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Identidad y Narrativa
Identidad y Narrativa
mente entre hombres solteros y mujeres casadas (y, desde luego, abandonadas).
Otros pacientes graves sí se emparejan formalmente, aunque manteniendo una
importante hipoteca sobre la conyugalidad de sus uniones. Así, los psicópatas
apenas superan la inmediata utilización instrumental, compatible con una notable
frialdad afectiva, mientras que los depresivos mayores tienen tendencia, al igual
que ciertos alcohólicos, a hundirse en el fangal de la complementariedad rígida.
La inmensa mayoría de las consultas por problemas de pareja, sobre todo cuando
hay síntomas sobreañadidos en alguno de los cónyuges, se inscribe en el universo
neurótico bajo el signo de una simetría más o menos inestable. La inestabilidad
guarda relación con la presencia de síntomas que, interviniendo en el juego
relacional, equilibran la balanza en la pugna por definir la naturaleza de la relación.
Sin síntomas, la simetría estable es raro que conduzca a la consulta del
psicoterapeuta, y es más fácilmente tributaria del abogado matrimonialista.
Las narraciones conyugales ocupan un lugar muy importante en las narrativas de
la mayoría de sujetos, sean hombres o mujeres, mientras que las parentales
siguen siendo más relevantes en éstas que en aquéllos. Ambas, conyugales y
parentales, sólo ceden en importancia ante las de la familia de origen, y aún ello
no siempre. Con una historia filial de escasa nutrición emocional es difícil, aunque
no imposible, construir una buena historia de pareja. Si se consigue, la nutrición
compensatoria puede estar asegurada y, con ella, una cierta garantía de salud
mental. Pero, si no se consigue, la confirmación de la carencia emocional que
conlleva el nuevo fracaso puede provocar graves consecuencias. Sucede lo
mismo en las narraciones parentales: es dificil tener una buena relación con los
hijos, y recibir la correspondiente gratificación emocional, si la narración filial que
es la historia de la familia de origen no resulta armoniosa y gratificante.
Si una persona que arrastra graves carencias emocionales en su historia familiar
busca como pareja a alguien protector y segurizante para compensar sus
necesidades, puede ocurrir que lo encuentre, en cuyo caso tiene bastantes
probabilidades de construir una buena historia de pareja. Pero también puede
ocurrir que, apremiada por urgencias demasiado intensas, la elección constituya
un error. O, dicho de otra manera, que la supuestamente protectora persona
elegida oculte demasiadas debilidades bajo su sólida apariencia. Lo más probable
es que semejante fracaso, confirmador de la imposibilidad de recibir nutrición
emocional, exaspere la carencia y, eventualmente, precipite o agrave la patología.
Otras veces una elección igualitaria se ve truncada cuando uno de los partenaires
pierde pie de forma más o menos súbita, retrocediendo posiciones en su
capacidad de definir la naturaleza de la relación. Si en alguna de sus narraciones
hay material sintomático, es probable que éste se introduzca en el juego de la
pareja que, de este modo, quedará sometido a un igualitarismo inestable. En
efecto, pocos elementos relacionales son tan inestables como los síntomas
neuróticos a la hora de equilibrar una interacción conyugal.
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En otras ocasiones, las parejas establecidas sobre carencias emocionales filiales
pueden resultar frágiles y poco duraderas, aunque no lleguen a incluir síntomas en
su dinámica de funcionamiento. Son pseudoparejas en las que no se alcanza ni
siquiera a establecer una utilización mutua.
La historia de María merece contarse en detalle porque, en su dimensión
cuatrigeneracional, ilustra bien el engarce entre narraciones filiales, conyugales y
parentales.
María pidió que la atendiéramos junto con sus dos hijos, Bernardo, de 15 años, y
Alba, de 8. El primero, producto de una relación rota al quedar embarazada, no
había tenido padre y mostraba ahora, al alcanzar la adolescencia, un
comportamiento inadaptado que lo situaba al borde de la delincuencia. En cuanto
a la niña, fruto de un matrimonio precipitado y breve, vivía con la madre pero veía
con frecuencia al padre; ambos mantenían un permanente desacuerdo que no
cedía ni ahora que su hija empezaba a presentar rasgos disociativos y una
conducta psicótica.
