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ROSA ARCINIEGA

BlBlt.OTtGA itAtKJIAL DEL PERU

Playa
'_ .

de vidas

Casa Editorial y Talleres Gráficos


ARTURO ZAPATA
Manizales - Colombia.

·.
OBRAS DE LA AUTORA

ENGRAN AJES. - Declarado el "mejor libro del mes,, de


mayo de 1931. - Editorial C.I.A.P. Renacimiento. Madrid.

w JAQUE-MATE. - Editorial C.I.A.P. Renacimiento. Madrid.

MOSKO.STROM. - Editorial CENIT, S. A. Madrid.

VIDAS DE CELULOIDE. - Editorial CENIT, S. A. Madrid.

PIZARRO. - (Biografía del conquistador del Perú). Edi·


torial CENIT, S. A. Madrid.

PLAYA DE VIDAS. - Editorial ZAPATA. Colombia.

TEATRO

EL CRIMEN DE LA CALLE DE OXFORD. • (Drama pre-


miado en el concurso de obras radiofónicas, organizado
por Unión Radio de Madrid, en 1933).
Pórtico

.
1
2 ll-1'60. 200I . ,.

Toda novela -toda obra de arte- encarna en sí mis·


ma dos valores. Uno: el que representa como tal obra de
.:.arte. Otro: el que adquiere como revelación del estado psi·
.col6gico que primaba en la conciencia del autor en el ins-
·fante de ser concebida y plasmada en la realidad.
¿Cuál fa más importante de estas dos valoraciones?
·Para el espectador de mirada simplemente "visual", pa·
norámica, epidérmica, quizá la primera. Para el especta·
cdor de mirada honda, inquisitiva, profundizadora, acaso la
.segunda.
· Porque, en estas horas de analíticos métodos intros-
1•ectivos, est;S. constatada ya la teoría de que "el estilo no
·CS eJ. hombre", sino únicamente el "reflejo del estado del
<'spíritu que prevalecía en ese hombre en el momento de
.expresarse" -de revelarse a través de la obra de arte.
El hombre, por otra parte, - y esto está ya suficiente·
mente dilucidado-- no es "uno" sino "muchos", y resulta
imposible someter a medida unitaria el alud de l~ con·
1tr~dictorias teorÍas estéticas, de las encontradas sen-sacio-
·nes, de los opuestos criterios, que meda por la pendiente
de la conciencia humana en. el transcurso de unos años,
-a veces, en el transcurso de días-.
(Lo que, cómodamente, se llama volubilidad, cambio
-O.e parecer, retractaciones, no es, pues, más que un natu·
ral dejarse arrastrar por ese alud evolutivo y arrasador
·.de teorías y de sensaciones).
Para llegar a poseer eso que se ha llamado "conoceil'Se
X

a sí mismo", Nietzsche -el Nietzsche cambiante como la·


superficie del Mediterráneo- proponía: "¿qué te dice tu.
conciencia? Lo que ella te diga, eso debes ser".
La conciencia le dijo un día al retratista de sus pro-
. píos tumultos interiores en "Zarathustra" que debía elogiar,
a Wagner, y comenzó a elogiarlo. Pero, antes de dar cima
a su. apasionada apología, su conciencia le advierte que-
"Wagner es una falsedad estética" y, entonces, Nietzsche
sfl pronuncia contra el ídolo. Cuál era entonces la autén-
tica conciencia de Nietzsche? ¿Dónde, su unidad?
He ahí una posible superioridad de la obra de arte bre··
ve sobre la extensa obra de arte. La primera puede- respon·
der más certeramente, más' ahincadamente al movimiento
interior que se trata de exteriorizar. En ella cabe aprehen-
der mejor el p6len de que brota ese movimiento, el abono
qne alimenta sus raíces, la savia que trepa hasta sus ta·
llos. La novela corta -por referirnos a ella ooneretamen··
te-- es a modo de una "nota de diario",. de una "saeta mís-
tica,. que responde a un "momento determinado" del au•'
tor. Es, germen y fruto, dado dentro de un "clima .,mquf.,
cof'tl en el' que no se ha producido la más leve- mutación
atmosférica. , (Lo que sería difícil sostener de la novela
larga, entre cuya gestación, floratjón y recoleccl6n me-·
dian las variaciones de muchos meses, los altibajos de va•·
rias estaciones).
La novela corta es el producto de una tensión insbl:n--
tánea, no sostenida - y a veces decadente-- como en Ja,
novela larga. Representa una labor, química de sbltesliJ,,
de extractaei6n, de condensación, de qublt.aesencfa. Es-
XI

-generalmente- un com.primido emocional, un concentra·


do de sensaciones servidas en una cápsula que, disueltas
en la redoma. de una novela espaciosa, correrían el riesgo
de perder su explosiva intensidad.
Y "cápsula" es eomo se han subtitulado algunas de
las producciones más condensadas que aparecen en este
libro, para expresar~ con probabilidades de· exactitud, la
labor sintética que. se. empleó al plasmarla& en una reali·
dad artística..

• •

Pero si, bajo su aspect.o de "revelación <l:e los diversos
estados psíquicos" que las hicieron posibles --o, como di·
ria Maeterlinck, "'de los diver's os "yos" que subhabitan
dentro del propio· "Yo F,sencial"-, las novelas que s~bsi·
guen no presenta• un panorama de unidad, mucho menos
aparecen regidas, en cuanto a su forma externa, en cuan·
to a su arquitectura, por un mismo· método constructivo,
entrabadas por la unificación de una similar forma es-
tética.
fijas de la inestabilidad en que se columpian todas
las corrientes artísticas de nuestra época, de la desorien·
t.ación que pesa sobre los creadores d& este nuestro siglo,
ellas podrfan dar un mínimo testimonio de los vaivenes
que han ido convulsionando mi espíritu a lo largo de es-
tos últimos tiempos por hallar :un caimino definitivo en
cuanto al problema "forma'~, arquitectur~ construcción
externa.
xn

Son las mismas convulsiones -las mismas luchas-


JiOr que han pasado y están pasando todos los creadores
artísticos con sentido del minuto responsable que vivi·
mos; la misma inquietud que agita a un Joyce -inglés--
cuando intenta nuevas fonéticas para sus novelas y la
que hace gritar a un César Vallejo -peruano, y esta enun·
ciación de oriundeces tan dispares se apunta aquí para
determinar tan sólo que no caben fronteras sensitivas en·
tre hombres con conciencia de la hora-:
"Nueva ortografía.
Nueva caligrafía del idioma.
Nuevos asuntos.
Nuevas imágenes.
Nueva conciencia cosmogónica de la vida.
Nueva ·sensibilidad política y económica".
Porque es evidente que, para las sensibilidades acor·
dadas al ritmo de la cósmica hora actual, ya no resulta su·
ficiente intentar mí.a presentación de nuevos temas -que,
en esto, apenas si cabrían novedades--, sino que es pre·
ciso, además, conseguir la nu.evoi- forma de presentarlos,
de expresarlos. En la precipitada evolución -acaso pu·
diera decirse mejor revolución- producida por nuestro
tiempo, las sensibilidades brotadas, como raras orquídeas.
entre guerra y guerra europea, no pueden satisfacerse ya
-si no es para analizarlas como piezas de museo o para
recrearlas- con las escuelas clásicas, románticas, neo-
clásicas, realistas, de las pasadas generaciones.
Una inédita manera de enfoque, de análisis, de arqui·
tectura, de expresión, demanda el gusto contemporáneo.
xm
j
Y el hecho de que hasta ahora no se haya dado acaso con
ella en el arte novelesco, no puede restar valor -ni calor
de simpatía- a toda noble tentativa por marchar hacia
su búsqueda. Todo peregrinaje en exploración, en semi·
penumbra, resulta siempre más meritorio que un ancho
ca:rµinar sin cuidados por senderos conocidos, por rutas
jalonadas de hitos, de carteles indicadores de distancias.
¿Y quién, con sensibilidad del minuto presente, no se
ha debatido en el tanteo, en el andar a ciegas, en el des-
broce de trochas, en una labor de mineria, en una faena
constructiva? ¿Qué espíritu artístico no habrá sentido
-y siente- el hondo deseo de crear algo increado, bello,
etéreo, y resistente a las dentelladas del tiempo, pero que
no se parezca, sin embargo, a lo ya visto, a lo ya degus•
tado, a lo ya envejecido por el uso?
"La novela -se escribe en una de las que el lector
encontrará a continuación- como todo lo que va vestido
con formas concretas, no puede ser más que un clisé desti·
nado a ponerse amarillento con el tiempo. Habría que in·
ventar la novela desnuda y musical, la novela sin pala·
bras, inconcreta, pura, estilizada, vestida únicamente con
un ropaje de volutas de humo".
Y más adelante: "esa melodía acaso cursi que ·ahora
so esfuma en el aire será la inmortalización de esta no-
che en dos espíritus. Sin ella, hasta en lo más deshuma•
nizado que ha podido inventar el genio humano: en el
cinema, la evocación de esta noche res:altaría, dentro de
unos años, ridículamente anacrónica."
"Nueva caligrafía.
XIV

Nue"as Imágenes.
Nue"Yos asuntos" • •
-C ésar Vallejo, que era un atormentado de lo lnMito
-o, acaso más propiamente, un espfrltu Ando de expre.
sarse con voz de actualidad, acordada a los oídos del si·
glo-- sabía muy bien lo que demandaba al formular estos
"mandamientos" estéticos ante los jóvenes seguidores de
las modernas doctrinas artísticas.
Y otro escritor --este hispano-- Benjamín Jarnés,
conocía también perfectamente el valor de sus lamentacio-
nes, cuando advirtió que la gran dificultad del novelista
estrlbaba en que las materias primas que había de em•
plear para sus construcciones consistiesen, no en alqulmís-
tlcos elementos como los que manipulaban los magos de la
Edad Media o, siquiera, en mármoles, notas, colores, como
los que emplean el escultor, el músico, el pintor, sino, sen·
cillamente -¡difícilmente!- en palabras; en palabras
que cualquier necio embadurnador de cuartillas cree te·
ner a su alcance; en palabras -brillantes unas, vulgares
otras- que suenan en la más trivial conversación, que
se expresan sin sentido en una frívola charla, que sirven
-grandeza y miseria de la argamasa con que ha de edi·
ficar el novelista- hasta para confeccionar la melopea
epistolar de los negocios industriales.
¡Qué terrible cosa esa de qu~ una pureza rilkeana,
por ejemplo, tenga que venir a buscar materiales, para
exteriorizar sus casi intraducibles abstracciones sensiti·
Tas, a la misma cantera idiomática de que se sirven el
bolsista y el corredor de comercio!
·xv

• *

"Nuevos asuntos" • . . • Los asuntos, dentro del arte
ftterario, son los menos susceptibles de ineditez, de nove-
-dad. Todo lo que pervive con rasgos eternos e inmanen·
·· tes dentro del espíritu humano - y la novela o el poema
han de atenerse exclusivamente al guión que les ofrece
·ta humana cantera psíquica- está, más o ,menos ahinca·
·<lamente, fijado en el papel; está ya, positivamente, lle-
." ado al plano de las creaciones artísticas.
Pero frente a ellos -frente a esos temas- queda el
recurso de una "nueva forma de expresión", de una iné-
-Oita forma de presentación.
Porque, en. efecto, más' que a una virginidad temátl·
ca, a lo que aspiran hoy los jóvenes creadores es a reves·
·tir viejos esqueletos de construcción con caprichos arqui·
·:t ectónicos de exacta actualidad, a despojar, también, a la
obra novelesca de toda su "hojarasca argumentista" para
-que quede lo más limpia posible de impm:·czas, a escamo·
·tear hábilmente la anécdota para que brille tan sólo el
metal del acento poético o literario.
A esta limpidez artística se alude -Y se aspira- en
~las palabras iniciales de una de las novelas insertas en el
presente volumen: "quisiera la novelista actual descubrir
.a través de la lente del microscopio, el menudo protoplas-
ma de una emoción novelesca, en el que la pureza aneo-
<lótica fueso como un raro perfume, evapora<l.o al verterse
~'Sobre un cutis sedoso. Quedaría así un olor inteliso flo-
XVI

faudo en el campo de las cuartillas, sin acusarse por eso·


la presencia material del frasco. (Ausencia de narracio-·
nes realistas. de relatos al estilo "fotográfico", periodís·-
tico").

Sí; Ja anécdota, lo que antiguamente se llamaba -y·


era tan buscado--: "el argumento", es hoy el gran pes0;
muerto con que tiene que luchar el novelista moderno•.
Porque el "argumento" en sí constituye la espesa malla,
interpuesta éntre la superficie y el fondo a que qu1ere .y
tiene que llegar Ja pupila novelística contemporánea. La..
novela actual no puede ser tan sólo --como lo proponía
Stendhal -"un espejo paseado a lo largo de un camino''.
sino más bien . una lupa proyectada, ahincadamente, so--
bre el subsuelo de un recodo del camino; lupa entregada
a la morosidad de descubrir lo de inmenso que cabe en
nn "diminuto macrocosmos", o, acaso mejor, luz espectral
dt' "rayo X" para alumbrar los últimos recovecos de la.
profunda mina psíquica.

La faena del novelista se presenta hoy un poco como


tarea de detective. Sólo que, en lugar de ir del centro ha··
cia la periferia, del meollo del "suceso" hacia la externi·
dad del suceso, esa labor detectivesca se proyecta de fue-
r" hacia adentro, de la corteza de la anécdota a la medula',
en que germinó la anécdota. El psicoanálisis es la sorda
linterna que alumbra los pasos del detective literario por
entre los penumbrosos corredores subterráneos donde pue--·
de ocultarse la verdad intensamente perseguida.
xvn

• •

Pero en medio de las dubita.c fones que asaltan hoy a
. la pluma noveles ca, surge, ampara dora, la posibil
idad de
una entrega al evasion ismo poético , a un aparen cial ju·
gueteo intrasc endent e con palabra s, con sentimi entos, con
persona jes, con bellas irirealid ades que, sin embarg o, al·
canzan a encubr ir hondas , profun das realida des.
"La ausenc ia de fantasí a -de poesfa- -, se ha dieho,
mató a la novela y al teatro" . ¿Por qu6 no volver, enton•
ees, por el secreto perdido ? Cuando la realida d es amarga
,
áspera, dolient e y torva, ¿qu6 ley existe que impida es-
capar hacia el mundo superio r de los sue:fi.os?
A este mundo te invito a pasar, lector, confian do en
poder hacer tuyas mis emocio nes•.
'
' /i'f"I.,
"1,' ~·

Estrella· Polar
(CápSuJa de novela)
Sf, te veo, estrell a. Y a U tambié n. Y a vosotr as -¡lu-
minos as conste lacione s que llenáis de iridisc entes fulgor
es
el negro palio del cielo! -. Os conozco, aunqu e juguéi s cada
.
noche a un nuevo escond ite, preten diendo desori entar-
me.
Tú, Gran Cruz del Sur, "pende ntif" colgad o en el cue-
llo del infinit o, que acabas de hundir te en un horizo
nte;
y tú, Estrel la Polar, deslum brador "solita rio" puesto
en
el indice de los Destin os, que surges , en el otro, pálida
como el respla ndor del hielo. Estrel la fria, como la sere-
nidad, rígida como la justici a, estrell a de la exacti tud
que
haces conver ger en tí, a un tiempo mismo , miles de agu-
jas imanta das de atenció n.
Para mi íntima aristoc racia. valen más vuestr as ruti-
lantes facetas que el medall ón de oro de la luna. A ésta
la cuelgo del bolsill o de mi chaleco ; a vosotr as os
pren-
do de mi corbat a y os ciño a mis dedos como a una carne
amada . Sois las únicas alhaja s dignas -de mi cofre de
los
sue:fí.os.
Sí; te veo, Estrella'.. Y a tí tambié n. Y a vosotr as -¡oh,
fulgen tes conste lacion es!-. Pero ahora no quiero miraro
s,
no quiero recrea rme con vuestr as intens as lumino sidade
s.
Porque en mi cielo ha aparec ido una nueva estrell a ignota
y recién nacida . Y aunqu e está bajo mis planta
s, aunqu e
a.ún no ha ascend ido hasta mis cielos, brilla más que
vo-
Rosa Arciniega

sotras, tiene una luz más cegadora que vosotras. Voso-


tras sois sólo el reflejo de ésta. Menos aún: su ornato, las
piedras menores que orlan su contorno.
Os veo, estrellas, y extiendo el brazo de mis deseos
hasta llegar a . vuestra altura. Os tomo una a una; paso un
hilo por vuestro centro, construyo un collar, y os hago ser
obediente sistema planetario alrededor del cuello de mi
estrella.
¿Comprendéis ahora -¡estrellas, consteiaciones !-
por qué no os miro, por qué habéis dejado de ser el orgu-
llo de mis elegancias interiores? Tú, Gran Cruz del Sur,
has meditado sobre tu inferioridad lumínica y te has es-
condido avergonzada detrás de la persiana del horizonte.
Pero tú, fría Estrella Polar, acechante víbora de las al-
turas, ¿qué me presagias con tu aparición? ¿Vienes a a-
tisbar mi vida, como una vieja entrometida, desde tu bal-
cón del horizonte? O, siempre matemática como los án-
gulos geométricos que desde los puentes de los transatlán-
ticos parten hacia tí, a señalarme los grados de latitud pa-
ra que siga -¡siempre!- una recta inexorable? . . .
No te hago caso. Me río de ti. Tengo a la altura de
mi mano, un quintante, una brújula y varios aparatos
que me indican la rectitud. Pero ahora quiero seguir las
voluptuosas sinuosidades de la curva. Soy el amo mamen·
táneo de este transatlántico -un pequeño mun~
do-. Me obedece el volante del timón y me place hacerlo
girar en torno de esta Estrella que brilla a mis pies.
Solo, en esta cabina de cristales, soy el amo, el cere-
bro, el capitán de esta frágil embarcación. Puedo impri·
Playa de Vidas 23

mirle la dirección que deseo, ahora que todos duermen


menos yo. Ahora que, sólo yo, rijo sus destinos.
Porque es cierto que abajo, más profundos aún que
la. lfnea de flotación, se mueven unos hombres semidesnu-
dos, sudorosos, activos. '.Pero esos son la subconsciencia
del barco, los que van de un lado a otro sin saber por qué.
Bullen . . . , bullen oomo las pasiones, incesantemente,
ante las calderas donde resopla el vapor, pe'r'o nada saben
de la dirección externa.
Un timbrazo mío, y el transatlántico trepidará a toda
máquina. Otro timbrazo, y la hélice girará hacia atrás ..
La hélice me obedece a travé$ de estos homúnculos, cº"'
mo el timón a través de .unos engranajes.
Otro hombre que también está alerta conmigo: el ra-
diotelegrafista; el oído del barco. Pero ése tampoco entien-
de de rectas, de sinuosidades. Sólo de sonidos, de signos
cabalísticos que, hechos palabras ....,,,.ideas-, · distribuye
luego por las correspondientes redes nerviosas de este
mundo flotante.
Oído. Algunas veces también, lengua; pero .nunca ce-
rebro. El es otro engraneje de esta máquina perfecta. Abre
la antena; asoma sus tentáculos por encima de la chime-
nea . . . Araña voraz, atisba desde su escondite la menor
oscilación de la delicada tela. Cruzan en torno las raudas
moscas de las vibraciones eléctricas -incesante agitación
de ondas sobre la superficie del gran lag~. La araña a-
cecha .•.
De pronto, una sacudida, un estremecimiento. Una on-
da se ha enredado en la antena, una mosca vibrátil se ha
Rosa Arciniega

prendido en la red. El oído la atrapa, la retiene, la fija.


Exprime luego el jugo de una frase sobre el papel. Y. des.
pués, a su correspondiente ramüicación nerviosa, a su des-
conocido destinatario: "Primera clase, camarote número
45". Ahora, otros nervios tremarán ante el papel celeste
o gris. El radiotelegrafista ha terminado.
¿Ha terminado? La araña vuelve a su Sitio; el oído
queda atento a la menor vibraci6n.
¿Por qué ese radiotelegrafista que comparte conmigo
las horas nocturnas es tan extremadamente delgado y
pálido? Ah; él quizá pueda ser el coraz6n. Pero yo soy el
cerebro y, para ser cerebro, para ser alta cúpula directora,
se necesita mi robusta complexión. Esas manos ascéti·
cas no pueden atrapar más que ondas eléctricas -vagos
efluvios de los vientos-; no empuñar el timón ni el sex-
tante como las mías.
¡Pálido radiotelegrafista, homúnculos inconscientes, y
vosotros, pasajeros todos, los que dormís a esta hora:_sa-
bed que estáis bajo el capricho de mis manos, a merced
de la recta inexorable que mi cerebro director quiera im·
primiros! ....

• •

¡Recta inexorable! Pero, ¿por qué, entonces, desde
hace dos días estoy intentando describir una elipse, un
círculo, . cuyo epicentro son las dos palabras -también
esferoidales- Alfa y Omega? ¿Por qué desde hace dos
Playa de V!das 25

días -sólo dos días- me siento hombre del Oriente, sien-·


do occidental? ¿Mi misión de piloto no es acaso cortar,
aventajar, seguir una línea sin fin en el meno.r tiempo
posible?
Y, ¿por qué, también, por qué os desdeño a vosotras
-¡altas estrellas de la noche!- que me indicáis el más
breve camino entre dos puntos? ¿Por qué habéis perdido
de pronto vu~stra condición de alhajas únicas de mi a-
ristocracia interior para ser sólo simple collar de diaman-
tes en, torno a la garganta de una estrella que fulgura
bajo mis pies!
Puedo ya decírmelo en voz baja, ahora que todos duer-
men a bordo y nadie puede escucharme . . . Puedo ha-
blar ya. Los homúncul.os de la subconsciencia están muy
profundos para llegar hasta el cerebro, y la red de araña
.del telegrafista, tosca antena para estos radiogramas su-
tilísimos, tampoco puede captar esta~ ondas. Son dema-
siado impalpables para dejarse atrapar por unas mallas
-eléctricas. Vagarán por el espacio, sorteando mil antenas,
fil:trándose por mil . intersticios mecánicos y, de retorno,
intactas, volverán a mí. Yo sólo seré su emisor y su re-
·ceptor, su Alfa y su Omega.
Irán y vendrán mil veces desde mi cerebro hasta el
camarote de Primera, número 45, del camarote de Pri-
mera número 45, a mi cerebro . . .
¡Camarote de Primera, número 45! ¡Ya se fugó el
secreto de mi boca! Camarote de Primera, número 45. Se-
gunda banda a babor.
Aquí está mi epicentro, mi sistema planetario, mi es-
26 Rosa Arcintega

trella polar, mi única estrella, ánte la que languidecieron


todas las demás. ¿Laura, Ofelia, Luisa, Alicia? . .. : Tú;
MUJER. Sólo TU, cualquiera que sea tu nombre.
Laura, Ofelia, . Luisa, Alicia: hacia ti se dirige ahora
la aguja imantada de mi brújula, Estrella Polar de mis
futuras rutas. Para dar vueltas en torno tuyo -sólo para
eso-- trabajan los hombres desnudos de las calderas pro-
fundas; para girar alrededor de tí, he ladeado el timón y
adormecido al radiotelegrafista. Para ser tu satélite, he
escogido estas horas _noctt~rnas de servicio. Para asomar-
me a la .borda, y poder ver, a solas, el halo de luz· que
irradia de tu camarote -¡sólo para eso!....... vigilo siempre
alerta.
¿Comprendéis ahora ......-¡estrellas, constelaciones!-,
por qué no os miro ya? ¿Comprendéis la razón de ser co-
llar de d1amantes enroscado al cuello de mi estrella? ¿Ha-
béis medido el fulgor de esa otra estrella que rutila en la
noche bajo mis plantas?
Laura, Ofelia, Luisa, Alicia -ignoro tu nombre-,
¿hace dos días, o dos siglos, que subiste a bordo en un
puerto? ¿Navegas conmigo desde el viaje primero, o eres
la más reciente de las pasajeras? . . . Como sea, es igual.
El tiempo no anda. Porque, ante tí, Belleza Eterna, el
Tiempo no cuenta.
Yo venía contigo desde la Eternidad y por eso busca·
bn las estrellas. Yo intuía tu fascinadora luz desde lo in·
finito y, por eso, indagaba en la ancha pizarra los ángu•
los cortantes que aminoraran el camino.
¿Comprendes ahora poi' qué, al encontrarte, a1 cho·
Playa de Vida.e 21

car con tu reflejo, busco la lentitud de la curva? ¿Com-


pren_d es por qué sentí el huracán de la locura. al verte?
Laura, Ofelia, Luisa, Alicia: no me interesa tu nom-
bre. No quiero conocer tu rótulo, no quiero leer tu etique-
ta de viaje. Para mí, puedes ser una letra o un número,
un signo o una nota. Tampoco tu vida anterior me impor-
ta. Y, en cuanto a la futura, a tu futuro, más que cocien-
te de división exacta, prefiero que seas . para mí una X
incógnita -la que nunca será descifrada-.
Por eso no te hablo. Por eso no quiero tampoco que
me hables. Así, en silencio, es mejor. En silencio. ¡En si-
lencio! Como cuando eras estrella.
Vamos a amarnos sin palabras a través de una impal-
pable malla ultratelúrica mucho más sensitiva que todos
los oídos mecánicos. Vamos a amarnos desde una altura
estelar. Y desde estas antenas altísimas, nos enviaremos
radiogramas tan sutiles que no podrán ser exprimidos en
palabras ni fijados en papeles azules o malvas por las
radiotelegrafistas terrestres. Nuestro idioma -idioma cós-
mico- escapará a todas las antenas mecánicas y tempo-
rales.
Ofelia, Laura, Alicia o Luisa: los poros de tu armonio-
so cuerpo, los de tus desmayados brazos, los de tu altivo
seno, los de tus rítmicas piernas, constituirán el "morse"
receptor de los radiogramas inexactos que te enviarán
mis ojos, mi frente y mi pecho. Y sólo tú, quizá, -¡qui-
zá!- ·acertaras a interpretarlos, a extraer el zumo de su
recóndita significación.
Y entonces no me confundirás con uno de esos mo-
28 Rosa Arclniega

!estos moscardones que te rondan desde que subiste a


mi nave. Uno de esos entes ciegos por los que tú aseguras
con pestillo la puerta de tu camarote. Y te ocultas a mt
Laura, Ofelia, Luisa, Alicia: ¿Duermes? ¿Velas? ¿Cap-
tas en este minuto alguno de ·mis temblorosos radiogra-
mas?
Yo, desde la cabina de mando del puente, te sigo, ¡Oh,
mi Estrella Polar!, que me guías en la noche.

* •

Cuarta noche de navegación.
La recta se convirtió definitivamente en círculo. El
círculo en espiral. Voy cerrando raudamente mi trayec-
toria . . .
Cada hora, cada minuto, va aminorando mi recorrido
de traslación y acelerando, por tanto, el impulso de la
marcha.
Mi fuerza centrífuga es inferior a la fuerza centrípeta
.que tira de mi. Rota así la armonía de la estabilidad, iré,
irremediablemente, a estrellarme contra el sol de mi sis-
tema planetario. Contra tí, única estrella que luce ya para
mis ojos en lo alto del Universo.
¡Cuatro noches de navegación! ¿Cuatro? Pero ¿qué
sentido de la unidad es éste? ¿Qué nueva medida del tiem·
po es ésta? . . . ¿Cuatro?
Yo navego por estos mares hace años. Muchos años.
Miles de años. Eternidades. Eternidades que ahora se han
Playa de. Vidas 29

reducido a cuatro noches. A las cuatro noches que tú


duermes en mi mundo.
La elipse del tiempo q\le precedió a esas noches se es-
camoteó entre las manos de un hábil prestidigitador. Se
ha ido. No existe. ¿Recuerdos de infancia? ¿Aprendizajes?
¿Encuentros fugaces ,con una ·sombra de ilusión en · un
puerto, en muchos puertos? Habéis naufragado todos. A·
cabo de nacer. Tengo ahora sólo cuatro días.
Y tú, Laura, Ofelia, Alicia o Luisa, sin conocerme, sin
saber nada de mi eterno amor hacia d. ¿Sin saberlo? Me
pareció que esta mañana captabas uno de mis radiogra-
mas inexactos. Me pareció que cuando mis ojos te dije-
ron ..•
Pero !fué tan breve el mensaje¡ Mejor es así. Ahora,
en tu camarote número 45, al releerlo, al descifrarlo, te
gozarás en su brevedad, IJlientras huyes de la prosa retó-
rica que almacenaron los conquistadores en tu oído.
¡Qué diferencia! Una carta enorme, inter~nable, ex-
plicativa. Un telegrama: dos palabras. Sin articulos, sin
preposiciones, sin inútiles vocablos. El verbo sólo. "En el
principio era el Verbo". Hay que exprimir el verbo. Hay
que adivinar, que suponer, que afiadir, que forzar la ima-
ginación.
Inexactitud . . . , temblor . . . , bruma . . . , vacila-
ción . . . ¡Como la misma- vida! ¡Como TU!
Una carta podría decirte: "Desde que te ví, desde que
tuve la dicha de encontrarme contigo" . . •
Un radiograma te diría: "Te amo".
Laura, Ofelia, Alicia, Luisa: tus admiradores te han
30

dicho: "Es usted encantadora. Déjém.e usted que la quie-


ra" . . .
Mis ojos, esta rnafiana, te han radiado: "-. . .- .....
- ........ ' ". ,...-, il ."
,,
.~ •
¡Signos cabalísticos que os resistís a ser palabras por-
que las buscaríais en vano!: en vuestro propio Idioma in-
terestelar habréis sido quizá comprendido s. Y e)Cplicados
a estas horas.
Y estos otros que ahora le estoy enviando; y los que,
más ardientes, le enviaré mañana; y los que te radiaré
-¡Oh, Estrella Polar que marcas la dirección única de mi
vida!-- después que me dejes ciego y vuelvas a ascender,
serena, a tu cenit.

• •

Seis noches de navegaci6n.
El cielo está sin estrellas porque yo las he enhebrado
una a una en el hilo de plata de mi ilusión para colocarlas
después alrededor del camarote de Primera, número 45.
Tampoco el cerebro está ya esta noche en su cabina de
mando. Ha ido descendiendo , peldaño a peldaño, tramo a
tramo, hasta situarse a la altura del ·corazón del trans·
~tlántico. Se ha colocado a tu puerta --Oh estrella de mis
moradas celestes-!
Pero tú -¡Laura; Ofelia, Luisa o Alicia!- no lo de·
jes entrar. Porque el corazón es ex.traordinar iamente más
curioso que el cerebro. Porque el corazón es de carne.
Playa de Vidas 31

Forque el corazón no está hecho, como el cerebro, de cé-


lulas vigorosas e impalpables. Porque el corazón no bus-
ca fantasmas, sino cuerpos, no esencia de flor, sino flores.

Laura, Alicia, Ofelia o Luisa: cierra tu puerta a iili


corazón. Porque f!mpieza a querer interesarse por tu pasa-
do y por- tu futuro. Porque- em.pie2a a mirar algo m.ás que
tus ojos y que tus pensamientos ... No puede \Ter, como
esta mafiana cuando estabas asomada a la borda, un te.
nue t'evuelo de tu véstido sin estremecerse; un arranque
de tus elásticas piernas o el vago contorno de tus senos
revoluc1bnar1os. sin temblar.
¿Ves? Ya sabe que tus senos s<?n revolucionat-ios, que
tus piernas van enfUndadas en unas medias de caprichoso
color, que el J:evuelo de tus vestidos es como el a.letea:r
de todas las incitaciones pecaminosas. Posee una gi-an
fuerza retentiva y se goza en superponer la instantánea
de tu cuerpo musical a la inmutable diafanidad de tu es-
plritu.
Quiere también interesarse por tu · pasado, por tu ori-
gen. Porque él, materia al fin, nada sabe de eternidades,
de estados, de inocencias, de viajes sin principios. El no
sabe que tú vienes de las estrellas, y pretende fijarte un
lugar de nacimiento. Y una fecha.
Quiere saber si eres libre, si giras en torno de alguna
órbita o si eres centro de sistema planetario. Quiere saber
si eres esencialmente virginal como un lirio recién brota-
do en la pradera. Saber por qué viajas sola. Por qué; unas
V(!ces, ríes de los zumbidos ele los "moscardones'' y otras
32 Rosa Arciniega

-él te ha visto- te ocultas en un rincón del transatlán-


tico, . miras al mar, luego al cielo, y lloras:
y a dónde vas; y quién te aguarda en la próxima ori-
lla; y si conserva~ algún recuerdo de la anterior; y si nun·
ca has querido; y si podrás amar; y si me . . .
¿Ves? Cierra, Laura, Ofelia, Alicia o Luisa, cierra tu
puerta y echa tu pestillo. Y no asciendas más a mi puen-
te mientras sople la tibia brisa del mar. Y no. te dejes ver.
No asomes más que tus ojos, las dos antenas poderosas que
''('!
bastan para comunicarnos.
Para comunicarnos. Ahora, de noche. Mientras la tela
de araña del radiotelegrafista de a bordo acecha la onda
invisible y los homúnculos del fondo bullen, inconscien-
tes, alrededor de las calderas. Mientras todo el mundo
-este mundo peque:ño, pero igualmente grande que el
otro- duerme en sus celdillas numeradas.
Somos los amos de ~te mundo. Detengámonos frente
al tiempo. No importa saber los días que nos faltan aún
· de navegación.
Puede ser uno. Pueden ser tantos como los innume-
rables surcos que se podrían trazar sobre el mar con una
ligera quilla, partiendo siempre desde este punto en for-
ma de una rosa de los vientos.

* *

Ocho días de navegación.
El cerebro está roto, destrozado, maltrecho. Lo ha
Playa de Vidas 33

vencido el corazón. Todo yo soy corazón. He llegado al


vértice de la espiral -en donde tú te encontraba s- y me
ha fundido tu fuego -¡radiante sol de mi sistema plane~
tario!-.
Pero, ¿qué queda después de esta fusión en mi crisol
pasional? ¿Amor? . . . ¿Deseo? . . .
Amor, de todos modos, porque nunca habrá de apa·
gars~. ¡Nunca! Palabra hueca; palabra metafísica, inven-
tada -por los hombres para expresar lo inefable. '.
¡Nunca! ¿Nunca?
¿Nunca -¡Laura, Ofelia, Luisa, Alicia!- habré de a-
pagar en tí este amor que quiere ser ultratelúrico , quími-
camente puro, sutil, angélico y no sencillament e biológicG>?
Dime: ¿por qué has dejado de pronto de ser estrella,
lágrima pura, para convertirte en mujer? ¿Por qué eres
ahora un cuerpo palpable, capaz de ser reducido a justas
proporciones , de ser medido, comparado?
¡Comparado! Nada puede haber comparable a tí.
¿Me has enloquecido inconsciente mente o astutamen- -
te? ¿Eres flor, o también áspid en ella? Esos aleteos de
tus vestidos, esas agudas miradas, ¿son dardos que tú me
diriges con exactitud meditada? ¿O no me conoces siquie-
ra? ¿Me conoces? ¿Me distingues acaso de los otros? ¿Sa-
bes que existo? Tú, Estrella, ¿alcanzas a saber de tu saté-
lite humilde?
Yo, cuando era cerebro, cuando era fuerte, no que-
ría conocerte. Ahora, que soy corazón -débil corazón!-
sí. Quiero saber de dónde vienes, y por qué has· venido, y
34 Rosa Arclniega

quién eres, y a dónde vas, y cómo te llamas, y quién -si


hubiera alguno- podría ser el dueño de tu coraz6n~
Quiero saber qué recónditos secretos hay detrás de
esos ojos tuyos ine;xcrutables, qué suspiros tras ese pe-
cho tuyo revolucionario, qué angustias en esa garganta
tuya nacarada. Quiero saber si tu cuerpo ha tiritado bajo
algún contacto; si esos labios tuyos, ahora rojos, como
una inaudita pasión, quedaron un dí~ exangües en una
multiplicación infinita de l;>esos . . . .
Si es así, el amor no dejó en tí huellas. "No hay en
tí signos de la mancha original". El látigo implacable no
dejó amoratada tu espalda, no desacordó ningno de tus
ritmos.
Quiero también hablarte. Pero ¿qué te diré yo? ¿Qué
palabras pondré en mi boca que no dejen traslucir mi
pasión? ¿Has oído? ¡Pasión! ¡Sufrimiento!
Sí; sufro. Sufro. Pero no quiero que tú lo sepas. Por-
que quizá entonces me privaras de la tortura divina de
ver la trémula agitación de tu vestido, de la gracia pa-
gánica de tus sonrisas, de sentir los dardos vehementes
que me diriges desde tu lejanía de estrella. Si supieras
que por tí sufro desgarradamente, quizá, a estas horas,
no tendrías encendida la luz de tu camarote; no me deja·
rías la ilusión de creer que a estas horas -¡a estas ho-
ras!- estás deletreando, uno a uno, los ilegibles telegra-
mas de mis miradas . . •
No, no quiero tampoco que me hables. Porque conoz-
co tu voz. La oí, cuando, antes de materializarse, dialoga·
Playa de Vidas 85

ba con los ángeles. La oiré otra vez cuando ya no necesite


salir de tu garganta para ser escuchada ...
Laura, Luisa, Alicia, Ofella no me hables. No me es-
cuches. Todo el mundo, aunque sólo sea este pequeño
transatlántico, está lleno de tí. En todas partes te veo. Ig-
noro si en él van trescientos pasajeros o ninguno. No sé
de más inquietudes que de ésta. No me importan ni la
cabina de mando ni el sextante. Soy todo el Universo. Y
tú, mi centro.
Pero, ahora, aqui me tienes, a tu puerta. Humilde
como el cordero que albea en las laderas. Abreme. Ahora
te lo pido. Quiero ver cómo,•una a una -pétalos de rosa-,
se van desprendiendo las gasas que cubren tu cuerpo;
cómo reclinas tu cabeza en la almohada, qué gnomo de
los silencios viene a cerrarte I.os párpados con una vara
de nardo. Quiero atisbar tu rostro mientras duermes, pa-
ra que él me diga tu secreto. Quiero . . .
¡Ah, corazón! Eres la Debilidad. ¡Eres la Vida!
A tu cabina. A tu jaula de cristal. Déjate dominar por
el cerebro.
Cerebro: tú diriges un mundo apoyándote en las es-
trellas, pero no en la que ahora duerme bajo tu cabina.
Tu línea es la recta, no la curva. Deja la claraboya de luz.
Deja tus radiogramas. Vé a ver los que se enredan en las
antenas de a bordo. Baja, si no, a lo profundo, y observa
cómo mugen las pasiones, hechas vapor, a una enorme
presión manométrica. Maneja, con la más fría exactitu~
el volante del timón de tus Destinos.
36

• •

Catorce días de navegación .
Tengo fiebre, pero no importa. Puntualm ente acudo
a mi cabina de mando.
¡Con qué precisión enfilo las estrellas! Con una pre-
cJsión de escalpelo torturador . Sí, sufro. Porque tengo ce-
los. (¡Qué ridícula palabra! Pero ¡cómo quema!) ¡Celos!
¿De quién? Hasta hoy, del aire que juguetea con tus ves-
tidos, de la luz que se ciñe a tu cuerpo flexible. Desde
hoy . . . Desde hoy, ¡de un radiogram a! (¡Qué frase tan
ridícula, pero cómo abrasa!)
Tengo celos de un papel azul, de una frase arrebata·
da al aire, de un mensaje llegado en alas de una vibración
eléctrica.
Nó, no es de un papel, no es de una frase de la que
tengo celos. Es de un rostro que ha venido en esa frase.
Es de una boca que la ha pronuncia do, de una mano que
la ha escrito, de un pecho que la ha suspirado.
¡Rauda paloma mensajera : al posarte hoy en el más-
til de mi transatlán tico, has empezado a picotearm e el
corazón!
Laura, Alicia, Ofelia o Luisa --cierro ya mis oídos pa-
ra no escuchar tu posible nombre-, ¿quién, desde otro
mundo, viene a buscarte a través del éter? ¿Qué alma re-
gocijada sale al camino a celebrar tu llegada?
No me digas que tus padres o tus hermanos. Tampoco
una amiga. Esa impacienc ia que llega a tí, cabalgando
Playa de Vidas 31

precipitadamente en las ondas, no puede ser más que de


amor. -¡De amor!-. Y el gesto de alegria de tu cara,
mientras leías lo que no estaba escrito, también era de
amor. ¡Cómo abandonaste al mundo al llegar a tí el ra-
diotelegrafista! ¡Cómo temblabas! ¡Cómo brillaron tus
ojos!
Esta noche no has acudido al comedor. Tampoco has
salido a pasear por la cubierta. Prefieres, sin duda, ali-
menta_rte de un futuro, que ya será pronto presente. ¡Ma·
ñá.na! ¡Qué corto espacio para una eternidad como la
nuestra!
Odio a esa sombra que viene a interponerse entr~
nosotros. ¿Entre nosotros? Pero ¿es que ha habido alguna
conjunción entre nosotros? ¿Es que sabes siquiera que
existo? ¿Lo sabes? Porque hayas cruzado conmigo el ra-
yo de una mirada, ¿represento para tí algo más que un
frío cerebro metido en una casilla y manejando el sextan·
te? Esa mirada, sabiendo que yo era máquina, ¿no quería·
decir: "acelera tu ritmo para llegar pronto a mi último
destino"?
Laura, Luisa, Ofelia o Alicia, ¿qué has hecho de mí?
· ¿Qué, del collar de estrellas que descolgué un día del cielo
para circundarte la garganta?
Pero sí; puesto que este mundo para tí es sólo un
puente, voy a aminorar el tránsito. Yo, que un día viré
el timón para que nuestro viaje fuese una circunferencia
sin fin, · ahora voy a enfilarlo en la dirección matemáti-
ca. Yo, que puedo detener la hélice, ahora, a través de
mis homúnculos del fondo, voy a imprimirle un movlmien-
Ro8a Arclniega

to rotatorio más acelerado, como el ritmo de tu aliento,


como el golpear de tu .corazón, como el estremecimiento
de tus células nerviosas. Mira cómo trepida mi buque de
acuerdo con tus ansias ocultas. Navegamos a marchas for-
zadas. Hacia tu alegre destino. Hacia el mío, helado y a-
margo.
¿Y . . . si con todo, me amaras? .•. ¿Y si •.•• T
¡No! Ese radiograma auténtico enredado en las ante-
nas de mi barco, destruyó todos los etéreos mfos anterio-
res ...
. .................. .
• •

Quince días de navegación.
Un hecho sencillo. En otro tiempo, Un simple hecho:
la arribada a un puerto.
Hoy, para mf, el hecho más trascendental. La resolu·
ción de mi vida. La llegada de mi Noche.
Laura, Ofelia, Alicia o Luisa: ¡¡¡Adiós!!! Oye siquie-
ra este "adiós" desolado que te da, sin pronunciarlo, aquel .
de quien no conociste su secreto.
Tus maletas, tus sombrereras, tu mismo cuerpo ar·
queado sobre la borda, me dicen tu impaciencia. Pero aún
te quedan unos minutos junto a mf, en mi mundo. Unos
minutos que yo aprovecharé hasta el infinito. ¡Ah, poder
de esta manivela, de estos teléfonos de mando, de estos
timbres al alcance de mi mano.
Playa dé Vidas 39

.
Un timbrazo: máquina avante. Y tú, pegada a la proa,
pareces imprimir aún más violencia al barco con tu de-
seo distendido de llegar. Toca ya mi transatlántic o el
muelle. Y tus ojos se dilatan en una ansia por captar una
imagen, tu nariz por aspirar un perfume conocido, tu of-
do por escuchar una voz.
Dos: máquina atrás. Y toda tú te rebelas contra el
impulso del retroceso. Taconeas nerviosamen te sobre cu-
bierta como si tus pisadas pudieran llegar hasta el fondo,
hasta las máquinas, hasta donde sólo llegan mis timbra"
zos de mando, mis órdenes estrictas de capitán.
N6, no vuelvas tus ojos airados hacia mi alta cabina.
O si quieres . . . , vuélvelos para que veas en los míos lo
que me cuesta dejarte . . . Para que comprendas la causa
de estos avances y de estos retrocesos. Mira mis ojos -gé-
lida Estrella Polar de mis noches futuras- y lee en ellos
lo que se sufre al dejar la vida. Conscientem ente. ¡Matemá-
ticamente!
¿Ves aquel grupo de gente que se apifía en el muelle?
¿Entre quién de ellos estará tu corazón? ¿Hacia qué bra-
zos, de los muchos que agitan sus pa:fíuelos en el aire, se
tenderá tu cuello arqueado? ¿Qué boca esperará tu boca
en la ribera?
Pero estás en mi poder. Me perteneces todavía. Yo
soy aún el dueño de tus rutas. Soy el capitán. Puedo mo-
ver la manivela y torcer el timón hacia una estrella ig-
nota, hacia un rumbo sin fin. Puedo convertirme en un
pirata que roba tesoros de Vida . . . Puedo provocar un
hundimiento que ahogue tu felicidad y mi tragedia.
40

Pero aprieto el botón número 1. Máquin a avante. Im-


pasible hacia el Destino . De pié todavía en la cabina de
mando.
Roza el barco el costado izquier do del muelle. Ya ex-
tienden mis marine ros loR tentácu los de las amarra s hacia
las boyas. ¡Ya está a tu vista el que te aguard a!
¿Quién es? ¿Quién es? ¿Por quién aletea tu pafíue-
lo? ...
Ya tomas tu maletín ; descien des por la escala. Un
peldaño . . . • otro . . . • otro. ·
¡¡Y no te detiene s un instant e siquier a!! ¡¡Y no das
un adiós a mi vida, no vuelves siquier a tu cabeza para
conoce r a quien nunca conocis te!! •.•
¡Alma: huye del cadáve r que dejas aquf sin enterar -
te de sus exterto res. Sin un estreme cimien to. Gozosa. te
vas al cielo.
¿Hacia quién corres? Te veo. Hacia • . . ¡Si!
Os fundfs en uno sólo. Te arquea s, te inclina s, oprl·
mes, besas . . . , besas • .. , besas. . . . . . Ajena al mundo .
A este otro mundo . Al que dejas aqui en tiniebla s.
Besas • . . , besas . • • , besas • • •
Empez áis a andar. Te alejas. Eres ya un punto •• , ,
nada ..•
Laura, Luisa, Alicia, Ofelia: ¡Adiós! Mi alma está clr·
cuida por altas muralla s de dolor. Camino solo por entre
las colmen as de este cement erio. Son camaro tes; pero, para
mi, "nichos ". Nicho número 15, nicho número 23 .•.•
Nicho número 45: ¿sabes tú algo de lo que pasó por
ti?
Playa de Vidas 41

Migajas ... , vacíos frascos de perfume . . . , residuos


de tu intimidad. ¡Reliquias del corazón: dejad que escar-
be en vosotras! Un papel azul. ¡Este fué! Paloma que, al
posarte en la antena de mi barco, picoteaste mis entrañas:
acaba ahora de desgarrar mi cadáver.
"Mamá: esperámoste muelle".
¡¡Ah!!

