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y otros cuentos
Me negarás tres veces
y otros cuentos
Literatura / Cuento
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Literatura / Cuento
© Leonardo Gómez Marín
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-656-1
Magdalena
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da: Magdalena; o para ser más precisos, hermana Magda-
lena. Con solo balbucear las dos palabras se vierte una cas-
cada de recuerdos que parecen desbordar la imaginación.
La hermana Magdalena era el alma y vida del Buen
Consejo. Si algún lugar habrían de recorrer sus pasos can-
sados, de seguro serían los salones de clase, los patios de
recreo, los baños de color azul turquesa, la pequeña capilla
cuyas paredes estaban cubiertas de piedras rojizas y, por
supuesto, el gran salón de la rectoría situada en lo alto del
claustro, cuya vista daba simultáneamente al patio del co-
legio, a la Piedra de los Aburridos y a la quebrada La Loca,
en el costado sur de la manzana.
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paralelos al río en su búsqueda desesperada por hallar el
océano. Ya instaladas en el hotel lo que les restaba era aca-
tar un riguroso itinerario, que contemplaba una mañana
de playa, almuerzo tipo bufé, tarde de juegos en la piscina
y una noche especial con fogata e integración con excursio-
nistas de otros colegios.
Tratándose de un grupo relativamente pequeño y ante
el cual la hermana Magdalena ejercía control y disciplina
con total soltura, la madre superiora no tuvo ningún re-
paro en delegarle a ella la actividad cuando la profesora
Ilduara, directora del grupo, expresó que no podría acom-
pañar a las jóvenes a la excursión porque su madre estaba
cada día más enferma.
“Pero ese calor…”, “pero el plan de estudios para el
próximo año”, “… ¿y quién va a pintar el mural del patio?”,
fueron los únicos argumentos que la religiosa interpuso
ante la oportunidad, quizá única, de acercarse a ese sueño
agazapado de conocer el mar, un anhelo que los hábitos y
el oficio ininterrumpido del colegio habían logrado relegar
en el vacío, como otras tantas cosas que se perdieron en
el monótono fluir de los últimos veinte años. “Sí señora”,
asintió al fin, y un brillo de júbilo se reflejó en sus gafas de
marco plateado.
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lo, luego unas pisadas y, al abrir los ojos, alcanzó a verla
trepando el pasamanos del balcón, dirigiéndole una mi-
rada burlona antes de lanzarse al vacío oscuro donde se
adivinaban algunas palmeras y el agua milenaria lamía la
arena.
Nada pudo hacer el padre Francisco cuando esa ma-
drugada llamaron a su puerta para pedirle auxilio. Él no
tenía permiso de la diócesis para hacer exorcismos y, a de-
cir verdad, muy poco podía hacerse por aquel amasijo de
sangre y espuma que aún se sacudía en agudos espasmos.
Sin embargo, fue hasta el lugar atestado de curiosos que
horas antes se debatían con júbilo en un estrepitoso car-
naval de salsa, vallenato y merengue. Sus dedos trazaron
una cruz pequeña en la frente de la mujer y luego pidió una
manta para cubrir el cuerpo que apenas pudo ser traslada-
do cuatro horas más tarde, cuando un sol informe empezaba
a perfilarse con desgano sobre el vaivén del horizonte.
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