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Me negarás tres veces

y otros cuentos
Me negarás tres veces
y otros cuentos

Leonardo Gómez Marín

Literatura / Cuento
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Literatura / Cuento
© Leonardo Gómez Marín
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-656-1

Primera edición: octubre de 2015


Diagramación y diseño de cubierta: Carolina Velásquez Valencia,
Imprenta Universidad de Antioquia
Coordinación editorial: Silvia García Sierra
Impresión y terminación: Imprenta Universidad de Antioquia

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Gómez Marín, Leonardo, 1978-


Me negarás tres veces y otros cuentos / Leonardo Gómez Marín.
-- Medellín: Editorial Universidad de Antioquia; 2015.
128 páginas. -- -- (Colección Literatura / Cuento)
ISBN: 978-958-714-656-1
1. Cuentos colombianos. 2. Literatura colombiana. 3. Cuentistas
colombianos. I. Título. II. Serie
LC PQ8176.S5
C863-dc23

Catalogación en publicación de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz


d

Magdalena

12:35

—¿Sí será ella? —se pregunta


Patricia mientras recorre con la mirada el rostro de la mu-
jer que está al frente, en la otra plataforma de la estación.
Han transcurrido un par de décadas y hay cosas que defi-
nitivamente el tiempo no cambia; es más, ciertos rasgos
del rostro parecen acentuarse con los años. Cuántas veces
se ha quedado frente al espejo tratando de reconocer la
imagen que aquel le devuelve y ella siente tan lejana. Ni
hablar de las fotos de infancia, con las que tiene una sen-
sación extraña, como si se tratase de ella misma pero en
otra vida, como si su vida actual fuese un ensueño o una
vida prestada.
De aquella mujer recuerda sobre todo los ojos color de
miel y aquellos años de adolescencia en los que compartie-
ron estudios. Poco antes había transcurrido ese carnaval
de mentiras con el cual su madre pretendió conmemorar
sus primeros quince años, una fiesta que terminó en es-
cándalo cuando su tío Henry, el papá de Andrea, las des-
cubrió en el patio acariciándose con un frenesí demoníaco,
en nada equiparable a su minoría de edad. De ahí surgió lo
del convento, lo de la Normal Superior y las demás opcio-
nes que su madre barajó con desespero, buscando templar
sus fervores. Previendo una vida monótona plagada de for-
malismos y apariencias en casa de unas tías que siempre
le serían unas perfectas desconocidas, ella optó por aquel
vetusto edificio en el que por lo menos podría vagabundear
en sus pensamientos sin atenerse a los caprichos y cana-
lladas de los hombres. Todos son iguales, le había dicho su
madre hasta el cansancio, y aunque ella sabía que aquellas
palabras llevaban implícito el nombre de su padre, desde
muy niña convivió con la pluralidad de la sentencia.

12:37

La otra tarda un tanto más en recordar el nombre, recurre


al método que le enseñó su abuela Isabelita cuando empe-
zaba a deletrear posibles combinaciones de vocales y con-
sonantes en forma aleatoria. Luego de un vago recorrido
por medio alfabeto acude a su mente un nombre que, si
bien no es el de la mujer que ahora tiene enfrente, es el de
una persona con la cual guardan una relación muy profun-

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da: Magdalena; o para ser más precisos, hermana Magda-
lena. Con solo balbucear las dos palabras se vierte una cas-
cada de recuerdos que parecen desbordar la imaginación.
La hermana Magdalena era el alma y vida del Buen
Consejo. Si algún lugar habrían de recorrer sus pasos can-
sados, de seguro serían los salones de clase, los patios de
recreo, los baños de color azul turquesa, la pequeña capilla
cuyas paredes estaban cubiertas de piedras rojizas y, por
supuesto, el gran salón de la rectoría situada en lo alto del
claustro, cuya vista daba simultáneamente al patio del co-
legio, a la Piedra de los Aburridos y a la quebrada La Loca,
en el costado sur de la manzana.

