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La agricultura y los ecosistemas: estado de situación

MARCELO R. ZAK1 y MARCELO R. CABIDO2

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Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la
Universidad Nacional de Córdoba. Es Profesor Titular de la Cátedra de Recursos Naturales y
Gestión Ambiental, Departamento de Geografía, Facultad de Filosofía y Humanidades de la
Universidad Nacional de Córdoba e Investigador del Instituto Multidisciplinario de Biología
Vegetal (IMBIV/CONICET-UNC). Es asimismo Profesor del Módulo de Evaluación del
Impacto Ambiental de la Maestría en Arquitectura Paisajista de la Universidad Católica de
Córdoba.
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Doctor en Ciencias Biológicas por la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la
Universidad Nacional de Córdoba. Es Profesor Titular de la Cátedra de Biogeografía,
Departamento de Diversidad Biológica y Ecología, Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales de la Universidad Nacional de Córdoba e Investigador Principal del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto
Multidisciplinario de Biología Vegetal (IMBIV/CONICET-UNC).

1. Problemática general

Desde sus inicios, la humanidad ha dependido estrechamente de los recursos naturales de la


Tierra, cuyo acceso implicó siempre impactos ambientales de mayor o menor magnitud. Una
de las manifestaciones más evidentes de la actividad humana sobre el planeta es la conversión
de paisajes naturales en ecosistemas intensamente manejados, principalmente para agricultura
de distintos tipos (granos y oleaginosas, pasturas, plantaciones forestales, entre otros). Entre
1960 y 2000 la población mundial se duplicó hasta alcanzar los 6.000 millones de habitantes,
al tiempo que la economía global creció 6 veces (FAO, 2001); paralelamente, la demanda de
alimentos y de servicios ecosistémicos aumentó en forma significativa. En ese contexto, la
agricultura realizó un aporte fundamental a la humanidad, satisfaciendo las demandas de
alimento de una población en rápido crecimiento, a través de una expansión e intensificación -
en los últimos 50 años- que no registra precedentes en la historia (Tilman et al., 2001;
Cassman and Wood, 2005) (Figura 1). Los cambios en las prácticas de uso del suelo han
permitido duplicar la producción de granos en las últimas cuatro décadas (actualmente
próxima a 2 billones de toneladas por año), debiéndose en parte al aumento de la superficie
cultivada, aunque en mayor medida a la “Revolución Verde” (se trató básicamente de la
combinación de 5 productos tecnológicos: fertilizantes, pesticidas, cultivares de alto
rendimiento, riego y mecanización agrícola) (Matson et al., 1997; Mann, 1999). En tal
sentido, en ese mismo período ha habido un incremento global del 700 % en la producción y
uso de fertilizantes (principalmente nitrógeno y fósforo), de más del 800 % en el de pesticidas
y del 70 % en la superficie irrigada para cultivos (Tilman, 1999; Tilman et al., 2001; FAO,
2001; Foley et al., 2005).

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Figura 1. Índice de la producción agrícola mundial entre 1961 y 2011 (la línea continua
indica datos efectivamente relevados). Fuente: elaborado a partir de FAO (1999,
2009).

Aun cuando la agricultura moderna ha sido exitosa en incrementar la producción de alimentos


y fibras, los cambios en el uso de la tierra han desencadenado un sinnúmero de problemas
ambientales a diferentes escalas (DeFries et al., 2004), siendo responsables de gran parte de
las consecuencias negativas sobre los sistemas ecológicos de la Tierra (Tilman, 1999; Tilman
et al., 2001; Millennium Ecosystem Assessment, 2005; Green et al., 2005), tal el caso de la
pérdida de hábitats, la alteración de la estructura y funcionamiento de los ecosistemas y de su
capacidad para proveer bienes (alimentos, fibras, agua dulce, productos forestales, etc.) y
servicios (regulación del clima, producción de oxígeno, mantenimiento de la calidad del aire y
del agua, fertilidad de los suelos, reciclado de productos de desecho, etc.). Cerca del 40 % de
la superficie libre de hielos del planeta está actualmente bajo agricultura, producto de la
conversión de bosques, sabanas y pastizales naturales (Foley et al., 2005). Por su parte, casi la
mitad de las áreas cultivadas en el mundo experimentan algún grado de erosión, pérdida de
fertilidad o sobrepastoreo (Wood et al., 2000), mientras que el reemplazo de bosques
tropicales por cultivos, por ejemplo, es responsable de hasta el 26% del total de emisiones de
dióxido de carbono a la atmósfera (DeFries and Achard, 2002; Houghton, 2003) (Tabla 1),
existiendo además evidencias del efecto de los cambios en el uso del suelo sobre el clima
regional y global (Heck et al., 2001; IPCC, 2000; Negri et al., 2004). Asimismo, alrededor del
30% del total de las aguas superficiales del planeta es utilizado para irrigar cultivos (Cassman
and Wood, 2005), al tiempo que la fijación de nitrógeno a partir de fertilizantes industriales
actualmente iguala, e incluso excede, a la fijación biológica natural (Galloway et al., 1995;
Smil, 1999).

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Tabla 1. Carbono emitido a la atmósfera como resultado de distintos tipo de uso de bosques
tropicales. Fuente: modificado de Houghton (2005).

% del contenido inicial de


Tipo de uso carbono emitido a la atmósfera
Vegetación Suelo
Cultivos y pasturas 90-100 12-25
Bosques degradados 25-50 < 10
Extracción de leña 10-50 < 10
Extracción no destructiva (frutos, etc.) 0 0

2. Alcance de la problemática

A la luz de sus consecuencias, es cada vez mayor el interés y preocupación de la comunidad


científica por conocer la distribución y magnitud de la superficie de tierras cultivadas y las
tasas de conversión de ecosistemas naturales en áreas agrícolas (Ramankutty et al., 2008),
permitiendo esto la evaluación y estimación de las regiones del mundo que sufren los cambios
más significativos en el uso del suelo y en los tipos de cobertura (Lepers et al., 2005; Hurtt et
al., 2006), como así también en el ciclo del carbono (McGuire et al., 2001; Leckie et al.,
2002).

La extensión y distribución (además de su intensidad) actual de la superficie bajo agricultura


constituyen un aspecto nuevo en la faz de la Tierra. Richards (1990) sostiene que ha habido
una mayor expansión de la agricultura en sólo 30 años desde mediados del siglo XX, que
durante los 150 años entre 1700 y 1850. Turner II et al. (1993) presentan algunos de los
primeros datos existentes a escala global, indicando que, hacia 1990, entre 14 y 15 millones
de km2 (área cercana al tamaño de América del Sur) estaban bajo alguna forma de agricultura,
mientras que unos 70 millones de km2 (cerca de la mitad de la superficie continental terrestre)
estaban cubiertas por pasturas y pastizales. Por su parte, Ramankutty and Foley (1999)
reconstruyeron una base de datos histórica (de 1700 a 1992) de la superficie bajo agricultura
para todo el mundo, indicando que los cultivos se expandieron desde cerca de 12 millones de
km2 en 1900, hasta alcanzar los valores actuales.

