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Magnate
Magnate
que no la ame.”
Oscar Wilde
Gael Avallone cree que un hombre puede ser feliz con
cualquier mujer mientras que no la ame.
Tamara Herrán le demostrará lo contrario.
Reservado, arrogante, manipulador y egocéntrico.
El encanto de Gael Avallone, no es su cuantiosa fortuna o
su facilidad de palabra; mucho menos lo es su sonrisa
arrebatadora o su mirada penetrante. El encanto de Gael
Avallone, es el misterio que emana.
¿Qué esconde? ¿Quién es realmente?…
Tamara Herrán, una ambiciosa estudiante de letras, está
dispuesta a averiguarlo.
Capítulo 1
Mi espalda está erguida, mis manos están acomodadas sobre
mi regazo y mi barbilla está alzada con seguridad, pero todo
en mi interior es una revolución.
Mi corazón late con fuerza contra mis costillas, mi
mandíbula está apretada con intensidad, mis dedos se sienten
helados debido a la adrenalina que invade mi torrente
sanguíneo y un nudo se ha instalado en la boca de mi
estómago gracias al nerviosismo y la ansiedad que han
comenzado a invadirme.
«¡Estúpida, estúpida, mil veces estúpida!», grito para mis
adentros, al tiempo que trato de mantener mi expresión serena.
Mi vista está fija en el hombre de aspecto salvaje que
camina de un lado a otro por todo el espacio y, a pesar de que
tengo unas ganas inmensas de salir corriendo, me quedo aquí,
quieta, con gesto impasible y postura relajada.
Viste un traje que bien podría valer lo mismo que la
matrícula de tres semestres en la universidad en la que estudio.
Su cabello castaño —corto de los costados y un poco más
largo de la parte superior— está tan alborotado, que puedo
imaginarlo pasando las manos por él una y otra vez en un
gesto nervioso; su ceño —profundo, fuerte y duro— está
fruncido con enojo y coraje, y no puedo evitar comparar su
postura con la de un león enjaulado.
El hombre luce como si estuviese a punto de estallar.
—¿Nunca le han enseñado a tocar la maldita puerta? —
escupe, finalmente, y un escalofrío me recorre entera. El
acento que utiliza al hablar me hace saber, de inmediato, que
lidio con un extranjero. El sonido cadencioso y atrayente de
sus palabras me hace darme cuenta de que proviene de algún
lugar de España.
Mis entrañas se retuercen debido a la ansiedad, pero me
obligo a no apartar la mirada. No debo lucir amedrentada. No
soy una cobarde.
Alzo el mentón un poco más.
—En realidad si llamé —me defiendo. Mi tono es neutro.
Tranquilo. Controlado.
Se detiene en seco.
Toda su atención se posa en mí y su mandíbula angulosa
—y perfectamente afeitada— se tensa en respuesta. En el
proceso, un músculo se le marca en el área y hace que sus
facciones luzcan más hoscas de lo que en realidad son. No hay
que ser un genio para notar que mi comentario no ha hecho
más que enfurecerlo un poco más.
Otro escalofrío me recorre la espalda en el momento en el
que sus impresionantes ojos se clavan en los míos. No son
azules, grises o verdes. Son castaños, pero de una tonalidad tan
clara, que casi asemeja al tono que tiene la miel. Muy a mi
pesar, debo admitir que, pese a que no son muy diferentes del
color marrón que tenemos el ochenta por ciento de la
población mundial, son impresionantes. No puedo dejar de
pensar en el hecho de que el color claro de su piel los hace
resaltar. Tampoco puedo dejar de pensar en que es mucho más
joven de lo que esperaba. No le calculo más de treinta años.
«Ya veo porqué su secretaria está completamente sobre
él», comento para mis adentros y, en el proceso, reprimo una
sonrisa.
En ese momento, mi mente evoca la primera imagen que
tuve del hombre que se encuentra frente a mí y casi me echo a
reír.
Encontrar a Gael Avallone, uno de los hombres más ricos
del mundo —según el Forbes—, con las piernas de su
secretaria enredadas alrededor de las caderas y los pantalones
enroscados en los muslos, fue algo bastante… perturbador.
—Y si nadie responde, la señorita entra, ¿verdad? —
escupe—. De todos modos, ¿quién demonios es usted? ¿Quién
le dejó entrar?
Me aclaro la garganta y me obligo a sostenerle la mirada.
La energía que emana es pesada, intensa y hostil, y eso lo hace
lucir un tanto aterrador; pero, no me permito lucir
amedrentada. No voy a hacerle saber cuán nerviosa me siento
ahora mismo.
—Vengo de parte del señor Román Bautista, editor en jefe
de la Editorial Edén —respondo, con toda la naturalidad que
puedo imprimir en el tono de mi voz.
—¿Qué? —La pedantería y la arrogancia que hay en su
voz hacen que me den ganas de golpearlo en la cara.
—Usted accedió a que se realizara un libro biográfico —
digo—, acerca de… bueno… usted —agrego, por si no ha
quedado claro. Trato, con todas mis fuerzas, de no sonar
demasiado irónica en el proceso, pero no estoy muy segura de
haberlo logrado.
