, porque en realidad la vivencia de esta no puede existir sino
en medio del mundo, que le es hostil.
Cuando la fe cristiana insiste en la idea de querer preservarse libre de toda mancha, y para ello se
abstiene de participar de las luchas y problemas humanos, entonces no es una fiel respuesta a su Señor. La
―gracia costosa‖ implica seguimiento (Nachfolge) a Jesús: abandono de privilegios, de responsabilidades, de
posiciones adquiridas y disposición a ser presencia de Jesucristo en medio de los problemas y vicisitudes
humanos. Esto tiene que dar como resultado una acción cristiana plena de significado en medio de lo que está
ocurriendo. Sin embargo, la presencia cristiana en el mundo actual esté demasiado lejos de llegar a ello. Es el
resultado del ―abaratamiento de la gracia‖, de no haber tomado en serio lo hecho por Dios en Jesucristo.
Se vive un cristianismo inauténtico cuando todas las miras del supuesto cristiano están puestas en
actividades y reflexiones que tienden a separar netamente la esfera de lo cristiano de la esfera de lo temporal. De
este modo se pierde el verdadero significado de la encarnación; el mundo y la historia dejan de ser el escenario
donde se despliega la acción de Dios, al mismo tiempo que los llamados cristianos se abrogan el derecho de
limitar dicha acción de Dios únicamente a la esfera de la institución eclesiástica. Para que ello no ocurra, señala
Bonhoeffer la necesidad para la fe de vivir recurriendo a una disciplina constante por medio de la cual el creyente,
abandonando toda posible seguridad y superioridad espiritual, se lanza a servir a los hombres tal como Cristo lo
hizo. Cuando ello ocurre, la ―gracia costosa‖ ya no es sólo aquella que se mostró en la existencia de Jesús, sino
la misma vida de la comunidad cristiana y quienes la integran.
Ultimo y penúltimo. Cuando la comunidad cristiana vive en el reconocimiento de la ―gracia costosa‖, deja
de ser un grupo de hombres que viven únicamente en actitud de concentración, y se transforma en presencia de
amor servicial ―en el mundo‖. Dicho de otro modo, la Iglesia reunida se transforma en Iglesia dispersa, el
Evangelio no va dirigido principalmente a los que ya creen en él, sino al mundo; tomar en cuenta esta afirmación
determina un cambio radical en la existencia de los grupos cristianos.
Ahora bien, dicha presencia cristiana en el mundo ─resultado de la encarnación─ no ha de darse en
términos de antagonismo y lucha frente a los no cristianos. El verdadero camino de la gracia ha de llevar a los
creyentes a integrarse plenamente en los distintos grupos que, con tendencias diversas, están actuando en
nuestra historia. Sin embargo, es necesario que el cristiano se pregunte por el sentido que debe dar a su acción
en medio de tales circunstancias.
Para dar respuesta a este interrogante, debe comprenderse ante todo que su acción en el mundo esté
determinada por la acción de Dios, la cual halló su expresión más clara en la vida y obra de Jesucristo. A través
de ésta, Dios está dando forma hoy a una ―nueva creación‖; el mundo en el que ha de reinar la paz y la
reconciliación por el amor. Dicho de otra manera, una nueva creación hecha a imagen de Jesucristo. Sin tener
conocimiento de la obra del P. Teihard de Chardin, Bonhoeffer está señalando hacia la misma dirección a que
apuntaba el jesuita francés. Sin embargo, su punto de partida es diferente: si bien en Teilhard de Chardin la obra

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de Jesucristo es inmanente a la evolución de la creación, en Bonhoeffer dicha reflexión se produce a partir de la
vida de Jesucristo en medio de los hombres, constituyendo así un pensamiento netamente cristocéntrico, que
toma muy en cuenta la existencia del Jesús histórico.
Qué Dios está actuando en el mundo es una afirmación cristiana cuya raíz se encuentra de un cabo al otro
la biblia. Lo realmente importante en Bonhoeffer es haber vuelto a recordar que el sentido de dicha acción está
dado por el propósito divino de dar a luz una nueva humanidad, tan plenamente libre, responsable y justa como
fue la humanidad de Jesucristo. En este sentido, la obra de Dios dando forma a esta nueva creación no se realiza
únicamente por canales ―institucionalmente cristianos‖: todos aquellos movimientos que en la historia tienden a
dar mayor autonomía, justicia y libertad al ser humano, que tienden a que el hombre sea realmente hombre, son
instrumentos de la voluntad de Dios que procura concretar de ese modo sus propósitos. Discernir entonces cómo
está actuando Dios en la historia, y acompañar fielmente dicha acción debe ser la actitud de los cristianos que
toman en serio todo lo que significa la encarnación de Dios de Jesucristo.
Este pensamiento se aclara aún más con la relación que Bonhoeffer presenta en su Ética, entre lo que es
último y lo que es penúltimo. No hay duda que lo propuesto por Dios como fin último para el hombre es su
salvación, esto es, su bienestar total y el cambio de su corazón, por medio del cual el individuo deja de vivir para
sí y pasa a existir en actitud de servicio desinteresado a los demás hombres. Pero, para que el hombre responda
al llamado que Dios le hace con miras a este propósito último para su persona, es necesario que esté en
condiciones de dialogar con Dios. Esto es lo penúltimo. No es posible atender a las demandas de Dios cuando el
ser del hombre ha sido desvirtuado, cuando su humanidad resulta negada. En este caso, la tarea de los
cristianos en medio del mundo es procurar que la vida humana ser realmente humana: así es posible que el
individuo pueda responder a las demandas de la gracia de Dios. ―Esta tarea es, por lo contrario, una carga de
inmensa responsabilidad para todos aquellos que conocen la venida de Cristo. El hombre hambriento necesita
pan y el que no tiene hogar un techo; el desposeído necesita justicia y el solitario compañía; el indisciplinado
necesita orden y el esclavo libertad. Permitir que el hambriento continúe con hambre sería blasfemia contra Dios
y contra el prójimo, puesto que lo más cercano a Dios es la necesidad del prójimo. Es por el amor de Cristo, que
pertenece tanto al hambriento como a mí mismo, que comparto mi pan con él y mi casa con quien no tiene hogar.
Si el hambriento no alcanza a la fe, entonces la culpa cae sobre aquellos que rehusaron darle pan. Proveer de
pan al hambriento es preparar el camino para la venida de la gracia‖.8 Actuando de este modo, el hombre de fe
revela que ha sido transformado realmente a la imagen de Cristo, y provoca una respuesta del otro que no es
sino la respuesta del hombre a Dios. Sólo los hombres pueden responder a la gracia, y ser hombre significa ser
libre de todo aquello que impide el servicio a favor del prójimo. Al fin de cuentas, esta figura de humanidad es la
que se concretó en el mismo Jesús.
En consecuencia, el cristiano en medio del mundo no puede ignorar las luchas de sus prójimos Bien
pueden ser suyas las palabras de Terencio: ―Nada humano me es ajeno.‖ Cabe, pues, una acción cristiana en
todos los órdenes seculares, y especialmente en aquellos de gravitación especial en nuestra sociedad,
procurando constantemente la humanización de los prójimos, no importa si son cristianos o no. Es un requisito
fundamental en la proclamación del Evangelio.
Fue a consecuencia de estas ideas que Bonhoeffer participó de lleno en el movimiento de resistencia
antinazi, que integró el grupo como complotó contra la vida de Hitler. Al actuar de este modo, dejando de lado
una brillante carrera académica pero tomando en cuenta al mundo en toda su realidad, luchaba a favor de sus
prójimos. Ello significó el campo de concentración y la horca: expresiones contemporáneas de la vía crucis y de
la muerte de Jesús.
Un cristianismo no religioso. No se haría totalmente justicia con su pensamiento si no se mencionase
aquella parte cuya mejor expresión es el conjunto de cartas escritas en la prisión y que han sido recogidas en un
volumen (Widerstand und Ergeburng). En ellas, escribiendo a sus familiares y seres más queridos, da libre cauce
a sus reflexiones queriendo establecer la pertinencia del mensaje cristiano para el mundo contemporáneo. Ello lo
impulsa a buscar una comprensión de la situación cultural del siglo XX. Como consecuencia de dicho análisis,
Bonhoeffer indica que nuestro mundo, habiendo superado las edades del mito y de una metafísica abstracta, he
llegado a ser un mundo adulto. El proceso, que por ahora ha evolucionado hasta este punto, es el resultado de

8 Op. cit., p. 95, Londres, SCM Press, 1955.

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una historia en la que la hora de los hombres ha estado estrechamente conectada con la obra de Dios: no en
vano éste procura continuamente que la criatura humana alcance una humanidad más plena. En un mundo
maduro, no tienen lugar ni la deshonestidad intelectual ni las apologéticas engañosas: ya no cabe insistir, por
ejemplo, en explicaciones de la creación que no son aceptadas por la ciencia, ni tampoco procurar discursos
edificantes utilizando datos científicos aislados. ―Ya no hay ninguna necesidad de Dios como una hipótesis de
trabajo, sea en lo que toca a la moral, la política o la ciencia. Ni hay ninguna necesidad de tal Dios en la filosofía
(Feuerbach). En nombre de la honestidad intelectual dichas hipótesis de trabajo deberían ser dejadas de lado
tanto como sea posible. Un científico o un médico que procura proveer edificación es un híbrido.‖ (Carta del
16/7/1944).
Aquí se plantea nuevamente el problema: ¿cómo dar un testimonio cristiano auténtico en medio de esta
nueva situación histórica? Ante todo, señala Bonhoeffer, dicha honestidad debe reconocer que el proceso de
secularización desencadenado en el occidente ─y como consecuencia del impacto científico y tecnológico sobre
las otras culturas, en todo el mundo también─, no tiende a detenerse, sino a incrementar su marcha. Sin
embargo, la actitud cristiana no debe estar determinada por esto, como si ante circunstancias adversas se
procurara entonces un ―agiornamento‖ de la fe. En realidad, la actitud cristiana está dada por la vida de
Jesucristo, y éste aceptó vivir en el mundo etsi deus non daretur. Aquí Bonhoeffer hace jugar la distinción
aportada por Karl Barth y sus compañeros de la teología dialéctica entre la fe cristiana y la religión. Esta implica
una huida del mundo, la anulación de la historia, a la vez que una actitud netamente individualista que procura
únicamente el bienestar eterno para el individuo que dice creer en algo o alguien. En cambio la fe cristiana es una
actitud responsable (es una respuesta a Dios que se manifiesta en respuesta servicial a los llamados que Dios
presenta la hombre a través de las necesidades de sus prójimos) no escapando a este mundo ni a esta historia,
sino asumiéndolos en todas sus dimensiones, porque es el mundo de Dios, y la historia es el proceso a través del
cual los hombres son llevados al Reino de los Cielos, donde se concretará la ―nueva creación‖.
Si el Evangelio fuera ―religión‖, entonces cabría afirmar que el cristianismo es un ingrediente del ―opio de
los pueblos‖. Nadie duda que en determinadas circunstancias históricas la fe cristiana ha caído en la esfera de lo
religioso. Pero el caso no es tal: Jesús no viene a salvar ―el alma‖, sino a procurar el bien del hombre en todos los
aspectos (sana enfermos, da de comer a los hambrientos, brinda su compañía a los parias de la sociedad, no cae
en actitudes demagógicas buscando la adhesión de las multitudes, no coacciona al prójimo sino respeta su
libertad de decisión, etc.).
Un cristianismo no religioso no intenta la distinción entre la esfera de lo sagrado y la de lo secular. Esto
significa limitar la acción de Dios a la primera, caer en un dualismo (carne vs. Espíritu) que no tiene ningún
fundamento en las fuentes de la revelación cristiana. Ya no pueden tener lugar actitudes escapistas y monacales
para vivir la existencia cristiana; ese ─como se ha dicho─ es el gran significado de Lutero y de la Reforma:
señalar que la vida cristiana no es cosa exclusiva de un grupo especializado y de ambientes conventuales, sino
que es ―vida-en-el-mundo‖. Una existencia que no ha de procurar cristianizar la sociedad, sino procurar una
participación humilde, esforzada, sufriente, del hombre de fe en las luchas a través de las cuales se procure forjar
una vida humana mejor. Hace poco más de veinte años Dietrich Bonhoeffer conoció el martirio por tal razón. Fue
un santo ―en-el-mundo‖.

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LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA DE LAS IGLESIAS EVANGELICAS EN AMÉRICA LATINA (1970)

E l movimiento evangélico en América Latina apareció como fuerza social por fin en el siglo XIX. Mediante el
esfuerzo de los misioneros y cierta presión diplomática consiguió tener algún lugar en la sociedad
latinoamericana; la obra educacional, un énfasis en la necesaria modernización de los pueblos latinoamericanos
y la insistencia de que los males sociales en América Latina se debían sobre todo a la perniciosa influencia de la
Iglesia Católica, constituyeron algunos de los elementos más importantes de su prédica y acción. De este modo
se llegó a establecer que a principios de nuestro siglo la presencia numérica del protestantismo en medio de la
sociedad latinoamericana era ínfima, aunque en cierto modo influyente: en proporción esta influencia superaba el
exiguo número de evangélicos existentes en el continente. Esta influencia era notoria en el sector educacional de
nuestros países, así como también en el área del derecho, en virtud de las relaciones que habían establecido
algunos líderes evangélicos con importantes fuerzas del liberalismo latinoamericano que militaban sobre todo en
la masonería. Por eso no puede sorprender a quien estudie los documentos de las iglesias evangélicas
correspondientes a los años finiseculares un claro dinamismo en su acción. Ello dio como resultado la formación
de un concepto que explicaba el cambio social de América Latina como consecuencia de las ideas que aportaban
las iglesias evangélicas; de la misma manera que la Reforma del siglo XVI había incidido a favor de la
modernización de los pueblos de Europa Occidental, también las iglesias que habían surgido de tal Reforma
incidirían con su pensamiento y acción a favor del cambio en América Latina. Estas ideas fueron especialmente
subrayadas en ocasión de la celebración del Congreso Evangélico Panamericano de Panamá (1916); allí,
aquellos grupos que vieron frenada su acción misionera en América Latina por la decisión del Congreso
Misionero internacional de Edimburgo (1910), se reunieron para establecer las grandes líneas de una estrategia
para el movimiento evangélico en nuestros países. Se declaró, entonces, que los grandes males que nos
afectaban tenían como raíz principal la deficiente acción de la Iglesia Católica romana, y para remediarlos se
proclamó la necesidad de la evangelización protestante para los pueblos del sur del Río Grande.
Es evidente que por detrás de estos pensamientos están las ideas de Max Weber y de Ernst Troeltsch,
quienes insistieron en el rol que le cupo al protestantismo en la formación de la cultura moderna. Para ambos
pensadores alemanes resulta indudable una interrelación entre las formas de vida religiosa y las estructuras de la
sociedad. De ahí que, enfatizando sólo uno de los términos de la ecuación, los líderes evangélicos que hicieron
predominar su pensamiento en Panamá, entendieron que el cambio en la sociedad latinoamericana sería una
consecuencia lógica de una mayor irradiación del protestantismo en los países latinos del continente americano.
Esa corriente de ideas, que ha sido denominada ―evangelio social‖, insiste en la necesidad de cambio en la
sociedad, un cambio que sin embargo, debe llevarse a cabo preservando los valores cristianos de la sociedad
tradicional. La raíz de esos valores se encuentra en el individualismo como filosofía básica para entender la
libertad, la democracia política, los derechos humanos, la acción y el sistema económico.
Sin embargo, no todos los líderes del movimiento evangélico en América Latina compartían ese punto
de vista. Frente a estos defensores del pensamiento del ―evangelio social‖, que entendían que la acción
protestante en estos países debía darse sobre todo a manera de influencia que permitiera la formación de una
sociedad democrática al estilo anglosajón, se levantaron las voces airadas de quienes insistían sobre el hecho de
que la acción cristiana tiene sobre todo una dimensión espiritual: el cambio de vida y de mentalidad de la
persona. Participando del entusiasmo que dinamizó al movimiento misionero en el siglo XIX, los últimos
procuraron la conversión individual de los latinoamericanos, que ─una vez producida─ llevaría al nuevo creyente
a separarse del viejo orden de cosas en el que había vivido anteriormente. Esta corriente, bien conocida por las
iglesias evangélicas de América Latina por el nombre de ―fundamentalismo‖ postula una separación radical entre
el nivel de la Iglesia y el del mundo. ―La misión de la Iglesia es predicar el evangelio y atender a la salvación
espiritual de hombre, sin mayor preocupación por las determinantes económicas y sociales de su condición. Eso
ha conducido a caer en un nuevo maniqueísmo en que el espíritu es afirmado como la realidad verdadera,
mientras que la dimensión social corresponde al mundo, a una falsa o secundaria realidad.‖9
Estas dos posiciones opuestas dominaron el que hacer teológico latinoamericano durante la mayor parte
de lo transcurrido en el siglo XX; de ambas corrientes, hasta ahora la más dinámica ha sido la fundamentalista,

9 Hiber Conteris: ―El rol de la Iglesia en el cambio social de América Latina‖, en Cristianismo y Sociedad, Año III, No 7, pg. 55.

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que en realidad ha primado en la mayoría de las iglesias evangélicas del continente. El enfrentamiento entre
ambas dio lugar a una desgracia polémica que desgastó gran parte de las fuerzas del movimiento evangélico
latinoamericano; hubo momentos en los que parecía más importante una precisa definición teológica que la
misión a cumplir en estos países, como servicio a la sociedad. Por un lado, el ―evangelio social‖ perdió de vista
las peculiares condiciones sociales de América Latina y en muchas oportunidades cayó en la actitud de enfatizar
el cambio de conducta antes que el cambio en la sociedad; pero, por otra parte el ―fundamentalismo‖ insistió tanto
en la ultramundanidad del cristianismo que llegó a perder de vista la dimensión social del evangelio. Mientras que
el ―evangelio social‖, en su afán de influir sobre la sociedad, llegaba a perder lo específico de la acción cristiana,
el ―fundamentalismo‖ negaba importancia a las estructuras sociales, económicas y políticas, como si sobre ellas
no tuviera que ser proclamado también el señorío de Jesucristo. Pero lo más desgraciado del caso es que tal
polémica no ha surgido en función de lo situación latinoamericana y sus problemas, sino como proyección de
debates y discusiones que tuvieron lugar a fines del siglo pasado y principios del presente en los países donde se
originó la misión evangélica a estas tierras. En consecuencia, además de desgastar las fuerzas del movimiento
evangélico, al centrarlo en una discusión ajena a la situación latinoamericana, llegó a provocar una acentuación
de su alienación respecto a nuestros pueblos, haciendo de este modo, ―un mal difícilmente reparable al
protestantismo latinoamericano‖. 10
En el presente, los términos tradicionales de la polémica parecen haber sido superados. No se trata de
que no exista un enfrentamiento entre las tendencias conservadoras y renovadoras del protestantismo en
América Latina, pero sí de que el mismo se da en otros términos: por un lado los ―ecuménicos‖ y por otro quiénes
responden a la tendencia de los cristianos ―evangelicals‖ del mundo sajón. En cierta manera, esta polémica
también es desgraciada, porque en muchos sentidos reproduce situaciones que muy poco tienen que ver con las
circunstancias de nuestros países. No obstante, ya supone un cierto cambio de perspectiva y ello es positivo.
A partir de la polémica entre los liberales que sostenían la corriente del ―evangelio social‖ y los
―fundamentalistas‖, hubo quienes fueron tomando conciencia de la necesidad de no esterilizar la reflexión
teológica que podrían realizar las iglesias de América Latina y que, por lo tanto, comenzaron a procurar un nuevo
nivel en el pensamiento evangélico. Este, viendo que nuevas corrientes conmovían los centros de elaboración
doctrinal de la Iglesia en el mundo, se propuso absorber conocimientos que proporcionaban las nuevas corrientes
teológicas, y de este modo superar los términos de la mencionada oposición. Fue así que, especialmente en la
década del treinta, como también en los años que siguieron a la guerra 1939/1945, comenzó a existir cierta
información sobre la labor teológica que en Europa y Estados Unidos llevaban a cabo Barth, Brunner, Tillich,
Niebuhr, Aulén y otros. Si bien esta actitud no supuso en su momento una toma de contacto real con los
problemas latinoamericanos, al menos la propició indirectamente. En efecto, llegó a estar informada de los
términos en que se daban los problemas teológicos en Europa y América del Norte, y un hecho que importa
señalar en este sentido, es que tanto unos como otros insistían en la necesidad de encarnación del cuerpo de
Jesucristo en el mundo. De este modo, por un lado se encuentra una exigencia de tomar en serio las estructuras
temporales (carencia del ―fundamentalismo‖), en tanto que por otra parte la actitud de encarnación no supone
ninguna influencia trascendental que pretenda dirigir la sociedad para construir un nuevo orden cristiano, sino
simplemente la presencia servicial en medio de la vida de los hombres (lo que indica una corrección importante
en la perspectiva del ―evangelio social‖). En América Latina, poco a poco fue conociéndose la obra de los
teólogos mencionados, especialmente alrededor de los años cincuenta; los focos de irradiación de esta
preocupación se situaron especialmente en los seminarios, que insistieron en la concreción de esta puesta al día
del pensamiento no se produce de la misma manera que Puerto Rico, Matanzas, etc.).
Esta mayor información teológica no ha llegado a zanjar las discusiones y polémicas en el seno del
protestantismo. Aunque la oposición del pensamiento no se produce en la misma manera que en Europa y
Estados Unidos (donde se trata de una discusión entre diferentes corrientes o escuelas teológicas), no hay duda
que en América Latina continúan los enfrentamientos y divisiones en el seno del protestantismo. No tratándose
de oposiciones de sistemas de pensamiento, tales polémicas en la actualidad toman cuerpo a nivel de problemas
concretos que se plantean para la vida de la Iglesia. Por eso mismo entendemos que tal cosa supone un avance

10José Míguez Bonino: ―Notas para una consideración de la situación teológica del protestantismo latinoamericano‖, en
Material ocasional, pg. 12. Ed. Ulaje, Montevideo, 1964.

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muy grande con relación a la época en que la polémica ―evangelio social‖, o ―modernismo‖ con el
―fundamentalismo‖ cubría toda la faz del mundo evangélico. Ello está revelando que la reflexión teológica del
protestantismo en América Latina está siendo promovida a partir del problemas reales y no en virtud del
enfrentamiento de perspectivas ajenas e importadas. Por lo tanto, si se quiere tener una visión de la labor
teológica actual en el movimiento evangélico latinoamericano corresponde estudiar algunos puntos sobre los que
convergen puntos de vista diferentes en la vida de la Iglesia, dando, así lugar a la polémica. Es a través de un
análisis de este tipo que se puede apreciar el dinamismo, a la vez que las debilidades de la reflexión teológica
evangélica en América Latina.

La misión de la Iglesia
El crecimiento del protestantismo en América Latina pudo dar la impresión, en cierto momento, de que el mejor
camino para significar la presencia evangélica en estas tierras era el que estaba siendo transitado por la mayoría
de las denominaciones en sus esfuerzos de evangelización: la insistencia en un cambio de mentalidad y de vida
que brindase al hombre una mejor oportunidad para realizar su existencia de acuerdo con el mandato divino. No
hay que olvidar que en sólo veinticinco años el número de protestantes aumentó de 632.000 a 8.000.000, es
decir ―que de un 0.5% pasó a un 5% de la población total, aventajando el ritmo del crecimiento demográfico, el
más acelerado del mundo‖.11 Este crecimiento del movimiento evangélico ha sido suplemento en virtud de la
acción del movimiento evangélico ha sido suplementado en virtud de la acción del movimiento pentecostal, que a
través de múltiples frentes está consiguiendo notables avances especialmente en Haití, Chile y Brasil. Sin
embargo, este aumento de miembros en filas de la comunidad evangélica no ha significado hasta el presente una
verdadera presencia en la sociedad. El P. Vergara, autor del conocido libro El protestantismo en Chile, hace notar
que a pesar de su crecimiento, el movimiento evangélico en ese país no ha dado todavía ninguna personalidad
que haya realizado alguna contribución específica en el campo cultural, en el de la política o en el de la acción
social. O sea que crecimiento no implica necesariamente las señales del mundo nuevo, las que deben
acompañar la proclamación del mensaje de salvación, según la Biblia, en el cumplimiento de la misión de la
Iglesia.
¿A qué se puede deber este desajuste? Hace una década, el Prof. Rudolf Obermüller hacía notar que ―el
campo que tiene que ser evangelizado en esta región está condicionado por la civilización latina‖.12 Ello apunta,
indirectamente, hacia una situación anómala en el cumplimiento de la misión de la Iglesia por parte del
protestantismo; en efecto, ¿hasta qué punto la predicación de los púlpitos evangélicos no ha estado apuntando
hacia un modo de vida muy lejano para los pueblos latinoamericanos? Si así fuera, como mucho lo tenemos,
resulta entonces que en vez del cumplimiento de la misión de la Iglesia lo que ha estado realizando el movimiento
evangélico ha consistido sobre todo en la propagación de un cierto tipo de creencias y de ideales de vida que
poco tienen que ver con el estilo de la existencia de nuestros pueblos. Además, y en virtud del ya mencionado
divorcio entre la esfera de la Iglesia y la del mundo, que predomina en el concepto de la mayoría de las
denominaciones protestantes en nuestro continente, se ha dejado de lado uno de los principales énfasis de la
predicación cristiana en el cumplimiento de la misión de la Iglesia: la exigencia de la encarnación, cuyo punto de
partida es el acto de Dios mismo, haciéndose carne en Jesucristo. Muy bien lo hizo notar José Míguez Bonino en
la II Conferencia Evangélica Latinoamericana, cuando señalaba: ―Creo que ha faltado en América Latina un
reconocimiento de las consecuencias prácticas de la encarnación. (…) ¿No nos ha faltado en nuestra obra
evangélica un sentido de identificación con el hombre latinoamericano que corresponda al mensaje de la
encarnación, un sentido de solidaridad con los perdidos, con los pecadores, con los desorientados? ¿No hemos
querido nosotros salvar a la gente desde afuera, sin acercarnos demasiado a ellos por temor de contaminarnos?
¿No hemos despreciado incluso un tanto a nuestros pueblos sintiéndonos nosotros superiores, demasiado santos
para mezclarnos con sus turbios problemas y pasiones? ¿No es esto parte del problema de nuestras misiones?
Tal vez nos haría mucho bien a todos, en nuestra evangelización y en nuestra obra misionera, recordar a Aquel
que ―siendo rico se hizo pobre por nosotros para que por su pobreza nosotros fuéramos enriquecidos…‖13

11 América Hoy, pg. 40, Ed. Isal-Tauro, Montevideo, 1966.


12 R. Obermüller, Evangelism in Latin America, pág. 5. Ed. W.C.C., London, 1957.
13 II Conferencia

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De haberse contemplado seriamente la exigencia de la encarnación en la obra misionera evangélica
latinoamericana, no hay duda de que la misma habría adquirido una mayor pertinencia, no ya sólo para los
individuos latinoamericanos, sino también ─y sobre todo─, para las sociedades de nuestros países. Ello ha
conducido a que, aun después de más de un siglo de presencia protestante en medio de nuestros pueblos, la
misma no sea considerada como un elemento propio en la vida de los mismos. El hecho de que la mayoría de las
Iglesias Evangélicas aún dependa de centros de decisión situados en el extranjero, y que la conducción y el
gobierno de las Iglesias sean ejercidos siguiendo las directivas de Juntas de Misiones, determinan una situación
irregular que conspira contra el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Es necesario, por lo tanto, que si se servir
y anunciar a Jesucristo realmente a los pueblos latinoamericanos, las iglesias evangélicas sean realmente tales.
Veamos, pues, cómo el problema de la misión de la Iglesia en América Latina depende para su solución de
algunos pasos previos: la encarnación del mensaje de las iglesias y la indigenización de las mismas.14
Fue teniendo en cuenta estos aspectos y otros más (la necesidad de la acción conjunta para la misión,
la nueva situación de la Iglesia Católica Romana y la proliferación de las sectas, la explosión demográfica, el
impacto del secularismo y de otras ideologías en medio del nuevo clima revolucionario existente en América
Latina, etc.) que en el seno de la Misión Latinoamericana, que opera con centro en Costa Rica, surgió la idea de
un nuevo movimiento misionero que recibió por nombre: ―Evangelismo a Fondo‖. La tesis del mismo, tal como fue
expresada por K. Kenneth Strachan, su principal mentor, es la siguiente: ―La expansión de todo movimiento está
en proporción directa al éxito que tenga en lograr movilizar a la totalidad de sus miembros en la propagación
continua de sus creencias.‖15 La aplicación de esa tesis se basa en una movilización del mayor número de
cristianos posible, que dan testimonio de su fe teniendo como punto de irradiación las congregaciones locales,
procurando un ―alcance total y completo‖ del medio circundante con el propósito de que quienes no son cristianos
se conviertan a Jesucristo.16 O sea que, sin renovar fundamentalmente en lo que corresponde a métodos de
acción evangelística (se insiste en la organización de esfuerzos evangelísticos formales), Evangelismo a fondo
aporta como innovación en América Latina la exigencia de que tales esfuerzos sean realizados mediante un
programa de preparación intensiva y la colaboración de todos los grupos cristianos que están interesados en la
evangelización. Teniendo en cuenta estos términos de la situación creemos que Evangelismo a fondo responde a
algunos problemas referentes a la misión de la Iglesia y los supera, en tanto que otros en cambio pertenecen
irresueltos. Por ejemplo, no hay duda que es un buen programa para llevar adelante la tarea de evangelización
en medio de situaciones donde predomina la división y el pensamiento conservador entre los grupos evangélicos
en América Latina; pero en cambio, deja casi sin tocar dos problemas que se plantean cada vez con mayor
agudeza para el cumplimiento de la misión de la Iglesia: el primero tiene que ver con el mensaje pertinente ante
la nueva situación social que se está dando en América Latina; el segundo, en cambio se pregunta si realmente
la estructura tradicional de la congregación local es la más pata para permitir no sólo el cumplimiento, sino sobre
todo el desarrollo de la misión de la Iglesia. Porque, si nos atenemos a las Escrituras, la evangelización no se
cumple en la Iglesia mediante esfuerzos especiales solamente; en verdad, la evangelización es la manera de ser
de la Iglesia en el mundo. Como lo señala Emilio Castro al comentar el artículo de Strachan ya citado, ―… no
hemos entendió aún que la evangelización se desarrolla mejor en las circunstancias de nuestra vida diaria. La
evangelización ´natural´ es la del cristiano que, cuando se le pide una explicación de su espíritu de servicio,
menciona a Jesucristo como su fuente secreta‖.17
De lo dicho se desprende un elemento más a considerar cuando se ataca el problema de la misión de la
Iglesia: el rol que le compete en el cumplimiento de la misma a la congregación local. Como es sabido, el
Consejo Mundial de Iglesias ha estado desarrollando a partir de 1962 un estudio sobre el problema de la
estructura de la congregación local misionera. Parte del mismo se ha desarrollado en América Latina mediante un
grupo de estudios del Centro de Estudios Cristianos del Río de la Plata (el resultado de su trabajo puede ser
apreciado en el libro: Id por el mundo, Ed. La Aurora, Buenos Aires, 1966). Según el pensamiento de este grupo,

14 Cf. CCPAL: ―La naturaleza de la Iglesia y su misión en latinoamérica‖, Barranquilla, 1963.


15 R. K. Strachan: ―Llamado al Testimonio‖, en Cuadernos Teológicos, No. 54/55, pg. 71, abril-septiembre, 1965.
16 R. K. Strachan, Op. Cit., pgs. 72/73.
17 Emilio Castro: ―La evangelización en América Latina‖, en Cuadernos Teológicos, No. 54/55, pg. 110, abril-septiembre,

1965.

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en muchas oportunidades la estructura de la congregación local deja de ser misionera por adoptar formas que
pertenecen más bien a la sociedad ambiente, u otras que nada tienen que ver con la misma pero que en cambio
son reflejos de estructuras sociales de otras sociedades, que generalmente son las del foco misionero. Lo
importante es reconocer que la congragación cristiana es una corporación de misionero, de servicios (I Cor. XII),
que operan de consumo ―para la edificación del cuerpo de Cristo‖ en la sociedad. En consecuencia, el
cumplimiento de la misión de la Iglesia está determinado por la obra de Dios en Jesucristo, o, dicho de otro modo,
que la misión de la Iglesia no es independiente de la misión de Dios. Dado que ésta no tiene un marco limitado,
excepto el de la creación misma, para la Iglesia es importante tomar conciencia de los procesos sociales que se
están operando, pues ellos también están subordinados a la soberanía divina. En América Latina, por lo tanto, las
iglesias deben despertar ante la nueva realidad determinada por los cambios sociales y sus consecuencias. El
proceso de urbanización, la especificidad de funciones, el surgimiento incipiente de la sociedad de masas,
exigen, por obediencia a Dios en Jesucristo, una reflexión sobre las estructuras de la congregación local. Hay que
responder a estas preguntas, entre otras: ¿son realmente nuestras congregaciones signos del cuerpo de
Jesucristo, entendido éste como un cuerpo de servicios, de ministerio? ¿No están, en cambio, centradas en
forma excesiva en la función pastoral? Ante la nueva realidad urbana de América Latina, ¿es válido aún el
concepto que fija a la congregación local a un área geográfica determinada? ¿No sería más válido tener
congregaciones cristianas siguiendo las ―zonas humanas‖ de la sociedad (empleados, profesionales, obreros,
estudiantes, etc.)? ¿Qué implica todo esto en las relaciones de la Iglesia con la sociedad?
Resumiendo, la reflexión teológica evangélica latinoamericana sobre el problema de la misión de la
Iglesia se da en términos de tendencias que procuran superar los obstáculos que las iglesias sienten que operan
contra su función de ser presencia de Jesucristo en el mundo latinoamericano. De ahí la exigencia de la
encarnación, de la indigenización, de la movilización de todos los integrantes de la comunidad cristiana, del
cambio de las estructuras de la congregación local, y, sobre todo, de comprender el problema desde la
perspectiva que entiende a la misión de la Iglesia como una parte de la misión de Dios. En virtud de este último,
la visión de la tarea a cumplir tiene que ser muy amplia y el campo misionero debe ser visto como
correspondiendo a todas las dimensiones de la realidad humana. Esto ya nos lleva a enfocar otro punto donde se
anudan reflexiones y debates: el de las relaciones de la iglesia con la sociedad.

La Iglesia en la sociedad
Ya ha sido señalada la influencia de la corriente del ―evangelio social‖ en los principios de la obra evangélica en
América Latina. Reclamando la participación de los cristianos en la construcción de un nuevo orden social
sostenía que tal cosa podía llevarse a cabo siguiendo los principios sociales que emanan del Nuevo Testamento.
Al proclamar esto último dejaba de lado que las relaciones de la Iglesia y la sociedad son mutuas, que se influyen
una a la otra y viceversa. Además, ese orden social que proponía como meta de la acción cristiana se parecía
mucho a la sociedad ideal que el liberalismo político había proclamado en las últimas décadas del siglo XIX. En
consecuencia, su campo de miras era muy estrecho. Apenas cambiadas las circunstancias sobre las que podría
haber influido positivamente, se vio superado por los términos de la nueva situación que fue conformándose en
América Latina desde fines de la década del treinta. No deja de ser sugestivo que es más o menos por ese
tiempo cuando el ―evangelio social‖ pierde claramente influencia en la escena evangélica latinoamericana. Las
condiciones históricas reclamaban un nuevo tipo de pensamiento para enfrentar las relaciones de la Iglesia con la
sociedad. Por otra parte, la guerra mundial de la década del cuarenta operó en América Latina provocando un
desinterés en las cuestiones sociales: el fracaso de la Sociedad de las Naciones, el auge de los movimientos de
derecha, la caída del movimiento socialista ruso en el totalitarismo stalinista, fueron, entre otros motivos, las
principales causas del desinterés por las cuestiones sociales. Las preocupaciones de las iglesias
latinoamericanas en este terreno durante esa época demuestran cuán lejanas estaban de los verdaderos
problemas sociales del continente: se estudiaba y discutía la cuestión de la no violencia, los vicios sociales, etc.
Muy poco se decía sobre el problema de la tierra, del imperialismo económico, etc.
Dos factores incidieron para reactivar progresivamente el interés de las iglesias evangélicas
latinoamericanas por sus relaciones con la sociedad y sus problemas. En primer lugar, la obra cumplida por la
Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC), que a través de la creación de pequeños
grupos nacionales (MECs) ayudó a mantener una conciencia alerta entre los universitarios evangélicos sobre los

37
problemas latinoamericanos. Además, a través de la realización de su programa de institutos de capacitación de
líderes y de varias conferencias para estudiantes cristianos, amplió el horizonte de los mismos mediante el
encuentro que posibilitaba el intercambio de informaciones y experiencias. En segundo término, hay que
mencionar la influencia que tuvo el programa de estudio del Consejo Mundial de Iglesias sobre ―Áreas de rápidos
cambios sociales‖ llevando adelante por el Departamento de Iglesia y Sociedad de aquel organismo. Fue así
como en 1957 se hicieron varias reuniones internacionales, en las que puede rastrearse el origen del Movimiento
de Iglesia y Sociedad de América Latina (ISAL). El mismo iba a encontrar una feliz concreción en ocasión de la
realización de la I Consulta Latinoamericana celebrada en Huampaní, Perú, en 1961.
Desde entonces, a pesar del breve lapso transcurrido, son grandes los cambios que se han producido
en el pensamiento de ISAL. La Consulta de Huampaní significó una toma de conciencia de los reales problemas
de la sociedad latinoamericana por parte de algunos grupos de las iglesias evangélicas latinoamericanas. Es
cierto modo, puede decirse que en esa etapa la designación ―Iglesia y Sociedad‖ resultaba muy ajustada a lo que
allí se hizo, puesto que la tarea de la Consulta puede ser sintetizada como la de un análisis de la realidad social
latinoamericana para confrontar los resultados del mismo con la vida de las Iglesias. El título del Informe de la
Consulta es otro signo revelador de cómo se entendió esa tarea: Encuentro y Desafío; esto es, allí se entendió
que se asistía al encuentro de la Iglesia con la sociedad, presentando ésta desafíos que aquella debía responder.
Nótese que aún persistía el esquema de separar la iglesia del mundo, la realidad social de la vida eclesiástica.
Sin embargo, no se puede entender la Iglesia sino en el mundo, en la sociedad; de ninguna manera puede la
comunidad cristiana evitar ser influida por los grandes acontecimientos sociales. De ahí que fue surgiendo poco a
poco la conciencia de que no sólo había que observar el proceso de cambios sociales en América Latina, sino
que además necesariamente se tenía que participar en el mismo. ―El estudio de las realidad social demostraba
que la iglesia se hallaba ante un hecho que la desbordaba; había intentado analizar un proceso de ´rápidos
cambios sociales´, de ritmo sin duda vertiginoso y tendencia envolvente, pero en última instancia ─era su
convicción─ un proceso de orden social, externo, de naturaleza diferente a la sustancia propia de la iglesia. El
análisis llevaba ahora a descubrir la naturaleza profunda y global del cambio. Esa transformación radical del
orden social, lo que ya había dado en llamarse la ―revolución‖ latinoamericana, pasaba por el propio eje de la vida
y organización de la Iglesia. Era un hecho ─y este fue el descubrimiento de Huampaní─ que la envolvía y la
condicionaba.‖18
A medida que comenzó a desarrollarse le programa de estudios y la acción del Movimiento de Iglesia y
Sociedad en América Latina, se fueron produciendo algunos hechos de importancia. En primer término, y como
consecuencia de la toma de conciencia recién señalada, se puso de relieve que ya no podía concebirse una
reflexión sobre los problemas sociales por parte de la Iglesia que no tuviera en cuenta de manera primordial el
acontecer de la historia latinoamericana. Este es, sin duda, un hecho de enorme importancia en la historia del
movimiento evangélico latinoamericano: los ojos de los cristianos ya no estaban puestos ni en una serie de
principios inamovibles, ni en una ultramundanalidad abstracta, ni en la letra muerta de un libro sino en el
acontecer histórico, sino en su propio acontecer, pues la historia pasó a ser entendida como el escenario de los
hechos de Dios. Es una dimensión donde también se ejerce el señorío de Jesucristo, y por lo tanto ya no cabe
hacer tajantes divisiones entre el orden secular y la vida de la comunidad cristiana, entre la Iglesia y la sociedad.
En realidad, ahora corresponde hablar más bien de ―Iglesia en la sociedad latinoamericana‖. Esa acción de Dios
en la historia lleva a los hombres hacia el Reino (aclaramos: no debe verse en esto, porque nunca ha sido así el
pensamiento de ISAL, rastros de inmanentismo histórico, o una filosofía de la historia que comprendía a ésta
como un proceso de progreso continuo), pero para que este se haga realidad a ellos, deben encontrarse con
Jesucristo en tanto que hombres. De ahí surgió entonces la noción de humanización como concepto fundamental
que dirige la acción de los cristianos en la sociedad.
Para coadyuvar en ese proceso de humanización que se da en medio de las ambigüedades de la
historia, era necesario procurar una mejor comprensión de esta última. De ahí que en el seno de ISAL se haya
enfocado el proceso histórico latinoamericano, y que a partir de ese enfoque se tomara conciencia de la
importancia del proceso de secularización y del impacto de las ideologías en todo lo que se refiere al cambio
social. De ahí la importancia que han tomado ambos conceptos en toda la reflexión del pensamiento evangélico

18 América hoy, p. 14. Ed. Isal-Tauro, Montevideo, 1966.

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con relación a la sociedad en América Latina. Entendiendo que la revolución implica la desacralización de las
estructuras del viejo orden social tradicional tradicional, y que el cambio social no se produce automáticamente,
sino que intenta ser interpretado, provocado y producido por la ideología, ya no era posible desentenderse de la
influencia de ambos elementos luego de haber captado la incidencia de la revolución sobre todos los órdenes de
la realidad latinoamericana. En consecuencia, ello ha estado motivado una serie de estudios de las corrientes
teológicas que permiten al cristiano entender el proceso de secularización; así es que durante los últimos años se
han repetido los estudios sobre la obra de Bonhoeffer, de Lehmann, de Robinson, en tanto que el pensamiento
de Richard Shaull ha sido en más de un sentido el que ha orientado estas preocupaciones. Al mismo tiempo,
también se ha llegado a ver la necesidad del diálogo entre la fe y la ideología; y aún más que el diálogo: la
participación de los hombres de fe en las corrientes ideológicas, puesto de ―la ideología era el ámbito propio de lo
político, de la ´praxis´, vale decir, el medio para asumir el compromiso y la acción de transformación social en el
sentido determinado por la interpretación teológica de la historia. Esto significaba, en consecuencia, superar la
falsa antinomia fe e ideología, y comprender que la misma fe cristiana necesita expresarse históricamente a
través de las ideologías políticas o del cambio social, si bien es esa expresión siempre parcial, imperfecta y
variable‖.19 Por otra parte, el dominio de la ideología significa en más de un sentido la concreción de ciertos
elementos del proceso de secularización en el campo de la cultura y de la sociedad. Como cristianos, era
necesario entonces enfrentar el interrogante de cómo es posible hacer clara la especificidad de la fe en medio de
esta situación en la que los tradicionales símbolos religiosos ya han perdido todo contenido, pasando a ser ─por
lo tanto─ insignificantes.
Llevada a este nivel la reflexión teológica en torno a los problemas de la existencia de la Iglesia en la
sociedad quedaba en evidencia, entonces, la inoperancia de la obra social tradicional que habían estado
desarrollando las iglesias evangélicas. No se trata de negar la importancia que en su momento tuvo la obra de
crear hospitales, escuelas y otras instituciones de orden filantrópico, sino de señalar que en este momento el
testimonio cristiano en este campo exige algo muy distinto. En circunstancias tan cambiantes como las que vive
la sociedad latinoamericana ya no es posible sólo observar el cambio y ayudar a quienes sufren las
consecuencias del mismo, sino que se hace necesario participar activamente en ese proceso de transición social.
¿Cómo? Aquí es donde de nuevo se recurre al concepto de humanización, como el elemento penúltimo que es
un signo de lo definitivo; como la posibilidad del encuentro del hombre con Jesucristo. Por eso mismo, de ninguna
manera hay que entender la reflexión teológica sobre la Iglesia en la sociedad como si fuera algo muy distinto de
lo que se entiende por la misión de la Iglesia. Obermüller, en el estudio ya citado sobre la evangelización en
América Latina, señalaba que la tarea del evangelista es despertar un sentido de responsabilidad personal en el
individuo, para así posibilitar el encuentro personal entre él, en tanto que hombre, y Jesucristo.20 Así es como
debe ser entendido este énfasis del Movimiento de Iglesia y Sociedad en América Latina sobre la humanización,
que tiende hacia la formación del individuo como un ser maduro y responsable.
La pregunta inevitable luego de haber descrito este panorama de la reflexión teológica evangélica sobre
el problema de las relaciones de la Iglesia con la sociedad, es la siguiente: ¿permiten las formas o estructuras
actuales de la congregación cristiana este tipo de testimonio? Y, por otra parte, ¿no reaccionan en contra de esta
tendencia los grupos conservadores que aún no han comprendido en forma real qué significa llegar a vivir
plenamente en tanto que Iglesia los problemas de la sociedad latinoamericana? A la primera cuestión ha
respondido la II Consulta Evangélica Latinoamericana (realizada en El Tabo, Chile, en 1966) de la siguiente
manera: ―…la comunidad cristiana no ha de estructurarse de manera rígida ni definitiva (…) sino dinámica y
flexible, permitiendo la espontaneidad en sus manifestaciones. De este modo podrá expresar eficazmente su
presencia en cuanto comunidad en medio de los hechos históricos así como también a través del servicio que
debe brindar a los hombres que componen una sociedad en transformación. Dicha libertad de estructuras como
también la señalaba espontaneidad creativa, serán un signo evidente de su autenticidad y vitalidad‖.21 Al segundo
interrogante también se ha dado respuesta con la reacción que han desatado ciertos grupos del protestantismo
evangélico en América Latina contra la acción y el pensamiento de ISAL. No obstante, hay algo que merece ser

19 América hoy, pp. 17/18.


20 Op. cit., pg. 8.
21 América hoy, p. 90.

39
destacado: a pesar de dicha reacción contra ISAL, hoy es inevitable para las iglesias evangélicas la reflexión
sobre la situación latinoamericana, lo que constituye un indicio de la fuerza de renovación que ha tenido para el
movimiento evangélico, la labor de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad hasta el presente. Al menos,
entre estas fuerzas conservadoras que antes daban la espalda al problema social, la respuesta que comienzan a
brindar al mismo es semejante a la que se diera en ocasión de la Consulta de Huampaní: la adecuación de sus
esfuerzos al cambio social. Entienden que deben guardar la especificidad de la acción cristiana al hecho social, y
si fuera posible, influir sobre el mismo en un sentido evangélico. En cambio, en ISAL, basándose en la noción
bíblica del señorío universal de Jesucristo, se entiende que lo más importante es estar al servicio del hombre
latinoamericano, procurando su humanización. La comunidad cristiana ya no es la que procura influir sobre el
proceso de transición, sino la que se integra en el mismo, participando de las luchas y esperanzas de los
hombres de nuestros pueblos. ―Porque, si el grano de trigo no cae y muere, entonces no lleva fruto…‖
Claro está, tal como se indicó esto implica que el cristiano ha de estar presente en el mundo como la
levadura en la masa, como sal de la tierra. Su acción ha de desarrollarse junto a la de otros hombres, que
tendrán quizás posiciones doctrinales o ideológicas un tanto diferentes a la suya y hasta opuestas. La comunidad
cristiana es entonces la iglesia dispersa, la que asumiendo la vida de diásporah se encarna plenamente en este
mundo cambiante. La relación de los cristianos evangélicos con otros cristianos (los católicos) y con quienes no
participan de la fe en Jesucristo ya plantea otro problema: el de las iglesias y el movimiento ecuménico.

Las Iglesias y su definición frente al movimiento ecuménico


Las especiales circunstancias que determinaron a la obra misionera evangélica en América Latina llevaron a ésta
a mostrar un espíritu polémico y agresivo frente al catolicismo. Ya se ha explicado que se le atribuían a la Iglesia
Católica Romana las causas de la mayor parte de los males que sufrían nuestros problemas. Este espíritu
intolerante no sólo se dirigió contra el catolicismo, sino que en muchas oportunidades llevó a la confrontación y al
distanciamiento de las propias denominaciones evangélicas. Este, sin duda, fue uno de los mayores males que
sufrió la causa evangélica en estos países, y tomando conciencia de ello ya en temprana fecha de la evolución de
la obra misionera protestante en América Latina, el Congreso de Panamá intentó una coordinación de los
esfuerzos que realizaban, para lo cual propuso la creación del Comité de Cooperación para la América Latina
(CCLA), con sede en Nueva York. Si bien el intento era loable, fallaba no obstante al proponer como sede del
centro de unión un país fuera de América Latina. El error de la obra misionera se repetía nuevamente: la elección
del lugar donde se decidía la estrategia a seguir y donde se realizaban las grandes definiciones del movimiento
misionero indicaba una repetición de la alimentación del movimiento evangélico con relación a los países de
América Latina. De ahí que, posteriormente, en más de un sentido el movimiento ecuménico no haya sido
aceptado por los dirigentes latinoamericanos de las iglesias evangélicas como algo propio, y lo hayan
considerado con indiferencia, llegando hasta rechazarlo en muchos casos. Pero, por otra parte, no es casual que
justamente la generación que comenzó a preocuparse más seriamente por el movimiento ecuménico entre las
iglesias evangélicas de América Latina haya sido la que comenzó a actuar al filo de la década del cuarenta, con
especial referencia a la creación de ULAJE: era un grupos dirigentes, todos ellos latinoamericanos, que vieron en
la unidad de las iglesias una urgente necesidad para el cumplimiento de la misión en el continente. Su obra,
pues, en este sentido, hay que considerarla como pionera, y de suma importancia.
Sin embargo, a su entusiasmo juvenil se opuso la rigidez de los sistemas teológicos que primaban en
América Latina, y en especial el de quienes estaban influidos por el ―fundamentalismo‖. En consecuencia, para
avanzar en este terreno era necesaria una verdadera renovación en el nivel de la reflexión teológica, que por un
lado demostrara ser más fundamentada que el mero entusiasmo juvenil, y que por otra parte superara los
dogmatismos que habían impedido hasta entonces una labor teológica seria. Esta superación empezó a ser
concretada cuando poco a poco los dirigentes evangélicos, y especialmente algunos de edad joven, comenzaron
a entrar en contacto con el movimiento ecuménico mundial, que ya en Europa había alcanzado una seria
tradición. A través de la participación en conferencias o en estudios interconfesionales, muchos fueron aportando
nuevas reflexiones o simplemente informaciones, para el ejercicio de la reflexión teológica en América Latina.
Una vez más, en este nivel hay que mencionar la obra de la FUMEC, que especialmente desde el principio de la
década del cincuenta ha estado abriendo caminos en lo que se refiere al diálogo y la obra en conjunto de los

40
grupos cristianos en América Latina. De esta manera se ha ido conformando una nueva situación, que exige a las
iglesias definiciones inaplazables con respecto al movimiento ecuménico.
Además, y sin duda alguna teniendo en cuenta que el marco latinoamericano es un factor
primordialísimo, esa definición es aún más urgente en virtud de la nueva situación que se está forjando poco a
poco a partir de los movimientos de renovación que influyen sobre la vida de la Iglesia Católica Romana. En ella
advertimos, por un lado, el movimiento de renovación bíblica y teológica que se está haciendo sentir cada vez
con mayor fuerza desde la década del treinta en Europa y que poco a poco ha ido penetrando en seminarios y
cuadros docentes del catolicismo; por otra parte, el clima de diálogo y de concilio que supo forjar Juan XXIII
durante su breve pontificado; y por último, una creciente unidad del episcopado latinoamericano, unidad que se
ha establecido por el momento a dos niveles: a) la formación del CELAM (Colegio Episcopal Latinoamericano) y
b) el propósito de la Iglesia Católica Romano en América Latina de luchar por el desarrollo económico de estos
países. Todo esto ha provocado un cambio notorio en el catolicismo, que obliga al movimiento evangélico a una
nueva postura. Por supuesto, no se trata de dejar de afirmar los fundamentos de la Reforma Evangélica del siglo
XVI, pero sí de confrontar al catolicismo no ya con un espíritu agresivo y polémico, sino con una actitud de
diálogo. En consecuencia, hay que revisar posiciones, iniciar nuevos acercamientos, provocar el intercambio de
experiencias y pensamientos con los católicos, lo que necesariamente lleva a una definición de las iglesias con
respecto al movimiento ecuménico.
La definición tradicional, en un sentido positivo, que hasta ahora ha recibido la cuestión ecuménica en la
mayoría de las iglesias evangélicas latinoamericanas ha estado dirigida hacia la formación de un movimiento
ecuménico de naturaleza interevangélica. O sea, que se admite el diálogo entre los protestantes, pero se
entiende la realización del mismo con los católicos como algo realmente extraordinario, fuera de serie. Esto es
particularmente visible en las Federaciones de Iglesias o Concilios Nacionales Evangélicos, siempre dispuestos a
mantener ciertas relaciones entre las fuerzas evangélicas, pero muy poco abiertos a contemplar la realidad
cristiana más allá de los límites de sus iglesias. Sin embargo, hay que ver en el hecho mismo de la formación de
estos grupos ya una definición positiva, aunque limitada, frente al movimiento ecuménico. En este sentido, no hay
que olvidar de ninguna manera la obra realizada por las Fraternidades o Asociaciones de Pastores, las que,
posibilitando el encuentro personal de los obreros evangélicos en los diversos países, han provocado al mismo
tiempo el acercamiento de sus denominaciones; creando un clima de amistad y de confianza, han preparado
─muchas veces de manera inconsciente─ la concreción de este ecumenismo interevangélico. En América Latina
la manifestación más importante de esta orientación ecuménica ha sido la realización de las Conferencias
Evangélicas Latinoamericanas (hasta el presente se han celebrado tres: una en Buenos Aires, 1949; otra en
Lima, 1961; y la tercera en Buenos Aires en julio de 1969), a través de las cuales el movimiento ecuménico en
nuestros países ha asumido una orientación realmente latinoamericana, especialmente en la Conferencia de
Lima. Como resultado de esta creciente definición positiva hacia el movimiento ecuménico ─que no se da sin
fricciones ni luchas en el seno de las denominaciones─ se está procurando la creación de un organismo que esté
al servicio del encuentro de las iglesias, para que así éstas puedan conocer mejor y colaborar en el ejercicio de la
misión, si así lo creen pertinente; se trata de la Comisión pro Unidad Evangélica Latinoamericana (UNELAM),
que podría llegar a cumplir en América Latina el mismo rol que ha desempeñado en el Sudeste asiático la
Conferencia Cristiana para el Este del Asia. No obstante, ante estos movimientos cabe formular algunas
preguntas, sobre todo en virtud de su carácter aún no cristalizado, y que entendemos pueden ayudar a aclarar su
definición ecuménica. ¿Se entiende el ecumenismo como un movimiento de iglesias, o de cristianos? Si fuera lo
primero, ¿las iglesias son entendidas en tanto órdenes, instituciones, jerarquías, o en cambio a través de su
manifestación básica en las congregaciones locales? ¿Cuál es la actitud de esta definición frente al movimiento
ecuménico para con la Iglesia Católica? ¿Se trata de un ecumenismo confesional, o de un ecumenismo abierto
para todos los que creen en Jesucristo? Y, por último, ¿se entiende esta definición ecuménica como un
movimiento a favor de la renovación de la Iglesia, o por lo contrario está dirigido a afirmar la existencia de las
iglesias y su orientación, tal como se dan en este momento? Creo sumamente necesario que el movimiento
ecuménico interevangélico se plantee con franqueza estas preguntas, porque de acuerdo con las respuestas que


Estando en prensa este libro se ha llevado a cabo la asamblea constitutiva de UNELAM en Puerto Rico (julio 7 al 11 de
1970). Nota de los editores.

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dé a las mismas se ha de definir como un factor de renovación, o no, para la vida de las iglesias en nuestros
países.
Por otra parte, sobre todo, es necesario que el movimiento ecuménico en América Latina se plantee dos
graves cuestiones que tarde o temprano deberán preocuparle. Una de ellas, ya mencionada, es la que considera
la relación con los católicos, teniendo en cuenta especialmente su incidencia en la vida latinoamericana. José
Míguez Bonno escribió al respecto: ―Como evangélicos que somos, sin embargo, quisiéramos orientarnos, en
esta como en todas las cuestiones, de acuerdo con la Palabra de Dios. Por eso nos preguntamos: ¿Cómo
debemos relacionarnos, en obediencia a las Sagradas Escrituras, con la mayor fidelidad a la verdad y amor al
prójimo, con los demás grupos cristianos? Esta pregunta se ha tornado particularmente agua en los últimos años
con respecto al catolicismo romano. En nuestro continente latinoamericano, la relación con el catolicismo romano
ha sido de tradicional hostilidad por ambas partes. Polémica, controversia, acusación, conflicto y aun persecución
han sido los términos que mejor podrían designar esa historia. Hoy parece nacer un nuevo día. Tanto los
movimientos de renovación que tiene lugar en el seno del Catolicismo, como una mayor madurez y objetividad en
las iglesias evangélicas plantean de nuevo la cuestión de nuestra actitud.‖22 Especialmente esta cuestión se torna
urgente si se tienen en cuenta las particulares condiciones que hoy caracterizan la vida del continente. Viviendo
en un proceso de grandes cambios, que se suceden con ritmo sumamente acelerado, es de rigor que los
cristianos comiencen a preguntarse cómo pueden servir en nombre de Jesucristo en esta situación, y, sobre todo,
si es que pueden cumplir un servicio real duplicando esfuerzos, compitiendo muchas veces, y llegando hasta la
misma polémica en otras. Es necesario que se comprenda de una vez por toda la discusión y el debate
puramente negativo es cosa del pasado, y que no hay que volver a caer en ellos pues ya bastante mal han
causado para la vida de la Iglesia y contra la efectividad del testimonio cristiano. Pero, al mismo tiempo, es
necesario que también se haga carne en la vida de las iglesias evangélicas que esta es la hora del diálogo, y que
en ella lo importante no es lo que se proponen las iglesias, sino lo que quiere Jesucristo. Y, como se sabe, la
voluntad del Señor es que los cristianos cumplan con toda fidelidad la misión que se les encomendó, lo que no
significa que las graves diferencias que separan a católicos y evangélicos ya han dejado de existir o están en
vías de ser superadas fácilmente. La franqueza en el planteo de este problema, hablará del grado de encarnación
en la vida latinoamericana del movimiento ecuménico que va creciendo en filas evangélicas.
El segundo problema que resulta insoslayable para la definición ecuménica de las iglesias evangélicas
en América Latina es el de la consideración que les merece lo que se ha dado en llamar ―ecumenismo con el
mundo‖. Como se sabe, el término oikoumene significa la plenitud del mundo habitado; de ahí que exista une
evidente relación entre el cumplimiento de la misión de la Iglesia, su unidad, y sus relaciones con el mundo
(téngase en cuenta en este sentido el capítulo XVII del Evangelio de Juan). En América Latina estamos viviendo
una situación en la que, a través de ―geminos indecibles‖ y ―dolores de parto‖ va surgiendo una nueva situación
humana. ¿Cuál es la actitud de las iglesias frente a ellas? Claro está, algunos podrían responder según las
definiciones del Movimiento de Iglesia y Sociedad (ISAL) y otros en cambio, asumir actitudes contrarias a un
cambio real (como ocurre, nos tememos, con la mayoría del movimiento evangélico en estos países). Sin
embargo, lo que importa en este caso es que se den, no ya definiciones de cristianos más o menos
comprometidos con el proceso que está tomando lugar en América Latina, sino que el mismo movimiento
ecuménico latinoamericano exprese su definición con respecto a su compromiso con la situación latinoamericana.
Es cierta manera, aquí se vuelve a repetir una pregunta que ya ha sido planteada: ¿Está el movimiento
ecuménico al servicio de las iglesias, en tanto instituciones y confesiones, en cambio está al servicio del hombre,
promoviendo el cumplimiento de la misión de la Iglesia? Si fuera lo último, no hay duda que la reflexión teológica
afincaría aún más en la realidad latinoamericana. La comunidad cristiana entonces demostraría su solidaridad
(encarnación) con quienes comparte el destino de estos países, y en su participación en el esfuerzo por un
mundo nuevo estaría siendo un signo del mundo que viene; sería en ese caso como una verdadera ―partera‖ del
futuro.

22José Míguez Bonino (Editor): Polémica, Diálogo y Misión, pg. 8. Ed. Centro de Estudios Cristianos del Río de la Plata,
Montevideo, 1966.

42
Algunas conclusiones
Esta visión a vuelo de pájaro de algunos problemas donde se anuda la reflexión teológica de las iglesias
evangélicas de América Latina nos ha permitido ver ciertas riquezas y al mismo tiempo algunas de sus
debilidades o carencias. Entre las riquezas y al mismo tiempo algunas de sus debilidades o carencias. Entre las
riquezas hay que mencionar la importancia que tiene pare el pensamiento teológico evangélico latinoamericano el
problema de la evangelización, o si se quiere decirlo de otra manera, el de la misión de la Iglesia. Con ello, las
iglesias demuestran que son fieles a su origen de hijas de las misión y que la preocupación por el cumplimiento
del mandato del Señor a la proclamación de su buena nueva a todos los hombres, aún es vital en las mismas. De
ahí también el debate creciente en torno a la congregación local y su función en el propósito de la misión.
Además, la participación en la situación revolucionaria de América Latina ha despertado una viva reflexión en
torno a los problemas de la sociedad, determinando así que hoy el pensamiento latinoamericano pueda llegar a
ser un verdadero facto de renovación en el plano de la preocupación ética de los cristianos por la sociedad.
Sin embargo, estos elementos positivos del pensamiento teológico latinoamericano no consiguen hacer
los progresos necesarios, y sobre ello inciden las carencias o debilidades que afectan a la reflexión de las
iglesias. En primer término, hay que mencionar el déficit que existe en cuanto a un conocimiento científico y serio
de la Biblia. Es verdad que el creyente evangélico latinoamericano ha hecho de la Biblia su punto de referencia
constante para guiar su vida, y que pasajes y más pasajes de las Escrituras están en su mente prontos a ser
relacionados con no importa cuál situación que le toque vivir. Sin embargo, aún no han sido formados en
nuestros seminarios aquellos intérpretes de las Escrituras que conocen el métier de la exégesis y las exigencias
de la hermenéutica. Todo ello, desgraciadamente, constituye un pasado hándicap que incide en detrimento de
una buena reflexión teológica; por un lado, se asiste hoy ─por influencia del ―fundamentalismo‖─ a una
referencia constante a textos bíblicos que generalmente son extraídos de su contexto, y que así resultan
falseados en su interpretación. Por otra parte, quienes son conscientes de la necesidad de una buena exégesis,
no conociendo ni teniendo los instrumentos adecuados para realizarla, caen necesariamente en la lectura de
comentarios que, si bien son de cierta utilidad, muchas veces por provenir de otras situaciones y otros países,
desvían la interpretación del mensaje, tornándola insignificante para nuestra situación latinoamericana.
En segundo lugar, la insistencia ya anotada en torno a los problemas de la comunidad local, plantea
también la necesidad de una buena reflexión en el nivel de la teología pastoral, que no sólo se aplique a las
cuestiones de la cura de almas, sino que también tome en cuenta los datos de la sociología y de la psicología
social. Los programas de industrialización que se pretende imponer por los gobiernos de nuestros países son una
respuesta al proceso de urbanización galopante que vive el continente desde hace varias décadas. Sin embargo,
a pesar de todos los elementos que denuncian a gritos este estado de cosas, las iglesias aún no han despertado
a esta realidad, y siguen con sus viejas estructuras y programas como si nada hubiera pasado. Siempre
destinando sus prédicas al individuo, sin tomar en cuenta la nueva realidad social en la que éste se encuentra,
condicionándolo. Uno de los problemas más serios con referencia a esta necesidad de una buena reflexión
teológica sobre la pastoral de las iglesias consiste en forjar una nueva imagen del pastor. En efecto, la que
todavía sirve de norma para el cumplimiento de la nueva función pastoral tiene su origen en la figura del líder
religioso congregacional que fue pertinente en la sociedad tradicional rural, pero que en la mayoría de las
situaciones urbanas resulta inoperante. Además, teniendo en cuenta que la estructura de la congregación local
está centrada generalmente en el pastor, ese desajuste entre la imagen de la función pastoral, la congregación
local que tiende a depender del pastor, y la sociedad circundante (urbana, de incipiente industrialización, y con
síntomas de sociedad en masas), tiene un efecto catastrófico sobre la vida de la Iglesia y el testimonio de sus
miembros en el mundo. Se produce entonces un divorcio entre la realidad cotidiana en la que viven los creyentes
y la esfera de la Iglesia; ésta llega a ser una especie de paréntesis sagrado en medio del quehacer humano, por
lo que se reintroduce en la vida del creyente la falsa distinción entre lo sagrado y lo profano, que la Biblia no
reconoce. Todos estos elementos componen un complejo sumamente grave que debe ser solucionado para que
no incida más en forma negativa sobre la acción de las iglesias, y ello requiere ─volvamos a insistir─ una buena
reflexión teológica sobre la acción pastoral de todo el cuerpo de Cristo.
En tercer lugar, tanto los problemas que resultan evidentes en virtud de la situación de la Iglesia con la
sociedad, así como ellos que exigen una definición de las iglesias frente al movimiento ecuménico, demandan el
estudio de una teología de la historia. La misma habrá de tomar en cuenta el proceso de secularización y sus

43
consecuencias tan particulares sobre la realidad latinoamericana, así como también el desarrollo económico y
social necesario para nuestros países. Esta teología de la historia no sólo habrá de servir de base para
comprender mejor la función del ecumenismo entre nuestras iglesias, o las relaciones entre las mismas y la
sociedad, sino que necesariamente habrá de llevar a los cristianos a una acción que cada día se hace más
urgente en América Latina, siendo entonces verdadera presencia de Jesucristo en medio de nuestra situación.
Vale la pena citar al respecto una palabra de Richard Shaull en un artículo en que intenta discutir el problema de
una teología de la historia: ―Si el mundo moderno perdió contacto con ciertos elementos de nuestra tradición (la
cristiana), la culpa, en gran parte, cabe a los cristianos. Las iglesias han estado identificadas, casi siempre, con el
ancien régime, y la teología preocupándose con otros problemas, prácticamente abandonando el campo que le
era propio. En el último siglo, muchos de los hombres más sensibles a los problemas fundamentales del hombre
en su vida histórica se vieron forzados a abandonar el cristianismo y procurar orientación y apoyo en otros
medios. En estas circunstancias, la conditio sine qua non para cualquier contribución cristiana en esta esfera es
la plena participación en la lucha por el desarrollo, en el reconocimiento humilde de nuestra débil posición. Si
tuviéramos la humildad de reconocer este hecho, y si estuviéramos dispuestos a comprometernos íntegramente
en esta lucha, podríamos encontrar nuevas posibilidades de reflexión teológica sobre los problemas que
enfrentamos, y, al mismo tiempo, sorprendernos ante el descubrimiento de un nuevo significado de nuestra
presencia. La base de esta esperanza está en la línea del pensamiento teológico desarrollada más claramente
por Agustín, y que se ha manifestado en diversos momentos en el pensamiento cristiano. Para Agustín, el punto
de partida del teólogo no es una verdad esotérica que se debe imponer a un mundo enajenado, sino la revelación
de lo que realmente está aconteciendo en la vida humana en un mundo sujeto a la acción creadora y redentora
de Dios. De ahí que nuestra tarea no es la de imponer ciertos valores, sino reconocer y vivir según aquellos que
en el mundo imperan; no es dar sentido a la vida, sino descubrir el sentido que la vida tiene en un mundo que
participa de la redención; no establecer el orden en el universo, sino participar en el nuevo orden de cosas que
está tomando forma a través de las transformaciones sociales. Esta actitud nos permite estar plenamente
comprometidos, en una situación en la que no tenemos todas las respuestas, sino en la que podemos confiados,
procurar nuevas posibilidades de comprensión y sentido.‖23 Esta seria consideración de la historia resulta, pues,
sumamente necesaria. Para que la misma llegue a buen término no sólo necesita afirmar la puntería en cuanto a
la tarea intelectual, sino también ─y por encima de todas las cosas─ la participación de los creyentes en las
alternativas que brinda la misma historia. Pero, dialécticamente, esta acción exige a su vez la reflexión
mencionada; de este modo ambas se alimentarán mutuamente. Lo importante es no relegar esta preocupación
por una teología de la historia, porque resulta capital para el movimiento evangélico latinoamericano.
En cuarto lugar, y sólo hacemos una breve mención del asunto, es evidente que en el pensamiento
evangélico latinoamericano se ha dado muy poca atención a la cultura que ha ido surgiendo en estos países. Por
lo tanto, resulta imprescindible colmar esta laguna, dado que en la veta de esa cultura es donde se aprecian con
mayor claridad los afanes, los sueños y las necesidades de nuestros pueblos. La tarea de las Iglesias ha de
consistir, luego de tomar conocimiento de esos elementos a través del estudio de nuestra cultura, en
confrontarlos con Jesucristo y proclamar el sentido que implica la encarnación, la muerte vicaria y la resurrección
del Hijo de Dios respecto a ellos.
Por supuesto, procurar cubrir estas carencias supone en más de un sentido una renovación de la
educación teológica que hasta ahora han estado impartiendo las iglesias, la que sobre todo procurará hacer virar
el sentido que ha tenido la educación que se ha dado en los seminarios. En ellos, lo que se ha procurado ha sido
la preparación de personal idóneo para la conducción de las iglesias; ahora, en cambio, es necesario preparar
ministros que sean verdaderos servidores de los hombres y de la sociedad latinoamericana. Vale la pena
reproducir un pasaje de un excelente artículo de Hiber Conteris: ―Finalmente, cabe preguntarse cuál es,
entonces, la contribución práctica no ya de la educación teológica, sino de la teología en sí misma en la nueva
sociedad revolucionaria o secularizada. Quisiera recurrir a una metáfora contemporánea para explicarlo. La
organización internacional contemporánea, la sociedad ´ecuménica´, ha dado lugar también a un nuevo tipo de
profesión cada vez más difundida, la del traductor simultáneo, el hombre clave de los grandes organismos y
encuentros internacionales. Este hombre es el que hace posible la comunicación, el intermediario anónimo y a

23 Hombre, ideología y revolución en América Latina. Montevideo, ISAL-CEC, 1965, p. 79.

44
menudo invisible del gran diálogo ecuménico contemporáneo. En la sociedad actual, este es también el papel
decisivo e insustituible que cabe al teólogo y por lo tanto a la teología. Cumplir la función del ´traductor´,
establecer, muchas veces ─las más─ desde el anonimato y la oscuridad, el diálogo imprescindible entre el
hombre y Dios. Ser el medio de comunicación. Y esta comunicación, al igual que en los grandes encuentros
internacionales, debe ser ´simultánea´. No hay tiempo para el soliloquio o la minuciosa elaboración del mensaje;
no hay tiempo ni oportunidad, en otros términos, para la simple teología especulativa. Dios habla incesantemente,
y la traducción debe acompañar ese ritmo. Pero hay otra consecuencia más que puede derivarse de la misma
metáfora. El traductor no cumple su función de manera unilateral. Tampoco es unilateral la misión del teólogo; su
tarea no es ser intérprete únicamente de los hechos de Dios, sino del balbuceo humano, del intento del hombre
por articular su propia respuesta a lo que está sucediendo en la historia. Es en este sentido fundamentalmente,
en que debe superarse la antigua concepción del teólogo y de la teología como entidades al servicio de la Iglesia.
Uno y otra se hallan al servicio de la Iglesia. Uno y otra se hallan al servicio del mundo. Su misión es estar en el
seno mismo de las corrientes ideológicas contemporáneas, que representan los intentos seculares para
interpretar la historia y la sociedad, y dar forma a estos intentos ─siempre inexactos, siempre frustrados, siempre
destinados a perderse y renovarse en el flujo incesante de la historia misma─ a fin de hacerlos inteligibles frente
al gran interlocutor que es Dios. El teólogo es quien interpreta el balbuceo humano a través de la historia. Y en
esa función intermediaria, anónima y oculta, se encuentra, ahora y desde siempre, la grandeza y la miseria de la
teología.‖24
Sólo entonces, cuando los teólogos evangélicos latinoamericanos sean realmente hombres de su pueblo
y hombre de Dios, cuando vivan, hasta el desgarramiento, la tensión que se produce en el encuentro de Dios vivo
con los hombres y sus esperanzas, cuando de esa tensión surjan pensamientos que se desplieguen
concretamente en acciones solidarias y creadoras con los hombres de América Latina, asistiremos al surgimiento
pleno de una reflexión teológica que será realmente latinoamericana. Ese día, los moldes hechos a partir de
teologías foráneas habrán sido dejados de lado, no por oposición a los mismos, sino porque no responden tan
efectivamente como los propios a los problemas que vivimos. Entonces, la teología dejará de ser libresca; será a
la vez un acto de obediencia a Dios y un signo de solidaridad con nuestros pueblos y sus destinos.

24Hiber Conteris: ―La educación teológica en una sociedad en revolución‖, en Por la Renovación del Entendimiento…, pgs.
121/122. Editor, Justo L. González, Librería La Reforma, Puerto Rico, 1965.

