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En el calendario divino:

Después de estas cosas, andaba Jesús en Galilea; pues no quería


andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle. Estaba
cerca la fiesta de los judíos, la de los tabernáculos; y le dijeron sus
hermanos: Sal de aquí, y vete a Judea, para que también tus
discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno que procura
darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas haces,
manifiéstate al mundo. Porque ni aun sus hermanos creían en él.
Entonces Jesús les dijo: Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro
tiempo siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a
vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus
obras son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a
esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido. Y habiéndoles
dicho esto, se quedó en Galilea. Pero después que sus hermanos
habían subido, entonces él también subió a la fiesta, no
abiertamente, sino como en secreto. Y le buscaban los judíos en la
fiesta, y decían: ¿Dónde está aquél? Y había gran murmullo acerca
de él entre la multitud, pues unos decían: Es bueno; pero otros
decían: No, sino que engaña al pueblo. Pero ninguno hablaba
abiertamente de él, por miedo a los judíos. (7:1-13)

Desde el punto de vista del mundo incrédulo, la historia es una sucesión


inexplicable de acontecimientos al parecer aleatorios, una cadena de causas y
efectos sin significado. En contraste, la Biblia dice que la historia es algo
completamente opuesto: la ejecución del plan eterno de Dios con un propósito.
Como “el que gobierna a todas las naciones” (2 Cr. 20:6; cp. 1 Cr. 29:11-12: Sal.
47:2, 8) y “el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores”
(1 Ti. 6:15; cp. Ap. 17:14; 19:16), Dios está en control completo de toda la
situación, obrando todas las cosas para su gloria y el bien de sus hijos (cp. Ro.
8:28; 11:36).

Nabucodonosor, el gobernante arrogante del imperio babilónico, aprendió la


soberanía de Dios de la forma más humillante. Aunque se le advirtió en un sueño
que “el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres, y que lo da a quien él
quiere” (Dn. 4:25; cp. v. 17; 2:21).

Nabucodonosor se quedó pensando: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo


edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?”
(v. 30). El juicio de Dios sobre la jactancia de Nabucodonosor fue rápido y
devastador:
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Aún estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del
cielo: A ti se te dice, rey Nabucodonosor: El reino ha sido quitado
de ti; y de entre los hombres te arrojarán, y con las bestias del
campo será tu habitación, y como a los bueyes te apacentarán; y
siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el
Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a
quien él quiere. En la misma hora se cumplió la palabra sobre
Nabucodonosor, y fue echado de entre los hombres; y comía
hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del
cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas
como las de las aves (vv. 31-33).

Después de vivir como un animal por siete años, Nabucodonosor reflexionó


humillado sobre las lecciones que había aprendido:

Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi


razón me fue devuelta; y bendije al Altísimo, y alabé y glorifiqué al
que vive para siempre, cuyo dominio es sempiterno, y su reino por
todas las edades. Todos los habitantes de la tierra son
considerados como nada; y él hace según su voluntad en el
ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien
detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces? (vv. 34-35).

Años antes, Senaquerib, rey del temible imperio asirio, también había
necesitado aprender la misma lección. Las conquistas de su nación, de las que se
jactaba con tanto orgullo (cp. Is. 10:12-14), no resultaron de su propia fuerza
militar, sino del designio soberano de Dios:

¿No has oído decir que desde tiempos antiguos yo lo hice, que
desde los días de la Antigüedad lo tengo ideado? Y ahora lo he
hecho venir, y tú serás para reducir las ciudades fortificadas a
montones de escombros. Sus moradores fueron de corto poder;
fueron acobardados y confusos, fueron como hierba del campo y
hortaliza verde, como heno de los terrados, que antes de sazón se
seca. He conocido tu condición, tu salida y tu entrada, y tu furor
contra mí (Is. 37:26-28).