Las estimaciones más recientes, y quizás las más precisas, corresponden a Ramankutty et al.
(2008). En base a una combinación de información de diferentes satélites y de datos de
inventarios censales a campo, estos autores concluyen que en el año 2000 había 15 millones
de km2 de tierras bajo agricultura (11 % de la superficie de la corteza libre de hielos) y 28
millones de km2 de pasturas implantadas para ganadería (21 % de la superficie terrestre libre
de hielo). En conjunto, todas estas estimaciones implican que el uso del suelo para
agricultura, principalmente, y para extracción de productos forestales, ha ocasionado la
pérdida neta de 7 a 11 millones de km2 de bosques en los últimos 300 años (FAO, 2004;
Ramankutty, 2004; Ramankutty et al., 2008). Por su parte, algunas forestaciones intensamente
manejadas, tales como las plantaciones para madera en Norte América, o de palmeras para
aceite en el sudeste de Asia, también han reemplazado a los bosques naturales cubriendo
actualmente cerca de 2 millones de km2 (Williams, 1990). Los cultivos y las pasturas se han
convertido así en uno de los biomas más ampliamente distribuidos del planeta (cubriendo
alrededor del 35 % de su superficie continental) (Figura 2a), casi igualando la extensión de los
bosques remanentes (Clay, 2004; Ramankutty et al., 2008) (Figura 2b).

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Figura 2. a) Distribución global de la cobertura cultural (áreas con al menos el 30 % de su
superficie cubierta por algún tipo de cultivo) para el año 2000; b) distribución
global de la cobertura forestal (áreas con al menos 40 % de su superficie cubierta
por plantas leñosas de al menos 5 m de altura). Fuente: modificado de
UNEP/GRID-Arendal Maps and Graphics Library (http://www.grida.no/).

3. Distribución de las tierras cultivadas

La distribución geográfica de las tierras cultivadas muestra que las principales áreas de
cultivo del mundo se encuentran en regiones con suelos productivos y condiciones climáticas
adecuadas (Ramankutty et al., 2008) (Figura 2a): el cinturón maicero de los Estados Unidos
de Norteamérica, las praderas de Canadá, el cinturón cerealero de Europa, las llanuras de
inundación del Ganges y las zonas de trigo y arroz del este de China, el cinturón triguero de
Australia y, claro, las Pampas de Argentina. Mientras tanto, áreas de menor extensión ocurren
en distintos lugares del mundo, al tiempo que extensos sectores de África se caracterizan por
una agricultura de subsistencia. En general, y tal como es de esperar, las tierras cultivadas
están casi ausentes en territorios con climas extremadamente secos o fríos (Ramankutty et al.,
2008).

Si bien la presión de colonización de nuevas tierras para agricultura está en aumento a escala
mundial, los cambios globales en el uso de la tierra esconden un contrapunto espacial
importante, especialmente desde la perspectiva del desarrollo y la conservación: mientras que
la extensión de la superficie destinada a agricultura y pasturas ha disminuido en los países
desarrollados (alrededor de 1,3 % entre 1961-1999 -FAO, 2001-), su expansión ha sido
continua en los países en desarrollo (18,8 % de aumento entre 1961-1999 -Ramankutty et al.,

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2008-). Coincidiendo con esto, las evidencias del cambio en la cobertura de bosques a escala
global muestran que la expansión reciente de bosques boreales y templados es superada por la
continua pérdida de ecosistemas forestales en regiones tropicales, principalmente debida a la
conversión para agricultura (FAO, 2001) (Tabla 2). Si bien el grueso de la producción de
cereales estaba anteriormente a cargo del mundo desarrollado, su representación proporcional
en relación a otras economías del mundo disminuyó del 54 % de 1966 al 46 % de 1990. Al
mismo tiempo, la contribución de los países en desarrollo aumentó, principalmente en Asia,
que pasó del 33 % en 1966 al 41 % en 1990, sobre todo al incrementar su producción de
arroz. La mayoría de los restantes países con economías en desarrollo han mostrado
tendencias comparables en los últimos 20 años, con la posible excepción del África sub-
Sahariana que ha mantenido su contribución proporcional.

Tabla 2. Área de bosques y tasa de cambio anual por región del mundo. Fuente: modificado
de FAO (2011).

Tasa de cambio anual


Área de bosques
Región 1990-2000 2000-2010
(km2) 2
km % km2 %
África 6.744.190 -40.670 -0,6 -34.140 -0,5
Asia 5.925.120 -5.950 -0,1 22.350 0,4
América Central 194.990 -3.740 -1,6 -2.480 -1,2
América del Norte 6.789.610 320 0,0 1.880 0,0
América del Sur 8.643.510 -42.130 -0,5 -39.970 -0,5
Europa 10.050.010 8.770 0,1 6.760 0,1
Caribe 69.330 530 0,9 500 0,7
Oceanía 1.913.840 -360 0,0 -7.000 -0,4
Total Mundial 40.330.600 -83.230 -0,2 -52.110 -0,1

Otra evidencia de que el avance de la frontera agropecuaria es más pronunciado en los países
subdesarrollados proviene de las tendencias en la producción de carne en tales países: debido
al crecimiento de la demanda doméstica, la producción de carne per capita está aumentando
rápidamente en las regiones de menores ingresos (presentando actualmente más de la mitad
de la producción global de carne (Myers and Kent, 2003)), al contrario de la tendencia que se
percibe en los demás países.

La expansión agrícola a través del tiempo habría reducido la cobertura forestal original en un
40 % (FAO, 2001; Ramankutty, 2004), a la vez que ocurría lo propio con pastizales
tropicales, subtropicales, templados e inundables, con las sabanas y los matorrales
(Millennium Ecosystem Assessment, 2003) (Figura 3). Esta declinación continua se tradujo
en 14,6 millones de hectáreas deforestadas anualmente durante la década de 1990. De acuerdo
a FAO (2003), actualmente la superficie bajo agricultura se está expandiendo en cerca del 70
% de los países y disminuyendo en el 25 %, mientras que permanece estable en el 5 %
restante.

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Figura 3. Porcentaje de conversión de biomas terrestres a través del tiempo. Para cada
bioma el 100 % indica su área de cobertura potencial, sobre la base de las
condiciones edáficas y climáticas de la Tierra. Fuente: UNEP/GRID-Arendal
Maps and Graphics Library (http://www.grida.no/).

Como consecuencia del mencionado aumento de la población y de la demanda de alimentos,


es posible que el área cultivada en los países en desarrollo, aumente en un 30 % en los
próximos 50 años (Tilman et al. 2001), ocupando una superficie equivalente a todas las selvas
tropicales del planeta (Mayaux et al. 1998). Siguiendo con la tendencia expresada más arriba,
Rounsevell et al. (2005) predicen una disminución simultánea del área cultivada en el mundo
desarrollado.

