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CUENTO Nº 1

LA RAMA SECA
ANA MARÍA MATUTE
INSTRUCCIONES:
Lee la siguiente narración y trabaja con el vocabulario subrayado en negrita (busca estas
palabras en el diccionario si no las comprendes) y subrayado en rojo (adivina las palabras
por el contexto o por su raíz. Busca en el diccionario las palabras que no comprendas y
que necesites para comprender la historia, y anótalas en el cuento.

1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo a trabajar. Era por el tiempo de la
siega, hacía un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada
con llave, y le decían:
Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña
Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al
borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la
otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un
huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras
el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su
costura y la miraba.
¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
Juego con "Pipa" decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco,
fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba desde la casa de la niña, desde lo
alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se
pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
¿Con quién hablas?

1
Con "Pipa".
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por
"Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un
hombre severo y acostumbrado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea
y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya acostumbrada a su
soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se
sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se
aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de
cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted,
es aún pequeña para llevarla al campo...
Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
Luego, poco a poco, se fue acostumbrado a la niña de los Mediavilla y su
parloteo ininteligible, allá arriba, fueron enterneciéndola.
Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la
echaré a faltar se decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".
La muñeca explicó la niña.
Enséñamela...
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver
claramente.
No la veo, hija. Échamela... La
niña vaciló.
Pero luego, ¿me la devolverá?
Claro está...
La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó
pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de tela sujeto
con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana.
La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las

2
dos manos.
¿Me la echa, doña Clementina ... ?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa"
pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña
desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba
infatigablemente con "Pipa".
"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo
grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate
quietecita, te voy a contar. El lobo está ahora escondido en la montaña... La niña hablaba
con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno
del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su
madre le dejó tapado, junto a las brasas del fuego para que estuviera caliente. Lo
llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en
las rodillas, y la hacía participar de su comida.
Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual
que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el
rumor de la acequia.

3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer
Mediavilla:
¿Y la pequeña?
Ay, está enferma, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
No sabía nada...
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la
aldea.

3
Sí continuó explicando la Mediavilla. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin
hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, hasta que se
reponga, Pascualín no me puede ayudar en el campo porque tiene que quedarse a
cuidarla.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña, pero, en realidad,
Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde.
A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque
sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la
que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que
crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un
ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol,
porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad.
El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la
niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
Hola, pequeña dijo doña Clementina. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y
contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
Sabe usted dijo la niña, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me
devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo
extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda
apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al
sol como dos piezas de cobre.
Pascualín dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy
juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.

4
Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Quién sabe dónde está la muñeca!. dijo
despectivamente.
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se
tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio
hasta la manta.
Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
Baja respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en
Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal".
Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En
"El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció
muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que
imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma,
notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la
cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, y yo con estas ropas la recibo!
¡Quién iba a pensar...! Cortó
sus exclamaciones.
Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
Ay, niña, y mira quién viene a verte...

5
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado
en la pared, temblaba, amarilla.
Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita
fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer
de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como
acostumbraba.
No es "Pipa" dijo. No es "Pipa". La
madre empezó a chillar:
¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña
Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta chica nos ha salido retrasada ... !
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y
solitaria, y le tenían cierta compasión).
No importa, mujer dijo, con una pálida sonrisa. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara
de una flor.
¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta ... !
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió
en una tela. Subió a ver a la niña:
Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus
ojos oscuros.
No es "Pipa".
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una
gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas,
para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a
morir, de todos modos...
¿Se va a morir?

6
Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra
cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió una pena
muy grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su
pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando
en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal.
Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un
rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la
miró bajo los rayos pálidos del sol.
Verdaderamente se dijo. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste
tiene esta muñeca!

CUENTO Nº 2
LOS CAZADORES INVISIBLES

Leyenda:
Es una narración corta relacionada con lo tradicional y lo fantástico más que con lo
histórico y lo verosímil. Es de transmisión oral, es anónima, sigue una tradición y se
transmite de generación en generación.
Sobre la leyenda:
En 1983 Harriet Rohmer encontró en los archivos antropológicos de Nicaragua
referencias a un grupo invisible de cazadores miskitos, pero no fue sino hasta 1984 que
supo la historia completa gracias a sus conversaciones con miembros de la comunidad
miskita.