Pero el intento de Senaquerib por conquistar Jerusalén, la ciudad santa de Dios,


fracasó por completo; su ejército terminó destruido (Is. 37:36) y después sus
propios hijos lo asesinaron (v. 38). Más aún, cuando hubo terminado el tiempo
asignado para Asiria en el programa de Dios, la nación recibió su juicio y
destrucción (Is. 10:12-19; 30:31-33; 31:8-9; Ez. 31:3-17; Nah. 1:1—3:19); tal como
sucedió con Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma, después de ella (Dn. 2:31-
45; 7:1-23). Desde entonces, a través de todos los milenios, han surgido naciones
prominentes, tuvieron su momento debajo del sol y se desvanecieron de la
escena; todo de acuerdo con el “orden de los tiempos” que Dios había
determinado (Hch. 17:26).

La soberanía y providencia de Dios se extiende más allá de las naciones y los


pueblos para incluir a todas las personas y sucesos. Todo ocurre de acuerdo con
su calendario divino. En la cima de ese calendario están el nacimiento, muerte y
resurrección de Jesucristo; los acontecimientos más importantes de la historia.
Jesús nació “cuando vino el cumplimiento del tiempo [y] Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gá. 4:4). Su muerte ocurrió de acuerdo con
el tiempo perfecto de Dios. Pablo nos dice que Cristo “a su tiempo murió por los
impíos” (Ro. 5:6), habiéndose entregado “en rescate por todos, de lo cual se dio
testimonio a su debido tiempo” (1 Ti. 2:6). De igual forma, el Señor regresará en el
tiempo preciso escogido por Dios; Pablo le recordó a Timoteo “la aparición de
nuestro Señor Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo
Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores” (1 Ti. 6:14-15; cp. Mr. 13:33; Hch.
1:6-7).

A lo largo de todo su ministerio terrenal, Jesús siempre fue consciente de hacer


la voluntad del Padre de acuerdo a su plan divino; una verdad que está en los
trece primeros versículos del capítulo 7 (cp. v. 6). Los capítulos 7—8 dan inicio a
una sección nueva, más volátil, del Evangelio de Juan; aquí el resentimiento
ardiente con que se encontró Jesús en los capítulo 1—6 finalmente explotó en un
infierno abrasador de odio. Incluso el capítulo 8 termina en un intento fallido de
matar a Jesús: “Tomaron entonces piedras para arrojárselas; pero Jesús se
escondió y salió del templo; y atravesando por en medio de ellos, se fue” (8:59). El
odio que enfrentó Jesús alcanzó su punto máximo en 11:45-47, cuando las
autoridades judías tomaron la decisión final de matarlo; una trama que culminaría
con su crucifixión.

Al comenzar el capítulo 7, Jesús está todavía en Galilea, pero se prepara a


regresar a Jerusalén en el tiempo predeterminado por el plan de Dios.

La sección se divide obviamente en dos elementos: el tiempo incorrecto y el


tiempo correcto.
EL TIEMPO INCORRECTO

Después de estas cosas, andaba Jesús en Galilea; pues no quería andar en


Judea, porque los judíos procuraban matarle. Estaba cerca la fiesta de los
judíos, la de los tabernáculos; y le dijeron sus hermanos: Sal de aquí, y vete
a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces. Porque
ninguno que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas
haces, manifiéstate al mundo. Porque ni aun sus hermanos creían en él.
Entonces Jesús les dijo: Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo
siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí
me aborrece, porque yo testifico de él, que sus obras son malas. Subid
vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a esa fiesta, porque mi tiempo aún
no se ha cumplido. Y habiéndoles dicho esto, se quedó en Galilea. (7:1-9)

Estos versículos relatan la decisión de Jesús de permanecer en Galilea hasta que


llegara el momento oportuno de ir a Jerusalén. La petición de sus hermanos, partir
antes del tiempo señalado, y la respuesta de Jesús a esa solicitud.

LOS RESTANTES:

Después de estas cosas, andaba Jesús en Galilea; pues no quería


andar en Judea, porque los judíos procuraban matarle. (7:1)

La frase Después de estas cosas hace referencia a los acontecimientos descritos


en el capítulo 6, ocurridos cerca del tiempo de la pascua, en abril (6:4). Como el
capítulo 7 abre cerca de la fiesta de los tabernáculos, en octubre (7:2), hay un
espacio de unos seis meses entre los capítulos 6 y 7. Juan no registra nada sobre
este intervalo, excepto que Jesús andaba (viajaba y ministraba) en Galilea. El
propósito del apóstol al escribir el Evangelio no era hacer una biografía exhaustiva
de Jesucristo, sino presentarlo como Hijo de Dios y Mesías (20:21). Los otros
evangelistas anotan que durante estos seis meses Jesús viajó por toda Galilea,
desde Tiro y Sidón en el noroeste de Galilea (Mt. 15:21-28) hasta Decápolis en el
sureste (Mr. 7:31-37). En este tiempo Jesús realizó milagros como sanidades (Mt.
15:29-31; Mr. 8:22-26), expulsión de demonios (Mt. 15:21-28; 17:14-18) y la
alimentación de los cuatro mil (Mt. 15:32-38).