Es solo hasta ese momento, que el hombre delante de mí se
digna a mirarme a detalle. Su vista recorre la extensión de mi
cuerpo con lentitud y eso me hace sentir más allá de lo
incómoda, pero trato de no hacerlo notar.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué recado viene a darme?
—No he venido a darle ningún recado.
Alza sus cejas en un gesto incrédulo, impaciente e irritado.
—¿Se da cuenta de que está haciéndome perder el tiempo?
—Sacude la cabeza en una negativa exasperada—. Vaya al
grano. ¿A qué ha venido?
—Yo voy a escribir el libro. —Le regalo una sonrisa
nerviosa—. Yo voy a escribir su biografía.
En el momento en el que el silencio se apodera de la
estancia, me doy cuenta de que debí haber escuchado a mi voz
interior. No debí haber aceptado formar parte este circo.
Hace tres años que empecé a estudiar letras hispánicas y,
gracias a un profesor de filosofía de la universidad, tuve la
oportunidad de empezar a trabajar en la Editorial Edén como
auxiliar en el departamento de corrección.
Tenía la estúpida idea de que, si me relacionaba con gente
del medio, algún día sería capaz de mostrarle mi trabajo a
algún agente y así lograría ser publicada.
La realidad me golpeó con más fuerza de lo que esperé. El
mundo editorial no funciona de esa manera. Necesitas ser un
autor más allá de lo increíble para que un agente te mire y
lleve tu carrera al siguiente nivel. De eso pude darme cuenta
muy pronto.
Sin darle mucha importancia a eso, continué en la editorial
porque era un empleo que se relacionaba con lo que me
gustaba y dejaba algo de dinero.
Pasó más de un año antes de que pudiese ascender a un
mejor puesto. Ahora soy correctora en forma y, gracias a eso,
tengo contacto directo con el editor en jefe.
El señor Bautista, mi jefe, es un hombre sabio y amable.
Es la clase de persona con la que quieres charlar por horas y
horas, hasta aprender lo más que puedas y tu perspectiva de la
vida haya cambiado por completo.
Hemos mantenido charlas muy largas acerca de todo lo
relacionado a la literatura moderna y de la influencia de los
autores célebres en las nuevas generaciones. También, hemos
hablado de los planes que tenía él cuando era joven y de los
que tengo yo ahora que, según él, tengo el mundo en la palma
de mi mano y un sinfín de posibilidades.
En una ocasión, durante nuestras largas interacciones, le
confesé mi amor por las letras y mis ganas de ser publicada
algún día. Él me pidió que le enviara algo de mi trabajo para
evaluarlo y así lo hice.
Pasaron casi seis meses antes de que me mandara llamar a
su oficina y dijera que quería ser él quien estuviese al
pendiente de mi carrera. Dijo que no había tenido oportunidad
de leer lo que le envié cuando recién lo hice, pero que, en
cuanto puso sus ojos en mis textos, supo que quería guiar mi
camino él mismo.
Ahora mismo no entiendo qué fue lo que ocurrió. Ni
siquiera sé en qué momento llegué a esto. Creí que trabajaría
en mis manuscritos. Creí que, por fin, tendría la oportunidad
de dedicarme de lleno a la escritura; pero, al parecer, el señor
Bautista tenía otros planes para mí.
Así pues, decidió que debía escribir algo más. Decidió que
debía ser yo quien se aventurara en la faena en la que ahora me
encuentro atascada, y fue así como me habló de Gael
Avallone.
Al parecer, la editorial firmó un contrato con el
publirrelacionista del magnate de negocios más joven y rico
residente en el país, y habían acordado que un autor de la
elección de mi jefe escribiría un libro biográfico sobre el
empresario.
No entendía cuál era el alboroto que había alrededor del
magnate, hasta que el señor Bautista me contó cuán reservado
es Gael Avallone con su vida.
Hasta donde tengo entendido, heredó el emporio de su
padre hace casi seis años y llevó a todas sus empresas a
alcanzar niveles estratosféricos de ventas en sus respectivos
mercados.
El tipo es impresionante en lo que hace y está en boca de
todos. Todo el mundo habla de él, pero nadie sabe
absolutamente nada de su vida privada. Si es soltero o casado,
si tiene hijos o no… Los ojos del mundo están puestos sobre
Gael Avallone. Todos quieren saber quién es realmente. Un
libro que lo cuente todo acerca de su vida podría colocar al
autor que lo escriba en la mira de todos. Podría colocarme a mí
en el lugar en el que siempre he querido estar.
Y se supone que ser elegida para un proyecto como ese
debería entusiasmarme… pero no lo hace.
No me interesa en lo absoluto escribir acerca de un hombre
que lo tiene todo. Comprendo el impacto que esto podría a
tener en mi carrera, pero no es lo que quiero hacer. Quiero
crear historias, no transcribir lo que un hombre dice acerca de
sí mismo.
Una risa carente de humor inunda mis oídos y me trae de
vuelta a la realidad.
—De ninguna maldita manera. —El hombre frente a mí se
cruza de brazos y me mira con determinación—. Dígale a
Bautista que necesito a alguien más experimentado para esto.
