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¿Por qué trabajar?

por Dorothy Sayers

Ya he abordado con cierto detalle el tema del trabajo y la vocación en otra oportunidad.
Lo que me pareció importante en su momento fue instar al lector a cambiar por completo su
actitud hacia el trabajo. He propuesto que se lo mire no como una labor tediosa pero
necesaria para ganar dinero, sino como una práctica en la que la naturaleza humana puede
ejercer sus capacidades adecuadamente, hallar gozo y, asimismo, encontrar su propia
realización y plenitud para la gloria de Dios. He propuesto que, en efecto, se lo piense como
una actividad creativa que se emprende por amor al trabajo en sí; y que el ser humano,
creado a imagen de Dios, haga las cosas como Dios las hace: con la finalidad de hacer bien
algo que vale la pena hacer bien.
Tal vez les parezca (como suelen pensar algunos de mis conocidos) que tengo una especie
de obsesión con fomentar una actitud correcta hacia el trabajo, pero insisto en este punto
porque tengo la sensación de que lo que suceda con la civilización cuando esta guerra
termine dependerá enormemente de nuestra capacidad de transformar nuestras ideas sobre
el trabajo. Si no logramos cambiar por completo nuestra manera de pensar el trabajo, no creo
que podamos escapar de la espantosa rueda de hámster en que se ha convertido nuestra
confusa economía: hemos estado corriendo en círculos como locos durante los últimostres
siglos más o menos; hemos caído en un ciclo vicioso por consentir y someternos a un sistema
social basado en la envidia y la avaricia.
Una sociedad que necesita estimular el consumo de manera artificial para poder
mantener activa la producción es una sociedad fundada sobre la basura y el desperdicio, y tal
sociedad es una casa edificada sobre la arena.
Consideremos por un momento cómo nuestra perspectiva ha cambiado a la fuerza en los
últimos doce meses debido a la presencia brutal de la guerra. La guerra resulta un juicio
aplastante para las sociedades que han estado viviendo en conformidad con ideas que entran
en un conflicto muy violento con las leyes que gobiernan el universo. Personas que no se
detienen a cuestionarsus ideas por voluntad propia, en estas circunstancias, se ven obligadas
a hacerlo por la enorme presión de los sucesos, que a su vez son forjados por estas mismas
ideas.
Nunca piensen que las guerras son catástrofes irracionales: suceden cuando ciertas
mentalidades y estilos de vida incorrectos desencadenan situaciones intolerables;sea cual
sea el posicionamiento cuyos objetivos sean más indignantes y sus métodos más brutales, las
raíces del conflicto casi siempre se hallan en un estilo de vida incorrecto en el que todas las
partes han consentido y del cual todaslas partes deben, hasta cierto punto, asumirse
culpables.
Es bastante cierto que la subversión de la economía es uno de los elementos que dieron
origen a la guerra actual; y una de las falacias que aceptamos en esta economía subvertida es
una actitud errada hacia el trabajo y los bienes producidos por el trabajo. Hoy nos vemos
obligados a cambiar esta actitud, bajo la coacción de la guerra, y nos encontramos con que es
un proceso muy extraño y doloroso en cierto sentido. Siempre es extraño y doloroso cambiar
un hábito mental; aunque, una vez hecho el esfuerzo, quizássintamos un gran alivio, incluso
una sensación de aventura y regocijo, al deshacernos de la falsedad y volver a la verdad.

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¿Pueden recordar ––aunque se esté tornando difícil recordarlo–– cómo eran las cosas
antes de la guerra? ¿Recuerdan las medias que comprábamos a un buen precio y
desechábamos luego para ahorrarnos el trabajo de enmendarlas? ¿Los coches que
desechamos año a año para adquirir el último modelo en diseño de motor y aerodinámica?
¿El pan, los huesos y los trozos de grasa arrojados en los cestos de basura, no solo de los ricos,
sino también de los pobres? ¿Las botellas vacías que hasta los recolectores de basura
detestaban recoger porque a los productores les resultaba más económico fabricar nuevas
que limpiar las usadas? ¿Las montañas de latas vacías que nadie pensaba que valiera la pena
reutilizar y entonces se oxidaban y pudrían en los basurales? ¿La comida que se quemaba o
enterraba porque no era redituable distribuirla? ¿Lastierrassofocadas y cubiertas de cardos y
hierba seca porque no era rentable cultivar allí? ¿Los pañuelos que se regalaban a los pintores
para que los usaran de trapos, o que se usaban solo para sostener la tetera caliente? ¿Las
luces eléctricas que se recalentaban porque era mucho trabajo apagarlas? ¿Las arvejas frescas
que no nos molestábamos en pelar y reemplazábamos por productos enlatados? ¿El papel
amontonado sobre los estantes, o que yacía en altas pilas en los parques, y luego el viento
arrastraba hasta los vagones de los trenes? ¿Las hebillas desparramadas por todas partes? ¿La
vajilla rota? ¿Las baratijas de metal, madera, vidrio, goma y lata que comprábamos en
Woolworth para entretenernos mientras hacíamos tiempo por media hora y que
olvidábamos casi tan pronto como las comprábamos? ¿Los anuncios publicitarios que nos
imploraban, exhortaban, seducían, amenazaban y acosaban para atracarnos de cosas que no
queríamos, en el nombre del esnobismo, el ocio y la sensualidad? ¿Y la encarnizada lucha
internacional por acaparar nuevos mercados en naciones subdesarrolladas e indefensas y
endilgarles toda la basura superflua que nuestras máquinas inexorablemente producen una
y otra vez, a toda hora del día, para generar dinero y empleos?
