Está en la página 1de 716

“Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras

que no la ame.”

Oscar Wilde
Gael Avallone cree que un hombre puede ser feliz con
cualquier mujer mientras que no la ame.
Tamara Herrán le demostrará lo contrario.
Reservado, arrogante, manipulador y egocéntrico.
El encanto de Gael Avallone, no es su cuantiosa fortuna o
su facilidad de palabra; mucho menos lo es su sonrisa
arrebatadora o su mirada penetrante. El encanto de Gael
Avallone, es el misterio que emana.
¿Qué esconde? ¿Quién es realmente?…
Tamara Herrán, una ambiciosa estudiante de letras, está
dispuesta a averiguarlo.
Capítulo 1
Mi espalda está erguida, mis manos están acomodadas sobre
mi regazo y mi barbilla está alzada con seguridad, pero todo
en mi interior es una revolución.
Mi corazón late con fuerza contra mis costillas, mi
mandíbula está apretada con intensidad, mis dedos se sienten
helados debido a la adrenalina que invade mi torrente
sanguíneo y un nudo se ha instalado en la boca de mi
estómago gracias al nerviosismo y la ansiedad que han
comenzado a invadirme.
«¡Estúpida, estúpida, mil veces estúpida!», grito para mis
adentros, al tiempo que trato de mantener mi expresión serena.
Mi vista está fija en el hombre de aspecto salvaje que
camina de un lado a otro por todo el espacio y, a pesar de que
tengo unas ganas inmensas de salir corriendo, me quedo aquí,
quieta, con gesto impasible y postura relajada.
Viste un traje que bien podría valer lo mismo que la
matrícula de tres semestres en la universidad en la que estudio.
Su cabello castaño —corto de los costados y un poco más
largo de la parte superior— está tan alborotado, que puedo
imaginarlo pasando las manos por él una y otra vez en un
gesto nervioso; su ceño —profundo, fuerte y duro— está
fruncido con enojo y coraje, y no puedo evitar comparar su
postura con la de un león enjaulado.
El hombre luce como si estuviese a punto de estallar.
—¿Nunca le han enseñado a tocar la maldita puerta? —
escupe, finalmente, y un escalofrío me recorre entera. El
acento que utiliza al hablar me hace saber, de inmediato, que
lidio con un extranjero. El sonido cadencioso y atrayente de
sus palabras me hace darme cuenta de que proviene de algún
lugar de España.
Mis entrañas se retuercen debido a la ansiedad, pero me
obligo a no apartar la mirada. No debo lucir amedrentada. No
soy una cobarde.
Alzo el mentón un poco más.
—En realidad si llamé —me defiendo. Mi tono es neutro.
Tranquilo. Controlado.
Se detiene en seco.
Toda su atención se posa en mí y su mandíbula angulosa
—y perfectamente afeitada— se tensa en respuesta. En el
proceso, un músculo se le marca en el área y hace que sus
facciones luzcan más hoscas de lo que en realidad son. No hay
que ser un genio para notar que mi comentario no ha hecho
más que enfurecerlo un poco más.
Otro escalofrío me recorre la espalda en el momento en el
que sus impresionantes ojos se clavan en los míos. No son
azules, grises o verdes. Son castaños, pero de una tonalidad tan
clara, que casi asemeja al tono que tiene la miel. Muy a mi
pesar, debo admitir que, pese a que no son muy diferentes del
color marrón que tenemos el ochenta por ciento de la
población mundial, son impresionantes. No puedo dejar de
pensar en el hecho de que el color claro de su piel los hace
resaltar. Tampoco puedo dejar de pensar en que es mucho más
joven de lo que esperaba. No le calculo más de treinta años.
«Ya veo porqué su secretaria está completamente sobre
él», comento para mis adentros y, en el proceso, reprimo una
sonrisa.
En ese momento, mi mente evoca la primera imagen que
tuve del hombre que se encuentra frente a mí y casi me echo a
reír.
Encontrar a Gael Avallone, uno de los hombres más ricos
del mundo —según el Forbes—, con las piernas de su
secretaria enredadas alrededor de las caderas y los pantalones
enroscados en los muslos, fue algo bastante… perturbador.
—Y si nadie responde, la señorita entra, ¿verdad? —
escupe—. De todos modos, ¿quién demonios es usted? ¿Quién
le dejó entrar?
Me aclaro la garganta y me obligo a sostenerle la mirada.
La energía que emana es pesada, intensa y hostil, y eso lo hace
lucir un tanto aterrador; pero, no me permito lucir
amedrentada. No voy a hacerle saber cuán nerviosa me siento
ahora mismo.
—Vengo de parte del señor Román Bautista, editor en jefe
de la Editorial Edén —respondo, con toda la naturalidad que
puedo imprimir en el tono de mi voz.
—¿Qué? —La pedantería y la arrogancia que hay en su
voz hacen que me den ganas de golpearlo en la cara.
—Usted accedió a que se realizara un libro biográfico —
digo—, acerca de… bueno… usted —agrego, por si no ha
quedado claro. Trato, con todas mis fuerzas, de no sonar
demasiado irónica en el proceso, pero no estoy muy segura de
haberlo logrado.
Es solo hasta ese momento, que el hombre delante de mí se
digna a mirarme a detalle. Su vista recorre la extensión de mi
cuerpo con lentitud y eso me hace sentir más allá de lo
incómoda, pero trato de no hacerlo notar.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué recado viene a darme?
—No he venido a darle ningún recado.
Alza sus cejas en un gesto incrédulo, impaciente e irritado.
—¿Se da cuenta de que está haciéndome perder el tiempo?
—Sacude la cabeza en una negativa exasperada—. Vaya al
grano. ¿A qué ha venido?
—Yo voy a escribir el libro. —Le regalo una sonrisa
nerviosa—. Yo voy a escribir su biografía.
En el momento en el que el silencio se apodera de la
estancia, me doy cuenta de que debí haber escuchado a mi voz
interior. No debí haber aceptado formar parte este circo.
Hace tres años que empecé a estudiar letras hispánicas y,
gracias a un profesor de filosofía de la universidad, tuve la
oportunidad de empezar a trabajar en la Editorial Edén como
auxiliar en el departamento de corrección.
Tenía la estúpida idea de que, si me relacionaba con gente
del medio, algún día sería capaz de mostrarle mi trabajo a
algún agente y así lograría ser publicada.
La realidad me golpeó con más fuerza de lo que esperé. El
mundo editorial no funciona de esa manera. Necesitas ser un
autor más allá de lo increíble para que un agente te mire y
lleve tu carrera al siguiente nivel. De eso pude darme cuenta
muy pronto.
Sin darle mucha importancia a eso, continué en la editorial
porque era un empleo que se relacionaba con lo que me
gustaba y dejaba algo de dinero.
Pasó más de un año antes de que pudiese ascender a un
mejor puesto. Ahora soy correctora en forma y, gracias a eso,
tengo contacto directo con el editor en jefe.
El señor Bautista, mi jefe, es un hombre sabio y amable.
Es la clase de persona con la que quieres charlar por horas y
horas, hasta aprender lo más que puedas y tu perspectiva de la
vida haya cambiado por completo.
Hemos mantenido charlas muy largas acerca de todo lo
relacionado a la literatura moderna y de la influencia de los
autores célebres en las nuevas generaciones. También, hemos
hablado de los planes que tenía él cuando era joven y de los
que tengo yo ahora que, según él, tengo el mundo en la palma
de mi mano y un sinfín de posibilidades.
En una ocasión, durante nuestras largas interacciones, le
confesé mi amor por las letras y mis ganas de ser publicada
algún día. Él me pidió que le enviara algo de mi trabajo para
evaluarlo y así lo hice.
Pasaron casi seis meses antes de que me mandara llamar a
su oficina y dijera que quería ser él quien estuviese al
pendiente de mi carrera. Dijo que no había tenido oportunidad
de leer lo que le envié cuando recién lo hice, pero que, en
cuanto puso sus ojos en mis textos, supo que quería guiar mi
camino él mismo.
Ahora mismo no entiendo qué fue lo que ocurrió. Ni
siquiera sé en qué momento llegué a esto. Creí que trabajaría
en mis manuscritos. Creí que, por fin, tendría la oportunidad
de dedicarme de lleno a la escritura; pero, al parecer, el señor
Bautista tenía otros planes para mí.
Así pues, decidió que debía escribir algo más. Decidió que
debía ser yo quien se aventurara en la faena en la que ahora me
encuentro atascada, y fue así como me habló de Gael
Avallone.
Al parecer, la editorial firmó un contrato con el
publirrelacionista del magnate de negocios más joven y rico
residente en el país, y habían acordado que un autor de la
elección de mi jefe escribiría un libro biográfico sobre el
empresario.
No entendía cuál era el alboroto que había alrededor del
magnate, hasta que el señor Bautista me contó cuán reservado
es Gael Avallone con su vida.
Hasta donde tengo entendido, heredó el emporio de su
padre hace casi seis años y llevó a todas sus empresas a
alcanzar niveles estratosféricos de ventas en sus respectivos
mercados.
El tipo es impresionante en lo que hace y está en boca de
todos. Todo el mundo habla de él, pero nadie sabe
absolutamente nada de su vida privada. Si es soltero o casado,
si tiene hijos o no… Los ojos del mundo están puestos sobre
Gael Avallone. Todos quieren saber quién es realmente. Un
libro que lo cuente todo acerca de su vida podría colocar al
autor que lo escriba en la mira de todos. Podría colocarme a mí
en el lugar en el que siempre he querido estar.
Y se supone que ser elegida para un proyecto como ese
debería entusiasmarme… pero no lo hace.
No me interesa en lo absoluto escribir acerca de un hombre
que lo tiene todo. Comprendo el impacto que esto podría a
tener en mi carrera, pero no es lo que quiero hacer. Quiero
crear historias, no transcribir lo que un hombre dice acerca de
sí mismo.
Una risa carente de humor inunda mis oídos y me trae de
vuelta a la realidad.
—De ninguna maldita manera. —El hombre frente a mí se
cruza de brazos y me mira con determinación—. Dígale a
Bautista que necesito a alguien más experimentado para esto.
La ira hierve en mi sistema y, por un doloroso instante,
creo que no voy a poder aguantar las inmensas ganas que
tengo de mandarlo a la mierda; pero, pese a todo, me las
arreglo para sonreír ligeramente.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Avallone? —digo,
con toda la tranquilidad que puedo imprimir en la voz.
Una de sus espesas cejas se alza, al tiempo que una media
sonrisa torcida se dibuja en la comisura de sus labios.
—¿Qué le hace pensar que puede preguntarme algo a mí?
«¡Estúpido de mierda! ¡Fanfarrón, engreído, comemierda,
hijo de…!».
—¿Cuántos años tiene? —Sueno demasiado tranquila y
serena para mi gusto.
Su mirada escanea mi rostro una vez más.
—Treinta y uno —responde.
Asiento, y coloco un dedo debajo de mi barbilla en un
gesto pensativo.
—Treintaiún años —digo, con aire reflexivo—. Y, según el
Forbes, es uno de los empresarios más jóvenes y ricos del
mundo, ¿no es cierto?
Un brillo extraño se apodera de su mirada, pero asiente.
—Así es.
—Maneja un emporio bastante impresionante, es un as en
los negocios, llevó a Grupo Avallone a otro nivel en el
momento en el que tomó las riendas del negocio familiar… —
digo, mientras finjo enumerar sus logros con mucha
concentración—. Pero supongo que antes de conseguir esto,
todo el mundo le decía que nunca podría hacerse cargo. Que
era joven e inexperto.
—¿A dónde quiere llegar con esto? —urge, con
impaciencia.
—A que está juzgándome de la misma forma en la que
usted fue juzgado. —Le regalo mi sonrisa más encantadora y
arrogante—. Soy tan capaz de escribir un libro a mis veintiún
años, como lo es usted de manejar un emporio entrando a sus
treintas.
El silencio que le sigue a mis palabras es tenso y tirante.
Por un doloroso instante, creo que va a echarme de su
oficina, pero no lo hace. Un atisbo de sonrisa se le dibuja en la
boca, pero el gesto no llega a concretarse del todo.
—¿Cuál es su nombre? —pregunta.
—Tamara Herrán. —Me pongo de pie y extiendo mi mano
en su dirección, para luego regalarle mi mejor sonrisa.
Él estrecha mi mano y señala el asiento frente a su enorme
escritorio. Después, se acomoda en la cómoda silla de piel del
otro lado y coloca el pulgar de su mano derecha debajo de su
barbilla para acariciar sus labios con su dedo índice.
Su vista está clavada en mí y sé que trata de intimidarme.
De hacerme sentir pequeña e indefensa; así que, a propósito,
me siento de la forma más desgarbada que puedo.
¿Quiere jugar a la intimidación? Bien. Soy bastante
desvergonzada cuando me lo propongo. No voy a permitirle
verme nerviosa.
Cruzo una pierna sobre la otra, asegurándome de darle una
vista de mis desgastados Vans y le regalo una sonrisa
descarada.
—Entonces, señor Avallone —digo—, ¿escribiré acerca de
la relación que mantiene con su secretaria? —Mi sonrisa se
ensancha—. No me malentienda, no tengo nada en contra de
las novelas eróticas, pero no puedo escribir acerca de un tipo
rico que tiene un amorío sexual con su secretaria y folla con
ella en todos lados. Yo no soy E. L. James y usted no es
Christian Grey.
Puedo percibir cómo su cuerpo se tensa. Un destello
asustado surca sus facciones, pero se marcha tan rápido, que
no estoy segura de haberlo visto realmente.
Debo admitir que jamás esperé encontrarlo de la forma en
la que lo hice. Estuve a punto de salir huyendo del edificio;
pero, en el instante en el que lo vi salir hecho una furia de su
oficina, supe que debía quedarme.
—¿Cree que es graciosa? —Sus cejas se alzan con
superioridad—. Podría hacerla perder su empleo con una sola
llamada.
—Amo escribir, señor Avallone. —Sonrío—. Y así usted
arruinara mi carrera, seguiría haciéndolo. Sería feliz
trabajando como cajera en un McDonald’s porque seguiría
haciendo lo que me gusta en mis tiempos libres. No va a
arruinarme la vida si esa es su intención.
Es mentira. Todo es mentira. Perder mi empleo sería lo
peor que podría pasarme, pero no voy a hacerle saber que tiene
el poder de doblegarme. Gael Avallone no va a enterarse de
cuán destrozada me haría sentir perder mi trabajo.
—Entonces tendré que cortarle los dedos. —La seriedad en
su expresión hace que todo mi cuerpo se estremezca, pero no
se lo hago notar.
—Lo demandaré si me toca —resuelvo.
—¿Siempre es así de irritante?
—¿Siempre es así de déspota?
—Todo el tiempo, señorita Herrán. —Me regala una
sonrisa arrogante. No puedo pasar por alto la manera en la que
sus labios se curvan hacia arriba en una mueca torcida e
imperfecta. Por mucho que me cueste admitirlo, es la sonrisa
más atractiva que he visto en mucho tiempo—. Soy déspota
todo el tiempo.
—Es una lástima. —Chasqueo la lengua, con fingido pesar
—. Podría resultarle atractivo a muchas mujeres si no fuese un
completo hijo de…
Sus cejas se alzan con incredulidad y enmudezco de
inmediato. Su mirada se carga de desafío y amenaza. Mi
cuerpo entero reacciona en respuesta y, la parte estúpida e
impulsiva que casi siempre me domina trata de abrirse paso a
la superficie. Trata de empujarme hasta conseguir el valor de
concretar la oración, pero la domino justo a tiempo y me
quedo callada.
Gael Avallone espera unos segundos por el fin de mi
oración, pero esta nunca llega, así que se limita a asentir con
satisfacción antes de acomodarse metódicamente los puños del
saco que viste.
—¿Qué experiencia tiene, señorita Herrán? —El hombre
habla y, de pronto, adopta una expresión seria y profesional.
—Escribo por gusto, señor Avallone. Estudio letras, pero
aún no me gradúo —me sincero—. Puedo enviarle algo de lo
que hago si así lo desea, pero la realidad es que no soy una
autora reconocida ni mucho menos.
Lo piensa unos segundos, antes de asentir una vez más.
—Sería ideal si pudiese enviarme algo de lo que escribe.
No me malentienda, pero necesito saber que voy a poner la
historia de mi vida en manos de una persona que sabe lo que
hace.
—Me parece justo. —Sonrío, pero estoy aterrorizada.
Existe una posibilidad muy grande de que no le guste lo que
hago. Siempre he sido muy dura conmigo misma respecto a lo
que escribo, así que no estoy segura de ser remotamente buena
para esto.
—Le diré a Camila, mi secretaria —no se me escapa la
mirada que me dedica en el momento que dice la palabra
«secretaria»—, que le pase mi correo electrónico personal,
para que así usted pueda enviarme alguno de sus escritos.
—¿Puedo pedirle un favor a cambio? —Mi voz suena
ligeramente inestable. Es la primera vez que me permito
mostrar un poco del verdadero mar de sentimientos que llevo
dentro ahora mismo.
—¿Qué clase de favor? —Alza una ceja con superioridad.
—¿Podría leer lo que le mande lo más pronto posible? Así
no me tendrá esperando meses por una respuesta.
«Mis nervios no lo soportarían», quiero agregar, pero me
muerdo la punta de la lengua para no hacerlo.
La expresión curiosa que me dedica hace que el nudo de
mi estómago se apriete con violencia. No es una sensación del
todo desagradable.
—Trataré de hacerme un espacio pronto —dice, al tiempo
que me dedica un gesto afirmativo que se me antoja amable y
estudiado—. Asegúrese de dejar sus datos en la recepción. De
cualquier modo, haré que mi publirrelacionista se comunique
con usted o, en su defecto, con la editorial, cuando tenga una
respuesta.
Se pone de pie y yo lo imito. Su mano se estira en mi
dirección y la estrecho con más fuerza de la que debería antes
de seguirle a través de la estancia.
Acto seguido, abre la puerta de su enorme oficina.
—Puede retirarse —dice con aire cordial, pero se siente
como si estuviese echándome a patadas.
—Espero su respuesta. Fue un placer conocerlo. —Sonrío
con aire taimado y socarrón, y él me dedica una mirada
extraña.
—Un placer, Tamara Herrán —dice, al tiempo que me
regala un asentimiento cortés y señala en dirección a la salida.
Yo, sin perder más tiempo, me encamino fuera de la
oficina.
Capítulo 2
El líquido caliente y amargo del café quema mi boca en el
instante en el que le doy un trago al vaso térmico que sostengo
entre los dedos. Un gemido adolorido me abandona los labios
y maldigo para mis adentros mientras muevo la lengua para
comprobar la integridad de mis papilas gustativas.
Acomodo mi vieja mochila repleta de libros sobre mi
hombro, al tiempo que trato de lidiar con un puñado de
carpetas que contienen ensayos que podrían salvarme de no
reprobar el semestre.
Mi teléfono suena en el bolsillo trasero de mis vaqueros, y
de pronto me veo en la imperiosa necesidad de pedirle al
universo que me crezca un tercer brazo para poder responder.
Maldigo una y otra vez en mi cabeza, mientras entro al
campus de la universidad donde estudio. Casi al instante, soy
empujada por una chica que corre en dirección a uno de los
edificios y no puedo evitar regalarle una mirada furibunda que
no creo que haya notado.
Mi teléfono suena una segunda vez en menos de tres
minutos y aprieto los dientes.
¿Por qué los malditos teléfonos inteligentes no pueden ser
lo suficientemente inteligentes como para contestarse solos?
—¿Necesitas ayuda? —La voz femenina a mis espaldas
hace que gire sobre mi eje. Fernanda, mi mejor amiga, me
mira con diversión, al tiempo que alcanza las carpetas que
tengo en las manos y me quita el contenedor térmico para
darle un sorbo—. ¡Uh! ¡Quema!
Reprimo una sonrisa mientras rebusco en mis bolsillos
hasta alcanzar mi celular. No he alcanzado a contestar, pero el
número del que llamaron ni siquiera está registrado en la
agenda de mi teléfono.
Le quito el vaso a mi amiga una vez más y caminamos
juntas en dirección al edificio donde compartimos clases.
Ella parlotea acerca de un ensayo que ni siquiera he
empezado y hace mala cara cuando le cuento que ni siquiera
he leído el texto que debíamos analizar para realizarlo.
—Tamara, debes ponerte a estudiar. Tus redacciones, por
muy buenas que sean, no harán que te gradúes —me reprime y
sé que tiene razón.
—¡Lo sé!, ¡lo sé! Mamá va a matarme si repruebo. —Hago
una mueca de auténtico pesar.
Mi amiga rueda los ojos al cielo.
—Te pasaré el resumen —masculla, con irritación—, pero
tú tienes que hacer el ensayo. —Hace una mueca cargada de
fingido fastidio y añade—: Asegúrate de no sacar mejor nota
que yo.
Una sonrisa radiante me asalta y un agradecimiento se me
escapa a manera de chillido entusiasmado. Mis brazos se
envuelven alrededor de su cuello en un abrazo apretujado e
incómodo, que solo hace que se queje de la brutalidad de mi
gesto. Yo, en respuesta, la estrujo con más fuerza.
—¡Déjame ir! —espeta, pero soy capaz de percibir la
sonrisa en el tono de su voz—. ¡Eres una salvaje!
Una sonrisa satisfecha se apodera de mis labios y, luego de
estrujarla un poco más, la dejo en paz.
Si no fuera por ella, sería un desastre académicamente. Las
notas y los resúmenes que me facilita han sido mi salvación
durante casi tres años de carrera.
Yo, a cambio, le retribuyo todo al final de cada semestre,
cuando hay que hacer extensos análisis y narraciones. Somos
el equipo perfecto.
—Si sacas mejor nota que yo, tendrás qué compensarme
—dice, al tiempo que abre una de las carpetas que sostiene
entre los dedos.
—¿Compensarte? —Sueno más indignada de lo que
pretendo—. ¿Cómo se supone que debo compensarte por
facilitarme un resumen que puedo hacer por mi cuenta?
—Bien. Entonces, no te lo paso.
— ¡Oye!
—Acabas de decir que…
—Blofeaba, ¿de acuerdo? —la interrumpo—. Te necesito.
Lo sabes.
Una sonrisa satisfecha se dibuja en sus labios.
—Bien. —Asiente, con aire ufano, antes de continuar—:
Como te decía, vas a tener qué compensarme.
Ruedo los ojos al cielo.
— ¿Cómo quieres que te compense, Fernanda?
—No quiero mucho en realidad. —Se encoge de hombros
en un gesto despreocupado que no le compro en lo absoluto.
La conozco lo suficiente como para saber que va a ponerme en
aprietos con lo que sea que va a pedirme—. Sólo quiero que
me cuentes como te fue en la entrevista que tuviste la semana
pasada.
Su comentario no me toma por sorpresa. Ella estaba más
emocionada que yo con la idea de mí, estando en las
instalaciones de Grupo Avallone.
Pongo los ojos en blanco una vez más, pero el alivio que
siento al averiguar que no tiene interés alguno en hacerme
pasar un mal rato son grandes. Fernanda puede llegar a ser un
dolor en el culo si se lo propone, así que no me agrada mucho
la idea de estar sujeta a su voluntad. Esta vez, sin embargo,
agradezco que su interés por ese hombre sea tan grande y que
no vaya a intentar torturarme con alguna de sus extrañas
peticiones.
—¿Te hicieron firmar un contrato de confidencialidad o
algo? —dice ella y, en el proceso, hace un puchero que se me
antoja gracioso e infantil—. No puedo creer que ya haya
pasado una semana y no me hayas contado una mierda. Eres
una amiga horrible.
Un suspiro cargado de fingido pesar se me escapa.
—Fue un completo desastre —admito, al cabo de unos
instantes de camino silencioso—. ¿Puedes creer que lo
encontré teniendo sexo con su secretaria?
—¡¿Qué?!
—No estoy segura de que estuvieran teniendo sexo
realmente, pero parecía. —Me encojo de hombros—. Salí
demasiado rápido como para poder asegurarlo.
—¿Entraste a su oficina sin llamar? ¡No puedo creerlo! —
exclama, asombrada.
—¡La puerta estaba medio abierta!
—¡Entraste sin permiso!
—¡No lo hice! ¡Si no quería que nadie interrumpiera debió
cerciorarse de que estuviera cerrada! —Hago un ademán
exagerado mientras hablo, al tiempo que mi tono de voz se
eleva ligeramente.
Fernanda me mira con un gesto que se encuentra a medio
camino entre la diversión y el horror.
—Debió ponerse furioso. —La preocupación en su tono de
voz me hace querer sonreír, muy a mi pesar.
—En realidad no fue tan malo como creí que sería. —Me
encojo de hombros—. Ya sabes, tomando en cuenta la
estupidez que cometí. —Me quita el café de entre los dedos y
le da un sorbo antes de devolvérmelo. Yo también le doy un
trago pequeño antes de continuar—: De cualquier modo, es un
hombre de lo más arrogante.
—Tiene mucho dinero —dice—. Eso le da derecho a ser
arrogante.
—Eso no le da derecho a nada. —Mi ceño se frunce con
genuina indignación.
Mi amiga está a punto de replicar, cuando mi teléfono
suena una vez más.
Esta vez, me apresuro a tomar el aparato, solo para
comprobar que se trata del mismo número desconocido de
hace unos momentos. Estamos muy cerca ya del edificio
donde tenemos nuestra primera clase; así que detengo mi
andar antes de deslizar mi dedo por la pantalla para responder.
—¿Sí? —hablo, al tiempo que coloco el teléfono entre mi
hombro y mi oreja para acomodar la mochila atestada de libros
que llevo a cuestas.
— ¿Hablo con la señorita Tamara Herrán? —La voz
femenina que me responde es completamente desconocida
para mí.
—Sí… —La cautela en el tono de mi voz me hace sonar
como idiota.
—El señor Avallone desea comunicarse con usted,
enlazaré la llamada ahora mismo.
La mujer del otro lado de la línea ni siquiera me da tiempo
de responder. Ni siquiera me da tiempo de abrir la boca,
cuando el sonido de una voz ronca, profunda y familiar llena
mis oídos.
—Señorita Herrán, buenos días. ¿Está ocupada? —dice
Gael Avallone y todo mi cuerpo se estremece ante el sonido de
su voz.
Mi corazón se detiene una fracción de segundo, antes de
reanudar su marcha a una velocidad antinatural. El
nerviosismo, la ansiedad, la angustia… todo se arremolina en
mi pecho y me hace difícil espabilar y pensar en otra cosa que
no sea en él, leyendo uno de mis manuscritos.
«¿Le habrá gustado lo que leyó? ¿Lo habrá odiado? ¿Va a
mandarme a la mierda?».
—¡Señor Avallone! —Trato de sonar despreocupada, pero
no estoy segura de lograrlo. Fernanda chilla de la emoción al
escuchar el apellido del magnate, así que tengo que hacerle
una seña para que guarde silencio—, por supuesto que no, ¿en
qué puedo ayudarle?
—Leí lo que me mandó —dice, sin rodeos. La
inexpresividad en su tono solo hace que la ansiedad previa
incremente—. ¿Para cuándo desea concretar la primera cita?
—¿Qué? —Mi voz suena más allá de lo asombrada. De lo
confundida…
—¿Para cuándo desea concretar la primera cita, Tamara?
—repite. No me atrevo a apostar, pero podría jurar que he
escuchado una sonrisa en el tono de su voz.
—Yo… Ahh… Ehh… —Estoy completamente en blanco.
No sé qué demonios decir.
—Sí, Tamara —la diversión que tiñe la forma en la que se
expresa—, me gustó su trabajo. Lamento haber demorado en
comunicarme con usted. Ahora, si no le molesta, me
encantaría concretar una cita para hablar sobre los puntos que
quiero que sean tomados en cuenta para el libro.
Quiero gritar de la euforia y la felicidad. Una sonrisa idiota
se dibuja en mis labios, y no puedo evitar quedarme callada
mientras absorbo el delicioso sabor de mi pequeña victoria.
—¿Hay alguien ahí? —Gael Avallone suena impaciente
ahora.
—¡Sí!, ¡Dios, si! —Exclamo con rapidez. Sueno inestable
y eufórica—. ¡Mierda!, ¡lo siento!, yo… Bueno, me parecería
ideal que pudiésemos reunirnos tres veces por semana, si esto
está bien para usted.
—Tres días a la semana es demasiado. No dispongo de
tanto tiempo libre. Puedo ofrecerle una sesión de dos horas
una vez por semana.
—Me temo que eso no es suficiente para mí, ¿Qué sean
dos sesiones de dos horas por semana? —Muerdo mi labio
inferior, en la espera de su respuesta.
—Una sesión de tres horas, una vez por semana —
resuelve.
—Una sesión de dos horas entre semana, y una de una
hora los sábados.
—¿No es eso lo mismo que acabo de ofrecerle? ¿Qué
necesidad hay de dividir las tres horas que le ofrezco en dos
sesiones? —Suena irritado ahora.
—No, no es lo mismo —refuto—. En tiempo, quizás lo es,
pero en desenvolvimiento es completamente diferente. En una
sesión de tres horas, usted tendrá tiempo de ponerse cómodo y
hacer lo que siempre hace cuando lo entrevistan: caer en
respuestas genéricas —digo—. En cambio, si son dos sesiones,
en dos días distintos, puedo tener distintas reacciones y
humores. Dependiendo del día, la carga de trabajo… Todo
influye.
—Es la respuesta más rebuscada que ha podido darme —
dice, con aire arrogante y divertido al mismo tiempo—, pero le
doy puntos por la originalidad y la rapidez para ingeniársela.
—¿Se está burlando de mí?
—¿Cree que tengo el tiempo para perderlo burlándome de
usted?
La irritación me revuelve el estómago y aprieto los ojos
con fuerza antes de tomar una inspiración profunda para
calmarme un poco.
—Yo tampoco tengo mucho tiempo ahora —miento—.
Quedamos, entonces, en dos sesiones semanales: una de dos
horas los jueves y una de una hora los sábados. ¿Trato?
—De ninguna manera. Ya se lo dije, no dispongo de esa
cantidad de tiempo.
—Tengamos dos sesiones de hora y media los jueves y los
sábados.
—¿Está tratando de negociar conmigo, señorita Herrán? —
La incredulidad y la diversión se apoderan del tono de su voz
una vez más.
—Sí. —Mi respuesta suena más como una pregunta que
como una afirmación.
Un suspiro resuena del otro lado de la línea.
—¿Una de las sesiones tiene que ser forzosamente en
sábado?
—No, pero lo preferiría. Los sábados los tengo libres
siempre, así que se me facilitaría demasiado. Le recuerdo, que
yo aún soy estudiante.
Otra exhalación lenta y torturada llena el auricular de mi
teléfono.
—Bien. Usted gana. Dos sesiones de una hora y media por
semana. ¿Le parece bien si empezamos este jueves?
—Este jueves es perfecto. —Sueno más emocionada de lo
que pretendo.
—Bien. Mi secretaria se comunicará con usted más tarde
para confirmar la hora. Necesito revisar mi agenda primero.
Que tenga un buen día, Tamara —dice, y sin añadir nada más,
cuelga el teléfono.

Me siento en una de las bonitas sillas que se encuentran


frente al escritorio de Gael Avallone. Lo único que tengo en
las manos, es un bolígrafo y una libreta que tomé de mi
mochila hace unos minutos, pero eso me basta. Eso es lo único
que necesito ahora mismo.
El magnate no está por ningún lado y eso me irrita en
demasía. Odio que la gente me haga esperar. Siempre he
creído que el tiempo es algo invaluable e irrecuperable. Son
segundos —minutos, horas, días— de tu vida que nunca más
vas a tener de vuelta. Son momentos que podrías estar pasando
en otro lugar. Instantes que podrías estar viviendo de manera
diferente y experiencias que podrías estar adquiriendo. Que
dispongan de algo tan valioso como mi tiempo, es lo peor que
pueden hacerme.
Un suspiro fastidiado brota de mis labios y trato de
concentrarme en lo que tengo alrededor. Mi vista recorre la
estancia en la que me encuentro a detalle y todo lo que veo me
irrita un poco más. El tamaño ridículamente grande de la
oficina, los enormes libreros repletos de libros antiguos, el
gran escritorio, el color blanco inmaculado de las paredes, el
mobiliario pretencioso en color negro, los pocos cuadros
decorativos en colores brillantes… Todo me molesta. Me
incomoda.
Mi vista vuelve hasta los libreros y me pregunto si el
magnate ha leído algo de lo que tiene en ellos.
«Quizás es de esa clase de personas que utilizan los libros
solo para decorar sus habitaciones —digo, para mis adentros
—. Podría apostar lo que fuera a que ni siquiera ha leído la
cubierta de los ejemplares que adornan su ostentosa oficina».
El pensamiento me reconforta un poco. Concebir a Gael
Avallone como una persona presuntuosa, me hace sentir
satisfecha de una manera retorcida y extraña.
La puerta detrás de mí se abre.
El sonido de unos pasos firmes y seguros hace que todo mi
cuerpo se tense y, de pronto, Gael Avallone aparece en mi
campo de visión. Viste un traje gris oscuro, una camisa blanca
y una corbata azul marino.
—Lamento haber tardado —dice, sin mirarme. Sus ojos
están clavados en la carpeta abierta que hay entre sus dedos—.
La junta se alargó más de lo esperado. ¿Ya le ofrecieron algo
de beber?
—Sí —respondo—. Gracias.
Se sienta en la silla reclinable frente a mí. Su ceño está
fruncido en concentración, mientras pasea los dedos sobre sus
labios. No ha dejado de mirar el contenido de la carpeta ni un
solo segundo.
La irritación previa aumenta considerablemente dentro de
mí, pero me obligo a mantener mi expresión serena. Me aclaro
la garganta y espero por su reacción. No quiero perder el poco
tiempo que tenemos observándolo leer sus documentos.
Su vista se alza para encontrarme al cabo de unos
segundos y, en el instante en el que sus ojos me miran de lleno,
sus cejas se disparan al cielo.
—Bonito atuendo. —Asiente en mi dirección, pero noto la
burla que hay en su mirada.
Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios. Llevo unos
vaqueros entallados que están rotos de las rodillas, y una
playera que lleva un dibujo impreso de una mano haciendo
una seña obscena con el dedo medio.
—Vengo de la escuela —me disculpo, encogiéndome de
hombros.
Me señala con el dedo índice, una de sus cejas se arquea
con arrogancia.
—¿Así viste normalmente? —dice, con aire despectivo.
—Cuando no uso camisas de hombre, sí. —Sonrío, con
suficiencia.
—Tengo muchos conocidos en el ramo de la moda. Podría
contactarla con una diseñadora de imagen. Es guapa, Tamara,
no se haga eso a usted misma.
Es mi turno de alzar las cejas.
—El día que necesite un consejo de moda, se lo haré saber,
señor Avallone —digo—. Gracias de todos modos.
Una media sonrisa torcida se dibuja en sus labios. Luce
más divertido que nunca, pero se limita a encogerse de
hombros.
—Como usted guste.
—¿Puede dejar de hablarme de «usted»? —digo, medio
fastidiada—. No es como si tuviese setenta años.
—No somos amigos, Tamara —me corta—. Nuestra
relación es estrictamente profesional, así que no voy a dejar de
dirigirme a usted de esta manera.
Sus palabras son como una bofetada en el rostro, pero me
obligo a mantener mi expresión en blanco.
«Pues entonces, váyase a la mierda».
—¿Qué es lo que desea de este libro, señor Avallone? —
De pronto, soy toda negocios.
«¿Quiere jugar al importante? Bien. Juguemos».
—No quiero escándalos. Tampoco quiero dramas,
cursilerías o toda esa mierda que acostumbran a añadir ustedes
los escritores.
Mis cejas se alzan con incredulidad.
—A la gente le gusta sentir empatía por los personajes de
un libro —apunto.
—Yo no soy el personaje de un libro —dice—. Soy un ser
humano. Uno muy pragmático, debo agregar.
—¿Esa es la palabra con la cual usted se definiría?
¿Pragmático?
—Sí —asiente—. Soy práctico y eficiente. El éxito
financiero viene de pensar con frialdad en todos los puntos
positivos y negativos. El empresario que se deja guiar por su
instinto está destinado a fracasar.
—Entonces es frío y calculador —digo, al tiempo que
anoto en mi libreta.
—No retuerza mis palabras. No soy frío y calculador.
—Acaba de decir que es una persona pragmática y,
corríjame si estoy mal, pero, una persona pragmática es
aquella que valora la utilidad y el valor práctico de las cosas.
Está diciéndome que toma decisiones una vez valorada toda la
situación y que nunca se deja guiar por su instinto o sus
sentimientos. Eso, a mi punto de vista, es ser frío y calculador
—resuelvo.
—No está aquí para debatir mi actitud vital o financiera —
espeta y yo reprimo una sonrisa. Él, sin apartar la vista de mí,
acomoda las mangas de su saco y continúa—: Como le decía,
no quiero dramatismos tontos o sentimentalismos innecesarios.
Que conste que ya se lo advertí.
Ruedo los ojos al cielo.
—Veré qué puedo hacer —respondo—. ¿Qué es lo que
desea contar?
—Quiero que se apegue al cien por ciento a mi carrera. No
voy a hablar de mi vida personal, ni de mi vida sentimental.
Eso engloba a mi familia, mis amistades, mi…
—Déjeme ver si entendí —lo interrumpo—. ¿Usted desea
que escriba un libro que hable acerca de lo maravilloso y
bueno que es para los negocios, cuán perfecto es al tomar
decisiones, cuánto dinero tiene y cómo ha conseguido cada
centavo? Si es así, será el libro más aburrido de la historia. —
Niego con la cabeza—. Además, no estoy aquí para
idolatrarlo.
—Ya le dije que…
—Sí, sí… —lo corto—, ya lo escuché. —Hago un gesto
desdeñoso con una mano para restarle importancia a lo que sea
que tenga la intención de decir—. Y quiero que le quede bien
claro que no voy a escribir eso acerca de usted. No voy a
escribir eso acerca de nadie. Es un ser humano, no una
máquina. Tiene defectos, una historia y un porqué. Eso es lo
que quiero escribir y, si va a darme una lista de las cosas sobre
las que no debo hablar, será mejor que busque a alguien más
para hacer esto. —Me pongo de pie, presa de mis impulsos—.
No me limite. Así no puedo trabajar.
Guardo mi libreta y mi bolígrafo dentro de mi desgastada
mochila, y me la cuelgo en el hombro, lista para marcharme.
—¿A dónde coño cree que va? —espeta, cuando hago
ademán de empezar a avanzar hacia la salida.
—A casa. —Lo miro a los ojos—. Piénselo y me llama
cuando haya decidido algo.
Me giro sobre mis talones y me encamino hacia la puerta a
paso decidido.
—¡Deténgase ahí mismo! —exclama—. ¡Maldita sea!
¿Siempre es así de dramática?
Me giro para encararlo y es ahí cuando noto cuán cerca se
encuentra. Apenas hay unos cuantos pies de distancia entre
nosotros. Mi corazón da un vuelco furioso debido a eso, pero
me obligo a mantenerme serena.
—¿Siempre es así de prepotente?
—He pasado demasiado tiempo construyendo este muro
entre mi vida privada y el resto del mundo —escupe—. No
voy a derrumbarlo para que usted haga dinero a costa mía. —
El coraje se apodera de mi cuerpo y mi mano quema con las
irrefrenables ganas que tengo de estrellarla contra su cara—.
Si quiere dinero fácil, lamento informárselo, pero a mis
expensas no va a…
Entonces, lo pierdo.
Mi mano, que en estos momentos parece tener voluntad
propia, se estrella contra su rostro y el impacto es tan fuerte,
que hace que su rostro gire con violencia.
En ese instante, el silencio se apodera de toda la estancia.
Mi palma arde debido a la fuerza de mi acto, mi
respiración es irregular y mi corazón late con fuerza.
«¿Qué demonios acabo de hacer?».
—Quédese con su dinero —siseo, con todo y esa sensación
de pánico me atenaza el pecho—, y váyase a la mierda.
Ni siquiera me doy tiempo de asimilar lo que acabo de
hacer. Ni siquiera me doy el tiempo suficiente de maldecirme a
mí misma por ser así de impulsiva e idiota, ya que salgo de la
oficina —haciendo acopio de toda mi dignidad— lo más
rápido que puedo.
La secretaria del magnate me mira con incredulidad y
asombro cuando cierro la puerta detrás de mí y es lo único que
necesito para saber que lo ha escuchado todo.
—Buenas tardes —digo, al tiempo que fuerzo una sonrisa
en su dirección.
Ella abre la boca para decir algo, pero salgo hacia el
pasillo antes de que pueda pronunciar palabra alguna.
El elevador se abre justo en el momento en el que llego a
él y me introduzco dentro para presionar el botón del primer
piso.
La recepción principal está atestada de gente, pero nadie
me mira cuando hago mi camino hasta la salida, cosa que
agradezco; pero, no es hasta que pongo ambos pies sobre la
acera, que toda la tensión se fuga de mi cuerpo.
El golpe de aire helado en mi rostro trae alivio a mi
sistema en un abrir y cerrar de ojos, pero el nudo de angustia
que ha comenzado a formarse en la boca de mi estómago es
más intenso que cualquier otra cosa que pudiese llegar a sentir
ahora mismo. Sé que acabo de arruinarlo todo, pero no puedo
evitar sentirme aliviada. Gael Avallone, con todo y su dinero,
es un grano en el culo.
Estoy temblando debido a la adrenalina. Mi pulso late
como loco detrás de mis orejas y me quedo parada aquí, como
idiota, frente al enorme edificio de Grupo Avallone, sin saber
muy bien qué hacer.
Al cabo de unos instantes de aturdimiento, hago lo primero
que me viene a la mente: tomo mi teléfono y marco el número
de Fernanda. Solo hasta ese momento, empiezo a caminar.
—Acabo de joderlo —digo, en cuanto responde.
—¿Qué? ¿Por qué?
Una risa carente de humor brota de mi garganta.
—Le di una bofetada y le dije que se fuera a la mierda —
digo, en medio de una carcajada histérica y horrorizada.
—Oh, mierda, Tam-Tam… —Suena realmente preocupada,
pero el absurdo apodo con el que me ha llamado desde la
secundaria me tranquiliza un poco—. ¿Qué ocurrió? ¿Intentó
algo contigo?
—Por supuesto que no —ruedo los ojos al cielo—. Solo…
—Niego con la cabeza—. Es un imbécil. No pude contenerme.
Su rostro lo pedía a gritos.
—Van a despedirte, ¿no es cierto? —dice, con angustia.
—Sí. —Un nudo se instala en mi garganta, pero suelto una
risa nerviosa. Las lágrimas pican en mis ojos, pero no voy a
llorar. No por un idiota con dinero—. Estoy segura de que,
mañana a primera hora, el señor Bautista va a despedirme.
—¿Quieres que vaya a tu casa y hablemos?
—No. —Suspiro—. Estaré bien.
—¿Estás segura?
—Sí —digo, pero no lo estoy—. No te preocupes.
—De acuerdo —dice, aún sin sonar muy convencida—.
Llámame si necesitas algo.
«Un milagro. Eso es lo que necesito».
—Lo haré. Te veo mañana.
Sin decir una palabra más, finalizo la llamada.
Ni siquiera he caminado más de dos calles, cuando mi
teléfono suena en el bolsillo trasero de mis pantalones. No me
toma más de unos cuantos segundos tomarlo entre mis dedos;
pero, cuando miro el número desconocido que brilla en la
pantalla, me detengo en seco. Mi ceño se frunce ligeramente.
«¿Será que Gael Avallone ya se comunicó con el señor
Bautista y esta es solo la llamada en la que van a decirme que
estoy despedida?», pienso, con aire fatalista, pero me obligo a
empujar el pensamiento en lo más profundo de mi cabeza
antes de deslizar mi pulgar por la pantalla para responder.
—¿Sí? —digo, contra la bocina del teléfono.
—Vuelva. —La voz de Gael Avallone inunda mis oídos en
ese instante y casi puedo jurar que mi corazón se ha saltado un
latido.
—No.
«¡Bravo, Tamara!, ¡sigue arruinándolo!».
—Por favor… —la vacilación en su voz hace que deje de
caminar.
Nos quedamos en silencio unos instantes.
—¿Va a demandarme? —Sueno ridícula, pero no me
interesa en lo absoluto. De verdad estoy preocupada por lo que
acabo de hacer y por el poder que este hombre tiene.
—Voy a darle lo que quiere. Vuelva.
—Está jugando conmigo, ¿no es así? —Sueno horrorizada
—. Quiere que vuelva porque ya ha llamado a la policía,
¿cierto?
—¿Qué? —dice, en medio de un bufido—. ¿De qué habla?
Deje el dramatismo y vuelva.
—Es que no entiendo por qué hace esto. —Mi voz suena
más aguda de lo normal—. ¿Por qué me quiere de regreso?
El silencio que le sigue a mis palabras hace que la ansiedad
se apodere de mi sistema. Detesto no saber qué piensa.
—Anoche no podía dejar de leer lo que me mandó —dice,
al cabo de unos instantes—. Terminé uno de sus manuscritos
en horas. Es buena, Tamara. Muy buena. Sus líneas… sus
palabras… la combinación de ellas… —Suena como si tratase
de encontrar las palabras correctas para expresarse sin
conseguirlo del todo—. ¡Joder! Es que es una maldita artista.
—Mi corazón golpea con fuerza contra mis costillas y un nudo
se instala en la boca de mi estómago—. Y sí, estoy besando su
trasero. Ahora regrese y hablemos. Seré flexible.
—¡Acabo de abofetearlo! —chillo, con incredulidad.
—Vuelva a decirlo en voz alta y me encargaré de que la
despidan —suelta, con dureza, pero no suena como si hablase
en serio—. Ahora, por el amor de Dios, regrese y hablemos
sobre esos dichosos términos. Ya se lo dije: seré flexible.
—¿Me contará sobre su familia y sus relaciones
sentimentales? —digo, en un susurro receloso y escéptico.
El silencio del otro lado de la línea me pone los nervios de
punta.
—Le contaré lo que pueda contarle —dice, al cabo de un
largo momento.
—Usted es un grano en el trasero —mascullo—, y yo soy
bastante irritable. No puede pasar esto cada vez que nos
reunamos. Alguien tiene que ceder.
—Y, obviamente, usted no va a hacerlo —bufa, y una
pequeña sonrisa se dibuja en mis labios.
«¿Qué demonios está mal con este sujeto? ¿Por qué no me
odia todavía?».
—Lo haré —digo, luego de pensarlo otro poco—, pero no
volveré a su oficina ahora mismo. La gente va a mirarme
como si estuviera loca.
—¿Y no lo está?
—¡Muy gracioso, Avallone! —exclamo, con irritación—.
¡Muy gracioso!
—¿Dónde está? —Hace caso omiso a mi fingida
indignación.
—A un par de calles de su oficina.
—¿Sobre qué calle está caminando?
—Sobre Avenida Vallarta.
—¿A qué altura?
—No lo sé.
—¿Qué hay ahí cerca, Tamara? —Se escucha exasperado
ahora.
Miro alrededor y descubro una pequeña plaza con un
establecimiento bastante familiar.
—Hay un McDonald’s justo en la esquina de la calle.
Dentro de una pequeña plaza comercial.
—Bien —dice—. Estaré ahí en tres minutos.
—Entraré a ordenar una hamburguesa. —Me encamino al
lugar—. ¿Quiere algo?
—No. —Noto la incredulidad en su voz—. No quiero
comida hecha en masa. Es asqueroso lo que venden en ese
lugar.
—Quiere una Big Mac, ¿cierto? —Lo ignoro—. ¿Con
todo?
—No voy a comer nada que venga de ese lugar.
—Bien. ¿Pepinillos también?
—Tamara… —La advertencia en el tono de su voz me
hace sonreír.
—¡De acuerdo!, ¡de acuerdo! —exclamo—. Sin pepinillos.
—¡No se atreva a…!
—Nos vemos en tres minutos. Estaré dentro —digo y, sin
darle tiempo de decir más, cuelgo.
Una sonrisa idiota se dibuja en mis labios en ese momento.
La diversión y la expectación se abren paso a toda marcha en
mi cuerpo y quiero gritar. Quiero reír a carcajadas solo porque
no puedo esperar para tener al hombre más rico del país
sentado como la gente común y corriente en un McDonald’s.
Capítulo 3
Soy plenamente consciente de las miradas furtivas que son
dirigidas en nuestra dirección y, con todo y eso, no aparto la
vista del hombre que se encuentra sentado frente a mí.
Toma todo de mí reprimir la sonrisa idiota que ha
amenazado con apoderarse de mis labios desde hace rato, así
que procuro mantener la boca en movimiento para que no se
dé cuenta de cuán satisfecha me siento. Para que no se dé
cuenta de cuántas ganas tengo que reír a carcajadas.
Parloteo sin cesar acerca de todo lo banal y absurdo de este
mundo y mastico mi hamburguesa en los instantes en los que
mi mente se queda en blanco, para así no mostrarle la
complacencia que me embarga por completo.
La vista de Gael Avallone sentado en uno de los sillones
recubiertos de piel sintética dentro de un McDonald’s, ha
hecho que todo mundo nos mire con curiosidad. Estoy segura
de que pasaríamos desapercibidos si él no llevara puesto un
traje caro. Estoy segura de que la gente ni siquiera nos notaría
si no fuese un hombre tan… imponente.
Deliberadamente, remojo una papa a la francesa en el
pequeño envase de salsa cátsup que se encuentra delante de él
y me la echo a la boca. Tengo toda la intención de sacarlo de
quicio por haber insinuado que lo único que quiero, es hacer
dinero a su costa. Quiero hacerlo salir de esa postura rígida
que me ha mostrado en apenas dos interacciones que hemos
tenido.
—¿No va a comer nada? —digo, con la boca medio llena.
Él mira la hamburguesa que tiene enfrente como si fuese la
cosa más asquerosa del planeta.
—De ninguna manera voy a meter eso en mi boca. —Hace
una mueca asqueada.
—¡Qué delicado! —bufo y, acto seguido, doy un sorbo a
mi refresco de cola. Me aseguro de hacer mucho ruido al
succionar el líquido con la pajilla.
—Esto es basura, Tamara. —Genuina preocupación tiñe su
rostro—. No debería comer estas cosas. Sus arterias se taparán
a los veinticinco y sus riñones dejarán de funcionar si sigue
bebiendo tanto refresco de cola —me mira con severidad y no
puedo evitar sentir como si estuviese hablando con mi mamá.
Lo cierto es que esta es la segunda vez que relleno mi vaso
y que, hasta hace unos instantes, la posibilidad de levantarme
por una tercera recarga era muy tentadora.
—Suena justo como mi madre. —Finjo un
estremecimiento cargado de miedo y casi puedo jurar que un
atisbo de sonrisa se ha asomado en las comisuras de sus labios
—. Además, una hamburguesa no lo hará
perder status. Tampoco se le van a caer los dientes, o se va a
contagiar de herpes, o…
—¿Está hablando de herpes mientras come? —me
interrumpe y su gesto casi paternal se transforma en uno
cargado de horror y diversión—. Es usted tan peculiar,
Tamara.
Esta vez no puedo reprimir la pequeña sonrisa que se
dibuja en mis labios.
—Como quiera. —Me encojo de hombros y señalo la
hamburguesa que se encuentra frente a él y que está intacta.
No ha probado ni un solo bocado—. Si no va a comerse eso,
yo podría hacerlo sin ningún problema.
Sus cejas se disparan al cielo, al tiempo que niega con la
cabeza.
—Comienzo a sospechar que usted no es obesa mórbida
por buena suerte. Come como sí no hubiese un mañana.
—No me limito —digo. Trato de sonar casual, pero soy
plenamente consciente de los kilos de más que llevo encima.
Sé que él también puede ver que no soy una chica delgada,
pero su expresión no cambia en lo absoluto cuando digo—: Si
quiero comerme dos Big Macs, me las como y ya.
Una media sonrisa torcida se dibuja en sus labios debido a
mi comentario.
—Es usted todo un caso, Tamara. ¿Lo sabía?
Mi sonrisa se ensancha.
—Me lo dicen todo el tiempo —bromeo y él, en respuesta,
sacude la cabeza sin dejar de sonreír.
Acto seguido, hago una seña con la cabeza en dirección a
su hamburguesa. Él, luego de dejar escapar el aire en un
suspiro que se me antoja dramático, la toma entre sus dedos y
la acerca a su boca.
En ese instante, y sin que pueda evitarlo, el deleite me
embarga. No todos los días tienes la oportunidad de ver a un
hombre como él —tan arrogante e insufrible como es—
comiendo en un lugar como este.
El mordisco que le da es lento y torturado y una sonrisa
idiota me asalta.
—¡Por Dios! ¡Deje el dramatismo! —digo, al tiempo que
ruedo los ojos al cielo. A pesar de mi gesto exasperado, no
puedo dejar de sonreír—. Es una hamburguesa. Seguro comió
cientos de ellas cuando era pequeño.
—Las comía caseras —se defiende—. Mi madre es una
excelente cocinera.
—Quizás se debería invitarme a comer unas hamburguesas
en casa de su madre. —No es mi intención, pero, de pronto,
sueno resuelta y descarada, y la expresión incrédula y
horrorizada que se dibuja en su rostro, casi me hace reír.
Está más que claro que no estoy hablando en serio. No
espero que me abra las puertas de su casa y me invite a pasar
la tarde con su familia. Dudaba mucho que me abriera las
puertas de su oficina después de la forma en la que nos
conocimos. Mis esperanzas de tener una relación amistosa con
este hombre son nulas; pero, ponerlo en esta clase de aprietos
me resulta extrañamente satisfactorio.
—De ninguna manera voy a llevarla a casa de mi madre.
—Suena tajante y escandalizado al mismo tiempo y, esta vez,
no soy capaz de reprimir la carcajada sonora que se ha
construido en mi garganta desde hace un rato.
El desconcierto que se apodera de sus facciones no hace
más que incrementar la intensidad de mi risotada y, de pronto,
Gael Avallone se encuentra mirándome con el ceño fruncido
en confusión.
—Tamara, usted está loca —dice, pero, muy a su pesar,
sonríe.
—Solo estaba jugando —digo, en medio de una carcajada
—. Relájese. No estoy interesada en pasar una tarde familiar
con los suyos.
Él deja la hamburguesa sobre el papel encerado en el que
estaba envuelta, y se limpia los dedos con una servilleta al
tiempo que masculla algo que no logro entender del todo.
Tampoco estoy segura de querer hacerlo. No ha sonado como
algo amable o cordial, así que prefiero hacer como que no he
escuchado para así no querer golpearlo de nuevo.
Tomo otra papa a la francesa y me la echo a la boca sin
dejar de sonreír.
—¿Le falta mucho para terminar? —dice. Suena —y luce
— irritado—, no veo la hora de largarme de aquí y conseguir
comida de verdad.
Mis cejas se alzan con incredulidad. Una punzada de
coraje y humillación invade mi cuerpo, pero me obligo a no
hacerlo notar.
—¿Está diciendo que esta no es comida de verdad? Quiero
que sepa que existen cientos de personas en el mundo que no
pueden darse el lujo de siquiera pensar en comprarse una
hamburguesa en un local como este. —Sueno más enojada de
lo que pretendo—. Que usted prefiera comer filetes de tres
cuartos de libra, antes que alimentarse de lo que lo hace la
gente que no tiene su status social, no hace esta comida menos
valiosa. Es clasista de su parte que…
—¿Acaba de llamarme clasista? —La incredulidad se
apodera de su tono y, de pronto, la tensión se apodera del
ambiente. De pronto, me encuentro sintiéndome culpable por
lo que acabo de decir, porque luce herido. Porque luce como si
mis palabras le hubiesen calado hondo—. No soy clasista. Soy
todo menos clasista, Tamara.
Mi corazón se salta un latido, aun cuando el coraje
repentino que se ha apoderado de mí y aprieto la mandíbula.
Odio la manera en la que mi nombre suena en sus labios.
Odio que lo pronuncie como si me conociera. Como si
realmente supiera algo sobre mí.
Quiero reírme en su cara. Quiero espetarle que no sabe lo
que es trabajar duro para llevarse el pan a la boca y que no
duraría ni cinco minutos en un trabajo obrero; pero, en su
lugar, introduzco otra papa frita en mi boca para no hablar de
más.
Él me mira durante un largo momento, antes de suspirar
con pesadez y tomar la hamburguesa entre sus dedos una vez
más.
Sin decir una palabra, empieza a comer. Esta vez, no hace
muecas extrañas o comentarios despectivos y mi corazón da
un vuelco furioso cuando me mira a los ojos mientras limpia
su boca con una servilleta.
—No quiero que piense que soy ese tipo de persona,
Tamara —dice, luego de unos segundos—. No lo soy. Me
gusta la comida casera. Prefiero comer un estofado hecho en
casa, a un filete de corte tres cuartos. Simplemente, la comida
rápida no es lo mío.
—Señor Avallone, yo…
—No me diga «señor» —me interrumpe, mientras su ceño
se frunce—. No soy tan viejo.
Abro mi boca para responder, pero no sale nada de ella. Él
tampoco dice nada más. Se limita a limpiar sus dedos en la
servilleta y masticar el último bocado de su Big Mac. Luego,
toma el refresco que se encuentra entre mis dedos y le da un
sorbo largo.
No ha apartado su penetrante mirada de la mía y, por
primera vez en mucho —muchísimo— tiempo, me siento
vulnerable e indefensa.
«Hacía mucho que nadie me hacía sentir de esta manera».
Me aclaro la garganta, mientras busco algo que decir, pero
es imposible concentrarse cuando un hombre así de imponente
te mira como si pudiese desvelar tus secretos en cualquier
momento. Como si fueses un acertijo fácil de resolver.
—¿Se define como un hombre hogareño? —digo, tras un
silencio largo. Trato de sonar casual, pero fracaso
terriblemente. Trato, con todas mis fuerzas, de lucir relajada y
en control de la situación, pero no lo consigo.
—¿Está entrevistándome? —Sus cejas se alzan con
incredulidad.
—Hago mi trabajo.
Él suelta un bufido en medio de una pequeña sonrisa y sé
que el momento extraño acaba de terminar. Sé que no se
hablará más acerca de clasismo y status social, y estoy bien
con eso.
—Me gusta estar en casa —asiente y su expresión se
vuelve distante; como si recordase algo—, pero no me
considero un hombre hogareño. Pasé toda mi adolescencia
fuera de casa.
—¿Dónde creció?
—En Zaragoza. Está en…
—España. Lo sé.
Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios.
—Sabionda —masculla.
—Perdone, ¿qué? —Me inclino hacía adelante para que
me repita lo que dijo. Lo he escuchado con claridad, pero
quiero que lo repita.
—Que viví allí hasta que cumplí los dieciocho —dice,
mirándome a los ojos. Una sonrisa burlona lo asalta y no
puedo evitar sonreírle de vuelta.
—Entonces… —le dedico mi mirada más sugerente—,
todo un magnate español, ¿eh? Debe de ser algo increíble para
alardear de vez en cuando.
Se encoge de hombros.
—A las mujeres les encanta el acento. —Me guiña un ojo
y mis entrañas se aprietan con fuerza.
—Apuesto a que sí —me obligo a sonar indiferente.
—¿Qué me dice de usted? —Sus dedos juguetean con la
pajilla del refresco mientras habla.
—Nacida y criada aquí. —Me cruzo de brazos—. No soy
una mujer de mundo. Soy una mexicana cualquiera.
—Una mexicana cualquiera, que viste como vagabunda y
me hace comer en restaurantes de comida de dudosa
procedencia —dice. Estira un brazo y alcanza la pequeña bolsa
de papas a la francesa que descansa sobre mi bandeja plástica,
antes de tomar una y echársela a la boca.
—Quizás pueda cultivarme un poco con su cultura y me
lleve a un lugar de comida decente —digo, pero no hablo en
serio. No espero que me lleve a ningún lugar caro. No espero
absolutamente nada de él.
—Quizás pueda hacerlo —asiente y mi corazón se detiene
una fracción de segundo—. Algún día la invitaré a un buen
restaurante. Cuando salga el libro y sea todo un éxito.
De pronto, los latidos de mi corazón son irregulares. La
emoción se filtra en mi sistema sin que pueda detenerlo y no
puedo evitar sentirme entusiasmada con la idea.
—Eso sería… —la emoción tiñe mi voz por más que trato
de ocultarlo; así que me aclaro la garganta y lo intento de
nuevo—: Eso sería fabuloso.
Sin decir nada, alcanza mis papas a la francesa y me ofrece
una. Yo tomo su ofrenda entre los dedos y él toma la última
pieza de la bolsa. Después, la alza en mi dirección, como si
fuese una copa de champaña con la que pudiese brindar.
—Por un exitoso libro.
—Por un exitoso libro —digo, alzo mi patata para
encontrar la suya en el camino.
—¡Dios! Esto es deprimente —dice, mientras mastica con
lentitud, pero la sonrisa en su rostro es relajada y auténtica. Un
claro contraste con el gesto severo que llevaba antes.
—A mí me parece de lo más genial que se haya sentado a
comer conmigo —digo y él me regala una mirada cargada de
reprobación.
—No volverá a ocurrir.
Yo ruedo los ojos al cielo.
—Por favor, no vuelva a la misma mierda clasista de hace
un rato —pido, con fingido fastidio, y me aseguro de utilizar la
palabra mágica solo para hacerlo reaccionar.
—Por favor, no vuelva a decirme clasista.
«¡Bingo!».
Mi mirada se entorna en su dirección.
—Pruébeme que no es uno y no volveré a decirle así —
resuelvo y él suelta una pequeña risa irritada.
—Vámonos de aquí antes de que me arrepienta de haber
venido a buscarle —dice, al tiempo que se pone de pie.
—¿Me invitará un helado si me comporto de aquí a que
salgamos del restaurante? —bromeo, en tono infantil y
juguetón.
—¿Planeaba dejarme en ridículo una vez más? ¿No le ha
bastado todo lo que me ha hecho pasar el día de hoy? —
Fingido horror tiñe su voz.
—¡Pero si me he comportado! —exclamo—. Si hubiese
querido ponerlo en aprietos, lo habría grabado para subirlo a
internet.
La mirada escandalizada que me dedica me hace reprimir
una carcajada.
—Por favor, Tamara, no se atreva nunca a hacerme algo
así —dice, medio horrorizado; medio divertido—. Le
compraré un helado, pero, por favor, deje de torturarme. He
tenido suficiente de usted por hoy.
Quiero protestar. Quiero decirle que es un ingenuo si cree
que he sido un dolor en el culo ahora mismo. Quiero decirle
que no sabe cuán irritante puedo llegar a ser si me lo
propongo, pero me limito a hacer un mohín mientras me
pongo de pie y lo sigo a la salida del establecimiento.

Caminamos por una de las avenidas más grandes de la


ciudad. Aún no logro ubicarme del todo, pero sé que no
estamos muy lejos del enorme edificio de Grupo Avallone. Sé
que, en algún punto cercano a este, pasa un autobús que me
deja relativamente cerca de casa.
Ha pasado ya una hora desde que salimos del McDonald’s
y ahora avanzamos sin rumbo alguno por las calles aledañas al
centro comercial en el que nos encontrábamos.
Gael se ha quitado el saco y ha desabrochado los botones
superiores de su camisa; sus manos están hundidas en los
bolsillos de sus pantalones y la sonrisa fácil pintada en su
rostro le da un aspecto joven y fresco.
La corbata que antes utilizaba con garbo y elegancia ahora
cae de manera descuidada en su pecho, y el saco —antes
perfectamente planchado— ha sido reducido a un bulto
sostenido entre su codo y su cuerpo.
—Entonces… —digo, y jugueteo con la cuchara del
helado que acaba de comprarme—. Nacido en Zaragoza,
criado por su madre, Nicole Astori; no Avallone. Astori. —
Hago énfasis como él lo hizo al contármelo—. No conoció a
David Avallone, su padre, hasta que tuvo dieciséis… ¿Y eso es
por qué…?
—Porque se divorció de mi madre cuando estaba
embarazada de mí. Él no planeaba tener más hijos de los que
ya había tenido en su primer matrimonio y, cuando mi madre
se embarazó, se marchó. —Se encoge de hombros—. Debo
aclarar que no le guardo rencor por eso.
—¿Cómo fue su relación con él?
Se encoge de hombros.
—Al principio fue una mierda. Yo era un mocoso
resentido. Creía que me había abandonado, cuando en realidad
solo se separó de mi madre. Él trataba de buscarme, pero yo
nunca acepté verlo hasta que estuve más grande y fui curioso
—dice—. Supe que quería trabajar en el negocio familiar la
primera vez que hablé en serio con él y me di cuenta del
impresionante esfuerzo que siempre hizo por sacar adelante
sus empresas. —Algo cambia en su gesto, pero no logro
averiguar qué es con exactitud—. Recuerdo que, al semestre
siguiente, ya estaba listo para entrar a la universidad y estudiar
economía.
Caminamos en silencio un par de calles más.
—¿Y usted? ¿Cuándo supo que quería dedicarse a la
escritura?
Su pregunta me toma con la guardia baja. Yo, pese a eso,
me tomo mi tiempo para saborear el chocolate helado mientras
pienso en mi respuesta.
—Cuando tenía diez años, mi mamá me compró mi primer
libro —digo—: Harry Potter y la piedra filosofal. Cuando lo
terminé, estaba tan obsesionada, que escribí una historia corta
acerca de un romance entre Harry y Hermione. Era horrible.
—Hago una mueca—, pero, a partir de ahí, empecé a escribir
cientos de historias cortas. Tenía mis libretas escolares llenas
de cuentos sin terminar, escenas que me venían a la cabeza,
versos, diálogos… —Sacudo la cabeza en una negativa al
recordar cuán malo era todo eso que tanto me gustaba escribir.
—¿Qué es tan gracioso? —La curiosidad tiñe el tono de
Gael y es hasta ese momento, que me percato de la sonrisa
idiota que llevo en los labios.
Esta vez, mi sonrisa se ensancha tanto, que muestro todos
mis dientes.
—Es que todo lo que escribía en ese entonces era tan
malo… —me quejo, al tiempo que suelto un suspiro.
Un silencio cómodo se instala entre nosotros durante unos
instantes.
—Cuando tenía quince me di cuenta de que esto era a lo
que quería dedicarme —continúo—. Luego de darme cuenta
de la cantidad de fanficciones que tenía sobre Harry Potter y
de lo mucho que disfrutaba hacer todo aquello, supe que esto
era lo que quería hacer el resto de mi vida.
—Harry Potter —dice, al cabo de unos segundos, y siento
la burla en el tono de su voz.
—¡Oh, cállese! —escupo, pero no he dejado de sonreír—.
Harry Potter nunca pasa de moda.
—Tengo todos los libros. —Sonríe un poco, pero luce
avergonzado—. Es mi pequeño secreto.
—Ya no es un secreto si lo sé yo —observo.
—Confío en que sabrá guardarlo.
Hago una mueca de desagrado.
—Eso no es justo —me quejo—. Utiliza la culpa en mi
contra para que así no se lo cuente a nadie. Ahora cada vez
que quiera decirle a alguien: «Oh, Gael Avallone es fan secreto
de Harry Potter», voy a sentirme culpable. ¡Usted es una
persona horrible!
Una carcajada ronca y profunda brota de su garganta.
El calor inunda mi pecho, haciéndome sonreír un poco
más. El sonido de su risa es tan honesto, que no puedo creer
que un tipo tan cuadrado sea capaz de reír de esa forma.
—Tamara, es una chica bastante peculiar, ¿se lo han dicho?
—dice, medio riendo.
—Muchas veces —bromeo—, gracias.
—El mundo debería estar lleno de personas como usted.
—Su expresión se ensombrece ligeramente con… ¿nostalgia?
—. Sería un lugar bastante agradable.
—Deje de adularme —digo, mientras ignoro por completo
el cambio en sus facciones—. De cualquier modo, voy a
terminar divulgando acerca de su afición por Harry Potter.
Otra pequeña risa brota de sus labios y niega con la
cabeza.
—Tenía mucho tiempo sin caminar por una calle sin
rumbo alguno. ¿Tiene idea de cuántas reuniones he perdido
esta tarde por su culpa? —dice, luego de otro momento de
caminata silenciosa.
—¿Le desagrada caminar sin rumbo? —Evado la culpa
que trata de colocar sobre mis hombros con otra pregunta.
Me dedica una mirada cálida y niega con la cabeza.
—No cuando la compañía es agradable.
Mi corazón hace una floritura extraña y reprimo otra
sonrisa.
Muerdo la parte interna de mi mejilla para evitar hacer un
comentario idiota que arruine la comodidad y familiaridad que
hemos entablado. Soy muy dada a arruinar esta clase de
momentos con algún comentario sarcástico o fuera de lugar y
no quiero arruinarlo ahora. No cuando he descubierto que Gael
Avallone no es tan desagradable como pensaba. No cuando
tenía tanto tiempo sin sentirme así de bien alrededor de
alguien.
Capítulo 4
Mis dedos presionan las teclas de mi vieja com-putadora, al
tiempo que trato de plasmar por escrito todo aquello que Gael
Avallone me contó. Trato, también, de asegurarme de no pasar
por alto todos aquellos gestos y expresiones que suele hacer
una y otra vez sin percatarse.
Trato de describir, de manera fresca y fácil, la for-ma en la
que retira el cabello lejos de su rostro a pesar de que está
perfectamente estilizado; la postura erguida y elegante que
suele tener todo el tiempo, la sonrisa torcida e imperfecta de
sus labios, esa mirada curiosa que suele poner cuando te presta
especial atención; la forma en la que inclina la cabeza cuando
captas su interés con algún comentario, la manera en la que
frota su barbilla de manera descuidada, como si tratase de
rascar una fina capa de vello que no existe… Trato de dibujar
con palabras todos esos pequeños gestos que hace sin darse
cuenta y que resultan extrañamente encantadores. Humanos.
Reales.
Cuando termino, leo los párrafos escritos y hago un par de
cambios en el proceso. No estoy empezando a escribir el libro
todavía, pero, de todos modos, trato de ser meticulosa y
exigente con esto. Necesito que la información sea lo más
clara posible. Soy un desastre andando, así que debo ser muy
organizada para facilitarme el trabajo más delante. No creo ser
capaz de recordar todos los detalles cuando necesite traerlos de
vuelta a la superficie, así que debo plasmarlos ahora antes de
que se vuelvan borrosos e imprecisos.
Me encantaría que, quien lea esto, se dé cuenta de la
esencia de Gael desde el inicio. Quiero que este libro sea lo
más honesto posible, en todos los aspectos imaginables. Que el
mundo entero sea capaz de visualizar al magnate desde un
punto de vista más tangible y, para conseguirlo, no puedo
pasar nada por alto.
Al terminar mi exhaustiva revisión, abro el buscador de
internet en mi computadora y tecleo: «Gael Avallone» en él. El
desplegado de información que aparece al instante, me abruma
un poco, pero no dejo que eso me intimide.
Abro el primer enlace y leo el artículo. Habla acerca del
exitoso negocio que ha cerrado con una de las compañías
petroleras más importantes de América Latina y de cuán
entusiasmado se siente acerca del nuevo mercado en el que
incursiona.
Otro artículo es abierto.
Este habla sobre la corta —pero exitosa— trayectoria del
magnate al mando de Grupo Avallone. No dice mucho en
realidad. Solo hace un resumen de todo lo que ha logrado en
sus años a la cabeza del emporio que maneja.
Más artículos aparecen y todos ellos hablan de lo mismo.
No hay otra cosa más que reportajes que hablan acerca de
trivialidades, negocios, éxitos, dinero y acciones. Me queda
claro que el tema de su vida personal no puede ser tocado por
nadie, ya que no hay ni un solo párrafo dedicado a hablar
sobre eso en ningún lado.
Un suspiro agotado brota de mis labios y selecciono el
apartado que cita «imágenes» en el recuadro del buscador.
Cientos de fotos aparecen: él estrechando la mano de otro
hombre enfundado en un traje caro, él con la mirada fija en la
cámara, él con decenas de empresarios… Su rostro luce
extraño en la pantalla. Como si fuese un completo
desconocido. Una persona que luce como alguien que conoces
y, al mismo tiempo, como alguien a quien nunca has visto en
tu vida.
Deslizo el cursor poco a poco por encima de las tomas y,
mientras lo hago, me doy cuenta —con una mezcla de
irritación y decepción— de que la cámara no le hace justicia
en lo absoluto. No logra captar la fuerza de sus impresionantes
ojos castaños y la seguridad que emana de cada poro del
cuerpo. Incluso, me molesta el hecho de que la sonrisa que hay
dibujada en esas imágenes luce ensayada y falsa.
La rigidez de su cuerpo dista mucho de ser parecida a la
postura desgarbada y cómoda que mantuvo mientras
caminábamos por la calle y eso no hace más que llenarme el
pecho de sensaciones contradictorias.
Una parte de mí se siente satisfecha por haber logrado
sacarlo de ese aire arrogante que suele tener. No creo que
muchas personas sean capaces de conocer ese lado del
magnate; sin embargo, otra parte, esa que detesta las
apariencias, está indignada con él por fingir ser alguien que no
es delante de las cámaras.
«Quizás esa es su verdadera esencia. Quizás sea contigo
con quien fingió, para así ganarse tu confianza y que cedas a
sus peticiones», digo, para mis adentros, pero deshecho el
pensamiento tan pronto como llega. Es absurdo pensar que
alguien puede ser así de cuadrado.
Así pues, sin saber muy bien qué es lo que estoy buscando,
indago un poco más sin encontrar nada que llame demasiado
la atención.
Estoy a punto de darme por vencida a encontrar algo que
me sea de utilidad para la escritura del libro, cuando, de
pronto, la veo.
Es una fotografía. Una toma diferente al resto.
La imagen ha sido capturada desde un ángulo extraño, con
una cámara de muy poca resolución; pero, de todos modos,
soy capaz de distinguirlo.
La figura de Gael Avallone se dibuja delante de mis ojos y
sé, por sobre todas las cosas, que se trata de él.
Luce como si caminara. De hecho, me atrevo a apostar que
esa fotografía fue tomada mientras el hombre avanzaba por la
acera en dirección a lo que, parece ser, un restaurante. Viste
uno de sus elegantes trajes y es escoltado por lo que parece ser
una docena de hombres.
A pesar de todas las cosas que parecen ocurrir en una sola
imagen, solo hay una en particular, que hace que no pueda
dejar de mirarla.
—¿Qué tenemos aquí? —musito para mí misma, al tiempo
que una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.
En ese momento, enfoco toda mi atención en la mujer —
parcialmente oculta por los hombres que los escoltan— que va
con él.
Es tan rubia como su secretaria, pero sé que no es ella.
Esta mujer luce más elegante. Más… pretenciosa. Todo esto
sin contar que su postura es más estilizada que la de la chica
de la recepción de Gael y que lleva un vestido que podría
costar cuatro meses de renta en el edificio donde vivo.
«A menos que Gael le haya hecho un regalito a su aventura
laboral».
Mi sonrisa se ensancha con el mero pensamiento y sacudo
la cabeza, al tiempo que aumento el tamaño de la imagen para
verla un poco mejor.
—No es su secretaria —murmullo, al tiempo que niego
con la cabeza—. Sé que no es su secretaria.
Mis ojos viajan por la pantalla y se posan en el enlace que
abre la página a donde fue subida. Luego, guío mi cursor hasta
él y presiono hasta que se abre en una ventana adjunta.
Un artículo se despliega ante mis ojos, y leo con rapidez.
El reportero amarillista habla acerca de cómo siguió a Gael
Avallone hasta un prestigioso restaurante y lo fotografió con
esa hermosa mujer; quien, aparentemente, es la hija de un
empresario mexicano muy famoso o algo por el estilo.
Se especula demasiado acerca de un romance entre ellos,
pero la fuente no es capaz de afirmar nada.
En ese momento, y sin terminar de leer lo que el reportero
ha escrito, me apresuro a deslizar el cursor hasta la parte
inferior del desplegado y comienzo a leer los comentarios.
La gran mayoría de ellos son de mujeres. Unas parecen
encantadas con la idea, mientras que otras más parecen
repudiarla por completo.
Una pequeña sonrisa incrédula se dibuja en mis labios y
niego con la cabeza, al tiempo que hago una nota mental para
preguntar acerca de esto mi próxima reunión con él.
Este será un muy buen tema de conversación para
mantener la próxima vez que nos veamos.
Entonces, sin más, cierro la ventana.
Mi teléfono celular suena a los pocos segundos, así que me
estiro en la cama para alcanzar el aparato. Ni siquiera me
molesto en mirar la pantalla cuando respondo.
—¿Diga?
—¡Tamara, cariño! —La voz de mi madre llena el
auricular—. ¿Cómo estás?
—Hola, mamá —presiono el aparato entre mi hombro y mi
oreja mientras apago mi computadora—, todo en orden por
aquí, ¿qué tal todo por allá?
—Todo excelente —dice—. Tu papá está encantado con la
idea de quedarse otra semana en el pueblo, pero yo muero por
volver a la ciudad. Es una lástima que no hayas podido
acompañarnos.
Una sonrisa se dibuja en mis labios y me recuesto sobre las
almohadas de mi cama.
—¿Cuándo regresan?
—El sábado por la tarde. Estaba pensando en organizar
una comida; ya sabes, para invitar a Natalia y a Fabián y
convivir un rato —parlotea.
Ruedo los ojos al cielo.
—Sí —el sarcasmo tiñe mi voz—, como si fuese sencillo
convivir con Fabián.
—¡Tamara! —La reprimenda en el tono de su voz hace
que mi sonrisa se ensanche—. ¡Es el esposo de tu hermana!
—¡Y es un imbécil! —exclamo, con fingida indignación
—. Ser el esposo de mi hermana, no le quita lo idiota.
La risa de mamá estalla del otro lado de la línea y no
puedo evitar reír con ella.
—Nunca cambiarás, ¿no es cierto?
—Me temo que no —admiro—. Como sea… Tengo algo
que hacer el sábado al mediodía. —Cambio de tema
rápidamente, antes de que trate de convencerme de darle otra
oportunidad al asno que mi hermana tiene por marido—.
Cosas del trabajo. La buena noticia es que me desocuparé
temprano. Puedo ir a verlos un rato en cuanto esté libre.
—De acuerdo —dice y puedo imaginarla sonriendo con
satisfacción—. Te esperaremos.
El silencio se apodera de la línea durante unos instantes
porque no sé qué decir. No sé cómo llenar el espacio extraño
que comienza a crearse entre nosotras.
—Tamara, sé que no te gusta hablar de esto, pero necesito
saber.
—Mamá… —La advertencia en mi voz es palpable y, por
unos instantes, me veo tentada a colgar al teléfono.
—Tamara, por favor —suplica—. Solo necesito saber si
has estado tomando tus medicinas.
—¡Jesús, mamá! —La irritación invade el tono de mi voz.
Todo el buen humor se esfuma en cuestión de segundos y, de
pronto, la idea de finalizar la llamada no suena tan
descabellada.
—¡Solo pregunto, cariño! ¡Me preocupo por ti! —La
angustia tiñe su voz—. Solo quiero saber si estás cuidándote
como se debe. Si has estado tomándote el medicamento.
Un nudo se instala en la boca de mi estómago y mis ojos se
cierran con fuerza, mientras inhalo y exhalo con lentitud.
Sé que se preocupa por mí. Sé que yo tuve la culpa de que
la sobreprotección se hiciera presente en nuestras vidas; pero
no puedo evitar sentirme enojada y molesta con sus
confrontaciones constantes.
—Lo he tomado, mamá —digo, finalmente. Trato de sonar
serena, pero un filo tenso se filtra en mi voz.
—Bien. —El alivio con el que habla, no me pasa
desapercibido—. El doctor Madrigal dice que ha visto mucha
mejoría en ti. No sabes lo felices que estamos tu papá y yo.
—Mamá, deben dejar de preocuparse por eso. —Sueno
más desesperada de lo que pretendo—. No voy a volver a
hacerlo. Lo juro. No sé en qué diablos pensaba.
El silencio me hace saber que no me cree y eso solo me
hace querer estrellar la cabeza contra el muro una y otra vez
hasta quedar inconsciente.
—Mamá, lo prometo. —Mi tono de voz se suaviza, de
modo que sueno casi como ella cuando trata de tranquilizarnos
—. Confía en mí. Por favor.
Un suspiro entrecortado brota de sus labios.
—Confío en ti, cariño —dice, al cabo de unos instantes,
pero no le creo en lo absoluto. Sé que no lo hace—. Te amo.
—También te amo, mamá —digo, pero la extraña opresión
que tengo en el pecho no se va—. Te veo el sábado, ¿de
acuerdo?
—Hornearé algo para ti. —El tono cariñoso en su voz hace
que el enojo merme un poco.
—Estaré ansiosa por comerme tu despensa.
Una risita aliviada resuena del otro lado de la línea y toda
la tensión se esfuma de mi cuerpo en ese instante.
—Hasta el sábado, cariño.
—Hasta el sábado, mamá.
Sin decir más, finalizo la llamada.
La pesadez dentro de mi pecho es insoportable y tengo que
decirme a mí misma una y otra vez que ella solo se preocupa
por mí; pero no puedo evitar sentirme asfixiada con sus
constantes preguntas.
A pesar de eso, no la culpo. Le di un susto de muerte hace
un tiempo y sé que todo ha sido muy duro para ella desde
entonces.
Nadie en casa me mira del mismo modo desde que pasó y
fue por eso, precisamente, que decidí mudarme cuando hubo
oportunidad de hacerlo.
Pasó mucho tiempo antes de que mi familia recuperara la
confianza en mí. Mamá me hablaba a cada hora y se ponía
como loca cuando no respondía el teléfono por alguna u otra
razón. Papá venía casi a diario a verificarme y Natalia, mi
hermana, me escribía textos todo el día.
No fue hasta que el psiquiatra les pidió que se detuvieran,
cuando tuve oportunidad de respirar un poco. Estaban
volviéndome loca.
Mis ojos se aprietan con fuerza y tomo una inspiración
profunda, mientras trato de ahuyentar los recuerdos oscuros
lejos de mi sistema.
«Ya no eres esa chica, Tamara. Eres mejor que eso. Eres
mejor que cualquier cosa que alguna vez fuiste. Eres más
fuerte que nunca. Eres más fuerte que nadie», me repito por
centésima vez esta semana y eso aminora la opresión dentro de
mi pecho.
Una vez calmada la sensación de desazón que me invade,
dejo mi computadora sobre la mesa de noche y me levanto de
la cama para apagar la luz de la habitación.

Gael Avallone me mira fijamente desde el otro lado de su


escritorio.
Desde que llegué a su oficina, lo único que ha hecho es
observarme como si estuviese delante de una completa
desconocida.
He tratado de hacerlo enojar con comentarios sarcásticos y
preguntas fuera de lugar, pero no he obtenido el resultado
deseado. La frustración se ha apoderado de mi sistema poco a
poco, pero he mantenido mi expresión en fresca en todo
momento.
El hombre me ha hablado acerca de su familia, su infancia
y su adolescencia sin objetar ni una sola vez. Me ha contado
más cosas de las que esperé que me contara y no se ha negado
ni un solo momento a responder a mis preguntas.
Sé que debería de sentirme feliz por tener su cooperación.
Que debería estar encantada con el progreso obtenido el día de
hoy… pero no lo hago.
Hay algo erróneo en la forma en la que me mira. Hay algo
incorrecto debajo de esa capa de serenidad que lo envuelve.
Es como si me mirara con ojos distintos. Como si no
pudiese ver en mí a la chica con la que comió una
hamburguesa de McDonald’s.
Garabateo la respuesta que me dio acerca de la pregunta
que acabo de hacerle y golpeo el bolígrafo en la hoja repleta
de anotaciones que se extiende frente a mí, antes de mirar el
reloj en mi teléfono. Nos quedan poco más de cinco minutos
de sesión y me siento decepcionada por eso. Esta reunión, en
definitiva, no ha sido tan interesante como creí que sería.
—Creo que esto sería todo por hoy —anuncio, sin
despegar la vista de los garabatos en mi libreta. Trato de no
sonar decepcionada, pero lo hago de todos modos.
Me coloco el cabello detrás de las orejas y alzo la vista
para encararlo. De pronto, su expresión serena se tiñe de algo
que no soy capaz de distinguir.
— ¿Puedo preguntarle algo, señorita Herrán? —dice, tras
un silencio largo y tirante.
—Claro —respondo, sin poner mucha atención. Guardo
mis cosas dentro de mi bolso de manera descuidada, mientras
espero por su cuestionamiento.
— ¿Me puede decir porqué estuvo en un hospital
psiquiátrico?
Toda la sangre se drena de mi rostro en el momento en el
que las palabras abandonan su boca. Un ligero temblor se
apodera de mis manos y aprieto los dientes con fuerza. Mi
corazón se detiene una fracción de segundo para reanudar su
marcha a una velocidad antinatural y, por un segundo, creo
que voy a vomitar.
«No, no, no, no, no… Esto no está pasando. Esto. No.
Está. Pasando».
A pesar de la revolución de mi cuerpo, trato de lucir casual
cuando alzo la vista para encararlo.
Apenas puedo respirar. Apenas puedo mantener el temblor
de mis manos a raya.
—Muy gracioso. —Trato de fingir demencia, y agradezco
a mi voz por no fallarme—. Nunca he estado en un
psiquiátrico, aunque así lo parezca.
—Tamara, estoy hablando en serio. —La severidad en su
expresión hace que mis entrañas se revuelvan—. Sé que
estuvo en un psiquiátrico durante casi dos meses, hace más de
un año y medio.
No sé qué decir. No sé cómo demonios voy a salir de esta
sin parecer una completa imbécil. No se supone que él deba
saber algo así.
«¿Cómo se enteró, de todos modos?».
—¿Me investigó? —Las palabras me abandonan antes de
que pueda detenerlas y sueno más indignada de lo que
pretendo.
Ahora es él quien luce fuera de balance.
Su mandíbula angulosa se aprieta, pero su expresión se
mantiene inescrutable.
—Investigo a todo el que trabaja para mí, Tamara —dice,
al tiempo que coloca sus codos encima del escritorio—. Es una
cuestión de seguridad.
—Yo no trabajo para usted —escupo, con más brusquedad
de la que espero.
Sus cejas se alzan con incredulidad.
—¿Está a la defensiva?
—¡Por supuesto que estoy a la defensiva! —espeto y me
pongo de pie—. ¡Dios! ¿Qué está mal con usted? No puede ir
por la vida invadiendo mi privacidad. ¿Con qué derecho lo
hizo?
—¿Por qué se altera de esta manera? —Se levanta y
comienza a rodear el escritorio—. Si está aquí ahora es por
algo. No pienso que esté fuera de sus cabales ni nada por el
estilo. Solo trato de entender qué demonios hacía una chica
como usted en un maldito hospital psiquiátrico.
El pánico se arraiga en mi sistema, pero me aferro a toda la
rabia que ha invadido mi cuerpo para mantener todas mis
piezas juntas.
—Exige que respete su vida personal, pero usted va y se
inmiscuye en la mía. —Una risa cruel me brota de la garganta
—. No voy a decirle absolutamente nada sobre los motivos por
los cuales pisé ese sanatorio mental. No es de su incumbencia.
Me giro sobre mis talones y me precipito hacia la puerta.
Necesito salir de aquí. Necesito un poco de aire. Necesito
escapar de la oleada de recuerdos que amenaza con
desgarrarme a pedazos.
«¿Es que acaso siempre tienes que salir huyendo de este
hombre?», me reprimo, y me las arreglo para seguir
avanzando.
Mi mano se cierra en el pomo de la puerta, y la abro. De
pronto, un par de manos se estrellan en la madera a mis
costados y la puerta de la oficina se cierra con brusquedad. Un
chillido asustado brota de mi garganta, mis ojos se aprietan
con fuerza y mi respiración se acelera.
Aliento caliente golpea mi oreja y un escalofrío recorre mi
espina dorsal. El aroma a perfume y loción para afeitar invade
mis fosas nasales en ese momento.
Manos grandes y fuertes se aprietan contra la puerta y todo
mi cuerpo se estremece ante la oleada de calor que se apodera
de mi cuerpo con la cercanía de Gael Avallone.
—No vas a salir de aquí hasta que me lo digas, Tamara —
susurra. Su voz ronca, pastosa y profunda llena mis oídos y
mis entrañas se estrujan con violencia. No puedo pasar por alto
que ha dejado de hablarme de «usted».
—No tiene derecho de hacerme esto. —Quiero golpearme
por sonar así de insegura. Quiero golpearme por sonar así de
vulnerable.
—Solo quiero saber por qué. —La frustración tiñe su tono
—. No saberlo me está volviendo loco.
Lágrimas reales queman en la parte posterior de mi
garganta y no puedo hacer nada para deshacer el nudo en la
boca de mi estómago.
«Estoy jodida. Completamente, jodida».
Giro sobre mi eje, de modo que quedo justo frente a él.
Su cuerpo se encuentra inclinado hacia adelante, sus
manos me aprisionan contra la puerta y me siento intimidada
por la corta distancia que separa nuestros cuerpos.
Es entonces, cuando me doy cuenta de cuán alto es. Me
siento pequeña cuando me acorrala de este modo y, al mismo
tiempo, no puedo dejar de sentirme fascinada por este hecho.
Hacía mucho tiempo que no me sentía así de… indefensa.
—Es un ser detestable —digo, en un susurro.
—Tú también eres un dolor en el culo, Tamara. —Una
media sonrisa tensa se dibuja en sus labios—. Ahora dime:
¿Por qué?
No quiero decírselo. No quiero contarle porque va a haber
más preguntas. Va a intentar saber más, y yo no quiero que lo
haga. Lo único que quiero, es enterrar esa parte de mi vida en
lo más profundo de mi memoria.
—No puede obligarme a decírselo. —Mi voz sale en un
susurro ronco e inestable.
—Prometo que no voy a juzgarte —dice, en un susurro
amable y la calidez de su tono invade mi pecho—. Solo
necesito saber.
Me obligo a mirarlo a los ojos. Su expresión serena luce
cada vez más descompuesta y la fascinación y el miedo
aumentan otro poco.
Una inspiración profunda es inhalada por mis labios, y
hago acopio de toda mi dignidad para no apartar la mirada
mientras, por primera vez desde que salí del sanatorio mental,
digo:
—Traté de suicidarme hace casi dos años, señor Avallone.
Capítulo 5
Ojos ambarinos me miran con intensidad. La expresión en el
rostro del hombre frente a mí es ve-hemente, pero
indescifrable al mismo tiempo y, no me atrevo a apostar, pero
creo que he visto un destello de incredulidad filtrándose en su
rostro.
Gael Avallone me mantiene acorralada entre su cuerpo y la
puerta de su oficina y la distancia que nos separa es tan
pequeña, que puedo sentir el calor que emana su anatomía. El
aroma a perfume caro y cigarrillos inunda mis fosas nasales, y
lo único que puedo hacer en este momento, es sostenerle la
mirada.
Mis rodillas tiemblan, el corazón me late tan fuerte que
temo que sea capaz de escucharlo, mi garganta se siente seca y
rasposa y, ahora mismo, lo único que deseo es poner distancia
entre nosotros. Tanta como sea necesaria. Tanta como sea
posible.
Necesito pensar con claridad y su cercanía me lo impide.
Me aturde. Me paraliza.
Gael inclina el rostro ligeramente con curiosidad, como si
estuviese observando al ser más extraño del planeta; y su ceño
—profundo y duro— se frunce en señal de confusión.
—¿Intentó suicidarse? —Su voz suena áspera y ronca, y el
recelo que hay en ella es tan grande, que me siento un poco
ofendida por la manera en la que pronuncia las palabras—.
Está intentando jugar conmigo, ¿verdad?
El nudo en la boca de mi estómago se aprieta otro poco.
No puedo culparlo por creer que estoy jugando con él. No
es la primera persona que reacciona de esta manera, no
obstante, no puedo evitar sentir que está burlándose de mí.
Que está tomándolo todo como un chiste.
—¿Tengo cara de estar bromeando? —Una sonrisa forzada
y carente de humor se apodera de mis labios y tengo que
morder la punta de mi lengua para evitar agregarle la palabra
«imbécil» a mi oración.
La expresión asombrada y horrorizada que se dibuja en su
rostro hace que me sienta enferma. Quiero cavar un agujero en
la tierra y meterme ahí hasta que todo esto pase. Quiero volver
el tiempo al momento en el que accedí a escribir la biografía
de este hombre y rechazarlo todo.
La humillación que siento es insoportable. Lo único que
me mantiene mirándole a los ojos, es el maldito orgullo de
mierda que nunca me ha permitido bajar la guardia con nadie.
Que nunca me ha permitido huir de situaciones como estas.
—¿Por qué?
La pregunta me saca de balance. Es la primera vez que
alguien lo hace y eso me descoloca de sobremanera.
La gente asume que haces ese tipo de cosas por los
motivos más erróneos existentes. Te etiquetan como
«demente» o «inestable» solo porque no pueden comprender
qué fue lo que te orilló a hacer algo así. Nadie es capaz de
comprender si no se encuentra en la misma situación que tú. Si
no siente de la misma forma que tú.
Nos han dicho una y mil veces que todos los seres
humanos somos diferentes, pero que tenemos los mismos
derechos. Que todos valemos lo mismo y que, al mismo
tiempo, somos únicos e irrepetibles… A pesar de eso, el
mundo se empeña en despreciar a aquellos que no piensan o
reaccionan de la misma forma que lo harían la mayoría de las
personas. Se empeña en odiar lo que no comprende y tacharlo
de equívoco solo por ser diferente.
Y así, el ser humano se ha hundido en esta espiral de doble
moral de la que es incapaz de salir, porque todo lo critica.
Todo lo cuestiona.
Si no crees en el mismo Dios que el resto, tus creencias
son están equivocadas. Si no crees en ninguna clase de Dios,
vas a ir al infierno. Si tu orientación sexual es distinta a la de
los prestablecidos por los estándares sociales, eres criticado y
satanizado. Si tu manera de ver la vida es diferente a la de la
persona que está junto a ti, toda tu vida está basada en una
filosofía equivocada.
La gente no entiende que todos somos diferentes y que los
motivos que pueden llevar a una persona a intentar quitarse la
vida pueden no ser suficientes para otras. La gente no entiende
que el peso de la cruz que cargamos sobre la espalda es
distinto para todos y que, a unos, a veces, esa cruz nos pesa
tanto que lo único que deseamos es rendirnos.
—¿Cree que tiene derecho de venir aquí a acorralarme e
interrogarme? —Las palabras salen de mi boca en un siseo
enojado—. ¿Quién demonios cree que es? —escupo—.
Agradezca que no he estrellado mi rodilla en su entrepierna.
Es lo menos que se merece por entrometido.
—Tamara, solo quiero entender por qué coño…
—No hay absolutamente nada que entender —lo
interrumpo—. Deje de actuar como un psicópata y deje que
me marche.
—Puedes confiar en mí, Tamara. No voy a juzgarte. —La
suavidad en el tono de su voz hace que mi corazón se estruje.
«No voy a ablandarme. No con alguien como él».
—No somos amigos —cito sus palabras—. No tengo
necesidad alguna de hablar de mi vida personal con usted,
porque no somos amigos. Tampoco quiero que lo seamos.
—Tamara…
—Déjeme ir. —Trato de sonar exigente, pero sueno más
bien suplicante.
Su mandíbula se aprieta con fuerza y un músculo sobresale
en su quijada. Con todo y eso, termina apartándose de mi
camino. El alivio que invade mi cuerpo con la distancia que
impone entre nosotros es abrumador.
Odio sentirme vulnerable y Gael Avallone saca a la niña
insegura que he luchado por enterrar desde hace mucho
tiempo. No puedo permitir que se dé cuenta de cuánto me
afecta tenerlo cerca. No puedo permitir que mis muros se
derrumben. No cuando he tardado tanto tiempo
construyéndolos a mí alrededor. No cuando he trabajado tanto
por ser quien soy ahora.
Me giro sobre mis talones y abro la puerta.
Estoy desesperada por salir de aquí, así que apresuro el
paso hasta llegar a la recepción de la enorme oficina, justo
donde Camila, su secretaria, se encuentra.
La mirada cautelosa y alarmada que dedica hacia un punto
detrás de mi cabeza me hace saber que el magnate ha venido
detrás de mí. Eso solo hace que quiera salir corriendo de este
lugar.
—¡Tamara! —El sonido de su voz a mis espaldas me pone
la carne de gallina. Mis ojos se cierran y aunque no quiero
hacerlo, me obligo a tomar una inspiración profunda para
encarar al hombre detrás de mí.
—¿Qué? —escupo, y sueno más dura de lo que pretendo.
—Nos vemos el jueves —dice, pero suena más como una
pregunta que como una afirmación.
Quiero decirle que no, que no va a volver a saber de mí;
que cruzó una línea que ni siquiera debió atreverse a buscar y
que es algo que no voy a pasar por alto… pero no lo hago. No
hago más que mirarlo durante lo que parece ser una eternidad.
—Nos vemos el jueves —digo, al cabo de unos tortuosos
instantes y, sin darle oportunidad de decir nada más, le dedico
un asentimiento de cabeza.
Acto seguido, le regalo una sonrisa forzada a su secretaria
y me precipito fuera del lugar.
No me siento a salvo hasta que salgo del enorme edificio,
pero la revolución en mi cabeza apenas empieza.
Los recuerdos amenazan con volver a la superficie y, en
ese momento, mi mente comienza a buscar a toda velocidad
algo en qué concentrarse. No lo consigue. No logra mantener
las imágenes aterradoras y tortuosas que se proyectan como
flashes en mi subconsciente.
Trato de reemplazarlos con otra clase de memorias y, poco
a poco, empiezo a seleccionar todo eso que alguna vez me
hizo inmensamente feliz: los abrazos de mi madre, los
consejos de mi padre, las charlas nocturnas con Natalia, las
salidas clandestinas con Fernanda… Poco a poco, me encargo
de llenarme el pensamiento de puros recuerdos amables y
dulces y, en el proceso, respiro profundo una y otra vez para
aminorar el golpeteo del latir desbocado de mi corazón.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que sea consciente de
mí misma una vez más. Antes de que vuelva a sentirme
cómoda en mi propia piel, pero, cuando lo hago, comienza otra
clase de tortura. Esa que es más fácil de sobrellevar, pero que
igual es molesta. Esa que implica llenarme la cabeza de las
palabras que Gael Avallone pronunció hace unos momentos
dentro de su oficina, y que no hace otra cosa más que llenarme
de vergüenza, arrepentimiento y enojo.
Si bien me he empeñado en suprimir los recuerdos
extraños, no puedo dejar de pensar en el hecho de que Gael se
ha enterado de algo que me hubiese gustado mantener en
secreto. De algo que me hace sentir incómoda conmigo misma
en muchos niveles.
«Por eso se comportó como lo hizo».
De pronto, me siento invadida. Como si hubiesen
irrumpido en mi apartamento solo para hurgar entre mis
pertenencias. Como si hubiesen abierto sin permiso aquella
puerta en mi cerebro donde guardo todo eso que deseo enterrar
en lo más profundo de mi memoria y, no conforme con ello,
como si la hubiesen vaciado en el suelo para ver el contenido.
Todo comienza a tomar otro sentido en el momento en el
que la realización cae sobre mis hombros. Ahora está más que
claro que las miradas extrañas, el ensimismamiento y la
atención excesiva eran debido a eso. Eran gracias a lo que traté
de hacer hace casi dos años.
Mi mandíbula se aprieta con fuerza, y me obligo a avanzar
por la calle atestada de gente. No sé cómo sentirme respecto a
Gael Avallone. Quiero estar molesta e indignada, pero en
realidad estoy preocupada y angustiada.
Me aterra lo que pueda llegar a pensar de mí ahora que lo
sabe. Me aterra que saque conclusiones precipitadas y tenga
un concepto equivocado de mi persona.
«¿Por qué mierda te importa lo que ese tipo piense?», me
reprimo y sacudo la cabeza en una negativa furiosa.
—Eres una idiota, Tamara —digo, para mí misma y aprieto
el paso.
Una inspiración profunda y temblorosa es inhalada por mi
nariz y trato de tranquilizarme mientras me pregunto qué es lo
que voy a hacer. No puedo seguir con esto. No puedo seguir
reuniéndome con él después de lo que ha pasado.
Sé que no va a pasar por alto lo que ocurrió. Que va a
querer saber más y que yo no estoy dispuesta a darle lo que
quiere.
No voy a permitir que se entrometa en mi vida. No puedo
permitir que traiga a flote todos esos recuerdos. Ese hombre no
va a regresarme al pozo del que apenas he logrado salir. Tengo
que cortar de tajo con esto. Así tenga que renunciar al libro.
Así tenga que arruinar mi carrera.
Tengo que decirle al señor Bautista que no voy a seguir
con este proyecto.

—¿Entonces escribirás un libro? —pregunta mi mamá, por


centésima vez en lo que va de la tarde y tengo que reprimir las
ganas que tengo de ponerme a gritar de la frustración.
—Básicamente. —Me las arreglo para decir—. No es lo
que deseo escribir, pero podría ser algo muy bueno para mi
carrera.
—¿Quiere decir que empezarás a recibir dinero por lo que
escribes? —Fabián, el esposo de mi hermana, me mira con
escepticismo desde el otro lado de la mesa. Una de sus rubias
cejas está alzada con arrogancia y una sonrisa burlona se ha
dibujado en sus labios.
Muerdo la punta de mi lengua para evitar hacer un
comentario despectivo. Muerdo la punta de mi lengua para no
seguir mintiendo como lo hice hace un rato, cuando cometí la
estupidez de alardear acerca de la escritura de una biografía a
la que voy a renunciar.
No tuve el valor de decirle a mi mamá que no tengo
intención alguna de continuar con ese circo. No después de
que el imbécil de Fabián dijo que podía ofrecerme un empleo
«real» en uno de los restaurantes de su padre cuando
descubriera que las letras no van a dejarme nada de provecho.
—Quiere decir que, si el libro se vende, recibiré un
porcentaje del dinero de las ventas —digo, después de beber
un sorbo de jugo de uva.
«¿Por qué sigues mintiendo, estúpida?», digo para mis
adentros, pero me las arreglo para lucir despreocupada cuando
meto otro bocado de carne a mi boca.
Fabián suelta un bufido.
—¡Eso es maravilloso, Tami! —Mi hermana, Natalia,
interviene con una sonrisa radiante en el rostro. Ella parece ser
la única que no se da cuenta de lo tensa que está la situación, y
eso me hace querer golpearla y abrazarla al mismo tiempo.
Una media sonrisa avergonzada se apodera de mis labios a
regañadientes y agradezco la calidez de su gesto, aunque que
sé que muy pronto tendré que decirles que la biografía no va a
ocurrir. Al menos, no conmigo como la escritora.
—¡Eso es ridículo! —Fabián habla, de pronto—. ¿Quiere
decir que si el libro no se vende no vas a recibir ni un centavo?
¡Qué desperdicio de tiempo! Te matarás escribiendo sin saber
si realmente vas a recibir dinero. Elegiste una carrera horrible,
Tamara. Vas a morir de hambre.
Mi mandíbula se aprieta con fuerza y reprimo las ganas
que tengo de gritarle que al menos yo no viviré a costa del
dinero de mi papá. Me limito a concentrarme en masticar la
comida que tengo en la boca y en no decir nada que pueda
arruinar la comida para las personas que sí me importan de
esta casa.
Fabián y mi hermana se conocieron hace unos años,
cuando ambos estaban en la preparatoria. La familia del
susodicho es dueña de un restaurante de comida china —lo
cual es bastante irónico, tomando en cuenta que ninguno de
ellos tiene descendencia oriental— muy famoso aquí en la
ciudad. El tipo se pasa el día entero alardeando acerca de
cuánto dinero hace en el negocio familiar y cómo de feliz está
por el éxito financiero que posee ahora que está al mando de
todo.
En mi opinión, es un pobre bastardo que tuvo la fortuna de
nacer en una familia holgada económicamente hablando.
Si soy sincera, no sé qué vio Natalia en él. El tipo es un
completo imbécil. Me atrevo a decir que Gael Avallone, con
todo y su arrogancia, es más agradable que el idiota con el que
nos emparentó.
—Es una suerte que tu padre tenga una buena pensión —el
idiota insiste, al cabo de unos largos instantes de silencio—.
Podrá ayudarte si tus libros no se venden.
El coraje se apodera de mi cuerpo en un abrir y cerrar de
ojos; pero, me las arreglo para no hacérselo notar mientras
alzo la vista para encararlo y dedicarle mi mirada más altiva.
—Dame un poco de crédito, Fabián. —Le regalo una
sonrisa hostil y añado, con aire arrogante—: Mis libros van a
venderse. Soy buena en lo que hago.
—Buena o no, la gente hoy en día no lee —afirma—. Yo
apenas si he leído tres libros en toda mi vida.
—Eso explica por qué eres tan idiota. —Las palabras salen
de mi boca sin que pueda detenerlas.
Se hace el silencio.
—¿Qué dijiste? —sisea él, al cabo de unos segundos.
—Leer no es aburrido, ni tedioso. Quien no gusta de una
buena lectura es porque no ha encontrado el libro adecuado
para perderse entre sus líneas. Deberías intentarlo. Quizás
puedas cultivarte un poco. Con suerte, podrías dejar de ser una
mierda ignorante.
«¿Por qué demonios no puedo quedarme callada?».
—¡Tamara! —Mi mamá me reprime.
Papá se lleva el vaso de jugo a los labios para esconder la
sonrisa que lo asalta. Natalia, por su parte, luce más
asombrada que nunca. Su rostro se ha enrojecido varios tonos
y, de pronto, luce como si quisiera echarse a reír. Quizás lo que
quiere es echarse a llorar. A estas alturas, no sabría decir cuál
de las dos opciones es la adecuada.
Mi cuñado se levanta de la mesa y estrella los cubiertos
sobre su plato. Su rostro pálido se ha enrojecido debido a la ira
y la indignación que lo invaden. Yo, sin embargo, me
encuentro a la mitad del camino entre la satisfacción y la
vergüenza.
Odio poner en situaciones así a mi familia. Odio hacer
sentir mal a mi hermana. Pero lo que más odio de toda esta
situación, es no sentir remordimiento alguno por lo que acabo
de decir.
—¡Esto es increíble! —exclama Fabián—. ¿Es que acaso
no puedes darme un jodido descanso? ¡Lo único que quiero es
tener una comida decente con mis suegros! ¿Es que no puedes
dejar de tratar de humillarme a cada oportunidad? —escupe—.
¡Nadie se mete contigo por lo que pasó y por la estupidez que
cometiste, pero estás colmándome la paciencia! ¡No eres más
que una chiquilla idiota y mimada, y no voy a tolerar más tu
actitud!
Una risa carente de humor brota de mi garganta.
—Yo tampoco tengo por qué soportar que me hables así —
digo. Trato de sonar tranquila y serena, pero no lo consigo—.
Eres el esposo de mi hermana, pero no has hecho nada para
ganarte mi respeto. Si tú no tienes ni siquiera un poco de
consideración hacia mi persona, no esperes que yo la tenga
contigo.
—Tamara, basta —Natalia interviene, con tacto, pero lo
único que consigue es hacerme enojar un poco más.
—¡Mi hermano era demasiado bueno para ti! —escupe un
colérico Fabián—. ¡No mereces lo que hizo por ti!
La ira invade mi torrente sanguíneo a una velocidad
alarmante y una punzada de dolor me atraviesa el pecho con
sus palabras.
—No metas a Isaac en esto —siseo, con la voz temblorosa
por las emociones—. No sabes que fue lo que pasó. Tú no
estuviste ahí.
—¡Te protegió hasta el último minuto! —El esposo de mi
hermana estalla—. ¡Puso tu vida antes que la de él y tú trataste
de suicidarte! ¡¿Así es como lo agradeces?!
Sus palabras calan tanto en mi interior, que apenas puedo
respirar. Las lágrimas arden en mis ojos con tanta fuerza que
tengo que parpadear muchas veces para alejarlas; el dolor
dentro de mi pecho es tan intenso, que apenas puedo
soportarlo. Estoy a punto de quebrarme. Estoy a punto de
perder la compostura por completo y, esta vez, no voy a ser
capaz de evitarlo.
«No llores, no llores, no llores, no llores…».
—Vete a la mierda… —digo, en un susurro entrecortado.
—Isaac merecía algo mejor que tú. —La amargura en la
voz de Fabián hace que un escalofrío me recorra entera.
No puedo soportarlo más. No puedo estar aquí ni un
minuto más; así que, sin siquiera pensarlo, me pongo de pie lo
más rápido que puedo y me precipito hacia la salida de la casa.
Necesito salir de aquí. Necesito poner distancia entre ese
idiota de mierda y yo.
—¡Tamara! —la voz de mi papá suena a mis espaldas,
pero no me detengo. Ni siquiera lo miro—, ¡Tam, cariño,
espera!
Me entretengo unos instantes, mientras recojo mis cosas a
toda velocidad y, en el proceso, mi papá no deja de hablar. No
deja de decirme que no me marche así de alterada. No deja de
pedirme que hablemos.
Ni siquiera lo miro. No hago otra cosa más que
encaminarme hasta la entrada principal a toda marcha.
—Tamara, cariño, sabes que…
—Nos vemos después, papá —digo, sin siquiera girarme
para encararlo y, sin darle tiempo de responder, me echo a
andar en dirección a la calle.
Capítulo 6
Los músculos de mis piernas arden, las plantas de mis pies
duelen y mi garganta se siente seca. Es-toy agotada. Mi cuerpo
entero pide descanso, pero no me detengo. No dejo de
caminar. No dejo de moverme.
Al salir de casa de mis papás, lo primero que hice fue
tomar un autobús. No estaba muy segura de a dónde quería ir,
pero todo parece indicar que mi subconsciente me ha
traicionado, ya que me encuentro caminando rumbo a ese
lugar que tanto detesto, pero que tanta paz trae a mi sistema.
Los enormes arcos de la entrada del cementerio se alzan
por encima de mi cabeza y todo mi valor se va al caño en ese
momento. De pronto, quiero regresar sobre mis pasos y huir.
Quiero ir a casa y meterme en cama para dormir hasta no ser
capaz de recordar el día de hoy.
Con todo y eso, me obligo a seguir. Me obligo a continuar,
porque lo único que he hecho últimamente es huir de todo el
mundo. No puedo seguir haciéndolo más. No puedo seguir
haciendo como que nada pasa. Como que nada pasó.
Avanzo por el camino principal y me abrazo a mí misma
cuando una ráfaga de aire helado me golpea de frente. Las
lápidas a mí alrededor me ponen la carne de gallina, pero me
obligo a caminar sin poner mucha atención a los nombres que
hay en las inscripciones de estas.
Siempre que estoy en este lugar y los leo, comienzo a
ponerle un rostro a todas y cada una de ellas. Después, de
manera inconsciente, empiezo a imaginar qué clase de muerte
tuvieron esas personas en mi cabeza. Es enfermo, triste y
deprimente, y odio hacerlo; así que, para evitarme un mal rato,
ya no las miro más. Ya no leo lo que dicen las inscripciones
talladas y las paso de largo para dejar de torturarme a mí
misma con historias que ni siquiera son reales.
El sonido de mis pasos sobre el camino de grava es
relajante. Me desconectan un poco del mundo exterior y no me
dejan hacer otra cosa más que escuchar el golpeteo rítmico que
hacen mis pies, mientras mi vista se clava en la capilla que se
encuentra casi al fondo de la primera sección.
No me detengo. Por el contrario, mi ritmo aumenta cuando
la cuesta cambia hasta ser una caminata descendiente y
ralentiza de nuevo cuando giro en una familiar glorieta.
El nerviosismo y la pesadez aumentan conforme avanzo, y
se siente como si, poco a poco, el peso del mundo cayera sobre
mis hombros.
Mi mandíbula se aprieta con fuerza cuando me percato de
lo cerca que me encuentro de mi destino y me obligo a respirar
profundo para mantener el latir de mi corazón a un ritmo
acompasado. Mis manos se aprietan en puños, pero trato de
contener la ansiedad y el nerviosismo lo mejor que puedo.
Mis pasos vacilan cuando me encuentro a pocos metros de
distancia, pero no es hasta que avanzo un poco más, que me
detengo en seco.
Siempre hago esto. Siempre me detengo justo en este
punto del camino.
«¿Por qué diablos lo hago?».
Un nudo se instala en mi garganta con una lentitud que se
me antoja tortuosa y, aunque lucho contra él con todas mis
fuerzas, no puedo deshacerlo. Ni siquiera puedo aminorarlo.
Parpadeo un par de veces solo para comprobar que no hay
lágrimas en mi mirada y, de pronto, lo único que puedo hacer
es pensar en él. En su sonrisa, sus manos grandes sobre las
mías, sus brazos alrededor de mi cintura, el sabor de sus
besos…
Cierro los ojos.
Una extraña opresión se apodera de mi pecho y una oleada
de tristeza me forma un nudo en el estómago. Luego, abro los
ojos una vez más y clavo la vista en la piedra que representa
todo aquello que perdí y que nunca podré recuperar. En todo
eso que alguna vez di por sentado que me duraría el resto de la
vida y que ahora ha sido reducido a un montón de… nada.
Un suspiro tembloroso escapa de mis labios al tiempo que,
uno a uno, los recuerdos se arremolinan en mi cabeza y
comienzan a paralizarme. Poco a poco, mi cuerpo empieza a
ser doblegado por la marea de imágenes que no dejan de dar
vueltas una y otra vez en mi cabeza, y me siento cada vez más
lejos del presente. Cada vez más víctima del destino y de todo
lo que pasó.
«Basta —me digo a mí misma—. Es suficiente, Tamara.
Basta ya».
Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con
lentitud.
Repito el proceso una vez y luego otra hasta que, lenta y
tortuosamente, la máscara de serenidad vuelve a posicionarse
sobre mi rostro.
El nudo en mi garganta desaparece a medida que los
recuerdos van siendo guardados uno a uno en una pequeña
caja sellada en mi memoria. El temblor de mis manos también
lo hace al cabo de unos instantes y, con él, se va el nudo que
tengo en el estómago.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda tomar el
control de mí misma, pero, cuando lo hago, me siento mucho
mejor. Me siento más como yo y menos como esa chiquilla
dependiente que alguna vez permití que existiera.
Mis ojos siguen fijos en el mismo punto, pero la lápida que
hace unos instantes amenazaba con desmoronarme, ahora solo
es una piedra anclada al suelo. Un espacio dedicado a alguien
que ya no está aquí.
Ahí no está Isaac.
Él se fue de aquí hace mucho tiempo. Lo único que hay en
ese lugar, a varios metros bajo tierra, es el cascarón de alguien
que alguna vez existió. Alguien cuya esencia dejó el mundo en
el instante en el que falleció.
Mi teléfono suena en el bolsillo trasero de mis vaqueros y
me saca de golpe de mis cavilaciones.
Me toma unos instantes decidir si vale la pena mirar el
aparato, pero, al final, luego de pensarlo un poco más, lo saco
del bolsillo trasero de mis vaqueros y le echo un vistazo la
pantalla. Es mi papá quien llama así que no respondo.
Me limito a desviar la llamada al buzón, antes de girar
sobre mis talones y echarme a andar hacia la salida del lugar.
Mientras camino, me digo a mí misma que, la próxima vez
que venga a este lugar, voy a llegar más lejos. Que, la próxima
vez, será aquella en la que tendré las bolas suficientes para
plantarme delante de esa tumba y pedir disculpas.
Sé, de antemano, que estoy mintiendo, pero la sola idea de
creer en mis propias palabras me reconforta. Me da la fuerza
suficiente para alejarme de aquí sin sentir que soy la persona
más mierda del planeta. Para no sentirme como una completa
malagradecida con Isaac y con todos aquellos a los que herí en
el pasado.

—El señor Bautista está esperándote en su oficina. —La


voz de Isabel, una de mis compañeras de trabajo, hace que
toda la sangre se me agolpe en los pies.
—Esas cosas no se dicen de esta manera, Isabel —la
reprimo, en lo que pretendo que sea una broma para quitarle la
tensión al ambiente, pero no lo consigo—. Ni siquiera me has
dejado encender la computadora.
La chica de cabello corto y rizado que tengo delante de mí
se encoge de hombros en señal de disculpa.
—Dijo que era urgente y que te dijera que pasaras a verlo
en cuanto llegaras.
Mis párpados se cierran y echo la cabeza hacia atrás
mientras trato de calmar el latir desbocado de mi corazón. Sé
por qué está llamándome. Que todo esto es gracias a Gael
Avallone y al hecho de que tengo más de dos semanas que no
visito su oficina. Tampoco he respondido ni una sola llamada
del teléfono de su recepción. Mucho menos he tenido la
decencia de responder los insistentes mensajes de voz que deja
su secretaria en mi buzón.
No he tenido el valor suficiente para plantarme frente a ese
loco controlador para decirle que no voy a escribir más su
biografía y ese, estoy segura, es el motivo por el cual mi jefe
quiere verme en su oficina.
Aprieto la mandíbula y, luego de maldecirme internamente
una y otra vez, me dejo caer sobre la silla giratoria que se
encuentra frente a mi diminuto escritorio.
Entonces, coloco el vaso térmico de mi café sobre la
madera y una exhalación temblorosa me abandona.
—¿Lucía molesto? —pregunto, pero no estoy segura de
querer escuchar la respuesta.
—No parecía muy feliz. —El gesto preocupado que se
dibuja en sus facciones solo consigue ponerme un poco más
nerviosa.
—Se acabó —digo, en el instante en el que noto su mueca
ansiosa—. Estoy frita. —Sacudo la cabeza en una negativa
frustrada—. ¿Irás a verme cuando trabaje como cajera en una
tienda de autoservicio? ¿Me llevarás café y me presumirás que
has conseguido un agente para que muera de la envidia? —
digo, al tiempo que me deshago de la mochila que cuelga de
uno de mis hombros.
—Deja el dramatismo. No creo que sea nada grave. El
señor Bautista siempre ha sido increíble contigo. —Mi
compañera me alienta—. Además, ¿qué podrías haber hecho
para molestarlo al grado de querer despedirte?, seguro solo
trata de presionarte con eso de la biografía que vas a escribir.
Una carcajada medio histérica se me escapa y niego con la
cabeza solo porque sé que estoy acabada. Me pongo de pie y
tomo una inspiración profunda, en un intento desesperado por
calmar la ansiedad que ha comenzado a correrme por las
venas.
—Fue un placer haber trabajado contigo —digo, porque de
verdad creo que van a echarme—. Despídeme de Laura y dile
que espero que su bebé nazca sano y salvo.
Isabel rueda los ojos al cielo, pero su expresión no ha
dejado de ser un tanto preocupada.
—Anda. Ve. Verás que no es nada importante —dice y le
regalo un asentimiento vacilante, antes de echarme a andar en
dirección a la oficina de Román Bautista.
No puedo dejar de sentir como si estuviese a punto de
ahogarme. Tampoco puedo dejar de pensar en cuán fatal
estuve en el examen que tuve esta mañana y en la enorme
montaña de tarea que tengo que terminar para esta semana.
Los finales están acabando conmigo. No puedo concentrarme
en nada, mi cabeza está tan atiborrada de cosas en este
momento, que solo puedo pensar en ensayos, redacciones,
exámenes y proyectos.
Gael Avallone no pudo haber elegido un peor momento
para hacer que me despidan. ¿Es que acaso no podía esperar
un poco? ¿Tenía que acusarme con el señor Bautista de
haberle dejado botado en estas fechas? ¡Ese hombre es un
desconsiderado!
Estar preocupada por el trabajo es lo último que necesito.
Se supone que este lugar es mi maldito lugar feliz. No puedo
creer que ahora esté al borde de un colapso nervioso solo
porque un tipo con aires de grandeza decidió que podía
investigarme para luego hacerse la víctima delante de jefe.
«Ese hijo de puta…», digo, para mis adentros y una
punzada de enojo comienza a invadirme.
Así, pues, mientras avanzo por el corredor, comienzo a
elaborar un discurso para defenderme de cualquier cosa que el
magnate pudiese haberle dicho al señor Bautista. Repito una y
otra vez los puntos que creo importantes mencionar, y me
preparo para utilizar el gesto más tranquilo y maduro posible
para enfrentarme a él.
Sé, de antemano, que estoy acabada. Que voy a ir a pelear
una batalla que ya tiene un ganador; sin embargo, no voy a
dejar que se me vea derrotada. Ante todo, voy a mostrarme
completamente fiel a mí misma.
La secretaria de Román Bautista me dedica una sonrisa
amable en el instante en el que me detengo delante de su
escritorio, y un retortijón de puro nerviosismo me estruja los
intestinos.
—El señor Bautista te espera adentro —dice, sin esperar
siquiera a que la salude. El gesto cálido que me dedica me
tranquiliza un poco.
—Gracias, Gloria. —Me las arreglo para sonar fresca y
tranquila mientras hablo y, sin añadir nada más, me encamino
hasta la puerta.
Mi corazón late a toda velocidad, pero trato de que mis
pasos sean lentos y seguros cuando entro en la espaciosa
estancia con aire seguro y suficiente.
Estoy a punto de saludar con un enérgico y animado
«Buenos días», cuando lo veo.
Gael Avallone se encuentra ahí, sentado en uno de los
sillones de cuero de la estancia, con la vista clavada en mí y
expresión severa.
Mis ojos viajan a toda velocidad por la habitación y la
tensión se fuga de mi cuerpo cuando la visión de mi jefe, justo
detrás de su escritorio, me da de lleno.
—Toma asiento, Tamara —dice, en el tono neutral y
tranquilo que siempre utiliza, y así lo hago.
Acorto la distancia que me separa de las sillas que están
acomodadas frente al escritorio, y me siento en una de ellas
con aire seguro y arrogante. Mi barbilla no baja ni un
milímetro en el proceso y mi mirada jamás viaja hacia donde
Gael Avallone se encuentra.
Con todo y eso, tengo la certeza de que está
observándome. Puedo sentir el peso de su mirada puesta en mi
perfil, pero no permito que eso me amedrente. No permito que
eso me haga sentir diminuta o vulnerable.
Se pone de pie.
El hombre que se atrevió a investigarme avanza por la
estancia como si fuese el dueño del lugar y lo inunda todo con
su abrumadora presencia, antes de sentarse en la silla a mi
lado. El aire despreocupado y aburrido con el que se mueve
hace que quiera estrellar mi puño en su rostro.
El señor Bautista se aclara la garganta y no me pasa
desapercibida la mueca incómoda que esboza al notar la
postura de Gael Avallone. No lo culpo ni un poco. El tipo
emana una energía densa y pesada.
Se siente como si su ego se encargase de llenar cada rincón
de la estancia y no hubiese poder humano que pudiera
contenerlo. Como si el tamaño de su arrogancia no cupiera en
la habitación y se desbordase por cada ranura que da al
exterior.
—Iré al grano, Tamara. —El señor Bautista habla, al cabo
de unos instantes. Suena tranquilo, pero su postura es tensa.
No estoy muy segura si es debido a la presencia del magnate
en su oficina, o porque realmente está molesto conmigo—. El
señor Avallone ha venido porque dice que has faltado a cuatro
de sus citas.
—Cinco —Gael corrige y reprimo el impulso que tengo de
dedicarle una mirada cargada de veneno.
—Cinco de sus citas —mi jefe repite a manera de
corrección hacia sus propias palabras. Después, sacude la
cabeza, como si tratase de espabilarse y recordar lo que iba a
decir. Le toma unos segundos recuperar el hilo de sus palabras
—: Dice que, además, no respondes al teléfono cuando trata de
comunicarse contigo.
Silencio.
—¿Es eso cierto? —Mi jefe insiste, cuando nota mi
renuencia a hablar.
—Sí.
Mi voz suena serena y apacible.
Otro silencio lo inunda todo.
—¿Eres consciente de que la Editorial firmó un contrato
con él y que, de no cumplir con lo acordado, podrían
demandarnos?
«Sí —digo, para mis adentros—. Definitivamente, mi jefe
está enojado».
Mi pulso se acelera, pero me las arreglo para lucir
ligeramente perdida. Confundida. Inocente.
—En ese contrato no se habla acerca de los términos y
condiciones de nuestras reuniones, ¿no es así? —Sueno afable,
cordial y un tanto cínica mientras hablo, pero no me importa
en lo absoluto—. No se supone que el señor Avallone pueda
demandarnos por faltar a un par de sesiones. Acordamos
escribir un libro sobre él y eso es todo. Los detalles del
proceso de escritura no están estipulados en ese contrato, así
que no hay violación alguna del mismo.
—Tamara…
—Corríjame si estoy mal, señor Bautista —lo interrumpo
—, pero, incluso, yo podría prescindir del privilegio de
escribir ese libro y nada malo ocurriría; siempre y cuando
usted consiguiese a otra persona dispuesta a escribirlo en el
tiempo acordado, claro está.
—Sí, pero…
—Entonces, está más que claro, ¿no es así? —Esbozo una
sonrisa cargada de suficiencia—. El señor Avallone no va a
demandarnos. Yo aprovecho, por cierto, para declinar
formalmente este proyecto. No estoy interesada en escribir
acerca de lo que un hombre rico tiene qué decir sobre sí
mismo. Creo que lo justo es que se le dé la oportunidad a otra
persona, señor Bautista. A alguien que de verdad quiera poner
todo su empeño en esta biografía.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan denso, que
bien podría materializarse en cualquier momento.
—Tamara, usted se comprometió con este proyecto —
Román Bautista me mira con incredulidad—. ¿Qué le ha
pasado a su sentido de la responsabilidad?
—Se fue por el caño cuando este hombre se atrevió a
meter las narices donde nadie le llamaba. —Señalo al
magnate, sin siquiera mirarlo, y esbozo una sonrisa descarada
mientras hablo—. No estoy interesada en trabajar con una
persona que, no solo invadió mi vida personal; sino que,
además, me llamó joven e inexperta. Con una persona que
amenazó con dejarme sin empleo con una sola llamada y que,
además, se atrevió a decir que lo único que yo quería era hacer
dinero a sus expensas.
Me siento como una completa hija de puta al moldear la
realidad para mi beneficio, pero no me retracto. Ni siquiera me
inmuto cuando termino de hablar.
Ahora sí que puedo sentir los ojos de Gael Avallone
clavados en mí. Ahora sí puedo sentir toda su atención puesta
en mí.
La mueca incrédula de mi jefe es cada vez más grande. La
impresión gravada en sus facciones es tanta, que nos mira de
hito en hito sin pronunciar palabra alguna.
—Entiendo a la perfección si desea que redacte mi carta de
renuncia en este preciso momento, señor Bautista. —Me las
arreglo para mantener firme mi sonrisa mientras hablo, pero
un nudo ha comenzado a formarse en mi garganta—. Lo
último que quiero es tener que ponerlo a elegir entre el
proyecto o yo. Está claro que esto está más allá de su poder,
así que no dude ni un segundo en pedirme que me marche si
así lo requiere.
El hombre del otro lado del escritorio abre la boca para
decir algo, pero la cierra de golpe al no tener palabras
suficientes. Vuelve a intentarlo sin obtener el éxito deseado,
así que se limita a aclararse la garganta. Me da la impresión de
que no sabe qué diablos hacer. No lo culpo. Yo tampoco lo
haría.
—¿Podría dejarnos un momento a solas, por favor, señor
Bautista? —La voz ronca del magnate lo inunda todo y un
escalofrío me recorre el cuerpo.
—Yo… —mi jefe comienza y, luego de eso, balbucea algo
ininteligible y niega con la cabeza.
—Serán solo unos minutos —Gael insiste y aprieto los
puños sobre mi regazo.
Mi jefe me mira con gesto interrogativo casi al instante. Sé
que trata de saber si estoy bien con la posibilidad de quedarme
a solas con el hombre que se encuentra a mi lado.
—No estoy interesada en responder cualquier pregunta que
pueda llegar a tener sobre nuestra última conversación, señor
Avallone.
Por primera vez, me obligo a encararlo.
Los ojos ambarinos del magnate me sostienen la mirada y
mi pulso se acelera otro poco.
—Tampoco estoy interesado en hablar acerca de sus
problemas personales, Tamara. Lo que tengo que hablar con
usted no tiene absolutamente nada que ver con eso.
—Diga lo que diga, he tomado mi decisión.
—Aun así, quiero hablar con usted.
Aprieto la mandíbula.
—De acuerdo —mascullo, al cabo de un largo momento y
me dirijo al señor Bautista antes de asentir, en un gesto que él
toma como su señal de salida.
El silencio se apodera de la estancia cuando mi jefe
abandona el lugar, pero Gael Avallone no hace nada por
romperlo. Ni siquiera se mueve de su sitio para encararme.
Yo tampoco me muevo de donde me encuentro. Lo único
que me atrevo a hacer, es clavar la mirada en un punto en la
pared de enfrente.
—¿Va a renunciar, Tamara? —La voz profunda del
magnate inunda mis oídos, al cabo de unos instantes.
—Sí.
—¿Habla en serio?
Una carcajada corta y amarga se me escapa.
—Por supuesto que sí. —Clavo mis ojos en él.
La decepción tiñe sus facciones.
—No me lo puedo creer —dice. No me pasa desapercibido
el atisbo de molestia que se filtra en su tono—. Creí que era
otra clase de persona, Tamara. Tenía expectativas altas sobre
usted. Pensé que era más valiente.
Sus palabras queman y escuecen mi pecho, y el monstruo
orgulloso que llevo dentro ruge debido a la provocación, pero
me obligo a encogerme de hombros en un gesto apático e
indiferente.
—Lamento decepcionarlo —digo, aunque ha sabido darme
en un lugar doloroso—. No suelo ser lo que la gente espera.
Vaya acostumbrándose.
Gael niega con la cabeza.
—No me cabe en la cabeza que vaya a dejar ir un proyecto
como este solo porque cometí un error.
—No, señor Avallone, usted no cometió un error. —Mi
voz suena más severa que nunca—. Lo que usted hizo no es
otra cosa más que un abuso completo y total del poder que
tiene. Deliberadamente, me investigó, revisó mi historial
médico e indagó en documentos que, se supone, son privados.
Debería estar agradecido conmigo por no haber tomado cartas
en el asunto y no haberlo demandado ni a usted, ni al hospital
donde me interné. ¡Dios! ¡Debería estar agradecido conmigo
por no haber hecho un maldito escándalo para desprestigiarlo!
—¿Qué coño tengo que hacer para que dejes de
comportarte como una niñata y tengas un poco de sensatez,
Tamara? —Noto, de inmediato, el momento en el que deja de
hablarme de «usted» y, con todo y el coraje que me invade, mi
corazón da un vuelco.
—Sensatez le faltó a usted para darse cuenta de que
investigar a alguien está mal —escupo, ignorando la manera
en la que este hombre me descoloca—. Y para su información,
señor, tengo todo el maldito derecho de comportarme como se
me dé mi regalada gana.
Un suspiro lento y tortuoso se escapa de sus labios.
—Por un momento llegué a pensar que eras más madura
que las chicas de tu edad. No eres más que una chiquilla
mimada que no puede tomar un trabajo con la seriedad
necesaria.
Sus palabras me golpean con tanta fuerza, que apenas
puedo mantener mi expresión en blanco.
De pronto, estoy de vuelta en casa de mis padres, sentada
en la mesa frente al esposo de mi hermana. De pronto, lo único
que puedo hacer, es pensar en que Gael Avallone me ha
llamado «chiquilla mimada» justo como Fabián hizo hace unas
semanas.
—¿Qué le hace pensar que me conoce? —suelto, con
brusquedad, al tiempo que me pongo de pie—. ¿Qué le hace
pensar que sabe qué clase de persona soy? ¿Cree que mis
motivos para mandarlo a usted y a su biografía a la mierda son
poca cosa? ¿Qué sentiría si yo, teniendo los medios para
hacerlo y sin su consentimiento, claro está, porque esto no
involucra para nada el hecho de que usted tiene que hablarme
de su vida para escribir su condenada biografía —acoto—, lo
investigara? ¿Qué pasaría si yo, en contra de su voluntad,
averiguase todo aquello que desea mantener enterrado por el
resto de sus días y lo trajera de vuelta a la luz? —Hago una
pequeña pausa—. ¿Cómo lo tomaría? —Niego con la cabeza,
con fiereza y determinación—. ¿Acaso cree que haber
compartido una hamburguesa conmigo o haber caminado un
rato en una calle vacía lo hace conocerme? —Una risotada
amarga e iracunda se me escapa—. Usted no sabe una mierda
acerca de quién soy en realidad. No se equivoque. —La
mirada de Gael está fija en mí, y luce asombrado y horrorizado
en partes iguales—. No venga aquí a decir que soy una
chiquilla mimada que no puede tomarse un trabajo con
seriedad porque no me conoce. Ahora, si me disculpa, me
marcho. Tengo mejores cosas qué hacer que perder el tiempo
con usted.
No espero su respuesta. Sin perder un solo segundo, me
encamino hasta la salida lo más rápido que puedo sin lucir
desesperada o aterrorizada.
—¡Tamara! —La voz de Gael hace que me detenga en
seco justo a unos cuantos pasos de la puerta—. Tamara,
discúlpame. De verdad, jamás imaginé que me toparía con lo
que encontré al investigarte. Lo único que yo quería era… —
se detiene en seco—. Lo único que yo quería era saber quién
diablos eras.
Me giro sobre mis talones para encararlo.
—¿Por qué? —suelto, pero no sé si quiero escuchar su
respuesta.
La vacilación se apodera de sus facciones.
—Porque jamás había conocido a una chica con tantos
cojones como tú, ¿vale? —dice, tras un breve silencio, y la
sinceridad que hay en el tono de su voz me saca de balance—.
Lo único que esperaba encontrar, era un historial de
detenciones por faltas a la moral o malas notas en el colegio
debido a alguna especie de mal comportamiento. Jamás creí
que iba a toparme con que estuviste en un sanatorio mental. Lo
siento mucho. Siento haber invadido tu vida privada de esta
manera. No era mi intención.
Desvío la mirada.
Muy a mi pesar, sus palabras me ablandan un poco. El
tono preocupado de su voz hace mella en mí y el enojo
disminuye debido a eso, pero no bajo la guardia.
—Sus disculpas no van a hacer que vuelva a acceder a
escribir su biografía —digo, al cabo de unos segundos, y me
cruzo de brazos—. Las acepto, pero ya no estoy dispuesta a
seguir trabajando en su biografía, señor Avallone.
— ¿Por qué no?
Mis ojos se posan en él una vez más.
—Porque no quiero que usted me vea del mismo modo en
el que lo hace todo el que conoce esa parte de mi vida —me
sincero por primera vez en mucho tiempo—. No necesito esa
expresión lastimera que tiene pintada en la cara ahora mismo y
tampoco necesito un discurso motivacional acerca de lo bella
que es la vida. Créame cuando le digo que estoy ahorrándonos
un mal rato a los dos.
—Tamara, a mí me importa una mierda si intentaste
matarte o no —Gael suelta, con una tranquilidad que me saque
de balance—. Sí, me descolocó averiguarlo. Sí, estoy bastante
intrigado por ello. Sí, muero por saber qué fue lo que llevó a
alguien como tú a intentar hacer algo como eso… pero no me
interesa darte un maldito discurso. Tampoco estoy interesado
en tenerte lástima. La lástima que te tienes a ti misma te basta
y te sobra.
—¿Qué? —La indignación y el coraje queman en mi
torrente sanguíneo.
—Lo que has oído, Tamara. —Me mira directo a los ojos
—. Quizás nadie te lo ha dicho en la cara, pero la única que
siente lástima por ti, eres tú. Lo que tú interpretas en los demás
es solo un reflejo de la autocompasión que te tienes.
—¿Quién demonios cree que es para venir a decirme estas
cosas? —escupo—. No necesito que venga aquí a
psicoanalizarme.
—¿Te molesta que te diga la verdad?, pues acostúmbrate,
que es la única forma en la que sé expresarme, Tamara.
Otra risotada amarga se me escapa.
—Me molesta que espere que me eche a llorar en cualquier
momento. Me molesta que pretenda que caiga en su juego y
acepte escribir su dichoso libro. No va a suceder, Gael. —Es la
primera vez que le llamo por su nombre de pila en voz alta y,
no me atrevo a aposarlo, pero casi puedo jurar que ha habido
un cambio en su mirada. Luce salvaje. Descontrolado. Fuera
del papel pretencioso que siempre interpreta—. Nada de lo que
diga va a cambiar mi postura. Ya se lo dije. Deje de perder el
tiempo y vaya a hacer eso que hace la gente que es importante
como usted.
La postura de ensayada tranquilidad que mantiene el
hombre frente a mí vacila en ese momento y el silencio lo
inunda todo.
—¿Esta es su última palabra? —La rendición se filtra en
su voz cuando vuelve a hablar.
Asiento.
—Lo es.
Un suspiro pesaroso se escapa de los labios del magnate.
—De acuerdo. Lamento mucho los inconvenientes que le
he causado —dice. De nuevo, es todo negocios y formalidad
—. Le pido una disculpa nuevamente. Nunca fue mi intención
que las cosas entre nosotros terminaran de esta forma. Sigo
pensando que es una chica bastante agradable. Habría sido
muy entretenido trabajar con usted. Es una lástima que no
pueda ser.
—Lo mismo digo —pronuncio, pero no lo digo en serio.
Solo trato de ser cortés.
—Ha sido un placer conocerla, Tamara Herrán.
—El placer ha sido mío, Gael Avallone.
Capítulo 7
Estoy furiosa. Todo mi cuerpo tiembla gracias a la ira que se
cuece en mi interior a toda velocidad. Mis puños están
cerrados con fuerza, mi mandíbula está tan apretada, que mis
dientes duelen; mi pulso late con violencia detrás de mis orejas
y punza en mis sienes, haciéndome imposible concentrarme en
otra cosa que no sea la ira que hierve en mi interior.
Una retahíla de pensamientos oscuros se entreteje en mi
cabeza mientras camino a toda velocidad a través del corredor
principal del edificio de Grupo Avallone.
No dejo de avanzar cuando el tipo de la recepción me
llama en voz de mando y me pide que me detenga. Tampoco lo
hago cuando un par de mujeres enfundadas en faldas de tubo y
sacos de vestir tratan de interponerse en mi camino. Todo el
mundo está mirándome para ese momento, pero a mí no podría
importarme menos. Estoy tan furiosa, que todo me da igual
ahora mismo.
Un oficial de seguridad ha tratado de detenerme, pero me
he deshecho de su agarre de un tirón brusco antes de seguir
andando a paso decidido hacia los ascensores del lugar. Una
vez dentro del cubículo diminuto, comienzo a ordenar mis
ideas.
Inhalo profundo y exhalo al cabo de unos segundos
conteniendo la respiración, en un débil intento por calmarme.
Trato, con desesperación, de controlar la ira irrefrenable que
amenaza con hacerme estallar y me concentro en el número de
pisos que recorre la caja de carga en la que me encuentro.
Una vez en el piso indicado, bajo y giro a la derecha para
toparme de frente con el escritorio de la secretaria de Gael
Avallone.
La mujer detrás de la mesa se pone de pie en el instante en
el que aparezco en la estancia y luce tan sorprendida como
aturdida.
—Señorita Herrán, qué sorpresa tenerla… —comienza,
pero ni siquiera me molesto en detenerme a escuchar lo que
tiene qué decir. Me dirijo hacia las enormes puertas dobles que
dan a la oficina del imbécil que se empeña en hacerme la vida
imposible.
—¡Señorita Herrán, espere! ¡El señor Avallone…! —La
secretaria habla a mis espaldas, pero yo ya tengo las manos
puestas en la madera fina de la entrada. Entonces, de un
empujón, me introduzco en la espaciosa oficina. Hay dos
hombres en la estancia. Uno de ellos, es un tipo que bien
podría ser mi abuelo. El otro de ellos, es el idiota de Gael.
Ambos me miran. Ambos sostienen una copa entre los
dedos y lucen fuera de balance durante unos segundos.
El magnate es el primero en salir de su estupor.
—¿Sí? —dice, con aire ausente y despreocupado. Como si
realmente no supiera cuál es el motivo por el cuál he venido.
«Hijo de puta, imbécil, malnacido, poco hombre…».
Mis ojos viajan una vez más hasta el hombre de cabellos
blancos como la nieve y aspecto severo que lo acompaña, y
me obligo a erguir mi espalda como acto reflejo al bonito traje
que lleva puesto.
¿A él no le importa preguntarme qué ocurre delante de este
sujeto? Bien. A mí tampoco me importa decírselo y que todo
el mundo se entere.
—Haz que se detenga —digo, con una determinación que
suena tan férrea, que me sorprendo a mí misma.
Las cejas de Gael se disparan al cielo.
—Estoy ocupado —dice, con gesto severo. La advertencia
que veo en su expresión me hace querer gritar.
—Haz que se detenga —repito, sin importarme en lo más
mínimo que esté con alguien.
—¿Qué se supone que debo hacer que se detenga? —Su
cabeza se inclina un poco, en un gesto que me hace querer
estrellar mi puño en su rostro.
—¡Los rumores! —escupo con brusquedad—. ¡Las
fotografías! ¡El maldito acoso de la prensa! —Sacudo la
cabeza en una negativa furiosa—. ¡Haz que se detenga!
Acto seguido, rebusco en mi mochila la revista que le quité
a Fernanda esta mañana. Esa en la que se habla acerca de
cómo Gael Avallone, el importante hombre de negocios, fue
visto y fotografiado en un McDonald’s comiendo con una
chica mucho más joven que él. Esa en la que se especula que
este tipo y yo tenemos algo.
—No sé de qué estás hablando, Tamara —una sonrisa
socarrona se desliza en sus labios y una punzada de ira me
recorre de pies a cabeza—, y, francamente, no tengo tiempo
para esto. Ya te lo dije: estoy ocupado —como si no fuese
obvio, señala al hombre que tiene enfrente y el coraje
incrementa otro poco.
Avanzo hacia él lo más rápido. No puedo contenerme. No
puedo aminorar el temblor enfurecido de mi cuerpo, ni la
ansiedad y la impotencia que corren por mis venas.
—¡No trates de verme la cara de idiota! ¡Sabes
perfectamente de qué estoy hablando!
La mirada de Gael se posa en el hombre de cabello blanco
durante unos segundos antes de que se encoja de hombros, en
un gesto que denota disculpa y confusión.
—Si tienes algo qué discutir conmigo, haz una cita con mi
secretaria. Trataré de atenderte antes de que termine el mes.
Ahora si me disculpas tengo que…
Estrello la revista abierta en su pecho y la fuerza del
impacto le hace dar un pequeño paso hacia atrás. Ni siquiera
me di cuenta de en qué momento llegué a estar tan cerca de él.
—¡Arregla esto ahora mismo! —exijo. Soy consciente de
que sueno como una chiquilla malcriada, pero no me importa.
No cuando he sido abordada y señalada por decenas de
personas. No cuando todo el mundo en la universidad piensa
que soy una interesada que lo único que quiere, es sacar
provecho de la fortuna de este hombre.
Las manos de Gael toman la revista que aún aprieto contra
su costosa camisa y revisa la página con un interés casi nulo.
Bien podría estar observando una roca en lugar de un reportaje
acerca de él, teniendo un romance con una chica que podría
ser su hermana menor.
—¿Qué se supone que esperas que haga, Tamara? —El
humor se filtra en su tono y mi coraje aumenta otro poco—.
De verdad, no tengo tiempo de atenderte ahora. Deja de
comportarte como si tuvieses doce años. Estoy ocupado. Si
tanto te interesa desmentir esto, da una entrevista. Deslíndate
de mí por completo.
Una carcajada amarga se me escapa.
—¡Eres un hijo de puta! —espeto, al tiempo que lo golpeo
en el pecho con un puño—. ¡Sabes perfectamente que esto no
va a detenerse así! ¡Tú hiciste esto! ¡¿Qué demonios quieres
de mí?!
—Gael… —El acompañante del magnate interviene.
Suena impaciente y molesto. Como si estuviese advirtiéndole
que, si no detiene esto pronto, va a haber problemas. Graves
problemas.
En ese momento, las manos del magnate se apoderan de
mis muñecas de un movimiento rápido y firme, y las aprieta
con tanta fuerza, que duele; no obstante, antes de que pueda
protestar, me mira con una dureza que me eriza los vellos de la
nuca.
Algo denso y oscuro se apodera de sus ojos y un destello
de pánico me atraviesa de lado a lado.
—Ya basta, Tamara. Si no te relajas y sales de aquí,
llamaré a seguridad —sisea en una voz que apenas puedo
reconocer como suya. Es hasta este momento, que una parte de
sus verdaderas emociones queda expuesta ante mí. Es hasta
este momento, que la máscara de serenidad y socarronería
desaparece para dejar expuesto lo iracundo que se encuentra
—. ¿Qué clase de chiste crees que soy? —dice, en voz más
baja, y sacude la cabeza en una negativa—. No puedes venir a
armar escenas a mi oficina. ¿Quién cojones crees que eres?
Me deshago de su agarre con tanta brusquedad, que doy un
par de pasos para estabilizarme.
La mirada del hombre de cabellos castaños está fija mí, y
la repulsa que veo en su expresión hace que un destello de
vergüenza se filtre en el mar de coraje y furia en el que estoy
ahogándome.
—¡Camila! —Gael llama a su secretaria en voz de mando
y esta aparece en el umbral de la puerta a los pocos segundos.
—¿Sí? —La mujer de cabellos rubios luce horrorizada
ante la imagen que se despliega frente a ella.
—Acompaña a la señorita a la salida, por favor. —El
sonido frío de su voz solo hace que mi frustración se
incremente—. Pídele un taxi y asegúrate de que se marche a
casa.
Un nudo de pura desesperación se instala en mi garganta.
—No voy a irme hasta que arregles esto —refuto, aun
cuando estoy a punto de darme por vencida. De cualquier
modo, sé que estoy haciendo el ridículo.
Los impresionantes ojos ambarinos de Gael se clavan en
mí y noto cómo un destello furioso surca su expresión.
—Entonces ve afuera y espera a que termine con todos mis
pendientes. —Su tono de voz es plano en su totalidad. La
máscara ha regresado.
Mis puños se aprietan con fuerza y la vergüenza quema en
mi torrente sanguíneo, así que, decido que lo mejor que puedo
hacer ahora mismo es hacer lo que me pide.
Así pues, haciendo acopio de la poca dignidad que me
queda, me las arreglo para asentir y salir de la estancia.
Una vez afuera, las puertas de la gran oficina son cerradas
y yo soy instalada por la secretaria en uno de los grandes
sillones de la recepción. La mujer no dice nada respecto a mi
abrupta aparición. Tampoco habla acerca del escándalo que
acabo de hacer. No hace nada más que sentarse detrás de su
escritorio a responder llamadas, atender las peticiones del
hombre de negocios para el que trabaja y teclear con rapidez
en su computadora.
Yo me limito a quedarme aquí, quieta, con la mirada
clavada en el suelo y el peso de mis actos asentándose en mis
huesos.
Conforme más tiempo pasa, más convencida estoy de que
acabo de cometer la estupidez más grande de mi vida.
Conforme la ira y el enojo se reducen, más convencida estoy
de que he hecho el ridículo delante del hombre más rico del
país. De que me he dejado ver como una loca maníaca que no
puede controlarse cuando está furiosa.
Me he comportado como una niña mimada que no es capaz
de controlarse en una rabieta y, además, he arruinado la
reunión de negocios de Gael Avallone.
«Eres una estúpida, Tamara. Has cruzado la línea. Has ido
demasiado lejos», me reprimo a mí misma y cierro los ojos
con fuerza.
Quiero gritar de la frustración. Quiero cavar un agujero en
la tierra y meterme en él hasta que los gusanos me coman viva.
Pasa mucho tiempo antes de que el hombre que
acompañaba al magnate salga de la oficina, y yo he estado
tanto tiempo aquí sentada, que mis muslos han comenzado a
entumecerse.
Cuando el hombre de edad avanzada sale de la estancia, lo
hace solo, sin Gael a su lado, y ni siquiera mira en dirección a
la secretaria o mía cuando nos pasa de largo. Se limita a
avanzar hasta el ascensor con aire arrogante y soberbio.
Para ese momento, yo estoy deseando marcharme también.
De pronto, haber venido aquí se siente como la peor de todas
las ideas que he tenido jamás. De pronto, haber reaccionado
como lo hice, se siente como una exageración total.
Cierro los ojos y bajo la cabeza, con aire derrotado.
—Tamara —la voz ronca, profunda y aterciopelada de
Gael me saca de mi estupor y me hace alzar la mirada para
encontrarme con la visión de su elegante anatomía de pie en la
entrada a su oficina. Su gesto es severo y molesto.
No dice nada. Se limita a hacer un gesto de cabeza en
dirección al interior de la estancia privada en la que él trabaja.
Sin esperar por una respuesta, se adentra y me deja ahí, en
medio de la recepción, con la vista clavada en el lugar por el
que desapareció y el corazón latiéndome a toda velocidad.
Me pongo de pie.
Durante unos instantes, considero la posibilidad de
encaminarme hasta el ascensor para marcharme, pero la sola
idea de mostrarme así de cobarde me es inconcebible. Así que,
pese a las inmensas ganas que tengo de irme, avanzo hacia la
oficina del magnate.
—Cierra la puerta, Tamara —Gael habla, en el instante en
el que pongo un pie dentro de la habitación.
Yo no puedo hacer otra cosa más que mirarle como una
idiota. No puedo hacer nada más que contemplar su figura
delgada y alta, recargada de manera descuidada y elegante
sobre su enorme escritorio.
Lleva puesto un traje color negro que ha combinado a la
perfección con una camisa blanca y una corbata color vino. Su
cabello —normalmente estilizado a la perfección— luce un
poco desordenado, como si hubiese estado pasando sus manos
entre las hebras castañas en repetidas ocasiones; y su
mandíbula está cubierta por una fina capa de vello facial.
El aspecto descuidado, aunado a su elegante postura y su
gesto enojado, le dan un aire salvaje. Fresco. Joven.
Luce un poco menos como un hombre de negocios y más
como el tipo de hombre que podría volverme loca si no tengo
el cuidado suficiente.
La mirada pesada y densa de Gael envía un escalofrío por
mi espina dorsal. No se necesita tener más de media neurona
para darse cuenta de que está furioso y que ese gesto impasible
que tiene pintado, no es más que una pantalla para ocultar lo
que realmente siente.
—¿Tamara? —El sonido de su voz es calculado, frío y
carente de emociones—. Cierra la puerta.
La petición suena más como una orden que como otra cosa
y, muy en contra de las ganas que tengo de no obedecerla, me
encamino hacia la madera de la entrada y cierro con todo el
cuidado que puedo imprimir. Se siente como si la poca
paciencia que le queda pudiese esfumarse con el sonido brusco
de la puerta siendo cerrada con más fuerza de la debida.
En el proceso, considero la posibilidad de salir corriendo y
no volver a poner un pie aquí jamás; sin embargo, la parte de
mí que es orgullosa y testaruda me exige que me quede a
enfrentar las consecuencias de la metida de pata tan grande
que acabo de cometer.
Trago duro.
Mi cuerpo gira sobre su eje con lentitud y, aunque el
corazón me late a toda velocidad, me las arreglo para lucir
serena y tranquila mientras que lo encaro.
—¿Tienes una idea de quién era el hombre que estaba aquí
dentro hace unos minutos, Tamara? —Gael rompe el silencio
tenso y tirante en el que se ha sumido la estancia.
No respondo.
—Era mi padre —continúa—. Era el hombre que
construyó este emporio y se encargó de posicionarlo en el
lugar en el que está —se aparta del lugar en el que se había
recargado y da un paso lento y deliberado en mi dirección—.
Tienes suerte de que fue él y no algún accionista. No tienes
una idea de cuán afortunada eres, Tamara Herrán, porque si me
hubieses arruinado algún negocio importante, ten por seguro
que te habría hecho la vida un maldito infierno.
Mi mirada viaja a mis pies y la vergüenza quema como el
peor de los ácidos. No sé qué decir. En realidad, sé que no hay
nada que decir en estos momentos. No hay justificación alguna
que valga.
—¿Qué te hace pensar que puedes venir a mi oficina a
armar un zafarrancho? ¿Qué te hace pensar que voy a tolerar
un comportamiento tan infantil y ridículo como este? —espeta
y aprieto la mandíbula. El tono de su voz se eleva con cada
palabra que pronuncia—. No sabes cuán decepcionado estoy
de ti en estos momentos. Jamás creí que una mente tan
brillante como la tuya maquinaría algo como lo que hiciste.
¿En qué coño pensabas?
Mis ojos se posan en los suyos, pero no dice nada más.
Nos quedamos en silencio durante unos instantes.
—¿Terminaste? —digo, al cabo de unos tensos segundos,
con la voz enronquecida por las emociones.
Gael niega con la cabeza, en un gesto incrédulo.
—¿Qué haces aquí, Tamara?
—Sabes bien a qué vine —digo. Mi voz suena monótona y
plana. Un claro contraste con la revolución que tengo dentro.
—Por supuesto que no lo sé. No tengo una puta idea de
qué cojones es lo que está pasando.
—¿Es que crees que soy idiota? —Mi ceño se frunce
ligeramente—. Has mantenido tu vida personal fuera del radar
de los programas y revistas de espectáculos durante años.
Tienes tan manipulada a la prensa, que nadie se atreve a tocar
el tema de tu vida privada. —Sacudo la cabeza en una
negativa furiosa—. Qué casualidad que ahora,
misteriosamente y de la noche a la mañana, alguien ha
intentado desafiarte. Qué jodida casualidad que, a pesar de que
ha pasado tanto tiempo desde el incidente del McDonald’s,
apenas se ha vuelto noticia.
—¿Estás insinuando que yo permití que esa información se
filtrara? —Las cejas del hombre delante de mí se alzan con
condescendencia.
—Estoy insinuando que tú pediste que esa nota se
publicara.
—¿Con qué puto objeto querría yo que se inventara algo
así?
—No lo sé. Dímelo tú.
Una risa corta y carente de humor se le escapa, al tiempo
que se cruza de brazos.
—Esas historias que escribes se te han empezado a subir a
la cabeza. Yo no ordené absolutamente nada.
—¿Entonces por qué diablos no lo has desmentido, como
todo lo que se publica respecto a tu vida privada? ¿Por qué
demonios está en todos lados?
—Porque no me interesa desmentirlo. —Se encoge de
hombros—. Tengo mejores cosas que hacer que preocuparme
por lo que un montón de revistas amarillistas tengan qué decir
acerca de mi vida personal.
—¡Por supuesto que te importa! —El tono de mi voz se
eleva, de pronto—. ¡Me prohibiste tajantemente escribir acerca
de tu vida personal en tu jodido libro biográfico! ¿Ahora
resulta que no te importa lo que la prensa diga acerca de eso?
¿De verdad crees que soy así de estúpida?
Un brillo extraño se apodera de la mirada del magnate,
pero no dice nada. Se limita a estudiarme a detalle mientras
frota sus labios con el dedo índice de su mano derecha.
—Yo no lo hice —dice, al cabo de un largo momento—.
Yo no ordené que publicasen nada.
—Pero tampoco has cortado de tajo con el rumor —
reprocho—. ¿Tienes una idea de la cantidad de mierda con la
que tengo que lidiar por tu culpa, Gael? —No me pasa
desapercibida la forma en la que me mira cuando digo su
nombre en voz alta—. ¡Dios! ¿Sabes con cuántas personas he
estado a punto de llegar a los golpes por esto? —Niego con la
cabeza—. Siempre me ha importado una mierda lo que la
gente piensa de mí, pero tampoco puedo bajar la cabeza cada
que alguien me llama «zorra interesada». Así que, por favor, si
no provocaste esto… si de verdad no has tenido nada que ver
con todo este circo, te pido que lo termines.
—¿Y qué cojones gano yo si lo detengo, Tamara? —Gael
suena aburrido y desinteresado.
Aprieto la mandíbula con fuerza.
—Por favor… —El tono suplicante que hay en mi voz, me
hace querer golpearme contra la pared con toda la fuerza que
poseo.
Un suspiro largo y pesado se escapa de los labios del
magnate y la vergüenza incrementa.
—De acuerdo —asiente—. Voy a detenerlo todo —dice, y
el alivio me invade en oleadas grandes—, pero vas a tener que
darme algo a cambio.
Y así, tan pronto como llega, la tranquilidad se marcha, mi
corazón da un vuelco violento y toda la sangre del cuerpo se
me agolpa en los pies.
— ¿Qué cosa? —Sueno cautelosa. A la defensiva.
Gael Avallone entorna los ojos en mi dirección y, durante
una fracción de segundo, me parece haber visto el asomo de
una sonrisa en las comisuras de sus labios.
—Vas a tener que escribir la biografía.
—De ninguna manera.
—Entonces, olvídate de mi ayuda —resuelve.
Una punzada de coraje me recorre de pies a cabeza.
—No pienso caer en tu juego.
Una sonrisa lenta, perezosa y torcida se dibuja en sus
labios.
—Estás jugando desde hace mucho, Tamara. —Su sonrisa
se ensancha un poco—. ¿Lo tomas o lo dejas?
Aprieto los puños.
El coraje pronto se transforma en frustración e indignación
y las ganas que tengo de marcharme aumentan de manera
considerable.
Todo esto estaba planeado. Fue calculado por este hombre
para hacerme caer dentro de su trampa y obligarme a escribir
su dichoso libro.
Me siento traicionada, frustrada y timada por completo, y
sé que, si no acepto, la pesadilla solo va a convertirse en algo
peor. En algo inconcebible.
—Eres un hijo de puta.
La sonrisa de Gael es tan grande ahora, que muestra sus
perfectos dientes.
—No, Tamara. —Me guiña un ojo—. Soy un hombre de
negocios. ¿Aceptas?
Desvío la mirada.
Una parte de mí grita que debo imponer mi orgullo y
decirle que se vaya a la mierda, pero otra, esa que está harta de
la atención que el magnate ha puesto en mí, no deja de
decirme que acabe con todo y acceda a lo que me pide. No
deja de decirme que tanta atención va a hacer que todo lo
ocurrido antes salga a la superficie de nuevo. Que alguien, en
el afán de conseguir algo de información respecto a mí, va a
comenzar a indagar en mi pasado si no hago algo pronto, y que
podrían llegar a revivir eso que tanto quiero enterrar.
Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda.
Pánico crudo y puro se apodera de mí en cuestión de
segundos, pero me las arreglo para mantenerlo a raya mientras
encaro a Gael Avallone una vez más.
—No vas a volver a meterte en mi vida personal —suelto,
con brusquedad.
Él asiente.
—Nunca más.
—Tampoco vas a decirme qué puedo y qué no puedo
escribir.
La vacilación en su rostro envía una punzada de
satisfacción por todo mi cuerpo.
—Lo discutiremos después.
—Vas a dedicarme el tiempo que te pida.
—Soy un hombre ocupado, Tamara. No puedo recibirte a
todas horas.
—Por teléfono bastará.
—Hecho —asiente.
—Mañana mismo estará todo el asunto de la prensa
resuelto, o si no, no hay trato alguno —sentencio y el gesto de
Gael se torna más divertido que nunca.
—Cuenta con ello.
—Bien —suelto, con brusquedad.
—Bien —asiente, pero no deja de sonreír.
—Me marcho, entonces.
—Nos vemos pronto, Tamara —Gael asevera, sin dejar de
mirarme como si fuese la criatura más extraña y fascinante del
mundo.
—No te emociones demasiado al respecto —mascullo—.
Primero tienes qué desmentirlo todo.
Gael rueda los ojos al cielo.
—Vete a casa y descansa —dice—. Mañana mismo estará
arreglado.
Y así, sin decir nada más, giro sobre mi eje y me encamino
hasta la salida.
Capítulo 8
El señor Bautista me ha llamado a su oficina.
Sé, de antemano, qué es lo que quiere tratar conmigo. Sé
perfectamente de qué quiere hablarme. Ha visto el pequeño
desplegado que ha aparcido en los periódicos y, con todo eso,
no puedo armarme de valor para llamar a su puerta y poner mi
me-jor cara. No puedo adentrarme en su oficina porque sé qué
es lo que va a decirme si lo hago.
Esta mañana desperté con un correo electrónico de Gael
Avallone. En él, solo venía escrita una palabra:
«Hecho».
Luego de leer eso, lo primero que hice fue teclear el
nombre del magnate en mi buscador de internet.
No me sorprendió en lo absoluto darme cuenta de que
todos los blogs, entradas en revistas virtuales y periódicos
amarillistas donde aparecían las fotografías en las que me
encuentro con el magnate, han desaparecido. Todos ellos —
absolutamente todos—, han sido reemplazados por un
recuadro de apenas unos centímetros de ancho y unos cuantos
más de largo, en el cual se hace el anuncio oficial del acuerdo
editorial entre Gael Avallone y Editorial Edén.
Así mismo, se habla un poco acerca de la «joven y
prometedora» chica de veintiún años que ha sido elegida para
escribir el proyecto y, como si eso no fuese suficiente, aparece
mi nombre, la fotografía que me tomaron en la universidad
para la credencial, y un breve y conciso texto donde se
desmiente cualquier clase de relación sentimental entre el
magnate y yo.
Y así, sin necesidad de explicar nada más, mi vida volvió a
la normalidad. La mañana transcurrió como si el escándalo
previo no hubiese ocurrido. Como si la semana más tortuosa
de mi vida, no hubiese existido nunca, y las llamadas a horas
tempranas, las alertas de mensajes de mi correo electrónico y
los periodistas afuera de la escuela hubiesen sido producto de
mi imaginación.
De hecho, de no ser por la cantidad de felicitaciones que
he recibido por todos lados, habría jurado que todo fue un mal
sueño.
Es abrumadora la cantidad de personas desconocidas que
se han acercado a mí en la escuela solo para felicitarme por el
logro conseguido. Es aún más abrumadora la cantidad de
comentarios desagradables que he escuchado hechos a mis
espaldas; esos de personas que dicen que no tengo la
capacidad de escribir un libro y que mi narrativa deja mucho
que desear.
Es increíble el modo en el que cambia la manera en la que
la gente te mira de la noche a la mañana. Todo aquel que me
llamaba «zorra» o «interesada», no ha dejado de felicitarme
por la oportunidad que me dieron, y aquellos que me
defendían de la gente que me insultaba, no han dejado de decir
a mis espaldas que no tengo la capacidad necesaria para llegar
a donde quiero.
Así, pues, mi día se ha convertido en un constante ir y
venir emocional. En un constante agradecer y sonreír
incómodamente.
—¿Tamara? —Gloria, la secretaria de Román Bautista,
habla detrás de mí—. ¿Estás bien?
Mi cuerpo gira sobre su eje para encararla y esbozo una
sonrisa tranquilizadora en su dirección. Estoy nerviosa hasta la
mierda, pero siempre se me ha dado bien lucir fresca y
despreocupada en mis peores momentos.
—Sí —digo, pero ni siquiera yo misma puedo comprarme
la débil afirmación.
—¿Estás segura? —Suena entretenida, y mi sonrisa se
ensancha.
—No —admito y suelto una pequeña risa nerviosa—. El
señor Bautista va a matarme.
Gloria alza una ceja, al tiempo que sonríe.
—¿En qué lío te has metido ahora?
—En ninguno. —Dudo unos instantes—. Técnicamente.
—¿Técnicamente?
Una risa nerviosa escapa de mis labios, pero no digo nada
más. Me limito a encogerme de hombros en un gesto que se
me antoja inocente.
Sé que Gloria no se ha tragado en lo absoluto mi vago
intento por aparentar normalidad, pero no dice nada. Solo
sacude la cabeza en una negativa.
—Pasa ya, que tiene rato esperando por ti.
Asiento.
Mis manos empujan la puerta de la espaciosa oficina.
La imagen del amplio escritorio y de las acojinadas sillas
es lo primero que me recibe al entrar, pero el señor Bautista no
se encuentra acomodado en el espacio. Está de pie, justo junto
a la ventana que da hacia la calle, con aspecto meditabundo y
gesto concentrado.
Tengo que aclarar mi garganta para que se percate de mi
presencia, pero, cuando posa su vista en mí, apenas lo hace
unos instantes. No me pasa desapercibido el tinte indiferente
que noto en sus facciones en el proceso y es debido a esto que
no hago nada por entablar una conversación casual con él.
Sé que está molesto conmigo. Sé que está decepcionado de
mí por la manera en la que boté todo el proyecto de la
biografía y lo entiendo a la perfección. Si yo fuese él, estaría
furiosa. Si yo fuese él, hace mucho que me habría despedido.
De hecho, no puedo creer que no lo haya hecho aún. No
me sorprendería en lo absoluto descubrir que está a punto de
hacerlo.
El hombre de cabellos entrecanos y nariz aguileña que se
encuentra frente a la ventana deja escapar un suspiro largo y
cansado antes de girarse para encararme. Su expresión seria y
molesta no hace más que incrementar las ganas que tengo de
salir de la habitación para esconderme debajo de mi escritorio.
No dice nada. De hecho, no se mueve en lo absoluto. Se
queda ahí, de pie, mirándome con gesto inescrutable y mirada
desilusionada.
«Se acabó —digo, para mis adentros—. Estoy despedida.
Estoy segura.»
El señor Bautista señala en dirección al escritorio que se
encuentra al centro de la estancia y luego se encamina hasta él.
Yo no me muevo de donde estoy hasta que lo veo sentarse en
la silla principal.
Una vez más, su mirada se posa en mí.
El nudo de ansiedad que ha empezado a formarse en mi
estómago se aprieta otro poco, pero me las arreglo para
caminar y sentarme delante de él, en una de las sillas que se
encuentran dispuestas frente al escritorio.
—Quiero que sepas que estoy muy decepcionado de ti,
Tamara. —Mi jefe habla, sin siquiera molestarse en
formalidades o en saludos innecesarios—. Quiero que sepas,
también, que no estoy nada conforme con la forma en la que
has manejado la situación en la que te metiste. Si puedo ser
sincero, de ser por mí, ahora mismo estarías despedida.
Mis manos se cierran en puños en mi regazo y la
quemazón dolorosa en mi pecho —esa que es provocada por el
dolor y el arrepentimiento— me escuece con violencia.
Aprieto los dientes.
Acto seguido, el señor Bautista empuja una carpeta en mi
dirección. Enseguida, el estómago se me cae hasta los pies.
Cientos de escenarios fatalistas se instalan en mi cerebro
cuando comienzo a imaginar el contenido de ese cartapacio y
un nudo se instala en mi garganta.
«Ya está. Estás despedida. Esa es tu carta de despido».
—El señor Avallone se comunicó conmigo ayer por la
tarde —Román Bautista continúa. Su tono de voz es neutral,
pero severo al mismo tiempo—. Dijo que había hablado
contigo y que habían llegado a un acuerdo de trabajo. Yo le
dije que no estaba contento con la idea de que siguieras dentro
del proyecto, dada tu falta de profesionalismo, claro está. —
Me dedica una mirada dura y molesta, y un nudo comienza a
formarse en mi garganta—. Él, pese a eso, insistió y dijo que
no quería que nadie más escribiera su libro. Dijo que, si no lo
hacías tú, que ni siquiera nos molestáramos en buscar a
alguien más. Que estaba en toda la disposición de enviar a sus
abogados para realizar una rescisión del contrato que firmó
con nosotros. —Hace una pausa, permitiéndome absorber el
peso de sus palabras—. Así que, Tamara, el proyecto sigue
siendo tuyo.
Culpa, alivio, arrepentimiento… todo se arremolina dentro
de mí y colisiona con violencia, pero mantengo mi expresión
en blanco.
—He estado pensando mucho en la situación —Román
Bautista continúa y se cruza de brazos sin dejar de mirarme—.
He pasado la noche entera y lo que va del día pensando en las
medidas que deben ser tomadas contigo respecto a todo lo que
ha ocurrido.
Trago duro una vez más, pero sigo sin refutar nada. No hay
nada qué decir a mi favor en este momento, así que quedarme
callada es lo mejor que puedo hacer.
—Me queda claro que esto no puede quedarse así. —El
hombre frente a mí sigue con su diatriba—. Hay un precio qué
pagar por la falta de profesionalismo y responsabilidad. Es por
eso que he seguido la sugerencia del señor Avallone y he
tomado la decisión de recurrir a medidas un poco más…
drásticas. —Señala la carpeta que descansa delante de mí y
dice—: He decidido contactar a nuestros abogados para
redactar un contrato para ti. Este contrato estipula que no
podrás prescindir de la escritura de la biografía de Gael
Avallone. No sin recibir una penalización monetaria. Estipula,
también, que deberás realizar informes bimestrales sobre el
avance de la obra y que, en seis meses a partir de la firma del
contrato, deberás enviar una parte del primer borrador para
revisión editorial. —Hace una pequeña pausa—. Dice que
tienes un lapso máximo de un año para concluir con la
escritura en su totalidad y que, por ningún motivo, habrá
prórrogas de entrega. Un año es demasiado tiempo, así que no
vamos a permitirte retrasos de ninguna clase.
Mi vista se clava en la carpeta delante de mis ojos y un
peso gigantesco se asienta sobre mis hombros.
—Ese de ahí es un borrador del contrato. Léelo en casa
con calma y, si tienes alguna duda, no dudes en consultármelo.
Tienes hasta el viernes para venir a realizar la firma. De no
presentarte a hacerlo, Editorial Edén prescindirá de tus
servicios como correctora. —Sus palabras caen sobre mí como
balde de agua helada—. E, independientemente de lo
estipulado en ese contrato, aprovecho para informarte que
estás en periodo de prueba. De este proyecto depende tu
puesto dentro de la editorial. Todas las obras bajo tu revisión
pasarán a manos de otros correctores para que te enfoques en
la biografía al cien por ciento, así que no hay pretextos,
Tamara. Demuéstrame y demuéstrate a ti misma que eres una
persona responsable.
El nudo en mi garganta es intenso ahora, pero no hay
lágrimas en mis ojos. Solo una inmensa y abrumadora
sensación de ahogamiento.
— ¿Tienes alguna pregunta?
Niego con la cabeza, porque no puedo hablar. Porque, si
trato de hacerlo, el señor Bautista notará las ganas tan
inmensas que tengo de echarme a llorar.
—Bien —asiente—. Puedes retirarte.
Yo, sin perder un solo segundo, me pongo de pie, tomo la
carpeta con el contrato y salgo de la oficina con el corazón
hecho un nudo.