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46
THE INFLUENCE OF BONHOEFFER ON THE THEOLOGY OF LIBERATION (1976)

N o one could claim that the so-called ―Latin American theology of liberation‖ is highly dependent on the
thought of Dietrich Bonhoeffer. While it is true that Gustavo Gutierrez, in his well-known book, bases his
definition of the theological nature of freedom on a quotation from Creation and Fall,25 it must also be recognized
that there are few traces of Bonhoeffer's influence in the rest of the book. I believe that this holds true for most of
the Catholic Latin American theologians of liberation. But the situation changes substantially when we look at the
contribution of Protestant theologians; there are a number of links with Bonhoeffer's thinking in the work of the
theologians reicited to the Protestant churches and who have concentrated their attention on liberation. It could
even be said that the German theologian's influence was decisive in the development of their present positions.
This does not necessarily mean that Bonhoeffer was the forerunner of the theology of liberation, but simply that
the Protestant contribution to it cannot be explained without his influence. For the purposes of this paper we are
therefore referring not to the theology of liberation in general, but rather to its Protestant expression, and more
specifically to the work of the ISAL movement (Church and Society in Latin America).
The existence of this group (1961-1973) was largely due to the formation of a whole ecumenical generation
in Latin America through the leadership training programme of the World Student Christian Federation. Indeed, it
was during one of its seminars in Sitio das Figueiras, Brazil, in 1952, that Richard Shaull began to talk about the
work of Bonhoeffer; up to that time only his Nachfolge was ever mentioned. Shaull's words had a considerable
impact on the students, who expressed a strong desire to know more about the life and work of the martyr
theologian. They saw in him someone different, whose thought and action could overcome the dualism of Latin
American Protestant life at that time.
Bonhoeffer appeared as a theologian who was deeply committed to Christ and his Church, but at the same
time aware of the realities of the contemporary world. His speech ―The Cost of Discipleship‖ and part of his letters
from prison which began to appear about 1954 in Spanish in Cuademos Teológicos, the publication of the Union
Theological Seminary in Buenos Aires, were clear, to the point, and sounded a rare note of authenticity. Many of
those Protestant students and leaders who were challenged and inspired by Bonhoeffer during the 1950s began
to meet again and to work together after the creation of ISAL. The movement's aim was to create a responsible
attitude among church members towards the processes of change which had been unleashed in Latin America.
Naturally, Bonhoeffer was a common point of reference for those related to the movement (including Jose
Miguez Bonino, Rubem Alves, Mauricio Lopez, Jovelino Ramos, Gonzalo Castillo Cárdenas, Hiber Conteris, and
so on), not only because his thinking was evident in the formative process of them all, but especially because the
study and analysis of the thinking of the German theologian helped to solve serious problems which arose as
ISAL developed its own thought and action. It is in this sense, then, that we can speak of the influence of
Bonhoeflfer on the evolution of the theology of liberation in Latin America, an influence which can perhaps be
described as maieutic, since it was in the course of dialogue with his work that some Latin Americans were
enabled to solve some of the problems facing them. Three different situations illustrate this: the overcoming of the
church/world dualism and the awareness of the deep implications of the process of secularization; the problem of
the relationship between faith and ideologies; and lastly, the problem of how to follow Christ in situations where
apparently there is no room for such action, i.e. the problem of discipleship.
These three problems arose at different moments of ISAL‘s development. The first can be located between
1962 and 1963; the second between 1964 and 1965; and the third towards 1967-68. No other western theologian
influenced these discussions as deeply as Bonhoeffer (Richard Shaull also played a vital role, but his thinking at
that time was clearly oriented by Bonhoeffer). Inasmuch as these discussions brought ISAL to the threshold of the
theology of liberation (which began towards 1968, shortly before the second Latin American Episcopal Conference
—CELAM— in Medellin), Bonhoeffer is related to the development of this school of thought. In this sense I believe
that the subject proposed for your consideration has a real basis and a definite content. In other words, it concerns
processes which are still ongoing and which are still far from being completed and defined. I therefore feel
confident in saying that Bonhoeflfer's thinking lives on. What I shall try to do in this paper is to discover what
eflfect it has had on Latin American Protestant theologians.

25 Gustavo Gutierrez, Teología de la Liberación. Lima, CEP, 1971.p. 58.

47
The discovery of a world come of age
As we have briefly indicated, Bonhoeflfer's thinking helped Latin American Protestant theologians to overcome the
church/world dualism. Letters and Papers from Prison26 led to a theological discussion which emphasized the
need for the Church to recognize the importance of the process of secularization and the autonomy (―coming of
age‖) of the temporal world. Thus José Miguez Bonino, in his paper to the first Latin American Consultation on
Church and Society (which gave birth to ISAL), spoke of the need for the Church to ―convert itself to the world‖. By
this he meant the urgent need for the Church to come out of its ghetto. In this sense Bonhoeflfer's message is
accepted: in our time God cannot be used as a working hypothesis by which to understand reality. The ISAL
group therefore understood that the Church had to accept the emancipation of the world from the institutional and
intellectual control of dogmas and the autonomy of culture, of human reason, economics, politics and social
organization. This recognition of the autonomy of the secular responded basically to the fact that what Bonhoeflfer
said was confirmed by the experiences of the ISAL movement. In an attempt to be coherent in their claims, the
members of the movement sought to shape their action as a witness to Christ beyond the frontiers of the Church.
Thus they began to take action in the cultural, economic, political and trade union life of their countries, an unusual
course of action for Latin American Protestants at that time.
This action led them to an existential understanding of Bonhoeflfer's message from prison: the Christian of
our time must live in the world ―as if God did not exist‖, and it is precisely here that his relevance for men and
women today lies. If they do not live in this way, they are not able to participate in the processes of this ―world
come of age‖; their proclamation of faith is then an anachronism which the ―world come of age‖ cannot take
seriously. For ISAL, going beyond the ghetto of the Church meant at that time a double liberation: on the one
hand, from the narrowness of the Latin American Protestant ghetto (from its taboos, its petit-bourgeois morality
moulded according to the canons of the ―American way of life‖, from its ―limited perspectives‖); and on the other
hand, freedom to be witnesses to Jesus Christ in places where there is no wish to leave a place for God, who in
the words of Ortega y Gasset, one of the authors whose works Bonhoeflfer read in prison, has been ―retired to the
background‖. Because — and it is worth mentioning this in order to define the theology of liberation clearly — its
adherents never confused secularization with secularism, and so the dimension of the witness to be presented in
the name of Christ was always taken into account. This is why the members of ISAL were always suspicious of
the ―death of God‖ theology, which was so open to secularization and inclined to sympathize with certain forms of
secularism. In this sense I believe they were faithful to those who helped them overcome the dualism which
separated the Church from society, enabling them to see clearly how to shape the conjunction of the two terms
which formed the name of the movement.
One consequence of this position was a study of the religious, cultural and theological panorama of Latin
America.27 Among other things, the study revealed the need to develop a theology of history which would help the
Christian community to understand its specific action in the context of the changing Latin American panorama.
Otherwise ISAL would run the risk of what Jose Miguez Bonino called the ―Baalization of society‖.28 True,
Bonhoeflfer did not formulate any theology of history, but the thoughts he expressed in his Letters and Papers
from Prison clearly influenced Richard Shaull's advocacy of a theology of history:

The distinctive characteristic of the secular interpretation of the world is its radically historic nature. Modern man tends
to concentrate the attention of his existence within this temporal and spacial framework, as a member and part of the
social order. He may feel some anxiety concerning ultimate questions, but it is not these that we usually call
'religious'. They focus rather on the future: the possibilities which may exist to transform society and to find meaning
and personal fulfillment as one participates in this struggle. It is therefore a matter of questions defined theologically.
But theological reflection on history cannot be done independently and abstractly by the theologian. On the contrary, it
must involve those forms of reality which must be apprehended with the specific instruments of the social and
psychological sciences. Theological reflection therefore implies two tasks: interpretation, as such, of the biblical and

26 London, SCM Press, 1967.


27 Hombre, ideologia y revolución en América Latina. Montevideo, ISAL-CEC, 1965.
28 América hoy, Montevideo, ISAL-Tauro, 1966, p. 54.

48
theological tradition, and reflection concerning its contemporary significance, a stage which must be carried out in
dialogue with the specialists of empirical sciences.29

This theology of history which was developed by ISAL sees obedience to Jesus Christ (Nachfolge) as a
basic element. More important than any concept of how God acts in history, it became the discovery of how to be
present in mankind's current struggle, on the frontiers where the struggle is taking place, attempting to maintain a
lively dialogue between the Christian description of the human and of history and the situation of each one who is
called to obey Christ. It was thought that this attitude might lead to a new type of theological thinking as well as
new images, concepts and parables which would provide a more adequate description of what God does among
people in strictly secular terms. A few years later, the development of this idea led the ISAL group to the theology
of liberation.
A second discovery resulting from the study of the religious, cultural and ideological panorama of Latin
America was the fact that the ―mature world‖ of which Bonhoeflfer speaks is not the whole reality in that part of the
world. Indeed, a majority of the Latin American peoples practise beliefs and rites which indicate the dominance of
the religious over daily life. The analysis of these practices revealed on the one hand that, while they are partly
expressions of social protest against a given social order, in general they reflect guidelines of values and conduct
imposed by the ruling classes. In this sense, it is to be expected that these classes will show attitudes of rejection
and fear of social change, unless their consciences undergo a process of liberating change (towards 1968 ISAL
began to apply the popular pedagogy of Paulo Freire in order to promote a process of awareness-building among
the poorer sectors of the Latin American population). However, the members of ISAL believed that they should not
adjust themselves to the situation of the Latin American masses, but promote the march towards the ―world come
of age‖. At that point in Latin American history this was expressed most clearly in the field of ideological struggle,
where lay, secularizing and other tendencies which were Christian in name only conflicted.
It was these tendencies which were the main agents of the process of secularization — and indeed we
might say that this is still true today. The convictions arising from a theological analysis of history had to be tested
out in this field. It was here that what Bonhoeffer had called the ―world come of age‖ was put to the test.
Participation in this struggle meant the irrevocable destruction of the ghetto and the dualist concept of
church/world, and this resulted in the enrichment of the life and mission of the Church.

The relationship between faith and ideologies


What began in ISAL as a study of ideologies quickly became a challenge: how to analyse ideologies and the
ideological struggle from the outside. This was the predominant position in the churches towards the end of the
1950s, but it proved completely unsatisfactory for those who believed that knowledge cannot be separated from
action and participation in the processes of history, but must be based on them. The challenge, then, lay in
participation in the ideological struggle, not defending Christian concepts a priori, but recognizing the maturity of
this sector of Latin American life. But how could this be done? The ISAL group believed that if as Christians they
had to act in this field, their action should point clearly to Christ. In the early stages of the discussion some
members, on the basis of the incarnation, sought total commitment with the ―ideologies of change‖ (all of them
influenced by Marx). Others, on the contrary, on the basis of the reality of the Cross, adop'^ed still more radical
positions, rejecting any ideological commitment. Nobody at that time resorted to the resurrection as a basis for
their position in regard to these controversies. It seemed that there was no way out, until Ethics30 came to shed
some light on the whole discussion, teaching that christological responses are neither dogmatic nor inflexible but
arise from the tension of the very existence of Christ.
The dilemma facing ISAL was therefore radicalism or commitment. Bonhoeffer, who might have been
talking directly to the group, said: ―Radicalism hates patience, and compromise hates decision. Radicalism hates
wisdom, and compromise hates simplicity. Radicalism hates moderation and measure, and compromise hates the
immeasurable. Radicalism hates the real, and compromise hates the word. To contrast the two attitudes in this
way is to make it sufficiently clear that both alike are opposed to Christ. For in Jesus Christ those things which are

29 Ibid., p. 59.
30 Dietrich Bonhoeffer, London, SCM Press, 1955.

49
here ranged in mutual hostility are one. The question of the Christian life will not, therefore, be decided and
answered either by radicalism or by compromise, but only by reference to Jesus Christ himself. In him alone lies
the solution for the problem of the relation between the ultimate and the penultimate. In Jesus Christ we have faith
in the incarnate, crucified and risen God. In the incarnation we learn of the love of God for his creation; in the
crucifixion we learn of the judgment of God upon all flesh; and in the resurrection we learn of God's will for a new
world. There could be no greater error than to tear these three elements apart; for each of them comprises the
whole. It is quite wrong to establish a separate theology of the incarnation, a theology of the cross, or a theology
of the resurrection, each in opposition to the others, by a misconceived absolutization of one of these parts; it is
equally wrong to apply the same procedure to a consideration of the Christian life. A Christian ethic constructed
solely on the basis of the incarnation would lead directly to the compromise solution. An ethic which was based
solely on the cross or the resurrection of Jesus would fall victim to radicalism and enthusiasm. Only in the unity is
the conflict resolved‖.31
The application of Bonhoeffer's thought to the situation of ISAL in face of the challenge of the ideological
struggle led the movement to reject any situation defined in a deductive manner. For example, the ideologies
influenced by Marxism should not be rejected because Marxism defined itself as atheist and contrary to
Christianity. In the same way, an ideology which called itself ―Christian‖ (such as Christian Democracy in Latin
America) was not made legitimate in the eyes of faith solely because of its name. But while ISAL rejected
dogmatism and a priorism as a means of defining itself in face of the ideological question, it also rejected any type
of opportunist solution.
Members of the group therefore began to base their positions in relation to the ideological struggle on
Bonhoeffer's distinction between the ultimate and the penultimate. If the ultimate is the full reality of grace in Jesus
Christ, the penultimate lies in preparing the road to grace. ―The ultimate is the justification of man by the love of
God which has been revealed in Jesus Christ. And not only the justification of man, but the redemption of the
world. This universal, cosmic redemption is God's purpose for all creation: 'to unite all things in him, things in
heaven and things on earth' (Eph. 1 : 11). Now, experience has shown us that this purpose has not yet been
fulfilled. What should we do in the meantime? Prepare the way so that God can carry out the work of justification
and redemption. This shows the Christian community the kind of witness it should offer to those who do not yet
believe. If the ultimate is their justification, the penultimate must be that their condition should be truly human.
Because only as humans can they respond to the love of God in Christ: in their freedom as men, as responsible
beings in dialogue with God‖.32
The application of these convictions to the ideological struggle led to the implementation of the following
points of agreement:

1. Critical participation in the dynamics of an ideology, with the aim of the encounter of God with human
beings, and not the objective of ideological conscience. In this sense ideology is taken into account not only as an
alienating element but also dialectically, as something which makes possible the convergence of human wills
around programmes of action which often promote necessary change.
2. If Christian participation in the ideological struggle is to be truly critical it must be based on dialogue. For
ISAL it was therefore clear that Christians cannot adopt intolerant positions or support intolerant ideologies, unless
through their participation they seek to open up such ideologies to humanizing dialogue.
3. The humanization which Christians seek is not based solely on the idea of human dignity, but on the
demands of the love of Christ. This is what is involved in ―preparing the way‖: ―The hungry man needs bread and
the homeless man needs a roof; the dispossessed need justice and the lonely need fellowship; the undisciplined
need order and the slave needs freedom. To allow the hungry man to remain hungry would be blasphemy against
God and one's neighbour, for what is nearest to God is precisely the need of one's neighbour. It is for the love of
Christ, which belongs as much to the hungry man as to myself, that I share my bread with him and that I share my
dwelling with the homeless. If the hungry man does not attain to faith, then the guilt falls on those who refused him
bread. To provide the hungry man with bread is to prepare the way for the coming of grace. But what is happening

31 Ibid., pp. 88-89.


32 Julio de Santa Ana, ―Fe Cristiana e Ideologías‖, Cristianismo y Sociedad, Year I, No. 3, 1963, p. 12.

50
here is a thing before the last. To give bread to the hungry man is not the same as to proclaim the grace of God
and justii&cation to him, and to have received bread is not the same as to have faith. Yet for him who does these
things for the sake of the ultimate, and in the knowledge of the ultimate, the penultimate does bear a relation to
the ultimate. It is a penultimate‖.33
4. So Christians must criticize, denounce and struggle against groups which have seized power arid plan to
base their own stability on it. In such cases there is a double substitution: the prevailing order replaces the
Kingdom of God to come, and the ruling ideology hides God and takes his place. Both are unacceptable to the
community of faith as being blasphemous. Hence the Christian must participate in the ideological struggle against
such trends which hinder the encounter between God and human beings.

To sum up, the influence of Bonhoeffer in this point is clear. The application of chapter III of Ethics,
especially the ideas he expresses in the first three items, helped the ISAL group to find a way through a
dangerous impasse, concentrating on reality and leaving aside purely theoretical discussions. The practice which
arose as a result, and which was extremely rich, ratified the depth of Bonhoeffer's thinking.

The demands of discipleship


Participation in the ideological struggle gave force to the life of the various ISAL groups. Towards 1966 there
already arose the conviction that the struggle should not be restricted to intellectual circles but should also affect
the masses. The response to this need arose through the application of the methodology of mass education which
was tested out in Brazil between 1962 and 1964. But this conviction already indicated the advanced level of the
social struggle in Latin America. On the one hand, mass mobilization was continual, while on the other hand
reaction fought back hard (Brazil, Bolivia, Guatemala, and so on). Gradually, due to the influence of Ernesto ―Che‖
Guevara and Regis Debray, the debate grew concerning the need for armed struggle in the process of Latin
American liberation.
Among the Christian groups taking part in these discussions — including ISAL — the problem was raised
in terms of the use of violence. At first this led to the rejection of institutionalized or oppressive violence practised
by the ruling groups through the unjust structures of domination. This, however, offered no solution to the problem
of participation in a kind of struggle for liberation which makes use of violence and which from that time on has
increasingly appealed to Christians. It was natural that in these circumstances some members of ISAL tried to
deal with the problem in the light of the life and thinking of Bonhoeffer. On the one hand, they knew how he had
died, his part in German resistance to Nazism, his complicity in the plot against Hitler in July 1944 when
Bonhoeffer was already in prison. Some people saw all this as an indication that the use of violence and
participation in subversive activities against oppressive regimes were possible for Christians. On the other hand,
however, they also had to bear in mind the theologian who condemned war, who opposed all chauvinistic
fanaticism (which is very similar to ideological fanaticism) and who was interested in the non-violent action of
Gandhi. The tension between the different moments in Bonhoeffer's life did nothing to help solve the problem.
It was at this time that ISAL began to read very seriously the Sermon on the Mount, and (again) the
Nachfolge. The distinction between cheap grace and costly grace helped them to see the problem more clearly
from a theological standpoint. It became clear, then, that those who thought that participation in the armed
struggle in order to attain power within a short space of time and hence to promote humanizing change for the
people of Latin America, held the concept of grace which Bonhoeffer accused of being ―cheap‖. But the same
applied to those who rejected the use of arms and believed that change should be brought about with as little risk
as possible. Both sides were dissatisfied with their definitions and their options. However, they insisted that there
was no other solution, and that the grace of God would cover the evil caused by the violence of the former and the
corruption against which the latter did not react strongly enough. Then once again Bonhoeffer's thinking offered
new help: ―Grace interpreted as a principle, pecca fortiter as a principle, grace at a low cost, is in the last resort
simply a new law, which brings neither help nor freedom. Grace as a living word, pecca fortiter as our comfort in

33 9 Ethics, p. 95.

51
tribulation and as summons to discipleship, costly grace is the only pure grace, which really forgives sins and
gives freedom to the sinner‖.34
The importance of this thought lay, firstly, in understanding — once again! — that no clear answers exist to
these problems, but that they must be solved in the daily struggle to be faithful to Christ in situations in which the
world and mankind refuse him space. In such cases ― 'sin boldly' could only be (the) very last refuge, the
consolation for one whose attempts to follow Christ had taught him that he can never become sinless, who in his
fear of sin despairs of the grace of God. For before that grace we are always and in every circumstance sinners,
but that grace seeks us and justifies us, sinners though we are‖.35
Secondly, this refiection on the Sermon on the Mount guided by the thinking of Bonhoeffer also helped
ISAL to understand that, whatever position we take in face of the demands of the struggle for liberation, if it is
rooted in our faith in Jesus Christ, triumphalism has no place at all. Indeed, a disciple is not a superman, he does
not have answers to everything, and only bases his action on the word of God. And this word, in the midst of the
strengths of the world, is weak. ―The disciples can even yield their ground and run away, provided they do so with
the word, provided their weakness is the weakness of the word, and provided they do not leave the word in the
lurch in their fight. They are simply the servants and instruments of the word; they have no wish to be strong
where the word chooses to be weak. To try and force the word on the world by hook or by crook is to make the
living word of God into a mere idea, and the world would be perfectly justified in refusing to listen to an idea which
did not appeal to it. But at other times, the disciples must stick to their guns and refuse to run away, though of
course only when the word so wills. If they do not realize this weakness of the word, they have failed to perceive
the mystery of the divine condescension. The same weak word which is content to endure the gainsaying of
sinners is also the mighty word of mercy which can convert the hearts of sinners. Its strength is veiled in
weakness, and will remain so until the judgment day. The great task of the disciples is to recognize the limits of
their commission. But if they use the word amiss it will certainly turn against them‖.^^
No one in ISAL could say that Bonhoeffer solved the problem, but there is no doubt that he helped to clarify
the terms in which it was posed to Christian conscience. From that point onwards they saw clearly that
participation in the struggle for the liberation of the Latin American peoples did not lead to easy situations, but to
increasingly difficult confrontations and confiicts. This had already become clear with the martyrdom of
Bonhoeffer. Today, too, we can speak of Latin American Christians who, like him, have tried to follow Christ in a
manner which cost them dearly, even losing their lives for this grace. The power of the Word of God and all
theological reflection is based on this authenticity. It is the authenticity of God in Christ, and of those who follow
him.

Conclusion
In a recent book, the Uruguayan Jesuit Juan Luis Segundo (who incidentally has been imprisoned along with
other Jesuit priests by the dictatorial government which rules their country) says that in our time, theologians are
presented with the choice of doing theology like they do any other liberal profession, or doing it as a revolutionary,
liberating activity.36 From the perspective of the faithfulness we owe to the word of God, Segundo says: ―Thank
God, our God takes a stand in history, and our interpretation of his word is obliged to follow the same path‖. Here
precisely lies the value of Bonhoeffer as a theologian. Hence his relevance for those who, in a situation which is
distant from his own both in time and space, have also striven to walk in ―the way of freedom‖.

34 The Cost of Discipleship. London: SCM Press, 1948, pp. 46-47.


35 Ibid., p. 46.
36 Ibid., p. 160.

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LECCIONES PARA NUESTRO TIEMPO (1977, 1985)

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CLAVES PARA LA ACCIÓN PASTORAL A PARTIR DE LA LECTURA DE LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS
(1984)

Se acercaron los fariseos para discutir con Jesús, y le pidieron una señal del cielo como prueba. Jesús, suspirando
profundamente, les dijo: ―por qué esta gente pide una señal? Yo les aseguro: no se dará a esta gente ninguna
señal‖. Y dejándolos, subió a la barca y se fue al otro lado del lago. Se habían olvidado de llevar panes y sólo
tenían un pan en la barca. En cierto momento Jesús les dijo: ―Abran los ojos, tengan cuidado de la levadura de los
fariseos y de Herodes‖. Entonces ellos se pusieron a decir entre sí: ―Es porque no tenemos pan‖.
Dándose cuenta, Jesús les dijo: ―¿Por qué están hablando que no tiene pan? Todavía no entienden ni se dan
cuentan? Tienen la mente cerrada? Teniendo ojos no ven y teniendo oídos no oyen? No recuerdan cuando repartí
cinco panes entre cinco mil personas? Cuántos canastos llenos de pedazos recogieron? ―Doce‖, contestaron ellos.
―Y cuando repartí los siete panes entre cuatro mil cuántos canastos llenos de pedazos recogieron?‖ ´Siete´,
contestaron. Y Jesús les dijo: Todavía no entienden? (MARCOS 8: 11-21).

E s tradicional en la mayoría de las culturas de nuestra humanidad que, frente a cuestiones cruciales que
acucian en un momento dado, hombres y mujeres van a consultar a personas religiosas que tienen la
capacidad de aconsejarlos, orientarlos, ayudarlos, a encaminar su existencia. Es decir, en medio de las
peripecias de la vida cotidiana, procuran una iluminación especial, aquel oráculo que los confirme en lo que están
haciendo, o que los reoriente a partir de una nueva visión que pase a determinar o influir sus comportamientos.
Así, por ejemplo, en la antigüedad clásica griega, el tempo de Delfos era visitado por quienes necesitaban un
anuncio, una respuesta a cuestiones candentes que sacudían el ser de quienes peregrinaban hasta lo alto de la
colina. Similarmente, aunque con intenciones también maliciosas, según el relato del evangelista Marcos, los
fariseos se acercaron a discutir con Jesús, y ante las afirmaciones de éste, le pidieron una señal extraordinaria
como garantía de lo que decía. La respuesta de Jesús fue tajante: no queriendo ser tomado por un taumaturgo,
sino por quien inaugura el Reino de Dios, suspirando frente a la incomprensión farisaica, dejó plantado al grupo
que lo cuestionaba (ese es el sentido del verbo griego en el texto de Marcos) y se fue al otro lado del lago. Es
decir, no estaba para discusiones inútiles.
Alertó a los discípulos sobre la maniobra de fariseos y herodianos: no sólo querían matar a Jesús, sino
también desvirtuar su movimiento. Era necesario estar prevenidos y no caer en esa trampa. Pero, tampoco los
discípulos entienden ni se dan cuenta. Parece como si ellos también necesitaran ―una señal del cielo‖, aquel
oráculo o visión extraordinaria que disipa todas las dudas. O sea, ocurre como si los discípulos, al igual de los
fariseos, estuvieran cautivos de las viejas estructuras del espíritu religioso: miran a lo insólito, sin comprender que
las verdaderas señales para comprender la acción de Dios en la historia se dan en medio de ésta, en el ámbito
de la cotidianeidad. De ahí que Jesús recuerde a los discípulos los hechos que ellos mismos han vivido con
Jesús, en los cuáles se ha manifestado el poder del Reino. No fueron ―señales del cielo‖ (es decir, algo
semejante a la irrupción maravillosa en la historia de un ser absolutamente diferente al que somos nosotros) las
que él indicó, sino acontecimientos singulares, mas pertenecientes a la vida de todos los días. Evocó las dos
experiencias de reparto de panes y peces a las masas que lo acompañaban: a partir de poco, todos fueron
satisfechos. Y aún sobró: doce canastos (alusión simbólica al pueblo de Israel con sus doce tribus) en un caso, y
el otro siete (nuevamente, otro símbolo aludiendo a los siete espíritus de la gentilidad, a la plenitud de la
oikoumene).
Lo que quiere decir que para conocer la voluntad de Dios no es necesaria ―una señal del cielo‖: hay que
procurar entender las señales implícitas en los acontecimientos históricos que nos toca vivir. El pueblo sabe leer
esas señales cuando piensa que las mismas tienen que ver con aspectos secundarios de la vida; infelizmente,
esa comprensión parece quedar bloqueada frente a las manifestaciones del Reino. Por eso, según el evangelista
Lucas, ―Jesús le decía a la gente: ―Cuando ustedes ven una nube que se levanta al poniente, inmediatamente
dicen que va a llover; y así sucede. Cuando sopla el viento sur, dicen que hará color, y así sucede. Hipócritas,
saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo, pues, no entienden el tiempo presente?‖ (Lucas
12:54-56). Ese ―tiempo presente‖ era aquél en que Jesús actuaba con el poder propio del Reino de Dios, curando
enfermos (Lucas 5.12-26), resucitando muertos (Lucas 7:11-17), haciendo que sus discípulos echen a los
demonios (Lucas 10:17), dominando las fuerzas desencadenadoras de la naturaleza (Lucas 8:22-25) y sobre
todo alentando y reconfortando a los pobres con una buena noticia: que iban a recibir la justicia del Reino (Lucas

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6:20-23), en tanto que les llegaba el momento a los ricos de dar cuenta de todos las iniquidades cometidas contra
los humildes.
Procurar una ―señal del cielo‖, consultar un augur, orientarse por el horóscopo, son maneras a través de
las cuales el espíritu humano descarga su responsabilidad para tomar decisiones, en una referencia exterior a la
que asigna una cierta cuota de autoridad. No es que esa entidad ajena a él o a ella tenga ese poder; es el propio
ser humano quien le confiere esa fuerza, esa potestad. En el fondo, se trata de un mecanismo que aleja al
hombre o a la mujer de su situación concreta: en vez de responder a los desafíos de la misma, escapa de ella
consultando algo que imagina puede orientarlo. O sea, cuando frente a urgencias concretas, el ser humano tiene
que responder inevitablemente de una manera que de un modo u otro desestabiliza y pone en peligro su
existencia, entonces huye de su circunstancia. Hace su peregrinación a Delfos, o pretende integrarse en el
ámbito de lo sagrado. La ―respuesta‖ que el oráculo o ―señal del cielo‖ le sugiere, generalmente no hace más que
conformar sus propias posiciones. Estas, a su vez, están profundamente influenciadas por las ideas dominantes,
que ─como se sabe─ a su vez provienen de las clases dominantes. Las mismas bloquean al espíritu humano
para poder llegar a percibir la presencia del Reino entre las señales de los tiempos. Era lo que ocurrió con los
propios discípulos de Jesús: ―tenían la mente cerrada‖; a pesar de sus ojos, no veían; a pesar de tener oídos, no
llegaban a escuchar; no entendían ni se daban cuenta.
No obstante, los hechos eran claros: testimoniaban el poder del Reino actuando en la historia. En efecto,
los hambrientos compartían los alimentos y eran saciados, los pobres ya no sufrían los efectos de su miseria y no
sentían el impacto de la escasez. Es decir, la utopía tantas veces presentida dejaba de ser un presentimiento
para transformarse en algo concreto, real, de la vida de aquellos humildes. Lamentablemente, en la conciencia
popular hay una barrera que impide percibir y discernir estos hechos. ―¿Puede venir algo bueno de Nazaret?‖
¿Pueden los pobres y desheredados experimentar el Reino? ¿No será que éste aparece entre los poderosos y
arrogantes? La respuesta de Jesús es clara: el Reino no depende de ―señales del cielo‖. Está entre nosotros. Hay
que leer las señales de los tiempos, con ojos humildes, realistas, y a partir de esa lectura nutrir la fe. Es decir, a
través de estos hechos (aquellos que ─aún a pesar de ambivalencias históricas─ dan cuenta del poder del
Reino, ese mismo que satisface a los humildes y derriba a los poderosos), mediante la comprensión de los
mismos, se percibe la presencia del Reino entre nosotros.
Ello es fundamental para orientar la acción de la Iglesia, para dar una referencia a la pastoral, a la
itinerancia, al peregrinar del pueblo de Dios en la historia. ―Puestos los ojos en Jesús‖, es decir en el buen pastor,
su pueblo nómada camina y abre nuevas pistas en medio de la realidad diaria, refiriéndose a aquellos
acontecimientos que experimenta, a su coyuntura, discernimiento entre los mismos la presencia del Reino. Esas
señales del Reino, que se dan en el tiempo, deben ser apuntaladas, ratificadas, a través de la acción pastoral.
En este punto es importante señalar la fructuosa tensión, la dialéctica, que se crea entre la lectura de las
señales de los tiempos y la comprensión de la fe. Esta adquiere mayor densidad y profundidad cuando se refiere
a aquélla: corrige discernimientos inadecuados, o consigue nuevas convicciones, o llega a percibir nuevas metas
a alcanzar. A su vez, la comprensión de la realidad a partir de una perspectiva de fe da un contenido sacramental
a la historia, a las relaciones que vamos tejiendo en su curso: acontecimientos prosaicos, a veces banales, tienen
que considerarse como si estuvieran preñados, grávidos, de la presencia de Dios, que infunde en los mismos el
poder del Reino. Esta dialéctica entre lectura de las señales del tiempo (o, si se quiere llamarlo con palabras más
actuales, análisis de coyuntura) y contenido de la fe, abre sendas para renovados intentos de fidelidad de la
Iglesia a la voluntad de Dios. Por eso, ella es tan importante para la pastoral. De ahí que sea conveniente
profundizar los términos de esta tensión.

Cómo entender la fe a partir de los signos de los tiempos


Una referencia al pensamiento paulino nos ayudará a introducir esta reflexión. Pero, previamente hay que tomar
en cuenta lo siguiente: se tiende a pensar que la explicitación del contenido de la fe no puede ni debe sufrir
cambios. Con ello, se refuerza la tradición y el dogmatismo. Cuando ocurre tal cosa la vida de la Iglesia tiende a
anquilosarse, a agotarse en la repetición de fórmulas que tuvieron sentido un día, pero que al cambiar el contexto
en el que fueron planteadas, llegaron a ser anacrónicas. Téngase en cuenta a este respecto lo que fue señalado
en el primer capítulo sobre el particular. Es decir, la explicitación del contenido de la fe (y en esto consiste la
teología, entre otras cosas) necesariamente debe tomar en cuenta la coyuntura en la que pretende cumplir esta

66
tarea. De no ocurrir así, como dijimos, la teología no sale de un espacio que, en vez de orientarse por el presente
(la coyuntura) y el futuro (el sentido histórico que señala hacia la irrupción del Reino, de lo nuevo en la historia),
se refiere al pasado. Pasa entonces a servir los intereses de aquellas fuerzas que quieren hacer que ese pasado
perdure, que se mantenga el statu-quo. La teología es aprisionada por tales fuerzas. La pastoral es cautivada: ya
no es fiel al Espíritu libre de Dios.
Debe reconocerse que esto ha ocurrido muchas veces en el transcurso de la historia de la Iglesia. Las
consecuencias de esta ―cautividad‖ fueron nefastas.37 De ahí la necesidad de liberar la teología38 para dar
también libertad a la pastoral y crear condiciones para mantenerse alertas contra todo nuevo peligro de que la
Iglesia caiga en nuevas ―cautividades‖. En este proceso de liberación, un punto capital consiste en ser
permanentemente conscientes de que la teología es siempre relativa a la evolución histórica. Ello ayudará a
evitar rigideces dogmáticas.
Esto es, justamente, lo que es posible apreciar en el pensamiento de San Pablo, por lo menos según los
escritos de Nuevo Testamento. Es indudable que, en el lapso que va desde la 1ª. Epístola a los Tesalonicenses
(escrita alrededor del año 51) hasta la Epístola a los Efiseos (de la que no es el autor Pablo, pero que
indudablemente expresa el pensamiento de éste durante los últimos años de su existencia) el contenido de su
teología fue variando según las percepciones de las señales de los tiempos. Esto puede observarse claramente
cuando se sigue la evolución de la reflexión paulina en torno al tema de la irrupción final de la presencia de
Jesucristo. La escatología paulina, en efecto, no es la misma a lo largo de ese período (que es bastante breve:
alrededor de quince años). Pero vayamos por partes.
Parece ser innegable que la iglesia primitiva (la comunidad de Jerusalén, en primer lugar, pero también
otras como la de Antioquía, Tesalónica, etc.) aguardaba de manera inminente el retorno glorioso de Jesucristo y
la instauración de su Reino. Inevitablemente, aquel fariseo convertido, Saulo bautizado Pablo, participaba
fielmente de las esperanzas en el día Yahvé, el día de Cristo, su nuevo adviento o parusía. San Pablo, en el
comienzo de su visión a los gentiles experimenta el sentimiento de vivir ―en los últimos días‖ y que espera vivir
hasta la parusía (I Tes. 4:15). Es cierto que él reconoce tener discernimiento para indicar el momento exacto en
el que se producirá la parusía, pero esta le parece de una proximidad apremiante: ―En cuanto al tiempo o al
momento que fijó Dios, ustedes hermanos, no necesitan que les escriba, pues saben perfectamente que el Día
del Señor llega como ladrón en la noche. Cuando los hombre se sienten en paz y seguridad, en ese momento y
de repente, los asaltará el exterminio, lo mismo como le vienen a la mujer embarazada los dolores de parto, y no
podrán escapar‖ (I Tes. 5:1-3). Entre tanto, ―hay que ser santos e irreprochables delante de Dios‖, hasta ―el día
en que venga Jesús, nuestro Señor, con todos sus santos‖ (I Tes. 3:13). Ese día estaba muy cercano para la
conciencia del apóstol a comienzos de la década del 50 del primer siglo.
Más el tiempo pasó y el nuevo adviento glorioso del Señor no se concretó en la forma esperada. Apenas
tres o cuatro años después de escribir a los Tesalonicenses, en la Primera Carta a los Corintios, ya se advierte
un gran cambio en el lenguaje de San Pablo. Ante la evidencia de que la parusía no se manifestaba según la
expectativas de la primera generación de cristianos, San Pablo deja de hablar tanto ―del retorno del Señor‖ y
enfatiza el punto de ―resurrección de los muertos‖: ―Hermanos, yo les declaro que no entrará al Reino de Dios lo
que en el hombre es carne y sangre. Le voy a revelar una cosa secreta: no todos moriremos, pero todos seremos
transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando toque la trompeta. Pues cuando toque la
trompeta, los muertos resucitarán tales que ya no puedan morir y nosotros seremos transformados. Es necesario
que este cuerpo destructible se revista de la vida que no se destruye, y que este hombre que muere se revista de
la vida que no muere. Por eso, este cuerpo destructible será revestido de lo que no muere, y entonces se
cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido destruida, en esta victoria. Muerte, ¿dónde está ahora tu
triunfo?, ¿dónde está, muerte, tu aguijón?‖ (I Cor. 15:50-55).

37 En una obra clásica de la Reforma Protestante del Siglo XVI, Martín Lutero trató este asunto con agudeza sin par en la
historia de la teología. Una teología cautiva es síntoma de una iglesia cautiva. Y, la cautividad de la iglesia apunta a un
hecho extremadamente grave: la cautividad de la Palabra de Dios. La libertad del Espíritu Santo mueve a la Iglesia hacia el
presente y el futuro: el pasado es punto de partida, pero no es agente de control del presente o del futuro. Cf. Martín Lutero;
La cautividad Babilónica de la Iglesia en Obras de Martín Lutero, Tomo I, pp. 171-259. Buenos Aires: Editorial Paidos; 1976.
38 Véase el excelente libro sobre este particular de Juan Luis Segundo: La liberación de la Teología, Buenos Aires, Ed.

Carlos Lauhlé; 1975.

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De acuerdo a los datos que podemos recoger de los propios escritos de San Pablo, o de otros textos
neotestamentarios referentes a su persona (especialmente el relato de Lucas en el libro de Los Hechos) no
existen ningún elemento puramente subjetivo, algo que haya ocurrido a Pablo en su fuero más íntimo
únicamente, que explique esta transformación de su lenguaje. En cambio, todo lleva a pensar que la lectura de
los signos de los tiempos provocó este cambio significativo en la explicitación de su fe: al no concretarse la
parusía tuvo que reformula en otros términos su esperanza cristiana. Ciertamente, a partir de ese cambio,
también la acción de la iglesia varía: en vez de esperar en términos perentorios la transformación de la realidad
histórica, la iglesia necesitaba reconsiderar su testimonio en medio de un contexto cuyo cambio no iba a
producirse tan rápido como se había pensado.
Es decir, la lectura de los signos de los tiempos, la percepción de esa realidad en la que se encuentra la
comunidad de creyentes, lleva a la renovación de la explicación del contenido de la fe, y también a concretar de
nueva manera las líneas de acción pastoral. La lectura de los signos de los tiempos, el análisis de la realidad,
permite una comprensión más afinada de la fe. Este hecho, incluso en la evolución de San Pablo no ocurrió una
sola vez. Podemos volver a apreciar un nuevo cambio de lenguaje en torno a este aspecto de nuestra fe en
ocasión de su Epístola a los Romanos. Sin abandonar en ella su insistencia en la importancia de la resurrección,
San Pablo introduce allí la necesidad de considerar que el mismo Espíritu de Dios está actuando en medio de las
luchas y agonías propias de la historia humana. La obra del Espíritu es segura y firme, aunque no produce
grandes resultados de manera inmediata: debemos tener paciencia: ―Vemos cómo todavía el universo gime y
sufre dolores de parto. Y no sólo el universo sino nosotros mismos, aunque se nos dio el Espíritu como un
anticipo de lo que tendremos, gemimos interiormente, esperando el día en que Dios nos adopte y libere nuestro
cuerpo. Hemos sido salvados por la esperanza; pero ver lo que espera ya no es esperar. ¿Cómo se podría
esperar lo que se ve? Pero, si esperamos cosas que no vemos, con paciencia las debemos esperar‖ (Rom. 8:22-
25).
Entre la 1ª Epístola a los Tesalonicenses y su carta a los Romanos, el lenguaje y los énfasis del
pensamiento de San Pablo permiten comprender una gran innovación: de una expectativa urgente se pasó a una
espera paciente. La transformación de la realidad histórica no será el fruto de acontecimientos espectaculares,
más de la lucha firme, obstinada, pertinaz y fecunda del Espíritu de Dios entre las estructuras y situaciones de
este mundo. Preparándose para nuevas misiones (San Pablo pretendía lanzarse a la evangelización de los
ibéricos39), ampliando, por lo tanto, su horizonte de referencia y reflexión, comprobando la densidad de ciertas
estructuras históricas (el poder de la ley, la influencia de los ídolos en el poder), la percepción más cabal de la
realidad resultó en una profundización de su teología y en nuevas indicaciones para el comportamiento de los
miembros de la iglesia de Roma. Pablo insiste que ser de Cristo es aceptar formar parte de la familia universal.
No hay estructura histórica, ni siquiera la muerte, que nos pueda separar de esta hermandad fundamental de los
seres humanos en Jesucristo, y por la que trabaja pacientemente el Espíritu: ¿‖Quién nos separará del amor de
Cristo‖? ¿Las pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los peligros o la espada? Como
ya lo dice la Escritura: Por tu causa nos arrastran continuamente a la muerte; nos tratan como ovejas destinadas
a matanzas. No, en todo esto, triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro de que ni la muerte, ni la
vida, ni los ángeles, no los poderes espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los
cielos, sean de los abismos, ni creatura laguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en Cristo
Jesús, nuestro Señor‖ (Rom. 8:35-39).
Este cambio de lenguaje paulino, es explicado por Juan Luis Segundo como un cambio de clave: lleva a
pensar que la Epístola a los Tesalonicenses fue escrita aún40 en clave política, en tanto que desde su Carta a las

39Romanos 15:22-24.
40Decimos ―aún‖ porque esta clave política, de acuerdo a Segundo, fue la clave de Jesús para dar sentido a su acción: el
Maestro de Galilea se entendió a sí mismo como portador de un mensaje transformador de la realidad, un mensaje por lo
tanto político (la ―buena nueva a los pobres‖). Al percibir, San Pablo, que esa modificación profunda no se producía, se vio
obligado a explicar el contenido de su fe cristiana en términos de una clave antropológica. El cambio que conlleva la
resurrección de Jesús a la historia afecta en primer lugar al ser humano. Esta clave antropológica, post-pascual, se perfila a
partir de la toma de conciencia de la escatología paulatina, que ―hace posibles y necesarias estas dos afirmaciones: el
mundo cambia radicalmente para el hombre gracias a Cristo y el mundo no ha cambiado en lo más mínimo con Cristo. El

68
Gálatas en adelante, el elemento que permite comprender el pensamiento paulino es una clave antropológica. El
cambio de clave no significa un cambio de fe: es fruto de nuevos contextos que presentan nuevas preguntas y
desafíos a la comprensión post-pascual de la vida y el mensaje de Jesús. O sea, la evolución histórica (que
motiva nuevas prácticas eclesiales), al ser analizada, desafía a nuevas formulaciones teológicas. Esta tarea es
inseparable de la necesaria lectura de los tiempos.
Como leer los signos de los tiempos a partir de la fe
La cultura de nuestra época es muy distante de aquélla de los tiempos bíblicos. Aún más, los datos de
nuestra realidad ponen de manifiesto de qué manera ha variado el horizonte histórico en comparación con el de
las comunidades neotestamentarias. Nuestro mundo no se limita al cercano Oriente y al Mediterráneo. Las
comunicaciones que establecemos en él, pueden ser casi instantáneas. La intensidad de los problemas
internacionales que nos preocupan es mucho más grande que todo lo que podía imaginarse durante la época de
la Pax romana. Para dar un solo ejemplo: por primera vez a lo largo de toda la evolución del planeta, el ser
humano posee la capacidad de destruir totalmente esta tierra en la que vivimos. Si todo esto se toma en cuenta,
necesariamente tenemos que concluir que estamos obligados a reconsiderar radicalmente los términos con los
que ensayamos la comunicación del contenido de nuestra fe.
Decíamos, al mencionar cómo el análisis de nuestra realidad conduce a nuevas formulaciones
teológicas, que ello se expresa a través de claves de interpretación que varían según van cambiando también
nuestras percepciones sobre el contexto en que nos encontramos. Esas claves de interpretación de la fe,
suponen también un cambio de perspectiva. O sea, que de una manera u otra, llevan también a una nueva
comprensión de la realidad. Del mismo modo que el análisis de coyuntura influye sobre la autocomprensión de la
fe, ésta, a su vez, permite comprender la situación de nuevas maneras. Las claves teológicas no son ajenas a la
realidad; se desarrollan con ésta y por eso mismo permiten aclararla. La ―teología desde la praxis‖ supone
también que la fe ayuda a interpretar aquellos contextos en los que la praxis pastoral va tomando forma.
―Pero ¿cómo lo hace? La lectura de los signos de los tiempos es lo más opuesto a un concordismo literal
de la Biblia con una situación dada: buscar parecidos es quedarse en una exterioridad. En cambio, la relectura
opera por dentro, conecta querigma y situación por un eje semántico, desimplicando un exceso de sentido que se
descubre justamente porque un nuevo proceso o acontecimiento aparece ´dentro´, sin haber estado en el
horizonte de comprensión del autor bíblico‖.41 O sea, la perspectiva de la fe ayuda a completar con nuevas
dimensiones y, sobre todo, con nuevos sentidos, lo que las ciencias humanas no permiten conocer de una
realidad dada. Fundamentalmente, es esa perspectiva la que discierne el sentido teológico de la circunstancia
analizada. Ese discernimiento de sentido plantea a la comunidad cristiana, al creyente, exigencias de acción,
desafíos que sólo pueden responderse mediante militancias concretas y claras.42
Nos parece muy importante, pues, que a medida que el análisis coyuntural ilumina la fe y ayuda a
corregirla, la fe (que toma la forma de testimonio, o de teología), a su vez, contribuye para dar a la situación que
se estudia, dimensiones que pasan desapercibidas a los científicos seculares. El teólogo, cuando estudia y
analiza una realidad dada, no lo hace para reproducir el trabajo de economistas, científicos políticos, sociólogos y
antropólogos, sino para poder percibir el sentido global histórico de la realidad, lo que le permite vislumbrar la
presencia de Dios en medio de los acontecimientos estudiados. Como dice Severino Croatto: ―reconocer los
signos de los tiempos, o leer la presencia de Dios en los acontecimientos del mundo significa por lo menos que
debe haber una ―sintonía‖ muy honda entre éstos y el mensaje cristiano, pero aquella se da porque primero se
descubre a Dios en el acontecimiento, desde el cual uno se remonta hasta el mensaje arquetípico, como garantía
de la fidelidad al ―sentido‖ de tal acontecimiento y como interpelación de la propia fe‖.43

reino ha llegado ya con poder y el reino no llegará jamás con poder a la historia‖. (Juan Luis Segundo: El hombre de Hoy
Ante Jesús de Nazaret. Vol. II/1, p. 509. Madrid: Ediciones Cristiandad, S.L.; 1982.
41 Severino Croatto: Liberación y Libertad – Pautas Hermenéuticas. Lima: CEP; 1978, p. 5.
42 Ibid.: p. 16: ―Esa es la profunda diferencia entre la praxis como hombre y la praxis como cristiano. Una vez descubierto

Dios en el acontecimiento por medio de la fe, aparece exigiendo al que lo descubre mucho más que aquel que no ha
descubierto, que actúa en un plano meramente humano. Ese es uno de los sentidos más hondos del ―ser cristiano‖, del
―conocer‖ la Palabra concientizadora de Dios‖.
43 Ibid.: pp. 17-18.

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Las ciencias humanas no tienen la posibilidad de percibir a Dios en una situación, ni tampoco de
descubrir el sentido fundamental de los acontecimientos. La fe, en cambio, partiendo de la situación, vuelve a
ésta viendo cómo actúan en ese contexto los agentes ―teológicos‖ (los que sólo pueden ser percibidos por la fe).
Elementos de la realidad cotidiana, propios de nuestra situación, adquieren entonces una densidad teológica que
permite conocerlos mejor. Partiendo de la realidad, la comunidad de creyentes retorna a la misma para poder
indicar cómo se manifiesta Dios en la misma, así como también para apuntar a aquellos acontecimientos que van
mediando la presencia del Reino (sus manifestaciones poderosos) en nuestra coyuntura.
Conviene ilustrar esto a través de un ejemplo. Cuando el año pasado se reunió en Vancouver, Canadá
la VI Asamblea General del Consejo Mundial de Iglesias, a la ―Sección No. 6‖ de ese encuentro ecuménico se le
encomendó la tarea de reflexionar sobre el sentido que tienen en nuestro tiempo las luchas por la justicia y la
dignidad humanas. Los datos de contexto son bien conocidos, y el CMI los había comunicado por adelantado a
quienes participaron en ese grupo de trabajo: aceleración de la carrera armamentista, que acarrea el peligro de
un holocausto nuclear general. Ello ha intensificado, por un lado, las tensiones internacionales: el riesgo de este
tipo de conflictos es mucho más grande que en todo el período que transcurrió desde 1945 hasta 1980. Y, por
otro lado, estos elementos coadyuvan para que se refuercen regímenes de seguridad nacional en todo el mundo,
lo que acarrea graves violaciones de derechos humanos. Las reivindicaciones populares son desconocidas. El
capital transnacional, fascinado por la exigencia de lucro, desconoce la dignidad de los seres humanos y de la
naturaleza. En virtud de esa fascinación invierte más y más recursos en la carrera de armentos, se apropia
progresivamente de cuotas cada vez mayores de renta (lo que conduce al aumento del número de pobres y al
deterioro de su calidad y vida), se alía con regímenes injustos como el que hace prevalecer el apartheid en la
República de Sud África, apoya otras formas de racismo y explotación humana. El cuadro es bien sombrío,
indudablemente.
Sin embargo, la lectura de las señales de los tiempos sería incompleta si sólo fuesen tomados en cuenta
aquellos datos que son percibidos en relación a los poderes establecidos. Es decir, una lectura de la realidad no
se agota con una fenomenología y un análisis de los factores de poder. Esa aproximación necesariamente debe
ser complementada tomando en cuenta aquellos procesos que llevan en sí las posibilidades de un nuevo futuro,
o sea los signos de esperanza. Para ello es imprescindible tomar en consideración el desarrollo de las fuerzas
oprimidas por esos mismos poderes que cubren nuestro horizonte con oscuros nubarrones, llenos de malos
presagios. Cuando se observa la práctica popular se percibe que ella es la que procura transformar el presente,
hacerlo grávido de nuevas posibilidades históricas. Para eso, los movimientos populares no sólo resisten a la
dominación y a la injusticia, sino que también se organizan para obtener algunas victorias. En esa práctica, los de
abajo demuestran gran imaginación y creatividad, a la vez que una gran generosidad de vida: muchas veces
están dispuestos a arriesgarlo todo para defender y promover la justicia y la dignidad humana. Eso supone
tensiones y enfrentamientos con las fuerzas que niegan la vida: de ahí las terribles luchas que caracterizan a
nuestra época.
¿Cómo deben entender las iglesias esta situación? O, planteando la cuestión de otra manera: ¿Dónde
está Dios en ese cuadro? ¿Cuál es el sentido teológico de esta situación? La respuesta a estas preguntas está
dada por la clave hermenéutica utilizada por el CMI para poder discernir la acción de las iglesias en fidelidad a la
voluntad de Dios. O sea, lo que cuenta para las iglesias, para la teología, no es sólo el conocimiento de la
realidad a través de los datos científicos, sino también la acción de Dios en esa situación, que se da de acuerdo a
un sentido. Este, la fe lo percibe a partir de la memoria de la revelación de Dios, culminada en Jesucristo y
explicitada a través de las Sagradas Escrituras. Aplicar estos últimos elementos (propios e inherentes al
contenido de la fe) sobre los datos del análisis, permite a la comunidad eclesial (mundial o local, no importa)
elaborar claves que sinteticen las referencias de la realidad concreta, con la acción de Dios en la historia, con el
sentido de esta última que tiende hacia el Reino de Dios, y con la vida de la misma comunidad eclesial (que está
llamada a participar activamente en la situación y a colaborar con Dios en su obra de construir el Reino (cf. II Cor.
6: 2). De este modo, con los elementos propios, a partir de su fe, la comunidad eclesial profundiza y amplía la
lectura de los signos de los tiempos.
En ocasión de la Asamblea del CMI ello se manifestó cuando se utilizó la clave del Apocalipsis. ¿Por
qué? Porque, por un lado, la acumulación de poder que se produce en el conglomerado de fuerzas que se reúne
en el estado de seguridad nacional es tan grande, y su capacidad deshumanizadora es tan fuerte, que sólo

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puede ser comparado a la gran bestia apocalíptica. Además, así como en el último libro bíblico hay otra bestia
que está al servicio de la primera, que está logrando que las masas adoren a la bestia mayor, en nuestro mundo
se puede apreciar cómo, por orden de quienes tienen el control de los medios de comunicación social, se
manipula una propaganda que consigue el apoyo de grandes masas para el proyecto de dominación de los
poderes opresores. Estos, a su vez, se erigen en ídolos. El estado de seguridad nacional, que permite grandes
lucros al capital transnacional que lo alienta, íntimamente ligado a aquél, servidos ambos por los que poseen
dominio sobre los sistemas de comunicación, aparecen de nuevo en el texto del Apocalipsis cuando se describe
cómo parece la gran Babilonia y sufren los poderes aliados a la misma: los estados (―reyes‖, según el lenguaje de
la época: Apoc. 18: 9), los comerciantes (18: 11, equivalentes a las Compañías Transnacionales de nuestro
tiempo) y los pilotos, navegantes y marineros (18: 17-18), responsables de las comunicaciones en aquella época.
Esto no quiere decir que la visión apocalíptica de San Juan se cumple en nuestro tiempo. Las iglesias
entienden, no obstante, que ella ayuda a comprender mejor los acontecimientos que experimentamos a nivel
mundial. Y, más aún, del mismo modo que en el texto bíblico la primera preocupación es con la vida de las
iglesias, que en aquellos difíciles tiempos de persecución eran probadas por los acontecimientos y llamadas a ser
fieles, hoy también las iglesias experimentan esa urgencia de ser como la iglesia de Esmirna, que era rica a
pesar de su pobreza. Iglesia que fue sometida a duras pruebas, pero llamada por el Espíritu de Dios a ser fiel
hasta la muerte, por lo que recibirá la corona de la vida (Apoc. 2: 8-11).
Esta clave apocalíptica tiene además otro elemento que la hace pertinente a la situación actual: luego de
la lucha cósmica contra las bestias y sus aliados, a través de la que éstos fueron derrotados, el autor tuvo la
visión de ―un nuevo cielo y una nueva tierra‖, la ―nueva Jerusalén‖ que bajaba de lo alto, ciudad sin muros, libre,
donde no existirán el pecado, la muerte ni el dolor (Apoc. 21: 1-4). Mensaje de esperanza, mensaje de fe, tan
necesario para una situación como la nuestra.
O sea, que el realismo que proviene de las ciencias que analizan las situaciones históricas no es
definitivo. El realismo pleno no es el resultante de la acumulación de datos y problemas, sino el que da un sentido
a esos elementos a través de una tarea hermenéutica que discierne la acción de Dios y la meta (el Reino de
Dios) hacia la que tienden los acontecimientos entre los que Dios se hace presente. El realismo de que hablamos
puede ser concebido como un realismo escatológico, que siempre da espacio al misterio, al sacramento, de la
presencia actuante de Dios en la historia y en el mundo, procurando abrir los caminos que llevan el Reino. Este
realismo escatológico conduce a considerar a los pobres como los beneficiarios primordiales de las fuerzas que
dan sentido a la historia, que construyen el Reino. Por lo tanto, a partir de la fe, y procurando encontrar pistas
para la pastoral, el análisis debe atender en primer lugar a la expresión de la fuerza de los pobres, medio
privilegiado de ese Espíritu que gime con sonidos indecibles, intercediendo así por el bien de todos los que
componemos la familia humana. Eso nos lleva a la parte final de este capítulo.

La lectura de los signos de nuestro tiempo latinoamericano


Ciertamente, la lectura de los tiempos latinoamericanos no puede dejar de lado el análisis de la coyuntura
mundial. América Latina no es una realidad aislada en el mundo, y gran parte de lo que ocurre en nuestros
países es consecuencia directa de aquellas tendencias históricas que revistamos brevemente cuando se
mencionó el trabajo de análisis cumplido por el CMI, para poder llegar a comprender apropiadamente desde
nuestra fe lo que significa luchar por la justicia y la dignidad humanas. Por lo tanto, no vamos a abundar con
nuevos detalles sobre lo ya dicho. Ahora nos proponemos indicar algunos puntos, muy característicos de América
Latina, que nos ayudan a comprender la situación para orientar la acción pastoral.
En primer lugar, las últimas décadas de la historia latinoamericana han sido escenario de la irrupción
progresiva de un nuevo sujeto histórico, hasta hace poco silencioso en la vida de nuestros pueblos. El mismo
está constituido por los sectores populares: obreros industriales, campesinos, asalariados rurales, desempleados,
etc. En resumen: aquellas vastas masas oprimidas de nuestras tierras. La irrupción firme de las mismas en la
historia latinoamericana está desestabilizando el orden vigente. Quienes tiene el poder en el mismo ya no tienen
la facilidad de antaño parar reprimir al pueblo: cuando lo hicieron durante los últimos veinte años recurrieron
repetidamente al uso de la fuerza, cayendo en claras violaciones de los derechos humanos.
Pero la irrupción de los sectores populares como el sujeto histórico emergente en el proceso
latinoamericano no quiere decir que hayan llegado a dirigir hegemónicamente el proceso histórico. Lo harán en el

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futuro, indudablemente, pero por el momento su presencia cada vez más significativa en los acontecimientos
latinoamericanos quiere decir que quienes no incidían sobre ellos, quienes no tenían importancia, ahora se han
hecho presente y pasan gradualmente a la ofensiva para poder determinar el desarrollo de su propio destino.44
Algunos elementos caracterizan su presencia: primero, estadísticamente constituyen la mayoría
aplastante de la población. Y, entre ellos el grupo más extenso según la edad es el de los jóvenes, que se
reproduce aceleradamente. Segundo, la mayoría está compuesta por pobres, y en el caso de decenas de
millones también por miserables. Por lo tanto ávidos de justicia. Como fue dicho en la Conferencia de Puebla, ―de
los países que constituyen América Latina sube al cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante. Es
el grito de un pueblo que sufre y pide justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del ser humano y de
los pueblos‖.45 Tercero, entre ellos están los grupos oprimidos de América Latina, especialmente los indios y los
negros. Cuarto, la presencia activa y valiente de las mujeres es una de sus notas más salientes. Quinto,
demuestran poseer una gran capacidad organizativa y una poderosa creatividad. Sexto ─y este es un punto muy
importante─, la región de Latinoamérica en la que han logrado avanzar más y en algunos casos tomar la
conducción del proceso es en América Central y el Caribe. Los acontecimientos de Nicaragua y El Salvador son
prueba de ello.
La irrupción de este nuevo sujeto histórico no sólo provoca la desestabilización del statu-quo, sino que
también introduce elementos inéditos en nuestra historia. Entre ellos mencionados dos, íntimamente ligados: la
búsqueda de una sociedad más participativa, y la formulación de nuevas utopías (la búsqueda de nuevos
modelos de sociedad).46 Las consecuencias históricas de estos hechos son incalculables en el plazo de los
próximos treinta años.
En segundo lugar, es evidente también que la respuesta que dan los círculos que comparten el poder, a
esta irrupción de los sectores populares en la historia latinoamericana, ha sido rápida y brutal. Durante los años
setenta se aplicó con dureza una política antipopular en forma masiva. Entre otras cosas fue violada
innumerables veces la integridad de las personas humanas. Basta recordar los acontecimientos de Chile a partir
de septiembre de 1973, los ―desaparecidos‖ de Argentina, el genocidio de campesinos en Guatemala y El
Salvador, así como también el uso indiscriminado de la tortura en los procedimientos policíaco-militares.
Todos esos hechos pusieron en evidencia el advenimiento del estado de seguridad nacional, que al
mismo tiempo que intentó frenar violentamente el desarrollo de los movimientos populares, también destruyó las
instituciones democráticas liberales de la mayoría de los países latinoamericanos. A partir de la idea de que se
vive una situación de guerra latente se toma una actitud sumamente agresiva. Al no aparecer el enemigo externo,
aquel sector del aparato del Estado que asume el monopolio del uso y del control de la violencia, aplicó ésta
contra el así llamado ―enemigo interno‖. La seguridad del sistema dominante prevaleció sobre la seguridad del
pueblo.47
Uno de los peores efectos de este proceso fue el intento de militarización que se ha tratado de imponer
sobre nuestras sociedades. Frente a las aspiraciones democráticas y de participación de los sectores populares,
se pretendió (y aún se pretende) imponer un tipo de sociedad organizada rígidamente desde arriba hacia abajo,
en la que no hay espacio ni posibilidades para la discusión de alternativas sociales. Esto a su vez ha sido
acompañado por movimientos que han permitido a los miembros del sector castrense tener acceso a altos
puestos claves en las instituciones que sirven de marco a la organización social. El resultado de todo esto ha sido
un aumento de la rigidez social, a la vez que una drástica limitación del número de quienes participan en proceso
de toma de decisiones. Hay quienes han designado este proceso como el ascenso del fascismo en América
Latina.

44 Véase, en este sentido, el extraordinario texto de Gustavo Gutiérrez: La fuente Histórica de los Pobres. Lima: CEP; 1979.
45 III Conferencia General del Episcopado Latino-Americano: La Evangelización de América Latina; 1979: No. 87.
46 Por ejemplo, en Nicaragua, una modelo económico de satisfacción de necesidades básicas con participación de las

mayorías. Sobre el ejercicio de la razón utópica entre los pueblos de Latinoamérica, ver de Raúl Vidales y Luis Rivera Pagán
(edits.): La esperanza en el presente de América Latina, San José, DEI, 1983: pp. 257-295.
47 Ver a Julio de Santa Ana: problemas, límites, potencial y mediaciones en la marcha hacia la democracia en América

Latina, en Raúl Vidales y Luis Rivera Pagan (edits.): Op. Cit., pp. 189-202.

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En tercer lugar, en el plano económico (bajo el control del estado de seguridad nacional y gracias a sus
servicios) que pueden advertir por lo menos cinco cosas importantes: primero, la adopción de un nuevo modelo,
que tomó el lugar del de ―sustitución de importaciones‖ y que está orientado hacia la internacionalización del
capital y del trabajo. Aprovechado por la compañías transnacionales (América Latina es la región del Tercer
Mundo donde es más profunda la penetración del capital transnacional), el nuevo modelo evidentemente no sirve
para responder a las necesidades de nuestros pueblos. Segundo, la situación de éstos se agrava aún más en
virtud de la deuda externa inmensa que padece la región: más de 300 mil millones de dólares. Lo que significa la
necesidad de tener que pagar sus altos servicios. Las exportaciones son para tal fin. En consecuencias, es
imposible, prácticamente, hacer inversiones a favor del crecimiento económico. Tercero, ello tiene como
consecuencia una clara situación de recesión: está disminuyendo el producto bruto interno de la gran mayoría de
los países latinoamericanos, baja la producción y crece el desempleo. Cuarto, ellos significa también una
incapacidad (de mantenerse las constantes actuales) clara para poder llegar a restablecer un ritmo de
crecimiento en la mayor parte de las economías latinoamericanas. Quinto, la mayor distorsión, sin embargo, se
observa en la importancia desmedida que tiene el dinero (especialmente la divisa fuerte), que se ha transformado
en un bien que ofrece muchas veces más ganancias que la producción de mercaderías. Toda esta situación
puede ser expresada sumariamente en los siguientes términos: la fascinación de lucro conduce a quitarle vida a
los sectores populares, a disminuir las oportunidades de los pobres, a aumentar el sacrificio de los oprimidos.
En cuarto lugar, motivada ciertamente por la irrupción de los sectores en la historia latinoamericana, los
que también invaden las iglesias, se observa en éstas importantes movimientos de renovación, que generan
contradicciones y polémicas en el seno de las mismas. Por un lado, están quienes pretenden mantener a la fe en
sus ―odres viejos‖, en aquellos marcos que apenas tocan la vida individual del creyente. En estos casos no se
puede hablar de renovación de la iglesia, sino de reacción conservadora. Y, por otro lado, están quienes procuran
plasmar una nueva forma de iglesia en América Latina. Es la iglesia de los pobres, iglesia que surge del pueblo.
Y así como los sectores que componen éste bregan en la sociedad por alcanzar mejores niveles de participación
y relaciones estructuradas más democráticamente, del mismo modo de aquellos grupos que colaboran en este
proceso de renovación se observa la formación de comunidades donde el pueblo, además de celebrar su fe,
tiene un gusto anticipado de lo que puede ser la participación democrática. Son las comunidades eclesiales de
base.48 En ellas el pueblo se organiza, se conscientiza, dice su palabra. En ella estudia la Biblia, se reúne para
orar y para festejar. En ellas va creciendo y madurando, a través de un diálogo permanente entre lectura de la
realidad y lectura de la Biblia, entre el análisis de su situación y su propia reflexión teológica sobre esa situación.
En ellas los sectores populares de cuño cristiano toman coraje para unir sus fuerzas con otros grupos para
intentar construir el Reino de Dios, república de los pobres.
Eso significa una toma de consciencia de que el pueblo no sólo crece en número, sino también en
estatura, en madurez. Y así va aprendiendo una cosa fundamental, sólo perceptible para los ojos de la fe: que
frente al poder aparentemente avasallador de los grandes, el Espíritu de Dios llena de coraje a los pobres y
humildes, quienes en su sencillez llegan a descalabrar los arrogantes proyectos de aquéllos. Es lo que podríamos
llamar ―la razón evangélica‖. Lo que San Pablo, en la 1ra. Epístola a los Corintios llama la ―locura de la Cruz‖. Es
aquí donde la fe completa y profundiza el análisis de la realidad: ―Ante lo que hizo Dios, ¿no se vuelve loca la
sabiduría de este mundo? Primero Dios manifestó su sabiduría, y el mundo no reconoció a Dios en las obras de
la sabiduría. Entonces Dios quiso salvar a los que creen por medio de la locura que predicamos. (…)
En efecto, la ―locura‖ de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; y la ―debilidad‖ de Dios es
mucho más fuerte que la fuerza de los hombres. Hermanos, fíjense a quiénes llamó Dios. Entre ustedes hay
pocos hombres cultos según, la manera de pensar; pocos hombres poderosos o que vienen de familias famosas.
Bien se pude decir que Dios ha elegido a lo que el mundo tiene por necio, con el fin de avergonzar a los sabios; y
ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para avergonzar a los fuertes. Dios ha elegido a la gente común y
despreciada; ha elegido lo que no es nada que rebajar a lo que es, y así nadie se podrá alabar a sí mismo
delante de Dios‖ (I Cor. 1:20-21; 25-29).

48 La literatura existente sobre esta tema es muy vasta. Nos permitimos destacar entre la producción de los últimos años el
libro editado por Pablo Richard y Guillermo Meléndez: La Iglesia de los pobres en América Central. San José de Costa Rica,
DEI; 1982.

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BASES BÍBLICAS NEOTESTAMENTARIAS PARA LA UNIDAD DEL PUEBLO DE DIOS (1987)

L a realidad de la existencia del pueblo de Dios es algo permanente en la Biblia. Ya en el antiguo Testamento,
el vocabulario que emplearon los diversos autores y compiladores de los escritos que lo componen denota la
idea de reunión, de comunidad, de nación, para hablar del pueblo en medio de las naciones. A veces, esos
términos son intercambiables; sin embargo, cuando los escritores veterotestamentarios dan testimonio de que
quien habla en Dios y éste dice ―mi pueblo‖, se refiere a aquella nación elegida entre todas las naciones. O sea,
en el Antiguo Testamento hay una distinción fundamental entre el pueblo de Israel, al que Dios ha escogido y al
que hizo la promesa y los demás pueblos de la tierra. Por eso es el ―pueblo de Yavé‖ (Jue 5,11; 1 Sam 2,24). De
hecho, la elección divina se manifiesta a través de una promesa, hecha en primer lugar a Abrahán, de que a
partir de su descendencia surgía una gran nación (Gén 12,2; 18,18). Esa elección de Dios no tiene como
fundamento el poder o la gloria propia de Israel, sino la gracia del Señor: ―Porque tú eres un pueblo consagrado a
Yavé, tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que
hay sobre la haz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de
vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por
guardar el juramento hechos a vuestros padres, por eso os ha sacado Yavé con mano fuerte y os ha librado de la
casa de servidumbre, el poder de Faraón, rey de Egipto‖ (Dt 7, 6-8). La promesa de Dios se cumple: de ahí la
liberación de la esclavitud, como más tarde el retorno de exilio babilónico que debió padecer parte del pueblo
judío.
Eso no quiere decir que Yavé se haya desinteresado de la situación de las otras naciones. Varios profetas
dieron mensajes relativos a las mismas. Por ejemplo, Elías tuvo gestos que intentaban mostrar de qué manera la
influencia de Dios trascendía las fronteras de Israel (1 Re 19, 15-17). También Amós, cuyo libro se inicia con una
serie de oráculos contra las naciones. Se llamó a Jeremías ―profeta de las naciones‖ (Jer 1,5), lo que fue
corroborado por la práctica misma del profeta, que se hizo notar por una predicación que no se dirigió únicamente
a Israel, sino también a otros pueblos (cf Jer 12,14-17).
A partir de la resurrección de Jesús, y sobre todo desde el momento en el que el Espíritu Santo desciende
sobre los discípulos, se constituye la ekklesía de Jerusalén. La asamblea de creyentes en Jesús y su evangelio
del reino de los cielos es sinónimo en el Nuevo Testamento de lo que puede considerarse el pueblo o el pueblo
de Dios. Es una realidad social que testimonia la obra reconciliadora llevada a cabo en Jesucristo. En efecto, se
trata de una expresión comunitaria que reúne a judíos y gentiles, unidos en la fe en Jesucristo.
Esta irrupción de la ekklesía constituyó algo totalmente nuevo en la historia. Las comunidades cristianas
fueron surgiendo poco a poco: a partir de Jerusalén, en Judea, en Samaría y luego por otros rincones de la tierra.
Al comienzo, durante algunos pocos años, la influencia judaizante fue muy clara; pero, poco a poco, comenzaron
a abrirse a la participación de quienes no eran judíos ni necesitaban pasar por los ritos judíos de iniciación. Como
testimonia el libro de los Hechos de los Apóstoles, eran asambleas de comunión, de participación, de oración
común y de una inequívoca práctica del amor fraterno. La comunión no era sólo espiritual: también involucraba
los bienes de cada uno. Los que ingresaban en esas comunidades, hasta vendían lo que poseían para
compartirlo con los demás: ―Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos.(…) No
había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe
de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartían a cada uno según su necesidad‖ (He 4,32.34-
35).
La participación no se concretaba sólo en el momento de la fracción del pan, cuando huérfanos y viudas
se acercaban a las mesas en torno a las cuales se expresaba el espíritu fraterno de la comunidad. Era también
participación de las decisiones: el colegio de los doce apósteles, en momentos en los que se debían hacer
opciones fundamentales, reunía a la asamblea (ekklesía) que en última instancia era la que tenía el poder de
decisión (He 5,5-6). Por consiguiente, la participación no era simplemente simbólica, sino también real.
La oración común fue una práctica constante en las comunidades cristianas primitivas. En el hecho de
orar juntos por cosas que tienen que ver con la vida diaria de quienes forman la comunidad, no sólo se comparte
la plegaria a Dios, sino que también se expone la situación que motiva la elevación de esa súplica. Se comparten
las esperanzas, las angustias, los dolores, las incertidumbres, los temores, los problemas… La práctica de la
oración común alcanza su verdadero sentido cuando hay una vida cotidiana. Esta significa luchas comunes,

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acciones en las que se reúne y crece la comunidad, tristezas y penas que se viven en común. La oración reúne
todo eso y lo expresa en la súplica que se presenta al Señor.
Todas estas cosas causaron impacto sobre la sociedad del imperio romano de la época. La gente se
sorprendía al ver que quienes constituían el grupo de ―los del Camino‖ (He 9,2) practicaban esta comunión
fraterna. La koinonía, cristiana primitiva tenía ese poder. Philip Potter lo consiguió expresar en términos muy
claros: ―Comunidad es sinónimo de compartir lo que somos y lo que tenemos. El corazón de nuestra fe es un
Dios que se compartió a sí mismo en su propio ser trino de Padre, e Hijo y Espíritu Santo a través de su creación
de la humanidad y la naturaleza. El reino de Dios es la realidad y la promesa de esta comunidad que ya comparte
en el ser de la deidad. Cuando Pablo, en 2 Corintios 8-9, apela a las facciones rivales de la Iglesia de Corinto a
compartir su bienestar con la pobre Iglesia madre de Jerusalén, emplea todos los términos claves de la fe: gracia
y acciones de gracias (charis), gozo (chara), amor (agápe), servicio (diakonía), liturgia (leiturgia), igualdad
(isotes), bendición (eulogía), generosidad de corazón abierto (haplotes) y comunión (koinonía). Resume todo esto
diciendo: ―Experimentando este servicio, glorifican a Dios por vuestra obediencia en la profesión del evangelio de
Cristo y por la generosidad de vuestra comunión con ellos y con todos. Y con su oración por vosotros,
manifiestan su gran efecto hacia vosotros a causa de la gracia sobreabundante que en vosotros ha derramado
Dios. ¡Gracias sean dadas a Dios por su don inefable!‖ (2 Cor 9,13-15). Compartir nuestros recursos,
cualesquiera que sean, es una confesión del evangelio de Cristo y una acción de obediencia, en la cual
glorificamos a Dios y contribuimos a crear y sostener una verdadera comunidad‖49.
De todo esto testimoniaban las primeras comunidades cristianas. Sin embargo, también se podía observar
lo contrario. Los escritos del Nuevo Testamento demuestran cómo existían intransigencias. Ya hemos visto que
algunas personas de Jerusalén no podían tolerar que en la comunidad de Antioquía se bautizarse a los gentiles,
sin pasar previamente por los ritos de iniciación judía. Esta intransigencia, según se vio anteriormente, casi
condujo a una ruptura en la vida de las Iglesias. No se limitó exclusivamente a las tensiones que surgieron entre
esas dos ekklesías, sino que se reprodujo posteriormente en Galacia, Roma, etc.
También se manifestaron ambiciones personales. Esto ya existía incluso en el seno del propio grupo de
las doce mientras vivió Jesús. En determinado momento, ―se suscitó una discusión entre ellos sobre quién de
ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les
dijo: ―El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a aquel que me ha
enviado; pues el más pequeño de entre vos otros, es el mayor‖― (Lc 9,46-48; cf también Mt 18,1-5; Mc 9,33-37; Lc
22,24). Estos personalismos, en otras situaciones, derivaron en diferentes partidos en el seno de la ekklesía. Fue,
por ejemplo, lo que ocurrió en Corinto, donde, cubriéndose con el nombre de apóstoles y predicadores, surgieron
facciones, cuya existencia expresó una cierta pugna por el poder en esa comunidad.
En otras circunstancias, ya cuando las Iglesias estaban afincadas por varias partes del mundo romano,
este problema del poder se hizo más evidente. Fue la experiencia de un grupo, posiblemente de tendencias
proféticas, que procuraba mantener el carácter radical de la calidad de vida en el seno de la comunidad cristiana.
En cierta situación del Asia Menor ese grupo tuvo que enfrentarse con el exceso de poder y arbitrariedad de un
tal Diotrefes, un ambicioso que no quiso recibir a algunos de sus integrantes, ―impide que algunos de la
comunidad lleguen a hacerlo y (¡hasta!) los expulsa de la Iglesia‖ (3 Jn 9-10). Estas arbitrariedades eran un claro
obstáculo para el ejercicio de la comunión y la unidad.
Las diferencias sociales desempeñaron cierto papel en toda esta dinámica que se fue creando entre
factores que favorecían la unión de los cristianos y otros que operaban en detrimento de la misma. Fue lo que
ocurrió nuevamente en Corinto: allí, en momentos en los que se iba a celebrar la eucaristía, quienes habían
traído ofrendas a la mesa se apresuraban a participar de las mismas, sin esperar que todos (y especialmente los
que podían ofrecer poco y nada) estuvieran presentes. Esto daba como resultado un elemento de desorden, muy
negativo para la celebración a través de la cual la ekklesía recordaba y celebraba el sacrificio de Jesucristo en la
cruz seguido de su resurrección. Esas distinciones sociales también influyeron en la vida de otras comunidades.
Santiago reaccionó en su carta contra estas situaciones, insistiendo en la necesidad de poner por obra la palabra
de Dios. Eso conduce a respetar a los pobres y a evitar hacer distinciones en el seno de la comunidad cristiana,
donde no debe haber acepción de personas (Sant 2,1-9). Más adelante insistió nuevamente sobre un asunto

49 Philip Potter, Life in all its fullness, WCC, Geneva 19832, 170.

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parecido, dirigiéndose en especial a los ricos, que se jactaban de su opulencia y de su capacidad de vivir
cómodamente. Santiago les recordó el escándalo que resultaba de los bajos salarios que pagaban a los
campesinos, que hasta habían perdido la capacidad de resistencia frente a esa injusticia (Sant 4,13-5,6).
Las tensiones y las divisiones comenzaron a ser más frecuentes cuando llegó la hora de las
persecuciones. Es algo inevitable en grupos humanos: en momentos difíciles, al no existir pleno consenso sobre
cómo afrontar las pruebas, surgen críticas cuando los comportamientos no son los mismos. Hay quienes
demostraron tener mucha fuerza y entereza, consiguiendo mantener en alto la fe, en tanto que hubo otros que
flaquearon. El llamado del autor del libro del Apocalipsis era mantenerse ―fiel hasta la muerte‖. ―El vencedor no
sufrirá daño de la muerte segunda‖ (Ap 2,10-11). Ciertamente, frente al poder que desencadenó las
persecuciones, muchas comunidades cerraron filas y consolidaron su unidad en la hora de la prueba, mientras
que otras no lo hicieron.
En este breve examen de los elementos que influyen sobre las Iglesias del siglo I, para que de alguna
manera perdieran su unidad, hay que indicar especialmente un hecho proveniente de la estructura social de
aquella época. Recordemos que la base de la producción en el imperio romano era provista por el trabajo
esclavo. Muchos de los que padecían esta condición entraron en las primeras comunidades cristianas.
Encontraban en el evangelio un mensaje de esperanza y una orientación de vida que daba sentido a su
existencia, a pesar de sus difíciles condiciones de vida. Las comunidades, sin embargo, no estaban constituidas
solamente por esclavos: también había hombres libres.
Unos y otros se reunían en el momento de la celebración de las diferentes ekklesías. Aquellas asambleas
expresaban la realidad de la sociedad reconciliada en una sociedad sin clases. No obstante, sería un error
idealizar demasiado lo que ocurría en aquella época. El encuentro entre libres y esclavos, entre amos y siervos,
no debía ser fácil. Por un lado, había en esa realidad un motivo de alegrías profundas. Mas, por otra parte, las
desconfianzas debían subsistir, y de ese modo también las tensiones.
Resumiendo todo lo que intentamos exponer desde el inicio de este capítulo, cuando surgió la Iglesia
como el signo del pueblo de Dios reconciliado y reunido en torno a Jesucristo, lo hizo demostrando en la práctica
una gran dosis de comunión fraterna. Este fue el hecho dominante, que desconcertó a la sociedad mediterránea
de aquellos tiempos. Fue un acontecimiento totalmente nuevo, inesperado. Allí se manifestaba el poder
transformador del evangelio, verdadero centro de atracción para hombres y mujeres, libres y esclavos, judíos y
griegos. Pero eso coexistió con otra realidad: también había personalismo, arbitrariedades, apetitos de poder,
pretensiones desmesuradas, diferenciaciones sociales, así como diversidad de conductas en los momentos
difíciles. Ello motivó en muchos casos tensiones, partidismos y hasta divisiones.
¿Cómo se afrontaron estas situaciones? ¿Qué enseñanzas podemos recibir a nivel pastoral de las formas
por medio de las cuales las Iglesias de aquella época respondieron a estos problemas? Es lo que intentaremos
ver en las próximas páginas.