Sin embargo, la mayoría de los seis meses los pasó instruyendo a los doce.
Les enseñó muchas cosas (Mt. 16:13-27; 17:19-23; 18:1-35), les habló por primera
vez de su rechazo inminente, crucifixión y resurrección (Mt. 16:21; cp. 17:22-23).
También reveló a su círculo íntimo—Pedro, Jacobo y Juan—un vistazo de su
gloria divina (Mt. 17:1-8).
Es muy significativo que Jesús sólo pasó dos días con la multitud grande (tal
vez más de veinte mil personas) mencionada en el capítulo 6, pero estuvo seis
meses con los doce. Esto muestra que el enfoque del ministerio del Señor no
estaba en las reuniones masivas, sino en el discipulado. Le dedicó su tiempo y
esfuerzo al grupo de hombres que llevaría a cabo su ministerio después de su
partida. La Iglesia cristiana es en gran medida el legado de esos once hombres
(más Matías [Hch. 1:26] y Pablo [1 Co. 9:11]), quienes hicieron discípulos que
hicieron otros discípulos, y así sucesivamente por todos los siglos hasta nuestros
días.

El discipulado debe ser una prioridad también para la Iglesia. La comisión del
Señor para la Iglesia no fue la de atraer a grandes multitudes, sino la de ir y hacer
discípulos (Mt. 28:19). Del mismo modo, Pablo le encargó al joven pastor Timoteo:
“Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que
sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Ti. 2:2). La medida del éxito de una
iglesia no es el tamaño de su congregación, sino la profundidad de su discipulado.

Además de instruir a los doce, Jesús también se quedó en Galilea y no quería


andar en Judea, porque los judíos constantemente procuraban matarle. Al menos
en Judea los sentimientos de hostilidad hacia el Señor ya habían llegado al punto
en que los líderes judíos lo querían muerto (cp. 5:18). Por lo tanto, Jesús no quería
andar (esto es, vivir y ministrar) abiertamente allí, porque no había llegado el
tiempo determinado en el plan de Dios para los acontecimientos que llevaran a su
muerte. Por supuesto, Él estaba dispuesto a morir, esa es la razón por la cual vino
al mundo (Jn. 12:27; cp. Mt. 20:28). Como escribió Juan Calvino, “Aunque Cristo
evitó los peligros, no se apartó ni un cabello del curso de su deber” Jesús no
probaría a Dios antes de que llegara su hora (Mt. 4:5-7).

LA SOLICITUD

Estaba cerca la fiesta de los judíos, la de los tabernáculos; y le


dijeron sus hermanos: Sal de aquí, y vete a Judea, para que
también tus discípulos vean las obras que haces. Porque ninguno
que procura darse a conocer hace algo en secreto. Si estas cosas
haces, manifiéstate al mundo. Porque ni aun sus hermanos creían
en él. (7:2-5)

La fiesta de los tabernáculos, también llamada fiesta de las enramadas o de la


cosecha, duraba siete días durante el mes judío de tishri (septiembre-octubre) y el
octavo día había una fiesta especial (Lv. 23:33- 36; Neh. 8:18). Durante la fiesta,
las personas construían refugios hechos con ramas y vivían en ellos (Lv. 23:42),
como lo habían hechos sus ancestros tras salir de Egipto (v. 43). Los habitantes
de la ciudad construían sus enramadas en las azoteas de sus casas, en las calles
y en las plazas (Neh. 8:14-17). De acuerdo con Josefo, historiador judío del siglo I,
la fiesta de los tabernáculos era la más popular de las tres grandes festividades
judías. Había celebraciones y fiestas y se llevaban a cabo rituales de esparcir
agua y alumbrar con faroles (cp. Jn. 7:37-38; 8:12). En el reino milenario se
volverá a celebrar la fiesta de los tabernáculos, en honor al Mesías, quien habita
en medio de su pueblo y de las naciones partícipes de su reino (Zac. 14:16-19).

