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François Truffaut

El placer de la mirada
ePub r1.0
Titivillus 26.03.2019

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Título original: Le Plaisir des yeux
François Truffaut, 1967
Traducción: Clara Valle

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0

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Charlie Chaplin

Charles Chaplin es el cineasta más célebre del mundo, pero su obra ha


resultado ser la más misteriosa de la historia del cine. A medida que
expiraban los derechos de explotación de sus películas, Chaplin
prohibía su difusión, escarmentado, todo se ha de decir, por las
innumerables ediciones pirata que se hicieron desde el principio de su
carrera; las nuevas generaciones de espectadores sólo conocían El
chico [The Kid, 1920], El circo [The Circus, 1927], Luces de la ciudad
[City Lights, 1930], El gran dictador [The Great Dictator, 1940],
Monsieur Verdoux y Candilejas [Limelight, 1952] por su reputación.
En 1970, Chaplin decidió volver a poner en circulación casi toda
su obra y, por tanto, parece oportuno publicar los textos de André
Bazin sobre Chaplin; esta recopilación permitirá seguir, como si
caminásemos sobre las traviesas de una vía férrea, el camino por el
que pasaron dos mentes, la del cineasta y la del escritor. Cuando lean
este libro observarán que Bazin conoce la obra de Chaplin como la
palma de su mano, pero a mí me gustaría añadir el fantástico recuerdo
que tengo de innumerables sesiones de cine-club en las que vi a Bazin
presentar ante obreros, seminaristas o estudiantes El peregrino [The
Pilgrim, 1922], Chariot vagabundo [The Tramp, 1915] u otras
«bobinas» que se sabía de memoria y que describía por anticipado sin
alterar su efecto de sorpresa; Bazin hablaba de Chaplin mejor que
nadie, y su dialéctica vertiginosa aumentaba el placer que producían
sus obras.
A diferencia de Eric Rohmer —a quien admiro sin reserva por el
magnífico texto que ha aceptado escribir sobre La condesa de Hong-
Kong [The Countess from Hong Kong, 1966] para actualizar este libro
—, yo no me opongo al estatuto particular otorgado a Charlie Chaplin
en la historia del cine, no sólo la escrita sino también la que pasa de
boca en boca y establece las reputaciones.
Durante los años que precedieron a la invención del cine sonoro,
personas de todo el mundo, especialmente escritores e intelectuales,

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miraron el cine con malos ojos y lo despreciaron, ya que sólo veían en
él una atracción de feria o un arte menor. Sólo toleraban una
excepción, Charlie Chaplin, por lo que entiendo que todos los
admiradores de las películas de Griffith, de Stroheim, de Keaton
estuvieran disgustados. Así surgió la discusión acerca del tema: ¿el
cine es un arte? Sin embargo, este debate entre dos grupos de
intelectuales no concernía al público, quien, por otro lado, no se hacía
la pregunta. Debido a su entusiasmo, cuyas proporciones hoy son
difíciles de imaginar —haría falta trasladar y extender por todo el
mundo el culto de que fue objeto Eva Perón en Argentina—, cuando
se acabó la Primera Guerra Mundial, el público hizo de Chaplin el
hombre más popular del mundo.
Si todavía me maravillo, cincuenta y ocho años después de la
primera aparición de Chariot en la pantalla, es porque le encuentro
mucha lógica y a la vez una gran belleza. Desde sus inicios, el cine ha
sido practicado por personas privilegiadas, aunque hasta 1920 no se
tratara propiamente de un arte. Sin necesidad de entonar la eterna
canción, famosa desde mayo de 1968, a propósito del «cine burgués»,
me gustaría mencionar que siempre ha habido una gran diferencia, no
sólo cultural sino biográfica, entre las personas que hacen las películas
y las que las miran.
Si Ciudadano Kane [Citizen Kane, 1940] nos parece única en tanto
que primera película, es entre otras particularidades porque es la única
primera película rodada por un hombre ya célebre (me refiero a la gran
reputación de Orson Welles después de su emisión de radio adaptada
de La guerra de los mundos, que provocó en toda América un pánico
que se ha hecho muy popular y que llevó justamente a Welles a las
puertas de los estudios RKO de Hollywood). Es evidente que Orson
Welles pudo rodar la historia de un hombre célebre (Hearst) gracias a
esta fama que adquirió y también gracias a un elemento biológico, la
precocidad, que le permitió, a los veinticinco años, reproducir de
forma plausible una vida entera, incluida la muerte.
Como antítesis de Ciudadano Kane, hay otra primera película
genial y única, Al final de la escapada [A bout de souffle, 1959], que
es todo lo contrario y está llena de la desesperación y la energía de
quien no tiene nada que perder. Al rodarla, Godard no tenía en el