• •

Una ruta: Dirección Sur.
Otra ruta: Dirección Oeste.
Otra ruta: Dirección Norte. ¡¡Esta!!
Y yo, en la cabina de mando del puente. En mi ma-
no, el sextante ya inútil. Y, en el cielo, tú. -¡oh mi Estre-
lla Polar!-. Inmutable como el Destino. Imperativa como
una diosa.
Sí; te veo, estrella. Te veo, te miro, te sigo eternamen-
te. Pero ya no doy vueltas en torno tuyo. Ahora dirijo a
tf mi recta inexorable. La linea más pura de la geome-
tría. Como antes. Como cuando aún no habías descendi-
do. Ahora que has vuelto a situarte en tu cenit de siem-
pre, lejano y hondo.
Laura, Ofelia, Alicia o Luisa: eres ya, para mi infor-
tunio, espíritu. Eres ya, para mi roja tragedia, estrella.
La Estrella Polar que guia mis caminos.
Sigue mi transatlántico tu dirección. Va salv:;}ndo pa·
ralelos, latitudes ... Paralelo 30 ... , 45 ... , 80
~ Arclniega

85 . . . , 90 . . . Hasta colocarse, perpendicularmente, bajo


tus dominios. Los dominios del hielo. ¡El que dejaste en
mi coraz6n!
¡Máquina avante!
100 grados latitud Norte . . . .
Aquí! ¡En este polo frigidísimo! ¡¡Siempre!!
,.
.
"'.l\., ..
,,,,
Un rubí . en una
P.e chera
· (Cápsula de novela) .
¡'¡El Folletín!! ¡¡El Folletín!!
(El grito callejero ha concitado contra el escritor to-
das las miradas iracundas de los transeúntes. Le persl·
guen todos los severos guardias del Gran Tribunal Esté·
tico).
Quisiera la novelista actual descubrir, a través de la
lente del microscopio el menudo protoplasma de una emo-
ción novelesca, en el qué la pureza anecdótica fuese como
un perfume raro, evaporado sobre un cutis sedoso. Que-
daría así un olor intenso flotando en el campo de las cuar-
tillas, sin acusarse, por ·eso, la presencia material del fras-
co.
'(Ausencia de narraciones realistas, de relatos al estilo
"fotográfico", periodístico) .
QuJsiera la novelista actual echar mano del "vulgar
tesoro" de las vulgares tragedias cotidianas; esas trage-
<fuis de cada día que destilan de todos los poros de las
grandes urbes modernas y enigmáticas ...
Imposible hallar algo que no sea monótonamente abu-
rrido y anodinamente gris.
/Quisiera evadirse la novelista hacia regiones ultrapoé-
ticas e invioladas. Ser algo inédito dentro del inmenso
fárrago editorial . • .
¡Imposible! ¡No hay más que un sólo pecado original!
(¡Qué poco original es el hombre hasta pecando!)
Insuflarem os, pues, un aire de vida novelesca a un
protoplasm a folletinesco, actuando luego --contraria mente
a como lo haría el "escritor-d etective"- , de fuera hacia
adentro, de lo anecdótico somero, a lo profundo concreto.
Pondremo s el frasco, chilloname nte rojo, de la anéc-
dota, en lugar bien visible, sobre los anaqueles del labo-
ratorio psíquico. Luego, una gran et~queta llamativa en su
rechoncha panza, que diga así:
"EL CRIMEN"
Ahora, quitemos el tapón. Un fuerte olor de sangre,
todavía caliente, impregnar á el aire de la estancia. Ver-
tamos un poco de esa sangre sobre la albura de las cuar-
tillas, y la anécdota folletinesc a previa .quedará sugerida a
la manera periodístic a:
"El Crimen". "En estas circunstan cias, imprevisto y
brutal, surge el crimen. La viuda Marta Hoppe, de nacio-
nalidad alemana, y el español Julio Ripolte, su joven a·
mante, están en uno de los salones del chalet de la prime-
ra, bebiendo una copa de champagn e y gozando, a través,
de las ventanas, del embrujo de la noche veraniega. Aba·
jo, las flores del jardín se emborrach an de voluptuosi dad.
"Son las cuatro y media de la madrugad a y empieza
a clarear. La doncella que espera la salida de Julio para
acompa:fíarlo hasta la puerta, se ha dormido. Pero, de
pronto, un grito aterrador la despierta. Entra en el salon·
cito .... ¡Sensación ! Julio aparece derribado en el diván.
Sobre la nieve de su pechera almidonad a, un enorme rubf
centelleant e, un cálido coágulo de sangre. En · el centro
Playa de Vidas

de este rubí, el mástil dé un fino estilete clavado y cim-


breante.
"Y, de rodillas, junto a él, Marta Hoppe. Espléndida,
fastuosa, estifizada. Sin .llantos, sin gritos, sin sobresaltos.
Su doncella la sorprende besando la boca y las manos del
amante a quien acaba de asesinar.
"Acariciándolo en su regazo con extraña delicadeza,
la encuentra también más tarde la policía cuando irrumpe
en el salón. Interrogada, s.e niega rotundamente a contes-
tar. Llevada a la Comisaría, permanece también en la. más
absoluta de las abstracciones psíquicas.
"Pero, realmente, su silencio no entorpecerá las actua-
ciones judiciales. Se sabe que ésta era la segunda vez que
Marta Hoppe y Julio Ripolte se veían aquí. La causa de
este asesinato aparece clarísima. Se trata de un crimen
pasional. Marta Hoppe ha asesinado por celos, por despe-
cho. Se hace preciso tener en cuenta las diferencias de
edad. Julio Ripolte es casi un niño . . . Ella, una mujer
mundana, bellísima, pero madura. Quizás alguna alusión
a sus años , algún otro amor oculto de él" . • . Etcé-
tera.

• •

Muy bien; derramado ya ese primer borrón de sangre
sobre la blanca placa de las cuartillas, cabe adentrarse en
el penumbroso laboratorio de los experimentos psíquicos
con el fin de obtener una hipotética -aunque acaso cier-
48 Rosa Arclniega

ta-versión del crimen que acaba de cometer Marta Hoppe.


Para eso, de puntillas y en creciente ansiedad, entra.
remos a la celda aislada y sórdida que ocupa en la Comi.
saría. Marta Hoppe es una mujer gentil, educada . . . y
quizá nos atienda bien.
Estamos junto a ella. Profundamente absorta, ni ha
reparado siquiera en nuestra presencia. Mucho mejor.
Aprovechándonos de esa semiinconsciencia prolongada
suya, iniciaremos una exploración a través del oscuro
túnel de su subconsciencia.
-¿Quiere usted indicarnos, se:ñora Marta Hoppe, el
nombre de una profesión cualquiera?
Cuidado; va a responder.
-Espía.
(¡Espía! ¡Sugestivo oficio! Prometedor gérmen
para desarrollar una emoción novelesca).
Pero, silencio; vamos a seguir interrogando:
-Se:ñora Marta Hoppe; ¿una idea obsesionante en
usted?
-Imposicion sexual; monstruo.
(Perfectamente, aunque un poco complicado).
-Una frase muy oída por usted?
-Todo lo que estorba se suprime.
-Gracias, se:ñora Marta Hoppe. No nos hace falta
más. :f>4ed? usted proseguir abstraída en sus impenetra·
bles reflexiones, mie~tra~ nosotros, diablillos de una cu·
riosidad ,morbosa, ensayamos unas raras cabriolas en el
trapecio de su personalidad.
Playa de Vidas 49

* *
*
Siempre había sorprendido a todos su vida extraña-
mente anecdótica.
Sin saber ciertamente por qué.
Su retrato físico: Era bella, inefablemente bella y se·
ductora. Rubia. Ojos verdes. Boca fina, asexual. Tersos y
enhiestos pechos, pero sin vibraciones sensuales, sin tem-
blores de humana voluptuosidad. Piernas largas, estiliza-
das, sinfónicas, pero no incitantes.
Unica sugerencia de su contextura psíquica a través
de su retrato material: además de su extraña figura, ya
casi etérea e inasible, caminaba siempre entre el halo de
un perfume exóticamente raro. Era una ~ujer difumi-
nada en la niebla de un misterio.
Salía mucho. A las horas más contradictorias. Por la
mañana, al oscurecer, a media noche. Se la veía en los
salones de té, en los cinematógrafos e~egantes, en los pa-
seos aristocráticos, en las tiendas más suntuosas. Pero
siempre sola. Siempre, separada del mundo circundante
por esa neblina misteriosa que fluía de su cuerpo.
Un detalle importante en la vida de Marta Hoppe: su
marido era un hombre viejo, contrahecho y huraño. Tam-
bién alemán. Su estampa -estampa de hombre materia-
lista- podría sugerirse así: además de su figura, ya casi
sanchopancesca, aparecía siempre envuelto en el humo
Espeso e insoportable de un puro descomunal.
Salía poco. Rara vez, acompañándola. Pero, cuando lo
Rosa Arclniega

hacía, indefectiblemente, al regreso, volvían tres. (¿El,


ella y el otro? En todo caso, eran varios "otros". Cosa po-
cc probable.)
Aclaración del "misterio". Su marido había cazado a
Marta en la fina red del espionaje. Torpe en la confección
de apretadas mallas de amor, este hombre s~bía tejerlas,
en cambio, sutiles pero fuertes, de complicidad. Cómplice
suya Marta Hoppe, podía entretenerse en sus juegos trá-
gicos con ella, exactamente igual que lo hace el gato con
el ratón, la araña con la mosca. Sin temor a una infideli-
dad suya. Ni a una protesta. Nunca la frase "absoluto due-
ño de su vida y de su muerte" podría haberse grabado
con más exacta propiedad sobre el pórtico rosado de una
existencia de mujer.

• •
*
Ahora, demos ·..in brusco corte a la cinta monótona del
tiempo.
Marta Hoppe, afortunadamente, ha quedado viuda. Es-
to quiere decir que ha sonado para ella el día de su libe-
ración. Pero la esencia de la libertad no puede ser medi-
da si no se dispone del término comparativo contrario.
Y este término comparativo lo encuentra Marta Hop-
pe en la voluntaria esclavitud de su amor pasional hacia
Julio Ripolte. Humana, Marta Hoppe quiere pagar ahora
su tributo a la vida. Martirizada hasta entonces, Marta
Hoppe quiere vestirse, durante los días claros de su tar-
Playa d.e "Vidas

dfa primav era, con el armiño acarici ante de todas las fe-
licidad es terrena s.
Su vida extrañ ament e enigm ática de antes, sefiora
Marta Hoppe , ha entrad o en la etapa de lo norma l.

• •

Pero, silenci o. Marta tioppe contin da sumid a en la
aparen te incons ciencia que 1a llevó al crimen y acaso po-
damos aprove char este oportu no mome nto para penetr
ar
en su psíqui ca intimid ad.
Situ~mosla primer o en su propio escena rio,
en el es-
cenari o de su crimen .
Imagin émoslo . Y o le iré sugirie ndo al ofdo:
-Uste d, sefí.ora Marta Hoppe , está perdid ament e ena·
morad a de Julio Ripolte . Ansía usted ya su autént ica pre-
sencia, y le ha invitad o a pasar tas horas cómpli ces
de
la noche en su compa fíía. Es una entrev ista prenup clal,
y
usted, espírit u idealiz ado de mujer, ha vertido , sobre
el
salonc ito que ha de acoger a su amado , la esenci a de sus
más exquis itos refinam ientos.
Ensay em_os un pequeñ o croqui s de ese salón: en el
centro , una capric hosa mesa enana, invita a jugar sobre
ella al poker de las callada s corifidencias. Un diván junto
a ella.
En un ángulo , cojines , cojines, cojines . . . "Camp os
de pluma s en las suaves batalla s del amor" .
Al fondo, un mirado r abierto sobre la volupt uosida d
Rosa Arciniega

sugerente de la noche -perfumado pulmón por donde


ustedes aspirarán todo el enervante vaho de las flores re-
gadas al atardecer, todo el azogue intoxicante de la luna
en plenitud-.
Dato interesante: sobre la mesita enana, un plateado
cubo con hielo refresca la alta fiebre pasional de una bo-
tella de champagne, a cuyo cuello se anuda una primo-
rosa servilleta.
A usted, maravillosa Marta Hoppe, no es necesario
imaginarla. Con el mismo traje de anoche está usted ante
nosotros, mostrándono s su seductora belleza. Unicamente
ese púdico abrigo que apenas sí recubre la desnudez de
sus hombros desde las frescas horas del amanecer. ¿Me
permite usted que se lo quite? ¿Sí? Gracias.
Fina, estilizada, armoniosa, sinfónica . . . Es usted la
estampa ideal de la amante presentida. Así le esperaba
Usted a él.
Bien; ya ha llegado a su chalet, perseguido por un.
enjambre de emociones, Julio Ripolte. Se acerca usted . . .
Un apretón de manos . . . La serpentina de una invenci-
ble perplejidad se enrolla a sus gargantas ... Luego, las
primeras frases banales. Saltan, manecillas agitadas del
gran reloj pasional, sus corazones. Las abejas ardientes
del deseo bordonean entre sus labios.
¿Quiere usted seguir, impenetrabl e Marta Hoppe?
¡Atención! Marta Hoppe, sugestionada , va a hablar.

• •

Playa de Vidas 53

-Seguir, no; voy a rectificar. Usted, hada astuta de u


la curiosidad, ha intentado ensayar unas vagas explora-
ciones por las zonas de mi espíritu, pero ha fracasado en
sus proyectos. Mi verdad ~¡la mía!- es otra. Cierto que
fuí espía; que mi vida fué de la absoluta propiedad de él;
pero ha olvidado usted decir que, junto a ese sér cuyo
nombre no quiero pronunciar, yo fuí una torturada, una
víctima.
-Ah; entonces, la idea obsesionante que . . .
-Sí; "imposición sexual: monstruo". Comprimida en
€lla está toda mi dilacerante tragedia. Le aborrecía. Le
odiaba. Era una repugnancia superior a mis fuerzas. Y,
sin embargo, ¡había que tolerarlo! Yo lo toleré, le sufrí,
le soporté. Tenía encendida siempre en los carbunclos de
sus ojos la roja llama de la lascivia. Amaba mi carne, y
la buscaba -ebrio, sediento, encanallado- a todas horas.
Su hórrida fealdad de_ monstruo parecía querer vengarse
en mi belleza lírica y espiritual. Babeaba su boca hedion-
da en la mía gérmenes de morbosidades. ¡Piedad! ¡Pie-
dad! ¡He estado soportando las caricias de un reptil du-
rante ocho años -ocho eternidades-.
-Calma, admirable Marta Hoppe. Se excita usted de-
-masiado . . . Puede sobrevenirle un ataque nervioso. Ha-
ga usted una pausa. Así ... (Pausa). Ahora, continúe us·
ted.
-No puedo. No me haga usted recordar ...
-Intente un pequeño esfuerzo. Domínese. Hable. An-
tes, por el método sugerente, recordó usted una frase muy
ofda.
-Sf. "Todo lo q\le estorba se suprime". $e l~ había
oído a él • . . , a ellos, a sus cómplices. PerQ ¡ p.o puedo?
~Siga usted.

-Se la había vistQ poner en práctica también~ (Aten-


ción. Es necesario a$Uzar el oído~ porque Marta Hop~e,
alucinada, habla en un tono e;x:cesivarnente bajo, co~Q
en un sueño.) De su despacho de trabajo, sépalo µst~d,, nQ
salían todos los que entraban . . .
-Ah? . . .
-Pe:ro yo~ idiotizada, hu:pdida en una pe~dllla de
sangre y de baje~as, no supe comprender eJ v~lor (le ~:­
quena frase nasta después. (¡Atención?) El_, .. no Plwió
qe enferrn.~daq. Coinprep.qa usted . • . "Todo le;;> que estQ:r--
bª se sul_lrflne"~
-4Y Jo suprlnµó usted1 . " ~.
-Con ~sénico. :N'o, ~o t;iembl~. Vea, qµe ahora yQ ~
toy perfectamente tr~n<luila,. NQ he tentQ.Q remordimie,~.
t~.

(i\prc;;>ve~ho la paus¡~ de ~arta Hc;;>ppe pq,:ra, h~cer un..


ruegq ª los; oyep.tes; ~J (le que se ªbstengªn de j,lJZgi\rl<l
como una mujer cínica., ~ar1:,q J{Qppe e$.tá ~hora en pl~na
alucinación y deja esca pal;," la voz d~ su· subcortsc,iente sin
pulimentos ni censuras.)
-~ntqnces~ s~{íora Marta Hoppe, e$. fácil a,divl:nar lQ·
que pasó anoche. Quizá si Julio Ripolte estorbaba ... ·La.
aostumbre •••
-?NQ.t. J1J.llq. l!C\l<lló Q. mt ci~ poc9 más Q. roeªos en
lA. fQrroa.. qq~ u~t;ed. ha, <le.s.crltQ al ~VOQ{U" el es.c~rlo~
Después .•.
Playa de Vidas

-¿Después? ... ¿No quiere usted seguir, señora Mar·


ta Hoppe? Bien; le iré yo apuntando los hechos ... Des-
pués, sus manos empezaron a entrelazarse con la suavi-
dad de una yedra al tronco de una palmera; con la violen·
ta impetuosidad de las selváticas lianas, más tarde. Poco a
poco han ido avanzando ustedes hasta la ventana que da
sobre el jardín. Usted, bajo la ducha cromada de un rayo
lunar, adquiere la apariencia de una diosa irreal. Sus bra-
zos desnudos son dos vellones de nube desgajándose lán-
guidamente de los hombros. Su cabellera condensa todos
los nácares que destila la luna. Por la ventana verde y
sin fondo de sus ojos pasan, chispeando, lívidas centellas
de deseo. La fiebre quema sus labios. Cantan las alondras
del deseo su canción indefinible a lo largo de sus arterias
azuladas •••
Julio Ripolte, bajo la luz de la luna, es también una
increíble estilización del amor. Por su cráneo, por sus
sienes, por su pulso trepida una galopada de potros sal-
vajes . . .
Y, junto a ustedes, la noche continúa peinando las
blondas hebras del ensueño. El aire tiene suavidades de ra-
so. Abajo, en el jardín, se inicia el diálogo de madrigales,
eterno, entre los capullos de las flores que se abrirán con
la aurora. Los almendros tardíos tejen sus blancos velos
nupciales para desposarse con el primer rayo de sol que
aTance -caballero áureo- sobre la tierra. Una gardenia
esponja sus encerados pétalos para beberse lentamente la
'
caricia del rocfo•..•
(Ruego a los oyentes no contagiarse de esa sonrisa
56 Rosa Arciniega PI

arcangélicamente feliz que se diluye ahora por el rostro na


de Marta Hoppe. Continúo sugiriendo:) ha
-Son las dos de la madrugada y ustedes empiezan a
sentir frío, señora Marta Hoppe. Embrujada, ebria del
opio más enervante, usted ha apoyado su cabeza en el pe-
cho de Julio ·Ripolte. El ha cobijado la espalda desnuda de
usted bajo el ala de su brazo izquierdo. Así, juntos, se han
entretenido -¿durante cuánto tiempo?- en prender en
los cielos las estrellas del deseo. Siga usted, lírica Marta
Hoppe ...
(Observen esa transición de su rostro, ese gesto alar-
mante de locura . . . )
-Sí, después . . . , la noche artificial. Cerrado el bal· do
· eón. El champagne burbujeante danzando lúbricas dan-
zas mefistofélicas sobre la pista de las copas. La luz es- le
carlata de una pantalla tiñe el saloncito con rojeces carna-
les de fiebre pasional. Mi boca, sedienta de amor, del ver- to
dadero amor, del que no conocí nunca, cerca ya de la su-
ya, entreabierta, para darme la esencia de sus besos . . .
m
¡Los primeros! Y, de pronto ... ¡¡No!!
-Marta Hoppe, tranquilícese, por favor. Se lo ruego.
Siga usted.
-De pronto ... , Julio se convirtió en él. ¡Era él, con
su cara monstruosa de vampiro alucinante; con sus ojos
carbunclosos fosforesciendo en lubricidades; con su boca
babeante rugiendo sobre mi carne . . . . ¡Estaba allí, en·
cendido en ansias repugnantes, retorcido de deseos luzbé·
licos! . . . Era su aliento, aquel mismo aliento letal que
me había asfixiado tantas veces. Eran sus · manos, aque-
Playa de Vidas 57

llas manos suyas, cerradas como garfios, que tantas veces


habían mordido mi carne . . . Eran sus labios cárdenos y
succionantes como ventosas fatídicas . . . Era su mismo
pecho acuciado por terribles impaciencias . . . (Pausa).
Horrorizada, en un salto tigresco, eché mi cuerpo atrás ....
Toc6 mi mano derecha algo punzante: un puñal, una ple¡
ga~era, no sé . . . Y . . . si, sí. ¡Yo fuí! ¡Yo! Loca de odio,

transida de la desesperaci6n más infrahumana, de repug-


nancia infernal, se lo hundí en el coraz6n. (Pausa). En-
tonces . . . , entonces volví a encontrar a Julio junto a
mí. Pálido ... , espiritual ... , idealizado ... Julio ya no
era el otro, sino él mismo. El maleficio se había destrui-
do. La pesadilla se esfum6.
(Silencio. Marta Hoppe ha terminado. Pero lancémos-
le la sonda de una última pregunta:)
-Y ahora, ¿qué hará usted de Julio en su espíritu,
torturada Marta Hoppe?
-En mi espíritu crucificado, Julio, juvenilmente her-
moso, se ha dormido en el silencio de la eternidad.
Novela de una
noche de verano
(Novela corta)
Una proposición : para usted voy yo a sofiar una no-
.vela de noche de verano.
O esta otra, más modesta: ¿no le parece a usted mejor
que, juntos, soñemos una novela de noche de verano?
Su silencio me anticipa una interpretac ión afirma-
tiva de que acepta; me indica que está usted dispuesto a
calzar las aladas sandalias de la fantasía para acompañar -
me en una nocturna excursión de sueños por las poéticas
zonas de lo irreal.
Esto, en principio, me halaga. Porque, aunque en
'!-na excursión de esta índole no existe el menor peligro
de un riesgo material, hay en cambio el peligro -¡terrible
peligro!- de que usted se aburra, de que se desilusione . ·
Ahora bien; si usted es un hombre-ho mbre, es decir, esa
cosa tan perfectame nte seria, grave y ridícula que es ser
"un hombre de acción", "un hombre de negocios", un
hombre de los "sin gusto" o, simplemen te, de los incapa-
ces de engañarse con líricas mentiras, quédese usted en
su casa o en la terraza de un café, discutiendo de "asun-
tos trascenden tales". Nuestra excursión .Poética de no-
che veraniega le resultaría seguramen te insoportab le.
Si por el contrario, es usted un hombre capaz de a-
ñorar, alguna vez, las gratas reminiscen cias infantiles, un
hombre que, todavía en alguna ocasión, acierta a expli-
carse -y a sentir- toda la emoción que entraña la inge-
Rosa Arcln1ega

nua leyenda de N oel y de los Reyes Magos cuando escala- ·


ran un día la chimene a de su casa para dejarle una _caja
de juguetes ; si es usted, en suma, un espfritu capaz de
compren der el enternec imiento de una flor bajo la caricia
de una mirada romántic a, s'fgamé en mi noctul1l a cacería
de sue:fíos.
Probabl elnente usted está neuras~nico y hastl::ld.b del
intenso ajetreo de di~ meses de vida urbana. Pos1blé-
mente gravita sob~ ~u tléstroza do esptrttu -como pesada
losa de realidad es-, la ldea de la prolong ación intleftn.1.
da de su prosaica Vida burocrát ica, sln fugas tdekles post
bles, y anhela usted unas 'Vacaciones veranieg as cotno
deliciosa liberaci6 n . . .
Los agudos pitidos de los trenes, al taladrar la noche,
ya no le son indifere ntes desde el instante en que pensó
usted abandon ar la ciudad. Proyect a usted un viaje hacia
las playas del norte o hacia algúl'l verdegu eante valle don·
de duerma la quietud de su siesta un puebleci to cual·
quiera ...
Piensa usted exactam ente como yo. Yo tambi6n pro-
yecto ese viaje para mi varaneo lluaorio . Gozo por antlcl..
pado imagina ndo extra:fíos paisajes ; no puedo oír ya sin
cierto íntimo regocijo el triunfal silbido del tren rasgando.
como una lanza, el embrujo de la noche •
¿ Quiei-e usted entonce s que, juntos, realicem oa este
viaje de 'Vacac16n? ¿Sl! Pues . . . _¡al tl'en! l:>esde é~te
moment o empezam os a sofiar nuestra novela é de
vei-ano.
Playa de Vidas

• •

El escenario que se proyecta ante nuestra ventanilla
no es más que un mínimo preludio de olvidos urbanos.
O, si usted quiere, un previo .bautismo en las aguas del
Jordán de la Naturaleza. ¡Lavémonos en él la costra ais-
lante de nuestra insensibilidad ante lo primitivamente vir-
ginal! Retrocedamos en el tiempo y en el espacio hasta
convertirnos en infantes que palmotean de gozo ante to-
dos los gratuitos espectáculos cósmicos que se ofrecen al
-asombro de sus pupilas.
¡Qué airosas esas montañas . . . ¡ Cómo se empinan
para alcanzar fas estrellas! ¡Qué bellos esos valles en man-
tillas! ¡Qué magia la de ese claror lunar!)
Adelante.
El tren, embozado en la capa de la noche, representa
nuestra última conexión con la vida urbana -ya casi in-
comprensible- que ,dejamos atrás.
Amanece.
La Aurora -como virgen concreta de la mañana-
no existe. Pero usted y yo la veremos. Así: hecha concre·
ción, figura, imagen. ¿Verdad que la vemos como una
celeste diosa pagánica, esparciendo luz con sus dedos so-
bre el mundo? Mírela usted descender, sutilmente envuel-
ta en tules de rocío, por aquella verde colina del fondo.
Su cabellera, áurea y rizada, deja estelas luminosas
por las praderas. Sus brazos -guirnaldas de nardos- a-
carician a los aires. Brotan amapolas rojas donde se po-
64 Rosa Arciniega

san sus .pies -alas de nácar y lií:io-. Y, en sus pechos, a-


prenden los botones de las flores a hacerse prietos y erec-
tos.
Vea usted cómo a su sedoso paso se inclinan, · volup-
tuosos, los tallos húmedos de las hierbas; cómo, con una
mística ansia de besos puros, abren los labios de sus co-
rolas todas las florecillas silvestres; cómo las orquestas
de los pájaros preludian, en el coro del cielo, sus más acor-
dadas sinfonías . . .
Mirémosla por última vez: desperezando a la vida con
sus canciones de amor, se va · alejando, alejando por en-
tre los cañaverales del río • . .
(Enhebrados en su fresca belleza se vap. los hilos del
ensueño).
¡El Sol!
Un año hacía ya que ni usted ni yo lo comprendíamos.
Hoy, la magnificencia lujuriosa de su claridad se diluye
en nosotros como savia de vida nueva. Mitológicamente
real aparece también ante nosotros Febo: padre eterno de
la luz . . . (No tenga usted miedo de expresar su pensa-
miento: sí, ese sol es un apasionado doncel que, desde el
principio del mundo, anda persiguiendo a la Aurora para
poseerla, sin lograrlo jamás. Si ló consiguiera, la Tierra
se quedaría a oscuras).
Los deseos irrealizados son la alta clave del mundo.

• •

Playa de Vidas 65

Usted y yo hemos tomado un billete del ferrocarril


sin punto fijo de destino. Nos detendremos, pues, don-
de nos plazca. Puede usted indicármelo con plena libertad.
¿Qué tal estaría quedarnos en ese blanco pueblecito
envuelto aún en la niebla matinal? ¿No le atrae a usted?
Bien; entonces, sigamos adelante. (En silencio para me-
jor entendernos).

Pero mire: allá, a nuestro costado derecho, por entre


aquel manchón verdoso, se abre la pulida lámina de un
espejo ... ¡Es el mar! ¡El mar! (Bata usted palmas con-
migo, sin preocuparse de esos absurdos viajeros que ho·
jean periódicos para engañar su esplin ..• ).
¡El mar! Y ... sí; vea: un poco a su izquierda, el a-
pretado caserío de una aldea. ¿Y aquel edificio austero,
señorial, que se yergue sobre ella? Es un castillo. ¡Un
castillo! ¡Un romántico castillo!
¿Quiere usted que sea aquel nuestro punto de desti-
no? ¿Hacemos alto aquí? ¿Sí? Entonces, recojamos nues-
tros maletines. El tren empieza a acortar la marcha. Se
detiene en este apeadero . . .
(Digamos adiós a nuestros solemnes compañeros de
ruta común).
Perfectamente; ya se .fué el tren. Ahora, en camino
hacia la aldea. A pie. (Si se acuerda usted de un tranvía
o de un automóvil, habrá mancillado la ·pureza del paisa-
je).
La aldea. El mar. El castillo. Encantador escenario
66 Ro.sa Arciniega

para la novela de noche veraniega que vamos a soñar en


compañía.
Pero, por el momento, ¡qué muerto, qué tristemente
muerto este escenario! . . . No importa; usted y yo, dos
poetas -nada más que dos poetas- nos veremos obli-
gados a animarlo, a llenarlo de alegría y de vida, de una
supervida fantásticamente irreal y estética. Ante la va-
rita mágica de nuestra imaginación, al milagro de nuestro
conjuro, irán surgiendo por doquier quiméricos seres de
deslumbradora belleza. Junto a esas fuentes susurrantes
volve:aán a ensayar sus danzas las vírgenes de Atenas.
Trotes de caprinos faunos resonarán bajo el palio de las
frescas arboledas. En el mar, ondinas y delfines jugarán
los dulces juegos de amor al compás del canto de las si-
renas como en los tiempos de la Grecia feliz . . .
Y después . . . , en el corazón muerto de ese castillo..
mediévico haremos revivir el encantamiento de una le-
yenda caballeresca. Romeo, enamorado, volverá a tender
escalas de notas de laúd para que por ellas descienda, en-
vuelta en la luz de una estrella, la romántica Julieta.
Derramaremos por todos los ámbitos el perfume su-
gestivo de nuestra poesía, como un espumoso vino añejo,
hasta lograr aturdir a la pobre Realidad. ¡Necesita tanto
nuestra triste Realidad de una borrachera poética! . . . . .

Pero estamos ya en la aldea y es preciso ·buscar un


refugio.
No hay aquí hoteles. Ni siquiera fondas ...
Playa do Vidas 67

¿Qué le parecería a usted dirigirnos al castillo para


pedir hospitalidad, como en los cuento_s de hadas?
Yo podría ser Viviana ., . . Usted, acaso. MerUn . . .

• •

En el castillo ya, como huéspedes· de honor.
Sus dueñas -o guardadoras- nos han brindado hos·
pitalidad en su caserón legendario. No; no haga usted el
ademán de llevar la mano a su bolsillo, porque el dinero
no sirve aqui.
En los días de la opaca Edad Media, los juglares pa·
gaban con trovas. Nosotros abonaremos de otro modo;
haciéndoles persqnajes de nuestra novela de noche vera·
niega. ¡Nuestros personajes!
(Ya sé lo que está pensando usted. Piensa: ¡retribuir·
les haciéndolos personajes! ¡Pobres de ellos! Estupenda
remuneración. Lo que les espera por sufrir. Porque, en
toda novela, naturalmente, siempre hay algún personaje
que sufre).
Sí; tiene usted razón, querido compañero de sueños.
Quizá sea éste un pago demasiado ''costoso". Perh . . . la
vida es así. Donde quiere pagar~ involuntariamen te se
cobra.
¡Nuestros personajes! Observémoslos en el preludio
de. la farsa que. desde ahora, empezamos a tejer en su
tornQ. Son cuatro nada más. (La . economía de personajes
nos permitirá una mayor condensación emocional).
68 Rosa Arciniega

LA MADRE: un vellón de pelo blanco sobre el pica-


cho aquilino -y agrietado- de su rostro. (Místicos sue-
ños de un "más allá", intuido y reconfortante, tiembla en
los cristales, ya opacados de sus ojos).
LA HIJA SILTERONA: un largo vestido triste, colga-
do en la percha de un cuerpo del que ·jamás se prendie-
ron las vaporosas ropas de la ilusión. (La bondad -hecha
tontería- se plegó en las comisuras de sus labios asexua·
les).
LA HIJA MENOR: grandes ojos azules -cristalinos-
ª la sombra de la tostada arena de sus ·bucles blondos y
sedosos. (En las horas extáticas de los crepúsculos se ve
desfilar por ellos la esbelta silueta de unas velas latinas,
rumbo al fabuloso pafs de los cedros olorosos, donde, mag-
nífica y envuelta en esencias de cinamomo, sigue impe-
rando la reina de Saba).
EL SILENCIO: es ese fantasma, vestido de humo, cu·
yas pisadas enigmáticas tanto nos asustaron anoche en los
largos corredores. (Ahora está acurrucado -en forma de
gato gris- debajo de las butacas de terciopelo).

La disposición del primer plano escénico no puede


ser más sencilla: un salón discretamente penumbroso,
con olor a moho de siglos. (En otro tiempo, pudo ser la
cámara de una princesa o "la sala de tormentos").
Nuestros personajes, silenciosos, bordan, tejen. (La
ausencia de la rueca moderniza la acción). Sobre la tela
de la Monotonía pespuntean las agujas del Hastío. El a·
currucado gato gris respira, acompasadamente, en ese Te-
Playa de Vidas 69

dio penetrante. El pulso de un reloj de pared acusa el


ritmo vital del tiempo.
Nuestros personajes bordan, tejen. Pero ¿se aburren?
(La felicidad quizá sólo sea un producto de la Inconscien-
cia).
Escuchémoslos . . .
Dice una:
-Es preciosa esta · tela.
Otra contesta:
-Sí; muy bonita. Y bordadá asf ..
(Pausa.' Larga pausa en la cual sólo interviene el per-
sonaje acurrucado).
El reloj deja caer las tres lágrimas de las tres de la
tarde.
-Las tres todavía . . .
-Apenas las tres . . .
(Interviene de nuevo el silencio).
-Y nuestros huéspedes, ¿dónde estarán? ¿No se ha-
brán cansado ya de corretear por el ·parque? ¡Qué felices
son! Ellos sí que viven distraídos ...
Nos extrañan, amable colaborador. Quieren tenernos
junto a ellas. Nos consideran felices. ¡Felices! Forzosa-
mente tendremos que intervenir en su vida, que perfu-
mar el hastío de su existencia quietamente real con el
pulverizador de nuestros sueños irreales.
Entremos.
-Buenas tardes.
-¡Oh!, ¿ustedes? En este momento les recordábamos
precisamente.
70 Rosa Arciniega

-Por eso hemos venido. Pero las vemos tan ocupa-


das ...
LA HIJA SOLTERONA. -¡Oh, no! No nos corre nin-
guna prisa ·e ste trabajo. En realidad, bordamos para no
aburrirnos ...
LA HIJA MENOR. -Claro; ¿cómo mataríamos el
tiempo si no? Son tan largos los días aquí . . . .
(¿Ve usted, querido compañero? Se hastían. Las ho-
ras, faltas de poesía, se les hacen interminables . . . . Les
haremos un bien envolviénd_olas en la inquietud de una
trama novelesca.)
YO. -¿De modo que sienten ustedes tedio? ¿De modo
que se les hacen las horas extraordinariamente monóto-
nas?
LA HIJA MENOR. -¡Oh, sí!
YO.- Es increíble. Yo, en su lugar, viviría aquí en-
cantada. Esa aldea, ese mar, este castillo y el parque que
lo circunda están poblados de mágicos seres, a.e persona-
jes interesantísimos.
Estupefacción en todos los rostros.
-¿De per . . . sonajes . . . interesantísimos?
-Sí. Nosotros, en un sólo día aquí de permanencia,
hemos trabado amistad con muchos de ellos. (Las agujas
del Hastío han dejado de pespuntear sobre la tela de la
Monotonía. Seis ojos ávidos ~ se han clavado en los míos. El
gato gris se despereza y mueve las orejas). Si ustedes
quieren se los presentamos. Son muy simpáticos. Vaya;
dejen ustedes de coser y acérquense a la ventana. (El
fru-fru de las telas, al caer en las canastillas, ha estiliza-
Playa de Vidas f1

do la avidez de un suspiro. Paletame nte asombrad as, las


tijeras se han quedado con la boca abierta sobre una silla.
El gato gris del Silencio ha hecho mutis refunfu:fí ando).
Miren hacia el parque. ¿Qué ven ustedes alli?
LA HIJA SOLTERONA. -¿Allí? Nada; la ventana
de su habitació n. Y, debajo, nada tampoco; un sector del
jardín.
-Bien; pues anoche, estando yo en esa ventana, apa-
reció en el parque un juglar y me recitó sus versos.
Otro asombro:
-¿Un juglar?
-Sí, un juglar. Un juglar que :pretendió después es-
calar el muro para meterse en mi cuarto. ¿Creen ustedes
que miento? No; aquí está mi compañe ro de excursión
que podría aseverarl o. El también alcanzó a verlo desde
su alcoba. ¿No es verdad que también usted lo vió?
-Sí, efectivam ente . . . Anoche . . . , serían las do·
ce
LA HIJA SOLTERONA. -¡Huy, qué miedo!
LA MADRE. -Habrá que dejar suelto al dogo.
LA HIJA MENOR. -¿Y era joven?
-Sí . . . Quizá veintisiet e años . . . Quizá treinta. Y
esta mafíana . . . , esta mafíana hemos presencia do cosas
estupend as en el mar. Escuchen ustedes: salía el sol -a-
sediando con sus flechas doradas todos los escondrij os de
la sombra- , cuando de allf, de aquel escollo en que se pei-
nan ahora las olas, emergió el torso de nácares de una
·.

72 Rosa A.rciniega

sirena . y entre la espuma, bordando primores, la cola


de un delfín . . .
. . . . . . . . . . . . .. . .. . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . .. . . .
Ha hecho usted la consta~ación, querido compañero
de viaje, de que la fértil semilla de nuestra lírica irreali-
dad prendió ya en este reseco arenal de la realidad coti-
diana? Nuestros personajes de la novela ya no se sienten
solos. Rumorosas legiones de fantasmas inquietan el si-
lencio de sus horas.
Pero eso no basta. Ella - y especialmente la hija me-
nor- reclaman una concreción; quieren algo tangible que
trueque la vaporosidad de los sueños en las solidificacio-
nes de una materialización. Es preciso, es urgente que
usted y yo salgamos en busca de un conflicto para nues-
tros personajes. Sí, de un conflicto. Pero ¿cuál podría ser?
¿Cuál?
Lo pensaríamos inútilmente. Y pensando, jamás se
encuentran los conflictos novelescos. Abandonémonos a
las veleidades de la madrina ventura. Dejemos al azar
urdir Iibérrimamente la hilaza de algún inesperado suce-
so. Juguemos a la lotería de las casualidades.
Entretanto, le invifo a usted a dar un paseo por la
costa rumorosa del mar. La noche es de una magnificen-
cia deslumbradora. Se hace cómplice con el azar para a-
yudarnos en la búsqueda de nuestro conflicto. Sería un
crimen estético permanecer encerrados aquí, bajo las cón-
cavas bóvedas del castillo. No olvide que estos refinados
brevajes sólo podremos saborearlos unos días. Seamos
sibaritas del tiempo; del placer, que él nos ofrece.
:.~.~.!~
.~
..
...

Playa de Vidas 73

La Aldea.
¿Iba usted a hablar? No, no diga nada. Preferible es,
que, en silencio, vayamos paladeando la espiritualidad de
estas calles estrechas, pedregosas, empinadas y dormidas.
Las vagas imágenes de las sugerencias inmateriales se es-
cabullen, ante los aluviones de las palabras . . .
Tac; tac ... Tac; tac ... Tac; tac ... Nuestros pasos,
lentos, acompasados como péndulos de un reloj. Un farol
de luz mortecina. Una taberna. Una red de pescar, exten·
dida. Las lanchas, en voz muy baja, se cuentan leyendas
de naufragios. Un viejo marino fuma filosofía en su ca·
chimba. El mar, ahora terso, in.cuba trágicos complots
de furiosas galernas . . .
Pero, ¿qué es aquello que se columpia en el agua?
¿Un velero? ¿Un yate? ¿Un yate aquí? Imposible. No;
realmente es un velero . . . Pero, ¿verdad que muy bien
podría ser un yate? Véalo usted: tan blanco, tan airoso,
tan ingrávido . . . Sugiere la imagen estilizada de una
flecha, dormida sobre las olas. Bastará que su propieta-
rio distienda el arco de su voluntad para que se lance,
tembladora, a través de todos los mares.
¡Su propietario! Pero, ¿quién será él? ¿Acaso un
príncipe que busca en la embriaguez de las aventuras
cómo satisfacer sus recónditos atavismos de conquistas?
¿Quizá un nostálgico aventurero que persigue un amor '
exótico o que quiere olvidar un desesperado amor? ¿Tal
vez un millonario que viaja por "snobismo"?
¿Y si fuera . . . ? No; es absurdo. Iba a decir: ¿Y si
74 Rosa Arctniega

fuera un pirata? (¡Ah, qué loca fantasía! Los piratas no


existen ya más que en unas novelas que nadie lee).
¡Lástima grande! Porque sería hermoso que fuese un
terrible pirata, un Barbarroja de estos tiempos, peludo,
tostado y con un corvo alfanje al cinto . . .
¿No empieza usted a sentir los aguijones de una rara
curiosidad?
y si, dejándonos vencer por ella, nos permitiéramos
una pequeña audacia: tomar un bote, llegar hasta al cos-
tado de ese barco y trepar luego a cubierta? ¿Le parece
a usted demasiado atrevimiento? Nos lo perdonarán, ya
lo verá usted. El mundo es de los audaces.
¡Al viento las dudas! La lancha está aquí, a nuestro
lado, invitándonos a tomarla .. ~ ¡Adelante!
Y ahora, al remo. Bogamos como en un deslizamien-
to de sueño inmaterial ...
Hemos llegado. A la escalerilla de mano. Una acroba-
cia poco peligrosa: Una aventura de película -sin opera-
dores, naturalmente ...
Ya en cubierta. Pero, ¡qué extraño silencio en tor-
no! ¿Cómo concibe usted esta soledad? ¿Una emboscada
acaso? ¡Qué cosa tan divertida resultaría la aparición de
un terrible pirata barbudo al frente de unos satélites su-
cios, descamisados, imponentes y con agudas dagas en la
mano! ...
Veamos. Demos una voz de alarma:
-¡Eh! ¡Quién 'Vive! . . . ¡Dueño de este barco!
Nadie ... El barco está abandonado ...
Playa de Vidas '15

Pero . . . silencio. Escuche usted: por aquella puerta


s&le un confuso rumor de voces. Acerquémonos.
¿Eh? Vea u~ted: la tripulación está cenando opípara-
mente. Haremos una presentaci'ón absurdamente cinema-
tográfica. Sin temor alguno, avance usted conmigo. Y sa-
lude.
-Muy buenas noches, ·s eñores ...
Expectación. Sorpresa sin límites. Ese hombre que
se ha pl,lesto de pie debe de ser el capitán. Es joven y a-
puesto. No tiene aspecto de terrible corsario.
-Bien venidos sean a mi barco. Pero .. . La verdad;
ha sido una sorpresa tan inesperada . . . tan inespera-
da ... En fin; ¿necesitan ustedes algo de mí?
-Sí, capitán; necesitamos una cosa un poco absurda.
-Un viaje gratis, ya adivino. Quieren que les lleve a
alguna parte ... ¿Son ustedes fugitivos?
-Desde luego; fugitivos.
-De la policía?
-No; de la prosa de la ciudad. Y lo que necesitamos
de usted es . . . ¡un conflicto novelesco!
(No haga usted caso de esa sonrisa irónica).
-¿Un qué? ...
-Un conflicto novelesco. Comprenda usted, capitán.
Nosotros somos dos novelistas que planeamos ahora algo
en colaboración. Tenemos ya los personajes, pero nos
hace falta un conflicto para ellos.
-¿Y creen ustedes que aquí ... que yo ... ? No, por
Dios. Aquí no hay asuntos novelescos posibles.
76 Rosa Arciniega

-Esa puede ser su opinión. Como ignora usted nues-


tra idea ...
-Bien; expóngamela usted.
-Imposible. Entonces no intervendría usted en la
acción espontáneamente. Conocería de antemano el de-
sarrollo y carecería de interés para usted. Es preciso que
la acción tenga un mínimo de farsa. Un previo ensayo la
echarfa a perder. Resp6ndame a esta pregunta: ¿cuántos
días piensa usted permanecer aquí?
-Uno. Pasado mañana, al amanecer, zarpará mi bar-
co hacia otras costas.
-Perfectamente; nos basta con estas horas. Ahora dí·
game: ¿tiene usted mañana por la noche algún quehacer
urgente?
-Dormir.
-¡Dormir! ¿Y si en lugar de dormir aceptara usted
un plan que vamos a proponerle?
-¿Cuál?
-Venir a una fiesta miliaunochesca que se celebrará
en el castillo de esta aldea. Acaso no le satisfaga totalmen-
te, pero en ella puede usted encontrarse con una rubia
princesa que, de fijo, se enamorará de usted. De usted:
príncipe de alta leyenda que pasea por el mundo sus nos-
talgias de P.ombre galante en el móvil palacio de este yate
lujosísimo . . .
-Bromean ustedes, señores. Ni esto es un yate, ni
yo soy su propietario, ni mucho menos paseo nostalgia al·
guna por el mundo. En cuanto a que en el castillo de esta
aldea exista una princesa . . .
Playa de Vidas 77

-Ah, sí, sí; eso sí que es verdad. Puedo asegurárselo.