Como la fiesta estaba cerca y era una de las tres en que se pedía que todos los
hombres judíos asistieran (Dt. 16:16; cp. Éx. 23:14-17; 34:22- 24), los hermanos
de Jesús supusieron que Él saldría de Galilea e iría a Judea para celebrarla. Los
hermanos de Jesús eran medio-hermanos, los hijos de María y José. Mateo 13:55
menciona sus nombres: Santiago, José, Simón y Judas. Aunque en aquel
momento no creían en Él (véase la explicación anterior, del v. 5), después sí lo
harían (Hch. 1:14). Dos de sus hermanos escribieron las epístolas que llevan sus
nombres (Santiago y Judas) y Santiago se convirtió en la cabeza de la iglesia de
Jerusalén (Hch. 12:17; 15:13; 21:18; cp. Gá. 1:19; 2:9).

Los hermanos de Jesús lo retaron a realizar sus milagros abiertamente en ese


escenario grande en que se convertía Jerusalén durante la fiesta de los
tabernáculos. Razonaban ellos que entonces los discípulos de Jesús, de Galilea y
Judea, verían las obras que Él hacía; obras que demostraban que, en efecto, Él
era el Mesías. Más aún, podían recuperarse algunos de los discípulos que lo
habían abandonado recientemente (6:66). Los hermanos del Señor no sentían
celo porque Jesús mostrara su gloria, como podrían algunos pensar erradamente.
Todo lo contrario, ni siquiera creían en Él aún (v. 5).

Sus comentarios parecen tener una motivación doble. Primero, quizás


quisieran ver a Jesús realizando milagros, de modo que pudieran decidir por sí
mismos si sus obras eran auténticas. Segundo, probablemente esperaban un
Mesías político, como pasó con la multitud que Jesús alimentó (6:14-15). Por eso,
en la mente de ellos, la prueba definitiva estaría en Jerusalén, el centro político de
Israel, no en Galilea. Si las autoridades de Jerusalén avalaban a Jesús, sus
hermanos también aceptarían que Él era el Mesías.

La siguiente declaración de ellos habría tenido perfecto sentido si Jesús fuera


el Mesías político que buscaban: “Porque ninguno que procura darse a conocer
hace algo en secreto”. Permanecer relativamente aislado en Galilea parecía
inconsecuente con sus afirmaciones mesiánicas. Pero los hermanos de Jesús,
como la multitud que quería hacerlo rey (6:14-15), no entendían en absoluto la
misión del Señor, algo que Él les señalaría pronto. El reto final revela la duda y la
incredulidad que sentían: “Si estas cosas haces, manifiéstate al mundo”. La
palabra si presagia la incredulidad burlesca que enfrentó Jesús en la cruz (Mt.
27:40) y recuerda el reto de Satanás (4:3, 6) durante la tentación de Cristo. La
nota explicativa de Juan—“Porque ni aun sus hermanos creían en él”—indica por
qué hablaban así. En una parte anterior del ministerio del Señor, sus hermanos
incrédulos creyeron que estaba loco (cp. Mr. 3:21, 31-34). Hasta entonces el
Señor no había hecho nada que calara en sus duros corazones. Fue necesaria su
resurrección de los muertos para persuadirlos de que Él era el Hijo de Dios (Hch.
1:14).

LA RESPUESTA

Entonces Jesús les dijo: Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro


tiempo siempre está presto. No puede el mundo aborreceros a
vosotros; mas a mí me aborrece, porque yo testifico de él, que sus
obras son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo todavía a
esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido. Y habiéndoles
dicho esto, se quedó en Galilea. (7:6-9)

En respuesta al intento equivocado de sus hermanos por forzar su mano, Jesús


les dijo: “Mi tiempo aún no ha llegado”. Él no permitiría que el escepticismo de
sus hermanos dictará sus acciones. Su curso de acción estaba determinado por el
Padre soberano, quien todo lo orquestó en su tiempo.