La ira hierve en mi sistema y, por un doloroso instante,
creo que no voy a poder aguantar las inmensas ganas que
tengo de mandarlo a la mierda; pero, pese a todo, me las
arreglo para sonreír ligeramente.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Avallone? —digo,
con toda la tranquilidad que puedo imprimir en la voz.
Una de sus espesas cejas se alza, al tiempo que una media
sonrisa torcida se dibuja en la comisura de sus labios.
—¿Qué le hace pensar que puede preguntarme algo a mí?
«¡Estúpido de mierda! ¡Fanfarrón, engreído, comemierda,
hijo de…!».
—¿Cuántos años tiene? —Sueno demasiado tranquila y
serena para mi gusto.
Su mirada escanea mi rostro una vez más.
—Treinta y uno —responde.
Asiento, y coloco un dedo debajo de mi barbilla en un
gesto pensativo.
—Treintaiún años —digo, con aire reflexivo—. Y, según el
Forbes, es uno de los empresarios más jóvenes y ricos del
mundo, ¿no es cierto?
Un brillo extraño se apodera de su mirada, pero asiente.
—Así es.
—Maneja un emporio bastante impresionante, es un as en
los negocios, llevó a Grupo Avallone a otro nivel en el
momento en el que tomó las riendas del negocio familiar… —
digo, mientras finjo enumerar sus logros con mucha
concentración—. Pero supongo que antes de conseguir esto,
todo el mundo le decía que nunca podría hacerse cargo. Que
era joven e inexperto.
—¿A dónde quiere llegar con esto? —urge, con
impaciencia.
—A que está juzgándome de la misma forma en la que
usted fue juzgado. —Le regalo mi sonrisa más encantadora y
arrogante—. Soy tan capaz de escribir un libro a mis veintiún
años, como lo es usted de manejar un emporio entrando a sus
treintas.
El silencio que le sigue a mis palabras es tenso y tirante.
Por un doloroso instante, creo que va a echarme de su
oficina, pero no lo hace. Un atisbo de sonrisa se le dibuja en la
boca, pero el gesto no llega a concretarse del todo.
—¿Cuál es su nombre? —pregunta.
—Tamara Herrán. —Me pongo de pie y extiendo mi mano
en su dirección, para luego regalarle mi mejor sonrisa.
Él estrecha mi mano y señala el asiento frente a su enorme
escritorio. Después, se acomoda en la cómoda silla de piel del
otro lado y coloca el pulgar de su mano derecha debajo de su
barbilla para acariciar sus labios con su dedo índice.
Su vista está clavada en mí y sé que trata de intimidarme.
De hacerme sentir pequeña e indefensa; así que, a propósito,
me siento de la forma más desgarbada que puedo.
¿Quiere jugar a la intimidación? Bien. Soy bastante
desvergonzada cuando me lo propongo. No voy a permitirle
verme nerviosa.
Cruzo una pierna sobre la otra, asegurándome de darle una
vista de mis desgastados Vans y le regalo una sonrisa
descarada.
—Entonces, señor Avallone —digo—, ¿escribiré acerca de
la relación que mantiene con su secretaria? —Mi sonrisa se
ensancha—. No me malentienda, no tengo nada en contra de
las novelas eróticas, pero no puedo escribir acerca de un tipo
rico que tiene un amorío sexual con su secretaria y folla con
ella en todos lados. Yo no soy E. L. James y usted no es
Christian Grey.
Puedo percibir cómo su cuerpo se tensa. Un destello
asustado surca sus facciones, pero se marcha tan rápido, que
no estoy segura de haberlo visto realmente.
Debo admitir que jamás esperé encontrarlo de la forma en
la que lo hice. Estuve a punto de salir huyendo del edificio;
pero, en el instante en el que lo vi salir hecho una furia de su
oficina, supe que debía quedarme.
—¿Cree que es graciosa? —Sus cejas se alzan con
superioridad—. Podría hacerla perder su empleo con una sola
llamada.
—Amo escribir, señor Avallone. —Sonrío—. Y así usted
arruinara mi carrera, seguiría haciéndolo. Sería feliz
trabajando como cajera en un McDonald’s porque seguiría
haciendo lo que me gusta en mis tiempos libres. No va a
arruinarme la vida si esa es su intención.
Es mentira. Todo es mentira. Perder mi empleo sería lo
peor que podría pasarme, pero no voy a hacerle saber que tiene
el poder de doblegarme. Gael Avallone no va a enterarse de
cuán destrozada me haría sentir perder mi trabajo.
—Entonces tendré que cortarle los dedos. —La seriedad en
su expresión hace que todo mi cuerpo se estremezca, pero no
se lo hago notar.
—Lo demandaré si me toca —resuelvo.
—¿Siempre es así de irritante?
—¿Siempre es así de déspota?
—Todo el tiempo, señorita Herrán. —Me regala una
sonrisa arrogante. No puedo pasar por alto la manera en la que
sus labios se curvan hacia arriba en una mueca torcida e
imperfecta. Por mucho que me cueste admitirlo, es la sonrisa
más atractiva que he visto en mucho tiempo—. Soy déspota
todo el tiempo.