Mi compañero de novela es testigo de mis palabras. Escu-
che usted: habita en ese castillo una rubia princesita que
desfallece de amor ... Usted será el caballero que, en la
inocencia de sus sue:fíos • • ,

• •

Y ahora, compafíero de excursión, que ya está con-
vencido el príncipe, dejamos la nave y ... ¡al castillo! A
prevenir a nuestros personajes. A organizar la fiesta de
mafíana que nos dará la novela.
Llegamos a tiempo. Nuestros personajes no se han
acostado todavía. Vamos a prevenirlos ...
-Buenas noches.
LAS TRES:
-¡Oh! ¿Ya por aquí? Pero ... ¡vienen ustedes sofo-
cados! ¿Qué les ha sucedido? ¿Les ha pasado algo?
YO: -(Fingiendo más fatiga y una rotunda emoción)
¿Algo? Mucho, señoras mías. Es preciso que se dispongan
a oír nuevas maravillosas . . . ¡Maravillosas! Figúrense
que hemos ido a pasear por la costa y . . . . ¿qué dirán
ustedes que hemos encontrado en el mar?
(Ansiedad).
-¿Qué, qué? .
-Pues el yate de recreo de un príncipe que viaja de
incógnito.
'18 Rosa Arciniega

(El gato gris salta, maullando, desde un sillón y se


pierde en el castillo) •
LA MADRE~: (moviendo melancólicamente el vellón
nevado de. su cabeza.) ¡Oh, qué fantasías! ¿Qué fantasías,
. Señor!
LA HIJA SOLTERONA-: (Frunciendo el entrecejo)
-Mamá, no hables así.
LA HIJA MENOR:- (Sonriente, ilusionada). ¿El ya-
te de un príncipe? Pero ¿va a bordo? ¿Le han visto uste-
des?
YO: -Y hemos hablado con él.
LA HIJA MENOR-: ¿Que han hablado con él? ¿Ves,
mamá? Han hablado con él. Y dígame: ¿cómo es? ¿Es ....?
YO. -Sí; joven, apuesto y galante. Un poco serio .. .
Melancólico quizá . . . Pero encantador como un príncipe
de cuento.
LA HIJA MENOR. -¡¡Oh!!
LA MADRE. -Niña: haz el favor de no creer en ne-
cias ilusiones, te lo repito. ¿Príncipes? ¿Tú puedes creer
todavía que existen príncipes que viajan de incógnito por
el mundo?
YO. -Claro que existen. Existirán siempre. Son una
necesidad poética. Y la prueba de que existen la van a te-
ner . ustedes dentro de pocas horas. Porque sepan uste-
des . . .
Infinitamente ávidos, se abren los ojos de La Hija
Menor.
LA HIJA MENOR. -¿Qué? Diga .. , diga usted .
Playa de Vidas '19

YO. -Sepan ustedes que el príncipe, dueño de ese


yate, va a venir aquí mañana.
LA MADRE. -¿Cómo? ¿Que va a venir aquí? ¡Dios
mio, qué locuras!
LA HIJA SOLTERONA. -Aquí, mamá, aquí.
LA HIJA MENOR. -(Se queda sumida en un éxtasis
lírico).
YO.- Sí, aquí, a este castillo. Mi compañero de excur·
sión puede testificarlo. Me permití hacerle una invitación
a la fiesta que celebraremos aquí mañana y él aceptó com-
placido.
(Extrañeza en todos los rostros).
LA HIJA SOLTERONA. -¿Fiesta en este castillo?
LA MADRE. -¿Fiestas nosotras? ¡Oh, pero cómo
mienten ustedes! Son unos terribles embusteros.
(No, no trate de explicarles nada, querido colabora-
dor. Ella es la Desilusión y no habría de entendernos. Si-
gamos con "nuestra verdad".)
-Sí, desde luego . . . Nos permitimos esa pequeña
mentira, confiados en que ustedes no nos harían quedar
mal. Creíamos que les interesaría conocer a un príncipe.
Y, sobre todo, a un príncipe tan arrogante como éste . . .
¿La fiesta? Se organizará en un instante. Tienen ustedes
siempre las cosas tan en orden . . . ¿Nos pennite usted,
señora, que mi compañero de excursión y yo nos erijamos
en directores de escena? ¿Sí? Entonces, ustedes no se
preocupen de nada. Pueden acostarse.
LA MADRE. -Pero ...
80 Rosa Arciniega

YO. -No, no me }?.aga ningún reproche. Deje sus re-


gaños para mañana ... después de la fiesta.
..........................................
(Salen. La Madre moviendo la cabeza en señal de dis-
gusto. La Hija Solterona, con la ingenuidad -elevada ca-
si a tontería- asomada en el rostro. Como deslizándose
por la muelle alfombra de unos sueños venturosos La Hi-
ja Menor).
Perfectamente; ahora nosotros, amable colaborador,.
vamos a preparar el escenario.
Escogeremos en primer lugar este salón sonoro, am·
plio, finamente artesonado ... Esa ancha escalinata . que
desciende, majestuosa, hasta la linde del parque le da
cierto carácter de entrada de palacio principesco . . . Es-
tos muebles severos, estos arcones ferrados, esta panoplia
con sus armas oxidadas . . . Resultará magnífico.
Ahora, mientras hago extender unas alfombras si-
lenciosas y sacar la vajilla de plata antigua, váyase usted
a la calle a contratar las comparsas. Es imprescindible dis-
poner de un gran cortejo para que nada eche de menos
nuestro príncipe. La labor será sencilla. No tiene usted
más que hacer correr de casa en casa la falsa noticia de
nuestra verdad poética. El salón resultará insuficiente.
Durante unas horas, nuestra imaginación hará vivir
un mundo de sueños ultrairreales a esta aldea· vulgar, a-
modorrada, desde . hace siglos, en el más desesperante co-
tidianismo.
• •

Playa de Vidas 81

La fiesta.
Compruebe usted, excelente colaborador, lo que ha
podido un sólo dfa de lírica actividad. Casi con una rapi-
dez de mutación cinematográfica, esta inmensa sala vieja
y destartalada se ha trocado en auténtico salón de palacio
real.
La amplia escalinata, cubierta con la pesadez de estas
EJ.lfombras policromas. En aquel ángulo, el casi romántico
estrado desde donde ejecutará el motivo de un viejo vals
evocador la orquesta improvisada. Esas gigantescas arañas
prismáticas que fulgen como joyas en el techo... Al centro
del salón, la tersa pista entarimada y brillante, por donde
st- deslizarán, con ritmo de besos, los pies de los enamora-
dos . . . Y rellenando todos los laterales hasta desbordar·
se en catarata por la escalera, toda la abigarrada muche-
dumbre de "extras", que son como el obligado coro de to-
do baile principesco.
Luego, abajo -deténgase usted a contemplarlo-, la
serena esplendidez del parque, voluptuosamente dormido
bajo el opio de la noche agosteña. No hay surtidores, pero
el fru-fru aromoso de las camias abanicadas por la brisa,
puede muy bien suplir la cadencia sensual de esos mur-
:nmllos que son como el imprescindible aditamento de toda
noche de ilusión.
Sigamos contemplando nuestra obra: esos "parterres",
recién regados, tienen algo de undosas cabelleras femeni-
nas con el pelo cortado a la "garcon". Hay luces de colo-
res diseminadas entre el boscaje, pero tan discretas que
82 Rosa Arclniega

los apaches de los besos podrán actuar impunemente, sin


preocuparse por las batidas policíacas de la moral en uso.
Pero ... atención. Ese revuelo entre nue~tro coro de
cortesanos . . . ¿Acaso el príncipe que llega?
No; son nuestros personajes que se anticipan para
comenzar la acción. Posesionados ya de su papel, han in-
vertido todas las horas del día en vestirse y maquillarse
con arte deslumbrador.
La Madre, con su nevada peluca, con su rostro afable
y señorial, es una auténtica duquesa versallesca La Hija
Menor . . . ingenua, sonriente, feliz entre el alado tem-
blor de su veste plateada, es la moderna estilización d:
una princesa de romance. (Una neblina de polvo de oro
acabó de dorar las ondulaciones de sus rizos salomónicos.
En la quieta serenidad de sus .o jos se ha quintaesenciado
el azul de una mañana abrileña. Dos capullos de magnolia
pugnan por abrirse sobre su pecho. Cenicienta le prestó
para esta noche los estuches, inverosímilmen te diminu-
tos de sus zapatos. Viéndola, David valetudinario descol-
garía su cítara para entonar ante su belleza la melodía de
un psalmo).
La Hija Solterona es el Hada Madrina de su hermana.
(Aplausos calurosos del fingido cortejo).

• •

Pero observemos a nuestros personajes. Se encuen-
tran un poco violentos. Nos buscan . . . Acaso temen que
Playa de Vidas 83

todo sea una ' sangrienta farsa urdida por nosotros para
burlarnos de su ingenuidad pueblerina. Acerquémonos,
ensayando ante ellos, un saludo versallesco.
LA MADRE. -¡Oh, si todo fuera una mentira! ¡No
quiero ni pensarlo!
LA HIJA SOLTERONA. - (Mira a un apuesto galán
del cortejo).
LA HIJA MENOR:- (Mueve, con un movimiento de
ala de mariposa, sus párpados y clava en mí sus pupilas
infinitamente esperanzadas).
YO: -No; no hay mentira alguna en todo esto. (Mi-
ro el reloj). Falta apenas un minuto para que llegue nues-
tro invitado, y los príncipes son siempre puntuales . . .
Pero ... silencio: ese rumor a la entrada del parque ..• ,
esos aplausos . . . Sí, es él; nuestro príncipe. Salga usted,
compañero de excursión, a recibirlo. Acompáñelo hasta
aquí. Y nosotros retrocedamos un po9uito ... Un poquito
más. Así. Yo haré las presentaciones . . .
A una señal mía, la orquesta improvisada inicia el
preludio de una marcha triunfal. La corea la muchedum·
bre del salón. El cortejo de aristócratas -disfrazados de
aldeanos-, desbordado por ambos lados de la escalinata,
lanza tres hurras entusiastas. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡ Hurra!
Viva nuestro príncipe!
Vestido de capitán de marina, amable, arrogante, ai·
roso, contestando con ligeras inclinaciones de cabeza a los
vítores y aplausos, aparece en el extremo de la escalinata
nuestro alto personaje. Mi colaborador y compañero de
84 Rosa Arciniega

eJ.Ccur.sión es su comedido chambelán. Un. séquito de ocho


;marinos, vestidos de blanco, cierran la alegre embajada.
(A mi lad0, La Hija Menor se espiritualiza en un
temblor angustioso. En sus mejillas brota una roja ama-
pola que pretende esconderse bajo las espigas de sus ca·
bellos. Ondula su cuerpo como la voluta de humo de un
perfumado incensario).
El hielo ·de mi serenidad de directora obligada tiende
un puente de palabras entre uno y otro rubor:
-Príncipe: os presento a la dueña de este castillo. Y
a su hija, la princesa . . .
El crepitar de un aplauso ha cercenado mi frase. En
el incienso melódico de la marcha triunfal se han volati-
lizado también los saludos de los dos. Luego, a una discre-
ta señal mía, la orquesta de improvisados zíngaros inicia
la melífiua cadencia de un viejo .Y moderno vals, cuya
línea armónica será -como en toda opereta- el motivo
temático que espiritualice, más tarde, la realidad del re-
cuerdo. Ahora es sólo el introito de un breve -y trému·
lo- amor.
Nuestros príncipes, bordando espumas de sueños ser
br.e un tenue almohadón de nubes, bailan. Bailan también
las primeras parejas de cortesanos.
Entusiasta colaborador: usted y yo nada tenemos ya
que hacer aquí. Nuestro trabajo de iniciadores de la far-
sa ha conduído. Dejémosles ahora a ellos que la tejan.
Entretanto, paseemos por el parque. ¿No le seduce a us..
ted el sosegado poema .q ue surge del corazón de esta no-
che encantada?
-~ ~.'k '. .; '

Playa de Vidas

• •

Escuchemos. Hasta aquí llega, como tamizado por un
vaporoso tul, el leve eco del vals. Algo quizá muy pueril
o m1Uy maravi~loso. Para nosotros, directores de esta far-
sa1 nada más que una armoníia fugaz. Para nuestros per-
sonajes, el eje emocionado de su vida. Su enorme poder
de sugerencia irá a instalarse en sus conciencias más allá
de las fronteras del tiempo y del espacio. Ella, La Hija
Menor, peinará un día su plateado cabello de viejecita
desilusionada y, sin embargo, no podrá oír este motivo
musical sin estremecerse. Deshumanizada, irreal, la rea-
Edad de esta noche quedará, en cierto modo, inmortali-
zada ¿en qué mármol creerá usted? En el impalpable már-
mol de esas almibaradas melodías.
¿Por qué sonríe usted con esa sonrisa de suficiencia?
¿Quiere usted decirme: "o en las páginas de las novelas
que con todos estos motivos escribiremos usted y yo?"
Pues bien; no, amigo mío. La novela, como todo ló que
va vestido con formas concretas, no puede ser más que un
clisé destinado a envejecer, a ponerse amarillento con el
tiempo. Habría que inventar la novela desnuda y musical,
la novela sin palabras, inconcreta, pura, estilizada, vesti-
da únicamente con un ropaje de volutas de humo.
Esa melodía acaso cursi que ahora se esfuma en el
aire será la inmortalizaci6n de esta noche en dos espíritus.
Sin ella, hasta en lo más deshumanizado que ha podido
inventar el genio humano, en el cinema, la evocación de-
86 Rosa Arciniega

esta noche resultaría, dentro de unos años, ridículamente


anacrónica. Su espiritualidad sólo en el frasquito de per-
fume .de esa música evocadora puede conservarse intacta.
Para sentir el estremecimiento de este instante único y
fugaz 'les bastará a nuestros personajes con tararear esa
canción, con redescubrirla en lo hondo de sus espíritus.
La música es el relicario de las emociones.

Pero escuchemos . . . Cruje la arena de ese sendero al


extremo del parque. Empiezan nuestros personajes a des-
bordar el amplio dique del salón ..
Observemos sin ser vistos. Una indiscreción nuestra
quitaría su pura ingenuidad a las escenas.
¿Quiénes son? ¿Nuestro príncipe con la rubia prin-
cesa acaso? No; es un marino, uno de los acompañantes
del cortejo. Se aproxima enlazando con su brazo fornido
el talle flexible de una aldeana. Sus rostros están tan uni-
dos que . -no alcanzo a verlo bien- parecen venir
colgados de un beso . . .
¿Lo que dicen? Probablemente nada. Ensayan la vie-
ja y fresca canción de los siglos pasados y fut:µros. "Te
quiero . . . toda la vida . . . siempre".
Amable colaborador: todos los esfuerzos de las más
preclaras originalidades estéticas se estrellarán al querer
inventar algo nuevo para este momento.
Se acercan . . . , siguen adelante, hacia la!!! cómplices
arboledas. Ellos están en este minuto por encima de todos
los superhombres del mundo. ¡Son felices y eso basta! El
goce intenso de esta noche será quizás el único regalo de
rlaya de Vidas 8'7

la vida para esta aldeana sedentari a. Pero en sus horas


grises --que serán todas las suy_a s desde ahora- desta·
pará el frasco de perfume donde se guardan las melodías
del recuerdo cíe este instante fugaz para aspirarlo con
nostálgic as voluptuos idades.
¿Y esas otras parejas? "El parque está poblado de
rumores de besos" . . . .
¿No siente usted un extrañe· regocijo, compañe ro de
excursi6n , prodigan do alegría .g, los demás? Yo sí. Orgullo-
samente reconozco este deífico poder nuestro de esparcir
la felicidad entre nuestras criaturas . Pero ¡por tan poco
tiempo ! . . . · Porque -¡tributo inexorab le!- "lágrima s
serán mañana estos bellos sueños de hoy".
Pero ¡aten~i6n! Ahí vienen nuestros príncipes .
(No . espere usted ver cosas extraordi narias. En los
grandes momento s emociona les de la vida, los príncipes
y los mendigos son idénticos ).
La recia raigambr e de un árbol centenari o les brinda
un rústico banco. Inconscie ntemente se han sentado en
él. (No lo cambiarí an por el rojo terciopelo del trono
más ricament e labrado). No hablan. Transfigu rados, si-
guen embriagá ndose c~n el insistente motivo melódico de
ese viejo y nuevo vals. (No trocarían , tampoco, un reta-
zo de esa música efímera por el resumen de todas las fi-
losofías que llenan de orgullo al mundo). Avidas, se han
entrelaza do sus manos. (Ese suave roce de sus epidermi s
vale para ellos ahora más que todos los sublimes estreme-
cimientos que rematan la cima de toda creaci6n artísti-
ca).
88 Rosa Arclniega

Dejémosles beber el cokctail de su felicidad de amor


a sorbos lentos, sibarítica~ ansiosamente, ya que de él ten-
drán que saciar su sed durante el monótono cruce del
gran desierto ~ . .
Ella, la princesita, vencida por la fiebre de la emo-
ción, echa la cabeza atrás, entreabre los labios . . . El
cristal de otra copa ardiente se acerca a: ellos . . . Sí; u:n
beso. Fué un beso. Hondo, cálido, concentrado
¡Misterios profundos de la vida!
(Junto al rústico banco, una azucena> trémula, se
deshoja. El sauce llorón que les entolda lanza un queji·
do y deja caer, laxas, sus ramas para beber el rocío . de
las hierbas húmedas. Murmuran las violetas una plega.
ria. Aleteantes, las plateadas hojas de los álamos modu·
Jan un suspiro . . . Arriba, el cielo se enorgullece de su in·
finitud).
Pero ¡silencio! Entre la arboleda, una fresca voz de
tenor entor~.a ya, alzándose sobre las delicadezas del vio-
lín, el motivo temático del vals. Veinte, treinta parejas si-
guen el ritmo de la canción con los ardientes besos de sus
bocas . . .

"La vida es dura, amarga y pesa;


pero aún hay princesa
a quien cantar" ...

• •

Playa de Vidas 89

La Realidad.
De nuevo en el salón. En el último tramo de la esca·
linata alfombrada -contemplémosles. por última vez-,
nuestros pdncipes se despiden. (Como el símbolo de la
Desilusión que preside t0dos los actos de la vida, asoma
tras ellos léll cabeza nevada de la madre).
Un apretón de manos -largo, eléctrico-- rubrica la
banalidad de unas palabras inexactas. (Por el terso lago
de los ojos azules de Ella cruzan las albas velas latinas
de- los sueños juveniles rumbo al fabuloso país de los ce-
dros, olorosos, en donde sigue imperando -magnífica y
envuelta en penetrantes esencias de cinamomo-- la Rei-
na de Saba).
Inicia la orquesta la "Marcha Triunfal". Tres hurras
estruendosos lanza el coro de aristócratas, disfrazados de
aldeanos. ·Intenta contestar a ellos nuestro príncipe.
Pero -apiadémosnos de su nostalgia- no puede. Triste,
impresionadamente entristecido, desciende por la escali-
nata. Se vuelve al pisar el último escalón. Envía un largo
beso con los ojos. Se le humedecen. Emprende la marcha,
cabizbajo, seguido de su marinos ...
Nos busca. Nos busca instintivamente con la mirada.
Quiere, sin duda, hablarnos. Necesita de nuestro consejo.
Acompañémosle hasta el. barco, en tanto que el cor-
tejo se dispersa.
-Enhorabuena, príncipe.
-¡Príncipe! Son ustedes unos farsantes.
-Acaso. Pero siempre urdimos nuestras farsas en be·
neficio de los · demás.
9ú Rosa Arciniega

-¿De los demás? ¿De quién?


-Hoy por ejemplo, de toda esta aldea; de una mu-
chacha romántica, de usted . . .
-¡De una muchacha romántica! . . . ¡De mí! Callen,
por favor. Me han hecho cometer ustedes una indignidad,
la mayor indignidad de mi vida. Yo príncipe! ¡Hacerme
yo pasar por príncipe para . . . sí; para engañar a un án-
gel, para robar un candor! . . . (Nostálgicamente mira
hacia el castillo. Ha sido peor que una indignidad: ha
sido un crimen. Pero ustedes son los responsables. Son
ustedes los que vinieron a buscarme, los que hicieron co-
rrer la mentira de que . . .
-Bien; pero pudo usted haberla rectificado al lle-
gar ...
-¡Al llegar! Imposible. Todo lo tenían ustedes bien
tramado. Además . . . , sí; habría sido peor. Descubrir la
verdad entonces . habría sido asesinar su esperanza. No
me ha quedado otro recurso que seguir la farsa hasta el
fin. Y, al final ..•
-¿Qué?
-El final -indigno, manido, v1eJo, repetido- es és-
te: el engaño, la huída, la fuga . . . Lo que pudo haber
sido quizá una definitiva y bella aventura, digno broche
de una vida, trocado en una vulgar aventura de puerto.
¿·Q ué pensará ella mañana, hoy mismo, de mí? ¡Qué
pensará!
-De usted no pensará nada. En usted, mucho. Siem-
pre. ¡Toda la vida! Pensará siempre en un príncipe, en
aquel príncipe imposible que una noche . . .
Playa de Vidas 91

-No vuelvan ustedes a pronunciar esa palabra. Saben


que no lo soy; que sólo soy un . . . miserable capitán de
bergantfn.
-Chisssss! Calle. No lo diga usted. Ni esta aldea ni
aquella princesita se lo perdonarían jamás.
-No me lo perdonarían, es verdad. Quedándome o
huyendo, siempre seré lo que no he querido ser: el aven-
turero audaz, el tahfu de una honra, el burlador de una
inocencia, el asesino de un .alma. Y confesando lo que soy
sería mil veces peor. Porque a un príncipe se le disculpará
acaso este capricho. ¡Huiré! Mi barco zarpará dentro de
una hora, dejando atrás una estela de mentiras y de desi-
lusiones ... ¡Qué desconsoladoramente triste todo esto!
-Sin embargo, se lleva usted algo que le hará feliz
al evocar en su espíritu la dulzura inefable de estas ho-
ras
-¿Cuál?
-Ese romántico vals que sus marinos llevan y a en
sus bocas por el mar, sobre la levedad de la lancha que
les conduce al velero. Cuando el barco navegue por lati-
tudes remotas, en las horas extáticas del crepúsculo, en las
noches embrujadas de luna, bajo la caricia de los vientos
alisios, esos hombres volverán a entonarlo y su alma revi-
'\irá toda la lírica poesía de esta noche. . . Volverá a ver
usted unos ojos azules, mirándole infinitamente ilusiona-
dos. Pensará usted en un raro amor imposible, que es el
más bello de todos los amores. . . Y, un día, quizá nos a-
gradezca usted la urdimbre de esta farsa que le permi-
tió ....
92 Rosa Arciniega

-¡Adiós! No quiero oír sus consuelos.


Rápidamente -véalo- ha saltado a la lancha. .. . Se
aleja en ella. . . . De pié. Vuelto hacia la playa. Mirando,
desoladamente abatido, hacia el castillo. . . .
Agite usted conmigo su pañuelo. En las despedidas
desoladas, los pañuelos son las blancas palomas de la es-
peranza.

• •

Y ahora retornemos al castillo. La aldea, aunque si-
lE-nciosa, no duerme. Sueña. Sueña despierta. Esta noch.e,
detrás de cada una de aquellas humildes ventanitas, arde
la llama de una ilusión.
Luego, cuando todo pase, cuando esa ilusión no sea
más que un sueño difuminado, cuando toda la mísera rea-
lidad de esta aldea se reduzca a cenizas, algo quedará en-
hiesto sobre sus ruinas: el hechizo de una leyenda irreal
que nosotros hicimos vivir sobre ella.
¿Lo duda usted? Pues hay pueblos -naciones- que
sólo sobre la base irreal de su verdad poética siguen alen·
tando en el corazón de las generaciones. Atenas es hoy
un peñasco pelado y polvoriento. Pero sus artistas -más
poderosos que la realidad- crearon para siempre una Hé-
lade plena de gracia, mitológica e inmortal, contra la que
nada podrán las mo~deduras de los siglos. Vea usted el má·
gico poder de sugestión del Arte: en automóvil acuden
hoy todavía los turistas con la secreta esperanza de sor-
Playa de Vidas

prender la resurrecci6n de los dioses. Junto a1 taz6n de


una fuente, cabe el borde de algún rfo, o en las playas
que acaricia el mar heleno, esperan, inútilmente, ver sur·
gir la -rosada carne de alguna ninfa desnuda.
Pero estamo~ .en el parque. Sobre el silencio profundo
queda flotando aún el incienso de la fiesta. ¿Duermen ya
nuestros huéspedes y personajes? Entremos de puntillas
por si acaso. Sin hacer ruído, despojemos al salón de todas
sus ropajes que, mañana, podrían dar testimonio de la
irrealidad de hoy. Fuera las alfombras, y esas arañas, y
esa vajilla. . . .
Así, mondo, sin huellas materiales, el recuerdo apare·
cerá más puramente deshumanizado. Será como la evoca-
ción de un film sin contornos ni escenario, que no suce·
di6 jamás. Sólo el impalpable motivo temático de un vals
estilizará su inexistencia.
Ahora, si usted no lo juzga indiscreto, podríamos en-
trar un minuto en el cuarto de ella. Será curioso -y be-
lle>-- observar cómo reposan los Sueños sobre la incons-
ciencia del Peligro.
Sí, pasemos. Esa blanquecina claridad del amanecer
nos ayudará a entreverla como a través de un prisma fan·
tástico. Será nuestra visión una visión esfumada, impre·
cisa, casta.
¡Chissss! Duerme. Acaso no: acaso cerró sólo los ojos
para ver más y más profundo. Observe usted su rostro-di·
vinamente sereno-. Su cuerpo virginal. . . . Ese brazo,
caído en arco sobre el pecho, como ciñéndose, amoroso,
a una cabeza invisible. . . .
Rosa Arclniega

Querido compañero de excursión: ¿quién inventará


los rayos X del espíritu que haga posible el vislumbre de
un suspiro que se congeló en un pecho?
Pero, acérquese a la ventana. Mire hacia el mar....
¡Sí! ¡Terrible! Terrible en su callada sencillez: el
velero del príncipe de una noche navega ya por los ma-
res rumbo a la Isla del Olvido.
Las blancas gaviotas de sus velas, aleteando en el ai-
re, envían un último adi6s a la Esperanza.

• •

Quintaesenciar, en una sola frase inexacta, el dolor
de todos los trágicos amaneceres que alumbran un amor
burlado.
(Los alambiques del Arte no han llegado a adquirir
todavía la afinación necesaria para obtener ese supremo
grado en condensaciones emocionales).

• •

"Puesto que ayer sufrísteis conmigo, venid hoy a go-
zar la felicidad de mi gloria .e terna" ....
Puesto que anoche, excelente colaborador, gozamos
con la felicidad de nuestros personajes, suframos hoy con
ellos su dolor. Su dolor que es también el nuestro.
Playa de Vidas 95

LA MADRE-: ¡Por piedad, hija mía; esta taza de cal-


do siquiera. No puedes continuar así.
LA HIJA MENOR-: (No responde)
Abatida, desplomada sobre una butaca, es la imagen
muda del Desconsuelo.
YO-: (Infinitamen te apiadada de esta pobre criatu-
ra a quien quise dar la felicidad).
-Démela, señora. Quizá conmigo quiera tomarlo.
LA MADRE-: (Mirándome rencorosa):
-¡Usted! ¡Ustedes! ¡Si nunca les hubiéramos co-
nocido! . . . Bien nos han pagado nuestra hospitalidad.
YO:- (Bajo los ojos y me inclino sobre el polvo de mi
humildad. "Culpa rubet vultus meus". Hablo luego con
voz de reo confeso):
-Con todo, señora, déme esa taza. Y déjeme a solas
con ella, se lo ruego.
LA HIJA MENOR-~
-Sí; sal mamá.
(Sale también con ella . la ráfaga hirsuta del gato gris).
La puerta, al cerrarse, marca el paréntesis de una
pausa larga, larga. . . . Yo quisiera, en ese intervalo sin
límites, acariciar esta dorada cabellera, bajo la cual, mus-
tios, se han deshojado los almendros de todas las ilusiones.
Pero no me atrevo... , no me atrevo....
Pobres y ridículas se me antojan también todas las fra-
ses que pudiera inventar para romper el silencio. Pero,
además, ¿es que se puede forjar palabras ante el dolor
crucificado de una dulce criatura? Y sólo digo algo muy hu-
manamente vulgar:
96 Rosa A.rciniega

-Toma un poquito de caldo, ¿quieres? Si. ... es ne-


cesario.
Ella, silenciosamente, obedece. Luego me .devuelve la
taza. Contesta:
-Gracias. Son ustedes muy buenos. (De sus ojos rue-
da la elegía de una lágrima. Busca un apoyo su cabeza.
Fraternalmente conmovida le ofrezco el amparo de mi
pecho).
-¡Buenos¡. . . . ¿Crees sinceramente que hemos si-
do buenos? ¿No nos guardas rencor?
-No aunque ustedes me hayan causado tanto mal.
-No quisimos hacértelo. Por el contrario: hubiéra-
mos deseado una eterna noche como la de ayer para tí.
(Bajo mis dedos se estremecen las profundas raices
del dorado heno de su cabellera).
-¡Una eterna noche como la de ayer! . . . No; como
ésta. Como la auténtica noche eterna que existirá ya para
mí. (Hay una pausa estremecida). ¡~ué dulce debe ser
morir!
(En el pO'lvo de la humildad vuelvo a hundir mi or-
gullo ante la frase terriblemente sencilla. ¡"Morir tene-
mos"! Pero ¡tener que morir! ¡Anhelar morir!).
-¿Morir? ¿Por qué? La vida es árida pero siempre
florece en ella el tallo de nardo de una alegría. En tí ha
r¿uedado asesinada una ilusión, quizá la más grande de
todas.. ·. . Pero hay otras. Hay, además, el recuerdo de es-
ta ilusión.
-¡Su recuerdo! ¡Si pudiera borrarlo! ¡Quién pudie·
ra volver a la ingenuidad de ayer!
Playa de Vidas 97

-¿Eras muy feliz?


-No sufría, al menos. Antes de llegar usted, tejía,
bordaba, ~alía a pasear con mi madre, regaba las flores,
rezaba, esperaba, esperaba .
-Y soñabas.
-Sí, también. Sueños inconcretos. Luego, vinieron us-
tEdes ... Ustedes eran para mí la poesía. Me contagiaron
de sus locuras visionarias. Mañana, como hoy el otro, us-
tedes se irán mientras yo, amortajada en mi nostalgia,
me
-Calla ... Sí; te quedarás aquí, bordando tus pañue-
los, paseando por el parque, cuidando las flores, pero ya
no te sentirás sola. Tendrá siempre, en el tedio, tu boca
una canción . .
(En el aire se pierde, ondulante, la espiral de un sus-
piro).
-Más tarde, pasará también ese dolor. Por ese sueño,
por esa bella hora, por esta desilusión han pasado
los más ardientes corazones virginales de mujer ... Pero
¿crees acaso que los cuentos y leyendas de hadas carecen
de realidad? Así, con tu cabecita apoyada en mi hombro
escucha: "había una vez una aldea junto al mar, y en sus
cercanías se alzaba un castillo. En el castillo vivía una
reina con dos hijas. La menor, que era muy bella y tenía
dorado el pelo como las espigas maduras y los ojos azules
como el cielo, soñaba con un príncipe lejano que . . . "

* •

9d Rosa Arciniega

¿Está usted seguro, amable colaborador, de que no


hemos olvidado nada? Pues entonces, en marcha. Sin de-
cir adiós a nuestros personajes para que no se enteren
de nuestra fuga.
Véalas: aparentemente, _están ya resignadas. Han
vuelto a su vida de antes. Todo está igual que el día de
nuestra llegada. Cosen en el amplio salón. Y hablan.
Dice una:
-Es preciosa esta tela.
Otra contesta:
-Sí; muy bonita. Y bordada así
(Pausa).
Un reloj da las tres.
-Las tres todavía . . .
-Apenas las tres
(El gato gris del silencio se acurruca, hecho un ovi-
llo, en la butaca vacía).
¡Pero lo que habrá ahora en la sonoridad de ese si-
lencio!

• •

Las casas de la aldea nos miran marchar, desolada-
mente tristes, hacia nuestra también inexorable Realidad.
Lonia de tragedias
(Cápsula de novela)
-¿Cuántas inserciones?
-Tres.
-¿Seguidas?
-,--No, señorita; alternas.
Este es un jugador de azar inconsciente. Salpica su
anuncio entre los días como el jugador entre los colores
del tapete, confiando en un capricho saltarín de la Fortu-
na. Lunes . . . , miércoles . . . , viernes. Tres notas iluso-
rias separada~ por el picado de tres compases de espera.
Tres breves días con horas e ilusiones de seis. Casi una
semana de sueños humanamente materialistas, pero espe·
r~inzadamente humanos.

-¿Sección "Ofertas" o en "Varios"?


-En "Ofertas".
Aunque no; quizá si no es un jugador inconsciente.
Antes bien, un jugador que, conscientemente, se juega su .
última carta a la ruleta del Destino; un condenado a muer·
t0 por hambre que prolonga así sus últimas agonías. No
hay más que ver su ropa deshilachada, mustia, casi triste,
con esa tristeza semihumana de los trajes moribundos ....
Su rostro pálido, con palideces que no son sólo palideces
de hambre material; sus ojos sin firmeza, el gesto de in-
quietud con que lleva su mano al bolsillo del pantalón al
preguntar su precio:
-¿Cuánto vale?
10.2
Rosa Arciniega

-Cuatro con ochenta y cinco


Unas monedas. Las últimas probablemente. Me lo re-
vela la timidez con que deja su dinero en el mármol de
mi ventanilla . . . , la mirada angustiosa con que parece
decirle adiós cuando lo retiro.
¿De qué dolorosa cadena de lentos ahorros son pos-
treros eslabones estas monedas historiadas y enigmáti-
ces? ¿O provienen de una dádiva, de un préstamo, del
"empeño" de una reliquia familiar y única? ¡,Q uién puede
s&berlo, moneda anónima, moneda con olor de muchedum-
bre, que desconoces tu principio y tu fin y que ahora que-
mas mis manos tánto como si hubieras llegado a ellas en
forma de limosna. Pudiste haber representado uno, acaso
cos, tres días de comida a medio comer para este hom-
bre, pero prefieres trocarte en seis etapas de ilusión, en
seis noches de esperanza, de inquietante juego de azar
en el juego más arriesgado de todos; en el juego de ganar
la vida, en la banca de cubrir las necesidades corporales.
Moneda inconsciente, moneda anónima y azarosa: que los
ojos ciegos de la Fortuna quieran posarse en tí cuando la
bolita caprichosa de la suerte dance su danza circular en
la gran ruleta del mundo.
-Tome usted sus vueltas .
..._Muchas gracias, señorita.
-¿Otro?
-Este anuncio para mañana, señorita. Una sola in·
serción.
Este, en cambio, no es un jugador de azar. Es un com-
prador de presas seguras. Se acerca a la ventanilla de mi
Playa de Vidas 103

lcnja de tragedi as con el aire resuelt o del domina dor de


-voluntades. Y, natural mente, las volunta des se doblega-
rán ante sus deseos veheme ntes. Ni inquiet udes que difi·
culten sus operaci ones bursátil es, ni tímidos gestos ante
cualqui er posible fracaso . Es el perfect o comerc iante, el
modern o hombre de negocio s con conocim iento exacto de
las posibili dades del mercad o. Y enterad o de las invaria -
bles leyes que lo regulan : gran oferta, escasa demand a;
abarrot ados "stocks ", pequeñ os pedidos . Fácil y barata
adquisi ción. "Caball ero formal protege ría a señorit a" . . .
(Etcéte ra). Una, dos, tres, siete, nueve, doce palabra s .
-¿Qué sección del periódi co desea usted?
-La de "Varios ":
-1,75. (Mucho má~ barato de lo que cuesta un día
de vida para otros).
-¿Decí a usted algo, señorit a?
-Nada ; hablaba conmig o misma.
-Ah, ya; cóbrese .
Me arroja un billete con ademán de tahúr, al tiempo
que intenta deslum brarme con el brillo insolen te del dia-
mante de su mano.
-¿No tiene usted moneda sencilla ?
-No; si la tuviese no le habría dado el billete.
Retumb an sus palabra s como tiros de obús lanzado s
a corta distanc ia. Se revuelv e, inquieto , ante el marco de
mi ventani lla, como exigién dome rapidez . Hombr e de ne-
gocios, se le vé acostum brado a manda r impera tivame nte
a sus secreta rias y emplea dos . . .
Me irrita su tono despect ivo. Siento el impulso de
104
Rosa Arciniega

hacerle perder lo más precioso para él: el tiempo, alegan-


do que no tengo cambios, pero me contengo. Sería capaz
de hacer llegar sus gritos energuménicos hasta la mesa
del Administrador del periódico y costarme una reprimen-
da. No; le cambiaré su billete en monedas sencillas. ¿Cuá-
les? Acaso entre ellas, esas anónimas que, hace unos mi-
nutos, cayeron, silenciosamente rebeldes, e;n mi caja-re-
gistradora, insensi~ilizadas y sin alma. Monedas proceden-
tes de la oscura tragedia de un "sin trabajo" que quizá
ahora, en su bolsillo, se conviertan en alegre frivolidad.
-Tome usted: 3,25.
-Gracias. Adiós.
-Otro, tenga la bondad.
-Una inserción de este anuncio en la sección de "Va-
rios". Para mañana.
También a ésta puedo catalogarla, aún antes de leer
su anuncio. Me basta con haberle oído solicitar sección
sin esperar mis preguntas. Asidua parroquiana de esta
"Ventanilla, conoce ya perfectamente su oJ:>ligación y las
costumbres. "Señorita joven, bonit~, desea protección ca-
ballero" . . . (Etcétera).
-Tres, cuatro, siete, diez palabras. 1,60. Otro.
Pero ya apenas si puedo distraer mi imaginación en
estas rápidas catalogaciones subjetivas de mis clientes
invariables. Hace ya algunas horas que cerró el día sus
a.ccesos a todas las posibilidades comerciales, y a mi ven-
tanilla del periódico, a esta Lonja de Tragedias, empiezan
a acudir en masa los compradores de puestos de un mer-
cado ilusorio.
Flaya de Vidas 105

Uno ... otro ... otro ... Van sucediéndose sin des-
canso, sin interrupción, los aros de esta cadena de pere-
grinos de la vida, a dejar cada uno, en mi breve confesio-
nario de intimidades, sus pecados. Y sus cuitas. Y sus mor-
bosidades. Y sus dramas. Pequeña mesa de disecciones
morales, por el mostrador de mi estrecha ventanilla de a-
nuncios periodísticos, van desfilando uno a uno todos los
tumores ocultos de la ciudad. Y todas sus lacras. Y sus de-
formidades fisiológicas, internas, soterradas. Búsquedas
carnales, complacencias eróticas, perentorias necesidades,
humanas caídas. Y el amor. Y el hambre. Y la injusticia.
Y el clamor desesperado. Y la patética llamada. Y el
"S.0.S." desgarrador. Toda la rica gama del rico emocio-
nario humano tiene su cotización en esta lonja de ele-
mentales Valores. El hambre, la necesidad y el vicio vie-
nen a gritar su satisfacción ante esta hornacina.
Por aquí pasan, comprimidas en una sóla frase, en un
solo gesto, en una oculta lágrima todas las novelas sin am-
pliación posible que caben en una ciudad, todos los dra-
mas de la vjda moderna, todas las tragedias -sin endecasí-
labos ripiosos -que azotan a la humanidad. Secas, escue-
tas, buídas, hiperreales, esencialmente puras.
De toda la turbia inquietud de una existencia sin
perspectivas, apenas si llega hasta aquí un pequeño sus-
piro hecho súplica. De las noches sin albergue, de los días
sin comer, del hoy incierto y del mañana totalmente os-
curo, apenas sí un débil alarido cotizable. Doble realidad
terrible que pone precio a los dolores!
Insensible máquina numérica al servicio de una nó-
:106 Rosa Arciniega

mina mensual, yo soy aquí la fatídica muralla de las la-


mentaciones, donde es inútil que vengan a llorar los que
carecen de= dinero para lanzar sus voces de socorro; todos
esos otros anillos de la gran cadena de la Necesidad que
esperan, afuera, la salida de este sol de la Fortuna que
cada día alumbra sólo a unos pocos.
Ante la infranqueable valla de mi tarifa de anuncios,
yo, la empleada insensible, he visto venir a verter las lá-
grimas que no se ven a falanges enteras de desgraciados
sin biografía posible. Aquí, el harapieJ;ltO, el anémico pro-
letario de rotas alpargatas y traje azul; el pasivo buró-
crata, de tieso cuello y endeble musculatura; la zagala pue-
blerina desorientada dentro de los bosques de cemento;
la joven que viene a inmolar su honradez ante el ara de
las exigencias perentorias, y la viuda que se acerca a des-
prenderse de sus muebles, íntimos y elocuentes ...
Altas lecciones de baja moral también, aprendidas en
mi fértil curso práctico de experiencias, desde la cátedra
de esta página de anuncios de un periódico: Ofertas de in-
quietante ambigüedad y demandas cínicamente descara-
das; avisos que piden celestinescas contestaciones, y au·
ténticas personalidades pésimamente disfrazadas tras la
falsedad de un nombre supuesto . . .
·Es igual: acodada en el marco de mi confesionario de
intimidades, mi misión se reduce a la sencilla fórmula de
"oír ... , ver y cobrar". Algunas veces, por deporte, a ca-
talogar también nuevos clientes de mi Lonja. En silen-
cio. Abnegada, tolerante en fuerza de ser comprensiva.
(¡Es tan fácil comprender todas las caídas siguiendo, paso
Playa de Vidas 107

a paso, los "Viacrucis'', sin Cirineos, humanos! Es tan te-


rriblemente sencillo hacerse insensible peana ante las lá-
grimas reiteradas de todos los días!).

* •
*
Pero, al fin, el reloj que pende en el testero de mi
celda de empleada ha dejado caer sus lentas campanadas
sobre la monotonía de mi trabajo. Es la sonora clarinada
que anuncia un alto en el fuego. Es la hora de mi diaria li-
beración. Y el cuadrilátero de mi ventanilla cae también
sobre el mostrador, rápido como una guillotina del tiem-
po.
Por hoy, quedó cerrada mi Lonja de Dramas. Liqui-
dación total de lágrimas y desasosiegos, traducidos en di-
nero para mi empresa. E, indirectamente, para mí.
Para mí, viviente drama vulgar también, al margen
de los otros: de los que, a uno y otro lado de esta com-
ruerta ya hermética, abren sus fatídicos signos de inte-
rrogación a un mañana inquietante, sin horizontes y sin
sendas. Para mí, nueva y pobre víctima del engaño más
antiguo, del engaño eterno, del engaño del amor en su
grado más humano.
¡Traiciones del corazón! ¡Traiciones de la carne -me-
jor- "enferma y pecadora'', que: después, sólo el espíritu
ha de pagar en un lento sollozo innumerable y perenne
de noches glacialmente solitarias como ésta!
Como ésta. Aquí. En mi reducido cuarto de pensión.
l08 Rosa Arciniega

Lejos ya de todo el tráfago, triturador de emociones, del


trabajo; ausente ya todo el sueño imaginado en otro tiem-
po, que quizá podría ser a estas horas bendita realidad;
presente, en cambio, esta cruda hiperrealidad que debería
ser un sueño imaginado. Sueño de novela vieja. Sueño de
cinema. Film que, por parecerse a tantos, ningún opera-
dor se atrevería a recoger en su cámara. Ninguno. ¡Ni él
mismo! ¡Ni El! Aquel, de cuya sangre, llevo un gérmen en
le; mía.
Unica protagonista y espectadora de este drama, ya
hecho carne en mis entrañas, yo sola habré de represen-
tc::rlo en silencio; yo sola tendré que preparar, una a una,
sus escenas; yo tendré que darle · un suave o violento de-
senlace. Y la Vida conmigo. Y los días; estos días con Ion-
guras infinitas de eternidad que, sin embargo, galopan
con galope de vértigo desde hace meses sobre el hecho
irremediable, dejando impresas cada uno sus huellas fí-
sicas en mi organismo. Huellas, labores lentas de germina-
ción que sólo alguien podría detener: la Muerte.
¡Secreto de mi corazón -y de mis entrañas- que
únicamente en un sagrario podría caber: en el de una
Tumba!
¡Tumba; cómo me llama hacia tí ese menudo frasqui-
to, puesto al alcance de mi mano, que guarda la llave de-
finitiva de todas las prisiones humanas!
Pero ¿por qué? ¿Contra quién? ¿Y ahora? ¿Puedo, en
justicia de conciencias, enterrar dos vidas y dos secretos
dentro de un mismo sepulcro?
¡Y, sin embargo, Muerte, eres tan clemente! ¡Son tan
Playa de Vidas · 109

seductores los caminos de Liberación que tú me mues-


tras! ...
¡Y es tan estrecho, tan asfixiante este cuarto de pen-
sión, frío y rígido como la rigidez de una conciencia!.. ..
-¿Se puede entrar?
Rápidamente me incorporo del lecho en que estoy re-
costada. Procuro comprimir mi cuerpo lo más posible; ali-
so mis cabellos . . . Tengo miedo de las miradas inquisi-
tivas, de los ojos femeninos, penetrantes y suspicaces. No,
no; todavía no; aún no ha llegado la hora fatídica. Todavía
mi secreto puede quedar enterrado en mí misma ...
-Adelante.
Son dos compañeras de pensión, dos empleadas que,
como yo, han de hacer florituras con los números para
estirar inverosímilmente su exiguo sueldo hasta fines de
mes.
Las miro: me miran. (¿Malignamente? ¿Irónicamente?
No. "Cree el criminal que todos leen el crimen en su fren-
te").
-Qué, ¿no quieres venir con nosotras? Hace una no-
che estupenda. Se trata de un paseo nada más. Hay que
despejar un poco la cabeza.
¿Salir? Sí; quisiera. Me convendría; serfa además un
acertado artificio para aventar inquietudes. Pero me sien-
to tan cansada, tan infinitamente soñolienta . . .
Me disculpo:
-No tenía intención. Necesitaría volver a arreglar-
me . Saldremos mañana.
Se van por fin. ¿Con la sombra de una sospecha?
110 Rosa Arcinlega

¿Aprenhendido ya el menudo hilillo de un indicio? ("Cree


el criminal que todos leen el crimen en su frente").
Cierro la puerta tras de mí. Me despojo, luego, de estas
opresoras ligaduras, martirizadores cilicios que encorsetan
y maceran mi carne. Me desplomo en la cama.
Quisiera dormir. Dormirme sobre el borde de la hen-
didura de mi abismo, sobre el manojo de serpientes de
mis cuitas angustiosas pero no puedo. La noche, "melan- ·
cólica acompañante de todos los de_sgraciados", entra de
puntillas como un tul de ensueño por el exiguo cuadrilá-
tero de mi ventana abierta. Me inunda su fresco aliento,
perfumado con esencias de acacias, con esencias de mú-
sicas lejanas, con esencias de cascabeleras verbenas . . .
¿Acaso también con la pura -y honda- esencia de un
recuerdo próximo? ¡Aires, hoy dolorosos, de poemas vie-
jos y olvidados que venís a representarme tristes estados
de alma!
"Por ese cielo estrellado que entre las rejas se vé" ....
Por ese cielo estrellado que por mis rejas se vé vuela, con
vuelos innumerables, mi sentimiento. Sin rutas fijas, sin
frenos, en libertad. (¿Cómo volarán los espíritus cuando ya
no sean más que fluido puro, sin cósmicas ligaduras? ¿Có-
mo vuelan esos acordes lejanos en blando vuelo por el
éter?
Pero, entonces, ¿por qué esta congoja indecible? ¿Por
qué este callado llanto? ¿Por qué esta goteante melanco-
lía, tan profunda y tan sutil, tan amarga y tan sedante?
¡Estrellas! ¡¡Estrellas!!: os estoy viendo ahora, bri-
llantes y difusas, a través de los cristales líquidos de mis
Playa de Vidas 111

plácidas lágrimas; os estoy viendo agrandadas, titilantes,


unidas todas por . delgadísimos rayos luminosos que son
como el halo circundante de vuestras cabelleras, y, en vo-
sotras, quisiera anegar toda mi aflicción, toda mi profun-
da miseria humana. En vosotras quisiera dormirme . . . ,
dormirme ... , dormirme . . .
Así, mecida por esos compases lejanos, embriagada con
los tóxicos de todas las esencias de esta noche agosteña;
totalmente desligada de la doliente arcilla carnal, de la
tremenda realidad humana que, en libertad también, re·
clama y golpea ahora' insistenteme nte las paredes interio-
res de mis entrañas . . . .