Así le había respondido el Señor a su madre en las bodas de Caná: “Aún no


ha venido mi hora” (véase la exposición de 2:4 en el capítulo 6). Allí también
rechazó Cristo la presión de su familia por revelarse prematuramente. Él no se
manifestaría antes del tiempo justo, el momento elegido por el Padre.

En el sentido más completo, el tiempo divino no vendría hasta la próxima gran


fiesta, la pascua, en la primavera siguiente. Aunque ministraría en Judea durante
la mayor parte de este intervalo (cp. Lc. 9:51 —19:11), antes de aquel momento el
Señor no entraría a Jerusalén públicamente para declarar allí abiertamente que
era el Mesías (Mt. 21:1- 11; cp. Lc. 19:37-40). Y tal como lo había predicho Jesús
(Mt. 16:21; 17:22-23; 20:17-19; 26:2), esa manifestación final llevaría a su muerte.

En cambio, el tiempo de sus hermanos siempre estaba presto. No les


preocupaba operar en el tiempo de Dios porque eran parte del mundo incrédulo (v.
7). Nada sabían de su plan y sus propósitos y su providencia les era indiferente.
Para ellos estaba bien ir a la fiesta en cualquier momento. Leon Morris observó:
“Los hermanos se unieron al mundo en este aspecto. Todos los tiempos eran
iguales para ellos porque el mundo (y ellos) estaban desligados del ‘tiempo’ divino
señalado” (Leon Morris, El Evangelio según Juan [Barcelona: Clie, 2005], p. 398
del original en inglés).
A diferencia de Jesús, ellos no enfrentarían la hostilidad de las autoridades
judías en Jerusalén. El mundo no los podía aborrecer porque eran parte del
mundo y este ama a lo suyo (15:19). Pero el mundo, como Jesús les recordó a sus
hermanos, aborrecía a Jesús porque Él testificaba de él (o en su contra), que sus
obras son malas (cp. 2:14-16; 3:19-20; 5:30-47; 12:48; 15:22-25). Como Satanás
controla al mundo (1 Jn. 5:19), las actividades y prioridades del mundo son
inherentes de pecado. Cuando los creyentes testifican contra el mundo y
confrontan su maldad, como Jesús, despiertan el antagonismo y el odio de este
(cp. 15:18-19; 17:14; Mt. 10:22; 24:9; Lc. 6:22; 1 Jn. 3:13; 2 Ti. 3:12; Stg. 4:4).

Jesús rechazó la petición de sus hermanos porque el tiempo no era el


apropiado. Les dijo: “Subid vosotros a la fiesta”. Por las razones ya expuestas, el
Señor decidió no ir con ellos en lo que tal vez sería una gran caravana de
personas (cp. Lc. 2:44). Semejante viaje público habría sido arriesgarse a que lo
hicieran rey por la fuerza (como en 6:14-15) o tal vez habría producido una
entrada triunfal prematura. O podría haber provocado una confrontación con las
autoridades judías que llevara a la muerte de Jesús antes del tiempo apropiado,
que era precisamente en la pascua.

Los manuscritos griegos están divididos más o menos igualmente entre la


lectura ouk (“no”) y oupō (“aún no”). Posiblemente la correcta e s ouk, pues no es
probable que alguien remplazara ouk por oupō, exponiendo con ello una aparente
contradicción en el texto (cp. v. 10). De otro lado, hay una razón obvia para que
los escribas reemplazaran oupō por ouk: hacerlo elimina la contradicción aparente
con el versículo 10. Sin embargo, en cualquier caso es claro el significado del
Señor. No decía Él que no iba a asistir a la fiesta, decía que no iría con sus
hermanos como ellos esperaban. Tampoco permitiría que los líderes judíos lo
mataran porque su tiempo aún no había llegado. El momento que Dios había
predeterminado era seis meses después, cuando Jesús entregó su vida (cp. v. 30;
8:20). Así, habiendo dicho esto a sus hermanos, se quedó en Galilea por un poco
más de tiempo.