El sonido del teléfono que descansa sobre la cómoda de mi


habitación hace que pegue un salto en mi lugar. Una palabrota
escapa de mis labios al instante, al tiempo que tomo la
computadora portátil que se encuentra sobre mis muslos y la
coloco sobre la cama para levantarme a contestar.
En mi camino a la cómoda, piso el cargador del teléfono y
el dolor hace que reprima unas cuantas maldiciones mientras
que, a brincos, llego hasta el mueble.
Acto seguido, tomo el teléfono, deslizo mi dedo sobre la
pantalla sin mirarla en realidad y coloco el aparato en mi oreja.
—¿Sí? —Sueno irritada mientras hablo, pero no puedo
evitarlo. La planta de mi pie aún palpita debido al daño
provocado con el maldito cargador.
—Buenas noches, Tamara. —La voz ronca y profunda del
otro lado del teléfono hace que mi estómago se revuelva con
violencia.
Mi corazón hace una pirueta extraña en cuanto le escucho
y, de pronto, lo único que puedo hacer, es imaginarme al
magnate sentado en la enorme silla frente a su escritorio, con
el teléfono pegado a la oreja, aspecto desgarbado y una sonrisa
juguetona pintada en los labios.
«¡Maldita seas! ¡Maldita seas tú y tu odiosa imaginación,
Tamara Herrán!».
—Buenas noches, Gael —digo, porque es lo único que se
me ocurre en estos momentos. Porque es lo único que mis
jodidas neuronas —las cuales están muy ocupadas dibujando
las facciones del hijo de puta al otro lado del teléfono—
pueden formular.
—¿Leíste ya las notas periodísticas? —A pesar de que no
soy capaz de verlo, sé que está sonriendo como idiota. El
sonido divertido en su voz lo delata—. Me encargué de que lo
publicasen en todos los periódicos y revistas.
—La verdad es que no he tenido tiempo —miento—. He
estado muy ocupada.
—¿Haciendo qué? —La diversión incrementa en su tono
—. ¿Leyendo el contrato que le sugerí al señor Bautista que
redactara para ti? ¿Recabando información sobre mí para
empezar de lleno con el proyecto de la biografía?
Un destello de puro coraje se detona en mi interior y las
ganas que tengo de colgarle incrementan otro poco.
—¿Solo me llamaste para regodearte en mi miseria? —
Sueno más enojada de lo que me gustaría—, porque si es así,
debo irme ya. Tengo mejores cosas qué hacer que estar
perdiendo mi tiempo contigo.
Una suave risa resuena en el auricular y, muy a mí pesar,
mi pecho se calienta con una emoción extraña y salvaje.
—Es una lástima enterarme que pasar el tiempo conmigo
te parece un desperdicio —suspira, con fingido pesar—,
porque no vas a librarte de mí tan fácilmente, ¿lo sabías,
Tamara?
—Sabes que podría mandarlo todo a la mierda ahora
mismo, ¿verdad? —digo, al tiempo que vuelvo sobre mis
pasos y me siento sobre la cama. Para ese momento, el dolor
de mi pie ha sido olvidado por completo—. Podría dejar tu
proyecto de lado ahora que lo has desmentido todo sin darte
absolutamente nada a cambio.
—Pero no lo harás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque eres demasiado orgullosa —concluye—. Sabes
que rehusarte a escribir la biografía sería como dejarme ganar.
Como rendirte ante mí.
—No soy orgullosa —me defiendo, pero una pequeña
sonrisa ha comenzado a tirar de las comisuras de mis labios—.
Lo que pasa es que me has declarado la guerra. No puedo
quedarme de brazos cruzados ante tal amenaza, ¿estás de
acuerdo?
Una risa ronca retumba en el auricular.
—¿Qué clase de criatura eres, Tamara Herrán? —dice,
pero me da la impresión de que habla más para sí mismo que
para mí.
—¿Qué es lo que quieres, Gael? —inquiero, ignorando por
completo su pregunta—. ¿A qué has llamado?
—Te llamaba para dos cosas —dice, en un tono un poco
menos juguetón que antes—, pero ahora que te tengo en la
línea, se me ocurre que podría decirte unas cuantas más.
Me tiro de espaldas sobre la cama, teniendo el cuidado
suficiente de no recostarme sobre mi computadora.
—Adelante —lo insto, con aire aburrido, aunque en
realidad estoy muy entretenida—. Suéltalo todo.
—La primera, es para informarte que estoy llamándote de
mi teléfono personal. —Aparto el teléfono de mi oreja solo
para mirar el número en la pantalla y corroborar que es uno
visible y no uno privado—. La segunda, es para hacer de tu
conocimiento que este jueves tendré un viaje de negocios a
Estados Unidos y no volveré hasta el próximo lunes.
—De acuerdo —digo—. Sin ningún problema puedo
esperar hasta el próximo jueves para verte.
—En realidad tenía en mente otra opción.
Mis cejas se disparan al cielo.
— ¿Qué opción?
—Adelantar nuestra reunión —resuelve—. Tengo tiempo
mañana mismo si así lo prefieres.
—Creí que eras un hombre ocupado, Gael Avallone.
—Lo soy —asegura—. Pero también soy un hombre de
intereses claros.
—¿Intereses claros? —me burlo, en medio de un bufido—.
¿Qué interés puede tener un hombre como tú en alguien como
yo?
—No eres tú quien me interesa, Tamara —puntualiza y
ruedo los ojos al cielo—. Es tu trabajo.
—Mi trabajo no va a ir a ningún lado, Gael —digo—. No
le veo objeto a adelantar nuestra sesión si de todos modos
podemos vernos la próxima semana. No llevo prisas. Además,
agradecería muchísimo no tener que verte esta semana,
¿sabes?, tengo tanta tarea que podría hacer montañas con ella.
Tener esta semana libre para terminar con mis pendientes me
haría mucho bien.
El silencio del otro lado de la línea me hace saber que está
sopesando mis palabras.
—De acuerdo —dice, finalmente, al cabo de un largo rato
—. Lo haremos a tu modo esta vez. Nos vemos hasta el
próximo jueves.
—Bien —digo y, de pronto, como caída del cielo, me
viene una idea a la cabeza. De pronto, como venido desde un
lugar maravilloso y alegre, me viene la mente un pensamiento
que se me antoja brillante así que, antes de que lo olvide añado
—: Para ese día tendré listo el contrato que quiero que firmes
para mí.
Una risotada incrédula escapa de la garganta del magnate.
—No te rías —me quejo, pero soy yo quien está a punto de
romper a carcajadas—. Estoy hablando en serio.
—No voy a firmarte una mierda, Tamara.
—Entonces, yo tampoco voy a firmarte una mierda a ti.
—No es a mí a quien vas a firmarle ese contrato, Tamara.
—Es a ti a quien voy a firmárselo, porque tú se lo sugeriste
a mi jefe, Gael.
—Bautista va a despedirte.
—Qué lo haga. —Sueno resuelta, pero solo pensar en la
posibilidad de quedarme sin trabajo, me revuelve el estómago
—. No es el único empleo del mundo, ¿sabes?
Otro silencio.
—¿Qué clase de contrato es el que quieres que te firme? —
Trata de sonar resuelto, pero el tono nervioso en su voz lo
delata.
—No es nada del otro mundo —digo, con descaro, al
tiempo que una sonrisa cargada de suficiencia se dibuja en mis
labios—. Solo tendrás que comprometerte a contarme todo lo
que yo quiera saber sobre ti. Cada detalle. —Hago una
pequeña pausa—. Yo también tengo condiciones para trabajar,
señor Avallone. —Me aseguro de que las palabras «señor» y
«Avallone» suenen socarronas. Burlescas por sobre todas las
cosas.
—Pides demasiado, Tamara.
—Nada que no puedas darme, Gael —imito el tono
descarado con el que inició la llamada. Mi sonrisa se extiende
con cada palabra que digo—. En fin. Tengo que irme. Nos
vemos luego.
—Tamara… —La advertencia en su tono hace que la
euforia y la victoria se alcen en mi pecho.
—Ha sido un placer hablar contigo, Gael.
—Tamara… —repite, pero lo ignoro por completo.
—Buenas noches —digo y, sin darle tiempo de hablar,
finalizo la llamada.
Una sonrisa radiante, ansiosa y eufórica se apodera de mi
rostro y, sin más, me incorporo, tomo mi computadora, abro
un nuevo documento y tecleo «contrato» en la parte superior.
Entonces, empiezo a trabajar.
Capítulo 9
El silencio está volviéndome loca.
La ansiedad, el nerviosismo y el extraño palpitar de
mi corazón no hacen más que acrecentar la sensación de
ahogamiento que se me ha apoderado de mí.
El temblor incontrolable de mis manos me desespera
e incrementa las ganas que tengo de golpear algo y de
ponerme a gritar para aliviar la opresión que me asfixia.
Sé, por sobre todas las cosas, que debí tomarme el
medicamento esta mañana. Que debí haberlo tomado
ayer, y antes de ayer, y el día anterior a ese.
Una palabrota escapa de mis labios cuando, por fin,
decido salir de mi habitación para encaminarme a la
cocina.
No tengo hambre.
De hecho, estoy bastante segura de que vomitaré en
cualquier momento, pero necesito ponerme a hacer algo.
Necesito concentrar mi atención en otra cosa, para que así
mi cerebro sea capaz de lidiar con la ansiedad. Para que
así, mi cuerpo no caiga bajo las garras de un ataque de
pánico.
Abro la nevera en busca de algo que pueda ponerme a
cocinar, pero no hay nada ahí.
Abro las alacenas.
Nada tampoco.
Otra palabrota se me escapa y la desesperación se
vuelve tan insoportable, que tengo que encaminarme
hasta la sala para abrir todas las ventanas que dan a la
calle.
El aire fresco tiene un efecto sedante en mis nervios
alterados, pero no consiguen deshacerse de la angustia y
el pánico desmedido e irracional que corre por mis venas.
Llegados a este punto, no sé si habrá algo que sea capaz
de detener el torrente de emociones que amenaza con
desmoronarme.
Cierro los ojos e inhalo profundo.
Mis pulmones apenas pueden llenarse con aire. Mis
manos apenas pueden aferrarse al marco de la ventana.
«Relájate, Tamara. Relájate ya. Contrólalo. No es más
fuerte que tú. No es más fuerte que tú. No lo es», me digo
a mí misma, pero sigo sintiendo como si pudiese
arrancarme el cabello a puños en cualquier momento.
Sigo sintiendo como si las paredes se estrecharan hasta
llevarse todo el oxígeno en la habitación.
Otra inspiración profunda es inhalada por mis labios
y, esta vez, siento como el cuerpo entero me hormiguea
en respuesta. Exhalo con lentitud.
Repito la operación una vez más.
«No pasa nada. Estás bien. No pasa nada».
Inhalo una vez más.
Soy vagamente consciente de que, en la lejanía, un
teléfono suena. La parte activa de mi cerebro grita que es
el mío y que debo ir a contestar, pero la otra, esa que se
encuentra entumecida y aturdida por el ataque de
ansiedad que ha comenzado a hacer mella en mí, me
exige que me quede donde estoy y no mueva ni un solo
músculo del cuerpo.
Tomo otra inspiración profunda.
Esta vez, el aire logra entrar con más facilidad a mis
pulmones y el alivio que me invade al conseguirlo, es
abrumador. Tanto, que no puedo hacer otra cosa más que
arrodillarme en el suelo y pegar la frente a la pared que se
encuentra debajo de la ventana.
Pasa una eternidad entera antes de que, poco a poco,
la ansiedad comience a disiparse y no cuánto tiempo pasa
antes de que me atreva a abandonar la posición en la que
me encuentro, para sentarme sobre el azulejo frío de la
sala del apartamento en el que vivo.
En estos momentos, con un poco de más lucidez,
agradezco estar sola. Agradezco que no esté nadie aquí
conmigo, porque no podría soportar que alguien me viese
en este estado.
«Se acabó —digo, para mis adentros, luego de un
largo rato—. A partir de mañana retomo el
medicamento».
Me obligo a respirar profundo una vez más y paseo la
vista por toda la estancia.
Vivo en un apartamento diminuto con dos personas:
Victoria y Alejandro.
Alejandro es estudiante de medicina, así que rara vez
se encuentra en casa. Por lo regular, podemos verlo en la
cocina a la hora de la cena, pero nada más. No es un
chico sociable. De hecho, me atrevo a decir que apenas si
hemos tenido un par de conversaciones pese a que
vivimos bajo el mismo techo desde hace casi un año.
Lo único que sé acerca de él, es que ha venido a
estudiar desde Baja California y que tiene una beca en
una de las universidades de paga más prestigiosas de la
ciudad, cosa que no me sorprende en lo absoluto. El tipo
es dedicado a morir y no hace otra cosa más que ir a la
escuela, comer y estudiar para sus exámenes. Entiendo
porqué es uno de los estudiantes más destacados de su
generación.
Victoria, por otro lado, estudia la licenciatura en artes
escénicas. Ella tampoco está mucho en casa, ya que
forma parte de uno de los grupos de teatro más
importantes de Guadalajara y, seguido, tiene
presentaciones con ellos.
Pasa sus días haciendo audiciones para papeles en
obras teatrales y yendo a los ensayos de las puestas en
escena en las que ya ha conseguido alguna participación.
Es una chica bastante ambiciosa. No me sorprendería
para nada si llegase a decirme que ha conseguido un
papel en alguna película independiente; o que, de buenas
a primeras, decidiera empacar sus cosas y lanzarse a la
aventura de buscar oportunidades en la capital del país.
En cuanto a mi relación con ella se refiere, no
solemos charlar demasiado, pero tampoco nos llevamos
mal. No dudo ni un segundo que, si ambas tuviésemos un
poco más de tiempo, quizás podríamos ser lo
suficientemente cercanas como para llamarnos amigas.
En general, mi vida en este lugar no es mala. El
sueldo que tengo en la editorial paga la renta y los
servicios —que en realidad no son muy costosos, ya que
el departamento está vacío casi todo el tiempo—, y mi
transporte y alimentos son patrocinados por la beca que
tengo por parte de la universidad.
No es mucho lo que recibo de eso, ya que viene de
fondos gubernamentales, pero es suficiente para no pasar
hambre. Es suficiente para no ir a mendigar comida a
casa de mis padres.
El familiar sonido del timbre de mi teléfono me hace
pegar un salto en mi lugar y, sin que pueda evitarlo, una
maldición se me escapa. Pese a que los músculos de las
piernas apenas me responden y a que aún no estoy lista
para hacer como que nada ocurre, me pongo de pie y me
encamino hasta mi habitación para tomarlo.
No alcanzo a atender la llamada. El aparato infernal
deja de sonar en el instante en el que pongo un pie en mi
recámara y otra maldición se me escapa solo por el mero
placer de mandar al demonio a quien sea que haya
colgado antes de que lograse llegar a contestar.
Me siento sobre la cama, aun sintiéndome inestable y
temblorosa.
El teléfono descansa sobre la mesa de noche que se
encuentra junto al colchón, así que no me toma mucho
esfuerzo estirar la mano para tomarlo y revisar la
pantalla.
En ella brilla el ícono que indica las llamadas
perdidas y hay un número dos justo debajo de él. Debajo
del número, el nombre «Gael Avallone» es visible en
letras blancas iluminadas.
Mi estómago hace una pirueta con solo leer su
nombre.
Me quedo quieta, mirando hacia la pantalla sin saber
qué hacer. Sin saber si debo regresar la llamada o esperar
a que sea él quien intente comunicarse de nuevo.
No lo pienso demasiado. De hecho, ni siquiera lo
hago. Decido que lo mejor que puedo hacer es dejarlo
estar. Es ignorar lo que ocurre en el mundo real para
intentar recuperar la compostura que he perdido esta
mañana.
Estoy a punto de presionar el botón para bloquear y
oscurecer la pantalla una vez más, cuando el aparato
comienza a vibrar en mi mano.
La sangre se me agolpa en los pies.
Ansiedad, nerviosismo y anticipación se apelmazan
en mi pecho y me hacen imposible hacer otra cosa que no
sea mirar como estúpida la pantalla, la cual cita en letras
grandes el nombre del magnate.
«¡Haz algo! ¡No te quedes ahí, como idiota!
¡Responde!», grito, para mis adentros y así lo hago:
deslizo el dedo sobre la opción de respuesta y coloco el
aparato contra mi oreja. Para ese momento, mi corazón ya
late a una velocidad inhumana.
—¿Sí? —Sueno inestable cuando hablo y quiero
golpearme por eso.
—¿Cómo estás, Tamara? —La voz de Gael inunda
mis oídos y un escalofrío me recorre de pies a cabeza.
—¿Estás de regreso ya? —evado su pregunta con
otra, para así no tener que mentirle respecto a mi estado
de ánimo. Aún así, el nerviosismo es palpable en mi voz.
Hoy, definitivamente, no es un buen día. Hoy es uno
de esos días en los que todo pesa demasiado. En los que
los recuerdos me sobrepasan y no me dejan andar con
normalidad.
—Así es —dice, con aire cargado de suficiencia—.
Llegué esta mañana. ¿Qué tal la universidad? ¿Sigues
ahogándote en trabajos escolares?
Muy a pesar de la sombra de zozobra que se cierne
sobre mí ahora mismo, sonrío.
—Ya no —digo, porque es cierto—. Este viernes por
fin salgo de vacaciones. Solo tengo que ir a la universidad
a recibir las calificaciones de dos materias y soy libre.
—Excelente. Entonces, no tienes inconveniente con la
posibilidad de reunirnos hoy, ¿no es así?
Un nudo se forma en la boca de mi estómago.
—¿Hoy?
—Sé que aún no es jueves, pero igual pensaba que
sería provechoso que nos reuniéramos. Ya sabes, por
aquello de que no nos hemos reunido desde hace tanto.
«¡No! —susurra mi subconsciente—. ¡No puedes
dejar que te vea en este estado!».
Aprieto la mandíbula y reprimo una maldición.
—No creo que sea buena idea —digo, al cabo de unos
segundos de absoluto silencio.
—¿Por qué no?
—Porque aún tengo tarea que terminar —me excuso,
aunque sé que es el pretexto más tonto que pude haberle
dado.
—Acabas de decir que ya no tenías.
—Yo nunca dije que no tenía —improviso—. Dije
que ya no me ahogaba en ella.
El silencio del otro lado de la línea no hace más que
incrementar el nerviosismo y la angustia que me invaden.
—¿Estás evitándome, Tamara? —La pregunta de
Gael me saca de balance por completo.
—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —exclamo, pero
sueno a la defensiva—. ¡Dios! Es que no entiendo cuál es
la urgencia de que nos veamos antes del jueves.
—El jueves tengo una junta importante —dice.
También suena a la defensiva—. Por eso quería agendar
una cita hoy.
Ruedo los ojos al cielo.
—Sí, claro —digo, con exasperación—, y yo me
chupo el dedo.
—Tamara…
—Gael, no estoy de humor ahora mismo para
atenderte, ¿de acuerdo? —lo interrumpo, sintiéndome
cada vez más alterada—. Tampoco tengo la energía para
hacerlo. La semana pasada fue más allá de lo estresante
para mí y hoy, simplemente, no me siento bien. De
ninguna forma. Así que: no, Gael. No puedo reunirme
contigo el día de hoy. ¿Feliz?
El silencio en el otro lado de la línea hace que una
punzada de arrepentimiento me embargue.
—Lo lamento… —añado, al cabo de unos segundos
de absoluto silencio, para suavizar el dejo defensivo y
hostil que he tenido al hablar.
De pronto, no soy capaz de escuchar nada y,
confundida, aparto el aparato de mi oreja solo para
descubrir que me ha colgado.
Una mezcla de coraje, pánico y frustración se
arremolina en mi sistema, pero me las arreglo para
mantenerla a raya mientras dejo el teléfono sobre el
mueble junto mi cama una vez más.
El arrepentimiento se abre paso en mi pecho cuando
comienzo a decirme a mí misma que debí tener más tacto
para hablarle al magnate, pero, al mismo tiempo, el enojo
que me provoca la actitud infantil que tuvo al colgarme,
me dice que se lo tiene bien merecido.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a
ponerme de pie, pero, cuando lo hago, decido que lo
mejor que puedo hacer es tomar una ducha con agua
caliente.
Estoy a punto de tomar mi toalla y algo de ropa,
cuando mi teléfono suena una vez más.
Esta vez, el nombre de mi jefe, Román Bautista, brilla
en la pantalla.
Una palabrota escapa de mis labios solo porque sé
que acaban de volver a jugarme sucio y, aunque quiero
desviar la llamada y mandar a todo el mundo a la mierda,
respondo.
—¿Diga?
—Tamara, ¿cómo estás? —La fría cordialidad con la
que el señor Bautista me habla no hace más que
confirmar mis sospechas.
—¡Señor Bautista! —finjo demencia. Me las arreglo
para sonar resuelta y relajada, pero que quiero colgarle el
teléfono y gritar de la frustración—. Estoy excelente.
¿Qué tal está usted?
—Muy bien, gracias —dice, en un tono tan frío, que
me hiela la sangre—. Te llamaba para informarte que
tienes una cita dentro de una hora en las oficinas de
Grupo Avallone. Gael me ha llamado personalmente para
solicitar una reunión para hoy, ya que el jueves le será
imposible recibirte.
La ira que se detona en mi sistema es tanta que, de
pronto, la posibilidad de estrellar mi mano contra el
rostro de Gael, se siente tentadora y atrayente por sobre
todas las cosas.
—Señor Bautista —trato de sonar serena y fresca
cuando hablo, pero no lo consigo en lo absoluto—, esta
tarde me será imposible asistir a la cita. Ya he dispuesto
de mi tiempo por la tarde y me temo que no podré acudir
a las oficinas del señor Avallone. Podemos agendar para
otro día si él está de acuerdo.
Se hace el silencio.
—Tamara, te recuerdo que estás en periodo de prueba
en la editorial. —La dureza en el tono del señor Bautista
no hace más que destrozar el valor que trataba de hacer
notar en mi voz—. La semana pasada no te reuniste con
Gael por cuestiones escolares y lo entiendo, pero no
puedes seguir dándole largas a tus reuniones. Te recuerdo
que tienes un informe bimestral que entregar, así que te
aconsejo que tomes las medidas pertinentes para que seas
capaz de presentar un avance significativo de la biografía
al finalizar el primer periodo. Recuerda que estamos
trabajando bajo reloj.
La ira que antes comenzaba a invadir en mi sistema
ahora hierve por mi torrente sanguíneo y me hace difícil
pensar en otra cosa que no sea en arrancarle la piel de la
cara a Gael Avallone.
Otro silencio largo y tirante se extiende en la línea.
Al final, y luego de un largo debate interno, me aclaro
la garganta.
—Dentro de una hora me es imposible atender a esa
cita —digo, muy a mi pesar, y con la voz temblorosa
debido a las emociones—, pero puedo a las siete de la
tarde.
—Perfecto. —El señor Bautista suena más ligero y
amable ahora—. Le informaré al señor Avallone y te
regreso la llamada para hacer la confirmación de la cita.
Que tengas bonita tarde, Tamara.
Y así, sin darme tiempo de decir nada, me cuelga el
teléfono.

Han pasado ya casi tres horas desde que tuve la crisis


nerviosa en mi apartamento y aún no logro reponerme de todo.
Aún no logro recuperar el control sobre mí misma, y de todos
modos estoy aquí, andando a paso apresurado por la acera en
dirección al edificio corporativo de Grupo Avallone.
No he tenido cabeza alguna para intentar verme
decente. Antes de salir, lo único que pude hacer por mi
lamentable aspecto, fue amarrar mi cabello en un moño
despeinado y poner algo de máscara para pestañas en mis
ojos. Luego de eso, tomé mi bolso y salí de la casa sin
siquiera revisar si llevaba todo lo necesario.
No fue hasta que me subí al autobús que me di cuenta
de que ni siquiera traigo el teléfono celular. Lo único que
llevo conmigo, es un billete de cincuenta pesos, el libro
que estoy leyendo, una pluma y una libreta diminuta
donde suelo escribir las escenas que se me ocurren para
mis historias cuando estoy fuera de casa.
No pierdo el tiempo cuando llego al enorme edificio
de Grupo Avallone y me encamino hasta la recepción una
vez adentro. Estando allí, le anuncio mi llegada a la mujer
detrás del escritorio y ella me indica que debo subir a la
oficina donde Gael se encuentra.
El camino al ascensor es casi tan corto como el viaje
que me separa del piso al que me dirijo; sin embargo, en
el estado de letargo nervioso en el que me encuentro, se
me antoja eterno.
No debería estar aquí. Debería estar recuperándome
de la sombra ansiosa que no me ha dejado tranquila en
todo el día.
Detesto esta sensación. Odio no ser dueña de mí
misma y sentir como si fuese otra persona. Una que
enterré hace mucho y que no quiero que vuelva a la
superficie nunca más.
El sonido de las puertas abriéndose delante de mí me
saca de mis cavilaciones, pero el mi cuerpo me exige que
vuelva sobre mis pasos y vaya a casa.
Avanzo hacia el recibidor que se encuentra afuera de
la oficina del magnate. La secretaria no se encuentra en
su lugar.
«Quizás se encuentra ahí dentro. Con él».
El pensamiento que en otro momento me habría
parecido divertido, en estos momentos me parece
enfermo.
No quiero volver a encontrarlo como lo hice la
primera vez. No quiero tener que lidiar con un Gael
iracundo, cuando debería ser yo la furiosa por la manera
tan infantil e inmadura en la que me hizo venir a su
oficina.
Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos.
Cuando los abro de nuevo, avanzo con lentitud hasta
las puertas dobles de la entrada a la oficina y, agudizando
el oído, llamo una vez.
Me cercioro de que el golpeteo de mi puño sea fuerte
y firme.
No hay respuesta del otro lado.
—Maldita sea… —mascullo, en un susurro apenas
audible.
Llamo una vez más.
Nadie responde.
Mis ojos se cierran una vez más y muerdo la parte
interna de mi mejilla mientras trato de deliberar qué
demonios hacer.
Un tercer intento viene y, de nuevo, no obtengo el
resultado deseado. Nadie allí dentro atiende a mi llamado.
—Sabes llamar a las puertas después de todo. —La
voz a mis espaldas me hace dar un salto en mi lugar y,
con violencia, giro sobre mis talones para encarar la
figura imponente del hombre que se encuentra de pie a
pocos pasos de distancia de mí.
Gael Avallone me mira como si fuese un completo
chiste y la irritación se dispara en mi sistema por eso.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué necesidad hay de
asustar a la gente? —espeto, con más brusquedad de la
que me gustaría, al tiempo que acomodo el tirante de mi
bolso sobre mi hombro.
Una de las cejas de Gael se alza con condescendencia
y el coraje aumenta otro poco.
—Hoy luces particularmente encantadora, Tamara. —
El sarcasmo en la voz del magnate me hace querer
golpearle la cara una y otra vez, pero me las arreglo para
alzar el mentón y erguir la espalda.
—Gracias —digo, con toda la naturalidad que puedo
imprimir en la voz.
Un brillo de algo extraño se apodera de su mirada al
instante, pero desaparece tan pronto como llega.
—¿Estás bien? —pregunta, de pronto, y todo dentro
de mí se tambalea.
La inquietud, que se había mantenido a raya, se
detona y una nueva oleada de pánico me azota.
—¿Por qué no habría de estarlo? —sueno más a la
defensiva de lo que me gustaría.
Los ojos de Gael, clavados en mí, me recorren con
lentitud de pies a cabeza. Después, niega con un
movimiento suave.
—Luces… extraña.
—Gracias.
El magnate frunce el ceño ligeramente. Luce
confundido. Fuera de balance.
—Me alegra mucho que te hayas hecho el tiempo de
atenderme esta tarde —dice, dejando pasar la tensión del
momento. No me pasa desapercibido el aire burlón con el
que habla. Sé que trata de aligerar el ambiente, pero ahora
mismo no puedo seguirle la corriente. Por más que
quiera, no puedo hacerlo—. Como habías dicho que
estabas ocupada…
—Quiero que sepas que pienso que ese movimiento
ha sido bajo. Incluso para ti —digo, porque sé que eso es
lo que quiere escuchar—. Pero tampoco voy a darte el
poder de volver a hacerlo. Si juegas esa carta una vez
más, olvídate de mí. No escribiré tu biografía y no me
importa cuánto tenga que pagarle a la editorial por la
rescisión del contrato que firmé.
Una media sonrisa torcida se desliza en los labios de
magnate.
—¿Entramos? —dice, ignorando por completo mi
amenaza, al tiempo que señala la oficina que se encuentra
a mis espaldas.
Yo no digo nada. Me limito a asentir con dureza antes
de seguirlo dentro de la habitación.
—Creí que estabas aquí con tu secretaria —digo una
vez que estamos dentro de la estancia—. Como no la vi
allá afuera…
La mirada que me dedica por encima del hombro es
tan severa, que tengo que reprimir la pequeña sonrisa que
amenaza con apoderarse de mí.
—Camila termina su jornada a las seis de la tarde. Ya
se fue a casa —informa—. Yo tuve una reunión con unos
accionistas extranjeros. Por eso no me encontraba aquí
cuando llegaste.
Asiento.
—Eso lo explica todo. —Agradezco a mi voz por
sonar ligera mientras hablo—. Estaba muy preocupada de
tener que entrar y encontrarte follando con ella otra vez.
Gael detiene su andar para encararme.
Su expresión es severa ahora.
—¿Es necesaria la indiscreción, Tamara?
Esta vez, no reprimo la sonrisa que se asoma en mis
labios.
—¿Tienen algo serio?
La advertencia en la mirada del magnate no hace más
que incrementar la satisfacción dentro de mí. No hace
más que diluir un poco la nube de melancolía que llevo
encima el día de hoy.
—No —dice, aunque sé que no quiere darme razón de
nada—. Yo no tengo nada serio con nadie.
—¿Ni siquiera con la mujer con la que fue
fotografiado y subido a un blog de chismes?
Las cejas del magnate se disparan al cielo.
—Alguien ha hecho la tarea —apunta, al tiempo que
se deja caer sobre la enorme silla giratoria frente a su
escritorio.
Me encojo de hombros.
—No he indagado demasiado. Solo lo suficiente.
Señala una de las sillas que se encuentran delante de
su escritorio y yo, obediente, me siento.
—¿De que deseas hablar ahora, Tamara? —Soy
plenamente consciente de que ha evadido mi
cuestionamiento inicial.
—De tus relaciones sentimentales está bien para mí
—resuelvo.
—De ninguna manera —dice tajante.
—¿Para qué me preguntas acerca de qué quiero
hablar, si no vas a concederme el placer de elegir? —me
quejo. Llegados a este punto, me siento un poco más…
ligera.
—Hablemos de otra cosa. No tengo humor de hablar
de mi vida sentimental.
Un bufido escapa de mis labios.
—De acuerdo —digo, solo porque hoy no estoy de
humor para pelear con él—. Hábleme sobre la vida que
llevó en España con su madre.
El hombre delante de mí comienza a hablar. El relato
sobre la mujer independiente que dio crianza a un hijo
mientras trabajaba de tiempo completo, no logra
mantenerme atenta. Al contrario, lo único que consigue
es hacerme divagar y fundirme en el mar de recuerdos
que me ha dado caza desde que empezó el día.
Por más que trato de poner atención a lo que Gael
dice, no puedo pensar en nadie más que en Isaac. No
puedo hacer más que recordar esa noche y hundirme poco
a poco en las arenas movedizas que son mis memorias.
La pelea previa, mi salida sin permiso a mitad de la
noche solo para hablar con él, la reconciliación en la parte
trasera de su coche, mi insistencia en ir a esa estúpida
fiesta, el alcohol, la música, los disparos… todo comienza
a apilarse en mi cabeza, haciéndome imposible
concentrarme en otra cosa y volver a la realidad.
—¿Tamara? —La voz ronca y profunda me trae de
vuelta al aquí y al ahora y, de pronto, me encuentro
parpadeando con fuerza para fijar la atención en Gael y
alejar las lágrimas que han comenzado a acumularse en
mis ojos.
El magnate me mira con el entrecejo fruncido y
expresión confundida.
—¿Te encuentras bien? —pregunta y, esta vez, no soy
capaz de ocultar la vergüenza y el bochorno.
Mis párpados se cierran y tomo una inspiración
profunda.
El temblor de mis manos es incontrolable y el latir de
mi corazón es desbocado.
No puedo hablar.
No puedo decir nada.
No puedo hacer otra cosa más que quedarme aquí,
quieta, mientras intento contener el monstruo de
recuerdos que amenaza con consumirme.
—¿Tamara? —La voz de Gael invade a mis oídos en
la lejanía, como si llegase a mí luego de haber pasado por
un túnel largo y oscuro.
No puedo respirar. El aire no llena mis pulmones y la
habitación se reduce tanto, que me siento atrapada.
—¡Tamara!
Mis oídos zumban, el pulso me golpea con violencia
detrás de las orejas, el sonido de mi respiración es agitada
y temblorosa.
—¡¿Pero qué cojones…?! ¡Tamara! ¡Respira!
Un sonido estrangulado se me escapa de los labios en
el instante en el que un par de manos grandes me
sostienen por los brazos. Trato de deshacerme del agarre
firme, pero no lo consigo, así que forcejeo con más
intensidad.
—¡Tamara! ¡Tamara, mírame!
Las manos abandonan mis brazos y se ahuecan en mi
rostro. Mi cabeza es sostenida con firmeza y, de pronto,
me encuentro mirando fijamente el rostro excesivamente
cercano de Gael Avallone; contemplando las tonalidades
ambarinas de sus ojos y la fuerza de su ceño fruncido.
—Respira, Tamara —dice, con la voz enronquecida y
siento como sus pulgares acarician mis mejillas.
Aliento cálido me golpea la comisura de los labios y
otra clase de emoción, una densa y dulce, se mezcla con
el pánico que me envuelve.
—Respira conmigo, Tamara.
Capítulo 10
El sonido de mi respiración agitada y entrecortada es lo único
que soy capaz de escuchar.
Los labios del hombre que me sostiene se mueven y
pronuncian palabras, pero estas no llegan a mí. Me di-cen
cosas que no logro entender porque estoy demasiado alterada.
Demasiado ansiosa. Demasiado asustada.
Lágrimas calientes me nublan la vista y mi boca se abre
para jadear en busca de aire cuando mi nariz es incapaz de
conseguir suficiente. El terror que me provoca no poder
respirar hace que comience a revolverme en mi lugar, pero
Gael —quien no ha dejado de hablarme— me sostiene donde
me encuentro.
Mis manos se apoderan de las suyas —las cuales no han
abandonado mi cara ni un solo momento— y las estrujo con
violencia. Si no me mordiese las uñas, seguramente ya le
habría dejado marcas de lo fuerte que estoy apretándole.
La ansiedad, la frustración y el pánico me hunden. Me
dominan y me hacen imposible pensar en nada. Me hacen
imposible dejar de respirar como si el aire existente en el
mundo fuese insuficiente para mí.
Cierro los ojos.
Lágrimas pesadas se deslizan por mis mejillas y siento
como la frente de Gael se une a la mía. Como su aliento cálido
me golpea la boca de lleno.
El aroma fresco y varonil del perfume caro que utiliza
inunda mis fosas nasales; algo intenso, desconocido y
abrumador aletea en mi pecho y me aferro a él. Me aferro a él
porque es lo único que puedo sentir. Es lo único, además del
pánico, que puedo procesar.
Un pulgar acaricia mi mejilla. Unos nudillos me rozan la
mandíbula en una caricia dulce y un escalofrío me recorre de
pies a cabeza.
Mis manos se deslizan por los brazos del magnate —quien
no deja de desperdigar caricias dulces en mi rostro— hasta
llegar a su pecho. Entonces, cierro los dedos para aferrarme al
material del saco que lleva puesto. En respuesta, lo único que
consigo, es que se acerque un poco más.
Agacho la cara, de modo que mi frente queda presionada
contra su barbilla. Gael desliza su tacto hasta posarlo sobre
mis hombros y envuelve los brazos a mi alrededor.
El abrazo es doloroso. Es incómodo y, por extraño que
parezca, es… liberador. No puedo describirlo de otra manera.
Es como si estuviese expulsando fuera de mí toda la tensión
nerviosa que llevo acumulada. Es como si, por medio de la
presión excesiva, Gael estuviese liberándome del terror que se
cuela en mis huesos.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, poco a poco, sea
capaz de percibir algo más que el sonido entrecortado de mi
respiración. Antes de que el sonido de mi pulso disminuya y
me permita darme cuenta de que el hombre que me sostiene en
brazos, no ha dejado de susurrar palabras tranquilizadoras para
mí.
El tono melifluo que utiliza no hace otra cosa más que
introducirme en un estado de extraño sopor. Un peculiar
estado de tranquilidad ansiosa que soy incapaz de sacudir
fuera de mi sistema.
—Eso es, Tam… —La voz de Gael llena mis oídos, y me
sobrecoge el tono protector y dulce que utiliza—. Respira
profundo. Así…
Y así lo hago.
Como puedo, y al ritmo que él impone, inhalo y exhalo
largas bocanadas de aire. Inhalo y exhalo largas bocanadas de
estrés, miedo y angustia.
El tiempo pasa lento. Quizás lo hace rápido. No lo sé. Lo
único que sé, es que no puedo —quiero— apartarme. Lo único
que sé es que, sea lo que sea que Gael está haciendo, está
funcionando. Está consiguiendo mantener a raya el pánico
insistente que me atenazaba el cuerpo hace apenas unos
instantes.
—Todo está bien, Tam —Gael susurra y, esta vez, soy
capaz de sentir cómo los cabellos sueltos alrededor de mi oreja
se mecen con el ritmo de su aliento—. No pasa nada. Estoy
aquí contigo. Estás bien.
Otro escalofrío me recorre.
—Vamos, Tamara —insiste, en el mismo tono suave y
dulce de hace un rato—. Respira. Respira hondo.
Y así lo hago. Concentro toda mi atención en la tarea que
él mismo ha impuesto y no me detengo hasta que mi
respiración se acompasa. Hasta que lo único que soy capaz de
percibir, es el sonido de los susurros amables de Gael.
Con el paso de los minutos, la bruma a mi alrededor se
disipa y me permite ser un poco más consciente de mi entorno.
Nadie dice nada. Nadie se mueve.
Entonces, con mucha lentitud, el peso de lo que acaba de
suceder comienza a asentarse sobre mis huesos.
Me siento avergonzada hasta la mierda. Humillada en
formas que ni siquiera yo misma soy capaz de comprender, y
quiero disculparme. Quiero pedir perdón una y otra vez por
este episodio tan desagradable por el que acabo de pasar y, al
mismo tiempo, quiero gritarle a Gael Avallone por haberme
obligado a venir a verlo. Por haberme obligado a salir de mi
casa cuando no debí hacerlo en primer lugar; pero, en lugar de
hacer todo aquello, me quedo aquí, quieta, aferrando mis
entumecidos dedos al saco caro que lleva puesto. Aferrándome
a la poca dignidad que me queda.
La fuerza del abrazo de Gael ha disminuido
considerablemente —ahora es solo un gesto que se me
antoja… dulce—, el temblor de mis manos ha desaparecido
casi por completo y la sensación de asfixia que me llenaba de
pánico hace unos instantes, se ha convertido en la sombra
sorda de un dolor en la garganta.
Trago duro.
Una de las manos que me sostiene abandona el abrazo en
el que he sido envuelta y, sin más, se dedica a apartar
mechones rebeldes que vuelan sueltos fuera del moño
despeinado que llevo en la cabeza.
El gesto envía un choque eléctrico por todo mi cuerpo y
me quedo quieta —muy quieta— mientras absorbo la forma en
la que los dedos largos de Gael colocan mi cabello detrás de
mi oreja.
—¿Mejor? —El magnate susurra, al cabo de un largo
momento de absoluto silencio.
No respondo. Me limito a asentir con lentitud, al tiempo
que me aparto un poco, y siento cómo la tensión en los
hombros del magnate disminuye.
—Llamaré al médico del edificio.
—¡No! —El disparo de ansiedad que me recorre es tan
intenso, que no puedo contenerlo. Que temo que pueda
ponerme a hiperventilar de nuevo en cualquier instante.
—¿Por qué no? Tamara, acabas de tener una crisis
nerviosa. Necesitas…
—Por favor, no —suplico con un hilo de voz, sin siquiera
atreverme a mirarlo a la cara—. Solo quiero ir a casa.
Gael no dice nada. De hecho, tampoco se mueve durante lo
que se siente como una eternidad y, cuando por fin lo hace, es
para apartarse de mí por completo.
El vacío que dejan sus brazos en mí es tan grande, que me
siento vulnerable.
No me atrevo a alzar la vista del suelo. Estoy tan
avergonzada, aturdida y humillada, que no me permito el lujo
de mirar al magnate. Mucho menos ahora que me he dado
cuenta de que estoy sentada en el suelo de su espaciosa
oficina.
«¿Cómo demonios llegué al suelo?».
Mis ojos se cierran con fuerza una vez más y soy capaz de
sentir cómo la humedad de las pestañas me moja la parte alta
de los pómulos. La vejación y la vergüenza incrementan otro
poco.
Como puedo, y haciendo acopio de la poca dignidad que
me queda, me pongo de pie. Mis piernas se sienten
temblorosas y débiles, pero trato de no hacerlo notar al tiempo
que, sin siquiera alzar la vista de la duela que cubre el
despacho, ubico mis cosas —las cuales están regadas por todo
el suelo de la habitación.
Rápidamente, me arrodillo para tomarlas, pero una mano
fuerte y firme me sostiene por el codo de un movimiento suave
pero autoritario. Mi vista viaja a la figura que, poco a poco, se
acuclilla a mi lado, y mi corazón se salta un latido cuando, sin
siquiera dedicarme una mirada, Gael comienza a recoger mis
pertenencias del suelo.
Un centenar de emociones intensas, dolorosas y
abrumadoras colisionan en mi interior y de pronto no puedo
hacer nada más que mirarlo. No puedo hacer otra cosa más
que admirar la línea dura que dibuja su mandíbula apretada
mientras introduce todas mis cosas en el bolso que traje
conmigo.
Se pone de pie.
Yo, sin saber muy bien qué hacer, lo imito. Esta vez, no me
molesto en fingir que no me siento afectada por sus acciones.
Me permito mostrarme tan sorprendida y aturdida como me
siento.
—Gracias —digo, con la voz temblorosa e inestable, al
tiempo que estiro mi mano para alcanzar el bolso que Gael
sostiene.
No me permite tomarlo.
—Siéntate. Voy a traerte un vaso con agua antes de que te
vayas —dice, al tiempo que me dedica una mirada dura pero
preocupada.
Mi corazón se estruja una vez más.
—De verdad, me gustaría irme ya —digo, porque es cierto.
La duda surca la expresión del magnate durante unos
largos instantes, pero, finalmente, asiente.
—Bien —dice—. Vamos.
—¿Qué?
—Voy a llevarte hasta la puerta de tu casa, Tamara.
Mi cabeza se sacude en una negativa incrédula.
—No es necesario. En serio.
Esta vez, la dureza en la mirada de Gael es tanta, que tengo
que reprimir el impulso que tengo de encogerme sobre mí
misma.
—No estoy preguntándote si quieres o no que te lleve —
refuta, con determinación—. No puedo dejar que te marches
en este estado. Si no quieres esperar a que venga un médico a
revisarte y ni siquiera quieres esperar a que te recuperes del
todo, lo menos que puedo hacer, es llevarte hasta la puerta de
tu casa.
Un nudo comienza a instalarse en mi garganta y no sé
cómo sentirme. No sé si quiero pedirle que me deje en paz o
agradecer la preocupación que siente por mí. Ni siquiera sé
cómo mirarlo a la cara sin querer que la tierra se abra y me
trague.
—Déjame llevarte hasta tu casa, Tamara. —El tono dulce
que utiliza me saca de balance—. Por favor.
Cierro los ojos con fuerza y desvío la mirada.
Una inspiración profunda es inhalada por mi nariz y la
indecisión se apodera de mis huesos. Una parte de mí dice que
dejarlo adentrarse de esta manera en mi vida no es una
decisión inteligente, pero la otra no deja de susurrarme una y
otra vez que lo único que Gael quiere es ayudar. Es cerciorarse
de que me encuentro bien.
—Gael…
—Tamara, solo quiero asegurarme de que llegues bien. No
te estoy pidiendo que me dejes llevarte a un hospital. Tampoco
estoy pidiéndote explicaciones de nada. Solo déjame llevarte
hasta la puerta de tu casa —pide, en voz baja y ronca—. Por el
puñetero bien de mis nervios, déjame llevarte a tu casa. No
voy a dormir tranquilo si no lo hago.
Guardo silencio.
—Por favor… —insiste, en voz tan baja, que apenas puedo
escucharlo.
—De acuerdo —digo, al cabo de unos instantes.
En ese momento y sin perder un solo segundo, Gael
asiente y se apresura a tomar el maletín que se encuentra
colgado en el perchero de la estancia. Luego de eso, se
encamina hasta donde me encuentro y, sin soltar mis
pertenencias, señala en dirección a la salida de la oficina en un
claro gesto de retirada.
Yo, sin esperar a que diga nada, avanzo hasta la salida.
Llegar al estacionamiento del edificio es sencillo.
Localizar el auto costoso en el que se mueve el magnate, lo es
más. Es el único coche en este lugar que pareciera como si
pudiese gastarse si lo miras demasiado. No sé mucho de autos,
pero estoy casi segura de que es un BMW. Si no lo es, se
parece demasiado al modelo que mi padre y Fabián estaban
admirando la otra noche por internet.
Gael, sin decir nada, abre la puerta del copiloto para mí.
Yo, sin pensarlo, me introduzco en el vehículo. Acto seguido,
la puerta es cerrada a mi lado y la figura del magnate aparece
en mi campo de visión, mientras rodea el coche para llegar a la
puerta del conductor.
Cuando el hombre se sienta a mi lado, lanza su maletín y
mi bolso en el asiento trasero.
—Cinturón —dice, en un tono tan demandante, que me
saca de balance; y, luego, comienza a ponerse él el suyo. Al
cabo de unos instantes de absoluto aturdimiento, lo imito.
El rugido del imponente motor al encender hace que la
sombra de un recuerdo oscuro salga a la superficie, pero me
las arreglo para empujarlo lejos lo mejor que puedo.
—¿Hacia dónde vamos? —Gael pregunta, al tiempo que
ajusta el espejo retrovisor antes de echar el coche en reversa.
—La colonia se llama Jardines del Sur —digo, en un
susurro tímido.
—No la conozco.
Hace una mueca de disculpa.
—No importa —digo—. Yo te guío.
Gael asiente y, sin más, sale del estacionamiento
subterráneo del edificio y se direcciona hacia la avenida más
cercana.
El camino hasta mi casa es silencioso. El único momento
en el que la quietud y el silencio son interrumpidos, es cuando
habla por teléfono con —según lo que masculló— su gente de
seguridad, a quienes le informa que ha tenido que abandonar
su oficina antes de lo previsto, y cuando le doy indicaciones
sobre el camino que debe tomar.
De vez en cuando, me tomo el atrevimiento de mirarlo de
reojo conduciendo y no puedo evitar preguntarme el motivo
por el cual no tiene un chofer a su servicio. Me digo a mí
misma que, cuando sea el tiempo y las circunstancias se den,
le preguntaré al respecto. Solo así, soy capaz de enfocar mi
atención en el camino que recorremos.
Nos toma alrededor de cuarenta y cinco minutos llegar al
edificio departamental en el que vivo, pero no es hasta que
aparca en uno de los reducidos espacios del estacionamiento,
que la realización de lo que está ocurriendo cae sobre mí como
balde de agua helada.
Gael Avallone está aquí, afuera de mi casa. En un lugar al
que no pertenece en lo absoluto. En una zona de la ciudad que
jamás habría pisado de no ser por mí, y eso, por sobre todas las
cosas, me hace sentir incómoda. Avergonzada.
Si bien este lugar no entra en los estándares de lo
peligroso, ni en los de bajos recursos, no puedo evitar notar
cuánto desentona su coche con los del resto de mis vecinos.
Seguramente, en la zona en la que vive, es normal ver este
estilo de coches rondando por todos lados; sin embargo, aquí,
en una colonia de clase media baja, luce ostentoso por sobre
todas las cosas.
Y no se trata solo del auto. Se trata de él. Del tipo de
persona que es. Gael Avallone no pertenece a lugares como
este. Desentona en este tipo de mundo —mi mundo—, y eso
me incomoda de sobre manera.
«¿Por qué te molesta tanto?».
—¿Vives sola? —La voz ronca de Gael me saca de golpe
de mis cavilaciones.
Al cabo de unos segundos, niego con la cabeza. Sigo sin
atreverme a mirarlo.
—Vivo con una chica y un chico. Estudiantes también —
digo, aunque sé que no le debo explicaciones de nada. No se
siente como si se las estuviese dando de todos modos.
Por el rabillo del ojo, lo veo asentir.
—¿La zona es segura?
La confusión me invade y poso mi atención en él.
—Tan segura como lo puede ser cualquier colonia de la
ciudad —digo. El aturdimiento y el desconcierto son palpables
en mi tono.
Gael no despega la vista del edificio que se encuentra
delante de nosotros, pero asiente una vez más. Me da la
impresión de que evita mirarme.
«¿Por qué?».
—¿No tienes coche?
—No.
No me atrevo a apostar, pero creo haberlo visto apretar los
dedos alrededor del volante.
—¿Viajas desde aquí hasta mis oficinas cuando tienes
nuestras reuniones?
Mi ceño se frunce en un gesto perplejo.
—A veces lo hago desde el trabajo, otras desde la escuela
y unas cuantas desde aquí —digo, sin saber a dónde quiere
llegar con el interrogatorio.
Su mandíbula se aprieta.
El silencio que le sigue a mis palabras es tenso y tirante,
pero ninguno de los dos hace nada por romperlo.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, sintiéndome más
incómoda que nunca, me aclare la garganta.
—Gracias por traerme —digo, en voz baja, a manera de
despedida cordial.
No responde.
—Nos vemos luego —insisto, al cabo de unos segundos de
silencio y me deshago del cinturón de seguridad que me
mantiene fija en el asiento. Luego, tomo mi bolso del sillón
trasero y abro la puerta del vehículo.
—Voy a asignarte un chofer. —La voz de Gael llena mis
oídos en el instante en el que pongo un pie fuera del coche y
me congelo por completo.
Mi corazón se salta un latido.
—¿Qué?
La mirada dura y preocupada de Gael se fija en mí y mi
estómago se estruja ante la intensidad con la que me observa.
—Voy a asignarte un chofer que te traiga a casa luego de
nuestras reuniones —dice y una emoción extraña e
indescriptible me calienta el pecho.
—De ninguna manera —digo tajante, pero, de alguna
forma, logro sonar avergonzada y temerosa.
—No está a discusión, Tamara —dice él, pero no suena
como si tratase de imponer su voluntad. Al contrario, se siente
como si estuviese pidiéndome permiso para hacerlo.
—No necesito un chofer —refuto—. No quiero uno.
—Vives muy lejos.
—Tus oficinas son las que se encuentran al otro lado de la
ciudad —sueno más indignada de lo que me gustaría—, pero
ese no es el punto. El punto aquí es que no me debes nada. No
hay necesidad alguna de que me asignes un chofer —sacudo la
cabeza—. ¡Ni siquiera somos amigos, por el amor de Dios!
—Tamara…
—No, Gael —lo interrumpo—. No te equivoques
conmigo. No quiero nada que tenga que ver con tu dinero. No
necesito que hagas nada por mí. No sé con qué clase de
mujeres estás acostumbrado a tratar que permiten que les des
todo, pero yo no soy así. El día que necesite volver a casa
temprano, tomaré un Uber, un taxi o cualquier otra cosa.
Agradezco las buenas intenciones, pero no me sentiré bien
conmigo misma si te permito hacer esa clase de cosas por mí.
Algo salvaje se apoderada del rostro del magnate y la
emoción extraña en mi pecho ruge en respuesta.
—Me preocupo por ti, Tamara —dice y un puñado de
rocas se asientan en mi estómago.
—Y lo agradezco —asiento. Trato de sonar resuelta, pero
sé que no lo consigo del todo—, pero eso no quiere decir que
voy a permitirte hacer esa clase de cosas por mí.
Una negativa sacude la cabeza del magnate.
—¿Por qué no puedes ser como todas las demás? —dice,
pero no suena como si estuviese hablando conmigo—. ¿Por
qué, en el jodido infierno, tienes que ser de esta manera?
Me encojo de hombros, en un gesto que pretende ser
despreocupado.
—Tengo que irme —digo, para evitar responder a sus
preguntas.
—¿Te veré pronto? —El tono ansioso que escucho en su
voz hace que mis niveles de nerviosismo se disparen un poco
más.
—Sí.
Él asiente.
—Estaré esperándolo con ansias —dice y, sin que pueda
evitarlo, una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.
—Yo también, Gael —admito, y mi pecho se llena de una
sensación abrumadora e intensa. Antes de que pueda ponerme
a analizarla, la empujo lejos de mi sistema.
Luego, cierro la puerta del coche y me encamino hasta la
entrada del edificio departamental en el que vivo. Una vez ahí,
me detengo unos instantes solo para mirar hacia atrás y
comprobar que el magnate aún no se ha marchado.
Una sonrisa eufórica amenaza con abandonarme cuando
me doy cuenta de que sigue aquí, pero la contengo como
puedo y, haciendo acopio de mi dignidad y mi serenidad
fingida, me echo a andar escaleras arriba, en dirección al
apartamento en el que vivo.
Capítulo 11
Estoy completamente segura de que mi corazón va a hacer un
agujero en mi pecho y va a escapar corriendo en cualquier
momento. Tengo la certeza de que las ganas que tengo de
vomitar van a ganarme la batalla y voy a hacer el ridículo en el
instante en el que ponga un pie dentro de la oficina de Gael
Avallone.
Casi puedo verme disculpándome como idiota una y otra
vez. Casi puedo verlo a él, con gesto asqueado, mirándome
atónito.
«¡Basta! —Grita mi subconsciente—. ¡Deja de hacerte
historias en la cabeza! ¡No ocurrirá nada! ¡Entrarás ahí y
actuarás como si nada hubiera pasado la última vez que
estuviste aquí!».
El sonido de las puertas del elevador abriéndose, hacen
que todo mi cuerpo se tense en respuesta, pero me las arreglo
para echarme a andar rumbo a la recepción que se encuentra
afuera de la oficina del magnate.
Camila, la secretaria del hombre, se encuentra en su lugar
de trabajo y el alivio que eso trae a mi sistema es grande e
indescriptible.
Me digo a mí misma que el gusto absurdo que siento, es
solo porque no deseo verme en la incómoda situación de ver a
Gael enrollándose con ella y, con esto en la cabeza, me acerco
al escritorio para anunciar mi llegada.
La chica, a la cual no le calculo más de veinticinco, me
recibe con una sonrisa amable que no soy capaz de responder
con la sinceridad debida. No sé por qué he desarrollado esta
extraña aversión hacia ella. No es algo que me haga sentir
cómoda u orgullosa de mí misma, pero no puedo evitarlo. No
puedo dejar de sentirme incómoda con su cercanía.
—Llegaste temprano —la chica dice, con amabilidad, pero
no le respondo, me limito a esbozar una sonrisa amable.
Ella no parece notar el repele que le tengo y empieza a
parlotear acerca de lo insistente que se encontraba Gael por
concretar nuestra cita de hoy. Acto seguido, se comunica con
él por medio del teléfono que tiene en el escritorio y le anuncia
mi llegada. Instantes más tarde, me dice que el magnate está
esperándome dentro y yo, sin esperar a que pueda decir nada
más, me encamino hasta las inmensas puertas dobles de la
oficina.
El hombre que me espera dentro me mira de pies a cabeza
en el instante en el que pongo un pie en la habitación y un
brillo de algo desconocido se apodera de su mirada casi al
instante.
Soy plenamente consciente de que estoy demasiado
arreglada para la ocasión, pero no dejo que eso me avergüence
ni un poco. Al contrario, permito que la seguridad extra que
me da el haberme alisado el cabello y el haberme puesto un
bonito labial rojo en los labios, me lleve a alzar el mentón y
avanzar hasta su escritorio con toda la naturalidad del mundo.
Una vez frente al inmenso mueble, dejo caer la carpeta que
llevo entre los dedos para luego acomodarme en uno de los
asientos que se encuentran frente a él.
—No todos los días el universo me concede el placer de
verte así de guapa —Gael comenta, ignorando por completo lo
que he dejado sobre el escritorio—. ¿A qué se debe?
Me encojo de hombros.
—Saldré con unos amigos de la universidad más tarde —
digo, porque es cierto—. Celebraremos que el martirio al fin
ha terminado yendo a escuchar buena música al bar Mayas que
está en Chapultepec.
—Define buena música.
No me pasa desapercibido el hecho de que está actuando
como si nuestra última interacción no hubiese ocurrido. Como
si el episodio que tuve aquí mismo, en su oficina, jamás
hubiese pasado.
—Rock en español.
—¿Soda Stereo? ¿Héroes del Silencio?…
—Más bien Maná, Cuca o Caifanes —digo, al tiempo que
cruzo una pierna sobre la otra y le guiño un ojo.
«¿Por qué carajo acabo de guiñarle un ojo?».
Una sonrisa sesgada se dibuja en los labios del hombre
frente a mí y sacude la cabeza en una negativa.
—¿Esas son bandas mexicanas? No las conozco —admite
—. Quizás son bandas demasiado modernas para este viejo
hombre.
—En realidad ya tienen varios años de trayectoria —digo
—, pero sí, son bandas mexicanas. Deberías escucharlas algún
día. Son buenas.
Asiente, sin dejar de sonreír.
—Lo haré —dice, al tiempo que toma la carpeta que he
dejado sobre su escritorio—. ¿Debo preguntar qué es esto o
simplemente debo tirarlo al bote de la basura sin echarle una
mirada?
—Es su contrato, señor Avallone —digo, con aire
suficiente—. La última vez que estuve aquí no tuve
oportunidad de traerlo, pero ahora no lo olvidé. Léalo cuando
le parezca conveniente y, cuando lo firme, usted y yo
tendremos una relación laboral increíble.
—¿Ya volvimos a hablarnos de «usted»? —dice, mientras
husmea en el contenido del archivador que traje—. Creí que
habíamos superado la etapa en la que me veías como un
anciano decrépito.
Mis cejas se disparan al cielo.
—¿Perdona? —Sueno más indignada de lo que me
gustaría—. Fuiste tú quien me dejó en claro que no te
interesaba perder formalidades conmigo.
—¿Cuándo dije eso?
Ruedo los ojos al cielo.
—No lo dijiste literalmente, pero me dejaste muy en claro
que no ibas a dejar de hablarme de «usted» porque nuestra
relación era «estrictamente profesional» —refuto y me aseguro
de hacer una mala imitación de su acento cuando pronuncio
las últimas dos palabras.
—¿En serio dije eso?
—Sí que lo hiciste.
—Qué capullo soy, entonces.
Es mi turno de sonreír, muy a mi pesar.
—¿Estamos aquí para discutir el modo en el que te hablo o
vamos a hacer una lectura de ese contrato de una vez por
todas? —digo, para cambiar el rumbo de nuestra conversación.
—Prefiero leer esto en casa con calma —dice, mientras
cierra la carpeta y la coloca sobre el escritorio—. Si tengo
alguna duda al respecto, no dudes ni un momento que te
llamaré para consultarla contigo.
—De acuerdo —digo—. Espero tenerlo firmado lo más
pronto posible. Así trabajamos mejor los dos.
La sonrisa de Gael se ensancha otro poco, pero no dice
nada al respecto. Se limita a negar con la cabeza antes de
acomodarse las mangas del saco a la altura de las muñecas.
—¿De qué quieres que hablemos hoy?
Me encojo de hombros.
—Diga lo que diga, terminaremos hablando de lo que tú
quieras —trato de sonar fastidiada, pero no lo consigo—, así
que sorpréndeme.
Gael se recarga contra el respaldo de su silla giratoria.
—Tengo dos hermanos mayores —dice, al cabo de unos
segundos—. Diana y Antonio. Diana acaba de cumplir treinta
y seis y Antonio tiene cuarenta y ocho.
De inmediato, tomo la libreta que traje conmigo y la abro
en una página nueva para escribir lo que acaba de decirme.
—¿Cómo es tu relación con ellos?
Se encoge de hombros.
—No es tan mala como lo era hace unos años, debo
admitir —dice—; pero tampoco es la mejor.
Mi cabeza se ladea ligeramente, en señal de curiosidad.
—Supongo que ser medios hermanos ha creado una brecha
entre ustedes —me aventuro a decir.
—La sangre no tiene nada que ver aquí —dice—. Es el
dinero de mi padre lo que ha hecho que la brecha sea
gigantesca. —Me regala una sonrisa cargada de disculpa—.
Antonio creyó que mi padre le heredaría su emporio. Ya
podrás imaginar cómo se pusieron las cosas cuando se enteró
de que sería yo quien manejaría Grupo Avallone y no él. —
Sacude la cabeza en una negativa. No me mira directamente.
De hecho, luce como si estuviese absorto en sus recuerdos—.
En cuanto a Diana se refiere, ella simplemente hace lo que
Antonio le dice. Si él le pide que no me dirija la palabra, Diana
lo hace. —Un suspiro pesaroso se le escapa—. Detesto
decirlo, pero es una mujer con muy poco carácter. Es la
sombra del hombre al que escogió por marido y, cuando era
más joven, era la sombra de Antonio. Es una lástima, porque
es una mujer bastante impresionante. Y no hablo solo del
exterior.
Mientras me habla acerca de su hermana, no puedo evitar
pensar en la mía. No puedo evitar sentir como si estuviese
escuchándolo hablar de Natalia y de la forma en la que, poco a
poco, fue apagándose para convertirse en la sombra de Fabián.
—Entiendo lo que dices —asiento, luego de que termina
de hablar—. Mi hermana solía ser una chica bastante
efervescente, fresca, abierta… —Hago una pequeña pausa
para alzar la vista y encarar al hombre que ahora me escucha
con atención—. Y, entonces, se casó. —Niego con la cabeza,
al tiempo que ruedo los ojos al cielo—. Se casó con el hombre
más imbécil que he conocido en mi vida y se transformó en
esta criatura extraña que trata, desesperadamente, de ser la
esposa ideal. La esposa perfecta.
—Es bastante lamentable ver como algunas personas se
pierden en la búsqueda de hacer feliz a otras —Gael habla y
poso toda mi atención en él—. La gente cree que el amor se
trata de sacrificio. Que se trata de renunciar a tu propia
felicidad con tal de ver al otro siendo feliz.
—¿De qué trata el amor, Gael? —pregunto, con genuina
curiosidad.
—De aceptación —dice—. De complementarse el uno al
otro. De no depender, sino de crecer en conjunto. Para mí, de
eso trata el amor.
—¿Alguna vez has estado enamorado? —La pregunta sale
de mis labios sin que pueda procesarla. No es hasta que
abandona mi boca, que me doy cuenta de lo que acabo de
preguntarle y de las pocas probabilidades que tengo de que me
responda.
—¿Quién no lo ha hecho? —dice, para mi sorpresa, y la
sonrisa que esboza se me antoja nostálgica. Triste—. Pero
estar enamorado no es lo mismo que amar a alguien. El
enamoramiento es pasajero. El amor de verdad prevalece y se
fortalece con el tiempo.
—Permíteme corregir mi pregunta: ¿Alguna vez has
amado a alguien?
Los ojos del magnate se llenan de una emoción
desconocida para mí y quiero preguntar qué es lo que le pasa
por la cabeza ahora mismo.
—Estábamos hablando de mis hermanos —apunta, pero no
suena como si estuviese molesto o incómodo con mi
interrogatorio.
—Tú te desviaste a medio camino —lo acuso—. Yo no
tengo la culpa de nada.
—¿Qué me dices de ti, Tamara? —Ignora mi queja,
mientras se inclina hacia adelante en el asiento y apoya los
codos sobre el mueble de madera—. ¿Te has enamorado? ¿Has
amado a alguien alguna vez?
—Sí —digo, porque es cierto—. Me he enamorado y he
amado. Y me han hecho pedazos el corazón, como a cualquier
ser humano.
—¿Lo admites así? ¿Con esa facilidad?
Me encojo de hombros.
—No me avergüenza decirlo. No es algo malo. Al menos,
no para mí. He aprendido un montón de todas esas
experiencias y es por eso que me hace sentir bien conmigo
misma el decir que he amado, y que me he enamorado, y que
me han roto el corazón.
La sonrisa que esboza ahora es tan cálida y dulce, que algo
dentro de mí se agita con violencia.
—Eres una chica valiente, Tamara —dice, con la voz
enronquecida.
Me encojo de hombros.
—Soy un espíritu salvaje —bromeo y su sonrisa se
ensancha.
—Entonces, deseo de todo corazón que, cuando te cases,
sigas siendo ese espíritu salvaje —dice y mi pulso se acelera al
instante—. No dejes que apaguen ese fuego que llevas dentro.
Manda a la mierda al gilipollas que quiera cambiarte y sé tú
siempre.
Trago duro y, sin saber qué decir, coloco mi cabello suelto
detrás de mis orejas.
—¿Crees que adulándome vas a conseguir que no hable
sobre lo mal que te llevas con tus hermanos? —digo, para
tratar de aligerar el ambiente y una pequeña risa se le escapa
de la garganta.
—No estoy adulándote. Estoy deseándote algo bueno.
—No me mientas. Sé que solo tratas de hacerme sucumbir
ante tus encantos para manipularme.
—¿Crees que poseo encantos suficientes como para
manipularte? —El brillo juguetón que adquiere su mirada hace
que mi corazón se salte un latido.
«¿Está coqueteando conmigo?».
—No te emociones tanto, Gael —digo, e imito el tono
juguetón que escuché en su voz hace un momento—. Ni
siquiera eres mi tipo de hombre.
—¿Qué clase de hombres son tu tipo, Tamara? —El gesto
curioso y analítico que se apodera de su rostro no hace más
que ponerme ansiosa y nerviosa.
—Me gustan los hombres libres —digo, sin dudarlo—. Me
gustan los chicos desinhibidos, que tienen tema de
conversación. Que saben lo que quieren y que trabajan duro
para lograr sus objetivos.
Esta vez, la mirada que el magnate me dedica es tan
intensa, que tengo el impulso de desviar la mía para que no sea
capaz de notar el efecto que tiene en mí. Para que no sea capaz
de notar que estoy nerviosa hasta la mierda.
—¿Qué hay de ti, Gael? ¿Qué clase de mujeres son tu
tipo? —digo, para desviar el tema de conversación.
—Todas las mujeres son mi tipo —dice, con aire arrogante
y socarrón—. Soy de la idea de que un hombre puede ser feliz
con cualquier mujer mientras que no la ame.
—Adueñarte de una cita de Oscar Wilde no va a hacerte
sonar interesante —apunto, sintiéndome un tanto desencantada
e irritada—. Además, esa es una ideología bastante
decepcionante.
—¿Decepcionante? ¿Por qué? ¿Por no querer atarme a
nadie? —dice. Sigue sonriendo como imbécil y eso no hace
más que incrementar la pequeña punzada de coraje que me
atraviesa el pecho.
—Porque habla sobre cobardía. Sobre la poca capacidad
que tienes para comprometerte en serio en algo —digo, porque
realmente lo creo—. Habla sobre el poco respeto que le tienes
a las personas y lo poco que te importa lo que el resto del
mundo siente. Eso, Gael, es decepcionante.
—No entiendo por qué lo ves de esa manera —dice—. No
estoy diciendo que sea deshonesto y juegue con los
sentimientos de las mujeres con las que me involucro. Soy
franco y les hablo acerca de lo poco que me interesa tener algo
en serio con alguien.
—¿Y crees que por decirles que no estás interesado en
algo en serio está bien lo que haces? —La irritación es
palpable en mi tono ahora.
—En ningún momento he dicho que está bien —Gael
suena irritado, también—. Solo estoy diciéndote que soy
honesto. No les bajo el sol, la luna y las estrellas con tal de
follar a mi antojo. Les digo cuales son mis límites y, si ellas lo
aceptan, tenemos algo; si no, pues son libres de ir a buscar a
alguien que les dé eso que buscan.
—Eres un idiota.
—¿Por qué? ¿Por no querer romperle el corazón a alguien?
—Pareciera que a quien proteges es a ti mismo —escupo
—. Pareciera que a quien no quieres que le rompan el corazón,
es a ti.
—Pues a ti pareciera que te gusta que te rompan el corazón
—dice y un destello de irritación me atraviesa el pecho.
—No —espeto, cada vez más molesta—. Me gusta
entregar todo de mí a las personas que me importan y me gusta
que las personas que me rodean sean capaces de ser recíprocas
conmigo. No me gustan las cosas a medias. No me gustan los
romances tibios, ni las amistades a beneficio. Me gusta lo
intenso, lo abrumador, lo duradero… Y, si el precio que tengo
que pagar por ello, es tener el corazón roto, adelante. Que me
lo rompan las veces que sean necesarias.
La sonrisa de Gael —que hace unos minutos era arrogante
y pretenciosa— es diferente ahora. Es un gesto inseguro e
incierto, y no sé cómo tomarlo. En este momento, ni siquiera
sé qué pensar sobre él.
Una parte de mí piensa que es un imbécil mujeriego que no
sabe nada sobre el respeto hacia los demás; pero otra, esa que
es ingenua y que cree el amor puede cambiar a las personas,
piensa que, quizás, algo le ocurrió en el pasado. Piensa que, a
lo mejor, alguien le rompió el corazón de una manera tan
espantosa, que ahora se escuda a sí mismo bajo una careta
desagradable.
El silencio se extiende largo y tirante entre nosotros, así
que decido, por el bien de nuestra conversación, darle tregua.
Decido, por el bien a mis nervios alterados, respirar profundo
y obligarme a abandonar los sentimientos encontrados que me
embargan ahora mismo.
—Creo que nos desviamos un poco del tema central —
digo, al cabo de unos instantes, y le dedico una sonrisa tensa,
solo para hacerle saber que estoy dándole la oportunidad de
cambiar el rumbo de la conversación una vez más—. Estabas
hablándome de cuán enojado estuvo Antonio Avallone cuando
resultaste ser tú el elegido para manejar el negocio familiar.
¿Cómo hiciste para que no tratase de disputar ese puesto?
Aún sueno molesta, así que tengo que respirar profundo un
par de veces más.
Gael luce como si eso lo estuviese ayudando a salir de un
ensimismamiento del que ni siquiera sabía que era preso. Luce
como si estuviese volviendo de un lugar lejano y oscuro en su
cerebro.
—Antonio es un desobligado y un mantenido —dice,
luego de aclararse la garganta. No suena desdeñoso. Tampoco
como si le guardase alguna clase de rencor—, así que le ofrecí
unas cuantas propiedades, una pensión vitalicia ridículamente
grande y unos cuantos millones de euros, a cambio de su firma
en un documento en el que se compromete a no pelear nada de
las acciones de Grupo Avallone si mi padre llega a faltar.
Asiento, sintiéndome un poco menos molesta y un poco
más decepcionada.
—¿Qué hay de Diana? ¿Ella también recibió el mismo
trato que él?
Gael niega con la cabeza.
—Diana se casó con uno de los accionistas más grandes
que tenemos en Grupo Avallone, así que solo me bastaron
unas conversaciones con su marido para que él la convenciera
de que mi nombramiento como presidente del emporio, era lo
mejor que podía ocurrirles. Actualmente, son socios
mayoritarios en varios negocios de exportación que
manejamos, así que les va muy bien conmigo al mando y están
felices al respecto.
—No hubo propiedades para Diana —bromeo, pero una
sensación oscura se ha asentado en mi pecho.
Gael sonríe en respuesta.
—Sí que las hubo —dice, al tiempo que su sonrisa se
ensancha en un gesto que se me antoja incrédulo. Se siente
como si él mismo no pudiese dar crédito a lo que está a punto
de decir—: Recibió varias fincas y residencias que estaban a
nombre de mi padre. Fueron un regalo de bodas de su parte.
Además de que, en el momento en el que mi padre falte, ella
comenzará a recibir una pensión para asegurarle una vejez
cómoda y holgada; bajo los estándares de mi padre, por
supuesto; los cuales rayan en lo ridículo, si me permites
agregar. —Rueda los ojos al cielo—. Todo esto sin mencionar
que, por cada hijo que tenga, mi padre añadirá unos cuantos
ceros a dicha pensión. —Me guiña un ojo y, muy a mi pesar,
sonrío—. Eso, por favor, mantenlo fuera del libro. Ella no lo
sabe y estoy seguro de que, si se entera, comenzará a
plantearse la idea de tener una familia numerosa.
Mi sonrisa se ensancha.
—David Avallone quiere asegurarse de que sus nietos
vivan bien, por lo que veo.
Gael asiente.
—Ha llegado a decirme, borracho, que le heredará todo al
primero de sus hijos que le dé un nieto varón.
—Algo un tanto machista por decir —acoto.
—Bastante, si me lo preguntas —concuerda conmigo.
—¿Qué esperas para casarte y darle nietos? —bromeo, al
tiempo que arqueo una ceja en un gesto socarrón y burlón.
Una risa suave y baja se le escapa y, a pesar de mi enojo,
mi pecho se hincha con una emoción desconocida y poderosa.
—Lo creas o no, el dinero de mi padre no es algo que
realmente me interese —dice y le creo—. Además, no estoy
hecho para el matrimonio. No quiero casarme y mucho menos
quiero tener hijos, así que… —se encoge de hombros.
—¿Sabe tu padre que no estás interesado en sentar cabeza?
Gael asiente.
—No es feliz al respecto —admite—, pero tampoco es
como si fuese un adolescente que se deja manipular. Mucho
menos soy como mis hermanos que, con tal de mantenerse en
su gracia, hacen lo que les pide.
—Háblame acerca de cuándo tus hermanos se enteraron de
tu existencia. De su primer encuentro y esas cosas —lo
aliento, mientras que, olvidándome un poco de mi molestia,
me acomodo en el asiento.
Su rostro rompe en una sonrisa recelosa, pero divertida al
mismo tiempo y se enfrasca en un largo relato.

—La sesión de hoy ha sido provechosa —Gael comenta, al


tiempo que guardo mis cosas dentro de mi bolso.
Una pequeña sonrisa boba se desliza en mis labios, pero
me las arreglo para contenerla mientras lo encaro.
—¿Ves cómo podemos avanzar cuando no te comportas
como un imbécil? —bromeo.
El gesto hostil pero entretenido que esboza, me hace
reprimir una carcajada.
—No eres graciosa, Tamara.
—Por supuesto que lo soy —digo, con aire suficiente—.
Soy hilarante. Deberías estar agradecido de tener la fortuna de
convivir conmigo.
Rueda los ojos al cielo.
—Sí, claro —dice, con sarcasmo—. Mis días son más
interesantes desde que estás en mi vida.
—Lo sabía. —Me encojo de hombros, en un gesto que
pretendo que sea arrogante; pero, llegados a este punto, la
sonrisa que amenazaba con asaltarme ha logrado salir a la
superficie—, pero es bueno que lo admitas.
Acto seguido, me cuelgo el bolso en el hombro y le regalo
mi mejor sonrisa.
—Me voy —anuncio.
—Ve con cuidado —dice—, y diviértete esta noche.
Le guiño un ojo sin que pueda evitarlo.
—Dalo por hecho.
—No bebas demasiado.
—Sé que este es el momento en el que esperas que diga
que no tomo, pero no voy a hacerlo —digo, con aire juguetón,
pero estoy fanfarroneando. En realidad, el alcohol no es mi
cosa favorita en el mundo y no la consumo con frecuencia. De
hecho, cuando salgo con mis amigos, apenas si soy capaz de
terminarme una cerveza—. Voy a beber tanto, que me
vomitaré encima.
No estoy segura de haberlo visto en realidad, pero podría
jurar que acabo de notar un destello de preocupación en su
mirada.
—Entonces asegúrate de rodearte de gente que vaya a
cuidar bien de ti.
Asiento.
—Siempre.
—Avísame cuando estés con tus amigos —dice y la
confusión y la euforia se mezclan en mi pecho—, así me
quedo más tranquilo.
—Suenas como mi papá —bromeo y él suelta una risotada.
—Diviértete, Tamara —dice y, sin esperar más, me giro
sobre mis talones y me encamino hasta la entrada de la oficina.
Me detengo en seco.
La absurda idea que acaba de pasarme por la cabeza es tan
ridícula e idiota que, por un doloroso instante, dudo. Es tan
estúpida, que ni siquiera sé por qué estoy considerando la
posibilidad de decirla en voz alta —tomando en cuenta que,
hasta hace un rato, estaba enojada con él y su manera de tratar
a las chicas con las mujeres con las que se involucra—; sin
embargo, una parte de mí no deja de gritar que lo haga. No
deja de insistir e incitarme a hacerlo.
«¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te rechace? ¿Que
diga que no? —susurra mi subconsciente—. Solo… Hazlo. No
pierdes nada».
Miro por encima del hombro y me encuentro de lleno con
la imagen del hombre de aspecto imponente que me observa a
distancia.
Algo intenso y salvaje se apodera de mi sistema y, de
pronto, no puedo hacer otra cosa más que imaginarlo sentado
en una mesa al fondo del bar que frecuento con mis amigos.
No puedo evitar imaginarme sentada a su lado, hablando de la
forma en la que hablamos hoy, por mucho que me moleste lo
que dice a veces.
Me giro sobre mis talones para encararlo de lleno.
La confusión se apodera de su mirada y mi corazón —el
cual se había mantenido tranquilo los últimos veinte minutos
— se acelera considerablemente debido al nerviosismo y la
anticipación.
—¿Quieres venir? —digo, de pronto, y su ceño se frunce.
—¿A dónde?
—Al Mayas, conmigo. —El valor que había impreso en mi
voz hace unos instantes, flaquea—. Con mis amigos.
—Estás de coña, ¿no es así?
Guardo silencio y lo miro con expresión seria para que se
dé cuenta de que no bromeo.
—¿Es en serio, Tamara? —Suena incrédulo. Confundido.
Me encojo de hombros.
—La música es buena, las bebidas no están mal… —Para
este punto, me siento patética. Para este punto, haber abierto la
boca se siente como el peor de los errores—. La pasamos bien.
Gael sacude la cabeza en una negativa.
—¿Y de qué voy a hablar yo con tus amigos
universitarios? ¿Tienes una idea de lo idiota que voy a verme
en un lugar así? —Noto la burla y el veneno en su tono y, de
pronto, me siento como la más grande de las idiotas. Como la
persona más estúpida del mundo—. Agradezco la invitación,
Tamara, pero voy a declinar.
El rechazo quema con tanta violencia dentro de mi pecho,
que duele. Que se siente como si pudiese hacerme daño físico;
no obstante, me las arreglo para no hacerle notar lo humillada
que me siento.
—Tú te lo pierdes —digo, al cabo de unos instantes, y me
aseguro de sonar fresca y despreocupada en el proceso.
—Tamara —comienza, pero yo ni siquiera me molesto en
dedicarle una última mirada antes de girar sobre mi eje—.
Tamara, espera…
—No pasa nada —lo interrumpo, sin mirarlo—. Que
tengas bonita noche, Gael.
Entonces, sin dejar que diga nada más, salgo de la oficina a
toda marcha.
Capítulo 12
Fernanda dice algo, pero no logro escucharla a través del
barullo en el que está envuelto el bar en el que nos
encontramos. Ella parece notar que no he sido capaz de oír lo
que ha dicho y, acto seguido, se inclina hacia mí una vez más y
lo intenta de nuevo.
—¡No te oigo una mierda! —grito en su dirección cuando,
por segunda vez, no soy capaz de escuchar nada.
Mi amiga rueda los ojos al cielo y sacude la cabeza en una
negativa, pero no hace nada por intentar volver a hablarme. Se
limita a acomodarse en su asiento para mirar en dirección de
Omar, el bajista de la banda que toca al fondo del
establecimiento en el que nos encontramos.
Hace mucho tiempo que mi mejor amiga está enamorada
de él. Tanto, que ya ni siquiera recuerdo haberla escuchado
hablar de nadie más.
Una pequeña sonrisa se desliza en mis labios cuando
recuerdo aquella ocasión en la que me hizo recorrer todo
Chapultepec solo para averiguar el bar en el que su banda
tocaba, y se ensancha un poco más cuando recuerdo que, una
vez que lo encontramos, no hizo nada por acercase a hablarle.
Al contrario, se escondió dentro del baño y no salió de ahí
hasta que le aseguré una y mil veces que él y sus amigos se
habían marchado.
Ha progresado mucho desde entonces. Ahora, él sabe de su
existencia y la invita seguido a verlo tocar. Tengo entendido
que tienen conversaciones largas por redes sociales y, si no
fuese porque ella me ha prohibido hablarle, ya habría
averiguado si el tipo está interesado en ella también. No me
cabe la menor duda de que es así. El chico no deja de enviarle
textos a todas horas y hacer más que obvio su interés por mi
amiga. Sin embargo, y aún con todas las señales que se lanzan
el uno al otro, ninguno de los dos ha intentado dar el siguiente
paso.
Fernanda es muy dada a la timidez cuando de chicos se
trata y él, aparentemente, también es un tanto inseguro al
respecto. Yo, a pesar de que me he visto tentada muchas veces
a meter mi cuchara donde no me llaman, he tratado de respetar
el ritmo que llevan. Solo espero que pronto se dignen a
llevarlo al siguiente nivel.
La canción de Maná que la banda interpretaba termina, y
aprovecho para llamar la atención de mi amiga, quien no deja
de mirar a Omar con gesto soñador. Ella no parece notarme al
principio, pero, cuando lo hace, se inclina hacia mí para
hablarme —gritarme— al oído.
—¿Estás bien? —Mientras pregunta, se aparta para
echarme una ojeada.
Mi ceño se frunce en confusión.
—¿Por qué lo preguntas? —grito de vuelta.
—Te noto… extraña —dice, con gesto preocupado.
Mi rostro rompe en una sonrisa solo porque no puedo creer
lo bien que me conoce. Lo bien que puede intuir que algo no
va como debería, aun cuando ese algo sea tan insignificante
como un rechazo por parte de un hombre que ni siquiera me
agrada.
—No pasa nada —digo, al tiempo que le guiño un ojo.
Fernanda no luce convencida.
—¿Estás segura? —pregunta—. ¿Pasó algo con aquel
hombre que te atormenta cada que lo miras?
—¿Con Gael? —bufo, mientras ruedo los ojos al cielo—.
Para nada. Te digo que estoy bien.
—¿De cuándo a acá le llamas por su nombre de pila? —
Una ceja es alzada, en un gesto inquisidor—. Además, te
conozco —me acusa—. Sabes que no puedes mentirme sin
que lo note.
Un gesto cargado de fingido fastidio se apodera de mi
rostro.
—Le llamo por su nombre porque… bueno… no es tan
viejo —me excuso. Sé, de antemano, que acabo de dar la
justificación más pobre de todas; así que, para evitar que ella
insista en el tema, añado—: Respecto a lo otro, deja de
agobiarte. Ya te dije que todo está bien.
Mi amiga no luce satisfecha con mi respuesta.
—Gael Avallone no es un hombre viejo y lo sabes —ataja
—. También sabes que algo ocurre y que no quieres decírmelo;
pero, de acuerdo. Por esta noche lo voy a dejar pasar. No
dudes ni un poco que vamos a hablar de eso que te trae de un
humor extraño, pero, por hoy, voy a dejarlo estar.
Ruedo los ojos al cielo.
—¡No hay nada de qué hablar, por el amor de Dios! —
exclamo, con dramatismo.
—Haré como que te creo —dice, con condescendencia—.
Ahora, si me disculpas, tengo otro par de cervezas que
tomarme para armarme del valor que necesito para acercarme
a Omar.
En el momento en el que termina de hablar, la música lo
invade todo de nuevo y, esta vez, es una canción de Enanitos
Verdes la que retumba en todo el bar.
Saúl, uno de mis compañeros de curso, se ha instalado en
la silla alta que se encuentra junto a la mía, así que no le cuesta
mucho trabajo envolver un brazo alrededor de mis hombros
para tirar de mí y cantar a todo pulmón.
El olor a perfume y alcohol que emana es abrumador, pero
no es desagradable, así que, sin más, comienzo a cantar con él.
Ruth, otra de mis amigas de la universidad, menea la
cabeza al ritmo de la música, al tiempo que llama al mesero
para ordenar otra bebida. Yo aprovecho, también, para
encargar otra piña colada sin alcohol y en ese instante, todos
mis acompañantes —ocho adultos jóvenes, alcoholizados y
eufóricos por la intensidad de la música— comienzan a gritar
y a abuchearme por pedir algo así.
Mi única respuesta a su burla es la seña obscena creada por
los dedos medios de mis manos. Eso solo consigue que
rompan a reír a carcajadas.
Canción tras canción, el tiempo pasa.
La música —exultante, enérgica y vivaz— retumba en
cada rincón del establecimiento, mis amigos alcoholizados y
desinhibidos corean las canciones que Los Hijos de la Victoria
—la banda de rock al fondo del lugar—, tocan; el olor a
alcohol, cigarrillos y humanidad no hace más que acentuar el
ambiente relajado en el que todo el bar se ha envuelto y, aquí,
en medio del caos y de la adrenalina, me siento un poco mejor.
Un poco menos humillada por lo ocurrido esta tarde y un poco
más como yo misma.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a pedir
una cerveza. Tampoco sé cuánto pasa antes de que pida una
más. La tercera, me la tomo casi como agua, pero sé que he
llegado a mi límite. No voy a tomar una sola gota más. No voy
a alcoholizarme porque, si lo hago, sé que la voy a pasar mal.
Siempre que lo hago, la paso muy —muy— mal.
El segundo set de canciones de la banda ha terminado, así
que Fernanda está aquí, angustiada ante la idea de levantarse a
saludar al chico que la invitó a venir en primer lugar, pero
horrorizada ante el pensamiento de ni siquiera hacer el
esfuerzo de tratar de conversar con él.
Todas las mujeres que venimos en grupo nos hemos
apiñonado a su alrededor y hemos pasado los últimos diez
minutos tratando de convencerla de acercarse, sin tener éxito
alguno. Mi amiga parece estar empeñada en quedarse aquí,
mirándolo a la distancia, mientras que otras tres chicas que no
conocemos, lo abordan y le sonríen como si tratasen de
conseguir meterse en su cama todas al mismo tiempo.
—María Fernanda Martínez —digo, con toda la severidad
que puedo imprimir en la voz—, basta ya. Vas a ponerte de pie
y vas a ir a enseñarle a esas zorras quién carajo manda aquí.
—¿Cómo sabes que son unas zorras? —Mi amiga ataja,
con nerviosismo—. ¿Qué si son chicas lindas, guapas,
inteligentes…?
Ruedo los ojos al cielo.
—¡No lo son! ¡Tú eres más linda, guapa e inteligente, así
que levanta tu culo de esa silla y ve a hablarle!
—¡Él debería venir a hablarme a mí! —Fernanda se queja
—. ¡Él me invitó! ¿Por qué no ha venido?
—Fernanda tiene un punto ahí —Ruth, una de las
compañeras con las que venimos, dice y le dedico una mirada
cargada de frustración.
—¿Qué si él ni siquiera sabe que estás aquí? —refuto—.
¿Qué si ni siquiera te ha visto? El bar está a reventar. No nos
hemos levantado de la mesa en toda la noche. Es imposible
que te haya visto. Ve, hazle saber que estás aquí y vuelves a
sentarte a esperar a que él haga lo suyo.
Fernanda se muerde el labio inferior.
—¿Y si me trata como si no me conociera? —Suena
temerosa. Asustada…
Ruedo los ojos al cielo.
—Hemos comprobado una y mil veces que el tipo no es un
imbécil —digo—. Es distraído, pero no es un idiota. Si te
invitó aquí, fue por algo; así que ve, salúdalo y no te quedes
con las malditas ganas de hablarle.
Ella asiente.
—De acuerdo —dice, pero no suena convencida—. Iré.
No se mueve ni un milímetro de su lugar.
—Ve —la aliento, al tiempo que hago un gesto en
dirección a Omar.
—Ya voy —dice, pero sigue sin moverse.
—¡Fernanda! —la reprimo.
—¡Ya voy! —Mi amiga chilla, al tiempo que se levanta de
la mesa—, ¡Jesús! ¡Ni mi madre me grita así!
Una carcajada se escapa de mis labios y ella me levanta el
dedo antes de girarse sobre sus talones y encaminarse con
torpeza en dirección a Omar.
La vista de todas las chicas en la mesa está fija en
Fernanda y sé que, internamente, todas estamos rogándole al
cielo que el tipo no vaya a comportarse como un verdadero
hijo de puta.
Mi amiga se acerca, se queda de pie a pocos pasos de
distancia del chico en cuestión y esboza una sonrisa que se me
antoja aterrorizada. Luego de eso, él sonríe radiante y se
acerca a ella para envolverla en un abrazo que, desde el punto
en el que me encuentro, luce muy efusivo.
De inmediato, la victoria canta en mi sistema y sonrío yo
también.
Estoy a punto de hacer un comentario respecto a cuánta
razón que tenía al decir que el tipo no es un imbécil, cuando la
voz entusiasmada y eufórica de Susana, otra de las chicas con
las que vine al bar, llega a mis oídos.
—¿Ya vieron al tipo sexi que se encuentra en la barra? —
dice y mi vista se posa en ella casi al instante.
Se ha acomodado en el espacio en el que Fernanda se
encontraba hace unos segundos y mira con entusiasmo a un
punto a mis espaldas. Los ojos de Ruth y su hermana, Cinthia,
viajan a toda velocidad hasta el mismo lugar donde Susana
mantiene fijos los ojos y, acto seguido, la emoción tiñe sus
rostros.
—¡Santa madre de los hombres sensuales! —Ruth deja
escapar en un susurro asombrado y la curiosidad se instala en
mi pecho; es por eso que, presa de la curiosidad y con todo el
disimulo que puedo, giro mi cuerpo y miro hacia la barra.
Toda la sangre se me agolpa en los pies.
—Oh, mierda… —Las palabras escapan de mi boca sin
que pueda evitarlo y, sin más, mi corazón se acelera.
Algo dentro de mi pecho se revuelve con violencia y, de
pronto, lo único que puedo hacer es mirar al hombre que se
encuentra sentado a varios metros de distancia, y que
desentona por completo con este lugar.
Gael Avallone está ahí, con el cuerpo inclinado hacia
adelante contra la superficie de madera, y su impresionante y
cincelado perfil mirando hacia un punto al fondo del bar.
Se ha quitado el saco que llevaba puesto para nuestra
reunión y ahora solo viste una camisa de botones blanca y el
pantalón azul marino que venía en conjunto con la americana
de su traje. Su cabello —que por lo regular siempre está
estilizado a la perfección— se ve descuidado. Como si se
hubiese pasado los dedos una y otra vez, hasta hacer que su
textura natural volviera a aparecer.
Luce joven, fresco… Atractivo hasta la mierda y, de
pronto, me encuentro aquí, mirándole como una idiota.
Mirándole como si nadie más en el mundo existiera en este
momento.
«¿Qué está haciendo aquí?».
—¡Lo pido para mí! —dice alguien a mis espaldas y antes
de que pueda procesarlo, soy capaz de mirar como Ruth, con
su precioso cabello rizado, ese corto vestido negro y esa
hermosa piel morena, se abre paso hasta la barra y se coloca
justo junto a Gael.
Algo se enciende en mi sistema y ruge con violencia, pero
trato, desesperadamente, de contenerlo. Trato, con todas mis
fuerzas, de no hacer nada más que apretar los dientes.
Ruth le dice algo, pero a Gael le toma unos instantes
espabilar y dedicarle una mirada. Cuando lo hace, no me pasa
desapercibida la sonrisa amplia y coqueta que mi compañera
de clase le dedica.
El hombre sentado en el banquillo alto parpadea un par de
veces antes de responderle algo que no logro escuchar debido
a la distancia que me separa de ellos. La sonrisa de Ruth se
ensancha, pero esto no provoca nada en Gael. Por el contrario,
lo único que consigue es que la expresión del magnate se torne
indiferente. Inescrutable.
«¡Tamara, deja de mirar, por el amor de Dios! ¡¿Qué carajo
te sucede?!», grita mi subconsciente, pero sigo sin poder
apartar la vista de la escena que se desarrolla justo delante de
mis ojos.
—Va a rechazarla —dice Susana a mis espaldas.
—Por supuesto que va a rechazarla. —Cinthia habla—. Él
está muy por encima de su liga. Es obvio que el tipo está
acostumbrado a tratar con otro tipo de mujeres.
—¿Qué no supone que tu hermana tenía novio, Cinthia? —
Saúl, uno de nuestros compañeros de curso, interviene.
—Ella le pidió un tiempo. —Cinthia defiende—. Es libre
de coquetear con quien le plazca si está en un tiempo.
—Estoy seguro de que así no es como funcionan los
«tiempos». —Saúl insiste—. Rodrigo va a estar muy enojado
cuando se entere.
—Rodrigo no tiene por qué enterarse de nada. —El filo
venenoso y enojado en la voz de Cinthia hace que mi atención
se vuelque hacia ella.
Inmediatamente, soy capaz de notar el gesto cargado de
advertencia que la chica le dedica a mi amigo, y eso no hace
más que incrementar la punzada de irritación que ha
comenzado a invadirme.
Cinthia y Ruth siempre han sido así. Se defienden y se
cuidan la una a la otra a capa y espada; aun cuando alguna de
las dos esté actuando como una completa idiota. Supongo que
ser mellizas las hace tener un vínculo diferente al que tenemos
las hermanas ordinarias.
Lo cierto es que conozco muy poco a Rodrigo y no sabría
decir qué clase de persona creo que es. El chico va al mismo
campus universitario que nosotros, pero estudia otra carrera.
Periodismo, me parece.
Tengo entendido que él y Ruth empezaron a salir cuando
ambos estaban en la preparatoria y que la relación que llevan
desde entonces es bastante tóxica. Ella no habla mucho al
respecto, pero se nota a leguas que no está del todo conforme
con el tipo de romance que su novio le ofrece.
Tengo entendido, también, que Rodrigo y Saúl se conocen
desde niños y que son muy buenos amigos, así que no me
sorprende en lo absoluto la reacción de mi compañero de
clases.
—Sí sabes que Rodrigo es uno de mis mejores amigos, ¿no
es así? —Saúl sonríe, pero el gesto no toca sus ojos.
—Ya te lo dije. —Cinthia trata de sonar despreocupada—:
Tu amigo y mi hermana están en un tiempo. Si ella quiere
meterse con otro, se mete con otro y ya.
—Tú y tu hermana son unas… —Saúl deja la oración al
aire, pero el gesto indignado que esboza termina de hablar por
él.
—Unas, ¿qué? —Cinthia arquea una ceja con arrogancia.
Saúl niega con la cabeza y se de pone de pie para
encaminarse a la salida del bar.
Ernesto y Víctor, nuestros otros dos acompañantes
masculinos, se ponen de pie y lo siguen. No se necesita tener
más de dos dedos de frente pasa saber que van a hacer control
de daños. Que van a intervenir en favor de las hermanas para
que Saúl desee regresar y hacer como si nada hubiese
ocurrido.
Llegados a este punto, todas las chicas que nos
encontramos en la mesa, nos quedamos muy quietas y
calladas. La incomodidad se cuela entre nosotras casi al
instante, pero nadie se atreve a decir nada. Nadie se atreve a
romper la tensión del momento.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que Fernanda regrese a
la mesa y se dé cuenta de inmediato de que algo ha ocurrido.
Tampoco sé cuánto tiempo pasa antes de que Saúl, Víctor y
Ernesto vuelvan a la mesa. Cuando lo hacen, se limitan a
sentarse a escuchar a la banda que ha comenzado a tocar una
vez más sin pronunciar una palabra.
A estas alturas, soy plenamente consciente de que Ruth no
ha regresado de la barra. También soy consciente de que la
inquietud y la incomodidad no me han abandonado debido a
eso.
Me digo a mí misma que es por Ruth por quien estoy
preocupada y no por Gael. Me digo, una y otra, y otra vez, que
mi incomodidad con lo que está ocurriendo se debe a las ideas
machistas que el magnate compartió conmigo hace unas horas;
y trato, con todas mis fuerzas de convencerme de que nada de
lo que ocurra entre ellos me importa… aunque en realidad, lo
haga. Aunque, en realidad, la angustia esté comenzando a
hacer estragos en mi sistema.
—¿Dónde está Ruth? —Fernanda pregunta, inclinándose
hacia mí y yo, incapaz de responderle, señalo en dirección a
donde se encuentra.
Los ojos de mi amiga viajan hasta el punto indicado.
—¿Ese de ahí no es Gael Avallone? —La confusión pinta
la voz de mi mejor amiga y una sonrisa irritada se dibuja en
mis labios.
—Él mismo —mascullo, sin siquiera dignarme a mirarla.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Qué hace Ruth con
él?
—Eso mismo quisiera yo saber —suelto, en medio de una
risa carente de humor y una palabrota se le escapa a Fernanda.
Estoy a punto de preguntar el motivo de su maldición,
cuando, de pronto, mi amiga se pone de pie de golpe y se
cubre la boca con las manos en un gesto alarmado.
El jadeo colectivo que resuena en toda la estancia me hace
volcar mi atención hasta el punto en el que Gael se encuentra y
mi pulso se salta un latido.
Rodrigo, el novio —o lo que sea que es— de Ruth está ahí,
de pie, sosteniendo a Gael por la camisa, mientras que Ruth
trata de quitárselo de encima.
— ¡¿Le llamaste a Rodrigo hijo de puta?! —Cinthia chilla
en dirección a Saúl, quien responde algo que no soy capaz de
escuchar porque ya he empezado a abrir mi camino en
dirección a donde la discusión se lleva a cabo.
Mi corazón late a toda velocidad, mis manos se sienten
temblorosas y mis oídos zumban debido a la adrenalina, pero
me las arreglo para empujar mi camino hasta ellos sin sentirme
demasiado amedrentada por las circunstancias.
Una vez ahí, cierro la chaqueta de Rodrigo entre mis puños
y tiro de él con todas mis fuerzas. Los pasos tambaleantes del
chico me dan espacio suficiente para interponerme en el
camino que hay entre sus puños y el rostro del magnate, y es
hasta ese momento, que permito que el coraje y la frustración
que he venido conteniendo desde hace un rato, se refleje en mi
cara.
—Quítate de mi camino. —Rodrigo espeta.
De inmediato, soy capaz de percibir el hedor a alcohol que
despide su aliento.
—No quieres hacer esto, Rodrigo —digo, con el tono más
calmado que puedo.
—¡He dicho que te quites, maldita sea! —Su voz truena y
me encojo en mí misma debido a la impresión.
Una mano firme se apodera de mi antebrazo con fuerza y,
segundos después, soy empujada hasta quedar detrás del
imponente cuerpo de Gael Avallone; quien ahora encara al
adolescente furibundo que trata de ponerle una paliza.
—Si quieres resolver esto, vamos afuera. —Gael suena
tranquilo. Sereno.
—¡Yo no voy a resolver una puta mierda contigo, imbécil!
¡¿Esta perra te dijo que yo era su novio?! —Rodrigo escupe.
—Ya te dije que no estoy interesado en tu novia. —Gael
responde, en tono neutro—. Le invité un trago por cortesía,
pero vine aquí con la intención de ver a otra persona.
En ese instante, mi corazón se estruja con violencia.
«Oh, maldita sea…».
—Rodrigo, por favor… —Ruth, quien hasta ahora se había
quedado paralizada, interviene.
—¡Por favor, un carajo! —Rodrigo grita—. ¡Eres una
zorra! ¡Una…!
—Rodrigo, ya basta, hermano. —Saúl, quien ahora se
encuentra detrás de Rodrigo, interviene—. Detente. Ha sido
suficiente.
—¿Ha sido suficiente? —Rodrigo escupe, en medio de una
risotada amarga—. ¡¿Ha sido suficiente?! ¡Este hijo de puta
estaba coqueteándole a mi novia! ¡Esta zorra estaba
coqueteándole a este imbécil fanfarrón!
—¿Está todo en orden? —La voz masculina que llega a
mis oídos hace que mi atención se pose en el hombre de
mediana edad que se ha acercado a nosotros. Viste
completamente de negro y lo único que me hace darme cuenta
de que trabaja aquí, es el delantal rojo que lleva puesto en la
cintura.
—Perfectamente. —Gael es quien toma la iniciativa—. Yo
ya me iba. Lamento el escándalo.
—¡Tú no te vas a ningún maldito lado, hijo de perra! —
Rodrigo brama, al tiempo que se apodera de la camisa de Gael
una vez más y lo empuja con fuerza, de modo que trastabillo
con banquillo alto que se encuentra a mis espaldas.
—¡Rodrigo, no seas idiota! —Saúl espeta y trata de
alejarlo de Gael; quien, contra todo pronóstico, sigue sereno y
tranquilo.
El coraje y la frustración que habían empezado a fundirse
en mi sistema, han llegado a un punto crítico para ese
momento, así que, sin más doy un paso fuera de la protección
que el cuerpo de Gael me provee, para encarar al chico
furibundo que no deja de mirar al magnate como si pudiera
estrangularlo con el poder de su mente.
—No quieres hacer esto, Rodrigo —digo, con toda la
tranquilidad que puedo imprimir en el estado nervioso en el
que me encuentro—. No tienes idea de quién es este hombre y
de lo que es capaz de hacerte si no te detienes ya mismo.
La vista de todo el mundo se posa en mí en ese momento.
La de Gael incluida.
Una risa carente de humor escapa de la garganta del chico
agresor.
—Sí, claro —escupe—. ¿Qué demonios puede hacerme un
imbécil bien vestido como él?
Una sonrisa tensa y temblorosa se dibuja en mis labios.
—Es Gael Avallone —digo—. El hombre para el que
estoy, esencialmente, trabajando. No quieres, por ningún
motivo, meterte con él, ¿entiendes? Ya déjalo estar. Ve.
Tómate un trago y deja las cosas así.
—No es cierto. —La voz incrédula de Ruth llega a mí—.
Tamara, dime por favor, que estás mintiendo.
La vista de Rodrigo se posa en Gael, quien no ha dejado de
mirarme fijamente. Yo no le regreso el gesto. Estoy tan
preocupada por el caos potencial que puede desatarse, que ni
siquiera me molesto en averiguar qué expresión tiene en la
cara ahora mismo.
—Mientes. —Rodrigo habla, pero no suena convencido de
su afirmación.
Niego con la cabeza.
—Lo invité, ¿de acuerdo? Le dije que estaría aquí con
unos amigos y lo invité para que viniera. —Le dedico una
mirada rápida al magnate solo para toparme con un gesto
severo—. No tenía idea de que realmente iba a venir.
—No te creo. —Rodrigo sacude la cabeza en una negativa.
Me encojo de hombros.
—No lo hagas si no quieres. Solo no digas que no te lo
advertí.
—Mierda… —La voz de Ruth vuelve a mí y, esta vez, las
ganas que tengo de pedirle que cierre la boca de una maldita
vez —a pesar de que no ha dicho mucho—, son casi
incontenibles.
—Señores, me temo que tendré que pedirles que se retiren
del lugar. —El trabajador del bar habla y suena irritado ahora.
Acto seguido, Gael se apodera de las muñecas de su
agresor y, de un movimiento brusco y firme, le aparta las
manos. Después, le regala un asentimiento que irradia
advertencia y, sin decir más, comienza a avanzar a la salida del
lugar.
—¡Todo esto es por tu culpa! —Rodrigo escupe en mi
dirección, y la violencia con la que habla, me saca de balance
—, si tantas ganas tenías de meterte en la cama de un idiota
con dinero, debiste intentar seducirlo en otro lugar.
Ira, coraje, frustración, angustia… Todo se mezcla en mi
pecho con tanta violencia, que no puedo pensar con claridad.
Que no puedo conectar mi cerebro con el resto de mi cuerpo y
reaccionar como es debido para darle una jodida bofetada.
—Oh, mierda. Rodrigo, basta. —Saúl trata de
tranquilizarlo, pero el daño ya está hecho. Las palabras de
Rodrigo ya han abierto una brecha en mí pecho y han dolido
más de lo que deberían.
—¿Qué demonios está mal contigo? —siseo en dirección
al chico alcoholizado, sintiéndome más herida de lo que me
gustaría.
—¡¿Qué está mal conmigo?! ¡¿Qué está mal contigo,
maldita puta?! —Rodrigo grita—. ¡Eres una zorra tú también!
¡Eres una…!
El mundo se ralentiza.
Gael aparece en mi campo de visión unos segundos antes
de que ateste un puñetazo contra la cara de Rodrigo. El chico
delante de mí cae al suelo con brusquedad y el jadeo colectivo
de la gente a nuestro alrededor no se hace esperar.
La música se ha detenido por completo, un círculo se ha
abierto alrededor de Gael, un montón de trabajadores del bar
se han acercado al lugar para intervenir y, para coronarlo todo,
hay sangre brotando de la nariz y la boca del novio —o
exnovio— de Ruth.
El pecho de Gael sube y baja con su respiración dificultosa
y su gesto, usualmente controlado y sereno, luce
descompuesto. Enfurecido y aterrador por sobre todas las
cosas.
—¿Es que tu madre no te ha enseñado modales, poco
hombre? —escupe—. Pobre ti, pedazo de mierda, que te
atrevas a hablar así de otra mujer, porque te juro que te las ves
conmigo, gilipollas.
—Señor, necesito que se retire. —El trabajador del bar se
dirige a Gael.
—¡Ya te oí! —espeta él y algo dentro de mí se revuelve
con violencia al mirar el gesto salvaje e iracundo que le
dedica.
Acto seguido, posa toda su atención en mí y hace un gesto
brusco en dirección a la salida.
—¿Te quedas aquí, con este remedo de amigos que tienes,
o te vienes conmigo? —espeta, con violencia.
Mis ojos viajan rápidamente en dirección a la mesa en la
que Fernanda, Susana y el resto de los chicos con los que
venía, se encuentran.
Sé, gracias a la expresión angustiada de Fernanda, que lo
ha visto todo y no puedo evitar sentirme un poco molesta con
ella por no haber intervenido. Por haberme dejado sola en esto.
—Señor, me temo que necesito que se retire ya. —La voz
de uno de los trabajadores hace que mi ligero
ensimismamiento termine.
Miro a Gael una vez más.
Él no ha apartado su vista de mí. No ha dejado de inquirir
con los ojos si deseo o no marcharme con él, ni de ignorar por
completo al hombre que lo mira con gesto severo.
—Me voy contigo —digo, finalmente, y hago un
asentimiento en dirección a la mesa donde me encontraba—.
Espérame afuera. Iré por mis cosas.
El magnate asiente con dureza y, sin esperar un segundo
más, se encamina hasta la calle. Yo, lo más rápido que puedo,
me dirijo hasta la mesa de mis amigos, tomo mis cosas sin
escuchar lo que todo el mundo trata de decirme y me abro
paso entre la gente hasta llegar a la salida.
Capítulo 13
Decir que Gael Avallone está furioso, es una expresión
ambigua si la comparamos con la realidad de lo que estoy
presenciando. Decir que el aura iracunda que emana es tan
poderosa que me hace sentir pequeña e intimidada hasta la
mierda, es una expresión un poco más acertada por decir,
aunque sigue sin comparársele del todo.
Jamás había visto a una persona en este estado nervioso.
Nunca, en toda mi vida, me había topado con alguien que
estuviese así de enojado. Así de… alterado.
No ha dicho nada desde que subimos a su coche. De
hecho, no ha dicho absolutamente nada desde que salimos del
bar y empezamos a caminar hasta el estacionamiento público
en el que dejó su coche; no obstante, no ha sido necesario que
lo haga. Su rostro lo dice todo. La manera en la que sus manos
grandes aferran el volante, la forma en la que su mandíbula se
aprieta en un gesto que se me antoja doloroso, el ceño
profundo que se ha dibujado en su entrecejo, la tensión en sus
hombros… El lenguaje de su cuerpo lo delata y yo, más allá de
sentirme asustada por la manera en la que está comportándose,
me siento protegida. Me siento cuidada, por extraño y enfermo
que suene.
Hacía mucho tiempo que no me sentía de esta manera.
Hacía muchísimo tiempo, que no sentía que alguien de verdad
se preocupaba por mí, a pesar de que sé lo mucho que le
importo a mi familia y de que sé que mi mamá y mi papá no
hacen más que procurarme.
No sé a qué se deba. No sé por qué se siente como si
hubiese pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien
se interesó en mi bienestar de esta manera, cuando mi familia
no hace más que estar al pendiente de mí.
No me he atrevido a preguntar a donde nos dirigimos.
Todo el camino la he pasado en silencio, temerosa de romper
el hielo y recibir una bofetada emocional con alguna de sus
respuestas. Me he limitado a mirar por la ventana para no tener
que enfrentarlo. Para no tener que lidiar con el centenar de
emociones que tengo acumuladas en el pecho.
Hay tanto que quisiera preguntarle ahora mismo respecto a
esta noche. Hay tanto que me gustaría saber sobre su actitud
hacia conmigo y que, al mismo tiempo, me aterra descubrir.
—¿Desde aquí cómo llego a tu casa? —El magnate
pregunta, al cabo de un rato y me saca de mis cavilaciones.
—No quiero ir a mi casa —digo, y de inmediato me
arrepiento.
«¿Qué demonios está mal conmigo?».
El silencio que le sigue a mis palabras no hace más que
incrementar la vergüenza que siento y me provoca unas ganas
inmensas de estrellar la cara contra el vidrio de la ventana
hasta perder el conocimiento.
—¿A dónde quieres ir, entonces? —Gael suena cauteloso
ahora, como si no estuviese seguro de lo que está diciendo.
Como si mi respuesta lo hubiese tomado con la guardia baja.
Me encojo de hombros y trato, desesperadamente, de no
lucir tan ansiosa como me siento.
—No lo sé —digo, porque es verdad.
—Tamara, de verdad, no estoy de humor para esto. —De
pronto, el tono de Gael se torna irritado. Impaciente—. Lo
único que quiero es irme a casa, así que dime cómo llego a la
tuya de una vez para poder irme a dormir de una vez por todas.
—Ya te dije que no quiero ir a casa —digo, y las ganas que
tengo de golpearme, regresan, pero son ligeramente eclipsadas
por el coraje que ha comenzado a correrme por las venas—. Si
me sacaste del bar, para llevarme a mi casa, mejor me hubieras
dejado allá.
«¡¿Qué mierda, Tamara?! ¡Cierra la boca ya! ¡Deja de
ponerte en ridículo a ti misma, tú, idiota de mierda!», me
reprimo, para mis adentros y cierro los ojos con fuerza.
—Si querías quedarte con tus amigos los gilipollas solo
debiste decirlo —Gael escupe y mi atención se posa en él.
—En ningún momento dije que quería quedarme con ellos
—me defiendo con irritación, pero soy plenamente consciente
de que sueno cada vez más patética e idiota—. Además, te
recuerdo que fuiste tú el que llegó soltando puñetazos a diestra
y siniestra.
—¿Tenía que dejar que te faltaran al respeto? —Suena
cada vez más alterado.
—Tenías que haber mandado a la mierda a Rodrigo —
escupo. Esta vez, el enojo se filtra en el tono de mi voz sin que
pueda evitarlo. No puedo detenerlo porque de verdad estoy
molesta. De verdad estoy frustrada por el modo en el que
salieron las cosas esta noche—. O en su defecto, debiste haber
mandado a Ruth al carajo.
En el instante en el que las palabras abandonan mi boca,
me arrepiento. En el momento en el que la realización de lo
que acabo de decir me golpea, quiero bajarme del coche y
echarme a correr en dirección contraria a la que Gael conduce.
«¡¿Pero qué demonios te sucede, maldita sea?! ¡¿Por qué
carajo no puedes quedarte callada, Tamara Herrán?! ¡¿Por
qué?!».
—¿Qué coño crees que traté de hacer? —espeta y me
sobresalto ante el tono furioso que utiliza—. ¡La chica no se
largaba! ¡No dejaba de hablar! ¡Lo único que quería era
terminar de beberme el jodido whisky que pedí para
marcharme! ¡Yo no tengo la maldita culpa de que aquel
imbécil lo haya malinterpretado todo! ¡Ahora tendré mucho de
qué encargarme mañana por la mañana y todo por tu…! —No
termina de hablar. Corta la oración a medio camino y una
punzada de dolor se apodera de mi pecho porque sé cuál era la
terminación de aquella frase. Sé, por sobre todas las cosas,
como iba a concluir toda esa diatriba.
—¿Por qué? —Mi voz suena ronca, inestable y herida—.
¿Por mi culpa? ¿Eso ibas a decir?
Gael aprieta las manos en el volante.
—Solo déjame recordarte que fuiste tú quien decidió ir al
bar en primer lugar. —Quiero golpearme por sonar así de
herida, pero no puedo evitarlo. Tampoco puedo detenerme. No
puedo dejar de hablar porque ha tocado fibra sensible en mí y
acaba de echarle sal a una herida que aún no cierra del todo.
Esa que tiene que ver con Isaac, Fabián y con todo lo que pasó
hace más de dos años—. Lo único que yo quería era intentar
hacer las paces contigo de una maldita vez y por todas, así que
ve y echa esa culpa en los hombros de alguien más.
—Tamara…
—¡Tamara, nada! —espeto, al tiempo que sacudo la
cabeza en una negativa furiosa—. Yo no tuve la culpa de nada.
¿Qué le pasa a todo el mundo? ¿Por qué siempre tengo que ser
yo la culpable de todo lo malo que sucede? ¿Por qué…? —Me
detengo a medio camino porque, en este momento, los
recuerdos han empezado a embargarme. Porque, en este
momento, todo a mi alrededor se siente frágil e incierto.
El silencio que le sigue a mis palabras es largo. Tenso.
—Lo siento. —La voz de Gael llega a mis oídos al cabo de
un largo rato—. Lo siento, Tamara, no quise decir eso.
No me atrevo a mirarlo. Mis ojos están fijos en el paisaje
urbano que corre del otro lado de la ventana.
—Pensándolo bien, sí quiero ir a casa —digo, con la voz
hecha un nudo de emociones, luego de un largo momento.
Gael no dice nada. Se limita a cambiar la velocidad del
coche y conducir en silencio. Cuando se siente como si
hubiese pasado una eternidad, masculla una palabrota y se
orilla a la primera oportunidad.
Acto seguido, baja del coche, da un portazo y avanza un
par de pasos sobre la acera, en dirección a la esquina de la
calle. Una vez detenido su andar apresurado, hurga en sus
bolsillos y saca algo de ellos.
No es hasta pocos segundos después, cuando veo la
bocanada de humo saliendo de su boca, que me percato de que
lo que buscaba eran sus cigarrillos.
Sigue enojado. No se necesita ser un genio para notarlo.
Yo, por el contrario, me siento cada vez más decepcionada.
Frustrada, por sobre todas las cosas con lo que ha pasado.
Esto no es, ni siquiera en un caso remoto, lo que yo quería.
No es, en lo absoluto, lo que yo esperaba al invitarlo. No sé
qué carajo era lo que pretendía al hacerlo, pero, ciertamente,
este no era el resultado que esperaba.
Gael termina su cigarrillo y enciende otro. Esta vez, la
lucha interna que se lleva a cabo en mi cabeza, se hace más
fuerte que antes.
Una parte de mi quiere bajar del coche y tratar de arreglar
lo que sea que ha pasado entre el magnate y yo; pero otra, esa
que es testaruda y orgullosa, no deja decirme que no he hecho
nada malo y que no debo buscar la manera de hablarle si él no
quiere hablar conmigo.
Un suspiro cansado se escapa de mis labios.
Mis ojos se cierran y tomo una inspiración profunda, en un
débil intento de deshacer el nudo de angustia que llevo en el
estómago. No lo consigo del todo. Sigo sintiéndome inquieta,
incómoda y acongojada.
Cinco largos y tortuosos minutos más pasan y, de pronto,
la posibilidad de encargar un Uber, no se siente tan
descabellada. Gael no ha regresado. Tampoco ha desaparecido
de mi campo de visión, pero a leguas se nota que no quiere
estar a mi alrededor. Siento honesta, yo tampoco quiero estar
cerca de él, así que pedir un carro para marcharme, no se
siente como una mala idea ahora mismo.
Tomo mi teléfono. La aplicación deseada brilla en el menú
de mi pantalla principal, así que la selecciono y espero a que
mis datos móviles hagan lo suyo. Acto seguido, el mapa
arrojado por el GPS me marca el punto exacto en el que me
encuentro y tecleo mi dirección en la barra que cita «destino».
La tarifa que el coche de renta va a cobrarme aparece en
mi pantalla, y hago una mueca solo porque es bastante
elevada.
«Estúpida tarifa nocturna…», maldigo para mis adentros y,
justo cuando estoy por aceptar el viaje para que el auto sea
pedido, la puerta del lado del piloto se abre y el cuerpo de
Gael se introduce en el coche.
Mi cuerpo, debido a la impresión, se sobresalta, pero trato
de recomponerme lo más rápido que puedo.
El silencio incómodo que lo envuelve todo y es tan
abrumador, que no me atrevo a romperlo por ningún motivo.
Ni siquiera me atrevo a moverme.
—¿A dónde quieres ir? —Gael habla. Su voz suena más
ronca de lo habitual.
Parpadeo un par de veces, confundida.
—¿Qué?…
—Acabas de decirme que quieres ir a casa, pero antes de
eso dijiste que no querías que te llevara hasta allá. —Suena
exasperado, pero su expresión no es, ni de cerca, parecida a la
de hace un rato. Ya no luce furibundo, o como si estuviese a
punto de perder los estribos—. ¿Qué va a ser, entonces? ¿Te
voy a llevar a tu casa o te voy a llevar a otro lado? Y más te
vale que sea bueno, porque salí de casa sin seguridad y no
tienes una idea de la reprimenda que recibiré por parte de la
compañía que contraté.
Mi boca se abre para responder, pero ninguna palabra
viene a mí, así que la cierro de golpe.
Lo intento de nuevo. Esta vez, un balbuceo incoherente se
me escapa y la humillación se cuela en mis huesos.
—¿Quieres que busquemos un lugar para cenar? ¿Quieres
ir por un trago? ¿Quieres que te lleve a casa? ¿Qué es lo que
quieres, Tamara? —Gael insiste y la expresión seria pero
amable de su rostro, no hace más que ponerme la carne de
gallina.
De pronto, no sé por qué me siento avergonzada y como
una completa idiota.
Mojo mis labios con la punta de mi lengua, insegura de
qué decir y, en el proceso, soy capaz de notar como los ojos
del hombre que tengo delante de mí, se posan en mi boca.
Toda la sangre de mi cuerpo se agolpa a mis pies.
La mirada de Gael viaja de nuevo hasta encontrar la mía y
la pesadez en la que se envuelve el ambiente es tanta, que me
quedo sin aliento. Hay algo salvaje en la forma en la que me
mira. Hay algo maravilloso y aterrador en la manera en la que
sus ojos se clavan en los míos.
—Tamara, estoy tratando de ceder un poco aquí, ¿vale? —
dice, con voz ronca y profunda—. Cede un poco tú también y
hagamos las paces. Estoy harto de pelear contigo sin motivo
alguno. —Niega con la cabeza—. No te considero una persona
desagradable. Es todo lo contrario: pienso que eres una chica
muy inteligente y agradable… Un tanto infantil y dramática —
hace una mueca cargada de fingido horror y, muy a mi pesar,
una sonrisa tira de las comisuras de mis labios—, pero
agradable y muy, muy interesante de tratar. —Su expresión se
suaviza hasta convertirse en un gesto amable—. Así que, por
una vez en la vida, actúa como si yo no te pareciera un ser
detestable y llevemos la fiesta en paz.
—No me pareces detestable —protesto, en medio de un
murmullo que se me antoja infantil.
Una sonrisa irónica se desliza en sus labios y rueda los
ojos al cielo.
—¡Sí! ¡Claro! —bufa, con sarcasmo—. Y yo me chupo el
dedo.
Es mi turno de sonreír.
—Te estoy diciendo la verdad —me quejo, pero no dejo
que el gesto en mis labios se deshaga—. No creo que seas
detestable. Creo que eres un hijo de puta —puntualizo,
señalándolo con mi dedo índice—, pero eso tampoco quiere
decir que te odie o que no me agrades. Eres… agradable. —Su
sonrisa se torna más cálida que antes, así que, solo para
fastidiarlo, me apresuro a añadir—: Cuando no eres un grano
en el culo, claro está.
Gael sacude la cabeza en una negativa, pero el gesto
divertido que lleva pintado en el rostro no desaparece.
—Mira quién lo dice —masculla.
Una pequeña risa se me escapa.
—Idiota… —mascullo de regreso y es su turno de reír un
poco.
—¿Te llevo a casa, Tamara? —pregunta, con amabilidad,
ignorando por completo mi insulto.
Niego con la cabeza.
—No —digo—. Voy a demostrarte que puedo ceder.
—¿Cómo?
—Invitándote a cenar.
Otra risa se le escapa de la garganta.
—¿Qué vas a invitarme a cenar? —Suena más allá de lo
divertido—. ¿Te das cuenta de que a esta hora solo
encontraremos bares abiertos? La botana no se considera como
cena, ¿sabías?
—Subestimas demasiado la gastronomía mexicana —digo
—. ¿Es que no sabes que los puestos de tacos se quitan hasta
muy entrada la madrugada? La noche es joven, Avallone.
Gael esboza una mueca.
—Nunca he comido tacos. No es una comida que me
apetezca probar.
—Se acabó —digo, al tiempo que abro la puerta del coche
con dramatismo—. Traté de hacer las paces contigo, pero esto
me sobrepasa. No puedo estar cerca de una persona como tú.
Lo siento, Gael, pero esto no va a funcionar.
Esta vez, una carcajada sonora brota de la garganta del
magnate.
—¡No te rías! —me quejo, pero yo también he comenzado
a reír—. ¡Hablo muy en serio!
—Cierra esa maldita puerta y vamos a buscar un puñetero
puesto de tacos, Herrán. —Trata de sonar autoritario, pero no
ha dejado de reír. Yo tampoco lo he hecho.
—Bien. —Asiento, al tiempo que cierro la puerta y lo miro
encender el auto—. Más te vale disfrutarlos, porque gastaré lo
que me queda de la quincena invitándote a cenar.
—No necesito que me invites a cenar.
Ruedo los ojos al cielo.
—¿Qué parte de «esto es una tregua» no entiendes? Los
tacos, invitados por mí, serán la manera en la que sellaremos el
pacto que nos hará dejar de ser imbéciles el uno con el otro.
Gael sacude la cabeza en una negativa.
—¿Hacia dónde vamos? Más te vale llevarme a un lugar
donde preparen comida deliciosa, Tamara, o jamás volveré a
dejarte elegir qué hacer.
—Hablas como si fuésemos a hacer esto a menudo.
—Solo estoy previniendo cualquier futuro escenario —
dice, al tiempo que echa a andar el coche por la avenida—.
Nada me garantiza que no volverás a salir huyendo de mi
oficina y que no tendré que perseguirte, justo como la vez del
McDonald’s. —Hace una pequeña pausa para mirar hacia el
espejo retrovisor—. Si alguna vez tengo que volver a salir
corriendo detrás de ti como perro faldero, tienes que saber que
será mi turno de elegir a dónde iré a hacer el ridículo.
—¿Estás diciéndome ridícula?
—No pongas palabras en mi boca. No estoy diciéndote
ridícula. Estoy diciendo que contigo siempre hago el ridículo.
Ruedo los ojos al cielo.
—Estás diciéndome ridícula —mascullo.
—¡Te digo que no!
—Mejor deja de hablar, Gael. No lo arruines más.
—¿Cómo coño es que lo he arruinado en primer lugar?
—Si sigues discutiendo conmigo, puedes irte olvidando de
la cena.
—Nunca pierdes, ¿no es así? —dice y le dedico una
mirada cargada de irritación. Una que no logra ver porque
mantiene la vista fija en el camino.
—Lo dice el hombre que es capaz de manipular a los
medios de comunicación, solo para conseguir que una chica
escriba un libro sobre él.
—Touché —dice y una sonrisa cargada de suficiencia se
dibuja en mis labios.
Un silencio cómodo se instala entre nosotros y, luego de
unos instantes de esta manera, me pide instrucciones de cómo
llegar al lugar al que vamos a cenar.

