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Maze Runner: Correr o morir

Antonio Martínez.
Son unos 30 adolescentes en el centro de un gigantesco laberinto de piedra y metal, que todas las noches se
mueve y modifica su estructura.
De esta forma, el lugar se convierte en cárcel y los jóvenes viven en un claro donde levantan una especie de
campamento de verano forzado: cortan troncos, limpian una chacra, construyen un refugio y dividen las tareas
y oficios entre patrullas.
El laberinto abre y cierra automáticamente su entrada a diario y por ahí se meten dos corredores que van en
busca de una salida y siempre vuelven sin novedad. Hace tres años que repiten la rutina. Y una vez al mes,
gracias a un ascensor subterráneo, les suben provisiones y además llega un novato con el que parte la
historia.
A los días recuerda como se llama, Thomas (Dylan O'Brian), y resulta que el resto de los jóvenes padecen el
mismo síntoma y lo único que saben es su nombre: Alby, Ben, Minho, Newt o Gally.
No cabe nada más en sus memorias y por eso se identifican con un rasgo único: el misterioso, el dubitativo, el
tímido, el violento y así.
Es tal la pobreza de cada personaje que la suma final puede ser apabullante.
Los premios Frambuesa, que distinguen lo peor del año, ya podrían tener una nominación en el papel: el
reparto de Maze runner: Correr o morir.
La tribu de personajes y los espectadores de la película irán descubriendo al mismo tiempo las razones del
laberinto y los motivos del cautiverio.
Lo más duro es que la película se toma su tiempo para empezar a dar algunas luces y esto implica espera,
paciencia e incluso angustia, porque durante una larga hora solo se relatan las costumbres, humores y dudas
de una tribu en estado primitivo.
Los diálogos son frases hechas mil veces escuchadas, mezcla de arenga y lugares comunes tan
grandilocuentes como vacíos, porque no es más que una épica de guardería infantil.
Incluso la acción del tipo elemental ─que se desplomen los muros o que aparezca algún monstruito─ llega
con cuentagotas y tardanza.
Maze runner: Correr o morir, obviamente, sigue la fórmula de las sagas juveniles: pertenece al género de Los
juegos del hambre (2012) o Divergente (2014) y es la película que prologa e introduce una saga que parte
cuesta arriba y con el estanque de bencina casi vacío.
En su interior, lo que en verdad existe es el diseño de un videojuego: competencia entre adolescentes,
carreras de obstáculos, superar distintas etapas y el triunfo final implica comprender la lógica y los propósitos
de una maqueta planeada por adultos.
Y la idea general es básica y sencilla: el futuro de la Tierra está en la mente de los jóvenes y en nombres
como Thomas, Teresa, Alby, Ben, Minho, Chuck, Newt o Gally.
El tiempo dirá al menos dos cosas: si la película tiene saga y la Tierra, futuro.
Tomado de www.elmercurio.com

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