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Al terminar la guerra de secesión,

en los Estados Unidos, un ex oficial


confederado no tiene donde ir y por
azares del destino se integra a un
circo. Así se incorporan multitud de
personajes, componentes del
espectáculo itinerante. El libro nos
describe detalladamente las
habilidades de cada componente
del circo, sus personalidades, su
parte profesional y los avatares de
su vida privada y sus relaciones.
Recorren todo el país que sufre las
terribles consecuencias de la
guerra, y viajan a Europa, más culta
y rica, pero también sometida a los
vaivenes políticos y militares del
nacimiento de los estados
modernos y derrumbamiento de los
viejos imperios.
Gary Jennings

Lentejuelas
ePub r1.1
WAIF 12.12.14
Título original: Spangle
Gary Jennings, 1987
Traducción: Pilar Giralt Gorina
Retoque de cubierta: WAIF

Editor digital: WAIF


ePub base r1.2
A Jesse y Penny
América
1
—Yo diría que no veremos más al
elefante, ¿eh, Johnny? —dijo uno de los
soldados de uniforme azul.
—Supongo que no, Billy —
respondió uno de los soldados de
uniforme gris. Entonces pareció un poco
sorprendido—: ¡Eh! ¿Vosotros, los
yanquis, también decís lo mismo sobre
el elefante?
—Siempre, o solíamos decirlo —
respondió el soldado de la Unión—. Si
un tipo decía que iba a ver al elefante,
significaba que su tropa salía a luchar
con vosotros, los rebeldes.
—Claro, y lo mismo pasaba con
nosotros, los confederados. Siento haber
perdido esta guerra, pero no siento
haber dejado de ver para siempre a ese
elefante en particular.
—Yo tampoco. ¿Te gustaría echar
humo?
—¡Santo Dios, Billy Yank! ¿Tienes
tabaco?
—Un poco. Y tú, ¿tienes una pipa?
—Es casi lo único que me queda. —
El soldado confederado cambió de mano
las riendas de varios caballos y con la
mano libre rebuscó en un bolsillo—.
Hemos fumado y masticado hojas de
frambuesa, cuando no las hervíamos
para hacernos «té». ¿Te lo imaginas? Y
toda esta parte de Virginia solía ser
tierra de excelente tabaco.
—Ahí tienes. Hoja ancha cultivada
en la sombra de Connecticut. Llénate la
pipa.
Otros reclutas abandonaron las
rígidas posturas de patio de revista que
habían mantenido junto a los caballos, y
azules y grises se mezclaron,
alargándose mutuamente las riendas que
sujetaban, a fin de llenar sus pipas o
cortar una porción de tabaco. Estaban en
una loma cubierta de hierba al lado de
un acre triangular de terreno baldío, un
poco más abajo del juzgado del pueblo,
y cuidaban las monturas de los
numerosos oficiales unionistas y
confederados que supervisaban la
formación del último pabellón de armas.
Estos generales y coroneles, que
vigilaban al borde del terreno
ceremonial, aún no se habían relajado y
permanecían erguidos y graves como si
asistieran a un funeral militar. Y en
cierto modo así era, con ayuda de la
música melancólica tocada por la banda
unionista —las canciones de
campamento más tristes de todas las
preferidas por uno u otro ejército—,
Lorena de los confederados y
Levantando esta noche las tiendas en el
viejo campamento de los yanquis. En
los campos que rodeaban la parda
ciudad de tiendas yanqui surgida junto al
pueblo, estaban formados los restos del
ejército confederado de Virginia del
Norte. Al oír una orden, los hombres
marcharon por compañías hasta el borde
del terreno baldío triangular y, tras otra
orden, entraron en él por pelotones.
Efectuaban los movimientos con
solemnidad, pero de mala gana y, por
consiguiente, sin orden y sin llevar el
paso, en filas irregulares.
En el triángulo, no colocaron sus
armas en la forma de trípode
convencional, sino que se limitaron a
tirar en un montón sus rifles, mosquetes
y carabinas —y los sables y pistolas de
los soldados de caballería— para que
los armeros de la Unión se los llevaran.
Cuando todos los pelotones se hubieron
desarmado, abandonaron toda semblanza
de orden y, sin esperar la voz de mando
de «¡Rompan filas!», los hombres se
dispersaron por separado, cada uno
hacia donde quiso. Unos se quedaron a
mirar un rato. Otros fueron a reunir los
efectos que aún poseían y después se
marcharon. Algunos se alejaron con
amplias sonrisas; otros, con lágrimas.
En la distancia, al otro lado del río
Appomattox, las armas más pesadas de
la artillería confederada eran
arrastradas por troncos de caballos
hasta una área de concentración.
En la escena había también varios
espectadores civiles, la mayoría
reporteros de periódicos del norte. Uno,
sin embargo, era una anciana residente
en la localidad. Permaneció toda la
mañana, chupando una pipa apagada, en
el destartalado porche de su cabaña de
tablas, a un lado del terreno donde
amontonaban las armas. Un gato
pequeño y blanco, a todas luces suyo, se
paseaba por allí cerca, frotándose a
veces, ronroneando, contra los desnudos
pies de la anciana, otras contra las
viejas botas de cuero de los generales y
coroneles y otras contra los espolones
de los caballos de los oficiales.
Mientras tanto, los ordenanzas de estos
oficiales habían encendido su tabaco y
chupaban con agradecimiento o
masticaban y escupían con profusión, y
ahora empezaron a charlar
amistosamente de los caballos que
cuidaban.
—Esta belleza negra —dijo un
sargento de la Unión— es el caballo de
batalla del general Sheridan,
Winchester. Y aquel castrado, Johnny, es
el famoso caballo tordo del general Lee,
¿verdad? ¿El llamado Viajero?
—El mismo. Se llama Viajero desde
que es propiedad del tío Bobby. Antes
se llamaba Jeff Davis. Y mi nombre no
es Johnny Reb, a partir de hoy, se
entiende. Es Obie Yount.
—Y yo tampoco volveré a ser Billy
Yank, sargento Yount. Soy Raymond
Matchett.
—Encantado de conocerle, sargento
Matchett. Y gracias por el tabaco. Tiene
un sabor excelente.
En torno a estos dos hombres se oían
fragmentos de otras conversaciones
sociables.
—… sí, señor, yo también serví en
el ejército de los Estados Unidos. Y
cuando me alisté en este ejército de
Secesión, ¿sabes qué ocurrió? Visité a
unos viejos amigos del ejército de los
Estados Unidos y los muy groseros me
volvieron la espalda. Sucedió en First
Manassas y esos amigos volvieron de
espaldas hasta Washington, D. C.
—Lo creo, Johnny, claro que lo
creo. Durante toda la guerra nuestros
oficiales nos han dicho: «¡Muchachos,
los Rebs se retiran!» ¡Pero cada maldita
vez resultó que los Rebs se retiraban
hacia nosotros!
—… Qué diablos, Johnny, yo
también estoy deseando volver a casa y
ver a mi chica y, qué diablos, hacerlo.
Pero nunca en mi vida lo oí llamar
«tocar el Doodle[1] con una mujer».
—No me sorprende, Billy. Es una
expresión un poco privada. Mi mujer es
profesora de piano y solíamos llamarlo
«hacer música». Pero cuando empezó la
guerra, inventamos otro nombre y ahora
lo llamamos «tocar el Doodle sin el
yanqui».
—… Entre nosotros, sargento Yount,
yo diría que es usted demasiado grande,
feo y obstinado para prestar servicio
como ordenanza.
—Tiene razón, sargento Matchett.
Sólo estoy aquí porque está mi coronel y
no es un oficial cualquiera. El coronel
Zack y yo somos de caballería. Se trata
de que el general Lee quería que nuestro
bando hiciera un buen papel en la
rendición, así que se trajo aquí a los
pocos oficiales que no tenían los
uniformes hechos harapos. Este caballo
de color amarillento es la montura del
coronel Zack, Trueno. Éste es mío y le
puse el nombre de Relámpago, para que
se avinieran. Trueno y Relámpago.
—¿Relámpago? —preguntó un cabo
de la Unión que estaba cerca—. ¡Eso es
un percherón de cervecería! —Soltó una
carcajada—. No se ofenda, sargento,
pero ¿no debería darle un nombre más
apropiado? ¿Leviatán, por ejemplo?
—No te metas con él, muchacho —
dijo Yount, afable—. Conseguí a este
animal en tu bando. De un granjero
yanqui cerca de Gettysburg, después de
que el mío cayera muerto debajo de mí.
—Bueno, ahora que lo he visto bien
—dijo el cabo—, el caballo no es
mucho más corpulento que usted.
Caballo grande para un hombre grande.
Conque Trueno y Relámpago, ¿eh? Creo
que admiro esa idea.
—Este caballo de Sheridan también
solía tener otro nombre, Rienzi —
continuó el sargento de la Unión—. El
pequeño Phil lo cambió por el de
Winchester porque fue en la ciudad de
Winchester donde el general inició la
última campaña del Valle y la ganó.
—Conque el pequeño Phil Sheridan
lo llama una campaña, ¿eh? En el Valle
de Shenandoah todos lo llamaron la
«Quema» —gruñó Yount.
—¿Estuvo usted allí?
—Sí, con mi coronel. Entonces sólo
era capitán, capitán Edge, y eso fue…
Dios mío, sólo fue el otoño pasado.
Estuvimos allí con el Treinta y Cinco de
caballería. En aquella ocasión vimos al
elefante en un lugar llamado Tom’s
Brook.
—Yo no he estado nunca en el Valle
—dijo el sargento Matchett—, pero
recuerdo haber oído algo sobre el
Treinta y Cinco de Virginia. —Se rascó
la barba, pensativo—. ¿No era el
batallón apodado los Comanches? ¿Y no
fue…?
—Licenciado después de aquella
misión —interrumpió bruscamente
Yount. Entonces, como para suavizar su
brusquedad, sonrió y añadió—. Siempre
me he preguntado por qué lo decimos.
—¿Qué? ¿Comanches?
—No. Ver el elefante.
—Ahora que lo pienso —dijo el
cabo yanqui—, yo tampoco lo entiendo
muy bien. Solía ser un dicho de las
gentes de la ciudad: «¡He visto al
elefante!», en el sentido de «no puedes
engañarme, he recorrido mucho mundo».
Hoy en día significa: «He estado en el
frente, no soy un recluta verde», pero
ignoro el origen de este otro significado.
—Nunca lo oí decir a un soldado, ni
en México ni en los Territorios —dijo
Yount—. No lo oí emplear en este
sentido hasta que empezó la guerra.
—¿Estuvo en México? —exclamó el
sargento Matchett.
—Sí, con el coronel Zack, cuando
sólo éramos soldados rasos, sin ninguna
graduación. Cuando aún éramos… —
Yount tosió y miró hacia abajo, hacia su
poblada y negra barba y su raído
uniforme gris de confederado—. Los
dos vestíamos de azul entonces. Bueno,
qué diablos, igual que Jeff Davis y
Robert E. Lee.
—¡Yo también! Quiero decir que
también estuve en México. Fui a
Veracruz con el general Scott.
—Nosotros fuimos antes y más al
norte, a Port Isabel.
El cabo, que sólo había conocido
esta guerra, miró de sargento a sargento
con un silencio respetuoso.
—Si fue a la campaña del norte, es
probable que no estuviera en el frente de
Cerro Gordo. Ni en el de Chapultepec,
¿verdad?
—No. Luchamos en Resaca,
Monterrey, Buena Vista…
Los dos veteranos que acababan de
conocerse y habían sido aliados aún
seguían intercambiando nombres de
campos de batalla lejos del juzgado de
Appomattox —lejos de Virginia, lejos
de la guerra— cuando esta guerra tocó a
su fin. Alguien ladró: «¡Atención!», y
todos los soldados, azules o grises, se
cuadraron con la rigidez de una estatua.
Todas las armas confederadas
estaban en el montón, el ejército
confederado se había rendido y ahora
los generales y coroneles de azul y gris
fueron en busca de sus caballos. El
coronel Edge, que no era el más joven
de los oficiales, pero sí el único que no
llevaba barba o bigote, se acercó y tomó
las riendas de Trueno de la mano del
sargento Yount.
Hubo un ruido considerable de
arneses, cuero crujiente y herraduras
inquietas cuando montaron los oficiales
y los hombres. Yount se inclinó desde su
robusto percherón y preguntó en tono
confidencial:
—¿Está seguro, coronel Zack, de
que no quiere seguir luchando? Si es así,
cuente conmigo. Al sur hay más ejércitos
confederados, y también al oeste de
aquí, que todavía no se han rendido.
—He dado mi palabra de honor de
que no lucharé más —contestó Edge en
voz baja.
—Bueno, pues yo no la he dado.
Muchos hombres no hacen caso y a los
yanquis les importa un bledo. Saben
igual que nosotros que los documentos
son papel para limpiarse el culo.
Edge sacó y volvió a mirar la
delgada hoja de papel que había
recibido a cambio de su palabra de
honor. Con manchada letra impresa y
descuidada caligrafía, informaba a todos
a quienes pudiera interesar que «el
portador, teniente coronel Zachary
Edge, CSA, prisionero en libertad bajo
palabra», tenía autorización del ejército
de los Estados Unidos «para irse a su
casa y permanecer allí sin ser
molestado».
—Siendo un oficial, aún tiene
carabina, revólver y sable —dijo Yount
—; pesan más que ese pedazo de papel
higiénico. Y los dos tenemos caballos,
como solía decir Devil Grant, para
plantar en primavera. Sin embargo,
muchos de los hombres que ahora ve
marcharse de aquí no se dirigen a sus
casas para cultivar la tierra. Se van al
sur para ver si encuentran al general
Johnston en Carolina del Norte y luchar
a su lado.
—Pero no lo harán —dijo Edge con
desaliento—. La noticia de que Lee se
ha rendido llegará allí antes que ellos.
El viejo Joe también se rendirá. Y
también Taylor, Smith y los otros. Con
Lee fuera de la guerra, no tienen
elección. Todo ha terminado, Obie.
Yount alzó sus corpulentos hombros
y luego los encogió.
—¿Adónde va, entonces? No
pensará uncir a Trueno a un arado y
empezar a plantar los cultivos de
primavera en el condado de
Appomattox, ¿verdad?
—No, supongo que, tal como dice
aquí, iré a mi casa y permaneceré allí
sin ser molestado.
Edge guardó el papel en un bolsillo
de la guerrera y se volvió en la silla
para cerciorarse de que llevaba bien
sujetos tras el arzón el macuto y la
mochila.
—Vamos, coronel Zack —dijo Yount
en tono plañidero—, sabe muy bien que,
como yo, no tiene más casa que un
cuartel, un acantonamiento o un vivac.
Desde que nos conocemos, no hemos
hecho nada más que guerrear. Casi
veinte años de milicia.
—No necesitarán nuestros servicios
de soldado, Obie, por lo menos durante
mucho tiempo. Será mejor que
aprendamos nuevos oficios.
—¿Qué, entonces? ¿Dónde?
—No puedo decirle lo que debe
hacer; ya no soy su comandante. En
cuanto a mí, creo que volveré al lugar de
donde vine, sea o no mi casa.
—¿Otra vez a Blue Ridge?
—Sí.
—¿Para ser de nuevo un montañés?
¿Y yo volveré a una ciudad textil de
Tennessee? ¿Nos separaremos, después
de todos estos años?
—No es necesario que nos
separemos inmediatamente. Los dos
lugares se encuentran al oeste de aquí.
Edge puso al paso a Trueno con las
rodillas, en dirección al juzgado, donde
ahora ondeaba la bandera de los Estados
Unidos. Yount inspeccionó rápidamente
sus propios pertrechos y animó con las
espuelas a su robusto Relámpago a un
trote recio y ponderado. El caballo tuvo
que sortear a los numerosos grupos de
otros caballos, soldados y vehículos de
todas clases, de modo que Yount no
alcanzó a Edge hasta que ambos
estuvieron al otro del pueblo y en la
tierra batida de Lynchburg Pike.
Mientras cabalgaban juntos entre
ruinosos graneros de tabaco y cercas en
zigzag, la conmoción y la música de
Appomattox —donde la banda yanqui
tocaba ahora una versión fúnebre de The
Bonnie Blue Flag— se extinguieron a
sus espaldas.
Entonces Yount habló de nuevo, y en
tono sombrío.
—¿Sabe lo que somos ahora,
coronel Zack?
—Sé lo que no soy, un coronel de la
caballería ligera, CSA. Y usted ya no es
mi sargento, así que olvidemos las
graduaciones y volvamos a lo que
éramos cuando nos conocimos. Zack y
Obie.
—Me parece bien. ¿Sabes qué
somos ahora, Zack? En este preciso
momento somos historia.
—Tal vez sí. Aunque es más
probable que nuestra historia haya
quedado atrás. Supongo que debemos
estar agradecidos de haber podido
vivirla.
—Lo malo es que hemos de
continuar viviendo. ¿Cómo piensas
ganarte la vida en las montañas Blue
Ridge?
—Bueno, hace casi un año desde
que Hunter y sus vándalos quemaron el
IMV. Espero que a estas alturas alguien
haya empezado a reconstruirlo, y es
justo que eche una mano a mi antigua
escuela. Necesitarán todas las manos
que puedan conseguir. La tuya también,
si no prefieres seguir hasta Tennessee. Y
cuando esté reconstruido, volverá a
necesitar profesores e instructores.
Quizá me consideren apto para ello, y en
ese caso te propondré como sargento
instructor.
—¿Yo, enseñando a cadetes en el
Instituto Militar de Virginia? —Yount
pasó del desánimo a la extrañeza y en
seguida a un radiante entusiasmo—.
Vaya, eso sería, ¡fantástico!
—Podemos intentarlo.

Cuando dejaron atrás todo el bullicio de


los dos ejércitos mezclados, cabalgaron
en medio de un vacío y un silencio
espectrales. No encontraron
comunidades de importancia al oeste de
Appomattox, y las escasas granjas que
pasaron de largo tenían los postigos
cerrados, de sus chimeneas no salía
humo y en la carretera no había nadie
más, exceptuando a algún que otro
soldado gris, como ellos, que se dirigía
a su casa a caballo o a pie. Había
corrido el rumor, hacía menos de una
semana —cuando el ejército de Lee se
escabulló del largo sitio de Petersburg
para intentar la desesperada hazaña de
hacerse fuerte en Danville o Lynchburg
—, que debería pasar por ahí y que los
ejércitos de Grant no dudarían en
perseguirlo. Por eso todos los habitantes
de esas partes habían cogido todo cuanto
podían llevar y abandonado lo que
seguramente sería un campo de batalla.
Sin embargo, resultó que la batalla no
llegó hasta allí, pero no había nadie para
oír la noticia.
Edge y Yount no se habían puesto en
camino hasta bastante después del
mediodía, de modo que el precoz
crepúsculo de abril no tardó en
sorprenderlos. Se refugiaron durante la
noche en una aldea desierta, en un
edificio de madera ruinoso y vacío, pero
que aún conservaba medio tejado y que,
según un borroso letrero colgado sobre
el umbral sin puerta, había sido la «
ESCUELA DEL MUNICIPIO DE CONCORD
».
Cuando se despertaron a la mañana
siguiente, lloviznaba y el día era frío y
gris; la lluvia no era lo bastante intensa
como para seguir resguardados, pero
bastó para que el camino de polvo rojo
se convirtiera pronto en una pegajosa
arcilla que retrasaba a los caballos, por
lo que en todo un día de cabalgar no
adelantaron más que en la tarde anterior.
Un poco antes de anochecer llegaron a
otro edificio vacío, también con un
letrero: «TIENDA DE GILES». No sólo no
albergaba a los Giles, sino que, como
Yount comprobó, no contenía ninguna
clase de tienda. La decepción fue
suficiente para que decidieran no
pernoctar allí y seguir su camino. Esto
fue un error porque, después de sólo
seis o siete kilómetros, la lluvia arreció
y al mismo tiempo Relámpago empezó a
cojear.
—Maldito animal —gruñó Yount—.
Con todo este barro, y tienes que pisar
una piedra.
Un poco más adelante había un
puente de madera, visible a través de la
lluvia, así que continuaron la marcha
hasta que estuvieron sobre los tablones y
fuera del fango rojo. Yount desmontó, se
arrodilló, colocó el peludo casco sobre
su grueso muslo y empezó a hurgarlo con
su cuchillo, mientras seguía gruñendo:
—La gente de aquí se luce colgando
letreros. —Había uno sujeto a la
barandilla del puente que identificaba al
río de debajo como Beaver Creek—. Se
ha de recordar continuamente quién es y
dónde está.
—Tendríamos que habernos
detenido en el último letrero —dijo
Edge—. Esta lluvia no cesará durante un
buen rato. Voto por acampar debajo del
puente. Aún debe de quedar algo de leña
seca por aquí abajo.
Así lo hicieron; había leña seca y
pronto encendieron una pequeña
hoguera. Se sentaron a ambos lados del
fuego a la creciente penumbra del
anochecer. Edge calentó sobre las
llamas un cazo de sagamita, la
alimenticia ración del soldado de
caballería, consistente en harina de maíz
y azúcar moreno.
—Recuerdo otro Beaver Creek en el
mapa —dijo Yount—. Lo cruzamos al
venir de Petersburg. No, ahora me
acuerdo, aquél era Beaver Pond Creek.
—Oh, diablos, debe de haber más
Beaver Creeks en Virginia que bautistas
—observó Edge—. Aunque nunca he
visto un castor[2] vivo en estado salvaje.
—Rió entre dientes—. En cambio, he
visto muchos bautistas salvajes. —
Como Yount no hizo ningún comentario,
Edge lo miró. Los ojos de Yount estaban
muy abiertos y la boca parecía un
agujero en la barba negra. Edge
preguntó: ¿Por qué te sorprende tanto
esta observación?
—Al diablo con los castores y los
bautistas —dijo Yount en voz baja, llena
de un asombro reverente. Continuó
mirando con fijeza, pero no a Edge, sino
por encima de su hombro, hacia la orilla
del río—. Ayer mismo… algunos tipos y
yo hablábamos de ver elefantes. Y
ahora, de improviso, diantre, Zack,
¡estoy viendo uno!
2
—¡Massa Florian! —gimió una voz
distante pero clara desde el fondo de la
cortina de lluvia. Entonces el dueño de
la voz lastimera emergió del húmedo
crepúsculo, un hombre bajo y flaco, de
piel oscura. Corría descalzo hacia la
caravana de carromatos, con el gran
turbante ladeado y los chillones ropajes
ondeando bajo la lluvia—. ¡Oh Dios,
mas Florian!
—¡Maldita sea, Abdullah! —replicó
el conductor, más modestamente vestido,
del primer vehículo, un carruaje liviano,
con techo pero abierto en los costados
—. Cada vez que te excitas, olvidas
llamarme sahib.
Cuando estuvo cerca del carruaje, el
hombre moreno jadeó:
—No estoy exsitao, mas sahib, estoy
despavorío.
—Maldición, master sahib no,
sólo… —Florian se detuvo, exhaló un
fuerte suspiro y movió la cabeza. Tiró
de las riendas para frenar al caballo del
carruaje. Los cuatro carromatos que le
seguían en fila también se detuvieron y
todos empezaron a aposentarse, sin
ruido pero perceptiblemente, en el fango
del camino—. Ahora dímelo con calma,
Abdullah. ¿Qué te ha asustado? ¿Y
dónde está Brutus?
—Allí.
Señaló con un dedo moreno y
tembloroso hacia el puente de madera
que ostentaba el letrero: «BEAVER
CREEK».
—¡Hannibal Tyree, cobarde
holgazán negro! —increpó una bonita
rubia que se asomó de repente a la
abertura lateral del carruaje—. ¿Has
echado a correr, dejando abandonada a
la pobre Peggy?
—Deseo —dijo Florian con fervor,
apretando los dientes—, deseo por Dios
que ahora que volvemos a estar en
camino, Madame Solitaire, procuremos
todos recuperar a nuestro personaje y
recordar qué personaje somos cada uno
de nosotros.
—Oh, dejemos eso —exclamó la
bella—. Si Hannibal ha perdido a ese
animal, será mejor que salgamos del
camino y volvamos al anonimato.
—Peggy está muy bien, zeñorita
Sarah —aseguró el negro—. Tiene las
cuatro patas en el agua de ese río y se
ducha con la trompa, más felís que
nadie.
—Entonces, ¿qué ocurre, Abdullah?
—preguntó Florian.
—He espiao a dos hombres
escondíos bajo ese puente, mas Florian.
¡Soldaos! Miré hasia allí y los vi
agasapaos y a la espera, soldaos
rebeldes. Ahora que la guerra ha
terminao, seguramente se han vuelto
ladrones. Cuando crusemos ese puente,
saltarán y, zas! —Se volvió para decir
con reproche a Madame Solitaire—: No
soy un negro cobarde, zeñorita Sarah.
He corrío para avisarlos a todos.
Otros dos hombres y medio habían
llegado de los otros carruajes a tiempo
de oír el aviso. El medio, un hombre de
poco más de un metro de estatura, dijo
en tono desabrido:
—Ese zoquete ha sido sensato por
una vez. Sólo aquel aldeano del camino
ha dicho que la guerra ha terminado.
Quizá no es así. Ya te he dicho muchas
veces, Florian, que era muy arriesgado
salir tan pronto…
Uno de los dos hombres más altos
—aunque éste no lo era mucho, pero sí
delgado y esbelto y de aspecto elegante
pese a su atuendo de viaje— dijo con
voz más serena:
—Oh, no sé. En medio de tanta
desolación, tal vez sea mejor morir de
un disparo, une fois pour toutes, que
perecer lentamente de hambre.
El otro, un hombre fornido sin un
cabello en la cabeza pero con un fiero
bigote de morsa, preguntó de repente a
Florian:
—¿Qué hacer, Baas? ¿Los
liquidamos o se los entregamos al gato
como comida?
Florian reflexionó, luego se apeó del
pescante y dijo:
—Bueno, es posible que acechen
una presa. Ahora, sin embargo, apuesto
lo que sea a que miran con ojos
desorbitados a ese inesperado elefante y
juran a Dios y a sí mismos no beber otro
trago en su vida. Aunque no correremos
ningún riesgo. Abdullah, has dicho que
Brutus está en el arroyo. ¿A qué lado
del puente?
—Al izquierdo, sahib Florian —
contestó el negro, ya repuesto del todo
—. Un poco más arriba que los dos
granujas.
—Está bien. —Y, dirigiéndose a la
mujer del carruaje, Florian añadió—:
Querida señorita, ¿quiere alargarme
nuestra arma? —Temblorosa, ella le
tendió un viejo y anticuado rifle—. Yo
me adelantaré, caballeros, y bajaré a la
orilla izquierda donde está Brutus.
Ustedes, capitán Hotspur y Monsieur
Roulette, se acercarán a hurtadillas por
el lado derecho del puente. Si esos
sujetos se abalanzan sobre mí, ustedes
corren bajo el puente y los atacan por
sorpresa.
El hombre calvo hizo crujir los
nudillos y contestó:
—Sí, Bass.
El hombre esbelto se encogió
lánguidamente de hombros. El casi
enano protestó:
—¡Eh, Florian! Yo no corto ni
pincho, ¿verdad?
—Tim, Tim —dijo Florian en tono
conciliador—. Tú serás el más útil de
todos. Puedes andar con agilidad hasta
el mismo puente sin que te oigan. Y
toma, coge el arma de fuego. Si nos ves
en peligro, puedes disparar la única
bala. Y procura dar en el blanco.
El enano cogió el rifle, que era casi
igual de alto que él, y enseñó, malévolo,
sus pequeños dientes.
—Pero no ataquéis primero —dijo
Florian a todos en general—. Dadme la
ocasión de presentarme. Pueden ser
vagabundos inofensivos y… ¿quién
sabe?, quizá tengan incluso víveres que
compartir.
Sin embargo, cuando bajó sorteando
la maleza húmeda y olió el tufo
acaramelado del humo de la hoguera,
murmuró con disgusto:
—No, no tienen nada, maldita sea;
no, si se ven obligados a comer
sagamita.
Se detuvo detrás de la última
pantalla de follaje ribereño, que goteaba
lluvia, y, empapado también él,
escudriñó a los dos hombres
uniformados de gris desde unos metros
de distancia. Estaban en la orilla, al
lado mismo del elefante, con las botas
dentro del agua.
Mientras observaban al animal, uno
de ellos alargó la mano para acariciarle
la trompa, lo cual pareció gustar a
Brutus, que alzó, dobló y enroscó
voluptuosamente su largo apéndice.
Florian miró río abajo, vio la pequeña
hoguera encendida debajo del puente y,
más allá, dos caballos comiendo las
hojas del arbusto al que estaban atados.
Los ojos de Florian se iluminaron y
murmuró por lo bajo, esta vez sin ningún
disgusto:
—Vaya, vaya, vaya…
Entonces caminó osadamente hacia
los hombres y el elefante y saludó con
gran jovialidad:
—¡Buenas tardes, caballeros!
Ellos se volvieron sin ningún
sobresalto de alarma o culpabilidad,
pero uno puso una mano sobre la gran
funda negra que le pendía del cinto.
Con un gesto señoril, dijo Florian:
—¡Permítanme presentarles,
señores, al Gran Brutus, el mayor
animal que respira! —Los hombres
inclinaron la cabeza con bastante
cortesía, primero hacia él y luego hacia
el animal. Florian se dirigió al que
llevaba la pistola enfundada y las dos
estrellas bordadas en el cuello de la
guerrera—: ¿Sabe, coronel, qué
significa cuando se acaricia la trompa,
como usted acaba de hacer, y el elefante
la enrosca en un saludo respetuoso,
como ha hecho Brutus ahora mismo?
—No, señor, no lo sé —respondió
Edge, lacónico.
—Significa, según una venerable
tradición circense, que algún día
conseguirá usted poseer un circo propio.
Esto hizo sonreír a Edge. Y la
sonrisa hizo que Florian le mirase con
perplejidad. El rostro del coronel tenía,
en reposo, cierto áspero atractivo, como
una benigna escultura en la roca. No
obstante, su sonrisa era indeciblemente
triste y esto le imprimía una especie de
fealdad.
Los dos soldados chapotearon fuera
del agua para reunirse con el hombre de
la orilla y Yount dijo:
—Conque un circo, ¿eh? Esto lo
explica, mister. Creí que me había
vuelto loco. Quizá lo estoy. Entre todas
las cosas que esperaba ver al final de
esta guerra, un circo no ocupa uno de los
primeros lugares de la lista.
—El Floreciente Florilegio de
Maravillas de Florian. Tengo la buena
suerte de ser Florian en persona,
propietario y director de la empresa. —
Les tendió la mano. Edge la estrechó y
notó que el apretón del propietario del
circo era peculiar: incluía una especie
de presión extra del índice y el pulgar
sobre la palma y los nudillos de la mano
que estrechaba. Pensó que esto quizá
significaba algo entre la gente del circo
o en el país extranjero de donde
procedía Florian: hablaba inglés con una
precisión demasiado perfecta para que
fuera su lengua nativa.
—Es un placer, señor Florian. —La
sonrisa que afeaba a Edge había
desaparecido y su expresión volvió a
ser agradable… aunque su actuación no
lo fue. Mientras estrechaba la mano
derecha del dueño del circo, abrió con
la izquierda libre la funda del arma,
sacó la larga pistola y apretó el percutor
con el pulgar, produciendo un ominoso
triple clic de acero contra acero—.
Señor, hágame el favor de permanecer
muy quieto, justo donde está.
—Oh, miseria —suspiró Florian
cuando Edge le soltó la mano y dio un
paso atrás, sin dejar de apuntar con el
revólver a los botones de su chaleco—.
De un yanqui no me sorprendería mucho
esta conducta, señor; pero no sabía que
los oficiales del sur pasaran alguna vez
de caballeros a truhanes. Esperaba que
se portarían como amigos.
—Y lo haremos, señor, si no se
mueve ni a la derecha ni a la izquierda.
Donde está, es un escudo entre unos
amigos suyos y yo. Hay uno en el puente
y dos un poco más lejos. Tal vez no los
acertara a todos, señor, pero prometo
que no fallaría con usted. Obie, ve a
buscar la carabina.
—Espere —dijo Florian—. Es culpa
mía, señor. Esperábamos que serían
amigos, pero no podíamos estar seguros
de que no fuesen ladrones preparando
una emboscada. Si puedo levantar la
voz, llamaré a esos hombres para que se
acerquen en paz a conocerlos.
—Puede llamarlos, señor. Le
recomiendo que sea persuasivo.
Florian volvió un poco la cabeza y
gritó:
—¡Son amigos! Tim, baja con el
rifle invertido. Best, kapitein, komt u en
ons ontmoeten. Soyez tranquille,
Roulette, et venez ici.
Al cabo de un momento oyeron ruido
de pasos entre la maleza. Edge aprobó
con la cabeza y recitó:
—Jamais beau parler n’écorche la
langue —pero no bajó la pistola—.
¿Qué es la otra lengua?
—Holandés —respondió Florian.
De una manga deshilachada de su levita
sacó un tino pañuelo de hilo para
secarse la frente—. De hecho, el capitán
habla el muy tosco holandés de El Cabo,
pero entiende el correcto. Mejor que el
inglés.
—¿Así que usted y sus amigos no
son yanquis ni secesionistas? —preguntó
Yount con suspicacia.
—Mi querido sargento, cualquier
circo es una mezcla de nacionalidades.
Yo mismo soy alsaciano…
—Me refería a sus simpatías
políticas, mister.
—Y siempre intentamos no preguntar
sobre la política, la religión o cualquier
otra superstición de los demás. Aquí
llegan mis colegas. ¿Puedo
presentárselos, señores? —Esperó a que
Edge hubiese enfundado de nuevo el
revólver—. Por orden de llegada, ya
que no de estatura, éste es Tiny Tim
Trimm, nuestro enano de fama mundial y
payaso provocador de hilaridad, que
también es nuestro corneta.
El enano se acercó llevando el gran
rifle a rastras e inclinó la cabeza de mal
humor, como si lamentase la falta de
pretexto para usar el arma.
Yount observó:
—He visto enanos más bajos.
Tim Trimm clavó en él sus ojos
incoloros, como los de un pez, cubiertos
por la misma clase de brillo duro y
escamoso, y rezongó:
—¡Puede besar mi culo sonrosado y
enano!
Florian se apresuró a decir:
—Y éste es Monsieur Roulette,
acróbata, volatinero y ventrílocuo sin
rival.
—Enchanté —dijo el hombre flaco,
nada encantado.
—Y éste es el capitán Hotspur,
nuestro jinete sin igual, temerario
domador de leones, herrador experto,
carretero y vaguemaestre responsable de
toda nuestra caravana.
—Goeie nag —dijo el hombre
calvo, traduciendo en seguida—: Buenas
noches, señores.
—Habrán observado, señores —
intervino Florian—, que en nuestro circo
cada hombre desempeña muchos
papeles… como observó una vez otro
gran hombre del espectáculo.
—Veo que todos sus nombres son
ficticios —dijo Yount con admiración.
—Noms de théâtre —explicó
Florian con un ademán que expresó la
naturalidad del hecho—. La mayoría de
nosotros tenemos noms de baptême
poco apropiados para lo que somos en
años posteriores de la vida. Por
ejemplo, el nombre de pila de Jacob
Brady Russum es más largo que él, así
que lo hemos cambiado por uno más
idóneo, Tim Trimm.
—Mi nombre no ser bueno para un
jinete temerario —declaró el capitán,
retorciéndose el mostacho—. Ignatz
Roozeboom.
—Hélàs —exclamó Monsieur
Roulette—, mi nombre es, por
desgracia, una versión ligeramente
distinta del verdadero. —Enseñó a Edge
una mano acostumbrada a la manicura,
en el extremo del puño raído—. Jules
Fontaine Rouleau, antes de Nueva
Orleans y, malheureusement, muy
venido a menos desde entonces. Sin
duda mi familia de allí desea
fervientemente que adopte un alias
definitivo. Incluso uno como Ignatz
Roozeboom.
Edge dijo a todo el grupo en general:
—Celebramos conocerlos a todos.
Yo soy Zachary Edge y él es Obie Yount.
—Bien —dijo Florian—, nosotros,
caminantes, nos encontramos con
suspicacia y ahora, por suerte, todo ha
cambiado. También la lluvia está
remitiendo. Sin embargo, estamos todos
empapados y la noche se nos echa
encima. Brutus parece muy feliz aquí,
pero sugiero que el resto de nosotros
vaya a resguardarse a la caravana. Y
ustedes, coronel Edge, sargento Yount,
tal vez deseen cenar algo mejor que
sagamita.
Los dos interpelados lo miraron
como hubiesen mirado un espejismo.
Los hombres del circo también lo
observaron, con expresión todavía más
incrédula.
—Gracias, pero, a decir verdad —
contestó Edge, reacio a ser tomado por
un gorrón—, cenamos muy bien la noche
pasada. Varios yanquis la compartieron
con nosotros.
Por su parte, Yount, queriendo
asimismo parecer autosuficiente, agregó:
—Y hace poco hemos comido una
cebolla. —Entonces confesó—: Pero la
pitanza ha sido mísera durante mucho
tiempo.
—Ja! —exclamó Roozeboom,
comprensivo, sin dejar de mirar
fijamente a Florian.
—Sí, sí —dijo Florian—, nosotros
también comemos pollo un día y plumas
el siguiente. Pero, muchachos, no diréis
que no a unas chuletas de cerdo esta
noche, ¿verdad?
—¡Diablos, no, no diremos que no!
—exclamó Yount para prevenir
cualquier excusa cortés por parte de
Edge.
Mientras los dos se fueron a buscar
sus caballos y pertrechos, Rouleau
preguntó:
—¿Chuletas de cerdo?
Y lo dijo con tanta avidez como si ya
las saborease, y Roozeboom continuó
mirando con fijeza… y frunciendo el
espacio sobre los ojos, donde deberían
de estar las cejas.
Florian no les hizo caso y dijo al
enano en tono bajo y urgente:
—Adelántate corriendo, Tim. Di a
Madame Solitaire que prepare su
carromato para invitados y encienda un
fuego bajo las chuletas. Sabrá lo que
quieres decir.
Tim protestó, encolerizado:
—La última vez que comimos
chuletas de cerdo fue el día que
abandonamos Wilmington. Desde
entonces, el resto de nosotros ha vivido
de gachas y melaza. Y, maldita sea,
Florian, ¿tú y tu puta de pelo amarillo
habéis tenido chuletas todo este tiempo?
—Calla y lárgate. La última vez que
te atiborraste, Madame Solitaire y yo
guardamos nuestras dos chuletas en
previsión de una oportunidad como ésta.
¿No ves qué tienen estos soldados? ¡Dos
caballos magníficos! ¡Andando, vil
homínido, y haz lo que te digo!
Trimm se fue, pero rezongando
todavía, con espíritu rebelde. Los demás
esperaron para acompañar a Edge y
Yount desde el arroyo al camino.
Roozeboom, caminando junto a Edge y
su Trueno, observó:
—Buenos caballos los suyos,
señores. ¿Les da miedo el elefante?
—La cuestión nunca se ha
presentado —dijo Edge con buen humor
—. Supongo que un caballo de campaña
se acostumbra a las sorpresas.
Al parecer, Florian creyó más
oportuno no demostrar interés por los
caballos. Cambió de tema.
—¿No es usted un poco joven,
Zachary, para ser teniente coronel?
—No, señor. Durante estos últimos
meses, los ascensos guardaban relación
directa con el desgaste. Johnny Pegram
era general de brigada a los veintitrés
años y murió hace sólo dos meses. Yo
tengo treinta y seis.
—Y está vivo. Bueno, me ha
parecido que sabe manejar las armas.
Edge se encogió de hombros.
—Estoy vivo.
—Me ha asombrado un poco ver que
dispara con la izquierda.
—Con las dos. Pero soy diestro por
naturaleza y prefiero disparar con la
derecha.
—Ha desenfundado con la izquierda.
—Porque la funda de caballería está
hecha así. ¿Lo ve? Colocada en la
cadera derecha, con la pistola apuntando
hacia adelante. Esto se debe a que el
soldado de caballería usa primero el
sable. Y éste se desenfunda con la mano
derecha, desde la izquierda del cinto.
—Ah. Se considera a la pistola el
segundo recurso.
—Así es. De modo que es preciso
desenfundarla y disparar con la mano
izquierda, si es necesario. O cambiarla a
la derecha, si se tiene tiempo.
—¿Y usted tiene puntería de las dos
maneras?
Edge repitió secamente:
—Estoy vivo.
—Permítanme presentarles, señores
—dijo Florian cuando hubieron subido
el terraplén del arroyo—, a otro valioso
miembro de nuestra compañía. Éste es
Abdullah, nuestro insustituible
malabarista, tambor y cuidador del
macho.
—¿Macho? —repitió Yount.
—Abdullah se cuida de Brutus, el
primero de nosotros a quien han visto.
—¿El elefante? ¿Un macho? —
preguntó Yount—. No soy experto en
esta especie, señor Florian, pero diría
que incluso su enano tiene más verga
que su Brutus. ¿No será un error
considerarlo un animal macho?
Florian se echó a reír.
—Brutus es una hembra, claro, y
atiende al nombre de Peggy. Casi todos
los elefantes de circo son hembras. Más
fáciles de gobernar. Sin embargo, toda
la gente de circo llama machos a los
elefantes. Es otra antigua tradición,
como los nombres extravagantes.
—Sí, zeñó —dijo el negro a los
recién llegados—. Mi verdadero
nombre ser Hannibal Tyree.
Lo saludaron y Edge observó que el
nombre verdadero del muchacho parecía
muy apropiado para un cuidador de
elefantes.
—Otra vez tiene razón —dijo
Florian—. Está claro que ha estudiado
historia. Pero el chico no tiene el color
apropiado para ser un Aníbal y, aún
peor, no tenemos ninguna armadura para
disfrazarle de cartaginés. En cambio, su
color puede pasar por el de un indio y
un Abdullah sólo requiere unos trapos
multicolores para vestirse. Sabrán,
amigos míos, que un circo, como una
mujer, vive de artificio y artilugios.
Solucionamos las cosas a medida que se
presentan.
Ya habían llegado a los carromatos,
tristemente aislados en la noche oscura y
bastante más hundidos en el barro. El
resto de la compañía había logrado
encontrar leña para un fuego y todos
estaban a su alrededor, envueltos en
chales y mantas de caballería, con los
ojos ávidos fijos en la sartén que la
bonita mujer sostenía sobre las llamas.
Las chuletas de cerdo, que
empezaban a chisporrotear en la sartén,
fueron también lo primero que miraron
Edge y Yount.
—¡Te aplaudo, querida! —exclamó
Florian. Has proveído para nuestros
invitados.
La mujer le dirigió una mirada de
buen humor, pero no así los demás.
Yount preguntó con voz confusa,
porque tenía la boca hecha agua:
—¿No van a comer todos?
—El resto de nosotros —respondió
Florian con mucha claridad— ya ha
cenado. —Un gruñido ahogado fue la
respuesta, salido de la garganta o la
barriga de alguien. Florian se apresuró a
añadir—: Déjenme continuar las
presentaciones. La encantadora dama
que atiende la cocina es nuestra
Madame Solitaire, équestrienne
extraordinaire.
Ella les dirigió una sonrisa y se
tambaleó un poco cuando Edge sonrió a
su vez. La mujer tenía ojos de un azul
oscuro y cabellos cortos y rizados del
color del oro antiguo. De cerca, su
bonito rostro se veía algo menos lozano
y Edge supuso que tendría más o menos
su misma edad. Cambió la sartén a la
mano izquierda para estrechar las manos
de los desconocidos; estaba tan
encallecida como las de ellos.
—Esa bonita rapaza es la hija de
Madame Solitaire, mademoiselle
Clover Lee, que está aprendiendo el arte
de su madre como aprendiza de
amazona.
La chica tenía trece o catorce años y
los ojos de su madre, de un azul cobalto,
un cutis joven y luminoso y su larga y
ondulada melena era una cascada de oro
aún más brillante, del color y la
suavidad de las fajas de satén de la
caballería.
—La dama viuda —continuó Florian
— es nuestra perspicaz adivina y
omnisciente hechicera. No los engaño,
caballeros. Quizá se han burlado de
quienes leen en la palma de la mano y
demás farsantes por el estilo en otros
espectáculos, pero les garantizo que ésta
es auténtica. Algunas de sus profecías
me han dejado atónito incluso a mí al
cumplirse al pie de la letra, y yo soy un
cínico consumado. También podría
mencionar que el nombre de la dama no
es una acuñación circense, sino el suyo
propio. Caballeros, tengo el privilegio
de presentarles a Magpie Maggie Hag[3].
—Buenas noches… ejem… señora
—dijo Edge.
El rostro oscuro de la anciana era un
apretado nudo de arrugas, surcos y
rugosidades en el fondo de la capucha
de una capa muy antigua.
Edge esperaba que su voz, si la
tenía, saldría de allí dentro cascada y
débil, y se sorprendió al oírla, profunda
y resonante como la de un hombre:
—Mucho gusto en conocerlos[4].
Yount, nada sorprendido, respondió
cortésmente en la misma lengua:
—Igualmente, señora[5].
—Vaya, Mag —dijo Florian—,
hacía mucho tiempo que no te oía hablar
en una de tus viejas lenguas. ¿Por qué
ahora?
—Porque ellos la hablan —replicó
ella con voz grave.
—¡Ja! ¿Lo ven? —exclamó Florian
—. Lo sabe todo y lo dice todo. Bueno,
ahora ya conocen a toda nuestra
compañía. Oh, excluyendo al Salvaje de
la Selva, que se esconde allí, en las
sombras.
Se inclinaron para mirar. El hombre
que los acechaba no era más que un
joven patán, de aspecto más bien
repelente. Tenía una maraña de cabellos
incoloros, largos pero escasos, ojos
oblicuos, orejas primitivamente
minúsculas y una lengua repugnante y de
tales proporciones que no le cabía en la
boca.
—No se molesten en decirle hola —
indicó Florian sin ambages—. No hará
caso y no puede contestar. Le vestimos
de salvaje y le llamamos el Hombre de
la Selva, pero sólo es un idiota vulgar y
corriente.
Edge dijo a las mujeres:
—Me gustaría pedirles perdón,
señoras, por acercarnos a ustedes
llevando armas. —Señaló la pistola del
cinto, y la carabina enfundada y el sable
que estaban en la silla—. Sé que son
modales inexcusables, pero es que estas
armas son casi lo único valioso que nos
queda.
La voz de bajo habló otra vez.
—Pronto te servirán más que nunca,
muchacho.
—Hum, bien… gracias, señora,
señorita…
—Soy Magpie Maggie Hag y así
puedes llamarme.
Edge era incapaz de dirigirse a una
mujer adulta con un apodo, en especial
si era una dama que al parecer le
doblaba o triplicaba la edad, así que se
inclinó y dio media vuelta para mirar,
entre divertido e irónico, lo que Florian
había descrito como la «caravana de
carromatos».
La caravana constaba de cinco
vehículos. La luz del fuego para la cena
era suficiente para ver que todos habían
conocido días mejores y una multitud de
días malos. Sus viejas capas de pintura
azul y letreros polícromos estaban
descoloridos y pelados,
descubriendo grietas e intersticios
tapados con trapos. Ningún carromato
tenía dos ruedas en buen estado y pocas
se inclinaban en la misma dirección, y
muchos de sus radios eran astillas
sujetas con tiras de cuero sin curtir. A la
cabeza de la hilera estaba el
destartalado carruaje de costados
abiertos. Los tres siguientes eran
furgones altos, pesados, con puertas
correderas.
El último, difícil de distinguir en la
oscuridad, parecía tener barrotes en los
lados, como una celda de cárcel. Había
un caballo bastante decente, blanco,
entre las varas del carruaje, y otro, un
tordo claro, llevaba el primer furgón. El
siguiente de la hilera estaba enganchado
a un caballo de tiro que había sido algún
día tan corpulento como el Relámpago
de Yount, pero que ahora sólo era un
costillar inmenso con huesudas
articulaciones. El furgón siguiente no
tenía varas de ninguna clase, sólo una
compleja cuna de tirantes de cuero,
sogas y voleas unidos entre sí para que
pudieran tirar de él dos animales muy
pequeños e hirsutos, de aspecto triste.
—¿Asnos? —preguntó Edge.
—No los desdeñe —replicó Florian
con displicencia, sin inmutarse—. Estos
pequeños animales nos han servido
lealmente, tirando de ese furgón de
museo. También me han inspirado uno
de los pocos poemas que he compuesto
en mi vida. Me lo he repetido una y otra
vez, a lo largo de fatigosos kilómetros:
Hemos viajado muy lejos
y despacio pasa el tiempo.
Nuestros pies están cansados
y también nuestros traseros.
—«El Floreciente Florilegio de
Florian»… —murmuró Yount. Estaba
intentando descifrar el adornado y
antaño brillante letrero del furgón más
próximo—. «Hombres del Sur, Caballos
del Sur, Empresa del Sur… ¡Un
Espectáculo del Sur para Gente del
Sur!»
—A decir verdad —confesó Florian
—, copié esta línea del Poderoso Haag.
—Edge y Yount asintieron, pero sin
comprender—. Era apropiado para
Carolina del Norte, de donde
procedíamos. En la verdadera tierra de
la Biblia, sin embargo, suelo poner:
«Un Espectáculo Limpio para Gente
Moral». En general es necesario vencer
la intolerancia típica del intelecto
provinciano frente a todo lo nuevo o
extranjero. Pero, ¡vengan, amigos!
Permitan que el capitán Hotspur se
ocupe de sus caballos. Mientras se
cuece la cena, entremos en este
carromato y —dio un codazo a Edge—
bebamos un poco de madera y agua,
¿eh?
Entraron subiendo un pequeño
peldaño abatible en la parte trasera del
furgón y abriendo una puerta estrecha de
la pared posterior del vehículo. El
interior sólo tenía un angosto pasillo en
el centro, porque a ambos lados había
repisas, estanterías y muebles verticales
desde el suelo hasta el techo, provistos
de numerosos goznes, aldabas, ganchos,
cerrojos —toda clase de quincalla,
bastante oxidada en su totalidad—, de
modo que partes del conjunto podían
abrirse, cerrarse o servir para varias
cosas, y cada abertura de aquella
estructura de madera rebosaba de rollos
de lona y cuerda gruesa, palos pintados
y otros útiles difíciles de identificar. Ya
estaba encendida una lámpara de
queroseno que colgaba de un gancho
clavado en el techo. El ambiente dentro
del furgón era denso, pero no ofensivo, y
se componía de varios olores
predominantes: humo rancio, heno
caliente, perfumes y polvos femeninos,
olores animales… y varios menores:
base de maquillaje, moho y sudor seco.
Florian dijo, mientras se agachaba,
buscando algo:
—Baje, ese segmento, Obie. Es una
litera donde ambos pueden sentarse.
Éste es normalmente el furgón tienda
donde viven las mujeres, pero he dicho
a Madame Solitaire que lo preparase
para invitados y… ah, sí, aquí está.
Se enderezó, sosteniendo una botella
medio llena y tres tazas de hojalata.
Edge se quitó el cinturón con la pistola
enfundada. Yount manipuló torpemente
unas aldabillas y bajó con cuidado una
litera cubierta con una manta para sí
mismo y para Edge,
mientras Florian bajó hábilmente
otra litera en el otro lado del pasillo y
descorchó la botella y llenó las tazas.
Los invitados las tomaron y Florian hizo
con la suya el gesto del brindis.
—Bien hallados, caballeros. Por
ustedes.
Los invitados murmuraron una
respuesta, bebieron, dieron un respingo,
se estremecieron y meditaron. Edge
preguntó al cabo de un momento:
—¿Hacemos bien en beber el
linimento de sus caballos?
—Admito que no es centeno de
Overholtz —concedió Florian, un poco
ofendido—. La ciudad de Wilmington
estaba bastante bien provista de los
lujos de la vida, pero no muchos de
ellos se filtraron hasta nosotros. Aun así,
es una clase de whisky y no todo el
mundo en Dixie bebe whisky esta noche,
de la clase que sea.
—¡Amén! —exclamó Yount,
alargando la taza para que se la llenaran
de nuevo.
—¿Fue Wilmington su última
parada? —preguntó Edge.
Ahora, aunque no habían
intercambiado una sola palabra acerca
de ello, tanto Edge como Yount
sospechaban la verdadera razón de que
los hubiera recibido tan cordialmente:
intentaría convencerlos para que se
desprendieran de sus caballos. Así,
pues, se recostaron y estudiaron a
Florian mientras hablaba. Vieron a un
hombre bajo y macizo, algo rechoncho,
con levita de color rojo oscuro y
pantalones grises que habían sido muy
elegantes y ahora estaban manchados,
remendados y raídos. Las solapas y los
puños de la chaqueta aún mostraban
restos de un caro bordado con hilos de
oro. Los ojos castaños de Florian
brillaban de animación y no parecía
tener mucho más de sesenta años, pero
los cabellos y la pequeña y bien cuidada
barba puntiaguda eran blancos como la
nieve y su rubicunda cara estaba surcada
y marcada por el paso de los años.
—Wilmington —contestó, sin afecto
—. Daba la impresión de que
Wilmington iba a ser nuestra parada
definitiva. —Vertió más whisky en las
tazas—. Hace cinco años, cuando se vio
claramente que la guerra estallaría de la
noche a la mañana, casi todos los circos
de Norteamérica se apresuraron a hacer
una última gira antes de que los caminos
quedaran cortados. Todos los
propietarios y directores nos reunimos
en el Atlantic House de Filadelfia para
decidir quiénes de nosotros iríamos al
norte, al oeste o donde fuera. Yo elegí el
sur por una razón particular y aquí estoy
desde entonces. Ni siquiera las
compañías que volvieron sanas y salvas
a sus tierras del norte han pasado unos
años fáciles, o así me lo han contado.
Dan Rice organizó su espectáculo en un
barco y ha trabajado, sin gran provecho,
por todo el curso del río Ohio. Spalding
y Rogers embarcaron hacia Sudamérica
para esperar allí el fin de la guerra.
Howes y Cushing marcharon a
Inglaterra. Quizá otros quedaron
atrapados detrás del frente, igual que
nosotros; no lo sé.
Hizo una pausa para beber un sorbo
de whisky. Yount preguntó:
—¿Puedo fumar aquí?
Florian asintió y Yount extrajo el
último tabaco que había sacado de aquel
yanqui de Connecticut. Él y Edge
llenaron y encendieron sus pipas y
preguntaron qué razón particular había
llevado a Florian al sur.
—Quería adquirir algunos monstruos
buenos. Carolina del Norte es el mejor
lugar de Norteamérica para
encontrarlos.
—¿De verdad? —inquirió Edge.
¿Por qué?
—Diablos, hombre, porque allí
arriba, en las grandes montañas Smoky,
esos tarheels se han reproducido
durante siglos dentro de su propia
familia. ¿Por qué cree que los nativos de
Carolina del Norte se llaman
tarheels[6]?. Porque se quedan en su
sitio.
Esos serranos nunca se alejan más
de siete kilómetros de sus montañas en
todas sus vidas, así que no tienen más
remedio que casarse entre sí. Cuando
hermanos y primos se han casado entre
sí durante generaciones, todo lo que
procrean son hombres salvajes, idiotas,
monstruos de tres piernas, mujeres
barbudas, etcétera. Y están contentos de
darlos gratis.
—No me extraña —dijo Yount.
—Así que por esto decidí dirigirme
al sur. Y la mitad de mi espectáculo me
plantó inmediatamente. Diez o doce
artistas y sus numerosos animales. No
querían aventurarse hacia el sur en
circunstancias tan inseguras. No me
sorprendió mucho. En realidad, me
asombró y complació muchísimo que
Abdullah consintiera en venir, ya que
había sido liberado hacía pocos años
por un plantador de Delaware. Y no me
preocupó mucho la deserción de los
otros. Una compañía más pequeña era
más fácil de transportar y seguía siendo
un espectáculo lo bastante bueno para
atraer a los paletos.
—¿Vino con el mismo circo que
tiene ahora? —preguntó Edge.
—Sí, sólo que teníamos mejores
animales de transporte que los asnos, y
tanto carromatos como equipos y
disfraces estaban entonces en muy buen
estado, brillantes de nuevos. Causamos
una impresión inmejorable en los
tarheels, mejor que la que nos causaron
ellos, lo cual quiere decir que por una
vez en la historia andaban muy escasos
de monstruos. Lo único que obtuvimos
fue a ese mediocre idiota. Y allí
estábamos, atravesando las montañas
Smoky y tan lejos de la civilización
como esos montañeses. Ni siquiera
oímos decir que la guerra había
comenzado hasta que estaba en su
apogeo. Cuando nos enteramos, salimos
de estampida de aquellas montañas y
nos dirigimos a la costa, con la
esperanza de zarpar en algún barco.
Llegamos a Wilmington, pero allí se
acabó nuestra suerte.
—Debieron conformarse con la que
habían tenido —gruñó Yount.
—Oh, lo hicimos, claro. Wilmington
era un puerto de mar confederado pero,
aun así, se trataba de una pequeña Suiza
entre los beligerantes. Ambos bandos
parecían haberlo acordado tácitamente.
Los buques de guerra de la Unión
bloqueaban el puerto, pero sólo a
medias, de modo que había un tráfico
constante entre los dos bandos. Era el
mejor acceso confederado al comercio
extranjero. Y servía a la Unión de canal
para pasar espías y provocadores, para
el intercambio de prisioneros y cosas
por el estilo.
—Si podían salir y entrar tantas
cosas, ¿por qué no ustedes? —preguntó
Edge.
—Para empezar, los violadores de
un bloqueo no usan barcos lo bastante
grandes para transportar un elefante.
Además, podían elegir entre otros
cargamentos mucho más lucrativos:
algodón, tabaco, oro y joyas, pasajeros
ansiosos por pagar cualquier precio,
extranjeros que habían sido atrapados
allí, ricos plantadores sureños y sus
familias que huían del país, jóvenes
caballeros sureños que no deseaban
vestir el uniforme gris…
Yount expresó su desaprobación con
un gruñido y luego dijo:
—Sin embargo, no debía de ser el
peor lugar del mundo donde estar
atrapado.
—No, no, en absoluto. Muchas de
las mercancías que entraban se
quedaban en los dedos de Wilmington,
por así decirlo. La ciudad vivía
regiamente, en comparación con la
mayor parte del sur. Aunque nosotros no
podíamos permitirnos muchas de las
cosas buenas, los especuladores tenían
que gastar su botín en alguna parte, y lo
gastaban en diversiones. Dando bailes y
cenas de gala, yendo al teatro, a las
carreras… y al circo, que éramos
nosotros.
Los tres hombres guardaron silencio
unos momentos, escuchando los ruidos
del circo, que se preparaba para la
noche. Se oyeron los relinchos apagados
de caballos y asnos cuando los soltaron
para que pacieran libremente. Hubo
unos mugidos más fuertes que sugerían
vacas pero que al parecer procedían del
Hombre Salvaje. Sonaron pasos,
parloteos y el rumor de la voz de la
gitana, murmurando conjuros en una
lengua ininteligible. Y una vez se oyó la
risa clara y joven de una muchacha.
Florian continuó:
—No pudimos incrementar la
compañía, ni siquiera mantener nuestro
equipo mientras estuvimos en
Wilmington; los especuladores no
importaban equipos ni artistas de circo.
La tela era demasiado cara para
permitirnos comprar disfraces nuevos.
No obstante, mantuvimos bajo el precio
de las entradas para que la gente viniera
más de una vez. Y cambiando de vez en
cuando las actuaciones y nuestro
programa, conseguimos ofrecer
diversidad a los espectadores. Cada uno
de nosotros cambió muchas veces de
nombre… y por eso insisto tanto ahora
en que deben recordar a sus personajes
originales. Bueno, esto es todo. No
prosperamos, Dios lo sabe, pero
sobrevivimos.
—¿Y ahora? —preguntó Edge.
—Ahora necesitamos prosperar,
maldita sea. Ya estamos hartos de
pobreza y miseria y estrecheces. De
enseñar a los caballos y al pobre Brutus
a vivir de cáscaras de maíz. De dar a
comer al pobre Maximus las tripas que
podemos encontrar y las patas de los
pollos que robamos para nosotros y los
perros o gatos perdidos que cogemos en
los pasajes.
—¿Quién es Maximus? —preguntó
Yount.
—Nuestro gato del circo.
—¿Daban de comer gatos al gato?
—Gato es la palabra circense para
cualquier felino… león, tigre, leopardo,
etcétera. Maximus es un león. Esto me
recuerda… ¿Me disculpan un momento,
Zachary y Obie? —Abrió la puerta, sacó
la cabeza y gritó—: ¡Capitán Hotspur!
Cuando Roozeboom apareció al pie
del pequeño escalón, Florian le habló
largo y tendido en holandés,
mencionando una o dos veces el nombre
de Maximus. Roozeboom contestó: «Ja,
Baas» y se marchó.
Florian cerró la puerta y continuó
hablando:
—Les daré un ejemplo de las
miserias que hemos visto. Estos últimos
días, viajando tierra adentro desde
Wilmington, hemos ofrecido un
espectáculo en las comunidades de todas
las encrucijadas por las que hemos
pasado. Quiero decir, aquí estamos, en
Backwater Junction, Carolina del Norte;
podríamos parar y dar una
representación. Acudirán a mirar
algunas personas de Backwater que
quizá tengan una moneda de cobre o un
nabo con que pagarnos. —Hizo una
pausa y rió entre dientes—. No, les diré
la verdad. La gente del circo da una
representación siempre que encuentra
espectadores. La admiración es nuestro
sol. Somos como los pájaros: cantamos,
nos acicalamos y pavoneamos siempre,
así que cualquier auditorio que pague da
un calor adicional a los rayos del sol. —
Volvió a reír entre dientes y luego se
puso serio—. Pues bien, Carolina del
Norte rebosa de negros vagabundos,
liberados o huidos, así que les dábamos
de comer lo que teníamos a cambio de
que nos precedieran hasta la ciudad más
próxima y pegasen nuestro anuncio
durante la noche.
Edge y Yount le miraron sin
comprender.
—Carteles de nuestro circo en
paredes y árboles, pegados con pasta de
harina y agua. Les dábamos un pequeño
cubo para llevarla, además de los
carteles. Pues bien, llegábamos a los
pueblos y no veíamos ningún anuncio y
la gente no sabía nada de nuestra
llegada. ¡Ocurría que los negros tiraban
los carteles y se comían la pasta! Así
de mal estaban las cosas.
—¿Cree que la situación es mejor
aquí? —preguntó Yount con una risa
áspera—. Señor Florian, durante los
últimos ciento cuarenta kilómetros, más
o menos, ha estado en la Commonwealth
de Virginia. Usted habla de gente,
monedas y nabos… ¡Diablos!, nosotros
no hemos visto ni a un negro suelto
desde hace dos días.
Florian pareció ensombrecerse.
—No teníamos elección, debíamos
salir de Wilmington. Los federales
invadieron por fin la ciudad y tomaron
el mando hace unas cinco o seis semanas
y la llamada buena vida se acabó. Era
evidente que la guerra tocaría
rápidamente a su fin. No queríamos
arriesgarnos a quedar anclados en Dixie
mientras la Unión mantenga a la
Confederación bajo una severa ley
marcial. En estos momentos nos
dirigimos a Lynchburg.
—A un corto paseo a caballo de
sólo un día —dijo Yount.
—Y es una ciudad bastante grande
—terció Florian—, lo bastante para que
nos proporcione un sustento muy
necesitado. Entonces se guiremos yendo
hacia el norte. Por el camino quizá
reclutemos nuevos números y
encontremos equipos nuevos para
sustituir a los viejos. Si por lo menos
podemos cruzar la línea MasonDixon…
—Cuando salieron de Wilmington y
se encaminaron hacia aquí —dijo Edge,
mirando a Florian con curiosidad—, se
dirigían directamente a la ruta
proyectada por el general Lee. En este
mismo momento podrían haberse
encontrado en medio de una guerra
encarnizada. ¿Qué clase de locura los
incitó a venir?
—Fue un riesgo, sí, pero calculado,
según pensé, y así ha sido. Verá, en
Wilmington supimos en seguida que el
ejército de ustedes había abandonado
Petersburg y corrió el rumor de que sus
hombres desertaron por millares a partir
de aquel momento. El fin tenía que estar
cerca. Comprendí que la marcha de Lee
se detendría antes de que nosotros
cruzáramos su ruta.
—Ya veo —dijo Edge con expresión
sombría—. Bien, nosotros nos dimos
cuenta de que el fin era inminente
cuando el general Lee no dio ninguna
orden contra los desertores. Fue la
primera vez que dejó de hacerlo y
sabíamos que era algo intencionado y
conocíamos sus razones. Abandonamos
Petersburg unos veintisiete mil hombres
y la mayoría de éstos se evaporaron,
sencillamente. En Appomattox pude
calcular en más de ocho mil los que se
rindieron. Sí, su apreciación fue
correcta, señor Florian.
Espero que siga siéndolo.
—Si pudiera alardear de una divisa
familiar latina, Zachary, supongo que
sería… veamos… «In mala cruce,
dissimula!» Un latín tosco, tal vez, pero
expresivo: «¡En un aprieto, farolea!»
Un pie golpeó la puerta del furgón y
una voz anunció alegremente:
—¡La bandera está izada!
Florian se inclinó para abrir la
puerta. Madame Solitaire sonreía en el
pequeño escalón, sosteniendo dos
humeantes platos de hojalata. Cada uno
contenía una chuleta de cerdo frita, muy
pequeña, una cucharada de gachas de
maíz y varias verduras anónimas. Edge y
Yount le dieron las gracias con efusión
mientras ella les alargaba la patética
cena y un tenedor de hojalata a cada uno.
Se quedaron mirando los platos, con la
boca hecha agua, titubeando por
cortesía.
—¡Vamos, a comer! —animó la
bella—. No me esperen; yo ya he
cenado. Todos hemos cenado. Florian lo
ha dicho, ¿no? —Le dirigió una mirada
burlona.
Los dos hombres sacaron sus
cuchillos del cinto y los clavaron,
intentando ocultar su voracidad. Edge se
cortó un trozo diminuto de cerdo, se lo
llevó a la boca con el tenedor, lo
masticó durante mucho rato, tragó, se
detuvo a saborearlo y luego dijo:
—Muy sabroso, Madame Solitaire,
y muy oportuno y muy hospitalario de
parte de todos ustedes.
—Si ha de hacerme discursos
mientras come, llámeme Sarah… es más
corto y así podrá comer mucho más de
prisa. Mi nombre verdadero es Sarah
Coverley.
—Por favor, Madame Solitaire —
objetó débilmente Florian—. Estoy
tratando de enseñarles las costumbres
del circo.
—Oh, cojones —exclamó ella, y los
dos hombres arquearon las cejas—. Yo
soy el circo, pero no recuerdo todos los
nombres que he tenido para mis distintos
números. Princesa Shalimar con velos
de harén, Pierrette con traje de payaso,
Juana de Arco con armadura de cartón,
Lady Godiva sin nada… —Las cejas de
los hombres casi se juntaron con la raíz
de sus cabellos—. ¿Quieren no dejar de
comer? Vamos, coman mientras aún está
caliente.
—Quizá les extraña el sabor —
comentó Florian. Lo siento, muchachos,
pero así es el cerdo de Nassau. Durante
el largo viaje desde ultramar, tiende a
hacerse un poco picante.
—¡No, no, es delicioso! —exclamó
Edge, cortándose otro bocado
minúsculo. Lo masticó despacio, como
si se tratase de un jamón entero, lo tragó
y volvió a hablar: Si su nombre es
Sarah, señora, supongo que su hija no es
Mademoiselle Lo Que Sea.
—No, es Edith Coverley, pero su
nombre artístico surgió de una manera
natural. Verá, cuando era una criaturita
que empezaba a hablar, no sabía
pronunciar el nombre de Coverley y lo
mejor que le salía era Clover Lee. Y con
esto se quedó.
—Es un bonito nombre —dijo Yount
—. ¿Y cómo se llama el señor
Coverley?
—«El difunto», espero, si está en el
infierno, que es su sitio. No he visto a
ese hijo de puta desde que le notifiqué
que Clover Lee estaba en camino.
Las cejas de Yount volvieron a
arquearse y Edge se apresuró a decir:
—Por su nombre, deduzco que no es
extranjera.
—Es probable que lo sea para usted,
Reb —dijo ella, con expresión traviesa
—. Soy de New Jersey. Ahora, a callar
y a comer. Vendré a buscar los platos
cuando hayan terminado. Florian,
sírveles otro trago de tus orines de
serpiente para suavizar el sabor de ese
cerdo.
Salió y Florian cumplió la orden.
Edge bebió y dijo:
—Estoy intentando clasificar las
nacionalidades que ha mencionado. Me
parece que la mayoría son americanas.
La señora y su hija, el caballero de
Luisiana, el idiota de Tarheel. Supongo
que con imaginación podríamos llamar
africano al negro del elefante. Usted ha
dicho que es alsaciano, y el domador de
leones, holandés de El Cabo. Y el
enano… yo diría, por su carácter amable
y lenguaje culto, que es un blanco pobre
del sur.
—Sí, Tim es un desecho del
Mississippi. Pero la mayoría de gente
del circo habla con vulgaridad… ya ha
oído a Madame Solitaire. Si Tim habla
más fuerte y con palabras más sucias, es
porque así se cree más alto. Lo cual es,
por supuesto, tan imposible como un
bizco tratando de parecer digno.
—La anciana viuda no es americana,
Zack —señaló Yount y dijo a Florian
con cierto orgullo—: Aprendimos
mucho español en México.
—Pero la señora no es mexicana —
precisó Edge—. Cecea un poco y eso es
español europeo.
—Justo —dijo Florian—. Maggie es
una gitana nacida en España. —Miró
larga y atentamente a Edge—. De modo
que sabe español lo bastante bien para
reconocer el castellano auténtico. Y
abajo en el río me habló en francés.
Edge contestó, quitándole
importancia:
—Un proverbio de libro de texto.
Me temo que mi francés se ha oxidado.
He intentado practicarlo hablándolo de
vez en cuando con el general
Beauregard. Es de una antigua familia
criolla de Nueva Orleans, como su
caballero Rouleau.
—¿Y usted?
—Yo no. No soy caballero ni nada
de eso. Ni mi familia es antigua ni he
nacido en un lugar exótico. Nunca he
estado en el extranjero, excepto México
y los Territorios. Sólo soy un montañés
de Virginia.
—Quería decir, ¿dónde aprendió
francés?
—En el «I», cuando era una rata.
Florian pestañeó.
—¿Cómo ha dicho?
—Bueno, usted nos ha hablado toda
la tarde de la jerga circense. Quería
vengarme. —Sonrió, y Florian volvió a
pestañear ante el cambio que se operó
en el rostro de Edge—. Rata era lo que
se llamaba a los cadetes nuevos en el
Instituto Militar de Virginia, el «I». Allí
aprendí francés. Uno de los primeros
libros que tuve que empollar fue la Vie
de Washington.
Florian continuó mirándole
fijamente.
—De modo que habla un poco de
francés y español. ¿Alguna otra lengua,
Zachary?
—Bueno, leo el latín, naturalmente.
—Naturalmente. Es de esperar en un
montañés de Virginia.
—Ya sabe a qué me refiero.
Teníamos que estudiar latín en el IMV.
Nos lo enseñaba el mayor Preston, que
era un buen maestro. Diablos, todos
nuestros profesores eran magníficos. Es
probable que haya oído hablar de uno de
ellos… Stonewall Jackson.
Aunque entonces no lo llamábamos
Stonewall, sino profesor, y
procurábamos hacerlo con respeto. Era
piadoso hasta la médula y muy estricto.
En cualquier caso, me enseñó bien y he
tratado de no olvidar lo que aprendí. No
quiero decir que pudiera traducir en este
momento un pasaje de Tácito, pero…
—Pero sabe algo de latín, de francés
y de español. Es un hombre muy
cultivado. Podría viajar fácilmente por
toda Europa. ¿Han pensado alguna vez
en ir a verla, muchachos?
Edge le miró con fijeza, esbozó su
triste sonrisa, denegó con la cabeza y
suspiró:
—¿Europa? Señor Florian, es tan
probable que vayamos a visitar Europa
como que Europa venga a visitarnos a
nosotros.
Florian se echó a reír, pero continuó
con sinceridad:
—Repito que no me estoy burlando
de ustedes; hablo muy en serio. Yo
procedo de Europa y es allí donde tuve
mis primeras experiencias circenses. Y
es mi intención volver en cuanto pueda y
llevar a mi circo conmigo. Los Estados
Unidos y Confederados serán durante
mucho tiempo escenario de sufrimientos
y privaciones. Si quiero recuperar mis
bienes e incrementarlos, como todos los
demás de este espectáculo, Europa es el
lugar para conseguirlo. Seguiremos
avanzando por este sur empobrecido
hasta llegar a las ciudades
septentrionales, donde se puede hacer
más dinero, el suficiente para embarcar
con rumbo a Inglaterra o Francia. ¿Qué
me dicen de acompañarnos, muchachos?
Edge observó, divertido e irónico:
—Todo este tiempo he esperado que
nos hiciera una oferta por nuestros
caballos.
—Bueno, ejem, sí. Me gustaría
tenerlos, de verdad que sí. Y al
principio de conocerlos sólo tenía ojos
para ellos. Sin embargo, ahora me
gustaría tenerlos también a ustedes.
Yount dijo, incrédulo:
—¿No está ya demasiado cargado de
blancos pobres, y otros colores, que
dependen de usted para vivir? ¿Por qué
diablos habría de querer a dos más que
no pueden ganarse el sustento?
—Porque creo que podrían, Obie.
Ganarse el sustento y más. Ya les dije
que esperaba añadir números nuevos
sobre la marcha.
—¿Números? ¡Diablos, mister, yo
no soy actor! Lo único que sé es pelear.
La sola idea es un disparate. ¿Yo, a mi
edad, fugándome como un colegial para
incorporarme a un circo?
—Nadie es actor hasta que empieza
a actuar. Y nadie sabe qué cosas
extraordinarias es capaz de hacer hasta
que intenta algo fuera de lo corriente.
Esto es el circo, Obie: estirarse hasta
los límites de lo posible, desafiar la
rigidez de lo cotidiano, comprender que
lo imposible puede ser posible.
—Bueno, tal vez sí —murmuró
Yount, abrumado por tanta retórica—,
pero no para todo el mundo.
—Cuando conocí a Hannibal Tyree,
era limpiabotas en una esquina de
Pittsburgh y no pensaba ser otra cosa
que un limpiabotas negro durante el
resto de su vida. Yo me crucé en su
camino. Le vi manejar esos cepillos y
sacar brillo con el trapo a un ritmo de
baile. ¿El resultado? Hoy es un artista,
un malabarista competente, y además un
cuidador de elefantes. Mientras exista un
circo en este planeta, a Abdullah no le
faltará un trabajo remunerado que hace
por gusto… y tendrá admiración y cierta
celebridad. Quizá no llegue a ser nunca
una estrella como Léotard o Blondin o
los Hermanos Siameses, pero jamás
volverá a ser un negro de baja estofa.
Sargento, ¿cuál es el mayor peso que ha
levantado en su vida?
—¿Qué? —Yount se sobresaltó ante
tan inesperada pregunta y tartamudeó—:
¿Qué… un peso? Dios mío, no lo sé.
Supongo que sacar del fango un cajón de
municiones.
—¿Sin ayuda?
—Claro. Verá, fue así…
—No importa. Sólo pretendía que se
diera cuenta. Se trata de algo que no
todos podrían hacer. Ahora bien, dudo
de que pudiera levantar del suelo a
Brutus, pero no me extrañaría mucho
que fuese capaz de levantar a este
percherón suyo. Su aspecto es el de un
hombre forzudo y como tal le anunciaría.
¿Cómo le suena el Hacedor de
Terremotos, el Hombre Más Fuerte de
la Tierra? —Yount le miró
boquiabierto, sin habla—. En cuanto a
usted, Zachary, he pensado en algo
digno, al estilo del coronel Deadeye o el
coronel…
—No —dijo Edge, con acento
categórico—. No malgaste en mí sus
poderes de persuasión, señor Florian.
Yo ya no soy un coronel. En cuanto
pueda echarme a dormir en un lugar lo
bastante caliente para quitarme esta
guerrera, me arrancaré del cuello los
malditos galones para que nadie vuelva
a tomarme por lo que no soy.
—No sea tonto —dijo Florian—.
Por lo menos se ganó honestamente esas
dos estrellas. Diablos, después de esta
guerra, todos los soldaditos con paperas
que hayan pasado su carrera militar en
el Cuerpo de Salitre (aunque sólo hayan
conseguido en él una graduación
honoraria) insistirán en ser llamados
mayor o coronel durante el resto de sus
vidas.
—Que lo hagan. Me importa un
bledo. No podrán superar mi grado. No
hay grados en la vida civil.
—De todos modos, Zachary, yo
hablaba de un nombre artístico. En la
vida civil cotidiana, fuera de la carpa,
puede llamarse como quiera.
—Y a la vida civil cotidiana voy a
volver, gracias. No a una vida circense
de ejecutar trucos para cualquiera que
haya pagado la entrada, haciéndome la
ilusión de que esto es la celebridad.
Llamaron de nuevo a la puerta y esta
vez Sarah Coverlev entró sin esperar y
dijo alegremente:
—¿Ha cenado la tropa? ¿Y qué es
esto, nadie se ha emborrachado aún?
¿Qué clase de caballeros sureños…? —
Se detuvo y miró a su alrededor: Edge,
con expresión obstinada, Yount,
incómodo, y Florian, pensativo—. ¿He
interrumpido las oraciones o algo así?
Florian denegó con la cabeza y dijo
sin dirigirse a nadie en particular:
—Intentaba pensar en una ocupación
civil que no consista en hacer trucos
para quienquiera que pueda pagarlos.
Una ocupación civil que no dependa de
la jerarquía.
—Ah, los caballeros juegan a las
adivinanzas —dijo Sarah—. ¿Puedo
jugar yo también?
—Cállate —ordenó Florian—.
Dígame, Zachary, ¿a qué ocupación
volverá?
—No lo sé. Quizá tendré que
hacerme bandido o filibustero, como los
desechos de la mayoría de guerras. Sin
embargo, tengo la esperanza de entrar en
la facultad del IMV y enseñar tácticas de
caballería o algo así. Diablos, después
de diecinueve años vistiendo uno u otro
uniforme, tendría que saber impartir a
las ratas algo digno de aprenderse.
Florian se puso en pie de un salto y
dijo en voz alta e incrédula:
—Un hombre en la flor de la edad,
un veterano de diecinueve años de
acción viril en toda clase de
intemperies, ¿desea convertirse en una
maestra de escuela? ¿En un vigilante
polvoriento, atado al pupitre, sonador de
narices de reclutas verdes y pecosos?
¿Por eso despreciaría la oportunidad
que le ofrezco yo? Seguir montando a
caballo, seguir utilizando sus
habilidades, sus armas y su experiencia,
gozar de toda clase de emociones y
aventuras, ser un hombre entre hombres
(y entre mujeres magníficas como la
presente Madame Solitaire) y encima
ver mundo. ¡Solitaire, di a Zachary que
es un insensato!
—Eres un insensato, Zachary —dijo
Sarah, reprimiendo una sonrisa.
—Caballeros —continuó Florian—,
ofrezco a cada uno treinta dólares
mensuales. Y la pitanza, claro. Indicó
los platos que los dos hombres habían
vaciado. Obie, usted será el Hombre
Forzudo del Circo. Zachary, usted será
nuestro Tirador de Exhibición. Ya ha
oído a Magpie Maggie Hag, que sus
armas le servirán, mejor que hasta
ahora. Para cada uno de ustedes, treinta
dólares y la pitanza. Y perspectivas,
caballeros, perspectivas. La perspectiva
de alcanzar posiciones de
responsabilidad y respetabilidad
impecable. La perspectiva de…
—¡De trabajar ante las cabezas
coronadas de todos los países del globo!
—Sarah intervino como si recitara un
discurso que hubiese oído a menudo, y
ahora no disimulaba su sonrisa. La
perspectiva de conocer y deslumbrar a
los condes, duques e incluso príncipes
más ricos y apuestos. Qué digo, incluso
podrían casarse con un noble europeo
tan por encima de su condición, tan
superior a sus sueños de New jersey
más disparatados…
Desistió, porque todos reían.
Florian aprovechó el momento para
sacar de nuevo la botella.
—Vamos, muchachos, otro trago de
este veneno.
—Gracias —dijo Edge—, pero sigo
rechazando su oferta, señor. En realidad,
significaría un descenso considerable
para mí. Mi salario actual es de noventa
dólares al mes, todo incluido.
—¿Y cuándo le pagaron por última
vez?
—Oh, bueno.
—Si tuviera ahora mismo mil de
esos dólares confederados, tendría
suerte de cambiarlos por una moneda de
oro federal de diez dólares.
—¿Está ofreciéndonos treinta
dólares al mes en oro? —Exclamó
Yount.
—Sí, por Dios que sí. En oro de ley,
sea cual sea la moneda del país donde
estemos. Comprenderán, naturalmente,
que por ahora es sólo una promesa…
Creo haberles expuesto con claridad la
situación actual; no podernos hacer otra
cosa que especular, por así decirlo. Sin
embargo, se llevará una contabilidad
estricta y las deudas serán pagadas en su
totalidad. —Mientras seguía hablando a
Yount, Florian dirigió una mirada a
Sarah, quien asintió imperceptiblemente
con la cabeza—. Ahora, Obie, salgamos
los dos a discutir este asunto y a decidir
también dónde pueden colocar sus
mantas esta noche. Mientras tanto,
Zachary, ¿tendrá la bondad de ayudar a
Madame Solitaire a recoger los
utensilios de la cena?
Salió, con Yount a la zaga, y la
puerta se cerró tras ellos antes de que
Edge pudiera preguntar por qué la mujer
necesitaba ayuda para recoger dos
platos pequeños, dos tenedores y tres
tazas. Ni siquiera los tocó. En vez de
esto, cogió la botella, la sostuvo ante la
linterna y luego repartió el escaso
contenido entre dos tazas y alargó una a
Edge.
—Brindemos —dijo— por su
insensatez al no querer deslumbrar a un
duque. ¿Es esto lo que usted quiere
hacer algún día?
—Claro, ¿por qué no? He
deslumbrado a notables menores y no
sólo en la arena de un circo. ¿No está
deslumbrado, Zachary?
—¿Es como desea que esté?
—Sí —respondió ella y pareció
esperar algo. Luego añadió—: Soy
extremadamente sensible a los
cumplidos. —Cuando Edge reaccionó
con un juvenil rubor en el rostro, agregó
—: Soy una especie de viuda y sufro con
frecuencia el mal de las viudas.
Desarmado ante tal franqueza
femenina, sin precedentes en su
experiencia con las mujeres, Edge tuvo
que preguntar:
—¿Cuál es, madame?
—El coqueteo reprimido. Si
produjera ampollas, no podría montar a
caballo. Tengo que pensar en mi arte y
en mi sustento.
—Mejor no reprimirlo, entonces —
aconsejó Edge con osadía.
—Intento no hacerlo. Y ahora mismo
las otras mujeres tratan de ayudarme. La
vieja Maggie y mi Clover Lee se
acuestan juntas esta noche en el furgón
de los decorados (el dormitorio de los
hombres blancos), del que los han
echado a puntapiés para que duerman en
el suelo con Hannibal, el Hombre
Salvaje y su sargento. A fin de que
nosotros estemos solos en este furgón.
Estas literas no son exactamente
cómodas, pero podemos amontonar la
ropa de cama en el suelo.
Edge carraspeó.
—No soy contrario en modo alguno,
Madame Soli…
—Muy generoso por tu parte. Se te
supone deslumbrado como un duque. Y
llámame Sarah o nunca pasaremos de
estos malditos cumplidos preliminares.
Edge dijo con paciencia:
—Sarah, sólo intentaba insinuar, con
mis excusas, que no recuerdo cuánto
tiempo hace que no me he quitado este
uniforme. Ella se encogió de hombros.
—Pues déjatelo puesto. ¿Es que sólo
actúas según el manual de instrucción?
—Quiero decir, maldita sea, mujer,
¡que necesito un baño! ¿Me prestas un
pedazo de jabón? Me escabulliré hasta
el río.
—Oh, bueno, si hemos de ser
melindrosos como un duque y una
duquesa, yo también tendré que
bañarme. Iré contigo.
—El agua estará fría. Puedes ser una
amazona, pero dudo de que tengas la
piel de un soldado de caballería.
—Puedes tocármela toda y juzgar
por ti mismo. —Todavía con la taza de
whisky en la mano, se dirigió hacia la
puerta—. Vamos. Incluso podrás
satisfacer tu curiosidad de jinete sobre
si la cola de esta yegua hace juego con
su melena.
—Espera un momento. Quiero
preguntarte… ¿Eres la mujer de Florian?
Ella tiró el poso de la taza.
—Cuando necesita una.
—¿Y también te utiliza cuando
necesita convencer a alguien de algo?
—Esto no es muy halagador,
Zachary. Para nadie, ni para ti ni para
mí.
—Sólo se trata de que no hagas algo
por obligación y que luego resulte que
no ha servido de nada.
—Oh, tonterías. Ahora eres el
sureño galante. Quizá hubo un tiempo en
que quería ser deseada. Ahora me basta
con que me necesiten.
—No soy muy galante al decirte con
franqueza que no te necesito. Quiero
decir que no necesito a una mujer hasta
el punto de unirme mañana a este
espectáculo por gratitud o por
remordirnientos de conciencia.
—¿Por qué no nos callamos los dos
y dejamos que la naturaleza siga su
curso? Nunca se sabe, quizá te enamores
y te unas a nosotros para no perderme de
vista.
—¿Cuentas realmente con
deslumbrarme, Sarah? ¿Crees que tu
belleza es tan irresistible? ¿O que estás
tan dotada en este aspecto?
Ella volvió a encogerse de hombros.
—La belleza puede haberse
deteriorado con los años, pero el talento
sólo puede haber aumentado, ¿no?… No
hagas eso.
—¿Qué?
—Sonreír. No lo hagas. Eres mucho
más guapo cuando no sonríes.
—Bueno, no sonrío a menudo. No
encuentro muchas razones para hacerlo
hoy en día. Te agradezco que me hayas
dado una… pero, si me lo pides,
intentaré no sonreír.
—Muy bien —dijo ella y suspiró—.
Yo tampoco lo haré.
Pero más tarde, en la oscuridad,
sonrió, y él también.
3
El sonido de un disparo muy cercano
despertó instantáneamente Edge, que
apartó la manta que le cubría. Aún no
estaba lo bastante despierto para saber
dónde se encontraba, pero había
reconocido en el disparo al fuego
enemigo. Había sido un disparo de rifle,
pero de una arma de calibre más
pequeño que el de su propia carabina.
En la oscuridad, cogió su revólver, que
siempre dejaba al alcance de su mano
antes de dormirse. Por instinto, fue hacia
la luz más próxima en la penumbra,
un rectángulo plateado que indicaba
una puerta cerrada. Se precipitó al
exterior, con la pistola por delante, y se
encontró a pleno sol de una tibia mañana
de abril, donde fue saludado por un
tumulto de gritos, risas y por lo menos
un escandalizado chillido femenino.
Edge se dio cuenta de que estaba en el
pequeño escalón del furgón circense
donde había dormido y de que iba
totalmente desnudo, sin más protección
que el revólver que sostenía en la mano.
—¡Coronel Zack! —gritó Obie
Yount, atónito—. ¡No lleva uniforme!
—¡Soberbia entrada, Zachary! —
aprobó Sarah Coverley, ya vestida y al
aire libre.
Jules Rouleau empezó a cantar con
voz melosa el estribillo de «¡Oh,
despiértame y llámame temprano,
llámame temprano, madre querida!».
—¡Eh, coronel! —chilló Tim Trimm
—. ¡Péguese por lo menos las estrellas y
los galones!
Incluso el elefante lanzó un
resoplido burlón con la trompa. Y el
chillido escandalizado volvió a sonar,
exhalado por una mujer de mediana edad
desde un furgón de tabaco con costados
de celosía que no había estado allí la
noche anterior. Sólo tendría que haber
vuelto la cabeza para que su enorme
cofia en forma de cubo le tapase
cualquier vista inconveniente. En vez de
esto, se tapó la cabeza con el delantal en
un gesto dramático.
Seguro por lo menos de que nadie
era atacado a tiros —aunque esto no
aliviaba mucho su tremenda confusión
—, Edge, muy sonrojado, retrocedió y
cerró la puerta de golpe.
—¡Habráse visto! —gimió la mujer
desde debajo del delantal—. ¡Y delante
de una buena mujer cristiana y sus
inocentes hijos! Oh, ya había oído
hablar de semejantes escenas entre las
gentes vagabundas, pero nunca pensé ver
el día…
—No haga caso, señora Grover —
dijo Florian.
—Ya se ha ido, Maud —anunció el
hombre de mediana edad que estaba
sentado junto a ella en el pescante del
furgón, y escupió jugo de tabaco por
encima de la rueda—. Puedes destaparte
la cabeza.
Florian explicó en tono solemne:
—Un caso que los médicos
castrenses llaman corazón de soldado…
un trastorno nervioso que se presenta
cuando un hombre ha servido mucho
tiempo en el frente.
—He oído decir que muchos de
nuestros soldados lo padecen —dijo el
señor Grover, comprensivo. No debería
usted haber autorizado ese disparo sin
avisar a este pobre hombre.
—Muy cierto, señor. Ahora, como
iba diciendo, ustedes llegarán a
Lynchburg esta tarde, antes que nosotros,
así que estaremos encantados de
recompensarlos a cambio de un favor.
El furgón de tabaco había llegado
por el camino desde el este y esperaba
que el circo se apartara para dejarlo
pasar. Florian ya se había enterado de
que los señores Grover y familia eran
refugiados que habían huido de
Lynchburg por temor a que pronto fuera
sitiado. Ahora que la guerra había
tocado a su fin, volvían a su casa. Su
furgón no llevaba tabaco, sino todos sus
enseres domésticos, incluyendo a
numerosos niños. Mientras la atención
general de los Grover se centraba en el
elefante y otros exotismos —y, por un
momento, en la contribución de Zachary
Edge al espectáculo—, Tiny Tim Trimm
y Magpie Maggie Hag se dedicaban a
escamotear con rapidez y discreción
todos los pequeños objetos que estaban
a su alcance en el carromato y que
pudieran ocultarse bajo las múltiples y
voluminosas enaguas de la gitana.
—Sólo llévense estos carteles y esta
pasta —dijo Florian, dándoselos a la
mujer—. Péguenlos donde puedan,
paredes, árboles, escaparates…
—No será nada indecente, ¿verdad?
—preguntó la señora Grover, mirando
con desaprobación los rollos de papel
que tenía en la falda—. Por el estilo de
ese soldado que acabamos de ver…
Florian se volvió para toser un momento
y luego dijo: —Señora, lea usted misma
el cartel.
Ella replicó, mojigata:
—Jamás leo nada que no sea el
Libro Sagrado. El reverendo Jonas nos
ordena que evitemos todo lo innecesario
o malsano.
—¿Evitaría usted la risa, señora?
¿La diversión?
—El reverendo Jonas dice que la
risa suele ser innecesaria y que la
diversión es sana muy pocas veces, así
que nunca leo nada excepto…
—Esto es un anuncio muy respetable
de nuestro espectáculo. Quizá me
permita usted leérselo.
Florian desenrolló una de las hojas
que le quedaban y empezó a leer, con
gestos apropiados, modulaciones
vocales desde piano a forte, pausas
efectistas y énfasis en las mayúsculas y
los subrayados.
—«¡EL FLORECIENTE FLORILEGIO
DE FLORIAN! ¡Circo, zoológico,
exposición educativa y congreso de
animales amaestrados!… ¡Aclamado
recientemente en el Niblo’s Garden de
la ciudad de Nueva York!…
¡Galardonado con Nuevos Laureles de
Éxito en las capitales de Europa y
Sudamérica!… ¡Se presentará aquí en
el Pabellón!… ¡MAÑANA!»
—¡Hurra! —gritaron todos los niños
Grover.
—«… Bajo los auspicios de una
dirección experta cuyo único objetivo ha
sido formar una COMPAÑÍA COMPLETA Y
MODERNA que comprende a la élite
masculina y femenina de la
equitación… y la crème de la crème de
artistas acróbatas y gimnastas, corifeos y
volatineros que desafían la gravedad de
la Tierra con sus asombrosas proezas de
agilidad…»
—¡Dios mío! —suspiró la señora
Grover.
—«… ¡Y también, el ZOOLÓGICO
MÁS GIGANTESCO de los tesoros de la
zoología jamás presentado ante un
público entendido, que incluye al león
africano devorador de hombres, “
MAXIMUS”, rey de las fieras,
amaestrado y dirigido por el temerario
capitán Hotspur… y “BRUTUS” EL
ELEFANTE, el auténtico Behemot de las
Sagradas Escrituras, capturado por su
actual cuidador, Abdullah el cazador
hindú, en las junglas de la remota Asia!
…»
—¿Es esto cierto? —preguntó el
señor Grover, mirando el elefante con
más admiración que hasta ahora.
—«… ¡¡¡Y todas las otras
atracciones únicas que componen este
CONJUNTO DE MARAVILLAS
MUNDIALMENTE FAMOSAS!!!»
Florian levantó la mirada y vio a
Edge a su lado, ya vestido y
contemplando la escena bajo unas cejas
arqueadas por el escepticismo.
—Bueno, ejem, sigue una larga
descripción de muchas más cosas, así
que no lo leeré todo. Escuchen, sin
embargo, esta parte: «Es muy cierto que
pocos de los establecimientos de viaje
son actualmente apropiados para la
visita de señoras y familias. Una
excepción laudable la constituye la
GRAN EXPOSICIÓN MORAL de Florian,
totalmente exenta de vistas, alusiones o
sonidos poco delicados y dedicada al
mantenimiento de la virtud y la piedad».
—Todo parece muy respetable dijo
la señora Grover. No entiendo por qué
gentes mundialmente famosas como
ustedes quieren actuar en el viejo y
mísero Lynchburg —observó el señor
Grover, escupiendo otra vez—. ¿Cuánto
cuesta?
Florian volvió a leer el cartel:
—«Pese al enorme gasto que supone
semejante ESPECTÁCULO DE
ESPLENDORES, el precio de la entrada
se ha fijado en la módica cifra de
veinticinco centavos; niños de menos de
doce años y sirvientes, sólo diez
centavos…»
—Olvídelo, mister —dijo el señor
Grover.
Florian se apresuró a sacar un
grueso lápiz de albañil, hizo unos
garabatos en un cartel y leyó la
enmienda:
—«O veinticinco dólares y diez
dólares en papel confederado. También
se acepta el pago en especie».
—¿Significa esto hortalizas?
—Cualquier producto o artículo
local.
—No hay gran cosa en Lynchburg,
excepto un poco de tabaco.
—Bueno, je, je, se lo crea o no, ese
Behemot disfruta masticándolo cuando
se le ofrece.
—¡Cómo! ¿El animal de las
Sagradas Escrituras mastica tabaco?
—Sí, lo aprendió de un profeta del
Antiguo Testamento. Pero a ustedes, los
Grover, no les costará absolutamente
nada ver nuestro espectáculo. Limítense
a pegar estos carteles hoy, y cuando se
presenten mañana en la gran carpa, les
entregaré personalmente, a ustedes y
cada uno de sus hermosos hijos, una
entrada gratis. Para las mejores
localidades.
—¡Hurra! —volvieron a gritar todos
los niños Grover.
—No sé si el reverendo Jonas
aprobaría que tuviéramos tratos con
gente del espectáculo —murmuró la
señora Grover—, pero supongo que no
podemos defraudar a los niños. Lo
haremos, mister.
Mientras tanto, Roozeboom y Yount
habían apartado a un lado todos los
vehículos del circo. El señor Grover
cloqueó a su caballo y el furgón de
tabaco cruzó con estruendo el puente
sobre el río Beaver.
Edge dijo a Florian:
—Nunca había oído una sarta de
mentiras como las que ha largado a esos
pobres infelices.
—¿Mentiras? Nada de eso. Sólo
algún que otro trivial adorno de la
verdad.
—Usted y sus carteles hacen que
este conjunto suene como algo soñado
por los césares para embellecer Roma.
—Edge se volvió a mirar con divertido
desdén la caravana ruinosa y sus
harapientos ocupantes—. ¿No estará
despertando en ellos esperanzas
exageradas? Cuando vean lo poco que
en realidad tiene para ofrecer, pueden
echarle de la ciudad a pedradas.
—No, muchacho —contestó Florian,
afable—. Aprenderá que la mayoría de
personas ven exactamente lo que
esperan ver. Si esto supone un engaño,
no es culpa mía. Acháquelo a las
deficiencias de la mentalidad humana en
general.
—¿Quieren desayunar, señor
Florian, señor Zachary?
La rubia hija de Sarah Coverley se
les acercó con dos platos de hojalata,
cada uno con un estrecho gajo de una
sustancia marrón.
—Vaya, gracias, Clover Lee —dijo
Florian Esto es una novedad deliciosa…
¡un desayuno! A propósito, ¿qué es?
Ella soltó una risita nerviosa.
—Ya sé que parece una cagarruta de
vaca, pero es pastel de boniato. Tiny
Tim lo ha robado del furgón de esa
gente. No es gran cosa, pero era lo único
comestible que había a su alcance. En
cualquier caso, Tim sólo lo quería por el
molde. Para su número.
—Mi felicitación al jefe de los
rateros. —Florian se volvió hacia Edge,
que miraba con avidez el plato—. Dele
las gracias, Zachary. Pero si le remuerde
la conciencia por comer pastel ajeno, se
lo puede comer otro.
—No, no —murmuró Edge—.
Gracias, Clover Lee.
Con dos dedos, se metió en la boca
el minúsculo y blando fragmento marrón.
—Que lo disfrute, señor Zachary —
dijo con vivacidad la muchacha, y en
seguida, con la misma vivacidad—: ¿Ha
disfrutado de mi madre?
A Edge se le atragantó el pastel.
—Claro que sí, querida —respondió
Florian—, cualquiera lo haría, no te
preocupes. Pero ahora vete. No
interrumpas nunca la conversación
adulta de tus mayores con ocurrencias
pueriles.
Ella se alejó y Edge dijo:
—Lamentaría oír a esa niña hacer
comentarios más adultos.
—Sí, bueno, un niño educado en un
circo tiene tendencia a la precocidad.
Monsieur Roulette, que le imparte
lecciones, intenta por todos los medios
inculcarle también buenos modales, pero
supongo que la mejor educación no
desanima la curiosidad natural de una
jovencita por cosas como el sexo y…
Con el fin de desviar la
conversación de aquel preciso tema,
Edge interrumpió:
—Veo que tampoco se desanima el
ladrocinio. Ese pastel era
probablemente el banquete de
bienvenida al hogar para toda esa
famiha de Lynchburg.
Florian hizo un gesto de
menosprecio.
—Por favor, Zachary. A veces
tenemos que saquear para vivir, igual
que su caballería. ¿Pretende que sus
hombres nunca escamotearon nada a los
civiles?
—No recuerdo que robásemos nada
a personas a quienes habíamos pedido
un favor.
—Ya ha oído a Clover Lee. Tim no
ha robado el pastel. Por casualidad iba
junto con el molde que necesitaba para
su número.
—¿Un molde de pastel para
trabajar?
—Será un accesorio, un artilugio,
una herramienta. Algo que empleará
para realzar su número.
—¿Cómo diablos puede un molde de
pastel…?
—No lo sé y no lo preguntaré. Ser
demasiado inquisitivo en estos casos se
considera una descortesía. Tendré que
esperar y ver qué hace Tim con el molde
en su espectáculo. Usted también podrá
verlo, si quiere, ya que tanto usted como
Obie siguen nuestro camino. De hecho,
me ha ofrecido amablemente su
percherón como caballo de tiro hasta
Lynchburg. ¿Nos ofrecerá usted también
el suyo, nos acompañará y verá nuestro
espectáculo? Serán nuestros invitados,
como es natural. ¿Trabajará su corcel
con un arnés?
—De mala gana, pero lo hará. En
otro tiempo Trueno arrastró cajones,
ambulancias… incluso, en una ocasión,
un carromato de cadáveres. Está bien,
puede engancharlo. Supongo que se lo
debo.
—¿A mí o a Madame Solitaire?
Edge le dirigió una mirada glacial y
dijo:
—Le debo a usted bebida, comida y
hospitalidad en general, señor Florian.
Tendría que preguntar a Sarah si
considera que le debo algo. O que se lo
pregunte su hija, ya que usted y la
chiquilla parecen compartir una natural
curiosidad juvenil por cosas semejantes.
Florian dio un paso atrás y levantó
las manos.
—Ya he sido merecidamente
reprendido. Ahora venga, querrá
supervisar el enjaezamiento de su
caballo por el capitán Hotspur.
Sin embargo, Roozeboom estaba
ocupado en otra cosa: despellejar y
descuartizar a un animal muerto. Le
ayudaba Magpie Maggie Hag, hasta el
extremo de sostener una palangana para
recoger la sangre.
Yount y Rouleau lo observaban.
Yount sujetaba al Hombre Salvaje, que
mugía, lloriqueaba y reía, al parecer
ansioso por echar una mano.
Edge vio el viejo rifle a un lado y
dijo:
—De modo que esto fue lo que me
despertó. Han matado a uno de los
asnos.
—No los necesitamos —respondió
Florian— ahora que tenemos el caballo
de Obie para arrastrar el carromato de
la carpa. Nosotros conduciremos al otro
asno. Y si su Trueno arrastra el furgón
de las jaulas, eximiremos unas horas a
Brutus de la tarea. El elefante habrá de
trabajar cuando lleguemos al
campamento. Intentamos no hacer
trabajar al elefante durante el camino, a
menos que sea absolutamente necesario.
Es el animal más valioso de toda la
caravana.
—Ese pequeño asno podía no ser
valioso, pero aún estaba sano —dijo
Edge—. Anoche, sin ir más lejos, nos
habló usted de la lealtad de estos
animales. Y esta mañana, cuando ya han
realizado su trabajo, usted se lo
agradece matando a uno de ellos.
Florian pareció contrito y, por una
vez, dio la impresión de no estar
actuando. De hecho, se encogió ante la
airada expresión de Edge y contempló
sus zapatos gastados sin decir nada. Fue
Jules Rouleau quien habló:
—Zachary, ami, no lo diría usted
nunca al verme ahora, pero yo también
fui en un tiempo un adalid de la
caballerosidad, de noblesse oblige, del
beau geste y todo eso. He tenido que
aprender la conveniencia y el
compromiso desde que me incorporé al
circo, especialmente en los últimos
años. Venga por aquí y permítame
enseñarle algo.
Condujo a Edge hasta el furgón de
barrotes como los de una cárcel. Se
trataba de una gran jaula sobre ruedas,
de uno por tres metros,
aproximadamente, compuesta de
barrotes de hierro verticales en los
costados y la parte trasera, que tenía una
puerta de acceso. La parte delantera era
un tabique de madera maciza entre el
asiento del conductor y la jaula y todo el
techo era de madera, con un pequeño
alero como protección contra el tiempo.
Edge miró hacia el interior y vio algo
parecido a una alfombra de piel clara,
arrugada y bastante roída por las
polillas.
—Éste es Maximus —dijo Rouleau
—, rey de los grandes gatos, su majestad
Maximus.
—¿Está enfermo?
—Es viejo. Y tiene hambre. Dígame,
Zachary. ¿Le ha llenado ese trozo de
pastel? ¿O todavía está hambriento?
—Diablos, sí. Estoy hambriento. He
tenido hambre durante la mayor parte de
los últimos cuatro años.
—Aussi moi-même. Sin embargo,
usted y yo somos jóvenes, así que es un
estado triste, pero no intolerable.
Sabemos que no moriremos de
inanición. En caso de apuro, pediremos
o robaremos. Pero suponga que es muy
viejo y débil, que está enjaulado y
depende de otros para que le alimenten.
Edge no dijo nada.
—Maximus depende de nosotros. Y
nosotros dependemos de él, porque vale
por tres o cuatro de nosotros como
atracción para la canaille. Ningún
Rubén que haya comprado una entrada
apreciará jamás debidamente cualquier
cosa que pueda hacer en la arena otro
ser humano, por muy espectacular que
sea, y en cambio mirará boquiabierto a
este pobre, triste y viejo león africano.
Así que dependemos de Maximus y todo
lo que él pide a cambio es que le
alimentemos cuando podamos.
—¿Qué le habrían dado de comer si
el asno hubiera sido imprescindible?
—Je ne sais quoi. Pero puedo
asegurarle una cosa. Si todo el resto de
nosotros hubiese estado sano y bien
alimentado y sólo el pequeño asno
hubiera tenido hambre, Florian se habría
cortado los propios cabellos y barba
para darle heno. Tal como están las
cosas, los menores deben ser
sacrificados por el bien general y
Maximus necesita carne
desesperadamente. Era innecesario
reprender a Florian. Ya se siente
bastante mal. Es un buen hombre de
circo, y todo buen hombre de circo es
sobre todo bondadoso con sus animales.
Del mismo modo que un buen carpintero
cuida bien sus herramientas. En este
caso, Florian ha sido bondadoso de la
única manera posible.
—No quería parecer una vieja
entrometida —dijo Edge—. Dios sabe
que el soldado de caballería no tiene
ideas sensibleras sobre los animales,
porque Dios sabe que el caballo es
probablemente el animal más estúpido
que existe. Pero el soldado de caballería
aprende a respetar al animal sano y
nunca lo maltrata. Esto no es
sentimentalismo de vieja y no soy
sentimental acerca de ninguna otra cosa
en el mundo.
Rouleau le miró de soslayo.
—Oh, el soldado de caballería ha de
parecer viril y rudo, naturalmente. Pero
no hará creer a Jules Fontaine Rouleau
que Zachary Edge no es sentimental
acerca de algunas cosas.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Esto, por lo menos. —Alargó la
mano y tocó la manga de Edge—. El
uniforme gris. La causa perdida.
—Oh, diablos —murmuró Edge—.
Hubo un tiempo en que creía que a los
bebés los traía la cigüeña. ¿Me va a
recordar eso también?
—Florian dijo que había llevado
uniforme durante casi veinte años. El
gris existe desde hace sólo unos cuatro.
—Pero Virginia ya existía ciento
cincuenta años antes de que existieran
los Estados Unidos de América. Muy
bien, soy virginiano y, sí, he cambiado
de chaqueta.
—Y no lo llama sentimentalismo.
—Llámelo como quiera. Ya me ha
pasado. La causa está perdida, tan
muerta ahora como el banjo de Sam
Sweeney. No pasaré el resto de mi vida
llorando por esto.
—No esté tan a la defensiva. No le
he acusado de ninguna debilidad poco
varonil. Como he dicho, yo también fui
una vez una persona sensible y
sentimental. El circo no es un lugar
cruel, pero sí exigente. Exige mucho de
todos nosotros. Me gustaría pensar que
todavía poseo sensibilidad. Sin
embargo, por el bien de la troupe, he
aprendido a dominar los sentimientos.
De cualquier clase. —Desvió la mirada
—. Ideas románticas, causas perdidas.
—¡Maximuus! —vociferó
Roozeboom, llegando con un pedazo de
carne roja y apestosa, que goteaba
sangre.
La alfombra de piel arrugada
reaccionó al nombre, o al olor de la
carne cruda, levantando un extremo que
resultó ser una cabeza inmensa de
melena húmeda y ojos lacrimosos.
Roozeboom preguntó, tentador:
—Was gibt es zum Festessen? ¡Ja,
ja! Fest-Esel! —Y sostuvo el pedazo de
carne entre dos barrotes de hierro.
—El capitán Hotspur ha hecho un
juego de palabras —aclaró Florian,
reuniéndose con ellos ante la jaula—.
Festessen significa comida de fiesta y
Esel significa asno. ¿Se ha fijado que ha
hablado al gato en alemán y no en
holandés?
—No sé distinguir la diferencia —
contestó Edge.
—Es una vieja tradición circense de
Europa. Sea cual sea la nacionalidad del
domador de gatos, se dirige y da
órdenes a sus animales en alemán.
Supongo que sobre todo porque la
lengua alemana parece estar hecha para
dar órdenes. Un domador ruso me
señaló una vez que necesitaría por lo
menos dos palabras rusas para dar a sus
tigres una orden que en alemán podía
darse con una sola… y muy de prisa. La
fracción de segundo de una sílaba puede
significar la vida o la muerte cuando se
trabaja con leones o tigres.
Maximus no saltó para atrapar la
carne; ni siquiera se levantó. Como
incapaz de creer a su domador o a su
propio olfato, levantó con lentitud la
punta de sus patas delanteras y se
arrastró fatigosamente hasta donde podía
lamer el bocado ofrecido con su vasta
lengua y después tocarlo con sus anchos
labios. Sin embargo, aquel primer
paladeo pareció revivirlo y animarlo
considerablemente. Frunció los labios,
enseñando una dentadura amarillenta y
roma, pero aún formidable en número, y
con un gruñido apagado empezó a
morder su comida con hambre y
agradecimiento.
—¿Por qué la vieja gitana recogía la
sangre? —preguntó Edge—. ¿Le sirve
para alguna de sus brujerías?
—No —respondió Florian—. Lo
hacía para el capitán Hotspur, que la usa
en su número.
—Lo olvidaba… No debería ser un
Rubén inquisitivo —dijo Edge—. Lo
siento. Le reconvine ahí fuera, señor
Florian. Un intruso no debe entrometerse
en cosas que no puede conocer a fondo.
—Sólo me preocupaba que se
retractara de la oferta de su caballo. Le
prometo que no alimentaremos con él a
los animales.
—Vamos a engancharlo, y también a
los otros, y después partiremos hacia
Lynchburg. Quiero ver su espectáculo.