4. Impactos del avance de la frontera agropecuaria

La destrucción de hábitats naturales para producir alimentos, u otros productos de la


agricultura para consumo humano o animal, representa una de las más severas y extendidas
amenazas a la biodiversidad global (Tilman, 1999; Foley et al., 2005; Green et al., 2005;
Millennium Ecosystem Assessmenmt, 2005) (Figura 4). Si bien las interacciones con otros
factores -tales como las invasiones biológicas, enfermedades, contaminantes y el cambio
climático- son complejas y pueden tener efectos sinérgicos, hay sobradas evidencias de que
los cambios en el uso del suelo, principalmente los vinculados al avance de la agricultura,
constituyen el factor de mayor relevancia (Sala et al., 2000; Millennium Ecosystem
Assessment, 2005). Tal como indica Schalerman et al. (2005), la distribución de las tierras
bajo uso agrícola es actualmente un predictor más preciso del nivel de amenaza de la vida
silvestre que la distribución de la propia población humana. Esto implica, por otra parte, que
cuando las áreas de mayor actividad humana y destrucción de hábitats coinciden con aquellas
de alta diversidad biológica o de gran cantidad de endemismos, las implicancias negativas
para la biodiversidad se incrementan notablemente.

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Figura 4. Abundancia de especies proyectada al año 2050, en función de distintas presiones
ambientales de origen humano. La proyección se presenta como porcentaje en
función del 100 % de especies presentes al año 2000. Fuente: modificado de
Slingenberg et al. (2009).

La agricultura impacta sobre los ecosistemas naturales y la biodiversidad a través de dos


procesos principales. En primer término, la expansión de la agricultura implica la pérdida de
hábitats prístinos y una presión de fragmentación sobre los hábitats relictuales o remanentes.
Tal pérdida puede tener un efecto desproporcionado (con respecto a su extensión) sobre la
diversidad biológica, ya que existe una marcada tendencia a que la expansión de la agricultura
sea mayor en regiones del planeta con una diversidad de especies particularmente alta
(Schalerman et al., 2004). Hay evidencias de que la expansión de cultivos y pasturas
permanentes, sobre suelos aptos para la agricultura, ha reducido la extensión de los hábitats
naturales en más del 50 % (Richards, 1990; FAO, 2001; Ramankutty et al., 2008) -al tiempo
que constituye el factor responsable del 90 % de la deforestación de bosques tropicales
(Benhim, 2006)-, mientras que buena parte de los hábitats restantes está alterada por pastoreo
sobre pasturas implantadas (Groombridge and Jenkins, 2002; Green et al., 2005). Por otro
lado, la desaparición de áreas naturales habría reducido la capacidad de carga de aves del
planeta entre un 20 y 25 % desde los comienzos de la agricultura (Gaston et al., 2003), por
citar sólo un ejemplo.

En cuanto a la fragmentación, esta constituye una consecuencia directa de la expansión de la


agricultura, aunque podría también ocurrir por perturbaciones naturales (viento, fuego, etc.).
Se trata de la conversión de un hábitat extenso y continuo en parches pequeños, aislados o
escasamente conectados, rodeados por una matriz de otro u otros tipos de hábitat (Wiens,
1989; Forman, 1995; Estades and Temple, 1999). Esta transformación implica el paso de una
situación uniforme/homogénea a otra heterogénea o “parcheada”, con cambios tanto en el
tamaño como en la configuración de los parches (Baldi et al., 2006), implicando generalmente
cambios en la composición, estructura y funcionamiento de las comunidades y el paisaje a
diferentes escalas (Mcgarigal and McComb, 1995). Por ejemplo, los parches grandes y los
próximos a otros serán menos afectados; contrariamente, fragmentos pequeños de hábitat sólo
podrán sostener a poblaciones pequeñas, más vulnerables a extinciones locales. Más aun, los

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fragmentos chicos pueden presentar distintas condiciones ambientales alteradas, tal el caso de
un marcado gradiente climático desde su borde al interior. Aunque por definición el proceso
de fragmentación debería diferenciarse de la pérdida de hábitat, en el mundo real ambos
procesos se confunden, por lo que es adecuado considerar sus efectos en forma conjunta.

El segundo proceso es la intensificación de los sistemas agrícolas ya existentes, orientada a


incrementar el rendimiento por unidad de área. Esta, a través de la irrigación y aplicación de
fertilizantes y pesticidas, puede reducir aun más la vida silvestre en las tierras en cuestión
(Green et al., 2005). Muchos cultivos se desarrollan a lo largo de un gradiente de
intensificación, desde áreas con escasos aportes externos y consecuentes bajos rendimientos,
hasta sistemas en los cuales la cosecha es maximizada a través de la eliminación de
competidores, el uso de agroquímicos, una alta mecanización y el desarrollo de cultivares
apropiados (Clay, 2004). En algunos sistemas, la transición de producción de baja a alta
intensidad puede tener un impacto sobre la biodiversidad incluso más severo que la
conversión de áreas prístinas en sistemas de agricultura de baja intensidad (Donald, 2004). En
los últimos 30 años la intensificación ha contribuido más significativamente al aumento en la
producción global de commodities que la ampliación de la superficie destinada a agricultura:
mientras el área global destinada a agricultura aumentó algo menos de l8% entre 1972 y 1992,
la productividad global se incrementó en más del doble en el mismo período (FAO, 2001;
Donald, 2004).

Sin embargo, las comparaciones en cuanto al impacto relativo de la expansión y de la


intensificación de la agricultura sobre la vida silvestre son difíciles de establecer, siendo
ambas ampliamente reconocidas como causas fundamentales de la pérdida de biodiversidad
(Soulé, 1983; Driscoll, 2004), actuando al menos de tres maneras diferentes: 1) a través de la
reducción del área de los parches o fragmentos, disminuyendo así su aptitud para especies
sensibles y con necesidad de áreas grandes (Herkert, 1994), 2) por medio del aislamiento de
parches, lo cual afecta los desplazamientos de individuos que quedan confinados en cada
fragmento (Villard et al., 1993), y 3) por el aumento en la proporción de la relación
hábitat/borde (o efecto borde), incrementando las interacciones negativas con especies de
hábitats adyacentes (Temple and Cary, 1988). Estos procesos pueden ocasionar una
declinación en la riqueza o número de especies, por un lado, y el reemplazo de especies de
alto valor por otras de bajo estatus e interés para la conservación, por otro. La fragmentación
de hábitats, especialmente por agricultura, también puede afectar a las especies a través de la
alteración del microclima (Saunders et al., 1991) o disminuyendo la abundancia de presas
(Burke and Nol, 1998). Tal como sería esperable, las consecuencias de la fragmentación -
tanto para poblaciones de plantas como de animales- varían dependiendo de factores como el
tiempo desde su ocurrencia, el tamaño de los parches remanentes, la distancia entre ellos, la
forma de los fragmentos y, también, distintos aspectos de la historia de vida de las especies.