—Es una lástima. —Chasqueo la lengua, con fingido pesar
—. Podría resultarle atractivo a muchas mujeres si no fuese un
completo hijo de…
Sus cejas se alzan con incredulidad y enmudezco de
inmediato. Su mirada se carga de desafío y amenaza. Mi
cuerpo entero reacciona en respuesta y, la parte estúpida e
impulsiva que casi siempre me domina trata de abrirse paso a
la superficie. Trata de empujarme hasta conseguir el valor de
concretar la oración, pero la domino justo a tiempo y me
quedo callada.
Gael Avallone espera unos segundos por el fin de mi
oración, pero esta nunca llega, así que se limita a asentir con
satisfacción antes de acomodarse metódicamente los puños del
saco que viste.
—¿Qué experiencia tiene, señorita Herrán? —El hombre
habla y, de pronto, adopta una expresión seria y profesional.
—Escribo por gusto, señor Avallone. Estudio letras, pero
aún no me gradúo —me sincero—. Puedo enviarle algo de lo
que hago si así lo desea, pero la realidad es que no soy una
autora reconocida ni mucho menos.
Lo piensa unos segundos, antes de asentir una vez más.
—Sería ideal si pudiese enviarme algo de lo que escribe.
No me malentienda, pero necesito saber que voy a poner la
historia de mi vida en manos de una persona que sabe lo que
hace.
—Me parece justo. —Sonrío, pero estoy aterrorizada.
Existe una posibilidad muy grande de que no le guste lo que
hago. Siempre he sido muy dura conmigo misma respecto a lo
que escribo, así que no estoy segura de ser remotamente buena
para esto.
—Le diré a Camila, mi secretaria —no se me escapa la
mirada que me dedica en el momento que dice la palabra
«secretaria»—, que le pase mi correo electrónico personal,
para que así usted pueda enviarme alguno de sus escritos.
—¿Puedo pedirle un favor a cambio? —Mi voz suena
ligeramente inestable. Es la primera vez que me permito
mostrar un poco del verdadero mar de sentimientos que llevo
dentro ahora mismo.
—¿Qué clase de favor? —Alza una ceja con superioridad.
—¿Podría leer lo que le mande lo más pronto posible? Así
no me tendrá esperando meses por una respuesta.
«Mis nervios no lo soportarían», quiero agregar, pero me
muerdo la punta de la lengua para no hacerlo.
La expresión curiosa que me dedica hace que el nudo de
mi estómago se apriete con violencia. No es una sensación del
todo desagradable.
—Trataré de hacerme un espacio pronto —dice, al tiempo
que me dedica un gesto afirmativo que se me antoja amable y
estudiado—. Asegúrese de dejar sus datos en la recepción. De
cualquier modo, haré que mi publirrelacionista se comunique
con usted o, en su defecto, con la editorial, cuando tenga una
respuesta.
Se pone de pie y yo lo imito. Su mano se estira en mi
dirección y la estrecho con más fuerza de la que debería antes
de seguirle a través de la estancia.
Acto seguido, abre la puerta de su enorme oficina.
—Puede retirarse —dice con aire cordial, pero se siente
como si estuviese echándome a patadas.
—Espero su respuesta. Fue un placer conocerlo. —Sonrío
con aire taimado y socarrón, y él me dedica una mirada
extraña.
—Un placer, Tamara Herrán —dice, al tiempo que me
regala un asentimiento cortés y señala en dirección a la salida.
Yo, sin perder más tiempo, me encamino fuera de la
oficina.
Capítulo 2
El líquido caliente y amargo del café quema mi boca en el
instante en el que le doy un trago al vaso térmico que sostengo
entre los dedos. Un gemido adolorido me abandona los labios
y maldigo para mis adentros mientras muevo la lengua para
comprobar la integridad de mis papilas gustativas.
Acomodo mi vieja mochila repleta de libros sobre mi
hombro, al tiempo que trato de lidiar con un puñado de
carpetas que contienen ensayos que podrían salvarme de no
reprobar el semestre.
Mi teléfono suena en el bolsillo trasero de mis vaqueros, y
de pronto me veo en la imperiosa necesidad de pedirle al
universo que me crezca un tercer brazo para poder responder.
Maldigo una y otra vez en mi cabeza, mientras entro al
campus de la universidad donde estudio. Casi al instante, soy
empujada por una chica que corre en dirección a uno de los
edificios y no puedo evitar regalarle una mirada furibunda que
no creo que haya notado.
Mi teléfono suena una segunda vez en menos de tres
minutos y aprieto los dientes.
¿Por qué los malditos teléfonos inteligentes no pueden ser
lo suficientemente inteligentes como para contestarse solos?
—¿Necesitas ayuda? —La voz femenina a mis espaldas
hace que gire sobre mi eje. Fernanda, mi mejor amiga, me
mira con diversión, al tiempo que alcanza las carpetas que
tengo en las manos y me quita el contenedor térmico para
darle un sorbo—. ¡Uh! ¡Quema!