El camino desde el río Beaver era


agradable y, ahora, seco. La región era
una de las pocas en Virginia donde no se
había luchado durante la guerra, así que,
exceptuando muchos campos en
barbecho por falta de labradores, no se
veía destrucción. El camino seguía el
curso del ancho río James, marrón y de
corriente rápida, bordeado de precoces
flores silvestres y sombreado por sauces
y sicomoros que estrenaban su follaje de
primavera, de un verde brillante.
Cuando estuvieron a pocos kilómetros
de Lynchburg, el camino de tierra
apisonada pasó a ser una carretera de
rollizos transversales.
Ahora se veía más gente. En el
camino, en los campos, en los porches
de las casas, en torno a posadas y
tiendas, la población abandonaba sus
ocupaciones para mirar fijamente y con
un asombro quizá mayor del que habrían
demostrado si los carromatos hubiesen
llevado al diablo Grant o al vándalo
Hunter o a cualquier otro de los
conquistadores yanquis. La mayor parte
de la gente debía de haber visto con
anterioridad circos ambulantes, pero no
en los últimos años.
Y, como había observado Yount, un
circo no podía ser una de las primeras
cosas que esperasen ver llegar de la
dirección donde acababa de haber
guerra, devastación y desesperación. De
hecho, el circo parecía no haber oído
hablar nunca de la guerra: los caballos
iban al paso, los carromatos avanzaban
con lentitud y sus conductores tenían un
aspecto perezoso y despreocupado.
Como siempre, el carruaje abierto
encabezaba la caravana, tirado por el
caballo blanco del espectáculo. Florian
llevaba un sombrero de copa de seda, no
muy deteriorado, y el resto de su
elegante atuendo no revelaba su
decrepitud desde cierta distancia. A su
lado viajaba un soldado confederado
con uniforme de gala gris que tampoco
proclamaba su edad a los espectadores
ni el hecho de que era el único uniforme
de Edge. Las cortinas del carruaje
estaban enrolladas, descubriendo su
interior, y sus dos bonitas ocupantes,
cuyos cabellos rubios brillaban al sol,
se asomaban con frecuencia para saludar
con la mano a los mirones.
La calva de Ignatz Roozeboom tenía
casi el mismo brillo. Conducía el
segundo furgón, con el Hombre Salvaje
a su lado, envuelto en chales para
ocultar su carácter único a los
espectadores que no pagaban. Era el
furgón de las jaulas, tirado por el
hermoso Trueno amarillento de Edge,
que no cesaba de resoplar y estornudar a
causa del olor a amoníaco de Maximus,
tan cerca de él a sus espaldas. Dentro de
su jaula, el león estaba en su posición
favorita —y única—, o sea, echado.
Los tres carromatos siguientes eran
los furgones cerrados, que escondían las
maravillas de su interior pero que
estaban pintados. Y el sol de abril se
detenía en los colores que aún les
quedaban y los hacía brillar y
provocaba un centelleo de las letras
doradas que proclamaban el nombre y la
cualidad del Florilegio. Uno era el
furgón de los decorados, tirado por el
flaco caballo de tiro y conducido por
Jules Rouleau, que no era una vista
llamativa, vestido como iba con un
mono corriente. Le seguía el furgón de la
carpa, conducido por Yount porque su
gran Relámpago iba entre las varas, y
sujeto a él por una rienda, el asno
restante. Después venía lo que Florian
había llamado el furgón del museo,
tirado por el otro caballo del circo, el
tordo, y conducido por Tim Trimm. La
baja estatura de éste no resultaba muy
aparente para los espectadores desde su
alto asiento, en especial porque a su
lado iba sentada una figura oscura
todavía más pequeña: Magpie Maggie
Hag, encapuchada, envuelta en su capa,
encogida y misteriosa.
Pero si la parte de carromatos de la
caravana no era demasiado espectacular,
la última parte compensaba de ello,
porque la componía el elefante, que
avanzaba majestuosamente. Peggy iba
cubierta por una gran manta de
terciopelo escarlata que, al brillar al
sol, disimulaba su tosquedad. Con el
magnífico animal, a veces caminando a
su lado y otras encaramado en su alto
cuello, iba el negro de aspecto muy
extranjero, con su túnica y su turbante.
Su rostro tenía una expresión severa y
resuelta, como si fuera el auténtico
Aníbal y esta tierra baja suavemente
ondulada de Virginia fuese de hecho un
paso escarpado entre los elevados
Alpes, y su elefante, sólo uno entre
centenares, y el adormilado Lynchburg,
una Capua aprensiva y temerosa.
Aunque Florian conducía la
caravana a un paso lento, llegaron a las
afueras de Lynchburg antes de anochecer
y decidió no adentrarse mucho en la
ciudad. Los cultivadores de tabaco de
hojas oscuras que la habían construido
para que fuera el centro de su mercado
de subastas la habían asentado de forma
muy decorativa sobre un grupo de
colinas pequeñas pero empinadas. Esto
hacía que sus calles empedradas no
resultaran tan bonitas para los carreteros
y animales de tiro de los furgones de
tabaco que tenían que subir y bajar por
ellas. Sin embargo, la ciudad pareció
bien a la gente del circo cuando entraron
en ella por la Campbell Court House
Road porque la familia Grover que les
había precedido había cumplido su
promesa: los carteles amarillos,
impresos en negro, del Florilegio eran
visibles en postes, árboles y paredes de
los edificios.
—¿Hizo imprimir todos esos
carteles en Wilmington? —preguntó
Edge.
—No —respondió Florian—, ya
tenía una buena provisión de ellos antes
de venir al sur. Por esto describen una
serie de números y atracciones que ya
no tenemos. Sin embargo, lo hacen con
tanta grandilocuencia, que no me decido
a eliminarlos.
La caravana rodeó Diamond Hill y
siguió por los suburbios de la ciudad
hasta que llegó a un distrito de vías
férreas y almacenes próximo al río.
Cuando Florian vio un solar vacío muy
espacioso en una calle, entró en él con
el carruaje. El resto de la caravana le
siguió, de la calle empedrada a las
malas hierbas. Entre el fondo del solar y
las márgenes del río había varios
tinglados ruinosos rodeados de vías
cubiertas de herrumbre donde
descansaban vagones de carga y de
plataforma abandonados hacía tiempo.
Durante el año pasado o quizá más, a
medida que cambiaban los avatares de
la guerra y las líneas del frente, el
ferrocarril de South Side había dejado
de tener mercancías que transportar o
resultaba imposible transportarlas, a
través de los bloqueos, a donde podrían
haber sido de utilidad y provecho. No
obstante, esta vecindad aún olía, débil
pero claramente, a humo de locomotora
y a calderas de hierro calentadas por el
vapor.
Cuando Florian detuvo el carruaje y
el caballo empezó a buscar
inmediatamente algo comestible entre
las malas hierbas, Edge preguntó:
—¿No pedirá la autorización de
nadie para instalarse aquí?
—Si este mísero solar tiene
propietario, no tardará en aparecer. O
las autoridades municipales enviarán a
un policía para exigir un alquiler. Pero
en estos tiempos, unas cuantas entradas
gratis suelen ser suficientes. —Alargó a
Edge las riendas del carruaje, diciendo
—: Mantenga el carruaje aquí, fuera del
paso.
Saltó con agilidad del asiento,
guardó debajo de él su sombrero de
seda y su levita y empezó a recorrer el
solar de un extremo a otro, agachándose
de vez en cuando con la cabeza ladeada
para examinar las irregularidades del
terreno. Luego arrancó un puñado de
hierbas para dejar un espacio limpio y
gritó:
—¡Chanclo, aquí! —Dio una docena
de pasos largos hacia el fondo del solar
y gritó—: ¡Patio trasero! —Luego
volvió al lado del solar que daba a la
calle y gritó—: ¡Puerta principal! —
Caminó varios pasos y volvió a gritar
—: ¡Furgón rojo!
Los demás miembros de la compañía
se habían puesto en movimiento al
mismo tiempo que Florian y con la
misma determinación. Era una escena de
confusión, pero una confusión
organizada. Sarah y Clover Lee se
apearon del carruaje cargadas con cazos
y sartenes.
Roozeboom dio las riendas del
furgón de las jaulas al Hombre Salvaje y
se apeó, llevando en las manos algo
voluminoso. Se hallaba en el sitio justo
cuando Florian gritó «¡Chanclo, aquí!»,
y lo dejó caer en el lugar indicado. Por
lo que Edge pudo ver, no era ninguna
clase de zapato, sino un trozo de leño,
grande y grueso, del que sobresalía un
clavo largo hasta la altura de la rodilla.
Roozeboom volvió al furgón de las
jaulas y lo llevó al lugar donde Florian
había gritado «¡Puerta principal!».
Mientras tanto, Jules Rouleau llevaba el
furgón de los decorados más allá del
trozo de leño y lo detuvo a buena
distancia de él, donde Florian había
gritado «¡Patio trasero!». Hannibal
Tyree había despojado a Peggy del
inmenso manto rojo y lo doblaba
cuidadosamente para guardarlo. Cuando
Florian gritó «¡Furgón rojo!», Tim
Trimm detuvo allí mismo el furgón del
museo.
El Hombre Salvaje se apeó entonces
del asiento del carromato de las jaulas y
empezó a bajar una especie de cortinas
de lona que colgaban del fondo de la
jaula hasta el suelo alrededor de todo el
vehículo.
Hannibal había sacado de alguna
parte una pesada correa de piel y
rodeaba con ella el grueso cuello de
Peggy. Magpie Maggie Hag se apeó del
furgón museo, cuya parte posterior daba
a la calle, desde donde era de suponer
que se acercarían los clientes del circo.
Abrió las dos puertas, descubriendo una
especie de taquilla tras la cual podía
sentarse el vendedor de entradas.
Hannibal, Trimm, Rouleau y
Roozeboom convergieron en el furgón
de la carpa, que Yount había detenido a
cierta distancia de la calle.
Descorrieron los cerrojos de la
puerta y empezaron a sacar todo el
equipo apiñado en su interior: rollos de
lona, diversos objetos de metal, una gran
cantidad de cuerda, numerosas poleas y
tres postes largos, gruesos y
redondeados, todos pintados de rojo con
una estrecha franja azul a media altura,
que marcaba el punto de equilibrio por
donde debía agarrarse el pesado poste
para llevarlo con el máximo de
comodidad.
Edge estuvo a punto de unirse a los
trabajadores para echarles una mano,
pero era un veterano de muchas
acampadas y construcciones de reductos
y había visto muy a menudo que los
torpes esfuerzos de un recluta nuevo no
hacían más que dificultar el duro trabajo
de los profesionales expertos. Además,
cuando Roozeboom vociferó algo
parecido a «¡Sacad de en medio los
palos!», o Hannibal gritó «¡Ahí va el
arco!», Edge no tenía idea de si se
trataba de una jerga circense que no
podía conocer o de sus acentos nativos
que no podía descifrar, así que optó por
quedarse donde estaba y contemplarlo
todo.
Hannibal arrastró un pesado aro de
hierro, del diámetro de una rueda de
carromato, y lo puso en el suelo de
modo que rodeara el objeto llamado
chanclo. Trimm, Rouleau y Roozeboom
llevaron cada uno un palo pintado de
rojo y los dejaron allí cerca, extremo
contra extremo, mientras Hannibal
corría de nuevo al furgón de la carpa a
buscar dos cilindros de metal abiertos
por los extremos. Los hombres los
encajaron como mangas en los postes
para formar un poste único, o mástil, de
unos doce metros de longitud, que tenía
el diámetro de una cintura en un extremo
y el de un muslo en el otro. En el
extremo grueso era visible un agujero
que atravesaba el interior del poste.
Ahora Hannibal fue a buscar al
elefante mientras los demás aseguraban
poleas a ambos extremos del largo poste
y pasaban varias vueltas de cuerdas
entre ellas. Desenrollaron otra cuerda,
que terminaba en un gran garfio de metal
y que Hannibal pasó por el collar del
elefante.
—¡Adelante, Peggy! —gritó
Hannibal, y el elefante empezó a
alejarse muy despacio del grupo de
hombres mientras éstos aguantaban el
extremo grueso del poste.
A medida que los tirones de Peggy
levantaban del suelo el extremo más
delgado del poste, los hombres alzaban
el extremo grueso hasta que el agujero
practicado en él coincidió con la punta
del pesado clavo del chanclo. El
elefante siguió tirando de la cuerda y el
poste se elevó, haciendo chirriar todas
las cuerdas y poleas, hasta que estuvo en
posición vertical, con el extremo
inferior hundido firmemente en toda la
longitud del clavo. Hannibal gritó:
—¡Alto, Peggy!
Y el elefante se detuvo, tirando para
mantener tensa la cuerda y el mástil en
posición vertical. Edge pudo ver ahora
la función del chanclo. El alto poste
podría haberse clavado directamente en
el suelo, pero si éste estaba blando —y
un chubasco repentino podía ablandarlo
—, el poste se habría hundido por falta
de la base ancha proporcionada por el
chanclo.
Mientras los otros hombres se
encargaban del poste, Florian abría a
puntapiés los paquetes de lona que,
extendidos, formaban enormes
triángulos. En otra parte, Yount ayudaba
a Sarah a encender una hoguera con
varios tallos secos y Clover Lee y
Magpie Maggie Hag se movían de un
lado a otro, inclinadas, buscando al
parecer algo más combustible. El único
de la compañía que no estaba a la vista
era el Hombre Salvaje. El elefante se
mantenía inmóvil, y en el furgón de las
jaulas, incluso el león Maximus parecía
haber salido ligeramente de su habitual
estado comatoso. Edge podía oír su
rugido sordo, acompañado de chirridos
metálicos, como si el león luchara
contra las cadenas de hierro.
Cuando los trabajadores
consideraron que el alto poste ya estaba
firme y que las cuerdas de las poleas no
se habían enredado, iniciaron la
siguiente tarea. Trimm y Hannibal se
reunieron con Florian y entre los tres
pusieron de lado los inmensos triángulos
de lona sobre la hierba del solar, de
modo que rodeasen el chanclo como
tajadas de pastel.
Entonces los hombres llevaron
rollos de cuerda delgada y, pasándola
por los ojales de metal que había en los
bordes de la lona, empezaron a juntar
los triángulos como si cubrieran el
pastel de malas hierbas con una corteza
sin fisuras. Entretanto, Rouleau y
Roozeboom hacían incesantes viajes al
furgón de la carpa y traían consigo
postes más pequeños —pintados de
azul, sólo del grueso de un brazo, de
unos tres metros de altura, cada uno con
una corta escarpia de hierro en un
extremo—, que colocaban como si
fueran rayos en torno al perímetro de la
lona extendida en el suelo.
Cuando todas las partes de lona
estuvieron atadas en círculo, quedó un
agujero en el centro del mismo tamaño
que el aro de hierro que aún yacía en la
base del mástil. La lona tenía más ojales
en torno a aquel agujero, que los
hombres usaron para sujetarla al aro y a
continuación fijaron éste a las cuerdas
de las poleas del mástil. Los hombres
salieron de la lona, andando con
cuidado para pisar sólo las partes
atadas. Hannibal cogió el extremo de
otra cuerda, que pasaba por debajo de la
lona, procedente de las poleas de la
base del mástil, y la ató también al
collar de cuero de Peggy.
Florian y Roozeboom levantaron el
borde exterior de la lona, poco a poco,
de modo que Rouleau y Trimm pudieran
coger los postes azules, insertar sus
extremos provistos de sendas escarpias
en otros ojales del borde de la lona y
luego enderezarlos entre la lona y el
suelo. Cuando los hombres hubieron
dado toda la vuelta a la lona, ya no
parecía la corteza de un pastel, sino que
colgaba como un platillo blando y
arrugado, con la cara interior en la base
del poste central y el borde sostenido a
unos tres metros y medio del suelo por
el círculo de postes exteriores.
Mientras Florian daba un repaso al
resultado, los otros hicieron más viajes
al furgón de la carpa para coger estacas
de madera sin pintar, de poco más de un
metro cada una, con una punta afilada y
la otra roma y aboquillada. También
cogieron tres pesadas almádenas y
entonces hicieron gala de un virtuosismo
que Edge nunca hubiera imaginado ver
dentro del pabellón.
Trimm sostuvo en vertical una de las
estacas, a unos dos metros y medio del
poste azul más cercano, y Roozeboom la
golpeó con la almádena para hundirla en
el suelo. A continuación, él, Rouleau y
Hannibal empuñaron a la vez sus
almádenas respectivas, y empezaron a
descargarlas repetidamente y con tal
rapidez, que ofrecían una imagen
borrosa, todos golpeando la misma
estaca, pero con una sincronización tan
perfecta que los golpes sonaban como
los disparos de una ametralladora y la
estaca se hundía en la tierra como en
mantequilla, hasta que sólo sobresalió
unos treinta centímetros del suelo. Los
hombres dieron la vuelta a la tienda,
clavando una estaca tras otra, una para
cada poste azul, con un ritmo inalterable
y golpes que nunca fallaban ni chocaban
con otra almádena. Florian los seguía
con más trozos de cuerda, cada uno con
una lazada en un extremo. Lanzaba el
lazo sobre la escarpia de las estacas de
soporte, que asomaba por encima de la
lona, sujetaba la cuerda a la escarpia del
suelo, la aseguraba con el sencillo pero
fiable nudo de vuelta redonda y cote y
pasaba al siguiente poste y estaca para
hacer lo mismo.
Cuando estuvo terminada esta fase
del trabajo, el resultado tenía menos
aspecto de platillo que de araña: el
cuerpo de lona se había extendido entre
los postes laterales, parecidos a patas,
cada uno con un hilo de telaraña que
llegaba hasta el suelo. Florian volvió a
dar un repaso general y luego todos se
congregaron en torno al elefante.
Hannibal desató del cuello de cuero la
cuerda con que Peggy había levantado
el poste central y los hombres la
cogieron para afirmar dicho poste.
Hannibal volvió a gritar:
—¡Adelante!
Y el animal echó a andar de nuevo
lentamente, tirando sólo de la cuerda
que estaba debajo de la lona. Las
numerosas poleas del poste chirriaron y
sus cuerdas resonaron y vibraron, y el
aro de hierro ascendió con lentitud por
encima del borde levantado de la lona,
arrastrando consigo el centro y todo el
peso de esta última. Cuando el aro tocó
la polea superior del poste, Roozeboom
gritó:
—Ja, klonkie!
Y Hannibal ordenó al instante, para
detener al animal:
—¡Alto, Peggy!
Y ahora la lona había dejado de
parecer una araña o un platillo o una
corteza de pastel. Era un techo de tienda
bien redondo, puntiagudo en el centro,
de tono pardo grisáceo y unos veintiún
metros de diámetro, cuya punta se
levantaba a casi once metros del suelo y
cuya superficie inclinada se rizaba y
ondeaba suavemente bajo la brisa de la
tarde.
—C’est bon —dijo Rouleau—. Está
bien, ahora a sujetar el aro de soporte.
Fue Tim Trimm quien obedeció, sin
duda porque era el que pesaba menos.
Se encaramó por uno de los postes
laterales hasta el techo de la lona y
entonces subió corriendo por la
pendiente a lo largo de una de las
costuras atadas. Ya en la punta, anudó
varias veces las cuerdas en torno al aro
de hierro —el «aro de soporte», decidió
Edge— y al extremo del poste y las
poleas, para asegurarlo todo allí arriba.
Entonces se limitó a soltarse, bajó
deslizándose por la lona, profiriendo
gritos de excitación, y cayó por el
borde, donde fue recogido limpiamente
por los robustos brazos de Roozeboom.
La conversión de la carpa en una
forma reconocible fue saludada por
vítores y aplausos. Edge se volvió y vio
que unos veinte habitantes de Lynchburg
se habían congregado en la calle,
delante del solar. La mayoría eran niños,
casi todos negros, pero también había
algunos hombres de edad avanzada.
Florian se apresuró a aprovechar la
ocasión de tener un auditorio y los
interpeló:
—¡Bien venidos a la gran carpa! ¡Y
gracias, caballeros y niños, por vuestra
amable recepción! —Habló aparte a
Rouleau—: Continúa con las paredes
laterales, pero como pronto anochecerá,
dejaremos la pista y los asientos para
mañana. —Volvió a levantar la voz para
dirigirse a los espectadores—: ¡Mañana
habrá representación, buena gente! —
Mientras decía esto, se dirigió al
carruaje abierto, donde se puso la levita
y sombrero de copa y cogió uno de los
carteles enrollados del circo—. ¡Sí,
señores! ¡Anímense, vengan todos! —
Debidamente vestido, se acercó al
pequeño grupo, hablando en voz alta
pero en tono confidencial—.
¡Representación mañana a las dos! Sin
embargo, como es evidente que son
ustedes buenas personas y las más
amantes del circo en esta bella ciudad,
corresponderemos a su buena voluntad
con un poco de la nuestra. —Los niños
miraban con los ojos muy abiertos, los
hombres parecían interesados, pero
suspicaces—. Mañana, a la hora del
espectáculo, habrá seguramente
empujones para obtener los mejores
asientos, pero como ustedes han sido los
primeros en darnos la bienvenida, ¡no
sólo les permitiremos reservar ahora
mismo sus asientos, sino que se los
ofreceremos a mitad de precio!
Los hombres y niños, graves y
confusos, se apartaron un poco de él.
Florian desenrolló el cartel, sacó un
lápiz de un bolsillo y, con gesto
ampuloso, escribió algo en la parte
inferior.
—¡Contemple esto, amigo! —
exclamó, acercando el cartel a la cara
del hombre blanco más cercano—. ¿Ve
cuál es el precio normal? ¡Pues vea que
lo he reducido exactamente a la mitad!
—No sé leer, mister —murmuró el
hombre.
—¡Bueno! ¡Como bien dice, señor,
es una oferta increíble! En vez del
precio habitual de dos monedas para
ustedes, caballeros, y sólo diez centavos
para vosotros, peques… en vez de esto,
he reducido los precios a doce centavos
y medio y cinco centavos
respectivamente. Sólo tienen que
acercarse al carromato de la taquilla —
señaló el furgón del museo, donde
Magpie Maggie Hag había aparecido
por arte de magia tras el mostrador— y
nuestra cajera jefe tendrá mucho gusto
en venderles entradas a ustedes,
caballeros, por sólo una moneda, ¡y a
los niños y personas de color por sólo
cinco peniques!
Más gravedad y confusión y rumor
de pies.
—¡O el equivalente en billetes
confederados! —Más rumor de pies—.
¡También se acepta el pago en especie!
Los hombres intercambiaron miradas
sombrías y los niños hicieron lo mismo.
Edge movió la cabeza, comprensivo, y
fue hacia donde se seguía trabajando en
la carpa. Hannibal estaba en su interior,
junto al poste central, metiendo en
calzas los extremos de las cuerdas que
habían levantado el poste y el techo.
Roozeboom hacía la ronda por fuera,
comprobando las cuerdas que iban del
techo a las estacas, ya estirando ya
aflojando alguna de ellas para que la
tensión estuviera repartida por igual y
haciendo luego medio nudo extra en
cada cuerda y recogiendo con cuidado el
extremo suelto para que no hiciera
tropezar a nadie. Trimm y Rouleau
enrollaban más lona, trozos de tres
metros y medio que colgaron de los
aleros del techo y clavaron al suelo.
Peggy, la elefanta, dispensada del
trabajo, arrancaba ociosamente con la
trompa puñados de malas hierbas y se
las llevaba a la boca, escupiéndolas
después casi todas y comiendo algunas
sin gran entusiasmo.
—¡Ya han visto al poderoso
paquidermo levantar la gran carpa! —
arengó de nuevo Florian a los
espectadores, ahora con una voz casi
insinuante—. ¡Vengan mañana a verlo
actuar, a ver a Brutus, el más grande
animal que respira, hacer cosas
inimaginables, prodigios de fuerza a las
órdenes de su auténtico amo hindú!
Cuando los trozos de lona estuvieron
colgados y clavados, formaron una
pared en torno a la carpa, excepto en
dos lugares. En el lado más alejado de
la calle se dejó una abertura —para que
los artistas entraran y salieran, supuso
Edge— y al fondo, en el «patio trasero»,
se aparcó el furgón del equipaje. En el
lado opuesto, en la pared más cercana,
estaba la «puerta principal», por la que
entraría el público tras haberse detenido
a pagar en la taquilla y también ante el
carromato de las jaulas para admirar al
león.
—¡El rey de los grandes gatos, su
majestad Maximus! —gritó Florian—.
¡Pueden oírlo, amigos, exigiendo a
rugidos carne humana cruda, la única
carne que Maximus condesciende a
comer! ¡Vengan mañana a ver al
temerario capitán Hotspur entrar en el
interior de la jaula para intentar
apaciguar a tan sanguinaria fiera!
Edge vio que Yount desenganchaba a
Relámpago y al pequeño asno, mientras
Hannibal hacía lo mismo detrás de la
carpa con el otro caballo de tiro.
Entonces Edge bajó del carruaje y fue a
desenganchar a Trueno del furgón de las
jaulas. Antes se detuvo a mirar hacia la
calle cuando oyó gritar a Florian, en
tono persuasivo:
—Eso es, señor. Acérquese a la
taquilla. Tú también, muchacho. —
Levantó la voz para interpelar—:
¡Señora contable, tenga la bondad de dar
entradas a nuestros dos primeros
espectadores y asegúrese de que son los
mejores asientos del circo!
Edge sonrió, un poco sorprendido.
El caso era que un anciano canoso y un
chico pelirrojo, ambos vestidos con
viejos monos y de aspecto tímido pero
radiante, entraban en el solar en
dirección al carromato.
Los otros hombres y niños los
miraban con envidia y varios
rebuscaban en sus bolsillos. Edge siguió
hasta el furgón de las jaulas para atender
a Trueno y tuvo otra sorpresa.
Su majestad Maximus no
demostraba más vivacidad de la que
Edge viera antes en el animal. Estaba
acostado de lado, con los ojos cerrados,
y sólo movía las costillas al ritmo de sus
suaves ronquidos. El ruido de los
grilletes de hierro y los rugidos
sanguinarios procedían de debajo de la
jaula. Edge se agachó y levantó la lona
que hacía las veces de cortina bajo la
base del carromato. En el espacio de
debajo estaba en cuclillas el Hombre
Salvaje, sacudiendo con diligencia un
trozo de cadena oxidada y profiriendo
sonidos vocales parecidos a los que
solía proferir normalmente, pero con la
cabeza invisible dentro de un cubo de
zinc que amplificaba dichos sonidos y
les prestaba un acento más o menos
feroz y leonino.
—Es su único talento verdadero —
observó Florian, acercándose. Se estaba
secando la frente húmeda con el
pañuelo, pues su exhortación a los
curiosos había sido el trabajo más duro
que había hecho en toda la tarde—. Y el
pobre idiota lo hace encantado, así que
no ponga esta cara de desaprobación.
—Juro… —dijo en voz baja Edge,
meneando la cabeza. Dejó caer la lona y
se enderezó—. Veo que ha vendido
algunas entradas.
—Ay, sólo dos. Los otros mirones
eran las habituales pulgas del barrio.
—¿Con qué le han pagado esos dos?
—Edge empezó a desguarnecer a
Trueno.
—El anciano caballero llevaba un
gran fajo de dólares rebeldes y ha dado
trece billetes, diciendo que los había
ahorrado para su funeral, pero que
prefería ir al circo que a un entierro. El
chico acababa de llegar del río. Volvía a
su casa con esto, pero ha decidido
cambiarlo. —Florian levantó un cordel
del que pendía un pescado de tamaño
mediano—. Ha vuelto al río para ver si
podía pescar otro antes de la cena.
—¿Un pescado? ¿Qué va a hacer
usted con un pescado?
—¡Comerlo, hombre! ¿Creía que le
haría montar un número? —Florian soltó
una carcajada—. Le aseguro, sin
embargo, que una vez lo hice… con
pavos bailadores.
—Pavos bailadores —repitió Edge.
—Adquirimos, ejem, una pequeña
bandada y nos los llevamos vivos como
provisiones, podríamos decir. Pero
mientras duraron, los presentamos como
pavos bailadores.
—Pavos bailadores.
—Ponga a cualquier pavo sobre una
superficie candente y verá.
Edge volvió a menear la cabeza
mientras seguía quitando los arneses a
Trueno y luego dijo:
—¿De modo que por unos billetes
confederados sin valor y un siluro ha
dado a esa gente los dos mejores
asientos del circo?
—Bueno, son sólo dos. Ahora,
venga. La bandera está izada… o lo
estaría si tuviéramos una cocina donde
izarla. Echaremos este siluro a la sopa
de ortigas y tendremos una deliciosa…
—¿Sopa de ortigas?
—La vieja Mag es muy hábil para
vivir de la tierra. Ha estado recogiendo
los ingredientes mientras montábamos la
carpa. Ortigas y ceborrinchas. No es una
sopa mala, ya verá. Y aún será mejor
con un poco de carne de pescado.
Edge le miró fijamente.
—Su gente no ha comido un solo
bocado desde el pastel de boniato de
esta mañana. Y fue un solo bocado. Han
viajado todo el santo día y ahora han
trabajado como negros. ¿Y va a darles
ortigas y jugo de pescado?
—Comemos lo que tenemos —
respondió Florian—. La carne del asno
hay que guardarla para el león.
—Juro —volvió a decir Edge— que
no creo haber visto en toda mi vida un
grupo tan miserable. He conocido a la
milicia mexicana y a los texanos del
Gran Arbusto y he oído toda clase de
chistes sobre la lastimosa caballería
Oneida de los yanquis, ¡pero que me
maten si ustedes no superan a todos en la
más pura miseria, de un día para otro,
incluido el domingo, si Dios no lo
remedia!
—Está usted agotado —dijo Florian,
bondadoso—. De hambre, sin duda. Ate
su caballo allí, con Bola de Nieve y
Burbujas, y vamos a cenar.
Cuando se reunieron con los demás
alrededor del fuego, Florian fue a dar el
pescado a Magpie Maggie Hag. Yount
saludó a Edge con entusiasmo.
—¿Has visto cómo han levantado
esta tienda monstruo, Zack? ¿Verdad que
ha sido un trabajo fantástico?
Edge gruñó.
—Has visto en muchas ocasiones a
las reservas hacer maniobras en tiempo
de paz igual de bonitas, difíciles e
importantes, Obie. ¿Y para qué les
servía tanto trabajo?
—Zachary, por tus palabras, no
pareces considerarnos mucho —dijo
Sarah Coverley, dirigiéndole una sonrisa
traviesa—. Con tanto que me he
esforzado para causar una buena
impresión.
—¡Madre! —exclamó Clover Lee,
como escandalizada, pero riendo.
Edge dijo que sólo intentaba
conservar un vestigio de sentido común,
algo que no parecía abundar mucho a su
alrededor.
—Ayer, vuestro señor Florian se
describió a sí mismo como un cínico
consumado. Nunca he oído a un hombre
interpretar tan mal su propio carácter.
He tratado de decidir si es el mayor
optimista del mundo o el más idiota de
los charlatanes.
Sarah replicó con mucha
brusquedad:
—Muchos sabelotodos se han
negado a creer que Florian llegara a
hacer lo que se proponía y él los ha
sorprendido una y otra vez. Es cierto
que esta noche cenaremos agua sucia —
dijo en tono airado mientras repartía
tazones de hojalata entre los miembros
del grupo—, pero si Florian dice que un
día cenaremos caviar y champaña, no te
rías ni te burles. La expresión de
nuestros rostros se anticipará al caviar
y al champaña.
Había los tazones justos para la
compañía y dio a Edge y Yount tazones
de loza barata. Al verlo, Tim Trimm
hizo una mueca y advirtió con mal
humor:
—Más vale que tengáis cuidado con
esa vajilla, pordioseros. Son accesorios
de mi número. ¡Pobres de vosotros si
rompéis uno!
—¡Ja! ¡Cuando Tim se enfada,
muerde! —exclamó Roozeboom con una
estentórea carcajada.
—Hombrecito —dijo Yount—, eres
un mocoso mezquino.
Tim le dirigió una mirada furibunda
y se acercó al fuego, quizá para
provocar la ebullición de la olla.
Rouleau dijo a Yount:
—No te dejes engañar por los
defectos de su personalidad. En la pista,
ante un auditorio, Tim es un joey
aceptable.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué es un joey?
—Un payaso, en jerga circense.
—Ah —dijo Yount, exhibiendo con
orgullo su erudición—, supongo que el
nombre viene del Libro de chistes de
Joe Miller. Nuestro capellán tenía un
ejemplar para animar un poco sus
sermones. Rouleau se echó a reír y
contestó:
—Es una buena idea, pero no. Viene
de Joe Grimaldi, el primer payaso (o,
por lo menos, el primero que se hizo
famoso) de Inglaterra, hace unos
cincuenta años.
Magpie Maggie Hag estaba
desmenuzando el siluro sin piel sobre la
olla de hierro, así que la deplorable
cena aún no estaba lista del todo, y —
como era la primera vez que Edge
estaba reunido con toda la compañía y
en su proximidad— se dio cuenta
súbitamente de que todos olían a
suciedad, igual que un grupo de
soldados. Por lo menos él se había
sumergido en agua fría y afeitado la
noche pasada, aunque su uniforme y ropa
interior contribuían sin duda al mal olor
general.
Sea como fuere, dejó con cuidado el
tazón y caminó hacia un espacio de aire
más puro. Salió del solar y cruzó la
calle adoquinada para mirar de cerca
uno de los carteles del Florilegio
pegado a un poste de telégrafos.
El papel era papel de periódico
corriente, color de ante, densamente
cubierto por una mezcla de diferentes
tamaños y estilos de letra, desde las
audaces y pomposas negras hasta las
menudas y elegantes.
Entre la aglomeración de palabras
había borrosos grabados en boj.
Algunos mostraban monos y
elefantes mal dibujados y animales
improbables, como unicornios y sirenas.
Otros representaban sucesos
improbables: un caballero en
calzoncillos rayados luchando
desarmado con un fiero montón de
leones y tigres y una muchacha delicada
manteniéndose en equilibrio con un dedo
del pie sobre el lomo de un caballo en
fantástica levitación sobre el suelo, con
las cuatro patas extendidas. El texto era
igualmente improbable y describía a
artistas y números que Florian había
tenido alguna vez en su Florilegio o tal
vez sólo había deseado tener.
«¡MOISELLES PIMIENTA Y PAPRIKA,
encantadoras volantes y figurantes,
ejecutando la impresionante Oscilación
aeronáutica sobre el vertiginoso mástil,
proezas inauditas que dejan sin aliento a
los hombres más fuertes!»
«¡“ZIP COON” y “JIM CROW”, las
dos mulas cómicas que nunca dejan de
hacer reír a carcajadas al auditorio con
su desternillante humor!»
«CUADROS ALEGÓRICOS vivos
formados por hermosas doncellas que
personifican la libertad triunfante sobre
la tiranía… ¡La reina de Saba en la corte
del rey Salomón…!»
—Se acepta el pago en especie —
dijo una voz al lado de Edge, que se
volvió. Otro habitante de Lynchburg
vestido con mono miraba el cartel en la
penumbra del crepúsculo—. Así lo dice
aquí, abajo de todo. ¿Cree usted,
coronel, que aceptarían un par de sacos
de tabaco por dos entradas?
—Me encargaré personalmente de
que así sea. —Edge le guió a través de
la calle y hasta la hoguera del
campamento, donde Florian fue más que
feliz de interrumpir su cena de sopa de
ortigas para efectuar el cambio.
Edge dejó que Magpie Maggie Hag
pusiera una cucharada de sopa en su
tazón, sólo una ración mínima, no
porque sabía muy mal, sino porque
sentía que no debía privar de ella a los
hombres que habían trabajado tanto.
Después de tragarse la sopa, Edge se
quitó la guerrera y, con la punta de su
cuchillo, empezó a desprender la
trencilla de los puños y las estrellas del
cuello. La olla de la gitana quedó pronto
vacía, aunque ninguno de los comensales
se sentía lleno, ni mucho menos, así que
Floran sacó una bolsa de papel y la fue
ofreciendo a todos.
—Manzanas secas de postre —dijo
Comed algunas y la sopa se encargará
de hincharlas dentro de vosotros.
Juraréis que acabáis de tomar una cena
de nueve platos.
Luego repartió el tabaco recién
adquirido, y él y la mayoría de los
hombres —y Magpie Maggie Hag—
llenaron sus pipas y las encendieron.
Tras la indolente sesión fumadora,
todos empezaron a prepararse para ir
pronto a la cama. El negro Hannibal, que
solía dormir bajo uno de los furgones
con el Hombre Salvaje, condujo esta
noche solícitamente al idiota al interior
de la carpa, llevando jergones y mantas
para ambos. Como la noche prometía ser
templada, los hombres blancos también
decidieron dormir allí dentro y no en un
carromato. Edge y Yount extendieron
asimismo sus jergones dentro de la
carpa, sobre el colchón de malas
hierbas. Pronto estuvieron todos
dormidos, menos Edge.
Había luna y la lona vieja y gastada
no impedía el paso de su luz. Todo el
interior de la tienda estaba iluminado
con un fantasmal resplandor blanco
azulado, más claro en los lugares donde
la lona estaba más raída. Nadie se
despertó para admirar el efecto, o para
deplorarlo, pero Edge yacía con los ojos
abiertos. Una vez, en Richmond, había
visto hinchar un globo de observación
militar, que a partir de un fláccido
montón de tela había ido adquiriendo la
inmensidad de un olmo, mientras la tela
se rizaba y ondeaba al hincharse. Ahora
casi podía imaginarse a sí mismo dentro
de algo semejante, vasto y vacío,
traslúcido a la luz de la luna,
murmurando, suspirando y cloqueando
bajo la suave brisa nocturna.
Aunque sólo llevaba puesta su larga
ropa interior, Edge se levantó y salió
para echar otra mirada al exterior de la
gran carpa. Ahora parecía de verdad un
pabellón, una rotonda fabulosa
construida con rayos de luna y gotas de
rocío y sólo sujeta al suelo por una
malla de hilos finos como la seda. A la
media luz azulada no se veía ninguno de
los remiendos o costuras de la tienda e
incluso su redondez acabada en pico
tenía un perfil misterioso mientras
temblaba y se hinchaba y encogía
suavemente. Edge oyó unos leves ruidos
al otro lado de la gran tienda y la rodeó
hasta donde estaba aparcado el furgón
del equipaje, cerca de la puerta trasera
de la carpa, y allí vio una vista aún más
bella.
El elefante estaba allí, encadenado a
una de las estacas de la tienda por una
abrazadera que le rodeaba una pata
trasera, pero con la suficiente longitud
de cadena para que no impidiera al
animal hacer lo que ahora hacía. Y el
gran paquidermo, murmurando con
suavidad, hablando consigo mismo,
hacía cosas muy peculiares. Mientras
Edge lo observaba, levantó una pata
delantera, la colocó sobre la punta ancha
de una estaca, la bajó, puso la otra pata
delantera sobre una estaca diferente y
luego colocó ambas patas sobre las dos
estacas, quedando así levantada la parte
anterior de su cuerpo. Entonces se puso
de nuevo en posición normal y
permaneció así, como si meditara. A
continuación dobló las dos patas
traseras, manteniendo rectas las
delanteras, de modo que su espalda
quedó muy inclinada. Luego se enderezó
y meditó un poco más.
Edge se preguntó si el animal no
habría comido alguna hierba loca
durante su búsqueda de alimento por el
terreno desconocido. Había excrementos
de elefante alrededor, pero no emanaba
de ellos un olor ofensivo; olían a jardín
fresco, nada desagradable.
Entonces, muy de repente, el elefante
dejó deslizar por debajo de él las patas
traseras, se sentó sobre su inmensa
grupa y levantó las patas delanteras,
irguiéndose hasta que alcanzó la altura
de los aleros de la tienda. Agitó las
patas delanteras, jugando con el aire de
la noche, y luego levantó la trompa, la
enroscó y sopló suavemente por ella,
emitiendo un ruido que habría sido un
trompetazo si hubiera soplado con
fuerza. Y Edge comprendió qué hacía el
elefante. Solo, sin ninguna incitación ni
orden, solo completamente a la luz de la
luna, el macho Brutus, el mayor animal
que respira, estaba ensayando su número
de circo del día siguiente.
4
Como Edge había sido el último en
acostarse, cuando se despertó todos
trabajaban a su alrededor. Florian,
Roozeboom y Rouleau entraban en la
tienda con los brazos llenos de tablones
y otros trozos de madera de formas
peculiares y los amontonaban junto a las
curvadas paredes de lona. Obie Yount y
el Hombre Salvaje estaban de cuatro
patas en el suelo, trabajando bajo la
oficiosa dirección de Tim Trimm; los
tres arrancaban las malas hierbas y otras
plantas para dejar limpio el terreno del
centro de la carpa.
—¡Levántese de prisa, Zachary! —le
gritó Florian cuando vio que se
incorporaba—. Los chicos fueron al río
al amanecer y han pescado unos peces
muy decentes para el desayuno. Maggie
conserva uno caliente para usted.
Edge se vistió con rapidez, enrolló
su jergón y lo sacó afuera, donde no
estorbase. Frente al carromato del león,
Hannibal usaba una hoz de mango largo,
que solía emplear para guiar al elefante
y que ahora metía y sacaba
enérgicamente por entre los barrotes de
la jaula, para limpiar de excrementos el
suelo del furgón. Maximus estaba
despierto por una vez y caminaba arriba
y abajo de la jaula, sorteando con
habilidad la hoz de Hannibal.
Magpie Maggie Hag guardaba en
efecto un pescado para Edge en un plato
de hojalata, mientras limpiaba con un
puñado de arena los platos que habían
usado los demás. Edge se lo agradeció
sinceramente y tomó el desayuno con un
hambre de lobo, aunque sólo era una
carpa pequeña e insípida y sin textura
como todas las carpas de río. Por las
espinas limpias pero identificables de
los platos usados por los otros
comensales, pudo ver que habían
comido siluro y rémoras, pescados
mucho más sabrosos, pero no podía
quejarse porque el último siempre
recibía los restos.
—Ahora, muchacho —le dijo
Magpie Maggie Hag con su voz
profunda— ve a ayudar al tabernáculo.
Edge la miró de soslayo.
—Por Dios Todopoderoso, Florian
lo llama un pabellón y una gran carpa.
Usted lo llama un tabernáculo. Y sólo es
una tienda.
—Calla, muchacho. Cuando estos
días oyes las palabras «tabernáculo
sagrado», piensas en una gran iglesia,
¿no? O en una tumba de santo, ¿no? Pero
cuando lees la palabra «tabernáculo» en
la Biblia, todo lo que significaba
entonces era una choza o tienda, fácil de
llevar de un lado a otro. Yo lo sé. Mí
gente, los romaníes Kalderash, siempre
ha vivido en tabernáculos.
—Sí usted lo dice, señora. —
Obediente, Edge se dirigió al
tabernáculo y entró en él.
Allí, Florian daba instrucciones a
Rouleau, Trimm y un voluntario, Obie
Yount, respecto a la colocación de los
asientos para los espectadores, que
consistían sólo en largas tablas
encajadas en las muescas escalonadas
de largueros que llegaban hasta el suelo
desde media altura de la tienda. Cada
larguero estaba sujeto en la parte
superior por la horqueta de una estaca y
apoyado en su parte inferior en una
espiga clavada en el suelo para impedir
que resbalara. Cuando estuvieron
colocadas las tablas para sentarse,
formaron un semicírculo de cinco
hileras desde los aleros de la tienda
hasta casi el suelo, en torno a cada curva
del pabellón, desde la puerta principal a
la trasera. Edge calculó que si acudía
mucha gente y se sentaba apiñada, con
los pies colgando, la tienda podía tener
cabida para quinientos espectadores. Sin
embargo, señaló a Florian que toda la
instalación parecía bastante precaria.
—Confiamos en las leyes naturales
de la física —respondió serenamente
Florian—. Ahora mismo, las leyes de
fricción e inercia lo mantienen todo
unido. Cuando la gente venga y se siente
en las tablas, la ley de gravedad lo
asegurará todavía más. Como es natural,
si la multitud se excita y empieza a
saltar, toda la estructura podría
derrumbarse.
—Debe de ser una preocupación
continua —dijo Edge.
—¿Preocupación? —repitió Florian,
como si la idea no se le hubiera
ocurrido nunca—. ¿Por qué, mi querido
Zachary? ¡Esto significaría que
habíamos ofrecido un espectáculo
realmente emocionante!
Hacia el centro del terreno, ahora
limpio, del interior de la tienda, Ignatz
Roozeboom trabajaba en otra cosa,
ayudado por el Hombre Salvaje.
Roozeboom había atado al poste central
una larga cuerda con un clavo en el
extremo y había avanzado de rodillas
hasta donde le permitía la cuerda y dado
vueltas en torno al poste, arañando la
tierra con el clavo para trazar un círculo
de un radio algo superior a los seis
metros a partir del poste central. Luego,
con una pala corta, empezó a cavar
alrededor de esta marca, tras lo cual dio
la pala al idiota, que continuó cavando
en círculo. Ahora Roozeboom estaba
aplastando con las manos la tierra
suelta, que formaba un pequeño parapeto
de unos treinta centímetros de altura por
treinta de anchura en torno al círculo.
—Una pista al estilo americano —
dijo Florian con una mueca de crítica—.
En Europa, cualquier circo ambulante
que se respete lleva una barrera curvada
y pintada en bonitos colores, dividida en
segmentos transportables. Nosotros
también tendremos una, maldita sea, en
cuanto podamos pagarla.
—El señor Roozeboom —dijo Edge
—, quiero decir, el capitán Hotspur,
parece muy exigente sobre las
dimensiones de su trabajo. Florian miró
con asombro a Edge.
—Dios mío, pensaba que esto lo
sabía cualquier ignorante. Las pistas de
circo, Zachary, tienen exactamente el
mismo tamaño en todo el mundo. Doce
metros ochenta centímetros de diámetro
desde que el inglés Astley empezó el
primer circo moderno y decidió este
tamaño. Tiene que ser estándar en todas
partes, pues de lo contrario, ¿cómo
podrían amaestrarse los caballos y
demás animales para trabajar después en
un circo detrás de otro? Reinaría una
confusión enorme si las pistas no
tuvieran todas el mismo tamaño.
—Ya —dijo Edge.
—No sólo por los animales, sino
también por los artistas. El caballo de
un jinete que monta a pelo da
exactamente veintidós pasos en una
vuelta a la pista. El caballo lo sabe y el
artista también, y lo sabe asimismo la
banda de música, si hay una banda. De
este modo, el caballo y el jinete saben
muy bien dónde está cada uno de ellos
durante cada número (cada movimiento
del caballo, cada movimiento del jinete)
y la banda de música también puede
mantener el ritmo perfecto.
—Supongo que soy un Rubén muy
necio —dijo Edge—. Tendría que haber
sospechado algo parecido. En la
caballería de tiempos de paz hacíamos
ejercicios de doma y otros tipos de
equitación artística en la que es preciso
llevar una cuenta exacta y todo eso. A
veces, al son de una banda.
—Uno de estos días tendré una
banda —dijo Florian, más para sus
adentros que a Edge—. Algún día lo
tendré todo. Asientos decentes y
verdaderos gatos, en lugar de árboles
jóvenes para los largueros. —Miró en
torno a la tienda y luego hacia arriba—.
Y, por Dios, un pabellón decente. Una
verdadera gran carpa. Y se llamará gran
carpa porque será la más grande, no
sólo la única. Habrá otra para los
animales y otra para el espectáculo
complementario. Y tendremos caballos
adiestrados por parejas todos los días.
Y no sólo los de la pista, sino también
los de tiro. Y vestiremos las ropas de
lentejuelas más llamativas y armaduras
de níquel y venderemos muchas
fruslerías durante el intermedio…
Edge observó que había empezado
el soliloquio diciendo «yo» y que ahora
ya decía «nosotros».
—… Y no acamparemos sobre las
malas hierbas, como en este pobre
pueblo. Nos precederá un astuto guía
que irá directamente hacia las chimeneas
(las ciudades grandes y prósperas) y se
encargará del solar, del alimento de los
animales y de nuestras propias
provisiones, y también hará publicidad
de la mejor clase. Seremos un
espectáculo de calidad… no actuaremos
en cualquier lugar donde no corten el
césped del juzgado para nuestra tienda.
Y entraremos en cada ciudad con un
desfile por la calle Mayor. ¡No sólo
tocando la banda, sino con un calíope de
vapor!
—¿Un calí-ope? —repitió Edge.
—Ah, lo olvidaba. Usted ha
recibido una educación clásica. Sí, al
órgano de vapor se le dio el nombre de
la principal de las nueve Musas y debe
pronunciarse calíope, pero la gente de
circo americana lo pronuncia calíope. Y
como lo inventó un americano, ¿quién
soy yo para corregir el nombre? De
todos modos, me propongo tener uno y
tocarlo a todo volumen.
Como para burlarse de él, fuera
empezó a sonar un tambor débil y
solitario. Florian abandonó la tienda y
Edge le siguió y vieron a Hannibal
Tyree, con su turbante y ropajes hindúes,
sentado sobre el cuello de Peggy y
golpeando un gran bombo que
descansaba sobre sus muslos e iba
sujeto a su espalda con una correa.
Peggy llevaba de nuevo el gran manto
escarlata de terciopelo, pero Hannibal
se lo había puesto del revés. En este
lado se veían, a ambos lados del
elefante, unas letras borrosas, que antes
habían sido doradas y que ordenaban: «¡
VENID AL CIRCO!»
El negro dejó de golpear el bombo y
gritó alegremente:
—¡Estamos listos para ir adonde
usté mande, mas Florian!
—Sahib Florian, maldita sea,
Abdullah. —Florian se sacó de un
bolsillo del chaleco un abollado reloj de
hojalata—. Bueno, casi es mediodía y ya
estamos preparados, así que puedes
empezar. Recorre todas las calles que
puedas, pero asegúrate de recordar el
camino de regreso aquí.
Hannibal asintió y gritó:
—¡Arre, Peggy!
Y el elefante dio un hábil giro hacia
la derecha y cruzó el solar a paso
rápido. Allí Hannibal ordenó:
—¡Entra, Peggy!
Y el animal giró con agilidad hacia
la izquierda para encaminarse al centro
de la ciudad. Hannibal reanudó los
golpes de bombo para acompañar sus
gritos:
—¡Seguidme al circo! ¡Está en el
patio del ferrocarril! ¡Seguidme a la
gran carpa!
—Así subirá una calle y bajará por
otra —explicó Florian.
—¿No provocará la estampida de
todos los caballos de la ciudad?
—Los niños lo rodearán en cuanto lo
vean. Y lo precederán corriendo y
gritando: «¡Sujetad a los caballos!»
Cuando Abdullah vuelva, vendrá como
el Flautista de Hamelín, seguido de
todos los niños que existen aquí. Espero
que los mayores los sigan a ellos.
—Podrían no hacerlo —observó
Edge—. Podrían pensar que está
reclutando hombres para el ejército de
la Unión. —El bombo tenía pintado en
ambos lados: «BANDA DEL CUARTEL
GENERAL DE LA 3.a DIV. USA»—. Sería
irónico que su negro fuera linchado en
Lynchburg.
—Hum, sí —dijo Florian—. Los
yanquis, ejem, perdieron este bombo y
los palillos en Carolina. Si alguna vez
tengo pintura, pondré nuestro nombre en
él.
Edge, sintiéndose culpable porque
no había hecho nada para merecer el
desayuno, volvió a la tienda para ayudar
a Roozeboom en la curvatura de la pista.
Yount, que había ganado su sustento
ayudando a colocar los bancos, ya había
digerido el desayuno y volvía a tener
hambre. Sospechaba que todos estaban
hambrientos, así que dijo a Sarah
Coverley:
—Si vuelve a prestarme la caña y el
anzuelo, volveré al río e intentaré pescar
algo que comer antes de la hora del
espectáculo.
—No se moleste, sargento —
contestó ella, muy amable—. Nosotros
podemos olvidar las quejas de nuestros
estómagos, si usted puede hacerlo.
Florian nos ha predicho un auditorio de
paja, que nos traerá toneladas de cosas
buenas para comer.
—¿Un auditorio de paja?
—Muy nutrido. Incluso más gente de
la que cabe, por lo que habrán de
sentarse sobre la paja. En el suelo. De
todos modos, Obie, es probable que
hayamos ahuyentado a todos los peces
del río. Han ido todos, de uno en uno o
de dos en dos, a bañarse con esponja
antes de vestirse. Ahora me toca a mí,
así que perdóneme.
Yount se sentó en una tina invertida
—de madera, que las mujeres del circo
hacían servir para lavar y que era un
barril de harina o whisky cortado por la
mitad— y contempló a los miembros de
la compañía que no estaban en el río.
Uno que sin duda se bañaba muy poco
era el idiota de Tarheel, a quien
Hannibal, antes de irse con el elefante,
había puesto su ropa de Hombre
Salvaje, consistente en varias pieles de
animales que le cubrían lo suficiente
para no provocar quejas del público,
trozos de cadena muy gruesa en torno a
sus tobillos y muñecas y manchas de
carbón sobre su natural suciedad, como
sí fuese una pintura de guerra. El
Hombre Salvaje pasó un rato saltando,
haciendo muecas y produciendo ruidos
de cencerro, al parecer para ensayar su
personaje, y después se metió bajo el
furgón de Maximus y empezó a gruñir y
rugir dentro de su cubo, imitando la furia
sanguinaria del león, que paseaba
tranquilo arriba y abajo de la jaula.
Cerca de Yount, Florian se
acicalaba, lo cual sólo significaba
cepillar el sombrero de copa negro y
levita granate y rascar de sus botas y
bajos de los pantalones algunas trazas
de excremento animal. Magpie Maggie
Hag tampoco tenía que vestirse para su
papel, pues la capa con capucha y los
múltiples faldones era lo que siempre
llevaba, así que Florian le dijo:
—Mag, en la calle hay más patanes
que se paran a mirarnos. Porsi acaso no
son todos pulgas, ¿por qué no vas a
ocupar tu lugar en el carromato rojo?
Ella obedeció y Yount se levantó de
la tina para preguntar a Florian por qué
llamaba «carromato rojo» a un furgón
que no era más rojo que cualquier otro.
—Otra tradición circense, Obie.
Supongo que alguna vez un circo pintó
de rojo el carromato de la taquilla, por
razones de visibilidad. Desde entonces,
el carromato de la oficina y la taquilla
de todos los circos se ha llamado rojo,
tanto si lo es como si no.
—Ya. Y otra cosa. ¿No podría estar
construido el furgón rojo de manera más
conveniente? Mire allí. Apenas se puede
ver a la vieja gitana detrás de esa
taquilla tan alta. Cualquiera que desee
comprarle una entrada tiene que
estirarse. ¿No desanima esto a la
clientela?
—Más tradición, Obie, y algo más
que tradición. Se pone alta no para
desanimar a la clientela, sino para
animar a los apresurados.
—¿Los apresurados?
—Sí, la gente que se va sin recoger
todo el cambio que les corresponde.
Siempre hay aglomeración en torno a la
taquilla y todos quieren apresurarse para
ocupar un buen sitio, así que alargan un
billete y cogen las entradas y el cambio
a toda prisa. Con la taquilla a más altura
que los ojos, le sorprendería la cantidad
de veces que los apresurados dejan atrás
algunas monedas.
Yount profirió una maldición y
volvió a sentarse en la tina. Florian se
dirigió hacia el carromato en cuestión y
abrió y bajó los paneles laterales de
delante de la taquilla, descubriendo otra
especie de jaula, con paredes de
alambre en lugar de barrotes. Yount
recordó que al «furgón rojo» lo habían
llamado también «furgón del museo», y
se levantó para ver qué contenía.
No mucho.
La jaula tenía un suelo de tierra y
una parte enramada de un árbol muerto,
que llegaba hasta el techo y parecía
crecer de aquella tierra. Varios animales
estaban derechos o acostados en el suelo
de la jaula, unos pocos —incluyendo a
una serpiente— trepaban por el árbol y
en las ramas había una serie de pájaros.
Todos, no obstante, estaban muertos
como el árbol, y habían sido
embalsamados y disecados con tanta
torpeza y estaban tan roídos por las
polillas y la sarna, que aún parecían más
muertos. El animal de mayor tamaño era,
por lo menos, una rareza: un ternero con
dos hocicos en la cabeza, de modo que
tenía dos bocas, cuatro orificios nasales
y tres ojos de cristal. Los otros animales
y aves habían sido normales cuando
estaban vivos y ninguno de ellos era
poco corriente en aquella región: una
marmota, un oposum, varias ardillas
listadas, una mofeta, un sinsonte y varios
cardenales y colibríes. Incluso la
serpiente era una vulgar culebra
norteamericana gris y marrón, de un
metro de longitud.
—Perdone, señor Florian —dijo
Yount—, pero aquí no hay gran cosa que
no haya visto vivo y coleando cualquier
virginiano, y probablemente maldecido
como un estorbo. Ni siquiera un becerro
como éste es algo fuera de lo corriente
para un granjero, a quien tampoco le
gusta ver culebras… y, a propósito, esas
culebras de leche no trepan a los
árboles.
—Gracias, Obie —respondió
Florian, al parecer nada abatido por la
información—. Es cierto que estas
especies no son distinguidas, pero cada
uno de estos especímenes está
relacionado con una historia única. Y
cuando relato estas historias edificantes,
los aldeanos ven a estos animales con
otros ojos. Además, le confiaré que
estos ejemplares no son tanto para
asombrar a auditorios americanos como
a los europeos, cuando lleguemos allí.
Los colibríes, por ejemplo.
—Señor Florian, ni siquiera los
extranjeros se asombrarán al ver
colibríes. Yo he visto más cantidad en
México que aquí.
—Nunca verá uno en Europa, si no
es en un museo. Allí no existen,
simplemente. Ningún europeo vio u oyó
hablar de un colibrí hasta bastante
después de Colón, cuando los
naturalistas empezaron a llevar
especímenes. Lo mismo ocurre con el
oposum y otros de estos ejemplares. De
modo que mi pequeño museo interesará
a nuestro público europeo, puede estar
seguro.
Yount profirió otra maldición y
volvió a su tina para reflexionar sobre la
amplia educación que estaba recibiendo
allí.
Dentro del tabernáculo, Edge y
Roozeboom terminaron de apisonar la
curva de tierra de la pista, y Roozeboom
salió a toda prisa por la puerta trasera
para bañarse en el río y luego ir al
carromato de los decorados a cambiarse
de ropa. Edge fue también a lavarse y
afeitarse y volvió al solar justo cuando
Tim Trimm salía del carromato vestido
para el espectáculo. Su atuendo no
habría sido nada extraordinario para un
hombre corriente, pues consistía en un
deshilachado sombrero de paja de
granjero, falda de cuadros escoceses, un
viejo mono y gastadas botas de goma,
pero todo de un tamaño que habría
sentado bien a Obie Yount. En Trimm,
las prendas resultaban tan grandes que le
hacían parecer mucho más enano de lo
que era. Las dos piernas le habrían
cabido fácilmente en una de las botas y
el sombrero de paja le bajaba hasta la
nariz. Lo poco visible de él entre el ala
del sombrero y las botas estaba oculto
bajo pliegues voluminosos de la camisa
y del mono de dril, y los puños de la
camisa le colgaban hasta el suelo. Era
un vestuario que a Tim le debía de haber
salido muy barato —quizá se lo había
quitado al espantapájaros de un campo
de maíz—, pero era efectivo. Aunque
Edge detestaba al enano, no pudo por
menos de reír al verlo.
—No debe usted reírse, coronel
Zachary —dijo Clover Lee, que ya
estaba vestida para la arena.
—¿Por qué no, mademoiselle? Es un
payaso. ¿No se da por sentado que la
gente debe reírse de él?
—Quiero decir que usted no debería
reírse. Está más guapo cuando no lo
hace.
Edge suspiró.
—Lo mismo me dijo tu madre. Eres
como ella, no cabe duda. —No del todo.
Diga lo que diga a un hombre, está
coqueteando. Cuando yo hablo, hablo en
serio.
De todos modos, en opinión de
Edge, Clover Lee se parecía a su madre
por lo menos en belleza y hacía lo
posible para superarla en este aspecto.
No podía negarse que en aquel momento
—vestida de pies a cabeza con una
malla de color carne, una torera
escarlata descolorida sobre la malla y
un tutú de tarlatán, como una repisa, en
torno a las caderas— Clover Lee
parecía una joven escalera de mano,
toda ella piernas y ángulos. Pero si
algún día llegaba a comer lo suficiente,
su cuerpo maduraría y, con su bonita
cara, sus brillantes ojos azules y la
cabellera de satén dorado hasta la
cintura, prometía ser una belleza
deslumbrante.
«Lástima que no pueda ir mejor
vestida», pensó Edge. La malla de color
carne tenía bolsas permanentes en
rodillas y codos, donde además estaba
muy zurcida. En el resto se veían
remiendos, aplicados con mucho
esmero, de modo que sólo eran visibles
a muy poca distancia, pero pese a todo
eran remiendos. Y en algunos lugares, la
prenda tenía malas formas y pequeños
jirones aún no zurcidos. En aquel
momento, por alguna razón, Clover Lee
se aplicaba por todas partes una esponja
húmeda. Edge preguntó por qué lo hacía.
—Oh, éste es el primer truco que
aprende una artista —contestó ella—.
Después de ponerse las mallas —se
pasó la esponja por una pierna— y los
leotardos —rotó con la esponja los
pequeños bultos de sus pechos— hay
que humedecerlo todo. Una vez seco, se
adhiere más al cuerpo.
—Y supongo que esto te ayuda a ser
más ágil durante tu actuación.
Ella le miró con fijeza un momento
antes de sonreír como una mujer de
mundo.
—Vaya, es usted muy inocente para
ser un coronel. Da a la malla más
aspecto de piel verdadera, de piel
desnuda. ¿Cree que los patanes vienen
alguna vez a ver los números de las
mujeres de circo? Vienen a ver la
desnudez de las desvergonzadas y
escandalosas artistas circenses. Los
hombres nos miran procurando ver de
nosotras lo máximo que puedan. Y las
mujeres sólo miran para saber cuánto
nos atreveremos a enseñar para luego
criticarnos. Diablos, si fuese tan buena
amazona como mi madre, o incluso la
Gran Zoyara, los patanes nunca se
darían cuenta. Y si creen que han
vislumbrado algo entre mis piernas,
justo donde se juntan, los mirones se van
a sus casas creyendo que no han
malgastado el dinero de la entrada. Y ni
siquiera tengo aún piernas bien
formadas de mujer, para no hablar de lo
realmente interesante que ellos buscan
aquí arriba… Ya se lo he dicho, coronel
Zachary, está más guapo cuando no
sonríe.
—Lo siento, pero he vuelto a pensar
lo mismo: no cabe duda de que eres hija
de tu madre.
Su coloquio fue interrumpido por
una repentina música de trompetas, no
muy bien interpretada, pero reconocible
como los primeros acordes de Dixie
Land. Edge buscó el origen del sonido y
lo encontró dentro de la tienda. Tim
Trimm tocaba la corneta, asomándola a
la puerta principal del pabellón mientras
mantenía su cuerpo disfrazado detrás de
la lona, invisible para los transeúntes.

Por la correa que pendía de ella, se veía


que la corneta había sido en un tiempo
propiedad de una banda militar.
Edge escuchó hasta que la corneta
gimió la última frase: «Desvía la mira-
a-da…» Entonces dio un respingo
cuando cambió a «Escucha el sinsonte»
con una estridente nota falsa que ningún
sinsonte habría tratado de emular, y se
dirigió de nuevo al patio trasero.
Roozeboom, Rouleau y Sarah Coverley
ya estaban vestidos y se habían
convertido en capitán Hotspur,
Monsieur Roulette y Madame Solitaire.
El capitán se había puesto un
sombrero de alas anchas, una guerrera
con charreteras enormes y anchos
pantalones con galones laterales. Salvo
por el hecho de que llevaba zapatos en
vez de botas, su atuendo era un uniforme
casi militar, confeccionado sin duda con
piezas sobrantes de azul yanqui y gris
rebelde, teñidas ahora de un color
morado que no se parecía al uniforme de
ningún ejército del mundo. Tanto
monsieur como madame llevaban las
mallas ceñidas que lucía Clover Lee.
Encima, Roulette llevaba ropa interior
—un conjunto ordinario de camiseta de
manga corta y calzoncillos hasta la
rodilla— a rayas anchas amarillas y
verdes. Encima de sus mallas, Solitaire
se había puesto un chaleco cubierto de
unas cosas plateadas que parecían
escamas de pescado, y ceñido su cintura
con una falda traslúcida de tul rígido
plateado que le llegaba hasta las
rodillas. Edge pensó que el refulgente
chaleco realzaba su hermoso busto, pero
la falda podía privar a los patanes de su
placer de mirones lascivos.
No se acercó a ella, porque estaba
ocupada junto con los dos hombres en
sacar cosas del furgón de los decorados.
Monsieur Roulette arrastró hasta la gran
carpa una escalera corta y algo que
parecía el trampolín de un niño
pequeño. El capitán Hotspur y Madame
Solitaire entraron varios rollos de
cuerda gruesa de color rosado y objetos
como aros infantiles, adornados con
volantes fruncidos de papel rizado de
color rosa. Edge rodeó la parte exterior
de la tienda de lona en dirección a la
puerta principal. Pasó por delante de los
dos caballos de pista, el blanco y el
tordo —sin silla, sólo con una delgada
cincha—, y vio que alguien había
trenzado cintas de colores en sus crines
y colas, cepillado sus lomos con polvo
de resina y colocado bridas de riendas
extralargas, engalladores de mandíbula a
cincha y plumas que oscilaban sobre las
orejas de los caballos.
Cuando Edge llegó a la parte
delantera del solar, vio a un número
considerable de lynchburgueses, blancos
y negros, hombres y mujeres, adultos y
niños, parados en la calle, con ojos y
bocas muy abiertos mientras escuchaban
al invisible Trimm, que ahora tocaba
roncamente Cacahuetes, y al invisible
idiota, que rugía y hacía entrechocar las
cadenas del león bajo la jaula, y al muy
visible Florian, que ya saludaba, ya
daba unos pasos de baile, ya agitaba su
sombrero, y todo esto sin dejar de
brincar y exhortar en voz alta:
—¡Vengan, vengan todos! ¡Vengan al
circo, donde todo el mundo vuelve a ser
un niño, sólo por un día! Señoras y
caballeros, pequeños y gentes de color,
antes de que dé comienzo el espectáculo
podrán admirar nuestro museo zoológico
y ornitológico de animales exóticos
capturados en la selva. Después,
acérquense todo lo que se atrevan a la
guarida del león africano devorador de
hombres, rey de la jungla. Dentro de la
gran carpa sentirán primero la emoción
de la música y el espectáculo de la gran
entrada y el gran desfile de toda la
compañía del circo. A continuación…
Se interrumpió cuando los primeros
ciudadanos perdieron la timidez —un
hombre y una mujer pobremente vestidos
— y se le acercaron con las manos
extendidas para ofrecerle algo. Fuera lo
que fuese, no era dinero. Florian lo
examinó, le dio una vuelta y gritó al
furgón rojo:
—¡Madame tesorera, dos entradas
de preferencia para nuestros dos
primeros clientes entendidos de la tarde!
—Y entonces se volvió para continuar
arengando a los mirones—. ¡Vengan,
vengan todos! No darán crédito a sus
oídos cuando el renombrado Monsieur
Roulette, maestro del engastrimitismo,
proyecte su voz hacia partes remotas de
la arena y engastrimitice incluso objetos
inanimados…
Yount se acercó a Edge y dijo con
admiración:
—Vaya, no cabe duda de que sabe
enroscar la lengua en torno a palabras
de artillería pesada, ¿no crees?
Seguía acudiendo gente, algunos a
solas pero en su mayoría por parejas y
familias, que cruzaban la calle y se
acercaban al carromato rojo, pagando en
algún caso con dinero en efectivo. Sin
embargo, la mayor parte tenía que
detenerse a medio camino para que
Florian examinase su mercancía. Por lo
que pudieron ver Edge y Yount, no
despreció nada de lo ofrecido y no negó
la entrada a nadie, indicando a todos la
taquilla. Sólo se quedaron a cierta
distancia unos cuantos niños que no
tenían nada que ofrecer por la entrada.
Maximus y el Hombre Salvaje
conocían claramente el procedimiento
del día circense. Cuando los primeros
clientes recibieron sus entradas y se
detuvieron a mirar el museo del
carromato rojo, el idiota salió de debajo
de la jaula y desapareció en el patio
trasero, dejando para el león su
imitación vocal, bastante más pobre, de
un sanguinario devorador de hombres.
Ahora, además de andar arriba y abajo,
Maximus enseñaba de vez en cuando los
dientes y emitía un rugido ronco y
entrecortado. Sin embargo, esto pareció
suficiente para impresionar a los
visitantes. Cuando llegaron a su jaula, se
quedaron a una distancia respetuosa, lo
miraron con temor y se lo señalaron
unos a otros, discutiendo en voz baja sus
diversas características leoninas.
En un momento en que había un
nutrido grupo de gente ante la taquilla y
Florian pudo hacer un alto en su
discurso, cruzó corriendo el solar y dijo
a Edge, jadeando un poco:
—¿Me haría un favor, Zachary? Su
uniforme se parece bastante al de un
portero…
—Muchas gracias. Igual que el del
ejército de los Estados Confederados.
—Sí. Me pregunto si tendría la
amabilidad de recoger las entradas en la
puerta principal. No las rompa, sólo
recójalas, para que podamos volver a
usarlas. Dirija a los negros hacia los
bancos más altos de la izquierda. Los
blancos pueden sentarse donde quieran.
—Sin esperar a que Edge accediera,
añadió—: ¡Ah! Veo que lleva la pistola
al cinto.
—Lo lamento. No conocía un lugar
seguro para dejarla, así que… Pero
Florian se limitó a levantar la voz para
dirigirse a los mirones que estaban ante
el carromato de las jaulas:
—¡No tengan miedo, damas y
caballeros! En el caso de que este fiero
león escapara de la jaula —toda la
plebe retrocedió un paso—, tenemos
siempre alerta y armado al famoso
explorador inglés de África, experto en
caza mayor, coronel Zachary Plantagenet
Tudor…
—¡Dios mío!
—… Pueden estar seguros de que a
la primera señal de peligro, el coronel y
su infalible revólver de seis tiros
despacharía a la fiera antes de que
pudiera devorar o mutilar a un número
importante de espectadores. Gracias,
damas y caballeros. Ahora, disfruten de
las piezas exhibidas. El espectáculo
comenzará muy pronto.
Y volvió a su puesto cerca de la
calle, dejando a la gente en una
contemplación todavía más respetuosa
del viejo Maximus y casi tanto de Edge.
—Maldita sea —dijo Yount, todavía
admirado—, ese hombre es capaz de
sacar provecho de cualquier cosa que
tenga a la vista.
Edge le miró de reojo y fue a
colocarse junto a la puerta principal de
la tienda, dando un respingo al oír la
estridente versión de Trimm de Vete a
casa, Cindy. Yount se fue por el otro
lado para ayudar a Florian a recibir a
más clientes portadores de mercancías.
El gentío aumentó cuando Hannibal
volvió al cabo de un rato sobre los
lomos de Peggy, precediendo, como se
esperaba, a un séquito de niños, todos
gritando y vitoreando e intentando imitar
el paso solemne del elefante. No lejos
de ellos seguía una caravana de
carromatos, carretas, calesas y tartanas
que traían a personas mayores y familias
enteras. Y a la zaga venía aún más gente,
los que iban a pie.
—¡Por Dios que hoy será un día de
paja! —exclamó Florian con entusiasmo
—. ¿Sabe, Obie? ¡Además de los
comestibles, objetos útiles e inútiles
billetes secesionistas, he cobrado
setenta y cinco centavos en buena y sana
moneda de plata federal! —Llamó a
Hannibal cuando el negro descendía del
cuello del elefante por la trompa
enroscada y después por la rodilla
levantada hasta llegar al suelo—.
¡Abdullah, alégrate! Una señora me ha
dado seis platos hondos de porcelana
por unas entradas, así que tú y Trimm
podéis permitiros el lujo de romper uno
o dos, si queréis, cuando hagáis el
número de malabarismo cómico.
Hannibal esbozó una sonrisa
radiante y, ya de lleno en su personaje,
contestó:
—¡Amén a Alá, sahib Florian!
El regateo, el intercambio y la venta
de entradas prosiguió, mientras Yount
llevaba corriendo al furgón de la carpa
las mercancías recibidas y Hannibal se
unió con su tambor a Trimm y su corneta
para tocar música invitadora, como
Nadie sabe lo malo que he visto, y Edge
recogía estoicamente los mugrientos
trozos de cartón que la gente le alargaba
al entrar. Cuando una mujer observó al
pasar: «Veo que hoy va vestido», Edge
sonrió con timidez, reconociendo a la
señora Grover.
En un momento dado, y casi a la
hora prometida, las dos, el solar se
quedó vacío —exceptuando a los
numerosos vehículos aparcados junto a
los tinglados del ferrocarril, a buena
distancia de allí para que los caballos y
mulas no se asustaran por el olor del
león o el elefante— y todos los bancos
de la gran carpa crujieron bajo el peso
de ilusionados espectadores. Con tanta
gente dentro, el pabellón era ahora
caliente y húmedo. El sol, ya muy alto,
enviaba brillantes rayos amarillos a
través de la penumbra polvorienta del
interior: un gran rayo, como un foco, por
la abertura del aro de soporte en el
extremo del poste central, y rayos más
finos por la docena aproximada de
agujeros en la lona.
Ante el carromato rojo, Florian
relevó a Yount para que fuese a buscar
un sitio desde donde contemplar el
espectáculo —«para que lo vea todo
desde el principio»—, y entonces miró a
su alrededor, muy satisfecho. Por lo que
podía ver de Lynchburg, no había a la
vista ningún otro cliente en potencia,
excepto los niños harapientos que aún
esperaban tristes y con las manos vacías
en la calle adoquinada. Les hizo una
seña y ellos se acercaron temerosos,
como temiendo una reprimenda, que fue
lo que recibieron.
—¡No se puede decir que tengáis
arrestos, chiquillos! —ladró Florian—.
Cuando tenía vuestra edad y vuestro
tamaño, yo me habría escabullido por
debajo de la lona hace mucho rato. ¿Qué
os pasa?
Una niña de cara sucia murmuró:
—No estaría bien, señor.
—¡Tonterías! ¿Crees que estás
adulando a tu maestro de catecismo?
Vamos, pequeña. ¿Qué preferirías ser?
¿Virtuosa y melancólica o pecadora y
alegre?
—Bueno, yo…
—No me lo digas. Ahora venid y
divertíos. Cuando hayáis crecido, tratad
de ser pecadores. —Cuando se dirigía
al patio trasero, gritó a Edge—: ¡Nada
de entradas, coronel, son invitados de la
dirección! ¡Déjelos pasar!
Los niños cruzaron en fila el umbral
a paso de cortejo fúnebre, todavía con
recelo, mirando de reojo la gran funda al
cinto del portero y a Yount, alto y
barbudo, junto a él. Una vez dentro, sin
embargo, se dispersaron, riendo con
alegría, se introdujeron como pudieron
en los bancos atestados, y el espectáculo
comenzó.
5
La gran entrada y el gran desfile
consistió en que la mayor parte de la
compañía entró por la puerta trasera y
desfiló tres o cuatro veces en torno al
pabellón, entre el círculo de tierra
aplastada y los asientos de los
espectadores. Lo encabezaba Florian,
andando con aire elegante y agitando su
sombrero de copa. Detrás de él iba el
caballo blanco, Snowball, con la
refulgente Madame Solitaire, montada a
pelo y a la amazona, dando la cara al
público; seguía el tordo, Bubbles, con
Clover Lee montada como su madre, y
ambos caballos marcando bien el paso,
levantando las manos, y agitando las
cabezas para hacer bailar sus plumas.
Detrás de ellas desfilaba el capitán
Hotspur, con uniforme morado, cuyas
charreteras con fleco se movían a cada
paso. Le seguía Monsieur Roulette, ya
caminando de prisa, ya dando volteretas
y saltos mortales. Brutus iba a la
retaguardia de la procesión, llevando
sobre sus lomos a Tim Trimm y a
Abdullah y andando con un paso
oscilante para no adelantar a los que lo
precedían. Tim tocaba la corneta y
Abdullah el tambor, siguiendo el ritmo
de una animada tonadilla que podía
reconocerse como la antigua canción
Dios os conserve alegres, caballeros.
Todos los componentes del desfile,
excepto Tim y los animales —y Roulette
cuando estaba cabeza abajo—, cantaban
palabras nuevas con aquella música
vieja, con voces potentes que sonaban
débiles en el espacio cavernoso bajo la
lona:
¡Saludos, damas y caballeros,
olviden todos sus conflictos!
Venimos a animarlos en sus asientos
en este hermoso día de circo…
—¿Crees que Florian escribió estas
palabras? —preguntó Yount a Edge.
—Si lo hizo, debería estar
avergonzado. «Animarlos en sus
asientos», Dios mío.
Y a traerles magníficas golosinas
que, esperamos, los harán exclamar…
Las palabras y el metro podían ser
atroces, pero la tonada era lo bastante
conocida para todos los asistentes para
que, aun antes de que los artistas
hubieran terminado la segunda vuelta a
la arena, el auditorio entero acompañara
la canción tarareando, silbando y dando
palmadas. Lo que había empezado como
un rumor tímido de tambor, cuernos y
voces, se convirtió ahora en una música
tan clamorosa como si la tocase toda una
charanga:
¡O-oh, es magnifica la alegría del
circo
para niño y niña!
¡O-oh, es magnifica la alegría del
circo!
Al parecer —y por suerte— la
canción no tenía más versos, así que se
repitieron varias veces los mismos
mientras la compañía daba vueltas a la
pista. Entonces, en el momento
culminante de la excitación general,
mientras el público aún se divertía
participando en el espectáculo, Florian
condujo a la procesión hacia la puerta
trasera. El último eco del ruido fue la
voz del capitán Hotspur: «¡… La alegría
del circo!»
E inmediatamente Florian, esta vez
solo, volvió a aparecer en la tienda,
gritando:
—¡Bien venidos, damas y
caballeros, niños y niñas, al Floreciente
Florilegio de Maravillas de Florian!
¡Para empezar el espectáculo de hoy,
permítanme presentarles a la primera de
nuestras maravillas pedagógicas… un
colosal artista. No colosal como un
elefante, fíjense bien, porque es pequeño
como una hormiga!
Florian se llevó al ojo el pulgar y el
índice y se oyeron unas risas corteses
que provocaron en Florian una mueca de
exagerada sorpresa.
—¡Por favor, buena gente! Las cosas
pequeñas no siempre son insignificantes.
Piensen en los diamantes. Y la joya que
voy a presentarles es nuestro enano de
fama mundial, ¡Tiny Tim Trimm! —Se
inició un aplauso que enmudeció al
momento cuando Florian gritó—:
¿Cómo? —Y se llevó una mano a la
oreja—. He oído preguntar a un santo
Tomás: ¿cómo es de pequeño este
enano? —Todo el mundo se inclinó,
buscando al santo Tomás—. Les diré
cómo es de pequeño. Esta irreductible
fracción de hombre, este bajísimo
denominador común, este enano tan bajo
que, incluso cuando está bien derecho,
cuando se yergue a la máxima altura que
puede alcanzar… ¡sus pies apenas
tocan el suelo! —Varias personas del
auditorio gruñeron, pero la mayoría
estalló en una carcajada, mientras
Florian, con un gesto ampuloso, gritó
con fuerza—: ¡Tenemos el orgullo de
presentarles… a Tiny… Tim… TRIMM!
Un toque de trompetas sonó detrás
de la puerta trasera y los asistentes
callaron, silenciados por la expectación.
Y no ocurrió nada.
Al cabo de un momento, Florian
torció el cuello con exageración, simuló
buscar a alguien y al final dijo:
—Ya se lo he avisado, amigos.
Piernas diminutas que apenas llegan al
suelo. Tarda un rato en llegar.
Más risas entre el auditorio, que
aumentaron cuando Tim apareció poco a
poco entre dos hileras de asientos.
Caminaba con frenético apresuramiento,
pero lo hacía dentro de sus enormes
botas y amplísimos pantalones, y apenas
adelantaba mientras tocaba su propia
fanfarria, farfullando y gorgoteando sin
aliento. Parecía consistir únicamente en
un gran sombrero de paja sobre un
montón de ropa sucia de la que
sobresalía el pabellón de la corneta. A
lomos del elefante durante el paseo, su
aspecto no había llamado la atención, y
entre la muchedumbre de cualquier calle
le habrían tomado sólo por un hombre
bajo, no un enano, pero ahora conseguía
parecer un insecto cruzando
laboriosamente un plato de melaza.
Cuando llego por fin, dando tumbos y
agitando los brazos, al ruedo de la pista,
el auditorio reía lo bastante para ahogar
los graznidos de su cuerno.
—¡Ah, estás ahí, Tiny Tim! —gritó
Florian cuando las risas empezaron a
disminuir—. Llegas tarde, muchacho.
Explícate. ¿Qué te ha detenido? Aquí no
toleramos retrasos, ya lo sabes.
—Usted quizá no tolere retrasos —
replicó Tim en el tono estridente que se
consideraba típico de un enano—. Pero
aquella señora sí. —E indicó a una
mujer sentada en uno de los primeros
bancos.
—¿A aquella señora le gustan los
retrasos? —preguntó Florian,
sorprendido. La mujer parecía
confundida y todos los asistentes la
miraban con los ojos muy abiertos—.
¿Qué quieres decir, Tim?
—¡Estaba pisando el bajo de mis
pantalones! —graznó Tim, recogiendo
uno o dos centímetros de los pantalones
de su mono—. ¡Por esto he llegado
tarde! —Pero sus últimas palabras se
perdieron entre sonoras carcajadas e
incluso la mujer aludida se retorció y
golpeó las piernas con los puños.
—No me refería a esta clase de
retraso —protestó Florian—. No me has
entendido.
—¿Que no? ¡Míreme bien! ¡Yo
entiendo a todo el mundo!
La risa continuó a ráfagas a través
del diálogo cómico, que introdujo todas
las variantes posibles de palabras como
pisar, retrasar, entender y mistificar.
«¿Miss Tificar? ¡Pero si es mi pequeña
novia!» Tim era cada vez más
presumido y petulante en sus réplicas y a
Florian le exasperaba cada vez más ser
el blanco de ellas. Cuando el auditorio
pareció cansarse del juego de palabras,
Florian empezó a pegar al enano
después de cada observación
impertinente. «¿Impertinente? ¡Soy más
pertinente que el linimento!», y las
carcajadas volvieron a arreciar. Las
bofetadas parecían suaves, pero
resonaban —¡clac!— y cada una de
ellas hacía tambalear a Tim y perder el
sombrero. Los espectadores se retorcían
de risa y no paraban, porque Tim, al
querer recoger su sombrero y tropezar
con el impedimento de su voluminosa
vestimenta, lo alejaba cada vez más de
su alcance. Cuando por fin lo
recuperaba y volvía al lado de Florian,
decía otra impertinencia y recibía otra
bofetada, tras lo cual volvía a caerse y a
repetir la caza de su sombrero.
Incluso Edge, que miraba desde un
lado, se reía, pero no por la hilaridad
del número, sino porque acababa de
percibir algo que nunca había advertido
en semejantes números cómicos. Florian
no pegaba en absoluto al hombrecillo;
sus bofetadas no tocaban siquiera el
rostro de Tim. El fuerte ¡clac! lo emitía
el propio Tim en el instante preciso,
dando una palmada, y este pequeño
truco pasaba por alto a los que sólo
veían su violento retroceso para evitar
el golpe.
Florian parecía tener dentro de la
cabeza una especie de indicador que le
alertaba en el momento exacto en que el
número más gracioso empezaba a
cansar. La próxima vez que Tim le
replicó con una frase ingeniosa —«¡No
puede hacerme daño! ¡No puedo caerme
de muy arriba!»—, Florian no le pegó,
sino que agitó los brazos con
desesperación y gritó:
—¡Basta! ¡Será mejor que hagamos
salir a alguien con inteligencia!
—¡Muy bien! —graznó Tim—.
¡Diestro como el manco que no tiene
brazo izquierdo! ¡Usted se va,
papanatas, y envía aquí a un animal!
—¡Es justo lo que haremos! Que
decidan nuestros jóvenes amigos.
¡Decidlo cantando, niños! ¿Qué animal
queréis ver?
El grito inmediato fue una mezcla de
«¡León! ¡Elefante! ¡Caballos!», pero
Florian fingió oír un consenso.
—¡Pues será el elefante! ¡Tócanos
una fanfarria, Tiny Tim! —Por encima
del estridente arpegio, Florian continuó
—: Damas y caballeros, ahora los invito
a estar muy quietos. No se muevan.
Notarán que sus asientos, incluso la
tierra bajo sus pies, temblará al paso
resonante del enorme paquidermo que
ahora tengo el honor de presentar… ¡El
gran «Brutus», el mayor animal que
respira!
—Adelante, Peggy —se oyó desde
la puerta trasera, y entonces sonó el
bombo (su fuerte bumbum y su ominoso
rumor) al ritmo de los pasos del elefante
mientras entraba en la tienda.
Era una conjuntura magistral del
programa. El elefante hacía parecer a
Tim Trimm aún más pequeño que hasta
entonces y Tim hacía parecer al elefante
aún más grande de lo que era en
realidad. El tambor con turbante que lo
montaba dijo: «Alto, Peggy», y el
animal se detuvo en un lado de la pista y
permaneció quieto, con paciente
dignidad, mientras Florian se entregaba
a otro acceso de palabrería:
—Ya han oído, damas y caballeros,
altopeggy, una de las palabras místicas
con las que sólo el amo del gran animal,
Abdullah de Bengala, puede controlar el
poder inimaginable y el tamaño
gigantesco del elefante macho. Para
hacerse una idea de la inmensidad de
Brutus, damas y caballeros, intenten
comprender esto. ¡Todos ustedes juntos
no pesan tanto como este titánico
paquidermo! Dominar a una bestia tan
colosal y fuerte es un arte que sólo
conocen los nativos del remoto país de
Bengala. Ni yo ni ningún otro hombre
blanco sería capaz de amansar a un
monstruo como el gran Brutus, y
enseñarle las habilidades que ustedes
van a presenciar. Sólo un hindú
auténtico como nuestro Abdullah posee
el conocimiento de las palabras secretas
de mando…
Continuó un rato en esta vena, hasta
que al fin dejó la arena a los artistas y
fue a reunirse con Edge y Yount junto a
la puerta principal de la tienda. Brutus
salvó con delicadeza el círculo de
tierra, entró en la pista, levantó la
trompa y una rodilla y Abdullah bajó
ágilmente del cuello a la trompa y de la
rodilla al suelo, llevando consigo el
bombo. A partir de aquel momento no
pareció necesitar más sus místicas
órdenes hindúes y sólo tocó el bombo de
vez en cuando para indicar al elefante
las diferentes posiciones. Edge sabía
que incluso esto era innecesario, ya que
había visto a Brutus realizar todo su
repertorio sin la menor ayuda.
Ahora hizo las mismas cosas.
Abdullah corrió hacia los bancos para
coger de debajo de ellos una pieza del
equipo que Yount identificó como la tina
del circo y la colocó invertida en la
arena. Acompañado por el tambor,
Brutus levantó con lentitud una pata y la
apoyó sobre la tina. Una pausa llena de
expectación, un toque de tambor, y bajó
la pata para subir la otra. El tambor
resonó de nuevo y el elefante se
preparó, se dio un impulso exagerado y
puso ambas patas sobre la tina,
irguiendo mucho el cuerpo, y entonces
levantó la trompa y emitió un sonido
victorioso. El negro se volvió para
dirigir una sonrisa a todos los asistentes
y levantó los palillos formando una V,
que todos reconocieron como una señal
para el aplauso y la obedecieron con
palmadas entusiastas. Cuando el elefante
vacilaba, lo cual hacía a intervalos,
consciente de que hacía parecer cada
pose más difícil que la anterior, Florian
corría a la pista para pronunciar una
conferencia breve e instructiva.
—Hay muchas cosas curiosas en el
elefante, damas y caballeros, que
Abdullah desearía hacerles saber, pero
sólo habla hindú, así que permitan que
sea yo quien los informe, mientras el
gran Brutus medita sobre la dificultad
de su siguiente proeza. Entre las
peculiaridades del elefante está la de
que es el único animal de este planeta
que tiene una rodilla en cada uno de sus
cuatro miembros. Observen y
cuéntenlas, damas y caballeros…
¡cuatro rodillas!
Cuando llegó el momento culminante
de la actuación de Brutus, se quedó
mirando con el ceño fruncido la tina
durante uno o dos minutos —al estilo de
Ignatz Roozeboom, sin cejas—, mientras
el negro volvía a tocar suavemente el
bombo y hacía gestos suplicantes para
infundirle ánimos. De nuevo el elefante
colocó las dos patas delanteras sobre la
tina y luego, de mala gana, encogió
cautamente el inmenso cuerpo para subir
también a ella una de sus patas traseras.
El auditorio se movió, murmuró su
ansiedad y esperó. Florian saltó a la
pista.
—Mientras el gran Brutus prepara
todos sus músculos para este arduo
intento de equilibrio y precisión,
permítanme señalar otro detalle único
sobre el elefante. Estoy seguro de que
todos han visto alguna vez a sus caballos
hundidos en el barro. Al elefante nunca
le ocurre, aunque sea veinte o treinta
veces más pesado. Sus patas enormes
tienen plantas esponjosas; cuando el
elefante apoya su peso sobre una pata,
ésta se extiende como una alfombra.
Cuando quita el peso, la planta se
contrae. Y así… pero, ¡atención! —
Abdullah había rozado el bombo—. No
quiero distraerlos, damas y caballeros.
Están a punto de presenciar una hazaña
que muy pocos pueden ver y admirar.
Brutus esperó a que callara y
entonces levantó la cuarta pata, de modo
que todas descansaban ya sobre la tina,
y las mantuvo apretadas como las de un
gato sobre un poste. Resopló
alegremente por la trompa y Abdullah
bailó a su alrededor, ya golpeando el
bombo, ya lanzando los brazos al aire en
forma de V, como si hubiese logrado por
fin el objetivo de toda su vida, y los
espectadores no regatearon los aplausos
y los gritos de aprobación.
—Y ahora —chilló Florian, mientras
el elefante bajaba con cuidado, una pata
detrás de otra— han visto la gracia y la
agilidad extraordinarias de este enorme
animal. Los invito seguidamente a ver su
fuerza… los desafío a comprobar su
fuerza por ustedes mismos. ¡Llamo a los
diez hombres más fornidos y corpulentos
del auditorio para que bajen y unan la
fuerza conjunta de sus músculos en una
competición de arrastre con este único
ejemplar del mamífero más grande de
toda la Creación!
No podía haber en todo Lynchburg
diez hombres realmente forzudos, a
menos que fuesen desertores o se
hubieran retirado pronto de la guerra.
Pero había por lo menos varios hombres
gordos y algunos granjeros viejos en
bastante buena forma. Después de bajar
las cabezas y haberse hecho los
remolones mientras recibían codazos de
sus vecinos de los bancos, bajaron diez
hombres y se agruparon, avergonzados,
en la pista. Entretanto, Abdullah puso el
collar de cuero en torno al cuello de
Brutus y Monsieur Roulette entró
corriendo con un rollo de la cuerda más
gruesa, que engancharon al collar,
mientras los hombres agarraban el otro
extremo.
Tim y Abdullah tocaron floreos y
tamborileos y los hombres —al grito de
«¡A tirar!» de Florian— se echaron
hacia atrás, clavaron los talones y
tiraron con fuerza, mientras Brutus los
miraba de buen humor, sin moverse. Los
diez hombres agarraron mejor la cuerda
y esta vez se echaron hacia atrás hasta
quedar casi horizontales, pero Brutus
siguió mirándolos de buen humor y sin
moverse. Florian dijo:
—Muy bien. Ya lo han intentado.
Abdullah, dale la orden secreta hindú.
El negro gritó:
—Peggy, taraf. —Y el elefante
empezó a retroceder lentamente,
arrastrando a los hombres con tanta
facilidad como si fueran un clavo de la
tienda.
Tim tocó con la corneta unos
acordes de vals y Brutus caminó más de
prisa, casi bailando y arrastrando a los
diez hombres alrededor de la pista,
mientras la multitud se retorcía de risa,
con convulsiones que amenazaban la
estabilidad de los bancos.
Florian volvió a gritar:
—¡El gran Brutus, el más grande
animal que respira!
Y el elefante y Abdullah, que
aporreaba el bombo, recibieron un
aplauso ensordecedor, por lo que el
siguiente anuncio de Florian sólo se oyó
a fragmentos:
—Monsieur… engastrímito y
ventrílocuo… los asombrará… con la
proyección e insinuación de voz…
Entró Rouleau, saltando, brincando,
dando volteretas y saltos mortales. Se
detuvo en la arena, derecho, e
inmediatamente, sin mover la boca,
empezó a ladrar como un perro —una
especie de ladrido ahogado, como si
fuese un perro con la cabeza dentro de
un saco— y a señalar con insistencia la
tina todavía invertida al otro lado de la
pista. Siguió ladrando un rato, sin
obtener mucha atención, y entonces, con
muchos ademanes teatrales, enderezó la
tina para demostrar que no había ningún
perro debajo de ella.
Quizá no importaba que el auditorio
no estuviese muy atento, porque las
modulaciones de la voz de Monsieur
Roulette eran poco menos que
prodigiosas. En un momento dado,
empezó a gimotear como un bebé
hambriento, con la boca todavía
inmóvil, y en seguida la movió para
gritar con su propia voz: «¡Alimente a su
hijo, madame!», señalando con un dedo
imperioso a una mujer que tenía en
brazos a un niño de pecho envuelto en
una toquilla. Ella contestó a gritos:
«¡Soy una mujer cristiana! ¡No pienso
darle la teta en público!» Los
espectadores volvieron a estallar en
carcajadas y Roulette, comprendiendo
sin duda que ya no podría conseguir un
efecto más cómico, saludó y salió de la
tienda, dando saltos mortales.
Florian se apresuró a cubrir su
retirada, aunque la presentación del
nuevo número volvió a oírse sólo de
modo fragmentario:
—… ¡Ultimo de los irregulares
bóers… contra los zulúes… ¡Hotspur!
—La multitud calló por fin lo bastante
para oír—: ¡… Para emocionarlos con
su espectacular interpretación del
Correo de San Petersburgo!
Al instante se oyó procedente desde
fuera un estrépito de herraduras, junto
con la corneta de Tim, ordenando «¡Al
ataque!» a la caballería, el tambor de
Abdullah y el sonido repetido de unos
disparos. El capitán Hotspur debió de
iniciar la marcha desde el fondo del
patio trasero, porque los caballos iban a
galope tendido cuando irrumpieron en la
arena. El caballo blanco y el tordo
corrieron de lado alrededor del espacio
entre la pista y los bancos; el hombre de
uniforme morado cabalgaba muy
derecho sobre ellos, con un pie en el
lomo de cada caballo, sujetando las
riendas con la mano izquierda y
descargando con violencia un largo
látigo que empuñaba en la derecha. El
auditorio lanzó vítores mientras el trío
daba varias vueltas impetuosas a la
tienda, los caballos, con los ojos
desorbitados y echando espuma por la
boca, como si realmente llevasen un
urgente mensaje a través de la estepa
rusa.
—De hecho, en el número clásico de
San Petersburgo —dijo Florian a Edge y
Yount, con quienes se había unido en un
lado de la tienda—, el jinete obliga a
separarse a los dos corceles para que
otros caballos puedan pasar en fila por
debajo de sus piernas y recoge sus
riendas hasta que dirige a toda una
manada. Por desgracia, nosotros no
tenemos una manada.
El capitán hizo detener a sus dos
caballos, que se encabritaron de forma
muy decorativa, con los cuellos
arqueados por los engalladores. Hotspur
se sentó ágilmente sobre el caballo
blanco. Clover Lee apareció de
improviso, tomó las riendas del tordo y
lo condujo a un lado, mientras Hotspur
hacía saltar al blanco dentro de la pista.
Entonces lanzó un grito, incitó al caballo
al trote y mientras daban vueltas
alrededor de la arena, empezó a
desmontar de un salto y a montar de
nuevo. Su sombrero de alas anchas salió
volando y Clover Lee corrió a
recogerlo. Después Hotspur se colgó
cabeza abajo del caballo, suspendido de
un pie en el estribo. A continuación
desmontó y corrió junto al caballo,
volvió a montarlo de un salto y entonces
se deslizó, agarrado a la cincha, por
debajo del animal, mientras éste
continuaba trotando, impasible. Los
espectadores, llenos de admiración,
aplaudieron cada nueva hazaña. Casi
todos ellos habían poseído por lo menos
un caballo y los conocían más que
cualquier otro medio de transporte y
eran capaces de apreciar la buena
equitación más que, por ejemplo, el
adiestramiento hindú de un elefante. Su
aprobación inspiró al capitán Hotspur a
repetir todos los números, hasta que su
sudor centelleó visiblemente bajo los
rayos del sol.
—Esta clase de violenta equitación
circense se llama voltige —explicó
Florian.
—En la caballería lo llamamos
hacer el ganso —dijo Yount.
—Además, introdujo una palabra en
la lengua inglesa formal —añadió
Florian—. La palabra desultory[7] viene
del latín. Y en el circo de la antigua
Roma, un desultor era un jinete que
saltaba de un caballo a otro.
Cuando el capitán Hotspur frenó otra
vez al caballo blanco, Florian dijo:
—Es la hora de Pete Jenkins.
Entró en la pista mientras Hotspur
saludaba. Clover Lee dio el sombrero al
capitán, quien se secó cuidadosamente
la brillante calva con un trapo antes de
volver a ponérselo.
Florian habló a los espectadores:
—Mientras el capitán Hotspur hace
una merecida pausa para recobrar el
aliento, tengo que anunciar una cosa.
Uno de los asistentes acaba de
informarme de que tenemos entre
nosotros a una dama que celebra su
cumpleaños. —Un rumor interesado
surgió entre la multitud y todos
empezaron a inclinarse y mirar a su
alrededor. Florian consultó un trozo de
papel—. Y un cumpleaños muy
importante… ¡el setenta! ¡Los bíblicos
setenta años! —El gentío pareció
impresionado—. Debido a la
coincidencia del hecho de que celebre
un cumpleaños tan importante en este día
del circo, me gustaría que la dama se
pusiera en pie y nos permitiera a todos
felicitarla… ¡la señora Sophie
Pulsipher, de Rivermont Avenue!
Se puso a aplaudir y la gente le
imitó.
—Pensaba que había dicho Pete
Jenkins —murmuró Edge.
—Quizá se llama Pete Jenkins el
hombre que le ha hablado de ella —dijo
Yount.
—¡Vamos, señora Pulsipher! —instó
Florian—. No sea tímida. ¡Venga a
saludar!
—¡Aquí está! ¡Aquí! —gritaron
varias voces.
Florian se llevó una mano a los ojos,
a modo de visera, para escudriñar los
bancos. En uno de los más altos, una
mujer intentaba torpemente ponerse de
pie. Los hombres que la rodeaban la
ayudaron a bajar hasta el suelo de la
tienda.
—¡Ahí viene! —gritó Florian—.
¡Felicitemos, damas y caballeros, a la
señora Sophie Pulsipher!
Todos los aplausos anteriores fueron
superados ahora y el gentío empezó a
cantar cuando Tim entonó Porque es un
chico excelente, mientras la mujer,
arrugada, con la cabeza cubierta por un
pañuelo y envuelta en un chal, se
acercaba cojeando a la pista. Edge y
Yount habrían sospechado que era la
vieja gitana del circo haciendo una
interpretación si no hubieran visto venir
del otro lado de la tienda a Magpie
Maggie Hag llevando un pastel diminuto
en el que lucía una sola vela. Al verlo,
la señora Pulsipher dio media vuelta
para escapar de la atención de que era
objeto, pero Florian la cogió del brazo.
Algunos espectadores dejaron de cantar
para gritar: «¡Apaga la vela! ¡Piensa un
deseo!»
La señora Pulsipher titubeó, se
agachó y, tras varios intentos fallidos,
apagó la vela. «¡Un deseo! ¡Formula un
deseo!», gritó el gentío. Florian la animó
con una sonrisa y acercó la oreja a sus
labios. Lo que le dijo pareció
sorprenderla, porque le dirigió una
mirada muy extraña. Luego se rió y negó
firmemente con la cabeza. El auditorio,
intrigado, guardó silencio y esperó.
Meneando todavía la cabeza, Florian
dijo en voz baja: «No, no», pero todo el
mundo pudo oírle.
—Señora Pulsipher, le agradezco
que me haya confiado su deseo, pero no,
no puedo permitirlo.
Varios espectadores chillaron:
—¡Dígalo, dígalo!
Florian pareció un poco perplejo.
—Bueno… ejem… esta simpática
viejecita… —Hizo una pausa y luego
habló de mala gana—: Dice que nunca
en toda su vida ha montado un caballo a
pelo. Je, je. ¿Pueden creerlo, damas y
caballeros? A la señora Pulsipher le
gustaría dar una vuelta a la pista sentada
en la grupa del caballo con el capitán
Hotspur.
El capitán, que estaba en la arena,
también pareció sorprendido y frunció la
frente sin cejas.
Las mujeres de los bancos dijeron
cosas como «¡O-o-oh, qué viejecita tan
simpática…», y algunos jóvenes
alborotadores gritaron: «¡Eh, déjaselo
hacer! ¡Déjala montar!» Los
alborotadores decidieron el voto, pues
otros se hicieron eco de su grito:
«¡Déjela! ¡Es su deseo de cumpleaños!
¡Déjela montar!»
Florian parecía más arrepentido que
nunca de haber iniciado todo aquello. La
señora Pulsipher temblaba visiblemente
mientras Florian iba a conferir con el
capitán Hotspur, que se veía molesto e
impaciente por continuar su número.
Pero los dos se acercaron a la señora
Pulsipher y la multitud empezó a
vitorear y aplaudir con entusiasmo.
Clover Lee condujo al caballo
blanco al borde de la pista y Florian y el
capitán levantaron ágilmente a la
anciana y la depositaron sobre Bola de
Nieve. Forcejearon con torpeza, e
incluso el caballo volvió la cabeza para
dirigirles una mirada inquisitiva, hasta
que lograron colocar a la señora
Pulsipher en la postura de amazona.
Florian la sujetó bien mientras Hotspur
se aseguraba de que sus manos
agarrasen la cincha. Entonces montó de
un salto detrás de ella, le rodeó la
cintura con los brazos e hizo una seña a
Clover Lee. La muchacha condujo el
caballo por la brida, andando muy, muy
despacio. Incluso así, la anciana se
balanceaba mucho y emitía una risita
que tenía un poco de histerismo. El
auditorio reía con ella y de nuevo se
puso a aplaudir, como si estuviera
haciendo un número que superase al
propio Hotspur. Tim tocó una fanfarria.
La tienda fue sacudida de repente
por una mezcla de horrorizados gritos
femeninos y roncas exclamaciones de
los hombres. Los espectadores se
pusieron en pie de un salto y Florian y
Magpie Maggie Hag —e incluso Edge y
Yount— se precipitaron a la arena. Al
oír la trompeta, el caballo había tenido
un violento sobresalto. El capitán
Hotspur, cogido de sorpresa, resbaló de
la grupa, lo cual asustó todavía más al
caballo, que salió de estampida,
derribando a Clover Lee y empezando a
galopar como un loco alrededor de la
pista, con la señora Pulsipher agarrada
desesperadamente a la cincha, pero el
resto de ella tambaleándose como un
montón de harapos de un lado a otro del
caballo. Éste se asustó más todavía al
verse perseguido por Florian, Edge y
Yount, de modo que galopó aún más de
prisa, mientras los bancos de la tienda
crujieron bajo los movimientos de los
hombres, que intentaban bajar para
prestar su ayuda.
Sin embargo, antes de que la
consternación y el tumulto subieran de
tono, la anciana consiguió de alguna
manera doblar las piernas debajo de
ella, sobre la grupa del caballo, por lo
que ahora daba vueltas en torno a la
pista en posición arrodillada. Todos los
espectadores enmudecieron y se
inmovilizaron por el asombro. Entonces
la señora Pulsipher soltó del todo la
cincha. Con un agilísimo salto se puso
de pie sobre el caballo desbocado y
empezó a soltar en el aire una larga
serie de chales, pañuelos, faldas y otras
prendas ligeras… descubriendo a una
mujer bonita y bien formada, radiante y
sonriente, montando derecha con gran
facilidad.
—¡Ma-DAME Soli-TAIRE! —
vociferó Florian con toda su voz.
Los espectadores soltaron gritos de
placer ante la metamorfosis de la
anciana en una mujer valerosa que ahora
adoptaba con gracia una posición tras
otra, serena y confiada como si el
caballo al galope fuese la alfombra de
un salón. Mantuvo el equilibrio sobre
una sola pierna, saltó e hizo piruetas,
imitó el vuelo del cisne y cada vez que
el caballo la llevaba a través de un rayo
de sol, las lentejuelas de su corpiño y la
falda de tul blanco iluminaban la
penumbra de la tienda con una llamarada
de resplandor estival. Edge había visto
antes actrices vestidas de lentejuelas,
pero nunca se había fijado en el reflejo
que éstas proyectaban hacia arriba. El
rostro de Madame Solitaire estaba
salpicado de sus destellos, que lo
tornaban misterioso como podría ser el
rostro de una náyade bajo el agua.
La multitud volvió a ocupar sus
asientos y la gente que no pertenecía al
circo abandonó la arena. Yount y Edge
se retiraron a su puesto anterior, cerca
de la puerta principal. Florian se reunió
con ellos, ampliamente satisfecho por el
éxito de la impostura. Siguieron mirando
mientras Madame Solitaire continuaba
su ágil y complicada danza sobre la
plataforma móvil.
Yount murmuró, casi malhumorado:
—Usted dijo que el número se
llamaba Pete Jenkins. ¿Qué significa?
—Que me maten si lo sé —
respondió alegremente Florian—. El
primero que lo hizo debió de ser alguien
con este nombre.
El caballo blanco fue aflojando el
paso hasta un medio galope. Tim empezó
a tocar una suave melodía —había
colgado su sombrero de paja en el
pabellón de la corneta para amortiguar
el sonido— y Madame Solitaire dirigía
sonrisas coquetas a los hombres de los
bancos, mientras en el centro de la pista
Monsieur Roulette cantaba con una
bella voz de tenor una canción muy
romántica:
Sentado en el circo, la veía dar vueltas
y pensaba que su sonrisa era para mí;
con su sonrisa tan dulce, el hada
conquistó del todo mi corazón.
Los espectadores movían la cabeza
de un lado a otro, al ritmo de los
anapestos. En la pista, adaptando sus
acciones a los versos, Madame Solitaire
saludó ahora a los hombres con la mano,
mientras Monsieur Roulette juntaba las
suyas y se golpeaba el pecho.
Saludó al auditorio… Supe que era a