1. El pensamiento y la práctica paulinos


Estudiaremos aquí cuatro puntos. Primero, la posición de san Pablo frente a la tensión creada entre judaizantes y
universalistas: los primeros intentaban mantener la fe de los seguidores de Jesús en relación con el tempo de
Jerusalén, y los otros propugnaban una dimensión ecuménica en las comunidades cristianas, incluyendo a todos
los pueblos y las naciones de la tierra. Segundo, de acuerdo a lo que acabamos de ver en las páginas
precedentes, en algunas comunidades que surgieron a partir de la práctica misionera de san Pablo hubo
conflictos motivados por ambiciones de poder. Surgieron tendencias y partidos que dividieron a la Iglesia. Esto
llegó a manifestarse dramáticamente, de modo inevitable, en la forma y en la hora de la celebración eucarística.
Tercero, la convivencia de libres y esclavos en la comunidad, sobre todo de amos y siervos, constituyó un
problema muy serio. San Pablo procuró responder en ocasión de un caso concreto: el de Onésimo, esclavo que
consiguió escapar de su amo Filemón, quien a su vez se convirtió al cristianismo. San Pablo, al conocer los
hechos, decidió enviar de vuelta al esclavo a casa del amo. Para que éste recibiese debidamente a quien se fue
de su propiedad le escribió una carta cuyo contenido vamos a estudiar. Cuarto, el trabajo cumplido por san Pablo,
así como el pensamiento que éste fue desarrollando, inspiraron a grupos que continuaron reflexionando sobre los
problemas que se planteaban a medida que se iba expandiendo la misión cristiana. Surgieron así documentos
que testimonian una clara inspiración paulina. Uno de los mismos, posiblemente, es la carta a los Efesios. No hay

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evidencia clara de que la misma sea de san Pablo, y un buen número de estudiosos del Nuevo Testamento
tiende a pensar que el Apóstol de los gentiles no ha sido su autor. Eso no quita valor al texto. De no haber sido
escrita por el propio san Pablo, se expresa en ella una línea de argumentación claramente paulina. Hay quienes
dicen que, antes de definirse el canon del Nuevo Testamento, mientras las cartas de san Pablo circulaban entre
las Iglesias hacia finales del siglo I y comienzos del siglo II, el texto de las cartas paulinas iba precedido por el
texto de la ―carta a los Efesios‖, que cumplía en ese volumen el papel de prólogo o introducción al pensamiento
de san Pablo. Sea como fuere, en ese texto hay reflexiones muy importantes sobre problemas relacionados con
la unidad de la Iglesia. Allí el enfoque predominante es teológico, procurando poner de relieve la relación entre la
unidad del pueblo de Dios y la unidad de la comunidad de creyentes.
Intentando analizar más en detalle estos puntos, y comenzando por el que señalamos en primer lugar,
vale la pena recordar que la tensión entre judaizantes y universalistas fue un problema que preocupó mucho al
apóstol Pablo. Ya se ha hecho referencia a esa tensión en varias oportunidades. Baste recordar que antes de
pasar por su conversión al cristianismo en su camino a Damasco (donde iba a perseguir a los adeptos de la
nueva fe), Saulo era fariseo. Había recibido una educación de acuerdo a las mejores tradiciones de los judíos,
según las cuales el pueblo de Israel había sido objeto de una elección definitiva por parte de Dios. Su intolerancia
frente a los cristianos se desató sobre todo cuando Esteban (un prosélito que venía del mundo gentil), junto con
sus seis compañeros también de origen helenista, fueron designados como responsables del servicio a las
mesas en la comunidad de Jerusalén. Dispuesto a que no continuara expandiéndose esta ―herejía‖, Saulo se
colocó como voluntario para ir a Antioquía e impedir allí el surgimiento de la comunidad de ―los del camino‖.
Los acontecimientos son conocidos: Saulo pasó por una transformación radical. Fue recibido por la
comunidad de Antioquía, a través de Ananías. Fue activo en el testimonio de su nueva fe, tanto en esa ciudad
como en Jerusalén. En uno y otro lado, los judíos que celosamente preservaban su religión intentaron matarlo.
Hubo que hacerlo huir tanto de un lado como del otro, hasta que consiguieron que se marchase a Tarso (He
9,30). Allí estuvo durante varios años. Bernabé lo sacó de su ciudad natal, después que visitó la comunidad de
Antioquía y pudo comprobar la entrada de los gentiles en la comunidad por obra del Espíritu Santo.
O sea, Pablo experimentó ─a partir de su conversión─ la intransigencia de los judaizantes. Incluso, su
ministerio público prácticamente concluyó cuando, luego de su tercer viaje misionero, retornó a Jerusalén para
entregar a la comunidad cristiana de esa ciudad el fruto de su colecta ―a favor de los pobres‖. Entonces, como
tantas veces desde su conversión al cristianismo, los judíos precipitaron su arresto (He 21,15-40).
Esta intransigencia judaizante promovió tensiones y disensiones en y entre las diversas comunidades. Ya
se habló de esto al referirnos a las relaciones entre la ekklesía de Jerusalén y la de Antioquía. Los judaizantes
ponían considerables trabas a la predicación del evangelio entre los gentiles. De este modo negaban la
dimensión universal, ecuménica y católica, del cristianismo. Importa ver de qué modo enfrentó Pablo esta
situación. En su carta a los Gálatas recuerda la discusión que tuvo con la gente de Jerusalén. Esa actitud se
caracterizó por un alto grado de franqueza, de honestidad y de respeto al otro. En este caso, Pablo no se
distinguió por ser un gran diplomático; en cambio, en otras oportunidades, supo actuar con suma fineza (por
ejemplo, cuando se vio atacado por los judíos al volver a Jerusalén, demostró saber actuar con gran inteligencia
[cf He 22-26]). En el desarrollo de su controversia con los del Jerusalén mantuvo siempre posiciones claras. Sin
perder el respeto por los demás, fue firme en la defensa de sus convicciones.
Esto significó también que estuvo dispuesto a ir al encuentro y al diálogo con los otros. Todo parece
indicar, según lo que se puede entender entre líneas en el texto de Lucas en los Hechos, como en la carta a los
Gálatas del propio Pablo, que el enfrentamiento entre judaizantes y universalistas había llegado a un punto
crucial: o las comunidades cristianas se entendían en torno a la cuestión básica de la dimensión universal del
evangelio, o había ruptura entre ellas. En situaciones de ese tipo a veces suele prevalecer la rigidez de
posiciones. Cada una consuma la separación. Sin embargo, Pablo y Bernabé hicieron lo contrario, a pesar de
que anteriormente fueron apedreados y golpeados duramente por los judaizantes (cf He 14,4-7.19-20). Quiere
decir que prevaleció el espíritu de paz, expresado a través de la voluntad de encuentro y diálogo, antes que el
recuerdo de las heridas y ofensas recibidas.
Ese encuentro y diálogo no negocia cuestiones fundamentales. Por muy fuerte que haya sido la presión
de los judaizantes en intentar mantener a los cristianos como un apéndice del templo de Jerusalén, Pablo
defendió hasta las últimas consecuencias la dimensión de la catolicidad de la Iglesia. Eso explica el enojo que se

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advierte en el texto de su carta a los Gálatas: ―Me maravillo de que, abandonando al que os llamó por la gracia de
Cristo, os paséis tan pronto a otro evangelio ─no que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren
deformar el evangelio de Cristo─. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un
evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema! Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito:
Si alguno os anuncia un evangelio distinto al que habéis recibido, ¡sea anatema! Porque ¿busco yo ahora le favor
de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los
hombres, ya no sería siervo de Cristo‖ (Gál 1,6-10).
Para Pablo la unidad no se logra en torno a acuerdos que ponen en juego los fundamentos de la fe
cristiana. Para él no se podía colocar en tela de juicio la dimensión universal de la obra de Jesucristo, de su
encarnación, su muerte en la cruz y su resurrección. Era algo que no podía quedar limitado a la existencia del
pueblo judío. Tenía valor universal. De esta convicción derivaba su conciencia de ser ―el apóstol de los gentiles‖.
Ahora bien, esta fidelidad al núcleo central de la fe en el evangelio no significa que no se pueda intentar
conseguir acuerdos en relación con otros aspectos de la vida de la Iglesia. Eso fue lo que ocurrió en la reunión de
Jerusalén: Pablo, Bernabé, Pedro, Santiago y los otros supieron definir puntos de convergencia que permitieron
el cumplimiento de una práctica común que unió a todas las comunidades: abstención de lo sacrificado a los
ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la pureza (He 15,29). Pablo, según su memoria, en la
carta a los Gálatas indica como punto central del acuerdo la atención a los pobres (Gál 2,10).
En ese mismo texto Pablo agrega cosas que permiten comprender mejor cuál era para él el nivel en el que
tiene que considerarse el problema de la unidad de la Iglesia. La cuestión de la existencia de divisiones en el
cuerpo de Cristo es algo que tiene que ver con el pecado, o sea (según la terminología paulina) ―con las obras de
la carne‖. Ellas son bien conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, iras,
rencillas, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes (Gál 5,19-21), que son incompatibles
con el reino de Dios. En cambio, la unidad es fruto del Espíritu. La obra de éste se manifiesta a través del ―amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí‖. Y agrega: ―Contra estas
cosas no hay ley. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu. No busquemos la gloria vana
provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente‖ (Gál 5, 22-26)50.
En consecuencia, la unidad es obra del Espíritu Santo. Si la Iglesia conserva la unidad produce sus frutos.
Es en la relación con el Espíritu, fuente de libertad, así como de tolerancia y apertura, como se nutre la comunión
fraterna en el seno de las Iglesias.
En la carta a los Romanos, san Pablo amplió estas reflexiones en torno al problema de la unidad
planteado por la tensión judío-gentil. En ella, la unidad aparece necesaria para el cumplimiento de la misión de la
Iglesia. Se conoce como el texto más cuidadosamente articulado del apóstol Pablo, como si fuera un verdadero
tratado teológico. Parece extraño, sin embargo, que el autor la haya destinado a una comunidad que no conocía.
La mayoría de las cartas reconocidas de Pablo respondieron a situaciones concretas de Iglesias que él había
fundado o con las que había estado en contacto. ¿Cuál puede ser el propósito de esta carta en la que el Apóstol
de los gentiles se dedica a discutir con todo cuidado la relación entre Israel y las naciones?
La carta está motivada por dos razones: una de ellas, de carácter más reflexivo, ―teológico‖ o doctrinal: el
problema del destino de Israel según el propósito de Dios revelado en Jesucristo. La otra parece sólo
mencionada hacia el final del texto, cuando Pablo habla de su ministerio entre los gentiles, señalando que para él
es una honra el haber anunciado el nombre de Cristo donde aún no se le conocía, ―para no construir sobre
andamios puestos por otros‖. Señala también que ésa fue la razón que le impidió entrar en relación directa con la
comunidad de Roma, como hubiera sido su intención. ―Más ahora, no teniendo ya campo de acción en estas
regiones, y deseando vivamente desde hace muchos años ir donde vosotros, cuando me dirija a España… Pues
espero veros al pasar, y ser encaminado por vosotros hacia allá, después de haber disfrutado un poco de vuestra
compañía‖ (Rom 15,17-24)51. O sea, esta motivación pastoral puede dar la clave para entender uno de los
objetivos de Pablo al escribir a los romanos. En su ministerio misionero él tenía, desde hacía mucho tiempo,
intenciones de llegar hasta las costas occidentales del Mediterráneo. Para eso, y en base a todos los
conocimientos adquiridos a lo largo de varios años de ministerio, sabía que toda empresa misionera necesita

50 El subrayado es mío.
51 El subrayado es mío.

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disponer de una sólida base: a partir de la misma se concreta el envío para la comunicación del mensaje del
evangelio. Al comienzo de su experiencia misionera, Pablo tuvo esa base en la comunidad de Antioquía.
Posteriormente, cuando comenzó la proclamación del mensaje cristiano en el continente europeo, la Iglesia de
Filipos le ofreció ese punto de apoyo necesario. Cada vez que Pablo tuvo que afrontar algunos apremios, fueron
los filipenses quienes demostraron su interés y espíritu de socorro hacia el Apóstol. Eso fue factible mientras
Pablo desarrolló su acción en costas del Egeo. Pero dejaba de serlo si la misión se desarrollaba en costas de la
Península Ibérica. En los planos de Pablo, no podía existir mejor soporte para lo que procuraba realizar en
España que la comunidad de Roma.
Ahora bien, es este propósito pastoral el que explica la parte teológica de la carta a los Romanos. En
efecto, la experiencia también había enseñado a Pablo que para que la obra misionera llegue a alcanzar niveles
de eficacia aceptables, quienes la sostienen deben mantenerse unidos. En este sentido, el pensamiento del
Apóstol es convergente con el de Jesús, según el testimonio del evangelio de Juan: difícilmente el mundo puede
creer en el mensaje de la buena nueva del reino de Dios si los cristianos que la proclaman están divididos (cf Jn
17,20-23). El Apóstol sabía que la comunidad de Roma, que ya en aquellos tiempos despuntaba como de
particular importancia, estaba compuesta por gentiles y judíos: basta leer la lista de recomendaciones y saludos
del Apóstol en el capítulo 16 para darse cuenta de eso. Pablo tenía experiencia de sobra para saber que esa
unidad podía entrar en un torbellino de tensiones y discusiones, tal como había ocurrido en tantos otros lugares.
Por eso también los exhortó a ―que os guardéis de los que suscitan divisiones y escándalos contra la doctrina que
habéis aprendido; apartaos de ellos, pues esos tales no sirven a nuestro Señor Jesucristo (…)‖ (Rom 16,17-18ª).
Era preciso el mantenimiento de la unidad entre los ―hijos de Abrahán‖ y los incircuncisos. Er una
exigencia misionera. Pablo la encara teológicamente, comenzando por mostrar la importancia de la salvación por
la fe (cc. 1-4). Continúa argumentando la superioridad de la vida en el Espíritu sobre la que se basa en la Ley: la
primera es testimonio de salvación, en tanto que la otra lo es muerte (cc. 5-8). Ello lo conduce a considerar la
situación particular de Israel, el pueblo de la Ley, de los que son ―hijos de Abrahán‖ según el linaje. Dios eligió a
Israel para hacer de ese pueblo un instrumento de salvación del mundo (de la oikoumene). Pero los judíos han
demostrado desconocer el designio de Dios: rechazaron a Jesucristo y no se sometieron a la justicia de dios
anunciada por Moisés. Frente a Dios, revelado en Jesucristo, no tienen excusa. ¿Significa eso, acaso, que Dios
rechaza a lo que antes había elegido? De ninguna manera, responde Pablo (cf 11, 1.11-15). Más importante que
la elección de Israel es la del propio Dios, que no es infiel ni injusto. Esa decisión de Dios, en primer lugar, no es
un pueblo, sino por todos los pueblos. La misión para la que escogió a Israel no queda suspendida porque el
instrumento seleccionado para ella haya sido infiel. Por el contrario, Dios, que ha optado por hacer que su amor
liberador llegue a todos, ha creado condiciones apropiadas en ―el cumplimiento de los tiempos‖ para que ―los
gentiles, que no buscaban la justicia, hallen la justicia ─la justicia de la fe─, mientras Israel, buscando una ley de
justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe, sino en las obras‖ (Rom 9,30-32ª).
Eso no significa que Israel haya quedado descalificado ante los ojos de Dios. Lo que ha ocurrido a través
de la historia no puede servir para seguir manteniendo una injustificable división entre Israel y las naciones. La
dureza de Israel no puede ser más fuerte que el amor de Dios. Pablo dice que la caída de los judíos ―ha traído la
salvación a los gentiles, para llenarlos de celos‖ (a los judíos) (Rom 11,11). Todo esto, para Pablo, es expresión
del misterio de la voluntad de Dios. Según el mismo, ―el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará
hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo (…). En cuanto al evangelio, (los judíos)
son enemigos para vuestro bien; pero en cuanto a la elección, amados en atención a sus padres. Que los dones
y la vocación de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios,
mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también ellos al presente se han
rebelado en ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora
misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia‖
(Rom 11,25-32).
Preparando el camino para el cumplimiento de sus planes, Pablo fue elaborando un pensamiento que, de
antemano, intentaba crear lazos de fraternidad más fuertes entre los gentiles y los judíos de la comunidad
cristiana en Roma. Los gentiles no pueden desechar a los judíos, y éstos no deben reivindicar para sí ninguna
superioridad frente a aquéllos. Unos y otros son objeto del gran amor de Dios, que quiere que ambos vivan en el
Espíritu, en la gracia y la libertad. En estas condiciones, justamente, se plasma la unida de la Iglesia. Pablo se

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detiene en ello cuando, en el capítulo 12 de la carta, señala que la vida de la comunidad es como la de un
cuerpo: el cuerpo de Cristo. Y nos dice con fuerza: ―Pues así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos
miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no
formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo los unos miembros de los otros‖ (Rom 12,4-5). En el cuerpo
hay diversidad, mas el amor mutuo, el compartir, la oración en común y la atención a las necesidades de los
santos, crean esa base de unidad que Pablo estimaba imprescindible para continuar su obra misionera con el
sostén de la comunidad de Roma.
En segundo lugar, san Pablo tuvo que hacer frente a posibles divisiones surgidas en el seno de la Iglesia
de Corinto por causa de personalismo y tensiones sociales. La comunidad de Corinto, ciertamente, constituía un
grupo muy difícil. El testimonio que de ella recibimos a través de los escritos de Pablo indica que en ese grupo
había personas con muchos problemas. Lo cierto es que siempre, en todos los casos, con mayores o menores
dificultades, el cuerpo de Jesucristo se construye con grupos más o menos similares. No obstante, algunos
asuntos que se plantearon en el seno del grupo en Corinto eran particularmente complejos… Uno de ellos se
refería a la existencia de partidos en la comunidad. Pablo la había fundado luego de pasar por Atenas.
Permaneció en Corinto, según el testimonio de Lucas, un año y seis meses (He 18,11). Cuando se fue, su obra
fue continuada por otros, entre los cuales se destacó Apolo, que parece haber sido un predicador brillante. Hubo,
entonces, quienes sintieron más afinidad con la manera de presentar el evangelio de Apolo que con la de Pablo.
Y otros, para diferenciarse de estos grupos, dijeron que seguían a Cefas (Pedro), en tanto que un cuarto grupo se
proclamaba ―de Cristo‖. Al enterarse de este fraccionamiento de la Iglesia, Pablo reaccionó firmemente: ―¿Está
dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?
¡Doy gracias a Dios por no haber bautizado a ninguno de vosotros fuera de Crispo y Gayo! Así, nadie puede decir
que ha sido bautizado en mi nombre. ¡Ah, sí!, también bauticé a la familia de Estéfanas. Por lo demás, no creo
haber bautizado a ningún otro‖ (1 Cor 1,13-16).
Pablo estaba indignado. La comunidad de Corinto era muy joven, pero ha había luchas en su seno.
¿Cómo encarar esta triste situación? En su carta, el Apóstol recuerda qué evangelio predicó al llegar al lugar.
Venía de Atenas, donde en el areópago había proclamado la buena nueva de la resurrección de los muertos (He
17,22-31). Algunos se convirtieron, mas la mayoría desdeño el mensaje del Apóstol. Este, entonces, fue hacia
Corinto, la ciudad puerto situada a pocas decenas de kilómetros de Atenas, decidido a proclamar a Jesucristo
crucificado. O sea, el punto de partida de la misión de Pablo entre los corintios no quiso tener en cuenta ni las
señales (que buscaban los judíos), ni la sabiduría (que tanto amaban los griegos). Fue la cruz de Cristo. Frente a
la misma, según los ojos de la fe, ya no tienen razón las pretensiones humanas. Los corintios, pues, no tenían
ningún motivo para envanecerse. No eran sabios, ni poderosos, ni había nobles entre ellos. Y si los hubiera
habido, no podían gloriarse frente a Dios (1 Cor 1,26-29).
La obra de proclamación del evangelio no puede considerarse como expresión de la sabiduría humana.
Jesucristo crucificado significa que todo lo que es del género humano está sometido al juicio radical de Dios: la
razón, la moral, las posiciones de honra, etc. Por eso Pablo no intentó dar a conocer su mensaje con
―persuasivos discursos de sabiduría‖ (1Cor 2,4), sino llevado por el poder del Espíritu. Se trata, pues, de una obra
de Dios. Este es uno; por lo tanto, la proclamación de su palabra no puede ser hecha por partidos. Ella exige la
unidad de la comunidad, la que se concreta gracias a la obra del Espíritu. No consigue predicar la buena nueva
del reino de los cielos porque alguien sea más inteligente que otro o por que parece ser más ―espiritual‖ que los
demás. Este tipo de distinciones no tienen fundamento en la Iglesia. En ésta es el propio Espíritu quien da el
conocimiento y la capacidad para comunicarla. La obra del Espíritu consiste ─¡nada menos!─ que en darnos la
mente de Cristo (1 Cor 2,10-16).
Esto exigió que Pablo, en Corinto, aplicarse una pedagogía adecuada. Pablo no se jacta de haber
recurrido a esos métodos de ―educación popular‖: ―Yo, hermanos, no puede hablaros como a espirituales, sino
como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais
soportar. Ni aún lo soportáis al presente; pues todavía sois carnales. Porque mientras haya entre vosotros envidia
y discordia ¿no es verdad que sois carnales y vivís a lo humano? Cuando dice uno: ―Yo soy de Pablo‖, y otro: ―Yo
de Apolo‖, ¿no procedéis al modo humano?‖ (1 Cor 3,1-4).
Tanto Apolo como Pablo fueron instrumentos de Dios. Apolo tenía, según parece, dones oratorios más
brillantes que los de Pablo. Mas ni éste ni aquél procuraron crear un grupo propio: sólo fueron servidores de Dios,

81
que ayudaron a que muchos de la comunidad pudieran creer en el evangelio. ―… Yo planté, Apolo regó; mas fue
Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que plantea es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer.
Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo,
ya que somos colaboradores de Dios y vos otros, campo de Dios, edificación de Dios‖ (1 Cor 3,5-9)52.
El evangelio que tiene su punto de partida en la cruz de Jesucristo no da lugar ni a competencias ni a
envidias ni a partidos. Es una obra sola, que tiende a hacer de quienes creen el habitáculo del propio Espíritu
Santo. Intentar dividir este templo es sacrilegio: ―¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el espíritu de Dios
habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es
sagrado, y vosotros sois ese santuario‖ (1 Cor 3,16-17). La realidad de la comunidad cristiana no es sólo social;
e, sobre todo, un hecho espiritual. Desvirtuarlo mediante divisiones y facciones es ir contra el propio Dios.
Las divisiones en Corinto respondían en gran parte a ambiciones de poder y de honra entre los miembros
de la comunidad (1 Cor 4, 19-20). Las mismas dieron lugar a personalismos y megalomanías, que pierde todo
sentido frente a la cruz de Jesucristo. Para afrontarlas, Pablo señala que es el propio Cristo quien debe ser
ensalzado. El es el único que realmente cuenta en la vida de la Iglesia. ―¡Nadie se engañe! Si alguno entre
vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo
es necedad a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: ―El que prende a los sabios en su propia astucia.‖ Y
también: ―El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios.‖ Así que no se gloríe nadie en los
hombres, pues todo es vuestro: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro,
todo es vuestro; y vosotros, de Cristo, y Cristo de Dios‖ (1 Cor 3,18-23).
Esto exige, de parte de los apóstoles y evangelistas, como también de los presbíteros, obispos, doctores,
diáconos, etc., ―que sean fieles‖ (1 Cor 4,2). Fue lo que intentaron tanto Apolo como Pablo. ―No propasarse de lo
que está escrito (1 Cor 4,6), o sea evitar adquirir ventajas indebidamente, no manipular ni las personas ni el
depósito de la fe para conseguir imponer la propia personalidad. Esta fidelidad conduce a Jesucristo: es él quien
debe estar en el centro de la comunidad. Es él quien constituye ―la cabeza del cuerpo‖. La unidad de la Iglesia,
resultado de la obra del Espíritu, se concreta en Cristo, y no en torno a personas, por muy inteligentes, poderosas
o brillantes que puedan ser.
En esa misma comunidad de Corinto también, según se ha dicho, había otros signos de división. Y esto se
manifestaba justamente en el momento de la celebración eucarística, en la que se rememora la muerte del
Señor, que reúne a todos los creyentes de un mismo lugar que participan en la fe por el mismo bautismo. La
división de la Iglesia, inevitablemente, aparece nítida en el momento de participar en la santa cena. Las divisiones
y disensiones que existían entre los cristianos de Corinto se traducían en el desorden de las reuniones
eucarísticas. Los miembros de la comunidad (por lo menos, aquellos que podían hacerlo) ofrecían la comida y la
bebida para celebrar la memoria del Señor y anunciar su esperanza en el reino que viene. Sin embargo, el
espectáculo que ofrecían no era nada edificante: había quienes se daban prisa en comer, sin esperar a los otros.
Estos quedaban con hambre, en tanto que los primeros llegaban hasta a embriagarse. Eso motivó otro arranque
de indignación por parte de san Pablo: ―¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia
de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En eso no os alabo!‖ (1 Cor 11,22).
La celebración eucarística no es ocasión para aparentar ni para dar a conocer posiciones sociales. Es el
momento especial en el que la comunidad se une en torno a la memoria del sacrificio de Jesucristo en la cruz del
Calvario. Es también la ocasión para expresar la dimensión escatológica de la vida cristiana: siempre está en
actitud de espera inminente, ansiosa, de la irrupción definitiva de Dios en la historia, ese momento en el que
―Dios será todo en todos‖. Recordación y esperanza son las notas de esa fiesta. Nuevamente, el centro de todo
eso es Jesucristo. Si él está realmente presente, entonces no puede existir ese desorden que tanto critica Pablo.
En torno a la mesa del Señor deben colocarse las divisiones, motivando la confesión y el perdón mutuos, que
conducen al abrazo que sella el vínculo de paz y amor que caracteriza a la comunidad que cree en el Señor
resucitado, cuyo retorno espera y por el que ora constantemente. Ante el altar se corrigen y superan esas
divisiones. Pero eso debe traducirse en la propia celebración. De ahí que san Pablo, con todo cuidado, señalara
a los corintios el sentido y el orden del acto eucarístico: ―Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido, que
el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ―Este es mi

52 El subrayado es mío.

82
cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío‖. Asimismo también la copa después de cenar,
diciendo: ―Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío‖.
Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por
tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor‖ (1
Cor 11, 23-27).
La santa cena es un momento de unidad, que tiene que concretarse en el orden litúrgico. Si alguien quiere
comer y saciarse, que lo haga en casa. Esas actitudes apresuradas significan desconsideración hacia los demás.
Desde la época de los primeros tiempos de la comunidad de Corinto hasta los nuestros, muchas cosas han
ocurrido. En la actualidad las divisiones en una comunidad no se manifiestan porque algunos participan
apresuradamente del pan y del vino, en tanto que otros quedan sin hacerlo. La desconsideración de unos para
con otros se evidencia, por un lado, porque, a pesar de la participación en la eucaristía, los miembros de una
comunidad no siempre llegan a superar sus diferencias sociales, y hasta sus desavenencias personales.
Continúan acercándose a la mesa como si esto no significara la exigencia de una transformación que no sólo
involucra a cada persona, sino también a toda la comunidad. La eucaristía, sacramento de la presencia del Señor
liberador y transformador, pierde contenido. Queda reducida a un mero rito53. Por otro lado, esa frivolidad frente a
la eucaristía también se manifiesta porque muchas veces, no obstante el significado profundo del sacramento,
quienes participan en el mismo no llegan a constituir una verdadera comunidad que comparte lucha y
esperanzas, que realmente se compromete en el testimonio del reino de Dios. Se participa en la eucaristía de
una manera individualista, como si se tratase de un acto privado, cuando el sentido de la celebración tiene que
ver nada menos que con la nueva realidad que Dios en Jesucristo ha introducido en la historia: el reino de los
cielos.
La eucaristía, señala san Pablo, es participación conjunta en el cuerpo y en la sangra del Señor. Dicho
con palabras más actuales: es práctica de la solidaridad en Jesucristo. Esta tiene que concretarse no sólo en
acudir al unísono a la mesa, sino también en lo que sigue, cuando la comunidad deja la proximidad del altar y
vuelve a la realidad social en la que está inmersa. La solidaridad es ayuda constante de unos a otros; pero, más
aún, es una causa común: la de Jesucristo, el Señor cuya memoria se celebra y cuya venida en gloria se
anuncia. Las opciones de Jesucristo: por la vida de quienes no tienen prácticamente vida, por los pobres, por la
justicia que ensalza a los humildes y derriba a los poderosos y arrogantes, tienen que ser también las opciones
de la comunidad eucarística. Como lo fueron también en el primer siglo: los de Jerusalén y Antioquía se unieron
justamente en torno en la atención a los pobres, signo de la presencia incógnita del mismo Jesucristo entre
nosotros, a la vez que herederos del reino. Participar en la eucaristía, que es el sacramento que traduce la unidad
del cuerpo de Cristo, en tanto existen en la comunidad posiciones diferentes frente a estas exigencias
fundamentales de la fe, es una cosa grave. La unidad no es mero ritual: consiste sobre todo en la práctica de la
fe, en el ejercicio del testimonio. ―Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien
come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo. (…) Si nos juzgásemos a nosotros mismos,
no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos
condenados con el mundo‖ (1 Cor 11,28-32).
En tercer lugar, san Pablo tuvo que enfrentarse con otro problema que afectaba seriamente la unidad de
la Iglesia. Se trataba de un problema estructural de la sociedad y la economía predominante en el imperio
romano. Según se ha dicho, la base de la producción estaba constituida por el trabajo esclavo. Ya se mencionó
anteriormente lo que ocurrió con Onésimo, esclavo que servía a Filemón, que pudo escapar del control de su
amo por un tiempo. Eso no duró por un lapso prolongado, pues Pablo llegó a conocerlo durante su estancia en la
cárcel. Onésimo se convirtió al evangelio y resultó ser una ayuda preciosa para Pablo, ya anciano y en cadenas
(carta a Filemón9-10). Seguramente, a través de una reflexión conjunta con Onésimo ─cosa que no se dice en el
texto de la carta mencionada─ llegaron a la conclusión de que era apropiado que el siervo retornase a la casa
del amo. Pablo hubiera querido retenerlo consigo, pero consulta a Filemón sobre cómo debe decidirse el caso.
Para ello, envía junto con la carta a su camarada de prisión a aquel cristiano (posiblemente de Laodicea) en cuya

53Cf Tissa Balasuriya, Eucharist and Human Liberation. Nueva York, Orbis Books, 1979. También J. de Santa Ana, Pan, vino
y amistad. San José de Costa Rica, DEI, 1985.

83
casa se reúne una comunidad de fieles, y que en varias oportunidades ha dado muestras de su amor (ágape)
―para bien de todos los santos‖ (v. 5).
Pablo es, por un lado, consciente de la densidad histórica que poseen las estructuras económicas y
sociales: no es cuestión de frivolidades o de actitudes irresponsables en relación a las mismas. Esa conciencia le
permite ver claramente cómo, incluso en el seno de la propia comunidad cristiana, las mismas subsisten,
introduciendo diferencias y divisiones en el ámbito de quienes están llamados a vivir en comunión fraterna. Pero,
por otro lado, Pablo está convencido del poder del evangelio para que esas estructuras pueden superarse: ―Te lo
devuelvo, a éste, mi propio corazón. Yo querría retenerle conmigo, para que me sirviera en tu lugar, en estas
cadenas por el evangelio; más sin consultarte no he querido hacer nada, para que esta buena acción tuya no
fuera forzada, sino voluntaria. Pues tal vez fue alejando de ti por algún tiempo, precisamente para que lo
recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido
que, siéndolo mucho para mí, ¡cuándo más lo será para ti, no sólo como amo, sino también en el Señor! Por
tanto, si me tienes como algo unido a ti, acógele como a mí mismo‖ (vv. 12-17).
La actitud de Pablo es realista en una doble dimensión. La primera corresponde a la vida concreta, con
sus condiciones estructurales. Ciertamente, no es del gusto de Pablo aceptar el hecho de que los seres humanos
en la sociedad se dividan entre amos y esclavos. El ya había dicho que ―en Cristo no hay ni siervo ni libre‖ (Gál 3,
28). Pablo no tiene más remedio, sin embargo, que inclinarse ante esa realidad. La segunda dimensión
testimonia otro tipo de realismo, que se relaciona con el evangelio. El anuncio del reino de Dios significa que las
cosas tal como son no pueden considerarse definitivas. Quien tiene fe en el anuncio del reino de Dios, no puede
aceptar el status-quo. Las cosas van a ser transformadas. Y hay que actuar según esta conciencia de la fe que
abre espacio para el cambio de la historia. La distinción entre ambos y esclavos ha de desaparecer para dar lugar
a una convivencia fraterna entre los seres humanos. Aquellos que creen en esto deben transmitir esta dimensión
de la fe a través de una demostración en términos bien precisos. No es cuestión de gestos abstractos. Aunque,
según el primer tipo de realismo, Pablo sabe que por el momento no pueden dejarse de lado las estructuras,
según el otro nivel de percepción de la realidad (aquel que corresponde a la fe y la esperanza del reino),
comprende que hay acciones concretas que pueden ir introduciendo en la historia aquel fermento que conduce a
su transformación. Se trata de un realismo escatológico, que se alimenta de la proximidad de Dios a la conciencia
de la fe. De acuerdo con el mismo, solicita a Filemón que reciba a Onésimo como un hermano querido.
La lección que nos enseña esta historia consiste en la afirmación de que, para la comunidad cristiana, no
son absolutas las estructuras que separan a los pueblos, a los hombres y a las mujeres. Para superarlas,
ciertamente hay que tomarlas muy en serio. Pero eso no significa aceptarlas definitivamente. Hay que comenzar
a introducir elementos que las debiliten, que pongan en evidencia su irracionalidad frente a lo que significa la
esperanza del reino de Dios. O sea, dicho de otro modo, ser realista frente a las estructuras que dividen a las
comunidades humanas lleva a luchar contra ellas a partir de las exigencias del reino. Es verdad que esto puede
introducir nuevas divisiones en la comunidad. Fue lo que ocurrió, por ejemplo, cuando los negros en los EUA
comenzaron a luchar por sus derechos civiles, que eran violados por prácticas segregacionistas (en las escuelas,
ómnibus, cafeterías, etc.). Las acciones del movimiento conducido por Martín Luther King derivaron en grandes
confrontaciones. Pero, a través de las mismas, se introducía el fermento del reino.
La lucha por la unidad, por lo tanto, no es expresión de espíritu quijotesco. Es testimonio de aquella
conciencia de la fe que sabe que el reino ya está entre nosotros, y que las cosas marchan en la historia (muchas
veces de manera incompresible, casi nunca en línea recta) hacia la manifestación plena del mismo. Esa lucha
significará la unidad incuestionable de todo el pueblo de Dios, que exige la transformación radical de aquellas
estructuras que sirven para oprimir (y, por lo tanto, dividir) a los seres humanos mediante la acción de otros que
no tienen conciencia de esa justicia del reino y de la libertad en el Espíritu Santo.
En cuarto lugar, el pensamiento paulino se desarrolló a través de reflexiones que no sólo consideraron la
cuestión de la unidad del cuerpo de Cristo a partir de situaciones concretas donde la misma era puesta en tela de
juicio debido a la práctica de los cristianos, sino también mediante posiciones teológicas que hasta el día de hoy
constituyen elementos esenciales del pensamiento ecuménico. Esto se advierte sobre todo en la cuarta a los
Efesios. En ella, su autor (el mismo san Pablo, o un discípulo suyo, o un grupo de sus colaboradores) encaró la
cuestión de la relación entre la unidad de todos los pueblos de la oikoumente y la unidad de la Iglesia.

84
En este texto, la perspectiva a partir de la que se plantea el problema de cómo superar las divisiones es la
que surge desde la conciencia de la fe de que la acción redentora y liberadora de Dios tiene una dimensión
cósmica. Esta consiste en recapitular (anakefalaoiosaszai) todo en Cristo, tanto lo que está en los cielos como lo
que está en la tierra (Ef 1,10). Esta decisión de Dios es algo que viene ―desde antes de la fundación del mundo‖
(1,4), como lo es también que todos los seres humanos lleguemos a ser santos y sin mancha en el amor. En
consecuencia, todo ha sido hecho para que, sometido a la gracia de Cristo, llegue a adquirir su verdadera
plenitud cuando Dios sea todo en todos (1,23b). En el desarrollo de todo este proceso, la Iglesia es la realidad
que confiesa y reconoce explícitamente tener a Cristo por cabeza (1,22b-23a), lo que la transforma en signo de
esa unidad definitiva a la que todas las cosas serán sometidas bajo la soberanía de Cristo.
Este propósito, en el plano histórico, ya se manifestó a partir del momento en el que, mediante la cruz de
Cristo, Dios hizo de gentiles y judíos un solo pueblo. De naciones separadas comenzó a irrumpir la unidad de la
humanidad. El mundo habitado (oikoumente) ha comenzado, de esta manera, a transformarse en un espacio
donde se va edificando la gran familia de Dios, compuesta por todos los pueblos de la tierra. ―Porque Cristo es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en
su carne la ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre
nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí
mismo muerte a la enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a lo que sestaban
cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois
extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta
formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser
morada de Dios en el Espíritu‖ (Ef 2,14-22).
Esa unidad cósmica que Dios se ha propuesto para su creación, redimida en Cristo, y que llega a expresar
en todas sus relaciones la armonía que es fruto del amor, se construye nada menos que a partir del propio
sacrificio de Cristo en la cruz. Este ―misterio‖, sin embargo, tiene su manifestación visible en la reconciliación que
Dios está operando entre pueblos que estaban separados. Bajo la conducción de Cristo, la cabeza, eso se
concreta en la existencia de la Iglesia; en ella se reúnen quienes antes vivían bajo el peso de la enemistad. Cristo
derribó el muro que los dividía. Abrió una brecha a través de la barrera que los separaba. En la Iglesia, cuerpo de
Cristo, Dios comenzó a plasmar un nuevo hombre. Esta nueva humanidad acepta la diversidad fundamental que
distingue a quienes se integran en ella, pero con la conciencia de que Dios está construyendo una familia (oikeioi)
nueva. La nueva humanidad que Dios edifica a través de la predicación del evangelio llevada a cabo por los
apóstoles y profetas, por toda la Iglesia, no excluye a nadie.
Consecuentemente, la Iglesia tiene que manifestar en su propia vida esta unidad de todo el pueblo de
Dios, de la cual es señal. Esa unidad tiene su fundamento en el propio Dios y en la fe con la que se responde a
su gracia. ―Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que
habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,
poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu,
como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo
Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos‖ (Ef 4,1-6)54.
Esta unidad de la Iglesia se da a través de la diversidad. En efecto, no todos en ella tienen que cumplir
con las mismas funciones. Los miembros que la componen tienen diferentes ministerios (servicios) que llevar a
cabo. Cristo ha dado dones a los hombres y a las mujeres que forman parte de la Iglesia. La unidad que el auto
de la carta pide que sea conservada es la que resulta de la buena y apropiada relación entre todos los dones
distribuidos por Cristo entre los fieles. Así se construye el ―hombre perfecto‖, que ha de expresar ―la madurez de
la plenitud de Cristo‖ (Ef 4,13).
La propuesta es de vivir renovando el espíritu de la mente de cada uno, revistiéndonos ―del hombre
nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad‖ (Ef 4,23-24). A esto siguen una serie de
exhortaciones bien precisas, que tienden ─si son practicadas─ a crear condiciones para el mantenimiento de la
unidad. ―Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros

54 El subrayado es mío.

85
los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estéis airados, ni deis ocasión al
diablo. El que robaba, que no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil para que pueda hacer
partícipe al que se halle en necesidad. No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente
para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen. No entristezcáis al Espíritu Santo de
Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y
cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables,
perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo‖ (Ef 4,25-32).

2. El mensaje de la primera carta de Pedro


En su Informe como secretario general del Consejo Mundial de Iglesias a la Sexta Asamblea General del mismo
en Vancouver (julio de 1983), Philip Potter consiguió poner en evidencia la riqueza de esta carta para la causa de
la unidad cristiana55. Con la profundidad que siempre ha caracterizado sus reflexiones exegéticas, propuso
─según el texto de 1 Pedro─ la imagen e ―casa de piedras vivas‖ para la Iglesia. La misión que ésta debe llevar
a cabo le exige ir a terrenos áridos, llenos de problemas. ―en un sentido profundo, la Iglesia‖ ─por su naturaleza
misma─ está siempre en el desierto, prosiguiendo su peregrinación hacia la ciudad de Dios o, como se dice en la
carta a los Hebreos, hacia el mundo (oijoumente) venidero (2,5). La Iglesia es el pueblo de Dios, creado y
consagrado a través del Exodo, en la muerte y la resurrección de Cristo.
―Está llamada a participar en los sufrimientos de Cristo por la salvación de nuestro mundo quebrantado y
dividido. Al comienzo de su historia, la Iglesia era una comunidad de personas dispersas por todo el imperio
romano, carentes de todo estatuto jurídico o social y expuestas al hostigamiento, la persecución y la muerte.
―La primera carta de san Pedro iba dirigida a esas Iglesias de la diáspora. Nos hemos inspirado en esa
carta para una de las ―imágenes de vida‖ de nuestros estudios bíblicos preparatorios de esta Asamblea, la
imagen de la ―casa de piedras vivas‖, que se emplea como imagen de la Iglesia. Les invito a meditar sobre lo que
significa ser la ―casa de piedras vivas‖ en un mundo hostil que no obstante anhela ser una casa así edificada, una
comunidad viviente que comparte en la justicia y la paz. […] Pedro exhorta a las Iglesias de la diáspora:
―Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa,
vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo‖ (1 Pe 2,4-5)‖.
―[…] Al recordar su experiencia con Jesús y lo que de ella aprendió, Pedro dice a las Iglesias de la
diáspora en Asia Menor, como nos dice hoy a nosotros, que confesar a Cristo significa participar en sus
sufrimientos y compartir su vida resucitada. Las invita, y nos invita también a nosotros, a seguir caminando día
tras día hacia Cristo, piedra viva, para que también, nosotros seamos piedras vivas, compartamos su vida y
continuemos su ministerio de sufrimiento por la humanidad con gozosa esperanza.
―Pero ser piedras vivas significa para los creyentes, y para las comunidades de fe, no permanecer
aislados, solos, petrificados, muertos. Se les da la vida y son edificados como casa (oikos) animada por el
Espíritu permite que los que vienen a él sean edificados como esa casa‖.
(Permítasenos introducir ahora, en el medio de la argumentación de Philip Potter, una palabra sobre la
convergencia que es posible advertir entre el pensamiento paulino y el de Pedro. Para ambos, la unidad no es
una cosa dada. Tiene que ser constantemente sustentada; mejor dicho, construida. Si nos fuera dada, entonces
vivir la unidad sería un asunto de disciplina eclesiástica. En cambio, si hay que edificarla, el problema es, en
primer lugar, de espiritualidad: es en la proximidad con el Cristo crucificado, con la acción del Espíritu en el
mundo, donde se construye la unidad. En ese sentido, la Iglesia vive la unidad en medio de las agonías y las
alegrías de los hombres y las mujeres. O sea, participando con ellos en las luchas contra todo aquello que los
divide y les impide ser plenamente ellos mismos.)
Siguiendo con las reflexiones de Potter, ―Pedro afirma que en el Cristo crucificado y resucitado se edificó
esa nueva casa y que todos los que se acerquen a él son piedras vivas que forman parte integrante de la casa,
comparten una vida común y ofrecen su vida entera y la de todos a Dios, en el Espíritu y por Jesucristo, Pedro
continúa hablando y emplea en forma nueva algunas de las antiguas imágenes de Israel cuando llama a los
creyentes ―un linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios‖ (1 Pe 2,9a). Los

55 Cf Julio Barreiro, El combate por la vida. Buenos Aires, La Aurora, 1984, pp. 343-359.

86
creyentes, como piedras vivas, suprimen las barreras del racismo y se convierten en la verdadera raza humana
hecha a imagen de Dios.
―Tanto las mujeres como los hombres se convierten en sacerdotes del rey y soberanos de sus vidas y se
ofrecen juntamente con el mundo de Dios, a través de su culto y su testimonio. El nacionalismo, con todas sus
actitudes exclusivistas, cede el paso a una comunidad consagrada a Dios y a su designio de unir en una sola
casa a todas las naciones en su diversidad. Todos son el pueblo de Dios, una señal del designio de Dios de unir
a todos los pueblos en una sola familia humana, en la justicia y la paz. Esta casa es la que habrá de anunciar las
maravillas de dios, que sacó a su pueblo de las tinieblas llevándolo a su admirable luz (1 Pe 2,9). Esta es la
forma en que Pedro confiesa ―la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica‖.
―Esta imagen y esta concepción de la casa viva es la que ha motivado el movimiento ecuménico. […] No
César, sino Yavé, el que ha estado y está presente en el mundo, es el Señor y el salvador de la oikoumene,
quien lo gobierna en la verdad, la justicia y la paz y manifiesta el designio de Dios a través del pueblo de la
alianza, la casa de Israel. Su designio es que toda la oikoumente lo reconozca como verdadero Señor y salvador.
A través de Dios, la humanidad verdadera se convierte en una promesa y en una realidad. En el Nuevo
Testamento se nos habla, por ejemplo, de la predicación de Pablo y sus compañeros en Tesalónica, y de su
creación de una ―Iglesia-casa‖. Se les acusa ante las autoridades de la ciudad porque ―trastornan el mundo
entero, la oikoumene, […] y… contravienen los decretos de César diciendo que hay otro rey, Jesús‖ (He 17.6-7).
―El movimiento ecuménico es, por consiguiente, el medio por el cual las Iglesias que forman la casa, el
oikos de Dios, están tratando de vivir y de testimoniar ante todo el mundo para que la totalidad de la oikoumene
pueda convertirse en el oikos de Dios gracias a Cristo crucificado y resucitado con el poder del Espíritu, dador de
vida‖56.
A través de esta larga cita de quien fue secretario general del Consejo mundial de las Iglesias desde 1972
hasta 1984 se pone una vez más de relieve que el movimiento ecuménico no es un apéndice en la vida de las
Iglesias; éstas tienen que llevar el evangelio a la oikoumene y la proclamación del mensaje que les ha sido
encomendado concierne a todos los pueblos, que son llamados por Dios para integrarse en su pueblo. Esto no
significa que cada uno de ellos pierda su identidad; en el pueblo de Dios se preserva la diversidad de la
humanidad. La diferencia consiste en que por Jesucristo y la obra del Espíritu Santo llegan a constituir una familia
donde se supera todo lo que separa al género humano, donde se vive la salvación y se practica la liberación. La
unidad, por lo tanto, tiene que ver con la obra misionera de la Iglesia. La unidad de los creyentes es la evidencia
de que el mensaje del evangelio tiene contenido. Cuando el pueblo de Dios está unido, no tienen fuerza frente a
él los poderes del infierno. La unidad del pueblo de Dios se construye (como se construye el oikos, la casa) a
través de angustias, sufrimientos y agonías. La finalidad de todo este proceso no es otra que la nueva realidad
que esperan quienes creen en Jesucristo: el reino de los cielos. Este aparece cuando menos se lo espera, pero
siempre en medio de las luchas y los dolores de quienes padecen injusticia y opresión. La cruz no es marca de
los poderosos y arrogantes, sino de quienes sufren, y porque penan también esperan la transformación de la
sociedad, la redención de la oikoumente. El camino de la unidad cristiana no exige grandes cualidades, como las
de los héroes o superhombres. Reclama sobre todo una actitud de fe, de amor y esperanza: ―El fin de todas las
cosas está cercano. Sed, pues, sensatos y sobrios para daros a la oración. Ante todo, tened entre vosotros
intenso amor, pues el amor cubre multitud de pecados. Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar. Que cada
cual ponga al servicio de los demás (podríamos decir, al servicio de la unidad) la gracia que ha recibido, como
buenos administradores de las diversas gracias de Dios. Si alguno habla, sean palabra de Dios; si alguno presta
un servicio, hágalo en virtud del poder recibido de Dios, para que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo, a
quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén‖ (1Pe 4,7-11).

3. La unidad del pueblo de Dios según el testimonio del evangelio de Juan


El testimonio del autor del cuarto evangelio (y todo lleva a pensar que se trata de Juan, el apóstol) intenta afirmar
que Jesús es el hijo del Padre, el hijo de Dios, y que como tal es el redentor del mundo, que ha sido creado a
través de su persona de amor. En ese sentido, el evangelio de Juan procura poner el relieve y anunciar cuál es el
sentido profundo de la vida y de las enseñanzas de Jesús. Cuando se lo estudia con detenimiento surge la

56 El subrayado es mío.

87
evidencia de que la buena nueva anunciada por aquel en quien se encarnó el Verbo plantea una confrontación
radical con los poderes y centros de autoridad que oprimen y dividen a los seres humanos. Su texto está
articulado en torno a las grandes fiestas del año judío: hay tras pascuas (2,13ss; 6,4ss; 11,55ss), una fiesta de
las tiendas (7,2ss), otra festividad no bien identificada (5,1ss) y una fiesta de la dedicación (10,22). En cada una
de estas ocasiones se produce en enfrentamiento de Jesús con quienes pretenden ser guardianes de la religión
del templo de Jerusalén: los sumos sacerdotes, los señores del sanedrín, los levitas, los fariseos, los saduceos, y
también con los poderes políticos que de una u otra manera permitían el desarrollo de la religión del templo.
Con respecto al tiempo de la fiesta de la dedicación, Jesús expuso en forma de una parábola su
enseñanza sobre las ovejas, el pastor, los ladrones y los mercenarios. Comúnmente se conoce este texto como
el discurso sobre ―el buen pastor‖ (Jn 10,1-21). En la relación judía, la figura del pastor tiene una importancia
fundamental. El pueblo que fue liberado por Yavé de la operación egipcia salió al desierto con su ganado, que
siguió con él durante todo el período del Exodo. Fue un pueblo de pastores. Israel se presentó siempre como una
nación pastoril: las tribus rebeldes del Norte, que fueron penetrando gradualmente en las tierras de Canaán, eran
nómadas y cuidaban ovejas y otros animales. La gente del Sur, en cambio los que adoraban a los baales, eran
agricultores. Como lo fue Caín; mas Dios prefirió la ofrenda de Abel, el pastor. Practicar el pastoreo como
actividad económica significaba en aquellos tiempos tener una posición social no muy elevada, ser pobres. Los
pastores nómadas tienen que seguir la evolución del clima, siempre preocupados por encontrar lugares donde el
ganado pueda pastar, evitando las regiones de sequía. Están, por lo tanto, a merced del tiempo. Su condición es
mucho más vulnerable que la de los agricultores, que eran sedentarios.
Israel, luego de haber tomado posesión de las tierras de los cananeos, mantuvo como un símbolo
nacional las realidades del mundo pastoral. No sólo porque los reyes fueron llamados ―pastores‖, sino sobre todo
porque el pastor siempre fue Yavé, el Señor (cf Sal 23). La figura del pastor era, por lo tanto, un símbolo nacional.
Israel era un pueblo cuyas raíces se hundían en actividades de pastoreo. Su formación nacional fue la de una
federación de tribus de pastores oprimidos que lucharon contra agricultores poderosos y los vencieron57. Los
conductores de ese pueblo, los reyes, eran sus pastores. Fue el caso de David, especialmente, pero también de
sus sucesores, tanto en el reino del Sur como en el Norte (luego de la secesión que se produjo después del
reinado de Salomón).
La figura del pastor era, por lo tanto, política y religiosa al mismo tiempo. Actualmente, entre quienes leen
la Biblia sin mayores informaciones, se tiende a acentuar la dimensión religiosa del pastor. Sin embargo, en
tiempos del Antiguo Testamento, y sobre todo antes de que Israel fuera llevado al exilio o dispersado fuera de
Palestina, predominaba una noción política para definir la figura del pastor. Los profetas especialmente, cuando
se referían a los ―pastores‖, tenían en la mente a los reyes de Israel. Estos fueron ―buenos‖ o ―malos pastores‖.
Por ejemplo, en los años que precedieron al exilio babilónico, Jeremías profetizó en nombre de Yavé y dio a
conocer públicamente varios oráculos contra la casa real de Judá, y especialmente contra Joacaz, Yoyaquim y
Joaquín (cf Jer 21,11-22,30). Ello fueron malos pastores: no fueron responsables en la conducción del pueblo.
Entre quienes precipitaron la dispersión del pueblo de Israel, ellos tuvieron un papel fundamental. En el capítulo
23, Jeremías pronuncia el oráculo contra esos malos pastores: ―¡Ay de los pastores que dejen perderse y
desparramarse las ovejas de mis pastos! ─oráculo de Yavé─. Pues así dice Yavé, el Dios de Israel, tocante a los
pastores que apacientan a mi pueblo: Vosotros habéis dispersado las ovejas mías, las empujasteis y no las
atendisteis. Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras ─oráculo de Yavé─. Yo recogeré el resto
de mis ovejas de todas las tierras a donde las empujé, las haré tornar a sus estancias, criarán y se multiplicarán.
Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas, ni faltará
ninguna ─oráculo de Yavé─‖ (Jer 23,1-4).
Inmediatamente, y en contraste con la figura de los malos pastores, Jeremías presentó el anuncio del
buen rey, o, si se quiere, del buen pastor: será alguien que respetará el derecho y hará justicia. Pero, sobre todo,
tendrá suficiente capacidad como para reunir al pueblo de todos los rincones de la tierra (de toda la oikoumene)
por donde había sido dispersado como consecuencia de la mala gestión de gobierno de aquellos ―malos
pastores‖ (Jer 23,5-8).

57Sobre este punto, ver de JORGE PIXLEY, Exodo. Una lectura evangélica y popular, Casa Unida de Publicaciones, México
1983.

88
Ezequiel fue también profeta en el período en el cual Jerusalén sufrió el asedio babilónico. Cuando las
tropas de Babilonia penetraron en Jerusalén y enviaron al exilio a un grupo de personas que vivían en la ciudad,
Ezequiel los acompañó. Al igual que Jeremías, él pensaba que la mayor responsabilidad de lo que había ocurrido
recaía sobre los reyes, ―los pastores de Israel‖. ―…La palabra de Yavé me fue dirigida en estos términos: ―Hijo de
hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza. Dirás a los pastores: Así dice el Señor Yavé: ¡Ay de los
pastores que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? Vosotros os habéis
tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más pingües, no habéis apacentado
el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba
herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y
dureza. Y ellas se han dispersado por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo;
andan dispersas‖― (Ez 34,1-5).
Por eso mismo, según el oráculo de Ezequiel, ya no serán los reyes los que guiarán al pueblo de Israel,
sino el mismo Yavé, que reunirá al pueblo disperso y lo hará volver a su patria, donde reinará la justicia: ―Yo
mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yavé. Buscaré la oveja perdida,
tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la
exterminaré: las pastorearé con justicia‖ (Ez 34,15-16).
En el mensaje del profeta se reconoce la existencia de diferencias sociales: hay quienes se han
aprovechado de la situación, hasta el punto de ayudar a empujar a los débiles a emigrar hacia otras tierras. Hay
pillado a los débiles, se han aprovechado de las miserias de los otros. Pero terminarán estas injusticias, y las
divisiones del pueblo serán superadas. Dios mismo va a hacer surgir un nuevo rey, que reunirá al rebaño
disperso: ―Yo suscitaré, para ponérselo al frente, un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las
apacentará y será su pastor. Yo, Yavé, será su Dios, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de
ellos. Yo, Yavé, he hablado. Concluiré con ellos una alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias
feroces. Habitarán en seguridad en el destierro y dormirán en los bosques. Yo los asentaré en los alrededores de
mi colina, y mandaré a su tiempo la lluvia, que será una lluvia de bendición. El árbol del campo dará su fruto, la
tierra dará sus productos, y ellos vivirán en seguridad en el suelo. Y sabrán que yo soy Yavé cuando despedace
las barras de su yugo y los libre de la mano de los que los tienen esclavizados. No volverán a ser presa de las
naciones, las bestias salvajes no volverán a devorarlos. Habitarán en seguridad y no se les turbará más. Haré
brotar para ellos un plantío famoso; no habrá más víctimas del hambre en el país, ni sufrirán más ultraje de las
naciones. Y sabrán que yo, Yavé, su Dios, estoy con ellos, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo, oráculo
del Señor Yavé. Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo
del Señor Yavé‖ (Ez 34,23-31).
Tanto el mensaje de Jeremías como el de Ezequiel estaban presentes en la memoria del pueblo. Desde
que Israel fue dispersado y una pequeña parte del mismo llevada al exilio en Babilonia, varios siglos habían
pasado. El pueblo pudo retornar a Palestina, reconstruir el templo en Jerusalén. Nuevos poderes opresores,
tomaron cuenta de su situación, sometiendo a Israel nuevamente, y hasta profanaron el templo (como hizo
Antíoco Epífanes), lo que provocó una guerra de liberación que consta en los libros de los Macabeos. El templo
fue reconstruido, pero Israel volvió a caer bajo el poder de Roma. Para la conciencia popular, gran parte del
problema estaba planteado por la actitud obsecuente de las clases dirigentes de Israel, que una y otra vez se
inclinaban ante el poder imperial. Decían estar contra la opresión que sufría el pueblo, pero ciertamente
participaban de la misma. En el pensamiento del pueblo, eran también ―malos pastores‖.
Esto es una parte importante del contexto en el que Jesús presentó la parábola sobre las ovejas, el pastor,
los ladrones y los mercenarios. De hecho, en ese contexto, al decir Jesús que no sólo era ―el buen pastor‖, sino
también ―la puerta‖ del rendil donde las ovejas podían encontrar protección, decide presentarse como el
verdadero conductor del pueblo. Era el pastor que tanto Jeremías como Ezequiel habían anunciado: quien
cuidaría del rebaño con justicia, eliminando la opresión económica y las consecuencias de la misma
manifestadas en las diferencias sociales del pueblo. Este sabe reconocer a sus dirigentes. Por eso seguían a
Jesús y no tenían confianza en los sacerdotes del templo ni en los miembros del sanedrín. Quien está dispuesto
a poner su vida al servicio del pueblo, tal como lo hizo Jesús, es apreciado y seguido. No ocurre lo mismo con los
extraños. En la primera parte del texto del capítulo 10 del evangelio de Juan figura esta parábola de Jesús (vv. 1-
5); sin embargo, quienes lo escuchaban no la comprendieron, lo que llevó a Jesús a ser más explícito: ―Entonces

89
Jesús les dijo de nuevo: En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido
delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no le escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí,
estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las
ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las
ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas.
Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo
conozco a mi Padre y doy la vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a
ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el
Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder
para darla y poder para recobrarla de nuevo; ésa es la orden que ha recibido de mi Padre‖ (Jn 10,7-18).
Las palabras de Jesús escandalizaron a muchos, en tanto que sorprendieron a otros. Los primeros decían
que Jesús estaba demente (v. 20), en tanto que otros reconocían el poder liberador de su mensaje (v. 21).
El texto de la parábola tienen una importancia decisiva para la orientación que los cristianos están
llamados a dar al movimiento por la unidad. Primero, las ovejas significan el pueblo de Israel. En el tiempo de
Jesús, como en el pasado, no tenía conducción responsable: era un rebaño sin pastor. Por eso, cuando aparece
Jesús, lo escuchan. Reconocen en su mensaje un foco de atención común, y ─lo que es todavía más
importante─ reconocen en su acción una guía para recuperar su dignidad, para adquirir la seguridad mínima que
toda vida humana requiere. Jesús es la ―puerta‖: a través de él, el pueblo va a reencontrar su destino de hijos de
Dios. Otros vinieron antes, pero ésos no fueron más que ladrones y asaltantes. Con sus propuestas pusieron en
peligro la vida de la gente, crearon una inseguridad mayor. Por eso el pueblo no los escuchó.
El valor de la conducción del buen pastor radica en el hecho de que está dispuesto a jugarse la vida por el
pueblo. Jesús se presentó como el buen pastor: sus definiciones frente a quienes se aprovechaban de las
condiciones de trabajo y de vida de los pobres de Palestina demostraban que no hablaba en vano. Ya antes de
su muerte, las ―ovejas‖ sabían que tenía fuerza y vida suficientes como para entregarse por el pueblo. El ladrón
mata y destruye; en cambio, Jesús vino para que el pueblo tenga vida y vida en abundancia (v. 10), y por esa
causa, por el bien de las ovejas, está dispuesto a dar su vida. Por eso mismo, es el buen pastor.
El contraste entre éste y los asalariados es muy evidente. Estos últimos, frente al lobo, no se preocupan
por las ovejas, sino por salvarse a sí mismos. Por eso huyen, escapan a sus responsabilidades. Del mismo modo
que Jesús estaba dispuesto a arriesgar su vida hasta las últimas consecuencias, los asalariados no querían
enfrentarse con el ―lobo‖, el poder imperial. Renunciaban de hecho a sus obligaciones, faltaban a sus
compromisos asumidos ante el pueblo. Ante la presencia de las autoridades del imperio romano, en vez de
defender los derechos de los pobres de Israel, callaban y otorgaban. No procuraban que el pueblo tuviera una
vida más plena (zoé), que era ─justamente─ el objetivo de Jesús. El lobo, entonces, se aprovechaba de las
ovejas: las utilizaba mientras podía, o si no, las dispersaba. Ante esos hechos, el asalariado dejaba hacer. Sobre
todo, porque para él sólo contaba el provecho que podía sacar de la situación. En la realidad, como dice Jesús,
no le importaban nada las ovejas. El pueblo no era una prioridad para ellos (v. 13).
La integridad del pastor es un elemento de primerísima importancia teológica. Es en ese amor vivo por el
pueblo, en esa actitud de dádiva hacia él, donde se advierte la relación entre el buen pastor y el Padre. Amarle es
también amar al prójimo. Este mensaje va a parecer en la primera carta de Juan: ―Si alguno dice: ´Amo a Dios´, y
aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a
quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano‖ (1 Jn
4,20-21). El conocimiento del Padre, que se expresó a través de la existencia de Jesús, tuvo su fundamento en
ese profundo amor que el Nazareno mostró a su pueblo. En el evangelio de Juan, durante las conversaciones
que tuvo con sus discípulos en la víspera de su muerte, antes de ser arrestado y juzgado injustamente por
quienes conspiraron contra él, llegó a decir: ―Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos‖ (Jn
15,13).
Ya todo esto era suficientemente como para crear una gran discusión con los judíos. Jesús, sin embargo,
agregó algo más, y muy importante por cierto: ―También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a

90
ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño un solo pastor‖ (Jn 10,16)58. El enviado
del Padre no limita su misión al pueblo de Israel. Su ministerio se concretó en medio del mismo. Sin embargo, la
entrega de su vida tiene una dimensión universal. Hay otros pueblos, además de los judíos, que oirán su voz.
Aquí surge la proyección ecuménica, universal, católica, de la acción de Jesús. Las divisiones entre las naciones
ya no tienen vigencia, partiendo de una perspectiva que se proyecta desde la economía de la historia de la
salvación. Los pueblos de la tierra están convocados a escuchar la voz del buen pastor. No sólo los dispersos de
la casa de Israel, sino también quienes tienen otras tradiciones, otros valores, otras culturas. Entonces se unirán
todos en una sola familia, con un solo guía: el buen pastor, que tiene coraje, y amor a su pueblo como para dar
su vida por él. O sea, la visión final que presenta esta parábola del capítulo 10 del evangelio de Juan es la de una
humanidad reunida y liberada, que comparte la vida en abundancia gracias al amor del Pastor.
Esta unidad de todas las naciones en un solo pueblo de Dios, al igual que en el pensamiento de san Pablo
y de san Pedro, tiene su señal en la vida de la Iglesia. Jesús era consciente de que las dificultades que iba a
encontrar en el futuro la comunidad de los discípulos, así como también la propia naturaleza humana de quienes
la componían, iban a desempeñar un papel de fuerzas centrífugas en la Iglesia. La tendencia no siempre es a la
unidad; muchas veces es a la fragmentación. Los evangelios sinópticos narran algunas tensiones que se
produjeron en el seno del grupo de los discípulos: Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, pretendían ocupar los
cargos más importantes en el reino en caso de que Jesús hubiese tomado el poder, lo que suscitó la indignación
de los otros diez (cf Mc 10,35-45; Mt 20,20-28; Lc 22,24-27). Juan no da testimonio de esta historia. No obstante,
también es cierto que en la noche en que Jesús fue entregado él ya conocía que no existía una unidad plena
entre los doce; no en vano Judas lo traicionó, como también poco más tarde Pedro lo negó, en tanto que otros
desaparecieron. Al pie de la cruz quedaron su madre María, la hermana de ésta, María Magdalena y ―el discípulo
amado‖. Todo lleva a pensar, pues, que la cohesión y la unanimidad no eran plenas en el grupo de quienes
estaban más próximos a Jesús.
Eso explica algunas cosas que ocurrieron la última noche que pasó con sus compañeros: el ejemplo de
humildad que les dio cuando tomó el lebrillo, se ciñó la toalla y comenzó a lavar los pies de los discípulos (Jn
13,1-20); la insistencia en que reinase el amor entre ellos (13, 31-35); las palabras de confianza sobre la venida
del Paráklito (el Espíritu de la verdad) que alentará y dará fuerzas a los creyentes en medio del odio del mundo,
las persecuciones y la represión ( 15, 18-16,33). Jesús, de modos diversos, exponía su preocupación por el
destino del movimiento que había formado. Hacía entender a sus discípulos que no debían caer en la trampa de
la desunión, de las discusiones y las divisiones.
Por eso, culminando ese serie de discursos que el evangelista Juan puso en boca de Jesús como
habiendo sido pronunciados esa última noche antes de su crucificación, está la oración por la unidad (Jn 17),
conocida también como ―oración sacerdotal‖ de Jesús. Aparecen en la misma elementos que ya habían sido
indicados en la parábola sobre las ovejas, el buen pastor, el ladrón y los asalariados: el pueblo de Dios abarca
mucho más que Israel. Otros también creerán en Cristo. Y Jesús ora por todos los de la Iglesia, los de su
comunidad, para que expresen la unidad que será prueba del valor del mensaje del evangelio. ―No ruego sólo por
éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como
tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú
en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a
ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también
conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación el
mundo‖ (Jn 17,20-24).
Jesús ya no enseñó más a sus discípulos; se dirigió al Padre en oración. Es una razón muy profunda la
que lo condujo a poner delante de Dios esta preocupación por la unidad de los suyos. Por un lado, porque
quienes creen en él y en el mensaje que presentó son los que tienen la responsabilidad y el privilegio de
continuar su obra. Por lo tanto, ellos están llamados a expresar, a través de sus propias relaciones fraternas, el
espíritu de profunda y estrecha unión que existe entre el Padre y el Hijo. La razón por la cual la unidad de la
Iglesia es una prioridad altísima es de carácter teológico: tiene que ver con el ser de Dios. Este no puede ser

58 El subrayado es mío.

91
presentado mediante disensiones y separaciones. Por eso mismo es posible decir que la unidad de la Iglesia,
más que una necesidad institucional, es una exigencia teológica. Por otro lado, aun en momentos muy difíciles,
como podían ser las persecuciones que los cristianos ya estaban comenzando a sufrir poco antes de que fuera
escrito el evangelio de Juan, se afirma la importancia de la unidad por una razón misionera: hay que estar unidos
―para que el mundo crea‖. No se trata de afirmar que un cierto tipo de comprensión de la fe es más correcto que
otro, ni que una línea confesional es más tradicional que las demás, o que algunas maneras de expresar la
piedad cristiana son ―más evangélicas‖ que las del resto (que parecen ser ―mundanas‖). Lo que está en juego es
nada menos que el testimonio de la relación íntima entre Dios y Jesús, entre el Padre y el Hijo. Dicho de otra
manera, la unidad cristiana indica que el Dios revelado en Jesucristo, su Hijo unigénito, encarnación del Padre,
es un ser que ama y que quiere el bien (―la vida en abundancia‖, o sea la que vive sin necesidades espirituales ni
materiales) de todos los seres humanos.
Esta unidad por la que Jesús oró no es abstracta. Según los términos de su plegaria, tiene que
manifestarse en términos históricos, concretos, propios del ―mundo‖: ―No te pido que los retires del mundo, sino
que los guardes del maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu
palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo‖ (Jn 17,15-18). O
sea, como muchas veces lo hemos señalado en estas páginas, la unidad del pueblo de Dios debe manifestarse
en situaciones bien precisas. Del mismo modo que la unión entre el Padre y el Hijo se evidenció en un momento
histórico bien definido, cruzado por tendencias conflictivas, también la unidad de quienes creen en el hijo de Dios
tiene que producirse en medio de las luchas y tensiones de la historia.
Sólo así la Iglesia será la señal de la unidad e la humanidad redimida que Dios quiere construir.

Recapitulación
Infelizmente, las tensiones y las divisiones aún persisten en la vida de la Iglesia. Expresan la realidad del pecado
que pervierte la vida humana: enemistades entre los pueblos, personalismos, ambiciones desmedidas de poder,
diferencias sociales y antagonismos que resultan de las mismas, injusticias que derivan en opresión de algunos
sobre muchos, etc. Sin embargo, la realidad del pecado no es la última palabra. Dios en Jesucristo venció al
pecado en la cruz. Esta afirmación de la fe cristiana debe mover a quienes están motivados a vivir según esa fe a
enfrentar aquellas situaciones que evidencian la división entre los seres humanos.
En efecto, el propósito de Dios para con toda la creación es hacer que los contrarios se reconcilien, que
los enemigos lleguen a abrazarse como hermanos. Para que los hombres y las mujeres de toda la tierra
(oikoumene) lleguen a tomar conciencia de esto, Dios ha dado al grupo de quienes han creído en su Palabra, o
sea a la Iglesia, la misión de proclamar ese mensaje de reconciliación (cf 2 Cor 5,14-21) y de vivir concretamente
tal unidad.
El testimonio bíblico nos muestra varios caminos para llegar a esa práctica: algunos tienen que ver con los
fundamentos de la fe. A partir de la propia experiencia de Dios: Padre, e Hijo y Espíritu Santo, la comunidad tiene
que vivir esa unidad, recordando a Jesucristo, anunciando su reino, participando en un solo bautismo, en una
sola eucaristía porque una es nuestra fe y uno es Dios.
Frente al hecho de las divisiones, y, por consiguiente, de la ausencia de esa unidad, hay que encarar esta
exigencia como una marcha a través de un proceso. Este procura la edificación de la Iglesia como si fuera una
familia, una casa (oikos, oikía), en la que se construye la fraternidad a través del encuentro franco, sincero, no
exento de críticas. A través de ese descubrimiento del otro en el amor fraterno, se da un diálogo que permite
aproximaciones. Este camino no es fácil, sobre todo porque ─como ya se dijo─ está convocado a plasmarse en
condiciones frecuentemente muy difíciles, con tensiones muy grandes, en un contexto de opresión y de lucha de
los oprimidos por la liberación.
Luchar por la unidad significa, entonces, hacer frente al ―ladrones y asaltantes‖, falsos pastores que
conducen al pueblo a mayores dificultades. Presupone criticar y exponer a la opinión pública a los ―asalariados‖,
que huyen cuando aflora el peligro y escapan al cumplimiento de sus responsabilidades. La lucha por la unidad
exige la entrada de sí, como hizo Jesús. Esta garantiza la sustancia del mensaje.
Así será posible que ―todos tengan vida y que la tengan en abundancia‖. Es el camino necesario a recorrer
―para que el mundo crea‖.

