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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Tomo II
De San Agustín a Escoto
LIBER - HNDA Frederick Copleston Historia de la Filosofía II
CAPÍTULO PRIMERO
INTRODUCCIÓN
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que fue, a su vez, un gran filósofo, Jorge Guillermo Federico Hegel. Es un interesante
ejemplo, puesto que la idea dialéctica que Hegel tenía de la historia de la filosofía
exigía evidentemente que la filosofía medieval fuese registrada como habiendo hecho
una contribución esencial al desarrollo del pensamiento filosófico, y, por lo demás,
Hegel, personalmente, no era un simple antagonista vulgar de la filosofía medieval.
Ahora bien, Hegel admite ciertamente que la filosofía medieval realizó una función
útil, la de expresar en términos filosóficos «el contenido absoluto» del cristianismo,
pero insiste en que no es sino una repetición formalista del contenido de la fe, en la
que Dios se representa como algo «externo», y si se recuerda que para Hegel la fe es el
modo de la conciencia religiosa, definidamente inferior al punto de vista filosófico o
especulativo, el punto de vista de la pura razón, está claro que, a sus ojos, la filosofía
medieval solamente puede ser filosofía en el nombre. En consecuencia, Hegel declara
que la filosofía escolástica es realmente teología. Lo que Hegel quiere decir con eso no
es que Dios no sea objeto de la filosofía, lo mismo que de la teología; lo que quiere
decir es que aunque la filosofía medieval considerara el mismo objeto que considera la
filosofía propiamente dicha, lo hacía según las categorías de la teología, en vez de
sustituir las conexiones externas de la teología (por ejemplo, la relación del mundo a
Dios como la del efecto externo a su libre causa creadora) por las categorías y
conexiones sistemáticas, científicas, racionales y necesarias de la filosofía. La filosofía
medieval fue, según eso, filosofía por lo que respecta a su contenido, pero, por lo que
respecta a la forma, fue teología; y, a los ojos de Hegel, la historia de la filosofía
medieval es una historia monótona, en la que los hombres trataron en vano de
discernir algún estadio claro y distinto de verdadero progreso y desarrollo del
pensamiento.
En la medida en que la opinión de Hegel sobre la filosofía medieval depende de su
propio sistema particular, de su modo de ver la relación entre la religión y la filosofía,
la fe y la razón, lo inmediato y lo mediato, no puedo discutirla en este volumen; pero
deseo indicar cómo el tratamiento hegeliano de la filosofía medieval va acompañado
por una muy real ignorancia del curso de su historia. Es posible, indudablemente, que
un hegeliano tenga un verdadero conocimiento del desarrollo de la filosofía medieval y
adopte sin embargo, precisamente por ser hegeliano, el punto de vista general de
Hegel respecto de la misma; pero no puede haber ni una sombra de duda, incluso si se
tiene en cuenta el hecho de que el filósofo no editó y publicó por sí mismo sus lecciones
sobre historia de la filosofía, que Hegel no poseyó de hecho aquel conocimiento. ¿Cómo
puede, por ejemplo, atribuirse un verdadero conocimiento de la filosofía medieval a un
escritor que incluye a Roger Bacon bajo el epígrafe «Místicos», y se limita a observar:
«Roger Bacon se ocupó más especialmente de física, pero no llegó a ejercer influencia.
Inventó una pólvora, espejos, telescopios, y murió en 1297? El hecho es que Hegel
confiaba su información a autores como Tennemann y Brucker, a propósito de filosofía
medieval, mientras que sobre ésta no existen estudios valiosos hasta mediados del
siglo 19.