y el corazón se me llenó de alegría.
¡Solitaire es la reina de todas las
amazonas,
Pero, ay, está lejos, muy lejos de mí!
Cuando la canción acabó, el caballo
se detuvo. Madame Solitaire desmontó
de un salto, ligera como una hada, y
levantó los brazos en forma de V
pidiendo un aplauso —que estalló
generosamente—, mientras Monsieur
Roulette y Tim se escabullían de la
tienda. Florian acudió corriendo para
dar a la amazona un abrazo paternal y
gritó en broma:
—¡La señora Sophie Pulsipher les
da las gracias, damas y caballeros!
El gentío rió, y también Madame
Solitaire cuando abandonó la arena,
conduciendo su caballo.
Florian pidió, y obtuvo, un aplauso
para los caballos, y luego dijo:
—Ahora… para que el tiempo pase
de modo placentero mientras
preparamos la pista para el siguiente y
emocionante número de nuestro
programa… ¡aquí vuelve nuestro alegre
payaso… el siempre popular Tim
Trimm!
Tim llegó saltando y de prisa esta
vez, sin el impedimento del amplio
vestuario de granjero. Lo que antes
llevaba debajo, y ahora llevaba a la
vista, podría haberlo cogido de
cualquier cuerda de tender ropa. Se
trataba de la ropa interior de franela de
un muchacho, pintada ahora con enormes
lunares de diferentes colores. En lugar
de la corneta, sostenía el bombo de
Abdullah. Entró aporreándolo y dio unas
rápidas vueltas alrededor de la pista
mientras contaba —con su voz normal,
no con el chillido del enano— algunos
de los chistes más viejos que conoce la
humanidad.
—El propietario de este circo no
quería dejarnos tener este bombo,
¿sabéis? —Bum, bum—. Dijo que el
ruido le molestaría. —Bum, bum—. ¡Así
que le dijimos que sólo lo tocaríamos
cuando durmiese! —¡Bum, bum! Quizá
se rieron algunos niños del auditorio.
Tim, por lo tanto, dejó el bombo y probó
otro tema—. Nuestro jefe es un
extranjero, ¿sabéis? Hay que tener
cuidado al hablar. Cuando le dije que
estaba hambriento como un caballo,
¿sabéis qué hizo? ¡Me tiró una horquilla
de heno! —Ni siquiera los niños rieron.
Entretanto, el capitán Hotspur,
Abdullah y Monsieur Roulette
arrastraron el carromato de la jaula del
león hasta la puerta principal de la
tienda y lo metieron en la arena por la
abertura del ruedo. Más personas
miraban estas maniobras que a Tim,
quien a pesar de ello continuó,
impertérrito:
—Así que el jefe me dijo: «Cómete
este heno, Tim, te hará salir colores en
las mejillas», y yo repliqué: «¿Quién
quiere parecer un globo rojo?»
Nadie rió, por lo que Florian corrió
en su ayuda, preguntando jovialmente y
sin preámbulos:
—¡Tim, muchacho, he oído decir que
piensas casarte! Tim agradeció el
cambio de tema.
—Bueno, no lo sé, jefe. Después de
todo, ¿qué significa el matrimonio? ¡Una
cuestión de dinero[8]!
Algunos hombres del auditorio lo
entendieron. Por lo menos, se echaron a
reír.
—¡Sí! —gritó Florian—. Tienes que
buscar una buena esposa, y una buena
esposa debe poseer ciertas cualidades.
Una buena esposa debe ser como el
reloj del ayuntamiento. Puntual y regular.
—¡No, señor, esto sería una mala
esposa! ¡Cuando hablase la oiría toda la
ciudad!
Ahora la jaula ya estaba colocada en
el centro de la pista, así que Florian
añadió sólo otra frase:
—Además, una buena esposa debe
ser como un eco. ¡Hablar sólo cuando le
preguntan!
—No, no, jefe. ¡Esto sería una mala
esposa! ¡Siempre diría la última
palabra!
—¡Vamos, largo de aquí!
Y Florian le dio una patada en el
trasero. No le tocó, pero sonó como si le
hubiera tocado porque Tim golpeó el
bombo en el momento preciso. Se tiró al
suelo, se levantó y salió corriendo de la
tienda.
—¡Y ahora, damas y caballeros! —
gritó Florian, señalando el furgón de la
jaula—. Todos han tenido oportunidad
de ver de cerca a este animal. Han visto
su tamaño, sus terribles y afiladas
zarpas. Han oído sus rugidos
ensordecedores. —El capitán Hotspur
metió el látigo entre los barrotes de la
jaula. El león intentó cogerlo con una
zarpa y emitió el gruñido y el rugido
obligados—. Ahora van a ver a un
hombre valiente entrar en la jaula de
este fiero depredador para demostrar el
dominio del hombre sobre los animales
de la Creación. Les ruego que no
aplaudan ni hagan ningún ruido brusco,
porque si el león se asusta o la
concentración del domador se distrae
por un solo momento, el resultado
podría ser más terrible de lo que se
imaginan. Les ruego, por lo tanto, que
guarden silencio y ya, sin más exordio,
¡les presento al temerario capitán
Hotspur… y al rey de los grandes
felinos, el león «MAXIMUS»!
Obediente, la multitud interrumpió el
murmullo de las conversaciones. Con un
ampuloso ademán, el capitán lanzó lejos
su sombrero de alas curvadas y la
chaqueta morada con charreteras,
dejando al descubierto un pecho y unos
brazos musculosos. Con el látigo
enrollado en una mano, descorrió
lentamente el cerrojo de la puerta de la
jaula. Maximus profirió un gruñido cuyo
tono pretendía ser malévolo y
amenazador. Despacio, el capitán
Hotspur levantó un pie hacia la jaula y,
todavía muy despacio, se izó hasta el
umbral, entró en la jaula y cerró la
puerta tras de sí.
Él y el gran felino leonado se
encontraron frente a frente en un espacio
rodeado de barrotes de sólo un metro
por tres. El capitán desenrolló el látigo
y lo blandió de modo que la borla del
extremo fue a caer muy cerca de
Maximus, que de nuevo intentó cogerlo
y frunció los labios, descubriendo su
formidable dentadura. «Platz!», ordenó
Hotspur, con una voz tan ronca como la
del león, y después de un hosco titubeo,
Maximus bajó el trasero y se sentó.
Alguien dio dos palmadas involuntarias
desde los bancos, pero Hotspur lanzó
una mirada furiosa en su dirección.
Después blandió de nuevo el látigo, que
casi rozó el cuello de Maximus, y
ordenó: «Schön’machen!» El felino
volvió a rugir y miró a su alrededor
como si quisiera escapar, pero volvió a
sentarse y levantó las zarpas delanteras.
El capitán hizo seguir al león el
repertorio de números, no muy
sensacionales —después de todo, no
había sitio en la jaula para que pudieran
hacer muchas cosas—, obligando a
Maximus a saltar por encima del látigo
(«Hoch!») y después a acostarse y
hacerse el muerto («Krank!»), en
posición supina, con las cuatro patas en
el aire. Entonces le hizo retroceder hasta
el fondo de la jaula y él mismo
retrocedió hasta el otro extremo y
mantuvo la distancia con el látigo
mientras Florian aparecía para anunciar:
—Ahora, damas y caballeros, el
capitán Hotspur intentará la proeza más
arriesgada y peligrosa de todas.
Demostrará su dominio completo sobre
el león abriéndole las fauces con las
manos… ¡e introduciendo la cabeza, sin
protección, entre las mandíbulas letales
del animal asesino! Guardemos
silencio… ¡y recemos!
—Platz! —ladró el capitán, y
Maximus volvió a sentarse como un gato
doméstico, gruñendo y de mala gana.
Los espectadores no hacían ningún
ruido, pero el mismo hecho de que
contuvieran el aliento era casi tangible
cuando Hotspur se acercó paso a paso al
león y dobló una rodilla delante de él.
En realidad, no tuvo que forzar al animal
a separar las mandíbulas, pues Maximus
las abrió con un gesto aburrido, como si
bostezara. El capitán Hotspur ladeó la
cabeza —tenía, de hecho, una cabeza
admirable para este fin: calva y suave—
y la introdujo en las fauces abiertas del
león, dirigiendo desde allí una sonrisa
torcida al hechizado auditorio. Al cabo
de un momento, sacó la cabeza, se
apartó del león y se irguió. No había
sitio para levantar los brazos en forma
de V. En vez de esto, extendió
teatralmente hacia el león la mano que
sostenía el látigo enrollado y se metió la
otra en el bolsillo con un ademán de
despreocupación, permaneciendo así,
radiante, ante el tumulto de aplausos,
vítores y silbidos.
Entonces, los aplausos volvieron a
convertirse en gritos y exclamaciones de
horror… y la sonrisa del capitán
Hotspur se transformó en un rictus de
dolor, mientras su cuerpo se retorcía.
Maximus había adelantado de repente
sus fauces todavía abiertas, cerrándolas
al momento en torno al desnudo
antebrazo del capitán. Haciendo muecas
y retorciéndose, Hotspur consiguió sacar
la mano de entre los dientes, se sacó la
otra del bolsillo y la cerró sobre el
brazo herido, del que la sangre fluía
hasta los dedos.
Los espectadores vociferaban,
horrorizados, mientras varios miembros
del circo corrían a ayudarle. Roulette,
Abdullah y Tim Trimm fueron los
primeros en llegar a la arena, pero se
detuvieron en seco cuando el capitán
Hotspur gritó entre dientes:
—¡Atrás! ¡Quedaos atrás! ¡No os
pongáis en peligro! —Y añadió con
firmeza, dirigiéndose al león—: Zurück!
Stille! —Y lo amenazó con el látigo
para mantenerlo a raya.
Maximus no continuaba el ataque; no
se movía de donde estaba y parecía más
perplejo que excitado por el sabor de la
sangre. Hotspur, manteniendo quieto al
león con el látigo en el brazo sano, sacó
por entre los barrotes el brazo
sanguinolento. Abdullah se agachó
rápidamente, rasgó el dobladillo de una
de sus numerosas túnicas, se acercó a la
jaula y envolvió con destreza el brazo
herido con la venda improvisada. Los
gritos de los espectadores se
convirtieron en sollozos, suspiros y
exclamaciones admirativas mientras el
valiente capitán Hotspur retrocedía,
paso a paso, hacia la puerta de la jaula.
Monsieur Roulette saltó para descorrer
el cerrojo, y cuando el capitán hubo
saltado de espaldas, tambaleándose por
el vértigo al poner los pies en el suelo,
Roulette cerró de golpe y atrancó
nuevamente la puerta.
Aunque se sostenía con evidente
inseguridad, el capitán insistió en
terminar bien su número. Levantó el
brazo del látigo y el vendado con el
ensangrentado trapo, formó con ellos la
consabida V y recibió el aplauso que
merecía, por lo menos de la mayor parte
del auditorio, ya que muchas mujeres se
habían desmayado y ahora sus
acompañantes las abanicaban con el
sombrero.
—¿Se ha fijado alguna vez —
preguntó Florian a Edge, mientras
Roulette y Abdullah ayudaban al capitán
a salir tambaleándose de la tienda— en
que las mujeres nunca se desmayan hasta
que no queda nada por ver?
—Bueno, a usted no parece
importarle la vista de la sangre. Florian
le miró, un poco sorprendido.
—No, cuando es la sangre de un
asno. Usted vio cómo la recogían y
reservaban. El capitán tenía cierta
cantidad en el bolsillo del pantalón,
dentro de una piel de salchicha.
Y, agitando los brazos, Florian
volvió a la pista para calmar la
agitación de la multitud.
—Damas y caballeros, lamentamos
este terrible accidente, pero me alegra
poder informarlos de que el médico de
la compañía nos asegura que el valiente
capitán no ha sufrido heridas
importantes en el ataque del devorador
de hombres. El capitán volverá a estar
con nosotros en cuanto le hayan vendado
debidamente el brazo y descansado un
poco. Así, pues, ahora haremos un
intermedio. El programa se reanudará
dentro de media hora, intervalo durante
el cual nuestros excelentes músicos los
deleitarán con diversas melodías
populares.
Al momento, Abdullah y Tim
entonaron ¿Qué es el hogar sin una
madre?
—Damas y caballeros, niños y
niñas, los invitamos a abandonar el
pabellón para estirar las piernas
paseando por la avenida central del
circo. En nuestro Museo Ambulante de
Curiosidades Zoológicas les ofreceré
personalmente una conferencia
educativa sobre hechos poco conocidos
de los raros ejemplares de la fauna que
se conservan allí. En el espacio
adyacente podrán observar al recién
capturado Hombre Salvaje de los
Bosques…
La mayoría de espectadores ya
estaba bajando de los bancos con
miembros rígidos, hablando entre ellos y
gesticulando con excitación.
—Si algunas señoras prefieren
permanecer en sus asientos, pueden
aprovecharse de las artes vaticinadoras
de la preclara vidente, Madame Magpie
Maggie Hag, que se moverá entre
ustedes durante el descanso. A petición
suya, les predecirá el futuro y dará
sabios consejos en cuestiones de amor,
salud, dinero y matrimonio…
Cuando hubieron salido todos los
que deseaban abandonar la tienda, Edge
y Yount ayudaron a Abdullah y
Monsieur Roulette a sacar fuera el
carromato del león, y en torno a la jaula
se reunió una gran cantidad de mirones
para ver a Roulette echar a Maximus un
trozo de carne de asno en recompensa
por su noble actuación. Yount vagó por
el solar —lo que hasta entonces había
considerado sólo como «fuera de la
tienda», pero que Florian habían
llamado con grandilocuencia la
«avenida central»— para escuchar la
charla de Florian sobre los aspectos
«poco conocidos» de los animales muy
corrientes disecados y exhibidos en el
furgón del museo.
—… Puede parecerles una marmota
vulgar. Pero en realidad es la misma
marmota que inspiró al poeta aquellos
versos inmortales de rústico humor:
«¿Cuánta madera comería una marmota,
si la marmota comiera madera[9]?»
En el interior de la tienda, donde en
este momento Magpie Maggie Hag
hablaba con una mujer joven, fea pero
de ojos brillantes, Edge pasó lo bastante
cerca para oír decir a la gitana:
—¿Quieres que tu hombre se
enamore de ti, preciosa? Pues toma un
largo trozo de cordel. Espera a que él
esté al sol, pero donde no te vea. Coge
el cordel, mide su sombra y corta el
cordel a la medida exacta. Recuerda, él
no debe saberlo. Pon el cordel debajo
de la almohada mientras duermes.
¡Albricias! Él se enamorará de ti. Cinco
centavos.
Fuera, el Hombre Salvaje de los
Bosques se movía al extremo de su
cadena, gimoteando y rascándose en
lugares íntimos bajo la capa de pieles de
animales, suciedad y carbón de leña,
mientras Florian informaba al gentío:
—Como jamás ha sido descubierto
nada parecido a él, los sabios son
incapaces de asignar el Hombre Salvaje
a una tierra natal específica. Sin
embargo, examinando su peculiar
dentición, es decir, comparando sus
dientes con los de los mamíferos
conocidos, los científicos han concluido
que es mitad oso, mitad humano. A este
respecto sólo se puede conjeturar que
fue engendrado por un montañés
demente que copuló con una osa. O bien,
incluso más horrendo de imaginar, que
el Hombre Salvaje es la cría de un oso
que, de algún modo… —Florian dejó la
frase en suspenso y las mujeres del
grupo abrieron mucho los ojos,
especulando—. Como es natural en un
oso, al Hombre Salvaje medio oso le
gusta la carne cruda. Por lo tanto, quizá
algunas señoras preferirán desviar la
mirada, porque es la hora de comer de
esta criatura.
Ninguna la desvió. Monsieur
Roulette echó al idiota un trozo de fémur
del asno, que Maximus ya había
descarnado con anterioridad y casi
abrillantado. El Hombre Salvaje lo
agarró con avidez y, gimoteando de
placer, empezó a pasar los dientes
arriba y abajo del hueso. Los patanes
murmuraron entre sí y Yount dijo a
Roulette en un susurro:
—Creo que esto es horrible. Usar al
pobre idiota de esta manera.
—Pourquoi? —contestó Roulette—.
Le gusta. Es más feliz aquí, siendo
admirado, que en casa con su familia,
que le despreciaba.
—Aun así, no me parece bien.
Roulette replicó, un poco molesto:
—Usted y su ami deberían perder la
costumbre de criticar a la gente por
hacer lo que puede, en lugar de lo que
ustedes querrían que hiciera.
Dentro de la tienda, Edge escuchó a
Magpie Maggie Hag decir a una mujer
de mediana edad, pero todavía guapa:
—¡Quizá quieres deshacerte del
marido viejo y rico para ser una viuda
alegre! Lo que debes hacer es coger un
cordel y medir su sombra a la luz del
sol, pero sin que él lo sepa. Enrolla el
cordel y ponlo bajo su almohada
mientras duerme. Pronto, mulengi!,
estará muerto. Diez centavos.
—¡Mierda! —exclamó Madame
Solitaire, fuera de la tienda, donde
examinaba los arneses de su caballo
blanco.
—¿Ocurre algo, madame? —
preguntó Yount, pensando que se
quejaba de su propio vestuario, porque
se había cambiado después de dejar la
arena y este conjunto era aún más pobre
que el anterior. Tenía más espacios
vacíos entre las lentejuelas del corpiño
y la falda de tul estaba más deshilachada
en el borde. Pero no era esto lo que la
preocupaba.
—Acabo de advertir que el engalle
de Bola de Nieve está casi partido en
dos. Aquí, ¿lo ve? Y es muy aficionado
a echar la cabeza hacia atrás. Si lo hace
cuando lo monte a horcajadas y esté
inclinada hacia adelante, que es cuando
lo hará, me romperé la nariz. Ya me la
he roto demasiadas veces en mi vida.
—¿Cuándo vuelve a la arena,
señora? ¿No se puede arreglar antes?
—No se me da mal la costura, Obie,
pero no con cuero. Tendré que pedírselo
a Ignatz, pero saldrá dentro de un
minuto. —La corneta tocaba Espera el
furgón, lo cual significaba que Florian
ya conducía a los patanes hacia la tienda
—. El primer número es el de ligas y
guirnaldas de Clover Lee e Ignatz
trabaja con ella.
Yount se rascó la barba.
—Si hay tiempo y usted tiene un
punzón y un trozo de bramante, le podré
arreglar la correa, madame. Los
soldados de caballería llegamos a ser
bastante buenos con la reparación de
arneses.
—Oh, esto es muy caballeroso por
su parte, Obie. Venga por aquí. —
Cogieron la correa y fueron al carromato
de los accesorios—. Aquí está la caja
de herramientas de Ignatz. Mientras
usted trabaja, iré a ver qué clase de
mercancías ha aceptado Florian y qué
clase de arreglo podemos hacer Maggie
y yo después del espectáculo.
Se marchó, dejando la puerta abierta
para que entrase más luz en el furgón.
—… Y ahora, damas y caballeros
—empezó Florian la presentación de la
segunda parte del programa—, aquí está
ella, la prima del valeroso general
Fitzhugh Lee, sobrina nieta de nuestro
amado general Robert E. Lee, montando
su caballo Burbujas, en el cual
reconocerán fácilmente al hijo de
Viajero, el famoso tordo del general
Lee. ¡Famosa como la amazona más
joven y más dotada del mundo,
mademoiselle Clover LEE!
Tim y Abdullah tocaron El canal de
Eerie con la corneta y el tambor y entró
Clover Lee, con una sonrisa radiante,
sentada de lado sobre el lomo sin silla
del caballo tordo. El capitán Hotspur y
Monsieur Roulette entraron a pie y se
detuvieron junto al poste central. Florian
se retiró a un lado, donde Edge le dijo:
—¿Cómo se puede inventar frases
tan rimbombantes? Esa niña es tan
pariente como yo del tío Bobby y el
sobrino Fitz.
—Usted lo sabe, y yo también, pero
¿lo saben acaso esos patanes?
—Si saben que Viajero es un animal
castrado y nunca ha engendrado prole,
podrían dudar del resto de sus
monsergas.
—No están aquí para pedir la mano
de Clover Lee, sino para verla montar.
Sin embargo, si es posible que proceda
de una familia conocida, estarán mejor
dispuestos a aplaudirla.
El caballo rodeó la pista a medio
galope y Clover Lee se puso de pie en la
grupa, pero sus movimientos eran menos
graciosos y fluidos que los de su madre.
Cuando Tim y Abdullah cantaron el coro
de la melodía («Puente bajo, todos a
tierra…»), el capitán Hotspur corrió
hacia afuera con una liga, que era sólo
una de las esponjosas cuerdas rosas que
Edge había visto antes. Un extremo
estaba sujeto al poste central y Hotspur
sostuvo el otro por encima de su cabeza
para formar una barrera en el camino de
Clover Lee. El caballo pasó por debajo
y la muchacha dio un salto y cayó de
nuevo sobre la grupa del animal.
Entonces Roulette corrió afuera con otra
cuerda («Puente bajo, porque cruzamos
una ciudad…»), así que la vez siguiente
Clover Lee tuvo que dar dos rápidos
saltos.
Cuando hubo repetido el número
varias veces, los hombres dejaron las
ligas rosas y el capitán Hotspur esperó
en el borde de la pista con una
guirnalda, uno de los aros adornados
con volantes fruncidos de papel rosa.
Clover Lee saltó, dio una voltereta a
través del aro y cayó de pie sobre el
caballo, que continuaba corriendo a
medio galope. De nuevo Roulette se
adelantó con un segundo aro y ahora la
muchacha tenía que dar otra voltereta en
cuanto aterrizaba de la primera. Era una
actuación bonita y el aplauso fue
tumultuoso cuando saltó por fin del
caballo al galope. Burbujas también fue
aplaudido cuando Florian volvió a
recordar a la multitud la distinguida
ascendencia del animal.
—Y ahora, directamente de París…
donde su asombrosa agilidad ha
asombrado al emperador Luis Napoleón
y a la emperatriz Eugenia… el maestro
de los saltimbanquis, el mejor de los
juglares, el gimnasta de pista mejor
dotado… ¡les presento a Monsieur
ROULETTE!
El número acrobático fue
inconmensurablemente mejor que su
anterior exhibición como ventrílocuo.
De hecho, Edge lo encontró magnífico y
creyó de verdad que pudiera despertar
la admiración de emperadores y
emperatrices. Mientras Tim Trimm
cantaba con voz suave y tocaba con
armoniosa estridencia, Monsieur
Roulette realizó saltos, contorsiones y
volteretas que parecían negar la
existencia de huesos en su cuerpo y
cualquier dependencia de la ley de la
gravedad. Afrancesaba cada acrobacia
con el grito de «Allez houp!» antes de
iniciarla y con «Houp là!» al darle fin, y
de vez en cuando explicaba incluso en
francés lo que iba a realizar: «Faire le
saut périlleux au milieu de l’air!
Voilà!»
Tras una exhibición de saltos
mortales hacia adelante y hacia atrás y
numerosas volteretas laterales, corrió al
borde de la pista para coger la escalera
corta que Edge le había visto entrar en
la tienda. La colocó en medio de la
arena, sin apoyarla en ninguna parte,
sólo en equilibrio sobre las dos patas, y
subió por un lado y bajó por el otro a
gran velocidad, sin que la escalera se
moviese. Realizó en ella toda clase de
posturas y balanceos, a veces de pie
sobre los peldaños y otras en posición
transversal a la escalera, sólo sostenido
por un talón contra los peldaños y un
dedo debajo de ellos, mientras la
escalera oscilaba y se tambaleaba,
manteniéndose, sin embargo,
milagrosamente derecha.
Luego trepó hasta arriba,
permaneció erguido sobre los dos
puntos más altos y caminó con la
escalera como con un par de zancos en
torno a toda la pista. Después, sin bajar,
con la escalera todavía vertical, se puso
cabeza abajo sobre las manos y de
nuevo dio la vuelta a la arena. Durante
la mayor parte de la actuación de
Roulette, el auditorio guardó silencio,
como temeroso de hacer un ruido que
provocara una caída. No obstante, este
último alarde desató un aplauso
ensordecedor, vítores y silbidos.
Fuera, ante el carromato de los
decorados, Yount trabajaba activamente
con bramante, cuero y aguja curvada
cuando Clover Lee pasó de repente por
su lado y, sin cerrar siquiera la puerta
del furgón, empezó a desnudarse hasta
quedarse en cueros. Yount estaba
demasiado estupefacto para volver
cortésmente la cabeza, así que se quedó
mirando y por fin tartamudeó:
—Muchacha, ¿qué haces?
—Cambiarme para el último
espectáculo… el desfile final. El sudor
es peor que la polilla para agujerear la
ropa. Tengo que lavarla en seguida.
¿Qué ocurre, sargento Obie? Supongo
que los soldados de caballería saben
qué es el sudor.
—Oh, sí… claro.
—Ah. Entonces, tal vez no ha visto
nunca una mujer desnuda.
—Bueno… no. Gratis, no, señorita.
—Pues, disfrútelo. No doy nada más
gratis. Eso lo reservo para cuando sea
mayor, cuando conozca a un duque o un
conde para dárselo, allí en Europa. —
Yount la miró con fijeza, todavía más
incrédulo—. Mientras tanto, puede mirar
todo cuanto quiera lo poco que tengo
para enseñar. —Entonces rió al darse
cuenta del objeto de su atención—. Oh,
está mirando esto. —Levantó la pequeña
almohadilla que acababa de quitarse de
las mallas sudadas—. Todos los artistas
de circo la llevan, incluidos los
hombres… sólo que en su caso sirve
para hacer menos visible el bulto de la
entrepierna. Nosotras la usamos para
cubrir la pequeña raja, a fin de que no
guiñe al auditorio. Se llama cache-sexe.
Es francés.
—Tendría que haberlo sabido.
Ella se colocó el cache-sexe entre
las piernas, se puso rápidamente
prendas limpias sobre la piel y salió del
carromato. Yount meneó la cabeza,
admirado, acabó de remendar la correa
y fue a llevársela a Madame Solitaire.
Bajo la carpa, Monsieur Roulette
entró en la pista con el objeto que Edge
había tomado por un trampolín infantil y
que resultó ser una rampa corta e
inclinada por la que Roulette subía para
realizar sus saltos. Lo hizo varias veces;
la tabla le prestaba una altura adicional
y una parábola más larga para sus
fantásticas cabriolas, volteretas y
brincos hacia atrás que terminaban con
un gran salto en el aire. Mientras tanto,
Abdullah condujo de nuevo a Brutus a
la tienda y el punto culminante de la
actuación de Monsieur Roulette
consistía en subir corriendo el
trampolín, dar un potente salto, salir
volando por los aires, dar una serie de
apretadas volteretas por encima del
elefante y aterrizar al otro lado de
Brutus con un «Houp là!».
La multitud casi levantó el techo de
la carpa con sus aplausos. Después de
llevarse el elefante fuera de la tienda,
Abdullah volvió a ella y Florian le
presentó esta vez como:
—El maestro de esos otros secretos
hindúes conocidos en la lengua hindú
como el arte del Tyree Hannibal. Este
retruécano hindú, damas y caballeros,
significa hacedor de milagros. Y para
demostrarles qué significa esto… ¡aquí
llega Abdullah de BENGALA!
Al principio el negro parecía tener
las manos vacías, pero cuando empezó a
moverlas hacia arriba y hacia abajo, en
una de ellas apareció de repente una
cebolla. Se la pasó a la otra mano, pero
la primera continuaba sosteniendo de
algún modo una cebolla, que también fue
lanzada al aire, pero aun así, las dos
manos seguían sosteniendo una
cebolla… y así sucesivamente. Más de
prisa de lo que podían seguirle los ojos,
Abdullah sacaba cebollas de la nada y
las enviaba de una mano a otra de
formas tan rápidas y variadas que sus
confusas trayectorias parecían tejer una
red intangible siempre repetida y cada
vez más compleja. Luego, la cantidad de
cebollas pareció disminuir
misteriosamente, hasta que las restantes
pudieron verse cambiando de mano. Al
final sólo quedó una, que Abdullah
siguió lanzando al aire, mientras sonreía
al público. La lanzó otra vez, más arriba
que antes, puso la cabeza debajo de ella
cuando bajaba, la atrapó con la boca y
le dio un sonoro y jugoso mordisco.
Durante los aplausos, Florian dijo a
Edge, y a Yount, que acababa de
reunirse con ellos:
—¡Y pensar, amigos, que ese
muchacho era limpiabotas!
Tim Trimm salió corriendo y alargó
a Abdullah tres antorchas encendidas —
palos con haces de teas encendidas en
un extremo— y Abdullah hizo juegos
malabares con ellas, dándoles vueltas
hasta que volaban sobre su cabeza y
pasándolas de mano en mano; un bello
espectáculo en la penumbra de la tienda.
Cuando hubo acabado con ellas,
cogiendo las tres en una mano y
apagándolas de un soplo, Tim volvió
corriendo con una pila de lo que Edge y
Yount reconocieron como las tazas y
platos con que habían cenado la noche
anterior.
Abdullah las hizo volar entre sus
manos, casi con negligencia, y esta vez
Tim permaneció a su lado. Volvía a
hacer de payaso y contemplaba la
actuación con la mirada ausente de un
Rubén idiotizado. Empezó a hacer
grandes gestos implorantes y Abdullah
respondió con una seña de invitación.
Entonces Tim se acercó a él y Abdullah
cogió un plato de los que volaban por el
aire y se lo dio. Como Tim se limitó a
mirarlo con la boca abierta, Abdullah
tuvo que arrebatárselo para no romper la
continuidad de los objetos volantes. Tim
repitió la imploración y Abdullah volvió
a alargarle uno de los platos soperos y
Tim lo lanzó en seguida, pero Abdullah
tuvo que cruzar corriendo la pista, sin
interrumpir su número, para
incorporarlo a la cadena de platos
volantes.
Los espectadores sonrieron y
después rieron a carcajadas y al poco
rato ya no podían dejar de reír, mientras
Abdullah y Tim corrían de un lado para
otro, chocando y cayéndose, pero
manteniendo de algún modo los platos
en el aire. Al final Abdullah hizo una
mueca de enfado y se inhibió por
completo del asunto —mientras los
platos soperos volaban sin orden ni
concierto—, cruzando los brazos y
apartándose. Tim consiguió al principio
atrapar los platos a medida que caían,
pero eran demasiados y no le cabían en
los brazos, de modo que el último le
cayó sobre la cabeza y se hizo añicos, y
los espectadores rieron, golpeándose las
rodillas.
Tim pareció contrito, luego irritado
y al final colérico. Emitió de improviso
un alarido de rabia, y el auditorio dejó
de reír para agacharse y esquivar el
proyectil, porque Tim había lanzado al
aire uno de los platos soperos, que voló,
invertido, directamente hacia los bancos
más alejados. Sin embargo, de manera
curiosa, el plato perdió velocidad en su
trayectoria, luego hizo una pausa,
girando sobre las cabezas bajas… y
entonces invirtió su dirección y volvió a
la mano tendida de Tim. La gente se
enderezó de nuevo, asombrada.
—Ahora ya sabe por qué Tim
adquirió aquel molde de pastel —gritó
Florian a Edge entre los aplausos y las
risas—. Para hacer el número de
malabarista aficionado.
Tim y Abdullah se marcharon,
saludando, y cogieron inmediatamente
corneta y bombo para anunciar con una
fanfarria la vuelta a la pista del capitán
Hotspur y Madame Solitaire con los dos
caballos. El capitán volvía a montar de
pie a Bola de Nieve y Burbujas, pero
esta vez la bella mujer cabalgaba detrás
de él, con una mano ligera sobre su
hombro y la otra levantada para saludar
al público. Hotspur llevaba su guerrera
morada de uniforme, de modo que nadie
podía ver si aún iba vendado, pero era
evidente que tenía las dos manos útiles.
Los caballos corrían de lado alrededor
de la arena, mientras el hombre y la
mujer adoptaban diversas poses
artísticas, a veces usando ambos los dos
caballos, otras un solo caballo cada uno
y otras uno solo entre los dos.
El número consistía en su mayor
parte en que el capitán ayudase a
Madame Solitaire a adoptar una
posición imposible de otro modo —
como cuando se puso de pie en el
sujetafustes de Bola de Nieve y se
inclinó hacia atrás, y Hotspur la sostuvo
con un brazo desde su posición sobre
Burbujas, y ella continuó echándose
hacia atrás hasta que sus manos
descansaron sobre la grupa del caballo
—, mientras los dos corceles no
interrumpían su galope tendido. La pose
más imposible y peligrosa se reservó,
naturalmente, para el final. Hotspur se
arrodilló sobre su caballo y la mujer
trepó por su espalda y se sentó a
horcajadas sobre sus hombros. El
capitán se levantó con lentitud y separó
un pie para cabalgar de nuevo sobre los
dos caballos. Entonces Solitaire levantó
con cuidado un pie y luego el otro y se
enderezó sobre los hombros de Hotspur,
donde, erguida y sin nada a que
agarrarse, abrió los brazos como si
fuesen alas, y tanto ella como el capitán
se inclinaron hacia adelante sobre los
caballos que galopaban en torno a la
pista. Cuando los detuvieron y ella y
Hotspur desmontaron ágilmente con los
brazos en alto formando una V, la
corneta y el bombo fueron ahogados por
los aplausos.
—¡Madame Solitaire y el capitán
Hotspur les dan las gracias, damas y
caballeros! —gritó Florian cuando pudo
hacerse oír—. Y ahora, antes del saludo
de despedida del gran desfile final,
tenemos un regalo muy especial para
ustedes, además de nuestro programa
habitual. Como nos han recibido tan
calurosamente, ¡nuestro escolta de
caravana, el coronel Zachary
Plantagenet-Tudor, de los Granaderos
Británicos, se ha ofrecido a
entretenerlos con una exhibición
improvisada de tiro de pistola!
—¡Vaya con el hijo de puta! —
exclamó Edge.
Tim Trimm inició inmediatamente
una animada versión de la marcha de los
Granaderos Británicos. Florian hizo una
seña a Edge mientras continuaba sus
flagrantes mentiras:
—… Es un hecho poco conocido,
pero nuestros valientes simpatizantes
británicos prestaron a algunos de sus
tiradores más expertos a nuestro
gallardo ejército Confederado durante la
reciente lucha contra los invasores
yanquis…
—Coronel Tooter —dijo Yount, muy
divertido—, será mejor que salga de ahí
antes de que se le acaben las patrañas.
—Deja que ese presuntuoso siga
disparatando. Maldita sea, no pienso
salir ahí a hacer el ridículo.
—Más ridículo será que eches a
correr.
—¡Maldita sea! —Edge miró a su
alrededor, exasperado, y vio que todos
los espectadores le miraban, llenos de
expectación.
Florian continuaba haciéndole señas
y dando explicaciones.
—Sin embargo, como nuestro
espectáculo ya ha durado más de la
cuenta, el coronel Zachary hará sólo una
demostración de su puntería. Voy a
pedirle que dispare una vez… y apague
una llama que yo sostendré
personalmente. Tan grande es la
confianza que tengo en la buena vista del
coronel y en su consumada habilidad.
Se sacó una cerilla del chaleco, se
agachó para coger una tea apagada de
las antorchas de Abdullah, la encendió y
la sostuvo con el brazo extendido.
—Dios mío —murmuró Edge—, no
sólo está loco, sino que es un suicida.
Rápido, Obie, ¿tienes a mano una rosca?
—Pues, sí. —Yount sacó una
formidable navaja y sacó de ella un
pequeño sacacorchos.
Florian continuó:
—¡Para vencer la muy británica
reticencia del coronel, animémosle con
un gran aplauso! —Y el público,
obediente, empezó a dar palmadas.
—¡Al infierno con todos ellos! —
gruñó Edge y dio su pistola a Yount—.
De prisa, Obie, saca la bala.
—Y salió a la pista.
—¡El coronel PlantagenetTudor! —
gritó Florian, agitando su pequeña llama
—. ¡Ahora no viste su británico
uniforme rojo, sino el gris bueno y
honesto de nuestro ejército
Confederado! —El aplauso se
intensificó—. Salude, coronel Zachary.
Edge obedeció, rígido, dirigiendo a
Florian una mirada sombría e iracunda.
Entonces fue a grandes zancadas hacia el
borde de la pista, donde Yount le tendió
el gran revólver con una inclinación de
cabeza.
Edge echó una ojeada a la parte
anterior del cilindro de la pistola y le
dio un leve giro mientras volvía a la
arena. La muchedumbre enmudeció y
sólo se oyó claramente el clic triple del
percutor. Edge permaneció con el arma
bajada hasta que Florian levantó la
minúscula llama, a tres metros de
distancia. Edge se movió hacia un lado
hasta que tuvo a Florian entre él y la
puerta trasera de la tienda, sin nadie a su
alrededor. Entonces levantó el arma y,
como si no apuntara en absoluto, apretó
el gatillo. Incluso en el considerable
espacio de la gran carpa, el disparo
retumbó y varias personas se
sobresaltaron. Florian, en cambio, no se
movió, y la llama del extremo de la tea
se apagó al instante.
El público aplaudió con entusiasmo,
pero Edge no alzó los brazos en forma
de V ni se quedó para ser admirado,
sino que se limitó a dar media vuelta y
volver a su lugar anterior junto a la
puerta principal. Como si el disparo
hubiera sido una señal, la compañía
circense y los animales salieron a
desfilar de nuevo. Florian se quedó en el
centro de la pista, dando vueltas en la
misma dirección del desfile, como si lo
condujera con su mano extendida, que
sostenía el sombrero de copa.
—La mayoría se ha cambiado de
ropa, sólo para este desfile —comentó
Edge.
—El sudor les estropea los trajes —
dijo Yount con autoridad, pero en
seguida explicó—: Me lo ha contado esa
muchacha, Clover Lee. Diablos, se ha
cambiado delante de mí; estas mujeres
de circo tienen tanto pudor como las
squaws indias. ¿Sabes que más me ha
dicho esa niña? Que reserva lo que tiene
entre las piernas para cuando conozca a
un conde o un duque en Europa.
—Espero que haya suficientes —
dijo Edge—, porque su madre tiene la
misma idea. Y no me sorprendería que
la vieja gitana también la tuviera.
—Quiero decir —observó Yount—
que cuando yo tenía la edad de esa niña,
no sabía que tuviera nada entre las
piernas, excepto un grifo para mear. —
Hizo una pausa y reflexionó—: ¡Eh!
Quizá yo también tendría que reservar lo
mío para alguna condesa o… Zack,
¿existen las ducas?
—Duquesas. Y creo que sólo son
condesas y duquesas si se casan con
condes y duques. Sarah y Clover Lee
pueden tener esperanzas de conquistar
un título, pero tú no. Obie, ¿piensas en
serio unirte a esta pandilla?
—Bueno, no digo que no. Diablos,
nunca veré nada parecido a una condesa
en Tennessee.
La compañía ya había dado dos o
tres vueltas a la arena. Ahora Tim
cambió el tono de su corneta para tocar
la balada más popular del día y
Madame Solitaire y mademoiselle
Clover Lee cantaron dulcemente
mientras cabalgaban:
Nos amamos entonces, Lorena,
más de lo que osamos contar…
La letra de Lorena era muy triste,
pero la melodía era tan bella y
melancólica como la de Auld Lang Syne
y los espectadores la silbaron o cantaron
mientras bajaban de los bancos y se
dirigían a la puerta principal:
Poco importa ahora, Lorena,
el pasado está en el pasado eterno…
Como Edge y Yount eran al parecer
las únicas personas del circo que se
encontraban allí, algunos se detuvieron
para agradecerles la diversión.
—Supongo —dijo un anciano
caballero— que no deberíamos celebrar
el modo como ha terminado esta guerra,
pero es un consuelo que haya tocado a
su fin. Y ustedes, amigos, al llegar aquí
ahora, nos han hecho sentir mucho mejor
sobre las cosas en general.
—Sí —comentó una señora entrada
en años—, no hay como un circo o una
buena y estimulante reunión religiosa al
aire libre para levantarle a uno el ánimo.
—Y éste es el primer circo que ha
venido desde que empezó la guerra —
dijo la señora anciana que la
acompañaba.
—Maud y yo guardábamos el tarro
de melocotón en almíbar para cenar
cuando nuestro chico volviera a casa —
dijo un hombre de mediana edad que iba
con su esposa, también de mediana edad
—, pero la semana pasada nos
enteramos de que no volverá. Nos
alegramos de haber cambiado los
melocotones por este espectáculo. Maud
y yo nos hemos imaginado que Melvin
estaba con nosotros, así que hemos
gozado viéndolo. Dios los bendiga,
amigos.
6
—¡Nuestras ganancias, nuestros
beneficios, nuestro botín! —exclamó
Florian en el umbral del furgón de la
carpa, donde lo habían amontonado
todo.
Empezó a enumerar en voz alta las
adquisiciones para que le oyeran sus
colegas, reunidos en torno al fuego de la
cena. En cualquier otro tiempo o lugar,
las ganancias habrían constituido un
tesoro pobre y patético.
—Primero las cosas de comer.
Bueno, hay huevos, salchichas y setas,
parte de los cuales están guisando en
este momento las señoras Maggie y
Solitaire. Salchichas hechas en casa,
dijo la dama que las trajo, y yo fui
galante y me abstuve de preguntar de qué
se componían. También hemos adquirido
las cebollas con que habéis visto hacer
juegos malabares a Abdullah, y gran
cantidad de otros tubérculos, patatas,
zanahorias, nabos y chirivías, y algunas
nueces negras. Dos sacos grandes de
harina de maíz y una lata de manteca de
cerdo. Cuatro panales de miel. Por lo
menos veinte tarros de productos en
conserva; hum, veamos, tomates,
habichuelas, melocotones, calabaza,
ciruelas, corteza de sandía encurtida. Un
saco bastante grande de judías pintas
secas, otro de frijoles de carete y otro
de cacahuetes con cáscara. De los niños,
tres pesadas ristras de siluros y barbos.
Señoras, creo que no deberíamos tardar
mucho en guisar estos últimos.
—Hemos comido pescado para
desayunar —respondió Sarah—. Ahora
comeremos huevos y salchichas con
setas, tortas de maíz y miel con las
tortas. Y café. Bueno, café de cacahuete,
pero es el primero que tomaremos en
muchísimo tiempo.
—Si alguien prefiere otra bebida —
dijo Florian, continuando la lista—,
tenemos cerveza de abeto, cerveza de
placaminero y vino de uva americana,
ninguno de ellos mancillado por el
demonio del alcohol. Sin embargo, para
los que no son abstemios, aquí hay dos
jarras de barro llenas, según me han
dicho, de la mejor marca lynchburguesa
de rayo blanco.
Todos los hombres, excepto el
idiota, alargaron inmediatamente sus
tazas de hojalata o de loza a Florian, que
les sirvió medidas liberales de whisky,
incluyendo una para sí mismo. Entonces
continuó:
—Veamos ahora el botín no
comestible o potable. Tenemos una
provisión casi vitalicia del principal
producto de Lynchburg, tabaco
desmenuzado, comprimido e incluso en
hojas, por si alguien quiere liarse
cigarros. Toma, Abdullah, coge una
tableta y obsequia con ella ahora mismo
a Brutus. También hemos adquirido
diversas piezas de vajilla, incluyendo
esos platos para hacer malabarismo.
Algunos clavos, tornillos y pinzas de
ropa. Un espejo pequeño, algunas velas,
una lata de queroseno y bastantes
mechas. Un par de mantas de caballería
no demasiado raídas, una caja de
herraduras de diversos tamaños y tres o
cuatro morrales, por si alguna vez
tenemos un poco de grano que dar a los
pobres animales. Varias mujeres han
contribuido con trozos de cinta, trencilla
y flores de papel. Madame Hag, dejo a
su criterio el empleo decorativo que
podamos darles. También tenemos
diversas prendas de uniformes militares
que podemos teñir, e incluso algunos
botes de caparrosa verde y sasafrás y
tintes de zumaque. —Hizo una pausa
para refrescarse con un sorbo del
whisky de maíz—. Casi es más divertido
hacer estos negocios que el modo
ortodoxo de aceptar dinero. Nunca se
sabe qué va uno a recibir. Esto, por
ejemplo.
Levantó un banjo de seis cuerdas, en
buen estado, aunque sólo tenía la
cantarela y dos de las cuerdas largas.
—Si podemos procurarnos tres
cuerdas más, uno de nosotros tendrá que
aprender a tocarlo. Pero también hay un
instrumento musical para mí. —Se puso
entre los labios un silbato de hojalata y
produjo un silbido estridente—. He
carecido de él durante demasiado
tiempo, y un director ecuestre sin silbato
es como un director de orquesta sin
batuta.
Se lo guardó con cuidado en el
bolsillo del chaleco y prosiguió con el
catálogo.
—Aquí tenemos una buena
biblioteca ambulante. Seis o siete
ejemplares de la revista The Camp
Jester y tres novelas Beadle de diez
centavos. Veamos… Nick de los
bosques, La esposa india del cazador
blanco y Los saqueadores… ¡Ja, éstos
somos nosotros! De los chicos he
aceptado un montón de esas «bolsas
prácticas» que sus escuelas dominicales
debían enviar a las tropas. Creo que
podemos desechar los opúsculos contra
la bebida y las palabrotas, etcétera, pero
guardar los objetos útiles como
alfileres, agujas e hilo. —Volvió a beber
un sorbo de whisky—. Y ahora, lo
último pero no por ello menos
importante, el dinero en efectivo que
hemos cobrado. Me complace anunciar
el magnífico total de cuatro dólares,
ochenta y siete centavos y medio en
buena plata y cobre federal, y
ochocientos dólares en billetes
confederados. ¡Esto es lo que llamo unas
buenas ganancias!
Toda la compañía circense aplaudió
con la misma exuberancia con que lo
había hecho el público de pago, pero
Edge objetó:
—Supongo que soy tan confederado
como el que más, señor Florian, pero,
francamente, no entiendo por qué sigue
aceptando ese papel mojado.
—Puedo equivocarme —contestó
Florian—, pero sospecho que
encontraremos por el camino algunos
rebeldes empedernidos que se negarán a
aceptar dinero yanqui por lo que
nosotros queramos comprarles.
—Si usted lo dice —replicó Edge, y
guardó silencio.
—Maggie —preguntó Florian—,
¿cuánto dinero has sacado de la plebe
durante el intermedio?
Ella levantó la vista de la cazuela y
contestó:
—Siete dólares.
Esto enfrió bastante el entusiasmo de
Florian.
—Cómo, Mag, solías obtener más…
vaya, yo esperaba… Diablos, Mag, esto
equivale a sólo siete centavos en
dinero…
—No en billetes. —Le miró con una
sonrisa desdentada, pero muy satisfecha
—. En dinero auténtico.
—¡Qué! —Ahora Florian estaba
aturdido y también todos los demás—.
¡Pero si esto es casi tanto como lo que
hemos cobrado en el furgón rojo, entre
federal y secesionista!
Magpie Maggie Hag dejó sus
utensilios de cocina para rebuscar entre
sus faldas y prendas interiores, extrajo
una bolsa de tela que tintineaba
alegremente y la alargó a Florian.
Jules Rouleau preguntó:
—¿Cómo diablos lo has conseguido,
Mag?
—Las mujeres —respondió ella,
escupiendo con desprecio—. Tanto en la
guerra, como en la miseria, como en el
Día del Juicio, todas las mujeres son
urracas. Rascan penique tras penique y
los esconden en su nido. Cualquier
mujer sabe sisar como una gitana. Quizá
no gastará en comida ni en calzado para
la familia ni en fruslerías para ella
misma, pero lo dará todo para que le
interpreten los sueños o le lean la palma
de la mano, si cree que puede tratarse de
un asunto de amor. Un hombre, si no
tiene ninguno, o uno nuevo, si ya tiene.
¡Mujeres! Y ahora venid todos. La cena
está lista. Una buena cena.
Lo era, en efecto, y muy oportuna,
por no decir una necesidad desde hacía
tiempo, y la hoguera calentaba el lugar
de reunión en un crepúsculo que ya
empezaba a ser fresco. Sólo el Hombre
Salvaje engulló su ración con malos
modales y se alejó en seguida. Los otros
animaron la cena con una amable charla
en las diferentes jergas de sus artes
correspondientes.
Hannibal Tyree preguntó a Tim
Trimm:
—¿Sería más fácil para ti que te
lanzase una lluvia en vez de una cascada
cuando sales tocando la corneta?
—No importa, pero la próxima vez,
después de lanzar el plato a los
campesinos, tendríamos que hacerlos
reír para relajarlos. Puedes meterme de
un puntapié en la tina y hacerme rodar
luego por la arena.
Clover Lee dijo a Ignatz
Roozeboom:
—Creo que en vez de desmontar de
un salto al final, tendría que dar una
voltereta y saltar al suelo hacia atrás.
—Ja, gut. Pero si entonces te paras,
te tambalearás y parecerás insegura.
Será mejor que completes el último
salto con otra voltereta.
Edge se inclinó para decirle:
—Recuerdo, mademoiselle, que
llamó «carne» a sus mallas. Pero ¿no da
a la otra prenda un nombre extranjero?
—Leotardo. No sé por qué se llama
así.
—Deberías avergonzarte, Edith
Coverley —terció Florian—. El hombre
que la diseñó y le dio su nombre es el
mayor trapecista viviente, Jules Léotard.
—Tengo entendido que en Francia
han llamado muchas cosas en su honor
—dijo Rouleau—: rissole à la Léotard,
pâté Léotard… como nosotros tenemos
aquí el gorro y la polka de Jenny Lind.
—¡Qué bonito! —exclamó Clover
Lee—. Quizá, cuando sea famosa en
Francia, pondrán mi nombre a algo.
Edge se volvió hacia Magpie
Maggie Hag, que freía otra tanda de
salchichas, y dijo:
—Señora, espero que Lynchburg
esté bien provisto de cordel. ¿Dice a
todas las mujeres que éste es el modo de
conseguir a un hombre… o deshacerse
de él?
—¿Por qué no, muchacho? ¿Ha
intentado alguna vez medir con cordel la
sombra de un hombre sin que él lo sepa?
Se tarda mucho en hacerlo, quizá lo
suficiente para que un hombre se
enamore de alguien. Del mismo modo,
el hombre ha de morir alguna vez. Si le
da tiempo, el cordel siempre funciona.
—Eh, soldado de caballería —
interpeló Tim Trimm—, usted hace
preguntas, y yo también quiero hacerle
una. ¿Cómo es que no lleva barba? Su
sargento la lleva y también casi todos
los soldados que conozco. ¿Cree que su
cara es demasiado bella para taparla?
Edge replicó, sin inmutarse:
—¿Es por eso que usted no se la
deja crecer?
—Mierda, no. Los hombres del
circo no llevan barba porque se les
puede enganchar en los arneses o algo
así. Es peligroso. Uno de estos días, el
viejo Ignatz perderá su bigote de morsa
entre los colmillos del viejo león. Y
estará en un apuro, ¿verdad, holandés?
Roozeboom se limitó a arquear el
mostacho. Edge le dijo:
—Espero que, si está en un apuro, la
compañía no crea que se trata de un
truco, como el de la sangre falsa.
—A esto se llama sazonar el número
—explicó Tim—, darle emoción, un
poco de sal y pimienta.
Roozeboom rió entre dientes.
—Cuando era joven, lo primero que
aprendí de mi viejo Baas fue esto: el
truco no está en mear, sino en hacerlo
con espuma. Edge también se rió y
entonces se volvió hacia Tim:
—Yo me afeito la cara para que las
pulgas y los piojos tengan un sitio menos
donde descansar. —Y añadió,
recordando—: Durante toda la guerra
nos persiguieron esos artistas de
Daguerre con sus cámaras y sus cabinas
fotográficas. Cada vez que veía una de
sus fotografías, de un grupo de generales
barbudos en un consejo de guerra o lo
que fuese, me preguntaba por qué
diablos los generales permanecían
quietos para que esos hombres les
hicieran la foto. Sabía muy bien que
debían de estar frenéticos por rascarse.
—Hay que admitir una cosa, soldado
—concedió Tim de mala gana—. Ha
hecho un magnífico disparo ahí dentro.
¿Lo consigue todas las veces?
—No lo sé —gruñó Edge—. No he
tenido mucha experiencia en disparar a
palillos.
Cuando él y Yount hubieron
terminado de comer, imitaron a los otros
en el modo de tratar los utensilios
usados. La tina de madera —que en un
solo día había servido de bañera para
personas, lavadero para ropa sucia,
asiento y accesorio para la actuación del
elefante— estaba de nuevo boca arriba y
llena de agua del río, y la gente del circo
enjuagaba en ella sus platos y tazas antes
de dárselos a Magpie Maggie Hag,
quien los limpiaba más a fondo con
arena. Entonces Edge y Yount llenaron
sus pipas y pasearon, fumando con gran
fruición. Yount se detuvo junto a
Hannibal, que aún comía, y le preguntó,
muy serio:
—Muchacho, ¿de verdad hablas
hindú a ese elefante tuyo? Hannibal rió y
dijo:
—Por Dio, no, zeñó. Con la vieja
Peggy sólo hablo el lenguaje de lo’
elefante’. Mas Florian dise a la gente
que e’ hindú y ello’ lo creen. Son
inorante’.
—Oh —contestó Yount—. Entonces
supongo que yo también lo soy.
—Entonces todos lo somos —terció
Florian, que los había oído—. Diablos,
ni siquiera sé si existe una lengua hindú.
—Me sorprende —observó Edge—.
En el poco tiempo que nos conocemos,
le hemos oído hablar por lo menos otras
tres lenguas. ¿Cuántas sabe?
Florian reflexionó y luego dijo:
—Con fluidez, francés, alemán e
inglés coloquial americano. Lo bastante
para salir del paso: holandés, danés,
italiano, húngaro y ruso. ¿Cuántas son?
Ocho. Nueve, si cuenta el latín que
aprendí en el lycée. Diez, si cuenta el
circo.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó
Yount—. ¿Por qué no tira al resto de
esta pandilla y sólo cobra a la gente
para que le admire a usted?
—¿Cómo lo hizo para aprender
tantas? —preguntó Edge.
—En parte por mi lugar de
nacimiento. Soy de Alsacia, que está en
el centro de Europa. ¿Lo sabía?
—Sé más o menos dónde está.
—Al oeste de Alsacia está la Lorena
francesa. Al este, el ducado de Baden,
que es un país de habla alemana.
Compiten continuamente por la posesión
de Alsacia, de modo que los alsacianos
crecemos hablando francés y alemán,
por si acaso. Mientras tanto, el resto del
mundo no sabe nunca a quién pertenece
Alsacia. Por ejemplo, ustedes los
extranjeros prefieren llamar pastor
alemán a nuestro perro pastor alsaciano,
y perro de lanas francés a nuestro perro
de aguas alsaciano. En cualquier caso,
saber francés me ayudó a aprender el
italiano y saber alemán me facilitó el
holandés. En cuanto a las otras lenguas,
una vez estuve casado con una mujer
danesa y en otra ocasión con una
húngara, y otra, con una rusa. Si existe
un modo mejor de aprender una lengua
que compartiendo la almohada, es
insultándose mutuamente.
—Vaya, es increíble —murmuró
Yount.
—Eso mismo me han dicho muchas
veces. Hablando de Europa, ¿le ha
gustado interpretar a un granadero
británico, Zachary?
—Bueno, había decidido no
mencionarlo, por temor a echar
maldiciones, pero ya que usted toca el
tema… Para empezar, los granaderos no
disparan pistolas. Lanzan granadas.
—¿De verdad? Sí, claro. Soy un
«inorante». La palabra designa a un
cuerpo de élite, así que mi intención era
halagarle.
—Le agradeceré más que no lo
repita. Esta vez, como no me ha avisado
con anticipación si quería o no
suicidarse, no estaba seguro de querer
obedecerle.
—Vamos, vamos. Tenía toda la
confianza en su puntería. ¿Me sugiere
que he corrido algún peligro?
—No sólo alguno. Es mucho más
fácil matar a un hombre de un disparo
que no matarle deliberadamente. Aunque
fuese el mejor pistolero del mundo, mi
primer disparo podría ser una bala mal
fundida o mal colocada que se desviara
en su trayectoria. Pues bien, fallar no
importaría tanto si disparase para matar
a un hombre; aún me quedan cinco para
agujerearle. Pero si apunto
deliberadamente a la izquierda, donde
usted sostenía la tea, y la bala
defectuosa se desvía hacia la derecha…
—Dios mío —murmuró Florian,
mirando la funda de la pistola de Edge
con más respeto y cierto recelo—. Pero,
je, je, no ocurrió así. Y usted apuntó
bien. Tiró a la llama.
—No había necesidad. Cualquier
ráfaga de viento podía apagarla y eso es
lo que yo disparé: un soplo de aire.
Obie sacó la bala mientras usted
presentaba al coronel Calzones
Elegantes.
—Pero… pero hay tiradores
profesionales. Si no se puede confiar en
una arma…
—Oh, en ésta se puede confiar. Es
una Remington mil ochocientos
cincuenta y ocho, calibre cuarenta y
cuatro, con percusión de seis disparos.
No hay otra mejor en armas pequeñas.
Hablaba de las balas. Si fuera un
pistolero de circo, revisaría muy bien
los proyectiles. Es decir, si me avisaran
por anticipado que debía salir a disparar
a la pista.
—Sí, sí. Ya comprendo. He sido un
necio… impetuoso. —Y para quitarse
de encima la mirada sarcástica de Edge,
Florian volvió a señalar la pistola y
preguntó—: ¿De reglamento?
—Sí, para los yanquis —contestó
Yount con un gruñido—. Lo único que
nos dieron a nosotros fue permiso para
apoderarnos de todo cuanto pudiéramos.
—Y lo hicieron.
—Más de una vez —dijo secamente
Edge—. La primera pistola que le quité
a un yanqui fue un Colt del cuarenta y
cuatro. Pero no tiene tensor sobre el
cilindro y al cabo de un rato empieza a
notarse suelta e insegura. Por eso la vez
siguiente busqué a un yanqui que tuviera
una de éstas.
—Yo diría que cualquier cuarenta y
cuatro sería suficiente para detener en
seco a un hombre. Me fijé, sin embargo,
que la carabina de su silla tiene el alma
de un cañón pequeño.
—Calibre cincuenta y ocho. Ésa es
para detener en seco a un caballo al
galope.
—Ah, claro. ¿Otra donación de los
yanquis?
—No, ésa es confederada pura.
Fabricada por los hermanos Cook en
Nueva Orleans. Muy bien hecha.
Hablar de las herramientas de su
oficio parecía haber suavizado el humor
de Edge, así que Florian se atrevió a
decir:
—Me doy cuenta de que le he jugado
una mala pasada, Zachary, pero su
actuación improvisada ha gustado mucho
al público. Y usted la ha realizado con
un admirable savoir-faire. ¿De verdad
está resentido conmigo?
Edge torció el gesto, echó una
mirada a la gran carpa y al final
contestó:
—Qué diablos, supongo que no ha
sido demasiado mortificante.
—¡Muy bien! —exclamó Florian con
un hondo suspiro de alivio, pero no
prolongó el tema—. Dígame, ¿cuál es la
ciudad más próxima?
—No hay ninguna —dijo Yount—.
Ninguna de este tamaño en este extremo
de Virginia. Lynchburg es la tercera en
importancia de todo el estado, y las
otras dos están mucho más al este, en la
región de Tuckyhoe.
—Si quiere seguir el camino más
corto hacia el norte, por este lado de las
montañas —indicó Edge—,
Charlottesville es la localidad más
cercana de cierto tamaño. O puede ir al
norte por los valles y entonces la ciudad
más próxima es Lexington, que es
adonde nos dirigimos Obie y yo. Pero
está a unos ochenta kilómetros de aquí y
en dirección oeste, al otro lado del Blue
Ridge.
—Dos días de camino y a través de
las montañas —murmuró Florian—. Si
vamos adonde ustedes van, ¿seguirían
prestándonos sus caballos y su
compañía por el camino?
Edge y Young intercambiaron una
mirada y contestaron que no tenían nada
en contra.
—Entonces, es preferible a la ruta
más fácil, si contamos con la ayuda de
sus animales —decidió Florian—.
Iremos con ustedes a Lexington.
—Pensábamos salir mañana —
apuntó Edge.
—Bien, mañana. Empezaremos a
desmontarlo todo ahora mismo.
—¿No ofrecen otro espectáculo por
la noche? —preguntó Yount—. Creo que
otros circos lo hacen.
—En ciudades grandes, y cuando
tenemos luces suficientes, nosotros
también lo hacemos, Obie. Pero nunca
en tierra de granjeros. La gente ha de
levantarse al cantar el gallo, de modo
que se acuestan muy temprano. Y esta
ciudad puede ser un poco grande, pero
sigue siendo tierra de granjeros. Y
sospecho que ya le hemos ordeñado toda
la leche.
—Debo advertirle —dijo Edge—
que Lexington es sólo una pequeña
ciudad universitaria, y fue saqueada por
los yanquis del general Hunter hace
menos de un año. Yo diría que habrá
poco botín para usted.
—Una ciudad universitaria. Supongo
que es donde piensa establecerse como
profesor. Donde está su academia
militar.
—Estaba. El IMV y también la
Facultad Washington. David Hunter los
saqueó y los quemó. El resto de la
ciudad sólo existe para vender baratijas
a los profesores, cadetes y estudiantes,
de los cuales es probable que no haya
ninguno, por lo que el lugar puede estar
desierto. Quizá cometo una tontería
dirigiéndome allí, pero yo no soy
responsable de un montón de gente que
dependa de mí. En cambio, usted lo es.
—Oh, bueno. Hay que tener un
destino, por ilusorio que sea o… ¿Qué
es eso?
Habían sido interrumpidos por un
rasgueo torpe y monótono. Al principio
fue un desorganizado sonido de cuerdas,
pero luego fue adquiriendo cierta
cadencia musical.
—Miren hacia allí —dijo Yount—.
Es el idiota. Ha encontrado aquel banjo
inservible que le han dado a usted hoy.
—No sólo lo ha encontrado —
observó Florian—, sino que está
tocándolo. Como si supiera hacerlo.
Fueron hacia el lugar donde se había
sentado el Hombre Salvaje, con la
espalda apoyada en la rueda de un
carromato. Sin dejar de tocar, levantó la
vista y les dirigió una sonrisa torcida,
sacando la lengua entre los labios.
—Escuchen —dijo Florian—.
¡Sabrán qué está tocando, maldita sea!
—Sí… Lorena —contestó Yount—.
Y no muy mal, faltando la mitad de las
cuerdas. Por suerte aún queda la del
pulgar.
Florian se arrodilló y detuvo las
manos del Hombre Salvaje, le dio
ánimos con una inclinación de cabeza y
le silbó los primeros compases de Dixie
Land. El idiota escuchó, sonrió con los
labios aún más sueltos y empezó a
rasguear las notas idénticas.
—Oh, diablos —dijo Yount—.
Cualquier negro conoce Lorena y Dixie.
Florian volvió a detener las manos
del muchacho y silbó algo que ni Edge
ni Yount conocían. El Hombre Salvaje
volvió a escuchar y toco inmediatamente
la misma melodía.
Florian se enderezó, con una mirada
de asombro y triunfo a la vez.
—No muchos negros conocen ésta:
Partant pour la Syrie.
—¿Qué? —preguntó Yount.
—El himno francés. Bueno… he
oído hablar de esto, caballeros, pero es
la primera vez que lo veo. Un idiot
savant.
—¿Y qué significa eso?
—Lo que están viendo. Y
escuchando. —El Hombre Salvaje
tocaba aquel trozo de himno una y otra
vez—. Un idiota totalmente falto de
intelecto y facultades, excepto en un
terreno en el cual descuella,
inexplicablemente, sin que nunca le
hayan enseñado y sin que tenga la menor
idea de lo que hace. A veces son las
matemáticas… un idiot savant puede
hacer sumas y cálculos que confundirían
a muchos contables profesionales. En
este caso, es la música. —Florian se
levantó el sombrero para rascarse la
cabeza—. Por todos los diablos,
pensaba que engañaba a la gente con él y
ahora apostaría cualquier cosa a que los
científicos querrían estudiarle.
Podríamos pedir un precio muy
sustancioso…
—Bueeno —dijo Yount, pensativo
—. No estoy seguro de los científicos,
pero hay facultades y profesores en
Lexington…
Florian se puso en pie de un salto e
hizo crujir los dedos.
—¡Usted lo ha dicho, Obie! ¡Claro!
Ahora tenemos un destino y una razón
para dirigirnos a él. Zachary, haremos la
primera oferta del salvaje a su IMV.
—¡Dios mío! Vuelvo a mi antigua
alma mater con un salvaje en venta.
Señor Florian, está decidido a
mortificarme, ¿verdad?
Pero Florian no le oyó; se alejaba a
grandes zancadas produciendo silbidos
ensordecedores con su nuevo silbato y
gritando nombres:
—¡Hotspur! ¡Abdullah! ¡Roulette!
Vamos, empezad el desmantelamiento.
Partiremos a primera hora de la mañana.
—Supongo que les echaré una mano
—dijo Yount—. ¿Y tú, Zack?
—¡Oh, diablos! Supongo que
también.
El desmantelamiento fue casi igual
que el montaje, sólo que por orden
inverso y mucho más rápido, a pesar de
la penumbra casi total de la noche.
Magpie Maggie Hag, Sarah y Clover
Lee cogieron linternas de los
carromatos, las encendieron y dirigieron
su luz mientras los hombres emprendían
la tarea. Comenzaron por desmontar los
asientos. Desmantelar las tablas fue
mucho más rápido que colocarlas en su
sitio, como también arrancar las estacas
y espigas y los largueros que sostenían.
Edge encontró más interesante esta
operación que el trabajo de la mañana,
simplemente porque todas las personas y
cosas parecían ahora más grandes e
impresionantes a la difusa luz de las
linternas que bajo el resplandor del sol.
Las linternas, sostenidas por las
mujeres, proyectaban las sombras de los
hombres y el equipo contra las paredes
laterales y el alto techo de lona,
haciéndolas gigantescas, negras y casi
misteriosas en sus movimientos rápidos
y experimentados.
Cuando el último trozo de madera
fue acarreado y guardado en el furgón de
la carpa, todos los hombres y mujeres
salieron de la tienda para trabajar desde
fuera. La luna aún no había salido, pero
la luz de las linternas prestaba a las
cosas un aspecto más fantasmal que el
de la luna. La ligera frialdad de la noche
hizo aparecer una niebla a ras de suelo,
de modo que las linternas no
proyectaban rayos, sino un resplandor
difuso, velado e irreal, animado por el
aleteo de polillas que seguían a las
linternas y centelleaban como chispas,
añadiendo sus minúsculas sombras a las
más grandes proyectadas por los haces
de luz. Cada persona tenía una sombra
enormemente larga y borrosa, bien en el
techo de la tienda o en el solar, desde
sus pies hasta una gran distancia, donde
era absorbida por la noche, y cuando la
persona caminaba, las largas sombras de
sus piernas se abrían como tijeras
inmensas, negras e intangibles que
intentaran cortar las malas hierbas
iluminadas del terreno.
Tim volvió a trepar por uno de los
postes laterales y luego por la ondeante
pendiente de la gran carpa, a lo largo de
una costura, para deshacer las cuerdas
con que había asegurado el aro de
soporte en el extremo del poste central.
Y bajó deslizándose una y otra vez,
hasta que le recogían los brazos de
Roozeboom. Entretanto, Hannibal había
puesto al elefante el collar de cuero y le
hacía dar vueltas al perímetro de estacas
de las cuerdas laterales del pabellón,
seguido por Clover Lee, que llevaba una
linterna. Se detenían ante cada estaca,
Hannibal la rodeaba con la cuerda sujeta
por un extremo al collar de Peggy, el
elefante se limitaba a inclinarse hacia
atrás y la estaca —que tres hombres
forzudos habían clavado al suelo a una
profundidad de casi un metro— salía
como si sólo hubiera estado flotando en
agua; entonces seguían hasta la estaca
siguiente.
Florian cogió una de ellas y observó
críticamente el extremo puntiagudo, su
longitud, del grosor de un brazo, y el
extremo superior, aplanado por el
martillo.
—Supongo que aún servirán durante
algún tiempo —dijo, como para sus
adentros.
Sin embargo, Yount trabajaba cerca
de allí y le dirigió una mirada
inquisitiva. Florian explicó:
—Solemos cortar estacas nuevas
todos los años, durante el invierno, y las
cortamos de un metro y medio de
longitud. Al cabo de una temporada de
montar y desmantelar, se convierten en
palitos inservibles. En Wilmington no se
podían conseguir estacas nuevas, pero
no importaba, porque no nos movíamos.
Ahora, ya lo ve, el uso las ha reducido
en unos treinta centímetros. Tengo que
preocuparme de buscar una buena
provisión de madera para hacer unas
nuevas.
Yount asintió solemnemente y volvió
a su trabajo, que consistía en ayudar a
Roozeboom y Rouleau a desatar y
descolgar las paredes laterales de lona,
enrollarlas y guardarlas en el furgón de
la carpa. Sin embargo, todo el trabajo se
detuvo cuando Florian volvió a soplar
su nuevo y estridente silbato. Por todo el
solar, hombres y mujeres abandonaron
sus ocupaciones respectivas para
mirarlo, perplejos.
—Muchachos y señoras —gritó
Florian—, todos trabajáis con
parsimonia, como si éste fuera el fin de
la temporada. Pero hoy hemos tenido un
lleno de paja y mañana volvemos al
camino en busca de nuevos horizontes.
¿Por qué no escuchamos una canción
alegre y animosa?
Sopló de nuevo el silbato y agitó los
brazos como un director de coro. Todos
los miembros de la compañía rieron y,
al volver a su trabajo, empezaron a
cantar:
¡Arr, arr, arr!
¡Sac, tom, romp,
vam, rap, adel!
—Si esto es una arenga laboral —
dijo Edge a Florian—, nunca la había
oído.
—La oirá cantar a los hombres de
las cuerdas, o una versión de ella, cada
vez que un circo se monta o se
desmonta. Un circo próspero, quiero
decir. Esta pobre gente no ha tenido
mucho esprit de corps durante largo
tiempo. Pero quizá hoy marque el inicio
de tiempos mejores… y una moral más
alta. Quizá de ahora en adelante la
cantarán sin que se lo pida.
Por lo menos en aquel momento
repetían el estribillo una y otra vez, al
unísono, y parecían hacerlo con alegría.
Edge escuchó con atención, pero al final
dijo:
—Me rindo. ¿Qué significa la letra?
Florian cantó con ellos, pero
articulando con claridad:
¡Arriba, arriba, arriba!
¡Sacudid, tomad, romped,
vamos, rápido, adelante!
Edge lo repitió y, cantando, volvió a
su ocupación, que era ayudar a Tim
Trimm a desatar las cuerdas de las
estacas arrancadas, desenrollarlas de
los clavos superiores de los postes
laterales y, por ultimo, enrollarlas todas.
Mientras iban de un extremo de cuerda a
otro, Tim aprovechaba para dar un
puntapié a los postes laterales, de modo
que cayeran hacia afuera de debajo de
los aleros de la tienda, pero dejaba en
pie un poste de cada seis. De este modo,
cuando los trabajadores y el elefante
hubieron dado una vuelta al pabellón, de
la gran carpa sólo quedaba el poste
central y el techo, aguantado por los
postes laterales restantes, un techo que
ya no era cónico, sino que caía en
arrugados pliegues desde el elevado
vértice. Hannibal entró en el oscuro
interior y salió con un solo extremo de
cuerda, que sostuvo mientras miraba
fijamente a Florian.
—¡Que se aparte todo el mundo! —
gritó Florian.
Entonces se llevó el silbato a la
boca y sopló una vez más. Hannibal tiró
de la cuerda, que por lo visto aflojó un
nudo crucial entre las numerosas
cuerdas y poleas del poste central,
porque el aro de soporte resbaló por el
poste con un chirrido y la vasta
extensión de lona lo siguió hasta el
suelo. Todos los que estaban a su
alrededor notaron una ráfaga de aire que
salió por debajo mezclado con polvo,
grava, briznas de hierba, paja, papeles y
otros desechos dejados por el público.
La inmensa lona continuó hinchándose y
ondeando antes de inmovilizarse y los
bordes flamearon ligeramente contra el
suelo mientras salía el aire atrapado en
el interior.
Edge y Yount siguieron a los otros
hombres cuando entraron corriendo bajo
la lona —cuidando de pisar sólo los
bordes superpuestos de los diferentes
segmentos— para vaciar a pisotones las
últimas bolsas de aire. Cantando todavía
el estribillo de su canción, soltaron
rápidamente las cuerdas del aro de
soporte, donde convergían las puntas de
todos los segmentos de lona, y luego
abrieron las costuras hasta el borde de
los aleros. No se entretuvieron en sacar
una por una las cuerdas de los ojales,
como las habían metido tan
minuciosamente la víspera, sino que se
limitaron a dar un único tirón que hizo
pasar la cuerda por toda una serie de
ojales.
—Pero no tire demasiado fuerte —
advirtió Rouleau a Edge—. En tiempo
seco, la fricción podría prender fuego a
la cuerda. O a la lona entera.
Cuando estuvieron separados todos
los segmentos, los hombres los
enrollaron juntos y ataron con las
cuerdas que acababan de recuperar.
Sólo quedaba el poste central, en
precario equilibrio ahora, sostenido
solamente por la alcayata en la base del
chanclo. Hannibal volvió a llevar a
Peggy, ató su collar a una cuerda, los
hombres agarraron otra y —
obedeciendo al silbato de Florian y a su
grito de «¡Abajo!»— tiraron («¡Arr!»)
para que el alto poste se ladeara. En el
otro lado, Peggy lo aguantó («¡Arr!») y
se movió para dejarlo caer al suelo con
suavidad, mientras el chanclo se le caía
encima. Cuando estuvo horizontal
(«¡Sac!»), Roozeboom corrió para
quitar la alcayata del chanclo del
interior del poste. Entonces Rouleau,
muy de prisa («¡Tom!»), recogió todas
las poleas y cuerdas del poste y las
enrolló. A continuación («¡Romp!»),
todos los hombres unieron sus fuerzas
para sacar las diferentes partes del poste
de las abrazaderas de metal que las
unían. Cuando todos los paquetes de
lona, trozos de poste, bloques de poleas
y rollos de cuerda («¡Vam, rap, adel!»)
estuvieron guardados en el carromato de
la carpa, lo único que quedaba de la
gran tienda era el círculo redondo de
tierra amontonada.
El fuego de la cena ya era sólo un
rescoldo, pero suficiente para que
Magpie Maggie Hag calentara el pote de
café de cacahuete y sirviera a todos una
bien merecida taza. Ella y algunos de los
hombres encendieron sendas pipas y se
pasaron de uno a otro una jarra de
whisky y dieron a Peggy una ración de
tabaco. De repente todos saltaron al oír
otra vez el silbato de Florian.
—¡Maldita sea! —exclamó alguien
—. Ojalá no hubieras encontrado este
artilugio.
—Ha sido el toque de queda —
explicó Florian—. Mañana nos
levantaremos temprano.
Él, Trimm, Roozeboom y Rouleau
fueron a acostarse en sus literas en el
carromato de los accesorios. Edge
estaba desenrollando sus mantas y el
viejo y delgado jergón debajo del
mismo carromato —en compañía de
Yount, el negro y el Hombre Salvaje—,
cuando una linterna brilló sobre su
hombro y una voz cantó suavemente a su
oído una versión revisada de la melodía
que había oído antes en la pista:
Cuando, sentado en el circo, la mirabas
pasar,
sabías que era a ti a quien sonreía…
Se volvió y vio la cara de Sarah
iluminada por la linterna. Con una
sonrisa pícara, ella le preguntó:
—Ha sido un día magnífico. ¿No
deberíamos celebrarlo?
—Aquí no hay mucha intimidad —
susurró Edge.
—Nos trasladaremos a los tinglados
del ferrocarril y juntaremos nuestros
jergones.
Y allí se fueron, hicieron una cama,
se desnudaron y, al cabo de un rato,
Edge observó:
—Obie tenía razón cuando dijo que
las mujeres del circo no tienen
vergüenza.
—¡Vaya! ¿Qué hemos hecho para
escandalizar a Obie Yount? ¿Qué, en
nombre del cielo, podría hacer alguien
para escandalizar a un sargento de
caballería?
—Dijo algo sobre que Clover Lee se
había desnudado delante de él.
—Por Dios, esto es el circo. No
tenemos intimidad, así que cultivamos
los buenos modales de pasar por alto
estas cosas.
—Supongo que algunas personas
calificarían de inmoralidad lo que tú
llamas buenos modales.
—Allá ellos, malditos sean. Los
modales son mucho más importantes que
la moral.
—Es una teoría interesante.
—No es una teoría, es la pura
verdad. Mucha gente consideraría
inmoral lo que tú y yo hacemos ahora,
pero…
—No me he quejado.
—… pero lo hacemos en privado,
donde no puede molestar a nadie. Las
personas inmorales no proclamamos que
lo somos. En cambio, los malos modales
están a la vista, donde pueden ofender e
irritar a todo el mundo.
—Entonces —dijo Edge—, ignoro si
considerarás esto inmoralidad o malos
modales, pero voy a decirte algo.
Durante tu actuación, a lomos de ese
caballo blanco, cuando diste el salto
mortal hacia atrás y curvaste todo el
cuerpo, ¿sabes qué estaba pensando?
—Diablos, sí, lo sé muy bien —
respondió ella, fingiendo exasperación
—. Los mirones sois todos iguales.
Nunca admiráis la habilidad, la gracia y
la perfección de la pose. Sólo pensáis:
«¡Eh! No lo he intentado nunca en esa
posición».
—Bueno… nunca lo hice. ¿Y tú?
—No. Dudo de que lo haya hecho
alguien. No es exactamente una posición
cómoda para mí sola, y sería
incomodísima para dos.
—Bien… ¿por qué no lo
averiguamos? —preguntó él, en broma.
Ella volvió a reír, pero salió de
debajo de las mantas y echó una mirada
recelosa hacia los distantes carromatos
del circo. Ahora ya había aparecido la
luna y no vio a nadie rondando, así que
se irguió, desnuda, resplandeciente bajo
el resplandor lunar, e inclinó el cuerpo
hacia atrás hasta que tocó el suelo con
las manos.
—Ya está —dijo, mirándole entre
las piernas.
—Te estoy admirando —contestó él,
sincero—. Tu habilidad, gracia y
perfección.
En aquella posición, curvada hacia
atrás, lo primero que se veía era su
pequeño y rubio escudo púbico, que
brillaba a la luz de la luna como una flor
pálida que se abriera de noche.
Después de una mirada inquieta a su
alrededor, Edge también salió de la
cama. Siguió un rato de movimientos
torpes, intentos fallidos, murmullos de
ánimo y suspiros de frustración, hasta
que él admitió la derrota.
—Supongo que tienes razón. Nadie
lo ha hecho nunca.
—Uno de nosotros tendría que estar
construido de manera diferente, o los
dos —dijo ella—. ¿Y si volviéramos a
los métodos antiguos y comprobados?
Al cabo de otro rato, cuando
descansaban, Sarah inquirió:
—Ahora déjame preguntarte algo.
¿Has visto alguna vez a una klischnigg?
—Dios mío, no lo sé. ¿Qué es?
—Sólo otro nombre para una
maestra en contorsiones, una
contorsionista de circo. Es la palabra
que usa Florian. Creo que Klischnigg fue
el nombre de una artista del pasado. Hay
otros nombres: mujer de goma, serpiente
humana, mujer sin huesos. En cualquier
caso, es una mujer que retuerce y
contorsiona su cuerpo de formas
imposibles.
—Pues no, no he visto nunca a
ninguna. ¿Por qué?
—Porque ahora que conozco tus
gustos secretos —fingió un suspiro
melancólico—, sé que te perderé cuando
conozcas a una klischnigg.
Él rió y luego contestó:
—Te quedará Florian.
—Ya te lo dije. Si algún día dejo de
inspirar deseo, me gustaría que me
necesitaran. Y él no me necesita muy a
menudo.
—Bueno, habrá todos esos duques y
condes. Probablemente podrán
comprarse todo lo que necesitan. Así,
cuando cautives a uno de ellos, sabrás
que te desea de verdad.
Ella suspiró y dijo que así lo
esperaba.
—Pero hasta entonces… mientras
me necesites… —y se acurrucó contra
él y al poco rato se quedaron dormidos.
7
A la mañana siguiente, aunque todavía
era muy temprano cuando el carruaje
salió dando tumbos del solar y los
carromatos lo siguieron, algunos niños
de la localidad ya «jugaban al circo» en
la pista abandonada, sobre las hierbas
aplastadas de lo que había sido la arena
del Florilegio. Hannibal y el elefante
volvían a cerrar la caravana y el negro
corría de un lado a otro de la calle a fin
de arrancar todos los carteles posibles
para su uso futuro.
Florian dijo a Edge, que iba sentado
a su lado:
—Ha vuelto a despertarse tarde —
sin aludir, por delicadeza, al hecho de
que Edge y Sarah habían llegado de los
lejanos confines del solar a tiempo de
compartir el desayuno de Magpie
Maggie Hag, consistente en gachas de
maíz, melocotones en almíbar y café
sintético—, así que no debe de saber (y
se lo diré antes de que tenga otro
berrinche por nuestra crueldad con los
animales) que he ordenado al capitán
Hotspur matar al otro asno y desollarlo
para Maximus. Así, de paso, nos
ahorraremos el tener que arrastrar sin
necesidad al pobre animal a través de
las montañas.
—También significa —replicó Edge
— que cuando Obie y yo nos separemos
de ustedes, tendrán un pesado carromato
sin un triste asno para tirar de él.
—Oh, no deseaba inspirar
compasión… o caridad. Podemos usar a
Brutus, si no hay más remedio. Como ya
he dicho, no me gusta poner arneses a un
valioso elefante, pero, como siempre,
tendremos que solucionar los problemas
a medida que se presenten.
Florian seguía las calles menos
empinadas de Lynchburg, que a su vez
seguían la orilla del río. Los pocos
adultos que habían salido de casa a hora
tan temprana los miraban, sorprendidos,
o saludaban familiarmente el paso de la
caravana, y los numerosos niños que
estaban en la calle saltaban y hacían
cabriolas detrás del elefante. Llegaron a
Seventh Street y al único y destartalado
puente de madera de la ciudad sobre el
James. Cuando lo hubieron cruzado y
todos los niños volvieron a sus casas,
Edge indicó a Florian que torciera hacia
el oeste, a lo largo del río Road.
—Si éstos fueran tiempos normales
—dijo Florian, dirigiendo al caballo—,
seguiríamos una ruta trazada por nuestro
mensajero, que nos señalaría con dos o
tres semanas de anticipación dónde
teníamos que estar y en qué fecha.
Conocería el estado de todos los
caminos y qué clase de terreno
encontraríamos para levantar la tienda:
bueno, malo, regular. Sabría, en
cualquier ciudad fabril, exactamente el
día de cobro de los obreros. En las
regiones agrícolas, sabría cuándo araban
o plantaban los granjeros y por ello no
tendrían tiempo para vernos. Y sabría
cuándo hacían la recolección y si era
buena y cuánto dinero tendrían los
aldeanos en los bolsillos. Conocería los
lugares afectados por una sequía o
inundación y nos haría dar un rodeo.
Estaría enterado de las leyes y licencias
locales y, o bien se adaptaría a ellas, o
haría lo que llamamos un remiendo. Una
palabra útil, remiendo. Comprende toda
clase de medios para prescindir de la
burocracia y eludir las leyes puritanas
sobre los domingos, ahorrando así
gastos y problemas innecesarios.
Nuestro mensajero también conocería la
ruta de todos los demás circos,
representaciones teatrales cómicas y
curanderos ambulantes, a fin de que no
coincidiéramos nunca con ningún
espectáculo rival. —Suspiró y repitió
—: Si éstos fueran tiempos normales.
—Bueno, lamento no poder hacer
ninguna de estas cosas para usted —dijo
Edge—. Sólo puedo conducirle por el
paso más fácil de esas montañas del
Blue Ridge. Se llama Petit Gap, lo
atraviesa el James, y este camino se
mantiene al nivel del río durante un
largo trecho. De vez en cuando tiene que
apartarse y trepar un poco por la ladera
de una montaña, pero ninguno de estos
lugares es un camino impracticable. Si
no nos detenemos a comer al mediodía,
podríamos llegar al otro lado de las
montañas, donde el río North afluye al
James, justo a la hora de acampar.
El día era soleado, con grandes
nubes blancas flotando en un cielo azul
celeste, y el paisaje era espléndido. A la
izquierda del camino, el ancho río
marrón se deslizaba majestuosamente,
dividiéndose de vez en cuando para
acomodar una isla verde en el centro de
la corriente. Alrededor se levantaban las
montañas del Blue Ridge, que no eran
picos escarpados y siniestros, sino
suaves elevaciones boscosas,
depresiones y colinas redondeadas,
voluptuosas como pechos, nalgas y
vientres femeninos. Cualquier montaña
próxima al camino estaba llena de
follaje primaveral muy verde y
policromas flores silvestres. En cambio,
cuando la vista se abría y las montañas
eran visibles a cualquier distancia, todo
era de un azul suave, velado por la
neblina.
—No es la distancia lo que les da
este aspecto —explicó Edge—. De sus
millones de árboles, quizá la tercera
parte son pinos, y todos exhalan una
niebla de resina, la cual flota en el aire y
lo tiñe todo con este matiz azul pálido.
La caravana del circo viajó durante
el soleado día sin ningún incidente,
salvo un momento en que Tim, que
volvía a conducir el furgón del museo,
se distrajo y una rueda trasera cayó en
una estrecha zanja de la cuneta. Pese a
los esfuerzos de Tim por sacarla,
empujando en las dos direcciones e
intensificando el azul del Blue Ridge
con sus maldiciones, el caballo
Burbujas no pudo arrastrar la rueda, así
que Hannibal recurrió a Peggy. El
elefante sólo tuvo que apoyar su enorme
frente contra la parte trasera del
carromato y darle un leve empujón para
poner de nuevo el vehículo en el
camino.
Cuando las hondonadas entre las
montañas empezaron a llenarse de
oscuridad y una fría niebla se elevó
sobre el río, Florian sugirió a Edge que
ya podían detenerse en cualquier sitio,
pues había amplio espacio para acampar
y mucha leña y agua, pero Edge dijo que
era mejor seguir y su razón fue pronto
evidente. Cuando salieron del Blue
Ridge, se abrió ante ellos un valle verde
y acogedor donde el sol se ponía en el
oeste tras otra cordillera lejana y el aire
era aún cálido y dorado.
—El valle de Virginia —dijo Edge,
mientras los carromatos entraban en una
pradera junto al río—. Al sur hay el
valle del río Roanoke, y al norte, el de
Shenandoah.
—No cabe duda de que es un bello
lugar —observó Florian.
—Incluso los indios primitivos lo
pensaron. Los catawbas, los onondegas
y los shawnees eran cazadores rivales y
solían estar en guerra unos con otros,
pero hicieron un tratado. Acordaron que
este valle era tan hermoso y estaba tan
lleno de caza y otras cosas buenas, que
aquí cazarían todos y nunca lucharían.
—Añadió tristemente—: Nosotros, los
hombres blancos, no fuimos tan
sensatos.
—¿Ha luchado aquí?
—No en este preciso lugar, pero sí
más abajo del valle, varias veces, y una
vez hasta en Gettysburg, en
Pennsylvania. Pero mucho tiempo antes
de esto, yo vivía aquí. Es el condado de
Rockbridge y nací a pocos kilómetros de
este valle.
—¿De verdad? ¿Cómo se llama su
ciudad natal?
—No era una ciudad, sólo un lugar
en las tierras bajas y no tenía otro
nombre que Hart’s Bottom. La casa
desapareció hace tiempo y toda mi
familia ha muerto. Pero viví aquí, en
Rockbridge, hasta que tuve alrededor de
diecisiete años. Trabajé en los hornos y
fraguas de hierro Jordan; los verá
cuando sigamos el curso del río North,
un poco más adelante. Por ese río solían
bajar y subir continuamente barcos de
carbón y mineral.
Mientras las mujeres recogían leña y
encendían el fuego, Roozeboom dio a
Maximus otro trozo de asno y luego se
paseó entre los carromatos, examinando
todas las herraduras de los caballos
antes de que los hombres los
desengancharan y dejaran libres para
pacer y beber. Ya había anochecido
cuando la compañía se sentó a cenar,
pero era una noche tibia y estrellada y la
cena volvió a ser buena: pescado frito,
tortas de maíz, nabos y habichuelas y
corteza de melón en vinagre para postre.
El café sintético se estaba acabando, así
que Magpie Maggie Hag decidió
reservarlo para el desayuno del día
siguiente. Encontró en la pradera un
poco de la planta de menta que los
nativos llamaban té de Oswego y coció
un pote de esta tisana. Después de cenar,
todos los hombres encendieron pipas y
repartieron jarras de whisky de maíz.
Florian se acercó a donde Edge y Yount
estaban sentados y dijo, con un suspiro
de satisfacción:
—Sí, Zachary, eligió usted un bonito
valle para nacer.
—No se encuentra tan bonito cuando
uno va un poco más al norte —gruñó
Edge—. Todo el maldito valle, desde
Staunton a la frontera del estado, era una
tierra asolada la última vez que la
vimos, y eso fue sólo el otoño pasado.
—¿Se libró una gran batalla?
—Muchas, y todas grandes. Pero lo
peor fueron los incendios, cuando el
Diablo y su inspector general decidieron
trasladar el infierno al valle de
Shenandoah.
Florian ladeó la cabeza y dijo:
—Está jugando a las adivinanzas,
¿verdad? Sé que llaman Diablo a
Ulysses Grant, pero no sabía que
hubiera puesto los pies en el oeste de
Virginia.
—No lo hizo —dijo Yount—. Envió
al Pequeño Phil.
—Ése es Sheridan, si no me
equivoco.
—El valle de Shenandoah —explicó
Edge— era, por así decirlo, el
economato de nuestro ejército. Cereales,
madera, hortalizas, ganado, caballos y
ovejas. Grant envió a Phil Sheridan para
que lo asolara. Incluso hemos visto una
copia de sus órdenes; decía algo así:
«Dejen ese valle tan vacío, que hasta los
cuervos que hayan de sobrevolarlo
tengan que llevar sus propias raciones».
Y Sheridan lo hizo así. Por esto aquí se
le conoce, sin mucho cariño, como
inspector general del Diablo.
—Pero no se limitó a apoderarse de
los rebaños y comestibles —añadió
Yount—. Quemó los pastos y los
bosques, los graneros, molinos y
granjas. Dejó a los civiles sin techo ni
alimentos ni harapos que ponerse
(viejos, mujeres y niños), y esto a las
puertas del invierno. No es nada digno
de un soldado.
—¿De modo que ustedes fueron de
los que acudieron a detener a Sheridan?
—Acudimos para intentarlo —
respondió Edge—. Lee envió a todos los
hombres de que disponía. Pero los
yanquis nos doblaban en número e iban
armados con los nuevos rifles de
repetición Henry. Aquellos días Obie y
yo estábamos con el Treinta y Cinco de
la caballería de Virginia.
—Nos llamábamos el Batallón
Comanche —dijo Yount—. Nunca nos
habían derrotado, en ninguna batalla
durante toda la guerra. Hasta entonces.
—¿Y cómo ocurrió? —preguntó
Florian.
Los rostros de los dos hombres
permanecieron impasibles y miraron
hacia la oscuridad de la noche, en
silencio. Al cabo de un rato Edge
levantó la jarra y por lo visto encontró
en ella una resolución, un consuelo, una
absolución o lo que fuera. Contestó
sombríamente:
—Sans peur et sans reproche, así
era el Batallón Comanche. Hasta el
pasado octubre en el valle, junto a un
riachuelo llamado Tom’s Brook, cerca
de Strasburg. Cabalgábamos como parte
de la Brigada Laurel, avanzando como
refuerzo de la infantería que iba al
encuentro de la división de Custer.
Entonces nos sorprendió un fuego de
flanco. Esto no era ninguna novedad y
nunca nos había detenido, así que no
existe explicación para lo que ocurrió.
Nuestro avance se convirtió en retirada
(no, en desbandada) hacia la
retaguardia. Y lo que es peor, toda la
Brigada Laurel continuó corriendo, a
cinco o seis kilómetros de la batalla, y
sin que nos persiguiera ningún yanqui.
—Diablos —terció Yount—,
Terciopelo Custer y sus yanquis estaban
ocupados apoderándose de todas
nuestras piezas de artillería, furgones de
suministros y cajas de municiones que
habíamos dejado sin protección.
—Cuando por fin nos reunimos
todos los que quedábamos —continuó
Edge—, nuestro coronel, White, pasó
lista. No tardó mucho. La Compañía F
había desertado en su totalidad y las
otras cinco compañías sumaban en total
unos cuarenta hombres y seis oficiales.
Habíamos salido con ciento cincuenta
hombres. En menos de una hora, lo que
había sido una de las unidades de
caballería más orgullosas del ejército
confederado había perdido a dos
terceras partes de sus componentes,
manchado su excelente reputación y
destrozado su moral sin posibilidad de
recuperación. Los pocos comanches que
quedaron no quisieron más contacto con
ella. El coronel White formó más tarde
un nuevo Treinta y Cinco con
reemplazos, pero nunca más se le confió
nada digno de mención. Mientras tanto,
el resto de nosotros fuimos asignados a
otras unidades. Obie y yo nos
incorporamos al Segundo Cuerpo, en el
este, junto con los otros a quienes
llamaban los Desgraciados de Lee, para
defender del asedio a Petersburg.
—Bueno, son los avatares de la
guerra —dijo Florian, con objeto de
poner fin a sus tristes recuerdos. Y
añadió—: ¿Qué pasa ahí? —Y se
levantó, un poco vacilante, para
preguntar—: ¿Le ha ocurrido algo a
Maggie Hag?
La gitana había desaparecido y sólo
Sarah y Clover Lee lavaban los
utensilios de la cena. Sarah contestó:
—Sí, algo la ha trastornado. Pero no
creo que esté enferma. Ha farfullado de
repente que sucedía algo malo en alguna
parte y tenía que consultar a los
espíritus.
—Oh, Dios mío —exclamó Florian
—. ¿No ha dicho qué podía ser?
—No, pero puedo asegurar que está
consultando a los espíritus. Casi se
pueden oler desde aquí. Se ha llevado
una de tus jarras al carromato.
Florian dejó caer los brazos,
resignado. Como Edge y Yount aún
estaban en posesión de la otra jarra,
volvió a sentarse con ellos y explicó:
—Mag tiene estos arrebatos de vez
en cuando.
—¿De verdad es vidente? —
preguntó Yount—. ¿Ha visto alguna vez
algo digno de mención?
—Es difícil de decir. A veces
sugiere que tomemos otro camino. Y
siempre le seguimos la corriente, de
modo que nunca sabemos qué hubiera
sucedido en el anterior. —Florian bebió
un largo sorbo e whisky y cambió de
tema—. Dígame, Zachary. ¿Cómo pudo
un montañés, como usted se llama a sí
mismo, obtener una educación y
aprender lenguas y llegar a oficial, en
vez de seguir siendo un montañés
ignorante?
Edge reflexionó un poco antes de
contestar:
—Por curiosidad, más que nada.
Recuerdo que, cuando era niño, mi
padre solía cantarme aquella canción
sobre «El oso subió a la montaña para
ver qué podía ver…». Dura unos quince
minutos y es muy monótona; el oso no
deja de subir y al final el relato termina
así: «El oso llegó a la cima de la
montaña y todo lo que pudo ver…»
—«Fue el otro lado de la montaña»
—dijo Florian—. Sí, lo había oído.
—En esta región, la gente lo
considera el evangelio. ¿De qué sirve
subir a la cima de la montaña cuando
más allá sólo hay la otra ladera? Yo no
creía esto, así que fue la curiosidad lo
que me hizo marchar de aquí… y
también la insatisfacción. No me
entusiasmaba pasarme la vida
trabajando en la fundición del viejo John
Jordan. Por esto me ofrecí voluntario
cuando estalló la guerra con México. En
la caballería, claro.
—Entonces fue cuando Zack y yo
nos conocimos —dijo Yount, con
orgullo—. Camino de México.
—Bueno —prosiguió Edge—,
tampoco quería pasarme la vida en el
ejército, pero resulté tan buen soldado
que nuestro coronel Chesnutt se fijó en
mí. Y cuando terminó la guerra, Jim
Chesnutt tuvo la bondad de rellenar
todos los formularios y
recomendaciones para mi ingreso en el
Instituto Militar de Virginia en calidad
de algo que llaman un cadete del estado,
lo cual significa enseñanza,
manutención, uniformes y libros, todo
gratis.
—Yo continué siendo un soldado —
terció Yount.
—Ser un cadete del estado te
impone una obligación —dijo Edge—.
Cuando te gradúas, puedes elegir entre
el nombramiento militar de segundo
teniente y enseñar durante dos años en
una escuela rural. De modo que cuando
salí en el cincuenta dos, vestí de nuevo
el azul y amarillo de la caballería y fui
enviado a los territorios de Kansas.
—Y allí, en el fuerte Leavenworth
—dijo Obie—, volvimos a
encontrarnos.
—¿Guarnición en tiempo de paz? —
preguntó Florian—. Esto sí que debe ser
un empleo monótono.
—¡No en las praderas ni en los años
cincuenta, por todos los diablos! —
exclamó Yount—. Fue cuando los
territorios empezaron a llamarse la
Kansas desangrada. Por todas aquellas
guerras fronterizas, ya sabe…
esclavistas contra los defensores del
estado libre. Y en cuanto las guerras se
calmaban, siempre podíamos contar con
alguna clase de ofensa mormona contra
la decencia o ataques indios contra una
caravana de emigrantes que no se podían
dejar impunes.
—Uno de mis colegas tenientes de
entonces era un sujeto llamado Elijah
White —continuó Edge—. Al cabo de
un tiempo abandonó el ejército y vino a
Virginia para ser granjero. Sin embargo,
cuando se inició la guerra por la
independencia sudista, Lije empezó a
formar su propia compañía de comandos
para la Confederación. Fue más o menos
entonces cuando renuncié a mi grado
militar estadounidense y Obie a su
alistamiento, así que vinimos para
unirnos a Lije White. Cuando su
compañía se integró formalmente en el
ejército confederado como el Treinta y
Cinco de caballería, obtuve el grado de
capitán y Obie el de sargento a mis
órdenes. Ya conoce el resto. Tal es la
historia de mi vida. Toda ella resultado
de la curiosidad… y la insatisfacción.
Oh, y también mucha suerte. Florian
meneó la cabeza con energía.
—Considerando sus comienzos, ha
recorrido un largo camino y apostaría
algo a que aún progresará más. Pero la
suerte significa los ases que le sirve a
uno la vida. Todo cuanto le ha ocurrido,
Zachary, ha sido obra de usted, lo ha
ganado o ha tenido el valor de aceptarlo.
Edge respondió con sinceridad:
—No me he referido con falsa
modestia al gran éxito de mi vida.
Diablos, cualquiera puede acercarse a
ver por sí mismo cómo me he esforzado
por salir del anonimato de un montañés
para alcanzar este pináculo de ser un
soldado sin empleo, en los umbrales de
la edad mediana, viviendo de restos al
borde del camino… y con todas las
rosadas perspectivas de un negro libre
que se presenta a las elecciones en
Mississippi. —Entonces abandonó el
sarcasmo—. No; pero era sincero al
referirme a la suerte. Y estoy
agradecido. Se ha terminado otra guerra
y aún estoy vivo. Me basta con este as.
Y ahora se ha vaciado esta jarra y tengo
sueño. Buenas noches, caballeros.

El viaje del día siguiente, por la orilla


del río North, fue aún más fácil para la
caravana del circo, porque el camino
subía y bajaba muy gradualmente,
siguiendo las ondulaciones del valle.
Magpie Maggie Hag viajaba dentro del
furgón de la carpa, acostada en su litera
y todavía abrazada a su jarra,
malhumorada a todas luces por los
fantasmas de la noche anterior. El idiota
rasgueaba su banjo, tocando una y otra
vez las dos últimas melodías que había
oído, obsequiando al paisaje con los
himnos nacionales de Dixie y Francia.
Esto era suficiente para avisar de la
aproximación de la caravana a los pocos
jinetes y otros carromatos que
encontraron por el camino, pero Florian,
siempre a la cabeza, gritó cada vez:
«¡Sujeten los caballos! ¡Se acerca un
elefante!»
En una ocasión, cuando el camino
daba un rodeo y estaba a bastante
distancia del río, como para conducir
expresamente a los viajeros a través de
un valle estrecho alfombrado con
azafranes y narcisos blancos y
amarillos, y rodeado y perfumado con
lilas, Edge mencionó a Florian, como de
paso: «Esto es Hart’s Bottom y yo nací
allí», indicándole unos desmoronados
cimientos de piedra donde se había
levantado una casa y quizá un granero o
un establo, pero sin mostrar ningún
deseo de parar y meditar sobre las
escenas de su infancia o comunicar con
los fantasmas del pasado.
A media tarde los carromatos
cruzaron un puente bajo sobre un arroyo
y luego tuvieron que trepar por la única
colina empinada y muy larga de la ruta
del día. Desde la cumbre vieron
praderas y bosques y un pueblo pequeño
y pintoresco a unos tres kilómetros de
distancia —edificios comerciales de
ladrillo, residencias con columnas o
pórticos y varios campanarios altos y
puntiagudos, más bien demasiado juntos
que desperdigados, considerando los
grandes espacios disponibles.
—Estamos en la cima de Water
Trough Hill —anunció Edge—. Y es
cierto que tiene un manantial y un
abrevadero a sus pies, para los caballos
que suben esta escarpada ladera. Allí
está Lexington, y esas piedras recortadas
y negras que ven en las afueras eran las
paredes y torres de los edificios del
Instituto Militar de Virginia. En el otro
lado del pueblo, después del
cementerio, hay un terreno para ferias
que tal vez sea el mejor lugar para
levantar el circo, si nos lo permiten.
Bajaron la colina, dejaron que los
caballos y el elefante bebieran,
agradecidos, en el abrevadero y
continuaron por el camino hasta llegar a
un embalse y un puente cubierto de
madera nueva, todavía sin pintar, por el
que cruzaron el río North y pasaron por
delante de las ruinas de la academia
militar. Como si hubiesen esperado al
circo, todos los niños de la localidad se
congregaron inmediatamente para
seguirlo y bailar a su alrededor, o
adelantarlo corriendo para advertir de la
presencia del elefante a todos los
transeúntes que iban a caballo. Los
residentes adultos también se reunieron
a ambos lados de la calle Mayor para
contemplar la entrada de la caravana, y
estas gentes no vestían monos de trabajo
ni percal. Los hombres llevaban
sombreros y trajes e incluso corbatas;
las mujeres, faldas con miriñaque y
cofias floreadas, vestidos pasados de
moda en su mayoría y que se veían
ajados, pero que eran sin duda sus
mejores galas. Florian detuvo a Bola de
Nieve y se tocó el sombrero para
saludar a un caballero tan corpulento y
de barba tan poblada —e incluso
perfumada con ron de laurel—, que
debía de ser una de las autoridades del
pueblo. Florian le preguntó con cortesía
sobre la disponibilidad del terreno para
ferias a fin de dar una representación de
circo al día siguiente.
—¡Mañana! —exclamó el respetable
caballero, escandalizado como si
Florian hubiese pedido permiso para
desnudarse y exhibirse—. ¡Jamás se
permitiría una cosa así en domingo,
señor!
—Oh, le pido mil perdones —dijo
Florian, azorado—. Recordaba la fecha,
pero no el día. No se nos ocurriría nunca
profanar el sábat.
—No es el sábat, señor. Su
calendario debe de estar muy
confundido. Mañana es domingo de
Pascua.
—En efecto —dijo Edge—. Hace
una semana fue domingo de Ramos. Día
de la rendición. Entregamos las armas el
lunes. Parece que ha pasado más tiempo.
El hombre respetable continuó:
—Realmente, mañana hay una razón
muy buena para la alegría y un júbilo
especial, como la ha habido hoy, pero la
celebración debe llevarse a cabo con
devoción y dignidad, no con actos
teatrales. Y en la iglesia, no en una
tienda de circo.
—¿Un… júbilo especial? —
preguntó Florian—. ¿Ha sucedido algo
que eclipsa a la Resurrección?
—¿Dónde ha estado, hombre? La
gozosa noticia debe de resonar por
todos los caminos de Virginia. ¡El
déspota Abraham Lincoln ha muerto!
—¡Qué! —profirió Florian—. ¡Pero
si era más joven que yo!
—No ha muerto por causas
naturales, señor. El gobierno de
Washington ha intentado acallar la
noticia, pero los hilos telegráficos han
zumbado durante todo el día. Ayer
dispararon contra el tirano y ha muerto
esta mañana.
Florian se apoyó en el respaldo del
asiento. En el interior de la tartana sonó
la exclamación ahogada de las dos
mujeres Coverley. Edge murmuró,
horrorizado:
—Dios mío.
—Dios es bueno, señor —dijo el
hombre respetable—. Ayuda a quienes
se ayudan a sí mismos. Y ya era hora, si
se me permite decirlo y sin ánimo de
criticar al Todopoderoso. Los despachos
informan de que anoche fue también
atacado el pérfido secretario Seward,
pero su herida aún no ha resultado fatal.
Por ello las iglesias han estado llenas
todo el día de fieles que rezan para que
el señor Seward no tarde en seguir a
su…
Edge le interrumpió, preguntando:
—¿Saben quién ha cometido estos
crímenes? ¿Le han apresado?
—¿Crímenes, señor? —repitió el
hombre, arqueando las hirsutas cejas—.
Si no me equivoco, lleva usted el gris
del ejército confederado.
—¡Por eso estoy tan ansioso de
saberlo, maldita sea! ¿Fue un sudista
quien mató a Lincoln?
El hombre se puso rígido antes de
contestar:
—Maldecir en público es atentar
contra la paz. Y la vigilia de Pascua…
—¿Fue un sudista?
—¡Así lo espero, francamente! —le
ladró el hombre—. Los informes son
fragmentarios, pero se supone que fue un
sudista, sí. Sería muy triste para la
virilidad sureña, señor, que el héroe
fuera sólo un simple yanqui renegado.
—¡Imbécil mojigato…!
Florian propinó un fuerte codazo a
las costillas de Edge y sacudió al mismo
tiempo las riendas para poner en
movimiento al caballo, diciendo por
encima del hombro al caballero
ofendido y encolerizado:
—Gracias, señor, por darnos la
noticia. Sin duda todos los miembros de
nuestra caravana se unirán mañana a los
fieles en su acción de gracias. —El
hombre ya había quedado atrás y Florian
se volvió hacia Edge—: Dijo que quería
establecerse aquí. Vaya manera de
solicitar la bienvenida. ¿Qué le ocurre?
—¿Establecerme aquí? Si ese viejo
buitre piadoso ha dicho la verdad, si
Lincoln ha muerto realmente, no habrá
ningún lugar en el sur donde merezca la
pena vivir.
Florian preguntó, incrédulo:
—¿Acaso siente un afecto especial
por el padre Abraham?
—No. ¿Es usted tan obtuso como ese
maldito idiota con quien acabamos de
hablar? Si Lincoln ha muerto, ya no hay
esperanzas de una paz verdadera. En
especial si lo ha asesinado un sudista.
Será la excusa para que Stanton y
Seward y todos los hombres
despiadados de Washington pisoteen y
estafen al sur, tal como han querido
desde el principio. Y si ese borracho de
Johnson es presidente, será su peón.
Lincoln hablaba de reconstrucción, y lo
que tendremos ahora será represalia,
venganza y desquite.
—Bueno, no desespere hasta que
tengamos más noticias. Quizá todos los
del gobierno de Washington han muerto.
—Preguntaré por ahí, a ver qué
puedo averiguar.
Sin esperar a que Florian se
detuviera, Edge saltó del pescante. En el
interior del carruaje, Sarah y Clover Lee
estaban pálidas y asustadas. Edge
esperó en la calle el paso del carromato
de la carpa, conducido por Yount.
Caminó a su lado un momento para
gritarle la noticia, añadiendo después:
—Voy a buscar antiguos conocidos,
tal vez encuentre alguno. Me gustaría
saber algo más. Me reuniré con vosotros
más tarde, en el terreno para ferias.
Dicho terreno, y el contiguo
cementerio presbiteriano, ocupaban la
mayor parte de la cima de una pequeña
colina. Cuando los carromatos entraron
en él, todos se apearon y miraron hacia
atrás, donde Lexington se extendía a sus
pies. Al fondo del pueblo había las
ruinas negras y recortadas de los
edificios, cuartel, armería y polvorín del
Instituto Militar de Virginia. Más cerca,
algunas residencias, bellas en su día,
eran también restos calcinados e incluso
varios edificios comerciales de ladrillo
tenían agujeros en los tejados y les
faltaban trozos de pared.
—Obra de los cañones del general
Hunter —dijo Yount—. Bombardeó unas
horas el pueblo antes de entrar en él.
Entonces saqueó y quemó todo el
Instituto Militar de Virginia, las casas de
las personas prominentes, la Facultad de
Ciencias y la biblioteca del Colegio
Washington, lo cual le valió el
sobrenombre de Vándalo.
—Aun así, pese a tanta ruina,
Lexington es un lugar bonito —dijo
Sarah.
—Recemos para que este bonito
pueblo nos trate con generosidad —
añadió Jules Rouleau con irónica
irreverencia.
Hacía rato que había caído la noche
cuando Edge volvió al circo. Encontró
la gran carpa levantada y su interior
iluminado con linternas porque los
hombres estaban instalando los bancos
circulares. Florian salió, vio a Edge y se
apresuró a ir a su encuentro, indicando
el pabellón con el pulgar.
—En parte para dar algo que hacer a
los muchachos y en parte para anunciar
nuestra presencia al pueblo, ya que no
quiero pegar carteles en un momento
como éste. Venga a comer, Zachary.
Maggie ya está levantada y trabajando y
le ha guardado algo de cena. ¿Se ha
enterado de algo más?
—Sí —contestó Edge, sombrío. Se
acercaron al fuego y el resto de la
compañía se les unió, con rostros
solemnes. Magpie Maggie Hag dio a
Edge un plato de habichuelas y pan de
maíz y Edge habló entre bocados—: He
encontrado a un antiguo conocido, el
viejo coronel Smith, era director del
Instituto Militar de Virginia. Aún lo es,
de lo que queda por dirigir. Ahora es el
general Smith y tengo entendido que lee
todos los informes telegráficos de los
exploradores y espías que siguen
informando. Lincoln está bien muerto,
esto es seguro, y el culpable es un
hombre de Maryland. Sin embargo,
parece ser que tiene muchos cómplices,
todos ex rebeldes o simpatizantes de los
rebeldes.
—Justo lo que temías —dijo Sarah.
—Sí. Lo cual quiere decir que han
roto la palabra de honor de Robert E.
Lee. Hace una semana, el general Lee
depuso las armas: no más muertes. Lo
mismo hizo Grant: no más muertes. Y
luego, maldita sea, uno de nosotros, de
la manera más cobarde posible, dispara
contra Abraham Lincoln por la espalda.
Me gustaría atrapar a ese hijo de perra.
Les garantizo que ha convertido la
palabra «sur» en una palabra sucia,
mucho más sucia de lo que fue jamás. Y
también puedo garantizarles que todo el
sur sufrirá por ello.
—Creo que el general Smith siente
lo mismo que usted —dijo Florian—.
No se alegra, como ese patán que hemos
encontrado en la calle.
—Francis Smith es sensato. Incluso
descorchó una botella de excelente
centeno de Monongahela, y no es un
bebedor, para dar nuestra condolencia al
sur. Gracias a Dios, no todo el mundo en
Virginia tiene la mentalidad de asno de
un aldeano o un tendero.
—Rooineks, así llamamos en mi
país a esos zoquetes —terció
Roozeboom.
—Entonces, ¿se quedará a vivir
aquí, señor Zachary? —preguntó Clover
Lee.
—No, señorita —respondió Edge
con un suspiro—. He insinuado al
general Smith que podrían volver a
ofrecerme un puesto en el Instituto
Militar de Virginia, pero él lo ha
descartado. —Miró a los miembros de
la compañía, congregados a su
alrededor—. ¿Saben qué me ha dicho?
Que este estado ya no es siquiera la
comunidad de Virginia. A partir de
ahora será, oficialmente, el Distrito
Militar Federal Número Uno, tendrá un
gobernador y probablemente estará bajo
la ley marcial.
—Ça va chier dur! —exclamó
Rouleau—. Pues será mejor que nos
dirijamos hacia el norte a toda prisa,
antes de que nos enjaulen. Sería peor
quedarnos atrapados aquí que en
Wilmington.
—Pero, Zack —objetó Yount—,
nada de esto tendría que interferir con tu
trabajo docente… lo que tenías pensado
hacer.
Edge rió secamente.
—El instituto puede sobrevivir, pero
pasará mucho tiempo antes de que pueda
llamarse una academia militar o sus
estudiantes, cadetes… o se les pueda
enseñar asignaturas castrenses o
vestirlos de uniforme. No, el general
Smith y los restantes miembros del
profesorado tendrán bastante trabajo
espabilándose por su cuenta. No
necesitan obstáculos adicionales, como
yo. —Y añadió, dirigiéndose a Florian
en tono sarcástico—: Y tampoco
necesitarán a su idiot savant.
—¿Qué hará, pues, Zachary?
—Bueno, el general Smith dice que
muchos oficiales ex rebeldes se marchan
a México, para luchar por o contra
Maximiliano, según el bando que los
contrate. Pero, diablos, yo ya he servido
bastante al otro lado de la frontera. —
Levantó la vista del plato de judías—.
Europa suena cada vez mejor. Si aún
mantiene su ofrecimiento, señor Florian,
acaba de adquirir a un tirador.
—¡Vaya! —exclamó Florian,
complacido en extremo.
—Y a un hombre forzudo —añadió
Yount—. Y dos buenos caballos.
—¡Vaya! —repitió Florian—. ¡Bien
venidos, caballeros!
—Welkom, meneers —dijo
Roozeboom.
—Bienvenus, mes amis —dijo
Rouleau.
—Bien venidos, muchachos —dijo
Magpie Maggie Hag—. Ahora sois
primeros de mayo.
—Estamos en abril, señora —
observó Yount.
—Primero de mayo es jerga circense
—aclaró jovialmente Florian—.
Significa un recluta nuevo o artista
temporal. Porque podemos atraer a
muchos aspirantes en tiempos clementes,
cuando la estación es benigna, pero sólo
la verdadera gente de circo se pone en
marcha cuando el tiempo aún es
caprichoso. Ustedes mismos saludarán
pronto como «primeros de mayo» a
otros recién llegados.
—Bueno, puede considerarme tan
verde como a cualquier recluta nuevo —
dijo Edge—. Puedo ser un tirador
veterano, pero nunca he disparado de
forma teatral. Tendrá que enseñarme qué
personaje debo interpretar.
—A mí también —terció Yount.
—Lo haré encantado, encantado —
contestó Florian—, pero empiecen por
usar la terminología correcta. Sólo los
actores interpretan. Los artistas de
circo trabajan. Comenzaremos a pensar
en cómo será la actuación de cada uno
en cuanto…
Pero fue interrumpido. Seis o siete
habitantes del pueblo, sobriamente
vestidos, entraron en el terreno y
expresaron el deseo de mantener una
conversación privada con el propietario
de la empresa, así que Florian se fue con
ellos a un lado de la gran carpa y
hablaron largo y tendido. Luego todos se
estrecharon las manos, los caballeros se
marcharon y Florian volvió a la hoguera
con aspecto complacido.
—La suerte continúa sonriéndonos.
O quizá debería decir la Providencia,
incluso el Cielo, porque todos esos
caballeros eran predicadores. Como
mañana no usaremos nuestro pabellón,
nos lo han pedido prestado para una
reunión ecuménica.
La mayor parte de la compañía
profirió exclamaciones de sorpresa o
curiosidad, pero Tim Trimm dijo en tono
agrio:
—Algo huele mal. Creo que he sido
salvado por todas las Iglesias que
existen. Y no hay ninguna que se llame
ecuménica.
—La palabra significa universal,
Tim. La reunión de varias sectas
diferentes es una ocasión especial. Y
esta ocasión es, naturalmente, la
espectacular coincidencia de la Pascua
con el asesinato. Los pastores esperan
una gran concurrencia mañana.
—Hay iglesias por todo el pueblo
—persistió Trimm—. ¿Por qué necesitan
una carpa de circo?
Florian explicó, con paciencia:
—Es cierto, todas las sectas
establecidas tienen edificios
imponentes, pero los hombres que nos
han visitado son pastores de
congregaciones menos acomodadas. Se
reúnen en sus salas de estar, en tiendas
vacías o donde sea. Adventistas,
baptistas alemanes, evangélicos,
quimbyistas, premilenarios… ya no
recuerdo sus nombres. Para mañana, sin
embargo, esperan una asistencia muy
nutrida que no cabría en ninguno de sus
locales. Por eso nos han pedido la gran
carpa, a fin de celebrar un servicio que
dure todo el día, quizá incluso toda la
noche, para una congregación tras otra.
O quizá lo oficien conjuntamente, en el
verdadero espíritu ecuménico.
—¿Y has dicho que sí? —preguntó
Sarah, incrédula—. ¿Un ateo
empedernido como tú?
—Los empedernidos también
tenemos entrañas, Madame Solitaire,
que, como las entrañas de los más
devotos, requieren alimento de vez en
cuando. Cada servicio terminará con un
ofertorio y he pedido la mitad de los
beneficios en concepto de alquiler. Ellos
proponían una cuarta parte. Al final
hemos acordado la tercera parte.
—No cuentes con una generosidad
que te engorde las entrañas —dijo
Rouleau—. No, si conozco bien a estos
cultos de pacotilla.
—Ya sé que no nos haremos ricos —
dijo Florian—, pero es mejor que tener
una gran carpa llena de aire.
Yount observó, en tono optimista:
—Bueno, tanto si significa mucho
como poco dinero, un buen servicio
religioso prestará cierta santidad a la
tienda.
Esto hizo reír a todos, y Clover Lee
dijo:
—Señor Obie, si esa lona se vuelve
más santa[10], no nos protegerá del rocío.
—No importa —dijo Magpie
Maggie Hag, dirigiéndose a Edge—. Ya
te dije, muchacho, que la tienda es un
tabernáculo[11]. Pronto morarás en un
tabernáculo.
—Sí —asintió Florian—. Vámonos
a dormir ahora, y mañana, Zachary,
Obie, empezaremos a convertiros en
artistas. ¡Artistes, amigos míos!
8
Por la mañana, las mujeres del circo
hicieron uso de la bomba y los
abrevaderos del terreno para lavar todas
las prendas de vestir y disfraces de la
compañía, incluyendo cierta cantidad
guardada desde hacía mucho tiempo en
los baúles del furgón de los accesorios,
a fin de que los nuevos artistas, Edge y
Yount, dispusieran de ropa para formar
su vestuario. Roozeboom tendió una
cuerda en zigzag entre el furgón de la
carpa y el de los accesorios para que
colgasen en ella la colada, que ofreció
un espectáculo brillante y multicolor al
sol abrileño: leotardos de lentejuelas,
faldas diáfanas, mallas de color carne,
levitas y fracs de colores chillones,
descoloridos calzones, combinaciones y
medias y un extenso surtido de ropa
interior que incluía los pequeños
apósitos llamados cache-sexe.
Después Sarah y Clover Lee se
pusieron sus mejores galas domingueras
—sombreros pasados de moda y
vestidos tan viejos que llevaban
crinolinas en lugar de aros, pero las
Coverley estaban muy bonitas con ellos
— y se fueron a los servicios de Pascua
de la gran iglesia de piedra
presbiteriana, que se levantaba enfrente
del cementerio, a poca distancia del
terreno ferial. La mayoría de los
hombres se cambiaron los monos por
trajes más elegantes y también fueron a
la iglesia: Trimm, a la baptista,
Roozeboom, a la metodista, Rouleau, a
la episcopaliana —que era la que más
se parecía a la católica en Lexington— e
incluso Hannibal salió en busca de una
congregación negra de una determinada
secta.
Para entonces, los primeros pastores
ya habían llegado al terreno de ferias,
llevando en un carromato un púlpito y un
atril portátiles e incluso un pequeño
órgano de fuelles para colocar en el
interior de la gran carpa. Poco después
empezaron a llegar los fieles, a caballo,
a pie y en una gran variedad de
vehículos. Mucho antes de que los
predicadores estirasen pajas para
determinar quién oficiaría primero, el
terreno ferial de Lexington estaba mucho
más concurrido de lo que lo había
estado el circo en Lynchburg. Aunque la
gente profesaba creencias religiosas
diferentes, parecían haber acudido no
sólo a escuchar a sus propios
predicadores, sino a quedarse en los
servicios de todos los demás.
Florian mantuvo cerrado el
carromato del museo y colocó al
elefante y la jaula del león fuera de la
vista, al fondo del pabellón, para que el
público que no pagaba no pudiera
disfrutar de ellos, pero no podía tener el
día entero encadenado al Hombre
Salvaje. En cualquier caso, el idiota no
iba pintado ni llevaba sus pieles raídas,
y se limitaron a darle el banjo y
ordenarle que no se acercase a la gente.
Esto le encantó. Fue a sentarse fuera de
la tienda, en la parte posterior, y cada
vez que oía los dos primeros compases
de un himno tocado por el órgano y, casi
simultáneamente, el cántico entonado
por el coro o la congregación, empezaba
a rasguear —en armonía perfecta de
tono y tiempo—, de modo que era una
adición a la música, no una distracción.
Mientras los aldeanos y gentes de
los alrededores continuaban llegando
por la calle Mayor al terreno ferial y a
la tienda, Florian, Edge, Yount y Magpie
Maggie Hag estaban sentados a la
sombra del furgón de la carpa.
—Maggie es nuestra modista y
primera costurera —dijo Florian—.
Pero antes de hablar del traje con que os
vestiremos, hablemos de lo que haréis
cada uno de vosotros. Tú primero,
Zachary. Veamos, tienes un sable, una
carabina y una pistola…
—Yo solo no puedo hacer gran cosa
con el sable.
—Puedes blandirlo al incorporarte a
caballo al desfile inicial, agitarlo y
exhibirlo…
—Muy bien. En cuanto a la carabina,
sólo dispara un tiro. O sea que mi
actuación tendrá que depender de la
pistola.
—Nunca he tenido una arma de seis
cartuchos. Te agradecería que me
explicaras cómo funciona.
Edge la desenfundó.
—Se carga como ese viejo rifle
suyo, sólo que metiendo estas recámaras
cortas en el tambor para no tener que
llenar todo el cañón de pólvora y taco.
Se empieza introduciendo la pólvora por
el orificio de cada recámara.
—Como imagino que no recibiste
instrucciones de su dueño yanqui, ¿cómo
supiste qué cantidad hay que echar?
—Cuando me apoderé de la pistola,
calculé la mejor carga disparando sobre
nieve.
—¿Sobre nieve? —repitieron a la
vez Florian y Magpie Maggie Hag.
—Me coloqué en un banco de nieve
y disparé varias veces, usando un poco
más de pólvora cada vez. Cuando vi
pólvora sin quemar sobre la nieve,
comprendí que la estaba sobrecargando
y fui disminuyendo la dosis hasta dar
con la carga precisa.
—Ingenioso —observó Florian.
—Sin embargo, ahora, para disparos
de exhibición dentro de la tienda, creo
que deberé usar poca cantidad de
pólvora, sólo la suficiente para permitir
alcance y puntería, pero no tanta como
para que el proyectil vaya demasiado
lejos.
—Y puedas matar a una vaca que
esté delante del terreno.
—A continuación —prosiguió Edge
—, pongo una bala de plomo aquí, en el
orificio de la cámara. La bala es justo un
pelo más grande que el orificio, de
modo que suelto esta baqueta de debajo
del cañón, que así baja, ¿lo ve? Es una
palanca que empuja el émbolo, el cual
coloca la bala dentro de la cámara, igual
que un escobillón. Cuando ya se han
llenado las seis cámaras de pólvora y
balas, se ajusta una cápsula fulminante a
cada una de las seis boquillas que
rodean la parte posterior del tambor.
Entonces se pone el arma en el
disparador, se aprieta el gatillo y se
dispara. Exactamente igual que su rifle,
sólo que aquí cada vez que se amartilla
el arma sube la cámara siguiente y se
pueden disparar seis tiros antes de
volver a cargar. Yo bajo siempre el
disparador, después de cargar, para que
descanse entre dos boquillas; así evito
que se dispare antes de necesitarla.
—Una maquinaria muy bien hecha
—observó Florian—, incluso su aspecto
es elegante. —Se levantó—.
Disculpadme un momento. Hay tanta
gente, y sigue viniendo más, que
conviene comprobar si los bancos
aguantan bien el peso.
Yount fue con él y miraron hacia el
interior de la gran carpa por la abertura
de la puerta principal. Los bancos
estaban llenos a rebosar, ocupados
principalmente por personas mayores,
mujeres con miriñaque y niñas. Como no
se había marcado ningún círculo, los
muchachos y niños se sentaban en el
suelo, alrededor del púlpito. La
congregación acababa de cantar,
acompañada por órgano y el banjo, ¿Nos
reunimos junto al río? Ahora se
acomodaban, salpicados de redondeles
de sol, proyectados por los agujeros de
la lona, para escuchar al predicador:
—Hermanos y hermanas, éste ha
sido un mes de domingos. Hace sólo dos
domingos recibimos la horrible noticia
de que se había roto el frente oriental
del general Lee y que nuestro presidente,
Gabinete y Congreso se refugiaban en
Richmond y abandonaban nuestra capital
al enemigo. Una semana más tarde, el
domingo pasado, recibimos la noticia
aún más horrible de que el general Lee
se rendía con todo su ejército de
Virginia del Norte. La noble guerra
contra la tiranía del norte tocaba a su fin
aquí, en el Viejo Dominio, y nuestra
valiente Confederación dejaba de
existir.
El auditorio gimió y se oyeron
algunos sollozos. El predicador levantó
la voz y su tono triste se tornó jubiloso:
—Han sido los domingos más
negros de hace muchos años, pero hoy
es más alegre, porque en este día, este
domingo de Pascua, mientras cantamos
Hosanna porque Jesucristo ha
resucitado de la tumba, podemos dar las
gracias al Señor porque el principal
emisario de Satanás en la tierra
(conocido cuando estuvo aquí como el
Simio Lincoln) ¡ha sido devuelto al pozo
de azufre de donde salió! ¡Sí, hermanos
y hermanas, el viejo Simio está ahora en
el infierno, bombeando truenos a tres
centavos cada uno!
La gente coreó con fervor «Amén».
—Obie —dijo Florian—, ¿crees de
verdad que estas majaderías van a
santificar nuestro pabellón? Me sentiré
satisfecho si la divinidad no nos manda
un rayo que lo destroce todo.
Volvieron al furgón de la carpa,
donde Florian propuso:
—Examinemos las prendas que las
señoras han lavado y tendido. A ver si
hay algo que nos dé ideas sobre vuestros
números.
Magpie Maggie Hag miró el montón
de artículos para hombre y sugirió:
—¿Un coleto de gamuza?
—Hum, un coleto de gamuza —
repitió Florian—. Zachary, ¿qué te
parecería hacer de Guillermo Tell en su
triunfo sobre Gessler el Tirano?
—¿Y quién sería el chico de la
manzana en la cabeza? ¿El Hombre
Salvaje? ¿De quién puede prescindir?
Señor Florian, incluso un tiro bien
apuntado puede bajar un poco de vez en
cuando.
Magpie Maggie Hag volvió a
señalar y sugerir:
—¿Y plumas?
—Sí —contestó Florian—, es la
capa de plumas que Madame Solitaire
no usa desde hace tiempo. Podríamos
arrancar algunas plumas y hacer un
tocado. No necesitarías nada más, aparte
de un simple taparrabos…
—Dios mío. Si va a disfrazarme de
piel roja, puedo ahorrarme el plomo y la
pólvora y lanzar hachas de guerra.
—¡Ah! ¡Espléndido! ¿Sabrías
hacerlo?
—No.
Florian suspiró.
—Bueno, supongo que será mejor
volver a la primera idea. ¿Coronel
Deadeye? ¿Coronel Ironsides? ¿Coronel
Ramrod? ¡Eso es! Me gusta. ¿Quieres
ser el coronel Ramrod, Zachary?
—¿De uniforme?
—Bueno, no el que llevas ahora. Lo
necesitarás como traje de calle. Pero en
Lynchburg adquirimos un buen surtido
de prendas de uniforme. Mag, ¿verdad
que podrías coser algo deslumbrante, y
teñirlo?
—¿Morado, como el de Hotspur? —
preguntó Edge—. Casi preferiría el azul
yanqui.
—No, muchacho —dijo Magpie
Maggie Hag—. Entonces sólo tenía añil
y bayas. Ahora puedo teñirlo del color
que quieras. ¿Amarillo? ¿Naranja?
¿Negro?
—Negro y amarillo —contestó por
él Florian—. Suena muy atractivo. Y al
mismo tiempo, Mag, corta uno de esos
conjuntos de chaleco y calzones para
Obie. Dale forma de una piel de hombre
de las cavernas (ya sabes, con un
hombro cubierto y el pecho desnudo) y
usa los mismos tintes. Amarillo con
manchas negras de leopardo.
—¡Cáspita! —exclamó Yount,
sonriendo y golpeándose el pecho en una
imitación de un hombre de las cavernas
—. ¡Aquí está el Hacedor de
Terremotos!
—Y ahora, la utilería —dijo Florian
—. Algo pesado.
—Ya tengo algo —anunció Yount
con orgullo.
Metió la mano en el furgón de la
carpa y dio un tirón. Tres inmensas balas
de cañón rodaron una tras otra y cayeron
al suelo con un ruido sordo.
—Santo cielo —dijo Florian.
—Granadas para las Columbiads
yanquis de veinticinco centímetros —
explicó Yount—. Desechos del general
Hunter, sin duda. Se quemaron sin
estallar, o quizá nunca las cargaron.
Veinticuatro kilos cada una, lo cual es
bastante pesado como juguete, incluso
para un hombre forzudo. Y si les
hacemos agujeros para la carga y la
mecha, la gente no sabrá que están
vacías. Parecerán de hierro macizo y
mucho más pesadas de lo que son en
realidad.
—¿Dónde las has encontrado?
—Allí, en el cementerio. Había una
pila de catorce, muy bien amontonadas.
He pensado que tres me bastarían
para…
—¡Por Dios, Obie! —exclamó Edge
—. Son un monumento en la tumba de
Stonewell Jackson.
—¿De verdad?
—Está enterrado aquí y es
probablemente el lugar más sagrado del
condado de Rockbridge.
—¿De verdad? Bueno, si yo fuera
Stonewell, no querría tener sobre la
barriga un montón de balas de cañón de
Hunter el Vándalo.
—No dejes que las vea ningún
habitante del lugar hasta el espectáculo
de mañana —aconsejó Florian—.
Cuando se den cuenta de la procedencia
de las balas, nosotros ya estaremos
levantando el campamento.
—¿Qué haré con ellas? —preguntó
Yount. ¿Malabarismos, como Hannibal?
Me caería tan muerto como el general
Jackson.
—El capitán Hotspur tendrá alguna
idea. Hizo de hombre forzudo en sus
tiempos. Y aquí le tenemos.
Roozeboom, Rouleau y Trimm
habían vuelto juntos de sus diferentes
iglesias. Rouleau echó una mirada de
desaprobación a la gran carpa y dijo:
—Merde alors, Florian. ¿Qué hacen
tus mimados predicadores? Casi se
puede oír a este maldito desde el
pueblo.
Todos escucharon. Un ministro de
una de las sectas menos moderadas
estaba vociferando:
—¡La bestia de la Revelación, esto
es lo que era Abraham Lincoln! Aquí lo
dice, en la Revelación número trece: «Y
se le concedió una boca para
pronunciar grandes cosas y
blasfemias». ¿Y acaso no blasfemaba
Lincoln, hermanos y hermanas? ¿Acaso
no pronunció la abominable
Proclamación de la Emancipación?
Respuesta:
—¡Continúa, hermano!
—Mirad otra vez el capítulo trece.
«Y se le concedió hacer la guerra a los
santos». ¿Y acaso no hizo la guerra
contra nosotros? ¿Contra todas nuestras
santas creencias, tradiciones y virtudes
sureñas? Respuesta: gemidos abismales.
—«Y tenía el poder de dar vida a la
imagen de la bestia». ¡Esto se refiere,
hermanos, a que Lincoln liberó a los
salvajes negros de sus amos legítimos!
—Justo —murmuró Magpie Maggie
Hag.
—Rooineks —gruñó Ignatz
Roozeboom.
—¿Desvarían las Iglesias más
ortodoxas igual que estos molineros del
Evangelio? —preguntó Edge.
—No lloran exactamente la muerte
del señor Lincoln —contestó Rouleau
—, pero al menos los episcopalianos
lamentan el hecho de que muriera de un
disparo.
—Esto me recuerda… —dijo
Florian—, Zachary, una vez vi a un
tirador que hacía añicos pequeñas bolas
de vidrio que su ayudante le iba
lanzando al aire.
—Debía de ser un tirador mágico.
—En realidad, no. El público creía
que disparaba balas, pero de hecho
había cargado su rifle con perdigones.
Si podemos encontrar algo idóneo para
que un ayudante lo lance al aire,
¿podrías acertarlo con tu carabina?
—Usando perdigones, hasta el
Hombre Salvaje lo haría. Pero no los
tengo. Los perdigones no son munición
de reglamento en la caballería.
—Esto no es problema. Yo tengo
algunos.
—Pero ¿no se extrañará el público
de que no haga un nuevo agujero en el
techo de la tienda cada vez que disparo
la carabina?
—El público no cavila cuando le
embarga la admiración. Muy bien, éste
será el número de la carabina en tu
actuación. Clover Lee puede ser tu
ayudante. Ahora vienen las señoras
Coverley. Y he tenido otra idea al
recordar cómo disparaste contra la
llama el otro día. Clover Lee, querida,
¿podrías permanecer quieta mientras
Zachary dispara contra ti y tú coges la
bala entre los dientes?
—¿Qué? —exclamó Edge.
—¿Esa vieja castaña? —preguntó la
muchacha, sin inmutarse—. ¿Y si
hiciéramos una variación? Que la coja
Ignatz con sus bigotes.
—El capitán Hotspur no es una chica
bonita. Ningún público temblará de
miedo ante la idea de que le agujereen la
cabeza.
—Esperen… —protestó Edge.
—Cálmate, Zachary —dijo Sarah—.
Ya te enseñaremos el truco. No te
dejaremos matar a nadie.
De repente se oyó cantar bajo la
gran carpa Guardando las gavillas en
tono alto y melodioso. Florian hizo una
seña a Trimm y Rouleau.
—Entrad los dos en el pabellón y
vigilad cada colecta. Entretanto, capitán
Hotspur, ¿quieres dar a Obie, el
Hacedor de Terremotos, algunos
consejos sobre el arte de ser un forzudo
profesional?
Roozeboom y Yount cogieron sendas
bala de cañón del general Jackson.
—Por Dios, hombre —comentó
Roozeboom—. No te pones por poco,
¿eh?
Se llevaron las balas al límite más
alejado del terreno, donde podían
ensayar sin ser observados por los
fervientes partidarios de Stonewell.
—Obie, ¿sabes qué es… cómo se
dice… musclo?
—Sí, claro. Músculos.
Obie enseñó sus bíceps.
—Eso. Pues bien, los musclos del
cuerpo son diferentes y debes aprender
sus diferentes capacidades si quieres ser
hombre forzudo. Algunos musclos son
largos, otros cortos, otros anchos. Los
musclos largos, como los de tus brazos,
son para lanzar, para levantar. Los
anchos son para sostener pesos. ¿Sabes
qué es el trapecio?
—¿Ese columpio colgado muy
arriba, donde los acróbatas…?
—¡No, no, no! El trapecio es un
musclo… aquí. —Dio una palmada
contra la corpulenta espalda de Yount—.
El trapecio es un musclo ancho, el más
duro del cuerpo. Debajo está el
esplenio. —Dio una palmada contra la
nuca de Yount—, que también es ancho y
duro. Ahora, empecemos. ¿Has
levantado antes objetos pesados? —
Roozeboom dobló las rodillas y puso
las manos bajo una de las balas de
hierro.
Yount asintió.
—Sé que hay que hacer fuerza con
las piernas y la espalda. No solo hay
que levantarla, pues entonces uno se
hace una hernia.
—Ja, correcto. —Roozeboom se
enderezó, con la bala en las manos—.
Ahora, cuando se tiene a esta altura, se
puede lanzar. —Y lanzó al aire la bala
de veinticuatro kilos. Entonces esperó a
que cayera al suelo—. No se coge con
las manos cuando baja de tan arriba o
podrías romperte algo. Se coge con el
cuello.
—¿Con el cuello? ¿Estás loco?
Roozeboom no contestó. Volvió a
levantar la bala, la sostuvo con el
cuerpo erguido, la lanzó a una distancia
aproximada de un metro, bajó la cabeza
afeitada y cogió la bala con la nuca,
produciendo un sonoro ruido. Movió un
poco el torso para aguantarla allí un
momento en equilibrio y luego la dejó
rodar hasta el hombro y la cogió en los
brazos.
—Caray —dijo Yount, con respeto
—. Preferiría reventarme un intestino
que romperme el cuello.
—Requiere práctica. Desarrollas
una almohadilla de musclo esplenio, que
aguanta el golpe, mientras el trapecio
sostiene el peso. Te lo enseñaré. Inclina
la cabeza.
Yount obedeció. Roozeboom colocó
suavemente la bala en el declive entre el
occipucio y la nuca de Yount.
—Toca con la mano. La bala tiene
que caer sobre la curva que hay entre la
nuca y la primera vértebra. No golpees
nunca esta última o te harás mucho daño.
—¡Dios mío!
—Requiere práctica —dijo de
nuevo Roozeboom, quitándole la bala de
la nuca.
—¿Cómo practico, exactamente?
—La primera vez, y muchas más
veces, te colocas la bala encima de la
cabeza, inclinas ésta, la dejas rodar y la
coges con el cuello. Al cabo de un
tiempo, tira la bala al aire, sin fuerza,
inclina la cabeza y cógela con el cuello.
Lánzala un poco más arriba cada vez.
Esto puedes hacerlo tú solo, Meneer
Hacedor de Terremotos. Pero ahora,
enséñame cómo empiezas. Cógela. —
Tiró la bala al suelo. Yount dobló un
poco las rodillas, una a cada lado de la
bala, puso las manos debajo y se
enderezó—. No, no, no. Lo haces con
demasiada soltura, Obie. Finge que es
diez veces más pesada. Haz fuerza. Suda
un poco.
—Maldita sea, Ignatz. No puedo
sudar por encargo.
—¿Y quién sabe si sudas o no?
Lleva un trapo. Sécate la cara y las
manos, mueve la cabeza, como dudando,
con desesperación. A los patanes les
parece real. —Yount, sintiéndose
bastante ridículo, simuló secarse gotas
de exasperación y terquedad—. Ja, gut.
Y tienes una gran barba, que causa buena
impresión en un hombre forzudo. Pero te
aconsejo que también te afeites la
cabeza. El cráneo suda más que todo el
cuerpo. Una cabeza húmeda y brillante
distingue al verdadero hombre forzudo.
—Esto exige más de lo que me
figuraba —dijo Yount.
—Todo lo bueno merece esfuerzo.
Incluso parecer feo. Ahora ponte la bala
en la nuca y prueba de mantenerla en
equilibrio. Klaar? Anda mucho rato así,
fortalecerás los musclos. Pero ahora no;
veo patanes en el terreno. Ellos no
deben ver nunca ensayar.
Algunos miembros de la
congregación salían por la puerta
principal, o bien huyendo del calor
húmedo del interior o porque el órgano
y el banjo entonaban Levantaos,
levantaos por Jesús y ya empezaban a
pasar las cestas. Una vez fuera, las
mujeres se desataban las cintas del
sombrero y se lo quitaban para
abanicarse. Algunos hombres encendían
pipas o cigarros. Los niños se
dispersaban por todo el terreno ferial.
Una mujer llamó a dos de ellos:
—¡Vernon, Vernelle, portaos bien!
No toquéis las cosas ajenas. Apartaos
de esa ropa tendida. —Entonces gritó—:
¡Oh, Dios mío!
Corrió de un lado a otro, reunió a un
grupo de mujeres y todas se pusieron a
hablar en coro. Luego se acercaron a la
gente del circo, y la madre de Vernon y
Vernelle preguntó a Florian con acento
glacial:
—¿Es usted el dueño de este
negocio?
—Tengo este honor, madame. —Se
quitó el sombrero de copa y sonrió—.
El retén principal, como decimos en
círculos circenses. ¿Puedo servirla en
algo, madame?
Una mujer muy corpulenta dijo con
severidad:
—Puede dejar de exhibir su dudosa
moral entre personas respetables.
—¿Cómo? —preguntó Florian,
perplejo.
—¡Mire hacia allí, señor! —ordenó
una mujer de nariz puntiaguda—. ¡A esa
cuerda de tender!
—Ah, la colada —dijo Florian,
debidamente contrito—. Admito,
señoras, que el domingo es día de
descanso, pero les ruego que sean
tolerantes con las exigencias del viaje
por esos caminos. Tenemos que hacer lo
necesario cuando podemos. Seguramente
es un sacrilegio lo bastante pequeño
para que…
—Ya es bastante malo tender la
colada en el día del Señor —dijo la
madre de Vernon y Vernelle—, ¡pero
mire lo que hay colgado al aire libre,
donde todos pueden verlo! ¡Algo
inexpresable!
Florian pareció aún más perplejo,
pero Magpie Maggie Hag preguntó:
—¿Se refiere a la ropa interior?
Las mujeres retrocedieron al oír la
palabra, pero la corpulenta se repuso
para exclamar:
—¡Sí! ¡Es escandalosa e indecente!
Florian replicó, esta vez sin
contrición:
—Señoras, a lo largo de los años he
logrado curarme de la mayoría de
virtudes deprimentes. No obstante, estoy
convencido de que la moralidad debería
consistir en algo más que el simple
pudor.
La mujer de nariz puntiaguda dijo:
—No nos confundirá hablándonos
con palabras sucias. Le ordeno otra vez
que mire lo que cuelga de esa cuerda.
¡Prendas inmencionables de hombres y
mujeres juntas!
Sarah observó, maliciosa:
—Oh, dudo de que copulen, querida.
Están demasiado empapadas. ¿Lo haría
usted, en ese estado?
Todas las mujeres se quedaron
boquiabiertas y la madre de Vernon y
Vernelle dijo:
—Exhibir su inmoralidad ya es
bastante indecente delante de su propia
hija, pero mis hijos son puros e
inocentes. ¡Señoras, vámonos
directamente a la policía!
—¡Ja, ja, ja! —gritó de repente
Clover Lee—. ¿Qué les hace pensar,
viejas chismosas, que los niños son
puros e inocentes?
Y con la misma rapidez, a pesar de
sus amplias faldas, Clover Lee se
inclinó hacia un lado y dio una lenta
voltereta durante la cual la falda le
colgó sobre el torso, desnudando todas
sus piernas hasta que estuvo otra vez
derecha. Las mujeres se alejaron
graznando: «¡Dios Todopoderoso!»,
«¡Qué indecencia!», «¡Peor que
indecencia! ¿No has visto? ¡No llevaba
nada debajo!», y desaparecieron en el
santuario del tabernáculo.
—Debería darte vergüenza, Clover
Lee —reprendió Sarah, con severidad
fingida—. Has herido la sensibilidad de
estas buenas y modestas mujeres.
—Pamplinas —replicó Magpie
Maggie Hag—, las mujeres buenas y
modestas están hechas del mismo modo
que todas las demás. Sólo que son más
fastidiosas y, como ahora Clover Lee las
ha agitado, pueden causarnos problemas.
—Esperemos que no —dijo Florian
—. De todos modos, ve a quitar esa
cuerda, Mag, o esconde su depravación
en alguna parte. —Ella obedeció, justo
cuando Tim Trimm y Jules Rouleau
salían de la gran carpa—. Ah, aquí
vienen los chicos de la cesta. A ver qué
hemos recogido hasta ahora.
—Parece mucho —observó
Rouleau, alargándole una bolsa de papel
—, pero sólo es torche-cul confederado.
—Ya se sabe que nadie va a echar
nada valioso en una colecta política —
dijo Tim—. Los predicadores no se han
molestado siquiera en timarnos cuando
nos han dado nuestra parte.
—Parece que hay unos mil dólares
—calculó Florian, removiendo los
billetes viejos y arrugados—, que valen
unos diez. No está mal, cuando sólo ha
pasado medio día. Y de algo nos
servirán, muchachos. —Entonces
levantó la vista, miró más allá de
Rouleau y Trimm y exclamó,
sorprendido—: ¡Vaya! ¿Qué es eso?
Hannibal Tyree volvía de la iglesia
donde había estado, y no volvía solo.
Todos creían que el elefante continuaba
encadenado detrás de la gran carpa,
pero ahora vieron a Peggy siguiendo al
negro por la calle Mayor y entrando tras
él en el terreno ferial. Su trompa
descansaba sobre el hombro de
Hannibal, quien la tenía agarrada con
ambas manos. Otro hombre, un hombre
blanco, llevaba igualmente cautivo a
Hannibal, cogiéndole de un brazo. El
elefante tenía una expresión culpable y
los dos hombres parecían enfadados.
Los tres se acercaron al grupo de la
compañía circense, y Hannibal explicó:
—Mas’ Florian —pero no habló con
acento servil—, me he ido al servisio
pensando que ustede’ vigilaban a nuestra
propiedad má’ valiosa y, ¿qué ha pasao?
Estábamo’ en la iglesia cantando muy
felises y entonse la iglesia se ha vasiao
y he oído uno’ grito’ de mil demonio’
ante la puerta. Salgo y veo a todo’ lo’
hermano’ y hermana’ corriendo y a
Peggy esperándome fuera. Debo decir,
mas’ Florian, que podrían haberla matao
por el camino y haberse caído en un
poso, o…
—Cállate, muchacho —dijo el
hombre blanco. Iba vestido de domingo,
pero llevaba una estrella de hojalata en
la solapa de la chaqueta. Se dirigió a
Florian—: Este enorme animal ha
retozado por la mitad de patios traseros
de Lexington y comido todos los brotes
verdes de los huertos y destrozado
retretes, y falta una parte del monumento
al general Jackson, y yo estoy aquí para
informarle de que todos ustedes son
responsables de los daños. Soy el
ayudante del sheriff de este condado, ¡y
mi propio retrete es uno de los que ha
convertido en astillas!
Florian pidió mil perdones, y Edge
consideró peculiar que comenzara por
disculparse ante el negro.
—Lo siento muchísimo, Abdullah;
todos tenemos la culpa. No es ninguna
excusa el hecho de que tuviéramos
muchos otros asuntos en que ocuparnos.
Te ruego que nos perdones a todos. Ve a
encadenar a Brutus en su sitio y dale una
ración de tabaco para calmar sus
nervios.
Hasta que Hannibal se hubo llevado
al elefante, Florian dejó murmurar al
hombre blanco, y entonces se volvió
hacia él y dijo:
—Vaya jaleo que ha armado,
¿verdad, ayudante? Bien… —añadió,
sacando el pecho—, ¿puede decirme a
cuánto ascenderá el valor de los
desperfectos?
—No, señor, aún no puedo. Casi
toda la ciudad estaba en la iglesia
mientras el animal cometía sus
desmanes, y la mitad se encuentra en
esta tienda suya. No sabré el importe
total hasta que todos vuelvan a sus casas
y armen un escándalo.
—Por lo menos podemos empezar
por pagarle a usted lo de su propio,
ejem, cobertizo.
El ayudante del sheriff hizo un
ademán para quitar importancia al
hecho.
—No importa, no ha sido gran cosa.
Lo malo es que Maud estaba dentro en
aquel momento. No, lo que quiero decir
es que los daños a la propiedad son el
menor de sus problemas. Podría
acusarlos de imprudencia criminal por
dejar suelto a un animal peligroso como
éste.
Florian rió a gusto.
—¿Ese viejo paquidermo
inofensivo? Mire, un elefante hembra no
es más amenazador que una vaca. —Los
demás miembros de la compañía habían
permanecido impasibles, pero la
observación de Florian hizo que
Rouleau, Sarah y Clover Lee le mirasen
de soslayo—. Ya habrá observado,
ayudante, que el animal es vegetariano.
Torpe y pesado, sí, pero violento, ni
hablar.
—Bueno… —dijo el ayudante del
sheriff—, aún queda la cuestión de los
destrozos. Después de asolar los
huertos, esa bestia (si me perdonan la
vulgaridad, señoras), esa bestia vació
los intestinos por todas las parcelas.
—¿Qué? ¡Santo cielo! —exclamó
Florian y se volvió hacia Edge, Rouleau
y Trimm—. ¡Id a buscar palas,
muchachos!
El ayudante del sheriff parpadeó.
—¿Es una sustancia peligrosa?
—¿Peligrosa, señor? Los
excrementos de elefante son el abono
más potente de toda la Creación.
Lexington sería una jungla de hortalizas.
Los pepinos llegarían a las ventanas, se
necesitarían dos manos para levantar las
mazorcas de maíz y las sandías
bloquearían el tráfico de los caminos.
Sin embargo, los recogeremos, ya que
son de nuestra propiedad. La cantidad
con que seamos multados aquí por los
desperfectos la cobraremos cuarenta o
cincuenta veces vendiendo este rico
fertilizante a cualquier plantío de los
alrededores.
—Conque vale mucho, ¿eh? En este
caso, espere un momento, señor.
Piénselo un poco. Tendrá que enviar a
sus hombres a buscar la… la sustancia
por toda la ciudad, recogerla con palas y
traerla. Entonces será detenido mientras
se estiman los daños, y por último,
tendrá que pagar. ¿Por qué no llegamos a
un acuerdo justo? Deje los excrementos
del elefante; yo lo explicaré a la gente y
los que no los quieran para sí mismos,
pueden venderlos al invernadero de
Gilliam. Con esto daremos por zanjado
el asunto.
—Bueeno… —dijo Florian—. Es
muy noble por su parte ahorrarnos el
trabajo, el tiempo y las multas. Creo que
saldríamos ganando si vendiéramos el
abono, pero —y aquí Florian agarró la
mano del hombre y la estrechó—
accederé a su proposición. Y aquí tiene,
señor, entradas para el espectáculo de
mañana. Para usted y para su esposa, si
se ha recobrado de su, ejem,
turbación… y para sus niños…
El hombre se fue muy contento y
Florian se sacó el pañuelo de la manga
para secarse la frente. Los otros le
miraban con variadas expresiones.
—Te he oído decir mentiras gordas
otras veces, Florian —dijo Trimm—,
pero que Peggy sea un manso corderito,
no se lo creería ni Ananías.
—Si algún patán lo hubiese
pinchado con una horca —observó
Rouleau— o un niño le hubiese tirado
una piedra, ça me donne la chiasse!,
sabes muy bien que lo habría aplastado.
Entonces sí que habríamos necesitado
una pala.
—¡Claro que lo sé! —replicó
Florian—. Y estoy muy agradecido de
que no haya pasado nada semejante.
Pero me niego a inquietarme sin
necesidad por simples conjeturas.
Ahora, Monsieur Roulette, Tiny Tim,
volved a la tienda a controlar las cestas.
Coronel Ramrod, busca al Hacedor de
Terremotos y presentaos a Maggie para
que os pruebe las prendas de vestir.
Madame, mademoiselle, quitaos esas
galas y empezad a preparar algo de
comer. Yo iré a tratar de hacer las paces
con Abdullah. Hoy puede ser el sábat de
descanso y tranquilidad, ¡ja!, ¡pero
mañana hay función!
O bien no había muchos aldeanos a
quienes asustara la indecencia, o el
ayudante del sheriff había hecho correr
la noticia deque el circo era
pasablemente decente, porque los
habitantes de Lexington y alrededores
volvieron al día siguiente al terreno
ferial para ver el espectáculo. No era la
multitud que había asistido a los
servicios religiosos, pero sí la suficiente
para llenar los bancos.
—La mayoría ha pagado con papel
de la Secesión, claro —confió Florian a
Edge—, pero algunos parecen
comprender que nosotros, mortales de
carne y hueso, necesitamos una
remuneración más tangible que el clero
espiritual, porque hay bastantes que han
pagado en plata y el resto ha traído
cosas comestibles o utilizables. Un
chico me ha ofrecido incluso un puñado
de excrementos de Brutus.
Edge se echó a reír.
—Lo ha rechazado, ¿no?
—Diablos, no. Le he dicho que un
simple pellizco valía una entrada y le he
devuelto el resto. Una buena mentira
siempre es digna de ser mantenida.
Magpie Maggie Hag aún despachaba
entradas en el furgón rojo y hoy era
Monsieur Roulette quien hablaba a los
asistentes en el furgón del museo. En el
interior del pabellón, el banjo del
Hombre Salvaje se había añadido al
popurri musical de la corneta de Tim y
el bombo de Abdullah.
—Entre las mercancías que hemos
recibido —dijo Florian— figuran más
platos baratos, así que Clover Lee puede
lanzar al aire uno para ti a fin de que lo
hagas añicos con tu carabina. ¿Has
pensado ya el resto de tu actuación?
—He ajustado la mira de mi pistola
y he pasado la mañana practicando con
las cargas más ligeras, haciendo caer
picamineros de un árbol del fondo de
aquel solar. Supongo que me ha oído.
—Sí. Y he visto a Obie andando
bajo el peso de una bala de cañón. Me
alegra que los dos hayáis tomado en
serio vuestro aprendizaje.
—Bueno, no puedo meter un árbol
dentro de la tienda, así que he hecho el
bosquejo de un blanco.
Edge lo enseñó: en el dorso de un
cartel del circo había dibujado círculos
concéntricos con un poco de plomo de
bala.
—Si me presta su lápiz, pintaré de
negro los círculos y el centro.
—No, no —dijo Florian—. Eres un
hombre sincero, Zachary, pero la
sinceridad no favorece el espectáculo.
No, un blanco de papel no sirve.
—Tengo que disparar a algo.
—Por lo menos hoy, sacrificaremos
más platos. Te diré lo que vamos a
hacer. Carga la carabina con perdigones
para dar a un plato en el aire. Carga la
pistola con cinco balas y sólo pólvora
en la cámara restante. Clover Lee
pondrá cinco platillos al borde del
círculo de la pista. Hazlos añicos del
modo más espectacular posible; esto
convencerá al público de que disparas
balas de verdad. Entonces yo hablaré un
poco más y tú dispararás la cámara
vacía contra Clover Lee. Ella sabrá qué
debe hacer entonces.
—Muy bien. Usted es el jefe. O
no… el retén principal, como dijo.
—Estás aprendiendo. El nombre
viene de esas cuerdas de retén que
sostienen la gran carpa. —Señaló las
cuerdas que iban de las estacas a los
aleros del techo de la tienda—. Por
analogía, cada artista y ayudante es
también un cable de retén, y el director,
el retén principal.
Se les acercaron Roozeboom y
Yount, el primero cargado con una caja
de madera llena de fruta y el segundo
con una de sus balas de cañón. Como
Magpie Maggie Hag sólo acababa de
empezar a coser los nuevos trajes, Yount
se había inventado uno. Iba descalzo,
con la cabeza descubierta y vestido con
su ropa interior, pero se había ceñido la
cintura con una de las pieles del Hombre
Salvaje. A cierta distancia, parecía un
gigante muy pálido y musculoso,
desnudo a no ser por las pieles de pelo
largo y su barba. Cuando se hubo
acercado, Edge se dio cuenta de que se
veía muy desnudo y exclamó:
—Obie, ¿qué has hecho? ¿Te has
fijado en tu aspecto?
—Me he afeitado la cabeza —
declaró Yount, de buen humor— para
que sude. Escuche, señor Florian, Ignatz
y yo hemos tenido una idea para lo que
él llama la culminación del número.
¿Qué le parece? Apoyará la escalera de
Jules en el poste central, trepará por ella
y dejará caer una bala de cañón dentro
de esta caja. La caja se convertirá en un
montón de astillas. Entonces me
arrodillaré en su lugar e Ignatz dejará
caer la bala sobre mí. ¿Qué le parece?
—¡Admirable, Obie! —Florian se
volvió hacia Edge y dijo—: ¿Lo ves?
Esto es espectáculo. Muy bien, que se
prepare todo el mundo. Pronto daré a los
músicos la señal de tocar Espera al
carromato, que indicará a Monsieur
Roulette el momento de volcar la carga.
—¿Volcar qué?
—De interrumpir la visita gratis.
Dejará de hablar del museo y del león y
volcará a los mirones (la gente, la
carga) dentro de la tienda. En cuanto
estén todos sentados, podrá empezar el
desfile y el espectáculo. Zachary, ¿no
tendrías que cargar tus armas?
—Lo haré en cuanto madame Hag
haya vendido entradas a esos rezagados.
Debo pedirle que me preste un poco de
harina de maíz.
—¿Para qué?
—Ya se lo he dicho, sólo usaré una
ligera carga de pólvora en la pistola, así
que quiero poner un poco de harina de
maíz en el fondo de cada cámara antes
de introducir la bala.
—Pero ¿no se esparce una nube de
polvo amarillo cuando se dispara?
—No, se quema al salir del cañón
detrás de la bala. Y también quema los
residuos de pólvora de disparos
anteriores, así que ayuda a mantener
limpio el cañón. Todos los tiradores de
pistola conocen este pequeño truco.
—Vaya, vaya. Cada día se aprende
algo.
Unos diez minutos después, un
estruendo de corneta y bombo acalló el
murmullo expectante de la multitud
presente en la gran carpa. Entonces sonó
el silbato de Florian.
Esta vez la cabalgata se inició con el
coronel Ramrod, en solitario esplendor.
Entró en la tienda montando a su tordo
Trueno y dio al galope varias vueltas a
la pista, con el sable en alto. Aún
llevaba sus viejas botas del ejército,
pantalones azules y guerrera con botones
de latón, pero Magpie Maggie Hag le
había encontrado en alguna parte un
tricornio adornado con una pluma
enorme que le prestaba un aspecto tan
arrogante como el de los célebres
petimetres Stuart y Custer. Sin embargo,
los espectadores no le vieron así,
porque le recibieron con un aplauso
entusiasta. Para sorpresa y alivio de
Edge, esta ovación le hizo sentir menos
como un ridículo farsante y más como un
verdadero artista, de modo que intentó
de buena fe actuar como tal. Mientras
galopaba en torno a la pista, blandía el
sable con compases de estocada,
altibajo, lateral y muñequeo, floreo,
quite —por lo menos, todo lo bien que
podía sin un adversario a quien atacar
—, haciendo centellear la hoja y
provocando más aplausos del público.
Algunos hombres incluso profirieron un
estridente y estremecedor «grito
rebelde».
La corneta volvió a sonar fuera y el
coronel Ramrod detuvo en seco a
Trueno ante la puerta trasera. Entonces
puso al caballo al paso y mantuvo el
sable en posición de ataque para dirigir
la gran cabalgata de artistas, caballos y
elefante. Incluso se unió a la canción:
«¡Saludos a todos, damas y caballeros!
¡No dejéis que nada os arredre…!»
En el número inicial, Tim Trimm
entró lentamente en la arena, envuelto en
sus ropas de payaso, y fue reprendido
por Florian:
—Tendrías que levantarte más
temprano, jovencito. El pájaro
madrugador es el que se lleva el gusano,
ya sabes.
—¡Ja! Entonces el gusano se levanta
aún más temprano. ¿Debo imitarle a él?
Ésta y otras réplicas agudas de
Trimm suscitaron las risas esperadas.
Pero entonces dijo Florian:
—Te jactas de trabajar tanto todos
los días, que seguramente disfrutas
mucho de la cama por las noches.
Y Timmy replicó:
—No, señor. En cuanto me acuesto,
me quedo dormido. Y en cuanto me
despierto, tengo que levantarme. —Miró
de reojo y concluyó—: De modo que no
disfruto en absoluto de la cama.
El público volvió a reír o una gran
parte de él. También se oyeron algunos
fuertes gritos de «¡Qué vergüenza!» y
«¡Desagradable!» y «¡Vaya lenguaje!»
—Dios, es la pandilla de arpías que
vinieron ayer —dijo Madame Solitaire,
que miraba entre bastidores.
Florian dio una bofetada a Trimm
por esta respuesta, pero en vez de imitar
el sonido del cachete, Tim echó a correr,
obligando a Florian a seguirle. Tim
corría torpemente con sus botas y
pantalones voluminosos y al final cayó
de bruces al suelo. Se levantó casi en
seguida, perdiendo, al correr tanto, las
botas como los pantalones, de modo que
las piernas cortas y delgadas parecían
tijeras bajo el faldón de la camisa. Los
espectadores volvieron a reír con ganas,
excepto la madre de Vernon y Vernelle y
sus compañeras, que silbaron y
abuchearon, gritando: «¡Es una
vergüenza, una vergüenza!», hasta que
los demás dejaron de reír y observaron
un silencio incómodo. Una de las
mujeres se levantó, se volvió lentamente
para recorrer las graderías con una
mirada que parecía una daga y declaró
en voz alta:
—¡Vecinos, creo que os estáis
divirtiendo demasiado para ser buenos
cristianos!
El gentío adoptó una expresión
sumisa, como si la mujer hubiese dicho
la verdad.
Por una vez, el carácter colérico de
Tim Trimm resultó útil. Detuvo en seco
su carrera tambaleante y señaló con
furia a las mujeres que todavía gritaban
«¡Es una vergüenza!» contra el hueco de
sus manos juntas. Saltó varias veces y
chilló con voz estridente:
—¡Este espectáculo no continuará
hasta que esos borrachos disfrazados
de mujeres sean obligados a
comportarse bien!
El público volvió a retorcerse de
risa —y también la gente del circo— y
otros muchos dedos señalaron a las
mujeres. Éstas palidecieron de
indignación, luego enrojecieron de
azoramiento y por fin intentaron
deslizarse como cangrejos hacia el
extremo del banco, sin levantarse, pero
esto provocó siseos entre el público
—«¡Esos borrachos tratan de
escabullirse para ir a tomar un trago!»—
y entonces las mujeres saltaron
literalmente de los bancos y salieron
corriendo de la tienda.
Tiny Tim reanudó su número de
payaso, obteniendo unas carcajadas y
unos aplausos que no estaba
acostumbrado a oír. Y cuando al final
salió de la pista, fue recibido por sus
colegas con unas aclamaciones y
palmadas en la espalda igualmente
insólitas.
El resto de la primera mitad del
programa fue tan bien acogido aquí
como lo había sido en Lynchburg. Las
buenas gentes de Lexington cayeron con
la misma ingenuidad en el engaño del
«cumpleaños de la anciana» y
celebraron con el mismo entusiasmo su
conversión en Madame Solitaire, y se
horrorizaron del mismo modo ante el
«fiero» mordisco de Maximus en el
brazo del capitán Hotspur y el
derramamiento de sangre de asno. El
intermedio fue un tormento para Edge y
Yount, porque Florian los había
reservado a ambos para la segunda
mitad del programa. Se confiaron
mutuamente varias veces su esperanza
de que ocurriera algo que prolongara el
descanso indefinidamente, y también
expresaron varias veces el deseo de que
terminara en seguida para poder actuar
cuanto antes y acabar de una vez con el
éxito o el fracaso de su estreno.
Como siempre, la segunda mitad
empezó con la presentación de Clover
Lee como pariente próxima de los
generales Fitz y Robert E., y la
presentación de su caballo Burbujas
como un pariente no menos próximo de
Viajero. Cuando concluyó el número y
Clover Lee aún saludaba bajo los
aplausos dedicados a ella y a Burbujas,
Florian fue a la puerta trasera de la
tienda, donde Yount esperaba, nervioso,
vestido con su ropa interior y las pieles,
y le dijo:
—Es tu turno, Hacedor de
Terremotos. ¿Alguna pregunta antes de
que te presente?
—Sí —contestó Yount y, como
abrumado por el terror a las candilejas,
preguntó sin que viniera a cuento—:
¿Por qué dice siempre a la gente que
aplauda a los caballos? No hacen más
que correr en círculo, lo mismo que he
visto hacer a los caballos de los indios.
—Tienes razón, Obie —dijo
Florian, respondiendo a Yount con la
misma seriedad de éste—. Nuestras
monturas no podrían competir con las
razas puras. Pero fíjate en la salida que
hace ahora Burbujas. Su paso es tan
altivo como si hubiera hecho ballet
aéreo. ¿Debería yo negar al animal una
parte de la admiración que todos los
artistas anhelan y disfrutan?
—Supongo que no. No se lo
escatimaría nunca, sólo quería saberlo.
Florian citó en un murmullo:
¿Ha pisado más noblemente Pegaso
alado
que Rocinante, cojeando hasta Dios?
Yount preguntó:
—¿Es otro de los poemas que ha
compuesto por el camino?
—No, ojalá fuera así. ¿Preparado,
Hacedor de Terremotos?
—Sí, dentro de lo que cabe.
Aunque estuvieran nerviosos o
aprensivos o simplemente aterrados,
tanto el Hacedor de Terremotos como
los demás participantes en este número
dieron muestras de una gran habilidad.
Bajo una fanfarria de corneta, bombo y
banjo, Florian lo presentó de forma
rimbombante como «el increíble ser
humano descubierto por una expedición
científica que exploraba la Patagonia,
nombre que en lengua argentina significa
“País de los Gigantes”…». Y así
continuó un rato más.
—Y ahora, vestido como Hércules
con las pieles de los fieros leones que
ha matado con sus propias manos… ¡el
hombre más fuerte del mundo, el
Hacedor de Terremotos!
Yount entró a grandes zancadas por
la puerta trasera, con un porte casi tan
majestuoso como el de Brutus, que le
seguía montado por Abdullah, que
aporreaba el bombo. El elefante
arrastraba por el suelo una malla de
cuerdas con las tres balas de cañón, que
entrechocaban con estrépito, y el animal
procuraba caminar despacio, inclinado
hacia adelante, como si la carga fuese
demasiado pesada incluso para un
behemoth. El ex sargento Obie Yount
obedeció todos los consejos que le
había dado el capitán Hotspur,
empezando por resoplar audiblemente
cuando hizo rodar las balas de hierro
desde la malla al centro de la pista.
Incluso mejoró el efecto cuando se dio
cuenta de que, colocándose bajo un rayo
de sol filtrado por uno de los agujeros
del techo, hacía más visible su cabeza
recién afeitada.
Después de secarse varias veces las
manos con el trapo y cambiar repetida,
mínima y escrupulosamente la posición
de las tres balas de cañón en torno a sus
pies, realizó grandes esfuerzos —que
duraron varios minutos— para levantar
una sola bala con las dos manos.
Mientras el público profería una
exclamación tras otra, volvió a dejar la
bala en el suelo, se secó otra vez —las
manos, la calva, la negra barba, incluso
las axilas—, volvió a levantar despacio
la misma bala, se la puso bajo el brazo,
se agachó y con un esfuerzo todavía
mayor levantó la segunda bala con la
otra mano. Estallaron los aplausos. Giró
la mano para colocarse la bala bajo el
brazo, sosteniendo así las dos balas
entre los codos y la cintura. Esto le dejó
las manos libres y, cuando volvió a
agacharse, pudo coger a duras penas la
tercera bala con las yemas de los dedos.
Una vez logró enderezarse del todo, con
las dos balas bajo los brazos y la tercera
agarrada precariamente por los dedos
estirados de ambas manos, el Hacedor
de Terremotos ya no tuvo que fingir que
estaba sudando.
La apoteosis del número también fue
bien. El capitán Hotspur entró al trote y
trepó por la corta escalera apoyada en el
poste central. El Hacedor de
Terremotos, de nuevo con muchos
ajustes mínimos, colocó la caja de fruta
y después levantó con esfuerzo una bala
de cañón y la dejó sobre un peldaño de
la escalera. Entonces Hotspur y el
Hacedor de Terremotos iniciaron un
diálogo de gestos y gruñidos que
ocasionaron más ajustes en la posición
de la caja de fruta. Por fin, obedeciendo
a una señal, Adbullah tocó el bombo,
primero con suavidad y después con
fuerza, el Hacedor de Terremotos hizo
un ademán enérgico y Hotspur empujó la
bala para que cayese de la escalera. El
impacto convirtió la vieja caja en un
montón de astillas. El Hacedor de
Terremotos volvió a levantar la bala de
cañón para depositarla donde estaba
Hotspur, encima de la escalera, y a
continuación se colocó de cuatro patas
en el lugar donde había estado la caja de
fruta. Ahora sudaba con tanta profusión
que las gotas de sudor se veían caer de
su cara al suelo, que miraba fijamente,
con sus saltones ojos.
Después de otro diálogo de gruñidos
y otro toque de tambor de Abdullah, aún
más prolongado, de pianissimo a
fortissimo, con un estruendoso ¡bum!
final, Hotspur hizo caer otra vez la bala,
en el repentino silencio, de modo que su
impacto contra el cuello del Hacedor de
Terremotos sonó como una almádena
contra el costado de un buey. El
Hacedor de Terremotos exhaló un
potente gruñido, que tal vez no fue
simple comedia, pero su cabeza
continuó en su sitio, su cuello
permaneció intacto y la bala de cañón
siguió donde había caído. Después de un
momento muy tenso, se irguió sobre las
rodillas, manteniendo la cabeza
inclinada, y luego se puso de pie, con la
bola de hierro sobre la nuca. Esperó los
aplausos, que fueron prodigiosos, y
entonces dejó rodar la bala hasta el
hombro y por el brazo extendido. En el
último instante giró la mano, que quedó
con la palma hacia arriba, y la bala se
deslizó hasta ella. Le dio una vuelta
como si no pesara nada y por último la
dejó caer para que el público pudiese
oír su convincente golpe sordo contra el
suelo. Hubo aplausos más y más
prolongados, mientras Hotspur y Trimm
hacían rodar las balas hasta la malla
para que Brutus se las llevase a rastras.
—¡Lo has hecho como un consumado
artista circense! —exclamó Florian,
dando una buena palmada al hombro de
Yount y corriendo en seguida a la arena
para presentar al siguiente artista, el
coronel Ramrod.
—Espero hacerlo igual de bien —
murmuró Edge, vacilante.
El artista consumado, su sargento
hasta hacía muy poco, le dijo:
—Sólo has de actuar como un
verdadero coronel, coronel.
—Señor Obie, ha sudado mucho
hacia el final —observó Clover Lee,
riendo—. Apuesto algo a que ha
deseado tener algo de pelo para
amortiguar la caída de esa bala de
cañón.
—No era por eso, señorita —
contestó con sinceridad el Hacedor de
Terremotos—, sino porque de repente se
me ha ocurrido pensar que me rompería
el cuello sin remedio si alguien del
público se levantaba y gritaba: «¡Esas
balas son las de Stonewell!»
Esta observación divirtió y relajó
tanto a Edge, que cuando Florian
terminó su larga presentación, saltó a la
pista con casi tanta soltura como Clover
Lee.
—¡… azote de los pieles rojas,
héroe de las guerras fronterizas, oficial
de nuestra propia e indomable
caballería confederada… el mejor
tirador del mundo, coronel Ram-ROD!
Cuando Clover Lee adoptó
graciosamente la posición de V, el
coronel Ramrod la imitó, levantando en
alto la carabina guarnecida de latón y
sosteniendo en la otra mano el tricornio
con la pluma. Los espectadores
aplaudieron por algo más que cortesía o
expectación, porque aplaudían a su
uniforme gris.
—Como primera exhibición de su
virtuosismo en el arte de disparar,
damas y caballeros… —dijo Florian,
comenzando en seguida otra tanda de
superlativos.
Clover Lee bailó hasta el poste
central, donde estaban amontonados los
escasos útiles de Ramrod, y éste,
emulando la minuciosidad del Hacedor
de Terremotos, frunció el ceño y fingió
examinar su arma, desde la boca hasta la
llave de percusión.
—… sólo un disparo, sólo una bala
—gritó Florian—, y por lo tanto, sólo
una oportunidad de acertar el blanco en
movimiento, damas y caballeros. Les
daré cinco segundos para que hagan
entre ustedes las apuestas que deseen.
—Mientras Florian contaba despacio en
voz alta, el coronel Ramrod sintió la
mirada fija de la multitud, como si él
fuera el foco de un batallón de cañones
de fusil—. Mam’selle… ¡ya puede
lanzar!
La muchacha lanzó el plato de lado,
en dirección a la cúspide de la tienda.
Ramrod tenía la carabina terciada. Sin
apresurarse, se llevó la culata al
hombro, amartilló el gran percusor,
fingió apuntar como si realmente tuviese
en el punto de mira al pequeño y pálido
objeto y disparó simplemente en su
dirección, seguro de que una parte de
los perdigones daría en el blanco. El
tiro de la carabina hizo tanto ruido, que
el plato pareció desintegrarse en
silencio.
Clover Lee saltó alborozada como si
hubiese apostado por un buen tiro y
ganado. Tim Trimm entró corriendo para
coger la carabina descargada, mientras
la gran nube de humo azul se disipaba y
los espectadores aplaudían al hombre de
gris. Entonces el coronel desenfundó la
pistola y la examinó con el ceño
fruncido: hizo girar el tambor, contó las
cápsulas, etc. Florian continuó su
retahíla de frases, mientras Clover Lee
llevaba los cinco platos restantes al arco
de la pista que sólo tenía detrás la
puerta trasera de la tienda, y fijó el
borde de cada plato en el círculo de
tierra de la pista para que se
mantuvieran rectos.
—¡Atención, damas y caballeros! —
reclamó Florian—. Cinco blancos y el
coronel Ramrod sólo tiene seis
cartuchos con que acertarlos y
romperlos.
Ramrod introdujo de nuevo la
pistola en la funda de la cadera derecha,
con la culata de nogal hacia adelante,
dejando abierta y levantada la lengüeta
de cuero. Caminó hasta el borde del
círculo más alejado del blanco y separó
un poco las manos de las caderas, un
poco más abajo del nivel de la cintura,
hasta que Florian gritó: «¡Fuego!»
Lo que siguió se produjo con tal
rapidez, que el estallido de la pistola
pareció poner el signo de exclamación a
la orden de Florian, y el primer plato de
la hilera se desintegró. El coronel
Ramrod se había llevado en un segundo
la mano izquierda a la funda, sacado el
revólver y amartillado el arma con el
pulgar cuando la tuvo delante de la cara.
Entonces bajó la mano izquierda,
dejando al parecer la pistola levitando
en el aire el tiempo justo para que la
mano derecha la agarrase, apuntase con
ella y apretase el gatillo… todo con tal
celeridad que pareció ocurrir de modo
simultáneo con la orden de Florian.
Mientras el humo azul flotaba a su
alrededor y el público aplaudía y
Clover Lee hacía cabriolas de placer, el
coronel Ramrod imprimió varios giros a
la pistola con un solo dedo en el
guardamonte, con un estilo impecable, y
la guardó en la funda.
Podría haber hecho añicos los cuatro
platos restantes con la misma rapidez
con que amartillaba el arma, pero el
Hacedor de Terremotos le había
aconsejado: «Finge que todo es
realmente difícil», así que disparó
contra el siguiente plato con una rodilla
en el suelo, el otro, sosteniendo el
revólver con la mano izquierda, y el
otro, empuñando el arma en la cadera,
como si no apuntara en absoluto. Y entre
tiro y tiro, se secaba las palmas contra
los pantalones y el dorso de la mano
contra la frente y entornaba los ojos,
como si la tensión y concentración
fueran casi excesivas para la resistencia
humana. Cuando hizo añicos el último
plato, Clover Lee y el público
reaccionaron con tanta alegría como si
acabara de matar el último yanqui de
Virginia.
—¡Ahora! —gritó Florian cuando
pudo hacerse oír—. Ahora que el
coronel Ramrod ha conseguido lo casi
imposible, va a intentar lo
verdaderamente imposible. Mam’selle
Clover Lee, ¿tiene usted la fe suficiente
en la maestría de este caballero oficial
para poner la propia vida en sus manos?
La muchacha pareció nerviosa y
vacilante, pero sólo un momento. En
seguida, noble y valiente, asintió con
gran convencimiento.
—Muy bien —dijo Florian—, usted
decide. Damas y caballeros, ahora tengo
que pedirles una quietud y un silencio
absolutos, porque lo que el coronel
Ramrod va a intentar ahora… ¡es
disparar directamente al rostro de esta
valiente muchacha de modo que ella
pueda detener la bala con los dientes!
—Varias personas profirieron una
exclamación ahogada—. ¡Por favor!
Silencio absoluto. Será mejor que
quienes no puedan resistir la
contemplación, abandonen el pabellón
en este mismo momento. También deben
salir los propensos a desmayos o
ataques epilépticos. Ningún sonido o
movimiento debe distraer al coronel
Ramrod.
El coronel Ramrod no pudo por
menos de sonreír ante toda esta
comedia, y la sonrisa no era su
expresión más atrayente. La gente le
miró con fijeza, algunos tomando quizá
su mueca por una de melancolía frente a
la perspectiva de hacerle daño a la
chica, otros creyendo quizá que
expresaba la auténtica naturaleza
maligna que le había inducido a diezmar
a los pieles rojas. Clover Lee estaba de
pie, de espaldas a la puerta trasera de la
tienda, con las manos en las caderas, la
cabeza erguida y una expresión en el
rostro de despedida a este mundo cruel.
—¿Está preparada, mam’selle? —
preguntó Florian. Ella no se movió ni
asintió, sólo le miró de reojo—.
Entonces, encomiende su alma a Dios,
querida. ¿Está usted preparado, coronel?
—Ramrod humedeció sus labios, pasó
las manos por los pantalones, se ajustó
el sombrero y asintió—. Muy bien, no
diré nada más ni daré la orden de fuego.
Desde este momento, señor, actúa usted
por su cuenta. —Y salió de la pista.
El coronel Ramrod separó los pies y
adoptó una postura firme, tensa y alerta.
Apuntó realmente con mucho cuidado…
bajo, para que ninguna partícula de la
harina de maíz todavía caliente
salpicara de modo inofensivo los
leotardos de Clover Lee. Después de la
pausa más larga y emocionante de las
actuaciones del día, disparó. Clover Lee
se inclinó un poco hacia atrás y sus
manos se apartaron de las caderas en un
ademán inseguro, como para afianzarse,
mientras el humo azul borraba
brevemente su perfil. Entonces se la vio
sonreír, entornando los labios y
enseñando sus dientes blancos y
brillantes. La multitud exhaló el aliento
contenido con un murmullo. Clover Lee
se llevó la mano a la boca, se sacó un
trozo de plomo de entre los dientes, lo
levantó y bailó alrededor de la pista,
exhibiéndolo ante el público, que
aplaudía de modo atronador. Tras una
vuelta entera ante las gradas, miró a un
anciano sonriente, de ojos muy abiertos,
que aplaudía con fuerza, y le tiró la bala.
—¡Examínela, señor! —gritó
Florian, y la multitud empezó a calmarse
—. Pásela a los demás, para que todos
puedan verla. La bala es una prueba muy
clara de su terrible impacto contra los
frágiles dientes de esta bonita muchacha.
Mientras el coronel Ramrod
caminaba hacia atrás por la pista,
saludando repetidamente con su
tricornio emplumado, comprendió que
Clover Lee no había cogido a hurtadillas
una bala de su bolsa de municiones y
pertrechos, sino que debía de haberla
recogido del suelo, detrás de los platos
que hacían de blanco: una bala
plausiblemente deformada por el
concienzudo manoseo de los asistentes.
Era posible que ahora trabajase con
tramposos, pero eran tramposos
profesionales y conocían su oficio.
—Prometes convertirte en un
verdadero artista, Zachary, ami —dijo
Monsieur Roulette en la puerta trasera,
donde esperaba su turno para actuar—.
Esa fea mueca que has hecho justo antes
de la apoteosis ha sido magistral.
Ambigua. Intrigante.
Edge pensó y dijo:
—No he hecho más que sonreír.
—Incluso yo me preguntaba: ¿teme
el riesgo de matar a la chica, o le excita
la idea, peut-être? La ambigüedad es un
verdadero arte.
—No he hecho más que sonreír —
repitió Edge, y su colega se fue, dando
saltos mortales hasta la pista, mientras
Florian gritaba:
—… El rápido, resbaladizo,
flexible, elástico y ágil saltimbanqui…
¡Monsieur Rou-LETTE!
Edge y Yount no tenían nada más que
hacer hasta que montasen a Trueno y
Rayo en el desfile final, cantando
Lorena con los otros. Un poco después,
cuando la gente ya se había marchado y
los artistas esperaban la cena, Florian
fue a felicitar al coronel Ramrod por su
primera actuación. Edge estaba algo
apartado de los demás, inmerso al
parecer en una profunda reflexión, y
sólo murmuró un agradecimiento
distraído por los elogios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Florian
—. ¿Los nervios acumulados ya
empiezan a hacer mella en ti?
—No, no, estoy muy bien. No he
sufrido ningún efecto. Esto es lo que me
preocupa.
—¿Por qué?
Edge respiró hondo.
—Me preguntaba si estoy realmente
hecho para esta clase de carrera. He
sido un soldado durante casi toda mi
vida, enfrentado a las realidades más
duras.
—Lo mismo encontrarás aquí. La
vida circense no se diferencia mucho de
la militar. Siempre estamos en marcha,
como un ejército, preocupados por la
logística de vivir de la tierra. Como
soldados, observamos la disciplina del
deber, pero tenemos libertad, incluso
licencia, cuando estamos de permiso. La
diferencia principal entre el circo y el
ejército es una que creo que debería
atraerte. No funcionamos de acuerdo con
manuales y reglamentos rígidos, de
modo que tenemos un amplio margen
para la improvisación y la iniciativa. No
hay dos días iguales en un circo.
Esperamos lo inesperado: sorpresas,
obstáculos, inconvenientes, el ocasional
golpe de buena suerte. Esto hace que
siempre estemos preparados para
cualquier eventualidad. Si alguna vez
tuvieras que volver al ejército, esta
experiencia haría de ti un oficial mejor.
—Admito que la parte logística de
un circo es bastante real, pero… ¿y la
parte de exhibición? Perdóneme, señor
Florian, no quiero parecer banal, pero…
—Nos gusta pensar en el circo como
en un arte, y yo no consideraría un arte
como algo banal —respondió Florian,
sin irritación—. De hecho, nuestro arte
es el más antiguo… actuar. Aunque
también el más efímero, debo
confesarlo. Proyectamos luz en el aire,
sí. Pero como la luz en el aire, no
dejamos marcas, ni huellas, ni historia.
Los poetas dejan pensamientos, los
artistas dejan visiones… incluso los
guerreros dejan actos. Nosotros sólo
entretenemos y no pretendemos hacer
nada más importante. Venimos a
comunidades aburridas, donde personas
del montón llevan vidas corrientes y les
traemos un poco de novedad, un toque
de exotismo. Por espacio de un día, tal
vez, hacemos que esta gente eche una
ojeada al oropel y la gasa, al peligro y
la temeridad, a la risa y la emoción que
quizá nunca han conocido. Y luego,
como un sueño o un cuento de hadas, o
lo que los escoceses llaman fascinación,
nos vamos y caemos en el olvido.
—¿Lo ve? Un soldado puede ser un
peón en un juego, pero el juego en sí no
es un cuento de hadas.
—Los guerreros dejan actos,
¿verdad? Quieres ser recordado.
Nosotros sólo queremos divertir.
—Tampoco me refiero a esto.
Diablos, dudo de que el general
Stonewell sepa ahora, que está bajo
tierra, si le recuerdan o no. Sólo quiero
decir que un oficial, incluso el soldado
raso más insignificante, trata mientras
vive con cosas sólidas y duraderas.
—¿Son verdades eternas? —
preguntó Florian en tono sarcástico—.
¿Con verdades inmutables? Permite que
te recuerde algo, Zachary. Hace unos
años luchabas contra los mexicanos con
el uniforme de la Unión. Si ahora que la
guerra ha terminado llevaras todavía el
mismo uniforme azul, ¿qué supones que
haría tu ejército? Luchar al lado de los
mexicanos para echar a los franceses de
las Américas.
—Está bien, no son verdades eternas
—concedió Edge, un poco molesto—,
pero en un momento dado, un soldado
sabe siempre dónde está. Quién es
enemigo, quién es aliado, qué es negro y
qué es blanco. Quiero decir que aquí, en
el circo, hay momentos en que uno sabe
dónde está y otros en que no lo sabe. Sí,
sí, tienen realidades, como preocuparse
de conseguir lo suficiente para comer y
dinero para continuar. Sin embargo,
llega un día en que todo cambia y
entonces se encuentran ante la más pura
irrealidad. Como… Sarah, por ejemplo.
Sé que usted está al corriente de lo
nuestro.
—No es necesaria ninguna
explicación, Zachary, ni ninguna
disculpa. Mucho antes de que
aparecieras en escena, Madame
Solitaire y yo habíamos llegado a un
entendimiento y a un cómodo acuerdo.
Un hombre de mi edad no busca la
posesión exclusiva de un amor, sólo
disfrutarlo tranquilamente a intervalos.
Un amor otoñal da al hombre el sobrio
esplendor y el calor tibio de un
crepúsculo de septiembre, sin
zarandearlo con las tormentas
primaverales del resentimiento o los
celos.
—No me disculpaba. Y tampoco me
quejaba de compartirla con usted. Lo
que quería decir era… bueno, que
cuando ella y yo somos Sarah y Zack, se
trata de algo real. Pero cuando se
convierte en Madame Solitaire, es… no
sé… es un cuento de hadas de tul y
lentejuelas. —Edge hizo una pausa y
continuó—: Quizá esto se acerca más a
lo que quiero decir. Esta tarde le he oído
recitar aquellos versos sobre Pegaso y
Rocinante. He pensado que creía
sinceramente en ellos. —Señaló la gran
carpa—. Nada de cuanto dice ahí dentro
suena sincero.
—Oh, bueno… es teatro —dijo
Florian, encogiéndose de hombros.
—No es sólo usted, sino la
diferencia entre Sarah Coverley y
Madame Solitaire, entre Hannibal y
Abdullah, entre Peggy y Brutus. En un
momento dado son una cosa y al
siguiente, otra. Y ahora me pasará a mí.
Zachary Edge y el coronel Ramrod. En
cuanto he terminado mi actuación en la
pista, Jules Rouleau ha dicho que me
admiraba por ser ambiguo, cuando lo
único que había hecho era…
—Oh, bueno… Monsieur
Roulette… —dijo Florian, volviendo a
encogerse de hombros.
—Son todos y todo. Un momento es
el negocio, como encontrar comida y
pienso, y sentimientos sinceros, como
esos versos suyos. Y el siguiente es pura
fantasía. De lo real a lo irreal. ¿No
debería ser, incluso un circo, una cosa o
la otra?
Florian meditó un momento y por fin
señaló y dijo:
Mira allí.
Clover Lee se había lavado las
prendas recién usadas y las estaba
tendiendo. El sol se ponía y sus rayos
horizontales de color ámbar proyectaban
chispas multicolores y reflejos de luz
sobre los leotardos que la muchacha
había colgado de la cuerda. Florian
añadió:
—Esa prenda está decorada con
lentejuelas prendidas, brillantes, cequíes
o como quieras llamarlas. Cada una de
ellas es una cosa, una entidad; existe, es
una escama diminuta de metal brillante.
En la arena del circo, ya sea bajo la luz
del sol o de las candilejas, refleja un
parpadeo de color. Y el público de un
circo, como no está muy cerca del artista
que las lleva, ve sólo estos fulgores
rojos, dorados, verdes y azules. Ahora
dime, Zachary, ¿qué es más real, la
escama de metal inerte o el reflejo
vibrante de color? Decide esto y habrás
contestado a tus propias preguntas. Y
estarás además en camino de convertirte
en un filósofo de bastante mérito. —
Florian se levantó, se sacudió el polvo
de los pantalones y, antes de irse, volvió
a preguntar—: ¿Qué es más real? ¿La
lentejuela o el destello?
9
Si la mañana siguiente hubiera sido de
esas que recuerdan a un hombre que el
mundo real es un lugar dentellado y
granuloso de intemperies, deberes
pesados, esperanzas vanas y desengaños
inevitables, es posible que Edge se
hubiera despertado en el mismo estado
anímico de perplejidad y hubiese
abandonado el circo sin pensarlo dos
veces, pero el día amaneció salpicado
de una luz y una belleza tan irreales, que
el mundo se antojaba un lugar agradable,
henchido de promesas. La aurora tiñó el
cielo de rosa, un cielo con nubecillas
esponjosas, blancas como la inocencia,
cuyas sombras pintaban manchas
esmeraldas sobre los ordinarios campos
verdes y manchas de zafiro sobre las
ordinarias montañas azules. El aire tibio
parecía de mayo y los árboles de hojas
jóvenes centelleaban por doquier como
lentejuelas. Incluso el cementerio
contiguo al terreno ferial parecía
festivo, con los jacintos, tulipanes y
junquillos que la gente había
amontonado dos días antes sobre las
tumbas. Y Edge notó en la cara aquella
brisa familiar que sopla siempre desde
lugares lejanos y llama: «Ven a ver lo
que yo he visto».
Se ponían en camino esta mañana
temprano. La próxima ciudad un poco
grande era Staunton, a unos cincuenta
kilómetros de distancia, y Florian quería
recorrerlos en un día. Por esto habían
desmontado la gran carpa la noche
anterior y guardado en los carromatos
los enseres de mayor tamaño. En
aquellos momentos la mayoría de
hombres cargaban los últimos objetos y
enjaezaban a los caballos, deteniéndose
de vez en cuando para coger una torta
caliente o una tira de tocino frito que las
mujeres cocinaban y repartían por
turnos.
—¿Te importaría conducir a Rayo en
el furgón de la carpa, Zachary? —
preguntó Florian—. Nuestro Hacedor de
Terremotos está un poco tembloroso.
—Un poco… ¡qué diablos! —gimió
Yount—. Creo que ayer me rompí de
verdad el cuello. ¡Mi maldita jactancia!
Con muecas, respingos y
movimientos lentos, se abrió la camisa
para enseñarle las magulladuras.
Edge silbó y dijo:
—Obie, ¿recuerdas las puestas de
sol en el desierto mexicano? No tendrás
que actuar más. Podemos llamarte un
panorama y cobrar a la gente por venir a
contemplarte.
—No te preocupes, Obie —le
consoló Florian—. Nuestro médico te
dejará como nuevo. Docteur-Médecin
Roulette.
—¿Qué es bueno para un cuello roto,
doctor? —le preguntó Yount.
—Regardez —contestó Rouleau—.
Éste es todo mi botiquín: vendas,
linimento y láudano. Pondré linimento en
la venda mientras tú bebes un poco de
láudano.
—Puedes viajar conmigo en la
tartana, Obie —decidió Florian—.
Darás menos tumbos.
Media hora después, dijo:
—O eso creía. Lo lamento, Obie. —
El carruaje se movía de un lado a otro,
dando bandazos y tumbos por un camino
lleno de baches, piedras y agujeros en el
que incluso Bola de Nieve tenía que
vigilar dónde ponía las patas—. ¿Cómo
se llama este horrible camino? ¿Y por
qué es tan horrible?
—Es el valle Pike, de Lexington
hacia el norte —contestó Yount entre
gruñidos de dolor—. Macadamizado, o
solía estarlo. Una de las pocas
carreteras buenas de toda Virginia.
Supongo que deberíamos alegrarnos de
que esté estropeada. Si siguiera en buen
estado, tendríamos que detenernos a
pagar peaje cada pocos kilómetros.
—¿Se llevaron los del peaje todo lo
recaudado, desapareciendo después?
Creía que el peaje se destinaba al
mantenimiento de la carretera.
—No fue abandono lo que estropeó
esta carretera, señor Florian.
Fue la guerra. Los ejércitos rebelde
y yanqui han pasado por ella sobre
ruedas o herraduras durante cuatro años,
atacando o retirándose. —Gimió en un
tumbo—. Es una razón por la que me
alegré de estar en la caballería. No
teníamos que seguir los caminos;
podíamos ir por los campos. Cabalgar
anchos y libres.
—Ah, sí. Tengo entendido que los de
caballería han sido siempre los
caballeros errantes de todos los
ejércitos.
—Bueno, no cabe duda de que yo
prefería servir en esa arma que en
cualquier otra. Era mejor que cavar
pozos o zanjas de tiradores como en la
infantería, o esquivar las grandes
calabazas de hierro que se lanzaban los
artilleros unos a otros. En la caballería
sólo teníamos que luchar limpiamente en
campo abierto. Por esto el mejor tiempo
para estar en la caballería fue durante la
guerra mexicana. Espacios grandes y
abiertos donde luchar, sin civiles ni
pueblos que entorpeciesen el ataque. Y
lo mejor de todo, estábamos lejos de
todo el latón del cuartel general, de los
oficiales petimetres y presumidos.
Más atrás en la caravana, sentada
junto a Edge en el banco del furgón de la
carpa, Sarah decía:
—No debes envanecerte ahora,
Zachary, porque un público ha aplaudido
tu actuación. Aún necesitas mucha
práctica y estudio. Verás, cualquiera
puede montar un número para la galería
en un par de días, como tú has hecho,
pero montar un número de artista puede
requerir un par de años. Inventando,
ensayando y perfeccionando.
—No te preguntaré por la diferencia
—dijo Edge—. Me imagino que vas a
decírmela.
—Es la diferencia entre lo vistoso y
lo artístico. Un público corriente se
entusiasma ante algo que parezca difícil
o peligroso, pero sólo otros artistas y
muy pocos espectadores entendidos
apreciarán un número que sea difícil
pero parezca fácil, porque se hace con
habilidad, gracia y… ¡diantre! —El
carromato dio un tumbo
excepcionalmente pronunciado—. Ahora
mismo estamos casi haciendo un número
en la cuerda floja.
Alguien dio unos golpes dentro del
carromato. Edge detuvo el caballo y la
puerta trasera se abrió. Magpie Maggie
Hag apareció en el umbral, explicando
que intentaba coser los nuevos trajes
pero no podía hacerlo en unas
condiciones idóneas para guisar un
huevo revuelto. Dicho esto, trepó al
pescante, se sentó con ellos y Edge
volvió a poner en movimiento a Rayo y
dijo a Sarah:
—Supongo que un verdadero artista
prefiere actuar ante los pocos
entendidos que ante los vítores de toda
una multitud.
—¿No lo preferirías también tú? —
preguntó ella—. ¿No lo preferías ya en
la caballería? ¿No era mejor tener la
estima de tus compañeros que ser
aplaudido por un montón de civiles
ignorantes en un tonto desfile de
guarnición?
—Supongo que sí. Pero no olvides
que un soldado de caballería tiene que
ser bueno en su profesión o pronto
estará muerto. Sarah hizo una mueca de
desdén y replicó:
—Mierda. ¿Quieres que empiece a
enumerar los números de circo
arriesgados y a los artistas que murieron
durante su ejecución?
—Bueno, lo diré de otro modo. El
trabajo de la caballería es necesario.
Magpie Maggie Hag terció:
—Escucha, muchacho, la gente
necesita el circo tanto como a los
soldados. Existimos hace tanto tiempo
como ellos. Los juglares y payasos, que
en nada se diferenciaban de Abdullah y
Tiny Tim, acompañaron a los cruzados.
Los sacerdotes de los templos del
antiguo Egipto, que sólo eran
ventrílocuos como Jules Rouleau, hacían
hablar a las estatuas de los dioses. Y la
gente del circo no fue siempre
menospreciada; muchos alcanzaron una
posición encumbrada en el mundo. Hubo
en Roma una hija de domador, nacida en
el circo, que fue bailarina circense y que
en los libros de historia es conocida
como la emperatriz Teodora.
—Y ahora mismo, en Filadelfia —
dijo Sarah—, hay una cantante
monstruosa llamada el Ruiseñor de Dos
Cabezas. Sólo es, o son una chica
mulata, pero tengo entendido que gana
seiscientos dólares semanales. Dólares
de Estados Unidos. Apuesto algo a que
ningún general de caballería ha cobrado
jamás tanto.
—No —admitió Edge, sin comentar
la incongruencia de las dos mujeres al
incluir en la discusión a una emperatriz
romana y una mulata bicéfala.
—Bueno —continuó Sarah—, quizá
nunca seré tan famosa como un soldado
necesario como Jeb Stuart o una artista
legítima como Jenny Lind, pero lo que
hago yo es circo e intento hacerlo lo
mejor que puedo.
Edge asintió con aprobación.
—Por la estima de tus colegas, no
sólo por los civiles ignorantes.
—Sí. De todos modos, Florian dice
que aquí en América es diferente de
Europa. Afirma que allí el público más
ordinario sabe distinguir la diferencia
entre el arte verdadero y la mera
exhibición.
Magpie Maggie Hag corroboró estas
palabras.
—El circo americano y el europeo
son tan diferentes como el teatro cómico
de negros y el ballet. Una vez, en
España, vi llorar a un saltimbanqui
cuando terminó su actuación, de tan bien
que le había salido.
—¿Vosotras creéis que el señor
Florian nos llevará de verdad a Europa?
—preguntó Edge.
—Lo hará o lo intentará hasta que
reviente —respondió Sarah—. Y quizá
tenga que reventar. Anoche, cuando
sumó todas nuestras ganancias
(incluyendo las de Mag y nuestra parte
de las colectas durante los oficios en la
tienda), obtuvo un total de cuarenta y
tantos dólares federales y unos cinco mil
confederados. Aunque encuentre el
modo de cambiar éstos por unos
cincuenta dólares verdaderos, el total no
pasa de cien.
—Y no es probable que tropecemos
con más predicadores que necesiten
alquilar un tabernáculo —dijo Edge.
Sarah prosiguió:
—Sacó un mapa y decidió que
Baltimore es nuestra mejor esperanza
para conseguir un barco. Y calculó que
entre aquí y allí hay diez o doce
ciudades dignas de que hagamos una
parada. Si todas pagan lo mismo que
Lynchburg, y si puede cambiar los
billetes secesionistas que aceptamos, y
si podemos subsistir por el camino sin
tener que pagar, y si no nos sucede algún
desastre que nos cueste dinero,
podríamos llegar a Baltimore con un
total de cuatrocientos o quinientos
dólares.
—No sé mucho sobre travesías por
mar —dijo Edge—, pero diría que
cualquier compañía naviera pediría
mucho más que eso para llevarnos a
todos a través del Atlántico.
—No a todos nosotros —dijo
Magpie Maggie Hag—, sino a más que
todos nosotros. —Antes de que Edge o
Sarah pudieran preguntar qué quería
decir con esto, añadió—: Madame
Solitaire, hace mucho tiempo que no me
cuentas ningún sueño. ¿No has tenido
ninguno que necesite ser interpretado?
—Sólo el de siempre —contestó
Sarah en tono alegre—. Me caigo del
caballo y hay una red que me sostiene,
así que no me hago daño, pero luego no
puedo desprenderme de la malla.
—Y ya te he dicho qué significa.
Pero aún falta mucho tiempo. Edge
preguntó cortésmente:
—¿Todos le cuentan sus sueños,
madame Flag? No me refiero a las
espectadoras, sino a la gente del
espectáculo.
—Todos, sí.
—¿Ha tenido alguien un sueño
significativo? —preguntó Sarah.
—Sí.
Al cabo de un momento, Sarah
volvió a preguntar:
—¿Quién?
—No diré quién, ni qué sueños han
sido, pero uno me sugiere una rueda que
gira, y otro, problemas con una mujer
negra.
—No tenemos ninguna negra en el
espectáculo —dijo Edge.
—Y nadie trabaja con ninguna clase
de rueda —observó Sarah, pensativa—.
Maggie, ¿quieres decir que uno de
nosotros va a hacer un disparate o
Hannibal se casará con una chica negra,
o qué?
—No importa —respondió Magpie
Maggie Hag—, iremos a Europa, sí, y
más de los que somos ahora.
—¿De modo que alguien más se
unirá a nosotros? —insistió Sarah.
La vieja gitana asintió dentro de su
capucha, pero no dijo nada más.
Tarde, aquella misma noche, Edge
dijo a Sarah:
—Antes de dormirte, dime una cosa.
Ese sueño que has mencionado, ¿lo
tienes todas las noches?
—No. Sólo de vez en cuando. No lo
he tenido ninguna de las noches que
hemos pasado juntos, así que no espero
soñarlo hoy. Pero cuando lo sueño, y
esto es lo curioso, siempre es igual. Me
caigo de un salto mortal, pero encima de
una red.
Volvían a estar acostados lejos de
los otros, esta vez en un campo de las
afueras de Staunton. La caravana de
carromatos había llegado después de
anochecer, así que habían acampado sin
levantar la gran carpa.
—¿Y cómo interpretó Maggie este
sueño? —preguntó Edge.
—Oh, murmuró un galimatías
incomprensible. La malla de la red, yo
enredada en ella… voy a caer en malos
hábitos y seré abandona da. Algo
parecido.
—Espero que no creas en
semejantes cosas.
Sarah se encogió de hombros dentro
de su abrazo.
—Lo creeré si sucede y cuando
suceda. Acertó lo de la muerte de Abe
Lincoln.
No la mencionó para nada. Se fue a
dormir temprano, quizá con dolor de
estómago, y todos lo tomaron por un
portento.
—Bueno, espero que tenga razón en
lo de ir a Europa. Y no tardaremos
mucho en saber si se incorpora alguien
más al espectáculo. —Su voz empezó a
extinguirse a medida que se adormilaba.
Me pregunto qué ocurrirá primero…