Reprimo una sonrisa mientras rebusco en mis bolsillos
hasta alcanzar mi celular. No he alcanzado a contestar, pero el
número del que llamaron ni siquiera está registrado en la
agenda de mi teléfono.
Le quito el vaso a mi amiga una vez más y caminamos
juntas en dirección al edificio donde compartimos clases.
Ella parlotea acerca de un ensayo que ni siquiera he
empezado y hace mala cara cuando le cuento que ni siquiera
he leído el texto que debíamos analizar para realizarlo.
—Tamara, debes ponerte a estudiar. Tus redacciones, por
muy buenas que sean, no harán que te gradúes —me reprime y
sé que tiene razón.
—¡Lo sé!, ¡lo sé! Mamá va a matarme si repruebo. —Hago
una mueca de auténtico pesar.
Mi amiga rueda los ojos al cielo.
—Te pasaré el resumen —masculla, con irritación—, pero
tú tienes que hacer el ensayo. —Hace una mueca cargada de
fingido fastidio y añade—: Asegúrate de no sacar mejor nota
que yo.
Una sonrisa radiante me asalta y un agradecimiento se me
escapa a manera de chillido entusiasmado. Mis brazos se
envuelven alrededor de su cuello en un abrazo apretujado e
incómodo, que solo hace que se queje de la brutalidad de mi
gesto. Yo, en respuesta, la estrujo con más fuerza.
—¡Déjame ir! —espeta, pero soy capaz de percibir la
sonrisa en el tono de su voz—. ¡Eres una salvaje!
Una sonrisa satisfecha se apodera de mis labios y, luego de
estrujarla un poco más, la dejo en paz.
Si no fuera por ella, sería un desastre académicamente. Las
notas y los resúmenes que me facilita han sido mi salvación
durante casi tres años de carrera.
Yo, a cambio, le retribuyo todo al final de cada semestre,
cuando hay que hacer extensos análisis y narraciones. Somos
el equipo perfecto.
—Si sacas mejor nota que yo, tendrás qué compensarme
—dice, al tiempo que abre una de las carpetas que sostiene
entre los dedos.
—¿Compensarte? —Sueno más indignada de lo que
pretendo—. ¿Cómo se supone que debo compensarte por
facilitarme un resumen que puedo hacer por mi cuenta?
—Bien. Entonces, no te lo paso.
— ¡Oye!
—Acabas de decir que…
—Blofeaba, ¿de acuerdo? —la interrumpo—. Te necesito.
Lo sabes.
Una sonrisa satisfecha se dibuja en sus labios.
—Bien. —Asiente, con aire ufano, antes de continuar—:
Como te decía, vas a tener qué compensarme.
Ruedo los ojos al cielo.
— ¿Cómo quieres que te compense, Fernanda?
—No quiero mucho en realidad. —Se encoge de hombros
en un gesto despreocupado que no le compro en lo absoluto.
La conozco lo suficiente como para saber que va a ponerme en
aprietos con lo que sea que va a pedirme—. Sólo quiero que
me cuentes como te fue en la entrevista que tuviste la semana
pasada.
Su comentario no me toma por sorpresa. Ella estaba más
emocionada que yo con la idea de mí, estando en las
instalaciones de Grupo Avallone.
Pongo los ojos en blanco una vez más, pero el alivio que
siento al averiguar que no tiene interés alguno en hacerme
pasar un mal rato son grandes. Fernanda puede llegar a ser un
dolor en el culo si se lo propone, así que no me agrada mucho
la idea de estar sujeta a su voluntad. Esta vez, sin embargo,
agradezco que su interés por ese hombre sea tan grande y que
no vaya a intentar torturarme con alguna de sus extrañas
peticiones.
—¿Te hicieron firmar un contrato de confidencialidad o
algo? —dice ella y, en el proceso, hace un puchero que se me
antoja gracioso e infantil—. No puedo creer que ya haya
pasado una semana y no me hayas contado una mierda. Eres
una amiga horrible.
Un suspiro cargado de fingido pesar se me escapa.
—Fue un completo desastre —admito, al cabo de unos
instantes de camino silencioso—. ¿Puedes creer que lo
encontré teniendo sexo con su secretaria?
—¡¿Qué?!
—No estoy segura de que estuvieran teniendo sexo
realmente, pero parecía. —Me encojo de hombros—. Salí
demasiado rápido como para poder asegurarlo.
—¿Entraste a su oficina sin llamar? ¡No puedo creerlo! —
exclama, asombrada.
—¡La puerta estaba medio abierta!
—¡Entraste sin permiso!
—¡No lo hice! ¡Si no quería que nadie interrumpiera debió
cerciorarse de que estuviera cerrada! —Hago un ademán
exagerado mientras hablo, al tiempo que mi tono de voz se
eleva ligeramente.
Fernanda me mira con un gesto que se encuentra a medio
camino entre la diversión y el horror.
—Debió ponerse furioso. —La preocupación en su tono de
voz me hace querer sonreír, muy a mi pesar.