12:40

Labios gruesos y ojos vivaces, un mechón de cabello rojizo


que cubría parcialmente el rostro y tras las orejas los res-
tos de una trenza larga que hoy ya no existe. Ese es el re-
cuerdo que ella tiene de Patricia Yepes. Pero en tan pocos
rasgos, Adriana cree adivinar una suma interminable de
gozos y desvelos que delatan los ojos cansados de la mu-
jer que ahora tiene enfrente. Los colores destemplados de
la blusa y el overol, el piercing que alumbra en el rostro
como un pequeño insecto que deambula con parsimonia y
el mismo mechón, ahora color fucsia, que se enrolla en la
oreja parecen pruebas insustituibles.
Y pensar que en los años del colegio ella quiso ceñir
aquella cintura danzante, quiso apreciar el rostro alocado
descansando tranquilo sobre la almohada; pero la her-
mana Magdalena se atravesó en su camino para trastocar
sus esperanzas y ensueños de muchacha alocada. Tenía

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que reconocerlo, había amado a esa monja con un amor
descabellado e insensato. A su modo, había sido su pri-
mero y verdadero amor. Lo demás eran tan solo devaneos
corporales que no llevaban a ningún lado. Pero sabía que
los ojos de la religiosa estaban puestos en otro cuerpo y
por más artimañas que intentara para buscar una caricia,
exhibiendo ante ella sus músculos tiernos, solo obtuvo li-
geros roces con los que intentaba discernir la causa de mo-
retones y rasguños que la muchacha se había propinado
por su cuenta durante la noche anterior. Luego de esos en-
cuentros solo le quedaba rondando una retahíla de frases
y versículos con los que la hermana Magdalena pretendía
conducirla “por el buen camino”.

12:42

Muchas pensaron que fue el calor endemoniado lo que


produjo tal desorden; algunas personas del pueblo lo atri-
buyeron a la desfachatez con que aquellos jóvenes deam-
bularon por la playa y los alrededores del hotel en busca de
algún encuentro. Han transcurrido más de quince años y
en las pupilas de Patricia aún permanece la imagen devas-
tadora de la hermana Magdalena saltando por la ventana,
los gritos, la algarabía, la esperanza inútil de ver su cuer-
po inmaculado resistir el aire salino y ascender con júbilo
hasta el piso doce del hotel Dorado Plaza, donde estaban
hospedadas las recién graduadas bachilleres de la Normal
Superior Nuestra Señora del Buen Consejo.
El viaje tuvo los tropiezos habituales de aquella carretera
deteriorada cuyos bordes plagados de tugurios y pequeños
caseríos se extienden a uno y otro lado de la vía, cuando no

Magdalena . 21
paralelos al río en su búsqueda desesperada por hallar el
océano. Ya instaladas en el hotel lo que les restaba era aca-
tar un riguroso itinerario, que contemplaba una mañana
de playa, almuerzo tipo bufé, tarde de juegos en la piscina
y una noche especial con fogata e integración con excursio-
nistas de otros colegios.
Tratándose de un grupo relativamente pequeño y ante
el cual la hermana Magdalena ejercía control y disciplina
con total soltura, la madre superiora no tuvo ningún re-
paro en delegarle a ella la actividad cuando la profesora
Ilduara, directora del grupo, expresó que no podría acom-
pañar a las jóvenes a la excursión porque su madre estaba
cada día más enferma.
“Pero ese calor…”, “pero el plan de estudios para el
próximo año”, “… ¿y quién va a pintar el mural del patio?”,
fueron los únicos argumentos que la religiosa interpuso
ante la oportunidad, quizá única, de acercarse a ese sueño
agazapado de conocer el mar, un anhelo que los hábitos y
el oficio ininterrumpido del colegio habían logrado relegar
en el vacío, como otras tantas cosas que se perdieron en
el monótono fluir de los últimos veinte años. “Sí señora”,
asintió al fin, y un brillo de júbilo se reflejó en sus gafas de
marco plateado.

