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Los Diez Mandamientos

Una Exposición Ortodoxa

hispanoamérica
Este es un cuaderno producido para las conferencias catequéticas de jóvenes y
adultos de las comunidades ortodoxas de Hispanoamérica.
Redacción , Diseño y Edición: Guennady Ramos Castilla
Diagramación: Arq. Denni Olazabal Alfonso
Hispanoamérica, 2021
Segundo Libro de la Biblia
Éxodo

Partieron los hijos de Israel de Ramesés para Sucot en número de unos


seiscientos mil infantes, sin contar los niños. Subía, además, con ellos una
gran muchedumbre de toda suerte de gentes y muchas ovejas y bueyes
y muy gran número de animales. Cocieron bajo la ceniza la masa que
habían sacado de Egipto, e hicieron panes ácimos, pues la masa no había
podido fermentar, por la mucha prisa que para salir les daban, y ni para
comer pudieron preparar nada. La estancia de los hijos de Israel en Egipto
duró cuatrocientos treinta años. En aquel mismo día salieron de la tierra
de Egipto todos los ejércitos de Yahvé. Aquella noche en que salvó Yahvé a
Israel y le sacó de la tierra de Egipto, será noche de vigilias a Yahvé, y con
vigilias a Yahvé las celebrarán todos los hijos de Israel por todas sus gene-
raciones (12:37-42).
Moisés recibe la Ley en el Sinaí
A veces parece que oponemos la Gracia a la Ley, como si ambas cosas no
procedieran de la misma fuente: Dios. Por ello, aunque muchos intérpretes
quieran encontrar y nos “muestren” grandes discordancias entre la Ley del
Antiguo Testamento y la del Nuevo, en verdad, no hay contradicción entre
la Ley antigua y la nueva Ley. Cuando miras de cerca, ves que Cristo, con su
Encarnación, cumple en sí mismo toda la Ley antigua que todavía cumple
una función muy valiosa.
Para mostrarnos qué cosa es el pecado se dio aquella Ley en el Sinaí: «De
aquí que por las obras de la Ley “nadie será justificado ante Él, pues de la Ley
sólo nos viene el conocimiento del pecado» (Rom.3:20). Y éste conocimiento
es muy necesario porque, aunque el ser humano tiene la Ley Natural escrita
en su consciencia, lo cierto es que el estado perpetuo de enemistad con Dios
en medio de esta sociedad casi universalmente en desobediencia nos ha
empañado lo brillante de nuestro saber natural. La Ley antigua, así como
ayudó al Pueblo de Israel a renovar este conocimiento del pecado, también
nos ayuda a nosotros a encontrar el camino hacia el arrepentimiento,
paso indispensable para que el único dispensador de la Gracia: Cristo, nos
perdone los pecados y lleguemos a ser «partícipes» en la naturaleza divina.
La historia de la aparición de la Ley antigua, especialmente la de los Diez
Mandamientos, se encuentra en la primera sección de libros de la Biblia-
especialmente en Éxodo y en Deuteronomio- y es muy significativo que su-
cede en medio del peregrinar del Pueblo de Israel por el desierto.
Una vez que los israelitas hubieron salido de la esclavitud en Egipto, acam-
paron al pie del Monte Sinaí: Partieron de Rafidim, y, llegados al desierto del
Sinaí, acamparon en el desierto. Israel acampó frente a la montaña (19:2).
Entonces, Moisés subió a la montaña y allí recibió dos Tablas de piedra so-
bre las cuales Dios habías escrito los Diez Mandamientos. El texto de esos
Mandamientos es:

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Para con Dios

1. Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egip-


to, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a
mí (20:2-3).
2. No te harás imágenes talladas, ni figuración alguna de lo
que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo en la
tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te
postrarás ante ellas y no las servirás (20:4-5a).
3. No tomarás en falso el nombre de Yahvé, tu Dios, porque
no dejará Yahvé sin castigo al que tome en falso su nombre
(20:7).
4. Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días
trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día
de descanso, consagrado a Yahvé, tu Dios, y no harás en él
trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu
sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que está dentro de tus
puertas (20:8-10).
Para con el Prójimo

5. Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años en la


tierra que Yahvé, tu Dios, te da (20:12).
6. No matarás (20:13).
7. No adulterarás (20:14).
8. No robarás (20:15).
9. No testificarás contra tu prójimo falso testimonio (20:16).
10. No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo,
ni su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni nada de cuanto
le pertenece (20:17).
Según la Tradición de la Iglesia, los primeros cuatro mandamientos fueron
inscriptos en la primera tabla y los otros seis en la segunda. O sea, en la
primera tabla están contenidos las regulaciones de nuestras obligaciones
hacia Dios, en tanto, la segunda tabla contiene cómo hemos de relacionar-
nos con el prójimo. Esta división es testimoniada por Nuestro Señor cuando
le preguntaron: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»
(Mt. 22:36) a lo que Él responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el
primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo
como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas»
(Mt. 22:37-40; ver Lc. 10:25-28).

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Para con Dios
PRIMER MANDAMIENTO
No tendrás otro Dios que a mí

En un mundo dominado por el politeísmo, o sea, la creencia en mu-


chos dioses, los israelitas recibieron la revelación de que sólo había
un Dios, el Creador y Señor de todo. En este primer mandamiento,
el Señor nos conduce para que lo conozcamos y lo honremos como
a Dios, mostrándonos que ninguna otra cosa o ser debería ser con-
siderado como tal y que como a Dios no debemos servir a nada ni a
nadie. Como lo proclama el salmista: «Venid, postrémonos en pre-
sencia de Él, doblemos nuestra rodilla ante Yahvé, nuestro Hacedor.
Porque Él es nuestro Dios, y nosotros el pueblo que El apacienta y
el rebaño que El guía» (Salmo 95:6-7). Cuando, después de su Bau-
tismo, Nuestro Señor Jesucristo estuvo cuarenta días en el desierto,
Satanás se le acercó y habiéndole mostrado todos los reinos de la
tierra, le dijo: «Todo este poder y su gloria te daré, pues a mí me
ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy; si, pues, te postras
delante de mí, todo será tuyo» (Lc. 4:6-7). Pero Jesús, lo rechazó
diciéndole: «Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás» (Lc. 4:8).

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SEGUNDO MANDAMIENTO
No te harás imágenes talladas, ni figuración alguna de lo que
hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni
de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás
ante ellas y no las servirás.

Desde los primeros tiempos de la humanidad dispersada por la faz


de la tierra, el hombre tuvo la tendencia de “hacerse” dioses con
muchas energías y cosas: el dios-sol, el dios-águila, el dios-fuego,
el dios-trueno, el dios-aire…; y consiguientemente, sin pararse en
nada, les hizo representaciones plásticas. Como afirma san Pablo:
«… porque desde la creación del mundo los atributos invisibles de
Dios, tanto su eterno poder como su divinidad, se dejan ver a la in-
teligencia a través de las criaturas. De manera que son inexcusables,
por cuanto, conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le
dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, vi-
niendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios,
se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por
la semejanza de la imagen del humano corruptible, y de aves, cua-
drúpedos y reptiles» (Rom. 1:21-23). Increíblemente, después de
haber recibido esta revelación directa, el mismo pueblo de Israel
se fue detrás de otros dioses como fueron los eventos alrededor
del Becerro de Oro, la búsqueda de Baal, la adoración de objetos de
madera, de piedra, los astros, los elementos naturales. En el día de
hoy nuestros ídolos son otros: el dinero, los bienes materiales, el
placer desordenado… todos dioses a los cuales honramos, adora-
mos y servimos, con sus propias liturgias y rituales devocionales,
condenados por el Segundo Mandamiento.