EL TIEMPO CORRECTO

Pero después que sus hermanos habían subido, entonces él


también subió a la fiesta, no abiertamente, sino como en secreto. Y
le buscaban los judíos en la fiesta, y decían: ¿Dónde está aquél? Y
había gran murmullo acerca de él entre la multitud, pues unos
decían: Es bueno; pero otros decían: No, sino que engaña al
pueblo. Pero ninguno hablaba abiertamente de él, por miedo a los
judíos. (7:10-13)
Al irse después que sus hermanos habían subido, Jesús podía ir a Jerusalén
no abiertamente, sino como en secreto. La precaución del Señor marca un
contraste con la forma en que sus hermanos querían que actuase, inconsecuente
con su papel de Mesías. De acuerdo con el versículo 14, Jesús no llegó a
Jerusalén hasta la mitad de la fiesta. Cuando salió de Galilea la mayoría de las
personas ya habría llegado a Jerusalén y los caminos estarían relativamente
despejados. El Señor también se fue por Samaria (los eruditos del Nuevo
Testamento creen que este fue el viaje por Samaria descrito en Lc. 9:51-56), cosa
que pocos judíos estaban dispuestos a hacer. Hacerlo le permitía a Jesús evitar
cualquier fanfarria y publicidad innecesaria; tal atención habría podido llevar a una
confrontación prematura con los líderes judíos.

Mientras tanto, los sucesos de Jerusalén confirmaban la sabiduría en la


precaución del Señor. Juan anota que le buscaban los judíos en la fiesta, y decían:
“¿Dónde está aquél?”. La frase los judíos no se refiere a las personas del pueblo,
los cuales componían las multitudes (v. 11), sino a los líderes judíos que buscaban
matarlo (5:18).

Pero los líderes judíos no eran los únicos que debatían sobre Jesús en su
ausencia; había gran murmullo y desacuerdo acerca de él entre la multitud de
adoradores. Por un lado, unos decían: “Es bueno” ; pero otros decían: “No, sino
que engaña al pueblo”. En realidad, las dos perspectivas sobre Jesús eran
incorrectas. Él no era simplemente un hombre bueno, porque los buenos no
afirman ser Dios (5:18; cp. 8:24, 28, 58; 10:33). Tampoco engañaba al pueblo,
porque los engañadores no realizan los milagros genuinos y sobrenaturales que
hizo Jesús (10:25, 37- 38; 14:10-11; cp. 3:2; 5:36).

Tristemente, fue esta segunda perspectiva de Jesús—que era un engañador—


la que prevaleció en la mayoría del pueblo judío. Justino Mártir, apologista del
siglo II, escribió que los judíos “osaban llamarlo mago y engañador del pueblo”
(Diálogo con Trifón, 69, cp. 108). Pero ninguno hablaba abiertamente de él,
independientemente de si pensaban que era bueno o un engañador, por miedo a
los judíos (cp. 9:22; 12:42; 19:38; 20:19). Aunque era evidente que las autoridades
rechazaban a Jesús, el sanedrín todavía no había decretado un juicio formal sobre
Él. Así, las personas eran cuidadosas con sus palabras, no hablaban ni a favor ni
en contra de Jesús hasta no saber cuál era la respuesta oficial sobre Él. En
cualquier caso, cierto es que las multitudes no querían contradecir en público a
sus líderes religiosos. Las consecuencias eran severas y podían incluir la
excomunión de la sinagoga. (9:22; cp. 16:2). Este castigo tan temido eliminaría a
una persona de la vida judía.
Como lo ilustra este relato del Evangelio de Juan, Jesús siguió el plan divino a
la perfección. Siempre realizó la voluntad de Dios, como lo deseaba el Padre.
Quienes siguen de verdad a Cristo, también tienen la capacidad de seguir la
voluntad de Dios porque han recibido su Palabra y su Espíritu. Su Palabra informa
a los creyentes de su voluntad (Sal. 40:8) y su Espíritu les da el poder para
obedecerla con alegría (143:10; cp. 119:111).

Los incrédulos no tienen la capacidad de entender la Palabra de Dios (1 Co.


2:14) ni de obedecer a su Espíritu (Ro. 8:5-9). No obstante, es el tiempo oportuno
para que vengan a Él quienes no lo han hecho, “porque dice: En tiempo aceptable
te he oído, y en día de salvación te he socorrido. He aquí ahora el tiempo
aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Co. 6:2).

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