—¿Y bien? —pregunto, al tiempo que giro sobre mis


talones para caminar en reversa y poder encarar a Gael, quien
camina con lentitud en mi dirección.
El magnate me mira con gesto enfurruñado y juguetón al
mismo tiempo.
—Lo admito —dice—. Los tacos molan.
Una sonrisa radiante se apodera de mis labios.
—Sabía que te gustarían. Nadie puede resistirse a los
encantos de un taco.
—Sigo sin entender cómo cojones podéis comer los sesos
de la vaca. —Hace una mueca horrorizada—; pero, si me
mantengo alejado de ellos, los tacos no suenan tan
intimidantes. De hecho, podría repetir la dosis cualquier otro
día.
—Cuando menos lo esperes, estarás comiéndote todo eso
que ahora te parece asqueroso —aseguro, sintiéndome ligera y
tranquila ahora que el ambiente se ha relajado.
—Permíteme dudarlo. —Gael niega—. Lo único que te
concedo, es que son deliciosos. Nunca imaginé que serían de
esa manera.
Le guiño un ojo.
—Cuando gustes puedo cultivarte un poco más sobre
gastronomía mexicana —digo.
—Te tomaré la palabra. La próxima vez, quiero ir a comer
pozole, o enchiladas, o algo que se le parezca.
—¿Estás invitándome a repetir la velada, Gael Avallone?
—bromeo.
Él asiente.
—No, señorita —dice y, de pronto, me mira con seriedad
—. Estoy esperando a que seas tú quien me invite a mí a
repetir la velada. En vista de que eres una mujer de palabra y
que has pagado la cena de esta noche, no me queda más que
esperar a que vuelvas a invitarme para volver a cenar gratis.
—Vete al demonio —suelto, pero estoy sonriendo como
idiota—. No volveré a invitarte a cenar. Ya te lo dije: esto solo
fue como habernos fumado la pipa de la paz.
Gael sonríe e introduce las manos en los bolsillos de sus
pantalones.
—¿Te confieso algo? —dice, luego de alcanzar mi paso y
empezar a caminar a mi lado.
—¿Podré ponerlo en el libro? —bromeo y él suelta una
pequeña risa que se me antoja nerviosa.
—Ninguna mujer me había pagado la cena nunca —dice,
ignorando por completo mi broma sin sentido.
—Imagino que siempre eres tú el que paga —comento.
Asiente.
—Y no me molesta en lo absoluto hacerlo, es solo que,
ahora que no he pagado yo, me siento extraño. —Suena
avergonzado y, por extraño que parezca, lo encuentro
encantador.
—Pues no deberías sentirte de ninguna forma —digo, con
determinación—. Yo siempre he creído que hay mucha gente
que confunde la caballerosidad con la obligación. Ningún
hombre está obligado a invitarle todo a una mujer; tampoco
está obligado a abrirle la puerta del coche, o a hacer todas
estas cosas que van de la mano de la caballerosidad. Así como
ninguna mujer está obligada a deberle nada a un hombre que
es caballeroso con ella. —Me encojo de hombros—. Para mí,
es algo que va más allá de un estigma social. —Poso mi vista
en él—. Es una decisión. —hago una pequeña pausa—. Yo
decidí que quería invitarte la cena y punto. Eso no te hace a ti
menos caballero, ni a mí menos dama.
—A mí me gusta ser un caballero —dice, y le creo—. Me
gusta ser atento, pagar la cuenta, abrir la puerta del coche…
Me gusta dar esa clase de atenciones. —Guarda silencio unos
instantes—. Pero, igualmente, agradezco el gesto, Tamara.
Agradezco que me hayas invitado a cenar. Ha sido
diferente. Agradable. —Me mira, al tiempo que esboza una
sonrisa sesgada—. Sentí como si, por una vez en la vida,
alguien realmente estuviese interesado en mí y no en lo que
tengo gracias a mi padre.
Mi corazón se estruja al escucharlo decir eso. Jamás
imaginé que sería capaz de decirme algo así. Que sería capaz
de expresarse conmigo de esa manera.
—Debes estar rodeado de gente que solo está cerca por lo
que pueden obtener de ti —digo, con todo el tacto que puedo.
—¿Y quién no está rodeado de gente así hoy en día? —
dice, con naturalidad—. Los seres humanos somos criaturas
ambiciosas. Sedientas de más, en cualquier ámbito existente.
No encuentro para nada descabellado estar rodeado de gente
que aspira a obtener algo de mí o de mi padre, porque la
ambición es tan humana como lo son los celos o el
territorialismo. —Hace una pequeña pausa—. La clave aquí
está en saber en qué punto pintar tu raya. Hasta qué punto vas
a permitir llegar a esa gente que solo desea obtener algo de ti.
Mi vista viaja hasta mis pies, los cuales marcan un ritmo
lento y pausado con cada paso que doy.
—Es por eso que eres así de hermético con tu vida privada
—adivino, en voz baja.
—Es algo un poco más complicado que eso.
—Y supongo que no vas a contármelo, ¿cierto? —sueno
decepcionada, por eso no me atrevo a mirarlo. Me limito a
mantener la vista fija en el suelo—. Porque no somos amigos.
Porque soy la persona que podría destruirte si saco a relucir
eso que es tan complicado para ti… —No pretendo sonar
como si estuviese reprochándole algo, pero lo hago de todos
modos.
—¿Y si te pidiera que no lo contaras? ¿Qué me guardaras
el secreto?
—Ambos sabemos que no es así de sencillo. —Esbozo una
sonrisa triste—. Me lo dirías todo, pero aún estarías esperando
mi puñalada por la espalda en cualquier momento… y lo
entiendo a la perfección, Gael. Después de todo, no dejo de ser
una extraña indagando en tu pasado.
Se hace el silencio.
Hemos llegado al lugar donde aparcó el coche y sé lo que
eso significa. Sé que quiere decir que va a llevarme a casa,
aunque no esté lista para despedirme y aún no haya
descubierto a qué se debe este nuevo conflicto que Gael se ha
encargado de crear en mí en cuestión de minutos.
Nadie dice nada cuando nos detenemos junto a su coche.
Tampoco lo hacemos cuando abre la puerta del auto para mí y
espera hasta que suba para cerrarla. Acto seguido, rodea el
auto y se introduce en el asiento del conductor.
Yo no dejo de mirarlo. No dejo de observar su perfil
anguloso y su cabello alborotado.
—¿Qué? —pregunta, con gesto curioso y los ojos
entornados, cuando, luego de unos instantes, se percata de mi
escrutinio.
—¿Puedo confesarte algo? —pregunto, aunque no estoy
segura de qué es lo que voy a decir a continuación.
—Claro…
Un millón de palabras se agolpan en la punta de mi lengua.
Un montón de posibilidades se abren en mi cabeza, ansiosas
de salir a la superficie porque, por primera vez en mucho
tiempo, estoy permitiéndome a mí misma la posibilidad de
hablar sobre lo que en realidad siento.
Miedo, ansiedad, angustia… Todo se arremolina en mi
pecho y me hace imposible pensar con claridad. Me hace
imposible poder pronunciar algo de lo que, tan ansiosamente,
deseo decir.
Es por eso que decido empezar por algo sencillo. Algo que
no se siente tan comprometedor como el resto de las ideas que
revolotean en mi cabeza.
—Nunca nadie había golpeado a alguien por mí —digo,
finalmente, y me siento tímida cuando lo digo. Me siento
vulnerable y torpe, aunque no he dicho la gran cosa y esta es,
probablemente, la confesión más absurda de todas.
Una sonrisa cálida y arrogante se dibuja en los labios del
magnate y, de pronto, un extraño calor se apodera de mi
pecho.
—Lo haría otra vez —dice y mi corazón se salta un latido
en el proceso—. Lo haría mil veces.
—Es usted un caballero, señor Avallone —digo, porque es
lo único que se me ocurre en estos momentos. Porque
cualquier otra cosa se siente peligrosa.
—No se confunda, señorita Herrán. No soy un caballero —
dice y mi corazón hace otra voltereta en el proceso—. Soy el
hijo de puta más grande existente en la faz de la tierra… Y aun
así, lo haría mil veces. Golpearía a mil hijos de puta por usted
si se lo merecieran.
«¿Está coqueteando conmigo?».
—Eso suena como una declaración muy comprometedora
—digo, casi sin aliento, y le ruego al cielo que no sea capaz de
escuchar cómo mi voz se quiebra ligeramente debido a la
fuerza de mis emociones.
—No. —Niega con la cabeza, sin dejar de mirarme con
intensidad—. No suena como una declaración muy
comprometedora. Lo es.
«¡Me lleva el carajo! ¡Está coqueteando conmigo!».
—¿Lo es tanto como afirmar a que fuiste a ese bar solo
para verme?
Algo salvaje se apodera del rostro de Gael, pero no lo
niega. Solo me mira durante un largo rato.
Mi corazón late a toda velocidad, mis manos se sienten
temblorosas, el aliento me falta y las ganas de ponerme a gritar
son tan grandes, que temo no poder controlarlas si no dice
nada más.
Mojo mis labios con la punta de mi lengua y la vista del
magnate cae en ellos.
—¿Tienes algo que hacer mañana por la tarde, Tamara? —
Su pregunta me saca de balance y, al mismo tiempo, hace que
mi pulso se detenga para reanudar su marcha a una velocidad
inhumana.
Trago duro.
—No… —sueno tímida. Cohibida.
Él asiente.
—¿Hacemos algo?
Se hace el silencio.
—¿Estás invitándome a salir?
—¿Paso por ti a las seis? —Soy plenamente consciente del
modo en el que ha evitado mi cuestionamiento.
—No soy como las mujeres con las que acostumbras a
estar —digo, solo porque necesito dejarlo en claro. Solo
porque necesito que lo recuerde. Porque necesito que sepa que
de mí no va a obtener eso que le da su secretaria y no sé cuánta
otra mujer.
Una sonrisa radiante se dibuja en los labios del magnate y
la respiración se me atasca en la garganta.
—Lo sé perfectamente —dice y suena… ¿asustado?—.
¿Paso a tu casa a las seis?
—No me gustan los restaurantes lujosos —digo, con aire
aterrorizado—, ni los lugares extravagantes. Odio las plazas
comerciales en las que…
—Sí, vale, lo pillo —me interrumpe—. Lo que quieres es
que compre una pizza y la coma contigo dentro de mi coche.
Mensaje recibido.
Una sonrisa horrorizada se apodera de mi boca.
—Bien —digo—. Tenía qué asegurarme de que estábamos
en la misma sintonía.
—¿Mañana a las seis?
—Mañana a la seis —asiento.
—Perfecto —asiente—. Ahora, dime como coño le hago
para llegar a tu casa.
Una carcajada nerviosa e histérica se me escapa, pero el
aturdimiento y la ansiedad que ha comenzado a invadirme.
Con todo y eso, comienzo a darle instrucciones.
Capítulo 14
Mi cita con Gael no ha ido, para nada, como creí que iría.
Para empezar, esta mañana me llamó para cambiar la hora
a la que pasaría a recogerme. Dijo que tendría una junta que le
sería imposible cancelar o posponer, pero que pasaría por mí a
las ocho de la noche para hacer algo de todos modos.
Luego de eso, no hice más que retorcerme en el mar de
nerviosismo y ansiedad que creé para mí en el transcurso del
día.
Traté de distraerme empezando en forma con la escritura
de su biografía, pero no tuve el éxito esperado. Apenas si pude
redactar unos cuantos párrafos. Apenas si pude sentarme frente
a la pantalla del ordenador durante horas, con el documento en
blanco, sin saber muy bien por dónde empezar a trabajar.
Quiero atribuirle mi falta de inspiración al estado nervioso
en el que me he encontrado todo el día, pero en realidad sé que
se trata de algo más: mi falta de motivación para escribir esta
biografía. Por mucho que mis interacciones con Gael me
parezcan interesantes y emocionantes, sigo siéndole fiel a la
idea de que no estoy hecha para transcribir lo que un hombre
tiene que decir sobre sí mismo.
No recuerdo la hora en la que me metí en la ducha.
Tampoco recuerdo cuándo dejé de cambiarme de ropa una y
otra vez, solo para decidirme a utilizar un suéter de punto
color blanco y unos pantalones entallados en color negro; sin
embargo, cuando Gael Avallone apareció por mi puerta —
luciendo insoportablemente atractivo con ese cabello
perfectamente estilizado y esa mandíbula angulosa recién
afeitada— enfundado en un traje negro, corbata roja y camisa
blanca supe que iba muy mal vestida para la ocasión… como
siempre.
A pesar de eso, me las arreglé para bromear respecto a su
manera elegante de vestir. Me las arreglé para hacer como si
no me importase en lo absoluto el hecho de que él siempre
luce como si hubiese salido de una revista y yo lo hago como
si hubiese salido de un concierto que terminó en desastre.
No sé qué esperaba que ocurriera cuando me preguntó a
dónde quería que fuéramos y le respondí que, precisa y
exactamente, quería hacer lo que sugirió anoche que
hiciéramos —ir por una pizza y comerla dentro de su coche—
pero, en definitiva, no era esto.
No esperaba que, de buena gana, encaminara su flamante
coche hasta una sucursal de Domino’s Pizza, bajara de él —
enfundado en ese elegante traje negro— conmigo a su lado y
se adentrara en el establecimiento para ordenar una pizza
familiar mitad pepperoni, mitad salchicha italiana.
Mucho menos esperaba que, luego de haber recibido la
comida, se encaminara hasta el auto, me abriera la puerta del
copiloto y se sentara a mi lado a preguntarme si prefería
comerla ahí mismo, en el aparcamiento del restaurante, o si
quería que buscásemos otro lugar.
Debo admitir que me tomó varios minutos espabilar y
hacer como si no notase lo relajado de su comportamiento el
día de hoy; pero, una vez controlado el estupor, le dije que
quería comer en el parque que se encuentra justo a las afueras
de la estación Juárez del tren ligero; en parte porque lo
encuentro agradable y en parte porque, si las cosas se ponen de
un ánimo extraño, puedo hacer mi camino hasta la estación y
volver a casa en menos de quince minutos.
Ahora mismo, luego de veinte minutos de camino, nos
encontramos aquí, sentados dentro en el interior de su coche
—porque, justo cuando íbamos llegando, comenzó a llover—,
con una caja de pizza entre nosotros y un refresco de cola
entre las manos.
—Debo admitir que esto es… diferente —Gael habla y el
sonido de su voz me saca de golpe de mis cavilaciones.
Mi vista se posa en él y lo miro darle otra mordida a la
rebanada de pizza que tiene entre los dedos.
No me pasa desapercibida la mancha de grasa que hay en
su camisa debido al trozo de salchicha italiana que se le cayó
hace unos minutos y que a él no parece importarle en lo
absoluto. Ni la mancha, ni la salsa en la tapicería de su auto.
—¿Diferente a qué? —pregunto, luego de tragar mi
bocado y segundos antes de limpiarme los labios con una
servilleta.
—Diferente a lo que suelo hacer cuando invito a salir a una
chica.
Ruedo los ojos al cielo.
—Eres tan cliché.
—¿Qué demonios tenéis los escritores con el cliché? —El
ceño de Gael se frunce ligeramente—. ¿Por qué están tan
obsesionados con odiarlo? ¡La vida misma es un cliché! Una
repetición continua de situaciones. Lo único que cambia, es la
persona que lo vive.
Una sonrisa se dibuja en mis labios.
—Personalmente, no odio el cliché. De hecho, vivo, mato
y muero por una buena novela romántica. De esas en las que
abundan los clichés.
—Sí, claro —Gael bufa, al tiempo que me dedica una
mirada condescendiente.
—¡Hablo en serio! —exclamo, sin dejar de sonreír—.
Debo admitir que yo tampoco sé qué tienen muchos escritores,
y lectores también, contra el cliché. —Me encojo de hombros
—. Siento que, parte de lo que hace que me sienta dentro de
una historia, es la capacidad que tiene dicha historia de
hacerme sentir identificada con ella. De la capacidad que tiene
el escritor de hacerme revivir memorias propias a través de las
vivencias de sus personajes; porque nadie es primero en nada.
Porque todo es, como dices, una repetición de situaciones, en
distintas pieles.
—Y, a pesar de que no odias el cliché, me has llamado uno
—Gael apunta.
—Es que es la verdad. Eres un cliché, Gael. —Mi sonrisa
se ensancha—. ¡Mírate! Bien podrías ser el protagonista de
una novela romántica.
—Me rehúso, completamente, a ser el protagonista de una
novela romántica —dice, con fingida indignación—. Me van
más las novelas policíacas o de misterio. Otra cosa que no sea
eso, no va conmigo.
—No tienes madera para ser el protagonista de una novela
de misterio. Mucho menos una policíaca —bufo—. Los
detectives son sexys. Tú solo eres…
—Cuida muy bien tus palabras, Tamara Herrán. —Gael
me interrumpe y me dedica un gesto irritado, pero divertido—.
Te recuerdo que hemos hecho una tregua ayer por la noche.
No puedes faltar a ella.
Entorno los ojos en su dirección.
—Decir mi opinión no es faltar a nuestra tregua.
—Lo es cuando no se tiene el tacto suficiente al decirla. —
Gael refuta—. Vas a hacerme pedazos con tu comentario y lo
sabes.
—Una ya no puede expresarse con libertad porque todo se
lo toman como ofensa —mascullo, entre dientes, y una risita
que se me antoja joven y fresca, brota de la garganta del
magnate.
Se hace el silencio y aprovecho esos instantes para
terminarme el trozo de pizza que tengo entre los dedos.
—Cuéntame qué haces en tus citas habituales —digo,
luego de limpiarme los dedos.
—Follar.
Ruedo los ojos al cielo, en un gesto que pretendo que luzca
aburrido; pero en realidad, una punzada de algo irreconocible
me ha atravesado el pecho de lado a lado.
—Cliché.
—Soy un cliché, ¿no lo recuerdas?
—Qué decepción —mascullo, pero lo digo más en serio de
lo que me gustaría—. Creí que eras más interesante que eso.
Supongo que me equivoqué.
—¿Estás tratando de hacerme sentir miserable? Porque lo
estás consiguiendo.
—Dramático.
—Lo he aprendido de ti.
Le dedico una mirada cargada de irritación.
—Yo no soy dramática.
—Tamara, si el dramatismo tuviese una cara, sería una
igual a la tuya. —Sonríe, con socarronería.
—Vete al mismísimo carajo —suelto, con irritación y su
sonrisa toma fuerza.
—¿Qué puedo hacer para que me alejes de esa categoría
tuya llamada cliché? —dice, luego de un pequeño silencio.
—Creí que no odiabas los clichés.
—No los odio, pero me incomodan ahora que me hacen
ver predecible —refuta, haciendo un gesto desdeñoso con una
mano—. Ahora dime… ¿Qué tengo que hacer para que dejes
de pensar que soy un cliché?
—Nada —digo, porque es cierto—. Nada de lo que digas
va a arrancar de mi cabeza esa imagen tuya que tengo en la
cabeza. Eres un tipo adinerado, que tiene lo que quiere, cuando
lo quiere y a la hora que lo desea. —Me encojo de hombros—.
Y no está mal. Es, simplemente, que me parece… aburrido.
La sonrisa que tiene su rostro pierde fuerza y, de pronto, un
destello de algo extraño se apodera de su mirada.
—¿De verdad crees que soy así de sencillo como eso? —
El sonido herido de su voz me saca de balance por completo,
pero trato de no hacérselo notar.
—Por supuesto que lo eres —digo, aunque no estoy muy
segura de querer seguir hablando. El ambiente está empezando
a tornarse denso e incómodo.
—No sabes absolutamente nada de mí, Tamara —suelta,
con condescendencia y una punzada de irritación me recorre el
cuerpo.
— ¿Qué es lo peor que pudo haberte pasado en la vida,
Gael? —espeto, incapaz de detener el cúmulo de palabras que
tengo en la punta de la lengua—. ¿Haber crecido sin una
figura paterna? ¿Haber desarrollado una especie de rencor
hacia tu padre para luego sanarlo al reencontrarte con él?
Todo vestigio de humor se ha esfumado del rostro de Gael
ahora y no sé cómo sentirme al respecto. No sé cómo tomar la
dureza que se ha apoderado de sus facciones y la tensión que
hay en su mandíbula.
—Tú no sabes nada, Tamara —habla, con voz ronca y
profunda.
—Sé lo suficiente como para asumir que tuviste una vida
fácil. Buena.
«¿Por qué no te callas de una jodida vez, idiota?», me
reprimo mentalmente, pero ya es demasiado tarde. Ya he dicho
lo peor y aún no estoy lista para quedarme callada.
Una carcajada carente de humor se le escapa de la
garganta, pero ahora está más que claro para mí, que lo que he
dicho le ha calado hondo y ha tocado fibra sensible en él.
—No sabía que eras del tipo de persona que juzga a otras
solo por lo que ve en la superficie. —La molestia en el tono de
su voz es palpable ahora.
—No estoy juzgándote en lo absoluto —digo y sueno a la
defensiva—. Solo hablo de la imagen que reflejas, Gael. Yo no
tengo la culpa de que todo en ti grite «vida fácil».
«¿Por qué está tan enojado? ¿Por qué no lo deja pasar?».
El destello iracundo que se filtra en la expresión del
magnate, le ensombrece la mirada y le endurece las facciones.
—No tienes una idea de lo que hablas —dice, en un tono
tan profundo, que casi no soy capaz de reconocer su voz.
—Tú no tienes idea de lo que es una vida difícil —refuto y,
sin que pueda evitarlo, sueno molesta. Enojada.
«¿Qué demonios le sucede? No es para tanto».
—¿Y qué sabes tú de una vida difícil, Tamara? —La burla
en su voz hace que un destello de dolor me atenace el cuerpo.
—Sé más que tú, eso tenlo por seguro. —Mi voz suena
ronca debido al centenar de emociones que ha comenzado a
invadirme.
—¿Y cómo es que estás tan segura de eso? ¿Lo dices solo
porque estuviste en un psiquiátrico? —Sus palabras son como
una bofetada en la cara. Como un golpe brusco y violento
atestado sin previo aviso—. ¿Crees que haber estado en un
sanatorio mental te da el derecho de decir que la vida de los
demás es sencilla en comparación a la tuya? —La dureza y la
irritación en el tono de Gael me golpean con violencia y un
agujero se abre en mi pecho.
—Yo no… —trato de intervenir. Aturdida, confundida y
herida en modos que ni siquiera yo mismo logro comprender
del todo.
— Pues te equivocas, Tamara —me interrumpe, con
violencia, y el tono despectivo que utiliza hace que otra
punzada de dolor me recorra. Hace que mi cuerpo entero se
hiele y se estremezca—. Si tú hubieses vivido la mitad de las
cosas que yo viví, tu intento de suicidio no habría quedado en
eso: un intento. —Una sonrisa cruel y amarga se desliza en sus
labios y la herida que ha comenzado a abrirse en mi pecho, se
vuelve profunda—. Te habrías asegurado de acabar con todo.
Sacudo la cabeza en una negativa incrédula y abro la boca
para hablar, pero nada viene a mí.
—Gael…
—No puedes venir aquí, a tratar de juzgarme, solo porque
crees que tu cobardía es digna de hacer alarde —espeta, y el
coraje y la irritación se mezclan con la confusión y la sorpresa
—. No puedes venir aquí a decirme que sabes más sobre la
vida solo porque no fuiste capaz de lidiar con tu realidad. Solo
porque fuiste lo suficientemente estúpida como para…
Una bofetada atestada por mi mano derecha acalla la
diatriba furiosa del magnate y, en el proceso, gira su rostro
debido al impacto violento y brusco.
De pronto, la tensión que había comenzado a construirse
entre nosotros estalla. Estalla y se convierte en un monstruo
hecho de ira, indignación y frustración.
Mi pulso late con fuerza detrás de mis orejas, mi palma
hormiguea y mi respiración, inestable y temblorosa, se abre
paso en el silencio en el que se ha sumido el vehículo.
Gael no me mira. No vuelve su rostro hacia mí. No hace
nada más que quedarse quieto, con la mandíbula apretada y
postura rígida.
Yo no puedo moverme tampoco. No puedo hacer nada más
que luchar con todas mis fuerzas contra la revolución de
emociones que llevo dentro. Contra el nudo que se ha formado
en mi garganta y las lágrimas que me escuecen los ojos.
El magnate me mira.
Ira cruda y profunda tiñe sus facciones y un escalofrío de
puro terror me recorre de pies a cabeza cuando noto la
oscuridad que se ha apoderado de su expresión. Cuando noto
la forma aterradora en la que su gesto se descompone.
—Me vuelves a poner un maldito dedo encima —su voz
suena más ronca que nunca. Más furiosa—, y te juro por Dios
que no respondo, Tamara.
Todos los vellos de mi cuerpo se erizan en respuesta.
Coraje, miedo, confusión… Todo se arremolina dentro de
mi pecho y quiero ponerme a gritar, quiero echarme a llorar y,
al mismo tiempo, quiero sostenerle la mirada para así
demostrarle que no me ha amedrentado en lo absoluto. Que no
ha sido capaz de aterrorizarme… aunque en realidad sí lo haya
hecho. Aunque en realidad, quiera poner cuanta distancia sea
posible entre esta criatura iracunda y yo.
No respondo.
Él tampoco dice nada más y nos sumimos en un silencio
largo. Tenso. Doloroso.
El aturdimiento que me invade apenas me permite procesar
lo que acaba de pasar. Apenas me permite ser consciente de lo
que Gael me ha dicho y de lo que yo he hecho; pero, cuando
soy capaz de conectar el cerebro con las extremidades, hago
acopio de toda mi dignidad y me cuelgo el bolso en el hombro.
Acto seguido —y sin saber muy bien qué es lo que estoy
haciendo—, abro la puerta del coche.
Una palabrota resuena a mis espaldas cuando, sin siquiera
dedicarle una última mirada, salgo del vehículo y doy un
portazo. Otra palabrota llega a mis oídos cuando me echo a
andar por la acera en dirección a la estación del tren, pero no
me detengo. No hago nada más que poner cuanta distancia sea
posible entre Gael Avallone y yo.
La lluvia suave que enfría el ambiente me cae en el rostro
y me moja las pestañas, pero ni siquiera me molesto en
intentar cubrirme. La estación está a escasos metros de donde
me encuentro, así que no me mojaré demasiado si me doy
prisa.
Alguien dice mi nombre a mis espaldas, pero no me
detengo. Al contrario, acelero el paso.
El andar apresurado que resuena detrás de mí hace que mis
pies se muevan con mayor velocidad que antes, pero no
consigo escapar. No consigo evitar que sus dedos largos se
enreden alrededor de mi brazo para detenerme.
Cuando sucede, tiro para liberarme de su agarre y me giro
con brusquedad para encararlo.
—No me toques —espeto y el asombro que veo en su
rostro no hace más que llenarme de satisfacción.
En el proceso, soy capaz de notar como las miradas de las
pocas personas que espera el autobús en la parada, se posan en
nosotros.
—No hagas una escena y vuelve al coche —dice, en voz
baja y entre dientes, para que solo yo pueda escucharlo.
Su expresión no es, ni de cerca, parecida a la de hace unos
instantes en su coche. Sigue furibundo. Sigue enojado hasta la
mierda… pero ya no tiene ese gesto extraño en el rostro.
—Eres tú el que está haciendo una escena —suelto y mi
voz tiembla debido al coraje reprimido—. Deja de hacerte esto
a ti mismo y márchate.
—Tamara, por el amor de Dios, deja de comportarte como
si tuvieras cinco años —sisea en respuesta y sé, por sobre
todas las cosas, que está furioso.
—Yo me comporto como se me dé la puta gana —escupo
y sueno enojada, aunque en realidad esté asustada y
confundida.
Gael niega con la cabeza, incrédulo, iracundo.
Decepcionado.
—¿Así va a ser siempre? —dice, aun guardando la
compostura—. ¿Vas a huir de mí cada vez que diga algo que
no te guste escuchar? ¿Algo que te hiera? —No me atrevo a
apostar, pero creo haber visto un destello triste en su mirada—.
¿Qué hay de lo que tú dijiste? ¿Qué hay de la forma en la que
me empujaste hasta mi límite? Tamara, no puedes hacerme
esto. No puedes hacer como si fueses esta chica ruda,
despreocupada e irreverente, para luego convertirte en esta
persona tambaleante cada vez que alguien toca fibra sensible
en ti.
Un nudo comienza a formarse en mi garganta y el aliento
me falta.
—Y no quiero disculparme por lo que dije, aunque tenga
motivos de sobra para hacerlo —suena determinado y
frustrado al mismo tiempo.
—¡Es que yo no quiero una disculpa!
—¡Por supuesto que lo haces! —exclama—, pero no voy a
darte lo que quieres, Tamara. No voy a dejar que vuelvas a
jugar de este modo conmigo porque ya me cansé de este estira
y afloja. Ya me cansé de intentar descifrarte y sentir que estás
tratando de verme la cara de imbécil. —Da un paso más cerca
de mí—. He respetado, en medida de lo posible, tu privacidad.
Tu hermetismo respecto a lo que viviste y entiendo si no
quieres hablar de ello. Entiendo si es algo difícil de externar y
entiendo, también, que no debí haber dicho lo que dije hace un
momento, pero estaba enojado. —Sacude la cabeza en una
negativa—. Estaba furioso porque te sentiste con el derecho de
juzgarme. ¿Qué coño sabes de mí y de lo que he vivido?
¿Cómo mierda se te ocurre suponer que lo que yo llevo a
cuestas no se compara con lo que has vivido tú, Tamara?
—No tienes una idea de lo que dices —digo, con la voz
rota por las emociones.
—Y nunca voy a tenerla si no me hablas claro. Si no me
dices qué cojones te pasa. Si no me dices por qué demonios
llevas puesta esa máscara de fortaleza cuando es obvio que
solo es una maldita fachada. —Gael suena cada vez más
desesperado. Más frustrado—. No te estoy pidiendo que me
digas qué coño fue lo que te pasó para que intentases quitarte
la vida. Tampoco estoy pidiéndote que me hables sobre tu
pasado, porque me ha quedado más que claro que no quieres
que lo sepa; pero, deja de jugar de esta manera conmigo. Deja
de mostrarme esas dos malditas caras y decide de una vez cual
es la que vas a mostrar.
Cierro los ojos con fuerza, en un débil intento de mantener
las emociones a raya. En un débil intento de mantener las
lágrimas en el lugar en el que se encuentran.
—Y-Yo… Yo no… —Niego con la cabeza en un intento de
ordenar mis ideas, pero sé que luzco tan desesperada como me
siento—. No hay dos caras. Esta soy yo.
—Esa es una mentira y lo sabes, Tamara. —La
profundidad en la voz de Gael hace que me obligue a
encararlo.
Sus ojos —penetrantes, duros, salvajes— me miran con
determinación. Me miran con… ¿anhelo?
—¿Qué es lo que quieres de mí? —susurro, en voz baja y
ronca, al cabo de unos largos instantes.
—Que te quites esa maldita máscara de encima, Tamara —
responde y la honestidad de su respuesta me agobia tanto, que
no puedo hacer nada más que encararlo de nuevo. Más que
luchar contra la bola de emociones acumuladas en la base de
mi garganta.
Niego con la cabeza.
—No puedo… —Mi voz se quiebra en el proceso y sé que
estoy a punto de perderlo.
—¿Por qué no?
—Porque odio lo que hay debajo de ella. —La honestidad
de mis palabras me toma por sorpresa. Me abruma y estremece
la fortaleza que rodea el mar de emociones contenidas con el
que lidio a diario.
—Tamara…
—No quiero que me mires como lo hace todo el mundo —
lo interrumpo y las lágrimas me nublan la mirada. Estoy a
punto de echarme a llorar. Estoy a punto de desmoronarme
frente a Gael Avallone una vez más.
—No voy a mirarte de ninguna forma, bonita —dice y, de
pronto, soy plenamente consciente de cómo una de sus manos
grandes ahueca una de mis mejillas y me obliga a levantar la
cara.
En ese momento, todo mi autocontrol se va al caño y las
lágrimas son incontenibles ahora. Son un torrente de
emociones desbocadas que amenazan con hacerme pedazos si
les permito tomar la fuerza suficiente.
—No llores. —La voz de Gael se ha suavizado tanto, que
el solo escucharla hace que todo dentro de mí duela—. Por
favor, Tam, no llores…
Niego con la cabeza y me limpio las lágrimas, pero los
recuerdos que empiezan a embargarme no se van. Al contrario,
se arraigan en mi sistema. Se aferran a las paredes de mi
cabeza y lo impregnan todo.
De pronto, no soy capaz de hacer otra cosa más que
revivir, segundo a segundo, todo lo que pasó. No puedo hacer
nada más que llorar en silencio por la pesadilla que viví y el
remordimiento de consciencia que llevo dentro porque fue
Isaac quien murió y no yo…
Un sollozo brota de mis labios y bajo la mirada al suelo.
Acto seguido, Gael trata de posicionar su otra mano contra mi
mejilla libre, pero doy un paso lejos para apartarme.
—Tamara, por favor, habla conmigo —suplica y algo
dentro de mí se desgarra al escuchar la desesperación en su
tono.
Entonces, presa del dolor, la angustia y los recuerdos
tortuosos, comienzo a hablar:
—Cuando tenía diecisiete años, conocí a un chico. —Mi
voz suena ronca y temblorosa debido al llanto—. Era el
hermano de mi cuñado, así que lo veía a menudo, cuando a mi
hermana le daba por invitarme a salir con ella y su ahora
marido. —No me atrevo a mirar a Gael, así que mantengo la
mirada fija en el suelo—. Al principio, salir con él era un
juego para mí, pero luego… —Un sollozo se me escapa, pero
lo reprimo como puedo—. Pero luego se convirtió en algo
más. Y me enamoré como una idiota. —Me limpio las
lágrimas con el dorso de la mano—. Teníamos una relación
muy tóxica. Intensa por sobre todas las cosas… y yo era feliz
con ella. Para mí, era normal terminar cada vez que teníamos
una discusión y arreglarnos después. —Hago una pausa, para
ordenar el hilo de mis recuerdos y, cuando me siento lista,
continúo—: A Isaac siempre le gustó relacionarse con gente
que se jactaba de estar metida en cosas turbias. Consumo y
distribución de sustancias y esas cosas. —La vergüenza de
hablar de esto es tanta, que sigo sin atreverme a mirarlo—.
Isaac siempre me aseguró que nunca metió las manos al lodo.
Siempre dijo que tenía amigos que vendían drogas en el
campus de la universidad donde estudiaba, pero que eso era
todo. —Una sonrisa amarga se dibuja en mis labios cuando
recuerdo la primera discusión que tuvimos al respecto—. Le
encantaba jactarse de sus amistades con estas personas, aunque
no consumiera nada y no estuviese involucrado en lo absoluto
con ese negocio. —Niego con la cabeza—. Una noche, luego
de un pleito muy fuerte que tuvimos, fue a mi casa, me
escabullí fuera para verlo y nos reconciliamos en la parte
trasera de su coche.
Por primera vez, me atrevo a encarar a Gael.
—Esa misma noche, cuando estaba por volver a la
seguridad de mi habitación, uno de sus amigos le llamó para
invitarlo a una fiesta a las afueras de la ciudad. Isaac no quería
ir, pero yo ya me había escapado de casa y me sentía valiente,
así que le rogué que fuéramos para hacer que contara. —El
nudo en mi garganta me impide continuar, así que tengo que
tragar varias veces para deshacerlo y poder seguir hablando—:
Llegamos a la fiesta a las dos de la mañana. Bebí hasta que el
mundo empezó a dar vueltas a mi alrededor, bailé hasta que
los pies me dolieron y, cuando Isaac sugirió que nos fuéramos,
le rogué otro poco para quedarnos un rato más. —Lágrimas
nuevas inundan mis oídos—. Fue ahí cuando todo se fue a la
mierda. —Cierro los ojos una vez más y el llanto, que ya se
había tranquilizado un poco, retoma intensidad—. No recuerdo
muy bien qué pasó. Solo recuerdo que todo el mundo empezó
a gritar. Que un montón de estallidos retumbaban por todos
lados y que, de pronto, todo el mundo empezó a caer al suelo,
bañado en sangre. —Me detengo unos segundos para poder
continuar. Para poder respirar—: Recuerdo que Isaac me tomó
por la muñeca y empezó a correr. Recuerdo que me llevó
detrás de la barra de la casa donde se estaba llevando a cabo la
fiesta, y me hizo recostarme junto a los cadáveres de la gente
que yacía ahí tirada… —Las imágenes en mi cabeza son tan
vívidas ahora, que tengo que tomarme unos segundos antes de
seguir—: Y, justo cuando lo hice, su cabeza… S-su cabeza…
—La imagen de su cráneo, de su rostro, deformándose con el
impacto de una bala de alto calibre, invade mi cabeza. Invade
todos y cada uno de mis sentidos y, de pronto, no puedo
continuar. No puedo pronunciar una sola palabra más. No
puedo dejar de llorar.
—Tamara…
—Su cuerpo cayó sobre mí —interrumpo a Gael, pero el
llanto es tan intenso ahora, que estoy segura de que apenas
puede entenderme—. Y yo no podía moverme. No podía hacer
nada porque, si lo hacía, moría de un balazo… Así que no me
moví. Me quedé ahí, quieta, durante mucho tiempo. Durante
tanto tiempo, que el cuerpo de Isaac ya había comenzado a
endurecerse para cuando me lo quité de encima. —Cierro los
ojos con fuerza.
—Tamara, detente. —La voz suplicante de Gael no hace
más que hacerme sentir más miserable de lo que ya me siento,
pero no quiero detenerme. No puedo.
— No recuerdo cómo salí de ahí —digo, al cabo de un
largo rato—. Tampoco recuerdo cuánto tiempo caminé por la
carretera antes de que alguien se apiadara de mí y me llevara a
una delegación. De hecho, no recuerdo casi nada de los días
siguientes a lo que ocurrió… Sé que fue un ajuste de cuentas.
Una especie de guerrilla entre dos de los grupos delictivos más
grandes del país, y que toda la gente que murió esa noche, o al
menos, la gran mayoría, era gente como Isaac y como yo.
Gente que no tenía nada que ver con dichas bandas de
narcotraficantes, pero que había quedado justo en medio del
camino al decidir asistir a esa fiesta. —Me limpio los ojos una
vez más—. No sé cuánta gente sobrevivió o cuánta murió.
Solo sé que, luego de eso, mi vida se convirtió en un infierno.
—Hago una pausa—. No podía dormir, no podía comer, no
podía hacer nada más que revivir cada instante de lo que pasó.
No podía dejar de tener pesadillas al respecto y, cuando me
resigné a dejar de dormir, empecé a ver cosas que no estaban
ahí. Cosas horribles, relacionadas con lo que ocurrió. —Miro a
Gael y, por primera vez, veo una emoción desconocida en su
mirada—. Estaba volviéndome loca y no podía más. Los
medicamentos no estaban funcionando, las alucinaciones eran
cada vez más vívidas y yo estaba hundiéndome en mi miseria,
y no podía hacer nada para erradicarla. No podía hacer nada
porque la culpa estaba comiéndome viva. Porque no podía
dejar de pensar que había sido yo quien había rogado hasta el
cansancio que fuésemos a esa fiesta. Había sido yo quien había
rogado porque nos quedásemos un rato más. Y no dejo de
torturarme con la idea de que, quizás, Isaac habría vivido si yo
no hubiese insistido tanto. Si yo no hubiese… —Niego con la
cabeza, incapaz de dejar de llorar.
—Tamara. —Gael da un paso hacia mí—. Tamara, detente.
Basta ya. No te hagas esto a ti misma…
—Tú querías saberlo —sueno miserable. Patética…
Una mano cálida y grande se posa en mi mejilla derecha,
pero me aparto en cuanto la siento. La aparto porque no
merezco una caricia alentadora. Porque no merezco que nadie
me mire como si yo fuese una víctima. Yo asesiné a Isaac. Lo
llevé a su muerte y no merezco la compasión ni la
comprensión de nadie.
Gael intenta ahuecar mi rostro entre sus manos una vez
más, pero vuelvo a retirarme.
—¡No! —Trato de sonar demandante, pero no lo consigo.
Sueno más bien suplicante; como si estuviese rogándole que
no se detuviera.
Unos dedos cálidos se envuelven alrededor de mi muñeca
y tiran de mí con tanta fuerza que, por más que trato de
liberarme, no logro hacerlo.
Mi cuerpo se estrella contra algo firme y blando y, antes de
que pueda procesar lo que está ocurriendo, un par de brazos
fuertes se envuelven a mi alrededor. Una nueva oleada de
lágrimas se agolpa en mi mirada y me siento más vulnerable
que nunca. Me siento miserable. Hecha pedazos.
En ese momento, y solo porque no puedo soportar la idea
de que Gael trate de consolarme, comienzo a resistirme a su
abrazo. Peleo contra él porque no merezco que haga esto por
mí. No merezco que se preocupe de esta manera.
—Lo siento. —Gael murmura contra mi cabello mojado
por la lluvia suave—. Lo siento mucho, Tamara.
El llanto se vuelve más intenso que antes. Se vuelve
liberador.
—Y-Yo lo maté. Yo…
—Shhh… —Una de sus manos se posa en mi cabello y
presiona mi cabeza contra el hueco de su cuello—. No digas
eso. Sabes que no es verdad. Sabes que no es así.
El olor fresco de su perfume, aunado al calor de su cuerpo
y a la firmeza de su abrazo, no hace más que aturdirme.
—Él solo quería protegerme. —Trato de apartarme del
hombre que me abraza con fuerza, pero solo consigo que me
dé algo de espacio.
—Tamara, detente ya. —Un par de manos ahuecan mi
rostro y sus ojos ambarinos aparecen en mi campo de visión.
—Él quería mantenerme a salvo —sollozo y algo cálido
golpea la comisura de mis labios— Él…
Unos labios fríos encuentran los míos con ferocidad. Una
boca tibia encuentra la mía en un beso ansioso, urgente y
desesperado, y toda la sangre de mi cuerpo se agolpa en mis
pies. Todo el mundo detiene su marcha.
Capítulo 15
El tiempo ha ralentizado su marcha. El universo entero ha
decidido aminorar su andar apresurado para permitirme
procesar la cantidad de sensaciones abrumadoras que me
embargan. Para permitirme ser plenamente consciente de lo
que está pasando.
El pulso me late con fuerza detrás de las orejas, las manos
me tiemblan de manera incontrolable, el aliento me falta y
todo —absolutamente todo— ha perdido enfoque. Todo se ha
reducido a un montón de «nada» porque Gael Avallone está
besándome. Porque sus labios —mullidos, suaves y cálidos—
se mueven contra los míos en un beso urgente y desesperado.
Un sonido torturado escapa de mi garganta cuando una de
las manos del magnate se desliza hasta apoderarse de mi
cuello y me presiona con más intensidad contra él. Yo, por
acto reflejo a su movimiento ansioso, cierro las manos en el
material húmedo del saco que viste, y su lengua busca la mía
sin pedir permiso.
Mis oídos zumban, mi corazón late a toda velocidad y mi
cuerpo —traicionero y necesitado— grita por más. Grita por
su cercanía y su calor. Porque no me había dado cuenta de
cuánto deseaba esto hasta ahora. Y porque, a pesar de que sé
que esto está mal en todos los sentidos, no puedo —quiero—
detenerme.
Esto está bien. Esto está mal. Esto es todo aquello a lo que
le temo y todo eso que sé que puede acabar conmigo si no lo
detengo; porque sé que él es fuego y que yo soy la leña que se
consume bajo el poder abrasador de sus llamas. Un bote que
navega a la deriva en medio de una tormenta.
Sé, por sobre todas las cosas, que Gael Avallone es el
temblor que amenaza con derrumbar los muros que he
construido a mi alrededor… Y, de todos modos, no quiero
detenerme.
Se aparta de mí un poco y murmura algo que no logro
entender, antes de volver a besarme. Esta vez, son sus brazos
los que me sostienen, envolviéndose en mi cintura y
atrayéndome con más fuerza.
La ansiedad, la urgencia, la ferocidad con la que nuestros
labios se encuentran es tanta, que todo a mi alrededor da
vueltas. Todo se difumina y se desdibuja con la intensidad de
nuestro beso. De mis emociones.
«¡Esto no está bien!», grita mi subconsciente y tiene razón.
Esto está mal en todos los sentidos.
Mis manos se colocan sobre su pecho, con toda la
intención de apartarlo, pero él me atrae otro poco y termino
aquí, atrapada en la prisión de sus brazos, sintiendo la
humedad de su ropa contra la mía, y su abdomen firme y duro,
contra el mío blando y suave.
«¡Detente! ¡Maldición, Tamara! ¡Para ya!».
En respuesta, Gael gruñe contra mi boca y me besa con
más urgencia.
«¡Se está aprovechando de tu vulnerabilidad! ¡Te está
besando por lástima! ¡¿Es que no te das cuenta, maldita
sea?!».
Trato de apartarme una vez más, pero no consigo tener la
fuerza de voluntad suficiente para empujarlo lejos.
«¡Con un carajo, Tamara Herrán! ¡Fue suficiente! ¡Vas a
meterte en muchos problemas si continúas haciendo esto! ¡¿Es
que acaso no lo entiendes?!», grita la voz en mi cabeza y,
como impulsada por un resorte, me aparto de él.
Gael trata de besarme de nuevo, pero una negativa de mi
cabeza lo detiene; así que, en lugar de intentar hacerlo una vez
más, une su frente a la mía.
Para ese momento, todo dentro de mí es una revolución.
Un manojo de sensaciones abrumadoras.
Soy plenamente consciente de la manera en la que su nariz
y la mía se tocan. Soy aún más consciente del modo en el que
nuestros alientos se mezclan.
Mis ojos siguen cerrados. Mis manos siguen aferradas a él
y las suyas a mí y, de pronto, el peso de lo que acaba de pasar
cae sobre mis hombros y me aplasta contra el suelo.
Doy un paso hacia atrás.
Las manos de Gael siguen presionándose contra mi
espalda, pero ya he puesto un poco de distancia entre nuestros
cuerpos. Eso, más que cualquier otra cosa, hace que lo que
acaba de ocurrir entre nosotros me taladre el cerebro con
fuerza.
Mis manos dejan ir el material de su ropa y doy otro paso
hacia atrás, de modo que él tiene que dejarme ir.
Alzo la vista.
La visión del hombre impresionante que tengo frente a mí
hace que un escalofrío me recorra de pies a cabeza, pero me
obligo a sostenerle la mirada.
Su cabello, antes perfectamente estilizado, cae apelmazado
y ondulado contra su frente; su traje, que lucía como recién
sacado de la tintorería, luce desaliñado —húmedo. Arruinado
por completo— y su gesto, usualmente controlado, sereno y
seguro de sí mismo, luce fuera de balance. Inseguro. Tímido,
incluso.
Trago duro.
—Me voy a casa —anuncio con un hilo de voz,
sintiéndome aturdida y avergonzada en partes iguales.
—Te llevo —dice él, con la voz enronquecida por las
emociones.
—No. —Sacudo la cabeza en una negativa frenética—. Me
voy en tren.
—Tamara…
—Me voy en tren, Gael. Gracias —lo interrumpo a medio
camino. Trato, desesperadamente, de no sonar tan angustiada y
agobiada como me siento, pero sé que no lo he logrado en lo
absoluto.
—Tamara, yo…
—¡No! —lo corto de tajo una vez más, al tiempo que doy
un paso más para alejarme de él—. No quiero hablar más.
Quiero ir a casa. Ya basta, por favor.
—No puedes irte así de alterada como estás. —La súplica
en su gesto es tanta, que me abruma. Que me hace querer
acercarme y aliviar lo que sea que esté aquejándole.
—Estoy bien —miento—. Solo quiero ir a casa.
—Déjame llevarte, por favor. Yo solo…
—¡Ya te dije que no, maldición! —escupo, presa de la
histeria. De la nueva tortura que ha empezado a llenarme la
cabeza. Esa en la que no dejo de repetirme a mí misma que
Gael solo me besó por lástima y que, si no quiero seguir
echando a perder las cosas, lo mejor que puedo hacer es poner
cuanta distancia sea posible entre nosotros.
El gesto herido del magnate abre una brecha en mi pecho y
me llena de otra sensación igual de abrumadora que el resto:
culpabilidad.
Nadie dice nada.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan tenso, que ha
comenzado a tornarse incómodo; pero, de todas formas, me las
arreglo para mantener la mirada fija en él.
—¿Al menos puedes enviarme un mensaje de texto cuando
llegues a tu casa? —Gael dice, al cabo de un largo momento.
Dentro de mí, el calor y el frío se funden en uno solo y hacen
mella en mi corazón abrumado.
El nudo en mi garganta —ese que ni siquiera me había
percatado que tenía— se intensifica casi al instante, pero no
puedo hacer nada más que asentir con torpeza.
—Bien —dice, en voz baja y herida—. Gracias.
Acto seguido, le doy la espalda y me echo a andar en hacia
la estación.
No miro atrás cuando llego a la entrada de la terminal.
Tampoco lo hago cuando llego a las escaleras eléctricas
descendentes, pese a que una parte de mí muere por hacerlo.
Me limito a mantener la mirada fija al frente, para así no tener
que enfrentarlo. Para así no tener que enfrentar el centenar de
cosas que estoy sintiendo.
No ha dejado de llover. Estoy aquí, varada en la estación
del tren que se encuentra a escasas cinco calles de mi casa sin
poder moverme porque está inundado y llueve a cántaros.
Porque es imposible cruzar la avenida sin que el agua te llegue
a las rodillas.
Hace cerca de una hora que estoy esperando, sentada en
una de las bancas del apeadero, a que la lluvia y el nivel del
agua bajen para poder caminar a casa.
Le he enviado ya un texto a Gael para así evitar una
llamada de su parte; porque, técnicamente, ya he llegado a mi
destino. Es cuestión de esperar a que la tormenta se calme un
poco. Solo espero que no sea muy tarde cuando eso suceda.
Espero, de todo corazón, no tener que caminar las calles que
me separan del departamento a las once o doce de la noche.
Miro el teléfono una vez más.
El reloj marca las diez y la lluvia no parece tener
intenciones de ceder. Llegados a este punto, estoy empezando
a considerar la posibilidad de quitarme los zapatos —solo para
que no se arruinen—, y caminar así, bajo la tormenta
inclemente, hasta el edificio donde vivo.
Mis ojos se cierran con fuerza y dejo escapar un suspiro
lento y tembloroso.
No puedo creer que las cosas hayan resultado de este
modo. Tenía tantas expectativas acerca del día de hoy. Me
había creado tantos escenarios en la cabeza, que esto… Haber
terminado de esta manera, se siente como un completo chiste.
Como una burla del destino.
La ansiedad, el coraje, la tristeza y el desasosiego que sentí
hace un rato, cuando estaba en el parque con Gael Avallone, se
han transformado en una sensación de pesadez sobre los
hombros. En culpabilidad, vergüenza, incomodidad y
frustración.
Sé que el magnate me besó solo para cerrarme la boca.
Que me besó presa de un impulso nacido de sabrá-Dios-qué
motivo, y no estoy enojada con él por eso. De hecho, no estoy
enojada con él en lo absoluto. Es conmigo misma con quien
estoy molesta y frustrada. Es a mí a quien no he dejado de
recriminarle la estupidez tan grande que cometí.
No debí corresponderle. No debí besarle de vuelta. En mí
tenía que haber cabido la prudencia. Debí ponerle un límite a
la situación y no dejarme llevar por lo que ese hombre es
capaz de provocarme.
Trago duro y, sin que pueda evitarlo, los recuerdos a los
que he tratado de rehuirles desde que me subí al tren, me
llenan la cabeza y me impiden hacer otra cosa que no sea
pensar en Gael. Me hacen imposible dejar de revivir la
sensación de su tacto contra mi rostro. De sus labios contra los
míos.
Un escalofrío me recorre entera y abro los ojos.
El desasosiego, la tristeza y la decepción se abren paso en
mi pecho, pero no sé exactamente por qué me siento así. No sé
por qué no puedo dejar de pensar en las consecuencias que
todo esto traerá.
Sé que ahora las cosas serán muy incómodas entre
nosotros. Es más que un hecho que no seré capaz de ir a su
oficina sin sentirme como una completa imbécil. Como una
más en la lista de sus conquistas. Como la chiquilla idiota que
se jacta de no tragarse la labia de un hombre como él, pero que
cae rendida a la primera demostración de afecto. Sin embargo,
no es eso lo que me mortifica. Es la manera en la que me abrí
a él, lo que me tiene hecha un manojo de nerviosismo y
ansiedad; la forma en la que le conté todo eso que he guardado
para mí misma durante tanto tiempo lo que lo hace.
No quiero siquiera imaginar lo que debe estar pensando de
mí.
Otro suspiro se me escapa y, esta vez, un nudo de
sentimientos comienza a formarse en mi garganta un segundo
antes de que el sonido de mi teléfono me haga saltar en mi
lugar.
Una maldición brota de mis labios y, a regañadientes, tomo
el aparato de uno de mis bolsillos. En el instante en el que leo
el nombre que brilla en mis notificaciones, mi pulso se salta un
latido.
Mis manos tiemblan ligeramente y me falta el aliento
durante unos segundos antes de que, ansiosa, nerviosa y
aterrorizada, abra el mensaje de texto que acaba de llegarme.
Solo hay tres palabras escritas en él. Tres palabras que
hacen que mi estado de ánimo pase de ser miserable a
deprimente.
«Gracias por avisar», leo una y otra vez, y eso es suficiente
para que mil y una historias caóticas respecto a lo que debe
estar pensando de mí me llenen la cabeza.
Me pongo de pie.
Mi cuerpo, de pronto, se siente ansioso hasta la mierda. Se
siente horrorizado y activo, y sé que necesito ponerme a hacer
algo o voy a volverme loca. O no voy a sacarme a Gael
Avallone de la cabeza nunca; así que, sin más, empiezo a
caminar. Sin más, empiezo a abandonar la seguridad del techo
que me cubre.
Acto seguido, al llegar al final de la estación, me quito los
zapatos y me echo a andar descalza hasta que el agua me llega
a las rodillas. Hasta que la lluvia me apelmaza el cabello
contra la cara y tengo que echarme a correr si no quiero que
los coches que tratan de pasar por la avenida me mojen más de
lo que ya la lluvia lo ha hecho. Hasta que el corazón deja de
dolerme porque el frío y la humedad me distraen lo suficiente
como para dejar de pensar en el magnate.

Estoy muriendo de la gripe. He pasado toda la semana


tirada en cama, sintiéndome como la mierda, ardiendo en
fiebre y alimentándome a base de comida rápida que ordeno
por teléfono.
He pasado los últimos días ahogándome en el papel
higiénico que utilizo para limpiarme en la nariz, considerando
la posibilidad de escribir un testamento porque, de verdad, me
siento terrible; y, a pesar de eso… A pesar de que debería estar
preocupada por alimentarme como se debe, descansar y dormir
suficiente; estoy aquí, angustiada, con el teléfono cerca y el
nerviosismo a todo lo que da porque Gael Avallone no me ha
llamado. Porque se supone que hoy tengo una reunión con él y
ni siquiera ha sido bueno para enviar a su secretaria para
confirmar la cita.
Otras veces, antes del incidente de la última vez, a primera
hora de la mañana recibía su llamada o la de su secretaria para
confirmar nuestras citas. Ahora, esa llamada y esa
confirmación han brillado por su ausencia. Eso está
haciéndome pedazos los nervios.
No sé qué demonios significa. No sé si sea la confirmación
de lo que me ha torturado toda la semana y Gael de verdad ya
no quiera saber una mierda de mí por todo lo que dije, y por la
manera en la que me comporté. No sé si esta es su manera de
decirme que se arrepiente de haberme besado. Que, todo lo
que pasó la última vez que nos vimos fue solo un error y que
lo mejor que podemos hacer, tanto él como yo, es dejar estar
las cosas.
A estas alturas del partido, no me sorprendería si esta fuera
solo su forma sutil y cortés de decirme que nuestra relación
laboral se ha terminado de una vez y para siempre. No lo
culparía de ser así. Mientras más pasa el tiempo, más me
convenzo de que me comporté como una completa idiota la
última vez que nos vimos.
He pasado la última media hora tratando de decidir qué
hacer.
Una parte de mí me dice que debo llamarle y preguntarle si
vamos o no a reunirnos hoy. Otra, no deja de decirme que no
debo insistir; que debo interpretar su silencio como la clara
señal de que no me quiere cerca. Y, finalmente, otra parte de
mí, la más demandante de todas, me pide que me levante de la
cama y vaya a las oficinas de Gael Avallone a presentarme a
nuestra cita. Me dice que, si algo ha de terminar, ha de
terminar ya. Que, si el magnate desea que otra persona escriba
su biografía, debe decírmelo en la cara.
Así pues, luego de veinte minutos más de dudas, miedos e
inseguridades sin sentido, salgo de la cama y me encamino
hasta el baño para tomar una ducha.
Cuando llego al pequeño espacio, lo primero que hago es
mirarme al espejo. Mi cabello castaño y enmarañado cae sobre
mis hombros en nudos gigantescos; mis ojos, cafés, también,
lucen agotados y la palidez que me ha dado la gripe acentúa el
aspecto enfermizo de mi piel.
Estoy hecha un desastre, pero, de todos modos, me
desnudo y me meto en la ducha.
Veinticinco minutos después, estoy fuera de la regadera,
enfundada en unos vaqueros, una playera de una de mis
bandas favoritas y una chaqueta gruesa de color negro. Me
tomo mi tiempo secándome el cabello para no empeorar mi
estado de salud y me aseguro de maquillarme un poco, solo
para quitar un poco del cansancio que tengo gravado en el
rostro. Acto seguido, me tomo un antigripal, me calzo mis
Vans favoritos, tomo mi bolso y mi paraguas, y salgo de mi
habitación.
Son cerca de las cinco y media de la tarde, así que apenas
voy en tiempo y forma para llegar a la hora a la que —
usualmente— tenemos nuestras reuniones.
Me toma alrededor de cuarenta minutos llegar a las
instalaciones de Grupo Avallone. Voy diez minutos tarde, pero
eso es lo que menos me importa.
La ansiedad, el nerviosismo, las ganas de volver sobre mis
pasos y esconderme de Gael el resto de mis días, es en lo
único en lo que puedo concentrarme.
Me subo al elevador.
Los números ascendentes marcan mi trayecto con una
lentitud tortuosa y, cuando finalmente llego a mi destino y las
puertas se abren, me topo de frente con la figura de Camila, la
secretaria del magnate.
La chica luce sorprendida de verme; casi fuera de balance.
Eso solo hace que mis ganas de volver a casa incrementen.
—¡Señorita Herrán! —Camila habla, una vez recuperada
de la impresión que le ha dado verme—. ¿El señor Avallone la
citó?
Yo doy un paso fuera del ascensor y me las arreglo para
mantener mi gesto inexpresivo mientras pienso en mi
respuesta.
—Los jueves siempre me reúno con él —digo, al cabo de
unos segundos.
La mujer delante de mí luce cada vez más confundida.
—Asumí que no se reunirían hoy porque el señor Avallone
se encuentra en junta con unos accionistas ahora mismo —
dice, con mucho tacto, y mi corazón se estruja en respuesta.
—Oh… —mascullo, porque no sé qué otra cosa hacer.
Camila niega con la cabeza, al tiempo que esboza una
sonrisa dubitativa.
—Seguro olvidó por completo avisarte —dice y suena
genuinamente pesarosa—. A mí tampoco me dijo nada, de otro
modo te habría llamado para avisarte. —Niega con la cabeza,
al tiempo que juguetea con las llaves que lleva entre los dedos
—. Yo ya voy de salida, pero mañana a primera hora le diré
que viniste. Lo más probable es que vaya a agendarte para otro
día.
De pronto, me siento miserable porque sé que Gael no
olvidó nuestra cita. Sé que, simplemente, no la agendó. No se
hizo el espacio para atenderme porque no quería hacerlo.
La humillación me llena los huesos. La vergüenza, el
coraje y la tristeza se mezclan en mi sistema.
—¿Su junta empezó hace mucho tiempo? —pregunto, pese
a que no estoy dispuesta a humillarme a mí misma
esperándolo.
Camila niega con la cabeza.
—Hace apenas una hora —dice—. Ese tipo de juntas
suelen alargarse mucho, así que no sabría cuánto tiempo más
le queda ahí adentro.
Asiento, con dureza, al tiempo que me aclaro la garganta
con incomodidad.
—Ni hablar, entonces —digo, avergonzada de mí misma
sin saber del todo porqué—. Otro día vendré.
La secretaria de Gael asiente, también.
—Le diré al señor Avallone que viniste —asegura una vez
más, en tono afable y esbozo una sonrisa forzada en respuesta.
—Gracias —digo, en tono derrotado y pesaroso y, acto
seguido, me giro sobre mis talones y presiono el botón para
llamar al elevador.
El silencio incómodo que le sigue a mi interacción con
Camila es denso, pero no hago nada por tratar de aligerarlo.
Por el contrario, me quedo aquí, parada como idiota frente a
las puertas del ascensor, mientras ella se coloca a mi lado para
subir también.
«Vas a marcharte de nuevo, como la cobarde que eres. —
La voz insidiosa en mi cabeza susurra y cierro los ojos con
fuerza—. Gael tiene razón. Siempre huyes de tus problemas.
Siempre tomas la primera oportunidad que se te presenta para
escapar de eso que te aqueja».
Tomo una inspiración profunda y las puertas frente a mí se
abren. Camila, sin pensarlo, se introduce en el pequeño
espacio y, cuando nota que no me he movido ni un milímetro,
esboza una sonrisa confundida.
—¿Ocurre algo? —pregunta, al tiempo que coloca un pie
en la entrada de la caja de carga para evitar que las puertas se
cierren.
«Si fueras tan valiente como crees que eres, te quedarías a
enfrentarlo. Te quedarías a disculparte y afrontar las
consecuencias de tus actos», susurra mi subconsciente y mi
mandíbula se aprieta.
—¿Señorita Herrán?
«No eres más que una cobarde de mierda. Siempre lo has
sido».
—Pensándolo bien —digo, presa de mis impulsos, al cabo
de unos largos instantes de tenso silencio—, voy a quedarme a
esperarlo.
La incredulidad y el asombro tiñen la expresión de la
secretaria.
—¿Está segura? Puede llegar a desocuparse hasta las diez
de la noche. —Suena genuinamente preocupada.
Asiento.
—Tengo tiempo —digo, porque es cierto—. Lo esperaré.
De verdad necesito consultar algo con él.
La mujer delante de mí no luce muy convencida con mi
respuesta, pero asiente de todos modos.
—De acuerdo —dice—. Me voy. Que tenga bonita tarde,
señorita Herrán.
—Gracias. Igualmente —respondo y, acto seguido, ella
retira su pie de la entrada del ascensor y las puertas se cierran
frente a mis ojos.

Son alrededor de las ocho de la noche cuando Gael


Avallone —acompañado de tres hombres más— sale de su
oficina.
Para ese momento, yo ya estoy al borde de la histeria y del
colapso nervioso.
El magnate luce como si lo acabasen de sacar de una
película hollywoodense. Luce atractivo hasta el carajo y quiero
golpearlo. Quiero gritarle por siempre verse así de bien. Por
siempre hacerme imaginarle con los botones superiores de su
camisa desabrochados, las mangas de la camisa enroscadas y
el cabello alborotado.
Estoy a punto de ponerme de pie para llamar su atención,
cuando su vista —distraída y distante— se posa en mí y su
expresión se transforma durante un nanosegundo. El gesto
dura tan poco, que no estoy segura de haberlo visto realmente;
pero casi podría apostar que he visto un atisbo de sorpresa en
su rostro. Casi.
Un gesto de cabeza cortés e impersonal es lo único que me
hace saber que no va a ignorar mi presencia en este lugar y mi
pecho empieza a doler con una nueva y horrible sensación.
Una más oscura que cualquiera que él haya provocado en mí
antes.

—Señorita Herrán —dice, con una frialdad que me hiela la


sangre y los huesos de una sentada y, de pronto, quiero
olvidarme del valor que me obligó a quedarme aquí en primer
lugar, y salir corriendo—. ¿Está esperando por mí?
Yo, incapaz de decir nada, le regalo un asentimiento tenso
y torpe.
Gael —inexpresivo e impasible— me dedica una mirada
larga; como si estuviese deliberando si quiere o no atenderme
ahora mismo.
—Deme unos minutos —dice y escucharlo hablarme de
«usted» una vez más me rompe por completo. Me hiere más
de lo que me gustaría. Más de lo que debería.
Ni siquiera me da tiempo de responder, ya que se
encamina con los hombres que lo acompañan hasta el
elevador. Una vez ahí, se despide de ellos estrechándoles la
mano y espera a que desaparezcan antes de volverse hacia mí.
Me pongo de pie.
Gael se acerca con lentitud y su gesto, antes impasible, frío
e informal, es ahora cauteloso, sorprendido… ¿Preocupado?
—¿Tienes mucho tiempo aquí? —pregunta y quiero
mentirle. Quiero decirle que acabo de llegar, pero sé que no
tiene caso. Él sabe que llegué aquí hace horas.
—Algo —me limito a decir, y me encojo de hombros, en
un gesto que pretendo que sea despreocupado.
Se hace un pequeño silencio.
—¿Puedo ayudarte en algo? —dice, con mucho tacto y no
me pasa desapercibido que ha vuelto a hablarme de «tú». No
me pasa desapercibido el hecho de que parece haberse quitado
una máscara. Una cubierta que mantuvo sobre sí mismo
mientras los hombres que salieron de su oficina estuvieron
aquí.
—Vine a hablar contigo —digo, en un susurro inseguro.
Él asiente.
—¿Quieres pasar a la oficina o…?
—En realidad no voy a tardarme demasiado —lo
interrumpo—, así que prefiero que hablemos aquí.
Él no despega sus ojos de los míos, pero luce cada vez más
fuera de balance; como si realmente no esperase verme el día
de hoy. Como si no hubiese esperado verme nunca de nuevo.
—Te escucho… —dice, sin hacer amago de acercarse o de
aligerar el ambiente.
En ese momento, y presa de la vergüenza y la humillación,
bajo la mirada a mis pies. De pronto, armarme de valor para
hablar se siente como una tarea imposible.
Trago duro y lucho para contener la ansiedad y la angustia
que ha comenzado a invadirme.
—Venía a… —comienzo, pero me detengo en seco y me
corrijo a mí misma, al tiempo que alzo la vista para encararlo
—. Vengo a pedirte una disculpa.
Gael no dice nada. Ni siquiera se mueve.
—No debí comportarme como lo hice la última vez que
nos vimos —digo, en voz baja e inestable—. No debí decir las
cosas que dije, porque sé que te hirieron y porque ni siquiera
debí haberlas traído a la luz en primer lugar. Hice contigo eso
que tanto odio que hagan conmigo y me disculpo por eso. —
Niego con la cabeza—. No soy nadie para juzgarte. No te
conozco en lo absoluto y unas cuantas reuniones contigo no
me hacen saber quién eres en realidad; así que, Gael, te pido
una disculpa por la manera tan estúpida en la que me
comporté. De verdad, no sabes cuán avergonzada estoy de mí
misma.
—Tamara…
—También quiero disculparme por haberte puesto en la
situación en la que te puse al hablarte sobre cosas que, estoy
segura, ni siquiera te interesan —lo interrumpo, porque no
estoy lista para escuchar lo que tiene que decir—. No debí
hablarte de mi pasado, porque sé que no te concierne en lo
absoluto.
—Tam…
—No debí perder los estribos como lo hice —sigo, a pesar
de que él ya ha dado un par de pasos en mi dirección—, ni
involucrarte en algo que no te corresponde. —El nudo que ha
comenzado a formarse en mi garganta es casi tan intenso como
las ganas que tengo de enterrar la cara en un agujero en el
suelo—. Lamento muchísimo el haberte puesto en una
situación tan incómoda como esa. Lamento muchísimo haberte
mostrado una parte de mí de la que no me siento para nada
orgullosa. —Tengo que detenerme unos instantes, porque si no
lo hago, las ganas que tengo de echarme a llorar van a hacerse
notar en el sonido de mi voz. Tengo que detenerme unos
segundos para respirar un par de veces o si no voy a perder los
estribos una vez más.
—¿Por qué estás haciendo esto? —La voz enronquecida
con la que Gael habla al cabo de un largo rato me eriza la piel
por completo y evoca un recuerdo dulce. Uno acerca de
nosotros dos, demasiado cerca. Demasiado urgentes.
Demasiado necesitados…
—Porque, por una vez en la vida —digo, con un hilo de
voz—, quiero hacer las cosas bien. —Una sonrisa temblorosa
es esbozada por mis labios—. Sé que, seguramente, no quieres
volver a verme jamás, pero de todos modos sentía la imperiosa
necesidad de venir a hablar contigo sobre esto. Entiendo si
decides que debe ser otra persona la que escriba tu biografía.
Lo respeto por completo. De hecho, si yo estuviese en tus
zapatos, hace mucho que me habría mandado a la mierda. —
Cierro los ojos, sin dejar de sonreír—. Así que, Gael, quiero
que sepas que lamento mucho lo que ocurrió. —Lo encaro
justo a tiempo para mirarlo empezar a acortar la distancia que
nos separa, pero no dejo de hablar—. Lamento mucho haber
dicho lo que dije. Lamento aún más haberte hecho perder tanto
tiempo y…
—Detente ya, Tamara. —La voz ronca y profunda de Gael
me pone la carne de gallina—. Detente ya, o te juro que… —
Niega con la cabeza.
Un par de manos grandes me ahuecan el rostro y, de
pronto, soy plenamente consciente de nuestra cercanía, de la
forma en la que su aliento cálido golpea mi mejilla y la
comisura de mi boca, y del modo en el que su aroma a
perfume caro me inunda las fosas nasales.
Confusión, euforia, nerviosismo… miedo. Todo colisiona
en mi interior y me confunde tanto, que no soy capaz de
procesar nada. Que no soy capaz de hilar la maraña de
pensamientos que me llenan la cabeza.
Un balbuceo ininteligible se me escapa de los labios y él
niega con la cabeza.
—No quiero a nadie más que a ti para escribir esa
biografía —dice, con una determinación que me dobla las
rodillas—. No me interesa otra persona. Quiero que seas tú,
Tamara, ¿me oyes?
—Pero creí que… —Sacudo la cabeza en una negativa
confundida y aturdida—. ¡Ni siquiera me llamaste para
confirmar la cita de hoy!
—¡Estaba tratando de darte espacio, tú, chiquilla
impertinente! —suelta, con exasperación—. ¡Joder! No quería
que te sintieras presionada de ninguna forma. No quería que
creyeras que estaba tratando de aprovecharme de la situación,
así que decidí darte espacio. Por eso no te llamé. Por eso no le
pedí a Camila que te llamara. —Sus ojos y los míos se
encuentran y la determinación que veo en su mirada, solo me
pone la carne de gallina—. Soy yo quien tiene que disculparse
contigo, Tam. Soy yo quien se comportó como un capullo. Te
empujé hasta tu límite. Te llevé a un lugar al que no debí
haberte llevado y me aproveché de ti. Me aproveché de la
situación y tomé ventaja de ella. Soy yo quien está
avergonzado hasta la mierda porque no debí haberte besado.
—Niega con la cabeza—. No de esa manera.
Mi corazón da un vuelco furioso en ese instante y él se
acerca un poco más.
—Gael… —Mi voz es un hilo tembloroso y débil, pero ni
siquiera sé qué es lo que quiero decirle.
La mirada del magnate se posa en mi boca durante una
fracción de segundo antes de volver a mirarme a los ojos.
Un escalofrío me recorre la espina dorsal, mi pulso se
acelera y me hace plenamente consciente de lo que está
ocurriendo.
Gael se acerca otro poco.
Entonces, el sonido de un teléfono celular lo llena todo.
Una palabrota escapa de los labios del magnate cuando se
aparta de mí para tomar el teléfono que lleva en el bolsillo
trasero de sus pantalones. Para ese momento, mis rodillas se
sienten temblorosas y mi corazón late como si quisiera hacer
un agujero en mi pecho. Llegados a este punto, la revolución
de sentimientos a la que le había negado el paso los últimos
días gana terreno y me invade de pies a cabeza.
Una mueca es esbozada por el magnate cuando mira el
nombre en la pantalla y, acto seguido, me dedica un gesto
cargado de disculpa.
—Tengo que responder. ¿Me esperas un momento? —dice
y yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar, asiento—. No
tardaré demasiado. Por favor, no te vayas.
Niego con la cabeza.
Gael no luce convencido con mi respuesta, ya que me mira
con aprensión durante un largo momento; pero, al cabo de
unos momentos, me regala un asentimiento dubitativo y se
encamina en dirección a su oficina, dejándome aquí, a mitad
de la recepción, con una maraña de pensamientos en la cabeza
y un mar de sentimientos en el pecho.
Capítulo 16
Para el momento en el que Gael sale de su oficina, yo ya me
siento impaciente y ansiosa de nuevo. De hecho, si puedo ser
honesta, no he dejado de sentirme ansiosa desde el momento
en el que lo dejé ahí, de pie en el parque afuera de la estación
del tren, hace una semana. Sin embargo, puedo asegurar que lo
que siento ahora, no se compara en lo absoluto con lo que
había estado experimentando los últimos días.
El estado de mis nervios, pese a ser similar, es más
llevadero ahora. Más… dulce.
Gael avanza a toda velocidad cuando sale de la inmensa
estancia en la que trabaja y eso me saca de balance por
completo; pero no es hasta que noto la mueca exaltada que
lleva en el rostro, que la alarma se enciende en mi sistema.
Lleva un maletín en una mano y las llaves de su auto en la
otra y, por el andar apresurado con el que se mueve, me da la
impresión de que necesita marcharse a la voz de ya.
Yo, que me encontraba sentada en uno de los sillones de la
recepción de su oficina, me pongo de pie al ver su gesto
preocupado y ansioso.
—Tamara, lo siento mucho —dice y suena airado. De
hecho, luce descompuesto. La tensión que irradia su cuerpo
delata inquietud y preocupación—. Tengo que irme. Surgió un
imprevisto.
«¿Por qué está así de alterado?».
—¿Qué…? —comienzo, medio aturdida, incapaz de
procesar qué es lo que está ocurriendo, pero ni siquiera sé qué
es lo que quiero preguntar.
—Hablamos luego, ¿vale? —me interrumpe—. Lo siento
mucho.
Y, sin darme tiempo de responder nada, se precipita hasta
el ascensor. Acto seguido, presiona el botón y, cuando el
elevador llega, sube en él sin siquiera dedicarme una última
mirada.
La confusión y el aturdimiento me mantienen en mi lugar
durante un largo momento, y la insidiosa sensación de estar
perdiéndome de algo importante me llena el pecho poco a
poco. De pronto, la llamada que el magnate recibió se siente
como un presagio. Como la señal de que algo caótico está a
punto de ocurrir y, por más que trato de sacarme esa sensación
del pecho, no puedo hacerlo.
Cierro los ojos con fuerza y tomo una inspiración
profunda.
Para el momento en el que dejo ir el aire con lentitud, me
siento un poco menos inquieta y aprovecho esos instantes de
paz para decirme a mí misma que tengo que dejar de hacerme
esto. Para decirme que debo dejar de torturarme y confiar en
que todo está bien. En que, seguramente, Gael tuvo una
urgencia laboral y que por eso tuvo que dejarme así.
«No. No ha sido eso. No se siente correcto —susurra la
voz en mi cabeza y aprieto los dientes con fuerza—. Algo
pasó. Algo le dijeron en esa llamada telefónica y no tiene nada
que ver con el trabajo».
Una maldición brota de mis labios y sacudo la cabeza en
una negativa furiosa, solo porque no puedo creer que estoy
haciéndome esto. Solo porque no puedo creer lo
autodestructiva que puedo ser cuando me lo propongo.
—Tienes que parar, Tamara Herrán —murmuro para mí
misma, al tiempo que un suspiro pesaroso escapa de mis
labios.
Una punzada de decepción me llena el pecho. Una parte de
mí esperaba, de menos, tener la oportunidad de terminar de
aclarar las cosas con él.
Una última mirada es echada alrededor, solo porque aún no
me resigno a irme sintiéndome como lo hago; pero sé que no
tiene caso quedarme.
Así pues, presa de una nueva clase de resolución, me
encamino hasta el elevador.
Llegados a ese punto, mi cabeza ha vuelto a ser una
maraña de situaciones y escenarios diversos. Todos ellos,
involucran al hombre que desapareció de mi vista hace unos
momentos y alguna situación dramática sacada de mi activa
imaginación; pero, trato de no hacerle caso a ninguno y enfoco
mi atención en el aquí y el ahora, mientras me encamino a la
salida del edificio de Grupo Avallone.

Hace una semana que no sé absolutamente nada de Gael


Avallone. Una semana entera desde que salió casi corriendo
luego de haber recibido una extraña llamada telefónica.
No me ha escrito por mensajes de texto, ni por correo
electrónico; tampoco ha llamado por teléfono.
No ha hecho nada para comunicarse conmigo…
Y eso está volviéndome loca.
Trato de no pensar mucho en ello y de no dramatizar
demasiado la situación, pero lo cierto es que el magnate ha
brillado por su ausencia y yo, aunque no quiero sentirme
miserable, lo hago.
Se siente como si algo terrible hubiese ocurrido. Como si
su silencio fuera el más grande indicativo de que algo va
horriblemente mal.
Los últimos días han sido más llevaderos que los primeros,
pero igual sigo sintiéndome como una completa idiota sin
dignidad.
El sábado no me reuní con él porque no me llamó para
hacerlo y no creo reunirme hoy —jueves— tampoco, ya que es
casi mediodía y no he recibido noticias suyas, ni de su
secretaria.
Para nada me sorprendería si un día de estos el señor
Bautista me llamara para decirme que no voy a escribir más
ese dichoso libro y que, además, estoy despedida. De hecho,
he estado esperando eso desde el sábado que no tuve cita en
las oficinas de Gael. Si puedo ser sincera, he estado
esperándolo desde la semana pasada, luego de nuestra fatídica
cita.
—No has escuchado nada de lo que dije, ¿no es así? —la
voz de Fernanda me saca de mis cavilaciones de golpe y poso
toda mi atención en ella, que se encuentra sentada frente a mí,
con expresión irritada pero divertida.
Nos encontramos en el centro de la ciudad, en nuestro café
favorito, perdiendo el tiempo antes de que Fernanda tenga que
marcharse a la entrevista para el trabajo de verano al que
aplicó.
Hace unos días, luego de mucho insistir por teléfono que
debíamos vernos, fue a mi casa y hablamos sobre lo ocurrido
en el bar. Estamos bien ahora y cualquier aspereza que haya
nacido de ese incidente ha sido limada.
Esa es una de las cosas que más me gusta de nuestra
amistad. Podemos discutir; tener diferencias y, al final del día,
sé que todo entre nosotras va a estar bien, porque el lazo que
nos une es más grande. Porque el afecto que nos tenemos pesa
más que cualquier riña que pudiésemos llegar a experimentar.
—Por supuesto que he oído —miento, pero incluso el
sonido distante y distraído de mi voz, me delata.
Mi amiga rueda los ojos.
—¿Por qué no mejor me dices qué ocurre de una vez por
todas, Tamara? —Mi amiga me reprime—. No soy estúpida.
Sé que algo está pasando. Ya tengo tiempo notándolo, así que
suéltalo ya.
—Es que no pasa nada —digo, porque es cierto. Porque,
en realidad, ese es el maldito problema: que no ha pasado
absolutamente nada.
—Tamara, te conozco. Sé que algo sucede. —El tono
severo y acusatorio en la voz de mi amiga, hace que la
incomodidad empiece a meterse debajo de mi piel.
Un suspiro largo se me escapa y la duda me invade al
instante.
Una parte de mí quiere contárselo todo y liberarme de la
tensión que se ha ido acumulando dentro de mí a lo largo de
los últimos días; pero otra, esa que se niega rotundamente a
aceptar que algo está ocurriendo entre Gael y yo, no deja de
susurrarme que lo deje estar. Que no es importante de todos
modos y que, dentro de un par de semanas, todo pasará a ser
un insignificante desliz. Algo de lo que voy a hacer alarde
delante de mis amigos dentro de un par de meses.
—Tiene que ver con Gael Avallone, ¿no es así?
—¿Qué? ¡No! —exclamo, a la defensiva. «¡¿Cómo
demonios lo supo?!»—. ¿Qué tiene que ver Gael Avallone en
todo esto?
—No lo sé. Dímelo tú. —Mi amiga me mira como si
quisiera golpearme.
—¡Es que no tiene nada que ver! ¡Dios!
—¿Entonces por qué te pones de esa manera?
—¿De qué manera? Yo no estoy de ninguna manera.
—¡Tamara, estás a la defensiva, por el amor de Dios! —
Fernanda suelta, en un chillido—. ¡Además no soy estúpida!
Me bastaron cinco minutos viendo a ese hombre contigo para
darme cuenta de que algo ocurre entre ustedes.
—¿De qué estás hablando? No ocurre absolutamente nada
entre Gael y yo —espeto y sueno ansiosa. Desesperada.
—¿Y ese es el problema? ¿Qué no ocurre nada? —suelta
de regreso y, de pronto, todas las palabras se fugan de mi boca
y no soy capaz de responderle porque sé que va a encontrar la
manera de refutar mi argumento. Porque sé que me conoce tan
bien, que es capaz de deducir qué es lo que me ocurre solo con
verme.
Un silencio tenso se instala entre nosotras y una punzada
de dolor se apodera de mi pecho al instante.
—¿Es eso, Tamara? —Fernanda insiste, con suavidad, al
tiempo que me mira como si fuese capaz de comprender lo que
me pasa—. ¿Es que sientes algo por ese hombre y él no te
corresponde?
—¡No! —Niego con la cabeza, al tiempo que dejo escapar
un suspiro frustrado—. Es que ni siquiera yo sé qué demonios
es lo que sucede, ¿de acuerdo? —Me obligo a encararla—. Al
principio… —Me detengo unos segundos para ordenar mis
pensamientos—. Al principio todo era coqueteo inocente.
Palabras dichas al aire sin ningún significado. Era solo…
—¿Atracción?
—¡No!
—¡Tamara!
—¡Es que ni siquiera yo sé qué demonios era!
Fernanda me mira con exasperación.
—¡Por Dios! ¡Puedes decirlo! ¡No tiene nada de malo! ¡El
tipo es guapísimo! Si me dices que te parece atractivo no pasa
nada, porque hasta yo pienso que es guapo y eso no quiere
decir que quiera tener algo con él —suelta, con desesperación.
Cubro mi rostro con mis manos y un gemido frustrado se
me escapa.
—Tamara, tienes que empezar a hablarme claro o no
vamos a llegar a ningún lado. —Fernanda sentencia, al cabo
de unos largos segundos de silencio.
—Es que ni siquiera yo sé qué es lo que está pasando —
digo, sin apartar las manos de mi cara.
—¡Es que no es difícil deducirlo, joder! —Mi amiga suena
molesta ahora—. El hombre te atrae, tú le atraes y se
coquetean. Punto.
—¡Es que ese es el problema! —exclamo—. ¡Que no todo
ha quedado ahí! ¡Habría sido maravilloso que no pasara de un
estúpido coqueteo de mierda, pero no es así!
—¿A qué te refieres con que no es así?
—¡A que me besó! —suelto, finalmente, presa de la
ansiedad y la desesperación.
—Mierda… —Fernanda suelta, con asombro, pero sacude
la cabeza para espabilarse y, rápidamente, retoma el hilo de la
conversación—. ¿Lo besaste de regreso?
No respondo. Me limito a desviar la mirada.
—¿Es eso? ¿Que le correspondiste? —Ella insiste, pero
sigo sin atreverme a decir nada. Un bufido brota de sus labios
y continúa—: ¿Qué tiene eso de malo, Tamara?
—¡Lo tiene todo de malo! —espeto, al tiempo que la miro
—. No se supone que vayas por la vida besándote con el
hombre que, técnicamente, es tu jefe. No cuando él mismo te
ha hablado sobre lo patán que es y lo poco que le importan los
sentimientos de las mujeres con las que se involucra. ¿Tienes
idea de lo poco profesional que debo parecerle ahora?
—Él también fue poco profesional al besarte. —Fernanda
ataja.
—¡Pero él puede salirse con la suya! —suelto, con
exasperación—. Es el hombre que puede follarse a su
secretaria sin que nadie se entere solo porque tiene el poder
monetario de llegar al precio de cualquiera. ¡Es el jodido
hombre que ha sido capaz de mantener su vida privada lejos de
los medios de comunicación solo porque le da su regalada
gana!
Mi amiga niega con la cabeza.
—Estás ahogándote en un vaso de agua, Tam —dice—. Te
besó. Lo besaste. Se gustan. ¿Qué hay de malo en eso?
Le dedico una mirada irritada.
—¡Que trabajo para él!
—¡Es que no trabajas para él! ¡Trabajas para el señor
Bautista! Gael Avallone solo es una autoridad provisional. En
el instante en el que termines de escribir su biografía, se
acabará la relación laboral que tienen y serás libre de hacer
con él lo que te plazca.
—El problema no es ese —digo—. El problema es que, si
alguien se entera de lo que pasó. Si alguien llega a enterarse de
que nos besamos, estaré acabada para toda la vida. Mi
reputación se reducirá a ser un montón de mierda y yo pasaré
de ser «Tamara Herrán: la chica que intentó seducir a Gael
Avallone». —Niego con la cabeza y dejo que la angustia se
cuele en mis venas—. No quiero ser una más en la lista de sus
conquistas, Fer. Me rehúso completamente a ser una chica más
en su vida.
—Entonces, si ya lo tienes todo así de claro, ¿por qué te
alteras de esta manera? —Ella refuta—. Solo habla con él. Sé
profesional y háblale sobre tus inquietudes. Estoy segura de
que, si pudo mantener a la prensa a raya respecto a su vida
personal, puede borrar del mapa cualquier cosa que pueda
relacionarlo sentimentalmente contigo. Dile que no estás
interesada en nada con él y que no quieres que las cosas se
pongan raras entre ustedes.
Un sonido —mitad quejido, mitad gemido— escapa de mis
labios y me froto la cara con frustración.
—Es que no lo entiendes… —digo, porque realmente sé
que no lo hace. No entiende cuán aterrorizada me hace sentir
la idea de confrontar a Gael de esa manera.
—No —dice—. Realmente no lo entiendo, Tamara. Si
dices que no sientes nada más que atracción por él, no veo cuál
es el drama aquí. Cuál es el problema.
—Ya te dije que…
El sonido de mi teléfono me interrumpe a media oración y
una palabrota escapa de mis labios cuando, debido al susto,
pego un brinco en mi lugar. Fernanda, en respuesta, suelta una
pequeña risa nerviosa.
Acto seguido, disparo una mirada irritada en su dirección y
vuelco mi atención al bolso que descansa en la silla conjunta a
la mía. Mis manos rebuscan en el contenido de este, antes de
encontrar mi teléfono y responder la llamada sin siquiera
dignarme a mirar el número de la persona que se comunica.
—¿Diga? —hablo, al tiempo que acomodo el teléfono
entre mi oreja y mi hombro para intentar desenredar mis
auriculares, que se han quedado atascados en cierre del bolso.
—Señorita Herrán, buenas tardes. —La voz de Camila, la
secretaria de Gael, llena mis oídos y el corazón me da un
tropiezo—. Me comunico de parte del señor Avallone para
confirmar la cita que tienen agendada para esta tarde. ¿A las
seis está bien para usted?
El aturdimiento, el nerviosismo y el latir desbocado de mi
pulso apenas me permiten ordenar mis pensamientos, así que
ni siquiera soy capaz de abrir la boca para responder.
Un balbuceo se me escapa luego de unos cuantos
incómodos segundos y quiero golpearme por eso. Quiero
estrellar la cara en la mesa por sonar así de idiota.
—¿Señorita Herrán?
Cierro los ojos y sacudo la cabeza para espabilarme un
poco. Me aclaro la garganta y lo intento de nuevo.
—A las seis está perfecto —digo, finalmente, y le
agradezco a mi voz por no fallarme.
—De acuerdo. El señor Avallone la esperará a esa hora.
Que tenga buen día —dice y luego de una despedida
murmurada por mis labios, termina la llamada.
Ansiedad, nerviosismo, emoción… Todo se arremolina en
mi pecho y me hace querer gritar. Me hace querer sonreír
como imbécil.
—¿Todo bien? —Fernanda dice y, cuando la miro, noto
como una sonrisa tira de las comisuras de sus labios.
Asiento.
—Todo bien.
—¿Era importante?
Niego con la cabeza, pero siento que el pecho me va a
estallar de la emoción.
—De la oficina de Gael —digo, como si eso lo explicase
todo.
Mi amiga arquea una ceja, al tiempo que me regala una
sonrisa socarrona.
—Lo verás hoy. —No es una pregunta.
—Eso parece.
Ella asiente y, esta vez, la sonrisa en su rostro es visible.
—¿Te doy un consejo? —dice, pero ni siquiera espera por
mi respuesta cuando pronuncia—: Habla con él. Lo que sea
que tengas que decirle, díselo ya.
Mi corazón se estruja con violencia.
—No tengo nada que decirle —miento.
Ella rueda los ojos.
—Lo que digas.
—Es en serio. No tengo nada que decirle —vuelvo a
mentir.
Se encoge de hombros.
—Claro, Tam. Haré como que te creo —me guiña un ojo y
como si nada ocurriese; como si no me conociera lo suficiente
como para notar que estoy al borde del colapso nervioso,
cambia el tema de conversación.

La secretaria de Gael Avallone se encuentra instalada en su


puesto habitual cuando llego a la oficina del magnate y eso,
como ha hecho últimamente, trae alivio a mi sistema.
Trato de ignorar la sensación victoriosa que ha comenzado
a invadirme mientras, a paso decidido y seguro, avanzo hasta
su escritorio y anuncio mi llegada. Ella, sin perder el tiempo,
se comunica con Gael por medio del teléfono que descansa
sobre su mesa de trabajo y le hace saber que estoy aquí. Acto
seguido, me indica que él está listo para recibirme y, sin más,
me encamino hasta las imponentes puertas dobles de la
entrada.
Para ese momento, todo dentro de mí es un manojo de
sensaciones. De caos y expectación.
Tengo las manos temblorosas, mi pulso golpea con tanta
fuerza detrás de mis orejas, que casi puedo jurar que soy capaz
de escucharlo, y un montón de piedras parecen haberse
instalado en mi estómago en el trayecto de mi casa hasta acá.
Estoy hecha una masa de nervios. Soy un nudo de pura
ansiedad y tensión, pero trato de lucir casual mientras
contemplo la entrada de la oficina, antes de colocar ambas
manos sobre la madera de las puertas.
Mi cabeza grita que debo detenerme a tomar un respiro.
Que debo detenerme a calmar el torrente de emociones que
amenaza con desbordarse fuera de mí en cualquier momento,
pero la ignoro. La ignoro por completo, porque no me había
dado cuenta —hasta ahora— de las ganas que tenía de ver al
hombre que se encuentra del otro lado. Porque no me había
dado cuenta de cuánto ansiaba estar una vez más a su
alrededor.
Entro a la oficina.
Todo luce exactamente igual a la última vez que estuve
aquí. Incluso él, quien se encuentra instalado en la silla detrás
de su escritorio, enfundado en un costoso traje gris oscuro, no
luce muy diferente. De hecho, si no fuera por la barba
incipiente que cubre su mandíbula —hecho que me descoloca
por completo, porque nunca le había visto con tanto vello
facial—, podría jurar que estoy viviendo un déjà vu.
—Hola… —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa
nerviosa. No quiero sonar ansiosa, pero lo hago de todos
modos.
Él no sonríe de regreso.
—Buenas tardes —dice, en un tono de voz tan impersonal
y lejano, que me saca de balance.
Las alarmas se encienden en mi cabeza.
El magnate, sin esperar que diga nada más, señala una de
las sillas frente a su escritorio. Su gesto es serio. Inescrutable.
Severo.
Un centenar de preguntas me cruzan la cabeza casi al
instante. Un millar de escenarios fatídicos me llenan los
pensamientos y, de pronto, en lo único en lo que puedo pensar
es en qué carajos pudo haber ocurrido para que ahora esté
comportándose de esta manera.
«Quizás lo pensó mejor y ha decidido que realmente cree
que eres una completa desequilibrada —pienso—. Quizás lo
que te dijo el otro día solo lo hizo para no hacerte sentir mal.
Para no hacerte notar que en realidad cree que eres patética».
No sé cuánto tiempo pasa antes de que espabile un poco y
me atreva a dar un paso en dirección a su escritorio, pero,
cuando lo hago, trato de lucir fresca y despreocupada.
Una vez instalada en mi lugar habitual, me aseguro de
sentarme de manera desfachatada y de lucir aburrida mientras
cruzo una pierna sobre la otra.
—Creí que te vería el sábado. —Trato de sonar casual
mientras hablo y casi lo consigo. Casi.
—Estuve ocupado. —La respuesta lacónica y dura que me
da, no hace más que incrementar la sensación de angustia que
ha comenzado a arrastrarse entre mi piel.
Me aclaro la garganta.
—Eso supuse… —mascullo, al tiempo que bajo la mirada
a mi bolso y rebusco dentro de él. En realidad, no quiero tomar
nada del interior, lo que ocurre es que no quiero seguir
mirando ese gesto indiferente que me dedica.
—¿Empezamos? —Gael suena fastidiado; casi molesto y,
esta vez, el tono en su voz es capaz de provocar una pequeña
punzada de dolor en mi pecho.
Alzo la vista para encararlo.
—¿Ocurre algo? —pregunto, incapaz de detenerme.
Incapaz de ser prudente por una vez en mi vida.
Un destello de algo desconocido atraviesa la mirada del
magnate, pero desaparece tan pronto como llega.
—¿Tendría que ocurrir algo, señorita Herrán?
—¿He vuelto a ser la «señorita Herrán»? —Mi voz tiembla
ligeramente debido a las emociones contenidas. Debido a la
confusión y al coraje que han empezado a mezclarse en mis
venas.
Él asiente.
—Se lo dije una vez hace un tiempo y se lo repito ahora:
no somos amigos. Nuestra relación es estrictamente laboral.
«¿Qué carajo…?».
Gael abre uno de los cajones superiores de su escritorio y
toma algo del interior. Acto seguido, deja caer una carpeta
sobre él.
— No voy a firmar esto, por cierto —dice, con expresión
aburrida y fastidiada.
Mi mirada cae en el archivador que acaba de dejar en la
mesa de madera, y al instante, reconozco lo que es. Es el
estúpido contrato que escribí para él. Ese ridículo documento
que redacté como una burla. Como una broma. Como parte de
este estira y afloja amigable que habíamos empezado a
desarrollar juntos.
—Eso era solo una broma —digo, encarándolo—. Lo
sabes, ¿no es así?
Gael se mantiene inexpresivo.
—Absténgase de hacerme esa clase de bromas —ataja y
mi ceño se frunce un poco más.
—¿Qué diablos te sucede? —suelto, a medio camino entre
la irritación y la confusión—. ¿Es por lo que pasó en el
parque? —Sacudo la cabeza en una negativa enojada—. ¿Por
qué no te dejas de juegos tontos y me hablas claro sobre lo que
piensas? Si esta es tu manera de decirme que crees que estoy
loca y que besarme fue un error, puedes ser un poco más
directo. No te preocupes por mí, que puedo soportarlo.
La mirada de Gael se oscurece.
—No tengo nada qué decir respecto al incidente de la
última vez.
—¿Incidente? —repito, con veneno y suelto una risotada
amarga—. ¿Besarme fue eso? ¿Un incidente?
—Señorita Herrán, usted está aquí para trabajar. Los
asuntos que nada tienen que ver con las entrevistas,
francamente no me interesan; así que, ¿podría, por favor, ser
profesional y empezar a hacer su trabajo? —Sus palabras son
como una bofetada en la cara. Como un golpe atestado de
lleno en el estómago. Como un balde de agua helada en la
cabeza.
Algo helado se cuela en mi pecho. Algo doloroso y
abrumador se abre paso en mi cuerpo y me atraviesa de lado a
lado. De inmediato, la decepción se abre camino en mi
torrente sanguíneo a toda velocidad; pero, pese a que quiero
mandarlo todo a la mierda e ir a casa, me quedo quieta. Muy
quieta.
—Profesional debiste ser tú y no aprovecharte del estado
nervioso en el que me encontraba —espeto, al cabo de unos
instantes. El coraje empieza a filtrarse en mis huesos y en el
tono de mi voz, y el brillo extraño en su mirada regresa.
—¡Tamara, fue un puto beso! —escupe y, en el proceso,
aprieto los puños y la mandíbula. Yo tengo que reprimir las
ganas que tengo de encogerme sobre mí misma ante la dureza
de su tono—. ¡Un beso y nada más! ¡No es como si quisiera
una relación contigo!
Mi corazón se estruja con una sensación dolorosa y
asfixiante, pero me las arreglo para mantener mi gesto
calmado. Me las arreglo para mantener el nudo que amenaza
con llenarme la garganta, a raya.
—¡Es que eres tú quien está haciendo todo esto extraño!
—Mi voz se eleva para igualar su tono—. De haber sabido que
ibas a tomar esta actitud luego de haberme besado, habría
preferido que me mandaras a la mierda la semana pasada,
cuando vine a disculparme. Me habrías ahorrado el ridículo.
Una carcajada amarga brota de sus labios.
—Yo no estoy tomando ninguna actitud —espeta—. Eres
tú quien está comportándose como si tuvieses algún derecho
sobre mí.
—¡Por el amor de Dios! ¡¿Estás escuchándote?! —chillo
—. Estás llevando esto muy por encima de su proporción
inicial. Muy por encima de…
—Tamara… —me interrumpe y la ira se detona en mi
sistema. El coraje, la frustración y las ganas de llorar se
transforman y se acumulan en una sola emoción poderosa.
—¡Tamara, nada! —estallo, interrumpiéndolo de regreso,
porque sé que, si dice algo más, va a herirme. Porque cada
palaba que sale de su boca está doliéndome más de lo que
debería—. ¡No me cabe en la cabeza lo idiota que estás
comportándote por un maldito beso que no significó nada! —
Niego con la cabeza, con desesperación—. Tampoco es como
si yo hubiese esperado que quisieras tener una relación
conmigo. Créeme que, con una persona como tú, lo que menos
tengo son expectativas. Después de todo, ¿qué puedes esperar
de alguien a quien conociste follando a su secretaria? —Mis
propias palabras duelen y calan hondo, pero no me detengo.
Tengo que sacar todo lo que siento o voy a volverme loca—.
¿Qué se puede esperar de alguien que no es capaz de ser
transparente y hablar sobre su vida personal con el orgullo que
esta merece?
—¡¿Qué mierda tiene que ver mi vida personal en esto,
Tamara?! —Gael estalla de regreso—. ¡¿Cuál es tu obsesión
con ella?!
—¡¿Cuál es la tuya, Gael?! —Mi voz truena en la estancia
—. ¡¿Cuál jodida es tu obsesión con mantenerla oculta?! ¡¿Por
qué no te dejas de estupideces y hablas de una vez por todas
sobre ella?! ¡Vamos! ¡Escúpelo todo! ¡Háblame de esa vida
privada tuya tan importante!
—¡¿Quieres hablar de mi vida personal?! —Gael espeta,
en voz de mando—. ¡Bien! ¡Hablemos sobre mi puta vida
personal!
Se pone de pie, presa de un impulso iracundo y mi cuerpo
se tensa en respuesta; sin embargo, me las arreglo para no
hacerle notar la reacción defensiva que acabo de tener.
Acto seguido, se frota la cara con ambas manos en un
gesto ansioso. Frustrado.
—Voy a casarme —suelta, sin más, y todo mi mundo se
tambalea. Todo a mi alrededor sale de su balance natural y, de
pronto, me cuesta trabajo respirar. Me cuesta trabajo hacer otra
cosa que no sea mirar al hombre que me observa con
intensidad desde el otro lado del escritorio—. Estoy
comprometido. Tengo una novia que mi familia adora. El
hecho de que me hayas encontrado con Camila me jodió
completamente porque no quiero que nadie se entere que le
estaba montando los cuernos a mi prometida. —Sus palabras
me golpean como tractor demoledor y hacen que todo dentro
de mí se estruje y duela como nunca nada ha dolido, pero aún
no ha terminado—: Y, ¿el beso que te di? —Suelta una
carcajada amarga y cruel—. El beso fue otra maldita
equivocación de la que quiero olvidarme por completo, porque
fue un jodido impulso. Un acto desesperado nacido del hecho
de que he caído en la cuenta de que voy a sentar cabeza en
cualquier momento. —Hace una pequeña pausa—. ¡Ahí lo
tienes! ¡Ahí tienes lo que querías! ¡¿Contenta ahora?!
Se hace el silencio.
Todo dentro de mí es una maraña inconexa de
pensamientos y sentimientos dolorosos.
—Eres un hijo de puta. —Mi voz sale en un susurro
tembloroso y herido, y quiero golpearme por sonar así de
dolida; porque Gael Avallone no merece ni uno solo de los
sentimientos que estoy experimentando ahora mismo. Porque
no se merece ni una sola de las emociones abrumadoras que
sentí cuando me besó.
Un gesto salvaje y torturado se apodera de su rostro de
Gael, pero desaparece tan pronto como llega.
—Yo te dije que lo era. —Su voz suena más ronca que
nunca.
Niego con la cabeza.
—Pobre de la mujer que va a casarse contigo —digo,
incrédula, horrorizada. Asqueada.
—Lo mismo puedo decir del hombre que vaya a casarse
contigo. —Gael suelta, con sorna y quiero estrellar mi palma
en su mejilla. Quiero gritarle que es un imbécil.
El nudo que había empezado a formarse en mi garganta
hace unos instantes es tan intenso ahora, que no me atrevo a
decir nada por miedo a que el magnate sea capaz de notarlo.
Se hace el silencio una vez más y esta vez es tan tenso, que
no me atrevo a moverme. Ni siquiera trato de procesar lo que
acaba de decirme.
—¿Podemos empezar ahora con lo que realmente importa?
—Gael habla, al cabo de un largo rato, mientras se acomoda
de nuevo detrás de su escritorio. Su voz es terciopelo ahora.
Es, de nuevo, controlada, serena e impersonal.
Quiero marcharme y no volver jamás. Quiero regresar el
tiempo para así poder detenerme a mí misma de haberle
correspondido ese maldito beso; para detenerme y no hablarle
sobre lo que le hablé, porque así dolería menos. Porque así no
me sentiría tan patética… Pero, en lugar ponerme de pie y
marcharme, me aclaro la garganta y lo encaro.
Mi espalda se yergue y mi mentón se alza en un gesto
orgulloso y soberbio y, pese al temblor de mi cuerpo —y las
lágrimas que queman en la parte posterior de mi garganta—, le
dedico mi mirada más condescendiente.
—Hábleme acerca de cómo fue que llegó a la presidencia
de la empresa de su padre, señor Avallone —digo, con la voz
enronquecida por las emociones contenidas y con el corazón
triturado por completo.
No me pasa desapercibido el modo en el que su gesto se
ensombrece cuando le hablo de «usted» una vez más, pero
trato de no ponerle mucha atención. Por el contrario, intento
concentrarme en el relato que él, con voz monótona y lejana,
comienza a narrar.
Capítulo 17
El resto de la reunión con Gael fue una completa tortura.
Estar ahí, en su oficina, fingiendo que nada importaba y
que lo que dijo no abrió una brecha profunda en mí, fue un
martirio total. Un completo calvario.
Con todo y eso, me las arreglé para no lucir amedrentada o
afectada en lo absoluto.
No fui capaz de ponerle atención a la mitad de las cosas
que dijo, pero traté de mostrarme atenta y fría mientras él, con
aire ausente, relataba cosas de su vida que se me antojaron
rebuscadas y sin relevancia.
Me obligué a tomar nota de lo que consideré
medianamente importante y, luego, cuando por fin se llegó la
hora de marcharme, me obligué a despedirme de la manera
más formal y profesional que pude encontrar.
Salí de su oficina con la frente en alto. Con el corazón
hecho un manojo de sentimientos, pero con el orgullo alzado
como una barrera impenetrable entre Gael y yo.
No recuerdo mucho de mi trayecto a casa. Estuve tan
absorta en mis pensamientos todo el camino, que ni siquiera sé
cómo le hice para llegar hasta la parada del autobús que se
encuentra cerca del edificio de Grupo Avallone. Tampoco
recuerdo mucho de cómo fue que llegué a la estación del tren
ligero en la que suelo abordar para ir a casa. He estado tan
ensimismada, que siento que me muevo de manera mecánica.
Casi por inercia o por costumbre; mientras que mi mente corre
a mil por hora en un universo en el que el magnate es el centro
de todo.
Estoy decepcionada. Herida en un modo en el que nunca
creí que alguien como Gael Avallone podría herirme y, aún
con todo eso, me siento… tranquila.
Por extraño que suene, me siento aliviada ahora. Liberada
de toda esa ansiedad que me había acompañado las últimas
dos semanas.
Me siento miserable. Dolida. Abrumada por todo lo que
descubrí sobre él… Y, al mismo tiempo, se siente como si
hubiesen arrancado un bloque de concreto fuera de mis
hombros. Como si toda la tensión acumulada los últimos días,
se hubiese fugado al descubrir la verdad.
Francamente, no sé por qué me sorprendió tanto
descubrirlo. Ya había visto venir —desde hace mucho tiempo
— la clase de hombre que era. Fue culpa mía el haber creído
que era un hombre blando debajo de esa armadura de rectitud
que siempre lleva puesta. Fue mi imaginación inquieta la que
me hizo creer que le habían roto el corazón y que por ese
motivo se comportaba como un idiota.
Supongo que la necesidad que tenía de creer en él me cegó
por completo. Supongo que esa actitud suya de preocupación
hacia mí, me hizo idealizarlo de una manera errónea.
Un suspiro se me escapa.
La voz en los intercomunicadores del tren llega a mí y
aguzo el oído justo a tiempo para escucharla anunciar el
nombre de la estación en la que tengo que bajarme. Solo eso es
suficiente para sacarme del estado de aturdimiento en el que
me encuentro y, de inmediato, me levanto del asiento para
acercarme a las puertas y bajar.
Recorro las calles que separan el apeadero del edificio en
el que vivo en cuestión de minutos y, cuando menos lo espero,
ya me encuentro aquí, afuera del departamento, con las llaves
en la mano y el corazón adormecido.
Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos unos
segundos. Me repito a mí misma una y otra vez que debo dejar
de actuar como si me hubiese ocurrido algo horrible, porque
no fue así. Porque se supone que él ni siquiera me gusta.
«Pero es que si te gusta».
Aprieto los ojos y me obligo a inhalar profundo una vez
más. Entonces, luego de controlar un poco el torrente de
emociones encontradas que me embarga, abro la puerta.
En el momento en el que me introduzco en la estancia, me
congelo.
La imagen que se desarrolla delante de mis ojos es tan
surreal, como la cantidad de sentimientos que me han
aprisionado el pecho desde que salí de las oficinas de Gael
Avallone. Es tan extraña y atípica, que tengo que observarla a
detalle solo para cerciorarme de que realmente está
ocurriendo.
Victoria y Alejandro —los chicos con los que comparto la
renta— están ahí, instalados en la mesa del comedor, cada uno
con una lata de cerveza en la mano.
—¿Están haciendo un complot en mi contra? —bromeo,
para aligerar el ambiente. Para romper con el silencio
repentino que se ha creado con mi llegada—. Tratan de
echarme del departamento, ¿no es así? Por eso se han reunido
sin decirme nada.
La sonrisa que se dibuja en los labios de ambos hace que la
pequeña punzada de ansiedad que había empezado a
invadirme desaparezca por completo; no obstante, no me
muevo de donde estoy. Me limito a mirarlos de hito en hito, en
la espera de una respuesta.
—En realidad, estamos brindando. —Victoria es quien
rompe el silencio y hace un gesto en dirección al refrigerador
—. ¿Quieres unírtenos?
Entorno los ojos, pero me introduzco en la estancia y
cierro la puerta detrás de mí. Acto seguido, dejo mi bolso
sobre uno de los sofás y me encamino hasta la nevera para
tomar una cerveza.
No me pasan desapercibidos los cuatro six-packs de
cerveza que se encuentran distribuidos de manera uniforme en
una de las parrillas superiores del refrigerador.
—¿Por qué estamos brindando? —digo, sentándome junto
a Victoria.
—Por las novias infieles a distancia. —Alejandro
masculla, con una sonrisa amarga pintada en los labios.
—Y por los profesores que te dicen que son solteros,
cuando en realidad son casados y tienen tres hijos. —Victoria
añade, con sorna.
Una sonrisa se desliza en mis labios y niego con la cabeza.
—¿Podemos brindar, también, por los hombres que te
besan para luego decirte que están comprometidos? —digo,
con ironía y ambos rompen a reír con amargura antes de
llevarse las cervezas a la boca. Yo los imito y le doy un trago
largo a la que tengo entre los dedos.
—Jodida depresión. Eso es lo único que hay en este
departamento —bufa Alejandro, al cabo de unos instantes de
silencio.
—Jodida humanidad es lo que hay hoy en día. Ya nadie
tiene respeto por nada en este mundo. —Victoria suelta, para
luego darle otro trago largo a la bebida entre sus dedos.
—¿Se puede saber desde hace cuánto tienen estas sesiones
de alcoholismo y depresión? —pregunto, luego de darle otro
sorbo a la cerveza.
—Desde hoy —dice Alejandro, al tiempo que acomoda el
armazón de sus lentes, los cuales se habían deslizado por el
puente de su nariz hasta hacerle lucir casi ridículo.
Victoria asiente.
—Llegué a casa con dos six-packs de cervezas justo a
tiempo para escuchar a Alex romper con su novia por teléfono
—dice—. Yo, por cierto, acababa de enterarme del matrimonio
del imbécil de mi maestro de teatro. Decidimos deprimirnos
juntos luego de eso.
—Ni siquiera sabía que tenías novia —digo, en dirección a
mi compañero de cuarto.
Un suspiro largo y pesado escapa de sus labios y, luego,
empieza a contarme sobre esta relación que mantuvo con una
chica de su ciudad natal. Me cuenta, también, sobre cómo
decidieron seguir con su relación a distancia cuando se vino a
estudiar a Guadalajara y sobre cómo todo estuvo bien los
primeros semestres que él estuvo aquí.
No le tomó mucho tiempo llegar a la parte en la que ella
empezó a evadirlo. A comportarse diferente.
Al parecer, ayer por la noche, su ahora exnovia subió una
fotografía de ella misma, en brazos de otro chico.
Alejandro, al confrontarla, se enteró de que había estado
viendo a este otro chico desde hace ya casi un mes. Por
supuesto, luego de eso, terminaron.
—Tuvo el descaro de decirme que trató de contármelo,
pero que nunca pudo hacerlo por mi falta de tiempo. Por mi
falta de atención —dice Alejandro, para luego bufar con
irritación—. ¡No hacía nada más que hablarle cuando podía
mientras estaba clases, para luego correr a casa y hacer
videollamadas con ella! —Sacude la cabeza en una negativa
furiosa—. Le dediqué más tiempo del que realmente tenía… y,
de todos modos, tuvo el descaro de decir que fui yo el culpable
de su maldita infidelidad. De su maldita falta de compromiso.
Se hace el silencio.
—Es una perra. —Victoria sentencia, al cabo de un largo
rato de silencio y eso solo hace que Alejandro y yo soltemos
una carcajada.
Acto seguido, el chico sentado frente a mí se levanta por
otra cerveza y me trae una porque me ha visto juguetear con la
lata de la que acabo de terminarme.
—¿Qué me dices de ti? —miro a Victoria, luego de beber
en silencio otros instantes.
Para este punto, ya tiene los ojos nublados por el alcohol.
La chica suelta una carcajada amarga luego de mi
comentario y se enfrasca en este relato acerca de cómo uno de
sus profesores de teatro comenzó a coquetear con ella. De
cómo fue que, poco a poco, fue envolviéndola. Enamorándola.
Y de cómo, luego de un par de meses de promesas, ilusiones y
sexo, recibió una llamada de una mujer histérica que la
llamaba zorra. De una mujer destrozada, madre de tres
pequeños, que acababa de enterarse de que su marido, un
profesor de teatro de la universidad, le engañaba con una de
sus estudiantes.
Luego de eso, nos habla acerca de cómo enfrentó al
imbécil ese, solo para descubrir que es un cobarde de mierda
incapaz de decir la verdad, aun cuando lo hayan encontrado
con las manos en la masa.
Para cuando termina de hablar, está llorando; pero, cuando
Alejandro trata de consolarla, ella le retira diciendo que no lo
necesita. Que llora del coraje y la impotencia; no de la tristeza.
Así, pues, luego de escucharla contarnos acerca de cómo le
llamó a la mujer de su profesor para disculparse con ella, nos
quedamos en silencio otro largo rato luego.
—¿Qué hay de ti, Tamara? —dice Alejandro, luego de lo
que se siente como una eternidad, y, mi vista, la cual estaba
clavada en la mesa, se alza de golpe.
—¿A qué te refieres? —digo, fingiendo demencia.
Él rueda los ojos al cielo.
—No puedes venir a escuchar nuestros dramas amorosos
sin contar el tuyo también. Háblanos sobre ese hijo de puta.
Vamos.
Una sonrisa amarga se dibuja en los labios y sacudo la
cabeza en una negativa.
—Ni siquiera vale la pena mencionarlo —digo, porque es
cierto. Porque Gael Avallone no merece la pena en lo absoluto.
—¡Oh, vamos! —Victoria interviene—. No puedes venir
aquí a brindar por un tipo y luego decir que no vale la pena.
Algo debió haber pasado con él para que te nos hayas unido en
depresión.
Una pequeña risa se me escapa.
—El problema es que nunca hubo algo. —Me encojo de
hombros, sin dejar de sonreír y sin dejar de sentirme patética
por la revolución emocional que llevo dentro—. No hubo
nada. Ni siquiera un inicio. Mucho menos un cierre. —Niego
con la cabeza—. Estoy empezando a creer que todo lo que
pasó, fue producto de mi imaginación.
—Admites que sí hay alguien. —Alejandro afirma, al
tiempo que entorna los ojos en mi dirección.
Victoria se pone de pie.
—Espera un segundo —dice—. Necesitamos otra cerveza
si vamos a empezar a hablar de hijos de puta incapaces de
comprometerse. Esos son los peores.
Acto seguido, la observo avanzar hasta el refrigerador,
abrirlo y volver con tres cervezas más. Luego de eso, nos
ofrece una a Alejandro y a mí y se acomoda de nuevo en su
lugar.
—Ahora sí —dice, al tiempo que abre la bebida—.
Cuéntanoslo todo.
Alejandro la imita y le da un trago largo a la lata que tiene
entre los dedos. Yo, por el contrario, me quedo con la lata
entre los dedos, sin siquiera destaparla durante un largo rato
antes de decidirme a abrirla y beber un trago.
Luego de hacer una mueca asqueada por el regusto amargo
que me queda en la boca, empiezo a hablar.
Les cuento todo. Absolutamente todo.
Desde el momento en el que lo conocí, hasta la forma en la
que me besó y cómo terminó confesándome que era un
hombre comprometido. Les hablo de detalles. De la manera en
la que poco a poco empezó a abrirse paso en mi vida. De las
intensas conversaciones; de lo que hizo para mantenerme
dentro del proyecto de su biografía; del coqueteo…
Les hablo de la manera en la que me consoló en su oficina
durante una de mis crisis nerviosas y de cómo me trajo a casa
luego de eso. Les cuento acerca de cómo fue a dar al bar en el
que estaba con mis amigos y la forma en la que golpeó a
Rodrigo por defenderme. Hablo, también, sobre nuestra
fatídica cita y de cómo terminó todo aquello. De la manera en
la que intenté confrontarlo sin éxito alguno la semana pasada y
de cómo, luego de esa llamada misteriosa, su actitud hacia
conmigo cambió por completo.
Se los digo todo y, cuando termino de hablar, me siento
más ridícula que nunca. Más idiota de lo que jamás me sentí,
porque no es hasta ese momento, que me percato de la
importancia que le di a todos nuestros insignificantes
incidentes. Del significado que tuvieron en mí.
—Hay algo que no entiendo… —Victoria habla, una vez
que he terminado con mi relato. Mi vista se posa en ella. Lleva
el entrecejo fruncido y una mueca inconforme en la boca—.
¿Por qué, si estaba comprometido, permitió que las fotografías
contigo en el McDonald’s fueran publicadas? ¿Por qué, si
estaba comprometido en ese entonces, dejó que la prensa
hiciera de las suyas solo para retenerte?
En ese momento, la resolución cae sobre mí como balde de
agua helada. Las palabras de Victoria se asientan en mi
cerebro y me cambian la perspectiva por completo.
No lo había pensado de esa manera. Estaba tan abrumada
por los más recientes sucesos, que no me había detenido a
analizar un segundo la situación.
—Ese de ahí es un buen punto —dice Alejandro, en
acuerdo—. Yo, estando en sus zapatos, no arriesgaría mi
compromiso solo por hacer que una chica cualquiera escribiera
mi biografía.
—Es estúpido pensar que se jugó tanto solo por un libro
que pudo haber escrito cualquier otra persona sin la necesidad
de arriesgar su compromiso. —Victoria asiente.
—Ese hombre miente, Tamara. —Alejandro insiste.
—Casi puedo apostar a que no estaba comprometido en
ese entonces. —Victoria dice en acuerdo—. También, dudo
mucho que lo haya estado cuando lo encontraste follando con
su secretaria o cuando te besó. Si realmente estaba
comprometido y le preocupaba tanto el hecho de que tú lo
encontraste con su secretaria, no te habría besado en un lugar
así de público. Se habría escondido para hacerlo y…
—No lo hizo —musito, abrumada y aturdida ante las
nuevas revelaciones.
—Exacto. —Alejandro asiente—. Además, ¿qué no se
supone que te dijo que no quería casarse? ¿Qué no te dijo,
incluso, que él no tiene nada serio con ninguna mujer? —
Niega con la cabeza—. Aquí no hay más que dos opciones: o
el tipo está mintiéndote y no está comprometido, o su
compromiso es reciente. Muy reciente.
—De la llamada a acá… —murmuro, al tiempo que trato
de procesar toda la información.
—Podría tratarse de un matrimonio arreglado. —Victoria
sugiere.
—Lo dudo mucho. —Sacudo la cabeza en una negativa—.
Gael se jacta de no actuar bajo los mandatos de su padre. No
creo que un matrimonio orquestado sea algo a lo que él
accedería.
—¿Un matrimonio por compromiso, quizás? —Alejandro
pregunta.
—¿Por compromiso? —Victoria bufa.
—Podría suceder —dice Alejandro, tratando de defender
su argumento—. No lo conocemos. Hasta donde sabemos, el
tipo podría ser un hombre interesado. Podría querer casarse
con alguien proveniente de alguna familia rica, solo por el
dinero que ese matrimonio pudiera añadir a su fortuna. La
gente adinerada es bastante ambiciosa. Nunca tienen
suficiente.
—No me convence tu teoría. —Mi compañera de cuarto
refuta—. Siento que hay algo más allá de un simple
matrimonio por compromiso…
—Sea como sea —es mi turno para hablar—, cualquiera
de las opciones suena horrible. Tanto si su matrimonio es
arreglado, como si es por interés, suena como algo muy bajo y
desleal. ¿Quién nos dice que la mujer con la que va a casarse
no está enamorada? ¿Quién nos dice que Gael no está jugando
con ella? —Niego una vez más—. Definitivamente, no quiero
involucrarme en algo como eso. No quiero terminar en medio
de una relación, ya sea por conveniencia o por amor
verdadero.
El silencio que le sigue a mis palabras es largo y tirante,
pero no es incómodo en lo absoluto. Se siente, más bien, como
si los tres estuviésemos tratando de digerir lo que acabamos de
hablar. Como si tratásemos de llenar los huecos vacíos en mi
historia, para así entender un poco mejor la situación y el
comportamiento del magnate.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —Alejandro es el primero
en hablar.
—¿Respecto a qué? —inquiero.
—A la biografía que tienes que escribir —dice—. ¿Vas a
renunciar a ella?
Un suspiro largo se escapa de mis labios.
—No puedo renunciar —digo, en voz baja e inestable—.
Firmé un contrato que podría joderme por completo si lo hago.
El único modo que tengo de librarme de todo esto, es
escribiendo la biografía o haciendo que Gael ya no quiera que
yo la escriba.
—¿Planeas hacerle la vida imposible para que desista de
tus servicios? —Victoria interviene.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Ni siquiera tengo la energía para eso, ¿sabes?…
Francamente, no le veo caso alguno a tratar de imponer las
reglas de un juego que bien podría terminar jugando en mi
contra si no logro manejarlo de manera adecuada.
—¿Vas a escribir la biografía, entonces? —Mi compañera
de cuarto suena preocupada.
Asiento.
—Lo haré lo más pronto que pueda. Mientras más rápido
termine, mejor —digo—. Ya ni siquiera voy a empeñarme en
que quede bien. Si el hombre no quiere hablar sobre su vida
personal, por mí mejor. Escribiré el libro más aburrido de la
historia, diré lo que él quiera que diga y saldré de esta
situación lo más pronto posible.
Alejandro no luce convencido con mi declaración.
—Tamara, ¿estás segura de eso? —Alejandro es quien
habla ahora—. Si sigues con este circo, vas a tener que
frecuentarlo y lidiar con los sentimientos.
—Lo sé, pero ¿Qué otra cosa puedo hacer? —digo, con
desesperación—. Definitivamente, no tengo el dinero
suficiente como para pagar la penalización por la recisión del
contrato que firmé. Mi familia mucho menos. No puedo darme
el lujo de desertar, así como así y tampoco voy a huir de él. Si
escapo… si salgo corriendo, él gana. Él es quien queda como
el rompecorazones. No puedo darle el privilegio de saber que
me ha herido. No quiero dárselo.
Un suspiro largo escapa de los labios de Victoria.
—Va a ser una tortura para ti —dice—. ¿Estás dispuesta a
soportarla?
Me encojo de hombros, en un gesto que pretendo que sea
despreocupado, pero que en realidad luce aterrado.
—No tengo otra opción —digo, porque es cierto.
—No cabe duda de que tienes unas bolas inmensas. No sé
si yo podría hacer algo así. —Alejandro dice, con
incredulidad.
—Ovarios. —Victoria interviene.
—¿Qué? —Mi compañero de cuarto frunce el ceño, en
confusión.
—Las mujeres tenemos ovarios —dice ella y una sonrisa
se desliza en mis labios.
Alejandro rueda los ojos al cielo.
—¡Dios! Entendiste lo que quise decir, ¿no es así? —
masculla, con irritación y eso solo consigue que mi sonrisa se
ensanche y que el gesto suficiente de Victoria se tiña de
socarronería.
—Tamara… —Victoria se dirige hacia mí, ignorando por
completo el gesto enfurruñado de Alejandro.
—¿Sí?
—No sé qué tanto daño vaya a hacerte mi comentario, pero
quiero que sepas que estoy muy contenta de tu decisión —dice
—. Estoy muy contenta de que no vayas a dejar que ese
hombre te arruine ni te detenga de hacer nada.
La sonrisa no desaparece de mi rostro, pero una punzada
de dolor me atraviesa el pecho. A pesar, de eso, me encojo de
hombros de manera despreocupada.
—Tampoco es como si estuviese enamorada —digo, pero
la punzada no desaparece—. No es el primer hombre que me
atrae y tampoco será el último.
La sonrisa de Victoria es radiante ahora.
—Entonces, demuéstrale que no tiene poder alguno sobre
ti —me alienta—, y hazle sufrir un infierno si trata de volver a
acercarse.
Capítulo 18
El sonido de la puerta siendo golpeada me saca de mis
cavilaciones de manera abrupta, pero me toma unos segundos
espabilar y ponerme de pie de la cama para abrirle a quien sea
que está llamando a mi habitación.
En el instante en el que lo hago, la figura esbelta y alta de
Victoria aparece en mi campo de visión. Lleva un vestido azul
marino que se ciñe a su figura de manera provocativa y una
toalla en la cabeza que me hace saber que apenas ha empezado
a arreglarse. No hace falta que diga que va a salir. Es obvio
que lo hará.
—Arréglate que salimos en una hora —dice, sin ceremonia
alguna, y mi ceño se frunce ligeramente.
—¿Qué?
—Alejandro y tú van a ir conmigo y mis amigos a La
Santa[1]. Alístate, que salimos en una hora —dice, con aire
autoritario y una sonrisa incrédula se dibuja en mis labios.
—Agradezco la invitación, pero la verdad es que…
—¡No te atrevas a rechazarme, Tamara Herrán! —Victoria
me señala de manera amenazadora—. No estoy preguntándote
si quieres ir o no. Has pasado las últimas semanas encerrada
en estas cuatro paredes escribiendo la biografía del hijo de
puta que jugó contigo. Te mereces una noche de diversión.
Vamos. Arréglate, que iremos a bailar hasta que los pies nos
duelan y beberemos hasta que Alejandro tenga que
sostenernos el pelo mientras vomitamos.
Niego con la cabeza, pero mi sonrisa no se desvanece.
Lo cierto es que Victoria tiene razón. Las últimas tres
semanas de mi vida han sido un completo calvario.
Desde mi reunión con Gael —esa en la que me dijo a
gritos que estaba comprometido—, no he podido darle algo de
paz a mi mente. Mucho menos al idiota de mi corazón, que
sigue empeñado en albergar esperanzas.
Nuestras reuniones durante este tiempo han sido tan frías e
impersonales, que he llegado a preguntarme si de verdad
ocurrió algo entre nosotros. Si de verdad existió un poco de
aquello que nos llevó a besarnos de la forma en la que lo
hicimos.
Mis interacciones con Gael Avallone han pasado a ser un
monótono ir y venir de preguntas y respuestas que se me
antojan poco interesantes. Se han reducido a un montón de
historias sin relevancia acerca de cómo Grupo Avallone fue
creciendo desde que él tomó las riendas del emporio de su
padre y de cómo es que fue abriéndose paso en los mercados
internacionales hasta que llevó a las empresas al punto en el
que se encuentran.
Deliberadamente, he evitado a toda costa tocar el tema de
su vida personal, porque no quiero escuchar nada más sobre su
prometida y porque él mismo me pidió, durante nuestra
primera reunión, que me limitara a escribir acerca de su éxito
financiero. Eso es, precisamente, lo que estoy haciendo. Estoy
enfocándome al cien por ciento en lo que tiene que decir sobre
su caminata hasta la cima del éxito en el que se encuentra.
Así, pues, con todo esto en mente he comenzado ya con la
escritura del primer borrador de la biografía.
Me encantaría decir que estoy conforme con lo que estoy
haciendo y que todo lo que he dicho respecto a este hombre
me satisface, pero la verdad es que lo odio. Odio todo lo que
he escrito.
Es tan impersonal, tan carente de emociones, que no puedo
evitar sentir como si estuviese escribiendo la lista del
supermercado. Una línea de tiempo sobre un tema poco
interesante.
No hay voz narrativa alguna que haga de la lectura algo
interesante; no hay relatos que se me antojen entrañables o que
me hagan imaginarme a Gael como alguien humano y real;
fuera de esa imagen fría y distante que le muestra al mundo y,
si puedo ser franca, tampoco estoy dispuesta a tratar de hacer
algo al respecto.
Si ese hombre quiere proyectarse ante el mundo como este
tipo pragmático que dice ser, adelante. Que lo haga. A mí ya
me da igual.
Ahora mismo mi única prioridad, es terminar este proyecto
lo más pronto posible. No me importa el resultado final.
Mucho menos me importa hacerlo quedar como un hombre
calculador y carente de emociones, porque eso es lo que él
siempre quiso decir sobre sí mismo.
Esta mañana le envié al señor Bautista el avance de este
bimestre. Se supone que todavía me quedaba una semana para
que el primer periodo estipulado termine; pero decidí enviarle
el documento desde ya, porque quiero darle un poco de
agilidad a todo esto.
Sé que es basura. Sé que es una redacción que deja mucho
que desear; no obstante, mi disposición para cambiarla es nula.
Me niego a hacer algo por ella. No voy a invertir tiempo que
no se merece.
—En una hora no voy a estar lista —digo a Victoria,
porque es cierto—. Además, soy perfectamente capaz de
conseguir mis propias salidas. No tienes que invitarme a
ningún lado por lástima.
Victoria rueda los ojos al cielo.
—No te invito por lástima, idiota. —Trata de sonar
indignada, pero no lo hace. Más bien, suena divertida—. Te
invito porque la pasé bien con Alejandro y contigo la otra
noche.
Es mi turno de rodar los ojos.
—¿Estás haciendo tanto drama por una noche que no
significó nada? —bromeo y ella esboza una mueca cargada de
fingida indignación.
En respuesta, me muestra el dedo medio de su mano
derecha.
—¿Vas a ir o no? —suelta, con irritación, al tiempo que se
cruza de brazos.
Niego con la cabeza.
—No tengo ganas —digo.
—¡Tamara!
—¡Quita esa cara! ¡He dicho que no! —exclamo, al ver el
puchero que esboza.
—¡Por favor! ¡Te presentaré a algún chico guapo!
—No necesito que me presentes a nadie —refuto—. Puedo
conseguir una cita con el hombre que me plazca.
Victoria arquea una ceja.
—Pruébalo.
—No tengo nada que probarte. —Imito su postura
arrogante, cruzándome de brazos y alzando una de mis cejas.
—Cobarde. —Ella sentencia y me hiere el orgullo.
—No voy a caer en tu juego —digo, pero una parte de mí
quiere probarle que no necesito de la ayuda de nadie para
conseguir el número de algún chico.
—¡Tamara, por favor! —dice, al tiempo que hace un
mohín y golpea los pies en el suelo un par de veces, cual niña
haciendo berrinche.
Un suspiro largo escapa de mis labios.
La posibilidad de salir a divertirme un rato luego de los
días de mierda que he tenido es tan tentadora como las ganas
que tengo de quedarme encerrada viendo alguna serie en
Netflix.
Una parte de mí desea salir de casa y hacer algo diferente a
lo que he hecho las últimas semanas, pero otra, simplemente
quiere quedarse a hacer nada.
«Solo… ve —susurra la voz en mi cabeza, y dudo un poco
—. Has pasado todas las vacaciones encerrada aquí. Solo sales
a tus citas con el idiota de Avallone y a casa de tus padres
porque Fernanda ya está trabajando y no tiene tiempo de nada.
¡Ve, diviértete, un rato y besa a un chico, por el amor de
Dios!».
De pronto, la posibilidad de abandonar el apartamento se
siente cada vez más tentadora y atrayente.
«Se tonta por una noche, Tamara. Lo mereces. Lo
necesitas».
Muerdo la parte interna de mi mejilla y observo el gesto
suplicante de Victoria.
Otro suspiro se me escapa.
—En una hora no estaré lista —digo una vez más.
—Te esperamos el tiempo que necesites —dice mi
compañera de cuarto, con una sonrisa radiante dibujada en los
labios.
Muerdo mi labio inferior.
—¿Irás? Dime, por favor, que sí irás. —Victoria me mira
con gesto suplicante y un bufido se me escapa.
—Solo porque parece que necesitas de mi presencia para
divertirte —bromeo y ella me muestra el dedo una vez más.
—Vete al infierno.
—Luego de que tú te vayas de mi habitación y me dejes
tomar una ducha —refuto y la veo entornar los ojos en mi
dirección.
—Eres irritante, Herrán.
—Gracias —pronuncio—. Me lo dicen todo el tiempo.
Ahora vete, que tengo que tomar una ducha.
Una risa entusiasmada escapa de los labios de la chica
frente a mí, pero termina asintiendo.
—Date prisa —dice y le dedico una mirada irritada que
ella ignora—. No quiero llegar muy tarde.
—Acabas de decirme que me tomara mi tiempo. —Sueno
exasperada, pero una sonrisa ha comenzado a tirar de las
comisuras de mis labios.
Victoria reprime una sonrisa.
—Cambié de opinión —dice, con aire arrogante y juguetón
—. Apresúrate.
Acto seguido, sin darme tiempo de decir nada más, se echa
a andar hacia su habitación.

El club nocturno al que Victoria nos lleva está a reventar.


No cabe ni una sola alma más y la música electrónica
retumba en mi pecho con violencia mientras nos abrimos paso
entre la gente para llegar al espacio que, según dijo, reservó
uno de sus compañeros de la universidad.
No me sorprendió en lo absoluto que mi compañera de
cuarto tuviese influencias y nos dejaran entrar sin siquiera
formarnos en la inmensa fila que hay en la entrada. Tampoco
me sorprendió verla saludando a algunos de los meseros del
lugar.
Victoria es una chica que sale mucho a divertirse. Es una
chica que conoce de bares y clubes nocturnos, así que nada de
esto me saca de balance. Alejandro, por el contrario, luce más
allá de lo asombrado. Es obvio que no esperaba que Victoria
fuese así de popular en este tipo de ambientes.
De hecho, ahora que lo pienso, Victoria y Alejandro son
polos completamente opuestos. Ella es una chica extrovertida,
irreverente… Sabe que es guapa y lo utiliza a su favor todo el
tiempo. Alejandro, en cambio, es serio y reservado. Tímido,
incluso. Es el tipo de chico que puede pasar el día entero
jugando videojuegos o estudiando, sin importarle de qué clase
de diversión o entretenimiento pueda estar perdiéndose más
allá de las cuatro paredes de su habitación.
Mis compañeros de cuarto pertenecen a mundos
completamente diferentes y, aquí, mirándolos caminar el uno
junto al otro, no puedo evitar pensar que, si no vivieran bajo el
mismo techo, no se hablarían jamás. No entablarían nunca una
amistad porque son demasiado diferentes. Porque no
congeniarían de ninguna manera.
Los amigos de Victoria ya se encuentran instalados en las
mesas reservadas cuando llegamos a ellas y nos reciben con
una sonrisa cuando nos presenta.
Una vez instalados, no pasan más de cinco minutos antes
de que un mesero se acerque a tomar nuestra orden. Yo pido
vodka con jugo de piña, Victoria pide un mojito y Alejandro
una cerveza y, luego de esperar y recibir nuestras bebidas,
Victoria se levanta a bailar.
Alejandro y yo nos quedamos en la mesa, al tiempo que
bebemos y tratamos de conversar por encima del sonido de la
música.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que Victoria vuelva y
trate de sacar a bailar al chico con el que estoy, pero este se
niega. Yo no puedo dejar de reír al ver cómo Victoria se
enfurruña debido a eso. Cuando nota que no va a poder
convencer a Alejandro, se dirige hacia mí y trata de llevarme a
la pista; sin embargo, aún no hay suficiente alcohol en mi
sistema como para levantarme a hacer el ridículo, así que
también declino su oferta.
Finalmente, luego de un largo rato de insistencia, se
marcha de nuevo y nos deja aquí, el uno junto al otro, con una
sonrisa avergonzada pintada en la cara.
Al cabo de un rato —y de una cantidad considerable de
vodka—, voy armándome lo suficiente de valor como para
acercarme a uno de los amigos de Victoria e intentar conversar
con él.
Cuando me doy cuenta de que es del tipo de hombre que
solo habla de las horas que le dedica a su imagen yendo al
gimnasio, me aparto y pido otra bebida.
—Estás borracha. —Alejandro dice, cuando me termino el
contenido del vaso que tengo entre los dedos. El tono divertido
y acusador que utiliza me hace esbozar una sonrisa satisfecha.
—No lo estoy —miento, porque en realidad si estoy un
poco pasada de copas, al tiempo que rebusco en mi bolso por
mi teléfono solo para ver la hora. Al mirar la pantalla, me
encuentro de lleno con el ícono de las llamadas perdidas
brillando en la esquina superior izquierda y mi ceño se frunce
cuando desplazo las notificaciones hacia abajo solo para leer el
nombre del señor Bautista en ellas; no obstante, me obligo a
continuar mi conversación con Alejandro, medio confundida
—: No todavía.
Una sonrisa se dibuja en sus labios, pero el gesto se me
antoja triste y melancólico.
—Tu no luces muy divertido que digamos —observo, al
cabo de unos instantes.
Su sonrisa se ensancha.
—No la paso mal —dice, pero sé que miente—, pero debo
admitir que este tipo de lugares no van conmigo.
Es mi turno de sonreír.
—Te entiendo. —Asiento—. Tampoco van mucho
conmigo.
Él hace una mueca irónica.
—No luces como pez fuera del agua, debo decir —
masculla y una risita boba se me escapa.
—Trato de adaptarme.
—Yo también lo hago —se defiende—. No tengo éxito,
que es otra cosa. —Niega con la cabeza—. No estoy hecho
para la vida social. Cuando vivía en Baja California, era con
Dulce con quien salía. Todos los amigos que tenía los conocí
gracias a ella y, ahora que terminamos, se siente erróneo
buscarlos y frecuentarlos. —Hace una pequeña pausa y, al
cabo de unos segundos, suelta un bufido—. Y ahora estoy
aquí, como un imbécil, recordándola y hablando de ella,
cuando debería estar divirtiéndome. Soy patético.
De inmediato, mi mano se posa sobre la suya y le doy un
apretón para consolarlo.
—No lo eres. —Le dedico una sonrisa tranquilizadora—.
Es parte del proceso. Recordar es parte del duelo, así que no te
desesperes. Cuando menos lo esperes, estarás sintiéndote en
las nubes por alguien más.
Un suspiro largo escapa de sus labios.
—Eso espero —dice, pero no suena convencido.
—Dale tiempo y date tiempo a ti mismo. Verás cómo las
cosas mejoran.
Él asiente, al tiempo que esboza otra sonrisa triste y, justo
cuando estoy a punto de hacer un comentario burlesco para
aligerar el ambiente, una vibración proveniente del aparato que
aún tengo en la mano me hace saltar en mi lugar.
Una carcajada escapa de los labios de Alejandro luego de
eso y le dedico una mirada irritada antes de observar el
nombre que vibra en la pantalla. Es un mensaje de texto de
Fernanda, así que tecleo la contraseña de mi teléfono para
abrirlo.
En él, hay una captura de pantalla de un artículo que
muestra una fotografía de Gael Avallone y, debajo de ella, hay
un mensaje que cita:
¡¿Comprometido?! ¡¿Te besó y está comprometido?!
Dime, por favor, que no sabías nada sobre esto.

Mi corazón da un vuelco furioso y vuelvo a la imagen para


abrirla y echarle un vistazo.
El artículo es de hace apenas unas horas y habla acerca del
compromiso del magnate. Es, en pocas palabras, el anuncio
público de éste y, aunque ya lo sabía desde hace semanas,
leerlo me hace sentir miserable. Me hace sentir como cuando
Gael mismo me lo dijo.
«No vayas ahí…», susurra mi subconsciente y trato de
escucharlo sin éxito alguno. Trato, de todas las maneras
habidas y por haber, de mantener los sentimientos oscuros a
raya, sin conseguirlo en lo absoluto.
El teléfono vibra de nuevo y una nueva imagen aparece en
mi conversación con Fernanda. En ella, hay una fotografía de
una mujer rubia a la que reconozco de inmediato.
«¡Es la mujer de la fotografía del blog que encontraste
hace muchísimo tiempo!».
La realización se cuela en mis huesos y algo pesado se
instala sobre mis hombros. Casi de inmediato, un nudo
comienza a formarse en mi garganta, y una bola de puros
sentimientos me impide respirar correctamente y me atenaza el
pecho con violencia.
Me quedo quieta, con la vista clavada en el teléfono y el
corazón acelerado.
No sé qué responderle. No quiero hablar de eso ahora
mismo. No quiero tener que volver a abrir la brecha que la
verdad sobre Gael me hizo en las entrañas.
—¿Estás bien? —La voz de Alejandro me inunda los oídos
y logra espabilarme unos instantes; pero, justo cuando estoy a
punto de responderle, el teléfono empieza a sonar en mi mano
y mi vista cae al aparato una vez más.
El nombre que aparece en la pantalla hace que toda la
sangre se me agolpe en los pies y mi corazón, abrumado y
aterrorizado, se salta un latido antes de reanudar su marcha a
una velocidad inhumana.
«Oh, mierda…».
Por unos instantes, la posibilidad de ignorar la llamada y
apagar el teléfono porque soy una cobarde y porque, por
ningún motivo, quiero hablar con él, me invade el
pensamiento.
El aparato deja de sonar y, al cabo de unos segundos,
vuelve a hacerlo.
La ansiedad, que se había mantenido a raya los últimos
minutos, se detona en mi sistema.
—¿Tamara?… —Alejandro insiste, pero yo no puedo dejar
de mirar el nombre del magnate en la pantalla de mi teléfono.
Se siente como una eternidad cuando el aparato deja de
sonar, pero el alivio no dura demasiado, ya que vuelve a
timbrar por tercera vez.
Una palabrota escapa de mis labios y, luego de otros largos
segundos, me armo de valor y presiono la tecla para responder.
Apenas tengo tiempo de poner el aparato en mi oreja,
cuando la voz de Gael llena el auricular. Yo, sin embargo, no
soy capaz de escucharle una mierda.
—¡¿Qué?!… —chillo, al tiempo que me cubro el oído
libre para escucharlo mejor.
Gael vuelve a hablar, pero sigo sin escuchar nada debido al
sonido atronador de la música.
—No escucho una mierda —medio grito—. Llámeme en
cinco minutos.
Acto seguido, finalizo la llamada.
—¿Todo bien? —La voz de Alejandro me hace mirarlo,
pero ya estoy poniéndome de pie—. ¡Hey, Tamara! ¿Qué
ocurre?
—Tengo que contestar —digo, sin realmente querer
responder y hago un gesto en dirección a los baños del
establecimiento—. Ahora regreso.
Sin siquiera darle tiempo de responder, me echo a andar a
toda velocidad. No es hasta ese momento que me percato de
cuán alcoholizada me encuentro; pero, pese al mareo que
apenas me deja moverme, me abro paso lo más rápido que
puedo hasta el área de los sanitarios.
No me toma demasiado llegar a mi destino y, justo cuando
entro a la espaciosa estancia, el teléfono comienza a sonar en
mi mano una vez más.
—¿Sí? —respondo.
—¿Dónde estás? —Gael Avallone.
El tono furibundo y arrastrado con el que espeta las
palabras no me pasa de noche. Tampoco lo hace el hecho de
que ha dejado de hablarme de «usted» una vez más.
—¿Perdón?
—¿Dónde coño estás?
Un millar de sentimientos oscuros se arremolinan en mi
pecho cuando lo escucho.
«¿Quién demonios cree que es para hablarte así? ¿Con qué
derecho se siente de pedirte explicaciones cuando acaba de
anunciar públicamente su compromiso?», sisea la voz de mi
cabeza y eso no hace más que alimentar la irritación que ha
comenzado a invadirme.
—¿Qué le importa? —espeto, envalentonada por el alcohol
ingerido e indignada por el tono en el que está hablándome—.
¿Qué diablos quiere?
—Román Bautista acaba de enviarme el remedo de
adelanto de biografía que has escrito —escupe, con
brusquedad, y la dureza de su tono solo consigue que la ira
incremente dentro de mí—. ¿Qué demonios fue eso? ¿Crees
que ese es un buen texto, Tamara? ¿De verdad crees que voy a
aceptar que trabajes de esa manera tan mediocre?
—¿Mediocre? —Mi voz suena más aguda de lo normal—.
¡Escribí exactamente lo que usted quería que escribiera! —
Estoy a punto de perder la compostura. Estoy a punto de
estallar—. Algo enfocado cien por ciento a su éxito financiero.
Sin sentimentalismos, ni dramatismos, ni ningún detalle acerca
de su vida personal. Eso fue lo que me pidió desde el primer
día, así que no me venga ahora con que no le gusta.
—Ese texto es basura y lo sabes, Tamara. —La manera en
la que arrastra las palabras me saca de balance unos segundos,
pero no lo suficiente como para aminorar la abrumadora furia
que ha comenzado a crecer en mi interior.
«¿Está borracho?», susurra mi subconsciente, igual de
asombrado que yo, pero trato de no escucharlo ahora mismo.
Trato de enfocarme en la ira que siento.
—Pues si no le gusta lo que hago, vaya y consígase a
alguien más. Alguien que le llene completamente y no haga
basura como yo.
—Tamara…
—No, señor Avallone —lo interrumpo, cada vez más
enojada—. No estoy de humor para atenderlo. No me venga a
arruinar la noche, que vine a La Santa a divertirme y a pasarla
bien. Ya se lo dije, si no le gusta mi trabajo, es libre de ir a
buscar a alguien que si llene sus expectativas. Ahora, si me
disculpa, tengo mejores cosas que hacer, que estar perdiendo
mi tiempo con usted.
—Tamara, no te atrevas a…
—Buenas noches —lo interrumpo y finalizo la llamada.
Estoy temblando incontrolablemente. Mi cuerpo es un
espasmo violento de ira contenida, resentimiento e indignación
y, de pronto, en lo único en lo que puedo pensar, es en cómo
puedo hacer para vengarme de él. En cómo diablos puedo
hacer para que, en mi cabeza, Gael Avallone y yo estemos a
mano.
«No hagas una estupidez, Tamara. No te atrevas a…», la
vocecilla en mi cabeza comienza, pero ni siquiera le pongo
atención.
Me limito a hacerle caso a mis impulsos y salgo del baño
sintiéndome más determinada y resuelta que nunca.
Me encamino de vuelta a la mesa donde me encontraba
instalada con Alejandro. Acto seguido, y, sin saber muy bien
qué estoy haciendo, me tomo de un trago largo la bebida que
acaba de dejar el mesero para mí. Luego, cuando el alcohol me
calienta la garganta y envía un escalofrío por mi espina dorsal,
envuelvo los dedos alrededor de la muñeca de mi compañero
de cuarto y tiro de él.
—Tamara, ¿qué demonios…?
Ni siquiera le permito terminar la oración. No le permito
hacer nada más que hacerlo levantarse de su silla mientras
guío nuestro camino hasta la pista de baile.
No es hasta ese momento, en medio de las luces danzantes
y los cuerpos sudorosos que nos rodean, que me doy cuenta de
que estoy más borracha de lo que me gustaría; pero me digo a
mí misma que eso no importa ahora. Que lo único que debe de
preocuparme, es aprovechar el resto de mi noche al máximo.
Así, pues, con esto en la cabeza, comienzo a moverme al
ritmo de la música.
Alejandro dice algo que no logro escuchar, pero lo ignoro
por completo mientras que, sin dejar ir su mano, tiro de él y
empiezo bailar cerca de su cuerpo. Muy cerca.
—Tamara, yo no sé bailar —Alejandro dice —grita— en
mi oído y yo me acerco al suyo para responderle.
—Yo tampoco.
Envuelvo los brazos alrededor de su cuello y continúo
moviéndome al ritmo de la música.
—Estás loca —dice él, con incredulidad, pero una sonrisa
eufórica ha comenzado a dibujarse en sus labios.
Yo correspondo su gesto y, sin más, empezamos a
movernos juntos.
No sé cuánto tiempo pasamos aquí, bailando. Tampoco me
importa averiguarlo. De hecho, estoy tan concentrada en el
sonido de la música, que ni siquiera miro quién está a nuestro
alrededor.
Estoy tan concentrada en demostrarme a mí misma que no
me ha afectado en lo absoluto lo que Gael me ha hecho, que
no pongo atención a nada más que al hecho de que estoy
tratando de divertirme. Al hecho de que estoy tratando de
seducir a mi compañero de cuarto para tener una especie de
venganza, así Gael nunca vaya a enterarse. Así este mano a
mano solo sea para mí.
Estoy mareada. Aletargada por todo el alcohol que he
ingerido y, de todos modos, no quiero detenerme. No puedo
hacerlo.
Me arden las plantas de los pies de tanto bailar, el vestido
entallado que llevo puesto se eleva de su posición cada pocos
minutos, y tengo que reacomodarlo constantemente; los
cabellos de la nuca se me pegan de manera incómoda en el
cuello y, pese a todo eso, y de que algo dentro de mí me grita
que ha sido suficiente, no me detengo. Me niego a hacerlo.
Me acerco un poco más a Alejandro, quien ya ha colocado
sus manos en mis caderas y se mueve al ritmo que impone la
música y, presa de un impulso salvaje y vengativo, envuelvo
mis dedos en los cabellos de su nuca para atraerlo aún más en
mi dirección.
«¡Basta, Tamara! ¡No lo hagas, maldita sea!», grita la voz
en mi cabeza, pero la ignoro y me acerco un poco más.
«¡Tú no eres así, maldición! ¡Ya basta!».
Dudo y me aparto ligeramente; sin embargo, la parte
impulsiva dentro de mí no deja de exigirme que lo bese de una
maldita vez y tenga mi jodida venganza.
Entonces, justo cuando estoy a punto de acercarme de
nuevo, una mano se envuelve en mi brazo con fuerza y tira de
mí, de modo que un chillido asombrado se me escapa y doy un
traspié. Acto seguido, recupero el equilibrio y encaro a la
persona que se ha atrevido a ponerme un dedo encima.
En ese instante, un puñado de rocas cae en mi estómago y
todo el mundo empieza a perder el enfoque porque Gael
Avallone está aquí, justo frente a mí, con los dedos envueltos
en mi brazo y una expresión salvaje y furibunda surcándole el
rostro.
Capítulo 19
No hablo. No me muevo. Me atrevo a decir que ni siquiera
respiro.
Estoy tan aturdida y abrumada, que ni siquiera puedo
conectar los puntos y espabilar un poco. Ni siquiera puedo
procesar correctamente el que Gael Avallone haya hecho acto
de presencia en este lugar luciendo salvaje, aterrador e
iracundo.
Se siente como si pudiese vomitar en cualquier momento.
Como si pudiese salir corriendo de este lugar solo para escapar
de ese gesto siniestro y furioso que está tallado en sus
facciones, y de la intensidad de su mirada.
Viste un traje negro en su totalidad, pero la corbata ha sido
olvidada en algún lado y el primer botón de su camisa se
encuentra deshecho. Su cabello —normalmente estilizado a la
perfección— luce desordenado; como si hubiese pasado los
dedos entre las hebras una y otra vez hasta dejarlo en ese
estado; su mirada —por lo regular fría, calculadora y analítica
— luce llena de emociones. Llena de enojo. Nublada por el
coraje que refleja su gesto.
Luce diez años más viejo. Diez años más joven… Luce tan
diferente al hombre al que estoy acostumbrada, que la sola
visión de esta fase suya tan extraña me hace querer
desmenuzarlo de pies a cabeza. Me hace querer taladrar en su
cerebro para saber qué demonios es lo que está pensando
ahora mismo y por qué ha decidido venir a aquí en primer
lugar.
—¡¿Pero qué carajos…?! —La voz de Alejandro llena mis
oídos y algo se acciona en mi cerebro.
Acto seguido, tiro de mi brazo con violencia para
deshacerme del agarre del magnate y doy un paso hacia atrás.
Mi boca se abre para decir algo, pero nada viene a mí.
Estoy tan aturdida —tan alcoholizada—, que no sé qué decir.
Que no logro hacer que mi lengua conecte con mi cerebro para
espetar el millar de cosas que han comenzado a acumularse en
mi cabeza.
Alejandro dice algo, pero no soy capaz de escucharlo.
Estoy demasiado ocupada tratando de ordenarme los
pensamientos. Tratando de descifrar al hombre que me mira
con una intensidad abrumadora a pocos pasos de distancia.
Sin decir una palabra, Gael da un paso más cerca y me
toma por la muñeca para tirar de mí.
—¡No! —Me las arreglo para articular, en medio de mi
confusión; mientras lucho para liberarme de su agarre. Él ni
siquiera parece inmutarse, ya que tira de mí con más
insistencia, haciéndome dar un par de pasos más cerca de él y
más lejos del chico con el que me encontraba en la pista de
baile.
—¡Oye! —alguien grita a mis espaldas—. ¡Oye, enfermo!
¡Suéltala!
Gael no responde, pero algo violento y aterrador se dibuja
en sus facciones cuando, sin un ápice de delicadeza, deja ir mi
muñeca solo para tomarme por el brazo y empezar a andar a
paso apresurado en dirección a la salida del lugar.
—¡Suéltame! —escupo, al tiempo que trato de liberarme
de su agarre una vez más, pero, esta vez, la manera en la que
me sostiene es tan firme y fuerte, que no logro hacer otra cosa
más que retorcerme lastimosamente mientras me arrastra fuera
de la pista de baile.
La falta de respuesta de mi cuerpo —anestesiado y
aletargado por el alcohol— no ayuda demasiado a mi lucha.
—¡Déjame ir! —chillo—. ¡Gael, suéltame ya!
—¡Oye! —La voz de hace unos instantes resuena una vez
más a mis espaldas—. ¡Déjala ir, psicópata!
Gael nos ignora por completo. No hace otra cosa más que
seguir avanzando conmigo a cuestas.
Mis piernas, traicioneras y débiles, no hacen más que tratar
de seguirle el paso y dar traspiés débiles y torpes, mientras que
el mundo empieza a dar vueltas a mi alrededor, y el alcohol
empieza a hacer de las suyas en mi sistema, hasta convertirme
en un manojo inestable y tembloroso.
No me había dado cuenta de cuán borracha me encontraba
hasta ahora.
—¡¿Qué demonios está mal contigo?! ¡Suéltala! —La voz
suena cada vez más cerca—. ¡Te estoy hablando, hijo de puta!
Esta vez, como accionado por un interruptor, Gael detiene
su andar apresurado y se gira para encarar a la persona que
está confrontándolo.
—¡Hijo de puta y una mierda! —Gael escupe, al tiempo
que trato de apartarme sin tener éxito alguno—. ¡Lárgate de
aquí si no quieres tener un puto problema de verdad!
—¡No voy a dejar que te la lleves en ese estado! —
Llegados a ese punto, soy capaz de reconocer la voz de
Alejandro, quien suena asustado y enojado en partes iguales.
Acto seguido, trato de dar un paso en dirección a mi
compañero de cuarto, pero el mareo repentino que me asalta
me hace aferrarme al saco del hombre que tanto daño me ha
hecho las últimas semanas para no caer de rodillas al suelo.
Una palabrota sale de mis labios.
—¡¿Y se supone que debo dejar que seas tú el que la lleve
en este estado?! —Una carcajada cruel y carente de humor
escapa de los labios del magnate—. Buen intento, imbécil.
—¡¿Crees que quiero aprovecharme de ella?! —Alejandro
espeta, con indignación—. ¡Eres tú el que trata de sacar
provecho de la situación! ¡Y de una vez te lo advierto: si das
un paso más con ella a rastras, voy a llamar a la policía! ¡Estás
secuestrándola! ¡Es claro para todos aquí que Tamara no
quiere ir contigo!
—¡Me importa una reverenda mierda si quiere venir
conmigo o no! ¡No se va a quedar aquí con un imbécil como
tú! —Gael estalla y el tono violento e iracundo que utiliza me
saca de balance por completo.
—Señor Avallone —alguien dice a mis espaldas, y trato de
girarme para encarar a quien sea que esté dirigiéndose a Gael
—, ha sido suficiente. La chica está pasada de copas.
—¡¿Pasada de copas?! —Gael espeta—. ¡Yo estoy pasado
de copas! ¡Ella está curtiéndose en alcohol!
—Por eso mismo, señor Avallone, yo le sugiero que…
—No necesito que me sugieras nada, Almaraz —Gael
interrumpe al hombre de aspecto preocupado que se ha
acercado a nosotros—. Voy a asegurarme de que ningún hijo
de puta se aproveche de ella.
—¡Eres tú el que trata de aprovecharse de ella! —
Alejandro grita detrás de mí.
—¡Cierra la puñetera boca de una maldita vez, idiota! —
La voz de Gael truena y yo me encojo sobre mí misma, al
tiempo que una náusea violenta provocada por el mareo me
asalta.
«¡Haz algo, Tamara! ¡Por el amor de Dios, haz algo!»,
grita la voz insidiosa de mi cabeza, pero apenas puedo
concentrarme en mantener lo que he consumido dentro de mi
cuerpo. Apenas puedo levantar la cabeza para observar cómo
Alejandro se encoge ante el tono violento de Gael.
—¡¿Qué demonios está pasando?! —La voz femenina que
llena mis oídos es tan familiar, que corro la vista por todo el
espacio solo para localizar a la dueña.
Es en ese instante, cuando logro visualizar a Victoria,
quien se ha abierto el paso para llegar hasta nosotros.
—¡Dios mío! ¡Tamara! —dice, al tiempo que hace ademán
de acercarse; sin embargo, Gael me empuja detrás de él y se
interpone entre nosotros.
—Ella se va conmigo —dice, tajante y una punzada de
coraje se abre camino entre la bruma provocada por el alcohol.
—¡¿Y tú quién diablos eres?! —Mi compañera de cuarto
escupe—. ¡Apártate de mi camino o voy a llamar a seguridad!
«¡Tamara, maldición! ¡Muévete! ¡Haz algo!».
—Señor Avallone, vámonos de aquí. Ha sido suficiente —
dice el hombre que, al parecer, viene con Gael.
—¿Estás amenazándome? —El magnate sisea en dirección
a Victoria, ignorando por completo a su acompañante.
«¡Ahora! ¡Muévete, maldita sea! ¡Detén esta locura!».
—¡Por supuesto que estoy amenazándote! ¡Aléjate de mi
amiga! —Victoria chilla y, justo cuando ella da un paso en la
dirección en la que me encuentro, el caos se desata.
Un empujón me hace trastabillar un par de pasos antes de
caer al suelo con brusquedad. El impacto es tan doloroso, que
un gemido se me escapa y el aire se fuga de mis pulmones.
Acto seguido, un montón de manos aparecen en mi campo
de visión y se apoderan de mis brazos para tratar de tirar de mí
y levantarme.
—¡Yo puedo sola! —exclamo, pero nadie parece
escucharme—. ¡Déjenme! ¡He dicho que yo puedo hacerlo
sola!
La impotencia, la vergüenza y la ira se arremolinan dentro
de mí y trato de deshacerme de todo aquel que trata de
ayudarme, pero alguien logra ser más fuerte que yo y, de un
jalón firme, me pone de pie a la fuerza.
Cuando mis pies logran plantarse en el suelo y logro
empujar a quien sea que me haya ayudado, doy un par de
pasos lejos de todo el mundo.
—Tamara… —Alguien trata de alcanzarme, pero me
deshago del roce de sus dedos de un movimiento furioso.
—¡No me toques! —escupo, a quien sea que trata de llegar
a mí—. ¡Nadie me toque!
Soy plenamente consciente del tono arrastrado y ronco de
mi voz, pero a estas alturas no me importa. Estoy tan furiosa,
que no me importa que todo el mundo sepa que estoy
borracha.
—¡¿Qué demonios está mal con todos ustedes?! —espeto,
al tiempo que trato de enfocar la vista en las personas que me
miran con cautela a pocos pasos de distancia de donde me
encuentro; pero, cuando mis ojos se fijan en Gael, toda la rabia
reprimida estalla—: ¡Especialmente contigo! ¡¿Qué carajos
está mal contigo?! ¡No puedes venir aquí a armar un
escándalo! ¡¿Qué clase de chiste crees que soy?! —cito las
palabras que alguna vez él utilizó conmigo, y la reacción
instantánea que veo en su rostro es tan satisfactoria, que me
tomo unos instantes para saborearla.
—Tamara…
—¡Tamara y una puta mierda! —Mi voz suena una octava
más arriba de lo habitual—. ¡Estoy harta de ti, Gael Avallone!
¡De esta necedad tuya de tratar de controlar todo lo que te
rodea! ¡Estoy cansada de que te tomes atribuciones que no te
corresponden y de que trates de venir aquí a jugar al caballero
de blanca armadura, cuando eres el cabrón más grande que he
conocido en la vida!
—Estás muy equivocada si crees que vine aquí en plan
salvador. Tú a mí no me interesas en lo absoluto. Vine a hablar
contigo porque, claramente, no eres lo suficientemente
profesional como para…
Una carcajada histérica se me escapa.
—¡Oh, vete a la mierda! —digo, en medio de las risotadas
y luego, con sarcasmo, añado—: Viniste a buscarme a un antro
para discutir algo del trabajo. —Un bufido irónico se me
escapa—. Ve a decirle ese cuento a alguien que quiera
creértelo. —Sacudo la cabeza en una negativa furiosa—.
Hazte un favor a ti mismo y vete de aquí, Gael. Deja de hacer
el maldito ridículo.
Algo denso y salvaje se apodera de la mirada del hombre
que tengo enfrente, pero no dice nada. Se limita a mirarme
durante un largo momento.
La decepción y el coraje que se han ido acumulando en mi
interior durante las últimas semanas, se hacen cada vez más
grandes y, de pronto, me encuentro negando con la cabeza una
vez más.
«No puedo creer que esté haciéndome esto. No puedo
creer que piense que puede venir a hacer esta mierda cuando
acaba de anunciar su compromiso».
La mandíbula de Gael se tensa y la indecisión se filtra en
su mirada. Luce como si estuviese teniendo una batalla
interna. Como si, dentro de su cabeza, estuviese llevándose a
cabo una batalla campal.
—No voy a irme de aquí sin ti —dice, luego de un largo
momento, pero no suena tan determinado como hace unos
instantes—. Sin hablar contigo.
Otra risotada corta y amarga se me escapa.
—¿Sobre qué carajos quieres hablar conmigo, Gael? —
bufo—. Tú y yo no tenemos nada de qué hablar. Lo que tenía
qué decirte ya lo dije hace mucho tiempo.
—Yo aún no he hablado contigo, Tamara. Hay cosas que
necesito decirte.
—El problema, Gael, es que a mí ya no me interesa
escucharlo. Hace unas semanas estaba deseosa de oírte; de
tener una maldita explicación a toda la mierda por la que me
hiciste pasar… pero ya no. Ya no me importa en lo absoluto.
—Tamara, las cosas no son como tú crees.
—¿Y cómo son, Gael? —espeto, cada vez más exasperada
e irritada.
—Ven conmigo y te lo explicaré todo.
Una carcajada carente de humor se me escapa.
—¿De verdad pretendes que te siga? ¿Qué vaya tras de ti
como si fuera un maldito perro faldero? —espeto.
—Tamara, lo único que te estoy pidiendo, son unos
minutos de tu tiempo.
—¿Para qué? ¿Para que me digas que no te ha gustado lo
que escribí en tu biografía? ¿Para echarme en cara lo mediocre
que es mi trabajo? —Lo miro con aprensión y, sin que pueda
evitarlo, un nudo empieza a formarse en mi garganta—. Eso ya
me lo has dicho. Ya lo escuché y ya te dije mi posición al
respecto: Si no te gusta, busca a alguien más. —Le echo una
mirada fugaz a mis compañeros de cuarto—. Ahora si me
disculpas, tengo mejores cosas que hacer que estar perdiendo
mi tiempo contigo.
—Tamara, por favor.
—Felicidades por el anuncio de tu compromiso —lo
interrumpo, para luego empezar a avanzar en dirección a
Victoria y Alejandro.
Le agradezco a mis piernas por no fallarme en el trayecto,
y a mi estómago y al mareo por no dejarme hacer el ridículo
cayendo al suelo.
Un par de manos se anclan a mis caderas y tiran de mí con
fuerza cuando estoy cerca de mis acompañantes.
Mi cuerpo golpea contra algo firme y blando al mismo
tiempo y, antes de que pueda procesar lo que ocurre, soy
girada sobre mi eje con brusquedad. Acto seguido, mis pies
dejan de tocar el suelo y un chillido agudo se me escapa de los
labios cuando el mundo entero se pone de cabeza.
Me toma unos instantes darme cuenta de que Gael
Avallone me ha echado sobre su hombro y se ha echado a
andar conmigo a cuestas; pero, cuando lo hago, empiezo a
gritar y a patalear.
Mis manos golpean su espalda con violencia, al tiempo
que siento cómo su antebrazo se engancha en la parte trasera
de mis rodillas para terminar de afianzarme en mi lugar. Su
mano libre me baja el vestido con brusquedad para que mi
trasero no quede expuesto y, así, humillándome un otro modo
más aterrador que el anterior, comienza a avanzar.
Gritos escandalizados se mezclan con la música que
retumba en todo el lugar, pero no logro comprender qué es lo
que dicen. No logro entenderles porque mis propios gritos los
amortiguan, y porque el magnate se mueve a toda velocidad y
no deja que lleguen a mí.
El cambio brusco en el clima, aunado a la disminución del
volumen en la música, me hace saber que estamos en la calle.
El frío me eriza la piel cuando una ráfaga de aire helado
nos azota y un escalofrío me estremece, pero no dejo de
luchar. No dejo de pelear contra el hombre que me carga como
pesara poco menos que un costal de patatas.
—Señor Avallone, va a meterse en muchos problemas. —
La voz del hombre que acompaña a Gael suena horrorizada—.
¿Qué va a decir Solís si se entera que lo he acompañado hasta
acá sin siquiera un guardia? ¿Qué va a decir si se entera que se
ha llevado a una jovencita a la fuerza?
—Me importa una puta mierda lo que Solís o cualquiera
piense de mí —Gael gruñe, ignorando por completo el modo
en el que grito exigiéndole que me baje—. Trae el coche.
—Pero, señor….
—¡Ahora!
Las palabras se terminan y el sonido de unos pasos
alejándose a toda velocidad inundan mis oídos.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que alguien grite mi
nombre en la lejanía, pero se siente como una eternidad. Para
este punto, me siento mareada y nauseabunda, pero no he
dejado de forcejear contra Gael ni un solo minuto.
Una palabrota escapa de los labios del magnate cuando
alguien grita algo que no logro entender del todo y el sonido
de un coche acercándose a toda velocidad me llena los oídos.
Acto seguido, el sonido se detiene y, luego de unos
segundos, soy depositada sobre el cuero de un asiento. Luego,
sin previo aviso, Gael se acomoda justo a mi lado y azota la
puerta, encerrándome dentro del vehículo.
—Vámonos —ordena, en dirección al asiento del
conductor, donde el hombre que lo acompañaba se encuentra
ahora.
—¡¿Qué demonios te sucede?! —chillo, al tiempo que el
coche arranca. Es hasta ese momento, que el pánico empieza a
colarse en mi interior—. ¡¿Estás loco, acaso?!
—¡Sí! —Gael estalla y suena furioso—. ¡Estoy loco!
¡Estoy loco de atar! ¡Ahora, cierra la boca y escúchame! ¡¿De
acuerdo?!
El sonido estridente e iracundo de su voz, me hace
encogerme en mi lugar. Un escalofrío de puro terror me
recorre de pies a cabeza ante la dureza de su expresión y todos
los vellos de mi nuca se erizan debido al miedo que empieza a
llenarme el cuerpo.
—Si no me bajas del coche ahora mismo, Gael, te juro por
Dios que voy a denunciarte por intento de secuestro —digo, al
cabo de un largo rato. Mi voz suena más ronca que nunca.
—Bien. —Gael dice, con la voz inestable por las
emociones contenidas—. Será lo justo. Por lo pronto, vas a
tener que acompañarme y escucharme, Tamara.
Niego con la cabeza.
—Nada de lo que digas va a hacerme creer que eres una
buena persona —digo, porque es cierto. Porque, a estas alturas
del partido, estoy segura de que este hombre es detestable.
—Mi intención no es que creas eso de mí. —La mirada
que me dedica es tan intensa, que casi me hace apartar la vista
—. No estoy interesado en quedar como un buen hombre ante
tus ojos, porque no lo soy, Tamara. Eso métetelo en la cabeza.
—¿Entonces qué es lo que quieres? ¿Con qué maldito
objeto haces estas cosas? —sueno cada vez más molesta—.
Primero me besas, luego te comportas como un verdadero
idiota y, después de eso, vienes y haces este tipo de escenas.
¿A qué carajo juegas? ¿Qué es lo que quieres obtener de todo
este sinsentido?
La mandíbula del magnate se aprieta.
—Es que no estoy jugando. Es solo que… —Se detiene
abruptamente.
—Es solo que, ¿qué?
—Tamara, las cosas no son como tú crees.
—¿Y cómo se supone que son? —Niego con la cabeza,
pero sueno venenosa—. Déjame adivinar: Tu padre te ha
obligado a comprometerte con la pobre chica con la que vas a
casarte. Te ha amenazado con quitarte todo lo que tienes si no
lo haces, y tú, para tenerle contento, has accedido. —Un
bufido irritado se me escapa, pero continúo—: O tal vez, no
sea cosa suya. Tal vez seas tú quien ha decidido casarte con
ella porque, seguramente, es hija de algún accionista de Grupo
Avallone y te conviene tener ese tipo de relación con ella. —
La decepción tiñe mi voz—. Sea como sea, Gael, es retorcido.
Es horrible. No vas a quitarme eso de la cabeza.
—¡Deja de tratar de hacer asunciones sobre mi persona,
maldición! —escupe—. Ya te lo dije: las cosas no son como
crees.
Una risa amarga se me escapa.
—¿Cómo son, Gael? Explícamelo de una vez, para así
poder continuar con mi vida. —Sueno amarga, pero no me
interesa—. Dímelo todo, para que así me lleves a casa y toda
esta mierda termine.
Los ojos del magnate se tiñen de una emoción desconocida
e intensa, pero no dice nada. Se limita a mirarme durante un
largo rato.
—De acuerdo. —Asiente—. Te lo diré todo… pero en mi
casa.
Niego con la cabeza.
—De ninguna manera voy a poner un pie en tu casa —
suelto, tajante.
—No estoy preguntándote si quieres ir o no. —Gael
responde, con aire severo—. Tiene que ser allí. No hay otro
modo.
—No. —Niego con la cabeza—. Me rehúso
completamente. No lo haré.
—Voy a llevarte de todos modos, Tamara —él suelta, pero
no suena molesto. Suena más bien resignado.
Entonces, antes de darme tiempo alguno para responder, le
da indicaciones al hombre que viene manejando.