—Me llano Abner Mullenax —dijo un


hombre, agarrando y retorciendo la
mano de Florian—. ¡Este espectáculo
suyo, amigos, ha sido superior!
Era la tarde del día siguiente, el
circo acababa de terminar la función y
aquel hombre había salido de la gran
carpa junto con el resto de espectadores.
Llevaba prendas de granjero, pero Edge
calculó que no pasaba de los cuarenta
años, por lo que era bastante joven para
llevar uniforme… y probablemente lo
había llevado: un parche negro le cubría
un ojo.
—El espectáculo ha sido tan
estupendo, que quiero demostrarles mi
gratitud —le dijo a Florian—. Voy a
ofrecerles algo muy especial.
Florian murmuró algo vago. Antes
de que el hombre apareciera, se había
quejado a Edge y Rouleau de la escasa
afluencia de stauntonianos y la mala
calidad de los artículos que habían
cambiado por entradas. No estaba de
humor para más desengaños, pero
pareció sorprendido y un poco menos
serio cuando Abner Mullenax continuó:
—Tengo una enorme carpa
multicolor que puedo poner a su
disposición. Es grande como ésta y
mucho más nueva. Y no me pregunten
cuánto pido por ella. Sólo vengan a
echarle un vistazo y si la quieren, se la
regalo. Mi carreta está allí y mi casa a
sólo cinco kilómetros de distancia. Si
nos damos prisa, podemos salir antes de
que esta gente bloquee el camino.
Podrían estar aquí de vuelta con la
tienda nueva antes de anochecer. ¿Qué
les parece?
Los tres hombres del circo se
miraron, más que perplejos, pero sus
expresiones coincidieron: ¿por qué no?
Fueron con Abner Mullenax hasta su
destartalada carreta y subieron a ella;
Florian se sentó a su lado en el pescante
y Edge y Rouleau ocuparon la parte
posterior, este último vestido todavía
con sus chillonas ropas de circo.
Mullenax agitó con fuerza las riendas
para poner en movimiento al mulo del
arado y consiguieron anticiparse al resto
del público, que aún se dispersaba.
Recorrieron una corta distancia por el
Pike y después tomaron un camino de
tierra y, exceptuando una digresión
—«Hay una jarra ahí atrás, amigos,
debajo de la paja. Beban lo que quieran
y luego nos la pasan»—, Mullenax habló
de su tienda durante todo el camino.
—… una cosa espléndida y flamante
de verdad. La he guardado durante toda
la guerra. Mi mujer y mis hijas querían
cortarla para hacerse vestidos y otras
cosas, pero no las dejé. Una cosa como
ésa no se corta a pedazos. Ha de
guardarse entera y, por Dios, que así lo
he hecho.
Florian pudo por fin decir unas
palabras:
—Perdone, señor Mullenax, pero…
—Llámeme Abner. Tenga, beba un
trago.
Florian bebió un sorbo del whisky
de maíz y volvió a intentarlo:
—Ejem, Abner, ¿en qué circo
estaba?
—¿Yo? —Se echó a reír—. En
ninguno, hasta ahora, a menos que usted
cuente la batalla de First Manassas. —
Bebió un buen trago de la jarra—.
¿Quiere decir de dónde he sacado la
tienda? La encontré, después de ser
licenciado del ejército por invalidez.
Me alisté pronto, perdí el ojo con el que
suelo apuntar, por culpa de una bala en
Manassas, y dejé pronto el ejército.
Volví a mi granja y allí estaba la carpa,
en mi tierra.
—¿Encontró una carpa de circo?
Mullenax le miró con un ojo
inyectado en sangre.
—¡No creerá que pude robar una
cosa de ese tamaño!
—No, no, claro que no. Pero es casi
tan difícil de creer que un circo
levantara la carpa en su tierra y luego se
fuera, dejándola abandonada.
—No estaba montada, sólo tirada en
el suelo. Yo tampoco podía creerlo. Era
como si hubiese llegado volando desde
alguna parte.
—¡Vaya! —exclamó Florian,
estupefacto—. Se la pudo llevar el
viento. Nunca lo he visto, pero es
posible. Aunque no puedo imaginar que
la gente del circo no la persiguiera para
cogerla.
Abner Mullenax alternó los sorbos
de whisky con discursos sobre su breve
servicio militar durante el resto de la
hora que tardaron en llegar a la granja,
un lugar tan destartalado como su
carreta. Sólo los saludó el débil ladrido
de un perro —ninguna de las mujeres
mencionadas por Mullenax— y una
familia de cerdos, que gruñeron y
chillaron con el vigor del hambriento.
Los hombres bajaron del carro y
Mullenax, un poco vacilante, los
condujo a la parte posterior del granero
y a un almiar que procedió a revolver
con energía.
—¿Ven como la he cuidado bien?
Fuera de la intemperie y de la vista.
Incluso las dos ocasiones en que me
visitaron los yanquis, se tuvieron que
contentar con un cerdo o dos que dejé a
su alcance. No entraron a buscar aquí.
Cuando hubo apartado el heno
suficiente, vieron que ocultaba otra
carreta de aspecto vulgar, pero cubierta
por gran cantidad de tela doblada y
rollos de cuerda. Edge y Rouleau se
acercaron para ayudar a Mullenax a
apartar más heno, hasta que vieron que
la tela era mitad granate y mitad blanca
y llevaba cosidas unas enormes letras de
tela negra. Curiosamente, las cuerdas
eran más delgadas que las corrientes de
circo, y de una fibra más fina, y parecían
formar una especie de malla. Cuando
hubieron descubierto todo el carro,
vieron en seguida las tres grandes letras
superiores, que eran «RAT».
—Ma foi! —exclamó Rouleau,
anonadado—. No me extraña que sus
mujeres quisieran cortarla. Este género
es seda.
Florian le dio un fuerte codazo para
hacerle callar, pero Edge estaba en el
otro lado de la carreta y nadie pudo
evitar que comentase:
—Sí, fina seda japonesa, y doble,
además. Y estas cuerdas son de lino. —
Entonces rió.
Confundiendo la expresión del
rostro de Edge, Mullenax inquirió,
preocupado:
—¿No sirve una tienda de seda?
—Oh, estoy seguro de que podemos
hallarle alguna utilidad… —empezó
Florian, pera Edge le interrumpió.
—Señor Mullenax, esto no es una
carpa de circo.
—¿Qué? —exclamó el granjero, e
hipó. ¡Pero si esta monstruosidad es dos
veces más grande que mi casa!
—¿Encontró con ella una especie de
cesta? ¿Una gran cesta de mimbre? —
preguntó Edge.
—Pues, sí —contestó Mullenax,
mirando a Edge como las mujeres del
público miraban a Magpie Maggie Hag
cuando recitaba oráculos—. Está debajo
de la tela, y si fuera de zinc sería lo
bastante grande para que se bañaran en
ella dos o tres hombres. Y hay otras
cosas… madera, latón, caucho. Pensaba
que era utilería del circo.
Edge se volvió hacia Florian, cuyo
aspecto era a la vez perplejo e irritado.
—¿Quiere que lo desdoblemos un
poco, señor Florian? Estas letras
rezarán «SARATOGA».
—No importa —dijo Florian, con
cierto mal humor—. Me imagino que lo
ha visto antes. ¿Qué es?
—Nunca había visto éste, pero he
oído hablar de él. Es un globo de
observación yanqui.
—¡Por todos los diablos! —farfulló
Mullenax.
—Hace cuatro años —explicó Edge
—, después de First Manassas, cuando
los rebeldes estuvieron a punto de tomar
Washington, los yanquis abrigaron serios
temores sobre la seguridad de su ciudad
y la rodearon de toda clase de sistemas
defensivos, incluyendo el Cuerpo de
Globos. Todos los globos tenían su
nombre. Éste, Saratoga, estaba en
Centreville, y un hombre subía a bordo
todos los días para escudriñar posibles
movimientos rebeldes en la estación de
Manassas. Entonces se levantó un
vendaval de noviembre, y los globos no
pueden permanecer muy altos cuando
hay viento. Los yanquis bajaron el
Saratoga lo suficiente para que el
observador pudiera abandonarlo de un
salto, pero el globo se les escapó. El
viento del norte se lo llevó como a una
hoja de otoño. Nadie supo nunca qué
había sido de él.
—Bueno —dijo Mullenax—, me
alegro de haber sacado algo de
Manassas. ¡Pero lo he guardado todo
este tiempo como una maldita joya de
familia y ahora, mierda! ¿De verdad que
no les sirve?
—Mais, oui! —gritó Rouleau, con
los ojos brillantes—. Un circo que
pueda presentar la ascensión de un
globo… ¡uy! —Le habían propinado
otro fuerte codazo.
—No vale nada para nosotros,
Abner —dijo en seguida Florian—, pero
supongo que podremos usarlo para algo.
El problema principal es el transporte.
—Oh, qué diablos —exclamó
Mullenax—. Déjelo en la carreta tal
como está. Iré a buscar la mula, la
engancharé y se lo llevaré hasta el circo.
—Esto es muy generoso, pero
nosotros no tenemos dónde ponerlo.
Todos nuestros carromatos ya están
llenos a rebosar.
—Maldita sea, hombre. Abner
Mullenax nunca hace un regalo a medias.
También les doy esta carreta y la mula
para tirar de ella. Sólo tiene que decir si
las quiere.
—Está bien, sí, las queremos —dijo
Florian, aturdido y casi suspicaz—, pero
no querríamos abusar de usted. Nos hace
una espléndida oferta, señor, pero no
puedo evitar preguntarme… —Se
abstuvo de sugerir la posible influencia
de la jarra de whisky en esta transacción
sin precedentes—. Quiero decir… ¿no
nos pide nada a cambio? Nos da un
globo, algo que probablemente no usaría
nunca, pero ¿y la mula y el carro?
Ambos son necesarios para un granjero.
—Sólo si continúa siendo un
granjero —contestó Mullenax, con un
destello de astucia en su ojo inyectado
en sangre—. ¿Puedo enseñarles otra
cosa?
Los condujo a una pocilga
maloliente donde un puerco, un par de
cerdas y tres cerditos se revolcaban en
el barro, haciendo más ruido del que
Maximus el león había hecho en su vida.
—¿Han visto alguna vez un cerdo
amaestrado?
—Pues… sí.
—Ahora verán a otro.
Una escalera corta y tosca, de
factura doméstica, estaba apoyada
contra la pared exterior de la pocilga.
Mullenax la levantó por encima de la
pared y la dejó apoyada en el interior.
Al instante, uno de los cerditos se
arrastró por el lodo hasta la escalera,
agitó escrupulosamente las patitas para
desprender la suciedad, subió por los
peldaños con la agilidad de un gato, se
detuvo, orgulloso, dio media vuelta y
bajó otra vez. Otro cerdito se acercó
para hacer lo mismo, y después el
tercero. Mullenax sacó la escalera antes
de que pudieran repetir la secuencia.
—¡Vaya, qué bonito! —exclamó
Florian—. ¿Los ha amaestrado usted,
Abner?
—No. No mentiré para jactarme de
ello. El caso es que si se coloca una
escalera delante de cualquier cerdo, que
no sea demasiado pesado, trepará por
ella tal como trepa por los peldaños de
una valla en el campo. No sé por qué,
les gusta hacerlo.
—No lo había oído decir nunca.
—Poca gente lo sabe. Yo tampoco lo
sabía hasta que me enteré por
casualidad. Un día puse la escalera aquí
dentro y se lo vi hacer.
—Es gracioso —dijo Florian. Hubo
un corto silencio durante el cual el único
ojo de Mullenax le miró con expresión
implorante. Florian añadió—: Supongo,
Abner, que quiere vendernos los
cerditos como condición para darnos
el…
—¡No, señor! Todo lo que les pido
es que se lleven a los cerditos junto con
el globo, la carreta y la mula. Y
conmigo.
Los hombres del circo le miraron
con ojos desorbitados y por fin Rouleau
preguntó:
—¿Quiere huir con el circo, mon
vieux?
—Eso es. Quiero que me contraten,
a mí y a estos cochinillos, como un
número de circo. Ustedes fijan el
salario, o trabajaremos sólo por la
manutención.
—Hummm —murmuró Florian—.
Veamos. Cerdos. Jabalíes. Jabalíes
salvajes de Tasmania. Parche de ojo…
pirata… capitán Kidd. No, ya tenemos
un capitán…
—Amigos, no quiero atosigarlos —
dijo Mullenax—, pero tengo razones
para apresurarme.
—¡Hecho! —decidió Florian—.
¡Barnacle Bill y sus salvajes jabalíes de
Tasmania!
—¡Yii-huu-ii!
Mullenax profirió el penetrante grito
rebelde, sobresaltando a toda la granja.
Incluso los cerdos enmudecieron.
—Ha mencionado a su esposa e
hijas, Abner —recordó Florian—. ¿No
debería hablar con ellas? Al fin y al
cabo…
—No están aquí. Las llevé a ver su
circo.
—¿Se ha marchado, dejándolas allí?
—Vendrán a pie cuando se cansen de
buscarme. O algún vecino las traerá en
su carro. Por eso tengo prisa. Podemos
volver por otro camino, para no
encontrarlas.
—¿Piensa desaparecer,
simplemente? —preguntó Edge—. ¿Sin
despedirse? ¿Sin decir nada?
—Usted no conoce a mi mujer y mis
hijas, coronel. Si es afortunado, no las
conocerá. Y si es aún más afortunado, no
tendrá nunca esposa e hijas propias.
—Pero ¿no saldrán en su
persecución? —preguntó Florian—. No
dejamos la ciudad de modo inmediato.
Hoy ha habido tan poco público, que nos
quedamos para hacer otra función
mañana. No nos marcharemos hasta
pasado mañana, e incluso entonces no
desapareceremos como una nube en el
horizonte lejano. Un circo viaja a ritmo
muy lento.
—Esta colmena de hembras ha
deseado perderme de vista desde hace
muchísimo tiempo. Si los animales y yo
permanecemos ausentes mañana y los
seguimos a ustedes cuando se marchen,
no es probable que las mujeres nos
vayan a la zaga. Pensarán que valía la
pena perder una mula y unos cochinillos
para deshacerse de mí. Vamos,
muchachos, échenme una mano.
Con Mullenax en las riendas y
Florian, Rouleau y Edge sentados en el
pescante para no estropear la preciosa
carga de seda y lino que llevaban en la
carreta, cada uno apretando en sus
brazos a sendos cerditos, inquietos y
chillones, dieron un rodeo hasta el
terreno del circo y no encontraron por el
camino ni a la señora ni a las señoritas
Mullenax. En el trayecto, Rouleau
preguntó interesado a Edge qué más
sabía sobre globos y las técnicas de su
funcionamiento.
—No mucho —confesó Edge—; he
visto varios flotando en el aire. Globos
yanquis. Creo que los confederados
intentaron elevar globos unas cuantas
veces, pero yo sólo vi uno en una
ocasión. Lo llenaron de gas en la
fundición de Tredegar.
—Arrêtez. ¿Qué clase de gas?
—Lo ignoro, maldita sea. Pero el
Cuerpo de Globos yanqui tenía
máquinas tiradas por caballos que lo
fabricaban sobre el terreno, dondequiera
que se necesitara. Las vi por un catalejo,
pero no sabría decirte nada sobre ellas.
Sólo un par de grandes cajas de metal
pintadas de azul claro, montadas en
furgones corrientes, y muchas mangueras
en todas direcciones.
—Hemos de aprender todas esas
cosas —dijo Rouleau en tono
concluyente—. Hemos de convertirnos
en aeronautas. Poseer un globo y no
elevarlo sería una vergüenza. Una
atrocidad. C’est tout dire. Tiene que
volar.

A la mañana siguiente, Hannibal montó a


Peggy por todo Staunton, golpeando su
bombo y gritando invitaciones, mientras
Tim Trimm recorría la ciudad montado
sobre Burbujas, pegando y clavando
carteles. Obie Yount pasó la mañana
practicando, dolorosa pero
obstinadamente, con sus balas de cañón.
Se había convencido a sí mismo de que
la escasa afluencia de público de la
víspera era culpa suya porque estaba
demasiado dolorido para actuar como
Hacedor de Terremotos, y no se
convenció de lo contrario cuando toda la
compañía le aseguró que Staunton no
podía estar esperando a un Hacedor de
Terremotos. Los demás artistas pasaron
la mañana de modo más placentero,
sacando el globo de su largo
confinamiento y desdoblándolo sobre el
terreno para admirarlo. Abner Mullenax
permaneció en un lado, orgulloso, y
desayunando el contenido de un tazón —
parecía tener una cantidad ilimitada de
ellos—, mientras sus nuevos colegas se
paseaban de un extremo a otro de la gran
extensión de tela y alrededor de las
cuerdas y cesta de mimbre, haciendo
comentarios encomiásticos,
calculadores o entusiastas.
Sarah leyó el nombre del globo y
dijo:
—Saratoga. Una vez ejecuté
desnuda el número «Mazeppa» en la
sala de convenciones de Saratoga
Springs. Cuando esto esté hinchado, será
dos veces más alto que aquella sala.
—Sí, la maldita bolsa es gigantesca
—asintió Roozeboom. Florian tocó la
tela y dijo:
—Está cubierta por una capa de
barniz elástico que debe de servir para
hacerla impermeable.
—Mis conocimientos geométricos se
han oxidado un poco, pero supongo que
estamos ante unos mil doscientos metros
de seda pongis —observó Edge.
—¡Caray! —exclamó Magpie
Maggie Hag, lamiendo sus labios
delgados casi con voluptuosidad—.
¡Cuántos trajes nuevos podría hacer!
Para todos los del espectáculo.
—Jamais de la vie! —dijo Rouleau
con severidad—. Esto no es un armario
de ropa blanca, madame; esto podría ser
la base de nuestra fortuna.
—No a menos que encontremos una
manera de hincharlo —observó Edge.
El objeto de su contemplación era,
incluso desinflado, algo impresionante.
La parte de seda medía, extendida,
dieciséis metros en su punto más ancho.
—Hinchado, tendría unos diez
metros de diámetro —calculó Edge,
volviendo a su geometría— y el doble
de longitud.
Un monstruo en forma de pera con
franjas alternas de color granate y
blanco, con nesgas meticulosamente
superpuestas, engomadas y reforzadas.
El extremo más estrecho de la pera se
convertía en un tubo hueco terminado
por una espita de latón de la que
colgaban una cuerda azul brillante y una
correa roja. La cuerda azul recorría todo
el interior del globo, conectada a un
complicado dispositivo de válvulas,
hechas de caoba, latón y caucho y
cosidas en la misma punta del bulbo
superior del globo.
—La correa roja también parece
subir por todo el interior —dijo Florian
—, pero que me maten si sé para qué
sirve.
—Creo que ya lo veo —dijo Magpie
Maggie Hag, ante la sorpresa general—.
Una nesga de arriba está superpuesta y
cosida de modo muy superficial.
—Ah, bien entendu! —exclamó
Rouleau—. Cuando uno ha usado con
cautela la cuerda azul, a fin de abrir la
válvula superior para que descienda y
aterrice, ha de tirar de la correa roja
para desprender ese panel. Así se deja
salir el gas restante para deshinchar el
globo, con objeto de no arrastrar la
cesta por el suelo. Después tiene que
volver a coserse antes de la siguiente
ascensión.
La parte superior del cuerpo blanco
y rojo del Saratoga estaba cubierta por
una fina red de cuerda de lino, ahora
suelta y lacia, pero que se ceñiría
estrechamente al globo cuando estuviera
hinchado. Los extremos inferiores de las
cuerdas de lino estaban recogidos bajo
el globo, firmemente sujetos a un
robusto aro de suspensión, hecho de
madera y de un metro y medio de
diámetro. De este aro, y de cuerdas
menos numerosas pero más gruesas,
pendía la oblonga góndola de mimbre,
cómoda para dos personas, pero un poco
justa para tres. Edge llamó la atención
general hacia el hecho de que en el
fondo de la cesta se había colocado una
lámina de hierro.
—Está blindada —dijo— para que
el observador no resulte herido en los…
ejem… entre las piernas por tiradores
que le disparen desde tierra. Sin
embargo, no corre mucho peligro,
excepto cuando se eleva o desciende,
porque en el aire está fuera del alcance
de los disparos de rifle.
—La seda ha resistido intacta a los
dobleces —observó Florian—, pero me
he dado cuenta de que la malla de lino
se ha deshilachado y abierto en algunos
lugares. Como la malla es lo que aguanta
al aeronauta, será mejor que la
aseguremos. Capitán Hotspur, le
agradeceré que haga los remiendos
necesarios en sus ratos libres. Y, Mag,
deja de poner esa cara de desengaño. Ya
te encontraremos en otra ocasión una
tela bonita con que trabajar. Entretanto,
aún tienes que terminar los trajes para
Obie y Zachary. Y necesitaremos un
conjunto pirata para nuestro nuevo
artista, Barnacle Bill.
Así, pues, Magpie Maggie Hag,
aunque refunfuñando, apartó a Edge del
balón y a Yount de sus ensayos de
hombre forzudo para probarles los trajes
que les había cosido, y también separó a
Mullenax de su desayuno líquido.
Florian, Roozeboom y el Hombre
Salvaje procedieron a doblar de nuevo
el Saratoga para volver a guardarlo en
la carreta. Mientras el coronel Ramrod y
el Hacedor de Terremotos se probaban
sus nuevos trajes con mucho cuidado, a
fin de no descoser las costuras
hilvanadas, la anciana sometió a
Barnacle Bill a un severo escrutinio y
decretó que ya poseía el detalle más
necesario del equipo de un pirata: el
parche del ojo. Se limitó a darle un
pañuelo gitano muy chillón para atarse
en torno a la cabeza y un descolorido
pullóver a rayas verdes y blancas para
sustituir la camisa de algodón, y declaró
que ya estaba disfrazado. También
despidió a Edge y a Yount después de
hacer algunos retoques en sus nuevas
prendas, y Yount volvió muy serio a sus
balas de cañón, mientras Edge se
paseaba hasta la gran carpa, donde vio
usar un aparato circense que aún no
conocía.
De la mitad del poste central
sobresalía, en ángulo recto, un poste más
delgado, como la botavara de una vela
cangreja, sujeto por un anillo de hierro
que le permitía girar libremente en torno
al poste central. Llegaba más o menos
hasta la mitad de la pista y tenía un
agujero en el extremo, por el que pasaba
una cuerda que colgaba de la punta del
poste central y que a su vez estaba sujeta
al cinturón de cuero de Clover Lee, la
cual daba vueltas a la pista, de pie sobre
la grupa de Burbujas. Ignatz Roozeboom
conducía al caballo, tocándolo de vez en
cuando con la borla de su largo látigo,
mientras con la otra mano agarraba el
otro extremo de la cuerda que colgaba
de la punta del poste central.
—Esto se llama cuerda de caída —
explicó, cuando Edge se lo preguntó—.
Yo la sujeto, ¿ves? Baja por la polea del
poste central hasta el extremo de la
botavara y luego al cinturón de
seguridad de mam’selle. Si ella cae del
caballo, yo tiro de este extremo y así
evito que toque el suelo. La cuerda de
caída es para los números nuevos o
difíciles.
—Estoy intentando enseñar a
Burbujas un giro a izquierda y derecha
—gritó Clover Lee a Edge—. Ya sabe,
una pequeña cabriola a la izquierda y a
la derecha mientras salto las ligas y
guirnaldas. Añade un nuevo atractivo al
número.
Hizo la demostración. Roozeboom,
sujetando con fuerza el extremo de la
cuerda de caída, blandió el látigo. El
caballo, sin aflojar el paso, cruzó las
patas hacia la izquierda mientras Clover
Lee daba una voltereta y aterrizaba
ligera y limpiamente sobre la grupa de
Burbujas. Entonces Roozeboom volvió
a blandir el látigo y el caballo cruzó las
patas hacia la derecha, pero esta vez
vaciló torpemente mientras Clover Lee
estaba en el aire, por lo que no se
encontraba en su lugar cuando ella bajó.
Sus pies resbalaron de la grupa del
caballo, Roozeboom se apoyó en la
cuerda y la muchacha quedó suspendida
en el aire, riendo y sin dejar de dar
vueltas a la pista a dos metros escasos
del suelo. Roozeboom fue soltando la
cuerda y bajando a Clover Lee hasta que
ésta tocó la arena con los pies y se
detuvo graciosamente.
—Al maldito rocín no le gusta el
pastel de cerezas —dijo.
—No creo que le guste a ningún
caballo —respondió Edge—, pero, ¿a
qué viene esto?
Clover Lee le dirigió una mirada de
paciente tolerancia.
—En jerga circense, pastel de
cerezas significa trabajo extra, porque
se debería cobrar dinero extra y no suele
ser así. En cualquier caso, nadie
pertenece de verdad al circo si tiene
pereza de trabajar. Entonces es mejor
pirarse, lo cual significa coger los
trastos y dejarlo.
Edge salió de la tienda,
reflexionando. Era consciente de que
Clover Lee no le había acusado de
perezoso, pero también sabía que la
muchacha se esforzaba mucho para
perfeccionar un matiz de su actuación
que pasaría por alto a la mayoría de
patanes que lo contemplaran y de que,
mientras tanto, el Hacedor de
Terremotos estaba en el patio trasero,
poniéndose en forma para trabajar, y que
él, el coronel Ramrod, ganduleaba, así
que empezó a pensar maneras de
mejorar su propio número. Y justo
entonces se acercó por el camino un
niño negro que llevaba una cesta de
calabazas secas y multicolores.
—¿Me compra una calabaza, massa?
¿Para refrescarse?
Edge le dio dos entradas para la
función de la tarde, un pago
extravagante, sin duda, y recibió toda la
cesta. Las calabazas se abrirían bajo el
impacto, rompiéndose de modo tan
impresionante como los platos, pero
eran mucho más vistosas y, como tenían
diferentes tamaños y formas, darían al
público la sensación de ser un blanco
más difícil. El coronel Ramrod se sintió
muy satisfecho con esta idea.
Usó las calabazas en su número de
la tarde. Los espectadores, aunque no
llenaban la tienda, eran bastante más
numerosos que los de la víspera y
apreciaron debidamente los disparos del
coronel Ramrod. Entre los que
aplaudían con frenesí figuraban dos
niños negros, uno de los cuales gritó al
otro, rebosante de alegría y orgullo:
«¡Ha usado mis calabazas como
blanco!» Naturalmente, Florian no
incluyó en la función a Barnacle Bill y
sus jabalíes salvajes de Tasmania para
evitar que fuesen reconocidos y su
presencia revelada a las mujeres
Mullenax. Abner presenció el
espectáculo escondido bajo las gradas,
contento de no actuar en aquel su primer
día con el circo.
—Tengo planes para esos cerdos —
confió a Edge—. Ahora que los he
apartado de las distracciones de la vida
en la granja, voy a enseñarles muchas
más cosas que subir y bajar de una
escalera.
A Edge le divirtió un poco que un
neófito, que ni siquiera había pisado aún
la arena, ya estuviera ansioso de ofrecer
un número nuevo y asombroso para el
mundo. Sin embargo, Edge descubriría
que todo artista de circo, por muchos
que fueran sus años y grande su
experiencia, siempre considera su
número susceptible de
perfeccionamiento, y también que un
director de circo no está nunca
satisfecho con la secuencia y variedad
de su programa y siempre intenta
mejorarlas.
Ahora que Florian tenía en la nómina
al Hacedor de Terremotos y al coronel
Ramrod —y a Barnacle Bill esperando
entre bastidores—, dijo a Monsieur
Roulette aquella tarde en Staunton que
omitiera su poco afortunado número de
ventriloquia. Esta decisión no provocó
ninguna protesta. Todos los miembros
del circo, incluido el propio Roulette,
consideraron que era un alivio, tanto
para él como para el público. Nada
resentido, Jules se dedicó asiduamente,
a partir de entonces, a embellecer su
número acrobático con contorsiones aún
más espectaculares… lo que él llamaba
brincos de simio, saltos de león,
souplettes y «brandies». También se
procuró una pequeña lámpara de
queroseno y en las actuaciones
siguientes entró sosteniendo la lámpara
con una mano mientras daba volteretas
sobre una sola mano.
—Impresiona a la gente —dijo a
Yount— ver la llama encendida mientras
hago esto.
—Diablos, me impresiona a mí —
contestó Yount.
—Pourquoi? Si lo piensas bien,
ami, ¿por qué no tendría que seguir
encendida la llama?
—Supongo que tienes razón. Pero es
muy vistoso. —Y añadió—: Tendré que
idear nuevos trucos si no quiero ver
eclipsado al Hacedor de Terremotos.

Como Edge y Yount habían dicho, el


valle de Shenandoah, al norte de
Staunton, estaba lastimosamente asolado
por la guerra. Lo que antes habían sido
granjas, graneros, establos, silos, vallas
e incluso montones de leños, no eran
ahora más que piedras desmoronadas y
troncos y tocones quemados. Los únicos
animales que podían verse eran en su
mayoría viejos caballos lisiados o
enfisematosos, abandonados por uno u
otro ejército. En muchos lugares donde
el camino del valle tendría que haber
franqueado un río o un arroyo, ahora se
interrumpía en el aire, pues el puente
había sido destruido por Sheridan en su
intento de hacer el valle impracticable
para otros ejércitos. Algunos de estos
ríos eran fáciles de vadear, pero en
otros, los campesinos más
emprendedores —en general negros—
habían hecho balsas con aparejos de
poleas que arrastraban ellos mismos, y
así trasladaron al circo, de carromato en
carromato. El precio era modesto y los
dueños de las balsas aceptaban billetes
confederados, pero nunca habían fijado
un precio para la travesía de un elefante.
No fue necesario. Peggy prefería nadar
en cualquier oportunidad y lo hacía con
mucho más aplomo que los barqueros
improvisados.
Los pueblos y ciudades del valle
seguían en pie, pero no intactos.
Sheridan había tenido demasiada prisa
durante su quema para detenerse a
destruir totalmente las comunidades,
contentándose con demoler
principalmente fábricas, almacenes,
arsenales, graneros e instalaciones por
el estilo, de modo que las ciudades
ofrecían un triste aspecto: calles donde
faltaba un edificio aquí, una hilera de
casas más allá, o plazas enteras
convertidas en solares cubiertos de
escombros. Los edificios que aún
permanecían en pie estaban agujereados
por disparos de rifle, muchos por
cañonazos y algunos se hallaban
inclinados sobre sus cimientos.
Los ocupantes de las casas
quemadas se habían construido
viviendas habitables con diversos
tablones saqueados o tiendas
abandonadas por el ejército. Aquí y allí
en la distancia, fuera de la ruta de
Sheridan en el mismo centro del valle
—y por ello lo bastante remotas para
que los yanquis se preocuparan de ellas
—, podía verse alguna que otra sólida
casa solariega e incluso algunas casas
de plantación de estimable
magnificencia que habían escapado a la
quema. Dondequiera que viviese un
hombre, mujer o niño capaz de trabajar,
los campos de las granjas estaban
plantados, por lo menos en parte, y los
cultivos ya empezaban a verdear. Por
doquier, la suave primavera de Virginia
vestía con decencia los rastrojos,
pastos, prados y laderas de las
montañas, aunque sólo fuese con malas
hierbas, arbustos y flores. Por todo el
valle habían florecido los cerezos
silvestres, que desperdigaban tan
pródigamente sus grandes pétalos
blancos que incluso la miserable
superficie del camino estaba alfombrada
como la ruta de una marcha triunfal, y
las herraduras y ruedas de la caravana
de carromatos enviaban al aire cascadas
de pétalos en una nevada continua y
cálida.
El valle revivía, aunque lenta y
dolorosamente, y los habitantes podían
esperar una resurrección más rápida
cuando los hombres jóvenes empezasen
a volver de la guerra. Por ello
parecieron tomar la llegada del
Floreciente Florilegio de Florian como
un buen presagio, pero era patético lo
poco que tenían que ofrecer a cambio de
unas entradas. Esto indujo a Florian a
decretar que el circo permanecería en
cada una de estas ciudades de la parte
norte del valle por lo menos dos días, y
a veces tres, a fin de que todos los
aldeanos tuvieran ocasión de acudir a la
ciudad desde los pueblos vecinos. De
este modo, aunque significaba el doble o
triple de trabajo, el circo obtenía en
cada ciudad —algunas monedas de
plata, muchos billetes confederados,
comestibles, prendas de vestir y
utensilios— aproximadamente lo mismo
que con una función en la ciudad
relativamente intacta de Lynchburg.
Cuando el circo se instaló en
Harrisonburg, Magpie Maggie Hag ya
había terminado los trajes de pista para
Edge y Yount. El Hacedor de Terremotos
se puso y paseó orgullosamente, incluso
en su tiempo libre, con la falsa piel de
leopardo de hombre de las cavernas. El
coronel Ramrod, por muy disfrazado que
se sintiera con su uniforme negro y
amarillo, ya no temía por lo menos
denigrar el uniforme gris confederado.
La gitana había encontrado incluso el
suficiente género de lana para hacer una
capa a juego con el uniforme. Era negra
por fuera y amarilla por dentro, tenía un
cuello rígido que le rodeaba la cabeza
como un cubo para carbón y era larga
hasta el suelo. La primera vez que salió
con ella a la pista sólo la llevó hasta que
cesaron los aplausos de bienvenida, y
entonces se la entregó a Tiny Tim antes
de empezar la ronda de disparos.
—¡No, no, no! —le reprendió
después Florian.
—Diablos, esa prenda es un estorbo
—respondió Edge—, me molesta para
trabajar.
—Pues, quítatela —dijo Florian—,
pero no así. Hazlo con un toque
decorativo. Mírame.
Se puso la capa y dio la vuelta a la
tienda vacía con unos aires de fanfarrón
que hacían ondear vistosamente la capa
a su alrededor mientras agitaba la mano,
saludaba con una reverencia y levantaba
los brazos en forma de V ante un público
imaginario. Después, sin dejar de
caminar, se desenganchó la capa del
cuello y con una mano le imprimió un
impulso que convirtió la prenda en un
rueda negra y amarilla que giró hasta
posarse lenta y espectacularmente en el
suelo.
—Así es como debes hacerlo —dijo
—. Y repítelo cuando te la pongas, para
recibir el aplauso de despedida.
Obediente, Edge se alejó para
aprender a pavonearse con la capa.
Estos días todos los artistas ensayaban
algo, o bien sus rutinas establecidas u
otras nuevas que estaban probando. La
incorporación al programa de tres
hombres nuevos había despertado en los
artistas antiguos un renovado espíritu
competitivo, lo cual hacía aún más
difícil el trabajo para los Primeros de
Mayo. El hecho de que el circo
permaneciese ahora dos o tres días en
cada lugar, en vez de desmantelar la
carpa y reanudar la marcha en días
alternos, daba a la compañía tiempo
sobrado por las mañanas y las noches
para perfeccionar sus números y revisar
sus trajes y accesorios.
Cuando Hannibal Tyree no estaba en
la arena o desfilando como Abdullah el
hindú, practicaba sin cesar sus juegos
malabares y de equilibrio, y con
accesorios cada vez más numerosos,
diversos y exóticos. Ahora podía formar
surtidores y cascadas de formas y pesos
tan diversos como una herradura, un
ramillete de flores, una lata de manteca
vacía, un huevo de gallina, y —después
de muchos ensayos— quitarse y añadir a
los demás objetos uno y luego otro de
sus gastados zapatos.
Hannibal y Tim Trimm también se
dedicaban a incrementar el repertorio
para banjo del Hombre Salvaje. Le
hicieron escuchar todas las melodías
que usaban en el programa, desde la
obertura de Dixie Land a los acordes
finales de Lorena. También le enseñaron
la pieza que habían elegido para
acompañar la exhibición de fuerza bruta
del Hacedor de Terremotos, Si tienes el
pie bonito, enséñalo y, naturalmente,
Barnacle Bill el Marinero para el
último número. Abner Mullenax nunca
había oído esa canción ni conocía su
existencia, pero se quedó atónito cuando
la oyó tocar a los músicos, porque Tiny
Tim cantaba al son de la música y
cantaba la letra obscena de la canción
original, Bollocky Bill.
—¿No son estas palabras un poco
sucias para un público mixto? —
preguntó con ansiedad a Florian—. Los
cerdos y yo hacemos un número decente.
—Mientras actúes, sólo se tocará la
música, Abner. Nadie cantará la letra.
—Bueno, si es así… muy bien. No
quiero que tiren huevos podridos a mis
cerdos.
No era probable. Los cerditos
gustaron a todos los públicos, incluso
durante las primeras actuaciones,
cuando no hacían nada más que subir y
bajar escaleras. Sin embargo, al llegar a
Woodstock, Mullenax ya había enseñado
al cerdito más pequeño e inteligente a
hacer algo que encantó a los
campesinos. Sólo por un par de
mañanas, Mullenax pidió prestada a
Roozeboom la cuerda de caída, ató a
ella al cerdito, lo colocó fuera del borde
de la pista y, con ayuda del látigo de
Roozeboom, lo incitó a trotar. Sólo
podía correr en círculo alrededor de la
pista y Mullenax lo detenía lanzando la
borla del látigo delante de su hocico.
Además, en aquel mismo momento hacía
un clic con la uña del pulgar. Después
de unas cuantas vueltas, el cerdito
aprendió a detenerse al oír el clic, sin
necesidad del látigo. En la segunda
sesión de trabajo, Mullenax ya
adiestraba al animal sin atarlo a la
cuerda de caída.
A partir de la primera función en
Woodstock, el cerdito, al que Florian
insistía en llamar Hamlet, aunque
Mullenax encontraba el nombre «poco
digno[12]», era la estrella del número de
los cerdos y casi la atracción principal
de todo el espectáculo. Barnacle Bill
hacía trotar al cerdito en torno a la
arena, entonces le gritaba: «Hamlet,
elige a la chica a quien le gusta besar» y,
en el inmediato tumulto de risas, nadie
oía el leve clic de la uña que hacía parar
al cerdito delante de una muchacha
bonita de la primera fila de bancos, que
se ruborizaba mientras todos reían a
carcajadas. Barnacle Bill tocaba a
Hamlet con el látigo para que reanudara
su trote hasta que oía gritar: «Elige a la
chica a quien le gusta besar en la
oscuridad», y así sucesivamente. En
muchas funciones posteriores, Florian
tuvo dificultades en hacer salir de la
pista al pirata y su cerdito, porque los
espectadores nunca parecían cansarse de
ellos.
Un día, cuando Mullenax se retiró
por fin después de una larga serie de
bises y saludos, dijo a Florian,
respirando con fuerza:
—Quizá ya estoy listo para cosas
más grandes. ¿Cree que el capitán
Hotspur me enseñaría a amaestrar
leones, como enseña a Obie Yount a ser
un hombre forzudo?
—Eres muy presuntuoso —dijo
Florian, pero en tono cordial—.
¿Aprender a amaestrar leones? Tienes
un talento innato, no necesito decírtelo,
pero se precisan muchas otras
cualidades. ¿Qué te induce a pensar que
aprenderías?
—El hecho de creerlo ya me induce
a pensar que podría. Florian le miró con
aprobación.
—Una buena respuesta. Hablaré de
ti al capitán Hotspur, Abner.
Sin embargo, Roozeboom ya tenía
muchas cosas en que ocuparse desde que
el espíritu competitivo animaba a toda la
compañía. Cuando no ensayaba con una
o ambas Coverley nuevos números para
las diversas actuaciones ecuestres y
cuando no intentaba sacar a Maximus de
su languidez habitual para enseñarle uno
o dos trucos nuevos, Roozeboom seguía
ayudando generosamente al Hacedor de
Terremotos a realizar nuevas
demostraciones de fuerza. En lo que
fueran los extensos campos de batalla en
torno a New Market, Yount había
encontrado un cañón de artillería yanqui
—medio sumergido en un charco de
lodo ahora seco, pero en buen estado—
que, con ayuda de Rayo, sacó del
agujero y arrastró hasta el solar del
circo. Al principio, Florian no se sintió
dispuesto a añadir un accesorio tan
pesado a los problemas de transporte
del espectáculo, pero Roozeboom ayudó
a Yount a buscar argumentos para
hacerlo.
—No es tan pesado como parece,
Baas —dijo.
—Y parecerá muy pesado cuando
los patanes lo vean pasar por encima de
mí —dijo Yount—. Ignatz dice que me
puedo echar en la pista con dos tablas
sobre el pecho y las piernas y…
—Como ya he explicado a Obie, en
el pecho y los muslos están los huesos
más fuertes. Así, pues, Obie tiene el
pecho como un barril de roble y los
muslos como tocones de roble.
—Haré pasar a Rayo por las tablas
y…
—Santo Dios, Obie —exclamó
Florian—, ese percherón debe de pesar
tres cuartos de tonelada.
—Ya lo hemos probado. Siempre
que Ignatz lo mantenga en movimiento,
sólo noto todo su peso durante un
segundo, cuando las tablas se inclinan
para que baje por el otro lado. Ahora irá
enganchado a este cañón, que también
pasará por encima de mí y, como es
natural, yo gemiré y me moveré
mucho… para incrementar el efecto.
Incluso será mejor que el número de la
bala de cañón cayendo sobre mi cuello.
—Bien… —vaciló Florian,
frunciendo el ceño—. Pero este maldito
cañón es tan grande… No podremos
llevarlo, necesitaremos otro animal para
que lo arrastre.
El cañón de hierro sólo medía un
metro y cuarto de longitud, pero iba
montado sobre una enorme cureña de
tablones, tornillos giratorios y cadenas
colgantes, sujeta a la viga de hierro que
era su trasera y barra de retroceso, todo
ello flanqueado por dos ruedas más altas
que el propio cañón.
—No importa, Peggy puede
arrastrarlo —dijo Hannibal, muy
confiado—. Escuche, mas’ Florian,
levantará con gran delicadesa el
armatoste sobre la’ do’ rueda’. No e’
ningún peso para Peggy. Y piense lo
bonito que se verá por lo’ camino’.
—Bueno, está bien —dijo Florian,
abriendo los brazos—. Eres responsable
de Brutus. Mientras pueda hacer su
trabajo normal y el de pista, no puedo
quejarme. Nos quedaremos con el
cañón.
Tantos artistas de la compañía
agregaban refinamientos a sus
actuaciones, que Edge se inspiró para
añadir otro a la suya, un número que,
según había oído, hacían ya otros
tiradores. Entre las mercancías de
intercambio del furgón rojo encontró un
pequeño espejo de mano femenino y
empezó a tirar hacia atrás, por encima
del hombro, apuntando con ayuda del
espejo. Habría sido difícil si no hubiese
recurrido a un truco. Cargó cuatro
cámaras del tambor de la Remington con
balas de plomo normales, la quinta con
perdigones y la sexta, como antes, con
pólvora comprimida por harina de maíz.
En la pista, después de usar la
carabina para disparar contra una
calabaza lanzada al aire por Clover Lee,
empleó el revólver para disparar contra
las otras cinco calabazas colocadas
sobre el borde de la arena, y desintegró
cuatro de ellas con balas normales,
disparadas desde diferentes posiciones.
Luego, volviéndose de espaldas y
usando el espejo para apuntar por
encima del hombro, sólo tuvo que
apuntar por aproximación a la quinta
calabaza para destrozarla con el surtidor
de perdigones. Por último, como de
costumbre, disparó la sexta cámara, sin
carga, directamente a Clover Lee para
que pudiera «coger la bala» con los
dientes.
A Florian le gustó tanto el toque
decorativo de Edge que promovió al
coronel Ramrod a la codiciada
«conclusión» del espectáculo, la última
actuación del programa antes de la
cabalgata final. Esto relegó a la última
actuación anterior, del capitán Hotspur y
Madame Solitaire, al penúltimo lugar,
pero Sarah estaba orgullosa de Edge,
«su protégé», y Roozeboom era
sencillamente incapaz de sentir celos,
así que aceptaron sin protestas el
estrellato de segunda clase.
—Tout éclatant! —exclamó Florian,
encantado, dirigiéndose a Rouleau,
mientras ambos contemplaban la
conclusión de la última función en
Strasburg—. Hemos conseguido un
espectáculo más que decente. Ahora
sólo nos haría falta algo más para el
descanso… algo que nos reportase más
dinero.
Rouleau se echó a reír.
—Si los patanes pudieran pagarlo.
Merde alors, ya pagan bien poco por el
espectáculo principal.
—Estoy pensando en el futuro, Jules.
En más adelante, en el norte, donde
pueden pagar. En las ciudades donde la
gente no se acuesta al ponerse el sol y
podremos montar funciones nocturnas
además de matinées. Y en Europa,
donde podremos superarnos de verdad.
Dejar que los pobres nos crean ricos y
que los ricos nos consideren unos
risque-tout.
—Bien, la ascensión de un globo
sería perfecta para el intermedio. Si
puedo encontrar la manera de
conseguirlo. Durante todo el camino he
ido preguntando a todos los que tenían
aspecto de ser soldados recién
licenciados… si habían servido cerca
del Cuerpo de Globos. Ya puedes
imaginarte la clase de miradas que me
dirigen. Mais, sous serment, en alguna
parte, de algún modo, voy a aprender
cómo se eleva al cielo azul ese
aeróstato.
—Bueno, hasta que aprendas creo
que para el intermedio necesitamos un
número adecuado. El Hombre Salvaje y
el museo no son suficientes.
Necesitamos monstruos auténticos… un
Esqueleto Humano, una Mujer Gorda, un
Hermafrodita, cosas así. Mientras vas
preguntando sobre globos, pregunta si
alguien ha visto por aquí a alguna
criatura de esta naturaleza.
Sin embargo, poco después del
desmantelamiento de aquella noche, el
circo descubrió que ya no tenía ningún
monstruo residente. Tim Trimm fue el
primero en darse cuenta. Todos cenaban
alrededor del fuego cuando Tim
inquirió:
—¿Se ha cansado finalmente el
idiota de su violín de negros? No nos
toca la serenata de costumbre.
Se miraron entre sí y luego lo
hicieron a su alrededor. Sarah dijo:
—Estaba aquí hace unos minutos. Ha
cenado, lo sé. Todo el mundo se entera
cuando come el Hombre Salvaje.
—Pues ahora no se le ve por ninguna
parte —contestó Yount después de que
toda la compañía se hubiera dispersado
en la oscuridad hasta los confines del
solar y reunido de nuevo en torno a la
hoguera.
Magpie Maggie Hag comentó con
acento sombrío:
—Hoy una mujer me ha pedido que
leyera en su palma si tendría alguna vez
un bebé. Tenía ojos salvajes, como
locos, así que le he asegurado que
tendría niños, pero no le he dicho que
era demasiado vieja para fundar una
familia.
Florian parecía un poco asombrado.
—Mag, ¿sugieres acaso que una
mujer, desesperada por tener hijos, ha
secuestrado al Hombre Salvaje de los
Bosques?
La gitana se limitó a encogerse de
hombros.
—Mierda, podría haberme escogido
a mí —dijo Tim, con una risita—. Lo
tendrá bien merecido cuando descubra
que ha adoptado a un memo.
—Pues también debe de haberse
llevado su banjo —anunció Clover Lee,
llegando a la hoguera—. Acabo de mirar
en el carromato de la utilería y por todas
partes y no aparece.
Hannibal habló, perplejo:
—¿Sabes qué? Ese mushasho ha
huido del sirco porque piensa que Bal es
el sirco. Yo y Tim no debimos enseñarle
a tocó toda esa música.
—Podría ser cierto —dijo Florian
—. Incluso los más privados de
intelecto pueden poseer una astucia
profunda y tortuosa. Tuve una esposa así
una vez.
—Es inútil buscarle en la oscuridad
—decidió Edge—, pero, Obie,
ensillaremos al amanecer y haremos una
batida.
Así lo hicieron y Roozeboom y
Sarah fueron con ellos, montando a Bola
de Nieve y Burbujas, a fin de buscar en
todos los puntos cardinales. Pero
ninguno de ellos encontró al Hombre
Salvaje. Hacia mediodía todos
volvieron al solar y Florian dijo,
resignado:
—Espero que esa hembra sin hijos
le haya dado un hogar y espero que le
guste la música de banjo. Ahora tenemos
treinta y cinco kilómetros hasta
Winchester y salimos tarde. Si queréis
enganchar esos caballos, nos pondremos
en marcha. Y, Barnacle Bill, me temo
que esto te convierte en nuestro Hombre
Salvaje hasta que encontremos otro.
—¿Qué? —exclamó Mullenax.
—Es un viejo dicho circense: el
último payaso tiene que echarse al agua.
Ser el blanco de todas las bromas y de
todos los proyectiles. En otras palabras,
al último en llegar le tocan los trabajos
más sucios. Antes de cada función,
imitarás los rugidos y ruidos de cadenas
de Maximus. Luego, durante los
intermedios… ejem… creo que te
convertiremos en el Hombre Cocodrilo.
—¿Qué?
—No es nada intolerable. Abdullah
solía hacer de cocodrilo hasta que
conseguimos al idiota. Tenemos que ir
improvisando sobre la marcha. Seguirás
haciendo tu número de Barnacle Bill en
la primera mitad del programa. Después
te pondrás un taparrabos, te rociaremos
con cola y te revolcarás en el polvo.
Cuando te hayas secado, tendrás una
costra que formará unas escamas muy
reales.
—Por Judas.
—No puedes hacerlo con tu parche
de pirata, claro —continuó
animadamente Florian—. Levántalo un
momento, Abner, déjame ver el agujero.
Oh, es horrible, sí. Bien, esto aumentará
la truculencia. Tu Hombre Cocodrilo
tendrá una acogida tan favorable como
tu número de los cerditos.
—Dios mío.
Mientras la mayoría de los hombres
seguían ocupados enganchando los
caballos a los carromatos, Sarah dijo a
Magpie Maggie Hag con cierto respeto
en la voz:
—Predijiste que no todos nosotros
iríamos a Europa. No cabe duda de que
ahora hemos perdido a uno.
—Pero ganado a otro —replicó la
gitana, señalando a Mullenax, que
pisoteaba con mal humor el polvo en el
que pronto se revolcaría—. Seguimos
siendo el mismo número. Aún
perderemos y ganaremos a otros.
10
La noche del viernes llegaron a
Winchester y encontraron un terreno
donde acampar cerca del cementerio
negro, así que hicieron una función el
sábado ante un público bastante
numeroso y descansaron el domingo
antes de volver a trabajar el lunes. La
mayoría de artistas tenían tareas o
ensayos para ocupar su tiempo libre,
pero algunos pasearon despacio hasta
Loudoun Street para dar un vistazo a
Winchester.
Todo un bloque de edificios cerca
del juzgado estaba derruido y ahora
usaban la plaza vacía como un mercado
al aire libre, lleno de carretas de granja,
carretillas y tenderetes con letreros
escritos a mano:
«HORTALIZAS», «PESCADO», «
PASTELES», «NOVEDADES», etc., pero
sólo los puestos de pescado tenían
mucho que vender. Edge, Rouleau y
Mullenax paseaban juntos y no miraban
con demasiada atención cuando pasó por
su lado una niña negra, vestida con una
vieja batita de percal, que corría al
mercado con una cesta casi tan grande
como ella. Sin embargo, se fijaron en
ella cuando volvió a pasar, una vez
hecha la compra, con la pesada cesta al
brazo, porque se le acercó de repente un
hombre blanco de aspecto siniestro. O
un hombre casi blanco. Los tres
miembros del circo se habían detenido
en el umbral de una tienda vacía para
encender sus pipas fuera de la brisa, así
que presenciaron casualmente la escena
sin ser observados.
—Eh, niña, déjame ver —dijo el
hombre, parándola y dando un vistazo a
la cesta—. Una barra de pan, dos
pescados, varios paquetes de comida.
Muy bien. Exactamente lo que te han
mandado comprar. Y bien, ¿recuerdas
dónde tienes que entregar tus compras?
—Pues, claro —contestó la niña,
perpleja y desconfiada—. Tengo que
llevarlas a la señora Morgan. A nuestra
casa, señor.
—Muy bien. —El hombre levantó un
dedo y ladeó la cabeza—. Ahora quiero
asegurarme de que eres la chiquilla a
quien me han enviado a buscar. Es la
señora Morgan de… ¿qué calle?
—Pues, Weems Street, señor,
bajando por allí…
—Exactamente. Sin embargo, la
señora Morgan ha decidido que necesita
estas cosas en seguida, porque va a salir
a visitar a la señora Swink y no estará
en Weems Street cuando tú llegues, así
que me ha enviado para que se las lleve
a casa de la señora Swink. Aquí tienes
un penique. Ve a comprarte un caramelo
y yo cogeré la ces…
De improviso se vio rodeado por los
tres hombres. Ninguno de ellos era bajo
y ninguno parecía contento de conocerlo.
Rouleau dijo a la niña:
—Quédate con la cesta, petite
négrillonne, y corre a tu casa. —Ella
obedeció, echando a correr.
Edge, asqueado, echó humo contra la
cara del hombre y observó:
—Es el truco más mezquino que he
presenciado en mi vida. Mullenax le
dijo:
—Mister, tú y yo nos vamos a aquel
pasaje, para no ensangrentar la calle, a
hablar de tu repugnante conducta.
El hombre esbozó una sonrisa, se
encogió de hombros y replicó:
—Sí, hagámoslo. Mejor morir de
una paliza que de hambre. Y lo merezco.
Ha sido realmente el truco más
mezquino jamás intentado por
Foursquare John Fitzfarris.
—El hambre no es excusa para robar
—gruñó Mullenax.
—¡Cómo! Es la mejor que he tenido
en mi vida —dijo Fitzfarris—. Tendría
que haber oído algunas de mis otras
excusas.
—Si tenías un penique para dar a la
niña, péteur, podrías haberte comprado
por lo menos un panecillo para matar el
hambre.
—Ay, cualquier tendero habría visto
que el penique es tan falso como yo —
respondió Fitzfarris—. Es un centavo
mexicano que una vez me endosó un
rufián. Tendría que haber sabido
entonces que estaba perdiendo
facultades. Vámonos a ese pasaje y
acabemos de una vez.
—Un momento —dijo Edge—. ¿Has
estado en México?
—Bueno, no exactamente. —Dio una
ojeada al uniforme de Edge—. Estaba en
la frontera, en Fort Taylor, cuando
vosotros los soldados volvíais de allí.
Fui a venderos el tónico Buen
Samaritano del doctor Hallelujah
Weatherby para que pudierais curaros la
gonorrea contagiada por las señoritas,
antes de volver a los brazos de vuestras
novias.
Rouleau no pudo evitar la risa y
Mullenax preguntó, esta vez sin gruñir:
—¿Y fue bien? ¿Les curó la
gonorrea?
—Espero que sí. El líquido me
había fallado miserablemente como
revitalizador del cabello, analgésico,
eliminador de callos, alivio de las
molestias femeninas… y no sé qué más.
—Se volvió de nuevo hacia Edge—.
No, soldado, mi extraño aspecto no data
de México. Tuve el buen sentido de
permanecer al margen de aquella guerra.
Sin embargo, me vi envuelto en esta más
reciente y fue una bala perdida lo que
me dio este aspecto pintoresco que tengo
ahora.
Edge lo contempló un momento y
luego dijo a los otros:
—Muchachos, creo que podemos
pasar por alto el breve desliz de un
honrado veterano, ¿verdad? ¿Y quizá
ofrecerle un bocado y un trago? —Los
otros dos asintieron con bastante
cordialidad—. Allí hay un bar y tengo
un poco de dinero secesionista de
Florian, si el dueño quiere aceptarlo.
El tabernero lo aceptó, quizá por
miedo a los cuatro corpulentos
ejemplares que entraron en su bar. Ni
siquiera intentó encajarles el vino local
o la cerveza de calabaza, únicas bebidas
que estaban a la vista, sino que fue a
buscar detrás del bar un cuñete de
genuino whisky de las montañas. Y
cuando le pidieron comida, fue a la
trastienda y volvió con huevos cocidos y
rebanadas de pan rancio untado con
manteca. Mientras Fitzfarris devoraba el
yantar y lo regaba con whisky, hizo a sus
nuevos compañeros un rápido bosquejo
de su historia.
—En diferentes épocas he vendido
acciones, bonos, participaciones en
minas de oro y toda clase de seguros. He
solicitado fondos para sociedades
benéficas inexistentes. He comerciado
con un ungüento que garantizaba a los
negros una piel blanca, o de cualquier
otro color. Cuando fallaba todo lo
demás, siempre podía llenar de líquido
unos frascos vacíos y pegarles las
etiquetas del doctor Hallelujah. Sin
embargo, no puedo vender un curalotodo
cuando he de ir exhibiendo este defecto
demasiado evidente. Por definición, un
estafador tiene que inspirar confianza y
la mejor manera de inspirarla en los
demás es tenerla en uno mismo. Pero
¿cómo diablos puedo irradiar confianza
ahora?
—Humm —murmuró Rouleau,
pensativo, y bebió un sorbo de whisky.
—Y peor aún, el estafador debe
tener la fisonomía anónima, corriente y
vulgar que yo tenía antes. Diez minutos
después de vender algo a un cliente, no
me podría haber distinguido entre un
grupo de sus propios familiares. Ahora,
en cambio, soy visible como un caníbal
en un coro de iglesia. Ni siquiera
serviría para ratero. Los caballos se
encabritarían al verme. Los niños
llorarían.
—Tal vez deberías considerar otra
línea de actividades —sugirió Rouleau.
—Bueno, siempre hay los pedidos
por correo —dijo Fitzfarris con
expresión sombría—, si el servicio
postal vuelve a funcionar alguna vez.
Podría solicitar clientes anunciándome
en el periódico.
—¿Cómo se puede irradiar
confianza y todo eso en un anuncio por
palabras? —preguntó Edge.
—En una ocasión —dijo Fitzfarris
— en que estaba sin trabajo y no tenía
capital, me crucé con un buhonero que
vendía cintas para el pelo a dos
centavos la unidad. Eran cintas muy
bonitas, de todos los colores, que
medían dos centímetros y medio de
anchura y sesenta de longitud. Pensé:
tendría que haber un mercado más
provechoso para estas cosas. Así que le
abordé, regateé un poco y le compré
todas las existencias a un centavo y
medio la cinta.
Hizo una pausa para comer huevo y
beber un sorbo de whisky.
—¿Y qué pasó luego? —preguntó
Mullenax—. Apuesto algo a que las
vendiste a chicas negras por un precio
exorbitante.
—No, señor. Las vendí a hombres
jóvenes (de qué color, no lo sé, ya que
sólo los traté por correo), y las vendí a
un precio muy exorbitante.
—¿A hombres?
—Te pregunto, amigo Mullenax:
¿cuál es la preocupación principal y
profunda de todos los muchachos? El
temor de haber perdido la virilidad, de
haberse debilitado e incapacitado para
el matrimonio a causa de su práctica en
la niñez del… —Se interrumpió para
mirar a su alrededor. En el bar sólo
estaban ellos y el tabernero, que fingía
una total falta de interés. No obstante,
Fitzfarris bajó la voz y añadió en un
murmullo confidencial—:… del vicio
solitario y abominable de la
masturbación.
Mullenax hipó y preguntó en voz
alta:
—¿Qué diablos es eso? —Rouleau
se inclinó para murmurar en su oído y
Mullenax dijo—: Ah, eso. El pecado
doméstico.
—Con el dinero que me quedaba —
continuó Fitzfarris— hice imprimir algo
y también puse un par de discretos
anuncios en el periódico, invitando a
todos los jóvenes preocupados sobre el
estado de su virilidad a enviar una
muestra de orina, que el doctor
Hallelujah Weatherby analizaría de
forma gratuita. Pues bien, me inundaron
completamente de muestras, lo cual no
me hizo muy popular en la estafeta de
correos.
—Ni muy rico, diría yo —observó
Edge—. ¿Qué intención tenía? —El
doctor Hal envió a cada remitente un
análisis alarmante, impreso por
anticipado, claro, que decía, más o
menos: «Sí, estimado amigo, su muestra
contiene indicios inconfundibles de que
ha abusado de la nefasta costumbre. No
tardará en sufrir pérdida de cabello, de
dientes, de visión, de mente y de
potencia». Iba incluido un certificado
que daba derecho al paciente de recibir
a vuelta de correo, previo el pago de
siete dólares en efectivo, una cura
garantizada de su enfermedad, con
devolución del dinero si no quedaba
satisfecho.
—¿Las cintas?
—Una cinta para cada cliente.
Mientras tanto, a medida que los ganaba,
invertía parte de los giros de siete
dólares en más anuncios. El negocio
llegó a ser lucrativo, hice un montón de
dinero, hasta que consideré prudente
dejar el timo y la ciudad.
—No lo comprendo —dijo Rouleau
—. Una poción, tal vez, como su tónico
Samaritano, o una píldora o algo
parecido. Pero… ¡una cinta!
—Cada cliente recibía instrucciones
con su cinta. Todas las noches debía
juntar las muñecas y atarlas con ella. Es
evidente que de este modo no podría
menear su… quiero decir, masturbarse,
y el ingenioso invento del doctor
Weatherby le curaría en seguida de tan
pernicioso hábito.
En el bar hubo un silencio largo,
expectante e inquisitivo. Al final fue el
tabernero quien no pudo soportarlo más
tiempo y preguntó:
—¿Y lo hizo?
—¿Curar a alguien? Lo dudo, señor.
¿Ha intentado alguna vez atarse juntas
las dos manos?
—Bueno… pues entonces debió de
recibir muchas reclamaciones, exigiendo
la devolución del dinero.
—Oh, sí, y algunas en un lenguaje
muy subido de tono. Envié a cada
demandante una misiva en que le remitía
a la letra pequeña de la garantía. Su
dinero le sería devuelto en cuanto
mandase al doctor Weatherby tres
declaraciones juradas, con la
correspondiente firma (una de su
ministro, una de un miembro de su
propia familia y una de cualquier
comerciante importante de su
comunidad), en la que cada uno afirmase
que el sujeto era de hecho un
masturbador notorio y que, pese a la
ayuda profesional del doctor Weatherby,
continuaba masturbándose. Nunca volví
a tener noticias de ninguno de ellos…
Le interrumpieron las estentóreas
carcajadas del tabernero que, cuando se
recobró, vertió generosas dosis de
whisky en todos sus vasos y en el suyo
propio y anunció:
—Bebed, muchachos, esta ronda es
a cuenta de la casa. No me había reído
tanto desde antes de la guerra, cuando un
pastelero huyó con la esposa del
predicador. Lo gracioso fue que el
predicador Dudley se lanzó en su
persecución y fue él quien resultó
muerto por un rayo. Buena suerte,
señor…
—Ex cabo Foursquare John
Fitzfarris.
—Dígame, señor Foursquare, ¿saca
algo de su ocupación aparte de
diversión, dinero y enemigos para toda
la vida? ¿Es así como se le puso la cara
mitad azul, mitad normal? Se parece
bastante al predicador Dudley cuando le
llevaron a su casa.
—No, señor —contestó Fitzfarris en
tono desabrido, aunque con cortesía—,
un rifle defectuoso explotó y me salpicó
media cara de pólvora caliente. La
pólvora negra incrustada bajo la piel
parece azul. Un trabajo casi tan limpio
como si me hubiese tatuado a propósito
de la nariz a la oreja y de la raíz de los
cabellos a la clavícula.
—Diablos —dijo el tabernero—,
podría dedicarse al circo.
—De hecho —observó Rouleau—,
nosotros tres nos dedicamos al circo. Yo
soy acróbata de pista. El coronel es
tirador y el pirata amaestra jabalíes.
—Vaya, esto es extraordinario —
dijeron a la vez el tabernero y Fitzfarris.
—El Floreciente Florilegio de
Florian florece ahora cerca del
cementerio negro. Estoy autorizado para
ofrecerle un empleo, monsieur
Fitzfarris. Espere. Attendez. —Levantó
una mano—. Antes de pegarme,
escúcheme. Ser un Hombre Tatuado es
preferible, por lo menos, a una carrera
de ladrón que roba la comida a
sirvientas menores de edad.
—Dios Todopoderoso —murmuró
Fitzfarris—, me alegro muchísimo de
que mi anciana madre y todos mis
mentores hayan muerto. Pensar que
llegaría a ser invitado a figurar como
monstruo en un espectáculo.
—No lo desprecie —dijo Rouleau
—. Un circo ambulante ofrece a un
hombre amplias oportunidades de…
¿cómo lo diría?, de ejercitar todos sus
talentos. Además, permítame añadir,
nunca se queda en un sitio demasiado
tiempo…
—Bueno, tal vez… —dijo Fitzfarris,
pensativo.
Una hora después, Florian, acariciando
satisfecho su pequeña barba, preguntó a
Fitzfarris:
—Si le disgusta el sobrenombre de
Hombre Tatuado, ¿qué le parece si le
contratamos como Hombre Gallo?
Fitzfarris respondió, con
resignación:
—Esto es como dudar entre ano y
recto para hablar del culo. Llámeme
Hombre Tatuado.
Y así, durante el intermedio del
programa del lunes, la gente de
Winchester oyó a Florian anunciar, fuera
del pabellón:
—¡El explorador más gallardo de
nuestro tiempo! Damas y caballeros, les
presento a sir John Doe, el Hombre
Tatuado. Por razones que pronto sabrán,
sir John prefiere no revelar su
verdadero nombre, porque lo
reconocerían como uno de los más
nobles de los pares ingleses.
El público miró con la boca abierta
a Fitzfarris, envuelto en la capa negra
del coronel Ramrod, tanto para ocultar
sus viejas ropas civiles como para dar
mayor realce a su cara bicolor. Intentaba
parecer lo más inglés posible, con la
mitad de la cara color de carne y la otra
mitad azul.
—Mientras exploraba osadamente la
parte más remota de Persia —explicó
Florian a gritos—, sir John osó también
enamorarse de una favorita del sha
Nashir, la hermosa princesa Shalimar, y
llegó a introducirse en las habitaciones
más íntimas del harén, en el palacio del
sha, para cortejar a la princesa.
Desgraciadamente, sir John fue
sorprendido y capturado por los eunucos
del harén, y la romántica aventura tuvo
un final trágico.
Florian se pasó el pañuelo por los
ojos. Fitzfarris permanecía en actitud
estoica.
—El airado sha desterró a la bella
princesa a la cumbre de una montaña
lejana, donde aún languidece en la
actualidad. Y sir John sufrió el castigo
que ustedes ven. El cruel sha Nashir
mandó a sus fuertes eunucos negros que
sujetaran a este hombre valiente
mientras le quemaban la mitad de la cara
con las llamas azules del terrible fuego
bengalí. Ahora sir John recorre el
mundo como el Hombre Tatuado, reacio
a volver a su propio país (incapaz de
regresar jamás al lado de su adorada
princesa), llevando la marca indeleble
de su amor convertido en tragedia.
Florian volvió a secarse los ojos y
varias mujeres sollozaron.
—Sir John es el único hombre
occidental que ha entrado jamás en un
harén persa y salido vivo de él. Y está
dispuesto a contar su aventura. Si
algunos de ustedes, caballeros, desea
gastar la mísera cantidad de diez
centavos, o diez dólares confederados,
sir John le relatará todos los
escandalosos secretos del harén, de las
doncellas tomadas por la fuerza, de los
eunucos mutilados, de las concubinas
voluptuosas. Como es natural, las damas
y los jóvenes no querrán oír semejantes
cosas, de modo que, si me acompañan,
los guiaré hasta el Hombre Cocodrilo,
un horrible ser descubierto en las orillas
del Amazonas…
Por lo visto, a ningún miembro
masculino del público le sobraban diez
centavos o dólares, o no sentía
curiosidad por los secretos del harén,
así que fueron con Florian y las mujeres
a contemplar a Abner Mullenax, que
rugía en el suelo.

Cuando la caravana del circo abandonó


Winchester a la mañana siguiente,
Fitzfarris, que viajaba al lado de
Rouleau, en el asiento del furgón de la
utilería, dijo:
—¿Sabes una cosa? Por Dios que
siempre había creído tener un pico de
oro, pero el tal Florian se lleva la palma
en descaro, poca vergüenza y falta de
decoro.
—Eh, bien —se echó a reír Rouleau
—, todavía recuerdo que cuando era un
Primero de Mayo, hace mucho tiempo,
Florian me dijo que nunca debíamos
dejarnos llevar por el decoro, el
precedente, la moralidad o las
convenciones, que no son más que
recetas para la banalidad. Creo, Fitz,
que tú y Florian os vais a llevar como
hermanos.
Florian, a la vanguardia de la
caravana en el carruaje, con Edge
cabalgando a su lado, dijo:
—Ese tipo Fitzfarris, ¿al lado de
quién hacía la guerra cuando sufrió esa
curiosa desfiguración?
—No se me ocurrió preguntarlo —
contestó Edge— y dudo de que le
creyera si me lo dijese. En cualquier
caso, me imagino que esos detalles ya
no importan. —Señaló—. Ahí está el
cruce de George Town, si aún quiere ir a
Baltimore por el camino más corto.
Florian dirigió a Bola de Nieve
hacia el camino que se desviaba hacia el
este del Pike. Era un camino de tierra
dura, de superficie mucho mejor que la
estropeada carretera de macadam por la
que habían circulado. Sin embargo, sólo
torcer a la derecha pareció asestar el
golpe de gracia a uno de los carromatos,
porque se oyó un crujido de madera y
luego una sarta de maldiciones. Florian
detuvo a Bola de Nieve y miró hacia
atrás. Se había roto una rueda trasera de
la carreta que llevaba el globo. La
carreta quedó ladeada y la mitad de su
parte posterior al nivel del suelo; las
varas casi levantaban las patas del mulo
de carga. Mullenax yacía en medio del
camino, agitando un puño.
—¡Maldita sea, estos días no hago
más que revolcarme en el polvo!
Los otros hombres se congregaron a
su alrededor para evaluar los daños.
—El carro se secó demasiado bajo
tu almiar, Abner —dijo Roozeboom—.
Tiene todos los radios sueltos. Debí
haber sumergido estas ruedas en algún
arroyo del camino. Es culpa mía.
—Bueno, la rueda no se ha roto —
observó Tim—, sólo desprendido.
Puedes arreglarla, holandés.
—Ach, ja. He arreglado todas las
ruedas de esta caravana. Sin embargo,
esto significa arreglarla primero,
encontrar luego un arroyo o un río y
dejarla en remojo toda la noche.
—Por suerte, es el único carromato
del que podemos prescindir —dijo
Florian—. El resto de la caravana puede
viajar mientras la arreglas.
Intervino una voz nueva:
—¿Es yanqui alguno de vosotros?
Se volvieron y vieron a un hombre
que los miraba desde el otro lado de una
valla de hierro. La valla estaba cubierta
de madreselva en flor, que despedía un
olor delicioso. El hombre era flaco y
tenía los cabellos grises, pero iba
aseado e incluso bien vestido para el
tiempo y el lugar. A sus espaldas se
extendía una pendiente que había sido un
prado pero que ahora estaba cubierta de
malas hierbas, podridas y fétidas. En la
distante cima de la ladera se veía una
mansión señorial con columnas de dos
pisos, rodeada de vetustos robles.
—No, señor —contestó Florian—.
Algunos somos europeos emigrados,
pero el resto son todos leales sudistas. A
mi lado está el coronel Edge, de la
caballería confederada, así como el
sargento Yount y el cabo Fitzfarris…
—Yo soy Paxton Furfew, antiguo
ayudante de la Home Guard del condado
de Frederick, ahora retirado —se
presentó el hombre, hablando con el
acento suave del virginiano de buena
cuna—. Perdonen mi exabrupto antes de
la invitación, pero ¿les gustaría
descansar aquí en Oakhaven mientras
reparan su carromato? La señora Furfew
y yo no podemos soportar a los yanquis,
pero agradecemos la compañía de
personas más decentes. Quizá guste a las
señoras de su grupo pasar una noche en
un dormitorio auténtico y nuestra mesa
es bastante recomendable, dadas las
circunstancias.
—¿Cómo no? Es muy gentil por su
parte, señor —respondió Florian—.
Creo poder decir, como director de esta
empresa, que todos aceptamos su
invitación con celeridad y el
agradecimiento más sincero.
—Nosotros somos los agradecidos,
señor. Nunca hemos invitado a un circo
ni a un elefante. Si continúan por el
mismo camino, encontrarán la entrada de
la avenida. Dejen el carro averiado
donde está; algunos de nuestros negros
quitarán esta parte de valla y lo
arrastrarán hasta nuestras dependencias.
Su carretero encontrará allí una herrería
con una fragua y todas las herramientas
que pueda necesitar.
Algo perplejos y llenos de
admiración, los miembros de la
compañía siguieron el camino que
lindaba con la finca, franquearon un arco
de hierro forjado y columnas de piedra,
donde se leía el nombre de «OAKHAVEN
», y enfilaron una avenida ligeramente
sinuosa entre paredes de follaje espeso
y descuidado, que antes había estado
cubierto de flores. La casa, cuando por
fin llegaron a ella, resultó ser más
grande de lo que parecía desde el
camino, pero había sufrido un gran
deterioro: la pintura se desprendía, las
ventanas estaban rotas y tenían parches
de cartón, el estuco de las columnas de
madera estaba tan resquebrajado que
recordaban las ruinas romanas. Los
señores Furfew los esperaban en la
veranda; ella era tan regordeta como
flaco su marido. Aunque iba igualmente
bien vestida —con una voluminosa falda
de miriñaque y gran profusión de
volantes— y aunque tenía la misma voz
suave, su manera de hablar era tan
rústica como precisa la de él.
—Ninguno de ustedes es yanqui, han
dicho —fue su saludo a los invitados.
—Y muy contentos de no serlo,
madame —respondió Florian—.
Aquellos de nosotros que no luchábamos
por Dixie Land, sufrimos al menos por
ella durante toda la guerra.
—Es lo que digo siempre —comentó
ella—. Los yanquis pueden haber
ganado terreno ahora, pero no tienen
nada más. No han derrotado al espíritu
del sur. ¿No es lo que digo siempre,
señor Furfew?
—Siempre, querida —murmuró él.
Y añadió, dirigiéndose a la compañía—:
¿Quieren entrar y refrescarse? Los
mozos de establo se ocuparán de sus
animales y acomodarán a su hombre de
color.
Una colección de negros, la mayoría
descalzos, todos vestidos con gastado
algodón casero y todos callados y
serviles como si nunca hubieran oído
hablar de la Emancipación, se acercaron
a coger la mayoría de las riendas, pero
dejaron, murmurando y tapándose los
ojos, al elefante y a Trueno, que tiraba
del carromato de la jaula, para que
Hannibal y Roozeboom los condujeran a
los establos. Mientras los otros
miembros del circo se apeaban de sus
vehículos —las mujeres intentando
mostrarse regias y delicadas como si se
apearan de carrozas en un baile de la
corte—, la señora Furfew continuó su
diatriba:
—Como estamos justo en la frontera
enemiga, ya hemos visto demasiados
yanquis. Esos rufianes estuvieron a
punto de destruir Oakhaven. Cuéntaselo,
señor Furfew.
—Los yanquis casi destruyeron
Oakhaven —repitió él, con paciencia,
mientras entraban en el vestíbulo, que
era inmenso pero carecía de muebles—.
Saquearon, rompieron…
—Y destruyeron lo que no podían
llevarse. Háblales de la araña y de los
retratos, señor Furfew.
Él indicó vagamente el techo y las
paredes.
—Aquí en el vestíbulo había antes
una araña con muchos prismas de cristal
y una galería de retratos de la familia
Furfew. Los yanquis…
—Bajaron la araña y los prismas
que no se rompieron los colgaron de los
arneses de sus caballos como adorno.
Entonces sacaron una lata de alquitrán y
pintaron bigotes a la abuela Sofronia y a
la tía Verbena del señor Furfew. Los
estropearon. Los antepasados
masculinos ya llevaban bigotes, así que
los yanquis los destrozaron con sus
bayonetas. Háblales de los relojes y los
libros, señor Furfew.
Él suspiró.
—Se llevaron todos los relojes,
excepto el de péndulo, que era
demasiado grande para acarrearlo, así
que lo destrozaron tirándolo escaleras
abajo. Quemaron todos nuestros libros,
incluyendo una Biblia centenaria que
contenía la crónica de todos los
nacimientos, muertes y bodas de los
Furfew. También quemaron todos los
otros documentos familiares, títulos de
propiedad de tierras y de esclavos, todo
lo que constaba por escrito. Ahora,
querida, tal vez sea mejor que
acompañes a las señoras arriba y
ordenes a las doncellas que les lleven
agua para lavarse.
La señora Furfew parecía más
inclinada a continuar la lista de
desmanes, pero siguió a Sarah, Clover
Lee y Magpie Maggie Hag por la larga
escalera curvada, que debía de ser un
elegante adorno del vestíbulo cuando
aún no le faltaban muchos balustres de
la barandilla y hasta algunos peldaños.
—Deben perdonar la estridencia de
Leutitia, caballeros —dijo en voz baja
el señor Furfew, indicando con un gesto
a su esposa, que subía la escalera detrás
de las otras mujeres—. Miren sus
zapatos. De satén, pensarán. Sí, pero el
satén procede de viejas cajas de
sombreros, despegado cuidadosamente.
La blusa negra que lleva era la tela de
un paraguas. Ah, los pequeños y
lastimosos fingimientos y las pequeñas y
valerosas gracias de la destitución. Si
parece obsesionada por el odio hacia
los yanquis, Dios sabe que ha tenido
suficientes provocaciones.
—Bueno, supongo que deberían
felicitarse de tener todavía una casa —
observó Florian—. Para no mencionar a
los criados. Me sorprende que no
huyeran con los yanquis.
—Creo que todos temen demasiado
a Leutitia —dijo el señor Furfew, con
una risita no del todo irónica.
—¿Qué yanquis fueron los que
saquearon la casa, señor? —preguntó
Fitzfarris.
—Casi todas las tropas regulares
que pueda nombrar. Las de McClellan,
Banks, Shields, Milroy. Banks acuarteló
aquí a sus oficiales, quizá la razón por
la cual no quemaron la casa. Y, como es
natural, vimos de vez en cuando a
algunos de nuestros jefes confederados;
Jackson y Early han cenado en nuestra
mesa. Recientemente, desde que se
marchó ese maldito Sheridan, han
pasado por aquí grupos de pillaje para
llevarse lo que dejaron los soldados.
Los últimos rufianes, hace una semana,
al no encontrar nada de utilidad,
destrozaron lo que pudieron. Miren esto.
Los condujo a una estancia que
debía de ser el antiguo salón, aunque su
único mueble era ahora un gran piano de
cola.
—Es un Bósendorfer con acción
Erard —dijo—. O lo era.
Levantó la enorme tapa y todos
miraron hacia dentro. Los últimos
saqueadores habían usado los restos del
alquitrán con que antes destrozaran los
retratos de familia de los Furfew,
derramándolo sobre los macillos y
cuerdas del piano.
—Fils de putain —murmuró
Rouleau—. Totalmente estropeado.
—Creo, señor, que antes ha
mencionado que perteneció a la Home
Guard local —dijo Edge.
—Sí, maldita sea. Demasiado viejo
y débil para servir. Ni siquiera tenía un
hijo para enviarles, y casi lo único que
pude hacer en la Home Guard fue
compartir nuestras tristes experiencias
con nuestros vecinos. Al principio
intentamos salvar las joyas de Leutitia,
la plata de su familia y cosas similares
enterrándolas en el corral. Pero los
yanquis ya conocían este truco. Ni
siquiera se molestaban en cavar todo el
terreno, limitándose a hundir sus rifles
en la tierra hasta que tocaban algo.
Entonces obligaban a cavar a nuestros
negros. Así, pues, cuando Oakhaven
gozó de un intervalo sin ocupación,
escondimos todo lo que tenía algún
valor debajo de los retretes, a mucha
profundidad, y bajo el montón de
estiércol del establo. Conseguimos
salvar una buena cantidad de productos
enlatados, tubérculos e incluso grano, y
aconsejé a nuestros vecinos que hicieran
lo mismo. Oh, a propósito, he dicho a
Cadmus que dé de comer a sus animales.
Parecen hambrientos.
—¡Oh, mi querido señor! —exclamó
Florian—. Esto es mimarlos demasiado.
Pero su bondad sobrepasa los límites de
la hospitalidad. Esto debo pagárselo.
El señor Furfew pareció nervioso y
echó una ojeada hacia el vestíbulo.
—Por Dios, hombre, si lleva dinero
federal no se atreva a enseñarlo aquí.
Hemos jurado gastar y aceptar
únicamente dinero confederado hasta
que no quede ningún otro recurso.
—El caso es que puedo pagarle con
algo de este último.
El señor Furfew rechazó la idea,
agitando la mano.
—Un día pasó por aquí un yanqui
lisiado y cuando nuestro niño negro le
dio un poco de agua, el soldado le
alargó un penique. Leutitia cogió el
penique y lo lanzó contra el hombre.
Luego azotó al chico con una rama de
abedul, casi hasta hacerle sangrar, por
aceptarlo. —Suspiró—. Pero, como ya
he dicho, ha sufrido muchas
provocaciones.
—Desde luego, la guerra y todo lo
demás es una gran provocación —
confirmó la señora Furfew cuando se
sentaron todos a comer alrededor de una
mesa de tijera improvisada y sin mantel,
con un surtido de platos de madera y
hojalata y con unos cubiertos todavía
más variados—. Tengo la sensación de
que Oakhaven ha sido profanado.
¿Saben que cuando aquellos sucios
oficiales yanquis se alojaron aquí
tuvieron el descaro de traerse con ellos
a sus fulanas de Washington? ¡Esas
mujeres yanquis duras y vulgares!
Como es natural, la ropa de cama que
los oficiales no robaron cuando se
fueron, ¡nosotros la sacamos afuera y la
quemamos! Por esto, señoras, sólo
podemos ofrecerles unos camastros, y si
la ropa les parece un poco gris, piensen
en el gris confederado.
Edge miró de reojo a Sarah y Clover
Lee, aquellas duras y vulgares mujeres
yanquis, pero ellas miraban con
modestia sus platos y Edge sospechó
que no habían dicho ni un «maldita sea»
desde que habían entrado en la casa.
También se dio cuenta del aspecto
grotesco que ofrecía la compañía
circense sentada en torno a una mesa en
un ambiente pasablemente civilizado.
Había dos hombres con la cabeza
rapada y brillante, uno con un fiero
mostacho de morsa, el otro con una
barba negra todavía más fiera; el
director, esbelto y elegante, de barba
plateada; un individuo flaco, de hombros
altos, que habría pasado por un típico
patán virginiano de no ser por el
siniestro parche negro en un ojo; dos
hombres jóvenes, bastante apuestos,
pero uno de ellos con media cara
sombreada de un azul permanente; un
enano cuya cabeza llegaba apenas a la
mesa; una mujer rubia y bonita, una
muchacha rubia y bonita y una bruja
cuya nariz y barbilla, aunque apenas
visibles bajo la capucha que no se quitó
ni para comer, parecían tijeras cuando
masticaba. Y por último, él mismo,
Zachary Edge, fuera cual fuese su
aspecto. No era extraño, pensó, que la
pequeña mulata que servía la mesa los
mirase con ojos suspicaces y muy
abiertos cuando les acercaba cazuelas y
bandejas.
Florian tragó un bocado del
suculento estofado y dijo:
—Lamento todas sus privaciones,
madame, pero debo decir que sabe usted
arreglarse muy bien con ellas y sacar el
máximo partido de sus provisiones. Esta
comida es deliciosa.
—Gracias, mesié. Sí, nuestra tía
Phoebe sabe hacer maravillas con pocos
ingredientes. Sólo me gustaría que
enseñara buenos modales a su
escandalosa prole. —Levantó la voz
para hablar a la muchacha que en aquel
momento servía tomates asados en el
plato de Yount—. ¡Tú, señorita! Estás
sirviendo al caballero por la derecha.
¡No se sirve por este lado! ¡Ven aquí,
tunanta!
La chica, que no tendría más de doce
o trece años y cuyo color no era más
oscuro que el de un cervato, puso los
ojos en blanco y gimió:
—Zeñora, nunca apenderé. ¿Cómo
pue el lao deresho estar equivocao?
—¡Cierra la boca! —El rostro de la
señora Furfew se tiñó del color de la
berenjena, con lo cual era más oscuro
que el de la mulata—. ¡Te he dicho que
vengas aquí, estúpida!
La muchacha rodeó la mesa de mala
gana para que la señora Furfew pudiese
alcanzarla y propinarle un cachete. La
chica dio un respingo e hizo ademán de
irse, pero la señora Furfew gritó:
—No, señorita, eso no. Quiero
oírlo. Hincha las mejillas, tal como te he
enseñado.
La chica hinchó las mejillas,
aclarando todavía más su tez, y la
señora Furfew le propinó otro cachete,
que esta vez resonó con más fuerza que
todas las bofetadas de Tim en la pista
del circo.
Mientras todos los demás
permanecían en silencio, confundidos, el
señor Furfew alivió la tensión,
volviéndose hacia Florian para
preguntarle el destino de la caravana
circense.
—Baltimore, señor, a este lado del
agua. Tenemos intención de llevar
nuestro Florilegio hasta Europa… si
podemos cambiar nuestro dinero
secesionista para los pasajes. —Florian
vio que el señor Furfew fruncía el ceño
y dijo en seguida en tono conciliador a
la señora Furfew—: Tenemos que hacer
dinero, pero estamos decididos a no
ganarlo trabajando en tierra yanqui.
Ella no había enrojecido e incluso
asintió con aprobación.
—Comparto sus sentimientos. Mi
querido hermano perdió la vida en
Tennessee, pero ya he dejado de
llorarle. Ahora envidio a Henry, se lo
digo de verdad. Luchó por la causa, que
es más de lo que podemos decir las
mujeres. Sólo hemos podido resistir,
tratar de salir adelante.
—En Petersburg —dijo Yount— las
damas de la ciudad solían aprovechar
los momentos de calma para visitar el
frente e inspirar a los soldados. —Lo
dijo con acritud, pero la señora Furfew
no pareció darse cuenta—. Solían
llevarnos tractos con objeto de impedir
que jugásemos o maldijéramos o
hiciéramos cosas impropias. Sólo luchar
y matar, como era nuestro deber.
La señora Furfew volvió a asentir
con aprobación.
—Sí, nuestro trabajo era inspirar.
Las débiles mujeres no podíamos hacer
muchas más cosas. Por esto envidio a
Henry. Él, por lo menos, pudo morir por
aquello en lo que creía.
Fitzfarris preguntó con languidez:
—¿Y qué era, señora?
—¡Cómo! Pues, el sur, naturalmente.
Por la cultura, los principios y la moral
del sur. Henry debe de sentirse
orgulloso y bueno de haber muerto por
eso. ¿No lo cree usted así, cabo?
—No lo sé, señora. He visto muchos
muertos y ninguno parecía orgulloso de
estarlo. Me imagino que Henry sólo está
contento de descansar por fin, sin
peligro de que vuelvan a dispararle.
—No le dispararon, cabo. Su
coronel envió una hermosa carta de
condolencia, diciendo que Henry murió
de disentería.
—¡Ah! Entonces apuesto algo a que
aún está más contento. Yo también tuve
diarrea una vez y…
La señora Furfew se indignó de
repente.
—¡Para usted es muy fácil hablar!
¡Oh, los vivos pueden permitirse el lujo
de criticar a los muertos, ¿verdad?, y
despreciar a la gloriosa causa! ¡Todos
ustedes pueden perdonar y olvidar la
guerra porque son ustedes quienes la han
perdido! —Volvía a estar del color de la
berenjena—. ¡Pero las mujeres del sur
no olvidaremos jamás a la causa!
¡Nosotras no nos hemos rendido, no
hemos desertado y nunca lo haremos!
—Vaya, vaya —dijo Florian,
intentando calmar los ánimos—. Pastel
de fruta para postre. ¿No cesarán nunca
los milagros? Tan apetitoso como el
resto de la comida. Su cocinera es un
verdadero tesoro, madame.
La señora Furfew palideció un poco
y aceptó a regañadientes el cambio de
tema.
—Sí, Phoebe hace un pastel de fruta
bastante tolerable, teniendo en cuenta
que no tiene más ingredientes que
nueces, picamineros y granos de
pimienta.
—Creo que iré en persona a felicitar
a la dama chef —dijo Florian—. ¿Me
permite?
Esperó la condescendiente
inclinación de cabeza de la señora
Furfew y huyó de la mesa en dirección a
las dependencias de la cocina.
Sin embargo, la anfitriona no sufrió
más berrinches y los comensales se
dispersaron sin discusiones ulteriores.
La señora Furfew insistió en que «todas
las señoras» siguieran la costumbre
inviolable de las bellezas sureñas de
retirarse a sus habitaciones para hacer la
siesta. Roozeboom se fue a la herrería
para arreglar la rueda de la carreta y los
otros hombres salieron a fumar a la
veranda y luego se dividieron en grupos
de dos o tres.
El señor Furfew hacía un discurso a
Trimm y Edge:
—… Sí, Jeff Davis fue muy
criticado, pero, caballeros, el presidente
Davis conocía el carácter del sur. Sabía
que para un acuerdo amistoso entre
nosotros y el norte, el sur tenía que
ganar la guerra. O, si no podía ganarla,
tenía que ser derrotado, derrotado de
verdad, de una manera total.
—Y así ha sido —gruñó Tim.
—Sí, hemos perdido. Pero, ¡ah, qué
lucha tan maravillosa! Fitzfarris decía a
Rouleau:
—Nuestro anfitrión es un caballero
cultivado y ella parece una familia de
cerdos dándose aires de grandeza.
¿Cómo crees que llegaron a juntarse
esos dos?
—Tiens, me inclino a sospechar que
se conocieron en un bosque —contestó
Rouleau—, cuando él le quitó una
espina de la pezuña. Mullenax decía a
Yount:
—Esa mujer está como una cabra.
Espero que no se hayan vuelto locas
todas las mujeres de Dixie.
—Si estas mujeres quieren continuar
la guerra después de que haya terminado
—gruñó Yount—, por mí, que lo hagan.
Quizá la señora Furfew necesita zapatos
y está resentida por ello. Pero no he
visto que a ninguna mujer le falten
piernas, ni siquiera en Petersburg.
—Ni ojos —añadió Mullenax—. No
cabe duda de que fuimos los hombres
quienes perdimos la guerra… pero
también perdimos mucho más. Estoy
contigo, Obie. Esas malditas vejestorias
pueden quedarse con la maldita guerra.
En el ala de la cocina, separada de
la casa principal por un pasaje techado,
Florian había felicitado cumplidamente
a la cocinera, Phoebe Simms —una
mujer grande, rechoncha, de un negro
brillante—, dedicándole muchas
alabanzas, y ahora, con un destello en
los ojos, la sometía a un interrogatorio
con intenciones seductoras:
—¿No ha pensado en viajar, tía
Phoebe, ahora que es libre para hacerlo?
—No haber ningún sitio que me
llame —respondió ella de buen humor,
mientras lavaba los platos—, y tener
obligaciones aquí.
—No creo que se sienta muy
obligada con la señora Furfew. He visto
cómo trata a sus criados.
—Por lo menos, nos alimenta.
—Usted la alimenta a ella, tía
Phoebe. Hay personas que valorarían
más sus servicios, la tratarían mejor y le
demostrarían el respeto que merece. Y
le darían un puesto de más categoría que
el de criada.
—¿Cuál?
—Podría ser artista de circo. Una
atracción estrella.
Ella rió, haciendo temblar toda su
adiposidad.
—¡Ja, ja! ¿Yo con mallas, mas’
Florian, saltando de un lado a otro? Una
ves vi un sirco y admiré la agilidad de
las damas. Pero hay leyes que no fallan:
yo ser negra y gorda.
—La necesito exactamente por esto.
Le ofrezco una posición digna. Nada de
disfraces y nada de saltos. Se sentaría
sencillamente en una plataforma para ser
admirada. La Única Dama Gorda del
Florilegio de Florian. Incluso la
ennobleceré con un título… ¡Madame
Alp!
—Nadie llamar señora a una negra.
De todos modos, todo esto ser una
tontería. Yo no estar mucho más gorda
que la señora.
—Pero es mucho más impresionante.
Su magnífica piel negra contribuye a
ello. Le pagaría bien y…
—¿Me pagaría? ¿Usted hablar de
dinero contante y sonante, massa?
—Pues, claro. Podría ser poco
durante un tiempo, hasta que lleguemos
al norte, donde está la verdadera
riqueza. Pero, sí, le pagaría y vería
nuevas tierras casi a diario y tendría
todos los derechos y privilegios de una
mujer liberada.
—Dios mío, Dios mío…
—Y tampoco olvidaríamos sus otros
talentos. Puede cocinar para nosotros,
igual que aquí. Y le garantizo que lo
sabremos apreciar mejor. Para empezar,
comería con nosotros, no en un rincón.
Todos los miembros del circo son de la
familia. Puede preguntarlo a nuestro
respetado compañero negro, Hannibal
Tyree.
—Bueno… ya hemos hablao un poco
—admitió Phoebe— cuando le he dao
algo de comer. Parese muy felís y habla
con muchas ínfulas para ser un negro.
—Pues, ya lo ve. ¿Qué más puedo
decirle?
—Pero… ¿qué hay de mis niños,
mas’ Florian?
—¿Eh?
—De mi prole. Domingo, Lunes,
Martes y Quincy.

—¿Es así como pronuncia Miércoles?


—preguntó Edge cuando Florian le dio
la noticia, muy excitado.
—El chico es de diferente carnada.
Sólo tiene ocho años. Pero las chicas…
—Señor Florian —dijo Edge, con
tolerancia—, he dado un vistazo a la tal
tía Phoebe. Ya tiene usted el enano más
alto del mundo. ¿Quiere ahora a la
señora gorda menos voluminosa?
Diablos, en el condado de Rockbridge,
una de cada tres mujeres engorda más
que Phoebe Simms en cuanto ha
enganchado a un marido.
Florian hizo un ademán
despreciativo, al estilo del señor
Furfew:
—Maggie Hag puede acolcharla
hasta darle dimensiones de hipopótamo.
Es probable que en Europa no hayan
visto nunca una mujer gorda negra. Pero
escucha esto, Zachary. Las tres chicas
tienen trece años… ¡son trillizas
idénticas! Y guapas, además. Ya has
visto la que ha servido a la mesa. En
realidad, yo no tenía idea del golpe
espléndido que estaba preparando. No
sólo adquirimos a una mujer gorda, sino
también a tres bonitas mulatas ¡que son
trillizas! ¡Ningún circo puede alardear
de una atracción semejante! El niño
Quincy es más negro que Abdullah, pero
siempre podemos encontrar trabajo para
otro hindú.
—Es curioso. ¿Cómo pudo esa
mujer parir toda una carnada de rosas
amarillas y después un único negro
azulado?
—No he sido tan grosero como para
preguntar cosas tan íntimas. Pero antes
perteneció a otro amo y quizá entonces
era más delgada y bonita. Él debía de
ser guapo, a juzgar por el resultado.
Probablemente el hecho habría pasado
inadvertido, incluso para la esposa de
aquel hombre, si Phoebe hubiese parido
sólo una hija mulata, pero trillizas…
toda la vecindad debió de enterarse, así
que él se apresuró a venderla junto con
sus hijas. El pequeño Quincy negro
nació aquí en Oakhaven. Supongo que el
mozo de cuadra Cadmus es el padre.
—Bueno —dijo Edge—, no puedo
acusarle de robar esclavos; ahora son
todos negros libres. Pero ¿no siente
ningún remordimiento por corresponder
así a la hospitalidad de esta gente?
—Oh, sí, claro, lo lamento por el
señor Furfew, cuyo único placer en la
vida deben de ser las comidas de
Phoebe. Pero creo que privar de él a la
señora justifica el crimen.
—No puedo discutir este punto —
respondió Edge—. Incluso una vida de
gitana será mejor para estas niñas que
crecer aquí. ¿Cómo piensa hacerlo?
—La familia Simms no posee más
que lo puesto, así que no vienen
cargados de equipaje. Lo único que
tendrán que hacer mañana, justo después
del desayuno, será escabullirse hasta el
extremo más lejano de la finca y saltar
la valla. Los recogeremos allí. Y ahora
que tenemos la carreta del globo,
tenemos un vehículo para que viajen y
duerman. Sólo cubriremos el globo con
una lona protectora. Lo único que quiero
es haber recorrido bastante distancia
antes de que los echen de menos y nos
persigan.
—Esto no es problema —dijo Edge
—. Después de hacer unos doce
kilómetros, cruzaremos la frontera de
Virginia del Oeste. Aunque los Furfew
tuvieran un derecho legal, ningún
abogado de Virginia podría hacerlo
valer allí.
—¡Ah, bien, bien! —exclamó
Florian, muy contento, frotándose las
manos—. Raramente la Dama Fortuna ha
dispuesto tan bien sus bendiciones a
nuestro favor. Caramba, con todos estos
negros podríamos incluso tener nuestro
propio coro de Cantores Etíopes… pero
¡no, no, no! Todos los espectáculos los
llaman así. —Reflexionó brevemente—.
¡Ajá! ¡Los Hotentotes Felices! ¿Qué tal
te suena, Zachary?
Edge se limitó a suspirar y decir:
—Ya no me sorprende nada.

Sin embargo, algo le sorprendió después


del desayuno del día siguiente. Los
miembros del circo estaban expresando
a todos su gratitud y preparándose para
la marcha, cuando la señora Furfew
llamó aparte a Edge y le dijo:
—Coronel, en su calidad de oficial
confederado de más graduación de su
grupo, quiero enseñarle algo. Me
gustaría que mesié Florian también lo
viera. Y quizá sería mejor que trajeran
consigo una palanca y a alguien fuerte
para usarla.
Extrañado, Edge fue a buscar a
Florian y Yount. Cuando la señora
Furfew se hubo cerciorado de que nadie
los miraba, condujo a los tres hombres
detrás de la casa, más allá de las
dependencias, al otro extremo de un
campo en barbecho que cruzaron
tropezando con viejos rastrojos de maíz.
Al final llegaron a un soto, que no había
sido talado para ocultar a la vista un
antiestético montón de pedruscos,
tocones, ramas muertas y otros desechos
de los campos.
—Mesié —dijo la señora Furfew—,
usted ha dicho que quería cambiar su
dinero confederado por dólares yanquis.
—Hizo un gesto a Edge y Yount—.
Empiecen a apartar la maleza y esos
tocones y verán lo que encuentran.
Todavía extrañados, obedecieron, y
después de trabajar un rato descubrieron
la parte trasera de un furgón blindado,
pintado de azul, que tenía una forma
poco corriente. Edge retrocedió,
asombrado, exclamando:
—¡Es un furgón Autenrieth! Su
interior está equipado con
compartimentos y casillas. Los yanquis
los usaban casi siempre como
ambulancias. Pero, mira, Obie, las
iniciales de éste: «P. D.» ¡No
Departamento Médico, maldita sea, sino
Departamentos de Pagos! Señora, no sé
cómo llegó esto aquí, pero es el furgón
del cajero de alguna unidad.
—Eso es —respondió ella—.
¿Pueden abrirlo?
—¿Sabía que estaba aquí? ¿Sabía
qué era? —preguntó Edge, mientras
Yount examinaba la puerta con candado
y barra de hierro.
—Claro que lo sabía. Mandé a
Cadmus y otros chicos que lo ocultaran
aquí. Por favor, no lo mencionen al
señor Furfew. Ahora, mesié, hablemos
de ese dinero suyo…
—Pero, ¿de dónde lo sacó? —
persistió Edge, perplejo.
—Era del pequeño Phil Sheridan. En
cualquier caso, de la parte de su ejército
que estuvo aquí en febrero y se dirigía al
este. Se le rompió la llanta de una rueda
y el resto de la columna continuó sin él,
esperando que ya los alcanzaría cuando
estuviera arreglado. Los yanquis me
ordenaron que les diera de cenar
mientras Cadmus intentaba repararlo.
Había el conductor, un teniente y dos
funcionarios que llevaban gafas.
Supongo que Sheridan aún los busca y
los tiene en la lista de desertores, pero
están bajo el montón de basura, si
desean verlos.
—¿¡Qué!? —exclamaron a la vez
Edge y Florian.
Yount miró a su alrededor, con los
ojos muy abiertos, pero siguió
trabajando en la puerta.
—Phoebe les preparó la comida y
yo misma la recogí de la cocina, pero
pasé por el invernadero y eché verde de
Schweinfurt en la comida.
—¡Madame, eso es arsénico! —
exclamó Florian, horrorizado.
—Bueno, mata los gusanos del
jardín, así que pensé que también
mataría a los yanquis de barriga azul, y
así fue. Estaban en la herrería después
de comer, viendo trabajar a Cadmus,
cuando cayeron y empezaron a
retorcerse. El señor Furfew piensa que
siguieron su camino y alcanzaron a los
otros y yo prefiero que siga pensándolo.
—Ah, ejem… sí —murmuró Florian,
con voz ahogada. Se oyó un fuerte
chasquido al ceder la aldaba del
candado a la palanca de Yount y luego
un crujido sordo cuando abrió la puerta
de metal—. Pero, señora Furfew, ¿por
qué nos revela el secreto a nosotros?
—Ustedes tienen dinero
confederado. Se lo compro.
—¡Por Dios Todopoderoso que
puede hacerlo! —gritó Yount, que estaba
en el interior del furgón, en el estrecho
pasillo entre estanterías y cajones—.
¡Aquí debe de haber la paga de un mes
de toda una división! ¡Todo en billetes
verdes de los Estados Unidos!
—La felicito, madame —dijo
Florian—. Esto le servirá de mucho en
la restauración de Oakhaven…
—Que el Señor me fulmine si gasto
un solo penique de este dinero —
respondió ella con firmeza—. Los
tenderos de la comarca saben que sólo
pagaré en billetes confederados. Por eso
quiero los suyos.
—Celebraré complacerla, madame.
¿Piensa pagarme al cambio oficial o al
acostumbrado?
—Le daré un dólar por dólar.
Cuando Florian recobró la voz,
murmuró una plegaria en una de sus
lenguas nativas, algo que Edge y Yount
no le habían oído hacer nunca:
—Ich mache mir Flecken ins
Bettuch… Ejem, quiero decir, madame,
que nuestros fondos incluyen muchos
dólares confederados. Una cantidad que
sobrepasa los nueve mil. Si los
cambiara por dólares federales en
cualquier otro lugar, valdrían sólo unos
noventa… —La señora Furfew había
empezado a adquirir de nuevo el color
de la berenjena, así que Florian dejó de
protestar y añadió—: Con perdón,
madame, si me lo permite, lo consultaré
con mis colegas…
Florian, Edge y Yount se apartaron
un poco y el primero confió en un
murmullo:
—Esta criatura debería estar en una
jaula. Hice transacciones fraudulentas en
mis tiempos, pero vacilo en
aprovecharme de una loca santificada y
certificada.
—Nueve mil dólares verdaderos nos
llevarían sin duda hasta Europa —
murmuró Edge—, y quizá aún nos
sobraría algo para pagar sueldos.
—Sí, pero… ¿beneficios mal
adquiridos? ¿Y manchados de sangre,
por añadidura?
—Escuche, señor Florian —gruñó
Yount—. No suelo insubordinarme, pero
déjeme decirle una cosa. Yo no tendría
escrúpulos en desollar a esta vieja
cerda. Corra a buscar esos billetes sin
valor mientras yo la ayudo a contar los
verdes que llenan esos cajones. Y si
todavía le remuerde la conciencia
cuando vuelva, yo me encargaré de
realizar la transacción.
Así se hizo y luego, por orden de la
señora Furfew, los tres hombres
volvieron a amontonar los desechos del
bosque sobre el furgón. Cuando
regresaron a la casa, los bolsillos de la
levita de Florian abultaban
visiblemente… con nueve mil
doscientos veinticuatro dólares en
billetes genuinos y válidos de los
Estados Unidos… y ninguno de los tres
hombres fue capaz de mirar a los
sinceros ojos del señor Paxton Furfew
cuando le estrecharon la mano en señal
de despedida.