7
Los cazadores invisibles
Una leyenda de los indios Miskitos de Nicaragua

Un sábado por la tarde, tres hermanos salieron del pueblo de Ulwas, junto al rí Coco.
Iban a cazar wari, el puerco1 salvaje de carne muy sabrosa.
Después de caminar una hora por el monte oyeron una voz.
- Dar. Dar. Dar. decía la voz.
- Los hermanos se detuvieron. Miraron a su alrededor pero no vieron a nadie.
Entonces oyeron de nuevo la voz.
- Dar. Dar. Dar.
- La voz salía de un bejuco2 que colgaba3 de un árbol frente a ellos.
El primer hermano agarró4 el bejuco, e instantáneamente desapareció.
Entonces el segundo hermano agarró el bejuco. Y él también desapareció.
- El tercer hermano, lleno de miedo, gritó:
- ¿Qué les has hecho a mis hermanos?
- No les he hecho nada a tus hermanos –contestó la voz. Cuando ellos m suelten,
los verás.
Los dos primeros hermanos soltaron5 el bejuco, e instantáneamente se
volvieron visibles.
- ¿Quién eres? – preguntaron los hermanos, sorprendidos.
- Soy el Dar –dijo la voz. Si alguien me agarra, se vuelve invisible y ni los sere
humanos ni los animales lo pueden ver.
- Los hermanos se dieron cuenta inmediatamente de que el Dar les podía ser muy útil.
Podríamos acercarnos a los waris sin que nos vieran.
- Luego podríamos matarlos fácilmente con nuestros palos.

1
Cerdo.

2
Planta tropical de tallo alto.

3
Estaba sujetado por la parte superior; suspendido en el aire.

4
Cogió, aguantó fuertemente.

5
Se desprendieron de.

8
Cada uno de los hermanos quería un pedazo del Dar. Se lanzaron a coger e bejuco,
pero el Dar se alejó y desapareció.
- Antes de adueñarse de mi poder, tienen que prometer que lo usarán bien dijo el Dar.
- Te prometemos cualquier cosa dijeron los hermanos.
- Primero tienen que prometerme que nunca venderán la carne de wari Solamente la
regalarán.
Luego, tienen que prometerme que nunca cazarán con escopetas. Tienen qu cazar
solamente con palos.
Los hermanos nunca habían vendido la carne de wari. Siempre se la había regalado a
la gente.
Nunca habían cazado con escopetas. Siempre habían cazado con palos. No l sabían
hacer de otra manera.
Lo prometemosdijeron. Y el Dar permitió que cada uno llevase un pedazo pequeño del
bejuco mágico.
Ese día los hermanos cazaron muchísimo. Después de matar muchos wari colgaron
sus pedazos del Dar en el árbol y regresaron a casa.
La gente de Ulwas recibió a los hermanos con mucho regocijo6. Limpiaron los
animales y los colgaron sobre el fuego. Pronto el delicioso aroma de la carne asada
llegó a todas las casas de la aldea. Cuando la carne estuvo lista, los hermanos la
cortaron y la compartieron con todos. Nunca había comido tan bie la gente de Ulwas.
Más tarde, esa noche, los ancianos de la aldea preguntaron a los hermanos cómo habían
conseguido tantos waris. Los hermanos le contaron las promesa que habían hecho al
Dar.
¡Qué buena suerte han tenido! – dijeron los ancianos. Hemos oído hablar d ese bejuco.
Es muy viejo y muy poderoso. Mientras cumplan sus promesas nuestra aldea
prosperará7 y nuestra gente los honrará.
Con la ayuda del Dar, los hermanos se convirtieron en cazadores famosos. Se contaban
cuentos