—En realidad no fue tan malo como creí que sería. —Me
encojo de hombros—. Ya sabes, tomando en cuenta la
estupidez que cometí. —Me quita el café de entre los dedos y
le da un sorbo antes de devolvérmelo. Yo también le doy un
trago pequeño antes de continuar—: De cualquier modo, es un
hombre de lo más arrogante.
—Tiene mucho dinero —dice—. Eso le da derecho a ser
arrogante.
—Eso no le da derecho a nada. —Mi ceño se frunce con
genuina indignación.
Mi amiga está a punto de replicar, cuando mi teléfono
suena una vez más.
Esta vez, me apresuro a tomar el aparato, solo para
comprobar que se trata del mismo número desconocido de
hace unos momentos. Estamos muy cerca ya del edificio
donde tenemos nuestra primera clase; así que detengo mi
andar antes de deslizar mi dedo por la pantalla para responder.
—¿Sí? —hablo, al tiempo que coloco el teléfono entre mi
hombro y mi oreja para acomodar la mochila atestada de libros
que llevo a cuestas.
— ¿Hablo con la señorita Tamara Herrán? —La voz
femenina que me responde es completamente desconocida
para mí.
—Sí… —La cautela en el tono de mi voz me hace sonar
como idiota.
—El señor Avallone desea comunicarse con usted,
enlazaré la llamada ahora mismo.
La mujer del otro lado de la línea ni siquiera me da tiempo
de responder. Ni siquiera me da tiempo de abrir la boca,
cuando el sonido de una voz ronca, profunda y familiar llena
mis oídos.
—Señorita Herrán, buenos días. ¿Está ocupada? —dice
Gael Avallone y todo mi cuerpo se estremece ante el sonido de
su voz.
Mi corazón se detiene una fracción de segundo, antes de
reanudar su marcha a una velocidad antinatural. El
nerviosismo, la ansiedad, la angustia… todo se arremolina en
mi pecho y me hace difícil espabilar y pensar en otra cosa que
no sea en él, leyendo uno de mis manuscritos.
«¿Le habrá gustado lo que leyó? ¿Lo habrá odiado? ¿Va a
mandarme a la mierda?».
—¡Señor Avallone! —Trato de sonar despreocupada, pero
no estoy segura de lograrlo. Fernanda chilla de la emoción al
escuchar el apellido del magnate, así que tengo que hacerle
una seña para que guarde silencio—, por supuesto que no, ¿en
qué puedo ayudarle?
—Leí lo que me mandó —dice, sin rodeos. La
inexpresividad en su tono solo hace que la ansiedad previa
incremente—. ¿Para cuándo desea concretar la primera cita?
—¿Qué? —Mi voz suena más allá de lo asombrada. De lo
confundida…
—¿Para cuándo desea concretar la primera cita, Tamara?
—repite. No me atrevo a apostar, pero podría jurar que he
escuchado una sonrisa en el tono de su voz.
—Yo… Ahh… Ehh… —Estoy completamente en blanco.
No sé qué demonios decir.
—Sí, Tamara —la diversión que tiñe la forma en la que se
expresa—, me gustó su trabajo. Lamento haber demorado en
comunicarme con usted. Ahora, si no le molesta, me
encantaría concretar una cita para hablar sobre los puntos que
quiero que sean tomados en cuenta para el libro.
Quiero gritar de la euforia y la felicidad. Una sonrisa idiota
se dibuja en mis labios, y no puedo evitar quedarme callada
mientras absorbo el delicioso sabor de mi pequeña victoria.
—¿Hay alguien ahí? —Gael Avallone suena impaciente
ahora.
—¡Sí!, ¡Dios, si! —Exclamo con rapidez. Sueno inestable
y eufórica—. ¡Mierda!, ¡lo siento!, yo… Bueno, me parecería
ideal que pudiésemos reunirnos tres veces por semana, si esto
está bien para usted.
—Tres días a la semana es demasiado. No dispongo de
tanto tiempo libre. Puedo ofrecerle una sesión de dos horas
una vez por semana.
—Me temo que eso no es suficiente para mí, ¿Qué sean
dos sesiones de dos horas por semana? —Muerdo mi labio
inferior, en la espera de su respuesta.
—Una sesión de tres horas, una vez por semana —
resuelve.
—Una sesión de dos horas entre semana, y una de una
hora los sábados.
—¿No es eso lo mismo que acabo de ofrecerle? ¿Qué
necesidad hay de dividir las tres horas que le ofrezco en dos
sesiones? —Suena irritado ahora.
—No, no es lo mismo —refuto—. En tiempo, quizás lo es,
pero en desenvolvimiento es completamente diferente. En una
sesión de tres horas, usted tendrá tiempo de ponerse cómodo y
hacer lo que siempre hace cuando lo entrevistan: caer en
respuestas genéricas —digo—. En cambio, si son dos sesiones,
en dos días distintos, puedo tener distintas reacciones y
humores. Dependiendo del día, la carga de trabajo… Todo
influye.
—Es la respuesta más rebuscada que ha podido darme —
dice, con aire arrogante y divertido al mismo tiempo—, pero le
doy puntos por la originalidad y la rapidez para ingeniársela.
—¿Se está burlando de mí?