¿Se dan cuenta de cómo hemos tenido que alterar toda nuestra escala de valores ahora
que ya no nos urge consumir sino conservar? Nos han forzado a regresar a la ética social de
nuestros bisabuelos. Cuando una prenda de ropa interior cuesta tres valiosos cupones,
necesitamos considerar no solo lo glamorosa que se ve, sino cuánto tiempo la usaremos.
Cuando se raciona la comida, dejamos de desechar la grasa y empezamos a emplear
cuidadosamente a nuestro favor lo que llevó tanto tiempo y trabajo alimentar y criar. Cuando
escasea el papel debemos, o deberíamos, pensar si lo que queremos decir merece la pena ser
dicho antes de escribirlo o imprimirlo. Cuando nuestra vida depende de la tierra,sufrimos las
consecuencias de haber destruido su fertilidad por el descuido o el sobrecultivo y lo pagamos
con la escasez de alimento. Cuando una redada de arenques requiere la valiosa mano de obra
de las fuerzas armadas, y se recoge poniendo vidas humanas a merced de las bombas, minas
y metralletas, encontramos un nuevo significado a las sombrías palabras que con tanta
frecuencia ahora leemos en la tienda del pescadero: «HOY NO HAY PESCADO»… Hemos
tenido que aprender la amarga lección de que en todo el mundo solo hay dos verdaderas
fuentes de riqueza: el fruto de la tierra y la mano de obra humana; hemos tenido que
aprender a juzgar el trabajo no por el dinero que da a quien lo produce, sino por la valía del
producto final.
La pregunta que hoy les pediré que consideren es la siguiente: cuando termine la
guerra, ¿queremos o podremos mantener esta actitud frente al trabajo y los frutos del
trabajo, o volveremos a nuestra antigua mentalidad y costumbres? Porque creo que de la
respuesta a esa pregunta dependerá todo el futuro económico de nuestra sociedad.
Tarde o temprano, llegará el momento en que tengamos que tomar una decisión al
respecto. Por ahora, no la estamos tomando —no presumamos pensando que sí—; alguien
más la está tomando por nosotros. Tampoco nos hagamos ilusiones de que la economía de
guerra haya frenado la enorme producción de materia desechable, porque no es el caso:solo
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la transfirió a otra parte. La sobreabundancia y sus desperdicios, que solían rebosar de
nuestros cestos de basura, ahora han viajado al campo de batalla. Allí es donde está yendo a
parar todo el excedente del consumo. Las fábricas están rugiendo más fuerte que nunca,
produciendo día y noche bienes que no tienen valor alguno para preservar la vida; por el
contrario, su único objetivo es destruir la vida y, en vez de arrojarlos, los están disparando: en
Rusia, en el norte de África, en la región ocupada de Francia, en Birmania, en China, en las
Islas de las Especias y en los siete mares.
¿Qué pasará cuando las fábricas dejen de producir armamento? Ninguna nación ha
encontrado aún una manera de hacer que las máquinas sigan en funcionamiento, con pleno
empleo, bajo las condiciones industriales modernas,sin generar un consumo desmedido. Por
un tiempo, un puñado de naciones se las ingenió para mantener las fábricas activas: lo
lograron a través del monopolio de la producción y forzando a mercados nuevos e
inexplorados a recibir el sobrante de sus productos. Cuando ya no haya nuevos mercados y
todas las naciones se hayan convertido en productores industriales, la única opción que
tendremos (o que alcanzamos a ver hasta ahora) será elegir entre las armas y el desempleo.
Tarde o temprano será imposible rehuir a esta decisión y será mejor que para entonces
estemos preparados para enfrentarla. Tal vez eso no suceda de inmediato; es probable que
después de la guerra tengamos que atravesar un período de consumo racionado mientras se
subsana el desabastecimiento provocado por la guerra. No obstante, en un momento u otro
tendremos que lidiar con esta dificultad y entonces todo dependerá de la mentalidad con que
la abordemos.
¿Estaremos preparados para adoptar en la paz la misma actitud que en la guerra? No veo
razón por la cual no sacrificaríamos nuestra comodidad y calidad de vida individual de buena
gana para contribuir a la realización de grandes obras públicas, del modo en que lo hicimos
para que pudieran construirse barcos y tanques. Ahora bien, cuando el incentivo del miedo y
el enojo se diluya, ¿sabremos mantener esa mentalidad, o querremos volver a ser aquella
civilización de avaricia y excesos que dignificamos en nombre de la «calidad de vida»? Mucho
me atemoriza el uso que se da a la frase «calidad de vida», al igual que a la frase «después de
la guerra», ambas a menudo pronunciadas en un tono que esconde cierto discurso
inequívoco: «después de la guerra, queremos relajarnos, volver a casa y vivir como antes», es
decir, al momento en que valorábamos el trabajo solo en términos de su remuneración
económica y no en términos de la actividad en sí misma.