A pesar de que procesos con algún parecido ocurren de manera espontánea en la naturaleza,
mostrando que existen mecanismos mediante los cuales algunas especies podrían sobrevivir a
la fragmentación (por ejemplo a través de la recolonización de parches), esto ha sido rara vez
observado en hábitats modificados por actividades humanas, especialmente en el caso de la
fragmentación promovida por la expansión de la agricultura (Harrison and Bruna, 1999). Las
evidencias disponibles apuntan a que, en ecosistemas fragmentados por actividades del
hombre, las extinciones generalmente superan a las colonizaciones y la diversidad de especies
declina, en el mejor de los casos, gradualmente (Miller and Cale, 2000). En sintonía con estos
resultados, distintos modelos puestos a prueba por Fahrig (2002) predicen que en paisajes más

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fragmentados se requiere más hábitat para la persistencia de una población de cualquier
organismo.

Así, las evaluaciones realizadas en diferentes lugares del mundo muestran que la conversión
de ecosistemas naturales a agricultura y pasturas, y la intensificación de su uso, representan la
principal presión actual a la biodiversidad, siendo responsables del 37 % de las amenazas a
especies en peligro a escala global. Por ejemplo, numerosos estudios adjudican a la expansión
de los cultivos severas reducciones en el tamaño de poblaciones de aves en Europa, América
del Norte, África y Asia (Söderström et al., 2003; Semwal et al., 2004; Brennan and
Kuvlesky, 2005; Gregory et al., 2005). Consecuencias similares han sido reportadas para
otros grupos de organismos, tales como plantas (Cagnolo et al., 2006), reptiles (Driscoll,
2004), primates (Harcourt and Doherty, 2005), y anfibios (Cushman, 2006), entre otros
(Figura 5) (Loh et al., 2002; Jenkins, 2003). Por otra parte, y en coincidencia con los patrones
globales de expansión agrícola, estas cifras son sustancialmente más altas en países en
desarrollo que en los desarrollados (BirdLife Internacional, 2004; Green et al., 2005).

Figura 5. Porcentaje de especies de animales amenazadas o en peligro de extinción a escala


global, como consecuencia de la fragmentación y pérdida de hábitats (con fines
ilustrativos, se presenta información correspondiente a sólo 4 clases de
vertebrados). Fuente: Bryant et al. (1997).

Por otra parte, la expansión e intensificación de la agricultura pueden producir cambios


importantes en la composición de especies: mientras muchas especies desaparecen o
disminuyen su presencia en hábitats fragmentados, otras incrementan notablemente su
densidad poblacional. Por ejemplo, especies adaptadas a hábitats disturbados y a bordes, que
toleran la matriz circundante a los parches, o aquellas cuyos depredadores o competidores han
declinado, frecuentemente aumentan su densidad después de la fragmentación. Por otra parte,
en la matriz externa a los fragmentos suelen prosperar especies exóticas o generalistas que
pueden invadir los parches. Estos fenómenos son observables en todo el planeta, aunque
afectan particularmente a los ecosistemas forestales: más de la mitad de los bosques
templados y casi un cuarto de las selvas tropicales han sido fragmentados, ocurriendo otro
tanto con el 4 % de los bosques boreales. A escala continental es Europa quien exhibe la
mayor fragmentación, mientras que América del Sur, por ahora, la menor (Millennium
Ecosystem Assessment, 2005).

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5. Realidad en América del Sur y Argentina

La expansión agropecuaria, y su deforestación asociada, son también los principales factores


de cambio en el uso y cobertura del heterogéneo territorio de América del Sur. Los bosques
tropicales húmedos han cedido, entre 1990 y 1997, más de 160.000 km2 a la agricultura y a
diversas plantaciones forestales (Achard et al., 2002). Las consecuencias de tal conversión en
el ciclo del agua, e incluso en el clima regional, pueden ser dramáticas (Nobre et al., 1991).
Al tiempo que esto ocurre, la Organización de las Naciones Unidas (United Nations, 2001)
predice para América Latina un aumento de la población desde los 519 millones del año 2000
a 1.025 millones de personas para mediados del siglo. Este crecimiento implicaría una nueva
intensificación del proceso de deforestación, principalmente para ampliar la superficie
cultivada, mientras que la explotación comercial de productos forestales seguiría idéntica
tendencia.

La bibliografía presenta distintas aproximaciones a la cartografía de la cobertura de América


del Sur (Hueck y Seibert, 1972; UNESCO, 1981; Stone et al., 1994; Loveland et al., 1999;
Friedl et al., 2002, entre otras). La más reciente, y seguramente la que expresa con mayor
precisión la superficie cubierta por agricultura a escala de todo el continente, es la de Eva et
al. (2004). La base de datos presentada por estos investigadores da cuenta de 4.277.000 km2
(24,06 % del continente) transformados en agricultura o en mosaicos de bosques degradados
con agricultura, constituyendo así el tipo de cobertura más extendido después de los bosques
tropicales húmedos (con 35,46 % del continente). Por otra parte, muestra el avance de la
frontera agrícola en el Chaco del sur de Bolivia y norte y centro de Argentina, en los Llanos
de Venezuela y hacia los bosques tropicales húmedos y subhúmedos, tanto desde el oeste y a
lo largo de Los Andes, como desde el sur, al tiempo que también el extremo sudeste de la
Amazonia brasilera muestra una fragmentación creciente. Brasil posee el 67 % de la selva
Amazónica y casi un tercio de todas las selvas tropicales húmedas del planeta. Hasta 1975 la
deforestación del Amazonas fue relativamente reducida, con una pérdida de aproximadamente
el 0,6 % de su superficie original. Sin embargo, entre 1975 y 1985 se perdió el 11 % de la
selva, principalmente por su conversión a pasturas para cría de ganado. Hacia fines de la
década de 1980 se habían deforestado ya alrededor de 200.000 km2 de selva, la mitad de ellas
para agricultura, aunque en algunos estados, tal el caso de Rondonia, la colonización para
agricultura sería responsable de más del 90 % de la pérdida de bosques (Southgate et al.,
1991). Si bien la elevada tasa de pérdida de selvas tropicales en la Amazonia brasilera entre
1978-1989 (19.800 km2 anuales) disminuyó en el período 1990-1994 (13.800 km2 anuales),
volvió luego a subir en el período 1995-2000 (19.000 km2 por año) (Laurance et al., 2001). La
pérdida de selvas tropicales mostró tendencias similares en Ecuador, donde a principios de la
década de 1990 el 36% del territorio fue reclamado para colonización agrícola (Southgate et
al., 1991).