12:45

Iban a ser las diez de la noche y la fatiga hacía sus estragos


en la religiosa. Encargó a Patricia, una de las mayores del
grupo, de comprobar que todas regresaran a sus respecti-
vas habitaciones antes de las doce. Aprovechó para darse
una ducha de agua fría. No obstante el pudor y las costum-

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bres ya adquiridas durante los años que llevaba en el con-
vento, decidió dejar la piyama sobre la cama para vestirse
allí. Aún faltaba más de una hora para que las muchachas
regresaran de la playa.
Todo imaginó la hermana Magdalena: el mar fantástico
con su vals dormilón tarareando en la playa, la brisa me-
tiéndose juguetona por entre las ventanas, tal vez la luna,
traviesa también, arrollando en las sombras; todo menos
que Patricia, la muchacha más brusca y alocada de que tu-
viera conocimiento en toda la historia del colegio, apare-
ciese desnuda en su cama exhibiendo con desparpajo su
sexo y sus senos desafiantes. Ningún grito, ningún rega-
ño, ni una palabra siquiera, cayó incólume como un bolo
cuando la esfera agujereada lo golpea con furor.
Poco después, ya vestida con un short y una blusa a ra-
yas, terriblemente asustada, Patricia vio cómo el cuerpo
de la hermana convulsionaba mientras vociferaba injurias
y reproches en una lengua ininteligible. Los ojos de la reli-
giosa empezaron a girar de forma desorbitada, una fuerza
violenta le agitó los brazos, después el pecho y, finalmente,
las piernas, hasta lograr lo que parecía imposible: una cruz
invertida girando como un torbellino en el claroscuro de la
habitación.
Patricia no podía creer si el espectáculo de sombras y
gritos que se le presentaba era un sueño, una advertencia
o quizá un castigo por sus necedades y travesuras; pero
era real, culpa suya o no, la hermana Magdalena tenía una
posesión demoníaca. ¿A pesar de su fervor? ¿O sería por
su fervor? Cuántas historias no había oído decir sobre lo
fácil que pueden ser presas del demonio los ascetas. Cerró
los ojos y mientras intentaba rezar un avemaría sintió el
estruendo del cuerpo desnudo desvencijándose en el sue-

Magdalena . 23
lo, luego unas pisadas y, al abrir los ojos, alcanzó a verla
trepando el pasamanos del balcón, dirigiéndole una mi-
rada burlona antes de lanzarse al vacío oscuro donde se
adivinaban algunas palmeras y el agua milenaria lamía la
arena.
Nada pudo hacer el padre Francisco cuando esa ma-
drugada llamaron a su puerta para pedirle auxilio. Él no
tenía permiso de la diócesis para hacer exorcismos y, a de-
cir verdad, muy poco podía hacerse por aquel amasijo de
sangre y espuma que aún se sacudía en agudos espasmos.
Sin embargo, fue hasta el lugar atestado de curiosos que
horas antes se debatían con júbilo en un estrepitoso car-
naval de salsa, vallenato y merengue. Sus dedos trazaron
una cruz pequeña en la frente de la mujer y luego pidió una
manta para cubrir el cuerpo que apenas pudo ser traslada-
do cuatro horas más tarde, cuando un sol informe empezaba
a perfilarse con desgano sobre el vaivén del horizonte.

12:47

De cara al norte, en la fría estructura de la estación del me-


tro, la pintura de un rostro de mujer con aspecto oriental y
un niño de piel alabastrina sobre un mosaico de baldosín
quemado evoca la Virgen del Buen Consejo. No hay duda,
es la misma imagen que adornaba la capilla y le daba el
nombre al colegio que a su memoria acude.
Y mientras el tren se aleja con su caminar de ciempiés,
Adriana también se pregunta:
—¿Sí será ella?

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