Ahora bien, la respuesta a esta pregunta, si tenemos la resolución de descubrir cuál es, no
quedará en manos de los ricos (fabricantes y financieros). Si estas personas han gobernado el
mundo en los últimos años, es solo porque nosotros mismos dejamos el poder en sus manos.
Esta pregunta podría y debería ser respondida por el trabajador y el consumidor.
Es sumamente importante que el trabajador en verdad comprenda dónde radica el
problema. La cruda y pura verdad es que, hoy en día, el trabajo, más que ningún otro sector
de la comunidad, tiene un particular interés en la guerra. Algunos empleadores ricos
obtienen ganancias de la guerra, pero mucho más importante es el hecho de que, para todos
los trabajadores, la guerra se traduce en pleno empleo y salarios más altos. Cuando la guerra
termine, de nuevo nos enfrentaremos al problema de emplear mano de obra que trabaje con
las máquinas. La implacable presión de emplear la mano de obra disponible es lo que en el
fondo motiva el consumo desmedido, ya sea de armas de destrucción en la guerra o de bienes
inútiles e innecesarios en tiempos de paz.
El problema es tratado en términos demasiado simplistas cuando se lo presenta como un
mero conflicto entre trabajo y capital, entre empleado y empleador. La dificultad básica se

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mantiene vigente cuando el Estado se convierte en el único empleador, o incluso si los
mismos trabajadores se convierten en empleadores. No se trata tan solo de las ganancias, los
salarios y las condiciones de vida: el dilema radica en definir qué hacer con el trabajo de las
máquinas y qué trabajo deben realizar las máquinas.
Si no abordamos esta problemática ahora, mientras todavía tengamos tiempo para
sopesarla, la vorágine de producción y consumo desmedidos volverá a desatarse y terminará
otra vez en guerra. La misma fuerza del trabajo hará girar lasruedas de la producción,
porque el interés financiero de los mismostrabajadoreslos motiva a mantener lasruedas en
movimiento y hacer que giren y giren cada vez más rápido hasta que ocurra la inevitable
catástrofe.
Por otra parte, para que esas ruedas giren, se instará nuevamente a los consumidores —es
decir, tú y yo, y aun a los trabajadores, que son también consumidores— a consumir y
desperdiciar; y a menos que nuestra mentalidad cambie —o a menos que mantengamos la
mentalidad que adoptamos por la lógica de la guerra—, una vez más seremos engañados por
nuestra vanidad, indolencia y avaricia para hacer que la rueda de hámster de la economía del
consumo excesivo siga girando. Podríamos derrocar la enorme maquinaria de la economía
del desperdicio de la noche a la mañana, sin legislaciones y sin revolución, con tan solo
resistirnos a cooperar con ella. Solo afirmo que podríamos hacerlo (de hecho, ya lo hemos
hecho, o más bien, nos han obligado a hacerlo). Si no queremos tener que volver a tomar las
armas después de esta guerra, podemos prevenirlo con tan solo preservar el hábito de los
tiempos de guerra de valorar el trabajo por sobre el dinero. El punto es: ¿queremos hacerlo?
Hagamos lo que hagamos, tendremos que enfrentarnos a graves dificultades. Es una
verdad que no se puede ocultar. Sin embargo,si genuinamente apuntamos a producir un
cambio real en el pensamiento económico, eso marcará una gran diferencia en el resultado.
Me refiero a un cambio radical de arriba abajo: un nuevo sistema y no un mero ajuste al viejo
sistema para favorecer a un grupo social distinto.
El hábito de pensar el trabajo como una actividad que realizamos para ganar dinero está
tan arraigado en nosotros que apenas imaginamos lo revolucionario que sería pensarlo más
bien en términos del trabajo realizado. Este cambio en nuestro pensamiento significaría
tomar la actitud mental que reservamos para nuestros trabajos no remunerados —nuestros
pasatiempos, intereses recreativos, lo que hacemos por mero placer— y convertirla en el
estándar de todos nuestros juicios sobre las cosas y las personas. Ante la posibilidad de
emprender una nueva iniciativa, nuestra pregunta no debería ser si será redituable, sino si es
buena; al conversar sobre un trabajador, no deberíamos preguntarnos qué hace, sino cuánto
vale su trabajo; sobre los bienes, no deberíamos preguntarnos si podemos inducir a la gente a
comprarlos, sino si son útiles y de calidad; frente a la posibilidad de obtener un empleo, no
deberíamos preguntarnos cuál será el salario de la semana, sino qué posibilidad tendremos
de explotar nuestro potencial en ese cargo. Aun los accionistas, digamos, de las empresas
cerveceras, sorprenderían a la junta directiva si se presentan en la reunión de accionistas
exigiendo saber no solo cómo se distribuyen las ganancias o qué dividendos hay que pagar,
ni siquiera si las tarifas de los trabajadores son suficientes y las condiciones laborales son
satisfactorias, sino con firmeza y sentido de la responsabilidad personal: «¿Qué ingredientes
tiene nuestra cerveza?».
