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1.

Roncadera 1
Primer testimonio

“Tomé una respiración profunda


y escuché el viejo ronquido de mi corazón:
soy yo, soy yo, soy yo”2.

Tira y afloja

He llegado al final del análisis con tres nombres que, aunque en sí mismos no
conforman una unidad, mantienen una relación. Esos nombres son neutralizador,
respirador y ronquido. Los tres surgen como respuestas a los traumas padecidos, en
escenas en las que la vida y la muerte se conjugan.

Pese a que esos nombres aparecieron tardíamente en el análisis, ellos fueron,


desde siempre, los que mostraron mi respuesta al Otro. El título de éste, mi primer
testimonio, es Roncadera. Seguramente les resultará extraño: es un neologismo que
edifiqué para trazar una diagonal que enlaza estos tres significantes amos, mediante el
sesgo de una modalidad a la que definí de tira y afloja.

La primera página de esta historia se escribe con mi llegada al mundo, de la


mano de un embarazo inesperado para mi madre, como una lucha primaria de
supervivencia entre mi cuerpo y el fibroma que le detectan a la par del embarazo, tan
grande que hacía desaconsejable la intervención quirúrgica, que pondría en riesgo al
embarazo.

Durante esos nueve meses, el fibroma y yo fuimos las partes en pugna de esa
forzosa coexistencia, que se dirimiría en una lucha cuerpo a cuerpo por el espacio:
1
Primer testimonio. Presentado en la EOL en una Noche de Enseñanzas del Pase, el 17
de agosto de 2016
2
Sylvia Plath, poeta y novelista estadounidense, dedicada a de la poesía confesional
éramos él o yo. Ese tira y afloja duraría hasta el último instante: “si el embarazo es más
fuerte -le decía el médico a mi madre- llegará a término. Si el fibroma es el dominante,
habrá un aborto o un parto prematuro”. Frente a ese relato, el analista intervino como
árbitro inapelable del combate: “Usted fue la triunfante en esa batalla”.

El forcejeo entre dos polos de caracteres opuestos era fácilmente reconocible en


el estilo familiar. Cada vez que un miembro de mi familia hablaba, otro le contestaba de
inmediato, en forma de réplica. Todos parecíamos entrenados en ese rasgo compartido:
la rapidez mental, el dicho ingenioso, a veces divertido y otras no tanto, debido a lo
irritante del tono.

Yo asistía a esa danza dialógica, que generalmente tomaba cuerpo en la


sobremesa, desde una posición de desventaja: era la menor de la familia, precedida por
tres hermanos varones, de los que me separaban más de diez años. Los tres se dedicaban
a las ciencias exactas, naturales, a un conocimiento en el que todo era preciso. Y yo era
esa niña para la que, por supuesto, mis hermanos lo sabían todo.

Frente a ese tira y afloja verbal existían dos posibilidades: que yo estuviera o no
estuviera allí. Todavía tenía que inventarme a mí misma y, para hacerlo, debería
formarme en las mejores tácticas del ataque y la defensa. Claro que ése no era un
escenario de guerra: eran más bien discusiones cuidadas, elegantes, obstinadas. Esa era
una figura del Otro para mí, que en ocasiones me resultaba agobiante.

Muy pronto me hice acreedora de un exceso de ternura por parte de mis padres y
hermanos, que luego interpreté como un afecto desmedido. Una desmesura que, en
definitiva, contribuyó a que terminara apartando la mano que venía en señal de cariño,
especialmente las de mis seres más queridos. “Alegre y arisca”, me definía mi padre.
Mi versión era distinta: el exceso de cariño se me hacía asfixiante, y fundaba una
atmósfera en la que me faltaba el aire. Ahí residía mi temprana ficción del Otro.
El inconsciente transferencial estuvo dirigido hacia dos analistas. Mi primer
análisis se inicia poco tiempo después de mi mudanza a Buenos Aires, aunque habían
existido otros intentos anteriores, el primero a los 15 años. Fue a esa edad cuando la
palabra Lacan comenzó a sonar en mi mundo, ya que di con un analista lacaniano.

