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La reinvención de un diálogo: las obras de Kiki Smith en torno a

Caperucita Roja
David Cortés Santamarta
Todos hemos imaginado, en nuestra infancia, las mismas escenas, despertadas por una voz,
la de un narrador familiar y cercano, que nos iba relatando el cuento: la historia de una niña
a la que su madre le encarga llevar alimentos a su abuela enferma, que vive en medio del
bosque, su encuentro, mientras cumple esta labor, con el lobo, y el peligro al que se expone
por desobedecer los consejos maternos, dejándose engañar por el animal. El final del
cuento, bien sea el de la niña devorada por el lobo, como en la versión de Perrault, o bien el
de la niña salvada por la intervención de un cazador, como en la variante de los Hermanos
Grimm, traslada sin embargo un mismo e inequívoco mensaje: la necesidad de obediencia,
lo desconocido como algo inequívocamente peligroso, la naturaleza como alteridad
amenazante y la incapacidad de una niña para defenderse de las dificultades que su propia
imprudencia ha provocado.
Voy a dedicar esta comunicación a analizar algunas de las obras en las que la artista
estadounidense Kiki Smith, nacida en 1954, ha reinterpretado el cuento de Caperucita
Roja. Cuestiones como la relación entre mujer y naturaleza, la representación del animal en
las narrativas tradicionales y en la cultura visual, o la posibilidad de concebir un imaginario
desde el que elaborar una nueva conciencia de género y ecológica adquieren en estas obras
una posición central.
Un doble movimiento recorre los cuentos folclóricos. Si, por una parte, sus personajes y
estructura argumental básica permanecen constantes, lo que asegura su pervivencia a lo
largo del tiempo a través de una transmisión oral y anónima, por otra el cuento se
transforma incesantemente, al incorporar modulaciones y cambios que se adaptan a los
contextos en los que se despliega la palabra narrada. En contraste con la forma literaria,
sustentada en la escritura, donde la transcripción literal del signo gráfico es el principal
garante de su continuidad, los cuentos, como restos de una oralidad remota, viven en sus
variantes. Cada una de esas variantes y desviaciones ilumina cuestiones latentes en su núcleo
fundamental, que se extienden desde las relaciones familiares, los conflictos sexuales y las
dimensiones psicológicas a la violencia social o la promesa emancipatoria. En torno a unas
mismas escenas –un lobo y una joven en medio del bosque, la fatal seducción de ratas y
niños ante el sonido de una flauta, o un zapato que se deja calzar por un único pie
femenino– se cifra, misteriosamente, una pluralidad de sentidos.
Aunque hayan sido relegados en la edad contemporánea al ámbito de la infancia, último
reducto asimismo de la oralidad, los relatos folclóricos suponen una vigorosa manifestación
del imaginario colectivo, cuya potencialidad semántica se resiste tanto a esa exclusiva
inscripción en una edad determinada como a su manipulación por parte de la industria
cultural. En el termino convencional que les da inicio, “Érase una vez”, se consigna su
tiempo peculiar, que escapa a las imposiciones del tiempo histórico, pero que tampoco –el
cuento no compromete la creencia– se iguala a un pasado mítico o legendario. La fórmula
proclama un régimen de ficción, estrictamente secular. Y quizá sea ese estatuto del cuento
lo que ha asegurado su perpetua vigencia, generando el impulso a ser narrados, de nuevo,
por creadores contemporáneos que han revisado sus motivos.