Nos toma alrededor de cuarenta y cinco minutos atravesar


la ciudad para llegar al residencial en el que vive, y, de
inmediato, me saca de balance el hecho de que vive en una
casa y no en un departamento, como asumí todo este tiempo.
Al pasar la caseta de vigilancia de la entrada, lo primero
que noto, es la ostentosidad de todo lo que nos rodea. A pesar
de que no hay luz de día, es imposible no notar lo preciosos
que están los jardines en el camellón de la calle principal, o los
bonitos acabados de las casas inmensas, o los preciosos
árboles podados en los jardines de cada una de ellas. Es
imposible no notar, tampoco, todos esos pequeños detalles que
te hacen saber que mantener una casa en este lugar debe ser un
completo lujo.
El coche de Gael gira un par de veces hasta llegar a una
inmensa colina donde, al fondo, se encuentra una construcción
particularmente grande rodeada por árboles estilizados y bien
tratados, y repleta de ventanales grandes e imponentes.
Acto seguido, el auto se clava en la entrada de la casa y,
cuando reduce la velocidad, el inmenso portón del garaje a
desnivel se alza para dejarlo pasar.
El vehículo se introduce en la cochera de la casa sin
ceremonia alguna y, una vez ahí, la puerta se cierra con
lentitud detrás de nosotros; dejándonos aquí, dentro del coche,
con todo a nuestro alrededor en penumbra.
Gael abre la puerta y sale del auto, pero el hombre que
venía conduciendo no se mueve de su lugar. Se limita a
mirarme por el espejo retrovisor, a la espera de que yo también
baje.
Así pues, a regañadientes, y tomando la mano de Gael para
no tropezar, salgo del vehículo.
Una vez que me encuentro de pie sobre el suelo de su
cochera, se inclina hacia la ventana, en dirección a su
acompañante.
—Gracias, Almaraz —dice, en tono amable—. Puedes ir a
casa. Lamento haberte molestado a esta hora.
El hombre niega con la cabeza.
—No se preocupe —dice, y luego de pensarlo, añade—:
Señor Avallone, no creo que sea buena idea lo que está
haciendo. Si su padre o alguno de su equipo de seguridad se
entera…
—Lo sé. —Gael asiente—. No te preocupes por mí. No se
enterarán. Llévate el coche y mañana lo traes.
Un largo momento de silencio hace que otro destello de
nerviosismo me asalte.
—De acuerdo —dice Almaraz—. Llámeme si necesita
algo más.
Entonces, la puerta de la cochera comienza a abrirse de
nuevo y el auto se echa en reversa, encandilándome con la luz
de sus faros durante unos segundos, antes de que el portón
comience a cerrarse de nuevo.
El silencio se apodera del ambiente luego de eso.
Los pasos de Gael son lo único que parece perturbar la
tranquilidad de la espaciosa estancia y, cuando estoy a punto
de pedirle que hable de una vez, la luz de la estancia se
enciende y me ciega durante unos segundos.
Cuando finalmente logro acostumbrarme a la nueva
iluminación, lo que veo me deja sin palabras y me saca tanto
de balance, que casi podría jurar que entramos a la casa de la
persona equivocada.
Giro sobre mi eje con lentitud solo para absorber la imagen
que me llena los ojos y sacudo la cabeza en una negativa.
—¿Te gustan? —Gael inquiere. Trata de sonar casual, pero
suena más bien nervioso. Vulnerable.
No respondo. Me limito a mirar con asombro la docena de
motocicletas aparcadas que llenan casi por completo el garaje
del magnate.
De pronto, la imagen que me llena la cabeza es tan
atractiva, como irritante y no puedo evitar imaginármelo
montado en una de estas motocicletas, corriendo a toda
velocidad, luciendo tan insoportable como siempre. Tan
atractivo como nunca.
Un escalofrío me recorre, pero me las arreglo para
encogerme de hombros y encararlo.
—¿Me trajiste aquí para presumirme tu colección de
motocicletas o para hablar conmigo? —No quiero sonar como
una completa perra… pero lo hago.
Un destello herido se dibuja en el gesto de Gael, pero, en
lugar de responderme, hace un gesto en dirección a unas
escaleras ascendentes al fondo de la estancia y luego se echa a
andar en su dirección. Yo, al cabo de unos instantes de duda,
lo sigo.
Gael abre la puerta de servicio que da a la cochera y, una
vez que nos introducimos en —lo que asumo que es— la casa,
enciende la luz más cercana.
Lo primero que me llena la vista cuando las lámparas se
encienden, es la impresionante cocina en tonalidades oscuras.
Son los muebles de su cocina y la pulcritud que hay en todos y
cada uno de ellos.
Cuando corro los ojos por la estancia, tengo una pequeña
mirada del comedor y, muy al fondo, soy capaz de visualizar
un poco de la sala. Quiero suponer que, de aquel lado, se
encuentra la entrada principal de la casa; donde se encuentran
los impresionantes ventanales que se aprecian desde afuera.
Es hasta ese momento, que la resolución del lugar en el
que me encuentro cae como baldazo de agua helada sobre mí,
y la sensación de estar en un lugar en el que no me
corresponde estar me invade por completo.
Es aquí, justo en este lugar, donde me doy cuenta del
abismo que separa su mundo del mío. De lo diferentes que son
y de lo poco que encajan el uno con el otro.
—Siéntate. —La voz de Gael me invade los oídos, y me
trae de vuelta al aquí y al ahora.
Mis ojos viajan en dirección a donde él se encuentra y lo
observo abrirse paso hasta una de las alacenas de su cocina. Yo
me quedo quieta durante unos instantes antes de decidir que
necesito sentarme para concederle algo de estabilidad a mis
piernas temblorosas.
Dudosa y cautelosa, avanzo hasta la isla al centro de la
cocina y me siento sobre uno de los banquillos altos. Me
aseguro de acomodarme del lado contrario a donde Gael se
encuentra, solo porque el espacio entre nosotros me hace sentir
un poco más segura de mí misma, y porque la isla que se
atraviesa entre los dos me hace sentir un poco más a salvo
dentro de su territorio.
—¿Y bien?… —digo, con impaciencia.
No dice nada. Se limita a buscar en las gavetas hasta tomar
algo de ellas. Luego de eso, se gira sobre sus talones y deja el
contenido de sus manos sobre la isla.
Es un vaso para coctel y una botella de whisky.
Acto seguido, y sin ceremonia alguna, Gael abre la botella
y vierte parte del contenido ambarino en el vaso para luego
echárselo en la boca de golpe. La alarma se enciende en mi
sistema cuando, luego de habérselo bebido todo de una
sentada, deja el vaso en la barra y vuelve a llenarlo de licor.
—Gael… —La advertencia tiñe mi voz, pero no digo nada
más. Él, en respuesta, hace un gesto en mi dirección,
ofreciéndome un poco. Yo declino su oferta con una negativa
de cabeza horrorizada.
Él se encoge de hombros y, de nuevo, se bebe el alcohol
casi de un trago.
—Gael, de verdad, quiero irme a casa. —Sueno
impaciente, ansiosa y nerviosa ahora—. ¿Puedes terminar con
todo esto para que así pueda irme a dormir, por favor?
Sigue sin hablar conmigo, pero, al escucharme hablar, deja
el vaso sobre el mármol del mueble de cocina y se gira sobre
sus talones, dándome la espalda.
La confusión se apodera de mi sistema, pero no es hasta
que lo veo deshacerse del saco que lleva puesto y llevarse las
manos al pecho, que la alarma me invade de pies a cabeza.
«¡¿Se está desnudando?!».
—¿Gael? —digo, con la voz entrecortada por la impresión,
pero él no dice nada. No hace nada más que continuar con su
tarea.
Metódica y lentamente, las manos de Gael bajan por todo
su torso y, aunque está dándome la espalda, sé que está
desabotonándose la camisa. Está desnudándose aquí, en medio
de su cocina, conmigo como espectadora.
—¡¿Qué demonios…?! —Comienzo, pero, en el instante
en el que el material ligero de su camisa desciende hasta
dejarle la espalda completamente desnuda, enmudezco.
El aliento se me atasca en la garganta; la impresión, la
confusión y el asombro total me aturden los sentidos.
De pronto, me quedo quieta. Muy, muy quieta, mientras
trato de absorber el hecho de que la espalda y los brazos de
Gael Avallone están cubiertos en tatuajes, y que apenas hay
muy pocos espacios de su piel que no están cubiertos en tinta.
Trato, desesperadamente, de recordar alguna vez haberle
visto con la camisa arremangada, pero no logro hacerlo. No
logro hacerlo porque la realidad es que nunca lo he visto así de
informal. Nunca lo he visto así de expuesto.
La única vez que lo vi de esa manera, fue en mis
pensamientos. La única vez que lo visualicé mostrando más
piel que la de sus manos, fue en mis fantasías. En mis odiosas
—y maravillosas— fantasías.
—Oh, mierda… —Suelto, sin poder evitarlo y el hombre
delante de mí me mira por encima del hombro con intensidad.
Se gira sobre sus talones solo para darme una vista de su
torso firme y fuerte. En él —en parte de uno de sus pectorales
—, apenas hay unos cuantos tatuajes, así que soy capaz de
notar las ondulaciones suaves provocadas por el ejercicio que,
claramente, hace.
—Hay cosas sobre mi pasado que, si llegasen a ser
descubiertas, terminarían con todo lo que tengo, Tamara —
dice Gael y mi vista encuentra la suya.
—¿Qué clase de cosas? —pregunto, en voz baja y casi sin
aliento.
Él —salvaje, imponente y aterrador— da un paso en mi
dirección y luego otro. Luego, se inclina en la isla, colocando
el peso de su cuerpo sobre sus codos flexionados. El olor a
alcohol de su aliento me da de lleno en la cara, pero, por
alguna extraña razón, no me incomoda.
—Primero tienes que prometerme que no vas a decirle
nada de esto a nadie —dice, con la voz enronquecida y un
escalofrío me recorre entera.
Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.
—Promételo, Tamara —dice y, esta vez, sus ojos
ambarinos se clavan en los míos y me miran con aprensión.
—Lo prometo —digo, con la voz inestable.
Él, un poco más satisfecho, asiente y, sin más, se aleja de
mí y toma la camisa del suelo para volver a colocarla sobre sus
hombros.
Acto seguido, se sienta delante de mí y me clava su vista
en la mía antes de empezar a hablar.
Capítulo 20
—A lo largo de mi vida, he tomado decisiones de las cuales
no me siento orgulloso —la voz de Gael suena ronca y
pastosa, y su gesto —siempre sereno y controlado—, ahora
luce ansioso. Nervioso por sobre todas las cosas—. Decisiones
de las que no me arrepiento, pero que, igualmente, podrían
acabar con todo lo que he tratado de construir a lo largo de los
últimos años.
Desvía la mirada y guarda silencio durante unos tortuosos
instantes, mientras trato de procesarlo todo y de asentarlo en
mi cabeza como se debe.
—Tamara, hay cosas de mí que nadie sabe y que no estoy
dispuesto a compartir; y no porque me avergüence de ellas,
sino porque podrían, potencialmente, arruinarme para siempre.
—La máscara de seguridad que siempre lleva puesta, empieza
a resquebrajarse—. Y sé que contándotelo estoy
condenándome a mí mismo, porque has llegado a mi vida con
toda la intención de desvelar cada trozo de ella, pero espero
que… —Se detiene unos segundos para tragar saliva en un
gesto ansioso e impropio de él, y negar con la cabeza—.
Espero que tengas un poco de misericordia por mí y no seas
capaz de divulgarlo…
Quiero protestar. Quiero puntualizar el hecho de que acabo
de hacer una promesa al respecto, pero me muerdo la lengua
para quedarme callada. Se siente erróneo hacer otra cosa,
porque el gesto descompuesto que ha comenzado a apoderarse
de su rostro es tan abrumador, como inquietante, y porque
reafirmar mi promesa, se siente como una condena implícita.
Como acceder a ser su cómplice en un delito al cual no le
conozco la gravedad.
No me mira. No hace otra cosa más que observar a detalle
el vaso de vidrio que descansa entre nosotros; como si hacerlo
le diera algo de valor.
Y es aquí, en este lugar y en este momento, cuando me
percato de cuán vulnerable luce. De cuán endeble me parece
ahora y de lo mucho que me descoloca esta cara tan
desconocida que apenas está mostrándome.
Jamás lo había visto así de inseguro. Jamás lo había visto
así de… incierto.
Su vista se alza para encararme al cabo de unos segundos
y, luego de estudiar mi rostro durante unos tortuosos instantes,
traga duro y empieza:
—Todo lo que te he dicho acerca de mí, es verdad… —
dice—. Y, al mismo tiempo, no lo es.
Mi ceño se frunce ligeramente, pero no hago ninguna
pregunta al respecto. Solo lo miro con expresión inquisitiva.
—Nací en Zaragoza, crecí en casa de mi madre, no conviví
con mi padre durante mi infancia y mi adolescencia, fui criado
de manera modesta por una mujer trabajadora y luchadora.
Todo eso es verdad.
—¿Dónde radica la mentira? —inquiero, en voz baja,
cuando noto que Gael no sabe cómo continuar. Cuando noto
cómo su boca se abre varias veces para continuar hablando,
pero termina arrepintiéndose a mitad del camino.
—Es que no hay mentira en realidad —dice—. Solo…
omisiones.
Niego con la cabeza, sintiéndome cada vez más
confundida y abrumada. Debo admitir que el alcohol que
todavía me corre por las venas no está ayudándole demasiado.
—Crecí en un hogar humilde. —Gael dice, al cabo de un
largo rato, con la voz enronquecida—. Mi madre es una mujer
orgullosa, de mucho carácter y sentido de la responsabilidad.
Tanto que, aún sabiendo que podía no trabajar porque mi padre
estaba dispuesto a mantenerla por haberle dado un hijo,
decidió no aceptar un solo centavo suyo. Decidió ser madre
soltera con todas las de la ley y ponerse a trabajar largas
jornadas para darme una vida digna. —El orgullo con el que
habla sobre su madre, me calienta el pecho. Me hace sentir
admiración por ella, a pesar de que no la conozco en lo
absoluto—. Mi padre le mandaba una pensión generosa cada
mes, pero ella se negó a tocarla. Todo el dinero lo guardó en el
banco para que yo hiciera uso de él cuando tuviese edad para
tomar decisiones responsables.
Hace una pequeña pausa.
—Vivíamos en un apartamento diminuto, en una zona de
Zaragoza que, si bien no era una particularmente mala,
tampoco era la mejor; pero éramos felices. Ella siempre
trabajando y yo siempre un chiquillo solitario que aprendió a
ser autosuficiente una edad muy temprana —dice y, de pronto,
parece absorto en sus recuerdos—. Nunca me faltó nada. —
Alza la vista para encararme—. Nunca sentí la falta de otra
cosa más que de la figura del hombre que, irónicamente, me
salvó la existencia años más tarde. Del hombre que me dio la
vida dos veces.
Una sonrisa triste se dibuja en sus labios, pero la confusión
que me provoca su comentario no hace más que abrumarme y
hacerme sentir perdida en la historia que trata de contarme.
Guarda silencio.
—Este es el momento en el que comienzo a decir verdades
completas… —musita, pero se siente como si lo hiciera para sí
mismo—. Este es el momento en el que comienzo a admitir
que antes mentí y que en realidad sí hubo resentimientos de mi
parte. Que en realidad sí odié a David Avallone por
abandonarnos mi madre y a mí y no quererme en su vida. —Se
encoge de hombros, en un gesto que pretende ser
despreocupado, pero que luce rígido y antinatural—. Porque
esa es la verdad: él no me quiso en su vida. Dejó a mi madre
porque estaba embarazada de mí y la abandonó por mi culpa…
Y yo estaba cabreado por eso. Cabreado hasta los cojones.
Aún lo estoy. —Niega con la cabeza—. Y no digo todo esto
con el afán de justificar mis actos, porque es de cobardes
escudarse tras una relación familiar disfuncional. No estoy
contándote esto para que me compadezcas y trates de ser
empática conmigo, porque, al final del día, las malas
decisiones que tomé fueron solo mías.
Llegados a este punto, me siento más que confundida.
—¿A dónde quieres llegar con todo…?
Ni siquiera logro formularla por completo, porque él ya ha
comenzado a hablar una vez más:
—Tuve una adolescencia bastante atormentada —dice—.
Era un chaval estúpido e irresponsable, y mi relación con todo
el mundo era asquerosa. Desobedecía a mi madre, le gritaba,
llegaba tarde a casa… Era un chiquillo enojado con el mundo.
Sediento de atención y de venganza contra su padre; porque,
fue hasta ese momento que caí en la cuenta de que David
Avallone es un hijo de puta. Un imbécil que no conoce otra
clase de amor que no sea el que se tiene a sí mismo… —no me
pasa desapercibido el tono amargo con el que habla, ni la
manera en la que su ceño se frunce en un gesto enfadado.
Un suspiro largo se le escapa antes de continuar:
—Poco a poco, empecé a meterme en muchos problemas.
En muchos ambientes que, a la edad de quince años, eran
demasiado peligrosos. Demasiado destructivos. —Niega con
la cabeza una vez más, como si no creyese lo que está a punto
de decirme—. Empecé a beber, a fumar tabaco, a enfiestarme
hasta el amanecer… —dice y mi corazón se estruja con
violencia—. Los problemas con mi madre eran cada vez
peores debido a eso. Ella sabía que estaba echando a perder mi
vida y yo no quería aceptar que tenía razón. Que sí estaba
convirtiéndome en un vago sin oficio ni beneficio. Así que la
ignoré. Todo ese tiempo, la ignoré y seguí juntándome con
gente que no me convenía. Seguí siendo un imbécil sin respeto
por nada ni por nadie que solo pensaba en la siguiente fiesta,
en la siguiente chica con la cual se acostaría, en la siguiente
excusa que daría para fugarse de casa y no regresar hasta la
madrugada…
Cuando sus ojos se clavan en mí, hay arrepentimiento en
ellos.
—Fueron tres años de eso. De torturar a mi madre con mi
actitud de mierda. De pelear todos los días porque ella estaba
partiéndose el culo por conseguir que fuese al bachillerato,
mientras que yo solo desperdiciaba mi vida, ahogaba mi
juventud en alcohol y me fumaba en marihuana la existencia.
—Su voz suena ronca ahora—. Finalmente, cuando cumplí los
dieciocho años, me fui de la casa. Me fui de ese hogar que con
tanto esmero mi madre había procurado darme… y le rompí el
corazón. La hice pedazos.
Aunque no conozco a la mujer de la que habla, no puedo
evitar imaginármela, llorando desconsolada por la partida de
su hijo. No puedo evitar sentir cómo un nudo empieza a
formarse en mi garganta, pero no estoy segura de a qué se
debe: si a la impotencia que me da imaginarme lo que ella
sintió, o a la sensación de completo desasosiego que me
provoca imaginarme a un Gael más joven —mucho más joven
— tomando las decisiones más estúpidas sin poder hacer nada
para detenerlo.
—Al principio, fue sencillo vivir del dinero de mi padre.
Fue aún más sencillo ser el alma de todas las malditas fiestas y
empezar a consumir todo tipo de sustancias porque ahora tenía
manera de pagarlas. Porque ahora no había nadie que me
impidiera hacerlo. —Hace una pausa y traga duro varias veces,
como si le costara lo que está a punto de decir—: Fui adicto,
Tamara. Adicto hasta el punto en el que en lo único en lo que
podía pensar, era en el momento en el que podría meterme otra
línea, para luego beber hasta la inconsciencia.
«Oh, mierda».
—Pero el dinero se acaba —continúa—. Y más cuando
eres un vago bueno para nada; así que tuve que empezar a
trabajar para costearme la jodida adicción. Para poder comprar
algo de alcohol, marihuana y cocaína, y así continuar con la
vida de mierda que había elegido para mí.
Llegados a ese punto, ni siquiera me mira. Ni siquiera hace
el esfuerzo por hacerlo.
—No sabía hacer una mierda. —Gael no se detiene. No
deja que todo lo que está diciéndome se asiente en mi cerebro
como se debe—. Era un inútil, y, de todos modos, Jorge, uno
de los hombres con los que convivía en las borracheras, me
empleó en su taller de motocicletas y me enseñó a hacer
reparaciones. Primero menores y luego más complejas. —
Hace una pequeña pausa—. Y, para bien o para mal, me
enseñó un oficio. Me enseñó otra manera de ganarme la vida y
le estoy agradecido por ello.
La realización cae sobre mí y, de pronto, hilo la imagen
que tuve hace un rato de su cochera con lo que acaba de
decirme.
—¿Eso quiere decir que las motos…?
Él asiente, antes de que siquiera termine de hablar.
—Las compré como chatarra y las reparé —confirma—. A
la fecha es algo que me calma los nervios. Le tomé mucho
gusto —dice y yo niego con la cabeza, incrédula.
Ahora no puedo dejar de imaginármelo ahí abajo, en su
garaje, en vaqueros, remera, tatuajes y grasa en las manos; con
un cigarrillo entre los labios, el cabello alborotado y la camisa
húmeda por el esfuerzo físico.
—Para cuando alcancé los veinte, yo ya tenía la mitad de
todos estos —dice, al cabo de un largo momento, y se alza una
de las mangas de la camisa, para dejar a la vista la tinta que
cubre la piel de sus brazos—. Y la mitad de mis putas
neuronas de tanta mierda que me metía. —Una sonrisa amarga
surca sus facciones—. Fue ahí cuando la conocí a ella…
Mi corazón da un vuelco y los ojos de Gael encuentran los
míos, mientras su sonrisa se transforma en un gesto torturado.
—Porque soy lo suficientemente cliché, como para que
exista un «ella» en mi vida.
Trago duro, pero no me atrevo a decir nada.
—Éramos tóxicos el uno para el otro. Estábamos metidos
hasta el culo en las drogas y ninguno de los dos estaba
dispuesto a intentar salir del puto hoyo de mierda en el que nos
habíamos metido. —Sacude la cabeza, absorto en sus
recuerdos—. Y, de todos modos, tuvimos algo.
Una pequeña risa carente de humor se le escapa.
—¡Joder! La amaba. Como un pobre imbécil. La amaba
tanto, que la llevé a vivir conmigo al cuartucho de mierda en el
que vivía, con tal de estar con ella el mayor tiempo posible. —
Una carcajada tan inestable e histérica como la de hace unos
instantes, brota de su garganta una vez más—. Nos
drogábamos todo el tiempo, nos emborrachábamos cuando no
teníamos dinero suficiente para comprar algo qué inhalar y,
dentro de esa retorcida realidad en la que vivíamos, éramos
felices. —Me dedica una mirada torturada—. Yo era feliz.
La impotencia creada por lo que está diciendo, ha
comenzado a formar una bola en mi pecho.
—Entonces, se embarazó —dice, y noto cómo su voz se
quiebra ligeramente. Noto como algo dentro de mí se quiebra
cuando lo hace—. Y todo se fue a la mierda.
Sus palabras son como un baldazo de agua helada. Como
concreto cayendo sobre mi cabeza, o un millar de astillas
clavándose en mi cerebro hasta convertirlo en una masa
incapaz de concebir un pensamiento coherente.
—¿Qué?
Gael asiente, sin mirarme.
—Para ella, fue lo peor que pudo pasarnos. —Su voz
suena cada vez más inestable. Rota…—. ¿Para mí?… Para mí
fue un llamado de la realidad. Un golpe proveniente de alguna
fuerza divina para hacerme reaccionar y darme cuenta de que
estaba echándolo todo a perder.
«Mierda, mierda, mierda…».
—Le dije que me haría cargo. Que teníamos que dejar la
vida de mierda que llevábamos y hacer las cosas de manera
diferente si queríamos hacer que esto funcionara, pero ella no
estaba dispuesta a sacrificar nada. No quería dejar de consumir
la mierda que nos metíamos. Tampoco quería renunciar a la
maternidad, porque, de algún modo, creo que ella sabía que
era algo que nos llevaría a una separación inevitable, porque
yo sí quería ser padre… —Suspira—. Todo eso, poco a poco
fue llevándonos a la ruina. —Agacha la cabeza. No me atrevo
a apostar, pero creo haber visto lágrimas en sus ojos—.
Mientras yo trabajaba dieciocho horas al día para guardar
dinero para el parto y todo lo necesario, ella se lo inhalaba
todo. Se lo bebía todo… —La rabia en su voz es tan grande
ahora, que es imposible ignorarla—. Mientras yo trataba de
lidiar con la puta adicción, ella no pensaba en la vida que
llevaba dentro y lo echaba todo a perder.
No quiero seguir escuchando. No quiero que siga hablando
porque no estoy lista para escuchar todo esto. Porque, verlo así
—a punto de quebrarse y de perder la compostura— es más de
lo que puedo soportar.
—Ella nunca dejó de inhalar cosas a mis espaldas y, cada
una de las veces que me daba cuenta y la confrontaba, me
aseguró que no lo haría más. Que yo le importaba. Que nuestro
hijo le importaba. —Su voz se quiebra aún más que la vez
anterior—. Pero todo era mentira y, de algún modo, yo lo
sabía… Así que, un día, dejé de intentar. Dejé de luchar contra
la necesidad imperiosa que tenía de inhalarme algo. De beber.
De hacer todo eso de lo que me había privado durante meses…
Y me dejé llevar hasta que me perdí. Hasta que, un día, no
supe más de mí y volví a vivir en automático. En ese estado
antinatural en el que las drogas te ponen.
Se hace el silencio, pero no me atrevo a decir nada. No me
atrevo, siquiera a moverme de donde me encuentro.
—Recuerdo perfectamente el día en que todo se fue al
carajo, ¿sabes? —dice al cabo de un largo rato y sacude la
cabeza, como si tratase de ahuyentar las imágenes tortuosas de
su cabeza—. Era tarde y acababa de pelear con ella. Con
Luciana. —Su voz, enronquecida por las emociones, me pone
la piel de gallina—. Acababa de decirle que esperaba que
muriera de una sobredosis porque estaba asesinando a mi hijo.
Que esperaba que pagara con creces lo que estaba
haciéndonos.
La ira, el resentimiento y el coraje con el que habla,
alimenta mi propia furia. Esa que ha crecido conforme habla.
—Luego de haberle gritado toda esa sarta de idioteces, salí
de la casa en la que vivíamos y conduje directo al bar donde la
conocí. Una vez ahí, bebí hasta que no supe de mí. Hasta que
fue sencillo tomar la decisión de volver a… De… D-De… —
Un gruñido frustrado escapa de sus labios y frota las manos
contra su cara, en un gesto ansioso, desesperado y angustiado.
Quiero consolarlo; poner mis manos sobre las suyas para
darle algo de paz a sus nervios alterados… pero no lo hago.
Me quedo aquí, quieta, mientras observo cómo se desmorona
delante de mis ojos.
—Luego de eso —dice, una vez recuperada algo de la
compostura perdida—, los recuerdos son vagos. —No alza la
cara, pero niega con la cabeza, como si eso fuese a ayudarle a
despejarse—. Recuerdo que estuvo llamándome, pero no
respondí. Recuerdo que su madre me llamó, pero tampoco
atendí… Recuerdo, también, como alguien llegó a buscarme al
bar para decirme que Luciana estaba en el hospital y que tenía
que ir de inmediato.
El silencio se apodera de la estancia durante otro largo
rato.
—¿Qué le pasó?… —pregunto, con la voz entrecortada,
aterrorizada ante el rumbo que está tomando esta historia.
Ante la posibilidad latente de que le haya pasado algo a ella…
O a su hijo.
Gael, por primera vez en mucho tiempo, levanta el rostro
para encararme y la tortura que veo en él es tan dolorosa, que
no puedo hacer otra cosa más que sostenerle la mirada.
—Tuvo un parto prematuro —dice, finalmente—. Los
médicos dijeron que el consumo excesivo de la cocaína, le
provocó un desprendimiento prematuro de la placenta y eso, a
su vez, le provocó una hemorragia muy grande. Estuvo a
punto de morir.
—¿Qué pasó con el bebé? —La pregunta sale de mis
labios sin que pueda detenerla, pero a Gael no parece
molestarle.
—Nació bajo de peso, talla y con la circunferencia de la
cabeza un poco más pequeña de la ordinaria —dice y agacha
la mirada, pero, esta vez, soy capaz de ver cómo un par de
lágrimas se le escapan, antes de que su gesto salga de mi
campo de visión—. Los médicos dijeron que… —Se detiene
unos instantes, presa de las emociones que parecen estar
ganándole la batalla—. Dijeron que era muy probable que
desarrollara una parálisis cerebral, por el embarazo que
Luciana había llevado y las repercusiones que su estilo de vida
podía hacerle al bebé. —Se pasa las manos por la cara y el
pelo una vez más, en un gesto ansioso, angustiado. Triste—.
Me volví loco cuando lo supe. Me sentí la peor basura del
mundo. La escoria más grande que pudo pisar la tierra.
Esta vez, cuando noto cómo se encorva en sí mismo y se
pone las manos en la nuca, no lo pienso ni un segundo más.
No lo dudo ni un momento y me pongo de pie para rodear la
isla y envolver mis brazos alrededor de sus hombros.
Es hasta ese momento, que me doy cuenta de los espasmos
temblorosos de su cuerpo. Del modo en el que su cuerpo
entero se estremece con violencia debido a la fuerza de las
emociones que trata de contener.
Es por eso que lo aprieto contra mí con más ímpetu y
apoyo la mejilla contra su espalda firme y fuerte, mientras
trato, con todas mis fuerzas, de mantener a raya el nudo que se
forma en mi garganta.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que se aparte de mí.
Antes de que se deshaga de mi abrazo para levantarse y poner
unos pasos de distancia entre nosotros; pero, cuando lo hace,
no se gira para encararme. No se necesita ser un genio para
notar que trata de recuperarse.
Yo, sin embargo, necesito hacer una pregunta más.
— ¿Q-Qué pasó con él? —Mi voz es un susurro
tembloroso, débil e inestable—. ¿Qué pasó con ella?
Se hace otro largo silencio. Este más tenso que el anterior.
Más doloroso.
—Él… —Gael no me mira cuando habla—, no lo logró.
Una opresión dolorosa se instala en mi pecho y no puedo
deshacerme de ella. Ni siquiera puedo sacudirme un poco la
sensación de desasosiego que ha comenzado a hacer mella en
mi interior.
—¿Y ella? —inquiero, luego de unos instantes de silencio
— ¿Lo logró?
Las manos del hombre que me da la espalda se colocan
sobre la encimera que tiene enfrente y recarga su peso en ella,
en un gesto inestable e incierto.
—Vive en España, con su madre —dice, al tiempo que
asiente.
Una mezcla de coraje, angustia y frustración empieza a
correrme por las venas y se abre paso en mi interior hasta
convertirse en un sentimiento vicioso, denso y oscuro.
Gael se gira para encararme, pero no dice nada más. Se
limita a mirarme, en la espera de una reacción a lo que ha
dicho. Pese a eso, no soy capaz de hablar aún. Estoy tan
abrumada, que no sé cómo demonios me siento ahora mismo.
Que no sé qué es lo que pienso del hombre que tengo de pie
frente a mí.
—¿Qué pasó después? —digo, porque necesito saberlo.
Porque necesito saber cómo es que pasó de ser esa persona a la
que es ahora.
Gael toma una inspiración profunda.
—Toqué fondo —dice y su voz suena inestable todavía—.
Toqué fondo y me hice mierda a mí mismo —cierra los ojos,
pero no deja de hablar—: Por obvias razones, mi relación con
Luciana se fue a la mierda después de lo que pasó —dice y no
me sorprende en lo absoluto—, y yo, sintiéndome más perdido
que nunca, busqué a mi madre. Ella, por supuesto, no estaba
dispuesta a tomarme de vuelta. Me dijo que, si quería hacer
algo por mí mismo, tenía que rehabilitarme. Que ella no podía
hacer nada y que no quería volver a verme si yo no tomaba la
decisión de poner un pie en un centro de ayuda.
Me encara. Esta vez, la máscara de serenidad que ya no
existía en él, empieza a aparecer de nuevo.
—Así que lo hice. Ingresé por voluntad propia a un centro
de rehabilitación y, luego de eso, ella y mi padre fueron a
visitarme. —Hace una pequeña pausa, en la cual luce absorto
en sus recuerdos—. Fue la primera vez en mi vida que me topé
de frente con David Avallone. Fue cuando él, luego de
encontrarme hecho jirones, me ofreció la oportunidad de hacer
un cambio en mi vida y se ofreció solventar los gastos de mi
rehabilitación en un mejor centro; a costearme una carrera
universitaria en donde yo quisiera y a darme un trabajo en una
de sus empresas —el gesto del magnate es cansado y triste—.
Yo, por supuesto, acepté. Lo había perdido absolutamente todo
y necesitaba aferrarme a algo o iba a volverme loco del dolor y
la culpabilidad si no hacía algo de mi vida; por eso dije que sí.
—Hace una pequeña pausa—. Cuando salí del centro de
rehabilitación, a la edad de veintidós años, empecé a estudiar
economía, para luego, cuatro años después, graduarme y
empezar a trabajar en una de las empresas de mi padre bajo
sus términos y condiciones.
Se aparta el cabello de la cara en un gesto descuidado.
—He pasado los últimos cinco años de mi vida trabajando
duro para Grupo Avallone sin que nada de lo que he
construido sea mío realmente, porque esa era una de las
condiciones: trabajar para él hasta demostrar cuán responsable
soy y cuán listo estoy para hacerme responsable del negocio
familiar… Y de mí mismo.
Niego con la cabeza, incapaz de creer del todo lo que me
ha dicho. Incapaz de imaginarme cuánto ha sufrido y cómo es
que ha logrado ponerse de pie luego de lo que le pasó.
Ni siquiera puedo imaginarme a mí misma en sus zapatos.
Lo cierto es que no habría podido levantarme de algo así si
estuviera en su lugar.
—Quiero que sepas que no te he dicho esto para ganarme
tu simpatía o tu lástima. —la voz de Gael rompe el silencio—.
Te lo he dicho porque necesitaba que lo supieras todo para
poder explicarte. Porque necesitaba que supieras sobre la
existencia de Luciana, para que entiendas mis motivos.
—¿Tus motivos? ¿Tus motivos para qué?
—Tamara, Luciana está buscándome. —El magnate
responde—. Se ha enterado de que mi padre es dueño de un
emporio y ha ido a buscar a mi madre en España para pedirle
dinero. Para decirle que, si no consigue que yo me comunique
con ella, va a contarle todo a todo el mundo. Va a arruinarme
si no le doy lo que quiere.
Las palabras de Gael me golpean como tractor demoledor.
—Oh, mierda…
—Me enteré de esto la tarde que llegaste a mi oficina y
recibí una llamada telefónica. ¿Lo recuerdas? —continúa y yo
asiento, porque realmente lo hago—. Quien llamó era mi
madre y estaba alterada hasta los cojones porque acababa de
reunirse con Luciana. Porque acababa de ser amenazada por
una mujer drogadicta desesperada por dinero —explica—. Por
eso salí como lo hice aquella vez. Necesitaba ir con mi padre
porque, en ese momento, estaba dispuesto a darle a Luciana lo
que pedía con tal de que cerrara la boca y dejara de utilizar a
mi hijo… A la memoria de mi hijo —se corrige a sí mismo—,
como método de extorsión.
Sacudo la cabeza, incrédula y aturdida.
—Cuando le hablé a mi padre sobre lo que pasaba, él me
ordenó que no la contactara —dice—. Dijo que, si cedía, no
iba a dejarme en paz nunca. Y sé que tiene razón. Sé que, si le
doy lo que quiere, jamás voy a quitármela de encima. —
Aprieta la mandíbula, en un gesto frustrado y enojado—. Es
por eso por lo que decidí escuchar las sugerencias de mi padre
y le dejé armarme una coartada.
Su vista se alza para encontrar la mía y sé que busca una
reacción de mi parte. Algún indicio de que estoy siguiéndole
los pasos, pero, ahora mismo estoy tan abrumada y aturdida,
que solo puedo mirarlo fijamente.
—En ese instante, decirle al mundo que tenía una relación
y que iba a casarme, se sentía como la mejor de las opciones
—dice, cuando nota que aún no quiero decir nada—. Mentir y
decir que desde hace mucho tiempo tengo una relación con
una mujer como Eugenia se sentía correcto, porque era la
coartada perfecta. ¿Quién iba a creerle a una drogadicta
oportunista? ¿Quién iba a creer una palabra de lo que ella dice,
cuando yo tengo armada una coartada que todo el mundo a mi
alrededor está dispuesto a validar solo por darle el gusto mi
padre?
Sus palabras se asientan en mi cerebro, pero me niego a
creer lo que está diciendo. A ilusionarme con la posibilidad de
que, quizás, su compromiso es una mentira y, después de todo,
él no es un hijo de puta.
—Eso quiere decir que… —mi voz es apenas un susurro
tembloroso.
—No estoy comprometido. —Gael me interrumpe, al
tiempo que termina la oración que estaba a punto de
abandonarme los labios—. No voy a casarme. Toda la farsa
del matrimonio es para despistar a todo el mundo. Para
confundirlos y tener algo con qué refutar el argumento de
Luciana, porque no estoy dispuesto a darle un solo centavo —
dice—. No estoy dispuesto a permitirle chantajearme de esa
manera.
—Pero hoy anunciaron tu compromiso.
Él asiente.
—Lo sé —dice—. Esa fue una maldita jugada de mi padre.
Estoy seguro de que ha sido él quien ha ordenado la
publicación de esa nota.
—¿Qué hay de la chica? ¿Qué hay de tu supuesta
prometida?
Una sonrisa amarga se desliza en los labios de Gael.
—¿Eugenia? —bufa—. Eugenia es la mujer con la que mi
padre quiere que me case.
—Pero no tienes nada con ella. —Sueno incrédula.
—No —dice, con determinación, para luego añadir—: Ya
no, de todos modos.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Es que no te creo —digo, con escepticismo—. ¿Cómo es
que ella permitió que tu padre publicara algo así? ¿Cómo es
que no ha salido a desmentir todo este circo?
—Tamara, no te voy a mentir y decirte que no tengo una
puta idea del porqué ella no ha intervenido en esto, porque no
es así. —Gael dice—. Eugenia es hija de uno de los
accionistas más importantes de Grupo Avallone y yo tuve algo
con ella hace unos meses, pero todo terminó porque su familia
y la mía estaban muy interesados en hacernos llegar al altar lo
más pronto que se posible; aun cuando le dejé muy claro a ella
que no quería casarme —explica—. Lamentablemente, desde
que terminamos, mi padre y mis hermanos no han dejado de
presionarme para que regrese con ella. Para que la busque y la
haga mi esposa. —Una mueca de desagrado se dibuja en sus
labios—. Su familia tampoco ha dejado de insistir. Al grado de
que accedieron, tanto ella como sus padres, a cooperar con
nosotros en la farsa del compromiso. Tengo la sospecha de que
todo el mundo espera que, guiado por la presión que ahora
siento, acceda a casarme con Eugenia. Así sea solo para
librarme de Luciana.
Para ese momento, mi corazón late con tanta fuerza, que
temo que sea capaz de hacer un agujero en mi pecho y escapar.
—¿Por qué estás diciéndome todo esto? —mi voz suena
ronca y temblorosa, pero, a estas alturas, ya no me importa.
—Porque ya me cansé de fingir que soy un hijo de puta —
dice con una intensidad que me deja sin aliento—. De fingir
que soy un cabrón sin sentimientos que solo piensa en sí
mismo. —Clava sus ojos en los míos—. Estoy harto de seguir
los mandatos de mi padre y de fingir que no muero por besarte
cada vez que pones un maldito pie en mi jodida oficina,
Tamara.
Mi respiración se atasca en mi garganta.
—Te digo todo esto, Tamara, porque, cada que te veo, en
lo único en lo que puedo pensar, es en todas las formas en
todas las maneras en las que podría acallar esa necia boca
tuya. —La densidad en su mirada es tanta, que un escalofrío
me recorre de pies a cabeza cuando corre la vista por todo mi
cuerpo—. Porque, si vuelvo a verte con alguien de la forma en
la que te vi con ese hijo de puta hoy, voy a perder la maldita
cabeza, ¿entiendes?… Voy a volverme loco.
Capítulo 21
Mi corazón late con tanta violencia, que soy capaz de sentirlo
golpeando contra mis costillas, mis manos tiemblan tanto, que
tengo que cerrarlas en puños para aminorar los espasmos
involuntarios que las asaltan y todo mi cuerpo se estremece
cuando la mirada salvaje de Gael Avallone encuentra la mía.
Cuando sus ojos —ambarinos, fuertes y llenos de una emoción
desconocida— se clavan en los míos.
Tengo una revolución en la cabeza. Todo dentro de mí es
un manojo de sensaciones y sentimientos que colisionan con
violencia y, por más que trato, no puedo ponerles un orden.
La imagen arrogante, fría y calculadora que tenía de él se
ha esfumado por completo. Ha cambiado y se ha transformado
en una que me intriga y me gusta en partes iguales. Una que
encuentro tan humana y real, que no puedo evitar sentir que he
creado una clase de conexión con él. Con su dolor. Con su
pérdida y todo eso que lo hace tangible e imperfecto.
—¿Esa es toda la verdad? —pronuncio, con un hilo de
voz, pero no sé por qué estoy preguntándolo. Supongo que una
parte de mí espera que diga que me ha mentido. Que todo el
dolor por el que ha tenido que pasar no sea cierto; porque, así,
mirarlo como si fuese el hijo de puta más grande, sería más
sencillo.
Gael asiente. Hay un toque ansioso en su gesto y un tinte
nervioso tiñe su mirada.
Un suspiro largo y pesado escapa de mi boca y cierro los
ojos.
«¿Qué pretende con todo esto? ¿Qué es lo que espera de
mí? ¿Cuál es la finalidad de contármelo todo ahora?»,
cuestiono para mis adentros y eso es, exactamente, lo que sale
de mis labios.
—¿Y qué es lo que pretendes conseguir con todo esto?
¿Qué esperas conseguir de esta conversación? —Le agradezco
a mi voz por no fallarme y no delatar cuán inestable me siento
—. ¿Por qué has decidido confiar en mí ahora y no hace unas
semanas, cuando aún…? —«Cuando aún estaba esperanzada
con la idea de tener una explicación tuya. Cuando aún no me
dolía como lo hizo»—. ¿Cuando aún me importaba?
Sé que acabo de sonar como una completa bruja sin
corazón, pero ahora mismo no me importa. Lo único que
quiero, es arrancarme del cuerpo esta ilusión que ha
comenzado a reptar y a abrirse paso hasta mi pecho. Es tratar
de sellar el agujero que Gael Avallone le ha hecho a mis
defensas y al caparazón que puse sobre mis hombros el día que
decidió mandarme a la mierda.
La decepción invade su gesto de inmediato y una punzada
de dolor me retuerce las entrañas.
—No lo sé… —dice y la tristeza que se cuela en su tono
me estruja por dentro—. Yo solo quería que lo supieras. Yo
solo… —Niega con la cabeza—. Solo esperaba que
entendieras.
Es mi turno de soltar una negativa.
—Que entendiera, ¿qué? —suelto, y sueno más dura de lo
que me gustaría—. ¿El motivo por el cual te comportaste
como un completo hijo de puta conmigo durante las últimas
semanas? ¿Que estás tratando de justificarte por la mierda por
la que me hiciste pasar?
El reproche en mi voz es tanto que no podría ocultarlo aun
cuando quisiera hacerlo.
—Tam…
—No, Gael —lo interrumpo—. No puedes hacer esto. No
puedes tratarme de la mierda, decir todo lo que dijiste y
esperar que las cosas estén como si nada hubiese ocurrido.
Como si no me hubieses dado una patada en el culo.
—Tamara, no podía decírtelo. —Suena frustrado ahora—.
No podía arriesgarme de esa manera.
—¿Y qué cambió? ¿Qué fue lo que te orilló a querer
contármelo todo? —Hago una pequeña pausa solo para
permitirme a mí misma asentar la revolución de sentimientos
que me embarga. Solo para permitirme digerir que sigo
molesta y herida por todo lo que pasó entre nosotros—. Todo
esto es… ¡Maldición! Es que ni siquiera sé qué es lo que es.
Que es lo que pretendes.
Gael no responde. Se limita a mirarme fijamente, mientras
permito que el enojo repentino gane terreno en mi interior.
—No sé qué es lo que esperas que haga con todo lo que
acabas de decirme —hablo, al cabo de unos segundos de
silencio—, pero de una vez te lo aclaro: si lo que pretendes es
que corra a tus brazos y acepte ser una aventura más en tu vida
mientras vas y te pavoneas con tu supuesta prometida en todos
lados, tienes un concepto bastante equivocado sobre mí. Yo no
soy como las mujeres con las que acostumbras a tratar. —Mi
voz se quiebra, pero no quiero llorar. De hecho, estoy muy
lejos de hacerlo—. No soy como esas chicas que aceptan el
remedo de romance mediocre que estás dispuesto a ofrecer
solo porque están locas por ti —sacudo la cabeza en una
negativa frenética—. No soy una de ellas. Me niego a ser una
de ellas.
Su mirada se oscurece varios tonos.
—¿Qué te hace pensar que eres una de ellas? —dice y mi
corazón cae en picada—. Nunca lo has sido, Tamara. ¿Es que
no lo ves?
Esta vez, la negativa que le regalo, es ansiosa y
desesperada.
—Tampoco puedes pretender que unas cuantas palabras
dulces me ablanden. —Sueno a la defensiva, pero no me
importa. A estas alturas lo único que quiero dejarle en claro, es
que no puede jugar conmigo de esta manera. Que no puede
comportarse como un imbécil un día, para ser dulce y atento al
siguiente.
—No espero que lo que digo te ablande, Tam. —Gael da
un paso en mi dirección y luego otro—. Lo único que quería,
era que supieras la verdad. Lo único que quería era…
—Tampoco puedes esperar que haga como si… —Trato de
interrumpirlo, pero no logro terminar la oración porque él ya
ha acortado la distancia que nos separa y sus manos se han
apoderado de mis mejillas.
—Tamara Herrán, escúchame bien —dice en un tono que
pretende ser duro, pero que en realidad suena dulce. Tan dulce,
que mi corazón se salta un latido—: Sé que me odias. Que me
comporté como un gilipollas. Que la he cagado en grande y
que estás en todo el derecho de mandarme a la mierda por todo
lo que te he hecho pasar. Sé que no tengo cara para pedirte que
no me eches de tu vida todavía; pero, de todos modos, voy a
ser un descarado y voy a hacerlo. Voy a pedirte una
oportunidad de demostrarte que no soy el hijo de puta que
crees que soy.
—Déjame ir —pido, pero no hago nada por apartarlo. Por
apartarme.
Los ojos de Gael recorren mi rostro con lentitud.
—Tam —murmura, al tiempo que ignora mi petición—, lo
único que quiero de ti, es la oportunidad de redimirme. Por
favor, déjame redimirme.
—No puedes hacerme esto —digo, en un susurro que se
me antoja suplicante—. No puedes ilusionarme, para luego
dejarme caer en picada. No puedes venir el día de hoy a
decirme todo esto… a hacerme creer que de verdad hay algo
entre tú y yo… para luego darme una patada en el trasero —
parpadeo un par de veces para alejar las lágrimas traicioneras
que han empezado a acumularse en mi mirada—. Gael, yo no
estoy para esta clase de juegos.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas, Tam? —
susurra de vuelta—. ¿Qué tengo que hacer para que me des el
beneficio de la duda? —Sus pulgares trazan caricias suaves en
mis mejillas—. No voy a mentirte y decirte que sé qué es lo
que siento por ti, porque, a estas alturas, aún no lo descubro.
Pero sí puedo decirte, que estoy en toda la disposición de
averiguarlo. Que estoy completamente dispuesto a explorar
cada rincón de esta sensación abrumadora que me embarga
cuando estoy contigo. —Hace una pequeña pausa—. Sí puedo
decirte, Tamara Herrán, que no voy a privarme del placer de
desvelar cada parte de ti. De la oportunidad de llenarme de esa
vitalidad tuya que tanto bien me hace.
Siento que el corazón me va a estallar… Y Quiero besarlo.
Quiero cerrar los ojos y olvidar toda la mierda por la que
me hizo pasar y, al mismo tiempo, quiero hacerle pagar.
Hacerle sentir lo que yo sentí cuando se comportó como un
idiota conmigo.
—Gael…
—Tam, sé que no estoy en posición de pedirte nada, pero,
por favor, déjame demostrarte que no soy quien crees que soy.
Déjame demostrarte que soy más que la sombra de un hombre
con dinero. —Siento cómo su nariz roza la mía—. Y, por lo
que más quieras, déjame besarte. Déjame volver a besarte…
Niego con la cabeza, pero no me aparto. Al contrario,
inclino la cabeza, de modo que soy capaz de sentir su
respiración sobre mis labios y la forma en la que su nariz y la
mía se tocan.
—Déjame demostrarte que no soy un imbécil. Que lo
único que quiero, es mandar a la mierda a todo el mundo y, por
una vez en la puta vida, hacer lo que me plazca.
Sé que voy a arrepentirme de esto. Sé que voy a lamentarlo
más delante y que voy a sentirme como una completa imbécil;
pero, ahora mismo, yo también quiero besarlo. Que me bese.
Quiero fundirme en él como la última vez y olvidarme de
todo: consecuencias, dudas, miedos y frustraciones. Acabar
con la quemazón que llevo en el pecho desde aquella primera
vez que nos besamos y quiero, por sobre todas las cosas,
olvidar que él es Gael Avallone: el hombre que lo tiene todo.
El hombre al que no puedo ofrecerle nada, porque nada le hace
falta.
Sus labios rozan los míos con lentitud y yo, por instinto,
me aparto un poco.
Él espera, paciente y quieto por mi reacción y, cuando nota
que no me alejo del todo, vuelve a intentarlo. Esta vez, la
presión de sus labios contra los míos es consistente. Tanto, que
mi boca se entreabre un poco para recibir su beso como debe
de ser.
Entonces, me besa en serio.
Su boca se mueve contra la mía, y el mundo a mi alrededor
empieza a disolverse. A deformarse hasta convertirse en un
escenario extraño y amorfo.
Su lengua encuentra la mía cuando mis manos se apoderan
de su camisa desabotonada y tiran de ella para acercarlo
todavía más a mí. En respuesta, él deja ir un lado de mi rostro
para envolver el brazo alrededor de mi cintura.
Un sonido involuntario escapa de mis labios cuando su
abdomen parcialmente desnudo se pega al mío, y un gruñido
abandona su boca cuando envuelvo mis brazos alrededor de su
cuello.
De pronto, me encuentro aferrándome a él con todas mis
fuerzas. Buscando su cercanía y el calor de su cuerpo.
Un sonido gutural escapa de su garganta cuando me hace
girar sobre mi eje sin dejar de besarme, y me hace avanzar en
reversa hasta que mi espalda golpea contra la isla de su cocina.
Un grito ahogado se me escapa, pero es más debido a la
impresión que a cualquier otra cosa y, sin darme oportunidad
de procesar lo que está pasando, y sin apartarse ni un poco, se
apodera de la parte trasera de mis muslos y eleva mi peso del
suelo para hacerme sentar sobre el material de la isla, pero no
lo consigue. Lo único que logra hacer, es estrellarme la
espalda baja y la cadera, contra el borde de granito de la mesa.
Un gemido adolorido escapa de mis labios casi al instante
y Gael se aparta de mí con brusquedad, solo para dejar escapar
una carcajada avergonzada. Su risa es tan contagiosa, que, con
todo y dolor, comienzo a reír también.
Una disculpa es murmurada por sus labios y hunde la cara
en el hueco que hay entre mi mandíbula y mi cuello.
Yo no puedo dejar de reír, así que, en lugar de responder a
su disculpa, hundo los dedos en las hebras alborotadas de su
cabello.
—Juro que nunca soy así de torpe. Lo que pasa es que
estoy demasiado borracho —dice, en voz baja contra la piel de
mi cuello, y su aliento, aunado al movimiento de su boca, me
eriza los vellos de la nuca.
Yo, aunque ya no me siento tan alcoholizada como hace
rato, asiento en acuerdo.
—Yo también lo estoy.
Una negativa sacude la cabeza de Gael, antes de que se
aparte de mí un poco más para volver a intentar subirme a la
isla.
Esta vez, consigue treparme al material helado antes de
asentarse entre mis piernas y volver a besarme con urgencia.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que sus manos —
grandes y cálidas— se deslicen con lentitud sobre la parte
externa de mis muslos hasta introducirse ligeramente debajo
del material de la falda del vestido que llevo puesto.
La alarma se enciende en mi sistema, pero no lo detengo
porque una parte de mí ansía su tacto y porque, ahora mismo,
esto… Estar de este modo con él, se siente correcto.
Soy plenamente consciente de la presión de sus dedos
sobre mis muslos y del sabor a alcohol que tiene su aliento.
También, soy consciente del aroma a perfume y cigarrillo que
despide; de la manera en la que su cabello alborotado me hace
cosquillas en los pómulos; de la presión con la que sus labios
mullidos rozan los míos y del modo en el que su cuerpo se
inclina sobre el mío en un gesto ansioso y posesivo.
Mi sangre zumba y corre a toda velocidad, mis manos —
ansiosas y temblorosas— pican por acariciar la piel cálida que
ha quedado descubierta en su pecho, mi cuerpo entero exige su
tacto de una manera que me avergüenza y, de pronto, me
encuentro aquí, entre sus brazos, sintiéndome vulnerable y
poderosa al mismo tiempo. Sintiéndome en control de mí
misma e inestable e insegura al mismo tiempo.
Un gruñido escapa de los labios de Gael cuando mis
dientes se apoderan de su labio inferior para tirar de él con
suavidad y, en respuesta a mi caricia brusca, él desliza los
dedos por encima de mi falda hasta anclarse en mis caderas.
Un suspiro entrecortado escapa de mis labios cuando su
boca desciende por mi barbilla y deja una estela de besos
ardientes por toda la línea de mi mandíbula hasta llegar al
punto en el que se une con mi cuello.
Su tacto se eleva por mis costados y viaja hasta que sus
dedos expertos se envuelven alrededor de mis pechos.
El sonido que brota de mi garganta está a medio camino
entre la sorpresa y el placer, y arqueo la espalda hacia él solo
para que sea capaz de tomarlos en su totalidad.
Los pulgares del magnate acarician las turgentes cimas y
mis labios se abren en un grito silencioso cuando sus labios
mullidos succionan y mordisquean la piel tirante de mi cuello.
Mis manos se deslizan por las ondulaciones de su pecho
mientras sus labios vuelven para encontrarse con los míos y
deslizo mis caricias hasta que soy capaz de sentir la pretina de
sus pantalones sujetada por un cinturón.
El tacto de Gael desciende una vez más y una protesta se
forma en mi garganta cuando lo hace, pero la reprimo como
puedo y me concentro en el modo en el que se aferra a mis
muslos y desliza los dedos hacia el interior de mi vestido para
luego engancharlos en mi ropa interior y tirar de ella con
suavidad.
—Espera… —jadeo, sintiéndome embriagada y abrumada
por el sabor de sus besos y, tan pronto como pronuncio esa
palabra, sus manos se apartan de mi cuerpo; dejándome aquí,
sobre su mesa, con el corazón latiéndome a toda velocidad y
una maraña de ideas inconexas en la cabeza.
No esperaba que se apartara de esa manera. No esperaba
que una sola palabra dudosa mía fuese a ponerle punto final a
la intensidad de nuestro contacto. Eso no era lo que quería.
—Lo siento —murmura, pero no suena para nada
arrepentido.
Niego con la cabeza.
—Y-Yo…
—Está bien —me interrumpe y suena tan controlado y en
dominio de sí mismo, que me avergüenza la inestabilidad que,
estoy segura, puede percibir en mí—. Fue mi culpa. No debí
llevarlo así de lejos. No tan pronto.
—Es que…
—Shhh… —susurra, al tiempo que acorta la distancia que
nos separa y une su frente a la mía—. No pasa nada.
Es hasta ese momento, que noto cuán inestable se
encuentra su respiración y cuán entrecortado suena su aliento.
—Creo que debo irme —murmuro, porque no sé qué otra
cosa decir. Estoy tan avergonzada por haber cambiado el
rumbo de la situación que quiero desaparecer.
Él niega.
—No puedes —dice—. Almaraz se fue y se llevó el coche.
Además, aunque estuviera aquí, no podría llevarte en el estado
en el que me encuentro.
—Puedo pedir un Uber.
Esta vez, el magnate se aparta de mí para mirarme a los
ojos con una determinación férrea.
—De ninguna manera voy a permitir que te vayas a casa
en un maldito coche de alquiler. —Suena tan determinado y
sobreprotector, que una sonrisa idiota se desliza en mis labios.
—No pasa nada —le aseguro—. Lo he hecho muchas
veces.
—No insistas, Tamara. —Esta vez, el gesto de Gael es
severo—. No voy a dejar que te vayas en un taxi a esta hora de
la madrugada. Mañana por la mañana le llamo a Almaraz y te
llevo a casa.
—No voy a pasar la noche aquí —digo, pero lo que
realmente quiero decir es: «Luego de lo que acaba de pasar,
me aterra la idea de pasar la noche bajo el mismo techo que
tú».
—¿Por qué no? —Frunce el ceño—. Hay muchas
habitaciones vacías en esta casa. No tengo problema alguno si
te adueñas de una por esta noche.
El peso de sus palabras cae sobre mí y me alivia por
completo. Me llena el pecho de una sensación maravillosa y
placentera.
El solo hecho de escucharlo hablar sobre mí, quedándome
en una habitación que no sea la suya, me hace sentir
increíblemente bien. Por extraño que parezca, el solo hecho de
saber que no tiene intención alguna de intentar meterse en mis
bragas esta noche, me hace sentir bien de maneras que ni
siquiera yo misma puedo explicar.
—Victoria y Alejandro van a estar muy preocupados si no
llego a dormir —digo, porque es verdad.
—Dime, por favor, que no acabas de ponerle un nombre al
hijo de puta con el que estabas bailando. —Gael cierra los
ojos, como quien trata de contenerse de cometer una locura o
de reprimir una emoción violenta.
Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios.
—Solo es un amigo… —digo, aunque sé que no tengo por
qué darle explicaciones de nada—. Y mi compañero de cuarto.
Los ojos de Gael se abren de golpe y se clavan en los míos.
—¿Qué?
Me encojo de hombros, en un gesto despreocupado.
—Comparto la renta del apartamento en el que vivo con él
y con Victoria —digo y su expresión se llena de hastío.
—Dame un jodido motivo para no encerrarte en una de las
habitaciones del piso superior y no dejarte salir hasta que ese
imbécil se haya mudado de tu apartamento —dice, en lo que
pretende que suene como una broma, pero en realidad no hay
humor en el tono en el que lo dice.
—Acabo de decirte que solo somos amigos.
—¡Amigos y una mierda! —Gael exclama—. Estuviste a
punto de besarte con él.
—¡Por supuesto que no! —miento.
—Tamara… —La advertencia en su tono es tan aterradora
como divertida, así que, de pronto, me encuentro riendo con
nerviosismo; sintiéndome dividida entre la preocupación de
sus celos irracionales y la diversión que me da saber que se
siente amenazado por alguien como Alejandro.
—Te digo que solo somos amigos —insisto, en medio de
una risotada ansiosa—. Lo que sea que creíste ver, solo es un
producto de tu imaginación. Alejandro no me gusta para nada.
No luce muy convencido.
—No te creo una mierda —dice y entorna la mirada.
Me encojo de hombros.
—Esa es la verdad. Si no quieres creerla, es tu problema
—trato de sonar aburrida mientras hablo, pero no lo consigo
del todo. La realidad de las cosas es que me siento encantada
ahora mismo.
—No lo quiero cerca de ti.
—Es una lástima, porque eso no va a poder ser. Paga una
tercera parte de la renta y de los servicios de mi casa. No
puedo darme el lujo de echarlo. Lo siento —digo—. Además,
no tengo diez años como para permitir que alguien trate de
manipularme con amenazas ridículas. Si no te gusta mi
relación con Alejandro, lo mejor es que…
Los labios de Gael encuentran los míos y acallan cualquier
diatriba o queja que estuviese a punto de formular.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que nos separemos de
nuevo, pero se siente como una eternidad. Como si hubiesen
pasado horas y no apenas unos cuantos minutos.
—Será mejor que te muestre el piso superior para que
elijas dónde quieres dormir —dice y la idea de navegar con él
por esta inmensa casa, me intimida de sobremanera. Aún no sé
por qué, pero lo hace.
—Creí que discutíamos sobre mi relación con Alejandro
—observo, al tiempo que siento cómo el cuerpo del magnate
se tensa en su totalidad.
—Creí que habías decidido ser prudente y no sacarlo a
colación ahora que lo había olvidado. —Gael suena irritado y
divertido al mismo tiempo.
Ruedo los ojos al cielo.
—¿Eres consciente de que actúas como un chico de trece
años? —bromeo.
—¿Eres consciente de que me importa una puta mierda?
—bromea de regreso y una risa boba se me escapa.
—De acuerdo —digo—. Tú ganas. No más Alejandro por
hoy.
—Por el amor de Dios, deja de decir su nombre.
—¡Oh, por el jodido…! —me interrumpo a mí misma a
media oración, al tiempo que sacudo la cabeza en una
negativa.
—Estás poniéndome muy difícil el ponerme a actuar como
alguien de mi edad y no como un chaval de quince años. —
Gael se queja, pero hay una sonrisa dibujada en sus labios—.
Mejor ven aquí. —Envuelve sus dedos en los míos y tira de mí
para ayudarme a bajar de la isla del comedor—. Vamos a
conseguirte algo para que duermas cómoda.
Un bufido cargado de fingido fastidio hace que Gael suelte
una risotada corta, pero no dice nada más al respecto, se limita
a tirar de mí en dirección a la planta alta de la inmensa casa en
la que vive.

El calor intenso que me golpea la espalda es lo primero de


lo que soy consciente a través de la bruma de mi sueño. El
ruido de una podadora en la lejanía es lo siguiente que percibo.
Luego de eso, el ladrido estridente de un perro es lo que llena
todo el lugar y, finalmente, el sonido de un niño riéndose a
carcajadas me invade los oídos y termina por traerme de vuelta
al aquí y al ahora.
Me estiro en el mullido colchón debajo de mí y, acto
seguido, abro los ojos con lentitud y parpadeo varias veces
para acostumbrarme a la iluminación.
Es en ese instante que la confusión me invade por
completo y me incorporo de golpe al notar la extrañeza del
lugar en el que estoy.
Me toma unos segundos recordar todo lo ocurrido anoche
y me toma unos segundos más recordar que he pasado la
noche en una de las tantas habitaciones que tiene la casa de
Gael Avallone.
Los muebles en color negro, en conjunto a las tonalidades
blancas de las paredes y las grisáceas que tienen todos los
edredones y cortinas, me hacen sentir como si me encontrase
en una habitación de hotel, y no en el hogar de alguien.
«Este no es su hogar», susurra la voz en mi cabeza y estoy
de acuerdo con ella.
Luego de todo lo que aprendí de Gael y de haber
escuchado de su boca toda la verdad sobre su pasado, me
queda más que claro que este lugar no es otra cosa más que
una fachada más creada por su padre.
Anoche, luego de nuestra plática en la cocina de su casa,
Gael y yo subimos al piso superior y me asenté en la primera
habitación que encontré —una que, por cierto, no era esta.
Estoy en una completamente diferente ahora.
Él, luego de asegurarse de prestarme algo cómodo para
dormir —un pantalón de chándal y una remera—, se despidió
de mí y se marchó.
Pasé la siguiente media hora dando vueltas en la cama
hasta que me di por vencida y dejé de pelear contra el
insomnio.
Luego de otro largo rato más, la sed me hizo ponerme de
pie para bajar a la cocina y buscar algo de agua.
Me sorprendió mucho encontrarme con Gael ahí, de
camino a la cocina, vistiendo apenas un pantalón de chándal y
nada más.
Cuando me preguntó si estaba planeando huir a mitad de la
noche, me reí a carcajadas. A pesar de la tensión que fui capaz
de percibir en él, río conmigo.
Después de eso, me acompañó por algo de beber y se sentó
a mi lado en la inmensa sala de su casa a charlar.
Hablamos de muchas cosas. De cosas sin importancia; de
trivialidades, gustos, música y demás. Hablamos hasta que me
dolió la garganta y, cuando dejamos de hacerlo, nos besamos.
Mucho. Hasta que los labios me ardieron y pude saciar
momentáneamente esa extraña necesidad que ni siquiera sabía
que he empezado a desarrollar por él.
Después, cuando los besos dejaron de ser suficiente, me
acurruqué ahí, en el sillón, con la cabeza recostada en su
amplio pecho y sus dedos paseándose por mi cabello. Me
acurruqué ahí, a su lado, hasta que el sueño me venció por
completo.
No sé en qué momento llegué a esta habitación. No sé si
me despertó para traerme hasta acá y no puedo recordarlo
ahora mismo, o si me trajo cargando a cuestas por las
escaleras. Me horroriza pensar que la segunda opción es la
correcta. No soy una chica delgada. Nunca lo he sido. Así que,
la sola idea de pensar que ha tenido que pasar por la tortura de
traerme hasta aquí en brazos, me hace sentir avergonzada hasta
la mierda.
Cierro los ojos reprimo una maldición, antes de frotarme la
cara con las manos en un gesto frustrado.
«Por favor —imploro a Dios para mis adentros—, que no
me haya cargado hasta aquí».
Acto seguido, salgo de la inmensa cama y me dirijo a la
salida de la habitación.
En el instante en el que abro la puerta, el sonido de las
voces provenientes del piso inferior hacen que me congele en
mi lugar.
La única que soy capaz de reconocer, luego de aguzar el
oído durante un largo rato, es la de Gael. La otra, por otro
lado, es completamente desconocida para mí.
No logro entender qué es lo que dicen debido a la distancia
en la que me encuentro; por eso decido acercarme a las
escaleras solo un poco, para tener mejor perspectiva de lo que
ocurre.
—Y de todos modos debiste habérmelo consultado
primero —dice la voz de Gael. Suena molesto. Me atrevo a
decir que casi furibundo.
—¿Para qué? ¿Para que te negaras rotundamente? —La
voz de otro hombre llena mis oídos y de inmediato soy capaz
de reconocer el acento extranjero con el que habla.
«Debe ser el padre de Gael».
—Deberías estar agradeciéndome. Esa mujerzuela que
tuviste por mujer no va a poder hacer nada en contra de la
coartada que he creado para ti. —David Avallone refuta y, de
inmediato, una horrible sensación se mete debajo de mi piel.
Escucharlo hablar así de otro ser humano, hace que la aversión
que no quería tenerle se haga cada vez más presente en mi
sistema.
—Es que fuiste demasiado lejos. —Gael responde y soy
capaz de notar el enojo contenido que hay en su tono—.
¿Eugenia está al tanto de lo que has hecho?
—Por supuesto que está al tanto. —David refuta—.
¿Acaso crees que lo he hecho sin su aprobación primero? Es
que yo no entiendo por qué no te casas con ella y terminas con
toda esta locura de una vez.
—No voy a casarme con Eugenia. Te lo dije antes y te lo
repito una vez más: lo que hubo entre ella y yo, acabó hace
mucho tiempo. —Gael suena cada vez menos controlado—. Y
la próxima vez, antes de hacer una locura como la que hiciste
ayer, hazme el favor de venir a hablar conmigo primero. Soy
yo quien debe tomar esa clase de decisiones sobre mi vida. No
tú.
—Si no quieres que tome las riendas sueltas de tu vida,
aprende a pensar con la cabeza fría. Aprende a tomar las
oportunidades correctas cuando se presentan a tu puerta. —El
tono despectivo que utiliza no hace más que enviar una
punzada de coraje por todo mi cuerpo—. La próxima vez,
asegúrate de no meterte con locas de mierda, embarazarlas y
complicarte la existencia por meter la polla en el lugar
equivocado.
Esta vez, el coraje que me invade es tanto, que tengo que
apretar los ojos con fuerza y tomar una inspiración profunda
para controlarlo.
—¿Has terminado? ¿O aún te queda más mierda que
soltarme? —Gael espeta. Esta vez, suena molesto.
—Cuida mucho la manera en la que me hablas —David
advierte—. Te recuerdo que de mí depende que tengas eso que
tanto anhelas. Sin mí, no eres nadie y no vas a conseguir nunca
eso que buscas.
Las palabras de David me sacan de balance por completo,
solo porque no entiendo de qué habla. Porque no sé qué es eso
con lo que acaba de amenazar a Gael.
El silencio que lo invade todo luego de eso, no hace más
que intrigarme aún más.
—Bien —David suelta, en aprobación, al cabo de unos
instantes—. Ya nos vamos entendiendo.
—¿A qué has venido? —Gael urge. Esta vez, en un tono
más contenido.
—A recordarte que esta noche tenemos una cena en casa
de los Rivera. —David dice—. No quiero que por ningún
motivo vayas a faltar. Antonio y Diana llegarán a la ciudad
dentro de unas horas y se quedarán aquí, en esta casa, contigo.
—Estás loco si crees que voy a pasar la noche en el mismo
lugar que ellos. —Gael refuta—. Prefiero hospedarme en un
hotel, a tener que convivir con tus hijos.
—Te recuerdo que son tus hermanos.
—Y yo te recuerdo a ti, que yo no tengo hermanos. —Gael
espeta y, esta vez, su tono es tan duro, que David no responde
de inmediato.
—Escúchame bien, Gael. —El hombre sisea en respuesta,
luego de lo que se siente como una eternidad—: No quiero que
por ningún motivo arruines esta cena. Vas a ir, vas a tratar a
Eugenia como una maldita reina y vas a comportarte como si
toda esta mierda por la que estás haciéndonos pasar a todos no
existiese. Como si realmente esa mujer te interesara y de
verdad quisieras hacerla tu mujer, porque si no…
—Porque si no, ¿qué? —El reto que hay en la voz de Gael
no hace más que ponerme la piel de gallina.
—Porque si no, vas a tener que atenerte a las
consecuencias que tu pésima toma de decisiones nos ha traído.
—David escupe—. Porque si no, no voy a volver a meter las
manos al fuego por ti. Suficiente he hecho ya. Así que deja de
comportarte como si fueses un adolescente y empieza a hacer
las cosas bien.
«¿Atenerse a las consecuencias? ¿Qué clase de
consecuencias? ¿Qué está pasando? ¿De qué me estoy
perdiendo?».
El silencio lo invade todo, unos segundos antes de que un
portazo retumbe en toda la casa; dejándome aquí, de pie junto
a las escaleras de la inmensa casa de Gael Avallone, con una
sensación pesarosa asentándose en mi pecho y mil preguntas
rondándome en la cabeza.
«¿Qué es eso que no me estás diciendo, Gael?», digo, para
mis adentros, pero, por más que trato de estrujarme el cerebro
para intentar averiguarlo, no lo consigo. No logro hacer otra
cosa más que quedarme aquí, con la mirada clavada en los
escalones descendentes y el corazón hundido por el mal
presentimiento que ha comenzado a embargarme.
Capítulo 22
—Lamento que hayas tenido que presenciar todo eso,
Almaraz. —la voz de Gael llena mis oídos y mi corazón se
estruja por completo al escuchar el tono derrotado con el que
habla.
—No se preocupe. —Almaraz responde, en tono afable y
neutral—. Sé perfectamente cómo es su padre.
Gael dice algo, pero, debido al lugar en el que me
encuentro, y a la manera en la que pronuncia las palabras —
como si estuviese diciéndolas entre dientes—, no le entiendo
del todo.
—Ya se lo dije —Almaraz habla, en un tono más claro que
el de Gael—: No hay ningún problema. No tiene nada de qué
preocuparse.
Un suspiro largo y cansado llega a mis oídos.
—Respecto a lo de ayer por la noche… —Gael empieza,
pero es interrumpido por Almaraz.
—Tampoco se preocupe por eso. Su padre, por mí, no se
va a enterar acerca de lo que pasó.
—Gracias. —El magnate suena aliviado y eso envía una
punzada dolorosa a mi pecho—. Y, por favor, no vayas a
comentárselo a nadie más. Lo que menos quiero es que los
empleados domésticos escuchen algo y le digan a Solís que
salí sin escolta.
«Va a ocultarte. Así quiera estar contigo, el poder que tiene
su padre sobre él es demasiado grande. Lo suficiente como
para negarte delante de todo el mundo», dice la vocecilla
insidiosa de mi cabeza, y sé que tiene razón. Sé que, aunque
no quiera aceptarlo, Gael ahora mismo no puede —quiere—
deslindarse del yugo que su padre tiene sobre él.
—Señor Avallone… —Almaraz me trae de vuelta a la
realidad y parpadeo un par de veces, al tiempo que doy un
paso más cerca al borde del primer escalón.
—¿Sí?
—No quiero ser entrometido, ni mucho menos, pero… —
El hombre se detiene unos segundos, dudoso —creo yo— de
la oración que está a punto de formular, pero, pasados unos
instantes, la concreta—: ¿Qué ha pasado con la chica? ¿Se
marchó a casa? ¿Dejó que se fuera en un auto de alquiler?
Debió llamarme para que la llevara de ser así. La muchachita
estaba muy alcoholizada y…
—Tranquilo. —Gael lo interrumpe—. Tamara… —Se
detiene para corregirse—: La chica está dormida allá arriba, en
mi habitación. —Hace una pausa aún más larga que la otra, y
añade—: Pero, vale, quita esa cara que no me he aprovechado
de ella. Soy un hijo de puta, pero no un gilipollas.
Una risotada aliviada escapa de la garganta de Almaraz y,
muy a pesar de los sentimientos encontrados que me invaden,
esbozo una sonrisa. Pese a la angustia que me ha dejado la
conversación que Gael ha tenido con su padre, la idea de haber
pasado la noche en su habitación me dibuja un gesto dulce en
el rostro.
—Yo no dije nada. —Almaraz se defiende, pero no ha
dejado de reír.
—No ha sido necesario. Tu cara lo ha dicho todo. —Gael
bromea y mi sonrisa se ensancha, eclipsando un poco la
incertidumbre que me escuece las entrañas.
Esta vez, la única respuesta proveniente de Almaraz, es
una carcajada limpia y sonora.
—¿Está listo para marcharnos, señor Avallone? —dice el
hombre, una vez superado el ataque de risa.
—En realidad, tengo otros planes para ti, Almaraz. —Gael
responde.
—Ya se me hacía raro que le hubiese pedido a su padre
que me liberase de mis obligaciones con él. —Almaraz bufa.
—¿Estás diciendo que prefieres pasar el día a su alrededor
a pasarlo conmigo? —El magnate suelta, con fingida
indignación.
—Por supuesto que no —el hombre responde—. No he
dicho eso, es solo que me pareció bastante extraño que
requiriera de mis servicios. Sé que detesta la idea de tener
chofer o gente de seguridad detrás de usted todo el tiempo —
hace una pequeña pausa—. En fin… Dígame, ¿en qué puedo
servirle? ¿Qué es lo que necesita de mí, señor Avallone?
—Necesito que te quedes aquí, esperes a que Tamara
despierte y la lleves a casa cuando le plazca marcharse —Gael
instruye, en tono amable. Casi me atrevo a decir que suena
juguetón.
—Pero, ¿y usted cómo va a…?
—Tomaré un coche de servicio —le interrumpe, sin
siquiera permitirle terminar de formular su pregunta—, no te
preocupes por eso. Solo quiero que estés al pendiente de ella,
¿de acuerdo?, si necesito el auto en el transcurso del día, te
llamo. Si mi padre requiere de tus servicios, avísame, para no
contar contigo para más tarde.
El silencio que le sigue a las palabras del magnate me hace
querer ver la reacción que ha tenido Almaraz, pero me
conformo con imaginarla.
—¿Algo más? —dice el hombre.
—No, por el momento. —Gael responde—. Si algo surge,
recuerda llamarme, ¿vale?
—Cuente con ello, señor Avallone.
—Bien. Yo me retiro. Solo subiré a ver si Tamara sigue
dormida. —Gael anuncia y la alarma se enciende en mi
sistema de inmediato y doy un par de pasos lejos de las
escaleras solo para escucharlo añadir—: No tardo.
Una punzada de ansiedad, nerviosismo y vergüenza se
apoderan de mi sistema en ese instante solo porque acabo de
caer en la cuenta de que sigo escuchando a hurtadillas, pero de
todos modos me obligo a espabilar, girar sobre mis talones y
caminar sobre mis puntas para hacer el menor ruido posible.
Entonces, me echo a andar a toda velocidad de vuelta a la
habitación de la que salí.
Apenas tengo oportunidad de dejarme caer sobre la cama y
cubrirme con el pesado edredón. Apenas tengo oportunidad de
acomodarme sobre mi costado, dándole la espalda a la puerta
principal, antes de que el sonido de las pisadas de Gael envíe a
mi corazón a trabajar a marchas forzadas.
Todo mi cuerpo se estremece cuando su andar —seguro y
deliberado— me llena la audición, pero no es hasta que siento
cómo la cama se hunde bajo su peso, que me tenso por
completo y me cierro los ojos.
Dedos largos cepillan mi cabello lejos de mi rostro y
reprimo el impulso que tengo de mover la cara en busca de su
toque… o en reticencia de este. Aún no soy capaz de decidirlo.
—¿Tamara? —dice, en un susurro tan suave, que me
cuesta creer que lo escuché casi furibundo hace unos minutos,
mientras hablaba con su padre—. Tam, bonita, debo irme.
Tengo un desayuno de negocios en media hora.
Yo me las arreglo para estirarme sobre el colchón y
empujar el rostro contra la almohada para que no sea capaz de
ver la sonrisa idiota que amenaza con escaparse de mí, solo
porque soy plenamente consciente de que me ha dicho
«bonita».
Un beso es depositado en mi cabeza luego de eso y el
aroma fresco de la loción de Gael invade mis fosas nasales.
«¡Maldito sea! ¡Maldito sea él y su delicioso perfume!».
—¿Tam? —insiste—. Mira que no quiero despertarte, pero
si me das un beso antes de que me marche, podrías hacer que
mi día pase de ser bueno a ser extraordinario en cuestión de
segundos.
En respuesta, me remuevo más entre las sábanas, solo para
despistarlo un poco más. Una risa suave y ronca es lo siguiente
que viene de sus labios, y otro beso es depositado en la cima
de mi cabeza.
—Debo irme ya —dice y estiro mi mano a ciegas para
envolverla alrededor de su cuello. En respuesta, él hunde la
cara en mi cabello y yo me giro para quedar recostada sobre
mi espalda.
Acto seguido, él se aparta un poco de mí y deposita un
beso en mi mejilla.
—¿Has dormido bien? —pregunta y su aliento mentolado
revuelve los cabellos que tengo en la mejilla, provocándome
un suave cosquilleo.
Un asentimiento es lo único que logro regalarle en
contestación.
—Puedes seguir durmiendo hasta la hora que te plazca —
dice, al tiempo que se aparta de mí lo suficiente como para
mirarme a los ojos—. Cuando quieras irte a casa, pídele a
Almaraz que te lleve, ¿de acuerdo? Si no logras encontrarlo,
no te preocupes, aquí en casa están Florencia y Rita, las
mujeres que me ayudan con la limpieza, ellas sabrán decirte
donde encontrarlo.
Asiento una vez más.
—Y, si no quieres irte a casa, simplemente, no lo hagas —
continúa y me regala una sonrisa anhelante—. Así me das un
motivo para querer volver temprano.
Asiento una vez más y el ceño de Gael se frunce.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —dice y esbozo una
sonrisa que se me antoja incierta. Llena de dudas e
incertidumbre. De todo eso que me dejó la conversación que
escuché a hurtadillas.
El ceño del magnate se frunce un poco más.
—¿Está todo bien? —pregunta y, esta vez, suena ansioso.
Suena preocupado…
—¿Hay algo que deba ir mal? —digo y su gesto se suaviza
ligeramente. Con todo y eso, estoy esperando una respuesta
honesta.
—No —dice y la decepción me embarga—, pero luces
inquieta.
—Estoy bien —le aseguro y me las arreglo para sonar
tranquila.
—¿Estás segura?
—Completamente. —sonrío, pero no estoy conforme con
lo que estoy sintiendo en estos momentos. Con la
incertidumbre y la sed de respuestas que me invade el cuerpo.
Así que, aunque sé que es una terrible idea y que sé que puedo
toparme de frente con cosas que no me gusten para nada,
decido ponerlo a prueba y digo en tono casual—: ¿Hacemos
algo esta noche?
Su gesto se transforma. Su expresión pasa de ser
preocupada a horrorizada, pero la expresión dura tan poco, que
apenas me atrevo a asegurar que estuvo ahí.
—Esta noche tengo una cena en casa de unos accionistas
de Grupo Avallone —dice y el hecho de saber que me ha dicho
la verdad, aunque no haya sido la verdad completa, me alivia
de sobremanera.
—¿Es cena de negocios? —Trato de sonar casual, pero no
lo consigo en lo absoluto.
—Si lo que tratas de preguntar es si es una cena sin fines
lucrativos, la respuesta es no. Todas las cenas a las que asisto,
para mí, únicamente tienen la finalidad de entablar relaciones
públicas para los negocios de la empresa —explica, pero no
me siento del todo conforme con su respuesta.
—Pero estará tu prometida. —No quiero sonar acusadora,
pero lo hago de todos modos.
—Eugenia no es mi prometida.
—Lo es a los ojos de todo el mundo.
—¿Estás celándome? —pregunta, con un tinte juguetón en
la voz.
Un bufido irritado se me escapa.
—¿Yo? ¿Celándote a ti? —Suelto una risa carente de
humor—. Por supuesto que no.
Una sonrisa tira de las comisuras de sus labios.
—Tamara, Eugenia no significa absolutamente nada para
mí —dice.
—No tienes que darme explicaciones de nada —mascullo
—. No es como si tú y yo tuviésemos algo.
—Y de todos modos quiero que te quede claro que
Eugenia no me interesa en lo absoluto. —Gael responde—. Y
sí: tengo que arreglar el asunto del anuncio del compromiso.
De hecho, tengo que arreglarlo pronto, porque no quiero que
ese tipo de información se divulgue cuando no es real. Solo
necesito un poco de tiempo, ¿vale?… Dame un poco de
tiempo y lo resolveré.
Asiento, pero sigo sintiéndome a disgusto con la manera
en la que trata de manejar las cosas.
—Bien —dice él y deposita un beso casto en mis labios—.
Te llamo más tarde, ¿vale?
Asiento una vez más y, sin decir nada más, el magnate
desaparece por la puerta de la espaciosa habitación.

En el momento en el que se abre la puerta del apartamento


en el que vivo, un chillido agudo inunda mis oídos.
Acto seguido, soy envuelta en un abrazo intenso y
doloroso.
Victoria —la persona me abraza con violencia— chilla
palabras ininteligibles contra mi oreja y yo, medio aturdida y
divertida, comienzo a susurrar palabras tranquilizadoras de
regreso.
Una sonrisa tira de las comisuras de mis labios solo porque
no puedo creer que mi compañera de cuarto esté así de
alterada por mi culpa.
—¿Estás bien? ¿Ese hijo de puta te hizo algo? —Ella
habla, al tiempo que se aparta de mí para ahuecar mi rostro
entre sus manos e inspeccionar mi cara—. Si es así, te juro por
Dios que voy a arrancarle las bolas. Si se atrevió a ponerte un
jodido dedo encima, voy a…
—Estoy bien —la interrumpo, mientras trato de reprimir la
sonrisa que amenaza con abandonarme—. No ha pasado nada.
Gael no me hizo nada.
Una negativa sacude la cabeza de mi amiga y no me pasa
desapercibido el gesto enojado y frustrado que esboza.
—No tienes una idea de lo angustiados que estábamos —
dice, mientras me deja ir para agarrarse el pelo en un gesto
ansioso—. ¡No sabíamos qué demonios hacer! Ir a la policía se
sentía como una exageración total —dice y luego acota—:
Tomando en cuenta quién es el imbécil que te llevó a la fuerza.
—Niega con la cabeza—. Pero tampoco queríamos quedarnos
de brazos cruzados. De hecho, Alejandro se marchó hace
media hora. Va de camino a las oficinas de Grupo Avallone.
—¡¿Qué?! —chillo, entre aterrada y divertida—. ¡¿Para
qué diablos va camino hacia allá?!
—¡No me mires así! ¡No sabíamos qué hacer! —Victoria
chilla de vuelta—. ¡No queríamos llamar a tus padres y
preocuparlos! ¡Tampoco queríamos ir a la policía, así como
así! ¡Fue lo mejor que se nos ocurrió!
—¡¿Pero de qué estás hablando?! ¡¿Qué demonios se
supone que fue a hacer?!
—Fue a exigir entrar a hablar con ese idiota prepotente,
¿de acuerdo? —Mi compañera de cuarto suelta, avergonzada
—. Fue con toda la intención de armar un escándalo hasta
conseguir que el imbécil ese decidiera atenderlo o dar la cara.
—Oh, por el amor de… —Es mi turno de sacudir la cabeza
en una negativa—. ¿Puedes llamarle y pedirle que vuelva? —
No quiero sonar como si estuviese a punto de reír a carcajadas,
pero lo hago de todos modos.
Victoria asiente, al tiempo que toma su teléfono celular y
se aparta de la puerta para dejarme entrar al apartamento.
Luego, busca el número de Alejandro y, al cabo de unos
cuantos segundos, comienza a hablar con él.
Apenas intercambian un par de palabras antes de que ella
le anuncie que me encuentro en casa y que no es necesario que
haga un escándalo en Grupo Avallone. No sé qué es lo que él
dice en respuesta, pero no parece ser demasiado, ya que
finalizan la llamada a los pocos segundos.
Cuando eso pasa, lo primero que Victoria hace, es
encararme, cruzarse de brazos y mirarme con cara de pocos
amigos.
—¿Y bien? —suelta, luego de unos instantes de tenso
silencio. Sé que trata de contener sus emociones, pero se nota
a leguas de distancia que la angustia ha comenzado a abrirle
paso al coraje y al enojo—. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué
demonios te impidió llamarnos por teléfono y avisarnos que no
ibas a llegar a dormir? —Niega con la cabeza—. Y de una vez
te lo digo: no estoy dispuesta a escuchar ninguna historia sobre
ti, teniendo relaciones con ese hombre, ¿de acuerdo? No me
interesa en lo absoluto saber los detalles sobre lo que pasó,
porque ese idiota no merece ni un minuto de mi tiempo. Solo
quiero saber por qué carajos no te comunicaste para avisar que
te encontrabas bien.
La incredulidad y el aturdimiento se mezclan en mi
interior, pero me las arreglo para soltar una risotada ansiosa
antes de ordenar mis ideas para contestar.
—Victoria, necesito que te tranquilices —digo, y trato de
sonar calmada en el proceso—. Te juro por Dios que no soy
una malagradecida de mierda, ¿de acuerdo? No me comuniqué
porque no llevaba mi teléfono conmigo y no me sé de
memoria ningún número que no sea el de la casa de mis padres
—explico—. Por obvias razones, no iba a llamarle a mi mamá
para contarle que iba a pasar la noche en casa de Gael
Avallone.
Es cierto. Todo lo que digo es verdad. En el calor del
momento, dejé el teléfono sobre la mesa del lugar en el que
nos encontrábamos.
Mi compañera de cuarto no luce para nada convencida con
mi declaración.
—¿De verdad crees que me tragaré el cuento del teléfono?
—¡Es que es la verdad! —exclamo y, mientras lo hago, el
entendimiento cae sobre mis hombros y se asienta en mi
sistema: he perdido mi teléfono. He perdido mi cartera, la
tarjeta de la nómina del trabajo y el poco dinero que llevaba
dentro del bolso.
«Por favor, que Victoria haya rescatado mi bolso».
—El maldito aparato se quedó sobre la mesa del antro,
junto con mi bolso —finalizo, sintiéndome ansiosa y
preocupada.
De pronto, algo ilumina el rostro de Victoria y, en cuestión
de segundos, su expresión pasa de ser molesta a aturdida.
—Oh, mierda… —susurra, al tiempo que algo extraño se
apodera de su gesto y se cubre el rostro con las manos. No
hace falta que diga nada más para saber que, en el calor del
momento y la situación, ella también olvidó tomar mis cosas
de la mesa.
—No pasa nada —digo, porque no sé qué otra cosa decir
para hacer que su expresión cambie—. Ya luego me compraré
otro teléfono e iré a reponer la identificación.
—No. —Ella sacude la cabeza—. Es que no lo entiendes…
—Se gira sobre sus talones y se encamina hasta su recámara.
Yo la sigo a pocos pasos de distancia.
Acto seguido, la veo rebuscar algo en el ligero desorden
que es su habitación.
No le toma mucho tiempo volverse hacia mí, con algo
entre las manos y expresión abochornada. Mi vista viaja al
bulto que sostiene entre los dedos y reconozco el bolso negro,
las hebillas de metal dorado y ese pequeño pompón blanco que
le puse en el cierre cuando se le rompió la cuenta de cristal que
tenía cuando lo compré.
Ese de ahí es el bolso que llevaba ayer.
En ese momento, el alivio se arraiga en mi sistema y alzo
la vista para posarla de nuevo en Victoria, quien me mira con
gesto avergonzado y tímido.
—Yo recogí tus cosas —masculla, con gesto abochornado
—. Yo guardé tu teléfono aquí y no lo recordé. Estuvimos
marcándote como imbéciles hasta que el maldito aparato dejó
de enlazar la llamada, y nunca recordé que yo lo había tomado
y lo había puesto aquí.
Una risa aliviada se me escapa.
—Seguro se quedó sin pila y por eso dejó de enlazar las
llamadas —digo y ella asiente.
—Y yo, como toda una idiota, creí que habías tenido el
descaro de apagar el maldito teléfono solo para no
contestarnos —se lamenta—. Creí que había sido una
completa perra que no había querido contestarnos el teléfono,
cuando en realidad yo lo había tenido conmigo todo el tiempo.
¡¿Por qué demonios tienes el puto teléfono en vibrador?!
—¡Porque siempre lo llevo conmigo! —respondo, en
medio de una exclamación exasperada—. No hay necesidad de
llevarlo a todo volumen cuando siempre lo tengo en las manos
o en los bolsillos de los pantalones.
Ella entorna los ojos. No me cree, pero no dice nada al
respecto. Se limita a dejar escapar un largo suspiro antes de
dejarse caer sobre el colchón de su cama. Yo, que aún me
encuentro en el umbral de su puerta, me quedo justo en mi
lugar.
—¿Y bien? —dice, al cabo de un largo momento— ¿No
vas a hablar? Sigo esperando a que me cuentes qué demonios
ocurrió entre ustedes. Lo quiero con lujo de detalles.
—Creí que no te interesaba en lo absoluto saber qué había
pasado… —observo y ella me mira con irritación.
—Claramente, estaba mintiendo —dice y una sonrisa se
desliza en mis labios—. Ven aquí y cuéntamelo todo.
Ruedo los ojos al cielo, pero me siento sobre su cama y,
luego de acomodarme, empiezo a contarle todo lo que puedo.
No le hablo acerca del pasado de Gael, pero sí hago
alusión al hecho de que me contó cosas que me hacen entender
un poco más su comportamiento. Trato, sin dar muchos
detalles, de hablarle acerca de la situación en la que se
encuentra ahora con su antigua novia y la manipulación que su
padre ejerce sobre él debido a eso. Trato, también, de
explicarle, con mucha omisión de información, el asunto de su
falso compromiso; y, finalmente, le hablo sobre el pequeño
incidente que me tocó presenciar desde las escaleras de la
inmensa casa de Gael. Ese en el que David Avallone dejó más
que claro que tiene un poder inmenso sobre su hijo menor.
No le hablo acerca de los besos, ni de mis sentimientos. No
le hablo de absolutamente nada que me involucre con Gael,
porque no estoy lista para afrontar que entre ese hombre y yo
hay algo. Aunque aún no sepa exactamente que sea.
Para cuando termino de hablar, me siento un poco más
ligera. No tenía idea de cuán inquieta me sentía respecto a lo
que pasó entre Gael y su padre hasta ahora.
—Te juro que no sé qué decirte, Tamara. —Victoria habla
al cabo de unos instantes de absoluto silencio—. Una parte de
mí quiere gritar de felicidad por el avance que tuviste con él;
pero otra, simplemente quiere aconsejarte que te alejes de él.
—Niega con la cabeza—. Está claro que el tipo sigue
ocultando cosas y que su padre quiere que se case con la mujer
con la que anunció el compromiso. También está claro que
Gael, ahora mismo, está entre la espada y la pared. Entre lo
que quiere hacer y lo que siente que debe hacer. Tú eres lo que
él quiere. Estar contigo, quiero decir. Y lo que siente que debe
hacer, es casarse con la mujer que su padre eligió para él. —
Hace una pequeña pausa—. El problema aquí es que tiene que
elegir. Tiene que decidir qué es lo que va a hacer, porque no
puede tenerlo todo. No puede tener contento a su padre y
tenerte a ti. Las cosas no funcionan de esa manera.
—Él no va a elegirme a mí —digo, porque realmente así lo
creo. Porque dudo que Gael Avallone esté dispuesto a dejar
todo lo que ha construido hasta ahora solo por mí—. Tendría
que renunciar a muchas cosas al elegirme. Cosas por las que
ha luchado hasta el cansancio y que, para bien o para mal, ha
conseguido a base de mucho esfuerzo… —Me muerdo el labio
inferior, antes de continuar—: Y tampoco estoy dispuesta a
pedirle que lo haga. Me niego a pedirle que lo deje todo por
mí, porque, por más que así lo desee, este no es un cuento de
hadas. No es una película romántica donde el protagonista lo
deja todo por ella. Eso no pasa en la vida real. —Suspiro—. Y,
al mismo tiempo, tampoco estoy dispuesta a ser el secreto que
guarda mientras se pavonea por ahí con su supuesta prometida.
—¿Y se lo dijiste? ¿Le dijiste que no estás dispuesta a ser
la otra?
Asiento.
—Y, de todos modos, esta noche asistirá a una cena en la
que ella estará, solo porque su padre así se lo ordenó. —Sueno
frustrada y aterrorizada en partes iguales—. Y, aunque él ha
dicho que va a arreglar todo ese asunto, sigo sintiéndome
inquieta.
—Y es lo más natural, Tamara. —Victoria estira una mano
para colocarla sobre una de las mías y apretarla en un gesto
tranquilizador—. Cualquiera en tu lugar se sentiría como tú lo
haces. El asunto aquí es que tienes que tomar una decisión.
Tienes que aclararte y decidir qué vas a hacer.
—Es que ni siquiera yo sé cuál es el camino que quiero
tomar —suelto, con exasperación—. No quiero mandarlo todo
a la mierda sin darle el beneficio de la duda y, al mismo
tiempo, la parte de mí que trata de protegerse a sí misma de
cualquier clase de daño emocional no deja de gritarme que
debo alejarme de él.
Un suspiro largo escapa de los labios de Victoria y un
silencio largo se instala entre nosotras.
—Sea cual sea la decisión que vayas a tomar, Tam —
Victoria habla, al cabo de un rato—, asegúrate de estar
completamente convencida de ella y de estar completamente
consciente de las consecuencias y repercusiones, ¿vale?
Asiento, porque no sé qué otra cosa decir, y ella, en
respuesta, me aprieta los dedos una vez más.
—Quita esa cara. —Victoria me dedica una sonrisa—.
Todo va a estar bien. Sea cual sea la decisión que tomes, tarde
o temprano todo va a estar bien.
—Eso espero —digo, luego de dejar escapar un suspiro
largo y cansado.
—Así será —me guiña un ojo—, ya lo verás.
Capítulo 23
Gael brilló por su ausencia todo el fin de semana.
Luego de verlo el sábado por la mañana en su casa,
desapareció de la faz de la tierra. Únicamente recibí una
llamada de su secretaria informándome que, debido a
compromisos familiares, no podría recibirme en nuestra cita
habitual.
No me sorprendió en lo absoluto recibir la noticia. Ya
había empezado a sospecharlo luego de la conversación que le
escuché tener con su padre. Lo que sí me sacó de balance por
completo, fue su falta de comunicación conmigo. Fue la falta
de atención que tuvo al no ser él quien me llamara para
cancelar.
El domingo tampoco tuve noticias suyas, así que, para el
lunes por la mañana, cuando recibí un mensaje de texto de su
número personal, decidí no contestarle. Hice caso omiso al
teléfono para dedicarme a la escritura de un proyecto que ha
venido rondándome la cabeza desde hace meses.
Para la tarde del martes, tuve alrededor de cinco mensajes
suyos que tampoco respondí.
El miércoles —ayer— lo pasé en casa de mis padres. Para
mi buena fortuna, Natalia y Fabián no estaban ahí, así que
pude disfrutar de una tarde de mimos paternales sin sentir
ganas de asesinar a nadie; y cuando llegué a casa por la noche,
me di cuenta de que tenía dos llamadas perdidas de su número
personal y una de su oficina. Tampoco me molesté en
devolverle esas llamadas.
Esta mañana, cuando desperté y revisé el teléfono, me di
cuenta de que me envió un mensaje muy temprano. En este
mensaje, me preguntaba si todo estaba bien.
Tampoco contesté.
A estas alturas del partido, ni siquiera sé por qué estoy
evitándolo. No es como si las cosas entre nosotros hubieran
ido mal la última vez que nos encontramos; pero, de igual
modo, me siento reticente a su cercanía. Renuente a su
presencia a mi alrededor.
Victoria dice que se debe a las omisiones que ha tenido
conmigo. Que, inconscientemente, estoy molesta con él por no
ser capaz de ser honesto. Yo se lo atribuyo a otra cosa.
Creo, más bien, que lo que sucede es que aún no he
logrado decidir qué es lo que quiero hacer. Qué demonios voy
a hacer con lo que siento por él.
Se siente como si estuviese parada justo a la mitad del
camino entre él y sus objetivos. Como si fuese un obstáculo
que no esperaba. Uno al que ha decidido aferrarse, a pesar de
que ambos sabemos que es imposible que lo haga durante
mucho tiempo.
En algún momento va a tener que elegir. Va a tener que
escoger entre lo que quiere y lo que tiene qué hacer y, cuando
eso ocurra, sé que seré yo quien lleve todas las de perder.
Cierro los ojos y dejo escapar un suspiro largo, al tiempo
que me dejo caer de espaldas sobre mi cama.
La vibración del teléfono en mi mano me hace pegar un
salto debido a la impresión e, inmediatamente, miro la pantalla
iluminada.
En ella, el ícono que indica que he recibido un mensaje de
texto, brilla; y, justo debajo de él, se encuentra el nombre de
Gael Avallone.
Mi estómago cae en picada.
A pesar de eso, me obligo a incorporarme en una posición
sentada y abro el mensaje para leer:
Me ha quedado más que claro, desde hace días, que
estás evitándome. No se necesita tener más de media
neurona para darse cuenta. Sin embargo, espero que
podamos vernos hoy, en mi oficina, como todos los
jueves, para hablar.

Si has cambiado de opinión respecto a mí, si la situación


en la que me encuentro es demasiado para ti, lo
entiendo. Lo único que quiero, es que seas honesta
conmigo y me lo digas. No estoy enfadado. No
pretendo ponerte en una situación incómoda. Sólo
quiero hablarlo, ¿vale?

Te espero a las seis, Tam.

Para cuando termino, tengo el corazón hecho una maraña


de sensaciones y me quedo aquí, sentada al borde de la cama,
con el corazón latiéndome a toda velocidad y un nudo de
nerviosismo asentándose en la boca de mi estómago.
Cierro los ojos una vez más.
Otro suspiro largo se me escapa y, cuando me armo de
valor, leo el mensaje una vez más solo para torturarme otro
poco.
Un millar de sentimientos se agolpan dentro de mí y
colisionan con violencia. Quiero gritar. Quiero golpear la
cabeza contra la pared para deshacerme de esta horrible
confusión. Quiero lanzar el teléfono lejos y destrozarlo, solo
para no tener que hacer frente a la actitud infantil que he
tomado toda la semana.
Sé que no está bien lo que estoy haciendo. Que debo
enfrentarlo y tomar una decisión respecto a lo que estoy
dispuesta a entregar. Sé que tengo que aclararme de una
maldita vez por todas y decidir si quiero o no aceptar las
consecuencias que va a traerme involucrarme con alguien
como Gael… Pero aún no estoy lista para hacerlo. Aún no
estoy lista para afrontar las consecuencias de lo que va a pasar
cuando elija.
Me dejo caer sobre la cama y fijo la mirada en el techo.
Una decena de pensamientos se arremolinan dentro de mí
y, de pronto, me encuentro dándole vueltas al asunto una vez
más; diciéndome a mí misma, que lo mejor que puedo hacer,
es alejarme de él.
«Por tu bienestar emocional, poner distancia entre él y tú,
es lo mejor que puedes hacer», digo, para mí misma, pero no
logro convencerme. No logro empujarme a dar ese paso y
decírselo a él.
«No puedes cerrar los ojos y pretender que el abismo que
los separa no existe —me reprimo a mí misma, pero una parte
de mí sigue sin querer aceptarlo. Sigue sin querer afrontar que
la elección será inevitable —. Gael y tú pertenecen a dos
mundos completamente diferentes. Dos mundos que no
pueden coexistir el uno con el otro durante mucho tiempo.
Tarde o temprano, van a tener que elegir y sabes que él no va a
elegirte a ti».
Trago duro y leo el mensaje una vez más.
Un montón de recuerdos comienzan a flotar en la
superficie de mi memoria y, de pronto, me encuentro aquí,
recostada en mi cama, con la imagen de Gael en la cabeza y un
puñado de nuestras interacciones danzando alrededor de ella.
De pronto, me encuentro aquí, torturándome a mí misma con
todas y cada una de sus palabras. Con la fascinación que me
hacía sentir cuando no tenía idea de la carga que lleva sobre
los hombros y con la admiración que me provoca ahora
conocer su fortaleza.
Gael Avallone es un hombre de mundo en todos los
sentidos. Un hombre que conoce la carencia y el trabajo duro.
Que conoce el lado oscuro de la vida y la claridad de la
superación. Un hombre con el carácter suficiente como para
anteponer su voluntad y sus ganas de ser mejor, a cualquier
clase de obstáculo; y nunca voy a dejar de admirarlo por eso;
pero, con todo y eso, no puedo pasar por alto el hecho de que,
aunque conoce lo que es venir de un lugar oscuro, ahora vive
en un universo plagado de comodidades. Uno en el que los
intereses pesan más que los sentimientos. Pesan más que lo
que el corazón dicta o lo que el alma pide.
Gael y yo estamos parados en lugares muy diferentes. En
todos los aspectos posibles y eso, tarde o temprano, va a poder
más que cualquier cosa que esté empezando a formarse entre
nosotros.
Él tiene mucho que perder y yo no estoy dispuesta a ceder.
No estoy dispuesta a ser un secreto más en su vida, porque no
lo merezco. Y porque tampoco voy a obligarlo a dejarlo todo
por mí.
Me niego a ser la perdición de Gael Avallone. Me niego a
ser su verdugo. A ser quien lo haga renunciar a todo por algo
que puede ser tan efímero como nuestro tiempo en la tierra.
Otro suspiro se me escapa.
«Tienes que hablar con él. Tienes que ser clara de una vez
por todas y acabar con esto. Por tu bien y por el suyo, tienes
que hacerlo», susurra la voz en mi cabeza y sé, por sobre todas
las cosas, que tiene razón. Sé que es lo que debo hacer, así
que, con todo y la dolorosa opresión que ha comenzado a
invadirme el pecho, tomo mi teléfono y tecleo:
Nos vemos a las seis.
Después, envío el mensaje.

Gael me ha llamado seis veces la última hora y la


insistencia está poniéndome de nervios.
No he respondido a ninguna de sus llamadas porque no
quiero hablar con él por teléfono. Quiero hacerlo en persona,
pero el simple hecho de ver su nombre brillando en la pantalla
cada diez minutos, ha comenzado a hacer estragos en mi
estado nervioso.
Quiero pensar que su insistencia se debe a la ansiedad que
debe provocarle el creer que no voy a presentarme a su oficina
y que voy a seguir evitándolo; pero, a pesar de que lo
entiendo, he estado pensando muy seriamente en la posibilidad
de apagar el aparato para no tener que volver a escuchar el
timbre de llamada. Para no tener que volver a ver su nombre
en mi pantalla, porque eso está enviándome al borde de mis
cabales.
Son casi las seis de la tarde ya y estoy muy cerca ya del
edificio de Grupo Avallone. Apenas unas cuantas calles me
separan de la parada del autobús en la que debo bajarme, pero
se siente como si aún me faltase una eternidad para llegar.
Pasan alrededor de cinco minutos antes de que, finalmente,
tenga que levantarme de mi asiento para bajar del transporte
público y emprender mi usual caminata hacia las oficinas de
Gael.
Al llegar al edificio, lo primero que hago es acercarme a la
recepción para anunciar mi llegada. Como siempre, la mujer
del otro lado del escritorio me indica que puedo subir al piso
donde el magnate tiene su oficina y, sin perder un solo minuto,
me encamino hasta el elevador.
Cuando bajo de él, lo primero que me recibe, es la enorme
estancia que se encuentra justo afuera de su oficina. Para ese
momento, mi corazón ya está latiendo como loco, y mis
nervios se han alterado al punto de no recordar una mierda del
discurso mental que había venido ensayando todo el camino.
Camila, la secretaria, me mira con gesto confundido,
mientras me encamino hacia su escritorio, pero eso no impide
que me dedique una sonrisa amable. Una que, por supuesto, no
soy capaz de responder.
—Señorita Herrán, qué gusto verla —dice y, de pronto, un
regusto amargo se apodera de mi boca. Una sensación
incómoda se cuela entre mis huesos y se afianza a ellos con
fuerza.
Yo, a pesar del repelús que siento, me obligo a esbozar una
sonrisa forzada.
—Buenas tardes. —Mi voz suena distante, pero amable al
mismo tiempo—. Tengo una cita con Gael. —Me detengo en
seco al darme cuenta de que acabo de llamarlo por su nombre
de pila, y me aclaro la garganta antes de corregirme—: Con el
señor Avallone, dentro de unos minutos.
Un brillo extraño se apodera de la mirada de Camila y sé
que no le ha pasado desapercibido el pequeño desliz que acabo
de tener.
—Me temo que es probable que el señor Avallone no
pueda recibirla, señorita Herrán. —No puedo pasar por alto el
filo hostil que, de pronto, se ha apoderado de su voz. Tampoco
puedo pasar por alto el hecho de que acaba de negarme la
entrada a la oficina de Gael.
—¿En serio? —Trato de sonar casual mientras hablo, pero
yo también sueno un poco hostil ahora—. Es curioso, porque
él mismo me ha llamado esta mañana para confirmar nuestra
reunión.
Ella asiente, pero eso que se apoderó de su mirada y que
ahora no puedo dejar de identificar como enojo, no se marcha
de su rostro.
—Lo sé —dice—. Lo que ocurre, es que le ha surgido un
compromiso al que no puede faltar. Se va dentro de unos
minutos. Me sorprende que el señor Avallone no le haya
avisado. Dijo que lo haría.
En ese momento, la resolución cae sobre mí y se asienta
sobre mis hombros.
Él me llamó.
Un montón de veces.
Seguro iba a cancelar la cita y yo no quise contestarle por
miedo a tener una conversación seria por teléfono. Por miedo a
que tratase de obligarme a darle respuestas de un modo que se
siente incorrecto.
«Ella está mintiendo. Gael pudo haberte enviado un
mensaje de texto —susurra la voz insidiosa de mi cabeza—. Si
realmente quería cancelarte, pudo haberte enviado un
mensaje».
—Oh… —digo, porque no sé qué otra cosa hacer. Porque,
en este momento, mi cerebro está maquinando mil y un
escenarios en los cuales, la mujer que tengo enfrente miente y
trata de conseguir que Gael y yo no nos veamos.
—De todos modos, le diré al señor Avallone que has
venido. —Camila habla y noto cómo ha dejado de hablarme de
«usted».
Una punzada de coraje me atraviesa el pecho, pero ni
siquiera sé cuál es el motivo del sentimiento oscuro que ha
comenzado a apoderarse de mí.
«No va a decirle una mierda. Dudo mucho que esté
diciendo la verdad respecto al dichoso compromiso del que
habla —la vocecilla insiste y, de pronto, un centenar de
emociones colisionan en mi interior. Un centenar de
sensaciones se apoderan de mí y amenazan con colapsarme de
adentro hacia afuera—. No puedes irte así como así. Tienes
que verlo y comprobar que lo que Camila dice es verdad.
Tienes que entrar a esa oficina y escuchar de boca de Gael
todo lo que esta mujer ha dicho».
—¿Te molesta si paso a avisarle que he venido? —digo, al
tiempo que señalo las puertas dobles de la oficina y empiezo a
avanzar en dirección a ellas.
—¡Señorita Herrán! ¡El señor Avallone no se encuentra allí
dentro! ¡Está en una videoconferencia con un accionista!
¡Está…! —Camila habla, pero yo ya he empujado ambas
puertas para abrirlas e introducirme en la estancia. Yo ya he
hecho mi camino dentro de la espaciosa oficina solo para
detenerme en seco en el instante en el que los veo.
Mi corazón se salta un latido, mi pulso acelera su marcha y
golpea con violencia detrás de mis orejas, y me falta el aliento
durante unos instantes. Me falta la respiración durante unos
dolorosos segundos porque aquí, justo delante de mis ojos,
sentados en los sillones de piel que Gael tiene dentro de la
oficina, se encuentran seis personas que me miran con
condescendencia, arrogancia, fastidio y confusión.
De inmediato, soy capaz de reconocer a David Avallone.
No podría olvidar jamás ese cabello entrecano, ni esa mirada
dura y fuerte que comparte con Gael. Mucho menos podría
olvidar ese gesto de superioridad que parece estar tallado en su
rostro.
Junto a él, se encuentran otros tres hombres. Uno que luce
igual de viejo que él y dos que parecen ser un poco más
jóvenes; y, justo frente a ellos, dos mujeres enfundadas en
preciosos vestidos me miran con gesto confundido.
—¡Dios mío! ¡Lo siento mucho, señor Avallone! —Camila
urge, en un tartamudeo, al tiempo que me toma por la muñeca
para tirar de mí en dirección a la salida—. De verdad, no sabe
cuánto lamento esto. Discúlpeme. Y-Yo…
David Avallone hace un gesto de mano e, inmediatamente,
Camila deja de hablar. Acto seguido, clava sus ojos en mí
antes de ponerse de pie.
—¿Se puede saber quién es usted y quién le dijo que podía
entrar a mi oficina sin anunciarse antes? —dice y la vergüenza
—la cual ya había comenzado a filtrarse en mis venas—
incrementa de forma considerable.
No dejo de notar el modo en el que llama «mi oficina» al
espacio en el que nos encontramos. David Avallone sigue
considerando este lugar como suyo, y no como el de Gael.
Mi corazón da un vuelco furioso y, por un doloroso
momento, no me atrevo a moverme. No me atrevo, siquiera, a
respirar. Me quedo quieta durante un largo rato, hasta que el
silencio que se apodera del lugar es denso e incómodo.
Una ceja es alzada con arrogancia en el rostro del hombre
delante de mí y noto, cuando miro de soslayo hacia la gente
que lo acompaña, como todos ellos esbozan gestos
confundidos y reprobatorios.
Algo dentro de mí parece activarse y, por acto reflejo, alzo
el mentón y enderezo un poco la espalda, para después
ponerme esa máscara de seguridad que había empezado a
evitar usar en este lugar.
Acto seguido, me deshago del agarre de Camila y avanzo
en dirección a donde David Avallone se encuentra para
extender una mano y estrechársela, antes de regalarle mi mejor
sonrisa.
—Tamara Herrán —me presento, pero él no toma mi mano
—. Vengo de parte de la Editorial Edén. Soy la persona que
está trabajando en la biografía del señor Gael Avallone. Tenía
una reunión con él esta tarde, pero creo que se le ha pasado
avisarme que estaría ocupado.
Siento la mirada de todo el mundo puesta en mí y me
siento como una completa idiota. Como una completa imbécil
porque estoy aquí, de pie, en una habitación repleta de gente
pretenciosa, con la mano extendida y una sonrisa ridícula
pintada en la cara.
David Avallone me recorre de pies a cabeza con la mirada,
como si estuviese evaluándome. Como si tratase de decidir si
valgo o no su tiempo y una punzada de irritación se mezcla
con el sentimiento de humillación que ha comenzado a
recorrerme.
No me devuelve el gesto. Me deja aquí, con la mano en el
aire, el orgullo hecho trizas y un regusto amargo y denso en la
punta de la lengua.
Cierro el puño y me obligo a alzar el mentón un poco más
mientras aparto la mano.
Un puñado de palabrotas se arremolina en mi boca, pero
muerdo la parte interna de mi mejilla para no soltarlas. Me
muerdo la parte de mi lengua para no cometer una estupidez
más grande que la que cometí hace unos instantes, cuando se
me ocurrió la grandiosa idea de entrar aquí sin consentimiento
de nadie.
—No tenía idea de que Gael iba a tener un libro
biográfico. —Una de las mujeres habla y poso mi atención en
ella justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa socarrona.
—Parece ser que a nuestro hermanito se le está subiendo la
popularidad a la cabeza. —Uno de los hombres bufa y eso es
todo lo que necesito para saber que la mujer que acaba de
hablar y él son los hermanos de Gael.
Así pues, les echo otra ojeada para no olvidar sus rostros.
Ella luce más joven de lo que esperaba. Gael me había
dicho que le llevan bastantes años, pero, francamente, ella no
se ve de treinta y seis. Luce mucho más joven.
Diana Avallone es, sin dudas, una mujer hermosa: alta y
esbelta; de cabello oscuro que cae lacio hasta sus hombros; de
piel bronceada, como si acabase de volver de la playa, y
mirada fuerte y penetrante.
Todo eso en combinación con el precioso vestido azul
marino que lleva, le hacen lucir como una mujer elegante,
guapa e imponente por sobre todas las cosas.
Él, por otro lado, luce un poco más grande de edad y no se
parece a Gael en lo absoluto. De hecho, tampoco se parece a
David. Su aspecto es más descuidado y desgarbado y,
definitivamente, carece del porte y la elegancia que
caracterizan tanto a Gael como a su padre; sin embargo, a
pesar de que no comparte facciones con ninguno de los dos,
Antonio Avallone es, de alguna manera, parecido a Diana;
quien, sin duda alguna, es una versión femenina, añejada y
delicada de Gael.
No obstante, es hasta este momento, en el que los miro a
los tres juntos —a David, Diana y Antonio—, que puedo
darme cuenta de esas características de Gael que son
diferentes. Que puedo darme cuenta de que los ojos ambarinos
que el magnate tiene son herencia de su madre; al igual que las
ondas alborotadas en las que se transforma su cabello cuando
pasa las manos una y otra vez sobre él. Es en ese instante, que
puedo darme cuenta de que, aunque físicamente son muy
parecidos, Gael se diferencia de ellos de una manera extraña.
De una que aún no logro comprender.
—¿Vas a permitirle publicar una biografía de su vida,
papá? —La voz de Diana me saca de mis cavilaciones y poso
mi atención en ella, al tiempo que parpadeo un par de veces
para espabilar.
—Va a ser muy interesante leer lo que Gael tiene qué decir
sobre su pasado, ¿no es así, papá? —Antonio insiste y siento
como todo mi cuerpo se tensa cuando la mirada de David
Avallone se clava en mí una vez más.
Un escalofrío me recorre la espina dorsal en el instante en
el que lo hace y me encuentro queriendo echarme a correr;
pero, en su lugar, enderezo un poco más la espalda y cuadro
los hombros.
No voy a dejar que este hombre me amedrente. No voy a
dejar que nadie en este lugar me haga sentir cohibida.
Acto seguido, hace un gesto para indicarle a sus hijos —
quienes no han dejado de hablar entre cuchicheos sobre la
biografía de Gael— que guarden silencio. Ellos,
inmediatamente, le obedecen.
—Como puede ver, señorita…. —David Avallone habla,
con ese acento golpeado suyo, y se queda en el aire, al tiempo
que me mira con el entrecejo fruncido, tratando de recordar mi
nombre; como si no se lo hubiese dicho hace menos de un
minuto.
—Herrán —suelto, pero sueno arrogante. Soberbia.
—Herrán. —La manera en la que pronuncia mi apellido
me provoca querer estrellar mi mano en su rostro, porque lo ha
dicho con sorna. Como si se tratase de una palabra sucia.
Indigna de sus labios—. Señorita Herrán —repite y, de nuevo,
la manera en la que habla me hace querer rascarme el cuerpo
debido a la incomodidad que me causa—, Gael no se
encuentra aquí y, en el momento que termine con sus asuntos,
nos iremos. —La fingida amabilidad de David Avallone me
escuece las entrañas—. Así que me temo que su cita no podrá
concretarse el día de hoy. Es una pena que haya venido hasta
aquí para nada.
Esbozo una sonrisa que no toca mis ojos.
—No se preocupe, señor Avallone. Lamento mucho el
inconveniente. Me retiro, entonces.
Me giro sobre mis talones y, justo cuando estoy a punto de
echarme a andar, la voz del padre de Gael inunda mis oídos
una vez más.
—¿Señorita Herrán? —dice y me congelo en mi lugar unos
segundos, antes de mirarlo por encima del hombro—. ¿Le
puedo dar un consejo?
Lo encaro y, sin responderle nada, lo miro a los ojos.
—La próxima vez, asegúrese de anunciar su llegada con la
secretaria. —Hace un gesto de cabeza hacia Camila—. En esta
ocasión, como la otra en la que nos vimos —sé que habla de
aquella vez en la que entré furiosa a la oficina de Gael. Sé que
habla de nuestro primer encuentro y mi pulso se salta un latido
—, estamos nosotros: gente de confianza; pero, si tiene la
costumbre de entrar sin anunciarse, podría causar bastantes
inconvenientes para nosotros en el futuro. Así que, si no quiere
meterse en problemas, le sugiero que, a partir de ahora, espere
afuera, en la recepción, hasta que se permita entrar.
Vergüenza, coraje y humillación se mezclan dentro de mí,
pero me las arreglo a mantener mi expresión en blanco cuando
asiento y murmuro una disculpa que no suena sincera en lo
absoluto.
Acto seguido, el hombre me observa de pies a cabeza una
vez más, como si tratase de evaluarme y, luego de lucir
satisfecho con lo que ve, hace un gesto en dirección a la puerta
de la oficina.
—Puede retirarse. —Habla con amabilidad, pero se siente
como si estuviese echándome a patadas.
Otro asentimiento es dado por mi cabeza y, acto seguido,
haciendo acopio de toda mi dignidad, me encamino hacia la
salida de la estancia.
Me toma apenas unos segundos abandonar la espaciosa
habitación y el esfuerzo que tengo que hacer para no echarme
a correr en dirección al elevador cuando estoy fuera, es
monumental.
Mi corazón no ha dejado de latir a toda velocidad, mis
manos no han dejado de temblar incontrolablemente y la
quemazón previa a las lágrimas que me ha invadido la
garganta, apenas me deja respirar.
Quiero echarme a llorar. Quiero gritar. Quiero poner
cuanta distancia sea posible entre estas personas y yo y, al
mismo tiempo, quiero volver ahí y recibir otra bofetada de
realidad. Quiero volver ahí para que, de una vez por todas, me
quede claro cuán sentenciado al fracaso está lo que sea que ha
empezado a ocurrir entre Gael y yo.
Acelero el paso. Ni siquiera me molesto en decir nada en
dirección a la secretaria de Gael. Tampoco hago nada por
disculparme o por pretender que la interacción que acabo de
tener con la familia del magnate, no me ha afectado en lo
absoluto. Me limito a echarme a andar a toda marcha en
dirección al ascensor.
Una vez ahí, presiono el botón para llamarlo y, luego de
unos tortuosos instantes, las puertas se abren.
Me congelo en mi lugar.
Me quedo muy quieta, mientras absorbo la imagen que se
forma delante de mis ojos.
Ahí, dentro del reducido espacio, está Gael… Pero no está
solo.
A su lado, está una mujer. Una mujer joven a la que
reconozco de inmediato, porque es imposible no hacerlo.
Porque es imposible no asociar su precioso cabello rubio, con
el de la chica con la que Gael fue fotografiado hace un tiempo.
Porque es imposible no comparar el porte con el que se mueve
y lo esbelta que es su alta figura, con la de la mujer en la
fotografía que vi en un blog hace un tiempo. Ese en el que un
reportero amarillista hablaba acerca de cómo había seguido a
Gael hasta un restaurante, solo para fotografiarlo con una
mujer.
Viste un precioso vestido rosa pastel que le llega un par de
dedos por debajo de las rodillas, y lleva el cabello recogido en
una media cascada ondulada. El maquillaje perfecto que cubre
su rostro la hace lucir como muñeca de porcelana y, de pronto,
soy hiper consciente de que llevo puestos unos vaqueros rotos
en uno de los muslos y una playera de una de mis bandas
favoritas. Soy hiper consciente de que llevo unos Converse
desgastados y un moño deshecho en la cima de mi cabeza.
Gael, por otro lado, viste un traje azul marino, una camisa
blanca y una corbata color vino. Luce atractivo hasta la
mierda… Y luce perfectamente bien con la mujer que tiene a
un lado. Como si ambos hubiesen sido mandados a hacer el
uno para el otro. Como si hubiesen sido escogidos por una
revista para posar juntos y vender lo que sea que llevan puesto.
Una punzada de dolor me atraviesa el pecho y, sin más, me
encuentro luchando con todas mis fuerzas contra la sensación
de vértigo que me invade.
Los ojos del magnate se posan en mí.
Inmediatamente, algo en su mirada cambia. Algo en sus
ojos se transforma y hace que se llenen de una intensidad que
no se encontraba ahí antes, pero que es abrumadora. Pesada e
intensa por sobre todas las cosas.
Mi corazón se estruja otro poco y, por acto reflejo, los miro
de pies a cabeza. Es hasta ese instante, que me percato de la
forma en la que ella envuelve un brazo alrededor del suyo.
Que noto cómo él mantiene el suyo flexionado, para que ella
pueda afianzarse de él con más comodidad, y es hasta ese
momento, que la realidad de lo que está ocurriendo me
golpea…
Esta mujer es la misma con la que Gael ha anunciado su
compromiso. Esta es la mujer con la que fue fotografiado hace
unos meses, y con la que su padre espera que se case.
Algo en mi interior se rasga. Algo se rompe en fragmentos
y me hiere con violencia, pero me las arreglo para mantener
mi expresión en blanco; para pintarme la cara de indiferencia.
—Buenas tardes, señor Avallone. —Mi voz sale fría,
distante y monocorde, y me aparto del camino para que ambos
puedan salir.
Gael no se mueve. Se queda ahí, con la mirada clavada en
mí y gesto desencajado, sin decir una sola palabra.
—¿Pasa algo? —La chica a su lado habla. Suena divertida
y confundida al mismo tiempo—. Nos están esperando,
¿sabías?
Noto cómo la nuez de Adán del magnate sube y baja
cuando traga saliva. Entonces, asiente hacia el pasillo.
—¿Puedes adelantarte? —dice, con la voz enronquecida
por las emociones, sin dejar de mirarme—. Antes tengo que
hablar con la señorita Herrán.
—No se preocupe, señor Avallone —digo, al tiempo que
esbozo una sonrisa temblorosa e inestable. A punto de
convertirse en una mueca dolida—. Ya no hace falta.
—Tamara…
—¿Gael? —La voz familiar de David Avallone, resuena a
mis espaldas y aprieto la mandíbula y los puños para reprimir
las ganas que tengo de encogerme sobre mí misma hasta
desaparecer—. ¿Nos vamos ya?
Los ojos de Gael se posan en un punto a mis espaldas y,
acto seguido, vuelven a mí con intensidad.
—En un minuto —dice, al tiempo que se pone de pie al
filo de las puertas del elevador para impedir que esas se
cierren.
—No tenemos un minuto. —David Avallone suelta con
hostilidad y un destello furibundo se apodera del rostro de
Gael.
—¿Qué pasa? —Eugenia, quien suena ahora más
confundida que otra cosa, insiste, pero Gael ni siquiera la mira.
—Gael… —La advertencia en el tono de David Avallone
hace que mis ojos se cierren unos instantes y, por primera vez,
me permito bajar la mirada unos segundos, solo para que el
hombre delante de mí no sea capaz de ver cuán afectada me
siento.
—Buenas tardes, señor Avallone —digo, con la voz
enronquecida, sin siquiera levantar la vista, y me obligo a
introducirme al elevador a la fuerza.
Acto seguido, empujo el cuerpo de Gael ligeramente para
apartarlo de la entrada y presiono el botón para cerrar las
puertas.
Una vez hecho eso, me obligo a alzar la vista. Me obligo a
mirar en dirección al magnate solo para encontrarme con sus
ojos ambarinos clavados en mí, y con un gesto cargado de
frustración, angustia y preocupación.
Entonces, las puertas del ascensor se cierran.
Capítulo 24
Hacía mucho tiempo que no me sentía así de miserable. Que
la chica asustadiza e insegura a la que decidí encerrar en una
caja en lo más profundo de mi ser no estaba así de cerca de la
superficie.
La última vez que supe de ella, intentó quitarse la vida. La
última vez que le permití salir de su prisión, me llenó el alma
de oscuridad, culpabilidad y desprecio hacia mí misma, hasta
que ya no pude más. Hasta que sucumbí ante el dolor y decidí
que era una buena idea intentar tragarme un frasco de pastillas
para dormir y terminar con todo.
Hacía una eternidad desde la última vez que me sentí así
de inestable. Estoy muy cerca del borde y eso me aterra.
Cierro los ojos.
La sensación insidiosa y pesada provocada por lo que pasó
hace apenas media hora me ahoga. Me llena de una ansiedad
angustiante y tira de mí hacia el interior de ese vórtice oscuro
que ha estado amenazando con tragarme viva desde hace más
de dos años.
Sé que soy patética. Que soy una idiota por sentirme de
esta manera y estar al borde de una crisis emocional solo por
haber visto a Gael Avallone con su prometida —o lo que sea
que ella sea—. Y de todos modos no puedo arrancarme las
ganas que tengo de desaparecer. De llegar a casa y dormir
hasta que todo haya terminado. Hasta que los sentimientos —
todos ellos. Incluso esos dulces que ha estado provocándome
— se extingan.
Trago duro y presiono las palmas contra los ojos.
«No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar…».
No en un autobús. No por lo que acaba de ocurrir. Me
niego rotundamente a quebrarme por esto. Me rehúso a
derramar una sola lágrima por ese hombre, porque no me ha
roto el corazón —no todavía—, y no voy a quedarme a esperar
a que lo haga.
Una punzada de dolor me atraviesa el pecho al recordar el
gesto en el rostro del magnate y el nudo en mi garganta se
aprieta otro poco. Una palabrota baila en la punta de mi
lengua, pero la reprimo lo mejor que puedo y dejo escapar un
suspiro largo.
No puedo creer que esté sintiéndome de este modo por él.
No puedo creer que esto esté afectándome de esta manera
cuando he pasado por cosas peores. Cuando he vivido cosas
que me han hecho pedazos.
Aparto las manos de mi cara y tomo una inspiración
profunda, antes de dejar ir el aire con lentitud. Cuando noto
que la quemazón en mi garganta no se va, vuelvo a intentarlo.
Vuelvo a respirar profundo para tratar de relajarme y
deshacerme de la sensación de malestar que me invade.
«No deberías sentirte de esta manera. No cuando perdiste a
Isaac como lo hiciste», me reprimo a mí misma y, como si
algo dentro de mí se hubiese accionado, la imagen del único
chico al que he amado se dibuja en mi memoria hasta
asentarse en mi cabeza y aferrarse a ella.
Uno a uno, los recuerdos empiezan a filtrarse en mi
sistema. Un puñado de imágenes se afianzan en mí hasta
abrumarme y hacerme sentir culpable. Hasta hacerme sentir
como una traidora por involucrarme del modo en el que lo
estoy haciendo con Gael Avallone y permitirme a mí misma
sentir esto por él.
«¡Para! —La voz en mi cabeza me reprime—. No caigas
en ese lugar. No puedes permitirte volver ahí. Sabes que haces
esto solo para lastimarte. Sabes que solo tratas de castigarte a
ti misma, así que detente ya».
Pero no puedo hacerlo. No puedo parar. La oscuridad que
llevo dentro es más fuerte que yo y la lucha constante que
tengo a diario conmigo misma, está siendo ganada por esa
parte de mí que siempre me lleva a tomar las decisiones más
idiotas. Esa que me lleva al límite y amenaza con acabar
conmigo.
La vibración dentro del bolso que descansa sobre mis
piernas me hace pegar un salto en mi lugar debido a la
impresión, pero no es hasta que pasan unos segundos que
espabilo lo suficiente como para darme cuenta de que es mi
teléfono el que está sonando.
De manera distraída, rebusco dentro del desastre que es mi
bolso hasta que encuentro el aparato y lo saco para mirar la
pantalla.
El nombre de Gael se ilumina sobre los íconos de
respuesta y rechazo, y mi corazón se detiene un nanosegundo
para reanudar su marcha a una velocidad dolorosa.
Una punzada de ansiedad me recorre y la sensación que
me ha torturado desde que salí de su oficina se intensifica y se
vuelve casi insoportable.
Desvío la llamada.
Segundos después, el teléfono vuelve a sonar, pero vuelvo
a rechazar la llamada y, esta vez, presa de un ataque de enojo,
decepción y ansiedad, apago el aparato.
Un suspiro tembloroso e inestable se me escapa luego de
eso y, de pronto, la oscuridad dentro de mí se vuelve más
densa. Asfixiante.
«No puedes ir a casa —susurra la voz en mi cabeza, a
sabiendas de que Victoria y Alejandro no están ahí ahora
mismo. A sabiendas que, si voy, lo único que haré será estar
acorralada en la prisión de mi mente En un lugar donde la
privacidad puede dar pie a situaciones poco saludables para mí
—. Sabes que no puedes estar sola. No en el estado en el que
te encuentras».
Cierro los ojos una vez más.
No quiero ir a casa de mis padres. No quiero, incluso, ir a
casa de Fernanda. En este momento, solo quiero tumbarme en
la cama y dormir; pero sé que no puedo hacerlo. Tengo que
empujarme hacia afuera de este vórtice o las consecuencias
serán catastróficas. Tengo que hacer un esfuerzo y tratar de no
hundirme en ese lugar aterrador en el que estoy a punto de
adentrarme.
Así pues, con esto en la cabeza, y aun cuando no quiero,
decido hacer algo sensato. Decido ir a casa de mis padres, y
permitirme a mí misma distraerme y refugiarme en ese lugar
seguro que siempre trae paz a mi sistema.

Cuando llego a mi destino, mi papá está afuera, lavando su


coche. No pregunta qué hago aquí. Nunca lo hace. Se limita a
decirme que está mojado y sudoroso cuando me acerco a darle
un abrazo a manera de saludo. Luego de eso, me da un beso en
la sien e, inmediatamente, me siento mejor. A Salvo.
Una sonrisa se dibuja en mis labios cuando dice que mamá
está horneando un pan para la cena y, sin decir nada más, me
encamino dentro de la casa.
No me toma mucho tiempo encontrar a mi mamá. Está en
la cocina, con la batidora en una mano y una bolsa de harina
en la otra, pero se las arregla para besar mi mejilla cuando me
acerco.
Acto seguido, empieza a parlotear sobre lo ajetreado que
ha estado su día.
Escucharla hablar me hace sentir aún mejor y, de pronto,
me encuentro preguntándome qué hago viviendo en otra casa.
Que hago compartiendo el techo con dos personas que, si bien
no me desagradan en lo absoluto, no son quienes me confortan
de esta manera.
—¿Te quedas a cenar? —pregunta mi mamá, luego de
contarme acerca de la discusión que tuvo con mi hermana por
culpa de Fabián hace unos días.
Yo, siendo lo suficientemente prudente como para no
meterme en los asuntos turbios que implican hablar de Fabián,
asiento.
—De hecho, hoy estás de suerte: me quedaré a dormir aquí
—anuncio. Trato de sonar juguetona en el proceso, pero la
manera en la que mi mamá alza la vista del traste lleno de
mezcla para hornear durante un nanosegundo me hace saber
que mi declaración la ha puesto alerta.
—¿Te has aburrido ya de la independencia y necesitas de
la compañía de tus viejos? —bromea, pero hay un filo
preocupado en su voz.
Me encojo de hombros.
—En realidad, no quiero quedarme sola en casa. Victoria
saldrá y no volverá hasta muy entrada la madrugada y
Alejandro, al parecer, también lo hará —miento. La realidad es
que ninguno de los dos tenía compromisos de esa magnitud.
Cuando salí de casa, Victoria aún no volvía del ensayo de
la obra de teatro en la que participará a finales de mes, y
Alejandro no tenía mucho de haberse ido a estudiar con uno de
sus amigos de la universidad. No obstante, según me dijeron,
ambos volverían relativamente temprano.
Mi mamá esboza una sonrisa tensa y es todo lo que
necesito para darme cuenta de que no me ha creído en lo
absoluto.
—No creas que me engañas —suelta y todo mi cuerpo se
tensa en respuesta—. Sé que nos extrañas, aunque no quieras
admitirlo.
Una punzada de alivio me recorre entera casi al instante y,
esta vez, la sonrisa que se dibuja en mis labios es más honesta.
—Está bien. Lo admito. No puedo vivir sin ustedes —
digo, con dramatismo y la tensión había en su sonrisa se diluye
un poco.
—Si vas a quedarte, anda y ve a ducharte —dice.
—¿Me mandas a duchar porque huelo mal? —Fingida
indignación me tiñe la voz—. ¿Es que acaso no quieres que
ensucie tus sábanas con mi sudor e inmundicia?
—Te mando a duchar porque trato de proteger la
integridad del pan que está en el horno manteniéndote lejos de
él. —Me mira con aire severo—. Si vas a quedarte, tengo que
cuidarlo.
—No es como si fuese a comérmelo crudo —mascullo, al
tiempo que hago un mohín.
—No, pero te conozco. Vas a abrir la puerta del horno y no
va a inflarse como se debe —refuta.
Ruedo los ojos.
—Suenas como la abuela —me quejo, pero ya estoy
poniéndome de pie para subir a la planta alta.
Falsa indignación invade el rostro de mi madre, quien me
señala con el dedo.
—Vuelve a decir eso y voy a hacer que pagues por ello —
dice, con severidad, pero no ha dejado de sonreír.
Bufo.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —Alzo las manos, como si
estuviese amenazándome con un arma—. ¡Tú ganas! Me voy a
duchar.
Una sonrisa satisfecha se desliza en los labios de mi
madre.
—Hay ropa tuya en el armario de tu antigua habitación —
dice, mientras avanzo hacia la salida.
—Roguémosle al cielo que no haya subido de peso, porque
si no, voy a andar en bata de baño hasta mañana —digo, al
tiempo que deshago el moño que hay en mi cabeza, dejando al
aire el desastre que es mi cabello.
—Con toda la comida chatarra que comes, no guardes
muchas esperanzas. —Mi mamá bromea y le dedico una
mirada irritada.
—Gracias, mamá. También te amo.
Ella me guiña un ojo y, reprimiendo una sonrisa, salgo de
la estancia para encaminarme al piso superior.
Entrar en mi antigua habitación luego de la ducha, es como
un puñetazo en la cara.
Es como dar un salto en el tiempo y volver a esa época en
la que todo era sencillo y, al mismo tiempo, complicado hasta
la mierda. Como volver a ser esa chiquilla insegura que era
incapaz de ver más allá del tren de emociones que siempre he
llevado dentro.
Poner un pie en este lugar, se siente como volver a ser yo
y, al mismo tiempo, no serlo.
Paseo la vista por toda la estancia.
Todo está tal cual lo dejé cuando me fui. Las fotografías
que descansan sobre la cómoda, los libros apilados sobre el
escritorio que solían encantarme y que ahora encuentro cursis
e infantiles, el edredón amarillo que tanto me gustaba y que
ahora me parece feo y descolorido, los posters de aquellas
bandas de rock que solía escuchar casi de manera religiosa a
diario… Todo es tan familiar y ajeno, que no puedo ponerle un
orden a las emociones que me embargan.
Tomo una inspiración profunda y dejo ir el aire con
lentitud, al tiempo que me encamino hasta sentarme sobre la
cama. Gotas de agua caen sobre mi regazo cubierto por la
toalla que me envuelve y, sin más, me encuentro tratando de
no sentirme abrumada por la cantidad de recuerdos que me
embargan. De no evocar esas memorias dolorosas que no
hacen más que tirar de mí dentro de ese estado nervioso del
que he estado tratando de huir todo el día.
No sé cuánto tiempo me toma armarme de valor para
ponerme de pie y buscar algo de ropa en el armario. Tampoco
sé cuánto tiempo me toma encontrar algo que me quede; pero,
una vez vestida con un viejo chándal y una sudadera que está
rota de las mangas, me obligo a empujar todos los recuerdos y
me dejo caer sobre la cama.
Mi vista se clava en el techo de la estancia y se queda ahí
durante una eternidad. No es hasta que mi mamá me llama,
que me digno a cambiar la posición en la que me encuentro y
abandonar la habitación.
La cena transcurre llena de animadas conversaciones. La
ligereza de la plática con mis padres hace que mi estado de
ánimo mejore otro poco y no hay nada que agradezca.
Cuando terminamos con los alimentos, ayudo a mi mamá a
lavar los trastos sucios y, luego de eso, nos encaminamos hasta
la sala con toda la intención de ver una película.
En el proceso, tomo mi bolso —el cual había dejado en la
cocina— y saco el teléfono —que apagué hace unas horas—
para encenderlo y enviarle un mensaje a Victoria.
Lo que menos necesito ahora es a una compañera de cuarto
histérica, así que voy a avisarle que no llegaré a dormir.
En el instante en el que enciendo el aparato, las
notificaciones empiezan a llegar. Tengo un mensaje de texto
de Fernanda y otro de Natalia. Tengo un par más de una
compañera de la universidad y, finalmente, me encuentro de
lleno con una docena proveniente del teléfono de Gael
Avallone.
Los único que leo son el de mi hermana y el de Fernanda.
Luego de contestarles, le escribo a Victoria y apago el aparato
una vez más.
Acto seguido, me acurruco en el sillón junto a mi madre, al
tiempo que enciendo el televisor y busco la aplicación de
Netflix en él.

El ruido proveniente de la planta baja de la casa es lo


primero que escucho cuando despierto en la mañana.
El sonido estridente de la licuadora, aunado al del
televisor, me hacen plenamente consciente de que no estoy en
el apartamento que comparto con Victoria y Alejandro; y la
familiaridad de la actividad matutina, no hace más que
hacerme recordar esos domingos en casa que tanto me
encantaban. Esos en los que mi papá cocinaba y mi mamá,
Natalia y yo esperábamos pacientemente para comer lo que
sea que se le antojase preparar para nosotras.
Una sonrisa se desliza en mis labios y, sin que pueda
evitarlo, una punzada de nostalgia me atraviesa el pecho. La
melancolía me llena el cuerpo con rapidez y me quedo aquí,
recostada en la cama, mientras absorbo la dulce sensación que
me provoca estar aquí, en casa de mis padres.
Cuando me siento satisfecha de recuerdos amigables, me
levanto de la cama y me encamino a la salida de la habitación.
Cuando recuerdo que he dejado el teléfono sobre la cómoda,
regreso sobre mis pasos para tomarlo y encenderlo y, una vez
teniéndolo entre los dedos, me encamino hasta las escaleras
para ir a la planta baja de la casa.
El teléfono vibra con las notificaciones entrantes, pero no
hago nada por revisarlo. Solo me adentro a la cocina para
besar la mejilla de mi madre.
Sé qué es lo que voy a encontrarme si lo reviso y,
¿honestamente?, ahora mismo no estoy lista para afrontarlo.
No estoy lista para encarar el hecho de que, seguramente, Gael
ha vuelto a bombardear mi teléfono con mensajes.
—¿Dormiste bien? —Mi mamá pregunta, al tiempo que
vierte el contenido de la licuadora sobre los huevos revueltos
que se encuentran en la cazuela delante de ella.
—De maravilla —digo, aunque me costó un poco
quedarme dormida—. ¿Tú?
Ella sonríe.
—Yo siempre duermo como piedra y lo sabes —dice—.
Estoy preparando huevos en salsa porque sé que te encantan y
quiero que te quedes a desayunar con nosotros.
Mi corazón se hincha en respuesta.
—Eres la mejor; pero eso ya lo sabes, ¿no es cierto? —
digo, al tiempo que me instalo en una de las sillas altas de la
barra.
Ella me guiña un ojo en respuesta, pero no dice nada más.
Se limita a mover con suavidad el contenido de la cacerola.
Justo cuando estoy a punto de hacer un comentario acerca
de lo bien que huele, mi teléfono empieza a vibrar en mi
mano.
Durante un doloroso instante, la posibilidad de ni siquiera
mirar la pantalla se vuelve tentadora, pero la curiosidad es más
grande.
La sola idea de que, quizás, se trate de Gael, hace que
corazón dé un vuelco furioso, pero trato de no mantenerme
muy esperanzada ante esa posibilidad. Además, aunque él
fuese quien estuviera llamándome, no importaría en lo
absoluto porque no tengo intención alguna de hablar con él.
Miro la pantalla.
El nombre de Victoria danza frente a mis ojos y mi ceño se
frunce.
—¿Todo bien? —pregunta mi madre, con curiosidad, al
ver mi expresión extrañada.
—Sí —digo, pero la verdad es que no sé cómo sentirme
respecto a esta llamada—. Necesito contestar, es todo.
Sin darle tiempo de decir nada, me levanto de la silla para
encaminarme hacia la sala y deslizo el dedo sobre el aparato
para responder.
—¿Sí? —Mi voz suena ronca debido al sueño y al
nerviosismo repentino.
—¡¿Para qué diablos tienes un maldito teléfono si siempre
está apagado?! —Victoria chilla del otro lado de la línea y mi
ceño se frunce otro poco.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—¡Por supuesto que estoy bien! —Ella exclama, pero
suena furiosa—. ¡Yo estoy más que bien! ¡El que está mal de
la cabeza es ese idiota con el que estás saliendo!
Niego con la cabeza, incapaz de seguir el hilo de lo que
dice.
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—¡Del sujeto que te sacó como costal de patatas de La
Santa! ¡Del hombre ese al que le escribes la biografía! —
Victoria espeta—. ¡¿Sabías que pasó la maldita noche
aparcado afuera del apartamento?! Anoche vino a buscarte y
se negó a marcharse porque está convencido de que estás
escondiéndote de él.
«Mierda».
—¿Qué? —suelto, en un susurro incrédulo y horrorizado.
—¡Lo que escuchas! —Mi compañera de cuarto chilla—.
¡El lunático ese está allá afuera todavía! Traté de localizarte,
pero tenías el maldito teléfono apagado y no tengo el número
de la casa de tus padres. ¿Se puede saber qué carajo está
pasando? ¿Por qué está él aquí? ¿Es que acaso no viniste a
dormir porque estás huyendo de él? ¿Por qué sabías que iba a
venir a buscarte?
Niego con la cabeza, incapaz de creer lo que Victoria dice
y, al mismo tiempo, creyéndolo todo. Gael es tan necio y tan
terco, que no me sorprende que haya llegado a esos extremos
solo por hablar conmigo.
«¿Qué demonios está mal contigo, Gael Avallone?», digo,
para mis adentros, al tiempo que trato de ordenar el centenar
de pensamientos encontrados que me invaden la cabeza.
—Dile que no estoy en casa —digo, al cabo de unos
instantes, y en voz baja para que mi mamá no sea capaz de
escucharme—. Dile que lo mejor que puede hacer es irse a
casa.
—¿Crees que no se lo dije hasta el cansancio? —Victoria
bufa—. Jamás había conocido a un hombre tan testarudo en mi
vida.
Ilusión, indignación, terror y enojo se mezclan en mi
sistema, haciéndome imposible pensar con claridad. Y, sin
más, me lo imagino ahí, dentro de su coche, afuera del
pequeño edificio en el que vivo.
—Dile que hablaste conmigo y que te dije que hablaré con
él siempre y cuando se marche a casa —improviso,
sintiéndome desesperada y ansiosa, luego de unos instantes sin
saber qué decir—. Dile que digo yo que…
—¡Oh, no, Tamara Herrán! ¡No seré el teléfono
descompuesto de nadie! Si tienes algo que decirle, ven, habla
con él y déjale en claro que ya no quieres nada con él si ese es
el motivo por el cual estás huyendo. A mí no me pongas en
medio —Ni siquiera me da tiempo de responder. No me da
tiempo de hacer nada porque finaliza la llamada.
No hay que ser un genio para notar que está furiosa.
Un millar de sentimientos encontrados se arremolinan
dentro de mi pecho y no sé qué hacer. Quiero salir corriendo
de aquí para volver al apartamento y hacer control de daños.
Quiero salir de aquí a toda velocidad para volver al
apartamento y verlo.
Mi corazón no ha dejado de latir con brusquedad, mis
manos no han dejado de temblar y mi mente no ha dejado de
ser esta maraña de ideas intensas y abrumadoras.
«No. Sé. Qué. Hacer».
Una parte de mí, esa que siente que el mundo se le viene
encima cada que está cerca del magnate, me urge a que vaya a
su encuentro. Que corra a buscarle, para escuchar cualquier
excusa que vaya a darme respecto a lo que pasó y creerle.
Pero la otra, esa que es orgullosa y que está enojada con él
por no ser honesto conmigo, me dice que debo quedarme aquí,
en casa de mis papás y mandarlo al carajo.
«No puedes permitir que te arruine tu estancia aquí», dice
la vocecilla insidiosa en mi cabeza, pero sé, por sobre todas las
cosas que, así me quede aquí y trate de mandar a Gael a la
mierda, no voy a estar tranquila. La ansiedad va a comerme
viva hasta que vaya al apartamento solo para comprobar si de
verdad se ha quedado ahí o se ha cansado lo suficiente como
para marcharse.
«¡Tamara, no se te ocurra ir corriendo a buscarlo!», me
reprime el subconsciente, pero ya he comenzado a avanzar
hacia la cocina.
«¡Eres una idiota! ¡Una completa imbécil por siquiera
considerar la posibilidad de ir a su encuentro!», grita la voz en
mi cabeza, pero la empujo lejos lo mejor que puedo, al tiempo
que, con el corazón desbocado, beso la mejilla de mi madre y
me disculpo con ella por no poder quedarme a almorzar.
Cuando me pregunta si todo está bien, le digo que sí. Que
ha surgido algo en el trabajo y que tengo que ir ya mismo a las
oficinas de la editorial.
Acto seguido, y sin darle tiempo de decir nada, salgo de la
cocina, subo las escaleras a toda velocidad, me visto con la
misma ropa que traía ayer y tomo mi bolso.
Una vez lista, amarro mi cabello en una coleta y bajo las
escaleras para despedirme de mis papás, quienes ya se
encuentran instalados en el comedor.
Mi mamá insiste en que me quede a desayunar con ellos y
mi corazón se rompe otro poco cuando noto la decepción que
hay en su mirada al negarme y disculparme una vez más.
Mi papá, por el contrario, no dice nada. Se limita a
besarme en la mejilla a manera de despedida y a pedirme que
regrese pronto a visitarlos. Luego de asegurarles que vendré y
pasaré el fin de semana aquí, hago mi camino hacia la salida
de la casa.