6
Felicidad, alegría.

7
Mejorará económicamente.

9
sobre ellos en todas las aldeas a lo largo del río Coco y hasta más allá.
Un día, llegó a Ulwas un barco con dos extranjeros. Los extranjeros saludaron los
hermanos y les dieron muchos regalos: telas de muchos colores y barrile de vino.
- Hemos viajado por muchos días para conocer a estos cazadores famosos dijeron.
Los hermanos los invitaron a comer con ellos. Después de la comida los extranjeros les
contaron a los hermanos que eran comerciantes. Habían venid a comprar carne de
wari.
No podemos vender el wari –dijeron los hermanos, acordándose de su promesa al Dar.
Eso es lo que come nuestra gente.
Los comerciantes se rieron. –Nunca pensaron que cazadores tan famosos fueran tan
tontos. Claro que la gente tiene que comer. Solamente queremo comprar lo que sobra8.
Los hermanos se sintieron tentados9. Hablaron entre sí. –Quizás pudiéramo vender
nada más un poco de carne –dijo el primer hermano.
Pero el Dar lo sabrá –dijo el segundo hermano.
Los hermanos se miraron nerviosamente. Entonces el tercer hermano dijo:
Hemos visto que los comerciantes son hombres muy hábiles. Su poder tiene que ser
mayor que el poder del Dar.
Los otros hermanos asintieron10. No valdría la pena11 disgustar a los
comerciantes.
Así que los hermanos empezaron a vender la carne de wari.
Los comerciantes regresaron varias veces al pueblo de Ulwas. Cada vez traían más
dinero para los cazadores. Cada vez se llevaban más wari. Pronto los hermanos
empezaron a preocuparse al ver que no había suficiente wari para e pueblo.

8
Lo que queda después de haber comido.

9
Atraídos por algo.

10
Admitieron, estuvieron de acuerdo.

11
Valdría pena: merecería esfuerzo.

10
Los comerciantes se rieron de sus preocupaciones. –Es culpa de ustedes por cazar sólo
con palos –dijeron.
- Pero siempre hemos cazado con palos.
Esa es la razón por la que no pueden alimentar a su pueblo. Tienen que caza los waris
más rápidamente. Necesitan escopetas.
Los hermanos conversaron entre sí.
Si compramos escopetas podríamos cazar más waris –dijo el primer hermano.
Podríamos vender a los comerciantes y alimentar al pueblo también
Pero , ¿qué nos pasará? –preguntó el segundo hermano.
El tercer hermano se río antes de contestar. –Nos convertiremos en hombre hábiles
como los comerciantes.
Así que los hermanos empezaron a cazar con escopetas. Se olvidaron po completo
de su promesa al Dar.
Poco a poco sus corazones se alejaron de su gente. Mientras más carne cazaban,
más vendían a los comerciantes. Se estaban acostumbrando a la cosas que podían
comprar con el dinero que ganaban.
Los ancianos del pueblo hablaron seriamente a los hermanos.
Necesitan darle de comer a la gente. Tiene hambre.
Los hermanos respondieron enojados. – ¡Si quieren comer carne nos pueden pagar por
ella como hacen los comerciantes!
Pero la gente no tenía dinero. Comenzaron a esperar a los cazadores en las afueras del
pueblo. Cuando los cazadores regresaban cargados de wari, la gente les pedía carne.
Los hombres listos no regalan lo que pueden vender. Así que le daban a l gente la
carne malograda12 que no se podía vender.
La gente se enojó. ¿Ya no son ustedes nuestros hermanos? –les gritaron. Los
cazadores se reían y seguían su camino. Hasta hicieron a un lado a lo ancianos que
trataban de razonar con ellos.
Así pasaron muchos meses. Un día, cuando los hermanos regresaron al pueblo la gente
no se reunió a su alrededor como de costumbre. Algunos se cubrieron sus ojos y
gritaron. Algunos miraron incrédulos la extraña procesión de wari