• *

Agosto. . . . Septiembre. . Octubre. Nada. Nada den-
tro de esta jaula de días anodinament e iguales. Nada tam-
poco a mi lado, en estas mesas de trabajo de mis compa-
ñeros.
Nada de nuevo en mi ventanilla de anuncios. Cuan-
do más, un cambio de fecha en mi libro talonario, un
nuevo despojo en . el almanaque insobornable que pende
frente a mí. ¡Ah, días pasajeros: quién os pudiera ahora
cetener! ¡Quién erigir un dique ante la labor que cada
uno de vosotros vais forjando en mis entrañas! ¡Quién
pudiera estancarte ahora, oficina telúrica, oficina cósmica,
esencial oficina biológica, regida por leyes inesquivabl~s!
112 Rosa Arciniega

Bochorno ayer, vientecillo fresco hoy; horas refulgentes de


ayer, tardes oxidadas de hoy. Otoño. Y amarillentas hojas
caídas ele los árboles que, por un momento "juguete del
viento son". Y lentas putrefacciones de un pólen invisible
que mañana serán reflorecimiento de nuevas vidas ...
¡De nuevas vidas! Corno ésta. Corno esta que, avasa-
lla?-ora, sí sabe del tránsito de las estaciones, sí del preci-
pitado correr de los días. ¡Esta vida de mi vida que, ma·
ternal y trágicamente, pueden casi acariciar ya mis ma-
nos temblorosas con el temblor de la autodelación inevita-
ble! La autodelación que todos conocen ya.
Fué, primero, allá, en mi humilde pensión; entre el
círculo de mis amigas, más tarde. ¿Cuándo aquí, en el ám-
bito de esta oficina, con rasuras de altiplanicie ilimitada?
¿Hoy quizá?
No sé . . . Me pareció haber sorprendido, al entrar,
ciertas miradas irónicas, algún malicioso run-run augu-
rador de inmediatas tormentas. ¿O será todavía que "el
criminal cree que todos leen el crimen en su frente"? ...
En todo caso, mi crimen es sólo un augusto crimen
a la inversa, un asesinato de mis propias células por darse
en germinación a un nuevo extracto de vida.
Entretanto, por encima de mis dolores físicos, por en-
cima de mis angustiadas torturas morales, siempre aquí:
en mi confesionario de intimidades urbanas; junto a este
arisco muro de esas lamentaciones anónimas que son llo-
radas, como la mía, en la sombra, en la soledad de los de-
siertos populosos modernos. Impertérrita frente a mi obli-
gación.
l'laya de Vidas 113

-¿Cuántas inserciones quiere usted poner?


-Dos.
-¿Alternas?
-Sí, señorita.
-¿Y usted?
-Una para mañana. En "Varios".

Y así, hasta el infinito. Horas . , horas . . . , ho-


ras . . . Lentas, como la evolución de la materia; quietas,
como un atardecer en las lagunas de los trópicos; iguales,
como los ciclos seculares. Las mismas preguntas; idénti·
cas respuestas. La misma frialdad ante estas papeletas de
cambio de mi Lonj~ de Tragedias, renovadas cada día.
Pero, de pronto al salir, el anuncio inesperado -qui-
zá demasiado esperado-, el fatídico: "Señorita, le llama el
jefe de la Sección a su despacho".
¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver mi secreto
con la marcha normal de esta oficina? ¿Qué el dolor, que
es sólo niío, con unas cuentas de caja? ¡Oh, dejadme ve-
nir aquí ahora que tanto lo necesito. Yo acudiré a mi ven-
tanilla hasta que no pueda más, arrastrándome, acallando
mis dolencias físicas, retorciéndome sobre rr)l dolor! . . .
Serán unos días nada más los C!_Ue falte. Pocos. Los que
me obligue a pagar como tributo la propia Naturaleza, los
suficientes nada más para . . .
Esta es mi primera reacción, el primer brote de una
rebeldía que quisiera ser heroica, pero que sólo resulta
débilmente maternal. Después . . . , nada. Apenas soy un
guiñapo, un moderno muñeco, de piernas y brazos desar-
114 Rosa Arcfnlega

ticulados, arrastrado a lo largo de un pasillo. Por entre


los aguijonazos de unas miradas que acaso quieren ser
compasivas, pero que resultan hirientes. Escoltada por un
ordenanza que quiere . ser servicial al abrirme una puerta,
pero que toma el aspecto, al cerrarla, de un hosco carce-
lero.
Y luego, la presencia de un juez. De un juez con el
que, en el fondo, nada tengo que ver. Un juez que no es
nada y lo es todo para mí: dueño de mi vida, amo de mis
destinos, supremo ordenador de estas escenas primeras
-sombrías, patéticas- de mi drama. De éste; del que ven-
drá ahora, y junto al que esto que hasta hoy fué única·
mente un conflicto moral, apenas si tiene ya trascenden-
cia.
-Señorita . . . Supongo que habrá sospechado usted
el objeto de esta llamada. Quisiera ahorrarle molestias
que pudieran tener visos de humillaciones ...
Silencio. Quizá si pudiera ver sus ojos, adivinara en
ellos el gesto con que indudablemente han sido subraya-
das estas primeras frases; pero tengo los míos bajos, hun-
cüdos, velados por un tenue tul de lágrimas . . .
-No soy yo, señorita, créame. Pero el cumplimiento
del deber me impone esta medida . . . En la oficina están
todos enterados ya de su . . . desgracia. Y, por otra parte,
su trabajo . . .
-Sin embargo, yo sigo cumpliendo con mi obligación.
Cumpliré con ella hasta el último momento. Y después.
(¿He di?ho yo estas palabras? ¿Tan extraña es mi
voz que ya no la reconozco?).
Playa de Vidas 115

-Si, se:tíorita. Ya sé que usted desearía cumplir con


su obligación, pero no le será posible. Tendría que ausen-
tarse. Usted, evidente mente está ya muy enferma
Además ...
(Si, pronto. Que caiga pronto mi sentenci a).
-Adem ás ... , ya no se trata solamen te de eso. Se
trata de evitar . . . Wl cierto escánda lo entre sus compa-
fieras de trabajo. Quizás se cometie ran algunas faltas de
respeto que ... Contra usted, claro está, contra usted.
(Me ahogo. Siento ascende r hasta mi gargant a un
vivo fuego de muerte, mientra s mis manos, frágiles escu·
dos, amparan la redonde z de mi vientre) .
-Le deramos tres meses de despido. Es lo más que
puedo hacer en atención a su caso. Con ellos quizá pueda
usted aITeglarse. Le facilitar é también un certifica do de
buena conduct a -porqu e usted, claro está, aquí se ha por-
tado bien- y, con él, acaso le sea fácil buscar un trabajo
después ...
Quiero hablar, ofr, ver ... Pero no veo, no oigo, no
hablo. Hay una densa niebla que me envuelv e y me as-
fixia. ¡Y en mi espíritu, una tenebros a noche! Estoy ex-
traviada . Salgo arrastrá ndome.
Seres humano s, hermano s mios: ¿no existe nadie entre
vosotros, compasivo, que quiera alumbra rme un sendero ?

• •

"Y darás a luz con dolor". Pero no con éste, Seflor•.
116 Rosa Arciniega

No con este intenso dolor de la medula del alma; no con


esta hórrida desesperación que hay en mi noche. No así,
Señor, no así.
Dolor físico, dolor biológico, dolor natural. Pero si·
multánea alegría, plácido sentimiento, serena quietud.
¡Mas esta tortura del alma! ¡Esta inmensa cadena de
penalidades, cuya última argolla es el último minuto que
pasa! . . .
Días crueles; días aciagos lóbrega celda de una fría
Casa de Maternidad; solitarias soledades: cómo quisiera bo·
rraros, eliminaros de la negra pizarra de mi memoria. ¡Ah,
quién os pudiera suprimir de mis mazmorras interiores!
Pero estáis grabados a fuego en algo que late aún
más hondo que mi propio subconsciente, aún más subte-
rráneo que mi propia alma; tal vez en la última célula de
donde arranca la intimidad del propio sér.
¿Y pudieron no tener mis manos suplicantes otra ma-
no, siquiera amiga, a la que aferrarse en aquella hora su-
prema? ¿Y pudieron no tener mis ojos el punto de apoyo
de otros ojos, siquiera piadosos, · en el ápice de aquel ins-
tante? He transitado sola por entre las quebradas de ese
abismo ¿y no he muerto?
¿Sola? No; ya no. ¡Te tengo a tí, nueva vida brotada
de mi vida muerta; a tí. futuro y único eje de mi existen-
cia. Sin tí -Inocencia, Sonrisa, Debilidad yacentes en
una cuna- mi tránsito hubiera sido imposible. Sin tu apo-
yo -el que yo pongo en tí, el que tú necesitas de mí-
mi calvario sería insoportable. Calvario de soledades, de
ausencias, de ásperas miserias materiales. Pero tú, pobre
riaya de Vidas 11'1

fruto de todos mis tormen tos, me bastas. Junto a tí, aún


todo lo que he sufrido me parece poco; aún lo que me
resta por sufrir, me lo parecer á también .
¡ ¡Y me resta tanto, tanto!! . . . .

• •

Se fueron inexora blemen te una a una, como pulsa·
ción a pulsaci ón se va la vida, todas mis moneda s. Ya, re-
siduos del gran naufrag io, apenas si quedan entre mis de-
dos algunos menudo s objetos que vender. Ya, apenas si
restan en mi espíritu los leves puntale s de una remota
esperan za de encontr ar con qué comer.
¿Cuánd o el fin de este drama cotidian o, iniciado ha·
ce cuatro meses? ¿Cuánd o un respiro en mi angusti a fa·
tigosa? ¿Cuánd o un resquic io de luz en esta perpetu a ne-
grura?
Oficinas, obrador es, trabajo s rudos, todas las human as
cantera s de las que, con mis uñas, quisier a arranca r unas
migajas de sustent o, están cerrada s para mi. Puertas , qui-
cios, escalera s, desolad as calles de la ciudad: ¿por qué esta
guerra a muerte que me habéis declara do? ¿No habrá en
tl un diminu to rincón, Vida, para mí? ¿Ni ese siquier
a
-tan pequeñ o- que para esconde r una desvali da Inocen-
cia te pido? ¿Ni ese?

Días ... Días ... Días ... Nada afuera, en ese cir·
118 Rosa Arclniega

culo hostil que me rodea. Cuando más, un nuevo despojo


del almanaque, un suceso, una anécdota.
No así dentro de esta área reducida de mi nido calien-
te. Inquietud de ayer que fue tortura de hoy; zozobra de
hoy que será desesperación inaudita mañana. No así aquí,
junto a _u na cuna sobre la que un dedo infrahumanamen-
te riguroso ha escrito las palabras del terrible "mane,
thecel, phares" moderno: "Desocupación. Desahucio. Ham-
bre".
No así cuando, fr.ente a la metafísica palabra "imposi-
ble'', se toma el postrer material objeto -reliquia del
ce-razón que valdría más que una vida- y, tambaleante,
se sale a la calle, a mendigar por él una limosna.
¡La más amarga limosna de todas!

-¿Sale usted a la calle?


-Sí; volveré pronto.
-¿Y cuándo me pagará usted el alquiler atrasadísimo
de la pensión? Ya sabe que no puedo esperar más.
-Sí, mañana. Mañana es posible que pueda pagarle.
Mientras vuelvo, ¿quiere usted cuidar del niño si se des-
pierta?
-Cuidaré.
La calle. Calles de la ciudad. Desiertos de cemento
mucho más desolados que los auténticos desiertos. Sin gru-
pitos de palmeras aquí o allá, sin oasis, sin hontanar al·
guno escondido.
Y yo, por ellas. Yo, nada; yo, un cero más, situado a
la izquierda de la gran cifra positiva; yo, al margen.
Playa de Vidas 119

Una tienda de sórdido aspecto. "Compra y venta de


objetos". Unos ojos inquisitivos, avisores, exactamente ma-
temáticos.
-No puedo darle por esto más de lo que le he ofre-
cido. Las ventas están hoy muy mal.
-Bien; deme usted lo que sea.
Luego, otra vez las calles de la ciudad. Una ruta que
me era familiar: el camino del periódico que, feliz, reco-
rrí tantas veces. Y un umbral que, ahora, me rechaza,
me repele, me hace volver atrás. ¿Por qué?
Pero aquella cuna que me espera y ésta única mone-
da en mis manos pueden más que todas mis íntimas rebel-
días. Dejo caer el velo de mi maltrecho sombrero sobre mi
cara; la escondo en una absoluta humillación de mis ojos ...
;Adelante!
Aquí, en mi antigua Bolsa de Valores Humanos. En
la Lonja de Tragedias de mi antigua ventanilla de anun-
cios, ya servida por otra sacerdotisa insensibilizada y. a-
n6nima.
Le alarga mi mano un trocito de papel. Desfallece mi
voz:
-Dos inserciones seguidas en la sección de "Varios".
-Bien; "Señorita joven, seria, desea protección caba-
llero formal" . . . . Seis, ocho. . . . once palabras. 2,80, se-
ñorita.
Silencio sobre tres
almas
(Novela corta)
El improvisado tribunal militar estaba compuesto por
€1 capitán H. O. Stark y los tenientes: Daniel S. Benn y
\:Villiam M. Reading. El sargento Peterson actuaba como
secretario.
El acusado -de pie en el centro de la pequeña babi·
tación de tablas- era el teniente J. B. Harrison.
En la puerta, un indio bronceado, con el torso desnu·
do y un blanco turbante a la cabeza, esperaba, cruzados
los brazos sobre el pecho, las órdenes de sus "señores".
Afuera, el sol hiriente de la mañana hacía hervir ya
el corazón pujante de la jungla i~dostánica. Lejana, se
columpiaba en el aire la melopea de una ocarina con que
un encantador de serpientes hipnotizaba a sus cobras. Y,
más lejana aún, la voz supragutural -y terriblemente de-
. safinada- cíe un gramófono, tocado en las mismas "resi·
dencias de los ingleses", pretendía esparcir brumosas nos·
talgias británicas sobre el paisaje ingenuo y claro de la
India.
Displicente y correcto, el capitán Stark volvió a darse
aire con su redondo abanico de papel. -
-Bien, bien; ... De manera, teniente Harrison, que
salía usted anoche de su residencia, cuando . . . Aunque,
no. Diga usted antes: ¿qué hora sería aproximadamente
cuando salió usted de su casa? ¿Lo recuerda usted?
El teniente Harrison dejó de mirar por la ventana
124
Rosa Arclniega

que daba a un campo de espesos cañaverales y tosió leve-


n1ente. •
-Sí; con toda exactitud. Eran . . . las once . .
-¡Las once! Creo, teniente, que sufre usted una equi-
vocación. ¿No serían más bien las doce?
El teniente Harrison hizo como que se abrochaba el
puño de la camisa.
-No, no; eran las once.
Esforzándose por esbozar una sonrisa amable, el ca-
pitán Stark se inclinó sucesivamente hacia los tenientes
Benn y Reading y comentó luego en un tono de voz ab-
solutamente normal:
-Era la hora en que nosotros estábamos jugando
una partida de "bridge" en la residencia del coronel Hun-.
tJ.ngdon. ¿Lo recuerdan ustedes?
Y, sin mirar al acusado:
-¡Las once! Bien, bien. ¿Y . . . salía usted de su ca-
sa ... solo?
-No, con una mujer.
El capitán Stark tuvo la suficiente voluntad para no
perder ni su corrección ni su displicencia.
-Con una mujer. Ah, ah . . . -Y siguió abanicándo-
se, lenta, tranquilamente-. ¿Del país? ¿Inglesa?
Haciendo como que dejaba vagar sus ojos por las vi-
gas del techo, el teniente Harrison se esforzó en borrar
de su respuesta toda sombra de dramatismo.
-No puedo decirlo.
-¿Ni aunque yo se lo exigiera?
,_

Playa de Vidas 125

-Creo que no me lo exigirá usted. No puede obli-


garme.
-Muy bien, muy bien. Entonces, a ver si puede us-
ted decirnos esto: el hombre que se descolgaba de la ven-
tana de su residencia y contra el cual disparó usted por
dos veces consecutivas su revólver . . . -sin consecuen-
cias-, ¿era inglés o del país?
Lo mismo el presidente del improvisado tribunal que
el acusado siguieron abanicándose ·con una calma descon·
certante.
-Por lo menos ... iba vestido como del país.
-Ah, ah .... Y por qué disparó usted? ¿Con la inten-
.ción de ahuyentarle? ¿O ... ?
En un segundo imperceptible, los ojos del teniente
Harrison se cruzaron con los del capitán Stark.
-No; con la intención de matarlo. Con el deseo ciego
de suprimirlo.
-¿Y por qué? ¿Qué razón había para ello?
-No puedo decirlo.
-¿Y lamenta usted no haber acertado?
Por los ojos del teniente Harrison cruzó una culebrina
Inquietante de firmeza.
-¡De todo corazón!
Una pausa~
El capitán Stark hizo una seña al criado indio que
estaba junto a la puerta y éste salió y volvió al punto
trayendo, sobre una bandeja, un vaso de té helado con li-
món. Bebió ávidamente. Luego, se limpió el sudor de la
frente con un fino pañuelo de hilo.
''·

126 Rosa Arciniega

-Respóndame, teniente: Disparando usted en plena


noche es lógico que supusiera que, con ello, iba a produ-
cir un gran escándalo. ¿No tenía usted precisamente un
enorme interés en todo lo contrario, esto es: en que nadie
supiera que salía a aquellas horas de su casa y, sobre to-
do, en que nadie se enterara de quién era la mujer que
iba con usted . . . a las once de la noche?
-Sí, así era. Pero. . . . , capitán 'S tark, creo un deber
recordarle que, por lo que toca a mi aeclaraci6n, mi fal-
ta ... puramente militar, de anoche está lo suficientemente
aclarada ya. He dicho todo lo que podía decir y, desde
luego, no diré nunca una sola palabra más sobre este
asunto. ¡Nunca!
-¿Está usted seguro, teniente, de que "nunca" dirá
usted una sola palabra sobre este asunto?
-Absolutamente seguro.
El capitán Stark se volvió, entonces, sonriendo enig·
máticamente hacia los tenientes Benn y Reading como si
quisiera cerciorarse, una vez más, de que en sus rostros
aniñados, no existía la brizna siquiera de una sospecha
acerca del intenso drama soterrado que se estaba desarro-
lJando en su presencia. Luego, pidió al sargento Peterson
las gruesas hojas de papel donde constaba lo actuado y le
hizo señas de que se fuese.
-Realmente -comentó en voz alta mientras rompía
aquellas hojas con toda serenidad- la falta en si es una
falta demasiado leve para concederle una trascendencia
mayor. Un pequeño escándalo nocturno . . . , una trans-
gresión de las ordenazas . . . que podría constituir, desde
Playa de Vidas 127

luego, un mal ejemplo para nuestros soldados. Pero la pu-


blicidad de un enjuiciamiento militar sobre este asunto
sería mucho peor, ¿no lo creen ustedes? Para los efectos,
aquel hombre -que si no era del país, por lo menos iba
vestido a la usanza indígena- y contra el que disparó el
teniente Harrison su revólver con el decidido ánimo de
matarlo, bien pudo ser -y probablemente lo era- un la~
dr6n vulgar que no tuvo tiempo de consumar sus desig-
njos. No habrá, pues, formación de causa, teniente Harri-
Sún. Su hoja de servicios está absolutamente limpia; tiene
usted una brillante carrera militar, y limpia y brillante
debe conservarla usted toda la vida. ¿No lo creen ustedes
así? Pero de todos modos, yo, como inmediato superior,
voy a imponerle una corrección: queda usted arrestado
aquí hasta nueva orden. -Y volviéndose hacia los tenien-
tes Benn y Reading-: pueden ustedes retirarse.

• •

El capitán Stark, reposado y tranquilo, se puso a re-
volver papeles en el fondo de uno de los cajones de la me-
sita a la que estaba sentado. El teniente Harrison miraba,
displicentemente también, por la ventana lateral de la ca-
sjta de tablas, convertida en oficinas militares.
La voz gangosa del gramófono había cesado ya, pero
la melopea salvaje -o ultracivilizada- con que el encan-
tador de serpientes hipnotizaba a sus cobras seguía acom-
pasándose invariablemente al hervor misterioso de la jun-
128 Rosa Arciniega

gla próxima. El sol era afuera tan intenso que cegaba los
ojos. Se sentía bullir a los cañaverales cercanos como si
estuvieran dotados de una intensa vida animal. Una garza
fingía la estilización de una perfecta ánfora de Sevres.
El capitán Stark cerró al fin los cajones de la mesita,
se puso en pie, hizo una seña para que se fuese el indio
estatuario que continuaba en la puerta y se despojó de la
guerrera militar. Luego, sin dejar de abanicarse, se situó
frente al teniente Harrison y le invitó a despojarse igual-
mente de la suya.
-Teniente -dijo en un tono de voz quizá demasiado
fría para ser normal-, supongo que sigue manteniendo
usted ahora su palabra de hace unos momentos . . .
-Qué palabra?
-La de que nunca sabrá nadie lo sucedido anoche,
por conducto de usted.
-La sostengo rigurosamente, inflexiblemente, capi-
tán.
-¿Capitán? Ahora no lo soy. Observe que yo, lo mis-
mo que usted, estoy en mangas de c_a misa. En este instan-
te, somos . .. nada más que dos hombres.
-Por eso precisamente la mantengo.
El capitán Stark se acercó nuevamente a la mesa y,
de un sorbo ávido, apuró el resto "de té helado que que-
daba en el vaso. Luego, fué a situarse a la altura de la
ventana que se abría sobre el campo selvático. Mirando
distraídamente h acia él, el capitán Stark volvió a hablar:
-Y . . . , fuera de usted, teniente Harrison, ¿nadie
más que ella, nadie más que esa mujer conoce . . . el
Playa de Vidas 129

"misterio" que tuvo lugar anoche en su casa y a la puer-


ta de su casa?
El teniente Harrison tamborileaba con sus dedos so-
bre un abanico de papel.
-Nadie más.
-Está usted seguro?
Por segunda vez, los ojos de ambos se enredaron, du-
rante un segundo ultraveloz, en un chispazo de inteligen-
cia.
-Estoy, al menos, seguro . . . . del silencio de "cual-
quier otro" que pudiera conocer ese "misterio". -Y, al pro-
nunciar este "cualquier otro" su voz adquirió una extraña
resonancia que el capitán Stark supo interpretar certe-
ramente-.
Hubo una pausa preñada.
-¿Y del silencio de ella?
-De ese no puedo responder. No ... depende de mí.
-¡Es verdad! ¡Uf, qué calor más espantoso hace hoy.
Siento verdadera asfixia de pensar que tengo que poner-
me nuevamente la chaqueta. Pero es necesario. Porque....,
porque, teniente Harrison, nosotros, militares, jefes del
ejército inglés, tenemos la absoluta obligación de dar siem-
pre buen ejemplo a nuestros soldados. ¡Siempre! ¿No lo
cree usted así?
-En efecto; no podemos obrar de otro modo.
-Aunque en ello nos vaya la vida.
-¡Aunque en ello nos vaya la vida!
Otra pausa significativa. Al cabo de la cual, el capi-
tán Stark se acercó a la mesa: ·
130 Rosa Arciniega

·-Bien, bien. ¡Oh, bebiendo ese té helado no he logra-


do otra cosa que sudar más.
Y, mientras se ponía el blanco casco colonial: -Te-
ni.ente Harrison, permanecerá usted arrestado aquí hasta
nueva orden. Buenos días.
El teniente Harrison se cuadró militarmente.
:_Siempre a sus órdenes, capitán.

* *
*
Dos horas después, el capitán Stark entraba nueva-
mente en la oficina militar. Su mirada era ahora dura y
tajante.
-Teniente Harrison -dijo de pronto--, necesito que
usted me dé su palabra ·d e cumplir un compromiso que
voy a proponerle.
Contra su voluntad, la mano derecha del teniente Ha-
r rison se crispó imperceptiblemente.
-Concedida.
-Entonces, escúcheme: le espero a usted esta noche
en mi casa a las diez; después de cenar. ¿Irá usted?
El teniente Harrison pudo vencerse a sí mismo.
-Lo he prometido.
-Perfectamente; hasta la noche, entonces. Ah, olvi-
daba decirle que, desde este momento, le queda levanta-
do a usted el arresto.

• •

Playa de Vidas 131

A las diez en punto de la noche, el teniente Harrison


llegaba a la residencia del capitán Stark. Le recibió en la
puerta el mismo dueño de la casa, conduciéndole segui-
damente a un confortable saloncito donde, sentada ante
una taza de cáfé, hojeaba varias revistas recién llegadas
de Londres, Mistres Stark, su elegante y bella señora.
Visiblemente sobresaltada, ésta se puso en pie al en-
contrarse de improviso frente al teniente Harrison. Y el
propio teniente, inmóvil por un instante en medio de la
estancia, no logró borrar tampoco por completo de su ros-
tro el fugaz relámpago de una turbación.
El capitán Stark, por el contrario, aparecía tan sereno
como lo había estado por la mañana en el despacho mili·
tar.
-Lady Astaire -dijo, situándose entre los dos-, per-
dón; había olvidado anunciarte la visita del teniente Ha-
rrison. Y viendo que ninguno de ellos alargaba la mano
para saludarse-: Pero.. . · . Pero ustedes se conocen ya,
¿verdad? Sí; recuerdo ahora perfectamenta el día que les
presenté ... Fué aquella tarde en que ... ¿Lo recuerdan?
Claro que aquel día yo dije: "teniente Harrison: tengo el
gusto de presentarle a mi esposa, Mrs Stark"; ¡Mrs Stark!
Y no lady Astaire como acabo de decir esta noche. Pero
hay veces que es agradable y, sobre todo, oportuno recor-
dar e~ auténtico apellido de la propia mujer ¿no es cier-
to? Bueno; tomemos una tacita de café. Puedo asegurar-
les que es delicioso . . .
Demudada, Lady Astor intentó llevarse la taza a la
boca. El teniente Harrison, con absoluto dominio de sf
... .

132 Rosa Arciniega

mismo ya, hizo algunos .comentarios acerca de una foto.


grafía panorámica, muy bien lograda, que aparecía en la
página central de una lujosa revista abierta sobre la mesa.
De pronto, cambiando como al azar la forzada con-
versación que había surgido alrededor de este tema, el ca-
pitán Stark dijo:
~Teniente Harrison, esta mañana me aseguró usted
-y esto prueba que, como hombre de honor sólo fía en
su propia palabra- que no estaba usted absolutamente
seguro . . . del silencio de ella, del de aquella mujer que
anoche salía de su residencia . . . a las once, cuando us-
ted disparó su revólver por dos veces contra un descono·
cido con la firme intención de matarlo. Y ahora: ¿podría
usted asegurar lo mismo? Diga: ¿se atreve a afirmar que
ella no sabrá guardar un eterno silencio sobre ... lo ocu-
rrido? Quiero que me conteste.
Con un desconcertante sosiego, el teniente Harrison
arrojó la compacta bocanada de humo que acababa de
inspirar.
-No lo sé.
-¿No? Y el capitán Stark clavó fugazmente sus ojos
en los de Lady Astor-: ¿NO? Yo en cambio, casi me a-
trevería a asegurar que' sí. Piense usted que, después de
todo, ella se debe a alguien más que a sí misma ... Por
muy bajo que aquilate el precio del honor, esa mujer
tendrá .que pensar que el honor, en este caso, no le per-
tenece a ella sola, que es de otro. Y una persona digna no
puede hacer mal uso de las cosas que no le son exclusi-
vamente propias . . . Teniente Harrison: bebamos un whis·
Playa de Vidas 133

key. La ... aventura que vamos a emprender juntos bien


lo merece.
Rápidos como el contacto de dos espíritus, los ojos
del teniente Harrison fueron a chocar por tercera vez en
el día con los del capitán Stark. Al servir el whiskey, La·
dy Astor quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer asomar
a su rostro empalideci do una mueca impresiona nte.
Hubo un largo silencio.
El capitán Stark lo cortó, al fin, anunciando :
-No habíamos comunicad o nuestro proyecto a Lady
.A.stor porque esperaba . . . la presencia de usted, tenien-
tt.: Harrison, para decírselo. Lady Astor: el teniente Harri-
son y yo saldremos mañana para hacernos cargo del man-
do del fortín de Kya-Payala , situado, como creo que sabes,
en las últimas estribacion es de los dominios británicos en
la India. Existen allí serios temores de una sublevació n
indígena, y el coronel Hundingdo n quiere que aquello es-
té bien defen di do por hombres . . . de valor probado. Esos
hombres parece que somos nosotros, ¿no es -verdad, te-
niente Harrison?
El teniente Harrison apuró su whiskey con suprema
naturalidad .
-Así es -dijo, tal como si hubiera conocido esta no-
ticia anticipada mente-. Si esa es la orden, capitán, ma-
ñana saldremos para Kya-Payala . Un oficial británico
tiene siempre . . . la estricta obligación de dar un buen
ejemplo a sus soldados.
-Evitando todos los escándalos que puedan desmora-
lizarlos.
134 Rosa Arciniega

-¡Siempre!
Temblorosa, Lady Astor se dejó hundir inconscien-
tE.·mente en su sillón. El teniente Harrison, dominados sus
nervios, fingía distraerse mirando las revistas que habían
quedado esparcidas sobre la mesa. El capitán Stark fu-
maba sin cesar.
De pronto, éste se levantó y dijo en un tono rigurosa-
mente cortés:
-No opinan ustedes que debe darse por terminada ...
esta reunión?
El teniente Harrison se puso en pie.
-Por mi parte, sí. Si la marcha hacia Kya-Payala ha
de ser mañana mismo, debo estar temprano en mi resi-
dencia para hacer los preparativos. Hasta mañana, capi-
tán Stark. -Y dirigiéndose a Lady Astor y subrayando
fuertemente la diferencia de esta despedida: -¡Adiós, La-
dy Astaire! ¡Hasta siempre!


• *
Aquella noche, en el fortín de Kya-Payala, el capitán
Stark mandó reunir, sobre la arenosa explanada central,
a los cincuenta y cinco hombres que componían la guar-
nición.
Cuando, avisado por el teniente Harrison de que su
orden estaba cumplida apareció ante aquel puñado de
hombres que le aguardaban en posición de firmes, el si-
lE-ncio era tan hondo , que únicamente se percibía el sua-
ve aletear de la bandera británica agitada por el viento.
Playa de Vidas 135

-¡Soldado s! -gritó entonces conmovido y enérgiC'o- :


sé que todos vosotros sois unos valientes y que tenéis de
la disciplina y del honor militar el mismo alto concepto
que nosotros, vuestros jefes. -Y contra su voluntad, sus
ojos fueron a cruzarse con los del teniente Harrison- .
Por eso no quiero ocultaros la verdad. Por noticias que
me traen los agentes secretos, sabemos que esta noche los
indígenas atacarán, al fin, nuestra posición. Pelearemo s
como valientes. La lucha será tal vez terrible, desespera-
da. No importa. Vosotros resistiréis. ¡Soldados de Ingla·
terra: esa bandera que flamea gloriosame nte sobre nues-
tras cabezas no puede ser arriada jamás, sucumba quien
sucumba! Es innecesario decirlo, pero si cayera yo el pri-
mero, el teniente Harrison será vuestro superior; si -la
voz del capitán Stark se hizo opaca-, si pereciera tam·
bién él, vuestro bravo sargento Blakey se hará cargo del
fortín; si también el sargento Blakey cayera atravesado
por las balas enemigas, uno de vosotros, el más antiguo,
se::rá el alto representa nte de esta iñsignia. El Imperio
Británico tiene una razón de continuida d indestructi ble.
¡Soldados: Viva Inglaterra! Y ahora . . . a vuestros pues-
tos. A esperar. A luchar.

Con tardo paso, meditativo , el capitán Stark se· diri·


gió a uno de los parapetos, fingiendo escrutar las colinas
próximas. Cerca de él, y también con los ojos perdidos en
horizontes lejanos, el teniente Harrison fumaba sin cesar.

La noche avanzaba rápidamen te y, entre sus altas


bambalina s de sombras, el hervor indetermin ado de la
jungla fragoros a y hasta el rumor vago del río que ser-
penteab a debajo del fortín adquiría n graduale s resonanc ias
que iban acrecent ándose a medida que pasaban los minu-
tos. El cielo, cubierto a trechos de nubes bajas y espesas,
dejaba entreve r ya los primero s parpade os de algunos
corrillos de estrellas . El fortín estaba totalmen te a oscu-
ras y, sólo de cuando en cuando, se oía alguna tos o las
pisadas de los centinel as.
Transcu rrió una media hora infinita de silencio, de
angustio sa espera . . .
Y, de pronto, cercano, en la misma falda de la monta-
:fía, brilló, hermoso en su fugacida d, el fuego fatuo de un
disparo. Su seco trallazo repercu tía aún en las colinas pró-
ximas cuando, desde diversos puntos, · otras ígneas len-
güecilla s formaro n, en torno al fortín, una corona de má-
gicas luces artificia les cuya repetici ón a~entaba, minu-
to a minuto, segundo a segundo .
Sobre los sacos de arena de los parapeto s pasaban las
balas silbando de un modo lastimer o, como espectro s a-
nunciad ores de la muerte.
"El capitán Stark se volvió hacia el teniente Harrison ,
invitánd ole con una voz ahogada por una emoción ex-
traña:
-¿Vamo s, teniente ?
La voz del teniente estaba también enronqu ecida.
-A sus órdenes siempre , capitán.
Un minuto después , las cuatro ametrall adoras del for-
tfn ladraba n amenaz adorame nte hacia los cuatro costados
bajos de la monta:fía y, con breves intermit encias, los chas-
Playa de Vidas 137

quidos del fusil horadaban las ligeras cesuras que aque-


Has permitían al silencio.
Sudoroso, pastosa la voz y centellante la mirada, el
capitán Stark recorría de una en una todas las defensas
del fortín.
-¡Fuego¡ !Fuego, soldados de Inglaterra!
Al pasar por una de las aspilleras, el servidor de una
de las ametrallad oras saltó de su sillín como un muñeco
trágico, atravesado el cráneo por una bala, y un chorro de
s&ngre hirviente salpicó el rostro y el uniforme del capi-
tán.
-¡Fuego, soldados de Inglaterra!
Extraños silencios intermiten tes indicaban nuevas ba-
jas en las diversas defensas. Los fuegos fatuos de la fal-
da de la colina, aunque apagados a ratos, seguían ascen-
diendo metódicam ente; irrechazabl es, misteriosos , como si
fuesen, en efecto, solamente fuegos inconsisten tes en los
que las ametrallad oras no pudiesen hincar sus terribles
mandíbula s.
A media noche, el teniente Harrison se acercó al ca-
pitán Stark.
-Capitán, quedan disponibles treinta y siete hom-
bres.
-¡Treinta y siete! Ordene usted reforzar el fuego y ...
Un lamento agudo, surgido de la torreta principal del
fortín yuguló en el aire su última frase.
Era otro de los servidores de la ametrallad ora, que
acababa de caer.
A las dos y media de la madrugada , las dos ametra-
138 Rosa Arciniega

lladoras, estratégicamente situadas en la torrecilla, calla-


ron con un silencio absoluto.
El capitán Stark buscó, entonces, al teniente Harri-
son. Por primera vez en toda la noche brillaba en sus
manos el trágico espejo de un revólver.
-Teniente -dijo con voz apagada-, los servidores
de arriba han caído todos. Y aquí no queda quién pueda
suplirles. Podemos hacerlo nosotros.
-A sus órdenes, capitán.
Al entrar en la torre, el teniente Harrison se apartó
a un lado mirando de soslayo hacia el revólver de su su-
perior.
-Usted primero -pudo articular al cabo de un dra-
mático silencio.
El capitán Stark creyó intuír su pensamiento.
-No -aseguró-. Por la espalda, no. De ese modo,
nunca. Somos hombres de honor y, en este instante, sol-
da.dos de Inglaterra, además. ¡Así, teniente Harrison,
así! . . .
Y avanzando a pecho descubierto hasta una de las
ametralladoras abandonadas, por encima de los cuerpos
todavía palpitantes de los servidores caídos, rompió el
fuego contra la línea enemiga de luces más próxima.
De un salto, el teniente Harrison vino a situarse a
su lado para hacer las veces de servidor de la ametralla-
dora.
-¡Fuego, teniente Harrison; siempre fuego! ... ¡Has-
ta caer ! . . . ¡Hasta! . . .
Su rostro tenía una diabólica expresión. Se adivina-
PJaya de Vidas 139

ban sus biceps por encima de la tela de la guerrera abul-


tándose, tensos, para sujetar la ametralladora y dirigirla,
· amenazante, contra las faldas de la montaña en tinieblas.
A su lado, el teniente Harrison, hundida la rodilla en la
tierra, sostenía el cargador con ambas manos .
..-¡Fuego, teniente Harrison; siempre fuego
Hasta caer . . . ¡Hasta! .••
No pudo terminar la frase. Bruscamente, dobló las
piernas, alzó los brazos al aire con una expresión de aban-
dono y cayó sobre el gran charco de sangre que habían
dejado en el pavimento los soldados.
Sin volverse siquiera a mirarle, el teniente Harrison
se apoderó de la ametralladora y siguió disparando contra
las líneas enemigas, disparando ... disparando ....
-¡Fue . . . go; siempre fue . . . go, teniente Ha . . .
rrison! . . .
La voz del moribundo capitán Stark era una escalo-
friante quejumbre lanzada al cielo de la noche.
-¡Hasta ... ca ... er! ¡Hasta ... el ... fin! ...
El guadañazo de fuego hendía los aires trágicamen-
te, sin aminorar un instante sus ráfagas violentas de plo-
mo. De las aspilleras del fortín salían ígneas lengüe cillas
que, por un momento, disipaban las tinieblas de la no-
che. Mientras que, en la falda de la montaña, los fuegos
fatuos de los disparos comenzaban a verse más distantes,
más lejanos, tal como si el soplo de la brisa cálida que so-
plaba en estos instantes, los fuese empujando hacia atrás.
-¡Fue ... go, teniente ... Harrison! ¡Fue ... go!
Pero, de pronto, la ametralladora enmudeció. El te-

.
140 Rosa Arciniega

niente Harrison acababa de doblar el tronco sobre el si-


lJ ín, llevándose angustiosamente las manos al ·pecho.
Por un momento, en el contorno de la estrecha torreta
sólo se oyó el ronquido de dos respiraciones extertorosas.
Luego, estos dos ronquidos se fueron aproximando, bus-
cándose instintivamente en la sombra.
- ¡Teniente . . . Ha. . . rrison!
Obediente a una resolución suprema, extranatural, el
otro ronquido se convirtió en una palabrá apenas arti-
culada:
-¡Ca . pi tán !
-¿ Tam . . . poco ahora dirá us . . ted nada sobre a-
que ... llo?
-¡Nun . . ca!
-Lo oí . . todo. Lo ví . . . todo. Escuche: "te ... a-
doro, Harri . . . son, y sin tí, mi vida sería im . . . po . . .
sible". "Yo a tí tam ... bién, Lady Astai ... re. Sólo vi ...
vo por ... tf". ¿Lo ... recuer ... da, Harri ... son? Can-
tes . . . te. ¿Lo . . . recuer . . . da?
-Sí . . .
-Ahora, vivi . . . rá sin us . . . ted. Sin mí tam •..
bién. Y calla . . . rá. Lo sé ... Guar ... dará silen ... cio.
Como noso . . . tros, Harri · ... son. Silen ... cio sobre tres
al . . . mas. Con . . . teste, Harri . . . son; res . . . ponda.
Ante su silencio, el capitán Stark alargó penosamen-
te un brazo y sus dedos tropezaron con una mano empa-
pada en sangre caliente.
¡El teniente Harrison estaba muerto!
PJaya de Vidas 141

Con doloroso trabajo, entonces, el capitán Stark logró


ponerse de rodillas. Intentó empuñar la ametralladora ...
-¡Silen . . . cio! Silencio . . . cio! ¡Silencio . . . cio
sobre los ... tres! -pudo decir aún-.
Y cayó' al suelo desplomado y sin vida.

* •

A la mañana siguiente, el sargento Blakey, con un
brazo en cabestrillo y la cabeza envuelta en blancos ven-
dajes, mandó formar en la polvorienta explanada del for-
tín de Kya-Payala a los catorce supervivientes que que-
daban a sus órdenes.
- -¡Soldados de Inglaterra, firmes! -gritó, al tiempo
que desenrollaba un grueso papel para leer su conteni-
do-. Relación de los jefes y soldados muertos gloriosa-
mente por la patria en el combate de anoche: capitán He-
riberto O. Stark; teniente James B. Harrison; soldados: Sa·
muel.
Al terminar su relación, un agudo toque de cometa
vibró por encima de la calma eglógica de la montaña y, a
media asta, la bandera británica parecía aletear sobre el
doble silencio enterrado en dos de aquellos cadáveres.
Células de enlace
(Cápsula de novela)
-Señorita , con el 1-4-8-0
-Comunic a.
-Señorita , con el 2--3-6-2 .
-Hablen ...
-1-4-8- 0, señorita.
-Comunic a todavía.
-Señorita , con el 8-6---4-3 .
Las lamparitas -verdes, azules, rojas- siguen, ca-
prichosame nte, encendiend o sus luces de bengala, sus chis-
porroteant es fuegos artificiales , aquí, allá, arriba, abajo,
en veinte sitios a la vez. Una ... , otra ... , otra ...
El cerebro de la urbe, en vibrante inquietud nerviosa,
en plena febrilidad de trabajo, hace funcionar simultánea -
mente todos sus resortes, moviliza todas sus energía!>, po-
ne en loca zarabanda todas sus arterias.
-Señorita, 1-4-8-0; 3~2, 2-8-5-4 .
Son nervios del formidable cerebro urbano que piden
vía franca, que solicitan contacto con otros nervios ais-
lados a través de nosotras, simples células de enlace, útiles
transmisor as inconscien tes de poderosas fuerzas externas
que actúan desde lejos sobre tejidos recónditos.
Nervios ópticos, nervios auditivos, nervios sensoriales
que, sacudidos por fuertes reacciones exteriores, acuden,
solícitos, en busca de ruta libre hacia otros nervios dis-
tantes; a nosotras, punto de unión de toda e~a entretegi-
da malla de finos músculos que constituye n la cabeza de
146 Rosa Arciniega

la ciudad. Nosotras, resortes, engranajes, microcosmos de


este gran macrocosmos. Nosotras, partículas, moléculas,
electrones, nada. Nada y todo. Nada, por nosotras mismas.
Todo, como eslabones acordes de la cadena total.
Frente a mí, una roja lucecita encendida; es que allá,
a lo lejos, en la periferia del Gran Cuerpo, una excitación
hizo vibrar un músculo; el músculo repercute en mí, su
célula de enlace; yo le doy camino expedito por entre es-
ta red de caminos entrecruzados. Ahora, otras células se
encargarán de recoger su mensaje, de interpretarlo, de
darle una finalidad . . .
La lamparita cambió bruscamente de color. Rojo. Es
que el músculo externo ha dejado de vibrar. Ha termina-
do su labor personal. Y yo, célula de enlace, -contacto,
puente- cumpliendo mi ínfima misión, dentro de este
gran macrocosmos, extraigo la clavija de su celdilla, des-
hago el contacto ya inútil. Otro conducto libre; otro cami-
no despejado para el primer nervio que lo solicite.
Ya está aquí.
-¿Ese 1-4--8--0, señorita?
-Hablen.
¿A qué fuerte urgencia exterior obedecería esa llama-
da presurosa? ¿Una jugada de Bolsa? ¿Una muerte? ¿Fna
desgracia? ¿Una sacudida amorosa? ¿Un dolor? ¿Una ale-
gría?
¡Qué importa! ¿Qué puede importarte a tí, sencilln
punto de acople, cuyo radio de acción . queda delimitado
por este panal de celdillas numeradas, por estas clavijas,
por estas lamparitas en incesante parpadeo?
Playa 4e Vidas

-Señor ita, con el 2-3-6 -5.


-Con el 3-4-2 -1, señorit a
Yo, un número más -el 38, la operado ra número 38-,
soy aquí la dueña de todos estos número s enceldi llados, la
regulad ora de todo este formida ble tráfico filamen toso
que cruza de un extrem o a otro la Ciudad .
Por entre mis dedos -pinza s de unión de tejidos --
pasan los secreto s de mil ocultas intimid ades: la voz des-
garrada del dolor y la festiva voz de la alegría; las pala-
bras que tiembla n, con tartamu deo de aprendi zaje, el idio-
ma del amor, y las fustigad oras palabra s que sacude n una
acusaci ón; el alarido profund o que arranca la muerte y
e~ melíflu o vagido con que se anuncia la
vida; el vocabu -
lario misteri oso del crimen y la orden imperio sa que mo-
viliza legione s.
Por aquí, temblad oras, vibrátil es como saetas, entre
mis dedos de célula inconsc iente, una, mil, cien mil veces
durante el día, vuelan en suave vuelo las virtude s y, en
movimi ento reptant e, las pasione s. Y los vicios. Y las fuer-
zas secreta s todas que rigen las accione s de los hombre s.
Lo conscie nte y lo subcons ciente, lo radiant e y lo te-
nebroso se dan aquí cita. Hierve aquí, en formida ble ebu·
llici6n, el agua sulfuro sa de todos los instinto s; los torvc-.s
pensam ientos que huyen de . la luz solar y las palabra s
tortuos as que únicam ente en la sombra encuen tran justo
lenguaj e; la anónim a delació n y el insult? meditad o; el
deseo inexpre sado en la cita clandes tina y la oferta de dl·
nero a cambio de unos chantag es.
148 Rosa Arciniega

¡Cerebro de la ciudad! ¡Profundo espíritu urbano,


complicado y huidizo! En mi recinto de célula conductora .
enmarañas tú todas las hebras-áureas y negras-con que
se teje el ancho manto de los días. Para mi recinto, para
mí, si yo fuese algo más que un tendón sin conciencia, no
tendrías tú secretos. Yo podría saberlo todo de tí, y nada
de mí tú. Pero no. Yo no soy, no puedo ser más que una
ruedecilla dentada que gira y gira en cumplimiento de su
misión única, y de nada me entero, nada oigo, nada me in-
quieta. Todas tus excitaciones, todos tus signos de alarma,
todos tus oscuros pensamientos resbalan sobre mí, dimi-
nuta molécula condenada a servirte día y noche.