En el momento en el que bajo del tren y me echo a andar a


toda velocidad hacia la salida de la estación, mis niveles de
estrés y ansiedad se disparan a niveles inhumanos.
Mi pulso golpea con violencia detrás de mis orejas, mi
respiración es agitada debido a la rapidez con la que camino y
tengo un nudo en la boca del estómago.
Las puntas de los dedos de mis manos se sienten heladas y
sé que es debido al nerviosismo; así que, en un débil intento
por calentarlas, dejo escapar mi aliento sobre ellas, para luego
cerrar los puños y tratar de mantener el calor.
No puedo dejar de maldecirme a mí misma por la manera
ridícula en la que estoy sintiéndome y, con todo y eso,
entiendo a la perfección a qué se debe. Entiendo que es Gael
quien ha sabido filtrarse en mi vida de un modo tan
imperceptible, que ahora es capaz de provocarme toda clase de
emociones abrumadoras.
Las escasas calles que separan el edificio en el que vivo de
la estación se sienten inmensas. Es por eso que no sé cuánto
tiempo pasa antes de que llegue a mi destino.
Cuando lo hago, me detengo en seco.
Un disparo de ansiedad se detona dentro de mí y el nudo
en mi estómago se aprieta porque ahí está él. Ahí está su
coche, justo en uno de los espacios para aparcarse que hay
afuera del edificio.
Las náuseas provocadas por la inestabilidad de mis nervios
alterados hacen que una arcada se construya en mi garganta,
pero, de alguna manera, me las arreglo para contenerla.
A continuación, justo cuando creo que nada podría
empeorar mi estado de ánimo, la puerta del auto se abre y la
figura de Gael aparece en mi campo de visión.
De acuerdo. Ahora sí se siente como si pudiese vomitarme
encima. Como si pudiese salir corriendo para huir de él.
Su mirada encuentra la mía.
Lleva la misma ropa de ayer. La única diferencia ahora es
que luce desaliñada y descuidada; arrugada incluso. Su
cabello, usualmente estilizado y bien arreglado, es un desastre
compuesto de ondas rebeldes y desordenadas; la corbata que
llevaba ayer ha desaparecido y, en su lugar, un par de botones
deshechos dejan al descubierto parte de la piel de su pecho.
Aun así, ninguno de sus tatuajes salta a la vista.
Hay bolsas debajo de sus ojos y el aspecto cansado que
tiene le hace lucir más viejo de lo que en realidad es. No
obstante, no deja de lucir intimidante e imponente hasta la
mierda. No deja de lucir como si hubiese salido de alguna
especie de revista de modas.
No dice nada. Ni siquiera se mueve. Se limita a mirarme
con ese gesto descompuesto que parece haber sido tallado en
su rostro y me observa como si yo fuese la criatura más cruel
existente en la tierra.
En ese momento, un destello iracundo se apodera de mi
sistema y, de pronto, me encuentro avanzando hacia él a toda
velocidad. Me encuentro siendo presa de mis impulsos idiotas
una vez más.
Él no se mueve cuando, en unos cuantos pasos, acorto la
distancia que nos separa. Tampoco lo hace cuando, llena de
una ira arrolladora que ni siquiera sabía que estaba
conteniendo, le espeto que quiero que se vaya.
—Tamara, tenemos que hablar —dice en tono casi
suplicante, al tiempo que me toma por el antebrazo cuando
hago ademán de marcharme en dirección al edificio. En ese
instante, la ira incrementa.
—¡Tenemos que hablar y una mierda! —siseo en su
dirección, al tiempo que me deshago de su agarre con un par
de movimientos bruscos—. ¿Quién demonios crees que eres
para venir así aquí luego de lo que pasó?
—¡Tamara, es que no pasó nada! —suelta, con
desesperación y confusión—. ¡No pasó una puta mierda! ¡Creí
que estábamos bien!
—¡¿Bien?! —espeto, en medio de una risotada amarga—
¡¿Creíste que estábamos bien luego de que te desapareciste
como lo hiciste?!
—¡Te llamé decenas de veces! ¡Te escribí docenas de
puñeteros mensajes y no tuviste la decencia de responderme ni
uno solo! —espeta de regreso y la ira se vuelve tan
insoportable que me quema por dentro.
—Si de verdad hubieras querido hablar conmigo, habrías
venido a buscarme —escupo—, pero supongo que estabas
muy ocupado siendo el maldito títere de tu padre, ¿no es así?
—¿Qué tiene qué ver mi padre en toda esta mierda? ¿Es
que acaso de eso se trata? ¿De que me arrastre a buscarte cada
que se me ocurra tener ocupaciones y no pueda procurarte? —
Casi ladra las palabras cuando las dice, pero, a estas alturas, no
me interesa la manera en la que me habla o cuán enfurecido se
encuentra—. ¿Es que no se te ocurrió que estaba tratando de
ser prudente y no abrumarte? Y si estabas tan inquieta por mi
desaparición, ¿por qué no pudiste tragar tu puto orgullo para
buscarme y preguntarme qué coño estaba pasando?
—¿Para qué? —Mi voz se eleva un poco mientras escupo
las palabras con violencia—. ¿Para que volvieras a mentirme?
¿Acaso crees que soy idiota y no me doy cuenta de lo que está
pasando?
—¡Es que no está pasando nada, joder!
—¡Te escuché hablar con tu papá el día que me quedé en
tu casa! —Estoy a punto de gritar. A estas alturas, estoy segura
de que los vecinos han comenzado a enterarse de lo que ocurre
acá afuera—. ¡Ahora atrévete a decir que no está pasando
nada! ¡Te reto a tratar de jugarme el maldito dedo en la boca!
El gesto descompuesto de Gael se ensombrece en el
instante en el que las palabras me abandonan, pero no me
arrepiento en lo absoluto de haberle dicho la verdad. No me
arrepiento de haberle hecho saber que escuché los planes que
tenía su padre para él ese fin de semana.
—Te dije que iba a arreglarlo —dice, pero esta vez, suena
inseguro… Incierto.
—¿Cuándo? ¿Cuándo falte una semana para tu boda?
¿Cuándo te hayas cansado de jugar al hijo perfecto y quieras
hacer tu vida a tus anchas? —El veneno que destila mi voz me
hace sonar más cruel de lo que pretendo ser en realidad, pero
no me importa. Ahora mismo, lo único que quiero es dejarle
en claro a Gael que estoy cansada de él. De sus malditas
omisiones y de sus jodidas mentiras.
—Tamara, es que no es así de sencillo.
—Pues, si no es así de sencillo, no vengas aquí a decir que
sientes algo por mí. No vengas aquí a trata de ilusionarme —
refuto—. Te lo dije antes y te lo repito ahora: no voy a ser el
secreto de nadie. Mucho menos de alguien como tú. —Niego
con la cabeza, al tiempo que trago para deshacer el nudo que
ha comenzado a formarse en mi garganta—. ¿Para qué nos
engañamos, Gael? ¿Para qué tratas de mentirme cuando ambos
sabemos que esto… como sea que se llame… está destinado a
irse a la mierda? ¿Por qué no mejor terminamos con todo de
una maldita vez y dejamos de jugar a que me dices algo bonito
y yo te lo creo?
—Tamara…
—No estás enamorado de mí, Gael —lo interrumpo—. No
vas a dejarlo todo por mí y, ¿francamente?, tampoco quiero
que lo hagas. Me lo dije a mí misma y ahora te lo digo a ti: no
voy a ser tu verdugo. No voy a ser tu perdición.
El gesto dolido que se apodera de sus facciones me rompe
por completo. La decepción que soy capaz de ver en sus ojos,
la manera en la que sus hombros —hace unos instantes
imponentes y anchos— se curvan hacia adelante en una
postura insegura, la dura línea de su mandíbula y la manera en
la que aprieta los puños a los costados de su cuerpo… Todo
me lastima. Me quiebra de maneras inexplicables.
—No te estoy pidiendo que seas mi verdugo, ni mi
perdición, Tam —dice, al cabo de unos segundos, con la voz
enronquecida por las emociones—. Te estoy pidiendo que te
quedes. Que me des tiempo para arreglarlo todo.
—Primero toma las riendas de tu vida, Gael —digo, a
pesar de que no quiero hacerlo y de que sus palabras han
abierto una brecha diminuta en mi voluntad y amenazan con
resquebrajarla y reducirla a un montón de escombros—. No
puedes pedirme que me quede cuando ni siquiera tú sabes qué
carajo hacer.
Una sonrisa amarga se dibuja en los labios del magnate y,
acto seguido, desvía la mirada.
—¿Es que acaso no te das cuenta, Tam? —Suena torturado
—. ¿Es que acaso no eres capaz de ver que, antes de que
aparecieras en mi vida, ya lo tenía todo resuelto? ¿Qué, antes
de que vinieras aquí a llenarme la cabeza de castillos en el
aire, ya tenía un plan?
—¿Y se supone que tengo que pedirte una disculpa por
eso? —Sueno más molesta de lo que me gustaría. Más
decepcionada de lo que quisiera—. ¿Se supone que tengo que
sentirme mal por haberte arruinado los planes? —Sacudo la
cabeza en una negativa furiosa—. No puedes venir aquí a
decirme todo esto para tratar de impedir que me vaya. No
cuando ayer hiciste tu elección.
—¿De qué elección estás hablando? —Suena exasperado
ahora—. Yo no elegí absolutamente nada, Tamara.
—Por supuesto que lo hiciste. Al quedarte ahí… al no
intentar hablar conmigo… lo hiciste.
—¿Y tenía que correr a detenerte? ¿Tenía que exponer lo
que siento por ti delante de mi padre para que trate de
destruirte? —El enojo se filtra en su voz—. No fui detrás de ti
con toda la intención de hacernos un maldito favor.
—No te creo —refuto—. No creo una sola palabra de lo
que dices.
—¿Qué es lo que sí vas a creerme, Tamara? —escupe, con
coraje y desesperación—. ¿Vas a creerme si te digo que no fui
detrás de ti porque en realidad sí soy el hijo de puta que crees
que soy? ¿Ahí sí vas a creer en lo que digo? —Da un paso en
mi dirección y luego otro—. ¿Por qué no me crees cuando te
digo que todo esto tiene una maldita explicación? ¿Por qué no
me crees cuando te digo que hay algo en ti que me vuelve
loco? ¿Qué no me deja pensar con la puta cabeza fría? —Mi
pecho se estremece cuando me percato del tinte dolido que hay
en su mirada—. ¿Por qué es tan fácil para ti creer que soy un
cabrón gilipollas? ¿Por qué no puedes creerme cuando te digo
que estoy tratando de averiguar qué cojones hacer para estar
contigo y mantenerte lejos del imbécil que tengo por padre?
Una mano grande se ahueca en mi mejilla y, por instinto,
me aparto; pero la palma libre de Gael está lista para acunarse
al otro lado de mi cara y sostenerme ahí, con el rostro entre las
manos y el corazón hecho jirones debido a los sentimientos
encontrados que me embargan.
—¿Por qué es tan difícil para ti aceptar que me gustas del
modo en el que lo haces? ¿Por qué te cuesta tanto creerme
cuando te digo que no trato de hacerte daño?
—Suéltame —suplico, porque no quiero caer de nuevo en
su juego. Porque no quiero volver a ilusionarme en vano.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —dice, con
la voz enronquecida por las emociones—. ¿Estás segura de
que quieres que te suelte?
No soy capaz de responder. No soy capaz de hacer otra
cosa más que concentrarme en el modo en el que su aliento
cálido golpea contra mis labios.
—Ayer estuviste con ella —digo, luego de un largo rato.
Sueno patética y suplicante.
—No estuve con ella. Fui a un evento de caridad en el que
estuvieron un montón de accionistas de la empresa —
puntualiza, en voz baja y ronca—. Su padre incluido.
—La llevaste contigo. Como tu acompañante —reprocho,
con frustración y enojo.
—Y la dejé plantada a la mitad del evento solo para venir a
buscarte. Para venir a hablar contigo.
—Cenaste el sábado pasado en su casa. Con su familia. —
Trato de liberarme de su agarre, presa de las oscuras
emociones que me torturan, pero él me lo impide.
—Y pasé la noche encerrado en el coche, esperándote —
dice y un estremecimiento me recorre cuando la intensidad de
sus palabras se me clava en el pecho y hace un agujero en mi
interior.
No digo nada. No soy capaz de hacerlo. Si abro la boca
para hablar, es probable que me eche a llorar.
—¿Por qué es tan difícil para ti entender que Eugenia no
me interesa en lo absoluto? ¿Por qué te cuesta tanto creerme
cuando te digo que eres tú quien no ha dejado de robarme el
sueño desde el primer momento? ¿Desde la primera
conversación?
Lo miro a los ojos.
—Me gustas, Tamara. Me gustas mucho. Ya me cansé de
negármelo a mí mismo. Ya me cansé de intentar engañarme
diciéndome que lo único que quiero es meterte en mi cama,
porque no es así. Porque esto… —Me acerca hacia él aún más,
de modo que su abdomen se pega al mío y nuestros alientos se
mezclan—. Esto es diferente. Esto es, ahora mismo, lo único
que hace que haber puesto un pie en México haya valido la
pena.
Mis manos cierran en puños el material de su saco.
—Deja de hacerme esto —suplico, pero ni siquiera yo
misma sé qué es lo que me está haciendo.
—Tú deja de hacerme esto —susurra, con un hilo de voz y,
así de pronto, sin darme tiempo de decir nada, une sus labios a
los míos con violencia y brusquedad.
Une sus labios a los míos en un beso que me sabe a tortura.
Un beso que me sabe a gloria y perdición.
Capítulo 25
Tiemblo de pies a cabeza.
Mi corazón no ha dejado de latir a toda marcha, la
revolución que llevo dentro es tan intensa, que no puedo dejar
de luchar contra las ganas que tengo de apartarme de Gael
Avallone y de fundirme en él al mismo tiempo.
Un brazo fuerte y firme se envuelve en mi cintura. Un
suspiro es arrancado de mis labios y, justo cuando creo que el
beso va a tomar más fuerza, esta disminuye. Se transforma
hasta convertir nuestro contacto en uno suave, lento,
cadencioso… dulce.
Algo cálido me llena el pecho. Algo indescriptible, intenso
y suave al mismo tiempo, me recorre las venas y me llena de
una emoción desconocida. Aterradora por sobre todas las
cosas.
Dudo unos instantes y trato de apartarme. Cuando lo hago,
Gael profundiza el beso.
Mis manos —que se aferraban al material del saco que
viste— ahora están sosteniéndole la nuca y me odio por eso.
Me odio por tener voluntad de papel y no apartarlo de una vez
y por todas. Por no poder serle fiel a la entereza de la que tanto
profeso.
El sonido de un teléfono celular hace que él rompa el beso
de manera abrupta, para luego soltar una maldición en voz
baja. Yo aprovecho esos instantes para bajar el rostro, de modo
que mi frente descansa sobre su barbilla.
El palpitar violento detrás de mis orejas y el ir y venir de
mi respiración dificultosa, es lo único que puedo percibir
ahora mismo; y, la vergüenza que me invade al darme cuenta
de lo que acaba de pasar, se convierte en lo único en lo que
puedo concentrarme.
Me toma unos instantes registrar que es su teléfono el que
suena y a él le toma unos segundos más dignarse a apartarse
de mí para tomar el aparato de uno de los bolsillos de sus
pantalones.
Mi vista se posa en él justo a tiempo para ver el gesto
incierto que esboza cuando ve el nombre de la persona que
trata de contactarlo; pero, al cabo de unos segundos, desvía la
llamada y vuelve a guardar el teléfono en su lugar.
Acto seguido, el aparato empieza a sonar de nuevo.
Otra palabrota escapa de los labios del magnate y, aunque
quiero aprovechar ese momento para echarme a correr hacia el
apartamento, me las arreglo para apartarme de él unos pasos
más e intentar recomponerme.
—Contesta —digo, en voz baja, al tiempo que desvío la
mirada y coloco detrás de mis orejas los mechones de cabello
que se me han soltado de la coleta.
—No es importante —Gael refuta, con la voz
enronquecida por las emociones, pero no le creo en lo
absoluto. La manera en la que pronuncia las palabras lo delata.
Me obligo a mirarlo.
—Ambos sabemos que es importante que respondas —
insisto, pero la determinación con la que me encuentro en su
gesto me hace saber que no va a contestar esa llamada.
—Arreglar las cosas contigo es más importante que
cualquier cosa que Camila tenga que decirme al teléfono —
dice y mi corazón se estruja con fuerza.
—Podemos arreglar las cosas luego —sueno ligeramente
inestable, pero, a estas alturas, ni siquiera me interesa
pretender que estoy bien. Que no me siento afectada por él y
por todo lo que le hace a mis nervios cuando está cerca.
—¿Luego? ¿Cuándo? ¿Cuando la inseguridad que sientes
respecto a mí te haga crearte las historias más atroces?
¿Cuando la falta de comunicación te haga creer que no me
importas en lo absoluto? —dice, al tiempo que su teléfono deja
de sonar unos instantes, para volver a hacerlo al cabo de unos
segundos—. Necesito que de una vez por todas hablemos de
esto, Tam. De nosotros. De lo que va a pasar. —Niega con la
cabeza—. Estoy cansado de estar en guerra contigo. De sentir
que, luego de dar un paso hacia adelante, damos veinte hacia
atrás. Así que: sí. Esto es más importante para mí ahora
mismo. Arreglar esto es lo único que me interesa en estos
momentos.
Un estremecimiento me recorre la espina dorsal y sus
palabras calan hondo en mi interior. Calan tan fuerte, que todo
dentro de mí se inquieta de sobremanera.
Mi boca se abre para hablar, pero no estoy segura de qué
es lo que voy a decir. Justo cuando estoy a punto de hacerlo, el
aparato deja de sonar y comienza a hacerlo una vez más.
—¡Me cago en la puta! —Gael escupe con irritación, al
tiempo que toma el teléfono entre los dedos y, sin darme
tiempo de siquiera procesarlo, desliza el pulgar por la pantalla
y se lo lleva a la oreja para espetar un seco—: ¡¿Qué?!
El silencio que le sigue a su exclamación enfurecida me
hace saber que la persona del otro lado está hablando.
—Cancélala —dice, una vez que su interlocutor termina de
hablar—. Cancela todo lo que tenga para hoy. No voy a ir a la
oficina. —La brusquedad con la que escupe las palabras,
aunado a lo que acaba de decir, hace que un nudo se instale en
mi estómago, pero no estoy segura del porqué—. No.
Tampoco asistiré —habla, luego de que otra larga pausa se
hace presente y, esta vez, la exasperación tiñe el gesto de Gael.
Se frota la frente con la palma, en un gesto cargado de
desesperación e intolerancia.
—Señorita Vázquez, escúcheme bien —el tono que el
magnate utiliza es tan amable, como condescendiente, y las
ganas de golpearle la nuca a manera de reprimenda se hacen
presentes—: No voy a ir a la oficina. Quiero que cancele todas
mis reuniones. No estoy para nadie, ¿de acuerdo? —Hace otra
pausa—. No. Ni siquiera para mi padre. —Gael asiente,
aunque la persona del otro lado del teléfono no puede verlo—.
Nos vemos mañana, señorita Vázquez —dice, luego de otro
pequeño rato en silencio y luego, finaliza la llamada.
Posa su atención en mí una vez más.
—¿Podemos hablar ya, por favor? —dice, luego de unos
largos instantes y yo, presa del agotamiento emocional, asiento
en acuerdo.
—Vamos adentro —digo, para darle algo de paz a mis
nervios alterados y a la revolución de sentimientos que me
azota, al tiempo que hago un gesto de cabeza en dirección al
apartamento.
El, en respuesta, cierra los ojos en un gesto aliviado y,
cuando empiezo a avanzar, me sigue de cerca.
Nos toma apenas unos instantes encaminarnos a las
escaleras del edificio y subir los tres pisos que llevan a mi
departamento.
No hablamos en lo absoluto mientras lo hacemos. Gael
tampoco hace ademán de acercarse demasiado. La distancia
con la que sigue mis pasos es de escalones enteros. No sé
cómo me hace sentir eso. No sé cómo lidiar con ello, porque
se siente como si tratase de no asustarme. De mantener abierta
la brecha que hizo en la armadura que traía puesta cuando
llegué aquí.
El nerviosismo se me nota en la torpeza con la que rebusco
las llaves dentro de mi bolso una vez que nos encontramos
afuera del apartamento. Pese a eso, el magnate no dice nada.
Se limita a esperar pacientemente a que conecte el cerebro con
los dedos, para poder encontrarlas.
Una maldición se me escapa cuando, por cuarta vez,
revuelvo todo el contenido de mi bolso sin éxito.
Eventualmente, logro localizarlas en uno de los bolsos
pequeños del interior y, cuando esto ocurre, abro el cerrojo.
Le ruego al cielo que la estancia esté presentable y que,
por una vez en la vida, a Victoria se la haya ocurrido llevarse a
su recámara el montón de zapatos que suele dejar regados por
todos lados.
Abro la puerta.
Lo primero que me encuentro cuando pongo un pie en la
sala, es la visión de Alejandro, con el cabello revuelto, los ojos
hinchados por el sueño y una cuchara repleta de cereal a medio
camino de la boca. Sus ojos están clavados en un punto a mis
espaldas y sé, de inmediato, que Gael está justo detrás de mí y
que ambos están sosteniéndose la mirada.
«Me lleva el diablo».
La mirada de mi compañero de cuarto pasa de Gael a mí
un par de veces, como si tratase de decidir si la situación es
hostil o no.
—Buenos días —digo, al tiempo que, haciendo acopio de
toda mi fuerza de voluntad, me obligo a avanzar hacia el
interior del departamento.
Alejandro me regala un gesto de cabeza a manera de
saludo, pero no ha apartado la vista del hombre que, sin
esperar por una invitación, se introduce dentro del pequeño
espacio en el que vivo.
—Buenos días —Gael saluda, pero suena tenso y distante
al mismo tiempo.
—¿Y Victoria? —digo, en un desesperado intento de
desviar la atención de ambos.
—Tenía ensayo general en el teatro y se fue hace como
media hora —Alejandro responde. Él también trata de sonar
despreocupado, pero el filo tenso que hay en su voz lo delata
por completo.
—Oh… —digo, porque no sé qué otra cosa hacer y, con
incomodidad, finjo acomodar los cojines que se encuentran
sobre uno de los sillones.
—Yo también voy a de salida —Alejandro anuncia y eso
hace que mi atención se pose en él—. Me reúno con mis
compañeros de estudio una vez más, así que solo termino de
desayunar y me marcho.
Asiento, sin saber muy bien qué decirle. Él parece notar mi
nerviosismo, ya que esboza una sonrisa suave y dice:
— ¿Qué tal la casa de tus padres?
El esfuerzo descomunal que hace por mantener la
conversación en un lugar ligero y manejable me hace querer
abrazarlo; pero, en lugar de hacerlo, me quedo aquí, de pie a la
mitad de la estancia, mientras me encojo de hombros en un
gesto que pretendo que luzca despreocupado.
—La casa de mis papás siempre está increíble —digo,
porque es cierto.
—Deberías decirle a tu madre que nos mande galletas de
nuevo. Estaban deliciosas. —Alejandro me regala una sonrisa
juguetona y, muy a mi pesar, sonrío de regreso.
—Esas galletas eran mías. No tenías por qué habértelas
comido —digo, con fingida indignación, al recordar como
hace unos meses engulló una bolsa de galletas de nuez que
mamá había hecho para mí. Él suelta una pequeña risa en
respuesta.
—¡Me disculpé un millón de veces! —Exclama y, esta vez,
la tensión se fuga un poco en la estancia.
—Y te tendrás que disculpar un millón más para que lo
olvide —refuto, antes de posar mi atención en Gael, quien no
ha despegado los ojos de mi compañero de cuarto.
La dureza en su ceño fruncido no hace más que confirmar
lo que ya sospechaba: no está feliz con esto. No está feliz
conmigo y Alejandro hablando de este modo.
—¿Ya conocías a Alejandro, Gael? —digo, mientras trato
de no hacerle notar cuán satisfecha me hace sentir el gesto
incómodo que se ha apoderado de su rostro.
Gael, de soslayo, me dedica una mirada irritada.
Sabe que estoy empujándolo un poco hacia el borde. Que
esta es una especie de revancha por todo lo que me ha hecho
pasar las últimas semanas.
—No formalmente, pero ya nos habíamos encontrado —
Gael responde, estoico. Es todo negocios ahora. Su postura,
hace unos instantes, desgarbada y desinhibida, es ahora
imponente. Casi soberbia.
En estos momentos, me da la impresión de que, si
estuviésemos en otro lugar. En un espacio similar a su oficina,
Gael estaría estirando una mano hacia Alejandro para
estrechársela.
Una sonrisa idiota amenaza con escaparse de mis labios
con el mero pensamiento, pero me las arreglo para contenerla
lo mejor que puedo.
Alejandro dispara una mirada irritada en mi dirección
segundos antes de ponerse de pie de la silla en la que se
encuentra.
—Yo me retiro —dice, en un tono formal y extraño en
partes iguales—. Vuelvo tarde. No me esperen temprano.
Y así, sin dar oportunidad a nada, desaparece en el interior
de la cocina unos segundos antes de reaparecer, tomar la
chaqueta que descansa en el respaldo de la silla en la que se
encontraba y encaminarse hacia la salida, justo donde Gael se
ha instalado.
Se detiene frente a él.
—Un gusto, Gael —dice y mi corazón hace un baile
extraño solo porque le ha llamado por su nombre de pila y no
por su apellido. Solo porque lo ha bajado del pedestal en el
que la gente suele ponerlo todo el tiempo.
En ese instante, poso mi atención en el hombre que se
encuentra a pocos pasos de distancia de mí y soy capaz de
notar cómo su cuerpo se tensa en respuesta a las palabras de
Alejandro.
Aun así, se las arregla para aclararse la garganta y regalarle
un asentimiento a mi compañero de cuarto quien, rápidamente,
alza una mano para estrecharla con la suya.
Gael posa la vista en la mano extendida de Alejandro y, de
pronto, no puedo dejar de pensar en su padre y en el incidente
que tuvimos ayer.
Una punzada de algo doloroso me atraviesa el pecho de
lado a lado, pero me las arreglo para ignorarla lo mejor
posible.
Al magnate le toma apenas unos instantes más apretar la
mano de Alejandro en un saludo, y le toma unos cuantos más
arrancarse las palabras de la boca para decir que él se siente
también gustoso de conocerlo.
Sé que está mintiendo. Que, en realidad, odia la idea de
tener que estar delante de mi compañero de cuarto, y la
satisfacción y el remordimiento se mezclan dentro de mí.
—Nos vemos más tarde —Alejandro dice en mi dirección
luego de eso, y me guiña un ojo. La tensión en los músculos de
Gael es visible ahora. Mi compañero de departamento ni
siquiera parece inmutarse con esto, ya que me regala una
sonrisa sesgada que, muy a mi pesar, correspondo con una
boba y gigantesca.
—Hasta luego —musito y, luego de eso, Alejandro
desaparece por la puerta principal.
Se hace el silencio.
No estoy muy segura de qué hacer o de qué decir una vez
que Alejandro se marcha, así que continúo jugueteando con
los cojines del sillón.
La mirada del magnate está fija en mí. Puedo sentirla
taladrándome la cabeza y, con todo y eso, me tomo mi tiempo
sacudiendo el polvo inexistente del sofá individual.
—No creí que hablabas en serio cuando dijiste que vivías
con él. —No me pasa desapercibido el tono amargo que tiñe la
voz de Gael.
Algo dentro de mí se regodea en respuesta a su
comentario, pero le regalo un encogimiento de hombros, aún
sin mirarlo.
—No es la gran cosa —mascullo en respuesta, pero ya he
comenzado a luchar contra la sonrisa que amenaza con
abandonarme—. Compartimos los gastos de un apartamento y
ya está.
—Y estuviste a punto de besarlo en un antro hace casi dos
semanas —puntualiza.
—No estuve a punto de besarlo —digo, a regañadientes y
en voz baja, mientras me obligo a encararlo—. Además, no es
como si tuvieses algo qué reclamarme. Te recuerdo que en ese
entonces me habías dicho que yo era un error. Que ibas a
casarte y que haberme besado había sido una equivocación,
¿lo recuerdas?
De manera abrupta, la distancia que me separa de Gael es
acortada por sus largas zancadas y, antes de que pueda siquiera
reaccionar, se encuentra tan cerca que tengo que alzar la cara
para mirarlo a los ojos.
—¿Te gusta? —pregunta, en voz baja y un escalofrío me
recorre de pies a cabeza.
—Por supuesto que no —me las arreglo para sonar
arrogante cuando lo digo, aunque, en realidad, lo único que
quiero es poner distancia entre él y yo para así poder pensar
claramente. Para poder deshacerme de la sensación
abrumadora que siempre me invade cuando lo tengo así de
cerca.
—Ah, ¿no? —Gael habla en un susurro ronco y profundo,
al tiempo que, con una mano retira algunos mechones sueltos
de mi cabello para colocarlos detrás de mi oreja.
Niego con la cabeza, aturdida.
—No… —Mi voz suena inestable ahora y la vergüenza y
el coraje me invaden en partes iguales.
—¿Y yo? —pregunta y, esta vez, la duda se filtra en su
tono despreocupado. El anhelo se cuela en la manera en la que
pronuncia las palabras—. ¿Yo… te gusto?
Mi corazón se salta un latido.
Mi boca se abre para hablar, pero las palabras no vienen a
ella; así que la cierro de golpe una vez más.
Él no dice nada. Se queda quieto, con esos ojos ambarinos
clavados sobre los míos, y esa fuerza que siempre irradia y que
me hace sentir intimidada a la espera de una respuesta.
—No. —El sonido de mi voz es tímido e inseguro, pero es
lo mejor que puedo darle. Es todo lo que puedo pronunciar
ahora que la revolución dentro de mí ha comenzado a avivarse.
La mirada de Gael se oscurece varios tonos.
—Mientes —replica, en voz baja, y mis entrañas se
retuercen con violencia al escuchar la intensidad con la que
habla—. Sé que mientes.
Trago duro.
—Si ya lo sabes —me las arreglo para arrancar las
palabras de mi boca—, ¿para qué lo preguntas?
Algo en su expresión cambia al instante y lo hace verse
como si fuera un niño pequeño. Lo hace lucir vulnerable.
Temeroso, incluso.
—Quiero escucharlo de tu boca, Tamara —dice, con un
hilo de voz—. Quiero escucharte decir que no me eres
indiferente. Que no soy el único aquí que siente algo, para así
no sentirme patético por estas horribles ganas que tengo de
besarte.
—¿Y de qué sirve que lo diga? ¿De qué sirve que lo
admita si…? —Niego con la cabeza, incapaz de continuar, al
tiempo que trago varias veces para deshacer el nudo de
emociones que se forma en mi garganta.
—¿Qué, Tamara? —Me insta a continuar—. ¿De qué sirve
que lo admitas si, qué?
Me obligo a mirarlo.
—¿De qué sirve que lo admita si todo esto está destinado a
irse al carajo? ¿Si ambos sabemos que esto no va a funcionar?
No cuando hay tantas omisiones de por medio. No cuando
venimos de lugares tan diferentes —suelto, con toda la
determinación que puedo imprimir—. ¿De qué me sirve
admitir que siento algo por ti, cuando todo me grita en la cara
que solo tratas de jugar conmigo?
Gael aprieta la mandíbula y un músculo salta en ella casi al
instante.
—Tam, no voy a mentirte y decirte que nunca he tonteado
con una mujer. —Habla—. No voy a ser un hipócrita de
mierda y decirte que jamás he sido un cabrón mujeriego,
porque no es así. Porque lo he sido. Porque, hasta hace unos
meses, estaba dispuesto a hacer desfilar a una decena de chicas
aspirando a ser mis secretarias, solo por el mero placer de
divertirme. —Sus palabras me escuecen por dentro y evocan el
primer recuerdo que tengo sobre él. Ese en el que se encuentra
con los pantalones abajo, en una posición comprometedora
con Camila: su secretaria—. Y voy a ser un puto cliché al
decirte esto, pero: todo eso ha dejado de interesarme. Ha
dejado de parecerme atractivo, porque mi atención entera la ha
acaparado una muchachita talentosa y bocazas que se pavonea
en mi oficina. Y ni siquiera lo hace en lencería, ¡joder! ¡Lo
hace en ropa de vagabundo! ¿Puedes creerlo? Va por ahí, con
esos aires de grandeza que tanto me irritan, y todavía tiene el
descaro de hacerme enfadar hasta el punto en el que quiero
echarla nueve de cada diez veces que nos reunimos.
Muy a mi pesar, una pequeña sonrisa comienza a tirar de
las comisuras de mis labios. Él sacude la cabeza en una
negativa, al tiempo que ahueca mi rostro entre sus manos.
—Tamara Herrán, has puesto mi mundo de cabeza. Para
bien. Para mal. ¡Para sabrá Dios qué! —declara, y mi corazón
se salta un latido—. Y no quiero dejarte ir sin antes haberlo
intentado. Sin antes haber explorado esto que despiertas en mí
y que me desestabiliza hasta la locura.
—¿Y tu familia? ¿Y tu padre? ¿Grupo Avallone? ¿Tu
prometida? —Lo miro con aprensión.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que Eugenia Rivera no
es mi prometida? —Gael suena exasperado ahora—. ¿Qué
tengo que hacer para que me creas? ¿Para que te des cuenta de
que digo la verdad?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De creerte. De ser una aventura. De ilusionarme y
sentir… y que termines utilizándome.
—Tam, es que…
—Suelo aferrarme emocionalmente a las personas —lo
interrumpo—. Suelo sujetarme de quienes me rodean y
termino haciéndome mucho daño cuando las cosas se ponen
difíciles. —Sacudo la cabeza en una negativa—. Y sé que está
mal. Que es insano y que solo consigo lastimarme a mí
misma… pero no puedo dejar de hacerlo. No sé cómo
detenerlo… —Hago una pausa para recuperar el aliento—. Y
no quiero aferrarme a ti. No quiero hacerme daño sintiendo
algo por ti, porque sé, Gael Avallone, que vas a romperme el
corazón tarde o temprano. Vas a darte cuenta de lo diferentes
que somos y de que esto no puede ser, y vas a romperme el
corazón.
Clavo mis ojos en los suyos.
La emoción que veo en su gesto hace que algo
desconocido y abrumador me invada en partes iguales.
—Mira tú… —dice, con la voz enronquecida por las
emociones—. Tanto decías que era yo quien le temía a los
corazones rotos y resultaste ser tú, chiquilla valiente, quien
resultó tenerles pavor.
—Soy una hipócrita de mierda —susurro en acuerdo, al
tiempo que esbozo una sonrisa triste y temblorosa.
—¿Quién estará más loco aquí? —Gael musita, al cabo de
lo que se siente como una eternidad—. ¿Tú, que no quieres
salir herida o yo, que voy a más de cien kilómetros por hora
directo hacia una pared de concreto llamada David Avallone?
¿Tú, que tratas de esconderte tras una fortaleza emocional o
yo, que, con tal de encontrar pertenecer a algún lugar en el
mundo, está dispuesto a derribarla? —Sus pulgares trazan
caricias dulces en mis mejillas mientras habla—. ¿Soy egoísta
si digo que no quiero dejarte ir? ¿Si digo que, a pesar de que sé
que tengo que arreglar mi mierda primero, quiero tener algo
contigo?
Cierro los ojos.
—No va a funcionar —digo, pero realmente sueno
anhelante. Como si esperase que él me asegurara lo contrario.
Quizás así lo hago. Quizás, en realidad, eso espero: que me
diga una y mil veces que será lo opuesto y que estamos
destinados a ser de alguna u otra manera.
—¿Y qué si no funciona?… Yo de todos modos quiero
intentarlo —murmura—. Y no porque quiera hacerte daño,
sino porque hacía años que no me sentía así de bien. Así de…
vivo.
—¿Y de eso se trata todo esto? ¿De sentirse bien? ¿De
sentirse vivo?
—Se trata, Tamara Herrán, de que dejemos de pensarlo
tanto y nos dejemos llevar. De que dejes tus miedos de lado y
de preocuparte por lo que se vendrá —dice—. De que dejes de
hacerte mil y una historias en la cabeza cada que haya un
malentendido y me preguntes qué ocurre. —Abro los ojos solo
para darme cuenta de la cercanía de su rostro—. Se trata de
que vayamos un paso a la vez. Todo se resuelve un paso a la
vez. —Hace una pequeña pausa—. No corramos cuando
apenas hemos empezado a caminar.
—No quiero ser tu secreto. No quiero ser la otra.
—Yo tampoco tengo interés alguno en que lo seas, Tam.
—Gael susurra—. No vas a serlo. Y ya sé que lo dije antes,
pero lo repito por si no ha quedado claro: voy a arreglarlo
todo.
—Pero…
—Te doy mi palabra —me interrumpe—. Hace unos meses
te aseguré que arreglaría la mierda que provoqué al dejar que
se publicaran las fotografías que nos tomaron en el
McDonald’s, ¿recuerdas? —Esboza una sonrisa dulce que me
atenaza el pecho de manera dolorosa—. Ahora te pido que
confíes en mí y me dejes arreglar esto también.
Alivio, incertidumbre, miedo… ilusión. Todo se
arremolina en mi interior y es solo hasta ese momento, que me
atrevo a descansar la frente en su barbilla.
«No seas así de ingenua, Tamara», me reprime la vocecilla
insidiosa en mi cabeza, pero, de alguna manera, me las arreglo
para empujarla lejos. A ese lugar oscuro en el que guardo todo
eso que me hace daño.
—De acuerdo… —musito, finalmente, al cabo de unos
largos instantes, en un tono de voz apenas perceptible.
En respuesta, Gael envuelve sus brazos a mi alrededor y
me aprieta contra su cuerpo. Yo aprovecho para descansar el
rostro en el hueco entre su hombro y su cuello y, cuando la
calidez de su abrazo me anestesia el alma y los sentidos,
susurra en voz baja:
—No voy a echarlo a perder, Tam. Lo prometo.
Capítulo 26
—No tenías por qué ponerte a cocinar. —La voz
quejumbrosa de Gael llega a mis oídos y una sonrisa boba se
desliza en mis labios.
No respondo. Me limito a menear los huevos revueltos que
tengo en la cazuela delante de mis ojos, segundos antes de
verter sobre ellos la salsa que he hecho.
—Pero quería hacerlo —digo, en voz baja, luego de otros
instantes más de silencio, sin siquiera molestarme en mirar en
su dirección.
Se encuentra sentado en una de las sillas del comedor. Yo
hace rato que estoy instalada frente a la estufa de la diminuta
cocina del apartamento, dándole la espalda, mientras trabajo
en el desayuno que estoy empeñada en tener.
Nada ni nadie impedirá que mi primer alimento del día
sean huevos en salsa como los que prepara mi madre.
Ni siquiera la ansiedad que me invade. Mucho menos el
nudo en el estómago que no me ha abandonado desde que
Gael Avallone decidió quedarse a tomar los alimentos
conmigo.
«¿Por qué demonios tiene qué hacerle esto a mis nervios?
¿Por qué carajo no soy capaz de relajarme en su presencia?».
—Pudimos haber ido a almorzar algo por ahí. —Gael
insiste, medio fastidiado; medio divertido—. Te dije que yo te
invitaría.
—Y yo te dije que no necesito que me invites a ningún
lado —refuto. No es mi intención sonar orgullosa, pero lo
hago de todas formas.
—Lo que pasa es que eres necia y testaruda, y se te ha
metido en la cabeza la idea de llevarme la contraria siempre.
—El magnate insiste y ruedo los ojos.
—¿Podrías dejar de quejarte? —digo, con fingida molestia
pintándome la voz, al tiempo que me giro sobre mis talones
para encararlo—. Agradece y disfruta el hecho de que estoy
preparándonos el desayuno. No volverá a suceder.
El magnate entorna la mirada en mi dirección.
—¿Ves lo que te digo? Contigo puras agresiones —suelta,
pero la sonrisa que tira de las comisuras de sus labios me hace
saber que solo está tratando de hacerme enojar—. Primero te
empeñas en cocinar cuando no hay necesidad de que lo hagas,
y luego dices que nunca volverás a hacerlo. ¿Es que acaso
tratas de engatusarme con tu comida para luego privarme de
ella?
Una sonrisa irritada se apodera de mi rostro y sacudo la
cabeza en una negativa.
—Y luego dicen que la dramática soy yo —mascullo, sin
dejar de sonreír.
Una risa suave y ronca escapa de la garganta del hombre
de aspecto descuidado que se encuentra sentado en una de las
sillas del comedor, y mi corazón aletea en respuesta.
—Ven aquí —dice, al tiempo que estira una mano hacia mí
—. Déjame besarte.
Todo dentro de mí se revuelve y el aliento se atasca en mi
garganta.
Euforia, ansiedad, emoción… Todo se arremolina en mi
interior y me hace difícil pensar con claridad. Ahora mismo,
solo puedo mirarle la boca. Esos labios mullidos suyos que no
hacen más que sacarme de quicio.
La distancia que nos separa es acortada por mis pasos
tímidos y torpes y, una vez cerca, Gael se recorre hacia atrás
en la silla, de modo que, cuando me detengo frente a él, quedo
acomodada en el hueco creado por sus piernas entreabiertas.
En esta posición, mi cabeza apenas le saca unos cuantos
centímetros a la suya, así que no es le es difícil ahuecar mi
rostro entre sus manos y tirar de mí ligeramente para besarme.
El contacto es suave. Dulce.
No hay nada arrebatado, ansioso o desesperado en él. De
hecho, la forma en la que sus labios se mueven contra los míos
es casi parsimoniosa. Como si tuviese todo el tiempo del
mundo para besarme. Como tuviera la certeza de que no hay
poder en el mundo capaz de hacerme renunciar a un beso
suyo.
Cuando nos apartamos, mi frente y la suya se unen.
No abro los ojos. Me quedo aquí, quieta, absorbiendo el
hecho de que Gael está aquí, en mi apartamento, con los
brazos envueltos alrededor de mi cintura y la boca a escasos
centímetros de la mía.
—El desayuno va a quemarse —musito, luego de unos
segundos más.
Él asiente.
—Lo sé —murmura y su aliento caliente me roza la piel de
los labios.
—Debo apagar la estufa.
—Lo sé.
—Tienes que dejarme ir para que pueda apagar la estufa.
—No quiero —suelta en un quejido infantil por sobre
todas las cosas, y una sonrisa boba se desliza en mis labios.
En ese momento, y sin poder —querer— detenerme,
planto un beso casto en sus labios. En respuesta, Gael suelta
un gruñido aprobatorio que no dura demasiado, ya que me
aparto con rapidez y me deshago de su abrazo para apagar la
hornilla encendida.
Para mi buena suerte, el guisado no se ha estropeado.
—Huele delicioso. —El magnate apunta, justo cuando
estoy buscando un par de platos limpios en una de las
alacenas.
—No te ilusiones mucho —digo, concentrada en la tarea
impuesta—. En realidad, la cocina nunca ha sido mi fuerte.
Prepárate para un desastre nuclear.
—¿Siempre eres así de exagerada? —bufa, pero sé que
está bromeando.
—¿Siempre eres así de quejumbroso? —bromeo de vuelta,
mientras sirvo el contenido de la cacerola en los platos
elegidos.
Acto seguido, me encamino hasta la mesa y los coloco
sobre ella. Entonces, vuelvo sobre mis pasos solo para tomar
el bote de jugo de naranja del refrigerador, un par de tenedores
y dos vasos.
—¿Necesitas ayuda? —Gael pregunta, al verme maniobrar
con todo lo que llevo entre las manos.
—No —digo, pero sí lo hago—. Lo tengo todo bajo
control.
—Necia.
—Controlador —refuto y una risotada lo asalta.
—¿Qué es esto? —pregunta, al tiempo que toma uno de
los platos—. Se ve bastante bueno.
—Lo está… —digo, con suficiencia—. O eso espero. —
Esbozo una sonrisa cargada de disculpa—. Es probable que no
sepa ni la mitad de bien que el que prepara mi mamá, pero
estoy bastante confiada en mí misma en esta ocasión. Puedo
manejar el huevo con salsa. Es una de las pocas comidas que
no suelo echar a perder.
—Empieza a preocuparme esa insistencia tuya respecto a
tu relación con la comida —dice, con fingido horror, pero el
brillo juguetón que hay en la mirada que me dedica, me
calienta el pecho de una manera extraña—. ¿De verdad eres
así de desastrosa?
Asiento, muy a mi pesar.
—Tampoco es como si no supiera calentarme una tortilla o
prepararme algo rápido; pero, sí. Suelo ser bastante mala para
cocinar. —Me las arreglo para hacer una mueca pesarosa,
mientras me siento a su lado y sirvo algo de jugo en los vasos
que he traído.
—Si es así, es una suerte que a mí se me dé de maravilla la
cocina —dice, al tiempo que enrosca las mangas de la camisa
que lleva puesta, dejando al descubierto sus brazos cubiertos
en tinta. Entonces, toma un tenedor.
Un bufido incrédulo se me escapa.
—¿Tú? ¿Cocinas? —Sueno incrédula y escéptica—.
Permíteme dudarlo, Avallone.
La mirada ambarina e imponente de Gael se posa en mí y
una ceja poblada se arquea en el proceso.
—¿No me crees? —La arrogancia que tiñe su tono no me
pasa desapercibida—. Sin ningún problema puedo darte una
cátedra sobre comida europea cuando gustes.
Sonrío.
—Dime de lo que presumes… —mascullo, antes de darle
un trago largo al contenido del vaso que tengo entre los dedos.
—Hablo muy enserio. —Gael asevera, con suficiencia—.
Cuando eres hijo de una mujer que trabaja veinticuatro horas
al día, siete días a la semana, tienes que aprender a apañártelas
si no quieres sobrevivir a base de sopas instantáneas. Yo
detesto la comida basura, así que… —Se encoge de hombros
—. No trato de sonar pretencioso, ni mucho menos, pero sé
defenderme en la cocina. A madre le encantaba que le
preparara risotto.
—Jamás he comido eso —admito, al tiempo que tomo un
tenedor y picoteo la comida en el plato que tengo delante de
mí.
—No se diga más —dice, con aire resuelto—. Te cocinaré
risotto un día de estos.
—¿Es una promesa? —digo, antes de introducirme algo de
comida dentro de la boca.
Él me imita y toma un pequeño bocado del desayuno que
preparé con el tenedor que tiene entre los dedos.
—Es una promesa, Tam —dice y se echa a la boca lo que
acaba de tomar del plato.
El desayuno se me pasa como un suspiro. Entre
comentarios juguetones y anécdotas sin mucha relevancia,
terminamos lo que preparé y Gael insiste en ayudarme a lavar
los trastos. Mientras lo hace, yo limpio la mesa y, a pesar de
que no estoy muy de acuerdo con que haga quehaceres que no
le corresponden, lo dejo pasar porque no quiero tener otra
discusión absurda con él. No cuando el ambiente se ha
aligerado tanto entre nosotros y por fin he decidido darle un
poco de paz a mi corazón dolorido.
Una vez terminadas nuestras tareas, Gael me invita a salir
al cine, pero declino su oferta invitándolo a ver una película
aquí, en casa, desde Netflix. No me pasa desapercibida la
forma extrañada en la que me mira cuando le ofrezco
quedarse. Se siente como si no pudiese creer que prefiero
quedarme, a salir y ver algo de estreno en el cine.
Con todo y eso, no dice nada. Solo acepta mi invitación a
quedarse.
Nos toma alrededor de veinte minutos deliberar qué es lo
que vamos a ver. Nunca me habría imaginado que las películas
de terror y suspenso fuesen las predilectas de un hombre como
Gael Avallone.
Sinceramente, imaginaba que le gustaba más el cine de
culto o algo un poco más «intelectual» bajo los estándares
sociales; sin embargo, descubrir que tiene cierta afición por las
tramas sencillas —esas en las que los sustos repentinos y la
música diseñada para ponerte los pelos de punta, abundan
— me hace sentir extrañamente fascinada.
Así pues, luego de un largo debate sobre los pros y contras
sobre la película que él quiere ver y la que yo muero por
mostrarle, conectamos mi computadora a la televisión de la
sala, nos instalamos en uno de los sillones de la sala y nos
disponemos a ver el filme elegido.
Gael, sin siquiera molestarse en ser un poco más discreto o
sutil, tira de mi brazo cuando me acomodo cerca, a su lado, y
me acomoda así, con un costado del cuerpo acurrucado contra
su pecho y uno de sus brazos rodeándome los hombros.
Yo, en respuesta a su gesto cálido, entrelazo los dedos de
su mano libre con los míos y recargo la cabeza contra su
pecho.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, inevitablemente, el
sueño provocado por la pesadez del desayuno me haga
dormitar un poco. Tampoco sé cuánto pasa antes de darme
cuenta de que he perdido el hilo de lo que ocurre en la película
porque, estoy segura, me he quedado dormida unos minutos.
Finalmente, luego de luchar contra las ganas que tengo de
dormir aquí, acurrucada contra el hombre que tantas cosas me
provoca, me dejo ir. Dejo que el sueño me venza y me lleve a
un lugar tranquilo y dulce, porque es lo único que deseo.
Ahora mismo, luego de tanta incertidumbre, es lo único
que quiero.

Una melodía aguda, chirriante y desagradable me inunda


los oídos, pero trato de ignorarla para así poder dormir un
poco más.
La canción irritante y taladrante eleva su volumen y un
quejido se escapa de mis labios. El sonido de una voz
susurrando mi nombre, hace que ponga un poco de atención a
lo que sucede a mi alrededor.
Me revuelvo con incomodidad.
—Tam… —Esta vez, soy plenamente consciente de lo
cerca que suena la persona que me llama—. Tam, debo
contestar.
Reconozco la voz. Sé a quién le pertenece; pero aquí,
envuelta en este manto pesado que me recubre el pensamiento,
no soy capaz de conectar todos los puntos. No soy capaz de
ponerle una cara al sonido tan familiar.
Otro quejido se me escapa cuando soy obligada a
abandonar la superficie cálida y firme sobre la que me
encuentro, solo para darme de lleno con la aspereza de un
material medianamente cálido y cómodo.
Dedos largos cepillan las hebras mi cabello en un gesto
cariñoso y algo que se siente como un beso es depositado en
mi sien antes de que, tanto la caricia, como la sensación que se
asemeja a unos labios cálidos, me abandonen.
La charla de una sola dirección que comienza a llevarse a
cabo en la lejanía me trae poco a poco a la superficie y me
aleja de esa bruma densa que me envuelve. Es por eso que, al
cabo de unos instantes, me encuentro aquí, recostada en mi
costado, parpadeando para acostumbrarme a la penumbra en la
que se ha envuelto toda la estancia.
La desorientación se aleja conforme me voy deshaciendo
de la pereza y, pronto, me encuentro mirando la pantalla
oscurecida del televisor encendido.
Acto seguido, me incorporo en una posición sentada y
recorro la vista por toda la estancia.
No sé qué hora es. Tampoco tengo idea de cuánto tiempo
he dormido, pero se siente como si hubiera sido una eternidad.
La poca iluminación que se cuela por las ventanas del
apartamento delata a mi cuerpo traicionero y flojo.
Mi atención se detiene en la puerta entreabierta de la
entrada.
Allá afuera, la figura de alguien se pasea sin rumbo alguno
mientras que, en voz baja y distante, una conversación
unilateral se lleva a cabo.
«Gael».
Me pongo de pie con torpeza.
Mis músculos agarrotados me piden que les de algo de
descanso, así que, casi por inercia, los estiro y permito que un
bostezo se apodere de mi boca. La soñolencia no se marcha
del todo, pero, conforme pasan los segundos, soy cada vez más
consciente de todo lo que ocurre a mi alrededor.
Es tarde. No sé qué tan tanto, pero puedo deducir que es
más tarde de lo que me gustaría debido a la poca luz que se
cuela de la calle, y a la oscuridad casi total en la que se ha
sumido el apartamento.
Avanzo en dirección al interruptor del foco de la sala y la
estancia se ilumina.
Mis ojos se entrecierran casi al instante, pero no les toma
mucho acostumbrarse al cambio.
La voz —que ahora puedo reconocer como la de Gael
— suena baja al teléfono. Casi murmurada. Y, aunque la
curiosidad pica en mi sistema y me tienta a acercarme un poco
más a la puerta para escuchar, me las arreglo para no hacerlo.
Por una vez en la vida, quiero darle un poco de paz a mis
nervios y no husmear más en lo que no debo.
El magnate tarda unos minutos en volver a entrar al
departamento y, cuando lo hace y me mira aquí, de pie a pocos
pasos de distancia, se congela en su lugar.
El cabello revuelto y los ojos hinchados por el sueño me
hacen saber que él también se ha quedado dormido y, el simple
hecho de saberlo, trae oleadas de calidez a mi sistema. De
emociones encontradas. Todas ellas maravillosas y
aterradoras.
—¿Qué hora es? —pregunto, con la voz enronquecida por
la falta de uso, para aligerar la pequeña tensión que ha
comenzado a invadir el ambiente.
—Casi las ocho. —Gael suena incluso más ronco que yo,
pero eso no le impide esbozar una sonrisa torcida y satisfecha
que termina por disipar la inquietud que empezaba a colarse en
mi interior—. ¿Terminaste de ver la película?
Niego.
—Me quedé dormida apenas la pusimos —admito, medio
avergonzada; medio divertida.
Una pequeña risa se le escapa.
—Yo también me quedé dormido —dice—. Tenía la
esperanza de que pudieras contarme el final.
La sonrisa que había comenzado a tirar de las comisuras de
mis labios es ahora amplia y boba.
—¿Tienes hambre? —pregunto, al tiempo que me abrazo a
mí misma, y reprimo el impulso que tengo de acercarme a él y
envolver mis brazos alrededor suyo—. Podemos pedir una
pizza.
El gesto divertido del magnate vacila antes de llenarse de
pesar.
—En realidad tengo que irme —dice, y no me pasa
desapercibido el tinte triste que hay en su voz—. Mi padre ha
organizado una cena para despedir a mis hermanos. —Hace
una mueca llena de fastidio—. Antonio se va a Los Ángeles
mañana por la mañana y Diana se va a la Ciudad de México al
mediodía. Si no voy, no va a dejarme tranquilo en todo el mes.
—Oh… —digo, porque no sé qué otra cosa hacer.
—¿Quieres venir?
Sé que no está invitándome en serio. Ir a una cena con su
familia no haría más que empeorar las cosas para él, pero, de
igual manera, escucharlo pronunciar esa invitación hace que
mi estómago caiga en picada. La mera sugerencia de él,
llevándome con su familia, me hace sentir absurdamente
feliz… Y absurdamente aterrorizada y horrorizada.
—No creo que sea la mejor de las ideas —digo, porque
ambos sabemos que es cierto. En el proceso, esbozo una
mueca de genuino pesar—. Mejor ve y diviértete.
—Dudo mucho que pueda divertirme en compañía de esas
personas.
—No hables así. Es tu familia —lo reprimo, con la mayor
calidez que puedo imprimir.
—Ellos no son mi familia. —Gael espeta, con rencor
tiñéndole la voz—. Mi familia consta de un solo integrante: mi
madre.
El silencio que le sigue a sus palabras es tan tenso, que no
me atrevo a decir nada. No esperaba una respuesta así de su
parte.
Los ojos de Gael se cierran y las ganas que tengo de
acortar la distancia que nos separa, aumentan. De pronto, mis
manos pican por apartar el cabello de su cara, y mis labios
arden por besarle hasta que su ceño fruncido desaparezca.
«Solo… ve», me insta la vocecilla en mi cabeza y yo,
finalmente, presa de los impulsos, los sentimientos y todo eso
que Gael Avallone me provoca, le hago caso.
La distancia que nos separa es de apenas unos pasos, así
que no me toma más de unos segundos llegar hasta él y
ahuecar un lado de su cara con una de mis manos. Entonces,
con mi pulgar, trazo caricias dulces en su mejilla.
La respuesta inmediata es tan sorpresiva como acogedora,
ya que inclina la cabeza para absorber mi contacto.
Una inspiración profunda le llena el pecho y, acto seguido,
coloca una de sus manos grandes sobre la mía, la cual no deja
de sostenerle.
—Ojalá pudiera llevarte conmigo —murmura y mi
corazón hace un baile extraño.
—Eso dices ahora. Espera a que te deje en ridículo con
alguien importante y no pensarás lo mismo —bromeo, y mi
comentario tiene un efecto inmediato en él, ya que esboza una
sonrisa irritada.
Acto seguido, abre los ojos para encararme.
—No te lo vas a creer —dice—, pero eso es, precisamente,
lo que me gusta de ti.
—¿El qué? ¿La facilidad con la que hago el ridículo?
—Lo poco que te importa hacer el ridículo —responde—.
Lo poco que te importa lo que el mundo piense de ti. Me
encanta que seas fresca, irreverente… sin filtros. Te lo dije
hace mucho: el mundo sería un lugar más interesante si
abundaran las personas como tú, Tamara Herrán.
Mi pecho se infla con una emoción poderosa y dulce, pero
me las arreglo para no lucir afectada por lo que ha dicho.
Trato, más bien, de lucir impasible y serena.
—Deja de decir que soy maravillosa, que eso ya lo sé —
bromeo, para alejar el aleteo intenso dentro de mi pecho y las
ganas que tengo de ponerme a chillar de la emoción.
Otra pequeña risa escapa de la garganta del magnate.
—Tu modestia, sobre todo, es lo que te hace ser la criatura
más fascinante del planeta. ¿Lo sabías, Tamara? —Es su turno
para bromear y, muy a mi pesar, mi sonrisa se ensancha.
Asiento, solo para seguirle la corriente.
—Igual es lindo escucharlo de tu boca —suelto, con
suficiencia.
Los brazos de Gael se envuelven en mi cintura y me atraen
más cerca.
—No quiero irme —se queja cuando, sin previo aviso, se
encorva para quedar a mi altura y hunde la cara en el hueco de
mi cuello.
En respuesta, me paro sobre mis puntas para aligerarle la
curvatura de la espalda, y envuelvo mis brazos alrededor de
sus hombros en un abrazo cálido.
—Pero tienes que hacerlo —digo, pero tampoco quiero
que se marche.
—Me da pavor marcharme y que cambies de opinión
acerca de mí —murmura, contra la piel de mi cuello y su
aliento caliente me eriza la piel.
—No pasará —le aseguro y trato de sonar tranquila, pese a
lo que está haciéndole a mi cuerpo—. Puedes ir tranquilo.
—Eso dices ahora, pero, cuando me vaya, empezarás a
pensar cosas absurdas, te montarás tu propia película en la
cabeza y me mandarás a la mierda —bromea, pero el filo
ansioso que se cuela en su tono me hace saber que realmente
está asustado.
—No lo haré —digo, de la forma más tranquilizadora que
puedo—. Lo prometo.
Gael se aparta para mirarme a los ojos.
—¿Hacemos algo el fin de semana? —pregunta, con aire
anhelante.
En respuesta, hago una mueca cargada de disculpa.
—Le prometí a mis papás que pasaría el fin de semana en
su casa —digo y la decepción tiñe su gesto.
Un suspiro largo se le escapa.
—Ni hablar —dice, con pesadez—. Supongo que tendré
que hacerme un espacio en la semana para verte fuera de
nuestras reuniones de trabajo.
Asiento, incapaz de decir nada, y sintiéndome más allá de
lo entusiasmada con la idea.
—Si no puedes desocuparte, no te preocupes. Ya
encontraremos el tiempo —digo, pero la verdad es que sí
deseo verlo fuera de nuestros compromisos habituales.
Un beso dulce y corto es depositado en mis labios.
—Me encantas, ¿lo sabías? —murmura y mi corazón
aletea en respuesta.
—Se te hará tarde… —digo, porque soy una idiota torpe,
pero, para remediarlo, planto un beso suave en su boca.
Suelta un suspiro cargado de pesar cuando nos separamos.
—Lo sé —masculla, pero, antes de apartarse de mí, me
besa de nuevo. Esta vez, el contacto dura unos segundos más
y, luego de eso, se encamina hasta la puerta. Una vez ahí, se
detiene en seco y me encara para decir—: La próxima vez,
prometo no dormirme todo el día.
Una risita boba se me escapa.
—Prometo lo mismo —digo y él sonríe.
—Contaré los días para verte, Tam.
—Cursi… —bufo, y ruedo los ojos, aunque por dentro sus
palabras me hayan hecho pedazos.
Me guiña un ojo.
—«Romántico empedernido» me gusta más. Gracias —
dice, sin dejar de sonreír como idiota. Yo, inevitablemente, lo
imito.
—Ve con cuidado —digo—. Y, por favor, mándame un
mensaje cuando estés en casa.
Él asiente.
—Te veo pronto.
Acto seguido, me da un último beso y sale por la puerta del
apartamento.

El señor Bautista me ha mandado llamar a su oficina y


estoy aterrorizada.
No se supone que deba estarlo, porque, hasta donde sé, no
he hecho absolutamente nada malo; pero no puedo evitar
sentirme asustada por su llamado. Es por eso que trato de
repasar una y otra vez todo lo que he hecho las últimas
semanas, para lograr encontrar alguna especie de fallo en mi
comportamiento que hubiese podido incumplir el contrato
firmado.
De hecho, esta mañana estaba tan asustada, que le envié un
mensaje de texto a Gael preguntándole si él le había pedido a
mi jefe que me contactara. En respuesta, el magnate me llamó
para asegurarme que, esta vez, él no tiene nada que ver con
eso. De hecho, me pidió que le llame una vez que me
desocupe para saber de qué ha ido.
Incluso, ha sugerido la posibilidad de abogar por mí en
determinado caso que el señor Bautista esté molesto conmigo
por algo.
Yo, con todo y el terror que me invade, le dije que no era
necesario. Que no tengo nada que temer porque no he hecho
nada malo… O, al menos, no que yo recuerde.
Así pues, luego de un maravilloso fin de semana en casa
de mis padres, una cena deliciosa el lunes en casa de Gael, y
un par de días más de sonrisas idiotas, llamadas a altas horas
de la madrugada y mensajes de texto a deshoras; finalmente,
he sido traída de vuelta a la realidad.
He sido arrastrada al suelo con la llamada que recibí hace
unas horas de las oficinas de Editorial Edén.
Gloria, la secretaria del señor Bautista, me hace entrar a la
oficina en el instante en el que pongo un pie en la recepción.
No luce preocupada. O triste. O molesta. De hecho, la
manera fresca y relajada en la que me saluda me hace saber
que Román Bautista no se encuentra malhumorado o alterado.
La mujer de edad mayor es muy dada a estresarse y
angustiarse cuando su jefe llega en un estado nervioso o
molesto. Es por eso que esta tranquilidad suya, me apacigua
un poco.
Luego de agradecerle las atenciones que se ha tomado al
anunciar mi llegada, me obligo a adentrarme en la oficina, solo
para detenerme en seco en el instante en el que lo veo.
«Oh, mierda…».
—Tamara, buenas tardes. —Román Bautista, mi jefe, me
dedica una sonrisa amplia mientras habla, y eso solo aumenta
la sensación insidiosa que ha comenzado a colarse en mi
interior—. Pasa, por favor. Toma asiento.
No respondo. No me muevo. Ni siquiera respiro.
Lo único que puedo hacer, es mirar al acompañante de mi
jefe y sentirme aterrorizada hasta la mierda.
—Permíteme presentarte al señor David Avallone. —El
señor Bautista habla y un escalofrío de puro terror me recorre
la espina dorsal—. Es el padre Gael Avallone, pero eso,
supongo, ya has podido deducirlo.
Un asentimiento cordial es lo único que el papá de Gael
me dedica, y no me pasa desapercibido el hecho de que no ha
comentado nada respecto a nuestros previos encuentros. Es
muy probable que mi jefe ni siquiera esté enterado de que ya
nos hemos visto antes.
—Él es, en realidad, quien deseaba reunirse esta tarde
contigo. —Mi jefe continúa, y un puñado de piedras se instala
en mis entrañas—. Está muy interesado en conocer tu trabajo y
el progreso que has hecho con la biografía de su hijo, es por
eso que me ha pedido que concrete una cita para conocerte.
Una sonrisa torcida y cruel se desliza en los labios de
David Avallone luego de que el señor Bautista termina de
hablar, y eso es todo lo que necesito para darme cuenta de que
él sospecha algo. De que él sabe que algo está pasando entre
su hijo y yo.
—Señorita Herrán —dice, con ese acento suyo tan
marcado y esa arrogancia que siempre le tiñe la voz. Acto
seguido, su sonrisa se ensancha hasta convertirse en una
mueca amenazante; como la de un cazador frente a su presa—,
no tiene idea de las ganas que tenía de conversar con usted.
Capítulo 27
No me atrevo a moverme. Ni siquiera me atrevo a abrir la
boca para responderle a David Avallone porque estoy tan
desconcertada y ansiosa, que no soy capaz de conectar la
cabeza con la lengua. De hecho, ahora mismo solo puedo
mirarlo fijamente mientras me siento acorralada por él y su
abrumadora presencia.
Aprieto los puños.
Un centenar de escenarios fatalistas me vienen a la mente
y me inundan los pensamientos en cuestión de segundos y, de
pronto, me quedo aquí, quieta. Cautelosa y recelosa del
hombre que me mira como si supiese algo que yo no.
—¿Tamara? —La voz del señor Román me inunda los
oídos y me saca de mis cavilaciones, pero de todos modos
tengo que parpadear unas cuantas veces para enfocarme de
nuevo en el aquí y el ahora.
Me aclaro la garganta.
—Lo siento —musito, al tiempo que sacudo la cabeza y
esbozo una sonrisa temblorosa y débil—. Es que esto me ha
tomado por sorpresa. Yo… —Niego con la cabeza, incapaz de
conectar del todo el cerebro con la lengua.
La sonrisa de David Avallone se pinta de desprecio y
socarronería, pero me las arreglo para no hacerle notar que he
notado eso en su gesto.
Mi jefe, quien parece no haberse percatado de nada, se
limita a hacer un gesto en dirección a la silla vacía que se
encuentra frente a su escritorio; justo junto al padre de Gael.
—Toma asiento, por favor —repite, con aire afable y
apremiante al mismo tiempo, y eso es todo lo que necesito
para saber que está tan nervioso como yo—. Precisamente, le
hablaba al señor Avallone sobre el avance que me enviaste
hace unos días. Le hablaba, también, de lo bien logradas que
son tus redacciones y de lo satisfechos que estamos contigo
formando parte del proyecto. —El señor Bautista continúa,
pero, llegados a ese punto, dejo de escucharlo.
Ahora solo puedo pensar, es en las pocas ganas que tengo
de acercarme a esa silla y en lo poco que deseo acortar la
distancia que me separa del padre de Gael; pero, pese a todo,
me obligo a cerrar la puerta detrás de mí y a avanzar hacia el
escritorio.
Las piernas me hormiguean con cada paso que doy y, sin
más, lo único que puedo escuchar, es el rugido atronador de mi
corazón. El sonido doloroso que mi tráquea hace al pasar
saliva con ansiedad.
David Avallone se pone de pie y tengo que reprimir el
impulso que tengo de retroceder. Incluso, tengo que reprimir el
impulso que tengo de detenerme en seco.
Mi mirada —la cual tengo la certeza de que luce
aterrorizada y cautelosa— está fija en la del hombre de cabello
entrecano y aspecto imponente que se regodea con el pánico
que, estoy segura, sabe que le tengo.
Una media sonrisa torcida —aterradoramente similar a la
de Gael, pero más cruel y maliciosa— se le dibuja en los
labios, al tiempo que estira una mano en mi dirección a
manera de saludo.
Una punzada de coraje me atraviesa el pecho cuando noto
cómo su gesto se baña de desafío. Eso me da un poco de valor.
Hace que la máscara de seguridad —esa que su hijo ha
conseguido suavizar poco a poco— empiece a tejerse sobre mi
rostro.
Aprieto la mandíbula.
La posibilidad de no estrechar su mano, así como él lo hizo
conmigo hace casi una semana, es tan tentadora que la
considero por un momento, pero decido no tentar a mi suerte y
me digo a mí misma que yo sí tengo educación. No voy a
rebajarme a su nivel porque soy mejor que eso.
Así pues, luego de otros instantes de inmovilidad, estiro mi
mano y aprieto la suya con firmeza.
Un escalofrío me recorre entera cuando la sonrisa de David
Avallone se torna satisfecha, pero me las arreglo para esbozar
una cargada de arrogancia a manera de respuesta.
—Es un gusto, señor Avallone —pronuncio, y le
agradezco a mi voz por sonar segura y resuelta. Un claro
contraste comparado con la vacilación que me permití
regalarle hace unos instantes.
—El gusto es mío, Tamara —él responde y, al contrario de
lo que ocurre con Gael, mi nombre en sus labios suena sucio.
Impuro—. He oído maravillas sobre usted últimamente; así
que, tenerla aquí, hace que me sienta como si estuviese frente
a una celebridad.
El comentario está fuera de lugar por sobre todas las cosas
y me hace sentir incómoda; como si estuviese burlándose de
mí.
«Está burlándose de ti».
Una punzada de coraje me atraviesa el cuerpo de lado a
lado con el mero pensamiento, pero me las arreglo para
mantener la expresión serena, el mentón alzado y una sonrisa
arrogante en los labios.
—La única celebridad aquí, es usted, señor Avallone —
digo, aunque mi intención no es adularle.
El hombre hace un ademán para restarle importancia a mi
comentario, antes de dedicarle una mirada a mi jefe, quien
observa nuestra interacción con cautela y nerviosismo.
—Bautista, ¿te importaría dejarnos solos? —dice David en
un tono tan relajado y afable, que casi le compro la facha de
hombre accesible—. No me malentiendas, pero me gustaría
conversar con la señorita a solas. Tu presencia aquí solo va a
cohibirla.
Las alarmas se encienden en mi interior.
—Créame, señor Avallone, que soy todo, menos cohibida
—atajo en respuesta, al tiempo que esbozo una sonrisa
inocente—. Que esté o no el señor Bautista, no afectará en lo
absoluto mi interacción con usted. Eso se lo puedo asegurar.
La mirada que David me dedica es tan amenazadora como
aterradora, pero mantengo mi gesto inexpresivo y sereno ante
ella. No voy a permitirle verme amedrentada. No así de fácil.
El hombre entorna los ojos.
—¿Está segura de ello, señorita Herrán? —El tono mordaz
en su voz incrementa la ansiedad que me invade, pero, de
todas maneras, le regalo mi sonrisa más encantadora.
—Por supuesto que sí —respondo, y trato de sonar lo más
cautivadora posible. Lo más fresca, relajada y jovial que puedo
—. Tampoco es como si fuese a interrogarme por estar
implicada con alguna especie de trato delictivo, ¿no es así,
señor Avallone?
Un destello iracundo surca sus facciones luego de que
pronuncio aquello, pero desaparece tan pronto como llega.
—En realidad, vengo a acusarla de un crimen grave —
dice, en lo que pretende ser una broma, pero el filo venenoso
en su tono me eriza todos los vellos del cuerpo.
Fuerzo una sonrisa.
—Será mejor que vaya buscando a mi abogado, porque no
diré una sola palabra sin que él esté presente —bromeo de
vuelta, pero la tensión en el ambiente es tanta que ninguno de
los dos ríe o finge querer hacerlo.
En ese instante, justo cuando la boca de David Avallone se
abre para replicar, la voz de mi jefe, el señor Bautista, me llena
los oídos:
—No implica un problema para mí el marcharme un
momento, Tamara —dice y mi estómago cae en mi picada. La
sola idea de quedarme a solas con este hombre es tan
aterradora, como enervante. Me niego, luego de la amenaza
implícita que ha lanzado en mi dirección, a quedarme a solas
con él—. Si el señor Avallone desea hablar contigo en privado,
no supone ningún inconveniente para mí.
Mi atención se vuelca hacia Román Bautista, quien,
ansioso y suplicante, me observa. Parece como si tratara de
decirme algo con solo el poder de su mirada.
No se necesita ser un genio para saber qué es lo que trata
de pedirme: Quiere que acceda a conversar con el padre de
Gael, aunque sea unos minutos; sin embargo, mi parte
cobarde, esa a la que le aterra la idea de siquiera enfrentarse a
un hombre como él, me pide a gritos desesperados que salga
corriendo. Que me las arregle escapar cuanto antes.
Dudo mucho que el señor Bautista tenga una idea de lo que
está pasando; así que no me sorprende en lo absoluto que
quiera dejarme a merced de este hombre. Que trate de
complacerlo en todo, como todo el mundo.
—Pero, vamos, señorita Herrán, que no tardaremos
demasiado. —El acento extranjero de David me saca de mis
cavilaciones y vuelco toda mi atención hacia él. El hombre
clava sus ojos en los míos y añade, con una sonrisa burlona
tirando de las comisuras de sus labios—: Prometo quitarle
apenas unos minutos a su día.
«¿Qué es lo que pretende?».
La sensación de desasosiego y terror que se cuela en mis
venas es tan intensa, que no puedo contenerla.
—No se diga más. Los dejo un rato para que conversen. —
Román Bautista habla y yo tengo que poner todo de mí para
no protestar mientras se pone de pie—. Si necesitan algo, no
duden en pedírselo a mi secretaria.
Quiero gritarle que no se vaya. Que se quede aquí y no me
deje a solas con este sujeto… pero no lo hago. Hago, de hecho,
todo lo contrario: me quedo aquí, congelada en mi lugar, al
tiempo que se encamina a paso rápido y decidido hacia la
salida de la estancia.
El silencio que le sigue al sonido hecho por la puerta al ser
cerrada es tenso, pero no me atrevo a romperlo. Solo observo
cómo David Avallone, con esa altura imponente que comparte
con su hijo y esa mirada hostil que parece haber sido tallada en
su rostro, se gira sobre su eje para darme la espalda.
Luego, comienza a rodear el escritorio a pasos lentos y
deliberados. Mis ojos siguen el trayecto de su cuerpo. Siguen
la forma en la que sus zancadas —largas, lentas y
acompasadas— se abren paso hasta quedar del otro lado del
escritorio de mi jefe. En ese espacio que, implícitamente,
significa poder y dominio.
Se gira para encararme.
La pesadez en su mirada es abrumadora. La forma en la
que su ceño se frunce y sus facciones se transforman hasta
hacer desaparecer al hombre afable que era hasta hace unos
momentos, es perturbadora y aterradora por sobre todas las
cosas; y, de pronto, me encuentro considerando la posibilidad
de abandonar esta reunión obligada. De poner cuanta distancia
sea posible entre este señor y yo.
—Hay algo que no logro entender respecto a ti y tu
relación con el mundo, Tamara Herrán. —La sorna y la
repulsa con la que pronuncia mi nombre es ahora más palpable
que antes, y no me pasa desapercibido en lo absoluto el hecho
de que ha dejado las formalidades y ha comenzado a hablarme
de «tú».
No digo nada. Mantengo mi expresión lo más firme y
segura posible, y el silencio se extiende otro poco.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, dándose cuenta de
que no voy a responder nada de lo que ha dicho, David
Avallone continúe:
—Tienes la capacidad de deslumbrar a quien se te pone
por delante, ¿lo sabías? —No hay nada adulador en su voz. De
hecho, no hay nada en ella que me haga querer bajar la guardia
—. De hacer que hablen maravillas de tu persona. —Su
sonrisa, cargada de desdén, se convierte en una mueca a medio
camino entre la diversión y el enojo—. Sin embargo, debo
informarte, que tus encantos no son efectivos en todo el
mundo. —Me mira de pies a cabeza con algo que solo puedo
describir como desprecio y, cuando nuestros ojos se
encuentran, esboza un gesto despectivo—. En mí no provocas
nada. —El veneno que se le cuela en las palabras no hace más
que conseguir que un estremecimiento me recorra de pies a
cabeza—. Ni siquiera soy capaz de ver un asomo de esa
brillantez de la que todo el mundo habla cuando se trata de ti.
Mi estómago se estruja con violencia.
—De hecho —David Avallone continúa, sin darme tiempo
de decir nada—, me atrevo a decir que me pareces una chica
de lo más simple. De lo más… prescindible. —El hombre se
deja caer sobre la silla detrás del escritorio con aire altivo y,
como si fuese el amo y señor del lugar, se recarga contra el
respaldo en una postura desgarbada y despreocupada—. Así
que, te pregunto, Tamara: ¿Qué ve la gente en ti? ¿Qué tienes
de especial? ¿Qué has hecho para que mi hijo te haya elegido a
ti, por encima de muchas y, ciertamente, más hermosas
mujeres, para encapricharse?
—¿Disculpe?
La sonrisa de David Avallone se torna oscura.
Amenazadora.
—No me hagas repetirlo, cariño —dice, con escarnio—.
No me hagas pensar que esa inteligencia tuya de la que todo el
mundo habla es inexistente.
—No tengo idea de qué está hablando. Creo que…
El hombre hace un gesto de mano, para indicar que debo
guardar silencio y, a regañadientes, lo hago. Lo hago porque
mi cabeza está lo suficientemente aletargada y aterrorizada
como para tratar de inventarse algo.
—¿Sabes qué? He cambiado de opinión —dice, y la
confusión me invade de pies a cabeza—. Ni siquiera te
molestes. Ahorrémonos todo el jaleo y las negociaciones, y
vayamos al grano. Dime, ¿cuánto quieres?
—¿Qué?
—¿Cuánto quieres? —repite y, esta vez, el tono paciente
que había en su voz desaparece.
Niego con la cabeza, incapaz de entender —o querer
entender de verdad— lo que insinúa.
—No comprendo… —musito, pero es mentira. Por
supuesto que lo comprendo. Sé de qué habla. Lo que pasa es
que no puedo —quiero— creerlo. Ni siquiera me cabe en la
cabeza lo que está ocurriendo.
—¿Cuánto quieres, Tamara? ¿Cuánto dinero quieres para
alejarte de mi hijo? —Las palabras del hombre, a pesar de
haberlas oído antes, caen sobre mí como baldazo de agua
helada, y me llenan de una sensación viciosa, oscura,
aterradora y dolorosa.
—¿De qué está hablando? —Trato de fingir que no sé a
qué se refiere, pero sé que no me cree en lo absoluto. Puede
ver a través de mis ojos. A través de mis palabras vacías y
desesperadas—. No entiendo qué es lo que…
—¿En serio creéis que soy estúpido? —David me
interrumpe, en medio de una risotada amarga y carente de
humor—. ¿Habéis creído que no sé de lo que ocurre entre
vosotros? ¿Pensáis se nací ayer?
Las palabras del hombre se asientan sobre mis huesos de
una manera tan violenta que, por unos instantes, no soy capaz
de moverme. Ni siquiera soy capaz de pronunciar nada.
David Avallone sabe —realmente sabe— que algo pasa
entre su hijo y yo.
—Señor Avallone —digo, con toda la serenidad que
puedo, luego de un largo rato de absoluto silencio—, no quiero
que piense que trato de engañarlo, pero, la verdad es que no sé
de qué está hablando. La relación que yo tengo con su hijo es
estrictamente profesional. Yo jamás arriesgaría…
—¿El trabajo? ¿La reputación? —La voz de David se
eleva con cada palabra que dice y termina de estallar cuando
escupe con dureza—: ¡Ahórrate esa historia para tus relatos!
Ten el valor de aceptar que estás detrás del dinero de mi
familia. Del dinero que yo he hecho a base de sudor y
esfuerzo.
Un estremecimiento de puro horror me recorre cuando la
mirada iracunda de David se posa en mí, y niego con la
cabeza, horrorizada y aterrorizada por la manera en la que está
confrontándome.
—Señor Avallone… —comienzo, en un intento por
tranquilizarlo, pero él, enfurecido, se pone de pie y rodea el
escritorio a toda velocidad para alcanzar un maletín que ni
siquiera había visto. Uno que descansaba ahí, junto a una de
las sillas y que, ahora, se encuentra sobre el escritorio.
Su gesto furibundo es tan intenso ahora, que tengo la
necesidad de encogerme sobre mí misma solo para sentirme
menos amenazada.
El padre de Gael, sin ceremonia previa, rebusca dentro del
portafolio hasta que, finalmente, saca una carpeta y la deja
caer con brusquedad sobre la mesa de madera. Entonces,
encarándome con un gesto que lo único que me provoca son
ganas de echarme a correr, señala el archivador en un gesto
arrebatado.
No quiero tomarlo. No quiero ver el contenido porque,
muy dentro de mí, sé que es lo que contiene.
A pesar de eso, me obligo a sostenerlo entre los dedos y
abrirlo para llenarme de imágenes de mí misma.
De Gael.
De nosotros dos… Juntos.
Él, conmigo en el McDonalds. En su coche en distintos
ángulos y distintos días; saliendo del bar donde golpeó al
exnovio de mi compañera Ruth. Él, conmigo —desde el
ángulo de un vehículo estacionado—, en el parque que se
encuentra afuera de la estación Juárez… besándome. Él
llevándome a cuestas fuera de La Santa; yo, saliendo de casa
—en compañía de Almaraz— al día siguiente; vistiendo la
misma ropa de la noche anterior. Él, besándome afuera de mi
casa el día que pasó la noche entera esperándome…
Todo está aquí, al alcance de mis manos; desde ángulos
antinaturales y tomas poco favorecedoras.
Las emociones me atenazan el pecho, me estrujan con
violencia y me impiden respirar.
Todo dentro de mí es una revolución ahora mismo y, de
pronto, lo único que puedo escuchar es el sonido estentóreo de
mi corazón retumbando en mi caja torácica.
—Voy a repetirlo una vez más, Tamara, y más te vale
dejarte de estupideces y quitarte las caretas, que no tengo
tiempo para ellas. —El padre de Gael sisea en mi dirección,
una vez que se ha asegurado de que he visto lo suficiente
como para hacerme sentir horrorizada y acorralada—. ¿Cuánto
quieres por alejarte de mi hijo?
Mi vista está clavada en una fotografía de Gael saliendo
del apartamento en el que vivo, con una sonrisa fácil pintada
en el rostro, la camisa arrugada y los botones superiores de la
misma deshechos.
El peso que se ha asentado sobre mis hombros es tan
insoportable, que solo puedo asimilar el hecho de que todo se
ha ido al carajo, aún mucho antes de empezar.
«¡No puedes dejar que te amedrente de esta manera! ¡No
puedes permitir que le ponga un precio a lo que sientes!», grita
la vocecilla en mi cabeza, pero solo puedo pensar en Gael. En
el daño que esto va a hacerle a su relación familiar y en lo
perjudicado que va a salir si todo esto se sale de control.
—¡Contéstame de una puta vez! —La voz de David truena
con violencia y yo, por acto reflejo, me encojo ligeramente—.
¡¿Cuánto quieres?!
En ese instante, pese a que no quiero hacerlo, me obligo a
encararlo.
—No quiero su dinero, señor Avallone. — El sonido de mi
voz es tembloroso, pero determinado.
—¿Entonces qué es lo que quieres? —Espeta—. ¿Un
contrato de publicación con el grupo editorial más grande de
habla hispana? ¿Al mejor agente literario del país? ¿Figurar
entre los más vendidos de todas las librerías de Latinoamérica?
¿Ser el autor del año?… ¿Qué es lo que quieres, Tamara? Te
daré lo que sea con tal de que te alejes de mi hijo.
Coraje, impotencia, humillación… Todo se mezcla y me
hace imposible pensar con claridad. Me hace imposible no
querer estrellar mi mano contra su rostro y gritarle que no soy
quien cree.
Sacudo la cabeza en una negativa furiosa, presa de un
ataque de indignación y de enojo desmedido.
—No sé qué clase de persona cree que soy, pero puedo
asegurarle que no quiero absolutamente nada que tenga que
ver con usted, con su familia o con su dinero —digo, porque
es cierto. El dinero de Gael… No… El dinero de su padre, es
lo que menos me importa.
El rostro de David se contorsiona en una mueca tan
iracunda y furiosa, que un estremecimiento me recorre entera.
—¿Y pretendes que te crea? ¿Pretendes que no crea que
eres una oportunista que solo trata de aprovecharse de mi hijo?
—Escupe.
Una risotada corta y carente de humor se me escapa, solo
porque no puedo creer lo que acaba de decir. Porque no me
cabe en la cabeza que crea que su hijo es lo suficientemente
manipulable como para caer en el juego de una oportunista.
—Habla de Gael como si fuese alguien lo suficientemente
estúpido como para no notar cuando alguien trata de verle la
cara —atajo, con dureza.
—Hablo de Gael como lo que es: un gilipollas que piensa
con el miembro cuando se trata de mujeres. —David suelta,
con brusquedad—. Y puedo tolerar muchas cosas: que se
acueste con la golfa que tiene por secretaria, que tontee con
cuanta mujer guapa y estúpida que se le pase por delante; pero
¿Que se deje manipular por una chiquilla con cara de mojigata
que lo único que quiere es exprimirle mi fortuna? Eso sí no lo
voy a tolerar; así que, de una vez te lo digo, Tamara: es tiempo
de que te detengas. Es tiempo de que te alejes de Gael y des
por zanjado lo que sea que estás teniendo con él. Si no lo
haces…
El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido
por el sonido de su respiración dificultosa y alterada y yo,
presa de un ataque de valentía y de un destello de indignación,
escupo:
—Si no lo hago, ¿qué?…
—Si no lo haces, voy a encargarme de que te acuerdes de
mí el resto de tu vida. Voy a acabar no solo contigo, sino con
tu familia entera, ¿me oyes? —Sus palabras me atenazan el
pecho con tanta fuerza, que casi puedo jurar que me han
provocado un escozor insoportable en los huesos. Uno que me
deja inmóvil.
Se hace el silencio.
Entonces, David Avallone recompone su gesto y, acto
seguido, asiente en mi dirección, como quien acaba de acordar
algo con alguien.
Luego, extiende su mano hacia mí para tomar la carpeta
que tengo entre los dedos y, de manera mecánica, se la
entrego.
Luego de eso, la guarda dentro del maletín y se aclara la
garganta antes de volver a encararme.
—Está de más decir que espero que esta conversación
quede entre nosotros —dice—. Y que espero que, si eres la
mujer inteligente que todo el mundo dice que eres, termines
por tomar la decisión correcta. Aún estoy dispuesto a darte lo
que sea que me pidas a cambio de que nos dejes tranquilos.
Piénsalo bien.
—No tengo nada qué pensar —digo, porque es cierto. No
quiero nada que tenga que ver con él y su dinero.
Un brillo furibundo se cuela en su mirada.
—Y de todos modos te aconsejo que lo hagas. Por tu bien
y por el de tu familia —sentencia y me regala un asentimiento
duro para luego encaminarse a la salida de la oficina.

No he dejado de temblar desde que salí de las oficinas de


la editorial.
Me falta el aliento, el corazón me late a toda marcha y,
aunque quiero echarme a llorar, no lo hago. No puedo hacerlo.
Estoy tan aturdida, que solo puedo avanzar en piloto
automático en dirección a la parada del autobús.
La cantidad de emociones encontradas que me embarga es
tan grande, que no puedo ponerle un orden.
Estoy confundida, aterrada y enojada hasta la mierda. No
puedo creer que David Avallone haya logrado amedrentarme
de esta manera y, al mismo tiempo, una parte de mí esperaba
que esto ocurriera tarde o temprano.
Nunca imaginé que sería así de pronto. Pensé que la nube
sobre la que había caminado los últimos días se mantendría a
flote un poco más.
Cierro los ojos.
«No puedes quedarte callada. No puedes ocultarle a Gael
lo que acaba de ocurrir. Tienes que decírselo», la voz de mi
cabeza habla y yo, pese a que sé que tiene razón, me niego a
escucharla. Hablar con Gael solo complicará las cosas.
Tomo una inspiración profunda, dejo escapar el aire con
lentitud y clavo mi atención en la avenida atestada de
vehículos que se encuentra frente a mí y, una vez más, repaso
lo ocurrido hace apenas unos minutos.
«¿Qué hago?».
Me abrazo a mí misma.
«Si te quedas callada, él gana. Él consigue lo que quiere.
No puedes darte por vencida, así como así. Tienes que hacer
algo», la vocecilla en mi cabeza insiste, pero sigo sintiéndome
derrotada. Acorralada por la influencia de ese hombre y por el
daño que puede llegar a hacerle a mi familia si llego a tomar
una decisión egoísta.
La ruta que me lleva cerca de casa aparece en mi campo de
visión y extiendo mi brazo para indicar que quiero subir.
Durante todo este proceso, ignoro la retahíla de
negatividad que no deja de cantar en mi cabeza. Esa que no me
ha dejado tranquila desde que puse un pie en las oficinas de la
Editorial Edén.
El transporte está a reventar. Todos los asientos están
ocupados y la gente que se encuentra de pie está tan
apretujada, que la puerta detrás de mí apenas puede cerrar.
Con todo y eso, no puedo dejar de pensar enfocarme en
cualquier otra cosa, no puedo dejar de darle vueltas a lo que
pasó.
La vibración en el bolsillo trasero de mis vaqueros me
hace pegar un salto en mi lugar, pero me toma unos instantes
espabilar y tomarlo entre mis dedos. Llegados a ese punto, el
teléfono ha dejado de sonar.
Miro la pantalla.
El nombre de Gael brilla en ella y, como por acto reflejo,
el corazón me da un tropiezo. No importa cuánto tiempo pase
o cuántas veces me llame, leer su nombre siempre me provoca
las reacciones más extrañas.
El teléfono empieza a vibrar de nuevo.
El nombre del magnate baila sobre los íconos de respuesta
y rechazo de llamada y, por unos instantes, considero la
posibilidad de no responder. De no hablar con él en lo absoluto
y desaparecer de su vida de una vez por todas; sin embargo, la
parte de mí que está ilusionada hasta los huesos —esa que
sonríe como idiota todas las mañanas cuando despierto con un
mensaje de Gael en la bandeja—, me pide a gritos que le
responda. Que escuche su voz una vez más, porque eso va a
hacerle bien a mis nervios alterados.
Cierro los ojos unos instantes.
«Hazlo —me insta el subconsciente—. Responde. No te
des por vencida así de fácil y háblalo con él. Dijiste que
hablarías claro, Tamara. Así lo suyo vaya a irse al carajo,
tienes qué decírselo».
Una maldición baila en la punta de mi lengua y, aunque
quiero rechazar la llamada e ignorar a la vocecilla insistente de
mi cabeza, me obligo a responder.
—¿Sí? —Mi voz suena inestable y temblorosa, y le ruego
al cielo que no sea capaz de notarlo.
—Hola, preciosa —la calidez en su tono no hace más que
hincharme el pecho con esa emoción desconocida que
últimamente se ha vuelto familiar. Esa que mi cuerpo ha
empezado a reconocer como parte suya y que solo él es capaz
de provocarme—. Me tienes preocupado. ¿Qué ha ocurrido
con tu jefe? ¿Todo está en orden?
Quiero mentir. Quiero decirle que todo marcha perfecto y
que solo ha sido una reunión para aclarar unos puntos respecto
a la escritura de su biografía… pero no me atrevo a hacerlo.
—No realmente —me sincero—. No puedo hablar mucho
ahora. Voy en el autobús. ¿Te parece si te llamo más tarde?
—¿Te parece, mejor, si te recojo en casa, salimos a algún
lado y me cuentas?
—En realidad no tengo ánimos de salir. —No estoy
mintiendo. Ahora mismo, solo quiero estar en casa.
—Nos quedamos en tu apartamento, si así lo quieres —
Gael resuelve—. O vamos a mi casa y encargamos algo para
cenar. Lo que yo quiero es verte, así que lo que decidas está
bien para mí.
Muerdo mi labio inferior.
—Preferiría que nos quedáramos en mi casa —digo,
porque lo último que quiero es que esa gente que vigila a Gael
las veinticuatro horas sin su conocimiento, nos vea salir juntos.
—Como tú quieras, Tam. —Gael dice, en tono juguetón—.
Ya te lo dije: a mí me da igual. Lo único que quiero es verte.
Te echo de menos. Como un maldito loco.
Muy a mi pesar, mi corazón hace una floritura violenta y
una sonrisa se dibuja en mis labios.
—Cursi… —musito.
—Romántico empedernido. Gracias.
Mi sonrisa se ensancha y, automáticamente, me siento
mejor; menos agobiada y angustiada.
—¿Paso a las ocho? —inquiere, al cabo de unos instantes.
—Sí —asiento—. A las ocho está bien.
—Vale. Nos vemos dentro de un rato. Y, ¿Tam?…
—¿Sí?
—Más te vale haberme echado de menos, o te las verás
conmigo.
Ruedo los ojos al cielo y mi sonrisa se ensancha.
—Te vi hace apenas unos días, dramático —protesto.
—Y de igual manera, espero que me hayas echado de
menos. Como la loca desquiciada que eres.
—¡Oye!
—Nos vemos al rato, Tam. —Ignora mi queja.
—¡No puedes irte así! ¡No luego de haberme llamado loca
desquiciada!
—También contaré las horas para verte.
—¡Gael!
—Ve con cuidado y envíame un mensaje cuando llegues a
casa, ¿vale? —Sigue ignorándome, pero la sonrisa que lleva en
la cara se le cuela en el tono de la voz—. Ahora te dejo, que
tengo una reunión en cinco minutos.
—¡Pero…! —Ni siquiera me da oportunidad de terminar,
ya que finaliza la llamada y me deja aquí, con el alma llena de
una calidez que sé que no puedo tener y el corazón empañado
de angustia.
Con un extraño dolor en el pecho y la odiosa sensación de
incertidumbre que me provoca la bomba de tiempo que David
Avallone ha atado a nosotros.
Capítulo 28
En el instante en el que el sonido de la puerta siendo llamada
me llena los oídos, algo dentro de mí se enciende y dispara una
decena de emociones por todo mi cuerpo.
Ansiedad, nerviosismo, emoción… Todo se me amontona
en el pecho y me falta el aire.
Sé que la persona que se encuentra del otro lado es Gael.
Es la única persona a esta hora que podría estar llamando a la
puerta y, a pesar de eso, no me muevo de donde me encuentro.
No me levanto del sillón en el que me he instalado a esperarlo,
porque la sola idea de hablar con él respecto a lo ocurrido con
su padre es tan abrumadora, como intimidatoria.
«¡Vamos! ¡Abre la puerta! ¡Acaba con esto de una vez por
todas!», me urge la vocecilla insidiosa en mi cabeza, pero mis
extremidades se niegan a escucharla. Pese a eso, me obligo a
obedecerla y a ponerme de pie para abrir.
El pulso me golpea con fuerza detrás de las orejas, mis
manos se sienten temblorosas y el ardor que tengo en la boca
del estómago —y que es provocado por el nerviosismo— se
intensifica cuando alcanzo el pestillo.
Me quedo inmóvil para tomar un par de inspiraciones
profundas y tratar de calmar la revolución que llevo dentro.
Abro la puerta.
La imagen que me recibe es tan abrumadora como
atractiva y no puedo evitar tomarme mi tiempo absorbiéndola.
Gael Avallone viste uno de sus trajes caros en color azul
marino; lleva una corbata color vino y una camisa blanca. Su
cabello —el cual había comenzado a acostumbrarme a mirar
desaliñado y deshecho— está perfectamente estilizado, y lleva
la barba —esa que ha comenzado a dejarse de unas semanas
para acá— recortada y definida a la perfección.
La postura desgarbada de su cuerpo —manos en los
bolsillos y hombros ligeramente caídos hacia adelante— es un
claro contraste con su vestimenta rígida y elegante y luce tan
bien… Tan caliente, que solo puedo quedarme aquí, como
idiota admirándolo.
Parece como sacado de una maldita revista. Parece el tipo
de hombre al que le rodaría los ojos si lo leyese en algún libro
y, no obstante, estoy aquí, hecha un manojo de nervios,
mirándole como si se tratase de una escultura digna de toda mi
atención.
Sus ojos barren la extensión de mi cuerpo de pies a cabeza.
Un estremecimiento me recorre entera, pero trato de no
hacerlo notar y mantengo mi expresión en blanco, mientras él,
con una sonrisa perezosa deslizándosele en la boca, vuelve a
clavar su vista en la mía.
—¿Te he dicho ya que tengo amigos en el ramo de la
moda, Tam? —dice, con socarronería, y el comentario me
hace plenamente consciente de lo que llevo puesto: una
sudadera que me va grande, unos vaqueros desgastados y
calcetines… que no son par.
—Vete a la mierda —suelto, pero una sonrisa ha empezado
a tirar de las comisuras de mis labios. Entonces, cuando Gael
trata de introducirse en el apartamento, hago ademán de
intentar cerrarle la puerta en la cara.
El magnate suelta una protesta en el proceso y, sin darme
tiempo de registrar sus movimientos, detiene la madera en su
lugar antes de dar un paso dentro de la estancia. Acto seguido,
envuelve un brazo alrededor de mi cintura y me empuja hacia
el interior del apartamento, apartándome de la entrada.
—¡Suéltame! —exijo, pero en realidad no quiero que lo
haga.
Él, sin decir una sola palabra, hunde la cara en el hueco
entre mi mandíbula y mi hombro y me besa ahí. Un escalofrío
de puro placer me eriza la piel de la zona y un sonido
estrangulado se me escapa al instante.
Mis dedos se cierran en el material de su saco y, de pronto,
me encuentro sin poder avanzar más porque mis caderas han
chocado con uno de los sillones. Después, justo cuando otro
estremecimiento provocado por su aliento me recorre, se aleja
de ahí y planta sus labios en los míos en un beso largo y
profundo.
Su lengua busca la mía sin pedir permiso y yo, incapaz de
negarme a su contacto, lo recibo gustosa.
Sabe a cigarrillos y a menta.
Sabe a alivio y seguridad. Sabe a eso que no sabía que
necesitaba hasta el instante en el que se le ocurrió plantar sus
labios sobre los míos.
—No tienes una idea de cuantas ganas tenía de verte —
murmura contra mi boca y, sin darme tiempo de replicar nada,
vuelve a besarme.
Mis manos están en sus mejillas, sus brazos están
envueltos a mi alrededor y, sin más, me encuentro ansiando
cada vez más su cercanía; pegando mi cuerpo al suyo de
maneras vergonzosas.
Se aparta con brusquedad y une su frente a la mía. El
sonido de su respiración dificultosa me llena los oídos y se
mezcla con el que proviene de mi pulso; ese que apenas me
permite concentrarme en la manera en la que me presiona
contra su cuerpo.
—No tienes idea de cuánto necesitaba esto —murmura, y
su aliento caliente me golpea de lleno en los labios.
—No tienes idea de cuánto yo necesitaba esto —respondo
y me aprieta un poco más contra él.
—¿Cómo estás? —pregunta, al tiempo que desliza su boca
hasta mi oreja y atrapa el lóbulo entre sus dientes.
—Bien —digo, porque, en este momento, realmente estoy
bien. Tenerlo cerca me hace bien. Y más cuando está así de
cerca.
—Mentirosa —reprocha, pero no suena enojado en lo
absoluto—. Hace un rato dijiste que las cosas con tu jefe no
iban del todo bien.
Niego con la cabeza y él planta un beso en el punto en el
que la mandíbula y el cuello se unen.
—No quiero hablar de eso —digo, sin aliento—. No en
este momento.
Se detiene.
El movimiento de sus labios sobre la piel sensible de mi
cuello termina y el cosquilleo que me provocaba su cabello
contra mi mejilla se va de inmediato. De pronto, me encuentro
mirándole a los ojos.
Todo vestigio del chico juguetón se ha ido para dejar a un
hombre de gesto preocupado y cálido.
—Pero yo sí, Tam —dice, en voz baja—. Habla conmigo.
Cuéntame qué va mal. Quiero escucharte, saber qué sientes,
qué piensas, cómo lo estás pasando… Quiero que hables
conmigo de las cosas más absurdas de la vida y de las más
importantes; así que, por favor, dime: ¿Qué pasa?
Sus palabras crean un agujero en mi pecho, pero me las
arreglo para mantener mi expresión relajada. Me las arreglo
para no hacerle notar que, cada que abre la boca y dice cosas
como estas, mi voluntad queda hecha trizas.
—Ahora no —digo, en una súplica susurrada, porque
realmente no quiero hablar de David Avallone. No cuando
Gael está de tan buen humor. No cuando sé que esa
conversación podría significar el final definitivo entre él y yo
—. Prometo que voy a decírtelo todo, pero ahora mismo no
quiero hablar de eso. Solo quiero olvidarme de todo antes de
enfrentarlo. Solo quiero… —Niego con la cabeza, incapaz de
continuar.
Un beso es depositado en mi frente y cierro los ojos ante el
contacto protector y dulce.
—De acuerdo. —Gael murmura contra mi piel—.
Hagámoslo a tu manera esta vez.
—Gracias —asiento, al tiempo que una sonrisa se desliza
en mis labios.
Otro beso es depositado en mi frente y, acto seguido, se
aparta de mí para mirarme de nuevo a los ojos.
—¿Has decidido qué es lo que quieres hacer? —pregunta.
Me encojo de hombros.
—Se me ocurría que podíamos quedarnos aquí, ver una
película y encargar algo para cenar. Una pizza o algo así.
Gael asiente, pero no luce muy convencido de mi
propuesta.
—O podríamos ir a mi casa y pasar el tiempo ahí —dice y
el sonido ansioso de su voz enciende la alarma en mi sistema.
Una sonrisa nerviosa se apodera de mis labios.
—¿Qué tiene de malo mi casa? ¿Por qué no quieres
quedarte aquí? —Sueno a la defensiva y recelosa, pero no
puedo evitarlo.
—Nada. —Gael niega con la cabeza, sin dejar de sonreír y
sin dejar de sonar ansioso—. Lo que pasa es que hay algo que
quiero que veas.
—¿Qué cosa?
—Si te lo digo pierde el encanto.
Una mueca escandalizada se apodera de mi rostro en
cuanto termina de hablar.
—No sé si estoy lista para que me muestres más cosas
sobre ti —bromeo, pero no lo hago del todo—. Aún no
termino de digerir todo lo que me dijiste la última vez que
estuve en tu casa.
Gael dispara una mirada irritada en mi dirección.
—La última vez que estuviste en mi casa cociné para ti —
apunta.
—¡Sabes perfectamente a qué me refiero! —refuto, sin
dejar de sonreír y una mueca frustrada se apodera de sus
facciones.
—No eres graciosa.
—Por supuesto que lo soy —suelto, en un intento de
aminorar el sonido inquieto de mi voz—. Soy hilarante y lo
sabes.
—Y modesta —dice, con sarcasmo.
—Humilde, ante todo —asiento, en acuerdo y él suelta un
bufido.
—Como sea… —masculla, antes de negar con la cabeza
—. ¿Entonces? ¿Vamos a mi casa?
—No lo sé… —digo, indecisa.
—Prometo que te traeré sana y salva a la hora que tú me
pidas que lo haga —dice, al tiempo que me mira cual niño
suplicante.
—Ese «sana y salva» me preocupa, ¿sabes? —digo, con
fingido horror—. ¿Qué es lo que planeas hacerme?
Gael me guiña un ojo y, de inmediato, una sonrisa lasciva
se desliza en sus labios.
—Nada de lo que piensas… —dice, con aire juguetón y
sugerente, y siento cómo el rubor comienza a calentarme el
rostro—. Al menos, no por ahora. Ya habrá tiempo para eso.
—Gael… —suelto, con advertencia filtrándose en mi tono.
—Tamara, confía en mí. —El magnate me interrumpe—.
Solo quiero pasar mi tiempo contigo. Te prometo que, en el
instante en el que decidas que es hora de volver, te traeré a
casa. Así que, ¿qué dices? ¿Vamos?
Muerdo mi labio inferior.
La verdad es que no quiero salir. No, luego de haberme
enterado de que su padre lo tiene vigilado; pero no tengo el
corazón para negarme. No cuando luce tan entusiasmado con
la idea de hacer lo que sea que trae en mente.
Un suspiro largo se me escapa.
—De acuerdo —digo, finalmente, luego de ignorar a la
vocecilla de mi cabeza que no deja de susurrarme que todo
esto es una mala idea—. Solo déjame ponerme algo diferente.
—Así estás bien. —Gael me guiña un ojo—. Solo ponte
zapatos. Algo cómodo.
Alzo las cejas con incredulidad.
—Debes saber que la palabra «comodidad» y mi nombre
van siempre de la mano. Mi guardarropa está diseñado para
proporcionarme la mayor practicidad posible; así que,
cualquier cosa que decida ponerme, será cómoda. —Sueno
como toda una sabelotodo, pero no me interesa en lo absoluto.
A él tampoco parece interesarle, ya que su sonrisa se
ensancha.
—Ve y haz lo que te dé la gana —dice, al tiempo que niega
con la cabeza—. Aquí te espero.
—Gracias —digo con suficiencia y, antes de deshacerme
de su abrazo y encaminarme a mi habitación, planto un beso
en sus labios.
Luego, desaparezco de su campo de visión.

—No sé por qué presiento que todo esto de: «Vamos a mi


casa, tengo algo que mostrarte», es solo un truco —me quejo a
manera de broma, mientras Gael introduce su coche en la
rampa descendiente que da al garaje a desnivel de su casa.
—Me has pillado —responde, pero puedo notar el
sarcasmo en su voz—. Todo esto ha sido un plan desde el
principio. Desde el instante en el que entraste a mi oficina sin
permiso por primera vez, decidí que iba a enamorarte, para
luego traerte a mi casa y asesinarte de manera brutal.
—Entonces, permíteme informarte que tu plan se ha ido al
caño. En primer lugar, porque te he descubierto y en segundo,
porque has sido lo suficientemente arrogante como para creer
que estoy enamorada de ti —refuto, y sueno tan segura y
contundente, que mi tono me hace querer retractarme de lo que
he dicho. Sobre todo, de la última parte.
—¿No lo estás?
—¿Tú lo estás de mí? —Lo que pretendo que sea una
pregunta socarrona y burlesca, termina sonando como una
súplica ansiosa y quiero golpearme por eso. Quiero estrellar la
cara contra el vidrio de la puerta hasta quedar inconsciente… o
hasta que el cristal reviente en mil fragmentos y sea capaz de
arrastrarme fuera del auto que, por cierto, acaba de quedar
aparcado dentro de la inmensa cochera.
El motor se apaga luego de eso y nos quedamos aquí,
sentados el uno junto al otro dentro de su flamante coche, con
la oscuridad como única protección contra el peso de las
palabras que acabo de pronunciar.
—Tamara, estoy loco por ti —Gael dice, luego de unos
instantes de silencio y el sonido enronquecido de su voz se me
cuela en los huesos y se adhiere a ellos con tanta fuerza, que
me siento estremecer; desde las puntas de los dedos de mis
pies, hasta la cima de mi cabeza.
No sé, a ciencia cierta, qué es lo que eso significa y una
parte de mí intuye que él tampoco lo sabe; así que lo dejo
estar. Lo dejo asentarse entre nosotros, porque aún no estoy
lista para ponerle un nombre a lo que siento, o para admitir
que Gael me importa más de lo que me gustaría, y que decir
que me siento atraída por él no es suficiente. Ya no.
—No sé si eso es dulce o perturbador —bromeo, con un
hilo de voz, con la esperanza de quitarle tensión al ambiente,
pero presa de la abrumadora sensación que me provoca saber
que Gael ha empezado a filtrarse en mi vida de otra forma. De
una manera más profunda.
Cuando escucho la carcajada que se le escapa luego de mi
declaración, me doy cuenta de que mis palabras han tenido el
efecto deseado y me relajo un poco.
—Eres increíble, ¿lo sabías? —dice y el tono cálido que
utiliza me llena de una emoción tan atronadora como la
anterior.
—Por supuesto —bromeo una vez más y él suelta otra
pequeña risa.
Entonces, sin decir nada más, abre la puerta del coche y
sale de él. Yo, luego de unos segundos de aturdimiento, lo
imito.
El garaje entero está en penumbras. La oscuridad en la que
se ha sumido la estancia es tanta, que no puedo distinguir nada
a mi alrededor, así que procuro no moverme y quedarme a la
espera de que Gael se digne a encender las luces o a acercarse
para guiar mi camino en dirección a donde sea que planea
llevarme.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que la luz cegadora lo
invada todo y tenga que cerrar los ojos para tratar de
acostumbrarme a ella; pero, cuando lo hago paseo la vista en
toda la estancia solo para encontrarme con la figura de Gael,
de pie al fondo del inmenso garaje, con una mano en el
interruptor y una sonrisa burlona en la cara.
—¿Qué es tan gracioso? —mascullo, aun parpadeando
para deshacerme del lagrimeo involuntario de mis ojos.
—Tu cara. —Gael responde, en un tono tan socarrón, que
me hace querer estrellarle la palma en la cara.
Enseguida, hace una imitación de mi gesto: con los ojos
entrecerrados, el ceño fruncido con incomodidad y una mueca
extraña creada por mi boca. En el acto, las ganas que tengo de
golpearlo incrementan considerablemente.
Ahora sí que quiero acortar la distancia que nos separa
para estrellar mi puño contra su cuerpo las veces que sean
necesarias para borrarle esa expresión de la cara.
—Vete al demonio —escupo, con toda la irritación y el
coraje que puedo imprimir y él suelta una carcajada sonora.
—¿Ves por qué es tan difícil nombrar a lo que uno siente
por ti? —dice, al tiempo que hace su camino en dirección a las
motocicletas —esas que ha reparado él mismo— que se
encuentran aparcadas junto al vehículo—. Un día me dan
ganas de tomarte por los hombros y sacudirte hasta que te des
cuenta de lo insensata que eres; otros, cuando eres necia y se te
meten ideas raras en la cabeza, me dan ganas de abrazarte y no
soltarte hasta que dejes el sinsentido; y unos más, simplemente
me dan ganas de poner cuanta distancia sea posible entre
nosotros.
—El sentimiento es mutuo, Avallone —digo, porque es
verdad—. Sinceramente, estaba empezando a cansarme de
esos cambios tuyos a los que me sometías cada semana. Ese:
«Te beso, pero luego te trato como el culo; pero luego te beso
de nuevo, pero después soy indiferente una vez más», estaba
empezando a colmarme la paciencia.
—Solo para que lo sepas —apunta, con arrogancia—, tú
eres diez veces más irritante de lo que yo seré jamás.
—Lo que digas, Gael —respondo, con sarcasmo y él
entorna los ojos en mi dirección.
No responde. Se limita a negar con la cabeza y detenerse
junto a las motocicletas; como si fuese un edecán o empleado
de mostrador. Después, señala los vehículos con un ademán
exagerado.
—¿Cuál le gusta, señorita Herrán? —dice, ignorando por
completo mi comentario previo.
Arqueo una ceja.
—¿Qué te hace pensar que voy a aceptar que me regales
una motocicleta? ¿Era esto lo que tenías que mostrarme?
¿Cómo fanfarroneabas y tratabas de impresionarme con…?
—¿Quién ha dicho nada sobre regalarte alguna de mis
motocicletas? —Gael me interrumpe, esbozando una mueca de
fingido horror—. Yo solo estoy preguntándote cuál te gusta.
Una punzada de vergüenza me atenaza las entrañas, pero
me las arreglo para alzar el mentón con arrogancia.
—En ese caso —digo, mientras rodeo el coche para así
tener una vista completa de los vehículos a dos llantas. Trato
de sonar casual e indiferente en el proceso—, me gusta esa.
—¿Cuál? ¿La negra?
Asiento.
Gael esboza una sonrisa que se me antoja dulce. Cálida por
sobre todas las cosas y, luego, me dedica una mirada extraña.
Diferente al resto.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto, curiosa, al tiempo que
me abrazo a mí misma, insegura de haber elegido una con
alguna especie de historia.
—Es mi favorita —confiesa, en voz baja y ronca, antes de
volver a adoptar esa postura de vendedor departamental y
añadir—: Le adapté un motor Harley Davidson V-Twin de mil
doscientos centímetros cúbicos que le da un sonido
espectacular; el sistema de escape es de circuito cerrado, así
que ruge como ninguna otra y las llantas de radios de acero le
dan ese aspecto clásico que todo conductor busca en una
motocicleta. Buena elección, señorita Herrán.
Quiero decirle que no he entendido una mierda de lo que
ha dicho; que no sé nada de motocicletas, o motores, o llantas
o sistemas de escape, pero luce tan entusiasmado y satisfecho
que me guardo el comentario para otra ocasión.
Luego de eso, gira sobre sus talones para llegar a una
enorme caja plástica que se encuentra justo junto a la última
motocicleta aparcada, y la abre para rebuscar algo dentro de
ella.
Yo lo observo en silencio; expectante. Cuando encuentra lo
que busca, se gira en mi dirección y lo extiende hacia mí. Es
un casco.
La confusión y el horror se mezclan en mi sistema cuando
miro de hito en hito su rostro y lo que me ofrece, y niego con
la cabeza.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡Yo no sé cómo carajos conducir algo así!
¡Voy a matarme si me subo! ¡No tienes idea de lo torpe que
soy! —chillo, ansiosa y aterrorizada.
Gael rueda los ojos al cielo y empuja el casco hacia mí,
obligándome a tomarlo. Después, se quita el saco, para luego
deshacerse de la corbata y desabotonarse la camisa de la parte
del cuello y de las muñecas. Una vez hecho esto, dobla el
material delgado hasta que le llega a los codos.
Inmediatamente, mi vista cae en la tinta de sus brazos y
algo dentro de mí se retuerce con violencia. Mis ojos barren la
extensión de su torso y, cuando mis ojos se encuentran a los
suyos, mi estómago cae en picada.
Hay algo en la manera en la que me mira que me cohíbe.
Hay algo en la forma en la que sus labios se deslizan en una
sonrisa perezosa, que me hace sentir como si estuviese
quedándome sin aliento. Como si no existiese aire suficiente
en este mundo para llenarme los pulmones.
No dice nada. No hace ademán de pedirme que me
acerque. Solo se encamina hacia la motocicleta, le quita el
descanso que la mantiene de pie en su lugar y la hace salir del
espacio que ocupaba. Luego, trepa en el asiento y me mira una
vez más.
—Ven —instruye, con esa voz ronca y pastosa suya y,
presa de la cantidad de emociones que me provoca, me quedo
quieta durante unos instantes. Los suficientes como para hacer
que su sonrisa, antes fácil y socarrona, se convierta en una
arrebatada y arrogante.
Sabe qué es lo que provoca en mí. Y detesto que lo haga.
Avanzo en su dirección con más cautela de la que me
gustaría y él extiende una mano para que la alcance. Yo, sin
pensarlo dos veces, la tomo y lo dejo guiar mi camino hasta
donde se encuentra.
—Sube —ordena, con suavidad y, dubitativa, coloco una
mano sobre su hombro. Cuando ve que no sé dónde apoyar el
pie para subir, señala el espacio especialmente diseñado para
eso. Enseguida, trepo con todo el cuidado que puedo.
La torpeza de mis movimientos delata la poca experiencia
que tengo para esto y eso parece encantarle, ya que se toma su
tiempo para instruirme en la forma en la que debo colocarme
el casco.
Para el momento en el que estamos listos, ambos con el
casco puesto, y yo con los brazos envueltos alrededor de su
cuerpo, mi corazón está latiendo a toda marcha.
Pánico, ansiedad y anticipación se arremolinan en mi
interior, pero trato de mantenerlo todo a raya mientras me
aferro al torso de Gael y lo escucho hacer rugir el motor de la
pequeña bestia sobre la que estamos montados. La vibración
del vehículo es tan poderosa, que puedo sentirla reverberar en
todo mi cuerpo. Puedo sentirla colándose hasta lo más
recóndito de mi ser.
—Dime, por favor, que sabes conducir bien estas cosas —
hablo, casi sin aliento, solo porque estoy aterrorizada. Jamás
me había subido a una motocicleta.
Esta vez, es la vibración que proviene del pecho del
hombre al que me aferro la que me invade el cuerpo.
—Sujétate bien —pide, ignorando por completo mi
pregunta previa, antes de introducir la mano izquierda en uno
de los bolsillos de sus pantalones. Es entonces cuando saca el
pequeño control del garaje, presiona el botón indicado y el
portón se alza para dejarnos salir.
Nos deslizamos fuera de la cochera con lentitud y, una vez
ahí, junto a la rampa de salida, Gael cierra la puerta gigantesca
y se guarda el pequeño mando de nuevo en el bolsillo.
—¿Lista? —Apenas puedo escucharle decir por encima del
sonido del motor y la única respuesta que puedo darle, es un
apretón de mis brazos a su alrededor.
Otra risa vibra en su pecho y algo dentro de mí se enciende
con la calidez que me provoca escucharle, pero no me da
tiempo de ponerle un nombre, ya que acelera y salimos
despedidos a toda marcha para atravesar la pendiente.
La velocidad a la que Gael conduce es mesurada dentro del
residencial en el que vive, pero, cuando salimos de este y nos
encausamos en la avenida principal, incrementa el paso.
Un chillido aterrorizado se me escapa cuando eso ocurre y
cierro los ojos por instinto.
El viento helado de la noche se me cuela a través de la
ropa y me hace tiritar; pero, estoy tan concentrada en la
adrenalina que, por un momento, me olvido de eso y de todo
lo demás.
De David Avallone y sus amenazas, de Román Bautista y
su dichoso libro… Me olvido de todo porque en lo único en lo
que puedo concentrarme, es en la velocidad vertiginosa a la
que avanzamos y en la forma en la que mi cuerpo se funde con
el de Gael con cada segundo que pasa.
Poco a poco, el miedo va transformándose en algo más
dulce y agradable. En algo más llevadero y manejable. Es
hasta ese momento, que me permito abrir los ojos.
Las luces de las calles por las que transitamos dejan una
estela a su paso. Un rastro cálido de vida nocturna. De magia.
De todo eso que no nos detenemos a apreciar cuando corremos
de un lado a otro, apresurados con el ajetreo del día.
Gael acelera otro poco, pero sin sobrepasar los límites de
velocidad y, justo cuando entronca en el tráfico de una de las
avenidas principales de la ciudad, reduce el paso.
Avanzamos al paso impuesto por la fluidez del tránsito
nocturno. Sin prisas. Sin preocupaciones. Sin las angustias
previas o los malentendidos que alguna vez nos impidieron
estar así, de esta manera, juntos… Avanzamos sin nada más
que las ganas de estar cerca del otro y de que este momento
nunca termine.
Conozco el lugar en el que estamos. Conozco la zona
comercial por la que avanzamos y sé que estamos cerca del
Puente Matute Remus —ese que todos aquí en la ciudad
conocemos por «puente atirantado»—; ese que fue construido
hace no mucho tiempo y que, por la noche, es iluminado con
luces de colores.
Le ruego al cielo que pasemos por ahí. Le ruego a todos
los dioses que Gael quiera llevarme por ese camino, porque no
sé cuánto voy a tener la oportunidad de pasar por aquí y
realmente disfrutarlo.
La motocicleta cambia de velocidad cuando tomamos la
pendiente para subir al paso elevado y una sonrisa se apodera
de mi rostro al instante.
Luces azules tiñen la imponente estructura que se alza
sobre nuestras cabezas y yo, incapaz de detenerme, miro hacia
arriba; hacia el cielo nocturno. Hacia la preciosa luna que se
cierne sobre nuestras cabezas y que es adornada por la
infraestructura contemporánea que nos rodea.
Mi corazón se hincha con la emoción que me invade de
pies a cabeza y quiero pedirle a la vida que este momento
nunca termine. Quiero pedirle al universo que me permita
disfrutarlo unos instantes más. Una eternidad, si es posible.
Gael conduce por la ciudad durante lo que se siente como
una eternidad y, al mismo tiempo, como apenas un suspiro…
Y, cuando volvemos a su casa, no puedo evitar sentirme
decepcionada; desazonada porque nuestro paseo ha llegado a
su final. No estaba lista para que terminara.
Al bajar de la motocicleta, siento cómo todos mis
músculos gritan de alivio. No me había dado cuenta de cuán
tensa me encontraba hasta que puse un pie en el suelo y me di
cuenta de que tiemblo por completo.
Me quito el casco de la cabeza.
El sudor que tengo en la nuca y la frente me hace sentir
avergonzada por el aspecto que, seguramente, tengo; pero
estoy tan satisfecha, que trato de no pensar en ello.
Gael se quita el casco también y coloca el soporte de la
moto para que esta no se caiga, pero no baja de ella. Se queda
ahí, trepado, con el cabello hecho un desastre y una sonrisa
radiante pintada en la cara.
—¿Te ha gustado el paseo? —pregunta, con aire suficiente
y, pese a la sonrisa idiota que tengo en el rostro, me las arreglo
para dedicarle una mirada irritada.
—Apuesto todo lo que tengo a que así impresionas a todas
las mujeres que entran a tu vida —digo, solo para que no se dé
cuenta de cuánto lo disfruté.
—En realidad, jamás había llevado a nadie en moto. —Se
encoge de hombros—. No es algo que comparta con todo el
mundo, ¿sabes?… —Baja del vehículo—. Muy pocas personas
saben de mi gusto por ellas, así que siéntete afortunada.
Alzo una ceja, en un gesto arrogante.
—Afortunado deberías sentirte tú, que te di la oportunidad
de llevarme en una —bromeo y su sonrisa se ensancha tanto,
que temo que su cara pueda partirse en dos.
—Ah, ¿sí?
Acorta los pasos que nos separan y se detiene cuando
nuestros cuerpos están tan cercanos, que tengo que alzar la
vista para mirarlo. A pesar de eso, no permito que su cercanía
me amedrente.
Asiento, pero mi corazón ya se ha detenido para reanudar
su marcha a una velocidad vertiginosa.
—Sí… —digo, en voz baja y tímida.
—Eres una chiquilla arrogante, ¿sabías eso? —me
recrimina, pero la calidez en su tono le quita toda fuerza a su
declaración. Toda malicia—. Eres una chiquilla arrogante,
soberbia, caprichosa e insufrible.
Asiento una vez más, en acuerdo y él se acerca otro poco,
de modo que soy capaz de sentir su aliento rozándome el
rostro.
—Eres una chiquilla ambiciosa, aterradoramente talentosa
y encantadora. ¿También sabías eso? —Esta vez, cuando
habla, su voz suena más ronca. Más suave. Dulce…
—También soy un dolor en el culo —digo, con un hilo de
voz y él se acerca un poco más.
Es el turno de Gael de asentir en acuerdo.
—Eres todo eso que me prometí evitar. Eso que sabía que
era peligroso para mí y que de todos modos decidí tomar —
dice y quiero besarlo—. Eres eso en lo que pienso todo el
tiempo. Eso con lo que sueño despierto a todas horas —
continúa y lo único que puedo hacer, es mirarle los labios. La
forma en la que se mueven con cada palabra que pronuncia—.
Con lo que mi traicionero subconsciente me tienta y me
tortura… —Niega con la cabeza—. Eres, Tamara Herrán, lo
que va a llevarme a la perdición, espero que lo sepas.
Yo, incapaz de decir nada; incapaz de poner en palabras la
cantidad de emociones que me provoca, envuelvo un brazo
alrededor de su cuello y tiro de él en mi dirección para besarlo.
Entonces, cuando el gruñido aprobatorio proveniente de
sus labios llega a mis oídos, busco su lengua sin pedir permiso.
Otro sonido gutural escapa de su garganta en ese instante y
me besa de vuelta; con la misma avidez y urgencia con la que
yo lo recibo. Sus manos se envuelven en mi cintura, y las mías
en su nuca. Sus labios se mueven al compás de los míos y, de
pronto, todo empieza a difuminarse.
Todo empieza a perder enfoque. A disolverse hasta quedar
hecho nada. Hasta dejarme aquí, temblorosa entre sus brazos,
a la espera de más. De sus caricias. De su tacto urgente y sus
manos grandes.
Su tacto se desliza por mi espalda y me presiona con más
fuerza contra su cuerpo; como si no tuviese suficiente de mí.
Como si mi beso solo estuviese abriendo la puerta a lo más
profundo de sus deseos. A su alma entera.
Una estela de besos es dibujada desde mi boca hasta mi
mandíbula y un sonido estrangulado se me escapa. Un sonido
torturado y aliviado me recorre porque no me había dado
cuenta de cuánto anhelaba esto hasta ahora. Porque jamás
imaginé que esta clase de sensaciones —abrumadoras,
intensas y atronadoras— pudiesen volver a mi vida alguna
vez.
Sus labios encuentran los míos una vez más y, esta vez, la
fiereza con la que me besa es tanta, que nos obliga a
movernos. Nos obliga a avanzar hasta que mi espalda golpea
contra el coche en el que llegamos, y su abdomen duro y firme
queda apoyado contra el mío, blando y suave.
Un gruñido aprobatorio escapa de su garganta cuando, sin
siquiera pensarlo, deslizo mis manos por debajo del cuello de
su camisa. Es entonces, cuando se aparta de mí con
brusquedad y une su frente a la mía.
—Pídeme que me detenga, Tam —dice, con una voz que
apenas reconozco—. Por favor, pídeme que pare.
Pero no quiero que lo haga. No quiero que se detenga. Así
que lo beso una vez más. Planto mis labios en los suyos en un
beso igual de urgente que el anterior.
Otro gruñido se le escapa en ese instante, y es ahí cuando
desliza sus manos por mis costados hasta afianzarlas a mis
muslos.
Acto seguido, eleva mi peso y yo, casi por acto reflejo,
envuelvo las piernas alrededor de sus caderas.
—Pídeme que me detenga, Tam —murmura en un
resuello, contra mi boca, pero no lo hago. No lo detengo. Al
contrario, empiezo a deshacer los botones superiores de su
camisa.
Capítulo 29
Tiemblo. De pies a cabeza. Mi cuerpo entero es presa de una
oleada de pequeños espasmos incontrolables y ni siquiera sé
por qué está pasándome esto.
Ansiedad, nerviosismo, pánico absurdo… Todo se
arremolina en mi pecho y comienza a abrirse paso en mi
interior, pero trato de empujarlo lejos. De concentrarme en la
forma en la que las manos del magnate se aferran a mis
muslos. En la manera en la que mi boca arde ante el contacto
brusco que tiene con la suya, y en cómo el sabor de su beso me
llena el cuerpo de electricidad.
Me concentro, entera y completamente, en la manera en la
que Gael Avallone me llena de todo eso que creí que nunca
sería capaz de volver a sentir.
Mis dedos —temblorosos, torpes y ansiosos— se deslizan
dentro de la camisa medio abierta del hombre que me
mantiene presa entre su cuerpo y el coche en el que llegamos
y, en el instante en el que hacen contacto con la piel caliente y
suave de sus hombros, un gruñido retumba en su pecho y
reverbera en el mío.
Mis manos se deslizan hacia arriba, hacia la piel de su
cuello y, cuando llego a su mandíbula, planto mis palmas y lo
sostengo ahí, para mí y besarlo a mi antojo.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que se aparte de mí;
pero, cuando lo hace, me quedo sin aliento.
Un resuello tembloroso escapa de mi garganta en ese
instante, pero no me da tiempo de procesar nada. No me da
tiempo de preguntar qué es lo que ocurre, porque ya ha
apartado mi cuerpo del coche y avanza conmigo a cuestas, en
dirección a las escaleras ascendentes que dan al interior de su
casa.
Un balbuceo incoherente —que pretende ser una protesta.
Una petición para que me baje y pueda caminar por mi cuenta
— escapa de mis labios, pero él lo hace acallar con otro beso
urgente, impidiéndome decir nada.
Gael se abre paso hasta el fondo de la estancia entre besos,
resuellos, suspiros rotos y respiraciones agitadas y, cuando
llegamos al pie de las escaleras, me deposita en el suelo con
cuidado antes de romper nuestro contacto. Entonces, envuelve
sus dedos cálidos alrededor de mi muñeca y tira de mí con
suavidad en dirección a la puerta de servicio que siempre
utilizamos cuando venimos a su casa.
Es hasta ese momento, que la resolución de lo que sucede
cae sobre mí y se asienta con violencia sobre mis hombros. Un
nudo de puro nerviosismo se instala en la boca de mi estómago
al instante.
El magnate rebusca las llaves de su casa en los bolsillos de
sus pantalones y, cuando las encuentra y deshace el pestillo,
una oleada de nerviosismo se dispara en mi sistema.
Sus ojos buscan los míos y sé, de inmediato, que puede
notar cuán dubitativa me encuentro. La vergüenza se abre paso
en mi sistema.
—¿Quieres que te lleve a casa? —pregunta, con serenidad,
pero el temblor en su voz es tan intenso, que me sobrecoge por
completo.
«Sí… No… No lo sé».
Niego con la cabeza, pero no me muevo ni un milímetro.
—Tam, no tiene que pasar nada si tú no quieres. —El tono
suave y amable que hay en su voz, no hace más que
atenazarme el pecho y disparar una oleada de emociones
abrumadoras y desconocidas a todo mi cuerpo—. No llevo
prisa de nada. No contigo.
Mi corazón se estruja con violencia una vez más y me
quedo sin aliento durante unos instantes. Paralizada ante la
fuerza de mis emociones.
—Tamara… —Gael empieza a hablar una vez más, pero
ya he tomado una decisión y, en un impulso repentino, intenso
y valeroso, acorto la distancia que nos separa y envuelvo una
mano alrededor de su cuello para tirar de él en mi dirección.
Mi mano libre se cierra sobre el material de su camisa y
planto mis labios sobre los suyos en un beso igual de urgente
que el anterior.
Gael envuelve sus brazos alrededor de mi cintura y mis
manos —ansiosas e inquietas— se aferran a las hebras cortas
de su nuca para tirar de ellas con suavidad.
No tengo una maldita idea de en qué momento entramos a
la casa. Tampoco sé cuándo me acorraló entre su cuerpo y la
pared de la cocina. ¿Honestamente?, tampoco me interesa
averiguarlo.
Gael rompe nuestro contacto de manera repentina y une su
frente a la mía.
—No te traje aquí con intenciones de que pasara
absolutamente nada, Tam —susurra, con la voz enronquecida
—. No quiero que pienses que trato de aprovecharme, porque
juro que no es así.
En respuesta, lo beso una vez más. Esta vez, el contacto no
es tan urgente como antes. Es más suave. Más… dulce.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando las
caderas de Gael chocan con las mías en un movimiento suave
y cadencioso. Uno que me hace conocer su deseo por mí, y me
hace estremecer un poco más.
Una estela de besos viaja desde mi boca hasta el punto en
el que mi mandíbula y mi cuello se unen y, cuando sus labios
—húmedos, ardientes y cálidos— hacen contacto con la piel de
la zona, todo mi cuerpo reacciona.
Mis puños están cerrados alrededor del material lánguido
—y a medio deshacer— de su camisa y mis labios están
entreabiertos en un gemido silencioso provocado por la caricia
a la que me somete.
Es entonces, cuando sus besos descienden y sus caricias
bajan hasta llegar a una de mis clavículas.
Soy un manojo de terminaciones nerviosas, ansiedad y
nerviosismo. Dinamita a punto de estallar.
Quiero apartarlo. Quiero acercarme. Quiero deshacerme de
esta abrumadora sensación que me provoca estar con él de esta
manera. Quiero deshacerme del pudor, la vergüenza y de todo
eso que me hace plenamente consciente de lo que está pasando
entre nosotros y, al mismo tiempo, quiero que esto termine.
Quiero ponerle un punto final, porque es demasiado.
Porque me aterroriza lo que siento por él. Porque Gael se ha
clavado tanto en mi pecho, y de una manera tan imperceptible
y sutil, que no fui capaz de detenerlo.
Inhabilitó mis defensas. Atravesó la armadura que llevo
puesta desde hace mucho tiempo y se me coló en los
pensamientos. En el alma. En el corazón… Y ahora estoy aquí,
ardiendo por él. Perdiéndome en el mar de sus secretos, para
convertirme en parte de ellos. Parte de él… De esa luz
parpadeante que es su presente, y esa oscuridad densa y turbia
que es su pasado.
Sé que tenemos fecha de caducidad. Que lo suyo conmigo
no tiene futuro. Que está condenado. Manchado por la
ambición y por todo eso que es ajeno a nosotros y que,
eventualmente, va a terminar venciéndonos… Pero, de todos
modos, no puedo dejar de aferrarme a él —a lo que siento—
con todas mis fuerzas.
Las manos de Gael se deslizan con lentitud y se detienen
justo en la curva de mi trasero. Entonces, con cuidado, elevan
el material pesado de mi sudadera para introducirlas debajo.
El contacto de sus manos cálidas contra la piel de mi
espalda envía un escalofrío placentero por todo mi cuerpo, y
un sonido estrangulado y suave escapa de mis labios.
Sus dedos ásperos trazan un camino suave de caricias
dulces y delicadas y, justo cuando llegan a la altura de mi
sujetador, deshacen el broche con una facilidad aterradora.
No quiero imaginarme cuántos sujetadores ha deshecho
para tener esta clase de habilidad. De hecho, ni siquiera sé por
qué carajos estoy pensando en eso; así que me obligo a
empujar el oscuro pensamiento a un rincón en lo más profundo
de mi cabeza.
Es solo hasta ese momento, que me permito concentrarme
en la forma en la que sus palmas se presionan contra mi piel.
En la manera en la que mi carne se eriza, y la forma en la que
me empuja contra su cuerpo en un gesto ansioso y posesivo.
Sus manos se deslizan por mis costados, siguiendo la curva
de mi cintura hasta llegar a la carne blanda de mis caderas y,
una vez ahí, sus dedos se clavan con fuerza sobre mi piel.
Entonces, sus caderas se empujan contra las mías una vez más.
En respuesta, arqueo mi cuerpo hacia el suyo.
Su tacto se desliza hacia arriba, aún dentro del material de
la sudadera, y los músculos se me tensan cuando este se alza y
se acumula alrededor de sus muñecas.
En ese instante, todo cae sobre mí como balde de agua
helada, y empiezo a ser plenamente consciente de las
imperfecciones que me cubren la piel: la flacidez provocada
por los kilos de más que llevo encima, las estrías que me
ensucian el estómago, los pliegues ligeros y antinaturales que
me sobresalen en ciertos lugares…
Gael está a punto de sacarme el material por encima de la
cabeza y, poco a poco, comienzo a ser presa de la angustia
asfixiante que me invade con la retahíla de mis inseguridades.
Empiezo a sucumbir ante el poder que tiene la imagen que veo
a diario en el espejo y, sin que pueda evitarlo, aparto mis
labios de los de Gael con brusquedad.
Él, de inmediato —y como si fuese capaz de leerme el
pensamiento—, desliza su tacto hasta que queda afianzado a
un lugar más seguro: mi cintura.
—Lo siento —suelta, en un resuello tembloroso e inestable
y yo niego con la cabeza—. Lo siento, Tam. Yo…
—N-No… —digo, con la voz entrecortada; pero ni
siquiera sé a qué estoy negándome: si a aceptar sus disculpas
innecesarias, o a la posibilidad de que se detenga por mis
absurdos complejos—. No es eso.
—¿Qué pasa, entonces? —murmura él, y sus labios rozan
los míos cuando lo hace.
Niego una vez más.
No quiero exponerme de ese modo ante él. No quiero que
sepa cuán consciente soy de mí misma; así que, en lugar de
decir la verdad, pronuncio otra cosa. Algo que también es
cierto, pero que es más fácil de lidiar.
—Hacía tanto que no sentía esto por nadie… —susurro,
aún con los ojos cerrados y, en el momento en el que las
palabras abandonan mi boca, me arrepiento.
No quiero que Gael sepa realmente cuál es el efecto que
tiene en mí. No quiero que se entere de la manera en la que se
cuela en mi interior, y la forma en la que ha empezado a
aferrarse a las paredes de mi corazón.
—Mírame, Tam… —El magnate pide en susurro, y me
obligo a encararlo.
Algo ha cambiado en su expresión. Algo en sus facciones
se ha vuelto salvaje, abrumador. Dulce por sobre todas las
cosas, y me deja sin aliento; sumida en este vórtice de
sentimientos que solo él es capaz de provocarme.
Tengo tanto miedo.
—No tienes una idea de cuánto me aterra todo esto —Gael
susurra, con la voz enronquecida y entrecortada y mis defensas
caen.
Todos los muros que había intentado alzar a mi alrededor
para protegerme de él, se desmoronan.
Él se siente del mismo modo que yo. También está
aterrorizado de lo que nos está pasando… Y yo no puedo con
eso. No puedo luchar contra eso, porque me siento de la
misma manera.
No soy capaz de decir nada. Tampoco es necesario que lo
haga, ya que ha vuelto a besarme y me acorrala contra la pared
hasta que mi espalda queda completamente contra ella. Mi
pecho, mi abdomen y mis caderas, están presionados contra su
cuerpo y no puedo pensar con claridad. No quiero hacerlo.
En ese instante, se acaban las palabras. Que no hay nada
más entre nosotros más que las sensaciones que me provocan
sus dedos sobre la piel. No hay otra cosa más que su tacto,
deslizándose por debajo de mi sudadera, acariciándome las
inseguridades, los complejos… Llenándome de algo que va
más allá de cualquier sensación física que pudiera estar
experimentar.
Manos grandes y fuertes se deslizan por mis costados con
lentitud, como si estuviesen pidiéndome el permiso para
tocarme y tratasen de darme la oportunidad de detenerlas.
No lo hago. Las dejo seguir su camino hasta mis pechos.
Las dejo frotarme por encima del encaje del sujetador, y erizar
todos y cada uno de los vellos del cuerpo con sus ávidas
caricias.
Un suspiro entrecortado se me escapa cuando los labios de
Gael abandonan los míos para trazar un camino de besos
húmedos hasta la base de mi cuello.
Otro sonido estrangulado se me escapa cuando un gruñido
gutural retumba en su pecho y guía sus manos hasta la base de
mis caderas para hacerse —una vez más— del material que
viste la parte superior de mi cuerpo.
La inseguridad se apodera de mí en un abrir y cerrar de
ojos; pero me obligo a quedarme quieta. A ignorar los
pensamientos oscuros y a concentrarme en la forma en la que
se deshace de mi sudadera, y el modo en el que uno de sus
brazos se envuelve en mi cintura para atraerme aún más cerca.
Sus labios están en mi boca y trazan un camino que inicia
en mi mandíbula, se desliza por mi cuello, y llega a los huesos
de mis clavículas unos instantes antes de bajar hasta uno de
mis hombros.
Tiemblo de anticipación. De miedo. De ansiedad por su
cercanía; y, justo cuando estoy hecha una masa de
terminaciones nerviosas, sus dedos se enroscan alrededor de
los tirantes de mi sujetador y tiran de ellos para deslizarlo
fuera de mí.
Ni siquiera me da tiempo de sentirme expuesta. No me da
tiempo de nada, porque sus manos ya están sobre mis pechos,
acariciándolos, ahuecándolos… Porque sus labios —ansiosos
y desesperados— ya están de vuelta en los míos, besándolos,
saqueando y tomando todo de ellos.
Mi espalda se arquea en su dirección casi por inercia
cuando sus pulgares acarician las protuberancias de las cimas,
y otro sonido ronco se le escapa con el mero acto.
Gael se aparta de mí de manera arrebatada y murmura algo
que no logro entender antes de volver a besarme. Luego, sin
darme tiempo de siquiera preguntar qué es lo que ha querido
decir, se agacha, aferra sus manos en la curva de mis rodillas y
vuelve a elevar mi peso para avanzar conmigo a cuestas en
dirección a la sala.
Una vez ahí, me deposita sobre uno de los sillones
mullidos y espaciosos y, una vez asentados, aprovecho para
deshacerme de la camisa que aún cubre parcialmente su torso.
Cuando el material delgado le abandona, me tomo unos
segundos para admirarle.
A pesar de la poca iluminación y de la posición en la que
nos encontramos —él asentado entre mis piernas, apoyando su
peso sobre sus brazos; los cuales se encuentran acomodados
uno a cada lado de mi cara—, soy capaz de notar cuán revuelto
lleva el cabello gracias a mis manos ansiosas; cómo lleva los
labios entreabiertos, y cómo su pecho sube y baja debido a lo
agitado de su respiración.
La tinta que tiñe sus brazos y parte de su cuerpo luce más
imponente que antes debido a la penumbra que nos envuelve.
Le da un aspecto peligroso, salvaje e intimidatorio; no
obstante, la manera en la que los mechones ondulados de
cabello le caen sobre la frente le da un aspecto joven. Fresco.
Infantil, incluso; en contraste con el efecto que tienen los
tatuajes.
—Eres preciosa —susurra, con ese acento suyo que me
vuelve loca y, sin más, vuelve a besarme.
Sus manos están en todos lados; sus besos dejan estelas de
fuego en mi cuello y clavículas y, de pronto, me encuentro
siendo incapaz de concentrarme en nada más que en sus
caricias y sus besos. En sus manos grandes y fuertes, y el peso
de sus caderas contra las mías.
Su tacto está sobre los montículos de mi torso, sus dedos
largos torturan las cimas y la sensación enloquecedora que me
provocan sus caricias se vuelve insoportable. Mi espalda se
arquea hacia él con cada uno de sus toques dulces y expertos,
y un suspiro roto escapa de mis labios cuando los suyos
descienden hasta cerrarse sobre uno de mis pechos y, antes de
que pueda terminar de procesar lo que está ocurriendo, una de
las manos de Gael se desliza entre nuestros cuerpos para
deshacerse del botón de mis vaqueros.
El corazón me va a estallar, la sangre me zumba en las
venas; mis manos, temblorosas y ansiosas, están aferradas a
sus hombros y soy un nudo de terminaciones nerviosas. Un
puñado de sensaciones inconexas e intensas que no hacen más
que llevarse cualquier vestigio de pudor o vergüenza fuera de
mí.
Otro sonido suave se me escapa cuando sus labios
descienden por mi estómago hasta llegar a mi abdomen y,
justo cuando estoy por protestar, se detiene y se aparta hasta
quedar arrodillado entre mis piernas; dándome una vista de su
torso firme y fuerte.
No dice ni una sola palabra. Se limita a mirarme fijamente
al tiempo que, con los pulgares enganchados en las presillas de
mis vaqueros, comienza a tirar de ellos con suavidad.
La anticipación se instala en mi estómago y, por primera
vez en toda la noche, la vocecilla en mi cabeza protesta y me
exige que le pida que se detenga, pero no lo hago. Al
contrario, alzo las caderas para permitirle deslizar el material
de mis pantalones. Después, me los saca por las piernas en
medio de un montón de movimientos torpes.
Cuando termina, los ojos de Gael barren la extensión de mi
anatomía con lentitud e inspeccionan a detalle cada parte de
mí.
La inseguridad y la timidez no se hacen esperar y, como
acto reflejo, me encorvo sobre mí misma. Me hago pequeña
aquí, recostada en el sillón de su sala, sintiéndome incómoda,
expuesta y pudorosa.
—No me puedo creer lo preciosa que eres, de verdad —
murmura y mi interior se calienta. Mi corazón se encoge y se
estruja ante lo que acaba de decir y un nudo se instala en mi
garganta.
«No puedo creer que esto realmente esté sucediendo»,
quiero decir, pero no lo hago. Me quedo callada porque, si
abro la boca, voy a hacerle saber cuánto me afecta lo que estoy
sintiendo por él.
Una sonrisa ansiosa se dibuja en sus labios.
—Si hace unos meses, cuando te conocí, me hubiesen
dicho que estaría así, contigo —dice, al tiempo que, con las
yemas de sus dedos, traza caricias suaves en la piel blanda de
mis muslos—, me habría reído a carcajadas.
Es mi turno para sonreír.
—Puedo decir lo mismo —digo, en voz baja y tímida.
—Si hace unos meses, cuando te conocí, me hubiesen
dicho que ibas a tenerme a tu merced, justo como lo haces
ahora —susurra, en un tono de voz tan enronquecido, que
apenas puedo reconocerlo como suyo—; probablemente,
habría sido más cuidadoso. Más inteligente. Menos visceral.
—¿Te arrepientes? —No quiero sonar decepcionada o
afectada por lo que acaba de decir… pero lo hago de todos
modos.
Sacude la cabeza en una negativa.
—¿Cómo podría arrepentirme de esto, si me haces sentir
más vivo de lo que jamás me sentí en los últimos diez años?
El nudo en mi garganta se aprieta otro poco.
—Yo tampoco lo hago —murmuro, sin aliento y algo en su
mirada se enciende.
—¿Estás tomando la píldora, Tam? —susurra, luego de
unos instantes de absoluto silencio.
La pregunta me saca tanto de balance, que, por un
momento, no logro comprender lo que trata de decirme. Es
hasta que su mirada encuentra la mía, que la resolución cae
sobre mí como un balde de agua helada.
—No —pronuncio, con timidez.
Una sonrisa sesgada y arrebatadora se apodera de su boca
y una palabrota es susurrada luego de eso.
—¿Qué…? —Apenas puedo pronunciar, pero él ya está
negando con la cabeza.
—No tengo preservativos —me interrumpe—. No aquí.
—Oh… —No quiero sonar decepcionada, pero lo hago.
Un suspiro escapa de sus labios y una pequeña risa brota
de su garganta. Luce frustrado y decepcionado.
—Tenía la esperanza de que estuvieras cuidándote. Ni
hablar, entonces… —dice y, acto seguido, engancha los
pulgares en mi ropa interior para tirar de ella hacia abajo.
La alarma y el miedo me llenan el pecho en ese instante y,
por acto reflejo, coloco mis manos sobre las suyas para
detenerlo.
—Gael… —empiezo, pero él ya se encuentra mirándome
con esa expresión sabionda que suele poner cuando sabe que
voy a quejarme antes de que él termine de explicarse.
—¡Tamara, por el amor de Dios! —me interrumpe,
irritado, al tiempo que esboza una mueca de fingida
exasperación—. Juro que no soy tan irresponsable como para
querer hacer cualquier cosa contigo sin protección. No tengo
intención alguna de embarazar a nadie en un momento de
calentura —esboza una sonrisa lasciva. Una que me forma un
nudo en el vientre y me eriza los vellos de la nuca—; pero el
hecho de que no tenga conmigo un puñetero preservativo, no
quiere decir que no pueda… ya sabes… complacerte.
El calor me invade el rostro luego de que termina de hablar
y sé, mucho antes de que su sonrisa se convierta en un gesto
socarrón, que estoy ruborizándome por completo.
—¿Con qué clase de hombres has estado que crees que
hacer el amor es consumar el acto, Tamara Herrán? —Gael
dice, aún con esa sonrisa grande y descarada pintada en el
rostro.
—Claramente, con ninguno como usted, señor Avallone —
bromeo, sintiéndome valiente y osada, y su sonrisa se
ensancha—; pero, si no le incomoda, me encantaría que me
enseñara a qué se refiere.
Esta vez, la sonrisa que esboza es tan grande, que soy
capaz de ver todos sus dientes superiores.
—Con mucho gusto, señorita Herrán —susurra, con un
gesto salaz en las facciones, y se acaban las palabras.
Sus manos están en todas partes. Sus besos me endulzan
todo el cuerpo; dedos firmes y cálidos se aferran en el elástico
de mi ropa interior y, cuando la deslizan fuera de mí,
dejándome en completa desnudez, me siento todavía más
abrumada. Agobiada por la cantidad tan inmensa de complejos
que llevo a cuestas.
A él no parece importarle, ya que, en lugar de enfocar su
vista en esas partes de mi cuerpo que me hacen sentir ansiosa
y nerviosa, se limita a seguir tocándome. A seguir besándome
con ímpetu.
Sus manos están en todos lados: en mis costados, mis
caderas, mis pechos, mis piernas… Pero no es hasta que se ha
encargado de reclamar cada parte de mi cuerpo, que desliza su
tacto hacia el interior de mis muslos, para luego rozar las
puntas sobre mis pliegues húmedos.
El mero contacto me envía al borde de mis cabales. Me
empuja a los límites de mi paciencia.
—Dios mío, es que eres tan hermosa —murmura, con un
hilo de voz y sus dedos se deslizan en mi feminidad y buscan
hasta encontrar mi centro. Mi punto más sensible.
Entonces, empieza a acariciarme.
Todo ha perdido enfoque. El mundo se ha convertido en un
borrón inconexo e irreal, y solo puedo percibir el aroma fresco
del perfume de Gael, el sonido ronco y entrecortado de su
respiración, los suaves sonidos que se escapan de mis labios de
manera involuntaria y las sensaciones abrumadoras e intensas
que sus caricias dejan en mí.
Un gemido particularmente ruidoso escapa de mí cuando
un dedo largo se introduce en mí, pero él lo acalla con un beso
profundo, largo y urgente.
El ritmo de su caricia cambia. La manera en la que frota mi
punto más sensible con su pulgar, mientras que el dedo que ha
introducido en mí entra y sale con lentitud, me hacen
imposible hacer otra cosa más que absorber la cantidad de
sensaciones que me invaden.
Otro quejido tembloroso brota de mi garganta cuando los
dientes del magnate atrapan mi labio inferior y el ritmo
impuesto en sus caricias cambia una vez más.
Apenas puedo respirar. Apenas puedo concentrarme en él y
en la forma en la que me toca. En la manera en la que mis
caderas se alzan para encontrar su toque en el camino.
Estoy a punto de estallar. Estoy al borde del abismo y sé
que no va a haber nada ni nadie que me impida caer en él.
Clavo los dedos en su espalda, mis piernas se aferran a su
cuerpo con violencia y mi cabeza se alza para hundirse en el
hueco de su cuello cuando las caricias que impone trazan un
ritmo más intenso.
El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, la
sangre me zumba a una velocidad vertiginosa, siento las
piernas temblorosas e inestables y un puñado de espasmos
involuntarios ha comenzado a apoderarse de mi anatomía.
Un sonido roto y agudo escapa de mi garganta, y Gael
suelta un gruñido de aprobación. El ritmo de su caricia se
vuelve tan demandante luego de eso, que no puedo contenerlo
más y me dejo ir.
Un centenar de sensaciones intensas y placenteras me
golpea de lleno, y un gemido brota de mis labios sin que pueda
detenerlo. Mi cuerpo entero es envuelto en una espiral de
placer arrollador y estoy cayendo. Estoy desfalleciendo.
Estallando en fragmentos diminutos, y no hay nada que pueda
hacer para detenerlo. Tampoco quiero hacerlo.
Gael no deja de acariciarme. Ni siquiera cuando mis
manos —inestables, temblorosas y acalambradas— tratan de
apartarle. Ni siquiera cuando los espasmos de mi cuerpo son
tan violentos, que me doblo sobre mí misma, en un débil
intento por contenerlos.
No es hasta que mis músculos se relajan, que, finalmente,
aparta su mano de mí y la presiona contra mi vientre con
suavidad, antes de besarme de nuevo.
Apenas puedo corresponder a su caricia. Si puedo ser
honesta, apenas puedo respirar.
Una estela de besos suaves y dulces hace su camino hasta
llegar a mi oreja y, cuando los labios de Gael se encuentran en
la zona, susurra:
—¿Te ha gustado?
En respuesta, asiento, entierro los dedos en su cabello
alborotado y envuelvo mis piernas alrededor de sus caderas.
Una risa ronca y ligera escapa de sus labios.
—Ni se te ocurra quedarte dormida —dice, una vez
superado el ataque de risa repentina, con la voz enronquecida
—. Tú y yo todavía no hemos terminado.
Capítulo 30
Hace calor. Una fina capa de sudor me cubre, el cabello se
me pega a la nuca de manera incómoda y el peso de algo me
aplasta la cadera.
Me remuevo un poco.
La piel desnuda de mi espalda, luego de mi movimiento, se
pega a algo suave y cálido, y me detengo por completo cuando
un gruñido —incómodo y ronco— me retumba en la oreja y
me reverbera en el pecho.
Es en ese momento, cuando la bruma del sueño que me
envolvía hace apenas unos segundos, se disipa lo suficiente
como para permitirme ser consciente del peso que hay
alrededor de mi cintura.
La confusión me invade de inmediato y abro los ojos. El
aturdimiento, aunado al letargo provocado por el sueño, hace
que, durante unos instantes, mi cerebro sea incapaz de
procesar que la habitación en la que me encuentro no es la
mía; pero, cuando lo hace, una punzada de pánico se instala en
mi interior.
Entonces, miro hacia abajo y el horror me llena la boca de
un sabor amargo.
Hay un brazo envuelto en mi cintura y una pierna
alrededor de mi cadera.
«Oh, mierda…».
Un puñado de piedras se me asienta en el estómago y el
pánico y la preocupación no se hacen esperar; pero, en el
instante en el que los recuerdos empiezan a inundarme, una
oleada de alivio me embarga.
Mis ojos se cierran cuando, una a una, las imágenes de lo
ocurrido anoche me llenan la cabeza y, de pronto, siento el
calor de la vergüenza calentándome el rostro. A pesar de eso,
una sonrisa eufórica se abre paso en mis labios.
Pasé la noche en casa de Gael Avallone. Pasé la noche
entre sus brazos. Entre sus besos y caricias. Pasé la noche en
su habitación, divagando en su piel, en la tinta que tiñe su
cuerpo, en las ondulaciones de sus músculos y en la manera
esa que tiene de hablarte con las manos.
Y, cuando todo lo físico terminó —cuando la exploración
de su cuerpo y el mío acabó con nosotros dos en una
habitación donde el silencio solo era interrumpido por nuestras
respiraciones rotas—, pasé la noche acurrucada entre sus
brazos. Con el pecho pegado al suyo, mi cabello haciéndole
cosquillas en el cuello y sus dedos ásperos trazando patrones
delicados en la piel de mi espalda desnuda.
Gael no me hizo suya. No hizo nada más que tocarme y
besarme. Yo tampoco hice otra cosa más que besarle y tocarle.
Y, pese a eso, se siente como si todo hubiese sido, incluso, más
íntimo que la consumación del acto. Como si esto tuviese más
peso y significado que cualquier cosa que pudimos haber
hecho de haber tenido un preservativo a la mano.
El brazo fuerte y firme que está envuelto en mi cintura se
aprieta un poco cuando trato de acurrucarme más cerca de él y,
cuando mi espalda queda pegada a su abdomen y mis muslos
quedan flexionados justo delante de los suyos, otro gruñido
retumba en su pecho.
Soy plenamente consciente del bulto creciente entre sus
piernas —ese que en este momento está en contacto con mi
trasero— y una nueva oleada de calor me recorre.
A propósito, me empujo contra él un poco más. En
respuesta, las caderas del hombre que trata de dormir detrás de
mí se aprietan contra las mías y la mano que descansaba en mi
cintura, se eleva hasta ahuecar uno de mis pechos.
La respiración se me atasca en la garganta y cierro los ojos.
Estoy completamente desnuda. Él también lo está. La
realización de ese hecho no hace más que crear en mi vientre
un nudo de anticipación. De emociones encontradas
provocadas por los recuerdos de lo ocurrido anoche.
Un escalofrío me recorre y, presa de una sensación
vertiginosa de poder y control, me acurruco todavía más cerca.
—Si sigues haciendo eso —la voz enronquecida de Gael
susurra en mi oído. La carne del cuello se me eriza al instante
—, vas a meterte en problemas.
Una sonrisa desvergonzada y eufórica se apodera de mis
labios y, haciendo acopio de toda mi determinación y valor,
giro sobre mi eje, de modo que quedo de frente a él. Entonces,
sin siquiera darme tiempo de arrepentirme o de pensarlo dos
veces, deslizo una mano entre nuestros cuerpos para tomar su
miembro entre mis dedos.
Los ojos de Gael se abren al instante y me miran fijo.
La hinchazón en su mirada, aunada al desastre ondulado
que es su cabello y el aspecto relajado de su rostro, le da un
aspecto vulnerable. Completamente distinto al que suele
proyectar.
—A ti te encanta tentar a tu suerte, ¿no es así? —dice, y sé
que trata de sonar fresco e imperturbable, pero el ligero
temblor en su voz delata lo mucho que está costándole
mantener la compostura.
—Y a ti te encanta amenazarme —susurro de vuelta.
Una sonrisa tira de las comisuras de su boca.
Los ojos del magnate se cierran cuando mi mano empieza
a acariciarle con lentitud y el gesto que esboza es tan
maravilloso, como satisfactorio.
—Ayer estaba decidido a no comprometer tu virtud, pero
hoy estoy a nada de darme por vencido; así que, si no quieres
que esto termine de un modo irresponsable, te recomiendo que
dejes de torturarme así —dice, casi sin aliento y mi sonrisa se
ensancha un poco más.
—¿Esto es una tortura para ti? —digo, en el tono más
inocente que puedo imprimir, y una pequeña risa se le escapa.
—Lo es cuando sé que no podré hacerte todo lo que tengo
en mente —dice, al tiempo que cuela una de sus manos entre
nuestros cuerpos para detenerme.
Una vez que se ha apoderado de mi muñeca, me aparta con
suavidad. En el proceso, esbozo un puchero infantil. Él abre
los ojos justo a tiempo para mirarlo y ríe un poco más.
—Qué aburrido eres —mascullo, en medio de un quejido,
pero no hablo en serio.
Gael arquea una ceja con arrogancia.
—¿Aburrido, dices? —bufa—. Soy la persona más
interesante en el jodido universo, Tamara Herrán.
Ruedo los ojos, al tiempo que me deshago de su agarre en
mi muñeca y envuelvo los brazos alrededor de su cuello en un
abrazo meloso. Él, en respuesta, envuelve uno de los suyos en
mi cintura y me atrae, de modo que su abdomen queda pegado
al mío.
—Lamento informártelo, Gael, pero eres un hombre
bastante aburrido —bromeo, al tiempo que esbozo una sonrisa
condescendiente solo para molestarlo un poco más—. Tienes
suerte de que me gustes tanto. Si no, ahora mismo no estaría
aquí contigo.
Su mirada se oscurece varios tonos y una sonrisa irritada
se apodera de su gesto.
—No lo soy y lo sabes.
—Por supuesto que lo eres —refuto.
Se encoge de hombros, en un gesto despreocupado.
—No lo soy. Pero, aunque lo fuera, de cualquier modo,
estás loca por mí —susurra, en un tono de voz tan bajo y
ronco, que me eriza los vellos de la nuca. La sensación no es
desagradable. Al contrario, es… dulce.
—Alguien aquí piensa muy bien de sí mismo —suelto, al
tiempo que arqueo una ceja en un gesto arrogante.
La mirada del hombre que me sostiene cerca se transforma
en una salvaje. Anhelante.
—Atrévete a negarlo.
Mojo mis labios con la punta de la lengua. Las palabras se
arremolinan en mi boca, pero el valor para pronunciarlas me
falta. Se siente erróneo negar cuán ilusionada estoy. Se siente
horrible decir, aunque sea una broma, que Gael Avallone no
me tiene con el universo patas arriba.
Las cejas del chico se alzan con condescendencia, al
tiempo que una sonrisa socarrona lo asalta. Yo, presa de un
valor repentino y orgulloso, esbozo una mueca arrogante y
alzo un poco el mentón.
—Lo niego rotundamente —digo, pero ambos sabemos
que estoy mintiendo.
La sonrisa de Gael se ensancha otro poco.
—Ah, ¿sí?
Asiento, incapaz de volver a decirlo en voz alta.
Un suspiro cargado de fingido pesar se le escapa.
—Ni hablar —dice, y esboza una mueca afligida—.
Tendré que esforzarme un poco más.
Entonces, y sin darme tiempo de nada, hace girar nuestros
cuerpos de modo que quedo recostada sobre el colchón y él
queda asentado entre mis piernas. Enseguida, sus manos se
apoderan de mis muñecas y las elevan hasta que quedan justo
arriba de mi cabeza; inmovilizándome.
—¡¿Qué estás…?! —Ni siquiera soy capaz de terminar la
pregunta, ya que él la acalla con un beso rápido.
—No vas a levantarte de esta cama hasta que estés loca por
mí, Tamara Herrán —anuncia cuando se aparta para mirarme a
los ojos y un espasmo de puro placer y anticipación me recorre
de pies a cabeza. Entonces, sin darme tiempo de responder
nada, vuelve a besarme.

—¡Ya les dije que no! —Mi voz sale en un chillido agudo
e irritado, pero no puedo evitarlo. No, cuando mi hermana y
mi mamá han pasado la última hora tratando de convencerme
de traer a Gael Avallone a comer a casa de mis padres.
No es un secreto para nadie que estoy saliendo con
alguien. Tampoco es como si me hubiese molestado en
ocultarlo. La obviedad de mi relación con Gael se ha hecho
presente en mi vida durante las últimas semanas.
Hace ya un poco más de un mes que, oficialmente, Gael y
yo empezamos a vernos. Un poco más de un mes que, por fin,
decidí darle algo de tregua a mi corazón inseguro y cerrar los
ojos para confiar en él.
Aún no puedo olvidar como, luego de los primeros días de
esta paz maravillosa que se ha apoderado de mis días, David
Avallone recurrió a mí para intentar amenazarme; pero, su
silencio y su ausencia luego de eso, me han hecho sentirme un
poco más tranquila. Más segura de mí misma y de mi relación
con Gael.
Ahora, a casi un mes y medio después de mi reunión con él
en las oficinas de Editorial Edén, se siente como si ese mal
trago solo hubiese sido algo producido por mi imaginación
inquieta, y ese miedo latente que tengo a que la felicidad que
me ha envuelto últimamente pueda esfumarse al sonido de sus
dedos.
Debo confesar que no le hablé a Gael al respecto. No
cuando, pasadas las semanas, no fui molestada de nuevo.
Hacer un escándalo respecto a algo que no tuvo seguimiento
alguno, se siente equivocado.
En lo que a mi entorno concierne, muy pocas personas
saben que es Gael Avallone con quien he estado pasando el
tiempo el último mes. Solo Victoria y Alejandro saben que es
él y solo él quien pinta de buen humor mis días.
Mi familia sabe que estoy viéndome con alguien. No se los
he ocultado; pero, por respeto a Fabián y a la memoria de
Isaac —su hermano— me he mantenido prudente.
No me atrevo a hablar demasiado sobre él durante las
reuniones familiares. En primer lugar, porque sé que mis papás
me darán un mal rato cuando se enteren de que la persona con
la que estoy saliendo, es el hombre con el que trabajo. En
segundo, porque, por mucho que me desagrade Fabián, no se
siente correcto pavonearme delante de él o hablar de alguien
más estando en su presencia. Isaac era su hermano y, aunque
mi relación con él es horrible, no tengo el corazón de hablar
sobre mi relación con el magnate cuando sé que a Fabián aún
le duele demasiado su partida.
Siendo honesta, a mí también me duele todavía. Se siente
incorrecto, por mucho que no esté haciendo nada malo, venir a
invadir los recuerdos de Isaac, con la presencia de otra
persona.
Isaac forma parte de mi pasado —una muy importante,
significativa por sobre todas las cosas—. Fue mi primer amor.
Me dio mis primeros besos. Todas mis primeras veces, fueron
con él.
Su recuerdo es tan parte de mí, como lo es cualquiera de
mis órganos vitales y nada ni nadie podrá llenar el vacío que
dejó al marcharse. Sin embargo, también soy plenamente
consciente de que no puedo pasar la vida entera aferrada a su
memoria. A él. Porque la vida sigue y tengo que aprender a
avanzar. A desprenderme de esos remordimientos absurdos
que me invaden cada vez que me doy cuenta de cuán
afianzado está Gael dentro de mi corazón.
No voy a mentir y decir que he sido capaz de deshacerme
del sentimiento de culpa que me llena cada que una nueva
memoria se construye entre el magnate y yo, pero he
aprendido a lidiar con ello y a perdonarme un poco por lo que
estoy sintiendo.
Después de todo, me gusta pensar que, quizás, es algo que
Isaac querría.
—¿Por qué no? —Natalia se queja, al tiempo que toma
uno de los tortilleros que mamá guarda dentro de las gavetas
de la cocina. Sus palabras, de inmediato, me sacan de mis
cavilaciones y me traen de vuelta al aquí y al ahora.
—¡Porque no! —siseo, en voz baja, al tiempo que miro
con preocupación hacia el comedor; donde mi cuñado y mi
papá se encuentran instalados.
El entendimiento parece asentarse en la cabeza de mi
hermana luego de eso.
—Tam, no te preocupes por eso —dice, en ese tono tan
maternal que siempre ha sabido imprimir a su voz—. Fabián
debe entender que no puedes pasar la vida entera aferrada a un
recuerdo.
Hago una mueca de desagrado.
—No hables de él de esa manera —pido, porque no me
gusta pensar en Isaac como si se tratase de algo tan simple
como un recuerdo. Porque, para mí, su paso en mi camino no
puede reducirse al número de memorias que dejó en mí.
—No lo digo con la intención de ser hiriente y lo sabes —
Natalia responde—. Solo trato de decir que no deberías
detenerte de traer al chico con el que sales solo por Fabián.
—Es que tampoco quiero traerlo —mascullo, al tiempo
que vierto la cebolla que acabo de terminar de cortar, en el
contenedor de la salsa bandera que preparo.
Mi madre, quien está al fondo de la cocina, terminando de
guisar la carne que comeremos, me observa por el rabillo del
ojo con curiosidad.
—¡¿Pero por qué no?! —Natalia chilla tan fuerte, que
tengo que dispararle una mirada irritada luego de eso.
—¡Por que no! —espeto, medio irritada—. ¡Porque apenas
llevamos saliendo un poco más de un mes! No quiero que
piense que me urge que conozca a mi familia, o que estoy tan
necesitada, que quiero presentarle a todos mis conocidos para
que él decida formalizar algo conmigo.
Natalia rueda los ojos, mientras coloca un kilo de tortillas
dentro del trasto que acaba de sacar.
—Tampoco es como si fuésemos a obligarlo a proponerte
matrimonio —dice ella, con el ceño fruncido en señal de
indignación—. Sabemos comportarnos, ¿sabes?
—Permíteme dudarlo —bromeo y noto como mi madre
sonríe al fondo.
—¿Cómo se llama? —pregunta, en ese tono enigmático y
maternal tan suyo—. ¿Puedes siquiera decirnos eso?
Niego con la cabeza.
—Sabrán quién es si les digo su nombre.
—¿Podemos saber dónde lo conociste? ¿Es algún
compañero de la universidad? —Mi mamá insiste.
Niego una vez más.
—Lo conocí en el trabajo —digo, y no es una mentira.
—¡Oh, por el amor de Dios, Tamara! —Natalia suelta,
escandalizada—. ¡¿Estás saliendo con el señor Bautista?!
—¡¿Qué?! ¡No! ¡¿De dónde carajo sacas eso?!
—¡Acabas de decir que lo conociste en el trabajo!
—¡El señor Bautista no es el único hombre en la editorial!
—espeto, medio irritada y divertida.
—¡Pero es el único del que hablas!
Le dedico una mirada hostil.
—El señor Bautista bien podría ser nuestro abuelo.
Natalia se encoge de hombros.
—Yo qué sé. Puede que te gusten los hombres mayores —
refuta y, esta vez, entorno los ojos en su dirección.
—Natalia… —Mi madre interviene, con advertencia, y eso
es suficiente para hacer que mi hermana haga un mohín y deje
de insistir.
La comida está casi lista. Es por eso que, entre mi hermana
y yo, empezamos a poner la mesa. Mi papá, al vernos trabajar,
se levanta de donde se encuentra para ayudarnos. Fabián, en
cambio, se limita a mirarnos desde su asiento.
No quiero pensar en ese gesto como uno machista, pero lo
hago. La aversión que le tengo a ese hombre es tan grande,
que no puedo evitar encontrarle algo negativo a cualquier cosa
que hace.
Pese a todo, no hago ninguna clase de comentario. Me
limito a mantener una conversación ligera con mi hermana y
mi papá.
El teléfono de Fabián suena, de pronto y, con el entrecejo
fruncido, se levanta a responder. Natalia, quien hace unos
segundos hablaba con ligereza, ha fijado toda su atención en
su marido, quien se ha levantado para apartarse del comedor.
La pregunta fugaz que se formula en mi cerebro respecto a
lo que está pasando entre ellos, desaparece tan pronto como mi
teléfono vibra en el bolsillo trasero de mis vaqueros.
Cuando lo tomo, el nombre de Gael Avallone brilla justo
encima del ícono de los mensajes de texto y, sintiendo un
vuelco en el corazón, desbloqueo la pantalla para leer:
Esto de que seas hija de familia está matándome. Te
echo de menos.

Una sonrisa boba me embarga y tecleo en respuesta:


También te echo mucho de menos.
Muero por verte.
A los pocos minutos, justo cuando Fabián regresa y mi
madre aparece con una olla de barro entre las manos, recibo:
Podría pasar por ti a casa de tus padres más tarde y
verte, aunque sea un momento.

Luego de leer eso, mi sonrisa se ensancha ligeramente y


envío:
No quieres venir a casa de mis papás.
Créeme.
Unos instantes después, justo cuando estoy instalándome
en mi lugar habitual, mi teléfono suena con un nuevo mensaje:
Tus padres no me intimidan, Tam.

Casi ruedo los ojos al cielo cuando leo eso.


Eso lo dices ahora porque no los conoces.
Te comerán vivo cuando te tengan enfrente.
Ya han comenzado a preguntar por ti, ¿sabes?
El teléfono de Fabián suena una vez más y, disculpándose,
vuelve a retirarse para responder. Mi ceño se frunce
ligeramente debido a eso, pero el mensaje que recibo de Gael
me distrae de nuevo:
Ah, ¿sí? ¿Qué es lo que preguntan?

Luego de leer eso, escribo:


Todo. Quieren conocerte. No han dejado de pedirme
que te traiga a comer.
—Sin teléfonos en la mesa. —Mi mamá me reprende
cuando se instala en el lugar que siempre suele ocupar, y yo
hago un mohín.
—Siento como si tuviera quince de nuevo —mascullo, a
manera de rabieta, y me dedica una mirada irritada y divertida.
—Sin teléfonos, dije —sentencia y el aparato entre mis
dedos vuelve a vibrar.
Acto seguido, tomo un trago del agua fresca que Natalia ha
servido para mí en un vaso y abro el mensaje:
No me molestaría conocerlos. Pregúntales si el próximo
fin de semana está bien para ellos.