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No obstante, a pesar de lo que afirmen los literalistas, este manda-
miento no nos prohíbe el uso de iconos, pinturas o representaciones
plásticas en cualquier soporte: tela, madera, piedra o cualquier otro.
A los judíos en el Sinaí se les ordenó construir un arca ornamentada
con dos querubines en cada extremo de la tapa (Éx. 25:18-20). En
aquella misma época sufrieron los hebreos una plaga de serpientes
venenosas y Dios ordenó a Moisés: «Hazte una serpiente de bronce
y ponla sobre un asta, y cuantos mordidos la miren, sanarán» (Núm.
21:8-9).
«Desde luego que el escritor bíblico no atribuye un valor mágico a
la serpiente de bronce levantada por Moisés, sino que ve en ella un
símbolo del poder curativo de Dios. La serpiente siempre ha sido re-
lacionada con la medicina, porque a ella se atribuían determinadas
virtudes curativas. El autor del libro de la Sabiduría hace la exégesis
del pasaje bíblico: “La serpiente era un símbolo de salvación que
otorgaba la salud, no por la virtud de la figura que tenían bajo sus
ojos, sino por Aquel que es el Salvador de todos.” Los israelitas, en
tiempo de Ezequías, daban culto a una serpiente de bronce llamada
«Nejustan» (de nejóset, bronce), y la consideraban como la utilizada
por Moisés para curar a los israelitas. El piadoso rey la hizo despe-
dazar para evitar los abusos idolátricos. Jesucristo alude al hecho
del desierto, y ve en la serpiente levantada por Moisés un tipo de
su elevación en la cruz: “Como Moisés levantó la serpiente en el de-
sierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que
todo el que crea en Él tenga la vida eterna.” Los Santos Padres han
desarrollado este simbolismo manifiesto en el poder curativo de la
serpiente y de Cristo en la cruz. En todo caso, Moisés, al levantar
la serpiente, no creía emplear un procedimiento mágico para cu-

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rar, sino destacar y simbolizar la omnipotencia divina, que curaba
a los israelitas. A nuestra mentalidad resulta extraña la elección de
este símbolo, pero debemos trasladarnos a la mentalidad oriental
de los antiguos israelitas para comprenderlo, como tenemos que
ser comprensivos con otros ritos extraños del Antiguo Testamento»
(Comentario de Núm. 21:8-9; Biblia Nácar-Colunga).
Cuando el rey Salomón construyó el Templo, aquel fue decorado
con bajo y altorrelieves de frutas, querubines, árboles tallados en
la madera y el gran Mar de Bronce, una enorme cisterna con for-
ma de copa colocada en el frente del Templo para garantizar las
abluciones, descansaba sobre doce bueyes, divididos de tres en tres
y que se orientaban a cada uno de los puntos cardinales (1 Reyes
6:18,29,32,34-35 y 1 Reyes 7:25); en tanto, el mismo trono real es-
taba apoyado sobre leones tallados (1 Reyes 10:19-20).
El núcleo de este mandamiento es entender que ninguna de esas
cosas puede ser objeto de la devoción y la adoración que sólo se le
debe a Dios. La devoción que los ortodoxos tributamos a los iconos
y a otros objetos sagrados es solo veneración, o sea respeto por lo
que en ellos se representa, por lo que comunican. A Dios se le debe
adoración, que entre muchas cosas es OBEDIENCIA y AMOR IN-
CONDICIONAL. Nadie en la ortodoxia obedece las leyes “dictadas”
por un icono, ni lo ama sin condiciones.

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TERCER MANDAMIENTO
No tomarás en falso el nombre de Yahvé, tu Dios, porque no de-
jará Yahvé sin castigo al que tome en falso su nombre.

No hacemos en la actualidad mucho caso de los nombres que pone-


mos a nuestros hijos y poca consideración tenemos por el nombre
de cualquier cosa; y Dios es para mucho un vocativo tomado a la
ligera. Pero el nombre de cada cosa es el criterio del ser y la identi-
ficación del mismo.
Este mandamiento nos invita a actuar reverente y respetuosamente
hacia el Santo Nombre de Dios. Aquí se nos prohíbe usar su nombre
superfluamente y a hacer falsos juramentos: «No jures en falso por
mi nombre; es profanar el nombre de Dios. Yo, Yahvé» (Lev. 19:12).
En esta tesitura, Santiago nos advierte: «Pero ante todo, hermanos,
no juréis, ni por el cielo, ni por la tierra, ni con otra especie de jura-
mento; que vuestro sí sea sí, y vuestro no sea no, para no incurrir en
juicio» (Stgo. 5:12).
Jesucristo: También habéis oído que se dijo a los antiguos: No perju-
rarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo que no
juréis de ninguna manera: ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni
por la tierra, pues es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, pues es la
ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jures tampoco, porque no está
en ti volver uno de tus cabellos blanco o negro. Sea vuestra palabra:
Sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, de mal procede (Mt. 5:33-37).
Muy a menudo, en nuestras cotidianas conversaciones, para causar
efectos nada santos ni sagrados, mencionamos casual e impensada-
mente el nombre de Dios, de Jesús, de la Virgen. En la actualidad hay
un enorme irrespeto por lo santo y lo sagrado, especialmente por

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el nombre de Dios, ante lo cual debemos tener siempre presente
lo que nos dice san Pablo: «Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús
doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abis-
mos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de
Dios Padre» (Filip. 2:9-11).