12
Mala, no aceptable para la venta.

11
muertos que se movía lentamente por el aire. Sólo los ancianos entendiero qué era lo
que pasaba.
- El Dar ha vuelto invisibles a los cazadores –dijeron.
Era verdad. Los hermanos eran invisibles. Habían dejado sus pedazos de Dar en el
árbol como de costumbre, pero habían permanecido invisibles. Algo no iba bien.
Soltaron a los animales que llevaban y corrieron hasta el árbol.
¿Qué nos has hecho? –le preguntaron alarmados al Dar. Pero el
Dar no les contestó.
Los hermanos cayeron de rodillas y le rogaron al Dar que los ayudara. Pero el
Dar sólo repitió su voz una y otra vez.
- Dar. Dar. Dar.
Entonces los hermanos se dieron cuenta de las cosas terribles que habían hecho y
se sintieron muy avergonzados13. Llorando, regresaron a su casa.
En las afueras del pueblo los esperaban los ancianos. Los hermanos les rogaron14
que los perdonaran, pero los ancianos no los perdonaron.
Desde este momento, tienen que irse de Ulwas –dijeron Nunca más vivirán con
nosotros.
Los hermanos les rogaron a los ancianos que les dieran una última oportunidad
¿Cómo podemos vivir lejos de nuestra gente? –dijeron llorando. Pero
los ancianos les dieron la espalda y se fueron.
Así que los cazadores invisibles dejaron su pueblo para siempre. Deambularon
15
por las márgenes del río Coco y llegaron hasta las cataratas de Carizal
Mientras vagaban16
llamaban al Dar, rogándole que los volviera visibles de
nuevo.
Algunos de los miskitos del río Coco dicen que los cazadores todavía vagan después
de todos estos años. Algunos dicen que los cazadores invisibles han

13
Turbados por un sentimiento de haber hecho algo mal.

14
Pidieron, suplicaron.

15
Anduvieron sin rumbo.

16
Andaban sin rumbo.

12
pasado junto a ellos en el monte. Saben que es así, dicen, porque han oíd voces
que llaman: Dar. Dar. Dar.

CUENTO Nº 3
INTRANSIGENCIA HORARIA
JUAN JOSÉ MILLÁS.
Escritor español y colaborador de EL PAÍS.

Tuve una novia que detestaba la puntualidad porque le parecía un vicio


pequeñoburgués. Por aquella época yo llegaba siempre media hora antes a las citas, no
por afán reaccionario, sino por problemas mentales. Creía que si me retrasaba sucedería
una catástrofe. Además, la ventaja de llegar dos o tres horas antes al aeropuerto es que si
se te ha olvidado el pasaporte puedes volver a casa a por él sin perder el vuelo.
Mi novia no comprendía estas explicaciones y reprochaba con amargura mi
aburguesamiento progresivo en unos años en los que la clase media estaba muy mal vista
entre la clase media. Le expliqué entonces que siempre llegaba antes de tiempo a las
citas para echar un vistazo desde lejos a la esquina en la que había quedado y comprobar
que no había movimientos raros en la zona. Había leído muchas novelas de John Le Carré
y los espías siempre tomaban esa elemental medida de precaución.
—No querrás que un día averigüen dónde hemos
quedado y me detengan.
—Pero tú no eres espía —contestaba ella.
—Nunca se sabe —respondía yo enigmáticamente.
La ventaja de los espías es que pueden desarrollar toda clase de patologías obsesivas sin
llamar la atención. Un agente como Dios manda está obligado, por