Casi me atraganto con el líquido que tengo en la boca. El


ataque de tos que me da es tan intenso, que todos a mi
alrededor se levantan de sus lugares, alertas, a la espera de
poder hacer algo para auxiliarme; pero, con un gesto de mano,
les hago saber que me encuentro bien.
Es en ese instante, cuando Fabián vuelve a la estancia. Esta
vez, su semblante luce diferente. Luce casi… ¿preocupado?
—¿Todo en orden? —pregunta Natalia, y no me pasa
desapercibido el tinte áspero en su voz; como si estuviese
reprochándole algo.
Mi cuñado clava su vista en mi hermana, al tiempo que
niega con la cabeza.
—No realmente —dice—. Tengo que ir a casa de mi papá.
—¿Qué? —Mi hermana suelta, con dureza, al tiempo que
frunce el ceño—. ¿Por qué?
Fabián, quien luce ligeramente aturdido, abre la boca para
hablar, pero la cierra de golpe.
—¿Está todo bien, Fabián? —Mi padre interviene antes de
que Natalia pueda hacerlo de nuevo y mi cuñado sacude la
cabeza en una negativa.
—Acabo de colgar con mi papá. Alguien ha subido un
video a redes sociales y se está haciendo viral —balbucea—.
Están diciendo que nuestra carne es de mala calidad y que
nuestros empleados no cumplen con las normas de sanidad
necesarias para preparar los alimentos que vendemos.
—¿Qué?… —Natalia suelta, en un susurro ahogado y
sorprendido.
—Aún no estoy muy enterado de la situación, pero se ve
mal. Esto va a afectarnos muchísimo si no le ponemos un alto
—pronuncia y, esta vez, no se molesta en ocultar su
preocupación. Como si, luego de unos instantes, estuviese
digiriendo por fin la información que él mismo está diciendo
—. Necesito ir a casa de mis papás y ver qué ocurre.
—Voy contigo —Natalia dice, y avanza en dirección a la
sala para tomar su bolso.
—No —Fabián responde—. Quédate aquí, por favor. No
tiene caso que vayas. Mejor paso por ti más tarde, luego de
que investigue bien qué es lo que pasó.
Mi hermana, no muy conforme con lo que su marido le ha
dicho, se congela en su lugar unos instantes.
—No quiero quedarme aquí, de brazos cruzados —ella
dice, en ese tono de voz frustrado que suele poner cuando algo
no le agrada.
—No tiene caso que vayas, Natalia. —Fabián trata de
razonar con ella—. Ni siquiera sabemos cuál es la magnitud
del problema. Déjame encargarme de ello.
—Deja que se marche, Nat. —Mi papá es quien interviene
esta vez—. Yo te llevo a casa más tarde si es necesario. Fabián
debe ir a resolver este problema con su padre. Tu presencia ahí
no va a hacer ninguna diferencia.
Mi hermana, quien luce como si quisiera gritar, mira
fijamente a su marido. Como si estuviese cuestionando la
veracidad de sus palabras. Como si no creyera del todo lo que
está diciendo.
Enseguida, aprieta la mandíbula y los puños durante unos
instantes, y dice:
—De acuerdo. Aquí te espero.
Fabián asiente con dureza y, luego, se despide de todos y
desaparece de la estancia.
El silencio que le sigue a su partida es tan incómodo, que
nadie se atreve a romperlo. La ligereza con la que nos
desenvolvíamos hace unos instantes, ha desaparecido por
completo, y ahora nos encontramos sumidos en una espiral
grisácea en la que Natalia es el núcleo.
Mi papá se aclara la garganta, al tiempo que trata de
aligerar la charla. Mi madre trata de seguirle la corriente, pero
no consiguen aminorar la tensión que se ha acumulado en el
ambiente.
Es entonces, cuando todos han comenzado a servirse la
comida, que mi teléfono empieza a sonar y me hace pegar un
salto en mi lugar.
Una maldición se me escapa de inmediato.
Mi madre pregunta qué ocurre, pero no respondo. Al
contrario, tomo el teléfono y miro la pantalla.
El número privado que me recibe me forma un nudo
agradable en el estómago. Solo hay una persona que me llama
de números privados de vez en cuando.
Es en ese instante, que la imagen de Gael se dibuja en mi
cabeza y, antes de siquiera pueda detenerme a pensar en lo que
estoy haciendo, y presa de una emoción abrumadora y ridícula,
respondo:
—¿Sí? —Sueno ilusionada hasta la mierda, por eso que me
pongo de pie de la silla del comedor: para que nadie en casa
sea capaz de verme actuar como una completa idiota por él.
—Yo te lo advertí, Tamara. —La voz golpeada y áspera de
David Avallone me eriza todos y cada uno de los vellos del
cuerpo, y un escalofrío de puro horror me recorre de pies a
cabeza—. Y si no quieres que las cosas empeoren para tu
cuñado, tu hermana y toda tu familia, lo mejor que puedes
hacer es alejarte de mi hijo.
Capítulo 31
Durante unos instantes, no soy capaz de moverme. No soy
capaz de procesar lo que acabo de escuchar. Ni siquiera puedo
respirar como es debido.
La confusión es lo primero que me invade. A ella, le sigue
el enojo, el coraje y la frustración. La ira incontenible
provocada por la mera realización de lo que está ocurriendo.
Un nudo de impotencia se instala en mi garganta y, de
pronto, me encuentro aquí, de pie a medio camino entre la sala
y el pasillo que da a la habitación de mis padres, muy quieta,
tratando de asimilarlo todo.
David Avallone está detrás de lo que está ocurriéndole a
Fabián —a los restaurantes de su familia—; y yo, presa de la
ira que ha empezado a hervir en mi interior, aprieto la
mandíbula para no gritarle que es un hijo de puta y que espero
que se pudra en el infierno por atreverse a involucrar en mi
familia —así se trate de una persona como Fabián— en todo
esto.
Una parte de mí, esa que es impulsiva y descuidada, me
pide que lo haga. Me pide que lo confronte y le haga saber lo
que pienso; pero, en esta ocasión, mi sentido común es más
fuerte.
Así pues, me obligo a tragarme la rabia que está
provocándome un dolor intenso en el estómago.
«¡No puedes permitir que se salga con la suya! —grita mi
subconsciente, presa de la ira cegadora—. ¡Tienes que hacerle
saber que no va a amedrentarte! ¡Tienes que hacerle saber que
no vas a caer en sus juegos, y tienes que hablar con Gael a la
voz de ya!».
Tiene razón.
Tengo que ponerle un punto final a todo esto, es por eso
que, pese a que quiero colgarle, me obligo a avanzar en
dirección al piso superior de la casa, para que nadie pueda
escucharme hablar.
—Deme un segundo —pido, en un siseo ronco, al tiempo
que subo las escaleras.
David dice algo respecto a no tener intención alguna de
hablar conmigo, pero no finaliza la llamada.
Así, pues, con el teléfono en la mano, me abro paso hasta
la planta alta y una vez ahí, me introduzco en mi antigua
habitación y cierro la puerta para luego echar el pestillo.
Llegados a este punto, mi pulso se ha acelerado lo
suficiente como para hacerme sentir inestable; y el enojo se ha
afianzado con tanta fuerza en mis huesos, que ya ni siquiera
soy capaz de sentirme tan asustada como hace unos instantes.
Ni siquiera puedo sentirme perturbada por el hecho de que
David Avallone está del otro lado de la línea. Es por eso que,
presa de toda esa furiosa valentía, espeto:
—No sé qué diablos pretende conseguir con todo esto —
mi voz suena inestable y temblorosa, pero no es gracias al
miedo. Es gracias a la ira incontenible que hierve en mi
torrente sanguíneo—, pero de una vez le digo que no va a
funcionar. No voy a darle lo que quiere solo porque trata de
jugar a la intimidación.
Una risa retumba en el auricular y otro escalofrío me
recorre de pies a cabeza.
—Creo que no lo has entendido, Tamara. —David suena
genuinamente entretenido. Tanto que podría apostar todo lo
que tengo a que todavía está sonriendo—. Yo no estoy jugando
a nada contigo. Lo mío es muy en serio. Ya te lo he dicho: o te
alejas de mi hijo o atente a las consecuencias. Lo que le ha
pasado a tu cuñado es solo el principio. ¿Sabías que engaña a
tu hermana? ¿Cómo crees que se sentiría si se enterara de eso
ahora mismo?
Aprieto la mandíbula y otra clase de enojo me asalta. Este,
va direccionado hacia Fabián.
—Lo que haga mi cuñado me tiene sin cuidado —escupo
—, y, si realmente está engañando a mi hermana, espero que
ella sea lo suficientemente inteligente como para mandarlo a la
mierda. Lo que pase en su relación, no es de mi incumbencia y
tampoco es de la suya.
—Yo no me comportaría así de arrogante si fuera tú,
Tamara —canturrea y otra punzada de ira me recorre entera.
—¿Está amenazándome?
Otra carcajada corta brota de su garganta.
—No, Tamara. Solo estoy dándote un consejo. Solo estoy
informándote que esto apenas es el inicio. Yo te lo advertí. Te
dije que debías alejarte de Gael. Incluso, fui bueno contigo y te
di más de un mes para que lo hicieras. No es mi culpa que no
me hayas escuchado. Ahora es tiempo de que afrontes las
consecuencias de tus actos.
—No le tengo miedo —escupo.
—No necesito que lo hagas. —El tono jovial que utiliza
solo consigue ponerme la carne de gallina—. Ese no es mi
propósito.
—Tampoco voy a alejarme de Gael.
—¿Apostamos? —El reto implícito en el tono de su voz no
hace más que incrementar el coraje creciente en mi pecho, y
querer arrancarle la sonrisa que —seguramente— tiene en los
labios ahora mismo.
—Le diré a Gael todo lo que está haciendo —suelto, sin
siquiera ponerme a pensar en el peso de mis palabras—. Le
diré sobre las amenazas. Se lo diré absolutamente todo.
—¿Y crees que diciéndoselo vas a solucionar el problema?
—David se burla—. Gael jamás se atrevería a desafiarme.
Tiene mucho que perder; así que te aconsejo que no te
ilusiones demasiado al respecto.
—¿Apostamos?… —suelto, con la misma arrogancia con
la que él me está hablando.
El silencio que le sigue a mi declaración es tan tenso, que
casi puedo saborear la incertidumbre del otro lado de la línea.
—Si Gael decide desafiarme, que lo haga. —David habla,
luego de unos instantes—. También puedo acabar con él.
—¿Es que acaso no tiene otra cosa mejor qué hacer más
que arruinarle la vida a la gente? ¿No le remuerde siquiera un
poco la conciencia el saber que la única razón por la que su
hijo está a su alrededor es porque lo tiene amenazado? —El
tono de mi voz es tan enojado ahora, que yo misma me
sorprendo de la dureza que imprimo.
—Haré todo lo que esté en mis manos para alejar a las
cazafortunas como tú de mi familia. —Esta vez, genuino enojo
se filtra en el tono de su voz—. Haré todo lo que esté en mis
manos para alejar a las golfas como tú de mi dinero.
—¿Es que no entiende que a mí me importa una mierda su
jodido dinero? —espeto y mi voz se eleva un poco en el
proceso—. Lo único que quiero es…
—¿Enamorarlo? ¿Casarte y no volver a preocuparte jamás
por el futuro? —David bufa, con sorna—. A mí no me
engañas. Sé que eres igual a las otras. Gael nunca va a sentar
cabeza con una niñata como tú, ¿es que no lo entiendes?
Sus palabras me escuecen el pecho, pero me las arreglo
para empujar el dolor momentáneo que me han provocado,
para continuar:
—¿Qué se supone que es lo que tengo que entender? ¿Que
todo el mundo a su alrededor hace lo que a usted le pega la
santa voluntad? ¿Que cree que puede manipular a todo el que
le rodea solo porque tiene dinero? —Mi voz suena cada vez
más inestable—. Pues déjeme decirle que está muy
equivocado si piensa que voy a acceder a sus peticiones solo
porque le ha dado por intentar amenazarme.
El silencio que le sigue a mis palabras es tenso y tirante.
—Sé que no puedo obligarte a actuar con sensatez, Tamara
—David habla, al cabo de un largo rato—; pero, lo que sí
puedo hacer, es advertirte; Yo no me ando nunca con juegos
tontos ni amenazas al aire. Soy un hombre decidido. Uno que
es capaz de hacer todo lo que esté en sus manos para cumplir
sus objetivos. —Hace una pequeña pausa—. Y tú…
Tus intenciones, están justo en medio. Así que, te recomiendo
que aproveches la oportunidad ahora que la tienes. Piensa bien
la decisión que estás tomando porque, Tamara, si decides
desafiarme, si decides continuar con este sinsentido, no voy a
detenerme. No voy a parar. Ni siquiera cuando aceptes alejarte
de mi hijo; ni cuando te arrepientas más delante por lo que
estás haciendo.
Esta vez, el nudo que tengo en la garganta está tan
apretado, que no puedo hablar. Solo aferro el teléfono contra
mi oreja y aprieto la mandíbula.
—Sé que tu padre tiene una deuda hipotecaria en el banco
—continúa—. Sé que tu hermana y su marido están pagando la
propiedad en la que viven también y que los restaurantes de la
familia de tu cuñado no están dejando muchas ganancias. Todo
eso sin contar la campaña de desprestigio que se ha iniciado
contra ellos. —Hace una pausa para dejar que sus palabras se
asienten en mis huesos—. Sé estás a punto de graduarte y que
te mantienes del salario que tienes en Editorial Edén y de la
beca que te dan mes a mes en la universidad. Sé que tú y tu
familia tienen mucho que perder con todo esto; así que, por tu
bien y el de los tuyos, te aconsejo que lo pienses dos veces
antes de arriesgarte a cometer una estupidez. —Lágrimas
llenas de impotencia me nublan la vista—. Si quieres contarle
todo a Gael respecto, adelante. Solo quiero que sepas, que,
más que hacerle un bien, vas a terminar lapidándolo. Vas a
terminar por conseguir que el barco a la deriva en el que anda
se hunda de una vez por todas. ¿Eso es lo que quieres? ¿Qué le
retire todo mi apoyo a consecuencia de tus decisiones? ¿Tan
egoísta eres que serías capaz de sacrificarlo con tal de
conseguir cinco minutos en su cama?
El pánico me atenaza el corazón, pero no digo nada. No
podría hacerlo aunque quisiera. El nudo que tengo en la
garganta está tan apretado, que me impide producir cualquier
sonido.
—Piénsalo, Tamara —dice David, ahora, en un tono más
relajado y controlado—. Te llamaré de nuevo antes del
próximo fin de semana para que me des tu respuesta final. Que
tengas buen día.
Luego, sin darme tiempo de hacer nada, finaliza la
llamada.
Mis párpados se cierran con fuerza y un centenar de
emociones se acumulan en mí interior. Una decena de
escenarios caóticos se dibujan en mi cabeza y, de pronto, me
encuentro queriendo enterrar la cara en un agujero. Me
encuentro queriendo desaparecer porque no sé qué es lo que
haré ahora.
«Tienes que decírselo a Gael», susurra mi subconsciente,
pero no quiero hacerlo. No cuando David lo tiene así de
controlado. No cuando me aterra la posibilidad de que le haga
algo a él también por mi culpa.
Mi teléfono celular vibra en mi mano una vez más y mi
estómago cae en picada solo de pensar en la posibilidad de que
sea David Avallone de nuevo; pero, cuando miro la pantalla y
leo el nombre de Gael encima del ícono de los mensajes, otra
emoción se apodera de mí. Una más oscura, desoladora y
densa.
«¿Qué carajo voy a hacer ahora?».

—¿Qué pasa, Tam? —La voz de Gael, me saca de mis


cavilaciones de manera abrupta, pero tengo que parpadear un
par de veces antes de espabilar por completo y clavar mi vista
en él. De inmediato, me doy cuenta de que está observándome
con una mezcla de diversión y aprensión.
Sacudo la cabeza en una negativa y esbozo una sonrisa
cargada de disculpa.
—Lo siento —digo, en voz baja, al tiempo que cierro los
ojos—. Ha sido una semana muy pesada. Yo solo…
—¿Quieres que te lleve a casa para que descanses? —
pregunta, cuando se da cuenta de que no voy a terminar de
formular la oración.
Ahora mismo, nos encontramos en un café que se
encuentra cerca del apartamento en el que vivo.
Niego una vez más.
—No —digo, porque es cierto. No quiero que me lleve a
casa. Quiero estar aquí, con él, aunque mirarlo sea una tortura.
Aunque no pueda concentrarme en otra cosa que no sea en lo
que está pasándole a Fabián y a mi hermana por culpa de
David Avallone—. Quiero estar aquí, contigo.
—¿Está todo bien? —pregunta, con tacto, y mi estómago
se estruja al darme cuenta de la preocupación que se filtra en
su gesto.
Mi boca se abre para hablar, pero se cierra de golpe en el
instante en el que las palabras de su padre empiezan a
reproducirse en mi cabeza. En el momento en el que la
amenaza hecha incluso hacia su propio hijo comienza a
llenarme el pensamiento.
Me aclaro la garganta.
—Sí. —Le aseguro, pero sé que no me cree en lo absoluto,
así que decido decirle un poco de la verdad—: Estoy
preocupada por todo el asunto de mi hermana y mi cuñado.
Eso es todo.
—¿Quieres que haga algo por ellos? —dice y otro dolor
intenso me atraviesa el pecho de lado a lado. Esta vez, va
cargado de remordimiento. De esa culpa horrible que he
sentido últimamente por no decirle en realidad lo que está
sucediendo.
—No —digo, con un hilo de voz—. No puedo pedirte que
hagas algo así.
«No, cuando hacerlo significaría que fueras en contra de tu
padre».
—Tam, ya te lo dije. No me pesa en lo absoluto ayudarles.
—Y, de todas maneras, no quiero que muevas un dedo por
ellos —digo, porque, hasta cierto punto, es verdad—. No me
sentiría bien conmigo misma al permitirte hacer algo así.
Algo cálido se filtra en su mirada y la culpa incrementa
otro poco.
—¿Ya te he dicho que me encantas? —dice y quiero
estrellar la cara contra la mesa una y otra vez hasta
deshacerme de este remordimiento horroroso que me embarga.
En respuesta, estiro una mano y la coloco sobre la suya
para trazar una caricia suave en el dorso. Él gira su mano, de
modo que nuestras palmas se tocan y esboza una pequeña
sonrisa.
—¿Estás segura de que no quieres que haga algo por ellos?
—insiste.
—Lo estoy —digo y él deja escapar un suspiro largo y
cansado; cargado de fingida exasperación.
—Eres una necia —bromea y, muy a pesar de mi estado de
ánimo, sonrío.
—Y tú un controlador —bromeo de vuelta y su sonrisa se
ensancha.
Él sacude la cabeza en una negativa y se pasa una mano
por el cabello antes de volver a posar toda su atención en mí.
—¿Tienes algo que hacer el fin de semana? —pregunta,
esta vez, más ligero que hace unos momentos.
Hago una mueca de desagrado.
—Lamentablemente, sí —digo, a regañadientes—. Natalia
nos ha invitado a comer a su casa. Dice que tiene algo
importante que decirnos —bufo—. Me ha pedido que te invite,
pero está loca si cree que voy a exponerte así ante ellos.
Gael se encoge de hombros, en un gesto despreocupado.
—Ya te lo dije: no me intimida en lo absoluto la idea de
conocer a tu familia.
Una mueca escandalizada se apodera de mi gesto sin que
pueda evitarlo.
—No sé cómo sea allá en España, pero acá en México uno
no va a conocer a la familia de la persona con la que sales, a
no ser que se trate de una relación más bien formal —
puntualizo, al tiempo que mi sonrisa se torna nerviosa y
horrorizada.
Gael vuelve a encogerse de hombros.
—Y, de todos modos, no me intimida para nada ir a
presentarme con ellos —dice—. Quiero pensar que tarde o
temprano tendré que conocerlos; así que, ¿por qué no hacerlo
ahora? ¿Por qué no ahorrarme las ceremonias y tratarlos de
una vez por todas?
—¡Porque te van a comer vivo! —suelto. El horror pinta el
tono de mi voz—. ¿Es que acaso no lo entiendes? Mi familia
está loca.
Una sonrisa burlona lo asalta.
—Si puedo lidiar contigo, puedo lidiar con cualquiera,
Tam.
Una punzada de indignación, coraje y diversión me
atraviesa el cuerpo, y entorno los ojos en su dirección.
—¿Crees que eres gracioso, Avallone? —mascullo, con
fingido enojo y desprecio.
—No, no lo creo —dice, con ese tono sabiondo que suele
utilizar a veces—. Sé que lo soy.
Ruedo los ojos al cielo, pero una sonrisa amenaza con
abandonarme.
—Lo que digas —mascullo, al tiempo que le doy un sorbo
al café helado que he pedido antes de continuar—: El punto
aquí, es que no voy a llevarte a conocer a mi familia. No
todavía.
—Ya te he dicho que no tengo problema alguno con eso,
Tamara —Gael insiste—. Déjame hacerlo. Así te dejarán
tranquila y podremos deshacernos de esa situación incómoda.
Al mal paso, darle prisa.
—¿Estás insinuando que conocer a mi familia supone una
tortura para ti? —digo, con fingida indignación.
Es el turno de Gael para rodar los ojos.
—¿Es que siempre tengo que terminar disculpándome
contigo por algo que no he dicho? —dice, pero no deja de
sonreír como un imbécil—. Que yo conozca a tu familia no
supone una tortura para mí. Lo supone para ti. Me ha quedado
más que claro. Por eso lo dije de esa manera.
Mi mirada se entorna una vez más en su dirección.
—No me has convencido —sentencio y él sacude la
cabeza.
—Y sigues evadiendo el tema —se burla, al tiempo que se
cruza de brazos y se recarga en el respaldo de la silla en la que
está instalado—. ¿Es que acaso no quieres que los conozca?
—No es eso, ya te lo dije: siento que, si te llevo, todos se
lo tomarán demasiado a pecho. —Niego con la cabeza—. Los
conozco. Te tratarán como si tratases de casarte conmigo.
—Entonces me encargaré de hacerles saber que soy un hijo
de puta que no planea casarse nunca con nadie —bromea y,
esta vez, no puedo reprimir el impulso que tengo de tomar una
servilleta, hacerla bola y lanzársela.
Él suelta una risotada juguetona en el proceso.
—Eres odioso —mascullo, pero, muy a mi pesar, estoy
sonriendo.
—Y tú encantadora —dice, al tiempo que me guiña un ojo
—. Ahora dime, ¿qué día y a qué hora será el asunto ese con tu
hermana?
Un suspiro largo se me escapa.
—El sábado a las tres.
—Tengo una reunión a las dos. No creo terminar antes de
las tres y media, pero ¿Te parece bien si me mandas la
dirección y llego yo más tarde?
—¿Estás hablando en serio? —No quiero sonar asustada,
pero lo hago.
—Muy en serio —asiente—. ¿Tienes algún problema con
ello? ¿Estás tratando de decirme que no quieres que vaya?
—Por supuesto que no —digo—. Es solo que…
—Es solo que, ¿qué?… Tam, déjate de rodeos y dime si
quieres o no que conozca a tu familia. —Esta vez, Gael suena
impaciente… ¿herido?—. Si no quieres, no pasa nada.
Sucederá cuando estés lista para que pase y punto. Solo…
dímelo.
—No quiero que pienses que trato de forzarte a conocerlos
—digo, finalmente, luego de un largo momento.
—No lo hago. —Gael responde, en tono suave y dulce—.
En lo absoluto, Tam.
—Tampoco quiero que pienses que debes formalizar algo
conmigo solo por el hecho de que conoces a mi familia.
—Vamos un paso a la vez, Tam. Nadie va a obligarnos a
formalizar nada si no queremos hacerlo. Solo nosotros vamos
a decidirlo, ¿vale?… Ya te lo dije: contigo no llevo prisa de
nada.
—Van a hacerte preguntas incómodas. —Sueno como una
niña quejumbrosa, pero a él no parece importarle.
—Parece que te olvidas de que lidio con gente difícil todos
los días, amor —dice, con aire arrogante y soberbio, y no sé si
quiero golpearle o besarle por haberme llamado como lo hizo
—. Si puedo con ellos, puedo con tus padres.
—Mi cuñado es un megalómano de lo peor.
«Y el hermano mayor de tu exnovio fallecido», susurra la
vocecilla insidiosa de mi cabeza, pero me obligo a empujarla
lejos.
—Los megalómanos son mi fuerte. —Esta vez, su sonrisa
es tan grande, que muestra todos sus dientes—. Todos los días
me enfrento al más grande de ellos: mi padre.
La sola mención de David Avallone hace que un escalofrío
me recorra entera; sin embargo, me las arreglo para mantener
mi gesto tal cual está.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —digo,
mientras trato de mantenerme lejos del tema incómodo que es
David Avallone.
Él asiente.
—Completamente.
Mis ojos se cierran.
«Es una mala idea», susurra mi subconsciente, pero, una
vez más, trato de no escucharle.
—De acuerdo —digo, a regañadientes, al tiempo que
encaro a Gael—. Hagámoslo.
Una sonrisa radiante se desliza en los labios del magnate.
—No te preocupes. Todo saldrá bien —dice y, acto
seguido, tira de mi mano —esa que está entrelazada con la
suya— y la besa en el dorso—. De eso yo me encargo.
Capítulo 32
Decir que estoy nerviosa hasta la mierda, es poco en
comparación al estado de histeria que rozo con la punta de los
dedos. Decir que las náuseas provocadas por la ansiedad me
han perturbado las últimas horas, no se compara a lo cerca que
he estado de vomitarme encima en el transcurso del día.
Esta mañana, luego de recibir una llamada de Gael
confirmándome su asistencia a la comida familiar que está
llevándose acabo aquí, en casa de mi hermana, la tortura
comenzó.
He pasado todo el día agobiada. Angustiada ante la idea de
imaginarme a Gael Avallone en convivencia con mi familia —
con Fabián.
No he tenido el valor de recordarle a Gael acerca de la
relación fraternal que existe entre Fabián e Isaac. Ya le había
dicho antes acerca del lazo de sangre que hay entre ellos, pero
las cosas han cambiado mucho desde entonces.
En ese momento, tener algo con Gael, era algo meramente
platónico. Algo que nunca imaginé que sería tan tangible
como hoy. Ni siquiera me pasaba por la cabeza la posibilidad
de estar así con un hombre como él. Ahora, sin embargo, no
deja de aterrorizarme la idea de recordarle sobre este hecho, y
hacerlo sentir incómodo con la idea de mí, en convivencia
constante con mi pasado. Con quien fue mi primer amor.
—¿A qué hora llega tu novio? —La voz de Natalia me
llena los oídos y espabilo un poco.
Tanto ella como mi madre han pasado la última hora
cocinando y, a pesar de que me he acomedido a poner la mesa
y a preparar variadas salsas, no puedo evitar sentirme como
una holgazana en esta cocina. Sobre todo, porque entre las dos
han cocinado alrededor de cinco cazuelas pequeñas de
guisados varios.
—Por favor, no vayas a llamarle así cuando esté aquí —
digo, con genuino horror pintándome la voz.
—¿Por qué no? ¿No es tu novio, acaso?
—Solo estamos saliendo.
Mi madre me dedica una mirada reprobatoria desde su
lugar junto a la estufa.
—Espero que ese «solo estamos saliendo» no quiera decir
que es tu amigo con derecho. —La amenaza en su tono es tan
palpable y me hace tanta gracia, que una sonrisa boba —y
aterrorizada— se desliza en mis labios casi de inmediato—. ¡Y
no te rías! Hablo muy en serio, Tamara.
—¡No me estoy riendo! —Me quejo, pero no he dejado de
sonreír como imbécil.
—¡Claro que lo haces! —Mi mamá exclama—. Y quiero
que sepas que no le veo la gracia.
—Lo que trato de decir —digo, con todo el tacto que
puedo imprimir en la voz, al tiempo que reprimo una carcajada
ansiosa—, es que llevamos muy poco tiempo, ya sabes, juntos.
Es por eso que llamarlo mi novio se siente como… demasiado.
Al menos por ahora.
—¿Pero es tu novio? —Natalia pregunta, pero suena más
como una afirmación que como un cuestionamiento.
Yo asiento y, de inmediato, la expresión de mi madre se
relaja.
Lo cierto es que no sé qué nombre ponerle a lo que tengo
con Gael. Nunca hemos hablado de etiquetas. De nombres o
títulos.
Sé que hay algo entre nosotros. Que lo que siento por él
sobrepasa mi entendimiento y que, por cobardía, no he sido
capaz de llamarlo de alguna manera.
Sé que lo echo de menos cuando no está a mi alrededor;
que le pienso todo el tiempo y que me hace feliz estar en su
compañía. Sé que me procura, ve por mí y hace todas esas
cosas que hacen los novios, pero no me atrevo a llamarlo de
esa forma. No me atrevo a ponerle esa etiqueta que lo reclama
como mío —por ponerle de alguna manera—, porque se siente
incorrecto hacerlo. Porque, por mucho que desee que lo sea,
jamás voy a atreverme a referirme a él como «mi novio», si no
lo escucho de su boca primero.
—¿A qué hora dices que llega? —Natalia insiste, al cabo
de unos instantes y, en respuesta, me encojo de hombros.
—Iba a desocuparse luego de las tres y media. Supongo
que me llamará cuando venga en camino —digo, en tono
despreocupado; pero, tan pronto como termino de pronunciar
aquello, miro el reloj de mi teléfono por décima vez en los
últimos quince minutos.
Ya son las tres de la tarde y, la resolución de este hecho
solo consigue que mi estómago caiga en picada.
—¿Y Fabián? ¿A qué hora llegará él? —La pregunta de mi
mamá desvía el foco de atención que se había puesto en Gael y
lo agradezco internamente; sin embargo, en el momento en el
que escucho el nombre de mi cuñado, una punzada de coraje
me atraviesa de lado a lado.
Pensar en Fabián me hace recordar lo que David Avallone
dijo respecto a él. Me hace recordar el hecho de que, según el
padre del magnate, engaña a mi hermana.
Natalia se encoge de hombros, pero clava la mirada en la
carne con chile que prepara.
—Está en casa de sus papás —masculla, y noto la
renuencia en su tono—. Dijo que estaría aquí a las tres junto
con ellos, así que ya no deben tardar.
—¿Sigue sin poder resolver el asunto de las redes sociales?
—Mi mamá pregunta, con genuino pesar pintándole la voz.
Natalia niega con la cabeza.
—Las ventas han bajado muchísimo —dice con
preocupación, y una punzada de angustia me embarga—. Si
las cosas siguen así, la situación va a ponerse difícil. Tenemos
algo de dinero ahorrado en el banco, pero no durará para
siempre; así que esperamos que todo se arregle pronto.
Aprieto la mandíbula y mi estómago se revuelve.
—Verás que así será. —Mi mamá suena tranquilizadora y
optimista, y eso hace que mi hermana esboce una pequeña
sonrisa. En mí, por otro lado, solo provoca una oleada de
angustia.
—Eso espero… —musita Natalia y, luego, posa su vista en
mí—. Pero no hablemos de cosas desagradables. —Me guiña
un ojo—. Ni creas, por un segundo, que me he olvidado de que
tu novio estará aquí. ¿No estás tan emocionada como yo?
Suelto un bufido.
—No vas a superarlo nunca, ¿no es así? —mascullo, con
fingido pesar.
Su sonrisa se ensancha.
—Nunca —dice—. No luego de que has pasado tantísimo
tiempo sola. Jamás creí que llegaría el día en el que alguien te
haría salir de esa cueva en la que te escondías.
—Ni se te ocurra hacer esa clase de comentarios delante de
Fabián y su familia. —Le advierto, con genuino horror
pintándome la voz.
Natalia, a pesar de mi advertencia, pone los ojos en blanco.
—Por supuesto que no lo haré —dice, medio fastidiada y
divertida por mi comentario—. De cualquier modo, ya hablé
con Fabián. Le dije que estás saliendo con alguien que vendrá
hoy y que tiene que comportarse.
—¡¿Qué?! —chillo, y mi voz suena una octava más arriba
de lo normal—. Me lleva la…
—Tamara… —Mi madre interrumpe mi maldición justo a
la mitad del camino y me dedica una mirada reprobatoria—.
Ese lenguaje.
La frustración se apodera de mí al instante, pero me las
arreglo para mantener las palabrotas a raya y le dedico una
mirada hostil a Natalia.
—No había necesidad alguna de poner a tu marido sobre
aviso —siseo en su dirección.
—Entonces, ¿qué se supone que tenía qué hacer? —Ella se
defiende—. ¿Dejar que le cayera como balde de agua helada y
se comportara como un imbécil con tu invitado? —Niega con
movimiento de cabeza—. Lo siento, pero esta tarde no quiero
lidiar con ese tipo de situaciones. Necesito que sea perfecto.
Presiono el puente de mi nariz con mis dedos índice y
pulgar, en un gesto exasperado.
—Esto va a ser un desastre —mascullo, pero lo hago más
para mí misma, que para mi hermana.
—No lo será. —Natalia asegura—. Ya te lo dije: Fabián se
comportará. Lo prometo.
—Eso espero —digo, en voz baja, al tiempo que le dedico
una mirada incierta—. Realmente, eso espero.

Gael está a punto de llegar. Hace alrededor de veinticinco


minutos que me llamó para avisarme que su reunión acababa
de terminar y que venía en camino a casa de mi hermana. A
partir de ese momento, la ansiedad y el nerviosismo han
incrementado de manera exponencial. Se han encargado de
hacer tanta mella en mí, que no he parado de mirar mi reflejo
en el espejo del polvo compacto que traje conmigo. Tampoco
he dejado de acomodar la falda del sencillo vestido negro que
llevo puesto y, por ridículo que suene, no he dejado de
alisarme el cabello con las manos.
Sé que Gael me ha visto en mis peores fachas; en mis
peores momentos y de todos modos, no puedo evitar querer
lucir bien para verlo.
Todo este tiempo, también, lo he pasado tratando de evitar
cualquier clase de confrontación con Fabián. He tratado, en
medida de lo posible, de llevar la fiesta en paz, aunque ahora
sea difícil.
El día de hoy se encuentra de un humor particularmente
detestable; pero, por mucho que he deseado gritarle que quite
esa cara de fastidio que pareciera haber sido tallada en su
rostro, he optado por mantenerme prudente y civilizada.
Lo que menos quiero es tener una discusión innecesaria
con él. Si puedo ser sincera, lo que menos quiero es herirle
porque, por muy mala relación que tengamos, no deja de ser
alguien que forma parte de mi entorno diario y, además, es el
hermano de alguien que lo significó todo para mí.
—¿Tu novio ya casi llega? —Mi hermana pregunta, en voz
baja, mientras se acerca a mí con el pretexto de ofrecerme un
vaso lleno de refresco de cola—. Estoy muriendo de hambre.
—Dijo que estaría aquí en media hora. —Hago una mueca
de disculpa—. Eso fue hace casi veinticinco minutos. Ya no
debe de tardar.
Natalia asiente, satisfecha por mi respuesta y, justo cuando
está a punto de hacer otro comentario, siento cómo mi teléfono
vibra en mi mano.
Al instante, pego un salto de la impresión y reprimo el
impulso que tengo de soltar una palabrota.
Cuando leo el nombre de Gael en la pantalla, todo el
mundo vuelve a su lugar. Todo el mundo se centra de nuevo
porque es en ese preciso instante, cuando la realización de lo
que está a punto de ocurrir me golpea de lleno.
Gael está aquí.
«Oh, mierda…».
Me tiemblan las manos cuando deslizo mi dedo por la
pantalla para responder, pero no dejo que eso me impida
llevarme el aparato al oído para decir:
—¿Diga?
—Hola, preciosa. Estoy afuera. —La voz de Gael me
inunda los oídos luego de eso y la sangre se me agolpa en los
pies.
«Me lleva el infierno».
—Ya salgo a encontrarte —digo, y me las arreglo para
sonar relajada y serena; un claro contraste con la sensación
vertiginosa e inestable que hace estragos en mis nervios.
Una mirada en dirección a mi hermana, le hace saber que
Gael ha llegado y una sonrisa entusiasmada se desliza en sus
labios. De inmediato, me arrepiento de todo. De estar aquí, de
haberlo invitado y de no tener el valor de salir corriendo y
llevarme conmigo al hombre que está allá afuera.
Me pongo de pie.
Nadie está poniéndome especial atención, ya que todo el
mundo está distraído o charlando; pero, de todos modos, me
excuso para salir y encaminarme hacia la entrada de la casa.
Me tomo unos cuantos segundos cuando llego a la puerta,
solo porque necesito tomar un par de inspiraciones profundas
antes de abrirla, pero hacerlo no aminora mi ansiedad.
Tampoco ralentiza el latir desbocado de mi corazón, o la forma
en la que mis pulmones se quedan sin aire.
Así pues, sin sentirme del todo segura, salgo a la pequeña
cochera. Entonces, abro el cancel y me asomo a la calle.
No me toma demasiado encontrar el coche de Gael —es el
más ostentoso aparcado junto a la acera.
A él tampoco le toma demasiado darse cuenta de mi
presencia, ya que, justo cuando estoy acercándome al auto,
sale de él y me dedica una sonrisa arrebatadora.
Quiero borrársela del rostro. Quiero golpearlo solo porque
no puedo soportar que esté así de confiado. Odio que no luzca
nervioso en lo absoluto.
—Si me dices que te has puesto así guapa solo porque he
venido a conocer a tu familia, juro por Dios que no me
molestaría en lo absoluto fingir que quiero casarme contigo —
dice, con ese acento suyo que tanto me gusta y una sonrisa
irritada se desliza en mis labios muy a mi pesar.
—¿Insinúas que no soy guapa todo el tiempo? —inquiero,
mirándolo con los ojos entornados, mientras él acorta la
distancia que nos separa.
Acto seguido, con el dedo índice me levanta el rostro y,
con el pulgar, me sostiene por la barbilla para plantar un beso
casto en mis labios.
Entonces, se separa un poco.
—No pongas palabras en mi boca. Hoy no —susurra,
contra mis labios—. Hoy, solo acepta el cumplido.
En respuesta, le doy un golpe juguetón y él suelta una
risotada en el proceso.
—Salvaje —masculla, antes de besarme una vez más.
—Delicado —digo, de vuelta y su sonrisa se ensancha.
—¿Estás lista para presentar a tu flamante novio a tu
familia? —dice, al tiempo que se aparta y da un paso hacia
atrás para darme una vista de su vestimenta.
Lleva puesto un traje negro en su totalidad, una camisa
negra, también, y una corbata en color gris. Todo esto,
acompañado de una mandíbula recién afeitada y un cabello
perfectamente estilizado.
Luce tan atractivo e impresionante como siempre. Tan
fuera de mi alcance como todos los días; y la sonrisa arrogante
que lleva en el rostro, me hace darme cuenta de que él sabe
cuán bien luce hoy.
Arqueo una ceja.
—¿Se supone que debo comerte con la mirada o algo así?
—Sueno socarrona y aburrida, y eso solo pinta una mueca
irritada en sus facciones.
—¿Por qué no puedes hacerme un cumplido por una vez
en la vida? —Se queja, mientras se acomoda las mangas del
saco, de modo que estas cubren a la perfección cualquier
vestigio de la tinta en su piel—. ¿No ves que me he vestido
para la ocasión?
Sus palabras traen una oleada de calor a mi cuerpo, pero
me las arreglo para poner los ojos en blanco con fastidio
cuando le escucho hablar.
—¿Qué debo decirte? ¿Que estás guapísimo? ¿Que eres el
hombre más atractivo que he visto en mi vida? —Sueno
condescendiente, pero en realidad estoy diciéndole todo lo que
pienso—. ¿Que eres tan imponente, que no soy capaz de
pensar con claridad cuando estás cerca?
Gael entorna los ojos en mi dirección.
—Eres insufrible cuando te pones en plan sarcástico —
dice, y me muerdo la punta de la lengua para no decirle que
todo lo que he dicho ha sido en serio. Para no hablar de más y
decirle que realmente pienso que es un hombre impresionante
en todos los sentidos.
—¿Vamos adentro? —digo, en su lugar, a pesar de que no
quiero que entre a la casa de mi hermana; y él, luego de hacer
un mohín que se me antoja infantil, asiente y me sigue cuando
me abro paso hasta el cancel de la casa.
La puerta principal de la vivienda está emparejada, justo
como la dejé antes de salir, así que no me toma más de dos
segundos empujarla para dejar a la vista la pequeña estancia de
la entrada.
Así pues, y sin perder el tiempo, nos encaminamos a la
sala.
Llegados a este punto, mi corazón ha reanudado su marcha
antinatural y el dolor en mi estómago ha incrementado
considerablemente.
Un estremecimiento de pura anticipación me recorre de
pies a cabeza en el instante en el que Gael posa una mano en
mi espalda baja para guiar mi camino a su lado, pero no es
hasta que me detengo delante del montón de gente que nos
observa, que siento la imperiosa necesidad de volver sobre mis
pasos.
El silencio en el que se ha sumido la estancia es solo
interrumpido por la música a volumen bajo que se reproduce
desde el estéreo a volumen bajo de mi hermana y, presa de la
incomodidad, la vergüenza y el bochorno, hago un gesto rígido
en dirección a Gael.
No digo nada. No me atrevo a hacerlo. Ni siquiera estoy
segura de que pudiera hablar si así lo deseara.
—Buenas tardes. —Gael es el primero en romper el
extraño silencio que nos invade y, pese a que sé que él es
perfectamente capaz de presentarse a sí mismo, decido
tomarme esa atribución. Decido tratar de romper el hielo y
quitarle algo de tensión al momento.
—Familia, él es Gael —digo, al tiempo que lo señalo en un
gesto ansioso y antinatural. Trato de sonar casual y ligera, pero
estoy segura de que no lo he logrado en lo absoluto.
Mi papá es el primero en salir de su estupor, ya que se
pone de pie de un salto y estira una mano para estrecharla con
la de Gael. Luego, es mi madre la que se acerca y lo saluda
con calidez.
Natalia es un poco más efusiva con su saludo; tanto, que lo
envuelve en un abrazo apretado durante el cual, mientras Gael
no puede verla, articula en mi dirección algo parecido a un:
«¡Por Dios! ¡Es Guapísimo!».
Fabián, no obstante, no reacciona del mismo modo que el
resto de mi familia. A pesar de que he sido lo suficientemente
prudente como para no presentarlo como mi novio, no se
levanta para estrechar su mano; al contrario, se limita a
quedarse en su lugar y dedicarle un gesto de cabeza a manera
de saludo.
Los padres de mi cuñado, pese a eso, si se levantan a
saludarlo; cosa que me sorprende en demasía, pero que trato
de dejar pasar porque no es algo por lo que deba preocuparme
ahora mismo.
Mi papá le ofrece algo de beber a Gael y este acepta. Es
entonces cuando ambos desaparecen en la cocina para volver a
los pocos minutos cada uno con una cerveza en la mano.
Mientras, mi madre y Natalia se excusan y se encaminan a
la cocina; pero, no es hasta que pasan unos minutos, que nos
mandan llamar para sentarnos en la mesa.
La comida pasa tranquila y sin muchos percances. La
atención que ha sido puesta en Gael es tan intensa, que me
siento abrumada y mortificada hasta la mierda.
Las preguntas respecto a su lugar de nacimiento no se han
hecho esperar. El acento cadencioso de su hablar ha delatado
su nacionalidad extranjera, así que la plática respecto a su
lugar de origen ha monopolizado casi toda la conversación.
Llegados a este punto, la angustia y el nerviosismo han
mermado lo suficiente como para empezar a sentirme un poco
más segura y tranquila.
Natalia, eventualmente, le pregunta a Gael dónde me ha
conocido y casi me pongo a gritar de la felicidad cuando él le
responde que nos conocimos trabajando juntos; sin embargo,
ese momentáneo instante de gozo, desaparece tan pronto
cuando mi mamá le pregunta qué es lo que hace en la editorial
exactamente.
Es entonces, que toda la mortificación previa regresa y me
golpea con brutalidad.
La mirada inquisitiva que me lanza Gael —quien está
instalado en el asiento junto a mí— me hace querer enterrar la
cara en un agujero para no salir de ahí jamás; pero me limito a
meterme un bocado de comida para no tener qué ayudarle a
responder.
—En realidad, no trabajo para editorial Edén —dice, con
tacto, luego de unos minutos de silencio.
Inmediatamente, siento cómo la mirada de Natalia se posa
en mí de manera fugaz.
El silencio que le sigue a sus palabras es tan tenso e
incómodo, que no me atrevo a levantar la vista de mi plato, o a
hacer otra cosa más que llenarme la boca de comida, para así
no tener de qué hablar.
—¡Oh! Pero creí que habían dicho que se conocían debido
al trabajo… —Mi mamá suena afable, pero hay un filo tenso
en su tono.
Por el rabillo de mi ojo, soy capaz de ver como Gael
asiente con lentitud y cautela; inseguro de qué decir a
continuación.
Jamás lo había visto así de incierto. Así de… ¿nervioso?
La mirada de todo el mundo está puesta en él, y quiero que
la tierra se abra y nos trague.
—Lo que pasa que la Editorial Edén está trabajando para
mí. —Gael pronuncia, finalmente, y suena despreocupado
mientras lo hace; sin embargo, eso solo provoca que la tensión
en el ambiente incremente otro poco.
—¿Editorial Edén está trabajando para ti? —Mi hermana
pronuncia, y mis ganas de fundirme en el asiento incrementan.
El magnate asiente.
—Así es.
— ¿Para ti? —Fabián habla por primera vez desde que
Gael puso un pie en su casa, y recalca las palabras de Natalia
como si no fuese capaz de creerlo.
Todas las miradas fijas en mí para ese momento y, por
instinto, alzo la vista para encararlos a todos.
La confusión es palpable en el rostro de todo el mundo y
eso solo hace que el nudo de ansiedad y nerviosismo que he
tenido en el estómago todo este tiempo se apriete otro poco.
Me obligo a esbozar una sonrisa boba.
Sé que todos están esperando una explicación. Que mis
padres quieren que sea yo quien la dé, pero no puedo hacerlo.
No cuando sé que no les va a gustar para nada el hecho de que
Gael sea la persona para la que, técnicamente, trabajo.
«Solo… cuéntaselos», me insta la vocecilla de mi cabeza y
me aclaro la garganta.
Mi boca se abre para hablar, pero, tan pronto como me doy
cuenta de que no podré pronunciar palabra alguna, la cierro de
golpe y, al cabo de unos instantes, vuelvo a intentarlo.
—¿Recuerdan que hace mucho les comenté que iba a
escribir la biografía de un tipo que era dueño de un emporio
impresionante? —Trato de sonar despreocupada y fresca, pero
apenas he podido arrancar las palabras de mis labios—.
Bueno… pues están delante de él.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan largo y tenso
que quiero ponerme de pie y largarme de aquí. Todo esto ha
sido una completa locura que no debí permitir que sucediera
en primer lugar.
La expresión horrorizada de mi madre no se compara en lo
absoluto con la estupefacta de Natalia, o la maliciosa de
Fabián. El gesto asombrado de mi papá, no se compara en lo
absoluto, con el incómodo que han esbozado los padres de mi
cuñado.
—Oh… —Mi cuñado es el primero en romper el momento
de tensión que se ha instalado entre nosotros—. ¿Quién lo
diría? Después de todo, eres más astuta de lo que pensé —dice
en mi dirección, al tiempo que suelta una risa burlona y
amarga—. Bien por ti, Tamara.
Las palabras de Fabián caen como baldazo de agua helada
sobre mi cabeza porque sé que es lo que acaba de insinuar.
—Fabián… —Natalia interviene y mi vista viaja hacia
ella.
Ella observa a su marido con advertencia y hostilidad.
Como quien trata de hablar con la mirada y no lo consigue del
todo.
Inmediatamente, mis ojos se deslizan por toda la estancia
hasta detenerse en mi padre, quien también mira a Fabián
como si pudiese estrangularlo con el poder de su mente; pero,
no es hasta que mis ojos se posan en Gael, que el verdadero
horror se asienta en mis huesos.
Desde el lugar donde me encuentro, no soy capaz de verle
el rostro en su totalidad, pero no hace falta que lo haga. El
enojo que irradia es tan intenso que puede percibirse a leguas
de distancia. No hace falta, incluso, que lo mire de frente para
darme cuenta de que está furioso por el comentario que Fabián
acaba de hacer.
—Concuerdo contigo. —Gael pronuncia con tacto, pero su
tono es tan frío y despectivo, que un escalofrío de puro horror
me recorre cuando habla—. Tamara es inteligente, lo que le
sigue. Astuta como solo ella puede.
Los ojos de Fabián se posan en Gael y una sonrisa
condescendiente se desliza en sus labios.
—¡Y que lo digas! —Mi cuñado refuta—. Mira que
encontrar la forma de engatusar a uno de los hombres más
ricos del país no debe ser fácil.
—Fabián, ya basta. —Mi padre suena más allá de lo
enojado, pero se nota a leguas que trata de ser prudente.
—Creo que más bien fui yo el que tuvo que hacer méritos
por aquí. Tu cuñada es una chica difícil. —Gael dice, en tono
ligero, pero hostil.
Un bufido escapa de los labios de mi cuñado.
—A mi hermano no le tomó mucho enamorarla —dice y
un destello de coraje se filtra en mi sistema casi al instante—.
Estaba loca por él. ¿No es así, Tamara?
—Fabián, por favor… —pido, con un hilo de voz.
Un músculo salta en la mandíbula del magnate, pero no
hay absolutamente nada en su lenguaje corporal que delate su
nivel de enojo. Eso me aterra.
—Siempre he pensado que, conforme pasan los años…
Conforme vives, evolucionas y creces, tu manera de
interactuar con el mundo cambia. —Gael suena sereno, pero
hay un filo hostil en su tono—. Es imposible enamorarse de la
misma forma de dos personas diferentes, porque cada relación
es única. Cada persona es irrepetible en este mundo y estamos
siempre en constante evolución. —La mirada de todos está fija
en él ahora—. Me gusta pensar que, con el pasar del tiempo,
nuestra manera de enamorarnos también cambia. Que nuestra
manera de amar se ve afectada por nuestras experiencias, y
que es por eso que nos enamoramos más sabiamente con el
paso del tiempo. Aprendemos de cada instante del pasado y
nos volvemos sapientes. Distintos a lo que fuimos… —El
magnate no aparta la vista de Fabián, quien lo mira como si
quisiera echársele encima—. Así que entiendo tu punto. —
Una sonrisa fácil se desliza en sus labios, pero esta no toca sus
ojos—: Es posible enamorarse de alguien tan pronto como un
suspiro termina. Yo también llegué a enamorarme de alguien
de esa manera.
—La belleza del amor radica realmente en la capacidad
que desarrollamos los seres humanos de aprender a
enamorarnos de la misma persona una y otra vez. —Es mi
padre quien interviene ahora y la atención de todos se posa en
él. En respuesta, esboza una sonrisa sesgada que se me antoja
ligera y enigmática.
Gael asiente, en acuerdo y no me pasa desapercibida la
mueca agradecida que se le dibuja en el rostro.
—Si ese es un intento tuyo por conseguir que te sirva
doble ración de postre —mi mamá bromea, al cabo de un largo
momento de silencio, aligerando así el ambiente de manera
considerable—, déjame decirte que no vas a conseguirlo,
Enrique.
Mi papá chasquea la lengua en respuesta y sacude la
cabeza en una negativa, para después encogerse de hombros.
—Bueno —dice, luego de un suspiro cansado y largo—.
No pueden decir que no lo intenté.
Una carcajada escapa de los labios de mi madre y, así, tan
fácil como suena, la tensión del ambiente se aligera. La charla
es direccionada hacia un lugar seguro y amigable.
Luego de comer, nos pasamos a la sala de estar, donde los
cuestionamientos para Gael se vuelven más personales.
Mi mamá le pregunta acerca de su familia, de los motivos
por los cuales decidió venir a residir en México y de lo
fascinante que encuentra que su madre no se hubiese puesto
como loca al saber que iba a mudarse.
Mi padre, por otro lado, no deja de preguntarle cosas un
poco más ligeras y fáciles de responder —cómo se ha sentido
en el país, cómo lo ha tratado la gente, qué comidas típicas ha
probado… —, cosa que Gael parece agradecer.
En cuanto a Fabián se refiere, este no ha dejado de mirar la
pantalla de su teléfono desde que dejamos la mesa. De vez en
cuando, le dedica una mirada recelosa a mi acompañante, pero
no hace nada particularmente alarmante. Al menos, nada que
indique que volverá a abrir la boca pronto.
Luego de una hora de charlas a volumen bajo y música de
fondo ligera, mi hermana decide encaminarse a la cocina para
traer el postre, no sin antes tener una pequeña discusión a
susurros con su marido. Una de la que todo el mundo ha
podido darse cuenta, así mi hermana trate de aparentar que
nada ocurre.
Mi mamá, a pesar de estar cómodamente instalada en uno
de los sillones, se levanta a ayudarle.
—¿Te doy un consejo? —dice mi cuñado —de la nada—
en dirección a Gael, justo cuando Natalia y mi mamá se
marchan, y mi padre se pone de pie para servirse otro poco de
alcohol.
El magnate lo mira con cautela, pero no responde.
—Nunca te cases —Fabián suelta.
Sé que su comentario ha sido un intento de broma, no
puedo dejar de sentir una punzada de enojo en el pecho, ya que
es de mi hermana de la que está hablando.
Gael esboza una sonrisa tensa y yo hago como que no he
oído bien.
—No debe ser tan malo. —Gael habla.
Fabián abre los ojos, en un gesto que denota fingido
horror.
—Lo es, créeme. Y más si te casas con alguna de ellas. —
El sonido de su voz es arrastrado y lento, y es lo único que
necesito para saber que está pasado de copas. Seguido a sus
palabras, hace un esto de cabeza hacia mí y aprieto los puños
—. Son un dolor en el culo. —Fabián le da otro trago a la
cerveza que tiene entre los dedos—. En fin… Si por algún
motivo te dan ganas de casarte con ella —continúa y hace otro
gesto en mi dirección—, te aconsejo hacerle firmar un acuerdo
prenupcial. Uno nunca sabe con qué clase de cazafortunas
puedes llegar a encontrarte.
Los hombros de Gael se tensan de inmediato
—Agradezco las buenas intenciones —el magnate
pronuncia —en voz baja para que solo él pueda escucharlo—,
con tacto y hostilidad al mismo tiempo—, pero puedes
ahorrarte cualquier clase de comentario respecto a mi relación
con Tamara.
Las cejas de Fabián se disparan al cielo.
—No te lo digo con malas intenciones. —Se defiende.
—Sea como sea, no necesito que vengas aquí a querer
cuidar de mis intereses, porque sé cuidar de mí mismo a la
perfección.
—¿Los hombres ricos como tú siempre son así de
imbéciles? —Fabián masculla, y esta vez no me molesto en
ocultar que lo he escuchado todo. Esta vez, no me privo del
placer de disparar una mirada furibunda en dirección a mi
cuñado.
—Fabián… —suelto, con advertencia, pero este no
despega la vista del magnate.
—No voy a ponerme a discutir contigo… —Gael deja la
oración al aire, al tiempo que entorna los ojos en dirección a
mi cuñado y esboza un gesto que indica que no es capaz de
recordar su nombre.
—Fabián —mi cuñado espeta, con altanería.
—Fabián… —Gael asiente, como quien trata de
memorizar algo que en realidad no tiene mucha relevancia—.
Es una lástima que no tengas un poco de sentido común y no
entiendas que este no es el lugar ni el momento de hacer esa
clase de comentarios. —El magnate continúa y el gesto de
Fabián empieza a contorsionarse de la ira—. Ahórratelos, deja
de hacer el ridículo, agradece la comida que han puesto en tu
boca y limítate a disfrutar de la compañía de tu familia.
—¿Quién crees que eres tú para venir a mi casa a hablarme
de esta manera? —Mi cuñado escupe, genuinamente molesto,
y la atención de sus padres, quienes estaban absortos en una
acalorada plática, se fija en nosotros.
Justo en ese momento, mi padre, Natalia y mi madre, salen
de la cocina y se congelan al escuchar las palabras de Fabián.
—¿Quién crees que eres tú para hablar del modo en el que
lo haces de mi novia? —Gael refuta, en un tono más
acompasado y tranquilo que el de mi cuñado, pero igual de
molesto.
—¡Tu novia! —Fabián bufa—. ¿Qué no se supone que tú
eres el tipo ese que anunció su compromiso hace poco?
¡Acabo de verlo en internet! ¿A quién quieres verle la cara de
idiota? No vengas a darme lecciones de moral cuando, hasta
donde todo el mundo sabe, eres un hombre a punto de casarse.
—Fabián, por el amor de Dios… —Mi mamá interviene,
pero no es capaz de terminar la oración, porque Gael ya está
listo para refutar.
—¿Alguna vez has escuchado hablar de la prensa
amarillista? —dice. Aún suena tranquilo, pero su lenguaje
corporal irradia ira y frustración—. Yo no estoy
comprometido. Nunca lo he estado. Mi relación con la mujer
con la que han crecido esos rumores es meramente
profesional.
—¡Profesional y una mierda! —La voz de Fabián truena
en toda la estancia y me encojo sobre mí misma ante la
impresión que me causa.
—¡Fabián! —Natalia chilla, horrorizada.
— ¿Crees que alguien aquí se compra el cuento de que te
fijaste en Tamara solo por ser ella? —Mi cuñado ignora por
completo a su esposa y las ganas que tengo de gritarle que se
calle, incrementan—. Aquí no hay más que dos opciones: o
Tamara está utilizándote, o tú la estás utilizando a ella.
La mirada de Gael —iracunda, fría y salvaje— se posa en
él, al tiempo que mi padre espeta algo respecto a su carencia
de sentido común y decencia.
—Vuelve a hablar así de ella, o de mí, o de cualquier cosa
que nos comprometa a los dos, y te juro que no respondo. —El
magnate sisea en respuesta—. Te juro, por Dios que vas a
tener un puto problema conmigo.
—¡¿Estás amenazándome en mi propia casa?!
Una carcajada corta e incrédula brota de la garganta de
Gael.
—No me puedo creer la clase de imbécil que eres —dice y
noto como el gesto de Fabián se transforma un poco más—.
¿Te das cuenta de que has sido tú quien lo ha iniciado todo?
—¡Vete de mi casa! ¡Lárgate de aquí! —Fabián espeta,
claramente sin argumento alguno para refutar el de Gael—.
¡Vete de aquí o voy a sacarte la mierda a golpes!
El magnate suelta otra carcajada carente de humor.
—No voy a hacer esto —dice él, al tiempo que se pone de
pie del sillón en el que se encuentra—. No voy a ponerme a
discutir con un gilipollas como tú. —Le dedica una mirada a
mis padres—. Lo siento mucho por todo lo ocurrido. No he
venido a aquí con la intención de armar un escándalo. Mucho
menos he querido provocar este tipo de situación. —Posa su
atención en mí de manera fugaz—. Creo que lo mejor que
puedo hacer es irme.
—¡No! —Natalia suena angustiada ahora—. Por favor, no
te vayas. Esta también es mi casa y…
—¡Natalia, cierra la puta boca! —Fabián estalla.
—¡No te atrevas a volver a hablarle así a ninguna de mis
hijas! —Mi papá estalla de regreso y, de pronto, la tensión en
todo el ambiente incrementa hasta volverse.
—¡Por el amor de Dios! ¡Deténganse! —La madre de
Fabián interviene y una punzada de vergüenza se apodera de
mí porque no puedo creer lo que está pasando. Porque no me
cabe en la cabeza que Fabián sea capaz de convertir una
comida medianamente decente, en algo tan horroroso como
esto.
Llegados a ese punto, los ojos de mi hermana están
abnegados en lágrimas y lo único que quiero, es que me trague
la tierra.
Nadie dice nada. Nadie se mueve de donde está durante un
largo momento. No es hasta que Fabián suelta una palabrota y
se encamina hacia la salida de la casa, que todo vuelve a
movilizarse. Que Natalia, a pesar del modo en el que su
marido le ha hablado, sale despedida detrás de él.
Gael, luego de eso, empieza a disculparse y a despedirse
de todo el mundo.
La frustración me hace querer gritar.
—¡Te dije que me dejes en paz, maldita sea! —La voz de
Fabián llega a mis oídos en la distancia y la atención de todos
se posa en el lugar de donde proviene.
Ni mi cuñado ni mi hermana están cerca, así que no somos
capaces de verlos —pero sí que podemos escucharlos.
—¡¿Por qué siempre tienes que hacer esto?! —Natalia
chilla—. ¡Lo único que yo quería era una comida tranquila con
mi familia! ¡Era poder darles la sorpresa a todos juntos! ¡¿Es
que acaso es mucho pedir que te comportes?!
—¡Ya me tienes hasta la coronilla con tus mismos
reclamos de siempre! ¡Con tus malditas cursilerías y
sorpresitas de mierda! ¡Nada de esto habría ocurrido si no se te
hubiera metido en la cabeza la idiotez de querer reunirnos a
todos para darnos tu condenada sorpresa! ¡Esa maldita
sorpresa que, seguramente, no es la puta gran cosa!
—¡Es que sí es la gran cosa! —Natalia chilla, con la voz
entrecortada por las emociones—. ¡Estoy embarazada, Fabián!
La noticia cae sobre mí como baldazo de agua helada, y es
en ese instante que las palabras de David Avallone retumban
en mi cerebro.
«¿Y si Fabián de verdad la engaña?», me susurra el
subconsciente y la sola idea me hace querer vomitar.
Mis ojos se cierran y reprimo una maldición. Esa retahíla
entera de palabrotas direccionadas a Fabián. A David
Avallone. A mi falta de juicio al traer aquí a Gael.
Fabián dice algo, pero las palabras salen de su boca de una
manera tan arrebatada, siseada y violenta, que no logro
entender una mierda de lo que dice. Tampoco estoy segura de
querer hacerlo. No cuando sé que, seguramente, está
insultando a mi hermana.
El sonido de la puerta principal siendo azotada, lo invade
todo luego de eso, y es entonces, cuando se hace el silencio.
Mi madre, enseguida, emprende el camino en dirección a
la entrada, en busca de Natalia. Es hasta ese instante, que los
padres de Fabián se disculpan una y mil veces por lo ocurrido
y se abren paso hasta la salida.
Gael no se mueve de donde está. Se queda quieto en su
lugar hasta que, luego de lo que se siente como una eternidad,
decide despedirse de nuevo de mi papá, para luego dedicarme
una mirada cargada de disculpa.
Mi padre también se disculpa con Gael y, muy
avergonzado, le pide la oportunidad de redimir a la familia
ante sus ojos. El magnate no deja de decirle que no ha sido
nada. Que fue él quien no debió venir a armar tanto revuelo y
que espera que podamos perdonarle.
Es hasta ese momento, que ambos aceptan las disculpas
correspondientes y Gael se encamina hasta la puerta principal.
Yo lo sigo a los pocos segundos, pero no lo alcanzo hasta que
se encuentra en la cochera de la casa.
—¡Gael! —Le llamo, pero la vergüenza y la angustia que
siento son tan intensas que apenas me atrevo a mirarlo.
Él, a pesar de que una parte de mí cree que no va a hacerlo,
se detiene y se gira para encararme.
No luce molesto. Luce más bien avergonzado.
Un nudo se forma en mi garganta y un puñado de lágrimas
de impotencia empieza a acumularse en mi mirada cuando me
doy cuenta.
Mi cabeza se sacude en una negativa frenética, al tiempo
que trato de ordenar la maraña de ideas que no me deja
tranquila.
—Lo siento. —Es lo primero que puedo arrancarle a mi
boca, y sueno tan inestable y agobiada, que tengo que tragar
varias veces para deshacerme de las lágrimas que me forman
una bola en la tráquea—. Lo siento mucho, Gael, yo…
Él acuna mi rostro entre sus manos.
—Tú no tienes la culpa de nada, Tam —murmura, al
tiempo que une su frente a la mía—. He sido yo el que ha
caído en las provocaciones de tu cuñado. He sido yo el que se
lo ha tomado todo muy a pecho y ha ocurrido todo esto.
Niego una vez más y balbuceo otra disculpa ininteligible.
—Tam, no pasa nada —Gael insiste—. Tú y yo estamos
bien, ¿vale? Solo… Solo no quiero quedarme y seguir
causando problemas. Lo prometo.
Un beso casto es depositado en mis labios, pero sigo
sintiéndome desolada. Culpable. Horrorizada.
—N-No quiero que pienses que soy una…
—No te atrevas, siquiera, a pronunciarlo —Gael me
interrumpe—. Sé que no estás conmigo por eso. Me lo
demuestras a diario. Desde el primer momento así lo has
hecho, así que deja de angustiarte. —Otro beso suave me llena
la boca—. Lo que ese gilipollas diga, no afecta en nada lo que
siento por ti. Tú y yo estamos bien. Confía en mí, ¿de
acuerdo?
—¿D-De verdad estamos bien? —digo, casi sin aliento,
insegura de sus palabras.
—Dímelo tú, Tam. —Gael suena dulce y tranquilizador—.
¿Estamos bien?
Un par de lágrimas traicioneras me abandonan luego de
eso, pero las limpio tan rápido como puedo y asiento con
avidez.
—Estamos bien —digo, pero no sueno muy convencida de
mí misma.
Otro beso es arrancado de mis labios y, esta vez, es más
largo que los anteriores. Más profundo. Más significativo.
—Te llamo más tarde, ¿de acuerdo? —dice y yo asiento,
aún sin estar del todo tranquila. Él, en respuesta, y sin parecer
percatarse de que aún no estoy del todo conforme con lo que
ha dicho, esboza una sonrisa suave y añade—: Despídeme de
tu madre y de tu hermana.
Asiento una vez más y, luego, le robo un beso para acallar
mis propios miedos a través de sus labios.
—Ve con cuidado —pido, aún sin apartarme de él.
—Siempre —asegura y me besa una última vez antes de
dejarme ir.
Entonces, sin decir nada más, se encamina en dirección a
la calle.
Capítulo 33
Ha pasado una semana desde la última vez que crucé palabra
con Natalia. Una semana en la que han pasado tantas cosas,
que apenas he tenido tiempo para procesarlas todas.
Para empezar, he regresado a clases. Y no es un regreso a
clases cualquiera: es el penúltimo último regreso a clases de
mi vida. Luego de este semestre, si todo sale como espero,
estaré a nada de graduarme y tener un título profesional para
colgar en una pared que, si todo sale acorde a lo planeado,
nadie —a excepción del hombre que se atreva a casarse
conmigo— verá jamás.
Me he prometido a mí misma, que no voy a tontear como
lo hice en cursos pasados. Que voy a enfocar toda mi energía
en conseguir mejorar mi promedio —que en realidad no es
malo— para así graduarme sin tener que presentar una tesis.
Fernanda no ha dejado de decirme que debo dejar de
ilusionarme, que tendré que presentarla quiera o no, pero yo
no pierdo las esperanzas. Así me asignen un tutor para
elaborarla; así todo parezca indicar que no voy a poder
evadirla, voy a intentarlo.
Siguiendo con la lista de cosas que esta semana han ido de
caóticas en peor, no he tenido oportunidad de ver a Gael. Ni
siquiera por asuntos de trabajo. Está a punto de cerrar un
negocio muy importante con una comercializadora
internacional y sus horarios, aunados a los míos —un poco
más apretados por el regreso a clases—, nos han impedido
coincidir.
Pese a eso, no hay día que no sepa de él. Cada mañana
despierto con un mensaje suyo donde me da los buenos días, y
cada noche me voy a la cama luego de haber escuchado su
voz, aunque sea unos minutos.
En cuanto a la biografía se refiere, mis tiempos de escritura
han ido en mejora y la fluidez con la que he empezado a
trabajar en ella es tanta, que he alcanzado el punto en el que se
siente como si se escribiese sola.
No sé qué es lo que ha cambiado, pero ahora se siente fácil
sentarme a escribirla. Se siente sencillo encender el ordenador,
abrir el documento indicado y empezar a redactar algo
respecto al hombre al que últimamente no me puedo sacar de
la cabeza.
Quiero pensar que es nuestra cercanía la que ha hecho un
cambio en mí. Que es el hecho de que ahora puedo
comprenderlo un poco más, lo que me hace poder escribir la
historia de su vida sin sentirme obligada a hacerlo.
He sido muy cuidadosa con ella. No he escrito
absolutamente nada respecto a los secretos que me confesó
aquella noche en la que me mostró sus tatuajes por primera
vez. El tema de su pasado —de su verdadero pasado— está
fuera de mis límites.
Me niego a exponer siquiera un poco sobre él. De hecho,
he estado tan decidida a ayudarle a mantenerlo enterrado, que
no he dejado de manipular el texto para que todas las piezas de
lo que me ha contado embonen sin dejar cabida a dudas
respecto a su vida en general.
He, incluso, considerado la posibilidad de mandársela a
Gael para que la revise antes de mandársela al señor Bautista.
Fuera de eso, la escritura del proyecto ha fluido con tanta
naturalidad, que estoy segura de que, dentro de unos cuantos
meses más, estará terminado.
Aún me quedan cosas por preguntar y averiguar para poder
concluirla, pero, si todo sigue como ahora, la biografía de Gael
Avallone estará lista mucho antes del plazo estipulado.
—¿Tamara? —Escuchar mi nombre me saca de mis
cavilaciones casi de manera inmediata, pero me toma unos
instantes espabilar por completo y dirigir mi atención hacia la
chica que, desde el fondo de la mesa, me llama.
Las miradas divertidas que son puestas en mí no hacen
más que llenarme de confusión.
—¿Qué? —pregunto, en dirección a Ruth, la chica que me
sacó de mi ensimismamiento, y el resto de las personas —
chicos y chicas de mi curso— que se encuentran en nuestra
mesa esbozan sonrisas burlonas.
Está más que claro para todos que no estaba poniendo
atención alguna a la conversación que entablaban.
—Te preguntaba que, si tú sabías que el tipo para el que
trabajas, Gael Avallone, va a casarse —Ruth repite, y la sola
mención de su compromiso —por muy falso que este sea—
me revuelve el estómago.
—Por supuesto que lo sabía —interviene Susana, una de
mis compañeras de clase—. Está escribiendo su biografía. Es
lógico que sepa esa clase de cosas, ¿no es así, Tam?
—¿Qué no ese tipo fue el que golpeó a Rodrigo en el
Mayas? —Víctor, otro de mis compañeros, pregunta, al tiempo
que frunce el ceño y me mira con curiosidad.
—Es cierto. —Ruth asiente, con aire pensativo, y clava sus
ojos en mí—. Luego del desastre de esa noche, estaba más que
claro para mí que ese hombre estaba interesado en ti, Tamara.
La vista de todos mis amigos se fija en mí.
Una mueca de fingido horror me pinta la cara, al tiempo
que sacudo la cabeza en una negativa.
—¡Claro! —bufo con sarcasmo, en un acto desesperado
por mantener lejos de sus cabezas la posibilidad de que el
magnate y yo tenemos algo—, como si un hombre como Gael
Avallone fuese a interesarse en alguien como yo.
—El tipo fue al bar solo porque tú lo invitaste. —Saúl, otro
de los asistentes de la mesa, apunta—. Eso sin mencionar que
golpeó a alguien solo para defenderte y que, luego de toda la
escena que se armó, te marchaste con él. —Alza las cejas en
un gesto sugestivo—. Si me lo preguntas, eso, para mí, es estar
interesado.
—¿Interesado? ¿En qué? —suelto, al tiempo que ruedo los
ojos y esbozo una mueca cargada de fastidio—. ¿Qué podría
tener yo de atractivo para un hombre que, seguramente, tiene a
las mujeres más hermosas a su merced?
—Tamara tiene un punto ahí —Fernanda suelta, a manera
de broma y le espeto una palabrota en respuesta.
Ella suelta una carcajada en el instante en el que lanzo una
galleta de avena en su dirección. Inmediatamente, la tensión
acumulada entre todos los presentes se fuga.
Sé que ha hecho el comentario para aligerar el ambiente y
alejar la atención que todo el mundo ha puesto en mí y mi
relación clandestina con Gael. Yo no puedo hacer nada más
que mirarla con gratitud, al tiempo que me regala un guiño
casi imperceptible.
Hace un par de días le conté todo respecto a la relación que
mantengo con él y, aunque al principio se molestó conmigo
por no habérselo dicho antes, se ha vuelto mi confidente.
No le he hablado sobre el pasado de Gael, o sobre las
amenazas que su padre ha puesto sobre mí; sin embargo, le he
dicho lo suficiente como para hacerle saber que no está
comprometido en realidad. Que lo que tiene con la tal Eugenia
es solo una pantalla que su padre trata de mostrarle al mundo.
—¡Oye! ¡Pero eso no responde a nuestras dudas! —Ruth
chilla, luego de unos instantes de barullo juguetón—. ¿Sabías
que Gael Avallone estaba comprometido?
La irritación se apodera de mi cuerpo en el instante en el
que mi compañera trata de sacar a relucir el tema una vez más;
pero, cuando estoy a punto de hacer un comentario, mi
teléfono vibra en el bolsillo de mis vaqueros justo a tiempo
para salvarme antes de tener que responderle.
Así pues, a toda velocidad y con el pretexto de que alguien
está llamándome, me levanto de la silla en la que me
encuentro instalada y me disculpo para atender.
Enseguida, me abro paso entre las mesas de la cafetería de
la universidad —el lugar en el que nos encontramos— y
respondo sin siquiera darme la oportunidad de mirar la
pantalla.
—¿Sí?
—Buenas tardes, señorita Herrán. —La voz de David
Avallone me invade y me pone la piel de gallina de un modo
incómodo y repulsivo—. Espero no encontrarla ocupada.
Quiero colgarle. Quiero presionar el botón para finalizar la
llamada y hacerle saber que no estoy dispuesta a escucharle…
pero no lo hago. No tengo el valor de hacerlo.
—¿Qué es lo que quiere? —suelto, en un susurro enojado,
al tiempo que me arrincono en una de las esquinas de la
inmensa estancia.
—¿Pero qué clase de modales son esos, Tamara? —suelta
con severidad, pero el atisbo de humor que percibo en su tono
es palpable—. Que quede claro que he intentado acercarme en
son de paz.
Aprieto los dientes.
—Señor Avallone, no tengo tiempo para esto —espeto,
luego de tomar un par de inspiraciones profundas para
aminorar la sensación de enojo que ha comenzado a invadirme
el cuerpo.
El silencio proveniente del otro lado de la línea no hace
más que incrementar las ganas que tengo de colgar el teléfono.
—Créame, señorita Herrán —dice, y no me pasa
desapercibido el tono despectivo que utiliza cuando pronuncia
las palabras «señorita Herrán»—, que yo tampoco tengo
tiempo para esto; y, sin embargo, estoy aquí, invirtiendo
minutos de mi día que bien podría haber aprovechado en otra
cosa, solo porque usted parece tomarse todo esto como si se
tratase de un chiste. —La violencia con la que comienza a
escupir las palabras es tan abrumadora, que me quedo muda.
Me quedo congelada en mi lugar, al tiempo que trato de
procesar la inflexión en sus palabras—. Así que cállese y
escúcheme.
No digo nada. Ni siquiera me atrevo a respirar como se
debe porque jamás había escuchado a David Avallone así de
descompuesto. Así de… alterado.
—Necesito verla urgentemente.
—¿Para qué? ¿Para amenazarme de nuevo? —digo, y le
agradezco a mi voz por no fallarme—. ¿Para intentar
probarme que tiene el poder de acabar conmigo?
—Necesito verla, para negociar con usted —puntualiza.
—No estoy interesada en su dinero —refuto—, así que
también podemos ahorrarnos las negociaciones.
—Señorita Herrán, no tengo el humor de discutir mis
métodos con usted, así que tome esto como un ultimátum si así
quiere verlo —dice David y suena cada vez más cerca del
colapso nervioso—: Mi chofer pasará a recogerla dentro de
una hora al campus de la universidad en la que estudia y la
traerá a mi residencia. Esperará por usted en la entrada
principal del plantel y, si no se presenta, daré por sentado que
no le interesa lo que pueda hacerle a usted o a su familia, y no
tendré piedad alguna a la hora de tomar las medidas necesarias
para que no nos vuelva a molestar. Ya he perdido mucho
tiempo tratando de razonar con usted. —Con cada palabra que
dice suena más y más enojado—. Esta es la última vez que
trataré de ser recto y de dejarle el camino fácil. Espero que
tome la decisión adecuada y venga a verme; de lo contrario,
nadie, ni siquiera mi hijo, podrá detener lo que caerá sobre
usted y todos los suyos. Buenos días.
Luego, finaliza la llamada.

No sé qué odio más: si el hecho de saber que David


Avallone está haciéndome caer en su juego, o el hecho de tener
que estar aquí, arriba de un coche lujoso, con Almaraz, el
hombre que alguna vez fue cómplice de Gael, y que ahora no
deja de mirarme a través del espejo retrovisor con una
aprensión aterradora.
No ha dicho nada en lo que va del trayecto al lugar al que
me reuniré con David, pero sé que no le han faltado ganas de
hacerlo. La manera en la que me mira; la forma en la que su
boca se abre con la intención de soltar unas cuantas palabras
acumuladas, para luego cerrarse de golpe; su postura
incierta… Todo lo delata.
A pesar de eso, no he hecho nada para alentarlo a que
hable.
Suficiente tengo con la revolución que ha comenzado a
hacer mella en mi cabeza, como para querer escucharle decir
que esto —reunirme con David Avallone— está mal. Si es que
eso es lo que realmente quiere decirme.
Llevamos alrededor de quince minutos de trayecto
silencioso.
Cuando llegó a la universidad a recogerme, lo único que
hizo, fue dedicarme un saludo formal y frío, antes de abrirme
la puerta del vehículo para dejarme subir. A partir de ese
momento, se acabaron las palabras.
Tampoco me he atrevido a encararlo de lleno. Lo he
pasado con la mirada fija en la ventana, en el teléfono, o en
cualquier otro lugar que no sea el espejo retrovisor por el que,
de vez en cuando, me observa. Sé que cree que no me doy
cuenta, pero soy consciente de la forma en la que husmea en
mi dirección cada que tiene oportunidad.
Pasamos los veinte minutos restantes de camino sin decir
nada.
Una parte de mí lo agradece. La otra, por el contrario, se
siente aterrorizada con la sola idea de pensar en la posibilidad
de que Almaraz le diga a Gael acerca de esto.
El chofer de los Avallone se detiene justo en la entrada de
un residencial bastante conocido y lujoso de la ciudad y,
cuando el guardia de la caseta de seguridad reconoce el auto y
las placas de este, lo deja pasar.
Las enormes y ostentosas casas que se despliegan a cada
lado de la calle por la que avanzamos me distraen un poco del
agobiante hecho de que estamos —supongo— llegando a casa
de David; pero no es hasta que Almaraz aparca afuera de ellas,
que la resolución se asienta en mis huesos y el terror se filtra
en mi sistema.
Hemos llegado.
No me muevo. Almaraz tampoco lo hace. Ambos nos
limitamos a, por primera vez desde que inició el viaje,
mirarnos directo a los ojos a través del espejo retrovisor.
—¿Señorita? —La voz del hombre que se encuentra
instalado en el asiento del piloto llena mis oídos.
No respondo. No puedo hacerlo.
—Sé que esto no es lo que quiere escuchar, pero… —Hace
una pequeña pausa. Inseguro de querer continuar.
—Pero ¿Qué?… —suelto, con un hilo de voz.
—Pero tengo que aconsejarle.
Aprieto la mandíbula y trago duro.
—¿Qué es lo que tienes qué aconsejarme? —digo, en un
susurro ronco y tembloroso.
Almaraz duda. La incertidumbre tiñe su rostro de una
manera tan turbia, que no puedo apartar mis ojos de los suyos.
—Tiene que alejarse del joven Avallone —dice,
finalmente, y sus palabras me atraviesan el pecho de lado a
lado—. Sé que no es lo que quiere. Sé que usted es una chica
de carácter… pero tiene qué detenerse. El señor David es un
hombre de armas tomar. No se juega con alguien como él.
—No le tengo miedo —susurro, pero en realidad sí lo
hago.
Almaraz niega con la cabeza.
—Él no necesita que le tema —dice—. Necesita que se
aleje. Y, si no lo hace a tiempo, usted solo terminará formando
parte de su circo. Un peón más en su juego de ajedrez.
Un nudo empieza a formarse en mi garganta.
—Voy a decírselo todo a Gael —suelto, en un susurro
débil y tembloroso, pero ni siquiera he terminado de
pronunciar las palabras, cuando Almaraz empieza a sacudir la
cabeza en una negativa una vez más.
—El joven Avallone, por mucho que quiera, no meterá las
manos al fuego por usted. —Almaraz sentencia—. No soy
quién para hablarle de Gael —no me pasa desapercibido el
tono paternal que utiliza cuando le llama por su nombre de pila
—; pero si hay algo que puedo aseverar, es que su padre lo
tiene lo suficientemente manipulado como para conseguir que
no haga nada para salvarla de la que le espera si se le mete en
la cabeza destruirla.
—No voy a darle lo que quiere —digo, pero sueno
incierta. Insegura.
Una sonrisa amarga de dibuja en los labios de Almaraz.
—Él se encargará de tomarlo por su cuenta si usted no
coopera. —La preocupación en los ojos del chofer es tanta,
que casi se siente como si fuese capaz de sentir lástima por mí
—. El señor Avallone no va a tentarse el corazón si no hace lo
que le pide. No va a descansar hasta verla hecha pedazos en
todos los aspectos.
—¿Por qué me dices todo esto? —digo, casi sin aliento,
mientras sacudo la cabeza en una negativa desesperada.
El silencio que le sigue a mis palabras es más tenso que el
anterior.
—He visto entrar y salir a muchas mujeres de la vida de
Gael —dice, al cabo de unos instantes—. He visto desfilar a
una infinidad de muchachas bonitas por su oficina… Pero
nunca le había visto llevar a alguien a su casa. Nunca había
habido alguna capaz de hacerle requerir de mis servicios para
salir de casa, borracho, en la madrugada, solo para ir a
buscarla. —Hace una pequeña pausa—. He visto, también, a
una cantidad ridícula de mujeres rondando la vida del joven.
Las suficientes como para saber distinguir quién de ellas está
realmente interesada en su bienestar emocional… Y yo la veo
a usted, señorita, tal cual es. Veo como lo mira. Como él la
mira a usted. —La angustia en sus ojos es tanta ahora, que me
siento abrumada por ella—. Sé que no es una mala chica. Sé
que su corazón está en un lugar puro. Él no la miraría como lo
hace si no supiera quién es usted. Y es por eso que trato de
advertirle. De salvarle de una experiencia horrible.
—¿Se supone que debo cruzarme de brazos y hacer lo que
ese hombre quiere? —La impotencia que siento es tan grande,
que un nudo se me forma en la garganta.
Almaraz me mira con desesperación y frustración.
—Se supone que debe marcharse antes de que sea tarde,
señorita —sentencia con aire sombrío, y un escalofrío de puro
horror me recorre—. Con David Avallone no se juega.
La casa de David Avallone es tan ostentosa, como lo es su
personalidad; grita tanta arrogancia, como lo hace todo lo
relacionado a él, y me hace sentir tan incómoda como lo hace
su presencia a mi alrededor.
Si creía que la casa de Gael era enorme, estaba muy
equivocada. Poniéndolo en perspectiva, la casa del magnate es
pequeña si la comparamos con la mansión en la que vive su
padre.
Todo aquí es inmenso, rústico y de aspecto costoso. Tanto
que no quiero tocar nada.
El silencio sepulcral que hay en toda la casa, es algo que
también me pone los nervios de punta. La falta de vida en este
lugar me hace sentir agobiada por sobre todas las cosas. Como
si estuviese en una casa de exhibición y no en el hogar de
alguien.
«Este no es el hogar de nadie», susurra la voz en mi cabeza
y un nudo se instala en mi estómago con el mero pensamiento.
El disgusto —ese que se ha asentado en mis huesos desde
el instante en el que David me llamó hace un rato— se arraiga
otro poco.
Hace ya unos minutos que Almaraz me encaminó hasta
este lugar —un despacho en el interior de la gigantesca casa de
David Avallone— y me dejó sola, anunciando —con mucha
ceremonia— que el hombre en cuestión estaba enterado de mi
presencia y que, en cualquier momento, se reuniría conmigo.
Ahora me encuentro de pie al centro de —lo que creo que
es— la oficina personal de un hombre despreciable, sin poder
—querer— moverme. La repulsión que siento por él y sus
pertenencias es tanta, que ni siquiera puedo pensar en la
posibilidad de sentarme en una de las inmensas sillas que están
frente a su escritorio a esperarlo.
Tomo una inspiración profunda y cierro los ojos.
«Tienes que tranquilizarte», susurra mi subconsciente, pero
no puedo hacerlo. No, cuando mi memoria no ha dejado de
reproducir una y otra vez las palabras de Almaraz. No, cuando
la oscuridad se ha apoderado de mis pensamientos y no me ha
dejado abandonar la idea de Gael, eligiendo no mover un dedo
para detener a su padre por miedo y cobardía.
El sonido de una puerta siendo abierta a mis espaldas me
trae de vuelta al aquí y al ahora de manera abrupta. Mi corazón
se detiene una fracción de segundo, mi estómago cae en picada
y la ansiedad empieza a reptar poco a poco en mi interior.
—Buenas tardes, señorita Herrán. —La familiar voz de
David Avallone llega a mí segundos antes de que su figura lo
haga.
Viste un traje elegante de color azul marino, una corbata
morada y el cabello entrecano perfectamente estilizado, y no
puedo evitar compararlo con su hijo. No puedo evitar notar el
parecido aterrador que tiene con Gael.
Ambos son impresionantes. Ambos son intimidatorios y
elegantes hasta la mierda.
Me aclaro la garganta.
—Buenas tardes —digo, en un tono tan frío y distante que
me sorprendo a mí misma.
La mirada de David se oscurece ante el reto implícito en
mis palabras, pero nada cambia en su expresión. Sigue
luciendo tranquilo y en control de sí mismo mientras se abre
paso hasta colocarse detrás del escritorio.
Después, señala una de las sillas que se encuentran delante
del mueble y dice:
—Tome asiento.
No me muevo.
—En realidad, llevo prisa —digo, con la misma frialdad de
antes.
Los ojos del padre de Gael se clavan en mí y un destello
enojado los atraviesa. A pesar de eso, me regala un
asentimiento duro.
—Bien —dice—. Seré breve.
En ese momento, y sin ceremonia alguna, abre una de las
gavetas y, luego de remover el contenido, toma una carpeta y
la deja caer sobre el escritorio. Yo la miro de reojo, pero no me
acerco a verla a detalle.
—En esa carpeta, está toda la información que he recabado
sobre su familia. —David habla con una tranquilidad
inquietante. Ensayada—. Tanto financiera, como personal. Lo
sé absolutamente todo, Tamara. Todo. —No me pasa
desapercibido el énfasis que le da a las palabras para hacerme
saber que de verdad me tiene en la palma de su mano—. Y,
honestamente, ya no estoy dispuesto a detenerme. He
contactado a la amante de su cuñado y le he ofrecido una
generosa cantidad de dinero para que busque a su hermana y le
confiese la infidelidad de su marido. De hecho, ahora mismo
debe estar ocurriendo, según lo estipulado —dice y una oleada
de ira me recorre casi al instante—.El día de mañana se
realizarán los movimientos pertinentes para que la campaña de
desprestigio que he iniciado en contra su cuñado se reanude.
Mis asesores, también, están haciendo los arreglos pertinentes
para que los intereses que pagan sus padres de su crédito
hipotecario se eleven a un punto sin retorno para ellos; y su
beca universitaria será retenida a partir del próximo mes —
sentencia y una punzada de puro terror me atenaza el
estómago—. Me ha quedado claro, señorita Herrán, que no le
interesa realizar ninguna clase de negociación conmigo, así
que he movilizado todo para que hoy mismo empiece a
llevarse a cabo lo que tengo planeado para usted; sin embargo,
mi parte benevolente me exige que le dé una últi-ma
oportunidad para redimirse. De detenerlo todo.
Mi corazón parece acelerarse con cada una de las palabras
que salen de su boca y un nudo se instala en mi garganta
cuando la resolución de lo que está pasando cae sobre mí
como balde de agua helada.
Sé que no puedo dejar que se salga con la suya. Que no
puedo permitir que destruya a mi familia solo porque se le ha
metido entre ceja y ceja que debo alejarme de su hijo. Sé que
la solución está aquí, al alcance de mis manos… pero no
puedo —quiero—, simplemente, aceptarla. Me niego a
alejarme de Gael. Me niego por completo a renunciar a lo que
siento por él.
Trago duro, pero el nudo no se va. Al contrario, se aprieta
con más fuerza y hace que mis ojos se llenen de lágrimas.
—Está muy equivocado, señor Avallone, si cree que
alejarme es la solución a todos sus problemas —digo, y apenas
puedo hablar—. No puede alejar a todo el que no le agrade de
la vida de su hijo. Él va a darse cuenta tarde o temprano. Lo
que está haciendo no es la solución.
—Gael nunca va a desafiarme, Tamara. —La tranquilidad
con la que David habla es tanta, que casi me convence de la
declaración—. Tiene mucho que perder. Arriesga demasiado si
lo hace y lo conozco lo suficiente como para saber que nunca
pondría a alguien más por encima de sus objetivos.
—Su hijo no es así de ambicioso —digo, con un hilo de
voz.
—¿No lo es?
«Tienes que dejar esto por la paz —me digo a mí misma,
pero no quiero hacerlo—. Tienes que darle a David Avallone
lo que quiere y ponerle punto final a toda esta locura. Va a
destruir a tu familia si continúas. Va a acabar con todo. ¿De
verdad quieres exponer así a tus papás? ¿Después de todo lo
que han hecho por ti? ¿Después de todo lo que te han dado?».
Desasosiego, intranquilidad, dolor… Todo me azota con
tanta fuerza, que no puedo hacer otra cosa más que intentar
asimilarlo.
—Está bien —digo, luego de un largo momento de
silencio. Ni siquiera me atrevo a mirar a David mientras hablo
—. Lo haré. Me alejaré de su hijo. —Alzo la vista para
encararlo—. Pero, a cambio, tiene que prometerme que nos
dejará en paz. A todos. A mi cuñado, a mi hermana, a mis
padres, a Gael… A todos.
David se queda quieto, mirándome, durante un largo rato,
antes de asentir con lentitud.
—¿Y a mi quién me garantiza que todo esto no es una
treta? ¿Que no está mintiéndome para luego tratar de salirse
con la suya?
Muerdo la parte interna de mi mejilla.
—¿Quién me garantiza a mí que esto no sea solo un
engaño de su parte? —refuto—. Estamos parados sobre las
mismas circunstancias.
—No —David refuta de inmediato—. Se equivoca,
Tamara. Aquí soy yo el que lleva el mando. Que no se le
olvide. Además, que se aleje de mi hijo no es suficiente. Ya
no. No, luego de la forma en la que me ha desafiado. Necesito
algo más si quiere que todo esto se detenga.
Aprieto la mandíbula.
—¿Qué es lo que quiere? —digo, aunque no quiero
averiguarlo.
Una sonrisa cruel y despiadada tira de las comisuras de sus
labios y me estremezco por completo.
—Necesito, señorita Herrán, que escriba un libro para mí.
La confusión se apodera de mi sistema.
—¿Un libro? —Sueno cautelosa. Dubitativa.
Asiente.
—Un libro que hable sobre la vida de mi hijo. —Hace una
pequeña pausa y, sin dejar de sonreír, añade—: La verdadera
vida de mi hijo.
Las palabras del hombre hacen que el corazón me dé un
tropiezo, pero me las arreglo para mantener la expresión en
blanco.
—¿La verdadera vida de su hijo? —digo, y le agradezco a
mi voz por sonar genuinamente desconcertada.
David asiente, satisfecho por mi reacción.
—No sé qué sarta de mentiras haya estado contándole a lo
largo de todo este tiempo que ha trabajado con usted, pero
déjeme decirle que nada es verdad —dice—. Hay cosas de su
pasado que le gustaría que quedaran enterradas. Cosas que lo
arruinarían por completo si llegasen a descubrirse.
Me siento enferma. Asqueada.
—¿Quiere que escriba un libro para destruir a su hijo? —
Sueno horrorizada. Ni siquiera me molesto en ocultar que
realmente me siento de esa manera.
Asiente.
—Así es, Tamara. Quiero que escriba un libro que cuente
exactamente toda la verdad sobre Gael. Uno que pueda utilizar
a mi favor cuando las cosas entre nosotros estén turbias, justo
como en este momento. Necesito un documento que pueda
acabar con él si llega a desafiarme… ¿Y qué mejor documento
que uno que lo revele absolutamente todo?
—Usted está enfermo —siseo, con enojo y frustración.
La sonrisa de David se ensancha.
—Señorita Herrán, la única manera en la que voy a dejarla
en paz a usted y a su familia, es si accede a escribir ese libro
—dice, ignorando por completo mi declaración.
—¿Cómo es que puede siquiera pensar en hacerle algo así
a su hijo? —Sueno más indignada de lo que espero.
—Tamara, no tengo tiempo que perder. —Suena
impaciente ahora—. Si usted no quiere escribirlo, no se
preocupe. No pasa nada. Solo, no me pida que me detenga,
porque no lo haré. Solo estoy dándole la oportunidad de
detenerlo todo, así que, ¿acepta o no?
«Dile que sí —susurra mi subconsciente, pero no quiero
escucharlo—. Dile que sí y gana algo de tiempo para que
hables con Gael. Para encontrarle una maldita solución a todo
esto».
—De acuerdo —digo, con un hilo de voz, al cabo de una
eternidad, y me siento asqueada de mí misma—. Lo haré.
David Avallone sonríe, satisfecho.
—Tome asiento. —Señala una de las sillas que se
encuentran delante de su escritorio—. Llamaré a uno de mis
abogados para que nos redacte un contrato que podamos
firmar los dos hoy mismo; y, mientras nos alistan el
documento, la invito a ponerte cómoda, que voy a empezar a
contarte una historia bastante… turbia… respecto a mi hijo.
Capítulo 34
Las últimas tres semanas de mi vida han sido un martirio.
Luego de mi reunión con David Avallone, mis días se han
sumido en una espiral de oscuridad densa que no me permite
escapar. Solo me hunde en este pozo de autodestrucción al que
me lancé en el momento en el que firmé el contrato. Ese que el
padre de Gael mandó redactar para mí.
He empezado a escribir el libro que ese hombre quiere. Y
no porque así desee hacerlo, sino porque no tengo otra
alternativa. Porque las cláusulas del maldito acuerdo me
orillaron a esto.
Cada semana debo enviar un avance del documento al
correo personal del padre de Gael. Cada semana debo
sentarme frente a mi ordenador a redactar un documento que
me causa tanta repulsión como arrepentimiento, y tengo que
enviárselo al hombre que tiene el destino de mi familia en la
palma de su mano.
No puedo hablar con nadie respecto al texto que se me ha
exigido escribir. El contrato estipula que no debo hacerlo. No
debo, tampoco, hablarlo con Gael porque las consecuencias
serían catastróficas tanto para él como para mí. Mucho menos
puedo rescindir del acuerdo sin pagar una compensación
millonaria; y, para coronarlo todo, cuando termine de redactar
la biografía real de Gael —esa que habla sobre su turbio
pasado—, deberé alejarme de él para siempre. Deberé
desaparecer de su vida porque si me acerco, todo esto habrá
sido en vano. Aunque yo haya cumplido con mi parte del trato,
David Avallone tendrá el derecho de destruir a mi familia.
Todo —absolutamente todo— lo que en ese contrato se ha
redactado, direcciona la situación en beneficio de David. En
condena hacia mi persona. En traición hacia Gael.
Me siento miserable.
Cada día.
A cada instante.
Me siento deshecha. Agobiada y angustiada todo el
tiempo, porque sé que estoy haciendo algo horrible. Porque
voy a acabar con la vida de alguien si sigo con esta locura. Y, a
pesar de que todo dentro de mí grita que debo parar, no puedo
hacerlo. No, cuando el bienestar de las personas que más me
importan está en juego.
Han ocurrido cosas en mi núcleo familiar últimamente.
David no mentía cuando dijo que Fabián tenía una amante y
que ella misma había accedido a buscar a mi hermana para
confesarle la aventura que había mantenido con mi cuñado los
últimos seis meses.
La mujer no se tentó el corazón y buscó a mi hermana para
decirle que su marido estaba engañándole con ella. No sé muy
bien qué fue lo que pasó durante la conversación que Natalia
mantuvo con esa mujer —no nos ha hablado mucho al
respecto—; sin embargo, sí sé que esa misma noche tomó la
gran mayoría de sus pertenencias, se trepó en un taxi y se
marchó a casa de mis padres.
Ha vivido ahí durante las últimas tres semanas. Mis papás
están furiosos. Mi papá, incluso, cuando Fabián fue a buscar a
Natalia, lo golpeó tan fuerte en la cara, que se fracturó dos
dedos. Yo no estuve ahí cuando ocurrió, pero, según mi madre,
papá amenazó a Fabián con asesinarlo si volvía a poner un pie
cerca de su casa. Le dijo, también, que era un poco hombre y
una basura inservible, y que todos estos años lo había
soportado a nuestro alrededor porque mi hermana lo amaba;
pero que ahora no había nada que impidiera que le dijera cuán
pedazo de mierda es, no iba a escatimar en palabras.
Mi mamá dijo que fue una situación horrible. Que Fabián
no dejaba de gritar exigiéndole a mi hermana que se marchara
con él.
Mi papá, incluso, tuvo que amenazarle con llamar a la
policía y Natalia no dejó de llorar como histérica durante todo
el confrontamiento. Me contó que ni siquiera ella misma dejó
de derramar lágrimas de impotencia hasta que Fabián se dignó
a marcharse.
A partir de ese momento, la tensión en casa de mis padres
no ha dejado de hacerse presente y yo no he dejado de
sentirme culpable.
Sé que no es culpa mía que Fabián engañara a Natalia. Sé
que no lo obligué a nada y que su infidelidad en ningún modo
está relacionada conmigo; sin embargo, no puedo evitar
sentirme culpable por la manera en la que se dieron las cosas.
Pienso que, si no hubiese sido por la situación en la que me
involucré con David Avallone, nada de esto habría pasado.
En cierto modo, se siente como si todo por lo que está
atravesando mi hermana fuera culpa mía; porque, de no haber
sido por mí, nada de esto habría salido a la luz. No de esta
manera. No cuando Natalia acaba de decirnos que está
embarazada.
Gael, por otro lado, se ha enterado de toda la situación que
le concierne a mi hermana y a su marido, y ha sugerido la
posibilidad de mover alguna de sus influencias para conseguir
que Natalia empiece a trabajar con alguno de sus socios, ya
que ella dice que no quiere vivir a expensas de mis padres, por
mucho que ellos no dejen de decirle que no debe preocuparse
por eso ahora. Yo, sin embargo, no he dejado de verme
renuente a aceptar la ayuda del magnate. No cuando todo esto
está pasando gracias a mí. Cuando estoy traicionándolo como
lo estoy haciendo.
En cuanto a mi relación con él se refiere, no hemos dejado
de frecuentarnos a pesar de que para mí supone una completa
tortura. De que es un completo martirio estar a su alrededor sin
poder confesarle lo que estoy haciendo para proteger a mi
familia.
Me rompe el corazón escucharle ilusionado cada que me
llama por teléfono. Me desarma aún más leer los mensajes de
texto que me envía, o el modo en el que me mira cuando
estamos juntos.
No he podido verlo como antes. Desde que entré a clases,
nos hemos visto poco. Entre sus reuniones de trabajo, mis
montañas de tarea y nuestras reuniones exclusivas para el
trabajo, apenas hemos tenido oportunidad de regalarnos una
hora entre semana y un par más el fin de semana.
A veces, ni siquiera eso tengo; ya que, como ha estado
cerrando un montón de negocios que tenía a medio camino, ha
tenido eventos sociales a los cuales asistir cada fin de semana.
Eventos a los que, por supuesto, no puede llevarme. No
cuando se supone que está comprometido con alguien más.
No quiero decir que eso me molesta, pero lo hace.
Saber que ella asiste a esos eventos sociales y que, además,
es fotografiada tomada de su brazo, no hace más que enviarme
al borde de la cordura. Esa que, últimamente, he estado a
punto de perder en bastantes ocasiones.
—¿Qué te pasa, amor? —El susurro suave y ronco
proveniente de Gael, me saca de mis cavilaciones casi de
manera inmediata, pero no despego la vista del techo de color
blanco inmaculado de su habitación.
Me quedo aquí, recostada sobre el mullido colchón de su
cama, con las palmas de las manos rozándome el estómago y
el cabello desperdigado entre las sábanas revueltas.
No llevo puestos los zapatos. Me los quité cuando Gael se
metió en la ducha luego de una sesión de besos ávidos que
estuvo a punto —pero no del todo— de hacerme olvidar el
tremendo lío en el que me he metido.
La ropa, sin embargo, sigue intacta sobre mi cuerpo.
Contrario a lo que cualquiera pensaría que hago cada que
pongo un pie en esta casa, me encuentro aquí, completamente
vestida, recostada sobre la cama del hombre al que debo dejar
ir, pero que no me atrevo a soltar. No aún.
El día de hoy, solo hemos tenido tiempo de comer juntos.
Para hacerlo, tuve que saltarme las últimas tres clases. Tuve
que sacrificar unas cuantas horas de estudio solo para poder
pasar tiempo con él.
Ordenamos comida a domicilio, ya que, desde que asiste a
todos estos eventos de índole social, ha estado más propenso a
ser fotografiado casi todo el día. A pesar de que su equipo de
seguridad se ha hecho más numeroso y presente en su entorno.
Antes, apenas podías notar el auto que lo seguía discretamente
a todos lados; ahora, desde que las actividades sociales de
Gael aumentaron, no se molestan en ocultar que lo escoltan las
veinticuatro horas del día.
Luego de comer, tonteamos un rato en la sala de su casa
para luego subir aquí, a su habitación, para que él se alistara
para el evento de caridad que tiene esta noche.
No lo ha hecho en lo absoluto. Lo cierto es que, hasta hace
unos minutos, mientras nos besábamos, no parecía tener
intenciones de ir a ningún lado.
Una mano áspera y grande aparta un par de mechones de
cabello lejos de mi rostro, para luego acariciarme la mandíbula
con suavidad.
Cierro los ojos.
—¿De verdad tienes que ir? —pregunto, en voz tan baja
que, por un momento, creo que no va a ser capaz de
escucharme.
Un dedo índice traza la línea de mi mandíbula y sigue el
contorno de mi barbilla hasta llegar a mis labios.
—Sabes que nada me haría más feliz que poder quedarme
aquí contigo, pero… —Gael musita, y la congoja que le
escucho en la voz, hace que el pecho me duela.
—Pero no puedes —finalizo por él.
El silencio se apodera de la estancia.
—Solo será un poco más —Gael promete, al cabo de unos
instantes.
—¿Cuánto es un poco más? ¿Unas semanas? ¿Meses?
¿Años?…
—Tam…
Niego con la cabeza, al tiempo que me incorporo,
deshaciéndome de su toque dulce. Desperezándome del aura
cálida de la que sus besos suelen hacerme presa.
—Tengo que irme —digo.
No es una mentira. Realmente tengo que poner distancia
entre nosotros. La brecha que se ha ido construyendo entre
nosotros —con mis acciones. Con las suyas— es tan grande
ahora, que es imposible de ignorar.
Gael nunca va a desmentir su compromiso. Eso implicaría
desafiar a su padre… Y él nunca va a hacer eso. Nunca va a
anteponer sus deseos a los de David, porque le tiene
demasiado miedo. Porque está acostumbrado a ser su títere;
como lo soy yo también ahora.
Bajo de la cama.
Mis pies descalzos hacen contacto con la alfombra de pelo
corto que cubre el suelo y la sensación del material entre mis
dedos, me reconforta un poco; sin embargo, eso no dura
demasiado, ya que, casi de inmediato, localizo mis zapatos y
me los pongo.
—Tam… —Gael dice, a mis espaldas, pero ya he acabado
de calzarme—. Tam, por favor, ven aquí.
—No —suelto, y sueno más molesta de lo que espero.
«Hipócrita de mierda. No tienes nada de qué molestarte.
Tú también estás siendo desleal», susurra mi subconsciente,
pero lo empujo lo más lejos que puedo.
Me encamino hacia la salida de la estancia.
—Tamara, por favor…
—Tengo que irme —interrumpo a Gael a media oración,
mientras empujo la puerta para abrirla y me encamino en
dirección al pasillo que da a las escaleras principales.
Escucho las pisadas que se acercan a toda velocidad. Yo,
por inercia, aprieto el paso también; de modo que me
encuentro caminando a toda marcha en dirección a la planta
baja de la casa.
Una mano se envuelve alrededor de mi brazo y tira de mí
con la suficiente fuerza como para hacerme dar un traspié. En
ese instante, giro sobre mi eje para encararlo y deshacerme del
agarre que se ejerce en mí.
La imagen que me recibe es tan dolorosa, como
maravillosa y, durante unos instantes no puedo hacer otra cosa
más que mirarle. No puedo hacer más que contemplar la figura
imponente de Gael, quien lleva el cabello revuelto y húmedo,
y el torso completamente desnudo.
—Nena, por favor, no hagas esto. —Sacude la cabeza en
una negativa desesperada y su tono no hace más que
provocarme una sensación dolorosa en el pecho—. Por favor.
Yo sé que esta situación es bastante precaria, pero…
—¿Precaria? —lo interrumpo, en un susurro enojado—.
¡¿Precaria?! —Sacudo la cabeza—. Gael, te paseas por todos
lados con tu supuesta prometida. Esa no es una situación
precaria. Es una situación de mierda.
«Eso. Empújalo a que te saque de su vida. Empújalo a que
elija hacer lo que su padre quiere para que toda esta pesadilla
termine».
—Tamara…
—No, Gael —lo interrumpo una vez más—. No hay
excusa alguna que vaya a hacerme creer que todo esto tiene
justificación, porque no lo hace. No. Lo. Hace… —Niego—.
Y de una vez te lo digo: no sé cuánto tiempo más voy a
soportar todo esto. —Sé que estoy siendo una completa hija de
puta, pero no me detengo. No puedo hacerlo—: Así que has
tus elecciones. Toma tus decisiones y házmelas saber.
—Tamara, no puedo, simplemente, desmentir el
compromiso. —Gael suelta, cada vez más exasperado—. No
cuando hay tanto en juego ahora mismo.
—Entonces, no estés conmigo —espeto—. Deja de
mentirme y de mentirte a ti mismo, y acaba con esto de una
vez.
—¿Qué estás diciendo, amor? —Confusión y tristeza tiñen
la voz del magnate—. ¿Por qué te comportas así? ¿Qué es lo
que está pasando en realidad? Puedes decírmelo, lo sabes.
Un puñado de lágrimas se me agolpa en la mirada, así que
desvío la cara para que no sea capaz de ver lo que me han
hecho sus palabras.
Un par de manos cálidas y grandes se ahuecan en mis
mejillas y aprieto los párpados.
—¿Qué pasa, Tam?
Muevo la cabeza en una negativa, al tiempo que agacho el
rostro para que no sea capaz de ver cuán afectada me siento.
Estoy a punto de echarme a llorar.
—No pasa nada —miento.
—Tamara, no soy estúpido.
Doy un par de pasos para poner distancia entre nosotros.
—Tengo que irme.
—Tam, habla conmigo. Por favor.
—Nos vemos luego —digo y, sin darle oportunidad de
decir nada más, giro sobre mis talones y me echo a andar en
dirección a la planta baja.
«Esto es lo mejor —susurra la insidiosa vocecilla en mi
cabeza, pero se siente como si fuese el error más grande que
he cometido en mucho tiempo—. Que te deje por alguien más
es lo mejor que podría pasarles a ambos. Que se sienta orillado
a elegir a su padre por encima de ti, es lo mejor que puede
hacer por ti y por él mismo».
Gael me llama mientras me alejo, pero no hace nada por
detenerme. Tampoco espero que lo haga, pero no deja de
hacerme trizas. No deja de hacerme sentir como si todo
estuviese a punto de caerse a pedazos encima de mi cabeza.

Mis ojos están fijos en la pantalla del televisor encendido,


pero no estoy poniéndole atención suficiente. De hecho, no
estoy poniéndole atención en lo absoluto. He pasado casi toda
la mañana aquí, sentada en uno de los sillones de la sala del
apartamento en el que vivo, pasando por los canales con el
control remoto.
Debería aprovechar el fin de semana para escribir. Debería
hacer algo más productivo que estar aquí, perdiendo el tiempo
de esta manera; pero la realidad es que no tengo ánimos de
nada.
Mi estado nervioso y emocional, aunados a la pequeña riña
que tuve ayer con Gael, no han hecho más que sumirme en
este estado de adormecimiento doloroso. Este estado de
melancolía constante que se asemeja demasiado a aquel que
me mantuvo cautiva en los momentos más oscuros de mi vida.
El sonido de la puerta siendo abierta me llena los oídos,
pero ni siquiera me molesto en averiguar quién ha llegado.
Debido a la hora, quiero suponer que se trata de Victoria,
pero no me atrevo a apostar.
—Buenos días. —La voz perezosa y aletargada que me
llena los oídos me hace girar el rostro para encarar a una
Victoria con el maquillaje corrido y el cabello apelmazado.
Tiene aspecto terrible y eso es lo único que necesito para
saber que tiene una resaca inmensa.
—Creo que, en el estado en el que vienes, y adivinando
que vas a tratar de dormir todo el día, lo apropiado en este
caso sería decir: «buenas noches» —apunto, con aire
divertido.
Ella esboza una sonrisa.
—Creo que aún estoy borracha —Victoria confiesa y es mi
turno de sonreír.
—Descarada —bromeo y ella me regala una mirada
condescendiente.
—Santurrona —sentencia y una pequeña risa se me
escapa.
—¿Quieres almorzar algo antes de irte a la cama? —
pregunto y algo cálido se apodera de su mirada; sin embargo,
desaparece en el instante en el que digo—: De ser así, por
favor, baja a la avenida por tacos de barbacoa y cómprame
unos cuantos.
En respuesta, mi compañera de cuarto me muestra los
dedos medios de sus manos.
—Debería darte vergüenza querer aprovecharte de mi culo
borracho —dramatiza y pongo los ojos en blanco.
—Debería darte vergüenza a ti no llegar a dormir a casa —
bromeo, con aire indignado—. Así no fue como tu padre y yo
te criamos.
Una carcajada sonora brota de su garganta y no puedo
reprimir más las ganas que tengo de reírme también.
—Me voy a la cama —anuncia, luego de eso y, sin decir
nada más, se encamina hasta su habitación.
El silencio en el que se sume la estancia cuando
desaparece por la puerta de su recámara, solo es interrumpido
por las voces quedas que hablan del otro lado de la pantalla.
Esas voces que, aunque suenan fuertes y claras, no logro
entender del todo porque no estoy escuchándolas realmente.
No estoy poniéndoles atención. Estoy demasiado ocupada
tonteando en las redes sociales; tratando de distraerme de la
realidad a la que me enfrento ahora mismo.
«Deberías estar aventajando algo de trabajo», me reprime
el subconsciente, pero empujo su irritante y molesta voz hacia
un lugar lejano.
Así pues, me tomo unos minutos más de ocio en línea
antes de, finalmente, disponerme a cerrar las condenadas
aplicaciones.
Me pongo de pie.
La intención es encaminarme hasta mi pieza para ponerme
a trabajar un rato, pero la vibración en mi mano —esa que es
provocada por mi teléfono— hace que me distraiga unos
instantes más.
La pantalla cita «Fernanda», al tiempo que el número de
mensajes que aparece junto a su nombre incrementa con cada
segundo que pasa.
Confusión, extrañeza y preocupación se apoderan de mí y,
a toda velocidad, abro los textos que me ha enviado.
Son capturas de pantalla. Diez capturas de pantalla y un
solo mensaje de texto que cita:
¡¿Pero qué demonios?!
Mi ceño se frunce ligeramente cuando muevo el cursor
hacia arriba y, es en ese preciso momento, que todo cae sobre
mí como baldazo de agua helada. Que las piezas embonan de
una manera brutal y dolorosa.
Es un artículo publicado en una página de internet. Un
enlace de esos que puedes abrir desde las redes, y que
despliega información para aquellos que son lo
suficientemente curiosos como para dar clic en él.
Pese a eso, no es el contenido escrito el que capta mi
atención. Son las fotografías las que lo hacen.
Mi corazón se detiene durante una dolorosa fracción de
tiempo, mi estómago se retuerce con violencia y el aire se
queda atascado en mi garganta.
En ellas está Gael…
… Con una mujer —con Eugenia.
En una de las imágenes, ella mantiene sus manos en las
mejillas del magnate, de perfil a la cámara, y lleva una sonrisa
radiante en el rostro y los ojos cerrados. Él, por otro lado, solo
la mira fijamente.
En otra toma, ella sigue sosteniéndolo por las mejillas,
mientras que sus labios plantan un beso en los de Gael; quien
sigue tan estático como en la toma anterior; solo que, en esta
ocasión, lleva los ojos cerrados también.
La fotografía es preciosa. Eugenia luce radiante, feliz,
realizada… Y yo siento como si pudiera vomitar.
«¿Esto es lo que siempre sucede en esas reuniones? ¿Así
es como aparenta que sigue comprometido? ¿Esto es lo que
hace cuando dice que tiene que asistir a eventos acompañado
de ella?».
Algo oscuro, doloroso y denso se arraiga en mis entrañas y
se asienta en mi interior. Lágrimas gruesas y pesadas me
nublan la visión, un vacío doloroso se apodera de mi estómago
y la quemazón en la garganta —esa que le precede al llanto—
no se hace esperar.
Sé que fui yo quien le dijo que no podría hacer esto
durante mucho más tiempo. Sé que fui yo la que le dijo que
tenía que elegir. Sé que, de todas las personas en el mundo,
soy la que menos derecho tiene de sentirse así de
traicionada… pero lo hago de todos modos. Lo hago, porque,
en el fondo tenía la esperanza de que esto terminara de otra
manera. Tenía la esperanza de que alguien como él, de verdad
se quedara con alguien como yo.
—Eres una tonta —susurro para mí y las lágrimas me
vencen. El enojo, la indignación y el coraje se mezclan y me
inhabilitan, pero no puedo dejar de ver las fotografías. Sigo
absorbiendo la imagen que se despliega delante de mis ojos,
porque lo necesito. Porque necesito esto para entender de una
buena vez —y por todas—, que Gael Avallone no es para mí.
Nunca lo ha sido.
Nunca va a serlo.
Capítulo 35
La vibración en el bolsillo trasero de mis vaqueros hace que,
por inercia, mi corazón se detenga una fracción de segundo.
Cuando reanuda su marcha, lo hace a una velocidad más
intensa y demandante.
Una sensación insidiosa de malestar e incomodidad me
invade por completo y no puedo hacer nada para sacudírmela.
Para sacarla de mi sistema.
El teléfono se ha convertido en mi peor enemigo durante la
última semana. Sentirlo vibrar o escucharlo sonar, se ha
convertido en la peor de las torturas.
Ahora, que suene solo quiere decir que alguno de los dos
hombres que ponen mi mundo de cabeza está buscándome.
Gael y David Avallone están volviéndome loca.
La insistencia de ambos me perturba, pero no sé qué
carajos hacer para quitármelos de encima.
David no deja de llamarme para presionarme sobre el
dichoso libro que necesita —libro que, desde que vi las
fotografías de Gael y Eugenia besándose, he dejado de
redactar—, y no dejo de darle largas. El regreso a clases, el
siguiente reporte bimestral que tengo que entregar a Editorial
Edén y la decena de actividades extracurriculares que me he
inventado, han sido mis mejores aliados para evadir al hombre
durante una semana entera; sin embargo, no sé cuánto tiempo
voy a ser capaz de mantenerlo a raya.
En cuanto a Gael se refiere, no ha dejado de buscarme vía
telefónica para —supongo yo— intentar explicarme lo que
pasó.
No he hablado con él desde aquel día. No he respondido a
sus llamadas. Mucho menos a sus mensajes. Él sabe que ya he
visto las fotografías. Puedo afirmarlo porque, en cada uno de
los textos que me envía, me pide que lo escuche. Me dice que
todo tiene una explicación.
A estas alturas, casi me sé de memoria todo lo que me
escribe, y no sé qué es lo que más me molesta: si el hecho de
que cree que voy a acceder a verlo para que me endulce el
oído una vez más; o la hipocresía de mi idiota corazón, que no
deja de sentirse dolido y herido por lo que ha hecho; aun
cuando yo estoy haciéndole lo mismo. Estoy traicionándole
también.
Así pues, mis días se han convertido en un constante subir
y bajar emocional al que no me puedo acostumbrar. En una
montaña rusa que parece no tener final y que cada vez se
vuelve más turbia y peligrosa.
El día siempre es más llevadero. El ir y venir de la
ajetreada vida universitaria que llevo, y el pasar la mayor parte
del día en casa de mis padres por miedo a encontrarme con
Gael esperándome en mi apartamento, me distraen y me hacen
sentir un poco más en control de mis emociones; no obstante,
cuando llega la noche y me digno a mirar el teléfono para leer
los mensajes que el magnate me ha dejado, todo cae en picada.
Ni siquiera sé por qué duele tanto o por qué me siento así
de miserable.
El nombre de Gael brilla en la pantalla de mi teléfono
cuando lo tomo entre mis dedos, pero ya ni siquiera considero
la posibilidad de responderle. Todo está más que claro ahora.
Por eso que no quiero hablar con él. No quiero verlo. No
quiero saber absolutamente nada sobre su existencia, porque
me lastima. Porque estar con él solo trae cosas horribles a mi
vida… A la vida de ambos.
Mis ojos no se despegan del aparato hasta que se oscurece
un segundo y luego aparece el ícono que indica las llamadas
perdidas. Entonces, lo regreso a mi bolsillo y vuelvo la vista
hacia el libro abierto que descansa sobre la mesa de la
cafetería en la que me encuentro. Hace horas que Fernanda y
yo estamos estudiando para el primer parcial que tendremos
este semestre y, llegadas a este punto, la cabeza ha comenzado
a dolerme.
—Deberías hablar con él —Fernanda dice y mi vista se
alza de golpe solo para encontrarla con los ojos clavados en el
libro que tiene en frente.
Ella es la única persona de la universidad que sabe
respecto a mi relación —si es que así puede llamársele— con
él. Aún no le he dicho nada de lo que ha pasado con David
Avallone y de lo que está haciéndome —y francamente no sé
si se lo diré en algún momento porque no quiero involucrarla
—, pero sabe sobre Gael; y eso, por sobre todas las cosas, me
hace sentir un poco más ligera. Un poco menos obligada a
pretender que nada sucede.
Guardo silencio unos instantes.
—Hablar con él significa querer escuchar una justificación
—digo, al cabo de un largo momento—. Significa estar abierta
a la posibilidad de aceptar que se ha equivocado y que
podemos resolverlo… —Trago duro—. Yo no quiero resolver
nada.
«No puedo», quiero añadir, pero no lo hago.
Fernanda alza la vista para encararme.
—Y de todos modos creo que deberías hablar con él —
dice—. Para terminar con todo y quitarte esa angustia que
llevas a cuestas porque, aunque digas que no es así, se te nota
a leguas que no estás bien.
Dejo escapar un suspiro.
—Acceder a verlo, significa acceder a llenarme de nubes
la cabeza —digo, porque sé que aceptar reunirme con Gael, es
dejar que me llene el alma de ilusiones, como ha hecho todo
este tiempo—, y no quiero volver a caer en ese juego. No
quiero confiar en él una vez más.
«No quiero tener que elegir entre él y mi familia y, si él
termina con todo, quizás su padre se apiade de mí un poco.
Quizás todo esto termine de una maldita vez».
—Necesitas un cierre, Tam —Fernanda insiste—.
Necesitas ponerle un punto final a todo esto, si es que de
verdad quieres sentirte tranquila y sanar apropiadamente.
—¡Es que ni siquiera estoy herida! —miento.
—Por supuesto que lo estás —mi amiga refuta, con coraje
—. Y no trates de hacerte la fuerte, porque sabes a la
perfección que no me engañas. Necesitas, por salud
emocional, ponerle un punto final a lo que tienes con él. Así
que, si de verdad estás segura de que ya no quieres nada, sé
firme a tus convicciones, enfréntalo y no dejes que trate de
hacerte cambiar de parecer.
Cierro los ojos.
—No es tan fácil como piensas —digo, al cabo de unos
minutos.
—Pero tampoco es tan difícil como tú crees —ataja—.
Solo… habla con él, Tamara. Te sentirás mejor y él dejará de
buscarte si lo haces.

Luego de la universidad, voy a casa de mis papás con el


pretexto de ir a averiguar cómo le fue a Natalia en su cita con
el médico. Ha comenzado con sus controles prenatales, y el
día de hoy iba a tener su primera consulta.
Una vez ahí, se me hace fácil pasar casi toda la tarde y
parte de la noche allá y, cuando se hace lo suficientemente
tarde como para tener que marcharme, pido un Uber para
volver a casa.
Ahora mismo, voy sentada en el asiento trasero del coche
de alquiler, con la mirada clavada en la ventana y la mente
divagando en la lejanía.
No he dejado de pensar en lo que Fernanda me dijo esta
mañana, mientras estudiábamos juntas en la cafetería.
Tampoco he dejado de pensar en la cantidad de veces que Gael
me ha marcado en el transcurso del día y en la posibilidad de
acceder a verlo para terminar con todo de una vez por todas.
No voy a mentir y decir que la sola idea de no volver a
estar con él del modo en el que hemos estado los últimos dos
meses, no me hace sentir aletargada. Abrumada. Pero también
soy consciente de que las cosas entre él y yo jamás van a
darse. Jamás van a ser. Lo supe desde el principio y, de todos
modos, decidí cerrar los ojos para no ver lo obvio y continuar
con esta locura.
—Hemos llegado. —El conductor del coche anuncia y, de
inmediato, me saca de mi ensimismamiento—. Son setenta
pesos, por favor.
En ese momento, musito un débil «claro» y rebusco en mi
bolso para tomar mi cartera. Una vez pagada la cuota,
mascullo un agradecimiento en dirección al chofer y bajo del
vehículo para encaminarme en la oscuridad de la noche hasta
las escaleras del edificio.
Al llegar al piso indicado, abro la puerta. Enseguida, me
congelo.
Mi corazón se detiene durante una dolorosa fracción de
segundo para reanudar su marcha a una velocidad antinatural.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza y los oídos me
zumban debido al disparo de ansiedad que me ha invadido.
Pánico, ansiedad y enojo se arremolinan en mi pecho casi
al instante y reprimo el impulso que tengo de volver sobre mis
pasos, solo porque tres pares de ojos me miran fijamente.
Alejandro y Victoria mantienen gestos cargados de
disculpa, al tiempo que, la otra persona me mira con expresión
estoica; como si quisiera estrujarme los pensamientos para
averiguar qué es lo que guardo en ellos.
—Qué bueno que ya llegaste. —Victoria irrumpe el
silencio en el que se ha sumido la habitación—. Alejandro y
yo íbamos de salida.
—Ah, ¿sí? —Alejandro habla, mientras observa a mi
compañera de cuarto con confusión.
Ella le dedica una mirada cargada de irritación.
—¡Claro! —Victoria refuta—. ¿Olvidaste que habías
prometido llevarme a tomar un café esta mañana? Vámonos
ya, que no quiero volver muy tarde.
Alejandro, clava su vista en mi amiga; quien parece decirle
algo con la mirada y, luego de eso, asiente.
—Lo había olvidado —masculla él, pero no suena muy
convincente—. Vamos, entonces.
Acto seguido, ambos se giran para encararme y me
dedican un gesto apenado.
—Los dejamos para que hablen —dice Victoria, al tiempo
que entrelaza su brazo con el de Alejandro y tira de él en
dirección a la salida.
Cuando pasan a mi lado, mi amiga articula algo que no
logro entender. Ella parece notarlo, ya que envuelve un brazo
alrededor de mi cuerpo, para simular un abrazo, y, luego de
eso, susurra en mi oído:
—Le dije que no llegarías a dormir y de todos modos quiso
esperarte. Lo siento.
Yo, incapaz de confiar en mi voz para hablar, envuelvo uno
de mis brazos alrededor de su torso y la aprieto contra mí, para
que sepa que no la culpo de nada.
Después, ambos desaparecen por la puerta.
Mi vista se posa en el hombre que se encuentra de pie al
centro de la estancia y, de inmediato, mi cuerpo entero
reacciona: un nudo de ansiedad se aprieta en mi vientre, un
escalofrío me recorre, el corazón me late a toda velocidad y las
puntas de mis dedos se sienten heladas gracias al nerviosismo.
Gael Avallone está aquí, al centro de la sala del diminuto
apartamento en el que vivo y quiero gritar. Quiero fundirme
entre sus brazos. Aferrarme a él y besarle hasta borrar de su
boca aquel contacto que tanto me ha atormentado durante la
última semana.
Lleva los botones superiores de la camisa deshechos. No
sé dónde dejó el saco o la corbata. Su cabello está alborotado
—en una clara señal de que se ha pasado las manos por la
cabeza una y otra vez—, tiene la mandíbula cubierta con una
fina capa de vello facial y su cuerpo está inclinado en una
postura encorvada. Derrotada.
—Tamara, tenemos que hablar. —Su voz ronca me eriza
los vellos del a nuca y, casi por acto de magia, una bola de
sentimientos se forma en la base de mi garganta.
La cantidad de palabras que se arremolina en la punta de
mi lengua es abrumadora, pero, en lugar de escupirlas, me las
arreglo para mantener mi expresión serena y guardar silencio.
—¿De qué, exactamente, quieres hablar? —digo, en el
tono de voz más neutral que puedo imprimir, al cabo de lo que
se siente como una eternidad—. ¿De lo difícil que lo has
tenido las últimas semanas con tanto trabajo y lo difícil que es
verme debido a eso? ¿De lo abrumado que te encuentras por la
presión que tu padre ejerce en ti? —La amargura empieza a
teñir mis palabras, pero no dejo de listar las excusas que
estuvo poniéndome las últimas semanas que estuvimos juntos.
Esas en las que parecía cuidar cada movimiento que hacía para
no ser visto conmigo. Para no ser relacionado con mi
existencia.
«Acábalo. No dejes que trate de volver contigo. No dejes
que trate de arreglar las cosas. Haz que termine todo. Que elija
a su padre», susurra la maliciosa voz en mi cabeza y una
punzada de valor se mezcla con la horrible sensación de
desasosiego que me llena el cuerpo.
—Tam…
—¿O es que acaso quieres que hablemos sobre el artículo
que está circulando respecto a tu compromiso? —lo
interrumpo y, luego de eso, añado con aire venenoso—: Lindas
fotos, por cierto.
Su mirada se ensombrece casi al instante, pero ni siquiera
me inmuto al ver el gesto herido que esboza. Me limito a negar
con la cabeza y cruzarme de brazos.
—Eres un chiste —suelto, con desazón.
—Tamara, es que no lo entiendes.
—Y, si puedo ser sincera, a estas alturas tampoco me
interesa entenderlo, ¿sabes? —digo, mi voz se quiebra
ligeramente en el proceso; pero me las arreglo para aclararme
la garganta y continuar—: Y, aunque así lo hiciera… aunque
aún me interesara… la verdad es que dudo mucho que nada de
lo que tengas que decir respecto a lo que vi, vaya a borrar la
imagen que tengo de ti ahora mismo.
—Tamara, sé que crees que soy un hijo de puta, pero…
—No… —lo interrumpo, con toda la intención de herirle.
De conseguir que me deteste—. Yo no creo que seas un hijo de
puta, Gael. Creo que eres un cobarde, que es algo muy
diferente.
—Tamara, escúchame. Por favor, déjame explicártelo todo
—suplica y, esta vez, mi corazón se estruja debido a la manera
en la que me mira.
El nudo en mi garganta se aprieta otro poco; pero,
ignorándolo lo mejor que puedo, dejo escapar una risa amarga
y carente de humor.
—Adelante. —El veneno que impregna mi tono es tan
denso, que yo misma me sorprendo de la manera en la que me
escucho—. Explícame como es que terminaste posando un
beso frente a las cámaras con Eugenia, cuando tienes alrededor
de dos meses diciéndome que vas a desmentir tu compromiso.
Cuéntamelo, que estoy segura de que es una gran historia.
Gael cierra los ojos.
—No tuve alternativa —masculla y una carcajada cruel se
me escapa al instante.
—No tuviste alternativa —bufo, áspera y amarga—.
¡Dios! ¡Pobre de ti, que no tuviste otra opción más que besar a
una mujer hermosa en la boca! Debió haber sido horrible para
ti.
—Las cosas no son como tú crees.
—¿Cómo son, Gael? ¿Cómo?
Silencio.
La boca del magnate se abre para decir algo, pero se cierra
una vez más cuando —supongo— se da cuenta de que no hay
nada qué decir.
Decepción, dolor y angustia se apoderan de mí, y no puedo
hacer nada para aminorar la sensación de zozobra que me
embarga y de estas horribles ganas de llorar.
Desvío la mirada.
—Has venido hasta acá, para hablar conmigo, pero no
puedes hacerlo, ¿no es así? —digo, con la voz entrecortada por
las emociones, luego de unos instantes de espera silenciosa—.
No puedes ser sincero conmigo y decir que, en realidad, si
quiero estar contigo, voy a tener que aceptar ser «la otra». La
aventura. El sucio secreto.
—¡No! ¡Joder! Por supuesto que no quiero eso.
Alzo el rostro para encararlo.
—Entonces, demuéstramelo. Demuéstramelo y búscame
cuando termines tu relación con Eugenia —digo, porque sé
que eso nunca va a pasar. Jamás va a desafiar a su padre.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
El silencio llena el espacio una vez más y una punzada de
dolor me atraviesa de lado a lado.
El entendimiento empieza a llenarme el cuerpo luego de
eso y, de pronto, todo está bastante claro para mí. Tan claro,
que las ridículas esperanzas que había almacenado muy, muy
en el fondo de mi ser, se hacen trizas.
—¿Qué es lo que no me estás diciendo, Gael? —musito,
dolida, y el gesto del magnate se transforma en una mueca
mortificada y angustiada.
—Lo mismo que no me estás diciendo tú, Tamara —refuta,
con la voz enronquecida y la mirada desesperada fija en mí.
Las lágrimas se acumulan en mi mirada y agacho la cabeza
ligeramente para que no sea capaz de verlas.
Ninguno de los dos habla durante un largo momento. Nos
quedamos quietos, callados, sin saber qué decirnos el uno al
otro. Sin poder asimilar el hecho de que ambos sabemos que
no somos honestos y, al mismo tiempo, sin querer hablar del
todo.
¿Cómo contarle lo que su padre me hace cuando no hay
garantía alguna de que va a intentar ayudarme? ¿Cómo confiar
y hablarle respecto a la tortura a la que soy sometida, cuando
sé que él ni siquiera confía en mí lo suficiente como para ser
claro respecto a lo que su padre está haciéndole a él?
—Ya no puedo más —murmuro, y me obligo a encararlo
—. Gael, ya no puedo hacer esto. —Mi voz se quiebra, pero ya
ni siquiera me molesto en ocultar las ganas que tengo de
echarme a llorar—. Ya no. No puedes obligarme a seguir así.
No es justo. Lo mejor para ambos, es que esto termine. Lo
sabes.
—No quiero perderte, Tam —Gael suelta, en un susurro
ronco—. No a ti. No por culpa de mi padre.
—Esto va a acabar con nosotros, Gael. Tu padre jamás va
a permitir que estés conmigo, y tú… —«Y tú jamás vas a
desafiarlo»—. Y tú y yo lo sabemos a la perfección. Por favor,
paremos esto. No te busques más problemas por mi culpa.
Terminemos con todo de una vez por todas.
Gael se frota el rostro con las manos y un suspiro
entrecortado se le escapa.
—Sabes que es lo mejor —digo, en un tono apenas audible
y me abrazo a mí misma porque esto duele. Duele tanto, que
ya ni siquiera puedo ocultarlo.
Los ojos de Gael se clavan en los míos durante un largo
momento y dejo escapar las lágrimas que tengo acumuladas en
los ojos. También dejo ir la angustia y el dolor que me causa
todo esto.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que, finalmente, él
asienta con la cabeza; pero, luego de que lo hace, deja de
mirarme y todo dentro de mí se hace añicos.
No responde. No articula palabra alguna. Solo se queda
quieto durante unos segundos, antes de encaminarse en
dirección a la puerta —la cual se encuentra a mis espaldas—.
Entonces, justo cuando está a punto de pasarme de largo, se
detiene.
Una de sus manos ahueca una de mis mejillas y me gira la
cara, de modo que soy capaz de recibir de lleno el beso que me
planta en la boca sin ceremonia alguna.
Sus labios se mueven contra los míos durante unos
instantes y, presa de las emociones encontradas, aferro los
dedos a su muñeca y los labios a los suyos, y recibo el
contacto con avidez, porque sé que jamás voy a volver a
tenerlo. Porque sé que este es el final para nosotros dos y este
es el beso de despedida.
Cuando nos separamos, Gael une su frente a la mía y,
luego, deposita un beso casto en mi boca. Entonces, antes de
dejarme ir, me besa la frente.
Luego, y sin decir una sola palabra más, sale del
apartamento y cierra la puerta justo detrás de él; dejándome
aquí, con los ojos abnegados en lágrimas nuevas y el corazón
hecho jirones. Con un nudo en la garganta y las ilusiones
hechas pedazos.
Capítulo 36
Mi relación con Gael —si es que así puede llamársele a lo
que teníamos— terminó hace varias semanas; sin embargo,
eso no ha impedido que la tortura de verlo se haya hecho
presente a lo largo de todo este tiempo.
Con todo y las pocas ganas que tengo de interactuar con él
y de lo incómoda de nuestra situación, hemos tenido que
vernos las caras, ya que nuestras reuniones semanales no se
han detenido para nada.
Luego de la última conversación que tuvimos sobre lo
nuestro en el apartamento, tuve que amarrarme el orgullo al
cuerpo para volver a buscarlo y solucionar todo ese asunto de
la biografía que aún tengo que escribir. Después de todo, aún
tengo un compromiso con Editorial Edén.
Fue por eso que acordamos seguir reuniéndonos hasta que
tenga el material suficiente para completar el libro.
Hemos guardado nuestras distancias durante nuestras citas
de trabajo. Es como si una especie de convenio del que no
hemos hablado en lo absoluto, pero que ambos respetamos,
hubiese sido pactado. Como si hubiésemos impuesto una serie
de reglas de convivencia para hacer más llevadero todo esto.
Así pues, ambos nos comportamos como si nada hubiese
ocurrido. Como si las noches que pasamos en mi apartamento,
en su casa, nuestras salidas clandestinas, los besos, las
palabras y las promesas, jamás hubiesen existido. Como si lo
que siento cada que lo tengo cerca, hubiese nacido de alguna
especie de fantasía que yo misma me he creado en la cabeza.
De alguna clase de sueño extraño que mi subconsciente se ha
armado y, aunque no quiera aceptarlo, ha sido un completo
martirio.
Verlo, hablar con él, hablarle de «usted». Todo se siente
tan extraño ahora, que no puedo hacer más que desear
marcharme cada que estoy en su oficina.
He pasado las últimas cuatro semanas de mi vida tratando
de sobrellevar toda esta locura en la que me he metido. He
pasado las últimas cuatro semanas tratando,
desesperadamente, de sacarme a Gael Avallone de la cabeza.
De quitarme de encima el peso que conlleva haber formado
parte de su vida del modo en el que lo hice.
Por eso, desde hace aproximadamente dos semanas, no he
dejado de trabajar en el esqueleto de su biografía. De intentar
ensamblar una historia creíble que oculte todo el pasado del
magnate y que, al mismo tiempo, me libere de la tortura que
supone verlo.
Lo más irónico de todo esto es que, aunque estoy tratando
de salvarle y de que estoy haciendo todo lo que está en mis
manos para cubrir su pasado, no hay día en el que no reciba
una llamada de su padre exigiéndome que cumpla con lo que
pactamos. Que escriba el texto que puede destrozar la vida de
su hijo si este llega a ver la luz del día.
Contrario a lo que creía que ocurriría cuando terminé mi
relación con Gael, David no ha dejado de presionarme para
que escriba su bendita biografía real. No ha dejado de
amenazarme y hostigarme para que le entregue en bandeja de
plata a su hijo.
Una parte de mí esperaba que, luego de que lo mío con
Gael terminara, me dejara en paz; pero, no podía estar más que
equivocada. David no se ha detenido. A estas alturas, dudo
mucho que lo haga.
No he podido escribir nada debido a la presión que siento
sobre mis hombros. He estado armando el esqueleto final del
proyecto de Gael, pero no he podido sentarme a fraguar nada:
ni la biografía que —se supone— será publicada, ni la que me
ha pedido David Avallone. Y no porque no quiera, sino
porque, de verdad, no puedo. No puedo escribir absolutamente
nada.
Cada vez que me siento frente a la computadora y lo
intento, termino haciendo de todo menos lo que realmente
debo. Termino perdiendo horas y horas en sabrá-Dios-qué.
Es por eso que hoy he decidido intentar algo diferente.
Algo nuevo…
No estoy muy segura de cómo lo haré, pero, llegados a este
punto, esta es la única opción que se me ocurre, que no he
tratado antes. La única alternativa que tengo para intentar
hacer algo por este bloqueo que siento y que no me deja
trabajar.
Así pues, luego de volver de mi reunión con el magnate,
decido sentarme, abrir un documento nuevo. Luego de eso,
cierro los ojos durante unos instantes, tomo unas cuantas
inspiraciones profundas y fijo la vista en la pantalla de mi
computadora para empezar a escribir.
No estoy redactando una biografía.
Tampoco una línea de tiempo.
Estoy escribiendo el primer capítulo de una novela.
Una que trata de una chica estudiante de letras, que se ve
envuelta en la engorrosa tarea de escribir la biografía de un
hombre adinerado y poderoso. Una que trata de un hombre
lleno de secretos oscuros que podrían destruirle si salen a la
luz. Que habla sobre un romance entre dos personas que
pertenecen a mundos diferentes y que, a pesar de vivir en una
época en la que el mundo predica sobre igualdad, los separa un
abismo. Un mar de circunstancias que les hace imposible
avanzar.
Estoy escribiendo una historia que me sé de principio a fin,
porque la conozco a la perfección. Porque la he vivido de una
manera tan cercana, que todo fluye de una forma retorcida y
dolorosa, y empapa el documento, a través de mis dedos, con
una facilidad aterradora.

Ayer fue mi última cita de trabajo con Gael.


He decidido, luego de terminar el esqueleto del libro que
planeo entregar al señor Bautista, que ya tengo suficiente
información para escribirla y que, si acaso, lo único que haré
para complementar todo lo recabado, será llamar por teléfono
a su familia directa —con el permiso de Gael, claro está—
para entrevistarme un poco con ellos.
Hace ya casi dos meses que mi relación con el magnate
terminó de manera definitiva y, aunque verlo todo este tiempo
ha sido un completo martirio, no he dejado de agradecer la
prudencia que ha tenido.
En cuanto a la novela que empecé a escribir aquella noche
hace ya unas semanas, está casi terminada. Jamás en mi vida
había escrito algo en tan poco tiempo. Jamás había sido capaz
de plasmar algo en apenas dos meses, mucho menos
trabajando y estudiando.
Con todo y eso, debo admitir que escribirla, ha sido de lo
más terapéutico que he hecho en mi vida. Más catártico que
nada.
Expresar, a través de la voz de otra persona, sobre lo que
siento por el magnate ha sido tan liberador, que no puedo
parar.
No le he enviado nada a David Avallone. De hecho, estoy
buscando la manera de evitar que venga detrás de mí cuando
se entere de que no planeo entregarle una mierda de lo que
estoy escribiendo; sin embargo, las insistencias son cada vez
más intensas. Han llegado hasta un punto insoportable y no
dejan de hacer mella en mis nervios y alterarme cada vez que
son lanzadas en mi dirección a diestra y siniestra.
Pese a eso, lo único que puedo sentir por ese hombre ahora
mismo, es lástima. Cruda y pura.
No hace más que provocarme una profunda tristeza, y no
por mí, o por Gael. Ni siquiera por mi familia… Es él quien
me inspira todo esto. Es ese vacío tan hondo que tiene por
dentro y que cree que va a llenar controlando todo lo que le
rodea.
No me cabe en la cabeza cuán infeliz debe sentirse para
tener qué destrozarle la existencia a los demás. No me cabe en
la cabeza cuán a disgusto debe de estar con su propia vida, que
tiene que tratar de controlar la de su hijo, para así sentir que
podrá remediar todo lo que hizo mal en su pasado.
Hace un rato ya que me llamó por teléfono. Me ha dicho
que aún debe terminar de contarme la historia de su hijo. Que
aún hay algo de lo que tiene que hablarme y que es imperativo
que nos reunamos cuanto antes. Yo, dándole largas —como
siempre—, he accedido a reunirme con él en algún punto de la
próxima semana. Le he dicho que este fin de semana me será
imposible porque tengo que empezar a trabajar en un proyecto
escolar y él, no muy contento con mi respuesta, ha aceptado
mis términos y condiciones una vez más.
Debo admitir que, durante unos instantes, me vi tentada a
aceptar verlo el día de mañana, porque lo único que quiero es
salir de este problema; sin embargo, decidí aferrarme al poco
orgullo que me queda y negarme a sucumbir ante sus
demandas.
Por eso, he pasado toda la tarde de mi viernes aquí,
encerrada en mi habitación, con un documento inconcluso
abierto en la pantalla del ordenador, la vista clavada en una
página casi en blanco que solo cita: «Capítulo 44» en la parte
superior, y la mente hecha una maraña de pensamientos que sé
que no me van a llevar a ningún lado.
«Han pasado casi dos meses, Tam. Debes dejarlo ir. No
puedes aferrarte a él de esta manera», susurra la voz de mi
cabeza y sé que tiene razón. Tengo que dejar de aferrarme a
Gael y a lo que me hace sentir.
El sonido de mi teléfono vibrando en la madera de mi
escritorio me hace pegar un salto. Un grito ahogado se me
escapa de la garganta y suelto una palabrota mientras tomo el
aparato entre los dedos para mirar la pantalla.
El nombre de mi jefe aparece en mi campo de visión y mi
ceño se frunce en confusión al instante.
Hace meses que Gael dejó de recurrir a mi jefe para
intentar conseguir algo de mí. Hace meses, incluso, de la
última vez que mi jefe se comunicó conmigo por este medio.
Por lo regular, recurrimos a los correos electrónicos para
mantenernos al tanto del proceso de la biografía.
—¿Diga? —pronuncio, una vez que presiono la tecla de
respuesta.
—Buenas noches, Tamara, ¿cómo estás? —La voz ligera y
amable del señor Bautista llega a mis oídos y el tono relajado
que imprime envía una oleada de alivio a mi sistema.
—No puedo quejarme —digo, porque es lo mejor que
tengo ahora mismo—. ¿Y usted?
—Tampoco me quejo —dice, en ese tono afable que lo
caracteriza—. ¿Te encuentro ocupada?
—Para nada. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—En realidad, necesitaba saber cómo de ocupada estarás
el día de mañana por la noche.
Mi ceño se frunce una vez más.
—¿Mañana por la noche? Estoy libre, ¿por qué?
—Pasa que el señor David Avallone acaba de comunicarse
conmigo para comentarme que mañana por la noche se
realizará la fiesta de anunciación de compromiso del joven
Avallone. —Sus palabras me caen como golpe en el estómago,
pero ni siquiera me da tiempo de procesarlas, ya que continúa
—: El evento será bastante privado, según me comentó. Por
eso no se le han dado difusión mediática; pero me comenta
que estará aquí toda la familia Avallone. Incluso, su exesposa,
Nicole Astori, ha viajado desde España para la fiesta de
compromiso de su hijo.
Trato desesperadamente de evocar algún recuerdo de Gael
hablándome sobre dicha fiesta, pero no consigo traer nada a la
superficie. Lo único que viene a mi cabeza, es el modo
distante y distraído en el que se comportó ayer que nos
reunimos por última vez, y el semblante preocupado que le
pintaba el rostro.
«¿Era eso lo que tenía? ¿Qué está a punto de montar otro
circo para su padre?».
—… Se nos ocurría —la voz de mi jefe me saca de mis
cavilaciones de manera abrupta—, que quizás sería buena idea
que te presentaras a dicha fiesta y mantuvieras conversaciones
breves con la señora Astori y los hermanos del joven Gael,
para completar la información que necesitas para la biografía.
Ya todos han dado su visto bueno para que los entrevistes
durante dicho evento, así que, encontramos una oportunidad
ideal para ti. Única en su tipo.
—Señor Bautista, yo… —comienzo, al tiempo que mi
mente busca con rapidez alguna clase de excusa para no
presentarme a esa fiesta y tener que torturarme a mí misma
con la visión de Gael, festejando un compromiso que, hasta
hace unos meses, creía que era falso—, no creo que sea buena
idea. Es un evento muy íntimo. Algo que, seguramente, el
joven Avallone quiere mantener tan privado como sea posible
—digo, pero no sueno convincente—. Seguramente, la señora
Astori y los hermanos Avallone desean disfrutar de la velada
sin tener que dar declaraciones a una completa desconocida.
¿No cree que lo mejor es que haga dichas entrevistas vía
telefónica?
—Eso mismo le he dicho yo al señor David, pero ha
insistido tanto, que decidí llamarte para ver qué podíamos
hacer. El señor Avallone realmente quiere tenerte ahí esa
noche. —El señor Bautista insiste y mis párpados se aprietan.
«Por supuesto que quiere tenerte ahí esa noche —susurra
mi subconsciente—. Quiere que, de una vez por todas,
termines de desilusionarte de Gael. Que lo odies por haberte
mentido respecto a su compromiso».
No quiero hacer esto. No quiero seguir más con toda esta
locura. No quiero tener que seguir soportando las ridículas
exigencias de un hombre que es tan infeliz con la vida que
lleva, que tiene que destrozar la de otros para sentirse un poco
menos miserable.
«No. Puedo. Más».
—Señor Bautista, yo de verdad no encuentro prudente
asistir a esa fiesta —digo, con todo el tacto que puedo
imprimir en la voz.
—Tamara, solo será un rato —el señor Bautista insiste y
quiero golpearlo. Quiero tomarlo por los hombros y sacudirlo
hasta que se dé cuenta de que el pánico que le tiene a David
Avallone lo está llevando a tomar decisiones horrorosas y, de
paso, a empujarme hasta mis límites.
Una punzada de coraje me atraviesa, pero me las arreglo
para contenerlo apretando la mandíbula.
—De acuerdo —digo, al cabo de un largo momento,
porque a estas alturas estoy convencida de que, si me niego,
David hará cualquier cosa para conseguir que asista. Porque,
llegados a este punto, estoy cansada de sentirme aterrorizada
cada que tomo una decisión que le lleva la contraria a la del
padre de Gael—. Iré.
—Muy bien —Román Bautista suena satisfecho y…
¿Curioso?—. La fiesta es mañana a las nueve de la noche, en
el salón de eventos del Hotel Riu. Hay que ir de gala porque la
ocasión lo amerita.
Asiento, aunque no puede verme.
—Está bien —sueno cansada y fastidiada mientras hablo,
pero ni siquiera me molesto en ocultarlo—. Ahí estaré el día
de mañana.
—Yo también asistiré, así que quédate tranquila, que no
estarás sola, ¿vale? —Sé que trata de alentarme, pero no lo
consigue. Al contrario, solo logra poner otra clase de presión
sobre mis hombros—. Ahora sí, te dejo descansar, Tamara.
Nos vemos mañana.

Estoy temblando de pies a cabeza.