Otro aspecto evidente en el mapa de Eva et al. (2004) es el aislamiento y fragmentación de los
ecosistemas naturales remanentes del Cerrado y Caatinga, en Brasil y de la Pampa, en
Argentina. En territorios del sur de Brasil (Parana, Río Grande do Sul y Santa Catarina) el
área cultivada con soja pasó de 12.000 km2 en 1970 a 69.000 km2 en 1980 (Stedman, 1998),
con un incremento sostenido hasta la actualidad. En consonancia con esta expansión agrícola
en el sur brasilero, una gran superficie de sabanas y bosques bajos del Cerrado fue convertida
en cultivos: originalmente este ocupaba un territorio escasamente poblado, utilizado para
ganadería extensiva (Smith et al., 1998), pero entre 1970 y 1985 el área cultivada pasó de
23.000 a 74.000 km2, al tiempo que la superficie cubierta con soja pasó de 140 km2 (1970) a
38.000 km2 (1990) (Kaimowitz and Smith, 2001). Mientras tanto, en las tierras bajas de

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Bolivia se observan tendencias similares, donde la mayor producción de soja se logra
también, en gran parte, a expensas de sus bosques (Pacheco, 2006) (Figura 6).

Figura 6. Evolución de la producción de soja (en toneladas entre 1975 y 2009) en los países
de mayor producción de América del Sur (sin datos disponibles para Bolivia en
1975. Nótese además que la caída en la producción para Argentina en 2009 se
debe a la ocurrencia de una sequía de valores históricos). Brasil y Argentina son el
segundo y tercer productor (respectivamente), de esta oleaginosa a nivel mundial.
Fuente: elaborado a partir de datos de FAOSTAT (faostat.fao.org).

Si bien el proceso de deforestación ha sido más estudiado en los trópicos y subtrópicos de


América del Sur, donde presenta una mayor magnitud, también sus bosques templados han
sufrido un dramático proceso de pérdida y fragmentación. Echeverría et al. (2006) dan cuenta
de una tasa de pérdida de los bosques templados del sur de Chile del 4,5 % anual, con una
desaparición del 67 % de los bosques estudiados del centro-sur de ese país entre 1975 y 2000.

En la República Argentina el incremento en la producción de granos ha seguido una tendencia


similar a la ya mencionada, habiendo pasado de 41 millones de toneladas a principios de la
década del 90 a romper la barrera de los 100 millones durante la campaña récord de
2010/2011 (INTAInforma, 2011; Agrositio, 2011) (Figura 7). Mientras tanto, el Plan
Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial 2016 del Poder Ejecutivo Nacional prevé una
producción de granos de 160 millones de toneladas para el año 2020, previendo la ampliación
del área sembrada en el país de los 340.000 km2 de 2011 a 420.000 km2 (Ministerio de
Agricultura, Ganadería y Pesca, 2011).

11
Figura 7. Evolución de la producción agrícola total en Argentina (en toneladas entre
1961/62 y 2010/11). Fuente: elaborado a partir de CASAFE (2009) e INTA
(2011).

Tal proceso de conversión de ecosistemas naturales y semi-naturales en tierras agrícolas está


concentrado en seis de las ecorregiones argentinas: las Selvas de las Yungas y Paranaense, el
Chaco Seco, el Chaco Húmedo, el Espinal y la Pampa (Brown y Pacheco, 2006) (Figura 8),
mientras que en las restantes la agricultura está localizada en bolsones de riego (tal el caso de
los “oasis” de riego del Monte y de algunos valles patagónicos), o bien se trata de agricultura
de subsistencia, fuertemente limitada por las condiciones climáticas y edáficas predominantes
(por ejemplo, Reboratti (2006) da cuenta de la existencia de viejos andenes de riego en
lugares con clima menos riguroso de la Puna).

Figura 8. Ecorregiones de la República Argentina con mayor potencial agrícola. En cada


caso se indica (en km2) la superficie total de la ecorregión, seguida por la

12
superficie transformada por la actividad humana. Fuente: elaborado a partir de
Brown y Pacheco (2006).

En la ecorregión de las Yungas la expansión de la agricultura ha afectado al 90 % de los


bosques y selvas pedemontanas, reduciendo los contactos Yungas-Chaco al 16 % de su
extensión original (Brown y Malizia, 2004; Pacheco y Brown, 2006). Inicialmente, la
conversión de los bosques pedemontanos se debió a la irrupción de la caña de azúcar, pero a
partir de los 80´ el proceso de transformación se aceleró de la mano de la soja, a una tasa de
100 km2 de selva pedemontana transformados por año. De acuerdo con Gasparri y Menéndez
(2004), el pedemonte de las Yungas originalmente comprendía 10.939 km2 (sin incluir en esta
cifra las zonas de transición con el Chaco); hacia 1997 más del 55 % de esa superficie estaba
ocupada por tierras agrícolas, conservándose apenas 4.800 km2 ha de bosques en distintos
estados de conservación.

La Selva Paranaense (o Bosque Atlántico del Alto Paraná) forma parte del Bosque Atlántico
Sudamericano, identificado por Conservation International (Myers et al., 2000) como uno de
las veinticinco “puntos calientes” (hotspots) de biodiversidad del planeta. Al mismo tiempo,
se trata de uno de los bosques lluviosos más amenazado de la Tierra, del cual se conserva tan
sólo el 7 % de la superficie original (Placi y Di Bitetti, 2006). En Argentina aun persisten
11.230 km2 de estos bosques, aunque amenazados por la fragmentación y pérdida de hábitat
como consecuencia de la actividad agrícola (los principales cultivos anuales incluyen caña de
azúcar, maíz, trigo, soja, algodón y tabaco, existiendo otros perennes como café, yerba mate,
té y especies forestales exóticas -como pinos y eucaliptos-). En esta selva el proceso activo de
deforestación comenzó con la colonización en la década de 1930, con el propósito de abrir
tierras para la agricultura, y se acentuó a partir de los 50´ acompañando a los procesos
inmigratorios de la posguerra (Mac Donagh y Rivero, 2006). A partir de los 60 y 70, una
buena parte de la deforestación tuvo por objeto el reemplazo del bosque nativo por
plantaciones de especies forestales introducidas. Mac Donagh y Rivero (2006) dan cuenta de
una alarmante declinación de la superficie boscosa original en Misiones, desde 20.000 km2 a
principios del siglo XX a los actuales 400 km2 de bosques pristinos y 8.000 km2 de bosques
secundarios. Por otro lado, y contrariamente a lo que ocurre en los estados del sur de Brasil, la
soja no es todavía un cultivo muy extendido en la provincia de Misiones (Placi y Di Bitetti,
2006).