—¿Cree que tengo el tiempo para perderlo burlándome de
usted?
La irritación me revuelve el estómago y aprieto los ojos
con fuerza antes de tomar una inspiración profunda para
calmarme un poco.
—Yo tampoco tengo mucho tiempo ahora —miento—.
Quedamos, entonces, en dos sesiones semanales: una de dos
horas los jueves y una de una hora los sábados. ¿Trato?
—De ninguna manera. Ya se lo dije, no dispongo de esa
cantidad de tiempo.
—Tengamos dos sesiones de hora y media los jueves y los
sábados.
—¿Está tratando de negociar conmigo, señorita Herrán? —
La incredulidad y la diversión se apoderan del tono de su voz
una vez más.
—Sí. —Mi respuesta suena más como una pregunta que
como una afirmación.
Un suspiro resuena del otro lado de la línea.
—¿Una de las sesiones tiene que ser forzosamente en
sábado?
—No, pero lo preferiría. Los sábados los tengo libres
siempre, así que se me facilitaría demasiado. Le recuerdo, que
yo aún soy estudiante.
Otra exhalación lenta y torturada llena el auricular de mi
teléfono.
—Bien. Usted gana. Dos sesiones de una hora y media por
semana. ¿Le parece bien si empezamos este jueves?
—Este jueves es perfecto. —Sueno más emocionada de lo
que pretendo.
—Bien. Mi secretaria se comunicará con usted más tarde
para confirmar la hora. Necesito revisar mi agenda primero.
Que tenga un buen día, Tamara —dice, y sin añadir nada más,
cuelga el teléfono.
—¡Ya les dije que no! —Mi voz sale en un chillido agudo
e irritado, pero no puedo evitarlo. No, cuando mi hermana y
mi mamá han pasado la última hora tratando de convencerme
de traer a Gael Avallone a comer a casa de mis padres.
No es un secreto para nadie que estoy saliendo con
alguien. Tampoco es como si me hubiese molestado en
ocultarlo. La obviedad de mi relación con Gael se ha hecho
presente en mi vida durante las últimas semanas.
Hace ya un poco más de un mes que, oficialmente, Gael y
yo empezamos a vernos. Un poco más de un mes que, por fin,
decidí darle algo de tregua a mi corazón inseguro y cerrar los
ojos para confiar en él.
Aún no puedo olvidar como, luego de los primeros días de
esta paz maravillosa que se ha apoderado de mis días, David
Avallone recurrió a mí para intentar amenazarme; pero, su
silencio y su ausencia luego de eso, me han hecho sentirme un
poco más tranquila. Más segura de mí misma y de mi relación
con Gael.
Ahora, a casi un mes y medio después de mi reunión con él
en las oficinas de Editorial Edén, se siente como si ese mal
trago solo hubiese sido algo producido por mi imaginación
inquieta, y ese miedo latente que tengo a que la felicidad que
me ha envuelto últimamente pueda esfumarse al sonido de sus
dedos.
Debo confesar que no le hablé a Gael al respecto. No
cuando, pasadas las semanas, no fui molestada de nuevo.
Hacer un escándalo respecto a algo que no tuvo seguimiento
alguno, se siente equivocado.
En lo que a mi entorno concierne, muy pocas personas
saben que es Gael Avallone con quien he estado pasando el
tiempo el último mes. Solo Victoria y Alejandro saben que es
él y solo él quien pinta de buen humor mis días.
Mi familia sabe que estoy viéndome con alguien. No se los
he ocultado; pero, por respeto a Fabián y a la memoria de
Isaac —su hermano— me he mantenido prudente.
No me atrevo a hablar demasiado sobre él durante las
reuniones familiares. En primer lugar, porque sé que mis papás
me darán un mal rato cuando se enteren de que la persona con
la que estoy saliendo, es el hombre con el que trabajo. En
segundo, porque, por mucho que me desagrade Fabián, no se
siente correcto pavonearme delante de él o hablar de alguien
más estando en su presencia. Isaac era su hermano y, aunque
mi relación con él es horrible, no tengo el corazón de hablar
sobre mi relación con el magnate cuando sé que a Fabián aún
le duele demasiado su partida.
Siendo honesta, a mí también me duele todavía. Se siente
incorrecto, por mucho que no esté haciendo nada malo, venir a
invadir los recuerdos de Isaac, con la presencia de otra
persona.
Isaac forma parte de mi pasado —una muy importante,
significativa por sobre todas las cosas—. Fue mi primer amor.
Me dio mis primeros besos. Todas mis primeras veces, fueron
con él.
Su recuerdo es tan parte de mí, como lo es cualquiera de
mis órganos vitales y nada ni nadie podrá llenar el vacío que
dejó al marcharse. Sin embargo, también soy plenamente
consciente de que no puedo pasar la vida entera aferrada a su
memoria. A él. Porque la vida sigue y tengo que aprender a
avanzar. A desprenderme de esos remordimientos absurdos
que me invaden cada vez que me doy cuenta de cuán
afianzado está Gael dentro de mi corazón.
