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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol.

4, Fall 2006  |  pages 205–220

Héroes y corruptos en
Las Catilinarias de Juan Montalvo

María Fernanda Lander, Washington University in St. Louis

I. Introducción
En la Roma del año 63 ac, Marco Tulio Cicerón acusó a Lucio Sergio
Catilina de conspirar contra la República. En cuatro discursos conocidos
con el nombre de Las Catilinarias, y a los cuales caracterizaron la sátira
y la ferocidad del lenguaje, Cicerón añadió a la condición de conjuro de
Catilina otras imputaciones como la de asesino, ladrón e incestuoso que
poco o nada tenían que ver con el asunto de la traición. Los esfuerzos ver-
bales de Cicerón dieron fruto y Catilina no tuvo más remedio que aban-
donar Roma. Muchos siglos más tarde y exiliado en la ciudad fronteriza de
Ipiales en Colombia, Juan Montalvo apelaba a la fe ciceroniana en el poder
punitivo de la palabra. Entre 1880 y 1882 escribió doce panfletos políticos
en contra de Ignacio de Veintemilla, posteriormente reunidos y publica-
dos bajo el título de Las Catilinarias, cargados con la prosa mordaz que ya
para entonces era el sello característico de su estilo.1 En la acritud de estos
escritos lo que queda en evidencia es la seguridad que desde siempre tuvo
Montalvo en la puntería de su escritura como arma de combate. Una cer-
teza que había quedado grabada en la historia del Ecuador con las palabras
con las que celebró el asesinato de Gabriel García Moreno el 6 de agosto de
1875: “Mía es la gloria. Mi pluma lo mató”. A partir de aquel momento, esa
confianza en el poder provocador de su discurso, no se ocultaría nunca.
Y es ello lo que, más que la naturaleza de su sátira violenta o su apego al
clasicismo literario, explica el título de los pasquines: “Mi nombre está gra-
bado en mis flechas, y con ellas en el corazón mueren tiranos y tiranuelos:
díganlo García Moreno y El Cosmopolita; díganlo Antonio Borrero y El
Regenerador. ¿Lo dirán también Ignacio Veintemilla y Las Catilinarias?”
(2: 197–98).
Como letrado típico de su época, Juan Montavo ajustó la intención po-
lítico-didáctica de su discurso a la común percepción social del intelectual
como el promotor de la voluntad constructora del Estado necesario. En
consecuencia, su retórica política se vio sometida al confinamiento al que
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la somete la carga moral de un mensaje que se supone debe, a un tiempo,


persuadir y exponer “la verdad.” Tal operación ha constituido siempre
el alimento principal de una tradición retórica que, desde Platón hasta
Bourdieu, ha colocado al receptor del mensaje en una posición en la que
frente al lenguaje político apela al recelo. Todo esto porque “lo político,”
como el ámbito en el que se desarrollan relaciones sociales en las que está
envuelta la pretensión de obtener el control del poder y el ejercicio de la au-
toridad, altera la realidad del sujeto de forma directa e independientemente
de su género, raza, credo o condición social. La prensa decimonónica del
continente en manos de intelectuales como Montalvo intentó crear un
ámbito público en el que se invitaba a los ciudadanos a ser partícipes en los
distintos procesos políticos.
Ahora bien, ese afán por integrar a los ciudadanos en tales procesos, de-
pendió de la articulación de una noción de ciudadanía la cual, simultánea-
mente, articulaba también la imagen monolítica del Estado que se buscaba
erigir. El caso del Ecuador es particularmente claro al respecto. La consti-
tución de 1878 otorgaba ciudadanía al sujeto (masculino, por supuesto) si
éste cumplía con el requisito de saber leer y escribir.2 Claramente, lo que
este texto—literalmente fundacional—prescribía, eran las características
de los miembros del selecto grupo que verdaderamente desempeñaba un
papel protagonista en las políticas del Estado. Una de esas características
tenía que ver con el apoyo y selección de los representantes de la nación.
El contexto social que se entrevé en la definición constitucional de la ciu-
dadanía, desvela las exigencias sociales y económicas de las que dependía
la escogencia del líder. Del mismo modo, ese contexto social expone los
parámetros según los cuales se evaluaría la actuación de dicho líder. En
otras palabras, la formulación del libreto que debía seguir el Presidente
de la República conectaba la capacidad lectora que definía a la minoría
“ciudadana” con una visión particular del poder.
Las Catilinarias de Juan Montalvo promueven un ejercicio de la ciuda-
danía que depende de una experiencia de lectura que busca que su receptor
permanezca fiel a una idea de virtud pública que el grupo social, al cual se
presupone pertenece el lector, ha establecido como la norma a seguir por
los miembros del gobierno. En Las Catilinarias, la recontextualización del
discurso ensalzador y mítico de la historia de unos héroes patrios que ha
sido escrita y divulgada para servir como modelo frente al cual se mide la
conducta del presidente de la República, permite que cada lector, es decir,
“ciudadano”, compare esa conducta con la de la memoria institucionali-
zada de los libertadores.3 La crítica política de Las Catilinarias se aprove-
cha de la mitificación de la imagen de los padres de la patria para minar
el carácter presidencial de Ignacio de Veintemilla. De esta forma, el texto
de Montalvo es prueba irrefutable de que la semiótica política siempre ha
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dependido de la transferencia de nociones compartidas por una comunidad