Tal vez la primera pregunta que les venga a la mente sea: «¿Cómo es posible que este cambio
de actitud vaya a marcar alguna diferencia en términos del empleo? Porque suena como si,
en vez de producir más empleo, fuera a reducirlo». No soy economista, solo puedo señalar
una peculiaridad de la economía de guerra que normalmente pasa inadvertida en los

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libros de texto de economía. Durante la guerra, la producción de bienes para el consumo
desmedido continúa, pero hay una gran diferencia en los bienes producidos: no se los
pondera por lo que traerán, sino por su valor intrínseco. El arma, el tanque, el avión y el
buque de guerra por igual tienen que ser los mejores de su clase. Los consumidores de guerra
no compran productos de mala calidad. No compran para revender. Compran el producto
que sea bueno para cumplir su propósito; no piden de este producto nada más que la
capacidad de cumplir la función que se supone que cumpla. De nuevo, la guerra obliga a los
consumidores a adoptar una actitud correcta hacia el trabajo. Ya sea por alguna extraña
coincidencia o por alguna ley universal, en el momento en que se deja de exigir al producto
más que la sola perfección integral —su propio valor absoluto—, se empiezan a aprovechar
al máximo las habilidades y el esfuerzo de lostrabajadores, y de esa manera adquieren un
valor absoluto.
Probablemente ese no sea el tipo de respuesta que encontrarán en ninguna teoría
económica, pero los economistas profesionales tampoco están formados para responder
preguntas sobre valores absolutos, ni siquiera para hacérselas a sí mismos. Los economistas
están corriendo en la rueda de hámster y girando con ella. Cualquier pregunta sobre los
valores absolutos pertenece a la esfera no de la economía, sino de la religión.
Es muy probable que no podamos ver la economía en su conjunto a menos que la veamos
desde afuera de la rueda; que no podamos comenzar a definir los valores relativos sin antes
considerar los valores absolutos. Desde esta mirada, las palabras de Jesús adquieren un
sentido muy preciso y práctico: «busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas
estas cosas les serán añadidas». Estoy convencida de que la razón por la cual las iglesias
tienen tantas dificultades para dar el ejemplo en la esfera económica es porque están
tratando de adaptar un estándar cristiano de la economía a una concepción completamente
falsa y pagana del trabajo.
¿Cuál es la manera cristiana de entender el trabajo? Quisiera presentarles dos o tres
propuestas que se desprenden de la postura doctrinal que planteé al principio, es decir, que
el trabajo es el ejercicio y la función natural de los humanos, las criaturas creadas a la imagen
de su Creador. Encontrarán que cualquiera de ellas,si se llevan a cabo de manera práctica y
cotidiana, en contraste con los hábitos del pensamiento en los que hemos caído, es tan
revolucionaria que hará que todas las demás revoluciones políticas parezcan conformistas.
La primera, en pocas palabras, es que el trabajo no es algo que hacemos para vivir, sino la
razón por la que vivimos. Es, o debería ser, la máxima expresión de las capacidades de cada
trabajador, aquello en lo que el ser humano encuentra satisfacción espiritual, mental y física,
y el medio por el cual ofrece su vida entera a Dios.
Ahora bien, las consecuencias de esta propuesta no son simplemente que el trabajo
debería hacerse bajo condiciones laborales y de vida decentes. Ese es un punto que hemos
empezado a entender y es un argumento perfectamente sólido. No obstante, nos hemos
concentrado en ese punto a expensas de ideas mucho más revolucionarias.
a) Por ejemplo, una primera consecuencia concierne a las ganancias y la remuneración.
A todos se nos ha inculcado la idea de que la finalidad del trabajo es que nos paguen,
es decir, producir un retorno en ganancias o un pago al trabajador que compense por
completo —o aun más— su esfuerzo. Sin embargo, si nuestra propuesta es cierta, no
es esa la finalidad del trabajo en absoluto. En tanto la sociedad provea a los
trabajadores una remuneración en ganancias reales que les permita continuar
haciendo su trabajo de manera apropiada, la recompensa será suficiente. Su trabajo

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esla medida de su vida; la satisfacción del trabajador se halla en ser fiel a su propia
naturaleza y en contemplar la perfección de su trabajo.
Que, en la práctica, esta satisfacción exista, queda demostrado por el simple hecho de que
el ser humano trabajará de buena gana en algún pasatiempo que nunca le brindará una
remuneración adecuada. Su satisfacción nace, a la manera divina, al ver lo que ha hecho con
sus manos y considerarlo muy bueno. Esa persona ya no está ofreciendo su trabajo a cambio
de algo más, sino que está ofreciendo su trabajo con el solo fin de producir cierto resultado.