13
ejemplo, a dejar cogido un palillo de dientes en la puerta al salir de casa para detectar si
alguien entra durante la ausencia. A falta de palillo se puede colocar también un poco de
cinta adhesiva en un rincón del quicio. Y aun con todas las precauciones, hay que llevar
cuidado con lo que luego se habla en el cuarto de estar, porque pueden haber colocado
micrófonos del tamaño de la cabeza de un alfiler en cualquier parte. Antes de iniciar una
conversación comprometida, pues, conviene asomarse a la ventana y asegurarse de que no
hay en la calle ninguna furgoneta con antenas parabólicas en el techo. Todas las cautelas
son pocas.
Una vez acudí a un psiquiatra para curarme de estas irregularidades, que me quitaban
mucho tiempo y demasiadas energías. Cuando le conté todo, afirmó que, efectivamente,
necesitaba tratamiento. Pero lo dijo de un modo que no me gustó, así que al hacerme la
ficha y preguntarme la profesión dije que era espía.
—Entonces usted hace lo que debe. Necesitaría tratamiento si no
tomara ninguna precaución.
—Eso es lo que yo le digo a mi novia.
—¿Pero sabe ella que usted es espía?
—Por supuesto que no. ¿Se cree que soy un agente
loco que va contando a todo el mundo que estoy al servicio de la
Unión Soviética?
Por entonces existía la Unión Soviética y Madrid estaba lleno de partidos comunistas y
partidos de los trabajadores y banderas rojas y chinos y prochinos y procubanos, además
de los tradicionales fascistas y de las Jons. La vida era muy difícil, y no estaba al alcance
de cualquiera prescindir de estos ritos obsesivos aun a costa de parecer un
contrarrevolucionario, o un pequeñoburgués.
El caso es que mi manía por llegar pronto y la pasión de mi novia por llegar tarde
enturbiaban mucho nuestras relaciones. Entonces yo, en un rapto de generosidad, sólo por
complacerla, juré que llegaría tarde a todas las citas, por lo menos a todas las citas que
tuviera con ella. De este modo, las aguas volvieron a su cauce, al cauce de mi novia quiero
decir, dejando el mío completamente seco.
Durante las semanas siguientes cumplí mi promesa en dos o tres ocasiones, pero sufría
tanto con la superstición de que el mundo se iba a acabar debido a mi tardanza, que en
seguida comencé a presentarme a la hora de siempre,

14
ocultándome en los alrededores, para aparecer con cara de recién llegado después de
que ella llevara unos minutos esperando. Un día estaba escondido en un portal, controlando
la zona del encuentro, y la vi llegar diez minutos antes de la hora. Entonces salí de mi
escondite y cuando la llamé pequeñoburguesa me aseguró que había llegado pronto para
cerciorarse de que yo llegaba tarde. Ese mismo día rompimos, por razones ideológicas
según ella, aunque yo siempre pensé que era por diferencias psiquiátricas.
El otro día la vi por la calle, con un niño pequeño de la mano, y tuve la tentación de
acercarme para pedirle perdón por aquella intransigencia horaria de mi juventud, pero
comprendí en seguida que era demasiado tarde, al menos para mí. Para ella, seguramente,
sería demasiado pronto.

CUENTO Nº 4
LA PASTILLA DE JABÓN
Empecé a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el
uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo utilizar
desde años ; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en advertir que no
cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, tras espiar su
comportamiento durante algunos días, me pareció que empezaba a crecer. Cuanto más la
usaba, más crecía.
Entretanto, mis parientes y amigos empezaron a decir que me notaban más delgado.
Y era verdad ; la ropa me venía ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un
encogimiento de la piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto,
estaba perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con
aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como si se
hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte de inquietante
extrañeza.
Al día siguiente la envolví en un papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los
lavabos. A los pocos días, vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo
y tenía la costumbre de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba

15
una visita, desapareció del todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable.
En la empresa se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.
La pastilla ha crecido mucho. Cuando haya desaparecido el director general, que además
de ser gordo es un cochino que se lava muy poco, la arrojaré al váter y tiraré de la cadena.
Si no se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las alcantarillas.
Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto cuerpo.
Juan José MILLÁS, El País, 1992

CUENTO Nº 5
A LA SOMBRA DE UN PERAL
ALMUDENA GRANDES.

Cuando distinguió a lo lejos la alambrada, redujo la velocidad, pero no vio nada


extraño en el horizonte, aquel paisaje que podría reconstruir de memoria, con
los ojos cerrados. Sin embargo, al girar a la derecha en el cruce empezó a
echarlo de menos. No puede ser, murmuró, no puede ser, y puso el
intermitente, se paró en el arcén, miró con más atención y no lo vio.
–¿Qué pasa? –su mujer, acostumbrada a aquel hito de desaceleración y
silencio que marcaba todos sus viajes al pueblo, desde hacía tantos años, le
dirigió una mirada de inquietud.
–No está –contestó él, mientras abría la puerta–. El peral no está, no lo veo.
Quizá estaban terminando los años sesenta, quizá los setenta habían
empezado ya. No se acordaba con exactitud de la fecha, pero siempre
recordaría aquel día en el que por fin logró traspasar con su padre las puertas
de la base. Hasta aquel momento se consideraba un privilegiado sólo por ser
hijo de un roteño que tenía la suerte de trabajar para los americanos. Eso era
ya muy importante, porque le daba acceso a un montón de pequeñas
cosas maravillosas, como las palomitas envasadas en una sartén de papel de
aluminio que su madre hacía en la cocina de su casa, o la mantequilla de