interpretativa capaz de entender la práctica discursiva como una insepa-
rable de la noción que tiene la comunidad “ciudadana” del concepto del
poder. La Historia entonces (dentro de esa oficialidad que materializaron
los lienzos, estatuas, monumentos arquitectónicos, libros de texto y litera-
tura), promovió la inteligencia, audacia, fervor nacionalista y la capacidad
de sacrificio de los libertadores para favorecer la idea que de la nación y el
Estado cultivaba la elite social. A través de un productivo intercambio de
claves semióticas, la Historia se hermanó con la política. De esta manera,
el discurso político-didáctico de la prensa decimonónica le dio cuerpo a
una idea específica del poder, una que beneficiaba a la “ciudadanía” que
modelaba la forma del Estado.
Pero todo ello trajo sus consecuencias. Cuando Latinoamérica se da
cuenta de la necesidad de perfeccionar el arte de la política para que sirva
de medidor inequívoco de su condición “civilizada”, surge la ilusión de la
instalación de gobiernos representativos. Sin embargo, a lo largo del siglo
diecinueve en la mayoría de los países latinoamericanos, la precariedad de
las instituciones del Estado no permitió dicha evolución. Ello explica que
a aquella figura común del caudillo que podía hacer valer su autoridad sin
necesidad del amparo de una oficina presidencial, que podía ejercer su po-
der con o sin constitución y cuya legitimidad era conferida por la fuerza de
su personalidad y no por instituciones formales, lo desplazara una nueva
figura: la del dictador (Lynch 8). Este personaje, como uno de los primeros
efectos que produce la modernidad en el continente, entra en el escenario
para dominar una economía nacional mucho más desarrollada que la re-
gional que le tocó al caudillo, y se hace dependiente de alianzas económicas
y políticas mucho más complejas que aquellas con las que tuvo que lidiar
su predecesor. Pero todo ello detrás del parapeto de una supuesta “legali-
dad” institucional.4 Por ende, aunque se pueda decir que bajo el disfraz de
tirano se escondía el caudillo, para mantener la ilusión de los gobiernos
representativos era necesario pretender actuar según las reglas que en teo-
ría imponía la memoria de unos héroes nacionales que se inmolaron por el
bienestar de la patria.
En Las Catilinarias, el carácter político inherente a la figura del presi-
dente de la República no lo da necesariamente el cargo público que éste
ocupa, sino que asume tal condición cuando Montalvo lo caracteriza como
un sujeto que no concuerda con la imagen ideal del director de la nación
que proyectan las figuras de los héroes patrios. Estas eran (y siguen siendo)
imágenes de hombres incrustadas en la memoria colectiva como excelsos
militares, varones justicieros y sacrificados, seres de incomparable capaci-
dad para el mando y por lo tanto arrogados de cierto carácter paternal. Ese
era el modelo que se creó y se creyó debía ser imitado por todo aquel que
asumiera un cargo público de relevancia nacional. Por otra parte, Montalvo
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también acusa en sus textos lo que él ve como el desentendimiento de la


elite política de su papel director del destino de la nación. Como resultado
de dicho desentendimiento, el modelo heroico idealizado que se esperaba
debía seguir el líder se perdió de vista. El discurso de Montalvo desesta-
biliza la incontestable posición rectora que ha asumido la elite social en
el orden político desde la época de las guerras de Independencia. En Las
Catilinarias se hace evidente la tensión entre un discurso que se vale de un
ideal de guía nacional supuestamente compartido por la comunidad lec-
tora y encargada del progreso del país, y la interpretación que en la puesta
en escena de ese papel hace Ignacio de Veintemilla.
En Las Catilinarias la construcción del presidente desde una óptica que
lo criminaliza, que lo muestra como un asesino, como un traidor a la pa-
tria, como un ignorante incapaz de leer o escribir, como un ladrón y como
un hombre sin modales a quien despectivamente se llama indio, coloca
en primer plano la realidad de que, ante los ojos de Montalvo, el modelo
del líder compaginado con la imagen de los libertadores, no se concreta
con Veintemilla. Si nos atenemos entonces, al hecho de que, como señalan
Paul Chilton y Christina Schäfner, “something becomes political when a
particular representation of social organization becomes integrated with
some validity claim or some value claim which is in conflict with some
other such existing representation (25), lo político de Las Catilinarias brota
cuando el particular modelo mental, incontestablemente elitista, que de
la presidencia de la república ha asumido Montalvo, es modificado por el
que personifica Veintemilla. Dicho de otro modo, lo político de sus pas-
quines es la acusación de la falta de concordancia entre el ideal y la perso-
nificación que de ese ideal hace Veintemilla. Para Montalvo, es imperante
hacer ver al público lector que alcanzar el modelo es necesario y por eso,
la pintura denigrante que hace del presidente. Un retrato cuyo lenguaje,
no lo olvidemos, no sólo le valió a Montalvo el título del “gran insultador”
por parte de Miguel de Unamuno (xi), sino que dejó en claro lo que para
el polemista fue la crisis más aguda por la que pasaba el Ecuador después
de la Independencia. Para el ambateño, el momento que vivía el país era
tan precario que Veintemilla ni siquiera alcanzaba el apelativo de tirano
que le otorgó a García Moreno. Ignacio de Veintemilla fue simplemente el
tiranuelo.
Sin embargo, lo interesante de la construcción del personaje de
Veintemilla que ofrece Juan Montalvo es que nace de la confianza en un
contrato tácito entre el cuerpo ciudadano y el cuerpo del poder que exige
el seguimiento de un patrón específico de comportamiento. Dicho de otro
modo, Montalvo defiende el modelo que él cree es el que la “ciudadanía” ha
asumido como el que debe seguir el guía político del país:
Cuando oigo a los enemigos inhábiles de este zanguango llamarle soldado
en vía de hacerle injuria, hiervo de indignación. Julio César es soldado;
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Pirro, el de las pavonadas armadas, soldado; Bonaparte, soldado; San