Los padres de María se separaron cuando ella tenía tres meses y su única
hermana poco más de un año. La madre no pudo soportar el trato a que le
sometía su suegra, dueña de un burdel y de los destinos de la familia ante la
impotencia de su hijo, que se mostró incapaz de controlarla para satisfacer los
deseos de autonomía de su esposa. Ésta, obligada porla madre de su marido a
ayudar en la limpieza del burdel, huyó llevándose a las niñas, pero, a las pocas
semanas, las devolvió por el expeditivo procedimiento de abandonarlas frente a la
casa familiar. Nada volvió a saberse de ella durante la infancia de las niñas, que
crecieron al cuidado de la abuela, arbitraria y cruel hasta que sus nietas la
equipararon a la bruja de los cuentos infantiles. El padre aparecía y desaparecía,
figura lastimosa entregada al alcohol y a los manejos de su madre, de quien no
podía defender a las niñas: tan bueno como débil, en opinión de éstas.
Se daban las condiciones para que María huyera con el primer hombre que se
acercara, y algo de eso ocurrió, aunque la experiencia resultó un fracaso. El padre
de Bernardo era una persona culta y delicada. Estaba muy enamorado de María,
pero se sentía inseguro debido a un defecto físico en una mano y, cuando ella
quedó embarazada, la abandonó por otra mujer, disminuida física como él. El
padre de María, que para entonces había vuelto a casarse, no quiso saber nada
de su hija en una situación socialmente tan comprometida, y ella marchó a otra
ciudad a dar a luz y a cuidar de su hijo. Así se desarrolló la relación entre
Bernardo y su madre, aislados en una ciudad extraña, a la vez que lo eran todo el
uno para el otro: una situación que había de empezar a desquiciarse con la
llegada del chico a la adolescencia.
Mientras tanto, María había conocido a Tomás, un guapo mozo más joven que ella
que, a fuerza de insistir, consiguió convencerla de que aceptara el matrimonio.
Alba nació y Tomás reconoció a Bernardo como hijo dándole sus apellidos, pero la
pareja iba de mal en peor; ella fue la que muy pronto empezó a exigir la
separación. Los motivos de discusión eran múltiples, y entre ellos, ocupaban un
lugar importante los asuntos relacionados con la educación del chico. Tomás
pretendía ejercer su autoridad de padre, pero Bernardo se rebelaba y María lo
apoyaba descalificando a su marido. La manera en que se debía tratar a Alba
también era causa de enfrentamiento, puesto que el padre era partidario de una
educación libre y sin restricciones, así como de una alimentación natural. Si la niña
enfermaba, los padres se saboteaban mutuamente los tratamientos, dado que él
era naturópata y ella alópata. No parecía importarles mu-
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cho si el resultado era que un simple resfriado derivaba en bronquitis. La
separación no mejoró las cosas porque la guerra entre ambos continuó a través de
Alba cada vez que iba con uno de ellos dejando al otro. Lo que sí empeoró fue la
situación de Bernardo, que vivió por segunda vez el abandono de un padre
cuando Tomás se negó a seguir cuidando de él. Al fin y al cabo, sólo la niña era
hija suya...
Mientras tanto, María tuvo de nuevo contacto con su madre, salida de la noche de
los tiempos para recuperar a sus hijas. Pero se trataba de una recuperación
especial, casi más estética que afectiva. María entendió pronto, a través del
secreto en que su madre pretendía mantener su existencia, que ésta no estaba
dispuesta a sacrificar ninguna comodidad por incluir a sus hijas en su vida.
También ella vivió el abandono de su madre por segunda vez.
La relación de María con sus hijos, su historia parental, se presenta condicionada
por una vida rica en pérdidas emocionales. Sería simplificadora la sugerencia de
que ella no es una buena madre: quiere a sus hijos y, con toda seguridad, se
dejaría despedazar por ellos. Pero sus propuestas relacionales son inadecuadas,
fruto de las vivencias que le evocan. A Bernardo, mientras fue niño, lo trató como
un compañero dócil y dependiente y, en esas condiciones, no tenía inconvenientes
en darle todo su cariño. Pero, cuando la pubertad empezó a convertirlo en hombre
desarrollando en él la autonomía que se había gestado en base a su peculiar
relación con la madre, perdió el control de la situación y se dejó arrastrar a una
espiral simétrica más propia de desavenencias conyugales. La nutrición emocional
mutua se interrumpió dejando paso a una destructividad en la que, a la mayor
fuerza física del hijo, ella respondía con espectaculares retiradas de afecto. Alba,
por su parte, despierta en ella sin dificultad sentimientos de ternura y protección,
pero, a la vez, representa un campo de batalla en el que demostrar su
superioridad sobre ese hombre frustrante que, elegido como dócil y dependiente
compañero, ha osado sublevarse intentando imponer sus propios criterios.