En cuanto a la ecorregión del Chaco, Morello et al. (2006) distinguen dos períodos en el uso
de sus recursos naturales: uno de cosecha ecosistémica y otro de agricultura generalizada.
Durante el primero, el impacto del uso sobre los ecosistemas naturales fue reducido, siendo
recién a partir de la llegada de los europeos que empieza una verdadera transformación del
paisaje del Chaco. Esta alcanzó picos de máxima intervención durante las etapas tanineras
(con la extracción industrial del tanino de los quebrachos colorados), de la colonia
algodonera, de agriculturización (agricultura con insumos externos) y, finalmente, de
pampeanización del Chaco (con la aplicación de paquetes tecnológicos similares a los de la
Pampa y una marcada expansión del cultivo de soja) (Pengue, 2005; Morello et al., 2006).
Así, el proceso de “sojización del país” (Figura 9), con una fuerte reestructuración e
innovación tecnológica, impulsó la dramática expansión de la frontera agropecuaria en los
últimos 20 años (Soto, 2006; Zak et al., 2008).

13
Figura 9. Evolución de la superficie sembrada de soja en las: a) provincias pampeanas y b)
extrapampeanas. (Nótese que tanto la escala de superficie como la de tiempo son
distintas en a y b) Fuente: elaborado a partir de datos de S.A.G.P. y A., Argentina.

En lo que respecta a la ecorregión del Chaco Seco (o Semiárido), un conjunto de factores


concurrentes (demandas y precios del mercado internacional, paquetes tecnológicos,
incremento en las precipitaciones en algunos sectores, etc.) contribuyó al marcado avance de
la frontera agrícola durante la segunda mitad del siglo pasado (Zak et al., 2008). También en
este caso, la expansión de la agricultura -particularmente durante los últimos 20 años-
ocasionó la pérdida y fragmentación de grandes extensiones de bosques xerófilos estacionales
maduros y secundarios en Córdoba (Zak et al., 2004; Zak et al., 2008), Santiago del Estero
(Boleta et al., 2006), Tucumán, Salta (Paruelo et al., 2005), Chaco y Formosa (Torrella y
Adamoli, 2006). A modo de ejemplo, puede mencionarse el notable proceso de expansión
agrícola en los departamentos del norte cordobés, que entre 1969 y 1999 perdieron más de
10.000 km2 de bosques por conversión a cultivos anuales, principalmente soja (Zak et al.,
2004) (Figura 10). Un fenómeno similar ocurrió en el nordeste de Salta, donde el 51 % de los
cultivos de soja de la campaña 2002-2003 fue sembrado sobre tierras que en 1988-1989
estaban cubiertas por vegetación natural, principalmente bosques del Chaco Seco y, en menor
medida, de la Selva Pedemontana y del Chaco Serrano (Paruelo et al., 2005). A los factores
causales de deforestación ya mencionados se suma el precio diferencial de la tierra en relación
a los valores de la ecorregión pampeana, junto a un proceso de concentración de tierras en
manos de grandes capitales, lo cual aceleró aun más las elevadas tasas de desaparición del
bosque. En algunos territorios, tal el caso mencionado del norte de Córdoba, dichas tasas
alcanzaron valores que se ubican entre los más altos del mundo: por ejemplo, 9,4 % anual en
el caso de los bosques de las sierras, o 7,5 % anual en el caso de los bosques de llanura

14
ubicados entre las sierras y la depresión de Mar Chiquita (Zak et al., 2008), siendo incluso
muy superiores a las tasas de deforestación de los bosques tropicales del mundo.

Figura 10. Cambios en la cobertura del territorio norte de Córdoba ocurridos entre 1969 y
1999. La localización del área de estudio corresponde a la porción austral del
Gran Chaco Americano. (Nótese que tales cambios implicaron la casi
desaparición del bosque chaqueño, junto a un marcado proceso de fragmentación
de los escasos parches remanentes.) Fuente: elaborado a partir de Sayago (1969) y
Zak et al. (2004 y 2008).

Como consecuencia de tales procesos de conversión de ecosistemas naturales en campos de


cultivo, la provincia de Córdoba presenta actualmente unos escasos 6.400 km2 de bosques
relativamente bien conservados (de los 120.000 km2 que mostraba a principios del siglo XX),
10.600 km2 de bosques degradados (que sustituyen a los originales) y 9.600 km2 de
matorrales (Zak, 2008) (Figura 11).

Figura 11. Cambios ocurridos entre 1904 y 2004 en la cobertura de la vegetación de la


provincia de Córdoba. Fuente: elaborados a partir de Kurtz (1904) y Zak (2008).

15
Mientras tanto, el desarrollo agropecuario del Chaco Húmedo registró patrones similares a los
del resto de la región chaqueña. La ganadería fue una actividad de escaso impacto hasta
finales del siglo XIX y, recién a partir de principios del 1900, con las corrientes colonizadoras
y la expansión de la red ferroviaria, alcanzó un desarrollo que produjo modificaciones
importantes en los ecosistemas naturales. Por su lado, la agricultura se inició hacia finales de
1800 y, al igual que en algunos sectores del Chaco Semiárido, se expandió durante las
primeras décadas del siglo XX, hasta ocupar en los últimos años casi toda la superficie de
tierras no inundables de la ecorregión (Ginzburg y Adámoli, 2006).

Por su parte, el Espinal se extendía, en su distribución original, como una faja de bosques
xerófilos bajos en la periferia de la ecorregión pampeana (Cabrera, 1976). Gran parte de su
territorio posee suelos de alto potencial productivo, por lo cual sus bosques están en franca
declinación desde hace décadas -particularmente en las provincias de Córdoba y Santa Fe
(Lewis et al., 2006)-, como consecuencia de la expansión de la agricultura desde la región
pampeana. Los relictos de esta ecorregión son casi inexistentes, encontrándose escasos
fragmentos sobre una matriz de cultivos anuales. Aquí aparece además otro fenómeno, tal el
caso de la invasión por leñosas exóticas: en algunos distritos los parches remanentes se
observan invadidos por árboles introducidos como el paraíso (Melia azederach), eucaliptos
(Eucalyptus spp.), Acacia negra (Gleditsia triacanthus) y morera (Morus alba), entre otros.
Además, los caldenales del sur del Espinal (en Córdoba, La Pampa y San Luis) y los talares
del noreste de la provincia de Buenos Aires, tampoco escapan a las presiones del resto de la
ecorregión (Arturi, 2006).