92
UNIDOS PARA QUE EL MUNDO CREA (1985)

Pero luego comenzaron a discutir cuál de ellos debía ocupar el primer lugar. Jesús les dijo: ―Los reyes de las
naciones se portan como dueños de ellas, y los que gobiernan se hacen llamar bienhechores. Ustedes no deben
ser así. Al contrario, el más importante entre ustedes se portará como si fuera el último, y el que manda como el
que sirve.
Pues, ¿quién es el más importante, el que está sentado a la mesa o el que sirve? El que está sentado, ¿no es
cierto? Sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve.
(LUCAS 22:24-27)

L a experiencia de los movimientos populares en la lucha por la justicia pone en evidencia que uno de los
mayores problemas que deben enfrentar es el de las luchas internas, con sus consecuencias, entre las que
hay que destacar la tendencia a la fragmentación, al divisionismo, a la creación de fracciones que luego se
enfrentan unas a otras. Mientras el movimiento avanza y va consiguiendo algunas victorias, es más fácil
mantener la unidad en el desarrollo de la lucha. Basta, sin embargo, que surjan algunas dificultades y contra
tiempos para que se radicalicen las críticas y se formen grupos, cada uno de los cuales plantea su posición como
si fuera una verdad infalible. La intolerancia, virus maligno, penetra en el cuerpo de la organización popular que
se divide, perdiendo así las fuerzas y eficacia.
La sobriedad de los relatos evangélicos, preocupados sobre todo con la presentación de los hechos más
importantes de la vida de Jesús, permite entrever a lo largo del hilo de sus narraciones, que cuando Jesús y su
grupo comenzaron a enfrentar los diversos desafíos de aquella semana de pascua en Jerusalén, se produjeron
entres los apóstoles algunas fricciones, surgieron anhelos ambiciosos orientados hacia la adquisición de poder,
en tanto que hubo quien se sintió frustrado constatando el giro que tomaban los acontecimientos. Esto último
parece ser lo que ocurrió con Judas, quien debe haber tomado parte del grupo que expresó su descontento
cuando Jesús, cenando en casa de Simón el leproso, en Betania, no sólo permitió sino que también tuvo
palabras de aprecio por aquella mujer que derramó el contenido de un fracaso de mármol con precioso perfume
adentro.

Al ver esto los discípulos se enojaron y dijeron: ―¿Con qué fin tanto derroche? Este perfume se habría podido vender
muy caro para ayudar a los pobres‖. Jesús defendió la acción cumplida por aquella mujer. Fue entonces que Judas
tomó la decisión de traicionarlo por un puñado de monedas (Mt. 26:6-16).

De acuerdo al texto de Lucas, fue en ocasión de la última cena que se produjo la discusión entre los doce
sobre quién ―debía ocupar el primer lugar‖ de lo comunidad (Luc. 22:24-27). El Evangelio de Marcos presenta
este pasaje antes de llegar a Jerusalén, por lo tanto en un tiempo previo a la semana de Pascua (Mc. 10:35-45).
El texto de Mateo sigue el esquema de Marcos (Mt. 20:2-ss). El texto del cuarto Evangelio, sin narrar los
acontecimientos, los presupone como antecedente del gesto de lavado de pies de los discípulos llevado a cabo
por Jesús (Jn. 13: 1-ss). Son tres ocasiones en las que Jesús y los discípulos sentían con mayor o menor grado
que cerco de amenazas se estrechaba en torno a ellos. Es un momento en el que se perfilan las ambiciones.
Quienes tienen un concepto de sus personas que los mueve a procurar posiciones de comando se hacen notar.
Fue lo que ocurrió con Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, cuya madre según el texto de Mateo ─o ellos
mismos, de acuerdo con el testimonio de Marcos─ se aproximó a Jesús para obtener una consideración especial
para sus hijos llegado el momento de instaurar el Reino. Son comportamientos humanos, demasiado humanos.
En la forma como Lucas organizó los materiales a su disposición para redactar su texto, la discusión sobre
este problema tuvo lugar en torno a la mesa. Todos los discípulos conversan con Jesús sobre el asunto. Fue
Jesús mismo quien promovió el intercambio de ideas. Eso lleva inmediatamente a tomar conciencia de que la
participación en la Cena del Señor no significa que quienes componen la comunidad de fieles superan la
tentación del poder, del comando. La comunidad daba en aquella ocasión un testimonio de que no todos los que
se acercan a Cristo lo hacen con un espíritu de seguimiento, cultivando un carácter de discípulo. El espíritu
humano que anhela el poder ─el espíritu de cada hombre, de cada mujer─ busca llegar a dominar, a ejercer el
mando, y eso también está presente en la celebración más importante de la fe cristiana.

93
La posición que muestra Jesús se caracteriza por la intransigencia del amor. Quien anhela ser
importante en el Reino de Dios tiene que aprender del Maestro, que se hizo servidor de todos:

Los reyes de las naciones se portan como dueños de ellas, y los que gobiernan se hacen llamar bienhechores.
Ustedes no deben ser así. Al contrario, el más importante entre ustedes se portará como si fuera el último, y el que
manda como el que sirve. Pues, ¿quién es el más importante, el que está sentado a la mesa o el que sirve? El que
está sentado, ¿no es cierto? Sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve (Luc. 22:25-27).

No hay novedad en esta posición del Señor Jesús. Ya había expresado lo mismo cuando en otra
ocasión también sus seguidores:

Comenzaron a discutir sobre cuál de ellos era el más importante. Pero, Jesús se dio cuenta de lo que les preocupaba
y, tomando a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: ―El que recibe este niño por causa de mi nombre, me recibe a mí,
y el que recibe a mí, recibe al que me envió; porque el más pequeño entre ustedes, ése es el más grande‖ (Luc.
9:46-48).

El seguidor es quien ofrece el pan y hace circular la copa para que beban y se alegren quienes se sientan
a la mesa. El servidor es quien va construyendo canales de comunicación entre los invitados al banquete. Así,
poco a poco, va tejiendo una malla que permite el encuentro ─y hasta la reconciliación─ entre personas que
hasta ese momento podían estar separadas. La comunidad que sella su relación en torno a la mesa del Señor,
por el servicio de éste, se ve llamada a esta práctica de unidad, de aceptación de la otra persona, de
reconciliación: Hay un texto del Sermón del Monte donde se subraya esta necesidad de hacer la paz con los
otros:

Saben que se dijo a sus antepasados: ´No matarás, y el que mate será llevado ante la justicia´. Yo les digo más:
cualquiera que se enoje contra su hermano, es culpable, y el que lo trate de tonto será llevado ante el Tribunal
Supremo, y el que lo trate de renegado de la fe, es digno del infierno. Por eso, cuando presentes una ofrenda al altar,
si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el altar, anda primero a
hacer las paces con tu hermano y entonces vuelve a presentarla (Mt. 5:21-24).

En la vida de una comunidad existe problemas, momentos de enfrentamiento entre quienes han asumido
posiciones diversas. Los debates pueden llegar a ser ásperos. Hasta las relaciones pueden enfriarse. Todo ese
es humano. La situación, empero, se vuelve peligrosa, cuando la intolerancia lleva a una de las partes (o a
ambas) a procurar la segregación de la otra, o a buscar su sometimiento. Es el momento en el que surge la
tentación del poder, del control, de la afirmación de la propia superioridad. Esta tendencia no sólo existe entre las
personas, también se la advierte entre las instituciones. Las iglesias una y otra vez la han manifestado a lo largo
de la historia.
Esto tiene mucho que ver con el problema que se plantea cada vez en términos más agudos de la
intercomunicación. Por un lado, nadie puede dejar de reconocer, que cuando Jesús tuvo la cena con sus
discípulos, invitó a quienes formaban parte del círculo más próximo de sus colaboradores. Había otros que
pudieron recibir ese honor: por ejemplo, algunos del grupo de los ―setenta y dos‖ que fueron enviados a visitar las
ciudades y lugares por los que luego Jesús andaría (cf. Luc. 10:1-24). Sin embargo, no fue el caso. Por otro lado,
los testimonios históricos abundan y llevan a afirmar que en las iglesias de los primeros siglos que siguieron a la
muerte y la resurrección de Jesús, había un extremo cuidado par que celebrasen la eucaristía bautizados que
probaban fehacientemente en su existencia cotidiana su fe en Jesucristo. O sea, se procuraba con todo rigor
evitar la profanación de la Cena del Señor. La hospitalidad eucarística no se aplicaba con facilidad. La mesa no
estaba abierta a todos.
Este rigor todavía persiste en nuestro tiempo: muchas iglesias no abren la mesa de comunión a los fieles
de otras denominaciones. Se arguye a favor de esta actitud con razones muy válidas. Los argumentos canónicos,
formales, son las barreras legales aplicadas celosamente por quienes se oponen a la práctica de la
intercomunión. Pero, al mismo tiempo, también es necesario constatar que hay cristianos de diferentes
tradiciones que comparten esperanzas, luchas, sufrimientos, testimonios, que oran y leen la Biblia juntos, y que

94
no se conforman hoy con tener que celebrar la eucaristía por separado. Se trata de hermanas y hermanos de
diferentes iglesias, profundamente leales a las mismas, que en virtud de sus testimonios de fe han ido anudando
fuertes lazos de amistad y compañerismo cristiano. Comparten sueños y vigilias, ayunos y rezos. No obstante,
hay cánones que en su formalidad niegan lo que Dios en la vid ay en la historia va llamando a ser como
comunidad. Pese a la comunión real que como personas experimentan, las tradiciones eclesiásticas a las que
pertenecen los obligan a separarse cuando llega el momento de la celebración eucarística. Junto a la
preocupación de ser fieles al Señor que los llama a ser ―uno‖ en el pueblo de Dios, está su conciencia de ser
leales a cuerpos eclesiásticos, cuya intransigencia no es siempre un reflejo de apego y lealtad a la fe. En efecto,
nadie puede negar que en toda intransigencia haya aspectos que están más cercanos a la voluntad de control y
de poder, que a la vocación de servicio. Muchas veces esta distancia que infelizmente persiste entre muchos
cuerpos eclesiásticos cuando llega el momento de la solemnidad eucarística, traduce también otros tipos de
separaciones que afectan a las iglesias. Diferencias incluso más hondas, de carácter social, económico, político y
cultura.59
Esta situación lleva a plantear inmediatamente algunos puntos relativos a la práctica eucarística de las
iglesias. Por ejemplo, surge la constatación de que hay una tensión entre el espíritu de servicio con el que Jesús
instituyó la celebración de la Cena, y la decisión de controlar la aproximación a la Mesa de la comunicación. Nos
parece que el acento tiene que colocarse sobre lo primero. La eucaristía, como prefiguración del banquete del
Reino, exige una actitud de mutuo reconocimiento, que comienza cuando hay una confesión mutua de pecados y
un perdón compartido. No hay posibilidades de descalificar la fe de los demás en torno a la Mesa, cuando esta
misma fe conduce a los creyentes a pedir el mutuo perdón por sus divisiones, por las fracturas del cuerpo de
Cristo.60
De no manifestarse esta reconciliación, entonces la solemnidad de la Cena pierde mucho de su
significación escatológica. El qué de la eucaristía no puede ser separado del cómo, según lo señalara
cuidadosamente San Pablo a los Corintios. De ahí que parezca conveniente insistir que las iglesias y los
cristianos son llamados a expresar en su propia vida este amor, esta reconciliación que es la mejor garantía de
que las relaciones de quienes serán recibidos en el Reino son de una profunda afinidad espiritual, de gran
fraternidad. La comunión eucarística no existe sin una práctica concreta del amor por los demás, especialmente,
por los más pobres y desvalidos. En el Evangelio de Juan, justamente el gran mandamiento de amor es indicado
por Jesús en el contexto de la última cena:

Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor, así como yo permanezco en el amor de mi Padre,
guardando sus mandamientos. Yo les he dicho todas estas cosas para que participen en mi alegría y sean
plenamente felices. Ahora les doy mi mandamiento: Ámense unos con otros, como yo los amo a ustedes. No hay
amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si cumplen lo que yo les mando. Ya
no les diré servidores, porque un servidor no sabe lo que hace su patrón. Les digo: amigos, porque les he dado a
conocer todo lo que aprendí de mi Padre.(…) Yo les ordeno esto: que se amen unos a otros (Juan 15:10-15; 17).

La fuerza de este mandato, como por lo demás, de todo lo que se relaciona con la eucaristía, está en la
misma vida de Jesús. Esta es la garantía del misterio pascual, la que lo autentica. Cuando el mandato de Jesús
se traduce en una práctica de amor, ya no hay barreras entre los seres humanos, ni estructurales, ni
existenciales, ni legales.
Sin embargo, el amor es puesto a prueba una y otra vez, a veces cuando menos se lo espera. Los
obstáculos pueden surgir en cualquier momento de la vida de la comunidad, y con ellos pueden venir nuevas
tensiones, nuevos motivos de división. Jesús tuvo conciencia de esta situación; presintió que sus seguidores
serían sacudidos por situaciones de esa índole. Eso ocurrió cuando hubo que enfrentar oposiciones y
persecuciones. Hubo, también, otros motivos de división (por ejemplo, en la comunidad de Corinto: cf. I Cor. 1-3),
pero no tan graves como los ocasionados por la búsqueda de poder para conducir a la Iglesia frente a las serias
dificultades que le crearon sus opositores.

59 Tissa Balasuriya, op. cit., p. 4.


60 Cf. J. Zizioulas, en el libro escrito con J.M. Tillard y J:J: von Allmen: L´Eucharistie: op. cit., pp. 73-74.

95
Frente a la eventualidad de ese riesgo, aparece al final de la última cena, en el texto del Evangelio de
Juan, la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Allí ruego al Padre que quienes creen en su Palabra
vivan en unidad (cf. Esp. Juan 17:20-23). Luego de haber comido juntos, después de haber sellado la existencia
de la comunidad con los alimentos compartidos, tras haber mostrado el camino de servicio y amor a seguir con el
gesto del lavado de pies, Jesús destaca la importancia decisiva de la unidad para la comunidad de creyentes.
Todo eso se concentra, según el testimonio del cuarto Evangelio, en ocasión de la última cena.
La eucaristía aparece entonces como la ocasión, el ámbito, para que llegue a concretarse el misterio, el
sacramento de la comunidad. Esta se manifiesta en una práctica de la participación a través de la que se expresa
la koinomía, la comunión en el cuerpo de Cristo.61 La unidad de la iglesia es inseparable de la participación
comunitaria. Esta, a su vez, significa ―compartir lo que somos y tenemos. El corazón de nuestra fe es un Dios que
se compartió a sí mismo en su propio ser trino de Padre, e Hijo y espíritu Santo; y sobre todo, que se comparte a
sí mismo con la creación de la humanidad y de la naturaleza. El Reino de Dios es la realidad y la promesa de
esta comunidad para compartir con la Deidad. Cuando Pablo apela a la dividida iglesia de Corinto para compartir
sus bienes con los pobres de la iglesia madre de Jerusalén en II Corintios 8-9, utiliza todas las palabras claves de
la fe ─gracia y acción de gracias (charis), gozo (chara), amor (agape), servicio (diakonía), liturgia (leiturgia),
igualdad (isotes), bendición (eulogía), generosidad del corazón (haplotes), y comunión (koinonía). Basa su
llamado en el propio gesto de Cristo:

Este servicio será para ellos una prueba; darán gracias a Dios porque ustedes comparten generosamente con ellos y
con todos. Rogarán a Dios por ustedes y les tendrán cariño por la maravillosa gracia que derramó sobre ustedes. Sí,
gracias a Dios por su don, que nadie sabría explicar (II Cro. 9:13-15).62

Esta comunión lleva al ejercicio concreto de la solidaridad con los pobres, a la conversión de los opresores
para que asuman el punto de vista de los oprimidos. Sólo así, de abajo hacia arriba, pasando por la cruz, se llega
a una efectiva reconciliación. Por eso, coherente con la exigencia de Jesús a los discípulos (Luc. 22:24-27), Tissa
Balasuriya reclama que se restaure en la vida de a iglesia la comprensión de la eucaristía desde el lado de los
oprimidos:

El cristianismo ha sido distorsionado y deformado por su alianza con los poderes que han ejercido su dominio sobre
el mundo. Aquéllos de nosotros que pertenecemos al polo dominado durante la época moderna sabemos de qué
manera el Cristianismo tomó partido a favor de la opresión. Tenemos que reflexionar desde el lado del oprimido.
Debemos preguntarnos ¿cuándo ayuda la Eucaristía a nuestra liberación? (…) ¿Hasta qué punto es el culto oficial de
las iglesias un medio real de liberación concreta? ¿Ayuda a que las personas se transformen genuinamente, de tal
modo que lleguen a aceptar los volares eucarísticos que conducen a una práctica solidaria del compartir? En este
sentido, ¿ayuda a construir objetivamente el Reino de Dios, según los valores de la verdad, el amor, la justicia y la
paz?63

Cuando ese espíritu ─ese mismo que hubo en Cristo Jesús (cf. Fil. 2:5-8)─ se manifiesta en la eucaristía,
ésta llega a adquirir credibilidad. Sobre todo para el pobre, para el desvalido. Eso lo apela a creer en la
reconciliación, en el Reino. Lo que está en juego aquí es nada menos que la posibilidad de creer en el Evangelio.
Esta última parece indisociable de la existencia de una comunidad eucarística, la que se manifiesta
cotidianamente comprometida con el Reino. Así, la Cena del Señor pasa a orientar la pastoral de la Iglesia. Por
otro lado, es la fidelidad de la pastoral al Evangelio que anuncia el Reino de justicia a los pobres, que da garantía
del valor de la práctica eucarística de la comunidad.

61 Cf. Philip A. Potter: A Call to costil Ecumenism, en The Ecumenical Review, Vol. 34, no. 4; Octuber 1982, p. 341. Ginebra,
CMI.
62 Philip A. Potter: A Growing Community of Faith, en The Ecumenical Review, Vol. 32, no. 4; Octuber 1980, pp. 382-383.

Genova: WCC.
63 Tissa Balasuriya, op. cit., p. 6.

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Este espíritu es un espíritu de unidad. Cuando surge, hay una fuerte necesidad de reunirse en torno a
una sola Mesa.64 Claro que esto plantea problemas. No puede ser de otra manera. Ocurrió del mismo modo
cuando Jesús tuvo su última cena con los doce. Varias veces éstos se turbaron. El punto no radica en evitar los
problemas, sino en ser fieles a la institución eucarística. A ese espíritu que lleva a compartir. A compartir la Mesa.
Compartir el pan y el vino para florecer en amistad, en comunidad.

64 Max Thurian: Une Seule Eucharistie. Taizé: Les Presses de Taizé; 1973, pp. 127-128. ―Esta actitud, única esperanza de la
reconciliación, apela al espíritu de pobreza, a la verdadera humildad, a la abertura del corazón al don del Espíritu creador. La
Iglesia no puede dejar de tener este espíritu de pobreza y de humildad (…)‖.

97
98
COSTO SOCIAL Y SACRIFICIO A LOS ÍDOLOS (1986)

A fin de conocer mejor nuestra ubicación social y de dar sentido a las acciones que emprendemos,
analizamos tanto los aspectos estructurales como los coyunturales de la situación en la que nos
encontramos. El análisis de estructura se encara como la tarea que nos permite llegar a distinguir y separar las
partes que componen la organización de la realidad hasta llegar a conocer los elementos fundamentales de la
misma. En cambio, el estudio de la coyuntura es mucho más dinámico: tiene en cuenta la evolución de esa
realidad. En ese sentido es posible compararlos a la trama de una obra teatral que se desarrolla en un escenario
dado y en la que participan diversos actores. Algunos desempeñan papeles protagonices, en tanto que hay otros
que son sus antagonistas. También hay corifeos, como los que dirigían el coro en la tragedia clásica: orientan las
voces de las grandes masas, y junto a ellas van y vienen por los caminos abiertos a través de las aventuras o
desventuras que se representan en la pieza.
El origen del teatro, como se sabe, tuvo en Grecia connotaciones religiosas, propias del culto a Dionisio, el
dios del vino y de la alegría (pero también de la tristeza). El ser humano, que vive diariamente sometido a
presiones de trabajo, a códigos de conducta, como metido en una camisa de fuerza que lo obliga a
comportamientos uniformes, siente la necesidad periódica de escapar a tales exigencias. Procura la fiesta, que
abre la posibilidad de lo extraordinario, de la orgía. Es la ocasión propicia para vivir los días fastos, oportunidad
para el encuentro con aquellas fuerzas cósmicas que son consideradas sagradas. La compañía de la multitud, la
danza, la bebida, llevan a la alegría, al desborde y muchas veces a la violencia, que es expresión de fuerza y
pulsión profunda del ser de cada uno. Por eso mismo Nietzche colocaba el origen de la tragedia (o sea, del
teatro) en el espíritu dionisíaco, rechazando la decadencia inherente a lo apolíneo.
Para los griegos la tragedia no se limitaba a aventuras humanas. Lo que se representaba ante la multitud
reunida en ocasión de las fiestas dionisíacas eran enredos que tenían dimensiones cósmicas, en los que se
entrelazaban acontecimientos humanos con acciones propias de los dioses y sus decisiones irrevocables. Se
trataba de una lucha, de agonías, de vida y de muerte, de amores y odios, de pasiones y destinos decisivos, de
confrontaciones difíciles, que en el caso de la tragedia exigían el sacrificio. El vino alegre se transformaba
entonces en el vino triste. La máscara de la comedia es inseparable de la de la tragedia; la alegría es vecina de la
tristeza. No se trata de una coexistencia pacífica entre esos contrarios, sino de una tensión que crece hasta ser
insoportable, exigiendo ser resuelta a través de la negación de uno de ellos. La lucha, pues, está en el centro
mismo del teatro. La violencia es parte constitutiva de la trama. No puede ser de otro modo, pues la vida es
confrontación, fuerza y violencia.

Por eso el teatro consiste fundamentalmente en un enfrentamiento de acciones y palabras en torno a una cuestión
vital. Los participantes están divididos también en dos bandos. […] De ahí que estos temas de la muerte y la vida
sean centrales al teatro. Proceden en su m .i de la religión agraria, aunque a nosotros nos lleguen a través del espejo
de la epopeya. El agón a través del enfrentamiento violento de dos grupos o de dos personas, estimula el
enfrentamiento de las fuerzas de la naturaleza y el triunfo de una de ellas; dicho de otro modo, la venida del buen
tiempo, el nacimiento y desarrollo de las plantas y animales útiles al hombre.. . . Tenemos con esto una explicación
del trasfondo cósmico de la violencia tanto en el culto como en el teatro. Se notará que así (se percibe) al sacrificio
como el rito regenerador de la vida. Ahora se nos aparece el mismo fenómeno sacrificial, pero desde una perspectiva
nueva, la de la violencia.65

Esas luchas eran explicadas como enfrentamientos de fuerzas trascendentes: la necesidad de orden en la
sociedad frente a la afirmación de la justicia o el derecho a la verdad. O del destino personal frente a las
exigencias sagradas que no debían ser quebradas. En el fondo, según la comprensión de quienes participaban
en aquellas fiestas que dieron origen al teatro, muchas veces esas confrontaciones eran percibidas como luchas
entre los dioses. Es menester reconocer, por cierto, que esa lucha entre seres divinos no es exclusiva del mundo
helénico. También aparece en el contexto de la historia de Israel. Sólo que en ésta el enfrenta-miento se da en
términos mucho más nítidos. En la Biblia se afirma de manera tajante que la pelea es entre JHVH (Yavé), el
Señor Vivo de nombre impronunciable, el único dios, y otras deidades que no son reales, sino fruto de la

65 Luis Maldonado, La violencia de lo sagrado. Salamanca, Sígueme, 1974, pp. 153-154.

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inteligencia y del trabajo humano, pero en las que quienes fueron sus artífices colocan un poder que estiman tras-
cendente a sí mismos. En este sentido, la afirmación del Decálogo es bien clara: ―Yo soy Yavé tu Dios, el que
te sacó de Egipto, país de la esclavitud. No tengas otros dioses fuera de mi. No te hagas estatua ni
imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra., y en las aguas debajo de la tierra.
No te postres ante esos dioses, ni les des culto, porque Yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso. (Ex. 20.
2-5a)‖.
Yavé es un Dios liberador. Es aquél de quien no hay imágenes. Es también dios de un pueblo que no
tiene poder. Es el dios de los oprimidos, de quienes ansían la liberación. El tótem que representa a una divinidad,
de una u otra manera simboliza la fuerza u otra cualidad del pueblo que afirma creer en esa divinidad. Por
ejemplo, el león representaba la fuerza del pueblo asirlo. El buey, la potencialidad reproductora del ámbito donde
moraban los egipcios. La serpiente era el tótem de los canaaneos, adoradores de los reales. Mas Yavé, dios de
los esclavos, de un pueblo sin poder, no tenía representación. Sin embargo, ese dios de un pueblo sin poder, es
el más fuerte entre todos los dioses. Si los otros dioses legitiman la opresión, la dominación, el control social, el
orden que debe existir (según la perspectiva que nace del poder) entre los estamentos sociales, Yavé es aquel
que se proyecta hacia el futuro, cuando la realidad será transformada, cuando los esclavos de Egipto alcanzarán
liberación, cuando los campesinos sin tierra entrarán en el país que mana leche y miel, cuando la justicia será
hecha a los pobres, cuando la libertad será más fuerte que la necesidad.
El análisis de coyuntura nos permite comprender de qué manera la realidad humana está tejida a través
de conflictos, luchas y contradicciones. Si en el pasado la explicación de lo mismos era dada frecuentemente a
través de representaciones religiosas, hoy tenemos que enfrentar la exigencia de explicar nuestras luchas en
términos concretos, bien humanos. No obstante, ese mismo imperativo nos lleva a comprender cómo muchas
veces se cubren situaciones de injusticia y opresión con el manto de lo religioso. Entonces lo que ocurre a los
seres humanos pasa a ser considerado como ineluctable, fatal. En torno a las cosas humanas se fabrica un
misterio para que los problemas históricos no sean tocados, para evitar que sean transformados. Así es como
surgen los ídolos. Marx lo demostró en el Capítulo I de El capital al hablar del carácter fetichista de las mer-
cancías.

1. Mercado, el atrio del templo


Tenemos tendencia a pensar que los ídolos son adorados por mentalidades primitivas o supersticiosas. Así,
quienes usan talismanes o fetiches se consideran como personas no suficientemente evolucionadas, cuya cultura
no ha llegado a un nivel adecuado de madurez humana. Este tipo de conceptos es fruto del iluminismo, cuando
se afirmó la necesidad de que la persona humana llegara a ser autónoma y adulta. Entre los rasgos principales
de esa autonomía se encuentra la independencia de elementos extraños al ser humano, especialmente aquellos
de índole religiosa.
Un examen rápido de ciertas realidades que experimentamos cotidianamente nos demuestra que la
existencia de ídolos aún está presente en nuestras sociedades, no sólo entre quienes no han ―evolucionado‖
suficientemente desde el punto de vista de una cultura moderna y científica, sino también entre aquellos que
aparentemente se ajustan rígidamente a las exigencias de la cultura moderna. Por ejemplo, en el plano
económico, quien no se amolda a ―las leyes del mercado‖ es considerado un sujeto irracional. Su comportamiento
pasa a ser riesgoso, y por lo tanto ―imprudente‖. Este tipo de conducta no sólo es juzgada como moralmente
nociva (según los códigos que rigen las relaciones económicas) sino como perturbante, verdadera fuente de
alteraciones de lo que se entiende debe ser el mercado en el mundo capitalista.
Se deja de ver entonces que el mercado es un lugar humano por excelencia. Se lo transforma en un
espacio frío, glacial, como si en él no existieran intereses, pasiones, convergencias, afinidades, etc. El mercado
real, aquel que se encuentra en cualquier aldea del mundo, no es apenas el lugar donde vamos a trocar bienes
por dinero, o mercancías por otras mercancías, sino que también aparece como el ámbito donde las personas se
encuentran, conversan, dando así lugar a la circulación de informaciones correctas y de rumores. El mercado es
el ambiente donde se tejen amistades y se crean enemistades, donde las personas van hasta para enamorar.
Todo eso ignoran quienes entienden que el mercado debe ser un ámbito regido por reglas propias, autónomas,
que de ninguna manera pueden ser violadas. Se llega así a la sacralización del mercado. No cuesta mucho
trabajo comprender quienes son los que llevan a cabo este proceso, que aliena al mercado de su carácter tan

100
humano. Son, justamente, quienes controlan los mecanismos de funcionamiento de ese mismo mercado, quienes
tienen poder sobre el mismo.
Son esas mismas personas (o grupos de intereses) los que pretenden que el mercado debe ser libre. O
sea, que sobre él no se deben ejercer otras influencias aparte de aquéllas que emanan del proceso de oferta y
demanda. Un ―mercado libre‖ ya no es un mercado humano. Lo humano se manifiesta como fuente de apetitos,
de deseos, de necesidades, que de una forma u otra se expresan en acuerdos comerciales. Un ―mercado libre‖
ya no pertenece a todos los seres humanos, sino exclusivamente a quienes pasaron a. controlarlo. De ahí la
obligación que éstos experimentan de recurrir a elementos misteriosos, metafísicos, que ayudan a encubrir el
funcionamiento de los resortes y mecanismos del mercado. Así, por ejemplo, Adam Smith habló de la ―mano
providencial‖ que rige el espacio mercantil, inspirando a epígonos contemporáneos que se han transformado en
los grandes defensores de esta desvirtuación del mercado.66 Señalaba Max Weber con acierto que:

Cuando el mercado se abandona a su propia legalidad, no repara más que en la cosa, no en la persona, no conoce
ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones humanas originarias portadas por las
comunidades de carácter personal [...] Semejante objetivación —despersonalización— repugna, como Sombart lo ha
acentuado en forma brillante, a todas las originarias formas de las relaciones humanas. El mercado ―libre‖, esto es, el
que no está sujeto a normas éticas, con su explotación de la constelación de intereses y de las situaciones de
monopolio y su regateo, es considerado por toda ética como cosa abyecta entre hermanos. El mercado, en plena
contraposición a todas las otras comunidades, que siempre suponen confraternización personal y, casi siempre,
parentezco de sangre, es, en sus raíces, extraño a toda confraternización. (. . .) Las personas interesadas en sentido
capitalista están interesadas en la creciente extensión del mercado libre […]67

Al dejar de ser humano, al tornarse ―libre‖, el mercado pasa a ser considerado como una entidad
separada, con normas propias que deben satisfacerse si se pretende participar en el mismo. ¡Ay de quien intenta
transformarlas! Debe caer todo el peso de la represión sobre quienes buscan hacerlo. Por eso mismo es
importantísimo combatir la inflación que crea inestabilidad en el mercado. Este necesita ―paz‖. Esto revela que el
mercado es sinónimo de un campo donde se enfrentan enemigos. De ahí que es necesario que la lucha entre los
mismos se vea legitimada no sólo por la jurisprudencia, sino también por ideas religiosas. Por eso mismo, y
continuando con las citas de Max Weber, es posible señalar que:

muy a menudo la paz del mercado está bajo la protección de un templo; además, esta protección de la paz suele ser
una fuente de impuestos por parte de caudillos y príncipes. Pues el trueque es la forma pacífica específica para la
obtención de poder económico. Naturalmente, puede unirse alternativamente con la violencia. […] Las paces
comarcales de la Edad Media están todas al servicio de intereses de trueque y la apropiación de bienes mediante el
cambio libre, racional en sentido económico es, por su forma, como lo ha hecho notar siempre Oppenheimer, el palo
conceptual de la apropiación de bienes mediante coerción de cualquier clase, casi siempre física, cuyo ejercicio
regularizado es constitutivo particularmente de la comunidad política.68

El mantenimiento de la legitimidad del mercado genera represión. Por eso no tiene que extrañar a nadie
que se haya impuesto la cruz a Jesucristo luego que enfrentó el poder del Templo y del mercado que estaba
funcionando en el atrio del mismo (cf. Me. 11. 15-19; Mt. 21. 10-ss; Le. 19. 45-ss; Jn. 2. 14-ss). En ese lugar los
pobres trabajadores de Palestina iban a dejar lo poco que ganaban para comprar el material sacrificial que le
permitiría ofrecer aquellos holocaustos necesarios para su purificación. Los mismos señores dueños de la tierra,
para quienes trabajaban, eran también los que controlaban el mercado del Templo de Jerusalén. Cuando Jesús
protestó contra aquella explotación de los sentimientos religiosos del pueblo, quienes controlaban el mercado
consideraron su acción altamente peligrosa. Por eso procuraron terminar con él:
Los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley, al saber esto, buscaban la manera de acabar con él
(Mr 11. 18). Lucas agrega, en la lista de los conspiradores ―lo mismo que las autoridades de los judíos‖ (Le. 19.

66 Cf. entre una vastísima literatura, de Milton y Rose Friedman, Free to Choose: Personal Statement. Nueva York, Harcourt
Brace, 1980. También, de Michael Novak, El espíritu del capitalismo democrático. Río de Janeiro, Nórdica, 1985.
67 Max Weber, Economía y sociedad. Vol. I. México, FCE, 1964, pp. 494-495.
68 Ibid., pp. 496-497.

101
47c). Juan habla de los ―jefes judíos‖ (Jn. 2. 18). Lo que importa señalar aquí es que, para los que completaron
contra Jesús y llegaron a causar su muerte, el mercado era una entidad importantísima. Era fuente de ganancia,
de acumulación y riqueza. El Templo daba cobertura y pretexto a ese mercado. Era una cosa sagrada. Por lo
tanto, un ídolo.
El Diccionario de la Real Academia Española, cuando da el concepto de ídolo, ofrece dos acepciones:
primero, ―figura de una falsa deidad a la que se da adoración‖, y, segunda, ―persona o cosa excesivamente
amada‖. Podríase decir, amada con aquel amor que sólo corresponde dar a Dios. Así se nos propone amar al
mercado. Se entrega el ser al mercado. Se deponen las convicciones morales: sólo se aceptan las exigencias del
mercado. Sus leyes son más imperiosas y parecen ser más elevadas que otras prescripciones relativas a la vida
humana. El mercado parece ser entonces como un dios que propone como única moral aceptable el conjunto de
las leyes que lo regulan. No hay otra moral para aceptar sino la del mercado, que transforma en competidores y
enemigos a quienes participan en él (a menos que hagan alianzas y contratos). En esta lucha que caracteriza al
mercado libre hay quienes ganan y pierden, quienes sacrifican al ídolo y quienes son sacrificados. El ídolo no se
satisface sin esta violencia.

2. Ofrendas y sacrificios

La oblación equivale a afirmar la trascendencia de lo sagrado, retirando algo del dominio humano y pasándolo al
dominio sagrado para mostrar que la condición humana no se basta a si misma (no es señora, sino deudora). La
ofrenda de primicias es considerada como algo debido, como deuda. La mejor forma de expresar todo es la
destrucción: hacer que desaparezca la ofrenda; haciendo imposible su utilización para cualquier fin. La muerte
realiza tal significado a la perfección. Es el sacrificio. Por tanto el sacrificio es una oblación más una destrucción.69

La muerte de Jesús debe comprenderse como entrega de sí mismo a partir del momento en el que decide
ir a Jerusalén‘ y enfrentar directamente el poder opresor del pueble. En ese sentido, es una oblación de si mismo.
Pero, al mismo tiempo, debe entenderse como un elemento que permitió a los diversos poderes que oprimían al
pueblo pobre de Palestina, encontrar un punto de convergencia y acuerdo. La víctima del sacrificio no es sólo
ofrecida por una de las partes, sino por todas ellas. De acuerdo con esta perspectiva, la muerte del sacrificado
libera, a quienes alcanzaron el acuerdo transitorio, de la posibilidad de enfrentarse unos a otros. La muerte del
crucificado es elemento de protección de los sacrificadores. Del mismo modo, en la actualidad, el sacrificio de
quienes sufren las consecuencias del sistema económico dominante es, por un lado, motivo de acuerdo y alianza
entre los poderes que controlan ese sistema. Y, por otro lado, en tanto el sacrificio dura y se repite, esa
inmolación de los sacrificados cubre a quienes se aprovechan de ese proceso.
El ex-ministro de planeamiento de Brasil, Delfín Neto, cuyas posiciones monetaristas y anti-populares son
bien conocidas, comentando por televisión el conjunto de medidas adoptadas por el gobierno del presidente José
Sarney, luego de declarar su acuerdo con las mismas, agregó: ―No hay progreso sin sacrificio‖. Se puede así
apreciar cómo, en el presente, el sacrificio de quienes sufren las consecuencias del sistema económico
imperante es, por un lado, motivo de acuerdo y alianza entre los poderes que controlan ese sistema. Y, por otro
lado, en tanto el sacrificio se mantiene y se reitera, este sacrificio de los inmolados (el pueblo pobre de nuestros
países, el que sufre las consecuencias del ―plan austral‖ o del ―plan cruzado‖) salva a los que se aprovechan de
este proceso.
Para ser más precisos: se sabe que hoy América Latina pasa por un proceso de internacionalización de la
economía. El capital transnacional ha penetrado y sigue penetrando la vida económica de los países
latinoamericanos. Los grupos y firmas que tienen el control de la economía latinoamericana no responden a un
control de los pueblos latinoamericanos. Por el contrario, los grupos del capital transnacional que operan en
nuestros países, han inducido a través de canales apropiados a los gobiernos latinoamericanos a adoptar
medidas económicas que gradualmente han conducido a una mayor pobreza de nuestros pueblos y, sobre todo,
a una terrible situación de endeudamiento externo que hipoteca el futuro de los países latinoamericanos por
varias décadas.

69 L. Maldonado, op. cit., pp. 56-57.

102
La deuda externa de América Latina, tal como es definida actualmente, no puede ser pagada. Sin
embargo, a través de negociaciones diversas, se continúan pagando los intereses generados por la misma. Pero,
¿quiénes son los que pagan? Fundamentalmente, aquellos que no tienen grandes posibilidades de vida.
Respondiendo afirmativamente a la exigencia del pago de los servicios de la deuda, los gobiernos
latinoamericanos imponen a los trabajadores salarios de hambre, al mismo tiempo que restringen las
importaciones de manufacturas y tecnología necesarias para crear mejores condiciones de vida para el pueblo
pobre. El resultado de todo esto es una disminución real de las oportunidades de vida de los sectores menos
favorecidos, que se traduce en una constante insatisfacción de las necesidades básicas de vida. El pueblo es
sacrificado por las exigencias del mercado.
Sin embargo, se sabe que por detrás del mercado hay poderes que lo manejan y establecen condiciones
para aquellos que pretenden participar en su proceso. Hacer ofertas competitivas supone presentar productos y
manufacturas a bajo precio. Para que ello sea posible, se imponen salarios muy bajos a los trabajadores. En una
reciente publicación de la Sinopsis Económica de la Comisión Pastoral de la Tierra de la Conferencia Nacional de
Obispos de Brasil (CNBB, Octubre de 1985) se presenta un cuadro sumamente revelador, tomado de la revista
Time, y que indica que el salario promedio pagado por hora a los trabajadores de la industria de transformación
en Brasil representa menos de la décima parte del salario pagado en el mismo ramo y por la misma cantidad de
tiempo a los trabajadores de los EE.UU. Sin embargo, hay un sector de la población brasileña (no mayor del
15%) que tiene ingresos comparables a los sectores de alto standard de consumo en los E.U. y en Europa. Esta
relación demuestra que quienes reciben menos cubren, pagan, subsidian, ayudan, se sacrifican, por los que
viven bien.
Esta situación, este desequilibrio, puede comprenderse como una clara manifestación de violencia. Se
trata de una violencia sacrificial. Los sectores populares desempeñan el papel de chivo emisario que permite el
bienestar de las minorías que viven en la opulencia. Es un sacrificio que purifica a la sociedad; mejor dicho, que
purifica a los ricos. Esta violencia sacrificial es la que limpia a la economía de los países subdesarrollados de
aquellos elementos que les impedirían participar en el ―mercado libre‖. Limpia a esa economía de todos aquellos
costos que dificultan la entrada de nuestros productos en ese mercado. Esa limpieza da a nuestras ofertas un
carácter competitivo. Las mercancías ganan vida a medida que los obreros tienen cada vez menos vida. Por eso
se trata de un sacrificio necesario, de acuerdo con los standards del mercado ―libre‖.
Esta violencia, impuesta por las ―leyes del mercado‖, surge como una exigencia exterior a la vida humana.
Por lo tanto, trascendente. Proviene de algo numinoso, que atrae (es el imperativo de participar en el mercado) y
que fascina. No obstante, al mismo tiempo, constituye una terrible amenaza: ¡cuidado con entrar al mercado sin
observar sus imperativos, sus leyes de marketing! Al atribuir esta violencia a algo misterioso (algo que se entien-
de, aunque no se lo explicite así, como una cosa sagrada), ―…se deshumaniza la violencia. Sustrae al hombre su
violencia para protegerle de ella, convirtiéndola en amenaza trascendente y siempre presente, que exige ser
apaciguada por ritos apropiados y conducta modesta. Lo religioso-sagrado libera realmente al hombre de
sospechas que envenenarían sus relaciones comunitarias, si fuera consciente de lo que realmente sucede‖.70
Cuando Milton Friedmann indica que para obtener un índice de crecimiento económico apropiado es
menester que el mismo se base sobre un necesario ―costo social‖ (que el mismo Friedmann estima elevado en
los países subdesarrollados), emplea un lenguaje económico y sociológico que puede traducirse en términos
religioso-teológicos como ―sacrificio‖. Y, cuando sectores dominantes en los países latinoamericanos adoptan
esta afirmación como digna, se llega a transformarla en una doctrina económico-teológica. Es evidente, a nadie
se le puede escapar, que exigir este tipo de sacrificio es algo que hiere las normas de convivencia de una nación.
Si sacrificio debe haber, entonces que sea compartido. Al no ser así, la violencia es injusta, y por lo tanto fuente
de mancha, de impureza. Sin embargo, cuando se afirma dogmáticamente la obligación de ese sacrificio, cuando
se lo impone a través de leyes y decretos, entonces pasa a justificarse esa videncia, que a pesar de la impureza
que genera, es considerada como instrumento para una purificación necesaria. Al celebrarse el sacrificio, al
imponerse el ―costo social‖, los que rigen el sistema dan lugar a ―una catarsis que impide la propagación

70 Ibid., p. 111.

103
desordenada de la violencia‖.71 Sin embargo, la violencia siempre está ahí. Sólo que está controlada, aplicada
según la racionalidad sagrada del mercado que exige salarios bajos y privaciones a los trabajadores.

3. Reglas del ritual


El ídolo del mercado convive estrechamente con el ídolo del dinero, y ambos son fuente de violencia. El mercado
exige privaciones, abnegación y renunciamientos de manera continua. Estos imperativos del mercado crean tal
tipo de tensión y opresión, que constantemente la población pobre de América Latina experimenta políticas
represivas que pretenden mantener el carácter ―libre‖ del mercado. Las mismas, en el correr de los últimos veinte
años, han conducido al desarrollo del militarismo. Este fenómeno puede observarse a través de tres
componentes. En primer lugar, por el crecimiento de armamentos y por el aumento cada vez mayor del poder
mortífero que conllevan. Son conocidas las cifras en este sentido: la humanidad está llegando casi a 1.000 millo-
nes de dólares en gastos armamentistas, sin contar lo que se dispone para el mantenimiento de aparatos
armados. En América Latina, países en plena crisis económica (como es el caso de Argentina), durante los
últimos cinco años aumentaron sus gastos bélicos y se lanzaron en aventuras de muerte, como fue la guerra de
las Malvinas. En Brasil, por ejemplo, en este momento una de las principales fuentes de ingresos por exportación
de manufacturas es la producción de armamentos.
El capitalismo siempre consideró la producción de armas como un medio privilegiado para salir y/o evitar
las crisis que lo afectan periódicamente. Rosa Luxemburgo hacía notar que ―desde el punto de vista pulimente
económico, es un medio privilegiado para la producción de plusvalía; es en sí mismo un área de acumulación‖,
para agregar posteriormente con relación a la producción de materiales militares, que

…el capital mismo controla en última instancia este movimiento rítmico y automático de la producción militarista a
través del apoyo que le brindan los medios legislativos y de aquel tipo de prensa cuya función consiste en moldear la
así llamada ―opinión pública‖. Esta es la razón por la que esta área particular de la expansión capitalista parece a
primera vista capaz de una expansión infinita. Todas las otras tentativas para expandir mercados y colocar bases
operacionales para el capital, dependen ampliamente de factores históricos, sociales y políticos que están más allá
del control del capital, en tanto que la producción para el militarismo representa un área cuya expansión regular y
progresiva aparece determinada en primer lugar por el propio capital.72

Cuando se hace referencia a la organización actual del mercado, una zona que no puede ser fácilmente
objeto de control, pero que ciertamente absorbe una gran cantidad de operaciones, está relacionada con el
mercado de armamentos. Existen en el mundo poco más de una decena de focos de conflicto, además de una
situación general de guerra latente, en función de todo lo que la producción y venta de armamentos aumenta con
ritmo sumamente acelerado de año en año. Esto crea una atmósfera generalizada de violencia. Quienes pagan
este sacrificio son quienes se encuentran en la ―periferia‖ del planeta. En efecto, desde el fin de la guerra 1939-
1945, la mayor parte de los conflictos existentes tuvo lugar en Asia, África, Medio Oriente, Pacífico y América
Latina. En el caso de esta última, la represión organizada por el estado de seguridad nacional fue un factor
decisivo durante el período 1960-1985 para la expansión de esta violencia y para el aumento del sacrificio de los
sectores populares. A ello, desde fines de la década de los años setenta, debe agregarse la agresión contra las
fuerzas populares que procuran la transformación social, como está ocurriendo en América Central. Al triunfo del
FSLN en Nicaragua, respondieron inmediatamente los E.U. con una escalada de amenazas y agresión, cuyo
objetivo ha sido debilitar y desequilibrar el régimen popular sandinista en aquel país. El resultado ha sido la
muerte y el sufrimiento de miles de campesinos y obreros. Ahí aparece la violencia impuesta por el ídolo y por
quienes lo defienden por todos los medios. Los seres humanos no cuentan. Lo que importa es la ganancia del
capital.
En segundo lugar, el militarismo se caracteriza por su ideología, según la cual los militares son un grupo
social que posee más competencia que los civiles para administrar la vida de los pueblos. Esto, sin embargo, es
desmentido fácilmente por los hechos. En efecto, veinte años de administración militar directa en la mayoría de
los países de América Latina significaron un gran deterioro de las relaciones sociales. El sector militar entiende

71 Ibid., p. 109.
72 R. Luxemburgo, La acumulación del capital. Nueva York, Monthly Review, 1968.

104
ser imprescindible para la defensa de la seguridad nacional, entendida como lucha contra enemigos externos e
internos, así como un ejercicio de control en situaciones de emergencia que afectan a toda o parte de la vida del
país. En aras de esa seguridad se reprime, censura y limita al pueblo. Se le impone violencia para respetar la sa-
cralidad del ídolo.
Esto conduce al tercer aspecto del militarismo: su tendencia inequívoca a imponer sobre la sociedad un
proceso de militarización. Así como en el ejército las relaciones sociales se establecen a partir del comando, de
manera vertical, del mismo modo el militarismo supone la exigencia de que la sociedad se rija según ese modelo.
Exige, pues, la sumisión de ―los de abajo‖, la aceptación del orden, el congelamiento de las estructuras sociales y
económicas. Ciertamente, de este modo se preserva la intangibilidad del ídolo del mercado.
Una consecuencia muy importante de este proceso es la violación de los derechos humanos, tanto de los
individuales como de los sociales. En nombre de la seguridad nacional (constantemente invocada por el
militarismo para justificar su violencia y salvaguardar los intereses de quienes controlan y rigen el mercado) se
asistió y se sigue asistiendo al ejercicio de una represión violentísima de los derechos de los más pobres.
Muertes, desapariciones, torturas, desconocimiento del recurso de habeas corpus, censura, restricción de las
libertades, salarios que han perdido su valor de compra, etcétera, son elementos que marcaron y aún marcan la
vida de los pobres de los países latinoamericanos. Es cierto que en algunas naciones latinoamericanas se
observa un retorno a una cierta práctica democrática liberal y representativa. Sin embargo, cabe acotar también
que este proceso no va acompañado por una mejoría de las condiciones de vida de los sectores populares. Por
el contrario, la observación de las tendencias que predominan en el proceso actual latinoamericano permite
afirmar que a la represión política de los últimos veinte años sigue ahora otra de carácter económico, que mantie-
ne la violencia y la exigencia del sacrificio, aunque ahora con otras características.

4. La inmolación como precio del poder


Al estudiar esta situación se percibe que por detrás del mercado, del imperialismo y su violencia que provoca el
quebrantamiento de los derechos humanos, aparece el fenómeno que traduce la avidez por la dominación
desenfrenada. El ídolo esconde un demonio, un espíritu del mal. Fue aquel que se presentó a Jesús, tentándolo
en el desierto, cuando lo llevó a un cerro muy alto, ―le mostró toda la riqueza de las naciones y le dijo: ‗Te daré
todo esto si te hincas delante de mí y me adoras‘‖ 11 (Mt. 4. 8-9).
Se percibe la exacerbación del poder cuando quienes lo administran pretenden ser considerados como
personas o instituciones extraordinarias. Fue lo que ocurrió varias veces durante la historia de Israel. Hubo
momentos en los que, aquel pueblo cuya vocación de liberación lo condujo a emanciparse del poder del faraón
egipcio y luego a organizarse de tal modo que las tribus pobres que lo componían llegaron a dominar a los
fuertes señores de Canaán, también cayó en la trampa de sacralizar el poder y un estilo de vida que se basa
sobre grandes diferenciaciones sociales. Para asegurar el mantenimiento de ese sistema de producción, que
exigía grandes tributos de los pobres al centro administrativo de Jerusalén y a la corte allí instalada, se llegó a
sacrificar a los primogénitos.
Tradicionalmente se pensó que el sacrificio de la descendencia era un tributo a Moloc (cf. Lev. 20. 3). Sin
embargo, en los textos prevalece una cierta ambigüedad: es verdad que ese dios Moloc aparecía como uno que
exigía tales sacrificios; no obstante, no hay absoluta certeza de que no se hayan realizado también esas
inmolaciones en honor a Yavé. Posiblemente fue lo que ocurrió en momentos de profunda crisis nacional, en
tiempos de desesperación, cuando el pueblo pensó que para obtener el favor de Yavé era necesario sacrificar
sangre de gente inocente en el valle de Ben-Hinom (cf. Jeremías 19. 5, y sobre todo Ezcq. 20. 25-26, donde está
escrito: ―E incluso llegué a imponerles preceptos que no eran buenos y leyes en que no hallarían la vida. Dejé
que me mancharan con sus propios sacrificios y que sacrificaran a sus primogénitos, para avergonzarlos y para
que conocieran que yo soy Yavé‖).
Por detrás de estos textos aparece la tragedia histórica de un pueblo que afirma tener fe en un dios
liberador, pero en cuyo pasado ese Yavé liberador se confunde en algunos momentos con los ídolos de la
opresión. No es posible olvidar, por ejemplo, que Yavé es el dios del tempo de Salomón, construido en base a
trabajos forzados. Templo a partir del cual se legitimó la opresión.
Esa traición del pueblo de Israel a su vocación histórica significó que el lugar del Dios liberador fue tomado
por un ídolo. Yavé pasó a tener cara de Moloc (también llamado Molec, o Melec, palabras indicativas del título de

105
rey). Quien introdujo este culto, según el testimonio de I Reyes 11. 7 fue Salomón, aunque otros consideran que
fue el rey Ajaz (cf. II Reyes 16. 3). La exaltación del rey exige que se sacrifique a este dios Moloc o Melec, al hijo
primogénito. El rey Manases asilo hizo (cf. II Reyes 21. 26).
Este tipo de culto, con su imperativo de sacrificios humanos, significó en la historia de Israel la aceptación
de tradiciones religiosas canaaneas. El pueblo que habitaba Palestina, antes de que ésta fuera conquistada por
la federación de tribus que compuso Israel, adoraba a los baales (―amos‖ o ―señores‖), divinidades de la tierra y
de la fecundidad. El culto que se expresaba a través de sacrificios humanos en el seno del pueblo de Judá es
una indicación de que en determinado momento se dejó de lado la celebración al dios de la liberación, el dios de
los pobres, con sus exigencias de justicia y derecho para los oprimidos. Fue el retomo a la legitimación de la
dominación de los más fuertes.
El reconocimiento de ese poder se concretó a través del sacrificio de víctimas inocentes e indefensas.
Como siempre, el poder injusto se nutre de muerte. En cambio, Yavé es el dios de la vida. El ídolo requiere que
sus apetitos insaciables sean constantemente atendidos. Tiene el mismo comportamiento que el imperialismo
contemporáneo. El espíritu que lo anima, por un lado, codicia más y más poder. Y, por otro, divide a quienes
seduce. Ese espíritu puede seguir mencionando las palabras correctas: en términos religiosos puede decir que
sigue adorando a Yavé, o a Jesucristo, etcétera. Sin embargo, su práctica demuestra que no tiene fe en el Dios
liberador, sino en un ídolo de muerte. En términos políticos puede proclamar que defiende la libertad, que busca
la justicia; no obstante la práctica demuestra que esos discursos están lejos de su comportamiento imperialista.
Existe en la historia una contradicción clara entre las fuerzas que procuran la liberación y otras que
intentan mantener la opresión. En tiempos bíblicos esa lucha se daba entre Yavé, el Dios que no tiene imagen
para ser adorado, y los ídolos están relacionados, de una u otra manera con la explotación y la injusticia que se
impone a los seres humanos. Exigen sacrificios. En cambio, el Dios de la Biblia, Yavé que tomó forma humana y
se encarnó en Jesús de Nazaret, no los exige. El se entregó a sí mismo en una acción única, en una ofrenda viva
en la cruz del Monte Calvario, anulando cualquier otra exigencia de sacrificio.
La inmolación exigida por los ídolos es el pago necesario para poder participar en el ámbito de lo sagrado.
Es la remuneración inevitable para satisfacer las exigencias terribles del ídolo. El mysterium tremendum y el
mysterium fascinans de lo sagrado (para aplicar aquí los conocidos conceptos de Rudolf Otto) resuelven su
tensión a través del sacrificio de víctimas propiciatorias, inocentes. Es el sacrificio de los marginados por el
sistema que permite que haya quienes pueden participar en el mercado ―libre‖, disponer de dinero ―circulante‖,
protegerse ante la violencia y hasta poder llegar a administrarla.

5. Sacrificio y liberación
Cuando intentamos comprender el sentido del sacrificio en el Nuevo Testamento, nos encontramos frente a una
realidad diferente. En primer lugar, es Dios mismo, encarnado en Jesucristo, quien se sacrifica. No exige que
otros lo hagan. El Dios de la vida, el que opta por los pobres para hacerlos herederos de su Reino, no se
presenta como un padre terrible, como una autoridad castradora. Es un Dios que ama, y por eso mismo no exige
más a los seres humanos que lo que éstos pueden dar. Jesús abolió definitivamente los sacrificios. Esto nos
conduce a una segunda afirmación: a través de la ofrenda generosa de sí mismo en favor de la causa de los
pobres, se puede decir que ya no hay más motivos para nuevos sacrificios. La vida abundante que Jesús declaró
traer para los seres humanos (Jn 10.10), no exige nuevas expiaciones, nuevos holocaustos, nuevas
inmolaciones.
En la Epístola a los Hebreos se afirman estas cosas en varias ocasiones:

En verdad. Jesús es, bajo todos los aspectos, el Sumo Sacerdote que debíamos esperar: santo, sin ningún defecto ni
pecado, que haya sido apartado de la maldad universal y elevado más alto que los cielos, alguien que no tiene
necesidad de ofrecer primero sacrificios por sus pecados antes de‘ ofrecer por los pecados del pueblo, como lo
hacen los Sumos Sacerdotes. El se ofreció a sí mismo en sacrificio, de una vez por todas (7.26-27).

A lo que se agrega posteriormente:

106
Así, pues, era necesario purificar las cosas que no son más que símbolos de las realidades divinas; pero esas
mismas realidades necesitan sacrificios más excelentes. No fue hecho por manos de hombres el santuario al que
entró Cristo; no era copia del santuario auténtico, sino el propio cielo, donde Cristo está ahora en presencia de Dios,
en favor nuestro. El no tuvo que sacrificarse varias veces; no hizo como el Sumo Sacerdote, que entra todos los años
al santuario, llevando una sangre que no es la suya. En ese caso, desde la creación del mundo, habría tenido que
padecer muchísimas veces. Pero no, ahora se manifestó una vez por todas al fin de los tiempos, para borrar el
pecado con su sacrificio. Y puesto que los hombres mueren una sola vez, y después viene para ellos el juicio, de la
misma manera Cristo se sacrificó una sola vez para borrar los pecados de los hombres. En su segunda venida ya no
cargará con el pecado, cuando se manifieste a los que lo aguardan y que de él esperan su salvación (9.23-28).

El Dios del Evangelio es sacrificador y víctima del sacrificio al mismo tiempo. De ahí que libera al pueblo
del sufrimiento, así como liberó a Israel de la opresión egipcia y del cautiverio babilónico. Dios en Jesucristo
asume sobre sí todo el sufrimiento causado por las injusticias y opresiones que someten a los seres humanos. La
Cruz en el Calvario no es un acto de sumisión a las iniquidades del mundo y a los poderes que las administran,
sino que debe ser entendida como un acto de protesta radical contra las mismas. Mas, por eso mismo, porque
Dios se sacrificó en Cristo por todos los hombres y mujeres de todas las generaciones de la historia, es que hoy
no corresponde aceptar nuevos sacrificios. Es intolerable, desde el punto de vista evangélico, la exigencia de los
mismos. De ahí que no sea posible tener otra actitud que la de rechazo a los planteos de Friedmann en favor del
―costo social‖ necesario para el desarrollo.
Infelizmente, es verdad que los seres humanos siguen sufriendo a pesar del sacrificio liberador de
Jesucristo. Es verdad también que Dios mismo asume el sufrimiento (Moltmann). Pero al mismo tiempo debe
afirmarse con Hedinger que el sufrimiento no debe ser aceptado. Justamente, por ser Dios sacrificador y víctima
al mismo tiempo, no es posible pactar con lo que acarrea dolor, pena y tragedia a los seres humanos, y
especialmente a los más pobres. Por su propio sufrimiento en la carne de Jesús en la Cruz, Dios se hace
solidario con los que sufren. El sufrimiento de los pobres no es causado por Dios. Este no es sádico. Dios nos
apela a creer en el Evangelio. O sea, a tener coraje para luchar contra todo aquello que nos provoca dolor, que
introduce la muerte en nuestras vidas.73
La comprensión de que Dios nos convoca a la obediencia en la práctica de la liberación y de la justicia, y
no al sacrifico (cf. Oseas 6.6) es un llamado a la subversión contra el orden de los ídolos. Éste afirma la muerte,
en tanto que la misericordia de Dios es la sustancia misma del triunfo de la vida. El Dios del Evangelio nos libera
de toda crueldad. En cambio, el orden de los ídolos sólo se mantiene con la práctica de la misma.

Una explicación más desarrollada de estas ideas se encuentra en el libro de Leonardo Boff, Pasión de Cristo, pasión del
73

mundo. Petrópolis, Vozes, 1978, pp. 129-137.

107
108
SOBRE TEOLOGÍA Y MODERNIDAD (1987)

U sualmente se dice que el comienzo de la Edad Moderna tuvo lugar con la caída de Bizancio en poder de los
turcos, en 1453. Parece estar de más abundar en razones que señalan la arbitrariedad de esta demarcación
histórica. En realidad, la irrupción de lo ―moderno‖ en la historia ya puede apreciarse desde mucho antes, al
mismo tiempo que la persistencia de lo ―medieval‖ es un hecho incontestable en tendencias sociales,
económicas, políticas, culturales y religiosas posteriores a la desaparición del poder imperial de Constantinopla.
Las relaciones entre Modernidad y Teología se entretejieron durante todo ese período, en el que indudablemente
elementos de la teología medioeval prepararon el camino para el advenimiento de lo moderno, a la vez que otros
factores históricos (el surgimiento de la burguesía, el humanismo, el renacimiento, la expansión colonial de varios
países de Europa Occidental, la formación del Estado-Nación, etc.) influyeron de modo claro sobre la manera de
hacer teología y en su contenido del siglo XVI en adelante. Parece necesario, por lo tanto, tener cuidado de no
caer en la trampa que muchas veces nos preparan las arbitrarias distinciones de la historia, que debe
considerarse como un continuum antes que como un todo compuesto por partes que se delimitan con facilidad.
Hay otros riesgos que también deben evitarse cuando intentamos reflexionar sobre un tema como el que
ha sido propuesto. Uno de ellos es el de la abstracción. Es decir, reducir las grandes corrientes históricas a
movimientos de ideas, olvidando que éstas fueron tomando forma y desarrolladas por seres históricos concretos,
condicionados. Este peligro es aquél frente al que con mayor frecuencia han sucumbido los pensadores
occidentales que han abordado el tema de la irrupción de la modernidad en la historia. Eso los llevó muchas
veces a dejar de lado el análisis de hechos particulares y a considerar lo moderno a través de tipos ideales (a la
manera de Max Weber). La modernidad se reduce entonces a una dinámica de tendencias intelectuales, y se
deja de tomar en cuenta la relación de las ideas modernas con las clases sociales y las condiciones económicas
que crearon el espacio para que tuvieran lugar.
Además, cuando se mira a la historia como una sucesión de etapas que van desde la antigüedad clásica,
pasando por la Edad Media, luego los tiempos modernos y así llegar a la Epoca Contemporánea -, nos vemos
inducidos a caer en dos errores que han demostrado ser funestos. Uno consiste en creer que el contenido de la
historia universal está dado por la evolución de Occidente. El provincianismo de los pueblos europeos ha
quedado demostrado tanto por su etnocentrismo como por su pretensión de dar un contenido universal a lo que
es su particularidad intransferible. Se deja de ver entonces que la cultura occidental es sólo la que expresaron los
poderes dominantes a partir de fines del siglo xv y comienzos del siglo XVI. Una cultura dominante, por muy bien
consolidada que sea, no deja de ser una cultura particular, y por lo tanto, altamente condicionada. Forma parte de
la historia universal, pero no puede dar por sí sola la substancia al devenir de todas las sociedades humanas con
sus culturas particulares. El otro error radica en aceptar las creencias y los mitos que influyen a quienes
sostienen esas posiciones. En el caso de los pueblos occidentales y su pretensión de orientar la marcha de todos
los otros pueblos del mundo, hay que tener en cuenta constantemente que la sucesión de etapas históricas ya
mencionadas (antigüedad clásica, medioevo, modernidad, tiempos contemporáneos) conlleva implícita y
acríticamente la creencia mítica de que ése es el camino histórico para poder alcanzar el progreso social y
cultural.
En este caso se propone a la cultura occidental —a través de sus diferentes momentos— como una
cultura paradigmática, frente a la que otras expresiones del quehacer humano quedan desvalorizadas. Vale la
pena resaltar este peligro, porque muchos teólogos (y no sólo entre los de Occidente) han afirmado fuertemente
esta convicción, que de hecho no tiene fundamento. Claro, no es posible negar que la cultura de Occidente —
según ya fue indicado— es la de quienes han dominado el mundo durante los últimos cinco siglos. Pero esto no
da patente de superioridad cultural. Para muchos pueblos no occidentales, la llegada de los europeos hasta los
espacios en donde se desarrollaban sus propias culturas, sólo puede comprenderse como una extensión de las
invasiones bárbaras que marcaron la historia de Occidente entre los siglos iv y v d.C. Los tiempos modernos son
parte de un período reciente en la historia de la humanidad, y aún no está demostrado que lo que ocurrió hace
poco es superior a lo que lo precedió. Del mismo modo, no se puede llegar a afirmar lo contrario; de hecho, no
hay ninguna razón basada en la evidencia científica que permita afirmar ―que todo tiempo pasado fue mejor‖. Lo
que se está intentando decir con esto es simplemente que el mito del progreso humano, intrínseco a la cultura

109
moderna, no tiene un fundamento histórico concreto. Es solamente eso: una creencia afirmada por ciertos
pueblos a partir de su posición de dominación.
Resumiendo, la consideración de este tema nos obliga a trabajar sobre lo concreto. Las grandes síntesis,
por muy fascinantes que puedan ser, nos hacen correr el grave riesgo de apartarnos de la realidad, invitándonos
a movernos sólo en el plano de las ideas. De este modo, es muy fácil caer en la trampa que consiste en ver la
realidad sólo con ojos de los dominadores. La modernidad no es sólo un proceso que alcanzó a los pueblos
europeos. También tuvo sus consecuencias sobre los indoamericanos, sobre los africanos que fueron víctimas
del tráfico negrero. Modernidad no es meramente el desarrollo de la ciencia; también involucra contingentes
sociales que irrumpieron en la historia a través de la revolución industrial. O, diciéndolo de otro modo: la
modernidad tiene dos fases (por lo menos). No debe olvidarse su ambigüedad propia. Hay que cuidarse del
hechizo que ejerce siempre el lado del dominador. Hay que evitar quedar deslumbrados por el brillo del poder.

Los orígenes de la modernidad


Es necesario repetirlo: fundamentalmente, la irrupción de lo moderno en la historia es un hecho que concierne a
los pueblos europeos. A partir de su irradiación —por medios de conquista militar y de dominación colonial—
llega a influir sobre los pueblos del resto del planeta. En Europa, esa historia más reciente fue tomando forma a
partir de la profunda crisis que sacudió por varios siglos al Occidente. Es posible decir que el momento más
importante de la Edad Media tuvo lugar durante el siglo XIII. A partir de mediados del siglo xiv ya son visibles los
elementos históricos que desencadenarán esa situación contradictoria que conducirá a un giro de la vida europea
en el nivel económico, en el social, en el religioso, en el político, en el cultural, etc.74 En primer lugar, irrumpe un
nuevo agente social: la burguesía.75 El dinamismo adquirido por la economía de Europa occidental durante el
siglo xii condujo a una mayor actividad de producción y a un comercio más activo. Se multiplicaron los lugares de
ferias y mercados.76 El dinero, que casi había desaparecido durante el largo período que transcurrió desde fines
del siglo vi hasta el siglo XI, volvió a circular. Pudo ser atesorado. Permitió gradualmente la compra de medios de
producción y el surgimiento de nuevos oficios: corredor de cambios, agente de cambios, y sobre todo, la creación
de bancos4.77 Algunas familias de banqueros llegaron incluso a conquistar posiciones de gobierno en sus propios
burgos. El ejemplo más notorio fue el de los Mediéis en Florencia. O sea, lo moderno es algo que aparece en la
historia de Occidente junto con una nueva clase social, cuya identidad no puede caracterizarse sólo por el hecho
de estar inscrita en los registros de ciudadanía de las ciudades nacientes a partir del siglo XIII en adelante.
Esa nueva clase social se ligó estrechamente a una nueva manera de encarar la reproducción de la vida y
la acumulación de la riqueza. Durante muchos siglos, elemento económico dominante fue la propiedad de la
tierra y la posesión de siervos y vasallos por parte de los señores feudales. Con la irrupción de la burguesía
comenzó un proceso gradual de transformaciones económicas, a través del que la industria adquirió cada vez
más importancia, y en el que el dinero se transformó en un valor de cambio al mismo tiempo que adquirió el
poder de adquirir medios de producción y también posiciones de importancia social. La acumulación de riqueza
dejó de traducirse sólo mediante la posesión de la tierra y la dominación de vasallos y siervos. Comenzó a
medirse también a través de la acumulación de capital. El mercado pasó a ser una nueva realidad en el plano
económico. La apropiación del excedente que toda la sociedad consigue crear a través del proceso de
reproducción de la vida, ya no fue sólo el resultado de actividades de conquista y de guerra. En efecto, el control
de los mecanismos del mercado permitió llegar a acumular más dinero, y a través de la inversión de éste, a
aumentar el capital. La nobleza de tierra, incluso los monarcas, comenzaron a tener necesidad del metal. Los
teólogos tradicionales condenaron el comercio de la moneda, atacando la aplicación de tasas de interés que los
banqueros justificaban en virtud del costo del uso del dinero y de sus servicios. Fue la denuncia de la usura. Ya
se puede percibir en torno a esta situación una gradual pérdida de influencia por parte de las autoridades
eclesiásticas (¡muchas de ellas también necesitadas de dinero!) y de los teólogos. A pesar de sus argumentos y

74 Georges de Lagarde, La Naissance de l'esprit laique au Moyen Age. Bruxelles; 1944.


75 Bernard Groethuysen, Le origini dello borghese in Francia. Milano: ed. I Gabbiani, 1964.
76 Cf. Amedeo Molnar y Jean Gonnet, Les Vaudois au Moven Age. Torino: ed. Claudiana, 1974, vol. 1, pp. 18ss.
77 Robert Mandrou, Introducción a la Francia Moderna. México, UTEHA, 1962, pp. 110-116; 154. 165.

110
de sus amonestaciones, el nuevo modo de producción se fue expandiendo. Y también transformando
gradualmente la vida social.
Estas transformaciones repercutieron en otros niveles de la existencia europea durante los siglos XIV y XV.
Uno de ellos fue el político. Comenzaron a surgir los estados nacionales. Se comenzó a descalificar la pretensión
del poder pontifical de controlar el Imperio Romano-Germánico, tanto en los hechos como a nivel ideológico, y
este proceso se vio acelerado por la división del pontificado en Occidente. Se creó entonces la oportunidad para
que algunos soberanos tuviesen una cierta autonomía frente al poder de los Papas. En el plano ideológico, el
Defensor Pacis, de Marsilio de Padua marca el intento legitimador de esta nueva tendencia, decididamente
moderna. El poder comenzó a concentrarse en las manos del príncipe, personaje secular par excellence. Las
innovaciones ideológicas no se detuvieron en ese punto. A través de las modificaciones en el campo artístico es
posible apreciar cómo la autonomía del uso de la razón que ya se percibe en la manera según la cual Santo
Tomás de Aquino organizara su pensamiento, comienza a influir en otros aspectos de la vida cultural. Por
ejemplo, de modo gradual, desaparece el uso del dorado (color que denotaba la referencia a lo trascendente y a
una visión mística de la realidad), y comenzó a darse una mayor importancia a lo cotidiano. Este movimiento, que
tuvo lugar a lo largo de dos siglos por lo menos, triunfa definitivamente con los pintores flamencos, maestros que
expusieron las bellezas de la vida cotidiana.78
Por supuesto, el impacto de la tradición oriental —cuyos representantes, para escapar a la amenaza
otomana, se trasladaron desde el mundo bizantino hacia el latino, llevando consigo grandes tesoros culturales- se
hizo sentir especialmente a través del movimiento humanista. El interés por las lenguas clásicas, especialmente
el hebreo y el griego, se desarrolló al mismo tiempo que se advertía una pérdida de interés por el latín.
Gradualmente también comenzaron a desarrollarse las lenguas vernáculas. El mayor impulso vino de Italia, pero
tuvo también su manifestación en otros países: François Villon en Francia, Chaucer en Inglaterra, acompañaron a
Petrarca y a sus continuadores italianos.79
La irrupción de lo moderno se dio en muchas otras formas: el espíritu aventurero de los pueblos ibéricos
fue una de ellas. En Alemania plasmó el espíritu de la reforma religiosa (¿podemos realmente considerarla
moderna? ¿no se trataba acaso de una manifestación ambigua, que combinaba elementos medioevales con
otros más renovadores? No hay que olvidar que Lutero polemizó ásperamente con Erasmo, oponiéndose a las
ideas de éste en su De Libre Arbitrio! Las posiciones del humanista de Roterdam eran realmente ―modernas‖, en
tanto que las del reformador alemán daban una preeminencia evidente a Dios. En la tensión creada entre Dios y
el hombre por los intelectuales del siglo xvi, entre las reminiscencias de las tendencias medioevales y las
innovaciones del pensamiento moderno, Lutero se sitúa claramente como defensor de las primeras. No obstante,
en el desarrollo de su pensamiento hay un reconocimiento claro, también, de los elementos de la modernidad).80
Todo esto indica que la crisis histórica que sacudió la vida de Europa occidental a partir del siglo XIII, se
fue definiendo poco a poco a medida que los nuevos agentes históricos (principalmente la burguesía) lograban
forjar una hegemonía cultural que desplazaba a quienes tuvieron el control de la situación durante los siglos del
así llamado medioevo. Esta hegemonía correspondió a nuevas condiciones sociales, al desarrollo de nuevos
modelos económicos, a una nueva concepción de la educación (en la que el libro desempeñó un papel
preponderante). A partir de estas tendencias tomó forma eso que hoy llamamos ―modernidad‖.

Qué es la modernidad
Sería un grave error afirmar que en el proceso de su irrupción histórica, la modernidad ya estaba completamente
definida. En realidad, sus características fundamentales se fueron definiendo a lo largo de un período bastante
extenso. Algunas de ellas eran prácticamente insospechadas para los mejores exponentes del espíritu moderno
durante el siglo xvi. Sin embargo, al concretarse fueron expresiones de tendencias incontestadas del proceso
moderno. En las reflexiones que siguen a continuación se mencionarán algunas de esas manifestaciones.

78 5 Georges de Lagarde: op. cit.


79 6 Rene Schneider y Gustave Cohen, La formación del ideal moderno en el arte de Occidente. México, UTEHA, 1958.
80 7 Cf. la tesis inédita para obtener la licenciatura en teología de José Míguez Bonino: Dios y el hombre en el siglo XVI.

Buenos Aires, 1950.