Utilizando a la niña como prueba de la incapacidad de su ex marido, su corazón
de madre no deja de desgarrarse, pero también se siente aliviada al verificar lo
correcto de su postulado. ¡Con un hombre así no se pueden criar hijos sanos!
La narración conyugal de María también adolece de graves carencias. En ella es
una constante la búsqueda de parejas dóciles y dependientes que, por un motivo u
otro, le fallan al no ajustarse armoniosamente al patrón. El padre de Bernardo, por
exceso: de tan dependiente, huyó con otra con la que se podía sentir más seguro.
El de Alba, quizá por defecto: el encanto se rompió tan pronto aquel jovenzuelo
empezó a manifestar un criterio propio. Y ambos hombres debieron descomponer
notablemente la figura para salirse del estereotipo en que María los encerraba. El
primero, adoptando un hijo en su estéril matrimonio antes que reconocer a
Bernardo, ante quien, avergonzado, bajaba la mirada cuando ambos se
encontraban en el pueblo durante las vacaciones. El segundo, abrazando una fe
homeopática con la que combatir a su esposa en el sufrido cuerpecito de la chica.
En ambos casos, los hijos acusaban las historias conyugales de los padres
incorporándolas a sus propias narraciones filiales, llenas de pérdidas, disfuncio
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nes jerárquicas e incluso desconfirmaciones. Los síntomas encajaban en ese
contexto. Bernardo, privado sucesivamente de importantes figuras paternas e
incluso arrastrado a competir con ellas y a suplantarlas, estaba desarrollando una
visión del mundo en la que su papel de víctima le autorizaba a ser verdugo de los
otros y a impartirse justicia a sí mismo de forma omnipotente y benévola. Alba
experimentaba el desgarro de ser utilizada por sus padres, con grave riesgo de su
propia salud, como un cuestionamiento de su identidad, y de ahí la confusión y la
disociación.
Como hija, María está llena de ambivalencia. A su madre no le perdona los
sucesivos abandonos, real el primero y simbólico el segundo, cuando se negó a
reconocerla por cobardía. A su padre sí lo perdona. Su rostro se ablanda cuando
habla de él, evocando los años en que lo veía languidecer consumido por el
alcohol, pero consiguiendo transmitirle ternura. Se siente bloqueada con él, y no
se atreve a hablarle de temas delicados por temor a herirlo. A veces, cuando lo
visita en vacaciones, se promete,a sí misma romper el tabú y contarle sus
sufrimientos, del pasado y del presente, o simplemente abrazarlo con intensidad,
pero en el último momento cede a la rutina y se limita a seguir con él frías
conversaciones protocolarias.
Durante frecuentes sesiones individuales, que alternan con las familiares, se va
trabajando con María una historia que une sus vivencias filiales con las
conyugales y las parentales. Sus relaciones con los hombres están marcadas por
la confusa figura del padre, querido por débil e indefenso pero, en tanto que tal,
problemático troquelador de patrones masculinos de relación. Por sugerencia del
terapeuta, y tras una dura resistencia apoyada en argumentos trivializadores («no
sé de qué puede servir...», «yo bien me he arreglado hasta hoy...»), María escribe
dos cartas imaginarias a su padre como un ejercicio de reflexión que no
necesariamente tiene que llegar al destinatario. He aquí el texto:
Hola, papá.
Supongo que te extrañará, primero esta carta y segundo lo que en ella te digo,
aunque hace mucho tiempo que quería hablarte de todo esto. El motivo de que
sea ahora es que, desde hace un tiempo, tengo problemas con mis hijos, distintos
con cada uno de ellos, problemas ante los que me he sentido desbordada e
impotente de arreglarlos sola. Por este motivo estamos haciendo una terapia
familiar. Sé que para ti estas cosas son tonterías, pero te pido que lo comprendas
y me lo respetes, bastante mal me siento yo. Aunque he puesto voluntad siento
que soy un desastre. Hace casi un año que estamos asistiendo a estas sesiones,
unas veces Bernardo solo, otras conmigo y otras yo con Alba o sola. En las
últimas visitas han empezado a salir cosas de mi infancia y sentimientos en los
cuales tú ocupas un gran espacio. Supongo que es por esta razón por la que el
doctor me ha pedido que te escriba esta carta, cosa de la que me alegro porque,
aunque me encuentro bastante predispuesta, no las tengo todas conmigo y temo
que, llegado el momento, me dé como siempre ese absurdo temor y no sea capaz
de decirte nada. Doy por válido el que esta situación con mis hijos acelere esta
comunicación contigo.