Martín Soldado; Simón Bolívar, soldado, Antonio José de Sucre, soldado;
José Antonio Páez, soldado; soldados, esto es, conquistadores, libertadores,
fundadores, hombres de pensamiento excelso y fuerte brazo, que reinan en
la memoria de sus semejantes por sus hechos buenos o malos, pero grandes,
esos que se denominan hazañas y causan admiración. La carrera de las ar-
mas bien comprendida, bien seguida, es la más brillante de cuantas pueden
abrazar los hombres que nacen para el bien del género humano; como que
en su jurisdicción entra valor, inteligencia, patriotismo, sacrificio, todas las
virtudes conjuntas con el resplandor temeroso del acero (2: 349).
La memoria idealizada de los libertadores de las naciones americanas (y
embellecidas por Montalvo por su supuesta semejanza con las figuras de
la antigüedad clásica como Julio César o por su condición europea como
Napoleón), sirvió para imponer un modelo de líder político que se espe-
raba era el que debería seguir el Jefe de Estado. Las virtudes que éste no sólo
debía encarnar sino mostrar, obligan a dicho Jefe a tomar conciencia de
una dualidad de caracteres que hace que su ejecución personal de un acto
político tenga que ser semejante a la imagen que de la representación de tal
acto tenga la comunidad. Es decir, de lo que se trata es de saber que hay un
público evaluador del que le toca hacer.

II. El libreto del líder


La metáfora de la performatividad es utilizada hoy en disciplinas tan dis-
tintas como la etnografía, las ciencias políticas y los estudios culturales.
En consecuencia, bajo el manto de la performatividad se han desarrollado
argumentos sobre la construcción del género, la identidad, la visibilidad,
los cuerpos disciplinados, las operaciones del espectador, las políticas del
deseo y la política social, entre muchos otros (Carlson 194). Tomando en
cuenta que lo que ha facilitado esta apropiación por tantos campos de estu-
dio es el hecho de que depende siempre de una audiencia que lo reconozca
y lo valide como tal, la metáfora también se presta, y quizás mejor que en
ningún otro caso, a ser aplicable al proceso de construcción de una iden-
tidad política. Y allí, en el entrecruce del poder, la política y la imagen, es
que tiene pertinencia traer a colación la opinión de Judith Butler de que:
“There is not power that acts but only a reiterated acting that is power in its
persistence and stability” (9).
El contrato que establece la ciudadanía con sus representantes, y en par-
ticular con el líder de la nación, presupone una actuación determinada en
el escenario político que se rompe cuando esos representantes se alejan de
esa persistencia y estabilidad que le da a la comunidad su debida imita-
ción de la embellecida conducta de los padres de la patria. Allí entonces se
inicia la descomposición de la imagen, comienza a progresar, como si de
un cuerpo muerto se tratara, la corrupción del ideal. 5 De esta manera, la
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relación entre la performance que se ejecuta para ser evaluada por otros,
y la idea de la descomposición de la imagen del acto que se debe ejecutar
(o su “improvisación”), reducen la actuación del líder al estricto segui-
miento del libreto que ha escrito el grupo dueño del poder político. Un
poder que sólo puede legitimar su valor en la medida en que su instru-
mento, el líder, se ajuste a un carácter institucional predefinido que sirva
de puente para que dicho poder se transforme en autoridad. Para lograr
eso en la Hispanoamérica decimonónica, surge el apego a un actuar uni-
dimensional del poder (masculino, criollo y con bienes), que en teoría no
podía permitirse la improvisación. Fue ello lo que facilitó que el modelo
del héroe patrio se manipulara a partir de su cercanía con las característi-
cas de esa idea del poder. De esta forma, lo que hace patente el proceso de
corrupción es que el discurso políticamente crítico descubre que la imagen
oficial del presidente (o de cualquier político importante que no se adhiera
a la conducta predispuesta por la memoria insigne de los libertadores), es
sustituida por la que, precisamente como un cuerpo descomponiéndose,
repugna por su alejamiento de la imagen con la cual debe compaginar. La
putrefacción del ideal del líder en su función de representante de una co-
munidad, en su condición de encarnación y proyector del carácter nacional
de esa comunidad, adquiere así un matiz identitario y de carácter nacional,
que es necesario eliminar.6
Es incuestionable la estrecha relación que existe entre la caída en des-
gracia del personaje político o, lo que sería casi lo mismo, la estampa de
su condición corrupta, y el endiosamiento que siempre envolvió a la re-
presentación de la figura del líder. Un endiosamiento determinado por el
aura divina que evoca el carácter incorruptible del mito que la promueve.
En ese sentido, vale la pena recordar que durante los primeros intentos
en el ejercicio de la independencia política de España, en las repúblicas
hispanoamericanas, la reinvención de los rituales coloniales que se rela-
cionaban con la obediencia a la Corona, consistió en la sustitución de la
idea del Rey omnipotente por la de un presidente que seguiría el ejemplo
que como legado dejaran los padres de las patrias. Ello sirvió para darle
una continuidad simbólica a la esperada complacencia con el nuevo po-
der que alrededor de sí misma reunía la elite. El representante escogido (o
impuesto) debía reflejar en su actuar las virtudes de los héroes patriotas.
Para el representante del poder del Estado, se trató así de seguir la pauta
que daba la “performatividad imaginada” de una memoria en la que se
conjuraban los héroes libertadores representados como intachables por las
nacientes historias oficiales. Una performatividad alimentada por la idea
de un modo específico de actuación del poder, y mantenida en el intento de
repetir actos políticos imaginados como grandiosos y pensados como ne-
cesarios para modelar la memoria nacional en función de su contribución
a la solidificación del Estado. Y es precisamente ello lo que acusa Montalvo
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cuando termina la comparación de Veintemilla con los héroes soldados di-