El trabajo solo se vuelve odioso cuando es visto como un medio para obtener ganancias,
porque entonces, en vez de ser un amigo, se convierte en un enemigo del que hay que extraer
ganancias y compensaciones. Lo que la mayoría de nosotros espera de la sociedad es que ella
siempre nos devuelva un poco más que el valor del trabajo que le damos. Mediante este
proceso, nos convencemos a nosotros mismos de que la sociedad siempre está en deuda con
nosotros, una convicción que no solo acumula sobre nosotros cargas financieras reales, sino
que nos deja con resentimiento hacia la sociedad.
b) Consideremos una segunda consecuencia. En el presente, no entendemos bien el
principio de que cada persona debería hacer el trabajo que más se adecúa a su
naturaleza. Los empleadores están obsesionados con encontrar mano de obra barata,
y los trabajadores, con la idea de que el mejor trabajo para ellos es el trabajo mejor
pago. Solo débilmente, de forma inadecuada y espasmódica, intentamos afrontar el
problema desde otra perspectiva y preguntarnos: ¿qué clase de trabajador es el
apropiado para realizar este tipo de trabajo? Las personas involucradas en el ámbito
de la educación ven con claridad que esa última pregunta es el punto de partida
correcto, pero se sienten frustradas por la presión económica y porque ni los padres
ni los empleadores alcanzan a entender la importancia fundamental de este enfoque.
Las condiciones a las que nos vemos sometidos en medio de un conflicto bélico nos
permiten apreciar claramente que los problemas provienen mucho más de una falta
de discernimiento que de necesidades económicas:si bien la economía competitiva
deja de ser un factor dominante en la guerra, hombres y mujeres siguen viéndose
obligados a hacer trabajos incorrectos para ellos, por la mera incompetencia de la
sociedad para pensar un enfoque vocacional hacia el negocio, que permita encontrar
el trabajo ideal para cada trabajador.

c) Una tercera consecuencia es que,si realmente creyéramos en esta propuesta y


amoldáramos a ella nuestro trabajo y nuestros valores, dejaríamos de ver el trabajo
como una tarea que queremos terminar lo más rápido posible para poder disfrutar de
nuestro tiempo libre; veríamos nuestro tiempo libre como un período de calma que
nos permite renovar las energías para luego proseguir con el hermoso propósito de
continuar nuestro trabajo. Si esto fuera así, no deberíamos tolerar regulaciones de
ningún tipo que nos impidieran trabajar tanto como nuestro disfrute del trabajo lo
demande. Deberían molestarnos tales restricciones porque interfieren de manera
monstruosa en la libertad del sujeto. Cuán grande sería la revolución de nuestras
ideas… lo dejo librado a su imaginación. Dejaría patas para arriba todas nuestras
nociones sobre horas laborales, salarios, competencia desleal y todos los demás
aspectos del trabajo. Nos encontraríamos luchando, como hasta ahora solo los
artistas y los miembros de ciertas profesiones lo hacen, por más del valioso tiempo
que necesitamos para seguir trabajando, en vez de luchar por evadirnos del trabajo
cuantas horas podamos.

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d) Una cuarta consecuencia es que deberíamos defender con uñas y dientes no la mera
posibilidad de conseguir un empleo, sino también la calidad del trabajo que hemos
hecho. Deberíamos reclamar la posibilidad de emplearnos en un trabajo que valga la
pena hacer y del cual podamos enorgullecernos. Entonces, lostrabajadores exigirían
que los bienes que ellos ayudaron a fabricar resultaran buenos productos; ya no nos
conformaríamos con tomar el dinero y prescindir del crédito por el trabajo realizado.
Al igual que los accionistas de la empresa cervecera, los trabajadores tendrían un
sentido de responsabilidad personal por el fruto de su trabajo y la necesidad de saber
y controlar qué ingredientes lleva la cerveza que ellos mismos elaboraron. Habría
protestas y huelgas no solo por los pagos y las condicioneslaborales, sino también
por la calidad del trabajo y la honestidad, belleza y utilidad de los bienes producidos.
El peor insulto que la era comercial les ha infligido a lostrabajadoresfue quitarles
todo interés por el producto final de su trabajo y obligarlos a dedicar su vida a
elaborar productos de mala calidad que no vale la pena producir.
Esta primera propuesta concierne, ante todo, a los trabajadores como tales. Mi segunda
propuesta concierne de manera directa a los cristianos y es la siguiente: es trabajo de la
Iglesia reconocer que la vocación secular, en realidad, es sagrada. Los cristianos, en
particular tal vez el clero cristiano, deben grabarse en la cabeza que, cuando un hombre o
una mujer recibe el llamado a realizar un trabajo en particular dentro del plano secular, su
vocación es tan auténtica como si él o ella recibiese el llamado a una vocación específica del
plano religioso. La Iglesia no solo debe interceder para que los trabajadores reciban salarios
justos y gocen de condiciones laborales apropiadas: también debe interceder para que el ser
humano pueda hacer el trabajo al que ha sido llamado sin degradarse, es decir, que nadie se
vea obligado por consideraciones económicas o de otra índole a dedicarse a un trabajo que le
resulte despreciable, perjudicial o dañino para su propia alma. No está bien que la Iglesia
consienta con la idea de que la vida del ser humano está dividida en el tiempo que dedica a su
trabajo y el tiempo que dedica a servir a Dios. Elser humano debe tener la posibilidad de
servir a Dios en su trabajo, mientras que el trabajo en sí mismo debe ser aceptado y respetado
como medio de la creación divina.