La fascinación de Kiki Smith por el cuento de Caperucita Roja se revela en numerosas
creaciones. El encuentro de la niña y del lobo es un motivo recurrente en su trayectoria
desde 1999. A lo largo de toda una década lo elabora a través de las más diversas disciplinas
y medios: instalaciones, esculturas, estampas o libros de artista. En los grandes paneles de
dibujos sobre cristal que conforman Banda de chicas y manada de lobos, el espectador se ve
rodeado por las figuras de numerosas caperucitas cuya apariencia se adecúa a la iconografía
más convencional. Así, cada una de ellas aparece representada como una niña ataviada con
la capucha distintiva, de la que deriva su nombre, a la vez que lleva la cesta con comida
colgada de su brazo. Esa, “banda de chicas”, como indica el propio título, está acompañada
de varios lobos. Los personajes caminan juntos y se dirigen en una misma dirección, a
modo de un friso procesional. La técnica y los materiales empleados por Smith recuerdan a
los de las vidrieras, por el uso de unos grandes paneles de cristal en los que la artista ha
dibujado directamente sobre el vidrio. Cada uno de los paneles está subdividido por una
cuadrícula emplomada. Las combinatorias que determinan la disposición de las figuras en
estos paneles son diversas. En contraste con la escena habitual del cuento, restringida al
encuentro de una única niña y de un solitario lobo, el primer interrogante que despierta la
obra es el de la multiplicidad de lobos y caperucitas. La similitud en el modo de representar
a los personajes, que en el caso del lobo se convierte en una repetición casi exacta, declinada
tan sólo por la ejecución manual del detallado grafismo, incitan a considerar esa pluralidad
de figuras como una manifestación de las diversas versiones, orales y escritas, del cuento. De
modo que no una, sino muchas caperucitas, caminan, no con uno, sino con numerosos
lobos, como encarnaciones de esas variantes de un relato cuyo origen se remonta a la
tradición oral y que ha ido desarrollándose mediante numerosas revisiones escritas y
plásticas. La idea de comunidad y de vínculo entre los seres, implícita en el propio título de
la obra (recordemos Banda de chicas y manada de lobos) refuerza la impresión de ese
sentimiento de complicidad que emana de ellos. Su proximidad física, la ausencia de gestos
que denoten violencia o miedo, y la tranquila naturalidad con la que caminan en grupo,
proclaman esa camaradería y amistad, que parece dominar tanto las relaciones entre las
propias jóvenes como las que éstas mantienen con los lobos. Lo mismo sucede en la
traslación de esta propuesta de gran tamaño a un formato más pequeño y muy vinculado al
ámbito de la literatura, como es el leporello realizado tres años después, en 2002, donde se
muestran las mismas figuras, Caperucita y el lobo, pero aún más numerosas, impresas como
están en las dos caras del papel desplegable. La denominación del libro de artista,
Companion, incide en esa proximidad afectiva entre ambos. Un título similar, aunque ahora
en plural, es el de la enorme estampa a la que Smith dedicó casi dos años de trabajo. El
lenguaje de la litografía Companions responde a una doble estrategia. Por un lado se percibe
un deliberado énfasis en el componente ilustrativo de la imagen, tal y como se manifiesta en
las posturas de los personajes y en la meticulosa ejecución de cada detalle, especialmente en
el extraordinario tratamiento del pelaje del lobo, donde Smith, en vez de un efecto genérico
de textura, ha optado por dibujar escrupulosamente cada uno de los pelos del animal, en
una especie de obsesiva y compulsiva dedicación artesanal muy característica de su labor
creativa, que supone, asimismo, un simbólico gesto de respeto y afecto hacia el animal
representado. Por otra parte, las medidas casi monumentales de la estampa confieren a ese
detallismo extremo una especial condición, reforzando su entidad plástica. Versiones
En todas estas obras de Smith el antagonismo entre Caperucita y el lobo, que dominaba las
versiones más difundidas del cuento, es sustituido por el afecto. Ambos, mujer y animal, se
alían en su deseo por escapar de un orden patriarcal que, en las versiones de Perrault y
Grimm, les somete, culpabiliza y condena. Smith impugna así los códigos impuestos. Ni el
lobo es ya un metafórico predador sexual, ni el itinerario de la niña conduce,
necesariamente, al castigo por su conducta. En cierto modo ambos se redescubren. El lobo
recupera su estatuto animal y Caperucita asume una identidad fuerte y autónoma.