Por entonces, cursaba la Sección Clínica, y con la hipótesis de que estaba cautiva
del silencio de mi padre, realicé este análisis en Buenos Aires. Mi propensión a callar
encontraba en él sus raíces: hablaba con frases cortas, y el agalma era la retención de la
palabra. Así sostenía al padre, y utilizaba los síntomas en el cuerpo para lograrlo. Mi
condición de mujer y de ser la más chica me convirtieron en la consentida del padre. 
Si bien ése no fue –como ya les mencioné- mi primer analista, sí fue el primero
que supo hacer lugar, instalando un vacío necesario que sólo más tarde pude valorar,
reconociéndolo como una experiencia que alivió mi existencia y me desangustió. Con él
conocí lo que significa beneficiarse de un análisis, y ese reconocimiento hizo que me
apegara al psicoanálisis y a él.
Durante esos primeros años nacieron mis dos hijas. La alegría de ese presente
contrastaba con lo que vivía al interior del análisis: mientras, el fantasma se iba
construyendo, el síntoma se iba formalizando, en una operación de simultaneidad.

De espaldas

En una ocasión, mi espalda se llenó de urticarias, como si se tratara de un


dibujo hecho en un trazo previo de ronchas. En el análisis hablo de este fenómeno,
remitiéndome a un recuerdo vago, en el que puedo suponer  algo de la sexualidad  de la
infancia, de la mano de juegos entre primos que buscaban satisfacer una curiosidad.

Los efectos posteriores no tardaron en manifestarse: una espalda plagada de


urticarias. El Dr. Oliver fue el pediatra que explicó a mis padres que, entre los chicos, la
urticaria se asocia frecuentemente con las infecciones respiratorias. Así, desde
temprano, algo de la sexualidad se pudo encarnar clínicamente en un síntoma somático,
manifestándose como una suerte de articulación entre espalda y respiración.

Otros fenómenos en el cuerpo que me acompañaron desde chica fueron los


espasmos abdominales, una suerte de sacudidas que mostraban la falta de equilibrio
entre el tira y afloja muscular. Esos espasmos abdominales, que me dejaban
sin respiración luego de una espiración prolongada, eran contracciones musculares
intensas y repetitivas.

Así comienzo el análisis: con mi silencio, al que se sumaba un impedimento para


escribir.  En el análisis sólo buscaba levantar la fuerte inhibición que enfrentaba a la
hora de escribir, y no sabía cómo. En un sueño me encontraba en un aula en la Escuela,
en medio de una multitud, integrada por espaldas dibujadas de puro contorno. En eso
aparece el cuerpo del analista, de frente, que se acerca y me da una tiza en la mano. Fue
a partir de entonces cuando pude comenzar a escribir.

En la vereda opuesta al silencio paterno, ubiqué el bla bla bla  del decir materno.
Mi madre me irritaba, al punto de creer que mi silencio era el marco necesario para
contener su exceso de palabras. Como sobre el sujeto de la mujer y la relación sexual
cada uno tiene su construcción y su delirio, el mío era que ser mujer  era sinónimo de
ser parlanchina.
El texto del fantasma era El otro me da la espalda. Ese Otro, inventado por mí,
me había revelado todo el alcance del desaire que me reservaba, dándome la espalda.
Sólo años después el fantasma logró mostrar su reverso: era yo, más bien, la que
daba la espalda, lo que terminó develando la relación entre goce y sentido. Pero, tal
como señala Miller, “queda el resto de goce, donde había inconsistencia del Otro, y al
explorarla en todos los sentidos, sólo queda la consistencia de un objeto que reduce ese
Otro a la ilusión”3
Me descubrí a mí misma vista de espaldas, un anverso en continuidad con el
reverso. Aquel Otro vuelto de espaldas hoy me dedica una sonrisa aprobatoria.

Espiar con las orejas

El Golpe de Estado que instauró la dictadura militar en 1976 en la Argentina


llevó a que, en poco tiempo, en Córdoba y el país se comenzará a hablar de la existencia
de la tortura y la desaparición de personas. Uno de mis hermanos era un militante muy
comprometido. Yo era chica, y no entendía cabalmente lo que pasaba ni fuera ni dentro
de mi casa. Lo que sí era evidente era el estado de alerta en que se vivía.

Una noche, de madrugada, me despertó un ruido que me sobresaltó. Desde la


ventana de mi cuarto miré hacia el jardín, y observé a mis padres y mi hermano con
palas, cavando, retirando tierra y enterrando libros considerados "subversivos". Veía
cómo uno a uno los libros caían y desaparecían en ese pozo. Supongo que serían obras

3
Miller, J.A.: Donc, La lógica de la cura, Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Alain
Miller. Paidós, Bs. As., 2011, p. 462
de Marx, Engels, Gramsci o Lenin. Tiempo más tarde, la policía allanó mi casa, y no
encontró nada: el saber ya había sido enterrado. Yo quería saber, siempre quería saber.
Y el Otro se encargaba de retacearme la información.