De las seis ecorregiones es sin lugar a dudas la Pampa la más profundamente modificada por
la actividad agropecuaria. La transformación de los pastizales del Río de La Plata comenzó en
la primera mitad del siglo XVI, asociada al arribo de los colonizadores europeos (Baldi et al.,
2006). A partir de entonces, los herbívoros nativos (venados, ñandúes y en algunas áreas
guanacos) fueron reemplazados por ganado introducido (mular, caballar, vacuno y ovino)
(Camadro y Cahuepé, 2003) y el fuego, tradicionalmente utilizado por los aborígenes
(principalmente para caza y comunicación), fue adoptado para el manejo ganadero,
convirtiendo a los extensos y altos pajonales preexistentes en pastizales de pastos bajos. La
ganadería fue el factor predominante en la región hasta fines del siglo XIX, pero a partir de
entonces co-evolucionó con la agricultura (Viglizzo et al., 2006). A principios del siglo XX la
mayor parte de la cobertura original fue reemplazada por tierras agrícolas, quedando casi sólo
aquellos sitios que presentaban alguna limitante edáfica o topográfica (salinidad, alcalinidad,
anegamiento, etc.) -tal el caso de la Pampa Inundable-, transformados en pastizales bajos
destinados a la producción de carne. Tal como es esperable, estos procesos estuvieron
acompañados por una pérdida de biodiversidad y por la restricción de plantas y fauna nativa a
los escasos relictos y refugios remanentes (Horlent et al., 2003, Voglino et al., 2006);
simultáneamente se dio el ingreso y dispersión de especies exóticas, principalmente del
Mediterráneo europeo, adaptadas a las condiciones de suelos con laboreo. Durante las últimas
décadas del siglo XX la expansión de la agricultura se incrementó considerablemente, en
sincronía con los cambios en los mercados globales y con la incorporación de nueva
tecnología (Paruelo et al., 2005). Se impuso así la siembra directa, de la mano de la aplicación
del herbicida glifosato y de la implantación del sistema trigo-soja. Tanto en la región
pampeana, como en el Espinal y en el Chaco, la difusión de la siembra directa ocurrió
simultáneamente a la de la soja (Glicine max); un factor determinante para que ello fuera
posible fue la aparición, a finales del siglo XX, de los organismos genéticamente modificados,
tal el caso de la soja transgénica. A pesar de sus varias ventajas, Martínez-Ghersa y Ghersa

16
(2005) han advertido sobre dos problemas también inherentes al sistema siembra directa-soja
en la región pampeana: por un lado se observa una reducción en el número de especies de
plantas del agroecosistema, con un 50 % menos de especies que aquellos predios bajo siembra
convencional, mientras que por el otro se incrementaría el riesgo de invasión por leñosas
exóticas tales como la Acacia negra (Gleditsia triacanthos).

Por lo expuesto, y a diferencia de lo ocurrido en las demás ecorregiones, donde la conversión


a cultivos anuales implicó la pérdida de bosques, en la Pampa la expansión más reciente de la
agricultura no se hizo sobre vegetación natural, sino principalmente sobre pasturas sembradas
(alfalfa y otras forrajeras) (Paruelo et al., 2005). Por otra parte, aun en los sitios en donde
persisten los pastizales bajo explotación ganadera, siendo estos la situación más cercana a la
vegetación original (tanto estructural como florísticamente), su uso es de alta intensidad con,
por ejemplo, casi 16 millones de cabezas de ganado bovino en el año 2010 sólo para la
provincia de Buenos Aires (Rossanigo et al., 2010).

6. Perspectivas futuras

Entonces, y repasando lo antedicho, la producción de alimentos se duplicó en el último medio


siglo, como resultado, en parte, del aumento del 12 % en la superficie global de tierras
cultivadas con granos y del incremento del 10 % en el área de pasturas permanentes. Junto a
esto, el rendimiento por unidad de área creció un 106 %, respondiendo al incremento en el
área total irrigada, en la utilización de nuevas variedades de semillas y en la producción y uso
de fertilizantes y pesticidas. Esto hizo posible que, en un planeta finito, la tasa de crecimiento
en la producción de alimentos superara a la de la población humana.

Sin embargo, a pesar de que la producción agrícola total sigue aumentando a nivel global, tal
aumento es cada vez menor: por ejemplo, la producción de granos y oleaginosas, que mostró
un aumento anual del 2,2 % entre 1970 y 2000 (en contraste con la demanda de alimentos
que, en el mismo período, mostró un aumento anual del 1,6 % -FAO, 2002-), crece
actualmente a un 1,3 % por año (pudiendo caer al 0,9 % a partir del 2030), quedando así por
debajo no sólo del aumento en la demanda de alimentos, sino también de la tasa de
crecimiento anual de la población, que se ubica en el 1,4 % (FAO, 1997, 2000, 2006; Trostle,
2008). Esto resulta preocupante ante un panorama que presenta a una población humana que
crecerá en alrededor de un 50 %, para alcanzar entre 8 y 10 mil millones de habitantes en el
año 2050 (United Nations, 2011). De todas maneras, y sin posibilidad de entrar aquí en
detalles, es esperable que incluso ante un futuro escenario de estabilización del tamaño de la
población humana la demanda de alimentos siga creciendo, en parte como consecuencia de la
actual distribución desigual de los mismos (FAO, 2006).

Junto al aumento en el número de personas, se está produciendo un rápido incremento en el


consumo per capita (Myers and Kent, 2003), lo cual plantea un nuevo escenario en el cual la
demanda de alimentos podría crecer aún más antes de mediados del siglo: el consumo de
comida en los países de menores ingresos pasaría de las 2.681 kcal/persona/día y 25,5 kg de
carne/año de principios del siglo a 2.980 kcal/persona/día y 36,7 kg de carne/año en el año
2030 (contra las 3.500 kcal/persona/día y 100,1 kg de carne/año proyectadas para los países
de mayores ingresos) (WHO, 2003). Así, con el marcado aumento en el consumo de
productos agropecuarios en los países en desarrollo, junto al uso de granos como alimento
para el ganado, tal incremento en la población causaría una demanda en la producción de
granos de más del doble que la actual (Tilman et al., 2001) y la necesidad de un aumento

17
global en la producción de alimentos de alrededor del 70 % (aunque del 100 % en los países
de menores ingresos) (FAO, 2009). Ante esto, debe considerarse que sólo existen 3 maneras
básicas de incrementar la producción del agro: aumentando los rendimientos, la frecuencia de
cosechas y el área cultivada. A pesar de los progresos tecnológicos en la genética de los
cultivares, en el control de pestes y malezas, y en las prácticas de laboreo y riego (es
esperable que estas sean responsables de la mayor parte del aumento en la producción), todo
ello no sería suficiente para lograr tal meta (y esto sin considerar una posible crisis en la
disponibilidad de combustibles fósiles, sobre los cuales se basó, en gran medida, la ya
mencionada Revolución Verde), siendo por ende necesario un aumento de la superficie de
tierras cultivadas hasta alcanzar los 17,3 millones de km2 (Tilman et al., 2001), implicando
esto un crecimiento del 18 % en la superficie cultivada con respecto a la actualidad. Los datos
parecen mostrar que sólo así lograríamos, eventualmente, sumar anualmente mil millones de
toneladas de cereales y 200 millones de toneladas de carne para el 2050 (con respecto a la
producción actual -Bruinsma, 2009-), satisfaciendo de esta manera las necesidades humanas
previstas.