La caravana del circo mantuvo un paso


lento mientras bajaba por la avenida y
seguía la carretera que bordeaba la finca
de Oakhaven, pero allí donde la valla se
separaba del camino para marcar los
límites de la propiedad, Phoebe Simms
y sus cuatro hijos esperaban, tal como
habían convenido. La caravana se
detuvo y Mullenax ayudó a los negros a
subir a la carreta del globo, cubierto por
una lona. Entonces Florian llamó:
—Ahora, ¡a paso ligero! —Sacudió
las riendas y puso a Bola de Nieve al
trote y todos los animales que iban a la
zaga intentaron seguir su ritmo—. Nunca
—dijo Florian a Edge, que iba a su lado
en el carruaje— había hecho tantos
negocios sucios en una sola mañana. ¡Ja,
ja! Y nunca me he sentido tan feliz en mi
condición de pecador empedernido.
—Tengo que darle la razón. El
dinero es algo magnífico, y ahora que he
visto subir a bordo a la familia Simms,
creo que también ha sido una buena
adquisición. El niño es sólo una mancha
de tinta y su mamá no es un monstruo
sensacional, pero las tres rosas
amarillas se parecen como tres gotas de
agua.
—Espera a verlas vestidas con
lentejuelas, Zachary… y ahora nos
podemos permitir este lujo. Estarán tan
bonitas como rosas amarillas
auténticas. Si podemos sacarlas de
aquí.
—Si los yanquis saquearon la casa
de los Furfew hace sólo una semana, no
creo que la ley tenga mucha fuerza en
esta región fronteriza.
—Diablos, no es la ley lo que me
preocupa ahora. Me aterra,
simplemente, que esa mujer pueda
perseguirnos.
—Nos almidonaría y plancharía, no
cabe duda. Sin embargo, en los lugares
donde no impera la ley, hay que
preocuparse de los que están fuera de
ella. Tal vez se ha fijado en que no
hemos tropezado con nadie en esta
carretera. Parece que el pueblo llano la
evita.
Fueron al trote unos cinco
kilómetros más. Entonces el camino
empezó a ascender por la suave ladera,
así que reanudaron el paso habitual y
Edge habló de nuevo:
—Estamos subiendo hacia el
Limestone Ridge, que marca los límites
del estado y la frontera internacional.
Cuando lo hayamos cruzado, estaremos
en Virginia del Oeste.
—El estado más nuevo de Estados
Unidos —musitó Florian.
—Sí, todo un nuevo estado —dijo
Edge, y movió la cabeza—. He visto
muchos cambios provocados por esta
guerra.
—Tonterías —replicó Florian—.
Este trozo de tierra que tenemos delante
puede haber cambiado de nombre, pero
sigue siendo el mismo trozo de tierra.
Has estudiado historia, Zachary.
Señálame una guerra que haya causado
un cambio en la faz de la tierra que siga
siendo visible y significativo al cabo de
un siglo o dos.
—Así, de repente, no se me ocurre
ninguna.
—No, porque las cosas que
provocan cambios, cambios
irreversibles, suelen ser menos
dramáticas y más insidiosas. Puedo
enseñarte un par de ellas aquí mismo.
Mira esa línea de ferrocarril que
discurre en dirección paralela a la
nuestra y los cables de telégrafo
suspendidos encima de ella. La
locomoción rápida y la comunicación
remota están cambiando el mundo.
Cuando la gente pueda trasladarse con
rapidez y facilidad de un sitio a otro,
todos los malditos lugares dignos de
visitarse estarán ocupados y rebosantes
de gente. Cuando todos puedan hablar
por telégrafo con cualquier persona en
cualquier lugar del mundo, te apuesto lo
que quieras a que hablarán. Y
criticarán, venderán, predicarán y harán
discursos. Durante tu vida, Zachary, no
habrá apenas un lugar en este planeta
donde puedas estar libre de la gente y de
su parloteo.
Edge dijo que probablemente tenía
razón, y la idea le hizo enmudecer.
Prosiguieron en silencio durante un rato
y al final dijo:
—Hubo un tiempo en que hice lo
posible para detener la extensión del
ferrocarril. Donde Obie y yo estuvimos
con los comanches, el batallón solía
destrozar las vías férreas para
interrumpir las líneas de suministro
yanquis. Levantábamos los raíles,
hacíamos una gran hoguera con las
traviesas, poníamos los raíles sobre el
fuego hasta que se calentaban y
ablandaban y luego los enroscábamos en
torno a los árboles, donde se
solidificaban. También volábamos
puentes, pero eso era más por deporte
que con fines prácticos.
—¿Por qué?
—Bueno, parece ser que todos los
puentes de hierro de América se hacen
en Cleveland, Ohio. Y un ingeniero de
Cleveland inventó la manera de hacer
puentes portátiles, en pequeños
segmentos que los yanquis podían
transportar y después unir y convertir en
puentes dondequiera que se necesitasen.
De esta forma reconstruían los puentes
casi tan de prisa como nosotros los
volábamos. —Rió y añadió—: En una
ocasión volamos un tramo de túnel. Lo
hicimos tan a conciencia, que
arrastramos con él a toda la colina. Pero
cuando el polvo se hubo disipado, uno
de nuestros muchachos dijo: «Qué
diablos, los yanquis traerán otro túnel de
Cleveland, Ohio».
Florian también rió, pero paró en
seco cuando vio lo que Edge estaba
haciendo. Había abierto la funda del
revólver de su cadera derecha y ahora,
sin sacar el arma, la amartilló con el
conocido y ominoso triple clic. Entonces
dejó la pistola donde estaba, dentro de
la funda, con la culata mirando hacia
adelante, en la posición habitual de la
caballería, pero con la mano derecha
descansando sobre esa culata.
—Creía que siempre llevabas el
arma sin amartillar, para más seguridad
—dijo Florian.
—Es otra clase de seguridad la que
me preocupa ahora. He dicho que este
territorio podía estar fuera de la ley.
También he encargado a Obie que tenga
preparada mi carabina, por si acaso. Y
es mejor que se lo diga: desde que nos
hemos separado de la finca Furfew, nos
siguen tres jinetes por los campos de la
derecha del camino. Se mantienen detrás
de los árboles, de modo que sólo los he
vislumbrado, pero continúan estando
cerca.
—¿Por qué no has dicho nada? No
deben preocuparte mucho sus
intenciones.
—Es probable que adivinemos sus
intenciones cuando lleguemos a la cima
del Limestone Ridge… que es cuando
iremos más despacio. Me imagino que
nos esperarán en el otro lado de la
cumbre.
Y así fue. Los hombres habían
desmontado y dejado los tres caballos
bloqueando el camino, de modo que los
carromatos no pudieran pasar entre
ellos. Entonces uno de los hombres
levantó una mano y gritó amablemente:
—Deténganse un momento, amigos.
Nos gustaría hablar con todos ustedes.
Florian dijo con amargura:
—Debería haber sabido que
teníamos demasiada suerte. Aquí es
donde lo perdemos todo.
—Tire despacio de las riendas para
que los otros carromatos se detengan
muy cerca de nosotros —le aconsejó
Edge en voz baja.
Los tres hombres del camino eran lo
bastante feos para ser saqueadores o
bandidos o cualquier otra clase de
indeseables. Iban sucios, se habían
cortado las barbas con el método del
hacha y vestían un variado surtido de
guerreras yanquis y rebeldes, botas y
gorras de visera, diversas prendas
raídas de vestuario civil, cinturones y
bandoleras de cartuchos modernos. Sólo
mostraban cierta elegancia en dos
aspectos: sus caballos eran animales
magníficos, aunque llevaban sillas
Grimsley, viejas y anticuadas. Y cada
uno de ellos iba armado, además de la
pistola al cinto, con una carabina de
repetición Henry recién pavonada.
Sosteniendo con soltura esta armas, pero
con las manos sobre palancas y gatillos,
los hombres cubrieron el camino. Uno se
quedó directamente enfrente de Bola de
Nieve, otro se acercó lentamente al
carruaje de Florian y el tercero abordó a
Edge, diciendo:
—Quédate donde estás, soldado. No
quiero ver moverse esa mano izquierda
en dirección a la funda.
—No queremos parecer hostiles —
dijo en tono lisonjero el hombre que
estaba junto a Florian—, pero los
tiempos son difíciles y uno encuentra
personajes muy brutos por estos
caminos.
—¿Qué podemos hacer por ustedes,
caballeros? —preguntó Florian con voz
serena.
—Los hemos visto salir de esta
plantación, unos kilómetros más atrás —
dijo el hombre, aproximándose—.
Nosotros también hemos estado y salido
igual de pobres que antes de entrar.
Gentes muy poco hospitalarias y tacañas
como el demonio.
—Sí, malditos sean —dijo el
hombre que estaba en el mismo lado de
Edge, acercándose más a él—. Y la
única hembra era tan fea que hubiera
asustado al perro de una carnicería. Uf,
uf. —Escupió un chorro de jugo de
tabaco.
—En cambio ustedes —dijo el otro
a Florian, acercándose aún más, como si
se preparase para saltarle encima— han
salido muy contentos, como si acabaran
de emborracharse y de joder, y
disfrutaran de una repentina
prosperidad.
—Sí —añadió el de Edge,
volviendo a escupir más saliva de color
ámbar—. Nos preguntábamos si nos
hemos perdido algo y ustedes se lo han
llevado todo. De todos modos, en la
tartana viajan dos pasajeras muy
bonitas… ¡Oye! ¿No te conozco,
soldado? —Se quedó plantado ante
Edge, mirándole con fijeza—. Un hijo
de perra, ja, ja. ¿Acaso no eres Zachary
Edge, el que solía ser un comanche?
Edge contestó, en el mismo tono de
chanza:
—Claro que lo soy. Ja, ja. ¿Cómo
estás, Luther? —Y le disparó al vientre.
Edge no había hecho ningún
movimiento repentino ni visible; en
realidad, había disparado con el
revólver boca abajo. Con la mano
derecha descansando sobre la culata y el
dedo anular de la misma mano dentro de
la funda, sobre el gatillo, sólo tenía que
torcer la funda un poco hacia arriba y
disparar por su angosto extremo abierto.
Antes de que Luther terminase de caer
de espaldas sobre el camino, se oyó el
pesado ¡bum! de la carabina Cook del
carromato de Yount en la retaguardia de
la caravana, y el salteador que estaba
junto a Florian hizo una súbita pirueta y
también se desplomó. Mientras tanto, el
retroceso de la pistola de Edge la había
empujado hacia atrás, sacándola de la
funda. Ahora la tenía en la mano, boca
arriba, amartillada de nuevo, antes de
que el tercer hombre, que estaba a cierta
distancia, pudiera comprender lo
sucedido… y Edge tuvo tiempo de
apuntar y dispararle al pecho. Los tres
rápidos disparos fueron seguidos por
varios débiles gritos femeninos, de
Clover Lee y dos o tres de las hembras
Simms.
Cuando Edge saltó del pescante, a
través de la nube de humo azul, Sarah
Coverley se asomó a la ventanilla del
carruaje, con los ojos muy abiertos.
—Dios mío, Zachary —dijo,
admirada y horrorizada al mismo tiempo
—, ni siquiera nos habían amenazado.
Él la miró de soslayo.
—A veces es aconsejable ablandar
un poco a un hombre antes de que llegue
a la fase de las amenazas.
Con la Remington amartillada y lista
otra vez, fue a agacharse con cautela
sobre cada uno de los hombres. Al que
había herido en el pecho y el que tenía
la caja torácica atravesada por la bala
de Yount, ya habían muerto, pero Luther,
tendido de espaldas sobre el camino,
estaba aún vivo y abría y cerraba la
boca como un pescado. Cuando Edge se
inclinó sobre él, dijo, furioso:
—Me he tragado el maldito tabaco.
No te lo tragues nunca, capitán Edge. Te
da un horrible dolor de estómago.
—Mereces que te duela, sargento
Steptoe. Nunca valiste nada como
soldado y no has mejorado como
salteador de caminos. Habrías tenido
una muerte mejor en Tom’s Brook.
—Mierda, no fui el único que echó a
correr en Tom’s Brook, como deberías
saber mejor que yo. ¡Ay! Por Dios
Todopoderoso, ¡este tabaco me quema el
estómago!
—Te lo aliviaré —dijo Edge, y
volvió a disparar.
Los otros hombres de la compañía
se habían apeado de los carromatos y
ahora iban a echar una ojeada a las
víctimas, mirando de reojo a Edge y
Yount con expresiones de auténtico
respeto.
—Vaya, que me maten si lo entiendo
—exclamó Yount—. Pittman, Steptoe y
Stancill. Creía que habían muerto hacía
tiempo. Conque así es como han
acabado.
—¿Por qué los conocíais? —
preguntó Florian, con voz algo insegura.
—Ya le hablamos de aquella batalla
en que los comanches nos dispersamos
—explicó Yount—. Estos tres figuraban
entre los hombres que no volvieron a
incorporarse. Deben de haber salteado
los caminos desde entonces. —Hizo una
pausa, reflexionó y luego dijo—: Casi
me gustaría volver atrás para contárselo
a la señora Furfew, a fin de que pudiera
repartir la culpa que sólo achaca a los
yanquis.
Rouleau preguntó a Edge, indicando
al difunto sargento Steptoe:
—¿Tuviste que dispararle dos veces,
ami? ¿No podría haber vivido?
—No. Un minuto más y habría
empezado a gritar y retorcerse. Un
hombre herido en los intestinos puede
tardar horas en morir. ¿Habrías querido
sentarte a cogerle la mano todo este
tiempo?
—Bueno, ¿los dejamos donde están?
—preguntó Mullenax—. ¿Para que los
buitres den cuenta de ellos?
—Será mejor que no —contestó
Edge. Escudriñó el horizonte—. Podrían
ser la avanzadilla de un grupo mayor. Si
así fuera, y los encontraran… bueno,
somos las únicas personas que han
pasado por aquí, así que sus compinches
podrían salir en nuestra busca.
—De todos modos, señor Florian,
ahora tiene tres buenas monturas —dijo
Fitzfarris—. Ninguna de las tres lleva
ninguna marca, del ejército u otra
cualquiera. Tire las sillas, que son
viejas e inservibles, y lo más probable
es que nadie vea en los caballos otra
cosa que animales de circo. Y también
encontraremos alguna utilidad para estas
armas. Zack, podrías usar un rifle de
repetición Henry en tu número, en lugar
del de un solo disparo. Los revólveres
son dos Colts y un Joslyn.
—Estupendo —contestó Florian,
asumiendo el mando—. Sir John, recoge
las armas y municiones. Capitán
Hotspur, desensilla los caballos y
engánchalos a los tres primeros
vehículos. Monsieur Roulette, trae
algunos trozos viejos de lona.
Envolveremos los cadáveres y los
colocaremos en el furgón de la carpa.
Después, ya podremos seguir.
Cuando se pusieron de nuevo en
marcha, Florian dijo a Edge:
—Bueno, ha sido un día afortunado,
gracias principalmente a ti y a Obie. —
Como Edge no decía nada, Florian le
miró de soslayo—: ¿Tienes
remordimientos, muchacho? Tengo
entendido que esos hombres no eran
exactamente amigos íntimos tuyos, pero
comprendo que se trataba por lo menos
de antiguos conocidos.
Edge negó con la cabeza.
—Los habría fusilado un pelotón de
ejecución después de Tom’s Brook, si
los hubieran cogido. Por vergonzosa que
sea la retirada, no es un crimen, pero
esos tres siguieron corriendo. Eran
desertores, renegados y es obvio que se
habían convertido en algo peor desde
entonces.
—Pues sí —dijo Florian, pensativo
—. Después de ver lo que hicieron con
el magnífico piano de los Furfew, puedo
adivinar qué habrían hecho a Sarah y
Clover Lee.
—Los bastardos pensaron que nos
tenían en sus manos y yo no estaba
dispuesto a esperar a que nos mataran.
No siento ningún remordimiento.
¿Cuánto tiempo piensa acarrear sus
cadáveres? Con este calor, no se
conservarán muy bien.
—Los enterraremos cuando
lleguemos a Charles Town.
—Esto podría suscitar algunas
preguntas.
—No me refería a un entierro
ceremonioso. No; existe un antiguo
método circense para deshacerse de
estorbos potenciales. Cuando
preparemos la pista, plantaremos debajo
a los difuntos. Al cabo de tres o cuatro
funciones, con la ayuda de los caballos y
el elefante, los rufianes estarán bajo una
tierra bien pisoteada. No es probable
que alguien los resucite para hacer
preguntas.
11
En Charles Town encontraron el antiguo
hipódromo disponible para acampar y
Florian puso a los hombres a trabajar
sin pérdida de tiempo, por lo que
erigieron el pabellón a la luz del
crepúsculo y luego, en la oscuridad,
prepararon la pista. Tuvieron que cavar
muy hondo para colocar los cadáveres
de los salteadores y después nivelar
bien la tierra para poder amontonar el
borde a su alrededor. Cuando la
compañía se sentó por fin a cenar en
torno a la hoguera, comieron bien,
porque Phoebe Simms ya se había hecho
cargo del trabajo culinario e hizo
maravillas con los escasos víveres del
circo, al igual que hacía con los de los
Furfew. Después de la cena, los
hombres y Magpie Maggie Hag
encendieron sus pipas, Abner Mullenax
pasó una de sus omnipresentes jarras y
Florian gritó:
—¡Acercaos todos! Tengo que
anunciar algo. ¡Hoy es día de paga! Toda
la compañía prorrumpió en vítores.
Florian encontró en el suelo una
vieja ripia y, con su rotulador, escribió
en ella complicados cálculos; entonces
empezó a sacar billetes verdes del fajo
que le había dado la señora Furfew. Los
artistas incorporados en último lugar
recibieron la paga completa, que no era
mucha. Edge y Yount, por ejemplo, que
sólo llevaban tres semanas trabajando,
cobraron veintidós dólares cada uno.
Los miembros originales, integrados al
circo mucho antes de Wilmington,
recibieron una suma mucho mayor, pero
muy inferior a lo que se les debía.
Florian lo reconoció y pidió disculpas
por ello.
—No obstante, si nuestra suerte
continúa (y la afluencia de público),
podré ir reduciendo el déficit poco a
poco. Entretanto, viejos amigos míos,
debéis comprender que la mayor parte
de nuestros ingresos han de reservarse
para pagar los pasajes.
En cualquier caso, todos habían
cobrado en dinero inequívocamente
sólido, así que nadie se quejó. De
hecho, Sarah Coverley declaró su
intención de pasear hasta el barrio
comercial para comprarse, y comprar a
Clover Lee, algo muy frívolo, sólo para
celebrar la ocasión.
—Moderación, querida Madame
Solitaire —aconsejó Florian—. Para el
caso de que nuestra suerte no se
prolongue, os sugeriría a todos que
guardéis por lo menos una parte de
vuestros salarios en la faltriquera
antigua y tradicional. —Sarah se
encogió de hombros y volvió a sentarse.
Florian prosiguió—: Ahora que nuestro
Florilegio está en cierto modo próximo
a la solvencia y ha aumentado en
número, hemos de pensar en la mejor
utilización de nuestra compañía. Si
alguien tiene sugerencias que hacer, las
oiré con sumo gusto. De todos modos,
tengo algunas de mi propia cosecha para
las que solicito la opinión de la
compañía. —Miró a su alrededor—.
¿Algún comentario?
—Bueno, ante todo, ¿qué es una
faltriquera? —preguntó Mullenax.
Sarah explicó, con una sonrisa:
—Es lo que llevaría tu esposa,
Abner, si aún la tuvieras.
—¿Eh?
—Una faltriquera es todo lo que yo
tenía cuando el difunto señor Coverley
me abandonó. Cuando hay una mujer en
un equipo de artistas, en especial si su
marido bebe mucho, suele ahorrar todo
lo que puede. Algunas mujeres se
compran un pequeño diamante de vez en
cuando y lo llevan en una bolsita de
gamuza colgada del cuello. Los
diamantes son fáciles de llevar y
siempre pueden venderse. Así una mujer
siempre tiene dinero cuando lo necesita.
Mullenax murmuró algo sobre las
«hembras presumidas» y luego confesó
que no bebía tanto y se echó otro trago
de la jarra al coleto.
—Muy bien. Ahora mis sugerencias
—dijo Florian—. Primero tú, Madame
Alp.
Phoebe Simms tardó un momento en
comprender que se dirigían a ella.
—Oh… sí, zeñó. —Y rió, encantada
—. Ser difícil acostumbrarme a que no
me llamen tía o mammy.
—Bueno, entre nosotros te
llamaremos como prefieras.
—No importa —contestó ella con
otra risa, ésta un poco triste—. Me han
llamao cariñito y me han llamao puta
negra. Pero yo ser siempre la misma y
saber quién soy.
—¡Ojalá lo supiera más gente! De
todos modos, en nuestra primera función
para el público serás Madame Alp. Sin
embargo, ante todo, quiero que cojas
este dinero y vayas al mercado a
primera hora de la mañana. Llena
nuestra despensa de todas clases de
alimentos básicos, también carne de
caballo fresca para el gato, y compra
todos los utensilios de cocina y de mesa
que podamos necesitar. Compra mucho
de todo porque, cuando seas Madame
Alp y una celebridad, no podrás correr
por ahí y dejar que cualquier patán te
contemple gratis.
—Sí, zeñó, yo ir al mercado.
Florian se volvió hacia Magpie
Maggie Hag.
—Madame modista, me gustaría que
empezaras ahora mismo a acolchar un
magnífico vestido para Madame Alp.
Termínalo cuanto antes mejor. Inventa
también una especie de disfraz para las
trillizas. Sé que te doy mucho trabajo,
Mag, pero por lo menos las tres tienen
las mismas medidas. Y aquí tienes tú
también dinero para ir de compras.
Escoge las telas y los adornos más
vistosos que puedas encontrar en
Charles Town. Has tenido que
contentarte con retales durante
demasiado tiempo.
La vieja gitana murmuró unas
palabras de agradecimiento.
—Después, el coronel Ramrod.
¿Quieres examinar los nuevos caballos
que hemos adquirido? Comprueba si
trabajarán enjaezados.
—Tendrían que hacerlo —respondió
Edge—. Teniendo en cuenta quién los ha
usado, es probable que hayan hecho toda
clase de trabajos. Pero me aseguraré.
—Entonces necesitaremos más
arneses para equiparlos, capitán
Hotspur.
—Ja, Baas. Compraré lo necesario.
—Tengo otro trabajo para ti, capitán.
Como también eres nuestro jefe de
aparejos, quiero que los completes.
Aquí tienes dinero suficiente. Mientras
estás en la ciudad, compra más luces.
—¡Por Cristo! —exclamó
Roozeboom—. ¿Lo dice en serio, Baas?
¿Vamos a dar funciones nocturnas?
¿Puedo comprarlo todo? ¿Araña y todo?
—Todo. Tú decides qué necesitamos
y lo compras. Mañana, damas y
caballeros, por primera vez en esta
temporada, habrá dos funciones… por la
tarde y por la noche. Mam’selle Clover
Lee, aquí tienes mi lápiz y un montón de
carteles. Empieza a añadir al final de
cada uno: «Función de tarde a las 20 h.»
Y Tiny Tim, quiero que salgas mañana
temprano a pegar estos carteles.
Abdullah, tú y Brutus haréis la ronda
habitual, pero grita ahora a la gente que
habrá función de día y de noche.
—Sí, zeñó, mas’ Florian.
—Abdullah, Abdullah, todavía soy
sahib Florian para ti. Y también para tu
aprendiz hindú. Enséñaselo al pequeño
Quincy. No… Quincy no suena muy
hindú. Alí Babá, eso es. A partir de
ahora, profesionalmente es Alí Babá.
—Baas —dijo Roozeboom—, ahora
que tenemos a Mevrou Alp y esos
negritos, no pueden viajar siempre a la
intemperie cuando llueva. Necesitamos
otro carromato.
—Hum, sí, creo que tienes razón.
Muy bien, consigue uno. Lo más fuerte y
barato que puedas. Menos mal que ahora
tenemos suficientes animales de tiro
para todos nuestros carromatos. Y uno
de los caballos nuevos puede encargarse
de arrastrar ese cañón, para que Brutus
no tenga que hacerlo.
—Ja, Baas.
—Todos los miembros de este
espectáculo tienen dos o tres tareas, así
que los caballos nuevos no deben ser
una excepción. Coronel Ramrod, ¿crees
que podrías enseñarles algún número de
circo? Como ahora tenemos más
caballos que jinetes, ¿podrías
enseñarles un número libre?
—Quizá sí, si me dice qué es un
número libre.
—Los caballos trabajando solos, sin
jinete, sin arneses, sólo con plumas
decorativas y cosas por el estilo. Se les
enseña a desfilar y maniobrar al oír una
orden. O mejor, discretas señales de
mano o látigo, de modo que parezcan
hacerlo a su antojo.
—Puedo intentarlo.
—Bien, inténtalo. Si lo consigues,
coronel Ramrod, te ascenderé a uno de
los cargos que ahora desempeño,
director ecuestre, que los profanos
llaman maestro de ceremonias.
—Qué va, no —dijo Edge—. Yo no
tengo su don de la palabra.
—Oh, yo seguiré siendo el orador,
pero tú empuñarás el silbato y un látigo.
Llamar y despedir los números por el
orden debido, incluyendo el tuyo, y con
orden. Encontrar un modo de disimular
cuando algo sale mal. Decidir cuándo
poner fin a un número antes de tiempo o
prolongarlo. Cosas así. Ya aprenderás.
Y en cuanto pueda permitírmelo, doblaré
la miseria que te pago actualmente.
—Florian, mon vieux, ¿te estás
preparando para abdicar? —preguntó
Rouleau—. ¿Vas a agarrar la faltriquera
y echar a correr?
—Au contraire. Estamos más cerca
de convertirnos en un verdadero circo,
no sólo en un espectáculo de tres al
cuarto, y ahora el retén principal tiene
que delegar en otros parte de la
responsabilidad. Lo cual me conduce a
ti, sir John.
Hubo un momento de perplejidad
general, en que todos se miraron entre
sí. Entonces Fitzfarris dio un respingo y
dijo:
—Oh, sí. Soy yo. Diantre, hace tanto
tiempo que sólo me llamaban tía mammy
o cariñín…
—Sir John, tú sí que tienes labia, de
modo que me gustaría encargarte la
supervisión completa de nuestro
creciente espectáculo secundario.
Conviértelo en un auténtico anexo del
programa principal. Al principio te
presentaré y relataré tu trágica historia
para que no tengas que jactarte de ella tú
mismo. Pero luego me haré a un lado y
tú serás el orador. Explicarás cómo se
alimenta al león, te extenderás sobre el
Museo de Maravillas Zoológicas,
contarás cómo capturamos al Hombre
Cocodrilo, presentarás a Madame Alp y
sus… ¿qué?… ¿Las Tres Gracias?
—No, no —objetó Fitzfarris—. Si
he de ser responsable del espectáculo
secundario, quiero curiosidades. ¿Qué
le parece las Tres Pigmeas Blancas
Africanas? ¿Tiene algo en contra de este
nombre, Madame Alp?
—Para mí ellas seguir siendo
Domingo, Lunes y Martes, y yo seguir
siendo mammy para ellas. Ser buenas
chicas y hacer lo que usté diga.
—Muy bien —aprobó Fitz—. Y
permítame hacer otra sugerencia,
Florian. Ha hablado de no dejar que el
público vea gratis a Madame Alp y, sin
embargo, por el camino todo el mundo
puede ver gratis al león.
—Bueno, un león es el circo. Es
como un anuncio —contestó Florian.
—Ya tiene al elefante para eso.
Propongo que tapemos los lados de la
jaula del león mientras viajamos.
—No hay mucha propaganda en una
jaula tapada, sir John.
—Podría haberla. Ahora ese
carromato tiene una palanca de freno
corriente. Ignatz, ¿podría quitarla y
poner en su lugar una muy grande, casi
tanto como un tronco de árbol?
—Ja, pero ¿para qué?
—La gente verá por la carretera esta
jaula tapada y verá sobresalir junto al
conductor esta palanca de freno
monstruosa. Todos se preguntarán qué
diablos puede haber dentro de esa jaula
que sea tan grande, fuerte y peligroso
como para requerir tal medida de
seguridad. ¡Esto sí que es propaganda!
Todas las personas sentadas
alrededor de la hoguera le miraron
fijamente y al final Rouleau dijo en voz
baja:
—Par dieu, este hombre tiene
sangre de circo.
Florian dijo, con admiración:
—Ojalá, sir John, pudiera mandarte
por delante de nosotros como nuestro
heraldo. Por Dios que harías hablar y
escribir sobre nosotros en los
periódicos como si fuésemos P. T.
Barnum. Pero entonces dejaría que la
gente mirase gratis a nuestro Hombre
Tatuado. —Se volvió hacia los demás
—. Bueno, otra cosa que me preocupa
en estos momentos es que tenemos una
gran escasez de música en el
espectáculo. ¿Hay alguien aquí dotado
para tocar algún instrumento?
Phoebe Simms respondió:
—Domingo saber tocar el piano. La
señora enseñarla.
—¡No! ¡Vaya sorpresa! —exclamó
Florian—. ¿De modo que esa vieja
serpiente hizo alguna vez una buena
acción? —Miró a las harapientas
trillizas Simms, que desde el principio
se habían sentado en hilera y sólo
movían los ojos para observar a
quienquiera que tomase la palabra—.
¿Cuál de vosotras es Domingo?
—Yo, zeñó —contestó una de ellas,
indistinguible de las otras.
Las tres llevaban idéntico vestuario:
vestidos informes de percal, con
dobladillos descosidos, al parecer sin
nada debajo; y ninguna iba calzada.
—Domingo, querida, ¿recuerdas lo
que solías tocar?
—Sí, zeñó. Un piano.
—Me refiero a los nombres… los
nombres de las canciones que te enseñó
esa mujer.
Domingo pareció desorientada.
—Tocaba música, zeñó. La música
no ser nada, no tener nombre.
—¿Podrías quizá tararear algo que
recuerdes?
Domingo entornó sus grandes ojos
marrones como una yegua asustada, pero
en seguida empezó a tararear,
tímidamente al principio y más alto
después, hasta que resultó audible.
—Ya sé qué es —dijo Florian—:
Ah, vous dirai je, maman.
—A mí me ha sonado como Brilla,
brilla, estrellita —terció Yount.
—Es la misma canción —dijo
Florian—. Puede no ser una gran
música, pero es internacional. Monsieur
Roulette, quizá puedas enseñarle algo.
Cualquier persona que sepa tocar el
piano puede tocar el acordeón, n’est-ce
pas?
Rouleau se rascó la cabeza.
—Supongo que sí. Sólo hay que
aprender a estrujarlo. Veré si puedo
encontrar uno barato en una casa de
empeños. Entre Domingo y yo podemos
intentarlo. Procuraré al mismo tiempo
mejorar su horrible dialecto y dicción.
—También quiero que los niños sean
algo más que rarezas de un espectáculo
secundario —dijo Florian—. Madame
Solitaire, inténtalo primero con las
chicas. Descubre si están dotadas para
la equitación. Todos nos dedicaremos a
averiguar si tienen algún talento.
Monsieur Roulette, observa a este
niño… Alí Babá. ¿No es ocho años la
edad ideal para practicar el klischnigg?
—¿Contorsiones? Oui. Antes de esta
edad, los huesos se rompen con
facilidad excesiva, y después, los
ligamentos no tardan en perder
elasticidad.
—¿Te encargarías de enseñar a Alí
Babá el arte del maestro en posturas?
—Puedo iniciarle. Doblar el
empeine. Empezar las prácticas
preliminares.
—¡Huy! —gritó débilmente Quincy,
pero nadie le hizo caso.

Roozeboom fue el primero en volver de


la ciudad al día siguiente, conduciendo
el nuevo carromato que había comprado
—otro furgón cerrado, delgado y chato,
similar al de la carpa y casi tan ruinoso
—, y ordenó a Mullenax que le ayudara
a descargar sus otras compras. Había
teas con pabilos bañados en trementina y
unas cuarenta pequeñas linternas de
queroseno, cada una provista de un
reflector de hojalata.
—¿Y qué diablos es esto? —
preguntó Mullenax, gruñendo bajo el
peso, mientras bajaban del furgón la
pieza más grande de las nuevas
adquisiciones.
—Es un candelabro —contestó
Roozeboom.
—Diablos, yo esperaba algo
elegante. Como el que solía tener el
señor Furfew. Todo cristal y prismas.
—Esto lo he hecho yo en una
carpintería. En un santiamén.
—Ya se ve.
Una serie de marcos sin pintar
estaban clavados de modo que formaban
una pirámide de recuadros de tamaño
progresivamente menor, con un aro de
hierro sujeto a la cúspide.
—¡Ven aquí, pequeña! —gritó
Roozeboom a la trilliza más cercana—.
Tú colocarás las velas mientras nosotros
hacemos otro trabajo. —Sacó una
enorme caja llena de velas baratas de
sebo y le enseñó a hacerlo. Encendió
una vela y la usó para ablandar los
extremos de las otras, colocándolas
derechas en torno al perímetro del
marco superior—. Ponlas bien juntas,
tantas como te quepan en este recuadro.
Luego haz lo mismo en el otro. Tienen
que caber más o menos trescientas
velas.
Los dos hombres se fueron a
distribuir las teas y Mullenax descubrió
que las cuatro esquinas superiores de
los carromatos del león y del museo ya
estaban equipadas con casquillos para
sostenerlas. Roozeboom fijó otras teas
en hilera en el suelo, para que sirvieran
de guía desde la calle al patio delantero,
y un par a los lados de la puerta
principal de la gran carpa.
Dentro del pabellón, Roozeboom
enseñó a Mullenax a colocar las
pequeñas linternas de queroseno a
intervalos en torno a la grada inferior de
asientos, con los reflectores dirigidos
hacia la pista para que la iluminaran.
Mientras Mullenax hacía esto,
Roozeboom fue al poste central y
deshizo varios nudos de sendas
abrazaderas para que la botavara
formara ángulo con el poste central y se
aflojara la cuerda de su polea. Cuando
la chica Simms hubo puesto todas las
velas en el candelabro de madera, los
dos hombres lo acarrearon hasta la
tienda y colgaron su aro de la cuerda de
caída. Roozeboom entonó el cántico de
«Arr, arr» mientras lo elevaban hasta el
extremo de la botavara, a unos siete
metros del suelo y necesariamente un
poco descentrado sobre la pista.
—Esta noche lo bajaremos, lo
encenderemos y lo volveremos a subir
—dijo Roozeboom—. Hará bonito, ya
verás. Ahora… también he traído de la
ciudad radios y cubos de rueda, calzas,
lingotes de hierro, grasa para ejes.
Encenderé un fuego de carbón de leña,
buscaré un yunque para el martillo y tú y
yo nos pondremos a reparar de verdad
todas las ruedas de los carromatos.
Estaban sudando, dedicados a esta
tarea, cuando los otros miembros de la
compañía volvieron de la ciudad,
acompañados de una música plañidera y
ruidosa. Jules Rouleau, encaramado
sobre uno de los carromatos, tocaba en
un acordeón la melodía de Frére
Jacques, no muy bien, pero con mucha
fuerza.
—Es casi un placer estar en tierra
yanqui —dijo Yount a todos en general
—. Charles Town no es el centro de la
Creación, pero está mejor surtida que
toda Dixie.
—En efecto —asintió Florian, que
llevaba un sombrero de copa nuevo, de
castor, cuyo aspecto era mucho más rico
que el viejo de seda—. He decidido,
maldita sea, que monsieur le directeur
también merecía un regalo. Voilá, le
chapeau! —Lo hizo resbalar por su
brazo como un malabarista y luego
volvió a ponérselo en la cabeza.
—Es bonito, Baas —elogió
Roozeboom, y en seguida preguntó con
ansiedad—: ¿Tiene carne para
Maximus?
—Medio caballo, o casi —contestó
Edge—. Y para nosotros, algo de buey.
Ni seco ni salado ni ahumado. ¡Buey de
verdad!
—Casi me he herniado llevando las
compras de tía Phoebe —dijo Yount.
Esta anunció, muy complacida:
—Supongo que he vasiao todos los
mercados de la siudá.
—Y Maggie, todas las mercerías —
añadió Rouleau—. No se en cuentran
muchas piezas de tela, pero ha
comprado todas las que había.
—Y veo que tú has conseguido tu
fuelle musical —dijo Mullenax a
Rouleau. Entonces se volvió hacia
Fitzfarris—: ¿Qué hay del fuelle que he
pedido yo?
—Sí, señor, sí, señor —respondió
alegremente Fitz—. Está en esa caja,
con todas mis botellas.
Mullenax sacó una de las jarras, la
descorchó, bebió un sorbo, se lamió los
labios, feliz, y ofreció la jarra al círculo
de hombres.
—¿Cómo es, Fitz, que me has
comprado jarras llenas y para ti sólo
botellas vacías?
—No estarán vacías mucho tiempo.
Son para mi tónico. Y querría pedirte un
favor, Abner. ¿Puedo echar un chorrito
de tu whisky en cada botella? Dará un
poco de autoridad al resto del
contenido.
—Claro. Pero sólo un chorrito. ¿Qué
más pondrás?
—Mag dice que me dará un poco de
tintura de ipecacuana, que también tiene
autoridad, a su manera. Y Clover Lee
dice que acaba de lavarse las mallas
rojas, así que el agua ha adquirido un
bello matiz rosado. No necesito nada
más.
—Dios mío. Agua sucia, una raíz
vomitiva y un chorrito de alcohol. ¿Es
esto el tónico de que has hablado para
curar la gonorrea?
—Oh, no. También tengo un poco de
azafrán. —Se volvió, porque Magpie
Maggie Hag le tiraba de la manga.
—Ven, te daré la ipecacuana. Y otra
cosa, además.
—Y vosotras, chicas, venid a
probaros estos zapatos que os he
comprado —dijo Sarah a las trillizas—.
Entonces os presentaremos a Bola de
Nieve y Burbujas, a ver si os gustáis
mutuamente.
—Y después, Domingo… —dijo
Rouleau—, la que sea Domingo de
vosotras, vendrá conmigo a tocar el
acordeón.
Así, mientras todos se iban
dispersando, Mullenax recuperó su jarra
y la llevó adonde estaba Roozeboom,
que descansaba de sus esfuerzos
apoyado en una rueda del furgón de la
jaula. Mullenax se desplomó a su lado y
le alargó el whisky.
—Gracias, no —dijo Roozeboom—.
No bebo cuando se acerca la hora del
espectáculo.
—Es muy difícil cogerte sin hacer
nada, Ignatz, y quería preguntarte algo.
Todo el mundo prepara números nuevos
y a mí me gustaría ampliar mi
educación. Florian dijo que quizá
estarías dispuesto a enseñarme cómo se
doma a un león.
Roozeboom señaló con el pulgar por
encima del hombro.
—Ahí está el león. Ve a domarlo.
Geluk en gezondheid[13].
—Oh, tonterías. Esa vieja alfombra
ya está más domada que mi abuelo.
—Eso crees. Acércate y saluda a la
vieja alfombra.
Mullenax se levantó y aproximó la
cara a los barrotes de la jaula.
Inmediatamente, Maximus enseñó los
dientes amarillentos y rugió en tono
amenazador. Mullenax retrocedió con
brusquedad, volvió a sentarse, bebió un
sorbo para reponerse y dijo:
—Supongo que esto significa que
está malhumorado. ¿Cómo se sabe
cuándo está de buen humor? ¿Ronronea?
—No, los leones no pueden
ronronear. De todos los grandes felinos,
sólo los cheetahs y los pumas ronronean.
Y no pueden rugir. En cuanto a los
tigres, hacen un ruido que sólo ellos
pueden hacer. Un especie de chuffchuff
que significa buen humor, igual que
ronronear.
—Esto es muy interesante, Ignatz,
pero no me ayuda mucho. Sólo tenemos
un león y todo lo que hace es rugir.
—Los rugidos no significan mucho
para un domador. Los leones pueden
estar enfadados, hambrientos,
juguetones, cualquier cosa. Algunos
dicen que cuando el león menea la cola,
está enfadado. Yo digo, cuidado: cuando
el león se pone rígido, entonces es
peligroso. También digo que, cuando lo
estés domando, recuerda siempre que
miras a cinco bocas, una llena de dientes
y cuatro llenas de zarpas. Te lo aseguro,
Abner, una vez dentro de esa jaula
cuadrada, nunca te aburres.
—Dime lo que hay que hacer. ¿No
hay reglas, como el ABC?
—Probablemente hay noventa y
nueve reglas para los domadores de
gatos. No te puedes fiar de ninguna, pero
aun así, te recitaré unas cuantas.
Primera: Abner, no te acerques ni toques
nunca a un gato con timidez, sino
siempre con firmeza, y nunca de forma
inesperada, por detrás.
—Bueno, esto ya lo aprendí en la
granja. Si tocas de repente a un animal,
aunque sólo sea un cerdo, pega un buen
salto.
—Toca así a un gato y te salta
encima. Recuerda también que si un gato
te muerde, puede soltarte. Pero si te
clava la zarpa, no te soltará nunca. El
mismo Dios le ha hecho así. Cuando el
gato alarga la zarpa para coger algo, los
tendones extienden las garras y las fijan
en posición de gancho. Por esto, incluso
aunque te agarre por casualidad y se
arrepienta, cuando retire la zarpa te
arrancará trozos de carne.
—Está bien. Lo recordaré. ¿Cuál es
la segunda?
—La segunda es, consigue otro ojo.
—¿Eh?
—Un ojo solo, Abner, significa que
no puedes juzgar muy bien la distancia.
Siempre has de saber con exactitud la
distancia que te separa del gato.
Además, muchos gatos, como las
personas, son diestros o zurdos. Has de
llegar a conocer a cada uno para saber
qué zarpa no puedes perder de vista. Un
hombre con un solo ojo… que debe
estar atento a tantas cosas…
—No me puedo hacer crecer otro.
Tendré que correr el riesgo.
—Tercera regla: no corras nunca
riesgos. Cuarta regla: manténte alejado
de eso. —Indicó la jarra de Mullenax—.
Los gatos buscan todos los puntos
débiles y se aprovechan rápidamente de
ellos.
—Oh, diablos. Siempre he trabajado
mejor con un poco de valor holandés.
Roozeboom dijo secamente:
—En holandés, lo llamamos valor
bebido, lo cual significa que no puedes
confiar en él. Pero ven, Abner. Quédate
a mi lado. —Se levantó y acercó a los
barrotes de la jaula—. Dejemos que
Maximus nos vea juntos. Pronto te
aceptará como a un amigo. Entraremos
juntos en la jaula.
Mullenax dejó la jarra y los dos
hombres permanecieron un rato junto a
la jaula, Roozeboom metiendo de vez en
cuando la mano para rascar la cabeza
del león. Al cabo de otro rato, animó a
Mullenax a hacer lo mismo, y el león lo
permitió. Después, sin hacer ningún
movimiento brusco, los hombres se
acercaron a la puerta y la abrieron.
Maximus rugió, pero sólo de un modo
distraído. Roozeboom entró, hablando
en tono suave y persuasivo, y luego se
acercó y pasó una mano afectuosa por la
melena del león, mientras Mullenax se
introducía en la jaula y permanecía,
prudente, en el otro extremo.
Todos estos movimientos fueron
observados con gran interés por una de
las trillizas Simms, que se mantenía a
cierta distancia. Con su absurdo atuendo
de percal deshilachado y flamantes
zapatos de color amarillo brillante,
parecía un bello patito. Mientras
contemplaba a Roozeboom y Mullenax
entrar en la jaula, esbozaba una sonrisa
soñadora, y cada vez que el león rugía,
temblaba todo su cuerpo.
Sarah, Rouleau y Florian la
observaban y este último dijo:
—Esa muchacha está asustada.
—No, está disfrutando —corrigió
Sarah—. Es una niña peculiar. Cuando
la he sentado sobre Burbujas, sin silla
ni nada a que agarrarse salvo las crines,
y he hecho pasear al caballo en torno a
la arena, pensaba que se asustaría un
poco, pero ha dicho: «Me gusta», con
esta misma sonrisa en la cara y el mismo
temblor en todo el cuerpo.
Florian se encogió de hombros.
—Quizá es una équestrienne nata. A
propósito, ¿cuál es?
—Esa es Lunes. Pronto sabrás
distinguirlas. Domingo es la rápida,
animada e inteligente. Lunes es la
soñadora, un poco reservada y extraña.
Y Martes… bueno, es una machacona.
Lo probará todo y es probable que lo
haga bien, pero sin chispa ni esplendor.
—Tal es aproximadamente mi
conclusión —dijo Rouleau—. Ahora
que ya hemos emitido nuestro juicio
sobre ellas, pensemos en cómo
orientarlas.
—Bueno, como es natural —
contestó Florian—, las presentaremos
como un trío en el espectáculo
secundario, pero creo que en la pista
tendríamos que dispersarlas de algún
modo, a fin de que nuestra compañía
parezca más numerosa y variada.
—Bien —dijo Rouleau—. Sarah, tú
e Ignatz lleváis a Lunes y Martes como
amazonas y yo me encargaré de
Domingo y Quincy. El chico promete
como contorsionista y puedo iniciar a la
chica con la misma instrucción básica y
después orientarla hacia la acrobacia de
pista y, más tarde, incluso a la aérea, si
alguna vez tenemos trapecios.
—De acuerdo —aprobó Florian—.
Mientras tanto, ¿son los conocimientos
de piano de la niña extensibles al
acordeón?
—No hemos pasado de Vous dirai-
je, pero creo que Domingo es capaz de
aprender cualquier cosa. Me ha dicho
que espera ser algo en este mundo, algo
mejor que su mammy. Le he sugerido
que podría empezar por llamarla madre
y ya lo hace.
—Tía Phoebe se quedará estupefacta
—comentó Sarah.
—También le he sugerido que hablar
un inglés correcto es otro modo de
prosperar en el mundo, y me ha
peguntado si podía apenderla. He
empezado enseñándole la pronunciación
de «preguntar» y la diferencia entre
aprender y enseñar. Y lo ha
comprendido à l’instant.
—No está mal —murmuró Florian.
—También le enseñaré a leer y
escribir mientras enseño a Clover Lee.
Francés, además de inglés. Las tres
mulatitas son bellas, pero con Domingo
has hecho un gran hallazgo.
Los interrumpió la voz de Magpie
Maggie Hag, llamando:
—¡Eh, Florian, mira qué te traigo!
Se volvieron, y cuando vieron al
desconocido que se acercaba con ella,
sonrieron a guisa de saludo. Entonces, a
medida que el hombre se aproximaba,
sus sonrisas se convirtieron en
expresiones de incredulidad.
—Que me maten si lo entiendo —
murmuró Florian.
—Vaya —suspiró Sarah—. Sir John
Doe.
—¡Maggie Magicienne, has hecho
un milagro! —exclamó Rouleau.
Por primera vez desde que le
conocían, el rostro de Fitzfarris era todo
del mismo color, y este color, todo
humano. Hasta que estuvo delante de
ellos no pudieron distinguir la capa de
cosméticos.
—¿Cómo lo has hecho, Mag? —
preguntó Florian.
—¿Te acuerdas, Barossan, de aquel
payaso que tuvimos en el espectáculo
hace mucho tiempo, en Ohio? ¿Billy
Kinkade? Me dejó sus pinturas faciales
cuando se largó y yo las he guardado
hasta ahora. Este color, Billy el Kink lo
llamaba «ungüento de tez». Siempre se
lo ponía primero, no blanco de zinc
como la mayoría de payasos, antes de
aplicar los colores vivos. He decidido
probar cómo quedaba en sir John.
—¡Es milagroso! —exclamó Sarah
—. Fitz, eres un caballero muy apuesto.
—¿Y sabes qué significa esto, sir
John? —preguntó Florian—. ¡Puedes ser
nuestro parche!
—Es lo que soy, un hombre con un
parche.
—No, no. Nuestro heraldo, nuestro
agente propagandístico, nuestra
avanzada, nuestro aplicador de parches.
—Ah —dijo Fitzfarris,
comprendiendo—. En mi antiguo oficio
se llamaba especialista enjabonador.
—Tendrás que lavarte la cara para
trabajar como nuestro Hombre Tatuado
esta tarde y esta noche, pero nuestra
próxima parada será en Harper’s Ferry,
a sólo nueve kilómetros de aquí.
Mañana por la mañana puedes volver a
ponerte guapo y cabalgar hasta allí para
poner en marcha el aparato publicitario.
De la dirección de Charles Town
llegaba ahora el estruendo del tambor de
Hannibal y Tim Trimm entró en el solar
montando el más pequeño de los
caballos nuevos, llevando sólo su cubo
de pasta y su cepillo.
—Al parecer Tim ha empapelado
toda la ciudad —observó Florian—. Y
ahí llega Brutus precediendo a los
primeros espectadores del día, así que
preparémonos para el espectáculo.
Monsieur Roulette, ¿quieres ayudar a
Maggie a abrir el furgón rojo para la
venta? —Se volvió y llamó a Mullenax,
que en aquel momento bajaba de la jaula
del león—: ¡Barnacle Bill, a tu puesto!
—Mullenax se acercó, un poco sudoroso
pero muy orgulloso de sí mismo—. Me
temo que deberás seguir haciendo de
Hombre Cocodrilo hasta que todas las
otras curiosidades estén disfrazadas
para actuar. —Mullenax dejó de parecer
orgulloso.
—Ah, Abner —dijo Fitzfarris—, te
haré famoso y además será buena
publicidad para todos nosotros. Cuando
mañana cabalgue hasta Harper’s Ferry
haré correr la voz de que el circo se
acerca y agradecerá a todos que estén
atentos porque el Hombre Cocodrilo se
ha escapado. Esto suscitará excitación e
interés, puedes estar seguro.
Los otros miraron a Fitz con
admiración, pero Mullenax sólo rezongó
«Dios mío» y fue a ponerse el traje de
pirata para la primera mitad del
programa.
El público de la función de tarde fue
bastante numeroso, pagó más en dinero
contante y sonante que en especie —
buenos billetes y monedas yanquis— y
supo apreciar el espectáculo. Phoebe
Simms aún no estaba equipada para
aparecer como Madame Alp en el
intermedio, pero Florian y Fitzfarris
decidieron que merecía la pena exhibir a
las trillizas aunque vistieran sus pobres
harapos de percal y zapatos nuevos pero
grandes. Cuando Florian hubo
presentado a sir John Doe y referido la
triste historia de cómo había llegado a
ser un Hombre Tatuado, Fitz tomó la
palabra:
—Y ahora, damas y caballeros, me
cabe el honor de presentarles a mis
infortunados compañeros en este
Congreso de Curiosidades y
Anormalidades. Ante todo, fijen sus
miradas en estas Tres Pigmeas Blancas
idénticas, descubiertas por misioneros
que viajaban por el corazón de África.
Nadie sabe por qué se hallaban allí
estas mujeres blancas, entre los negros y
salvajes pigmeos del Congo, pero se
trata de mujeres blancas adultas, sólo
que monstruosamente enanas y
ennegrecidas, impedido su crecimiento y
oscurecida su piel por el terrible
entorno del que las rescataron los
padres de la misión…
Improvisó datos ficticios sobre cada
maravilla polvorienta del carromato del
museo, inventó mentiras durante toda la
comida del león y logró que el Hombre
Cocodrilo pareciese aún peor de lo que
era:
—… perdido en las orillas del
Amazonas, justo como le ven ahora, a
cuatro patas como cualquier otro saurio,
cubierto de escamas de reptil, salvo en
esta horrible zona de su cara, donde fue
herido por el dardo de una cerbatana
aborigen. Y con esto concluye nuestra
exhibición de maravillas y fenómenos.
Sin embargo, caballeros, cuando las
señoras y los niños se hayan alejado,
quizá deseen quedarse para escuchar un
último anuncio sólo para sus oídos…
Obedientes, las mujeres se
marcharon, seguidas por los niños, y
algunas arrastraron consigo a sus
maridos. Aun así, Fitzfarris se vio
rodeado de un gran corro de hombres
adultos, que o bien sonreían o se
mostraban escépticos.
—Caballeros —dijo Fitz en tono
confidencial—, cuando huí del harén del
sha Nhasir, me llevé algo más que esta
desfiguración azulada: robé la fórmula
secreta de la poción que permite al
monarca satisfacer la concupiscencia
nocturna de sus sesenta y nueve jóvenes
esposas y cuatrocientas hermosas
concubinas. Y usando los mismos raros
extractos, especias y hierbas, he
mezclado una cantidad limitada de este
potente fluido vigorizador para ofrecer a
algunos de mis semejantes la virilidad
arrolladora de que puede dotarlos.
Buscó detrás de él, en el furgón del
museo, y sacó una caja llena de
tintineantes botellas de media pinta, de
todas las formas, que contenían un
líquido bastante rosado.
En Persia se llama Tónico de
Resurrección del Potentado pero, como
ven, me guardo mucho de pegar una
etiqueta semejante a los frascos, con el
fin de que el compuesto no sea
susceptible de pillaje por parte de
mujeriegos empedernidos o, Dios no lo
quiera, niños pequeños, que podrían
sentirse impulsados a atacar a sus
condiscípulas o incluso a sus propias
maestras.
—Misten… Quiero decir, sir Doe
—dijo una voz, en una buena imitación
del gangueo local. El hombre llevaba un
sombrero gacho de ala flexible y vestía
un mono, así que nadie pudo reconocer a
Jules Rouleau—, un tónico tan potente
tiene que ser muy escaso y
horriblemente caro. ¿Pueden permitirse
las gentes como nosotros el lujo de
adquirirlo?
—Señor, lo que no pueden
permitirse es no comprarlo. Es cierto
que en Oriente este medicamento que
infunde virilidad se vende sólo en
frascos diminutos y al precio de su peso
en oro de veinticuatro quilates. Sin
embargo, les confieso francamente que,
llevado por el deseo de vengarme del
odiado sha Nhasir, les ofrezco su bien
guardado secreto no por oro, ni por diez
dólares; no, ni siquiera por cinco.
Tomen el Tónico de Resurrección del
Potentado, caballeros, por sólo dos
dólares la bote…
Se le echaron encima con tanta
avidez, que casi le derribaron.
La función de noche fue la primera
en mucho tiempo para todos los
veteranos del Florilegio y una novedad
para los miembros recientes. Edge temía
que la insuficiente luz perjudicara su
número de tiro, pero pudo comprobar
que los pequeños reflectores y las velas
baratas, aunque débiles individualmente,
iluminaron muy bien en su conjunto el
trabajo de todos. A gran altura sobre el
público, donde no se veía con detalle la
tosca estructura de madera, la
constelación de trescientas velas de la
araña ofrecía un aspecto magnífico,
aunque causó una pequeña molestia: una
lluvia constante de bolitas de cera, que
se fundían arriba y se solidificaban al
caer. Otro inconveniente de las velas y
linternas era la horda de polillas y
demás insectos atraídos por ellas y que
revoloteaban como brillantes confetis en
torno a las luces y se chamuscaban y
ardían, despidiendo minúsculas motas
de humo, cuando tocaban las llamas.
—Las candilejas me satisfacen de
manera especial —dijo Florian a Edge
—. Fíjate en lo mucho que embellecen a
Madame Solitaire y mam’selle Clover
Lee. Al estar colocadas a ras de suelo,
con la luz hacia arriba, proyectando un
resplandor suave y cálido, las candilejas
suavizan la línea de la mandíbula,
realzan la frente, dan una expresión
misteriosa a los ojos y alegran la boca.
Acentúan los pómulos y casi hacen
desaparecer la nariz. Nunca he conocido
a una mujer, Zachary, ni siquiera la más
hermosa, que esté completamente
satisfecha de su nariz. Sí, mantengo
convencido que la Madre Naturaleza
nunca ha proporcionado a la mujer una
luz tan favorecedora como las candilejas
inventadas por el hombre.
Durante un intervalo tranquilo, Edge
salió del pabellón para admirar el circo
de noche. En la oscuridad del
hipódromo, la doble hilera de antorchas
perfilaba una avenida que conducía a los
carromatos de la jaula y el museo —
iluminados asimismo por las antorchas
de sus esquinas— y a la puerta principal
de la gran carpa. La lona puntiaguda,
parda de día y ahora iluminada por
dentro y resaltando de la noche con su
esplendor de color marfil, desprendía un
brillo tan suave e inmenso que bien
podía calificarse de tabernáculo sin
defraudar a quienquiera que imaginase
un tabernáculo como un edificio
imponente. Cuando concluyó el
espectáculo y el público salió de la luz
para dispersarse en la oscuridad,
comentaron la función con el mismo
entusiasmo con que lo habían hecho los
públicos de día, pero con voces menos
roncas y más reverentes, como si el
entretenimiento también hubiera
constituido una especie de servicio
religioso.
A la mañana siguiente, Fitzfarris, con el
rostro cubierto de cosmético y un rollo
de carteles circenses atado detrás de la
silla, salió a caballo hacia Harper’s
Ferry. Magpie Maggie Hag, ayudada por
Phoebe Simms, se puso a trabajar en los
disfraces para Madame Alp y las
Pigmeas Blancas Africanas. Tim y
Hannibal sacaron unos botes de pintura
recién comprados y empezaron a pintar
de azul cobalto la carreta grisácea del
globo y el viejo carromato adquirido la
víspera. Sarah llevó a Lunes y Martes a
la arena para darles sus primeras
lecciones de equitación, y Yount las
acompañó para tirar de la cuerda de
caída cuando lo necesitaran. Rouleau se
hizo cargo de Quincy y Domingo para
iniciar su entrenamiento acrobático.
Edge, ayudado por Clover Lee, empezó
a adiestrar los tres caballos nuevos para
el número de libertad. Cuando
Roozeboom y Mullenax hubieron
reparado todas las ruedas deterioradas,
volvieron a la jaula de Maximus para
continuar las lecciones de doma. Florian
circulaba entre todas estas actividades,
contribuyendo con críticas, consejos o
palabras de ánimo. No había una sola
persona ociosa en el campamento.
—¿Sólo hay que hacer esto? —se
admiró Clover Lee—. ¿Un golpecito y
ya está, señor Zachary?
—Bueno, antes hay que calmarlo
mucho —contestó Edge—. Tocarlo,
acariciarlo e infundirle mucha confianza.
Luego, atarle la pierna delantera, como
acabo de hacer. Después, coger el
látigo, darle un golpecito debajo de la
rodilla de la pierna sobre la que se
apoya. Al cabo de un rato, para evitar
los golpecitos, dobla las dos rodillas, lo
cual el público toma como un saludo.
Acariciarlo un poco más, para indicarle
que ha hecho lo que debía. Entonces
apartarse un poco y tirar suavemente de
las riendas hacia uno para que se ladee y
se siente. Acariciarlo un poco más. Muy
pronto, sólo es necesario tocarlo apenas
para que haga ambos movimientos.
—Nunca he tenido que aprender
mucho sobre caballos, excepto mi
trabajo sobre su grupa. —Y añadió, con
celos mal disimulados—: Ahora que
tenemos a esas chicas búfalos
estudiando equitación, necesitaré añadir
más adornos y trucos a mi número.
—Te demostraré uno que les estoy
enseñando —dijo Edge—. Mira, cojo
este alfiler y sólo le pincho un poco en
la cruz. —El caballo relinchó,
sorprendido, y se encabritó—. Ahora le
pincho otra vez, en la grupa. —El
caballo profirió otro sonido de sorpresa
y coceó con las patas traseras—. Pronto
dejo de necesitar el alfiler, pues sólo
rozándolo con la borla del látigo ya se
encabrita o cocea. O lo toco detrás y
delante, en ambos lugares a la vez, e
imita a un caballo de balancín.
—¡Qué bonito! —exclamó Clover
Lee.

—¡Huy! —gritó Quincy Simms. Y al


momento, arrepentido—: Lo siento, mas’
Jules, pero me ha hecho daño.
—Ya lo sé —dijo Rouleau. Tenía en
las manos uno de los pies desnudos y
negros, de planta color malva, del
muchacho y le doblaba los dedos hacia
abajo, en dirección al talón—. Debes
hacerlo tú mismo tal como te he
enseñado, y muchas veces, siempre que
puedas. Hazlo cada vez hasta que te
duela tanto que no puedas resistirlo más.
Y cada vez el empeine se doblará un
poco más y con mayor facilidad. Es el
único modo de perfeccionar la posición
de puntillas, que es esencial para
cualquier contorsionista. Ahora veamos
el otro pie.
—¡Huuuy! —gritó Quincy—. Lo
siento, massa.
—Quejica —recriminó Domingo—.
Y el señor no ser massa, ser monsieur
Jules.
—Es monsieur Jules —corrigió
Rouleau entre dientes—. Yo soy
monsieur Jules. «Ser» no es la forma
correcta.
—Vaya —dijo Quincy, perplejo—.
¿Eso no ser abejas? —preguntó,
señalando las que zumbaban en torno a
una mata de tréboles.
—J’en ai plein le cul —dijo
Rouleau para sus adentros—. ¿Por qué
me dejo endosar ocho trabajos a la vez?
—Te está hablando en europeo,
Quincy —explicó la avispada Domingo
—. J’en ai plein le cul. ¿Yo decir bien,
monsieur?
—Perfectamente, chérie. Y espero
que lo digas a menudo en el futuro.
Ahora, quítate estos absurdos zapatos
rígidos. Tú también has de empezar a
doblar el empeine.
Manipuló sus morenos pies, de
rosadas plantas, y ella, muy valiente,
procuró no gritar de dolor. Florian se
acercó y preguntó en tono jocoso:
—¿Cómo van las cosas por aquí?
Tuvo un sobresalto, y Rouleau soltó
una carcajada, cuando Domingo replicó
alegremente:
—¡J’en al plein le cul, monsieur
Florian!

—Lo principal, Abner —dijo


Roozeboom—, es saber cuidar a los
gatos. El pobre Maximus ha aprendido a
comer casi cualquier cosa, pero ahora
que tenemos dinero, comerá diez o
veinte libras de carne todos los días.
Dale siempre carne magra; la grasa
provoca furúnculos en el león. También
hay que darle huesos con la carne, para
que tenga que comer despacio y no lo
devore todo en un momento y se le
indigeste. Un día a la semana no le des
nada de comer, deja que se le vacíe el
estómago. Y un día al mes, dale
animales vivos: pollos, un corderito,
uno de tus cochinillos, tal vez.
—Eh, los cerditos son mi medio de
vida, Ignatz. Por lo menos hasta que sea
un verdadero domador de leones.
Explícame cómo se doman.
—Bueno… —Roozeboom se atusó
el enorme bigote—. Una cosa es
domarlos… y otra, amaestrarlos. Aquí
en América, la mayoría de domadores
imitan a Thomas Batty, exhibiendo el
dominio del domador sobre los
animales. En cambio, en Europa, muchos
imitan a los Hagenbeck, exhibiendo la
belleza y gracia de los animales y las
rutinas que han aprendido.
—Bueno, Maximus no es ninguna
belleza, pero es más bello que yo.
Dejaré que la gente le admire a él, y a
sus trucos.
—No, los gatos nunca aprenden
trucos (no distinguen entre un truco y un
hombre en la Luna), aprenden hábitos. Y
sólo dos cosas hacen posible que un
hombre enseñe un hábito a un gato. Una
es que el hombre tiene paciencia y el
gato es voraz. La otra es que el gato no
se da cuenta de que es más fuerte que el
hombre. De modo que, para enseñarle un
hábito, hay que usar su voracidad y la
propia paciencia. Digamos que pones
una escoba cruzada en su jaula. Él se
acerca, pasa por encima y tú le das un
trozo de carne. Cada día subes el palo
unos centímetros, él tiene que levantar
cada día un poco más las patas y tú
satisfaces su hambre cada vez. Llegará
un día en que no tendrá elección: dar un
pequeño salto o pasar por debajo. Tú le
dirás: «Springe!»
—¿Por qué no digo «¡Salta!»?
—Da siempre las órdenes en
alemán. Es la tradición, y también lo
más sensato. A veces se compra el gato
a otro espectáculo y no hay que
preguntarse: ¿hablará éste francés, zulú
o chino? Todos los gatos obedecen al
alemán.
—Está bien. Digo: «Springe!» ¿Y
entonces qué?
—Cuando salta, le das un poco de
carne. Sube cada día la escoba. Con el
tiempo, dará un gran salto cada vez que
digas: «Springe!»
—Espera. Retrocedamos. La
primera vez tiene que elegir; ¿y si elige
pasar por debajo de la escoba?
—Le regañas, hablas en tono de
enfado, haces restañar el látigo, no le
das carne. Pégale si es necesario, pero
sin hacerle daño, sólo para demostrarle
que estás enojado. No seas nunca cruel.
El gato ya es bastante peligroso de por
sí, no hay que convertirlo además en tu
enemigo. Si es preciso, empieza una vez
más desde el principio. Desde la escoba
en el suelo.
—Dios mío, para un número tan
sencillo. ¿Tiene que requerir tanto
tiempo?
—Tú eres el ser humano superior,
¿no? Tienes paciencia y debes usarla.
Inculca un hábito en el gato y lo repetirá
una y otra vez. Die gewente maak die
gewoonte[14]. Pero si se niega una sola
vez, tienes que insistir. El no debe tener
nunca la idea de que puede desobedecer
impunemente. No debe sospechar nunca
que es más fuerte que tú, en fuerza de
voluntad o en músculos. Si un gato te
araña alguna vez, no retrocedas, no te
enfades, no le hagas saber que puede
hacer daño. Klaar?
—Pedir a un hombre que ni siquiera
retroceda es una orden bastante exigente.
—Limítate a salir de la jaula en
cuanto te sea posible. Lo mejor, por si
acaso, es tener ácido fénico y vendas.
Los gatos son animales limpios excepto
en las fauces y bajo las zarpas. Ahí
siempre hay partículas de carne en
descomposición. Un pequeño mordisco
o un arañazo significa una infección
mortal. Recuerda asimismo, si un gato te
ataca, que su punto más débil es la nariz.
No puedes vencer a un gato por la fuerza
bruta, pero si le golpeas en la nariz, tal
vez retroceda.
—Tal vez.
—Ocurra lo que ocurra, Abner,
intenta permanecer de pie, aunque toda
una jaula de gatos haya enloquecido. De
pie eres más alto que ellos, aún eres
superior. Pero si te caes, te verán como
una gacela recién muerta, a punto para
comer. Y te comerán.
Mullenax tragó saliva.
—¿Quieres decir… que si un
domador se cae una sola vez en su
carrera, está perdido?
Roozeboom se encogió de hombros.
—Intenta caerte de bruces. Cuando
un gato mata en la selva, lo primero que
se come son las entrañas. Si yaces boca
abajo, te tocará con la pata, tratando de
darte la vuelta, de llegar a tu vientre.
Quizá esto dé tiempo para que alguien
corra en tu ayuda.
—Quizá —repitió Mullenax,
mirando al viejo Maximus con nuevo
respeto y aprensión—. Bueno, estamos
hablando de gatos ya un poco
domesticados… conmigo dentro de la
jaula. Pero supongamos que llega uno
nuevo, toda una manada. ¿Cómo se
empieza? ¿Qué es lo primero que se
debe hacer?
—Sentarse a cierta distancia y
observar.
—¿Observar qué?
—Lo que hacen. Por Dios, Abner,
esto ya lo sabes. Observaste a los
cerdos en tu granja y viste que les
gustaba subir escaleras. Has montado un
número de cochinillos subiendo
escaleras.
—¿Es eso? ¿Éste es el secreto?
¿Encontrar algo que el animal ya sepa
hacer?
—O que le guste hacer y pueda
hacer mejor. Los gatos son juguetones.
Leones, tigres, son como gatitos
domésticos. Los miras jugar y quizá ves
uno que salta hacia atrás o uno
aficionado a rodar por el suelo. Observa
lo que hace el gato de modo natural y
anímale a exagerarlo, a convertirlo en
una costumbre. Al cabo de un tiempo,
tendrás un gato que sabrá dar grandes
saltos hacia atrás o que rodará como un
barril. El público pensará que eres
maravilloso porque has enseñado al gato
a hacer algo anti-natural.
—Vaya, ésta sí que es buena. ¡Estaba
aprendiendo a domar leones en mi
propio corral y ni siquiera lo
sospechaba!

—¡No puedo permitir que la gente me


vea así! —gimió Lunes Simms.
—¡Con todas las piernas al aire! —
gimió Martes Simms.
—Ser verdá, miss Maggie —gruñó
Phoebe Simms—. Ya ser bastante malo
que yo paresca grande como esa tienda.
Mis hijas estar indecentes.
Magpie Maggie Hag acababa de
terminar los vestidos para Madame Alp
y las Pigmeas Blancas y se los estaban
probando. La blusa y la falda de
Madame Alp, ya de por sí voluminosas,
tenían tanto acolchado interior que los
botones y costuras casi reventaban y la
falda no necesitaba aros ni crinolina
para mantenerse tiesa. En contraste, la
modista había hecho las prendas de las
niñas tan ceñidas y pequeñas que se
ajustaban a los delgados torsos y
esbeltos miembros como si estuvieran
pintadas. Había escogido una tela del
color de su propia carne y sólo la había
decorado con grupos de centelleantes
lentejuelas en torno a pechos y nalgas:
rojas para Lunes, amarillas para Martes
y azules para Domingo.
—¡Ni siquiera me puedo agachar
para sentarme! —gimió Martes Simms.
—Y yo casi no puedo levantarme —
gruñó Phoebe Simms.
La vieja gitana no discutió; fue a
buscar a Florian. Al acercarse éste, las
dos niñas profirieron un chillido y se
escondieron detrás de su gigantesca
madre.
—Perdóname por hablar sin rodeos,
Madame Alp —dijo Florian—, pero no
comprendo las quejas sobre las mallas
de las niñas. Desde que las conozco, se
han paseado en enaguas y nada más. Por
lo menos ahora sus traseros están…
—Las niñas tener la edá justa pa
empesar a tener sus flores. Por esto no
las tapo.
—¿Sus flores? —repitió Florian.
—Sí —explicó Magpie Maggie Hag
—, la maldición de Eva.
—Oh —dijo Florian—. Ah. Hum.
Está bien, señoras, dejaré para Madame
Hag la misión de hablaron sobre…
ejem, toallitas y trapos. Sólo diré que
las mallas de circo tienen que ser
ceñidas. No están hechas para sentarse,
sino para dar libertad de movimientos
en el trabajo y enseñar vuestras piernas
y traseros mientras lo hacéis.
—Mas’ Florian, ¡parese que vayan
en cueros!
—Madame Alp, he visto más países
que tú condados, y en ningún lugar del
mundo he visto nada más hermoso que
una bella mujer desnuda.
—No ser decente exhibirse así
delante de los blancos.
—Has visto a Madame Solitaire y a
mademoiselle Clover Lee vestidas con
mallas. Si las mujeres blancas pueden
enseñar sus cuerpos, tus niñas tienen
todo el derecho de hacer lo mismo. De
todos modos, a su edad no tienen curvas
de que avergonzarse. Y cuando las
tengan, las enseñarán con orgullo. Y
ahora no quiero oír más quejas. A
propósito, permíteme felicitarte,
Madame Alp. Tu aspecto es realmente
magnífico. Maggie, procura que los
vestidos estén listos a tiempo para el
intermedio de hoy.

Así lo hizo y obligó a las mujeres


Simms a ponérselos, y Fitzfarris volvió
de su misión de heraldo justo a tiempo
para ocupar su puesto en el espectáculo
secundario y proclamar:
—Ahora, damas y caballeros,
observen esta montaña de carne
viviente… La balanza del mercado
registró trescientos ochenta kilos antes
de estropearse y romperse… Se necesita
al elefante Brutus para izarla del nivel
del suelo a su carromato de muelles
especialmente resistentes… Cualquier
señora del público puede comprobar la
auténtica obesidad de Madame Alp
pellizcando uno de sus macizos tobillos.
En interés de los buenos modales, se
ruega a los caballeros que se abstengan
de ello…
Y las mujeres Simms sintieron tal
satisfacción al verse tratadas de modo
tan especial, que olvidaron sus
escrúpulos y su timidez y se dispusieron
a gozar de la celebridad y de las
miradas ávidas de la gente.
—He tenido suerte —dijo Fitzfarris
a Florian cuando el público volvió a la
gran carpa para ver el resto del
programa—. He llegado a Harper’s
Ferry justo cuando el periodista
preparaba la edición de esta semana y
he conseguido que reservase lugar para
un anuncio sobre la huida del salvaje
Abner Mullenax. Ya debe de estar en la
calle. Tenga, he traído un ejemplar.
El Herald de Harper’s Ferry se
imprimía en el dorso de viejas tiras de
papel para empapelar paredes y esta
edición había relegado las noticias de la
semana a un rincón para dar prioridad al
impresionante titular: «¡HOMBRE
COCODRILO SE ESCAPA DEL CIRCO
LOCAL!», y a un artículo dictado a todas
luces por el propio Fitz.
Florian lo leyó, sonriendo, lo alargó
a otros miembros de la compañía para
que lo admirasen y dijo:
—Sir John, es la primera vez que
salimos en un periódico desde tiempos
inmemoriales. Wilmington se cansó de
escribir y leer acerca de nosotros mucho
antes de que lo abandonásemos.
—También he encargado a unos
negros que pegaran carteles por toda la
ciudad. Y he reservado un solar decente
entre Bolívar y Camp Hill. En total, sólo
me ha costado un puñado de entradas.
—Muy bien. Escuchad todos. Hoy
viajaremos de noche. Desmantelaremos
la tienda en seguida después de la
función y nos pondremos en marcha.
Todos los que no conduzcan, deben
tratar de dormir por el camino. Y,
Barnacle Bill, permanece bajo tu piel de
cocodrilo.
—¡Ah-a-ah! —profirió el monstruo,
desesperado.
—No, mejor aún, rebózate otra vez
antes de que salgamos. Luego descansa
en tu carreta del globo; Fitz la
conducirá. Tendremos que fingir que te
hemos vuelto a capturar por el camino, a
fin de poder enseñar a un Hombre
Cocodrilo cuando nos lo pidan.
12
La caravana del circo se hallaba todavía
a un kilómetro de la península de
Harper’s Ferry, subiendo por el camino
que discurría entre las alturas de
Bolívar y el río Shenandoah, cuando
Florian, que iba en cabeza, vio lo que
parecían ser las luces de la ciudad
reflejadas en un cielo inexplicablemente
claro para aquella hora, justo antes del
amanecer. Se extrañó y luego tuvo un
sobresalto cuando la luz se precipitó
sobre él y se convirtió en una multitud
de hombres que empuñaban antorchas,
linternas, rifles, horcas y porras.
—¿Son ustedes los que han perdido
a ese cocodrilo monstruoso? —gritó un
hombre barbudo que encabezaba el
gentío. Bola de Nieve, aterrado, se
encabritó entre las varas—. ¡Por Dios
que no lo dejaremos entrar en nuestra
ciudad!
Todos los conductores de los
vehículos que iban detrás tiraron de las
riendas para evitar una colisión con los
que los precedían, y en el interior de los
carromatos se oyeron gritos y
maldiciones de los miembros del circo,
despertados bruscamente de su sueño
por los frenazos. La muchedumbre se
desparramó por ambos lados de la
caravana, enfocando con sus antorchas y
linternas las caras de los conductores, y
todos los caballos dieron respingos,
relincharon y se encabritaron, asustados.
Fitzfarris dormitaba en el asiento de la
carreta del globo, por lo que no frenó a
tiempo su mulo, que se ladeó para
sortear el vehículo de delante,
hundiendo así las ruedas laterales de la
carreta en la zanja que bordeaba el
camino; la carreta se inclinó hacia el
lado, pero Fitz sólo resbaló un poco en
el asiento. En cambio, Mullenax, que
dormía a pierna suelta sobre la cubierta
de lona de la carreta, se despertó cuando
la lona le envolvió, lanzándole al
camino. Cayó de cuatro patas —entre
las piernas de un numeroso grupo de
hombres y a plena luz de sus antorchas
—, guiñando su único ojo, deslumbrado,
pero gruñendo como un animal. Fueran
cuales fuesen las intenciones que
animaban a los hombres, no las llevaron
a cabo. En su lugar, retrocedieron,
chocaron entre sí y gritaron en un clamor
de voces:
—¡Dios Todopoderoso! ¡Mirad!
¡Está suelto! ¡Corred!
Y todos los hombres de aquel lado
del camino saltaron la zanja, tiraron la
mayor parte de sus armas y linternas y
huyeron por el cementerio, que lindaba
allí con el camino. Despierto de
improviso entre un grupo de hombres
hechos y derechos que gritaban y corrían
asustados, Mullenax emitió un grito
ronco, se levantó y echó a correr tras
ellos, saltando la zanja y sorteando los
túmulos y lápidas del cementerio.
Aunque todavía estaba medio dormido y
totalmente confuso, además de muy
incómodo con la costra del Hombre
Cocodrilo, corría a bastante velocidad.
Algunos de los hombres que le
precedían en su carrera volvieron la
cabeza, palidecieron como fantasmas y
gritaron:
—¡Dios mío! ¡Nos persigue! ¡Hemos
de correr más!
Todos aceleraron el paso y
Mullenax, reacio a volverse para ver
qué los perseguía a todos, profirió otro
gruñido ronco y corrió con más ímpetu.
De sus brazos y piernas se iban
desprendiendo capas de barro seco y
engrudo para carteles, que caían sobre
los rifles, horcas, antorchas, sombreros
y tabaco a medio masticar.
Los hombres de Harper’s Ferry que
estaban en el otro lado de la caravana
cuando se inició todo esto, ahora
permanecían con la boca abierta en la
oscuridad, abandonados por la mitad de
su grupo. La gente del circo también
estaba inmóvil, escuchando las
exclamaciones y los gritos aislados que
cada vez sonaban más lejos por la
ladera de la colina.
—Hijo de puta… —murmuró,
perplejo, un ciudadano—. Cuando todos
lleguen al río con esta rapidez, se
dividirá como el mar Rojo.
—¡Escuche! —gruñó el hombre
barbudo que había hablado primero,
dirigiéndose a Florian—. Hemos
intentado acorralar a ese monstruo. Si
ahora mata o devora a cualquiera de
nuestros convecinos, alguien pagará por
ello. Y no me refiero solamente al
monstruo.
—No se preocupe —contestó
Florian, pensando muy de prisa—. Les
agradecemos que lo hayan espantado;
nosotros lo habíamos buscado en vano
por el camino. Disponemos del único
medio para amansarlo. ¡Abdullah!
Los ciudadanos se sobresaltaron al
ver de repente al elefante a la luz de las
antorchas.
—Coge a Brutus y persíguele —
ordenó Florian, señalando hacia el río
—. Trae al Hombre Cocodrilo… ejem,
vivo o muerto —añadió para que le
oyeran los hombres. Cuando el elefante
penetró en el cementerio, derribando
alegremente las lápidas, Florian sacó
del bolsillo un puñado de entradas y
empezó a repartirlas como si fueran
cartas—. Ya no hay nada que temer,
caballeros. Atraparemos al monstruo. Y
si le capturamos vivo, pueden venir a
verlo esta tarde, bien encadenado, por
supuesto. Y ahora felicítense de no
haber encontrado a esa criatura salvaje
sin un elefante cerca para sujetarla.

—Dios mío, cada vez me parezco más a


un cocodrilo —dijo Mullenax,
malhumorado, goteando barro, lodo y
algas, cuando Hannibal y el elefante le
llevaron al solar donde la compañía ya
empezaba a acampar—. Menos mal que
me detuve al caer en la orilla del río.
Los otros tipos se alejaron nadando. A
estas horas ya deben de haber llegado a
Chesapeake Bay.
—¿Por qué diablos perseguiste a
esos pobres hombres, Abner? —
preguntó Sarah, riendo.
—¡¿Perseguirlos?! Señora, me
desperté y vi a todo el mundo corriendo
como alma que lleva el diablo y
gritando: «¡Está suelto!» Pensé que
hablaban del león.
No fue de extrañar, después de haber
regalado tantas entradas, que el
Florilegio tuviera un lleno en la función
de la tarde. Sin embargo, como muchos
volvieron una y otra vez —sobre todo
los hombres del comité de vigilancia,
que quisieron ver de nuevo al Hombre
Cocodrilo y a su domador, el elefante, y
llevaron a sus familias, amigos y
parientes más lejanos para enseñarles el
monstruo y contarles la historia de terror
de aquella noche—, el pabellón se llenó
en cada una de las cuatro funciones que
dio el circo en Harper’s Ferry.
Después del primer espectáculo del
primer día, mientras todos los demás
miembros de la compañía intentaban
recuperar el sueño perdido, Florian fue
a la ciudad en el carruaje. Cuando el
circo se despertó, vio que había traído
consigo a un caballero elegante que
estaba colocando una cámara inmensa
sobre un grueso trípode y añadiéndole
una serie de accesorios.
—El señor Vickery es un artista
fotográfico —le presentó Florian—, y
ha venido a prepararnos algo para
vender durante el intermedio. Madame
Alp, ten la amabilidad de disfrazarte,
por favor, y también las Pigmeas…
Así, pues, las Curiosidades y
Anormalidades posaron para el artista:
sir John Doe en un primer plano de su
rostro, después el trío de Pigmeas
Blancas, y a continuación Madame Alp
en solitaria majestad —durante casi un
minuto, intentando no moverse ni guiñar
los ojos a la luz del sol poniente—,
mientras el señor Vickery hacía girar
botones, apretaba el fuelle, deslizaba
placas de cristal dentro y fuera de la
gran cámara oscura y quitaba y ponía la
tapa del objetivo.
—¿Pa qué hacemos esto, si se pue
saber? —preguntó Madame Alp a
Florian.
—Para que ganes algo de dinero
extra. No eres sólo una figura de cera
como los objetos del carromato del
museo. A la gente le gustará tener un
recuerdo de ti. El señor Vickery volverá
a su estudio y reproducirá no sólo una
fotografía tuya, sino un centenar, en
pequeñas tarjetas. Lo que en Europa se
llama cartes de visite.
—Cartes de visite —repitió
Domingo para sus adentros.
—Tú, las chicas y sir John
venderéis estas tarjetas a los clientes del
circo a cuatro centavos cada una.
Cuando yo haya amortizado mi, ejem,
considerable inversión, os podréis
quedar con los cuatro centavos.
—Que me maten si doy a alguien un
recuerdo mío disfrazado de cocodrilo
—dijo Mullenax.
—No, Barnacle Bill —contestó
Florian, sonriente—. Creo que ya has
hecho bastante en favor del circo. Esta
ciudad verá tu última interpretación
como monstruo.
—Bueno, alabado sea el Señor.
La noche siguiente, mientras el
capitán Hotspur desafiaba a la muerte y
al tedio como domador de leones,
Florian dijo a Fitzfarris:
—Durante el intermedio, puedes
abreviar un poco la presentación del
espectáculo secundario. Luego ponte la
cara de viaje y cabalga directamente a
nuestra próxima parada, Frederick City,
que está a cuarenta kilómetros. Allí
podrás dormir un poco y mañana tendrás
todo el día para hacer tu trabajo de
avanzadilla antes de que lleguemos
nosotros por la noche.
—Muy bien. Todavía necesito la
ayuda de Mag para la cara. Espero que
esté de humor. Dice que esta noche no se
encuentra muy bien.
—Vaya por Dios. Debe de pasar por
una de sus fases de oráculo.
—Ah, ¿se trata de eso? Ha
murmurado algo sobre la llegada de algo
malo. Del otro lado del agua, si eso
significa algo. De todos modos, saldré
en seguida después del intermedio.
¿Alguna instrucción especial?
—La misma de siempre: despierta la
máxima expectación. Pero esta vez nada
en la línea de un monstruo suelto, por
favor.
Al día siguiente, la caravana del
circo cruzó el puente de pontones sobre
el río Potomac y entró en el estado de
Maryland. Habían convenido en que la
compañía encontraría a Fitzfarris
esperando cuando llegasen a Frederick
City al atardecer, a fin de que los guiase
hasta el campamento. Así, pues, Florian
se sorprendió cuando vio a Fitz
acercarse al trote al carruaje cuando aún
estaban a diez kilómetros de la ciudad.
—He salido a vuestro encuentro —
dijo Fitz, respirando con fuerza—
porque tal vez se ha cumplido la
premonición de Mag. Esta mañana he
encargado a unos negros que pegaran
nuestros carteles por toda la ciudad, y
cuando he salido a admirar su trabajo,
he visto que alguien había pegado otros
carteles sobre los nuestros. Otro circo.
—Maldita sea —dijo Florian—. Y
rompiendo nuestros anuncios, ¿verdad?
Es un viejo truco. Supongo que debería
halagarnos que alguien nos considere
competidores. Pero me asombra que
haya otro espectáculo trabajando en este
territorio. ¿De quién es?
—Creo que de un yanqui, por el
nombre —respondió Fitz, buscando
dentro de su camisa—. Aquí está uno de
sus carteles.
—El Titanic de Treisman —
murmuró Florian al desdoblarlo—.
Nunca he oído hablar de él y conozco a
todos los importantes. Yo diría que se
trata de algún parvenu tratando de
introducirse. Es posible que haya oído
hablar de nuestros llenos y decidido
aprovecharse de nuestra buena suerte,
haciéndonos la competencia el mismo
día.
Alargó el cartel a Sarah y Clover
Lee, que se habían apeado del carruaje,
impulsadas por la curiosidad. Sarah le
echó una ojeada y dijo:
—No son nadie, Florian. Yo
esperaba encontrar a algún colega, pero
aquí no hay nombres. Sólo los números:
funámbulos maravillosos, payasos
acróbatas…
—Esto demuestra que ni siquiera
tenía artistas contratados cuando
imprimió los carteles —dijo con
desprecio Clover Lee—. Es un simple
aficionado. Un profesional habría
inventado algún nombre, por lo menos.
Pasó el cartel a Edge, que estaba
sentado al lado de Florian, y Edge leyó
en voz alta:
—«CIRCO TITANIC DE TREISMAN,
Conjunto Omnium de Esplendor
Realmente Asiático…» —Dejó resbalar
la mirada hacia el final de la hoja—.
Dice que montan la tienda en el Liberty
Turnpike.
—He ido a mirar —dijo Fitzfarris—
y aún no había nada. He encontrado una
situación mucho mejor (en el mismo
centro de la ciudad, un parque pequeño
con un arroyo), pero su solar es más
grande, si esto importa algo.
—A lo mejor es un farol —dijo
Florian—. ¿No has encontrado a su
heraldo?
—No. Debe de haber estado el
tiempo justo para contratar a un grupo de
carteleros y nada más.
—Bien. Aquí tienes un poco más de
dinero, sir John. Vuelve, llévate una
buena provisión de carteles, contrata a
sus hombres además de los tuyos, rompe
todos sus carteles y fija los nuestros.
Cuando Fitzfarris volvió a irse al
trote hacia la ciudad y la caravana del
circo reanudó la marcha, Edge dijo a
Florian:
—No parece muy preocupado.
—Oh, esto es una vieja canción para
cualquier empresario veterano. Conocí
en un tiempo a dos espectáculos tan
rivales, que durante toda una temporada
se presentaron los mismos días en las
mismas ciudades. A veces rebajaban los
precios, otras, se cortaban mutuamente
las cuerdas de las tiendas. Y a veces, si
ninguno de los dos podía vencer al otro,
uno de ellos compraba el espectáculo
entero de su rival. Quizá es lo que va a
ocurrir ahora.
—¡Vamos! —exclamó Edge—. Esto
es una locura. No vendería nunca este
espectáculo. Le hevisto trabajar con
demasiado cariño y afán…
—¡Por Dios, claro que no! Quería
decir que a lo mejor me quedo con el de
Treisman.
—Esto es una locura aún mayor. He
aprendido lo bastante sobre circo para
saber que el dinero que tenemos no
basta ni para comprar un elefante.
—Recuerda —dijo Florian—, si
estás en un apuro… fanfarronea.
Al llegar a Frederick City los
satisfizo ver que todos los carteles eran
del Florilegio y encontraron a Fitzfarris
esperándolos en el parque municipal. Se
apresuraron a levantar la gran carpa y
entonces Florian se cepilló con cuidado
el sombrero nuevo de castor y la vieja
levita, para quitarles el polvo del
camino, y se dispuso a subir de nuevo al
carruaje.
—Espere —dijo Edge—. Aquí hay
muchos músculos y armas que puede
llevar consigo. Y a mí. No me gustaría
perderme esto.
—Sólo quería hacer una expedición
preliminar. Pero tienes razón. Será
mejor dar un espectáculo de solidaridad.
¿Quién quiere venir?
—Yo, Obie y todos los hombres,
incluido Tiny Tim. ¿Qué otra cosa
esperaba?
—No podemos dejar la tienda y las
señoras sin protección. El enemigo
podría llevar a cabo una incursión
similar.
—Ignatz y Hannibal aún trabajan en
la pista y, el primero quiere ensayar
ejercicios sin silla con las chicas
nuevas. Él y Hannibal son suficiente
guarnición. Abner, trae tu carreta del
globo. Nos instalaremos todos en ella,
Florian, y seguiremos su carruaje.
Fitzfarris fue con Florian para
dirigirle hacia el otro campamento. Ya
había anochecido cuando llegaron allí,
pero los hombres del otro circo aún
estaban levantando la tienda, a la luz de
linternas y antorchas. Ellos también
tenían un único elefante para el trabajo
pesado, pero el tamaño de su gran carpa
era el doble de la del Florilegio y tenía
dos postes centrales. Edge se fijó
asimismo en que los hombres que la
levantaban gritaban una variante del
cántico de trabajo:
¡Arr, arr,
sac, tom,
rap, adel!
Aparte del tamaño de la tienda, el
espectáculo del Titanic no era en modo
alguno superior al de Florian, ni muy
diferente. Igual que ante el Florilegio,
aquí también se había congregado una
multitud considerable de ciudadanos
para contemplar la instalación de la
tienda y por lo visto se habían acercado
demasiado para el gusto de un miembro
de la compañía, un hombre que podría
haber sido dependiente de un colmado
—con gafas y aspecto nervioso—, que
agitaba las manos con intención de
alejarlos. Florian se apeó de su
carruaje, se aproximó al huraño
individuo —que también quiso
ahuyentarle a él— y le preguntó en voz
alta, para hacerse oír por encima del
ruido:
—¿He llegado sin advertirlo al
muladar de la ciudad, señor, o podría
ser esto lo que se anuncia como Trivial
Tienda de Treisman? El dependiente
replicó, tímido y estridente a la vez:
—¡Titanic… de Treisman! ¿Es usted
sólo insensible, señor, o denigra a
propósito mi digno…?
—¿Suyo, señor? —gritó Florian, con
desdeñoso asombro—. ¿Es usted el
propietario de este escuálido
establecimiento?
El dependiente abrió y cerró la boca
varias veces, incapaz de pronunciar
palabra, pero otras dos voces gritaron
con acentos juveniles:
—¡Ese lenguaje! ¡Ese estilo! ¡Sólo
podía ser Florian!
—¡Florian, amor! ¡Macushla!
Y dos mujeres de cabellos color
naranja, extraordinariamente bonitas,
irrumpieron de la oscuridad para
abalanzarse sobre Florian en un
afectuoso abrazo que incluyó muchos
besos húmedos y sonoros.
—¡Florian! ¡Es realmente él!
—¡Cuánto tiempo ha pasado,
kedvesem!
El dependiente Treisman los miraba
con visible enojo. Florian, riendo, se
desasió el tiempo suficiente para
exclamar:
—¡Pimienta! ¡Paprika! ¡Mis picantes
bellezas! ¡Qué sorpresa tan maravillosa!
—Pero, ¿qué haces aquí? —preguntó
la que respondía al nombre de Paprika
—. Urülék! No habrás venido a buscar
trabajo en este montón de basura.
—No, no. Aún tengo mi propio
espectáculo. Y el mío no es un montón
de basura.
—¡Entonces es que buscas artistas!
—gritó Paprika.
—¡Quizá has venido en busca de
nosotras! —exclamó Pimienta.
—Bueno… —titubeó Florian.
La expresión enojada del
dependiente se convirtió en una de
alarma.
—Hemos lamentado tanto haberte
dejado, Florian.
—Pero como no volvías al norte,
pensamos que habías perecido en la
guerra.
—No, todos hemos sobrevivido.
Venid a ver a algunos viejos amigos… y
a otros nuevos.
Las condujo hasta la carreta del
globo, haciendo caso omiso de las
muecas y débiles protestas del
dependiente. Tim Trimm y Jules Rouleau
saltaron inmediatamente de la carreta y
tanto ellos como las mujeres corrieron a
abrazarse.
—¡Paprika, perrita del Viszla!
—¡Jules, querida y vieja tía!
—¡Brady Russum, gnomo maligno!
¡Qué horror! No has crecido nada en
absoluto.
—¡Y Pimienta, la lavandera
irlandesa! ¿Todavía haces el poste?
¿Cuál de vosotras está encima estos
días?
—Rufián, qué mal suena en tus
labios.
Florian presentó a los otros hombres
—Edge, Yount, Fitzfarris y Mullenax—,
todos muy aturdidos por la aparición de
mujeres hermosas y el tumulto de
insultos y epítetos cariñosos.
—Estas cabezas de zanahoria,
caballeros, son Pimienta y Paprika. En
la vida civil, Rosalie Brigid Mayo, del
condado del mismo nombre, y Cécile
Makkai. O Makkai Cécile, como se la
llamaría propiamente en Budapest,
donde solían darle nombres impropios.
Fui yo, yo mismo, caballeros, quien las
trajo aquí para que bendijesen América
con su belleza y travesura. Pimienta y
Paprika son las mejores trapecistas del
negocio. Supongo, queridas, que todavía
trabajáis en el trapecio.
Paprika, la de ojos castaños,
contestó:
—Pues, sí, porque este espectáculo
tiene los aparatos necesarios.
Y Pim se cuelga cabeza abajo.
Pimienta, la de ojos verdes, dijo:
—Pero, dinos, ¿qué haces aquí,
Florian? ¿Vuelves al norte?
—Voy al este, mavourneen.
Zarpamos hacia Europa desde
Baltimore.
—¡Europa! —exclamaron las dos,
con brillo en los ojos castaños y verdes.
—¿De verdad vais allí? —preguntó
Pimienta.
—¿Europa, igazán? —dijo Paprika.
—Europa, idenis —respondió
Florian—. Siento que estéis
comprometidas.
—Comprometidas, tal vez —dijo
Pimienta, llena de excitación—, ¡pero
casadas, desde luego que no!
—Haznos una oferta —sugirió
Paprika.
—Cualquier oferta —dijo Pimienta
—. Este asqueroso Treisman es avaro
como una urraca.
—Al diablo con el regateo —dijo
Paprika—. Vamos, Pim, recojamos
nuestras cosas.
El dependiente profirió un gemido.
—¡Oh, vamos, esperen un momento!
—Se retorció las manos, dirigiéndose a
Florian—. Señor, no puede hacerme
esto. Pimienta y Paprika son mis
atracciones principales.
Pimienta le miró con desprecio.
—Tú lo has dicho. El resto de tu
espectáculo es una porquería. Vámonos,
Pap. —Dieron media vuelta.
El dependiente se envalentonó lo
bastante para amenazar, lleno de rencor:
—Si tocáis ese trapecio, os
denunciaré.
—Izzy, puedes coger esa barra y
metértela en el culo —dijo Paprika—,
pero lo demás es nuestro. Jules, ven a
echarnos una mano. El dependiente se
volvió de nuevo hacia Florian y escupió
otra vez:
—No puede hacerme esto, señor. Le
llevaré ante los tribunales. Primero
difamación y ahora… y ahora…
¡alienación de afectos!
—Señor —dijo Florian,
examinándose las uñas—, no ha habido
la menor seducción por mi parte.
—¡Esto no es ético! ¡Es ilegal! ¡Es
criminal!
Rouleau y las chicas volvieron; él y
Paprika llevaban entre los dos un baúl
de teatro y un largo aparato de metal y
cuero, mientras Pimienta iba cargada
con un montón de trajes de lentejuelas y
otras diversas prendas femeninas.
Mientras lo colocaban todo en la carreta
del globo, el dependiente realizó otro
intento lacrimoso:
—¿Qué va a pagaros este rufián?
¡Doblo su mejor oferta!
Pimienta replicó:
—Puede pagarnos lo que quiera, o
nada, si nos lleva de nuevo a Europa.
Lárgate, Izzy. ¡En marcha, amigos!
Cuando el carruaje y la carreta
estuvieron de vuelta en su propio
campamento, hubo otra alegre escena de
reunión de viejos amigos, ya que las
chicas de cabellera naranja conocían a
todos los miembros de la compañía
original de Florian. «Es Clover Lee,
¿verdad? ¡Pero si eras un bebé!» Incluso
introdujeron sin miedo las manos en la
jaula del león para acariciar a Macska
(como lo llamó Paprika) y abrazaron en
la medida de lo posible a la «grande y
vieja Peig» (como llamó Pimienta al
elefante), mientras éste agitaba la
trompa, feliz de volver a verlas.
Entonces les presentaron a Phoebe
Simms, Quincy, Domingo y Lunes.
—Hacéis un número de gemelas,
¿verdad? —preguntó Pimienta.
—Ni siquiera son gemelas —
contestó Florian—. Espera a ver al resto
del grupo. ¿Dónde está Martes?
Hannibal señaló la gran carpa, que
brillaba suavemente en la noche con una
única luz en su interior.
—Aún trabaja con Ignatz ahí dentro.
—Venid, queridas —dijo Florian—.
No habéis saludado a vuestro viejo
amigo, el capitán Hotspur.
—Claro. Sabía que faltaba alguien
—respondió Paprika—. El holandés.
Casi toda la compañía fue con ellas
al pabellón, charlando y riendo
amistosamente. Al acercarse, oyeron el
trote de Bola de Nieve, dando rítmicas y
pacientes vueltas a la pista. Cruzaron el
umbral de la puerta principal y Pimienta
gritó el saludo tradicional de los
irlandeses que van de visita:
—¡Que Dios y María os guarden a
todos!
Entonces, tanto ella como los demás
se detuvieron en seco, sin creer lo que
veían. A la luz difusa de una tea que
ardía dentro de un cesto sujeto al poste
central, Bola de Nieve proyectaba una
sombra gigantesca que daba vueltas y
más vueltas ante las gradas vacías y las
paredes de lona. Debía de ser un gran
esfuerzo para el caballo, pues
seguramente hacía mucho rato que había
recibido la orden de trotar. Martes lo
montaba a horcajadas, apretando contra
él las piernas con toda su fuerza e
inclinada sobre el cuello del caballo,
cuyas crines agarraba con las dos
manos. Tenía la cara mojada de lágrimas
y contraída por la fatiga, el terror y la
tensión de llorar y pedir ayuda sin que
nadie la oyera. Todavía llevaba en el
talle el cinturón de cuero de la cuerda de
caída, sujeta ésta a la botavara, que
crujía al oscilar una y otra vez en torno
al poste central. La cuerda, sin embargo,
estaba tirante a causa del peso adicional
que soportaba.
A medio camino entre Martes y el
poste central, la cuerda estaba enredada
en torno al cuello de Ignatz Roozeboom.
Su tensión lo mantenía casi derecho y lo
arrastraba hacia atrás alrededor de la
arena, de modo que las botas colgaban,
se movían y revoloteaban como si se
tratara de una carrera de cangrejo. Los
tacones de las botas habían trazado en la
arena un surco circular bastante
profundo. El resplandor de la antorcha
teñía su calva cabeza de un sano color
rosado y sus ojos estaban abiertos y las
cejas levantadas en una expresión de
leve sorpresa, pero hacía rato que había
muerto. Los ex soldados fueron los
primeros en moverse. Fitzfarris corrió a
detener el caballo, Edge a liberar a
Roozaboom de la cuerda, Yount a bajar
a Martes de su montura y Mullenax a
quitarle el cinturón de la cuerda de
caída. Entonces las mujeres entraron
corriendo para consolar y calmar a la
muchacha, que sollozaba roncamente.
—Se ha estrangulado, ¿verdad? —
preguntó Florian con tristeza, mirando a
Edge, que acostaba con suavidad al
muerto sobre la arena de la pista.
—No, señor. De ser así tendría la
cara hinchada y blanca. E Ignatz podría
haberse quitado la cuerda antes de
ahogarse. Se ha desnucado y
seguramente de una forma muy
repentina.
Martes, aunque aterrada e
incoherente, pudo decirles con voz débil
y entrecortada lo bastante para
confirmar que todo había sucedido con
gran rapidez. Ella cabalgaba de pie
sobre Bola de Nieve y el capitán
Hotspur estaba a sus espaldas,
arrodillado sobre la grupa del caballo
para ajustar las caderas de la muchacha
al ángulo de equilibrio deseado, cuando
un pie de Martes resbaló. Consiguió
enderezarse, pero sintió al instante un
violento tirón de la cuerda cuando ésta
rodeó a Roozeboom y lo elevó en el
aire. El súbito tirón hizo caer sentada a
Martes, que se agarró y continuó
cabalgando así —durante horas, según
le pareció—, con el cinturón de cuero
tan apretado que sólo podía gemir con
voz ahogada. Y el caballo, habiendo
recibido de Roozeboom la orden de
trotar, habría seguido así hasta el día del
Juicio Final, esperando la orden de
detenerse.
—Llevad a la niña junto al fuego —
dijo Sarah— y dadle un ponche caliente
con whisky de Abner. Ha tenido un buen
susto.
—Será mejor hacer ponche para
todos —rectificó Rouleau—. Su
hermana parece tan asustada como ella.
Clover Lee, Quincy, Domingo y
Lunes se habían quedado fuera de la
pista. Los tres primeros miraban con
ojos muy abiertos y extrañados, pero se
mantenían quietos. Lunes temblaba y las
piernas le chocaban una contra otra y la
expresión de su rostro era tan fija y
distante como la de Roozeboom.
—Sacad a todos los niños de aquí
—ordenó Florian—. Es una lástima que
hayan visto esto. Maggie, ¿quieres
ocuparte de la mortaja? No hubo
respuesta. Magpie Maggie Hag no los
había acompañado a la tienda.
—¿Recuerdas? —susurró Sarah a
Edge—. Predijo que alguien del
espectáculo tendría un accidente por
culpa de una mujer negra. Martes no es
negra ni una mujer, pero es mulata y
hembra.
Encontraron a la gitana junto a la
hoguera, cosiendo con aplicación unas
prendas de color púrpura.
—Mag —dijo Tim Trimm—,
tenemos malas noticias…
—Sí —contestó ella y, sin mirarle,
gritó—: ¡Barnacle Bill!
—Diga, señora.
—He estrechado la cintura y
alargado los pantalones. —Le enseñó el
viejo uniforme de pista del capitán
Hotspur—. Creo que ahora te sentará
bien.
Entonces fue a un carromato, sacó un
trozo de lona vieja y, lentamente, a
solas, una figura diminuta más oscura
que la oscuridad, se dirigió hacia la gran
carpa.
—Le lavará y amortajará —dijo
Florian—. Le enterraremos en cuanto
amanezca.
—¿Dónde? —preguntó alguien.
—En la arena, naturalmente.
—¿Qué? —exclamó Yount—.
¿Enterrar a un buen hombre y un buen
amigo del mismo modo vergonzoso que
enterramos a esos sucios salteadores de
caminos? ¿Y luego ofrecer un
espectáculo sobre sus restos? ¿Bailar
sobre su tumba?
—Es la arena que él mismo
construyó —respondió Florian—, la
arena donde vivía, donde estaba más
vivo. El capitán Hotspur no desearía un
entierro diferente. Y su alma, si existe
tal cosa, disfrutaría estando presente en
un último espectáculo.
Pimienta dijo en voz baja:
—Ahora sólo falta comunicarlo al
interesado.
—Sí —dijo Mullenax—. ¿Puedo
hacerlo, señor Florian?
—Eres el más indicado.
Así que Mullenax fue a dar la triste
noticia al león Maximus y a hacerle un
rato de compañía en su aflicción. Los
otros fueron a consolar a los niños y a
brindar por el amigo difunto, y después
se acostaron.
Al día siguiente, mientras Tim y
Hannibal tocaban en sordina con corneta
y bombo una marcha fúnebre, los
miembros de la compañía se turnaron
para echar paladas de tierra en el
agujero cavado para Ignatz, justo bajo la
araña que había hecho con sus propias
manos. Luego Yount y Rouleau
empezaron a llenar la tumba. Phoebe
Simms preguntó con voz plañidera:
—¿Nadie va a desir algunas
palabras de las Escrituras? Florian
reflexionó, se atusó la pequeña barba y
por fin dijo:
—Saltavit. Placuit. Mortuus est.
Pimienta y Paprika, al oír hablar
latín, hicieron la señal de la cruz sobre
sus pechos. Rouleau, el otro católico de
la compañía, alzó la vista de su trabajo
de sepulturero y dijo, con un poco de
sorna:
—No creo que eso sea de las
Escrituras.
Florian se encogió de hombros.
—Lo leí en alguna parte. El epitafio
de un artista de circo romano. Sirve.
Todos esperaron y, como Florian no
lo tradujo, lo hizo Edge:
—Bailó de un lado a otro.
Complació. Ha muerto.

A medida que se acercaba la hora de la


función, el parque se fue llenando de
carros, carromatos y algunos carruajes,
y también de muchas personas que
acudían a pie. No eran sólo curiosos; la
mayoría compraban entradas u ofrecían
algo a cambio. Al verlos, Fitzfarris tuvo
la inspiración de coger un caballo y
cruzar la ciudad. Cuando volvió informó
a Florian de que, quizá porque Treisman
había perdido a sus dos artistas
principales —y sus tres números
diferentes—, el Titanic había
desmantelado la tienda.
—Como los árabes —dijo Fitz—, y
ha desaparecido con el mismo sigilo.
—Bueno, me alegro mucho —
respondió Florian, riendo—, aunque un
verdadero profesional, a pesar de su
descalabro, habría actuado incluso ante
un circo vacío. Esto prueba que es un
sujeto mediocre, condenado al fracaso y
el olvido.
—Se ha marchado en dirección
oeste —añadió Fitz—. Lo he
preguntado. De modo que no le
encontraremos en Cooksville.
—Y después de Cooksville, sir
John, sólo te quedará un trabajo de
avanzadilla a este lado del Atlántico.
Ahora, ven y disfruta. Llegas justo a
tiempo de ver actuar a nuestras nuevas
artistas.
Pimienta y Paprika ocupaban el
lugar del capitán Hotspur como último
número de la primera mitad del
programa, porque Mullenax había
declarado que tardaría algún tiempo en
sentirse lo bastante confiado para actuar
en público dentro de la jaula del león.
Como el Florilegio no poseía aparatos
para que Paprika se columpiara en el
trapecio o Pimienta se colgara de él
cabeza abajo, sólo podían hacer su
número de la pértiga. Esta era una
columna de metal de seis metros,
bastante oxidada y descolorida, que
tenía en el extremo inferior un balancín
de cuero acolchado y en el superior
viejos radios de metal y anillas de
cuero. Las dos chicas llevaban sólo
mallas de color de carne salpicadas de
lentejuelas —las de Paprika,
anaranjadas como su cabello, y las de
Pimienta, verdes como sus ojos—,
distribuidas en dibujos que pretendían
realzar sus sinuosos cuerpos, aunque
éstos no necesitaban ningún realce.
Cuando Edge hubo llamado a las
muchachas a la pista con su silbato y
Florian las presentó con su habitual
grandilocuencia, los dos hombres
ayudaron a Pimienta a elevar el balancín
hasta sus hombros y mantener la pértiga
en posición vertical. Entonces Paprika,
la equilibrista, trepó los seis metros de
la pértiga y, mientras Pimienta miraba
hacia arriba, con los pies en continuo
movimiento y el cuerpo en oscilación, a
fin de conservar el equilibrio, Paprika
se puso de pie, sin ningún apoyo, sobre
las protuberancias metálicas del extremo
del palo y ejecutó faroles y puso una
mano en una anilla de cuero y un pie
contra la pértiga y adoptó diversas
posturas graciosas. Luego colocó un pie
en la anilla, se dejó caer hasta que
agarró la pértiga con una mano y adoptó
las mismas posturas cabeza abajo.
Entonces volvió a trepar hasta la punta,
se apoyó sobre las manos e hizo una
serie de contorsiones cabeza abajo y
despatarradas con las piernas
horizontales y verticales.
—Bueno, ahora es cuando te pierdo
por una klischnigg —dijo Sarah a Edge,
mientras contemplaban el número—. No
sólo saben retorcerse como reptiles,
sino que son por lo menos doce o quince
años más jóvenes que yo.
—No creo que debas preocuparte —
contestó Edge, de buen humor—. Al
mediodía, Pimienta daba lecciones de
acrobacia a la pequeña Domingo y he
oído su advertencia: «No te enamores
nunca; destruye tu sentido del
equilibrio». Tengo la sospecha de que a
estas chicas no les interesan mucho los
hombres.
—Y has acertado. Son marimachos;
practican la fricción. Nunca les ha
gustado nadie salvo ellas mismas. Aun
así, hay hombres que ven un desafío en
las marimachos. —Sarah suspiró—.
Dios mío, qué suerte tenéis los hombres.
Las mujeres hemos de envejecer y los
hombres ni siquiera crecéis.
—Yo no soy los hombres, soy yo —
replicó Edge. Desvió la vista de la
arena el tiempo suficiente para echarle
una ojeada afectuosa—. Y tú aún no eres
una Maggie Hag, ni mucho menos.
Entonces tuvo que correr a la pista
porque Paprika se había deslizado por
la pértiga hasta el suelo y Pimienta había
dejado caer esta última con estrépito.
Edge y Florian dieron las manos a las
dos muchachas y los cuatro levantaron
los brazos para recibir una ovación.
Cuando Florian empezó a hablar
para que el público de las graderías
bajase para ver el espectáculo del
intermedio, Obie Yount se encontraba
muy cerca de Clover Lee y ambos fueron
empujados de malos modos por dos
mujeres del público, que movían con
fuerza la cabeza y decían con voces
exageradamente refinadas:
—¡Es vergonzoso!
—¡Sí, repugnante!
Clover Lee dirigió a Yount una
sonrisa de complicidad y permaneció
cerca de las mujeres mientras éstas
abandonaban la tienda, de modo que
Yount la imitó. Las mujeres continuaron
intercambiando comentarios sobre el
número recién concluido.
—¡Impropio para personas
cristianas!
—¡Es muy cierto!
Yount susurró a Clover Lee:
—¿Qué les pasa a estos vejestorios?
Ha sido un número muy puro y las
chicas son una pura deli…
—¡Shhh! —murmuró Clover Lee,
siguiendo a las criticonas.
—Seguramente son rameras
italianas.
—No cabe duda de que tienes razón.
Ninguna mujer cristiana se dejaría ver
con este atuendo pagano.
—Dos mujeres hechas y derechas…
¡con las axilas sin afeitar!
Clover Lee, sonriendo más
abiertamente que antes, se quedó
rezagada y dejó que las dos mujeres
continuaran solas. Yount las miró,
perplejo, y luego miró a Clover Lee, se
rascó la cabeza calva y dijo:
—Vaya. A nadie le importaría un
bledo que a estas dos hembras les
salieran cañones, pero ellas tienen la
desvergüenza de criticar a chicas tan
encantadoras como Pimienta y Paprika.
Aun así, parecías muy interesada,
mam’selle. ¿Crees que has aprendido
algo?
—No lo sé —contestó Clover Lee,
riendo—, pero cuando las buenas
cristianas desaprueban una cosa,
siempre se trata de algo placentero.

La pérdida de Ignatz Roozeboom no sólo


había privado al espectáculo del número
del león, por lo menos temporalmente,
sino también de la participación del
capitán Hotspur en los números
ecuestres. Edge se ofreció a
reemplazarle de modo parcial en las
volteretas. Como él y Trueno habían
tomado parte, en los tiempos de la
guarnición, en competiciones del arma
de caballería, como desenganchar
gansos, era casi mejor que Roozeboom
en las volteretas. Con Trueno a galope
tendido, Edge desmontaba y montaba
otra vez de un salto, se deslizaba por el
vientre del caballo hasta la silla por el
otro lado, se inclinaba a coger cosas del
suelo, saltaba de la grupa de Trueno, se
agarraba a la cola ondeante, se dejaba
arrastrar alrededor de la pista, echaba a
correr y saltaba de nuevo hasta la silla.
Al encargarse de este número, adquirió
una identidad nueva. Florian insistió en
que lo hiciera como Buckskin Billy, el
Intrépido Jinete de las Praderas, y
Magpie Maggie Hag le cosió a toda
prisa un nuevo conjunto de camisa y
pantalones que consistía casi por entero
de flecos.
Por otra parte, también echaban
mucho de menos a Roozeboom durante
el desmantelamiento y el montaje de la
gran carpa, así como por el camino. El
Florilegio tenía ahora más vehículos que
conductores, porque Fitzfarris precedía
siempre al espectáculo y Hannibal iba a
la retaguardia, con Peggy y el caballo
que arrastraba el cañón. Tanto Pimienta
y Paprika como Madame Alp adujeron
una falta total de habilidad o afición a
manejar las riendas de los caballos.
Así, pues, cuando el circo entró en
Baltimore a última hora de una tarde
gris y lluviosa, Florian conducía el
carruaje, dentro del cual viajaban las
dos pelirrojas, con toda comodidad.
Sarah Coverley iba más atrás en la
caravana —y a la intemperie—,
llevando las riendas de la carreta del
globo, con Clover Lee a su lado.
Rouleau conducía el carromato de la
tienda y Edge el nuevo furgón con toda
la familia Simms en su interior.
Mullenax, con Magpie Maggie Hag
sentada junto a él, conducía el carromato
de la jaula de Maximus, oculta ahora a
la vista del público por paneles de
madera, y su parte delantera estaba
adornada por la vistosa y maciza
palanca de freno diseñada por
Roozeboom.
Baltimore era la ciudad más grande
en que habían estado algunos miembros
de la compañía y la única verdadera
ciudad que habían visto en su vida
Mullenax y la familia Simms, así que
hubo muchos empujones para mirar por
las puertas del carromato, con mucha
más avidez de la demostrada por los
escasos transeúntes que los veían pasar
por las calles húmedas. Y no es que
Baltimore fuera muy digno de verse, ni
de olerse. La caravana del circo entró en
la ciudad por la Old Liberty Road, y en
cuanto dicha carretera se convirtió en
una calle pavimentada, flanqueada por
casas de ladrillo y otros edificios, se
transformó al mismo tiempo en una
cloaca abierta de la que emanaba un
olor fétido que al principio resultó
molesto, después repugnante y pronto
nauseabundo.
—Dios mío, huele peor que una
pocilga —dijo Mullenax con voz
gangosa, porque se tapaba la nariz.
—Tal vez se deba a las plantas de
vapor —dijo Magpie Maggie Hag,
cubriéndose la cara con la capucha.
—Sí —gruñó Mullenax. Miró la
profusión de carteles inmensos y
adornados y observó—: Me pregunto
cómo embotellan el vapor. O imprimen
sobre él.
Pasaron por delante de enormes
edificios de ladrillos que se anunciaban
con orgullo como «Casa de
Embotellamiento de Vapor»,
«Impresores de Vapor», «Lavandería de
Vapor» y «Fábrica de Calderas», para
no mencionar la «Fábrica de Cerillas de
Azufre, Tenerías, Refinerías de Manteca
y Fábrica de Polvo de Guano y Hueso»,
que no alegaban ninguna relación con el
vapor. Sin embargo, lo que resultaba
evidente para cualquier nariz era que
gran parte de la fetidez reinante
procedía de los «retretes de tierra»
construidos en los patios de las casas
residenciales, que vaciaban la esencia
de su contenido en las calles sin
alcantarillas.
Sólo una persona de la caravana del
circo encontró inmediatamente algo que
admirar en Baltimore. Jules Rouleau se
puso de pie sobre el pescante del
carromato de la tienda para solicitar la
atención general.
—Voilà! ¡Mirad! Hay algo que no
hemos visto nunca en Dixie. Ni siquiera
Nueva Orleans lo tiene. ¡Luz de gas! —
Los demás miembros de la compañía
miraron sin gran interés—. ¡Gas!
¡Podremos elevar el globo!
Era cierto: la parte central de
Baltimore exhibía en cada esquina un
moderno farol de gas cuyo globo
encendido proyectaba un bonito
resplandor blanco, teñido de color de
melocotón, sobre las sucias paredes de
las fábricas, los enfermizos árboles de
las aceras y los viscosos adoquines
cubiertos de escoria… y los carteles del
Florilegio fijados con anterioridad por
el heraldo Fitzfarris. Muchos de ellos ya
empezaban a desprenderse o romperse
bajo la lluvia, así que Florian aceleró la
marcha de la caravana en la penumbra,
porque los carteles marcaban el camino
hacia el lugar de asentamiento del circo.
A pesar de su belleza nacarada, la luz de
gas no hacía nada para mitigar los otros
gases de la atmósfera local, y a medida
que Florian se adentraba en la ciudad, se
iba sintiendo menos inclinado a hacerlo,
ya que el hedor era cada vez más fuerte.
Por fin, en Pratt Street, donde la
caravana cruzó un puente sobre las
«cataratas Jones» —de hecho, un
apestoso pantano de agua negra—,
Florian decidió que el centro comercial
de Baltimore era sencillamente
intolerable. En cuanto encontró un
pasaje transversal, dirigió hacia él a
Bola de Nieve, torció de nuevo a la
izquierda y condujo a la caravana hacia
el lugar por donde habían llegado, a casi
cuatro kilómetros, subiendo por Eutaw
Street hasta las alturas más limpias del
parque de Druid Hill. Cuando detuvo el
carruaje en una húmeda pradera, habló a
la compañía:
—Ignoro qué lugar nos han asignado
las autoridades municipales, pero que
me maten si acampo más cerca de esa
horrible ciudad, aunque tenga que pagar
el doble. Aquí tenemos aire para
respirar y ahí abajo hay un estanque de
agua fresca. ¿Quieres dirigir la
instalación, coronel Ramrod, mientras
yo vuelvo a seguir los carteles y veo si
puedo encontrar a sir John? Si aún está
en el centro, es probable que se halle en
una taberna, emborrachándose para
embotar su sentido del olfato. En
cualquier caso, él y yo tramitaremos una
autorización para levantar la tienda aquí.
—Las autoridades municipales no lo
permitirán —dijo Edge.
—Es un parque muy elegante —
terció Yount—, con quioscos de música
y todo.
—La posesión es la novena parte de
la ley —dijo Florian—. El pabellón, una
vez levantado, tiene aires muy
posesivos.
Levantar la tienda bajo la lluvia no
fue tarea fácil, ya que la lona se mojó y
su peso aumentó mucho en cuanto la
sacaron del carromato, y las cuerdas
mojadas se endurecían y costaba
pasarlas por los ojales, y las estacas de
la tienda se hundían tan de prisa en el
terreno húmedo que no ofrecían muchas
garantías de resistencia. Sin embargo,
los hombres se aseguraron de que las
cuerdas que unían las costuras quedasen
algo flojas, así como las cuerdas de
retén; de este modo, aunque ahora la
tienda se viese arrugada y frágil, la lona
y las cuerdas se secarían y estirarían
cuando la lluvia cesara y el pabellón
adquiriría su aspecto normal. Edge
confió a Hannibal la responsabilidad de
mantenerse despierto toda la noche para
que vigilase, en el caso de que la lluvia
cesara antes de la mañana, que las
cuerdas, al encogerse, no arrancaran del
suelo el círculo de estacas.
Acabaron el trabajo y Phoebe Simms
ya hacía la cena cuando Florian volvió.
Le seguía Fitzfarris, visiblemente
borracho y en un estado de euforia
sentimental.
—Aún tengo que aprender mucho
sobre adelantarme y negociar —declaró,
entre accesos de hipo—. Llego a la
ciudad, discuto, adulo, esparzo aceite a
mi alrededor, y todos los del
ayuntamiento siguen tan muertos como
moscas en un papel engomado. Lo mejor
que puedo conseguir es el patio trasero
de la fábrica de ataúdes Weaver. ¡Vaya
lugar delicioso para un circo! De
repente se acerca este individuo,
Florian, busca al administrador
municipal, le habla en esa jerga del
sauerkraut y en menos que canta un gallo
tenemos el permiso para este hermoso
parque.
—No hay mucho arte en el asunto —
dijo Florian con modestia—. Sólo sé
por casualidad que todos los
baltimorenses de calidad y posición son
de ascendencia alemana. Cuando se
habla a un hombre en su lengua
preferida, se tiene una mejor
oportunidad de convencerle o disuadirle
de casi cualquier cosa. De hecho, he
conseguido algo más que este
emplazamiento. Monsieur Roulette,
écoutez. Por toda la ciudad se rumorea
sobre la rendición del último ejército
confederado en tu Louisiana, hace dos o
tres días. La noticia acaba de llegar, así
que he persuadido a las autoridades de
la necesidad de celebrarlo y de que una
celebración en toda regla debe incluir…
—Une ascension d’aérostat! —
gritó Rouleau.
—Exacto. Mañana vendrán unos
hombres de la fábrica de gas para
hinchar ese artefacto. Debes darles la
impresión de que sabes cómo se hace.
—Confía en mí. Fingiré ser
l’aéronaute comme il faut. A cambio, te
haré un regalo. Mi protegida Domingo
domina por fin el Vous dirai-je, maman
al acordeón y sus hermanas y hermano
han aprendido a cantar la letra inglesa.
—Magnífico —dijo Florian—, el
acompañamiento perfecto para la
elevación del globo. Los Felices
Hotentotes cantando Centellea,
centellea, estrellita mientras tú te
elevas hacia el empíreo azul.
—¿Es de verdad una buena idea? —
preguntó Edge—. El Saratoga se escapó
de sus propietarios y ellos sí que sabían
de qué iba. Jules, ¿no sería mejor que lo
ensayaras una o dos veces en secreto, no
en público?
Rouleau le señaló con el dedo.
—Ah, ahora eres razonable, ami, no
del circo. Te citaré a Pascal: «Le coeur
a ses raisons que…»
—Conozco el verso y es encantador,
pero, maldita sea —apeló a Florian—,
usted me ha nombrado director ecuestre
y responsable de la seguridad de la
compañía. Y digo que esto no es seguro.
—Creo que estoy de acuerdo —
respondió Florian—, sólo que… dime
una cosa. ¿Cómo ensayarías en secreto
con algo casi tan grande como la Shot
Tower de Baltimore?
—Bueno…
—Y Monsieur Roulette no puede
acercar el globo a un farol de la calle y
dar la vuelta a la espita del gas.
Necesitará la ayuda de técnicos.
—Bueno…
—Zachary, si he de explotar —dijo
Rouleau— o desaparecer para siempre
del planeta, ¿crees que desearía hacerlo
en secreto? Mais non, querría una gran
multitud y muchos vítores como
despedida.
—Bueno… —dijo Edge una vez
más, y se encogió de hombros, resignado
—. Abner, trae una jarra. Nos
anticiparemos a esos vítores.
13
La gran carpa no se desplomó durante la
noche y la mañana amaneció con un sol
que no tardaría en darle buena forma.
Edge delegó su vigilancia en Yount y
subió al carruaje para ir a la ciudad con
Florian y Fitzfarris. Encontraron el olor
de la ciudad menos ofensivo a la luz del
día, o tal vez el agua de la lluvia,
especularon, se había llevado parte de
la fetidez. Fitz se apeó ante las oficinas
del Sun de Baltimore para anunciar en el
periódico la presencia del circo y la
inminente elevación del globo, y
también para encargar la impresión de
carteles que proclamaran dicho
acontecimiento. A la vuelta de la
esquina, Florian vislumbró las oficinas
de la Compañía Naviera Baltimore &
Bremen. Entró con Edge, pero éste se
limitó a esperar mientras Florian
hablaba en alemán con el agente. Se
alejó de la mesa de este último con una
expresión bastante desanimada.
—Sus buques van, en efecto, a
Bremen y hacen escala en Southampton
—dijo a Edge cuando salieron de la
agencia—, pero por ahora no se espera
la entrada a puerto de ninguno de ellos y
a Herr Knebel no le ha encantado la
perspectiva de transportar un circo a
bordo de un buque de pasajeros. Me ha
recomendado que nos dirijamos a una
compañía de mercantes llamada Mayer,
Carroll, que está en el Point…
Tendremos que preguntar dónde es eso.
Fueron a la zona portuaria e hicieron
indagaciones. Se enteraron de que el
puerto interior de Baltimore estaba
reservado a los buques de poco calado y
los barcos de cabotaje. Para encontrar
los muelles de los grandes
transatlánticos tuvieron que recorrer un
largo camino en torno a la dársena y
llegar hasta Locust Point, al otro lado
del puerto. En cualquier otro puerto de
mar, la zona de los muelles habría sido
la parte más apestosa, pero en Baltimore
olía mejor que sus barrios residenciales,
porque aquí estaban todas las plantas de
empaquetado de café, que despedían el
rico aroma del café brasileño recién
tostado. Cuando Florian y Edge
encontraron por fin un ruinoso tinglado
que exhibía el letrero de «MAYER,
CARROLL» sobre la puerta de la oficina,
se quedaron estupefactos al ver que la
compañía se autodenominaba en el
mismo letrero «TRANSPORTISTAS DE
CARBÓN DE CUMBERLAND A TODOS
LOS PUERTOS EXTRANJEROS Y
DOMÉSTICOS».
—Creo que nos han orientado mal
—dijo Edge—, ¿o acaso las palabras
circo y carbón suenan igual en alemán?
—Zirkus und Kohle —murmuró
Florian—. Bueno, ya que estamos
aquí… —Se apeó del pescante y Edge
le siguió.
Florian y el caballero que estaba a
cargo de la oficina conversaron en
alemán mientras Edge esperaba. Sin
embargo, aquella vez el coloquio se
prolongó durante mucho rato y Florian
parecía satisfecho de lo que oía. Cuando
salieron de la oficina, exclamó, feliz:
—All’Italia!
—¿A Italia?
—¿Sabías que la principal
exportación de Estados Unidos a esa
nación nueva es el carbón? Yo tampoco.
Sin embargo, Herr Mayer tiene un
cargamento que zarpa dentro de tres días
con rumbo a Livorno, en la Toscana.
Quizá has oído hablar de Livorno…
Leghorn en inglés. ¿Y qué mejor lugar
para nosotros que Livorno? Fue el hogar
de san Vito, patrón de los artistas
ambulantes. Además, será otoño cuando
lleguemos allí y en el Mediterráneo
reinará un clima mucho más templado
que en la zona del mar del Norte. Y
desde Livorno sólo tenemos que viajar
hacia el interior en línea recta para
llegar a Firenze… Florencia, la capital
de ese reino que acaba de unificarse.
—Pero… Florian… ¿iremos en una
barcaza de carbón?
—Dios santo, no. En un moderno
barco carbonero de vapor. Tan moderno,
que es impulsado por una hélice, no por
ruedas de paletas. Paseemos hasta el
muelle por el otro lado del almacén y
echémosle una ojeada. El buque
mercante Pflichttreu. ¿Qué tal suena?
—Si usted puede pronunciarlo, yo
puedo viajar en él.
—Es un bonito nombre. Significa
lealtad, sentido del deber. Y yo diría que
un barco carbonero bien cargado tiene
que ofrecer un viaje grato y estable.
Llegaron al muelle de carga y Edge
dijo:
—¿Es éste? Creía haber oído que
era nuevo.
—Bueno… moderno no significa
necesariamente nuevo.
Condescendiente, Edge supuso que
un barco cargado siempre de carbón
tenía que estar sucio y baqueteado. No
obstante, le alegró ver que estaba
provisto de palos y velamen, por si la
moderna hélice se hallaba en tan mal
estado como el resto. Y tenía grúas a
proa y popa, que Edge esperaba que
servirían para izar a bordo a Peggy y a
los pesados carromatos del circo,
porque la única pasarela del buque era
una escalerilla corriente de madera que
unía el muelle con la cubierta. Edge
preguntó secamente:
—Dígame, ¿qué va a costar este
elegante crucero de placer?
—Ejem. Herr Mayer y yo aún no
hemos discutido a fondo esta cuestión.
Antes deberemos presentarnos ante el
capitán Schilz del Pflichttreu y
convencerle de que consienta en
llevarnos como cargamento y pasajeros
de cubierta. Después de todo, un circo
no es su carga habitual.
Subieron a bordo y Florian preguntó
por el capitán. Apareció un personaje
uniformado y, tras algunas frases en
alemán, Florian dijo en inglés:
—Coronel Edge, militar hasta hace
poco, y capitán Schilz, del buque
Pflichttreu.
—Nein, yo ser master —rectificó
hoscamente el hombre mientras
estrechaba la mano de Edge—. Capitán
ser sólo un título de cortesía, excepto en
la marina. —Su aliento olía un poco a
aguardiente—. ¿Ustedes, caballeros, son
perregrinos?
—Er… ¿peregrinos? Pilger? —
preguntó Florian—. No, capitán, yo soy
el propietario y el coronel Edge es el
director de un circo ambulante. Wir
möchten eine Seereise nach…
—Zirkus? Nein, nein! —interrumpió
Schilz, agitando con violencia las
manos. En atención a Edge, explicó en
inglés—: ¡Animales cagando por toda
mi cubierta!
Edge estuvo a punto de observar
que, después de ver el Pflichttreu,
dudaba de que la simple mierda pudiera
ensuciar más la cubierta, pero Florian se
limitó a alargar la mano para estrechar
la del capitán en una aparente
despedida, murmurando:
—Es una lástima. Deja usted a un
hermano de profesión embarrancado en
la arena.
El capitán Schilz pareció
sorprendido por el apretón de manos y
la observación. Replicó, también en
inglés:
—¿En la marea baja, Bruder?
—O a un cable de distancia de la
orilla. Es ist Jammerschade. Y todas
nuestras hermosas mujeres igualmente
embarrancadas.
—¿Mujeres hermosas? —repitió el
capitán, con voz tan alta que todos los
marineros que estaban cerca miraron en
su dirección.
—Así de fácil —dijo Florian,
satisfecho, cuando volvía con Edge a las
oficinas de la compañía naviera.
—Es una suerte que el capitán sea
tan sensible a la belleza femenina —
observó Edge.
—Oh, se trata también de algo más
—contestó Florian—. Ahora espero
tener la misma suerte con el precio.
Toma, Zachary, aquí hay mil dólares en
billetes. Guárdalos dentro de la bota. La
faltriquera, por así decirlo. Así podré
volver mis bolsillos del revés delante
de Herr Mayer y decirle con verdad:
«Esto es todo lo que tengo».
Y casi tuvo que hacerlo. Herr Mayer
empezó por ordenarle que hiciera una
lista de todas las personas, animales,
vehículos y objetos que se proponía
subir a bordo. Luego el agente cogió el
manifiesto y escribió un precio junto a
cada nombre de la lista… un precio
exagerado.
—Mein Herr! —protestó Florian—.
Seis de los pasajeros son niños. Sin
duda han de viajar a mitad de precio. Y
sólo catorce de los animales están
vivos: el león, el elefante, ocho
caballos, tres cochinillos y un mulo.
Todos los demás de la lista están
muertos.
—¿Transporta usted animales
muertos? —preguntó Herr Mayer con
repugnancia—. La aduana no los dejará
pasar.
Florian explicó que eran piezas de
museo disecadas. Mientras Herr Mayer
hacía un nuevo cálculo, muy
malhumorado, Edge dijo en voz baja:
—Aunque considere una niña a
Clover Lee, sólo puedo contar cinco
niños.
—Pondremos pantalones cortos a
Tim. Calla.
La suma todavía superaba la
cantidad que Florian podía pagar sin
recurrir a la bota de Edge. Al final,
después de dudarlo mucho, decidió no
llevar el mulo de Mullenax y el cañón
yanqui de Yount, y así rebajó el precio
de Herr Mayer a la suma que podía
pagar, vaciando prácticamente sus
bolsillos. Podría haber continuado el
regateo, o abandonado otras posesiones,
pero ya era más de mediodía y se
acercaba la hora de la función. Se
alejaron del puerto al trote y Florian no
dejó de gruñir en todo el trayecto.
—Maldita sea, tendría que haber
contratado a ese hombre en vez de
pagarle. Es mejor adivino que Maggie
Hag. Desde luego, ha estimado mi
fortuna casi al céntimo. Esos mil que
llevas en la bota, Zachary, sufrirán una
disminución considerable cuando
compremos la comida del viaje para los
animales. Por lo tanto, a menos que
ganemos mucho dinero aquí en
Baltimore…
—¡Qué espléndida vista de buena
mañana! —interrumpió Edge—. ¡Mire
eso!
Aunque Edge ya había visto antes un
globo de observación hinchado, la vista
era impresionante. De hecho, tanto él
como Florian vieron el semicírculo
superior del Saratoga, de color rojo y
blanco, y las grandes letras negras de su
nombre, asomando por encima de la
cumbre de Druid Hill aun antes de ver
las copas de los árboles del parque.
Cuando estuvieron a media colina,
pudieron ver el globo bien sujeto por
cuatro cuerdas atadas a sendas estacas
en el suelo donde descansaba la cesta.
Toda la compañía circense y gran
número de baltimorenses estaban a su
alrededor, admirándolo. El objeto,
suave, sedoso, en forma de pera,
recubierta su parte superior por una red
de cordón de lino, tensando la malla de
cuerdas que convergía en el aro de
madera sobre el que se asentaba la
cesta, tenía casi el doble de altura que la
gran carpa. Las dos inmensas
construcciones de tela, una dispuesta a
lo largo sobre el césped del parque y la
otra vertical contra el azul del cielo,
eran una vista magnífica.
—Une beauté accomplie. No hay
ningún problema —dijo Jules Rouleau
cuando Florian y Edge lo encontraron
entre la multitud—. Estos dos caballeros
tienen experiencia previa. —Señaló a
los hombres, que sonreían con orgullo y
llevaban monos en los que se leían las
palabras: «BALTIMORE GAS & COKE
»—. Dicen que nuestro Saratoga es el
globo aerostático más bonito que han
visto aquí, pero no es el primero. En
cualquier caso, aquel quiosco de música
está equipado con luz de gas, así que los
messieurs sólo han tenido que colocar
una larga manga de caucho desde allí
hasta el apéndice de la barquilla, como
la llamamos los aeronautas.
—Este gas de hulla no es el mejor
para globos —explicó el más joven de
los hombres—. No eleva lo suficiente.
—¿De verdad? —preguntó Florian
—. Yo diría que el globo parece
impaciente por saltar al aire.
—Claro, se elevará —dijo el mayor
de los dos— y llevará a un hombre, pero
sólo a uno. E incluso sin lastre,
ascenderá con lentitud. Lo que les
convendría es hidrógeno. Con ese gas
podrían subir tres hombres. Sin
embargo, con el hidrógeno necesitarán
un generador.
—Tendrán que cuidar bien de esa
belleza —recomendó el otro—. El
barniz exterior está muy dañado y el
interior necesita otra capa de aceite de
pata de vaca. Nosotros nos hemos
encargado de volver a sellar la válvula
de charnela.
—Ya —murmuró Florian, distante.
—A fin de que el gas no se escape
hasta que yo esté listo para ascender —
explicó Rouleau—. Y los señores han
tenido además la bondad de darme una
lata de cemento que dejó aquí un
aeronauta anterior.
—Han sido muy amables —dijo
Florian, pero su expresión cambió
cuando el hombre mayor le alargó un
pedazo de papel, diciendo:
—Setecientos metros cúbicos, en
números redondos. Como es natural, le
hacemos un precio de mayorista, así que
se lo he dejado por setenta y cinco
dólares, sin ningún centavo.
—Tenía entendido que ofrecíamos
este espectáculo para celebrar una fiesta
municipal —dijo Florian con voz
ahogada.
—Yo sólo sé que ha recibido los
suficientes metros cúbicos de gas para
iluminar Baltimore durante dos o tres
noches. Si desea regatear con el
ayuntamiento, adelante. Pero es
probable que le pidan pruebas de que el
globo es de su propiedad y las
calificaciones del aeronauta y dinero
para un seguro por los posibles daños…
Florian hizo una mueca, pero indicó
a Edge que sacara el dinero de su bota.
Edge extrajo los billetes y contó los
requeridos para el pago. Cuando los
hombres se hubieron ido, Florian
reprochó a Rouleau:
—Es un capricho muy caro. Con este
dinero habríamos comprado mucho
heno, avena y carne de caballo.
—No tenía idea, mon vieux…
En aquel momento subía por la
colina otro carromato, atraído por el
enorme globo, y entre la familia que se
apeó de él estaba Fitzfarris, procedente
del centro de la ciudad. Llevaba bajo el
brazo un gran objeto redondo de madera.
Cuando se acercó, Florian decía:
—… sólo espero que la ascensión
traiga a más gente y más dinero para
compensar el gasto…
—¡Así será, así será! —gritó
alegremente Fitzfarris, y añadió,
dirigiéndose a Rouleau—: Procura
hacer todos los preparativos con mucho
cuidado y lentitud, amigo Jules. Da
tiempo a los espectadores para ponerse
nerviosos y así prestarán atención a mi
entretenimiento provisional.
Enseñó el objeto que llevaba. Era
una especie de tambor ancho y hueco,
hecho de madera de pino, de medio
metro de anchura pero pocos
centímetros de fondo. La cara posterior
era sólida y la anterior tenía, muy cerca
del perímetro, un círculo de veintiún
agujeros de dos centímetros de diámetro
cada uno. En el lado estrecho había una
abertura, lo bastante grande para que
Fitzfarris pudiese meter la mano.
—No tenía tiempo de construir como
es debido una rueda de la fortuna, de
modo que he pedido a un carpintero que
me clavara este juego del ratón.
Tampoco había tiempo de pintarlo con
colores chillones, pero servirá.
Los otros preguntaron qué diablos
era el juego del ratón, pero Fitzfarris ya
se dirigía en voz alta al gentío:
—¡Daré dos centavos al primer
chico que me encuentre un ratón de
campo! —Todos los niños, blancos y
negros, se dispersaron y corrieron por el
parque, inclinados, buscando surcos o
nidos. Fitz preguntó al aturdido Florian
—: ¿Me presta ese trozo de lápiz que
siempre lleva consigo?
Florian se lo dio y Fitzfarris numeró
cada uno de los agujeros del tambor, de
0 a 20. Un niño negro acudió corriendo,
con un pequeño ratón pardo y blanco en
el hueco de la mano. Fitzfarris lo cogió,
dio las gracias al niño y dijo con voz
jovial a Florian:
—Gastos de la compañía. Pague al
chico, ¿quiere, jefe? —Y se fue a toda
prisa hacia el furgón de los accesorios
para limpiarse la cara y prepararse para
su papel de Hombre Tatuado.
Las funciones de tarde y noche de aquel
día tuvieron poco público, seguramente
porque la mayoría de espectadores
potenciales esperaban al día siguiente
para presenciar al mismo tiempo la
ascensión del globo. Sin embargo,
durante cada intermedio del programa,
después de que los asistentes
contemplasen con la boca abierta al
Hombre Tatuado, las Tres Pigmeas
Blancas Africanas, el Museo de
Maravillas Zoológicas y Madame Alp
—y comprado incluso unas cuantas
cartes de visite—, sir John presentó su
juego del ratón.
—¡Apuesten diez centavos, amigos,
y ganen dos dólares! El juego de
adivinanzas más honrado que se ha
inventado jamás. ¡Apuesten un dólar y
ganen veinte! Es un juego de intuición
humana frente al instinto animal. Elijan
sencillamente el agujero por el que
entrará Mortimer el ratón.
Había colocado su nuevo aparato de
madera sobre la tina de mil usos del
circo. El juego consistía solamente en
poner el minúsculo ratón en el centro de
la madera, desde donde corría al
momento hacia uno de los agujeros
circundantes y desaparecía en el oscuro
interior. Allí esperaba la mano de
Fitzfarris para cogerlo, sacarlo y
ponerlo de nuevo en el centro del
tambor.
No tardaba en formarse un grupo de
gente, hombres en su mayoría, que
después de mirar divertidos unos
minutos, rebuscaban en sus bolsillos y
ponían diez centavos —e incluso
monedas de más valor y algún que otro
billete de dólar— junto a uno de los
agujeros numerados. El ratón corría
siempre hacia un agujero cada vez que
era colocado bajo la mirada del público
y Fitzfarris pagaba sin falta a cada
ganador, gritando una felicitación:
—¡Dos dólares para este inteligente
amigo! ¡Muy bien, señor! ¡Ha ganado el
dos mil por ciento de su inversión!
El ruido atraía a más personas, que
se veían obligadas a alargar el brazo
entre muchos otros brazos para colocar
sus apuestas. Al cabo de un rato, casi
todos los agujeros del tambor tenían
dinero apostado y había un ganador casi
cada vez que el ratón corría a
esconderse, por lo que su exclamación
de alegría se unía al clamor de
Fitzfarris:
—¡La mente sobre el mamífero! El
juego más honesto en el que apostarán
jamás. ¡Y ya tenemos otro ganador! No
empujen, caballeros. ¡Den oportunidad a
las damas de probar también su suerte!
El ratón no parecía cansarse nunca y
el juego continuaba a buen ritmo,
interrumpiéndose solamente cuando Fitz
pasaba un trapo húmedo por la
superficie de madera. A pesar de la
escasez de público, Fitzfarris prolongó
el juego durante todo el intermedio,
hasta que los jugadores quedaron
satisfechos con sus ganancias o se
sintieron incapaces de seguir perdiendo.
—¡Setenta y cinco dólares y
cuarenta centavos en un día! —exclamó
Fitzfarris, feliz, después del intermedio
de la función de noche.
—Es increíble —dijo Edge con
admiración—. Esto ya paga el gas del
globo.
—Si mañana tenemos un lleno de
paja para el globo —apuntó Fitz—, el
juego nos reportará fácilmente ocho o
diez veces esta cantidad.
—Una maravilla —dijo Florian—.
¿Cuál es la trampa, sir John?
—¿Trampa, señor? —Fitzfarris
parecía terriblemente ofendido.
—Bueno, es de suponer… un juego
de azar… como el venerable timo de la
vaina y el guisante…
Fitz denegó con la cabeza.
—Cualquiera puede descubrir un
juego trucado. No se necesitan
habilidades detectivescas. Sólo hay que
observar a un hombre que haga el timo
del guisante; siempre tiene una uña larga
para esconderlo debajo. Pero mi juego
del ratón no requiere trucos. Hay
veintiún agujeros por los que apostar y
yo digo que pago veinte por uno.
Supongamos que veintiún jugadores
apuestan diez centavos cada uno. Yo
recojo todas las monedas y doy dos
billetes de dólar al ganador. En
realidad, él sólo recibe diecinueve
monedas de diez centavos y yo me
quedo con una. El balance varía,
naturalmente, porque depende de la
cantidad apostada y de dónde se
apuesta, pero ese agujero extra, el
número cero, juega siempre a favor de
la casa, como decimos en la profesión.
—Sí, claro, ya veo —dijo Florian
—. Pensaba… que eso de pasar el
trapo… quizá era un preparado
secreto…
—Sólo amoníaco. Si un ratón corre
hacia el mismo agujero un par de veces,
puede seguir después su propio rastro y
dirigirse siempre allí. Algunos patanes
pueden ser lo bastante listos para
notarlo y apostar en consecuencia. Por
eso limpio la madera después de varias
carreras. Para asegurar la honestidad de
Mortimer.