Me sudan las manos, mi respiración se atasca en mi
garganta cada pocos minutos y un nudo hecho de ansiedad y
nerviosismo me hace trizas el estómago.
No puedo dejar de estrujar la correa del bolso que Natalia
me prestó para esta noche. Tampoco puedo dejar de desearle al
universo que algo ocurra en mi trayecto hasta el hotel donde la
fiesta de compromiso de Gael se llevará a cabo, porque no sé
si mi pobre alma torturada será capaz de soportar la idea de
mirarlo ahí, sosteniendo a Eugenia; gritándole a los cuatro
vientos que él es suyo y que ella es solo para él.
Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda.
«Tienes que dejarlo ir. Tienes que dejar de hacerte esto a ti
misma. Gael no siente lo mismo que tú. Él no siente lo
suficiente. Entiéndelo ya…», me digo a mí misma, pero es
inútil. Mi idiota corazón no se detiene. El temblor de mi
cuerpo no merma ni siquiera un poco. Las ganas que tengo de
echarme a llorar no se mueven ni un segundo.
El coche de servicio en el que vengo se detiene frente a la
entrada principal del hotel y, luego de pagar la cuota marcada,
bajo del vehículo con toda la torpeza que el vestido que llevo
puesto —ese que también me prestó mi hermana— me
permite.
Es largo —tan largo que, de no ser por los zapatos altos
que llevo, arrastraría en el suelo— y de un color rosa palo
precioso.
Mamá tuvo que hacerle unos cuantos arreglos a la parte
superior, ya que Natalia es notablemente más delgada que yo;
sin embargo, la parte de abajo, al ser de un material que da de
sí y que se amolda a la perfección a las curvaturas de mi
cuerpo, ha quedado intacta.
Así pues, el vestido que mi hermana alguna vez usó para
su propia fiesta de compromiso, fue modificado ligeramente
para que yo cupiera en él. Para que no pareciera como si
estuviese a punto de deshacerse gracias a los kilos que llevo
encima.
En lo que a mi cabello respecta, Victoria se encargó de
ayudarme a arreglarlo en un bonito moño hecho a base de
ondas suaves y sueltas que le dan un aspecto desarreglado y
elegante al mismo tiempo. El maquillaje, por otro lado, lo hice
yo misma y debo decir que no quedó para nada mal. De hecho,
me atrevo a decir que nunca en mi vida había estado tan
conforme con la imagen que vi en el espejo antes de salir de
casa.
Al llegar a la recepción del imponente edificio, un hombre
enfundado en un precioso traje de gala me recibe y, cuando
muestro la invitación que el señor Bautista hizo llegar a mi
domicilio, guía mi camino en dirección al salón donde la fiesta
se llevará a cabo.
La música suave y delicada va en aumento conforme nos
acercamos, pero no es hasta que nos encontramos de frente
con la preciosa decoración exterior que han colocado en la
entrada, que me percato de la bonita melodía que resuena en
todo el lugar.
Estoy aterrorizada. Nerviosa hasta el grado de poder
escuchar el latir de mi pulso detrás de las orejas, pero me las
arreglo para dar unos cuantos pasos hacia el interior de la
inmensa estancia.
«No quiero hacer esto. No quiero estar aquí».
El joven de la recepción me ha dejado sola y las ganas que
tengo de volver sobre mis pasos se vuelven insoportables; sin
embargo, no lo hago. Por el contrario, me quedo aquí, quieta,
mientras barro los ojos por la enorme estancia.
Telas blancas y delicadas cubren el techo y eso, aunado a
la luz que emiten los candelabros, le da un aspecto cálido al
espacio. Las mesas redondas que se encuentran dispersas en
todo el salón son cubiertas por impecables manteles blancos, y
los arreglos de rosas blancas que abarcan casi todo el espacio
de la mesa, decoran maravillosamente cada una de ellas. La
duela de madera está pulida a la perfección, las rosas blancas
abundan por todos lados y, al fondo, justo donde se encuentra
una tarima que simula un discreto escenario, un grupo musical
armoniza la velada.
Un centenar de personas vestidas para la ocasión se
pavonean por todo el salón y, durante un largo y doloroso
momento, me siento abrumada. Me siento fuera de lugar.
No me toma mucho tiempo localizar al señor Bautista.
Tampoco me toma demasiado llegar hasta la mesa en la que se
encuentra para sentarme a su lado.
Una vez ahí, comienza a hablar respecto al retraso que
tuvo el flamante novio y de como toda la agenda programada
para el evento, se desplazó debido a eso.
Así pues, gracias a esto, me he enterado de que Gael aún
no se encuentra aquí y que podré entrevistarme con sus
hermanos con la tranquilidad de saber que estoy segura y lejos
de la tortuosa imagen de él, festejando su compromiso con
alguien más… Al menos por ahora.
Mis conversaciones con Antonio y Diana son superficiales
y vagas. Se nota a leguas que no están muy conformes con la
escritura de la biografía de su medio hermano, pero han
respondido a todas mis preguntas de buena manera y sin
quejarse.
Antonio es un hombre insufrible. Arrogante a morir. Del
tipo de persona que cree que solo porque tiene dinero puede
hacer lo que le plazca. Muy similar a su padre.
Diana, sin embargo, es otro cantar. Se nota a leguas que ha
pasado mucho tiempo siendo influenciada por su padre y por
su hermano mayor, pero su personalidad no deja ser cálida y
amable. Real.
Una vez terminadas mis interacciones con ambos, decido
volver a la mesa con el señor Bautista, para preguntarle sobre
el paradero de la señora Astori; pero, justo cuando me
encuentro a medio camino, el caos se desata.
El sonido atronador de las palmas es lo primero que viene.
Luego, lo hace la ovación de pie. La gente se arremolina
alrededor de las figuras que han entrado al salón de eventos, y
en ese instante en el que lo veo…
Ahí está Gael, con Eugenia tomada de su brazo y un traje
que bien podría pagar unos cuantos meses de renta en el
edificio en el que vivo.
Una punzada de dolor me atraviesa de lado a lado y no
puedo hacer nada para impedirla. No puedo hacer nada más
que mirarlo entrar junto a una mujer bellísima. Esa que, dentro
de poco, será su esposa.
Algo se rompe dentro de mí. Se hace pedazos y me hace
sentir miserable a un punto sin retorno. Me hace sentir como la
más grande de las idiotas por anhelar algo que no puedo tener.
—¡Un fuerte aplauso para los futuros esposos! —vocea el
cantante del grupo que ameniza y todos los presentes estallan
en aplausos y murmullos aprobatorios. Entonces, la música
cambia hasta convertirse en una más alegre. Festiva.
Todo el mundo trata de acercarse a Gael y a Eugenia y yo,
aprovechando el barullo, trato de escabullirme hasta la mesa
del señor Bautista para no ser notada por él.
Los meseros se apresuran hacia la gente y ponen en las
manos de todos, una copa alta y delgada con —asumo—
alguna clase de champaña.
Acto seguido, los flamantes prometidos, seguidos de los
hermanos Avallone —Diana con su respectivo esposo—, los
padres de Eugenia, David Avallone y una mujer
completamente desconocida para mí, se encaminan hasta la
mesa principal.
Una vez ahí, David les dedica unas palabras a Gael y a
Eugenia y, luego de un breve brindis por los futuros esposos,
se da por inaugurada la celebración.
Para ese momento, ya estoy en la mesa junto a mi jefe,
preguntándole cuándo podré entrevistarme con la madre de
Gael. Él solo me responde que lo haré cuando el señor David
indique que puedo hacerlo.
La velada transcurre sin muchas novedades.
David no se ha levantado de la silla en la que se encuentra
y Gael —quien ha pasado la noche entera deambulando de un
lado a otro por el salón saludando gente—, sigue sin percatarse
de mi presencia en este lugar —cosa que agradezco.
La cena se sirve un poco antes de las once de la noche y,
aunque todo está delicioso, no puedo más que probar unos
cuantos bocados.
Cuando los meseros retiran los platos de nuestra mesa, el
señor Bautista recibe una llamada telefónica de David
Avallone. Apenas una interacción breve en la que indica que él
en persona me esperará en la entrada del salón para llevarme
con la madre de Gael; quien, asumo, es la mujer que entró con
ellos al salón y que se encuentra ahora instalada en la mesa
principal.
Acto seguido, y sin perder el tiempo, me pongo de pie y
me abro paso en dirección a la salida del lugar mientras que,
por el rabillo del ojo, veo cómo David Avallone se pone de pie
de la silla en la que se encontraba para encaminarse en
dirección al lugar acordado.
He llegado. Estoy aquí, de pie junto a la puerta principal,
con la mirada clavada en David Avallone, cuando un brazo
fuerte, cálido y firme se enreda en mi antebrazo.
Mi corazón da un vuelco, un escalofrío me recorre entera y
los vellos de mi nuca se erizan solo porque sé quién está detrás
de mí. Sé, mucho antes de girarme sobre mi eje, quién me
sostiene de esta manera.
No quiero mirarlo.
No puedo hacerlo.
Estoy tan avergonzada, que lo único solo quiero echarme a
correr y no volver a ver a ninguna de estas personas jamás.
Gael, de un movimiento firme pero suave, me hace girar
sobre mis talones y, de pronto, me encuentro mirando esos
ojos ambarinos suyos. Me encuentro percibiendo el aroma
fresco de su fragancia y la fuerza que irradia todo su cuerpo.
Vergüenza, pánico, ansiedad, horror… Todo se arremolina
en mi pecho y me hacen difícil respirar. Me hacen difícil
articular cualquier cosa.
—¿Se puede saber qué estás…? —La pregunta muere en
los labios del magnate en el instante en el que sus ojos se
posan en un punto a mis espaldas.
La realización tiñe sus facciones. Sus ojos encuentran los
míos y, así, sin más, el entendimiento surca sus facciones.
—Oh, mierda… —murmura y yo cierro los ojos—. Lo
sabe. —No es una pregunta. Gael no está preguntándome si su
padre sabe acerca de lo que hubo nosotros. Está afirmándolo.
No respondo. Me limito a encararlo una vez más. Me
limito a tratar de contárselo todo con la mirada.
—Gael, vuelve a la mesa con Eugenia. —La voz a mis
espaldas suena baja, ronca y siseada, y me pone la carne de
gallina.
—¿A esto estás jugando ahora? —Gael sisea de vuelta, al
tiempo que, de un movimiento firme pero delicado al mismo
tiempo, se interpone entre su padre y yo—. ¿De verdad creías
que no me iba a dar cuenta?
—No se supone que esta golfa te dijera nada acerca de…
—Tamara no me ha dicho absolutamente nada —Gael lo
interrumpe. Suena furioso, pero no ha elevado su tono para
nada—. No ha sido necesario que hable para saber que algo le
has hecho; así que más te vale decirme qué cojones está
ocurriendo si no quieres que ahora mismo termine con tu
maldita farsa del compromiso.
—Gael… —David suelta, con cautela. Genuinamente
molesto y… ¿horrorizado?
—¡Gael y una mierda! —La voz del magnate truena y, de
inmediato, atrae una docena de miradas—. ¡Vas a decir qué
puta gilipollez nos has hecho ahora, si no quieres que todo este
circo acabe ahora mismo!
Capítulo 37
—Ten mucho cuidado con lo que haces, Gael. —La voz de
David suena baja, entre dientes, como quien tratando de
contenerse de gritar—. Ten mucho cuidado con la manera en
la que te expones esta noche.
La postura del padre de Gael ha pasado de nerviosa a
amenazadora y, de manera instintiva, me escondo detrás del
imponente cuerpo del magnate. No puedo hacer otra cosa más
que esperar a que lo peor suceda ahora que hemos llamado
tanto la atención.
—El que debió haber tenido cuidado con lo que hacía, eras
tú —Gael escupe, pero ha bajado su tono, de modo que solo su
padre y yo podemos escucharlo—. No debiste involucrar a
terceros en algo que solo nos correspondía a nosotros.
—Gael, ahora no es tiempo para…
—¡Me importa una mierda si no es tiempo! —La voz de
Gael estalla con tanta violencia, que me encojo sobre mí
misma porque jamás lo había escuchado así de enojado—.¡Tú
has decidido que esto sea así! ¡Tú la metiste a ella en todo
esto! ¡Ahora afronta las consecuencias!
—¡¿Se puede saber qué coño estás haciendo?! —Alguien
dice en algún punto cercano y mis ojos viajan hacia la persona
que se ha acercado. Antonio Avallone aparece en mi campo de
visión y se interpone entre Gael y su padre, para luego
mirarlos con gesto horrorizado e iracundo—. ¡¿Estáis tratando
de dejarnos en ridículo?!
La atención de Gael se posa en su hermano, pero no dice
nada. David tampoco pronuncia palabra alguna. Solo clava los
ojos en su hijo menor, y gesto contrariado e iracundo.
—Sea lo que sea que esté pasando, puede esperar —
Antonio escupe, en dirección a Gael, al cabo de unos minutos
—.No puedes dejarnos así delante de toda esta gente, Gael.
—¿Y a ti quién cojones te ha dicho que puedes meterte
donde no te llaman? —Gael espeta, luego de fijar su atención
en su hermano, y el gesto de este se contorsiona en una mueca
furibunda.
—¡Estoy salvando tu maldita reputación, gilipollas! —
Antonio suelta, con brusquedad
—¡Hombre! ¡Qué considerado de tu parte!
—¡Basta ya! —David interviene y mira a sus dos hijos con
gesto airado—. Ahora no es tiempo para estas estupideces.
—Pues yo pienso que este es el momento perfecto para
aclararlo todo —Gael interviene—. Así que, de una vez te lo
digo: si no me dices ahora mismo qué coño está pasando y por
qué has involucrado a Tamara, acabo con tu maldita farsa.
La mandíbula de David se aprieta con fuerza y eso solo
consigue endurecerle el rostro.
Luce colérico ahora. Como si estuviese a punto de estallar.
Toma una inspiración profunda y deja escapar el aire con
lentitud antes de cerrar los ojos.
—Está bien —dice, al cabo de unos segundos—. Vamos a
hablarlo.
Gael asiente.
—Pero aquí no —David acota y noto como los hombros
del magnate se tensan.
—No pienso permitirte un solo segundo para inventarte
alguna excusa o justificación. Si no es ahora, no será nunca —
Gael refuta y la mirada de su padre se oscurece.
—Estás jugando con fuego —el señor Avallone advierte.
—Hace mucho que lo hago. —Gael esboza una sonrisa
amarga y mi estómago se estruja cuando noto la aspereza en su
tono.
Luego de eso, David deja escapar un suspiro largo y
pesado.
—De acuerdo —dice, finalmente—. Vamos a un lugar más
privado y hablemos.
Gael asiente con brusquedad y David hace una seña en
dirección a uno de los meseros que rondan en el salón.
El chico se acerca a toda velocidad y se inclina hacia el
señor Avallone cuando este le indica a señas que lo haga.
Palabras son susurradas en el oído del mesero y, luego, este
desaparece de mi vista.
Al cabo de unos minutos, el mesero regresa y susurra algo
en dirección a David, quien hace una seña hacia Gael para
indicarle que lo siga.
Antonio, que aún no se ha marchado, hace ademán de
empezar a avanzar con ellos, pero su padre lo detiene con un
gesto.
—Tú quédate aquí —pide —o más bien ordena— y, de
inmediato, Antonio se congela en su lugar.
El gesto descompuesto e indignado que esboza es tan
propio de su padre, que no puedo evitar compararlos y
concluir que son la misma persona, pero en distintas edades.
—Pero, papá…
—Antonio —la advertencia que destila David es tanta, que
el hombre en cuestión se queda quieto mientras su padre lo
mira con condescendencia—, por favor, quédate aquí.
Muy a su pesar, su hijo mayor asiente.
Luego de eso, Gael se gira sobre sus talones, me envuelve
los dedos alrededor del brazo y tira de mí con suavidad, de
modo que me coloca a su lado y empieza a caminar
llevándome consigo.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —David
sisea, cuando se da cuenta de lo que hace su hijo menor, y este
lo mira por encima del hombro.
—Ella también tiene qué decirme qué está ocurriendo —
Gael espeta y el corazón se me cae hasta los pies.
Una protesta se construye en mis labios, pero muere en el
instante en el que, sin decir nada, el magnate coloca una mano
en mi espalda baja y empieza a avanzar empujándome
suavemente.
Nos abrimos paso —siguiendo al mesero— por el amplio
pasillo que va desde salón hasta la recepción del hotel. Una
vez ahí, el joven nos guía hasta el otro lado de la estancia y
nos lleva hasta una habitación cuya entrada consiste en dos
puertas inmensas.
La habitación que nos recibe en el instante en el que
cruzamos el umbral es enorme, pero me las arreglo para
mantener la expresión serena mientras paseo la vista por todo
el espacio en penumbra.
Hay un montón de mesas y sillas apiñadas contra las
paredes del complejo. Eso le da la ilusión de ser aún más
amplia de lo que en realidad es.
Una vez ahí, el mozo enciende las luces del lugar y
masculla algo sobre estar allá afuera por si llegásemos a
necesitar cualquier cosa, para después desaparecer por la
puerta por la que entramos.
Se hace el silencio.
David Avallone se encuentra de pie a pocos pasos de
distancia de donde me encuentro y tiene la vista clavada en su
hijo menor.
Yo no me atrevo a mirar en dirección a Gael, pero puedo
percibir la tensión y la ira que irradia su cuerpo, aunque no
estar viéndole directamente.
—¿Y bien? —dice, al cabo de unos minutos de tortura
silenciosa.
—¿Por qué no le pides a ella que te lo cuente todo? —
David suena controlado y sereno cuando habla, pero la forma
rígida en la que hace un gesto en mi dirección me hace saber
cuán nervioso se encuentra.
—Porque quiero que me lo digas tú —Gael refuta.
Una sonrisa burlona y cruel se dibuja en los labios de
David.
—Ella es la escritora. Seguro eso de inventarse chorradas
le sale mejor a ella que a mí —se burla y mi cuerpo se tensa en
respuesta.
—Tamara —la voz de Gael —furiosa y temblorosa debido
a las emociones contenidas— me eriza los vellos de la nuca—,
¿qué te ha hecho esta basura de hombre?
—Sí, señorita Herrán. —El desafío que se filtra en el tono
de David no hace más que asegurarme algo: está
amenazándome de nuevo. Llegados a este punto, está bastante
claro para mí que trata de intimidarme para que no le cuente a
Gael lo que ha estado haciendo—. Cuéntele a mi hijo lo que
esta basura de hombre que soy le ha hecho.
Impotencia, miedo, incertidumbre… Todo se arremolina
en mi pecho y me hace difícil respirar.
—Está bien, Tam. —El tono dulce que el magnate utiliza
me sobrecoge por completo. Me llena el pecho de una
sensación dulce y dolorosa—. Puedes decirlo. No voy a
permitir que te haga nada.
El nudo que empieza a formarse en mi garganta se aprieta
ante su declaración, y quiero creerle. Quiero creer que Gael de
verdad va a ser capaz de alejarme de la red que,
cuidadosamente, su padre ha tejido a mi alrededor.
«Ni siquiera es capaz de desafiarlo con el asunto de su
compromiso. ¿Crees que va a hacer algo para detenerlo? ¿Para
impedir que te trate como lo hace?», susurra la insidiosa voz
en mi cabeza, pero la empujo lo más lejos que puedo.
—Tam —Gael insiste y me obligo a encararlo—, por
favor, habla conmigo.
El hombre que pone mi mundo de cabeza está
completamente vuelto hacia mí. Su cuerpo está direccionado
hacia donde yo me encuentro, dándole la espalda a su padre, y
sus ojos —suplicantes y anhelantes— están fijos en los míos
ahora.
Por un doloroso instante, se siente como si en esta
habitación solo nos encontráramos nosotros.
Aprieto los puños.
—Y-Yo…
Trago duro.
—Está bien —David interviene, justo cuando mi voz está
buscando su camino hacia afuera, y me detengo de golpe—. Si
la señorita Herrán no quiere hablar, lo haré yo.
La atención de Gael se posa en su padre.
Un brillo malicioso tiñe la mirada de David y genuino
pánico me atenaza las entrañas.
—Para ponértelo en palabras sencillas —dice, con aquel
tono condescendiente que, empiezo a creer, es permanente en
su voz—: Estoy al tanto de la aventura que mantenías con la
señorita Herrán y del poco respeto que le tenías a tu
compromiso con Eugenia.
Los hombros de Gael se tensan y mi estómago cae en
picada ante todas las posibles reacciones que puede llegar
tener.
—Yo, en el afán de hacer entrar en razón a la señorita aquí
presente, le pedí que se reuniera conmigo —David continúa—.
Ya te imaginarás la sorpresa que me llevé cuando se negó a
alejarse de ti. Cuando me pidió una compensación monetaria
para dejarte tranquilo.
Estoy a punto de protestar. Estoy a punto de replicar que
eso es una horrorosa mentira, cuando Gael escupe:
—Y pretendes que te crea, ¿verdad? —se burla, pero su
voz destila enojo y coraje—. Pretendes que te compre el papel
de caballero de blanca armadura, y que crea que no trataste de
chantajear a Tamara, así como chantajeas a todo el que te
rodea.
—¡Te estoy diciendo la verdad! —David suelta y, por
primera vez desde que entramos a esta habitación, su tono se
descompone—. Esta muchachita es una vividora. Una
aprovechada que lo único que quiere es engatusarte para que le
des todo lo que con tanto trabajo has conseguido.
Una carcajada carente de humor abandona los labios del
magnate.
—¡¿Es que acaso crees que me chupo el dedo?! —Gael
estalla—. ¡De una puta vez dime con qué cojones le has
amenazado! ¡Dime qué coño le has hecho o te juro que acabo
con tu maldito circo ahora mismo!
—¡Yo no le he hecho absolutamente nada! —David iguala
su tono—. ¡No estoy amenazándola! ¡Pregúntale!
¡Pregúntaselo a ella!
Gael se gira sobre sus talones para encararme y el gesto
con el que me recibe es tan desencajado como furibundo.
Por acto reflejo, doy un paso hacia atrás.
—Tamara, por favor, di algo —Gael suplica. Suena
desesperado. Al borde de la histeria—. Dime qué te ha hecho
este hijo de puta.
Sé qué es lo que realmente quieren decir sus palabras. En
realidad, lo que quiere preguntarme, es si lo que dice su padre
es cierto… Y duele. Duele mirar las preguntas implícitas en su
mirada. Duele mirar la angustia en su rostro.
Lágrimas inundan mis ojos y tengo que tragar un par de
veces para deshacerme del nudo que tengo en la garganta.
Sé que David espera que mienta. Que admita algo que
nunca ocurrió para que Gael se decepcione de mí. Y también
sé que lo más inteligente, es seguirle la corriente al hombre
que ha amenazado con destruir a mi familia hasta los
cimientos… pero no puedo. No puedo seguir así. No puedo
seguir engañando a Gael de esta manera.
—Él arruinó el negocio de mi cuñado y el matrimonio de
mi hermana —digo, en un susurro tembloroso y apenas
audible—. Dijo que… —Trago, para eliminar el nudo de mi
garganta—. Dijo que iba a destruir a toda mi familia si no me
alejaba de ti. Dijo que… —No puedo continuar. No puedo
decir nada más porque las lágrimas me han alcanzado y el
nudo en mi garganta no me permite emitir ninguna clase de
sonido.
Cierro los ojos y reprimo un gemido.
De pronto, no soy capaz de escuchar nada más que el
sonido de mi respiración dificultosa y los sollozos ahogados
que se me escapan. Entonces, cuando me atrevo a encarar al
hombre que se encuentra frente a mí, verdadero horror se
asienta en mis huesos.
El gesto inexpresivo de Gael es tan aterrador como
preocupante. Tan frío como iracundo.
—Gael… —David habla, pero el magnate ya se ha girado
sobre sus talones y ha comenzado a acortar la distancia que los
separa.
Gael se apodera de las solapas del saco de su padre, y lo
empuja con fuerza contra una de las mesas cercanas a la
entrada.
Un sonido horrorizado escapa de mis labios y un gemido
dolorido brota de la garganta de David.
—¡Gael! —medio grito, al tiempo que me acerco y trato de
apartarlos.
—¡Eres un desgraciado hijo de puta! —Gael espeta—
¡¿Tan pocos cojones tienes que involucras a terceros en tus
putos juegos de manipulación?! ¡¿Tan jodida es tu vida que
tienes que arruinar la de otros?! ¡¿No te basta con lo que le
haces a tu propia familia?! ¡¿No es suficiente para ti, cabrón
de mierda?!
—¡Gael, detente! —chillo, al tiempo que envuelvo mis
manos alrededor de uno de sus brazos.
—¡Ten mucho cuidado con lo que haces, Gael! ¡Atrévete a
ponerme un dedo encima y verás cómo te quito todo el apoyo
que te he dado! ¡Verás cómo todo por lo que has trabajado cae
a pedazos delante de tus ojos! —David refuta, pero suelta otro
gemido de dolor cuando su hijo lo aplasta con aún más
brusquedad.
—A estas alturas, perder tu apoyo sería lo mejor que
podría pasarme —Gael responde, con la voz enronquecida por
las emociones.
—¡Gael, basta ya!
—Ten cuidado con lo que deseas —David sisea.
—No te tengo miedo —su hijo replica.
—Deberías hacerlo.
—¿Me estás amenazando? —Gael escupe.
—Estoy advirtiéndote.
—Hijo de puta —el magnate escupe con sorna, y alza un
puño, dispuesto a golpearlo.
—¡Gael! ¡No! —grito, pero él ya está listo para atestar
contra el rostro de su padre.
—¡Gael, detente ya! —Otra voz —una aguda, pero
autoritaria— llena mis oídos, y tengo que girarme sobre mi eje
para encontrarme de frente con la imagen una mujer que bien
podría doblarle la edad.
No me toma mucho tiempo reconocerla. Es la mujer que
entró al salón de eventos junto con la familia Avallone y, de
inmediato, me pregunto quién será: si la madre de Diana y
Antonio, o la de Eugenia.
La mujer, sin ceremonia alguna, avanza a toda marcha en
dirección hacia donde nos encontramos.
—Basta ya, Gael. Sabes que no vale la pena. —La mujer
habla, pero Gael no se aparta ni un poco de su padre. Al
contrario, afianza su agarre con mayor intensidad.
—Gael, por favor… —suplico y noto cómo su mandíbula
se tensa.
—Atrévete a ponerme un dedo encima —David lo reta y,
en respuesta, su hijo lo empuja otro poco. La mesa cruje bajo
el peso impuesto, pero no da de sí.
—¡Gael, por el amor de Dios! ¡Para! —La mujer aprieta el
paso, de modo que termina instalada frente a Gael, justo a un
lado de la mesa contra la que somete a David. Su gesto
alarmado y preocupado no hace más que estrujarme el pecho,
pero en realidad no sé por qué lo hace. No sé por qué la
angustia de esta mujer le hace esto a mi sistema—. No vale la
pena. Lo mejor que puedes hacer es guardar la compostura.
Sostiene la cara de Gael entre sus manos y sacude la
cabeza en una negativa.
—Yo no te he criado de esta manera —dice y sus palabras
caen sobre mí como tractor demoledor, pero no es hasta ese
momento, que lo noto…
Los ojos ambarinos, el parecido en el color de cabello, el
semblante amable y ese «algo» que comparte la gente con sus
padres. Eso que no se puede describir a ciencia cierta, pero que
ahí está; latente en las facciones de cada persona. En las
posturas de cada uno de nosotros.
«Es su mamá».
En ese instante, un gruñido frustrado escapa de los labios
del magnate; pero, presa de un instinto aún más grande que el
asesino que ahora lo dominaba, se aparta de David.
El padre de Gael da un par de pasos lejos de su hijo y, una
vez que ha puesto distancia suficiente, comienza a alisarse las
arrugas del traje y a acomodarse las solapas del saco, el cuello
de la camisa y la corbata.
—Vas a pagar caro este altercado —espeta, en dirección a
Gael, para luego clavar su atención en mí—. En cuanto a ti —
me mira de pies a cabeza con repulsión—, lo mejor es que te
vayas. Lárgate de aquí antes de que olvide ser benevolente y
acabe contigo.
—Tamara no va a irse a ningún lado —Gael replica.
—Oh, claro que va a irse —David ríe—. Llamaré a
seguridad si no lo hace por las buenas.
—Si se va, yo me voy con ella —Gael responde.
David, recompuesto ahora, mira a su hijo de pies a cabeza.
—Si te marchas con ella, puedes olvidarte de nuestro
acuerdo… —David suelta, con aire sombrío y amargo—. Y de
toda mi ayuda.
En ese momento, el padre del magnate se encamina hacia
la salida del lugar sin dedicarnos un último vistazo.
Acto seguido, algo en la mirada de Gael —quien no ha
dejado de seguir a su padre con los ojos— cambia. Algo en él
parece encenderse y su semblante se torna diferente.
Angustiado.
Eso es todo lo que necesito para saber que hay más de lo
que realmente sé de esta situación y que, ahora que conozco la
manera de actuar de David, debe ser algo importante. Algo
con lo que, estoy segura, está chantajeando a su hijo.
—Vámonos de aquí —Gael pronuncia, pero su rostro dice
que no quiere hacerlo.
—Gael —digo, con la voz enronquecida, al tiempo que
poso mi mano sobre uno de sus brazos para llamar su atención.
Él, de inmediato, me mira—. Quédate aquí.
Sé que estoy dejando que David Avallone gane una vez
más. Que, si me marcho, las cosas van a quedar inconclusas
otra vez; pero no puedo permitir que Gael tome una decisión
de esta magnitud en el estado de ánimo en el que se encuentra.
Porque, si David está amenazándolo con algo importante como
estaba haciéndolo conmigo, nunca voy a perdonármelo. Nunca
voy a dejar de culparme por el hecho de que me eligió a mí,
por encima de algo que, seguramente, es trascendental para él.
—No —el magnate refuta, tajante.
—Por favor —pido—, no compliques las cosas. Quédate
aquí.
—Ya una vez puse mis intereses por encima de ti, Tamara.
No volverá a pasar.
—Tienes que ser prudente —suplico—. Por favor, quédate
aquí. Termina la noche como debes de hacerlo. Tú y yo
podemos hablar de esto luego.
—No, Tamara.
—La chica tiene razón, Gael —su madre interviene—. Sé
inteligente. No puedes tomar decisiones en el calor del
momento. Y, por mucho que yo no esté de acuerdo con este
circo, lo mejor que puedes hacer es acabar la noche y pensar
cuidadosamente cómo vas a actuar respecto a lo que sea que
esté ocurriendo.
Gael se gira para encararme y la angustia que noto en su
mirada es tan abrumadora como el tropiezo que da mi corazón
cuando, con los nudillos, acaricia mi mejilla.
—¿Por qué no me lo dijiste? —dice, torturado.
—Tenía miedo. —Me sorprende lo vulnerable que sueno.
Lo aterrorizada y aliviada que me escucho.
—No habría permitido que te hiciera daño —asegura y
lágrimas nuevas se acumulan en mis ojos—. No hay nada qué
temerle a ese hijo de puta.
—No tenía miedo de él —digo, con un hilo de voz.
—¿Entonces? ¿A qué le temías?
—A decírtelo todo y que… —Me quedo sin aliento y
tengo que detenerme un segundo antes de continuar—: Y que
decidieras ponerte de su lado.
Genuino dolor atraviesa su rostro.
—Tamara, jamás me pondría de su lado.
—Te manipula a su antojo. —No pretendo que mis
palabras suenen como un reproche, pero lo hacen—. ¿Cómo
creer que ibas a ayudarme cuando haces todo lo que te pide?
La mirada de Gael se clava en mí casi al instante.
—¿Desde cuándo? —pregunta, y sé que habla sobre el
momento en el que su padre empezó a chantajearme.
—Desde hace tanto que no puedo recordar exactamente
cuándo empezó.
—Tamara, lo siento tanto… —Su voz se quiebra de tal
modo que, de no estar viéndolo a la cara, creería que está a
punto de echarse a llorar.
—No pasa nada —digo, y me sorprende escuchar cuán
temblorosa e inestable sueno.
Gael está a punto de responder. Sus labios se han abierto
para pronunciar algo, pero no llega a decir nada porque las
puertas dobles de la estancia se abren y uno de los meseros se
adentra con aire avergonzado.
—Disculpe, señor, pero me han mandado a buscarlo —
dice el chico—. Están a punto de abrir la pista de baile y su
prometida lo espera para bailar la primera canción.
Una punzada de dolor me atraviesa, pero me las arreglo
para lucir serena cuando poso mi atención en Gael una vez
más.
—Anda. Ve —digo—. Yo iré a casa.
—No. —Gael niega con la cabeza—. Me rehúso a dejarte
ir una vez más.
—No estás dejándome ir —digo, al tiempo que esbozo la
mejor sonrisa que puedo—. Hablaremos de esto luego.
—Mañana —Gael pide.
—Mañana —le aseguro.
En respuesta, asiente.
—Le pediré a Almaraz que te lleve.
—No es necesario —insisto—. Pediré un Uber.
—Tam…
—Gael, estaré bien. Pediré un Uber e iré a casa —lo
interrumpo, antes de que pueda quejarse una vez más sobre mi
toma de decisiones.
—Estoy tan paranoico ahora mismo, que me aterra pensar
que mi padre puede estar planeando hacerte algo en el trayecto
a tu casa —Gael admite y, muy a mi pesar, esbozo una sonrisa
un poco más sincera. Llena de humor.
—Estaré bien —digo—. Te mandaré un mensaje en cuanto
llegue.
—Vas a acabar con mis nervios, Tamara —dice, con
frustración—. Por favor, llámame en el instante en el que pises
tu apartamento.
Asiento.
—Lo haré —aseguro y él toma una inspiración profunda
antes de posar su atención en su madre, quien nos mira a una
distancia prudente.
—¿Vamos? —pregunta en su dirección, pero ella niega.
—Ve tú —dice—. Yo acompañaré a la chica hasta que su
coche de servicio esté aquí. —Le guiña un ojo—. Me
aseguraré de que suba sana y salva.
Algo cálido se apodera de la mirada de Gael y una punzada
de algo dulce se apodera de mi pecho con su declaración.
—Gracias —Gael le dice a su madre y posa su atención en
mí para decir—: Nos vemos mañana, ¿verdad?
No me pasa desapercibido lo anhelante de su mirada y mi
pecho se calienta solo por ese motivo.
—Nos vemos mañana, Gael —digo y acorta la distancia
que nos separa para besarme en la mejilla.
Acto seguido, me deja ir y se echa a andar en dirección a la
salida del salón vacío.
Capítulo 38
El rumor lejano de la música y el taconeo de mis zapatillas se
mezclan entre sí y llenan mis oídos hasta hacerme sentir
inquieta. Hasta convertirse en una cantaleta incesante que solo
me pone nerviosa.
No puedo dejar de pensar en lo que acaba de ocurrir en
aquel salón y en las consecuencias que traerá para mí el hecho
de que Gael se ha enterado ya de —casi— todo.
Su padre debe estar furioso. De hecho, no me sorprendería
para nada llegar a casa y descubrir que ya ha hecho algo para
perjudicarme. Para hacerme pagar por lo que acaba de ocurrir.
Un nudo de incomodidad se instala en la boca de mi
estómago y un sabor amargo me llena la punta de la lengua.
—Caminas demasiado rápido. —La voz femenina a mis
espaldas hace que detenga mi andar apresurado solo para
girarme y encarar a la mujer que no recordaba que me
acompañaba.
La vergüenza no se hace esperar en mí, pero me las arreglo
para esbozar una sonrisa cargada de disculpa.
—Lo lamento —digo, en voz baja—. Yo solo…
Nicole Astori —la madre de Gael— hace un gesto
desdeñoso con una mano y acorta la distancia que nos separa.
—No estoy acostumbrada a andar en estas armas mortales
—dice, al tiempo que hace un gesto en dirección a las
zapatillas que lleva puestas.
El acento marcado con el que habla me abruma por
completo, pero este, en comparación al de David Avallone o,
incluso, al de Gael, es cálido y dulce. Amable y apacible.
—Yo tampoco —confieso y esbozo una sonrisa un poco
más honesta que la de hace unos segundos.
Ella me devuelve el gesto y yo no puedo evitar notar que la
sonrisa de Gael es idéntica a la de su madre.
Avanzamos hacia la salida del hotel.
Durante un largo rato, ninguna de las dos dice nada. Nos
limitamos a caminar la una junto a la otra hasta llegar a la
entrada principal del lugar; y no es hasta que pido el coche de
servicio y veo que llegará por mí dentro de siete minutos, que
la voz de la mujer llega a mí una vez más:
—¿Cómo te llamas?
Mi corazón se salta un latido, aunque ni siquiera sé por qué
lo hace.
—Tamara —digo, sin mirarla directamente.
—Tamara… —ella murmura, como si probase mi nombre
en sus labios—. ¿Qué clase de relación tienes con mi hijo,
Tamara?
Su pregunta cae sobre mí como balde de agua helada.
Ciertamente, no esperaba una confrontación así de directa.
Siendo sincera, no sé qué era lo que esperaba de esta
interacción; pero, en definitiva, no era algo como esto.
Me obligo a encararla.
—Su hijo y yo no somos nada —digo, porque es cierto.
—Pero tienen algo. —No es una pregunta. Es una
afirmación.
—Señora, yo…
—No. —Ella alza una mano para indicarme que me
detenga—. Ahórrate las explicaciones. No las necesito.
Tampoco las quiero. Solo… necesito saber una cosa.
La miro a los ojos, pero no digo nada.
—¿De verdad está comprometido? —pregunta, al cabo de
unos instantes que se sienten eternos.
—Él dice que no. —No pretendo sonar amarga, pero lo
hago de todos modos.
—¿Y tú le crees? —pregunta, con aire enigmático.
Asiento, aunque parezco una estúpida por hacerlo.
—Ahora lo hago —digo, con la voz enronquecida por las
emociones.
La mirada que Nicole me dedica es tan aprehensiva como
dulce y el corazón se me estruja.
—Estás enamorada, ¿no es así? —Suena… ¿pesarosa? —.
Estás enamorada de Gael.
No respondo. No me atrevo a hacerlo.
Los ojos de la mujer frente a mí se llenan de algo que no
logro descifrar del todo. De algo que raya entre la lástima y el
anhelo, y me siento avergonzada. Expuesta.
—¿Te lo ha contado ya? —dice y el tono triste que utiliza
me estruja el pecho.
—¿Sobre su pasado? —digo, en voz baja—. Sí. Lo ha
hecho y…
—No —me interrumpe—. Acerca de lo que está pasando.
Acerca de Luciana…
Es mi turno de sacudir la cabeza en una negativa.
—¿Sobre Luciana? —balbuceo—. ¿Qué hay con Luciana?
No entiendo…
Algo oscuro y desgarrador baña la mirada ambarina de
Nicole —esa que es idéntica a la de su hijo— y enmudezco
por completo.
—¿Puedo darte un consejo, Tamara? —dice, al cabo de
unos instantes eternos.
—Sí… —replico, con un hilo de voz.
—Nunca, por mucho que estés enamorada, aceptes las
migajas de alguien más. Nunca, por mucho que las
circunstancias se presten para ello, permitas que un hombre te
esconda cosas. —Sus palabras me queman por dentro, pero no
digo nada. Al contrario, me quedo completamente estática
mientras la escucho continuar—: Mi hijo tiene mucho qué
resolver. Tiene una carga inmensa sobre los hombros de la que
debe deshacerse si quiere ser feliz de una vez por todas. No
dejes que te arrastre a su mundo. Él tiene una batalla que
lidiar, una con la que ni siquiera yo estoy familiarizada del
todo, y tú no puedes estar en medio. No permitas que te ponga
en medio.
—Y-Yo…
—Gael es un romántico empedernido —Nicole me
interrumpe—. Gael es un hombre soñador, que ama con
fuerza. Capaz de ir al mismísimo infierno por aquellos a los
que ama… Y es por ese motivo, que tienes que dejarle pelear
sus batallas. Porque va a llevarte al mismísimo infierno si te
quedas a su lado en este momento.
No puedo responder.
—Y quiero que quede bien clara una cosa: A mí todo esto
—hace un gesto en dirección al hotel y al vestido que lleva
puesto—, no me importa. No me interesa. Quiero que quede
bien claro que no hablo con el afán de alejarte de él, como,
supongo, mi exmarido hace. Lo hago con la intención de
abrirte los ojos. De hacerte ver que, por mucho que yo quiera
que mi hijo sea feliz con una buena mujer, ahora mismo no es
tiempo para que trate de hacerlo. Primero tiene que arreglar
otras cosas. Así que, Tamara, te aconsejo, por tu bien y el de
tus sentimientos, que dejes que mi hijo gane su batalla… O, en
su defecto, que la pierda. Que le permitas resolver el caos que
tiene alrededor, antes de que lo aceptes en tu vida.
La vibración en mi teléfono me hace saltar en mi lugar de
la impresión.
Mi vista viaja hacia el aparato que tengo en la mano y noto
que alguien está llamándome.
Mi ceño se frunce ligeramente. No quiero responder, pero
de todos modos lo hago.
—¿Sí?
—Buenas noches, ¿Con la señorita Tamara?
—Así es. —Sueno cautelosa. Casi horrorizada.
—Soy el conductor de Uber. Ya estoy afuera de la
ubicación. ¿Dónde se encuentra usted?
En ese momento, me giro sobre mi eje, al tiempo que barro
la vista por todo el espacio y me detengo justo a tiempo para
mirar un coche detenido con las intermitentes prendidas.
Acto seguido, miro las placas del auto que me va a recoger
en la aplicación y las comparo con las del vehículo.
—Ya te vi —digo, al cabo de unos instantes—. Ya voy
para allá.
Finalizo la llamada.
—Tengo que irme —anuncio, mientras me giro para
encarar a la madre de Gael.
Ella asiente, pero luce como si aún no hubiese terminado
de hablarme. Como si aún tuviera muchas cosas que decir.
—Ve con cuidado —pronuncia, luego de que parece haber
tomado la decisión de dejarlo estar—. Y, ¿Tamara? No hagas
oídos sordos a lo que te he dicho.
Yo, muy a mi pesar, asiento y me echo a andar en dirección
al coche de servicio.

Gael ha anunciado la terminación de su compromiso.


Esta mañana, mientras desayunaba con Victoria, lo leí en
una de mis redes sociales. Durante unos instantes, creí que
todo era una mentira publicada por un blog amarillista, pero,
luego de ver varios artículos —y de indagar en Google otros
veinte minutos— comencé a plantearme la posibilidad de que,
quizás, era cierto.
Finalmente, luego de tener un debate interno, y de
preguntarme una y otra vez si era prudente acercarme a Gael
para aclararme las dudas, él me llamó y me lo dijo.
No hizo muchos comentarios al respecto. De hecho, el
motivo de su llamada fue para ponernos de acuerdo para
vernos hoy. Me comentó que iba a tener un montón de trabajo
durante el día y que, para coronarlo todo, había tenido que
madrugar para llevar a su madre al aeropuerto porque, luego
de lo ocurrido anoche, no le encontró objeto a quedarse en
México. Me comentó que pasó parte de la madrugada
haciendo llamadas telefónicas para conseguirle un vuelo a
España a primera hora.
Así, pues, luego de contarme rápidamente su odisea
nocturna, me dijo que podíamos reunirnos en su casa alrededor
de las siete.
Me comentó que no habría problema alguno con el
vigilante del residencial, ya que le mencionaría que yo iría y,
casi antes de despedirse de mí, me hizo saber que ya no voy a
tener qué cuidarme sobre quién me ve con él y quién no. Fue
en ese momento, cuando me dio la noticia y me dijo que había
dado por finalizada la farsa que su padre había montado.
No quise preguntar muchos detalles. Lo único con lo que
me he quedado hasta ahora, es con todo lo que el mundo habla
y especula.
Se ha dicho mucho en el transcurso del día respecto a la
repentina separación, pero la verdad es que nadie se ha
acercado ni un poco a lo que realmente ocurrió entre el
magnate y su supuesta prometida.
Los rumores más fuertes, hablan sobre una infidelidad por
parte de Gael y sobre un matrimonio por interés.
Eugenia no ha hecho declaración alguna. De hecho, el
silencio ha sido la única respuesta de ella, su familia y la
familia Avallone en general. Incluso, Gael ha hablado poco al
respecto. Lo único que declaró, fue algo muy diplomático y
respetuoso respecto a Eugenia, su relación con ella y lo mucho
que esperaba que ella encontrara a la persona indicada.
En cuanto a David se refiere, no se ha comunicado
conmigo para nada. Tampoco es como si esperara que lo
hiciera luego del altercado de anoche; sin embargo, debo
admitir que este extraño estado de calma en el que ha entrado
toda la situación me tiene con los nervios de punta. Sobre
todo, tomando en cuenta que mi familia se encuentra en
perfectas condiciones. Que, en la vida de Natalia y mis padres,
todo va como se supone que debería de ir.
La familiaridad de las calles por las que me muevo me
hace espabilar un poco y ponerme alerta a lo que veo a mi
alrededor.
Estoy muy cerca de llegar a mi destino; así que, sin esperar
más tiempo me pongo de pie del asiento y me abro paso entre
la gente atiborrada en el pasillo del autobús, hasta llegar a la
puerta trasera.
Una vez ahí, espero a que mi parada llegue para bajarme.
Enseguida, me echo a andar por la avenida en dirección a
mi destino.
Me toma apenas unos minutos acortar la distancia que
separa la parada del autobús de la caceta de vigilancia del
residencial donde vive Gael. Me toma un poco menos
acercarme a ella para llamar al oficial y que este me deje
entrar.
Una vez dentro del fraccionamiento privado, me abro paso
sobre las preciosas aceras de las calles.
Mientras avanzo, no puedo evitar echarle un vistazo a todo
lo que me rodea. Los jardines cuidados y tratados a la
perfección le dan un aspecto irreal a todo el espacio; las
inmensas residencias se alzan imponentes a cada lado de la
calle y proyectan sombras extrañas en el suelo gracias al
atardecer.
Me tomo mi tiempo avanzando por las callejuelas, solo
porque estoy nerviosa hasta la mierda.
He pasado todo el día tratando de no pensar en lo que va a
pasar, pero no he tenido éxito alguno. Cientos de ideas y de
distintos escenarios se han dibujado en mi cabeza a lo largo de
la mañana y de la tarde, y ahora que estoy aquí, no puedo dejar
de reproducirlos una y otra vez en mi memoria.
Tampoco puedo dejar de pensar en lo que Nicole Astori
me dijo ayer por la noche, antes de que el auto del Uber pasara
a recogerme. Eso, aunado a las decenas de escenas que me he
inventado en la cabeza, apenas me permite concentrarme.
Apenas me permite controlar la ansiedad.
Al llegar a casa de Gael, subo la escalinata que da a la
entrada principal. Esa que rara vez utilicé antes porque el
magnate era demasiado cuidadoso como para permitirme
utilizarla.
Una vez ahí, hago sonar el timbre y espero.
Al cabo de unos minutos, vuelvo a intentarlo, pero nadie
sale a recibirme. No me sorprende en lo absoluto. Sé, porque
pasé aquí demasiado tiempo en el pasado, que la gente de
servicio no está aquí todo el tiempo porque a Gael no le gusta
que lo hagan. Por el contrario, prefiere mantener su privacidad
intacta y, tener unos momentos a solas al día, es lo más
preciado que tiene.
Ni siquiera la gente de seguridad tiene permitido estar
cerca una vez que el magnate se ha instalado en casa.
Así pues, a sabiendas de todo esto, dejo escapar un suspiro
y tomo mi teléfono para enviarle un mensaje.
Estoy justo a la mitad del mensaje que voy a mandarle,
cuando ocurre…
Un vehículo familiar aparece en mi campo de visión y
avanza en dirección al garaje de la casa. Yo, en ese momento,
me apresuro escalinata abajo para encaminarme hasta allá.
La puerta automática de la cochera está a punto de
cerrarse, cuando me cuelo en el interior. Mientras lo hago,
noto cómo uno de los guardaespaldas del magnate me mira,
pero no hace nada por detenerme.
Una vez adentro, espero a que él baje del coche.
Gael abre la puerta del vehículo y baja de él a los pocos
segundos de haberlo apagado y, es hasta ese momento, que se
percata de mi presencia.
Una palabrota se le escapa en el instante en el que lo hace
y, por el gesto que esboza, me doy cuenta de que le he metido
un susto de muerte. Yo, sin poder evitarlo, esbozo una sonrisa
boba.
—Casi me provocas un ataque al corazón —dice, al
tiempo que cierra los ojos unos segundos—. ¿Cómo has
entrado? ¿Llevas mucho tiempo esperando? ¿Qué demonios
hacía mi servicio de seguridad mientras te escabullías?
Niego con la cabeza.
—Casi acabo de llegar —digo, porque es cierto—. Entré
justo detrás de ti, por la puerta del garaje. Te vi llegar y solo te
seguí hasta aquí. Creo que tus guaruras me vieron, pero no
hicieron nada por detenerme.
Una sonrisa que se me antoja nerviosa se desliza en sus
labios, pero asiente en aprobación.
—Nota mental —dice, en tono socarrón—: Hay que
cuidarse de Tamara. Se le da bien el stalking.
—Vete a la mierda —refuto, pero la sonrisa que llevo en
los labios es grande y avergonzada.
Él, en respuesta, me guiña un ojo, pero no dice nada más.
Solo hace un gesto de cabeza en dirección a las escaleras que
dan a la entrada de servicio.
Luego, se echa a andar y yo lo sigo a pocos pasos. Una vez
frente a la puerta, rebusca en sus bolsillos y, una vez abierto el
cerrojo, empuja la puerta.
No dice nada.
La sonrisa en su rostro no se ha desvanecido del todo y
calidez en su expresión me hace sentir segura. Tranquila y
cómoda, con todo y el nudo de ansiedad y nerviosismo que me
atenaza el estómago. Es por eso que, a pesar de la revolución
que tenía en la cabeza hace unos instantes, no dudo ni un
segundo en avanzar hacia el interior de la casa.
Mi vista recorre el lugar una vez dentro y una decena de
recuerdos me llena la cabeza. Puedo recordarme ahí, sentada
sobre la isla, con él asentado entre mis piernas y sus labios
sobre los míos. Puedo recordarme allá, en aquel sillón que se
ve a lo lejos, con la cabeza recostada sobre su regazo. Puedo
recordarme en aquel otro sillón —ese del que apenas tengo un
vistazo recortado—, completamente desnuda, a su merced,
sintiéndome como hacía mucho no lo hacía.
Incluso, puedo verme a mí misma caminando descalza
sobre mis puntas una tarde de no hace mucho tiempo, solo
para no arruinar el piso recién encerado de la cocina; con él
justo detrás de mí, diciéndome que no pasaba nada si la mujer
de la limpieza tenía que volver a limpiar al día siguiente.
El sonido de la puerta siendo cerrada detrás de mí me hace
pegar un brinco de la impresión y una nueva clase de
nerviosismo me invade. Pese a eso, me obligo a girar sobre mi
eje.
Los ojos ambarinos de Gael están fijos en mí, y hay algo
tan salvaje en ellos, que me siento cohibida.
—Creí que nunca te tendría aquí de nuevo —dice, con la
voz enronquecida por las emociones, y el nudo en mi
estómago se aprieta.
—Yo también creí que nunca más pondría un pie en este
lugar —admito y la mirada del magnate se ensombrece.
—Es bueno saber que ambos nos equivocamos —dice, y
su voz suena aún más áspera que antes.
En ese momento, las palabras se acaban solo para abrirle
paso a las preguntas sin pronunciar. Al peso de lo que ha
ocurrido con su padre y a la cantidad de cosas que ambos nos
hemos ocultado el uno al otro.
No sé qué decir. No sé cómo enfrentarlo y explicarle todo
lo que pasó sin ganarme su desprecio o su lástima. Sin
ganarme su odio por haber accedido a escribir un libro que
bien podría destruirlo.
—Gael, yo… —Trato de comenzar, pero el magnate me
interrumpe con un meneo de cabeza.
Entonces, enmudezco y contemplo la imagen que me
proyecta. Contemplo sus ojos ambarinos y su ceño fruncido;
su postura elegante y sus hombros encogidos en un gesto
nervioso.
—Tamara, lo siento tanto… —dice, con un hilo de voz—.
Todo esto… —Niega una vez más—. Toda esta locura ha sido
culpa mía. —Hace una pequeña pausa, pero no deja de
mirarme a los ojos con aquel gesto arrepentido y suplicante
que está rompiéndome la voluntad a jirones—. Yo te orillé a la
desconfianza. A la poca fe… Y lo siento tanto. Tanto.
Quiero besarlo. Quiero gritar. Quiero borrarle del rostro
ese gesto torturado.
—Debí decírtelo —respondo, con la voz entrecortada por
las emociones—. Debí actuar cuando aún era tiempo. Cuando
aún… —«cuando aún David no me obligaba a firmarle un
contrato de mierda»—. Cuando aún no me sentía entre la
espada y la pared.
La distancia que nos separa es acortada por sus zancadas
largas y, en menos tiempo del que espero, se encuentra delante
de mí, con la punta de sus zapatos caros rozando la punta de
mis Converse sucios.
Una de sus manos grandes ahueca un lado de mi cara. Mis
ojos se cierran al momento, y mi corazón aletea con una
emoción violenta y dulce. Con un sentimiento poderoso y
aterrador al mismo tiempo.
—Aún es tiempo, Tam —Gael suelta, en un susurro cálido
y mi pecho duele en respuesta—. Aún puedes decírmelo todo.
Aún puedo ayudarte.
Mis ojos se cierran con fuerza y una oleada de terror me
llena el cuerpo.
Me aterra pensar en las consecuencias que todo esto traerá
para ambos. Me horroriza pensar que, quizás, Gael no pueda
hacer nada para detener a su padre y que solo consiga hundirse
conmigo.
«El sigue ocultándote cosas. Él tiene que contártelo todo a
ti también si quiere tu confianza», susurra la insidiosa voz de
mi cabeza, pero trato de empujarla lo más lejos posible.
—Tengo tanto miedo… —admito, en un susurro roto y
tembloroso.
Mi rostro es acunado entre sus manos y es alzado de modo
que, cuando me atrevo a mirarlo, soy capaz de hacerlo
directamente.
—¿A qué le tienes miedo, Tam? —suelta él, en voz baja y
ronca, y un nudo de sentimientos se forma en mi garganta.
«A que esto sea tan efímero y pasajero como el día y la
noche. A que los obstáculos siempre se antepongan sobre
nosotros. A que lo que siento por ti acabe conmigo. A que te
des cuenta de que preferí salvar a mi familia en vez de salvar
tu reputación».
Anhelo, súplica y una emoción más intensa e indescriptible
surcan el rostro del magnate y no puedo moverme. No puedo
hacer más que contemplarle y sentirle, así, tan cerca y tan lejos
al mismo tiempo.
—Tam, sé que las palabras se las lleva el viento —dice, al
cabo de unos instantes—. Sé que soy la persona menos
indicada para hacer alguna clase de promesa, pero quiero que
sepas que voy a hacer todo lo que esté en mis manos para
impedir que mi padre te haga algo a ti o a quien sea de tu
familia —Gael asegura, pero el pánico, el remordimiento y la
desconfianza no se van—. Haré todo lo que pueda por
mantenerlo lejos de ti; así que, por favor, habla conmigo.
La incertidumbre se abre paso en mi interior.
No puedo decirle sobre el libro que empecé a escribir
sobre él. No puedo confesarle que accedí a hacerlo. No cuando
eso me avergüenza del modo en el que lo hace. Me hace
querer desaparecer de la faz de la tierra… Y tampoco puedo
ocultárselo. No puedo mantenerlo en la oscuridad, porque si se
entera, todo esto se irá al caño.
«No se lo digas —susurra mi subconsciente y la idea me
aterroriza por completo—. Elimina el archivo y no se lo digas.
Dudará de ti si lo haces. Dudará de tu lealtad si se lo cuentas».
El nudo en mi garganta se atenaza otro poco y, debido a
eso, apenas puedo respirar.
—Tam… —Gael comienza, pero lo interrumpo con una
negativa de cabeza.
«Él tampoco te ha dicho toda la verdad. Él tampoco ha
sido honesto del todo contigo. Su misma madre te lo dijo. Si él
no te lo cuenta todo, tú tampoco lo hagas. Elimina el archivo y
ya está».
Cierro los ojos.
—Preciosa, por favor…
—De acuerdo —digo, con un hilo de voz—. Te lo diré
todo.
Entonces, sin darle tiempo de replicar nada más, empiezo a
hablar.
Le hablo acerca de las amenazas que su padre hizo hacia
mi familia. Del modo en el que, poco a poco, empezó su juego
de manipulación y de cómo, luego de haberme probado cuán
en serio hablaba, empecé a acatar sus órdenes y peticiones.
Le cuento, también, sobre el contrato que me hizo firmar;
sin embargo, no le hablo sobre el libro estipulado en él, ni
sobre el documento que me hizo empezar a redactar. Se lo
cuento todo… menos eso.
En su lugar, le digo que el contrato únicamente estipula
que debo mantenerme alejada de él y que, de faltar a lo
acordado, mi familia sufrirá las consecuencias.
Mientras lo hago —mientras omito los detalles de mi trato
con su padre—, me digo a mí misma que destruiré ese
documento. Que lo eliminaré y que absolutamente nadie sabrá
que algún día existió.
Para cuando termino de hablar, mi pecho está lleno de
sentimientos encontrados. De sensaciones y emociones que
colisionan entre sí y me hacen difícil discernir entre mis
buenas y malas decisiones. Entre mis miedos absurdos y los
reales. Y, con todo y eso, no puedo dejar de sentirme aliviada.
Liberada de un peso gigantesco.
Pese a que no le dicho toda la verdad, hablarle a alguien
sobre cuán aterrorizada y amedrentada me sentía, es liberador.
Es maravilloso en formas extrañas y retorcidas.
Gael, quien no ha dejado de mirarme fijamente mientras
hablo, se encuentra ahí, a pocos pasos de distancia de mí —
distancia que no sé en qué momento impusimos, pero que
ahora está aquí y nos separa—, con el gesto descompuesto por
las emociones, la mandíbula apretada y las manos hechas
puño.
Una negativa sacude su cabeza.
—Tam, lo siento tanto.
Es mi turno de negar.
—No es tu culpa.
Gael cierra los ojos.
—Por supuesto que lo es —dice, una vez que vuelve a
encararme—. Lo es porque puse los ojos en ti. Porque no
escuché a mi razón cuando me decía que no debía
involucrarme contigo. Porque, aunque sabía que eras peligrosa
para mí, decidí jugar con fuego. Decidí meter las manos y
quemarme… —Hace una pequeña pausa y da un paso en mi
dirección—. Yo sabía, Tam, que tenía que mantener mi
distancia contigo. Lo supe desde el primer momento… Y, de
todos modos, ignoré todas las señales de advertencia. Te metí
en mi mundo de mierda y estas son las consecuencias.
—Gael, tú no me metiste en ningún lado —digo, porque es
cierto—. Yo también lo decidí. Yo también jugué con fuego.
Me arriesgué aun sabiendo lo que significaba estar contigo.
—No entiendo cómo es que, a estas alturas no te has
arrepentido —suelta, con amargura y mi ceño se frunce
ligeramente.
—¿Y de qué se supone que tendría que arrepentirme?
—De haberte metido conmigo.
—Pues no lo hago —digo y él da otro paso en mi dirección
—. No me arrepiento en lo absoluto de haberme cruzado en tu
camino.
—Yo sí lo hago —dice él y mi corazón duele cuando
pronuncia aquello—. Yo sí me arrepiento de haberme
involucrado contigo creyendo que iba a conseguir una
aventura. Creyendo que no sentiría nunca nada por ti. Porque,
a estas alturas, Tamara, no puedo seguir negándomelo a mí
mismo. No, luego de la tortura que fue estar cerca de ti todo
este tiempo y no poder besarte. No poder tocarte… No, luego
de tener que aguantarme las ganas de gritarle al mundo que la
distancia entre nosotros estaba volviéndome loco. —
Finalmente, acorta el pequeño espacio que nos separa—. Y, si
no te lo digo ahora… si no lo saco de mi sistema… no voy a
poder estar tranquilo jamás.
—Gael…
—Estoy loco por ti, Tamara Herrán —me interrumpe—.
Estoy colado por ti. Hasta los malditos huesos. Y no me
importa si tú no sientes lo mismo. A estas puñeteras alturas,
me importa una mierda si tú no sientes lo mismo que yo. —
Sacude la cabeza en una negativa frenética—. Porque, si no te
lo digo ahora, no sé si luego podré. Si no te confieso cuán
jodidamente enamorado estoy de ti, puede que luego la vida no
me lo permita.
Mi corazón late con fuerza, mis manos tiemblan
incontrolablemente y el nudo que tenía en la garganta se
aprieta otro poco.
No puedo hablar. No puedo tragarme el mar de emociones
que me embargan porque sé, hasta el fondo de mi corazón, que
yo siento lo mismo. Que no importa cuánto trate de negarlo o
de diluirlo, porque el sentimiento ahí está. Porque desde hace
mucho, por más que trato, no puedo sacármelo de la cabeza.
De los sentimientos. Del corazón… Y, a estas alturas del
partido, ya ni siquiera sé si puedo hacerlo.
Trago saliva.
Quiero decirle que él no tiene idea de lo que siento. Que ni
siquiera le pasa por el pensamiento la cantidad de cosas que
provoca en mí solo con su cercanía… pero no lo consigo. De
hecho, no puedo hablar en lo absoluto. Por eso, en su lugar,
acorto la distancia que nos separa y planto mis labios sobre los
suyos en un beso urgente y ávido.
Su aliento se mezcla con el mío entrecortado cuando nos
apartamos y, luego de unos segundos, planto un beso casto
sobre su boca, para luego susurrar en voz baja y queda:
—Estoy enamorada de ti, Gael. Tan enamorada, que siento
que voy a enloquecer si me aparto de ti una vez más.
—No habrá una vez más, Tam —promete él y quiero
protestar. Quiero decirle que no puede hacer esa clase de
promesas, pero no me lo permite.
Sus labios han acallado cualquier protesta de los míos con
un beso lento y profundo.
Estoy a su merced. Soy presa del sabor dulce de sus besos
y del tacto cálido de sus manos, y casi podría jurar que el
mundo entero parece haberse detenido solo para que ambos
seamos capaces de absorber este doloroso —y efímero—
instante.
Capítulo 39
El sonido de mi respiración agitada invade todo el lugar
cuando Gael se aparta de mí y une su frente a la mía.
No abro lo ojos. No me permito volver a la realidad
todavía. No cuando Gael me sostiene de la forma en la que lo
hace. No cuando el mundo entero parece haber ralentizado su
andar apresurado.
Un suspiro me abandona en el instante en el que los brazos
del magnate se cierran a mi alrededor con más fuerza que
antes, pero no es hasta que se aparta de mí y me ahueca un
lado de la cara con su palma abierta, que me atrevo a
encararlo.
Las tonalidades amarillentas, doradas y cafés de sus ojos
me reciben y, pese a que las he contemplado un montón de
veces, me dejan sin aliento una vez más. Los ojos de Gael
siempre han sido un verdadero espectáculo.
Un escalofrío me recorre cuando su vista se clava en mi
boca, pero no es hasta que su pulgar traza una caricia en mi
labio inferior, que la anticipación empieza a formar un nudo en
mi estómago.
—No tienes idea de cuánto te he echado de menos —
susurra, y su voz suena tan ronca y profunda, como la de
alguien que no ha hablado durante mucho tiempo—. No tienes
idea de cuán difícil el tener que mirarte en mi oficina y
obligarme a mantener las manos y los sentimientos a raya.
Sus ojos se clavan en mí y me quedo sin aliento durante
unos segundos.
No respondo. No puedo hacerlo.
—Tamara… —murmura, al cabo de unos segundos—.
Necesito que me prometas algo…
—Gael… —comienzo, pero él niega con la cabeza para
hacerme callar.
—Necesito que me prometas que nunca más va a haber
secretos entre nosotros —dice—. Que nunca más vas a
ocultarme algo como lo que te hizo mi padre.
—Gael, yo…
—Promételo, Tamara.
Enmudezco por completo.
No puedo responder. No soy capaz de hacerlo. No cuando
sé que no he sido honesta del todo. No cuando sé que él
también oculta algo.
—Prométeme que no vamos a permitir que terceras
personas, intrigas o cualquier mierda ajena a nosotros, nos
destruya —dice y algo dentro de mí se estruja con violencia—.
Promételo.
No puedo hacerle esa clase de promesa.
No todavía.
«Solo… bésalo», susurra la voz insidiosa de mi cabeza y,
abrumada y horrorizada por lo que puede ocurrir, la escucho y
planto mis labios sobre los de Gael en un beso más urgente
que el anterior.
Un gruñido ronco retumba en el pecho del magnate y sus
brazos se envuelven alrededor de mi cintura con mucha fuerza.
De inmediato, eleva mi peso de modo que mis pies dejan
de tocar el suelo y, en el proceso, suelto un grito ahogado. A él
no parece importarle para nada ni mi protesta, ni mi peso, ya
que ha empezado a caminar conmigo a cuestas.
No sé cuánto avanzamos antes de que me deposite en el
suelo una vez más y, empecemos a andar a ciegas —porque no
hemos dejado de besarnos— por la estancia; sin embargo, en
el momento en el que mis talones chocan con el primer
peldaño de la escalera que lleva al piso superior, otro sonido
ahogado se me escapa.
Una sonrisa boba se dibuja en los labios del magnate, pero
no deja de besarme.
Otra protesta brota de mi garganta en el instante en el que
doy un traspié y, así como así, y de la manera más repentina
posible, el equilibrio me abandona y empiezo a caer. Gael, sin
embargo, es más rápido y envuelve uno de sus brazos
alrededor de mi cintura para detener mi caída. En el proceso,
da una zancada larga para cuadrar el cuerpo y no caer junto
conmigo, y yo me quedo aquí, aferrada de su cuello y
suspendida a medio camino entre el suelo y su anatomía.
Una carcajada escapa de mis labios cuando, con cuidado
soy depositada sobre uno de los escalones. Gael —quien
también ríe— hunde el rostro en mi cuello mientras masculla
algo que no entiendo del todo.
Un balbuceo incoherente es lo único que puedo darle en
respuesta, pero él ni siquiera se molesta en averiguar qué he
dicho, ya que ha comenzado a besar la piel sensible de mi
cuello.
Un sonido ahogado escapa de mis labios cuando sus
dientes raspan un punto especialmente sensible, y un
escalofrío de puro placer me eriza los vellos de la nuca.
Por acto reflejo, mis manos hacen puños el material del
saco que lleva puesto y, en respuesta, deja escapar un gruñido
cargado de aprobación.
Una estela de besos ardientes hace su camino hasta llegar
al punto en el que mi mandíbula se une con mi cuello y, una
vez ahí, traza una nueva trayectoria hasta mi barbilla.
Entonces, un beso ávido es depositado en mis labios.
La lengua de Gael hace su camino hasta encontrar la mía y
otro estremecimiento me recorre, pero no es hasta que sus
manos inquietas se posan en mis muslos —vestidos por los
vaqueros—, que todo pensamiento coherente empieza a
drenarse fuera de mi cerebro.
Mi pulso late a toda marcha, la sangre me zumba en todo
el cuerpo, los labios me arden por el contacto urgente, las
manos me tiemblan debido a la ansiedad; pero, de todos
modos, no puedo —quiero— parar. No puedo —quiero—
dejar de besarlo.
Mis dedos torpes y ansiosos viajan hasta el nudo de su
corbata y tiran de él hasta que se deshace. Luego, me
entretengo unos instantes deshaciendo los botones superiores
de su camisa.
Gael no deja de besarme. No deja de saquear fuera de mi
boca todo aquello que tanto tiempo nos negamos el uno al
otro.
Mis manos se apoderan de las solapas de su saco y tiro de
él para quitárselo. Él, cooperando conmigo, me ayuda a
sacarlo fuera de su torso y es hasta entonces, que vuelvo a los
botones de la camisa.
Para el instante en el que he deshecho la mitad de la
botonadura, deslizo las manos dentro del material para
acariciarle el pecho y sentir las ondulaciones de su abdomen, y
la firmeza de los músculos debajo de su piel.
Un escalofrío me invade cuando sus manos se acunan en
mis caderas, pero eso no hace más que envalentonarme otro
poco y deslizo mi tacto para sacarle la camisa fajada del
pantalón, y luego posarlas sobre el cinturón que lleva puesto.
En ese momento, Gael se aparta con brusquedad y une su
frente a la mía.
—Tamara, si no te detienes ahora… —dice, en un resuello,
pero no concluye la oración. No termina de hablar. Se queda
aquí, con los ojos cerrados y el ceño fruncido en un gesto
torturado y vulnerable. En un gesto tan fascinante, como
salvaje.
—Tócame —pido, con un hilo de voz, sintiéndome
valiente y osada.
—Tam…
—Gael —lo interrumpo—, tócame.
Una emoción salvaje se apodera de su mirada cuando
nuestros ojos se encuentran, y un escalofrío de anticipación me
recorre la espina.
—Tamara, si te toco… —dice—, si te pongo una mano
encima… No sé si voy a poder detenerme.
—¿Y quién te ha dicho a ti que quiero que te detengas?
Los ojos del magnate se oscurecen con mi declaración y,
sin decir una palabra más, planta sus labios sobre los míos en
un beso lento, pausado y profundo. Del tipo de beso que es
capaz de robarte el aliento y colarse entre tus huesos. Del tipo
de contacto que cala hondo en el alma y te hace mella en el
corazón.
Mis dedos ansiosos y torpes se han enredado en las hebras
onduladas de su cabello y sus manos están ancladas en mis
caderas. Mi espalda se arquea hacia él cuando siento como
envuelve un brazo alrededor de mi cintura y tira de mí para
ayudarme a ponerme de pie. Como puedo, me empujo a mí
misma para no dejar de besarle mientras maniobramos para
reincorporarnos.
Cuando me encuentro de nuevo sobre mis pies, Gael guía
nuestro camino escaleras arriba. En el proceso, envuelve sus
dedos largos alrededor de una de mis muñecas y tira de ella
con suavidad para llevarme tras él.
Mi corazón no deja de latir como loco durante el trayecto
hasta su habitación, pero no es hasta que estamos ahí, de pie a
mitad de la estancia casi en penumbra, que el peso de lo que
está a punto de ocurrir se asienta en mis huesos.
Solo he estado con una persona en mi vida. Solo he
compartido esta clase de intimidad con alguien más y, ahora
que estoy aquí, con la figura imponente de Gael Avallone de
pie frente a mí, me siento cohibida; abrumada por la ansiedad
y el nerviosismo que me embargan.
Sé que Gael ha estado con muchas mujeres antes. Sería
una tonta si no estuviera completamente convencida de que, en
experiencia, él me lleva bastante ventaja; sin embargo, no
puedo dejar de pensar en ello como si fuese la cosa más
relevante ahora mismo. No puedo dejar de pensar en la
cantidad de cuerpos desnudos que ha visto y en los
sentimientos que puede —o no— haber involucrado con todas
y cada una de esas mujeres.
Algo vicioso y doloroso se apodera de mi pecho en ese
momento y la sensación es tan apabullante que las ganas que
tengo de salir corriendo se vuelven insoportables.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —pregunta,
al cabo de unos instantes de silencio.
—¿Tú lo estás? —Sueno más nerviosa de lo que me
gustaría.
—No tienes idea de cuánto he fantaseado con este
momento, Tamara —confiesa y, de inmediato, siento como mi
rostro se calienta. Estoy segura de que me estoy ruborizando
hasta la médula—. Así que, sí; estoy bastante seguro… —
Hace una pequeña pausa—. ¿Y tú? ¿Quieres que pare?
Niego con la cabeza.
—Quiero que me toques. Quiero que me hagas tuya.
Quiero hacerte mío y que seamos el uno del otro. Como
siempre tuvo que haber sido.
—Entonces, ven aquí —pide, con esa voz suya tan ronca y
un escalofrío de pura anticipación me recorre la espina.
Mis pasos son lentos, dubitativos, pero constantes, y no se
detienen hasta que quedo delante de Gael. No dejan de avanzar
hasta que su figura queda posicionada frente a la mía
Lo miro a detalle.
Su cabello —revuelto por las caricias de mis manos— cae
sobre su frente en una imagen fresca y desgarbada; su camisa
—media deshecha y arrugada— deja a la vista la tinta que tiñe
parte de sus pectorales, y su postura imponente acentúa
aquellas partes de su cuerpo —sus caderas estrechas, sus
hombros anchos, su figura delgada pero atlética, su
complexión fuerte y aerodinámica…— que, en otro momento,
quizás quedarían eclipsadas por el disfraz de hombre de
negocios que suele ponerse a diario. Todas esas cosas que, a
simple vista, y debajo de aquellos trajes caros que utiliza,
nunca salen a relucir.
Aprieto los dientes.
Hay algo indómito en su mirada. Algo agreste, fuerte y
abrumador, y no puedo descifrar del todo qué es. Tampoco
puedo ponerle un nombre a la emoción que surca su rostro
cuando sus ojos barren la extensión de mi cuerpo de pies a
cabeza. Lo único que puedo hacer ahora mismo, es sentir
como mi cuerpo se calienta ante la forma en la que me mira.
Gael se lleva las manos a la camisa y se deshace de los
botones que dejé a la espera de trabajo. Luego, sin dejar de
verme a los ojos, deja caer el material al suelo.
La tinta en sus brazos es lo primero que atrae mi atención,
y luego lo hace la firmeza de los músculos de su abdomen.
Finalmente, mis ojos se deslizan un poco más abajo y todo
pensamiento coherente es drenado de mi cabeza en el instante
en el que miro las depresiones marcadas de sus caderas.
Una mano grande se apodera de mi barbilla y me obliga a
mirar hacia arriba; hacia los ojos del magnate. Entonces, sus
labios encuentran los míos en otro beso parsimonioso.
Mi corazón se detiene durante una fracción de segundo
para reanudar su marcha a una velocidad inhumana, pero no es
hasta que la mano libre de Gael se desliza por debajo del
material de la blusa que llevo puesta, que comienza a latir a un
ritmo alarmante.
La aspereza de su tacto envía escalofríos por toda mi
espalda y, de pronto, me encuentro tratando de concentrarme
en la forma en la que sus yemas trazan patrones suaves en mi
piel.
La mano que se encontraba en mi barbilla se retira en ese
momento y, al cabo de unos segundos, se ancla en mis caderas.
Entonces, Gael, con ambas manos puestas sobre esa curva de
mi cuerpo, se apodera del borde de mi blusa para sacarla por
encima de mi cabeza.
Tiene que apartarse de mí mientras lo hace, pero vuelve a
besarme una vez que el material abandona mi torso. Acto
seguido, envuelve un brazo alrededor de mi cintura y pega mi
abdomen blando al suyo firme y fuerte.
Un suspiro ahogado es amortiguado por la avidez de su
beso y una de sus manos hace su camino hasta el broche de mi
sujetador. En seguida, y de un solo movimiento, lo deshace.
Un estremecimiento me recorre la espalda y yo, en el afán de
hacerle sentir todo eso que siento ahora mismo, deslizo mis
dedos sobre su pecho y sus costados.
Avanzamos sin dejar de besarnos hasta que la parte trasera
de mis pantorrillas golpea contra la base de la cama, y es hasta
ese momento, que Gael se toma unos segundos para dejar de
besarme y deslizar los tirantes de mi sujetador por mis brazos.
Besos cortos, húmedos y ávidos trazan su camino desde mi
mandíbula hasta la base de mi cuello y, una vez ahí, siguen su
trayectoria hasta llegar a mis clavículas. Entonces, sin previo
aviso o advertencia, sus manos —las cuales estaban en mis
caderas—, se deslizan por mis costados hasta llegar a mis
pechos. Entonces, los ahueca entre sus dedos.
Un suspiro escapa de mi garganta en el instante en el que
sus pulgares empiezan a trazar caricias en la piel sensible de la
zona, pero no es hasta que su boca desciende otro poco y se
apodera de uno de ellos, que un escalofrío de puro placer me
llena cada centímetro del cuerpo.
Mis dedos se enredan en las hebras castañas de su cabello
y no sé si quiero apartarlo o acercarlo un poco más. No sé si
quiero pedirle que pare o que no se atreva a detenerse.
Entonces, justo cuando creo que no voy a poder soportarlo
más, su boca me abandona unos instantes, para apoderarse de
la cima del otro pecho.
Mi cabeza se echa hacia atrás casi por inercia y, sin que
pueda evitarlo, mi espalda se arquea hacia él.
En respuesta, deja escapar un gruñido ronco que reverbera
en toda la estancia.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que deje de torturarme
de esa manera y vuelva a besarme en los labios, pero, para el
momento en el que lo hace, me he convertido en una masa
temblorosa de terminaciones nerviosas. Todo mi ser se ha
convertido en líquido, calor y sensaciones intensas.
Un sonido estrangulado escapa de mi garganta cuando
Gael me empuja ligeramente, de modo que tengo que
recostarme sobre la cama; pero no es hasta que sus manos
expertas buscan el botón de mis vaqueros, que otra oleada de
ansiedad y nerviosismo me golpea.
El cierre de mis pantalones baja casi por sí solo cuando los
dedos de Gael deshacen la botonadura, y un nudo de
anticipación se forma en la boca de mi estómago cuando sus
pulgares se enganchan en las presillas de la prenda.
El material desciende por mis caderas y las levanto para
que él pueda deslizarlo hasta que queda enroscado alrededor
de mis Converse.
Una maldición escapa de los labios del magnate y yo, para
ayudarle, empujo los tenis fuera de mis pies sin siquiera
molestarme en desatar los cordones. Enseguida, él desliza el
pantalón fuera de mi cuerpo y, en el proceso, pierdo los
calcetines que llevaba puestos.
Las manos de Gael se posan sobre mis muslos y se aparta
para arrodillarse frente a mí. Yo tengo que elevarme sobre mis
codos para tener un vistazo de su cabeza.
Su tacto se desliza hacia arriba, sobre la parte externa de
mis piernas desnudas y se detiene justo cuando se introduce
debajo del material de mis bragas de algodón.
Los ojos de Gael viajan hasta encontrar los míos, como si
tratase de pedirme permiso para hacer algo; sin embargo, no es
hasta que sus pulgares cierran en ganchos el material de mi
austera ropa interior, que el peso de lo que quiere hacer cae
sobre mí como balde de agua helada.
El magnate tira de la prenda ligeramente, de modo que
tengo que volver a elevar las caderas para dejarlo retirar el
material; pero no es hasta que estoy completamente desnuda,
con él asentado y arrodillado entre mis piernas, que mi
corazón da un tropiezo monumental.
Gael no deja de mirarme con aquella expresión salvaje y
deseosa mientras que, con mucha delicadeza, traza caricias
sobre el interior de mis muslos para detenerse peligrosamente
cerca de mi feminidad.
Es en ese momento, cuando, con mucho cuidado, desliza
uno de sus pulgares entre mis pliegues húmedos. Un escalofrío
de puro placer me invade de pies a cabeza cuando su caricia
alcanza mi punto más sensible y, casi por acto reflejo, mis
piernas hacen ademán de cerrarse.
Una sonrisa lasciva tira de las comisuras de sus labios y la
vergüenza se mezcla con la sensación abrumadora que me
provocan las caricias que ha empezado a trazar en mi centro.
Es en ese preciso instante, cuando siento cómo mis caderas
se elevan para encontrar el tacto dulce, que mis ojos se cierran
y mi cabeza se echa hacia atrás.
Un sonido suave escapa de mi garganta cuando el ritmo de
sus caricias cambia; sin embargo, no es hasta que siento cómo
uno de sus dedos se desliza en mi interior, que otro más
intenso me abandona.
Un gemido quejumbroso brota de mi garganta en el
instante en el que su toque me abandona y, casi de inmediato,
mi vista se abre de nuevo para encararlo. Gael, sin embargo,
no dice nada. Se limita a mirarme fijamente mientras que, con
lentitud, se acerca a mí.
La confusión que me invade desaparece cuando me doy
cuenta.
«Oh, por el amor de…».
Todo pensamiento coherente se ha drenado de mi cabeza.
Toda clase de razonamiento sensato se ha fugado fuera de
mi sistema porque está besándome. Porque está besándome…
ahí. Y yo no puedo hacer otra cosa más que intentar apartarlo.
Intentar acercarlo y absorber la sensación abrumadora y
arrolladora que me provoca.
Un sonido particularmente escandaloso escapa de mi
garganta en ese instante y mis dedos se aferran a su cabello en
un desesperado intento por… ¿Apartarlo? ¿Atraerlo? Aún no
lo sé. Lo único que sé, es que el mundo ha perdido
completamente su forma. Que el universo a mi alrededor ha
dejado de moverse y ha comenzado a difuminarse entre las
intensas oleadas de placer que me embargan.
La sangre zumba y canta en mis venas, siento los músculos
de las piernas agarrotados y tensos; el pulso me late con tanta
fuerza, que se siente como si estuviese a punto de estallar, y yo
estoy aquí, aferrándome a él como puedo, tratando de contener
la erupción que está a punto de llevárselo todo a su paso.
Un gemido intenso escapa de mi garganta cuando el ritmo
de su caricia constante se vuelve más demandante, y yo, sin
poder sostenerme más sobre mis brazos, me dejo caer en el
colchón.
Tengo calor. Mi cuerpo entero ha comenzado a
abochornarse y no puedo dejar de morder la parte interna de
mi mejilla para evitar gritar. Para evitar hacer otra cosa que no
sea temblar ante la intensidad de sus caricias.
Las manos de Gael se clavan en la carne blanda de mis
caderas y, justo cuando estas se alzan de manera involuntaria,
él envuelve un brazo sobre ellas para mantenerme quieta en mi
lugar e impedir que me aparte.
Algo se construye en mi vientre.
Algo intenso, abrumador y placentero forma un nudo en
mi abdomen y un escalofrío me eriza todos y cada uno de los
vellos que poseo.
Un espasmo me recorre de pies a cabeza y reprimo el grito
que ha comenzado a construirse en mi garganta.
Esto es demasiado. No puedo contenerlo más. Voy a
estallar. Voy a…
Un sonido —mitad gemido, mitad grito— escapa de mi
garganta en el instante en el que el orgasmo demoledor me
golpea de lleno. Un estremecimiento que nace desde mi centro
me recorre entera y un espasmo, seguido de otro y otro más,
me llenan el cuerpo y se cuelan en mis huesos hasta hacerme
imposible pensar con claridad.
Soy vagamente consciente de cómo Gael se aparta de mí.
De hecho, apenas sí me doy cuenta de cómo se levanta del
suelo para recostarse a mi lado; sin embargo, una vez que
estoy un poco más en control de mí misma —y de mi cuerpo
—, me obligo a incorporarme para acomodarme a horcajadas
sobre sus caderas.
Una sonrisa juguetona se apodera de los labios del
magnate y, aprovechando mi posición ventajosa, deslizo las
manos por su pecho y abdomen hasta detenerme sobre el
cinturón que lleva puesto.
Las cejas de Gael se disparan hacia arriba, en un gesto
arrogante, burlón y retador y, sintiéndome un poco más
valiente, trabajo en la hebilla con dedos torpes.
—¿Quieres que te ayude? —pregunta, con aire juguetón.
—Lo tengo todo bajo control —balbuceo, concentrada en
la tarea impuesta.
—Es una hebilla difícil —acota.
—Puedo hacerlo. —Sueno como una niña pequeña
renegándole a sus padres, y eso solo consigue que una risa
suave se le escape, pero no dice nada más. Se limita a dejarme
trabajar en silencio.
Me toma varios intentos retirar el seguro y, cuando lo
hago, le dedico una mirada triunfal. Él me responde con una
rodada de ojos y una sonrisa burlona.
—Yo lo habría hecho en la mitad del tiempo —fanfarronea
y es mi turno de poner los ojos en blanco.
—¿Es que siempre tienes que puntualizar lo superior que
eres al ser humano promedio? —bromeo. Trato de sonar
fastidiada, pero en realidad sueno divertida.
Una carcajada escapa de su garganta y aprovecho esos
segundos de distracción para empezar a trabajar en la
botonadura de sus pantalones.
En el momento en el que el cierre se desliza hacia abajo,
un trozo del material elástico de su ropa interior me recibe.
Después, las manos de Gael se anclan en mis caderas
desnudas para alzar las suyas. Un nudo de anticipación se
forma en mi vientre cuando me percato del bulto creciente en
su entrepierna y, en respuesta, deslizo las yemas de mis dedos
sobre la tela de su bóxer.
Un sonido gutural escapa de su garganta y el nudo se
aprieta otro poco.
La sensación vertiginosa que me provoca la situación en la
que nos encontramos, es casi tan intimidatoria, como
abrumadora; pero no permito que me amedrente. Esto es lo
que quiero. Estoy cansada de huir de lo que siento por este
hombre. Si permito que el miedo me paralice una vez más, sé
que voy a lamentarlo.
Mis ojos se encuentran con los de Gael cuando sus caderas
descienden al colchón una vez más, y algo salvaje me atenaza
el pecho. Algo poderoso y… dulce.
—Eres tan hermosa —Gael suelta en un susurro ronco y
mi corazón se calienta con una emoción que, por más que
tratase, jamás podría describirla con palabras.
No soy capaz de decir nada, es por eso que decido
inclinarme sobre él para plantar mis labios sobre los suyos en
un beso dulce. Pausado. Largo.
Las manos de Gael se apoderan de mi rostro y me besa de
vuelta; como tuviese todo el tiempo del mundo para hacerlo.
Yo lo imito porque hacía mucho que ansiaba su cercanía.
Hacía mucho que la tortura que suponía estar lejos de él estaba
acabando conmigo.
—Te he echado tanto de menos —susurra contra mi boca,
cuando nos apartamos ligeramente.
—No tienes idea de cuánto te eché de menos yo a ti —
digo, con un hilo de voz y él vuelve a besarme.
En ese momento, y presa de un impulso envalentonado,
deslizo una mano entre nuestros cuerpos solo para colocarla
encima del material de su bóxer; justo donde su deseo por mí
se encuentra.
Un gruñido retumba en el pecho de Gael y reverbera en el
mío, pero no permito que eso me detenga. Al contrario, me
obligo a continuar con la tarea impuesta y deslizo los dedos
hasta el elástico de su ropa interior para tirar de él, de modo
que soy capaz de introducir mi mano.
La piel suave de la zona hace que mi corazón dé un
tropiezo, pero no dejo que eso me acobarde. No dejo que el
repentino nerviosismo me haga detenerme. Al contrario, me
obligo a envolverlo entre mis dedos para acariciarlo.
Es grande. Tan grande, que la mano no me alcanza para
envolverlo; sin embargo, no dejo que eso me amedrente o me
intimide. De hecho, trato de no pensar mucho en ello; porque,
si lo hago, voy a acobardarme.
Otro sonido ronco y profundo escapa de sus labios y
aprovecho esos instantes para empezar a bombear a través de
su longitud. Mi labio inferior es atrapado entre sus dientes
cuando mi caricia se vuelve constante y, justo cuando cambio
de ritmo, Gael posa una mano en la parte trasera de mi nuca y
tira de mí hacia él para besarme con más urgencia.
Una palabrota escapa de sus labios cuando, con mi pulgar,
presiono su punta y, en ese momento, nos hace girar sobre el
colchón; de modo que quedo recostada sobre la cama, con él
asentado entre mis piernas y una mano dentro de su ropa
interior.
Gael, en ese momento, y sin decir una sola palabra, se
aparta de mí y se deshace del resto de su ropa sin ceremonia
alguna.
La imagen que me recibe luego de eso es tan imponente,
que me quedo sin aliento. Tan abrumadora, que mi estómago
da un vuelco de la anticipación.
La tinta que tiñe sus brazos fuertes, solo lo hace lucir más
intimidatorio de lo que en realidad es, y la dureza de su
abdomen firme solo consigue que el nudo en mi vientre se
apriete otro poco. No me pasan desapercibidas las marcadas
depresiones de sus caderas o lo estrecha que esa parte de su
cuerpo es en comparación a su espalda amplia y fuerte… Y, a
pesar de todo eso… de que luce como si acabase de salir de
una revista… no deja de parecerme… mundano. Vulnerable.
No sé a qué se deba. No sé si sea lo deshecho que luce su
cabello, o lo hinchados que tiene los labios; quizás solo es el
hecho de que su respiración es casi tan dificultosa como la
mía… No lo sé. Lo único que sé en estos momentos, es que
quiero besarle de nuevo. Fundirme entre sus brazos y
guardarle en mi memoria así: vulnerable. Expuesto. Real.
—No puedo creer cuán hermosa eres —dice, con aquel
tono enronquecido tan suyo y un nudo de emociones se
apodera de mi garganta.
—Ven aquí… —pido, pero él sacude la cabeza en una
negativa.
—Necesito mirarte otro poco —dice, y yo, sintiéndome
cohibida, trato de cubrirme.
Una sonrisa dulce tira de las comisuras de sus labios, pero
no dice nada más. Solo barre la extensión de mi cuerpo con su
vista antes de dar un par de pasos en mi dirección.
Se detiene cuando queda justo frente a mí. Para ese
momento, ya me he incorporado en una posición sentada; de
modo que él puede apoderarse de mi barbilla con facilidad
para plantar sus labios en los míos en un beso largo y
profundo.
Entonces, cuando se aparta, susurra:
—Ahora vuelvo.
Acto seguido, se encamina al baño de la habitación y
desaparece detrás de la puerta solo para volver al cabo de unos
minutos con un pequeño paquete de aluminio entre los dedos.
Mi estómago cae en picada cuando caigo en la cuenta de
que se trata de un preservativo, pero trato de no hacerlo notar.
Una sonrisa infantil y ansiosa se desliza en los labios del
magnate cuando alza la vista para mirarme; pero no puedo
hacer otra cosa más que corresponder su gesto con otro igual
de nervioso.
—¿Tienes una idea de hace cuánto tiempo no hago esto?
—dice, con la voz enronquecida.
Niego con la cabeza.
—Tampoco quiero saberlo —digo, con toda honestidad y
él suelta una carcajada.
—La última vez que follé con una mujer, fue unas semanas
antes de conocerte —dice.
—¡Te dije que no quería saber! —chillo, al tiempo que
hago ademán de cubrirme los oídos—. Además, ¿a quién
quieres verle la cara de idiota? Te conocí con los pantalones
abajo a punto de tener relaciones con tu secretaria.
Otra risa brota de la garganta del magnate, y sacude la
cabeza con incredulidad.
—Esa fue la última interacción íntima que tuve con una
mujer antes de que una chiquilla irritante se me metiera en los
pensamientos —dice, una vez superado el ataque de risa, y
hace una pequeña pausa antes de continuar—: Compré estos
—juguetea con el pequeño envoltorio de aluminio entre sus
dedos—, luego de lo que pasó aquella primera ocasión en la
sala; pero nunca tuve el valor de decirte que los tenía porque
no quería que pensaras que solo buscaba eso de ti.
Mi corazón da un vuelco con sus palabras, pero trato de no
hacérselo notar. Trato, desesperadamente, de lucir serena y de
seguir con el hilo juguetón que había tomado nuestra
conversación.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero detalles
de tu vida sexual? —me quejo, a manera de broma, al tiempo
que me cruzo de brazos—. Haces que quiera vestirme solo
para probarte que no soy una más.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no eres una más?
—Gael responde, con seriedad, y sus palabras me estrujan el
pecho—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que estoy
enamorado de ti para que te entre en esa cabeza terca que
tienes?
No soy capaz de decir nada. Temo que, si lo hago, voy a
arruinar el momento, así que, en su lugar, me quedo quieta,
sentada sobre la cama; mientras él me contempla durante lo
que se siente como una eternidad.
Gael se acerca a la cama y se inclina sobre ella solo para
volver a besarme; pero, cuando lo hace, estoy lista para
recibirlo. De hecho, cuando me besa, lo primero que hago es
envolver mis brazos alrededor de su cuello para atraerlo hacia
mí.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? —Gael
pregunta una vez más y yo, incapaz de confiar en mi voz para
hablar, asiento.
Es hasta ese momento, que las palabras se acaban. Todo
pasa a segundo plano. Y lo único que existe, es él.
Sus besos. Sus caricias. El olor de su piel. El tacto de su
cabello alborotado entre mis dedos. El latir desbocado de su
corazón contra mis costillas…
Solo existe la forma en la que me sostiene. La forma en la
que sus labios recorren cada centímetro de mi piel y la manera
en la que mis manos trazan cada figura de tinta que hay su
cuerpo. Cada ondulación de sus músculos.
Gael se encarga de colmarme el cuerpo de caricias dulces,
de besos —algunos eternos y otros fugaces—, y de
sensaciones que jamás creí que volvería a sentir. De
sentimientos que hacen que mi pecho se sienta a punto de
estallar.
Y, es hasta es entonces, que se aparta de mí y empieza a
trabajar en el preservativo.
Gael se arrodilla sobre la cama y se asienta entre mis
piernas, al tiempo que se apodera de mi barbilla y planta un
beso rápido en mis labios.
Acto seguido, se apodera de mis muslos y tira de ellos, de
modo que me hace caer de la posición sentada en la que me
encontraba hasta hace unos instantes.
Entonces, se posiciona todavía más cerca —de modo que
soy capaz de sentirlo muy cerca de mi feminidad— y una de
sus manos se desliza entre nuestros cuerpos para buscar entre
mis pliegues húmedos.
Suelto un suspiro entrecortado en el instante en el que su
toque me abandona y es reemplazado por algo diferente. Por
algo suave y firme rozando mi entrada.
Mi respiración es superficial ahora y lo único que puedo
hacer, es mirarlo. Mirar como su cabello cae hacia enfrente
mientras se frota en mí y trata de guiar su camino en mi
interior.
Y es en ese momento, cuando está justo en el lugar
indicado, que empuja con suavidad.
Un sonido estrangulado escapa de mi garganta cuando
siento cómo mis músculos se abren para recibirlo. Otro
empujón suave viene a mí en ese momento y siento cómo mi
mandíbula se aprieta, en un desesperado intento por reprimir el
gemido que amenaza con escapar de mis labios.
Un último movimiento de sus caderas contra las mías hace
que entre completamente en mí y, esta vez, no soy capaz de
reprimir el quejido que se ha estado construyendo en mi
garganta.
Mi respiración es temblorosa, mi corazón late a toda
marcha, mis piernas se sienten tensas y acalambradas, y los
músculos de mi centro luchan por adaptarse a su tamaño.
No soy una chica virginal. Mucho menos soy una chica
carente de experiencias. Había estado ya antes con alguien —
con Isaac—; pero jamás había estado con alguien como Gael.
Con alguien así de… imponente.
Con el paso de los segundos, la incomodidad que se había
hecho presente en mi sistema disminuye lo suficiente como
para permitirme no prestarle demasiada atención, es por eso
que me obligo a encararlo.
Su cabello cae alborotado sobre su frente, sus ojos están
nublados por el deseo, su respiración es casi tan superficial
como la mía y sus labios —enrojecidos por nuestro contacto
previo— están entreabiertos.
Nuestros ojos se encuentran.
La pregunta que baila en su mirada es tan clara, que lo
único que tengo qué hacer para responderla, es asentir.
Sé que está preocupado por mí. Está preguntándome si
deseo que continúe. Es por eso que, solo hasta que ve el
movimiento de mi cabeza, ancla sus manos a mis caderas y
empieza a moverse.
El ritmo que impone es lento y pausado, pero constante, y
le permite a mi cuerpo adaptarse a él. Le permite a mis
músculos agarrotados relajarse y dejarse llevar por la
sensación placentera que ha comenzado a construirse en mi
interior.
Un sonido tembloroso y débil escapa de mis labios cuando
Gael se inclina hacia adelante y cambia el ángulo de sus
envites.
Otro sonido roto brota de mi garganta cuando el ritmo
impuesto cambia una vez más; de modo que ahora soy capaz
de sentir el choque de sus caderas contra las mías.
Un escalofrío de puro placer me recorre en ese momento, y
no puedo hacer otra cosa más que alzar la parte inferior de mi
cuerpo para encontrarme con él en el camino. No puedo hacer
nada más que sentir.
Un gruñido brota de la garganta de Gael cuando envuelvo
mis piernas alrededor de sus caderas y envuelve un brazo
alrededor de mi cintura. Yo enredo los míos alrededor de su
cuello y, enseguida, tira de mí hacia arriba.
Un grito involuntario sale de mi boca casi por voluntad
propia cuando soy incorporada y quedo aferrada a su torso,
con él aún en mi interior.
Es en ese momento, que Gael deja de moverse.
—Baja los pies —instruye contra mi oído, y así lo hago.
Entonces, cuando me doy cuenta de que soy yo la que debe
moverse, empiezo a hacerlo.
La posición es complicada y, al principio, me siento torpe
y lenta; sin embargo, al cabo de unos minutos, la encuentro tan
abrumadora y placentera, que no puedo reprimir los sonidos
que me abandonan.
Siento el cuerpo caliente, abochornado y tembloroso, pero
no me detengo. No, hasta que Gael, me da una palmada suave
en el trasero y murmura algo acerca de envolver mis piernas a
su alrededor una vez más.
Cuando lo hago, él se despereza de mi abrazo y me empuja
con suavidad contra la cama, de modo que quedo con las
caderas alzadas y las piernas envueltas a su alrededor.
Entonces, empieza a moverse una vez más.
Esta vez, el ritmo es más urgente que el anterior. Más
intenso y abrumador.
El sonido del choque de sus caderas contra las mías no se
hace esperar ahora y yo no puedo hacer nada más que
concentrarme en la sensación vertiginosa y placentera que ha
comenzado a construirse en mi vientre.
Pequeños sonidos escapan de mis labios sin que pueda
evitarlo, y mi espalda se arquea aún más cuando los dedos de
Gael se frotan contra mi punto más sensible.
Un gruñido estridente escapa de sus labios y se deja caer
hacia adelante. De modo que nuestros rostros quedan a
centímetros de distancia.
Aliento caliente se mezcla con el mío y yo no puedo dejar
de mirarle a los ojos. No puedo dejar contemplar cómo las
venas de sus sienes sobresalen debido al esfuerzo físico. No
puedo dejar de mirar cómo su cuello se tensa y su cabello
húmedo se enrosca —alborotado y desastroso— sobre su
frente.
Un gemido particularmente intenso me abandona cuando
Gael cambia el ángulo de sus envites una vez más y, esta vez,
ni siquiera me molesto en intentar contenerlo. Ni siquiera me
molesto en quedarme callada porque estoy demasiado
concentrada en lo que estoy sintiendo. En la sensación
vertiginosa que amenaza con arrollarlo todo a su paso.
Un sonido gutural escapa de la garganta de Gael cuando el
ritmo impuesto incrementa otro poco y, en respuesta, mi
espalda se arquea.
Otro sonido estrangulado brota de mi garganta casi al
instante y el mundo pierde enfoque. El universo entero se
difumina y, en lo único en lo que puedo concentrarme, es en la
sensación abrumadora y arrolladora que está a punto de
consumirme.
—Tam… —Gael suena suplicante—. Tam, voy a… —
suelta en un resuello—. N-Necesito que…
Ni siquiera puedo terminar de escucharle porque el mundo
se fragmentado en mil pedazos. Porque el cielo ha estallado y
estoy siendo presa de un espasmo violento e incontrolable.
Es hasta ese momento, que dejo de pensar en todo lo que
me rodea y me dejo ir. Me dejo llevar por la espiral de placer
que me envuelve y me llena el pecho de una sensación
maravillosa y agobiante.
Gael suelta una maldición en medio de un gruñido y soy
vagamente consciente de cómo embiste con fuerza un par de
veces antes de clavarme los dedos en las caderas y echar la
cabeza hacia atrás.
También, soy vagamente consciente de cómo se deja caer
sobre mí luego de eso, y de cómo su respiración entrecortada
lucha por acompasarse poco a poco.
Ninguno de los dos dice nada.
Ninguno de los dos se mueve.
Nos limitamos a quedarnos aquí, hechos un manojo de
extremidades, mientras descendemos de aquel lugar al que
fuimos juntos.
—¿Gael? —susurro, con la voz entrecortada, al cabo de lo
que se siente como una eternidad. Él no responde. Se limita a
alzar el rostro —en el cual lleva pintado un gesto derrotado—
para verme. Es por eso que continúo—: Estoy loca por ti.
Una sonrisa radiante y agotada se dibuja en los labios del
magnate.
—Y yo estoy completamente perdido por ti, preciosa —
suelta él, con la voz áspera y ronca. Entonces, sin darme
tiempo de nada, planta sus labios en los míos en un beso lento
y profundo.
Capítulo 40
Una melodía suave se cuela en la bruma de mi sueño. Un
gruñido profundo le sigue y lo corona una maldición
adormilada.
Yo, en respuesta, me acurruco un poco más en el material
suave y sedoso en el que me encuentro envuelta, pero no
consigo sumergirme una vez más en la inconsciencia. Al
contrario, mi mente parece flotar otro poco hacia la superficie
con cada uno de mis movimientos.
Algo se remueve a mi lado, y suelto un quejido cuando el
cómodo nido en el que me encontraba es destruido por el frío
que empieza a colarse en mi espalda.
Trato de volver a mi estado de comodidad sin conseguirlo
del todo, cuando la melodía desaparece y la actividad junto a
mí, regresa. Esta vez, es más impetuosa que antes. Más
insistente.
Es hasta ese momento, que soy consciente de mí misma y
soy capaz de distinguir que, lo que está envolviéndose
alrededor de mi cintura y tira de mí hacia atrás, es un brazo
fuerte.
Mi espalda choca con algo cálido, firme y blando al mismo
tiempo. Otro sonido quejumbroso brota de mis labios, pero la
única respuesta que tengo a mi protesta es un gruñido ronco y
profundo que retumba en todo mi cuerpo.
Me remuevo con incomodidad otro poco, de modo que
termino amoldándome a la superficie que se encuentra detrás
de mí y, mientras lo hago, el brazo que me envuelve se desliza
fuera de mi cintura. De inmediato, una mano grande se ancla
en mi cadera para impedir que siga moviéndome.
Otro sonido sale de mi boca y, en respuesta, los dedos que
se han anclado en mi piel se afianzan con más fuerza que
antes.
—No tientes a tu suerte, Herrán. —La voz ronca,
profunda, pastosa y familiar que resuena en mis oídos, hace
que mi corazón se estruje con violencia.
Sé, mucho antes de abrir los ojos, de quién se trata. Desde
el instante en el que siento su respiración golpeándome la
oreja, que se trata de él.
Estoy despierta ahora. Muy despierta.
Mis párpados se sienten pesados y cansados, pero eso no
impide que mire en la penumbra de la habitación en la que me
encuentro y que las piezas empiecen a embonarse poco a poco.
Recuerdos salvajes y abrumadores se acumulan en mi
cabeza en el instante en el que empiezo a revivir lo ocurrido
anoche, y siento como mi pecho se calienta en respuesta a las
emociones vertiginosas que me hormiguean debajo de la piel.
Siento como el bochorno y la euforia se mezclan en mi interior
para abrirle paso a una emoción agradable, dulce y extraña al
mismo tiempo. Una que envía pequeños escalofríos por toda
mi espina y dibuja una sonrisa idiota en mis labios.
Giro sobre mi eje solo para encarar a la persona que se
encuentra recostada detrás de mí y el estómago me da una
voltereta cuando me topo de frente con la imagen desaliñada y
adormilada del rostro de Gael.
Pese a la poca iluminación que hay en la estancia, soy
capaz de tener un vistazo de su cara y del desastre que es su
cabello. De la hinchazón de sus ojos y la sonrisa infantil y
suave que lleva en los labios.
—Debería ser un delito despertar a la gente a esta hora de
la madrugada —bromeo, con la voz enronquecida por la falta
de uso, y su sonrisa se ensancha permitiéndome tener un
vistazo de sus bonitos dientes.
—Son las seis de la mañana —dice—. No es tan temprano.
A esta hora siempre me levanto para alcanzar a llegar a tiempo
a la oficina.
—Pero es que tú no eres un empresario normal —suelto,
medio escandalizada, medio risueña—. Eres un obseso del
trabajo. Por eso te torturas de esa manera. Otro en tu lugar se
quedaría en la cama hasta que se le antojara hacerlo.
Una pequeña carcajada se le escapa, al tiempo que
envuelve sus brazos alrededor de mi cintura y me atrae todavía
más cerca.
Ambos estamos completamente desnudos y eso —sentirlo
así de cerca—, envía un estremecimiento por todo a través de
mi cuerpo.
—Se supone que debería estar a punto de tomar una ducha
—hace una mueca cargada de pesar—, pero no tengo intención
alguna de poner un pie fuera de esta cama si estás tú en ella.
Un nudo se instala en la boca de mi estómago.
—¿Esta es la parte en la que esperas que te pida que no te
vayas y que te quedes conmigo todo el día? —digo, sin dejar
de sonreír, al tiempo que cepillo su cabello con los dedos.
Él asiente.
—Pues lamento romperte el corazón —digo—: No puedo
quedarme.
El gesto de Gael pasa de ser juguetón a decepcionado en
cuestión de segundos.
—¿Por qué no? —Trata de sonar ligero, pero la desazón se
cuela en su tono.
—Porque tengo que ir a la universidad a ponerme de
acuerdo con unos compañeros para un proyecto del que
dependerán dos de mis calificaciones finales. —Hago una
mueca cargada de pesar—. De hecho, tengo que estar en el
campus a eso de las ocho. Técnicamente, si nos ponemos a
pensar en el tiempo que voy a hacer en trasladarme hasta allá,
ya voy tarde.
El gesto desilusionado del magnate hace que, de
inmediato, me arrepienta de lo que acabo de decir; pero no es
una mentira. No he hecho otra cosa más que ser honesta con él
respecto a lo miserable que es mi vida de estudiante y respecto
al poco control que tengo sobre ella ahora mismo.
—No vayas —pide, al tiempo que esboza un puchero que
se me antoja cómico y dulce al mismo tiempo—. Quédate
aquí. Vamos a pasar unos días tú y yo solos.
—Gael…
—A dónde tú quieras, Tam —me interrumpe—. A una
cabaña, a la playa, al otro lado del jodido mundo si así lo
deseas; pero, quédate.
Mi corazón aletea solo porque su mirada es suplicante,
pero trato de mantener los pies sobre la tierra, porque de
verdad necesito quitarme de encima el pendiente que suponen
mis calificaciones. Porque, a estas alturas, no puedo darme el
lujo de faltar a clases solo para pasear con él.
—Gael, si no hago ese proyecto…
—Nadie ha dicho nada de que tengas que dejarlo de lado
—me interrumpe una vez más—. Solo estoy pidiéndote que
nos vayamos fuera de la ciudad dos días. El miércoles
temprano, a lo sumo, estaremos de regreso. Lo prometo.
—El semestre terminará dentro de dos semanas —digo—.
Dentro de dos semanas podemos irnos a donde tú quieras.
Él niega con la cabeza.
—Tam, tengo un viaje largo de negocios la próxima
semana. Iré a Chicago a reunirme con unos accionistas; luego
viajaré a Nueva York y después a Manchester a cerrar tratos
con una empresa europea —dice—. Estaré fuera mucho
tiempo. Posiblemente, semanas. Me voy a volver loco si no
paso todo el tiempo que estaré aquí en México contigo.
Necesito guardar de ti cuanto me sea posible, para así no
echarte tanto de menos cuando no estés cerca.
Sus palabras me provocan una horrible sensación de vacío,
pero, pese a todo, trato de mantenerme firme a mis
convicciones y responsabilidades.
—Gael, si no voy a ponerme de acuerdo con mis
compañeros, harán el trabajo sin mí y reprobaré —digo, pero
no sueno tan convencida de querer negarme a fugarme unos
días con él.
A decir verdad, una parte de mí muere por decirle que sí
desde el instante en el que lo propuso.
—Ve, reúnete con ellos y en cuanto te desocupes nos
vamos —resuelve.
—¿Y tú trabajo?
Él se encoge de hombros.
—Cancelaré todas mis reuniones y le pediré a Camila que
le niegue a todo el mundo las llamadas a mi oficina si me dices
que sí. —Suena arrogante mientras habla, y quiero golpearlo y
besarle porque está dispuesto a dejarlo todos sus pendientes
solo por pasar tiempo conmigo.
—¿A dónde iríamos?
—A donde nos dé la gana, Tam. —Sonríe—. Lo único que
quiero es estar contigo, así que, francamente, el lugar me
importa un bledo.
—No tengo mucho dinero para eso, así que…
—Nadie está pidiéndote dinero —me corta de tajo—. Solo
dime a dónde quieres ir y listo.
—No puedo permitir que…
Ni siquiera soy capaz de terminar la oración, ya que Gael
interrumpe mi diatriba con un beso casto pero determinado.
—Gael, escúchame. Esto es serio. No voy a dejar que… —
comienzo a hablar, cuando él se aparta ligeramente y vuelve a
hacerme callar con otro beso suave.
—¡Gael! —Esta vez, solo es una queja, pero de igual
manera me interrumpe plantando sus labios sobre los míos.
—Deja de pensarlo tanto —murmura contra mi boca—.
Solo di que sí. No te preocupes por el maldito dinero, o tu
moral, o lo que sea que te detenga de aceptar algo que venga
de mí. Por una vez en la vida deja la obstinación y déjame
hacer las cosas a mi modo. Déjame consentirte y hacer algo
por ti sin sentir que vas a enloquecer por siquiera intentarlo.
Una punzada de calidez me atraviesa el pecho de lado a
lado, pero sigo sin sentirme del todo conforme con la idea de
él pagando cosas para mí.
—No quiero que pienses que estoy contigo por lo que
puedas llegar a darme —digo, aunque sé que ya se lo he dicho
antes—. Me incomoda saber que tú tienes todo este dinero a tu
alrededor y que puedan llegar a malinterpretarse mis
intenciones debido a eso. Me rehúso completamente a que
tengas esa percepción de mi persona.
—Tamara, en la primera entrevista que tuvimos para el
libro, me dijiste, y cito: «Quédese con su dinero y váyase a la
mierda». ¿Crees, de verdad, que puedo llegar a tener esa
percepción de ti luego de que me escupiste eso en la cara? —
Me mira con diversión y fascinación—. Deja de mortificarte
por cosas que no valen la pena. La única a la que le pasa eso
por la cabeza, es a ti —Esta vez, su gesto se torna serio—. Por
favor, solo… Solo déjame consentirte. Por esta ocasión, Tam.
Por favor.
Otra sensación dolorosa y dulce me atraviesa el cuerpo,
pero sigo sin sentirme del todo convencida.
—Gael, es que…
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—El veinte de septiembre —suelto, confundida—. ¿A qué
viene mi cumpleaños con lo que estamos hablando?
—Faltan tres meses —dice, con aire resuelto—. Toma esto
como mi regalo adelantado.
—No voy a dejar que me regales un viaje de dos días por
mi cumpleaños —digo, tajante.
—¡Vale! ¡De acuerdo! Entonces, te compro un coche.
—¡No voy a dejar que me compres un coche! —chillo,
escandalizada.
—Entonces déjame regalarte un jodido viaje de dos
puñeteros días, Tamara. —La exasperación y la desesperación
en su tono es cada vez más intensa, y sonrío como idiota
cuando noto cuán exacerbado está poniéndose.
—¿Por qué siempre tienes que llevar todo al extremo? —
digo, en medio de una pequeña risotada.
—Yo no estoy llevando nada a ningún lado —masculla—.
Y, por favor, deja de burlarte de mí y de mi desgracia.
—¿Tú desgracia? ¿Estás diciendo que tener algo con una
chica testaruda es una desgracia? —bromeo.
Asiente.
—Es una completa calamidad. —Rueda los ojos al cielo
—. Tener una novia necia, demandante y diez años más joven,
es un completo dolor en el culo.
No me pasa desapercibido el hecho de que me ha llamado
su novia. Tampoco me pasa de noche la forma en la que su
tono cambia en el momento en el que lo hace.
—Pobre de ti —suelto, pero no dejo de sonreír—. Deberías
dejarla.
—No puedo —dice. Esta vez, suena más… dulce—.
Enloquecería sin ella. Ya he intentado alejarme y, créeme: es
imposible.
Mi corazón da una voltereta con su declaración, pero me
las arreglo para mantener mi gesto sereno.
—Lo estás dramatizando todo —digo, al tiempo que hago
un gesto desdeñoso con una mano—. Por supuesto que es
posible vivir sin alguien. Sobre todo, si ese «alguien» es tan
insufrible como ella.
Él parece pensarlo unos segundos, pero asiente luego de
hacerlo.
—Quizás tienes razón —dice—. Quizás lo estoy
exagerando todo y no es imposible vivir sin ella; pero la
realidad es que la sola idea de dejarla ir me parece
inconcebible. —Me mira a los ojos con ese gesto suyo tan
serio y determinado—. Llámame imbécil, cursi o lo sea que se
te ocurra, pero me siento pleno cuando estoy con ella. Me
siento yo mismo. Y no quiero renunciar a eso.
Un millar de emociones colisionan entre sí en mi interior y
me quedo sin palabras. Muda ante su declaración y esa forma
tan abierta que tiene de expresar lo que siente.
Jamás había estado con alguien tan dispuesto a abrirse de
este modo. Tan dispuesto a ser franco consigo mismo y
entregarse del modo en el que Gael lo hace.
—Estoy segura de que ella está loca por ti —digo, con un
hilo de voz, al cabo de unos instantes de absoluto silencio.
Él esboza una sonrisa dulce y cálida.
—Y yo lo estoy por ella —dice, con la voz enronquecida
por las emociones.
En ese momento, una sonrisa tímida se desliza en mis
labios, pero no dejo que el poder de mis emociones me
amedrente o me acobarde. Al contrario, me obligo a plantar un
beso sobre su boca, para así demostrarle todo eso que no soy
capaz de pronunciar en voz alta.
—¿Entonces? —dice, una vez que nos separamos—. ¿Vas
a fugarte conmigo por unos días?
«Ve —susurra una vocecilla ilusionada en mi cabeza—.
Disfruta lo que estás sintiendo. Date la oportunidad de dejar de
preocuparte por todo lo que pasa a tu alrededor y pásalo bien.
Lo mereces. Lo merecen».
—No lo sé… —digo, aunque la idea ya no se siente tan
descabellada como hace unos segundos.
—Vamos, preciosa —insiste—. Piérdete conmigo.
Vámonos lejos tú y yo, y olvidémonos de la pesadilla que mi
padre nos hizo pasar.
Muerdo mi labio inferior.
«Anda. Sabes que deseas pasar unos días a solas con él»,
insiste mi subconsciente y caigo otro poco en la pequeña
emoción que ha comenzado a formarse en mi pecho.
Sé que es insensato hacerlo. Sé que debo negarme y
enfocarme en el final del semestre. Sé que, antes de cantar
victoria de esa manera, debo asegurarme de que David
Avallone no va a hacer nada en mi contra o en contra de mi
familia… Y, a pesar de eso, quiero hacerlo.
Quiero ir con Gael.
Quiero olvidarme de todo por una vez en la vida y hacer lo
que me venga en gana con él a mi lado; sin preocuparme por
lo diferentes que son nuestros mundos, o la cantidad de
obstáculos que se interponen entre nosotros. Quiero cerrar los
ojos y estar con el hombre que disfruta de las motocicletas y la
comida casera. Ese que había alzado una fortaleza alrededor
de su vida, y que la ha derrumbado solo para dejarme entrar en
ella. Solo para dejarme mirar sus heridas de batalla. Sus
cicatrices.
Quiero cerrar los ojos al mundo y mirarlo solo a él. Porque
ya me cansé de huir. De tratar de cerrarme lo que provoca en
mí.
—De acuerdo —digo, al cabo de un largo momento—.
Vámonos fuera de la ciudad. A donde te plazca.
La sonrisa que se abre paso en el rostro del magnate es tan
grande, que temo que pueda partirle la cara en dos.
—¡Coño! ¡Gracias! —suelta, medio exasperado y medio
eufórico y, sin darme tiempo de decir nada, planta sus labios
sobre los míos una vez más.
—Solo déjame llamar a la oficina, reservar algo rápido y
nos vamos —dice y asiento.
—Mientras tú haces eso, llamaré a mis compañeros de la
universidad e iré a casa por algo de ropa —digo.
—No necesitas algo de ropa —asegura—. Estaremos
desnudos todo el tiempo. Eso te lo puedo asegurar.
El rubor se apodera de mi rostro al instante.
—Necesito hacer una maleta de todos modos —mascullo,
en voz baja—. Uno nunca sabe cuándo se puede necesitar un
cambio de ropa limpia.
Pone los ojos en blanco.
—Puedo comprarnos algo de ropa cuando lleguemos a
nuestro destino.
—No dejaré que me compres ropa cuando tengo suficiente
en mi armario —digo, tajante—. Ya te lo dije: iré a casa, haré
una maleta rápida y regresaré. No tardaré demasiado. En un
poco más de una hora estaré de regreso.
—No vas a irte a esta hora de la mañana tú sola —Gael
refuta.
—Gael, no empieces con esto de nuevo —suelto, con
advertencia.
—Que te lleve Almaraz —resuelve, ignorando por
completo mi tono quejumbroso—. Así estaré más tranquilo.
—Pero…
—Pero nada. Ya lo he decidido: te llevará Almaraz.
Un suspiro largo y cansado escapa de mis labios, solo
porque sé que discutir con él ahora mismo va a ser inútil.
—¡De acuerdo! ¡Está bien! —suelto, con exasperación—.
Haremos las cosas a tu modo esta vez. Pero, de una vez te lo
digo: no te acostumbres a ello.
Una carcajada ronca brota de sus labios y hago un mohín.
—Trataré de no acostumbrarme —dice—. Lo prometo.
Enseguida, y sin darme tiempo de decir nada más, planta
otro beso sobre mi boca.

Almaraz no habla durante el trayecto a casa. Todo el


camino limita a mantener la mirada fija en las calles por las
que circulamos y no hace ademán alguno de intentar entablar
alguna conversación conmigo.
No sé cómo sentirme al respecto.
Una parte de mí está a la defensiva. Cree que, por ser
empleado de David, va a correr a decirle que he pasado la
noche en casa de su hijo tan pronto como tenga oportunidad.
Otra, trata de no pensar mal. De justificar su silencio con el
hecho de que, quizás, involucrarse en la situación, no sea algo
bueno para él y su situación laboral; y que ese es el motivo por
el cual ha decidido guardar su distancia.
De cualquier modo, no he dejado de sentirme incómoda
durante el viaje. No he dejado de hacer como que leo algo del
libro que, hasta hace unos minutos, llevaba en el bolso. Antes
de eso, tonteaba en el teléfono celular —el cual se me ha
quedado sin pila luego de haber hablado con Fernanda y haber
arreglado todo el asunto del trabajo en equipo que tengo que
entregar la próxima semana—. Y, si el libro que llevo conmigo
no es suficiente para mantenerme distraída o con la mirada
fuera de Almaraz el resto del camino, estoy segura de que
encontraré otra cosa en la cual entretenerme para no encararlo.
Estamos cerca de nuestro destino. Tan cerca, que apenas si
puedo calcular dos o tres minutos más antes de que estemos
aparcando afuera del pequeño complejo habitacional en el que
vivo; es por eso que decido guardar el libro dentro de mi bolso
antes de mirar por la ventana de manera distraída.
Nos toma apenas unos minutos llegar al lugar indicado.
Una vez ahí, Almaraz aparca en un espacio vacío y apaga
el vehículo. Yo, sin atreverme a mirarlo a la cara, le digo que
volveré en unos minutos y salgo del coche.
Gael le ha dado órdenes expresas de esperarme aquí el
tiempo que sea necesario para que prepare una pequeña
maleta, pero igual considero una falta de respeto tenerlo
esperando por mí durante mucho tiempo. Es por eso que he
decidido darme prisa y, una vez fuera del auto, me echo a
andar a toda velocidad en dirección a las escaleras.
Subo a toda velocidad los tres pisos que separan mi
departamento del estacionamiento, pero no es hasta que estoy
a pocos metros de distancia del lugar indicado, que me
congelo.
Victoria y Alejandro están justo ahí, de pie al final de la
escalinata que da al piso en el que vivimos. La vista de ambos
viaja en mi dirección casi al instante en el que me detengo a
observarlos y sé, sin que digan nada, que algo va mal.
El gesto descompuesto que llevan en el rostro los delata.
Victoria, incluso, parece como si hubiese llorado.
—Llevo casi una hora intentando llamarte. —El reproche y
el enojo en su voz no me pasa desapercibido—. ¿Por qué
demonios apagas el teléfono?
Niego, confundida y aturdida.
—Me quedé sin batería —balbuceo, pero sé que ella ya no
está poniéndome la atención debida. De hecho, ya ni siquiera
me mira. Se limita a desviar la mirada, al tiempo que se cruza
de brazos—. ¿Qué pasó? ¿Por qué están aquí afuera?
Alejandro, quien no ha apartado la vista de mí todavía,
aprieta la mandíbula y deja escapar un suspiro largo y cansado.
Hay algo desencajado en su expresión.
—Se han metido a robar al departamento, Tamara —dice,
con amargura y el corazón me da un tropiezo.
—¿Qué?…
Alejandro sacude la cabeza en una afirmación.
—Se llevaron todo lo de valor: computadoras, dinero en
efectivo, unas alhajas de Victoria, mi Ipad, el televisor de la
sala… —dice, con frustración, y un nudo se forma en la boca
de mi estómago.
—¿Se llevaron mi computadora? —pregunto, aunque ya sé
qué es lo que va a responderme.
Alejandro se encoge de hombros, al tiempo que me dedica
una negativa de cabeza.
—No lo sé. Supongo que sí. Te digo que se han llevado
todas las pertenencias de valor de Victoria y mías.
—¿Pero cómo carajo ocurrió? —suelto, sintiéndome cada
vez más alterada—. ¿Cómo es que no se dieron cuenta de
que…?
—Anoche me quedé a dormir en casa de una amiga —
Victoria me interrumpe—. Alejandro se quedó hasta tarde
estudiando con sus estúpidos amigos y no llegó a dormir
tampoco. —Lo mira como si él fuese el culpable de todo.
—No me mires de esa manera, no es mi culpa que haya
ocurrido —Alejandro suelta, cuando nota la manera en la que
Victoria lo observa—. Ustedes dos tampoco durmieron aquí.
No puedes recriminarme nada. No soy el portero oficial de
nadie y…
Una carcajada carente de humor brota de la garganta de
Victoria.
—¡Debiste decirme que no ibas a alcanzar a llegar! ¡Si me
lo hubieras dicho, me habría venido a dormir a la casa y….! —
Mi compañera de habitación se detiene abruptamente.
—¡¿Y qué?! —Alejandro espeta—. ¡¿Qué diferencia
hubiera hecho si te hubieras quedado?! ¡¿Que quizás te
habrían hecho daño?! ¡¿Qué quizás esto no solo habría sido un
robo, sino una violación o un asesinato también?!
—¡¿Por qué diablos tienes que exagerarlo todo?! ¡No
estamos hablando de eso! ¡Estamos hablando de que se han
llevado todo mi semestre! ¡Todos mis trabajos finales!
¡Absolutamente todo!
—¡¿Y crees que no se llevaron todo mi semestre?! ¡¿Todos
mis trabajos?! ¡¿Todos mis temarios de estudio?! —Alejandro
eleva el tono de su voz con cada palabra que pronuncia—. ¡No
eres la única jodida aquí!
Victoria refuta algo, pero ya no estoy escuchándola. No
puedo hacerlo. No cuando la angustia me ha atenazado el
pecho y el pánico se ha apoderado de mi cuerpo. No cuando
estoy completamente segura, de que todo esto ha sido obra de
David Avallone.
Los oídos me pitan, la sangre me zumba y quiero gritar.
Quiero desaparecer. Quiero eliminar el archivo que tengo en
esa computadora. Ese que contiene la novela que escribí en
base a la vida de Gael.
Capítulo 41
Hace aproximadamente media hora que los agentes de la
policía llegaron a mi domicilio. Hace dos que los esperábamos
con impaciencia Victoria, Alejandro y yo. Hace una que Gael
le llamó a Almaraz —porque yo me he quedado sin batería en
el teléfono— para preguntarle el motivo de nuestra demora, y
hace casi media que el chofer de la familia Avallone se marchó
para recoger al patriarca de esta en su residencia.
Me dijo que tenía que llevarlo a unas reuniones de trabajo
y que, si no llegaba a tiempo, iba a despedirlo. Yo, incapaz de
replicar nada, me limité a decirle que se fuera si necesitaba
hacerlo.
Luego de eso, la tortura empezó.
Durante todo el tiempo que he pasado aquí, afuera del
departamento, no he podido hacer otra cosa más que moverme
de manera mecánica y responder como puedo a las preguntas
de todo el mundo, mientras mi mente viaja a lugares oscuros y
siniestros.
A estas alturas, estoy convencida de que el padre de Gael
está detrás de todo esto. Quizás fue lo suficientemente
inteligente como para tratar de hacerlo parecer todo como un
robo común y corriente, pero a mí nadie me quita de la cabeza
que ha sido él quien lo ha orquestado.
—¿Tamara? —La voz de Alejandro me saca de mis
cavilaciones, y parpadeo un par de veces para salir de mi
estupor.
—¿Sí? —digo, con la voz enronquecida por la falta de uso,
mientras poso mi atención en él.
—El oficial pregunta si solo se llevaron tu computadora.
—Mi compañero de cuarto me mira con aire inquisitivo, pero
luce confundido y preocupado. Eso es lo único que necesito
para saber que han estado hablándome desde hace rato.
—Sí —respondo, lacónica; pese a que ni siquiera me he
molestado en revisar si me falta otra cosa. Ahora mismo, que
se hayan llevado las pocas pertenencias de valor que tenía es la
menor de mis preocupaciones. Ahora, en lo único que puedo
pensar, es en lo estúpida que fui al asumir que David Avallone
iba a tratar de dañarme por medio de mi familia.
Alejandro me regala un asentimiento, pero no deja de
verme como si deseara preguntarme si me encuentro bien.
Pese a eso, ni siquiera me molesto en tratar de poner buena
cara. Me limito a cruzarme de brazos y clavo la vista en el
suelo frente a mí.
Hace rato que Victoria desapareció en el interior del
apartamento —específicamente, en su habitación—. Hace rato
que se gritó cosas horribles con Alejandro e, incluso, amenazó
con buscar otro lugar para vivir. Mi consciencia está hecha
mierda y el terror no ha dejado de aprisionarme el pecho desde
entonces.
Nada de esto estaría pasando de no ser por mí. Ninguno de
ellos estaría sufriendo las consecuencias de la ira de David, si
yo no me hubiese empecinado en mantener a flote lo que tengo
con Gael.
—El acta ha quedado levantada. —El oficial informa, al
tiempo que nos muestra una hoja tamaño oficio que ha llenado
a mano con la redacción de los hechos—. Solo hay que
firmarla para que todo quede asentado.
Mi compañero de cuarto no dice nada. Solo toma la
ofrenda del agente policíaco para leerla a detalle y firmarla.
Luego, me extiende el documento para que haga lo propio.
Unos minutos después de eso, el oficial se despide de
nosotros y asegura que tratará de darle seguimiento al caso.
Alejandro y yo sabemos que no será así. Que no habrá
seguimiento alguno, porque no hay sospechoso a quien
incriminar.
El suspiro que brota de los labios de Alejandro hace que
mi atención se pose en él. Su cabello —usualmente
desordenado— luce como un nido enredado y sin sentido, su
perfil anguloso no hace más que acentuar la delgadez de su
cuerpo, y la postura derrotada de su cuerpo hace que luzca
como un niño indefenso.
—No tengo idea de qué demonios voy a hacer para pasar
el semestre sin toda la información que tenía en esa
computadora —Alejandro dice, en un murmullo ronco y
angustiado.
La culpabilidad incrementa.
—Yo tampoco tengo idea de cómo diablos voy a salir del
problema en el que acabo de meterme —digo, en voz baja y
ronca, al tiempo que poso la vista en la calle.
No hablo solo del semestre o de la biografía de Editorial
Edén, pero Alejandro no lo sabe. Dudo que algún día lo haga.
—¿Crees que Victoria hable en serio y vaya a marcharse?
—Alejandro pregunta y suena tan angustiado, que me obligo a
mirarlo.
—No —digo, porque es cierto—. Solo está furiosa y
asustada. Como todos nosotros. Dale tiempo y verás cómo le
cambia la perspectiva.
Alejandro clava los ojos en el suelo y noto como aprieta la
mandíbula.
—Hace unas noches nos besamos.
—¿Qué?
—Estaba borracha. Y yo… —Suspira—. Yo solo…
—¿La besaste? —sueno acusatoria, sin poder evitarlo. Es
solo que me molesta la idea de él, aprovechándose de una
Victoria vulnerable.
—Ella me besó a mí.
Su declaración me saca tanto de balance, que me quedo
muda. La vista de mi compañero de cuarto se posa en mí. La
sonrisa triste y amarga que se apodera de sus labios no hace
más que estrujarme el pecho.
—Sí. A mí también me parece increíble —dice.
Yo, de inmediato, niego con la cabeza.
—Nunca he dicho que me parezca increíble —digo, pero
mi tono aturdido me delata.
Él se encoge de hombros.
—Pero igual lo pensaste —dice—. Y está bien. Quiero
decir, ¿quién en su sano juicio creería que una chica como ella
se fijaría en alguien como yo?
Le regalo otra negativa.
—Alejandro, no digas esas cosas. Eres un chico…
Él hace un gesto desdeñoso con la mano, al tiempo que
rueda los ojos al cielo.
—Ahórrate las palabras para subirme la autoestima —
masculla—. Lo traje a colación porque me da miedo que lo
que ocurrió hoy sea solo un pretexto para alejarse de mí. Que
sea su manera de decirme que lo que ocurrió fue solo un desliz
y que quiere poner cuanta distancia se posible entre nosotros.
Me mira con aprensión y un destello de tristeza me
atraviesa de lado a lado.
—¿Crees que eso sea realmente lo que ocurre? ¿Crees que
quiera marcharse por lo que pasó? —La ansiedad que se filtra
en su tono hace que quiera abrazarle.
—Victoria no parece ser del tipo de chica que huye de sus
problemas. Estoy segura de que, si se sintiese incómoda cerca
de ti por lo que pasó entre ustedes, te lo diría —digo, y no solo
por tranquilizarlo. Hablo muy en serio.
—Eso espero —musita, en medio de un suspiro largo y
cansado—. De verdad, eso espero.
Estoy a punto de replicar. Estoy a punto de asegurarle que
Victoria solo hablaba en el calor del momento y que realmente
no planea buscar otro lugar donde vivir, cuando mi compañero
de cuarto hace un gesto de cabeza hacia abajo —hacia la calle.
De inmediato, vuelco mi atención hacia donde él indica,
solo para encontrarme con la visión de un bonito y familiar
coche color negro, aparcándose en el espacio designado para
nuestro departamento. Detrás de él, pero en la acera de
enfrente, dos coches más aparcan. Quiero suponer que son
todos sus guardaespaldas.
—¿Ese de ahí no es el coche de tu novio el rico? —
Alejandro masculla y, de inmediato, tengo que tragarme las
ganas que tengo de decirle que «rico» sería el último adjetivo
que utilizaría para describir a Gael.
—No es mi novio —miento entre dientes y mi compañero
suelta una risita ronca.
Mi vista sigue clavada en el automóvil, del cual Gael
desciende. Viste unos vaqueros y una playera de mangas
largas; cosa que me saca de balance por completo. Estoy tan
acostumbrada a mirarlo siempre vestido como el empresario
que es, que tener esta visión suya tan diferente, me confunde y
me aturde de sobremanera.
—¿Es tu amante millonario, entonces?
—Vete al demonio —mascullo y suelta otra pequeña
risotada.
—Será mejor que entre al departamento antes de que
quiera molerme a golpes como la vez del antro —dice y, sin
darme tiempo de decir nada, desaparece en el interior del lugar
en el que vivimos.
A Gael apenas le toma unos instantes subir los escalones
que separan el estacionamiento de nuestro piso y, cuando sus
ojos y los míos se encuentran, deja de avanzar.
Una sonrisa confundida y extrañada lo asalta.
—Luces como si hubieses visto a un fantasma —dice y la
oleada de culpa, pánico y terror que se había mantenido a raya
durante apenas unos minutos, regresa con violencia.
Me aclaro la garganta y trato de esbozar una sonrisa.
—«Hola» para ti también —digo, con la voz enronquecida.
—Siento la tardanza —se disculpa—. Tuve que esperar a
que Almaraz dejara a mi padre en su oficina para que me
llevara el coche a casa y poder venir. Ya me ha contado lo que
pasó. Lo siento muchísimo, Tam.
—Créeme que yo lo siento más —digo, mientras desvío la
mirada, solo porque no soy capaz de verlo a los ojos y
enfrentarlo como es debido.
¿Cómo demonios voy a decirle que en esa computadora
hay un documento que puede destruirle la existencia? ¿Cómo
voy a decirle que yo escribí ese maldito documento?…
—Te compraré un ordenador nuevo —Gael dice y yo
niego con la cabeza.
—Puedo comprarme una computadora. Gracias —espeto.
De pronto, ni siquiera sé por qué me siento así de molesta
e irritada.
—Tam, no lo decía por eso y lo sabes.
Aprieto los dientes y tomo una inspiración profunda para
tranquilizar mis nervios alterados.
—La computadora es lo de menos —digo, una vez que
dejo escapar el aire con lentitud—. Lo que me angustia es lo
que tenía en ella. —Sacudo la cabeza en una negativa frenética
—. Todos mis trabajos escolares, mis proyectos personales, la
biografía de Editorial Edén…
«La novela que escribí sobre tu vida y el documento que
empecé a redactar para David Avallone…».
—Estoy seguro de que, si hablas con tus profesores y les
llevas una copia de la denuncia formal, van a darte
oportunidad de entregar tus trabajos después —me alienta—.
En cuanto a lo que la biografía atañe, no te preocupes. Yo
hablaré con Román para que te den más tiempo para
entregarla.
Mi mandíbula se aprieta otro poco.
—Es que no es tan sencillo —refuto, con frustración y
ansiedad en la voz.
—Tam, estás ahogándote en un vaso de agua. Solo…
—¡Es que no lo entiendes! —suelto, con más violencia de
la que espero—. ¡No tienes idea de la mierda en la que me he
metido!
—Tam, preciosa, escúchame —Gael trata de llegar a mí,
pero me aparto antes de que pueda ponerme las manos encima.
—¡No! —digo, cuando trata de alcanzarme una vez más y
él se detiene al instante.
Yo lo agradezco, porque, ahora mismo, no quiero que me
toque. Necesito armarme de valor para decírselo todo y si me
abraza, no voy a hacerlo nunca.
—Tam, ¿qué ocurre? ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
¿Qué pasa?
Mis palmas se presionan sobre mis ojos y trato,
desesperadamente, de no perder la compostura.
Lágrimas llenas de impotencia, dolor, vergüenza y
desasosiego me inundan, pero me obligo a encararlo y a
apartarme las manos de la cara.
—Gael, lo siento tanto —suelto, en un susurro tembloroso
y débil.
La confusión y la preocupación tiñen la mirada del
magnate.
—¿De qué hablas? ¿Qué pasa?
Enredo los dedos temblorosos entre las hebras de mi
cabello y las echo hacia atrás para que no me caigan en la cara.
—No quiero que me odies. —Sueno patética y lastimosa.
—Tamara, me estás asustando —Gael pronuncia, al tiempo
que se acerca hacia mí y me acuna la cara entre las manos.
Esta vez, no lo aparto.
Necesito decírselo todo. Si no lo hago ahora, nunca voy a
poder estar tranquila. Nunca voy a poder vivir en mi propia
piel.
—Gael, yo…
El sonido de su teléfono llena mis oídos y suelto una
palabrota.
Acto seguido, me deja ir y rebusca en sus bolsillos por el
aparato. En el instante en el que su vista se encuentra con la
pantalla, su semblante cambia por completo. Incluso, algo en
su expresión se vuelve sombrío y extraño.
En ese momento, y sin importarle el hecho de que estoy
aquí, al borde de un colapso nervioso, hace un gesto para que
lo excuse y baja un par de escalones antes de responder.
La conversación que mantiene con la persona al otro lado
de la línea se lleva a cabo con casi puros monosílabos. De
hecho, las pocas oraciones que utiliza para hablar, son vagas y
no dicen nada claro respecto a lo que sea que esté tratando por
teléfono.
Poco a poco, la irritación se abre paso en mi cuerpo como
la humedad y me siento relegada. Dejada de lado en un
momento tan importante.
No puedo creer que estuve a punto de contárselo todo y
que él prefirió responder una llamada telefónica. No puedo
creer que haya preferido atender que escuchar lo que tengo
que decir.
—No hagas nada. —Gael suena glacial mientras habla con
su interlocutor—. Hoy mismo lo arreglo.
La otra persona responde algo que no soy capaz de
escuchar y el gesto de Gael se endurece otro poco.
—Ya te he dicho que hoy mismo lo arreglo —Gael suelta,
con brusquedad y, luego, aguarda otro largo momento antes de
responder—: Sí. Adiós.
Acto seguido, finaliza la llamada y alza la vista para
encararme.
—Tengo que irme —anuncia, sin más y el pequeño coraje
que empezaba a formarse en mi interior, se potencializa y se
vuelve insoportable en cuestión de segundos.
—Gael, tengo que hablar contigo sobre…
—Tamara, ahora no —Gael me corta de tajo, y suena tan
duro, que doy un respingo en mi lugar—. Ahora tengo que ir a
resolver algo. Te llamo luego, ¿vale?
Humillación, vergüenza, enojo… Todo se arremolina en
mi interior y me escuece las entrañas, pero me las arreglo para
mantener mi gesto inexpresivo cuando le sostengo la mirada
por un largo momento.
Él, pese a eso y al coraje que estoy segura de que puede
ver en mis facciones, me regala un asentimiento y un escueto:
«nos vemos luego» antes de echarse a andar escaleras abajo.

Han pasado cinco días desde la última vez que vi a Gael —


desde la última vez que hablé con él—. Hace tres que le llamé
sin obtener respuesta alguna y dos que le mandé un mensaje de
texto que, según la aplicación de los mensajes instantáneos, ni
siquiera ha abierto.
Nuestras vacaciones improvisadas, por obviedad, han sido
canceladas por completo y la felicidad momentánea que
experimenté se ha ido diluyendo poco a poco con el transcurso
de los días.
No sé dónde está Gael o qué está haciendo ahora mismo;
pero, a estas alturas del partido, he perdido todas las
esperanzas de, algún día, estar en un punto neutral con él. Con
la situación en la que nos metimos al poner los ojos el uno en
el otro.
Ya ni siquiera espero salir bien librada de todo esto.
Incluso, el mensaje que le envié solo fue para decirle que
tengo qué hablar con él y que es muy importante que lo
hagamos lo más pronto posible. No para intentar rescatar algo
de lo que tenemos.
Así pues, he decido que, si el día de hoy a las seis de la
tarde no tengo respuesta suya, iré a su casa a montar guardia
hasta que se digne a dar la cara, y me permita confesarle todo
lo que he hecho por proteger a los míos.
En cuanto a lo que mi computadora se refiere, he perdido
todas mis esperanzas de recuperarla. Afortunadamente, en la
escuela, los profesores me han dado la oportunidad de entregar
todos mis trabajos una semana después de la fecha que se ha
fijado para el resto de mis compañeros.
En la editorial también se han portado de maravilla
conmigo. El señor Bautista, incluso, me ha dado permiso de
llevarme a casa una de las computadoras de escritorio de una
de las oficinas, y me ha facilitado los archivos que le he estado
enviando a manera de reportes bimestrales del proceso de la
obra.
Me ha dicho que todo está listo para mandar a imprimir la
biografía. Que, incluso, ya un corrector ha empezado a trabajar
en los adelantos bimestrales y que, en cuanto tenga la última
parte lista, la publicación del libro estará a la vuelta de la
esquina.
A pesar de eso —y de la suerte y comprensión que he
tenido por parte de todos a mi alrededor—, no puedo dejar de
sentirme inquieta e intranquila. Agobiada por los estúpidos
archivos que no eliminé de mi computadora y que podrían
suponer la destrucción total de Gael Avallone.
Sé que no voy a estar en paz hasta que se lo diga todo. No
voy a poder vivir conmigo misma hasta que no le cuente toda
la verdad. Es por eso que esta tarde iré a su casa.
A estas alturas, ya ni siquiera me importa si me odia.
Tengo que decírselo. Así eso implique que tenga que cargar
con el peso su desprecio sobre los hombros.
Una pequeña palmada en mi hombro me hace dar un salto
en mi lugar. Mi atención de inmediato se posa en la figura que
se encuentra de pie detrás de mí y un suspiro aliviado brota de
mis labios cuando mi mejor amiga se hace presente en mi
campo de visión.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —dice, en voz baja, con
una sonrisa divertida pintada en los labios.
Le dedico una mirada irritada al tiempo que retiro el libro
—ese del que estoy tomando información— de la
fotocopiadora.
—Sí —digo y cierro el ejemplar grueso y pesado, antes de
depositarlo sobre la máquina y retirar las hojas impresas de la
bandeja de salida. Entonces, las ordeno un poco—. ¿Tú?
¿Conseguiste información sobre lo que buscabas?
Ella asiente con entusiasmo y me muestra los libros que
abraza contra su cuerpo.
—Con esto podré hacer el análisis que nos pidieron para la
clase de filosofía. —Sonríe, satisfecha—. ¿Nos vamos?
Es mi turno para asentir.
—Solo déjame llevar esto a su lugar. —Alzo el libro del
que estaba tomando algunas cosas.
Fernanda dice que me esperará y, sin decir nada más, me
encamino entre las estanterías de la biblioteca de la
universidad, para dejar el tomo en el lugar del que lo tomé.
Luego, vuelvo sobre mis pasos y Fer y yo nos
encaminamos juntas hacia la salida del edificio.
Son casi las tres de la tarde y la última clase que tuve fue
hace tres horas; es por eso que, una vez fuera la construcción
anexa al campus, mi amiga y yo nos dirigimos hacia la salida
del lugar.
Fernanda parlotea sobre lo mucho que espera que este
semestre le vaya mejor que en el anterior y la escucho con una
sonrisa suave pintada en los labios.
Siempre —cada fin de cursos— dice lo mismo. Es muy
dada a dramatizar cuando sus calificaciones no son lo que
espera, aunque en realidad nunca son malas.
Ya ni siquiera me molesto en intentar convencerla de que
no hay absolutamente nada de malo con las notas que tiene.
La conversación que mantenemos es ligera y casual, y lo
agradezco. Normalidad y ligereza son lo único que necesito.
Lo único que le pido al universo.
Al salir a la avenida principal, mi vista, por acto reflejo,
recorre la calle.
Es entonces, cuando lo noto.
Un puñado de piedras cae dentro de mi estómago cuando
él se percata de mi presencia. He dejado de escuchar a
Fernanda. He dejado, incluso, de caminar.
Mi vista está fija en la figura que ha empezado a abrirse
paso entre los estudiantes que charlan sobre la acera y, por
instinto, quiero echarme a correr en dirección contraria a la
que viene.
—¿Tamara? —mi amiga pronuncia, confundida, pero no
puedo mirarla. No puedo hacer otra cosa que no sea ver como
Almaraz camina hacia mí con expresión contrariada.
—Almaraz… —Su nombre brota de mis labios cuando
está lo suficientemente cerca como para escucharme y noto
cómo su gesto se descompone al instante.
—Señorita Herrán —dice, pero suena horrorizado—,
¿sería tan amable de acompañarme, por favor?
La alarma se enciende en mi sistema.
—¿Le ocurrió algo a Gael? —La pregunta suena
melodramática incluso a mis oídos, pero es lo primero que me
viene a la mente al ver su expresión.
—No —replica, de inmediato—. El joven Avallone se
encuentra perfectamente… Pero, de todos modos, necesito que
me acompañe.
Mi ceño se frunce en confusión.
—No entiendo…
—Es el señor David quien me ha enviado —me corta de
tajo y el pánico se detona en mi interior.
—Yo no tengo absolutamente nada qué hablar con ese
hombre —digo, horrorizada y ansiosa.
Almaraz me mira con una aprensión que me envía al borde
de mis cabales. Con una súplica que hace que mi corazón se
estruje con violencia.
—Señorita Herrán, se lo ruego —pide—. Acompáñeme,
por favor.
—No —refuto, decidida—. Dígale a ese hombre que no
tengo nada de qué hablarle.
Almaraz aprieta la mandíbula.
—Señorita, si no me acompaña, va a despedirme —dice, y
la manera en la que pronuncia esas palabras, me hace saber
que, para David Avallone, la palabra «despido» es equivalente
a la destrucción total que puede ejercer en una persona.
Cierro las manos en puños.
—De ninguna manera voy a poner un pie en su casa —
digo, pero no sueno tan certera como hace unos instantes.
Almaraz echa un vistazo ansioso en dirección al bonito
coche color plata aparcado en un espacio prohibido.
—El señor Avallone se encuentra arriba del coche —dice,
cuando me encara.
Mis ojos se posan en el vehículo y un nudo de ansiedad se
forma en la boca de mi estómago.
—No voy a subirme a ese auto —suelto, tajante.
—Señorita…
—No —lo corto—. No voy a hacerlo. Si quiere hablar, que
baje y hablaremos aquí.
Almaraz cierra los ojos, con terror pintándole las
facciones, pero asiente cuando me encara una vez más.
Entonces, se echa a andar en dirección al automóvil.
Después, abre la puerta trasera del vehículo y se agacha para
—asumo— hablar con David.
—¿Qué le ocurre a ese sujeto? —mi amiga suelta, medio
confundida y preocupada.
Estoy a punto de responderle, cuando mi teléfono empieza
a sonar.
Durante unos instantes, considero la posibilidad de ni
siquiera mirar el aparato porque sé que es David quien está
llamándome, pero, al cabo de unos segundos, decido
responderle y escuchar lo que sea que tenga que decirme, solo
para contárselo a Gael más tarde.
—¿Sí? —respondo, después de presionar el botón de
llamada.
—Buenas tardes, Señorita Herrán —David suena afable y
burlón, y quiero colgarle.
—¿Qué es lo que quiere? —sueno irritada y asustada al
mismo tiempo.
—¿Es así como quiere que sea el trato entre nosotros,
Tamara? ¿Tan carente de educación?
—¿Quiere dejarse de estupideces y decirme qué carajos
necesita?
Una risa resuena del otro lado del auricular.
—¿Por qué tanta agresividad, Tamara? —dice—. Yo solo
he venido a hacerle un favor.
Es mi turno para reír. Mi carcajada, sin embargo, es
amarga en comparación con la suya.
—¿Qué clase de favor puede hacerme usted a mí? —
refuto.
—He venido para contarle eso que mi hijo se ha rehusado
a decirle —dice—. Apenas descubrí que no lo ha hecho. A él
mismo se le ocurrió decírmelo esta mañana. Es por eso que he
venido a desenmascararlo. Porque usted, señorita Herrán,
merece saber la verdad. Merece saber con qué clase de persona
está tratando.
—Ahórreselo —digo—. No me interesa en lo absoluto
saber más de lo que ya sé.
—¿Está segura de ello?
—Completamente.
Otra carcajada se le escapa.
—Es tan obstinada, que me dan ganas de dejarlo todo así,
y que usted misma lo descubra; pero no puedo hacerle eso. El
deber moral y la consciencia me exigen que le hable claro, así
que, así no quiera creerme o no quiera escucharme, igual lo
diré. Usted sabe si se queda aquí a averiguar lo que voy a
decirle o se marcha. —Hace una pequeña pausa, a la espera de
mi respuesta. Cuando no la obtiene, continúa—: Tamara,
considero que es justo que lo sepa. Considero que es más que
necesario que se entere que mi hijo tuvo una criatura con una
mujer hace unos años.
—Eso ya lo sabía —digo, aliviada.
—Ya lo sabe… —dice, con aire encantado y eso solo
incrementa las ganas que tengo de colgarle al teléfono.
—Ya lo sé —reitero y él suelta otra risotada.
—Supongo que sabe que la mujerzuela con la que lo tuvo
lo está chantajeando con mostrar al bastardo al mundo si no le
da un par de millones —dice y toda la sangre del cuerpo se me
agolpa en los pies.
«¿Mostrarlo? ¿A qué se refiere con mostrarlo?».
—¿Mostrarlo?…
—¿Es que acaso no he sido claro?
—¿Su hijo… vive? —pronuncio, ignorando la
condescendencia con la que me habla.
—¿Por qué no habría de…? —David Avallone se detiene
justo a la mitad de la pregunta—. Oh… Ya entiendo. —La
satisfacción tiñe su tono—. Le ha dicho que su hijo está
muerto, ¿verdad?
—¿N-No lo está?
—Oh, por supuesto que no, cariño —David se burla—.
Santiago está vivo. Vive en España, con su madre y su abuela
materna.
Capítulo 42
El silencio que le sigue a las palabras de David es tan
abrumador, como doloroso. No quiero creerle. No quiero
meterme en la cabeza la idea de que Gael me ha ocultado algo
tan importante como eso, pero no puedo apartar de mi sistema
la sensación de deslealtad que me embarga. La traición que
empieza a colarse en mis huesos.
—¿Qué pasa, Tamara? —La voz de David suena cruel y
socarrona ahora—.¿Le ha comido la lengua el gato?
Aprieto la mandíbula.
—¿Ha terminado ya? —digo, con toda la serenidad que
puedo imprimir, y le agradezco a mi voz por no fallarme. Por
no delatar que el corazón me duele de la forma en la que lo
hace—. Tengo muchas cosas que hacer y, francamente, esta
plática solo está quitándome el tiempo.
Una carcajada me recibe del otro lado del teléfono.
—No he terminado —dice, pero no suena como si quisiera
seguir con nuestra conversación—, pero voy a dejarlo así por
ahora. Si desea saber más respecto a mi nieto y esa vida que
mi hijo le ha ocultado, ya sabe dónde encontrarme. Aunque
creo que lo mejor es que vaya a buscar a Gael usted misma,
para que sea él quien se lo cuente todo. Esta mañana llegó del
viaje que hizo a España, así que recomiendo que pida
explicaciones directamente.
—¿Viajó a España? —sueno herida, pero ni siquiera sé qué
es lo que está lastimándome más: si lo que me dijo David
respecto al pasado de su hijo o enterarme que se marchó a
España y ni siquiera tuvo la delicadeza de enviarme un
mensaje o llamarme para contármelo.
—Fue un viaje imprevisto. —David suena encantado con
nuestra interacción—. Al parecer, Luciana, la madre de mi
nieto, estaba exigiéndole una reunión en persona. Gael no
pudo negarse a sus chantajes y fue a verla. Creí que lo sabía,
señorita Herrán. Supongo que mi hijo habrá tenido motivos
suficientes para no contárselo.
—Señor Avallone, debo irme —digo, al tiempo que trato
de ignorar por completo el tinte venenoso con el que habla—.
Por favor, no vuelva a molestarme.
—No se le olvide, Tamara, que usted y yo tenemos un
contrato que necesito que cumpla.
—Por mí, puede meterse su maldito contrato por el culo si
así lo desea —refuto, molesta por la forma en la que trata de
chantajearme y otra risotada resuena en el auricular de mi
teléfono.
—¿Esa es tu última palabra al respecto?
—Que tenga una buena tarde, señor Avallone —digo y, sin
darle tiempo de nada más, finalizo la llamada.
Almaraz no se ha ido para ese momento. Sigue aquí, con la
angustia gravada en el gesto, y la inseguridad y el miedo
tallados en la curvatura de los hombros.
—Señorita Herrán… —comienza, pero hago un gesto con
la mano para que se detenga.
—No creo que vayas a tener problemas con el señor
Avallone —digo, con toda la firmeza que puedo imprimir—.
Ya me ha dicho eso que quería decirme, así que vete tranquilo.
La mirada incómoda e incierta que me dedica hace que me
dé cuenta de que no me cree; pero, a estas alturas, no me
interesa en lo absoluto que no lo haga. Que Almaraz no confíe
en mis palabras es la menor de mis preocupaciones.
El hombre asiente.
—De acuerdo —dice, pero no suena muy seguro de sí
mismo cuando lo hace—. Me retiro.
Yo no respondo. Solo lo veo fijamente, mientras me regala
un gesto a manera de despedida y se encamina de vuelta al
coche del hombre para el que trabaja.
—¿Qué demonios fue eso? —Fernanda pregunta, en un
susurro aterrorizado.
No puedo responderle.
Solo puedo clavar la vista en el auto que arranca y se enfila
en el tráfico de la avenida. Solo puedo sentir cómo el suelo
bajo mis pies se cimbra con la inseguridad y el terror que me
invaden. Esos que no dejan de susurrarme que Gael me ha
mentido y que lo ha hecho en grande.