Al presentar el ejemplo de Hegel no ha sido mi intención, desde luego, culpar a ese
filósofo; trato más bien de poner de relieve el gran cambio que se ha operado en
nuestro conocimiento de la filosofía medieval merced a la obra de modernos eruditos,
a partir, más o menos, de 1880. Mientras es fácil comprender y perdonar las
representaciones erróneas de las que un hombre como Hegel fue inconscientemente
culpable, es difícil tener mucha paciencia ante similares erróneas interpretaciones de
hoy, después de la obra de investigadores como Baeumker, Ehrle, Grabmann, De
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Wulf, Pelster, Geyer, Mandonnet, Pelzer, etc. Después de la luz que han esparcido
sobre la filosofía medieval los textos publicados y las ediciones críticas de otras obras
ya publicadas anteriormente, después de los espléndidos volúmenes editados por los
padres franciscanos de Quaracchi, después de la publicación de tantos números de
serie de Beiträge, después de la producción de Historias como la de Maurice De Wulf,
después que los lúcidos estudios de Etienne Gilson, después de la paciente labor
realizada por la Mediaeval Academy of America, no parece ya posible pensar que los
filósofos medievales fueran «todos de la misma clase», que la filosofía medieval estuvo
falta de riqueza y variedad, que los pensadores medievales fueron uniformemente
hombres de corta estatura y dotes mediocres. Además, escritores como Gilson nos han
ayudado a reconocer la continuidad entre la filosofía medieval y la moderna. Gilson
ha puesto de manifiesto cómo el cartesianismo dependía del pensamiento medieval
más de lo que primeramente se creyó. Queda todavía mucho por hacer en el trabajo de
edición e interpretación de textos (basta mencionar el Comentario a las Sentencias, de
Guillermo de Ockham), pero ahora nos es ya posible ver las corrientes y el desarrollo,
el esquema y la textura, las grandes figuras y las figuras menores de la filosofía
medieval, en una mirada sinóptica.
3. Pero aunque la filosofía medieval sea en efecto más rica y más variada de lo que a
veces se ha supuesto, ¿no tienen razón los que dicen que se mantuvo en una relación
tan íntima con la teología que es prácticamente indistinguible de ésta? ¿Acaso no es
un hecho, por ejemplo, que la gran mayoría de los filósofos medievales fueron clérigos
y teólogos, que seguían los estudios filosóficos con espíritu de teólogos, o, incluso, de
apologetas?
En primer lugar, es necesario advertir que la relación entre filosofía y teología
constituyó en sí misma un importante tema para el pensamiento medieval, y que
distintos pensadores adoptaron actitudes diferentes a propósito de dicha cuestión.
Tomando su punto de partida en el afán por entender los datos de la revelación, en la
medida en que eso es posible a la razón humana, los medievales más antiguos, de
acuerdo con la máxima Credo ut intelligam, aplicaron la dialéctica racional a los
misterios de la fe, en un esfuerzo por comprender éstos. De ese modo pusieron los
fundamentos de la teología escolástica, puesto que la aplicación de la razón a los datos
teológicos —en el sentido de los datos de la revelación— es y se reduce a ser teología,
sin convertirse en filosofía. Algunos pensadores, en su deseo entusiasta de penetrar
los misterios por la razón en el más alto grado posible, parecen a primera vista ser
racionalistas, o lo que podríamos llamar hegelianos antes de Hegel. No obstante, es
un anacronismo ver a esos hombres como «racionalistas», en el sentido moderno del
término, puesto que cuando san Anselmo, por ejemplo, o Ricardo de San Víctor,
intentaban explicar el misterio de la Santísima Trinidad por «razones necesarias», no
tenían la menor intención de reducir el dogma o deteriorar la integridad de la divina
revelación. (Volveré sobre ese tema en el curso de esta obra.) Actuaban, pues,
indudablemente como teólogos; pero esos hombres, que no hicieron, es verdad, una
delimitación clara de las esferas de la filosofía y la teología, persiguieron sin embargo
temas filosóficos y desarrollaron argumentaciones filosóficas. Por ejemplo, aun
cuando san Anselmo sea importante en primer lugar como uno de los fundadores de la