En mi memoria quedó un recuerdo especial: mi interés por espiar con las orejas.
Escucho a mi padre, con su índice alzado en señal de enojo, advirtiendo a mi hermano
militante que debía ser neutro frente al enfrentamiento que se libraba en la Argentina.

Tiempo más tarde, en un momento muy álgido, mi hermano muere. De un día


para otro, un viento de desastre barrió mi interior e inundó a la familia en la pesadumbre
del luto. Eran mis quince años y yo sentía que me sostenía en la pura nada: todo lo que
hasta ese momento había sido tan sólido se esfumaba en el aire.

Las circunstancias que anteceden a la elección de mi primer analista tuvieron


lugar en un escenario público en la Escuela. Estaba, en realidad, entre dos analistas, y
me tocó presenciar un momento de tensión entre ellos. Entonces, decidí que lo que haría
sería buscar a alguien neutro, y opté por recurrir a un tercero.

El neutralizador

Desde los 15 años, con el dolor de la lejana nostalgia del hermano, sólo podía
constatar que no existía el olvido. ¿De qué manera podía neutralizarse el dolor? La
neutralidad era una defensa. Así, mientras por un lado no podía olvidar, por el otro
miraba siempre al futuro, animada, haciendo mil cosas a la vez, como cursar dos
carreras de manera simultánea.

Mi madre destilaba optimismo, una identificación -que me enlazaba a ella- de


“mujer de digo y hago”, logra ponerse de pie. La cuestión del sujeto femenino
comenzará a desplegarse. Pero este tema será parte de otro testimonio.

La fuerza de la transferencia fue la neutralidad. Se trataba, pues, del silencio y la


neutralidad que habían hecho surgir el goce. Callar en el momento debido, ya que hablar
mal o demasiado son defectos ordinarios de la lengua. No hacer ningún juicio de
atribución, no decir ni fu ni fa, tal como dice la frase célebre del castellano neutro.
El significante de la transferencia se hace legible, neutro, se convierte
retroactivamente en el significante del sujeto. De mi lado, neutralizar al Otro era
disminuir el efecto de su manifestación, generalmente, con un efecto contrario. Como
analista, actuar como neutralizador de los efectos de Lalengua, no es lo mismo que la
neutralidad próxima a la abstinencia freudiana. Neutralidad y neutralizar no son la
misma cosa. El neutralizador fue lo que quedó del primer análisis.

En esas circunstancias, demando el pase en 2005: buscaba dar cuenta de un


atravesamiento del fantasma. Luego del nombramiento de los pasadores, tengo otro
sueño: al cerrar la puerta de vidrio de una habitación, escucho un ronquido que había
quedado dentro del lugar. Reconozco que es el propio. Entonces, cierro y el ruido
potente queda en ese espacio vacío, del otro lado de la puerta. Al franquear la
neutralidad y desbaratar el silencio, encontré el ronquido, nada neutro ni silencioso, por
cierto.

En aquella primera apuesta, una vez concluido el procedimiento del pase, los
pasadores me piden que los llame si había quedado algo por decir. Esa noche, a la
madrugada, el cuerpo responde a aquello que faltaba: mi gran ronquido me despierta,
me asusto y quedo insomne.

¿Qué quiere decir esto?, me pregunto mientras deambulaba. No logré incluir el


ronquido en la elaboración de entonces. Ocho meses después, el Secretariado del pase
me propone realizar una nueva serie de entrevistas con los pasadores. Al poco tiempo
me comunican que no hubo nominación, pero que no era necesario volver al análisis,
que podría elaborar aquello que restaba en los dispositivos de la Escuela.

El ronquido y el respirador

Tiempo más tarde, con la idea de controlar, viajé a ver a un analista. En el


momento de la cita relato el caso del paciente que había llevado y, hacia el final, ya en
la puerta, cuento un sueño que tuve durante mi viaje. En el sueño, en lugar de llevar las
hojas con notas de mis pacientes, llevaba anotaciones sobre mi caso. El analista me
dice: “La espero en dos horas con su caso”. El comienzo fue contingente.
Si bien el silencio y el neutralizador son compatibles con el psicoanálisis, son
elecciones por un menos de goce. Lo que yo había creído como punto de llegada,
terminó desencadenando otro recorrido, relacionado al anterior. En la búsqueda del plus,
el ronquido abrió otro camino. El analista alojó con fuerza este significante que apareció
en la transición de un análisis a otro.