Por otra parte, y para complicar algo más el panorama, es esperable que una proporción
creciente de las cosechas sea utilizada para fines no nutricionales, tal el caso de la producción
de biocombustibles y otros productos industriales, a la vez que aumentarían los conflictos
entre los espacios rurales y los urbanos y así, por ejemplo, por el uso del agua. Como si esto
no fuera suficiente, a nivel mundial la población urbana pasaría del 50,5 % de 2010 a mostrar
un 68,7 % del total de personas en 2050 (y en Argentina del 92,4 al 96 %) (United Nations,
2007), con las consecuencias obvias en el despoblamiento rural y, también, en la cantidad de
campesinos.

Frente a estas tendencias cabe preguntarse: ¿cuáles serán las consecuencias de una nueva
duplicación en la producción de alimentos en las próximas décadas?, ¿qué impactos
produciría tal incremento en el funcionamiento de los ecosistemas naturales, en los servicios
que ellos ofrecen y, en última instancia, sobre los sistemas de soporte de vida de los que todos
dependemos?, e incluso ¿podrá la tecnología lograr una mayor producción de alimentos en un
contexto de menos tierras y menor biodiversidad, impulsada por menos manos, ante una crisis
energética y enfrentando algunas de las consecuencias previstas del cambio climático global y
del deterioro de los sistemas ecológicos? Es decir, ¿podrá tal demanda ser efectivamente
satisfecha? y, en tal caso, ¿a qué costos y bajo qué condiciones?

Tal como se deriva de lo anterior, la problemática de la producción de alimentos y


satisfacción de las demandas humanas tiene 2 componentes que no deberían ser analizados de
manera aislada: por un lado la producción efectiva de tales alimentos para cubrir los
requerimientos humanos (seguridad alimentaria), y por el otro la viabilidad bioecológica de
tal producción (producción sostenible). Pero aun si la humanidad alcanzara lo primero, ¿sobre
qué base natural ocurriría? o, para expresarlo de manera más clara, ¿cuáles serían sus
consecuencias sobre los bienes y servicios que constituyen el capital natural de la Tierra?

A juzgar por lo hasta aquí expuesto, la agricultura a escala global estaría alcanzando una
respuesta umbral: ha pasado de ser una causa más de degradación ambiental en la década de
1970, a constituirse en el principal factor de desaparición y fragmentación de hábitats, de
degradación de suelos, de destrucción de bosques y praderas y de pérdida de biodiversidad,
además de la principal fuente de deposición de nitrógeno y fósforo en ambientes terrestres,
acuáticos y marinos, entre otras tantas consecuencias, muchas de las cuales seguramente nos
pasan desapercibidas. Dadas las limitaciones mencionadas acerca de las posibilidades reales

18
de incrementar la producción de alimentos sólo a través de desarrollos científicos (por
ejemplo, parte del acervo genético necesario para el eventual mejoramiento de los cultivares y
el desarrollo de nuevas variedades se está perdiendo con la desaparición de especies producto
justamente de tal destrucción de hábitats) e innovaciones tecnológicas, se deberá recurrir
entonces, tal como se expuso más arriba, a un marcado incremento en la superficie cultivada.
Considerando que los mejores suelos se encuentran ya bajo algún tipo de cultivo, el aumento
de la superficie para agricultura deberá ser desproporcionado para satisfacer las necesidades
de mayor producción, Así, el aumento del 18 % en la superficie cultivada demandaría la
pérdida de unos 2.680.000 km2 de ecosistemas naturales y semi naturales alrededor del
planeta (aunque sobre todo en América Latina y el África Subsahariana -Figura 12-), tal el
caso de los bosques subtropicales xerófilos estacionales remanentes del Gran Chaco
sudamericano, entre otros. La destrucción de ecosistemas naturales resultante incrementaría la
proporción de especies amenazadas, provocando incluso su extinción. Si se considera que los
ecosistemas de alta diversidad ocurren generalmente sobre suelos poco fértiles (Huston,
1979), la conversión de ecosistemas pobres en nutrientes en tierras de agricultura, produciría
un impacto aun mayor sobre la biodiversidad global. Así, y dadas las proyecciones ya
analizadas, esto bien podría causar la transformación de buena parte de los ecosistemas no
agrícolas y naturales remanentes en el planeta. De esta manera, el impacto ambiental global
de la agricultura y de los cambios en el uso del suelo sobre los ecosistemas naturales y sobre
los servicios que ellos proveen, podría ser tan serio como el cambio climático global, al que
por otra parte contribuiría, dada la liberación masiva de CO2 producto del clareo y la tala
(Schlesinger, 1991).

Figura 12. Área bajo uso agropecuario en 2005 y con potencial para su expansión
(definidas sobre la base de la disponibilidad de lluvias, sin consideración aquí de
las consecuencias de su eventual utilización). Fuente: elaborado a partir de
Bruinsma (2009).

A lo largo del capítulo se discutió uno de los aspectos de la relación entre la sociedad y la
naturaleza: la producción de alimentos a través de la actividad agropecuaria. De esta, en
última instancia, depende en buena parte la calidad de vida humana. Sin embargo, y por detrás
de ella, subyace un factor de mayor relevancia aun: el funcionamiento de los ecosistemas de
la Tierra, cuya integridad depende de un conjunto de factores sinérgicos: los caracteres de las

19
especies que los componen (composición de especies), el número de especies que contienen
(riqueza y diversidad de especies), las condiciones físicas predominantes y el régimen de
disturbios (Odum y Barrett, 2005; Díaz et al., 2007). Sin embargo, hoy más que nunca, ante
una cultura que menosprecia la naturaleza, tal funcionamiento depende también de decisiones
institucionales (Institución en el Diccionario de la Real Academia Española: cada una de las
organizaciones fundamentales de un estado, nación o sociedad), pues son estas las que, en
última instancia, propician o atentan contra la seguridad ambiental de la que dependen todas
las especies de la Tierra, también la nuestra.

Si podrá la humanidad enfrentar a tiempo y sabiamente las tormentas que oscurecen el futuro
está por verse. El cambio climático global, la pérdida de biodiversidad y la intensificación y
extensificación de la actividad agropecuaria se presentan como las problemáticas de origen
humano de mayor magnitud que ha tenido que enfrentar nuestra especie, y todas ellas se
presentan juntas, al tiempo que parecen dispuestas a actuar de manera sinérgica. Ante este
panorama bien podría ocurrir que ninguna de las prospecciones o análisis que muestra este
capítulo suceda tal como se lo presenta, pero ocurre que es enorme la complejidad de la
Tierra, e intrincadas sus relaciones y las del Hombre con ella.

La historia de la humanidad muestra un sinnúmero de eventos donde las decisiones con


respecto al medio natural resultaron en consecuencias catastróficas sin posibilidad de retorno.
Pero también muestra momentos en que los datos, más que la intuición, permitieron torcer el
rumbo de un colapso prefijado, o definir nuevas estrategias. Las generaciones futuras tendrán
herramientas suficientes para evaluar cuál de los caminos finalmente optamos por seguir,
10.000 años después de una de las revoluciones que nos trajo hasta aquí.

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