teología escolástica, contribuyó también al crecimiento de la filosofía escolástica, como
en el caso de sus pruebas racionales de la existencia de Dios. Sería inadecuado
rotular, sin más precisas cualificaciones, a Abelardo como filósofo y a san Anselmo
como teólogo. En todo caso, en el siglo 13, encontramos una clara distinción, obra de
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santo Tomás de Aquino, entre teología, que toma como premisas los datos de la
revelación, y filosofía (incluida en ésta, desde luego, lo que llamamos «teología
natural»), que es obra de la razón humana, sin una ayuda positiva de la revelación. Es
cierto que en aquel mismo siglo san Buenaventura fue un defensor consciente y
decidido de lo que podríamos llamar el punto de vista integralista, agustiniano; pero,
aunque el doctor franciscano pudo creer que un conocimiento de Dios puramente
filosófico está viciado por su misma incompletud, también él veía con la mayor
claridad que hay verdades filosóficas de las que podemos cerciorarnos por nuestra
sola razón. La diferencia entre san Buenaventura y santo Tomás ha sido formulada
así2. Santo Tomás sostiene que sería posible, en principio, excogitar un sistema
filosófico satisfactorio que, respecto al conocimiento de Dios por ejemplo, fuese
incompleto, pero no falso, mientras que san Buenaventura mantiene que esa misma
incompletud o inadecuación tiene el carácter de una falsificación, de modo que,
aunque fuese posible una filosofía natural verdadera sin la luz de la fe, no sería
posible, sin ésta, una verdadera metafísica. Si un filósofo —pensaba san
Buenaventura— prueba mediante la razón y mantiene la unidad de Dios, sin conocer
al mismo tiempo que Dios es tres personas en una naturaleza, ese filósofo atribuye a
Dios una unidad que no es la unidad divina.
En segundo lugar, santo Tomás era perfectamente serio al conceder su estatuto a la
filosofía. Un observador superficial podría creer que cuando santo Tomás formulaba
una clara distinción entre teología dogmática y filosofía se limitaba a formular una
distinción formalística, que no tuvo influencia en su pensamiento y que él mismo no
se tomó en serio en la práctica; pero semejante modo de ver estaría lejos de la verdad,
como puede advertirse por un ejemplo. Santo Tomás creía que la revelación enseña la
creación del mundo en el tiempo, la no-eternidad del mundo; pero mantuvo y
argumentó vigorosamente que el filósofo como tal no puede probar ni que el mundo
sea creado desde la eternidad ni que haya sido creado en el tiempo, aunque sí puede
mostrar su dependencia de Dios como Creador. Al defender ese punto de vista
disentía, por ejemplo, de san Buenaventura, y el hecho de que mantuviese el punto de
vista en cuestión manifiesta claramente que se tomaba en serio, en la práctica, su
delimitación teorética de los campos de la filosofía y la teología dogmática.
En tercer lugar, si fuera realmente verdad que la filosofía medieval no fue otra cosa
que teología, habría que esperar que unos pensadores que aceptaban la misma fe
aceptaran también la misma filosofía, o que las diferencias entre ellos se limitaran a
diferencias en el modo de aplicar la dialéctica a los datos de la revelación. No
obstante, eso está en realidad muy lejos de ser la verdad. San Buenaventura, santo
Tomás de Aquino y Duns Escoto, Gil de Roma, y, no hay grave inconveniente en
añadir, Guillermo de Ockham, aceptaban la misma fe, pero sus ideas filosóficas no
fueron ni mucho menos las mismas en todos los puntos. El que las filosofías de esos
hombres fuesen o no igualmente compatibles con las exigencias de la teología es,
desde luego, otra cuestión (no es nada fácil considerar la filosofía de Guillermo de
Ockham como enteramente compatible con aquellas exigencias); pero esa cuestión es
independiente del tema que aquí discutimos, puesto que, fuesen o no compatibles
todas ellas con la teología ortodoxa, esas filosofías existieron y no fueron la misma. El
2Esa tajante formulación, sin embargo, aunque patrocinada por Gilson, debe ser algo matizada. Ver
nuestro capítulo XXV, 4.
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