En ese inicio, se convirtió casi en nuestro tema exclusivo. El segundo analista


jugó la partida de ese lado. Ronquido fue la identificación de un síntoma que dio acceso
a la identificación con el síntoma por la reintroducción del goce. A ese plus lo definí
como la chispa de la vida.

El ronquido, en un principio, sirvió para localizar al padre, que decía en la mesa:


“En esta casa, el que ronca soy yo”. Era otra versión, aparte de la del silencioso, un
poco gruñón. El padre había muerto algunos años antes, en el transcurso del análisis
anterior. En el momento de su muerte, escuchaba los ruidos estertores, la respiración
soplante provocada por la dificultad del paso del aire. El estertor mortal, como en la
escena del sueño, quedaba del otro lado. Era la última representación de la vida.

En principio ofrecí cierta resistencia a asumir el ronquido, que resultaba una


identificación contrariada. Pero la intensidad de esta marca escrita en el cuerpo, en los
ronquidos nocturnos y en el Otro, resultó irrebatible.

En cierta ocasión, próxima a un Encuentro de Psicoanálisis, sueño que me alojo


en el mismo hotel que el analista. Pensando en mis ronquidos, elijo una habitación en el
ala opuesta del hotel. A la mañana siguiente, el sueño me muestra al analista en la
puerta y él exclama: ¡Qué ronquidos!, como si hubieran sido ronquidos atronadores,
que lograron hacerse escuchar de una punta a la otra.

En ese tiempo se interrumpió mi matrimonio: luego de veinte años, estuvimos


separados por un año. El significante amo del ronquido se desplazaba de aquí para allá:
se lo atribuía a él, porque creía que el ronquido estaba del lado del Otro. Al llegar a este
punto, no era dócil a ser síntoma del hombre. No podía pensar la separación más que
como una apuesta: la de arriesgar lo cierto por lo incierto.
Durante la separación volví a mi primer analista, y así veía a uno y a otro. Algo
se había roto con el partenaire: las cosas no podrían arreglarse sin cambiar de posición.
Fue necesario desanudar mucho para anudarnos de otra manera. El partenaire estaba en
la dirección del síntoma. El partenaire roncador se llevaba adentro, una dimensión que
previamente estaba confundida con el Otro. Existe la singularidad del sinthoma en cada
uno, pero estaba recubierta. Uno se empeñaba en encarnar algo distinto. Ya no se
trataba de un complemento: había un vacío real en el Otro.

Luego de que cada uno hubiera hecho su duelo de encontrar en el partenaire la


propia falta, las cosas marcharían. Y sobre todo, situarlo en otro lugar para ser su
castración, soportarla y amarlo en eso. Del partenaire me cautivó siempre su torbellino
de inteligencia, su toque de ironía. El tira y afloja verbal, el retrucar, el replicar es hoy
un juego compartido. Antes, implicó inventar una relación con el mismo partenaire,
encontrando un hombre en el que pude alojarme y alojar la nueva forma. Pudo no haber
sido, pero por suerte fue. En el amor, más que tirar, aflojé.

En distintas ocasiones había llevado a análisis una frase recurrente de mi madre:


que yo era su respiro. Ella era una mujer mayor, y falleció en el transcurso del segundo
análisis. Sus dificultades respiratorias hicieron necesario instalar un respirador artificial
durante sus últimos días. Resurgió entonces una vieja identificación fálica: comencé a
tener sueños en los que la asistía en sus episodios de falta de aire, y ella revivía cuando
la conectaba al respirador.

Ser el respirador del Otro tenía su alcance. Comento en análisis que Duchamp se
declara a sí mismo como un respirateur. “Exactamente, usted es un respirador”, corta el
analista. Por fuera del episodio materno, yo había relatado circunstancias de consuelo a
amigas u otras en las que reanimaba a mi padre, siendo su aliento vital en los tiempos
del duelo.

La roncadera

Pero no todo se reducía a dar aire al Otro. El acontecimiento de cuerpo, como


les mencioné al principio, era una serie de espasmos abdominales que me dejaban sin
respiración. Al igual que en el ronquido, el espasmo daba cuenta del doble movimiento
entre inspiración y espiración. Al escuchar sobre mis espasmos, el analista dice:
“Excelente variación en el acontecimiento de cuerpo”.