Y tú lo sabes -¡cerebro de la ciudad!-. Lo sabes y


por eso me gritas sólo números distantes, rotulaciones de
callejuelas recónditas, señas de extraños caminos, nombres
de zigzagueantes rutas entre millares de otras rutas.
-Señorita, con el 1-3-2-4.

-Con el 6-5-3-2.
Sigue apagando mi mano las lucecitas titilantes que
aparecen sin cesar en la pizarra de mi cielo enceldillado.
Una ... , otra ... , otra ... El cerebro de la Ciudad man-
tiene en alta tensión dinámica, una hora tras otra, su ma·
lla filamentosa y vibrátil.
Es ahora mediodía, y la Bolsa y el Comercio se entre·
gan a una loca zarabanda de cifras y sobresaltos. Núme-
ros ... Números ... Un número el empleado que se agi-
ta al otro extremo de este hilo acordonado; un número, el
teléfono que sostiene su mano; un número, quien,' en la
Playa de Vidas
149

otra punta del empalme , recoge su idioma cürado. ¡Núme-


ros también sus palabras!

• •

Quedaron ya atrás -en mi ruda jornada de hoy- las
horas dinámica s de la vigilia. Suaveme nte, paulatina men·
te, los nervios fatigados de la urbe van cediendo en dina-
mismo, se aban.donan, laxos, al sopor de los descansos . El
cerebro, sin solicitude s ya de la periferia, se sumerge, pa.;;
so a paso, en un benéfico reposo . . .
Son. menos cada vez los caminos solicitados; menos
también las fibras que responde n a las acuciosas llamadas.
El cansancio , el derrumbe físico de energías se acusa aquí
en mi tablero enceldilla do, donde, cada vez más intermi-
tentes, apenas si se enciende n algunas lucecitas nochernie -
gas. Y, si se encienden , su fulgor no es ese fulgor radian-
te que tendrían a otras horas. Es más apagado, más opa-
co, más irreal. Más opacas, más irreales, más lejanas tam-
bién las voces que solicitan enlaces. Turbias voces de la
subconsc iencia que se levantan dentro del cerebro de la
urbe dormida . . Nervios superexci tados por el intenso
trabajo diurno que, aún en sueños, emiten una tenue vi-
bración. Artificial idad de pensamie ntos que, recóndita men-
te:, se elaboran en lo profundo de la oscura zona.
Aquí vibra uno . . .
-Se:fiorit a, con el 4-8--3.
Busco el oculto nervio; lo sacudo con repetidas lla-
150 Rosa Arciniega

niadas pertinaces. No responde. Acaso duerme con profun-


do sueño . . .
-No contesta.
-¡No contesta! . . . ¡Luisa no contesta! . . . -mur-
mura al colgar-. Y luego, el silencio.
Era una voz adormilada, de sonámbulo, difusa, oscu-
ra. Una profunda voz opaca de misterio. ¿Quién era esta
Luisa? ¿Acaso su novia? ¿Su mujer? ¿Su amante? ¿O un
fantasma, una sombra irreal fraguada por una mente de-
lirante? ... ¿Y él? ¿Quién era él?
Las dos . . . , las tres de la .madrugada. Sueño. So-
por. Subconsciencia también en torno mío. En mí misma.
Las células de enlace también necesitan su reposo; tam·
bién se dejan derrotar por la fatiga . . .
Me duermo . . . Se cierran poco a poco mis párpados .. .
Siento un peso de plomo colgárseme en las pestañas .. .
Cae sobre mi frente el telón ·de una densa niebla ... Me
derrumbo en una sima sin fondo . . . , honda . . . , hon·
da como debe ser la muerte.
Silencio . . . Nada . . .
Pero, ¿qué es esto que brilla en mi tablero encasilla·
do? ¿Un fuego fatuo? ¿Llaman? ¿Quién? ¿Qué fibra de
los profundos estratos está despierta a esta hora? ¿O es
acaso? ...
Dormida, alargo mi rriano hasta una clavija . . Apa·
go el fuego fatuo con ella ... Conecto ...
-Señorita; señorita ¿estaba usted dormida?
-Sí; estoy dormida . . .
Otra vez la voz lejana, carnosa, velada, otra vez la
voz imperceptible. Voz de sonámbulo; voz de distancias
Playa de Vidas 151

interestelares. Voz de sueño cual la mía. Como la que aho-


ra surge de entre mis labios cerrados .
-Señorita, señorita, escúcheme.
-¿Quería usted un número?
-No; ahora quiero hablar con usted.
-¿Conmigo?
-Sí; con usted. Con usted. Con su voz. Con su voz
mística. Con su voz prieta de ansias. Con su voz que me
acaricia . . . Dígame usted que no ama a nadie todavía.
Dígame que arde en celo de ser amada ... Dígame
-Si.
-Me amará usted. A mí. ¡A mi sGlo! Me correspon-
derá. A mí, que la amo ya desde siempre. A mi que ..•

Una luz láctea de alba me cosquillea en los ojos. Los


abro. ¿Qué es esto'! ¿Me he dormido? ¿Cuánto tiempo:'
¿Minutos? ¿Siglos? ¿Un instante? Y soñé. ¿He soñado?
Y, entonces, ¿aquel amor? Y entonces, ¿aquel encuen-
tro? ¿Fue un sueño? ¿Fué realidad? ¿Fué irrealidad? Má-
gica voz remota que te adentraste en mi pecho: dime que
no eres mentira; díme que vendrás de nuevo.
¿De quién era? ¿Quién vibró al otro lado de tí, cere-
bro adormecido y fatigado, que nada puedes decirme?
¡Querida voz; voz amada! Yo perdí tu dirección y tú
perdiste la mía.
La escribimos en la arena de una playa . . . , vino el .
agua y la borró.

¡¡¡Si yo volviera a escucharla!!!


Y el sexto creó Dios
al hombre
(Novela corta).
.. Te espero; y cuando llegues,
tampoco me encontrará s!"

UNA NOVELA. Quisiera escribir hoy una novela; fi-


j&r, con los alfileres de una intriga emocional, un croquis
de vidas sobre el reducido tablero del tiempo. (¡Terrible
pretensión !).
Terrible pretensión . Porque, además, yo quisiera es-
cribir esta novela sin trampas, a telón corrido. Ingenua-
mente sincera, quiero que el público asista a la represen-
tación genitriz y gestatriz de esta novela, aún desde an-
tes de existir el hipotético protoplasm a germinativ o que
pueda darle una artística realidad vital.
No habrá, pues, trucos. Limpios como las propias car-
tas de las cuartillas que han de servir para jugar la en-
tretenida partida de naipe de una emoción novelística ,
entraremos en mi íntimo laboratorio .
Hay en. él algunas probetas con gérmenes de posibles
novelas en cultivo, pero no hagamos caso de ellas. Hoy,
el gérmen ha de ser fresco, nuevo, recién traído de la fe-
cunda selva de lo sub~onsciente.
Para esto esperaremo s la voz arcangélica de las anun-
ciaciones en una postura virginalme nte conceptiva .
Hagamos el silencio.
156 Rosa Arclniega

•• •
*
En el silencio meditativo, la voz del arcángel de las
anunciaciones ha dejado caer, lentas, germinantes, estas
palabras:
"Te espero; y cuando llegues, tampoco me encontra-
rás".
Magnífica frase, la más apta para hacer cristalizar
-por sugerencia- la dorada libélula de una ilusión in-
aprehensible. (Todos los que pasaron ya bajo el arco del
cenit de la vida podrán interpretarla triste y subjetiva-
mente. Acaso también la comprenderán algunos que no
ban llegado aún a este mediodía decisivo).
Bien; ya tenemos aquí una pequeña dosis de virus
novelístico en período activo. Podemos hacer · con ello lo
que queramos. Combinarlo con otros gérmenes para obte-
ner una acción polivalente, rara e inesperada; llevarlo al
microscopio para ensayar un lento análisis bacteriológico;
ponerlo al alcance de nuestra vista natural para interpre·
tarlo realmente ...
No; no vamos a hacer nada de eso. Bruscamente, au-
dazmente, intentaremos con este virus la suprema reac-
ción. Sin reparar en los resultados.
Es preciso inyectarlo en un cuerpo vivo. Pero, ade-
más, en un cuerpo apto, en un cuerp~ que responda ac-
tivamente. Esto constituye una petición de principio.
Quiere decir que nos hace falta un cuerpo, un personaje.
Playa de Vidas 157

(Como la vacuna, en este caso, es una vacuna psíquica,


nos hace falta un espíritu).
Hay que buscarlo ... ¿Dónde? Realizaremo s una pes-
quisa policíaca por los rec?vecos del Recuerdo. Existen,
agazapadas en · él, cientos de sombras puras anhelando sa-
lir del Limbo de la posible Nada.
Pero no podemos precipitarnos . Vamos a realizar un
interesante experimento y, por lo mismo, nuestra selec-
ción habrá de ser minuciosa. Empecemos, pues, por ex-
traer la esencia de la frase dictada por el arcángel de las
anunciacione s para poder dictaminar en qué frase puede
resultar reactiva: "Te espero; y cuando llegues, tampo-
come encontrarás" .
Aparentemen te, es este un virus melancólico, nostál-
gico, sedante como la morfina; pero, sometido a un minu-
cioso análisis, acusa en seguida su terrible composición
explosiva.
Hay que inyectarlo, por tanto, en una sangre similar,
isotónica, en un espíritu de idénticas característica s: apa-
rentemente, abúlico, escéptico, introvertido, pero realmen-
te pasional, explosivo, trágico. Tendrá que ser, además,
un espíritu un poco imaginativo, con algo de místico y un
mucho de sensual. Desde luego, reconcentrad o. Enemi-
go de la alegría estridente y externa. Conoce del amor la
parte carnal. Ha creído amar algunas veces. Es rico, viaja
sin objeto aparente . .
Con esto empieza a perfilarse ya el boceto del perso-
naje que necesitamos. Ahora nos resultará fácil su cap-
tura. Pasemos revista al film de nuestros recuerdos.
. ·~

158 Rosa Arciniega

¡Ah, sí, ya está! Ha bastado apenas una rápida ojea-


da para distinguirlo. Reúne, completas, todas las caracte-
rísticas ~eñaladas.
Véanlo ustedes: abúlico, escpético, indiferente . . . .
¡Mentira! Todo ello es sólo pura ficción. Tiene manía por
superponer a su verdadero rostro una careta de frialdad,
pero nosotros, astutamente, vamos a hacer que él mismo
Sf• despoje de ella.
Bastará con halagar su amor propio ofreciéndole el pa-
pel de protagonista de una novela. Eso, en principio, es
siempre agradable.
Por de pronto, voy a presentárselo a ustedes -aun-
que no estoy muy segura de haberle tratado personalmen-
te, ni saber cuál es su nombre~ para que, una vez pues-
tos de acuerdo sobre su elección, procedamos a realizar el
experimento.
Antes, debemos inventar para él un nombre. Cosa
sencilla, puesto que no sospecho en ustedes ninguna pre-
dilección. Le llamaremos Alberto. Es un nombre corrien·
te, ni romántico ni llamativo ...
Un momento de silencio, porque voy a hablar a nues-
tro hipotético personaje:
-Alberto . . . , sí, usted: haga el favor de salir de
esa semipenumbra del subconsciente. (Vean ustedes cómo
obedece). Muy bien; ahora permítame que le cepille, que
le limpie un poco el rostro . . . Está usted incognoscible.
Claro; ha caído demasiado polvo de tiempo sobre usted.
Luego, esa oscura madriguera donde está usted sumergi-
do ... Tenga la bondad de ascender por aquí ...
Playa de Vidas 159

(Sigue obedeciendo. Sus treinta y dos años se desta-


can con absoluta nitidez. Obsérvenlo ustedes: pálido, tris-
te, discplicente ... Halaguemos un poco su amor propio).
-Muy bien, muchas gracias. Como vé, le ha tocado
a usted el turno. Inesperadament e ha saltado usted, Al-
berto, desde los turbios. sótanos del Recuerdo al resplan-
deciente escenario de la Realidad. Hasta este instante,
era usted en mí, Alberto, una sombra, una sombra impre-
cisa y vaga, no sé cuándo ni dónde presentida, entrevis-
t& o soñada. Desde ahora, va a ser usted un personaje, un
auténtico personaje de novela, merced a la dosis de virus
emocional que pienso inyectarle. ¿Qué le parece a usted?
La sombra de Alberto adquiere corporeidad, se huma-
niza, se alza hasta la categoría de positivo ser viviente:
- ¡ Phssss ! Le diré . . .
(Es una falsa inmodestia. Quitémosle la máscara <le
la hipocresía sin compasión).
-Si no le interesa a usted vivir en una farsa nove-
lesca, nada; le devolveré a su condición de sombra. Tengo
ctras muchas en espera que agradecerían la invitaci<?n ...
-No; no he querido decir eso. Simplemente deseaba
hacer resaltar mi insignificancia, mi escaso mérito per-
sonal para recibir un papel de protagonista en una crea-
ción de Arte. Sin duda ·usted se ha fijado mal, o imperfec-
tamente, en mí. Yo no debo ser ese hombre que usted ne-
cesita para su farsa. ¿Dónde me ha conocido usted, vamos
a ver?
(Indecisión. Azoramiento en mí. Realmente, me pone
en un serio apuro. Sí, sí, le he visto en alguna parte, esto
160 Rosa Areiniega

es indudable; pero ¿dónde? ¿cuándo? Elaboro la trama de


una mentira):
-A bordo de un transatlántico.
(Alberto mueve la cabeza displicentemente).
-A bordo de un tmnsatlántico . . . Bien; sí, puede
ser. Es ese un punto de convergencia tan común ... , tan
frecuente. Pero ¿en qué transatlántico?
(Nuevo apuro, del que me salva mi tranquilidad).
-Eso ya no puedo precisarlo. .Pero es igual. Viaja us-
ted tanto . . .
-¿Cómo lo sabe usted?
-Yo, respecto de mis personajes, lo sé todo. Me bastó
verle una vez para enterarme de que anda usted por el
mundo sin rutas definidas, a caza de algo; algo que puede
ser muy bien "la azul libélula de una intensa ilusión".
Entretanto, usted se aburre. Es usted, Alberto, la concre-
ción del desmesurado bostezo de la Humanidad. Acaba de
pasar bajo el Cenit de la vida y ya, desilusionado, empieza
a tener ojos en el cogote. Es terrible, lo comprendo.
(Alberto me mira ahora como suelen mirarnos los.
burgueses a los artistas. con esa mirada despectiva y su·
perior que parece querer decir: "¡Qué poco talento prác-
.., tico tiene usted"! Perder el tiempo en combinar historias, ·
pinturas o notas musicales, habiendo tantos libros mara-
villosos de "Debe" y "Haber" por rellenar!").
-No puede negar usted que es una ilusa novelista
hecha a ver fantasías donde sólo hay realidad. ¿Que yo-
ando a caza de algo, sin rutas definidas? ¿Que me aburro
yo? ¿Que miro hacia atrás? ¡Ja, ja, ja, ja! Nada de eso
Playa de Vidas 161

Puedo asegurarle que viajo por puro placer; que ni me


preocupa el pasado, ni el presente, ni el futuro; que ni
pienso ni sueño nunca. Mire, la verdad, yo soy un perfec-
tísimo burgués sin complicaciones morales.
-Sin embargo, Alberto, el día que le conocí me pa-
reció usted lo contrario. Le veía tan solo, tan abstraído,
a las dos de la mañana sobre cubierta . . Disimulada-
mente le estuve escuchando. No sé; me pareció que dialo-
gaba usted con usted mismo, que sus ojos bajaban a pa-
tinar de vez en cuando sobre la pista opalescente dél
mar ... , que, en otros momentos, daban un brinco hacia
el trampolín del cielo para balancearse entre dos luce-
ros . . . , que ..
-Bien; pues no hay nada de eso.
-¿No?
-No; probablemente, esa noche tenía un fuerte dolor
dE: cabeza y salí a cubierta a despejarme.
(¡Cuánto cuesta convencer a los personajes, Dios mío!
Y ¡qué cantidad de malezas, de vulgaridades, hay que ir
quemando hasta llegar 'a la purificación artística precisa!
Afortunadamen te ustedes, señores del público, están asis-
tiendo a la gestación de esta novela y pueden juzgar por
sí mismos).
-Bien, Alberto; todo eso que usted me dice puede
ser una verdad. Pero ¿no le parece que podríamos crear
otra más bella?
(Observen esos síntomas de sorpresa en el rostro de
Alberto).
-¿Otra? ¿Dos verdades? Pero, ¿cree usted, señora
162 Rosa Arciniega

mía, que pueden coexistir dos verdades respecto de una


misma cosa? Diga usted mejor: "vamos a crear una men-
tjra".
-Sí, una mentira; como usted quiera. ¡Qué más ·da!
Pero, no es bello imaginar una mentira? Yo paso la vida
feliz imaginando mentiras que, para mí, son poéticas ver-
dades. Verdades, sí; no ponga usted esa cara.
-Eso es imposible, es absurdo.
-Nada de eso. Vea usted su caso. Usted ha salido a
cubierta a las dos de la madrugada porque le duele la ca-
beza. Esa es una verdad: la suya. Yo estoy tras el aro de
un salvavidas fumando en lentas chupaµas el opio de la
noche. Le veo a usted con mis ojos. -¡Con mis ojos,
eh!- Usted es para mí un hombre interesante, novelísti-
co, que sale a soñar. Me lo figuro a usted un gran desen-
gañado, un gran escépUco . . . Esta es otra verdad: la mía.
Ya vé: yo así lo enterré a usted en los calabozos de mi
subconsciencia y así vuelve a surgir ahora.
-Falsamente, ficticiamente.
-Desde su punto de vista. Pero, en fin, no discutamos
más. Tenga usted en cuenta, Alberto, que, por un atrevi-
miento mío, la gestación de esta novela es al aire libre; el
público nos está escuchando.
-Por eso mismo; yo quiero hacer uso de mis dere-
chos de libertad antes de ser personaje; decirle al público
quién soy auténticamente . Después . . . , después allá us-
ted con su responsabilidad .
-Bien, yo cargaré c.:m ella. Lo interesante es que us-
Playa de Vidas 163

ted acepte el papel .. Ya veo que sí, que lo acepta. Cla·


ro; ¿no va a resultar mucho más atrayente para usted vi-
vir la maravillos a mentira de una farsa estética que la
vida estúpidam ente vulgar que vive usted ahora? ¿no va
a querer ser mejor el Alberto soñador y novelístico que
) o "ví" sobre cubierta, que el otro falso Alberto -¿se lla·
n~a usted así de verdad?- con un prosaico dolor de ca-

beza?
(Quedó al descubierto su hipocresía. Reparen ustedes
cómo sonríe, cómo se pavonea dándose aires de futuro
personaje. Una confidenci a sólo para ustedes: los perso-
najes son unos ilusos que se dan aires de grandes perso-
najes. Sigamos).
-Vamos, Alberto; su sonrisa es de aceptación . No
hagamos perder más tiempo al público, porque podría im·
pacientarse . Descubra su brazo. Voy a inyectarle el virus
2ctivo de una frase simbólica: "Te espero; y cuando lle-
gues, tampoco me encontrará s".
-Pero ... , pero ¿está usted segura de que los efectos
no serán demasiado dolorosos, de que la vacuna no pren-
derá en mi organismo demasiado rabiosamen te?
-Eso dependerá de la capacidad de su fuerza reacti·
va. Vamos a verlo.
(Adviertan ustedes, señores del público, cómo Alber-
tc tiembla ligerament e. Es natural ese estremecim iento
ante la inminencia de una transfigura ción en el tabor de
la fantasía. El va a dejar de ser él para convertirse en
otro. Intuitivam ente, quizás presiente la angustia trágica
de su Oración en el Huerto de los Olivos).
164 Rosa Arciniega

Pero tomemos la inyección. Un poco de alcohol para


apartar a un lado la entrometida chusma microbiana ...
Ya está. Un profundo quejido. Un gesto de dolor, en el
rostro de Alberto. Ahora, lentamente, la inyección de
nuestro virus

• •

Fíjense ·ustedes; después de un pequeño sopor, Alber-
to reacciona, se transfigura. Nuestro personaje es ya un
personaje vital, humanamente idealizado.

En el Alberto de ahora ya nada queda del Alberto de


antes. Todo lo que en él había hasta hace un momento de
hombre vulgar, de simplón espíritu burgués, se ha borra-
do. Vamos a comprobarlo preguntándole a él mismo.
-Y, qué, Alberto: ¿persiste usted en la idea de que la
noche en que yo le vi sobre cubierta sólo buscaba usted
un alivio para sus males?
(Sonríe satisfecho, orgulloso).
-No, no había tal dolor de cabeza. Salí, en efecto, a
le que usted supone: "a patinar sobre la pista opalescente
del mar", "a columpiarme en bs luceros" ... , a soñar, en
una palabra. No quería decirlo, ·pero sí: yo soy un eterno
perseguidor de quimeras. Mejor dicho: de una quimera:
de la quimera Amor.
(Aunque estemos en el secreto, ruego al público que
no se ría. Es la reacción de nuestro virus lo que le hace
Playa de Vidas 165

hablar así. Pero una sonrisa podría herir trágicamente el


.amor propio de nuestro personaje).
-¿No ha amado usted nunca, Alberto?
-No sé qué contestarle. Si me pregunta usted por
ese amor vulgar, sin complicaciones, que es común a to-
dos los hombres, sí; he amado. Pero si me pregunta usted
por el otro, por ese sublimemente idealizado amor al que
muy escasos ser€s pueden llegar, no; no he amado.
-¿Quisiera ser usted alguno de esos seres privilegia-
dos?
-Sí.
-Perfectamente, pero debo advertirle que el amor
no es quizá sólo lo que usted se figura: placer, íntima ale-
gría, posesión ... El amor es sufrimiento, "pasión"; a ve-
ces, la más cruenta "pasión", el más torturante de los cas-
tigos.
-No importa, sufriré.
(Señores . . . ¡Eureka! La vacuna de nuestra frase
simbólica ha prendido rabiosamente en este organismo.
Vamos a iniciar el gran experimento. Atención).
-Bien, Alberto. Pues entonces, puesto que usted lo
c1uiere, yo puedo hacerle vivir una extraordinaria vida
pasional, puedo crearle por lo menos, una vida a capricho.
-¿Usted?
-Si, claro, yo. Yo, que, respecto de usted, soy algo
así como un Destino o como un Dios. Mire usted ahí, de
frente. Ve usted una apretada red de caminos: tortuosos
· unos, rectilíneos otros, empinados aquellos, suaves y lisos
los de más allá, muchos trillados, algunos inéditos . . . .
166 Rosa Arciniega

Son los posibles senderos de todas las vidas posibles. Pues


bien: por cualquiera de ellos, puedo lanzarle a usted. Aho-
ra he inyectado en su organismo virus activo de amor y
vivirá usted una vida de amor. Libremente. Mi trabajo es-
tá concluído. Ya sólo me resta ponerle a usted en situa-
ción, transportarle a un escenario apropiado.
Miren ustedes ese gesto de desconcierto, de terror,
de incertidumbre, de pequeñez, transparentado en su ros-
tro. ¡Qué humanamente ridículos resultan los muñecos de
los personajes frente a la serenidad de un creador y de
un Olimpo de superespectadores!
Clama Alberto:
-¿Y una vez allí, en mi escenario?
-Eso ya es cosa de usted. Yo no quiero ni puedo in-
tervenir en su actuación, aunque, eso sí, tenga que vigi-
larle a todas horas. La novelista, una vez vitalizados sus
personajes, se inhibe de la acción. Se limita a ser espec-
tadora de sus propios personajes. Ya ve; yo, por interve-
nir lo menos posible en su vida futura, ni he creado si-
quiera a los demás. Le dejo a usted amplia libertad para
buscar los que mejor le convengan. Es usted absoluta-
mente libre. ¿Conformes?
-Conformes.
-Pues ¡a vivir! Su nueva vida, Alberto, empieza so-
bre la cubierta de uno de esos transatlánticos en los que
usted tanto viaja.
Y bien, señores del público: nuestro trabajo de mani-
pulación novelística ha terminado. Desde este momento,
paso a confundirme con ustedes. Todos juntos, vamos a
Playa de Vidas 167

ser ecuánimes espectadores de nuestra obra común.


Pero, antes, un momento para inostrar a ustedes el
nuevo escenario donde va a actuar nuestro personaje.

* *

Un 2scenario simbólico, pero corriente: el pequeño
mundo de un barco. El corte vertical de los bastidores es
perfecto: elevándose hacia lo alto en una aspiración de
idealidad, la antena de la radiotelegrafía; restregándose
en la vulgaridad de los apetitos inmediatos y perentorios,
el vientre de la cubierta; abajo, más honda todavía que la
línea de flotación, la lucha infrahumana y ciega de los
instintos inconscientes.
La sub-representación -o coro- también es perfecta;
cerebros que, arriba, siguen en el sextante la invariabi-
lidad de una línea exacta; espíritus, al centro, meciéndose
en el quebrado oleaje de todas las raras sensaciones; aba-
jo, cuerpos- sólo . cuerpos- licuificándose ante el rojo
vivo de todos los fuegos demoníacos y de todas las diabó-
licas rebeldías.
Gran baile sobre cubierta. La noche- pueden contem-
plarla ustedes- es casi una gelatinosa postal romántica:
dorada luna redonda a un costado; estrellas que hacen
pensar en la falsedad de todas las joyas terrenas, al fon·
do; "un muelle céfiro blando", hecho para ser cuna de las
melodías orquestales; tibieza de la proximidad del trópi-
co ...
168 Rosa Arciniega

Sobre el entarimado del escenario, una luz viciosa, su-


perrealista, desmayada. Desmayos también de placer de-
cc.dente en una orquesta voluptuosa. Sueños, hastío, vi-
cio, intrascenden cia burbujeando en la blonda ilusión de
una copa de champagne.
Externament e, fíjense ustedes, no hace falta un de-
talle: pecheras blancas, fraques, espaldas y brazos desnu-
dos; esp~ritus totalmente escondidos tras la careta enig-
mática de unos rostros exquisitamen te maquillados. (¡Qué
gran director de escena el de este magnífico teatro!).
Ocultos tras la nube diáfana de nuestro Olimpo sere-
no, nosotros podemos asistir sin ser vistos a esta esplén-
dida representaci ón que ellos creen real.
Vean; ahí está nuestro personaje. Perfectamen te im-
puesto de su papel; serio, meditativo, reconcentrad o . . .
¡Qué interesante con su frac, con su pelo endrino, con sus
ojeras profundas, con su color marfileño! Las mujeres le
miran; cuchichean a su paso; tímidamente le saludan los
burgueses tomándolE> por un rival peligroso . . .
(Ya sé lo que ustedes están pensando; en si se acuer-
da de nosotros, de sus creadores, de lo que era hace un
momento ... No; no se acuerda de nada de eso. Nos tiene
por completo olvidados. Es -se cree realmente- un hom-
bre libre. Mejor).
Mírenlo ahora; se aparta un poco del escenario. Con-
templa la profundidad de la noche. Repleto de ansias, en-
saya sus alas de ilusión para volar por las regiones ultra-
telúricas de los sueños inaccesibles.
Se vuelve de pronto. Mira fijamente a . . . ¿A quién?
Playa de Vidas 169

¿A esa mujer marmórea, enfermiza, casi irreal, pero in-


creíblemen te bella a la que todos los hombres ofrendan
Ja ostentosa canastilla de sus reiteradas galanterías ? Sí,
es a ella. ¡Qué iluso! o ¡qué audaz! De fijo está idealizán-
dola, buscando en ella el misterio que lleva dentro de sí
mismo.
Pero, silencio. Va a hablar. Escuchémo sle.
-Sí, acaso ella . . . Este infinito anhelo mío de un
algo superior, de una ilusión única . . . ¿No podría ser
ella mi finalidad, el arranque y la meta de mi vida? Pero
¿quién es? ¿Qué es? De todos modos ¡qué importa! Amar-
la ... Amar. Eso si me estará permitido siempre. Seguirla
a través del mundo, adorándola . en silencio, sin esperan-
zas, como se adora y se sigue a una quimera. (Agucemos
el oído. Habla tan quedament e que apenas si podemos
oírle). ¡Una quimera! Quizá la que durante treinta y dos
años anduve buscado a lo largo de todos los caminos del
mundo. ¡Mi ilusión! ¡Cómo querría darte un nombre para
componer un portentoso y bello poema musical con las no-
tas de sus letras!! ¡Quién sabe si ofrendándo te la vida que-
rrías mirarme, hermosa quimera de mujer! .
Son los primeros balbuceos, los primeros síntomas
reactivos de su vacunación .
Dejémosle desenvolve rse con absoluta amplitud de
acción. Le hemos conferido el inapreciabl e dón del libre
albedrío y no podemos intervenir en su vida.
Pero atención: ella se acerca, pasa junto a él; le mi-
ra. Por un segundo, se cruzan sus miradas . . . Alberto
enajenado, quiere avanzar pero no se mueve. Quiere ha-
170 Rosa Arciniega

blar, pero su boca está muda. Pertenece a la categoría de


los tímidos como todo pasional. Ahora, ya lo ven ustedes,
podría haberse acercado a ella como lo hacen todos los
demás; podría hao rle hablado, oído, estudiado fríamente.
Pero prefiere callar. Mientras sigue idealizándola, fornen·
tando misterios y conflictos en su interior, esculpiendo
un ídolo sobre el ónice de sus propios sueños . . .
Vean ustedes; ella vuelve a pasar junto a él. Distraída-
mente, sin mirarlo siquiera . . . Se hunde otra vez en el
caprichoso oleaje del baile . . . . Los conquistadores de
profesión rnndan en torno a la silla de mimbre donde se
ha sentado ...
Pero observemos a nuestro personaje: tiembla, está
tan intensamente pálido que hace pensar en la muerte.
Se ha recostado en la barandilla de la borda sin duda para
no caer. Es un muñeco trágicamente grotesco al margen
dE> este inconsciente baile de la vida. ¡Y aspira nada me-
11os que a ser el protagonista!
Resulta, ciertamente, un poco cómica su pretensión.
Pero no creo que haya entre ustedes nadie que se sienta
movido a reírse. Si ese alguien existe, puede salir del es-
condite de nuestra nube olímpica y marcharse. Es que no
entiende nada. Nuestro personaje ha tomado su papel en
serio. Y todo el que toma las cosas en serio, naturalmen-
te, padece. Ahora bien: ¿algun9 de ustedes se atrevería a
mofarse de un hombre que sufre por encontrarse encerra-
do dentro del aro terrible de una, para él, superior reali-
dad? En este objetivo puesto de observación no cabe nin-
gún incomprensivo. Especie de semidioses, desde aquí lo
Playa de Vidas 171

vemos todo con absoluta claridad, podemos penetrar to-


dos los misterios psíquicos, explicarnos sencillamente lo
que para ellos- para los habitantes de ese mundo- es
un indescifrable arcano. Por fuerza hemos de ser bené-
volos y casi paternales, jueces, apiadados de los esfuerzos
y de los errores de nuestras criaturas por salir de su den-
se:: oscuridad.

Miren ustedes a nuestro personaje encerrándose cada


vez más en su círculo. Un ambiente eufórico de poesía y
de placer le rodea; pero él sufre. Aletean en torno suyo las
mariposas de. las melodías ensayando escalamientos de cie-
los nuevos; el aire es una rara esencia de mil flores, quí-
micamente saturada de desfallecientes cadencias musica-
les; ondulando en perfecciones y en divinas perversidades
pasan las mujeres; el champagne repiquetea con los nudi-
llos de la alegría en el cristal de las copas, pero él sufre.
Se atormenta. Crea voluntariamente un infierno de fuego
para su espíritu.

-Me miró. ¡Me ha mirado! Sí; es ella; ella. La que yo


ef;peraba siempre! ¡Mi ilusión: la he visto en sus ojos en un
segundo infinito. He sentido su perfume, el divino perfu-
me de su cuerpo armónico y musical. Amarte, mujer, a-
marte hasta más allá de las fronteras de la pasión . . . .
Te amo ya. Te he amado siempre. Porque, cuando he creí-
do amar a otras; cuando algo he deseado; cuando mis an-
sias imprecisas me lanzaban por todas las sendas del mun-
do a tí te amaba, a tí te deseaba, te buscaba sólo a tí. No
me importa saber quién eres, ni de dónde vienes, ni a dón-
1.72 Rosa Arctniega

de vas. Mi amor será más alto y más grande que las monta-
ñas de todas las dificultades humanas.
Observen ustedes ahora ese brusco cambio de su ros-
tro. Mira hacia donde está ella. Se inquieta. Crispadas, son
sus manos como dos ganchos lanzados al vacío de lo in-
cognoscible.
-Pero, ¿esos hombres que la rodean? ¿Por qué les
hace caso? ¿Por qué ríe con ellos? Y ese otro, más entro-
metido, ¿quién es? ¿Qué es de ella? ¿Acaso? . . . No; ella
no puede amar a nadie. Sólo dejarse amar. Pero .. .
Atención: un caballero de edad se acerca a nuestro
personaje. Pelo blanco, profundos surcos -¿producidos
por la reja del placer, por la del dolor?- en su rostro; aire
cansado, displicente. Perfecto prototipo del hombre mun-
dano.
Cariñosamente le golpea en un hombro. Hablan. Oi-
gamos su conversación sin dejar de observar la totalidad
de ese mundo transatlántico que, ajeno a los juegos trá-
gicos jugados sobre su costra insensible, sigue rodando
por su órbita planetaria.
-Caramba, Alberto. ¿Cómo se entiende esto? Ahí el
baile, las mujeres hermosas, la juventud . . y ¿usted
2quí? ¡Mal síntoma!, mal síntoma! Le veo a usted ena-
morado.
(Oído a la mentira).
-¿Enamorado? ¡Bah! Aburrido.
-¿Aburrido? No lo entiendo. Al menos que tenga
usted un concepto de las diversiones completamente opues-
1.:

Playa de Vidas 173

to al de todo el mundo. Vamos a ver: ¿qué necesita usted


para distraerse?
(Otro embuste que nosotros debemos disculpar).
-Para distraerme? Pues ... la verdad, no lo sé.
-¿Que no lo sabe usted? Vamos, querido Alberto, va-
. mos. Me está resultando usted un hipocritilla. ¿Quiere
que se lo diga yo? A usted, como a todo hombre de fina
sensibilidad, le hace falta una ilusión.
(Según están ustedes comprobando, señores del públi-
co, que no nos equivocamos al hacer el diagnóstico de este "
nuevo personaje: es un hombre mundano, conocedor de
la vida y de los hombres, optimista por escepticismo. Pero
no interrumpamos su conversación).
-¡Una ilusión! La he querido poner en tantas co-
sas . . . En una gran empresa comercial, en un heroísmo,
en un trabajo humilde, en los placeres de la vida ... No
he podido encontrarla en ninguna parte.
-Claro; como que le falta ensayar la principal; casi
estoy por decir la única; la ilusión en la mujer, la ilusión
en el Amor.
-¡Phssss!
-Es la más bella ilusión de todas, querido Alberto.
Ahora que -la verdad- no se haga usted tampoco de-
masiadas ilusiones respecto de esa ilusión. Pero observo
que no me escucha. ·Está usted distraído, preocupado, no
sP. . . . Acaso le estoy molestando.
-No, no; de ninguna manera. Es verdad; estaba dis-
traído, pero prometo escucharle.
-Ande, Alberto, acompáñeme a tomar una copa. Este
174 Rosa Arciniega

paisaje nocturno tan . . . meloso y ridículament e román-


tico no le ha ce a usted bien.
-Acepto.
(Qué entretenido resulta seguir el libre juego de los
personajes novelescos, señores del público. Sobre todo,
cuando se comportan y hablan de un modo semejante a
nosotros, a sus creadores).
Pero sigamos -con la vista nada más; nosotros, des-
de la nube diáfana de nuestro Olimpo, lo vemos todo sin
movernos- a nuestr os personajes. Alberto y su amigo se
han sentado frente a una mesita artísticament e ilumina-
d?. por una pantalla carmesí. El camarero les sirve una
botella de champagne sumergida en un cubo de hielo co-
mo para calmar su alta fiebre abrasadora. Los dos senos
invertidos de las copas, finas y delicadas, estilizan en el
espíritu la idea del placer. El humo de los cigarrillos egip-
cios puede ser m uy bien el incienso pagano ofrendado a
la noche sobre los altares del Hastío.
Pero fíjense: Alberto se revuelve inquieto en su a-
siento. Quisiera verla a ella totalmente, sin esos eclipses
parciales producidos por la interposición de los bailarines
en sus Evoluciones. Ver, sobre todo, su rostro, sus ojos ...
Cambió de sitio. Ahora la vé perfectament e. A una
distancia quizás excesiva. Pero no importa.
Escuchen ustedes cómo, displicentem ente, nuestro
personaje inicia una conversación interesada.
-Beba, Alberto. Está usted muy distraído esta no-
che. Pero ¿a quién mira usted tanto?
Playa de \'idas 175

(Perplejidad. Vean cómo tenuemente se colorea su


rostro marfileño. Disimulo) .
-¿A quién? A nadie. Miraba hacia aquella mujer des-
conocida que se sienta en ...
-Ah, sí, ya sé. Y de fijo está usted enamorándose de
ella.
-No.
-¿No? apostaría cualquier cosa a que su aburrimien-
to de esta noche . . . ¿Le gusta a usted esa mujer? Yo la
encuentro bonita, pero un poco enfermiza, demasiado es-
tilizada. Si quiere se la presento.
(Oído a la autodelación).
-¡Cómo! Pero, ¿la conoce usted?
-Sí; desde hace tiempo. Quizá no se acuerda de mí,
pero eso no importa. La edad permite cierta confianza
con las mujeres jóvenes. Pero, querido Alberto, me ha
preguntado usted de un modo por ella que ... Tendré que
sospechar algo.
-¿Sospechar qué?
-Por si acaso, le advierto que es una mujer peligro-
sa y delicadísima. Peligrosa, porque es muy propensa rl.
los coqueteos. Delicadísima, porque realmente lo está. Al
extremo de que ella no puede aceptar el amor. No resis-
tiría más de una semana de fiebre pasional. Todo lo más
<;_ue le aconsejo con ella es un flirt intrascendente. Pero,
calle: ahi se levanta. Un momento . . .
(Señores del público: según ustedes pueden notar, el
conflicto ·se complica rápida y espontáneamente. Es que
los personajes, cuando se les concede libre albedrío, se
176 Rosa Arciniega.

van a la acción sin pérdida de tiempo, encantados de que


no haya un novelista tiránico que les imponga una lenti-
tud determina~a en sus movimientos. ¡Qué bien se mane-
jan sin frenos! Y no crean ustedes que piensan un sólo
momento en nosotros: en sus creadores. No nos pedirán
nunca consejo).
Pero silencio; el hombre mundano y reposado se en-
camina con ella hacia Alberto. Véanlo: carraspea, tose, se
revuelve· inquieto en el asiento ... Se alisa el cabello, es-
tira su frac, prepara la mano para un saludo próximo .
Nuestro viejo personaje hace las presentaciones:
-Señorita: mi amigo Alberto tenía unos deseos locos
de conocerla. Es decir; de hablar con usted.
(Estremecido, Alberto se pone en pie. Su palidez al-
canza ahora un grado pleno de intensidad. Su voz es un
trémolo de órgano) .
-Oh, señorita . ..
-¿De veras tenía usted tantos deseos de hablar con-
migo?
-Sí . . . aunque, en verdad, mi amigo exagera. Me
hubiera contentado con verla ...
-Muy bien; ahora resulto yo el culpable. ¡Ah, terrible
inconveniencia la de hacer favores! Diga usted, señoritr.,
que miente. E staba frenético por esta presentación. Lo .
que sucede es que Alberto es tan pasional como tímido.
P rimero que decidirse a hablarle, se hubiera pasado toda
la vida adorándola en silencio.
-¡Ja, ja, ja,! ¡Qué gracioso!
Playa de Vidas 177

(Una pausa, durante la que Alberto mira intensa-


mente a su. nueva conocida).
-Señorita, ¿puedo tomarme la libertad de invitar-
le a? . . .
-¿A tomar una copa de champagne con usted? Ya lo
creo. Encantada. Oh, perdón: le he dejado a usted sin a-
siento, viejo amigo mío.
(Veamos cómo, diplomáticamente, se adélanta a pre-
parar el terreno el hombre mundano).
-No; le prohibo que se mueva de ahí. Está usted muy
bien. Eso, el haberse sentado usted en mi sillón es todo
un símbolo.
-Azaroso, ¿eh?
-Bien azaroso; pero yo tengo por norma no violentar
el azar. Así que me veo forzado a marcharme. Precisamen-
te les debía un "pousse-café" a aquellas señoras . . . Has-
ta luego.
(Enorme, fantásticamente expeditivos estos persona-
jes. Ya comprenderán ustedes que ningún novelista, por
poeta que sea, se hubiera atrevido a hacer otro tanto, a
conducir de esa manera tan acelerada las escenas. Pero
ya han visto ustedes, señores del público, que son ellos,
los personajes, los que están haciendo la novela y noso-
tros tenemos que limitarnos a seguir sus caprichos .
Podemos presumir ya que los acontecimientos van a pre-
cipitarse vertiginosamente. Disculpemos esta premura en
atención a la brevedad del viaje que realizan por la tie-
rra. ¡Es tan corta la distancia entre puerto y puerto! ¡Y,
más allá, no hay nada para muchas almas!).
178 Rosa Arciniega

Per o silencio; ella habla:


-De molo que usted tenía grandes deseos de hablar
conmigo . : .
-Desde siempre.
-¿Desde siempre? Pero si su amigo me ha dicho que
me ha conocido usted esta noche . . .
-Y es la verdad. Pero yo la esperaba a usted desde
siempre, desde el infinito.
-Eso me lo han dicho muchas veces. Me lo dicen to-
dos.
-No importa. ¿Sabe usted por qué vago de un sitio
2. otro, por qué estoy viajando desde hace tanto tiempo?
-Por distracción.
-Por buscarla a usted. Por eso es difícil que pueda
usted comprender lo que pasa por mí cuando la encuentro. '
Yo no he empezado a amar; sigo amando. Dígame usted su
nombre. Sí; dígamelo porque lo necesito para llamarla
fervorosamente. Lo quiero para resumir en él .todos los
rezos de mis oraciones.
-Gloria. Me llamo Gloria.
-¡Gloria!
-Le parece a usted un nombre feo?
-Ese nombre está más allá de las fronteras de toda
fealdad y de toda belleza; sugiere lo inefable. Gloria,
siento no poder ensayar una palabra armónica y virginal
para decirle esto: la amo a usted luzbélicamente. Por con·
seguirla, doy mi vida.
Ella ha callado. Ligeramente impresionada -véanlo
Playa de Vidas 179

ustedes- trata de ahogar su turbación en la rubia pisci-


na de la copa de champagne.
Es explicable. Las palabras de nuestro personaje han
sido profundamen te verídicas y emotivament e sinceras.
Ha podido influir también el opio de la noche tropical; ·1a
armonía de esa música finamente cribada por la distan-
da; quizás . . .
-No lo niego; me satisfacen esas pasionales vehe-
mencias. Pero acaso no pueda corresponder las. ¿Sabe us-
ted que estoy extremadam ente delicada?
-Sí.
-Una fuerte pasión me aniquilaría en pocos días.
Ameme usted desde lejos. Es el mejor medio de que las
ilusiones resulten siempre bellas.
-Quiero amarla a usted de cerca. Gloria, usted es mi
más alta quimera. No puedo ya forjarme otra.
-¿No cree usted en algo superior?
-¡No!
-¿No? Pensé que sí. No sospecha usted que ese ar-
dor de su espíritu, esa vehemencia de su alma, esa intensí-
sima .a mbición por lograr lo más lejano, sea producto de
algo que queda por encima de usted mismo?
-No. Pero, ¿por qué me pregunta todo eso?
-Porque quizá creyendo usted en ello, llegara a no
poner sus supremas ilusiones vitales en lo que es sólo hu-
mo.
-No me importa nada. Mi suprema quimera, se lo re-
pito, Gloria, es usted.
(Atención: un hombre se aproxima a ella. Le recuerda
l80 Rosa Arciniega

un baile prometido. Ella acepta. Se disculpa ante Alberto).


-Excúseme, pero tengo tantos compromisos ya ad-
quiridos esta noche . . . Con permiso, amigo mío.
-Se va usted ... Gloria: antes, una palabra. Deme us-
ted una esperanza . . .
-Le espero; pero quizá cuando llegue
-¿Qué? Acabe . . .
-Tampoco me encontrará.
Se9úi+ ven ustedes, se ha perdido, ondulante, entre el
oleaje rítmico del baile. Alberto, tembloroso, se desploma
sobre el mimbre de un sillón. Mira en tornó, arriba, aba-
jo ... Nada ve, nada oye.
¡El mundo y los cielos llenos están para él del nom-
bre de GLORIA!
Celos, celos horribles y prematuros taladran su alma.

• •

Señores del público: durante estos tres días -aunque
los días no existen para nosotros- el espectáculo dado
por los personajes no nos ha parecido interesante. Idas y
venidas por el mismo sendero del monólogo . . . Entrevis-
tas fugaces de los dos . . . Primeros síntomas de una bo-
rrasca pasional. Balbuceos . . . , sueños . . . , nada.
Pongamos un compacto tachón de tiza sobre este sec-
tor de tiempo anodinamente anecdótico.

• •
*
Playa de Vidas 181

Veamos esta noche.