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bolsillo ni el dinero para un billete de metro; era tan pobre —a decir
verdad, más— como el personaje que filmaba y, si la vida de Michel
Poiccard estaba en juego, yo creo que la identidad de Jean-Luc Godard
también lo estaba.
Vuelvo con Chariot, de quien no me había alejado tanto, puesto
que los grandes hombres, como las cosas bellas, tienen puntos en
común. Charlie Chaplin, abandonado por su padre alcohólico, vivió
sus primeros años con la angustia de que se llevaran a su madre al
sanatorio y, más tarde, cuando efectivamente se la llevaron, con el
miedo de que le detuviera la policía; no era más que un pequeño
vagabundo de nueve años que daba la lata en Kensington Road y que
vivía, tal como escribió en sus memorias, «en las capas inferiores de la
sociedad». Si hablo de esta infancia que tan a menudo ha sido descrita
y comentada, quizás hasta el punto de perder de vista su crudeza, es
porque es necesario ver el ingrediente explosivo que alberga la miseria
cuando es absoluta. Cuando Chaplin iba a entrar en la Keystone para
rodar películas de persecución, corrió más y más deprisa que sus
compañeros del music hall, porque si bien no es el único cineasta que
ha descrito el hambre, es el único que la conoció, y esto es lo que
sintieron los espectadores del mundo entero cuando empezaron a
circular sus bobinas a partir de 1914.
En parte pienso que Chaplin, cuya madre estaba loca cuando
murió, estuvo él mismo al borde de la alienación y que sólo se salvó
gracias a su don para la mímica (que había heredado precisamente de
su madre). Desde hace algunos años, se estudia más rigurosamente el
caso de los niños que han crecido solos, bajo el desamparo moral,
físico o material, y los especialistas describen el autismo como un
mecanismo de defensa. Pues bien, a través de los ejemplos que toma
Bazin queda claro que, en la obra de Chaplin, en las aventuras y gestos
de Chariot, todo es un mecanismo de defensa. Cuando Bazin explica
que Chariot no es antisocial sino asocial y que aspira a entrar en la
sociedad, define, casi con las mismas palabras que Kanner, la
diferencia entre el esquizofrénico y el niño autista: «Mientras el
esquizofrénico intenta resolver su problema alejándose de un mundo
del que formaba parte, nuestros niños llegan progresivamente al

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compromiso que consiste en explorar prudentemente un mundo en el
que han sido extranjeros desde el principio».
Para atenerme a un único ejemplo de diferencia (la palabra
diferencia aparece constantemente en los escritos de Bazin, como en
los de Bruno Bettelheim cuando habla de los niños autistas),
compararé dos citas sobre el papel del objeto:
«El niño autista tiene menos miedo de las cosas y ejercerá quizás
acción sobre ellas puesto que son los personajes y no las cosas los que
parecen amenazar su existencia. No obstante, el uso que hace de las
cosas no es aquel para el que fueron concebidas». (Bettleheim).
«Parece que los objetos sólo aceptan ayudar a Chariot al margen
del sentido que la sociedad les había asignado. El más bello ejemplo
de estas diferencias es la famosa danza de los panecillos, en la que la
complicidad del objeto se manifiesta en una coreografía gratuita».
(André Bazin).
Hoy se diría que Chariot es un «marginado» y, en su género, el
más marginado de los marginados. Convertido en el artista más
famoso y más rico del mundo, se siente obligado por su edad o por el
pudor, y en cualquier caso por la lógica, a abandonar el personaje del
vagabundo, pero entiende que los papeles de hombres «acomodados»
le están prohibidos; debe cambiar de mito sin dejar de ser mítico.
Entonces prepara un Napoleón y una vida de Cristo, renuncia a estos
dos proyectos y rueda El gran dictador, después Monsieur Verdoux y
Un rey en Nueva York, pasando por el Calvero de Candilejas, payaso
tan venido a menos que un día propuso a su empresario: «¿Y si
continuara mi carrera bajo un nombre falso?».
¿De qué está hecho Chariot? ¿Cómo ha podido dominar e influir
en cincuenta años de cine hasta el punto de distinguírsele claramente
sobreimpreso detrás del Julien Carette de La regla del juego [La règle
du jeu, 1939], del mismo modo en que se distingue a Henri Verdoux
detrás de Ensayo de un crimen [1955], y como el pequeño barbero
judío que ve quemar su casa en El gran dictador resucita veintiséis
años más tarde en el viejo polaco de Papousek passer [El baile de los
bomberos, 1967], de Milos Forman? He aquí lo que André Bazin ha
sabido ver y hacer ver.

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(Prefacio del libro de André Bazin y Eric Rohmer
Charlie Chaplin, Éditions du Cerf, 1972)

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