ciendo: “¿Soldado un criminal ajeno a los derechos y los deberes de la mi-
licia? ¿Soldado un asesino a media noche, ladrón a medio día? ¿Soldado un
tosco nieto de la plebe sin primeras letras ni asomo de educación militar?
¿Soldado uno que no tiene ni sospechas de la sabiduría de la espada?” (2:
349–50). El carácter imaginario de la conducta ejemplar que debía seguir el
presidente hacía más difícil su conjugación con el modelo propuesto ya que
sectores de la elite ilustrada no se conformaban con la comunidad imagi-
nada, sino que la seguían imaginando y con ello variando el modelo.
Como señala Sergio Bertelli en su estudio The King’s Body, en Europa
la línea divisoria entre la época preindustrial y la postindustrial se difu-
mina con la necesidad que de los rituales tienen las comunidades (xvi). La
ritualidad, que acompaña al sujeto elegido y/o impuesto para ser el guía
de una sociedad, se conecta con modos de comportamiento previos, y en
nuestro caso son los atribuidos a los libertadores quienes, en el plano de
la representación, fueron los lógicos sustitutos del poder político del Rey.
Según Alejandra Osorio, durante el periodo colonial la ausencia del Rey
de sus dominios americanos condicionó el entendimiento de las relaciones
políticas entre sus vasallos de Indias y España; por eso, el inmenso valor
político del que eran investidas sus imágenes para mantener la obediencia
a la corona (472-473). En el ejercicio de ese poder sostenido en el simulacro
de un Rey que podía verse pero nunca verse en persona, se estableció una
relación similar a la que define el cristianismo con Dios.7 El endiosamiento
del líder se hacía, en consecuencia, imprescindible. Por otra parte, y al de-
cir de Ángel Rama, la ritualidad del simulacro político que mantenían las
ciudades coloniales haciendo del representante del Rey el Rey mismo, las
hizo funcionar como el principal instrumento de comunicación a través
del cual se diseminaba la ideología de la corona (22). Teniendo todo esto
en cuenta, y comprobando que los cambios que trajo la Independencia fue-
ron más de forma que de fondo, era de esperar que todavía para mediados
del siglo XIX, se mantuvieran restos de esa tradición. Pero esto se hizo a
través de la sustitución del poder político que representaba el Rey siempre
ausente, y al mismo tiempo siempre presente, por la memoria de los héroes
patrios. Unos héroes, que como el Rey, era necesario promover a partir del
ensalzamiento de sus bondades y virtudes para apoyar los proyectos polí-
ticos que iban surgiendo.
Herencia de este culto a la personalidad fueron las políticas personalis-
tas que caracterizaron a la Hispanoamérica decimonónica. Precisamente,
para Montalvo, uno de los problemas del Ecuador es el desconocimiento por
parte de la clase política de su debido sometimiento “al soberano invisible
que está ahí erguido y majestuoso con el nombre de Estado” (1: 4). La sus-
titución del poder del Estado por el del personaje es lo que Juan Montalvo
acusa en Las Catilinarias, y sus críticas tienen que ser a la persona del pre-
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sidente precisamente por eso. De este modo, ese culto a la personalidad


que prevalece en la política nacional es de lo que se vale el polemista para
deconstruir la imagen de Ignacio de Veintemilla. Juan Montalvo en Las
Catilinarias reclama el fallido del Jefe de Estado del imaginario comporta-
miento presidencial. Para Montalvo, el representante de los ecuatorianos
debía ser todo lo que, según él, no mostraba la actuación de Veintemilla.
La corrupción que Montalvo ve en Veintemilla no es solamente resultado
del abuso de poder, del tráfico de influencias, o del peculado; sino la de
una imagen idealizada que el comportamiento político de este presidente
carcome. Montalvo teme que la imperfecta personificación que de la idea
de lo que es un presidente hace Ignacio de Veintemilla, afecte el sentido
moral de la nación:
Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, si no infundieras desprecio con tu
vil aguante, la lástima fuera profunda de los que te oyen y te miran. Un
tirano, pase: se le puede sufrir 15 años [se refiere a García Moreno]; ¿pero
a un malhechor? ¿Pero un salteador tan bajo? ¿Un asesino tan infame?
[...] Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, ve a la reconquista de tu honra, y
muere si es preciso (19).
En el Ecuador de Montalvo, la visión política de una ruptura con la proyec-
ción del director de la comunidad como embajador del pueblo gobernado,
y no su reflejo como se hizo típico en el modelo europeo moderno, no es
atisbada. Veintemilla es Ecuador, por lo tanto, también es Montalvo y la
violencia del discurso de este último es resultado de esa conciencia. De
este modo, el carácter ominoso que Montalvo insiste en dar a su pintura
de Veintemilla, viene dado por lo que en términos freudianos constituye la
transformación de lo familiar, en lo opuesto, en algo extraño y destructivo
(Freud 23–30). 8 Así entonces, si en la concepción premoderna del Jefe de
Estado que defiende Montalvo, el presidente es el pueblo, Veintemilla no se
adapta ni a la ética ni a la estética del modelo heroico a seguir. Por eso, su
condición siniestra y por tanto corrupta. Pero dicha condición va más allá
y es atribuible también al hecho de que Montalvo ve en Veintemilla su pro-
pio lado avieso. Montalvo se ofrece como el modelo opuesto a Veintemilla
pero el hecho de que ambos se presenten como liberales y que ambos quie-
ran estar cerca del poder hace que el escritor se identifique, quiera o no,
con el presidente. La “sintomatología” del cuerpo que se corrompe y que
horroriza por lo que en él todavía vive de la forma original, se manifiesta
en el carácter palimpséstico que adquieren Las Catilinarias. Sin embargo,
detrás de los insultos, las burlas, y la fantasía de la necesidad de algo mejor
que constituye la pintura denigratoria del presidente, se entreve el retrato
complaciente que el autor ofrece de sí mismo. Lo que, nuevamente y si-
guiendo a Freud, pone en evidencia que el autorretrato que aparece detrás
del retrato de Veintemilla hace explícito el intento de Montalvo de conver-
tir sus deseos individuales en sueños colectivos (Wallach Scott 204).
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III. La crítica al actor