Lo primero que hizo Rouleau al día


siguiente fue acercarse a su amado
Saratoga. Allí abrió el grifo de latón
que se hallaba en el mismo extremo de
lo que él llamaba apéndice del globo, y
brotó un copioso chorro de agua, que
dirigió cuidadosamente fuera de la
barquilla.
—Instrucciones de los técnicos —
explicó a los que miraban—. El gas de
hulla contiene cierta humedad que se
condensa con el frío de la noche. Carece
de sentido llevar más peso del
necesario.
—Tal vez carece de sentido hacer
algo hoy, kedvesem —sugirió Paprika
—. Maggie se ha quedado envuelta en
sus mantas esta mañana.
—Oh, maldita sea —exclamó Edge
—. ¿Ha previsto algún desastre en el
ascenso?
Paprika se encogió de hombros con
un gesto muy húngaro.
—No dice nada del globo, sólo algo
sobre una rueda.
—¡Ajá! —exclamó Rouleau,
aliviado—. En este caso, vete a asustar
al caballero Fitz. Es el único que trabaja
con un artefacto parecido a una rueda.
—Dio una palmada a su góndola de
mimbre—. Yo, Jules Fontaine Rouleau,
estaré libre en lo sucesivo de cualquier
cosa tan terrestre como una rueda.
Paprika volvió a encogerse de
hombros y continuó hablando mientras
se dirigía con Obie Yount al patio
trasero, donde Phoebe hacía el
desayuno.
—Jules ha mencionado algo
terrestre. O jaj, he conocido a artistas de
los números más peligrosos que han
sobrevivido a toda clase de riesgos y
después han quedado lisiados o se han
matado en un accidente terrestre sin
importancia.
—¿Cuál, por ejemplo? —preguntó
Yount mientras se sentaban en el suelo
en espera de que les sirviesen el
desayuno.
Se sentó entre Paprika y Pimienta,
muy contento de estar en tal compañía.
—En París había una equilibrista
célebre y aclamada. Hizo tender un
cable entre las torres de Notre Dame y
bailaba sobre él. Era famosa, pero los
devotos se escandalizaron y dijeron que
Nuestra Señora la castigaría por su
sacrilegio. Una semana después, se cayó
de un bateau-mouche y se ahogó en el
Sena.
—Y, ¿recuerdas, macushla —dijo
Pimienta—, a aquel joey de Varsovia
que daba volteretas? —Explicó a Yount
—: Eso es un payaso que hace
equilibrios y da saltos mortales.
Siempre pisaba un cubo de agua y
resbalaba de cualquier modo. Jamás se
rompió un hueso, pero un día rozó el
cubo con la espinilla. El tinte de su
calcetín infectó el rasguño y al final
tuvieron que amputarle la pierna. —Se
persignó, murmurando—: Mala suerte.
—Oídme las dos —dijo Yount—.
Como no podemos llevarnos mi cañón,
he procurado inventar números nuevos
para el Hacedor de Terremotos. Me
preguntaba… ¿qué os parece si os
cargara sobre mis hombros?
—No es muy original —contestó
Paprika—. ¿Y si nosotras nos
pusiéramos de pie sobre tus hombros y
cargáramos a las chicas Simms sobre
los nuestros? Podemos sostenerlas
fácilmente si tú puedes con todas
nosotras.
—Eso está hecho —respondió
Yount, hinchando el pecho hasta que
adquirió las dimensiones de un tonel
grande.
—Me parece muy bien —dijo Edge
cuando Yount fue a su encuentro y le
propuso el nuevo número de pista.
Luego dirigió a Yount una de sus
sonrisas torcidas y observó de buen
humor—: Te he visto encaprichado de
una mujer en varias ocasiones, Obie,
pero sólo de una cada vez. ¿Es que
ahora te has enamorado de estas dos
pelirrojas?
Yount escarbó tímidamente la tierra
con uno de sus grandes pies.
—No es esto. Confieso que las dos
están muy buenas, pero Paprika es la que
realmente me hace temblar las rodillas.
Me casaría con ella de buen grado y, si
se presenta la ocasión, se lo pediré.
¿Qué opinas del asunto, Zack?
—Creo que te convendría más atarte
a un poste de flagelación.
—¡Vaya! —se ofendió Yount—. Te
agradezco mucho tus buenos deseos.
—Calma, socio, calma. Sólo quería
decir… bueno… las pelirrojas tienen
fama de ser quisquillosas. Dios sabe
cómo será una zanahoria húngara.
Vigila que no te pique.
Yount sonrió y tensó los bíceps.
—Aún ha de llegar el día en que el
Hacedor de Terremotos tenga miedo de
una niña arisca.
Se alejó a grandes zancadas y Edge
le miró con una especie de
conmiseración.
Aunque era una hora temprana,
bastante gente de la localidad había
subido ya a la colina, principalmente
para admirar el globo, pero también
para dirigir miradas curiosas a los
miembros del circo, así que las mujeres
de la compañía se apresuraron a lavar
los cacharros del desayuno, a recoger la
ropa que habían lavado y tendido la
noche anterior y en general a ordenar el
patio trasero. Entonces, solas o en
grupo, fueron al carromato de la utilería
para quitarse la bata y ponerse el traje
de pista. Phoebe Simms entró antes que
ninguna, llevando consigo a Domingo
para que la ayudase a vestir su enorme
disfraz —o mejor, a colocarlo en torno a
su cuerpo—, y mientras hacían esto, no
quedaba sitio para nadie más en el
interior del carromato.
Salió como Madame Alp y, a fin de
que los mirones no pudieran verla gratis,
fue a esperar al furgón de la tienda,
donde podía hacer compañía a Magpie
Maggie Hag, todavía debilitada por sus
premoniciones o trastornos. Clover Lee
entró en segundo lugar en el carromato
de la utilería y ella y Domingo se
estaban poniendo las mallas cuando se
les unieron Pimienta y Paprika. La
muchacha y las dos mujeres blancas
charlaron y bromearon mientras se
vestían, pero Domingo permaneció
silenciosa, pugnando por ajustarse las
mallas de color carne e intentando no
estorbar a las demás, lo cual no era fácil
en el reducido espacio donde tenían que
alargarse mutuamente prendas, anudarse
lazos, abrocharse botones, prestarse
polveras y pequeños tarros de colorete,
cremas y pomadas y ayudarse
mutuamente a aplicarse dichos
productos de belleza.
La camaradería de esta reunión
exclusivamente femenina animó a
Clover Lee a contar a Pimienta y
Paprika lo que había oído en Frederick
City de labios de las mujeres cristianas,
indignadas porque habían visto a otras
dos mujeres con vello bajo los brazos.
El informe no confundió ni avergonzó a
las dos muchachas que, por el contrario,
rieron a carcajadas y casi se cayeron
cuando Clover Lee terminó:
—Dijeron que debíais ser italianas.
Pimienta y Paprika se sostuvieron
mutuamente para no caerse, hicieron
muecas y lanzaron exclamaciones.
—¡Esto es la monda! —jadeó
Pimienta—. Por poco me meo los
pantalones.
—¡Conque italianas! —gritó Paprika
—. Vejestorias ignorantes y obscenas.
—Bueno, yo sé que no sois italianas
—dijo Clover Lee—, pero ¿es algo que
habéis aprendido de ellas? ¿No afeitaros
ahí por alguna razón? Se lo pregunté a
Florian, pero él se limitó a toser.
Esto provocó nuevos paroxismos.
Cuando se hubieron recobrado, Pimienta
contestó, muy alegre:
—Colleen[15], querida, es un simple
truco de artista. De mujer artista, mejor
dicho. Siempre que la gente ve a una
pelirroja, no castaña o negra o rubia,
piensa: ¿será su color natural? Las
mujeres se lo preguntan con malicia,
claro, pero los hombres lo hacen con
lujuria, porque no suelen ver otra cosa
que vello negro o rubio en la barriga de
sus mujeres corrientes.
—Así que nosotras demostramos
que somos auténticas, que este color
rojo es de nacimiento —añadió Paprika
—. Cuando los patanes ven los
mechones rosados de nuestras axilas,
saben con maldita seguridad que
nuestros pubis también son rosas. Mira,
convéncete por ti misma, niña. Imaginar
ese lugar secreto vuelve locos a los
hombres. Y a sus mujeres, verdes de
envidia.
—Claro, y por esto nos hemos reído
de que nos llamasen italianas —dijo
Pimienta—. Diablos, ¿para qué querría
una hembra negra demostrar que tiene el
pelo negro por todas partes? Y no es con
intención de ofender a esa niña del
rincón, ¿oyes, alannah?
—Cela ne fait rien —murmuró
Domingo.
—¿La habéis oído? «¡Sally Fairy
Ann!» —gritó Paprika, sorprendida y
encantada—. ¡Por san Istvan, esta niña
ya no es una negra! ¡Domingo, ángel, te
estás volviendo una verdadera
cosmopolita!
Domingo no estaba segura del
significado de la palabra ni de si quería
serlo, pero dijo con timidez:
—Monsieur Roulette me está
enseñando a hablar como una dama.
Tanto en americano como en francés.
—Bueno, ángel —dijo Paprika—, si
quieres ampliar tu educación mientras
viajamos a Europa, te ayudaré con
mucho gusto. El magiar es demasiado
difícil, pero el alemán te servirá igual
cuando estés en Hungría y puedo
enseñártelo.
Hablando como un libro de texto,
Domingo respondió:
—Gracias, mademoiselle Makkai.
Deseo aprender todo lo que pueda.
Pimienta parecía dudosa o quizá
desaprobaba aquella proposición, y
cuando todas salieron del carromato,
murmuró con intensidad unas frases a su
pareja. Clover Lee, ansiosa de conocer
cualquier secreto, captó sólo las últimas
palabras:
—… enseñando tu nido a una y
llamando ángel a la otra. Sé cómo
calificarlo en magiar.
Edge y Mullenax sacaban brillo a las
herraduras de los caballos con ceniza de
la estufa cuando Florian se acercó a
ellos para decirles:
—Mirad a toda esa gente, llegada
una hora antes de la función. Hoy
tendremos aquí a todo Baltimore. Los
negros locales instalan incluso
tenderetes por todo el parque. Venden
chicharrones, sopa de terrapene,
limonada…
—Bueno, de esto no sacaremos
ningún provecho —observó Edge—,
pero mantiene el buen estado de ánimo
de la multitud. He dicho a los músicos
que toquen algo para entretenerla
todavía más.
—Todos los patanes que no comen o
miran están apostando en el juego del
ratón de Fitz. Ya debe de haber ganado
un dineral.
—Oh, no me quejo de la afluencia
de espectadores —dijo Florian—; lo
que pasa es que no quedará nadie en la
ciudad para venir a vernos mañana. Y no
veo ninguna ventaja en volver a trabajar
para cuatro gatos, como hicimos ayer,
así que sugiero, capitán Ramrod, que
anulemos las funciones de mañana.
Emplearemos el día libre en
desmantelar la tienda con toda calma,
embalarlo bien todo y comprar
provisiones para la travesía. De este
modo no tendremos que ir con prisas
pasado mañana para embarcar con la
anticipación debida.
Exceptuando a unos cuantos mirones,
demasiado pobres o avaros para pagar
la entrada, toda la gente del parque
compró billetes y admiraron a Maximus
y el museo. Después, cuando Tim y
Hannibal tocaron Esperad el carromato
—acompañados por el acordeón algo
vacilante de Domingo Simms—, todos
entraron en la gran carpa. Muchos
tuvieron que sentarse en el suelo,
alrededor de la arena, o quedarse de pie
en los espacios disponibles. Después
del intermedio y el espectáculo
secundario —y más juego del ratón—,
mientras el público de la tarde aún
estaba viendo la segunda parte del
programa, el parque volvió a llenarse de
gente que llegaba pronto para
contemplar la ascensión del globo, antes
de la función nocturna. Compraron
entradas para llenar de nuevo el
pabellón, por lo cual, cuando un número
considerable de los primeros
espectadores decidieron quedarse para
la segunda función y pidieron entradas,
Florian tuvo que poner el cartelito de «
AGOTADAS LAS LOCALIDADES».
Lo hizo sin lamentarlo, de hecho,
con satisfacción, porque era la primera
vez en toda la gira que habían llenado el
circo a tope.
Obedeciendo las instrucciones
recibidas, Jules Rouleau preparó con
lentitud la ascensión del globo, dando a
Fitzfarris tiempo de sobra para obtener
pingües beneficios con su juego. Como
la ascensión no requería mucho más que
soltar los cables de amarre, el único
preparativo de Rouleau consistió en ir a
buscar al carromato de la utilería una
escalera de cuerda y tirarla dentro de la
barquilla, con un propósito que no
confió a nadie. Entretanto, Florian formó
un cono con un cartel del circo y a
través de este megáfono improvisado
gritó a la multitud circundante:
—Monsieur Roulette ha de esperar
a que se ponga el sol para que cese la
brisa… Una proeza semejante exige la
calma absoluta del aire… Aun así, la
empresa es sumamente arriesgada…
Entre estos repetidos anuncios, Tim
y Hannibal tocaron con brío una música
apropiada para la ascensión de un globo
—Más cerca de Ti, Dios mío y otros
temas similares— y Domingo los
acompañó con el acordeón en todas las
piezas que conocía. Por fin, cuando los
murmullos del público indicaron que el
suspenso cedía el paso a la impaciencia
y los clientes de Fitz empezaron a
quedarse sin dinero para más apuestas,
Rouleau se mojó un dedo y lo levantó en
el aire, hizo una solemne seña con la
cabeza a Florian para darle a entender
que no había nada de viento y, con un
ágil salto, se metió en la barquilla. La
corneta de Tim ejecutó un floreo, el
bombo de Hannibal resonó como un
tambor africano y Florian gritó:
—¡Situaos junto a los cables. —Una
pausa… y—: ¡Soltad amarras!
Edge, Yount, Mullenax y Fitzfarris
soltaron en el mismo instante las cuerdas
de las cuatro estacas y el Saratoga dio
un rápido salto hacia adelante. Sin
embargo, los cuatro hombres
continuaron sujetando la cuerda de
amarre que ya estaba atada al globo
cuando lo adquirieron en casa de
Mullenax. Lo fueron aflojando poco a
poco, a fin de que el globo subiera
despacio, a pequeñas sacudidas, de
modo muy poco espectacular. El público
tuvo la impresión de que el aeróstato era
empujado hacia arriba con un palo. Tim,
Hannibal y Domingo tocaban, y esta
última y las otras Felices Hotentotes
cantaban —más o menos al mismo ritmo
sincopado con que ascendía el Saratoga
—: «Cen-te-llea, cen-te-llea, estre-
llita…» El globo tampoco podía
alcanzar una altura muy espectacular,
porque el cable de amarre sólo daba de
sí unos doscientos metros y entonces los
hombres volverían a sujetar el globo a
las estacas.
No obstante, el Saratoga era un
objeto hermoso y su ascensión, si no
impresionante, había sido por lo menos
majestuosa, y ahora flotaba a una altura
que doblaba la de la Shot Tower de
Baltimore, la estructura más alta que la
población local estaba acostumbrada a
ver, y allí arriba, la resplandeciente
seda roja y blanca, que se había elevado
sobre la sombra del suelo hasta donde
aún seguían brillando los rayos del sol
poniente, refulgía a su vez como un
pequeño sol. La multitud, después de un
suspiro prolongado —«¡Ah-h-h!»—
durante la ascensión, profirió de repente
otro «¡Ah-h-h!» —esta vez como un
jadeo contenido— porque allí arriba
Monsieur Roulette se había vuelto loco
y saltado fuera de la barquilla.
Incluso los miembros de la
compañía se sobresaltaron, porque
habían estado ocupados con las amarras
y no habían visto a Rouleau colgar de la
góndola la escalera de cuerda antes de
saltar. Como es natural, había puesto los
pies en la escalera, cuyo extremo
superior estaba sujeto al borde de
mimbre, y ahora ejecutaba las mismas
posturas, contorsiones y convulsiones
acrobáticas que en la escalera de
madera de la pista, y el gentío reía y
sollozaba de alivio y también vitoreaba
y aplaudía, satisfecho.
O, mejor dicho, la mayor parte del
gentío. Alguien tiró de la manga de
Florian, diciendo con voz glacial:
—Señor, me han dicho que es usted
el propietario de esta empresa.
Florian se volvió y vio a un
caballero de mandíbula larga y severa,
cubierta por una barba anglicana de pelo
corto.
—Lo soy, en efecto, señor. Espero
que disfrute del espectáculo.
—Disfrutar no es nuestro objetivo en
la vida, señor —contestó el hombre,
indicando a las personas que le
rodeaban, otros dos o tres hombres y
varias mujeres, todos ellos con la misma
expresión de pía severidad—.
Representamos a la Cruzada de
Ciudadanos y nos han hecho saber que
su llamado espectáculo incluye cierta
rueda de la fortuna.
—Oh, Dios mío —murmuró Edge al
oído de Florian—. Maggie Hag ha
acertado otra vez.
Fitzfarris habló, noblemente:
—La rueda, como usted la llama, es
mía. Y si ha venido a recriminarme, le
puedo asegurar que el juego es honesto.
—La honestidad o deshonestidad
tampoco nos preocupa —dijo el hombre
—. Sólo nos interesa socorrer a las
víctimas inocentes del desmán y la
indignidad.
Fitz se mostró confuso.
—Bueno, algunos han perdido
dinero, lo confieso. Pero, ¿desmán?,
¿indignidad? No veo…
—Deseamos que nos enseñe ese
juego —terció una mujer de cara
redonda.
—No me importa hacerlo —dijo
Fitzfarris—, pero en este momento
tenemos a nuestro colega colgado de ahí
arriba y…
—Ahora mismo —ordenó la mujer
—, o llamaremos a un agente de policía
para que le obligue.
Florian dijo a Fitz:
—Monsieur Roulette está bien. Y
continuará haciendo piruetas durante un
rato. Ve a buscar la madera, sir John.
Fitzfarris fue a buscar la tina y el
aparato de madera de pino. Entonces se
metió la mano en el bolsillo y sacó el
ratón, al que tuvo que separar de un
pedazo de queso que estaba comiendo.
—Han interrumpido la cena de
Mortimer —dijo, colocando al ratón
sobre la rueda—. Ahora, los jugadores
han de adivinar el agujero hacia el que
correrá el ratón. Y Mortimer elige el
que le gusta más, sin coacciones ni
trucos. ¿Lo ven? Esta vez ha sido el
número diecisiete. No hay sistema
posible de trucar, dirigir o hacer
trampas con este juego.
—Como sospechábamos —dijo una
mujer de peinado rígido—. Crueldad
hacia los animales.
Preparado como estaba para
defenderse de acusaciones de timo,
fraude o engaño, Fitzfarris se quedó
atónito ante esta denuncia inesperada.
Replicó con cierto calor:
—Señora, han sido ustedes quienes
han perturbado la cena tranquila de
Mortimer. ¿Me han visto a mí ser cruel
con él?
—Si no crueldad declarada —
contestó uno de los hombres—, no cabe
duda de que es una perversión de la
conducta natural del animal y una
violación de su dignidad.
—¿Dignidad? —repitió Fitzfarris,
incrédulo—. Amigo, se trata de un ratón
de campo vulgar y corriente. No de un
noble caballo que recibe malos tratos.
Sólo de un ratón… haciendo lo que
hacen los ratones: correr hacia un
agujero.
—Pero impulsado por usted —
acusó, inexorable, una de las mujeres—,
no por iniciativa suya. El animal es
víctima de un abuso deliberado.
La mejilla de Fitzfarris que no era
azul, se había teñido de rojo, y como
parecía incapaz de hablar, Florian
intervino:
—Madame, quizá se preocupa usted
demasiado por este ratón porque en
estos momentos ocupa, por así decirlo,
el centro de la atención general. Pero
imagínese que encuentra a este roedor
corriendo por su cocina. ¿No lo
consideraría un animal indeseable y no
lo mataría como si fuese una cucaracha?
—Son circunstancias muy diferentes
—objetó la mujer, sin inmutarse—. En
tal caso el ratón seguiría su curso de
vida normal y tendría sus
probabilidades normales de
supervivencia. En cambio, aquí se le
fuerza a realizar actos antinaturales.
Florian, atónito a su vez, sólo pudo
farfullar:
—¿Actos antinaturales?… ¿Un ratón
de campo?…
Edge habría preferido mantenerse al
margen de esta discusión absurda, pero
se dio cuenta de que aquellos fanáticos
podían ampliar su área de interés y
exigir la emancipación del león, del
elefante y de los cochinillos de Barnacle
Bill. Aunque la intromisión sólo acabase
siendo un fastidio, también podía
significar una demora y el Pflichttreu
zarpaba dentro de dos días.
—Perdonen, amigos —terció en tono
amable—. Tengo entendido que se
oponen al empleo de un mamífero en el
pequeño juego de sir John. Alguien
acaba de mencionar una cucaracha.
¿Ofendería menos su sensibilidad si
sustituyéramos al ratón por una
cucaracha?
Nadie rió ante esta nueva caída en el
ridículo. La Cruzada de Ciudadanos
intercambió miradas. El hombre de la
barba anglicana se la rascó
pensativamente y murmuró:
—Hum… bueno… la cucaracha es
un invertebrado… un ser de categoría
muy inferior en el orden de la
Creación…
Edge se apresuró a preguntar:
—Sir John, una cucaracha macho
serviría igual, ¿verdad? —Y antes de
que Fitz pudiera responder o soltar una
carcajada o mesarse los cabellos, Edge
se volvió rápidamente hacia los
ciudadanos—: Asunto resuelto. Será una
cucaracha. Y les damos las gracias,
amigos, por ayudarnos a mejorar
nuestros métodos. Ahora, señora,
¿desearía hacerse cargo del ratón
Mortimer? —La mujer retrocedió con
espanto—. Entonces, ¿lo dejamos en
libertad? Muy bien. Sir John, permita
que Mortimer regrese a su, ejem, hábitat
natural.
Meneando lentamente la cabeza con
incredulidad, Fitz se arrodilló y dejó
con ternura en el suelo al diminuto
animal, que echó a correr
inmediatamente. Florian, Edge y
Fitzfarris dieron media vuelta para
ocupar de nuevo su puesto ante la cuerda
de amarre del globo. Todos miraron
hacia arriba… y vieron que Rouleau,
una vez concluidas sus acrobacias, subía
de nuevo a la barquilla y soltaba su
único vínculo con la tierra. El Saratoga
se elevó al instante, alejándose
lateralmente de la colina. Sin embargo,
era evidente que Rouleau no iba a
arriesgarse demasiado en su vuelo libre,
porque en seguida tiró de la cuerda que
comunicaba con la válvula sujeta al
extremo superior del globo. Este fue
perdiendo poco a poco su forma de pera
y adoptando la de una zanahoria,
descendiendo mientras lo hacía. Cada
vez más alargado y estrecho —y tan
arrugado, que las anchas franjas blanca
y roja se convirtieron en rayas—, fue
bajando hasta el suelo a cierta distancia,
pero todavía en el parque de Druid Hill.
La barquilla tocó suavemente la hierba,
Rouleau tiró del cabo de desgarre y el
globo perdió los últimos restos de gas y,
ondeante y tembloroso, se aplanó sobre
el suelo.
Con más vítores y hurras, el gentío
se precipitó hacia el lugar del aterrizaje.
Edge, Fitz, Florian y Mullenax también
corrieron, para evitar que pisaran la
valiosa seda. Cuando Rouleau bajó de la
góndola, quitándose de encima varios
pliegues de tela, la multitud le rodeó
para estrecharle la mano y darle
palmadas en la espalda. En cuanto pudo
librarse de las felicitaciones, se acercó,
sudado, satisfecho y casi radiante, y
dijo:
—Perdón, monsieur le propriétaire,
y monsieur le directeur, pero no he
podido resistir la tentación de un
momento de libertad absoluta.
—No importa, Jules —contestó
Edge—, siempre que tú y el globo estéis
indemnes. Ha sido una gran culminación
del acto.
—Y Dios sabe cuándo tendremos de
nuevo esta oportunidad —observó
Florian—. Ahora, doblemos la seda,
muchachos, antes de que a los patanes se
les ocurra la idea de rasgarla en trocitos
como recuerdo.
Fitzfarris y Mullenax empezaron a
estirar la tela y las cuerdas y Edge fue a
ayudarlos. Rouleau corrió a buscar la
carreta del globo.
Los tres hombres aún estaban
doblando el Saratoga cuando oyeron un
tumulto en la parte posterior del terreno,
una serie de gritos confusos y el rumor
de pasos corriendo de un lado a otro y al
final un grito claro:
—¿Hay un médico entre la gente?
—Algo ha sucedido allí —dijo
Florian, pero reacio a dejar el globo—.
¿Por qué no viene Monsieur Roulette a
buscar esto con la carreta?
Pero quien llegó fue el pequeño
Quincy Simms, corriendo descalzo, para
decir sin aliento:
—¡Eh! Mas’ Jules haserse daño.
Venir todos.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—Ha saltao a la carreta y el caballo
ha dao un salto. Mas’ Jules tener pierna
en los radios cuando la rueda dar la
vuelta. ¡Crrac!
—Oh, Dios mío —murmuró Florian.
Los otros hombres ya estaban corriendo
—. Alí Babá, tú quédate aquí y guarda
el Saratoga. No dejes acercar a nadie.
—Y Florian se alejó corriendo.
Acostaron a Rouleau sobre la tela
encerada dentro de la carreta del globo.
Tenía la cara muy blanca y los dientes
apretados y un caballero de edad que
llevaba quevedos le palpaba con
suavidad la pierna izquierda. Algunos
miembros de la compañía miraban,
solícitos, desde los lados de la carreta,
mientras otros mantenían apartada a la
gente. Cuando Florian se acercó,
Rouleau separó los dientes lo bastante
para esbozar una sonrisa de dolor y
decir débilmente:
—Arriesgo los huesos dos veces
diarias en el suelo… y hoy en el cielo…
y ahora, regardez. Quizá me lo he
buscado. Péter plus haut que le cul…
—Chut, ami. C’est drôlement con.
¿Es grave, doctor?
El médico meneó la cabeza, se quitó
los quevedos y frunció los labios.
Entonces se apeó de la carreta y se llevó
a Florian aparte antes de hablar. Edge
los siguió.
—Rota en tres puntos y de un modo
curioso para su edad. Este hombre debe
de tener huesos de adolescente.
—Sí, su agilidad es extraordinaria.
Esto es bueno, ¿verdad? ¿Se soldará y
curará rápidamente?
—Esto es malo, señor. A causa de la
flexibilidad ósea, las fracturas son
complicadas; las astillas de los
extremos han perforado la carne y la
piel. Incluso aunque las fracturas
pudiesen reducirse debidamente, el
proceso requeriría un mes o más de una
rigidez absoluta. Y durante este período
de circulación sanguínea restringida, las
heridas podrían gangrenarse.
—¿Qué quiere decir? —murmuró
Florian.
—Estoy hablando de amputar.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó
Edge—. ¡Este hombre es un acróbata
profesional!
—Son libres de solicitar otra
opinión, por supuesto. Les sugiero que
lo hagan sin tardanza.
Florian se estrujó la barba. Edge se
volvió en redondo y ladró:
—¡Abner!
—¡Yo no soy médico! —replicó
Mullenax, dando un paso hacia atrás.
—Entiendes de carpintería. Ve a
buscar tablas que midan por lo menos un
metro y medio. Si no las encuentras,
arráncalas del quiosco de música. ¡Eh,
Domingo! Tú, Tim y Hannibal entonad
alguna melodía. Fitz, ruge por el león.
Florian, haz los preparativos para el
espectáculo y avisa cuando esté a punto.
Doctor, ¿quiere esperar mientras hablo
con el paciente?
—Saint Joseph es el hospital más
cercano. El modo más rápido de
llevarle…
—Pidamos por lo menos su opinión.
Estaré con usted en seguida.
Edge subió con cuidado a la carreta,
para no moverla, y dijo:
—No hay tiempo de dorar esta
píldora, Jules. Has de elegir: vivir con
una sola pierna o tal vez morir con las
dos. —Rouleau, que estaba blanco como
el yeso, se volvió un poco verde. Edge
continuó—: El médico puede amputarla
con una sierra y quedarás lisiado, pero
vivo. O yo puedo aplicarle un
tratamiento que una vez salvó a un buen
caballo, dejándolo intacto. Di qué
prefieres.
Rouleau no titubeó. Esbozó de nuevo
una sonrisa torturada y contestó:
—Si no reacciono como un buen
caballo, ami, merezco morir.
—Intenta recordar esto para no
gimotear y chillar cuando te duela. —
Rouleau se rió antes de volver a apretar
los dientes. Edge se asomó al lado de la
carreta—: Doctor, ha decidido probar
suerte. Muchas gracias, de todos modos.
—¿Qué suerte? —protestó el
hombre, pero Edge ya se había vuelto de
espaldas y llamaba a gritos a Sarah.
El médico movió la cabeza y siguió
al resto del público para ver el león que
Fitzfarris anunciaba en voz muy alta.
Mullenax llegó con un puñado de
tablas ligeras, un martillo, una sierra,
clavos y una de sus eternas jarras.
Rouleau bebió un buen trago de whisky,
mientras Edge daba instrucciones a
Mullenax para la rápida construcción de
una artesa de madera, poco honda,
parecida a un macetero de ventana. La
hicieron con un extremo abierto para que
Rouleau pudiese meter en ella la pierna
y apoyar el pie contra el extremo
cerrado. El artefacto era lo bastante
largo para abarcar desde la entrepierna
hasta la planta del pie de Rouleau, pero
el lado exterior le llegaba hasta la axila.
Edge se volvió hacia Sarah:
—Corre a buscar un saco de ese
salvado que tenemos para los caballos,
un poco de ácido fénico, algunos palos
largos y delgados de nuestra provisión
de leña y tiras de ropa que me sirvan
para atar. Abner, tú sujetarás con fuerza
a Jules mientras le estiro la pierna para
ver si puedo encajar los extremos de los
huesos rotos. Y tú, Jules, tendrás que
relinchar como una manada de potros
salvajes, porque esto te dolerá de veras.
Edge esperó a que la música y el
ruido de la gran carpa alcanzaran su
punto álgido y entonces empezó a
estirar, justo por debajo de la fractura
superior. Rouleau hizo más que
relinchar; gritó y profirió alaridos.
Sarah contrajo la cara y se tapó las
orejas con las manos. Pero Edge sintió
disminuir uno tras otro los tres bultos de
la pierna y observó cómo se retraían
bajo la carne ensangrentada los
extremos astillados de los huesos y —
esperaba— volvían a encajar en su sitio.
Antes de que terminase, Rouleau dejó de
gritar y Mullenax no tuvo que apoyarse
en él para evitar que se moviera, porque
había perdido el conocimiento. Entonces
Edge colocó los palos a ambos lados de
la pierna, a guisa de tablillas, y los ató
fuertemente con las tiras de ropa. Entre
él y Mullenax colocaron con cuidado la
pierna entablillada dentro de la caja
recién construida, con la tabla larga en
el costado izquierdo de Rouleau, entre
el cuerpo y el brazo, y la ataron también
con tiras de ropa a la cintura y el pecho.
—Sarah —dijo Edge—, antes de
que se despierte, moja esas heridas con
una buena dosis de ácido fénico.
Mientras ella obedecía, Edge abrió
el saco y echó salvado en la caja,
comprimiéndolo después con fuerza
debajo, alrededor y encima de la pierna.
—Ya está —dijo, secándose el
sudor de la frente—, esto la mantendrá
casi inmóvil, pero dejará circular el aire
a su alrededor. Sarah, tú y Maggie
podéis hundir las manos en el salvado
siempre que necesitéis tratar estas
heridas. Me imagino que Maggie sabrá
coserlas y cicatrizarlas. Después
volvéis a comprimir bien el salvado.
Jules tendrá que yacer quieto y rígido
durante unos dos meses, pero, con
suerte, vivirá, y saldrá de esta caja con
una pierna bastante aceptable. En
cualquier caso, así ocurrió una vez con
un caballo. Ven, Abner. Mientras siga
desmayado, llevémosle al carromato de
la utilería, donde está acostumbrado a
dormir.
Cuando lo hubieron hecho, Edge y
Mullenax llevaron la carreta del globo
para recoger el Saratoga y a Quincy, y a
continuación se apresuraron a participar
en el espectáculo. Con toda
probabilidad, era la última vez que el
Florilegio se presentaba en los Estados
Unidos de América y, además, la
compañía tenía que compensar la
ausencia de Monsieur Roulette, así que
los artistas se esforzaron para ofrecer
sus mejores actuaciones. Barnacle Bill
decidió que ya había vacilado bastante y
aquella noche llevó la jaula del león a la
arena, entró en ella y logró que
Maximus ejecutara la mayor parte de su
repertorio —sentarse, incorporarse,
acostarse, rodar, hacerse el muerto—,
pero omitió el número de meter su
cabeza en las fauces del león y el truco
del falso «mordisco».
El Hacedor de Terremotos dejó que
el cañón —con el que actuaba por
última vez en su vida— le pasara por
encima tantas veces, que estaba casi
demasiado dolorido para el número
nuevo, pero lo hizo, a pesar de todo.
Pimienta, y luego Paprika, treparon hasta
sus hombros y se mantuvieron derechas
sobre ellos. Entonces las trillizas
Simms, con mucha menos gracia,
treparon hasta los hombros de las
mujeres, donde se colocaron en fila —
todas ellas cogidas de la mano e
inclinadas hacia afuera—, formando un
abanico de seis cuerpos a tres niveles.
Florian y Tiny Tim incluyeron
novedades en su rutina —«¡Uf! Esta
patada me ha cogido en Pratt Street!»—,
y cuando sir John sustituyó a Monsieur
Roulette cantando el himno de Madame
Solitaire, cambió algunas palabras:
… Y aunque el corazón de mi pecho
adore
a Solitaire, reina de las amazonas,
¡ay, ahora pertenece a Baltimore!
Ahora que se había cumplido su
premonición —fuera cual fuese la
desgracia de la «rueda» que había
anticipado—, Magpie Maggie Hag se
repuso de su melancolía y en el
intermedio leyó gran cantidad de
palmas. Fuera de la tienda, sir John,
privado de su juego del ratón, hizo
adornadas y floridas presentaciones de
todas las curiosidades exhibidas,
concluyendo con Madame Alp:
—… y el fenómeno repartirá ahora
recuerdos de su monstruosidad, réplicas
fotográficas clásicas de sí misma. Para
ustedes, damas y caballeros, por la
irrisoria suma de cincuenta centavos. La
mayor ganga de Baltimore. ¡Pueden
llevarse a sus casas a Madame Alp por
sólo una quinceava parte de centavo por
libra!
—¿Te has fijado, Fitz? —le preguntó
después Pimienta—. Cuando todos los
patanes habían comprado cartes de
visite de la Señora Gorda, un hombre,
negro, ha comprado todas las que
quedaban.
—No, no me he fijado. Pero, ¿y qué?
Hay hombres que admiran a las mujeres
exageradamente gordas.
—No es nada, pero me ha recordado
a esos viciosos europeos a los que he
visto acercarse a hurtadillas para
alquilar un monstruo por una o dos
noches.
—Mantendré un ojo abierto, pero
dudo de que nadie se la lleve en brazos.
Nadie lo hizo. Por lo menos después
del desfile de Lorena, la salida y la
dispersión de la multitud, Phoebe Simms
aún estaba entre la compañía y ya había
preparado una buena cena caliente para
resucitarlos a todos después del trabajo
de la larga jornada. Domingo llevó un
plato al carromato de la utilería para
Rouleau, pero éste tenía a su lado la
jarra de Mullenax y no sentía dolores de
hambre ni de ninguna otra clase.
Después de la cena, la mayor parte de la
compañía yació en la oscuridad
veraniega, charlando y fumando. Edge
dio un último paseo por el recinto, en
parte para ver si todos los animales
estaban cómodos y en parte para
contemplar el circo por última vez en
tierra americana. La gran carpa parecía
metálica ahora, cubierta de rocío, que
reflejaba la luz de la luna, e iluminado
su interior por el pálido resplandor de
una linterna, pues Hannibal y Quincy
dormían dentro. La tienda misma parecía
respirar como una persona dormida,
porque la brisa ocasional que entraba en
ella hacía susurrar la lona, y las cuerdas,
el candelabro y el aro de soporte crujían
y entrechocaban. Cuando Edge fue a
extender su jergón a la intemperie, bajo
las estrellas, sólo Phoebe y Magpie
Maggie Hag estaban todavía despiertas,
juntas ante el rescoldo de la hoguera,
conversando en un murmullo.
Después de que Phoebe se fuera a su
carromato, Magpie Maggie Hag
permaneció despierta la mayor parte de
la noche y entró a intervalos a visitar a
Rouleau. Casi todas las veces lo
encontró dormido, pero inquieto y febril.
No le gustaba administrarle láudano
después de su abundante ingestión de
whisky, a menos que sufriera un ataque
de delirio violento que hiciera mover la
caja a la que estaba atado, pero no fue
así. De hecho, por la mañana, cuando
Edge entró para conocer su estado,
Rouleau se encontraba lo bastante bien y
con el ánimo suficiente para sonreír y
decir:
—Zut alors, esos ratones de
Fitzfarris son vengativos. Han estado
toda la noche mordisqueando el salvado
de mi caja. Puedo soportar el dolor y el
aburrimiento, ami, pero ¿tendré que
pasar todas las noches con esos
rencorosos animales haciéndome
cosquillas en la pierna?
—Alégrate de ello —dijo Edge—.
Mientras puedas sentir las cosquillas de
los ratones, tu pierna estará viva, y tú
también.
El desmantelamiento de la gran
carpa no se hizo «con calma», como
había dicho Florian, pero sí lentamente,
ya que faltaba otro hombre de la
compañía. El trabajo duró hasta las doce
y para entonces las mujeres ya habían
terminado la complicada cuestión del
equipaje, pues era necesario decidir qué
podía darse a guardar durante toda la
travesía y qué debía tenerse a mano por
si hacía falta. Cuando todos hubieron
comido un tentempié a mediodía,
Florian los congregó a su alrededor.
—Damas y caballeros, ahora voy a
pagarles otra ronda de salarios.
Después, todos los que deseen
acompañarme a la ciudad podrán
hacerlo, a fin de comprar las cosas
necesarias para el viaje.
La mujeres se hicieron señas con la
cabeza y empezaron a comparar notas
sobre sus compras respectivas. Edge
contó con los dedos la cantidad de
provisiones requerida por los animales.
Mullenax murmuró que debía embarcar
bien provisto de bebida y, mientras
estuviera en la ciudad, también se
ocuparía de ciertos refrigerios
horizontales.
—Un consejo a todos —advirtió
Florian—. No compréis más de lo que
necesitéis hasta llegar a Italia, pues os
puedo asegurar que allí las cosas serán
más baratas que aquí.
—Mas’ Florian —dijo Phoebe
Simms—, ¿poder ir yo también, esta
vez?
—Claro que sí, Madame Alp. Ahora
ya no importa que el público te vea en
déshabillé.
—Bueno, no ir a ese sitio. Ir al
barrio negro.
—¡Madre! —murmuró Domingo,
exasperada y confusa—. Quería decir
sin disfraz.
Fueron todos excepto Magpie
Maggie Hag, que se quedó a cuidar de
Rouleau, y Hannibal, que se quedó a
vigilar todo lo demás. Y todos
consiguieron apiñarse en el carruaje de
Florian y en el carromato menos
cargado, que era la carreta del globo.
Bajaron de las alturas a la miasma de la
ciudad y se detuvieron en la base de la
Shot Tower de los Comerciantes.
—Este edificio es visible desde
cualquier punto de la ciudad —dijo
Florian—, así que nos encontraremos
aquí cuando se ponga el sol.
Edge y Yount se fueron en la carreta
del globo a buscar una tienda de
comestibles y un mercado de carne. Los
otros miembros de la compañía se
dispersaron en varias direcciones,
solos, en parejas o en grupos, y Phoebe
Simms se fue separada de sus hijos.
Unas horas más tarde, ella y Florian
fueron los primeros en encontrarse en el
lugar convenido. Florian estaba
repantigado en el pescante del carruaje,
asustando ociosamente con el látigo las
moscas que se posaban en la grupa de
Bola de Nieve, cuando Phoebe se le
acercó a paso decidido.
—Ah, Madame Alp. ¿Ya has
terminado tus gestiones en el barrio
negro? Veo que te has comprado un
sombrero. Es, ejem, todo un sombrero.
—Muchas grasias. ¿Yo poder
preguntarle, algo mas’ Florian? ¿Dise la
ley que yo perteneser a todos vosotros
porque escaparme en vuestra compañía?
—Pues, no, claro que no. Ahora ya
no perteneces a nadie. Eres tan libre
como cualquier mujer blanca que anda
por esta calle. Santo cielo, ¿acaso te
hemos hecho sentir que eres nuestra
esclava?
—No, zeñó. Por eso costarme ahora
deciros adiós.
—¿Qué?
—Verá, yo casarme.
—¿Que te casas?
—Sí, zeñó. Un caballero muy fino
me hase la corte. Quisá usté lo conose.
Yeva sapatos amariyos y sombrero de
copa. Ha estao en las cuatro funsiones
que hemos dao en Baltimore, sólo para
admirarme. Ha comprao todas mis
postales para podé hablar conmigo.
Ahorita vengo de su casa y hemos
decidío casarnos.
—Pero… pero… Madame Alp, eres
nuestra insustituible Señora Gorda.
—Por eso gusto a Roscoe. Le ha
desengañao un poco que yo no estar tan
gorda como en las fotos, pero dise que
ya me engordará. Tie dinero para
haserlo, ser capatás del Dique Seco
Ches’peake y Maine, un gran negosio de
negros, fundao por negros libres, y es
muy próspero. Roscoe ser uno de los
jefasos. Tie una casa bonita, un cabayo y
un carruaje…
—Bueno, le felicito de corazón y…
y también a ti. Pero esto es muy
inesperado. Perderte la víspera del viaje
y perder a las trillizas y a…
—No, zeñó. A Roscoe no gustarle la
prole de otros hombres. Querer fundar
nuestra propia familia.
—¡Madame Alp! ¿Te marcharías,
abandonando a tus niños?
—Esas chicas ya no ser niñas, mas’
Florian. Han cogío muchos humos en un
par de semanas. Ahorita ser mujeres y
poder cuidar a Quincy. No se preocupe.
—¡Mujer, no estoy pensando en mí
mismo, sino en ellos! En lo mucho que te
encontrarán a faltar.
—¿Querer saber cuánto encontrarme
a faltar, zeñó? ¿Querer saber cuánto
encontrar a faltar alguien a cualquiera?
Si ir al estanque del parque y meter el
dedo en el agua, ver el agujero que deja.
Mas’ Florian, una mamá saber que
cuando sus niños se avergüensan de eya,
su trabajo se ha acabao.
—Oh, vamos, esto es sabiduría
popular sin ningún…
—Ser sabiduría de madre. Madre
negra o blanca, no haber diferensias.
No, zeñó. Yo hablar esto con miss Hag y
eya estar de acuerdo. Esas niñas ser
pronto personas importantes, con un gran
futuro. Domingo ya hablar mejó que la
vieja señora Furfew. Esas niñas no
querer cargar con una mamá gorda
ignorante y negra.
Florian probó todos los argumentos
y medios de persuasión que se le
ocurrieron, incluyendo las perspectivas
más halagüeñas para la propia Phoebe
—«¡Si Europa está llena de monarcas
africanos que la visitan!»—, pero ella
insistió en que el capataz de la
Compañía Chesapeake & Maine de
Diques Secos era el único marido que
necesitaba y mucho mejor de lo que
jamás había esperado encontrar.
—En fin, te hemos perdido —
suspiró por último Florian—, y lo
lamentamos, pero deseamos lo mejor
para ti y Roscoe. Os haremos incluso un
regalo de boda. Sé que los yanquis han
prometido a todos los negros libres del
sur dieciséis hectáreas y un mulo. No
tengo las dieciséis hectáreas, pero antes
de zarpar mañana, te dejaré nuestro
mulo atado a un árbol del parque. Tú y
Roscoe podéis ir a buscarlo cuando
queráis.
—Muy bondadoso por su parte, mas’
Florian. Se lo agradesemos mucho.
—Y ahora, aunque sentiría mucho
perder a las trillizas, tengo que volver a
preguntarte: ¿no desearías confiarlas a
alguna tía, o tío u otro miembro de tu
familia?
—Ya dejarlas con la familia, mas’
Florian. Todos ustedes ser familia.

—Desde luego, ha sido un cumplido


para nosotros —dijo Florian a Edge y
Yount cuando éstos llegaron más tarde
con la carreta del globo llena hasta
arriba de balas de heno, sacos de grano
y tiras de carne ahumada—, pero la
cuestión es que se ha ido y no sé cómo
dar la noticia a esas criaturas.
—Será mejor que se preocupe sobre
cómo decírselo a Fitz —observó Edge
—. Ahí viene ahora. Ha perdido una
parte importante de su espectáculo.
Fitzfarris, Sarah y Clover Lee
llegaban juntos, con los brazos llenos de
paquetes pequeños. Florian anunció,
confundido, que Madame Alp los dejaba
para casarse.
—Vaya —comentó Sarah—. Quién
habría dicho que sería la primera de
nosotras en pescar un marido entre el
público.
—Mierda —fue el único comentario
de Fitzfarris.
—Sí —asintió Florian—. He
pensado en seguida en ir al orfanato
local, sir John, para ver qué pueden
ofrecernos como sustituto. Un retrasado
mental o algo parecido. No obstante, sin
credenciales plausibles, me ha resultado
siempre muy laborioso convencer a un
superintendente o a una madre superiora
de que soy un médico dedicado a la
investigación, que busco sujetos para
mis estudios. No, no habría tiempo.
—Ya llegan casi todos los demás —
dijo Yount—. Empezaré a colocarlos en
la carreta, encima de toda esa carga.
—Pon a los niños Simms en mi
carruaje —ordenó Florian—. Y tú,
Madame Solitaire, hazte sitio entre ellos
y durante el camino de vuelta al
campamento comunícales la mala noticia
con la mayor suavidad posible. Intenta
convencerlos de que, como ha dicho
Phoebe, aún tienen una familia.
Por lo visto Sarah lo consiguió, o tal
vez los niños ya estaban acostumbrados
a aquellas alturas a continuos
cataclismos en sus vidas. Sea como
fuere, no salieron corriendo para buscar
a su madre ni lloraron ni demostraron
abiertamente una gran aflicción. No
obstante, todos —en cuanto hubieron
entrado a ver a Rouleau para saludar
con cariño al inválido— se esforzaron
por mantener a los pequeños Simms
demasiado ocupados para entristecerse.
Edge y Sarah sentaron a Lunes y Martes
sobre sendos caballos y los hicieron dar
vueltas a la pista, que ahora estaba al
aire libre, y Pimienta y Paprika
impusieron a Domingo y Quincy una
agotadora rutina de ejercicios
acrobáticos. El miembro de la compañía
más afectado por la deserción de
Madame Alp fue Magpie Maggie Hag,
ya que tuvo que volver a encargarse de
la cena, lo cual hizo de muy mala gana.
—Lo tienes bien merecido —le dijo
Florian—. Podrías haberla disuadido
diciéndole que Roscoe pega a las
mujeres o algo similar.
—Le he dicho la verdad, que es un
buen hombre. Engaño a los patanes, sí,
pero nunca a una hermana del
espectáculo. Vete. Déjame guisar.
Florian se fue al estanque del parque
y se puso en cuclillas junto al agua,
sumido en solemne meditación. Varios
transeúntes le miraron de soslayo,
porque no dejaba de introducir un dedo
en el agua y contemplar después los
pequeños rizos que disminuían y
desaparecían rápidamente.

El barco carbonero de vapor Pflichttreu


parecía aún más feo que cuando Florian
y Edge lo habían visto por primera vez,
porque sus principales bodegas estaban
llenas y se había hundido más en el
agua, de modo que los tiznados palos y
vergas eran más fácilmente visibles.
Además, descargaba vapor y su única
chimenea, alta y delgada, despedía un
chorro de humo sucio y hollín que no se
elevaba mucho en el aire antes de
descender sobre la cubierta y el muelle
como una nieve pegajosa y negra.
Aunque ya se había concluido la carga
por tobogán, las grúas del buque seguían
funcionando para izar a bordo sacos de
carbón. Sus aguilones crujían y gemían
al hacer girar las plataformas de sacos
del muelle a las escotillas de cubierta,
donde los miembros de la tripulación,
tan tiznados de negro como todo lo
demás, los colocaban en los espacios
todavía disponibles de la bodega.
Florian detuvo la caravana a cierta
distancia de la actividad y las nubes de
hollín que la rodeaban. En el muelle se
apiñaban ya muchos supernumerarios y
ociosos para ver zarpar el barco.
Probablemente se trataba de marineros
sin empleo o libres de servicio y de
estibadores que, sentados sobre cabos
enrollados o apoyados en bolardos por
toda la zona portuaria adoquinada,
fumaban pipas cortas o masticaban
tabaco e intercambiaban comentarios —
la mayoría peyorativos— sobre los
procedimientos de carga del Pflichttreu
y la competencia de su tripulación. Sin
embargo, incluso desde aquella
distancia, Florian pudo distinguir que,
pese al aspecto en general desagradable
del buque, el capitán Schilz había
tomado por lo menos una caballerosa
medida en favor de sus pasajeras. La
única pasarela que comunicaba el buque
con el muelle era la escalerilla de
peldaños corriente, pero ahora estaba
provista de una «pantalla de
virginidad», o trozo de lona que la
tapaba por debajo de un extremo a otro,
a fin de que los trabajadores y ociosos
no pudieran ver las piernas de las damas
cuando subieran por ella.
Florian se apeó del carruaje.
—Vigila, Zachary. Asegúrate de que
nadie se escapa, como ha hecho
Madame Alp. Voy a la oficina para que
Herr Mayer me devuelva el dinero de su
pasaje. —Hizo una pausa—. Y ahora,
¿qué diablos pasa?
Retrocedió hasta el carruaje para
protegerse cuando tres hombres
corrieron hacia él por el empedrado,
farfullando algo en voces altas y
excitadas. No sólo corrían, sino que
saltaban y brincaban alegremente,
señalando los carromatos y haciendo
señas al elefante, como si fueran viejos
conocidos suyos. La lengua que
hablaban era totalmente ininteligible,
pero repetían una y otra vez una
exclamación: «Kong-ma-jang!» Eran
hombres muy bajos, no mucho más altos
que Tim Trimm, y extremadamente
flacos. Tenían caras simiescas, de tez
amarillenta, y eran a todas luces
orientales, pero de edad imposible de
determinar; cualquiera de ellos podía
tener de treinta a sesenta años. Llevaban
camisas ablusonadas y pantalones que
habían sido de algodón blanco pero que
ahora eran harapos grises, e iban
descalzos.
Al llegar ante el sorprendido
Florian, ejecutaron una extravagante
serie de complicados saludos orientales.
Luego dos de ellos se tendieron en el
suelo en posición supina y en
direcciones opuestas y levantaron las
piernas. El tercero dio un salto y se
enroscó como una pelota en el aire y los
otros dos empezaron a lanzárselo el uno
al otro, haciéndolo girar primero en una
dirección y después en la otra.
—¡Diantre! —exclamó Florian—.
Antipodistas. Un número de Risley.
—¿Cómo? —preguntó Edge, que
también se había apeado.
—Antipodistas. Equilibristas con
los pies y acróbatas cabeza abajo. Están
haciendo lo que se llama un risley, por
un juglar inglés de la antigüedad; pero
en realidad procede de Oriente.
—Y ellos también —dijo Fitzfarris,
aproximándose—. Yo diría que son
chinos.
—¿Cómo habrán llegado hasta un
muelle de Baltimore?
—Los ferrocarriles del Oeste
emplean a muchos chinos para los
trabajos pesados —explicó Fitz—.
Apostaría algo a que este trío vino en
tercera clase (o, más literalmente, de
polizón) en un mercante chino cuyo
destino creyeron que era California. Es
probable que no sepan siquiera dónde
diablos están. No parecen saber una
palabra de inglés.
Los chinos, si es que lo eran, se
habían puesto de pie y volvían a hablar
y gesticular frenéticamente. Su tono
parecía urgente y apremiante. Cuando se
señalaban a sí mismos, decían con
acento sombrío: «Han-guk» y orgulloso:
«Kwang-dae». Cuando señalaban los
carromatos, decían, implorantes:
«Kong-ma-jang».
—Yo diría que esto significa circo
—observó Edge—. No saben leer las
palabras, pero reconocen los carromatos
de un circo cuando los ven.
—Y me parece que nos están
pidiendo que los llevemos con nosotros
—dijo Fitz.
—Pues eso haremos —respondió
Florian, con repentina decisión—.
Acabamos de perder a una curiosidad y
nuestro acróbata estrella está inválido.
Necesitamos un número nuevo. Los
aceptaremos.
Edge sugirió, prudente:
—¿No deberíamos decirles adónde
vamos? Quiero decir que si creen que
ahora están en California, ¿qué pensarán
cuando desembarquen en Italia?
—No será más extraño para ellos
que Baltimore. Es evidente que están
extraviados, perdidos, aturdidos sin
duda por las costumbres locales, sin
trabajo y desesperados. Nosotros les
daremos empleo y sustento.
—Se disponía a pedir al señor
Mayer que le devolviese dinero. Ahora
tendrá que comprar dos pasajes más.
—No, señor —dijo Florian, en el
mismo tono decidido—. Fitz, desnuda a
los chinos y ponlos entre los objetos del
museo. Cuando Herr Mayer venga a
contar cabezas, le diré que son monos.
—Fitz y Edge profirieron exclamaciones
de asombrada y divertida protesta, pero
Florian los hizo callar—. Si se niega a
creerlo, le convenceré de que todos
juntos no pesan tanto como Madame
Alp.
Así, pues, Fitzfarris reunió a los
chinos y se los llevó al carromato del
museo. Bajó uno de los paneles
laterales, abrió la tela metálica y les
indicó que viajarían allí dentro.
Entonces, con cierta repugnancia,
empezó a desnudar a uno de los
hombres, indicándoles por señas a los
otros que hicieran lo mismo. Los chinos
se quedaron un momento perplejos, pero
luego parecieron aceptarlo como otra
costumbre californiana y obedecieron.
Desnudos, subieron y se mezclaron con
los animales disecados. Fitz ajustó de
nuevo la tela metálica, cerró el panel
lateral y los dejó en la oscuridad.
El ardid de desnudarlos resultó
innecesario. Herr Mayer salió, en
efecto, de su oficina para contar a los
pasajeros, carromatos, animales y otros
artículos de la lista facilitada por
Florian, pero cuando éste le dijo al
pasar de prisa por delante del carromato
del museo: «Aquí dentro están los
ejemplares taquidérmicos que le
mencioné», Herr Mayer no le ordenó
que lo abriera. Tampoco se ofreció a
devolver dinero cuando el cómputo de
pasajeros reveló que faltaba uno.
Florian decidió no forzar la suerte y no
dijo nada.
Por fin terminaron de cargar sacos
de carbón y entonces las grúas del barco
pudieron usarse para izar a bordo el
circo. Edge y Yount se encargaron de
conducir uno tras otro los carromatos
hasta el lado del barco y allí
desenganchar los caballos, mientras los
estibadores colocaban arpeos entre
carromato y plataforma y los cargadores
de la cubierta accionaban un cabrestante
de vapor para izar cada carromato y
dirigirlo a bordo.
Hubo un momento de ansiedad
cuando le tocó el turno al carromato del
museo, porque resultó que Fitzfarris no
había cerrado bien el panel lateral. El
carromato había llegado sólo a la regala
del barco y se balanceaba en el aire
cuando el panel se abrió. Los miembros
de la compañía contuvieron el aliento al
ver a los cargadores mirar incrédulos,
con la boca abierta, a los tres seres
pequeños, amarillentos y desnudos que
se agarraban, aterrorizados, a la tela
metálica. Pero lo único que ocurrió fue
que un viejo marinero escupió jugo de
tabaco, y observó, imperturbable, a un
compañero más joven:
—Ya te lo dije, muchacho. La marea
trae cosas extrañas. —Y cerró de nuevo
el panel.
Maximus profirió quejas
vociferantes, inquietando a los
marineros que vigilaban la carga del
carromato de la jaula. En cambio,
cuando izaron a bordo al elefante, con
una eslinga en torno a su vientre,
Hannibal se colgó también de ella,
murmurando en tono tranquilizador:
«Calma, Peggy, calma», y el animal
pareció disfrutar incluso de la breve
suspensión, liberadas por una vez sus
patas del considerable peso. El elefante,
con el enjaulado Maximus como
compañía, y los otros dos carromatos
fueron colocados a estribor de la
cubierta de proa, y el carruaje y los tres
carromatos restantes a babor. Se ataron
todos los vehículos y se trabaron sus
ruedas y se sujetó al elefante a las
cornamusas de la regala, encadenando
sus dos patas derechas. Después la
actividad se trasladó a la grúa de la
cubierta de popa. Se izaron los ocho
caballos mediante eslingas en torno al
vientre, pero no se portaron con la
placidez de Peggy, sino que relincharon
con los ojos fijos y cocearon, casi
destrozando la cabeza de un par de
marineros, hasta que pudieron sujetarlos
a la borda.
Mullenax dejó subir solos por la
escalerilla a sus tres cerditos, lo cual
hicieron con mucho brío, para diversión
de trabajadores y curiosos. Mullenax los
dirigió a la cubierta de popa y los dejó
haciendo sus propias camas en la paja
esparcida para los caballos, advirtiendo
antes a los marineros que los cochinillos
no eran provisiones para la cocina. Los
demás miembros de la compañía
también subieron por la escalerilla,
todos cargados con su equipaje de mano.
Los compañeros de Rouleau, que yacía
en su jergón, fijado sobre unas tablas, le
sacaron con gran cuidado del carromato
de la utilería antes de que éste fuera
izado a bordo. Colocaron su lecho de
enfermo sobre una de las plataformas
para cargar el carbón e incluso los
toscos marineros hicieron gala de una
gran suavidad cuando lo bajaron a la
cubierta y lo llevaron a un camarote.
Se habían asignado a los pasajeros
cinco de los camarotes de cuatro literas
situados en la «isla» de la
superestructura entre los palos de proa y
de popa. Sólo Florian y Fitzfarris se
instalaron en el de Rouleau, a fin de que
tuviera la mayor cantidad de aire
posible para respirar. Hannibal insistió
en dormir en cubierta con su Peggy, y
Quincy compartió el camarote con sus
tres hermanas. Quedaba uno para los
otros cuatro hombres blancos, y las
cinco mujeres blancas estuvieron
encantadas de compartir entre todas dos
camarotes. En cuanto pudo hacerlo sin
llamar la atención, Fitzfarris fue a
hurtadillas a la cubierta de proa para
bajar el panel del furgón del museo, con
objeto de que los tres chinos tuvieran luz
y aire y una vista del mar, e incluso
cambió de sitio a los ocupantes
disecados del museo para que los vivos
pudieran acostarse en el suelo.
En cuanto hubieron guardado su
equipaje, todos los miembros de la
compañía se apiñaron en la cubierta de
popa para ver levar anclas al
Pflichttreu. Los ociosos del muelle
abandonaron su ociosidad el tiempo
suficiente para desamarrar los cables de
los bolardos, que los marineros de
cubierta halaron y enrollaron. Se oyó un
clamor de campanas, silbatos y chorros
de vapor. La chimenea del centro del
buque escupió una nube de humo negro
que desprendió una lluvia de hollín
grasiento, y la mugrienta cubierta de
hierro empezó a retemblar cuando las
máquinas se pusieron en marcha. La
franja de agua sucia que separaba al
barco del muelle empezó a ensancharse
con lentitud y en la cubierta se inició una
vibración continua que sacudía
ligeramente a todos cuantos se
encontraban en ella. Pimienta dio un
codazo a Paprika y murmuró: «Mira
hacia allí», indicando a Lunes Simms,
cuyo rostro estaba en éxtasis mientras
frotaba los muslos uno contra otro.
—Esa chica vuelve a moler mostaza.
Nadie más se dio cuenta. Todos
contemplaban cómo la zona portuaria de
Locust Point se alejaba de ellos… y
después toda la ciudad de Baltimore,
que pareció apiñarse en torno a la Shot
Tower a medida que disminuía de
tamaño. Se produjeron varios cambios
en el ritmo de la vibración y varias
densidades de lluvia negra mientras el
barco carbonero realizaba pequeños
cambios de rumbo para dirigirse hacia
el canal. Luego el fuerte McHenry se
acercó por el lado de estribor y el
lazareto municipal por el de babor.
Entonces, casi de repente, la tierra se
distanció en ambos lados y el
Pflichttreu salió del puerto interior para
entrar en el ancho río Patapsco y todo el
mundo en cubierta profirió un fuerte
hurra. Habría una breve demora cuando
desembarcaran al práctico del puerto y
la tierra aún sería visible a ambos lados,
próxima o distante, mientras el barco
carbonero avanzara lentamente por la
larga bahía de Chesapeake. Pero ya
navegaban hacia Europa.
Asea
1
Cuando los pasajeros subieron a
cubierta al día siguiente para ver a los
animales antes del desayuno, aún podía
verse tierra a ambos lados del
Pflichttreu. Las máquinas funcionaban
vigorosamente y la hélice dejaba en el
agua una estela de espuma. Sin embargo,
como una mujer gorda que anda con pies
activos y rápidos pero avanza despacio,
el barco parecía moverse con lentitud a
pesar de sus esfuerzos. El capitán Schilz
estaba en cubierta, observando a la
tripulación regar con mangueras para
eliminar del suelo por lo menos un poco
del hollín acumulado durante la noche.
No obstante, como el buque se movía a
un ritmo tan lento, no podía escapar de
sus propias emanaciones y el hollín
seguía acumulándose casi tan de prisa
como era eliminado.
—Guten Morgen, enanito —dijo el
capitán en tono amable.
—Eso de allí aún no es Europa —
respondió inmediatamente Tim Trimm,
con voz aguda—. ¿Está seguro de que
este cubo se mueve?
El capitán Schilz le dirigió una
mirada altanera.
—Herr Miniatur, ¿ha llamado lento
a mi buque? No es lento. Es moderado.
—Y además tiene ratas —dijo
Sarah. Se volvió hacia Edge—: En
tierra, Jules ya se había acostumbrado a
que los ratones corrieran por su caja.
Pero anoche, cuando fui a cambiarle las
vendas, estaba muy nervioso. Había
visto trepar hasta su cama unas ratas
muy grandes y feas.
El capitán replicó, con pesado
humor teutónico:
—Gnädige Frau, ¿le gustaría de
verdad viajar en un buque abandonado
por las ratas?
—Lo que a mí me gustaría, querido
capitán —dijo Pimienta—, es que su
moderado barco se moviera por lo
menos moderadamente más de prisa que
su propio mal aliento. ¿O tendremos que
soportar la suciedad y el mal olor hasta
el otro lado del charco?
—Damen und Herren —anunció el
capitán, sonrojándose por el esfuerzo de
dominar su genio—, mi profesión ser
antes la de oficial de la marina hasta
que, en contra de mis deseos, se me
nombró capitán de esta caldera. A bordo
de un buque decente, yo no haber
aceptado nunca algo tan abominable
como un Zirkus. —Su voz se tornó más
alta y airada—. Ustedes estar aquí sólo
porque ahora yo ser un simple
Mechaniker, ¡y no importarme nada la
mísera carga que llevo en esta maldita
olla!
Los artistas hicieron muecas de
indignación, pero no se atrevieron a
interrumpir cuando el capitán Schilz
prosiguió con furia contenida:
—Estar condenado a este
Schmutzfink hasta el día en que los
propietarios darse cuenta de que ser
imposible cruzar el Atlántico sólo con
vapor. Ja, un barco carbonero como
éste, con cuatro mil quinientas toneladas
de carbón en sus bodegas, poder
hacerlo, ja. Pero consume veinticinco
toneladas diarias. Si usar las máquinas
durante todo el viaje, no quedarme nada
de carga al llegar a puerto. Así que yo
no quemar más carbón del necesario. En
cuanto nosotros llegar a mar abierto, y
aunque soplar un viento mínimo, les
prometo que yo parar las malditas
máquinas e izar unas buenas velas.
—Sentimos haber criticado su buque
—dijo Florian con diplomacia—. Lo
hace mucho mejor usted mismo.
El capitán, después de soltar su
propio vapor, se calmó.
—Ahora, venir todos a tomar
Frühstück.
Como podían haber esperado en un
navío bajo mando prusiano, el desayuno
fue bueno, alimenticio y abundante. El
cocinero renano, conocido por el
nombre de Doc —según Florian, todos
los cocineros de barco se llamaban así
—, tenía muy mal genio, algo también
común a todos los cocineros de barco,
dijo Florian. Raramente salía de su
pequeña cocina, donde mantenía una
conversación ininterrumpida consigo
mismo, consistente en su mayor parte en
quejas sobre su despensa, equipamiento,
sueldo y horario de trabajo y el paladar
indiferente del marinero medio. El
camarero, Quashee, era diferente. Un
caribeño negro y corpulento, hablaba un
inglés casi oxfordiano y servía la mesa
con los modales educados de un
mayordomo profesional.
El primer y segundo oficial y el
ingeniero jefe también comían en la
mesa del capitán cuando no estaban de
guardia. Eran, respectivamente, de
Hesse, Sajonia y Baviera, pero todos
hablaban inglés casi tan bien como el
capitán. En realidad, pese al hecho de
que la tripulación incluía casi todas las
nacionalidades de Europa occidental, el
inglés era prácticamente la lengua
oficial de todo el navío. Quizá porque
Gran Bretaña era la principal
constructora de máquinas para buques,
casi toda la «pandilla negra» del barco y
un buen número de marineros eran
ingleses, galeses o irlandeses, así que
todos los insultos, órdenes,
instrucciones y preguntas, fuera cual
fuese la lengua en que se proferían,
tenían que repetirse en inglés para que
todos los entendieran.
Sólo las personas blancas del circo
comían en la mesa del capitán. Sin
embargo, al cortés Quashee no le
importaba llevar bandejas al camarote
de los Simms ni a cubierta para
Hannibal, y tampoco, por supuesto, a
Rouleau. Aquella primera mañana, los
miembros de la compañía consiguieron
escamotear de la mesa del desayuno
algunos panecillos, encurtidos y lonchas
de carne fría que luego llevaron al
carromato del museo para los
agradecidos chinos. Poco después, no
obstante, resultó evidente que el capitán
Schilz consideraba a los chinos
igualmente detestables que cualquier
otra persona relacionada con un Zirkus y
no le importaba nada que hubiesen
pagado o no el pasaje, así que al cabo
de unos días, cuando Magpie Maggie
Hag hubo cortado y cosido trajes de
acróbata para los tres, por lo que
pudieron vestirse decentemente, les
permitieron salir del carromato y
mezclarse con sus nuevos colegas.
Quashee les daba de comer al mismo
tiempo que a Hannibal y sólo volvían al
museo para dormir.
El segundo o tercer día, los
miembros del circo que se habían
quejado de la lentitud del buque en salir
de la bahía de Chesapeake tuvieron
razones para desear haber gozado más
de aquellas horas y rezongado menos.
Porque cuando el Pflichttreu dobló por
fin el cabo Charles y puso rumbo al este
para entrar en el Atlántico, el capitán
Schilz dio una orden en alemán que el
contramaestre pasó a la tripulación,
gritando en inglés:
—¡A tender la colada, muchachos!
Los hombres treparon a los
obenques para largar las velas de las
vergas. Cuando las velas estuvieron
izadas, el capitán dio otra orden, y al
detenerse las máquinas se produjo un
silencio súbito y casi escalofriante. Los
pasajeros se habían acostumbrado tanto
al continuo rumor mecánico, que no oír
otra cosa que los sonidos normales del
barco y el viento entre las jarcias los
sobrecogió como si se hubieran vuelto
sordos de repente. Florian gritó:
—¡Rápido, Abdullah, ve a calmar a
Brutus! ¡Barnacle Bill, corre al furgón
de la jaula para tranquilizar a Maximus!
¡Sir John, Hacedor de Terremotos,
coronel, venid a popa conmigo para
sujetar a los caballos! ¡De prisa!
Algunos le miraron sorprendidos,
pero le obedecieron y pronto vieron por
qué. De los pasajeros varones, sólo
Florian había navegado una vez a vela,
así que fue el único en comprender lo
que iba a ocurrir. Mientras navegaban
por la bahía, el carbonero sobrecargado
se había mantenido horizontal y estable
como una pista de circo, pero ahora,
navegando a vela y en mar abierto, el
Pflichttreu, a pesar de su mole y su
peso, dio un bandazo largo y crujiente y
se inclinó mucho a babor. Los animales
tuvieron que bailar para no perder el
equilibrio en la cubierta inclinada —al
igual que los hombres, mientras los
acariciaban y les hablaban en tono
cariñoso—, y todos se tambalearon unos
momentos hasta encontrar el equilibrio,
pues la cubierta permaneció ladeada.
Cuando los caballos y cerdos
parecieron haberse adaptado a su nueva
postura, Edge se apresuró a ir al
camarote de Rouleau para cerciorarse
de que su pierna no había perdido la
inmovilidad.
—No se ha movido, menos mal —
dijo Edge—. Y mientras no lo haga, el
balanceo del barco tiene que ser bueno
para ella. Hará circular la sangre.
¿Cómo te encuentras, Jules?
—Me duele —contestó Rouleau,
cansado—. Pero merde alors, siento
más tedio que dolor. Maggie dice que
las heridas se están curando. Espero que
ocurra lo mismo con los huesos.
—Creo que mejoras mucho. Dentro
de una semana, subiremos tu jergón a
cubierta un rato todos los días, para que
tomes el sol.
—Entonces, entretanto, déjame
laisser pisser les mérinos. Di a Clover
Lee que traiga cada día sus libros, y
también los otros niños, y continuaremos
las lecciones.
El buque conservó la inclinación a
babor durante las cuatro horas siguientes
y para entonces los pasajeros —y
probablemente los animales— creyeron
que ya habían aprendido a navegar. Pero
entonces oyeron otro grito: «¡A sotave-
ento!», que ocasionó más gritos del
puente a cubierta y viceversa:
—¡Media vuelta!
¡Virar la vela mayor!
—¡A las escotas!
—¡Soltar y virar!
Ondeó la lona, chirriaron los
motones, resonaron los mástiles y el
buque entero crujió, dio bandazos y se
inclinó acusadamente hacia el otro lado,
el de estribor, y todos los pasajeros,
humanos y animales, tuvieron que
encontrar un nuevo equilibrio. En lo
sucesivo, durante cada trecho de la
travesía en que el capitán Schilz podía
navegar a vela, mantuvo el mismo rumbo
a lo largo de unas cuatro horas y dio la
orientación contraria a las velas para las
cuatro horas siguientes. Las primeras
veces que esto ocurrió, los miembros de
la compañía tuvieron que soportar las
burlas de los marineros que los
observaban —«¡Mira cómo bailan!»—,
pero a los pocos días todos ellos,
incluso la pesada Peggy, los chinos
dentro de su jaula y Rouleau, acostado
en posición supina, aprendieron a
adaptarse a los bandazos sin ningún
esfuerzo y lo hacían incluso dormidos.
Sin embargo, no sólo tuvieron que
adaptar las piernas, sino también los
estómagos. Los primeros dos días en el
océano fueron muy desagradables para
casi todos los que no habían viajado
nunca por mar. Cuando, en un momento
dado, la borda estuvo ocupada por
Mullenax, Trimm, Hannibal, Sarah y
Clover Lee, Fitzfarris, Domingo, Lunes,
Martes y Quincy —todos arrojando la
buena comida que Doc y Quashee les
habían dado—, Florian se sorprendió de
no ver a Edge y Yount en el mismo
estado y posición.
—Oh, nosotros estamos vacunados
—explicó Yount—. El ejército de los
Estados Unidos tuvo la bondad de fletar
un barco de vapor para llevarnos de
Nueva Orleans a México. El Portland
era un vapor de ruedas laterales, y
bastante estable, pero en el Golfo nos
alcanzó una borrasca y todos
devolvimos la primera papilla, puedo
asegurárselo.
—Sí, es cierto que un ataque de mal-
de-mer suele inmunizar a las personas
—asintió Florian—. Haríais un gran
favor a los mareados si se lo dijerais.
Al día siguiente, la mayoría se había
restablecido y, al otro, todos estaban
bien menos Tim Trimm, que resultó ser
uno de los pocos desafortunados que al
parecer no adquieren nunca un estómago
marinero. Pasaba casi todo el día
agarrado a la borda y tenía que salir
corriendo de su camarote todas las
noches, a intervalos imprevisibles.
Nunca entraba en el comedor,
subsistiendo a base de galletas y agua, el
único alimento que podía aguantar, y sus
ojos de pescado moribundo no tardaron
en parecer los de un muerto.
—Ya es bastante desgracia
encontrarse tan mal —confió Tim a sus
colegas—, pero aún es peor que ese
capitán Sauerkraut entre todas las
mañanas para preguntar si estoy
mareado. ¿Es que no puede verlo, el hijo
de puta?
Paprika se rió, burlona.
—Si entendieras el alemán,
hombrecito, te darías cuenta de que el
capitán sólo bromea. Te pregunta:
«¿Cómo está?», pero en plan de chunga.
«Wie hefinden Sie sich?»
¿Comprendes? Es un juego de palabras.
—En realidad, el capitán es un tipo
decente —dijo Pimienta—. Está claro
que desprecia a los que se marean, pero
es galante con nosotras, las damas.
—E impide que algunos marineros
lo sean demasiado —observó Sarah—.
Todo lo que hacen es mirar de reojo y
con lascivia cuando enseñamos una
pierna.
—Mierda. Espero que el galante
capitán se caiga por la borda y se
ahogue —gruñó Tim, y continuó pasando
los días junto a la regala.
No obstante, siempre que le era
posible elegía la borda a la que estaba
atada Peggy, para que el elefante le
ocultara a la vista de los mirones.
Los otros miembros de la compañía,
en cuanto la novedad de viajar por mar
cedió el paso a la monotonía de la
navegación, se dedicaron a sus diversas
especialidades. Magpie Maggie Hag,
después de hacer las pequeñas mallas de
acróbatas para los tres chinos, cosió
otra vez la banda de desgarre del
Saratoga y luego hizo trajes nuevos para
los otros artistas —mucho mejor
cosidos y adornados con más lentejuelas
que los viejos—, incluyendo uniformes
de pista para el coronel Ramrod y
Barnacle Bill, totalmente cubiertos de
trencillas doradas, alamares y
charreteras. Las mujeres del circo
estuvieron más encantadas que los
hombres con estos trajes de repuesto,
que les permitirían pasar menos tiempo
lavando, por lo menos cuando llegasen a
tierra, ya que en un barco carbonero no
había modo de estar limpio.
El buque estaba mucho menos
cubierto de hollín desde que habían
parado las máquinas y soplaba el viento,
pero aun así, la bodega parecía despedir
polvo de carbón y siempre salía un poco
de humo de la chimenea. Los marineros,
que en cualquier otro tipo de buque
habrían pasado su tiempo libre rascando
óxido o dando capas de pintura, en el
Pflichttreu tenían que dedicarse a la
tarea propia de Sísifo de barrer y fregar
sin interrupción. Así, pues, los trajes
circenses, tanto viejos como nuevos, se
guardaron en los baúles de los
camarotes y los artistas sólo llevaban
monos usados o vestidos viejos y
raídos. Y cuando éstos estaban
demasiado sucios, las mujeres los
lavaban del modo que los marineros
llamaban «limpieza de Maggie»,
atándolos juntos a un cabo, lanzando el
bulto al mar y arrastrándolo por el agua
salada.
Algunos artistas podían ensayar sus
rutinas y trabajar en números nuevos
aunque el buque navegara a vela y, por
lo tanto, escorado. Hannibal podía hacer
malabarismos con cualquier cosa que
tuviera a mano, desde pasadores a la
mejor cristalería del comedor, por
muchos bandazos que diera el barco, y
también los chinos, usando los pies y
dedos de los pies, y Yount podía hacer
sus ejercicios con una bala de cañón en
la nuca. Edge, usando una de las
carabinas Henry de repetición,
disparaba a las gaviotas que se
congregaban siempre que Doc vaciaba
por la borda los desperdicios de la
cocina.
—¿Por qué gastar municiones en
aves que no podemos comer? —le
preguntó Sarah.
—Tengo que aprender las querencias
de la carabina —contestó Edge—. El
mejor tirador del mundo no acertaría a
Peggy con una arma desconocida,
aunque hubiera usado siempre el mismo
modelo y marca. Cada arma salida del
mismo armero tiene sus peculiaridades.
Esta dispara un poco hacia arriba y a la
izquierda, pero creo que ahora ya la
domino.
Y para probarlo, se llevó la Henry al
hombro y acertó de pleno a un petrel que
sobrevolaba el buque.
Bajo la tutela de Pimienta y Paprika,
Domingo y Quincy Simms continuaron
sus ejercicios de calistenia. Además de
hacer otras contorsiones más complejas,
los dos tenían que llevar cada día a
cubierta una silla del comedor y,
cogidos al respaldo, practicar los
«ejercicios complementarios», extender
de lado la pierna izquierda y luego la
derecha, después hacia adelante y por
último hacia atrás, manteniendo cada
posición durante cinco minutos sin el
menor temblor. Y tendrían que hacerlo
toda su vida, dijo Pimienta —como
hacían ella y Paprika—, para asegurar el
mantenimiento de su «equilibrio».
Quincy, como ya se esperaba, era el más
flexible de la familia Simms. Ahora era
capaz de mantenerse derecho incluso en
una cubierta inclinada, echarse hacia
atrás sin ayuda y no sólo poner las
manos en el suelo, sino agarrarse con
ellas los tobillos y sacar la cabeza por
entre las rodillas.
Mullenax tuvo la prudencia de no
entrar en la jaula para ensayar con
Maximus los números viejos o intentar
algunos nuevos, y Pimienta no levantaba
la pértiga, ni con Paprika ni sin ella,
excepto cuando el buque navegaba
totalmente horizontal, lo cual hacía, por
otra parte, con bastante frecuencia. El
Pflichttreu, chato, pesado y provisto de
escaso velamen, requería para moverse
un viento raudo, incluso de popa, y era
incapaz de moverse ciñendo el viento.
Por esto ardía siempre un pequeño fuego
bajo las calderas y los oficiales e
ingenieros de guardia habían
desarrollado un sexto sentido que les
decía cuándo había que atizar el fuego
porque era probable que se necesitaran
las máquinas. Así, cuando el viento
empezaba a amainar, o venía de través, y
el oficial del puente indicaba que
pusieran en marcha las máquinas, los
negros marineros podían hacerlo antes
de que el buque perdiera velocidad.
Lunes Simms era igualmente
sensible en lo referente a las máquinas.
Después del primer día a bordo, había
dejado de frotarse continuamente los
muslos uno contra otro al ritmo de los
temblores del barco. Ahora sólo caía en
su peculiar trance cuando, por razones
de navegación, el puente ordenaba un
cambio en la velocidad de las máquinas
o cuando, por razones mecánicas, los
marineros hacían algún reajuste en el
funcionamiento de las mismas. Hiciera
lo que hiciese —lustrar los arneses,
lavar al «estilo Maggie» o ayudar a
Quincy a recoger con una pala
excrementos de los animales y echarlos
por la borda—, Lunes sentía el cambio
de ritmo antes que nadie y los ojos se le
ponían vidriosos y los muslos
empezaban el frotamiento.
Mullenax también estaba hechizado
por las máquinas del buque, pero de un
modo diferente. Como había demostrado
guardando como un tesoro el artefacto
que resultó ser el globo Saratoga,
Abner era un hombre interesado en
aparatos y accesorios, inventos nuevos y
armatostes en general. Así, pues, por
curiosidad, solía bajar a las entrañas del
buque siempre que se le presentaba la
ocasión. Durante unos días no se
aventuró más abajo del angosto pasillo
donde pendía la pizarra del ingeniero y
varios indicadores de cristal verdoso en
que el nivel del agua subía o bajaba
según el balanceo del buque. Desde allí,
Mullenax podía contemplar el espacio
largo y estrecho entre las carboneras, un
lugar atestado de maquinaria: hierro
negro, acero resplandeciente, balancines
protuberantes como patas de saltamontes
gigantescos, tuberías enrolladas y
entrelazadas, cubiertas por una capa de
sal y de hongos. La iluminación de la
sala era escasa, salvo cuando la puerta
abierta de un horno alumbraba el lugar
como una visión del infierno. Los que
trabajaban allí podrían haber sido
demonios —medio desnudos,
ennegrecidos por el carbón, relucientes
de sudor— moviéndose arriba y abajo
del pasillo, entre el alto volante y el eje
horizontal en movimiento, engrasando
perpetuamente cosas con sus aceiteras
de pico largo.
Al final Mullenax llegó a ser allí una
figura tan familiar que el ingeniero jefe
—un muniqués bajo, rechoncho,
rubicundo, calvo y de edad mediana,
llamado Carl Beck— sintió simpatía
hacia él y le llevó abajo, entre las
máquinas, y le enseñó y explicó los
detalles.
—Los hombres siempre engrasar
porque el bloque, el eje del túnel y el
collar deber estar siempre lubricados.
—El ingeniero Beck también tenía
tendencia a quejarse de la actitud hacia
los ingenieros adoptada por el capitán
Schilz y la jerarquía superior de la
marina mercante—: Los oficiales de la
antigua escuela, todos marinos muy
rígidos, llamarnos simples atizadores.
Desaprobar el rango y los privilegios
que nosotros tener. Scheisse! Aunque
todavía mandar todos los barcos y hacer
todas las leyes, ellos no saber nada de
nuestras habilidades, de la vigilancia
requerida, de las complicadas máquinas
compuestas y del control del vapor letal.
—A mí me parece que usted lo hace
a la perfección —dijo con sinceridad
Mullenax—. Supongo que el vapor no
elevaría un globo, ¿verdad?
—Wie, bitte? —preguntó Beck,
sorprendido—. ¿Querer decir
Luftballon? Nein, nein. Para globo
necesitar Wasserstoff hidrógeno.
—Alguien dijo que necesitaríamos
un generador.
—Ja. Para hacer el hidrógeno. Ein
Gasentwickler.
—¿Podría usted fabricar uno?
—Creo… bueno, haber diferentes
tipos. Para generar por descomposición
del agua, usted necesitar un aparato
grande como este buque. Lo mejor ser un
generador móvil. Emplear la acción del
aceite de vitriolo sobre limaduras de
hierro. Ja, esto poder hacerlo.
Veamos… —Bajó la pizarra que
registraba la presión del vapor, la
presión del vacío, la temperatura del
agua, etc. Limpió un pequeño espacio y
cogió un poco de yeso—. Zunächst…
¿cuánto gas necesitar su globo?
—Setecientos metros cúbicos. Lo
recuerdo bien.
Beck escribió y murmuró después:
—Sagen wir… setecientos
kilolitros.
—Dicho así, parece mucho más
pequeño.
Pero Beck ya no le escuchaba;
estaba calculando y murmurando para
sus adentros, así que Mullénax subió a
cubierta y buscó a Florian.
—Ese hombre sería una buena
adquisición, señor Florian. Está harto de
ser un simple ingeniero de barco.
Apuesto algo a que si le ofreciera el
puesto de nuestro ingeniero de gas, lo
aceptaría al instante. Pero además de
esto, Carl tiene una gran afición. Suspira
en secreto por ser músico. Dice que
sabe tocar tres o cuatro instrumentos.
—¡No! ¿Un mecánico aficionado a
la música?
—¿Y sabe qué más? Ha juntado su
oficio y su afición y en su casa de
Mernchin, dondequiera que esté, ha
construido uno de esos calíopes que
usted siempre dice que le gustaría
poseer.
—Maldita sea —exclamó Florian
con los ojos brillantes—. Casi
demasiado bueno para ser cierto. Un
ingeniero jefe que es músico y tiene
además su propio órgano de vapor. Sí,
el jefe Beck es sin duda un hombre a
quien merece la pena cultivar.
—Bueno, tengo una sugerencia que
hacer sobre esto. Carl se preocupa
siempre por el estado de su hígado, por
su calvicie y por lo insalubre que es
trabajar todo el día con ese estrépito,
calor y mal olor. De vez en cuando le
doy un trago del tónico de mi jarra. Pero
he pensado que tal vez… si la vieja
Maggie tiene alguna receta para hacer
crecer el cabello…
—Maldita sea —repitió Florian—.
Para tener sólo un ojo, Barnacle Bill,
ves mucho más que la mayoría de
nosotros con dos.
Mientras tanto, Pimienta había
conseguido un favor de Stitches, el
velero del barco, un galés enjuto que
podía tener la edad de Florian pero
parecía mucho más viejo. Lo había
convencido para que hiciera, bajo su
dirección, un accesorio para el número
en que se colgaba de los cabellos: un
artilugio pequeño pero resistente que
consistía en una tira de lona fuerte, un
aro de metal y una hebilla también de
metal. Mientras Stitches dejaba libre una
polea y una tira de aparejo del mastelero
de proa, Pimienta se recogía los largos
cabellos en una trenza apretada, la ataba
con la tira de lona, pasada por la
hebilla, y le daba unas vueltas
complicadas hasta formar un bonito
moño en la nuca, sujeto firmemente al
aparato. Stitches cogió el extremo del
cabo y lo anudó con manos expertas al
aro de metaly luego, obedeciendo,
aunque con aprensión, el «houp… là!»
de ella, tiró del cabo, con suavidad y
fuerza al mismo tiempo, levantando a
Pimienta de la cubierta y elevándola
entre los obenques.
Para entonces ya se habían
congregado los miembros de la
compañía y varios marineros y oficiales,
que vitorearon a Pimienta cuando,
colgada a unos seis metros de altura
sobre la cubierta, suspendida sólo de
sus propias trenzas —tan tirantes, que
tenía los ojos oblicuos y una sonrisa de
máscara—, ejecutó una serie de poses,
giros y volteos acrobáticos. Después
indicó por señas al velero que la bajara,
saludó para agradecer los aplausos de
admiración, se deshizo el moño, agitó
los cabellos hasta que soltó la trenza y
lució la melena ondulada de siempre y
se llevó el nuevo accesorio para
guardarlo en el camarote de las mujeres.
Luego, como había hecho Mullenax, dio
un informe confidencial a Florian.
—Es muy hábil con aguja, dedal y
palma, y no le asusta probar trabajos
nuevos. Habiendo perdido a nuestro
pobre Ignatz, quizá necesites un
encargado de la lona. Estoy segura de
que este viejo odia el vapor tanto como
el capitán, porque hoy en día tiene muy
poco que hacer. Su oficio está
desapareciendo. Podrías tantearlo para
saber qué opina de unirse a nosotros.
—Lo haré —respondió Florian—.
¿Cómo has dicho que se llama?
—Dai Goesle. Uno de esos horribles
nombres galeses más fáciles de decir
que de escribir. —Lo deletreó—. Pero
se pronuncia Gwell.
Fitzfarris era el único de la
compañía que no tenía ningún número
que ensayar o mejorar, así que era el
más expuesto al aburrimiento. Por esto,
a fin de encontrar una ocupación, tanto
para sí mismo como para Rouleau, fue al
camarote del convaleciente y pidió ser
instruido en el arte de la proyección
vocal.
—Bien. Para empezar —contestó
Rouleau—, el engastrimitismo y la
ventriloquia, lo que prefieras, significan
«hablar con el vientre». Sin embargo,
los griegos y romanos lo llamaban así
sólo para impresionar a los patanes. El
vientre no interviene para nada en esto y
en realidad no hay nada que aprender, es
cuestión de práctica. Todo lo que debes
hacer es emplear una voz que no es la
tuya y no mover los labios mientras
hablas. El resto es distraer la atención
del público con tus gestos y expresiones
faciales.
—Pedro el pianista pisó un pie… —
Fitz lo intentó y se dio por vencido—.
Vamos, Jules, es imposible decir esto
sin mover los labios.
—C’est vrai, así que no lo dices. No
dices ninguna palabra que tenga
consonantes labiales. No obstante, si has
de decirlas sin falta, hay un modo de
disimular. Di Fedro el Pianista en vez de
Pedro el pianista. En vez de bola, di
dola y en vez de manta, di nanta. Ningún
movimiento de labios. Nadie se fija en
una palabra de éstas dentro de una frase.
La gente siempre oye lo que espera oír.
De dónde lo oiga dependerá de tu buena
actuación. Como harás el número en
cubierta, trabajarás más cerca de tu
público que yo en la arena del circo y
espero que tengas más éxito.
—Gracias, Jules —dijo Fitz,
manteniendo los labios un poco abiertos
e inmóviles—. Me voy a practicar…
hum… fracticar.
—Oh, otra cosa. No trabajes nunca
con animales a tu alrededor. Puedes
convencer a los patanes de que has
atrapado a un bebé bajo una bañera,
pero los animales son más listos. Te
mirarán fijamente, porque el grito del
bebé sale de ti. Y esto estropea todo el
efecto.
Fitzfarris fue a sentarse a la sombra
de los botes salvavidas colgados fuera
de borda, frente a los camarotes, y
ensayó. Cuando pasó un marinero por
delante de los botes para comprobar sus
pescantes, Fitz señaló y dijo, muy
preocupado:
—Marinero, creo que hay un polizón
en ese bote.
El muchacho le dirigió una mirada
indiferente, pero luego miró con más
atención el bote hacia el cual Fitz tendía
una oreja y mantenía la vista fija, cuando
una voz incorpórea, muy ahogada,
gimió: «¡Oh, dejarnos salir!» Fue
necesario un buen rato y lamentos
repetidos como «¡Nos ahogamos aquí
dentro!» y «¡Señor, tráiganos agua!».
Pero cuando el atónito marinero empezó
a desatar y levantar a toda prisa la
cubierta de hule del bote, Fitz se alejó,
sonriendo.
Luego se encontró con Chips, el
carpintero de a bordo, que estaba
clavando un nuevo revestimiento de
hojalata alrededor de una escotilla, y la
mirada de Fitz se detuvo, especuladora,
en los trozos de hojalata que caían de
las tijeras del hombre.
—Para abreviar —contó después
Fitz a Florian—, le convencí de que un
pobre infeliz había quedado atrapado en
la bodega cuando cerraron la escotilla
en Baltimore. Cuando Chips cayó en la
cuenta y quiso matarme, le dije que él
podía hacer el mismo truco con otras
personas. Para proyectar su voz, sólo
tenía que ponerse bajo la lengua un trozo
de hojalata de esta forma. —Fitz enseñó
la palma, en la que había un disco de
hojalata del tamaño de una moneda de
cincuenta centavos, un poco doblada
para que semejara vagamente una almeja
entornada—. Le enseñé a darle forma y
lo agradeció tanto que recortó, a
petición mía, un montón de discos.
Ahora Chips está practicando en alguna
parte y yo tengo una provisión de algo
para vender. Durante el espectáculo del
intermedio, haré mi número de
ventrílocuo y diré a los patanes que
ellos pueden hacer lo mismo con uno de
estos proyectores de voz…
—Engañifas —dijo Florian,
admirado—. En jerga circense, un
artículo como éste para la venta se llama
engañifa.
—Si usted lo dice. Comoquiera que
se llamen, significan dinero para
nosotros. Y además, Chips es nuestro
amigo para toda la vida… o hasta que
descubra la engañifa. ¿Tiene algún
trabajo de carpintería pendiente?
—Hum… —pensó Florian—. Me
pregunto si le sobra un poco de
pintura…
Así era o, en cualquier caso, Chips
fingió que la pintura azul que les
proporcionó le sobraba, efectivamente.
Todos los hombres de la compañía
contribuyeron a remendar, calafatear y
pintar los carromatos viejos, que
quedaron casi tan bien como los dos
nuevos. Entonces Chips dedicó su
tiempo libre a repintar los letreros de
los costados de los carromatos. Dejaron
iguales algunas palabras, pero Florian
quiso cambiar otras. Chips resultó
poseer un talento artístico considerable
y añadió hermosos adornos y volutas a
las letras rojas y amarillas, ribeteadas
de negro. Incluso pintó el nombre del
circo, en lugar del ejército de los
Estados Unidos, en el gran bombo de
Hannibal. Cuando Edge vio en los
carromatos los brillantes títulos recién
pintados, miró con aprobación el «
FLORILEGIO FLORECIENTE DE FLORIAN
», pero le sorprendieron las líneas de
debajo:
CIRCO AMERICANO MIXTO
CONFEDERADO
¡ZOOLÓGICO Y EXPOSICIÓN CULTURAL!
—Creía que le gustaba alardear de
prosperidad —dijo a Florian—. Con
este «Confederado», daremos más bien
la impresión de ser refugiados
indigentes.
—En absoluto, Zachary. Es evidente
que ignoras el clima de la opinión
europea en estos últimos años. Casi
todas las naciones e individuos
europeos esperaban que la
Confederación ganase la guerra. Esto
nos granjeará simpatía, cariño y una
buena acogida. Ya lo verás.
—Usted es el jefe. Me basta su
palabra.
—Y hay otra cosa. Tengo que
informar a la compañía de que ya no soy
el jefe. En Europa será más propio que
os refiráis y os dirijáis a mí como el
director. Y el pabellón se llamará la
carpa, no la gran carpa. Existen otras
diferencias en la terminología. El
campamento es la arena, los patanes son
los mirones o la plebe. La cuerda de
caída es una lungia. Un lleno de paja es
un sfondone y un lleno es una bianca…
—Por lo visto, en Europa casi toda
la jerga circense procede de Italia.
—¿Y por qué no? Fueron los
antiguos romanos los que inventaron el
circo. —Florian suspiró levemente—.
Es una lástima que los italianos no
funden otro Imperio romano. De hecho,
Roma, el Estado papal, es su único
reducto, ahora que el resto de la
península se ha unido recientemente en
un reino. Aun así… Italia es el lugar de
nacimiento del circo. Sólo una
coincidencia de circunstancias nos lleva
primero a ese país, pero, ¿no podría ser
un buen augurio?
—Diablos, me hará feliz llegar a
cualquier parte. Viajar por mar es tan
aburrido como el servicio de guarnición
en las llanuras de Kansas.
—Por favor, no digas estas cosas.
En el mar, la alternativa del tedio es el
desastre. Intenta no provocarlo. También
se lo he advertido a Maggie.
Últimamente está sombría y nerviosa,
murmurando algo sobre una fatídica
rueda de agua.
—Creo que tiene ruedas en el
cerebro —dijo Edge—. Sus últimas
predicciones siempre se han referido a
ruedas. Y es seguro que no veremos
ninguna rueda hidráulica hasta que
hayamos desembarcado. —Miró más
allá de Florian y frunció el ceño—.
¿Qué hacen estos amarillos?
Los tres chinos habían visto que
Florian no tenía más trabajo para el
carpintero del buque y le encargaban
algo para ellos. Chips, rodeado de
enanos parlanchines y gesticulantes,
parecía alarmado, pero pronto se relajó
y sonrió cuando uno de ellos le puso en
la mano un pedazo de papel y todos
señalaron el dibujo que lo llenaba.
—Ah, sí. ¿Queréis una cosa como
ésta, compañeros? —Fue a enseñar el
papel a Florian y Edge—. Sus chinos me
piden que les construya esto. Pero usted
es el piloto.
El dibujo era elegante y fácil de
reconocer.
—Un trampolín —dijo Florian—.
Para su número. Bien, no tengo nada en
contra, Chips, siempre que usted quiera
tomarse la molestia.
—Depende del tamaño que deseen.
—Consultó con los chinos y éstos
charlaron con excitación, cogieron las
manos de Chips y las sostuvieron a
diversas distancias mientras señalaban
los diferentes detalles del dibujo. Por
último Chips llamó a Florian—. Es muy
pequeño; puedo hacerlo. —Y se fue al
almacén para buscar los materiales.
Dos días después ya había terminado
el trampolín y lo subió a cubierta para
someterlo a la aprobación de los
antipodistas. Era una tabla ancha de un
metro veinte de longitud, colocada sobre
una sólida base de no más de cincuenta
centímetros, y Chips había puesto un
cojín de cuero acolchado en ambos
extremos del trampolín. Los chinos
gritaron exclamaciones al verlo y se
columpiaron en él de dos en dos. Luego
volvieron a gritar a Chips.
—Me parece entender que lo
quieren más pesado —dijo éste—, más
resistente y con goznes.
—No veo por qué —observó
Florian—. Los tres son pesos pluma. Si
le causa molestia, amigo mío…
—No, no —murmuró Chips—.
Quiero hacerlo bien.
Lo tuvo listo al día siguiente y los
chinos lo sometieron a una prueba
rigurosa. Uno de ellos se colocó en un
extremo del trampolín y otro saltó con
fuerza sobre el otro extremo, haciendo
volar al primero que, dando saltos
mortales en el aire, fue a aterrizar de pie
sobre los hombros del tercer hombre.
Entonces, el que estaba arriba saltó al
trampolín, despidiendo hacia el aire al
hombre del otro extremo que, tras más
volteos y contorsiones, aterrizó sobre
los hombros del tercero. Luego todos se
convirtieron en un confuso revoltijo
mientras saltaban uno tras otro sobre el
trampolín, volaban por el aire,
aterrizaban sobre un compañero y
volvían a saltar, hasta que los tres
parecieron hacerlo todo
simultáneamente.
Cuando por fin disminuyeron el
ritmo y volvieron a ser tres personas
distintas y el trampolín dejó de
balancearse y los espectadores
aplaudieron, los chinos se colocaron en
hilera, saludaron con cortesía y luego
arrastraron el trampolín hasta donde se
hallaba Peggy y empezaron a hablar a
Hannibal. Al cabo de un momento, éste
anunció con voz incrédula:
—Querer que la vieja Peggy subirse
a este balansín.
—Bueno —dijo Florian, tras una
breve deliberación—, sabe subir a un
pedestal, así que veamos si puede hacer
esto, Abdullah. Al parecer los chinos
han visto alguna vez un número de
elefantes con trampolín.
Hannibal hizo una mueca, como
desentendiéndose de las consecuencias,
pero obedeció y habló a Peggy. Las
cadenas del elefante eran lo bastante
largas para permitirle levantar las cuatro
patas y dar uno o dos pasos. Cuando se
apartó de la borda, dejó al descubierto
al mareado Tim Trimm, que vomitaba,
acurrucado allí como de costumbre. Con
gran cuidado pero sin vacilar, Peggy
subió lentamente al trampolín. Pareció
un poco sorprendida cuando el peso de
la parte anterior de su cuerpo imprimió
un balanceo a la tabla y la inclinó un
poco hacia adelante, pero no se asustó.
Después de un momento de reflexión, y
sin mover las grandes patas, el elefante
trasladó un poco su peso y la tabla se
balanceó de nuevo hacia atrás. Peggy
volvió la cabeza para mirar al público
con ojos brillantes, trompa levantada y
una sonrisa casi humana de orgullo y
deleite. Entonces, sin recibir ninguna
orden, continuó cambiando de posición
y balanceándose hacia adelante y hacia
atrás.
—Que me maten si lo entiendo —
dijo el admirado Chips, iniciando los
aplausos.
A partir de aquel día, los chinos
ensayaron casi cada día con el
trampolín, consiguiendo acrobacias cada
vez más espectaculares, y al terminar
siempre dejaban que Peggy jugara un
rato con él, aunque sólo los días en que
el Pflichttreu navegaba a vapor y se
mantenía estable. Cuando el elefante se
hubo acostumbrado a balancearse solo,
lo convencieron poco a poco para que
hiciera lo mismo con uno de los chinos
sobre su lomo, hasta que pudieron
encaramarse los tres y hacer poses y
pirámides, y al final Lunes y Martes
también se unieron a ellos, mientras el
enorme animal se balanceaba, feliz,
anunciando su alborozo con un barrito.
2
Cuando hacía catorce días que habían
doblado el cabo Charles y el buque
navegaba por la vasta extensión de agua
entre las Azores y Madeira, sacando
humo en medio de un mar soleado,
apenas rizado por olas juguetonas, la
travesía dejó de ser monótona.
Aquel día empezó como todos. El
viento venía del este, así que el
Pflichttreu avanzaba con máquinas, pero
el viento de frente dispersaba la mayor
parte de humo y hollín de la chimenea.
Habían subido a Rouleau a la cubierta
de proa, todavía acostado en su jergón y
rígido dentro de su caja de salvado,
pero contento de poder contemplar las
actividades de sus compañeros. Los
chinos ensayaban con el trampolín y con
Peggy, mientras Lunes y Martes Simms
esperaban para intervenir. El Hacedor
de Terremotos estaba en la misma proa
del buque, intentando cargar sin ayuda
con la pesada ancla, sin conseguirlo del
todo. Cerca del jergón de Rouleau,
Florian y Fitzfarris jugaban a la
veintiuna apostando cerillas. Cuando
Florian ganó varias manos seguidas, Fitz
maldijo en voz baja, apartó sus cerillas
y cartas y dijo:
—Un hombre de su talento debería
dedicarse por entero a las cartas. ¿Cómo
es que se metió en el negocio del circo?
Florian se encogió de hombros.
—Aprendiéndolo, igual que
cualquier otro arte o profesión. —
Barajó las cartas y dejó vagar por el
horizonte una mirada soñadora—. El
Circo Donnert llegó a mi ciudad natal
cuando yo tenía catorce años. El día en
que se marchó, me fui con él. Maggie
Hag trabajaba en aquel espectáculo y me
tomó bajo su protección.
—La clásica historia del niño que se
fuga de casa. ¿No le persiguió su
familia?
—No. Mi madre había muerto. Mi
padre adivinó seguramente adónde me
había ido, pero es posible que incluso
aprobara mi sed de aventuras. Siempre
había deseado que yo fuese algo más
que un obrero de fábrica, y Dios sabe
que el circo daba cien vueltas a aquel
trabajo.
—Cualquier cosa es mejor. Pero,
¿cómo convenció al circo para que le
contratasen? Sólo era un niño.
Florian sonrió.
—Si por «contratar» quieres decir
«pagar», no había paga. Ni siquiera me
habrían mantenido, y habría debido
buscarme yo mismo el sustento, si Mag
no hubiese cuidado de mí. Aun así, tenía
que dormir sobre la lona doblada en el
carromato de la tienda. O entre los
pliegues de la lona, cuando hacía frío.
Hasta que tomé mi primera… esposa,
para decirlo con un eufemismo. Una
amazona que me doblaba la edad. No
era en absoluto atractiva, pero su
caravana sí.
—Se trataba, pues, de un circo muy
pobre.
—Cielos, no. El circo de Donnert
era grande y tenía prestigio. Y, que yo
sepa, aún lo tiene.
—¿Trabajaba en algún número? ¿Era
un peón, o qué?
—Diablos, pasó mucho tiempo antes
de que pudiera dignificarme con el título
de peón. Fregaba jaulas, acarreaba
cubos de agua, fijaba carteles, hacía los
trabajos más sucios y bajos. Y había
muchos de esta clase en un espectáculo
del tamaño del Donnert. Oh, con el
tiempo llegué a ser un miembro muy mal
pagado de la compañía y después hice
un poco de malabarismo. Pero doy las
gracias al cielo de que mi carrera no
haya tenido que depender nunca ni de
mis músculos ni de mis dotes de artista.
Como ya has notado, mis habilidades
tendían más hacia lo, ejem, adquisitivo y
elocuente. Mientras iba de circo en
circo (del Donnert al Renz, al Busch y
vuelta otra vez al Donnert), era el
presentador durante los intermedios, y
en el espectáculo secundario,
desempeñaba muchos oficios pequeños
y aprendía mucho de caballos. Primero
caballos de tiro y más adelante de pista,
y al final incluso me confiaron la
compra de animales exóticos. Y
mientras tanto fui adquiriendo diversas
esposas, o lo que fueran, de diferentes
nacionalidades. Las adquiría y las
abandonaba o las perdía. Por suerte, no
perdí las lenguas que aprendí de ellas.
—La clásica historia del éxito,
supongo. ¿Cuándo empezó a trabajar por
su cuenta?
—Después de mi segunda gira con el
Donnert. Maggie Hag aún seguía con el
espectáculo y fue ella quien me animó a
tan temeraria ambición. Incluso se fue
conmigo, lo cual constituyó un
verdadero acto de fe. Sólo éramos ella y
yo y los animales que podíamos
alimentar.
Barajando todavía las cartas,
distraído, Florian enmudeció, inmerso
en sus pensamientos. Al cabo de un
minuto, Fitz preguntó:
—¿Y bien? ¿Cómo les fue?
—Nos manteníamos a uno o dos
pasos del hambre. Y si había ganancias,
las invertía en el negocio. Compramos
más animales exóticos, varios
carromatos, y adquirimos unos cuantos
artistas y ayudantes borrachos, viejos o
casi inaceptables por cualquier otra
razón. El único número realmente bueno
que logré contratar, hacia el final, fue el
de la pértiga. Pimienta y Paprika. No las
habría conseguido si ellas no hubieran
estado también en el inicio de sus
carreras. Tenían sólo quince o dieciséis
años.
—Ha dicho «hacia el final».
¿Quebró?
—Yo, señor, no he quebrado nunca
—contestó Florian, con cierta rigidez—.
He querido decir hacia el final de mi
estancia en Europa. Quizá no lo sepas,
pero después de todas las revoluciones,
rebeliones y otros tumultos de mil
novecientos cuarenta y ocho, empezó la
gran emigración de europeos a los
Estados Unidos. Bueno, esto sucedía
diez años después, y tanto Pimienta
como Paprika recibían cartas de
parientes, amigos y compañeros de circo
que se habían marchado a América. Lo
habitual: calles pavimentadas con oro,
oportunidades sin límite, ven al Nuevo
Mundo a hacer fortuna. Así que
decidimos intentarlo. Entonces no fue
preciso un barco como el Pflichttreu
para llevar a mi Florilegio al otro lado
del charco; podríamos haber ido en un
bote de remos. Sólo éramos Maggie,
Paprika, Pimienta y yo.
—Veo que ha prosperado en los
Estados Unidos.
—Oh, pasablemente…
pasablemente. Monsieur Roulette te lo
puede certificar. Fue uno de los
primeros americanos que se
incorporaron a mi circo. Pero entonces,
maldita sea, llegó vuestra revolución y
lo redujo todo a cenizas.
—Ni que lo diga —contestó Fitz,
comprensivo—. ¿Cree que habría sido
más acertado quedarse en Europa?
Florian suspiró.
—Bueno, esto lo sabremos pronto,
¿no? —Volvió a mirar el horizonte con
ojos soñadores—. Aquellos días tenía
una ambición que no he logrado realizar.
La ambición de todo hombre de circo.
He estado muchas veces en París, pero
nunca, ni con mi espectáculo de
pacotilla ni con ninguno de los más
respetables, he ido a París con un
circo…
—¡Hola! —exclamó Pimienta, entrando
sin anunciarse en el camarote de los
niños Simms—. Me imagino que los
negritos estaréis mareados aquí dentro.
—Domingo Simms se apartó del espejo
del lavabo, donde había estudiado su
imagen—. Las máquinas han cambiado
de ritmo, así que tu hermana está
ensayando sus piruetas. Y tú… ¿qué
diablos te has hecho en la cara?
—Mejoras —respondió tímidamente
Domingo.
—¿Mejoras? ¡Mira qué aspecto
tienes! —Ahora Pimienta examinó los
frascos y tarros que Domingo había
colocado sobre su litera—. ¿Qué
diablos son todas estas porquerías?
Domingo respondió, a la defensiva:
—Oí mencionar al capitán que
avistaremos tierra dentro de unos cinco
días. Estoy tratando de embellecerme
para cuando lleguemos por fin a puerto.
—¿«Pomada Princesa Heredera para
Alisar el Cabello»? —Pimienta leyó las
etiquetas—. ¿«Crema Resplandor Lunar
de Dixie para Aclarar la Tez»? ¿De
dónde has sacado estas recetas de
curandera para embaucar a las negras?
—¡Son mías! Las compré el último
día que pasarnos en Baltimore. Clover
Lee me ayudó a elegirlas.
—Pero, ¿para qué, muchacha?
—¡Para tener menos aspecto de
negra, por eso! —El lenguaje de
Domingo perdió algo de su recién
adquirida precisión—. ¡Menos negrita,
para que nadie pueda entrar en mi cuarto
sin llamar y manosear mis cosas!
—Shhh, cariño… calma, calma —
dijo Pimienta, levantando las manos
para apaciguarla—. Tienes razón. No
tenía derecho a hacer esto. Sólo estaba
buscando a Pap, pero no tenía derecho a
irrumpir así. Y ahora que he pedido
perdón, querida, déjame decirte algo.
No necesitas ponerte esas pomadas en la
cara y el pelo. Eres una chica tan bonita
como cualquier chica blanca, sólo que
de otro color.
—Eso es —asintió Domingo con
amargura—, soy una rosa amarilla, una
mulata, una pastora de búfalos, una
negra. Así que, dime, ¿qué aspecto tiene
una negra bonita?
—Que me maten si lo sé. No he
visto nunca ninguna entre las negras
verdaderas. Pero en lugar de taparte el
color tostado, deberías realzar tu
belleza, que es mucha. —Pimienta
volvió a mirar con desdén la hilera de
cosméticos—. ¡«Resplandor Lunar de
Dixie», nada menos! ¡Basura de Dixie,
eso es lo que es! Tira esta colección de
ungüentos blanquecinos. Las tres
hermanas Simms tenéis la piel del color
de los gamos y deberíais estar
orgullosas de ella. Y olvida también el
alisador de cabello. No tienes el pelo
lanudo ni ensortijado como el tío Tom,
sino ondulado y bonito.
—Sólo el que se ve —dijo
Domingo, aspirando por la nariz—. ¿Te
acuerdas, Pim, de cuando tú y Pap
hablasteis a Clover Lee del otro pelo…
el de aquí abajo? ¿De que vuelve locos
a los hombres? Pues el mío es…
ensortijado. Como nudos de pelo.
Parecen granos de pimienta. Ni siquiera
sirven para ocultar mi… mi… ya sabes.
Pimienta se echó a reír.
—Pero, ¿por qué ocultarlo, niña? Es
la madre de todos los santos, como
decimos nosotros. En cualquier caso,
aunque no debería decírtelo, hay quien
prefiere la flor doncella de la mujer sin
ningún follaje. Así es más visible y
también más accesible. Para atenciones
muy especiales, que sin duda conocerás
con el tiempo. Ahora sécate la cara,
lávate el pelo y tira toda esta porquería
por el ojo de buey. ¿Dónde está esa
Clover Lee? Me gustaría darle unos
buenos azotes por dejarte comprar
semejantes ungüentos.
—Pues ella también se los compró y
ahora los está probando y Pap la ayuda a
ponérselos.
—Conque sí, ¿eh? —dijo Pimienta
con acento glacial—. ¿Dónde?
—Uno de los botes salvavidas está
descubierto, pero a demasiada altura
sobre cubierta para que pueda verse el
interior. Allí pueden desnudarse y tomar
el sol, aunque no sé por qué alguien
puede querer tostarse la piel…
Pero Pimienta ya había salido.
Hecha una furia, corrió a ponerse bajo
el bote que no estaba cubierto por una
lona encerada y escuchó. Al parecer,
Paprika estaba dando a Clover Lee
consejos similares a los que ella
acababa de dar a Domingo, pero la
muchacha blanca los aceptaba con más
sumisión que la mulata. En cualquier
caso, la única voz audible era la de
Paprika.
—Ángel, estas cosas son…
tonterías. ¡Bobadas! ¡«Bálsamo
Mamario de Mrs. Mili» y «Elevador del
Busto»! Ungüento de cadmio y un
extraño globo de cristal y goma. —
Paprika rió—. Ya veo. El ungüento sirve
para estimular las tetas, y el globo, para
succionarlas hacia afuera. Vaya
tomaduras de pelo. Clover Lee, el único
modo de desarrollarse es crecer
normalmente y en este sentido vas a muy
buen ritmo. Verás, voy a enseñarte lo
que una artista me enseñó a mí en Pest.
Las proporciones ideales de los pechos
femeninos según los artistas. Déjame
tocarte…
Se oyó el débil rumor de sus cuerpos
cambiando de posición dentro del bote.
Pimienta apretó los dientes.
—Mira, fíjate en la distancia entre
las dos yemas de mis dedos, una en tu
pezón y la otra en tu clavícula. La
distancia debe ser la misma que la que
separa los dos pezones. Y lo es, como
puedes ver. Además, la distancia entre
estos dos lindos capullitos ha de ser
exactamente una cuarta parte de la
circunferencia de todo tu pecho al nivel
de los pezones. Permíteme…
Se oyó otro movimiento.
—Por lo que puedo medir con un
simple abrazo, ángel, tienes las
dimensiones femeninas ideales. Y a
medida que crezcas, estas dimensiones
aumentarán al mismo ritmo. Mientras
tanto, es evidente que los pezones ya son
femeninamente sensibles. ¿Ves cómo se
estiran para recibir más caricias?
Pimienta se dispuso a hacer notar su
presencia, pero desistió cuando el
siguiente sonido fue sólo el tintineo del
cristal y Paprika continuó:
—Mira este otro frasco que has
comprado. «Extracto Dixie Belle de
Heliotropo Blanco». Ja! Comprar
perfume fabricado es malgastar el
dinero, Clover Lee. Te diré un secreto
magiar que las mujeres de Hungría
conocemos desde hace mucho tiempo. El
aroma más seductor e irresistible que
una mujer puede usar es el suyo propio.
La fragancia de su fluido más
privado y precioso, el nemi redv, los
jugos del placer. Recoges un poco con el
dedo, así, permíteme, ángel, y te
humedeces detrás de las orejas, las
muñecas, entre los pechos…
Por fin, de repente, Clover Lee
habló. Su voz fue baja y trémula, pero
resuelta.
—P-por fa-a-vor… no lo hagas más.
—Se oyó otro ruido y el bote se
balanceó un poco—. T-Te agradezco
que… me enseñes cosas, pero creo que
ahora debo vestirme. Por favor, basta.
Pimienta gruñó por lo bajo y se
agachó para saltar hasta el bote
salvavidas, pero en aquel mismo
instante todo el barco se movió
súbitamente bajo sus pies, haciéndola
caer sobre la cubierta de hierro. El
Pflichttreu había disminuido la
velocidad con tanta violencia como si el
Hacedor de Terremotos hubiese lanzado
el ancla por la borda. Al mismo tiempo
se oyó un tremendo alarido mecánico en
las entrañas del buque y, por doquier,
gritos de oficiales y tripulantes: «¡A las
amarras!» y «¡Esto abrasa!» y
«¡Moveos!»
Peggy estaba sobre el trampolín,
inclinada hacia adelante. Cuando el
buque dio aquella sacudida, inclinó la
tabla y el elefante hacia el otro lado.
Aunque Peggy logró conservar el
equilibrio, los acróbatas que llevaba
sobre el lomo salieron disparados hacia
la cubierta. Incluso las personas que
estaban de pie, cayeron al suelo.
Durante unos segundos, hubo confusión y
gritos y hombres corriendo, mientras la
cubierta —todo el barco— se movía
como un molinillo de café y los palos y
poleas oscilaban en todas direcciones.
La alta chimenea se vino abajo con un
gran estruendo y vibración de cables,
provocando una copiosa lluvia de
hollín, herrumbre, escamas y costras que
envolvieron toda la superficie del barco
como una asfixiante nube negra. La
vibración se convirtió en espasmos, y el
alarido de la sala de máquinas, en un
fragor antes de enmudecer ambos de
repente, y en el silencio de todo el
buque, todos empezaron a levantarse y
sacudirse de encima la capa de
suciedad.
Entonces los oficiales y marineros
volvieron a gritar, aún más alto en el
silencio. Algunos tripulantes saltaron a
los obenques y treparon hacia las
vergas, otros subieron al puente para
asegurar la chimenea antes de que
rodara por cubierta, otros tomaron
posiciones de precaución junto a los
pescantes de los botes. Antes de que
ningún pasajero empezase a preguntar
qué había ocurrido, Mullenax se asomó
a la escalera que conducía abajo y les
gritó a todos:
—¡Se ha desprendido la hélice! ¡El
eje ha saltado y las paletas también!
Todo el mundo se ha lanzado sobre
palancas y válvulas para detener la
marcha. Yo he salido como he podido.
—¿Se ha hecho daño alguien? —
preguntó Florian con voz temblorosa—.
¿Estáis todos bien?
Miró a su alrededor en la cubierta
de proa. Yount se acercaba desde la
popa, aturdido y frotándose un chichón
de la calva. Pimienta y un par de
marineros ayudaban a Clover Lee y
Paprika a bajar del bote salvavidas.
Como ambas se encontraban
directamente debajo de los aleros de los
camarotes cuando había caído la
chimenea, estaban cubiertas de hollín de
la cabeza a los pies. Se abrochaban a
toda prisa los botones de sus vestidos,
equivocándose de ojales. Los acróbatas,
caídos más lejos y con más fuerza,
fueron los últimos en levantarse, pero se
levantaron, al parecer indemnes. Peggy
continuaba en la misma posición en que
la había dejado la sacudida. Sus cuatro
grandes patas seguían sobre el
trampolín, pero su mole estaba inclinada
contra la regala.
—Creía que había sido realmente un
terremoto —dijo Yount—. ¿Qué ha
sucedido?
Pimienta se llevó aparte a Paprika y,
mientras le sacudía maternalmente el
polvo y le abrochaba bien los botones,
le daba una buena reprimenda a la que
Paprika replicaba con igual calor. Sin
embargo, no levantaron las voces:
—… bajarle las bragas… tocarla
como una hada vieja en un patio de
escuela…
—Estás celosa, ¿eh, Pim? ¿Le habías
echado el ojo a ese dulcecito de las
trillizas?
—¡No seas impertinente conmigo!
Está claro que la criatura no quiere
ninguna caricia tuya. En lugar de robar
cerezas, podrías tener la decencia de
insinuarte con alguien de tu edad.
—¡Oh, cállate! ¡Van a oírnos!
Pero todos escuchaban el informe de
Mullenax sobre el caótico estado de la
sala de máquinas y, cuando hubo
terminado, Edge le preguntó:
—¿Qué harán ahora?
—Bueno, sé que hay una hélice de
repuesto; la he visto. Pero que me
cuelguen si sé cómo van a colocarla
bajo el agua… ¡Eh! ¿Ha sufrido Jules
algún daño?
Habían olvidado por completo a
Rouleau, que yacía en cubierta, y hasta
ahora no advirtieron que agitaba
frenéticamente los brazos y gritaba con
voz débil:
—¡Nom de dieu, haced marcha
atrás! ¡Dad media vuelta! ¡Hombre al
agua!
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién?
Sin aliento y ronco de gritar sin ser
oído, Rouleau murmuró en un jadeo a
Edge, el primero que se inclinó sobre él:
—Peggy ha dado un respingo… lo
he visto… Tiny Tim…
Edge corrió hacia el costado, miró a
popa y dijo: «Dios mío». Detrás del
buque, ya lejos, un punto oscuro se
movía entre las olas y —era difícil
distinguirlo— parecía luchar por
mantenerse a flote. El barco había dado
la impresión de detenerse por completo
al perder la hélice, pero en realidad
había recorrido cierta distancia. Ahora
se bamboleaba y guiñaba pesadamente,
a merced del agua, perdida toda su
inercia, mientras los oficiales daban a
gritos la orden de izar las velas.
Rouleau dijo a los otros:
—Tim estaba apoyado en la
barandilla, como de costumbre. Cuando
Peggy ha dado el respingo, lo ha
lanzado por la borda.
Florian alargó la mano para agarrar
por la manga al capitán Schilz, que
pasaba muy de prisa en aquel momento,
murmurando maldiciones y gritando
órdenes:
—Capitán, tenemos que dar media
vuelta. Uno de nuestros…
—Dummkopf! —ladró el capitán,
desasiéndose de un tirón—. No
movernos, no haber hélice, el timón
estar roto. Hasta que velas no estar
izadas, no poder…
—¡Pero ha caído un hombre al agua!
—gritaron varias personas.
—Was?
El capitán reaccionó inmediatamente
y gritó a los hombres de los pescantes
que bajaran un bote.
Lo hicieron con toda celeridad y el
bote empezó a alejarse siguiendo la
estela del barco. Casi todos los
miembros de la compañía
permanecieron junto a la borda,
observando su progreso e intentando ver
el punto divisado por Edge, pero ahora
ni siquiera éste podía verlo. Sarah echó
una ojeada al elefante, que estaba
apoyado en el mismo sitio y tenía una
expresión de tristeza.
—La pobre Peg parece tan
arrepentida como si lo hubiera hecho a
propósito.
—Abdullah —dijo Florian—, ve a
cuidar de tu elefante. Hazlo bajar de ese
trampolín. Ponlo cómodo y consuélalo.
Peggy parecía reacia a moverse e
incluso molesta de que su cuidador la
tocara, pero Hannibal consiguió poco a
poco hacerla bajar. De este modo, casi
en el mismo momento en que los
marineros levantaban los remos del
distante bote salvavidas —para indicar
que no veían trazas de Tim Trimm—, se
descubrió a la segunda víctima del
accidente. Cuando el elefante apartó su
mole de la borda, Martes Simms cayó en
cubierta en una posición imposible para
un cuerpo con vida. Por lo visto se había
caído al mismo tiempo que los demás
acróbatas, pero al otro lado de Peggy; el
peso del elefante la había aplastado
contra la barandilla, rompiéndole las
costillas, y ahora yacía como un títere
sin hilos, pero goteando sustancias que
no contiene ningún títere.
Hannibal tuvo que alejarse para
vomitar por la borda, pero cuando hubo
terminado, dijo con voz triste:
—La vieja Peggy aguantar a Martes
a propósito. Eya creer que las personas
estar vivas mientras estar de pie y no
querer soltarla para que Martes no
morir.
El funeral doble, para la difunta y el
desaparecido, tuvo que esperar a que el
Pflichttreu navegase de nuevo, porque
ningún marino deja caer un cuerpo
muerto directamente bajo su barco
inmóvil. Esto significó esperar a que
estuviera montada la hélice de repuesto,
operación que duró el resto del día y
todo el siguiente.
El timonel usó el timón, y los
hombres de las vergas, las escotas, para
mantener el barco más o menos en el
mismo lugar y sobre una quilla estable.
Los oficiales dirigieron el traslado a
proa de los objetos más pesados de
cubierta y los negros cargaron la mayor
cantidad posible de carbón en la bodega
de proa. Incluso llevaron a la cubierta
de proa a los caballos del circo y a
Peggy. Bajaron de los pescantes todos
los botes salvavidas para colocarlos en
proa y llenarlos de agua. Al atardecer el
Pflichttreu, con la mayor parte de su
peso en la parte delantera, estaba
inclinado de proa y desde el pasamano
se podían ver los yugos de popa, medio
timón sobre la superficie del agua y el
eje de la hélice.
A la mañana siguiente, mientras
varios marineros anudaban cabos a la
barandilla de popa y los dejaban colgar
contra los yugos, los fogoneros bajaron
desde la borda la enorme hélice de
latón. El capitán Schilz gruñía en alemán
que si los malditos armadores del
mundo tenían que tener barcos de vapor,
podían por lo menos volver a las ruedas
laterales o de popa, que era posible
hacer girar y elevar sobre el nivel del
agua para reparar una paleta.
—¿Ha tenido que hacer esto alguna
vez? —le preguntó Florian.
—Nein, Gott sei Dank. Pero en una
ocasión ver hacerlo en otro buque. Ser
sencillo en teoría, pero en la práctica…
deslizarse por la popa ser trabajo de
alpinista… y colocar la hélice y
atornillarla bajo el agua ser tarea de un
Perlenfischer. Ningún hombre de esta
tripulación hacerlo nunca.
Florian notó que le estiraban los
faldones de la levita. Se volvió y vio a
los tres chinos —todos completamente
desnudos— parlotear y gesticular una
vez más, señalando la enorme hélice, el
agua y a sí mismos. Antes de que Florian
o Schilz pudieran expresar asombro o
cualquier otra cosa, uno de los
antipodistas saltó ágilmente al pasamano
de popa, agarró un cabo y bajó por los
yugos, con pies descalzos y seguros,
hasta llegar al agua. Una vez allí,
continuó bajando hasta desaparecer bajo
la superficie; sólo la tirantez del cabo
indicaba que aún se hallaba cerca.
Florian sintió otro tirón, esta vez en su
chaleco. Uno de los otros chinos le
había sacado el reloj del bolsillo del
chaleco y tocaba la esfera con un dedo.
Schilz, observando el agua oscura,
murmuró, más extrañado que furioso:
—Otro maldito negro ahogarse.
—No… estos dos quieren que le
cronometre —explicó Florian, mirando
el reloj y después el lugar donde se
hundía el cabo, y añadió al cabo de un
momento—: Diantre, este hombre es un
experto. Ya hace casi un minuto. —
Cuando el agua se movió, formando
espuma, y el hombre emergió, sonriente,
Florian volvió a guardarse el reloj y
dijo—: Un minuto y medio, o casi dos.
Quizá estos muchachos han sido de
verdad pescadores de perlas. En
cualquier caso, creo que se ofrecen
voluntarios para hacer el trabajo.
—Du lieber Himmel! ¿Debo
confiarlo a tres monos desnudos?
—Los monos hacen lo que ven
hacer. Estoy seguro de que sus hombres
preferirán enseñarlos cómo se hace a
hacerlo ellos mismos.
El capitán gruñó y maldijo, pero al
final accedió, y los tripulantes
abandonaron de buen grado la dura
faena. Sólo fue preciso que el jefe Beck
—hablando por señas y dibujando de
vez en cuando en cubierta con un trozo
de carbón— comunicara a los chinos los
datos básicos de que la hélice tenía en
un lado un orificio cuadrado para el eje
y en el otro lado un árbol que debía
apuntar a popa, y en torno a la nuez
cuatro grandes tornillos que debían
apretarse bien. Entonces los marineros
bajaron la gran hélice de latón por
medio de cabos, mientras los chinos
descendían por otro, uno de ellos con la
llave inglesa entre los dientes.
De hecho, la parte del trabajo
reservada para el capitán era la más
delicada. Como el timón no podía
moverse mientras los chinos trabajaban
a su alrededor, era preciso mantener el
Pflichttreu lo más quieto posible,
usando sólo las velas. Así, pues, había
marineros en cada verga y en cada driza
y escota, y el capitán Schilz orquestaba
como un maestro las sucesivas
operaciones de cazar o soltar velas.
Tanto él como la tripulación y el barco
contribuyeron al máximo para que los
chinos colocaran la hélice nueva en el
eje y la atornillaran en menos de dos
horas, durante las cuales se relevaron
para subir a la superficie a respirar:
sólo uno cada vez y sólo una aspiración
antes de volver a sumergirse.
Cuando treparon de nuevo a
cubierta, con mucha menos agilidad que
al descender, fueron aclamados con
entusiasmo por toda la tripulación. El
jefe Beck bajó por el tambucho y el
capitán Schilz subió al puente, desde
donde ordenó poner en marcha las
máquinas. La cubierta empezó a temblar
y todos contuvieron el aliento, y
entonces el capitán ordenó avante a
marcha lenta. El agua burbujeó bajo la
popa y la vibración de la cubierta se
incrementó, pero era regular, no
excéntrica, y los hombres que habían
echado astillas por la borda las vieron
moverse hacia popa. Se oyeron más
vítores. El capitán hizo detener las
máquinas y ordenó trasladar de nuevo a
sus lugares respectivos todos los objetos
pesados y devolver al barco el
equilibrio debido. Hasta que se hubo
llevado a cabo esta larga tarea —al caer
la noche—, no ordenó aferrar otra vez
las velas y navegar a toda máquina.
Entonces el Pflichttreu reanudó su viaje.