No voy a mentir y decir que he sido capaz de deshacerme
del sentimiento de culpa que me llena cada que una nueva
memoria se construye entre el magnate y yo, pero he
aprendido a lidiar con ello y a perdonarme un poco por lo que
estoy sintiendo.
Después de todo, me gusta pensar que, quizás, es algo que
Isaac querría.
—¿Por qué no? —Natalia se queja, al tiempo que toma
uno de los tortilleros que mamá guarda dentro de las gavetas
de la cocina. Sus palabras, de inmediato, me sacan de mis
cavilaciones y me traen de vuelta al aquí y al ahora.
—¡Porque no! —siseo, en voz baja, al tiempo que miro
con preocupación hacia el comedor; donde mi cuñado y mi
papá se encuentran instalados.
El entendimiento parece asentarse en la cabeza de mi
hermana luego de eso.
—Tam, no te preocupes por eso —dice, en ese tono tan
maternal que siempre ha sabido imprimir a su voz—. Fabián
debe entender que no puedes pasar la vida entera aferrada a un
recuerdo.
Hago una mueca de desagrado.
—No hables de él de esa manera —pido, porque no me
gusta pensar en Isaac como si se tratase de algo tan simple
como un recuerdo. Porque, para mí, su paso en mi camino no
puede reducirse al número de memorias que dejó en mí.
—No lo digo con la intención de ser hiriente y lo sabes —
Natalia responde—. Solo trato de decir que no deberías
detenerte de traer al chico con el que sales solo por Fabián.
—Es que tampoco quiero traerlo —mascullo, al tiempo
que vierto la cebolla que acabo de terminar de cortar, en el
contenedor de la salsa bandera que preparo.
Mi madre, quien está al fondo de la cocina, terminando de
guisar la carne que comeremos, me observa por el rabillo del
ojo con curiosidad.
—¡¿Pero por qué no?! —Natalia chilla tan fuerte, que
tengo que dispararle una mirada irritada luego de eso.
—¡Por que no! —espeto, medio irritada—. ¡Porque apenas
llevamos saliendo un poco más de un mes! No quiero que
piense que me urge que conozca a mi familia, o que estoy tan
necesitada, que quiero presentarle a todos mis conocidos para
que él decida formalizar algo conmigo.
Natalia rueda los ojos, mientras coloca un kilo de tortillas
dentro del trasto que acaba de sacar.
—Tampoco es como si fuésemos a obligarlo a proponerte
matrimonio —dice ella, con el ceño fruncido en señal de
indignación—. Sabemos comportarnos, ¿sabes?
—Permíteme dudarlo —bromeo y noto como mi madre
sonríe al fondo.
—¿Cómo se llama? —pregunta, en ese tono enigmático y
maternal tan suyo—. ¿Puedes siquiera decirnos eso?
Niego con la cabeza.
—Sabrán quién es si les digo su nombre.
—¿Podemos saber dónde lo conociste? ¿Es algún
compañero de la universidad? —Mi mamá insiste.
Niego una vez más.
—Lo conocí en el trabajo —digo, y no es una mentira.
—¡Oh, por el amor de Dios, Tamara! —Natalia suelta,
escandalizada—. ¡¿Estás saliendo con el señor Bautista?!
—¡¿Qué?! ¡No! ¡¿De dónde carajo sacas eso?!
—¡Acabas de decir que lo conociste en el trabajo!
—¡El señor Bautista no es el único hombre en la editorial!
—espeto, medio irritada y divertida.
—¡Pero es el único del que hablas!
Le dedico una mirada hostil.
—El señor Bautista bien podría ser nuestro abuelo.
Natalia se encoge de hombros.
—Yo qué sé. Puede que te gusten los hombres mayores —
refuta y, esta vez, entorno los ojos en su dirección.
—Natalia… —Mi madre interviene, con advertencia, y eso
es suficiente para hacer que mi hermana haga un mohín y deje
de insistir.
La comida está casi lista. Es por eso que, entre mi hermana
y yo, empezamos a poner la mesa. Mi papá, al vernos trabajar,
se levanta de donde se encuentra para ayudarnos. Fabián, en
cambio, se limita a mirarnos desde su asiento.
No quiero pensar en ese gesto como uno machista, pero lo
hago. La aversión que le tengo a ese hombre es tan grande,
que no puedo evitar encontrarle algo negativo a cualquier cosa
que hace.
Pese a todo, no hago ninguna clase de comentario. Me
limito a mantener una conversación ligera con mi hermana y
mi papá.
El teléfono de Fabián suena, de pronto y, con el entrecejo
fruncido, se levanta a responder. Natalia, quien hace unos
segundos hablaba con ligereza, ha fijado toda su atención en
su marido, quien se ha levantado para apartarse del comedor.
La pregunta fugaz que se formula en mi cerebro respecto a
lo que está pasando entre ellos, desaparece tan pronto como mi
teléfono vibra en el bolsillo trasero de mis vaqueros.
Cuando lo tomo, el nombre de Gael Avallone brilla justo
encima del ícono de los mensajes de texto y, sintiendo un
vuelco en el corazón, desbloqueo la pantalla para leer:
Esto de que seas hija de familia está matándome. Te
echo de menos.