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Un pedazo de mar y una ventana.

Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana,
que son la recompensa.

La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y


además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras
de berro.

La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el
framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la
forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y
se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras
frotándolas contra la vida.

A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al
despedirse dijo: bueno, y me alegro de que existas.

Pocos meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina,
con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era
sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos
cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y
un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos
encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y
entró como una canción.

No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad


de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con
caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y
el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las
otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi
boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores),
pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si
regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su
cintura, sus pechos, sus jugos y sabores.

Era una inventa sueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.
Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el
ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y
disparos, de incendiar la tristeza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo
cantaba y sus canciones subían por las paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía
chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos
dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a
veces, hacía del silencio su voz.

Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro. Ese algo que tenía
que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de
mostrar el corazón de la lluvia.

En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al


despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos
cuerpos amarrados con una soga loca, un martirio placer fugaz, intenso, fulminante. Manejar
el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan
demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y
nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas.
Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la incomprensión de los padres, la aurora de una
nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo.

Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una
música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza
apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.

Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le
molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a
todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar
la tierra, los frutos y las hojas.

Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría
chispeándole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa
amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la
mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva
sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplendoroso olor de su pelo. Dejó un
hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se
quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo.

Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella
un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido
de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido
de un vaso limpiando la tristeza.

¿Me enseñó a ser distinto? No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la
recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y
una ventana.

Manuel Cofiño. La Habana, 1936 -1987.

http://itinerariosdocumentalanexos.blogspot.com.uy/2007/04/un-pedazo-de-mar-y-una-ventana-manuel.html

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