Dos años antes del final soy nombrada pasadora. Por entonces, sueño a un
médico, a quien veo con una lista de nombres en su mano. Mientras se acerca, escucho
que grita fuerte mi nombre y, a modo de diagnóstico, dice: era una roncadera histérica.
Era, en realidad, un antidiagnóstico: podía ser una roncadora, ¿pero roncadera? No
conocía ese término.

Al buscarlo, encontré una única referencia: las roncaderas eran antiguos


aparatos que, en 1800, eran usados para accionar máquinas soplantes, insuflando aire a
los hornos de las fábricas de acero. La roncadera era un sistema de soplado, basado en
el arrastre del aire por el interior de un tubo por el que, al mismo tiempo, caía agua.
Avivar el fuego con aire, proveyendo oxígeno, para poder derretir el metal. Este
funcionamiento transformaba el movimiento en una ida y vuelta que se usaba para
aspirar y expirar. La roncadera era, así, la condensación entre roncar e insuflar aire. Y
las llamaban de esa forma por el ruido que hacían, similar a un ronquido.

El final

Cierto desdoblamiento del analista perduró, entendido desde la perspectiva de la


roncadera: aquella que insufla aire y aviva el fuego. Con cada analista debía validar lo
que quedaba como piezas sueltas, para poder armar el rompecabezas.

Conforme a la ausencia de orden, a esos Unos, existentes como borramiento de


todo lo que había en el Otro, les encontraba un valor de real. Los S1, como enjambres:
respirador, ronquido y neutralizador son piezas sueltas que reúnen las sustancias del
significante y el goce. Lo real es la conjunción de las dos. Son restos sintomáticos,
restos transferenciales.

La desconexión entre ellos se revela en su valor de uso: son nombres disponibles


para ser utilizados en cosas distintas para los que fueron concebidos. Los restos son
varios, e implican un uso diferente: así, puedo presentar una cara u otra, según cada
caso.
Hace un tiempo, un colega me propuso ser directora de un Cid del IOM, en
tiempos de turbulencia. Al ofrecérmelo, me dijo: “Vas a saber hacer de puente y acercar
posiciones encontradas”. Ese colega advirtió en mí el costado neutralizador. En esa
ocasión, otro colega de la comisión ejecutiva me señaló: “Vas a andar bien, porque se
necesita firmeza, y vos sos firme”, viendo, probablemente, el costado roncador.
Así, cada tanto, soy algo de respirador, o suelto un pequeño ronquido cuando la
situación no admite complacencia, o bien neutralizo algún efecto no deseado,
suavizando y haciendo uso de una palabra más arropada.

El ronquido que albergaba la transferencia se desprendió y volvió a mí. Ubiqué


al segundo analista en el lugar de avivar el fuego, donde todo fue intenso y vehemente.
La caída del Otro fue indudablemente brutal, lo más real. Cuando yo solía cuestionar el
ronquido, me empeñaba en encarnar algo distinto. El analista, en cambio, lo avalaba: no
había por qué cambiar la postura disidente; después de todo, era mi soporte, ése que
daba lugar a posturas roncaderas, no demarcadas por lo estrictamente político. La
Roncadera sustituyó al sujeto.

En lo que respecta a los efectos, me permitió volver a la práctica de otro modo:


fue como salpimentar la vida. Estaba exultante por haber aislado esto en el análisis. Pese
a que lo advertí después, desde que se incorporó nada fue igual: guardaba en sí mismo
el germen de la vida.

Toda la construcción del análisis partió del objeto voz, como valor de apoyo y
soporte de mi relación al mundo. La colocación de la voz, su cercanía con la
respiración, entendida como un ritmo, una pulsación, una alternancia vital. El síntoma
como funcionamiento es así, el movimiento vital que modula el goce respiratorio y
opera como una bomba de aire, en un tira y afloja, entre un ronquido y la disminución
de la presión del aire. Dos fuerzas opuestas entre alivio y tensión, como escansiones
espasmódicas presentes en el lazo.

La última sesión se da luego de una visita al Museo. Abrumada, comento el óleo


La Voz de Aire, de René Magritte: una imagen de tres cascabeles flotando ingrávidos en
el aire. Ya no se trata de quién da aire a quién: sólo queda contornear el agujero en la
respiración, un simple vacío, una voz de aire.

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