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Per tenía permanentemente encendidos los quemadores, pero el globo no

paraba de descender. Primero perdimos trescientos metros, luego otros 150. A


medida que el sol descendía, lo hacía también la temperatura. Estaba claro que
el helio estaba contrayéndose rápidamente y convirtiéndose en un peso muerto
encima de nosotros.
—Hemos de soltar lastre —dijo Per.
Per estaba asustado, y todos lo estábamos. Activamos los controles para
soltar los lastres que estaban pegados a la base de la cabina, los cuales se
suponía que debíamos mantener como reserva durante unas dos semanas. Se
desprendieron de la cabina y observé, por mi pantalla de vídeo, que se
precipitaban al vacío como si fueran bombas. Tuve la horrible sensación de
que aquello era sólo el comienzo del desastre. La cabina era más grande que
las que habíamos usado para cruzar el Atlántico y el Pacífico, pero seguía
siendo una caja de metal colgada de un globo gigante, a merced de los vientos
y la meteorología.
Empezaba a oscurecer. Tras arrojar los lastres, logramos mantener nuestra
altura durante un tiempo, pero luego el globo volvió a descender. Esta vez, la
caída era más rápida. Caímos quinientos metros en un minuto; quinientos más
al siguiente. Mis oídos se taponaron y luego se destaponaron, y sentí como mi
estómago subía y se pegaba a mis costillas. Estábamos apenas a 4.500 metros
de altura. Me esforcé por conservar la calma y concentrarme en las cámaras y
el altímetro, al tiempo que consideraba rápidamente las opciones que
teníamos. Debíamos soltar los depósitos de combustible. Pero, en cuanto lo
hiciéramos, el viaje habría terminado. Me mordí el labio. Estábamos en algún
lugar sobre la cordillera del Atlas, en medio de la oscuridad, y nos veíamos
abocados a un terrible aterrizaje forzoso. Nadie decía nada. Hice algunos
cálculos rápidos.
—A esta velocidad de caída tenemos siete minutos —dije.
—De acuerdo —dijo Per—. Abre la escotilla. Despresuriza.
Abrimos la escotilla a 3.500 metros de altura, bajando a 3.300, y
empezamos a arrojar todo lo que pudimos: comida, agua, latas de aceite,
cualquier cosa que no estuviera pegada a la cabina. Cualquier cosa, e incluso
un fajo de dólares. Durante cinco minutos, eso frenó nuestra caída. No tenía
sentido esforzarse por seguir. Se trataba de salvar nuestras vidas.
—No es suficiente —dije, viendo que el altímetro bajaba a 2.700 metros
—. Seguimos cayendo.
—De acuerdo, voy a salir —dijo Alex—. Hay que soltar los depósitos de
combustible.
Puesto que prácticamente era Alex quien había construido la cabina, era él
quien sabía exactamente cómo desbloquear los depósitos. En medio del
pánico, yo me di cuenta de que, si en lugar de Alex hubiera estado Rory a
bordo, no habríamos podido hacer nada. Nuestra única opción habría sido el
paracaídas. Ahora mismo estaríamos saltando en medio de la noche sobre la
cordillera del Atlas. Los quemadores rugían encima de nuestras cabezas,
arrojando una fiera luz naranja sobre nosotros.
—¿Has saltado alguna vez en paracaídas? —le grité a Alex.
—Nunca —dijo él.
—Éste es el cordón de apertura —le dije, acompañando su mano hasta el
cordón.
—2.100 metros, y bajando... 1.800 metros —dijo Per.
Alex salió por la escotilla a la parte superior de la cabina. Resultaba
difícil percibir la velocidad de nuestra caída. Mis oídos se habían taponado
completamente. Si los cerrojos de los depósitos se habían congelado y Alex
no podía soltarlos, tendríamos que saltar. Apenas nos quedaban unos minutos.
Miré hacia la escotilla y ensayé mentalmente lo que teníamos que hacer: una
mano en el borde, salir y saltar en medio de la oscuridad. Mi mano tocó
instintivamente el paracaídas. Comprobé que Per llevara el suyo. Per estaba
mirando el altímetro. Las cifras bajaban deprisa.
Sólo teníamos 1.800 metros de margen, y todo estaba totalmente oscuro.
No, sólo 1.500 metros. Si Alex se demoraba un minuto más, sólo nos
quedarían 1.000 metros. Asomé la cabeza por la escotilla mientras le daba
cuerda a Alex y observaba como trabajaba en la parte superior de la cabina.
Debajo de nosotros sólo había oscuridad y mucho frío. No podíamos ver el
suelo. El teléfono y el fax no paraban de sonar. En el puesto de control de
tierra debían estar preguntándose qué diablos estábamos haciendo.

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