El horror de Montalvo frente a la situación política del país se expresa
a través del escarnio como estrategia discursiva. Así, al atacar al pueblo
ecuatoriano, insultando su honra, su valentía y su disposición para la liber-
tad, como queda claramente expresado más de una vez en Las Catilinarias,
Montalvo está apelando a la reacción inmediata que surge frente a la
ofensa. De allí deviene que ese pueblo al que se refiere no sea el de las masas
amorfas, sino el que forma un público educado que por tal es el que bien
se ajusta a la idea que del ciudadano y la ciudadanía abraza el escritor. Un
pueblo que entiende la honra desde la posición altiva de quien la insulta.
Eso quiere decir que para Montalvo el insulto vale, principalmente, para
subvertir el estatus social de sus lectores al caracterizarlos con los signos de
la corrupción. Dicho de otro modo, llamar al pueblo vil (al pueblo lector,
obviamente) es colocarlo en los márgenes de la sociedad civil, junto a los
que no pueden ni saben vivir en la sociedad armónica que Montalvo ima-
gina posible. El insulto revela así, las expectativas en un orden social espe-
cífico al indicar cuál es la conducta que se sale de dicho orden y, al hacerlo,
justifica ante los ojos de quien emite la ofensa, la violencia que acompaña
a las palabras (Hariman 42). Sin embargo, el aspecto didáctico del que se
vale Montalvo para defender sus provocaciones lo que pone sobre el tapete
es la complejidad de los prejuicios, especialmente raciales y lingüísticos,
en que se funda su representación de la base social que apoya a la tiranía y,
por ende, del tirano (Grijalva 52–57). Con el rosario de insultos que cons-
tituyen Las Catilinarias, Montalvo cree ubicarse en un nivel superior con
respecto de la sociedad ecuatoriana en la medida en que se presenta como
el paradigma moral necesario para reestablecer el orden social al que apela
su ofensa. La prosa de Montalvo se presenta a sí misma como el instru-
mento que develará la venda que ciega los ojos de los ecuatorianos y con
ello defiende las injurias como instrumento didáctico: “Tras el que parece
insulto, el lector contemplativo y de buena fe no descubre sino el crimen
acosado, el vicio escarnecido, la moral triunfante, las leyes divinas y huma-
nas puestas en cobro y adoradas por su belleza y santidad” (1: 130).9
Ignacio de Veintemilla, presidente del Ecuador, es presentado en Las
Catilinarias como asesino, ladrón, analfabeto, bruto, sucio, feo, soberbio,
iracundo, lujurioso, y paremos de contar. La alusión inicial que se hace
a éste viene después de varias páginas dirigidas a increpar al pueblo por
vivir bajo el yugo del despotismo y de la imposibilidad de considerar a
Veintemilla un tirano cabal sino un simple malhechor: “Los bajos, ruines,
pero criminales, pero ladrones, pero traidores, pero asesinos, pero infa-
mes, como Ignacio Veintemilla, no son ni tiranuelos: son malhechores con
quienes tiene que hacer el verdugo, y nada más” (8).10 La maniobra dis-
cursiva de Montalvo es construir su mensaje a partir de una premeditada
decodificación sostenida en la exageración de los aspectos negativos de lo
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que se considera un modelo político de actuación deficiente y por tanto


corrupto.11 Ello no significa que al lector le toque reconstruir el modelo
idealizado por el escritor, por el contrario, la claridad del ideal de presi-
dente para Ecuador que resalta en las páginas de Las Catilinarias a través
de los opuestos absolutos, es indiscutible.
El plan promotor de un tipo específico de actuar político a partir del
proceso de apuntar los aspectos negativos del jefe de estado y en función
de la condición metonímica de la identidad nacional que éste representa,
revela los prejuicios que Montalvo tiene contra el pueblo ecuatoriano. Al
ser el presidente el representante de los ecuatorianos sus acciones son vistas
por Montalvo como reflejo de una idiosincrasia imperfecta que no ha po-
dido asumir su condición independiente y, por ello, su actuar social resulta
tan reprensible como los crímenes de Veintemilla. Es allí entonces donde
la relación entre el director de los destinos del país y el grupo social que
dirige, difiere de la relación más distante que entre la corona y sus súbditos
había existido en la colonia. Para Montalvo las deficiencias del presidente
son la proyección de la incapacidad del pueblo ecuatoriano para cambiar la
dirección del poder político.
Como ha señalado Juan Carlos Grijalva, la concepción romántica que de
la literatura y la escritura mantenía Montalvo, está unida a una percepción
del poder y de valores culturales en la que quedan relegados importantes
sectores de la población, aunque la historiografía tradicional promulgue
que de lo que éste trata es de consolidar su representación (12).12 De este
modo, en el paralelo que establece el polemista entre gobernante y pueblo
gobernado, la visión negativa del segundo toma una posición igualmente
protagónica, y el ataque que ejerce contra uno es sin duda recibido también
por el otro. Montalvo constantemente deja en claro la poca viabilidad que
tendrá cualquier proyecto modernizador en un país como el Ecuador de
finales de siglo diecinueve donde gran parte de la población es analfabeta
e indígena. No es gratuito entonces que ambas características dominen la
pintura de Veintemilla que se ofrece al lector.
La poca instrucción que según Montalvo caracteriza al presidente es
una línea constante en Las Catilinarias: “Ignacio Veintemilla no sabe leer
ni escribir: el círculo de sus ideas es tan estrecho, que no sale de un restrin-
gido epicureismo; conocimientos en historia, economía política, derecho
de gentes, mal ha de tener uno que no puede averiguarse con el libro” (1:
173). Alrededor de esta idea se construyen los doce pasquines. La imagen
del presidente es complementada con una supuesta “inferioridad” social
y racial (que no era real) la cual, como su ignorancia, es constantemente
remachada. Y, una vez más, la representación negativa del presidente es uti-
lizada para proyectar la de la identidad nacional del ecuatoriano. Montalvo
constantemente insulta a Veintemilla con el apelativo de “chagra”, o sea,
el campesino transplantado a la ciudad.13 El posicionamiento de Montalvo
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como un sujeto no solamente intelectual sino socialmente superior le per-