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CUARTO MANDAMIENTO
Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días tra-
bajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de des-
canso, consagrado a Yahvé, tu Dios, y no harás en él trabajo
alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni
tu ganado, ni el extranjero que está dentro de tus puertas.

A los tres primeros mandamientos se le suma éste que nos ordena


rendirle un honor especial a Dios en el séptimo día pues Él lo ben-
dijo y santificó (Gén. 2:3).
La Iglesia, el Nuevo Pueblo de Dios en la Nueva Dispensación, por
inspiración divina sustituyó al séptimo día de la semana, sábado,
por el primero, domingo como el Día del Señor (Ap. 1:10). En este
día conmemoramos la Nueva Creación que fue hecha posible por
la Resurrección de Cristo en lugar de la primera creación del mun-
do que es la que se conmemora el sábado. En este día del Señor,
domingo, la Santa Iglesia Ortodoxa nos prescribe que no debemos
realizar ningún trabajo innecesario sino que debemos asistir a la
Divina Liturgia y a sus servicios precedentes: Vísperas y Maitines.
Más aún, debemos honrar y guardar los días en que se celebran
las santas fiestas de la Iglesia, días especialmente indicados en el
calendario litúrgico, ya sea que caigan en domingo o no, pues todos
los días santificados deben ser considerados como domingo, o día
del Señor.

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El que da la simiente al que siembra, también le dará
el pan para su alimento.
Para con el
Prójimo
Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, por que
no se hagan pusilánimes.
QUINTO MANDAMIENTO
Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años en
la tierra que Yahvé, tu Dios, te da.

¿Humanista? ¿El que deshonra a su madre y a su padre? No hay


ser humano que merezca más respeto, honra y veneración que la
debida a quienes nos trajeron al mundo, a esos que en nosotros
han continuado el acto original de Creación y con ello han expan-
dido la familia universal del amor. Tal y como lo prescribe san Pa-
blo, con respecto a nuestros padres biológicos: «Hijos, obedeced a
vuestros padres en todo, que esto es grato al Señor.» (Col. 3:20) y
con respecto a las autoridades- no olvidemos que autoridad viene
de autor, y quien detenta alguna autoridad es porque alguna cosa
crea en nuestro medio «Siervos, obedeced a vuestros amos según la
carne, como a Cristo, con temor y temblor, en la sencillez de vuestro
corazón; no sirviendo al ojo, como buscando agradar al hombre,
sino como siervos de Cristo, que cumplen de corazón la voluntad
de Dios; sirviendo con buena voluntad, como quien sirve al Señor
y no a hombre; considerando que a cada uno le retribuirá el Señor
lo bueno que hiciere, tanto si es siervo como si es libre» (Ef. 6:5-8).
Lecturas a Consultar: Rom. 13:1,7, Heb. 13:17 y 1 Tim. 5:17.

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SEXTO MANDAMIENTO
No Matarás.

Desde tiempos inmemoriales, en todas las culturas y regiones del


mundo, arrancar la vida de otro ser humano ha sido considerado
un asunto de la mayor gravedad. La vida se nos ha dado por Dios
y solamente Él tiene el derecho absoluto de tomarla de vuelta; y
como en sí mismo cada hombre porta la Imagen de Dios, atacarla
es atacar a Dios mismo. Por ello el suicida tampoco tiene derecho
a cometer un acto tan terrible, no es su vida lo que arranca, sino la
imagen de Dios que le acompaña. Y el asesinar no es sólo un acto
físico, no sólo matas cuando disparas la pistola, hieres con arma
blanca o golpeas con un mazo; sino que también lo haces con tus
palabras cuando destruyes la reputación de otro ser humano: «Así
también la lengua, con ser un miembro pequeño, se atreve a gran-
des cosas. Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un
gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniqui-
dad. Colocada entre nuestros miembros, la lengua contamina todo
el cuerpo, e, inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra
vida. Todo género de fieras, de aves, de reptiles y animales marinos
es domable y ha sido domado por el hombre; pero a la lengua nadie
es capaz de domarla, es un azote irrefrenable y está llena de mor-
tífero veneno. Con ella bendecimos al Señor y Padre nuestro, y con
ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a imagen de
Dios» (Stgo. 3:6-9).
¿Cuántas veces no ha sido alguien “aniquilado”, no sólo por
la maledicencia premeditada desde un despacho, por alguna
estrategia socio-política, sino por nuestras charlas chismosas?