La decoración es la misma. Menos romántica tal vez.
Se nota la ausen.c ia del baile, de las serpentinas de colores,
de las pecheras blancas, de los vestidos descotados.
En cambio, los diálogos resultan más íntimos, más
reconcentrados e interesantes. Los paseos por la cubierta
tjenen algo de citas pecaminosas. El licor es el personaje
cómplice de todos los extravíos.
-El champagne -dice Gloria a Alberto, retirando
sus manos de la boca ávida de él- le ha hecho a usted
perder la cabeza. ·
(Transtornado, obsérvenlo ustedes).
-¡No, Gloria, no es el champagne! ¡Eres tú la que
me embriagas, la que me enloqueces!
(Silencio en ella. Emocionada, aparta sus ojos de los
de él. Alberto, desalentado).
-Te ríes de mí.
-No, Alberto. Sufro viéndote sufrir y ...
-¿Y? ...
-Y quisiera, no sé, inventar algo, hacer algo para a-
rrancarle esa pasión inexplicable.
-Imposible. Mi vida no tiene ya más finalidad que
tú . . . ¡Gloria: presiento que tú eres la escala por donde
se asciende al eterno dolor.
(Atención: ella -¿compadecida?, ¿enamorada?- to-
ma una de las manos de nuestro personaje, que él, apasio-
nado, lleva a su boca. Estremecida, Gloria recibe sus be-
sos frenéticos).
182 Rosa Arcbrlega

-Alberto, quizá fuera mejor para los dos no volver


a vernos más. Yo ..
-¿Qué? Sigue . . .
-Alberto, no pretenda usted asesinarme en usted.
-No; quiero que vivas, pero en mí, para mí.
-¿En tí? ¿Para tí? ... ¡Ah, qué he dicho!
(Observen ese gesto de estupor en el rostro de Gloria,
esa sonrisa feliz en el de Alberto).
-¿Qué has dicho? Algo que, para mí, es la revelación
del fondo de tu alma. Ese "tú" incontenible es mi mejor
promesa.
(Pero reparen ustedes: la escena queda interrumpida
de pronto. Sonriente, afable, el viejo amigo de nuestros
protagonistas se acerca a la mesa de Alberto y Gloria.
Paternalmente cariñoso, reconviene a ésta).
-Pero, Gloria, por Dios, ¿qué locuras son estas? Us-
ted no ha reparado en la hora . . . Ni, claro está, en el re-
lente del amanecer. Es usted una chiquilla inconsciente.
(Estudiemos el gesto de contrariedad en ambos. Glo-
ria es la primera en rehacerse) .
-Ah, sí, qué enormidad: son las tres de la madruga-
da. Tengo que retirarme . . .
(¿Han perdido ustedes ese detalle? ¿Esa fingida indi-
ferencia con que alarga la mano a Alberto a la hora de
despedirse? Muy interesante. También sus palabras pue-
den ser significativas).
-Alberto, adiós. Hasta mañana.
(¿Y ese silencio de Alberto? ¿Y esas manos enlaza-
das que no quisieran despegarse? Pero, atención: ahora

.
. , • <'
~'(

Playa de Vidas 183

nuestro personaje, sereno y mundano, la acompaña. Al


doblar un recodo de la cubierta él la detiene de pronto.
Algo inesperado vamos a oír. ¡Qué distraído resulta se-
guir las peripecias de nuestras criaturas! ¡Qué inconmen-
surablemente grandioso debe resultar ser Dios!).
-Lo he visto todo y lo he oído todo, Gloria.
-¿Todo?
-Todo. Y no puedo calificarlo de otro modo que co-
. mo una tontería. Pero una tontería que puede resultar
trágica.
-¿Para quién?
-Para él.
(Aprecien ustedes el dramatismo de estos diálogos,
de estos silencios auténticos, no novelescos).
-Y, en ese caso, ¿el culpable?
-Dejemos a un lado las culpabilidades, Gloria. Yo os
presenté, cierto. Pero bien sabes tú dónde termina un
"flirt" y dónde empieza una pasión. El ha resbalado ya
hacia la pasión.
-¡No!
-Es inútil mentirme a mí, (Horia. Un paso más, y
estará irremisiblemente perdido.
-Soy libre.
-Ya lo sé. Pero es preciso que no vuelvas a ver a ese
hombre.
(Fíjepse en esa mueca de desaliento, en la negra no-
che de tristeza que se ha desplomado en su alma).
-¡No volverle a ver! ¿Qué pensará entonces de mí?
-De eso se trata, Gloria; de que piense mal. De que
.\
184 Rosa Arciniega

tE:: aborrezca. De que te desprecie como si supiese ya el va-


cío que existe tras de tí.
(Desplomada, abatida, Gloria es -contémplenla us-
tedes- una frágil muñeca de biscuit. El, sin cumplidos,
le vuelve la espalda. Se aleja. Mientras ella, quedamente,
misteriosamente, susurra: "Te espero; y cuando llegues,
ta.mpoco me encontrarás").
Ahora, intrigados por la suerte de nuestros persona-
jes -que orgullosos con su aparente libertad no reconocen
nj recur ren a nuestra realidad superior- esperemos hasta
mañana.
P uede entretenerse el que quiera en seguir contem-
plando otra vida de las muchas que viajan en este mundo-
flotante.

• •

Otra noche.
La escena, siempre idéntica, puede resultar qmzas
un poco aburrida; pero nosotros, inhibidos por completo
de la actuación de nuestros personajes, no somos culpa-
bles del escenario que elfos escojan para representar su
auténtica farsa.
De todos modos, más amenidad que ayer; Gran "soi-
rée" a bordo. La parte central de la cubierta es un fantás-
tico jardín de flores invertidas. Abejorros con negras alas
de frac rondan en torno. En un ángulo, Alberto.
No es necesario que les haga notar a ustedes su in-
Playa de \'idas 18S

quietud, su terrible desasosiego. Salta a la vista. Y tiene


fácil explicación: no ha visto en todo el día a Gloria.
Tampoco la encuentra ahora en el baile. Sus ojos, de
vez en cuando, quieren interrogar a las estrellas, asir ca·
bos de dudas en el aire sus manos. Hay momentos en que
parece intuir también nuestra invisible presencia. Quizá
siente el impulso de pedirnos auxilio.
Pero, atención: acaba de ver a su amigo -siempre tan
afable, tan mundan?-- y atropelladamente se precipita
. sobre él. ¡Horror! Miren ustedes de qué modo más brutal
lo ase por la solapa:
-¿Dónde está Gloria?
(Pero no, no ocurre nada. Aquilaten ustedes el valor
de la serenidad: nuestro viejo personaje, elegantemente y
como sin darse por enterado, se desprende de Alberto. Le
saluda ceremonioso):
-Caramba, Alberto: ¿Tú por aquí? Y, por su paesto,
siempre tan mal educado, tan vehemente? Eres un perfec-
to niño, a quien hay que reñir todos los días ..
-¡Basta de farsas! Te repito que dónd~ está Gloria.
-Puedo asegurarte, Alberto, que pierdes el tiempo si
pretendes darme un escándalo. Mientras te calmas, voy a
tomar un cognac.
(Y vean con qué dominio de sí mismo lo realiza. Nues-
tro protagonista, furioso, duda unos momentos; pero al
fin, aparentemente tranquilo, viene a sentarse a su lado.
Silencio: va a hablar):
-Y bien; ¿puedo saber dónde está Gloria?
-Ah, eso es otra cosa, Mberto. En ese tono sí puedo
186 Rosa Arclniega

contestarte. Y, desde luego, te lo diría si lo supiese. Pero


lo ignoro.
(Desbocados los nervios de Alberto).
-¡¡Mientes!!
-Otra impertinencia, Alberto, y no volverás a ha-
blarme en toda la noche. Te . repito que no sé dónde está
Gloria. Puedo ser su consejero; pero nunca su guardián.
-Sin embargo, es muy extraño que después de la
conversación secreta de anoche, haya ocurrido esto.
-Te repito que yo puedo aconsejarla -como a tí-
pero nunca coartar sus decisiones.
-Eso quiero saber: lo que le has aconsejado.
-Sencillamente, que no se sienta ligada a tí por una
palabra que haya podido darte en un momento de debili-
dad. Comprenderás que Gloria no es culpable de haber
venido a dar con un iluso, con un fatuo que llegue a
creerse el preferido . . . . .
(No hagan ustedes caso de esos oj.o s desorbitados de
Alberto, ni de esas convulsiones casi epilépticas):
-¿Iluso? ¿Fatuo? Bien; voy a escupirte la verdad al
rostro: eres el último de los imbéciles. ¿Llegar a creerme
que ella me prefiere, que ·ella me corresponde? ¡No! Po-
der afirmarlo. ¡Afirmarlo, 6yelo bien!
-Pues mírala. Ahí la tienes.
-En efecto; Gloria -véanla ustedes-, maravillosa-
mente bella y sugestiva, acaba de aparecer sobre cubierta.
Les invito a ustedes a beber en lentos sorbos su ideal be-
lleza hasta que sientan el delicioso mareo de una borra-
chera estética y sensual.
Playa de Vidas 187

Instintivamente, sus ojos se han disparado, vibrantes


como una saeta, hacia la mesita de Alberto. Pero allí han
encontrado los otros ojos fríos e imperturbables de su pru·
dente consejero. Después, riendo escandalosamente-dema-
siado escandalosamente para que otro que no fuese un
ciego enamorado comprendiera la falsedad de su risa--,
acepta las primeras galanterías y las primeras invitacio-
nes. Ufanos, los conquistadores zumban en torno suyo.
Pero, no descuidemos a nuestro protagonista. Nuestra
visión exige ahora más simultaneidad. Embriagado por
el alcohol de la sorpresa, Alberto no ha tenido todavía
tiempo de reaccionar. Está aplanado, sobre el sillón de
mimbre.
Sonriente, el hombre mundano se vuelve hacia él:
-Y bien, Alberto: ¿Puedes ratificarte ahora en tus
palabras de hace un instante? Sigues creyendo que Gloria
tt- prefiere entre todos?
-Imbécil; vete de aquí.
Imperturbable, sin descomponer el gesto reposado de
su rostro, el amigo de Alberto se encamina hacia la borA
da.
Nuestro protagonista, en cambio, parece querer des-
cargar· su tormenta colérica en la coctelera. Bebe . . . ,
bebe . . . , bebe. ¡Qué extraordinariamente brutales son
los personajes cuando se olvidan de la presencia de sus
creadores.
Atención al otro lado: Gloria, escondiendo su íntima
pesadumbre, baila, ríe, fuma, coquetea. (En su rostro ala-
bastrino se ha cristalizado la melancolía de la noche).
188
Rosa Arciniega

Pero, cuidado: Alberto se levanta. Fijémonos en su


rostro, en sus ojos . . . Ebrio, está ebrio. Se dirige hacia
ella. ¡Y el anciano, impasible, mirando entretanto al mar!
Bruscamente, Alberto detiene a Gloria en el centro de
la pista.
-Quiero bailar contigo.
Gloria -veámosla- apenas se . sostiene en pie. Cie-
rra los ojos. No quiere ver a Alberto. Huyendo, responde:
-Imposible. Tengo todos los números comprometidos.
(La tristeza se ha concretado en sus ojos).
Súbitamente, el hombre sereno se dá cuenta de lo
que sucede. A distancia, clava en ella su adusta mirada.
Gloria ha comprendido . . . . Y ríe, ríe otra vez ...
De pronto -¡horror!-, Alberto se sitúa a su lado de
un salto. Brutalmente, la toma por un brazo:
Sus palabras huelen a alcohol y a crimen:
-¿No quieres bailar conmigo? ¿No? Eh., señores: ven-
gan a ver de cerca a la más perdida de las . . . ·
(No hemos oído la palabra final. El barullo la estran-
guló antes de nacer. Gloria tampoco la ha escuchado. Un
desmayo la salvó del ultraje).
-Y ya, esa algarabía del público no nos interesa. Vo-
ces, imprecaciones, rumores, escándalo, nada.
Veamos qué ha sido de nuestros persqnajes. A Gloria
se la llevan a su camarote. En su rostro dormido se ha
posado ahora la palidez de la muerte. Tres individuos
luchan con Alberto para impedir que se arroje por la bor-
da. En sus imprecaciones, en sus ojos, en su boca espu-
meante, arde la locura. El hombre mundano, sin ínter-
Playa de Vidas 189

venir en nada, pasea de un lado a otro, moviendo efe vez


en cuando la cabeza.
El mundo transatlántico, ignorante de estos peli-
grosos juegos jugados sobre su costra movible, sigue ro-
dando, entretanto, por su órbita planetaria.

• •

El día siguiente. (Para ellos. Para nosotros, el tiempo
no existe).
Reparemos ante todo en la disposición de la escena:
un rincón de cubierta. Algunos sillones diseminados aquí
y allá. En uno de ellos, abatido -despojo de hombre-
Alberto. Junto a él viene a sentarse de pronto una mujer
de edad indeterminada, de rostro indefinible. Un poco más
a1lá, paseando abstraído y con las manos atrás, nuestro
personaje sereno.
La nueva protagonista golpea suavemente en el hom-
bro a nuestro personaje:
-Vamos, Alberto, no sea usted niño. Deje a un lado
esos pensamientos absurdos y trate de comprender.
-No puedo comprender nada.
-Gloria le ama.
-¡Miente usted igual que ella! Gloria es una embus-
tera.
-No quiero escucharle. ¿Sebe usted que ella está muy
enferma? ¿Que, en el delirio de la fiebre, le llama?
-¿Eh?
190 Rosa Arcinlega

-Que lo espera.
Horrible. Ya ven ustedes lo que son unas criaturas
libres, unos personajes sin control. Actúan sin tino, sin
cordura, sin medir el alcance de sus decisiones. Sólo tie-
nen un señor a quien obedecer: su propio capricho.
Bruscamente, Alberto se pone en pié, corre como loco
por los pasillos, busca un número . . .
Pero, en el momento de abrir la puerta de Gloria
-¡hum!-, el hombre mundano lo sujeta por una de las
solapas. Nuestro protagonista intenta abofetearlo; le es-
cupe un insulto:
-¿Quién te manda mezclarte en mis asuntos? Apár-
tate de aquí.
-¿Que me aparte? ¿A dónde vas?
-No te importa. A buscar a Gloria, ¡a mi GLORIA!
Yo necesito que sus besos coronen mi frente con laure-
les de inmortalidad. Voy a pagarle en amor todo lo que
la he hecho sufrir. ¿No sabes? Ella me quiere, me ha mos-
trado altos senderos, soy ...
-Sí; ya lo sé. Todo eso es verdad. Pero, por lo mismo,
no debes entrar ahí. No intentes llegar a ella. La matarías
en unos instantes. La matarías y ... después ¿qué te que-
dará? Te prohibo abrir.
-No puede prohibírmelo nadie. Ella es libre. Yo tam-
bién. Yo también, sábelo, soy libre. No hay potencia hu-
mana ni divina que pueda torcer nuestros destinos.
(Libres. ¡Libres! ¡Qué hemos de hacer sino perdonar
este pobre orgullo de nuestras criaturas!).
-No entres, Alberto. No te acerques a Gloria. Un dfa
Playa d~ Vidas 191

te pesará desoladamente. Escucha: ¿no sería más hermoso


y heroico amarla dulcemente, devotamente desde lejos,
desearla siempre viéndola en lontananza, bella e _inapre-
hensible, fresca y lozana, como una ilusión que no enve-
jece?
- N o. Yo quiero poseerla. Hacerla mía. Desposarme
hoy mismo con mi Ilusión Suprema.
-Reflexiona, Alberto. Es la única que puede quedar-
te en la vida. Si ía asesinas, ¿qué será después de tí?
-No me importa saberlo. Aparta. ¿No? Pues yo te
aparto. ¡Así!
De un violento empellón, lo arroja contra el suelo.
Frenético, abre la puerta:
-¡Gloria! . . . ¡Gloria! ¡Mía! ¡Por fin eres mía! . . .
Vencida, ella extiende sus brazos:
-¡¡Aquí me tienes!!

• •

Para ellos, señores del público, unas horas después.
(Para nosotros, hemos quedado en que el tiempo no exis·
te. Permanecemos siempre en presente).
Despavorido, gritando como un loco, Alberto sale del
camarote de Gloria. En el pasiilo !:>e encuentra con su a-
migo. Lo toma de la mano.
-¡Pronto! ¡Pronto! Corre. Gloria se muere. Gloria a-
goniza.
-¿Y qué quieres de mí?
192 Rosa Arciniega

-Que la salves. Que me la salves.


-La has asesinado tú.
-No importa, ven. Ven. ¡Era tan frágil! ...
-(Señores del público: sumo cuidado. El momento es
extraordinariamente peligroso. Una distracción nuestra
podría .resultar fatal. Sigamos los más leves movimientos
de nuestro personaje).
En el frenesí de su exaltación, Alberto mira ~ todas
partes como queriendo indagar . . . Quizás intuye nues-
tra presencia invisible ... Acaso pide un supremo asidero
para sostenerse sobre el vacío funesto ... Pero, atención:
esa mano temblorosa que instintivamente busca algo . . .
Esa fría resolución escrita en sus ojos . . . Ese trágico
gesto marcado en su rostro . . .
Señores, ha llegado el momento de intervenir. Nues-
tro experimento está perfectamente comprobado. Hemos
creado un ser novelesco que realizó plenamente el ciclo
vital que le habíamos designado. Pero no podemos dejarle
consumar su destino. Yo, como novelista creadora de la
farsa, voy a privar a nuestro personaje de su libre albe-
drío, haciéndole ver mi realidad superior. Verán ustedes:
reconocerá en seguida mi voz.
-Alberto.
(Observen cómo tiembla, cómo se sobrecoge).
-¿Eh? ¿Quién me llama?
-Yo. ¿No me conoce?
-Sí; es usted mi creadora, mi novelista. Oh, la mal·
Playa de Vidas 193

digo con toda mi alma!


-¿Por qué?
j -Por haberme hecho vivir esta terrible vida de do-
lor.
-Yo le pregunté a usted antes si quería vivirla.
-Sí; es verdad. Pero, ¡qué cruel ha sido usted conmi·
go! Me ha dado la suprema ilusión y me la quita. ¿Qué
será de mí? ¿Cómo podré vivir ya?
-De ella. De esa ilusión. No quiso usted Alberto, sen-
tirla delante de usted; ahora irá detrás. ¡Qué más da!
-¿Y por qué adelante o atrás? ¿Por qué no conmigo?
-Oh, eso es imposible. Las ilusiones no tienen pre-
sente.
-¡No tienen presente!
-No. iSe considera usted infeliz, pero dígame: ¿está
usted pesaroso de la vida que le he hecho vivir? ¿Quería ¡
11sted no haberla vivido?
-Oh, no; eso nunca. Pero mire usted: Gloria está
muerta. ¿Qué haré ahora yo?
-Ya se lo he dicho: vivir de ella. Y de mí: de su .rea-
lidad superior. Tiene usted también el consuelo de una
ilusión que ha sido ....
-¡Triste consuelo!
-¡Si muchos lo tuvieran, Alberto! . . . Además, ade-
más yo no he podido crearle de otro modo que a mi ima-
gen y semejanza. Viva usted.
194 Rosa Arclniega

Alberto -véanlo ustedes- baja la cabeza, siente su


propia humilhción de personaje.
Mira sucesivamente a Gloria, al mar . . . : dos Inmen-
sidades.
Luego, infinitamente resignaldo, mira al cielo ....

Buzón de Auroras
. (Cápsula de novela)
-¿Qué número dijo usted, sor Consolación?
-1.094.
-¿Tiene ahí la medallita?
-Sí; aguí está; pero permítame que se la ponga yo al
<Cuello .. . .
El bebé Daniel-acabamos de ponerlo Daniel al bau-
tizarlo--pasa de las rodillas de Sor Jesús a las mías. Llo-
riqueante. Rabioso.
¿Hambre ? ¿Frío? ¿Dolor? ¿Signo tan sólo acaso de la
nostalgia del cielo qille deja atrás? ¿Terror ante la interro-
gación que se proyecta delante de sus pasos por la tie-
rra? ¿IJlora por lo que ha dejado o por lo que le aguar-
da?
De todos modos, no dolor puramente biolóigico. Esos
deditos contraídos, apretados, retorcidos, como menudos
garabatos, ¿no simbolizarán una muda protesta contra el
exilio a estas _playas desoladas? ¿Un desesperado afe-
rrarse al último cordoncito de una prehumana existencia
en un mundo, ya difuso para él? ¿Una negativa de adap-
tación a la nueva fórmula vital?
Como sea, yo respeto vuestra crispación, frágiles ma-
nitas encartuchadas por un sufrimiento humano o prehu-
mano, y os doy el más cálido aliento de mis besos, por
si, co;mo los ca'Pullos al amanecer, os queréis abrir así a
198 Rosa Arciniega

la tibieza de una ráfaga de aire de mi triste otoño. Te


oprimo contra mi pecho, virginal aurora que, desde el
doble misterio del más allá y del mundo de la calle, has
Uegado hasta el buzón ciego y caritativo de mi hospicio.
Calla, duerme, sueña, sonríe. Aquí, en este regazo
mío, helado ahora, por excesivamente pasional en otro
tiempo; yerto hoy, por excesivamente exhuberante ayer.
Duerme y calla. Así, mientras yo te ciño esta cadena, ya
demasiado pesada para tu cuello; mientras te signo con
un número: "¡ 1.094!" para toda tu existencia; mientras
cierro este broche sobre tu nuca que, ¡oh, pálida aurora
de una vida!, sólo al llegar al crepúsculo, otras manos,
las de la muerte, podrían quitarte ya.
Medalla con un número, cadena enroscada a tu gar-
ganta; único comprobante de tu personalidad en medio
de tantas exist~ncias impersonales y difusas como van
B rodearte. Marca infamante ante los ojos del mundo,

grabada a fuego vivo sobre la albura de tu frente de cor·


dero en medio de este rebaño unánime y de's carriado,
para que no acabes de perderte en él.
¡Triste aurora de vida que respondes al nombre fa.
tf:dico "1.094": que otra cadena de rosas en forma de ca·
riciosos brazos de mujer, borre algún dfa esta frígida
cadena de dolor que ahora ciño a tu cuello! ....
-¿Se la puso ya, sor ,Consolación? ¿Sf? Voy, enton·
ces, a llevarlo a la sala general de lactantes. Seguramen·
te tiene hambre y sueño ....
Pero rtambién esta vez recabo el dulce trabajo para
mí:
Playa de Vidas 199

--.No, sor J·e sús; por favor. . . . Podría despertarse.


Con ]a preciosa carga entre mis brazos, cruzo una
pequeña puerta, un corredor estrecho y largo. Asciendo
por una escalera; traspaso otra puerta. . Aquí; en esta
luciente snla de auroras vitales, ahora dormidas todas y
en silencio . ...
Una cuna .... , otra .... , cuarenta .... , cien. Marcho
por entre estas triiples hileras de abiertos nardsos blan-
cos, de puntitas, silenciosas, con cuidado, para no ahu-
yentar con mis pasos a los querubines del sueño que, so-
bre la corola de cada uno de estos narcisos, han plegado
sus alas; para no estorbar la sincrónica armonía de sus
respiraciones.
Por fin, una flor solitaria: una cuna vacía. Para tí,
número "1.094", pobre Daniel, último inicio de una vida
llegada a mis dominios e inocentemente dormida ahora
entre el tibio calor otoñal de estos brazos míos congela-
dos. Aquí; rodeado de todos esos tus otros hermanos en
infortunio, sigue durmiendo. Durmiendo hasta que la vi-
da te despierte.

• •

De nuevo, a mi puesto. A mi salita recogida del tor-
no. Junto a mi ventanilla de cuentas corrientes de vidas.
Esta noche tampoco me toca velar ante ella. Pero, como
ayer, defenderé tercamente mi puesto de voluntaria, ape-
200 Rosa Arciniega

lando a todos los recursos de la convicci6n .para sustituir


a la hermanita Jesús en el cuidado del torno.
-¿Por qué no permite, sor Jesús, relevarla esta n<>-
che en sus obli~aciones?
-No, sor Consolación. De ningún modo. Usted veló
anoche. Hoy debe descansar. . . . Es demasiado t::acrifi-
cio.
-Al contrario ....
Hay una peque:ñ.a lucha, un breve forcejeo; pero, al
fin, salgo triunfante. Sor Jesús ha accedido. Y yo puedo
quedarme sola. Sola. En medio de la soledad de esta n<>-
chie, infinitamente larga. En estas horas de la noche en
que, a favor de l<: oscuridad se hacen más imposiciones
de ángeles, de . procedencias ignoradas, en mi cuenta co-
rriente de vidas . . . . Aquí, consumiendo mi impaciencia
en aJtisbar por esta ranura abier.ta al mundo; en acari-
ciar, en c oser, en preparar estas menudas prendas ---ea-
misas, pañales, capitas, gorros- que han de envolver los
élteridos cuerpecitos que caigan en mi ventanilla.

• •

Las cuatro de la mafiana.
El tic-tac del reloj es el corazón de la noche.
De ¡pronto, un violento repique de esquilón, que re-
percute más en mi pecho que re n mis oídos; que hace a-
fluír violentamente toda mi sangre a la cabeza; toda mi
vida, toda mi alma, toda mi luz a mis ojos . ...
Playa de Vidas 201

r Prestamente dejo a un lado mi canastilla de costu-


ra, mis tijeras, mis agujas .... Me pongo en pie. Pero me
fallan las piernas, mis nervios, las articulaciones. Siento
algo como un intenso mareo, como el rápido girar de to-
do el mundo en torno mío. Y llevo sucesivamente las ma-
nos, del marco de la puerta a la que me he aferrado pa-
r& no caer, a mi pecho, para que no estalle con la pre-
sión de mi angustia. Traquetea aceleradamente mi cora-
zón . . ..
Al fin, repuesta, · traspongo la puerta que me separa
del mundo, corro al torno ... . ¡Nada! ¡Vacío!
Salgo a la calle . . .. Inquiero ....
-Tome, hermana ... .
Es una mujer del pueblo, con el rostro semioculto
entre el mantón desflecado, enlutada, famélica, llorosa.
'Cnas moradas ojeras juegan sarcásticamente con la cé-
rea palidez de su rostro. ¿De qué tenebrosa comarca del
sufrimiento serás huésped tú, madre de este hijo que vas
a abandonar entre mis manos? ¿De qué país del dolor
traen: arena tus plantas, mísero cacto de los abandonos
humanos?
Recibo de sus huesudos brazos un pequeño bulto in-
forme, dentro del cual se siente el tenue latir de una vi-
da.
-¿Quiere usted hacer alguna declaración?
-No, ninguna, hermana. Adiós. Cuídelo bien, por
favor ....
Se va con su corona de espinas clavada en las frías
sienes.
202 Rosa Arciniega

Y yo corro con mi nueva aurora de vida hacia mi sa-


lita. Todavía con más intensidad que antes, se recogen
ahora en mis pupilas mi vida y mi alma, mi luz y mi an-
sjedad. Miro a todas partes. Con precaución. . . . Con te-
rror . . . . Trémula . . . . Asustada ....
No; no me atisba nadie. Estoy sola en esta bendita
quietud cóill[)lice de la noche. . . . Rápidamente des.hago
eJ envoltorio de ropas . . . Una manecita. . . . la otra .. . .
¡Y un rostro!
A mi hiperestesia, a mi arrebato emocional de ,mo-
mentos antes, sigue ahora un hondo aniqui~ami'ento de
todas mis fuerzas, una desmadejada laxitud de todas las
fibras nerviosas de mi organismo. Se relaja también mi es-
píritu, herido por una desilusión inhumana.
Luego, me pongo a rezar. Con lágrimas en los ojos.
Con lágrimas en mi corazón. Con lágrimas en mi alma.
Tiernamente ... Devotamente.
"Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús" . . . .

* *
*
Y así, una noche . . • diez ... , veinte .... ¡Cuántas
en mi vida ya!
Pero hoy no puedo atender a mi buzón de auroras.
Hoy, la fiebre me sujeta a esta humilde yacija, donde mi
cuerpo, agotado por tantas noches de irµ>omnio, se consu-
me. Hoy, sor Jesús y sor Agueda, sentadas a mi cabecera,
me vigilan diligentes, por si, en el delirio de la fiebre, sa-
Playa de Vidas 203

liera corriendo, como ayer, a través de los pasillos, en


busca de mi puesto eterno; por si, bajo el ardor de mi pe-
sadilla, inconscientemente me lanzara a la conquista de
mi torno, de mi buzón de vidas. De esa puerta misteriosa
que, magnéticamente, me atrae como el abismo.
Sor Agueda y sor Jesús están aquí, sirviéndome de
carceleras, cuidándome, atisbando, queriendo descifrar la
incoherencia de mis palabras, de mis gestos. Siguiendo
el curso de mi temperatura, más alta a cada minuto.
Pero también yo me espío. También yo lucho y ba-
tallo por no perder mi conciencia. Porque, en el delirio de
la fiebre, tengo miedo a descubririme: tengo miedo de re-
velar mi secreto; tengo miedo a mis palabras; tengo miedo
de gritar: "¡Dejadme, hermanas, dejadme; dejadme correr
a mi puesto; permitidme ir a mi torno, por si acaso hoy
-ihoy, al fin!-, viera llegar a aquel hijo mío de mi san-
gre, de mi amor, de mi entrañas -¡vida de la vida mía!-
que un día se me perdió por él para siempre!" ...
Fraternidades_baio
el fuego
(Novela corta)
I''

He aquí cómo dieron la noticia de este suceso, en


grandes titulares, los periódicos de Francia:

"Inesperada complicación en el asunto de la fuga de


Hermano. Scheninger".

... Al dar cuenta ayer a nuestros lectores de la última


sesión en el grave proceso seguido contra el oficial de
guardia de la cárcel central, René Buisson, con motivo
de la misteriosa fuga del súbdito alemán, condenado a
muerte por doble asesinato, Hermann Scheninger, creí·
mos haber dado por concluso este escabroso asunto, que
tanto ha apasionado a los públicos en estos últimos días.
"En efecto; descartadas ya todas las dudas acerca de
la manifiesta culpabilidad de este oficial, coincidente la
mayor parte de los testigos en la acusación que se le im-
puta, no parecía caber ya la menor sos¡pecha acerca de que
M. de Buisson, a pesar de sus reiteradas protestas de inocen-
cia, no fuese quien había ayudado a facilitar la fuga de Hec-
mann Scheninger, como se supuso desd.e el primer momen-
to. Y el tribunal, de acuerdo con todas estas pruebas acusa-
torias, iba a dictar fallo contra él.
"Pero he aquí, antes de que esta fuese hecha públi-
ca, se presentó anoche espontáneamente ante los jueces
un alto personaje, el propio Director General de la Cárcel
208 Rosa Arciniega

Central, M. de Merillac, manifestando haber sido él mis-


mo quien había urdido y facilitado la fuga de Hermann
Scheninger.
"Como es lógico suponer, los jueces, en el primer mo-
mento, rechazaron por increíble tal afirmación, pasando a
suponer, más tarde, que se trataba de un desvarío de di-
cho señor, producido por el natural abatimiento en que
ha vivido estos días a causa de su responsabilidad moral
en el hecho. Pero, ante sus enérgicas protestas de culpa-
bilidad y, según parece, mediante las pruebas irrefutables
presentadas por él, y que lo denuncian como único parti-
cipante en el hecho, los jueces han procedido a detenerle,
ordenando la apertura de un nuevo sumario que promete
ser interesantísimo, no sólo por la calidad del personaje,
sino por la gran curiosidad que despierta el conocer cuál
o cuáles sean los m6rviles que han podido inducir a M. de
Merillac a facilitar la fuga ·del as·e sino Hermann Scheninger
, · el día antes de su ejecución.
"Quizá mañana mismo podamos dar a nuestos lecto-
res alguna referencia concreta sobre este extraño asun-
to".

• •

Lo que había pasado en la prisión

Pero, a pesar de esta promesaf ni al día siguiente, ni


ª' otro, ni aún varios meses después, pudieron dar los pe-
Playa de Vidas 209

riódicos tal "referencia concreta a sus lectores", por la


sencilla razón de que M. de Merillac, limitado a mante-
ner en pie su autoacusación con pruebas convincentes,
jamás quiso manifestar ni ante los jueces, ni ante sus de-
fensores, ni ante ~eriodista alguno, las causas que le ha-
bían impulsado a poner en libertad al asesino Hermann
Scheninger.
M. de Merillac se convirtió en el "hombre-misterio".
Y así le denominaron, en efecto, la prensa de Francia y
todos aquellos que jamás lograron una aclaración de este
suceso extraordinario.
Nosotros vamos a dar, sin embargo, a nuestros lecto-
res la auténtica versión de lo sucedido entre M. de Meri-
llac y He:nmann S•c heninger, antes, y en el momento de la
fuga de este último.

* *
*
Hasta el día en que llegó a su despacho la sentencia
de muerte de Hermann S:cheninger, M. de Merillac, el in-
flexible director de la Cárcel Central, bajo cuya austera
vigilancia se movían con axacta regularidad mil doscien-
tos sesenta y cinco presos, ni siquiera había reparado en
el nombre de este importante recluso que, desde dos se-
manas antes, ocupaba la celda número 463.
Para el severo M. de Merillac, Hermann Scheniniger,
hombre acusado de un doble asesinato en circunstancias
tan dramáticas que aún hacían más repugnante su cri-
1 •

210 Rosa Arciniega

men, era simplemente un número: · el ... 463"; el que cons-


taba en el encabezamiento de la hoja de su inscripción en
la cárcel, en su celda, y en sus ropas todas de vestir. No
lo había visto tam:poco personalmente ni, entre las nu-
merosas acusaciones de mal comportamiento de los re-
clusos que a diario ascendían hasta su despacho, figuraba
el nombre del asesino entregado a su custodia.
Pero aquella tarde, al recibir la not:iifica'Ción de la sen-
tencia terrible dictada contra Hermann Scheninger y fi.
jarse detenidamente en este nombre, M. de Merillac sin-
tió de pronto una violenta sacudida nerviosa que le hizo
paralizar su lecturú, permanecer, luego, durante un largo
rato, en emociünada actitud rememorativa y, finalmente,
ponerse en pie de una manera automática, deletreando
una y otra vez el exótico nombre:
-Hermann . . . S . . . chenin . . . ger. Scheninger.
¿Se llamaba realmente ásí o lo confundo con? ... No, nc1;
no es posible Y, sin embargo . ¡ Scheninger! Sí; estoy
seguro de que éste era su nombre.
Se notaba tan demudado, tan extremadamente inquie-
to que, ante el temor de que en este momento lo viesen
así su secretario o cualquiera de los altos empleados de la
prisión que trabajaban a sus órdenes, fué hasta la puerta
de su despacho y cerró el pestillo por dentro.
-¡Hermann Scheninger!- pronunció entonces 'én
voz alta-. Sí, se llamaba así. Pero, veamos: me bastará
con recordar aquel momento. ¡He vuelto a oír tantas ve-
ces en el silencio de la noche aquella voz! ... "Adiós; ve-
te. No es fácil que volvamos a encontrarnos · en la vida
Playa de Vidas
211

despu és de esto. Pero, por si acaso, yo me llamo .


. . Her-
mann Sicheninger". ¡ Herm ann Schen inger!
Saltar on sus ojos desde la inmen sa lejaní a del recuer
-
de hasta la notific ación de la senten cia donde estaba
es-
crito este nombr e, preten diendo establ ecer una simili
tud
entre ambos ; pero, en lugar de encon trarse con unos
sim-
ples signos caligrá ficos, M. de MerÚlac tropez ó con
un
nombr e person ificado , con un rostro , con unos ojos
de azul
intens idad, con el rostro y con los ojos azules de un
Her-
mann Schen inger sobre el que, desde luego, no
habían
pasado los veinti ún años que separa ban aquel recuer
do
lejano de esta presen te realid ad.

-Sí; es él -bisb iseó despu és de una pausa M. de


Me·
rillac -. Pero ¿no podría ocurri r que otro tuvies e
su mis-
mo nomb re y apellido, que alguie n hubies e usurp
ado su
nomb re para? . . .

Pensó de pronto en lo sencil lo que le sería efectu


ar
una compr obació n para salir de la duda con sólo
descen-
der hasta las galerí as de los reclus os y penet rar
en la
celda núme ro 463; pero, ante tal idea, sintió una
extrañ a
resiste ncia interio r, una paráli sis espon tánea de la
volun•
tad.
-¿Y si fuera él? ¿Y si? ...
Hizo un esfuer zo por serena rse, por obrar con aquell
a
frígida sereni dad que siemp re le había acredi tado
como
el homb re insust ituible en su peligr osa profes ión
de Di·
rector de Prisio nes. Desco rrió el pestill o que había
cerrad o
mome ntos antes; se puso a pasear por el amplio despac
ho
212 Rosa Arciniega

y, finalmente, accionó el pulsador que correspondía al


archivero de la cárcel.
Unos segundos después, apareció éste en el marco de
la puerta:
-Llamaba usted, señor Director?
M. de Merillac, que fingía una lectura atenta de cier-
tos documentos, levantó entonces la cabeza.
-Ah, sí; le llamaba para . . . Necesito . . . Tenga la
bondad de traerme la ficha del recluso ... Hermann Sche-
ninger.
Se abstuvo de mirarla siquiera hasta que el servicial
subordinado hubo desaparecido del otro lado de la. puer-
ta. Y, aún ~espués de quedarse a solas, todavía titubearon
durante un largo rato sus ojos antes de clavarse con avi-
dez en la pequeña fotografía que orlaba la parte superior
izquierda de aquella hoja de inscripción.
Pero cuando, al fin, se decidió a contemplarla, su
creciente inquietud de momentos antes se tradujo en un
absoluto desconcierto: la imagen que tenía delante de los
ojos en nada se asemejaba a aquella otra, esfumada y le-
jana, que acababa de hacer resurgir en su cerebro por
medio de un poderoso esfuerzo rememorativo.
Aquella era la de un joven de veintitantos años, del-
gado, macilento, con un rubio flequillo caído sobre el lado
izquierdo de la frente y, en los ojos, transparentemente
azules, una tilde de inefable bondad. Esta era la de un hom-
bre de cuarenta y tantos, adiposo, mofletudo, sonrosado;
los ojos, aunque claros, hundidos tras las bolsas de unos
párpados grasientos; su cabeza rapada enteramente al
, Playa de Vidas
213

cero y con un gesto de repulsiva ferocidad en las comi-


suras d'e los labios. Su cuello, extraordinariamente grueso
y corto, se incrustraba entre unos hombros de manifiesta
desigualdad, y su pecho, abombado y erguido, dejaba in-
tuír, más abajo del corte de la fotografía, un vientre vo-
luminoso sobre unas piernas robustas, cortas y de ab,o-
. tagada torpeza.
-¿Es éste realmente aquel Hermann Scheninger1,
¿,O habré confundido yo quizá hasta el propio nombre y
ni se llama siquiera así? ...
M. de Merillac leyó una y otra vez la filiación, dete-
njénclose morosamente ante todos aquellos datos en los
que creía poder encontrar una pauta orientadora para
sus atropella dos pensamientos. "Inscripción en el Regis-
tro: Número 463. Nombre: Scheninger Hermann. Naciona-
lidad: alemán. Profes ión u oficio: mecánico electricista.
Estado: soltero. Edad: 44 años" .
-¡Cuarenta y cuatro años! Hace de aquello exacta-
mente veintiuno. Tenía, pues, entonces veintitrés . . . Yo
le llevaba tres, según eso. Y es claro que en veintiún a-
ños ... Pero ¿es posible que hayan pasado veintiún años?
¡Oh, Dios; si era ayer mismo! ¿Cómo habrá podido cam-
biar así en este tiempo? ¿Y yo? ¿Cuánto haibré cambiado
yo? ¿Me reconocería él?
Media hora después salió de su despacho, pasando
--:como en una visita de inspección- por el centro de las
oficinas generales, donde trabajaba una multitud de em-
pleados que, al verle, le saludaron atentamente, y descen-
dió a las galerías del primer piso.
214 R&sa Arciniega

Ningún signo exterior dejaba traslucir su turbadora


emoción íntima. Lo mismo que durante cualquiera de a ·
quenas sus frecuentes visitas a las diversas dependencia;;
del edificio regido por él, M. de Merillac iba avanzando con
lento paso por los estrechos corredores, las manos a la es-
palda, como siempre, y volviendo a uno y otro lado la
cabeza para cerciorarse de que todo marchaba con perfecfa
regularidad.
Pero allá, al otro lado de la tupida tapia de su pen-
samiento, el director de la prisión central, bajo cuya aus-
tera vigilancia vivían mil doscientos sesenta y cinco re-
clusos, se sentía esta tarde · -y por primera vez en su vi-
da- reo de un grave pecado de pensamiento.

_.¿Qué es lo que vas a hacer, M. de Merillac? ¿Com-


probar simplemente si este hombre es? ... ¿Y para qué?
¿Y si fuera? ¿Y si? ... Vuélvete a tu despacho. Sea quien
sea este hombre, para tí es el número "463".
Pero se acercó al oficial de guardia, que paseaba con
aire aburrido al extremo de la galería y, en un tono de
voz absolutamente natural, le informó:

--El número "463" .... , un tal Hernnann Scheninger,


ha sido condenado a muerte. Tome usted las precauciones
debidas y, más tarde, traslá1d elo a la celda correspondiente,
¿Sabe usted si le falta algo? ¿Si tiene que fornnular algu-
na reclamación?
-De nada se ha quejado hasta ahora.
-Bien; vamos a verle de todos modos. Acompáñeme.
Le latía el corazón con unos latidos isócronos y fuer-
Playa de Vidas 215

tes cuando el oficial de guardia, después de hacer girc~r la


puerta metálica, le dijo:
-Pase usted.
Avanzó lentamente, sintiendo que una extraña opre-
si9n le subía por la garganta, que un sudpr frí0< se exten-
día por todo su cuerpo.
-¿Y si me reconociera él? ¿Y si?
No tuvo tiempo de hundirse en más reflexiones. Un
hombre, cuyo rostro coincidía exactamente con el del re-
trato que acababa de contemplar en su despacho, se puso
en pie de un salto al verle, permaneciendo luego en acti-
tud hostil aunque respetuosa.
-¿Me habrá reconocido? No, creo que no. Y yo a él
tampoco le reconozco. Pero ¿conocerá mi voz? .¿Me acor-
daré yo de la suya? "No es fácil que volvamos a encon-
trarnos en la vida después de esto. Pero por si acaso, yo
me llamo Hermann Scheninger".
¡No era esta la frase que tantas veces había vuelto
a oír, al recordar aquel dramático instante, en la quietud
de sus noches sin sueño? M. de Merillac -lo mismo que
en aquel lejano "instante"- le habló en alemán:
-Buenas tardes. Habla usted con el director de la pri-
sión. ¿Cuál es su nombre?
-Yo me llamo Hermann S1oh.eninger.
"Yo me llamo Hermann Scheninger". Simultánea-
mente, M. de Merillac había pronunciado en su interior la
frase oída durante el silencio de sus noches rememorati-
vas, pasando a comparar en s·e guida una y otra -la de a-
quel Hermann Scheninger, la d,e este Hermann Schenin-
216
Rosa Arciniega

ger-, como media hora antes había cotejado la efigie . de


su recuerdo con la estampa real del recluso 463.
Pero tampoco ahora encontró parecido alguno M. de
Merilla'C entre "aquella voz" y esta voz, entre aquel men-
tal "yo me llamo Hermann Sclheninger" y est.e real "yo me
llamo Hermann Sc:heninger" que acababa de escuchar.
No obstante, miró profundamente a los ojos del presi-
diario como si quisiera intuir detrás de ellos la sombra
de una sorpresa delatora.
-¿Me habrá reconocido él? ¿Le habrá "sonado" mi
voz?
La actitud de Hermann Scheninger, inmóvil. en me-
dio de la . celda, era, sin embargo, de una absoluta indife-
rencia, de una perfecta normalidad. Y M. de Merillac,
tranquilizado pudo seguir escarbando en su curiosidad.
Morosamente, sus ojos se detuvieron en aquel rostro apo-
pléti:co en aquellos hombros asimétricos, en aquel volumi-
noso cuerpo .... ¿Era éste rea1mente Hermann Scheninger·?
Su interés le arrastró a seguir indagando. ¿Era él? ¿E-
ra él? De pronto, le miró frente a frente.
-Diga usted: ¿recuerda haber estado alguna vez en
Aux-sur Marne?
Scheninger titubeó un momento:
-¿En Aux-sur Marne? Sí, señor; pero no podría decir-
le exactamente la fecha. ¡He estado en tantos sitios! ...
El pulso del director de la cárcel latía agitadamen-
te. Sus labios estaban secos .
.---<¿Y de un nombre .... , un tal. . . . De Merillac, se a-
cuerda usted?
Playa de Vidas 217

Los ojillos abotaigados de Hermann Sciheninger preten-


dieron iluminarse con una sonrisa.
-¿De Merillac? Ya lo creo que lo recuerdo. Y su cara
también. Estoy seguro de que lo reconocería en cuanto
le viese -y después de una pausa y como hablando con-
.s~go mismo-: aquella fué la mejor hazaña de mi vida.
Ahora, en cambio, señor director, soy un asesino, un ase-
sino vulgar. ¿Qué otra cosa podemos ser los hombres de
nuestra generación? Pero.... Es extraño que usted
me haya preguntado todo eso. ¿Cómo puede saber nadie u-
na cosa que yo no he confiado jamás? ¿Es que conoció
usted a De Merillac?
Pero el recluso 463 no obtuvo respuesta. M. de Meri-
llac, visiblemente turbado, acababa de cerrar la puerta de
la celda.
Volvió nuevamente a su despacho. Su cerebro era un
caos. Bullían en él, incontenibles, los pensamientos. Era
como si, súbitamente, todos los presos se hubiesen amoti-
nado en el patio principal y no hubiera posibilidad de res~
tablecer el orden roto.
¡El! ¡Hermann Scheninger! ¡Y van a ejecutardo! Yo
también aquella noche. . . . Pero ¿qué me importa todo
esto? Afortunadamente no me ha reconocido. ¿Qué me
hubiera propuesto si?. . . . . ¡Mañana van a ejecutarlo!
Y yo.... Qué extraña suena su voz. Se acordaba del ape-
llido Meri11ac. ¿Es éste, aquél?
Se puso a releer la hoja de inscripción de Hermann
Scheninger. "Nacionalidad: alemán. Profesión u oficio: me-
cánico electricista".
218 Rosa APciniega

-¡Qué diferentes nuestras rutas por la vida, después


de aquella intersección de las nuestras por un momento!
Pero "entonces", de seguro que ni uno ni otro pensába-
mos en lo que habríamos de ser después. ¡Después! ¿No
ha sido ."aquello" acaso la única realidad de nuestra vida?
Siguió leyendo: "Estado: soltero".
-Yo soy casado; tengo una hermosa mujer, amigos,
afectos. . . . ¿Qué clase de desafecciones morales le ha-
brán llevado a él hasta el crimen? Porque "entonces" no
era seguramente un criminal. Mataba como matábamos
todos. Aquellos ojos azules e ingenuamente bondadosos ...
Muchas veces había imaginado que sería un artista o un
cariñoso profesor de instituto. Acaso lo sea en el fondo ....
Pero. . . . ¡La vida está por encima de todos los fondos!
¿Y el mío'! ¿De qué clase de malezas se ha recubierto el mb
durante estos veintiún años? De austeridades, de rigideces,
de . . . . ¡Cuánto he cambiado yo también! ¿Cómo podría
haberme reconocido Hermann Scheninger?
Salió de su despacho y pensativo se dirigió a sus habi-
taciones interiores instaladas en el propio edificio. Como
todas las tardes, su mujer había salido, y M. de Merillac
se· puso a contemplar viejos retratos suyos esparcidos por
la pared y amarilleados por el tiempo.
-¡Era ayer mismo y cuánto tiempo ha pasado des-
de entonces? O mejor didho: ¡cómo hemos pasado nosotros
por las cosas! Yo aquL . . . él, ahí abajo. . . . Pero, ¿real-
mente hemos pasado nosotros ni el tiempo? En este· mo-
mento, yo tengo veintisiete años. Y él, Hermann Schenin-
ger. . . .