mite, a través de la construcción de ese retrato hablado que encarnan Las
Catilinarias, dibujarse a sí mismo como el verdadero modelo a seguir. Esto
queda claramente expuesto al resaltar el hecho de que si la conjunción del
discurso religioso y cívico se manifiesta en la idealización del héroe, no
queda duda de que la auto representación de Montalvo como tal es la que
mejor sirve a sus objetivos propagandísticos. Y al llegar aquí hay que pre-
guntarse ¿por qué Montalvo abandona la defensa de la causa liberal para
hacer de Las Catilinarias, en su conjunto, un texto sostenido en la auto re-
presentación a partir de opuestos? La respuesta se infiere de su condición de
letrado. Montalvo asumió un derecho incuestionable a estar cerca del poder
político y el papel de director modelador de la nación tal cual él la imaginó.14
Una donde la autonomía política de la clase dirigente se sostuviera sobre la
rígida división social de la colonia. Como lo deja ver el texto, el clasicismo
de Montalvo va más allá de su retórica y continuas referencias a obras y per-
sonajes de la antigüedad grecorromana; su clasicismo es primero que nada
ideológico. La dificultad de compaginar su tradicionalismo con la veta ro-
mántica en boga explotó así en el verbo violento de su discurso.
Juan Montalvo, sin ninguna modestia, se pinta en Las Catilinarias como
un sujeto intelectual y socialmente superior a Veintemilla y sus conciuda-
danos. La auto representación se construye tangencialmente a partir de
lo que significa la tácita comparación con el objeto de su prosa. Montalvo
se ubica a sí mismo aislado en el pináculo de la honradez, el sacrificio y el
amor por la patria. Ello, podría decirse, subraya el rasgo romántico más
obvio de los pasquines (pero también representa el argumento más débil
en el intento de insertarlo dentro de esta tendencia): el yo solitario y reti-
rado de la sociedad. Sin embargo, en la violencia que suponen unos insul-
tos sostenidos en el desprecio intelectual (“[Veintemilla es] ignorante hasta
de las primeras letras” (1: 94)); en el social (“todo indica sangre ordinaria
en ese facineroso, cuna vil, rodeada de crímenes y miserias, hambre y an-
drajos” [2: 287]), y en el racial (“si de negros nacen blancos, de chagras pue-
den nacer blanquísimos, y ser esta descendencia la que se come el cadáver
de la República y es la infamia de la tierra” [2: 289]15) se exalta la figura de
autor de los pasquines. Dicho de otro modo, el desprecio hacia Veintemilla
permite que Montalvo se presente ante su lector como un sujeto incólume y
verdaderamente digno de ser considerado patriota. Todo esto a partir de la
apropiación de la retórica martirológica y sacrificial con la que la Historia
describe a los héroes patrios. Una retórica fácilmente manipulable dada la
conexión que establece con el ethos cristiano de la sociedad ecuatoriana
decimonónica: “A mí también me han desolado, con mano torpe, inhábil;
pero yo no dejo mi piel; me la hecho al hombro, y, como San Bartolomé,
salgo muy fresco, porque un rocío celestial me baña en lo vivo, y destruye
los ardores de esa inmensa llaga” (2: 48).
216 M ar ía Fer nanda L ander

Por otra parte, la ignorancia de Veintemilla queda pintada desde su su-


puesta inferioridad racial la cual, al analizar la presentación discursiva que
de ésta hace Montalvo, solo corrobora la posición elitista que con respecto
de la raza indígena y la negra brota de sus páginas. Además, deja en claro
su creencia en la existencia de una masa social que no podrá ser rescatada
de la condición dependiente a la que las desprestigiadas etnias que la com-
ponen la condena. La querella que mantuvo con Juan León Mera sobre la
inaceptabilidad del uso de vocablos indígenas en el habla, es la muestra
más evidente de su menosprecio por lo indígena, pero no la única. En Las
Catilinarias el desaire al indio y a esa supuestamente poca capacidad in-
telectual que lo caracteriza, son el trazo más fuerte en el esbozo que de la
figura del presidente hace el escritor. Al retratar a Veintemilla como un
sujeto “ignorante como un indio” (1: 94), se enlaza el carácter negativo
del dictador que domina el texto subrayando el hecho de que un sujeto
racialmente inferior ocupe la posición de Jefe de Estado. Es así como a lo
que considera Montalvo la subalternidad de Veintemilla, la acompaña en
Las Catilinarias el desprecio al negro y a la supuesta cercanía de esta raza
con el presidente.16
Hay que tomar en cuenta también que en la promesa de un mejor del
poder que, como dijimos, palimpsésticamente presenta Montalvo de sí
mismo, la clase social a la que él pertenece es ofrecida como un aspecto
positivo de su persona. El escritor se coloca con respecto de su discurso en
un sitial superior sostenido en la reputación de hombre de bien que le da
la clase acomodada de la cual proviene, y en una “blancura” que no sólo
manifiesta su piel sino su afición por la cultura europea, su conocimiento
enciclopédico y, principalmente, el dominio del lenguaje.17 Montalvo pone
de manifiesto el control que tiene del discurso lo que le permite resaltar la
autoridad que la clase letrada tiene en el ámbito del poder político y que se
revela en la violencia con que su discurso defiende su ideal social.
Montalvo se presenta ante un lector ideal que identifica con el sujeto
perteneciente a la clase educada y que, por lo tanto, es el único capaz de
entender y valorar su discurso ya sea para apoyarlo o contradecirlo. Pero
también, ese lector es el que mejor reconoce el valor político de las figuras
heroicas. En ese sentido, la comparación por rebote con el político corrupto
que representa Veintemilla, refleja la ilustración de Montalvo, su heroísmo
y su capacidad de sacrificio. Pero resulta relevante mencionar que el dis-
curso criminalizante del que se vale Montalvo llega a un punto en el que la
tergiversada realidad, pero realidad al fin, se agota y el escritor lo compensa
con la ficción. A lo largo de la lectura de Las Catilinarias la representación
satírica del presidente va tomando visos ficcionales que el autor mismo re-
conoce. Pero lo importante de este hecho es que con ello, una vez más,
Montalvo confirma la irrealidad del modelo que se persigue alcanzar. Juan
Montalvo reconoce que “lectores habrá quizá que tengan por imaginación
Héroes y corruptos 217

