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La experiencia del retorno.

“De nuevo la emoción de un pasado viviente; de nuevo la sensación de volver a


correr y saltar por la calzada de mi patria chica”

Estas palabras, dicha con la plenitud de un encuentro con la infancia “pasado


viviente”, pertenecen al poeta tequeño Luis José Oropeza (1946) quien hizo
publicaciones de autor, allá por los años 70, antes de refugiarse en uno de los
pueblos aledaños a la capital tachirense.

Sin duda este es el poder de la palabra, que puede mover nuestro sistema
emocional con una sola frase, y desordenar la memoria entera que teníamos
de un tiempo, un lugar o un hecho, para reconstruirlo con los mecanismos que
hemos adquirido más adelante, en la ruta de la vida.

Luis José Oropeza, ganador de premios literarios en la región andina, fue una
referencia para muchos de los jóvenes que en aquellos días de formación
literaria, queríamos seguir un camino más abierto, sin la influencia limitadora de
la llamada “literatura comprometida” que buscaba imponer la corriente
marxistas, como sinónimo de verdadera escritura.

“De nuevo la emoción de un pasado viviente”. La apostilla del poeta Oropeza a


un artículo que escribí sobre el doctor Luis Enrique Luna, no hubiera pasado de
gustarme como frase poética quedado sin ninguna conexión exterior, de no
haberme removido un interés creciente por escribir sobre “el mito del retorno”,
un tema del que se han ocupado muchos escritores de peso, como Joseph
Campbell o Mircea Eliade, sin agotar su contenido, porque es un asunto que
nos compete a todos, aunque en una proporción menos consciente, en la
mayoría.

No digo que tal mito sea un Juicio final antes de la muerte, pero se le parece, si
aceptamos que nuestra vida es cíclica, y que la mayoría de nuestras
experiencias quedan abiertas, sin que alcancemos a comprender en toda su
fuerza, el significado esencial de lo que vivimos: las personas que se cruzaron
en nuestro camino, la carrera que terminamos o dejamos a un lado por la razón
que sea; un libro o una película que nos marcó para siempre; o los amigos que
en la infancia creíamos que estarían al lado para siempre, para sólo indicar
algunos ejemplos.

Un día, y más en las edades límites, un encuentro fortuito nos regresa sin
defensas a aquél pasado de imágenes, y nos vemos enfrentados a una historia
que no dejamos crecer, porque la detuvimos en una memoria muerta, un
instante, un recuerdo, del que nos desentendimos y al que ahora regresamos
con todo nuestro asombro y casi siempre nos negamos a reconocer como algo
que forma parte importante de nosotros mismos. Quien encuentra, es el objeto
encontrado

El poeta Oropeza termina la frase, “de nuevo la sensación de volver a correr y


saltar por la calzada de mi patria chica”.

Toda una retrospectiva en el laberinto de la memoria afectiva, que sobrepasa la


pura evocación, para revivir en un orden todavía más pleno, aquello que
dejamos a un lado y que ahora nos reclama la atención, para recordarnos, o
para advertirnos, que nuca hemos sido otros, que nuca salimos de nuestra
casa interna, sino que nada más nos distrajimos en otros cuartos, en la cocina,
o en el patio donde la abuela sembraba sus hortensias.

Igual ocurre cuando nos topamos con alguna pareja de juventud, que nos
revela de forma indiscreta nuestro propio envejecimiento, a través de la otra
persona. Una forma distinta pero de igual impacto, es la experiencia de los
sueños, en la que nos encontramos con figuras conocidas y ausentes desde
hace mucho. Pero lo importante de estas retrospectivas es que anuncian
algunos cambios, que nos toca vivir y de los que seguimos huyendo, para no
mudarnos a otro lado de la casa.

Esos ciclos que se cierran para abrirnos a otros caminos, forman un destino
inapelable. Los sabios de todos los tiempos nos advierten que debemos
colaborar con lo inevitable, que nos toca soltar, apartarnos, dejar atrás cada día
lo que ya está digerido y reconciliarnos con las nuevas opciones, como la oruga
antes de la mariposa, o la piel de la serpiente, para hacerse adulta.

Vale la pena contar un encuentro que tuve con una señora amiga hace algún
tiempo. Ella regresó a Los Teques, después de 30 años sin venir ni siquiera
una vez. Un amigo común le dijo cómo ubicarme. Ella me pidió que fuera su
guía y lo hice con gusto por un rato, hasta que comprendí que ella sin saber, se
estaba despidiendo de sus fantasmas, para aceptarse a sí misma: estaba
entrando en el retorno final, de su vejez.

Por eso, en algunos pueblos que conservan sus antiguas costumbres, cuando
alguien muere, traen a los más viejos para que cuenten su historia, y de ese
modo el espíritu del difunto, que permanece por un tiempo entre los suyos,
escuche el relato, y se haga un juicio de quién fue, para comprender por qué lo
llevan a donde le toca.

Debemos advertir que esta experiencia, esta vivencia transformadora, tiene


una procedencia totalmente inconsciente. No es posible invocarla ni provocarla
desde la razón o la voluntad. Ya Marcel Proust nos lo dice en casi toda su obra
literaria y tratándose de Marcel Proust no hay más nada que decir.

Una vez más: “De nuevo la emoción de un pasado viviente; de nuevo la


sensación de volver a correr y saltar por la calzada de mi patria chica”

César Gedler

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