En ningún otro sentido la Iglesia ha perdido tanto el contacto con la realidad como se
evidencia en su incapacidad de entender y respetar la vocación secular. Ha permitido que el
trabajo y la religión se conviertan en planos segregados y aun así se sorprende al ver que,
como resultado, el trabajo secular del mundo es empleado para fines puramente egoístas y
destructivos y la mayor parte de los trabajadores inteligentes del mundo se han vuelto
irreverentes hacia la religión, o al menos, han perdido el interés por ella.
¿Acaso debería sorprendernos? ¿Cómo puede una persona mantener el interés por una
religión que no parece interesarse en absoluto por el noventa por ciento de su vida? El
enfoque de la Iglesia frente a un carpintero inteligente suele reducirse a exhortarle que no se
emborrache, que no se comporte de manera indisciplinada durante sus horas de ocio, y que
vaya a la iglesia los domingos. Por el contrario, lo que la Iglesia debería decirle es lo siguiente:
que lo primero que le pide su religión es que fabrique mesas de buena calidad.
Se le recomienda que vaya a la iglesia ante todo, y que emplee su tiempo de ocio en
actividades decentes, por supuesto, pero ¿de qué sirve todo eso si durante la mayor parte de
su vida, en su ocupación cotidiana, está insultando a Dios con su mala carpintería? Juraría
que de la carpintería de Nazaret jamás salió una mesa de patas torcidas ni un solo cajón que
no encaje bien en su mueble, pero incluso si tal fuera el caso, nadie creería que los fabricó la
misma mano que creó el cielo y la tierra. Ningún acto de piedad puede compensar que un

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trabajador no haga un trabajo fiel a sus capacidades: cualquier trabajo que no sea fiel a su
propia técnica es una mentira viviente.
Aun así, dentro de sus propias paredes, en su propia música y arte eclesiásticos, en sus
himnos y oraciones, en sus sermones y en sus pequeños libros devocionales, la Iglesia tolera
que una intención piadosa justifique una actitud tan desagradable, tan pretenciosa, tan
sórdida y absurda, tan deshonesta e insípida, tan mala que horrorizaría a cualquier artista
decente.
¿Por qué? Simplemente porque ha olvidado que la verdad viva y eterna se expresa en el
trabajo siempre y cuando ese trabajo sea fiel en sí mismo, para consigo mismo, según los
estándares de su propia técnica. Ha olvidado que la vocación secular es sagrada. Ha olvidado
que una construcción debe constar de una buena arquitectura antes de convertirse en una
buena iglesia; que una pintura debe estar bien ejecutada antes de convertirse en una buena
pintura sagrada; que el trabajo debe ser un buen trabajo antes de que se lo pueda llamar
trabajo de Dios.
Que la Iglesia recuerde que todos los artistas, fabricantes y trabajadores son llamados a
servir a Dios dentro de su profesión u oficio, no fuera de él. Los apóstoles con justa razón
alegaron que habrían incumplido su llamado si hubieran dejado de proclamar la palabra de
Dios para ocuparse de servir las mesas: su vocación era predicar la palabra. Sin embargo,
aquella persona cuya vocación es preparar las comidas de la manera más exquisita posible
bien podría también, con justa razón, reclamar: estaría incumpliendo mi llamado si dejara de
servir las mesas para predicar la palabra.
La Iglesia oficial desperdicia tiempo y energía, e incluso comete sacrilegio, al demandar
que los trabajadores seculares dejen de lado su verdadera vocación para realizar trabajos
cristianos (refiriéndose al trabajo eclesiástico). El único trabajo cristiano es un buen trabajo
bien hecho. Que la Iglesia sepa que, si los trabajadores son personas cristianas y hacen bien
su trabajo, a los ojos de Dios todo trabajo que ellos hagan será trabajo cristiano, ya sea que el
fruto de su trabajo sea un bordado de motivos religiosos, o el riego de los cultivos con aguas
residuales. Como dice Jacques Maritain: «Si quieren producir trabajo cristiano, sean
cristianos, y traten de realizar un trabajo bello en el que hayan puesto su corazón; no
adopten una mera pose cristiana». Maritain tiene razón. Que la Iglesia recuerde que la
belleza del trabajo será juzgada por su fruto y no por los estándares eclesiásticos.
Permítanme darles un ejemplo de lo que quiero decir. Cuando mi obra El celo de vuestra
casa se produjo en Londres, una amable y piadosa señora se sorprendió mucho por la belleza
de los cuatro grandes arcángeles que aparecían a lo largo de la obra, con sus pesadas túnicas
doradas y sus tres metros de altura desde las alas hasta las sandalias. Con mucha inocencia,
me preguntó si había elegido a los actores que interpretaron a los ángeles «por la excelencia
de su moral».