,.•:
,),;.'.'

Playa de Vidas . 219

A las siete de la noche, M. de Merillac, sigilosamente


y utilizando su doble llave secreta, penetró en la nueva
celda del recluso número "463".
Hermann Scheninger, al verle, se puso en pie brusca-
mente:
-Dígame, señor Director -preguntó angustiado-:
¿Conoce usted a M. de Meri. ..
M. de Merillac, pálido y con los ojos desorbitados, se
llevó el dedo índice hasta los labios.

-iOhissssss! -indicó.- Hable usted en voz baja.


Es preciso que nadie sepa que yo estoy aquí.-Y después
de una pausa alarmante-: ¡Yo soy M. de Merillac!
-¿Usted?
Desconcertado, Hermann Scheninger retrocedió hasta
el camastro y permaneció mudo. Más tarde, dijo:
-Es triste todo esto; pero créame que siento una gran
alegría al encontrarme con usted cuando precisamente
voy a morir. En cambio, usted debe sentir una gran ver-
güenza de haberme reconocido en esta situación. Es justo
que sea así. Aunque quizá pudiera demostrarle que. . . .
No, no; en la vida no se puede demostrar nada ante los
demás; sólo ante uno mismo.
-Sin embargo, usted no era entonces un criminal. ...

-Y a mí me sigue pareciendo que ahora tampoco. Pe-


ro sí lo soy. Entonces hice "aquello". Ahora he hecho es-
to "otro". Todo tiene una explicación; pero nada más que
para nosotros.
M. de Merillac temblaba.

/
220 Rosa Arciniega

-Entonces, ¿si usted volviera a encontrarse fuera


de aquí? . . . .
-Señor de Merillac (ya no tengo derecho a llamarle
amigo Merillac como aquella noche) en el fondo, yo cont!-
núo siendo el mismo que conoció usted en circunstancias
bien extrañas. Pero todo esto no tiene ninguna impor-
tancia. En vez de caer entonces, caigo ahora. Hubiera si-
do mejor acabar por aquellos días.

Hubo un largo silencio. Al cabo del cual, M. de Me-


rillac preguntó a H ermann Scheninger:
-Y suponga u st ed que los papeles estuvieran inver-
tidos. ·Q ue usted ocupara mi lugar y yo el suyo, ¿que ha-
ría usted?
-No puedo decirlo.
-Dígalo usted.
-Lo que me dictara mi impulso del momento. Yo me
<iejo guiar siempre por mis impulsos.
-Yo nunca.
-Yo siempre.
-Bien; espere un instante.

M. de Merillac salió de la celda, miró a uno y otro la


do, volvió a entrar en ella y dijo secamente a Schenin-
ger:
-Sígame sin hablar nada. Luego sería tarde.
Unos minutos después, el recluso 463 se cambiaba de
ropa en las propias habitaciones del Director de la cárcel.
Y media hora más tarde, se perdía entre el tumulto anó-
nimo de la ciudad.
Playa de Vidas 221

* *

El motivo de este hecho

· Si los periódico:.:; nunca pudieron dar a sus lectores la


anterior referencia sobre la fuga de Hermann Schenin-
ger a causa del hermético silen cio en que se encerró M. de
Merillac, mucho menos lograron penetr ar en la últim~
causa incognoscible que había producido este h echo tan
sorprendente.
Pero -escena que no conoció nadie jamás- el día
que levantaron la incomunicación al ahora recluso De Me-
rillac, cómplice en la fuga de un condenado a muerte, con-
fiado a su custodia, Arlette, la bella, joven y elegante mu-
jer de M. de Merma.e, se pr esentó en el r astrillo de Ja
prisión para exigir a su martdo una conformidad de di-
vorcio.
He aquí una .breve <referencia de esta entrevista, que
esca;pó siempre a todos los oídos indiscretos.
Lo más terriblemente embarazoso, tanto para la bella
Arlette como para M. de Merilla.c, fue, en este dramático
momento, cruzar con aipavernte naturalidad sus primero;;
saludos.
Des¡pués de- todo lo sucedido _dijo Arlette_ no creo
que pueda extrañarte el que yo ¡presente una demanda de
divorcio.
_.No, de ningún modo. Tienes un perfecto derecho a
ello. Sobre todo, desde tu puDJto de vista.
222 Rosa Arciniega

-¿Desde mi punto de vista? ¿Desde el tuyo no?


-Dejemos eso. El mío es solamente mío.
-Sólo tuyo. Mejor es así. De. otro modo habría que
pensar que ....
-Que estaba loco, dilo. Puedo asegurarte que me en-
contraba en perfecto estado de normalidad.
-Entonces ....
Por pr1mera vez, durante este explicativo diálogo, Ar-
lette se fijó en la intensa palidez del rostro de su marido,
en sus ropas de presidiario, en la vaguedad de su mirada
entristecida.
-Entonces --1continuó..-, no lo entiendo. Resu1ta ab-
surdo que, por salvar a ese hombre. . . . a ese malhec!hor
vulgar, tu ....
De Merilfac la atajó con un gesto de su mano:
-Te ruego que no pronuncies palabras ofensivas, o
por lo menos~ dolorosas ....
-Repito que resulta absurdo que, por salviar a ese
hombre, hayas venido tú a caer aquí. Sin .duda, la amis-
tad posible que te unfa a él pudo más que tu amor hacia
mí y má'S también que los días de felicidad que hemos vi-
vido juntos hasta ahora.

--Son dos cosas completamente distintas, Arlette. Pe-


ro, además, sin ese hombre, ni yo te hubiera conocido a tí
ni habrían existido esos días de felicidad.
-No te entiendo.
-Es muy sencillo. Ese hombre, Hertrnann Scheninger,
hizo un día conmigo lo mismo que yo he hecho ahora con
Playa de Vidas 223

él: salvar111e la vida. Pero en circunstancias tan dramáticaB,


en un momento tan trágicamente arriesgado para mí,
que .... Escúchame: tú eres la única persona que tie-
ne deredho en el mundo a conocer esto, aunqu~
estoy seguro que, después de oírme, tampoco has de com-
prenderlo. Es natural: tendrías que haber vivido aquello
como lo viví yo, como lo vivimos nosotros. Era en 1915;
yo tenía entonces veintisiete años y estaba en las trin-
cheras. Una no$e ....
Con un angustiado temblor de emoción en la voz, M.
de Merillac evooó aquel instante definitivo de su existen-
cia. Des:de diez días antes se notaba en el frente eneunig:.>
un enigmático silencio, precursor ,p robablemente de una
retirada o de un avance impetuoso, y el Eistado Mayor,
intensificaba por todas partes los medios de realizar una
certera exiploración.
Los "deslizamientos" nocturnos a través de las alam-
bradas habían .sLdo tantos que no se encontraban ya vo-
luntarios prontos para realizarlos. Y su capitán designa-
ba aquella noche personalmente a M. de Merillac.
Salté de la trinchera y c~encé a rastrear hacia e!
Este porque así me lo ordenaba una voz inexorable. Pe-
ro mi terror, mi zozobra, mi desfallecimiento eran indeci-
bles. Nadie que no haya pasado por ello puede saber lo
que es eso. Sudaba copiosamente a pesar del hielo inten-
so de la noche. Intentaba hundir mi rostro en el' barro
congelado, entre las raíces de las hierbas, detrás de los
montfculos de tierra producidos por las explosiones. Mi
cuerpo se aferraba firmemente al suelo. Y sin embargo,
224 Rosa Arciniega

tenía que avanzar, que avanzar siempr·e hacia el peli-


gro .... , hacia la muerte.
Quince minutos después, al descender hacia una pe-
queña hondonada, De Me·r il'lac tropezaba con un cuerpo
yacente y, tomándolo por un cadáver, quiso desviar de
direcieión. Pero en este momento vió brillar algo como un
relá1m pago en la mano del "icadá ver", Y. en el ápice del
1

pavor, en plena inconsciencia, le gritó en alemán: "No


tires, no me hieras; escudha" ....
Aquello me salvó. Mi enemigo me había tomado por
un cüimpañero suyo. Luego, pegados cuerpo contra cuer-
po en una misma angustia de muerte, hablamos. Le dije
quién era. Le e)Gpliqué mi co¡mprensible engaño. "¿Por
qué nos hemos de matar?'', acabamos por decirnos. Fra-
ternizamos. Irb amos a des1peidirnos al fin .... Pero, en ese
momento amanecía. "No puedes volver hoy a tus trinche-
ras -me dijo - él-; las mías están aquí, cerca, y te a•cri-
billarían . en cuanto asomaras el casco. Es preciso que es-
peres aquí hasta que yo vu.e lva. Entonces, no habrá pel~­

gro alguno. ·Toma el agua de mi cantimplor~ para qw~

puedas resistir". Silv;ó entonces suavemente de un modo


convencional; nos miramos con fijeza uno a otro a los
ojos, y desapareció rampa ndo por la cima de la pequeña
hondonada , mientras yo quedaba sepul1tado vivo allí.

Torturado por e1 recuerdo, De Merillac siguió narran-


do a su mujer, a través de la reja de la cárcel, su indeci-
ble agonía de aquella jornada infinita. Hasta que, al lle-
gar la noche al fin ....
Playa de Vidas 225

-¿Vendrá? ¿Vendrá? Era mi única súplica, mi úni-


co rezo, mi ú1tima esperanza. Pasaron dos horas .... , tres.
(Para mí tres siglos terribles). De pronto, senti un sor-
do arrastre cerca de la hondonada. Me estremeció un nue-
vo pensamiento : ¿Y si no fuera él? ¿Y si fuese un desco-
nocido explorador que?.... castañeteaba n mis dientes.
Ya no quedaba gota alguna de sudor en mi cuer¡po. El rui-
do del arrastre lento se acercaba. . . . Me hice el muer-
to. . . . Esperé. . . . Esperé. . . . Sentí que una mano se afe.
rraba de mi capote, que una voz acartonada susurraba nn
llamamiento .... ¡Era él! Había currljplido su palabra.
"Ven, me dijo, sígueme por aqui. Ahora no tirarán por.
que somos muchos los que hemos saltado de las trinclhe-
ras". "
Diez minutos después, se detuvieron en un punto.

___.Mira; aquellas son las tuyas. Anda con cuidado por·


que de ahí sí pueden tirar. Adiós.
Pero De Merillac le retuvo por el brazo:

>-Quisiera decirte algo, pero todo me parece inútil.


Te deibo más que la vida, y no sé siquiera tu nombre ni
por qué has hecho esto. Dime cómo te llamas por si algu·
na vez ....

-Adiós. No ies fácil que volvamos a ~ncontrarnoe en


la vida 1después die es to. Pero, por si acaso, yo me Da·
mo .... Hermann Soheninger. ¿Y tú?
---<M. de Merillac.
·
Una ametrallador a lejana em,pezó a tabletear despia·
226 Rosa Arclniega

dadamente y ambos, con un impulso instintivo, incrusta-


ron sus rostros en la tierra enfangada.
-Adiós.
-Adiós.
Al llegar aquí, De Merillac con la cara desencajada,
se limpió el sudor de la frente y guardó una honda pausa.
Luego dijo:
-A esite hombre, Arlette, es a quien el Director de
la Cárcel Central ha puesto en libertad cuando iba a mo-
rir, jugándose su carrera, su nombre, casi su vida y, se-
gún parece _.y esa es la verdadera mueI"<te para mi-
hasta la felicidad de seguir poseyendo tu amor.
Vísceras de la ciudad
( Cápsula de ;no:vela ) ,
-Un billete de quince ....
~Uno de diez . . . . .

Las puntas de mis dedos ordenan una triple operación


meicántca que es, al ¡punto, ejecutada por la caja registra-
dora. Apoyo el índice en la tecla número 1, el anular en
la 10. Luego, otra vez en la sucia moneda que cae en este
pedestal de Mammón, deS1gastada por los besos del dinero.
-Otro de diez, señorita....
Este también va cerea. A dos o tres estaciones de dis-
tancia solamente. Una ,pequeña inmersión subterránea. . .
Apenas un tanteo su'beptdérmico. . . . Nada; sa1drá con
las manos vaicías, imposibilitado, en tan breve tiempo,
de rlegar hasta el fondo y escarbar, a degas, entre los pi·
cudos guijarrillos del abismo. Según mi sencillo sis tama
1

de ·c atalogación, delbe de ser un deportista. Me lo revelan


sus rotundas pisadas, su car a coloradota, sus ingenuos
ojos grises, heiclhos a mirar paisajes.
No me interesa. No es más que un hombre incomple-
to. Domina maravillosamen te la superficie, basado en sus
cursos prácticos de topografía esportiva; conocerá palmo
a palmo el panorama urbano !hasta en su menor ondula-
.ci6n, en sus más imperce¡ptibles sinuosidades, en sus rec-
tas más airosas. Pero, al des cender aquí, marcha desorien-
1

tado; se detiene, como un paleto abobado, ante cada fn-


130

dice, ante cada flecha indicadora de direcciones. Se vé


claralmente su azoramient o, su deseo de encontrars e pron-
to en la .superficie de la otra boca; en la ciudad de arriba,
en su auténtica ciudad.
-Uno de cuarenta, señorita••.•

Este, en cambio, ha desceilldido los escalones con pa-


so firme; no se ha detenido aturdidame nte, enitre los ró-
tulos de las puertas de entrada. Me reclama sus "cuaren-
ta" con ese aire retador del millonario que llega a los ca·
sinos con ánimo de desbancarl os. Se lanza, después, 'Con
su fteha en la mano, por entre el laberinto de los corre--
dores, sin atender indicacione s, sin el menor titubeo, co.
mo una blanca Cecilia de las Catacumba s. . . . Sabe que
ese ticket le da derecho a una larga exploració n y, buzo
de profundida des, aprefrta la escafandra sobre sus joro-
bados hombros, amoldados ya para soportar las enormes
presiones.
Tampoco éste me interesa. Tiene enigmática cara de
superrealis ta; ojos y dedos de heroinóma no; boca de blas-
femo. Mal caminante urbano en tiem¡po de sol, sabe en
cambio hundirse con precisión matemátic a por mi ciudad
subterráne a en cuanto llega la nodhe. Cae aqui certera-
mente, por impulso natural. Por arriba sólo sabe caminar
bajo esa luz artificial de las bombillas que subrayan la
artificialid ad de su rostro. Es el murciélago de la urbe; el
hombre nocturno de la ciudad. Sombra de vlclo y de Iodo.
-Uno de diez....
-Uno de veinte.•••
Playa de Vidas 231

__;Uno de quince....
De estos, no me importa ninguno. Descienden a mi
ciudad subterránea movidos por un azar, por costumbre,
por negocios. Vienen en bandadas, apoyados unos en o-
tros, siguiendo la corriente general. Dentro de mis nor-
mas de catalogadón, a estos los incluyo ·e n . el abecedario
de los· paralíticos o de los lisiados .. Son los que caminan
defectuosalmernte por la urbe y por la suburbe. Transeún-
tes aturdidos que no merecen cuidados.
-Uno de cuarenta. . .
Otro murciélago. . . . Voy a catalogarlo también.
Pero miro mi reloj de pulsera. . . . Las siete menos cinco.
No, no. Se acabó por hoy mi lección iprádica de ¡psicolo-
gfa apUcada a los demás. Ahora me toca ensayarla en mí
misma. Voy a pasar de mi condici6n de espectadora de
transeuntes a protagonista de una íntima novela; de ta-
quillera del "Metro", a heroina literaria. Sí; se acabó por
hoy mi anotación, porque ya sólo faltan cinco minutos pa~
l.' ra que desciendas tú. _¡Oh, mi hombre perfecto!_. que
posees el raro idón de las tres completas d:ilmensiones: su-
perficie, cielo, entraña....

Porque tú _¡arriesgado aviador!_., caminas con igual


fir.m e paso por las vísceras de la urbe, por su piel, por su
cerebro. Sin rezagarte en ninguna, sin dejarte prender
por ninguna. Te detienes en las tres, nada más que el
tiempo exacto, el tiempo fijo para sostener el justo equi-
librio humano. Ni derrodhas tus horas entre las nubes
hu~dizas, :q.i te las juegas al bridge por sus superficiales
.232
Rosa Arciniega

avenidas, ni las pierdes en estos tenebrosos callejones.


Pasas sucesivamente del cielo a la tierra, de la tierra al
subsuelo, gozando equitativamente de las tres 'dimensio,
nes por igual.
¿Por igual? Me pareció, desde ayer, que pasabas por
mi ciudad más de prisa que otros días. Huidizo, herméti-
co, arisco, ·e squivando los •t entáculos de la tentación que
yo alargaba hacia tf desde el hueco de mi ventanilla.
¿O será, tal vez, que no has reparado siquiera en e·
llos?
Con todo, yo me prenderé desde hoy de tus vestidos,
de tus ojos, de tus brazos, al pasar. Fuertemente. Para re-
tenerte, para fijarte junto a mí. Y, si no, 1para que me lle-
ves, para que me eleves contigo hacia esa otra dimensión
de lo azul, a la que yo ~mariposa frustrada de la tierra-
no puedo tender mis alas paralíticas, estos brotes de alas
que nunca reflorecieron ....

* *
*
Horas del amanecer..
~Un billete de veinticinco, señorita. . ..
Mis ojos, mis brazos .. m_i cuerpo todo ha temblado an-
te esta sencilla petición. Tiembla también en el aire la vi-
bración de su voz.
-¿Ha dicho usted de veinticinco?
-Sí; de veinticinco.
Aproveoho esit e retraso, provocado por mi atolondra-
Playa de Vidas

miento, para asaetearle con los dardos vehementes de mis


miradas, para !(:enderle mis lazos de atraicción, para sabo-
rear este precioso instante que me confiere categoría de:
heroína, para prender mis deseos de liberación en las dos
dil1llinutas alas del emblema que ondea sobre su pecho ....
¡Mframe! ¡Detente un momento! ¡Compréndettne!
Porque tú _¡dominador de los aires!- no conoces
esta vida de eterna víscera, de pe:ripetua entraña de la ciu·
dad. No conoces el hervor de la sangre caliente que cir-
cula, infatigable, por sus arterias profundas. No sabes de
los despojos arrojados hasta aquí por las violentas resa-
cas de la epidermis urbana. Aquí, donde todos quedan ra-
sados, todos iguales en esta clase única, sin aristocracias.
Aquí, donde sin la falsa hipocresía de arriba, todos desnu-
dos se lanzan al asalto de las puertas automáticas.
¡Transeunte que vas de paso hacia el <Cielo turque-
sa de la mañana: tú no sabes con qué devoto ardor se afe.
rran los garfios de mis dedos a · esas dos alas de libertad
abiertas sobre tu pecho!
Porque en ellas podrías llevarme, si quisieras, hast'.l
esa otra dimensión de lo puro etéreo, para mí desconoci-
da. Porque en ellas podrías sacarme d.e este círculo mal-
d~to de las tinieblas perennes. Porque, sentada en la cabi-·
na, junto a tí, sobre todas las miserias, más alta aún que
las agudas torres y los ingentes rascacielos, podría ver,
quizá, rasgada la espesa noohe de tanto día pasado en es-
tas mazmorras. Porque. . . .
---.Perdón; mis vueltas. . ..
234

~. sí; tome usted.


Bruscamente queda roto mi sueño. Se va mi avia-
dor hacia su aeródromo. . . .
Mientras yo me quedo aquí. Ordenando triples opera-
ciones a mi máquina calculadora.
Pero ya no abro mi libro de apuntes morbosos. No me
Interesa la patología psíquica. Me basta con una mirada.
Esa mirada azul que ahora se pierde en el último esca-
lón del andén. . . .

* *

Horas de la madruga1d a.
Las siete menos cinco. Danzan mis manos, azoradas,
sobre el teclado.
Menos tres minutos. Se estreciha el círculo que oprime
férreamente mi pecho.
Menos' dos mi:.1utos. Se paraliza el tiempo.
Menos un minuto. . . . ¡Afluye t<>da mi vida a los
ojos!
Presiento su luz en torno de estas sombras. ¿Se acer-
ca? No. Son los primeros náufragos del día. Los madru-
gadores del vicio . .
Las siete y un minuto.... Y diez minutos .. . Y cua-
renta minutos. . . . .
¡Se ha hundido mi ciudad subterránea!
¡Ha vue1to a regir el tiempo! ¡Se ha fugado la luz
de mis pUJpilas !
PJaya de Vidas

¡Mi angel de las alturas no ha venido hoy a mi urb~


profun1da!
Pero vosotros _¡dedos míos mecánicos!-, seguid,
seguid ordenando sin interrupción operaciones aritmé-
ticas. Sin dejar traducir, con inútiles crispaciones toda
la violenta tem¡pestad interna que sacude mis entrañas.
Vosotros estáis heClhos para marcar cifras, para abrir
puertas de subterráneos, para aplacar morbosas convul-
siones, no para prenderos de embletrnas que llevan al cielo.
Os enfangasteis demasiado ya en este lodo pegajoso, e!l '
estas monedas de cobre -algunas veces de plata_ que,
una a una, ciegamente, van cay·e ndo ante el pedestal de
mármol.

• *

Las doce y media. Sigue descendiendo el río de fugi-
tivos de la urbe.
-Uno de quince... .
-Uno de veinte... .
--Uno de diez ... .
Gira sin descanso el rodillo de mi caja registradora.
Y yo, con ella. Hemnética a toda curiosidad. Indiferente
a toda inquietud. Mecánicamente insensible como estas
teclas, como esos trenes, como .e sas puertas de los vagones
obedientes a un botón.
Y, de pronto; una voz:
-Dos de veinticinco....
Rosa Arclniega

¿Es una ·alucinación? . . . No; es mi ange1 de las al-


turas, mi hombre perfecto. Afluye de nuevo toda la luz a
mis retinas, toda la viida a mis dedos. Vuelan raudos des-
de un teclado a unas alas .... ¡Hoy, sí! Hoy le diré ....
. . . . ¿Eh? ¿Oómo?
¡Otra cara junto a su cara! ¡Otro 'hombro contra su
hombro! Otro brazo sobre su brazo. . . . ¡¡Y otros ojos
en sus ojos!!
Desfallece mi voz:
-¿Dijo usted?
.._.Dos de veintkinco.
Se hace el vacío en mi fr·e nte; el vacío también en m!s
venas; el vacío en mis centros vitales. . . . Pero mis de-_
dos obedecen automáticos, precisos. Dos billetes. Una ma-
no al recibirlos.. .. ¡La suya! ¡La de ella! ¡Blanca ma-
no!

Y, en la mía, estas monedas que tú me dejas Sin mi-


rarme -iOh, angel mío, ya de sombras!-

Pero no importa. Déjame al menos que te siga desd'=


este marco de prisiones en que está encuadrado mi busto.
Déjame que vea perderse, peldaño a peldaño, esa sonrisa
que hasta hoy hizo brotar soles radiantes ·e n esta mi no-
che sempiterna de abismo.
Déjame....
. . . . .. .. . . .. .. . ... ... ... ... . .. . .. ... ... ...
Pero hay aquí, a mis puertas, otro tropel de fugiti-
vos: sangre hirviente para estas voraiees arterias de la ur·
be....
Playa de Vidas 231

Vuelan las teclas bajo mis dedos. Se ensucian en e1 lf.


vido cardenillo de las monedas de cobre que les caen por
doqufor.
Abro la espita a e$ta oleada negru~a. . . . Se preci-
pita hasta ·el fondo. AJhí, todos mezclados, revueltos. . . .
En ese ímpetu. ¡Vis'ceras de la ciudad!
Y yo, en ellas. En el fango. Mientras tú _¡angel mío
ya de tinieblas!-, die la mano de ella, de la que logró tu
amor, te encaminas hacia el éter...•
• • • • • • • •• • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • • ¡•••
Cinco besos en la
noche
( Novela cor.ta)
'Tarde sabatina. . . . ¡Alegría! Alegría de "Resu-
rrexit".
El espíritu barrunta la inminencia de la fiesta y se
rebela contra la ubliga:ción.
Tengo, sin em1b argo, que trabaja 1~ en mi novela co-
menzada, en la que empezó a surgir ya sobre las cua:·-
tillas después de muchos días de lenta elaboración en mi
cerebro.
Trabajar. Alegría sabatina. . . . El resorte de mi di-
namismo se encuentra totalmente relajado. No quisiera
sumergirme en la tarea. Pero mi conciencia se subleva.
La voz de la obligación me grita sus exigencias.
¡Un pretexto! Me haría falta un pretexto que justi-
fique mis deseos de declararme en "huelga ilegal".
¿Cuál sería ese pretexto? ¿Cuál? ...

Mientras invento motivos, suena el timbre del te-


léfono. Presiento que el azar viene a salvarme. . . .
-"Alló" . . . .
En efecto; es una amiga que me anuncia su visita.
¡Albricias! Ya ha surgido el pretexto para mi "huelga ile-
gal". In mente, le doy las gradas.
(La estilográfica me mira con ironía desde la mesa
de trabajo; 'las cuartillas adoptan un severo aire de jue-
ces. Pero hoy no admito presiones. Ensayo con ellas una
242 Rosa Arciniega

"represión" freudiana, sumergiéndolas en la oscuridad de


un cajón).
Luego empiezo a prepararme.
Otra llamada telefónica. Inquietud. Sobresalto. ¿Será
una rectificación de mi compañera? Reflexión: mejor no
respondo....
Pero resuelvo: el azar no debe jamás ser violentado.
-"All6".
El que me llama ahora ·es un antiguo conocido, anun-
ciándome iguallmente su visita.
Muy bien. Seremos tres, de esta suerte. Charlaremos,
haremos tertulia; nos beberemos, a sorbos lentos, el deli-
cioso "cock-tail" de una tarde en imprevista vacación ....
Media hora después, en el acogedor caracol sonoco
de mi "estudio" abuhardillado resuena la voz de tres so-
meras intimidades. Hay cierta afinidad de espíritu entre
nosotros, y las verdades __.nuestras últimas verdades-
empiezan a desnudarse.
1Se habla de todo. Sin plan. Sin norma. Sin la opre-
sora brida de un "orden del día" previo. Taquigrafiada,
nuestra charla resultaría absurda, incoherente, "irrepre-
sentable". (Las conversaciones lógicas _como quizá us-
tedes hayan podido notarlo- sólo tienen lugar en los tea-
tros y en algunas pésimas novelas).

Dispara.tadamente, al margen de toda posible dialéc-


tica, se salta de un te~a a otro, de un "escenario" a otr.J
"escenario". Olvidados por completo de la hora, de las
exigencias; del mundo que sigue rodando afuera.
PJaya de Vidas 243

Hasta que, de pronto, sin saber cómo, surge un te-


ma: " ¿Qué opinan del amor libre?"
Discusión. Diversidad de pareceres.
Dice él ·c on rotundidad:
--iNo lo entiendo. No sé qué es eso.
Mi amiga:
-¿No? Ya lo creo. Si no, no habría usted contestado
así.
-Conozco la teoría; pero la olvidé en cuanto tuvf;
ocasión de enamorarme. El que quiere, no pretende li·
berta des.
-¿No?
-No.
-¿Y también se olvidó usted de que el amor no es
inmanente? La razón y la experiencia ....

-Pero es que yo no amo ni con la razón ni con b


experiencia. Amo con todas mis fibras psíquicas y ·mate-
riales.
Divertida, sigo gqzando en silencio. E:ntusiasmada
con el juego de una fina esgrima verbal, presiento una
polémica ruidosa, disparatada, inacabable. Ante mí, úni..
ca espectadora.
Pero, de improviso, el debate queda truncado. Sin
que los dos contendientes reparen en ello, nos encontra-
mos hablando de cualquier cosa, de autores favoritos, de
la psicología femenina, del terror al "más allá" .. . . , de
la biología del crimen.
Mi antiguo conoctdo, espfritu dostowieskano, se es-
244 Rosa Arciniega

fuerza por presentar un cuadro de todas las gamas del


·crilmen: del crimen pasional, del crimen sádico, del cri-
men científico .... Esboza su teoría de "la estética en el
asesinato", del asesinato por obsesión, por excesivo a-
mor ....

(IS e anima la charla. Hemos disfrazado al tiempo con


luz artificial para no sentir su paso).

Mi amiga narra, entonces, una anécdota folletinesca


de la cual fue espectadora: un suceso tan confuso é ilógi-
co como nuestra ;propia charla. Dos hermanas huérfanas.
Ricas. Una, rígida, inflexible, moralista, sensata y fea.
La otra, joven, inocente, •p ura, bell<;i-, con su libro paslo-
nal inédito todavía. Un muchacho: audaz, ilusionado, amo-
roso, alma abierta a la existencia. Ve a esta última. Ha-
blan. Se incendia en ellos el violento fuego de una hu-
mana idolatría. Tres días después, la hermana mayor ase-
sina a la pequeña de dnco tiros de revólver sin que se
sepa la causa.

Cometido el crimen, --absurdos noveles·cos que a ve-


ces tiene la vida- no llora; no lamenta aquel suceso. se.
rena, no se retracta del delito. Ante el blanco féretro de
la muerta, suplica a Dios: "¡Pruebas, más pruebas!". Lue-
go ~ruego perdón a los altos Tribunales de la L·ógica-
concibe un místico, un rdealizado amor por un hombre
inexistente. Conversa, se extasía y riñe con él. Coquetea
con otros hombres para darle celos. Le consulta sus co·
sas; siente pudor ante su mirada ubicua y extática. Trans-
Playa de Vidas 245

figurada, se deja adormecer por unas palabras armóni-


cas de amor que sólo ella alcanza a oír.
Una cosa únicamente niega al amante invisible: sus
besos, su contacto, su acercamiento carnal. "Es preciso
morir pura _reza-· para, "después'', gozar por siempre
del acabado, del per.f ecto amor".
Todo esto -Yª tuve la precaución de advertírselo a
ustedes~ es tan absufldo' como la propia vida. En una
novela, las cosas tendrían que ocurrir indefectiblemente
de otro modo. Y si un autor llevara la vida a la novela
tal cual es, se le tendría por loco.
'Se despiden mis amigos. Desde el observatorio de mi
balcón, asisto a la postrer agonía de la tarde sabatina .... ,(
Minutos deS¡pués, todas las sensaciones recibidas, to-
dos los ecos, todas las palabras escuchadas, caen al abis-
mo de mi subconsciencia como pesados guijarros.
Fuera, la noche levanta las bambalinas del teatro de
los sueños ....

* *
*
Medio día del domingo.
Pude inventarme ayer tarde un gran pretexto de a-
sueto. Pero la realidad se impone.
Aquí está mi novela recién comenzada, sin avanzar
en una sola línea.
Es preciso trabajar en ella, hacerla surgir, letra a le-
tra, de mis psíquicas entrañas. . . . Terminarla.
.246 Rosa Arciniega

¡Te:raninarla! Imposible. Releo lo escrito, intento


reanudar mi pensamiento, formarme la "composición de
lugar" que abandoné en la mañana de ayer. . . . No pue-
do; no encuentro nada; se me escapan la razón de por
qué escribí todo esto y las consecuencias finales.

El guión de mi novela comenzada se ha fugado cau-


telosamente de mi laboratorio dé experimentación en el
transcurso de un día sin vigilancia. Rebeldes, los per-
sonajes se han libertado de mi dictadura, aprovechando
las horas de descuido.
Pienso en la conveniencia de movilizar a la Brigada
de Policía estética contra personajes prófugos, ordenán-
dola su busca y captura por entre los recovecos de la.
Distracción. . . .Pero desisto de esa medida tiránica e
ilegal. No quiero entregas forzadas. Detesto las violen·
<;!ias.
Entonces, r esignada, rompo lo escrito, arrojo la es-
tilográfica sobre la mesa y digo adiós al proyecto. No
habrá novela.
Bus•cando la fertilidad de los silencios, me encie-
r r o en el caracol sonoro de mi "estudio" a:buhardillado.
Sola. Sin compañías librescas. En largo y fecundo o-
cio.
Péro el caracol sonoro tiene hoy extrañas resonan-
cias. Albsorta, las dejo ensayar capridhosos acordes en
torno mío . . .
"Amor ·libre" . . . . , "estética del crimen". . . . , "la
hermana pura" . . . . , "la hermana mfstica". , "la per-
Playa de Vidas 247

versión cri'minal". . . . , "los deseos reprimidos" . . ., "cin-


co tiros en la noche".
En mi coctelera interna se agitan, explosivos, estos
raros ingredientes. Forman una mezcla turbia.
Pienso, entonces, aterrada, en el extravagante "cock-
tail" que pudiera resultar del total de estas dosis de
vida adicionadas sin .el cálculo previo -ni la fórmula-
de un exipertísimo barman. . . . ¡Terrible, terrible!
Todo en ellas es extraño, insólito, singular. Para con-
seguir un producto medianamente novelesco, me verh
obligada a ensayar una trabazón, un esquema artísti!:!O
con posibilidades lógicas y falsear la verdad real para
construir una verdad htpotética.

¿Cóimo lograr esto? ¡Complicado, complicado!.


Tendría que empezar, ante todo, por buscar un pun-
to de referencia. El que ofreciera más probabiltdades de
exactitud. Este: una mujer, con tendencia al misticismo;
que al ver enamorada a su hermana la mata de cinco U-
ros. Pero ¿por qué la asesina? ¿Por qué? ¿Qué psíquica
reacción pudo impulsarla hasta el crimen? Y, después,
¿qué complejo extravío le hace concebir aquel amor tan
puro por un hombre inexistente? Es preciso especific::i~
todo esto, esclarecer estos puntos oscurísimos para que
el relato tenga al menos alguna 16gica.
Porque la realidad puede permitirse el lujo de no ex-
plicar sus misteriosos hechos ocultos -"ineX'crutables,
Señor, son tus deslgnios"-; pero al novelista sí se le
exigen aclaraJCiones de los suyos. ¿Cómo explicarlos?
248
Rosa Arciniega

¡,1
Frente a la extraña incQg'nita, agoto todas mis po.
í'. ·,, sibilidades
l:'' .
de cálculo. Pudo ocurrir, por ejemplo, qu=
.Ja hermana mayor ~por prolongada contención sexual,
por pura necesidad de amor_ se hubiese enamorado del
novio de la m en or . . . .
¡Imposible ! Sólo lo ha visto una vez. No han habla-
do siquiera.
Bien; per o aceptemos esta suposición. Se ha enamo-
rado de él en ese primer encuentro. Lo ve, luego, llega~
a su casa. Y, sugestionada cree ser ella la auténtica no-
via. Recela d e su herm ana menor qu e se interpone en-
tre ellos . R:.va1idad. Celos estrangulados. . . Sus repri-
mendas a Ja hermana son sólo el disfraz de esta auténti-
ca realidad.
Extraondinariamente dudoso todo esto, pero como
está dentro d e la escala de las posibilidades, tenemos
que agotarlas todas. Sigamos.

Inopinada, imprevistamente, zigzaguea en el vientre


de la tem;pestad pasional la lívida culebrina del crimen.
La hermana mayor concibe el asesinato de la hermana
menor. La mata porque es su rival. Por eso no hay llan-
to. No hay pesar. No siente arrepentimiento.
Aquí se manifiesta algo, sin embargo, que nos des-
pista, que modifica todas nuestras hipótesis. ¿Qué quiere
decir aquello de "más pruebas, más pruebas, Señor", con
que la protagonista del crimen so!lprende a los espectado-
res de su acto? Al pareeer, hondo grito de creyente que
inmola su dolor en el ara de la fé. Pero dolor ¿por quién?
Playa de Vidas 24:9

¿Por la muerta? ¿Por el futuro encarcelamiento? ¿Por


su propio amor ideal bautiza.id.o con la cálida sangre de
un fratricidio? . . . .
Imaginemos que por todo ello. Pero, al afrontar la
incógnita, tropezamos con el mismo telón sombrío. ¿ Có-
mo esclarecer lógicamente -novelísticamente- el sin-
gular amor místico de esta mujer por un hombre in-
existente, cuyas señas y nombre no coinciden con las del
joven novio de su hermana? ¿Transposición de imáge-
nes? ¿Espejismos del recuerdo?

Esto sería llevar el tren de Ias interpretaciones has-


ta un límite eXJcesivamente convencional. Y, sin embar-
go, quizá fuera posible forjar con todos estos anteceden-
tes una novela.
¿Una novela?
!Suspendamos esta labor hasta mañana. Porque hoy,
la tarde veraniega se ha echado a dormir la siesta. Ale-
targada, reposa con sueño de boa.
Utilizando el arco de un alto meridiano, el sol dispa-
ra sobre la tierra sus hirientes dardos ígneos. El silencio
se agazaipa en los frescos rincones de las casas. Invitan
a descansar las mecedoras. La modorra se columpia en la
comba de las pestañas. La penumbra es el clima del sue-
ño natural.
En letárgico sopor __icasi a punto de desplomarse er..
1

el vacío del desvanecimiento- el espíritu intenta ensa-


yar una interpretación del "definitivo sueño" sobre la ri-
gidez de un metro cuadrado de tierra. ¿Será asi la muer-
250 Rosa Arciniega

te? ¡Esta dulzura inefable! ¡Esta relajación profunda


de todas las cuerdas interiores! . . . . ¡Esta ausencia de
deseos! . . .
Borrones. . . , borrones. . . , manchas largas. . . , fan-
tasmas sin perfiles. . . . Se alejan de mí las últimas libé-
lulas del pensamiento. . . .
Me hundo en un lago tranquilo. . . . Percibo mi len-
ta disolución en el aire. . . .
Nada.

* *

Es el sueño el torvo antro de las hechicerías donde
unos magos exper:tísimos tejen peregrinas urdimbres
irreales con los cabos del lino de una aguda sensación
real.
En la República Anárquica del sueño, los revolto-
sos diablillos del Incons'Ciente -encerrados en aquellas
profundidades recónditas por su ingénita maldad- sal-
tan a la pista de la Imaginación a exhibir caprichosas pi-
ruetas. A veces, son ellos los que fraguan planes y rpro-
yectos que, luego, durante la vigilia, ejercen sobre nues-
tra voluntad un despótico dominio. Otras, son el sordo
reflector que ilumina oscuridades inviolables.. · .
Mis diablillos de los sueños1 de esta tarde me han ~u­
gerido una versión, tal vez irreal, pero artística y com·
prensible, del hecho novelesco cuyas causas intenté ago·
tar sin resultado durante la vigilia.
Playa ,d e Vidas 251

(E:xipreso desde aquí mi agradecimiento a mis in-


quietos inquilinos del Inconsciente por su trabajo afa·
nardo --Y positivo~, mientras yo dormía).

* *

Para ceñirme lo más posible a la versión que me han


proporcionado mis traviesos elfos del sueño, es urgente,
ante todo, el rápido ensayo de "una reconstrucción del
hecho".
Lo que requiere, naturalmente, que empecemos por
trasladarnos al "lugar del suceso". Exentos de todo pre-
juicio, de toda idea convencional al respecto. Nosotr.o3,
a!hora, nada sabemos de lo ocurrido. (La versión oficial
- O la versión vulgar- ha sido arrojada al desván por

inservible).
Con nuestra placa de la atención absolutamente lim·
pia, acerquémonos ai escenario. Sencillo, según ustedes
pueden contemplarlo:
Una pequeña "quinta" en las afueras de la ciudad.
Como en una reproducción miniaturesca, todo en ella
es diminuto, juguetonamente minúsculo. Un jardín en
miniatura, un "boudoir" en miniatura, una escalera en
miniatura. . . . Las halbita:ciones son apenas cuadrícu-
las de ajedrez. Esta, más grande __con su piano, con su;;
candelabros, con sus butacones afeipadoS-- semeja un
salón de recibo.
Visto desde la peque:ñ.a azotea de la "quinta", el pa-
252 Rosa Arciniega

norama que se divisa en torno es sugeridor. Por la par-


te de occidente, la perspectiva lejana, confusa y neblino-
sa de la urbe. (De los fermentos explosivos condensados
.a · grandes presiones en ella, toda vía alcanza a llegar ha"-
~- ta aquí alguna salpicadura).

El verde manchón de una arboleda compacta, recor-


ta su silueta en el cielo, por el norte. Limpieza de hori-
zontes, anchura de panoramas, visión ilimitada y honda,
en el sector Este-Sur. (Pueden intuirse unas maravmo-
sas noches de luna, combinadas con la magnificencia de
una aurora lujuriosa. En amaneceres así, abajo, en el t:i.-
pete del j ardín, las rosas esponjarán sus faldellines pa-
ra dejarse enjoyar por el rocío).

Los personajes ya nos resultan conocidos. Se hacP.,


por tanto, innecesaria su presentación. Nos limitaremos,
pues, a rebautizarlos con un nombre novelesco y a su-
gerir alguna característica de su personalidad.
La hermana mayor -treinta y tres años_ puede lla·
marse Victoria. (Nombre quizá un poco presuntuoso a-
parencialmente. En realidad, corresponde al símbolo d.e
una voluntad acerada).
La hermana menor _diez y ocho años- aceptarfa
llamarse Laura. (Demasiado novelesco acaso. Pero esto
es disculpable, toda vez que, sobre ella, va a re-c aer Ja
acción amorosa del relato).
Sus rasgos característicos: Victoria; un poco hom-
bruna, descuidada, flaca, hirsuta, francamente fea. El
carmín de la juventud no tfü6 jamás de rosa su rostr'..>
Playa de Vidas 253

anguloso y asexual. Huraña y seca, en sus ojos no se ha


posado nunca la paloma de la dulzura.
Laura: en el pulido alabastro de su cuerpo picotea-
ron los buriles del Arte hasta lograr la plasticidad de un
sueño estético. La perfección se quedó dormida en Ja
morbidez de sus hombros. Titila en sus ojos la pureza
del color.
Huérfanas. Viven solas. Desahogada/mente, puesto
que su fortuna es cuantiosa. No existen para ellas mate-
riales preocupaciones. El tiempo puede muy bien resul-
tar, para Laura, una cad~:meta tejida con puntos de ilu-
sión; para Victoria, quizá sólo una pesada cadena de des-
ilusiones.
La primera la recibió a los quince años. La segun-
da, unos meses más tarde. Después, fueron tantas como
veces quiso aproxirparse al amor. Nadie la buscaba, na-
d~e la solicitalia, ningún juglar ensayó líricas romanzas
ante el castillo almenado de su fealdad.

Sus amigos eran sólo amigos; sus conocidos solamen-


te conocidos. (Victoria era un híspido cactus solitario en
el desierto de la Indiferencia).
Entonces, Victoria odió a los hombres. (Quién sabe
si también a toda la humanidaJd).
Profundamente resentida, se encerró en la triple for-
taleza del aislamiento, del misticismo y del estudio. En
estos tres potros de tortura quiso estrangular todos 10'3
vitales gérmenes de su recóndita feminidad. (Lluvias de
chispas quemantes cayeron, muchas noches, sobre su
254 Rosa Arciniega

cuerpo reseco para incendiarlo en hogueras. Sobre su es-


píritu lacerado sopló, muchos amaneice~s, el simún de
los extravíos pasionales).
¡Qué magnífica su lucha contra sí misma en el pl-
cacho de la doliente abstinencia!
(Veinte siglos de ascetismo la contemplaron asom-
brados).

* *

Cuando tenía veintisiete años murió su padre. Un
año más tarde., su madre. Aquel dolor volvió a acercarla
otra vez a los hombres.
Conoció uno: Ignacio. Ignacio -sentimental, com-
prensivo- se apiadó de su desgracia. La acompañó algu-
nos días. Juntos, ,c ontemplaron varias tardes, el éxta-
sis de los crepúsculos. Castamente, quizá si una mano de
él retuvo por un segundo las f~briles de ella. (¿Se dije-
ron al.go que pudiera parecerse a una insinuación de a-
mor?).
Un día, Ignacio desapareció súbitamente para no vo~-
ver.
Victoria le siguió amando. Sobre el picacho de su abs ..
tinencia, construyó un ara donde ofrendar sus sacrifi-
cios a la lejana Esperanza. (Desde la azotea de su casrr,
escruta la línea del horizonte intentando descubrir la hue-
lla del fugitivo. Sobre la planicie soledosa de su alma
canta la alondra de los recuerdos).
Playa die Vidas 255

Desesperadamente lentos van deslizándose los día.:;,


los m eses, los años. . . Veintiocho... , veintinueve ... ,
treinta. . . . Ignacio no vuelve. (La histeria aguza su
puñal en la piedra del Tiempo. La Fealdad acaba de a.
saltar los últimos reductos del rostro de Victoria. Brota
la flor del misticismo en su esipíritu magullado).

* *
*
Prieto botón de camelia; macizo capullo de lirio blan-
co; compacto seno de magnolia, cada mañana Laura es-
ponja, en cambio, un poquito más la corola de su belleza
e s~al.ia11 te para recibir el aljófar de la Vida.

¡Dieciocho años!
(Hay pájaros en las enramadas de su íntimo jardín.
Los silfos de las ilusiones piruetean por entre sus sende-
ros. Preludia el amor una regía sinfonía).
¡Dieciocho años!
(El candor de todas las inocencias se ha posado en
el iris de sus ojos. El alabastro- se ha endurecido sobre
las combas de su pecho. Los juncos aprendieron el balan-
ceo de su cintura. Y el secreto del ritmo se esconde ba-
jo sus pies).
Laura es el Himno de la Belleza.
Victoria la odia. Celos luzbélicos retoñan cada ma-
ñana en el tronco seco de su alma ante la trayectoria as-
cendente de su hermana. (Su propia trayectoria descen-
dente constituye su tragedia).
"
256 Rosa Arcinieg:i

Odio, Celos soterrados. Envidia.


Pero ella disfraza la repugnanch de estos monstruos
con la careta de su indiscutida autoridad de hermana ma.
yor en funciones de madrastra. La obliga a vestir ridícu-
lamente. Le impone grotescos peinados. No le consiente
el retoque del rostro. Encierro casi absoluto; ausencia de
coqueterías, de frivoHdades, de temas de amor en la con-
versación. Laura es un pie de princesa china comprimi-
do en el tiránico . zapato de la autoddad de su hermana
Victoria.

En las má:gkas noches de luna, cuando la tierra to-


da es una bruñida b andeja de quimeras, Laura ansía de-
jarse poseer por los sueños, por el aire, por todas las fr:1-
gancias; pero Victoria los pulveriza con la rigidez de un?.
palabra. En .sus escasas salidas hacia la urbe, Laura qui-
siera posar los jilgueros de sus ojos en la rama de otros
ojos varoniles; pero una seca mirada de Victoria aplasta
todo intento de evasión. Cuando en los supremos desfa-
llecimientos ·c repusculares llegan hasta la "quinta", adel-
gazados por la distancia, los jirones de una canción, Lau-
ra quisiera llorar de nostalgia; pero un gesto imperativo
de Victoria ciega los inter:sticios de su hontanar senti-
mental.
¡Pdbre Laura, pobre Victoria, víctimas inconscientes
de la caprichosa bifurcación de sus opuestos destinos!