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Incluso una aparente simple conversación puede “dañar de muerte”
a alguien quien, como resultado, tal vez no consiga un trabajo que le
es vital, no encaje en un grupo que podría vivificarlo, no avance en
una promoción que también merece, no llegue a ser lo que debería
dentro de la comunidad cristiana: «No salga de vuestra boca pala-
bra áspera, sino palabras buenas y oportunas para edificación, a fin
de ser gratos a los oyentes» (Ef. 4:29).
Este hecho, de que no sólo se mata físicamente, es asegurado por
Nuestro Señor cuando dice: «Y al que escandalizase a uno de estos
pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cue-
llo una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.
¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de ha-
ber escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!»
(Mat. 18:6-7). Si condujeres a alguien a pecar, ya eso es un crimen
de homicidio: «El que no ama permanece en la muerte. Quien abo-
rrece a su hermano es homicida, y ya sabéis que todo homicida no
tiene en sí la vida eterna» (1Jn. 3:14b-15).

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SÉPTIMO MANDAMIENTO
No adulterarás.

Cuando aquí hablamos de adulterio debemos tener presentes


las palabras de san Pablo: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo
para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No
sabéis que quién se allega a una meretriz se hace un cuerpo con
ella? Porque “serán dos, dice, en una carne.” Pero el que se allega
al Señor se hace un espíritu con El. Huid la fornicación. Cualquier
pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el
que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis
recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido
comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1
Cor. 6:15-20).
Al hablar de adulterio no sólo se incluye al que es cometido entre
una persona casada con alguien que no es su esposa o esposo; sino
también a los malos pensamientos y deseos impuros: «Pero yo os
digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con
ella en su corazón» (Mat. 5:28). Por eso se nos manda a evitar las
narraciones inmorales, las charlas verdes, los libros, las películas,
los canales de televisión y revistas pornográficas.
«Los pensamientos del malvado son abominación al Señor, las
palabras del piadoso a Él complacen» (Prov. 15:26).
«Bienaventurados son los de corazón puro, pues ellos verán a Dios»
(Mat. 5:8).
«Amados, os ruego que como extranjeros y exiliados [en este
mundo] os abstengáis de las pasiones de la carne que libran una
guerra contra vuestras almas» (1Ped. 2:11).

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OCTAVO MANDAMIENTO
No Robarás.

Se nos prohíbe robar, o sea despojar a alguien de sus pertenencias.


Debemos respetar en grado sumo las posesiones de los demás,
incluyendo la felicidad, la tranquilidad, la paz y la amistad. Cosas
que también son robadas cotidianamente en nuestro entorno. Este
mandamiento nos previene contra toda deshonestidad, estafa o de-
cepción en cualquiera de sus formas. Pues, como nos dice Nuestro
Señor: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde
su vida?» (Mat. 16:26) y que es complementado por san Pablo: «No
os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni
los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni
los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de
Dios» (1 Cor. 6:9-10).
Antes que robar o despojar debemos estar prestos para dar, del
mismo modo en que el Señor nos ha dado que incluso dio su vida
por nosotros. Pues Él nos dice que demos y prestemos sin esperar
nada a cambio y obtendremos una recompensa mayor, o sea, ser
hijo de Dios. Este mandamiento, como todos los demás, tiene su
refuerzo en la Regla Dorada: «No hagáis a los demás lo que no os
gusta que hagan con vosotros» (Lc. 6:31).

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NOVENO MANDAMIENTO
No testificarás contra tu prójimo falso testimonio.