Quizás no has pensado nunca en cómo vivíamos y sentíamos esta situación; o
quizás sí te lo has preguntado, igual que nosotras, cómo puedes haberla vivi-
40 do tú. Te hablo de las dos porque los sentimientos son los mismos en lo que
respecta a ti, a la abuela y a cómo hemos vivido la infancia.
Me da que pensar que los problemas con mis hijos hayan sido eimotivo de
desempolvar nuestra historia; mis hijos, quienes han despertado y dado vida en mí
a tantos sentimientos, me han ayudado a comprender y a superar tantas cosas,
dudas, inseguridades, temores... sobre todo Bernardo. Ahora me encuentro con
miedos e insegura, no sé si siempre he hecho lo que debiera. Supongo que si me
encuentro en este punto es porque habré cometido algún error, pero de lo que sí
estoy segura es de que les quiero y de que, orgullosa de ellos, he hecho lo que he
creído mejor guiada por mis instintos.
Papá, lo más representativo de toda mi infancia has sido tú. De pequeña recuerdo
que me decía a mí misma que debía querer a mi abuela porque era tu madre,
porque nos estaba criando, etc., pero los sentimientos no funcionan con un
interruptor. Están y, simplemente, fluyen solos, transformados en negativos o
positivos según los estímulos que los alimentan, y había cosas que impedían esa
fluidez por mucho que lo intentara.
Recuerdo cuando venías por las noches y mirabas tras la tela metálica de la
despensa cerrada con llave. Te ponías las manos a ambos lados de la cara para
evitar que el reflejo de la luz te impidiera ver lo que había dentro, como si quisieras
alimentarte sólo con la vista. En alguna discusión la abuela te tiró cosas a la
cabeza, en otras te dio una torta, te ridiculizaba ante tus hermanos, hacía que te
sintieras inferior ante ellos, y sobre todo ante Manolo. A nosotras nos decía que
eras un inútil y un borracho, pero nosotras no te veíamos así; ella decía que quería
a sus cinco hijos por igual, pero los hechos demostraban lo contrario. Sin quitar
importancia a lo anterior lo que más me dolía era cuando te decía que nosotras no
te queríamos, que la única que te quería de verdad era ella (¡ojalá te hubieses
querido a ti mismo como te queríamos nosotras!). Cuando tú llegabas, la abuela te
decía que le daría un ataque al corazón por nuestra culpa; lo mismo que le decía a
los tíos, aunque incluyéndote a ti.
A veces siento que me parezco a ti, o quizás me gustaría parecerme. No en la
imagen que has querido enseñar, sino en la que has intentado ocultar, me siento
orgullosa de ti.
Papá, lo que menos quiero es herirte, y supongo que te puede doler que sienta así
con respecto a tu madre, que ha manipulado nuestros sentimientos y los tuyos aun
antes de nacer nosotras. Siempre he sentido un gran cariño y respeto
por ti, por eso te pido que no tomes a mal lo que te digo: respeto y valoro tus
sentimientos y estoy segura de que siempre has hecho lo que has creído mejor
para nosotras.
TE QUIERO
Hoy, 19 de marzo, Día del Padre, como en tantos otros me acuerdo de ti con
ternura, cariño y tristeza. Quisiera decirte muchas cosas, pero no así, sino cerca
de ti y mirándote a los ojos, para que, si en algún momento te pones triste, yo te
pueda consolar, y, si me pongo yo, puedas consolarme tú a mí. Ahora escribo
acerca de lo que siento, pero quizás cuando hablemos directamente saldrán
pensamientos, vivencias y tantas otras cosas que tal vez hemos querido decirnos
y nunca nos hemos dicho. ¿Por qué siempre hemos reprimido nuestros
sentimientos?, ¿por qué no nos hemos manifestado abiertamente nuestro cariño?
A veces, las palabras sobran, pero en este caso, y aunque esto no cambie el
pasado, siento la necesidad de decirte cosas, entre ellas que te quiero mucho. Es
éste un sentimiento que tengo desde muy pequeña y que nunca te he podido
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