La reelaboración de Smith es muy consciente de la iconografía tradicional ligada a las
versiones dominantes. Refiriéndose a esta gran litografía, la propia artista señaló: “Fue la vez
que me aproximé más a la factura de las grandes ilustraciones decimonónicas… Crecí con
los libros infantiles de mi padre, y ese tipo de estampación, el modo en que se delimitan los
colores, me interesó enormemente”. Así, resulta esencial comparar sus imágenes con las que
quizá sean las ilustraciones más célebres sobre el cuento, realizadas a mediados del siglo XIX
por Gustave Doré y por Walter Crane. Ambos son los mejores ejemplos del género de
álbumes ilustrados para niños que surgieron en la época romántica. Frente a las
ilustraciones precedentes, generalmente viñetas subordinadas al texto, las imágenes alcanzan
en estas publicaciones una enorme importancia. El gran formato de la edición Hetzel de los
cuentos de Perrault (43.4 x 31.7 cm) estimuló las complejas composiciones de Doré, que
incluyen desde vistas panorámicas a primeros planos en las que los personajes, además de
adquirir una contundente presencia, exteriorizan unos complejos matices psicológicos, lo
que constituye una decisiva reinterpretación visual de los cuentos originales. La atracción
entre el lobo y Caperucita Roja sugerida en la estampa que muestra su encuentro en medio
de un umbrío y misterioso bosque, donde los cuerpos forman una especie de círculo que
transmite una extraña intimidad, se intensifica aún más en aquella donde los dos aparecen
juntos en la cama. Doré extrema el realismo en la representación del animal, cuya
amenazante otredad contrasta con la cofia sobre su cabeza, en un detalle grotesco que
refuerza la ansiedad que transmite la imagen. Su proximidad corporal y los sentimientos
ambiguos reflejados en la mirada y actitud de la niña, potencian el latente erotismo de la
escena. A diferencia de la intención dramática de las ilustraciones de Doré, las de Crane
obedecen a los principios decorativos del movimiento Arts and Crafts, del que fue un
destacado miembro. Sus estampas suponen la introducción del uso del color en las
ilustraciones infantiles. Tintas planas, de vivaz cromatismo, se alían con un refinado
grafismo, diáfano y ornamental, lo que enfatiza la estricta bidimensionalidad de la imagen.
Una limpia y elegante línea negra delimita con nitidez los perfiles de los personajes y presta
una sintética atención a los detalles. La ilustración ocupa la totalidad de la página, mientras
que el texto queda restringido a un pequeño panel en la parte superior, cuyo marco simula
un pergamino. Las estilizadas figuras de los personajes, su afectada retórica gestual y la
minuciosa ejecución de las vestimentas se adecúan perfectamente a los valores burgueses del
cuento, reescrito por el propio Crane a partir de la versión de los hermanos Grimm. Cada
uno de los dos autores registra el diferente planteamiento de las variantes que ilustran. En el
caso de Doré, el erotismo de sus imágenes responde al del cuento de Perrault, escrito a
finales del siglo XVII. Destinado a la audiencia aristocrática de la corte de Luis XIV, en el
texto de Perrault quedan eliminados por completo los motivos propios de una cultura
campesina y la parábola sexual se transparenta en una irónica moraleja que identifica al lobo
con el seductor que viola a la joven. Las ilustraciones de Crane se adecúan al planteamiento
de la recopilación de los hermanos Grimm, publicada por vez primera entre los años 1812
y1814, y cuyo título, Cuentos de la infancia y del hogar, define con claridad los términos
impuestos al cuento popular, convertido en un dispositivo para educar al niño en los valores
familiares burgueses. En la Caperucita Roja de los Grimm, para escamotear toda
connotación sexual, la adolescente se transforma en una niña ingenua, y es su
desobediencia, al no cumplir los consejos de su madre, la que determina el mensaje moral y
disciplinario de la narración. La desgracia es irrevocable en la versión de Perrault –la joven
es devorada por el lobo– y remediada, en la de los Grimm, tan sólo por la intervención de la
figura masculina del cazador que, frente a la irresponsabilidad e ineptitud de Caperucita y
de su abuela, es el único capaz de enfrentarse al peligro que representa el lobo y rescatarlas.