111
En primer lugar, un rasgo inequívoco de los tiempos ―recientes‖ ha sido el intento de conquista y
dominación del tiempo y del espacio. Es cierto que el proceso de conquista del espacio fue diferente del que
marca ¿i intento de dominio del tiempo. Hay una gran diferencia entre los viajeros de los tiempos de la Grecia
clásica y de los que recorrían el Mediterráneo en la época de los escritos del Nuevo Testamento. Los antiguos
viajaban para conocer otros pueblos, a veces para comerciar. Al encontrarse con otras gentes intercambiaban
experiencias y agradecían con nobleza la hospitalidad recibida. Cuando mucho cargaban en sus alforjas comida
para el resto del camino, y sobre todo la memoria enriquecida por el valor de nuevos hallazgos. Los hombres
modernos, en cambio, son muy distintos. Señala Augusto Serrano en un trabajo inédito: ―son diferentes. Como si
el ancho mundo hubiese estado esperándolos desde siempre, irrumpen altaneros desde un ámbito externo y
vienen ya provistos de títulos de propiedad. En primer lugar, y por el solo hecho de arribar, toman posesión de la
tierra ―descubierta‖ y, en segundo lugar, se lee a los ―descubiertos‖ el ―requerimiento‖, combinándolos a que
acepten Dios, Papa y Rey so pena de hacerles la guerra a sangre y fuego‖.81
O sea, para los modernos, descubrir, ha sido sobre todo conquistar espacios y, a partir de eso, dominar a
sus habitantes. Los lugares de los que se toma posesión, los que según su concepción eran ―descubiertos‖ por
ellos, reciben un nuevo nombre (en portugués, o en español, o en inglés, o en francés, etc.). Este movimiento de
expansión y conquista a partir de Europa Occidental, fue llevado a cabo en primer término por navegantes y
aventureros que partieron de la península ibérica. Pero, en realidad, toda Europa participó en esta empresa. Fue
un proyecto de dominación que benefició tanto a los monarcas, como a la nobleza, a las autoridades
eclesiásticas y sobre todo a la burguesía. Dominar el espacio, ponerle nombres occidentales a los lugares a los
que se llegaba, es algo que muestra la índole profundamente occidental de los tiempos modernos. Fue un
proceso de explotación y de pillaje. Testimonio de ello son los tesoros acumulados por el Occidente en sus
museos, donde pueden observarse objetos que fueron literalmente robados de muchas partes del mundo. Este
intento de dominación del espacio, como no podía ser de otra manera, se acompañó (aunque con resultados
menores) por otro de conquista de tiempo. El mismo se dio de dos maneras: por un lado, a través del desarrollo
de una conciencia histórica que da al hombre y a la mujer modernos un sentimiento de ser herederos irrefutables
de los seres humanos de la época clásica. O sea, el moderno es quien continúa el linaje de aquellos que
pusieron las bases del Occidente: los hebreos y los griegos de la antigüedad. El intento de conquistar el tiempo
dio como resultado un claro sentido de la historia. En esto, ciertamente, el moderno se aproximó a los hebreos y
se alejó de los griegos (entre quienes, como se sabe, predominó una concepción cíclica del tiempo). El ser
humano moderno piensa en sí mismo como siendo alguien con trayectoria histórica. Su conciencia es una
conciencia histórica: echa sus raíces en un pasado determinado, actúa en el presente con un sentido de eficacia
transformadora, y se proyecta hacia el futuro con un cierto plan, procurando concretar una cierta visión, un
objetivo histórico.
Por otro lado, esta conquista del tiempo lo lleva a calcular y a proveer el futuro. Max Weber lo ha hecho
notar, indicando que es uno de los rasgos más característicos de la mentalidad capitalista, burguesa.82 A partir de
los datos que ofrece el libro de contabilidad, es posible discernir modos de operación en el campo de la
producción y en el de las actividades comerciales, que ayudan a asegurarse el futuro. O sea, conquistar el tiempo
desconocido. Esta dominación de lo ignoto se basa en el poder de control del tiempo presente, que no se puede
perder. Como dijera Benjamín Franklin: ―el tiempo es oro‖10.83 Para el burgués occidental, caracterizado por su
adhesión al protestantismo real (aunque se confiese católico), perder tiempo es el peor de todos los pecados. La
utilización del tiempo actual permite disponer del futuro. Robert Mandrou cita del Discurso Económico del Sr. Le
Choyselat un claro ejemplo de esta disposición del tiempo futuro en base al buen uso del tiempo presente: ―De
quinientas libras bien empleadas una vez se puede sacar al año cuatro mil quinientas de provecho honrado. La
receta es simple y bastante notable: alquilar cerca de París una casa o un establo y unas medidas de tierra,
construir gallineros, comprar 1.200 gallinas y 120 gallos (costo de las aves: 348 libras); las 1.200 gallinas
producen 800 huevos diarios, vendidos en París con ayuda de los regatones y médicos. El huevo vendido a 6

81 Augusto Serrano: El dominio del tiempo. (Para una teoría del poder político, a partir de la teoría del valor). Tegucigalpa,
1985, pág. 1. op. cit. p.
82 Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo. São Paulo, Pioneira, 1983, pp. 28-51.
83 Ibid., pp. 29-31.

112
denarios, el producto bruto será de 7.300 libras por año, o sea, deduciendo los gastos 4.500 libras‖.84 Este tipo de
mentalidad, calculadora, previsora, que busca ante todo el beneficio y la seguridad es totalmente diferente de la
que predominó en la Edad Media. Estamos lejos del misticismo medioeval, del ardor de la caballería, de la
generosidad de vida que caracterizaba toda la cultura medieval.
En segundo lugar, debe quedar claro que esta conquista del espacio y del tiempo necesitó
inevitablemente un fundamento científico. Fue así que surgió una nueva ciencia, afirmada ante el aristotelismo
tomista dominante de los últimos siglos de la Edad Media de modo polémico y beligerante y que se nutrió de la fe
de mártires que jugaron sus vidas en defensa de sus convicciones. Esta nueva ciencia ya está presente en
Copérnico. Pero es con Galileo que adquiere sus derechos, para pasar a ser dominante con Descartes. Dada la
necesidad de la conquista del espacio, esta nueva ciencia se concreta en su aplicación a la física. La razón en la
que se apoya es la de las matemáticas. La observación de los hechos pasa por el tamiz de la cuantificación. Y a
través de ésta es posible llegar a la formulación de leyes, verificables no sólo desde un punto de vista empírico,
sino sobre todo matemático. En esto, precisamente, consiste el gran paso del método científico de Galileo: aplicar
a la materia, a la física, criterios cuantificables en base a la observación empírica. Antonio Banfi dice que se trata
de ―la arquimedización de la física‖, pues este procedimiento tiene su antecedente en los geómetras griegos y de
manera particular en Arquímedes y en Apolonio de Pérgamo. ―Con Galileo se lleva a cabo el paso hacia el
estudio de los fenómenos físicos: el procedimiento geométrico asume una función metodológica verdadera y
universal. El método geométrico da a la investigación galileana un sentido de armonía íntima, de concreción
intuitiva» de extrema claridad. No obstante, le impone también un límite que sólo el uso del análisis podrá
superar. De manera continua, Galileo se enfrenta a problemas que para ser definidos requieren la aplicación de
un método matemático más sutil que él no poseía...‖.85 Es precisamente en este punto que Descartes va a
completar a Galileo. La res extensa no sólo puede conocerse a través de elementos geométricos, sino también
por intermedio del análisis matemático. Y, lo que es aún más importante, los mismos principios metodológicos
pueden aplicarse al conocimiento de la res pensante. La conquista del espacio y del tiempo que procura el ser
moderno necesita de esta ―nueva ciencia‖. Debe tenerse en cuenta que la misma no es neutral. Es un
conocimiento al servicio de quienes tienen poder real. Quienes se oponen a la misma pueden llevar a los nuevos
científicos a la hoguera dice la inquisición, o al silencio, o al exilio. No importa. Ese no es el poder que cuenta. El
verdadero poder es aquel que usa de los conocimientos y los métodos de la nueva ciencia para ampliar su
dominación sobre la naturaleza y la historia. Las matemáticas surgen como el instrumento universal para llegar a
este dominio. Pero hay que tener en cuenta que es solamente el instrumento. Más importante es reconocer al
sujeto social que lo utiliza y que no es otro que la burguesía. La Edad Moderna culminará cuando ese sujeto
social complete su obra revolucionaria, hacia fines del siglo xviii, con la revolución norteamericana y
posteriormente con la revolución francesa.
Esto significa, en tercer lugar, que gracias a la aplicación del instrumento matemático por medio del
método cuyos fundamentos fueron proporcionados por Galileo y afinados por Descartes, el universo pierde su
encanto.86 Ya no hay misterios. Así como las matemáticas permiten llegar a los cuatro rincones del globo,
descubrir leyes esenciales de la existencia física, la extrapolación de los principios metodológicos de la nueva
ciencia a otros campos del saber humano (a la filosofía con Leibniz y Wolf, a la historia con Vico y Herder, a la
política con Spinoza) llega a ser un factor decisivo para dar un impulso irresistible al proceso de secularización.
Poco a poco, Dios comienza a quedar en el fondo del paisaje.
Aquí conviene recordar lo dicho al comienzo de estas páginas: las rupturas históricas no se producen
abruptamente. Son procesos que se desarrollan a lo largo de muchos años, incluso de varios siglos. Para
alcanzar el punto al que se llegó gracias a las propuestas de Galileo y de Descartes, fue necesario primeramente
un esfuerzo en favor de la autonomía de la razón. Este tiene en Occidente su antecedente -¡paradójicamente!- en
el pensamiento aristotélico. A través de éste y de su influencia sobre Santo Tomás de Aquino llegó a expresarse
en Occidente. Sería miope dejar de ver que el proceso de secularización tiene su vertiente más importante en la

84 Robert Mandrou: 155.


85 Antonio Banfi: Galileo Galilei. Milano, II Saggiatore, 1961, 328.
86 Edmund Husserl: La crisi delle scienze europee e la fenomenología trascendentale. Milano: il Saggiatore; 1961, pp. 424-

425.

113
esfera política. Existe la tendencia a considerar la secularización sólo como un proceso filosófico, consecuencia
del cual sería la ciencia moderna. Al hacer así se desvincula todo ese proceso de las luchas históricas concretas,
de las luchas sociales a través de las cuales la burguesía disputó palmo a palmo, paso a paso, el poder a la
nobleza. Esta aún continuaba en el poder. Y para ello, necesitaba de los recursos burgueses. La nobleza de
tierra fue perdiendo preponderancia. La nobleza de corte pasó a tener más influencia. Pero el verdadero poder,
basado en el manejo de la riqueza, la acumulación del dinero y la propiedad del capital, estaba en manos de la
burguesía. Sin embargo, el poder político escapaba a su control. Las revoluciones inglesas del siglo XVII, así
como la revolución holandesa, fueron indicaciones inequívocas del poder ascendente de la burguesía. Para
defenderse, las monarquías occidentales y las noblezas a ellas asociadas, buscaron apoyos ideológicos que
legitimaran sus anhelos de dominación perpetua. Esas bases legitimadoras fueron provistas por el pensamiento
religioso. Por ejemplo, se afirmaba que el derecho de los reyes era de origen divino.
Fue contra esta situación que Spinoza dirigió sus armas ideológicas en su célebre Tratado Teológico
Político, publicado anónimamente en 1670. La aplicación del método de Galileo y de Descartes a otros planos de
la realidad, más allá de la física, permitió a Spinoza afirmar que no existe algo que pueda ser considerado como
un derecho ―divino‖. En realidad, sólo el derecho natural es necesario. La naturaleza y sus cosas, según Spinoza,
no tienen en sí mismas el principio de su existencia y de su conservación. Ese principio es Dios mismo. Pero
hablar de Dios es hablar también de la naturaleza. Spinoza, en su lucha contra el despotismo que intentaba
fundamentarse en principios religiosos, llega a la secularización radical. Intentando definir el derecho natural,
señala: ―Por derecho e institución de la naturaleza no entiendo otra cosa sino las propias reglas de la naturaleza
en cada individuo, según las cuales lo concebimos naturalmente determinado para existir y obrar de un cierto
modo‖, a lo que agrega posteriormente que ―la naturaleza absolutamente considerada tiene sumo derecho sobre
todo lo que puede, esto es, el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde se extiende su poder‖. Lo que
significa, de hecho, que según él la potencia de la naturaleza se identifica con la potencia de Dios.87
A diferencia de Hobbes, que consideraba que el derecho del Estado puede llegar a ser absoluto, y por lo
tanto ilimitado, Spinoza entiende que el Estado debe conformarse a las leyes de su propia naturaleza* En otras
palabras: el Estado está sometido a leyes tal como lo está el hombre natural: en el sentido de que está obligado a
no destruirse a sí mismo. El fin del Estado, pues, es la paz y la seguridad de la vida. Esta es la ley del Estado. No
busca la seguridad de un orden basado en elementos teológicos, sino en las leyes de la naturaleza. Estas
garantizan la libertad del ser humano que se concreta en la adecuación de la persona a las de la naturaleza. Ir
contra éstas es cometer suicidio, perder la libertad. La fe es obediencia a las leyes de Dios, entiéndase a la
naturaleza. La libertad es el reconocimiento de la necesidad.
El sistema filosófico de Spinoza entiende a Dios como un sistema geométrico e infalible (se trata de la |
naturaleza y de sus leyes). Este filosófico, que inequívocamente los de la burguesía en el siglo xvii, en la tradición
de sistema representa intereses occidental siguiendo Galileo y Descartes, tiene un claro carácter geométrico. Y,
como lo señala Husserl en su clásico libro La crisis de las ciencias europeas, ―La geometría vale como
apodíctica; pero la geometría no se pregunta si existen cuerpos objetivos que corresponden a las formas que de
los mismos se delinean idealmente. Y así de manera general. Lo que debe valer para todo es lo que es
puramente a priori‖.88 O sea, del mismo modo que el idealismo fue la filosofía (ideología) de los filósofos griegos,
representantes de una clase de años y señores que explotaban a los esclavos mientras hacían filosofía, también
los filósofos modernos no se plantearon las bases objetivas de su situación en el mundo. La conciencia del
filósofo, como lo percibe Husserl es siempre ―conciencia de‖.89 Infelizmente Husserl tampoco llegó a percibir que
no es sólo conciencia de un mundo dado, de una circunstancia inerte, sino sobre todo de una situación social, de
una condición de ser en la sociedad. La conciencia burguesa fue adquiriendo, poco a poco, la certeza de su
dominación: primero sobre el espacio, luego, sobre el tiempo. No llegó a ver que ambos dominios significaban
que algunos tienen más poder que otros. Es una conciencia de dominación.
Por eso, en cuarto lugar otra característica del ser moderno, fue su conciencia de autonomía. Es
necesario insistir en que sólo los dominadores tienen esta conciencia. Kant la tradujo notablemente en conceptos

87 Spinoza, Tractatus: Theologicus-Politicus, pág. 16.


88 Edmund Husserl, op. cit.
89 Ibid., pp. 273-274.

114
en su famosa disertación Was is die Aufklärung? La ilustración consistió precisamente en la razón liberada,
conquistando distancias y períodos. El espíritu moderno puede entonces caracterizarse como fáustico: intentó
trascender espacio y tiempo. Pero se trata de la autonomía del burgués. O, dicho de otra manera, dado que la
burguesía no conoce más que las leyes naturales, se trata de la ley de la selva. El burgués no conoce la
solidaridad. Afirma la individualidad por encima de todas las cosas. En religión no le preocupa la salvación de los
otros, sino la suya propia. Y ella tiene que reflejarse mediante su propio éxito, ya en esta vida. De ahí la
necesidad de la afirmación de su autonomía. En el texto ya indicado, Kant la define como ―la superación del ser
humano de su estado de ―inmadurez‖, en la medida que llega a ser responsable de sí mismo. Esto es, capaz de
utilizar su razón sin una guía ajena, o una autoridad que es exterior a sí mismo‖. Para alcanzar este desarrollo es
necesario el ejercicio de la responsabilidad, o sea una capacidad propia para responder a los desafíos que se
nos presentan en la vida. El ser humano --- mejor dicho, el burgués, dado que éste es el sujeto social de la
modernidad - se manifiesta como un ser con iniciativa propia, lo que lo constituye en consecuencia en un ser
altamente contradictorio, dado que de un modo u otro, sus iniciativas van a chocar con las de los demás. Karl
Marx percibió esto con toda claridad un siglo después de Kant, al afirmar que la burguesía no puede existir sin
afirmarse constantemente a través de contradicciones sucesivas.
Este carácter contradictorio nos conduce a la quinta característica de la modernidad: así como ella
encuentra en la burguesía su expresión más abierta a nivel de la práctica del poder, tiene en la creación del
proletariado otra expresión fundamental En efecto, no hay que olvidar que durante los tiempos modernos se
produce la revolución industrial. El modo de producción capitalista se desarrolló de tal manera que llegó a la
producción de series de manufacturas a través de una tecnología maquinista. Fue en tiempos de la revolución
industrial que comenzó a emplearse la palabra ―capitalista‖, desconocida hasta el siglo xviii. Ahora bien,
entendiendo las realidades sociales de manera dinámica, percibimos inmediatamente que frente a los
poseedores de capital están quienes sólo tienen para vender su fuerza de trabajo. Son los obreros. Del mismo
modo que durante la Edad Media se gestaron las fuerzas que condujeron a la modernidad, en la evolución de
esta última se manifiestan los agentes que conducen a través de la historia a su superación. No sólo la burguesía
es moderna. También lo es el proletariado. Y en la dialéctica social que se establece entre ambas clases
contradictorias se encuentra el dinamismo que conduce a la culminación de los tiempos modernos en una serie
de revoluciones, aún inacabadas. La modernidad es eso: noche y día, dominación y liberación que se entrelazan,
burgueses y proletarios, autonomía de la razón que se transforma en despotismo del orden constituido. Dios que
se pierde en la inmanencia de la naturaleza, ciencia que no cuestiona sus axiomas fundamentales, autonomía del
ser humano que lo induce imperceptiblemente a querer transformarse en un superhombre, muerte de Dios y
orfandad del individuo, lucha por la liberación que desemboca en los campos de concentración de Auschwitz...

Los desafíos de la modernidad a la teología


Fue inevitable que el desarrollo de los nuevos tiempos trajese problemas inéditos para la teología cristiana. El fin
de la Edad Media planteó cuestiones urgentes a las iglesias. Una de ellas fue la necesidad de un concilio que
ayudase a renovar y a revitalizar las instituciones eclesiásticas. Infelizmente, el fracaso del movimiento conciliar
durante los siglos XIV y XV desembocó en una ruptura, marcada por la irrupción de las diversas reformas: la de
Lutero, la de Calvino, la de la Iglesia de Inglaterra, y aquella otra —ciertamente mucho más radical que las que se
acaba de indicar-impulsada por el pensamiento anabautista. Sin embargo, tanto la Iglesia Católica Romana como
las Reformadas, pronto se encontraron desorientadas frente a la evolución de la modernidad. Frente a la
novedad demostraron suficiente creatividad. Intentaron poner el vino nuevo en odres viejos. Confrontaron las
nuevas tendencias históricas con argumentos dogmáticos, basados en una autoridad ya corroída. Por eso no
debe extrañar que poco a poco hayan ido cediendo terreno y perdiendo vigencia en la vida social de Europa
occidental, así como también en la conciencia de los espíritus más ilustrados.90
Intentando sintetizar los desafíos planteados por los tiempos modernos a la teología, podemos mencionar
cinco puntos. En primer lugar, surgió la necesidad de una nueva espiritualidad, de un nuevo modo de celebración
de la fe. El ser moderno quiere llevar a buen puerto el proceso de su liberación de tutelas extrañas a su

90Véase al efecto el brillante libro de Paul Hazarde La crise de la conscience européenne 1680-1715. París: librairie artheme
Fayard, 1961.

115
conciencia. Fue una tarea llena de riesgos. Según ya se indicó, muchos pagaron con sus vidas esta vocación a la
que se entregaron totalmente. Las actas de la Inquisición católica romana, así como también la toma de posición
de Lutero contra los campesinos, o la condena pronunciada contra Miguel Servet de ser quemado vivo sobre la
meseta de Champel en Ginebra, dan cuenta del peligro que supuso dar impulso al espíritu moderno. Se trató de
vivir de la manera más abierta posible la libertad de conciencia. El fin del medioevo puso de relieve la existencia
de un profundo misticismo. Testimonio de esta tendencia fueron los brotes de espiritualidad entre los pueblos
germánicos y, sobre todo, en España. Estas expresiones pueden considerarse como el canto del cisne de la vida
medieval que estaba llegando a su fin. Los tiempos modernos se abrieron al espíritu del siglo. Lutero terminé con
el convento. Calvino destacó la importancia del trabajo como vocación humana; los obispos que se reunieron en
el Concilio de Trento dieron una nueva orientación a la administración de la Iglesia Católica Romana. San Ignacio
de Loyola introdujo un nuevo espíritu en el catolicismo latino: ya no se trataba de aislarse del mundo, de dar
mayor fuerza a la vida religiosa en los conventos y en las abadías: desde el siglo xvi en adelante lo que urgía era
estar presente en medio de los acontecimientos del mundo.
Sin embargo, esto no fue suficiente. En efecto, de uno u otro modo no se llegó a resolver
satisfactoriamente la cuestión de la libertad de conciencia. Esa libertad que condujo al ser moderno a definirse en
función de las conveniencias más apremiantes. Libertad que motivó la transferencia de Enrique iv del
protestantismo al catolicismo, pues ―París vien vale una misa‖. O sea, la teología no consiguió superar el
problema que para la conciencia moderna plantea la existencia de fuentes de auto-ridad que deciden acerca de
la vida del individuo, pero que se sitúan fuera del ámbito de la subjetividad del ser humano. La metafísica del ser
moderno, como se puede apreciar sobre todo en Descartes, Malebranche, Spinoza, Kant y hasta en Hegel, tiene
su raíz en la esfera subjetiva del ser humano. Este es un ―ser-en-el-mundo‖. La modernidad es extremadamente
rigurosa, inclemente, con los místicos y con los suicidas, con quienes procuran escaparse del mundo. La
conciencia ya no porcura salir de las condiciones existentes. La gesta dejó de consistir en la conquista del santo
sepulcro. Se trataba de dominar el mundo. Por eso hay que aceptarlo en toda su naturalidad. Vivir en él es lo que
importa. Sólo así podía ser posible intentar su transformación. Incluso, los Padres Peregrinos, que comenzaron la
colonización de la Bahía de Massachussets en Norte América, salieron de Europa con la intención de construir
una ciudad que estuviera situada en lo alto de la colina, para que se luz alumbre a todos los hombres‖ (Mt.
5.16).91
Sin embargo, al intentar dar una respuesta convincente al problema de la necesidad del ejercicio de la
libertad de conciencia, no consiguieron ser completamente coherentes. De una u otra manera, la libertad estaba
limitada por la autoridad exterior. Y ésta, infelizmente, sostenía y legitimaba el ejercicio del despotismo. Esa
libertad de conciencia era fundamental para el burgués. La exigía la libertad del mercado, conditio sine qua non
para la expansión de sus intereses privados. El burgués no pudo quedar satisfecho por el cambio que hizo del
fraile medieval apartado del mundo un ser eficaz al servicio de la Iglesia en la sociedad. Del mismo modo, el que
adhirió a la fe reformada (a pesar de que su opción por el protestantismo haya sido consecuencia de la opción de
su príncipe: ' 'cujus regie, ejus religio‖), vivía su fe como individuo. La comunidad dejó de contar. La libertad de
conciencia apuntó con fuerza al triunfo del individualismo. Incluso, como lo señaló Robert Mandrou: ―Los miles de
franceses que, en la hora de las primeras persecuciones, abandonan bienes y familia para ir exilados a Ginebra,
suministran también, de modo diferente, la prueba de la calidad y del carácter individualista de sus exigencias
espirituales‖.92
La teología dominante en las iglesias no supo responder adecuadamente a este desafío. Hubo que
esperar hasta el siglo xx para que algunos teólogos suficientemente perspicaces comprendieran lo que significa
vivir en el mundo moderno ' 'etsi Deus non daretur‖.93 Pero, cuando Bonhoeffer y otros llegaron a definir esta
postura, ya era evidente que la parte de las Iglesias y de la teología en el mundo moderno había sido fuertemente
desgastada. El énfasis que el propio Bonhoeffer, así como también Mounier, Berdiaev y algunos más pusieron en

91 Robert T. Handy, A history of the churches in the United States and Canada. Oxford, Oxford University Press, 1979. pp.
20-21.
92 Robert Mandrou, op. cit., p. 215.
93 Dietrich Bonhoeffer, Letters and papers from prison. Londres-Glasgow, Fontana Books, 1959, p. 21.

116
la importancia de la dimensión comunitaria del espíritu humano, así como también para la celebración de la fe,
llegó fuera de hora.
En segundo lugar, los tiempos modernos, a través del desarrollo de la nueva ciencia, planteó a la teología
el desafío de conseguir un lugar incuestionable, legítimo, dentro del ámbito científico. Nos parece evidente que la
conciencia de este problema fue mucho más aguda dentro del Protestantismo que en la Iglesia Católica Romana.
La aplicación de la nueva ciencia a la naturaleza, que conllevó gradualmente un proceso de desencantamiento
del mundo, promovió, en primer lugar una teología apologética, que buscó por todos los medios posibles
mantener en vigencia la autoridad de la Iglesia, y sobre todo la autoridad de las Escrituras. 2194 Incluso en la
actualidad se advierten importantes residuos de esta postura. Sin embargo, pronto quedó en evidencia que esa
actitud de la teología era anacrónica. Entonces, como bien lo detectara Paul Tillich, la teología intentó obtener un
cierto grado de respetabilidad científica transformándose en theologia naturalis, cuya expresión más notable fue
el deísmo. Hacia comienzos del siglo xviii ya se comenzó a advertir el carácter anacrónico de esta posición. Fue
recién a fines de ese siglo que Schleiermacher consiguió crear un espacio en el que la teología se atrincheró: el
de la subjetividad humana. La religión fue definida como el sentimiento de dependencia. Como tal,
incuestionable. Las ciencias, incluso la psicología, no podían poner en tela de juicio la existencia del sentimiento
religioso. El subtítulo de la obra clásica de Schieiermacher, redactada en 1799, Los discursos sobre la religión, es
sumamente ilustrativo a ese respecto: ―Para los espíritus cultos que la desprecian‖.95 La teología entonces, dejó
de ser un discurso sobre Dios, para transformarse en una investigación sobre la religión en tanto elemento de la
subjetividad humana. Así comenzó a desarrollarse la teología liberal del siglo XIX.
Las fórmulas de Schleiermacher correspondían al momento en el que el romanticismo estaba en auge en
Europa, marcando el triunfo del individualismo burgués. Sin embargo, pronto se supera esa tendencia dominante.
El positivismo, el utilitario, el darwinismo, plantearon de manera virulenta la polémica contra la religión. La
experiencia de siglos pasados demostraba que la postura apologética no podía repetirse. Fue así que comenzó a
tomar forma el intento de justificar a la teología como una ciencia. En el medioevo, Santo Tomás de Aquino había
afirmado que la teología era una ciencia teórica, a lo que Duns Scoto había respondido que se trataba de una
ciencia práctica. Es evidente que el concepto de ciencia en la Edad Media pasó a ser obsoleto en los tiempos
modernos. Hacia fines del siglo XIX comenzó a delinearse la tendencia que se resumía en la afirmación de que ―la
teología es la ciencia de la religión‖. Karl Barth va a recibir esta influencia y afirmando el ―positivismo de la
revelación‖ va a desarrollar la noción de ciencia teológica. Para él se trataba de definir el conoci-miento que el ser
humano recibe a través del encuentro con la Palabra de Dios y de la reflexión a partir de la misma. Según Barth,
la aproximación a la Palabra exige por parte del teólogo un cuidado especial, dado a través de una serie de
reglas objetivas. El subjetivismo schleiermachiano quedaba entonces superado para el teólogo de Basilea.96
Por supuesto, Barth no llegó a afirmar que la ciencia teológica sea del mismo tipo que las ciencias
naturales:

Las ciencias exactas se distinguen ciertamente de la ciencia teológica en que su objeto y su fuente de conocimiento
no son idénticas entre sí, ni idénticas a la Palabra de Dios. [...] Sin embargo, una ciencia exacta bien concebida
posee un punto común con la ciencia teológica correctamente instruida, 1) en que como tal ella no supone ninguna
concepción del mundo. Se limita a constatar, ordenar, relacionar, estudiar, comprender y exponer los fenómenos. No
desarrolla ninguna ontología del cosmos. Cuando, a pesar de todo, intenta hacerlo, deja de ser una ciencia exacta y
entra en el terreno de la poesía. [...] Pero una ciencia exacta coincide también con la enseñanza dogmática sobre la
creatura; 2) en que estudia y describe el cosmos únicamente como aquél que es el del ser humano, y en que para
ella igualmente el cosmos no existe más que desde un punto de vista ―antropocéntrico‖; evidentemente, no se trata
del punto de vista de la fe cristiana, cuyo objeto es la Palabra de Dios y que es ―teoantropocéntrica‖, sino del punto
de vista propio de las facultades humanas de observación y de reflexión, cuyos límites serán siempre reconocidos‖. A
lo que, poco más adelante agrega: ―Nuestra tarea (la del teólogo) es diferente de la de la ciencia exacta. Pero aquí

94 Paul Tillich, Pensamiento cristiano y cultura en Occidente. Buenos Aires: ed. La Aurora, 1977, vol. ii, p. 325-ss.
95 Friedrich Schieiermacher, On religion. Speeches to its cultured despisers. Nueva York, Harpers and Brothers; 1958.
96 Karl Barth: Dogmatique. Premier Volume/tome Premier: La doctrine de la parole de Dieu. Prolegomenos a la Dogmatique.

Ginebra, Labor et Fides; 1953, pp. 185ss.

117
no debemos oponernos a ésta. Por el contrario, podemos reconocer que su paso inicial constituye un paralelo
significativo del nuestro.97

Tratando de resumir, ante el desafío de la nueva ciencia, la teología trató de conseguir por caminos
múltiples, un espacio reconocido como propio en el que pudiese tener lugar su propia actividad científica. Sin
embargo, hay un elemento que escapó al pensamiento de Karl Barth. La ciencia positiva supone, como bien lo ha
señalado Paul Ricoeur,98 la acumulación del conocimiento. A pesar de la tradición dogmática que prevalece en la
vida de la Iglesia, registrada en los credos y afirmaciones de fe que se han dado a través de la historia, no es
posible afirmar con el mismo vigor como es posible hacerlo en las ciencias naturales, que la teología es una
suma de conocimientos. Prueba de ello son las renovadas reformas en las instituciones eclesiásticas, indicadas a
través de la necesidad de que la comunidad cristiana y sus instituciones se conciban como ecclesia refórmata
Semper reformanda. Lo que significa que la comprensión de la fe de la comunidad eclesial que hoy es explicitada
por los teólogos, aunque se refiera a otras explicitaciones anteriores, no tiene por qué ser un agregado a las
mismas. La tradición en la vida de la fe no significa adición sino referencia a la Tradición original. Es la reflexión
en torno a ésta (las sagradas escrituras y la referencia a los primeros tiempos en la vida de la Iglesia, tal como
nos han sido testimoniados en los escritos del Nuevo Testamento) que ayuda a la teología a responder a nuevos
problemas que se plantean a partir de la práctica de la comunidad eclesial.
En este sentido, nos parece necesario señalar que todo intento de querer transformar a la teología en una
ciencia del tipo de las ciencias naturales, no puede alcanzar buenos resultados. Esto no quiere decir que, a partir
de la existencia de las ciencias exactas, naturales y humanas, la teología no deba ser rigurosa. La teología, como
actividad intelectual que pretende ser seria, necesita --- aplicar las reglas de diversos métodos científicos. Por
ejemplo, en cuanto al problema de la creación, se le exige dialogar con las ciencias naturales y respetar sus
procedimientos. Al reflexionar sobre el conocimiento humano, no puede desechar los aportes de la psicología y
de las ciencias exactas, lo que significa tener en cuenta sus metodologías peculiares. Lo mismo cuando se trata
de discurrir sobre tópicos que atañen a las ciencias humanas. Sin embargo, esto no convierte a la teología en
una ciencia. La teología, el trabajo del intelectual formado teológicamente y que está al servicio de la comunidad
eclesial, significa constantemente --- en el diálogo con las diferentes ciencias- un ejercicio de interpretación. De
ahí que nos parece mucho más adecuado colocar a la teología en el conjunto de las hermenéuticas, cuyas
tendencias entran en conflicto, ayudando a las comunidades y a las personas que las componen a comprender
su situación en el mundo.99 Tomar conciencia de este hecho ayuda a la teología (y a los teólogos) a comprender
sus limitaciones y a evitar monstruosidades, estupideces. Ya esto es importante en la vida de la Iglesia y en la
práctica del conocimiento.
En tercer lugar, a lo largo de la evolución histórica de los tiempos modernos se le ha presentado a la
teología el desafío de reconocer el desarrollo de nuevas coyunturas sociales, a través de las que han actuado
nuevos sujetos históricos. Ya se ha dicho: al místico medieval, apasionado con la trascendencia, sucedió un
nuevo tipo de ser humano, arraigado en el mundo, conquistador de espacio y del tiempo, calculador del futuro a
partir de su contabilidad presente. Es el burgués. Pero éste, a su vez, creó las condiciones necesarias para que
irrumpiese en la historia otro sujeto social, que se levanta contra la burguesía procurando una sociedad diferente,
buscando nuevas relaciones con la naturaleza, y afirmando que el conocimiento se manifiesta a través de
prácticas transformadoras (en el plano económico, en el tecnológico, en el social, en el político, etc.). Pensar que
la modernidad es sólo la expresión de la ciencia del burgués dominante es ver la realidad con un ojo solo. La
modernidad significó también el nacimiento y desarrollo de los proletarios, de los trabajadores.
Lamentablemente, cuando la teología intentó situarse en este contexto, tuvo prioritariamente (y a veces
también exclusivamente) en cuenta, la parte de los dominadores. En este sentido, el protestantismo fue mucho
más consciente de la realidad burguesa que el catolicismo romano. Sin embargo, a pesar del retraso del
pensamiento católico, en Europa y en los Estados Unidos, ha dado más importancia, en última instancia, a su
relación con la burguesía que con el proletariado. Para muchos esto significó la ―pérdida de la clase obrera por

97 Karl Barth, Dogmatique. Troisieme Volume/Tome Deuxieme. La Doctrine de la Creation. Ginebra, Labor et Fides; 1961, pp.
11ss.
98 Paul Ricoeur, Historie et Verité. París: Eds du Seuil, 1955, p. 83.
99 Paul Ricoeur, Le conflict des Interpretations. París, Eds. du Seuil, 1969.

118
parte de las Iglesias‖. Sin embargo, hay quienes dicen que, de hecho, la clase obrera nunca se - relacionó con las
instituciones eclesiásticas. Es la posición de John Kent,100 al estudiar cómo tomó posición la Iglesia (y por lo
tanto, la teología) frente a la evolución del movimiento sindical en Inglaterra durante el proceso de la revolución
industrial a partir de fines del siglo XVIII. Si se acepta este punto de vista, eso significa que todavía sigue
planteado con toda su crudeza para la práctica eclesial y la reflexión teológica que la acompaña, el desafío social
de los tiempos modernos.
Recién en los últimos decenios ha comenzado una cierta reacción en este sentido. Por ejemplo, las
nuevas formas de ser Iglesia en América latina (―iglesia de los pobres‖) y la teología que se desarrolla a partir de
ellas (la teología de la liberación) intentan responder a ese reto. En este sentido, a pesar de las críticas que se
dirigen por parte de teólogos que reflexionan sobre todo a partir de pautas burguesas, la teología de la liberación
es más moderna de lo que se piensa frecuentemente. Asume su modernidad al insertarse en las tensiones
sociales peculiares que promueven los sujetos que protagonizan la historia de los últimos tiempos. El desafío
social requiere que la teología reconozca el carácter decisivo de estos conflictos sociales agudos. Hay quienes ni
siquiera quieren llamarlos ―lucha de clases‖. Revelan, de este modo, una visión que corresponde a quienes están
en el poder. Manifiestan así su postura parcial, que es propia del punto de vista burgués. Sostienen que las
tensiones sociales no hacen más que manifestar una patología social. Son expresiones de irracionalidad
(evidentemente, así son para quienes ocupan posiciones de dominio y poder). Sin embargo, debe admitirse que
los conflictos sociales no pueden ignorarse meramente porque parecen ser insensatos. Ellos existen, y es un
principio del conocimiento según la ciencia moderna, partir de los hechos y no de un juicio (a priori) sobre los
mismos.
El desafío de toda la sociedad moderna (y no sólo de la parte que tradicionalmente ha ocupado posiciones
de poder en la misma) exige, en primer lugar que la teología se interese por la realidad del mundo de los
trabajadores, quienes por cierto no se puede pensar que vivan en un mundo armónico. Experimentan en carne
propia, diariamente, la violencia estructural aplicada desde el poder. Desde su punto de vista, la justicia deja de
ser un principio moral para transformarse en una necesidad vital. El valor deja entonces de ser subjetivo para
adquirir un contenido objetivo en las reivindicaciones por mejores salarios, por derechos del trabajador, en la
lucha por la tierra, en la exigencia de trabajo para todos, a la vez que de reducción del tiempo de la jornada de
trabajo.
La teología, salvo honrosas excepciones, generalmente no tuvo en cuenta este otro lado de la medalla,
que se manifiesta a través de lo que Gustavo Gutiérrez 28101 ha llamado con propiedad ―la fuerza histórica de los
pobres‖, y a partir de la cual se plantean desde una perspectiva diferente las grandes preguntas teológicas.
Queda claro, por ejemplo, que el llamado a la conversión del pobre (a creer en el Reino de Dios, a tener fe, a
superar el miedo que domina su lucha por la sobrevivencia) es diferente del llamado a la conversión del rico (a
rechazar la tentación de Mammón, a no caer en la idolatría del dinero —‖raíz de todos los males‖— ni en el
servicio del poder dominador).
De no mantenerse esta apertura a la realidad del pobre, de los trabajadores, las iglesias y la teología
permanecerán en una postura que ciertamente no interesa a quienes experimentan cotidianamente la dura
realidad de la explotación social. De mantener sus apegos a la burguesía y sus valores, la reflexión teológica
seguirá postulando una respetabilidad social que es ajena a los pobres, y que --- es preciso decirlo- resulta muy
poco evangélica. Por ejemplo, cuando la reflexión teológica insiste sobre el valor del trabajo, es evidente que se
está refiriendo a un elemento fundamental del mundo moderno, marcado profundamente por una cultura de los
trabajadores. Por ejemplo, a comienzos de este siglo todavía era denigrante reconocerse como trabajador. Era
señal de prestigio social decir que se era ―rentista‖ o ―propietario‖. Esto evidenciaba elementos que eran
remanentes del mundo feudal. Ahora, en cambio, quienes no trabajan porque son suficientemente poderosos y
ricos como para no hacerlo, no lo reconocen. Se llaman ―ejecutivos‖ o ―promotores‖ de sus propios negocios.
Esto revela el valor del trabajo. No obstante, es necesario reconocer que el trabajo humano, que puede ser factor
de valorización personal para algunos, es elemento de enajenación y dolor para muchos otros. Esta dualidad del

100 ―The church and the trade union movement In Britain in the 19th century‖, en Julio de Santa Ana (ed.). Separation without
Hope? Ginebra, CMI, 1978, pp. 30.37.
101 Gustavo Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres. Lima, CEP. 1979.

119
trabajo (bendición como vocación humana, y maldición por ser fuente de dolor y angustia) aparece en la Biblia.
Sin embargo, no siempre la teología la presenta como tal. Cuando la teología se elabora en función de la
burguesía, generalmente deja de observar el carácter enajenado y explotador del trabajo que marca tan
profundamente la vida de las clases laboriosas.
Esta parcialidad de la teología, formulada a partir de perspectivas de dominación, es todavía más clara
cuando se tiene en cuenta la forma como la mayoría de los teólogos ha intentado legitimar la empresa de
conquista y colonización de las potencias europeas occidentales entre los siglos xvi y xix. Se dejó de ver que, en
sus comienzos, la fe cristiana fue expresión de los sectores sociales explotados en la sociedad romana, y sobre
todo en Palestina. La teología cayó entonces en la trampa tendida por la burguesía, que consiste en considerar
las realidades del mundo histórico, pero abstractamente, esto es: sin tener en cuenta sus condicionantes. Lo
particular, entonces, se transforma en universal, y de este modo se esconde su ser real.
Esto nos conduce al cuarto desafío. El conocimiento científico que pretende alcanzar la modernidad,
muchas veces se basa en presupuestos que no han sido sometidos a una verdadera crítica. Así pues, las
explicaciones de ciertos acontecimientos no corresponden a la realidad. Es el caso, por ejemplo, de aquellas que
intentan indicar cómo se produce la acumulación del capital sin tener en cuenta el proceso de explotación de los
obreros, que contribuyen al acervo de quienes poseen los medios de producción por la plusvalía que éstos
obtienen, al pagar a los trabajadores salarios que no cubren todo el valor de su trabajo. Se trata de reconocer, de
una vez por todas, que la pretendida ―ciencia‖ moderna, generalmente es una ciencia ―oficial‖, que no descubre
toda la realidad. Por el contrario, muchas veces la encubre. Hay un misterio en el mundo moderno aunque no es
reconocido como tal. El desencanto que ha tenido lugar durante el proceso histórico marcado por la modernidad
ha llevado a un alejamiento del ser humano con respecto a la naturaleza. Pero eso no ha significado la
desaparición de lo sagrado. Su carácter misterioso aparece cuando nos acercamos al mundo de la economía.
Hay, en este plano de la vida humana, aspectos que son intocables (por lo tanto, pertenecen al mundo de lo que
es tabú). Atacarlos supone un acto sacrílego que va contra la propia estabilidad social. Por supuesto, nunca se
explica por qué no pueden criticarse, por qué deben siempre mantenerse. Hay algo en todo esto que recuerda el
misterio propio de la religión.102
Es evidente que este conjunto de creencias en torno al poder que poseen cosas que son humanas,
meramente humanas, plantea un desafío de enorme importancia a la teología cristiana que pretende ser fiel a la
tradición bíblica. Es el desafío de la idolatría, de la existencia de falsos dioses que dominan la vida de muchos
hombres y mujeres en un mundo que pretende ser altamente secularizado. Aquí conviene recordar una cosa:
para las Escrituras, el problema que debe enfrentar prioritariamente la comunidad de la fe no es el del ateísmo,
sino el de la idolatría. Esto es particularmente evidente en el libro del Exodo, pero también en el pensamiento de
los profetas preexílicos, así como en los Evangelios. El espíritu humano, sea burgués o proletario, de nobles o
campesinos, no ha dejado de ser capaz de caer seducido por falsos dioses. La teología cristiana apela --- a
través del mensaje evangelizadora liberar a los seres humanos de la opresión de los ídolos.103 Para ello, la
teología debe siempre enfrentar el problema de la cautividad. El pueblo de Dios --- la ekklesta- es llamado a vivir
en fidelidad al Dios vivo. Cuando el testimonio de la fe llega a ser inseparable de ciertas formas sociales,
culturales o políticas, entonces se asiste al fenómeno de la cautividad de la Iglesia. Y ésta indica un hecho
teológico de enorme significación, pues la Iglesia queda cautiva cuando la Palabra de Dios no es libre.
En nuestro tiempo, tan hondamente marcado por la imprenta de la modernidad, es necesario reconocer
que existe una cautividad burguesa de la Iglesia que apunta a la manipulación que (consciente o
inconscientemente) se pretende ejercer sobre la Palabra de Dios. Para luchar contra esta tendencia es necesario
tener una comprensión global de los acontecimientos. O sea, tener en cuenta aquella parte de la realidad
generalmente olvidada, dejada de lado, porque no es importante. Esta no es la lógica del Evangelio. El legos de
Dios tomó forma humana en el vientre de María, pobre muchacha judía, y nació en Jesús de Nazaret, en un
pesebre porque no hubo lugar para él entre quienes pudieron pagar un cuarto de hotel respetable. Manteniendo

102 Karl Marx lo ha develado en El capital. São Paulo, Abril Cultural, 1983, vol. 1, pp. 70-78. Cf. también de Franz
Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte. 2ª ed. revisada y ampliada. San José, Costa Rica, DEI, 1981.
103 Varios autores: La lucha de los dioses. Los dioses de la opresión y la búsqueda del Dios liberador. 2ª ed. San José, Costa

Rica, DEI, 1986.

120
siempre claras estas definiciones fundamentales del propio Dios Vivo, nos parece que es posible superar las
limitaciones de los tiempos modernos en la vida de las iglesias. Esto significa, indudablemente, tomar posición.
Pero el partido es aquél del Dios de Jesucristo, que siempre está del lado de los oprimidos y de los pobres,
confrontando los abusos y usos equivocados del poder en manos de los dominadores. Abusos y usos
equivocados que tanto han abundado durante los tiempos modernos y que, lamentablemente, todavía se
perpetúan. Esto hace de la teología, a diferencia de lo que ocurrió durante la mayor parte del proceso moderno,
una actividad militante. El teólogo moderno tuvo su expresión máxima en la academia, en el distanciamiento del
mundo, rodeado de libros que lo aislaban de las vidas humanas con su carga de dolor y esperanzas, de tristezas
y alegrías. Superar esta condición significa llevar a quien tiene el carisma de explicitar el contenido de la fe que
celebra la comunidad cristiana hasta un nivel de compromiso claro con quienes intentan superar las
contradicciones que caracterizaron (y que todavía están presentes en gran parte de nuestras sociedades) a la
modernidad. El teólogo ya no puede vivir en una torre de marfil, sino participando en las luchas de nuestro
tiempo, y tomando partido. En favor de los pobres. Lo que supone decir —y este es un rasgo de la verdadera
teología en favor de. también perenne cristiana- en favor de Jesucristo— (cf. Mat. 25.31-46).

121
122
SER HUMANO ES QUIEN TRABAJA (1988)

E l proceso seguido por la evolución social en diversos lugares del planeta permite discernir un hecho de gran
importancia, que comenzó a manifestarse hace apenas poco más de ciento cincuenta años. Debido a
transformaciones económicas y técnicas, los hombres y las mujeres han comenzado a tomar conciencia de que
una de las características más importantes de todo ser humano es la de ser un trabajador. Es más, sin los
beneficios del trabajo no puede llegar a concebirse la reproducción de la vida, el avance del conocimiento
humano y la conquista del bienestar al que constantemente aspiran los diversos grupos que constituyen la
sociedad. Estas afirmaciones, que parecen ser de Perogrullo para la conciencia general de nuestra época, no
eran tan evidentes para quienes vivieron hace doscientos años o más. Se afirmaba entonces la superioridad del
homo sapiens sobre el homo faber, y de ambos sobre el animal laborans104. Sin embargo, la evolución
combinada de fuerzas de trabajo, tecnología e interacción de medios de producción fue conduciendo
gradualmente a una toma de conciencia de la gravitación fundamental del trabajo para todo ser humano. De ahí
la afirmación: el ser humano es un trabajador.
Una anécdota banal puede servir para ilustrar este punto: según datos de diversos censos analizados por
las ciencias sociales, hace poco más de cincuenta años había personas que registraban su profesión como
―rentista‖. Actualmente esa caracterización casi no se utiliza. Quien es propietario de bienes y vive de su
beneficio generalmente designa su profesión como ―ejecutivo‖. La diferencia entre una y otra apelación es obvia.
El primero vive sin trabajar. El segundo afirma que tiene una profesión, por lo tanto, que es un trabajador activo
aunque, en realidad, muchas veces no lo sea.
Esta toma de conciencia ha despertado preocupación e inquietud en torno de la condición de los
trabajadores. En tal sentido, Paul Ricoeur afirmaba hace poco más de treinta años que ―El descubrimiento o el
redescubrimiento del hombre como trabajador es uno de los grandes acontecimientos del pensamiento
contemporáneo; nuestra aspiración a construir una civilización del trabajo está en perfecto acuerdo con los
presupuestos de esta filosofía del trabajo.‖105 Sin embargo, esta nueva conciencia no significa necesariamente
consenso acerca del sentido del trabajo y de su valor. Hay quienes, todavía, siguen considerando el trabajo como
una necesidad inevitable, y, por lo tanto, como una carga que debe asumirse, en tanto que hay otros que afirman
que el ser humano se salva sobre todo a través del trabajo. Incluso, como lo señala Max Weber, la misma
teología calvinista (mejor dicho, la elaborada por los epígonos de Calvino) afirma de manera implícita que la
criatura humana llega a su certitudo salutis a través del éxito y los beneficios que consigue obtener gracias a un
esfuerzo sostenido y empecinado en la profesión secular que desempeña.106
Frente a este hecho que demuestra un cambio importante en la conciencia social (por lo menos en la
civilización occidental), cabe registrar una sorpresa significativa: al intentar llevar a cabo este proyecto sobre el
sentido del trabajo y la condición de los trabajadores en la Biblia, hemos consultado muchos volúmenes que
cubren temas diversos en el campo de la reflexión teológica. Sin que este esfuerzo haya sido exhaustivo, por lo
menos podemos afirmar que hemos examinado una parte sustancial de los escritos más importantes de la
teología durante los últimos ciento veinte años. Sin embargo, pocos son los que dedican algún espacio
importante al tema del trabajo humano. En la gran mayoría de los casos les importan mucho más las ―obras‖ (de
salvación) que la ―obra‖ (laboral) que hombres y mujeres hayan podido llegar a realizar. Es decir, parecería como
que la cuestión del destino final de cada ser humano no tiene nada que ver con lo que cada hombre y cada mujer
hacen efectivamente durante su existencia activa.
O sea, al consultar la literatura teológica más clásica ─incluidos los grandes teólogos: San Anselmo.
Santo Tomás. Duns Scotto, Lutero. Calvino. Zwinglio, Bellarmino, Schleiermacher, Ritschl, etc.─ llama la
atención el espacio reducido que se da al tema del trabajo en sus escritos. En muchos casos, incluso hay que
constatar la ausencia del tema. Sobre todo, es sorprendente la insignificancia que tiene para casi todos ellos la
cuestión de la condición de los trabajadores. Esto podría ser comprensible en autores de la Edad Media, tiempo

104 Véase, de Hannah Arendt, Condition de L´Homme Moderne. París: Calman-Levy, 1961.
105 Paul Ricoeur: Histoire et Vérité. París: Editions du Seuil; 1955. P. 184.
106 Max Weber: A Etica Protestante e o Espíritu do Capitalismo. Sao Paulo: Ed. Pionera de Ciências sociais; 1983. pp. 81-82.

También Weber extiende esta afirmación al metodismo: véase pp. 99-100.

123
en el que el pensamiento hegemónico (por lo menos en Occidente) privilegiaba la vida religiosa sobre la secular o
intramundana. Comprender este hecho no quiere decir que se le lo justifica. El asunto preocupa más cuando se
toma en consideración el pensamiento teológico elaborado a partir del siglo XV hasta mediados del XIX, sobre
todo teniendo en cuenta que durante ese período se gestó la toma de conciencia de la importancia del trabajo
para la condición humana.
El intento por comprender esta carencia en el pensamiento teológico más clásico conduce a elaborar una
hipótesis, formulada a continuación en forma de pregunta: ¿hasta qué punto esta ―desclasificación‖ del trabajo
como locus teológico, y la consideración todavía menor dada a la condición de los trabajadores, no traduce, en la
reflexión de los teólogos, una dependencia importante del pensamiento griego que, como se sabe,
menospreciaba a quienes trabajaban?107
Esta pretensión de la cuestión del trabajo y de la existencia del trabajador sólo comenzó a corregirse en la
segunda mitad del siglo XIX. Fue a partir de entonces que el tema que nos ocupa apareció con cierta frecuencia
en la reflexión del pensamiento cristiano de Occidente. Esto, según nuestra observación, fue inevitable. En
efecto, las iglesias habían comenzado a experimentar un hecho doloroso, que hasta el día de hoy no han
conseguido enfrentar de manera apropiada. Como ya se ha afirmado, una combinación de factores diversos
promovió, desde la mitad del siglo XVIII, una nueva situación en la civilización occidental. A partir de Inglaterra
comenzó a expandirse la Revolución Industrial, y al mismo tiempo fue tomando cuerpo una nueva clase social: el
proletariado. Infelizmente, las iglesias no supieron apreciar de la debida manera el surgimiento de este hecho
importantísimo de la historia, y menos aún el desafío que les planteó la irrupción de esta nueva clase social. 108
Más bien, cuando esto comenzó a producirse, las instituciones eclesiásticas adoptaron actitudes defensivas y se
cerraron frente a estos acontecimientos. Fue sólo poco más de un siglo después, cuando ya existía la convicción
clara de que ni la revolución industrial ni el desarrollo del proletariado eran elementos coyunturales en la historia,
que se intentó reaccionar y responder al desafío que planteaban. Esto dio como resultado una separación
evidente entre las clases laboriosas y las iglesias durante los últimos dos siglos. Este hecho, que en primer lugar
tuvo su manifestación en las sociedades occidentales, continúa reproduciéndose en muchos otros lugares del
planeta.
Para algunos, esto significó que ―las iglesias perdieron la clase obrera‖. Para otros, la situación es todavía
peor: las iglesias nunca han conseguido evangelizar a los trabajadores industriales.
Frente a esta constatación, ha habido teólogos que procuraron dar una nueva atención a las cuestiones
sociales. Merecen citarse, en primer lugar, los pioneros del ―cristianismo social‖ (llamado también ―socialismo
religioso‖) en Europa, principalmente entre cristianos alemanes y franceses. Entre ellos destacamos a los
Blumhardt (padre e hijo), Kutter, Ragaz, Wilfrid Monod y Elie Gounelle. Sus reflexiones abrieron camino a un
trabajo más profundo llevado a cabo por Karl Bearth109, Paul Tilich110, Dietrich Bonhoeffer111; Emil Brunner112; J.
H. Oldham113; J. O. Nelson114; Alan Richardson115, etcétera. Cabe decir, sin embargo, que el interés manifestó en
esta obras no tuvo como resultado que la mayoría de los teólogos comprendiese la urgencia del tema. Estos
teólogos ─a los que hay que agregar otros nombres: Reinhold Niebuhr, M.D. Chenu y algunos otros pocos─

107 Son conocidas lasposiciones de los filósofos clásicos griegos en este sentido. A partir de Hesíodo, en quien ya se registra
la diferencia entre poiés (la actividad de los dioses) y prasso (el quehacer de los trabajadores, que exige destreza pero que
no requiere grandes conocimientos), el ser humano superior posce el bíos politikón (Aristóteles), que lo distingue de quien se
concentra en el trabajo ordinario (ta tô anthrôpôn pragmata, según Platón) reservado a seres inferiores como los artesanos, y
principalmente los esclavos).
108 Véase el capítulo de John Kent: ―L´Eglise et le Mouvement Syndical en Grande-Bretagne au 19e. Siècle‖, en el libro

editado por Julio de Santa Ana: L´Eglise et les Pauvres. Lausanne: Ed. Favre; 1982, pp. 45-56.
109 Karl Barth: Dogmatique. III/IV Genève: Labor et Fides; 1965. pp. 211-264.
110 Paul Tilich: The Socialist Decision. New York: Harper & Row Publs.; 1977, pp. 154-ss.
111 Dietrich Bonhoeffer: Ethics, London: S.C.M. Press; 1955, pp. 73-76.
112 Emil Brunner; The Divine Imperative. Philadelphia: The Westminster Press; 1974, pp. 384-394.
113 J. H. Oldham: Work in Modern Society. London: S.C.M. Prees; 1955.
114 J. O. Nelson (Ed.): Work and Vocation. New York: Harper & Brhothers Publs.; 1954.
115 Alan Richardson: The Biblical Doctrine of Work, London: S.C.M. Press; 1952. También hay que tener en cuenta el libro de

M. D. Chenu: Pour une Théologie du Traval. Paris: Eux Editions du Seuil; 1955.

124
pusieron en evidencia la conciencia teológica más clara en torno del problema que nos interesa. Al reflexionar
sobre el tema intentaban responder, por un lado, a la importancia creciente del trabajo en las sociedades
modernas y, por otro, al reto que han planteado a la iglesia los sindicatos y diversas asociaciones que expresan
la fuerza de los movimientos de los trabajadores en el mundo contemporáneo.
Diciendo las cosas de otro modo: antes de que los teólogos desarrollaran los temas del trabajo y la
condición de los trabajadores, las iglesias habían comprendido la distancia que las separaba de las masas
obreras y campesinas. Las exigencias pastorales y la propia naturaleza misionera de la iglesia, llevaron a los
cuerpos eclesiásticos a intentar comprender de manera adecuada los desafíos planteados por la sociedad
industrial que se había gestado gradualmente con el desarrollo del capitalismo durante los últimos doscientos
años. Y, al mismo tiempo, a procurar una nueva actitud ante las reivindicaciones de los movimientos socialistas
desde la mitad del siglo pasado. El pensamiento que defiende el capitalismo, de claro cuño liberal, favorece a los
intereses privados y da prioridad al individuo sobre la sociedad. En cambio, el socialismo pone en primer lugar a
la sociedad y procura dar satisfacción en forma prioritaria a las necesidades generales. Las iglesias, con
frecuencia, han optado por una vía intermedia entre liberalismo y socialismo. Tal es el caso de la Iglesia Católica
Romana116 y también de varias instancias del movimiento ecuménico.117 Esto ha significado que generalmente
esas posiciones no han logrado consenso entre los miembros de las instituciones eclesiásticas. Sea como fuere,
la atención de las iglesias a las cuestiones del mundo del trabajo ha sido un paso importante para colmar una
laguna inexplicable, tanto en el plano del cumplimiento de su misión, como posteriormente, en el de la reflexión
teológica que esta nueva definición ha ido generando. El pensamiento teológico, en especial, no podía ignorar el
surgimiento de nuevas condiciones de trabajo, creadas por la aplicación de tecnologías más desarrolladas. En
especial, merecen destacarse la informática y la robotización.
A todo esto, a partir del fin de la tercera década de nuestro siglo, debe agregarse otro factor que, con el
paso de los años ─y, especialmente, durante los últimos tres lustros─ ha ido tomando cada vez mayor
importancia con referencia a los problemas que plantea del trabajo en nuestra época. Se trata del desempleo. Es
verdad que siempre ha existido. Sin embargo, el mismo alcanzó proporciones alarmantes durante el período de la
gran depresión económica que afectó a casi todo el planeta entre los años 1929-1934. Este problema, que
parecía haber sido enfrentado con bastante eficacia desde fines de la Segunda Guerra Mundial, ha vuelto a hacer
su aparición de manera alarmante desde comienzos de la década de los años 70. La tendencia predominante, al
menos en el mundo capitalista (y, sobre todo, en los países subdesarrollados), es crear un contingente
importante de mano de obra desempleada. Esta orientación ha recibido la legitimación ideológica de conocidos
economistas de nuestro tiempo118, quienes entienden que una economía da señales de salud cuando su índice
de desempleo no supera el 6 o 7% de su fuerza de trabajo activa.
El problema del desempleo es más importante en las áreas periféricas del capitalismo que en los países
donde se concentra la acumulación del ingreso. En América Latina, concretamente, se ha ido gestando una
situación en la que importantes sectores de la población, al menos desde el punto de vista cuantitativo, se ven
condenados a la marginalidad y a una pobreza irremediables. Esta situación es motivo de denuncia constante por
parte de científicos sociales, antropólogos y teólogos. En el correr de los últimos diez años se ha utilizado el
argumento de que el peso creciente de la deuda externa de los países latinoamericanos justifica la incapacidad
existente para encontrar soluciones a este problema. En general, los niveles de desempleo en los países
latinoamericanos (con excepción de Cuba y Nicaragua) son superiores al 7%. Una gran parte de la población

116 La doctrina social de la Iglesia, tal como ha sido dada a conocer por el magisterio romano desde León XIII hasta Juan
Pablo II, pasando por Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, es muy clara en este sentido. Véase el libro de Ricardo
Antoncich y José Miguel M. Sans: Ensino Social da Igreja. Petrólis: Vozes; 1986. Hay traducción castellana publicada en
Madrid, por Ediciones Paulinas; 1987.
117 El Movimiento de Vida y Acción (Life and Work Movement), en sus Conferencias de Estocolmo (1925) y de Oxford (1937),

prolongando más tarde sus actividades a través del programa de Iglesia y Sociedad (Church and Society) del Consejo
Mundial de Iglesias, ha subrayado la necesidad de una crítica y de distanciamiento, tanto del capitalismo como del
comunismo. Se propuso, por parte de estos organismos, el concepto de ―axiomas medios‖ (middle axioms), como manera de
superar la contradicción de sistemas socioeconómicos antagónicos.
118 En especial A. von Hayek; E. von Misses; Milton Friedmann y otros.

125
trabajadora puede caracterizarse por tener una ―desocupación disfrazada‖; o sea: ocupando su tiempo en tareas
marginales que corresponden al sector informal o ―economía sumergida‖.
La toma de conciencia de la importancia del desempleo ha llevado a las iglesias a nuevas reflexiones
sobre el trabajo de hombres y mujeres. Por ejemplo, en la órbita del Consejo Mundial de Iglesias, el Grupo
Asesor de Asuntos Económicos, ha producido una serie de reflexiones que ha publicado la Comisión para la
Participación de las Iglesias en el Desarrollo.119 La Iglesia Católica Romana ha dado a conocer su posición sobre
el problema en un importante documento, bajo la autoridad del Papa Juan Pablo II120, donde ─al final de su
párrafo 18─ se dice:

Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra, no se puede menos que quedar
impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras que, por
una parte, siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de
desocupados y subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que, dentro
de comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial ─en lo
concerniente a la organización del trabajo y del empleo─ hay algo que no funciona y concretamente en los puntos
más críticos y de mayor relieve social.121

No se puede menos que recibir con alegría estos pronunciamientos de las iglesias sobre la importancia
del trabajo para cada ser humano. Convergen con la toma de conciencia que, según Ricoeur (citado
anteriormente), constituye un hecho importante de nuestro tiempo. Especialmente esto es fundamental en
América Latina, donde, quizás por primera vez en la historia, los pobres irrumpen en la vida de las iglesias. Se
trata de pobres trabajadores, de pobres trabajadores, de pobres subocupados y hasta de desempleados. En este
contexto, las instituciones eclesiásticas y, en especial, los teólogos de la liberación, van reconociendo con ojos
realistas la gravitación que tiene, todo lo que se refiere al trabajo y a las condiciones de los trabajadores, para la
comunidad que tiene fe en Jesucristo. En el caso de la situación latinoamericana, esta nueva conciencia es
reforzada por el hecho del surgimiento y desarrollo de las Comunidades Eclesiales de Base durante los últimos
veinte años. En ellas, así como en otras nuevas formas de ser iglesia, la presencia de hombres y mujeres que
son trabajadores industriales, campesinos, o contratados por diversos tipos de servicios propios de la sociedad
contemporánea, predomina de manera apabulladora. Lo mismo puede decirse cuando se considera la realidad
de las iglesias pentecostales, compuestas mayoritariamente por personas que provienen de las clases más
laboriosas.
Tal como señalé previamente, todo esto constituye un acontecimiento que motiva reconocimiento y
aprecio. En efecto, esta evolución que se ha ido esbozando en la vida de las iglesias y que se manifiesta
incipientemente en el plano de la reflexión teológica, tiene como uno de sus mayores méritos la convergencia con
diversos aspectos del pensamiento bíblico. Hay, pues, una sintonía creciente entre esta preocupación eclesial y
teológica por el trabajo y los trabajadores y orientaciones de los textos bíblicos que consideramos de enorme
importancia. Los aspectos relativos a los esfuerzos humanos por ganar el pan de cada día, la manera a través de
la cual hombres y mujeres producen, el sentido de la labor cotidiana, tienen una importancia muy grande para
diversos autores de los textos bíblicos. No es por casualidad que, ya desde los primeros capítulos de libro de
Génesis, aparece la cuestión del trabajo como un asunto que influye grandemente en las relaciones entre los
seres humanos y Dios, así como entre hombres y mujeres, entre las personas y la sociedad.
Esta afirmación resulta aún más evidente cuando tiene cuenta la gran riqueza del vocabulario bíblico en
torno de estas cuestiones y, sobre todo, cuando se percibe la gran frecuencia con que aparece en los diversos
textos.
Veamos: comenzando por el Antiguo Testamento, tenemos en primer lugar la raíz ´bd, de donde viene la
palabra Habodáh, que significa trabajo, tanto de tierra, principalmente, como también servicio (por ejemplo, la
palabra hébed tiene el sentido de ser servidor de la viuda, del huérfano, de los empobrecidos). Esta raíz aparece
en el texto vétero testamentario alrededor de 290 veces. Tiene, como ya se ha dicho, varios significados: a)

119 Humman Labour and Employment. Genova: CCPD-WCC; 1986.


120 Laborens Exercens. Carta Encíclica sobre el Trabajo Humano. Ciudad del Vaticano: Tipografía Políglota Vatinacna; 1981.
121 Ibid, p. 72.

126
puede significar labrar el suelo, la tierra (véase, Gn 2:5-15; 4-2-12; Dt 20:39: 2S 9:10; Zac 13:5; Is 30:24). b).
También pude significar ―trabajar‖ o simplemente ―trabajo‖ (véase, Ex 5:18; 20:9; 34:21; Dt 5:13; Ec 5:11-12). c)
Además se traduce al castellano como la capacidad ―de servir a alguien‖ (véase, 1 S 4:9). d) Como acusativo,
puede significar ―servir a alguien como esclavo‖ (véase, entre muchos ejemplos: Ex 21:6; Dt 15:12; Jer 24:14).
Este tipo de trabajo puede ser desempeñado por animales: el buey (Job 39:9), o el mismo pueblo (Gn 25:23), o
un rey que se somete a otro rey (2 R 18:7), o simplemente el servicio de un esclavo (Ex 21:2). e) También
significa ―servir‖ en el general (véase, Nm 4:26) f) Indica además ―servir‖ en el culto (Nm 8:25; 16:9). g) De ahí
que también se emplea para decir ―servir a Dios‖ (Ex 3:12; 4:23; Dt 6:13). Y, consecuentemente, h), ―servir a
otros dioses‖ (Ex 23:33; Dt 4:29).122
De esta raíz ´bd, hay varios derivados: ´bdh, que aparece más o menos 145 veces, con tres sentidos
principales: a) trabajo (véase, Ex 5:11 6:6); b) servicio (―del rey‖, en 1 Cr 26:30), y c) del culto (véase, 1 Cr 9:28).
Se aplica también indicar al esclavo, al siervo, al servidor público, e incluso en forma teológica para
mencionar al ―servicio del Señor‖. En todos estos sentidos aparece unas 800 veces en los textos
véterotestamentarios.123
En segundo lugar hay que mencionar la raíz p´1, que en general significa hacer. Aparecer unas 57 veces,
y por derivación más o menos en 37 oportunidades, con tres significados importantes: a) trabajo (véase, Sal
104:23); b) obra (véase, Is 45, 9) y c) salario (Jer 22:13; Job 7:2)124
En tercer lugar, de manera breve, hay que indicar la raíz ´ml, que se presenta más o menos 75 veces,
significando obrero o trabajador simplemente (véase, Pr 16:26)125
En cuarto lugar hay que tener en cuenta la importante raíz ´sh, que también puede traducirse por ―hacer‖,
y que aparece en los textos más de 2,600 veces. Entre las variaciones de su sentido, por derivación, además de
―hacer‖, pueden mencionarse los siguientes términos: a) trabajo (véase, Gn 5:29; Ez 46:1); b) obra (Is 59:6; Jer
32:30); y, en especial, ―obra del Señor‖ (Ex 34:10; Dt 3:24)126
En quinto lugar hallamos la raíz srt, significando servir y que se aplica por lo menso en tres sentidos: a)
simplemente ―servir‖ (véase, Gn 39:4); b) ―servir‖ en el culto (véase, Ex 28:35), c) ―servir‖ a Dios (véase, Dt
10:8).127
Finalmente, entre las raíces importantes en torno del concepto que nos interesa, vale citar en el Antiguo
Testamento ml´kn, de la que se derivan dos sentidos importantes: a) obra (véase, Ex 39:43; Neh 4:16), b)
trabajadores (por ej.: 1 Cr 22:15).128
Cuando se pasa del Antiguo al Nuevo Testamento, toda esta riqueza de vocabulario concerniente a los
diversos aspectos del trabajo humano, se ve preservada. En gran parte porque los textos griegos del Nuevo
Testamento tienen como elemento constante de referencia la versión de los LXX, mediante la cual los escritos
véterotestamentarios se habían puesto a disposición del conocimiento de las sociedades influenciadas por la
cultura helenística. Puede afirmarse que, en general, la versión de los LXX era ―la Biblia‖ de las comunidades
cristianas primitivas en la oikoumene romana fuera de Palestina.129 En primer lugar, se encuentran los vocablos
que tienen como raíz la palabra érgon (trabajo), relativa al verbo ergázomai (trabajar), y a los derivados ergátès
(trabajador), ergasía (actividad), etc. La versión de los LXX usa la palabra érgon para indicar la obra creadora de
Dios en Gn 2:2-3. También aparece en Jn 5:17 para hablar de la obra de Dios. En general, es un núcleo de
términos que se emplea frecuentemente en el Evangelio de Juan: la obra (o el trabajo) de Jesús dan testimonio

122 J. Riessner: ―Der Stamm‖ im Alten Testamentum‖, in B.Z.A.W. 1970, p. 149-ss.


123 Claus Wetermann: Theologische Handworterbuc zum Alten Testamentum, Munich: Chr. Kaiser verlag; 1971, Vol. II, pp.
182-200. Hay traducción al castellano: Diccionario Teológico Manual del Antiguo testamento. Madrid: Ediciones Cristiandad;
1985.
124 J. Vollmer: in Ibid., pp. 461-66.
125 S. Schwertner: in Ibid., p. 332-335.
126 J. Vollmer: in Ibid., pp. 350-370.
127 Cl. Westermann: in Ibid, pp. 1019-1022.
128 Aquí quiero dejar especialmente registrada mi gratitud y aprecio al Prof. Rev. Jan van den Berg, del Centro de Estudios

de Pós-Graduaça do Instituto Metodista de Ensino Superior, de Rudge Ramos, Sao Paulo, Brasil, que con suma gentileza
puso a mi disposición todos estos valiosos datos.
129 Norma K. Gottwald: The Hebrew Bible. Philadelphia: Fortress Press; 1985, p. 122.