16
cacahuete que no se encontraba en las tiendas del pueblo, los bizcochos
instantáneos y la ropa, cazadoras, vaqueros, gorras que le distinguían de los
demás, los pobrecitos que no tenían manera de traspasar las puertas del
Paraíso.
Y aquel día, él llegó a estar dentro, en el corazón de la opulencia, del poderío,
de la buena vida y la mejor música del mundo sonando en todos los altavoces,
y todavía más, porque le invitaron a entrar en un portaaviones y llegó hasta
arriba, hasta una autopista donde le resultó imposible creer que estuviera de
verdad dentro de un barco, y luego se montó en un avión, y vio aterrizar un
helicóptero, y todos los americanos fueron muy amables, y ninguno dejó de
sonreírle mientras mascaba chicle con mucho arte. Eso fue lo que pensó él,
eso fue lo que sintió, y que era partícipe de aquella grandiosidad, aquella
extranjera y sublime magnificencia, hasta que su padre le invitó a un helado,
mucho mejor que cualquier helado español, adónde iba a parar, y de repente
se dio cuenta de que su madre y su tía habían desaparecido.
Vamos a buscarlas, le dijo su padre, como si supiera de sobra dónde estaban,
y efectivamente las encontraron enseguida, dos mujeres españolas, vestidas
como las mujeres españolas, tan antiguas con sus faldas y sus zapatos de
vestir, aquellas chaquetas cruzadas con los brazos debajo del pecho, allí
estaban las dos, en medio del campo, llorando. Estaban llorando y él no lo
entendía, lloraban en silencio, sin hacer ruido, mirando hacia delante, a un
árbol como cualquier otro árbol, y a él todavía le quedaba la mitad del
helado, y lo lamía, lo disfrutaba con toda la boca y no entendía nada, por
qué lloraba su madre, por qué lloraba su tía, si aquello era guay, superguay, y
tenían la suerte de estar en la base, allí dentro, donde todo era mejor, y
más bonito, y más chulo, y más moderno, y más barato…
Ese peral lo plantó tu abuelo, le dijo su madre, sólo eso. Luego, su padre le
pasó un brazo por el hombro, la condujo de nuevo hacia el coche, y volvieron a
casa sin hablar. Después, mucho después, él se enteró de la verdad, del
verdadero precio de aquel día fabuloso, de los helicópteros y los portaaviones,
la desesperación de los hombres como su abuelo, arrendatarios de las huertas
sobre las que un buen día, en un despacho de Madrid, alguien decidió colocar

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una base norteamericana. A los dueños de las tierras les obligaron a aceptar
unas indemnizaciones que daban vergüenza. A quienes las trabajaban desde
hacía décadas, ni eso, sólo la oportunidad de irse a vivir en medio de ninguna
parte, a un poblado artificial, improvisado, a más de cincuenta kilómetros de
Rota, sin escuela, sin alcantarillado, sin aceras, sin futuro. Su abuelo no quiso
mudarse a Nueva Jarilla y se quedó con lo puesto, una mano delante y otra
detrás, para que su nieto pudiera comprender, muchos años después, cómo
son las cosas guay del Paraguay.
Y él sí se fue, se marchó primero cerca, después más lejos, pero nunca dejó
de volver a su pueblo, y nunca dejó de quererlo, con el intenso amor que
inspiran las cosas complicadas, más dignas de amor cuanto más complicadas.
Y siempre, desde siempre, al llegar buscaba la sombra del peral de su abuelo
como una contraseña, un indicio, otro nombre de sí mismo. Hasta hoy, porque
hoy ya no está, aunque mientras él viva, piensa al volver al coche, al
arrancarlo, al continuar su camino, aquel árbol nunca morirá del todo.
(Aquel peral lo plantó el abuelo de Miguel Sánchez Romero. Y de Miguel, que
me regaló el relato de su euforia y de su desconcierto, es esta historia).

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