No sólo se mata con pequeñas verdades dichas mal intencionada-


mente; sino cuando se cuentan mentiras sobre alguien que quere-
mos ver en situaciones desesperadas.
«Los labios mentirosos son abominación al Señor» (Prov. 12:22).
Siempre deberíamos recordar que no sólo mentimos con palabras
sino también con nuestro silencio. Como cristianos estamos com-
prometidos a ser personas rectas en todo momento y en cualquier
situación para estar por encima de todo reproche pues de la abun-
dancia del corazón, habla la boca… pues por vuestras palabras seréis
justificados y por vuestras palabras seréis condenados (cita libre de
Mt. 12:34-37). En lugar de decir mentiras debemos ceñirnos a la
recomendación del apóstol Pablo: « Por lo cual, despojándoos de
la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues que todos
somos miembros unos de otros» (Ef. 4:25).

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DÉCIMO MANDAMIENTO
No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni
su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni nada de cuanto
le pertenece.

Se podría resumir con no envidies, mira lo que tienes con agrade-


cimiento; no te dejes consumir por el odio contra tus circunstan-
cias actuales ni contra la prosperidad ajena: «En teniendo con qué
alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos. Los
que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en mu-
chas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la
perdición y en la ruina» (1 Tim. 6:8-9).
Deberemos estar contentos con lo que tenemos y sólo confiar en
Dios: «Fuera de ese caso, cada uno ande según el Señor le dio y
según le llamó. Y esto lo mando en todas las iglesias. … Cada uno
permanezca en el estado en que fue llamado. ¿Fuiste llamado en la
servidumbre? No te dé cuidado, y aun pudiendo hacerte libre, apro-
véchate más bien. Pues el que siervo fue llamado por el Señor, es
liberto del Señor, e igualmente el que libre fue llamado, es siervo de
Cristo. Habéis sido comprados a precio, no os hagáis siervos de los
hombres. Hermanos, persevere cada uno ante Dios en la condición
en que por El fue llamado» (1 Cor. 7:17, 20-24).
La envidia y los deseos mal encauzados nos conducen a la muerte
espiritual puesto que como nos advierte Santiago, cada persona es
tentada cuando está atrapada y fascinada con su propio deseo y
éste, en su “irresistible madurez” dará a luz al pecado que nos con-
ducirá a la muerte (ver Stgo. 1:14-15).

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La religión pura e inmaculada ante Dios Padre es visitar a los
huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin
mancha en este mundo.
Epílogo
Además de los Diez Mandamientos, en los cuales se nos dan
unas normas primordiales de conducta, Nuestro Señor nos
ha dado un mandamiento nuevo: «Un mandamiento nuevo os
doy y es que como yo os he amado os améis los unos a los
otros» (Jn. 13:34).
Este nuevo amor no sólo requiere que amemos a quienes nos
aman, sino también a aquellos que nos odian.
«Pero yo os digo a vosotros que me escucháis: amad a vues-
tros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a
los que os maldicen y orad por los que os calumnian. Al que te
hiere en una mejilla, ofrécele la otra, y al que te tome el man-
to, no le estorbes tomar la túnica; da a todo el que te pida y no
reclames de quien toma lo tuyo» (Lc. 6:27-30).
No es necesario que alguien nos guste para que le amemos
pues esto significa que estemos prestos para socorrerlo, per-
donarlo, ser justos con él y aplicarle la Regla Dorada: Haced
esto y viviréis.

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cuando hayas encontrado a Dios, no robarás.
El primer grado, práctica de las virtudes, comienza por el
arrepentimiento. El cristiano bautizado que escucha a su
conciencia y ejerce el poder de su libre voluntad, lucha,
con la ayuda de Dios, para escapar de la servidumbre de
las pasiones. Observando los mandamientos, haciéndo-
se cada vez más consciente del bien y del mal y desarro-
llando su sentido del deber, alcanzará progresivamente
la pureza de corazón, objetivo final de este primer grado.
En el segundo grado, contemplación de la naturaleza,
el cristiano afina su percepción de la existencia de las
cosas creadas y descubre así la presencia del Creador
en todas las cosas. Esto lo conduce al tercer grado, la
visión directa de Dios, que no solo está en todo, sino
por encima y más allá de todas las cosas. En el tercer
grado, el cristiano ya no tiene solamente la experiencia
de Dios a través de su conciencia o por intermedio de la
creación, sino que se encuentra con el Creador cara a
cara, en una unión directa de amor. La visión plena de la
gloria divina está reservada para el mundo futuro, pero
ya en esta vida los santos gozan de las promesas y de
las primicias de la cosecha futura.
Kallistos Ware

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