* *

Playa de Vidas 257

Esclarecidos ya los antecedentes de los personajes,


vamos a intentar ahora la reconstrucción del suceso mis-
mo.
Para ello bastará con que, situados en el escenario
anteriormente sugerido, nos limitemos a seguir los inci-
dentes del drama que van a desarrollar nuestros prota-
gonistas.
<Ellos, compadecidos de nuestra morbosa curiosi-
dald, se avienen a escenificar estas "reprisses").
Han pasado -desde lo que podríamos llamar pr6l0-
go a lo que será acto primero y único- tres años. Victo-
ria ha llegado .al último recodo de su física decadencia.
En su espíritu lacerado, suena todavía el eco del recuer-
do de Ignacio. (Ignacio, para ella, es únicamente la oque-
dad de un nombre sin concreciones físicas).

Laura, orquídea abierta al ambiente de las humanas


inquietudes, ha escalado el ápice de la plenitud vital. La
orquesta de su sensibilidad bullidora aguarda la llega-
da de un impersonal director para iniciar una patética
sinfonía.
¡Cuidado! Ese director esc~nico está cerca ya. Va a
hacer su aparición en el tabladillo de esta real farsa de
un modo improvisado.
Es domingo. Las horas matutinas se han vestido de
armiño para recibir el saludo del "angelus". El paisaj!~
, presiente la fiesta y el pólen de la alegría se desparrama
en el aire. Repican las campanas.
Como el domingo anterior, como el otro, como el o-
258 Rosa Arciniega

tro . . . , Laura y Victoria se disponen a salir a misa.


Cada una en su alicuba -"la compañía es peligrosa", di-
ce Victoria- hacen 'sus preparativos. Medias, guantes,
trajes ridículamente cursis, un velo, un libro de oraci:>-
nes. . . . (Laura mira de soslayo hacia el blanco vestido
de su primera comunión, nostálgico en el fondo del arma-
rio).
Salen. . . . Silenciosas, modositas, recatadas . . . .
Los vecinos las saludan con respeto. (Laura se atre-
ve a mirar a los go1fillos del aire que juegan a la liber-
tad por los recovecos de las enramadas).

E'n el camino se cruzan con un jov·e n: pelo rubio,


claros ojos, frente limpia, sonrisa confiada y atrayente.
Laura lanza el anzuelo de su mirada vehemente a la
voracidad del transeúnte. El desconocido prende su ~­
tención en el anzuelo sedeño. Sorprendido ante tanta be-
lleza, la contempla extasiado. Y se encamina tras ella.
(Victoria nada ha visto. Laura daría media existen-
cia por entornar la cabeza).
La iglesia. Una estrecha iglesia casi rústica. Paredes
encaladas. El altar mayor, oculto tras unos manojos de
flores artificiales.
Al tomar el agua bendita, Laura se ha vuelto a mi-
rar. Sí; allí, a dos pasos de distancia, están los ojos que
busca.
¡1E1stremecimiento! ¡Frío medular!
Laura · cree sentir en su .nuca el botón ardoroso de
una mirada penetrante. Hierve su sangre. Su cerebro es
Playa de Vidas 259

una fábrica activa de quimeras. (El órgano, que abre en


este momento sus trompas melódicas desde el recinto
del coro, es el cómplice poético de esta primera fuga a-
morosa. Le ayuda el místico perfume del incienso. Quizá
si, también, el tenue bisbiseo de los rezos).
Ha terminado la misa, y Laura y Victoria regresan
a su casa. Al bajar del atrio, los ojos ingenuos del joven
admirador devuelven, ansiosos, el anzuelo de una súpli·
ca. Luego, en la caile, fosforeciendo en iniciales fuegos
de a.mor, siguen quemando de cerca la nUJCa de Laura.
Desasosiego de ésta al cerrar la verja. El desconoci-
do se ha quedado estático ante ella. Traspasada de emo-
ción, Laura asciende la escalinata. Vuelve el rostro an-
tes de doblar la puerta. . . . Sí; está allí. (¿Será aquello
el amor? ¡AJh, qué agridulce punzada!).
Ya en las habitaciones .s uperiores, intenta pretextos
para asomarse a las ventanas. Lo consigue. Mira a la ca· .
lle. . . Sí; allí continúa. (1¿Es esto el amor? ¡Ah, qué
divina inquietud!).
Quisiera asomarse y no asomarse; ver y no ver; ser
vista y no ser vista. (¿Es esto el amor? ¡Ah, qué tor-
tura en el alma!).

"Vivo sin vivir en mí


y tan al ta vida espero
que muero porque no muero".

• •

260 Rosa Arciniega

Tarde de domingo.
Toda la clara alegría matinal del paisaje, trocada en
desmesurado bostezo de aburrimiento.
Silencio; sopor de siesta; soledad en el contorno.
Laura quisiera intentar una fuga al jardín. Impo-
sible. Es la hora de la lectura en voz alta mientras Vic-
toria teje. ¿Qué lee? No lo sabe. No lo entiende. No ve
más que ojos. . . , ojos. . . , los ojos del desconocido que
cobran vida en las páginas. Son tantos como las síla!bas,
tantos como las letras.
De pronto, Victoria interrumpe la lectura y sale un
instante. Laura aprovechando esta ausencia salta, veloz,
a la ventana. Sí; allí continúa. . . . (La sangre golpea en
sus sienes).
Pero siente pasos. . . . Rápidamente se retira. ¡A
tiempo! Victoria acaba de entrar. Una seca pregunta a la
que responde un tímido balbuceo:

-Estaba buscando un alfiler que necesito. . . . No


sé.
Victoria, bajo una punzante sospecha, se acerca a
la ventana; mira hacia la calle..
-¿Eh? ¿Quién? ¿Cómo? ¿Ignacio? ¡Si es Igna-
cio! ¡Ignacio que ha vuelto!
(La tísica flor de .su histeria comba su tallo, batido
por un "shock" nervioso).
-¡Ignacio! ¡Ignaci,~!
Solloza este nombre con la angustia contenida en
tantos a:ños de espera.
Playa de Vidas 26.1

'T raspasada de felicidad, se asoma otra vez a la ven-


tana. Le mira intensa, apasionadamente. Le envía un sa-
ludo con la mano. . . . El se yergue, avanza unos pa·
sos, contesta en igual forma . . . .

• *
*
Atardecer. . . .
Cuatro horas de mutuo engaño. Una excusa de Vic-
toria. Otra de Laura. Ambas han colgado su ventura de
esta tarde en el alféizar de la ventana.

A~1ora, el agridulce secreto es la mejor espuela pa·

ra acicatear voluntades. Sus preparativos para asistir a


1a invitación de esta· noche se aceleran con un ritmo inu-
sitado.
Laura se recrea escogiendo su más hermoso vesti-
do. Victoria selecciona sus más delicadas ro¡pas, sus más
trasparentes m.e dias, sus más audaces zapatos.

Laura quisiera explicarse la libertad en que' la deja


hoy su hermana. Victoria no ha visto a Laura. Laura
piensa en el desconocido que espera al otro lado de la
verja. Victoria en el "Ignacio" que espera al otro lado
de la verja. Laura no repara en el nerviosismo de Victo-
ria. Victoria está 'Ciega para la inquietud de Laura.
Salen. (Recelo. Preocupación. Ansiedad).
Al entrar en el jardín de sus vecinos, Victoria, como
.al azar, ha entornado la cabeza. Laura la vuelve tam-
. {

262 '( Rosa ArCinie b...a·

bién. (Laura quisiera confesar a Victoria su secreto. Vic-


toria, declarar el suyo a Laura).
La fiesta. . . . Farolillos de colore.s. Música. Licor.
Y parejas. . . . Tibieza enervante en el aire. · Perfumes:
Risas de juventud. Y, flotando por encima de todo esto,
un vago efluvio de amor.
Clandestinamente hace irrupción en la fiesta el des-
,c onocido. Victoria, retenida por las atenciones de la due-
ña de casa, no lo ha visto. Laura, vivaz, aprovec!ha es-
te descuido para dejarse aibordar. Bajo la sombra· de una
pérgola conectan el balbuceo de sus primeras pala-
bras . . . .
--Díígame su nomhre. . Se lo rueigo.
-Laura. ¿ Y el suyo?
-Jorge. La amo a usted, Laura. Te amo. ¡Te adoro!
Mi vida es tuya desde hoy. Dime que. . . .
--Váyase, por favor.
--No. Imposible.
---Podría vernos mi hermana y sería fatal.

-iLaura! (Frenéticamente besa su mano. Ella sien-


te el vértigo de un dul1ce desmayo).
-No, Jórge, no. Miá.rchese.
-Te quiero, Laura.
--Por favor. Espere mañana junto a la verja.
---Pero dime que tu también me quieres.
-Mañana. . . , maiiana.
Jorge -Ya conocemos el nombre del p:e rsonaje in-
trus0- sale. Laura, tambaleante, vuelve al centro de la
.. '. ~~>~·,. '.:i.
· ~

Playa· de Vidas 263

fiesta. (Los ojos de él fulgen en todas las luces del sa-


lón; en todas las melodías de la orquesta).
Victoria, libre ya de la atención de los anfitriones,
se dirige a la puerta de entrada. Fuera, semioculto tras
una farola, vislumbra a "Ignacio", a su "Ignacio". (Toda
la violencia de su esterilidad pasional, tantos años . re-
presada, ruge huracanadamente. Enloquecida, está a pun-
to de romper con todas las normas sociales, con sus pro-
pias teorías, con su moralidad y salir corriendo en bus-
ca de él).
Pero se contiene. Razona: "No; una audacia asi qui-
zá le defraudara. Es mejor esperar" . . . .
¡Noche hermosa para componer dos dispares -pero
igualmente intensos- poemas místko-sexuales!

• •

Medianoche. . . .
Laura y Victoria salen del baile. Al cruzar la calle,
Laura, disimuladamente clava su mirada en la sombra
.tlifusa que la sigue. Victoria también. En el breve tra-
yecto que las separa de su casa, ambas buscan pretextos
para volver la cabeza atrás. Laura cree inocentemente
en las disculpas de Victoria. Victoria no repara en hs
de Laura.
Al entrar en el jardín, Laura diCe bostezando ruido-
samente:
-iQué cansada estoy!
' I

264 Rosa Arciniega

Victoria contesta:
~Yo ta~bién. Voy a acostarme ahora mismo.
Se despiden. (En su precipitación, ni se dan cuen-
ta siquiera de g.ue han olv1dado las prácticas religio-
sas de otras noches).
Cada una ·p ene:tra en su habitación. Laura finge los
ruidos característicos de acostarse. Apaga la luz. Tose.
Victoria ta:m¡bién. Pero ninguna de las dos se acuesta.
· Laura, frente a la sombra de Jorge, visible junto a
la verja, teje, divinamente inocente, sus albos sue-
ños de virgen.
Victoria, frente a la silueta de "Ignacio", se cobra
en dulzura la inliferencia de la Humanidad.
¡La Ilusión caíbalga en la penumbra!

* •

Lunes . . . .
Puede comprimirse en la cápsula de una frase:
"®L MISMO JUEGO DE AYER"
Laura ha seguido engañando a Victoria. Victoria a
Laura.
Laura y Victoria paladean la felicidad de su íntirr.o
secreto.
La vida es bella.

• •

'r
Playa de Vidas 265

N odhe de este día.


Las once. Laura dice entornando los ojos:
~Tengo un sueño atroz.

Y Victoria contesta:
--Yo también. Voy a acostarme ahora mismo.

(:Be despiden. En su precipitación, ni se dan cuenta


de que esta es la segunda noche que olvtdan sus prácti-
cas religiosas).
Victoria se felicita del sueño de Laura. Laura del sue-
ño de Victoria.
Descalza, Victoria se instala en la ventana de su alco-
ba. Laura no tiene tiempo de descalzarse. Ha fraguado
un plan audaz y decide ponerlo en práctica.

Antes se cerciora de q,ue su hermana duerme. Sí;


ya trascurrió largo rato. . . . Está apagada la luz. . . .
De puntillas, sale al pasillo; enfila ~a escalera. (Su
c'orazón es un arriesgado acróbata ensayando saltos mor-
tales en el trapecio de su pecho).

La puerta del jaI'dín. . . . Un lev·e chirrido de los


goznes que, en . los o~dos de Laura, adquiere fantásticas
resonancias. Luego, la frescura de la noche cayendo C'>-
mo una ducha sobre el ardor de su espalda. . . .
Mira hacia el cuarto .de Victoria. . . . Nada ve. Desli-
zándose paso a paso por entre las plantas, llega hasta la
verja. (El borrón ne.gro Q.e una enramada la oculta).
Un leve suspiro:
-Jorge.
266 Rosa Arciniega

Jorge cree soñar. Desorientado en la penumbra, si-


gue mirando en dirección a la ventana.
-Jorge. . . .
La vé al fin.
-¡Laura!
(El enrejado es, en esta ocasión, el austero guardián
de todas las moralidades. Sólo las manos, a través de él,
pueden fundirse en un mismo calor de emoción).
Azoramiento, silencio. . . .
Luego, la escena se condensa en un violento repro-
che pasional.
El dice:
-No me amas. Te burlas de mí. Estás en complici-
dad con tu hermana para mofarte. . . .
-¿Con mi hermana?
-¡Sí! ¿Qué signfü.ca su presencia en la ventana?
<El dando de una sospedha aterradora se clava en el es-
píritu de Laura).
-No sé; pero tengo que explicarte. . . . Sólo he ba·
jado por eso. . . . Tenía miedo de que no volvieras
más. . . . Me tiene aherrojada. Si ella se enterase ha·
ría imposible hasta este único consuelo de vernos desde
lejos.
-Pues bien; hay un camino: huye de esta casa; de-
ja a tu hermana; libértate de su tiranía.
(Laura solloza).
-¿Y después?
Pláya de Vidas 267

___..vendrás conmigo. El mundo tiene sitio para los


dos. Va. . . .
De improviso, el ruido de una puerta al cerrarse, yu-
gula el comienzo de la frase. Suena un agudo alarido.
Rugiendo de indignación, Victoria atraviesa el jardín.
Jorge se retira de la verja. Laura cierra los ojos.
El terror se ha congelado en el aire. Magnífica Furia
del celo sublimado, Victoria apuñala con sus brazos des-
nudos los claros del enrejado:
-¡Ignacio! ¡Ignacio! Soy yo. ¡Yo, tu Victoria! Te
me querían robar otra vez. . . ¡Otra vez! ¡No! ¡Ven!
Jorge, prudencialemte apartado, espera el final de
esta escena. L~ura, bella estatua inmovilizada, nada ve,
nada oye, na~a siente. Vencida por la sorpresa, inclina
la cabeza, aguarda el golpe final. Espera. . . .

Luego, se siente impelida por una mano poderosa;


arrastrada a lo largo del césped, de la breve escalinata,
del estrecho pasillo. Se siente arrojada, finalmente, S':>·
bre un diván.
-iAhH
No abre los ojos, no rectifica la postura en que ha
catdo, no se cuida siquiera de cubrir la morbidez inci-
tante de una pierna que ha quedado completamente al
desnudo.
De improviso, vuelve a sentirse zarandeada, aupa-
da en el aire, agitada como un muñeco de trapo.
-i;Flabla! ¡Habla o te mato! ¿Creías que venía
por tí? ¡Tu también quieres robá:mielo! ¡Habla!
268 Rosa Arclniega

(Laura nada responde, nada entiende. La muerte se.


ría ahora su supremo refugio).
~¡Haibla! Querías ensayar con él tu arte de seduc-
ción. Tienes envidia de mi felicidad. Habla, infame; te
encerraré; te sacaré los ojos para que no puedas verlo
más, para que. . . .
(De las pestañas de Laura, pende el temblor de u-
na lágrima).
El dolor amustia las flor~s del jardín.

• •

Martes.
Tercera noche del tercer día.
Desde el alto castillo de su locura místico-sexual,
Victoria atisba la llegada de su "Ignacio". (Tiritan de
impaciencia sus huesos).
A lomos del ·c orcel de un juvenil amor, Jorge apare-
ce entre el ramaje de la calle solitaria. Pasea. . . .
En la haJbitación donde . permanece recluída, Laura
despierta a la realidad de un razonamiento. Vuelta en sí
de, la inconsciencia absoluta de un día entero, compren-
de que es necesario decidir. Dos caminos se abren ante
ella: ¿Huir con Jorge? ¿Permanecer con su hermana?
El primero se le aparece hermoso, atrayente. ¡Huir~
¡Fugarse a trav:és del mundo! ¡Ser alondra, gorrioncillo
de todos los horizontes!
Play.a, de Vidas

¿Quedarse con su hermana? ¡La vida es el ataúd de


los sueños!
Resuelta, Laura sale al pasillo. Como anoche lo atra·
viesa de puntillas. Le horroriza la idea de no poder lle-
gar hasta la v erja, de .ser sorprendida en el camino ....
Pero no; la puerta del jardín gira con cómplices sua-
vidades. Muda está también la ariena del senderillo ... .
1

Los emparrados son palios acogedores ....


Un quejido apenas:
-¡Jorge!
~¡Laura! ¿Tú? Ven. Huyamos. Te quiero mía.

(Al través de la reja, las manos se funden en se·


Hado apretón. Se oye el silencio. La saeta de un sollozo
lo desgarra).
-¿Por qué? ¿Por qué ese llanto? Serás feliz, Laura.
¡Pronto! Huyamos.
-iSí! Pero . . ..
-iAhora mismo!
-No; mejor mañana. Mañana. Escucha ....
--No, Laura; tú eres mía. Yo te quiero mía. Vámo-
nos. Huyamos. Ahora mismo.
-Imposible.
De pronto, el golpe seco de una puerta pone punto
final a este "imposible". Se aye un penetrante alarido.
Victoria cruza el jardín. Pero ahora, ni Jorge ni Laura
la escuchan. En los ojos de los dos se ha reflejado el es-
panto.
-¡Huyamos, Laura!
270
Rosa Arciniega

¡¡Horror!!
Secos, violentos, agudos, sin interrupción suenan en
la noclle los besos ~ipasionados de cinco tiros de revól-
ver.
-¡Mío, Ignacio; mío para siempre!
Por los confines del cielo ha cruzado la ráfaga de un
oósmico estremecimiento. Victoria, con el arma humean-
te en la mano, sigue enhebrando delirios:
-Ignacio, Ignacio: escudha; ¡la maté para que no me
estorbara! Ahora eres mío .... , mío .... ¡Solos!
(Laura, desplomada, se ha dormido sobre las espinas
de un rosal. Compadecida, una rosa restaña con sus pé-
talos la sangre de sus heridas).
Pasa una lechuza lanza.indo torvos siseos.

* •
*
Súbitamente, los mastines de la noche se despere-
zan. Pro'.Yectan sus aullidos lúgubres hacia el fantasma
de la muerte. Suena un murmullo humano. Se acerca la
gente.
- i Un crimen!
-¿Dónde?
-¡Tiros!
-iUn crimen!
Alguien escala la verja. Abre la puerta. Penetra, ru-
gidora, la ola hirviente de un tumulto. Rodean el cuerpo
exánime de Laura ....
Playa de Vidas 271

-Muerta. ¡Está muerta!


-¿Por qué?
(Los gnomos del misterio se escabullan por entre la
hojarasca del jardín con el pomo del auténtico secreto
.escondido en la joroba).
Alguien repara entonces eri Victoria, extática al pie
de la muerta.
-Es su h ermana; ¡.su hermana! La ha asesinado su
hermana ....
La. conducen a la casa .... La interrogan~'. .. Victo-
ria n o contesta.
Tímidam ente, uno de los circunstantes lanza la hi·
pótesis {le una posible demencia.
-iEstá loca; está loca.
Victoria no llora, no oye, no entiende. Habla sola)
Para los que la rodean sus frases resultan ilógicas, inex-
plicables. Transfigurada, sonríe, esicuaha, susurra pala-
bras incongruentes a alguien que sólo ella puede ver:
-Ignacio . . . . Mi vida. . . . E1s infinito mi dolor, pero
sé que tú me amas . . . . Más pruebas, Señor, más prue-
bas ....
La sin~estra silueta del terror proyecta. sus alucinan-
tes perfiles en los ojos de todos los presentes.
-¡Loca; está loca!
Llegan las autoridades.
(Abajo, en el jardín, un artista protesta de que l~
Perfocción, dormida en el cuerpo yaicente de Laura, haya
de ser sacrílegamente profanada por el frío escalpelo de
las autopsias oficiales).

. \
-~
.. -.; •
' ..
·~
t ' ,,,

La eterna noche
nupcial
<Episodio novelístico, casi real)
Aparecía diariamente todos los amaneceres por la
parte E.ste de la ·c iudad. Con la misma cara invariable
___.fresca, limpia, alegre-. Con el mismo vestido -largo,
acorsetado, ridículo, al margen de toda evolución modis-
teril-. Con el mismo peinado --alto, ahuecado, modelo
principios de sigl0-. Con el mismo manojo de flores blan-
cas en la mano.

Se hubiera podido llamar a esta mujer "el fantasma


blanco de la aurora", como a otras mujeres se les llama
"los fantasmas negros de la noche"•
. Nadie sabía dónde ni cuándo lavaba su único vesti·
do, ni en qué espejo -de cristal o acuático- se peina-
ba; pero sus ropas iban siempre flamantes. Su pelo era
también cu:Ldado, brillante, terso. Se le sa1bía vagabunda
y bohemia; pero su figura tenía algo de señorial y aris-
tocrática.
Nadie había averiguado tampoco dónde -Y tan tem-
prano- :cortaiba las flores inmaculadas de su manojo pe-
renne. ¿Conocería alguna pradera lejana en la que un
rayo de luna artificial hiciese brotar albas rosas falsifi-
cadas? t.Las producía ella misma al conjuro de algún ra-
ro sortilegio ·r ezado al despuntar el día? ¿Las robaba en
los mericados o en las alquerías próximas? Era éste un
misterio tan pequeño, tan pequeño, que al mundo -tan.
276 Rosa Arciniega

preocupado, tan grande- no le importaba nada. Como


no le :iunportaba tampoco la propia vagabunda. Ajeno a
aquella existencia ilógica, cuando más el mundo volvía
la cabeza, al verla pasar, para mofarse de ella con un
-iAdió.s, Bobitos!
Se le conocía por este nombre ~bautismo practicado
por cualquier sacerdote popular y anónimo~, y ella con-
testaba siempre, agradecida, con una ligera inclinació~
de caíbeza.
-iAdiós, Bobit:os!
·-¡Adiós, Bobitos!
Y la Bobitos, repartiendo sonrisas, seguía caminan-
do presurosa --<Con el manojo de las flores blancas en la
mano; pulcra, lavada, ágil-, como si la acuciara una ur-
gencia en algún punto definido de la ciudad.

Una calle .... , otra .... , otra. Se la veía tan pronto


en un extremo como en otro, subiendo y bajando agudas
calzadas, metiéndose por entre todas las plazuelas y ca-
lles estredhas, tejiendo y destejiendo caminatas por las
anchas avenidas. A veces, sucedía que un mismo via-
jante de los que realizan sus ventas en automóvil se en-
contraba con ella en cilllCo o siete puntos distintos de
la ciudad. Y siempre ha!bía contestado a su saludo sar-
cástico con igual sonrisa, con ~déntica inclinación de ca-
beza.
No hablaba jamás con nadie. Rehuía todo intento de
interviú. Ni se . detenía frente a los escaparates. Ni for-
maba. parte de ninguna aglomeración popular y curiosa.
Playa ide Vidas

No se conocían sus ideas políticas. Ni sus aptitudes


femeniles. Ni sus creencias religiosas. Se ignoraba i~clu­
sive si poseía algl.ina noción del mundo externamente
maravilloso en que vivía.
En días de huelga o de terror societario, en esas ho-
ras medrosas en que la gente ",c on sentido común" se
encierra en sus casas para hurtar el cuerpo al golpe se..
co y fatal de "una bala perdida", la Bobitos, ignorante
del peligro -o sin miedo al peligro-, seguía describien-
do sus precipitadas parábolas ambulatorias por la urbe
con la misma superior inconsciencia -o con la misma
superior regularidad__. ·c on que se producen los fenóm¿>-
nos sísmicos.
Ella un fenómeno natural más de aquella ciudad.
Como la salida del sol o de la luna, como la lluvia o co-
mo el trueno. Los mayores de cuarenta años sabían que
la Bobiitos habría muerto el día que dejase de pasear
por las calles de la capital.

No tenía, desde luego, horas fijas para su recorrido;


pero .su tránsito era seguro, exacto, matemático.
Era de edad indefinible. Podía tener treinta y cua-
tro años, cuarenta y siete, cincuenta . . .. Su rostro ~s­
taba ajado, mustio; su cuerpo era sólo el revestimiento
epidé!'IIDrco de una armazón ósea; esencia de espíritu pu-
ro eran su:s ojos. Y como tal espíritu -ingrávido, im-
ponderable, sutilísimo- se movía de un punto a otro
con incomprensible agilidad. Sus pies no pisaban en el
suelo. Por lo menos, no dejaJban huellas en él.
.,, .

278

Tampoco se le había visto comer nunca. Ni pedir


limosna. Ni subir y bajar escaleras. Ni entrar en una ta-
berna o café. Ni tener familiares y conocidos.
Era un mundo, total y absolutamente fuera del mun-
do.
(Pobre - f f casi arcangélica- B<>bltbs, "fantasma
blanico de la aurora"!).

• •

Ley6, antes que mi curiosidad morbosa, la compasióYl
en mis ojos.
Me lo dijo con una entonaci6n ultrapatética y abSur-
damente 16'gica:
~s la primera mirada que me ha mirado en el

mundo sin mofa, después de la de él. Porque eres un es-


píritu pueril, tú puedes comprender el secreto de ml e-
terna felicidad. Voy a desposarme ahora con mi prome-
tido, que me espera entre mústcas, flores y humo de in-
cienso. Cuando vuelva, celebrada ya la ceremonia, sfgué-
me y sigue a mi cortejo. 're invito a presenciar mi :mag-
nffica noche nupcial
No me ref, no. La sombra de los misterios inquie-
tantes se desplomó sobre mi frente.
La e.speré en un extremo de la ciudad hasta la ho-
ra del crepúsculo. Vuelta de espaldas al rojo sol murien-
te, se me apareció a lo lejos nimbada por un fgneo res-
plandor, igual a una fantasmagoría policroma. Lent09,
1\ 1

Playa ¡de Vidas 279

y como acompasados a una melodía inaudible para los


mortales, eran ,sus pasos. Irradiaban extrahumana feli-
cidad sus ojos. Alta, oDgullosamente erguida, sobresalfa
su cabeza. (¿A qué sOilll'bra blanca invisible iba ceñido
su brazo i74uierdo, graciosamente doblado sobre su cin-
tura?).
Comprendí algo. . . . Y me aparté a un lado del sen-
dero. Me saludó ella con una ligera inclinaición de cabe-
za. Correspondí __;perfectamente seria sin esfuerzos.-
,, al saludo.
Luego, me sumé a "su cortejo".

• •

Cribaba ya azahares la luna por todos los cedazos
del delo, cuando ella se detuvo ante la puerta del ce-
menterio. Avanzó luego haicia algo tan tétricamente ma-
jestuoso que erizó las sanguijuelas del terror en mis es-
paldas.
Era "aquello" un panteón mudo y marmóreo. (Aun-
que, bajo el claror selenítico y, en estas horas silencio-
sas, muy bien padría ser poético palacio encantado, el
más apto para una bella noohe nupcial).
Más arriba, a derecha e i~uierda, las blancuras do-
blelllente blanqueadas de otros mausoleos, de unas lo-
sas y de otras cruces urdían caprichos estéticos de arqui-
tecturas gnomónicas.
Reprimí mi pavor. Puse frenos hidráulicos de volun-
280 !tosa .A.rciniega

tad a la lo,c a dínamo de mis nervios. Y, extáticamente


quieta, aguardé la voz de la Bobitos, de una Bobitos
hierática a la que irrev:erencia me hubiera parecido nom-
brar ahora Bobitos.
No me llamó. Pero, tras una pausa, empecé a perci-
bir claramente sus palabras, dirigidas a un cortejo in-
visible, del cual yo -únLco ser visible- formaba parte.
-Gracias, señores y señoras -dijo ella-, por sus
gentilezas y atenciones; por haberme acompañado en es-
te día, el más feliz para mí. Siéntense ahora aquí, en el
parque de este mi palacio, y dígnense aceptar la esplén-
dida cena que ahora les haré servir.

Comprendí. Me senté. Hice varios ademanes como


de saludar a alguien. Luego, "comí el pan y bebí el vi-
no" de aquella cena, mirando a hurtadillas a mi hués-
ped.
Oía el murmullo de su conversación con sus invita-
dos invisibles. La veía inclinada sobre el costado izquier-
do, "escuc'hando" las palabras de amor de su "esposo";
irguiendo de vez en cuando la cabeza para agradecer
saludos inaudibles.
La ví después ponerse . en pie y exclamar con una
dulzura de voz ultraterrena:
-Infinitas gracias, huéspedes amaibles. Fijos tendl'.'é
vuestros nombres y vuestros rostros en mi imaginación
toda la vida. Y ahora, perdonadnos. Mi esposo y yo nos
retiramos a: nuestra cámara a vivir el amor de esta
primera noche nupcial. Buenas noches a todos.
'

Playai ·d e Vidas 281

• •

:Soportando, f orzadamente despierta, las agudas mor-
deduras del pánico, esperé hasta el amanecer.
Ví, en esa nocihe, fantásticas sombras blancas avan-
zar, agazapadas, hasta mis pies. Ví monstruos inferna-
les deslizarse, reptantes, por las losetas de todos los se-
pulcros. Ví cuerpos que eran sólo ojos, y ojos que eran
llamas hipnóticas de irresistible rpo:der magnético.
Oí bisbisear, en lenguas raras, a las hierbas, y re-
zar plegar ias a los cipreses, y salmodiar exorcismo..,; a
los pórticos negros de los túmulos .
.En esa nod1e sola, mis· ojos y mis oidos oyeron y
vieron más cosas dentro de la ciudad de la muerte que
todo cuanto antes haibían visto y oíido en las urbes de la vi·
da.
Pero aclaró. Arneneció. Oí una tos seca. Y, para no
ser vista, me escondí tras un panteón.

Era ella, la Bobitos, "el fantasma blanco de la au-


rora'', que renacía de ~uev-0 a la vida, apurado ya el a·
mor de su noche nupcial.
Pa]mo'teaba de júbilo a la puerta de su "palacio",
ante la magnificencia del orto sideral. Luego, cantu-
rreando, empezó a recorrer todas las tumbas cercanas.
Recogía flores, flores desmaya!damente blancas como ve-
llones de luna. Flores del dolor que el dolor había de-
jado sin sangre.
282 Rosa Arciniega

Form.6 con ellas un manojo: su manojo de siempre.


Y dichosa, emprendió el camino de la ciudad.
En un arroyuelo, se lavó la cara. Se peinó. a tien-
tas. Espolvoreó gotas de agua fresca sobre las flores.
Cantaba. .
Me acerqué entonces a ella. No me conocfa. Pero me
dijo:
Es la ~primera mirada que me ha mirado en el mun-
do sin mofa, después de la de él. Porque eres un espfri-
tu pueril, puedes comprender el secreto de mi felicidad.
Voy a desposarme ahora con mi prometido. Cuando vuel-
va, celebrada ya la ceremonia, sígueme y sigue a mi "cor-
tejo". Te invito a presenciar mi magntfica noche nup-
cial
¡Lo aicabé de comprender todo!

• •

Después, he visto varias veces repetida la misma ce-
na fantástica, la misma noob.e nupcial fantástica, el mis·
mo fantástico despertar de la antebOda.
Y he pensado en tu felicidad; en tí, feliz -y casi ar-
cangélica- Bobitos, "fantasma blanco de la aurora", que
estás viviendo la perennidad de una. eterna noohe nup-
cial, poética y ultraterrena, y despertándote al otro dfa
tan pura como esas vedijas de luna, hechas flores, que
llevas en tus manos, para volver a comenzar.
Playa de Vidas
· · · (Comprimido de novela)
-¿Qué va a ser?
--"Una botella de "champagne".
-Bien; tomaré más "1champagne".
-Entonces, dos.
Este encuentra en seguida clasifi:caci6n en mi nutri-
do catálogo de vi:das. Dos botéllas de "champagne" . . . ,
ese tono autoritario al pedirlas. . . · , ese rostro satisfe-
cho. . ·e se t6rax ampliamente henchido de optimis-
mos ..
No hay duda; a la correspondiente columna de "nue-
vos ricos'', de odiosos "par\renues". Los que se inventan
gastos como se inventa viajes el que acaba de adquirir un
vehículo: por mostrarlo, por exhibir su dinero, por des-
lumbrar a la gente.
Tengo aquí, en mi casillero, una copiosa colección dC;
este nuevo producto de hombres universal; hombres de
todas las postguerras; de todos los cataclismos sociales;
de todos los sucios negocios donde se juega con vidas.
Son _,.naturalmente- los más asiduos turistas de mi hos-
pitalaria playa. Necesitan ahogar en alcohol su plebeyez
congénita- No sus remordimientos; porque carecen de lu·
jos espirituales.
Son también los más espléndidos. Algunas veces -re-
sabios de su profesi6n- tenaces acaparadores igualmen-
Rosa Arclniega

te. Chequ e en mano, preten den quedar se con la playa in·


tegra por la noohe, cOino, por el dia, se quedan con un lo·
te de accion es en la bolsa. Sólo por el deseo de cerciorar-
se a toda hora del mágico poder de unos papelit os de colo-
res pronto s a surgir, en apreta das filas, del fondo de su
flaman te cartera . Las dificul tades, como los remord imien-
tos, carece n de sentido para ellos. A cada negativ a del pro-
pietari o, una nueva colecci ón de soldad itos de colores, se-
guidos de ceros, sobre la mesa. A cada silencio, un au-
mento de oferta.

Campe ones de la vida en la difícil carrera de ganar-


la plenam ente, para ellos la existen cia no es más que una
rampa sin vallas. Conocen las ecuacio nes de los human
os
deseos y, tajante s, las resuelv en. Deman da, oferta. Ofer-
ta, deman da. Fácil tornill o sin fin que les conduc e has·
ta el triunfo .
Unicam ente, al llegar aquí, fracasa n. Unicam ente a-
quí pueden sentir la sorpre sa de la negativ a. Pero es que
esto no es la vida. Esto es una playa de vidas, un refri-
gerio de vidas. Y el espírit u comerc ial, sólo en forma
re-
fractar ia, como el sol de un espejo, puede infiltra rse has-
ta aquí.
Una playa de vidas · no puede ser exclus iva de un Ú ··
nico propie tario. Perten ece a la Human idad, a todos.
Y,
entre estos, antes a los lisiado s que a los sibarit as, antes
a los derrota dos que a Jos todopo deroso s.
Porque en esta playa --eom o en toda playa natu-
ral-, vfctlmas de las furiosa s galern as, de las cóleras
t ¡'

Playa de Vidas 287 .

oceánicas, vienen a caer náufragos, muchos náUfragos. De ·


todas las categorías. De míseros pescadores en leve lan-
cha zozobra:nte y de ricos turistas en lujosos yates. De
aventureros piratas y atrevidos nadadores. ¡Extraños su-
pervivientes arrojados a mi playa por ignotas aventuras:
sed a ella bienvenidos! ...

* *

A:ctivas enfermeras de este balneario de vtdas, noso-
tras, Josefina o Fifí, Zoratda o Nelly _¡qué más dá!--··
oscuros relicarios de intimidades bajo un reluciente ró-
t,u lo comercial, somos las encargadas del salvamento de
los náufragos. De producirles la respiración artificial. De
devolverlos, semi-resucitados, otra vez al mundo, a su vi-
da -si la tienen~. No de aceptar ofertas de nuevos ricos
que obstaculicen la arribada forzosa de los auténticos nP.-
cesitados de atenciones.
-¿06mo te llamas tú?
~ifí.

-No me refiero a eso.


La gordezuela mano ~uajada de brillanteS- del
"nouveau ridhe" cae sobre la mía como sobre un objeto
preciso que hay que evaluar antes de lanzar la cifra de
oferta. Sus ojos de severo comerciante recorren mi cuer-
po. Más que mi cuerpo, mi indumentaria, mi vestido, mis
zapatos. Buen ignorante del arte, se dejará seducir más
por los colorines que por la belleza intrínseca. Colorfn
288
Rosa Arcinie~a

por colorín. . Los de sus billetes por los de mis ro-


pas.
-¿Cómo te llamas?
Me guiña picarescamente un ojo ensayando un tor-
pe gesto de truhán.
-No tengo precio. Vendo sólo un poco de alegría o
de tristeza, según la necesiten mis enfermos. Pero a co-
misión. O gratis --que también soy generosa-. Por el
veinte por ciento del valor de una botella de "champag-
ne", de una copa de pipermín, de un ajenjo o de un anís,
rectifico trayectorias de vidas, calafateo quillas averia-
das, pongo parches en psíquicas epidermis rotas. Nada
más. Soy un taller de humanas reparaciones, nunca una.
fábrica en venta. A tí, por el mismo pr~cio, te daré una
lección de fracaso. Quiero, iluso mío, que aprendas a per-
der. Anda, paga. Mira: en aquella mesa me espera un do-
liente. Voy a salvarlo.

* •
*
-¿Qué vas a tomar?
-Una copa de "wisk;y". Pero del más fuerte. ¿Y
tú?
--Bien; "wisky".
Inscripción en mi registro-catálogo: "victima de un
desengaño de amor".
Son las más numerosas. Y las más dignas de lástima.
Perdedores de la fe puesta en una mujer, vienen a hi-
Playa ¡de Vidas 289

poteicarla en las que, por aceptar las de todos, no pueden


perder ninguna. En nosotras, solkitas t01piqueras de es-
ta playa.
\
Acude el camarero, silencioso, servicial _entrenado
espectador tarrnbién de naufragios-, sorteando hábilmen-
te los repliegues del iujoso cabaret. Sirve el licor . en la
mesa.
Y yo comienzo a poner en prá1CtitCa mi sistema tera-
péutico para espíritus desheclws.
~¿Vas a belber "wisky"?

--Sí; quiero emborracharme. ¡Emborracharme! ¡Quie-


ro olvidar!
Esa es la frase ritual del desengaño de amor. Su e-
terno. estribillo. Pero yo poseo el arte de sortear estas bo-
rrascas sentimentales, como el camarero los repliegues de
la sala.
-¿Pretendes emborracharte? Como quieras. Pero te
advier,to que harás el ridículo. Mira; deja el "wisky" y
bebe "champagne". Es más alegre, más claro. Y disipa
las tristezas. Además, yo te lo daré en mi copa. Por a-
quí, por donde pongo mis labios. ¿Quieres?

Queda la copa de "wisky" sobre la mesa y bebe del


nuevo '"champagne" pedido. Ansiosamente. Avidamente.
No importa. El "champagne" será su primera inyección
de entusiasmo. Ahora, un ratito de dhaparr6n; una vio-
lenta descarga atmosférica, · que habrá que aguantar im-
pávida.
-iTú no sq.bes por qué he venido aquí! No; no lo
290 , Rosa Arcinlega

sabes. No rpuedes imaginarlo. ¡Me engañaba! Me engaña-


ba, ¿sabes? Me ha engañado. ¡Ella!
Un fingido gesto de expectación en mi rostro. . . , el
ligero subrayado con mi cabeza de algunas frases inocen-
temente rid~culas que me provocan a risa. . . ; alguno
que otro monosílabo aprisionado entre dos pares de ad-
mira1Ciones. . . . Nada. Las playas de vidas tienen reso-
nancias para todos los tonos, compases para todos los
ritmos del cora,z 6n. Con este no concuerda bien el "jazz-
band", y la orquesta oficial del establecimiento -como si
quisiera facilitar mi labor_ inicia los preludios de un
tango sentimentalmente cursi, suave, dulzón, extenuante.
Sigo .e scuchando:
--La ingrata me engañaba. A solas me decía.
--¿Es la letra del tango?
--.No; es mi drama auténtico, mi tragedia.
-iAh!
-¡La mataré! ¡La mataré! ¡¡Pérfida!! La mataría.
-¿Y por qué? ¿Para qué? La vida es corta. Pronto
se aburrirá con el otro. . . .

A la tercera copa de "IClhai:mpagne" surge la primera


sonrisa, el arco iris del alma tras la tem.ipestad violenta.
Ya pasó el peligro. Ahora sólo se trata de prolongar esa
sonrisa hasta hacerla estallar en una carcajada. Después,
infiltraré un poco de deseo para contrarrestar anterio-
res vehemencias. Vehemencias sentidas por "la in-
grata".
De eso se encargan mis piernas, malignas incitado-
.Pla.ya de Vidas
291

ras de p(?ligrosos flirts. ._Este no compra, luego habrá que


ofrecer. Táctica opuesta a la del nuevo rico.
A la quinta copa de "cihampagne'' surge ya la "car.
cajada sonora''. La "ingrata" va qu.ed'ándose ya atrás.
Mientras yo sigo calafateando brecihas. Se aleja el peli-
gro del hundimiento. Hombre salvado.
Bruscamente me interroga:
-¿Quieres sentarte ·e n mis rodillas?
1
-¿ Por qué no? Yo no necesito jurarte amor para e-
so. Yo no soy como la "ingrata".
-¿ Y darme un beso?
~También.

Reímos. El nuevo rico, asombrado, nos contempla des-


de lejos. Palpa su opulenta cartera, se queda un rato pen-
sativo. Intuyo su pensamiento: cálculo sobre mi "venta".
Mira a mi recién salvado náufrago sonriéndole respetuo.
samente como a hombre más afortunado que él, investi·
do de más autoridad que él en la bolsa de los Valores de
esta Playa.

Entre copa y copa, -entre beso y beso, recorro con


los ojos esta playa de vidas. Allá, en un ángulo del caba-
ret, Carmen arranca trocitos de neurastenia a un misán·
tropo terribJ.e. En una mesa, Zoratda pone gotas amar.
gas de lágrimas en la copa de un muchacho. En otra, Jo-
sefina. Y en la otra, Nelly. Todas entregadas a su alto
sacevdocio de salvadoras de vidas. ¡A comisión! Simple-
mente a comisión. ·
Entran nuevas quillas averiadas. Salen otras recom-
/
..
292 Rosa Arciniega
,.
puestas. :. . , ·gracias a la supriema pericia de una admi~
nistración mpdelo que no omite detal1e, que sabe . estar
a tiempo en cada caso.
El ritmo del cabaret se acomoda en este momento
al de mi ná~rago. El "jazz~band" ini!cia .un ruidoso des-
acorde.
-¿Vamos a bailar?
Se nLega un instante. Pero, al fin, cede.
-Bueno, vamos.
Todo b.'."-ila con mi náufrago. Lo pasado, lo presente,
el "ohampagne", las serpentinas de oro, las serpentinas
del llanto, la luz, la noche, el deseo. . . .
~¿Quieres salir después conmigo?

Esto también entra en mi plan terapéutico para cura-


ci6n de lesiones morales. Otro poco de comedia. Una pro-
mesa discreta que mantenga vivo ·el deseo siquiera vein-
ticuatro horas.
-Mañana. Saldremos mañana. ¿Vendrás?
-Sí.
Ya está salvado este náufrago. ¿Otro?
Sí; el que se asoma a la puerta. . ..

• *

iSe han cerrado por hoy los accesos de esta playa. En
mi bolsillo, en el de Pilar, en el de René, las monedas de
las ventas. . . .
Pero ahora, la soledad de la calle cruzada rápidamen-
Playa de Vidas

'te en busca de un lecho. La soledad de mi alma; .la infini-


ta soledad.
Ya en mi éama. Ya en mi ataúd de . congojas. Recuen-
to de náufragos salvados. . . 2. . . 4. . . 5. . . 7..•
Pero en mi . huilJdimieu"to, ni una mano, salvadora. Eh
este absoluto desamparo, nadie junto a mí. Junto a mí,
la más maltrecha de todas las vidas, fa más desquiciap~
de todas las quillas humanas. Nadie. Nada. Unicamente.
el lúgubre eco de mí misma. Uniicamente yo _:.un mano-
jo. de miserias-.
Yo, consuelo de sobrevivientes.
Confesora de todos · los desgraciados, ¿quién me oid.
a mí en confesión? ¿Sa:bréis vosotros - i oh, marineros de
la vi!da, ya salvados!- de esta vida naufragada que os
salvó?

2... 4. . . 5.•• 6..•

¡Las campanas del reloj me calan el alma insomne!

Fin
Erratas
Página 40. - Línea 14. - Dice: ¡Alma: huye ..... Léa-
se: ¡Alma: huyes . . . .

Página 72. - Línea 10. - Dice: Ella '-Y especialmen-


te . . . . Léase: Ellas - y especialmente . . . .

Página 94. - Línea 2. - Dice: Que haga posible


Léase: Que hagan posible . . . . .

Página 94. - Línea 15. - Dice: Supremo grado en con-


densaciones . . . . Léase: Supremo grado de condensacio-
nes . . . . .

Página 107. - Línea l. - Dice: Cirineos, humanos ....


Léase: Cirineos humanos ....

Página 110. - Línea 22. - Dice: (¿Cómo vuelan . . ..


Léase: (¿Como vuelan . . . . .
Página 157. - Línea 11. - Dice: Dictaminar en qué
frase . . . . Léase: Dictaminar en qué sangre . . . .
Página 168. - Línea 6. - Dice: No hace falta un deta-
lle .... Léase: No falta un detalle ....
Página 173. - Línea 10. - Dice: Que no nos equivo-
camos .... Léase: No nos equivocamos.
Página 224. - Línea 21. - Dice: Silvó . . . . Léase:
Silbó . . . .
Página 281. - Línea 21. - Dice: Orto sideral . . .
Léase: Orto solar . . ..
Página 287. - Línea 21. - Dice: Objeto preciso
Léase: Objeto precioso . . . .
¡·

Indice
Pgs...

Pórtico .. ...................... 7

Estrella polar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19·

Un -rubí en una peo'hera. . . . . . . . 43,

Nov:ela de una noche de verano .. 59 '

Lonja de tragedias .....• 99'·

Silencio sobre tres almas .. 121

Células de enlace . . . . . . . . . . . . . . . . 143,.

Y el sexto creó Dios al hombre. . . . . . 153

Buzón de auroras . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195·

Fraternidades bajo el fuego . . . . . . . . . . 205·

Vísceras de la ciudad .... 22·1

Cinco besos en la noche .. 23!}·

La eterna noche nupcial .. 273-

Playa de Vidas . . . . . . . . • ... 281


Se ,aeabó 1d e ~mprimir este libr0>
en M.anizales, (Colombia), el
día 30 1d e .e nero de 1940.

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