127
del Padre y de su salvación (Jn 5:20; 5:36; 7:21; 10:25; 14:10-ss; 15:24). En los escritos de San Pablo se aplica
al trabajo de Dios en construir la comunidad (Ro 14;20; 1 Cor 3:9). Los asistentes del mismo San Pablo participan
en este trabajo de Dios (1 cor 16:10; Fil 2:30). Significa participar en la obra de Dios, lo que da sentido a la
existencia de los cristianos (Fil 1:22).
La versión de los LXX también emplea el término para indicar que el trabajo es maldición como
consecuencia del pecado humano (véase, Gn 3:17). Este aspecto negativo del trabajo aparece en diversos textos
neotestamentarios (Ro 13:12; Gá 5:19; Jn 8:41 Jud 15; 1 Jn 3:8; 2P 2:8; He 6:1; Mt 23:33; Lc 11:48; Tit 1:16). Por
lo tanto, Dios nos ordena hacer érga, por las que podemos beneficiarnos (al participar en su propia obra) o ser
castigados. En la Epístola de Santiago, fe y obras van de la mano (Stg 1:25 y 2:17).
En segundo lugar, de manera breve, hay que tener en cuenta la palabra kópos, que significa tanto
―trabajo‖ como ―problema‖, ―perturbación‖. Derivada de ella tenemos kopiáô (fatigarse). Se trata de cansancio
físico. Es el término que emplea el evangelista Juan para indicar la fatiga de Jesús luego de la caminata que lo
llevó hasta el pozo de Jacob en Samaria. También lo emplea San Pablo en 1 Cor 4:11-12 para describir el
carácter del trabajo ―que realizamos con nuestras manos‖.
En tercer lugar, debemos tener en cuenta el grupo de palabras en torno de la raíz poléma, potésis y
poiétés (creación, el acto de crear y actuar, y el creador/agente, respectivamente). Estas palabras se aplican,
ante todo, para indicar la obra creadora de Dios. Son mucho más frecuentes en la versión de los LXX que en el
Nuevo Testamento. En éste aparecen en Hch 4:24; 14:15; Ap 14:7. Sin embargo, más importante es la aplicación
de estos vocablos para denotar la acción redentora de Dios, sea a través de su juicio escatológico (Lc 1:51; 18: 7-
8; Mt 18:35; Jud 15), o mediante el hecho de que Dios hace que el evangelio sea conocido por los gentiles (1 Cor
10:13). Esos términos aparecen en la gran afirmación del Apocalipsis. ―El hace nuevas todas las cosas‖ (21:5).
Los creyentes son sus poiéma (Ef 2.10). En la misma Epístola a los Efesios se dice que ―Cristo es nuestra paz, él
que de los dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo en su propia carne el muro, el odio que los separaba.
Eliminó la Ley con sus preceptos y sus mandatos. Reunió los dos pueblos en su persona, creando de los dos un
solo Hombre Nuevo‖ (Ef 2:14-15). Lucas inicia el libro de los Hechos afirmando que en su Evangelio había escrito
―lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo‖ (Hch 1:1). Todo esto permite enfatizar la importancia de este
núcleo de palabras para denotar la obra creadora, inventiva, redentora. No se trata de referencias al trabajo
repetitivo y cansador, sino al que renueva.
En cuarto lugar, y de manera diferente, deben tenerse en cuenta las palabras que emergen del núcleo
prásso (hacer), al que se relacionan prágma (hecho, acontecimiento, tarea), pragmateía (negocio), práktor
(agente), praxis (obras, acción), etc. En el Nuevo Testamento, estos términos se aplican positivamente cuando se
trata de la obra de Dios, pero, por lo general, se da un sentido negativo a los mismos cuando se trata de acciones
humanas (véase, Hch 19:19; a Ts 4:11; Jn 3:20-21). Por ejemplo, en Ro 1:32, San Pablo utiliza prássein para
indicar a quienes no pueden dejar de actuar viciosamente.
Nos pareció necesario pasar revista a diferentes grupos de vocablos que, tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento se relacionan con la problemática del trabajo y de los trabajadores. Somos conscientes de
haberlo llevado a cabo de manera muy sumaria. No es nuestra intención entrar en detalles lingüísticos. Lo que
nos interés es poner de relieve la importancia del problema en los textos bíblicos. Si nos hubiéramos detenido en
el análisis con mayor detalle hubiera sido posible advertir una cosa muy interesante: en general, los autores de
los textos bíblicos no consideran el tema del trabajo de manera abstracta, aislada. Nos parece que la
consideración temática de este concepto sólo aparece en los mitos de la creación (Gn 1: 1-2:4; Gn 2:5-3:24; Gn
4:1-16; Gn 4:17-26). Incluso, cuando se analizan estos textos (lo haremos con más cuidado en el próximo
capítulo) se puede percibir que lo que interesa a los autores no es tanto discurrir sobre el trabajo, sino colocar a
éste en medio de contextos precisos, en relación con los cuales se precisa su sentido.
Al tener en cuenta esto surge la gran diferencia entre el pensamiento griego y el pensamiento semita
sobre esta cuestión, y especialmente el pensamiento bíblico. El pensamiento griego se preocupa
fundamentalmente por el concepto. La orientación teórica que domina a la filosofía clásica en la Hélade conduce
a los grandes pensadores (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, etc.) a intentar comprender el ser (to ón) del
trabajo, y, por lo tanto, a diferenciarlo de otros tipos de quehacer humano. Quienes así discurrían (aunque, como
en el caso de Platón y Aristóteles, hayan tenido que pasar a través de dramáticas experiencia en su vida que los
llevaron a estar cerca de quienes tenían que cumplir trabajos como esclavos) despreciaban el trabajo manual. En

128
última instancia, según Aristóteles, es un ingrediente de lo útil.130 O sea, no tiene valor sino a partir de un fin. Es
apenas un medio. Y esa misma concepción se aplica al trabajador.
El pensamiento bíblico es fundamentalmente diferente. El concepto no interesa tanto como las
condiciones en las que se lleva a cabo el trabajo. Y, sobre todo, quiénes son los que trabajan. El quiénes, el
cómo y el dónde son mucho más importantes que el qué. En el pensamiento griego clásico el trabajador no es
tomado en cuenta. Para Aristóteles, por ejemplo, era mucho más urgente considerar la naturaleza humana. Para
el Estagirita, los verdaderamente humanos eran quienes, en virtud de su rango social, podían dedicarse
libremente a los asuntos de la polis, a la polilike, para lo cual era necesario que otros cumpliesen aquellos
menesteres imprescindibles para el mantenimiento de la vida humana, pero considerados menos poiéticos, más
pragmáticos, y por lo tanto menos dignos. En cambio, en la biblia lo que más cuenta es la condición humana. Por
ejemplo, en el relato del Exodo, Dios responde al clamor del pueblo oprimido (Ex 3:7), se interesa por la vida de
ese grupo de personas precisamente porque viven en condiciones de injusticia. El Dios de la Biblia es un actor
parcial. Es diferente de la diosa griega de la justicia, neutra, que se niega a tomar posición, simbolizada con sus
ojos vendados, la espada desenvainada de una mano y en la otra una balanza con sus platillos a la misma altura.
En realidad, el Olimpo griego está muy lejos de la historia, en tanto que Yavé es protagonista activo en la misma.
Esta comprensión de Dios, que responde a una experiencia teologal bien diferente de la de los griegos, domina el
texto bíblico de una punta a la otra. ―En el principio creó Dios los cielos y la tierra‖ (Gn 1:1), son las palabras con
las que se abre el relato del primer libro de la Sagradas Escrituras. Termina con la promesa ―Si, vengo pronto‖
(Ap 22:20), que responde a la oración de la comunidad cristiana por el retorno del Señor.
El pensamiento bíblico se comprende cuando se refiere a circunstancias históricas concretas. Fue en
relación con las mismas que se produjeron los textos que llegaron a nuestras manos. Del mismo modo, sólo
tienen sentido para el lector contemporáneo cuando se los sitúa en relación con los hechos históricos que afectan
a las comunidades cristianas en nuestro tiempo. No puede ser de otra manera: el Dios de la Biblia, protagonista
indiscutido de la Sagradas Escrituras, es un Dios que actúa. Por consecuencia, la fe en tal Dios tiene,
necesariamente que tener en cuenta lo que ocurre en la historia. Al pensamiento bíblico no le preocupa la
―esencia‖ de Dios, sino sus manifestaciones, sus revelaciones. Lo que Dios dice siempre está en relación con lo
que hace. Esto se aprecia bien cuantos e analiza el texto del llamado de Dios a Moisés. Ante la pregunta de este
último por el nombre de Dios, la respuesta de Dios fue: ―Yo soy el que soy‖, a lo que inmediatamente agregó: ―Así
dirás al pueblo de Israel: Yo Soy me ha enviado a ustedes. Y también les dirás: Yavé, el Dios de sus padres, el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado. Este será mi nombre para siempre, y con
este nombre me invocarán sus hijos y sus descendientes‖ (Ex 3:14-15). Se percibe que para Yavé, decir y hacer
van juntos. La palabra no puede desvincularse de la acción, y ésta ─tanto como aquélla─ siempre son históricas.
O sea, relativa a situaciones concretas. Las condiciones coyunturales no pueden dejarse de lado. Esto es
particularmente claro cuando se tiene en cuenta el misterio de la encarnación de Dios, motivo de la fiesta de
Navidad. Dios no se encarna en ―la humanidad en general‖, sino en Jesús, que comenzó a tomar forma en el
vientre de aquella pobre muchacha judía llamada María, en circunstancias históricas bien precisas. La acción de
dios en la historia va de lo particular a lo universal, a través de mediaciones históricas determinadas. Pueden ser
misteriosas y polivalentes, a primera vista; sin embargo, a los ojos del pueblo creyente no dejan de precisarse, de
asumir formas bien concretas.
Este carácter relativo de los textos bíblicos debe siempre tenerse en cuenta. En virtud del mismo
pensamos que es un error imaginar que en la Biblia se pueden encontrar respuestas claras y definidas para
problemas característicos de nuestro tiempo, incluidos los del trabajo y las condiciones de los que trabajan.
Desde los tiempos bíblicos hasta los nuestros ha pasado mucha agua bajo los puentes. Se trata de una historia
de más de tres mil años, a través de la que hombres y mujeres han evolucionado continuamente. En la época en
la que el pueblo de Israel fue tomando el control de la tierra de Palestina, la organización social se estructuraba
en torno de la tribu. La familia y el clan eran núcleos básicos de la sociedad. Consecuentemente, el trabajo
estaba organizado en función y en beneficio de esas realidades sociales y sus instituciones pertinentes.
Posteriormente, el pueblo judío conoció la monarquía, el exilio, el retorno a la tierra prometida, la dominación
persa, seguida por la de los griegos y la de los romanos. O sea, el pueblo israelita conoció el yugo de la

130 Véase, Enrique Dussel: Filosofía en la Producción, Bogotá: Editorial Nueva América; 1984, p. 40.

129
dominación, de la esclavitud, del colonialismo. De la época del bronce se pasó a la de hierro. Todas estas cosas
significaron alteraciones profundas en las relaciones del ser humano con la naturaleza, en el ciclo de trabajo de
hombres y mujeres. Si es verdad que para los israelitas el ser humano fue, entre otras cosas, homo laborans,
también es verdad que los cristianos, sobre todo durante el Medioevo y los tiempos modernos (según vimos
previamente), olvidaron la importancia del trabajo. Siguiendo la orientación de los griegos, consideraron al ser
humano como homo sapiens. Hacia el fin de la Edad Media, bajo el influjo del desarrollo de las artes y los oficios,
s pensó que el ser humano era homo faber. Fue ─según ya vimos, también─ en tiempos bastantes recientes que
se vuelve a considerar que hombres y mujeres formamos parte de grupos constituidos por quienes pertenecen a
la especie del homo laborans. Sólo que la condición de hombres y mujeres trabajadores en nuestra época es
muy diferente a la de los tiempos bíblicos. Por ejemplo, en la época bíblica (sea la del Antiguo como la del Nuevo
Testamento), había conciencia de que algunos pocos oprimían a los muchos. Yavé siempre tomó partido en favor
de estos últimos. El gran problema de la condición de los trabajadores era la humillación a la que los sometían
sus opresores. Esto valía tanto para los apiru que sirvieron como esclavos al Faraón de Egipto, como también
para los campesinos de Canaán que se rebelaron y comenzaron una insurrección prolongada a partir de las
montañas del Norte de Palestina, como posteriormente para quienes conocieron la injusticia de la monarquía, el
dolor del exilio y el retorno a un país que no había sido liberado, pues de la dominación babilónica pasó a la
persa, luego a la griega y a la romana. Humillación que sufrieron también los contemporáneos de Jesús, cuyo
movimiento procuraba la ―liberación de los cautivos y de los oprimidos‖, entre otras cosas (véase, Lc 4:18).
En cambio, en nuestra época, hay consenso en afirmar que le gran problema de la condición de los
trabajadores es la alineación, o sea la relación entre el trabajo y el sentido del mismo, entre la necesidad de
ganarse la vida y la libertad necesaria para vivir. En nuestro tiempo esta cuestión se plantea en términos muy
concretos. Por ejemplo, Friedmann y Naville señalan:

El trabajo es un fenómeno decisivo en la ascensión del hombre por encima de la animalidad. (…) Todo o cualquier
trabajo mal escogido, inadaptado al individuo, acarrea para éste efectos nocivos. Todo trabajo sentido como algo
extraño por su ejecutante, en el sentido propio del término, es un trabajo alineado.(…) Como veremos, para que no
sea alineado, el trabajo tendrá que recibir condiciones favorables, tanto desde el punto de vista técnico y fisiológico,
como desde el punto de vista psicológico. Sin embargo, corre todavía el riesgo de ser alineado y de la peor manera
posible, si las condiciones económicas y sociales en que es llevado a cabo significan para el trabajador la convicción
de que se le explota. Urge que el trabajador sea persuadido de que su trabajo recibe una remuneración cuantitativa,
de acuerdo con su calificación, su esfuerzo y con la retribución concedida otras categorías de trabajadores en la
sociedad de la que hace parte.‖131

Resulta imposible encontrar respuestas concretas y bien definidas a estos problemas actuales en las
páginas de la Biblia. Sin para los escritores de las Escrituras el problema fundamental era el de las relaciones
entre trabajo y justicia (de ahí la denuncia permanente de la opresión), en cambio para nosotros la cuestión que
se planea en primer lugar es la que coloca en tensión el trabajo y el sentido de vivir. O, como se dijo poco antes,
la relación entre trabajo y libertad. Por un lado, es a través del trabajo que los seres humanos podemos llegar a
satisfacer necesidades, lo que nos abre espacios cada vez más amplios para concretar las posibilidades de
nuestra existencia.
Pero, por otro lado, no escapa a nadie que para la mayoría de los hombres y de las mujeres que trabajan,
el trabajo significa un obstáculo muy importante que dificulta, cuando no impide, que podamos llegar a vivir una
libertad mayor. Se ha procurado conciliar uno y otro elemento a través de la reducción del tiempo de la jornada
de trabajo, lo que es justo. Sin embargo ¿cómo asegurar, mediante la reducción de la duración del trabajo, la
expresión y desarrollo de la personalidad, especialmente durante el tiempo libre? No es posible olvidar de qué
manera se utiliza ese período que se abre a disposición de los trabajadores: hay muchos que procuran un
segundo empleo para ese período, en tanto que otros están dispuestos a trabajar horas extras, a la vez que
también los hay que desaprovechan ese período y lo desperdician de múltiples maneras.132

131 Georges Friedmann e Pierre Naville: Tratado de Sociología do Trabalho. Sao Paulo: Ed. Cultrix; 1973. Vol I, pp. 24-25.
132 Véase, Ibid., p. 35.

130
Las diferencias entre los tiempos bíblicos y los actuales son muy grandes. Durante los primeros, hay una
manera de ver el trabajo a través de un óptica cultica, que no es muy frecuente en nuestra época (véase, Dt 28:1-
5). El trabajo se consideraba como respuesta al llamado de Dios, a la vocación de ser humanos. Es difícil, sino
imposible que esta afirmación encuentre un consenso en la actualidad. Razón de más para evitar considerar la
cuestión que discutimos en estas páginas de modo abstracto. Es necesario contextualizar. Y, consecuentemente,
reconocer que los textos bíblicos no nos ofrecen definiciones definitivas y universales como respuestas a los
problemas que nos estamos planteando.
Permítasenos dar un paso más en este sentido. Tomando conciencia de las cosas señaladas
precedentemente, las comunidades cristianas perciben de manera inmediata la dificultad que caracteriza todo
intento de reflexión general, sobre el trabajo. Entienden que hay que evitar cualquier tipo de abstracción. De
hecho, aunque todos los seres humanos, en mayor o en menor medida comiencen a trabajar a partir de cierto
momento de sus vidas, no pueden considerarse de la misma manera. Hay que tener en cuenta que las
diferencias entre las condiciones de trabajo de unos y otros pueden llegar a ser considerables. Dicho sea de
paso, es necesario advertir advertir también que muchas veces estas diferencias aparecen reflejadas en el texto
bíblico. Esta puntualización, según nuestra manera de entender, tiene enorme importancia. Significa que resulta
imposible imponer las pautas de compresión bíblica sobre la condición de los trabajadores al mundo laboral
contemporáneo. Por un lado, simplemente, porque los tiempos bíblicos ─con sus características culturales
específicas─ pertenecen al pasado, no pueden ser reeditados.
Y, por otro lado, porque para los hombres y las mujeres trabajadores de nuestro tiempo, lo que cuenta en
primer lugar es la condición propia de su trabajo. La misma no puede subordinarse a parámetros que proceden
de tiempos que ─aunque algunos así lo pretenden─ no pueden llegar a considerarse como ―paradigmáticos‖.
Todo esto nos plantea inmediatamente un nuevo problema: Entonces ¿cómo orientar la investigación
sobre la condición de los trabajadores y el sentido del trabajo para cada uno de ellos? Aún más ¿para qué
recurrir a la Biblia si las diferencias entre el universo de las Escrituras y el nuestro son tan evidentes, si las
condiciones de vida entre uno y otro son tan lejanas? En primer lugar, las comunidades cristianas son llamadas a
tener una conciencia, lo más clara posible, sobre lo que significa reflexionar en torno de las realidades de la fe. O
sea, una conciencia sobre cómo hacer teología, sobre cómo apropiarnos del sentido de los textos bíblicos en
nuestro tiempo.
En el caso concreto del asunto que nos interesa, es posible decir que, aunque nuestra atención se
concentre en el trabajo y las condiciones del trabajador, el hecho de que estos problemas se plantean desde una
perspectiva de fe, significa que hay que tomar muy en cuenta el referente de esa fe: o sea, a Dios mismo. En
resumen, aunque el punto de entrada sea el trabajo y la vida de los trabajadores, se trata de un discurso sobre
Dios. Precisando más la cuestión, a través de tal discurso, los creyentes buscan hacer explícito el contenido de la
fe en el Dios cuya fe proclama la comunidad a la que pertenecen. Esta comunidad no puede dejar de relacionar
la fe que la mueve actualmente, con la memoria de esa misma fe. O sea, con la fe de comunidades que la
antecedieron a lo largo de la historia. Esta fe, para todas estas comunidades, en la tradición judeo-cristiana, se
refiere a hechos fundamentales, consignados para los judíos en el Antiguo Testamento, en tanto que los
cristianos tienen en cuenta también los que figuran en el Testamento. La comunidad ─cada comunidad que
pretende ser fiel a Dios─ tiene conciencia de que es necesario cotejar su experiencia propia con lo registrado en
la memoria bíblica. Necesita, pues, de una manera u otra, interpretar los textos que tiene a su disposición. A
partir de esa interpretación, la comunidad puede discernir cómo orientar su acción en medio de las circunstancias
en las que le toca vivir y frente a los problemas que se le plantean. O sea, la importancia del estudio de los textos
bíblicos radica en la orientación que las comunidades cristianas pueden encontrar en los mismos para su vida y
misión. Una orientación que necesariamente tiene en cuanta el misterio de Dios, su revelación en la historia tal
como se registró en las Escrituras.
A pesar de correr el peligro de ser redundantes, vale la pena decir esto con otras palabras, pues es
menester ser bien entendidos. La Biblia no es normativa en términos absolutos. Es una guía para la comunidad
de fe (véase, Sal 119:105: ―Tu palabra es antorcha de mis pasos y luz de mi camino‖). Ayuda a caminar para no
perderse por las sendas del mundo. A partir de situaciones que existieron en un pasado muy remoto, la
comunidad que lee en las Escrituras el testimonio registrado sobre lo que ocurrió en lejanas épocas, puede
encontrar un sentido y una orientación para actuar en la Historia presente. Esa orientación permite a la

131
comunidad de fe saber cómo situarse en el proceso del pueblo creyente a través de la historia, para así dar razón
de aquella convicción fundamental que dinamiza la vida de sus miembros.
Los textos bíblicos tienen una riqueza que parece ser inagotable (ahí está lo que los especialistas en
interpretación, los heremeneutas, llaman ―la reserva de sentido‖ de un texto). Leídos en el contexto de
determinadas circunstancias, emergen del texto haces de luz que dan esas orientaciones de las que estamos
hablando. Puede ser que otras comunidades, en otros tiempos, también hayan percibido algo semejante en esas
mismas palabras. Sin contradecir la orientación general con que tradicionalmente se han comprendido los textos,
se aprecian aspectos inéditos, que ayudan a las comunidades a continuar en el camino de la fe.
Los textos, a veces, recuerdan momentos de alegría en el trabajo (véase, Gn 2:4-3:1; Nm 10:10; Neh
9:25). También pueden rememorar situaciones de opresión para los trabajadores (véase, Jue 21:25), o de fatiga
a causa de las labores que debemos realizar para asegurar nuestra sobrevivencia y la de nuestros seres
queridos (véase, Gn 3:19; Ec 3:9). Hay veces en las que vamos a encontrar palabras que expresan la búsqueda
de sentido a través de tantas fatigas, de tanto cansancio, de tantos sinsabores (véase, Ec 3:18-19). También
hallaremos pasajes en los que ha quedado consignada la lucha contra los explotadores que quedaban con el
excedente producido por quienes se empeñaban en la producción (véase, Mc 11:15-19; Mt 21:10; Lc 19:45-46;
Jn 2: 14-17). Toda esta memoria bíblica es una ayuda preciosa, irreemplazable para la comunidad cristiana. Tal
como ya se ha dicho, le permite a ésta situarse frente a su realidad, orientarse en medio de los problemas a los
que debe responder y definir líneas de comportamiento que den testimonio de su fe.
Para que estas orientaciones puedan percibirse mejor, es menester ─por un lado─ tener en cuenta las
condiciones en las que se redactaron los textos (lo que técnicamente es llama análisis exegético). Además de
discernir el contexto en el que se hizo la redacción es importante discernir quién (persona o grupo social) redactó
tales textos cómo lo hizo. Eso sólo no basta. También es necesario tener en cuenta en qué forma, de qué manera
leen y entienden esos textos en nuestro tiempo las comunidades cristianas. En nuestro caso se trata de las
comunidades cristianas populares de América Latina. Eso ayuda de manera importantísima a la interpretación, o
sea a la comprensión hermenéutica del texto.

132
SOBRE ECONOMÍA Y TEOLOGÍA (1991)

P ara tratar sobre la relación entre economía y teología, podemos partir de una constatación: pocas veces,
como durante este siglo, las Iglesias hablaron tanto de economía. Ya desde finales del siglo pasado se
percibía esa tendencia, tanto entre las autoridades de la Iglesia Católica Romana (ICR) como entre teólogos
protestantes y ortodoxos. Prueba de esto es la encíclica Rerum Novarum (1891) de León XIII, los escritos del
―socialismo religioso protestante‖ (Kutter, Ragaz y Barth, en el período anterior a su cátedra en Götingen), y
también la línea de reflexiones seguidas por teólogos rusos exiliados, como Bulgakov y Berdiaev. Esta línea de
reflexión teológica se profundizó en el transcurso del siglo XX: Quadragesimo Anno (1931) es un ejemplo mayor
entre los católicos del período previo a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Por esos años, en el seno del
Protestantismo, Reinhold Niebuht desarrolló su reflexión sobre ―el ser humano moral en una sociedad inmoral‖.
Los años de la guerra y la vivencia de la tragedia de Occidente, desafiaron a las nuevas reflexiones (cogitações)
en este plano. El Consejo Mundial de Iglesias (CMI), fundado en 1948, articuló su línea de reflexión social sobre
la base del concepto de la ―sociedad responsable‖, criterio que permitiría valorar en las Iglesias los procesos
sociales, políticos y económicos de determinadas formaciones sociales, y así decidir el tipo de militancia que
debe ser asumida en ellas. En el lado de la ICR, las encíclicas de Juan XXIII, Mater et Magistra (1961) y Pacem
in Terris (1963), y posteriormente la Populorum Progressio (1967) de Pablo VI, como también las de Juan Pablo
II, Laborem Excercens (1981) y Sollicitudo Rei Socialis (1987), muestran esta preocupación de la teología por los
problemas de la realidad económica. A ellas se agregan los documentos de la Comisión Pontificia Justicia y Paz:
sobre el desarrollo, y también sobre la deuda internacional de los países del ―Tercer Mundo‖.
Finalmente, en el transcurso de los últimos diez años comenzó a tomar forma otra corriente que no sólo
prescribe el qué hacer frente al creciente desorden económico, sino que critica la economía desde dentro de ella
misma: los trabajos de Franz Hinkelammert, Uerich Duchrow, Arendt vn Lecuwen son testimonios de esta
preocupación. Se debe también tomar en cuenta aquellas publicaciones que pretenden legitimar y justificar las
tendencias económicas dominantes en el mundo capitalista: Michael Novak es el ejemplo más conocido de un
teólogo empeñado en este tipo de esfuerzo.
La lista de documentos que indica esta preocupación, puede ser prolongada: la Carta Pastoral de la
Obispos de la ICR de los EE.UU. sobre la economía mundial y de este país, las publicaciones de la CNBB 133
sobre la reforma agraria y el mundo del trabajo, los diversos programas del CMI sobre problemas de la Iglesia y
la sociedad, el desarrollo, etc., dan muestras de esta preocupación de las Iglesias y de los teólogos por los
asuntos económicos. Es verdad que esta toma de conciencia de los cristianos acerca de la importancia de la
economía, corresponde a la evolución de la conciencia de la sociedad global. Fue a partir de los primeros
trabajos de los economistas políticos clásicos (que, hay que recordar, casi todos ellos eran formados en teología),
criticados posteriormente por Marx, que la economía llegó a estar tan presente en la conciencia de las
sociedades de estos dos últimos siglos. Las Iglesias ─y, consecuentemente, la teología─ no podían dejar de
seguir esa evolución.

Un diálogo entre sordos


Lo que sorprende es que, a pesar de todo ese esfuerzo teológico y eclesiástico para influenciar las actividades
económicas contemporáneas, prácticamente las argumentaciones de los cristianos no son tomadas en serio por
los economistas, ejecutivos y compañías transnacionales, banqueros y negociantes, de los cuales muchos son
cristianos. Los miembros de las jerarquías eclesiásticas y los teólogos critican las orientaciones dominantes de
los sistemas económicos contemporáneos, destacan la importancia del ―bien común‖, o la ―responsabilidad social
del cristiano‖, escriben sobre la necesidad de formular ―un nuevo paradigma económico‖ basado en la producción
y en la repartición de bienes, profetizan contra la sociedad consumista, etc., mas nada ─o casi nada─ cambia. Si
hay cambios, son insignificantes… Lo que se percibe es que continúa el business as usual.
Aún más, en el transcurso de los últimos veinte años, los miembros que tienen capacidad de decisión en
el mundo económico no esconden la irritación creciente que provocan en ellos las tomas de posición de las
Iglesias. Y afirman, a su vez, que no solamente las Iglesias no tienen competencia ―para hablar de problemas

133 CNBB = Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (N. del T.).

133
económicos, sino que, tampoco en su campo‖. ―Zapatero a tus zapatos‖, o ─como muchas veces me fue dicho
por ejecutivos de empresas y banqueros─ mind your own business. Para esas personas, las Iglesias tienen que
preocuparse por las cosas espirituales. La economía, en la conciencia de los ejecutivos, es cosa neutra. Según
una expresión de Milton Friedmann, ella no tiene nada que ver con la moral o los principios éticos. En el plano
económico lo que cuenta es la eficacia, la cual se manifiesta cuando se consigue el mayor lucro con las menores
inversiones.
Consecuentemente, el diálogo que las Iglesias y los teólogos procuran desarrollar con los responsables de
las prácticas económicas de nuestro tiempo, no se está concretizando. Es muy difícil justificar esta situación
indicando que esos responsables, en verdad, ―son irresponsables‖. De esta manera, por ejemplo, lo que se
consigue es un mayor distanciamiento entre los dos campos. No es con una posición de este tipo que se puede
llegar a una conversación fructífera. Así sólo se consigue ratificar la ausencia de la relación entre las Iglesias y el
mundo de los negocios. Y eso no resuelve los problemas que más pesan en la vida de nuestro pueblo, lo que es
una gran preocupación de las Iglesias y de los teólogos. Necesitamos un nuevo abordaje.
En mi opinión, se debe comenzar preguntando sobre las causas de esa incomunicación. Aprovecho para
introducir aquí parte de mi propia experiencia, cuando trabajé en el CMI como responsable de la Comisión para la
Participación de las Iglesias en el Desarrollo (CPID). Muy frecuentemente tuve que participar en reuniones con
ejecutivos de bancos y compañías transnacionales. Fue muy difícil porque, no obstante el respeto con que fui
siempre considerado, para la mayoría de esas personas yo era el representante de un enemigo. Las discusiones
eran muy fuertes y muy pocas veces llegamos a establecer convergencias. Y, lo peor: nuestros planteamientos
casi nunca fueron tomados en serio. Desde aquellos tiempos me pregunto acerca de las razones de todo esto.
Del lado de los ejecutivos y banqueros, son tres los elementos que cuentan. En primer lugar, que las
formulaciones teológicas sobre la práctica económica son hechas a partir de un punto de vista que,
generalmente, no toma en cuenta la realidad concreta de la producción, el consumo y la distribución de los
bienes materiales. En la mayoría de los casos, cuando los teólogos hablan sobre economía, el discurso es hecho
fuera de la vida económica. Es decir, se trata de un discurso abstracto, que no se desarrolla en medio de las
tensiones y contradicciones materiales relacionadas con la producción de la vida, la producción y apropiación del
excedente, a partir de lo cual tiene lugar la acumulación del capital (¿por qué medios? ¿en manos privadas o
sociales?, etcétera). En la mayoría de los casos, la teología se aproxima a la vida económica desde el punto de
vista de lo trascendente, esto es, sub specie a eternitatis; y lo peor, intenta pontificar acerca de cómo debe ser
administrado el proceso de producción, el mercado, la redistribución de la renta, etc. Los que practican la vida
económica reconocen en seguida esta situación y descalifican el discurso teológico desde su inicio.
En segundo lugar, más allá de ese abordaje abstracto, los teólogos muchas veces pretenden dar
lecciones a aquellos que tienen el control económico. Esas lecciones son de tipo moral. Para eso, el discurso
teológico introduce elementos que son propios de la vida económica. Por ejemplo, se habla del ―bien común‖, que
es un concepto teológico (moral), o de la ―responsabilidad social‖, que debe ser administrada según criterios
―humanos‖. Las teorías económicas reconocen el ―bien público‖ (que no es la misma cosa que el bien común), o
la responsabilidad del agente económico (la famosa ―ley de la prudencia‖), que trabaja según las exigencias de la
acumulación de capital o de la reproducción de la vida. En otros términos, los agentes económicos rechazan más
de una vez esos argumentos teológicos que, además de ser abstractos, son moralistas en el sentido idealista.
Son argumentos sobre el deber ser, que no toman en cuenta el ser de las cosas.
En tercer lugar, y pueden ser también el más importante, la comunidad de negocios conoce muy bien la
práctica económica de la mayoría de las Iglesias, y sabe que esta es contradictoria, en la mayoría de los casos,
con el discurso teológico, las Iglesias, desde el inicio de la historia del cristianismo, han estado involucradas en
prácticas económicas. La propia predicación del mensaje cristiano de San Pablo fue hecha tomando en cuenta
las contradicciones económicas existentes entre los judíos de la diáspora, los prosélitos griegos y los que tenían
―temor de Dios‖ (griegos con simpatía para con la religión judaica). Desde entonces, hasta hoy, las Iglesias
perseveran en sus prácticas: pagan salarios, poseen y administran propiedades, participan del mercado, compran
y venden bienes materiales, ahorran dinero, pagan y reciben valores por intereses, colocan capitales, etc. Y todo
eso es hecho, generalmente, según los criterios dominantes de la economía (capitalista o socialista) en la cual
ellas participan y critican. Por ejemplo, en la actualidad la mayoría de las Iglesias critican la dureza con la cual es
administrada la deuda externa de los países pobres. Más todas ellas continúan colocando su dinero en los

134
bancos cuyo comportamiento se critica. Esto en el fondo significa que ellas mismas descalifican, con su praxis, su
discurso teológico.
Los agentes económicos saben muy bien esto, y por esa razón, no pueden acreditar las posiciones
moralizantes de las Iglesias que cantan una canción, y mientras tanto danzan con otro ritmo.

Importancia de la realidad económica


Es necesario comprender que la posición de los banqueros, industriales, negociantes, es interesada. O sea, es
ideológica, porque procura defender y legitimar un poder que permite a los agentes económicos continuar
lucrando, acumulando capital, etc. Mas es también importante reconocer que parte de las razones que los llevan
a ser indiferentes a las posiciones de las Iglesias y los teólogos, son razones concretas, especialmente cuando el
discurso teológico es abstracto, exterior y moralizante. Lo que merece ser objetado es la pretensión de la
ideología de los agentes económicos, que afirma una separación nítida entre la vida económica y la ética. La
ética, como se sabe, procura que la vida humana, en el contexto general de la vida, sea más y más vida, y cada
vez más humana. O sea, la ética se preocupa por la reproducción de la vida, cosa que la relaciona directamente
con la gestión económica. Esto quiere decir, entonces, que para le ética no hay zonas neutras, adiáphoras, en las
cuales no se plantea la cuestión del bien y del mal. Es precisamente a partir de las condiciones materiales de
vida, que hay posibilidad de indicar cuándo la economía ayuda o no a la reproducción de la vida, cuándo ellas es
buena y cuándo ella es ruin y debe ser mejorada. La cuestión, consecuentemente, no es metafísica. Entretanto,
cuando la economía, siguiendo las orientaciones de Friedmann y la Escuela de Chicago, se intenta poner fuera
de la moral (lo que da al economista una gran autonomía que lo lleva al ejercicio de una libertad excesiva), hay
que reconocer que se trata de una premisa de naturaleza metafísica. Más no es abstracta. Detrás de su
pretendida abstracción se esconde un interés en continuar administrando la vida material para sacar un lucro
para sí misma. En la vida, no obstante, el para sí mismo no agota la multidimensionalidad del ser humano, que,
además de ser individuo, también es un ser interpersonal y social.
Será, por tanto, a partir de la propia realidad económica, de las orientaciones que marcan las líneas para
las prácticas de producción, de mercado, de distribución, de investigación tecnológica, planteamiento, etc., que
se podrá hacer una crítica teológica a la economía (capitalista o socialista; clásica, neoclásica o en gestión). Esto
exige abandonar las posiciones moralizantes, resultantes de aquel esfuerzo que lleva a los teólogos y a las
Iglesias a colocarse en el punto de vista de quien está fuera del mundo (el único en el cual pueden pretender
estar las ―sociedades perfectas‖). Cuando las instituciones eclesiásticas o los teólogos toman esta posición más
allá de la realidad concreta, olvidan la importancia fundamental que tiene la exigencia de la encarnación en la
vida cristiana.
Entrando en la realidad económica, y al tomar en cuenta, en primer lugar, la práctica de producción, de
mercado, de distribución, se percibe inmediatamente la importancia del propio interés (aquello que Adam Smith
llamó self-interest). Se trata de la auto-afirmación que lleva al ser humano a la negociación de sus límites; Ivan
Karamozov, en el romance de Dostoievsky (los hermanos Karamazov), es un representante de aquellos que así
lo firman. De ahí su declaración: ―Dios está muerto‖. Y, si Dios murió, entonces ―todo está terminado‖. Junto a
este análisis de Dostoievsky, es interesante recordar aquí la posición nitzcheana de la voluntad de poder que,
precisamente, permite insensatamente al ser humano1134 el procurar ponerse más allá del bien y del mal. Esta
actitud es la que caracteriza justamente al burgués,135 llevándolo a la búsqueda de la dominación del espacio y
del tiempo. La personalidad de Fausto no se caracteriza sólo por vender, con el propósito de conseguir sus
objetivos, su alma al diablo. Procura también manipular al propio Mefistófeles. Se trata de un ser esquizofrénico
(¿no coloca Goethe, en boca de Fausto, en la primera parte de su texto aquella pregunta: ―Hay dos almas que
viven en mi pecho‖?) que busca la dominación, y al mismo tiempo pretende ser justificado. Es decir, sabe que
hace las cosas erradas, y sin embargo, pretende tener buena conciencia, se autojustifica.136 El burgués, el

134 Cf. Gaia Scientia, p. 125.


135 Cf. Wemer Sombart. Der Burger. 1903.
136 Cf., en este sentido, el libro de Michael Novak: El espíritu del capitalismo democrático, donde se justifica el error porque

es a través de los múltiples desaciertos que se llega a la definición de la mejor gestión económica. Se trata, permítanme
caracterizar esto en términos teológicos, de la ―justicia por el pecado‖.

135
individualista por excelencia, no puede existir sin crear contradicciones. Por eso, según el pensamiento de von
Clausewitz, para el burgués, ―la guerra es la forma más alta de la política‖. Y consecuentemente, la mejor
economía es la que lleva a la guerra (Si vis pacem, para Bellum). No fue por casualidad que el new deal que
Roosevelt, inspirado por Keynes, aplicó en los Estados Unidos para salir de la crisis, fuera una de las causas
principales de la guerra de 1939-1945 (semejante a la orientación económica de Hitler: ―cañones y manteca‖).
Los resultados ya todos los conocemos: más de 60 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial. O
sea, el desconocimiento de los límites humanos, la negación de la multidimensionalidad de la vida.

3. El carácter ideológico de estas “ciencias económicas”


Las teorías económicas clásicas y neoclásicas (y también algunas que pretenden ser marxistas, como las
formuladas en la URSS en el marco del estalinismo) pretenden justificar estas posiciones que mencionamos. Es
donde tiene que ser percibido el carácter ideológico del pensamiento económico. Por detrás de las grandes
escuelas hay intereses bien definidos. La economía, en realidad, no puede ser considerada como una ciencia.
Es, justamente, lo que hoy están afirmando aquellos que trabajan en econometría: colocan los mismos datos en
las manos de diversos economistas, y lo que resultan son lecturas diferentes. Lo que está llevando a algunos
espíritus alertas de nuestro tiempo (y no solamente a los teólogos) a indicar la falsa conciencia implícita en las
formulaciones económicas, y también a precisar que toda teoría económica es una hermenéutica. Es parte de lo
que Paul Ricoeur llamó ―conflicto de las interpretaciones‖ de nuestro tiempo.137 La clave hermenéutica que
recorre los textos de la economía política burguesa, clásica o neoclásica, desde Adam Smith hasta nuestros
contemporáneos, es la voluntad de poder que expresa el deseo del individuo que no conoce sus límites, para
llegar a ser el ―superhombre‖ (Nietzshe). Antes de él, ya en el siglo XVII, Hobbes había percibido esta tendencia.
Pienso que no se consigue mucho (casi nada, en realidad) atacando estas formulaciones ideológicas con
afirmaciones teológicas. Más adelante vamos a explicar la razón de esto. Mientras tanto, interesa indicar que esa
irracionalidad económica138 tiene que ser desenmascarada como ideología, como falsa conciencia. La tarea, en
realidad, no es difícil, porque cuando se leen con cuidado las obras más importantes de la literatura económica,
se percibe inmediatamente que casi no hay una doctrina fundamental que para su formulación no recurra el
lenguaje de la religión, del misterio. De ahí que Adam Smith habla de la ―mano invisible‖ que armoniza el
mercado —donde se confrontan intereses contradictorios—.139 ¡Claro!, Adam Smith no explica que el mercado no
es un espacio donde se encuentran fuerzas iguales. Por eso tiene que ocultar (¡la falsa conciencia!) la realidad,
introduciendo, mágicamente (teológicamente), el concepto providencial de la ―mano invisible‖.
Pocos años después de la publicación de La riqueza de las naciones (1776), David Ricardo escribió su
The Principles of Political Economy and Taxation,140 donde formula su famosa ―ley de hierro de los salarios‖,
considerada hasta hoy un elemento fundamental de la economía de libre mercado, orientada a la acumulación
privada del capital. La intención de Ricardo fue fijar el nivel máximo de salario asegurado, al mismo tiempo, la
reproducción de la energía gastada por el trabajador en el desempeño de sus tareas y —simultáneamente— el
mayor lucro posible del propietario de los medios de producción. El párrafo fundamental dice así: ―Estas son las
leyes por las cuales los salarios son reglamentados, y por las cuales la felicidad (¡sic!) de la mayoría de cada
comunidad es gobernada. Como todos los demás contratos, los salarios deben ser dejados a una concurrencia
limpia y libre en el mercado, y nunca jamás deberían ser controlados a través de la interferencia del legislativo‖.141
En este texto, las palabras subrayadas, o vienen del lenguaje religioso (por ejemplo: ley; ¡y no se debe
olvidar que Ricardo era un judío practicante!) o indican conceptos religiosos (la manera de alianza y de pacto está
ahí presente cuando se habla de ―contratos‖, como también el tabú: ―nunca jamás deberían…‖). La lista de
ejemplos de este tenor podría continuar por muchas páginas. Para ser breve, me gustaría únicamente indicar
algunos casos, de ayer y de hoy.

137 Le Conflict des Interpétations. Paris: Seuil, 1969. También del mismo autor, Du Texte à la Action. París, Seuil, 1986.
138 Irracional porque destruye la vida, va contra la reproducción de la vida y los derechos humanos de las mayorías. Cf. de
Franz Hinkelammert, Democracia y totalitarismo. San José, Costa Rica, DEI, 1987.
139 The Wealth of Nations. IV, cap. 2, pg. 9.
140 Londres, Melbourne y Toronto: Everyman´s Library; 1978.
141 Ibid., pág. 61. Los énfasis son míos.

136
Primero, Sismondi, tomando posición contra el liberalismo de Adam Smith y Ricardo, ya antes de Marx,
muestra que cuando los campesinos de Gran Bretaña eran expulsados de las tierras en las cuales trabajaban
(como hoy en Brasil), era necesario ―Sacrificar la riqueza para tener vidas humanas‖.142 El concepto de ―sacrifico‖
tiene su raíz en la práctica religiosa. Hoy, el ex ministro Delfim Netto lo repite constantemente. Evidentemente,
en su lenguaje, remite al sacrificio de los sectores populares y nunca de los que viven en la opulencia. En ese
sentido sigue el pensamiento de la Escuela de Chicago, y de Milton Friedmann en particular, para quien no es
posible el desarrollo, el crecimiento económico, sin pagar un ―costo social alto‖ (=sacrificio).
Segundo, cada vez que se habla de la deuda, y sobre todo de la deuda externa de los países de América
Latina y del Caribe, de África, de Asia, al igual que de algunos países socialistas como Polonia, Hungría,
Yugoslavia y Rumania, el problema se resuelve con el sacrificio del pueblo o como la ―redención‖ de la deuda.
Una lectura ingenua dice que estas palabras (u otras, por ejemplo: ―el rescate de la deuda‖) son apenas
metáforas. Entretanto, sobre esa práctica donde la sospecha es norma constante, hay en el psicoanálisis una
reflexión que no puede y no debe ser dejada de lado. Para el psicoanalista Jacques Lacan, una de las grandes
personalidades de toda la historia de la práctica psicoanalítica, el id está estructurado como un lenguaje. Por esa
razón nos recuerda que ―el lenguaje trae y traiciona‖. O sea, no es una casualidad que la teoría económica, para
expresar posiciones fundamentales, utiliza palabras propias de la religión y de la teología. Esos símbolos,
involuntariamente, revelan y quieren ocultar, al mismo tiempo, el carácter ocultar, al mismo tiempo, el carácter
ideológico de las teorías económicas.
Tercero, fue por eso mismo que Marx, en Das Kapital, cuando revela las escondidas intenciones de la
economía política clásica, va a clasificar a esas teorías de religión. El capitalismo es una expresión
―protestante‖,143 mientras que el feudalismo es ―una economía católica‖. Lo que nos permite afirmar que, dada
esa raíz ideológica de toda formulación económica (fetichista) según Marx,144 toda teoría económica contiene una
teología implícita (y, viceversa, toda línea de reflexión teológica tiene también una economía implícita en ella).

4. La práctica económica como religión práctica


Al partir del interior de la literatura económica, se percibe su carácter de falsa conciencia. Más es a partir de la
propia práctica económica que es posible constatar el elemento religioso de la economía. Esto se percibe más
fácilmente a través de la vida de los responsables económicos: los ejecutivos de las empresas, los banqueros,
los comerciantes, y hasta los mismos economistas. Hay tabúes que todos ellos respetan religiosamente. Lo más
importante para ellos son ―las leyes del mercado‖. Aquellos que no se someten a esas leyes, son considerados
sujetos peligrosos. Deben ser separados de la compañía. Tienen su comportamiento ―adolorido‖, ―irracional‖,
―insensato‖. Son (según los códigos del lenguaje antiguo) ―endemoniados‖. No participan del ―espíritu de la
empresa‖. Consecuentemente, se sobreentiende, son motivos por el ―espíritu maligno‖, carente de bondad. La
lectura de algunas biografías de hombres y mujeres que son, o llegaron a ser exitosos en el mundo de los
negocios, manifiesta claramente esta tendencia. Es el caso de Henry Ford, de Lee Iacoca, y de muchos otros.
Sus vidas fueron entregadas a esa divinidad que es la ―firma‖ con la cual trabajaron o trabajan. Sin una entrega
total, el ejecutivo no tiene un futuro cierto en la empresa (―no tiene salvación‖). Es decir, la práctica económica
coloca en evidencia también a la religión, el carácter religioso de la economía.
Aquí es necesario proceder más lentamente en nuestro análisis. Si hay religión, entonces hay referencia a
lo sagrado. El problema consiste en percibir de qué sagrado con lo cual se confrontó el profeta Isaías, o
Jeremías, fue un sagrado religioso que produce una conversión del ser humano, que consiste en pasar de la
autoafirmación individualista, de la voluntad de poder, al reconocimiento de lo ―absolutamente heterogéneo‖. Un
Dios que llama a confirmar esa apertura a través del cuidado amoroso de los otros. Como dice Levinas, ―el otro‖
(―el pobre‖, ―el oprimido‖, ―la víctima de la injusticia‖, ―la mujer‖, ―la persona de razas segregadas‖) llega a ser más

142 Estudes sur I´Economie Politique (1819), París, Trenttel et Würtz, 1838, 2º vol., p. 209.
143 Y ahí parece la fuente para el análisis de Max Weber sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo, seguidas por
el trabajo de Tawney, A Religião y el Surgimiento do Capitalismo. São Paulo, Editora Perspectiva, 1971.
144 Cf. ―El carácter fetichista de la mercancía y su secreto‖, en O Capital, São Paulo, Abril, 1983, vol. I., págs. 70-78. (N. del

T.: edición en portugués utilizada por el autor).

137
importante. Es el misterio que se manifiesta en la posibilidad de la vida en comunidad, donde en lugar de la
autoafirmación individualista, la actitud a ser desarrollada es la de disponibilidad.
Mientras tanto, otro tipo de sagrado, muy bien caracterizado por Durkheim en Les Formes Elémentaires
de la Vie Religiesu, es el sagrado sociológico. Aquellos que disponen de poder en la sociedad, agregan,
acrecientan un carácter de respeto e individualidad a las cosas sobre las cuales se basa el poder de ese grupo, o
que representan tal poder. En las sociedades de los aborígenes australianos es el tótem; en la sociedad de los
comienzos de la monarquía de Israel fue el templo de Salomón; en el tiempo de Jesús fue el templo reconstituido
pro Herodes Antipas; hoy es el mercado. Mercado que fascina y aterra. Fascinación que lleva a procurar
participar en él más y más. Terror que se siente cuando la vida es menos vida debido a los sacrificios a ser
hechos para pagar intereses, cuotas, y para mantener el nivel de consumo. Si, para eso, los otros tienen que ser
sacrificados, entonces ―vale todo‖. El éxito, el consumo ostensivo, son las señales de comunión con aquel ―dios‖
del sistema al cual realmente se sirve. Desde el punto de vista de los profetas bíblicos pre exílicos, ese Dios es
Molok (=poder; lo sagrado legitimador de la monarquía que exigía el sacrificio de los primogénitos).
La vigencia de ese sagrado sociológico es muy fuerte. Domina incluso la práctica económica de las
Iglesias, prontas a dejar del lado valores fundamentales para no perder propiedades o prestigio. Los ejemplos, en
este sentido, pueden ser incontables. En mi forma de ver, es aquí que se plantea hoy el gran desafió para el
cristianismo. El desafío no es tanto el islamismo que se expande en el mundo, y aún menos el ateísmo. El asunto
que puede llevar a perder el sentido de nuestra caminata es aquella incoherencia nuestra de la cual hablaba el
apóstol Santiago: decir una cosa y hacer otra. Es lo que San Pablo llamaba sarx, ―carne‖, cuyas manifestaciones
aparecen bien claramente en la vida económica, tanto al nivel social como personal: ―fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odio, riñas, celos, ira, discusiones, discordia, divisiones, envidias, embriagueces,
orgías, y cosas como éstas […]: los que practican tales cosas no heredarán el Reino de Dios‖ (Gal 5, 19-21).

5. Para restablecer el sentido de las prácticas humanas


El concepto teológico que corresponde a esta realidad de que hablamos es el de pecado, de enemistad con Dios.
Nuestra convicción es que es preciso crucificar esa enemistad. No sólo ―espiritualmente‖, o sea, litúrgicamente,
en el campo del símbolo. La muerte del pecado acontece en la historia, o no acontece. Colocando la misma
afirmación en términos positivos: la conversión se da en la vida histórica, concreta, material, o no hay conversión.
Esto apela, en primer lugar, a la conciencia de las Iglesias, de las comunidades cristianas, a que se conviertan a
la economía del Reino; la producción y la repartición son prioritarias en ella. La enseñanza de Jesús toma en
cuenta el mundo de los trabajadores. En él Dios se revela. Aún más: en las parábolas, la realidad económica del
trabajo humano es fuente de revelación de Dios. No sucede lo mismo con quienes se aprovechan del esfuerzo
del trabajador. Lo que por lo menos significa que la conciencia de aquellos que se arrepienten y se acreditan en
el ―reino de los cielos‖ ─teóricamente, los de la ekklesía─, tienen que romper con los ricos y afirmar el valor de
los trabajadores.
En realidad, una posible conversión sobre los sistemas económicos solamente podrá tener lugar por la
fuerza de los ―herederos del Reino‖; los pobres, los que luchan por la justifica y por eso son perseguidos, y los
niños (hay cuatro millones de niños abandonados, sacrificados, en Brasil, cuyos responsables económicos no los
toma en cuenta para nada. Para esos señores la prioridad está en pagar los intereses de la deuda). La
conversión no va del lado de los sagaces y sabiondos. Ella pude venir de aquellos que tienen interés verdadero
en los cambios. Los que tienen los conocimientos para articular proyectos y planeamientos relacionados con la
producción, el consumo, la distribución, incluyendo las opciones tecnológicas, son llamadas a servir a aquellos
que realmente procuran los cambios.
Esta vocación es todavía más fuerte para las Iglesias. ¿Será que vamos a romper con los sistemas
económicos que se basan en la imposición de tributos (los intereses de la deuda) o el trabajo forzado o mal
remunerado, que no da alegría porque revela la explotación a la cual el ser humano está sometido? ¿Será que
vamos a continuar participando de esa injusticia que consiste en apropiarse de una parte del excedente que
producen los trabajadores, ahorrando en los bancos que prestan nuestro dinero con intereses que los
trabajadores no pueden pagar? Romper con este sistema exige algo más que retirar nuestro dinero ahorrado:
exige solidaridad con los trabajadores explotados que el sistema sacrifica. Una solidaridad en la resistencia y en
la práctica, que procura la transformación de este sistema. Y, por otro lado, exige también colocar recursos al

138
servicio de la formulación de proyectos alternativos que sean expresión de los intereses de los trabajadores.
Recordando que, según Jesús y la sabiduría del pueblo, no se pone vino nuevo en odres viejos. Sólo así las
Iglesias llegarán a tener alguna credibilidad para los empresarios, el Estado y la sociedad. Esto significa que otra
tarea de los cristianos (y de las Iglesias) en esta lucha por la transformación del orden económico, es trabajar
junto con los trabajadores y con las fuerzas que luchan por la justicia social, para la formulación de un nuevo
paradigma económico. Que la economía pueda ser formulada con un contenido político ─que vuelva a ser
―economía política‖─, pero a partir de los intereses de las mayorías trabajadoras.

139
140
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA MÍMESIS SACRIFICIAL DE LOS SUJETOS SOCIALES
MODERNOS (1991)

E l punto de partida de esta reflexión es la constatación del fracaso de las revoluciones intentadas por los dos
sujetos sociales de los tiempos modernos: por un lado, la revolución capitalista, burguesa, cuyo proyecto es
―la riqueza de las naciones‖, que sólo ha conseguido llegar a crear la riqueza de los ricos, cuya proporción en el
momento actual no alcanza a ser más del 25% de la población del planeta. Es un proceso que, en vez de abrir
posibilidades para que otros puedan alcanzar una situación de bienestar, en realidad cierra caminos para que tal
cosa pueda ocurrir. En ese sentido, el capitalismo no puede existir sin los pobres, cuya vida es expresión de un
proceso sacrificial permanente. Cada vez que los representantes de los países pobres endeudados procuran
renegociar la deuda, reciben como respuesta que previo a cualquier discusión sobre el asunto, deben reajustar
sus economías. Se aplica entonces la imposición de un mecanismo que exige un comportamiento mimético: así
como los ricos sacrifican a los pobres, estos victimizan a los más pobres ─es una espiral de violencia que
manifiesta su ser como sagrado, a partir del carácter intocable y misterioso del sistema de ―libre mercado‖. La
libertad del artefacto (la cosa: el mercado) prevalece sobre la liberta de los seres humanos. Aunque la mayoría de
éstos no tiene oportunidad permanente para participar de los beneficios del sistema, hay que constatar que no
procuran cambiarlo; el impulso que mueve a la mayoría de las masas dejadas de lado, orienta la acción de éstas
a buscar la inserción en el sistema, lo que significa la consolidación del mismo. El doble mecanismo mimético (los
―reajustes‖ e impuestos, y la aceptación sumisa de los mismos) permite comprender la coacción ineluctable y la
fascinación de la economía de ―libre mercado‖ y sus mecanismos victimarios. Esa ambivalencia de su
―misteriosa‖ identidad (―la mano invisible‖ de la que hablaba Adam Smith) indica la presencia de lo Sagrado ─la
violencia resultante es inherente a esa sacralización.
Por otro lado, cuando se analizan los procesos seguidos por aquellas naciones en las que las
organizaciones políticas de los trabajadores (el proletariado) intentaron desarrollar revoluciones socialistas,
procurando forjar sociedades sin clases y superar el ―clima de la necesidad‖ para vivir en el ―reino de la libertad‖
es necesario constatar que, si bien es verdad que el problema de las necesidades básicas de los seres humanos
es resuelto satisfactoriamente, con mayor o menor éxito según los casos, eso no significa que los seres humanos
encuentren una solución aceptable para la cuestión del sentido de su acción. De hecho, el problema del sentido
está indisolublemente vinculado con deseos e impulsos e impulsos que nacen en el nivel más profundo de la
persona. Si es verdad que la planificación económica centralizada puede crear condiciones para resolver la
insatisfacción de las necesidades, hasta el momento no demostró tener capacidad suficiente para abrir los
caminos de la libertad a los pueblos que intentaron marchar por las vías del socialismo. De ahí que entre éstos
también se percibe un elemento castrador, por el que se ejerce el mecanismo victimario con sus exigencias
constantes de sacrificio.
A esto hay que agregar que el proyecto que buscaba plasmar una sociedad sin clases, si bien consigue
anular hasta cierto punto las antiguas diferenciaciones sociales, también crea otras inéditas hasta el momento de
la irrupción del proceso revolucionario. El deseo mimético, que intenta reproducir pautas de comportamiento que
prevalecen en las sociedades capitalistas, es fácilmente visible entre quienes forman parte de la ―nomenclatura‖
de los países socialistas. A su vez, las masas expresan ese deseo buscando ajustar sus actitudes según el
modelo provisto por las burocracias que administran el sistema socialista. Entonces, el resultado es el sacrificio
de la esperanza, que significa fundamentalmente la castración (impuesta, e asumida) de la razón utópica del ser
humano.
Ante esta constatación de los fracasos de los dos sujetos sociales que protagonizan el proceso de la
modernidad, cabe plantearse la pregunta sobre las razones de esta situación. Tanto la burguesía como el
proletariado pretenden el triunfo de la libertad; sin embargo, ambos llegan a imponer la necesidad de la represión.
En la revolución burguesa, la libertad sólo vale para el mercado (expresión de lo sagrado), en tanto que en
la revolución socialista esa libertad que limitada según el arbitrio de la conducción del Partido… Hasta ahora, un
socialismo sin ―dictadura del proletariado‖ no ha pasado de ser más un propósito bien intencionado.
La fuerza (violencia) de lo sagrado se manifiesta a través de tres vertientes principales: la religión, la
economía y la política. Por lo tanto, es el análisis de estos niveles de la vida humana el que nos permitirá
vislumbrar la raíz de los fracaso de los proyectos modernos. Evidentemente, los sujetos sociales de la

141
modernidad no irrumpieron en la historia definitivamente configurados: han seguido revoluciones singulares, en
cuyo transcurso sufrieron influencias distintas. Ciertamente, a través de esos caminos, el mecanismo del deseo
mimético estaba siembre presente.
Tanto la burguesía como el proletariado irrumpieron en la historia con una vocación revolucionaria. La
burguesía moderna, portadora del proyecto de la revolución capitalista, comenzó a manifestar su identidad social
cuando, como consecuencia de la nueva conjuntura socio-económica inaugurada por las Cruzadas, las ciudades
episcopales, los municipios y los nuevos Burgos fueron adquiriendo mayor entidad desde los siglos XII-XIII en
Europa Occidental. La mayor parte de los habitantes de esas ciudades no tenían distinguido: venía del grupo
social de los siervos de la gleba, los excluidos del bienestar en el sistema feudal, víctimas (sacrificiales) del
árbitro de los señores. Eran portadores de esperanzas que más tarde fueron comprendidas como ―libertad‖,
―igualdad‖ y ―fraternidad‖. Llevó mucho tiempo para que tal cosa se concretase; no obstante, esa intención estaba
presente en los ―movimientos pobres‖ que se multiplicaron en Europa Occidental desde la segunda mitad del
siglo XII y comienzos del XIII: los valdenses, los pobres de Lombardía, los ―humiliati‖, el movimiento franciscano,
y tanto otros. La meta religiosa de los mismos es indiscutible. Por lo tanto, sus aspiraciones revolucionarias no
podían dejar de tomar en cuenta la referencia del pueblo de Israel y, sobre todo, el impulso innovador del
cristianismo antiguo.
Aunque con matices diferentes, algo semejante se percibe en el origen del movimiento socialista, que en
los primeros momentos de su historia (pre-Marx) fue fuertemente influido por cristianos progresistas, que
reaccionaron contra las doctrinas de aquellos economistas burgueses (Say, Demoyers, Bastiaz, Malthus,
Ricardo) que afirmaban que la pobreza era fatalmente inevitable en toda sociedad. Cristianos como Sismondi,
Saint Simon, Daniel Legrand, etc., comenzaron a plantear la prioridad de lo social sobre el capital privado (de
donde la palabra socialismo). Era una posición ética, más sentida que sistematizada. Cansados de esperar y no
recibir apoyo de iglesias conservadoras, de un patronato reaccionario y de un Estado que tendía hacia el
absolutismo, los obreros se volcaron hacia la utopía y el sueño de la formación de empresas autónomas (Owen,
Fourier). La memoria de los símbolos bíblicos desempeñó en todo este proceso un papel muy influyente. A partir
de los años cuarenta del siglo pasado, como se sabe, Kart Marx, Friedrich Engels y otros luchadores sociales,
descalificaron este socialismo ―utópico‖ y plantearon la exigencia de un socialismo ―científico‖, que llegará a ser
plasmado materialmente por necesidad histórica y no por impulsos éticos. Sea como sea, este tipo de
pensamiento no dejó de tener referencias (generalmente no reconocidas) en la religión bíblica.
Un período muy importante en el desarrollo de esta última (tan importante que va a llegar a imprimir un
carácter indeleble en el judaísmo de los siglos V. a.C. hasta hoy, y también en el cristianismo de fines del siglo I
hasta el presente), fue el del exilio del pequeño contingente israelita que fue llevado a Babilonia. Perdida la
soberanía política, la identidad judía fue preservada por medio de la religión, cuya producción simbólica pasó a
ser monopolizada por el grupo sacerdotal. Poco a poco, el influjo de los profetas (tan determinante en la
revolución campesina del 640 a.C.), en la religión expresada por el Deuteronomio, fue dejando espacio para la
comprensión sacerdotalista de la religión judía, con su énfasis peculiar sobre la distinción entre lo puro lo imputo,
que necesariamente plantea una tensión muy fuerte en la existencia de los fieles, hasta el punto de tener que ser
resuelta mediante mecanismos sacrificiales que exigen la victimización de animales. En el tiempo del rey
Manasés se practicaba el sacrificio humano de los primogénitos; bajo el control de los sacerdotes, fueron
exigidos holocaustos de animales. Cambian las víctimas, mas el mecanismo sacrificial permanece. Y perdura
hasta nuestro tiempo, como lo prueba el debate sobre el ―holocausto‖ judío durante la Segunda Guerra Mundial.
Cuando la identidad de un grupo social es llevada a cabo sobre todo mediante símbolos religiosos, se
producen varias cosas, de las que aquí deseamos subrayar especialmente dos. Por un lado, el pueblo que perdió
su identidad política la reencuentra en lo religioso: es el pueblo ―escogido‖, electo por la divinidad para iluminar,
dirigir, encaminar al resto de las naciones. Se produce entonces una distinción radical entre ese pueblo y los
otros, que en el campo de la producción simbólica se expresa por medio de la contradicción entre lo puro y lo
impuro. El pueblo ―escogido‖ tiene la vocación de la pureza, mas no tiene otra alternativa que existir en un mundo
de impureza, donde la mayoría de los seres y las cosas están contaminados por la inmundicia. ¿Cómo mantener
la vocación de pureza en esas condiciones? Pues mediante las ceremonias rituales sacrificiales, que todo judío
debe llevar a cabo por lo menos tres veces por año (Ex. 23, 14-19; Ex. 34, 23-25). La Torah, principalmente en la
versión sacerdotal (Cf. Lev. 11-16: sobre lo puro y lo impuro, y Lev. 17-26: la ley de santidad), va a insistir sobre

142
todo esto. Las consecuencias ―morales‖ se manifestarán particularmente (aunque no exclusivamente) mediante
una moral de la negación, en la que la censura, las prohibiciones, los tabúes, serán más importantes que el
ejercicio de la libertad.
Por otro lado, la distinción de lo puro y lo impuro indica la separación del pueblo judío (electo por Dios, y
así como Dios es Santo, el pueblo también debe serlo) de los demás. Se percibe así una religión de exclusión,
coherente con los mecanismos sacrificiales que le son inherentes. Es la expresión del ―uno contra todos‖. Israel
frente a todas las naciones, excluidas a menos que sean como el pueblo elegido, lo que significa aceptar su
supremacía, su guía. Pero, entre los israelitas eso significa ―todos contra uno‖, principio que el sumo sacerdote
Califás expresó diciendo que ―os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación‖ (Jn. 11.
50), incitado a victimar a Jesús. Esta unanimidad en torno al mito de lo puro y de lo impuro, expresada en ritos
sacrificiales, es fundamental para comprender la autosegregación del pueblo indio. Se trata de la ―religiosidad
paria‖ de la que habla Max Weber, siguiendo las reflexiones elaboradas por Nietzche (Más allá del bien y del mal;
genealogía de la moral) que tiene su raíz en el resentimiento. Más, ¿por qué ese resentimiento? El resentido es
quien se vuelve contra el otro, porque su deseo no es satisfecho. No se trata de un deseo objetal (que persigue
un objeto), sino de un deseo de rivalidad. Quiere ser como éste, pero necesita, por un lado, proponer un objeto
en torno al cual pueda establecerse la rivalidad con el otro. No es el objeto lo que desencadena la rivalidad; ésta
surge por el impulso mimético. Sin embargo, por otro lado, resulta insoportable para la persona (o para el sujeto
social) llegar a la percepción del ―querer ser como‖; y esto es lo que explica la religiosidad para y su moral
consecuente.
Estos mecanismos y comportamientos morales no han sido exclusivos del pueblo judío al retornar del
exilio babilónico. También comenzaron (para después manifestarse ampliamente) a expresarse entre los
cristianos desde muy pronto. Por ejemplo, los cristianos del siglo I ya comenzaron a mal comprender y deformar
la afirmación paulina: ―Todo me es lícito‖ (I Cor. 6.12; 10.23-30). El cristianismo no puede perdurar en la historia
sin establecer tabúes, comprobando en su propia experiencia que no se consigue sobrevivir institucionalmente
sin un sistema de prohibiciones. Esto, evidentemente, contradice lo que el autor de le Epístola de Santiago llama
―la ley perfecta de la libertad‖ (1.25), que fue establecida para poner en obra la Palabra y no para prohibir actuar.
Sólo así, concluye Santiago, se puede ser feliz (final del versículo 25). Aquí se puede constatar una perversa
inversión: el mayor espiritualismo (por ejemplo, el de la Escuela de Alejandría, que tuvo en Orígenes su mayor
exponente) significa la mayor castración, el más grande sacrificio de la vida, la más terrible expresión de auto-
violencia… Es ser víctima de sí mismo (masoquismo).
Esa tendencia se va a manifestar en otros momentos, tanto de la historia del cristianismo como de otras
religiones: tal fue el caso de los puritanos en el sigo XVII, como de las ―guerras de religión‖ entre católicos y
protestantes, como del islam chiita en nuestro tiempo, y de otros fundamentalismos contemporáneos. En la raíz
de todos estos movimientos se percibe aquel resentimiento que surge como resultado de un deseo fundamental,
mimético, siempre irrealizado. Melanie Klein, a través de su reflexión psicoanalítica, llegó a apuntar a esta
realidad indicando los mecanismos de la envidia, manifestación humana que San Pablo colocó entre los ―frutos
de la carne‖ (Ga. 5.21), y por lo tanto en contratación con el Espíritu (reino de la libertad (II Cor. 3.17).
Rudolf Otto llevó a cabo, indudablemente, uno de los análisis más profundos de los sagrado religioso,
Parece coincidir con el pensamiento de Durkhein, cuyo énfasis sobre la indisoluble vinculación existente entre lo
religioso y lo social no puede pasar desaparecida para nadie. Sin embargo, hay un elemento importante que
permite distinguir el análisis de Otto del de Durkhein: el primero siempre se refiere a lo sagrado como mysterium
(tremendum et facinous). Si bien el carácter terrible y fascinante de lo sagrado ya había sido indicado por
Durkhein, este señala que lo sagrado (que se manifiesta en el tótem) no es inherente a las cosas, sino que
agregado (suvajouté) a las mismas (cf. Les Formes Elementaires de la Vie Religieuse, pág. 328). Se puede decir
que el mysterium de Otto (der Ganz Andere) es un sagrado ―religioso‖.
Este último, ―sobre impuesto‖ a las cosas, es administrado y cuidado por quienes tiene poder en la
sociedad. El pueblo que quiere este poder, víctima del mismo, resiste con resentimiento. Está inserido por la
envidia. No obstante, contrarresta esta mezquindad con expresiones de generosidad que se revelan en
posiciones militantes, que llegan hasta el punto de dar la vida (martirio, o sea el ―culto lógico‖ al que San Pablo
exhorta a los romanos. Cf. Rom. 12.1, cuando les pide no ajustarse a los esquemas/estructuras de este mundo)
para conseguir la transformación de este ―valle de injusticias‖ en el ―reino de Dios‖.

143
Esto me lleva a decir que, cuando se considera la cuestión del sacrificio, cabe introducir una distinción
entre el sacrificio impuesto y el sacrificio que corresponde a una disposición de amor. El primero preserva la
inquidad del sistema. El segundo, en cambio, tiene una dimensión redentora. El primero conserva el orden
injusto, reproducido a través de la fuerza y los mecanismos que el deseo mimético pone en marcha. El segundo
desacraliza el orden de este mundo, tanto político como económico, deslegitimando su base religiosa.

144
LA IGLESIA, LA POBREZA Y LA ECONOMÍA GLOBAL (1999?)

A l llegar al fin del siglo XX, casi comenzando el venidero, se debe constatar que las expectativas creadas
luego de la Segunda Guerra Mundial de poder erradicar la pobreza en nuestras sociedades, no han llegado
a concretarse. Hubo un momento en el que se crearon condiciones que llevaron a muchos a creer que sería
posible desencadenar procesos económicos, sociales y políticos que tendrían como consecuencia la superación
de las condiciones de vida de las masas pobres del planeta. Cuando finalizó la tragedia bélica predominaba entre
los líderes políticos y académicos la convicción de que era necesario evitar que se repitieran situaciones
semejantes a las que hicieron que la humanidad desembocara en el horror de la guerra.
Era opinión generalizada que entre los aspectos que había que corregir estaba la gran diferencia social
que producía tensiones y resentimientos que conducen a conflictos irreparables. La prioridad de la paz se impuso
naturalmente, y para crear una situación exenta de conflagraciones que perturbaran la estabilidad de la situación
internacional (muy tensa, dicho sea de paso, en el período de la inmediata post-guerra), era imperativo disminuir
las tensiones sociales. Para ello, obviamente, había que crear estructuras socioeconómicas que contribuyeran a
que los hombres y mujeres del mundo superaran la pobreza.
De ahí que uno de los mayores esfuerzos realizados entre los años 1945-1950 fue el de impulsar un
proceso sostenido de crecimiento económico que permitiera contribuir a la nivelación social en muchas partes del
mundo. Este empeño fue muy claro en Europa y en el hemisferio americano. En otras regiones del planeta, el
énfasis fue dado a la emancipación nacional y a la descolonización. Luego de la tragedia, tomando conciencia del
horror que acarreó, los esfuerzos se volcaron hacia la construcción de un mundo de paz y bienestar.
Frente a la actitud esperanzada de los pueblos, la respuesta de la comunidad internacional fue clara. La
Organización de las Naciones Unidas (ONU) decidió la creación del Consejo Económico y Social (ECOSOC), y
se lanzó decididamente a procurar que se pusiesen en marcha programas de desarrollo. Fue decidida la creación
de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), que tuvo como una de
sus metas más importantes luchar contra las estructuras que generan la pobreza entre los pueblos del mundo.
Siguiendo esa intención, desde los inicios de la década de los 1960s, se propuso que hubiera transacciones
comerciales equitativas, lo que permitiría a las naciones pobres poder superar la dependencia que caracterizaba
su subdesarrollo. Ese comercio más justo les permitiría acumular suficientemente como para hacer inversiones
en el campo de la salud, de la educación y en obras infraestructurales claramente necesarias para sus intereses.
El Plan Marshall, con el que los EE.UU. ayudaron a reconstruir Europa, mostró que, cuando existe una
voluntad política definida en su favor, la ayuda internacional puede ser muy eficaz en procesos de reconstrucción
social y de democratización. Fue una demostración de solidaridad, obviamente interesada, que consiguió poner
en camino programas de crecimiento industrial en el país donador, y de reconstrucción en la devastada Europa.
Si tal cosa se produjo en el Norte, ¿por qué no habría de ocurrir también en el plano de las relaciones de las
naciones desarrolladas con las subdesarrolladas? Esta proposición de la mayoría de los países de la comunidad
internacional no fue aceptada por las naciones más ricas del planeta. No obstante, Holanda y los países
escandinavos se aplicaron a ponerla en práctica. De ese modo dieron un testimonio de solidaridad. Esa ayuda
procuraba sobre todo permitir que las poblaciones de los países que beneficiaban de la misma pudieran
satisfacer, aunque fuese de modo parcial, sus necesidades básicas. Por cierto que no se debe tener una visión
romántica acerca de los intereses que motivaban esta ayuda. Sin embargo, no tiene que descontarse el
componente solidario que en parte la propulsó.
Los elementos de esta situación que hemos caracterizado tuvieron cierta vigencia hasta el principio de los
1970s. A partir de ese momento comenzó a ser cada vez más evidente que sería prácticamente imposible poder
plasmar las expectativas de disminuir la pobreza en el mundo. Otros factores contribuyeron a crear esta toma de
conciencia: uno de ellos, muy importante, por cierto, es el crecimiento demográfico en ciertas áreas del planeta.
Desde comienzos de la década mencionada se advierte un crecimiento innegable de la cantidad de pobres y
miserables en muchos lugares del mundo, tanto en los países considerados como ‗desarrollados‘ como entre los
llamados ‗en desarrollo‘. La situación es dramática entre los países menos desarrollados. Las necesidades
básicas de una gran parte de la humanidad (25%) no llegan a ser satisfechas. Un nuevo tipo de pobres ha
aparecido en naciones consideradas ricas: se caracteriza por ser subvencionado por los gobiernos, pero incapaz
de conseguir un empleo al que aspiran, condenados a luchar sólo por su supervivencia.

145
Al mismo tiempo que empezó a advertirse este fenómeno, paulatinamente comenzaron a disminuir las
prácticas solidarias por parte de los organismos políticos. El cuidado de los pobres fue quedando gradualmente
en manos de organizaciones no gubernamentales (ONGs) que, conscientemente o no, han ampliado de manera
que hace treinta años era insospechada, lo que algunos llaman ‗la industria del sector humanitario‘. Desde que
comenzó esta evolución se ha producido un desencanto del ―Tercer Mundo‖, donde se encuentra la gran mayoría
de pobres y miserables de la humanidad. Aquellas perspectivas esperanzadas de poder crear condiciones que
les permitirían dejar de ser pobres, hoy se encuentran por lo general frustradas.

Un proceso de corrosión
Conviene buscar comprender algunos de los elementos que acompañaban aquellas expectativas. Las mismas
son uno de los frutos de un compromiso histórico (tenso, difícil, mas real) que se produjo entre el capital y las
fuerzas de trabajo al terminar la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los ingredientes de ese compromiso son
expuestos en el libro de Karl Polanyi The Great Transformation.145 Al intentar interpretar sintéticamente la historia
del Siglo XX, Eric Hobsbawm señala que el período comprendido entre 1950 y comienzos de los 1970s puede ser
considerado como ―una edad dorada‖:146 durante ese breve lapso hubo un progreso que, si bien no fue general,
sin embargo no puede ser negado. La humanidad avanzó en términos sociales, económicos, políticos, científicos,
etc.
Durante ese período los movimientos sociales que Immanuel Wallerstein llama ―antisistémicos‖147 (los
sindicatos, los movimientos de liberación nacional) tenían aún cierta iniciativa. Buscaron promover un orden
social más democrático, tendente a disminuir las diferencias sociales, para evitar que se reprodujeran aquellos
otros movimientos sociales de carácter reaccionario, como lo habían sido el fascismo italiano y el nacional-
socialismo alemán. La meta implícita de todos estos esfuerzos era construir ―una sociedad justa y más humana‖.
Para ello se creó un instrumento: el Estado de Bienestar (Welfare State), que tuvo una cierta eficacia durante un
período aproximado de treinta años.
Guste o no, las cosas han cambiado en el correr de estas últimas décadas. Hoy el Estado de Bienestar
como instrumento idóneo para administrar las sociedades actuales, por la mayoría de los científicos y dirigentes
políticos. En la actualidad, la meta ha dejado de ser social, para ser económica. Más precisamente, para construir
―un mercado libre‖, que requiere, en términos formales una disminución de la participación del Estado en la vida
económica. Esto conlleva a que el rechazo del Estado Benefactor sea acentuado.
Por otro lado, desde el punto de vista social, se advierte una pérdida de influencia de parte de los
movimientos sociales tradicionales mencionados previamente. El colapso del ‗socialismo real‘ es parte de esta
evolución. En el período del fin del siglo XX, la mayoría de los sindicatos no plantea la necesidad de una sociedad
alternativa, donde la pobreza no exista, sino que más bien colaboran con las empresas para mantener, al mismo
tiempo, el nivel de producción exigido por el mercado y las condiciones de trabajo de los obreros. Entre tanto se
han afirmado otros movimientos de carácter antisistémico, que han llegado a ser muy importantes en el mundo
contemporáneo: es el caso de los que luchan por los derechos humanos, por el mantenimiento del medio
ambiente y una sociedad sustentable, por la dignidad de las mujeres, contra el racismo blanco, etcétera... Estos
movimientos, cuya evolución viene desde mucho tiempo atrás, han dado una nueva consistencia a la sociedad
civil. Sin embargo, para ellos la lucha contra las condiciones que crean la pobreza no es la prioridad más alta. Por
eso, también entre los pobres se percibe que muchos se sienten desamparados. Se entregan a la intención de su
deseo mimético148 de seguir el modelo de vida de los ricos. Dejando de lado la lucha por sus derechos, muchos
pobres se ajustan y se resignan a vivir con carencias a insatisfacciones.
Además de todo esto, desde el punto de vista económico, desarrollos científicos y tecnológicos van
contribuyendo a transformaciones muy importantes del sistema económico dominante. Si hacia el comienzo del

145 K. Polanyi, The Great Transformation, 1944.


146 E. Hobsbawm, Age of Extremes. The Short Twentieth Century History: 1914-1991. Londres, Michael Joseph, 1994, pp.
225-400.
147 I. Wallerstein, The Politics of the World Economy. The States, the Movements and the Civilizations. Cambridge,

Cambridge University Press; 1985, pp. 97-145.


148 René Girard es quien ha trabajado en profundidad este concepto del deseo mimético. Véase su libro La ruta antigua de

los hombres perversos. París, Grasset, 1985, pp. 59-80.

146
período de post-guerra la economía se transnacionalizó, ahora se la globalizado. Se entiende por globalización
un proceso de integración de mercados,149 que ya existe en aquellos planos de la actividad económica en el que
es posible operar de manera virtual. Es el caso de las transacciones financieras y del mercado de servicios. La
exigencia es que estos mercados se autorregulen por sí mismos. Por lo tanto, que la influencia del Estado
disminuya. En este contexto surge la pregunta: entonces, ¿quién puede cuidar de los pobres?
Como fue dicho previamente de manera rápida, hoy los pobres en su gran mayoría están condenados a
luchar por su supervivencia. Este es uno de los factores que promueven el gran crecimiento de la economía
informal, que también es considerada ―sumergida‖, clandestina. Se acepta trabajar sin protección alguna, sin
seguros que cubran la inestabilidad y los peligros de la actividad productiva. Cuando los pobres aceptan (y lo
hacen cuando se ven obligados a ello, sobre todo en los países en desarrollo o menos desarrollados) trabajar en
estas condiciones, están realmente desprotegidos.
En algunos países (no importa si son ricos o no), los pobres se ven obligados, al tratar de hacer algo para
sobrevivir, a dejar descuidados a sus niños, o a obligarlos a que trabajen antes de una edad apropiada para
hacerlo. En algunos países donde se desarrollan algunas industrias que intentan satisfacer los deseos de
quienes disponen de tiempo ocioso, como es la del turismo, la prostitución permite a algunos esquivar la presión
de las necesidades de vida más concretas. Esto no hace más que deteriorar, corroer, la vida de los pobres. Sus
posibilidades de vida disminuyen. No les queda otra posibilidad que la de ajustarse a las condiciones que les
impone el sistema económico global dominante.
Este sistema, por su parte, no contribuye a transformar esta situación. Más bien, su imperativo de
construir un mercado libre significa que los países no privilegiados experimentan como si les impusieran con
violencia una camisa de fuerza que los obliga a aceptar esos ajustes. Si, para encarar con ciertas posibilidades el
futuro, no les queda otra alternativa que someterse a las exigencias del mercado global, inevitablemente tienen
que conformarse con su pobreza. Para ser competitivos tienen que vender bueno y barato, lo que significa que
sus trabajadores tienen que esforzarse mucho y recibir poco en compensación por la fuerza que dispensan en el
proceso de producción.
La situación se torna aún más difícil para los sectores pobres de nuestras sociedades cuando se percibe
que el sistema económico global es dominado por el capital financiero. Hoy, quien desea tener más, invierte en
los mercados financieros y sus derivados. ¿Qué pueden hacer los pobres si no tienen dinero? El crecimiento de
la deuda externa de muchos países pobres se explica por este círculo infernal que comienza por solicitar dinero,
que hay que reembolsar pagando intereses muy altos, superiores a la tasa de su crecimiento económico, lo que
conduce a que endeuden cada vez más. En el proceso de globalización (integración de mercados, según se ha
dicho), predominan el capital financiero, estrechamente relacionado con el sector de servicios (es el caso de las
redes de comunicación, de informática, a las que los pobres difícilmente tienen acceso).
Es un sistema económico global que exige fuertemente una actitud competitiva. Esto, no está mal en sí
mismo. El problema que se plantea para los pobres es que para ser competitivo hay que tener ciertas
competencias (por ejemplo, formación adecuada), que los pobres no disponen. Antes bien, la mayoría de los
pobres percibe que, en su intento de supervivencia, le es más fácil colocarse en las manos de los que participan
en el manejo de los mecanismos que dominan los mercados.
El sistema económico global de nuestro tiempo indica la existencia de un capitalismo virtual. La posesión
de los medios de producción es el elemento más importante en esta economía global. En la actualidad, los
medios de producción que más interesan no son la tierra, o las máquinas de la industria, sino aquéllos que
permiten participar en esta producción virtual, como ocurre en los mercados financieros. Esto permite una
concentración de poder económico en un número de personas que, si bien puede crecer cuantitativamente, no
deja de ser proporcionalmente cada vez más pequeño en comparación con el resto de la población del mundo. A
través del manejo operativo de estos medios, algunos elementos de la vida económica, se transforman de
virtuales en reales (como ocurre, por ejemplo, con los mercados financieros derivados, Hedge Funds, etcétera).
La gran mayoría de los pobres no tiene participación activa en este sistema. Por eso, en este momento de
la historia, las expectativas de los 1950s se han transformado en desilusiones.