Le respondí que, en principio, quien había seleccionado a los ángeles no había sido yo sino
el productor, que contaba con la capacitación técnica necesaria para elegir a los actores
indicados, es decir, porque eso es parte de su vocación. Le conté que él, en primer lugar,
seleccionó a hombres jóvenes muy altos que tuvieran la misma estatura, para que juntos se
vieran lo más parecidos posible. En segundo lugar, los ángeles debían tener un buen estado
físico para poder estar parados en una posición rígida sobre el escenario durante dos horas y
media, cargando el peso de sus alas y disfraces, sin temblar, ni moverse, ni desmayarse. En
tercer lugar, debían ser capaces de decir sus líneas con claridad, con una voz agradable y
audible. En cuarto lugar, debían ser buenos actores. Cuando encontráramos actores que
cumplieran todos esos requerimientos técnicos, quizás contemplaríamos sus cualidades

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morales, de las cuales las primerasserían la puntualidad y la sobriedad, porque debían subir
el telón a tiempo y un ángel ebrio hubiera sido indecoroso.
Después de eso, y solo entonces, se podría tener en cuenta el carácter, pero aun así,
suponiendo que su comportamiento no fuera tan escandaloso como para causar disensión en
el equipo, el tipo de actor adecuado, aun si no tuviera la moral más correcta, ofrecería una
interpretación mucho más reverente y apropiada que un actor moralmente intachable pero
que no cumpliera con los requisitos técnicos del papel. Las peores películas religiosas que he
visto fueron producidas por una compañía que eligió su elenco basándose exclusivamente en
su piedad. Una mala fotografía, una mala actuación y un mal diálogo produjeron un
resultado tan grotesco e irreverente que no había manera de mostrar esas películas en las
iglesias sin avergonzar al cristianismo. No se sirve a Dios mediante la incompetencia técnica;
y la incompetencia y la mentira siempre asoman cuando tratamos la vocación secular como
algo ajeno a la religión.
Lo mismo diremos a la inversa: si encuentran a un cristiano alabando a Dios mediante la
excelencia de su trabajo, no lo distraigan ni lo alejen de su vocación obligándolo a asistir a
encuentros religiosos y a eventos de recaudación de fondos. Dejen que sirva a Dios de la
manera en que Dios lo ha llamado a servirlo. Si lo alejan de ese llamado, se agotará
atendiendo a una técnica que le es ajena y perderá su capacidad de hacer el trabajo que antes
hacía con tanta dedicación. El trabajo de los obreros eclesiásticos es aprender todo lo que
puedan observando el trabajo de aquel cristiano, no privarlo de esa actividad para ponerlo a
hacer el trabajo eclesiástico que a ellos les corresponde hacer. De ser posible, más bien
deberían asegurarse de que ese hombre sea libre de hacer su propio trabajo lo mejor posible.
No está ahí para servir a los eclesiásticos; está ahí para servir a Dios a través de su trabajo.
Esta reflexión me lleva a la tercera de mis propuestas, que tal vez les parezca la más
revolucionaria de todas: la primera obligación de lostrabajadores es servir a su trabajo. Una
frase popular hoy en día es que todos tienen la responsabilidad de servir a la comunidad,
pero esa frase esconde una antigua trampa, relacionada con los dos mandamientos más
importantes: «Ama al Señor y a tu prójimo: de estos dos mandamientos dependen toda la ley
y los profetas». La trampa, que en la actualidad casi todo el mundo pasa por alto, es que el
segundo mandamiento depende del primero y que,sin el primero, ese segundo
mandamiento es un engaño y una artimaña. Muchos de nuestros problemas y desilusiones
actuales provienen de anteponer el segundo mandamiento al primero.
Cuando anteponemos al prójimo, estamos poniendo al ser humano por encima de Dios, y
eso mismo es lo que hemos estado haciendo desde que empezamos a adorar a la humanidad
y a convertir alser humano en la medida de todas las cosas. Siempre que ponemos al ser
humano en el centro, lo convertimos en el ojo de la tormenta; esa es precisamente la trampa
del llamado a servir a la comunidad. Quizás deberíamos sospechar de esa frase cuando la
vemos como el eslogan de cada sinvergüenza o estafador comercial que busca que ciertas
prácticas empresariales desleales sean vistas como mejoras sociales.
«Servicio» es la palabra favorita de los publicistas, de las grandes empresas, de las finanzas
fraudulentas, y de otrostambién. Consideren por un momento esta declaración: «Espero
que el poder judicial entienda que la nación no existe para servir a los intereses de los
jueces, sino que los jueces existen para servir a la nación». Es parte de un discurso de Hitler.