demasiado fuerte la mía (…) por muy asentado el carboncillo en los perfi-
les de ese extraordinario semblante [el de Veintemilla]” (356).
Las Catilinarias de Juan Montalvo es uno de los textos más represen-
tativos de las contradicciones del liberalismo decimonónico hispanoame-
ricano. La violencia del discurso surge de lo que pareciera ser el resultado
del esfuerzo de Montalvo por ingresar a la categoría de liberal más por
voluntarismo que por convicción. Si bien la concepción del liberalismo en
el Ecuador de finales del siglo XIX no separa radicalmente las vetas econó-
micas y políticas de la ideología, como claramente lo hace Montalvo en Las
Catilinarias (donde nunca hace referencia a los planes económicos o socia-
les del gobierno de Veintemilla), el escritor privilegia la veta política como
la definitoria de la ideología liberal. Sin embargo, en este aspecto, salvo la
idea de la separación del Estado y la sociedad civil, Juan Montalvo no con-
cuerda con lo que serían los principios más elementales de la ideología que
dice abrazar: libertad del individuo con respecto del Estado y la disolución
de las agrupaciones monopolizadoras de la producción. Montalvo debate
la poca viabilidad que tienen estas propuestas en el Ecuador de su tiempo
no tanto por pensar que sus conciudadanos fueran incapaces de llevarlas a
cabo, sino porque él no creía en ellas. Su fervor católico y su intensa defensa
del Patronato no coinciden con las propuestas políticas del liberalismo.18 Y
sin embargo, sus continuos ataques a un clero que tampoco se ajustaba a
la imagen prefigurada del sacerdocio, le ganan la excomunión. Estas con-
tradicciones en la vida y el discurso de Juan Montalvo hacen que desde la
violencia que contiene el insulto se pongan de manifiesto su apego al “ima-
ginado” del héroe patrio como modelo político y la frustración con la que
consecuentemente criminaliza la realidad.
Las Catilinarias son prueba de que el aspecto más interesante del libera-
lismo latinoamericano en el siglo XIX fue, como ha afirmado el historiador
Charles Hale, su paulatina transformación de ideología en conflicto con el
orden colonial en mito hegemónico (39). El elemento racionalista que trajo
el liberalismo consigo fue entonces amoldado para ofrecer una lógica que
lograra entonces el control social. El avance del liberalismo no reemplazó
completamente el orden anterior sino que la veta conservadora heredada
de la colonia y la onda liberal convivieron, quizás demasiado cerca la una
de la otra, durante el siglo diecinueve y comienzos del veinte. Razón por
la cual para algunos historiadores, los liberales de comienzos y mediados
del siglo XIX se convirtieron en los conservadores del fin de siglo (Wiarda
142–143). La ideología del discurso liberal apeló principalmente a la nece-
sidad de fuertes instituciones del Estado, a la seguridad de que las naciones
eran capaces de gobernarse a sí mismas y al orden social visto como la ca-
pacidad del sujeto de responder a los requerimientos de la ciudadanía. Sin
embargo, mientras se perfeccionaban tales condiciones el vacío que dejaba
una fuerza unificadora como la de la Corona, se llenó con las arrolladoras
218 M ar ía Fer nanda L ander

personalidades de los caudillos (Morse 75). El elemento constante es que el


personalismo se convirtió en la expresión del tono patriarcal que adquirió
la política en las colonias recién iniciadas en la vida independiente. El culto
a la personalidad y la exigencia de que esa personalidad concordara para
fines políticos con lo que se había convertido para el último cuarto del siglo
diecinueve en el ideal moral del héroe patrio, trajo como consecuencia que
el discurso opositor se hiciera para llamar la atención de aquellos actores
que osaban salirse del libreto.