149 Véase: J. de Santa Ana (ed.), Sustainability and Globalization. Ginebra, Consejo Mundial de Iglesias, 1998.

147
Las iglesias. Entre el evangelio y el mercado
Al hablar de Iglesia en este artículo lo hacemos de una manera un tanto imprecisa: nos referimos principalmente
a las instituciones eclesiásticas y las comunidades cristianas. Tanto unas como otras son actores económicos:
pagan salarios, tienen propiedades, obligaciones financieras, consiguen beneficios a partir de ciertas inversiones,
etcétera. Ser iglesia significa ‗estar en el mundo‘. Un problema que se plantea, tanto a las instituciones como a
las comunidades, es cómo estar en el mundo sin ser del mundo, respondiendo así a la plegaria de Jesús (Jn
17.14-16).
Una forma activa que las Iglesias han practicado es la de hacer declaraciones que llaman a la comunidad
internacional (cristiana o no) a tomar conciencia de la dramática situación en la que se encuentran los pobres en
nuestro tiempo. En algunos casos esas declaraciones han motivado a ciertos sectores de las comunidades
cristianas a participar en campañas de solidaridad en favor de los pobres. Para citar un ejemplo reciente, es el
caso de Jubileo 2000, apelando a los acreedores para que cancelen la deuda de los países más pobres, cosa
que ha tenido un resultado positivo en términos parciales.
Otra forma, más concreta y material, ha sido la tradicional de dar asistencia a los pobres. Es una manera
que las iglesias han practicado desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, los Obispos de las Iglesias Orientales en
los Siglos V a VII, al comenzar su ministerio en la diócesis correspondiente, hacían un inventario de la misma,
poniendo especial cuidado en la consideración de la situación de los pobres. A partir de ello organizaban la obra
filantrópica del pueblo que estaba bajo su responsabilidad ministerial.150 Esta tradición ha permanecido a través
de la historia de la Iglesia. Es la liturgia después de la liturgia que se practica en las Iglesias Ortodoxas. Es la
organización de la asistencia caritativa intereclesiástica de muchos organismos ecuménicos en la actualidad. De
este modo se procura aliviar las penas y estrecheces de quienes sufren la pobreza.
Otros, en el contexto de aquel impulso por la aspiración al desarrollo en el tiempo de las expectativas de
erradicar la pobreza mencionas previamente, han intentado ofrecer recursos para un desarrollo autogenerado por
comunidades o cooperativas de los pobres. Es el caso, por ejemplo de la Ecumenical Development Cooperative
Society (EDCS), o del Ecumenical Loan Fund (ECLOF), ambos organismos inspirados por el Consejo Mundial de
Iglesias. Los resultados obtenidos, aunque muy limitados, son significativos, permitiendo percibir que es una
manera interesante para contribuir a que los pobres superen sus limitaciones.
También las Iglesias han hecho opciones concretas de carácter teológico y pastoral en favor de los
pobres. Es lo que algunas tendencias teológicas de Latinoamérica, de Asia y de África han hecho. Lo mismo ha
ocurrido con algunos teólogos Afro-Americanos en los E.U.. La teología latinoamericana de la liberación fue
decisiva para que en las Conferencias de Obispos Católico-Romanos de América Latina en Medellín (1968) y
Puebla (1979), se hiciese la ‗opción preferencial por los pobres‘. Del mismo modo, los teólogos de la así llamada
teología Min Jung en Corea del Sur han articulado su reflexión teológica y su acción pastoral en solidaridad con
los pobres. Esta tendencia ha sido muy fuerte entre los teólogos del Tercer Mundo.151
No obstante, concomitantemente, los intereses diversos de las iglesias las han conducido a participar de
manera activa en algunos aspectos de la economía global. Para ser más concreto, en los mercados financieros y
de sus productos derivados. Las iglesias tienen que asumir muchas veces el pago de los fondos de pensión de
sus funcionarios. Eso motivó a algunas de ellas de invertir fuertemente en las operaciones financieras,
especialmente en un momento en el que las instituciones eclesiásticas tradicionales en los países históricamente
cristianos pasan por la experiencia de recibir una cantidad menor de dinero a través de las ofrendas de sus
miembros.
Más todavía: se advierte que han un cierto número de instituciones eclesiásticas que tienden a
organizarse siguiendo el modelo de la empresa comercial transnacional. Incluso, las hay que se estructuran como
empresa de comunicaciones. Es el caso, que no es aislado, de la Iglesia Universal del Reino de Dios, en Brasil,
inexistente en 1976, y que en el momento actual está implantada en más de cuarenta países; es una iglesia que

150 Demetrios J. Constantelos, Bizantine Philanthropy and Social Welfare. New Brunswick-Nueva Jersey, Rutgers University
Press, 1968.
151 La Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo (ASETT) ha trabajado esta orientación, desde sus inicios en

1976.

148
tiene como espina dorsal la tercera red de comunicaciones (radio, TV, con los correspondientes elementos que
caracterizan estos conglomerados) en Brasil.
Esta participación en el mundo de la economía global va dando lugar al desarrollo de una nueva teología
de la prosperidad. Se entiende que la conversión sitúa a la persona humana frente a Dios, quien quiere que el
individuo sea próspero (que acumule riquezas y bienestar, lo que da testimonio de su relación con Dios, que lo
bendice), que tenga salud (de ahí el énfasis en curar a los enfermos) y en la posesión del poder del Espíritu
Santo (no tanto ser poseídos por el Espíritu, como disponer del mismo). Este mensaje atrae fuertemente a los
pobres, que en África o Latinoamérica se vuelcan hacia expresiones pentecostales o carismáticas de la fe
cristiana. Hasta el punto de que algunos dicen: ―La teología de la liberación hizo una opción por los pobres, pero
éstos han hecho una opción por los pentecostales‖.
Estas prácticas eclesiales no pueden dejar de lado el desafío del Evangelio, buena noticia para los pobres.
No se trata meramente de asistencia, sino de la transformación de condiciones y estructuras que generan
pobreza. El mensaje de Jesús en este sentido es bien claro.152 Las iglesias no pueden dejar de tener en cuenta
que el problema mayor, en la Biblia, no es el ateísmo, sino la idolatría. Hoy, en tiempos de globalización,
experimentamos la idolatría del mercado, de la que es necesario liberarse. Puede ser que la globalización
(integración de mercados y expansión libre de los mismos) solucione problemas de la vida de los ricos. Al mismo
tiempo agrava la penuria de los pobres.
Me parece que, entre el mercado y el Evangelio, las Iglesias tienen que hacer una opción clara por la
fidelidad a este último. Para ser concreto, creo que deben proceder a través de casos concretos, aprendiendo,
por ejemplo, de su participación en la campaña del Jubileo 2000. Estos pasos no resuelven todo el problema,
pero contribuyen a encararlo de manera más apropiada a la vocación evangélica. En esta línea me animo a
proponer:
Primero, que los programas educativos de las iglesias enfaticen la necesidad de la práctica de la
solidaridad orgánica. Solidaridad con los pobres y solidaridad activa con los organismos y asociaciones de la
sociedad civil que buscan disminuir el impacto negativo del sistema económico global. En este sentido,
incorporarse de manera más decidida a quienes en Seattle manifestaron la necesidad de hacer que las
organizaciones que son responsables del proceso de globalización sean más transparente e interesadas en el
bienestar de los pueblos.
Segundo, dar más importancia a la revitalización de la ética política de los cristianos, que al mismo tiempo
que buscaría el fortalecimiento de la conciencia de responsabilidad política de los laicos, buscaría también
redefinir el papel del Estado como protector de los pobres.
Tercero, que las iglesias apoyen la campaña que en este momento ha sido lanzada para que se imponga
una cantidad mínima (por ejemplo, 0.011%, como lo propuso el ganador del Premio Nobel A. Tobin, hace ya
algunos años) a las transacciones financieras internacionales. Hay quienes entienden que esta iniciativa es
fantasiosa. Me parece que ella depende de si existe o no voluntad política para ponerla en marcha. Esta voluntad
puede imaginar mecanismos que permitan hacer viable esta propuesta. El recaudo de esta imposición debería
ser vertido para promover el crecimiento económico y el desarrollo social de los pobres.

152 Entre muchos textos, véanse: Lc 4. 16-22; 6. 20-26; 16.1-13; 18.18-27 y paralelos.

149
150
CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II. CINCUENTA AÑOS DESPUÉS (2011)

E l 25 de enero pasado se cumplieron 52 años del momento en el que el antiguo patriarca de Venecia, que en
octubre de 1958 fue elegido Papa por el colegio de cardenales de la Iglesia católica romana, comunicó su
intención de convocar un nuevo Concilio Ecuménico. El anterior tuvo lugar en 1870. Se cerró bajo la presión de
las fuerzas armadas italianas. El anuncio del recién designado pontífice sorprendió a la mayoría de la curia
romana, pero fue recibido con palabras de aprecio por parte de teólogos y laicos que deseaban una renovación
del pensamiento católico romano. La crisis del pensamiento y la cultura europea fue sometida a la dolorosa
prueba de dos guerras mundiales, que sacudieron los fundamentos de Occidente. Entre los protestantes tomó
forma un pensamiento renovador orientado por Karl Barth, Paul Tillich, Reinhold Niebuhr, Joseph Hromadka,
Dietrich Bonhoeffer, entre otros. Las iglesias ortodoxas confrontaron la revolución bolchevique, y también la
nacionalista turca dirigida por Kemal Ataturk, que promovieron debates y transformaciones significativas en la
manera de pensar: Boulgakov, Berdiaev, Evdokimov, fueron algunos intelectuales que contribuyeron para que las
iglesias despertaran ante la nueva situación que se vivía. En filas del catolicismo romano hubo grandes teólogos
y laicos que, a pesar del contexto represivo y autoritario que prevalecía en la Iglesia de Roma en esos años,
deseaban que se expresase una renovación necesaria. Era el caso de Karl Rahner, Yves Congar, Henri de
Lubac, entre otros.
La curia vaticana, reducto de quienes se adherían a los esquemas de pensamiento legados por el Primer
Concilio Vaticano, fue sorprendida. Sobre todo por las aclaraciones del Papa Roncalli, que adoptó el nombre de
Juan XXIII, y más aún por algunas de sus decisiones. El 25 de diciembre de 1961 emitió la constitución
apostólica Humanae Salutis, por la que intentó orientar las reflexiones conciliares. El Papa Roncalli repetía que el
Concilio fue convocado para que bocanadas de aire fresco pudiesen cambiar la atmósfera de la Iglesia Católica
Romana. Decidió invitar a cristianos no romanos como observadores permanentes. Estos acontecimientos
tuvieron lugar en un breve período de tiempo. El Concilio Vaticano II fue inaugurado el 11 de octubre de 1962. El
13 de octubre tuvo lugar la primera sesión de trabajo.
El concilio suspendió sus debates el 8 de diciembre de 1962. Juan XXIII falleció el 3 de junio de 1963. En
su lugar fue elegido Giovanni Batista Montini, Pablo VI, que había sido sustituto de Estado del Vaticano, antes de
ocupar el cargo de Arzobispo de Milán. El 2° Concilio Vaticano pudo haber sido disuelto luego de la muerte del
Papa que lo convocó. No obstante, Pablo VI –elegido el 21 de junio de 1963– anunció de inmediato la
continuación del Concilio. Fue una ratificación de la iniciativa de Juan XXIII. Al sector conservador de la curia
vaticana esto no le gustó. El 29 de septiembre de 1963, Pablo VI se dirigió a los Padres Conciliares y enfatizó el
carácter pastoral del Concilio, que según su pensamiento debía dar atención a cuatro objetivos: 1) definir mejor la
naturaleza de la iglesia y la función de los obispos; 2) renovar la iglesia; 3) restaurar la unidad entre todos los
cristianos, incluyendo pedir perdón cuando se trata de las iniciativas católico romanas de separación; 4) iniciar un
diálogo con el mundo contemporáneo.
El Concilio Vaticano II, luego de otras dos sesiones (en 1964 y en 1965), culminó con su cuarto período. El
tercer encuentro de los Padres Conciliares tuvo lugar entre el 14 de septiembre y el 21 de noviembre de 1964. Se
trabajó arduamente en el decreto sobre ecumenismo (Unitatis Redintegratio), y sobre la constitución dogmática
de la Iglesia (Lumen Gentium). Ambos documentos fueron aprobados y promulgados por Pablo VI. En la cuarta
sesión se aprobó la constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo moderno (Gaudium et Spes), y otros
decretos relativos a la actividad misionera de la iglesia. La importancia que los Padres Conciliares dieron al
ecumenismo fue patentemente expresada cuando tuvo lugar el encuentro entre Pablo VI y el Patriarca de
Constantinopla, Athenágoras, que expresó el deseo de que se superara todo aquello que condujo al gran cisma
de las Iglesias de Oriente y Occidente. Fue un gesto testimonial de la valentía que es propia de la fe que no sólo
mira al pasado, sino que busca sobre todo plasmarse en proyectos que influyen sobre la historia y su futuro.

En busca del diálogo y el entendimiento mutuo


En este escrito deseo referirme a las orientaciones asumidas por algunas tendencias que buscan encaminar al
ecumenismo. Desde ya hacemos notar que al referirnos al ―ecumenismo‖ no nos referimos a un aspecto unívoco
de la realidad. Más bien, cabe reconocer que hay más de una concepción del ecumenismo. Incluso, que entre
aquellas líneas que entienden orientar a quienes se involucran en actividades ecuménicas, hay afecciones

151
diversas que se desarrollan al mismo tiempo que surgen nuevos aspectos de la realidad histórica. José Oscar
Beozzo, refiriéndose a la importancia del Concilio Vaticano II para la Iglesia Latinoamericana al celebrarse el
vigésimo año de su clausura, recordó lo que René Laurentin (―teólogo y cronista del Concilio‖) hacía notar ya en
1966 que una obra como fue el Concilio en algún momento se superará a sí misma. También recordó palabras
del Cardenal Cercaron, quien señaló que la fecundidad de los documentos conciliares se hará notar a través de
nuevas dimensiones, que darán cuenta de una actualidad insospechada del texto original (ver José Oscar
Beozzo, O Vaticano II e a Igreja Latinoamericana, São Paulo 1985, 5). Gustavo Gutiérrez, en el librito organizado
por Beozzo, señala tres dimensiones del Concilio que de modo inevitable se han visto afecta das por cambios en
la historia, y que requieren ser renovadas teniendo en cuenta las señales de los tiempos. Ellas son: la urgencia
de ser actual, el aggiornamento necesario; la perspectiva ecuménica (que Gutiérrez entiende como parte del
diálogo interreligioso, no sólo entre cristianos que adhieren a confesiones distintas); y la iglesia de los pobres,
que no puede ser separada de la historia de los pueblos del ―Tercer Mundo‖, no sólo porque ―la iglesia de la otra
mitad del mundo‖ (Julio de Santa Ana, L'Eglise de l'autre moitié du monde, Lausanne 1982) es la más inclusiva,
social y económicamente, sino porque a los pobres (que son mayoría de la población de sus países), Jesús les
prometió el Reino de Dios (Lc 6.20). Gutiérrez percibió con claridad que los tres aspectos están estrechamente
relacionados: hay una cultura moderna que se basa en las vivencias, valores y luchas de los sectores populares.
Infelizmente, las iglesias, durante estos últimos treinta años se atrincheraron en el pasado; abandonaron en gran
parte la actitud dispuesta a correr el riesgo de ser solidarias con los pobres, y tozudamente adoptaron la posición
de que podían ser pueblo de Dios sin abrirse y vivir con otras comunidades religiosas y culturales. Gutiérrez
entiende pertinentemente que vivir hic et nunc, entrar en un mundo moderno y vivir de acuerdo a las exigencias
que plantea, significa mucho más que servirse de la razón instrumental. Las burguesías de todo pelo tienden a
hacer esto. Mas el proceso que intenta seguir una cultura moderna que es inclusiva, da la prioridad a la práctica
de actitudes solidarias. Empleando conceptos teológicos que indiquen el rasgo de esta manera de ser modernos,
podemos decir que las relaciones entre los seres humanos, así como entre éstos y el mundo que nos rodea, son
relaciones de gracia, de amor. Esto vale para las otras dos dimensiones señaladas por Gutiérrez: el sentido de lo
que llamamos ―movimiento ecuménico‖ y, sobre todo, la iglesia de los pobres. Es decir, que una cultura moderna
procura alcanzar a todos, que el ecumenismo es para todos, y que esto se advierte cuando la comunidad de
fieles se abre a los excluidos, a quienes históricamente no tienen voz ni vez. La tarea misionera consigue
expresarse cuando el mismo movimiento de Dios es el que impulsa y alienta los procesos de encarnación. Dios
procura siempre el bien de los seres humanos y del mundo (Jn 3,16). Se percibe en el amor de Dios un
movimiento que busca servir a la vida, confirmarla. En consecuencia, procurando rea firmar este movimiento de
la gracia, el ecumenismo intenta que los pueblos puedan llegar a vivir relaciones de mutuo respeto y de
solidaridad. Éste es un derecho de todos. Por eso, el movimiento ecuménico es de todos. O, diciéndolo con otras
palabras, todos somos ecuménicos, según nuestro modo de ser propio, sui generis. Esto requiere que el tema de
la ―iglesia de los pobres‖ sea en tendido como primordial. No es un asunto separado, que pueda llegar a ser
considerado como un capítulo aparte. Se hace presente en la manera de vivir la missio Dei, y en la forma de
marchar por las sendas del ecumenismo.

Caminos errados
Cabe reconocer que en los trayectos emprendidos durante estas cinco décadas que siguieron al Concilio
Vaticano II, las iglesias se empeñaron en abrir espacios para que las tres vías indicadas por Gustavo Gutiérrez
fueran transitadas. Es necesario percibir que no siempre se orientaron de manera correcta. En primer lugar, al
tomar en cuenta las culturas modernas de nuestro mundo actual, percibimos que la mayoría de las iglesias, sobre
todo aquéllas que tienen muchos adherentes, han multiplicado en el lapso de las últimos dos o tres decenios sus
llamados a tener cuidado con el mundo moderno. Por ejemplo, es suficiente recordar muchas admoniciones de
Benedicto XVI, del Patriarca Kyril de la Iglesia Ortodoxa Rusa, de varios prelados de la Iglesia de Inglaterra, de
Iglesias Escandinavas, de autoridades del mismo Consejo Mundial de Iglesias, de dirigentes de Iglesias
Pentecostales, etc., que reconocen algunos derechos modernos de otras comunidades de fieles que adhieren a
creencias no cristianas, al mismo tiempo que (de manera elegante, por cierto) se las condena sin entrar en
diálogo con ellas para entender por qué se obstinan en mantener posiciones que son escandalosas para muchos
cristianos.

152
En segundo lugar, actitudes semejantes prevalecen también entre instituciones eclesiásticas que han
hecho una opción favorable por el movimiento ecuménico. Se perciben, por ejemplo, entre las mismas, prácticas
ecuménicas que pretenden ser correctas y que, al mismo tiempo, exigen la corrección de formas de ser
manifestadas por otras comunidades. Es el caso de los que se presentan como ―poseedores de la verdad‖.
Ocurre entonces que muchas veces sus posiciones son caracterizadas por ser intolerantes. En este tipo de
situaciones, en las que se hace gala de esta manera de ―ser ecuménico‖, no se llega a percibir que el
ecumenismo es una senda, una vereda, por la que nos lanzamos a caminar tratando de ser más fieles a nuestra
vocación. Muchas instituciones eclesiásticas no ven que el ca mino ecuménico es un proceso, en el que se puede
aprender a través del encuentro y el diálogo.
El Concilio Vaticano II, se lanzó por la vía de dar testimonio de la comprensión, la apertura y la comunión;
pero al mismo tiempo postuló un camino regresivo para alcanzar la unidad entre los cristianos. ¿Acaso no se
puso por título Unitatis Redintegratio al Decreto sobre ecumenismo? Si estamos llamados a reintegrar una unidad
perdida, se en tiende que el camino que tiene que seguir el movimiento ecuménico ya está definido. Por un lado,
tiene que ser reafirmado; por otro, la reintegración de la unidad es volver a encontrar una realidad perdida, lo que
conlleva de modo inevitable correcciones de comportamiento.
No es posible desconocer que el llamado al arrepentimiento, la práctica de la metanóia, es un
requerimiento radical para dar un mejor sentido a nuestro ser. Es algo que, en uno u otro momento, tenemos que
enfrentar. No obstante, cuando se llega a la convicción de que tenemos que vivir ese ―cambio de corazón‖, esa
transformación profunda de nuestro ser, en la gran mayoría de los casos, es algo que nos afecta a nosotros
mismos solamente. ¡Tiene que ver con toda una red de relaciones! El cambio que experimentamos muchas
veces nos coloca frente a albures y lances azarosos en nuestra existencia. Cuando tenemos este tipo de
experiencias, comprendemos que en nuestra vida tiene parte y ocurre lo misterioso. De alguna manera, a través
de momentos que nos sorprenden, se puede llegar a vislumbrar el misterio de Dios.
Hay otras rutas en las que perdemos el sentido. Por ejemplo, cuando proclamamos que sólo a través de la
repetición de actos litúrgicos, de la celebración correcta de la alabanza a Dios, nos es posible decir que vamos
caminando hacia la unidad, llegamos a proponer que el diálogo y el encuentro de quienes son diferentes tienen
que someterse a la uniformidad del culto. Las formas de adoración, que para algunos son paradigmáticas, pasan
a ser más importantes que el encuentro y la comunicación. Esta concepción de la unidad predomina entre
algunas de las Iglesias Ortodoxas, y también en otras en las que son más importantes los ritos que la novedad de
vida que pueden aportar los diálogos. Sin embargo, a pesar de que la formalidad de la adoración puede conducir
a que nos sintamos muy unidos, no creo que de esta manera hagamos camino para llegar a lo que nos puede
unir.

Nel mezzo del camin...


Así comienza Dante Alighieri su Divina Comedia. Para muchos, cinco lustros marcan la mitad de la existencia.
Hace cincuenta años el 2° Concilio Vaticano abría puertas a la esperanza. Parte de ellas comenzaron a despejar
espacios y a enriquecer la vida de las comunidades de fieles. Hay otras que quedaron como ilusiones que
florecieron y luego se marchitaron en el tiempo. Nuevas sendas, a través de las que se manifestó la fuerza de la
fe, nos sorprendieron a muchos. Es el caso de lo que Pedro Casaldáliga, junto con otros, ha llamado
macroecumenismo. Philip Potter, que ocupó el cargo de Secretario General del Consejo Mundial de Iglesias,
afirmó que el movimiento ecuménico quiere construir una plataforma donde los pueblos puedan encontrarse y
dialogar en posición de igualdad.
No pienso que el movimiento ecuménico haya pasado. Está en marcha. Como se escribió cuando tuvo
lugar la reunión de Fe y Constitución en Lovaina (1971), eppur se muove. Un movimiento puede ir en una
dirección u otra. Puede, como hemos señalado, retroceder. Puede también escaparse hacia las galaxias. Para
tratar de no perder el rumbo, pienso que la presencia del Evangelio del Reino en las formas de la cultura
modernas (que en nuestra época, en la que parecen predominar los pluralismos, se manifiestan en fenómenos
tan difusos y difíciles de comprender como lo que actual mente llamamos ―globalización‖) inevitablemente tiene
que plantear la promesa (que también es un mandato) de la ―Iglesia de los pobres‖. Como lo viera Gustavo
Gutiérrez, los imperativos de las culturas modernas, el movimiento ecuménico y las comunidades que se ponen
al ser vicio de los pobres, van juntos y no cabe desvincularlos.

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¿Cómo vivir la tensión que traen estos imperativos? ¿Cómo ser fieles a la visión de Juan XXIII, al espíritu
atento y cuidadoso de Pablo VI? Los dos pontífices romanos fueron hombres de la Biblia. Es suficiente leer sus
escritos, antes de llegar al papado y durante el tiempo en que fueron Obispos de Roma, para comprender esto. Y
entiendo que debo situarme en esta posición bíblica para continuar tratando de ser fiel a su visión evangélica,
que tuvo su manifestación más clara en la celebración del Concilio Vaticano II. Entiendo que no hay, en la
búsqueda de una guía bíblica, el deseo de tener una concepción paradigmática; no se trata de formular un nuevo
tipo de fundamentalismo. Veo este hurgar en las Escrituras como el intento de hallar elementos que ayuden a no
errar el sentido, a mantener el rumbo que propone vías de entendimiento y comprensión entre los pueblos. Estos
elementos no se encuentran solamente en los libros de la memoria judeocristiana; también están en otras
tradiciones. Cuando reflexiono sobre el testimonio de presencia en nuestra realidad cultural, en el movimiento
ecuménico y en el desafío de los pobres a las comunidades cristianas, a los seguidores del movimiento de Jesús
en nuestro tiempo, hay dos narraciones bíblicas que me impresionan por su pertinencia. La primera es la historia
de la torre de Babel (Gén 11,19). La otra es parte del libro de Los Hechos de los Apóstoles, que da cuenta de lo
ocurrido en Pentecostés (Hech 2,113). Son dos narraciones que pueden ser abordadas particularmente. Pero
también pueden ser leídas de manera conjunta. Escojo esta forma porque entiendo que existe una conexión
entre ambas. Es esta correlación la que me interesa poner de relieve.
La historia de la torre de Babel es narrada inmediatamente después de que se cuenta que los
descendientes de Noé (Jafet, Cam y Sem) se establecieron en lugares diferentes, según familias y pueblos que
ocupa ban territorios diferentes. Algunos de los que sucedieron a Jafet fueron pueblos marítimos, que moraban
en islas. Los que descendían de Cam y los de Sem ―se ramificaron en naciones del mundo después del diluvio‖.
Lo que las Escrituras quieren comunicar puede resumirse con palabras simples: según lo que se indica en el
capítulo 10 del libro del Génesis, el orden sociopolítico y cultural después del diluvio mostraba la existen cia de
familias, pueblos, naciones y culturas que eran diferentes. La narración del capítulo 11 sorprende al lector, pues
describe otra realidad: ―El mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras‖ (Gén 11,1),
afirmación que el Señor confirma al decirse a sí mismo: ―Son un solo pueblo con una sola lengua‖ (Gén 11,5),
agregando poco después: ―Vamos a bajar y confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del
prójimo‖ (11,7).
Lo que Dios dispuso fue en contra de la decisión de quienes, al encontrar una llanura en Senaar optaron
por establecerse allí, construir una ciudad segura con una torre que llegase hasta el cielo. Lo que los hombres
decidieron era lo que muchos que participan en el ecumenismo contemporáneo desean: que exista orden en el
mundo. Procuraban dejar una marca clara de su participación en el proceso histórico. Para conseguir esto no
tenían que dispersarse por los cuatro puntos cardina les.
Esta búsqueda de orden y de unidad es lo que parece ser propio del movimiento ecuménico. Cuando
previamente recordamos el título del Decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II (Unitatis
Redintegratio) teníamos en cuenta cómo se entiende a menudo la unidad: corresponde a una propuesta que ya
define el orden que la hace posible. Siguiendo esta línea de pensamiento se afirma que el orden es
imprescindible para mantener a los seres humanos unidos, porque sólo si hay orden puede haber unidad. Es
evidente la orientación autoritaria y conservadora de este tipo de pensamiento. Tengo la convicción de que gran
parte de lo que se comprende como ecumenismo se orienta según esta tendencia.
Si la referencia de la narración de la torre de Babel fuera la única que cuenta como base del ecumenismo,
es muy claro que no hay elementos evangélicos para sustentar el valor de este tipo de unidad. Se trata de un
planteo que permite solamente una enunciación de lo que es verdadero. Es la forma que ha tomado la inquisición
a través de todas sus expresiones.
Pero la comprensión del movimiento ecuménico cambia cuando percibimos que no puede existir un
sentido de diálogo, un encuentro entre seres diferentes, sin la libertad. Es lo que se induce a partir de la narración
que se hace de la historia de Pentecostés en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Seguidores de Jesús de
Nazaret, que oraban y compartían la fe en el Señor, experimenta ron la presencia del Espíritu de Dios.
Despojándose de lo que podía ser un cierto temor, o una timidez, fue ron todos ―llenos del Espíritu Santo y
empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse‖ (Hech 2,4). Es una
narración que tiene un sentido similar al de la historia de la torre de Babel: los seres humanos pertenecen a
familias, pueblos y naciones que son diferentes. Una de las características del proceso de globalización que

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estamos viviendo radica en que quienes poseen mayor poder en el mismo quieren imponer su visión del mundo y
de la historia. Es lo que describen como ―el pensamiento único‖. No obstante, hay quienes resisten y dan la cara
a esta voluntad de dominación. Hay muchas cosas en sus existencias que son diferentes. Pero llegan a
experimentar la fuerza de la libertad. Diciéndolo con otras palabras, aspiran a ser libres. Algunos de manera
consciente, muchos inconscientemente, en algún momento se empeñan por plasmar la libertad. Es cuando,
sorprendente y misteriosamente, el Espíritu del Señor, el Espíritu de Jesús, los une y los lleva a vivir libremente:
por que como escribió el apóstol Pablo, ―ahora bien, ese Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor
está libertad‖ (2 Cor 3.17). Entonces, el movimiento ecuménico es aliento, fuerza animadora de los libres. El
camino que propone no es sólo para los que creen en el Señor. Es camino que, como escribió el poeta Antonio
Machado, ―sólo se hace al andar; paso a paso, verso a verso‖. No es camino que intenta imponer un orden ni un
modo de ser. Es camino que se orienta hacia la libertad.
Cuando pienso en lo que significa el 2° Concilio Vaticano, éstas son las cosas que vienen a mi mente.

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RUBEM ALVES: FIEL A SUS ORÍGENES (2007)

H ay pensadores que tienen una trayectoria intelectual que se caracteriza por una serie de marchas y
contramarchas; o que han ido de un lado para otro, como en zigzag. Los hay, también, que su pensamiento
ha ido expandiéndose como si fuera un espiral: a partir de un centro sus reflexiones han ido abarcando
progresivamente asuntos y temas variados. Hay otros que no tienen secretos ni nos sorprenden: siempre han
pensado con coherencia, como si persistiesen en proseguir una recta. No sorprenden. Diferentes de quiénes
siempre se asombran con cosas, acontecimientos y procesos que ocurren en sus existencias y en el mundo que
les atañe, sus variadas cogitaciones dan testimonio de un espíritu multifacético que, no obstante sus cambiantes
motivos de admiración o de espanto, consigue ser idéntico a su principio. Fue, por ejemplo, el caso de Nietzsche,
quien demostró a través de su recorrido vital consciente poder arriesgarse en esas aventuras, muchas veces
inesperadas, insospechadas que frecuentemente abrieron nuevas vías para quienes se atreven a marchar por
esas veredas.
Rubem Alves pertenece también a este grupo. Su pensamiento, que empezó por abrirse hace más de
cuatro décadas en el área de la reflexión teológica, manifestó su fuerza en otros campos tales como la filosofía
de las ciencias, la pedagogía (especialmente una educación liberadora), el psicoanálisis, la sociología de las
religiones, las actividades eróticas del ser humano, su carácter lúdico, la poesía… Es una obra que tiene
aspectos variados. Tiene el aspecto de algunos jardines exuberantes, donde contrastan follajes y colores. Esta
variedad no significa que sus reflexiones hayan seguido una trayectoria quebrada, ni tampoco en espiral. Se
pueden advertir entre esa riqueza de reflexiones algunas orientaciones principales que dan unidad de su
pensamiento. En esta breve contribución sobre el mismo quiero mencionar brevemente tres que me parecen
constantes en toda su trayectoria intelectual.

Una predisposición ética: la esperanza


El título de la primera obra importante de Rubem Alves es Toward a Theology of Human Hope. Alves la registró
bajo el título Toward a Theology of Liberation, mas cuando fue publicada, la casa editorial sugirió que fuese
cambiado. Eso significa que Alves forma parte del grupo que dio los primeros impulsos a la teología
latinoamericana de la liberación. Esto es ya muy importante; no obstante, pienso el tema más importante de ese
libro, que está siempre presente en sus reflexiones es la esperanza. No es una coincidencia si cuando ese libro
fue publicado en portugués, veinte años después de la primera edición en inglés, fue titulado Da esperança.
Como otras obras teológicas modernas importantes, es un volumen que refleja su contexto histórico; eran años
de efervescencia, los estudiantes y otros jóvenes expresaban sus deseos de cambio. Era un periodo
revolucionario: las gestas de Fidel Castro en Cuba y de Ho Chi Minh, la lucha por la independencia argelina, los
movimientos de insurrección en diversas partes de África, inspiraban a muchos en diversos lugares del mundo. A
fines del decenio del 1960 hubo movilizaciones que permitieron expresar esos deseos de transformación social,
económica, cultural y política. Era una respuesta a aquella actitud que, entre los 1930‘s y los 1950, había
sostenido una posición nihilista. Se trataba de una afirmación de la esperanza humana. Alves participó de esa
corriente. No fue sólo en aquella ocasión; desde entonces hasta ahora el tema de la esperanza es constante en
su obra.
Alves redactó un prefacio para la traducción de su libro al portugués donde, recordando algo que
escribiera Ernst Bloch (―donde está la esperanza, allí está la religión‖), dice que esta predisposición ética para la
práctica de la esperanza significa ―un exorcismo para a ressurreição dos mortos‖. Se puede decir que es una
utopía; o sea que la esperanza testimonia in vivo que otro mundo es posible. A lo que Alves agrega: ―E com isto,
o absurdo do presente‖. Al afirmar esto Alves se sitúa bajo el signo de una hermenéutica del tiempo histórico en
la que aquello que es posible, la contingencia la innovación, de lo que se sueña y desea que ocurra, es central.
Esta hermenéutica del tiempo, de la historia, no es platónica, no es una predisposición abstracta. Está
íntimamente relacionada con el sufrimiento. Se sufre porque se busca poner en práctica la esperanza, que niega
el presente y desea llegar a plasmar un nuevo mañana en el futuro. Esto es lo que muestra la distancia
existencial entre el nihilismo y la predisposición que muestra Alves a practicar la esperanza. La actitud nihilista
afirma que la determinación del futuro está marcada por el fracaso o la nada. La práctica de la esperanza lleva a

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creer que la libertad es su meta; por eso Alves dice en el ―Prefacio‖ de 1987: ―Sería terrible si la vida fuese sólo
tristeza‖.
¿Cómo afirmar la libertad en un mundo absurdo en el que todos los caminos que pueden conducir a lo
posible, a ―un nuevo mañana‖, parecen estar cerrados? A esta pregunta responde Alves de manera brillante: ¡es
a través de la poesía y del juego! La poesía dice a través de metáforas y juegos de palabras aquello que, por
lógica, no puede llegar a ser, y que sin embargo se desea que ocurra. La lógica recurre al pensamiento lineal
para indicar lo que no va a ser, lo que según las premisas iniciales no puede ser. La poesía propone otras
premisas; éstas entienden que los deseos, los sueños, tienen que ser. Son los derechos de la libertad de
pensamiento, que no hay lógica que posea el poder de acallarlos.
Los juegos, como la poesía, permiten también dar carta de ciudadanía a aquello que esperamos sea
posible. Dice Alves que juego es ―pintar cuadros, escribir poemas, jugar ajedrez, cocinar, hacer teología‖. Y
agrega: ―Claro que un juego no excluye otro. Algunos dirán que esto no es serio. Los conozco muy bien y ya he
advertido al lector contra ellos. Quien se toma en serio es, en el fondo, un inquisidor; sólo espera que le presente
la ocasión.‖
Jugar por jugar, por placer. Y así, conseguir que una nueva realidad sea posible. Pero estos juegos, no
obstante todo el placer que pueden ofrecer, también son fuente de sufrimiento. Hay en el juego lugar para la
tragedia. A pesar de ello, los juegos abren avenidas para el futuro, para el mañana.
Esta predisposición ética para la práctica de la esperanza está siempre presente en la vida y el
pensamiento de Rubem Alves.

Una intención pedagógica: la formación del ser en libertad


La educación de los seres humanos da lugar a prácticas contradictorias: pueden conducir a la libertad o a la
opresión. Esta última parece ser la meta de todo aprendizaje que se propone reproducir lo existente. Es una
actividad en la que las normas negativas prevalecen: como todo mandamiento, cierra posibles vías de
experimentación. Por eso Alves siempre ha manifestado su apoyo a la pedagogía de Paulo Freire, especialmente
a las ideas que el pedagogo de Pernambuco desarrolló en uno de sus primeros escritos: Educação como prática
da liberdade. Las instituciones pedagógicas tienden a reproducir sociedades cerradas. La educación para la
libertad tiene como utopía, como meta posible, permitir el desarrollo de seres responsables, condición
fundamental para la existencia de seres libres.
En torno a este punto hay un problema, pues hay una cierta comprensión de ser responsable como ―ser
razonable y prudente‖. Sin embargo, cuando se habla de ―responsabilidad‖ se hace referencia a la capacidad de
responder, sea al mundo en el que vivimos, a las exigencias del medio ambiente, a los otros (especialmente a
quienes nos son más próximos), y a nosotros mismos (como individuos o como comunidad). En este sentido, ser
responsable significa tener facultad de respuesta.
Se trata que la misma permita el ejercicio de la libertad. La educación que permite formarse como alguien
responsable significa que las obligaciones, cuando existen, tienen que originarse en una voluntad que se
desarrolla autónomamente. La educación, por lo tanto, tiene que ser desarrollada concomitantemente con la
libertad a la que aspiramos como seres humanos. Fue lo que vislumbró claramente Paulo Freire: tiene que haber
educación de asuntos relacionados con la existencia de quienes se educan, tanto los que se entienden por
educandos como los educadores. De ahí que todos tenemos esa intención a través de práctica pedagógica:
tenemos que insistir entonces que educar es formar para la libertad y en libertad.
Esta utopía genera crispaciones y tendencias a la censura por parte de quienes entienden que educar es
imponer normas y valores predominantes. Alves denunció esta actitud dominante e intolerante afirmando que el
acontecimiento de la liberación sugiere que el fermento de la subversión puede ser introducido en la historia
como un poder que niega y quiebra las tradiciones trasnochadas y, sobre todo, permite hacer posible las
novedades que soñamos o que pensamos. Esa es una forma como la libertad irrumpe en las prácticas
educativas. No obstante, no hay lugar para posturas idealistas. La puesta en marcha de prácticas educativas que
tienden a la libertad no ocurre de modo pacífico; quienes defienden las ideas tradicionales luchan para
mantenerlas, lo que obliga a los que desean que la libertad se abra camino a luchar por sus fueros.
Se produce entonces lo que Hegel percibió como dialéctica del amo y del esclavo, que no es eximida de
violencia. Alves lo decía en su tesis de doctorado: ―El amor por el oprimido conlleva la ira contra los opresores.

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De esta manera, el proceso de liberación llega a ser el juicio del amo. Para que el esclavo sea libre los poderes e
instrumentos de la opresión necesitan ser destruidos.‖ La tragedia de la historia se hace presente cuando,
quienes lucharon por la liberación se vuelven a su vez intolerantes, oprimiendo a los que también sueñan y
desean la libertad. La intención pedagógica siempre tiene que vivir; es un horizonte que perdura. Mas que es muy
necesario. La obra de Rubem Alves nos recuerda esta exigencia en la formación de los seres humanos; en la
nuestra sobre todo.

Una aspiración estética: la belleza


Pienso que no es posible decir que el pensamiento de Alves tenga carácter sistemático; nada más alejado de sus
intenciones que encapsular sus reflexiones en normas metódicas constantes e invariables. Fue algo que tratamos
de señalar brevemente al inicio de estas reflexiones sobre constantes que están presentes en su obra. A pesar
de esta aserción, pienso que cabe reconocer como otra constante su aspiración a alcanzar la belleza. Es
evidente cuando se tiene en cuenta aquéllos que son citados como motivos de admiración. Quiero terminar con
esta referencia estos pensamientos de alguien a quien reconozco como uno de mis mentores y mis maestros.

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DISCÍPULO, TESTIGO Y MAESTRO: JOSÉ MÍGUEZ BONINO (2012)

H ay personas que se afirman de tal manera en su existencia que no necesitan vanagloriarse, ser altaneros,
jactanciosos o arrogantes para formar parte naturalmente de quienes se destacan por sus cualidades. Más aún,
estas personas no intentan hacerse notar, poner en evidencia su reputación, crédito o fama para que redunde en su
prestigio y renombre. Son seres que se distinguen más bien por su sencillez, su afabilidad, sobresaliendo de tal manera
que -sin quererlo- llegan a ser ejemplo para otros. La distinción que trasuntan en su existencia es una marca de su
elegante manera de ser. Tanto en la vida como en la muerte nos muestran sendas por las que es bueno caminar. Lo
que he escrito ha estado rondando mi mente por ocasión del deceso de José Míguez Bonino, que fue uno de nuestros
guías espirituales, gran teólogo y un testigo fiel del evangelio de Jesucristo.
José Míguez Bonino murió el 30 de junio del corriente año en Tandil, ciudad situada a unos 500 km al sur de
Buenos Aires, en casa de su segundo hijo, profesor de historia en la Universidad de esa ciudad. El hijo mayor es
profesor de Teología en el Instituto Universitario ISEDET, en tanto que el menor es ingeniero eléctrico. Su esposa se
llamó Noemí, de familia neerlandesa, murió hace pocos años tras una larga y penosa enfermedad. Desde que ocurrió el
fallecimiento de José Míguez, son muchas las voces de casi todo el mundo que expresaron sentimientos de alta estima
y de gran tristeza al mismo tiempo, por quien fue ministro de la Iglesia Metodista en Argentina, teólogo brillante,
dirigente ecuménico, participante activo en diálogos interreligiosos, militante de la promoción y la defensa de los
derechos humanos, y un agente destacado en la lucha por la justicia y la democracia. Se lo recuerda como un testigo
del evangelio de Jesucristo, sea en el plano de la acción como del pensamiento. Son muchas las instituciones y
organizaciones que han señalado el valor de su liderazgo: la Iglesia Metodista de Argentina, el Consejo Mundial de
Iglesias, el Consejo Latino Americano de Iglesias (CLAI), la Fraternidad Teológica Latinoamericana, algunos círculos de
la Iglesia Católica Romana, representantes de diferentes grupos que se interesan en las relaciones interreligiosas;
todos han puesto de manifiesto la admiración que ha suscitado su vida, celebrada por gente de todas clases sociales.
Recordamos especialmente a quienes fueron sus colegas y amigos de aquellos movimientos que se caracterizan por su
interés en hacer avanzar el progreso social. También a muchos teólogos, de varias edades, tanto coetáneos de Míguez
como más jóvenes, particularmente a quienes fueron sus compañeros en la Asociación de Teólogos del Tercer Mundo
(EATWOT) y que valoraron a Míguez Bonino por su pensamiento, palabra y obra.
En este artículo deseo poner de relieve algunos aspectos de su obra y pensamiento. En diversas ocasiones
compartimos preocupaciones convergentes sobre cuestiones que se planteaban en las sociedades de Argentina (su
país) y de Uruguay, nación en la que viví y de la que soy ciudadano. He tenido el privilegio de haber sido alumno de
Míguez cuando comenzó a enseñar Ética en la Facultad Evangélica de Teología (FET, como entonces se la llamaba).
Fue un excelente profesor, que se empeñó en promover la reflexión personal de los estudiantes. No le interesaba que
sus estudiantes repitiesen sus ideas; pensaba con los alumnos y procuraba que quienes asistían a la exposición de la
disciplina pensaran con él. Míguez había estudiado en la Facultad. Una de las exigencias de los planes de estudio de la
FET para que quienes allí estudiaban pudiesen obtener la licencia o el bachillerato en teología establecía que, al cabo
de dos años los alumnos tuvieran que hacer por lo menos un año de trabajos prácticos. La Iglesia o denominación a la
que pertenecía el estudiante decidía dónde debería ir. Por ejemplo, Míguez Bonino y su esposa fueron enviados a
servir a Cochabamba (Bolivia) durante su año de práctica. Al regresar a Buenos Aires escribió una tesis de gran valor
sobre la noción de ―libertad cristiana‖ según el pensamiento humanista de Erasmo y la teología de Lutero (en el texto
José Míguez cotejaba las ideas del pensador de Rotterdam sobre de libero arbitrio con las del reformador de Erfurt
acerca del servo arbitrio).
Al terminar su formación teológica fue ordenado Presbítero por la Iglesia Metodista (que por entonces tenía
como campo misionero toda la región del Río de la Plata: Argentina y Uruguay) y enviado a servir a San Rafael, una
pequeña ciudad cerca de Mendoza, al pie de la cordillera de los Andes, al oeste de Buenos Aires. Durante el periodo en
el que trabajó como pastor en San Rafael, Míguez Bonino insistió sin equívocos en que la comunidad cristiana debe
asumir los elementos que el contexto concreto en el que se encuentra le plantea. La comunidad cristiana está llamada a
actuar reconociendo los elementos del contexto del contexto en el que vive. Tiene que reconocer el mundo concreto en
el que se encuentra y responder a los desafíos. La voluntad de Dios es positiva; no se es responsable para con Dios
cuando se ignora la existencia de los diversos aspectos de la situación en que se encuentra la comunidad cristiana. Las
comunidades Metodistas eran conocidas por el empeño que ponían en practicar una ética puritana, motivada
principalmente por alcanzar la salvación personal, lo que muchas veces las llevaba a rechazar los aspectos

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socioculturales dominantes en la situación. Para no ser envuelto por las redes pecaminosas del mundo, se caía en la
apariencia, en la ficción, de entender que la realidad era propiedad del diablo. En estas circunstancias, la predicación
de Míguez Bonino recalcó que la comunidad recibía el llamado de abrirse al mundo. ―La iglesia está en el mundo, pero
no es el mundo‖. Es sal del mundo, lo que no significa que se nos llama a transformar el mundo en una montaña de sal
(¡porque eso es sinónimo de hacerlo indigesto!). Él recordaba a los miembros de la parroquia metodista de San Rafael,
que deseaban comunicar el mensaje del evangelio del reino de Dios, que el cumplimiento de la comisión misionera se
lleva a cabo en situaciones reales. El mensaje evangelizador, que nos dice que el ―reino está próximo‖, nos lleva al
mundo. Son las situaciones mundanas, inaceptables para Dios, las que -por la gracia del Señor- pueden llegar a
transformarse en ―buena nueva‖.

Vivir con la Palabra de Dios


El Evangelio de Jesucristo llegó a tierras americanas gracias al esfuerzo de aventureros que buscaban oro y poder por
encima de todo. El mensaje cristiano, primordialmente católico romano, fue de segunda o menor importancia para
aquellos maleantes que osaron enfrentar riesgos, inseguridades y albures diversos. Salvo algunas personalidades muy
valiosas, que con sus vidas ofrecieron un testimonio de fidelidad al Evangelio, la mayoría de los conquistadores y de
quienes prolongaron sus azarosos lances, no se mostraron muy atentos ni cuidadosos con los valores y acciones que
requiere la predicación del verdadero evangelio. Cabe decir que durante el período del llamado ―descubrimiento‖ (fin del
siglo XV), de la conquista y de la colonización (siglo XVI), en España predominó la violencia contra judíos y moros.
Hubo algunos que, tratando de escapar de tanto fanatismo, rudeza y brutalidad, al mismo tiempo que abjuraban de su
confesión de fe, buscaron en tierras americanas una seguridad que perdieron bajo el reinado de los reyes católicos.
Entre quienes cruzaron el Atlántico había personas que estaban motivadas por un generoso impulso que los llevó a
servir, en vez de practicar la dominación. Montesinos, Valdivieso, Fray Bartolomé de las Casas y otros que orientaron
sus vidas de acuerdo al evangelio de Jesucristo, y son recordados por su idiosincrasia.
Esos fueron años de ―reforma‖ en las instituciones cristianas. Si bien la Reforma se abrió camino entre quienes
deseaban la renovación de la Iglesia, hubo regiones donde el proceso de transición fue reprimido violentamente. Esto
ha tenido consecuencias innegables en América. Una de ellas es el control ejercido sobre la reflexión teológica.
Teniendo en cuenta esta situación, José Míguez Bonino señaló en una entrevista que le hicieron que ―la teología no
nació en América Latina‖. Más bien, agregó, que la breve historia de la teología en Latinoamérica se manifiesta como
un proceso de control. Al escribir esto no me refiero únicamente a la teología católico romana, sino también a la
evangélica (o protestante). Sólo en el lapso de las últimas cuatro o cinco décadas, la teología cristiana comenzó a
responder a preguntas que se plantean en el entorno latinoamericano, y a reflexionar a partir de la realidad de los
pueblos de América Latina. Esta nueva situación es emergente; ha comenzado a tomar forma durante las últimas
décadas. Es fruto de la reflexión de teólogos que osan pensar, que se animan a preguntar con libertad: ¿quién es Dios,
¿qué significa? ¿Quién es Jesucristo? ¿Y el Espíritu Santo? ¿La Iglesia? Entre esos teólogos se destacan Gustavo
Gutiérrez, Rubem Alves, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Hugo Assmann, Enrique Dussel, Leonardo Boff, Frei Betto,
etcétera. Entre ellos merece ser destacado José Míguez Bonino.
Una enorme cantidad de latinoamericanos (una mayoría evidente), percibe aún a las iglesias evangélicas como
enclaves de las culturas anglosajonas. Esta situación está cambiando; el crecimiento de muchas comunidades
populares (especialmente las pentecostales y neo-pentecostales) es incontestable. No obstante, cuando se reflexiona
sobre el protestantismo latinoamericano, se lo relaciona con grupos en los que predomina el estilo de vida
norteamericano, o con comunidades europeas de origen británico, o alemán, neerlandés, escandinavo, valdenses
piamonteses, suizos, etcétera. Esta situación prevaleció en tanto iban corriendo los siglos XIX y XX. Los metodistas no
fueron la excepción. A pesar de la extensa red educativa de colegios metodistas que sirven a comunidades burguesas
de varios países de la región, que cuenta también con algunas universidades, lo que significa que la Iglesia Metodista
tiene raíces claras en varias naciones latinoamericanas, aún se los percibe como núcleos foráneos. También otras
comunidades evangélicas se consideran de modo semejante: diversas comunidades reformadas, anglicanas,
menonitas, escandinavas, luteranas de origen alemán, etcétera. Es un hecho que debemos aceptar que los evangélicos
fueron considerados como presencia extranjera en la realidad socio-cultural que se desarrolló al sur del Río Bravo. José
Míguez Bonino hizo una contribución decisiva al autoconocimiento de los protestantes en uno de los últimos libros que
publicó: Rostros del protestantismo latinoamericano. En ese texto recordó el debate que dominó la vida de las
comunidades protestantes desde finales del siglo XIX hasta el fin de la centuria pasada, cuando se enfrentaron el

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protestantismo liberal y el fundamentalismo protestante. Los valores y los objetivos afirmados por los liberales
recibieron la adhesión de la mayoría de los metodistas. Míguez Bonino en el libro citado analizó los elementos de ese
debate, que en muchos aspectos reflejó la discusión tal como tuvo lugar en las Iglesias Evangélicas de Estados Unidos.
El fundamentalismo protestante ha asumido tradicionalmente posiciones socio-políticas conservadoras, en tanto que
quienes optan por posturas liberales defienden tendencias socio-políticas progresistas. En lo teológico, el liberalismo
dio fuerza sobre todo al pensamiento del ―Evangelio Social‖ (Social Gospel), defendido, entre otros teólogos, por Walter
Rauschenbusch.
Los fundamentalistas protestantes predominaron entre los evangélicos de América Latina, pero no llegaron a
gozar del apoyo de las mayorías. Su teología es claramente dogmática, y su estilo de vida es conservador. José
Míguez Bonino no ha sido partidario de las ideas fundamentalistas que, sin embargo, respetó. No obstante, no pudo
aceptar las posiciones dogmáticas de los fundamentalistas. Una disposición básica se manifestó nítidamente a través
de su actividad teológica: su relación constante con la Biblia. Puede ser que en algún momento le haya atraído el uso
de símbolos por parte de los teólogos del evangelio social, pero no compartió la ingenua utopía que sostenían al afirmar
que el reino de Dios se estaba gestando en la historia. Por otra parte, no pudo aceptar las posiciones fundamentalistas:
su interpretación de los símbolos de la fe no era compatible con su comprensión. Esta posición tiene que ser
subrayada; permea toda su reflexión teológica. Siempre afirmó que no recibimos de la Biblia respuestas ―ya hechas a
los desafíos, angustias y enigmas que nos presenta la vida‖. En la Biblia podemos hallar consejos para nuestras
acciones, orientación y sentido. De ahí que haya indicado la necesidad de estudiar de manera permanente su contenido
como Palabra de Dios. No iba a la Biblia como quien va a consultar el horóscopo del día, sino como quien intenta
encontrar orientación en situaciones que muchas veces nos confunden y abruman.
Esta preeminencia de la Biblia fue apuntalada por otras dos influencias que siempre, de manera evidente, se
hicieron presentes en su modo de hacer teología. Una fue el pensamiento de Karl Barth, que comenzó a ser conocido
por pensadores latinoamericanos en los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial. Barth no aprobó la
postura de muchos teólogos protestantes que relacionaban la emergencia y el desarrollo del pensamiento evangélico
con la cultura moderna occidental. Para el teólogo suizo, la autoridad del pensamiento teológico se encuentra en la
Palabra de Dios, que tiene actualidad porque se trata de un mensaje que tiene sentido histórico. Para Barth, la tarea del
teólogo (que como dijo Pascal, conlleva un gran riesgo) requiere no sólo una lectura atenta de la Biblia, sino, también,
de los procesos históricos en los que participamos. Como se ha repetido: ―con la Biblia en una mano y el periódico en la
otra‖. Por eso mismo Barth criticó duramente las posiciones de muchos teólogos que se preocuparon por las tendencias
culturales de su tiempo, de las que excluían el sentido del mensaje bíblico. Su teología hizo frente a poderes humanos
que intentaron manipular los símbolos y contenidos de la fe. Míguez Bonino se interesó por el pensamiento de Barth
desde la época en la que comenzó sus estudios en la Facultad Evangélica de Teología (FET). El coraje del teólogo
suizo, que denunció el nazi-fascismo, fue una fuente de inspiración para el joven estudiante metodista. Desde su
juventud, cuando se le preguntaba sobre qué es la teología, repetía lo que había aprendido de sus lecturas de Barth:
―Es la reflexión de las comunidades cristianas sobre la misión en el mundo, bajo la autoridad de las Sagradas
Escrituras‖.
La otra influencia es la del movimiento ecuménico. El objetivo de lograr la unidad cristiana tomó gran impulso
entre jóvenes cristianos, sobre todo estudiantes, en el correr de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del
siglo XX. La toma de conciencia, a que se llegó durante ese periodo, del daño que causaban las divisiones de las
iglesias, sobre todo la actitud competitiva de muchas denominaciones, contribuyó para que un número creciente de
dirigentes de las iglesias entendieran que debían arrepentirse. Miembros de las comunidades formadas por jóvenes,
sobre todo los que militaban en el Movimiento Estudiantil Cristiano (MEC), se comprometieron activamente para que el
movimiento por la unidad de las Iglesia tomara impulso. Esta línea de acción se hizo sentir también en América Latina,
especialmente en el Río de la Plata y Brasil. José Míguez Bonino fue un activo participante en el MEC desde sus años
juveniles, hasta llegar a ser un mentor y gran dirigente del movimiento ecuménico. Este rasgo personal se mantuvo con
firmeza hasta el fin de su existencia, y marcó de manera indeleble su pensamiento teológico.
Su formación teológica se afirmó durante los años 1945-1955, en dos etapas. Ya hemos recordado cuando la
Iglesia Metodista del Río de la Plata lo envió a la comunidad de San Rafael. En 1952, las autoridades de su iglesia
decidieron que debía continuar su formación teológica a nivel de posgrado. Fue a la Universidad de Emory, a la Escuela
de Teología Candler, donde obtuvo el título de maestría. Regresó a Argentina en 1955, y fue designado profesor de
Ética. Ocupó entonces cargos de responsabilidad en su denominación, en tanto continuó dando asistencia pastoral al

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grupo del MEC que se reunía en Buenos Aires. Durante el lapso transcurrido en Atlanta, otro teólogo relacionado con el
Movimiento Estudiantil Cristiano, Richard Shaull, fue invitado por las autoridades de la FET a dar un ciclo de
conferencias sobre cuestiones relativas a la justicia social. Shaull introdujo entonces el pensamiento de Dietrich
Bonhöffer, el teólogo alemán que fue asesinado por los nazis pocos días antes de que terminara la Segunda Guerra
Mundial. Cuando José Míguez Bonino regresó a Buenos Aires, los jóvenes participantes en la comunidad del MEC le
solicitaron que continuase la reflexión sobre la vida y la obra de Bonhoeffer. Acompañados y guiados por Míguez, ese
fue un periodo brillante para el MEC de Argentina.
En 1958, volvió a Estados Unidos, donde permaneció dos años, hasta 1960. En esta ocasión hizo estudios en el
Seminario Teológico Unido de Nueva York, para obtener el doctorado en Teología. Terminando su estadía defendió una
tesis sobre el ecumenismo en América Latina: A Study of Some Recent Catholic and Protestant Thought on the Relation
of Scripture and Tradition. Concomitantemente, cambios importantes tuvieron lugar en la vida institucional de la
enseñanza teológica en Buenos Aires: la Facultad Evangélica de Teología (FET) se unió con la Facultad Luterana de
Teología (que funcionaba en José C. Paz, periferia de Buenos Aires). La nueva institución fue llamada Instituto Superior
Evangélico de Estudios Teológicos (ISEDET). Míguez Bonino fue designado rector de esta institución, cargo que
desempeñó de 1960 a 1969. Después, a partir de este último año, fue nombrado Director de Estudios de Posgrado.

Un evangélico de América Latina en el Concilio Vaticano II


En octubre de 1958 Giovani Roncalli fue electo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica Romana. Fue una elección difícil
del Colegio de Cardenales. A principios de enero del año siguiente, el nuevo Papa anunció que tendría lugar un nuevo
Concilio Ecuménico. Su decisión sorprendió a la mayoría de los fieles de la Iglesia Católica con sede en Roma. Para los
observadores y analistas de las instituciones religiosas, el llamamiento a un nuevo Concilio fue un acto valeroso,
inesperado para muchos. La mayoría de los obispos católicos no previeron aquella decisión de un ―papa de transición‖.
Fue el comienzo de un proceso que anhelaban algunos dirigentes de la Iglesia, interesados en su renovación. El
Concilio precedente (que tuvo lugar en 1870), no llegó a ser clausurado en virtud de circunstancias históricas que
pusieron en evidencia que la institución romana se encontraba a la defensiva. Fue conservador. El nuevo concilio (que
ha pasado a la historia como ―Concilio Vaticano Segundo‖) comenzó a en 1962 y clausuró sus trabajos en 1965, luego
de cuatro sesiones. Giovani Roncalli, más conocido como Juan XXIII, murió en 1963, sucediéndole quien era arzobispo
de Milán, Monseñor Montini. La preocupación mayor de Roncalli era que la Iglesia Católica Romana experimentase una
renovación espiritual. Para él, así como para otros obispos y teólogos católico romanos (Rahner, Congar, Küng, Häring,
etcétera), era necesario promover transformaciones en la Iglesia Romana, sacándola de la posición petrificada e
inamovible en la que estaba anclada. El concilio fue ―ecuménico‖ porque iglesias de todo el mundo, que aceptaban la
autoridad del obispo de Roma, fueron representadas. Además, también lo fue porque otras iglesias (confesiones y
denominaciones) también fueron invitadas a que enviaran observadores a todas las reuniones oficiales del Concilio.
José Míguez Bonino fue uno de los dos observadores que el Consejo Mundial Metodista (World Methodist
Council) designó para representarlo durante todo el concilio. Además, fue muy importante por el hecho de que fue el
único evangélico latinoamericano que siguió las conversaciones, diálogos y debates que tuvieron lugar de manera
previa a la adopción de documentos oficiales que rigen la vida de la Iglesia Católica Romana. En 1967 publicó un libro
que recogió algunas de sus experiencias y reflexiones como Observador en el Concilio: Concilio abierto. Allí Míguez
escribió: ―Juan XXIII dijo que el Concilio fue como una ventana abierta en la vida de la Iglesia Católica. En este sentido,
fue un éxito. En el aula donde el Concilio tuvo sus reuniones de trabajo, las voces del mundo hallaron eco. Voces que
imploran, expresiones de angustia, incluso de juicio. A través de las puertas del Vaticano pasó una multitud de
observadores y delegados de otras iglesias. No obstante, a través de su participación otra voz se hizo oír, por cierto
más crítica, más poderosa y consoladora: la voz de la Palabra de Dios‖.
Los Padres conciliares debatieron y aprobaron diez y seis documentos a lo largo de las cuatro sesiones. No
tienen todos la misma importancia: hay Constituciones, Declaraciones, Decretos. Algunos permiten comprender de
manera más clara la abertura de la Iglesia de Roma en el Concilio. Entre estos merecen ser citados el Decreto sobre
ecumenismo (Unitatis Redintegratio), la Declaración sobre Relaciones con las Religiones no Cristianas (Nostra Aetate),
la Declaración sobre Libertad Religiosa (Dignitatis Humanae). Los debates sobre la interpretación y el sentido de otros
textos continúa hasta el presente, sobre todo de las Constituciones: Dei Verbum (sobre la revelación), Lumen Gentium
(sobre la Iglesia), y Gaudium et Spes (la Constitución Pastoral sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo
moderno). Puntos de vista diferentes, énfasis y particularidades diversas se tienen en cuenta y mantienen viva la

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controversia. Esto significa que los contextos y circunstancias gravitan cuando se trata de entender y comunicar textos
conciliares. Por ejemplo, la Declaración sobre la Libertad Religiosa ganó actualidad en América Latina debido a la
evolución que tuvo lugar en muchos países en el período que va desde principios de la década de 1960 hasta el fin de
los años l980.
La presencia de Míguez Bonino en el Concilio Vaticano II fue importante en varios aspectos: por un lado, porque
hizo evidente que en América Latina se debe tener en cuenta la presencia evangélica. Dicho de otra manera: que no
hay fundamento válido para sostener que los pueblos latinoamericanos tienen que ser católicos romanos. Se debe
reconocer que el mensaje cristiano ha sido proclamado en América al mismo tiempo que Occidente ejercía su
dominación, y este proceso exige una práctica de arrepentimiento de todas las iglesias. Éstas están llamadas a
abandonar el espíritu polémico que está presente en la predicación del mensaje cristiano, a dar testimonio de sus
relaciones fraternas mediante el diálogo, y a comprender que la misión de Dios nos llama a la colaboración y a la
unidad.
Por otro lado, quedó claro que la situación histórica de los pueblos latinoamericanos legitima la predicación del
Evangelio, que es buena noticia para los pobres y manifestación del Espíritu de Jesucristo. El Evangelio llama a amar al
pobre y a luchar por la liberación de los oprimidos. La presencia de Míguez en el Concilio Vaticano II fue una expresión
de que el cristianismo plantea el reconocimiento de la presencia de Cristo entre aquéllos que son los ciudadanos del
Reino de Dios (Mt 5.3-11; Lc 6.20). Como lo recordaba él mismo: ―Tiene que haber sido un llamado a la humildad que
los obispos españoles tuvieran que compartir la misma mesa con el hijo de un obrero‖.
Además, desde una perspectiva teológica, la participación de un evangélico latinoamericano en los debates y
reflexiones del Concilio hizo evidente que podemos colaborar, acoger las reflexiones que elaboramos, y que en el
servicio a Dios y a Jesucristo lo importante es nuestra convergencia. Es apropiado recordar lo que decía Juan Wesley:
―Si tu corazón es como el mío, entonces ven, dame la mano, y caminemos juntos.‖ La presencia de Míguez Bonino en
el Concilio —la de un evangélico latinoamericano entre eminencias y monseñores— puso de relieve algo que sería
claro para quienes hacen teología en Latinoamérica: que la reflexión teológica no se hace desde una posición de
preeminencia, sino de humildad y servicio.
En 1961, José Míguez participó en tres importantes acontecimientos ecuménicos: la 2ª Conferencia Evangélica
Latinoamericana, que tuvo lugar en Lima; la Conferencia sobre Iglesia y Sociedad, en Huampaní (Perú), ocasión en la
que se fundó la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (más conocida por Iglesia y Sociedad en América Latina,
ISAL), de la que fue uno de sus fundadores. Además, estuvo presente en la Tercera Asamblea del Consejo Mundial de
Iglesias, que se llevó a cabo en Nueva Delhi, India. Su participación en estas reuniones, especialmente en la del CMI,
prepararon su mente y espíritu para involucrarse en el Consejo Vaticano II. Fue un periodo en el que adquirió una
formación especial para trabajar y ser un dirigente del movimiento ecuménico mundial. Llegó a ser miembro de la
Comisión de Fe y Constitución del CMI, miembro de su Comité Central, y en su 5ª Asamblea General (Nairobi, Kenya),
fue elegido uno de sus presidentes. Su compromiso de dar testimonio del Evangelio de Jesucristo, de vivir llevando
adelante el ministerio de reconciliación entre los creyentes y quienes no creen, fue una constante en su existencia.
Tengo la convicción de que fue el teólogo que reflexionó más a fondo sobre los diversos aspectos del movimiento
ecuménico. Esas reflexiones no fueron sólo teóricas, sino que permitieron avanzar a las iglesias en camino de su
convergencia y unidad. Para citar solo un ejemplo: cuando tuvo lugar la reunión en la que las iglesias y movimientos
cristianos debatieron sobre la posibilidad de que fuese fundado un ―Consejo Latino Americano de Iglesias‖, hubo un
momento de indecisión. ¿Cómo superar la rigidez que parecía producirse en muchos delegados? José Míguez hizo una
propuesta que permitió salir adelante: sugirió que se dijera que el CLAI se encontraba ―en formación‖. Las iglesias
aceptaron y el Consejo de Iglesias de América Latina se afirmó a partir de esa propuesta. Fue una demostración de
―sabiduría‖ ecuménica, que combinó las reflexiones sobre cosas concretas que se debaten, el conocimiento, la
experiencia, la vivencia del Espíritu... Es lo que permite comunicar y afirmar el vínculo de la paz. José Míguez Bonino
dio testimonio de ello; por eso, además de demostrar su capacidad para la docencia de la teología, fue maestro
(magister) en cuestiones relacionadas con la unidad y el diálogo.

Participación social: liberación en la Iglesia y la sociedad


Cuando se tomó la iniciativa de fundar la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (ISAL) en 1961, Luis Odell fue
designado para ejercer la responsabilidad de Secretario General. También metodista, laico, era oriundo de Rosario de
Santa Fe, la misma ciudad en la que Míguez Bonino había nacido. Odell vivía en Montevideo. Tenía el don de motivar a

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las personas para apoyar causas en las que creía. Fue el caso de la Junta de Iglesia y Sociedad, cuyo objetivo fue
generar conciencia en torno a cuestiones que se planteaban en las relaciones de las iglesias y la sociedad. El Consejo
Mundial de Iglesias, que prestaba una gran atención a estos temas, apoyó sólidamente a la Junta. Pronto se pudo
percibir que las actividades organizadas por ISAL cubrían áreas de acción eclesial, promoviendo la evangelización y el
testimonio cristiano en planos importantes del pensamiento y la acción.
Míguez Bonino fue parte activa de quienes se comprometieron a poner en marcha ISAL. Contribuyó a desarrollar
diversos tipos de acciones; su presencia era una garantía de la labor rigurosa que el nuevo organismo comenzó a
cumplir. Muy pronto, ISAL llegó a ser percibida como un foco que reunía a laicos y pastores, que tenían preocupaciones
sociales y que, gracias al organismo que acababa de ser creado, comenzaron a emprender juntos algunas tareas. Entre
las personas que se involucraron en algunas de sus iniciativas podemos mencionar a Mauricio López, Hiber Conteris,
Richard Shaull, Emilio Castro, Orlando Fals Borda, Waldo César, Jether Pereira Ramalho, Gerardo Pet, Julio Barreiro,
Óscar Bolioli, Carlos Delmonte, etcétera. No es de extrañar que muchos jóvenes que se reunían en las comunidades
del Movimiento Estudiantil Cristiano pronto se integraron a ISAL, entre ellos menciono a Néstor García Canclini,
Leonardo Franco, Leopoldo Niilus, Rubem Alves y otros que fueron motivados a profundizar el sentido de su fe y su
acción social. José Míguez fue uno de los que ofrecieron su servicio para que ISAL llegara a ser una referencia que
debemos tener en cuenta cuando se alude al testimonio social de los evangélicos en el proceso de los pueblos
latinoamericanos. Una referencia polémica, sin dudas, pero importante. ISAL rompió el cerco del gueto evangélico en
Latinoamérica. Míguez fue uno de los que dieron más importancia a la presencia de la Iglesia en la sociedad,
mostrando el camino a seguir.
En el comienzo de su trayectoria ISAL puso énfasis en la formación de cuadros, sobre todo de laicos que
actuaban en diversos planos de la sociedad. Así fue que se organizaron institutos regionales en los que, durante un
breve período, 30 - 40 personas se preparaban para dar un testimonio cristiano en el medio social en el que actuaban.
El programa de estudios y publicaciones de ISAL era el sostén que coadyuvaba la formación que se ofrecía a través de
conferencias, seminarios e Institutos de formación. La revista Cristianismo y Sociedad, que aparecía trimestralmente,
desempeñó un papel importante divulgando textos que comunicaban las reflexiones que tenían lugar en el marco de los
grupos de estudio, trabajos teológicos, problemas que interesaban a quienes se preocupaban por cuestiones sociales,
económicas, culturales y políticas. La revista dio prioridad a los debates teológicos, a través de los que buscaba aclarar
el sentido del testimonio de fe de las comunidades cristianas.
ISAL llegó a ser conocida rápidamente en círculos seculares; comenzó a participar e influir discusiones de
organizaciones y movimientos ideológicos que hasta entonces no habían tomado en cuenta el pensamiento de los
evangélicos. La década de los años 1960 fue un período en el que los debates y controversias sobre asuntos sociales
fueron muy animados en Latinoamérica; el comienzo de la revolución cubana interesó -sobre todo a la juventud- a
tomar posición en torno a temas tales como: ¿Reforma o revolución?; ¿Los cambios sociales debían ser motivados por
la sociedad civil o por grupos militantes inspirados por las guerrillas? ¿Qué orientaciones debían ser seguidas para que
hubiese una mayor justicia social? ¿Qué ideología debía ser asumida: la democracia cristiana o el marxismo? ¿Se
excluyen mutuamente la fe y las ideologías? ¿Puede un cristiano ser marxista? ¿Cuál podía ser la relación entre los
cristianos y los marxistas? ¿Qué función tienen los programas de educación popular en América Latina? ¿Qué actitud
tomar en sociedades en las que aumentaba la violencia represiva de los militares? Estos desafíos, y otros de tipo
similar, estimulaban el intercambio de posiciones encontradas (sobre todo entre la juventud). Llevaban a tomar
decisiones arriesgadas. Fue un periodo en el que —como lo da a entender el título famoso de la pieza de Sartre—
todos debían ensuciarse las manos. La vivencia de esos ―años de plomo‖ (como llaman algunos a este tiempo- permite
comprender el ambiente que existía cuando nació ISAL y comenzó a estar presente en América Latina.
Ahora, cuando las tendencias históricas han perdido el carácter dramáticos que tuvieron en aquellos momentos
y los enfrentamientos no tienen rasgos tan trágicos, parece que las sociedades latinoamericanas no llegan a
encenderse. No obstante, no debemos olvidar el clima sociopolítico de aquellos años cuando tantos fueron asesinados,
desaparecidos, torturados, presos, exiliados. Esta situación se vivió también en las Iglesias, y entiendo que es muy
importante recordar el modo sobrio, tranquilo, y al mismo tiempo que firme, con el que Míguez participó. En enero de
1966, ISAL organizó una reunión muy importante en El Tabo, Chile. Allí se desarrollaron debates muy vivos. El
encuentro fue anterior a la fase caracterizada por la violencia y la arbitrariedad militar. Sin embargo, se presentía lo que
ocurrió pocos años después. Míguez Bonino, Richard Shaull y Joaquim Beato (profesor de teología bíblica, especialista
en Antiguo Testamento) tuvieron la responsabilidad de guiar a los demás participantes en la reflexión. Se quería llegar a

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clarificar asuntos que producían inquietud y ansiedad. Algunos de los participantes ya tenían respuestas a esas
cuestiones y no estaban dispuestos a discutir y a reflexionar con calma. Míguez Bonino dio dos conferencias donde
siguió la teología de Karl Barth. El teólogo suizo, cuya posición de izquierdas era conocida, y que fue uno de aquellos
que tomó una decisión radical de luchar contra el nazismo, fiel a su trayectoria afirmó que el camino a seguir era el de
la revelación bíblica. Míguez desarrolló un pensamiento que siguió una línea similar. Shaull y Beato entendieron que la
posición de ISAL debía ser mucho más radical: propusieron ―una teología de la revolución‖.
En julio de 1966 tuvo lugar la Conferencia Mundial de Iglesia y Sociedad. Fue organizada por el CMI sobre el
tema ―Las revoluciones tecnológicas y sociales de nuestro tiempo‖. Fue en Ginebra. José Míguez Bonino no participó.
Los delegados latinoamericanos, eran en su gran mayoría miembros de ISAL. A través de la deliberaciones de la
Conferencia dieron muestras de estar muy bien preparados para aportar elementos que apelaban al movimiento
ecuménico a avanzar, tomando decisiones que desafiaban a la mayoría de los representantes de las Iglesias reunidos
en Ginebra. Richard Shaull estaba presente y fue un expositor muy importante. Su reflexión fue en favor de que los
cristianos deberían actuar como lo hacen las guerrillas, presentación que de cierto modo llevó a algunos delegados de
las iglesias a recordar las propuestas que Ernesto Che Guevara había elaborado poco tiempo antes sobre la necesidad
de la lucha revolucionaria.