Stitches, el velero, suministró un trozo


de lona y las grandes agujas curvadas
con las cuales, después de que Magpie
Maggie Hag preparase el cuerpo de
Martes, la ayudó a coser una mortaja.
Una vez envueltos, los pequeños restos
de Martes parecían más grandes que los
de un adulto normal, porque tenía a sus
pies un quintal de carbón para hundir su
ataúd. Stitches reveló entonces que era
un ministro laico de la secta de
Metodistas Inconformistas, por lo que el
capitán Schilz le permitió de buen grado
oficiar el servicio fúnebre de la mañana
siguiente.
—Señor, te enviamos a dos
pequeñas almas que han soltado sus
cables —declamó al cielo, mientras
todos los miembros de la compañía
circense y todos los tripulantes que no
estaban de guardia bajaban la cabeza—.
Jacob Brady Russum ya figura en la lista
de tu tripulación, Señor, y la otra está a
punto de bajar por tu pasarela. —La
lona que contenía a Martes Simms yacía,
asegurada por un solo cable, sobre una
tapa de escotilla inclinada hasta formar
una rampa, y a sus pies habían retirado
la barandilla de cubierta—. Te rogamos
humildemente que acojas a bordo con
flautas a nuestros camaradas, en una
solemne ceremonia, que los equipes con
ropa de faena, que los alimentes siempre
con buenos budines, que sólo les des
trabajos fáciles y guardias diurnas y que
los maldigas o azotes muy de tarde en
tarde.
Domingo Simms lloraba sin hacer
ruido, sólo dejando que las lágrimas
resbalaran por sus mejillas. Edge, que
estaba a su lado, le rodeó los hombros
con un brazo afectuoso. Domingo lo
miró con gratitud y su llanto cesó.
Incluso le dirigió alguna pequeña
sonrisa mientras Stitches continuaba
improvisando su oración fúnebre de
sabor marinero.
—Te imploramos, Señor, que
coloques tu mano suave sobre estas dos
almas. Concédeles buen tiempo, un mar
tranquilo y un viento favorable mientras
despliegan sus velas y zarpan hacia la
Eternidad.
Después de más referencias
náuticas, Stitches se inclinó sobre el
libro y leyó el texto del servicio, mucho
menos elocuente.
—Confiamos, por tanto, el cuerpo de
Martes Simms a las profundidades,
donde encontrará la corrupción…
Cuando todos hubieron dicho
«Amén» y algunos se hubieron
persignado y Florian murmurado el
antiguo epitafio romano —esta vez en
plural: «Saltaverunt. Placuerunt.
Mortui sunt»—, un marinero cortó el
único cabo y Martes, sin más sonido o
quejas de los que nadie le había oído
proferir en su vida, se deslizó por la
tapa de la escotilla y desapareció en el
mar, donde no dejó siquiera un rizo
brevemente visible.
Edge y Yount devolvieron a Rouleau
a su camarote y el primero se quedó
para comentar:
—Pareces un invierno húmedo,
Jules. ¿Te molesta la pierna?
—Non, non, ça marche… o lo hará
pronto, espero.
—¿Qué es entonces? ¿Aflicción?
Ninguno de nosotros pudo conocer
apenas a esa chica Simms. Y no creo
que te apene más la muerte de Tim
Trimm que la de Ignatz.
Rouleau suspiró.
—Non… no echo de menos a Tim
como Tim. Pero de vez en cuando me
proporcionó cierto alivio. Y no me
refiero al cómico.
—¿Ah, sí? ¿A cuál, entonces?
Rouleau meneó la cabeza, pero Edge
siguió mirándolo con aire preocupado,
así que al final suspiró otra vez y dijo:
—Ami, en un enano varón sólo hay
dos cosas de tamaño normal. Les
orifices des deux bouts. —Reinó otro
largo silencio—. La razón por la que
tuve que abandonar Nueva Orleans
fueron los niños. Comprenez? Mientras
Tim estuvo cerca, por repulsivo que
fuese, me permitió evitar tentaciones y
apuros. ¿Te has escandalizado?
—No —contestó Edge al cabo de un
momento—. No, sólo lo lamento por ti.
Edge no habló de esto a nadie, pero
buscó a Florian para decirle:
—Sir John se queja de que
desembarcará en Italia sin ningún
empleo. Y no le falta razón. Primero, su
espectáculo del intermedio perdió a la
Mujer Gorda y ahora ha perdido a una
de sus Pigmeas Africanas Blancas.
Cuando se resta un miembro de un trío,
no queda mucha rareza para enseñar.
—Pues que no se preocupe —
respondió Florian—. En Europa
abundan los seres deformes. Diablos,
algunos de ellos llevan coronas y
diademas. Tendremos que improvisar
sobre la marcha. El que nos costará más
de sustituir es Tiny Tim.
—¿Por qué? La condición de enano
debe de ser la clase de deformidad más
corriente en el mundo.
—Oh, sí, claro. Pero yo he querido
decir que echaremos de menos a Tim
como Tim.
Edge dirigió a Florian una mirada
parecida a la que antes dirigiese a
Rouleau y dijo:
—De acuerdo, nil nisi bonum y todo
esto. En el día de un funeral, puedo ser
tan hipócrita como cualquiera. Sin
embargo, el tal Russum no era más que
un estorbo.
—Y una gran pérdida porque era un
estorbo. Hemos de intentar encontrar
otro.
—¿Otro enano repugnante?
—Ni siquiera tiene que ser un enano.
Cualquier clase de artista nuevo,
mientras sea repugnante.
—¿Se ha vuelto loco?
—Zachary, aún no tiene mucha
experiencia en la dirección de una
compañía de artistas temperamentales.
Debe haberse fijado, no obstante, en que
por regla general nos llevamos muy
bien. Hay muy poca fricción, pocas
peleas. Es porque todos detestábamos a
Tiny Tim. En él teníamos un foco para
todos nuestros rencores y animosidades.
Podíamos concentrarlos en él y, de este
modo, disiparlos y soportar así con más
facilidad las rarezas y manías de
nuestros compañeros, los embates de la
vida cotidiana.
Edge reflexionó y asintió.
—Ahora que lo pienso, debo
confesar que tiene razón. De modo
que… en cuanto desembarquemos,
¿iniciaremos la búsqueda de otro
despreciable enano?
—Necesitamos una persona baja, sí.
Y también un payaso. Es imprescindible
para cualquier circo. Y necesitamos otro
sapo abominable como Tim. Si podemos
encontrarlos en una sola persona, tanto
mejor. Y aún mejor si él o ella saben
tocar la corneta.

Cuatro días después divisaron el


estrecho de Gibraltar, lo cual animó a
todos los miembros de la compañía y a
toda la tripulación, exceptuando a los
más empedernidos lobos de mar. Como
una especie de celebración, el ingeniero
jefe Carl Beck subió a cubierta con un
pequeño regalo que había hecho para las
damas del circo.
—Mientras las miraba ensayar el
otro día —dijo—, se me ocurrió que
cuando una mujer bonita realiza
movimientos bonitos, necesita un
pequeño acompañamiento musical.
Había cogido del almacén de la sala
de máquinas ocho tapas de hojalata de
los conductos de aceite, todas de
diferente tamaño, y las había ensartado
en una cuerda de pescar de algo más de
medio metro, empezando por las más
grandes. Sosteniendo la cuerda con una
mano, podía pasar una varilla por las
tapas, hacia arriba o hacia abajo, y
producir así un melodioso tintineo. Las
enseñó a tocar una octava lenta para el
momento, pongamos por caso, en que
Sarah se abría como un cisne en una de
sus posturas a caballo, o un sonoro
arpegio para cuando Domingo giraba
con rapidez sobre una sola mano.
—Y se puede lograr un trino
ascendente cuando me cuelgo de la
cabellera —sugirió Pimienta— o uno
descendente cuando Paprika baja de la
pértiga.
—Aber natürlich —dijo Beck—,
los números más espectaculares
requieren música de orquesta, pero estos
pequeños tintineos puede tocarlos
cualquiera, aunque no sea músico.
—Sin embargo —dijo Florian—,
hay que ser músico para inventar algo
así. Ejem. Yo diría que semejante
músico debería buscar nuevos caminos
para desarrollar su talento.
—Ja… —asintió Beck, vacilante—.
Ya lo he pensado… pero tengo que
pensarlo más. —Entonces vio a
Mullenax y se dirigió a él—: Herr
Eindugig[16]! He consultado mis
manuales técnicos sobre su
Gasentwickler.
—¿Cómo?
—El manual dice que se necesita un
kilolitro de hidrógeno para elevar medio
kilo de peso. Por esto creo que el
generador…
—Ah, sí. El generador. Pero antes
de discutir esto, jefe, quiero que
conozca a otra dama. La apotecaria de
nuestra compañía. Le he hablado de
su… hum… preocupación por sus
cabellos y creo que ha elaborado un
remedio contra su caída.
—¿De verdad? Wunderbar! La
saludaré con un abrazo.
Cuando Mullenax se llevó consigo a
Beck para presentarle a Magpie Maggie
Hag, Florian los miró sonriendo y
frotándose las manos y luego se fue en
busca del velero. Stitches Goesle
llevaba, como de costumbre —excepto
durante el funeral—, el pesado cinturón
de cuero del que pendía un surtido de
cuchillos, punzones, bureles y escarpias.
—Señor Goesle, el capitán ha tenido
la amabilidad de darme un poco de
papel en blanco. ¿Podría usted
cortármelo en trozos lo bastante
pequeños, y coserlos como páginas,
para hacer dieciocho salvoconductos?
—Claro. Pero, ¿qué diablos es un
salvoconducto?
—Algo para enseñar a las
autoridades que lo soliciten. Los
magistrados, policías y hoteleros de
Europa sospechan siempre de los
artistas ambulantes. Cada uno de
nosotros debe llevar este librito, donde
constará nuestra ocupación, edad,
descripción, etcétera. Así, cuando nos
marchemos después de alquilar un solar
o pernoctar en un hotel, el alcalde, el
posadero o quien sea escribirá en el
libro que no hemos alborotado ni roto
nada, ni bebido más de la cuenta ni otras
cosas por el estilo. De hecho, pediré al
capitán Schilz que escriba el primer
informe en nuestros libros. Espero que
dé buenas referencias de todos nosotros.

Pronto resultó evidente, incluso para los


pasajeros novatos, que los vientos
mediterráneos de principios de otoño,
aunque suaves y tibios, eran francamente
desfavorables y saltaban de un punto a
otro de la brújula. El capitán, todavía
obstinado en no quemar más
combustible del absolutamente
necesario, dispuso tantos y tan
frecuentes cambios de vapor a vela y
viceversa que el Pflichttreu, que había
cruzado todo el Atlántico en veinte días
—incluyendo la demora en medio del
océano—, tardó otros nueve en cruzar
sólo la mitad del Mediterráneo, desde el
estrecho de Gibraltar al mar de Liguria.
Allí, un atardecer, Quincy Simms fue el
primero en avistar el faro blanco de
Livorno; profirió un grito y todos los
pasajeros acudieron, excitados, y
recorrieron la cubierta para mirar los
otros barcos que navegaban a su
alrededor por las rutas marítimas. Pero
entonces una lancha de vapor salió a
toda marcha del otro lado de la
escollera y unos hombres uniformados
que iban a bordo hicieron gestos de
«¡Mantened la distancia!». Cuando la
lancha estuvo más cerca, un tripulante
gritó por un megáfono al Pflichttreu, en
varias lenguas, que no se aproximara.
En el puente, el capitán Schilz lanzó
una maldición y dijo:
—Quiero atracar antes de ponerse el
sol. ¿Qué pasa aquí? —Agarró la
trompeta del puente y gritó hacia abajo
—: Was gibt es? Che cosa c’e?
Los oficiales de la lancha pidieron
al Pflichttreu que retrasara sólo por
breve tiempo la entrada en el puerto y
señalaron algo que sucedía a unos mil
metros de distancia en el agua. El
capitán Schilz usó el catalejo para
mirarlo, pero era fácilmente visible,
incluso en la penumbra, para la gente del
circo alineada junto a la borda de babor.
Entre ellos y la Fortezza Vecchia, chata,
roja y en ruinas, navegaba un
inmaculado buque de guerra de tres
palos con todas las velas desplegadas.
—Miradlo bien y con atención,
compañeros —dijo Stitches,
acercándose a ellos—; no volveréis a
ver nada parecido. Un buque de guerra
antiguo, como los de Villeneuve y
Nelson, de dos cubiertas y setenta y
cuatro cañones. Con todas sus velas al
viento, desde el petifoque al trinquete y
la cangreja de popa.
El buque también llevaba una
bandera, que no era la roja, blanca y
verde de la Italia recién unificada ni
ninguna de las naciones anteriores a la
unificación. Era totalmente blanca, con
una gran X azul oscura trazada de
extremo a extremo.
—¡La marina imperial rusa! —
exclamó Florian—. ¿Qué diablos…?
—La marina rusa suele venir aquí de
maniobras —explicó Goesle—. Creo
que, más que nada, para enseñar el puño
a los turcos. Pero todos sus buques son
modernos; no entiendo por qué ha traído
hasta aquí una bonita pieza de museo
como ésta.
Después de observarlo durante un
rato, vieron muchas otras cosas curiosas
en el buque. No se distinguía un solo
hombre en las cubiertas ni en las vergas
y, desde luego, tampoco al timón: se
mecía simplemente al caprichoso viento
vespertino. Comprendieron que estaba
abandonado y que flotaba a la deriva, y
de pronto vieron la razón: de las
troneras abiertas de la cubierta inferior
salía humo y al cabo de un momento
empezaron a salir llamas, anaranjadas y
brillantes a la luz del crepúsculo.
—¡El navío está ardiendo!
—¡Y nadie intenta extinguir las
llamas!
Alrededor del antiguo y hermoso
buque de guerra, pero a una distancia
respetuosa, se movía una flotilla de
barcos más pequeños —desde lanchas
de vapor y elegantes veleros de recreo a
sucios botes de pesca—, de todas clases
menos barcos bomba para incendios.
—Ach y fi! —Goesle profirió un
grito de auténtico dolor cuando el fuego
saltó de la cubierta del buque a su
magnífico velamen.
En un minuto, todo el buque se
convirtió en una antorcha, mucho más
luminosa que el faro, recién encendido y
que ya empezaba a girar. Fitzfarris se
sobresaltó cuando Lunes Simms corrió a
abrazarlo por la cintura. Mantuvo el
rostro extasiado vuelto hacia la escena
marítima, pero frotando el resto de su
cuerpo contra la pierna de él.
Unos minutos más y el fuego que
consumía el buque de guerra llegó a la
santabárbara, que por lo visto estaba
llena, pues se produjo una tremenda
explosión y tablas y vergas salieron
despedidas como ramas de la bola de
fuego. Todo el aire tembló y el
Pflichttreu se balanceó ligeramente y
los cabellos de los espectadores se
movieron. Lunes se frotó con fuerza por
última vez contra la pierna de Fitz y
emitió un leve gemido. Él la apartó de sí
y cuando ella le miró con ojos
aletargados, le dijo en tono severo:
—No vuelvas a hacer esto, niña.
Hay juegos mejores. Ve a aprenderlos.
—Lunes abrió más los ojos y le miró
con tristeza, pero se alejó.
En los restos del buque de guerra
que aún seguían a flote hubo varias
explosiones menores, probablemente de
la pólvora de los cañones recalentados,
pero los oficiales de la lancha juzgaron
que el espectáculo principal ya había
concluido e indicaron al capitán Schilz
que ya podía avanzar.
Cuando el Pflichttreu dio la vuelta
al rompeolas y otra lancha trajo al
práctico del puerto, Florian fue el
primero en recibirlo a bordo. El
práctico, demasiado engreído por
tradición para hablar con alguien de
menos grado que el capitán de un buque,
habría desairado normalmente a un
simple pasajero, pero ahora parecía
sorprendido y encantado de que un
extranjero se dirigiese a él en su lengua
nativa. Se detuvo para responder con
cortesía antes de subir al puente, y
Florian fue a informar a los demás.
—Le he preguntado la razón del
espectáculo. Es lo más horrible que he
oído. Por lo visto el zar Alejandro
encargó hace poco a un artista que le
pintara un cuadro (una batalla naval del
siglo pasado), y uno de los sucesos más
sensacionales de dicha batalla era la
explosión de un barco de municiones. El
pintor dijo que no tenía idea del aspecto
que ofrecería semejante catástrofe, así
que el zar organizó esta demostración
sólo para instruir al artista, que se
encuentra a bordo de una de aquellas
embarcaciones menores. Le han enviado
aquí, donde estaba atracado ese viejo
buque, que los chicos de la marina rusa
han cargado, incendiado y hecho
explotar… sólo para que el artista
plasme en el cuadro los detalles
correctos… ¡Que me cuelguen si esto no
es estilo!
Stitches Goesle resolló con tristeza y
bajó a su guarida. Los miembros del
circo y algunos tripulantes
permanecieron en cubierta, mirando a su
alrededor con vivo interés o con el tedio
de la familiaridad, mientras el
Pflichttreu avanzaba lentamente a lo
largo del Molo Mediceo, un muelle
curvado de casi cuatro kilómetros de
longitud —como un muro interminable
para quienes lo veían desde el nivel de
cubierta—, cuyos bloques de piedra
erosionados por el mar estaban
recubiertos de algas y líquenes. No
obstante, su construcción era sólida y
faroles a intervalos regulares le
prestaban una excelente iluminación, que
proyectaba manchas brillantes sobre el
agua verde oscura del puerto y daba
inmensidad a las formas oscuras de
barcos amarrados o fondeados. Además
de los faroles y el faro y las luces de
anclaje de numerosos buques, había
muchos puntos móviles de luz, porque
los pescadores nocturnos se estaban
haciendo a la mar. También había ruido
por todas partes: bufaban y rechinaban
malacates y tornos de vapor,
matraqueaban grúas, crujían
chumaceras, resonaban boyas de fondeo
o señalización. Y desde las calles de la
ciudad, al fondo de la zona portuaria
todavía distante, llegaba de vez en
cuando un sonido de música, canciones
o risas femeninas.
—Creo que Italia me va a gustar —
dijo Edge.
—Sí, será un lugar agradable para
pasar el invierno —contestó Florian—.
Mucha gente baja del frío norte para
hacer precisamente esto, incluyendo a
numerosos artistas de circo y musichall
que se encuentran entre dos giras. Es
probable, por lo tanto, que pronto
podamos aumentar nuestra compañía.
Abner se queja de que un león y un
elefante no son un zoológico muy lucido.
También le gustaría aumentar el número
de animales.
—Diablos, y a mí también. ¿Qué
propietario de circo no lo desearía?
Pero si hemos de ir al resto de Europa,
más allá de Italia, hemos de cruzar los
Alpes. Y el Hannibal que tenemos en la
compañía no es Aníbal. Hasta que
hayamos cruzado esos pasos de montaña
renuncio a adquirir más animales que no
puedan hacerlo por su propio pie.
—Bueno, usted es el retén… no, lo
siento, usted es el director. Pero nunca
ha revelado cuáles son sus planes de
viaje a partir de aquí.
—Es sencillo. Recorreremos toda
Italia, y luego seguiremos adelante.
Nuestro destino será París, que es La
Meca de todos los circos en Europa… y
el mundo. En ningún otro lugar se
aprecia hoy en día tan estéticamente el
arte del circo. Como es natural, los
espectáculos mediocres son rechazados
a silbidos, o se mantienen a una prudente
distancia. Pero un buen espectáculo…
puede conseguir el espaldarazo, la
celebridad, funciones para la realeza,
incluso medallas otorgadas
personalmente por Luis Napoleón y
Eugenia. Cuando esto ocurre, el circo
galardonado puede elegir entre las
invitaciones ribeteadas de oro de todos
los palacios del planeta. Es un logro
más deseable que cualquier riqueza. Un
circo que consigue ser aclamado en
París, puede jactarse con razón de estar
en la cumbre de la profesión.
—En este caso, no iremos hasta que
seamos la crème de la crème.
—Exacto. Por el camino tenemos
que aumentar nuestra compañía, nuestra
caravana, nuestro zoológico, nuestro
equipo y nuestro programa.
—Por el camino. Aún no ha
especificado cuál será.
—Mi plan original era abandonar
Italia por la frontera austrohúngara, ir a
Viena y Budapest y luego dirigirnos a
Francia a través de los estados
centroeuropeos y subir hasta París. Pero
ahora… justamente hoy… he decidido
no limitar nuestros viajes al oeste de
Europa.
—¿Hoy? ¿Por qué hoy?
—Lo he decidido cuando el práctico
ha subido a bordo y me ha contado la
razón de ese espectáculo. —Florian
señaló hacia la popa. Más allá de las
oscilantes linternas de los barcos de
pesca, el horizonte estaba rojo por el
resplandor del buque de guerra todavía
en llamas—. El práctico ha dicho,
textualmente, que los zares de Rusia han
sido siempre espléndidos y pródigos en
el fomento de las artes.
—Ahora puedo creerlo. Pero, ¿cómo
le ha hecho cambiar esto de opinión
sobre…?
—Zachary, nosotros somos las artes.
Tenemos que ir a Rusia. Tarde o
temprano hemos de dirigirnos a la Corte
de San Petersburgo.
—En tal caso, necesitará esto —dijo
otra voz. Era Stitches, que volvía de
abajo para entregar a Florian un montón
de cuadernillos.
—Ah, sí, los salvoconductos.
Muchísimas gracias, señor Goesle. Diré
a Madame Solitaire que empiece a
escribir en ellos nuestras señas de
identidad. Pero, ¿qué es esto? Yo sólo le
he pedido uno para cada uno de
nosotros. Ahora somos dieciocho y
usted ha hecho veinte.
—Dos de ellos ya tienen escritas las
señas —dijo Stitches.
—¿Cómo? —Florian los hojeó,
encontró uno que tenía palabras escritas
con tinta en la primera página y se
inclinó para leerlas a la luz del farol del
muelle frente al que pasaban en aquel
momento. Dai Goesle, edad, sesenta y
dos años, natural de Dinbychypysgod,
Gales… maestro velero de circo… ¡que
Dios me valga!
—¿Viene con nosotros, Dai? —
preguntó Edge en tono de satisfacción,
tendiéndole la mano.
—Y —continuó Florian, abriendo
otro cuaderno Carl Beck, natural de
Munich, Baviera, ingeniero y…
¡aparejador y director de orquesta!
—Sí —dijo Stitches—, vendremos
los dos, si usted nos acepta, señor. Nos
tragaremos el ancla y probaremos una
nueva vida en tierra. Los dos estamos
hartos de luchar contra el trueno. El jefe
Beck se queja de que su oficio es
desdeñado en el mar; nunca conseguirá
la categoría de maestro. Y yo… bueno,
ahí muere mi oficio. —Agitó la mano en
dirección al resplandor rojizo del
horizonte—. Muerto como Owen
Glendower.
—¡Vaya, esto es magnífico! —
exclamó con alegría Florian—. Claro
que los aceptamos.
—Bueno, no desembarcaremos ni
descargaremos hasta mañana —dijo
Stitches—. Si admite un consejo de un
novato, haría bien en dar esos libros al
capitán Schilz esta noche, para que
certifique nuestra buena conducta.
Sospecho que mañana, cuando su
calderero y su velero vayan a cobrar su
paga y le vea a usted marcharse con los
dos, el capitán echará fuego como ese
viejo buque de guerra.
Italia
1
Cuando la compañía hubo
desembarcado y ya no podía oír los
fulminantes gritos del capitán Schilz:
«¡Traicionado por un Bruder de la
profesión!», Florian se dirigió solo al
edificio del muelle que ostentaba el
letrero: «DOGANA ED IMMIGRAZIONE».
Llevaba todos los salvoconductos, con
las señas particulares de cada persona,
más los breves comentarios elogiosos
añadidos por el capitán antes de verse
defraudado. Sarah había tenido que
inventar los datos de los tres chinos, que
por lo menos habían sido capaces de
estampar sus firmas —elegantes
garabatos en tinta—, lo cual era más de
lo que sabían hacer varios miembros de
la compañía. Abner Mullenax, Hannibal
Tyree y Quincy Simms firmaron sólo con
una X y la huella del pulgar. Domingo y
Lunes, gracias a la tutela de Rouleau,
pudieron escribir de manera legible,
aunque infantil.
Todos esperaron, con carromatos,
animales y equipaje, en el vasto y
adoquinado lungomare que se extendía
desde el puerto hasta el comienzo de las
calles de Livorno. En torno a ellos, los
adoquines estaban cubiertos con trozos
de hule colocados allí por los
pescadores, que vendían el fresco botín
de la noche a amas de casa, criados e
incluso damas elegantes que señalaban,
llamaban, inspeccionaban y regateaban
sin apearse de sus carruajes. Varios
miembros de la compañía pasaban el
rato caminando en pequeños círculos,
torpes y vacilantes, pateando de vez en
cuando el suelo.
—Es una sensación extraña, andar
por aquí —gruñó Yount.
—Tienes pies de marinero —
explicó Stitches—. Tras una larga
temporada en una cubierta suave y
móvil, en tierra firme andarás unos días
como si pisaras huevos. Toda la gente
recién desembarcada tiene pies de
marinero.
No tuvieron que esperar mucho.
Florian salió del edificio de aduanas
con aspecto muy satisfecho, diciendo:
—No hay ningún problema. Les ha
divertido un poco encontrar en nuestra
compañía a tres personas llamadas A.
Chino, pero no lo han convertido en
tema de discusión. Tenemos permiso
para desembarcar.
—¿Ni siquiera desean contar
nuestras armas? —preguntó Fitzfarris—.
¿O examinar a los animales por si están
enfermos?
—No. Y no hay cuarentena. Ni
siquiera una tarifa que pagar. Creo que
Italia es sencillamente demasiado nueva
e inexperta en eso de ser una nación y
aún no ha tenido tiempo de promulgar
una serie de reglas y establecer una
burocracia, con sus correspondientes
funcionarios fastidiosos.
—Estupendo. ¿Y ahora qué?
—¡Primero, lavarse! —exclamó con
firmeza Magpíe Maggie Hag.
—Sí, ante todo un buen baño —
asintió Florian—, y no en una bañera de
agua salada, para variar. Damas y
caballeros, voy a hacer un gesto
extravagante, quizá el último durante
algún tiempo. Seguidme hasta aquel
hotel.
Y les indicó el hotel Gran Duca,
frente al lungomare, una impresionante
estructura de tres pisos construida con
piedras para no desentonar de la
arquitectura de la zona portuaria. Tenía
el aspecto de poder hospedar a
cualquier clase de viajero, ya viniera
por tierra o por mar, porque en un lado
del edificio principal había un gran
establo, una cochera y un patio, y en el
otro, una cerería y una tienda de
pertrechos marinos.
—Pediré habitaciones para nosotros
—dijo Florian—, encargaré que nos
llenen las bañeras y ordenaré que
preparen la colazione en el comedor.
Pasaremos nuestra primera noche en
Europa rodeados de un lujo sibarítico.
—Todas las mujeres profirieron
pequeños gritos de placer—. Mientras
tanto, Zachary, ¿quieres hablar con el
stalliere del hotel y disponer que sus
hombres lleven al establo a nuestros
animales y carromatos? Que les den
pienso y comida para el gato… y
preparen un lugar cercano donde puedan
descansar Abdullah, Alí Babá y los
chinos.
Edge afrontó con cierta vacilación la
tarea de abordar por primera vez a un
italiano. Resultó, sin embargo, que el
mozo de cuadra hablaba con fluidez
numerosas lenguas y era tan mundano
que no se mostró nada sorprendido
cuando le pidieron que cuidase —
además de ocho caballos— a un
elefante, un león, tres cochinillos, dos
hombres negros y tres amarillos. Cuando
todo estuvo dispuesto, Edge dio la
vuelta para entrar en el hotel por la
puerta principal. El vestíbulo del Gran
Duca era una sala inmensa de
magnificencia un poco sombría, con
mobiliario de caoba oscura y cortinajes
y tapicerías de terciopelo granate.
Aparte de las personas de estentórea
jovialidad que ocupaban la taberna
contigua, había otras más sobrias
sentadas en los divanes y butacas del
vestíbulo: mujeres bien vestidas
charlando ante sendas tazas de té y
hombres bien vestidos que leían el
periódico, fumaban cigarros enormes o
dormitaban. Como Edge llevaba su
único traje de calle un poco pasable —
el viejo uniforme, botas y tricornio—, se
sentía como un palurdo en aquel
ambiente.
Entonces oyó llamar:
—Signore, per favore. Monsieur,
s’il vous plât.
Se volvió y vio a una mujer joven,
baja y muy bien formada que le hacía
señas con la mano.
Iba vestida de amarillo pálido —
amplia falda con crinolina, corpiño de
escote casi atrevido y un sombrerito muy
gracioso, y bajaba una sombrilla de
color amarillo pálido mientras se
acercaba a él—, por lo que refulgía
como un rayo de sol en el severo
vestíbulo, y su resplandor atraía la
mirada admirativa de todos los hombres
y ojeadas glaciales de todas las mujeres.
Tenía cabellos largos y ondulados del
color de los castaños rojizos. Los iris
marrones de sus ojos estaban tan
salpicados de oro que parecían
provistos de pétalos, como las flores, y
tenía hoyuelos en torno a la boca, que
parecía así dispuesta a sonreír a la
menor provocación. Se acercó a Edge, a
quien sólo llegaba hasta el pecho. Su
cintura era la más estrecha que Edge
había visto en su vida, pero resultaba
evidente que esto no se debía a ninguna
clase de corsé, pues se movía con
demasiada agilidad, y sus pechos con
demasiada naturalidad para llevar
semejante prenda. Alzó la mirada hacia
él con aquella sonrisa en torno a los
labios y ladeó la cabeza, como dudando
sobre qué lengua emplear. Cuando Edge
se quitó el sombrero y arqueó las cejas
en un gesto inquisitivo, ella afirmó:
—Usted es Zachary Edge.
—Gracias, señora —dijo él con
solemnidad y una inclinación de cabeza
—, pero esto ya lo sabía.
Ella pareció desconcertarse un poco
porque Edge no había dicho: «A su
servicio» o cualquier otra frase
convencional. Le temblaron un poco los
hoyuelos y en seguida probó con una
lengua diferente:
—Je suis Automne Auburn,
monsieur. De métier danseuse de corde.
Entendez-vous français?
—Lo suficiente, sí, pero ¿por qué no
seguimos en inglés?
Ella volvió a enseñar los hoyuelos,
agitó con descaro sus rizos color de
bronce, hizo girar la sombrilla con
desenvoltura y dijo en el inglés más
londinense:
—Oh, muy bien, señor. Soy una
equilibrista llamada Autumn Auburn y…
—No me lo creo.
—¡Cómo, está aquí impreso! —
exclamó ella, desdoblando el periódico
que llevaba bajo el brazo—. El Era, ¿lo
ve? El periódico del circo. Seis
peniques el ejemplar, pero se lo daré
gratis. Mire aquí, en los anuncios. Este
me ha costado cinco malditos chelines.
Señaló una columna y Edge leyó en
voz alta:
—«PADRE OFRECE a directores a su
joven hija de catorce años…»
—¡No, ése no! —Tiró del periódico,
pero él continuó leyendo con expresión
seria:
—«… catorce años, que sólo tiene
un ojo, situado sobre la nariz, y una
oreja sobre el hombro. Interesados
diríjanse a este periódico». —Le
devolvió el Era—. Se diría que tiene
más de catorce años. Pero, bueno, los
enanos suelen parecer…
—Quiere divertirse, ¿verdad? Mire.
Éste es el mío.
Le tendió otra vez el periódico y él
leyó, obediente:
«MISS AUTUMN AUBURN, la plus
grande équilibriste aérienne de
l’époque —ne plus ultra— affatto
sensa rivale. Frei ab August de este
año». Bravo, señorita, admiro la
lingüística. Cuento cinco lenguas en
estas pocas palabras. Aún me niego a
creer, sin embargo, que alguien haya
sido bautizada con el nombre de Autumn
Auburn.
Ella ladeó tímidamente la cabeza y
transformó su sonrisa en una risa
confidencial.
—Oh, no es mi verdadero nombre,
claro. —Lo miró a través de sus tupidas
pestañas—. Pero si Cora Pearl, que en
Cheapside era sólo Emma Crouch, pudo
hacer fortuna en París con el nombre de
Cora Pearl… —hizo girar la sombrilla
— ¿por qué, me dije a mí misma, la
pequeña Nellie Cubbidge no puede
hacer lo mismo con un bonito nom-de-
chambre como Autumn Auburn?
—Tampoco doy crédito a este
horrible acento. He oído bastantes
acentos auténticos en el barco.
Ella rió de nuevo y dijo, en un inglés
simplemente melodioso:
—¿Lleva una coraza contra las
bromas, señor Edge? Ni siquiera sonríe.
—Usted lo hace mucho mejor,
señorita. Me gustaría que sonriera por
los dos durante el resto de nuestras
vidas.
A lo largo de un momento
silencioso, pero lleno de
reverberaciones, se miraron
mutuamente. Luego ella meneó la
cabeza, como para despertarse, y volvió
a su actitud traviesa.
—Deme trabajo, señor, y reiré hasta
caerme muerta.
—¿Cómo ha sabido quién soy?
Contestó con voz normal, pero
todavía en broma.
—Lo sé todo acerca de usted. Vi
llegar los carrozzoni del circo y corrí a
preguntar al portinaio, el cual me dijo
que todos los miembros de la compañía
se estaban bañando menos el signor
Zaccaria Edge, que por lo visto no se
baña. Me negué a creer que alguien se
llamara Zaccaria Edge, así que le
obligué a enseñarme su salvoconducto.
Es americano y cumplirá treinta y siete
años el veinte de septiembre, y es
director ecuestre del Floreciente
Florilegio de Florian, etcétera. Y todos
estos detalles estaban escritos por una
mano femenina, de modo que tiene
esposa… o una amiga… —Hizo una
pausa, como esperando que él dijese
algo, y luego añadió con ligereza—: No
me imagino cómo la consiguió, si es
contrario a bañarse.
—¿Se llama de verdad Nellie
Cubbidge?
—Caramba, ¿cree que podría
inventar un nombre así?
—Entonces te llamaré Autumn, si me
dejas. Y, si no me equivoco, una
équilibriste es una bailarina de la
cuerda floja…
—Cuerda o alambre. Floja o tensa.
Y tengo mi propia utilería.
—Quien contrata es el señor
Florian, pero le torceré el pescuezo si
no te contrata. Y ahora que está todo
arreglado, ¿puedo ofrecerte un refresco
en el bar, para cerrar el trato?
—Si he de ser franca, preferiría que
me ofrecieras algo de comer.
—Bueno, nos reuniremos todos en el
comedor para la colazione, que, según
creo, significa comida.
—Oh, magnífico.
—Por si he de hablar italiano, ven
conmigo para decir al recepcionista que
te incluya en la lista de comensales.
Después, si me disculpas un momento,
abandonaré mi eterna aversión y tomaré
un baño.
—Oh, todavía mejor.
—Y me reuniré contigo en la mesa,
para presentarte a tus nuevos colegas.

Cuando estuvieron todos reunidos, los


camareros juntaron varias mesas para
acomodarlos. Todos llevaban sus
mejores galas, lo cual no era decir
mucho, y Clover Lee olía a Extracto
Dixie Belle de Heliotropo Blanco y Carl
Beck a los aromas no identificables de
la loción para el cabello que Magpie
Maggie Hag había elaborado para él.
Hannibal, Quincy y los chinos comían
con los mozos de cuadra, naturalmente, y
a Monsieur Roulette le servían la
comida en su habitación, dijo Florian, y
añadió que el médico del hotel subiría a
examinarle después de comer. Así, pues,
eran catorce a la mesa, pero Edge puso
otra silla entre él y Florian y a
continuación fue a buscar a Autumn
Auburn, que esperaba en un reservado.
La presentó a la compañía con el
aire orgulloso de un experto que ha
descubierto un objet d’art en una tienda
de baratijas, y Autumn hizo lo posible
para parecer tímida y agradecida por el
descubrimiento. Todos los hombres de
la compañía le sonrieron con
admiración y, aunque Autumn iba mejor
vestida que cualquiera de ellas, las
mujeres hicieron lo propio… menos
dos. Sarah Coverley y la pequeña
Domingo Simms habían leído al instante
en el rostro entusiasmado de Edge y
miraron a la recién llegada con cierta
melancolía. Florian le dedicó una cálida
bienvenida, al igual que casi todos los
demás. Carl Beck miró con fijeza a
Autumn cuando se la presentaron.
—Fräulein Auburn, es usted la
imagen de otra belleza que he conocido,
o cuya fotografía he visto, pero cuyo
nombre no recuerdo.
Domingo sólo murmuró al estrechar
la mano de Autumn:
—Enchantée.
Sarah, por su parte, observó en tono
ligero:
—Te felicito, Zachary, pero estoy
decepcionada. La señorita Auburn no es
una klischnigg.
Edge replicó, hoscamente:
—He decidido apartarme de tu
estampida de duques y condes.
—Un caballero habría esperado —
dijo ella, sin abandonar la ligereza—,
por lo menos hasta ser pisoteado por el
primero de ellos.
Autumn, cuyos ojos entre castaños y
dorados se habían detenido en uno y otro
durante este intercambio, dijo:
—Madame Solitaire, debió de ser
usted quien escribió en su
salvoconducto.
—Sí. Y le aseguro, querida, que se
conducirá a su completa satisfacción.
—Oh, querida, debió escribirlo en
el documento. Ahora tendré que juzgar
por mí misma.
—Touché —dijo Florian—. Ahora,
señoras, bajen los floretes. Un hombre
viril detesta que hablen de él en tercera
persona, como si fuese mudo, necio o
difunto, y el coronel Edge no es nada de
esto.
—¡Vaya! ¿Es usted un coronel
auténtico? —preguntó Autumn a Edge,
con sorpresa exagerada—. Y yo sólo le
he llamado señor.
—Sentaos todos —dijo Florian—.
Aquí llega nuestro antipasto y, aunque
no champaña, todavía no, un decente
vino bianco. Sin duda conoce usted el
vino local, señorita Auburn. ¿Se aloja en
este mismo hotel?
—No exactamente —respondió ella,
mientras se servía con avidez de una
bandeja—. En la cochera del hotel, en
mi propia caravana. Así me hospedo a
precio de establo. Y, por cierto, con
raciones de establo.
—Bueno, debemos informarla, antes
de que decida unirse a nosotros —dijo
Florian—, de que éste es nuestro primer
alojamiento bajo techo en mucho tiempo,
y quizá sea el último. Pero no hablemos
de negocios hasta que estemos bien
alimentados. Cuéntenos cómo ha llegado
hasta aquí.
Entre voraces bocados de carne fría,
setas encurtidas y fondos de alcachofa,
Autumn contestó con sincopada
economía:
—La vieja historia. Espectáculo de
cabras. Circo Spettacoloso Cisalpino.
Montamos la tienda aquí. El director
hizo un número de Johnny Scaparey. Nos
dejó plantados a todos. Algunos nos
quedamos. No había mucho donde
elegir. Dábamos representaciones para
los veraneantes. Pasábamos el
sombrero. Casi siempre volvía vacío.
Ahora ha concluido la temporada. Y
seguimos aquí.
Los camareros sirvieron la sopa, un
fragante cacciucco, y empezaron a
llevarse los platos del antipasto.
Autumn se apresuró a decir: «Prego,
lasciate», para detenerlos, y luego dijo
a la mesa en general:
—Por favor, ustedes han pagado
estos entremeses. Si no desean
terminarlos, podría…
—Espere, señorita —interrumpió
Stitches—. Traerán muchos más platos
dentro de poco. No es necesario que se
llene con los preliminares.
—No me refería a mí. Pensaba que
podríamos envolverlos para otros
artistas hambrientos, abandonados por el
Cisalpino, que les estarían muy
agradecidos.
Florian dio al instante órdenes en
italiano y los camareros se inclinaron en
señal de asentimiento. Autumn
prosiguió:
—Yo soy más afortunada que los
otros. Tengo mi propia utilería y mi
propio transporte. De hecho, recibí una
oferta para incorporarme al Circo Orfei,
pero ahora están lejos, en algún lugar
del Piamonte. La gente de este hotel ha
sido muy noble en cuanto al pago de mi
cuenta, pero no me dejarán enganchar mi
rocín a la caravana hasta que la haya
saldado, así que esperaba simplemente
sobrevivir hasta que el Orfei pase por
aquí, si es que lo hace algún día.
—El Orfei es un buen espectáculo
—dijo Magpie Maggie Hag—. Muy
famoso en todas partes. Y próspero
también. No es de medio pelo. Harías
bien en irte con ellos.
Edge la miró con el ceño fruncido y
Florian le dirigió una mirada de
contrariedad y dijo:
—Maldita sea, Maggie. No quería
hablar de negocios, pero… —Se volvió
de nuevo hacia Autumn—: Admito que
la familia Orfei te pagaría más y con
mayor regularidad. Nosotros sólo
podemos ofrecer una parte de sueldo y
otra de promesas.
—También deberíamos confesar que
no siempre comemos tan bien —dijo
Edge, indicando las bandejas de
salmonetes y espagueti que los
camareros estaban poniendo sobre la
mesa.
—Soy libre, blanca y tengo veintiún
años —contestó Autumn—. ¿No es así
como se dice en su país, coronel Edge?
—Veintiún años —murmuró Sarah
sobre su copa de vino.
—Y soy capaz de decidir por mí
misma —añadió Autumn—. Si hay un
lugar para mí, señor Florian, lo aceptaré
encantada.
—Esto es hablar irlandés, querida
—exclamó Pimienta—, aunque seas
inglesa. Engancha una estrella a tu
carromato. —Levantó la copa de vino y
exageró su pronunciación—: ¡En París
brindaremos con buen champaña,
paseando en carruaje por los Champs
Elysées! ¿Verdad, Pap? —Como no
hubo una respuesta inmediata, repitió,
molesta—: ¿Verdad, Paprika,
mavourneen?
—Oh —dijo la aludida, que estaba
contemplando el rostro nostálgico de
Sarah—. Sí, sí. Claro que sí, Pim.
—Además, señor Florian —añadió
Autumn—, si usted es el único de la
compañía que habla italiano, puedo
ayudarle también en este aspecto.
—¿Lo hablas con fluidez? —Cogió
de la mesa unas vinagreras, con los dos
cuellos inclinados en direcciones
opuestas—. En italiano correcto, esto es
una ampollina. ¿Sabes el nombre
idiomático?
Autumn sonrió con los hoyuelos y
dijo:
—Es suocera e nuora, suegra y
nuera. Porque los dos pitones no pueden
verter al mismo tiempo.
Florian le sonrió con aprobación.
—Zachary, no cabe duda de que nos
has encontrado un tesoro. —Se volvió
hacia Fitzfarris—. Sir John, hasta que
aprendas lenguas, tendré que llevar
todos los tratos con las autoridades,
encargarme de todas las gestiones
necesarias y hablar durante el
espectáculo.
—Aprenderé tan de prisa como
pueda —prometió Fitz.
—Mientras tanto —continuó Florian
—, esta tarde visitaré una imprenta y
encargaré un papel nuevo. Zachary, tú y
yo debemos elaborar además un nuevo
programa, que incluya a la señorita
Auburn y a los chinos. Y ante todo tengo
que visitar el municipio de Livorno y
alquilar un solar para mañana. Claro que
nuestra permanencia aquí, antes de
viajar tierra adentro, dependerá del
éxito que tengamos.
Miró a su alrededor, a los
comensales bien vestidos, que comían
con apetito y charlaban amistosamente
entre sí, como si calculara sus deseos de
divertirse y sus posibilidades
económicas.
—Si puedo hacerle una sugerencia
—dijo Autumn, y esperó el asentimiento
de Florian—. Pida permiso al municipio
para levantar la carpa en el parque de la
Villa Fabbricotti. Nuestro modesto
Cisalpino no lo consiguió, pero ese
parque está en la parte más elegante de
la ciudad.
—Gracias, querida. Cada momento
que pasa me resultas más valiosa.
¿Sabes por casualidad tocar la corneta?
Ella rió y negó con la cabeza y Carl
Beck terció:
—Yo soy su Kapellmeister.
Necesito una banda de músicos, nein?
Florian levantó las manos en señal
de impotencia.
—Tenemos un tambor enérgico, un
acordeonista neófito y un corneta
transitorio. Empezamos con poco, Herr
Beck, pero esperemos que pronto…
Stitches Goesle agitó su tenedor y
dijo:
—Diablos, estamos rodeados de
latinos que pueden cantar como los
galeses y tocar cualquier instrumento
que les pongamos en las manos.
—Es cierto —respondió Florian—,
pero la mayoría de italianos, excepto las
clases altas, temen viajar a mucha
distancia de su casa. No, aquí en
Europa… bueno… Paprika, Pimienta,
Maggie, estoy seguro de que cualquiera
de vosotras puede decirlo al maestro
velero.
Las más jóvenes cedieron la palabra
a Magpie Maggie Hag, la cual explicó:
—Lo que necesitas son eslovacos.
Los eslovacos son los negros de Europa.
Todos los circos los usan. Trabajan
como peones, desmantelan, conducen
vehículos, montan, y luego tocan música
de banda. Su país es tan pobre, que se
marchan y trabajan en todos los circos
europeos. Cuando tienen dinero en el
bolsillo, lo llevan a sus familias y
vuelven a sus circos.
—¡Diantre! —exclamó Goesle—.
Tanto mejor. Contrataremos a eslovacos,
Carl, para que sean tu banda y mis
ayudantes. He estado mirando su lona,
señor Florian, y tengo una idea que
doblará la capacidad de la tienda.
—Bueno, hasta que sepamos cuánta
gente vamos a atraer… —empezó
Florian, pero Carl Beck le interrumpió.
—También deseo empezar con el
generador para el Luftballon.
Necesitaré mano de obra para
fabricarlo.
—Caballeros, caballeros —rogó
Florian—. Creía haberos dicho con
claridad que iniciamos esta gira con un
capital muy exiguo. Hasta que lo
incrementemos…
—¿Qué puede costar un
Gasentwickler? —preguntó Beck—. Un
poco de metal, unas ruedas y mangueras
de caucho. No es un gasto muy grande.
Para su funcionamiento, podemos
conseguir limaduras de hierro de
cualquier herrero. Las bombonas de
vitriolo serán lo único caro.
—Herr Kapellmeister, en estos
momentos, cualquier gasto es excesivo.
Beck miró a Goesle y dijo:
—Tenemos nuestra última paga de a
bordo. —Ambos asintieron y Beck miró
de nuevo a Florian—: Hagamos un trato.
Usted nos procura a los eslovacos y Dai
y yo invertimos en lona, láminas de
metal, Musikinstrumente y todo lo
necesario. Cuanto antes tengamos un
buen espectáculo, una buena banda y una
buena carpa, tanto más de prisa
prosperaremos, nicht wahr?
—Indudablemente —convino
Florian—. Os agradezco a ambos este
gesto de buena fe, pero temo que este
acuerdo entre caballeros no convencerá
a los eslovacos. Pertenecen a la clase
trabajadora y pensar es el único trabajo
que no saben hacer. La idea de trabajar
por participaciones sería demasiado
sutil para sus sencillos intelectos. Sólo
entienden el dinero contante y sonante.
—Pero también están acostumbrados
a la retención —dijo Autumn—. ¿No
pagan de este modo en los Estados
Unidos? —Se ruborizó un poco y añadió
—: Me parece que me entrometo
demasiado a menudo, pero nuestro
Johnny Scaparey también dejó plantados
aquí a un grupo de eslovacos.
—La retención, sí —murmuró
Florian, mirándola con aprobación—.
Lo hacen los circos de todo el mundo y
yo también lo hice en los años solventes
del salario semanal. —Explicó a los no
iniciados—: A cada novato se le retenía
siempre el sueldo de las tres primeras
semanas, que no se pagaba hasta el final
de la temporada. Es una vieja
costumbre, en parte para desanimar a los
trabajadores eficientes de marcharse
para aceptar otro empleo mejor
remunerado, pero en parte por razones
filantrópicas, para que los borrachos y
malgastadores tengan por lo menos
dinero para volver a sus casas cuando
cierra el espectáculo.
—Pues ya está —dijo Pimienta—.
Los eslovacos sólo te costarán la
manutención y serán felices de
asegurársela. No sabrán que no
podemos pagarles. Supondrán que se
trata de la retención habitual. Y si aún
no podemos pagarles al cabo de tres
semanas… bueno, tendremos
preocupaciones peores que ésta, amigos
míos.
—Cierto, cierto —asintió Florian—.
Y tenemos fondos suficientes para la
manutención. Muy bien. Herr Beck,
señor Goesle, tendréis a vuestros peones
y músicos eslovacos. Podéis llevar
adelante vuestros planes. —Los dos
juntaron inmediatamente las cabezas,
mientras Florian se dirigía de nuevo a
Autumn—. Has mencionado que otros
artistas se quedaron sin empleo. ¿Qué
números hacían? ¿Y están también ellos
tan apurados que se incorporarían a
nosotros sobre la base de la retención?
—Bueno… —dijo Autumn—. Ahora
pensará que soy una egoísta, porque
encuentro un empleo para mí y me
olvido de los demás. Pero es que de
verdad no creo que le interesen.
—Dime por qué.
—Los únicos que aún permanecen
en la ciudad son los Smodlaka.
Yugoslavos. Un número familiar.
Parachoques caninos.
La mitad de los ocupantes de la
mesa expresó incomprensión. Florian
tradujo para ellos:
—Un número de perros
amaestrados.
—Tres terriers cruzados —dijo
Autumn—. Nada bonitos, pero muy
buenos. Los Smodlaka les dieron
nombres yugoslavos (impronunciables,
claro), así que yo siempre los llamaba
Terry, Terrier y Terriest y ahora sólo
atienden a estos nombres.
Florian rió y preguntó:
—¿Y qué inconveniente tiene
contratar a estos yugoslavos?
—Bueno, incluyen a dos niños, más
pequeños que cualquiera de este
espectáculo. Una niña de seis años y un
niño de siete. Ha sido para la familia
Smodlaka que he pedido los restos de la
comida.
—¿Son los críos meros apéndices o
sirven para algo?
—Sí. Para exhibición. Ambos son
albinos. Pelo blanco, piel blanca, ojos
rosados.
—¿Albinos auténticos? ¡Cómo, éste
vuelve a ser el comienzo de un
espectáculo secundario para nosotros,
sir John! Una pareja de Fantasmas para
presentar junto a nuestra pareja de
Pigmeas Blancas. ¿Por qué diablos no
tendría que querer a semejante familia,
señorita Auburn?
—Porque Pavlo, el padre, es un
bastardo integral. Todos le detestaban en
el otro espectáculo.
—Ajá —murmuró Florian,
dirigiendo a Edge una mirada de
complicidad—. ¿Cómo se manifiesta
esta condición de bastardo?
—Maltrata a su familia. Nunca habla
a los niños, y cuando dice algo a su
esposa, lo hace ladrando, igual que uno
de sus terriers. También le ha pegado
alguna vez. Y Gavrila es una persona tan
dulce y amable que todos odiaban a
Pavlo por ello.
—¿Zachary? —dijo Florian—.
¿Nuestro foco de repuesto?
—Si usted lo dice, director. Cuando
se ponga realmente insufrible, siempre
podemos echarlo a sus propios perros
como comida. Tal vez tengamos que
hacerlo. Para alguien que no puede
pagar sueldos, está cargando con un
gasto considerable sólo de manutención.
—Hablando de manutención —
observó Florian—, aquí llega lo dulce y
lo amargo para redondear nuestra
comida. Zabaglione y expresso.
Señorita Auburn, ¿puedes encontrar a
toda esa gente? ¿A los eslovacos y los
Smodlaka?
—Están diseminados por toda la
ciudad. Si pudiera llevar un
acompañante…
—Iré contigo —dijo Edge, antes de
que pudiera ofrecerse otro hombre—,
pero antes permíteme presentarte a Jules
Rouleau. Quiero saber qué dice el
médico sobre su recuperación.
Cuando terminó la comida, Florian
dejó un puñado de billetes para los
camareros. Mullenax y Yount arquearon
las cejas, y él les advirtió:
—Ser pobre sólo es una desgracia si
te obliga a actuar como tal. De todos
modos, esta propina no es tan generosa
como parece. Una lira sólo vale veinte
centavos yanquis. A propósito, todos los
recién llegados tendrían que cambiar su
dinero americano y aprender a calcular
en liras.
La compañía entera fue al mostrador
de recepción para hacerlo. El médico
residente del Gran Duca, un tal doctor
Puccio, esperaba allí, y Florian le
condujo a la habitación de Rouleau,
acompañado por Edge y Autumn. Carl
Beck y Magpie Maggie Hag los
siguieron.
—Madonna puttana —murmuró el
médico, cuando levantó la sábana de la
cama del inválido y vio la caja de
salvado—. E una bella cacata. —
Autumn rió entre dientes al oírle, pero
no tradujo las palabras a Edge.
El doctor Puccio tenía razón al
exclamar aquello. Habían ido añadiendo
más salvado a medida que los ratones o
ratas, o ambos, lo comían, pero el grano
estaba mezclado con excrementos de los
roedores y una buena dosis de hollín. En
el fondo de la caja, donde el salvado se
había humedecido con el goteo de los
diversos medicamentos aplicados a las
heridas de la pierna, había una capa de
moho verde.
La pierna tenía también muy mal
aspecto cuando la levantó de la caja:
encogida, descolorida por el salvado y
arrugada como una rama. El médico
siguió refunfuñando: «Sono rimasto…
cose da pazzi… mannaggia!», mientras
limpiaba la pierna y después la tocaba,
manipulaba y examinaba. A pesar de
todo, la pierna estaba entera, sólo se
doblaba en los puntos donde debía
hacerlo y las heridas ya eran sólo
cicatrices.
El doctor Puccio miró a los que le
rodeaban con expresión ceñuda y
amenazadora y preguntó en un inglés
perfecto:
—¿Quién prescribió este tratamiento
demencial para las heridas? No fue un
médico, seguro.
—La caja de salvado fue idea mía
—confesó Edge—. En una ocasión
sirvió para un caballo al que me resistía
a matar de un tiro.
El doctor gruñó y luego dirigió a
Florian una mirada colérica.
—Signore, no he sido informado de
que se me llamaba para examinar a un
paciente de veterinario. —Volvió a
mirar a los demás—. Aparte de esta caja
merdosa, ¿qué atenciones se le han
dedicado?
—Le he limpiado las heridas con
ácido fénico —respondió Magpie
Maggie Hag— y después he usado
ungüento de basilicón, gotas de
dicloroetano y cataplasmas de hierbas
emolientes.
—Gesù, matto da legare —murmuró
el médico. Entonces anunció, enfadado
—: Nada de esto debería haberse hecho.
Ha sido una gran estupidez, remedios
campesinos, curas de caballo, una
intromisión imperdonable. —Los
miembros de la compañía parecían
contritos y Rouleau preocupado. Sin
embargo, el médico se encogió de
hombros a la italiana, con hombros,
brazos, manos y cejas, y continuó—: A
pesar de ello, todo ha servido. Ustedes
no pueden saber por qué, así que voy a
decírselo. Ninguna de estas ridículas
panaceas de curandera, signora, podían
evitar que los microbios y bacilos de la
corrupción infectaran las heridas. Este
paciente habría tenido que morir de
fiebres. En cuanto a esta… esta merda,
estas cáscaras recrementicias —pasó
con repugnancia una mano por el
salvado—, igual podrían haber envuelto
el miembro en serrín. Salvo por una
cosa. Todos ustedes eran demasiado
ignorantes para saberlo, pero el salvado
generó espontáneamente estos hongos
aspergillus. —Tocó la verde capa de
moho—. Es conocido por los médicos,
pero sólo por los médicos, no por
aficionados como ustedes, que ciertos
aspergilli producen un efecto destructor
sobre los microbios de la enfermedad.
Este moho verde, sólo este determinado
moho verde, ha curado el miembro del
paciente y salvado su vida.
—Así que lo hicimos bien, ¿eh? —
dijo Magpie Maggie Hag, con una risa
senil.
El doctor Puccio le dirigió una
mirada hosca.
—Por lo menos, el pronóstico es
bueno. La pierna requerirá frecuentes
masajes con aceite de oliva para
recobrar la musculosidad y flexibilidad.
Será dos o tres centímetros más corta
que la otra pierna. Andará con un cojeo,
signore, pero andará.
—Soy acróbata de oficio, dottore.
¿Volveré a saltar? ¿Brincar, voltear, dar
saltos mortales?
—Lo dudo y no se lo recomiendo.
Después de todo, el miembro no ha sido
escayolado ni cuidado por un
profesional, sino por ignorantes, por
muy buena que fuera su intención. —Les
dirigió otra mirada reprobadora.
—Pero tienes ante ti una carrera
nueva, Monsieur Roulette —dijo
Florian—. La de aéronaute
extraordinaire. El jefe Beck va a
empezar la construcción de un generador
de gas para el Saratoga.
—Zut alors! Entonces mi accidente
me ha librado para siempre de la
monótona tierra llana. Debo estarle
agradecido. Y a vosotros, Zachary y
Mag, mis entrometidos e ignorantes
amis.
Los visitantes abandonaron la
habitación y, en el vestíbulo, Carl Beck
preguntó:
—Bitte, Herr Doktor. ¿Puedo
pedirle un consejo? Se habrá dado
cuenta de que mis cabellos empiezan a
escasear.
—Sí. ¿Y qué? Los míos también.
—Sólo deseo conocer su opinión
profesional de este medicamento.
Beck se sacó del bolsillo un frasco
de la loción que le había dado Magpie
Maggie Hag.
—¿Es esto lo que he olido en usted?
—El médico se volvió hacia la gitana
—. ¿Qué es?
En una buena imitación de la propia
altanería del galeno, contestó ella con
orgullo:
—Una panacea de curandera.
Los ojos del médico centellearon
por primera vez. Destapó el frasco de
Beck y lo olió.
—¡Ajá! ¡Sí! Per certo. Puedo
distinguir los ingredientes secretos. Pero
no tema, signora, no los divulgaré. Ja,
mein Herr, este remedio servirá tan
admirablemente como cualquier otra
cosa conocida por la ciencia médica.
—Danke, Herr Doktor. —Beck se
inclinó y en seguida dijo a Magpie
Maggie Hag—: No era suspicacia, se lo
aseguro, gnädige Frau. Pero consuela
tener la garantía de un profesional.
Los otros se fueron, reprimiendo una
carcajada. Edge y Autumn salieron del
hotel, el primero cargado con la gran
papelina de restos de la comida. Florian
y Magpie Maggie Hag los siguieron con
la mirada y Florian preguntó:
—¿Qué dicen tus instintos de gitana
sobre la contratación de los nuevos
artistas, Mag?
—Que los contrates a todos, excepto
a la rakli.
—¿La chica? —Florian parpadeó—.
No me digas que ves algún peligro en
Autumn Auburn.
—No. Es una rakli bella y afectuosa
y será una buena artista. Y una buena
romeri para Zachary.
—¿Esposa? Vaya, vaya. ¿Es que
presientes celos de…?
—No. Ni siquiera Sarah tendrá
celos de una esposa tan buena. En
Autumn Auburn no hay peligro, sólo
dolor.
—¡Oh, maldita sea, Mag! Reserva tu
mística ambigüedad para los incautos.
¿Cómo diablos debo interpretar esto?
Ella se encogió de hombros.
—No veo nada más. Nada de
peligro, sólo dolor.
En la piazza, donde Autumn abrió su
sombrilla de color amarillo pálido y el
sol poniente brilló todavía más sobre
sus cabellos castaños y cara traviesa,
Edge no pudo por menos de exclamar:
—Eres lo más bonito que he visto en
mi vida.
—Grazie, signore. Pero aún no hace
un día que estás en Italia. Espera a ver
una muestra de las signorine por estas
calles.
—No las veré. Me deslumbras
demasiado. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella fingió meditar la respuesta y al
final dijo:
—Señora Edge. Suena a mujer
tragasables.
—Cualquier cosa es mejor que
señorita Cubbidge. Pero, si insistes, me
convertiré en señor Auburn.
—Yo no insisto en nada, Zachary,
incluyendo al matrimonio. ¿Por qué no
hacemos durante un tiempo lo que la
gente corriente llama «ensayo de
matrimonio»?
Él tragó saliva y buscó las palabras.
—Bueno… muy bien. Pero ésta es
una proposición aún más directa que la
mía.
—Espero que no te ahuyente. No soy
disoluta, pero tampoco dolorosamente
respetable. Te deseé en cuanto te vi, a
pesar de tu arisco saludo.
—Fue en defensa propia. Verte casi
me hizo perder el sentido.
—Entonces, los dos lo hemos sabido
desde el principio. ¿No sería tonto pasar
por todas las trivialidades del coqueteo,
el noviazgo, las bromas de los amigos,
la publicación de las amonestaciones
y…?
—Sí. ¿Por qué no volvemos al hotel
ahora mismo y…?
—No. Puedo no ser virtuosa, pero
seré justa. Te haré mirar lo que podrías
estar cortejando. Mira hacia allí, a esa
esbelta muchacha. ¿No es maravillosa?
—No está de mal ver, no, señora.
Pero apostaría algo a que engordará
antes de los cuarenta.
—¿Cómo sabes que yo no
engordaré? Muy bien… esa otra. No le
puedes encontrar ningún defecto. La
chica que lleva flores en el pelo.
—Autumn, tú llevas flores en los
ojos. Deja de señalar a posibles novias.
Ya tengo a la que quiero.
—¡Ay de mí! Un hombre impetuoso.
—¿Podemos volver ahora?
—Ni hablar. El director nos ha
confiado una misión. Ahora, Zachary,
deja de contemplarme y echa una mirada
a tu alrededor. Es tu primer día en un
país nuevo, en un continente nuevo.
Tendrías que devorar las vistas como
cualquier turista de la Cook.
Ahora que Edge y Autumn se habían
alejado bastante de los olores portuarios
de humo de carbón, vapor, sal y
pescado, Livorno era más atractivo para
el olfato que para la vista. Envolvía y
endulzaba el crepúsculo incipiente el
humo de leños que salía de las puertas
de las cocinas. De cada jardín y ventana
emanaban los olores acres, picantes,
nada parecidos a un perfume, de flores
anticuadas: cinnias, caléndulas,
crisantemos. Autumn enseñó incluso a
Edge un pequeño parque urbano que era
pura fragancia: una fresca fuente en un
bosquecillo compuesto exclusivamente
de aromáticos limoneros. Incluso ahora,
a principios de otoño, estaban aún
cargados de fruta, que era a todas luces
propiedad pública. Numerosos golfillos
trepaban a los árboles para coger los
limones y llenaban después latas y tarros
con agua fresca de la fuente para
mezclar el zumo de la fruta y el agua y
vender la limonada por las calles.
Había mendigos por doquier, incluso
en los barrios más elegantes, y no todos
eran tan emprendedores como los chicos
de la limonada. La mayoría se limitaba a
permanecer en cuclillas o tendida sobre
las aceras, con las mangas, faldas o
pantalones levantados para exhibir
horribles llagas. Alargaron la mano
hacia Edge y Autumn, gimiendo
uniforme y monótonamente: «Muoio di
fame…»
—«Me muero de hambre» —tradujo
Autumn—. No te apiades de ellos. Más
de la mitad son farsantes sanos y fuertes
e incluso los verdaderos lisiados
podrían encontrar trabajo cosiendo
redes en los muelles.
Así, pues, Edge sólo dio limosna a
un mendigo, porque parecía auténtico y
porque no los importunó. De hecho, sólo
podía identificarse como mendigo por el
cartel colgado de su cuello: «CIEGO».
Llevaba gafas opacas y lo arrastraba por
las calles un perro que tiraba de la
correa con demasiado ímpetu para darle
ocasión de acercarse a alguien. Edge
casi tuvo que pararlos a la fuerza para
poner una moneda de cobre en la mano
del hombre. El ciego suspiró y dijo en
un murmullo:
—Dio vi benedica. —Sacudió la
cabeza con desesperación, señaló al
perro que aún pugnaba por seguir su
camino y murmuró algo a Edge.
Autumn lo oyó, rió y dijo:
—Dale un poco más, Zachary. Dice
que antes tenía un perro bien
amaestrado, que se paraba por iniciativa
propia siempre que veía a alguien
dispuesto a la caridad, y esperaba con
paciencia a que él contara la triste
historia de que en el pasado había sido
un curtidor próspero hasta que cayó en
una de sus tinas y el ácido le cegó. Pero
aquel perro murió y este nuevo es un
inútil. Dice: «Ahora, cuando se detiene,
suelo encontrarme contando la historia
de mi vida a otro perro». —Rió otra
vez, y también rió el ciego, aunque con
tristeza—. Dale más, Zachary. Estas
monedas sólo son centesimi. Dale una
lira.
Mientras caminaban, Edge observó a
Autumn que los yugoslavos vivían en un
barrio demasiado distinguido para
artistas de circo sin trabajo, pero cuando
ella le condujo a la parte posterior de
una de las mansiones, vio que los
Smodlaka vivían en el fondo de un
cobertizo de la propiedad. El cabeza de
familia, un hombre de la edad de Edge,
con abundante barba y cabellos rubios,
se hallaba sentado en el umbral sin
puerta, afilando ociosamente un palo.
Levantó la mirada al ver a Autumn,
no saludó, hizo una mueca de disgusto,
siguió cortando el palo y dijo en inglés:
—Hay que hacer algo cuando no se
tiene nada que hacer.
—En vez de astillas, podrías hacer
una muñeca para las niñas. Pavlo, te
presento a Zachary Edge, director
ecuestre de un nuevo circo que acaba de
llegar del extranjero. Está aquí para
ofrecerte un puesto en el espectáculo.
—Svetog Vlaha! —exclamó el
hombre. Se puso en pie de un salto,
sacudió la mano de Edge y lo saludó en
una serie de lenguas. Edge contestó:
—Encantado de conocerle.
Y a partir de entonces Smodlaka
habló casi exclusivamente en inglés,
incluyendo la orden que gritó hacia el
oscuro interior del cobertizo:
—¡Venid, queridos! ¡Venid a dar la
bienvenida!
Edge estaba ansioso por conocer a
los niños albinos e incluso a la
maltratada esposa, pero lo que salió en
tropel de la oscuridad, profiriendo
sonidos de alegría, fueron tres perros
cruzados, pequeños y flacos. Smodlaka
dio órdenes inmediatas —«Gospodin
“Terry”, pravo! Gospodja “Terrier”,
stojim! Gospodjica “Terriest”,
igram!»—, y los perros empezaron a dar
vueltas en tomo a Edge, uno sobre las
patas traseras, otro cabeza abajo sobre
las delanteras y el otro dando alegres
volteretas.
Autumn dirigió a Pavlo una mirada
de reprobación, se asomó al cobertizo y
llamó:
—¡Gavrila, niños! ¡Salid también
vosotros!
Cuando la primera se acercó
tímidamente al umbral, retorciendo las
manos contra un delantal de remiendos,
Pavlo interrumpió sus órdenes a los
perros gimnastas —«¡Mujer, trae
vino!»— y ella desapareció de la vista
como impulsada por un muelle.
Pavlo continuó ladrando como un
perro a sus perros, mientras éstos, con el
mismo silencio y eficiencia de los tres
chinos del Florilegio, seguían con sus
cabriolas. La mujer reapareció al cabo
de un minuto con un pellejo de vino y
tres tazas de madera pintada. Sin esperar
otra orden, llenó y alargó las tazas a
Autumn, Edge y su marido y siguió
retorciendo su delantal. Detrás de este
delantal asomaban, una a cada lado, dos
caras de cera coronadas por cabellos de
color paja.
—Mi mujer —gruñó Smodlaka,
señalando con la cabeza en su dirección
—. Su prole. —Hizo chocar su taza
contra la de Edge y bebió un sonoro
sorbo.
—Tienen nombres —dijo Autumn—.
Gavrila, te presento a Zachary Edge.
Zachary, los pequeños son Velja y Sava.
—Zdravo —dijeron todos,
estrechándole la mano con timidez. La
madre era una rubia eslava, de tez clara
y ojos azules como el padre, y era muy
bonita, pese a la cara ancha y el cuerpo
macizo.
Los dos niños eran tan
extremadamente blancos que no podía
distinguirse su sexo, y sus rostros de
color paja casi parecían no tener rasgos
—nariz pálida, labios pálidos, cejas y
pestañas blancas—, exceptuando los
ojos, impresionantes: pupilas rojas en el
centro de unos iris plateados que
lanzaban destellos de un rosa vivo
cuando captaban un rayo de luz.
Gavrila miró de soslayo a su marido
antes de preguntar a los visitantes:
—¿No han comido, gospodín,
gospodjica? Tenemos pan y queso.
Tenemos vino. Tenemos de todo.
—Ya hemos comido, gracias —
respondió Autumn, y le alargó la bolsa
de papel—. Aquí tienes algunos
bocados para complementar tu
abundancia, querida. Ahora hemos de
atender a otras diligencias.
—Pero aún no han visto todo el
número de mis protegidos —protestó
Pavlo.
Los perros continuaban ejecutando
sus frenéticas cabriolas, saltando uno
sobre el otro en una complicada
secuencia de baile.
—Toma a tus protegidos y a tu
familia —dijo Autumn— y enséñalos a
monsieur Florian en el hotel Gran Duca.
Estoy segura de que le gustarán y los
contratará. ¿Sabes dónde puedo
encontrar a los eslovacos?
—Prljav —dijo con desprecio
Smodlaka—. Todos mendigan en la
estación de ferrocarril. Llevando
paquetes y esperando propinas.
Degradándose.
—Mientras tú estás sentado,
afilando un prestigio sin mácula —
replicó Autumn, y añadió, dirigiéndose a
Gavrila—: Espero veros mañana en el
circo, a ti y a los niños. Vamos, Zachary.
Sé dónde está la estación.

No estaba lejos. Como la mayoría de


estaciones de ferrocarril, era bastante
nueva y —como el ferrocarril, pese a
todo su ruido y suciedad, era para
cualquier comunidad una valiosa
adquisición— había sido erigida en el
mismo centro urbano, grande y
ornamentada, con una fachada de
mármol de Carrara. Tenía dos inmensos
andenes de mármol a lo largo de dos
parejas de vías, una de entrada y otra de
salida, y esa zona de la estación no
parecía nueva ni orgullosa, pues ya
estaba cubierta de hollín y sombreada
por una permanente cortina de humo que
pendía de la bóveda de cristal sostenida
por vigas.
Acababa de entrar un tren de Pisa y
los pasajeros se empujaban y abrían
paso a codazos, casi luchando para salir
de los compartimientos y correr a hacer
sus necesidades a los lavabos de la
estación. Edge observó con interés que
las locomotoras europeas funcionaban
con carbón, como el buque de vapor
Pflichttreu. Las máquinas despedían
nubes de humo menos voluminosas que
las de los trenes americanos,
alimentados con leños, que Edge estaba
acostumbrado a ver, y, desde luego,
menos chispas; estas locomotoras no
tenían las grandes y abultadas
parachispas sobre sus chimeneas.
Sin embargo, el humo y ceniza que
producían eran más grasientos y sucios y
ennegrecían más los vagones del tren, a
los pasajeros, los alrededores de la
estación e incluso el paisaje que
bordeaba las vías.
Tras la desesperada salida de los
pasajeros, el tren descargó una
asombrosa cantidad de equipaje: bolsas,
baúles, maletines, maletas y gran
número de enormes cajas de madera,
cada una capaz de contener la tabla de
una mesa grande, lo cual era evidente
que no contenían, pues un solo mozo
bastaba para bajarlas del furgón del
equipaje al andén. Edge miró más de
cerca una de ellas y vio que llevaba
grabado: «CRINOLINA».
—¿Significa esto lo que me
imagino? —preguntó a Autumn—. ¿Que
en esta enorme caja sólo hay
miriñaques?
—Uno solo —contestó ella—, la
falda plegable de un vestido. Una en
cada caja. ¿Cómo creías que
transportaban las mujeres la
subestructura de su vestuario? Ah, mira.
Uno de esos mozos es Aleksandr Banat.
Llamó por señas a un hombre bajo,
chato y mal vestido, que se le acercó al
instante, quitándose la gorra informe
para tirar de un mechón de sus cabellos.
Autumn le habló en italiano y él
respondió con gruñidos y alguna que
otra palabra en la misma lengua. Luego
tiró con tal fuerza del mechón que se
inclinó hacia adelante. Indicó a Autumn
y Edge que le siguieran por el andén,
hasta donde los rieles salían a la luz del
día.
—Dice que él y todos sus
compatriotas eslovacos viven en
cobertizos abandonados en el patio de
carga —explicó Autumn—. Pana Banat
es más o menos su jefe. Como debes
haber observado, tiene un dedo y medio
de frente. También sabe algo de italiano
y entiende un poco el inglés.
Caminaron entre vías, traviesas,
agujas, vagones viejos y furgones de
mercancías. Al fondo de los desviaderos
llegaron a una verdadera ciudad de
cobertizos construidos con materiales de
desecho: metal ondulado cubierto de
óxido, cartón, lona, pero sobre todo
cajas unidas de CRINOLINAS. La
población de hombres sucios y
andrajosos y algunas mujeres sucias y
harapientas estaba sentada, aburrida y
apática, o removía el contenido de latas
colgadas sobre fuegos de desperdicios o
arrancaba sabandijas de las costuras de
su ropa o miraba con expresión sombría
a los recién llegados. Banat caminó
entre los cobertizos y volvió con media
docena de hombres. Podían haber sido
parientes próximos suyos, tan grande era
el parecido: morenos, peludos,
corpulentos. Banat los presentó con
gesto ceremonioso, individual y
efusivamente, pero Edge sólo entendió
el prefijo general de Pana y unos
nombres que sonaban como gargarismos.
—Dice que Pana Hrvat sabe tocar la
corneta —tradujo Autumn— y que él
toca el acordeón y que Pana Srpen
incluso posee un trombón y Pana Galgoc
y Pana Chytil saben tocar diversos
instrumentos. En cualquier caso, todos
ansían trabajar. De peones, músicos o lo
que sea. —Dio instrucciones a Banat—.
Pana Banat los reunirá a todos, hay
cinco o seis más, y los llevará en
seguida a ver a Pana Florian.
Pero antes Banat acompañó a
Autumn y Edge hasta el final de los
cobertizos, a la ciudad propiamente
dicha, para que no tuvieran que regresar
por el apartadero en la inminente
oscuridad. Se encontraron en la parte
comercial de Livorno, el barrio de la
clase obrera, donde la noche y la niebla
nocturna del mar se deslizaban juntas
por las calles estrechas y tortuosas. Los
faroleros hacían su trabajo a toda prisa,
para mantener a raya a la oscuridad. Los
faroles encendidos brillaban
confusamente a través de la niebla,
iluminando los escaparates de las
tiendas, los tenderetes de la calle y las
carretillas de afiladores, vendedores de
pasta y de queso, talladores de coral,
recogedores de malvas, vendedores de
alpiste, reparadores de porcelana, todos
gritando sus mercancías y servicios a
los transeúntes que se dirigían a sus
casas.
Entonces vieron bajar por la calle a
un número considerable de gente que
formaba un apretado grupo. Cuando
pasaron bajo un farol, resultó evidente
que eran una banda de mendigos —todos
harapientos y sucios, algunos cubiertos
de úlceras, otros lisiados y cojos, unos
cuantos arrastrándose sobre manos y
rodillas—, pero había algo todavía más
extraño en el hombre que conducía al
grupo y que caminaba con normalidad.
—Es el caballero John Fitzfarris —
dijo Edge, y le llamó—. Hemos estado
reclutando a nuevos colegas, Fitz.
¿Quién diablos son tus reclutas?
—Malditas garrapatas —respondió
Fitz—. He salido a dar un paseo, porque
me gusta encontrar los mejores lugares
de cada ciudad nueva —sonrió—, y
también los peores. Y en vez de esto, he
terminado dirigiendo este desfile de
repugnantes mendigos. —Miró con ira a
la multitud de personas jóvenes y viejas,
de sexo masculino y femenino. No
buscaban piojos en su ropa ni
gimoteaban «Muoio di fame»; le
estudiaban simplemente, con una especie
de muda admiración—. Les he echado
todas las monedas que poseo, pero no
puedo deshacerme de ellos. Creo que
piensan que soy de su clase.
Autumn preguntó en italiano y un par
de mendigos murmuró una respuesta.
Dijo a Fitz:
—Esperan descubrir cómo te has
pintado media cara azul. Por lo visto
eres único en la profesión. Sin duda
quieren probarlo en sus caras.
—Maldita sea —gruñó Fitz—. Me
gustaría enseñarles cómo me lo hice.
Jamás había visto un grupo de farsantes
como éste. En algún momento de mi
vida, yo también he caído en ello, de
modo que sé distinguir lo falso de lo
auténtico. ¿Veis aquel de allí? ¿El que
tiene esas repugnantes úlceras y costras
en la cara y los brazos?
—A mí me parecen reales —dijo
Edge—. Y horribles.
—Es la escaldadura falsa. Te pones
sobre la piel una gruesa capa de jabón y
la salpicas de vinagre. Forma burbujas y
ofrece un aspecto repugnante, como la
lepra o algo así. Y aquel otro tipo es un
epiléptico falso. Se cae en medio del
arroyo, agita los miembros y saca
espuma y atrae a una multitud de buenos
samaritanos. Y aquella mujer flaca (su
esposa, tal vez) se desliza entre los
samaritanos y les vacía los bolsillos.
Espero que esta basura no me persiga
por toda Italia.
Autumn gritó inmediatamente a la
plebe furiosas invectivas en italiano.
Acobardados, se dispersaron y
desaparecieron por diversos pasajes.
Fitzfarris expresó a Autumn su más
sincero agradecimiento y dijo que en lo
sucesivo no saldría a la calle sin su
máscara de cosméticos y acompañó a
Edge y Autumn hasta el Gran Duca.
Cuando los tres cruzaron el umbral,
encontraron el vestíbulo lleno de
personas que no eran los habituales
huéspedes bien vestidos.
—Florian ha congregado a toda la
gente nueva enviada por usted, señorita
Auburn —explicó Mullenax, mirando y
fumando un negro y retorcido cigarro
italiano, cuyo rancio aroma no dominaba
del todo el fuerte olor de su aliento, que
sugería una temprana y bien
aprovechada visita al bar del hotel—, y
está examinando sus salvoconductos. Ya
ha contratado a la familia de los perros
y encargado una habitación para ellos.
Ahora habla a esos trabajadores.
—Supongo que debería ayudarle en
esta conversación —dijo Edge a Autumn
—. Tú puedes hacer de intérprete.
—No —respondió ella, con firmeza
—. Tenemos que ensayar, algo,
¿recuerdas?
Así, pues, aunque era muy temprano,
dijeron buenas noches a Fitzfarris y
Mullenax y se retiraron. Edge tenía una
habitación para él solo y fueron allí en
lugar de a la caravana de Autumn,
porque ella quería aprovecharse del
cuarto de baño del hotel. Una sirvienta
corrió a llenar la bañera y volvió poco
después para acompañar a Autumn y
ayudarla en sus abluciones. Autumn fue
al baño completamente vestida,
exceptuando el sombrero y la sombrilla,
porque no tenía bata y el cuarto de baño
se hallaba a una distancia considerable a
través de los pasillos. Y por la misma
razón, volvió completamente vestida a
la habitación de Edge.
—Para no provocar un escándalo —
dijo a éste—, me he tenido que
desabrochar todos los botones y
deshacer todos los lazos y luego,
después del baño, abrocharlos de nuevo.
Ser modesta es una tarea muy ardua.
—Entonces, seamos inmodestos —
sugirió él— y realmente escandalosos.
Permite que sea yo quien te desabroche
ahora.

Por primera vez en su vida, Edge


experimentó el inefable placer de
desnudar con sus propias manos a una
mujer deliciosa, vestida con las
numerosas capas de tela y adornos del
atuendo europeo para calle. Durante el
resto de su vida no olvidaría nunca la
novedad, los matices y las sutilezas que
precedieron aquella noche al acto de
hacer el amor. Fue como disfrutar de una
desfloración casta antes de la unión en
sí… como arrancar suavemente los
pétalos, uno tras otro, de una peonia o
una camelia o cualquier otra flor de
muchos pétalos.
Mientras Autumn se sometía a sus
manipulaciones, mostraba —además de
todo lo que llevaba puesto— aquel
esbozo de sonrisa traviesa, acompañado
de los hoyuelos. Se mantenía, paciente,
en medio de la habitación iluminada,
como una niña que se deja preparar por
su niñera para ir a la cama. Como Edge
no era una niñera, tardó mucho en
desnudarla, pero para él fueron unos
preliminares encantadores. Y mientras
se dedicaba a esta ocupación, su mezcla
de cuidado minucioso y torpe ansiedad
pareció excitar también a Autumn, que
temblaba, de un modo ligero pero
perceptible, cada vez que sentía su
contacto en el cuerpo.
Edge, tras cierto estudio y
deliberación, empezó por desenganchar
el adorno de bolitas de ámbar que
rodeaba el generoso escote. Cuando lo
hubo quitado, el percal amarillo pálido
de debajo se onduló lo suficiente para
dejar ver el espacio entre las suaves
redondeces de sus pechos, lo cual hizo
detener a Edge para sumirse un minuto
en la más pura admiración, y esto
provocó en Autumn un suspiro hondo y
trémulo que convirtió la observación de
sus pechos en algo todavía más
interesante. Entonces Edge se sobrepuso
y consideró el paso siguiente,
decidiendo que consistiría en
desabrochar los diminutos botones de
perla gris de sus puños bordados. Para
sus dedos grandes e inexpertos, fue una
tarea muy difícil, pero entonces
siguieron los botones más grandes que
cerraban en la espalda la blusa de
percal, y éstos fueron más fáciles. Sin
embargo, cuando estuvieron
desabrochados, algo mantenía unidas las
dos mitades de la blusa entre las
clavículas de Autumn. Esta tuvo que
ayudar por primera vez, alargando las
manos hacia atrás para enseñarle cómo
funcionaba un corchete. Después, para
ayudarle más, agitó los hombros, se bajó
las mangas de la blusa y la tiró sobre la
cama.
La capa siguiente era un complejo de
cintas de satén elástico que le pasaban
por los hombros y se cruzaban sobre la
camisa de batista para sujetar la falda de
percal amarillo. Edge investigó y
descubrió que podían quitarse
deshaciendo los lazos de la cinturilla de
la falda. Luego tuvo que quitar la
cinturilla, y a continuación, aflojar todas
las cintas que pasaban por unos
pequeños ojales desde la cintura al bajo
de la falda, ocultos bajo un volante. Una
vez hecho esto, Autumn desenvolvió la
falda amarilla y también la tiró sobre la
cama. Todavía iba envuelta de la cintura
a los tobillos por el artilugio que había
sostenido la amplia falda, aros
horizontales de alambre tieso, colgados
de tiras de ropa, cuyo tamaño aumentaba
a partir del talle hasta alcanzar
dimensiones extravagantes en torno a los
tobillos. Sin embargo, sólo fue preciso
desabrochar las tiras para que los aros
cayeran a sus pies en un montón de
círculos concéntricos. Autumn salió de
este cerco, lo apartó de un puntapié y se
quitó al mismo tiempo las zapatillas de
fina piel amarilla.
Autumn no estaba todavía desnuda,
pero sí mucho más que la mayoría de
mujeres en esta fase de la operación. No
llevaba cubrecorsé ni corsé con ballenas
para estrecharse la cintura y tampoco
una combinación «rellena» para darle un
busto falso. No necesitaba semejantes
ayudas artificiales. Aunque continuaba
de pie como una niña obediente a quien
preparan para ir a la cama —y quizá no
era más alta que una de las chicas
Simms—, Autumn Auburn no podía
confundirse con una niña. Encima y
debajo del talle que Edge podía abarcar
con sus dos manos, los pechos, caderas
y nalgas tenían bellas proporciones
femeninas.
La siguiente capa visible de ropa era
la camisa de batista blanca, larga hasta
la cintura y sin mangas, sostenida por
finos tirantes, y unas amplias enaguas
con volantes de barato encaje de
Valenciennes, hecho a máquina. Cuando
Edge desató las cintas que sujetaban las
enaguas al talle, haciéndolas resbalar
hasta el suelo, quedó al descubierto otra
capa de ropa. Autumn aún llevaba un par
de calzones —con finos pliegues y
ribeteados de encaje de Hamburgo— y
medias de hilo de Escocia acanalado,
sostenidas por ligas, con rayas blancas y
azules bastante marcadas en la parte alta
de los muslos, pero de tono amarillo
pálido en el resto de las piernas y un
adorno en los tobillos.
Edge hizo resbalar las medias hacia
abajo una por una y con mucha lentitud,
tanto para gozar de la gradual y
provocativa revelación de las piernas
desnudas como para disfrutar del
temblor que inducía este movimiento
lento en la propia Autumn. No temblaba
de vergüenza; sus piernas no eran nada
de que avergonzarse; habrían hecho
honor a cualquier estatua clásica de una
ninfa danzarina. Eran firmes y tenían
músculos duros, sin ser musculosas,
delicadamente moldeadas y cubiertas
por una piel color de melocotón que
invitaba tanto a una caricia como los
melocotones auténticos. Edge no se
habría extrañado de encontrar duras y
encallecidas las plantas de los pies de
una volatinera, pero las de Autumn eran
tan aterciopeladas al tacto como los
muslos y pantorrillas, y comprendió que
probablemente tenían que conservarse
suaves… sensibles a cada temblor de la
cuerda floja.
Una vez quitadas las medias, Edge
se levantó para contemplarla, entre
satisfecho y calculador: la capa
siguiente debía de ser la última. Ahora
sólo llevaba la fina camisola en el torso
y los calzones debajo. Cuando le levantó
la camisa hacia la cabeza, ella alzó los
brazos y así vio él que Autumn no era
partidaria, como Pimienta y Paprika, de
conservar el pelo bajo los brazos para
excitar al público masculino. Iba bien
afeitada y tenía en cada axila una
constelación menor de pecas castañas.
Esto resultaba un poco extraño, porque
no tenía una sola peca en la cara,
garganta o los hombros o —como
resultó evidente cuando la camisa estuvo
fuera— en cualquier otra parte del
tronco. Más adelante Edge consideraría
otro atractivo de Autumn, conocido sólo
por él, que todas sus pequeñas pecas
castañas estuvieran escondidas bajo los
brazos y que ninguna otra interrumpiera
la nacarada perfección de su cuerpo.
Ahora, sin embargo, estaba demasiado
complacido observando sus encantos
más obvios y aún más atrayentes.
Al quitarle la camisa, los pechos le
saltaron alegremente, como felices de
liberarse incluso de aquel confinamiento
tan ligero, y eran una vista para hacer
feliz a cualquier hombre. Pero Edge sólo
les dedicó un momento. Cuando se
inclinó para coger la cinturilla elástica
de la última prenda de la muchacha,
plantó un rápido beso en cada uno de los
pezones castaños que sobresalían de su
aureola también castaña, y pasó la leve
prenda por el triángulo de rizos
castaños, todavía húmedos del baño de
Autumn —que de paso también besó— y
la bajó hasta los bonitos pies, cada uno
de los cuales besó mientras ella salía de
la última pieza de su atuendo.
Arrodillado como estaba, Edge pudo
observar ahora que Autumn tenía
deliciosos pétalos en sus partes más
secretas, igual que los de sus ojos. Los
muslos un poco separados revelaban la
excitación y el invitador resquicio
abierto entre delicados y brillantes
labios rosados, parecidos a los bordes
de las petunias húmedas de rocío. Tras
un minuto de amante contemplación de
esta parte de ella, Autumn dijo con voz
trémula, pero traviesa:
—No has terminado del todo tu
tarea. Aún no estoy completamente
desnuda. —Levantó su ondulante
cabellera castaña para enseñarle las
perlas grises de imitación que cubrían
los lóbulos de sus orejas.
—Puedes dejártelas puestas, si
quieres —dijo Edge—. Si no quieres ser
completamente inmodesta,
desvergonzada y escandalosa.
—¡Oh, pero quiero serlo! —gritó
ella, quitándose los pendientes y
tirándolos—. ¡Quiero serlo! —cantó,
echándose sobre la cama—. ¡Quiero
serlo, quiero serlo!
2
Mientras Autumn sonreía y abría
lentamente las piernas, la multitud gritó
«Brava!», y luego «Bravissima!»
cuando hizo una despatarrada lateral
sobre la cuerda floja y el director de
orquesta Beck tocó un dulce arpegio en
su cuerda de pequeñas campanillas de
hojalata.
Era un lleno, «¡un sfondone!», había
declarado Florian con cierto asombro,
pero con gran satisfacción. Había
conseguido que las autoridades de
Livorno le dieran permiso para levantar
la carpa en el parque de la Villa
Fabbricotti.
—Y por un mero cinco por ciento de
los ingresos de taquilla —informó—.
Incluso me confían el cálculo. Empiezo
a creer que todos los funcionarios de
este joven reino de Italia son demasiado
nuevos en sus puestos para haber
aprendido las delicias burocráticas de la
ofuscación y la extorsión.
A primera hora de la mañana,
Florian, el maestro velero Goesle y el
jefe de obreros Beck, junto con la
docena de otros eslovacos, habían
conducido a los animales y carromatos
al campo de atletismo del parque, que
no tenía hierba, y levantado allí la carpa
y las graderías y colocado el bordillo de
la pista. Los obreros sabían lo que se
hacían —incluso cantaron una versión
eslovaca del arr-arr mientras
trabajaban— y el único ayudante que
necesitaron fue el elefante Peggy.
Florian no tocó un martillo ni una
cuerda; sólo participó hasta el extremo
de señalar, sugerir y aprobar. De hecho,
contempló con una gran sonrisa a los
eslovacos mientras clavaban en el suelo
dos estacas a la vez, seis hombres para
cada una, todos manejando las
almádenas en una acción rítmica que
producía la misma explosión ruidosa
que un rápido toque de tambores.
Los artistas de la compañía salieron
del hotel Gran Duca después de un
tranquilo desayuno y se dirigieron sin
prisas al terreno del circo para
cambiarse de ropa. Aún no tenían
carteles para fijar por la ciudad ni
tiempo para anunciarse en un periódico
local, así que, en cuanto Peggy hubo
terminado su parte en la erección de la
carpa, la cubrieron con la manta roja,
convirtiéndola en Brutus. Hannibal se
disfrazó de Abdullah y Florian le enseñó
algunas palabras de italiano. Abdullah
salió con orgullo —«hablando
estranjero, por primera ves», como dijo
—, golpeando el trombón y gritando:
—Segue al circo! Al parco! Al
specttacolo!
Y a la hora del espectáculo aquella
tarde, la población había acudido en
tropel —miembros bien vestidos de la
clase media, residentes en el barrio de
Fabbricotti; mercaderes y sus familias;
marineros, cadetes navales, pescadores
y estibadores del muelle— y todos
pagaron en liras, no en especie.
Gavrila Smodlaka dijo con timidez a
sus nuevos colegas:
—Gospodin Florian debe de poseer
alguna magia. El otro espectáculo nunca
atrajo a tanta gente. Gospodja Hag, ¿ha
pronunciado algún encantamiento de
gitana?
—No —contestó Magpie Maggie
Hag—, pero si hay cerca alguna clase de
magia, seguro que Florian la aprovecha.
Hubo cálidos aplausos para el
espectáculo del estreno, aunque el
Saludos a todos, damas y caballeros fue
cantado en inglés; y para el violento
volteo de Buckskin Billy, el Intrépido
Jinete de Las Llanuras; y para Barnacle
Bill y sus listos cochinillos; y para los
Smodlaka y sus perros todavía más
listos; y para los antipodistas chinos,
que trabajaron primero en trío y después
con Brutus y el trampolín y los niños
Simms supervivientes; y para Pimienta y
Paprika con su pértiga… y vítores
histéricos cuando la vieja señora del
cumpleaños, «Signora Filomena
Fioretto, bisnonna di settanta anni»,
resultó ser la vivaz Madame Solitaire.
Pero el público no mostró tan
ruidosamente su entusiasmo hasta que
Autumn Auburn bailó sobre la cuerda
floja.
Ahora había hecho la despatarrada
vertical, con una pierna delante sobre la
cuerda y la otra atrás, en equilibrio sin
otra ayuda que la sombrilla de tono
amarillo pálido. Su traje de pista era
muy sencillo: unas mallas azules,
escotadas y sin mangas, medias color
carne en las piernas y zapatillas
flexibles, también color carne, en los
pies. Y el atuendo se distinguía en que
no llevaba ninguna lentejuela. En su
lugar, Autumn había untado de aceite sus
hombros, brazos y escote y salpicado el
aceite de polvo brillante plateado y
dorado. «Se llama diamanté», dijo a
Edge, cuando éste admiró el efecto. El
efecto era que, cuando se movía, no
proyectaba astillas de luz, sino que las
partes desnudas de su piel brillaban y
lanzaban destellos de un modo aún más
provocativo.
El director de orquesta Beck tocó
varios arpegios ascendentes con sus
pequeñas campanillas mientras Autumn
se levantaba de su despatarrada,
volviendo a juntar lentamente las
piernas e irguiéndose sobre la cuerda.
Hizo una pirueta y caminó, centelleante,
hasta la plataforma del extremo, donde
alzó los brazos en una exuberante V. El
eslovaco que había aportado su propio
trombón y el que tocaba la corneta
tocaron una especie de hurra eslovaco.
Por primera vez desde que Edge estaba
en el espectáculo, no sólo oyó, sino que
sintió el estruendo de los aplausos,
gritos, silbidos y vítores.
Todas las mujeres de la compañía
habían observado la primera actuación
de Autumn con ojos felinos. Paprika
murmuró, entre admirada y envidiosa:
—Pero si es magnífica… Y bella. —
Se volvió hacia Pimienta—. A nosotras
no nos han aplaudido tanto.
—Lo harían —replicó entre dientes
su pareja— si te concentraras más en tu
actuación. Me gustaría que volvieras a
estar pendiente de tu porteadora y no de
los guiños de cualquier mujer.
—Vaca vulgar —insultó Paprika,
alejándose a grandes pasos hacia el otro
lado de la pista, donde entabló una
intensa conversación con Sarah. Clover
Lee estaba con su madre, pero echó a
Paprika una mirada glacial y se apartó
de ellas.
Edge entró corriendo en la pista para
tomar la mano de Autumn en cuanto ésta
hubo bajado la escalerilla y ambos
levantaron los brazos ante una salva de
renovados aplausos. Entonces el
director ecuestre Edge tocó su silbato y
cuatro eslovacos con pantalones de lona
entraron trotando en la pista. Dos de
ellos empezaron a desmantelar la cuerda
floja y los otros dos prepararon las
cuerdas del poste central para que
Pimienta pudiera colgarse de la
cabellera. Entretanto, la pequeña
orquesta inició un ceremonioso
passamezzo, y Domingo, Alí Babá y
Florian entraron también en la pista.
Mientras Florian empezaba la siguiente
presentación —«Adesso, signore e
signori!»—, los Simms se pusieron a
hacer cabriolas a fin de entretener al
público durante los pocos minutos de
preparativos. Alí Babá se tiró al suelo,
con el cuerpo hecho un ovillo, la
barbilla increíblemente apoyada en las
nalgas y las manos y los pies
sobresaliendo de lugares imposibles,
mientras Domingo daba saltos mortales
por encima de él.
—Me gusta muchísimo tu conjunto
diamanté —dijo Edge a Autumn cuando
hubieron salido de la pista—. Parecías
una hada ingrávida ahí fuera. Y te debo
un gran saludo porque, francamente, no
esperaba que fueras una artista tan
maravillosa.
—Oh, lo he hecho mejor otras veces
—respondió ella, con imparcialidad
profesional, pero en seguida se echó a
reír—. El hecho es que estoy dolorida,
maldita sea. Tú y yo tendremos que
moderar nuestros transportes, Zachary,
por lo menos las noches anteriores a una
función.
—Me preocupaba que no hubiera
más noches. No he dejado de morderme
los nudillos mientras has estado ahí
arriba. Dios mío, saltos mortales y
despatarradas sobre un centímetro de
cuerda…
Autumn se secó una gota de sudor de
la frente y dijo, desdeñosa:
—Zachary, esa cuerda está sólo a
dos metros y medio del suelo. Quiero
que Stitches me la suba hasta el techo.
Edge se volvió a mirar la
instalación. Se trataba de un caballete
muy alto en que la cuerda sustituía a la
barandilla. Dos largas X de vigas de
madera, una a cada lado de la pista,
mantenían tensa la cuerda que las unía y
estaban fijas al suelo por una serie de
poleas y cables clavados fuera del
bordillo de la pista. Uno de los soportes
era más alto que el otro y tenía una
pequeña plataforma para que Autumn
pudiera apoyarse y descansar entre sus
ejercicios. Detrás de ella había la
escalera para subir y bajar. La X más
corta del otro extremo de la cuerda era
su croisé de face, pintado de blanco
justo encima de la cuerda para darle,
incluso con poca luz, un guión claro en
que fijar la vista y concentrarse.
—Escúchame, guapa —dijo Edge a
Autumn, con severidad—. ¿Quieres
pedir a Stitches que te suba más arriba?
Al director ecuestre también se le
consulta sobre los proyectos que
implican algún peligro.
—En tal caso, querido, considéralo
como un director, no como un papá
ansioso. Te aseguro que si me cayera
alguna vez, aunque fuese desde una
altura de veinte centímetros, quedaría
desacreditada para siempre… Pimienta,
estás loca, ¿qué diablos haces?
—Tu actuación es difícil de emular,
mujer sajona —gruñó Pimienta, que
esperaba que Florian concluyera su
larga presentación. Entretanto, se había
agachado y metido una mano dentro de
sus leotardos y ahora palpaba una parte
muy íntima de su cuerpo—. Pero sé una
cosa: a los italianos les gustan mucho
las especias. —Encontró lo que
buscaba, el cache-sexe que llevaba en la
entrepierna, tiró de él y se ajustó los
leotardos a toda prisa, con una sonrisa
maliciosa—. Así que voy a dárselas.
—Ecco! L’audace signorina Pim!
—anunció finalmente Florian, y la
música tocó una fanfarria, mientras
Pimienta lanzaba el cache-sexe a Edge
con un gesto casual y saltaba ágilmente a
la pista.
Yount, el Hacedor de Terremotos,
que sería el siguiente, se acercó a Edge
y Autumn. Observaron cómo dos
eslovacos subían la cuerda que elevaba
a Pimienta por el moño y escucharon a
los otros dos tocar la música que ella
les había cantado previamente. Al oírla,
Yount preguntó, asombrado:
—Señorita Autumn, ¿cómo conocen
sus extranjeros esta canción? Es The
Bonnie Blue Flag.
—Es El tílburi irlandés —le
corrigió Autumn— y esa irlandesa sabe
ir de paseo, no cabe duda.
Pimienta extendió brazos y piernas
hacia los lados en cuanto se separó del
suelo y permaneció en esta posición
cruciforme hasta que llegó a la viga de
la que pendía. Entonces, antes de
empezar sus acrobacias, juntó las
piernas, y los leotardos se introdujeron
en la hendidura, formando una arruga.
Como los leotardos eran de color carne,
exceptuando su adorno de lentejuelas
verdes, se veía descaradamente desnuda
allí arriba. Las mujeres del público
hicieron comentarios en voz baja y los
hombres, en voz bastante alta, pero
todas las observaciones eran
admirativas, no escandalizadas ni
reprobatorias, como habrían sido en la
parte del mundo de donde procedía
Pimienta.
—Florian me daría un rapapolvo si
saliera sin el cache-sexe —refunfuñó
Clover Lee—. En cambio a ella, ni
siquiera la mira. ¿Adónde ha ido?
—El rey está en su tesorería —
contestó Fitzfarris, que estaba a su lado
—. Creo que ha corrido al carromato
rojo cada dos actuaciones, sólo para
tocar los montones de liras. Pero aquí
viene otra vez.
—Sir John —interpeló
inmediatamente Florian, sin mirar
siquiera hacia el foco de la atención
general—, haremos el intermedio justo
después del Hacedor de Terremotos,
para que puedas preparar tu espectáculo.
Veamos… no necesitarás a Alí Babá.
Quiero enviar un mensaje al hotel y el
chico puede llevar una nota a…
—Mande a mi mujer —dijo Pavlo
Smodlaka—. Habla italiano y no le hace
falta una nota. Y le he ordenado que se
ponga un vestido de calle. ¡Mujer! ¡Ven
aquí!
—Muy bien —accedió Florian—.
Gavrila, he dicho en el Gran Duca que
sólo Monsieur Roulette pernoctaría allí.
Pero como ahora, afortunadamente,
podemos permitirnos el lujo de
conservar todas nuestras habitaciones,
no veo motivo para negarnos tal
comodidad. ¿Dirá a la dirección que
espere a toda la compañía esta noche? Y
varias noches más. Lo que ya no
necesitamos son los servicios de cuadra.
El caballero de color y los eslovacos
dormirán aquí para atender a todos los
animales.
—Ya tienes el mensaje, mujer —dijo
Pavlo—. Vete. —Y ella se fue, como un
rayo.
Florian sacó su lápiz y cuaderno de
notas y empezó a escribir con atención,
diciendo para sus adentros:
—Nota: traducir del inglés todas las
canciones. Nota: decir a Mag que haga
collares para los perros… —De vez en
cuando se rascaba la barba con el lápiz,
ensuciando sus pelos plateados.
Sarah se le acercó para murmurarle:
—Ya que conservamos las
habitaciones, ¿puedo venir a la tuya esta
noche? Me gustaría…
—Oh, esta noche no, esta noche no
—respondió Florian, sin interrumpir sus
apuntes, al parecer ignorante de quién
había hablado—. Esta noche celebramos
consulta. Todos los ejecutivos.
Probablemente hasta la madrugada.
Sarah pareció disgustarse mucho.
Fitzfarris meneó la cabeza y miró a su
alrededor. Paprika sonreía con
afectación. Clover Lee fruncía el ceño,
pero Fitz no pudo adivinar si estaba
molesta por el desaire de Florian a su
madre o porque no se había fijado ni
criticado el revelador atuendo de
Pimienta.
En cualquier caso, ahora el público
estaba más subyugado por la peligrosa
actuación de Pimienta que por la
descarada exhibición de su cuerpo.
Mientras giraba y se retorcía allí arriba,
a nueve vertiginosos metros sobre la
pista, la multitud exclamaba ohs y ahs.
Lo mismo hacía Lunes Simms, a su
modo. Fitzfarris, que salía por la puerta
trasera para preparar su espectáculo del
intermedio, encontró a Lunes mirando
desde detrás de un pliegue de la lona y
frotando con ardor los muslos entre sí.
—Te dije que no hicieras esto, niña
—la increpó.
Lunes se sobresaltó y le miró con
timidez, pero en seguida la timidez se
convirtió en súplica mientras farfullaba:
—Sí, y me dijo que hay juegos
mejores. Enséñemelos, pues.
—Si continúas haciendo esto,
alguien te los enseñará, te lo garantizo.
—Usted —insistió ella.
—Que me cuelguen si me aprovecho
de un cachorrillo mestizo. Prefiero a las
mujeres mayores y con más experiencia.
Ven a verme cuando hayas crecido, niña.
Y ahora busca a tu hermana y preparaos
para hacer de pigmeas.
Ella estalló:
—¿Cómo adquiriré experiencia si no
quiere dármela?
Pero entonces cerró la boca de
repente; Autumn acababa de salir por la
puerta trasera y los miraba con cierta
sorpresa. Lunes echó a correr alrededor
de la tienda.
Fitzfarris se encogió de hombros y
dijo a Autumn:
—Todas las mujeres de la compañía
parecen estar súbitamente en celo.
—¿Sí?
—Y la culpa es tuya.
—¿Ah, sí?
—No sé cómo ocurre, pero lo he
observado por doquier. En cuanto
aparece una chica atractiva en la ciudad,
por decirlo de este modo, todas las
demás dan rienda suelta a sus impulsos
biológicos.
—¿Qué decís de los impulsos? —
preguntó jovialmente Mullenax,
acercándose a ellos con su nuevo
uniforme de domador de leones. Autumn
se limitó a contestar:
—Yo habría dicho que Lunes Simms
era demasiado joven para tener alguna
clase de impulsos.
—Es la sangre negra que corre por
sus venas —observó Fitzfarris—. Las
razas tropicales maduran pronto. —Y
tras decir esto, se alejó.
—Tiene razón, claro —dijo
Mullenax—. Un médico me contó una
vez que todo se debe a que los negros
están siempre comiendo sandía. Dijo
que la sandía inspira esa clase de
impulsos.
—Vaya tontería —contestó Autumn.
—¿Usted cree? ¿Tienen negros en la
Inglaterra de donde procede? ¿Tienen
sandías?
—Negros, no muchos. Sandías,
pocas veces.
—Entonces, ¿quién es para decir que
son tonterías? Fíjese en la otra chica
negra, esa Domingo Simms, y verá cómo
desea a su hombre. Está bien, para cazar
a Zack Edge, usted ha eliminado a
Madame Solitaire, pero las negras
también saben eliminar. Y le diré una
cosa, eliminan con navajas.
—Abner, ¿estás borracho?
—Señorita Auburn, esta tarde
entraré en la jaula del león. Y he
decidido que ya es hora de meter la
cabeza en sus fauces. ¿Cree que voy a
hacer eso estando sobrio?
Se produjo un tumulto dentro de la
carpa cuando Pimienta terminó su
actuación. Sin embargo, los aplausos no
superaron a los recibidos por Autumn, y
Pimienta tenía una expresión ceñuda
cuando la bajaron al suelo y los
eslovacos la ayudaron a desenganchar el
moño de la barra. Saludó al público con
dos breves inclinaciones y salió
corriendo, así que los músicos tuvieron
que poner un final torpe a la fanfarria y
Florian tuvo que saltar a la pista para
comenzar su presentación de Obie
Yount, «il Creatore del Terremoto».
Mientras iba a cambiarse de ropa,
Pimienta se cruzó con Quincy Simms. Se
detuvo en seco, lo estudió un momento y
preguntó:
—Oye, chico, ¿cuánto pesas?
Él reflexionó como si le hubiesen
formulado una pregunta filosófica y por
fin respondió:
—Pues, no lo sé, señorita.
—Bueno, no puede ser mucho.
¿Crees que podrías hacer tus
contorsiones en el aire, agarrado a una
barra?
El chico reflexionó un poco más y al
final dijo que «suponía» que sí.
—Ya veremos. Búscame después de
la función nocturna y no te quites la ropa
de pista. Haremos un ensayo.
El Hacedor de Terremotos, después
de levantar, hacer rodar y lanzar balas
de cañón con muchos gruñidos y dejar
que le tirasen una sobre la nuca —que
dos eslovacos habían subido, gruñendo,
por la escalerilla— y yacer en el suelo
con gruñidos y muecas mientras Rayo el
Percherón pasaba por encima de las
tablas colocadas sobre su pecho, obtuvo
una considerable salva de aplausos,
mezclados con gritos de «Bravo!» y
«Bravissimo!» y algún que otro
«Fusto!»
Mientras saludaba, murmuró a
Florian, que estaba a su lado:
—Sé qué significa «bravo», pero
¿qué es «fusto»?
—El sentido literal es tronco de
árbol, pero también significa bravo,
sólo que más fuerte. Cuando estuviste en
México oíste seguramente la palabra
«macho». Pues es lo mismo. Un fusto es
un hombre muy hombre.
—¿De verdad? —preguntó Yount,
extrañado, y en cuanto pudo salir
airosamente de la carpa, fue directa y
muy virilmente a donde estaba Paprika
Makkai, sacó el pecho, hinchó los
bíceps y dijo sin la menor timidez:
—Mam’selle, ¿querría pasear
conmigo?
—Miert? —balbució ella,
demasiado sobresaltada para usar sus
otras lenguas.
—Mi amigo Zack dice que Livorno
es una bonita ciudad para pasear. He
pensado que usted y yo podríamos dar
un paseo después de la función. Y tal
vez cenar en algún sitio.
Paprika le miró, pensativa, mientras
recobraba el aplomo —y mientras él
mantenía virilmente la hinchazón fusto
de su pecho— y luego miró de reojo a
Sarah, que ocultaba una sonrisa.
—Vaya, es usted muy gentil,
sargento. Creo que sería muy agradable,
pero, como es natural, necesitamos una
gardedám… una dama de compañía.
—Oh, ¿es preciso? —Deshinchó un
poco el pecho—. Bueno, está bien.
—Si pudiéramos convencer a
Madame Solitaire de que nos
acompañe… Creo, madame, que no
tiene otros compromisos…
Los músicos tocaban una marcha
ligera pero animada cuando Florian
anunció el intermedio… y la
disponibilidad de los servicios de
adivina de Magpie Maggie Hag. El
público abandonó la carpa charlando y
riendo, pero muchos permanecieron en
el interior y se trasladaron a los bancos
inferiores para consultar a la gitana.
Edge observó que, como de costumbre,
todos eran mujeres. Sin embargo, la
mayoría parecía encontrarse en
avanzado estado de gravidez, por lo que
no podían pedir consejo sobre cómo
conquistar a un hombre. Y algo aún más
insólito: ahora Magpie Maggie Hag
llevaba un pequeño cuaderno, como el
de Florian, y escribía algo en él cada
vez que ella y una mujer juntaban las
cabezas. Edge aprovechó la ocasión,
cuando se alejaba una mujer embarazada
y otra se acercaba a la gitana con pasos
lentos, para preguntar sobre la índole de
las consultas de estas madres
inminentes.
—¿Qué crees? Preguntan si va a ser
niño o niña.
—¿Y cómo lo adivinas?
—¿Qué quiere decir adivinas? —
preguntó ella, indignada—. ¡Soy Magpie
Maggie Hag! Yo no adivino. De cada
diez mujeres, nueve quieren un niño.
—¿Y desean verlo escrito?
—No, no. Eso es para después, por
si acaso. Aquí en Europa, los circos
suelen permanecer en un sitio el tiempo
suficiente para que nazca el bebé. Si es
lo que yo anuncié, niño o niña, los papás
están tan contentos que a lo mejor me
hacen un regalo. Si no lo es, vienen a
verme muy enfadados. Entonces les
enseño lo que está escrito y digo que no
me equivoqué, que ellos lo oyeron mal.
Siempre que digo a una mujer que será
un niño, escribo niña. Si le digo niña,
escribo niño. Ahora vete. No me
estorbes. Estoy haciendo mucho dinero.
Edge rió, le dio una palmada en la
cabeza y se fue. En el patio delantero
Florian estaba concluyendo su
disertación sobre el contenido del
carromato del museo, y aquellos
europeos parecían fascinados, como él
ya había predicho, por las momias
apolilladas, sencillamente porque eran
reliquias de animales en su mayoría
inexistentes en aquellas latitudes.
Entonces Florian señaló a Fitzfarris,
apoyado tranquilamente en una caja de
fruta invertida —«Un uomo bizzarro,
sir John il Afflitto Inglese»—, y a la
vista del Inglés Desfigurado, varios
miembros de la clase trabajadora
murmuraron y se santiguaron. Sin
embargo, otra vista, igualmente extraña
para él, llamó la atención de Edge. Fue
en busca de Autumn para preguntarle:
«¿Fuman papel los italianos?»,
indicando con un ademán a los
numerosos hombres y mujeres que al
parecer hacían precisamente esto.
Ella se sorprendió de su sorpresa y
contestó:
—¿No existe la sigaretta en los
Estados Unidos?
Explicó que en realidad sólo se
trataba de un cigarro corto, delgado y
suave, pero envuelto en papel en vez de
en una hoja de tabaco. La sigaretta ya
era popular en ocasiones como ésta o en
los entreactos de un teatro, cuando sólo
había tiempo para fumar un poco, pero
no todo un cigarro o una pipa llena.
Gustaban en especial a las mujeres,
añadió Autumn, porque no tenían un
aroma tan fuerte como el cigarro y eran
más delicadas para sostener entre los
dedos.
—Y ahora, buena gente —dijo
Fitzfarris cuando la multitud había
contemplado su desfiguración hasta la
saciedad—, permítanme presentarles a
mis colegas monstruos. Primero, vamos,
chicas, acercaos, ¡la única pareja en
cautividad de auténticas Pigmeas
Africanas Blancas!
—I Pigmei Bianchi! —tradujo
Florian, y siguió haciéndolo mientras
Fitzfarrís daba rienda suelta a su
fantasía:
—Y ahora, observen a unos seres
diametralmente opuestos en el catálogo
de las razas humanas (levantad la
cabeza, niños), ¡los Hijos de la Noche!
—I Figli della Notte!
—Nacidos en una caverna, criados
en una caverna, sin ver jamás la luz del
sol hasta hace unos pocos meses, cuando
fueron descubiertos por casualidad y
sacados de su emparedamiento.
Contémplenlos bien, porque su piel
delicada y pálida y sus sensibles ojos
rosados no pueden soportar esta luz
durante mucho tiempo y deben retirarse
en seguida a sus tinieblas habituales, o
sufrir crueles dolores…
Cuando los pequeños y flacos
Smodlaka se hubieron escabullido,
supuestamente para refugiarse en la
oscuridad, Fitzfarris anunció con voz
estentórea:
—¡Y ahora permítanme presentarles,
damas y caballeros, a la Pequeña Miss
Mitten!
Esto cogió desprevenido a Florian,
que buscó a tientas la traducción:
—La Fanciulla Guanto… ejem…
Mezzoguanto…
Pero el público ya se reía, porque
Fitzfarris había sacado una mano de su
bolsillo y la mano llevaba un mitón que
tenía pintados con colores brillantes
unos ojos, nariz y un labio superior en la
parte de la mano y un labio inferior en la
parte del pulgar. Inmediatamente empezó
a mover el pulgar para dar la impresión
de que el guante hablaba, mientras él
decía —sin mover sus propios labios—
con una voz femenina y aguda:
—¡Me has hecho esperar mucho,
maldita sea, John!
Ya con su propia voz, y moviendo
los labios, Fitz se disculpó:
—Sólo me reservaba lo mejor para
el final, cariño.
Entonces se embarcó en varios
minutos de pelea con su propia mano, en
aquellas dos voces, contando chistes
anticuados, de los que siempre era él la
víctima, mientras Miss Mitten recitaba
las «ocurrencias de Punchinello». El
efecto, no obstante, quedaba muy
deslucido por el hecho de que Florian
tuviese que traducir las dos voces del
diálogo con una sola voz. Así, cuando
Fitzfarris volvió a guardarse en el
bolsillo la mano chillona (que seguía
gritando en el interior con voz ahogada)
y sacó sus campanillas de hojalata
—«¡Cualquiera de ustedes, amigos,
puede hacer el mismo truco! ¡Asombren
a sus amistades! ¡Sean el alma de todas
las fiestas!»—, la venta fue
decepcionante por lo escasa.
Florian hizo una seña a los
eslovacos y Hannibal, que aguardaban
en la puerta principal de la tienda, para
que empezasen a tocar Espera el
carromato, y la gente tiró los cigarrillos
y volvió a entrar en la carpa.
La segunda parte del programa de la
tarde pasó sin que el entusiasmo del
público disminuyera ni un ápice. Quizá
Barnacle Bill titubeó un poco en su
temeraria actitud y sus órdenes alemanas
fueron un poco confusas, pero entró y
salió de la jaula de Maximus —y de sus
fauces— totalmente ileso, y sin fingir
haber recibido un arañazo, porque
Florian había decidido no reinstaurar el
truco del «brazo ensangrentado» del
difunto capitán Hotspur. Brutus el
elefante arrastró alrededor de la pista a
una docena de fornidos y humillados
estibadores y Abdullah, el hindú, hizo
malabarismos, entre otras muchas cosas,
con salmonetes vivos procedentes de las
propias aguas de Livorno.
El coronel Ramrod usó ahora una de
las carabinas de repetición Henry para
su primer número, con Domingo y Lunes
Simms como ayudantes. Le había
alegrado encontrar en la bien surtida
tienda del Gran Duca los cartuchos
requeridos por la Henry. Había sacado
las balas, quitado algo de pólvora para
que el propulsante tuviera menos fuerza
y vuelto a colocar las balas en los
cartuchos. Además, Abdullah había
enseñado a las chicas Simms a hacer un
número de malabarismo rudimentario:
colocadas a buena distancia una de otra,
se lanzaban platos de modo que siempre
hubiese uno o dos volando en el aire.
Mientras lanzaban los platos, se situaban
de forma que las balas disparadas por el
coronel Ramrod fuesen a caer
inofensivamente en el patio trasero. Al
otro lado de la pista, el coronel
manipulaba con indolente facilidad la
palanca y el gatillo de la carabina y
hacía añicos los platillos volantes hasta
que las chicas ya no tenían más para
lanzar.
Después, usando su viejo y conocido
revólver Remington, disparó desde
diversas posiciones a las cinco
calabazas que las chicas habían puesto
sobre el bordillo de la pista (las
calabazas secas eran abundantes y
baratas en los mercados de Livorno), y
desintegró la quinta, como siempre hacía
ahora, apuntando con el pequeño espejo
y disparando perdigones hacia atrás por
encima del hombro. Entretanto, Clover
Lee había enseñado a Domingo a coger
subrepticiamente una de las balas
disparadas, mantenerse firme, adoptar
una expresión temerosa y dar un
respingo cuando el coronel Ramrod
disparaba la sexta bala «hacia sus
dientes». Y el público interrumpió el
tenso silencio con un aplauso
ensordecedor.
—Está bien, yo también te debo un
saludo —dijo Autumn, cuando Edge
salió de la pista—. No tenía idea de que
fueras un artista tan consumado. Sin
embargo, tendría que haberlo
sospechado cuando me enteré de que tu
actuación era la última.
—Florian y yo hemos decidido que
la tuya debe cerrar el espectáculo en lo
sucesivo.
—¡Zachary! No era mi intención
insinuar semejante cosa. Estoy contenta
de que seas tan bueno en tu trabajo como
yo en el mío. No querría ser considerada
mejor que mi hombre, ni tampoco pensar
en secreto que merezco serlo. Tenemos
talentos iguales pero diferentes.
—Y yo digo vive la différence.
—¡Vaya! ¡Y además es un caballero
culto!