El guardia de seguridad del residencial donde vive el


magnate me ha dejado pasar sin siquiera pedir mi
identificación o tomar mis datos.
Mis visitas a este lugar son tan frecuentes, que el hombre
ya ni siquiera se molesta en hacerlo; es por eso que, hacer mi
camino hasta el lugar donde vive, es pan comido para mí.
Una vez afuera de su casa —y después de haber timbrado
tres veces sin recibir respuesta alguna del interior—, me
instalo sobre la escalinata que da a la puerta principal para
esperarle.
Son alrededor de las seis de la tarde cuando llego, pero no
es hasta que son cerca de las nueve y media cuando, por fin, el
vehículo de Gael aparece en mi campo de visión.
Esta vez, no me escabullo debajo del garaje para abordarlo.
Por el contrario, espero a que un tiempo considerable pase —
el suficiente como para que aparque el coche, entre a su casa y
se ponga cómodo— antes de timbrar una vez más.
Mi estado emocional es bastante tranquilo en comparación
a lo angustiada que me dejó mi encuentro temprano con David
Avallone; sin embargo, sigo sintiéndome con la zozobra que
me provocaron sus palabras. Abrumada por la cantidad
inexplicable de sentimientos encontrados que han ido y venido
a lo largo de toda la tarde.
No sé qué espero de esta conversación. Tampoco estoy
segura de querer confrontarlo luego de tanto silencio. De
tantas mentiras. De tantas verdades a medias que ambos
hemos dicho…
Pese a eso, aquí estoy, tragándome el temor. Echándome al
hombro las ganas de huir, para confrontarlo. Para dejarme de
caretas y ser sincera de una vez por todas. Así eso implique
que esto sea el final de todo lo que somos.
La puerta se abre.
Siento los músculos agarrotados de anticipación, pero me
obligo a tomar una inspiración profunda cuando la figura
imponente de Gael Avallone aparece delante de mis ojos.
Lleva un pantalón de vestir gris claro y la camisa negra
desabotonada de la parte superior. Entre los dedos, sujeta un
vaso que contiene —lo que parece ser— una bebida
embriagante y su cabello —usualmente estilizado a la
perfección— luce desordenado y rebelde; como si hubiese
pasado ambas manos por él en repetidas ocasiones.
Su mirada aturdida acompaña a la complexión lívida que
ha tomado su piel y, durante unos instantes, lo único que hace
es mirarme fijamente.
—Tamara —su voz suena ronca y profunda, y no me pasa
desapercibido el dejo aterrado que hay en ella—, ¿qué haces
aquí?
Una sonrisa trémula se dibuja en mis labios y me encojo de
hombros.
—Vine a verte —digo, con toda la simpleza que puedo
imprimir en la voz y su gesto se endurece un poco más—.
¿Podemos hablar?
Traga duro.
—Claro… —dice, pero no se mueve de su lugar de
inmediato. Se queda ahí, quieto, sin saber qué hacer.
Yo espero paciente a que espabile y se aparte de la puerta.
Cuando lo hace, murmura un débil: «Pasa».
Nos encaminamos hasta la sala de estar y me siento
incómoda. Incierta. Hacía mucho tiempo que no me sentía de
este modo a su alrededor. De hecho, no recuerdo un momento
desde que lo conozco que me haya sentido así a su lado. Gael,
pese a ser un hombre imponente en todos los aspectos, nunca
me había inspirado tanto repelús como lo hace ahora.
—Tuve un viaje de emergencia a España —dice a mis
espaldas, una vez que estamos a punto de llegar a la espaciosa
estancia—, es por eso que…
—Lo sé —lo corto de tajo, al tiempo que me detengo en
seco y me giro para encararlo—. Tu padre me lo dijo.
—¿Has hablado con mi padre?
Aprieto los puños, pero me obligo a mantener mi gesto
inexpresivo.
La sensación de ahogamiento es casi tan poderosa, como
las ganas que tengo de gritar. Casi tan dolorosa, como las
ganas que tengo de rogarle que desmienta todo eso que David
Avallone dijo sobre él.
Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.
—¿Cuándo?
—Hoy. —Mi voz, de pronto, suena débil. Tímida.
La expresión de Gael sigue serena, pero hay un deje oscuro
y pesado en su mirada. Algo que no estaba ahí hace unos
instantes.
—Por eso has venido… —adivina.
Niego.
—Vine porque hace casi una semana que no sé de ti —
digo, porque es cierto—. Porque, hace casi una semana, me
dejaste con la palabra en la boca afuera de mi departamento y
no he sabido de ti desde entonces.
—Tuve una emergencia que atender en España. Salí esa
misma noche. Siento mucho no haberme comunicado contigo
en todo ese tiempo, pero… —deja la oración en el aire,
incapaz de concluirla.
—Pero, ¿qué? —insto—. «¿Pero no pude tomarme dos
minutos de mi tiempo para escribirte y hacerte saber que no
iba a estar?» «¿Pero ni siquiera me pasó por la cabeza el tener
la decencia de avisarte que me marchaba?» «¿Pero olvidé por
completo contarte que mi exnovia me buscó y que, si no nos
reuníamos, iba a causarme problemas?».
Silencio.
—Mi padre te ha dicho lo de Luciana. —No es una
pregunta. Es una afirmación.
Sus ojos me escudriñan a detalle. Me observan con ese
brillo intenso y doloroso con el que suele mirarme cuando no
sabe qué esperar de mí.
—¿Qué más te ha dicho?
Una sonrisa triste y amarga se dibuja en mis labios.
—Todo.
Su mirada se oscurece.
—Tamara, no estoy jugando. ¿Qué te ha dicho?
Una risotada ansiosa y dolorosa se me escapa y sacudo la
cabeza para evitar que las lágrimas que han comenzado a
agolparse en mis ojos salgan a la superficie.
—Tú sabes bien qué fue lo que me dijo, Gael —digo,
porque la sola idea de pronunciar en voz alta el nombre de su
hijo se siente errónea.
Un destello de enojo se dibuja en las facciones del hombre
frente a mí y el pecho se me estruja porque jamás me había
mirado de esa manera. Porque tenía mucho tiempo sin ver
tanto recelo en su mirada.
«Él siempre te ha visto con recelo», susurra la vocecilla
insidiosa de mi cabeza, pero la empujo lejos. Lo que menos
necesito ahora es que esté aquí, haciéndome estragos la razón.
Envenenándome los pensamientos del modo en el que suele
hacerlo.
—Déjate de juegos y dime de una puñetera vez qué coño te
ha dicho mi padre —escupe y sus palabras me hieren y ni
siquiera sé por qué lo hacen.
—Me habló sobre Luciana —digo y le agradezco a mi voz
por no temblar ni un poco mientras lo hago, pero no tengo el
valor de arrancarme las siguientes palabras de la boca, porque
me aterra su reacción. La posibilidad de que lo que dijo David
sea verdad—… Y me habló sobre Santiago —digo, al cabo de
unos segundos.
El gesto de Gael se contorsiona en una mueca desencajada
que no logro descifrar del todo. Una que está a medio camino
entre la ira, el pánico y la frustración.
No dice nada. Solo me mira en silencio. Eso, de alguna
manera, es más abrumador que cualquier clase de explicación
que pudiese tratar de pronunciar.
—¿Es cierto? —mi voz suena rota. Tímida. Aterrorizada.
Silencio.
—Gael, ¿tu hijo está vivo?
«Por favor, dime que no me mentiste. Por favor, dime que
no me mentiste. Por favor…».
—Sí.
El corazón se me va a deshacer. El dolor que siento en el
pecho es tan grande, que no puedo hacer nada más que intentar
contenerlo y cerrarle las puertas a mi sistema, porque he tenido
suficiente de todo: de Gael, de su padre, de todas estas
verdades a medias que solo nos separan y acrecientan el
abismo que se ha ido formando poco a poco entre nosotros.
—¿Por qué?… —sueno tan inestable ahora, que sé que
puede darse cuenta de que estoy a punto de echarme a llorar
—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Genuina tristeza se apodera de sus facciones y eso me hace
sentir un poco más miserable.
—Tamara, Santiago no es un niño ordinario —dice y su
voz suena rota y dolida—. Necesita de atenciones especiales y
yo no quería exponerlo de esa manera. No quería que tú
supieras.
Sus palabras detonan una especie de enojo en mi sistema.
Una clase de resentimiento que no sé de dónde viene.
—¿Por qué? —siseo, furiosa ante el sinfín de posibilidades
que se arremolinan en mis pensamientos—. ¿Por qué te daba
vergüenza?
—Porque estaba protegiéndolo —suelta, en un susurro
derrotado.
Niego con la cabeza.
—¿Protegiéndolo de qué?
—De ti.
Sus palabras son como una bofetada en la cara. Son como
un golpe violento en el estómago.
—¿Qué?
Gael no dice nada. Me mira con expresión descompuesta y
eso es suficiente para que la realización de lo que está
ocurriendo se asiente en mi interior.
Él no me dijo nada porque realmente estaba protegiendo a
su hijo de mí. Porque no confía en mis buenas intenciones.
Porque, en el fondo, cree que voy a traicionarlo y entregarlo en
bandeja de plata a sus enemigos.
Gael Avallone, a pesar de todo, no puede confiar en mí.
—No confías en mí —pronuncio. No es una pregunta. Es
una afirmación.
—Tamara, no es así.
—Ah, ¿no? —Sueno herida. Furiosa…—. ¿Cómo es que
querías protegerlo de mí si confías en mí? ¿Qué puedo hacerle
yo a tu hijo para que quieras mantenerlo fuera de mi
conocimiento? ¿Tan pocos escrúpulos crees que tengo? ¿De
verdad crees que voy a utilizarlo en tu contra?
—Tam, las cosas no son como tú crees.
—¡¿Entonces cómo son?! —estallo—. ¡¿Cómo demonios
son, Gael?! Explícame que no lo entiendo.
El silencio que se extiende entre nosotros es largo y
tirante; pero, finalmente, luego de unos segundos de tenso
escrutinio mutuo, Gael dice:
—Siéntate, por favor —pide, pero no lo hago.
Me mira con aprensión durante unos instantes luego de eso
y deja escapar un suspiro largo y cansado.
—Cuando Luciana dio a luz —comienza, con un hilo de
voz, y verdadero terror se apodera de mis entrañas porque no
estoy segura de estar lista para escuchar lo que tiene que decir.
Porque sé que esto va a doler como la mierda—, los médicos
dijeron que era probable que Santiago no viviera mucho
tiempo. Que era probable que no sobreviviese debido a la
gestación que tuvo y que no debíamos guardar muchas
esperanzas.
Hace una pequeña pausa.
—No obstante, Santiago fue fuerte y, contra todo
pronóstico, luego de unas semanas en la incubadora, fue capaz
de dejarla —dice, al cabo de unos instantes—. Yo estaba feliz.
Ilusionado con la idea de que Santiago pudiese recuperarse.
Sentía que la vida me estaba dando una oportunidad y quería
aprovecharla… Pero Luciana no quería hacerlo. Decía que no
quería tener un hijo como Santiago y se negó a buscar la
manera de hacer que las cosas funcionaran. Lo único que
quería, era deshacerse de él, volver a casa y retomar la rutina
de mierda que se había impuesto. Esa en la que yo trabajaba
como un imbécil mientras ella se drogaba y se gastaba todo
nuestro dinero en sustancias. —Sacude la cabeza en una
negativa—Y yo estaba tan enfadado; tan molesto, que cogí a
Santiago y me lo llevé lejos de ella y de esa vida que ya estaba
harto de llevar. —Se moja los labios con la punta de la lengua
—. Fue entonces, cuando su madre, la madre de Luciana,
solicitó asesoría legal. Argumentó que, ni Luciana ni yo
éramos capaces de cuidar a Santiago y nos fuimos a juicio por
la custodia de mi hijo.
Traga saliva, al tiempo que su gesto descompuesto se
tuerce un poco más.
Luce como si pudiese echarse a llorar en cualquier
momento. Como si ese hombre fuerte e imponente que
siempre le muestra al mundo no existiera más.
—Yo no podía entender cómo es que un maldito jurado
estaba dispuesto a llevarme a corte para quitarme la custodia
de mi hijo. Mi hijo… —La incredulidad en su voz es palpable
—. Pero, de alguna manera, lo consiguió. Consiguió que un
juez analizara el caso y que me hundiera en la mierda. —Me
mira a los ojos y, cuando lo hace, el dolor en sus facciones es
tanto que mi propio pecho se estremece con la intensidad de
sus emociones—. No pude hacer nada para impedir que me lo
quitaran. En ese entonces no estaba… limpio. —Luce
avergonzado mientras lo admite—. Seguía consumiendo cosas
ocasionalmente y la manera en la que vivíamos no era óptima.
Yo no tenía una buena relación con mi madre en ese entonces;
es por eso que, presa del orgullo y del poco presupuesto que
tenía para vivir, opté por llevármelo al taller donde trabajaba
para poder estar al pendiente de él.
El horror de imaginarle solo, con una criatura recién
nacida bajo su cuidado, en el estado físico y emocional en el
que se encontraba en ese momento, solo me provoca un hueco
en el estómago. Un desasosiego imposible de ignorar.
—Era un desastre —admite—. Mi vida entera era un puto
desastre y, de todos modos, no quería bajar los brazos. No
quería dejar de luchar por él. Por mí. Por ese remedo de hogar
que estaba creando para nosotros…Pero no fue suficiente.
Frente a un juzgado, no fue suficiente. —Sus ojos, cargados de
angustia y dolor, me miran—. Y fue así como la madre de
Luciana me quitó lo único que me quedaba. Lo único bueno
que había hecho en la vida y se lo llevó a su casa; esa donde su
hija, quien no quería tener a Santiago en primer lugar, vivía.
Donde iba a estar rodeado de la mierda que su madre hacía.
Se hace el silencio.
—Después de eso, busqué a mi madre. La desesperación y
mis ganas de recuperar a mi hijo fueron más fuertes que el
orgullo y rogué por su ayuda. Ella, inmediatamente, buscó a
mi padre; quien ya era un hombre importante. Un hombre
adinerado y poderoso que había hecho su fortuna en México…
Así fue como David Avallone me atrapó en sus redes: Me dijo
que me iba a ayudar a recuperar la custodia de mi hijo; pero
que, para hacerlo, primero debía que poner en orden mi vida.
Tener todo bajo control y en orden, para que un juzgado jamás
se negara a devolverme la custodia que, por derecho, me
pertenecía. Y me puso una serie de condiciones para recibir su
ayuda. Un montón de reglas que debía seguir al pie de la letra
si quería que él usara de su poder para recuperar la custodia de
Santiago.
Me siento aturdida, pero ni siquiera me da oportunidad de
asimilarlo todo, ya que continúa:
—La primera, y la más importante, era que no iba a
cuestionar sus métodos. Nunca. La segunda, era que no iba a
volver a consumir ninguna clase de estupefaciente. La tercera,
era que iba a estudiar una carrera universitaria, y la cuarta, era
que iba a sentar cabeza. —Hace una pequeña pausa—. Hasta
que él no considerara que había cumplido con todas sus
peticiones, no iba a ayudarme. —Su voz suena derrotada y
avergonzada—. Y yo me obsesioné con cumplir todos y cada
uno de sus mandatos. Me metí en un centro de rehabilitación
para dejar las drogas de una maldita vez y para siempre, me
alejé de esas amistades que no eran la mejor de las compañías
en mis circunstancias y accedí a viajar aquí, a México, a
estudiar economía, justo como mi padre quería que hiciera. —
Me mira a los ojos—. Hice absolutamente todo lo que me
pidió durante años. Años, Tamara… Y habría seguido
haciéndolo, de no haber sido por ti. De no haber aparecido en
mi vida de la forma en la que lo hiciste.
Me siento miserable. Me siento tan mal por él y por mí,
que no sé qué otra cosa hacer, más que mirarle fijamente.
—Como podrás imaginar —Gael continúa, luego de unos
instantes de silencio—, mi padre no ha cumplido con su parte
del trato. No ha hecho absolutamente nada para ayudarme a
recuperar la custodia de Santiago, y tampoco es como si yo
pudiese hacer algo por mi cuenta, porque me ha amenazado
con hacerlo todo público para arruinarme y que, así, un juez se
lo piense dos veces antes de devolverme a mi hijo. —Su
cabeza está gacha ahora. Ni siquiera se molesta en encararme
—. Y, por si todo esto no fuera suficiente, Luciana se ha
enterado de quién es mi padre. Se ha enterado del dinero de mi
familia y, ahora, ella también está amenazándome con
arruinarme si no accedo a sus demandas. Estoy entre la espada
y la pared, Tamara. Estoy acorralado y no sé qué diablos hacer
o cómo demonios arreglar toda esta mierda en la que me he
metido.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —El reproche en mi
voz es inevitable, aunque sé que soy la menos indicada para
reclamar—. ¿Por qué no me lo contaste?
—Porque no quería que supieras sobre Santiago. —Gael
me encara y la disculpa que veo en sus ojos solo me lastima un
poco más—. No sabía cuáles eran tus verdaderas intenciones
y, sí, quise protegerlo de ti. De tus oídos curiosos y de todo el
peligro que representaba el exponerlo a ti de esa manera. Creí,
durante mucho tiempo, que solo me utilizarías. Que solo
pretenderías estar enamorada de mí, para luego apuñalarme
por la espalda.
La honestidad con la que habla me quema de adentro hacia
afuera. Me escuece el pecho con tanta violencia, que me falta
el aliento. Escucharle hablar de mí de esa manera me hiere
tanto…
No puedo creer que piense que soy esa clase de persona.
—Y-Yo nunca… —empiezo, pero no puedo continuar. No
puedo seguir hablando porque el nudo que tengo en la
garganta me lo impide.
—Lo sé —Gael me interrumpe y me mira con una
aprensión y un dolor que hace que todo dentro de mí arda—
Ahora lo sé. Lamentablemente, eso ya no importa.
La confusión que traen sus palabras a mi sistema se mezcla
con la angustia que me embarga y me encuentro sacudiendo la
cabeza; incapaz de entender qué es lo que trata de decir.
«¿Cómo que ya no importa?», quiero preguntar, pero no
puedo hablar.
Él parece ver la confusión en mi rostro, ya que, luego de
mirarme durante un largo momento, dice:
—Tamara, voy a casarme con Eugenia.
—¿Qué?
Infinita tristeza invade los ojos del magnate, pero la
determinación en su rostro es fuerte y clara.
—Es la única manera —dice—. Si me caso con ella, mi
padre me ayudará a recuperar a Santiago y toda la mierda con
Luciana terminará. Todo esto acabará de una vez por todas.
Voy a casarme con Eugenia, porque mi hijo es lo más
importante para mí. Porque no hay día que no piense en él.
Que no me obsesione con el tipo de vida que está llevando, el
tipo de tratamiento que, seguramente, su abuela y Luciana no
pueden pagar; y el tipo de trato que debe recibir viviendo con
una mujer que nunca lo quiso. —Hace una pausa y noto cómo
sus ojos vidriosos, se llenan de una emoción tan destrozada
como la que está invadiéndome ahora mismo—. Lo siento,
Tamara. Lo siento mucho… pero eso es lo que tengo que
hacer. Es por eso que esto… Lo nuestro, no puede seguir más.
Tiene que detenerse ahora.
Lágrimas calientes y pesadas me abandonan y un
maremoto de emociones me ahoga la razón.
Un monstruo creado de frustración, decepción y tristeza
me atenaza el cuerpo, y no puedo hacer nada más que mirarle.
Más que intentar absorber lo que está diciéndome, mientras
me deshago en lágrimas delante de sus ojos.
La realización de todo lo que acaba de decirme solo me
corroe por dentro, como si de ácido se tratase, y solo puedo
caer en la cuenta de que nada —absolutamente nada— puede
hacerse ahora por nosotros.
No sé por qué me sorprende. Ni siquiera sé por qué me
duele tanto. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que esto no
iba a funcionar. Que esto no iba a traer nada bueno y, de todos
modos, me aferré a él. Me aferré a lo que sentía.
«¿Por qué lo hice?».
Sé que no puedo obligar a Gael a elegirme y, aunque lo
intentase, él jamás lo haría. No me escogería. Yo tampoco se
lo permitiría si tratara de hacerlo.
No soy madre. No sé si algún día llegaré a serlo; pero eso
no impide que pueda imaginarme la clase de amor que es
capaz de sentir una persona por un hijo. No impide que trate
de hacerme una idea de lo mucho que Santiago significa para
Gael. Él está dispuesto a sacrificarlo todo por su hijo y,
francamente, no esperaba menos. Me habría decepcionado
mucho si no estuviese dispuesto a dar hasta el alma por esa
persona que se encargó de traer al mundo.
«¿Entonces por qué duele tanto?».
—Tamara, por favor, no llores… —Gael suplica, con la
voz entrecortada y cierro los ojos con fuerza, en un intento
desesperado por aminorar el torrente de lágrimas que no deja
de deslizarse por mis mejillas.
—Tengo que irme —susurro, en medio de un sollozo y
abro los ojos justo a tiempo para ver cómo la expresión de
Gael se rompe un poco más—. Lamento mucho no haber
podido ganarme tu confianza. Lamento todavía más el haberte
provocado tantos problemas con tu padre. Prometo que no
volveré a hacerlo.
—Tam, lo lamento tanto. No tienes idea de…
—Buenas noches, Gael —lo interrumpo porque no soy
capaz de seguir escuchándole.
—Tamara…
Alzo las manos, en un gesto que indica silencio, al tiempo
que niego con la cabeza.
—Ya déjalo así —susurro, y trato de limpiarme las
lágrimas—. Por favor, ya no digas nada. Estaré bien. Lo
prometo.
No le doy tiempo de decir nada más. Ni siquiera le doy
tiempo de reaccionar, ya que me echo a andar a toda marcha
en dirección a la salida y, en menos tiempo del que espero,
salgo de la residencia.
Capítulo 43
No sé ni cómo he llegado a mi casa. El trayecto se me ha
pasado como un borrón. Me atrevo a decir que es un hueco en
mi memoria, ya que no soy capaz de recordar nada acerca de
él.
Todo este tiempo no he hecho más que moverme en piloto
automático. Más que avanzar envuelta en una nube de letargo
que me envuelve de pies a cabeza.
La sensación de adormecimiento que me entume los
huesos no se ha ido desde que abandoné la casa de Gael y,
pese a que hace un rato ya que llegué a mi casa, no puedo
deshacerme de ella. No puedo hacer más que mirar cómo el
agua caliente de la regadera se va por el desagüe luego de
golpearme la espalda.
Hace rato que terminé de ducharme. Pese a eso, no he
podido moverme de mi lugar, ni he dejado de darle vueltas al
día tan caótico que he tenido; desde mi encuentro con David
Avallone, hasta el momento en el que, finalmente, confronté a
Gael.
No recuerdo en qué momento dejé de llorar. Mucho menos
puedo rememorar el instante en el que me deshice de la ropa
que me vestía y me introduje en la regadera; pero la opresión
que me atenazaba las entrañas, no se ha ido ni un solo
momento.
Mi mente, cruel y despiadada, tampoco ha hecho nada por
darme algo de tregua. La retahíla de negatividad que me ha
envuelto es tanta que me sofoca. Que me nubla el pensamiento
hasta convertirme en este manojo abrumado y tembloroso que
soy en estos momentos.
Cierro la llave de la regadera.
El agua que gotea de mi cuerpo es el único sonido que
reverbera en el diminuto espacio que es mi baño, y es tan
rítmico y enigmático, que me quedo aquí, quieta,
escuchándolo con atención.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a poner
un pie fuera del cubículo; pero, cuando lo hago, tomo la toalla
que dejé sobre la tapa cerrada del retrete y, metódicamente,
empiezo a secarme.
Las palabras de Gael, una vez más, me llenan los
recuerdos y las lágrimas que se me acumulan en los ojos no se
hacen esperar.
Me siento tan miserable. Tan estúpida.
Cierro los ojos.
Cientos de memorias me llenan la cabeza en el instante en
el que lo hago, y el nudo en mi garganta se aprieta un poco. De
pronto, me encuentro reviviendo todos y cada uno de aquellos
instantes que compartí con Gael. Aquellos que, a lo mejor,
para él fueron solo un desliz en ese plan maestro que tenía
trazado para recuperar a su hijo, pero que para mí, significaron
esperanzas, ilusiones y sensaciones que creí que jamás
volvería a experimentar; o, al menos, no con la fuerza en la
que lo hice.
La desolación afianza su agarre en mi pecho y hace todo
doloroso. Cada recuerdo, cada palabra pronunciada por sus
labios que retumba en mi cabeza; cada caricia, cada beso…
Todo duele y me hace querer desaparecer. Quiero cerrar los
ojos y dejar de existir, para que toda esta tortura se vaya.
«Quizás deberías acabar con todo —los demonios en mi
cabeza susurran, insidiosos y violentos—. Quizás deberías
desaparecer de una vez por todas».
Mis párpados se cierran con fuerza, pero el latir de mi
corazón no hace más que acelerarse a un punto casi atronador.
«Sabes que a nadie le harías falta si decides… Tú
sabes…».
El horror que siento por el hilo que han empezado a tomar
mis pensamientos, no es nada comparado con el hueco que
siento en el pecho.
Abro los ojos.
«Le harías un favor al mundo. David Avallone no podría
hacerle daño a tu familia porque ya no tendría forma de
destruirte».
Mis manos aferran la toalla que llevo envuelta alrededor y
alzo la vista para mirar la imagen empañada que me observa
desde el espejo.
Mis dedos, trémulos y adormecidos, limpian el paño
provocado por el vapor que envuelve la habitación. La persona
que me devuelve la mirada en el reflejo hace que dé un par de
pasos hacia atrás de pura impresión. De pronto, me siento
enferma. Asqueada.
La chica frente a mí no soy yo. Es una completa extraña.
Una completa desconocida.
Luce como una mala imitación de mí misma. Como una
sombra de todo eso que fui alguna vez y que ya no soy. Como
los restos de una chica ilusionada a la que rompieron en
pedazos y estiraron tanto que quedó hecha jirones.
El nudo en mi garganta se aprieta tanto, que apenas puedo
respirar con normalidad. Apenas puedo hacer otra cosa más
que sentir cómo la mirada se me nubla por las lágrimas que
tengo agolpadas en los ojos.
La humedad cálida que se desliza por mis mejillas es solo
el principio. Es el inicio del desmoronamiento emocional que
comienza a llevarse a cabo en mi sistema y, presa de un
impulso primitivo, poderoso, aterrador y apabullante, abro el
botiquín que se encuentra detrás del espejo del baño, solo para
tomar las pastillas a prescripción que me dio el psiquiatra la
última vez que lo visité.
«¿Cuándo fue la última vez que lo hice?».
El contenido de los dos frascos que hace meses no tocaba
es vaciado sobre una de mis palmas temblorosas y, en el
proceso, varias de las pastillas caen al lavamanos.
De pronto, soy presa de una sensación aterradora. De un
miedo paralizante y una determinación cegadora.
Los demonios no dejan de susurrarme, la voluntad no deja
de doblegarme y las ganas que tengo de meterme todas las
malditas pastillas a la boca y acabar con todo son tan grandes,
que apenas puedo contenerlas.
Un regusto amargo me llena la punta de la lengua, pero
mis dientes están sellados. Mis labios también lo están.
El instinto de supervivencia al que se aferra esa pequeña
parte de mi voluntad que aún no está lista para marcharse, me
mantiene quieta mientras la lucha en mi interior —en mi
cabeza— se lleva a cabo.
«Llama a tu madre», susurra una vocecilla débil en mi
cerebro y, sin más, el rostro de mi madre se dibuja en mis
recuerdos. Luego, como efecto en cadena, mi papá me llena la
memoria. Natalia no se hace esperar y Fernanda me inunda el
pensamiento.
De pronto, como si hubiese salido de un trance profundo,
la lucidez empieza a invadirme. El letargo empieza a
esfumarse y el dolor atronador provocado por el miedo de lo
que acaba de pasar, me escuece las entrañas.
El horror y el pánico me llenan las venas, y algo helado me
recorre la espina dorsal cuando miro el puñado de pastillas que
descansa en mi palma.
Un escalofrío de puro terror me recorre y, en un espasmo
horrorizado, dejo caer las pastillas sobre el lavamanos al
tiempo que me aparto de él.
El temblor de mi cuerpo es tanto que apenas puedo
controlarlo; sin embargo, me las arreglo para mantenerlo a
raya mientras tomo un par de inspiraciones profundas para
aminorar el descontrol que siento.
Cuando, finalmente, soy capaz de moverme con un poco
más de normalidad, me apresuro fuera del baño y tomo mi
teléfono —el cual descansa sobre la mesa de noche.
Acto seguido, y aún presa de la impresión y el terror de lo
que estuve a punto de hacer, tecleo el único número que me sé
de memoria y pongo el aparato contra mi oreja.
—¿Diga? —La voz de mi madre me llena los ojos de
lágrimas nuevas.
—¿Puedo pasar la noche con ustedes? —Sueno rota y
temblorosa. Como una niña de seis años aterrorizada.
—¿Estás bien, mi niña? —La alarma y la dulzura que
escucho en su voz hace que un sollozo se me escape de
manera inevitable—. ¿Quieres que tu papá vaya por ti?
—Sí —apenas puedo pronunciar y mi mamá,
inmediatamente, le dice a mi padre que tiene que venir a
buscarme cuanto antes.
—¿Quieres que me quede aquí contigo hasta que tu papá
llegue? —La aprensión en su tono me hace saber que es
plenamente consciente de lo que me ocurre y, por primera vez
en mucho tiempo, dejo de fingir que soy fuerte y que tengo
todo bajo control.
—Tengo tanto miedo… —confieso y suelto otro sonido
torturado.
—No pasa nada, mi amor. —Mi mamá suena
tranquilizadora—. Aquí estoy y te amo. Te amo con toda mi
alma, ¿lo sabías?
El llanto es desconsolador y no puedo responderle. Solo
me aovillo en el suelo mientras le escucho decirme cuánto me
ama. Cuán orgullosa está de mí. Cuánto ansía verme para
abrazarme y no soltarme.

He pasado la última semana de mi vida en casa de mis


padres.
Luego del colapso que sufrí la última vez, decidí que, lo
más sano que puedo hacer ahora mismo, es mantenerme cerca
de mi familia.
Esa noche, luego de que mi papá fue por mí al
departamento que comparto con Victoria y Alejandro,
finalmente confesé que tengo meses sin tomar una sola pastilla
y que, además, hace meses que no me paro en el consultorio
del psiquiatra.
Rota, también confesé que he estado en un lugar muy
oscuro las últimas semanas y que, anoche, luego de años de
que ni siquiera se me pasara por la cabeza, pensé en el suicidio
una vez más.
No entré en detalles respecto a los motivos del episodio
oscuro por el que he estado pasando. Ellos tampoco
preguntaron, cosa que agradecí. Aún no estoy lista para hablar
sobre mis sentimientos frente a ellos.
Mis días se han convertido en una montaña rusa
emocional, en el que el único cinturón de seguridad que tengo,
son mis padres y Natalia; quien, ahora separada de su marido y
viviendo en casa de mis padres, no ha dejado de hacerme
compañía todo el tiempo.
Me ha llevado a la escuela a diario y ha pasado a
recogerme también y, cuando estamos en casa, suele pasar el
día tratando de animarme.
Emocionalmente, mi hermana está más centrada. Ya no se
encuentra en ese estado de llanto continuo en el que se hallaba
y, ahora lo único que puede hacer es hablar sobre su embarazo
y lo entusiasmada que este la tiene.
No puedo creer cuán irónico es que los papeles se hayan
invertido y que ahora sea yo la que deambula por la casa con
aire melancólico. No puedo creer cuán pequeña me siento de
nuevo estando en este lugar y cuánto había pasado por alto lo
que adoro estar aquí, bajo el cobijo de mis padres. De mi
familia. De este cálido núcleo que no hace más que recargarme
de fuerzas.
Mis papás me han pedido que me lo tome con calma.
Incluso, han sugerido la posibilidad de que deje la escuela y el
trabajo. Me han dicho que no pasa nada si pierdo el semestre;
que ellos están dispuestos a pagarme la matrícula de la
universidad el resto de la carrera y no han dejado de pedirme
que regrese a vivir con ellos. Yo, a pesar de eso, no estoy muy
segura de querer abandonarlo todo, aunque sea temporalmente.
Por otro lado, no han dicho palabra alguna respecto a
retomar la terapia, pero es algo que ya he decidido que haré.
Uno tiene que aprender a darse cuenta de que hay batallas que
no pueden llevarse en solitario, y de que eso está bien. Está
bien ser vulnerable y caerse. No pasa nada si necesitas
acercarte a alguien y pedir ayuda; y eso es, precisamente, lo
que trato de hacer.
Por salud mental, he decidido entregarle mi teléfono a
Natalia para que lo mantenga lejos de mis ojos curiosos y mi
mente que ansía torturarse con la posibilidad de volver a tener
contacto con Gael. Por salud mental, he decidido, también —y
pese a lo mucho que detesto los viajes en carretera—, que el
día de mañana iré con mi familia al pueblo natal de mi papá a
pasar unos días.
No sé cómo van a repercutir mis inasistencias a clases en
mis calificaciones finales, pero, ahora mismo, eso no se siente
muy relevante. De pronto, todas aquellas preocupaciones que
tuve las últimas semanas respecto a la universidad se sienten
como nimiedades.
En estos momentos, lo único que me interesa es mantener
esta estabilidad emocional que la compañía de mi familia me
ha traído. Esta calidez que hacía mucho que necesitaba.
—¿Quieres llevarte esto? —Mi hermana toma el teléfono
apagado que le di a guardar entre los dedos y me observa con
aire divertido—. ¿O es que aún está prohibido para ti?
Una sonrisa triste se apodera de mí.
—Aún está prohibido —digo, aunque muero por quitárselo
de los dedos para encenderlo y ver si Gael me ha buscado.
Dudo mucho que lo haya hecho. A estas alturas, dudo
mucho de que cualquier cosa que alguna vez me dijo haya sido
honesta del todo. De hecho, ahora que lo pienso, estoy casi
convencida de que ni siquiera pensó en mí desde que
abandoné su casa la última vez que nos vimos. Hasta donde
tengo entendido, ahora él debe de estar en ese largo viaje de
negocios que dijo que tendría.
—Puedo adivinar que, parte de todo esto de andar como
alma en pena por toda la casa, tiene nombre y apellido. —Mi
hermana adivina, con los ojos entornados en mi dirección.
Me encojo de hombros, a pesar de que sé que ella sabe
quién es el hombre que me ha hecho trizas la voluntad.
—¿Importa si lo tiene? —digo, al tiempo que echo en mi
maleta un bote de crema corporal.
Ella me regala una sonrisa cálida.
—No —dice—. No lo hace. De hecho, no quiero saber si
lo tiene. Si me entero, puede que quiera ir a decirle una que
otra de sus verdades al hijo de puta.
Es mi turno de sonreír.
—No te lo permitiría.
—No necesito de tu permiso para ir a decirle que es un
cabrón de mierda por haber hecho llorar a mi hermanita.
Mis cejas se alzan con condescendencia.
—Te recuerdo que tú no me dejabas decirle a Fabián sus
verdades cuando las tenía en la punta de la lengua. ¿Qué te
hace pensar que voy a dejar que vayas a buscar a alguien para
reclamarle algo acerca de mí? —digo y ella me mira con
irritación.
—Eres odiosa —masculla y, esta vez, mi sonrisa se siente
un poco más honesta.
—También te quiero, Nat —le guiño y ojo y, luego, cierro
la maleta que me disponía a llenar, antes de salir de la
habitación.

El viaje al pueblo donde viven mis abuelos paternos fue


como una bocanada de aire fresco. Pasar los días paseando
entre calles adoquinadas, casas de adobe, olor a plantas y
animales de granja, fue como un verdadero suspiro largo y
liberador.
Las pláticas hasta altas horas de la madrugada con Natalia
en el patio trasero de la casa de los abuelos, con una taza
de atole[2] entre los dedos y la mirada fija en las estrellas
brillantes, fueron las mejores terapias que pude haber
conseguido; y, recordar todo aquello que me hacía feliz
cuando era niña en estos lugares, ha sido lo mejor que pude
hacerle a mis nervios alterados.
El regreso a casa luego de cuatro días de absoluta
tranquilidad fue un poco más difícil de lo que me gustaría
admitir, y no por el camino en carretera; sino por la resolución
de saber que, en pocas horas, iba a volver a la realidad.
Han pasado tres días desde entonces; dos semanas
enteras —y unos cuantos días, si nos ponemos exigentes en
cuanto a fechas se refiere— desde la última vez que me digné
a revisar mi teléfono. Desde la última vez que prendí una
computadora… Desde la última vez que vi a Gael Avallone.
Todavía no me siento lista para enfrentar la realidad. Para
encender mis dispositivos digitales y darme cuenta de que todo
lo que tuvimos —lo que sea que haya sido— fue una mentira.
Es por eso que no he hecho nada por intentar averiguar si
su compromiso ha vuelto a ser noticia.
En cuanto a David, esta noche, cuando papá regrese a casa
del trabajo, hablaré con todos respecto a lo que pasó. Les
contaré acerca del embrollo en el que me he metido y, con su
consejo, trataré de buscar alguna solución. Solo espero que no
sea demasiado tarde para actuar y que mi papá conozca a
alguien que sea capaz de aconsejarnos.
Mientras eso sucede, he venido a mi departamento a
recoger algo de ropa. Aún no he decidido si voy a regresar a
casa de mis padres de manera permanente, pero, mientras me
quedo con ellos, debo tener algunas prendas limpias a mi
disposición.
Mi mamá insistió en acompañarme, pero le dije que no era
necesario. Que no demoraría demasiado y que no quería que
ella dejara de hacer sus pendientes solo por venir conmigo. Así
pues, luego de quince minutos de una acalorada discusión con
ella, finalmente pude venir sola por mis cosas.
Se siente como si hubiese pasado una eternidad desde la
última vez que estuve aquí y, al mismo tiempo, todo está tan
igual, que no puedo dejar de preguntarme si realmente pasé las
últimas semanas en casa de mis padres.
El tramo de escaleras que separa el primer piso de aquel en
el que vivo, me agita la respiración ligeramente, pero no dejo
que eso me detenga de introducir mi llave en la cerradura para
abrir la puerta.
La imagen que me recibe en ese momento me paraliza y la
incredulidad y el calor me inundan el pecho.
Alejandro y Victoria están ahí, en la pequeña cocina de la
estancia. Él está abrazándola por la espalda, vestido en nada
más que en bóxer mientras le besa el cuello; y ella está ahí,
preparando lo que parecen ser hot-cakes, con la cabeza
inclinada hacia a un lado, para darle entrada al chico que la
besa con parsimonia.
Una sonrisa idiota se desliza en mis labios en ese momento
y me aclaro la garganta solo para hacerles saber que estoy
aquí.
En el instante en el que se percatan de mi presencia, se
apartan el uno del otro. Alejandro luce como si quisiera hundir
la cara en la tierra, mientras que Victoria trata de hacer como
si nada hubiese pasado.
—Lamento interrumpir —digo, pero no puedo dejar de
sonreír como idiota—. Solo vine por algo de ropa. Prometo no
incomodar demasiado.
Alejandro abre la boca para hablar, pero Victoria es más
rápida y dice:
—¿Qué tal los días con tus padres? —Trata de sonar fresca
y ligera, pero fracasa en el intento.
El gesto socarrón que llevo en la cara se acentúa otro poco,
solo porque sé que este ha sido un intento suyo de desviar la
conversación hacia un lugar más seguro para ellos.
—Geniales —respondo—. De hecho, aún no terminan. Ya
se los dije: solo vine por algo de ropa.
El ceño de Victoria se frunce.
—No estarás pensando en abandonarnos, ¿verdad? —
masculla, al tiempo que apaga el sartén y me encara de lleno
—. ¿Quién cocinará los fines de semana si te vas?
El tinte de mi sonrisa cambia a uno triste. A decir verdad,
no les dije absolutamente nada sobre el colapso emocional que
tuve la última vez. Ninguno de los dos estaba en casa, así que
no se dieron cuenta de nada y, cuando les llamé para avisarles
que estaría en casa de mis padres, tampoco les comenté nada
sobre mis motivos para marcharme. Hasta donde ellos tienen
entendido, me fui por el gusto de pasar tiempo de calidad con
los míos y nada más.
La única respuesta que puedo darle es un guiño.
—Me gusta que me extrañes —digo, sin responder a su
pregunta—. Ahora regreso.
Sin darle tiempo de replicar —y pese a la expresión
alarmada y confundida que veo en su rostro—, me encamino
hasta mi habitación.
Una vez ahí, empiezo a trabajar en una pequeña maleta.
Cuando termino de echar unos cuántos cambios de ropa,
me encamino hasta el tocador para tomar mi perfume,
desodorante y bolsa de maquillaje. En el proceso, pienso en lo
que me dirá Natalia cuando sepa que, por fin, dejaré de robar
sus artículos de uso personal.
Una sonrisa boba se apodera de mí con el mero
pensamiento y, con más entusiasmo, echo todo lo necesario en
la maleta para cerrarla.
Estoy a punto de salir. Estoy a punto de abandonar la
habitación, cuando mi vista se clava en la computadora de
escritorio que me prestaron en la editorial.
Un nudo de algo pesado y vicioso se apodera de mis
entrañas, pero solo puedo mirarla.
Cientos de dudas se arremolinan en mi cabeza cuando
imagino todo lo que debe haber en redes sociales respecto al
compromiso de Gael —si es que ya lo hizo público una vez
más— y, aún con todo eso, no puedo arrancarme las ganas que
tengo de encenderlo. De averiguar qué tan pronto decidió dar a
conocer la noticia de que su boda sigue en pie.
«Si lo miras, quizás te desencantas. Quizás, de una vez por
todas, te armas de valor para olvidarlo».
Cierro los párpados con fuerza y tomo una inspiración
profunda.
Sé que no debería estar considerándolo. Sé que debería
salir huyendo de aquí lo más pronto posible… pero no puedo.
No puedo, simplemente, esconderme. Necesito saber. Darme
cuenta de las cosas, así me duelan como el infierno.
—Maldita sea… —mascullo en voz baja y me encamino
hasta sentarme frente al escritorio. Entonces, presiono el botón
de encendido en el aparato.
Al vejestorio le toma alrededor de un minuto encender
como se debe y solo le ha tomado así de poco, porque ni
siquiera estaba apagado en su totalidad. Se quedó en modo
suspendido todo este tiempo.
Así pues, cuando la pantalla del ordenador vuelve a la
vida, lo primero que me recibe son todas las ventanas que dejé
abiertas la última vez que la utilicé.
Mi correo electrónico, siendo la primera.
Estoy a punto de cerrarla, cuando lo noto.
Ahí, en la bandeja de entrada, se encuentran tres correos
sin abrir. Uno con fecha de hace más de dos semanas, uno con
fecha de la semana pasada y uno con fecha del día de ayer.
Todos son de Román Bautista, mi jefe.
Mi ceño se frunce cuando leo el asunto del más antiguo y,
sin poder detenerme a mirar el resto, doy clic en él:
Buenos días, Tamara.

He estado intentando comunicarme contigo vía


telefónica, pero parece que tu teléfono está muerto por
alguna razón. ¿Está todo en orden?
En fin, el motivo de mi insistencia es solo para
informarte que esta mañana he recibido el manuscrito
que me enviaste. Debo felicitarte por el innovador
formato tipo novela en el que lo has escrito. Es bastante
atrayente. Definitivamente, un movimiento muy acertado
de tu parte; pero, debo preguntar, ¿qué pasó con el
borrador que estabas mandándome? ¿A qué se debe
que hayas descartado el formato previo? Tengo
curiosidad. Cuéntame acerca de esa parte de tu proceso
creativo, por favor.
Dicho esto, te informo que ya he enviado el
manuscrito a corrección. Es probable que esté listo
dentro de un par de semanas.
Te mantendré al tanto de todos los pormenores de la
maquetación, cubierta y demás. Contáctame tan pronto
veas este correo.
Saludos cordiales,
Román Bautista
Publisher, CEO & Founder
EDÉN EDITORIAL
El corazón me ha dejado de latir. La sangre me ha
abandonado las venas para agolparse a mis pies y dejar de
circular con normalidad. El pánico se ha detonado en mi
interior y un terror primitivo me ha llenado las entrañas.
«No. ¡No, no, no, no!».
Abro el siguiente correo:
Buenas tardes, Tamara.

Estoy preocupado por ti. ¿Está todo en orden?


Te escribo para informarte que ya tenemos la
cubierta del libro a publicar. Te la adjunto aquí mismo.
Independientemente de todo, tengo que hablar contigo
respecto al manuscrito. Ya he terminado de leerlo y
tengo preguntas qué hacerte. Contáctate conmigo
cuanto antes.
Saludos cordiales,
Román Bautista
Publisher, CEO & Founder
É
EDÉN EDITORIAL
Ni siquiera me molesto en descargar el archivo adjunto, ya
que me apresuro a abrir el último correo. Ese que tiene fecha
del día de ayer:
Buenos días, Tamara.

Sigo sin tener noticias de ti y estoy empezando a


entrar en pánico. Por favor, comunícate cuanto antes.
En otras noticias, te traigo buenas nuevas:
La corrección ha sido finalizada. La maquetación ya
está siendo trabajada. Estamos corriendo contra reloj
porque el señor Avallone (padre) nos ha pedido que el
libro sea publicado dentro de dos semanas, justo el día
del cumpleaños de su hijo. Es una sorpresa para él, así
que me he tomado el atrevimiento de hacerle una última
revisión a las correcciones. Te envío adjunto el
manuscrito final para que le eches una ojeada. Espero
que puedas darme tu visto bueno antes del viernes: el
día que se mandará a imprenta.
Así mismo, necesitamos una fotografía tuya, así
como una biografía breve para añadirlas a las solapas
del libro.
Quedo atento a tu respuesta. De no recibir tu
biografía a tiempo, el primer tiraje del libro se irá sin ella;
por eso te aconsejo que me lo envíes lo más pronto
posible.
Saludos cordiales,
Román Bautista
Publisher, CEO & Founder
EDÉN EDITORIAL
—Esto no está pasando… —digo, en voz baja y
horrorizada, pero no puedo apartar la vista de la pantalla—.
Esto no puede estar pasando. Yo no le envié nada. ¿Cómo es
que…?
«¿De verdad estás preguntándote cómo? —susurra la
insidiosa voz en mi cabeza—. David lo hizo. Ya no quedan
dudas de nada: él mandó a que te robaran la computadora para
hacerse con tus archivos. Así se hizo de tu manuscrito».
Cierro los ojos con fuerza.
«No me extrañaría si hubiese mandado el archivo desde tu
correo abierto desde esa computadora. Nunca cerrabas tu
correo, ¿lo olvidas?».
En ese momento, me apresuro a entrar a la bandeja de los
mensajes enviados de mi correo y aprieto los dientes cuando lo
veo.
Ahí, hasta arriba de la lista, está un correo cuyo asunto
cita: «Manuscrito Biografía Gael Avallone».
No quiero abrirlo. No quiero mirar que hay en él
porque sé que se confirmarán mis temores más profundos.
Porque sé que David Avallone tomó posesión de mi
computadora y, con ella, se encargó de cavar mi tumba. Se
encargó de activar la bomba que va a destruir no solo mi
existencia, sino también la de su hijo.
Capítulo 44
No puedo apartar la vista de la pantalla del ordenador. Mis
manos caen lánguidas a mis costados mientras contemplo la
bandeja de mensajes enviados desde mi correo electrónico.
Tengo los ojos clavados en el último mensaje enviado.
La sensación de hundimiento que me provoca mirarlo es
casi tan grande como las ganas que tengo de echarme a llorar.
La pesadez, la derrota y el corazón apretujado hasta un
punto doloroso son el único recordatorio que tengo de que,
finalmente, las consecuencias de mis acciones me han
alcanzado.
Sabía que esto podía pasar. Sabía que David Avallone no
iba a quedarse de brazos cruzados y, aun así, jugué a hacerme
la tonta. Jugué a creer en la bondad de las personas. A creer
que alejarme de Gael sería suficiente.
«Qué estúpida eres».
Mis párpados se cierran durante unos segundos antes de
atreverme a encarar de nuevo a la materialización de mi
destrucción emocional.
Tengo que saber qué está pasando. Tengo que saber qué
manuscrito es el que David le envió al señor Bautista. Está
claro que ese que escribí para él está demasiado inconcluso
como para significar alguna especie de amenaza para Gael, así
que de inmediato lo descarto.
La realización de este hecho solo me deja con dos
alternativas: O envió el manuscrito que estaba preparando para
editorial Edén —ese en el que trabajé arduamente para ocultar
la verdad sobre el pasado oscuro de Gael—, o mandó la novela
que escribí con base en mi relación con el magnate.
Aprieto la mandíbula.
Las ganas de llorar incrementan conforme voy
rememorando todo aquello que escribí en esa novela. En ese
archivo en el que me arrastro emocionalmente por Gael;
mientras recuerdo cada detalle de nuestra historia.
El horror que me llena el cuerpo y me impide respirar con
normalidad solo porque sé que, en esa novela, hablé sobre la
verdad. Sobre todo lo que sabía acerca de Gael en el momento
en el que la escribí.
«¿Por qué lo hice?».
La ansiedad me atenaza las entrañas. Un nudo de
impotencia, angustia y autoodio se instala en mi garganta y
quiero gritar. Quiero abrir un agujero en la tierra e
introducirme en él hasta que todo esto haya terminado.
—Tengo que saber… —las palabras musitadas en voz baja
me abandonan, pero no logro que las extremidades me
obedezcan y se pongan manos a la obra.
Me toma lo que se siente como una eternidad el armarme
de valor y abrir el mensaje enviado al señor Bautista, pero,
cuando finalmente lo hago, lo que me recibe solo me hunde
otro poco.
No hay mensaje alguno. Solo está el archivo adjunto y
nada más.
Enseguida, presa del valor momentáneo que me ha
invadido, lo descargo y, cuando se encuentra en mi carpeta de
descargas, lo abro.
La palabra «Magnate» en tipografía Times New Roman es
lo primero que mis ojos ven y el pecho, inmediatamente, me
arde. El corazón me duele porque sé que este archivo — ese
que David Avallone envió al señor Bautista—, fue la novela
que escribí basada en mi relación con Gael.
La vergüenza, aunada al horror de saber todo lo que
redacté en ese documento respecto al pasado del magnate,
hace que mis ojos se nublen con lágrimas gruesas y cálidas.
Hace que el pecho se me llene de una sensación insidiosa y
angustiante que no hace nada más que arrastrarme otro poco
dentro de ese pozo sin fin que amenaza con devorarme viva.
«Tengo qué hacer algo —digo, para mis adentros, pero una
parte de mí se siente derrotada—. Tengo que detener toda esta
locura a como dé lugar».
Entonces, pese a que no quiero moverme de donde estoy,
me pongo de pie, tomo la maleta que preparé hace unos
momentos y emprendo camino a toda velocidad en dirección a
la salida del apartamento.

He pasado las últimas veinticuatro horas de mi vida


tratando de localizar a David Avallone.
Cuando salí del apartamento que comparto con Alejandro
y Victoria, lo primero que hice fue ir directo a casa. Una vez
ahí, le pedí a Natalia que me devolviera mi teléfono. Al
encenderlo, una cantidad abrumadora de mensajes de texto me
recibió, pero los ignoré todos para enfocarme en aquellos que
provenían del teléfono de mi jefe o de los números de mis
compañeras de trabajo.
Cuando terminé de leer esos, abrí la conversación que
tengo con Fernanda solo para encontrarme con una fotografía
que me envió el día de ayer y un mensaje que citaba algo entre
las líneas de: «¿Cuándo pensabas decírmelo?».
Al abrir la imagen, lo que vi me heló entera. Era una
captura de pantalla de un artículo en una revista virtual. En él,
se hablaba sobre la fecha de publicación del libro, la
revelación de la portada y todo lo relacionado con el
manuscrito que Editorial Edén está por publicar.
Desde entonces, no he dejado de buscar a David por cielo
mar y tierra.
Traté de plantarme afuera de su casa el día de ayer, pero el
guardia de seguridad del residencial ni siquiera me permitió
quedarme afuera, a la espera del hombre. Traté de buscarlo por
teléfono, pero tampoco tuve el éxito deseado. Finalmente,
decidí acudir a mi jefe para que este concretara una cita entre
nosotros, pero no he recibido respuesta alguna de su parte. Eso
está acabando con la poca cordura que me queda.
A estas alturas del partido, localizar a Gael es la única de
mis opciones. A pesar de que no quiero verlo ni buscarlo, es lo
único que se me ocurre.
Si hay alguien que puede detener a su padre de hacer todo
esto, es él. Es por eso que, pese a la renuencia que me invade,
he decidido ir a buscarlo. He decidido tragarme el orgullo, el
dolor y los sentimientos para contárselo todo de una vez por
todas.
Sé que antes había dicho que tendría un viaje y que era
probable que duraría semanas; pero, de todos modos, no puedo
quedarme con las ganas de intentar verlo. De intentar hablar
con él, cara a cara, de una vez por todas.
Es por eso que, luego de tomar una ducha larga y alistarme
para ir a su encuentro, me encamino hacia la salida de casa de
mis padres.
En el proceso, soy interceptada por una Natalia curiosa,
pero me la quito de encima diciendo que voy a ir a casa de
Fernanda a ponerme al corriente con los trabajos escolares. Mi
madre me pide que no tarde demasiado porque papá volverá
temprano para festejar el anuncio de publicación del libro.
Ellos tampoco tardaron mucho en notar la cantidad de
artículos y publicidad que invadió la internet luego de que se
hiciera pública la noticia, y ahora quieren festejarlo.
«Si tan solo supieran…».
Abandono la casa de mis padres con la promesa de que
voy a regresar temprano y, luego, pido un Uber —porque no
tengo la paciencia de esperar por un autobús.
Al coche le toma alrededor de cinco minutos llegar hasta
mi ubicación y le toma otros treinta llegar a las afueras de las
oficinas de Grupo Avallone.
Una vez ahí, me echo a andar a toda velocidad hasta la
recepción.
Esta vez, tengo la decencia de anunciar mi llegada, porque
este lugar ya no me inspira la seguridad que antes hacía. Ya no
me inspira absolutamente nada más que reticencia y repelús.
La recepcionista del edificio no tarda en decirme que Gael
está en una reunión con unos accionistas, y el alivio que me da
saber que ha regresado de su viaje, es casi tan grande como la
oleada de nerviosismo que me azota.
Yo, pese a lo que ha dicho, insisto en pasar a verlo. Ella me
dice que el señor Avallone no ve así a la gente y que tengo que
hacer una cita para verlo; pero, al decirle que soy la chica que
escribió su biografía, me permite pasar a esperarlo al piso
donde tiene su oficina.
El trayecto en el elevador se siente eterno y tortuoso, pero,
cuando llego al piso deseado, no me atrevo a bajar de
inmediato. De hecho, las ganas que tengo de volver sobre mis
pasos y olvidarme de todo, me rondan durante un par de
segundos.
Al final, luego de un debate interno que no dura más que
unos instantes, abandono el reducido espacio para avanzar
hasta la familiar recepción de la oficina de Gael.
La sensación de dejà-vú que me invade es tan dolorosa
como abrumadora, pero me las arreglo para continuar para
detenerme frente al escritorio de Camila, su secretaria.
—Buenas tardes —digo, sin ceremonia alguna y la chica,
quien se encontraba absorta en la pantalla del ordenador que
tiene enfrente, da un respingo antes de mirarme.
—Señorita Herrán, —luce aturdida mientras habla—, ¡qué
sorpresa! ¿Puedo ayudarle en algo?
Asiento, con dureza.
—Necesito hablar con el señor Avallone —digo y mi
estómago se revuelve al llamarlo de esa forma.
Ella niega con la cabeza, aún extrañada y fuera de balance.
—Me temo que ahora mismo no podrá ser —dice—. Está
en una reunión importante y, luego de eso, saldrá a un coctel
de negocios.
—No le quitaré más de unos minutos. ¿Crees que pueda
pasar a su oficina a esperarlo?
Camila parpadea un par de veces, sin saber qué
responderme.
—Señorita Herrán, es que…
—Por favor, Camila, estoy desesperada —pido, y ella luce
cada vez más confundida y horrorizada.
—Lo siento, pero no puedo dejarla pasar a la oficina del
señor Avallone —dice, y un destello de coraje me atraviesa el
pecho.
Aprieto la mandíbula.
—De acuerdo —digo, entre dientes—. Entonces, lo
esperaré aquí.
—Pero…
—Pero, ¿qué? ¿Tampoco puedo esperarlo aquí? —suelto,
medio irritada y alterada.
La boca de Camila se abre para replicar, pero las palabras
mueren en su boca cuando el sonido de las puertas dobles de la
oficina abriéndose lo llena todo.
Mi atención se vuelca de inmediato hasta el lugar de donde
el ruido proviene y mi alma entera se estremece cuando una
figura esbelta y alta se dibuja en mi campo de visión.
Me toma apenas unos instantes reconocerla. Esta mujer es
con la que David quiere que Gael se case.
Es preciosa. Es tan bonita como una muñeca de porcelana.
Lleva el cabello recogido en un moño alto y estilizado y un
vestido negro que abraza todas y cada una de las curvaturas de
su cuerpo: desde su estrecha cintura, hasta sus anchas caderas;
y su presencia aquí, en este lugar, es solo un recordatorio de
aquello que Gael dijo que haría la última vez que nos vimos.
De la clase de manipulación que David es capaz de ejercer en
su hijo.
—Lo lamento —Eugenia se disculpa con recelo, sin
apartar la vista de mí—. Creí que era Gael con quien hablabas.
Se dirige a Camila, pero no deja de mirarme.
—Señorita Rivera, siento mucho el escándalo. Yo…
Eugenia niega con la cabeza.
—No te molestes en explicar nada —la interrumpe—. No
pasa nada. Mejor dime, ¿quién es la señorita?
De pronto, venir aquí se siente como la peor de las ideas.
Como la más estúpida de mis decisiones, pero me las arreglo
para mantener el gesto imperturbable mientras respondo:
—Tamara Herrán —sueno tan resuelta, que no puedo creer
que sea yo quien habla—. Soy la persona que está escribiendo
la biografía del señor Avallone.
Llamarlo por su apellido se siente erróneo y doloroso, pero
sé que no puedo llamarle de otra forma. Delante de esta gente,
debo mantener una distancia prudente entre él y yo.
Un destello de algo oscuro se apodera de los ojos de
Eugenia y alza el mentón en un gesto arrogante.
—Ya. —Ella asiente—. Supongo que has venido a buscar
a mi prometido.
Escucharla llamarle de esa manera, abre una brecha
profunda en mí. Atrae un instinto primitivo, oscuro y salvaje.
—Así es. —Es mi turno de asentir y me las arreglo para
sonar indiferente—. Vengo a tratar algo referente a la
publicación del libro.
La cabeza de la mujer frente a mí se inclina ligeramente,
en un gesto curioso.
—Creí que ya se habían acabado las reuniones entre
ustedes. —Su voz es seda pura, pero su mirada es afilada. Casi
venenosa…
Aprieto los dientes y reprimo las ganas que tengo de gritar
de la frustración.
—Sí —digo, con cautela—, pero…
—Mira, Tamara —Eugenia me interrumpe justo cuanto
trato de formular una oración que explique el motivo de mi
presencia en este lugar—, en realidad, tengo muy poco interés
en conocer el motivo de tu visita. De hecho, no me importa en
lo absoluto. Lo único que quiero pedirte, con todo el respeto
del mundo, es que te marches.
Una punzada de coraje y vergüenza me atraviesa de lado a
lado.
—Sé perfectamente qué clase de relación tuviste con Gael
y la verdad es que me incomoda en demasía las libertades que
te tomas a su alrededor. —La manera determinante en la que
habla hace que el pecho se me estruje—. Es por eso que te
pido, de la manera más atenta que puedo, que dejes de
buscarlo. Que dejes de intentar mantenerte rondando en su
vida, porque es un hombre comprometido.
—No sé de qué clase de relación hablas, pero puedo
asegurarte que mis intenciones con Gael no son más que
estrictamente laborales —refuto, al tiempo que trato de
controlar las ganas que tengo de escupirle que me importa un
bledo lo que le incomoda o no.
—Y, de todos modos, no te quiero cerca de mi prometido
—replica—. No quiero que vuelvas a buscarlo o a tomarte
atribuciones que no te corresponden. Tu trabajo aquí ha
terminado y ya no tienes absolutamente nada que tratar con él.
Por favor, entiéndelo de una vez.
La humillación quema tanto en mi sistema, que quiero
enterrar la cara en el suelo. Que quiero arrastrarme fuera de
este lugar y no volver a acercarme nunca más; sin embargo, no
le permito verme amedrentada. No le permito verme tan
pequeña e indefensa como me siento.
—Lo que tenga o no que tratar con Gael, no es de tu
incumbencia —digo, sin poder reprimir la irritación que me
embarga—. Si mi trabajo ha terminado o no, tampoco lo es.
Las inseguridades que sientas respecto a mi relación con el
señor Avallone, me tienen completamente sin cuidado. Así
que, lo siento mucho, pero no voy a marcharme sin hablar con
él.
La mandíbula de la mujer se aprieta y alza el mentón un
poco más.
—¿Camila? —dice, sin siquiera dignarse a mirarla—. Por
favor, llama a seguridad. La señorita aquí necesita ser
escoltada a la salida.
De reojo, miro a la chica que observa nuestra interacción
desde su lugar de trabajo, y la expresión estupefacta que
esboza no hace más que llenarme el cuerpo de una sensación
extraña y viciosa.
La secretaria del magnate se queda quieta en su lugar, sin
saber qué hacer o qué decir. Solo nos mira de hito en hito, con
gesto contrariado.
Eugenia, quien no aparta los ojos de mí con el semblante
desfigurado por el coraje, posa su atención en dirección en la
chica.
El veneno que imprime en su mirada es tanto, que Camila
espabila de inmediato y balbucea algo incoherente antes de
tomar el teléfono en su escritorio.
La realización de lo que está a punto de ocurrir me golpea
de lleno y una punzada de coraje e impotencia me invade.
Eugenia de verdad va a hacer que un guardia de seguridad me
escolte hasta la salida. Va a humillarme de ese modo.
Una sonrisa incrédula y amarga se apodera de mí, y me
obligo a tragarme la humillación, el orgullo y el coraje.
—No hace falta que llames a nadie, Camila —digo, muy a
mi pesar, para luego encarar a Eugenia y añadir con todo el
veneno que puedo—: Por favor, dile a Gael que le llamo más
tarde.
Entonces, me encamino hasta la salida del lugar.
La sensación de hundimiento me acompaña hasta que
abandono el edificio de Grupo Avallone y un extraño dolor se
apodera de mi pecho cuando el peso del desastre de nivel
estratosférico que se avecina cae sobre mis hombros.
Un nudo se apodera de mi garganta cuando me echo a
andar en dirección a la calle atestada de vehículos, pero me las
arreglo para mantenerlo a raya.
Estoy a punto de llegar a la parada del autobús e instalarme
en ese pequeño espacio, presa de mis más horribles miedos,
cuando lo siento.
Al principio, no logro reaccionar de inmediato, pero,
cuando me doy cuenta de que la vibración que siento en el
bolsillo trasero de mis vaqueros es real, me apresuro a sacar el
aparato que descansa en esa zona.
El número desconocido que brilla en la pantalla hace que
mi ceño se frunza ligeramente, pero de todos modos deslizo el
dedo para responder.
—¿Diga?
—Señorita Herrán, buenas tardes. —La voz afable de
David Avallone inunda mis oídos y un regusto amargo se
apodera de la punta de mi lengua—. ¿Cómo está? Dígame, ¿en
qué puedo servirle? El señor Bautista se ha comunicado con
mi equipo de trabajo solicitando una reunión a petición suya.
Lamentablemente, ahora me encuentro fuera del país, así que
dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—Tiene que detener todo esto —digo, sin preámbulos—.
Por favor, tiene que parar ya. Usted no tiene derecho alguno de
publicar nada sin mi consentimiento. ¿Se da cuenta del
problema tan grande en el que se meterá si el mundo se entera
de que mandó a alguien a robar mi departamento? ¿Qué está
mal con usted? ¿Por qué diablos no tiene respeto por nada ni
por nadie?
Una risa ronca resuena del otro lado de la línea y un
escalofrío de pura repulsión me recorre.
—Tamara, yo le dije que, por su bien, debía alejarse. Se lo
advertí a tiempo y no me escuchó. Le hablé de lo que era
capaz y me desafió —dice, con frialdad y diversión—. Es
tiempo de que afronte las consecuencias de sus actos. De que
entienda que no puede ir por la vida haciendo su santa
voluntad cuando se tiene un acuerdo de la magnitud del
nuestro. Usted firmó un contrato para mí y un contrato para la
editorial. Es momento de que cumpla con ambos. Se acabó,
Tamara. Yo tuve la última palabra. Disfrute las consecuencias
de lo que ocasionó y afróntelas como se debe. Buenas tardes.
Acto seguido, finaliza la llamada.
El desasosiego que me invade luego de eso es angustiante
y doloroso. La pesadez que se instala en mi pecho es tan
aprensiva, que no puedo hacer nada más que sentir cómo el
peso del mundo cae sobre mis hombros poco a poco.
Esto se acabó. Estoy acabada. Estoy hecha pedazos y
terminaré hecha polvo cuando el libro se publique. Cuando la
fecha de caducidad finalmente nos alcance y Gael se dé cuenta
de la monstruosidad que cometí.
Capítulo 45
Esta mañana todo terminó. Esta mañana, mi tumba fue
cavada en lo profundo de la tierra. Hoy, luego de intentar
detenerlo a toda cosa, el libro que escribí sobre la vida de Gael
Avallone, salió a la luz.
Luego de pasar las últimas dos semanas de mi vida
tratando, de todas las formas habidas y por haber, de ganar un
poco de tiempo para que el libro no fuese publicado, salió a la
venta, y decir que me siento miserable no se compara para
nada a lo que en realidad siento en estos momentos. Al pesar,
la angustia y la infinita impotencia que me ha inundado el
cuerpo desde entonces.
No pude hacer nada para localizar a Gael luego de mis
intentos de verlo en su oficina. Traté de hablar con él por
teléfono más veces de las que puedo recordar y, también, traté
de esperarle afuera de su casa en más de una ocasión. Él nunca
apareció. ¿El motivo? Realmente no lo sé. Es como si hubiese
desaparecido de la faz de la tierra luego de nuestra última
conversación. Como si se hubiese desvanecido en el viento…
Como si tratase de esconderse de mí.
Mis intentos legales de detener toda esta locura tampoco
surtieron efecto. Tuve que contarles a mis padres el lío tan
grande en el que me metí y, luego de haberlo hecho, mi padre
se encargó de ponerse en contacto con uno de sus amigos de la
infancia, el cual ahora ejerce como abogado.
No hubo mucho qué hacer por mí o por mi situación. Con
el poco tiempo que quedaba para actuar, fue imposible detener
o aplazar la publicación del libro.
La publicidad —y la cantidad de expectativas que
empezaron a crearse alrededor del libro luego de su anuncio
oficial— no se hizo esperar. La cantidad inconmensurable de
artículos en internet fue tan grande como el tamaño de mis
nervios. Como peso que se cernió sobre mis hombros en el
momento en el que me di cuenta de que todo estaba acabado.
La noche en la que salió la sinopsis —esa que no escribí
yo, pero que se me adjudicó de cualquier modo—, hace apenas
una semana, quería morir. Quería echarme a llorar, gritar y
pudrirme en la autocompasión que sentí —que aún siento—.
Quería desaparecer de la faz de la tierra y no volver jamás.
Aún hay cosas dentro de todo este proceso de edición que
no logro entender del todo.
La primera de ellas fue la forma en la que el manuscrito
fue terminado. Cuando mi computadora fue robada, aún me
faltaban unos cuantos capítulos para ponerle punto final a
aquel texto hecho con la única finalidad de purgar de mi
sistema la impotencia y el dolor que sentía.
A estas alturas, no me sorprendería para nada enterarme de
que David contrató a alguien exclusivamente para acabar de
redactar esa novela, y así publicarla bajo mi nombre solo para
perjudicarme. A estas alturas, no me sorprendería en lo
absoluto descubrir que David Avallone solo hizo esto para
demostrarse a sí mismo el poder que tiene y la cantidad de
daño que puede a hacerle a alguien si se lo propone.
De ese modo, he pasado el día entero encerrada en mi
habitación, hecha un mar de lágrimas incontenibles y una
maraña inconexa de sentimientos encontrados. Mi hermana y
mi madre han tratado de sacarme de aquí a toda costa, pero no
estoy lista para hacerlo. No estoy lista para enfrentarme al
mundo ahora que la verdad ha sido revelada. Ahora que, a los
ojos de todo el mundo —de los de Gael— soy una oportunista
que se aprovechó de la confianza y los sentimientos que el
magnate tuvo hacia ella para exprimirle hasta el más oscuro de
los secretos.
Aún no ha habido comentarios sobre el libro. De hecho, no
espero que los haya durante los próximos días; pero, la sola
idea de saber que el mundo entero se va a enterar de todo lo
que pasó, me hace sentir enferma. Abrumada y adolorida por
sobre todas las cosas; y, por si esto no fuera suficiente, el día
de hoy, es su cumpleaños. El día de hoy, veintinueve de
agosto, es el cumpleaños del hombre al que le he arruinado la
vida, la reputación y todo lo demás.
—Tam, no puedes seguir así. —La voz de Natalia inunda
mis oídos, pero ni siquiera me molesto en moverme de donde
me encuentro. Ni siquiera hago el esfuerzo de levantar la cara
de la cama—. Tienes que salir de aquí. Tienes que comer algo.
Tienes que levantarte y hacer algo por ti.
No respondo.
Tengo la voluntad hecha pedazos, la moral destrozada y
los aires de autodestrucción que me atormentan a su máxima
potencia.
Siento cómo el colchón se hunde bajo su peso y mis
párpados se cierran. En el proceso, un par de lágrimas cálidas
ruedan por mi rostro y absorbo la humedad como puedo.
Absorbo el ardor porque no me apetece hacer otra cosa.
«Eres una estúpida. Una imbécil. Una maldita cobarde».
—Tam, las cosas no pueden ser tan malas —mi hermana
dice, en un susurro conciliador—. Estoy segura de que si
hablas con él… si le explicas… lo entenderá. Él mejor que
nadie conoce a su padre. Debe saber de lo que es capaz.
Quiero responderle que no tiene idea de lo que dice. Que,
por mucho que Gael sepa cuán hijo de puta puede ser su padre,
eso no quita ni borra el hecho de que yo escribí esa novela. De
que, a voluntad, redacté y plasmé lo que viví con él. David no
me obligó a hacerlo. Él solo quería un documento que dijera la
verdad sobre la vida secreta de su hijo; no un desvelamiento
emocional de los más recónditos espacios existentes en su
alma. No la revelación de aquello que fue tan íntimo, personal
y cercano, que casi se sintió real…
Una mano se posa sobre mi pantorrilla y el nudo en mi
garganta se aprieta.
—En el peor de los casos, Gael puede pedir que retiren
todas las copias del libro de las estanterías, ¿no? —Sé que
trata de ser optimista, pero lo único que consigue es ponerme
los nervios de punta y los sentimientos a flor de piel—. Solo…
búscalo. Llámalo y habla con él. Estoy segura de que lograrán
resolverlo.
Natalia se queda en mi habitación el tiempo suficiente
como para conseguir que me acostumbre a su figura echada a
mi lado en la cama y para que su presencia a mi alrededor se
convierta en una especie de bálsamo. Un analgésico para el
corazón. La completa y total resolución de que, aunque haya
hecho algo horrible, ella siempre estará aquí, a mi lado.
Finalmente, luego de lo que se siente como una eternidad
—y que al mismo tiempo no es suficiente—, mi hermana se
pone de pie y murmura algo acerca de ir con mi madre al
mercado. Trata de invitarme a acompañarlas, pero declino su
oferta con una negativa de cabeza y un murmullo bajo.
Natalia no luce satisfecha con mi respuesta, pero lo deja
estar. Se limita a besarme la sien y susurrar algo sobre regresar
pronto, antes de desaparecer por la entrada de mi habitación.

El caos empezó la mañana del miércoles. Comenzó con


una llamada a la puerta de casa de mis padres y una mujer
diciendo que trabajaba para un periódico local. Esta, al
presentarse con mi padre, preguntó si sabía dónde localizarme
para realizarme una entrevista referente al libro que Editorial
Edén publicó.
Mi papá, por supuesto, le pidió que se retirara y le dijo
que, aunque él supiera donde encontrarme, no se lo diría.
Ese día, dos artículos aparecieron en internet. En ambos se
hablaba del contenido del libro y de lo impactante que había
sido para los dueños de los respectivos espacios en línea, el
darse cuenta de todos los temas oscuros y turbios que el libro
toca.
Al día siguiente, unas reseñas llenaron el internet y, para el
viernes de la semana pasada, todos los noticieros, revistas y
periódicos de interés estaban hablando sobre él.
El escándalo no se hizo esperar y las noticias respecto a la
adicción de Gael, su adolescencia turbulenta y su pasado
oscuro llenaron todos los tabloides, revistas amarillistas, y
programas de espectáculos y chismes.
Para cuando llegó el fin de semana, Gael Avallone pasó de
ser uno de los hombres más importantes del mundo financiero,
a la comidilla y burla de todos los programas televisivos
habidos en el país; yo, por otro lado, pasé a ser la arribista,
trepadora e inescrupulosa mujer que se aprovechó de los
sentimientos de un hombre para destruirlo. Para conseguir algo
de lo cual pudiera beneficiarse.
Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados a partir de
entonces. El acoso de los reporteros y periodistas no se hizo
esperar, y ha sido tanto desde ese día, que ya ni siquiera me
atrevo a salir de mi casa por miedo a ser abordada, interrogada
o atacada por una serie de preguntas que realmente no quiero
responder.
Mi ansiedad ha tocado límites estratosféricos desde que
todo el desastre se desató y mi estado emocional solo ha ido en
picada. El coraje, la impotencia, la frustración y la
desesperación no se han hecho esperar. De hecho, han formado
parte de mi vida desde el instante en el que el dichoso libro
salió a la venta.
Hace unos días llegó a casa de mis padres una caja con
ejemplares que ni siquiera he querido abrir. El saber que está
ahí y que son el arma que David Avallone usó en contra
nuestra, me hace sentir enferma y furiosa conmigo misma.
La tortura mental a la que me he sometido desde que el
libro salió a la luz, no ha hecho más que volverse peor con
cada día que pasa. El hecho de saber que Gael está furioso
conmigo —con justa razón— y que no quiere saber nada de
mí, solo incrementan la ansiedad que me carcome por dentro.
Mi comunicación con él ha sido nula desde la última vez
que hablamos en su casa —aquella en la que me contó toda la
verdad sobre la existencia de su hijo y su pasado.
Intenté buscarlo en su oficina —luego de darme cuenta de
que me había bloqueado tanto en mensajería como en llamadas
—, pero los guardias de seguridad de la entrada ni siquiera me
permitieron el paso. También traté de llamarle por medio de su
secretaria, pero se me fue negada cualquier clase de
posibilidad de comunicación. Luego de eso, mis llamadas a su
oficina dejaron de ser respondidas.
El último recurso que me quedaba era el de ir a buscarlo a
su casa, pero, cuando lo hice, el guardia de la caseta de
seguridad me impidió la entrada. Dijo que tenía órdenes
expresas del equipo de seguridad de Gael de no dejarme pasar
por ningún motivo. Eso, por sobre todas las cosas, ha sido lo
que más ha dolido. Su rechazo. Su renuencia a verme.
Sé que tiene todo el derecho de no querer saber
absolutamente nada de mí luego de lo que pasó y, de todos
modos, no puedo dejar de sentirme miserable.
Para coronar la situación que se ha propiciado luego de la
publicación del libro, el día de ayer, gracias a mi padre, me
enteré de que Grupo Avallone ha comenzado a tener pérdidas
considerables de dinero e inversiones. Al parecer, el escándalo
público y la revelación del pasado de Gael, ha hecho que
muchos de los inversionistas del emporio comenzaran a
vender sus acciones en la empresa a costos bajísimos. Costos
que podrían afectar en demasía el equilibrio financiero del que
Gael está al mando.
Según lo que mi papá dijo, si las cosas siguen así, Grupo
Avallone podría tener pérdidas millonarias para cuando
termine el mes. Podría tener pérdidas que podrían perjudicar
de manera exponencial la economía de Gael y su familia.
Todo esto es un maldito desastre. Si tan solo no hubiese
escrito esa condenada novela. Si tan solo hubiese tenido el
valor de hablar con Gael…
—¿Tamara? —La voz de Natalia me saca de mis
cavilaciones y alzo la vista del plato de cereal que tengo frente
a mí.
Mis ojos parpadean un par de veces para espabilarme.
—¿Qué? —Mi voz suena ronca por la falta de uso.
La expresión preocupada que esboza me estruja el pecho,
pero ahora no tengo ánimos de fingir que me encuentro bien.
La aprensión que veo en el gesto de Natalia me hunde un
poco más.
—Tam, tienes que parar —dice, en voz baja, al tiempo que
sacude la cabeza en una negativa—. Tienes que dejar de
torturarte del modo en el que lo haces. ¿Tienes una idea de lo
preocupados que están mis papás?
No tengo las fuerzas para replicar. Me encantaría tener la
entereza suficiente como para decirle que no puedo estar bien
cuando me siento así de culpable.
Me pongo de pie al tiempo que tomo el plato de cereal —
que ni siquiera toqué— y me lo llevo a la tarja. No estoy de
humor para escucharla recriminarme todo lo que hago. De
hecho, no tengo humor de nada. Bajé a cenar solo porque casi
me arrastró escaleras abajo para hacerlo, no porque realmente
tuviera hambre.
—¿Vas a dejarme así, con la palabra en la boca?
El plato que llevo entre los dedos es dejado con más
brusquedad de la que me gustaría y, presa de un impulso
nacido del coraje que me embarga, me giro con violencia para
encararla.
—¿Y qué se supone que debo decirte? —espeto—. ¿Que
sé que tienes razón? ¿Que sé que debería estar más animada
por todo el esfuerzo que está haciendo papá para ayudarme?
Lo siento, Nat, pero no puedo. No puedo, simplemente, borrar
lo que hice. Nada de lo que haga ahora para enmendar lo que
pasó, hará que Gael recupere todo eso que le quité. Todo eso
que le arrebaté de las malditas manos.
—Tú no le arrebataste nada a ese hombre, Tamara.
Entiéndelo —ella refuta—. Fue su padre quien lo hizo. Fue su
falta de valor para enfrentar a su padre y no dejarse manipular
lo que lo llevó hasta este punto. Si él desde un principio se
hubiese negado al juego de su padre, nada de esto habría
pasado.
Una carcajada incrédula y carente de humor me abandona.
—No puedo creerlo —mascullo, al tiempo que niego con
la cabeza—. ¿Estás escuchándote?
—¿Estás escuchándote tú? —escupe—. ¡Tamara, por el
amor de Dios, tú no eres su verdugo! ¡Tú no eres la mala del
cuento aquí! Hiciste la misma elección que él hizo: la familia
por sobre todas las cosas. ¿Acaso crees que él accediendo a
todos los mandatos de su padre por proteger a su hijo no es lo
mismo a lo que tú hiciste por protegernos a nosotros?
Cierro los ojos.
—Tam, no puedes satanizarte por hacer lo que cualquier
ser humano habría hecho en tu lugar —dice, con más suavidad
—. No puedes restarle culpabilidad a él por no haber
enfrentado a su padre a tiempo. Ambos se equivocaron y, si él
no es capaz de verlo, entonces es un estúpido.
Lágrimas nuevas inundan mi mirada cuando abro los ojos
para encararla.
—Nat, te juro que nunca quise hacerle daño —digo, con la
voz rota por las emociones contenidas.
—Lo sé. —Se pone de pie y avanza para alcanzarme.
—A estas alturas, seguro me odia —digo, y ella me
envuelve entre sus brazos.
—Si lo hace, es un imbécil —ella murmura contra mi oreja
y las ganas que tengo de echarme a llorar incrementan.
—No puedo dormir, no puedo comer, no puedo hacer nada
más que torturarme con la idea de él odiándome. De él
sacando conclusiones equivocadas respecto a mí. —Niego con
la cabeza y trato, desesperadamente, de detener las lágrimas
desesperadas que me embargan—. No quiero que me odie. No
sin que me deje explicarle antes todo lo que pasó.
—Entonces, búscalo y díselo —ella susurra, en un tono tan
maternal que el pecho me duele—. Búscalo y cuéntaselo todo,
para que así puedas empezar a sanar y perdonarte a ti misma.
Sacudo la cabeza en una negativa desesperada e,
inevitablemente, las lágrimas me abandonan.
—N-Ni siquiera puedo llamarle —digo, en medio de un
sollozo—. Me bloqueó de todos lados, su secretaria me niega
la oportunidad de hablar con él al teléfono, me ha prohibido la
entrada al edificio de Grupo Avallone e, incluso, en el
residencial en el que vive ha dado órdenes expresas de no
dejarme pasar por nada del mundo. Él no quiere hablar
conmigo. No quiere verme o tener absolutamente nada que ver
conmigo.
—Tam, entonces plántate afuera del residencial en el que
vive. Oblígale a escucharte. Oblígalo a enfrentarse a lo que él
también ocasionó. No lo dejes quedar como la víctima de todo
esto, porque es tan culpable como tú.
Una risa me asalta en medio de las lágrimas que se me
escapan.
—Estás loca —digo y ella suelta una risa.
—Tú lo estás más —dice, en tono dulce.
—No puedo obligarlo a perdonarme, ¿sabes? —digo, al
cabo de unos segundos.
—No. —Asiente, en acuerdo—, pero sí puedes obligarlo a
darte un cierre. A que, de una vez por todas, lo que sea que
tienen, acabe. Por salud emocional, tanto tuya como suya, es
necesario que lo hagas.

Una parte de mí me pide —o más bien me exige— que me


vaya a casa. Una parte de mí no deja de recriminarme lo que
estoy haciéndole a mi dignidad y a mi orgullo, pero no puedo
—quiero— marcharme. No ahora que he tenido el valor
suficiente para salir de casa de mis padres para enfrentarme al
mundo. Para enfrentarme a él.
He estado aquí, sentada afuera del residencial donde Gael
Avallone vive, durante lo que se siente como una eternidad.
Esta tarde, luego de intentar comer algo con Natalia, tomé la
decisión de abandonar la comodidad del refugio en el que se
ha convertido la casa de mis padres y conducir mi camino
hasta este lugar.
El guardia de seguridad no me dejó pasar, como ya
suponía que pasaría, pero eso no me ha detenido de sentarme
afuera de la caseta de vigilancia a esperar.
El cielo ha empezado a teñirse de los colores cálidos que
anuncian la cercanía de la noche y esa es la única pista que
tengo para saber que deben ser alrededor de las siete u ocho de
la noche. Hace rato ya que me quedé sin batería en el teléfono,
es por eso que no tengo idea de qué hora sea. ¿Honestamente?
Esa es la menor de mis preocupaciones.
He pasado las últimas semanas de mi vida sumidas en un
agujero tan oscuro que, lo que antes me habría preocupado
medianamente, ahora no me importa en lo absoluto. He pasado
las últimas semanas —en especial los últimos días— envuelta
en una retahíla de negatividad que está consumiéndome poco a
poco.
Los pensamientos densos y maliciosos me han rondado
más de lo que me gustaría admitir y, aunque se marchan casi
tan pronto como llegan, no dejan de agobiarme. De
angustiarme y aterrorizarme en partes iguales.
La posibilidad de acabar con todo no me ha llenado la
cabeza; pero, de todos modos, se siente como si pudiera
empezar a torturarme en cualquier momento. Es por eso que,
esta mañana, hablé con mis papás acerca de retomar la terapia.
Incluso, la posibilidad de internarme de nuevo en un sanatorio
mental salió a colación cuando les conté cuán perdida y
hundida me he sentido últimamente.
De esa manera, luego de una mañana cargada de
emociones encontradas y un centenar de pensamientos nuevos
respecto al rumbo que tomará mi vida, decidí dar otro pequeño
paso. Decidí hacerle caso a Natalia y buscar un cierre. La
oportunidad de eximirme de todo aquello que me atormenta,
para así aprender de mis errores y continuar.
A estas alturas, lo único que quiero es eso: poder continuar
con mi camino.
Mi vista está clavada en la avenida. El tráfico habitual a
esta hora crea una especie de vaivén tranquilizante e hipnótico.
Es casi como si el sonido de la velocidad de los coches, y la
cronometría con la que parecen avanzar, estuviesen diseñados
para aminorar un poco el agujero que siento en la boca del
estómago. Sin embargo, cada que algún vehículo sale del
camino para entroncar en la entrada del residencial, esa
tranquilidad temporal se esfuma para convertirse en un golpe
de adrenalina doloroso e intenso.
No sé cuántas veces más voy a soportarlo. Cuánto tiempo
más voy a aguantar las ganas que tengo de escabullirme en el
interior del fraccionamiento privado para esperar al magnate
afuera de su casa.
Un auto negro toma la desviación a la entrada del
residencial e, inevitablemente, el corazón me da un vuelco.
Todo dentro de mí pasa a ser ansioso y nervioso en una
fracción de segundo y, de pronto, se siente como si pudiera
vomitar.
El vehículo disminuye la velocidad al acercarse a la caseta
y es en ese preciso momento, cuando lo veo.
A través del vidrio frontal del coche —y pese a que su
figura no es clara debido al movimiento—, soy capaz de
reconocerlo. Es Gael.
Y detrás de él, vienen sus agentes de seguridad en dos
coches discretos.
La ansiedad y el pánico se detonan en mi sistema en
cuestión de segundos y, durante un doloroso instante, no soy
capaz de hacer nada más que contemplarle avanzar como si
estuviese mirándole a través de un filme en cámara lenta.
Me pongo de pie.
Las piernas —temblorosas, débiles y torpes— apenas me
permiten dar un par de pasos antes de que la vista del magnate
se pose en mí. Algo en sus facciones cambia en el instante en
el que tiene un vistazo de mi rostro, pero esto desaparece
cuando fija su atención en el camino y se detiene en la pluma
de la caseta de seguridad.
Me toma apenas unos instantes espabilar y echarme a
correr en dirección a donde él se encuentra. Para cuando
alcanzo el auto, la pluma ya se ha elevado y Gael ha empezado
a avanzar hacia el interior del residencial.
«¡No puedes permitir que se vaya!», grita la voz en mi
cabeza y sé que tiene razón. Tengo que impedir, a toda costa,
que me deje aquí sin siquiera detenerse a escucharme. Es por
eso que, sin más, me echo acorrer hasta que mi cuerpo queda
interpuesto entre él y la entrada principal.
El coche del magnate se detiene en seco cuando mis manos
se colocan sobre el cofre, pero Gael no baja. Al contrario, se
limita a hacer sonar la bocina para que me aparte de su
camino.
—Gael, necesitamos hablar —Mi voz suena más elevada
que de costumbre, pero la he hecho sonar así a propósito: para
que sea capaz de escucharme por encima del sonido del motor.
La bocina del coche suena de nuevo. Esta vez, con más
insistencia que antes. Una punzada de irritación me invade y
sacudo la cabeza en una negativa.
—¡No me voy a quitar del camino hasta que me escuches!
—medio grito, pero él, lo único que hace en respuesta, es
tratar de esquivarme con el auto. Yo, al darme cuenta de lo que
trata de hacer, vuelvo a interponerme en su camino.
—Señorita —el guardia de seguridad de la caseta
interviene y, cuando vuelco mi mirada para encararlo, noto que
ha salido de ella y avanza para alcanzarme.
—¡No se atreva a acercarse! —chillo en advertencia y el
hombre se congela en su lugar.
—Señorita, usted no puede hacer esto —el guardia, amable
y preocupado, insiste—. No me obligue a llamar a la policía.
—Llame a quien necesite llamar —digo, en dirección al
hombre, antes de posar mi atención de vuelta hacia el coche
para añadir—: Pero no me voy a ir de aquí sin hablar con él.
Dos guardaespaldas de Gael ya han salido de uno de los
coches y me miran, alertas, como si realmente supusiera una
amenaza.
Los ojos del magnate están fijos en los míos y, pese a que
no soy capaz de verle del todo la expresión desde el lugar en el
que me encuentro, sé que no está feliz respecto a la actitud que
estoy tomando.
La puerta del coche se abre.
La sangre se me agolpa en los pies cuando la figura del
magnate se desliza fuera del coche deportivo, y soy enfrentada
por una mandíbula cincelada y apretada hasta sus límites, y un
ceño fruncido enmarcando una mirada iracunda.
—Tamara, te lo voy a pedir solo una vez amablemente, ¿de
acuerdo? —Gael espeta en mi dirección, y la frialdad y la
dureza con la que habla me cala en los huesos—: Déjame en
paz. Déjame tranquilo de una maldita vez y para siempre. Has
ganado. Enhorabuena. Te la has jugado. Has conseguido lo
que querías: me has expuesto, crudo y real, justo como
querías. Ahora, por favor, apártate del camino y deja de
buscarme.
—No. —Sacudo la cabeza, en una negativa desesperada—.
Las cosas no son como tú crees. Tienes que escucharme, yo…
—Tamara, no me interesa escucharte —me interrumpe—.
No me interesa saber qué mierdas pasó que, de la noche a la
mañana, decidiste jugar a arruinarme. Porque lo has hecho,
¿sabes?, me has arruinado por completo.
Sus palabras me colocan un nudo de impotencia y
frustración en la base de la garganta y tengo que parpadear un
par de veces para ahuyentar las lágrimas que han empezado a
acumularse en mis ojos.
—Gael, por favor…
—No te lo voy a repetir. Apártate del camino y déjame en
paz de una buena vez —escupe.
La forma en la que está hablándome me hiere. Me lastima
en formas que no soy capaz de comprender del todo.
—Lo único que quiero es que me dejes explicarte —
suplico, con un hilo de voz—. Sé que estás furioso conmigo.
Que no quieres verme y que no tengo cara alguna de venir a
buscarte, pero necesito que sepas.
—¿Qué? ¿Qué necesitas que sepa? ¿Que mis sospechas
sobre ti no eran infundadas? ¿Que en realidad nunca sentiste
nada por mí? ¿Que todo este tiempo fingiste que me querías
solo para ganarte mi confianza y apuñalarme por la espalda?
—Genuino dolor atraviesa la mirada de Gael. La tortura que se
dibuja en sus facciones es tanta, que me quedo sin aliento. Me
quedo sin poder hacer nada más que procesar el dolor que ha
comenzado a anidarse en mi pecho—. Confié en ti. Me abrí a
ti. Lo arriesgué todo por ti.
Niego con la cabeza, al tiempo que un par de lágrimas se
me escapan. La sonrisa incrédula que se dibuja en mi boca es
tan dolorosa, como irónica.
—Tú jamás confiaste en mí —espeto, mientras limpio la
humedad que me corre por las mejillas—. Nunca te abriste a
mí. Nunca arriesgaste nada por mí. Siempre le tuviste miedo a
tu padre.
Gael niega con la cabeza, herido e incrédulo.
—La última vez que estuviste aquí, en mi casa; cuando te
lo dije todo… Esa noche llamé a mi padre para informarle que
dejaba Grupo Avallone. Le llamé para decirle que, a finales de
año, dejaba de laborar para él y que el matrimonio con
Eugenia no se iba a llevar a cabo. —Sacude la cabeza en un
gesto desesperado—. Había renunciado a todo por ti. Por lo
que sentía, porque… —Traga duro—. Porque te quería.
Porque lo que sentía era tan grande, que sentía que sería
miserable el resto de mis días si no estaba contigo. Si no tenía
la oportunidad de decirte cada maldito día cuán enamorado
estaba de ti.
Niego con la cabeza.
—¿A quién quieres engañar? Por supuesto que no
renunciaste a todo por mí —bufo, herida por la forma en la
que trata de verme la cara—. Solo lo dices para hacerme sentir
culpable. Para victimizarte a ti mismo.
Gael me mira, horrorizado y herido en partes iguales.
—¿Y a ti quién cojones te ha dicho que tengo inte-rés
alguno en victimizarme? —Una sonrisa dolida se apodera de
su boca—. Tamara, te llamé. Docenas de veces, antes de irme
de viaje. No te dejé ningún mensaje porque no es algo que
quisiera tratar contigo por teléfono; ni hablar de hacerlo por
mensajes de texto. Lo único que quería, era pedirte que nos
viéramos en persona para decírtelo.
Sigo sin creer una palabra de lo que dice.
—No es cierto —suelto en un susurro tembloroso—. Yo te
busqué por cielo mar y tierra. Fui a tu oficina a buscarte para
hablar contigo y lo único que recibí fue una patada en el culo
por parte de tu prometida. ¿Por qué, si se supone que todo lo
que dices es cierto, ibas a ir con ella a un maldito evento
social? ¿Por qué, si ya habías regresado de tu viaje de
negocios, y tu relación con ella estaba terminada, no me
buscaste?
—¿Qué?… —Gael sacude la cabeza, incrédulo—. Tamara,
yo no fui a ningún maldito evento social con nadie. La única
vez que me vi con Eugenia en mi oficina, fue cuando regresé
de viaje y terminé definitivamente con la farsa impuesta por
mi padre. Y solo para que lo sepas, sí te busqué. Te busqué en
tu maldito apartamento para hablar contigo en persona, pero la
chica con la que vives dijo que te habías marchado y que no
habías dicho a dónde ibas. Yo creía que estaba mintiendo. Que
me había dicho eso porque no querías saber nada de mí. Por
eso decidí darte espacio. Decidí que, lo mejor, era que tú
misma te dieras cuenta de que mi compromiso había
terminado, para así poder buscarte y conseguir hablar contigo.
Si hubiese sabido que tu única intención esto era acabar
conmigo, jamás lo habría arriesgado todo por ti. Jamás habría
confiado en ti.
Sus palabras caen como bloques de concreto sobre mis
hombros cuando termina de hablar y la resolución se asienta
en mis huesos con tanta violencia, que apenas puedo
procesarla.
Gael desafió a su padre por mí. Por eso David decidió
publicar el libro. Por eso decidió acabar con la reputación de
su hijo, aun cuando yo creí que había conseguido lo que
quería. Por ese jodido motivo… porque Gael se atrevió a
desafiarlo… es que todo esto ocurrió.
Las lágrimas caen con energías renovadas y la sensación
de hundimiento es cada vez más insoportable.
Los ojos se me cierran una vez más y siento cómo las
emociones se me arremolinan y se me acumulan en el pecho.
Mis manos me cubren el rostro y dejo que un par de sollozos
se me escapen. Que el peso de todo lo ocurrido se asiente en
mis venas y me sacuda hasta los cimientos.
—Se acabó, Tamara —Gael dice, en un susurro ronco—.
Para de fingir. Por favor, detente de una vez y déjame
tranquilo.
—Es que no lo entiendes —digo, en medio del llanto, al
tiempo que trato de encararlo—. Tu papá… Tu papá m-me
amenazó. Me obligo a escribir una b-biografía contando toda
la verdad sobre ti.
Una risa cruel e incrédula se le escapa y el corazón se me
estruja al instante.
—¿De verdad esperas que te crea? —espeta—. Tamara,
por favor, deja de tratar de verme la cara de estúpido.
Niego con la cabeza, desesperada y angustiada.
—¡Es la verdad! —exclamo—. Amenazó con destruir a mi
familia y, cuando me negué a cooperar con él, se empeñó en
demostrarme de lo que era capaz. ¿Recuerdas lo que le pasó al
negocio de la familia de mi cuñado? Fue gracias a él. Cuando
se dio cuenta de que aún no me amedrentaba lo suficiente,
acabó con el matrimonio de mi hermana. Amenazó con
destruir a todos a quienes amo. Amenazó con acabar con lo
único bueno y constante en mi vida. —Lo miro a la cara, sin
dejar de llorar como una idiota—. ¿Qué se supone que tenía
que hacer si no era acceder? ¿Cómo diablos tenía que actuar si
no era de la manera en la que lo hice?
La expresión descompuesta —y aún incrédula— de Gael
me hiere otro poco.
—Si lo que dices es cierto, debiste contármelo —dice, con
un hilo de voz—. Debiste hablarlo conmigo para poder hacer
algo.
—¡¿Y cómo mierda te lo decía?! —estallo— ¡¿Cómo
diablos querías que pidiera tu ayuda cuando yo veía de
primera mano que no eras capaz de desafiarlo?! Me sentía
sola. Me sentía abandonada y me daba terror contártelo todo y
que no tuvieras los pantalones suficientes para enfrentarte a tu
padre y ponerle un alto.
—¡Tamara, sea como sea, debiste decírmelo, maldita sea!
—Su tono imita el mío y, por primera vez, la expresión furiosa
que esboza envía un escalofrío de terror por todo mi cuerpo—.
¡Debiste decírmelo antes de que todo se fuera a la mierda!
¡Antes de que mi padre te amarrara del modo en el que lo
hizo! ¡Me has entregado en bandeja de plata! ¡Me has puesto a
su merced al entregarle ese maldito manuscrito!
—¡Él se lo robó! —El llanto que me invade ahora es tan
desesperado y angustiado, que apenas puedo respirar… o
formular oraciones coherentes—. ¡Él mandó robar mi casa y
mi computadora desapareció! ¡Tú te diste cuenta de eso! ¡Tú
estuviste allí cuando la policía…! —No puedo continuar. No
puedo seguir porque las lágrimas son incontrolables.
—¡Es que ni siquiera debiste escribirlo, maldita sea! —
Gael refuta y sé que tiene razón. No debí escribir ese maldito
libro. No debí escribir esa maldita novela, por muy catártica
que esta fuera.
El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido
por el sonido de mis sollozos.
—Lo siento muchísimo —digo, en un gimoteo lastimero,
al cabo de un largo rato—. Sé que lo arruiné todo. Sé que te
hice mucho daño. Sé que…
—No… —La voz ronca de Gael me interrumpe—. —. No
creo que tengas una idea del daño que me has hecho. Y no
hablo de mi reputación o del caos que ha traído todo esto a
Grupo Avallone. Ni siquiera hablo de mi hijo. Hablo de mí. De
mi habilidad para confiar en la gente. De mis ganas de abrirme
a alguien nunca más… Me has arruinado. Has acabado
conmigo, Tamara.
—Gael…
—Por favor, vete. —Esta vez, no es una exigencia. Es una
súplica—. Vete y no me busques más.
Asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar. Asiento,
porque sé que le hecho mucho daño y que está decepcionado.
—Lo lamento tanto… —digo, al tiempo que me limpio las
lágrimas de los ojos.
Gael no dice nada, se limita a quedarse ahí, mientras me
aparto del camino y avanzo con torpeza en dirección a la calle.
Tengo que pasar junto a él cuando lo hago y duele hacerlo.
Duele tener que estar cerca de él y no poder tocarle. No poder
hacer más que tragarme los sentimientos.
Una parte de mí, esa que es una romántica empedernida,
espera que me detenga… pero no lo hace. Me deja avanzar
hasta que llego a la avenida. Hasta la parada del autobús…
Y deja que me marche.
Capítulo 46
No me había dado cuenta de que no me gustaba verme al
espejo. Mucho menos me había dado cuenta de que hacía años
que no lo hacía. Que no me miraba en realidad. Que solo
analizaba ciertas cosas de mi imagen de manera mecánica: la
forma en la que se me veía el cabello, la manera en la que el
labial se asentaba en mi boca, la cantidad de máscara para
pestañas que aplicaba, la manera en la que la ropa se aferraba a
mi cuerpo.
Hacía muchísimo tiempo que no me contemplaba a mí
misma en el espejo, y ahora que lo hago, no sé cómo me
siento.
La chica que me devuelve la mirada desde el otro lado, se
siente como una completa extraña y, al mismo tiempo, la
familiaridad de sus facciones es tanta, que no puedo hacer otra
cosa más que observarla a detalle.
Lleva el cabello amarrado en un bonito moño alto, las
pestañas rizadas y maquilladas y un bonito tono rojizo le tiñe
los labios. Luce cansada y, al mismo tiempo, tranquila.
«No recuerdo la última vez que me sentí así de tranquila».
Tomo una inspiración profunda, antes de colocar los aretes
que Natalia me instruyó que me pusiera. Después, examino el
resultado final y barro la vista por la extensión de mi cuerpo.
Los pantalones negros que me visten contrastan con la
tonalidad blanca del blusón que llevo puesto y me veo tan
sobria; tan ajena a mí, que se siente como si estuviese
interpretando un papel en una obra de teatro.
«La escena final —susurra la voz en mi cabeza—. Ha
llegado la hora de cerrar el telón».
Un suspiro largo y pesado escapa de mis labios en el
instante en el que me obligo a apartarme del espejo de cuerpo
completo que decora la habitación de mi hermana mayor. Acto
seguido, me obligo a sentarme al filo de la cama, para luego
enfundarme las zapatillas negras que ella misma me ha
prestado.
Dentro de una hora, le pondré punto final a todo esto.
Dentro de una hora, daré una conferencia de prensa donde
anunciaré mi retiro de la escritura. Luego, cuando todo
termine, vendré a casa, me despediré de mi familia y partiré al
hospital psiquiátrico donde he decidido internarme para tratar
la depresión crónica que, hasta hace poco, no sabía que
padecía.
Por muy abrumador que suene todo esto, me siento
extrañamente… ligera. Liberada.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan en control de mí
misma y, ahora que por fin me encuentro en otro estado
mental, me ha sido mucho más fácil decidir qué es lo que debo
hacer en la situación y en la posición que me encuentro.
Hace ya casi dos meses que la novela que escribí basada en
la vida de Gael Avallone salió a la venta. Hace uno que el libro
vendió alrededor de cincuenta mil copias —cantidad que, para
tener tan poco tiempo en el mercado, es exorbitante—. Hace
apenas una semana que se posicionó como el primer lugar de
ventas de una de las cadenas de librerías más importantes de
México, y hace dos días que Grupo Avallone anunció que Gael
ha sido revocado de todas sus responsabilidades como
presidente del emporio.
Lo cierto es que Grupo Avallone no ha podido recuperarse
de las pérdidas millonarias que el escándalo trajo. Luego de
una serie de evasiones por parte de toda la familia del
magnate, David tuvo que dar la cara y aceptar que el estado
del patrimonio que había construido a lo largo de su vida
estaba pasando por su momento más crítico.
A la fecha, el emporio de Avallone no ha podido
recuperarse del golpe tan grande que la publicación del libro le
dio; y yo no puedo dejar de pensar en lo irónico que es eso.
Jamás me pasó por la cabeza que todo esto perjudicaría
tanto al negocio de la familia de Gael. A estas alturas del
partido, dudo mucho que David lo haya previsto.
No puedo decir que me alegra saber que, hasta cierto
punto, el hombre tuvo lo que merecía y que cavó su propia
tumba financiera; porque no es así. Porque, pese a todo, jamás
deseé que esto pasara. Jamás quise que la vida de nadie se
fuese a la mierda por mi culpa.
Es increíble como la soberbia y la arrogancia pueden llevar
a una persona a la ruina del modo en el que llevaron a David a
la suya. Tampoco estoy diciendo que su emporio nunca vaya a
recuperarse, pero, verle en la posición en la que se encuentra
ahora no deja de asombrarme. No deja de sorprenderme de
maneras incómodas y extrañas.
Han pasado muchas cosas en los últimos dos meses de mi
vida. Tantas, que apenas puedo procesarlas y asimilarlas como
se debe.
No he sabido nada sobre Gael en todo este tiempo —
además de lo poco que se habla de él en las redes sociales,
periódicos y programas de chismes— y tampoco he hecho
mucho por averiguar cómo lo está llevando. La última vez que
hablamos me dejó muy en claro que no me quería más en su
vida y estoy haciendo todo lo que está en mis manos por hacer
cumplir sus deseos.
Se lo debo. Luego de tanto, es lo menos que puedo hacer
por él.
En lo que a mí y a la relación que tengo con mi nueva vida
pública respecta, puedo decir que lo llevo mejor de lo que
esperaba. He aprendido a ignorar a la gente que trata de
acercarse para obtener la respuesta a una pregunta incómoda o,
incluso, una reacción a un comentario despectivo. He
aprendido a hacer como si todo lo que he leído, visto y
escuchado sobre mí, no me afectara —aunque a veces lo hace.
Luego del primer mes de acoso, todos los reporteros y
periodistas que casi habían empezado a acampar afuera de
casa de mis padres perdieron el interés. Al parecer, el silencio
absoluto en el que me mantuve consiguió que desistieran de
sacarme cualquier clase de declaración.
Supongo que es por eso que, luego de que le pedí al señor
Bautista que convocara a una conferencia de prensa, el cupo
que teníamos previsto para el salón se llenó al cabo de unas
cuantas horas de haber lanzado el comunicado. Así pues, esta
tarde anunciaré mi retiro frente a todos los medios de
comunicación posibles. Anunciaré que nunca más voy a
publicar algo y que he tenido suficiente de todo lo que ha
pasado desde que el libro salió a la luz.
El sonido de la puerta siendo golpeada me saca de mis
cavilaciones y alzo la vista justo a tiempo para encontrarme
con la mirada dulce y afable de mi papá.
—¿Estás lista? —pregunta, con ese tono tan tranquilo y
estoico que suele utilizar.
Niego con la cabeza.
—No creo estarlo nunca —admito, pero esbozo una
sonrisa en el proceso—. ¿Nos vamos ya?
Mi padre asiente, al tiempo que me devuelve el gesto
cálido.
—Tu madre y Natalia nos esperan abajo —dice y me
pongo de pie antes de tomar mi bolso y encaminarme a la
salida de la pequeña estancia.
—¿Tamara? —La voz de mi papá llega a mí cuando estoy
a punto de comenzar a descender por las escaleras.
Lo miro por encima del hombro.
—¿Sí?
—No tienes una idea de lo orgulloso que estoy de ti —dice
y mi pecho se hincha con una emoción cálida y demoledora al
mismo tiempo.
No puedo decir nada. Si lo hago, es probable que me eche
a llorar y no quiero hacerlo. No el día de hoy.
Entonces, sin decir nada, me alcanza y se echa a andar en
dirección a la salida.
El trayecto al salón de conferencias que la editorial rentó
es lento y tortuoso y, al mismo tiempo, insuficiente para mis
nervios alterados. El hecho de ir sentada junto a una Natalia en
cinta, quejumbrosa, malhumorada y hormonal, tampoco ha
hecho mucho por mi estado de ánimo; pero trato de no pensar
demasiado en ello. Trato de no concentrarme en las emociones
difíciles que me embargan y que son inevitables.
Al llegar al lugar indicado, papá se introduce en el
estacionamiento del edificio y aparca lo más cerca posible de
la entrada de servicio.
Una vez ahí, llamo al señor Bautista por teléfono y este
sale a recibirnos.
Mientras flanqueamos por los pasillos traseros al salón de
eventos designado para nosotros, procuro quedarme atrás, con
Natalia, para que nadie sea capaz de escuchar lo que estoy a
punto de preguntarle:
—¿Lo conseguiste? —digo, en un susurro bajo.
Ella asiente.
—No fue fácil, pero logré que el chofer me ayudara. —Me
guiña un ojo, al tiempo que esboza una sonrisa satisfecha.
El alivio me llena el pecho en el instante en el que lo dice
y, de pronto, me siento un poco más valiente.
—Recuerda que tienes que asegurarte de que reciba el
sobre esta noche. Luego de que…
—Luego de que te dejemos en el hospital —Natalia
termina por mí, al tiempo que rueda los ojos al cielo—. Lo
tengo todo controlado. Tú relájate, ¿vale? Haz lo tuyo, que yo
ya hice lo mío.
Asiento, un poco más tranquila… Y más nerviosa —si es
que eso es posible.
Al llegar a la puerta trasera que da al salón, el señor
Bautista me aconseja que me quede aquí, lejos del barullo que
se encuentra del otro lado de las puertas dobles, y escolta a mi
familia a las afueras, justo a los asientos que pedí que
reservaran para ellos en primera fila.
Al cabo de un largo momento, el señor Bautista regresa y
me indica que todo el mundo está en su lugar y que, en el
momento en el que yo lo desee, el evento puede empezar.
Yo, luego de agradecer las atenciones, abro mi bolso y le
entrego el sobre que preparé esta mañana para él.
—¿Qué…?
—Es mi carta de renuncia —digo, sin siquiera dejarlo
terminar. Entonces, sin darle tiempo de nada más, salgo hacia
la multitud de gente que me espera.
La abrumadora cantidad de personas que se encuentran
apiñonadas en el espacio, hacen que el valor merme un poco y
que la incertidumbre me invada las entrañas. Pese a eso —y a
los flashes cegadores de las cámaras fotográficas—, me obligo
a avanzar hasta subir a la tarima que funge de escenario
improvisado.
Una mesa y varias sillas han sido montadas en el espacio,
pero ni siquiera me molesto en tomar asiento en alguna de
ellas. Me limito a avanzar hasta el tripié sobre el que descansa
un micrófono, para tomarlo entre los dedos.
El murmullo general va apagándose a medida que la gente
empieza a notar que no hablaré hasta que no haya silencio y,
cuando este finalmente llega, me tomo unos instantes para
barrer la vista por el espacio hasta localizar a mi familia.
La sonrisa tranquilizadora de mi madre y la mirada
apacible de mi padre me dan esa fuerza que empecé a perder al
entrar aquí y tomo una inspiración profunda antes de
comenzar:
—Buenas tardes. —Mi voz suena extraña en el equipo de
sonido del salón de eventos, pero no dejo que eso me detenga
—. Primero que nada, quiero agradecer su presencia en este
lugar. Quiero agradecer las atenciones que se tomaron al venir
a escuchar lo que tengo que decir; y también, quiero aclarar un
par de cosas antes de tocar el breve tema que deseo tratar el
día de hoy. La primera de ellas es que no voy a hablar, ni
ahora, ni nunca, de nada que tenga que ver con Gael Avallone.
No tengo absolutamente nada qué decir al respecto. —Las
protestas comienzan a alzarse en las voces de los asistentes,
pero no dejo que el descontento general me amedrente. Así
una parte de mí se sienta con la necesidad de dar explicaciones
—. La siguiente cosa por tratar, es que no planeo responder
ninguna pregunta con relación al libro que escribí para
Editorial Edén. De hecho, esta pequeña cita fue concretada con
la única finalidad de dar una noticia; por lo tanto, no habrá
mucha oportunidad de hacer preguntas.
Los reporteros, exaltados, comienzan a llenar el aire con
cuestionamientos y comentarios mordaces, pero no digo nada
más. Espero a que el barullo disminuya su fuerza para seguir
hablando.
—El motivo de esta reunión, es únicamente para dar a
conocer la noticia de mi retiro. —Sueno resuelta y
diplomática, y las voces y los murmullos regresan. Aún así, no
me detengo—: A lo largo de estos últimos meses, he
descubierto que no tengo deseo alguno de seguir escribiendo
para satisfacer el gusto de nadie más que el mío. No tengo
deseo alguno de escribir acerca de nadie más que de las
personas que nacen y mueren en los rincones de mi cabeza; y
eso bien puedo hacerlo desde la comodidad de mi hogar, sin la
necesidad de enfrascarme de lleno en el mundo editorial.
Decenas de preguntas se alzan una vez más, al tiempo que
un par de luces me ciegan durante unos instantes; pero, de
nuevo espero a que el silencio reine la estancia para aclararme
la garganta y proseguir:
—Mi retiro no supone una pérdida significativa en el
mundo de la literatura. Mucho menos, soy una eminencia en lo
que hago —digo—. Soy una simple estudiante universitaria
que disfruta de sentarse a escribir todo aquello que le pasa por
la cabeza, así que no espero que nadie sufra o lamente mi
decisión. Decidí compartirla, porque, así como he decidido
alejarme de este mundo, así mismo pido que sea respetado mi
deseo de privacidad y anonimato. Mi familia ha tenido
suficiente y creo que también lo ha hecho la familia Avallone.
No somos un tema relevante y, todo aquello que redacté en ese
libro, ha sido sacado de contexto para perjudicar a la persona
que menos lo merecía. Sé que no voy a poder detener a nadie
de seguir arrastrando por los suelos mi nombre o el de los
demás involucrados; pero sí puedo decirles de una vez que no
voy a ser partícipe de esta situación ni un solo segundo más.
Por mi parte, no habrá más declaración que esta. Lo que las
demás partes estén dispuestas a compartir será la única
información que tendrán y, a partir de hoy, doy por zanjado el
tema para mí. Doy por terminada mi relación con los medios
de comunicación y con todas las personas involucradas en el
proceso de la creación de «Magnate» —El título que,
tontamente, le puse al libro me quema la boca como la peor de
las palabras. Como la peor de las decisiones que pude haber
tomado jamás—. Muchas gracias, de nuevo, por venir, y
gracias por su atención. Con permiso.
Y luego, me echo a andar en dirección a la puerta por la
que entré.
Las preguntas hechas a gritos, las fotografías y las cámaras
de grabación me siguen todo el camino hasta que desaparezco
por la puerta. El señor Bautista está esperándome ahí, con una
decena de preguntas que tampoco estoy dispuesta a responder.
—Señor Bautista —lo corto de tajo, cuando trata de
convencerme de volver sobre mis pasos para responder unas
cuantas preguntas de los reporteros—, no me lo tome a mal,
pero ya no trabajo para usted. No desde hace quince minutos;
así que, por favor, deje de intentar convencerme de hacer algo
que no quiero. Ya lo hice una vez y mire en lo que terminó. —
Sacudo la cabeza en una negativa—. Espero que lo estipulado
respecto al pago de los derechos de autor en mi carta de
renuncia sea cumplido al pie de la letra. De no ser así, sabrá de
mi abogado.
Trato de sonar lo más amenazante que puedo mientras
hablo, pero no estoy segura de haberlo conseguido del todo.
—Pero, Tamara…
—Gracias por todo, señor Bautista —digo y me echo a
andar en dirección a la salida.

—No puedo creer que realmente vayas a hacer esto —


Natalia dice con aprensión, al ver cómo me cuelgo en el
hombro la mochila con las pocas de mis pertenencias
personales que planeo llevarme al hospital psiquiátrico.
Tomo una inspiración profunda.
—Tengo que hacerlo —digo, porque es cierto.
El estado mental en el que me encuentro no es el óptimo.
De hecho, me atrevo a decir que es casi deplorable. De no ser
por la compañía de mi familia, ahora mismo estaría hundida
hasta el cuello en el mar oscuro y profundo que es la
depresión. Pese a estar tomando medicamentos y de estar
asistiendo a terapias, no he podido arrancarme del todo las
ganas de acabar con todo. No he podido desperezarme de los
horribles pensamientos autodestructivos que me acompañan
cada que escucho el nombre del magnate o veo que algún
nuevo detalle respecto a su vida ha salido a la luz. Me
atormenta en demasía estar en constante contacto —aunque
sea implícito— con él y con todo lo que ocurrió. Es por eso
que voy a internarme en un hospital psiquiátrico. Voy a
obtener la ayuda que necesito para salir de este lugar tan
tenebroso en el que me encuentro estancada.
—¿Ya te comunicaste con ella? —pregunto, en dirección a
mi hermana, para cambiar un poco el rumbo de nuestra
conversación.
Natalia niega con la cabeza.
—Recuerda que son seis horas de diferencia horaria entre
España y México. —Hace una mueca de disculpa—. Le dejé
un mensaje de voz. Si no se contacta conmigo antes de
mañana en la mañana, voy a llamarle de nuevo.
—Te lo encargo muchísimo, por favor —digo—. Tiene
que quedar todo listo para que el señor Bautista haga los
depósitos a donde ella te lo indique.
Me regala una sonrisa tranquilizadora.
—Tú no te preocupes por eso, que yo me encargo de todo
—me guiña un ojo—. Nicole Astori recibirá el dinero de tus
regalías para que pueda pelear la custodia de su nieto. Eso te lo
aseguro.
El alivio que trae sus palabras no es más que un bálsamo
para mis nervios alterados.
—¿Tienes la carta? —pregunto, aún ansiosa por dejarlo
todo en orden antes de marcharme.
Pone los ojos en blanco.
—Claro que la tengo —dice, con exasperación—. ¡Y sí! ya
sé que tengo que ir y entregársela en su mano luego de dejarte
en el psiquiátrico. ¿Estás segura de que no meteremos en
problemas al chofer por convencerlo de ayudarnos?
—Se llama Almaraz —la reprimo—. Y espero que no. Él
dijo que no nos preocupáramos por eso. Que quería ayudar, así
que… —Me encojo de hombros.
—Si lo despiden por tu culpa, Tamara…
—Si lo despiden por mi culpa, habrá que encontrar el
modo de compensarle todo lo que ha hecho por mí —la
interrumpo y esboza una sonrisa cargada de suficiencia.
—Estoy orgullosa de ti, boba —dice y sonrío.
—Vámonos ya —digo—, que se hace tarde.
Ella asiente y, luego de eso, nos encaminamos hacia la
planta baja de la casa.
He escrito una carta. Una carta para el hombre al que le
hice añicos la existencia. No para enmendar el daño, porque sé
que no puede ser enmendado, sino para disculparme por todo
lo que pasó gracias a mí. A mi incapacidad de confiar en él y a
todo lo que esa desconfianza trajo a nuestras vidas.
En ella, le hablo sobre las intenciones que tengo de
enviarle absolutamente todo el dinero que el libro genere a su
madre, para que ella pueda iniciar un proceso legal para
recuperar la custodia de su hijo. En dicha carta, trato de dejar
en claro que sigo estando en la misma postura en la que estaba
cuando lo conocí: No quiero ni un solo centavo que venga a
expensas de su sufrimiento.
Así mismo, he aprovechado para contarle sobre mi
renuncia de Editorial Edén —aunque esto a él ni siquiera le
importe— y le he hablado, también, sobre la decisión que he
tomado de regresar a vivir con mis padres de forma definitiva.
Omito completamente el hecho de que estoy a punto de
internarme en un hospital psiquiátrico, por el tiempo que sea
necesario para ayudarme a mí misma a salir de este estado de
oscuridad en el que me he sumido, y tomo la oportunidad que
se me presenta para despedirme de él. Para agradecerle cada
instante y cada aprendizaje. Para hablarle de todo aquello que
sentí por él y decirle cuánto espero que algún día pueda
perdonarme. Cuánto espero que algún día, todo esto termine
para ambos.
Natalia va a entregársela a Gael luego de que me deje en el
hospital. Le he pedido a mis padres que se queden en casa. Me
rompería el corazón dejarles verme en mi estado más
vulnerable una vez que lleguemos ahí, es por eso que he
decidido despedirme de ellos aquí, en casa, para que solo mi
hermana sea quien me acompañe hasta allá.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañemos?
—El temblor en la voz de mamá me provoca un nudo en la
garganta, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa.
—Si me acompañan, no voy a querer quedarme —
respondo y ella me envuelve en un abrazo apretado.
El nudo que tengo en la garganta se aprieta y siento cómo
las lágrimas se me agolpan en la mirada. Es en ese momento,
que me aferro a ella.
—Te amo —susurro, contra su oído y ella solloza contra el
mío que me ama también.
Acto seguido, me aparto y mi padre me abraza.
Él no dice nada de inmediato. Se limita a sostenerme
contra su pecho, dándome esa fortaleza de la que siempre me
ha provisto con esta clase de gestos.
—Te amo, princesa —susurra, cuando estoy a punto de
apartarme de él y, esta vez, las lágrimas me vencen.
—Te amo, papá —digo, con la voz entrecortada, al tiempo
que me aparto para mirarlo.
Una sonrisa me asalta luego de eso —pese a las lágrimas
— y me limpio las mejillas con el dorso de la mano.
—Iremos a verte el fin de semana —mamá promete y sé
que así será. Sé que irá a verme cuantas veces le sea posible.
—Allá los espero —digo, mientras me acomodo la
mochila que preparé sobre el hombro. Sé que van a quitarme
la mayoría de las cosas que llevo; pero, de todos modos, la
preparé para tener algo en qué entretenerme mientras esperaba
a que se llegara la hora de marcharme.
—Se despiden como si no fuesen a verse dentro de unos
días —Natalia se burla y sé que lo hace solo para aligerar el
ambiente.
Una pequeña risa me abandona y aprovecho el desfogue de
tensión para dar un par de pasos hacia atrás.
—Nos vemos pronto —digo, finalmente y mi madre se
limpia las lágrimas para dedicarme una sonrisa
tranquilizadora. Una muy similar a la que mi papá lleva en los
labios.
—Nos vemos pronto —dicen al unísono y, acto seguido,
Natalia y yo salimos de la casa.
Epílogo
Estoy agotada.
He tenido un día horriblemente ajetreado, así que, en el
instante en el que pongo un pie en mi habitación, me lanzo
sobre mi cama y me quedo así, barriga abajo, con la cara
enterrada en la almohada.
Un suspiro largo brota de mis labios cuando la paz y el
silencio me llenan el cuerpo, y es solo hasta ese momento que
me giro sobre mi espalda para quedar cara arriba sobre el
mullido colchón individual.
El ritmo de mi nueva rutina está acabando conmigo y, al
mismo tiempo, estoy tan llena de ilusiones y expectativas, que
no puedo dejar de sonreír como idiota al pensar en la montaña
de tarea que me espera para esta noche.
Es mi primera semana de clases luego de mucho —
muchísimo— tiempo, y el ir y venir por todo el campus de la
universidad, no ha hecho más que aturdirme y exprimirme
todas las fuerzas.
La última vez que pisé un aula de clases, fue hace un poco
más de siete meses; antes de que todo se fuera al caño con la
publicación del libro que no debí haber escrito en primer lugar.
Luego de haber abandonado el semestre escolar faltando
unas cuantas semanas antes de acabarlo —justo como mis
padres sugirieron—, y de haber resuelto —o algo por el estilo
— el caos que era mi vida, decidí internarme en un hospital
psiquiátrico; donde pasé alrededor de cuatro meses.
Cuatro meses que se me antojaron eternos y, al mismo
tiempo, insuficientes hasta cierto punto. Y no lo digo porque
crea o sienta que no sirvió de nada el haber estado en ese
lugar; sino porque, en la comodidad de las paredes de ese sitio,
el mundo exterior se siente como una jungla peligrosa. Algo
para lo que nunca voy a sentirme del todo preparada.
Tuve que armarme de valor para decidirme a enfrentar a la
realidad una vez más y, desde entonces, todo lo que he hecho
se siente como un logro.
Emocional y mentalmente estoy en un lugar más tranquilo
y estable. La compañía de mis padres, Natalia y Lucía —la
pequeña niña que tuvo como producto de su relación con
Fabián—, me han llenado los días de sonrisas y ligereza. Me
han llenado la vida de posibilidades, expectativas, energías y
sueños renovados.
He hecho las paces con la escritura. Luego de pasar todo
este tiempo aborreciendo cada parte de ella, he aprendido a
perdonarla y perdonarme por todo aquello en lo que fallé en el
pasado, y he empezado a escribir una vez más. No con la
intención de publicar nada, sino por el mero gusto de sentarme
a crear esos universos que me pasan por la cabeza a todas
horas.
Así pues, luego de dos meses de haber dejado el hospital
psiquiátrico, decidí retomar la carrera.
Mis padres me dijeron que me lo tomara con calma, pero
la verdad es que ya no quiero retrasarme más. No quiero dejar
pasar más tiempo solo porque tengo miedo de que algo malo
ocurra. Ahora mismo me siento fuerte. Me siento bien,
tranquila y en paz. Es por eso que, luego de realizar los
trámites pertinentes, me reincorporé al plan de estudios de la
universidad.
Por obvias razones, tendré que repetir el semestre que
abandoné, lo cual quiere decir que no me graduaré en este
curso, junto con mi generación; sin embargo, el ser consciente
de ello, no me acongoja.
Prefiero haberme retrasado para encontrarme a mí misma,
a haberme arriesgado a cometer una estupidez solo por tratar
de demostrar que tenía la situación bajo control.
Con esta mentalidad en la cabeza, esta semana empecé de
nuevo con la universidad y estoy muy motivada. Aún no sé
qué pasará conmigo luego de que termine la carrera, pero trato
de no agobiarme mucho por ello.
En lo que a Gael respecta, no he sabido nada de él en
meses. Lo último de lo que me enteré, fue que su padre había
retomado la presidencia de Grupo Avallone. Desde ese
momento, Gael pasó al anonimato por completo y no puedo
evitar estar agradecida por ello.
Él más que nadie merecía ser dejado tranquilo y, saber que
el escándalo ha mermado hasta el punto en que los medios de
comunicación han dejado de indagar en su pasado, es lo más
gratificante que he podido experimentar.
Lo único que espero, es que se encuentre bien. Que esté
arreglando su vida y que el dinero de las regalías de los libros
le sirva para algo.
El golpeteo en la puerta de mi habitación me hace alzar la
cara de golpe y salir de mi ensimismamiento.
La sonrisa socarrona de mi padre me recibe y entorno los
ojos solo para hacerle ver que sé perfectamente que está
burlándose de mí. De mi agotamiento.
—Tu madre dice que está lista la cena —dice, sin dejar de
sonreír mientras se cruza de brazos.
—No te rías de mí —mascullo, en su dirección, al tiempo
que me incorporo en una posición sentada—. Ya voy.
La sonrisa de mi papá se ensancha.
—No me río de ti —dice, pero el tono de su voz es tan
divertido, que sé que está a punto de echarse a reír a
carcajadas.
—Espera a que retome el ritmo y no me verás ni el polvo
—me defiendo y él suelta una risa suave.
—Tómatelo con calma, princesa. —Me guiña un ojo y la
calidez me invade el pecho—. Iré a llamar a tu hermana. Baja,
que tu madre está esperándonos a todos.
Un asentimiento es lo único que le regalo antes de que
desaparezca por el umbral en dirección al pasillo que da a la
alcoba de mi hermana y, cuando lo hace, me obligo a bajar de
la cama, ponerme los zapatos que acababa de quitarme y
echarme a andar hacia a las escaleras.
Al llegar a la planta baja, lo primero que hago es
encaminarme al comedor para ayudarle a mi madre a lo que
sea que haga falta por hacer y, justo cuando estoy a punto de
llegar, el sonido del timbre de la entrada resuena en toda la
estancia.
—¡Voy! —grito al aire y me precipito hacia la entrada sin
siquiera cuestionarme quién es la persona que ha venido.
Mi mano se cierra en la perilla de la puerta y abro. En ese
momento, me congelo.
La frialdad me ha llenado el cuerpo y una oleada de
nerviosismo me escuece las entrañas cuando un par de ojos
ambarinos me reciben de lleno.
El hombre frente a mí lleva la mandíbula perfectamente
afeitada, el cabello castaño alborotado y deshecho, y la piel
pálida. La familiaridad de su rostro es casi tan abrumadora
como la sensación descolocada que me provoca el mirarle
vestido con apenas unos vaqueros y una playera de mangas
largas.
Luce tan diferente a como lo recuerdo, y al mismo tiempo
tan similar.
—Hola —su voz ronca envía un escalofrío por todo mi
cuerpo, y el nerviosismo y la ansiedad aumentan
exponencialmente.
—Hola… —Sueno recelosa y cautelosa, pero no puedo
evitarlo.
—¿Podemos hablar? —La manera en la que Gael Avallone
me mira, hace que sienta débiles las rodillas. Inestables por
sobre todas las cosas.
—¿Quién…? —La voz de mi mamá muere en el instante
en el que se percata de la presencia del magnate y mi atención
se posa en ella, justo a tiempo para mirarla esbozar un gesto
preocupado.
—Ahora regreso —digo, sin darle oportunidad de decir
nada, y salgo de la casa antes de cerrar la puerta detrás de mí.
Mi vista se posa en el hombre que, por prudencia, ha dado
unos cuantos pasos para darme algo de espacio y, por el gesto
cargado de reserva que lleva en las facciones, sé que está
esperando una reacción. Está esperando algo que le indique mi
estado de ánimo.
No digo nada, me limito a mirarlo a la espera de que sea él
quien rompa el silencio.
—¿He venido en mal momento? —inquiere, con
inseguridad.
Niego con la cabeza, pese a lo turbada que me encuentro.
—¿Qué pasa? —digo, con toda la naturalidad que puedo
imprimir.
La mirada de Gael se desvía en dirección hacia la calle
unos instantes antes de bajarla a sus pies.
—¿Crees que podamos ir a algún otro lugar a hablar? —
suelta, al cabo de unos instantes.
—Hay un parque a unas cuantas calles de aquí —digo—.
Podemos sentarnos en una banca y hablar ahí si así lo
prefieres.
Gael asiente, un poco más aliviado por mi respuesta y,
luego, salimos de la cochera de la casa para encaminarnos
calle abajo, en dirección al parque del que hablo.
El camino es silencioso y, pese a que trato de mantenerme
tranquila, estoy muriéndome de los nervios. De la curiosidad y
la ansiedad de saber qué carajos es lo que hace aquí.
Al llegar, elegimos una de las bancas más solitarias y nos
instalamos en ella sin decir una sola palabra. Ninguno de los
dos dice nada por un largo momento. Mi vista, incluso, se ha
perdido en la lejanía y ahora me encuentro mirando a un par
de niños que se encuentran corriendo alrededor de los juegos
desperdigados en las áreas de recreo.
—¿Cómo estás, Tamara? —la voz de Gael me inunda los
oídos y me llena el pecho de una sensación dolorosa y
abrumadora.
Mis ojos se cierran unos segundos antes de que me atreva a
encararlo.
—Bien —digo, porque es cierto. Estoy bien—. ¿Tú?
Él asiente, al tiempo que mira en dirección a los niños.
—También estoy bien. Ahora lo estoy.
Asiento, para desviar la vista una vez más.
—Me da gusto.
El silencio regresa.
—Tamara, vine aquí con la única intención de pedirte
disculpas —Gael dice, al cabo de unos instantes y mi atención
se posa de nuevo en él—. Me comporté como un imbécil la
última vez que te vi. Me comporté como un imbécil todo el
tiempo que estuve contigo.
—No pasa nada —digo, luego de una pausa prolongada—.
Ya no importa. Todo está bien. Me alegra saber que estás bien.
—Claro que importa. A mí me importa —Gael insiste, al
tiempo que sacude la cabeza—. Fui un verdadero gilipollas y
tú… Tú nunca dejaste de darme más de lo que merecía.
Silencio.
—Te debo mucho, Tamara —dice, al tiempo que me mira a
los ojos—. Gracias a ti, pude recuperar la custodia de mi hijo.
Gracias a que contactaste a mi madre, tuve los medios para
lograrlo y eso es algo por lo que estaré agradecido
eternamente.
Me encojo de hombros, abrumada por todo lo que está
diciéndome.
—Era lo menos que podía hacer por ti —digo, porque es
cierto—. Por ustedes.
—No tenías por qué hacer nada y de todos modos lo
hiciste —Gael me mira con gesto incrédulo—. Y no tienes una
idea de cuán agradecido estoy contigo por ello.
—No tienes absolutamente nada qué agradecer, Gael —
digo, al tiempo que esbozo una sonrisa suave—. Estoy segura
de que habrías hecho lo mismo por mí.
Una sonrisa triste se dibuja en sus labios.
—Sigues teniendo mucha fe en mí. Aún con todo lo que
pasó.
Es mi turno de sonreír. Mi gesto, sin embargo, es más
ligero.
—Y tú sigues martirizándote por todos los errores que
cometes.
La sonrisa de Gael se suaviza.
—Me alegra mucho saber que estás bien, Tam —dice, al
tiempo que me mira a los ojos.
—A mí también me alegra que estés bien —asiento—. Me
alegra todavía más el saber que, por fin, tu padre ha dejado de
manipularte.
Suelta una pequeña risa.
—Alguien ha visto las noticias.
Asiento.
—Solo un poco. —Me encojo de hombros y su sonrisa se
ensancha un poco más—. ¿Es cierto que te destituyeron o tú
renunciaste?
—Renuncié —dice, satisfecho y hace una pequeña pausa
antes de añadir—: Me ha buscado, ¿sabes? No ha dejado de
pedirme que regrese a trabajar para él, pero yo ya no estoy
dispuesto a dejarle entrar en mi vida.
Dejo escapar un suspiro largo.
—No sé si decir que me alegro por ti o me entristece por
él.
Gael sonríe con tristeza.
—Lo mismo digo —dice—. Va a quedarse solo si sigue así
y ese va a ser su castigo.
—¿A qué estás dedicándote ahora, Gael? —pregunto, para
desviar el tema a un lugar un poco más alegre.
—Con el dinero que ahorré trabajando en Grupo Avallone,
y que no gasté en abogados para recuperar la custodia de mi
hijo, he puesto un bar en Chapultepec y, luego, en un
reencuentro que tuve con unos excompañeros de la
universidad, se abrió la posibilidad de poner un restaurante en
asociación con uno de ellos. Tuve que vender la casa que había
comprado en el residencial en el que vivía para tener algo para
invertir, pero todo valió la pena. Acabo de comprar algo más
modesto, pero no me incomoda en lo absoluto. El
departamento es perfecto para Santiago: está en planta baja,
ideal para su silla de ruedas y, además, estoy haciéndole las
modificaciones necesarias para que él pueda vivir ahí
cómodamente.
—¿Santiago vive ahora contigo? —La pregunta sale de
mis labios sin que pueda detenerla, pero a Gael no parece
importarle mi intromisión.
—No todavía —dice, con naturalidad—. Mi madre está
terminando de arreglarlo todo porque iré por él a finales de
mes. Si puedo ser honesto, no sabía si iba a regresar a España
cuando me deslindé de Grupo Avallone, pero se abrieron estas
oportunidades de negocio que no pude dejar pasar, y decidí
quedarme. No voy a decir que no me aterra el cambio de vida
que tendré cuando Santiago esté conmigo, o que no me
mortifica la posibilidad de que no se sienta cómodo a mi lado,
pero, te juro que haré mi mayor esfuerzo porque esto funcione.
—Lo hará —le aseguro, al tiempo que le regalo una
sonrisa tranquilizadora—. Santiago y tú van a llevarse de
maravilla.
El asiente, al tiempo que mira hacia una pareja que trota en
la lejanía.
—Me da gusto que esté yéndote bien, Gael —digo, al cabo
de un largo rato.
Se hace el silencio una vez más.
—¿Es verdad eso que decías en la carta que me enviaste?
¿De verdad renunciaste a Editorial Edén y te retiraste
definitivamente de la escritura? —inquiere, finalmente, luego
de unos minutos.
Tomo una inspiración profunda.
—Lo hice. —Asiento—. Y la verdad es que no me
arrepiento de nada. Lo que estaba haciendo no era lo que
quería para mí. Aborrecí las letras durante mucho tiempo
luego de lo que pasó y necesitaba cortar de tajo con ellas. Con
todo lo que me recordaban. Es por eso que opté por alejarme.
—¿Dejaste la carrera?
—Por un tiempo —admito—. Acabo de retomarla este
semestre, así que espero poder graduarme dentro de un año.
—Verás que lo lograrás —asegura, y me dedica una
sonrisa amable.
—Eso espero.
Nos quedamos sin decir nada durante otro largo momento.
—Tam, hay algo que he querido decirte desde hace unos
meses. Algo que no me ha dejado continuar del todo… —Gael
acaba con el silencio que nos invadía y me mira a los ojos. Las
emociones salvajes que surcan su mirada no hacen más que
estrujarme el pecho con violencia—. No espero que lo que voy
a decirte cambie nada de lo que pasó entre nosotros o arregle
lo irreparable. Es solo que no quiero que te quedes con una
idea equivocada de mí.
No respondo. No puedo hacerlo.
—Tamara, lo que sentí por ti, fue real —dice y mi corazón
duele y se calienta con una emoción antigua y familiar—. Y
no te lo digo porque espere alguna reacción de tu parte;
simplemente, no quiero que te quedes con la impresión de que
nunca sentí algo por ti, porque lo hice. Porque fue real para mí.
Trago duro y esbozo una sonrisa temblorosa.
—Lo que sentí por ti también fue real, Gael —digo, con un
hilo de voz y él sonríe con ansiedad y nerviosismo—. Espero
que tú tampoco te hayas quedado con la impresión contraria al
respecto.
Un suspiro largo y entrecortado escapa de la garganta del
magnate.
—Será mejor que me vaya —dice y la desazón me llena el
pecho de una emoción extraña.
Asiento y me pongo de pie. Él también lo hace y, cuando
hago amago de despedirme, insiste en acompañarme de
regreso a casa.
Una vez ahí, nos detenemos afuera del cancel y nos
miramos fijamente.
—Me ha gustado verte de nuevo —dice y la sensación
cálida y dolorosa regresa.
—A mí también, Gael —sonrío y él me devuelve el gesto
—. Espero que todo siga bien en tu vida.
—Lo mismo digo, Tam.
—Hasta luego.
—Hasta luego —dice y se echa a andar en dirección a la
acera de enfrente. El vehículo al que le quita la alarma es uno
diez veces más modesto que el que solía conducir, pero a él no
parece importarle en lo absoluto.
Está a punto de subir en él, cuando me mira una vez más.
—¿Tam? —Su voz se alza desde el otro lado de la calle y
lo miro, extrañada.
—¿Sí?
—Deberías pasarte por el bar —dice y suena ansioso.
—Lo haré —aseguro—. ¿Dices que está en Chapultepec?
Asiente.
—Aún conservo mi viejo número telefónico —dice—.
Llámame cuando vayas a ir.
Mi pecho aletea con una emoción extraña, pero trato de
empujarla lejos. Trato de lanzar las ilusiones a un lugar
profundo y oscuro.
—Lo haré —me limito a decir y él me regala una sonrisa,
pero no se sube al auto todavía.
—¿Tam? —vuelve a decir y sonrío como idiota.
—¿Sí?
—¿Tienes algo que hacer mañana?
Niego con la cabeza.
—¿Salimos a tomar algo?
—No puedo. —Me encojo de hombros, en un gesto que,
pretendo, sea despreocupado—. Iré a conocer el bar de un
amigo.
La sonrisa arrebatadora que me regala es tan intensa, que
algo en mi interior se remueve.
—¿Te molesta si te acompaño?
—Para nada —le guiño un ojo.
—¿Paso por ti a las nueve?
—A las nueve está perfecto —digo, y se sube al coche.
Querido gael:
Se que, probablemente, ahora mismo, lo que menos quieres
es saber de mí. No te culpo. A veces, me pregunto si yo misma
quiero habitar esta cabeza tan terca que tengo.
No espero que me disculpes. Si puedo ser sincera, tampoco
espero que abras el sobre de esta carta.
Sé que te he hecho pasar por mucho. Que mi paso por tu
vida fue un huracán que terminó dejando secuelas catastróficas
y, de todos modos, espero que seas capaz de escucharme (o
leerme) una última vez.
¿Listo?
Aquí vamos…
Lo siento mucho.
No tienes idea de cuánto, Gael. Si pudiera cambiarlo todo,
lo haría. Lamentablemente, no puedo. No puedo regresar el
tiempo y tratar de evitarlo. Lo único que me queda, es
enmendarme y, para eso, el tiempo tiene que ayudarme.
Lo que te dije cuando te conocí no era mentira: No quiero
(y nunca he querido) absolutamente nada que venga a
expensas tuyas. No quiero tu dinero; mucho menos quiero
hacer una pequeña fortuna a costa de tu sufrimiento. Es por
eso que ya he hecho los arreglos pertinentes para que, tan
pronto como comiencen a pagarme las regalías del libro,
depositaré la totalidad de ese dinero a una cuenta bancaria a
nombre de tu madre (espero tener noticias suyas muy pronto);
para que así puedan iniciar el proceso legal para recuperar su
custodia.
Espero, de todo corazón, que sea suficiente y que puedas,
por fin, estar con tu hijo.
Sé que es muy probable que no te interese en lo absoluto,
pero he tomado la decisión de renunciar a mi puesto en la
editorial y regresaré a vivir a casa de mis padres durante un
tiempo.
Creo que, ahora mismo, estar cerca de mi familia es lo que
más necesito. Espero que tú también seas capaz de estar cerca
de alguien que te apoye como lo están haciendo conmigo.
Gael, no sabes cuánto lamento que mi incapacidad de
confiar en ti nos hiciera tanto daño.
Nunca imaginé que las cosas acabarían de esta forma, pero
quiero que sepas que nunca quise que esto ocurriera.
Y sé que no me crees. Que piensas que soy una hija de
puta que te jugó el dedo en la boca, pero, de todos modos,
quiero que sepas que lo que siento por ti es real. Estoy
enamorada de ti, Gael. Prendada de ti.
Me habría encantado no tener miedo antes de decirlo en
voz alta. Me habría encantado decírtelo mirándote a los ojos,
sin miedos, ni dudas, ni penas de ningún tipo. Habría sido la
más feliz del mundo sí esto hubiese durado para siempre, pero
agradezco el tiempo que se nos regaló.
Aprendí un mundo de ti. Fui libre y feliz a tu lado, y
espero haberte hecho sentir, aunque sea la mitad de esto que
yo siento.
Adiós, Gael.
Que la vida te sonría hoy y siempre, porque lo mereces.
Espero que pronto puedas descubrir que no soy ese
monstruo horrible que te hice creer que era.
Gracias por todo, Avallone. Jamás voy a olvidarte.
Loca por ti,
Tamara.
Cita
Estoy completamente convencida de que voy a vomitarme
encima en cualquier momento. No habrá poder humano que
impida que los nervios hagan estragos de mí.
«No debiste decir que sí», me susurra la voz en cabeza; esa
que he aprendido a ignorar la mayoría del tiempo, y que ya no
me tortura tanto como antes lo hacía.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con
lentitud, antes de barrer mi vista por la imagen que tengo de
mí misma en el espejo.
Llevo el cabello recogido en una coleta alta y despeinada,
una blusa veraniega, unos vaqueros y mis infalibles Converse.
Me pregunto, por enésima vez, si debo cambiármelos y
ponerme algo más formal, pero, por enésima vez, desecho el
pensamiento de inmediato. Nunca fingí ser alguien que no era
delante de él. No voy a empezar a hacerlo ahora.
El nerviosismo y la ansiedad no me han dejado tranquila
en todo el día. He pasado la mayor parte del tiempo con estas
sensaciones incómodas rondándome a sol y a sombra, y por
más que he tratado, no he podido deshacerme del todo de ellas.
No quiero aceptarlo, pero la realidad es que el saber que
voy a ver a Gael Avallone esta noche, me tiene hecha un nudo
de sensaciones y pensamientos contradictorios. De alguna
manera, ese hombre siempre me ha provocado una revolución
interna. Es esa energía abrumadora y autoritaria que expide la
que me ha hecho sucumbir ante él muchas más veces de las
que me gustaría admitir.
—Lucía cree que deberías cambiarte esos zapatos. —La
voz de Natalia me hace pegar un salto en mi lugar y, de pronto,
me encuentro buscándola en el reflejo del espejo. Ahí está,
bajo el umbral de la puerta, con su pequeña apoyada en la
cadera y una sonrisa socarrona pintada en los labios. Un gesto
igual al suyo se desliza en los míos y hago ademán de
arreglarme el cabello.
—Bueno —digo, en tono condescendiente y bromista al
mismo tiempo—, puedes decirle a Lucía que no me los pienso
cambiar.
La sonrisa de mi hermana se ensancha y se introduce en mi
habitación.
—Te ves preciosa —dice y mi pecho se calienta.
—Lo dices porque somos hermanas —me quejo, haciendo
un mohín y encarándola.
—Lo digo porque necesito que me cuides a Lucía mañana
—bromea y una carcajada se me escapa.
—Vete a la mierda —digo, en medio de una risa y ella ríe
también.
Una vez superado el momento, mi hermana me dedica una
mirada preocupada. No ha dejado de sonreír, pero la
preocupación está ahí, grabada en su gesto.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —Nat inquiere
y otra clase de calidez me llena el cuerpo. Amo que se
preocupe por mí como lo hace. Amo que siempre esté al
pendiente de mi bienestar emocional.
Asiento.
—Lo necesito —digo, al tiempo que me encojo de
hombros—. Necesito un cierre, ¿sabes? Uno de verdad.
—Tam… —Mi hermana mayor me mira con advertencia y
preocupación.
—Estaré bien —le aseguro, al tiempo que le regalo una
sonrisa tranquilizadora—. No es como si fuésemos a intentar
rescatar algo que, claramente, no tiene remedio.
—Dudo mucho que te haya invitado a salir solo para
establecer alguna clase de amistad contigo, Tamara. —Natalia
se introduce en la estancia y se sienta sobre la cama, al tiempo
que recuesta a Lucía y acomoda las almohadas como barrera
para que la pequeña no vaya a caer con algún movimiento
brusco.
—No me invitó a salir —digo, pero ni siquiera yo misma
creo lo que acabo de decir—. Solo iré a conocer su bar.
La mirada que me dedica me revuelve el estómago.
—Repítelo hasta que te lo creas —dice y cierro los ojos
con fuerza.
—Las cosas no son tan sencillas, Nat —digo, cuando me
armo de valor para volver a encararla—. Ha pasado mucho
tiempo. Ya no soy la misma de antes. Él tampoco lo es. No
puede esperar que las cosas se hayan arreglado por arte de
magia.
—¿Vas a decirme que no sentiste nada al verlo?
«El mundo entero de emociones sentí cuando lo vi de
nuevo».
—No, no lo hice.
Mi hermana toma una inspiración profunda y me mira con
ese gesto preocupado y maternal que suele esbozar cuando no
está conforme con lo que le digo.
—Papá y mamá no están contentos contigo saliendo con él
—dice y su declaración no hace más que poner una sensación
dolorosa en mi estómago.
Estoy a punto de responder y decirle que, lo de esta noche,
no es una cita, cuando sucede.
La voz de mi madre llega a nosotras desde la planta baja, y
de inmediato siento cómo todo dentro de mí se tensa de
anticipación cuando dice, en voz de mando, que alguien me
busca allá abajo.
Una sonrisa se desliza en los labios de mi hermana y
reprimo las ganas que tengo de lanzarle a la cara algo de lo
que tengo en el tocador
—Suerte en tu cita —canturrea, mientras tomo el bolso
que he dejado listo sobre mi escritorio.
—No es una cita —siseo, pero sé que nada de lo que diga
va a convencerla de lo contrario.
Así pues, con todo y la nueva oleada de miedos extraños
que me embargan, hago acopio de toda mi fuerza de voluntad
y salgo de la estancia a paso rápido y decidido.
El tramo de escaleras se me antoja eterno, pero, para
cuando llego a la planta baja y tengo un vistazo de la figura
que se encuentra de pie en el umbral de la puerta principal, me
da la sensación de que es demasiado corto.
Me detengo en seco.
La visión de un Gael enfundado en unos vaqueros, una
camisa oscura con las mangas dobladas hasta los antebrazos
—cubiertos en tinta—, y el cabello ondulado y desaliñado,
envía sensaciones cálidas y abrumadoras a todo mi sistema.
Lo odio. Lo odio por ser así de atractivo. Lo odio por
provocarme tanto en tan pocos instantes.
Está conversando con mi mamá. No puedo escuchar
mucho de lo que están diciendo, pero, por el gesto amable y
sereno que él esboza, supongo que no debe ser algo que lo
haga sentir incómodo o en aprietos. Si lo que Natalia dijo es
cierto, mi madre ciertamente no está haciendo mucho por
demostrar su descontento con Gael.
Me aclaro la garganta. La vista de ambos viaja
rápidamente hacia mí y tengo que esbozar una sonrisa
nerviosa, ya que me miran como si los hubiesen pillado
haciendo algo malo.
—Hola. —Mi voz suena más tímida de lo que me gustaría,
pero es de la única forma en la que consigo hacerla salir ahora
mismo. No podría hacerlo de otra manera. No cuando Gael me
mira como lo hace y sus ojos barren la extensión de mi cuerpo
con tanta lentitud.
—Hola —él pronuncia con esa voz ronca tan suya, al
tiempo que esboza una sonrisa fácil y mi corazón se estruja
otro poco—. ¿Estás lista?
Lo único que puedo regalarle de vuelta, es un
asentimiento. Acto seguido, me despido de mi madre y salgo
de la casa antes de que nadie pueda decir nada.
El camino hasta el coche de Gael es corto y silencioso,
pero, por alguna extraña razón, no es incómodo. Me atrevo a
decir que es bastante agradable y ligero.
—Te has aclarado el pelo. —El hombre a mi lado observa,
mientras me abre la puerta del auto y yo, instintivamente, me
toco las puntas de la coleta alta que llevo.
Hace semanas que me hice unas decoloraciones suaves en
las puntas del cabello cuando acompañé a Natalia a retocar el
suyo.
—También lo corté bastante —añado, al tiempo que me
encojo de hombros para restarle importancia.
Él asiente, con una sonrisa.
—Lo noté ayer, pero no quise hacer ningún comentario al
respecto —dice—. Te sienta bien. Te ves… —se queda
callado, como si no supiera cómo terminar esa oración.
—¿Preciosa? ¿Hermosa? ¿Despampanante? ¿Alucinante?
—bromeo y su sonrisa se ensancha tanto, que tengo una bonita
vista de su perfecta dentadura—. Gracias. Me lo dicen todo el
tiempo.
—No dejas de ser la humildad personificada, ¿no es así?
—observa y le dedico un guiño, mientras me introduzco en el
interior de su vehículo.
Él me regala una última mirada antes de cerrar la puerta y
avanzar por la parte delantera del coche para introducirse del
lado del piloto.
El trayecto al bar está plagado de conversaciones ligeras y
música favorecedora en las estaciones de radio que
sintonizamos de vez en cuando. Gael me habla acerca de las
ganas que tiene de conseguir alguna banda de rock para que
toque de planta los fines de semana, y yo le sugiero a la banda
del ahora novio de mi amiga Fernanda.
Luego de pasar quince minutos hablando acerca de lo bien
que suenan y del ambiente que hacen, nos dedicamos a hablar
sobre todo lo banal existente en el mundo.
Al llegar al lugar indicado, Gael guía nuestro camino hasta
una mesa que, si bien tiene una vista de todo el local, está
apartada del resto. Privada, de alguna manera. Una vez ahí, me
ofrece algo de beber y yo acepto gustosa una bebida sin
alcohol. Él, al contrario de mí, se toma una cerveza, mientras
conversamos un poco más sobre lo que hemos hecho de
nuestras vidas durante el tiempo que no hemos estado
alrededor del otro.
Me habla de Santiago, de lo poco que ha podido viajar a
España ahora que sus posibilidades económicas han cambiado
y de lo nervioso que está por el viaje que hará para traer a su
hijo hasta México. Me cuenta, también, del proyecto personal
que planea iniciar y de lo mucho que desea poder invertir
pronto en él. No me sorprende para nada que se trate de un
taller de restauración de motocicletas clásicas. Los vehículos
de dos ruedas siempre han sido su pasión.
Yo, por mi parte, le hablo sobre la nueva historia en la que
estoy trabajando y en lo mucho que me entusiasma la idea de
compartirla en algún blog por internet o algo por el estilo. Él,
atento, me escucha parlotear durante un largo rato sobre
personajes que para mí son tan reales como una persona de
carne y hueso, pero que, para él, seguramente son tan absurdos
como el amigo imaginario de un pequeño de tres años.
Para cuando termino de hablar, me siento ligera y… feliz.
Gael me mira con una atención y un cuidado tan
apabullante, que no puedo dejar de sentir como
si realmente hubiese escuchado cada palabra de lo que dije. La
sensación es tan refrescante, como abrumadora. Hacía mucho
tiempo que no sentía que me escuchaban de esta forma.
No recuerdo, siquiera, si alguna vez me sentí de esta
manera con él en el pasado. Aún con todas las conversaciones
que mantuvimos y de la relación que alguna vez entablamos,
no recuerdo jamás haberme sentido así de honesta y sincera a
su alrededor, o haberme desmenuzado los sesos delante de él
—como lo estoy haciendo ahora—, para hablarle de eso que
me apasiona.
—No puedo esperar para leerla —dice, cuando termino de
hablar.
—Estás loco si crees que voy a dejar que la leas —digo, al
tiempo que esbozo un gesto horrorizado y avergonzado al
mismo tiempo.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? No puedes privarme del
gusto de leerte. No luego de haberme contado todo lo que
tienes planeado. —Se inclina sobre la mesa y me dedica una
mirada que me pone la carne de gallina.
—Hace mucho tiempo que no escribo en forma. No puedo
dejar que veas la basura que escribiré al principio; porque,
créeme, escribiré mucha basura —aseguro.
Se encoge de hombros.
—No me importaría para nada leer el primer borrador de
alguna de tus historias —dice, amable—. Por muy
desordenado que este sea.
Entorno los ojos en su dirección.
—Detente ahí, Avallone, porque no sucederá —digo, al
tiempo que lo señalo con el dedo índice—. Nada de lo que
digas me hará cambiar de opinión.
Una pequeña risa escapa de sus labios y un silencio
cómodo se instala entre nosotros.
—No tienes idea del gusto que me da el saber que
retomaste la escritura. —La calidez con la que habla hace que
el pecho se me llene de una sensación dolorosa y maravillosa
al mismo tiempo—. No habría podido perdonarme nunca si no
lo hacías.
La sonrisa en mis labios es amable y tranquilizadora.
—Si tomé la decisión de no escribir durante un tiempo, no
fue por ti, ni por tu padre. Ni siquiera fue por el caos de la
biografía —la sola mención de aquella fatídica publicación
hace que todo dentro de mí se contraiga con incomodidad—.
Fue porque lo necesitaba. Porque necesitaba dar un paso hacia
atrás y recordar porqué lo hago en primer lugar.
—¿Y por qué lo haces, Tam? —me mira con un anhelo tan
abrumador, como la fuerza de su mirada sobre mí.
—Porque hay mucho que quiero decir. Hay mucho de lo
que quiero hablar y de lo que quiero racionar con el mundo.
Hay un montón de cosas que me apasionan y me hacen querer
decir algo al respecto, y la escritura es mi forma de hacerlo. Es
mi manera de hablar, no solo por mí, sino por toda la gente
con la que alguna vez me he encontrado y ha dejado alguna
clase de marca en mi interior.
La mirada de Gael se oscurece con una emoción
desconocida y dulce.
—Entonces, me alegra que hayas podido reencontrarte con
las letras —su voz suena un poco más ronca que hace unos
instantes—. Una vez leí por ahí que, en la vida de cada
persona, hay dos momentos decisivos y primordiales: el día en
el que cada uno nace, y el día en el que descubrimos para qué.
Me alegra saber que te has encontrado con ambos ya.
—Todavía no sé si he nacido para esto, porque la mayor
parte del tiempo no tengo idea de qué carajos hago; pero me
gusta pensar que estoy cerca de averiguarlo —me sincero—.
Me gusta pensar que, a pesar de que soy un barco sin rumbo,
siempre hay algo de dirección en mi camino. Alguna especie
de fuerza divina que me hace saber que estoy en el camino en
el que tengo que estar.
La sonrisa de Gael es grande ahora.
—No tengo ni la menor duda de que lo estás —dice y otro
destello de calidez me invade el cuerpo de pies a cabeza.
El resto de la noche lo pasamos así: entre conversaciones
ligeras que se transforman en algo un poco más profundo,
entre cervezas amargas y bebidas sin alcohol; entre un montón
de planes e ilusiones nuevas, y un puñado de sueños lanzados
al aire.
Para cuando me doy cuenta, ya es muy tarde. Los
empleados del bar ya han comenzado a recoger las mesas
vacías del establecimiento y, aunque no quiero irme todavía, sé
que es tiempo de que lo haga.
—Será mejor que me vaya a casa —digo, luego de un
pequeño silencio.
El ceño de Gael se frunce en un gesto severo.
—¿Por quién me tomas que crees que voy a permitir que te
marches sola a casa? —dice, en ese tono paternal que suele
utilizar cuando algo no ocurre como a él le gustaría—. Yo te
he traído aquí y yo te llevaré de vuelta hasta la puerta de tu
casa. Como tiene que ser.
—No es necesario que lo hagas —digo, porque es cierto.
—Pero quiero hacerlo, Tam —dice, al tiempo que me
guiña un ojo—. Solo dame un momento para avisar que
regreso en media hora y nos vamos.
—Gael, de verdad no es necesario que… —comienzo,
pero ni siquiera me deja terminar, ya que se levanta de la silla
en la que se encuentra y se encamina hacia la barra, donde el
gerente se ha instalado.
Al cabo de unos minutos, vuelve y, sin más, me dice que es
tiempo de irnos.
El camino a casa es mucho más rápido de lo que espero.
De hecho, me parece demasiado corto. Aún no sé cuál fue el
propósito de esta noche, pero, ciertamente, aún no deseo que
termine. No quiero volver a la realidad. Esa en la que Gael no
forma parte de mi vida y yo tengo que seguir luchando contra
los días malos que a veces me abordan.
—Muchas gracias por hoy —digo, una vez que ha
aparcado frente a mi casa.
Sigo instalada en el asiento del copiloto, pero mi vista está
fija en la calle.
—Gracias a ti, por aceptar la invitación. —Gael suena
amable, pero no del todo feliz, y eso me saca de balance.
—Me alegra saber que estás bien, Gael —digo, al tiempo
que lo encaro. Él me dedica una larga mirada.
—A mí también me alegra saber que estás bien, Tam —Su
voz suena ronca y pastosa.
Se hace el silencio.
—Supongo que te veré por ahí —digo, al cabo de unos
instantes, mientras me deshago del cinturón de seguridad y
abro la puerta del vehículo.
—¿Quieres almorzar conmigo algún día de esta semana?
—Hace que me detenga a medio camino fuera del coche y
vuelco mi atención hacia él.
—Gael…
—No tiene que ser un almuerzo. Un café, quizás…
—Gael, ¿qué estás haciendo? —Sueno temblorosa y
asustada, pero ya he salido del coche y ahora estoy agachada
para poder mirarle.
—Estoy invitándote a salir —responde, al tiempo que
clava su vista en la mía.
Una negativa es lo único que puedo regalarle.
—Gael, no puedes pretender que lo que ocurrió entre
nosotros ha quedado en el pasado, porque no es así. Te hice
mucho daño. Me hiciste mucho daño. No podemos jugar de
esta manera, ¿entiendes?
—Lo entiendo a la perfección, Tam, y tampoco espero
absolutamente nada. No espero que me perdones, o que las
cosas sean como antes. Lo único que sé, es que no te quiero
lejos de mi vida. Si ser amigos es lo único que podemos
ofrecernos el uno al otro, estoy bien con ello, porque lo
prefiero. Lo prefiero mil veces a perderte definitivamente.
Una marea de emociones me azota y aprieto la mandíbula
con fuerza.
—No quiero que te sientas presionada. Tampoco quiero
que, por compromiso, me aceptes en tu vida —dice, con la voz
enronquecida—; pero, si aún hay algo en ti para mí, así sean
un par de charlas como las de esta noche, y tú estás dispuesta a
dármelo; yo estaré gustoso de recibirlo. Estaré más que
encantado de tenerlo. —Hace una pequeña pausa y, entonces,
añade—: Así que, ¿qué será, Tam?
Me mira, expectante y no puedo hacer más que devolverle
el gesto y morderme el labio inferior, al tiempo que un
centenar de emociones colisionan dentro de mí.
Mis ojos se cierran con fuerza en ese momento y una
inspiración profunda es inhalada.
Estoy aterrorizada. Completamente horrorizada de lo que
puede pasar en un futuro si esto llega a causar problemas una
vez más; pero, al mismo tiempo, no quiero alejarme. No
quiero perderme de su compañía, de sus atenciones, de esa
forma en la que de verdad entiende lo que me pasa por la
cabeza. Así que, sin más, lo decido.
—El miércoles estoy libre para almorzar. —Mi voz sale en
un susurro aterrorizado y una emoción salvaje surca su mirada
en el instante en el que las palabras me abandonan—. Tengo
clase de nueve a once, pero podemos hacer algo luego de esa
hora si estás libre.
—El miércoles a las once suena perfecto, Tam —dice y su
voz suena aún más ronca que antes.
—Te veo entonces —digo y, sin darle tiempo de decir
nada, cierro la puerta del coche y me echo a andar hacia el
interior de mi casa.
Vans y labios rojos
Gael

Estoy cabreado. Temblando del enfado.


Los oídos me zumban, el corazón me ruge en el pecho
y quiero imitarlo. Quiero soltar un alarido iracundo para
que la chiquilla impertinente que se encuentra ahí,
sentada, tan impasible como una maldita montaña, de
señales de sentirse aunque sea ligeramente avergonzada.
Avanzo de un lado a otro a largas zancadas, mientras
me torturo una y otra vez con el recuerdo de lo que acaba
de ocurrir.
He estado a punto de cometer una gilipollez. He
estado a punto de tirarme a mi secretaria aquí, en mi puta
oficina, solo porque soy un maldito neandertal que parece
pensar con la polla y no con lo que tiene dentro del
puñetero cráneo.
Soy un imbécil. Un condenado gilipollas que fue
descubierto con los malditos pantalones abajo por una
niñata que se ha atrevido a presentarse en mi oficina en
Vans y labial rojo granate.
Me detengo en seco y giro el rostro en dirección a la
chica que se encuentra sentada con elegancia en una de
las sillas de mi despacho.
Sus ojos están fijos en mí y la serenidad en su
expresión me hace querer rugir para atemorizarla. Para
demostrarle quién demonios es Gael Avallone.
—¿Nunca le han enseñado a tocar la maldita puerta?
—escupo, finalmente.
Ella, en respuesta, alza el mentón un poco más.
—En realidad sí llamé —replica, con inocencia, y el
ligero tono irónico en su voz me saca de quicio.
Aprieto la mandíbula y clavo los ojos en ella.
Es joven. No puedo calcularle más de veinte. Lleva el
cabello castaño por debajo de los hombros y su piel es de
un bonito color moreno claro. Sus ojos expresivos y
seductores están fijos en los míos y, durante una fracción
de segundo, la imagino arriba de mi escritorio, con las
piernas alrededor de mis caderas y el cabello
desperdigado sobre la mesa, pero ni siquiera sé por qué
demonios lo hago.
La puñetera calentura y la forma en la que esta mujer
me observa hacen que no pueda concentrarme en nada.
Parpadeo una vez y me reprimo mentalmente antes de
enfocarme de nuevo en ella.
—Y si nadie responde, la señorita entra, ¿verdad? —
es-cupo—. De todos modos, ¿quién demonios es usted?
¿Quién le ha dejado pasar?
La chica se aclara la garganta y, por primera vez, noto
vacilación en su actitud. Eso, de alguna manera, me hace
sentir victorioso.
—Vengo de parte del señor Román Bautista, editor en
jefe de la Editorial Edén —responde, fresca y segura de sí
misma.
—¿Qué?
—Usted accedió a que se realizara un libro biográfico
—dice—, acerca de… bueno… usted.
La ironía en su voz es tan palpable ahora, que no
puedo hacer otra cosa más que mirarla de pies a cabeza
en busca del motivo por el cual está sacándome de mis
casillas con cada palabra que pronuncia.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Qué recado viene a darme?
—digo, con más dureza de la que me gustaría.
—No he venido a darle ningún recado.
Alzo las cejas con irritación e incredulidad.
—¿Se da cuenta de que está haciéndome perder el
tiempo? —siseo, al tiempo que niego con exasperación
—.Vaya al grano. ¿A qué ha venido?
—Yo voy a escribir el libro. —La sonrisa que se
dibuja en sus labios es una nerviosa—. Voy a escribir su
biografía.
Silencio.
Cuando le dije a Román Bautista que quería a alguien
que tuviese una narrativa fresca y joven para la redacción
de mi biografía, jamás imaginé que enviaría a una
chiquilla a hacer el trabajo.
Una carcajada carente de humor se me escapa sin que
pueda evitarlo.
—De ninguna maldita manera. —Me cruzo de brazos
—. Dígale a Bautista que necesito a alguien más
experimentado para esto.
Un brillo extraño se apodera de su mirada en ese
momento y, de pronto, dice:
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor Avallone?
Suena tranquila. Resuelta.
Arqueo una ceja y esbozo una sonrisa sesgada.
—¿Qué le hace pensar que puede preguntarme algo a
mí? —Sé que estoy comportándome como un verdadero
capullo, pero ahora no me importa.
La chica parpadea una vez, se moja los labios con la
punta de la lengua, y pronuncia:
—¿Cuántos años tiene?
Paso la vista una vez más por sus delicadas y bonitas
facciones.
—Treinta y uno —respondo y ella asiente antes de
colocar el índice debajo de su barbilla, en un fingido
gesto pensativo.
—Treintaiún años —dice, reflexiva—. Y, según el
Forbes, es uno de los empresarios más jóvenes y ricos del
mundo, ¿no es cierto?
Entorno los ojos, pero asiento.
—Así es —respondo, pero no sé a dónde quiere
llegar.
—Maneja un emporio bastante impresionante, es un
as en los negocios, llevó a Grupo Avallone a otro nivel en
el momento en el que tomó las riendas del negocio
familiar… —dice, con la soltura de quien ha invertido
una buena cantidad de tiempo a la investigación del tema
a tratar—. Pero supongo que antes de conseguir esto, todo
el mundo le decía que nunca podría hacerse cargo. Que
era joven e inexperto.
—¿A dónde quiere llegar con esto? —urjo, con
impaciencia, pero ya tengo una idea del camino al que se
dirige.
—A que está juzgándome de la misma forma en la
que usted fue juzgado. —La sonrisa radiante y coqueta
que se desliza en sus labios es tan seductora, que no
puedo apartar los ojos de ella durante unos cuantos
segundos—. Soy tan capaz de escribir un libro a mis
veintiún años, como lo es usted de manejar un emporio
entrando a sus treintas.
No respondo.
No puedo hacerlo. Lo único en lo que puedo
concentrarme, es en la extraña fascinación que esta mujer
ha empezado a provocarme.
—¿Cuál es su nombre? —pregunto, porque necesito
saberlo.
—Tamara Herrán. —Se pone de pie, estira una mano
en mi dirección, y la sonrisa toma fuerza.
Al cabo de unos segundos, estrecho su mano y señalo
el asiento frente al escritorio para que vuelva a instalarse.
Acto seguido, me acomodo en la silla de piel de mi
escritorio y la observo a detalle.
El enigma que ha empezado a embargarme apenas me
permite concentrarme en lo importante y ella me lo pone
diez veces más difícil cuando, de manera descarada,
cruza una pierna sobre la otra y sonríe.
Quiero arrancarle la sonrisa de la cara. Quiero tomarla
por los hombros y sacudirla hasta que deje de provocarme
esta confusión apabullante.
—Entonces, señor Avallone —dice—, ¿escribiré
acerca de la relación que mantiene con su secretaria? —
Su sonrisa se ensancha—. No me malentienda, no tengo
nada en contra de las novelas eróticas, pero no puedo
escribir acerca de un tipo rico que tiene un amorío sexual
con su secretaria y folla con ella en todos lados. Yo no
soy E. L. James y usted no es Christian Grey.
Siento cómo todos los músculos de mi cuerpo se
contraen y un destello de pánico me asalta
momentáneamente, pero lo empujo fuera de mí tan pronto
como aparece.
—¿Cree que es graciosa? —escupo, con
condescendencia, al tiempo que alzo las cejas—. Podría
hacerla perder su empleo con una sola llamada.
—Amo escribir, señor Avallone. —Sonríe aún más—.
Y así usted arruinara mi carrera, seguiría haciéndolo.
Sería feliz trabajando como cajera en un McDonald’s
porque seguiría haciendo lo que me gusta en mis tiempos
libres. No va a arruinarme la vida si esa es su intención.
«¿Quién cojones eres tú y de dónde coño has
salido?».
—Entonces tendré que cortarle los dedos. —Sueno
tan siniestro, que soy capaz de notar un pequeño destello
de terror en su mirada.
—Lo demandaré si me toca —revira.
«¿Estás segura?».
—¿Siempre es así de irritante? —inquiero, incapaz de
creer el rumbo que han empezado a tomar mis
pensamientos.
—¿Siempre es así de déspota?
—Todo el tiempo, señorita Herrán. —Le regalo mi
sonrisa más arrogante—. Soy déspota todo el tiempo.
—Es una lástima. —Chasquea la lengua—. Podría
resultarle atractivo a muchas mujeres si no fuese un
completo hijo de…
Alzo las cejas y ella, de inmediato, enmudece ante el
desafío implícito en mi mirada.
Aún cuando no se ha atrevido a concluir la oración,
espero unos segundos hasta que luce lo suficientemente
incómoda como para sentirme satisfecho.
—¿Qué experiencia tiene, señorita Herrán? —Cuando
hablo, adopto esa postura estoica que suelo utilizar
cuando estoy en juntas con accionistas problemáticos.
—Escribo por gusto, señor Avallone. Estudio letras,
pero aún no me gradúo. —La sinceridad y la calidez en
su tono me sacan de balance—. Puedo enviarle algo de lo
que hago si así lo desea, pero la realidad es que no soy
una autora reconocida ni mucho menos.
Lo observo, fascinado, durante unos instantes, antes
de asentir.
—Sería ideal si pudiese enviarme algo de lo que
escribe —replico, pese a que lo que ha dicho hace unos
instantes ha mermado mi enojo hacia ella—. No me
malentienda, pero necesito saber que voy a poner la
historia de mi vida en manos de una persona que sabe lo
que hace.
—Me parece justo —dice, pero suena nerviosa por
primera vez desde que llegó.
—Le diré a Camila, mi secretaria —digo, con cautela
al utilizar la palabra «secretaria»—, que le pase mi correo
electrónico personal, para que así usted pueda enviarme
alguno de sus escritos.
—¿Puedo pedirle un favor a cambio? —El
nerviosismo en su voz no se ha ido.
—¿Qué clase de favor? —Alzo una ceja con
superioridad, y el gesto asustado que esboza me hace
querer asegurarle que le haré cualquier favor que ella
quiera.
—¿Podría leer lo que le mande lo más pronto posible?
Así no me tendrá esperando meses por una respuesta.
La curiosidad me invade el cuerpo en ese instante, y
quiero preguntarle dónde ocultó a la chica que no parecía
inmutarse con nada.
—Trataré de hacerme un espacio pronto —digo, al
cabo de un largo momento, pero sigo comportándome
como si estuviese tratando con alguno de los amigos de
mi padre—. Asegúrese de dejar sus datos en la recepción.
De cualquier modo, haré que mi publirrelacionista se
comunique con usted o, en su defecto, con la editorial,
cuando tenga una respuesta.
Me pongo de pie y ella hace lo propio. Estiro una
mano en su dirección y me corresponde el gesto antes de
que guíe nuestro camino hasta la puerta.
Enseguida, la abro.
—Puede retirarse —digo, con una cordialidad
ensayada, cuando en realidad la curiosidad que ha
despertado en mí me provoca un extraño hormigueo en el
estómago.
—Espero su respuesta. Fue un placer conocerlo. —
Sonríe con aire con socarrón y, de nuevo, me encuentro
mirándola como si pudiese desvelarle el pensamiento solo
con eso.
—Un placer, Tamara Herrán —digo, mientras le
dedico un gesto educado y señalo hacia la salida.
Ella, sin necesidad de otra señal de retirada, se
encamina fuera de la oficina.
[1] N/A: La Santa es un club nocturno muy popular en Guadalajara.

[2] Atole: Bebida de origen prehispánico consumida en México. En su


forma original, es una cocción dulce de maíz en agua comúnmente
condimentada con especias aromáticas como el cacao, la vainilla y la canela;
y saborizantes como el chocolate o la pulpa de algunas frutas dulces. Se
endulza con piloncillo, azúcar o miel.

También podría gustarte