En diciembre de 1967 tuvieron lugar cuatro conferencias ecuménicas en Piriápolis, Uruguay: una convocada por el
Comité Preparatorio de la Unidad Evangélica en América Latina (UNELAM), otra por ULAJE (Unión Latinoamericana de
Juventudes Evangélicas), la tercera por la Federación Universal de Movimientos Estudiantiles Cristianos (FUMEC,
Sección Latinoamericana), y la última por ISAL. Entre los propósitos para llevar a cabo estas ―Jornadas Ecuménicas‖ de
manera conjunta estaba el deseo de crear un ambiente propicio para el testimonio unido de todos estos agentes. Los
que organizaron estos encuentros entendían que era imprescindible un análisis de la situación latinoamericana, como
marco necesario antes de emprender cualquier interpretación teológica. Míguez Bonino no participó. El grupo de ISAL
tuvo a su cargo la responsabilidad de presentar el análisis. Rubem Alves fue invitado a hacer la reflexión teológica
principal; estaba terminando la redacción de su tesis doctoral en el Seminario Teológico de Princeton (EU), que él utilizó
sustancialmente para dar su conferencia. El título de su disertación fue Toward a Theology of Liberation. A partir de la
presentación de Alves, que pocos meses después de las reuniones de Piriápolis fue designado Secretario de Estudios
de ISAL, todo lo que se relacionaba con la liberación fue la preocupación teológica más importante de los grupos de
ISAL.
Cuatro puntos deben ser recordados de las Jornadas de Piriápolis; primero: que ISAL se definió a sí mismo
como ―grupo secundario‖ entre la sociedad y la Iglesia. En consecuencia, no debía intentar llegar a ser una
―vanguardia‖, especialmente en lo que tenía que ver con sus relaciones con las iglesias. Segundo, como grupo
secundario, ISAL decidió trabajar en programas de educación popular, siguiendo las propuestas elaboradas por Paulo
Freire en su libro Pedagogía da liberdade. Esta decisión fue fundamental para poner en marcha el programa llamado
―Educación para la Justicia Social‖ (EPJS), que estuvo orientado y dirigido por Jether Pereira Ramalho desde Brasil.
Tercero, por lo que tenía que ver con la vida de ISAL y las iglesias, las comunidades de ISAL entendieron que podían
desempeñar una función comparable a la de los mosquitos, que pican y molestan a los animales más grandes,
pudiendo llevarlos a transformar su conducta. Cuarto, como ―grupo secundario‖ ISAL escogió abrirse a la participación
popular, posición que fue ratificada en la reunión latinoamericana de Iglesia y Sociedad que tuvo lugar en Ñaña, Perú,
en julio de 1971.
Entre 1967 y 1972, los regímenes militares reaccionarios y autoritarios se implantaron y se afianzaron en casi
todos los países de la región. Algunos grupos de ISAL fueron reprimidos violentamente: Bolivia, Brasil, Uruguay... Este
proceso condujo a que, en ocasión de la reunión que tuvo lugar en Alajuela (Costa Rica, marzo de 1975), se tomase la
decisión de terminar la existencia de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad, y transformar lo que era permitido
por las circunstancias en un nuevo grupo, que continuó con algunos programas de ISAL. El grupo se denominó Acción
Social Ecuménica Latinoamericana (ASEL), y entre los aspectos programáticos de los que se ocupó cabe mencionar de
manera especial la publicación de la revista Cristianismo y Sociedad y de otros materiales por la Editorial Tierra Nueva.
Míguez Bonino continuó su participación en ISAL, a pesar de los riesgos crecientes que se cernían sobre quienes
militaban por los derechos humanos y las causas sociales. Algunos de sus libros y artículos fueron publicados por
Tierra Nueva. Entre los mismos recordamos: el prefacio de la versión española del libro de Rubem Alves que ya hemos
citado, que recibió el título Religión: ¿opio o instrumento de liberación? También ―La violencia: una reflexión teológica‖,

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en Cristianismo y Sociedad (1971: pp. 5 - 11); ―Unidad cristiana y reconciliación social: coincidencia y tensión‖, en
Fichas de ISAL (38 -39, pp. 3-9); ―Nuestra fe y nuestro tiempo‖, en Cuadernos de Cristianismo y Sociedad (4, pp.4 - 12);
Espacio para ser hombres (Tierra Nueva, 1975), etcétera.
Creo que en la década de los años 1970 Míguez escribió y publicó algunos de sus mejores libros: Ama y haz lo
que quieras. Hacia una ética del hombre nuevo (La Aurora, 1972); Doing theology in a revolutionary situation
(Philadelphia, 1972), que fue publicado en España por Sígueme, en Salamanca, bajo el título La fe en búsqueda de
eficacia. Una interpretación de la reflexión teológica latinoamericana de liberación. Es particularmente importante el
texto escrito en 1975, cuando fue profesor visitante en Selly Oak: Christians and marxists. The mutual challenge for
revolution, publicado por Eerdmans, de Grand Rapids. No fueron éstos solamente sus escritos publicados; es evidente
que fue un escritor prolífico; podríamos seguir con la lista de lo que escribió y publicó. Deseo mencionar especialmente
Toward a Christian Political Ethics (Philadelphia, Fortress Press; 1982). Entre las obras que publicó con otros cabe
mencionar The Dictionary of the Ecumenical Movement (Ginebra-Grand Rapids, Consejo Mundial de Iglesias-
Eerdmans, 1991).
Fue un teólogo de la liberación. Para él, la teología de la liberación es una teología ecuménica. En cierta
oportunidad le escuché decir de modo muy claro: ―No hay una liberación católica ni protestante. La liberación es una
lucha de todos.‖ El tema de la libertad y, más concretamente, el de la liberación, estuvo siempre presente en sus
reflexiones. Como se ha visto antes, su compromiso con ISAL tuvo esa motivación. Lo expresó claramente en la
reunión de teólogos iberoamericanos que se llevó a cabo en El Escorial (España, en 1973). La corriente teológica que
se ha denominado ―teología latinoamericana de la liberación‖ comenzó a tomar forma a fines de la década de los años
1960 y principios de la siguiente. Irrumpió como un fenómeno generacional: según ya hemos indicado, fue hacia fines
de 1950 cuando, bajo el impulso de los acontecimientos revolucionarios que estaban ocurriendo en Cuba, fueron
muchos y muchas que optaron por una acción en favor de cambios históricos radicales. La juventud sintió el reto
planteado por una situación estructural injusta que clamaba por ser transformada. Los teólogos, atentos a la novedad
que se advertía en el proceso histórico, no sólo de Latinoamérica, puesto que los seres humanos tratan de luchar por
su liberación en diversas partes del planeta, comenzaron a reflexionar sobre el sentido que tiene la fe en el contexto de
una acción liberadora. Algunos teólogos trataron de entender qué ocurría en la vida del pueblo, sobre todo de los
pobres. Sin embargo, no se trató de la aplicación de un plan concertado. Varios de estos teólogos ni siquiera se
conocían: Rubem Alves no tenía informaciones sobre el pensamiento de Gustavo Gutiérrez. A Míguez Bonino y a
Segundo les ocurrió algo parecido. José Comblin, Jon Sobrino, Porfirio Miranda, Enrique Dussel, Sergio Torres, Hugo
Assmann, Leonardo Boff, Emilio Castro, José Oscar Beozzo y otros más, comenzaron a asumir la necesidad de
reflexionar acompañando al pueblo que busca liberarse. Eso los llevó a tomar conciencia de que era necesario un
nuevo paradigma al hacer teología.
El pensar teológico no puede olvidar la tradición. No obstante, ser fiel al misterio de Dios, exige reflexionar sobre
los símbolos de la fe teniendo en cuenta la práctica y el contexto existente. La teología de la liberación se desarrolla
teniendo sobre todo en cuenta las señales de la acción de Dios que irrumpe en la historia dando lugar a situaciones que
llevan a reinterpretar creencias que nos parecían inamovibles. La tradición muchas veces nos conduce a repetir lo que
ya fue; mas en el proceso histórico ocurren hechos que a veces ponen en tela de juicio nuestras certezas. Cuando los
datos de la realidad nos intiman a que nuestro pensamiento se abra a hechos no previstos, hay tradiciones que no
pueden continuar existiendo. Es la evolución de la vida que exige que la reflexión teológica sea vital. De ahí que una
teología viva, como es el caso de la teología de la liberación, es muy consciente que no se trata de respetar dogmas y
tradiciones sagradas. Es una teología pastoral, como la que hizo exclamar a Pascal: ―¡Fuego! Dios es Dios de vivos y
no de muertos.‖ La experiencia de quienes participan en esta forma de pensar la fe, ha llevado a formular nociones
convergentes y complementarias. Las voces de quienes estaban aislados comenzaron a interactuar, a articularse, a
reflexionar juntos. Ocurrió además, otra cosa más importante: la juventud llegó a superar sus dudas y falta de
orientación. Los escritos de Míguez, sus conferencias, su servicio académico y eclesial, son ejemplos claros de este
modo de hacer teología.
Otro rasgo importante de la teología de la liberación tiene relación con su método. Es un nuevo modelo, como se
ha dicho: de un nuevo paradigma, y no es por cierto el modelo del pensamiento que se formula en el contexto de lo que
se ha llamado ―cristiandad‖: la fe al servicio del poder secular. La mayoría de los teólogos de la liberación explican que
el camino a seguir corresponde a tres momentos: ver, juzgar y actuar. Sólo es preciso ser receptivos al sentido de los
símbolos de la fe para participar en este proceso. Ver significa que tenemos que ser conscientes de la situación que el

168
pueblo experimenta. Es el momento en el que la comunidad comparte lo que vive, sobre todo lo que se opone a su
ejercicio (praxis) de la libertad. Juzgar, el segundo momento, se produce cuando la situación examinada es sometida a
la autoridad de la Palabra de Dios. Es una fase crucial, que tiene lugar cuando la comunidad cristiana estudia la Biblia a
partir de lo que ha visto. El tercer momento, en el que, sobre la base de lo que se ha visto y examinado, la comunidad
decide cómo actuar, qué testimonio dar de la fe que la anima, e intenta mostrar del modo más concreto posible su
obediencia a Dios. Es una metodología comunitaria y popular. Tiene una fuente de inspiración en el camino que
propuso seguir Paulo Freire cuando elaboró su pedagogía como ejercicio de libertad.
No es una teología que refleja ni manifiesta poder. Es una expresión que viene desde abajo, de los que sufren la
opresión. No se impone. Manifiesta el poder del evangelio de Jesús de Nazaret como mensaje que apela a los pobres y
desheredados. Hay voces que han criticado a la teología de la liberación señalando que induce al error porque apela al
marxismo cuando, en el primer momento del método (Ver) trata de comprender el contexto de la comunidad. Quienes
expresan esta opinión no consideran los puntos de partida de la teología de la liberación: primero, que se construye
desde una conciencia de ser oprimido. El evangelio que anuncia la proximidad del reino de Dios (Mc 1.15) proclama la
justicia. Importa subrayar que es un mensaje de ―buenas nuevas a los pobres‖, que anuncia esperanza para los
oprimidos. Exhorta a tener fe (dicho de otra manera, a vencer el miedo). No es un mensaje de resignación, sino del
anuncio de la acción del Espíritu, movimiento de liberación (2 Cor 3.17). Míguez hizo el llamamiento a ser libres cuando
escribió Faith in a Revolutionary Situation (1975).
Hay muchos que entienden que la teología de la liberación no ha evolucionado, y que no ha tiene en cuenta los
cambios que han ocurrido en la historia. Se considera que induce a una concepción petrificada de la liberación, y
continúan afirmando que la pobreza solo puede ser superada por medio de la insurrección revolucionaria. O sea,
continúan repitiendo un discurso que pretende ser radical, pero que se refiere a la liberación como dogma. Otros, en
cambio alegan que los pobres no tienen otra alternativa que aceptar su condición. Son aquellos que niegan que pueda
haber transformaciones profundas en los procesos humanos. Sin embargo, basta observar que hubo cambios y que
siguen produciéndose transformaciones. Ya no vivimos en el tiempo en el que la mayoría de los pueblos
latinoamericanos eran dominados por dictaduras militares. Esto no quiere decir que los pueblos no busquen superar la
opresión y la pobreza. Los seres humanos siguen empeñándose y luchando por los derechos sociales, por las
libertades. En muchas situaciones, las sendas que conducen a la liberación son sorprendentes (Is 55.8-9):
transformaciones y mudanzas nos toman desprevenidos. Por eso, las veredas que se orientan hacia la libertad tienen
grandes riesgos. Estamos llamados a percibir que son los pobres y los oprimidos quienes tienen el privilegio de avanzar
por esos atajos. Al constatarlo, entendemos que la voz evangélica sigue viva. Por lo tanto, la teología de la liberación
sigue vigente.
A partir de sus 70 años, Míguez se aproximó al grupo de teólogos que se reúnen en la Fraternidad Teológica
Latinoamericana (FTL): René Padilla, Samuel Escobar, Pedro Arana y otros. En momentos en los que sus fuerzas
habían decaído, le gustaba de afirmar su identidad: ―Soy evangélico. Y, a través de toda mi vida, confieso que soy parte
de la comunidad evangélica‖. Ha sido una confirmación de la fe que ha impulsado siempre su servicio a la iglesia y a la
sciedad. En 1994, al tener la responsabilidad de ofrecer las Conferencias Carnahan en ISEDET, publicadas en inglés
con el título Faces of Latin American Protestantism (Grand Rapids, Eerdmans, 1997) y en español: Rostros del
protestantismo latinoamericano, hizo una exposición en la que el análisis crítico se combina con un cariño y afecto que
abraza a las comunidades evangélicas. A medida que desarrollaba su pensamiento, Míguez supo construir canales que
aproximan a la diversidad de expresiones de la fe evangélica en América Latina, dando muestras de que no fue sólo un
teólogo que reflexionó sobre la reconciliación, sino un verdadero ministro a su servicio.

El costo de la esperanza en el Reino de Dios


Es de perogrullo afirmar que la teología cristiana se construye en contextos históricos cambiantes. Los grandes
teólogos del siglo pasado subrayaron esta convicción y la demostraron constantemente: Karl Barth, Paul Tillich, Dietrich
Bonhoeffer, Karl Rahner, Nicolás Berdiaev, Hans Küng y otros han reflexionado sobre la vivencia de su fe en la historia.
Esta es el escenario de la presencia y acción del misterio de Dios. Los teólogos de la liberación han desarrollado sus
reflexiones siguiendo este camino. Míguez Bonino es un ejemplo claro de quienes entienden que la explicitación de los
símbolos de la fe (por el discurso o por la acción) exige hurgar en todo lo que acontece en los procesos que afectan a
seres humanos. Esto genera un alto costo (según la expresión de Bonhoeffer: ―es una gracia costosa‖). Míguez Bonino
es otro teólogo que ha dado sustancia a su pensamiento.

169
Entre los recuerdos que guardo de José Míguez y de su testimonio de teólogo cristiano, puedo mencionar varios
que señalan el valor y el coraje que dieron sustancia a su fe. Son memorias que me hacen pensar en el Evangelio de
Marcos, en el pasaje donde se cuenta que Jesús, con los discípulos, propuso ir a ―la otra orilla‖ al caer la noche. Tenían
que atravesar el lago, y Marcos narra que se levantó una fuerte borrasca que dio la impresión a los que acompañaban a
Jesús que la barca podía zozobrar. Los discípulos, muy perturbados despertaron a Jesús que dormía. Entonces, Jesús
―increpó al viento y dijo al mar: ―¡Calla, enmudece!‖ El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: ―¿Por
qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?‖ (Mc 4.35-41. Ver también Mt 8.23-27; Lc 8.22-25). En estos textos
Jesús enseña que lo contrario de la fe es el miedo. Hay que vencer el temor, el amedrentamiento, para dar testimonio
de que se siguen sus pasos. Eso hizo Míguez cuando, después del golpe de estado contra el gobierno presidido por
Salvador Allende, muchos grupos (entre ellos algunas comunidades e Iglesias) se sorprendieron por el gran número de
refugiados que marchó al exilio. Para muchos que tuvieron que dejar Chile, el camino del ostracismo pasó por la vecina
Argentina. Estuvieron obligados a pasar un tiempo en este país antes de buscar refugio en otro donde se podrían sentir
menos angustiados y más seguros. Apoyar a refugiados políticos era una decisión que llevaba a correr enormes
riesgos. Sin embargo, algunos cristianos (junto con otras personas movidas por la solidaridad hacia quienes padecían
la injusticia y la violación de sus derechos) hicieron la opción de fundar el Comité Ecuménico de Apoyo a Refugiados.
Míguez Bonino fue vicepresidente; Emilio Monti, también metodista, asumió la presidencia. Los miembros del Comité
estaban dispuestos en todo momento y circunstancia a prestar servicio a los refugiados. El Comité dispuso que el
edificio de ISEDET sirviese como abrigo para muchos perseguidos políticos. ISEDET ayudó a que muchos de los que
escaparon a la violencia de la dictadura militar llegaran a recomponer sus existencias. El lugar donde se enseñaba la
teología estaba abierto sin interrupción; esto significó que también podía ser utilizado por los servicios represivos. Entre
quienes corrieron un peligro muy grande estuvo José Míguez. Además, a medida que el tiempo transcurrió, la situación
argentina fue cambiando: el Justicialismo ganó las elecciones nacionales y Juan Domingo Perón regresó de un exilio
que duró casi dos décadas. Murió en 1975 y su viuda asumió la responsabilidad de conducir el país. Duró poco tiempo
como presidenta; fue depuesta por una junta militar en marzo de 1976.
El autoritarismo militar impuso el terror. El drama de los refugiados, además de afectar a chilenos, uruguayos,
bolivianos, paraguayos, brasileños, se transformó en tragedia para muchos argentinos. Fueron muchos ―los
desaparecidos‖ que llegaron a ser asesinados por quienes se encargaron de aplicar la violencia militar (los números
varían: hay quienes hablan de 7.000, en tanto otros alegan que fueron alrededor de 30 000). La cuenta es espantosa.
El Comité Ecuménico de apoyo a los Refugiados continuó con su servicio, en un contexto cada vez más difícil y
peligroso. La preocupación por los refugiados pasó a ser la defensa y promoción de los derechos humanos. Míguez
Bonino continuó militando. Hubo desaparecidos entre quienes trabajaban con la misma orientación: Mauricio López,
Óscar Alajarín entre ellos. La labor del Comité Ecuménico fue una valiosa colaboración al esfuerzo de otras
organizaciones, entre las que hay que nombrar a las ―Madres‖ y a las ―Abuelas‖ que manifestaban semanalmente en la
Plaza de Mayo.
La terrible situación argentina comenzó a cambiar. En 1982 tuvo lugar la guerra de las Malvinas, que dio un
nuevo impulso a la dominación británica sobre el área de esas islas. El año siguiente los militares tuvieron que dejar el
ejercicio del poder, y se celebraron elecciones nacionales. Infelizmente, el gobierno no pudo administrar
convenientemente la situación en vigor. Nuevas elecciones llevaron otra vez al peronismo al gobierno. Fue en el
contexto de este proceso que tomó fuerza en la opinión pública la conciencia de que era necesario reformar la
Constitución nacional. Entre muchos creció la idea que Míguez Bonino sería un buen candidato para la Asamblea
Nacional Constituyente. Míguez dudó durante un cierto tiempo; hizo consultas a muchas personas, hermanos y
hermanas en la fe, amigos, otros que podían darle consejos. Finalmente, decidió presentarse como candidato.
Previamente, dio a conocer su opinión en una carta pública en la que dijo que cuando aceptó el llamado a ser ministro
evangélico, siervo de la Palabra de Dios, entendió que no debía participar en actividades políticas. Al tomar la decisión
de presentarse a elecciones para ganar un escaño en la Asamblea Constituyente, suspendió aquel parecer, y explicó
los motivos que lo guiaron a ello. Su actitud fue un testimonio de transparencia. Fue coherente consigo mismo, con su
vocación de teólogo evangélico ecuménico, maestro, testigo y guía tras el rastro de Jesús.

170
EMILIO CASTRO (2013)

Hace poco más de dos semanas Emilio Castro pasó a la otra ribera del río. Su vida puede ser comprendida como
una serie de luchas constantes. Jamás bajó la guardia, fuesen cuales fuesen los que se le oponían. Las fuerzas
que actúan en sentido contrario al Reino de Dios, las que se muestran arrogantes y decididas a mostrar su
adhesión a la injusticia y al egoísmo no pudieron doblegar al Pastor Castro. Cuando ocurrió el final de su vida
tuvo la alegría de los que vencen: fueron legión quienes lo acompañaron. Han de formar nuevas legiones
aquéllos que estarán a su lado cuando sus cenizas encuentren lugar junto a las de Gladys, su amada
compañera.
Estábamos en Montevideo con mi esposa Violaine, ya casi con un pie en el avión para emprender nuestro
regreso a Suiza, cuando sin que lo esperáramos, Emilio apareció en el salón del aeropuerto para darnos un
abrazo, que fue el de nuestro adiós. He pensado antes y después de su partida definitiva que hay personas que,
gracias a la entereza de su vida dejan la marca del pasaje de su ser, graban el sello de su espíritu. Pueden
cambiar las circunstancias en las que se encuentran, pasar por peripecias muy dramáticas. Llegamos a registrar
cómo se transforman, dejando rastro de cómo se confirma su temperamento. Éste adquiere a lo largo del proceso
de la existencia de estas personas una fibra que permanece y perdura. Es propio de una manera de ser que
revela una identidad, una cierta diafanidad. Son raros quienes se exponen a las exigencias de la transparencia.
Diciéndolo con otras palabras: los que son de una sola pieza tienen el coraje de actuar de manera íntegra. Son
ellos a quienes podemos aplicar el dicho español: ―Genio y figura hasta la sepultura‖.
Recordaremos siempre a Emilio como uno que ha dado garantía y validez a este modo de ser. Fue uno
que, desde pequeño, consiguió destacarse, Comenzó a visitar la Iglesia Metodista del barrio de La Aguada, y a
asistir a su escuela dominical. Fueron diez hermanos y hermanas que, para poder asistir a clase, debían trabajar.
Cuando terminó sus estudios universitarios, decidió continuar su formación en teología, motivo por el que se
trasladó a Buenos Aires, gozando de una beca en la Facultad Evangélica de Teología. Al terminar la primera fase
de sus estudios teológicos se casó con Gladys Nieves. Al mismo tiempo la Iglesia Metodista lo designó para ser
Pastor de la Iglesia de Trinidad, una ciudad pequeña situada en el centro del país. Poco tiempo después las
autoridades metodistas tomaron la decisión de enviarlo a Basilea, donde enseñaba Karl Barth, que era el gran
teólogo de aquellos tiempos. Castro pudo aprovechar de la sabiduría del profesor de Basilea, donde brillaban
otros docentes como Oscar Cullmann, Edouard Thurneysen, Wilhelm Vischer, y otros. En la Universidad renana
también daba aulas de filosofía Karl Jaspers. En los debates que tocaban temas relativos a la vida de la iglesia, el
nombre de Dietrich Bonhoeffer era citado cada vez con mayor frecuencia.
Luego de dos años de estudios de maestría, los responsables de la Iglesia Metodista del Río de la Plata
nombraron a Castro y a su esposa para pastorear la Iglesia de La Paz, Bolivia. Los desafíos que planteaba la
situación boliviana eran muy grandes: pocos años antes el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) había
ganado las elecciones nacionales. Víctor Paz Estenssoro ocupó la presidencia durante un período de cuatro
años, continuando Siles Suazo el gobierno. Si bien la obra metodista no era muy importante en lo institucional,
sus dirigentes —entre los que Emilio Castro era una de las personalidades más destacadas- descollaban en el
país del altiplano. Castro quedó en Bolivia poco más de dos años, llegando a destacarse como educador y, sobre
todo, como uno de los teólogos latinoamericanos de mayor enjundia. De Karl Barth aprendió que la autoridad de
la Biblia es de la mayor importancia en la vida de la Iglesia; a partir del mensaje bíblico que habla al creyente
actual, los evangélicos renuevan el mensaje y el conocimiento espiritual constantemente. Castro, como también
lo hicieron otros teólogos latinoamericanos jóvenes, dejó claro en su predicación que Dios, el Padre de Jesús, es
Señor de la historia. Por lo tanto, reflexionar teológicamente de manera vital exige pensar teniendo en cuenta al
Señorío de Dios en los procesos que nos corresponde vivir. Castro insistió que hacer esto sólo es posible cuando
tomamos en cuenta la Palabra de Dios viva, relacionada con los acontecimientos que vivimos. Los teólogos tiene
que hacer claros, significativos, los símbolos de la fe. Por un lado, confrontan a los seres humanos el misterio de
Dios. Por otro, la Palabra de Dios abre la puerta para entender ese misterio. Como tal, es la fuente que nos indica
cómo podemos llegar a comprender a Dios, qué debemos hacer y por qué. Así, cuando hacemos teología, se
intenta interpretar el mensaje de la Palabra de Dios. Dios ha hablado, y sigue hablando. En muchos momentos,
ese mensaje nos sorprende. Por eso, el teólogo tiene que mantener vivo, despierto, el servicio de ser
embajadores de Dios.

171
La predicación de Emilio Castro cumplió con esta exigencia. Fuimos miembros de la Iglesia Central de
Montevideo, y tuvimos siempre la gracia de recibir un mensaje vital, actual, cuando asistíamos a sus cursos y
Emilio Castro tuvo la responsabilidad de predicar. Fue una experiencia que muchas veces nos hizo recordar
algunas páginas de Blas Pascal, en las que llega a comunicar que el estudio y la explicación de la Palabra de
Dios es como una lucha en la que nos confrontamos con el misterio divino. Emilio Castro nos llevó a comprender
que el estudio de la Biblia, cuando se reconoce y respeta el misterio divino, es camino que conduce a Dios. Como
lo decía el pensador francés: ―¡Fuego! Dios es Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! Dios de vivos y no de
muertos‖. Emilio siempre nos llamó a comprender que el estudio de la Biblia es una lid.
El autor de la Epístola a los Hebreos leemos un texto que explicita esta función del mensaje bíblico:
―Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta
las fronteras del alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos del corazón. No hay
para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta‖ (Heb.
4. 12-13). Tengo la convicción de que la predicación de la Palabra tiene lugar cuando el predicador, con el don
que puede recibir para compartir el sentido del mensaje con aquellos que se reúnen en asamblea, transforma ese
momento en una verdadera experiencia espiritual. El predicador entiende lo que la comunidad quiere plantearle -
muchas veces los parroquianos, y quienes van al culto dispuestos a recibir orientación para su vida, no necesitan
de explicaciones muy detalladas de sus problemas. Anhelan palabras que les puedan guiar, confirmarles su fe y
que les ayuden en su vida diaria.
El predicador tiene la oportunidad de transformarse en un heraldo de Dios si busca, de manera primordial,
ofrecer un mensaje que presente y desafíe a la asamblea de creyentes proclamando la misión de Dios. Emilio
Castro, pese a su corta experiencia boliviana, se puso al servicio de los Aymaras, de los Quichuas y otras etnias
del Altiplano, y aprendió a responder a los retos del pueblo boliviano. Ese bagaje ganado en Bolivia le fue de gran
ayuda al ser responsable de la Iglesia Metodista Central de Montevideo; el impacto de la misma en varios
sectores de la ciudad creció permanentemente mientras Castro fue predicador en la comunidad central. Cuando
los recuerdos de aquellos años vuelven a mi mente, siento -junto otras hermanas y hermanos con quienes tuve
ese privilegio- que tuve una fuerte experiencia de renovación de mi fe individual. Fue una vivencia que trascendió
lo personal, pues llegó a otras dimensiones socio-culturales de la vida del pueblo metodista.

Debo decir que la Iglesia Metodista en el Río de la Plata (sólo a partir de la mitad de la década de los 1950 se
puede comenzar a indicar de modo propio la existencia de la Iglesia Metodista del Uruguay) recibió la influencia
de un estilo de vida pietista. No podía ser de otra manera; la renovación de la Iglesia de Inglaterra (Anglicana)
tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII cuando un grupo de jóvenes estudiantes de teología,
preocupados por la vacuidad de la vida cristiana que constataban en la Iglesia oficial, decidieron transformarla,
para lo cual crearon ―los grupos de 10‖, llamados ―sociedades metodistas‖. En ese grupúsculo estaban Juan y
Carlos Wesley, Whitfield, y otros que se sentían atraídos por la espiritualidad de la Iglesia Morava. Los Wesley no
quisieron fundar una nueva iglesia. Fue en el transcurso de finales del siglo XVIII que en los EEUU surgió la
Iglesia Metodista.
Como se ha dicho previamente, la teología metodista recibió una fuerte influencia de la Iglesia Morava:
una espiritualidad pietista y una moral puritana. Estas tendencias predominaron en la Iglesia Metodista del Río de
la Plata, sobre todo gracias a la predicación de misioneros estadunidenses y británicos. La situación comenzó a
cambiar cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, poco antes de la mitad del siglo XX, se
fueron gestando ideologías populistas y nacionalistas, que influyeron sectores de la juventud y laicos de las
iglesias y que contribuyeron para que el pensamiento y acción del metodismo iniciara un proceso de cambios.
Luego de un período que puede ser caracterizado por tendencias espiritualistas pietistas, individualistas, y una
moral puritana (el libro de John Bunyan es un clásico de la literatura producida y apreciada por quienes aún
sostienen este tipo de pensamiento), fue surgiendo una generación de teólogos y laicos jóvenes que, al mismo
tiempo que se interesó por los progresos del movimiento ecuménico, señalaba inequívocamente que la misión no
es nuestra, que de acuerdo al pensamiento bíblico la misión es de Dios, y que exige ―estar y ser en el mundo, sin
ser del mundo‖. Entre quienes fueron tomando conciencia que la misión es de Dios, encarnada en Jesucristo, y
que se cumple cuando la Iglesia da prioridad al testimonio del evangelio del Reino de Dios, como lo hizo Jesús,
hubo un grupo de teólogos que tomaron conciencia que la tarea misionera es de Dios. Emilio Castro formó parte

172
de esa comunidad, al igual que José Miguez Bonino, Federico Pagura, Miguel Angel Brum, Wilfrido Artús; no
volvieron a mencionar una ―misión metodista‖, o ―bautista‖, o ―católico romana‖, etcétera. La misión no es
propiedad de ninguna institución eclesiástica. La misión de Dios se refiere al don divino y a la buena nueva de la
gracia, a la fe que nos permite tener el coraje de creer, al amor que nos permite entender a Dios. Teniendo en
cuenta la misión de Dios y su misterio reconocemos que Dios se dirige a personas, mujeres y hombres, de todas
las culturas.
La misión de Dios tiene lugar para todas y todos. El puritanismo y el pietismo individualista desean no
correr riesgos; les motiva un tipo de comportamiento que evita una actitud como la que Jesús mostró en el
camino que lo llevó a la cruz. La ética puritana y la espiritualidad pietista manifiestan una posición defensiva: se
caracterizan por negar las oportunidades que Dios nos ofrece. En cambio, la renovación de la mente a la que nos
invita el evangelio no evita peligros que pueden amenazar a los creyentes. Esta disposición puede hacernos caer
en apuros, pero muchas veces es necesaria para hacer patente las señales del reino de Dios que viene. La
misión de Dios señala que lo que ocurre en la historia apela la atención de Dios. Como se decía cuando
comenzamos a hablar de ―misión de Dios‖: debemos vivir con la Biblia es una mano y el periódico en la otra. La
misión de Dios nos hace entender que los acontecimientos que nos ocurren interesan a Dios: debemos hacer
frente a algunos de ellos, y afirmar otros que nos acercan el reino de Dios.
Hemos dicho antes que esta concepción de la misión nos llama a la unidad. Fue la convicción de Emilio
Castro. Es una posición de abertura al misterio de Dios en la historia. Es uno de los primeros anuncios de Jesús
según el Evangelio de Marcos, donde el evangelista registró que ―Después que Juan fue entregado, marchó
Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: ―el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva‖(Mc. 1.15). Castro fue un lector atento y cuidadoso de los procesos de
nuestra época. Tomó en consideración que el anuncio de ―las buenas nuevas‖ exige examinar la historia de
nuestro tiempo, y que tenemos que estar dispuestos a participar en lo que ocurre. El Reino de Dios está próximo;
por lo tanto necesitamos decidir si vamos a servir el Reino o no. Cuando se percibe que no andamos por la senda
que Dios nos indica, es bueno arrepentirnos. Los cambios y las transformaciones son necesarias, creer en el
Evangelio, en ―las Buenas Nuevas‖ nos transforma en colaboradores de Dios. Llegar a serlo es propio de un
momento de fe, de coraje.
Quiero recordar brevemente momentos de la vida de Emilio Castro cuando no sólo fue inspirador, mentor que
ayudó a otros a participar, sino además fue un actor de primer plano. Ayudó a otros a pensar. Además, pensó
junto con otros. Estaba dispuesto a aceptar posiciones de quienes no compartían sus opiniones. Esta práctica de
la tolerancia y de actitud que siempre estaba dispuesto a dialogar, llegó a ser difícil, dura de mantener en
Uruguay, donde poco a poco, debido a los hechos que ocurrieron entre 1958 y el fin de la década de los 1970s, la
población fue ganada por el fanatismo y el dogmatismo. Para en cristiano como el pastor Castro, la cuestión era
cómo mantener vivo el espíritu de reconciliación (2 Cor. 5:11-6:13). A medida que los hechos agravaban el
ambiente, era cada vez más difícil mantener vivo el ministerio de reconciliación. Las fuerzas de la reacción
apelaron a medios cada vez más violentos para acallar las voces, como la de Emilio Castro, que buscaban
justicia y paz, señales del Reino de Dios. Durante los años 1960 - 1972 las posiciones de derechas se reforzaron.
Fue difícil defender los derechos humanos y las libertades del pueblo. Uruguay no fue una excepción: Brasil,
Chile, Bolivia, Argentina y otras naciones latinoamericanas sufrieron el asalto de la reacción. Emilio Castro, a
pesar de su firme actitud no violenta, fue atacado por grupos antidemocráticos. La tortura fue aplicada en forma
creciente. Hubo desaparecidos. Los templos de algunas comunidades evangélicas fueron dañados por aquellos
que rechazaban la libertad y la justicia.

En 1973, las amenazas a Emilio Castro y a su familia llegaron a situaciones muy peligrosas, insoportables. El
pastor Castro tuvo que exiliarse con los suyos. El Consejo Mundial de Iglesias, que lo invitó repetidas veces a
formar parte de su personal ejecutivo, lo designó Director de la Comisión de Misión Mundial y Evangelización.
Philip Potter, que fue el antecesor de Emilio Castro, fue elegido para la Secretaría General del CMI. La
orientación que ambos -Potter y Castro- dieron a los programas sobre la misión combinó el testimonio evangélico
con el mensaje liberador de defensa y promoción de los derechos humanos y la justicia. Emilio Castro y Philip
Potter fueron apasionados protagonistas del movimiento ecuménico. Potter (1921), refiriéndose a la misión,
recordó palabras que siempre tuvieron eco favorable en el pensamiento de Emilio Castro. Recordó el inicio del

173
Salmo 24: ―De Dios es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan‖. Es una convicción
fundamental sobre la misión, que pone de relieve la acción ecuménica. El ecumenismo y la misión buscan el
diálogo y la comunión entre las iglesias, las diferentes religiones y las naciones.

Emilio Castro dio testimonio de esta orientación de su espíritu a través de modos concretos y diversos: durante
sus años mozos fue dirigente de movimientos ecuménicos. Al volver a Montevideo, después de haber servido en
Trinidad y La Paz, ocupó la presidencia de la Fraternidad de Cristianos y Judíos (1957 - 1966). Entre las varias
responsabilidades que asumió a nivel internacional, debemos mencionar la vice Presidencia de la Conferencia
Cristiana por la Paz, además de haber sido miembro de su Comité de Trabajo. En América Latina fue asesor de
la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes (FUMEC). En 1964 fue designado Secretario General de
UNELAM (Comité por la Unidad Evangélica en Latino América), posición que tuvo en Montevideo hasta la fecha
de su exilio en Ginebra en 1973. No es posible dejar de tener en cuenta la función que desempeñó a través de
todo el proceso que llevó a la creación del Consejo Latino Americano de Iglesias (CLAI). Estuvo involucrado en
muchas otras entidades ecuménicas: ya hemos mencionado su responsabilidad de Director de la Comisión de
Misión y Evangelización del Consejo Mundial de Iglesias (1973 - 1984).
En 1985 fue elegido Secretario General del Consejo (CMI), siendo responsable del mismo hasta 1993.
Siempre, a través de esta trayectoria, consiguió expresar su espíritu ecuménico, su entrega a la reconciliación, su
pasión por la defensa y la promoción de los derechos humanos, su amor a la libertad.

Hay muchas otras expresiones de los dones que Emilio Castro recibió de Dios. Entre ellas, hay una que
sobresale: su interés permanente y el compromiso por que se reconociese y valorase el trabajo y el papel de las
mujeres en la vida de la Iglesia, particularmente en el movimiento ecuménico y en la sociedad. Esta atención de
Emilio Castro se manifestó en América Latina. Aun recuerdo la reunión conjunta de organizaciones ecuménicas
que tuvo lugar en Piriápolis, Uruguay (Diciembre 1967: ULAJE, CELADEC, el Sector femenino de UNELAM, e
ISAL): invitó a participar a Brigalia Bam, que dirigía el trabajo sobre ―Mujeres en la vida de la Iglesia‖ del Consejo
Ecuménico. De este modo, Emilio hizo un lugar para las mujeres.

El 6 de abril de 2013, Óscar Bolioli, Presidente de la Iglesia Metodista en Uruguay, me telefoneó para compartir la
triste noticia de la muerte de Emilio Castro. La presencia física del amigo y pastor y no nos acompaña.
Guardamos su preciosa memoria, que continúa desafiándonos a comprometernos siempre más en la misión de
Dios, en el movimiento ecuménico, con un sentido de justicia, paz y libertad. Emilio será siempre el mismo:
―Genio y figura, hasta la sepultura‖.

174
EN LOS 50 AÑOS DE ISAL (UNA ENTREVISTA) (2011)
Leopoldo Cervantes-Ortiz

I glesia y Sociedad en América Latina (ISAL) fue un movimiento muy importante en la historia del ecumenismo.
Organizado en 1961, representó el despertar de la conciencia social para muchas comunidades protestantes
del continente, además de que contribuyó al despertar teológico de las iglesias llamadas ―históricas‖. A medio
siglo de sus inicios, el teólogo metodista uruguayo Julio de Santa Ana, ex dirigente de ISAL, fue invitado a evocar
esos años de lucha. He aquí sus respuestas.

¿Qué recuerdos conserva acerca de los inicios de ISAL, del contexto histórico y sociopolítico de la época y de
cómo surgió la idea de gestar ese movimiento?
La década de los años ‗50 estuvo teñida por un fuerte tono de optimismo: en lo político, en lo que se refiere a las
iglesias (en lo religioso), en literatura. Es un lapso durante el que se debilitaron claramente los gobiernos
populistas, nació la idea (¿ideología?) del ―Tercer Mundo‖, se hizo sentir el impacto del movimiento ecuménico, la
identidad protestante se fortaleció en América Latina, se convocó el Concilio Vaticano II, la revolución cubana
ganó muchas conciencias jóvenes... También hubo hechos y procesos dolorosos, pero cuando pienso en los
acontecimientos que se relacionaron con lo que se llamó ISAL a partir de 1961, el impacto es positivo.
Hay varias líneas que convergen en la decisión de tener un programa de ―iglesia y sociedad‖ en
Latinoamérica: el movimiento ecuménico en América Latina (ULAJE, FUMEC), el programa desarrollado por el
Departamento de Iglesia y Sociedad del Consejo Mundial de Iglesias (CMI); entre 1956 y 1960 hubo varias
reuniones internacionales, incluso en América Latina, que culminaron en la Conferencia de Salónica en 1960, a la
que asistieron algunos de los que se interesaban por la ―renovación de la Iglesia‖. En 1960 tuvo lugar la
Conferencia sobre ―Vida y Misión de la Iglesia‖ en Estrasburgo. Recuerdo que una noche, en torno de una mesa
tomando un buen Riesling, convocados por Paul Abrecht (Secretario del CMI y responsable del programa sobre
―Las Iglesias y los rápidos cambios sociales‖), algunos latinoamericanos que habíamos ido a la ciudad renana
(Luis Odell, José Míguez Bonino, Emilio Castro, un servidor) nos reunimos y Abrecht nos lanzó la idea de llevar a
cabo una ―consulta‖ de carácter latinoamericano. La discutimos y ahí tomó forma la ―1ª Consulta Latinoamericana
de Iglesia y Sociedad‖. La misma se realizó un año después en Huampaní, lugar donde hay un Centro de
Conferencias, cercano a Lima.

¿Qué papel desempeñó Richard Shaull? ¿En qué sentido puede decirse que él fue la inspiración del movimiento?
El papel de Shaull en la Consulta y durante los primeros años de ISAL (cuya formación fue decidida en la
Consulta de Huampaní) fue decisivo y muy importante —junto con el de Luis Odell, pero en otro nivel: Shaull era
un teólogo muy valioso, en tanto que Odell tenía el genio de la administración y el sentido de las acciones
necesarias, además de ser un convencido militante en el movimiento ecuménico. Shaull era una personalidad
carismática que ejercía una influencia muy grande sobre los jóvenes. Apenas formado en el Seminario, la Junta
de Misiones de la Iglesia Presbiteriana de EU lo envió a Colombia. Shaull se involucró claramente en el proceso
que se vivía en ese país, hasta el punto de que su existencia corrió peligro. En 1948 tuvo lugar el ―bogotazo‖. La
Iglesia Presbiteriana lo sacó de Colombia. Entre 1949 y 1952 Shaull terminó su doctorado en teología en
Princeton (bajo la supervisión de Paul Lehmann y Reinhold Niebuhr). Hubo una discusión sobre si debía ser
enviado a Chile o Brasil. A fines de 1952 fue nombrado Profesor de Historia de la Iglesia en el Seminario de
Campinas, al servicio de la Iglesia Presbiteriana de Brasil.
Shaull fue uno de los teólogos que introdujeron el pensamiento de Bonhoeffer en Latinoamérica (otros
fueron José Míguez Bonino, Emilio Castro, Valdo Galland: todos relacionados con la FUMEC). Algunos de
nosotros, estudiantes de teología por aquellos tiempos (algunos en Buenos Aires, otros en Campinas, también en
Matanzas, Cuba), sentíamos entusiasmo cuando Shaull ejercía su docencia. Sin embargo, el carisma de Shaull
para nosotros era indiscutible cuando, luego de analizar el contexto que prevalecía en el mundo y en nuestras
situaciones particulares, planteaba preguntas que llevaban a la reflexión teológica. Ésta, en su caso, no era una
repetición del discurso liberal o del fundamentalismo protestante. Si bien la influencia de Bonhoeffer era evidente,
el pensamiento de Shaull no caía en el error de buscar crear un entorno similar al que existía en Alemania en
tiempos de Hitler. De acuerdo con la interpretación de Shaull, el pensamiento de Bonhoeffer era vital, y consiguió

175
ser fermental, por aceptar el reto del mundo real (que podía ser conocido y analizado por las ciencias sociales, la
economía, la antropología y los instrumentos que podíamos aplicar a partir del pensamiento político). No se
trataba de un ―deber ser‖ ideal, abstracto, sino de una trama cuyas contradicciones nos desorientan al mismo
tiempo que reclaman nuestra acción, nuestro empeño, nuestro compromiso, para superarlas.
El pensamiento de Shaull superaba, al mismo tiempo, al pietismo y al dogmatismo. Reclamaba (tanto para
sí mismo, como a los jóvenes que en Brasil y en otras partes de América Latina, teólogos en formación y
estudiantes en otras disciplinas que participaban en grupos del Movimiento Estudiantil Cristiano) encarnarse en el
mundo, asumir —como lo hizo Jesús— el duro juicio del proceso de la realidad, y afirmar la esperanza de que el
sufrimiento y dolor no son definitivos. Tratando de caracterizar su reflexión, puedo decir que es una actitud
cristiana radical. Es pensamiento y acción que se ponen en relación.
Siguiendo esta línea Shaull es un mentor indiscutido de los jóvenes evangélicos que militaron en ISAL.
Ese aspecto de su liderazgo se ejerció durante los primeros años de la existencia del Movimiento. Es importante
recordar que la Iglesia Presbiteriana de Brasil, dominada por el fundamentalismo en lo teológico, al mismo tiempo
que un pietismo anacrónico era evidente en sus planteos éticos, no soportó la docencia de Shaull. Fue expulsado
del Seminario de Campinas, rechazado por las autoridades eclesiásticas cuando presentó su candidatura para
ser catedrático en el Seminario del Nordeste; esos fueron hechos determinantes para que Shaull dejase su
ministerio en América Latina. El golpe de estado que el ejército brasileño dio a fines de marzo de 1964, llevó a los
militares en el poder a que lo declarasen persona non grata. Su influencia sobre los grupos de ISAL continuó
hasta 1966 (Consulta de Iglesia y Sociedad en El Tabo, Chile, y sobre todo la Conferencia Mundial de Iglesia y
Sociedad en Ginebra). En 1965 Shaull fue nombrado profesor en el Seminario Presbiteriano de Princeton. Por
ese tiempo Shaull entendía que las comunidades cristianas tenían que ser pequeñas y actuar como símbolo del
Reino. Es posible decir que ese papel simbólico era subrayado por Shaull. Los jóvenes que participaban en ISAL
eran más radicales: buscaban la participación y la educación popular. A partir de la reunión de ISAL en Piriápolis,
Uruguay, que tuvo lugar en diciembre de 1967 (reunión que se llevó a cabo junto con encuentros organizados por
UNELAM, CELADEC y ULAJE), estos elementos —a los que se tiene que agregar el gran aporte de Rubem
Alves en el plano de la reflexión teológica: la teología de la liberación— definieron el pensamiento y la acción del
movimiento.

¿Cuáles fueron los marcos teóricos teológicos, filosóficos y sociológicos de ISAL en sus comienzos? ¿Cambiaron
a medida que pasó el tiempo?
ISAL tuvo una vida breve. Como partícipe de la corriente que en términos generales podemos llamar ―cristianismo
social‖, los 15 años de su historia reflejan el proceso vivido por las vanguardias latinoamericanas. O sea, insisto,
ese periodo fue vivido como una línea. En el campo teológico, se puede advertir que, siguiendo a la Consulta de
Huampaní y a la fundación de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad (196l), prevaleció una tendencia
barthiana, neo-ortodoxa. Ella se presentó con diversos matices. Esta orientación comenzó a ser criticada por
quienes entendieron —siguiendo el pensamiento de Shaull— que las formulaciones que tomaban en cuenta el
proceso de secularización y la ―muerte de Dios‖ eran más pertinentes para las comunidades cristianas de
vanguardia que la teología barthiana. Como se respondió a la pregunta anterior, Bonhöffer (sobre todo sus cartas
y otros escritos redactados en prisión, reunidos bajo el título Resistencia y sumisión) mostraba el camino. Esto se
advierte en ISAL desde 1964-1965; en la reunión de El Tabo (enero de 1966) se produjo la discusión entre
Míguez Bonino y Castro (barthianos) y Shaull, Joaquim Beato, Hiber Conteris, etcétera (bonhoefferianos). La
inclinación a continuar en los pasos del teólogo mártir se advirtió en ocasión de la Conferencia Mundial de Iglesia
y Sociedad organizada por el CMI en 1966. Se llegó a hablar de una ―teología de la revolución‖, puesto que el
proceso revolucionario marcaba la historia latinoamericana. Sin embargo, entre los militantes que participaban en
la lucha por cambios estructurales fundamentales fue tomando forma una orientación teológica nueva: la teología
de la liberación. Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez, Hugo Assmann, Juan Luis Segundo, José Comblin, Leonardo
Boff, fueron algunos de los pensadores que comenzaron, de diversas maneras, a recorrer este camino.
¿Qué distingue a la ―teología de la revolución‖ de la que se construye a partir de la práctica de la
liberación? Para decirlo de manera breve: la ―revolución‖ es un tópico, un asunto al que la reflexión teológica
contribuye a plasmar. La liberación es una práctica, en cuyo proceso los integrantes de las comunidades de fe
que participan en los movimientos de liberación reflexionan continuamente, reconstruyendo el pensamiento que

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se pregunta sobre Dios, el significado de Jesús como Salvador, el Espíritu Santo, la salvación, el pecado, la
redención, la comunidad cristiana (eso que llamamos ―iglesia‖). En la teología de la revolución importa la
ortodoxia revolucionaria; en la teología de la liberación la praxis revolucionaria es el punto de partida, al que se
vuelve una y otra vez. Como lo dicen los teólogos de la liberación, la teología es ―un acto segundo‖; lo que le
interesa es la ―ortopraxis‖.
La opción de ISAL por la teología de la liberación fue clara desde la reunión de Piriápolis, Uruguay
(diciembre de 1967). Rubem Alves fue el principal articulador de esta manera de pensar. Este tipo de
pensamiento no fue resultado de ninguna genialidad de los teólogos mencionados. Fue expresión de un
sentimiento generacional. Me animo a dar un ejemplo contando una anécdota: cuando se celebró en 1969 una
consulta organizada por Sodepax (organismo conjunto del Vaticano y el CMI, que intentaba plasmar el desarrollo
y superar la pobreza), fueron invitados a participar Gustavo Gutiérrez y Rubem Alves. Ambos no se conocían,
nunca habían hablado el uno con el otro. Ocuparon la misma habitación del Centro de Encuentros de Cartigny,
lugar muy cercano a Ginebra. Los organizadores les pidieron, por separado, que reflexionaran teológicamente
sobre el tema de la reunión. ¡Cuál no sería la sorpresa de todos al constatar que tanto Alves como Gutiérrez
convergían totalmente en la exposición de su pensamiento! No eran los únicos que tenían ese discurso; ellos —
junto con otros teólogos, católicos y protestantes— dieron testimonio de compartir una misma manera de hacer
teología porque la práctica a partir de la cual elaboraban su pensamiento era la de comunidades que se
comprometieron por la liberación de los oprimidos de América Latina.
La comprensión de la situación social latinoamericana, por parte de los grupos de ISAL, indicaba una
realidad contradictoria que daba lugar a injusticias flagrantes, a las que tienen que enfrentar quienes desean dar
un testimonio del Reino de Dios. Contradicción entre ricos y pobres, entre dominadores y dependientes
condenados a someterse, entre mujeres y hombres, entre una minoría que vive en la opulencia y mayorías
explotadas. Contradicciones que motivan la insatisfacción de las masas, en particular de los indígenas y de los
descendientes de quienes fueron traídos a América en el período colonial para servir como mano de obra
esclava. Los grupos de ISAL y otros (constituidos por una mayoría de católicos, y los que no confesaban una fe
religiosa particular), entendieron que debían buscar cambiar esta realidad contradictoria. Algunos procuraron
hacerlo a través de la lucha armada, otros mediante programas de educación popular de concienciación, otros
por los caminos del arte popular. La situación social latinoamericana desafiaba a una acción consecuente. Los
grupos de ISAL optaron porque la misma tuviera dos notas principales: la educación popular y la participación en
los movimientos populares. No se llegó esta posición como resultado de consecuencia de una definición
dogmática, sino como un proceso que tuvo como referencias principales la práctica social y política, por un lado,
y el análisis sociológico por el otro.
La primacía de la práctica fue definiendo el pensamiento de ISAL. Mas era una práctica sometida a crítica.
Como ya se ha dicho, las contradicciones del proceso social tenían que ser superadas. Esto significaba que
muchas veces eran corregidas. En otras, si la práctica abría sendas que permitían acciones y reflexiones que
llevaban a consolidar y hacer avanzar a los grupos populares, era confirmada. La práctica era válida en tanto se
podía establecer una relación dialéctica con la realidad circunstancial, que se entendía como proceso. Hegel,
Marx y Gramsci son tres filósofos que marcaron con claridad la evolución seguida por el movimiento. Esto no
quiere decir que ISAL llegase a ser un movimiento marxista. Es evidente que los miembros de los grupos de ISAL
fueron progresistas, comprometidos en la lucha de clases que se daba en América Latina, pero no todos fueron
―marxistas‖. Basta recordar el movimiento ―Cristianos por el Socialismo‖, en el que militaron muchos miembros de
ISAL. En él todos sus adherentes luchaban por el socialismo, pero éste era comprendido de diversos modos.
Entre éstos, hay que tener en cuenta los aportes de varios pensadores y comunidades cristianas (recuerdo, al
pasar, el interesante librito que André Biéler escribió sobre el tema).
No obstante, es necesario reconocer que Karl Marx ha sido quien contribuyó de manera especial a aclarar
cuestiones de gran importancia sobre el socialismo, a la vez que profundizó el conocimiento del capital agrario-
exportador y sobre todo del capital industrial. Hizo también análisis sobre el capital financiero. Sin embargo, no
previó el desarrollo virtual de los diversos aspectos relacionados con las finanzas, que plantean actualmente
aspectos muy sorprendentes. El estudio del pensamiento de Marx permitió, a los grupos de ISAL, ganar
posiciones sólidas entre las izquierdas latinoamericanas. Quiero ser claro en este punto: se trató de una lectura y
análisis de Marx que intentó ser crítica. No se puede decir que haya sido una repetición dogmática del

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pensamiento marxista. Un ejemplo muy famoso de este pensamiento dogmático fue el libro de Martha Harnecker,
pensadora chilena que vivió la mayor parte de su existencia en Cuba: su interpretación de Marx fue muy
influyente sobre las izquierdas latinoamericanas. En cambio, las referencias de ISAL a Marx, Engels, Lenin,
Trotsky, Gramsci, se caracterizaron por el carácter crítico que las motivaba y animaba.
Para resumir lo que deseo decir: el pensamiento de ISAL tuvo sobre todo en cuenta las contradicciones de
la sociedad latinoamericana, que reflejaban los conflictos materiales e ideológicos que sacudían la vida de
nuestros países. Teniendo en cuenta el punto de vista resultante de una práctica que buscó participar en las
luchas populares, las diversas corrientes de pensamiento que convergían en ISAL (en los institutos de formación
que organizaba, en los aportes de la revista Cristianismo y Sociedad, en otras publicaciones que dio a conocer
especialmente a través de la Editorial Tierra Nueva, etcétera), la contribución de ISAL en el plano de la educación
popular por la justicia social (inspirada en la pedagogía de Paulo Freire), se percibió de modo cada vez más claro
el impacto de una comprensión crítica de la obra de Karl Marx.
Lo que ocurrió tuvo un ritmo muy acelerado. No fue ISAL quien apuró el proceso. Fue una transición muy
rápida en la que se produjeron enfrentamientos que hacían mudar las posiciones de quienes militaban en los
diversos grupos. Por cierto, en este breve lapso, ISAL sufrió varias transformaciones. Quiero referirme a una de
ellas: a la relación con las iglesias institucionales. ISAL nació en 1961, en la Consulta de Iglesia y Sociedad, para
asistir a las instituciones eclesiásticas en sus esfuerzos por dar un testimonio en el campo social latinoamericano.
Se pensó que ISAL debía estar al servicio de las iglesias institucionales. Esa relación armónica sólo fue una
intención de los primeros dos o tres años de la vida de ISAL. La situación llegó rápidamente a la confrontación.
En Piriápolis (1967) se afirmó que ISAL estaba llamada a ser una ―institución secundaria‖: no debía ser
vanguardia revolucionaria ni eclesial. Su tarea podía compararse a la del mosquito, que pica y perturba
constantemente a los animales grandes, para que éstos mantengan su ser. Por otro lado, los programas de
participación popular y los de educación popular podrían contribuir para la renovación de la acción de las
izquierdas, sobre todo a mantenerse en relación con las masas.
ISAL fue considerada, especialmente por las iglesias, como un organismo que molestaba. Los dirigentes
de las iglesias evangélicas, que se interesaban por el movimiento ecuménico, no veían con simpatía la evolución
de Iglesia y Sociedad. En julio de 1969, en Buenos Aires, el organismo provisional por la unidad evangélica en
América Latina (UNELAM, a partir de cuya acción nació el Consejo Latinoamericano de Iglesias) organizó la III
Conferencia Evangélica Latino Americana. ISAL, bajo la dirección de Rubem Alves, elaboró un documento con la
intención de que fuera discutido por la III CELA. Hubo delegados que rechazaron el documento, que no lo
aceptaron. Lo consideraron ―subversivo‖. Se llegó a un compromiso: en la gran sala de reuniones se dispuso una
mesa donde se apilaron los documentos de ISAL; los delegados y los visitantes pudieron conseguirlo, pero no fue
recibido oficialmente por la Conferencia. Las relaciones entre las iglesias e ISAL, que ya eran tensas, se
deterioraron aún más en lo teológico.

¿Qué reacciones tuvieron por parte de las iglesias y seminarios protestantes en América Latina?
En la respuesta a la pregunta anterior está implícita la posición de la mayoría de las iglesias evangélicas y de los
seminarios protestantes frente a ISAL. Algunas iglesias asumieron oficialmente actitudes represoras, de
colaboración con las autoridades militares que habían llegado a gobernar en la mayoría de los países de la
región. Llegaron a denunciar claramente a miembros de ISAL. Por ejemplo, la Iglesia Presbiteriana de Brasil tuvo
esta actitud con varios de sus pastores y miembros, sobre todo con Rubem Alves. De igual manera, la mayor
parte de los seminarios teológicos evangélicos asumieron una actitud crítica ante ISAL. Peter Wagner fue un
misionero estadunidense que organizó una reunión en Cochabamba, Bolivia, para atacar a ISAL, y a Rubem
Alves en particular. Algunos docentes, liberales y respetuosos, fueron la excepción: llegaron a invitar a miembros
de ISAL para que expusiesen las convicciones teológicas del movimiento (Joachim Held, José Míguez Bonino,
Federico Pagura). A medida que se advertía la solidez de los programas, del pensamiento, y sobre todo de la
militancia revolucionaria de los miembros de ISAL, algunos seminarios se abrieron a ISAL.

El primer encuentro ―oficial‖ de ISAL fue en Huampaní, Perú. ¿Por qué razón se escogió ese lugar?
Creo que la decisión de reunirse en Humapaní, cerca de Lima, Perú, se tomó porque las comunicaciones eran
buenas. Además, en 1961, Perú tenía relaciones con todos los países de América Latina, inclusive con Cuba. No

178
me parece que el movimiento fuera más bien ―rioplatense‖. En 1961 el protestantismo ecuménico se hacía notar
en Brasil (por ejemplo: en 1962 se programó la Conferencia ―Cristo y el Proceso Revolucionario Brasileiro‖),
también en Cuba.

ISAL fue integrado por pensadores protestantes. ¿Eso fue algo deliberado o por otras razones? ¿Hubo
invitaciones a teólogos católicos para sumarse al proyecto?
La adhesión de ISAL al movimiento ecuménico no se limitó a las iglesias evangélicas o al CMI. En la historia de la
FUMEC en América Latina hay un antecedente que me parece muy importante: la Conferencia de Estudiantes
Cristianos que tuvo lugar en Cochabamba en 1955 (cuando Valdo Galland pasó de Uruguay, América del Sur, a
la Secretaría General Adjunta en Ginebra. Fue también el momento en que Mauricio López fue secretario de la
FUMEC para Latinoamérica. En esa Conferencia participaron, entre otros, José Míguez Bonino, Samuel Silva
Gotay, Roberto Ríos, Emilio Castro, etcétera). Allí se afirmó claramente que no puede haber ecumenismo si éste
se restringe a los evangélicos únicamente. Esto es particularmente válido en el caso de América Latina.
La constitución de ISAL fue en un principio exclusivamente protestante. Las razones que obraron para que
surgiera el movimiento Iglesia y Sociedad fueron varias. Sin pretender dar una lista exhaustiva tengo la fuerte
impresión que en primer lugar hay que tener en cuenta las de carácter institucional. Por un lado, ―Iglesia y
Sociedad‖ era una Secretaría con un programa importante del CMI. Éste lanzó la idea y financió la Consulta de
Huampaní, y además respaldó con fuerza los primeros pasos de La Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad.
Por otro lado, a la reunión de Huampaní fueron invitadas las Federaciones de Iglesias y Concilios. Otras
entidades que participaron fueron organismos ecuménicos. Es posible decir que hasta 1964 ISAL fue una
expresión de un protestantismo ecuménico que reconocía la enjundia del protestantismo europeo. Vale la pena
insistir que, bien que ecuménico, se trata de una versión protestante. Las marcas del protestatismo clásico son
parte de ISAL: sola gratia, sola fide, sola Scriptura, el sacerdocio universal de los creyentes, y —siguiendo a Paul
Tillich— el ―principio protestante‖ que da testimonio de la soberanía de Dios.
Ya mencioné a la posición de la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos (FUMEC), que a partir de la
reunión latinoamericana de Cochabamba señaló que el ecumenismo, en América Latina, no se limita a las
Iglesias Evangélicas. La historia de América Latina no se entiende sin la Iglesia de Roma. José Míguez Bonino,
Valdo Galland y Mauricio López fueron algunos de los que una y otra vez reiteraron esta posición. Resalto la
posición de Mauricio; intelectual muy respetado, conocido en círculos culturales de vanguardia. Fue artífice de la
Conferencia de Ginebra, a la que se invitó a católicos romanos de América Latina (José Claudio Williman de
Uruguay, Héctor Borrat también de Uruguay, Luiz Alberto Gomes de Souza, Luiz Eduardo Wanderley y Cándido
Mendes de Almeida de Brasil). Desde 1966, ISAL se benefició con la participación de católicos romanos. El
aggiornamento del Concilio Vaticano II se había puesto en marcha y en Latinoamérica tuvo especialmente una
gran resonancia en la 2ª Conferencia del episcopado católico, que se llevó a cabo en Medellín, Colombia (1968).
El camino seguido por ISAL fue jalonado desde el protestantismo clásico, pasando por la polémica hasta llegar al
diálogo con los católicos y participar unidos en la misión de Dios. Otros organismos ecuménicos latinoamericanos
también participaron en esa tendencia: ULAJE, FUMEC, etcétera. Los católicos que se sumaban al proyecto lo
hacían por propio interés, o por haber sido invitados. Puede decirse lo mismo de otros participantes
(intelectuales, políticos como Sergio Bagú, Enrique Iglesias, Manuel Castells) que no eran cristianos.

¿Podría señalar algunas etapas en los más de diez años que duró el movimiento?
Pienso que algunas de esas etapas en la breve historia de ISAL fueron:

 1961-1964: Fundación y principios de la organización de la Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad.


Luis E. Odell ocupa la Secretaría General. Énfasis del trabajo de la Junta: Institutos de Formación;
Profundización del tema: ―La responsabilidad social del cristiano‖ Fe e Ideologías (grupo de trabajo).
Publicación de la revista Cristianismo y Sociedad. Aproximación a grupos de intelectuales marxistas.
 1965-1967: Énfasis en la práctica. Grupos de ISAL se involucran en programas de Educación Popular
inspirados en el pensamiento y la práctica de Paulo Freire, que en ISAL tuvo su mejor abogado en la
persona de Jether Pereira Ramalho. En el campo de la reflexión teológica, después de un breve lapso
en el que el pensamiento de Shaull fue dominante, en torno al tema de la ―teología de la revolución‖, el

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pensamiento de Rubem Alves pasó a ganar posiciones en torno a ―la teología de la liberación‖. Leopoldo
Niilus (luterano, de Argentina) sucede a Luis Odell en la Secretaría General. Consulta de Piriápolis.
 1968-1969: ISAL se define como grupo intermedio entre la iglesia y la sociedad. Es como ―el mosquito‖
que, con sus pinchazos, no deja tranquila ni a la sociedad, y sobre todo a la Iglesia. 1969: Leopoldo
Niilus es invitado a ser Director de la Comisión de la Iglesias de Asuntos Internacionales (CCIA). Julio de
Santa Ana es elegido como secretario general de ISAL. Se da prioridad a la educación popular. Instituto
con Paulo Freire en Santiago de Chile. Inicio del programa ―Educación para la Justicia Social‖ (EPJS).
La publicación de ISAL, Cristianismo y Sociedad, está al frente de esta tendencia. En lo teológico, ISAL
es vanguardia y profundiza su reflexión en torno a la teología de la liberación. 1969: 3ª CELA. Las
Iglesias Evangélicas rompen con ISAL. ISAL Bolivia desempeña un papel protagónico en las luchas
sociales de ese país. Sus dirigentes son exiliados, pero a los pocos días el pueblo exige el regreso. La
Asamblea Popular de Bolivia se constituye en torno al movimiento ISAL. El grupo relacionado con la
Comisión de Misión Mundial y Evangelización (CWME) del CMI llega a ser un programa de ISAL. Cuenta
con bastante dinero y asume posiciones muy radicales que llegan a extremos teológicos. Recibe el
nombre MISUR (―Misión Rural y Urbana en América Latina‖). Oposición ideológica ISAL-MISUR.
 1971-1972: La práctica de los grupos de ISAL exige que, junto con la educación popular, se acepte la
participación popular, como prioridad en el programa de ISAL. Julio de 197l: Consulta de Ñaña, donde
se ratifica esa opción. Edmundo Desueza es elegido presidente de ISAL. Se intensifica la contradicción
con MISUR. La lucha liberación vs. opresión es muy intensa. En abril de 1972 se lleva a cabo en
Santiago de Chile la reunión latinoamericana de ―Cristianos por el Socialismo‖. Julio de Santa Ana (que
fue prisionero de las Fuerzas Conjuntas en Uruguay)) deja la secretaría general. Óscar Bolioli (metodista
de Uruguay), Juan Ramón Carbajal (católico de República Dominicana) y Pedro Negre (jesuita de
Bolivia) son designados en su lugar.
 1973-1975: ISAL pasa gradualmente a ser perseguida. Sus grupos entran en la clandestinidad. En 1975
pasa a llamarse Acción Social Ecuménica Latinoamericana (ASEL).

Reconozco que es muy esquemática la periodización presentada. A pesar de la breve historia de ISAL, los
años que vivió fueron caracterizados por una gran intensidad, Los ―periodos‖ no se distinguen de una manera
nítida; muchas veces se superponen, se entretejen mientras van transcurriendo. Además, sería necesario poner
de relieve la relación (dialéctica, en la mayoría de los casos) que existió entre historia secular del mundo, de la
región latinoamericana, de las Iglesias y del propio movimiento. No obstante, en la periodización que traté de
articular se mencionan algunos grandes hechos.
Para terminar este punto, hay una cosa que no se tiene mucho en cuenta, pero que es como el hilo de
Ariadna que une los diversos momentos que vivió ISAL. Se trata de lo siguiente: en 1961, cuando se fundó la
Junta Latinoamericana de Iglesia y Sociedad, por lo general, los evangélicos padecían un sentimiento de
inferioridad. Querían ser tomados en cuenta en las diversas sociedades latinoamericanas, no solo en virtud de
una ―actitud ética clara‖, sino también por sus rasgos culturales. ISAL (antes lo había sido La Nueva Democracia,
la publicación dirigida por [Alberto] Rembao, que consiguió cierta notoriedad, aunque no llegó a la altura de
Cristianismo y Sociedad), desde su fundación, consiguió esta notoriedad intelectual. Sin embargo, en el ambiente
intelectual de nuestros países persistían dudas: los intelectuales latinoamericanos se distinguieron por ser críticos
de Estados Unidos.
Los intelectuales protestantes también lo fueron, por lo menos en su postura ideológica. A través de sus
10 años de historia, ISAL dio testimonio de esa clara posición en el plano de las ideas. Pero, sobre todo, fue la
práctica de ISAL (la teología de la liberación, la educación popular orientada por Paulo Freire, la participación
popular en partidos, movimientos y la presencia confiable) la que le otorgó la confianza que buscaron los
intelectuales que militaron en ISAL.

¿Cómo influyó ISAL y derivó después en la más difundida ―teología de la liberación‖ de corte más bien católico?
¿Se hizo explícita esa influencia en algún momento? ¿Qué semejanzas o diferencias establecería entre ISAL y la
TL?

180
Hay tres cosas que, en mi opinión, deben tenerse en cuenta. Primero, luego de la guerra mundial (1939-1945) las
iglesias (especialmente la Iglesia Católica, pero también algunas evangélicas) entendieron que debían enviar a
hacer estudios de posgrado en Europa a algunos de los estudiantes que se destacaron en sus años de formación
básica. Esta decisión fue muy positiva para la renovación del pensamiento latinoamericano. Desde la década de
los años ‗50 surge una nueva generación de teólogos. Algunos de ellos (Míguez Bonino, Rubem Alves, el mismo
Richard Shaull), aunque siguieron sus estudios en Estados Unidos, lo hicieron en instituciones que seguían la
orientación dominante en Europa.
Segundo, el Consejo Mundial de Iglesias (fundado en 1948) y la convocación del Concilio Vaticano II, son
instituciones que dieron una gran fuerza al movimiento ecuménico. Y, tercero, ―la liberación‖ es un proceso que
afecta a todos los seres humanos, a todas las culturas, a todas las sociedades. La ―liberación‖ no es católica ni
protestante. Cuando, en América Latina, se comenzaron a criticar las propuestas de ―desarrollo‖ (el
desarrollismo) surgieron prácticas y reflexiones que pusieron énfasis en la ―liberación‖, que es entendida en tres
niveles: el socio-económico, el humano, y el teológico. Ninguna confesión religiosa puede pretender poseer el
monopolio de la comprensión de la liberación. Rubem Alves, Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo
Assmann, Leonardo Boff, José Míguez Bonino, Enrique Dussel, son algunos de los‖teólogos de la liberación‖ que
tuvieron una relación muy estrecha con ISAL.
Hubo influencia de unos sobre otros. Reitero: fue una generación que pensó en la liberación. El
pensamiento sobre la liberación desde un punto de vista teológico fue expuesto por Rubem Alves, Gustavo
Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, Pablo Richard, Míguez Bonino, Leonardo Boff y otros: todos ellos
fueron participantes en ISAL, en mayor o menor grado.
Cada teólogo tiene su característica propia, que marca su modo de hacer teología. En el caso de los
teólogos de la liberación, el elemento que me parece más importante es la práctica. Rubem Alves se distinguió
por una práctica intelectual en el marco de la universidad. Gustavo Gutiérrez por su reflexión a partir de la acción
radical de estudiantes en Lima. Segundo por una práctica que lo condujo a hacer las preguntas más penetrantes
(cf. su libro Liberación de la teología, entre otros). Boff, que recibió una formación franciscana, sigue una línea de
pensamiento panenteísta. Míguez Bonino se hace notar por discutir el concepto de la liberación y las prácticas
libertadoras en diálogo con las grandes corrientes intelectuales contemporáneas. Hugo Assmann da prioridad,
sobre todo en sus últimos libros, a la relación entre liberación y educación.

A 50 años del comienzo de ISAL, ¿cree que todavía su mensaje es vigente hoy después del llamado ―fracaso del
socialismo real‖ y la presencia de un mundo globalizado? ¿Cuál es ese mensaje y desafío?
Hay un problema que se plantea cuando se enuncian las grandes tendencias teológicas. Problema que es una
amenaza y un peligro para toda teología: que se transforme en una dogmática. En estos casos, el ―espíritu deja
de soplar donde quiere‖, abandona la libertad. Este es un riesgo permanente de la teología. En el caso de la
teología de la liberación se manifiesta cuando el discurso de los años 1960 se sigue repitiendo. Hace 50 años las
prácticas liberadoras exigían que la fe (―en búsqueda de la eficacia‖, según la formulación feliz de José Míguez
Bonino) se planteara la opción de la lucha armada. Hoy nos encontramos desorientados, viviendo una brutal
transición, que en términos de Karl Marx nos sacude, y deja perplejos. En un modo semejante al siglo XVIII,
cuando el capital agrario exportador fue reemplazado por el capital industrial, que durante dos siglos dominó la
cultura y la economía del planeta, en la actualidad vivimos estamos comenzando a vivir bajo la dominación del
capital financiero.
Es evidente que el mundo ha cambiado. En consecuencia, el discurso teológico —si aspira a tener vida, a
confirmar la fe de las comunidades— ha de cambiar. Quizá, un problema no sea el ―fracaso del socialismo real‖,
sino qué socialismo nos puede ayudar a confrontar esta ―mundialización/globalización‖ que con otros medios de
producción nos hace cambiar el pensamiento. Hoy, no estamos dominados por la industria, sino por el dinero,
que –como escribió Marx en Das Kapital- ha dejado de ser un valor de trueque, para ser la materia prima (una
commodity) más procurada. Pienso que estas transformaciones pueden conducir a una nueva relación entre
iglesia y sociedad.
El mundo ―globalizado‖ me hace pensar en el relato de la Torre de Babel (Génesis 11: 1-9). Es el mundo
de la opresión. Pregunta: cuál es el de la liberación? Un símbolo de éste puede que sea la historia de
Pentecostés (Hechos 2:1-42); otro, Hechos 6. O sea, tiendo a concebir que no tenemos que aceptar el

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pensamiento único, sino el diálogo. Que el cristianismo puede ser vivido por comunidades pequeñas. Que éstas
tienen como vocación ser ―sal de la tierra‖ (lo que no significa hacer que toda la realidad llegue a ser una
montaña de sal. Eso es intragable, insoportable.) Esto es muy poco para tamaño diablo (dia-bolos), que nos lleva
a traicionarnos a nosotros mismos.

¿Su práctica de la teología ha cambiado? ¿Cómo evaluaría su paso por ella? ¿Tiene futuro la teología en estos
tiempos?
Ciertamente, he cambiado al hacer teología. No puedo dejar de reflexionar teológicamente. En tanto tenga fe
(Heb. 11:1) no puedo dejar de plantearme preguntas que tienen que ver con el misterio de Dios, con Jesús, con
la libertad (que según el Nuevo Testamento es presencia del Espíritu Santo. Véase 2 Cor 3:17), con la vida justa
para todos y todas, con la vida en comunidad en este mundo globalizado. Mientras estas preguntas me lleven a
reflexionar, pienso que la teología es actual.

182
Bibliografía de Julio de Santa Ana

Libros
Apuntes del curso Psicología y filosofía de la religión. Montevideo, Instituto Técnico de la Federación
Sudamericana de Asociaciones Cristianas de Jóvenes, 1959.
Hombre, ideología y revolución en América Latina. Ed. Montevideo, Iglesia y Sociedad en América Latina, 1965.
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Protestantismo, cultura y sociedad en América Latina. Problemas y perspectivas de la fe evangélica en América
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