Sin embargo, si atendemos a las versiones folclóricas de transmisión oral, nos encontramos
con una Caperucita muy diferente. En ellas una adolescente se encuentra con el lobo, cada
personaje recorre un camino diferente (uno de agujas y otro de alfileres) para llegar a la casa
del bosque, allí la muchacha devora los restos de su abuela, que le son ofrecidos como
comida por el lobo disfrazado y, finalmente, en una escatológica escena, la joven logra
engañar al animal diciéndole, cuando ambos están en la cama, que tiene necesidad de salir
fuera de la casa para cagar, con lo que logra así huir del peligro. El análisis etnológico de
Yvonne Verdier ha interpretado los peculiares motivos del cuento folclórico como símbolos
que registran los ritos de paso y los ciclos vitales de la mujer en las sociedades rurales. La
transformación de los roles y las funciones femeninas se manifestarían, tanto en las tres
generaciones de mujeres que lo protagonizan –la joven, su madre y su abuela– como en las
referencias a las actividades que, a lo largo de cada etapa, éstas deben desempeñar. Además
de incorporar ciertas connotaciones sexuales, los caminos de agujas y alfileres aludirían al
necesario aprendizaje de las tareas textiles durante la adolescencia, mientras que el de la
preparación de los alimentos se mostraría en el episodio donde la joven se come a su propia
abuela, estricta y cruda puesta en escena narrativa de una sustitución generacional, pero
también metáfora de la continuidad del ciclo vital. La sexualidad, tan evidente a lo largo de
toda la trama, refuerza este sentido del cuento como trasunto del proceso de iniciación de la
joven en la pubertad, hasta alcanzar una madurez y autonomía que se descubren en su
capacidad para escapar del peligro por sus propios medios. Sin duda es ese carácter activo lo
que diferencia esencialmente a la protagonista de las narraciones populares de la
imprudente e indefensa Caperucita Roja que aparece en aquellas de Perrault y de los
hermanos Grimm. En estas últimas el personaje es una víctima culpable de su desgracia. El
estudioso del folclore Jack Zipes interpreta esta modificación como el reflejo de una
perspectiva patriarcal, que condena a la emancipada joven de las variantes tradicionales, y la
somete a un código en la que es culpabilizada de su propia violación.
La Caperucita Roja de las obras de Kiki Smith no está lejos de la figura femenina autónoma
y emancipada de las versiones tradicionales, lo que se conjuga con esa suerte de íntima
alianza que establece con el mundo animal, representado por el lobo. Ambas figuras se
escapan del orden patriarcal, que las excluye y sojuzga, y fundan entre ellas un estrecho
vínculo, como se observa en la estampa titulada Friend. Pero Kiki Smith hace aún más
compleja y ambigua esta conjunción. En otra estampa Chica lobo la extraña simbiosis se ha
consumado literalmente. El extremo refinamiento y minuciosidad en el tratamiento de la
plancha, con un trazado que delinea con delicadeza cada detalle de la vestimenta y del
pelaje que cubre por completo el rostro, equilibra con eficacia el efecto inicialmente
monstruoso de la figura híbrida. El semblante sonriente de la niña, que asume con
normalidad su apariencia, insiste en la positiva afirmación de una condición fluida, entre
mujer y animal, que impugna los presupuestos especistas. Tanto en la estampa como, aún
con mayor claridad, en la inquietante escultura con el mismo motivo denominada Hija, de
tamaño natural y un tratamiento casi hiperrealista, Smith sugiere que la criatura puede ser
la hija resultante del encuentro entre Caperucita y el lobo o, más genéricamente, una
metáfora de una identidad insumisa, resultante de superponer las identidades de ambos y
que cuestiona así toda categoría o paradigma de normalidad.
Si los cuentos infantiles suponen un componente decisivo en la construcción de nuestros
imaginarios, la reescritura visual que Kiki Smith lleva a cabo en torno al relato de
Caperucita Roja supone una poderosa refutación de las narrativas patriarcales, para apuntar
nuevos sentidos desde los que se pueden considerar las categorías de género o la propia
distinción entre los dominios de lo humano y lo animal. El encuentro entre Caperucita y el
lobo en medio del bosque ya no está dominado por la amenaza de una implícita violencia.
Cabe pensar, pues, en la reinvención de otros posibles diálogos entre ellos.

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