Ayer lo dijo él, pero eso mismo es lo que sucede con el «servicio» cuando se exalta la
comunidad y no el trabajo: la comunidad se convierte en un ídolo. De hecho, hasta podemos
señalar una paradoja en la idea de trabajar para servir a la comunidad: tener como primer

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objetivo servir a la comunidad es hacer que el trabajo pierda autenticidad; la única manera
de servir a la comunidad es olvidar a la comunidad y servir al trabajo.
Hay tres muy buenas razones para hacer este cambio. La primera es que no es posible
realizar un buen trabajo si nos distraemos pensando en cómo lo está recibiendo la
comunidad, de la misma manera en que no se puede asestar un buen golpe en un partido de
golfsi no estamos mirando la pelota. «Benditos los de corazón indiviso» (a eso nos referimos
en realidad cuando hablamos de los «puros de corazón»). Si tu corazón no está dedicado por
completo al trabajo que estás haciendo, tu trabajo no será bueno; y si el trabajo no es bueno,
no le sirve ni a Dios ni a la comunidad,solo le sirve a Mammón.
La segunda razón es que, en el momento en que empiezas a servir a otras personas,
empiezas a sentir que los demáste deben algo por haberte tomado la molestia; empiezas a
pensar que tienes derecho a reclamarle algo a la comunidad; empiezas a negociar
recompensas, a buscar el aplauso, a albergar rencoressi no te aprecian. Por el contrario, si tu
mente está concentrada en servir para hacer tu trabajo, no esperarás nada de los demás; la
única recompensa que el trabajo puede darte es la satisfacción de contemplar la perfección
del trabajo terminado. El trabajo se lleva todo y no da nada más que sus propios frutos;servir
al trabajo es una labor de amor puro.
La tercera razón es que, si tu objetivo esservir a la comunidad, probablemente lo único
que logressea satisfacer una demanda del público, o tal vez ni siquiera lo logres. Los deseos
del público son cambiantes. Nueve de cada diez malas obras llevadas al teatro son malas
porque el dramaturgo intentaba complacer al público, en vez de producir una obra
satisfactoria y de buena calidad. En vez de hacer el trabajo de acuerdo con sus propias
demandas de integridad, ha hecho a un lado la autenticidad de la obra añadiendo esto o
aquello que piensa que lesresultará atractivo a las plateas populares(quienes para ese
momento de seguro ya tengan nuevas expectativas). La obra fracasa por su falta de
autenticidad: la ha perdido con tal de complacer al público y, a la larga, ni siquiera el público
está satisfecho. De la misma manera en que se aprecia este principio en el arte, también se
aplica a todo trabajo.
Se acerca el fin de una era de la civilización que comenzó consintiendo a las demandas del
público y terminó con la desesperación de intentar crear demanda pública de productos tan
falsos e insignificantes que incluso un público adormecido y asqueado de la basura se prestó
a participar en una guerra con tal de no seguir tragando más de esa producción desechable.
El peligro de «servir a la comunidad» es que somos parte de esa comunidad y que, alservirla,
tal vez solo estemossirviendo a una especie de egoísmo comunitario.
La única forma verdadera de servir a la comunidad es estar realmente en sintonía con la
comunidad, ser parte de la comunidad y entonces servir al trabajo sin pensar más en la
comunidad. Entonces el trabajo perdurará, porque será fiel a sí mismo. Esa es la clase de
trabajo que sirve a la comunidad; la tarea de los trabajadores es servir al trabajo.
Nos hemos descarriado en cuanto confundimoslos fines para los que hacemos nuestro
trabajo con la forma en que realizamos el trabajo. El fin del trabajo se definirá según cuál sea
nuestra perspectiva religiosa: hacemos lo quesomos. La tarea de la religión es convertirnos en
cristianos; cuando nos convertimos en cristianos, inevitablemente nuestro trabajo empieza a
servir a los fines cristianos, porque nuestro trabajo es la expresión de quienes somos. Sin
embargo, la forma en que realicemos el trabajo no se rige por ningún mandato, sino por el
objetivo de mejorar la calidad del trabajo en sí. La religión no tiene vínculo directo con
nuestra forma de trabajar, más que en el deber de insistir en que el trabajador sea libre de
hacer su trabajo de acuerdo con su propia integridad. Jacques Maritain, uno de los pocos

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autores religiosos de nuestros tiempos que realmente comprende la naturaleza del trabajo
creativo, ha resumido el asunto en una oración.
Lo que se necesita es una perfecta discriminación práctica entre el fin que
persiguen los trabajadores (finis operantis, según los escolásticos) y el fin al que
sirven con su trabajo (finis operas), de manera que los trabajadores trabajen por
sus salarios pero el trabajo sea regido solo por su propia calidad y de ninguna
manera en relación con el salario recibido; así, los artistas podrán trabajar en pos
de cualquier intención humana que deseen, pero el trabajo que hagan, en sí
mismo, será realizado y construido con el único propósito de alcanzar su propia
belleza.
Tal vez podamosresumirlo aun más: si queremos que el trabajo encuentre el lugar que le
corresponde en el mundo, el deber de la Iglesia es asegurarse de que el trabajo sirva a Dios y
que el trabajador sirva al trabajo.
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