Notas
1 Ignacio de Veintemilla gobernó Ecuador entre 1876 y 1882. Montalvo lo retrata como traidor
porque se suponía que una vez concretado el golpe de estado contra Antonio Borrero entregaría
el poder a los liberales. Sin embargo, ese no fue el caso. Veintemilla se adueñó del poder y de-
mostró tener poca paciencia con las campañas en su contra. Con Veintemilla en el Ecuador se
consolidó el modelo agro-exportador que significó una cierta bonanza económica y que dio paso
a la consolidación de una burguesía liberal dirigida por comerciantes cacaoteros y banqueros.
Pero la imagen de Veintemilla que quedó grabada en la historia es la del dictador derrochador, el
aprovechador para beneficio propio de los bienes públicos, el abusador del poder y comprador
de favores militares.
2 La constitución de Ecuador de 1884 ofrece condición ciudadana a los hombres que saben leer
y escribir. La de 1887 elimina la estipulación genérica pero mantiene como requisito el tener
que saber leer y escribir, igual que la de 1906. En 1929 se reformula el artículo agregando que es
ciudadano cualquier hombre o mujer que sepa leer y escribir. Dicha prescripción se mantiene en
la constitución de 1946 y en la de 1967. La necesidad de saber leer y escribir para ser ciudadano
se elimina en 1978.
3 Chris Conway en The Cult of Bolívar in Latin American Literature ha hecho un trabajo muy inte-
resante sobre la manipulación de la figura de Simón Bolívar como proyector de una autoridad
patriarcal constructora de identidades y definidoras de las relaciones del sujeto con el poder y la
sociedad.
4 Para Lynch: “Caudillism was the first stage of dictatorship, and the dividing line was about 1870.
The division was not absolute. The term ‘dictador’ was used before this date, usually by bureau-
crats and theorists rather than in general speech, and it conveyed a similar pejorative sense. The
designation o “caudillo” lasted beyond its normal limits because remnants of caudillismo survived
into otherwise modernized and modernizing societies” (9).
5 En el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, se establece que “corromper” de-
riva del latín (363). Queda claro que el político corrupto es el que rompe con el modelo a seguir,
el que contamina la imagen pública, el que vicia la conducta del empleado de gobierno y en fin el
que puede destruir una nación.
6 La idea de ese líder corrupto que no se atiene al modelo del héroe patrio y su relación con la
identidad nacional podría verse también desde la conexión que establece Gabriela Nouzeilles
entre el darwinismo social en boga en Latinoamérica a finales de siglo XIX y la promoción de
la relación entre la salud y la imagen pública de la nación. Para Nouzeilles: “Una vez que el
higienismo trasladó la distinción entre lo normal y lo patológico al cuerpo social en su totalidad,
lo nacional quedó delimitado en función de la distinción entre lo sano y lo enfermo” (36).
7 Sin embargo, Alejandra Osorio deja en claro que a diferencia de la manera francesa, el Rey espa-
ñol era representado como vulnerable ante Dios. Por ello los colores de las exequias francesas
lo que buscaban resaltar era la naturaleza sagrada del rey; mientras que el negro usado por los
españoles el carácter mortal del rey (461).
8 Adopto la traducción que tradicionalmente se ha usado en español, por falta de una única palabra
que pueda atrapar el sentido de “lo extraño familiar” que representa el concepto original en
Freud de lo unheimlich o su más acertada traducción al inglés uncanny.
Héroes y corruptos 219

9 Miguel de Unamuno llega a establecer el valor literario de Montalvo en su manejo del insulto:
“Fue la indignación lo que hizo de lo que no habría sido más que un literato con la manía del
cervantismo literario, un apóstol, un profeta encendido en quijotismo poético; es la indignación
lo que salva la retórica de Montalvo” (xi).
10 En la segunda Catilinaria la posición de Veintemilla es tan baja que ni siquiera puede compararse
con García Moreno: “A boca llena y de mil amores llamaba yo tirano a García Moreno; hay en
este adjetivo uno como título: la grandeza de la especie humana, en sombra vaga, comparece
entre las maldades y los crímenes del hombre fuerte y desgraciado a quien el mundo da esa de-
nominación. … El individuo vulgar a quien saca de la nada la fortuna y le pone sobre el trono o
bajo el solio, por más que derrame sangre, si la derrama con bajeza y cobardía, no será tirano;
será malhechor simple y llanamente” (1: 39–40).
11 En Modelando corazones he analizado la dinámica pedagógica que tuvo el enseñar a partir de
resaltar los aspectos negativos de una conducta (15–20).
12 Véase también el libro de Sacoto Salamea. Juan Montalvo: el escritor y el estilista, uno de los primeros
trabajos en mencionar los aspectos anti indigenistas del escritor.
13 Es importante apuntar que a la explicación del por qué del uso de esa palabra, y a la palabra en
sí, Montalvo dedica más de un tercio de la primera Catilinaria.
14 Una mirada al epistolario de Montalvo para la época, ofrece clara constancia de su intensa labor
coordinadora de la oposición al gobierno de Veintemilla.
15 En otra oportunidad pero en esta misma Catilinaria XI, habla Montalvo de la poca alcurnia de
Veintemilla: “Siempre había estado diciendo que su familia era española, y que se iba a España,
por cuanto sus parientes le llamaban; sus parientes, los Ladrones de Guevara y los condes de
Alcaudete” (1: 287).
16 Montalvo culpó a los liberales de Guayaquil de la tragedia que para el país significó Veintemilla.
No es raro entonces que apele a la condición costeña de los aludidos y use la negritud como
ofensa.
17 Juan Montalvo nunca fue nada tímido a la hora de alardear sobre su alcurnia. En una carta a
Julio Calcaño, en Octubre de 1885 y ya en París, dice sobre la supuesta poca importancia que
le da al origen noble de sus apellidos: “Lo cierto es que el marquesado y el condado son hoy en
día tan baratos, que tan solamente por prurito democrático no es conde ni marqués cualquier
indiete que asoma por ahí con cuatro reales” (66). Por otra parte y según cuenta Rufino Blanco
Bombona: “Montalvo pinta a su madre como a una hermosa dama y a su padre como un caballero
de gentil prestancia” (226).
18 El acuerdo que negoció García Moreno entre El Vaticano y Ecuador dio un inmenso poder al
primero sobre las políticas internas del segundo. La única religión aceptada a partir de entonces
sería la católica, ningún tipo de instrucción que estuviese en contra de las enseñanzas de la iglesia
sería aceptada y los libros de textos serían escogidos por los obispos incluyendo los utilizados
en la universidad. Del mismo modo, el poder cívico no podría interferir con las bulas papales
(MacDonald Spindler 65–66).

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