Durante la gran cabalgata final, los


eslovacos tocaron bastante bien, pero
menos de la mitad de los artistas que
ahora formaban la compañía sabían
cantar la letra de Entonces nos
amábamos, Lorena, así que la mayoría
se limitó a tararear. Pero el público no
pareció defraudado por ello. Se
marcharon todos de buen humor,
dispersándose por el parque o subiendo
a los carruajes de propiedad o alquiler
que esperaban en las calles contiguas o
paseando por las aceras. Magpie
Maggie Hag se marchó al mismo tiempo,
volviendo al Gran Duca para cuidarse
de que sirvieran la cena a Rouleau y
darle el masaje con aceite de oliva.
Yount, Paprika y Sarah fueron a toda
prisa a los carromatos para vestirse de
calle, tras lo cual también se alejaron
del campamento, Yount muy orgulloso y
fusto de ir en compañía de dos mujeres
bonitas.
Los tres se perdieron casi
inmediatamente por las calles más
recónditas de Livorno, pero esto no
importó a las mujeres, que vagaron por
las calles estrechas y tortuosas,
deteniéndose a examinar los productos
expuestos para la venta en tenderetes y
carretillas y contando con los dedos
para calcular sus precios en monedas
que conocían mejor.
—¡Cinco centesimi! —exclamó
Sarah ante el carro de un verdulero—.
Esto es… veamos… un centavo. ¡Mira,
Paprika, una cesta entera de uvas por
un penique! Y aquí… hortalizas
suficientes para la ensalada de toda una
familia… ¡por sólo un penique!
—Y aquí —dijo a su vez Paprika en
una pollería—. Un par de rechonchos
pollos sólo por setenta y cinco
centesimi. Esto equivale… a quince
centavos en tu moneda, Sarah.
—No es de extrañar que Florian
estuviera impaciente por llegar aquí.
¡Podríamos vivir como miembros de la
realeza con el sueldo de un mendigo!
Al cabo de un rato, Yount se atrevió
a recordarles que debían estar de vuelta
en el parque a tiempo para la función de
la noche, así que entraron en el primer
lugar marcado con el letrero de: «
TRATTORIA». El propietario consiguió
hacerles entender que sólo servía una
selección de platos de pasta y ellos
aceptaron su recomendación de
fettucine alle vongole. El dueño puso
sobre la mesa, sin que se lo pidieran,
una botella forrada de paja. Yount vertió
un poco en sus copas, lo probó e hizo
una mueca.
—¿Qué es esto?
—Chianti —respondió Paprika,
bebiendo un sorbo con deleite.
—¿Para qué sirve?
—¿Qué quieres decir?
—Algo de sabor tan amargo tiene
que servir para curar alguna dolencia.
—Idiota. Es un vino toscano.
—Desde luego, no es baya de saúco.
—Toscana es la región de Italia
donde estamos ahora. El chianti es uno
de sus productos más famosos. La
acidez del vino ayuda a apreciar mejor
el sabor a mantequilla y sal de la pasta y
las almejas.
—Ah.
Así instruido, atacó ahora la comida
con la agresividad propia de un hombre
forzudo, y Sarah no le fue muy a la zaga.
Paprika, en cambio, sólo picoteó su
plato, prefiriendo aprovechar la ocasión
para una conversación seria o, mejor
dicho, para pronunciar una homilía. Y
Yount perdió poco a poco su avidez
gastronómica, porque el tema elegido
por Paprika era la incompetencia de los
varones como amantes. A lo mejor
Paprika lo hacía por bondad, pensó
Sarah, y hablaba de los hombres en
general para no decir directamente que
le disgustaba el torpe galanteo de Yount.
Incluso así, Obie Yount encontró
desagradable la experiencia de escuchar
cómo se denigraba sistemáticamente a su
sexo.
—Los hombres —declaró Paprika—
son zafios en sus galanteos, egoístas e
insensibles en el arte del amor.
Descuidan las infinitas sutilezas que más
placer proporcionan a la mujer.
Con la boca llena, farfulló Yount:
—Estos macarrones son muy buenos,
¿verdad?
—El hombre considera a la mujer un
simple receptáculo que él debe llenar
con su esencia. Espera de ella que
disfrute con la mera penetración. Pero la
mujer puede disfrutar infinitamente más
mediante atenciones externas que
mediante las internas.
—¿Le sirvo un poco más de este
chianti, señorita Paprika?
—Ningún hombre puede conocer
todos los rincones maravillosamente
sensibles que hay en la parte externa del
cuerpo femenino. Sólo otra mujer puede
conocerlos.
Sarah, que comía con apetito, había
mirado hasta entonces con expresión
divertida a sus dos compañeros, pero su
mirada se volvió pensativa y se clavó en
Paprika cuando se dio cuenta de que la
conferencia también iba dirigida a ella
además de a Yount. Este, por su parte,
empezaba a encontrar la experiencia
peor que desagradable; se sentía
enormemente turbado. Sus dos manos
dejaron de empujar fettucine y hallaron
otras ocupaciones —con una se atusó la
barba, muy nervioso, y con la otra secó
el sudor de su calva— cuando Paprika
empezó a extenderse sobre técnicas
específicas.
—Obie, ¿te has tomado alguna vez el
tiempo y la molestia, mientras haces el
amor a una mujer, de admirar…
pongamos por ejemplo, su hueco? —
Sonrió con lascivia—. ¿O su filtro, tal
vez? Yount echó una recelosa ojeada al
restaurante.
—Por favor, señorita Paprika.
Algunas de estas personas podrían
reconocer las palabras sucias, incluso
en inglés.
—No seas estúpido y contéstame.
Cuando haces el amor a una mujer, ¿se te
ocurre alguna vez acariciar su hueco,
tocar su filtro? —La lengua rosada de
Paprika salió y humedeció lascivamente
su labio superior—. ¿Has besado alguna
vez esos lugares en una mujer?
Yount se removió y dijo, enfadado:
—Señorita, no me permitiría decir
semejantes palabras a una mujer y
mucho menos…
—Claro. ¿Comprendes ahora por
qué digo que los hombres son lerdos?
¿Te escandalizaría también, Obie, que la
mujer dedicase atención amorosa a tu
filtro o a tu hueco? Tú también tienes
estos lugares.
Yount se retorció la barba y se rascó
el cráneo.
—Señorita, por favor, ¿podríamos
cambiar de te…?
—Sin embargo, tu propio filtro —
continuó ella, escrutándole
traviesamente— está cubierto de pelo.
—¡Y decentemente vestido, también!
—estalló él—. Vaya, nunca había oído
hablar así a una mujer. Yo no hablaría
así de estas cosas ni siquiera entre
hombres ni en el cuartel.
—Imbécil, ni siquiera sabes de qué
estoy hablando. Espera, te voy a enseñar
ambos lugares.
Antes de que Yount pudiera dar un
salto y huir, empezó a enseñárselos… no
en sí misma ni en él, sino en Sarah.
—Esto es el hueco. —Paprika
alargó la mano, provocando un pequeño
respingo en Sarah, para acariciar con su
esbelto índice el brazo desnudo de
Sarah—. El hueco es la parte interior
del codo. —Sarah tembló en todo su
cuerpo, como si le hubieran hecho una
caricia íntima—. Y esto es el filtro —
añadió Paprika, pasando la yema del
dedo por el pequeño pliegue de Sarah y
provocando en ésta otro temblor—. La
hendidura entre la nariz y el labio
superior.
—Oh —dijo Yount, sentándose de
nuevo.
—¿Crees de verdad que tales
términos anatómicos, palabras tan
inocuas, son obscenos y desagradables?
—Supongo que no —dijo él en un
murmullo, sintiéndose ridículo, no
reconciliado—. Pero su manera de
decirlos lo es. Como si lamiera las
palabras a medida que salen.
—Alguna vez tendrías que lamer los
huecos y el filtro de una mujer. Es
probable que se sorprendiera, pero no
cabe duda de que le gustaría. Y la
excitaría. Y la haría reaccionar. Te
consideraría un hombre excepcional. No
obstante, ningún hombre ha sido jamás
una mujer, así que no hay modo de que
conozca todos los delicados huecos y
hendiduras, todos los lugares deliciosos
que anhelan participar en el juego.
Yount exclamó:
—Eh. —Se había repuesto lo
suficiente para escandalizarse de nuevo
—. ¿Estás insinuando que a la mujer
podría darle más gusto otra mujer?
¿Más que un hombre?
—No lo insinúo. Es un hecho. Y
natural, además. Cuando una mujer
quiere esa clase de placer, ¿por qué no
habría de buscarlo en quien está mejor
preparado para dárselo?
—Pero… pero… —Yount trató en
vano de encontrar un símil adecuado
pero inofensivo—. Sería como
comprarse una tetera sin pitón.
—Ah, kedvesem, vosotros los
hombres estáis tan orgullosos de ese
pitón. Olvidáis que el interior de una
mujer es sólo un lugar para la
maternidad, exactamente igual que el
interior de cualquier cerda u oveja
hembra, y la mujer no es más
humanamente femenina o sensible ahí
dentro que esos mismos animales.
—No, esto tiene que ser mentira —
dijo Yount, horrorizado—. No pienso
hablar con tanta crudeza como usted,
pero le aseguro que no soy virgen y que
no ha habido una sola mujer a quien no
haya gustado mi… mi aparato
masculino. Señorita Paprika, sus
palabras son puras mentiras.
—No, son puras verdades. El
interior del aparato genital de la mujer
es sólo sensible a una profundidad de un
dedo, o menos. —Sonrió—. Sarah
puede confirmárselo.
Pero Sarah sólo contestó, con voz
débil:
—Nunca… nunca he pensado en
ello.
Y Yount, horrorizado, no protestó
más, por lo que Paprika siguió
interpelándole, implacablemente:
—Aunque la tetera tenga un pitón
como la trompa de un elefante, su única
función es depositar bebés dentro de la
mujer. Para la sensación, para el placer,
para el éxtasis, un dedo es suficiente, o
una lengua, y mucho más activo y capaz
de volverla loca de…
Yount se levantó con brusquedad y
llamó al propietario.
—Me parece que ya es hora de que
volvamos al… —hizo una pausa y dijo
brutalmente—: A los otros monstruos
del circo. Miss Makkai, si su intención
era deshacerse de mí, ha logrado su
propósito. Sólo espero que no haya
congelado mis sentimientos hacia todas
las mujeres de la Creación.
Por esto fue que inmediatamente
después de la función nocturna, Yount
volvió a vestirse de paisano y abandonó
el campamento. Se dirigió a la parada
de coches de alquiler más próxima
donde, por medio de expresivos
ademanes, consiguió informar a un
vetturino de que necesitaba un burdel.
Al llegar a este establecimiento, logró
informar a la matrona de que necesitaba
una prostituta, tras lo cual fue conducido
a una polvorienta habitación que
contenía a Teresa Ferraiuolo. Si Teresa
Ferraiuolo compartía la pobre opinión
de Cécile Makkai sobre la mitad
masculina de la humanidad, tuvo el buen
sentido de no hacer inoportunos
comentarios al respecto y, en cualquier
caso, no habría podido expresar sus
opiniones en inglés. Sin embargo,
cuando Obie Yount se hubo marchado —
satisfecho, gratificado y, hasta cierto
punto, tranquilizado—, Teresa
Ferraiuolo habló con sus colegas para
avisarlas de que aquellos notorios
pervertidos, «gli inglesi», eran cada día
más extraños. Les contó que éste había
insistido, entre diversiones más
rutinarias y normales, en que le
permitiera lamerle los codos y el bigote.
Más o menos a la misma hora, el
comedor del Gran Duca era abandonado
por sus últimos comensales, incluyendo
a la mayoría de miembros del circo.
Pero Florian ordenó a los camareros que
vaciaran una gran mesa redonda para su
conferencia con el director ecuestre
Edge, el maestro velero Goesle, el
director de orquesta Beck y el director
del espectáculo secundario Fitzfarris. Y
cuando las otras mujeres de la compañía
se hubieron dispersado, pidió a Autumn
Auburn que se quedara. Los seis se
sentaron alrededor de la mesa y los
camareros anotaron lo que deseaban
tomar para lubricar la conferencia.
Florian sacó su pequeño cuaderno y
empezó a tachar apuntaciones.
—No os aburriré, dama y
caballeros, con un detallado informe
financiero. Basta decir que la asistencia
de hoy ha sido mejor de lo que había
esperado. Me imagino que podemos
atribuirlo no a que seamos el mejor
circo jamás presentado aquí, sino al
hecho de que seamos extranjeros y, por
tanto, una novedad. Sea cual fuere la
razón, creo que podemos seguir
representando aquí en Livorno durante
por lo menos otras dos semanas antes de
que las ganancias empiecen a resentirse.
Con objeto de no vaciar demasiado
nuestras arcas, continuaré reteniendo el
sueldo de los primeros de mayo que
acaban de incorporarse, pero podré fijar
días de paga regulares para los
veteranos. Mientras tanto, los señores
Goesle y Beck pueden efectuar las
compras que ya hemos discutido… con
la confianza plena de que pronto les será
devuelto el dinero de estos gastos.
—Yo preparar ya los dibujos para el
Gasentwickler —dijo Carl Beck—.
Mañana empezar la compra de
materiales.
—Bien —aprobó Edge—. Maggie
me ha dicho que Jules podrá trasladarse
a una silla de ruedas dentro de uno o dos
días y que no tardará mucho en poder
andar con un bastón. Sería bonito tener
el globo a punto para una prueba en
cuanto sea capaz de sostenerse en pie.
—Yo también comprar mañana más
instrumentos musicales para los
eslovacos que aún no trabajar, para que
ser miembros de la banda (marineros de
viento, como usted dice) durante las
representaciones. Para empezar, sólo
añadir instrumentos metálicos. Poder
comprarlos baratos en una casa de
empeños del monte di pietà. Quizá más
adelante añadir maderas, más
percusión…
—Lo dejo en tus manos competentes,
Kapellmeister —dijo Florian, y
continuó—: Es fácil que mañana la
asistencia iguale a la de hoy o incluso la
supere. Los impresores han entregado
nuestros carteles y folletos esta tarde.
Mandaré a algunos hombres al amanecer
para que los distribuyan por la ciudad.
Cogió de debajo de su silla muestras
de los carteles y los hizo pasar en torno
a la mesa para que todos pudieran
admirarlos.
—Espere, director —dijo Goesle—.
Es imposible hacer mejor negocio. Si
hoy hubiéramos puesto paja en el suelo,
la gente se habría sentado en ella.
—Ah, sí, paja. Aún no he podido
conseguirla, Dai, pero ya he encargado
serrín a un molino local. Muy barato. Lo
entregarán mañana antes de la función.
Manda a tus hombres que lo esparzan
sobre la pista y bajo las graderías.
—Ser muy bien venido siete por
siete veces —dijo Goesle—. Pero,
director, si mañana acudir más gente,
Maggie la Bruja rechazarlos en el
carromato rojo.
—No es mala cosa —respondió
Florian—. El éxito llama al éxito. Si la
ciudad oye decir que no admitimos a
más gente, aún estará más ansiosa de
vernos.
—Este cartel —dijo Edge— es, a mi
juicio, demasiado modesto. Faltan
adjetivos superlativos. ¿Qué le ha
ocurrido a nuestro habitual estilo
rimbombante, director?
—Ah, muchacho, cuando se tiene la
mercancía auténtica, ya no es preciso
alardear de ella. Deja la jactancia para
los ilusos, los venidos a menos y los
incapaces.
—Entonces, supongo que es un buen
cartel para nuestro distinguido
espectáculo.
—A pesar de ello, siempre habrá
lugar para las mejoras —dijo Florian, y
consultó su cuaderno—. Tenemos que
improvisar sobre la marcha. Por
ejemplo, las canciones. Podríamos tocar
música popular local, pero esto
significaría tener que aprender
canciones nuevas en cada país.
Preferiría conservar las viejas melodías
y, si acaso, sustituir las letras cuando
fuera necesario. Señorita Auburn,
¿podrías encargarte de ello y traducirlas
primero al italiano?
—Bueno… Lo intentaré…
—En realidad, no es preciso que las
palabras digan nada. Qué diablos, no
dicen nada en su versión original. Sólo
asegúrate de que el coro empiece con
sonoridad y alegría y que el
acompañamiento de Madame Solitaire
sea dulce y romántico y que el coro final
sea una despedida larga.
—Caramba. No pide mucho,
¿verdad?
—Ahora… —Florian volvió a
consultar sus notas—. Las funciones de
hoy han sido incoherentes a la fuerza,
porque teníamos prisa por actuar ante el
público. Pero hemos de ser un circo, no
un vodevil de números y trucos en una
secuencia sin hilación. Un circo tiene
que abrir con un toque decorativo y
cerrar con otro. Y entre principio y final
hay que alternar con buen gusto las
actuaciones que entretienen con las que
emocionan. Y ofrecer intervalos de
broma que alivien los ratos de tensión y
de morderse las uñas. Así pues, he
elaborado un programa nuevo. Veamos
si algunos de vosotros tenéis algún
comentario que hacer.
Arrancó la página del cuaderno y la
alargó para que la pasaran en torno a la
mesa, mientras proseguía:
—Señorita Auburn, tu número es tan
claramente el más popular, que será
desde ahora el que cierre el espectáculo.
El público volverá a su casa con
agradables recuerdos de nosotros y
difundirá opiniones favorables. Coronel
Ramrod, te promuevo a cerrar la
primera mitad del programa con tu
exhibición de tiro. Así la gente saldrá de
la carpa en el intermedio en un estado de
ánimo excitado, receptivo para la
explotación, dispuesto a comprar.
—¿Comprar qué? —preguntó
Fitzfarris.
—Por ahora, los servicios de
Maggie, tus campanillas y tu juego del
ratón, que volveremos a sacar después
de la presentación del espectáculo
complementario. Los italianos no son
mojigatos que protesten porque se dé un
empleo digno a un ratón. Hablando de
animales, Mag ya está haciendo
gorgueras para los perros de Smodlaka y
vestidos nuevos para la familia. Cuando
haya terminado esta tarea, encargaré a
nuestra primera modista los uniformes
de tus músicos, Carl.
—Siguiendo con los animales —dijo
Edge—, me gustaría introducir pronto en
el programa el número de los caballos
libres. Un par de ellos aún están
inseguros por la travesía, pero
proseguiré el entrenamiento en cuanto
recuperen la estabilidad.
—Y tanto Domingo como Lunes —
dijo Autumn— me han pedido que las
enseñe a andar por la cuerda floja. Si le
parece bien, director, empezaré por
entrenarlas a trepar y, si son buenas,
podrán intentar el paso de un lado a
otro.
—Está bien. Dime si una de ellas
muestra alguna aptitud.
—Bueno —continuó Auburn—, la
escalada debe ser larga y empinada y
puede terminar con un deslizamiento
forzoso. A propósito, quiero que me
suban la cuerda.
—Maldita sea, Autumn… —empezó
Edge, pero Florian lo interrumpió.
—Querida, estoy totalmente de
acuerdo. Un número peligroso debe
evocar el mayor peligro posible. Sin
embargo, como sabes muy bien, nuestra
carpa sólo tiene un poste central. No hay
otro para tender tu cuerda. Hasta que
tengamos más espacio…
Carl Beck terció:
—Ja! Mis músicos necesitar un
estrado. Ahora, richtig, poder apoyarse
en la puerta trasera y tocar. Pero una
orquesta como es debido…
Sin fuerza pero con autoridad,
Goesle dijo:
—Necesitamos más espacio,
director, para algo más que un estrado y
la cuerda de la señorita. La popularidad
no sirve de nada si no tenemos sitio para
las multitudes. Opino lo siguiente: por
un gasto insignificante (otro poste
central y un poco más de lona), podemos
doblar la capacidad de la carpa. Ahora
tenemos una tienda redonda. La
dividimos sencillamente por la mitad,
separamos los dos semicírculos, cada
uno sostenido por un poste, y añadimos
entre ellos un rectángulo suficiente de
lona, de la cúspide hasta el suelo en
ambos lados…
—No son necesarios tantos detalles,
Dai —dijo Florian—. Una tienda de
centro y semicírculos no es ninguna
novedad.
—No digo que la haya inventado,
sólo que puedo hacerla, y por poco
dinero. Puedo hacer una carpa de forma
ovalada, con mucho espacio para
graderías. Y un poste a cada lado de la
pista significa mucha más libertad para
los artistas (no hay ningún impedimento
en el centro de la arena) y entre los dos
podemos tender la cuerda floja de la
señorita Auburn. Toda clase de
posibilidades. Y también puedo
incorporar un estrado para la orquesta.
Sobre la entrada principal, al estilo
europeo.
—Sehr gut! —aprobó Beck.
Autumn asintió, triunfalmente
complacida, y Edge la miró con el
entrecejo fruncido.
—Soy bien consciente —dijo
Florian con paciencia— de que una
carpa puede ampliarse y, como es
natural, quería hacerlo, pero hablamos
de algo más que otro poste y otro trozo
de lona. Hablamos de un considerable
incremento del aforo.
—Tendrá que incrementarlo, tarde o
temprano —insistió Goesle—. Piense en
lo que tiene ahora: tablones sobre
tablones, sostenidos por la gracia de
Dios; Esto podía ser necesario en
América, donde había que montar y
desmontar los asientos todos los días.
Pero aquí en Europa, donde
permanecerán montados una semana o
más, tienen que ser más seguros.
Encontraré unos listones de metal en
lugar de sus frágiles palos y las tablas
irán clavadas a los almohadones. Los
eslovacos me dicen que pueden obtener
madera gratis. Creo que esto significa
robar las cajas de madera de los
pasajeros del tren, pero procuro no
averiguar demasiadas cosas. Gratis es
gratis.
—A pesar de todo… —murmuró
Florian.
—Además —continuó Goesle—, ese
bordillo de tierra batida podía ser
suficiente para su época americana, pero
aquí tendrá que hacerse una y otra vez.
Con la madera gratis puedo cortar y dar
forma a piezas de un bordillo
permanente pero portátil. Pintado con
colores vivos y acolchado en la parte
superior. Puedo hacer todas estas cosas.
—Maestro velero —dijo gravemente
Florian—, todas ellas son cosas que
deseo con toda el alma, pero reflexiona.
Puedes conseguir lona y madera y
listones de metal y todo lo necesario.
Pero todo esto requiere transporte, así
que también hablamos de más
carromatos y más animales de tiro. Más
arneses, más comida, más animales que
cuidar, un terreno mayor dondequiera
que vayamos…
—Permítame decir algo —intervino
Edge—. Como usted predijo, director,
las mercancías son más baratas en esta
parte del mundo, por lo menos en
comparación con nuestro país. Ignoro el
precio de cosas grandes como los
carromatos, pero si guarda relación con
el de la avena, el heno y la comida del
gato, no debería estar fuera de nuestro
alcance. En cuanto al transporte y el
cuidado en sí, mencionaré que Hannibal
y Quincy prometen ser tan buenos como
Roozeboom en el cuidado de caballos y
carros.
—Sí —asintió Florian, pensativo—.
No sé cómo lo hizo Abdullah, sin saber
una palabra de la jerga local (todo lo
que hice yo fue darle dinero), pero trajo
buenas provisiones para los caballos, el
elefante y el gato. Y el pequeño Alí
Babá, incluso con su atroz inglés, no
lleva mal la supervisión de los
eslovacos en la alimentación, limpieza y
cuidado de los animales.
—Pues, ya ve —dijo Autumn—, si
el equipo es competente y capaz,
director, no puede temer que la caravana
o el terreno adquieran proporciones
difíciles de manejar.
—Lo que me preocupa es el gasto.
Zachary, ¿debo entender que tú, como
director ecuestre, apoyas los grandiosos
planes de Dai para una expansión
inmediata?
—Creo que lo que yo recomendaría
limitaría nuestras posibilidades. Deje
que Stitches siga adelante con todos
esos extras. Al final de nuestra estancia
aquí, si hemos ganado lo suficiente para
comprar los carromatos, animales y
equipamientos nuevos, los compramos.
En caso contrario, es probable que
debamos guardar todos los extras y
continuar sin ellos.
—¡Satisfactorio! —exclamó Goesle
—. Me arriesgaré, porque estoy tan
seguro de nuestro éxito que ya tengo más
planes para el futuro. Las luces de
nuestra función nocturna son patéticas y
muy pronto necesitaré…
—Oh, Dios mío, Dios mío… —
gimió Florian.
—¡Escúchenme! —insistió Goesle
—. La señorita Pimienta se queja, y con
razón. Los artistas de la arena sólo
reciben salpicaduras de cera de las
velas, pero sobre ella, que está colgada
del pelo muy cerca del candelabro, caen
gotas de cera fundida caliente.
Edge se rió y se puso en pie.
—Bueno, vosotros podéis seguir con
vuestros planes y discusiones, pero
Autumn y yo tenemos que estar
despejados y listos para trabajar
mañana. Nos vamos a dormir.
Mientras salían del comedor, oyeron
a Carl Beck abordar de nuevo el tema de
la música:
—… ni uno solo de los eslovacos
conocer las notas y, de todos modos, no
tener partituras, pero saber tocar
cualquier cosa que alguien silbar o
tararear para ellos. Así que, para las
actuaciones lentas y graciosas, yo pensar
en Strauss. Para las alegres y rápidas,
Offenbach o Gottschalk…
—¿Sabes? —dijo Edge a Autumn
mientras subían la escalera—. Todas
esas vacilaciones, dudas y objeciones
de Florian son pura comedia. Es el
hombre más temerario del planeta. Sólo
quiere provocar nuestro entusiasmo para
las ideas más descabelladas. Y siempre
lo logra.
—Oh, pero espero que te sobre algo
de entusiasmo —dijo Autumn con
expresión seductora— para otras ideas
descabelladas.
Esta vez se desnudó ella misma,
para ahorrar tiempo, y cuando se hubo
quitado todos los pétalos de tela, enseñó
a Edge una pequeña y dulce sorpresa. Él
miró fijamente —admirado, sorprendido
— y ella explicó:
—¿Qué te parece? Me dijiste que te
gustaba el diamanté.
3
Al parecer, Livorno tardaría en cansarse
del Florilegio. Al día siguiente tuvieron
otro lleno y también al otro y al otro.
Los livorneses eran gente alegre; cuando
les decían que no había asientos en la
carpa y ni siquiera espacio para estar de
pie, se encogían de hombros, hacían una
divertida mueca de resignación y
volvían al día siguiente. Además,
Aleksandr Banat aseguraba haber
reconocido entre la multitud a personas
que ya habían acudido otras veces.
Banat se había erigido en revisor de
entradas y portero de la puerta principal
en todas las funciones y hacía su trabajo
con tanta asiduidad que Florian encargó
a la primera modista que le vistiera para
el puesto —«de payaso, tal vez»—, pero
Banat consideró poco elegante este
uniforme.
Señaló el letrero de un carromato y
dijo:
—Es el Circo Confederato, ¿no?
Pues debe tener un portero confederato.
—En esto no te falta razón —
contestó Florian y fueron en busca del
Hacedor de Terremotos para preguntarle
si aún guardaba su viejo uniforme de
sargento rebelde.
—Pues, sí —respondió Yount,
examinando a Banat, que era bajo y
rechoncho—. Supongo que le irá bien de
ruedo, pero le sobrará bastante de
ambos extremos.
No obstante, Magpie Maggie Hag
hizo las reformas necesarias y cuando
Yount enseñó a Banat a llevar el quepis
un poco inclinado, esto disimuló incluso
la falta de frente del eslovaco. Más
tarde, Banat fue al centro de la ciudad y
compró en un monte di pietà varias
medallas viejas y oxidadas, las pulió y
se las sujetó al pecho de su uniforme
gris. En lo sucesivo saludó con dignidad
castrense a la gente que entraba en la
carpa y ningún miembro del público se
fijó nunca en la anomalía de un Johnny
Rebelde que hablaba una jerga anglo-
italiana-eslovaca y llevaba la Orden del
León de los Países Bajos, la Médaille
Militaire y la Orden de Guissam
Alauita.
Como ahora el Florilegio estaba
lejos de lo que Florian llamara en una
ocasión país de Biblias y palurdos, no
existía ningún obstáculo para que
hubiera funciones los domingos, de
modo que tanto los artistas como el
equipo trabajaban en dos espectáculos
diarios, siete días a la semana. El
tiempo se mantuvo espléndido durante
su estancia en Livorno, y la única lluvia
que cayó en aquel período, cayó en
medio de la noche, despertando al
maestro velero Goesle en su habitación
del Gran Duca. Se vistió a toda prisa, se
ciñó el sonoro cinturón de cuchillos,
bureles, punzones y otros instrumentos,
corrió escaleras abajo, despertó a un
vetturino en la hilera de coches de
alquiler del hotel y se hizo llevar hasta
el parque al galope. Sin embargo,
cuando llegó allí vio que Banat ya había
ordenado al equipo de trabajo que
aflojara los cables de la tienda y
extendiera tela encerada para que la
lluvia no humedeciera el serrín.
—Ese Banat ser muy competente —
informó Goesle a Florian al día
siguiente— y yo alegrarme mucho de
ello. Incluso saber mandar a los peones
enganchar a medias el extremo de todas
las cuerdas para que nadie tropezar con
ellas o evitar deshilacharlas con las
pisadas. Muy poco pasar por alto a
Banat, y los otros eslovacos obedecerle
contentos. Sólo uno de los doce, un
patán llamado Sandov, ser holgazán,
protestón y un completo zopenco. Pero
Banat decir que, si usted permitirlo,
pronto deshacerse del inútil.
—Espero que el tal Sandov no sea
uno de la orquesta. Goesle negó con la
cabeza.
—A veces cantar un poco, canciones
obscenas, a juzgar por las risas de los
demás. Pero no tener voz. Capaz de
raspar el oído de un galés.
—Muy bien, entonces. Banat tiene
mi autorización para deshacerse de él.
Entretanto, siempre que los peones
no estaban remendando la vieja lona de
la carpa o haciendo la limpieza rutinaria
del terreno o cambiando la utilería o
entrando o saliendo de la pista con los
diversos accesorios, trabajaban todavía
más en su «tiempo libre». Fueron a
buscar la madera gratis, tal como habían
prometido (gran parte de las tablas
estaban marcadas con la palabra
CRINOLINA), y Goesle los mandó aserrar
primero trozos curvados y juntarlos
después con clavos, mientras él cosía,
con palma, agujas grandes y bramante
encerado, almohadones de grueso cuero
y los rellenaba con trapos. La madera se
convirtió en veinte resistentes cajas
curvadas de treinta centímetros de altura
y profundidad y casi dos metros de
longitud. Goesle mandó a los hombres
que las pintaran a franjas rojas, blancas
y verdes, los colores de la bandera
italiana, y luego adhirió el acolchado de
los almohadones a la parte superior. Las
cajas, juntas por los extremos, formaron
un bonito bordillo circular que rodeaba
la pista de trece metros, dejando abierto
un trozo de un metro y medio frente a la
puerta trasera de la tienda para la
entrada y salida de los caballos, el
elefante y el carromato de la jaula.
Nunca más la gente del Florilegio
tendría que cavar, amontonar y pisar un
bordillo de tierra. Y nunca más dejaría
tras de sí el Florilegio un bordillo
semejante para que los niños de la
localidad jugaran a circo dentro de él.
A continuación, Goesle se dedicó a
mejorar las destartaladas graderías de la
tienda. Empezó mandando a los
eslovacos a buscar más madera,
mientras él iba al almacén del Gran
Duca a buscar listones de metal. Aquella
bien surtida tienda no le defraudó,
porque tenía estos artículos en
existencia para los numerosos barcos
viejos que debían usar alguna clase de
apuntalamiento para sostener sus
gastadas cubiertas. Goesle llevó consigo
a Florian para que regatease en el
idioma vernáculo y consiguieron un buen
precio comprando más cantidad que
cualquier capitán de barco.
Mientras Goesle mantenía ocupados
a los eslovacos en el trabajo de
carpintería, les daba permiso de vez en
cuando para ensayar bajo la batuta del
director de orquesta Beck, quien les
hacía tocar los instrumentos conocidos y
les enseñaba a tocar los recién
adquiridos en las diversas casas de
empeño de la ciudad. Beck no solía
necesitar a más de un músico cada vez
porque, como no había partituras, tenía
que cantar o tararear a cada uno por
separado la parte que tocaba el
instrumento en la pieza de música que
les quería enseñar. «Sonar así:
tararábumbum». Después, cuando el
corneta, el trompeta, el trombón, el tuba
y el acordeón habían aprendido cada
uno su parte individual, Beck pedía dos
hombres a Goesle y luego tres —y
también llamaba a Hannibal con su
tambor— y así aprendían poco a poco a
tocar al unísono. Era un sistema que
podría haber asustado incluso a
directores profesionales como los
hermanos Strauss, pero de algún modo
el aspirante aficionado Beck lo utilizó
con acierto.
Además, siempre que algún
eslovaco no trabajaba para Goesle ni
ensayaba música, Beck le hacía cortar
láminas de metal, doblar tubos o
remachar y soldar los intrincados trozos
de su generador de hidrógeno. Esta tarea
era tal vez aún más difícil que su
fragmentada instrucción musical. El
propio Beck trabajaba casi siempre por
intuición y tenía que comunicar sus ideas
a mecánicos improvisados que eran tan
incapaces de interpretar sus exquisitos
dibujos como de leer partituras y con
quienes no tenía una lengua en común.
Pero también en esto —«Este tubo deber
ir así: un golpe de martillo, bum, doblar,
otro golpe de martillo, bum»— funcionó
su sistema particular y el generador
empezó a adquirir una forma coherente.
En el proceso de fabricar un
Gasentwickler y crear una banda
circense pasable, Beck se ganó un
apodo. Un día, uno de los eslovacos
llamó a otro: «¡Eh, Broskev! ¡Pana
Bum-bum te necesita!», y al poco tiempo
todos los miembros del espectáculo
conocían a su Kapellmeister e ingeniero
jefe como Bum-bum Beck.

Mientras se desarrollaba toda esta


industriosa construcción y creación, los
artistas disfrutaban de lo que para ellos
era una relativa indolencia. Aunque
debían trabajar ante el público dos
veces al día y ensayar los números
viejos en su tiempo libre y experimentar
con números nuevos e instruir a los
jóvenes aprendices y cuidar de su
utilería y sus animales, ya no tenían la
carga de las labores «domésticas» que
antes eran responsabilidad suya. Les
gustaba comer bien en el comedor del
Gran Duca, a intervalos regulares, y
poder gozar con la frecuencia deseada
de los baños calientes del hotel, y que
lavanderas invisibles lavaran su ropa en
el sótano y que las camareras del hotel
remendaran, plancharan y cosieran
botones de sus vestidos cuando Magpie
Maggie Hag estaba ocupada, como lo
estaba casi siempre aquellos días,
diseñando y haciendo trajes nuevos.
Y lo mejor de todo: vieron que
podían contar con un día de pago fijo a
la semana. Y como ya no tenían que
gastar su sueldo para la simple
subsistencia de sus números y de todo el
Florilegio, podían invertir el dinero en
compras personales. Sin embargo, pocos
de ellos derrocharon sus primeros
sueldos en cosas no esenciales. Los
templados días de otoño se acortaban,
las noches empezaban a ser frías y
húmedas y el invierno no estaba lejos,
así que las compras consistían
principalmente en ropa de abrigo. No
obstante, Florian advirtió a las mujeres
que las tiendas y los gustos de Livorno
eran tan provincianos como los de
Virginia y les recomendó que reservaran
todos sus caprichos caros para la
elegante y culta Florencia.
Abner Mullenax se permitió el
capricho de un parche nuevo para el ojo.
Tiró el viejo, suministrado por el
ejército, y encargó uno a un sastre local,
de fina seda negra, recamada con una
estrellita de diamantes falsos. Seguía
pareciendo un pirata, pero ahora
próspero o excéntrico. Los tres chinos
se las arreglaron para comprar enormes
paquetes de espaguetis y a las horas de
las comidas encendían su propio fuego
en el campamento, primero para cocer la
pasta y luego para freírla hasta que
crujía y brillaba por la grasa. La comían
con ruidosos suspiros de satisfacción,
como si hubieran vuelto a descubrir algo
que habían anhelado durante mucho
tiempo. Varias personas comentaron que
los chinos habrían hecho mejor
comprándose zapatos, pero los tres
hombres parecían detestar el calzado e
incluso rechazaron cortésmente ofertas
de zapatos usados por los otros artistas
y continuaron yendo descalzos,
cualquiera que fuese el tiempo o el
estado del terreno.
En cuanto a Florian, estaba tan
animado por la favorable acogida de
Livorno a su espectáculo y los
cuantiosos ingresos del carromato rojo,
que no esperó al final de su estancia y
decidió invertir en más vehículos de
transporte. De hecho, puso en práctica
su decisión con cierta extravagancia.
Compró cuatro furgones nuevos —en
realidad, no nuevos, pero sí en buen
estado—, uno para llevar la lona
adicional de la carpa, graderías, vigas y
el bordillo desmontado; otro para que
los eslovacos viajaran y durmieran en
él; otro para acomodar a la familia
Smodlaka y sus perros, y a Hannibal,
Quincy y los chinos, y otro para llevar el
vestuario, los instrumentos musicales y
los accesorios, y para que, en el
campamento, sirviera de vestidor para
los artistas, el primero que habían
tenido. Incluso equipó ese furgón con
una pequeña estufa de carbón para
calentarlos aquel invierno mientras se
vestían y en la cual Magpie Maggie Hag
podría cocinar cuando no estuvieran
cerca de una ciudad o de una posada a
las horas de la comida.
Los peones, ya sobrecargados de
trabajo, tuvieron que dedicar ahora sus
únicos momentos libres, generalmente
por la noche, a pintar los furgones
nuevos para que hicieran juego con el
resto de la caravana y a dar una brillante
capa de pintura negra al carruaje de
Florian. Sin embargo, hicieron el trabajo
con caras impasibles y sin quejarse,
todos excepto el ya notorio holgazán
Sandov. Uno de los antipodistas chinos
resultó ser un calígrafo consumado y,
aunque no comprendía en absoluto las
palabras o letras, las copió con
elegancia de uno de los furgones viejos
y las escribió en los nuevos e incluso en
los paneles de madera que cubrían la
jaula de Maximus mientras viajaban: «
EL FLORECIENTE FLORILEGIO DE
FLORIAN», etc.
Como los furgones recién
comprados pesarían mucho con sus
respectivas cargas, Florian compró dos
caballos para cada uno y tampoco aquí
escatimó dinero. Encontró una cuadra
que tenía a la venta ocho caballos
Tigerschecken de Pinzgau, criados en
Austria: caballos blancos salpicados de
negro, no con manchas como los pintos
americanos, sino con lunares,
exactamente igual que los perros
dálmatas. Eran caballos lo bastante
fuertes para el tiro, pero también lo
bastante decorativos para que Edge los
pudiera utilizar en su número de trote
libre.

Ahora los artistas actuaban por un nuevo


orden de aparición ideado por Florian
para alternar mejor los números
divertidos y los emocionantes. Como el
nuevo programa reservaba a Autumn
Auburn la actuación final y Pimienta
Mayo hacía su número de colgarse de la
cabellera varios números antes, la
disparidad en el aplauso recibido por
las dos mujeres no resultaba tan
aparente. Sin embargo, era lo bastante
significativa para Pimienta, que fruncía
el entrecejo y ardía de indignación, en
especial cuando Florian se fijó por fin
en su actuación, vio la desnudez de su
atuendo y le mandó que volviera a
ponerse el cache-sexe bajo las medias.
—No es que a mí me importe ver la
sonrisa vertical —dijo—, y está bien
claro que a los mundanos italianos
tampoco, pero si te permito trabajar así,
Pim, no podré negárselo a nadie y, antes
de que nos demos cuenta, Clover Lee o
las chicas Simms querrán guiñar el ojo
al público del mismo modo, o el
Hacedor de Terremotos exhibir su
badajo, y no podemos dejar que todo el
mundo desvele cuanto Dios dio a Adán
y Eva.
Así pues, Pimienta, despechada y
furiosa, se fue a continuar entrenando en
secreto a Quincy Simms. Se adentraban
sencillamente un poco en el parque, ella
ataba una cuerda en torno a la cintura
del muchacho, colgaba la cuerda de la
rama de un árbol y le elevaba un poco
sobre el suelo. Así el chico podía
retorcerse y doblarse en el aire.
También sus hermanas recibían
entrenamiento extra: Autumn les
enseñaba los rudimentos de andar sobre
la cuerda floja. Como Domingo y Lunes
tendrían que haberlo hecho descalzas o
con su único par de zapatos —amarillos,
de tacón alto, que no habrían servido—,
Autumn les compró con su propio dinero
unas zapatillas de ballet sin relleno y
encargó a Goesle una pértiga larga y
flexible, con plomo en ambos extremos.
Al principio el entrenamiento consistió
en andar por el estrecho borde de cinco
centímetros de una madera prestada por
los eslovacos carpinteros. A los pocos
días Autumn cambió la madera por otra
de dos centímetros y medio. Cuando
consiguieron andar por una cuerda de
apenas dos centímetros, tendida a sólo
treinta del suelo, tanto Domingo como
Lunes habían adquirido bastante
seguridad en los pies.
En otros momentos, Lunes Simms
continuaba recibiendo lecciones de
equitación de Sarah, quien le dijo:
—He tomado una decisión. Como
Clover Lee y yo ya hacemos volteos
rutinarios sobre Bola de Nieve y
Burbujas, quiero que vosotras empecéis
a montar a Trueno, el caballo de
Zachary, y aprendáis el elegante y muy
femenino arte de la haute école.
—¿Cómo? —preguntó Lunes, sin
comprender.
—Significa «alta escuela». En otras
palabras, un caballo y un jinete muy bien
educados. No es un número
emocionante, como nuestras acrobacias
de la basse école, o el volteo al galope
de Buckskin Billy, sino una clase sutil
de pasos artísticos, que vosotras podéis
encontrar aburridos en comparación.
Pero será muy apreciado por todos los
espectadores entendidos en el arte de la
equitación. Se hace con esta silla inglesa
que acabo de comprar para este fin.
—¿Esto es una silla? Parece más
bien una torta.
—Supongo que sí, comparada con
una de esas sillas de la caballería, pero
pronto os daréis cuenta de la libertad
que supone su ligereza para el caballo y
el excelente control que su reducido
tamaño permite a vuestras piernas.
Montad y os mostraré algunos de los
pasos que Zachary enseñó a este caballo
mucho antes de que viera nuestro circo.
Lunes saltó a la grupa y Sarah le
alargó su ligera fusta.
—Empieza con un medio galope, no
tendido, sino un galope de Canterbury, y
luego tócale en el hombro con el látigo.
Esto se llama «frenarle». —Lunes dio la
vuelta a media pista, tocó a Trueno y
éste cambió al instante el paso,
invirtiendo el orden porque pisaba con
la pata izquierda y derecha—. Tócale
otra vez —gritó Sarah. Lunes obedeció y
Trueno volvió al paso del principio.
Cuando la chica pasó por delante de
ella, Sarah le dijo—: Ahora frénale
cada cuatro pasos y después cada dos.
El caballo dio otra vuelta a la pista,
cambiando de paso con tanta frecuencia
y suavidad que Lunes exclamó,
encantada:
—¡Está bailando!
Y añadió, cuando detuvo al caballo
delante de Sarah:
—Como es natural, casi me caigo de
esta torta cada vez que se detiene.
—Pronto aprenderás a montar con
los cambios. Y verás, si la banda toca
una polca y tú haces trotar a Trueno y le
frenas por este orden (cuarto paso,
segundo paso, cuarto, segundo), los
espectadores tendrán la impresión de
que Trueno baila una polca perfecta. En
cuanto hayas aprendido ésta, te enseñaré
las otras secuencias de freno que le
harán bailar el vals, el chotis, etcétera.

—¡Esos cerdos! —vociferó un día


Pavlo Smodlaka, presentándose furioso
ante Florian para informarle de que los
cochinillos de Mullenax habían atacado
con violencia a sus terriers.
Los niños Sava y Velja habían
tratado de intervenir, explicó, pero eran
demasiado débiles para separar a los
animales en combate. Pavio había tenido
que molestarse en ir a detener la pelea,
«antes de que esos sucios cerdos
mutilaran, mataran o se comieran a uno
de mis amados perros, o a los niños,
¡pero el pelaje de los perros está muy
arañado y sus nervios en un estado
lastimoso! ¡Exijo que esos repugnantes
cerdos sean sacrificados!»
Como Florian era consciente de que
los cerdos ya habían adquirido tal
corpulencia que apenas podían trepar
por la escalera y hacer otros números,
pasó el resto de aquel día preparando un
argumento convincente para retirar del
espectáculo a Hamlet & Co., y al final
fue a enfrentarse con Mullenax, sólo
para descubrir que el problema ya
estaba resuelto.
—¿Esos cerdos? Es gracioso que los
menciones, jefe. Esta misma tarde me he
deshecho de ellos. Se estaban volviendo
pendencieros y eran demasiado grandes
para hacer gracia. De todos modos,
hacía tiempo que los engordaba para la
mesa.
—¿Te los has comido?
—No, no podría comer a un viejo
amigo. Sabiendo quién era, por lo
menos. Los he dado a la cocina del
hotel.
—¿Los has dado así, por las buenas?
—En realidad, he hecho un trato. —
Mullenax guiñó su único ojo,
espectacularmente inyectado en sangre
—. La dirección me concede un crédito
ilimitado en el bar del hotel mientras
estemos en la ciudad.
Florian carraspeó.
—Ejem, Barnacle Bill, a veces me
preocupa…
—Vamos, vamos. No hay por qué
preocuparse, jefe. Ese número ha
desaparecido, sí, pero estoy preparando
uno muy especial con Maximus. Estoy
seguro de que superará aquel truco del
brazo ensangrentado del viejo Ignatz.
Haré que el león salte a través de un aro
de fuego. Sostenido por mí dentro de la
jaula.
—Bueno, sí, sería estupendo. Ya he
oído hablar de ese número, aunque no
muchos domadores pueden lograrlo. Ni
siquiera los más educados y sobrios. —
Florian puso un poco de énfasis en la
palabra «sobrios».
—Yo lo haré. Yo y el viejo
Maximus. Ahora que come con
regularidad, está mucho más animado.
¡Ya sabe saltar por encima de mi látigo
cuando grito «springe!» Así que, ¿sabe
qué hice? Encargué a Stitches un trozo
de madera curvada, lo coloqué en la
jaula y se lo hice saltar. A Maximus, no
a Stitches, claro. Y cuando estuvo
acostumbrado, añadí dos trozos
curvados a ambos extremos del primero.
Saltó entre ellos, sobre el primer trozo,
limpiamente. Así que cada tres o cuatro
días he colocado una curva de madera
más ancha y más alta. Todo esto requiere
tiempo, pero una cosa que Ignatz me
enseñó fue a ser paciente. Uno de estos
días la madera curvada será un círculo
completo y Maximus no retrocederá.
—Podría hacerlo cuando le prendas
fuego.
—No. Lo haré despacio y con
cuidado. Humedeceré la parte superior
del aro con un poco de queroseno, lo
encenderé y haré saltar a Maximus por
debajo. Cuando vea que no duele, le iré
bajando poco a poco el fuego alrededor
del círculo, por todas partes menos en la
inferior, porque si se chamusca una sola
vez, me comerá a bocados o tendremos
que empezar desde el mismo principio.
En cualquier caso, si sale bien, la gente
tendrá la impresión de que Maximus
salta a través de un aro de fuego con
llamas todo alrededor, y nadie se fijará
en que la parte inferior no arde.
—Ya. Muy bien. Lo esperaré con
interés. Serás aclamado y famoso. Como
has dicho, el secreto es ser paciente,
cauteloso y sobrio. Ante todo, sobrio.
Jefe, puedo asegurarle que siempre
he visto a Maximus completamente
sobrio.
Al programa del Florilegio seguía
faltándole lo que Florian consideraba
indispensable para un circo: un payaso.
Sin embargo, Florian tenía por lo menos
el consuelo de que Pavlo Smodlaka, sin
ser ni un payaso ni un enano, era una
verdadera réplica de Tiny Tim Trimm
por su carácter detestable y el sustituto
ideal de Tim para hacer que todos los
miembros de la compañía estuvieran
unidos en su antipatía hacia él. Pavlo
Smodlaka no cambiaría nunca. En tres
de cada cuatro funciones, el número de
los perros amaestrados acababa así:
Cuando el público aplaudía, Pavlo y
Gavrila abandonaban la pista cogidos de
la mano, sonriendo de oreja a oreja, con
sus tres terriers retozando a su alrededor
mientras ellos saludaban y salían de la
tienda andando hacia atrás. Una vez
franqueada la puerta trasera, Pavlo
abofeteaba con fuerza a Gavrila, hacía
una mueca desdeñosa y le gritaba:
«Prljav krava!» o a veces en inglés:
«¡Vaca asquerosa!» Entonces se volvían
a coger de la mano y entraban otra vez
sonrientes, mientras la multitud
continuaba aplaudiendo, contenta de ver
trabajar tan armoniosamente al
matrimonio de artistas. Los dos volvían
a saludar, andando hacia atrás y, ya
fuera, él la abofeteaba de nuevo o le
estiraba una trenza con tanta crueldad
que ella se tambaleaba, y le gritaba algo
parecido a: «¡Has plantado tu gordo
culo entre Terry y las personas mejor
vestidas de las primeras filas!» o «¿Por
qué adoptas siempre una postura de
idiota?» Si los aplausos duraban el rato
suficiente para hacerlos salir más veces
a saludar, las sonrisas y los insultos se
sucedían hasta el final.
La compañía sólo tuvo una vez el
placer de ver a Gavrila desafiar
abiertamente a Pavlo. Después de una
función nocturna, mientras el público
salía, Florian llevó al patio trasero a un
caballero que llevaba sombrero de copa
y vestía con elegancia. Se acercaron al
nuevo furgón vestidor, del que se
apeaban en aquel momento los cuatro
Smodlakas con traje de calle, y Florian
dijo:
—Amigos míos, tengo el honor de
presentaros al conde Ventimiglia, que
quiere pediros un favor. Me dice que su
gran afición es la fotografía. Tiene en su
villa un estudio de daguerrotipia
completamente equipado y está
compilando una colección de fotografías
de… hum, curiosidades. Le gustaría
tener una noche a vuestros perritos, para
añadir sus fotografías a la colección.
—¿Fotografías? —preguntó Pavlo,
encantado—. Pero ¿es posible? ¿Se
puede captar a los perros en sus
rapidísimos brincos?
—No, no —contestó Florian—. No
se trata de los perros, sino de los Hijos
de la Noche, Sava y Velja.
—¡Sí! —exclamó ansiosamente el
conde—. I Figli della Notte. Svestiti.
Tutti nudi. Afine di fare posture, ah,
speziale.
—¿Cómo… desnudos? —interrogó
Florian, desconcertado—. ¿Posturas
especiales? Conde, antes no ha
mencionado…
—Bah… sólo los críos —dijo Pavlo
con desencanto. Pero en seguida dirigió
al caballero una mirada astuta y
preguntó—: ¿El conde pagará, si se los
dejamos?
De repente, con ferocidad, Gavrila
le gritó:
—¡No lo consentiré! ¿Desnudar a
nuestros hijos? ¿Hacerles adoptar poses
especiales! Oscenità! ¡No mientras yo
viva! —Rodeó con sus brazos al niño y
a la niña y se los llevó a su carromato.
Pavlo los vio irse con expresión
ceñuda, pero entonces miró al conde y
se encogió de hombros, resignado.
—Che peccato —murmuró el conde
Ventimiglia. Meditó unos instantes,
mientras Pavlo se alejaba, y luego
preguntó a Florian—: Ebbene, per
caso… i Pigmei Bianchi?
—¿Domingo y Lunes? —dijo
Florian, mirando ahora al coleccionista
con franca repugnancia—. No
sospechaba la naturaleza de su
colección. Sin embargo, aquí llega sir
John, el tutor de las muchachas. Por lo
menos le transmitiré la petición.
Así lo hizo y Fitzfarris contestó
fríamente:
—Como ya sabe, director, estoy
intentando aprender la lengua. Dígame.
¿Cómo se dice en italiano «vete a la
mierda»?
Ventimiglia meditó un poco más, con
expresión frustrada, y luego señaló el
furgón vestidor, por cuya puerta abierta
podía verse a Magpie Maggie Hag, que
planchaba un traje recién terminado con
una plancha que calentaba sobre la
estufa.
—Ebbene —dijo el conde, con un
asomo de esperanza—. Per caso la
strega?
Fitz miró fijamente al hombre, entre
horrorizado y fascinado, y dijo a
Florian:
—¿La vieja Mag? Esta sabandija
debe de querer perversión a toda costa.
—Bueno —rió Florian—, podemos
intentarlo…
Llamó a la gitana desde la puerta del
furgón y, tratando de no reírse, le
transmitió con solemnidad la
proposición.
Magpie Maggie Hag aún tenía la
plancha en la mano: humeaba
ligeramente. Bajó los peldaños del
furgón con rapidez sorprendente en una
vieja. Era demasiado baja para llegar al
rostro del conde con la plancha, pero
quemó con ella una de sus manos
desenguantadas antes de que él tuviera
el buen sentido de echar a correr.
Perdieron de vista a Ventimiglia
mientras huía del circo y del parque,
perseguido con un calor literal por
Magpie Maggie Hag.
—Bien por Mag —dijo Florian,
riendo—, que nos ha librado de él. De
todos modos, sólo era un conde papal,
no de la verdadera nobleza.
—Me alegra saberlo —comentó Fitz
—. Estaba ansioso por conocer a un
noble de verdad.
Jules Rouleau ya hacía visitas
diarias al circo en una silla de ruedas de
mimbre prestada por el hotel Gran Duca.
Las primeras fueron breves, pero a
medida que se fortalecían los músculos
pectorales y el brazo largamente
inactivo, las visitas se prolongaban, y
pronto se extendieron durante todo el
día, que pasaba empujando su silla por
el campamento y dentro y fuera de la
carpa, más de prisa que si hubiera
podido andar.
—Pero andaré, par dieu —dijo—.
Sarah me ha comprado un bonito roten y
cada noche doy más pasos por mi
habitación. Cojeo, como es natural, mais
merde alors, me basta con estar otra vez
de pie. Incluso soy capaz de darme un
verdadero baño, en lugar de pedir a las
mujeres que me pasen la esponja sólo
por mis partes accesibles. Y nunca
volveré a ser un acróbata, pero un
aéronaute, oui. Observo, maître Beck,
que ya has hecho un progreso
considerable con la maquinaria.
—Ja. El Gasentwickler no tardar en
estar completo. Pero creo que no poder
comprar los productos para hacer el gas
hasta que llegar a Florencia. Así que en
Florencia usted convertirse en el
Ballonflieger.
—Merci, maître. Grand merci.
—Llamarme Bum-bum —dijo Beck
con timidez—. Todos hacerlo. Sonar
más familiar y simpático.
—Bien, Bum-bum.
—Ahora, amigo mío, permita que yo
instruirle sobre aeronáutica. Sé que ya
haberse elevado con el globo sujeto por
una cuerda, pero si desear volar libre,
necesitar ciertos accesorios. Alrededor
de la barquilla colgar muchos sacos de
arena como lastre. Para elevarse más,
tener que ir tirando sacos. Nein, nein, no
tirar, verstehen, o poder matar a alguien
que haber debajo. Vaciar los sacos de
arena. Ya aprender a juzgar la cantidad y
la frecuencia.
—Bien. Y ya sé que es preciso tirar
del cordón de la válvula de charnela
para soltar despacio el gas, cuando se
quiere descender.
—Richtig. Después, si desear
ascender de nuevo, tirar más arena. Al
bajar y subir, encontrar diversas brisas
que soplar en distintas direcciones. De
este modo, eligiendo la brisa, poder
dirigir el Luftballon hacia donde querer
ir y luego al punto de partida, la
Zirkusplatz o donde sea. Soltar despacio
todo el gas y bajar como una pluma. —
Beck sonrió al añadir—: Yo decir todas
estas cosas no por experiencia o genio,
sino porque haber leído muchos Bücher.
—C’est bandant, Bum-bum. Te
agradezco sinceramente todo lo que has
hecho… y también la magistral
instrucción.
Pero después fue Bum-bum quien
necesitó ser instruido en una de sus otras
vocaciones, la de director de orquesta.
—Para la entrada del elefante yo
seleccionar una música solemne —dijo
a Florian y Edge—: La batalla de los
hunos de Liszt. Para sus caballos, Herr
Edge, ¿cómo no?, Trueno y rayo de
Strauss.
Quizá tengas que tocar otra cosa
dentro de poco —observó Florian—.
Johann hijo viaja sin cesar por Europa y
podemos encontrarlo en cualquier parte.
Dicen que es muy avaro y tal vez exija
que le paguemos por usar su musica.
Pero mientras tanto, ensayémosla.
Así pues, un día, en el tiempo libre
entre las funciones de tarde y noche,
Edge llevó a la pista los caballos que ya
había entrenado para trabajar sin jinete
ni arneses: Bola de Nieve, Burbujas, su
propio Trueno y los tres caballos sin
nombre adquiridos en Virginia. Todos
llevaban mantas de color azul vivo,
recamadas con lentejuelas y provistas de
flecos, y cabestros, también salpicados
de lentejuelas, que sostenían altas
plumas azules sobre sus cabezas:
adornos diseñados por Magpie Maggie
Hag y hechos con ayuda de Stitches
Goesle.
En aquellos momentos Goesle,
ayudado por los eslovacos, redondeaba,
adelgazaba y pulía las tres partes de un
poste central nuevo para la carpa en vías
de ampliación, y hacía un chanclo con
escarpia muy alta para sostenerlo y
forjaba un aro de soporte para él, pero
Florian y Beck le persuadieron de que
les prestara a sus peones músicos. Estos
cogieron sus instrumentos y el director
de orquesta Bum-bum los dirigió en una
versión bastante ronca de la polca
Trueno y rayo. Edge, en el centro de la
pista y haciendo restallar el látigo,
conducía a los caballos en su trote o
medio galope en torno a la arena,
saltando, bailando, haciendo piruetas,
poniéndose en fila, encabritándose todos
a la vez o realizando intrincadas figuras
cruzadas o en forma de ocho.
Sin embargo, al cabo de poco rato,
Bum-bum agitó la mano en petición de
silencio y gritó, indignado, a Edge:
—¡Herr Direktor, sus caballos no
moverse al ritmo de mi música! ¿No
poder entrenarlos para que escuchen
mejor? Hay una gran confusión de ritmos
entre nosotros y ellos. Ein Mischmasch.
Florian sonrió con tolerancia y dijo:
—Perdón, Herr Kapellmeister, pero
incluso la música más dulce suena para
cualquier animal como un concierto de
cornejas. Eres tú quien debe vigilar la
actuación y dirigir al ritmo de ellos. De
los caballos, del elefante Brutus,
incluso de los acróbatas humanos y los
equilibristas y malabaristas. También
debes estar preparado para frustraciones
y emergencias. Si, por ejemplo, has
asignado treinta segundos de un cancán a
un número de uno de los terriers y el
perro se equivoca o detiene, tendrás que
prolongar o repetir la música. Siempre
ha de parecer a los espectadores que
todos los artistas trabajan con
inteligencia y pericia al ritmo de tu
música, pero en realidad eres tú quien
debe poseer esta pericia. Tal como tocas
esos pequeños arpegios con tu hilera de
campanillas de hojalata al ritmo del
baile en la cuerda floja de la señorita
Auburn.
—Herr gouverneur, ésas ser notas
casuales. Y esto ser una polca de
Strauss. Y, mein Gott, una polca guardar
un compás estricto de dos por cuatro,
con el ritmo especificado por su
compositor. ¿Espera de mí que lo retrase
o acelere de un momento a otro?
—Sí. Rubato no es ningún pecado.
Compositores muy superiores a los
hermanos Strauss han marcado a menudo
sus partituras con el rubato para
permitir al director esa libertad de
variar los ritmos. Tú aplicas
simplemente el rubato a la polca de
Johann. Y a toda la otra música que
toques para artistas en movimiento: Liszt
para el elefante, marchas de Wagner,
chotis, lo que sea. Ya te he dicho que
requiere habilidad. Confío en que la
tendrás.
Beck pareció debidamente halagado,
pero gruñó, de todos modos:
—Wagner, Liszt y los Strauss, si los
encontramos, no hacernos pagar por
usar su música. Saltar a la pista y
estrangular a usted con sus propias
manos.
—Lo dudo —respondió Florian con
calma—. He oído óperas de Wagner y
Rossini y una opereta de Strauss,
cantadas por divas que hicieron sudar al
director y a toda la orquesta para seguir
su ritmo. Otra cosa, Carl. También he
mencionado las emergencias. Fíjate
asimismo en mí, o en Zachary, cuando
estemos en la pista. Si hacemos esta
señal —levantó los brazos y los cruzó
formando una X sobre su cabeza—,
significa que la lona está ardiendo o ha
ocurrido una desgracia similar. Cambia
inmediatamente lo que estés tocando por
la Marcha nupcial de Mendelssohn.
Beck se horrorizó.
—¡Esto no ser música de circo!
¡Esto ser somnífero! Escuchar a
Mendelssohn ser como mojarse con agua
caliente.
—Tal vez, pero alertará
instantáneamente a todos los artistas y a
todo el equipo. Podremos arreglar lo
que se haya estropeado, o esconderlo, o
evacuar la carpa, si fuese necesario. Mis
socios más antiguos conocen el
significado de la Marcha nupcial y lo
haré saber a todos los demás miembros
del espectáculo.
Florian había dicho a la compañía
que esperase una estancia de unas dos
semanas en Livorno, pero pasaron más
de cuatro semanas de llenos diarios
hasta la noche en que no llenaron las
graderías. Cuando comenzó el
espectáculo, Florian miró hacia el
público, vio los dos o tres bancos
superiores completamente vacíos y tomó
la decisión en un instante. En cuanto
hubo presentado el primer número,
Abdullah y Brutus, fue al patio trasero,
encontró a Dai Goesle y le dijo:
—Stitches, esta noche nos
despedimos. Desmantela la tienda en
seguida después de la función. Pisa está
sólo a unos veinticuatro kilómetros al
nordeste de aquí, un viaje cómodo de
una noche, pero no te pediré que lo
hagas hoy. Normalmente, ya habría
enviado allí a un mensajero y dispuesto
todos los pormenores.
—Me gustaría salir esta misma
noche, director.
—Gracias, Dai, pero no. No sabrías
qué dirección tomar en el cruce de la
carretera principal para dirigirte al
terreno que Pisa nos destine. Carecería
de sentido que tú y todo el equipo
fuerais de un lado a otro, sin poder
descargar. No, dormiremos bien toda la
noche y saldremos a primera hora de la
mañana. Mi carruaje puede ir más de
prisa que el resto de la caravana, así que
cuando lleguéis, yo ya habré hablado
con el municipio de Pisa y os esperaré
en el cruce para guiaros. Quizá incluso
tengamos tiempo de montar la tienda
antes de que oscurezca.
—O de empezar a montarla —dijo
Goesle—. Usted recordar que ser la
primera vez que yo montar la franja de
lona entre los dos semicírculos de la
carpa. Seguramente necesitar varias
veces de montar y desmontar para
hacerlo de prisa.
—Es cierto. Será mejor que no
programe ninguna función para el día
siguiente. Así tendremos tiempo de fijar
carteles por la ciudad y despertar el
entusiasmo de la gente.
Durante el intermedio, toda la
compañía fue informada de la inminente
partida de Livorno. Cuando se reanudó
el espectáculo, Sarah Coverley se puso
a contemplar a su protegida Lunes
Simms dirigir a Trueno en unos
aceptables pasos cruzados, paso
español, piaffe y medios pasos de alta
escuela, cuando Paprika se le acercó y
le dijo en tono confidencial y seductor:
—Sarah, ángel, ésta será nuestra
última noche en el Gran Duca y quizá
tardemos algún tiempo en tener un
alojamiento tan lujoso y… privado.
Pasemos esta última noche aquí tú y yo,
juntas.
Sarah se ruborizó visiblemente, pero
mantuvo los ojos en la pista y contestó
con indiferencia:
—¿Por qué tendríamos que hacer
eso?
—Pues para hablar de nuestras
cosas, de nuestro trabajo. Y quizá
también para divertirnos.
—¿Divertirnos? —repitió Sarah,
distraída, mirando todavía la exhibición
de alta escuela.
Paprika respondió, fingiendo
impaciencia y enfado:
—Kedvesem! Nemi érintkezés.
—Sabes que no hablo húngaro.
—Kedvesem significa cariño y nemi
érintkezés la clase de entretenimiento
mutuo a que me refiero. También sé que
no eres tonta ni ignorante y que
comprendes muy bien lo que quiero
decir.
Ahora Sarah contestó, con los ojos
cerrados y un hilo de voz:
—Sí.
—Entonces, dejemos de jugar al
escondite. ¿Te han besado alguna vez,
Sarah, o lamido o acariciado tu filtro o
tu hueco?
—En realidad, no me acuerdo —
dijo Sarah con voz más firme,
volviéndose al fin a mirar a Paprika—.
Pero no soy mojigata y nunca he sido la
esposa americana típica: «una sola
posición, bajo las sábanas y con las
luces apagadas». He disfrutado de esas
caricias en todo mi cuerpo. Y siempre
me he sentido satisfecha de que me las
hiciera un hombre.
—Pero ahora no tienes ninguno. Eres
de verdad Madame Solitaire. Zachary te
ha plantado. Florian está ocupado con
sus negocios. ¿Quién, entonces? ¿Pavlo
el Grosero?
Al oír esto, Sarah tuvo que sonreír y
hacer una mueca.
—Admito que eres una coqueta que
tentaría a cualquier miembro de
cualquier sexo… —Dejó extinguir la
voz.
—Puedes fingir que soy un hombre,
si quieres —sugirió Paprika con
picardía—. No me importa lo que pase
por tu mente, sólo tu…
—No. —Sarah meneó la cabeza—.
Has dicho que tenemos alojamientos
privados, pero no es así. Comparto la
habitación con Clover Lee y tú la tuya
con Pimienta.
—¿Estas son tus únicas razones para
decir que no? —preguntó Paprika,
animándose ostensiblemente—. ¿No es
por mojigatería o gazmoñería? ¿Sólo
falta de intimidad? —Sarah se ruborizó
aún más—. Es fácil. Podemos pedir al
portero de noche que nos dé otra
habitación.
—Sigo diciendo que no, Paprika.
Clover Lee podría buscarme,
probablemente en la habitación de
Florian, y Dios sabe el alboroto que
causaría. Pimienta sabría muy bien por
qué la habías dejado dormir sola. Quizá
nos mataría a las dos por la mañana.
De hecho, Pimienta las estaba
vigilando desde el otro extremo de la
pista, vigilando con los ojos de una
víbora. Cuando vio salir a Sarah de la
tienda, fue a colocarse junto al Hacedor
de Terremotos, que esperaba para
actuar, y entabló una conversación con
él, segura de que Paprika los veía.
Dijeron sólo cosas triviales, pero a
Yount le halagó esta familiaridad
inesperada y ella se le acercó más para
juntar su cara con la suya y ambos
sonrieron mucho. Paprika los observaba
y entonces era ella la que tenía mirada
de víbora.
Tarde, aquella noche, cualquier
persona que pasara por el pasillo, ante
la habitación de Pimienta Mayo y
Paprika Makkai, habría podido oír sus
voces a través de la pesada puerta de
caoba, aunque estuviera cerrada.
—¡Sinvergüenza, descarada! ¡El
pequeño cardo de Clover Lee te rechazó
y ahora, sólo para fastidiarla, flirteas
con su madre!
—¡No es para fastidiarla, sárkány!
¡Sarah también es una belleza!
—¡Bobadas! ¡Podrá ser muy
coqueta, pero te dobla la edad! Un
carnero disfrazado de cordero.
—Menj a fenébel! En cualquier
caso, es una mujer. Por lo menos soy fiel
a mi naturaleza. ¡En cambio tú miras con
ojos dulces a un hombre!
—Si sigues cortejando a esa puta de
Sarah, ojalá os ataque el demonio con
botas y espuelas. Mientras tanto, estoy
ideando un número nuevo y te garantizo
que me llevaré todos los aplausos y haré
que el público se olvide de ti y de ella.
¡Y no miraré al tal Obie con ojos dulces
precisamente!
Los ojos de las dos, a la mañana
siguiente, estaban rojos de ira, llanto y
falta de sueño, pero los otros artistas no
tenían mejor aspecto, porque Florian
había llamado a sus puertas al amanecer
para que tuvieran tiempo de desayunar
bien y ponerse temprano en marcha. Sin
embargo, a pesar de la hora encontraron
a Stitches Goesle levantado y
emprendedor.
—He estado en la tienda de efectos
navales de aquí al lado —explicó—,
comprando el aparejo para el nuevo
poste central. Estas cosas pueden
escasear, tierra adentro.
La mayor parte de la compañía
comió con lentitud y mirada soñolienta,
pero Florian desayunó a toda prisa y fue
al mostrador del hotel para pagar la
cuenta. Cuando la hubo saldado —sin
repasar cada detalle de la larga lista,
como habría hecho cualquier huésped
italiano—, el director del Gran Duca
tomó con agrado los treinta y ocho
salvoconductos de la compañía, se los
llevó a su despacho y, cuando salió,
cada salvoconducto contenía su
declaración, escrita con exquisita
caligrafía, de que su titular se había
portado de forma irreprochable durante
su estancia en Livorno. Los fue llamando
por su nombre y entregó a cada uno el
documento con una profunda reverencia.
—Signor Rouleau… signorina
Makkai… signor Goozle…
—Se pronuncia Gwell —gruñó
Stitches.
—Signorina Mayo… Signor… ejem,
Chino…
Florian dijo con impaciencia en
italiano que él repartiría el resto de los
salvoconductos, pues sus titulares se
encontraban en el terreno del circo.
Cuando la compañía salió por la
puerta principal —mientras los botones
empujaban la silla de ruedas de Rouleau
y llevaban mucho más equipaje del que
habían traído consigo aquellos
huéspedes—, un soñoliento pero alerta
Aleksandr Banat los esperaba en el
furgón vestidor. Todos, excepto Edge y
Autumn, consiguieron apiñarse con sus
maletas y las grandes espirales de
cuerda y cable grueso, tornillos y poleas
de Goesle en dicho furgón. Cuando los
dos grandes caballos de lunares lo
pusieron en movimiento en dirección al
parque Fabbricotti, Autumn y Edge
fueron a la cuadra del Gran Duca, donde
el mozo enganchó el delgado y viejo
rocín de Autumn a su pequeño furgón.
Metieron dentro su equipaje y las armas
de Edge, subieron al pescante y Edge
cogió las riendas, comentando:
—Por lo que he podido ver, se trata
de una bonita casa sobre ruedas.
—Se la compré a una familia de
hojalateros que había decidido, no sé
por qué razón, establecerse en un lugar
fijo. Albergaba a toda la familia, así que
es más que suficiente para mí… sola…
—Sonrió a Edge.
—Oh, no necesito insinuaciones,
milady. Apenas puedo esperar a
instalarme contigo en una casa.
Edge cruzó la ciudad para salir
directamente a la Strada Pisa, llegando a
ella al mismo tiempo que la caravana
del circo, procedente del campamento.
Al pasar de derecha a izquierda por
delante de Edge y Autumn, el Florilegio
les pareció una cabalgata impresionante:
once vehículos, todos pintados con
colores chillones —excepto el carruaje,
de un negro brillante—, cuatro de ellos
tirados por troncos de espectacular
belleza. Detrás de los carromatos, el
único caballo desparejado del circo
tiraba del Gasentwickler de Beck, aún
sin terminar pero por lo menos provisto
de ruedas, y a la cola iba Peggy,
cubierta por un manto nuevo, de un vivo
color escarlata, con borlas y letras
doradas. Edge vio con cierta sorpresa
que Pimienta viajaba al lado de Obie
Yount en el carromato conducido por
éste, y que Yount parecía satisfecho en
extremo. Jules Rouleau yacía
cómodamente sobre la lona encerada
que cubría la carreta del globo, pues allí
era donde estaba mejor protegido de
tumbos y sacudidas.
Edge enfiló la Strada Pisa detrás del
elefante y luego sacudió las riendas para
animar al viejo rocín de Autumn a
adelantar a la caravana y colocarse
detrás de Florian. En cuanto la caravana
hubo dejado atrás Livorno y la parte
adoquinada de la strada y llegado a una
suave carretera de tierra batida, Florian
puso a su caballo a un trote rápido y su
carruaje empezó a alejarse del resto de
la procesión. Al cabo de unos tres
kilómetros, el carruaje se perdió de
vista entre la niebla baja de la mañana y
la casita sobre ruedas quedó a la
vanguardia de la caravana.
Cabalgando al frente, con toda Italia
por delante, sintiéndose de verdad el
director ecuestre profesional de un circo
que ya no era un espectáculo mísero,
sino un circo auténtico, con su amada
junto a él y con la perspectiva de ver
lugares nuevos y exóticos, Zachary Edge
estaba más satisfecho de la vida y del
mundo que antes de la guerra, o quizá
mucho tiempo antes de eso.
Se sacó del bolsillo de la levita una
caja de Sigarrette Belvedere —Autumn
le había dado muchas como regalo de
cumpleaños, hacía una semana—,
encendió una cerilla y un cigarrillo y dio
una chupada profunda y placentera.
Antes consideraba afeminados a los
italianos porque fumaban aquellos
pequeños tubos de tabaco, pero cuando
probó uno, lo encontró sumamente
agradable. Además, era menos peligroso
que fumar en pipa, teniendo tan cerca el
heno, la paja y el serrín del circo.
Cuando era preciso interrumpir el placer
de fumar por un trabajo urgente, el
cigarrillo sólo tenía que pisarse,
mientras que vaciar la pipa requería
tiempo y despedía chispas todo
alrededor. Ahora Edge sólo fumaba
cigarrillos, como casi todos los otros
fumadores de la compañía, incluyendo a
Pimienta y Paprika. Abner Mullenax y
Magpie Maggie Hag fumaban los
rancios cigarros italianos, negros y
retorcidos. Sólo Obie Yount, pensando
tal vez que ayudaba a mantener su estado
de fusto, seguía tercamente fiel a su
pipa.
La vista de Italia que Edge y Autumn
observaban ahora desde la Strada Pisa
no era nada extraordinaria. La carretera,
recta como la cuerda de Autumn,
cruzaba la extensa llanura ribereña de la
región de Toscana, que era llana como
Kansas. La carretera en sí resultaba
agradable, flanqueada y casi cubierta
por pinos siempre verdes de copa ancha.
Sin embargo, cuando la neblina se
desvaneció a media mañana, detrás de
los árboles sólo se veían campos de
cultivo, con granjas tan apartadas que
apenas podían vislumbrarse de vez en
cuando. La caravana del circo se
cruzaba ocasionalmente con algún carro
que iba a Livorno, o era adelantada por
otros que se dirigían a Pisa, y sus
ocupantes saludaban a la gente del circo
agitando alegremente las manos. Pero
ellos eran las únicas personas visibles,
porque ya se habían segado las cosechas
de trigo y cebada. Resultaba extraño,
pues, ver con frecuencia entre los
extensos rastrojos marrones un campo
de brillantes flores amarillas, tan
tupidas que formaban una alfombra
amarilla sobre la tierra. Edge preguntó a
Autumn si sabía qué clase de cosecha
era aquélla.
—Aquí la llaman colza; en Inglaterra
la llamamos nabina. La verás por toda
Europa occidental, invierno o verano.
Siempre que un campo se empobrece y
da poco fruto, el granjero lo deja
descansar un año y sólo planta colza.
Por lo visto, no me preguntes por qué,
esto vuelve a hacer la tierra rica y fértil.
—Desde luego esos campos de
colza son ahora lo único bonito de este
paisaje.
—Ningún granjero plantaría colza
sólo porque es bonita. No piensa en la
belleza; sólo conoce fertilidad y
barbecho. Está atado a la tierra;
encadenado a ella. —Apoyó la cabeza
en el hombro de Edge—. Nosotros no,
por suerte. Nosotros podemos admirar
la belleza y dirigirnos hacia otro lugar
aún más bello. ¿Verdad que somos
afortunados?
—Empiezo a pensar que soy el
hombre más afortunado del mundo.
—Pero no debes sonreír por ello.
Eres mucho más guapo cuando no
sonríes.
—¡Maldita sea, mujer! La gente
siempre me dice lo mismo. ¿Es que
tengo que ir por el mundo serio como
Job sólo para no provocar comentarios?
—Oh, sé muy bien cuándo eres feliz,
Zachary, sea cual sea tu expresión. El
día que nos conocimos me dijiste que
podía sonreír por los dos durante el
resto de nuestras vidas. Y te aseguro que
puedo hacerlo, porque soy la mujer más
feliz del mundo.
4
—¡No puedo creer en nuestra buena
suerte! —exclamó Florian cuando
encontró a la caravana a la entrada de
Pisa, tal como habían convenido—. El
municipio nos alquila el Campo
Sportivo. Muy cerca de la famosa Torre
Inclinada. Tengo entendido que unos
visitantes livorneses han alabado mucho
nuestro espectáculo. Y cuando he
mostrado nuestros impecables
salvoconductos a las autoridades, ni
siquiera he tenido que pedirlo; me han
ofrecido el mejor lugar. Bueno, no
perdamos tiempo. Seguid a mi carruaje.
La compañía no se había detenido a
comer por el camino y tomado unos
bocadillos que llevaban, por lo que
entonces sólo era media tarde. Edge
siguió a Florian, y el resto de la
caravana le imitó, por el puente tendido
sobre el río Arno y después por una
carretera ancha que rodeaba la ciudad,
una carretera llena de tráfico, tanto de
vehículos como de peatones, la mayoría
de los cuales se detenía para contemplar
la entrada del Florilegio, mientras otros,
apresurados o sin interés por el circo,
maldecían en voz alta el
embotellamiento.
Aquella parte de Pisa podría haber
sido las afueras de Baltimore: todo eran
almacenes sucios y edificios
industriales. Pero cuando la caravana
dejó la carretera para entrar en el centro
de la ciudad, los miembros de la
compañía pudieron ver, sobre los
tejados de los almacenes, el campanario
torcido y la cúpula de la catedral, casi
tan alta como el primero. Aquellos dos
edificios, los más altos de Pisa,
permanecieron visibles hasta que
llegaron al Campo Sportivo, que era un
hipódromo ovalado con graderías de
madera a ambos lados y un centro de
hierba bien cuidada lo bastante grande
para dar amplia cabida al circo.
—Suave como el prado de una
mansión inglesa —dijo Autumn. Y
Florian comentó, orgulloso:
—Ya te dije, Zachary, que con el
tiempo seríamos un espectáculo
elegante.
Cuando la mayoría de carromatos
estuvieron alineados en lo que sería el
patio trasero, con el furgón vestidor muy
cerca de lo que sería la puerta trasera,
Stitches Goesle —sin dedicar ni una
mirada a la famosa torre, que se erguía a
poca distancia de allí— gritó a los
peones que empezaran a descargar la
tienda y el equipaje, a desenganchar y
alimentar a los caballos y a dar de
comer al león y al elefante. Florian se
quedó en el campo para ayudar a Goesle
a supervisar el montaje y ver por
primera vez la carpa ampliada. También
se quedó Carl Beck, para empezar la
instalación interior en cuanto pudiera.
Los artistas, en cambio, como el trabajo
pesado ya no era de su incumbencia,
tenían la tarde libre. Y Autumn, aunque
ya había trabajado varias veces en Pisa,
se fue alegremente para servir de guía a
Edge y a los compañeros —incluyendo a
Magpie Maggie Hag, Hannibal Tyree y
los tres Simms— que deseaban dar una
ojeada a la ciudad.
Pasearon hasta la carretera,
cruzando una puerta de la antigua
muralla, bajaron por una avenida de
adoquines, atravesaron dos o tres calles
más estrechas y salieron a la enorme
extensión de la Piazza dei Miracoli.
Miraron a su alrededor y la mayoría
quedaron deslumbrados. En un rincón de
la piazza estaba el cementerio judío; el
alto muro que lo circundaba era —en
opinión de Edge— singular por su gran
sencillez, porque las otras cuatro
estructuras del vasto prado exhibían más
columnas, arcos y pináculos de los que
había visto en toda su vida. Y,
ciertamente, nadie podía ver en ninguna
parte tantos al mismo tiempo como allí,
sólo paseando la mirada de izquierda a
derecha.
La inmensa catedral, además de
poseer gran profusión de columnas y
arcos, estaba adornada por franjas
horizontales de mármol blanco y negro,
que Edge comparó para sus adentros con
un pastel de chocolate y merengue. Las
mismas franjas se repetían en el enorme
baptisterio circular, a poca distancia de
la fachada de la catedral. Edge dijo a
Autumn que parecía otra cúpula —con
arcos, columnas y pináculos
ornamentales incluidos— procedente de
otra gran iglesia.
—A mí no me lo parece —sonrió
ella—. Fíjate, tiene un pequeño domo en
la parte superior, como un pezón.
Siempre pienso en el baptisterio como
el pecho desnudo y gigantesco de una
diosa pagana enterrada bajo toda esta
tierra sagrada del cristianismo.
La famosa Torre Inclinada tenía
también franjas de mármol blanco y
negro, con columnas y arcos alrededor
de cada una de las plantas, siete en total,
y del campanario. Edge había visto
grabados de esa torre desde sus clases
infantiles de geografía, pero el
campanile inclinado era mucho más
impresionante en la realidad que en
cualquier reproducción gráfica. «Esto sí
que podría ser el pastel de boda de un
titán», pensó. Otro titán celoso lo había
agarrado para darle un malicioso tirón y
ahora el pastel era dolorosamente alto y
cilíndrico hasta el campanario y parecía
estar a punto de caer de lado sobre la
mesa del banquete nupcial del titán.
Hannibal preguntó a Autumn:
—¿Cuándo creer que caerá, señora?
—Bueno, está así desde hace unos
seiscientos años —contestó ella—. No
creo que deba preocuparte estar cerca
en este momento. De todos modos, la
inclinación aumenta cada año en una
fracción de milímetro.
—Así que un día u otro se caerá —
dijo Clover Lee, muy seria.
—Un día u otro, sí, pero no hoy.
Nosotros tenemos demasiada suerte. —
Autumn miró de reojo a Edge, sonriendo
—. Florian, Zachary y yo estamos de
acuerdo en esto. ¿Quiere subir hasta
arriba alguno de vosotros? La vista es
espectacular, pero debo advertiros que
hay casi trescientos escalones.
—Al diablo con ella —dijo
Mullenax—. Hay un bar al otro lado de
aquella calle ancha. Os espero allí.
Fitzfarris dijo que él también iba y
Magpie Maggie Hag declaró que era
demasiado vieja y achacosa para hacer
montañismo. El resto pagó la entrada —
junto con un puñado de turistas, todos
italianos de otras partes del país— y
empezaron la ascensión. Edge, Yount y
otros subían con cautela, apoyándose en
la pared y casi poniendo una mano sobre
la otra, porque tenían la extraña
sensación de ser atraídos continua e
irresistiblemente hacia el lado inclinado
de la torre. Sólo aquellos cuyos actos y
vidas dependían de un infalible sentido
del equilibrio subían con agilidad y
seguridad.
Sin embargo, la vista desde el
balcón que circundaba el campanario
valía el pesado ascenso. Hacia el oeste
habrían podido ver el mar, y hacia el
sudoeste, divisar Livorno, de no haber
sido por el humo de la multitud de
chimeneas de Pisa. Al norte y al este se
veían montañas, una vista agradable
después de la llanura que acababan de
cruzar. Al sur se extendía ante ellos la
mayor parte de la ciudad de Pisa, cuyo
tamaño era dos veces mayor que el de
Livorno y que poseía muchos más
palacios, iglesias, torres y fortalezas.
En el balcón estaba apostado un
viejo profesor que, como si funcionara
por un mecanismo de relojería, recitaba
hechos y fechas sobre la Torre Pendente,
primero en italiano y después en inglés,
concluyendo con la información de que
«a fin de establecer las leyes de
velocidad y aceleración de los objetos
en su caída, Galileo Galilei dejó caer,
desde el lado inclinado de este mismo
balcón, balas de cañón y objetos menos
pesados…».
—Caray —murmuró Quincy,
mirando por encima de la baranda hacia
las figuras diminutas que se movían
sobre el césped de la plaza.
—Conque balas de cañón, ¿eh? —
dijo Yount, sonriendo, al oír hablar por
fin de un italiano con quien tenía algo en
común—. ¿Y las subía hasta aquí arriba
para lanzarlas? ¿Dónde podría encontrar
al tal Gali-Gali para estrecharle la
mano?
El profesor se limitó a pestañear y
Autumn rió:
—Probablemente en el cielo, Obie.
Hace más de doscientos años que está
muerto. Aunque bien mirado, quizá no lo
puedas encontrar allí. La Iglesia niega el
cielo a los hombres que son demasiado
fuertes.
—¡Vaya! —exclamó Yount,
desengañado.
—Para nosotras las mujeres puede
ser más interesante —prosiguió Autumn
— esa gran avenida que veis al este y
que es donde se encuentran las tiendas
más elegantes y modernas. Se prolonga
hasta el puente y aún más allá. Pero no
os arruinéis antes de llegar a Florencia,
donde…
Pimienta interrumpió:
—¡Oh!, el sol está a punto de
ponerse y creo que sería mejor bajar. —
Dirigió una mirada temerosa a sus
espaldas, hacia las siete grandes
campanas del campanario—. Si tocan el
Angelus, o lo que recen estos italianos,
nos quedaremos sordos para toda la
vida.
—No tema, signorina —dijo el viejo
profesor—. Las campanas no se han
tocado nunca desde que se colgaron
aquí. La vibración podría ser excesiva
para la Torre Pendente.
De todos modos, se fueron para
volver al circo antes de que
anocheciera. Todos dieron al anciano
unas monedas de propina y muchos de
ellos volvieron a las escaleras con una
sensación de temor y vértigo.
Encontraron a Fitzfarris, Mullenax y
Magpie Maggie Hag esperando en la
base de la torre, los tres con un aliento
fuertemente aromático.
Cuando se acercaban al Campo
Sportivo, Florian cruzó el hipódromo
para recibirlos y dijo con acento
cansado:
—Los hombres y yo aún tenemos un
rato de trabajo, así que cenaremos tarde.
Sin embargo, he salido para reservar
habitaciones en un hotel. Quizá queráis
llevar allí vuestro equipaje, refrescaras
y cenar a una hora decente. El hotel no
es tan magnífico como el Gran Duca,
pero sí cómodo. Se llama Contessa
Matilde. Volved a la primera esquina y
torced a la derecha.
—Vaya, todos nuestros hoteles
tienen nombres nobles, maldita sea —
dijo Yount—. Señorita Sarah, usted y
Clover Lee no tardarán en encontrar a
sus condes y duques en uno de ellos.
Sarah le dedicó una tibia sonrisa.
Todos veían por primera vez la carpa
transformada —mucho mayor y más
impresionante que nunca— y le dieron
toda la vuelta para observarla y
admirarla. Luego, la mayoría recogió
sus efectos personales y los colocó en
un carromato vacío.
Edge dijo a Autumn:
—Si me perdonas por dejarte sola
durante la cena, me gustaría quedarme y
familiarizarme con las nuevas
instalaciones.
—Claro, amor mío. Me llevaré tu
equipaje.
La carpa tenía la misma altura que
antes: unos diez metros y medio. Pero
ahora, con la adición de quince metros
de lona nueva entre las dos mitades de
la antigua tienda, era un magnífico óvalo
que medía trescientos diez metros de
punta a punta. Los postes centrales, el
viejo y el nuevo, sobresalían de los aros
de soporte a ambos lados de la franja
añadida. Esto había requerido algunas
alteraciones tanto en la lona antigua
como en la nueva… y aún se necesitaban
más. Dos peones estaban en la cúspide
de la tienda, cada uno apoyado en un
poste y ambos dando rápidas puntadas a
la lona y atando cuerdas alrededor de
los aros de soporte. Desde el suelo, Dai
Goesle daba instrucciones que
Aleksandr Banat, a su lado, traducía con
sonoros gritos.
Goesle vio a Edge observar el
trabajo y se detuvo para decirle:
—Cuando desmantelar esta tienda,
yo pedir a Florian y a ti, muchacho, un
día de tiempo. Querer extender en el
suelo toda la lona y pintarla. Fijarte en
ella: el remiendo ser patente, un trozo
tener color de lona nueva y otro de lona
vieja. Yo sugerir pintarla toda a rayas,
pero discutirlo después. En todo caso,
una capa fina de pintura al óleo mejorar
la resistencia de la tienda a la lluvia y
alargar su duración. Además, mandar a
ese chino artístico pintar el nombre del
circo, grande, muy grande, sobre la
marquesina. ¿Qué pensar de la
marquesina, Zachary?
En vez de dejar sin atar un panel
lateral a fin de poder apartarlo para
abrir la puerta principal, como se había
hecho hasta entonces, Goesle había
abierto y rematado dos cortes, a tres
metros de distancia uno de otro, en la
nueva lona central, desde el suelo hasta
una altura de dos metros y medio. Esa
tira de lona, levantada hacia atrás y
apoyada sobre dos estacas rayadas
nuevas, formaba un toldo parecido al
techo de un portal y era una entrada
mucho más atractiva. Edge se asomó y
vio una puerta similar en la parte
trasera, al fondo de la pista, que ahora
no tenía en medio un poste central que le
impidiera la vista.
Con objeto de hacer una especie de
avenida que indicara la puerta principal
al público, Goesle había levantado en el
lado izquierdo una plataforma de tablas
de un metro de altura, donde Fitzfarris
presentaría durante los intermedios el
espectáculo secundario, el juego del
ratón y su número de ventrílocuo. A la
derecha estaban aparcados en línea recta
el furgón rojo y el de la jaula. El
público encontraría primero la taquilla
del furgón rojo, después podría visitar
el museo en la parte trasera del mismo
furgón, luego pasar a echar una ojeada a
Maximus y por último entrar en la carpa
por debajo de la marquesina. Ambos
lados de la avenida estaban flanqueados
por las viejas antorchas de Roozeboom
para las funciones nocturnas.
—Pasa adentro, Zachary —dijo
Goesle—. Tú casi no reconocerla.
Tenía razón. Sin el poste, la pista
parecía medir mucho más de trece
metros. Los dos postes centrales estaban
cada uno a un metro de distancia del
bordillo, dejando mucho espacio para el
desfile de entrada y la apoteosis final.
El maestro velero Goesle y el montador
jefe Beck habían tendido vientos de
alambre desde lo alto de los postes
hacia los lados, a fin de sujetarlos bien,
y estos alambres desaparecían bajo las
graderías, bien asegurados a sendas
estacas y atornillados a nivel del suelo.
Matemáticamente la adición de la
lona central de quince metros debía
doblar también el aforo de la carpa y en
realidad así era. Las viejas graderías,
con los largueros asegurados ahora
sobre gatos de hierro, se curvaban en
torno a los extremos semicirculares de
la tienda, y las nuevas graderías de
Goesle cubrían las paredes rectas. Sin
embargo, quedaba mucho espacio
sobrante entre las graderías antiguas y
los postes centrales, y el maestro velero
no lo había desperdiciado, haciendo más
bancos y colocándolos todos al nivel de
la pista, para llenar el espacio. Las
lámparas reflectores de Roozeboom
estaban sujetas, a intervalos, a todos
estos bancos de primera fila.
—De momento —dijo Florian, que
supervisaba el trabajo del interior de la
carpa, aún no terminado— dejaremos
que los espectadores se disputen los
asientos de primera fila, corriendo o
luchando por ellos, pero Stitches
construirá pronto cómodas sillas
plegables, lo que en el circo se llama
asientos «de estrella», que ocuparán el
mejor espacio. Y podremos cobrar por
ellas un precio más alto que por lo que
llamamos los «blues», o los bancos de
la última fila.
Edge miró a su alrededor con un
poco de respeto, porque veía algo que le
recordaba los grabados de los antiguos y
vastos anfiteatros romanos. Por un
momento pensó que Goesle había
prolongado las graderías incluso por
delante de la puerta principal de la
carpa, pero entonces se dio cuenta de
que la construcción de madera que veía
allí, apoyada sobre gatos, era un estrado
para la banda, provisto de barandilla y
taburetes.
—Nuestro montador jefe casi ha
terminado de colgar la instalación —
dijo Florian, señalando arriba.
Edge levantó la vista y recordó que
en una ocasión había pensado que estar
dentro de la gran carpa era como estar
dentro de un globo parecido al
Saratoga. Ahora podía estar en el
interior de una catedral de lona, porque
el espacio de allí arriba era inmenso y
aireado y la carpa parecía mucho más
alta de lo que era en realidad. Los
vientos de alambre centelleaban al
converger sobre los postes centrales. El
poste viejo aún conservaba su botavara,
en un ligero ángulo sobre la pista. Un
peón colgaba de ella, sujetando una
polea y una tira para izar a Pimienta por
los cabellos. Florian le hacía señas para
transmitirle instrucciones sobre cómo
debía colocar la polea para que no se
enredara con el candelabro, que también
pendía en aquel lugar.
En el lado de la pista el nuevo poste
tenía una pequeña plataforma de madera
de la que colgaba hasta el suelo una
escalerilla de cuerda y Edge tardó unos
segundos en comprender que la
plataforma era el lugar de descanso de
Autumn. En aquel momento, Bum-bum
Beck estaba arrodillado en ella,
ajustando, junto con un eslovaco que se
hallaba en el otro poste central, los
tornillos y la tensión de la cuerda
tendida sobre el espacio de quince
metros que los separaba. Habían pintado
en el poste viejo un brillante punto
blanco que estaría al nivel de los ojos
de Autumn y que sería su guión. La
cuerda estaba exactamente a ocho
metros del suelo, pero a Edge se le
antojaba mucho más alta.
—La señorita Auburn es una artista
consumada —dijo Florian, aunque Edge
no había hablado—. Tiene los pies tan
seguros sobre la cuerda como sobre el
serrín de la pista. Y un artista quiere
lucirse al máximo en su trabajo. Amas a
esa jovencita, lo sé. Pero, Zachary, si
quieres que continúe enamorada de ti,
sigue mi consejo. No intentes ser su
guardián.
—Tiene razón —respondió Edge—.
Se me helará la sangre cada vez que
suba hasta allí, pero intentaré no
demostrarlo. Cambiando de tema, quiero
preguntarle algo. Como ahora no
tenemos un poste ni nada parecido en el
centro de la pista, ¿por qué cavan esos
hombres un gran agujero?
—Es una tumba —contestó Florian.
Edge le miró fijamente y preguntó,
incrédulo:
—¿Me dice que no me preocupe por
estas cosas y está esperando la muerte
de alguien?
—Alguien ha muerto ya. Creía que
no te darías cuenta.
—¿Qué?
—Ha sido un desgraciado accidente,
pero la víctima no era imprescindible.
¿Recuerdas a aquel holgazán inútil
llamado Sandov? Cuando desenrollamos
una pieza de lona durante el montaje,
salió rodando de dentro, completamente
rígido. Podríamos haberle usado como
gato de un larguero.
—Director, esto no me huele a
accidente.
No tiene una sola marca en el
cuerpo. Simplemente le enrollaron
mientras hacía la siesta y se asfixió.
—Esta historia me parece un poco
extraña. ¿Cómo podían dejar de verle
sus compañeros sobre la lona que
estaban enrollando?
—Ejem. Deja que te lo explique,
Zacharv. Accidentes idénticos han
ocurrido muchas veces… durante
muchos desmantelamientos… en muchos
circos. Prefiero atribuir a una
coincidencia el hecho de que siempre
suceda a una persona desagradable e
inútil. Sin embargo, te ruego que no
menciones a nadie este incidente. Creo
que ninguno de los artistas se ha tomado
nunca la molestia de contar a los peones
y, desde luego, nadie sabría
diferenciarlos uno de otro.
Edge meneó la cabeza con expresión
sombría.
—Claro que no diré nada. Diablos,
¿quién soy yo para armar revuelo porque
alguien ha muerto, merecida o
inmerecidamente?
—Pero recuérdame cuando
lleguemos al hotel que rompa el
salvoconducto de ese hombre —dijo
Florian—, por si acaso una autoridad
oficiosa exige la comparación de
documentos y sus titulares.
Así pues, cuando Florian, Edge,
Beck y Goesle fueron por fin al hotel
Contessa Matilde, donde eran los únicos
comensales a aquella hora y algunos
otros miembros del circo se sentaron
con ellos para acompañarlos, el único
tema del que se habló fue la obertura
musical del circo.
—Lo he intentado una y otra vez,
director —dijo Autumn—, pero debo
confesar que no puedo adaptar una letra
italiana a su melodía habitual de Sed
alegres con Dios. De todos modos, se
trata de una canción inglesa antigua y no
muchos auditorios del continente la
reconocerán siquiera. Así que he
consultado al director de orquesta Beck
—el aludido asintió gravemente— y,
con su permiso, nos gustaría usar
Greensleeves, que también es inglesa,
pero conocida y amada en todo el
mundo.
—Es cierto —convino Paprika—.
La he oído tocar con címbalos en
Hungría.
—Es una iniciativa digna de elogio,
mi querida Autumn —aprobó Florian—,
pero, ¿no es demasiado melosa para una
obertura?
—No, señor. Nuestro inteligente
director de orquesta ha hecho un arreglo
muy alegre y animado de la melodía —
Beck adoptó una expresión modesta— y
yo he escrito la letra nueva, no tan cursi
y sentimental. —Alargó un pedazo de
papel por encima de la mesa—. No
pretendo que sea Los maestros cantores,
pero sí lo bastante sencilla para que
todos puedan aprender las palabras de
memoria.
Florian, masticando, paseó la mirada
por el pequeño cuarteto escrito en
italiano, marcando el compás de
Greensleeves con el cuchillo y el
tenedor, y luego dejó los cubiertos y
aplaudió.
—Un buen trabajo, querida.
Reuniremos a la compañía y la orquesta
la ensayará por la mañana. Repito,
Zachary, que encontraste una verdadera
joya con esta jovencita. Te ruego que la
trates con ternura.
—Lo intento —respondió Edge, un
poco triste, pensando en la altura de la
cuerda.
5
La pista de la carpa era de nuevo un
círculo de serrín liso e impecable
cuando el Florilegio se preparaba para
empezar su primera función en Pisa.
Magpie Maggie Hag, en una especie de
movimiento continuo, vendía entradas en
la taquilla del furgón rojo, cobraba lire
y centesimi y devolvía el cambio —o la
mayor parte de él—, y la gente que
entraba apenas echaba una ojeada al
museo o al león en sus prisas por ocupar
los mejores asientos. La carpa no tardó
en llenarse, desde las primeras filas
hasta las últimas gradas. Cuando Banat
dejó caer la lona de la marquesina para
cerrar la puerta principal, informó a
Florian, con un marcial saludo que él
consideraba confederado:
—He recogido casi mil entradas.
—¡Viva! —exclamó Pimienta al
oírlo—. Pronto seremos ricos como
Cresos.
Florian soltó una carcajada.
—Entonces, irlandesa, no hagamos
esperar a la buena gente de Pisa. Vete al
patio trasero, que va a empezar el
desfile.
Dirigía ahora la gran entrada y
cabalgata el elefante Brutus, por lo que
Abdullah, sentado sobre sus lomos,
podía añadir su trombón desde el mismo
principio a la música de la orquesta.
Excepto el elefante, los caballos y los
terriers saltarines, todos los
participantes del desfile cantaron la
letra de Autumn para la alegre versión
de Greensleeves compuesta por Beck:
Circo-o è allegro!
Circo-o è squisito!
Circo ha cuore d’oro,
E benvenuto a-al Circo!
Como había dicho Autumn, todo el
público conocía la melodía. Cuando la
cabalgata daba la tercera vuelta al
perímetro de la pista, la multitud
también había aprendido la letra y la
cantaba con un estruendo que casi
dominaba los máximos esfuerzos de los
músicos.
Florian y Edge habían reorganizado
el programa, de modo que ahora los
caballos en libertad ya participaban en
el desfile con sus plumas, lentejuelas y
mantas de borlas, y el coronel Ramrod
podía hacerlos volver a la pista mientras
el resto de la cabalgata salía por la
puerta trasera. La banda entonó
suavemente Trueno y rayo y, obedientes
al látigo, los caballos iniciaron su
rutina. Edge estaba muy contento de que
en aquella primera función con la
instalación nueva, Autumn no subiría allí
arriba hasta el final del espectáculo. No
cabía duda de que estaría muy nervioso
mientras la contemplase, pero al menos
no lo estaría tanto antes de ejecutar su
número de los caballos en libertad o su
posterior tiro al blanco y aún más
posterior volteo como Buckskin Billy.
Cuando el elefante entró de nuevo,
tras la salida de los caballos, caminando
majestuosamente. Abdullah entonó con
solemnidad en su trombón la Batalla de
los hunos. La banda tocó una música
más rápida —una mezcla de oberturas
de Von Suppé—, mientras Brutus
ejecutaba varios números en solitario.
La competencia de fuerza con
voluntarios había sido eliminada. En su
lugar, Lunes, Quincy y los tres chinos
entraron en la pista dando saltos
mortales, llamaron a Brutus al trampolín
y, mientras el elefante se columpiaba
tranquilamente, hicieron sus poses y
pirámides y saltaron sobre sus lomos.
Cuando Brutus salió, llevando a cuestas
a Abdullah y los Simms, los chinos se
quedaron en la pista para su actuación
de antipodistas con el incongruente
acompañamiento de frenéticas danzas
rusas de Glinka. Después, Pimienta y
Paprika ejecutaron su número de la
pértiga, acompañadas por una rapsodia
húngara de Liszt.
La banda enmudeció mientras
Florian reclamaba con halagos la bajada
de las graderías de la bisnonna
Filomena Fioretto y la presentó con el
floreo habitual. Sarah ya había
aprendido de memoria la frase de
agradecimiento en italiano cuando
regalaban a la anciana el pastelito y la
vela, y también su asombrosa petición
de un paseo a caballo en su cumpleaños.
La pronunció, al ritmo suave de Porque
es una chica excelente, con una voz
quebrada y trémula que sirvió para
ocultar las deficiencias de su
pronunciación.
Cuando el caballo empezó a trotar
con la anciana, el número resultó más
espectacular que nunca —muchas
espectadoras llegaron a desmayarse—, y
los atronadores aplausos, exclamaciones
de alivio y carcajadas fueron aún
mayores cuando Filomena se puso en pie
sobre la grupa del caballo y se quitó
todas las prendas negras de abuela para
aparecer como Madame Solitaire. Por
primera vez en mucho tiempo, Jules
Rouleau, sentado sobre la tina cerca de
la puerta trasera, cantó de nuevo:
«Cuando, sentado en el circo, la
contemplé dar vueltas…» Cuando Sarah
hubo recibido sus aplausos, fue,
secándose con una toalla, a felicitar a
Rouleau por haber vuelto al circo
después de su largo confinamiento. La
banda empezó a tocar El tilburí irlandés
y Pimienta subió a las alturas para
colgarse de la cabellera. Sarah todavía
hablaba con Rouleau cuando alguien la
hizo girar de repente y la besó en la
boca.
—Pompás! ¡Magnífico! —gritó
Paprika, abrazándola con fuerza.
—No es… no es la primera vez que
ves el número —dijo Sarah, sin aliento.
—Ah, pero tu voz, tus frases
italianas de hoy. ¡Casi he creído que
todo era real! Eres öszintén müvészi.
¿Se dice en inglés que eres una maestra
en tu arte?
—Bueno, ejem… murmuro Sarah,
pero Paprika empezó a besarla otra vez,
larga y apasionadamente, mientras
Rouleau las miraba arqueando una ceja.
También las observaban desde
arriba, como vio Sarah cuando por fin se
desasió del abrazo. Paprika siguió su
mirada y sonrió burlonamente hacia
arriba. Pimienta, quieta y rígida en el
aire, tenía clavados en ella sus verdes
ojos glaciales, con aquel rictus sonriente
en el rostro, forzado por la tirantez del
cabello. Beck añadía desesperados
trinos y floreos a El tilburí irlandés, a
la espera de que ella iniciara su
actuación. Pimienta no lo hizo hasta que
Paprika y Sarah desaparecieron por la
puerta trasera. Entonces se entregó con
tal frenesí a sus giros, volteos y
oscilaciones, que Beck tuvo que poner a
El tilburí irlandés a un galope tendido.
Tarde, aquella noche, en el comedor
del Contessa Matilde, la mayoría de
artistas del circo hablaron con alegría,
en sus mesas respectivas, sobre el éxito
de sus actuaciones y la mayor
comodidad con que podían trabajar en la
despejada pista nueva, acompañados
por música apropiada y ante el
entendido público de Pisa. Pero
Pimienta y Paprika se hallaban en mesas
diferentes y Sarah en otra, hablando muy
poco y comiendo todavía menos.
Tampoco Edge tenía mucho apetito,
aunque estaba al lado de Autumn, quien
se sentía contenta y excitada por los
triunfos del día como cualquiera de los
otros artistas. Su número de la cuerda
floja había recibido una gran ovación,
con el público puesto en pie, tanto en la
función de tarde como en la de la noche,
y ahora intentaba convencer a Edge de
que su volteo a caballo era, de hecho,
mucho más peligroso que su propio
número.
—Tengo que desviar la mirada,
Zachary, cuando te deslizas de la silla
de un caballo al galope, pasas por
debajo de su vientre, entre las rápidas
patas, y subes a la silla por el otro lado.
Esto no tranquilizó mucho a Edge.
Auburn se veía muy diminuta, frágil y
vulnerable allí arriba, bajo el techo de
la carpa, realizando proezas que le
quitaban el aliento, incluso cuando las
hacía a sólo dos metros y medio del
suelo. Su única esperanza era dominar
con el tiempo esa ansiedad que le
secaba la boca y le humedecía las
palmas cada vez que la veía a tan gran
altura.

Mucho más tarde aquella misma noche,


Jules Rouleau estaba a punto de
quedarse dormido cuando la puerta de
su dormitorio se abrió con suavidad y
alguien entró en la habitación casi a
oscuras.
—Qu’est-ce que c’est? —murmuró
—. No puede ser otro masaje a esta
hora.
—No soy Maggie, soy yo, Sarah,
Necesito tu ayuda, Jules.
—Qu’est-ce que c’est? —preguntó
él de nuevo, pero ahora despierto del
todo y sobresaltado.
A la luz difusa que se proyectaba en
la habitación desde el patio de la
cocina, donde las fregonas aún
continuaban su trabajo, Rouleau pudo
ver que Sarah se estaba desnudando.
Oyó que le decía, con voz temblorosa:
—Ya… ya has visto cómo me ha
besado Paprika. No el beso rápido
habitual, sino un beso de… de amante.
—Chérie —dijo él, incorporándose
en la cama y con voz también un poco
trémula, mientras ella continuaba
desnudándose. No has podido engañarte
en cuanto a la naturaleza de esas dos
flagrantes marimachos.
—No, pero Paprika me corteja
últimamente. Y cuando me ha besado
hoy… casi, no, sin casi, me ha gustado.
Me ha excitado.
—Esto puede ocurrir —dijo
Rouleau con toda la sangre fria de que
fue capaz—. Pero ¿por qué acudes a mí?
¿Por qué te estás quitando la…?
—Jules, necesito a un hombre. Sólo
para probarme que no soy un
marimacho, Te lo ruego, Jules… Ya
desnuda, se deslizó bajo las sábanas, a
su lado.
Rouleau se apartó, diciendo, casi
con pánico:
—Chérie, me pones en un aprieto.
Sabes desde hace tiempo que soy, a mi
modo, igual que Pimienta y Paprika al
suyo.
—Por lo menos, tienes… un cuerpo
masculino. ¡Por favor, Jules!
—Para mí sería… repugnante, no tú,
ya me comprendes, querida Sarah…
sino el acto en sí. Hay otros hombres en
el espectáculo, varones masculinos, que
gozarían complaciéndote…
—He perdido a Zachary y Florian
está absorto en sus cosas y cualquier
otro hombre se jactaría, alardearía y se
iría de la lengua. Tú eres un viejo
amigo. Hazlo una sola vez, por amistad.
—Sencillamente, no puedo, Sarah.
Sabes que por ti haría cualquier cosa
que estuviera en mi poder. Pero esto no
lo está.
Ella pensó un momento y luego
sugirió con timidez:
—¿No podrías fingir… fingir que
soy un muchacho? —Le dio la espalda y
se acercó mucho a él. Rouleau gimió
ligeramente, bajó la cabeza de la
almohada para adaptar su cuerpo al de
ella y la rodeó con sus brazos… pero
sólo la cintura, con mucho cuidado de no
tocar nada palpablemente femenino—.
Ahora —añadió Sarah en voz baja—,
intenta imaginar que soy… el que tú
prefieras. —Alargó la mano hacia atrás
para tocarle, pero él se apartó.
—No hagas eso, por favor. Es
demasiado evidente que se trata de una
mano femenina. No hables siquiera.
Intentaré…
Exceptuando un crujido de la cama,
en la habitación no se oyó nada durante
largo rato. Sarah, con pequeños
movimientos de las nalgas, intentó
excitar a Rouleau para que su miembro
dejara de estar fláccido, pero sólo notó
que empezaba a sudar.
Por fin él rompió el silencio:
—Es inútil, Sarah. Lo siento, lo
siento mucho, pero…
—Tal vez, si hiciera esto… —dijo
ella, deslizándose hacia abajo. Su voz
sonó ahogada bajo la sábana cuando
añadió—: Los muchachos lo hacen,
¿verdad?
Rouleau volvió a gemir débilmente,
pero dejó que lo intentara. Y ella lo
intentó, con pasión, energía, pericia y
paciencia, pero en vano.
—Je suis désolé, Sarah. Es inútil.
Al cabo de un momento, todavía
bajo la sábana, murmuró ella, en tono
humilde:
—¿Podrías… podrías hacérmelo a
mí?
—¡No! —exclamó él, apartándose
con violencia—. Esto no puedo ni
intentarlo. Lo siento, Sarah, pero estoy
seguro de que vomitaría. Te sentirías
más rejetée que nunca.
Como un animal herido, ella salió de
entre las sábanas y apoyó la cabeza en la
otra almohada.
—¿Me abrazas un rato, entonces?
Nada más. Sólo abrázame hasta que nos
quedemos dormidos.
Él lo hizo, aunque todavía nervioso,
sin tocar ningún lugar femenino. La
habitación ya estaba completamente a
oscuras, pues las pinches habían
terminado de fregar y apagado todas las
luces, pero Sarah no dormía. Aún tenía
los ojos abiertos cuando la oscuridad se
aclaró un poco hacia el amanecer y
empezó de nuevo el ruido de ollas y
sartenes con el regreso de las cocineras
para preparar el desayuno. Los brazos
de Rouleau seguían rodeándola, así que
ella, por consideración, no se movió
hasta que él estuvo despierto, lo cual
sucedió a hora muy avanzada de la
mañana.
Por eso Clover Lee, mientras
llenaba su plato ante el bien provisto
aparador del comedor, preguntó
ingenuamente a Florian:
—Mi madre no ha dormido esta
noche en nuestra habitación. ¿Ha estado
con usted?
—Ejem… no —respondió Florian
—. Esta noche, no.
La pregunta le había cogido
desprevenido, de lo contrario, la habría
eludido, pues Pimienta y Paprika se
hallaban a su lado ante el aparador.
Pimienta se encaró con Paprika, con
el rostro contraído, pero Paprika dijo:
—Sabes dónde estaba yo. En nuestra
habitación y en nuestra cama.
¿Recuerdas? Nos besamos e hicimos las
paces. Cinco o seis veces y de modo
muy agradable, por cierto.
Con diplomacia, Florian y Clover
Lee se dirigieron a una mesa alejada.
Pimienta dijo con voz firme:
—Y tú sabes muy bien, maldita sea,
lo profundamente que duermo después.
¡Podrías haber ido a cualquier parte,
coqueta!
—No hagas una escena ridícula,
kedvesem. Yo no merodeo en plena…
—¡No, claro, tú merodeas en torno a
ella a plena luz del día! Pero
preguntémoselo a ella misma. Aquí está
esa ramera.
Sarah entraba en el comedor,
despeinada y con los ojos enrojecidos.
Pimienta le salió al encuentro y
preguntó:
—¿Dónde has dormido, ya que no
donde debías?
—¡No es un maldito asunto tuyo! —
replicó Sarah, sorteándola.
Pimienta silbó, apretó los dientes, se
volvió y lanzó su plato, nadie supo si a
Sarah o a Paprika, porque no dio en el
blanco. Un inocente viajante milanés,
que sólo tomaba un desayuno continental
de panino con mantequilla, marmellata
y café, se encontró con la falda llena de
salchichas calientes y huevos revueltos.
Se levantó de un salto, gritando: Fregna!
Sono fottuto!, pero Pimienta ya había
salido del comedor a grandes zancadas.
No se la volvió a ver —y Paprika
buscó por todas partes— hasta que la
banda afinaba los instrumentos para la
función de la tarde. Entonces Pimienta y
Yount llegaron paseando al Campo
Sportivo, cogidos del brazo, entre la
multitud que se movía en todas
direcciones. Yount tenía la cara y la
calva cubiertas de rubor y la barba un
poco hirsuta. Pimienta ya no estaba
furiosa, sino serena, y el corpiño de su
vestido de calle verde llevaba los
botones ramal abrochados.
—¡Pim! —gritó Paprika, como en un
sollozo—. ¡Date prisa! Tenemos otro
lleno. Apenas tienes tiempo de
cambiarte para la cabalgata.
—Calma, calma —dijo Pimienta, en
tono casual—. Ya me estoy
acostumbrando a vestirme y desnudarme
en un santiamén. ¿Verdad, cariñín? —
Miró con adoración a Yount.
Este enrojeció aún más y contestó:
—Bueno, supongo que la
puntualidad es digna de elogio en una
mujer.
—Pues, sí, yo siempre me he corrido
de prisa. Y a menudo —dijo Pimienta,
mientras Paprika la miraba, horrorizada
—. Obie, macushla, ¿quieres entrar
antes que yo en el vestidor?
—No es necesario, señorita
Pimienta. Sólo he de quitarme esta ropa.
Llevo debajo la piel de leopardo del
Hacedor de Terremotos…
—Ah, sí, lo olvidaba. —Y Pimienta
rió con lascivia—. Muy bien. Adiós,
amor mío, hasta la próxima vez.
Yount se fue dando trompicones, casi
como borracho, y Pimienta subió con
agilidad los peldaños del furgón
vestidor. Paprika la siguió.
—Sólo lo has dicho para burlarte y
atormentarme, ¿verdad, Pim? Todo han
sido színlelés… mentiras… ¿verdad?
Pimienta murmuró, pero hablando
consigo misma:
—Vaya, fíjate en esto. ¿Habré
venido mal abrochada desde el hotel?
—Empezó a desabrocharse.
—¡Pim! Dime que nada es verdad…
sobre ti y ese buey estúpido. Por fin,
Pimienta la miró a la cara.
—No, te contaré en cambio una
vieja historia transmitida por los
hojalateros. Un tipo va a ver a Biddy
Early y pide a la bruja un talismán que
obligue a su bonita esposa a guardarle
fidelidad. Biddy le contesta que ya lo
tiene. El tipo pregunta: «¿Qué es?» «Es
un anillo mágico, muchacho». El tipo
pregunta: «¿Dónde está?» La vieja
Biddy dice: «Entre las piernas de tu
mujer. Mientras mantengas el dedo en
ese anillo, no te pondrá nunca cuernos».
—Oh, Pimienta, querida mía, yo no
he sido infiel. Sólo he coqueteado, y
nunca con un hombre, nunca desde que
te conozco.
—¿Te digo entonces —replicó
Pimienta, quitándose la última prenda
con sensual lentitud— lo que te has
perdido?
—¡Pim, no lo has hecho! —Silencio
—. ¿Lo has hecho?
Silencio, mientras Pimienta se ponía
sinuosamente los ceñidos leotardos de
color carne.
—Sólo le has provocado —dijo con
esperanza Paprika—. Quizá le has
dejado acariciar el terciopelo…
Silencio, con una sonrisa ausente y
evocadora.
—Te lo ruego, Pim —se desesperó
Paprika—, ¡no digas que le has dejado
enhebrar la aguja!
—Una y otra vez. No en vano le
llaman el Hacedor de Terremotos.
Ahora Paprika se echó a llorar.
—Juraste que nunca…
—Vamos, no te pongas histérica. No
ha sido tan terrible como la primera y
única vez que un hombre me violó. Ya te
conté que mi tío Pete Robie me subió la
bata de colegiala hasta la cabeza y me
ensartó como a un pollo, por el agujero
equivocado, además, tan bruto era. Pero
ahora creo que con mi querido Obie
podría incluso preferir la manera normal
de hacerlo. —Y salió del furgón,
dejando a Paprika hecha un mar de
lágrimas.
Por esta causa Paprika, avergonzada
de mostrar su rostro hinchado, su
maquillaje corrido y su aspecto
deplorable en general, faltó a la gran
entrada y en consecuencia recibió una
severa reprimenda por parte de Florian
y otra más tarde por ejecutar su número
de la pértiga con la rigidez de un
autómata.

Cuando el público de la tarde se


dispersó a la hora del crepúsculo, la
mayoría de artistas y ayudantes se
dedicaron al cuidado de su equipo,
utilería y animales, y Autumn dijo a
Edge:
—¿Quieres venir conmigo, Zachary?
Herr Beck está revisando mi aparejo
para un ensayo y me gustaría enseñarte
algo.
Entró con ella en la carpa. En el
estrado de la banda, Dai Goesle
colocaba unos faroles que había
comprado aquella mañana en una tienda
de Lungarno. Ninguno de los músicos
los necesitaba, ya que ninguno, excepto
Bum-bum Beck, sabía leer música, con o
sin luz. Sin embargo, Magpie Maggie
Hag había creado para el director de
orquesta un uniforme que le daba
aspecto de mariscal de campo y que
Beck deseaba que fuera bien visible. Él
ya lo era en aquel momento, pero
vestido de faena. Con ayuda de dos
eslovacos había desconectado del poste
central, marcado con el guión, el
extremo más lejano de la cuerda de
Autumn, a fin de bajarla hasta formar un
ángulo con la pista, y ahora sujetaban
dicho extremo a una gruesa estaca.
—Haré ensayar a Domingo y Lunes
el ascenso inclinado —explicó Autumn
—, pues deben estar listas para su debut
cuando lleguemos a Florencia. Pero lo
que quería enseñarte… Bueno, cada vez
que miro hacia abajo cuando estoy
arriba en la cuerda, te veo observarme,
muy pálido y tenso. Creía que tal vez, si
subes conmigo a la plataforma —señaló
la escalera de cuerda—, disminuirán un
poco tus aprensiones.
—Muy bien. Es posible.
—Pues, adelante. Yo te seguiré.
Como el último de los patanes, Edge
empezó a subir la escala de cuerda
como si fuese una escalera normal de
madera. Pero en cuanto puso las dos
manos y los dos pies en los peldaños, la
escala se inclinó de repente hacia
afuera, de modo que él quedó colgando
casi en posición horizontal. Se encontró
inmovilizado, incapaz de proseguir,
como si subiera por el lado interior de
una escalera corriente.
Autumn se rió con tolerancia y dijo:
—No, así no. Hay un truco. Baja y te
lo enseñaré. —Él obedeció,
avergonzado, y miró cómo lo hacía ella
—. En realidad, se sube por el lado. ¿Lo
ves? Con la cuerda contra el cuerpo y
las manos y los pies en los peldaños,
pero uno en cada lado. —Trepó con la
rapidez y agilidad de un mono, aunque
no se parecía en absoluto a un mono en
ningún otro aspecto—. Ahora pruébalo
—gritó desde la plataforma.
Edge subió, aunque despacio y
torpemente, con la impresión de que su
peso se había doblado de improviso.
Estaba tan atento en colocar las manos y
los pies de forma alterna en los
peldaños, que no miró hacia abajo hasta
que estuvo junto a Autumn en la
minúscula plataforma, y casi sintió
vértigo. Con las manos agarradas al
poste central que tenía detrás, exclamó:
—¡Por Dios, mujer! ¡Es como mirar
desde el puente Natural! Parece mucho
más alto desde aquí que desde abajo y
ya era bastante terrible desde la pista.
—Vaya, y yo pensaba que esto
eliminaría tus preocupaciones.
—Y mira hacia allí —dijo él,
impresionado. Has de cruzar el vacío
entre aquí y el otro poste, donde está la
marca blanca. ¡Parece ancho como el
Mississippi!
—No tengo que hacerlo. Lo hago
porque estoy dotada para ello. Porque es
lo que hago mejor.
—Esto es Uso —replicó Edge, un
poco más relajado—. Puedo enumerarte
una serie de cosas que haces…
—¡Zachary!
—Es verdad. Está bien, me has
traído aquí arriba y he mirado y aún no
puedo prometer que me acostumbraré
algún día a que trabajes a esta altura.
Sólo me preocupa porque te amo, pero,
como dices, es tu trabajo y tu arte.
—Y mi placer. Aquí arriba, en
especial cuando el público y la banda
enmudecen y se quedan en suspenso, no
pienso en el peligro o la altura o la
necesidad de precisión y cautela. Mi
cuerpo sigue trabajando, mientras yo
sólo escucho. Aquí arriba todo es un
dulce murmullo. Escucha tú también,
Zachary. ¿Lo oyes? La lona sobre
nuestras cabezas cruje suavemente, los
alambres murmuran, incluso el poste
central vibra como si cantara…
—Autumn, te quiero demasiado para
dejar que mi preocupación te preocupe.
Demasiado para hacer cualquier cosa
que pueda suponer un obstáculo o un
impedimento para ti. De modo que nunca
lo haré. Ninguna condición, ninguna
prohibición, ninguna intromisión.
—Eres un amante considerado.
Quizá es por esto que yo también te
quiero.
—En este momento soy un amante un
poco mareado. ¿Bajo del mismo modo
que he subido?
—Igual. Con los pies y las manos a
ambos lados de la cuerda.
Cuando hubieron bajado y Autumn
se fue a cambiar de ropa para ensayar,
Edge permaneció en la carpa, y en
cuanto se quedo solo con los eslovacos,
subió y bajó la escalera de cuerda
varias veces Decidió que nunca lo haría
con la agilidad de un mono, pero al
menos ahora no la subía y bajaba como
un viejo temeroso y débil.
Fuera, en el patio delantero, Paprika
encontró a Sarah paseando cerca del
lugar donde Florian hablaba con un
elegante desconocido.
—Sarah, kedvesem —dijo Paprika
—, Pimienta y yo hemos llegado a una
separación definitiva. Ya ocupo otra
habitación en el hotel. Quizá pueda
persuadirte ahora…
—¡Calla! —dijo Sarah, irritada—.
Florian tiene un visitante distinguido.
Estoy tratando de oír lo que dicen.
El desconocido decía:
—… mi hermano mayor es, por
supuesto, il direttore, pero yo soy el que
habla inglés. Y hemos dado por sentado,
al ver sus affisi, «Circo Americano
Confederado», que ustedes eran
americanos.
—Su visita me honra, signore.
Durante mi primera estancia en Europa,
nunca tuve la suerte de encontrarme con
su circo ni con nadie de su familia.
Podemos hablar en italiano, si lo
prefiere.
—No, no, sta bene. Necesito
practicar el inglés. Me ha gustado su
espectáculo, signor Florian. Pequeño
pero bien organizado y pieno di energia,
¿cómo se dice?, ¿lleno de brío?
—Aquí viene nuestro director
ecuestre, signore —dijo Florian cuando
Edge se unió a ellos—. Y también
nuestro tiratore y jinete de volteo, como
ya ha visto. ¿Puedo presentarlos? Signor
Orfei, coronel Edge. —Los dos hombres
se inclinaron y estrecharon las manos.
Florian continuó—: La visita de un
miembro de la famosa familia Orfei es
suficiente cumplido. Si además nos
elogia, el cumplido es mucho mayor.
—A uno le gusta pesare —dijo el
visitante—, ¿sopesar, dicen ustedes?, a
la competencia.
—Ahora nos halaga —contestó
Florian—. No podernos hacer la
competencia al Circo Orfei. Su circo
debe de ser el más antiguo de los que
subsisten en Europa.
—Creemos que sí. Hace más de
ciento treinta años que un Orfei, era un
monsignore de la Santa Iglesia, ¿se lo
imagina?, se enamoró de una gitana,
renunció a sus votos, colgó los hábitos y
se fugó con ella. Por los caminos, él
tocaba la flauta y ella bailaba por unas
pocas monedas. Hasta que se les unieron
otros vagabundos. Pero durante muchas
décadas, signor Florian, el Circo Orfei
fue una caravana de gitanos, mucho
menor que la suya.
—Una historia aleccionadora,
signore —dijo Florian—. Y se lo
advierto, espero emular el crecimiento y
éxito del Orfei.
—Le deseo buona fortuna. Algunos
propietarios de circo temen y luchan
contra la competencia. Personalmente,
creo que cuantos más y mejores circos
haya, tantos mas deseará ver la gente
para admirar, disfrutar y comparar. Le
aseguro que no he venido aquí para
disuadirle de competir. Ahora nosotros
trabajamos en Lucca, a diecinueve
kilómetros de aquí, de modo que he
venido a hacer una visita de cortesía a
un colega.
—¿Le gustar echar una ojeada al
circo? Al coronel y a mí nos complacerá
acompañarle.
—Grazie, pero ya he dado una
vuelta, sconosciuto. Así se ve todo
mejor. Y, como es natural, he observado
inmediatamente algo extraño. No tienen
teloni del giro.
Florian tradujo para Edge:
—Una valla alta en torno al recinto.
—Y dijo a Orfei—: Conozco la
costumbre europea de vallar el terreno
del circo para tapar la vista a los
curiosos. En realidad esto sería más útil
en América, donde los nativos son
incurablemente fisgones. Aquí en
Europa, la gente es más educada y no
escudriña en la intimidad de un patio
trasero. Si algún día encuentro
conveniente una valla, la haré construir.
Pero hay muchas más cosas que tienen
prioridad.
—Senz’altro. Si capisce. —Orfei
apoyó las manos en el puño de marfil de
su bastón de ébano—. Ya que estoy aquí,
signori, ¿puedo hacer una pregunta? Su
funámbula, la signorina Autumn, ha
hecho una solicitud para incorporarse al
Circo Orfei. Yo nunca los privaría de su
mejor número. Sin embargo, si la
signorina todavía desea…
Edge se puso rígido, pero Florian
habló primero.
—Creo que no, signore. El hecho es
que ella y el coronel Edge aquí presente
son… ejem… una pareja como la de su
antepasado apóstata y su amante gitana.
—Pero no es de mi propiedad —
dijo Edge—. Puede usted hablar con
ella, y en privado.
—¡No! ¡Nunca! Coronello, soy
italiano. Le exhorto a que recuerde a
Romeo e Giulietta, Dante e Beatrice,
monsignore Orfei e la zingara.
¿Interferir en un asunto amoroso? ¡Nunca
podría volver a ir con la cabeza alta en
Italia!
—Muy agradecido —murmuró Edge.
—En realidad, signori, nuestro
programa ya está un poco sobrecargado.
Mi hermano mayor es a veces
demasiado entusiasta contratando y
demasiado sentimental para despedir a
nadie. Pero el contrato de uno de
nuestros mejores trapecistas expirará
pronto, y creo que debería cambiar de
circo.
—A mí me complacería muchísimo
tener un número de trapecio —dijo
Florian—, pero carecemos de la utilería
necesaria.
—Maurice LeVie (un francés, pero
que también habla italiano e inglés)
posee su propia utilería. Niquelada.
Muy bonita. Y también su propio caballo
y furgón para el transporte.
Florian silbó, admirado.
—¿Podría yo pagarlo?
—Cobra ciento cincuenta liras
semanales.
Florian silbó de nuevo, con menos
admiración.
—Treinta dólares. Es el doble de lo
que pago a mi director ecuestre.
—No se preocupe por esto —dijo
Edge—. Un buen número de trapecio
vale esto y más para nosotros. Y no me
quejaré de que cobre un sueldo mayor
que el mío. He estado una vez en la
cúspide de la tienda y jamás haría
cabriolas allí arriba por cualquier
cantidad de dinero.
—Tal vez, signori —dijo Orfei,
ustedes y otros miembros de su
compañía honrarán nuestro espectáculo
con su visita en Lucca. Maurice cierra la
primera mitad de nuestro programa,
antes del intervallo. Pueden verle
trabajar, juzgar su mérito y volver aquí,
todo en un solo día.
—Muy buena idea —respondió
Florian—. Dispondremos de una
jornada de descanso aquí, al término de
nuestra estancia, para hacer algunas
compras. Gracias por la invitación,
signor Orfei. El coronel y yo, y nuestro
director del espectáculo
complementario, le veremos en Lucca.

La estancia del Florilegio en Pisa duró


sólo diez días, pero no fue en absoluto
lo que Florian hubiese llamado en
Estados Unidos un lleno diario o una
bianca en Italia, sino una serie de
funciones en un circo atestado, a menudo
sin cabida para todo el público. Por lo
visto acudieron todos los residentes de
Pisa y todos los turistas y viajeros de
paso en la ciudad, pero con el
considerable aumento de capacidad de
la carpa diez días bastaron para
acogerlos a todos. Durante este período,
el circo no sufrió accidentes ni luchas
internas, aunque todos advirtieron que
Sarah evitaba la compañía de Paprika y
que ésta y Pimienta se evitaban
mutuamente, salvo cuando era necesario
estar juntas en las representaciones.
Cuando en la función nocturna del
décimo día en Pisa sólo se vendieron
dos terceras partes de las localidades —
en su mayoría, según el portero Banat, a
personas que ya habían acudido una vez
—, Florian dio la orden de desmantelar
la carpa aquella misma noche.
A primera hora de la mañana
siguiente, toda la lona estaba extendida
sobre el óvalo de hierba, ahora marrón,
pisoteado y salpicado de serrín.
Stitches, descalzo y agachado, iba
trazando sobre la lona rayas de tiza para
guiar a los pintores eslovacos, también
descalzos, que esperaban con cubos de
los colores elegidos: verde y blanco.
—Sólo uso la pintura más fluida
posible —anunció Goesle a los que
miraban— para conservar la
flexibilidad de la lona y no disminuir el
bonito resplandor que se filtra por la
noche cuando está iluminada por dentro.
Además, esta pintura ya se habrá secado
mañana.
Edge enganchó a Bola de Nieve al
carruaje y él, Florian y Fitzfarris
partieron a un trote ligero por la Strada
Lucca entre la niebla matutina.
Flanqueaban la carretera dos hileras de
inmensos castaños, sin hojas, por lo que
sus ramas entrelazadas parecían los
arcos ojivales y aristas de una especie
de iglesia. Por añadidura, la corteza de
los castaños se pelaba y rizaba como
una multitud de volutas. Edge podía
hacerse la ilusión de que viajaba por la
biblioteca de un monasterio medieval.
Más allá de los árboles se veía la tierra
todavía llana, pero ya no eran sólo
campos de rastrojos y colza. Había
huertos de olivos retorcidos y
atormentados, y viñedos igualmente
nudosos y contorsionados.
—Si alguien me pidiera ahora
mismo una somera descripción de Italia
—dijo Fitzfarris—, diría que es una
tierra llena de nudos.
—Oh, verás una gran variedad de
paisajes antes de que abandonemos
Italia —dijo Florian—, campos de
algodón de Alabama, canteras de piedra
de Vermont, minas de hierro de
Minnesota, arrozales de Louisiana,
bosques maderables de Virginia,
Adirondacks nevados…
Llegaron al campamento del Circo
Orfei —en un Campo Sportivo casi
idéntico al de Pisa, situado entre dos
bastiones salientes de las altas, gruesas
y antiguas murallas de la ciudad— justo
antes de que comenzara la función de la
tarde, así que Florian enfiló a toda prisa,
junto con Edge y Fitz, la avenida central
del circo: una hilera de barracas
coronadas por estandartes de lona que
anunciaban con descarada exageración y
licencia artística las atracciones que se
encontraban en el interior: la Dama
Obesissima, Ircole il Potente, Ragazzo
Pinguino…
—La Dama Muy Gorda, Hércules, el
Muchacho Pingüino —tradujo Florian
pasar—. Debe de ser uno de esos chicos
con aletas en vez de brazos.
La carpa del Orfei no era mayor que
la actual del Florilegio, pero estaba toda
ella pintada con estrellas multicolores y
ondeaban banderas y estandartes
marcados con el nombre de «Orfei» no
sólo en sus dos postes centrales, sino
también en las puntas de todos los
postes laterales. Y había gran número de
otras tiendas alrededor de la grande. Las
dos más prominentes tenían banderas:
una, llena de grabados de animales en
torno a la palabra Serraglio, y la otra
con una danzarina envuelta en velos y
las palabras Ballo del Tabarin.
—Zoológico y Music Hall —explicó
Florian—. Este último es sin duda un
espectáculo de chicas desnudas para
hombres solos.
Las tiendas, de menor tamaño sólo
tenían letreros pequeños, todos iguales:
È vietato l’ingreso.
—Prohibida la entrada —tradujo
Florian. Los vestidores de la compañía,
la tienda de la cocina, la herrería y
cosas similares. Y, mirad, hasta hay
retretes para el público.
Señaló dos cabinas colocadas en un
lado del campamento, marcadas Uomini
y Donne. En el patio trasero del circo,
al fondo de todas las tiendas donde
estaba prohibido entrar, se hallaban
aparcadas numerosas caravanas de
chapa similares a la de Autumn, con
pequeñas chimeneas de hojalata
despidiendo humo.
—Es impresionante —murmuró
Edge.
—No os dejéis desanimar,
muchachos —dijo Florian—. El nuestro
será tanto o más grande algún día.
En la puerta principal, un altivo
Arlequín tomó sus entradas y una
orgullosa Colombina alargó a cada uno
de ellos un programa de varías páginas,
muy bien impreso. Fitzfarris lo examinó
con interés profesional, advirtiendo que
llevaba anuncios de numerosos
mercaderes y servicios de Lucca. Como
en su propia carpa, Florian, Fitz y Edge
entraron en ésta por debajo del estrado
de la banda, que estaba formada por un
número de músicos tres veces mayor
que la dirigida por Beck —todos
uniformados, lujosamente (y con
irreverencia), como la Guardia Suiza
del papa— y que tocaba un popurrí de
marchas de ópera para la cabalgata
inicial.
—Mirad eso —dijo Fitzfarris,
maravillado, cuando encontraron sus
sillas de lona numeradas—. La puerta
trasera tiene cortinas de terciopelo y un
arco de proscenio ornamental.
La gran entrada y el desfile que
efectuaron a partir de este arco fueron
aún más esplendorosos. Los encabezó el
director ecuestre, vestido de un modo
nada chillón, con un impecable traje de
montar: sombrero de copa brillante, frac
«rosa», pantalones bien cortados y
relucientes botas altas. Además de la
multitud de artistas que se pavoneaban
en el desfile —con capas cubiertas de
lentejuelas y abundantes plumas de
avestruz—, había cuatro elefantes, dos
camellos, veinte o más caballos de pista
enjaezados, un león, un tigre y un
leopardo, cada uno en una jaula
diferente.
Había también carromatos
ornamentales, profusamente tallados y
dorados, que tenían panoramas pintados
y sus accesorios correspondientes y
representaban acontecimientos como
Colón descubriendo el Nuevo Mundo,
Marco Polo descubriendo China y otros
diversos hechos históricos italianos que
se remontaban a César descubriendo
Britannia. A juzgar por los cuadros,
Colón, Polo y César habían sido
saludados en cada tierra nueva por
mujeres nativas diáfanamente cubiertas
por gasas y velos muy finos. Edge se
levantó para ver mejor estos carromatos
mientras pasaban por la curva del fondo
de la pista. Sus costados interiores
consistían sólo en listones, tela metálica
y contrafuertes de sesenta centímetros
por un metro veinte. Edge volvió a
sentarse y comentó este detalle.
—Es lo corriente —dijo Florian—.
Todos los desfiles circenses se mueven
en sentido contrario al de las manecillas
del reloj, por la parte exterior de la
pista. ¿Por qué derrochar trabajo y
dinero para adornar el lado izquierdo de
los carromatos?
La cola de la procesión aún salía
por el proscenio de la puerta trasera
cuando los primeros artistas ya entraban
en ella; un número muy rápido de
saltimbanquis.
—I Saltimanchi Turchi! —gritó el
director ecuestre antes de que la
orquesta tocara, aún con más fuerza, la
obertura de Il Turco in Italia de
Rossini.
El signor Orfei había elogiado el
«bien organizado» espectáculo del
Florilegio, pero éste lo era mucho más.
Tenía que serlo, debido a sus
proporciones. Mientras un artista
saludaba bajo aplausos ensordecedores,
otro artista o grupo de artistas ya estaba
entrando en acción. Edge observaba con
envidia y mucha atención, tomando notas
mentales, la fluidez y suavidad con que
el director ecuestre se hacía cargo de la
gran cantidad de artistas y animales, con
sus accesorios y utilería, y de los peones
(todos ellos hábiles y discretos, vestidos
con monos negros), que acarreaban,
enrollaban y llevaban los diversos
equipos dentro y fuera de la pista.
No hubo una sola actuación
imperfecta en toda la primera mitad del
programa, ni una sola que resultase
lenta. Incluso los cuatro elefantes
entraron a un solemne trote, sin la
compañía de ningún domador, y
ejecutaron con agilidad sus números de
fuerza y equilibrio sin ninguna orden
audible, salvo el restallido ocasional
del látigo del director ecuestre. Como
por propia iniciativa, cerraron la
actuación con la espectacular «montura
larga»: el primer elefante levantó las
patas traseras y los de atrás levantaron y
apoyaron las patas delanteras sobre las
grupas del elefante que los precedía,
todos enroscando las trompas y
barritando triunfalmente.
Mientras tanto, los peones eslovacos
soltaron las cuerdas para hacer bajar
desde la cúpide de la carpa los
brillantes columpios niquelados del
«signor Maurice, il intrepido acrobata
a-e-ro-batico francese!» y un hombre
bajo y moreno entró en la pista. Iba
envuelto en una capa escarlata que hacía
ondear con gran donaire y
magnificencia. Era esbelto hasta la
exageración y sus mallas estaban
cubiertas por lentejuelas de color azul
eléctrico. Trepó, centelleante, por la
escalera de cuerda con tanta agilidad
como Autumn.
—Tiene dos trapecios —dijo Edge a
Florian—. ¿Cómo puede usarlos a la
vez?
—¿Cuándo viste por última vez un
número de trapecio, Zachary?
—Que me cuelguen si lo recuerdo.
Bastante antes de la guerra.
—Ah, entonces te espera una gran
emoción. Monsieur Léotard, de Francia,
ha revolucionado el arte, y casi todos
los trapecistas del mundo siguen su
ejemplo.
La actuación de Maurice LeVie fue,
en efecto, algo nuevo para Edge, y
también para Fitzfarris. Hasta entonces
sólo habían visto a los trapecistas
ejecutar los giros y saltos mortales
posibles en la barra horizontal de
cualquier gimnasio: sólo que con la
barra suspendida a gran altura. Maurice
también empezó haciendo estas cosas,
pero luego —mientras la banda tocaba
el Bal de Vienne de Strauss— se colgó
del trapecio por las rodillas y lo hizo
oscilar cada vez más de prisa y más alto
hasta que, de repente, lo apartó con los
pies y se lanzó al vacío —todos los
espectadores exhalaron un grito ahogado
— para coger el otro trapecio con las
manos. El impacto dio impulso al
trapecio y entonces Maurice,
deslumbrante de lentejuelas, fulguró
literalmente de un lado a otro, como un
relámpago azul, entre las dos barras
oscilantes, agarrándose a veces con las
manos, a veces con las rodillas
dobladas y a veces sólo con los dedos
de los pies. Y en el espacio vacío entre
los dos columpios daba atrevidos giros,
vueltas y tumbos, como si fuera
totalmente ingrávido. Por último,
Maurice se puso de pie sobre una de las
barras, que seguía oscilando
peligrosamente, alzó los brazos en forma
de V, y continuó balanceándose, sin más
apoyo que la fuerza centrífuga, mientras
el público enloquecía de entusiasmo.
—¡Debemos de contratarlo, Florian!
—exclamó Fitzfarris.
—Lo haremos, si él acepta.
Salgamos antes que el gentío.
En el patio delantero, Fitzfarris fue a
inspeccionar las atracciones de la
avenida central, mientras Florian y Edge
se dirigían al furgón rojo, donde
encontraron al mismo hermano Orfei que
ya conocían. Los invitó a entrar, les puso
sillas ante su mesa, les dio un cigarro a
cada uno y una copa de buen vino de
Barolo, y preguntó:
—¿Y bien? ¿Desea hablar con
monsieur LeVie, signor Florian?
—Creo que es innecesario. Su
trabajo habla por sí mismo. Y en este
momento debe de estar fatigado; no
quiero perturbar su descanso. ¿Podría
ver su salvoconducto?
—Certo —respondió Orfei,
abriendo un cajón que contenía un
montón de estos documentos; los
revolvió, sacó uno y lo alargó a Florian
—. Todo son alabanzas y
recomendaciones. No hay nada que lo
desacredite. Excepto eso, claro —y
señaló algo en una de las páginas del
cuadernillo.
Eso, claro —repitió Florian, pero no
pareció dedicar mucha atención a ello y
pasó con rapidez las otras páginas y
devolvió el cuaderno a Orfei—. ¿Le ha
mencionado nuestro interés en adquirir
sus habilidades?
—Lo he hecho, signore, y ha dado
muestras de un gran entusiasmo. Sería un
reto y un gran placer, ha dicho
textualmente, usar su trapecio para
ayudar aun espectáculo nuevo y pequeño
a alcanzar la grandeza. Y no ha hablado
con egoísmo ni condescendencia.
Maurice es realmente un gentiluomo,
¿cómo lo dirían ustedes?, un chico
estupendo.
—Trato hecho, entonces —decidió
Florian. Espero que nuestro Florilegio
esté en Florencia dentro de seis o siete
días y que nuestra estancia allí dure tres
semanas como mínimo. A menos que
Maurice cambie de opinión en este
intervalo, confiaremos en que se
incorporará a nosotros cuando lo
considere más conveniente.
—Maurice no le defraudará, signore.
Estará allí.
—¿Y el Circo Orfei? ¿Adónde se
dirigen?
—Primero a Siena y luego
viajaremos hacia el sur para pasar el
invierno. Quizá bajemos hasta Egipto.
—Después de Siena, Roma,
supongo.
—Dio guardi, ¡no! Por lo menos,
nosotros no volveremos allí hasta que
Roma se unifique con el resto del reino
de Italia. La provincia de Roma es la
única que continúa siendo un Estado
papal. Quizá por venganza, las
autoridades se han vuelto opresoras y
hostiles. Puritanas, si se puede aplicar
esta palabra a la Santa Iglesia. Los
carabinieri romanos casi nos
encarcelaron, a mí y a mis hermanos,
por vestir a nuestra orquesta con el
uniforme de la Guardia Suiza. Créame,
le harían cubrir a todas sus mujeres con
batas informes y censurarían cada
chanza y cada número cómico. No, no,
le aconsejo, amigo Florian, que se
mantenga apartado de la Ciudad Santa y
sus alrededores.
—Gracias, así lo haremos. Aunque
es una lástima. Pocos miembros de
nuestra compañía la han visitado.
—Oh, visítenla, no faltaría más.
Nadie debería perderse Roma, y los
simples visitantes no son molestados.
Además, puedo asegurarle que la
población romana no es tan mojigata
como sus gobernantes. Si acampan en
Forano, justo al norte de la frontera del
Estado, y si en Roma oyen hablar de su
espectáculo, eppur si muove, la gente
recorrerá con gusto los cincuenta
kilómetros de ferrocarril para
contemplarlo.
—Gracias otra vez, signor Orfei —
dijo Florian, levantándose—. Ha sido
muy servicial, generoso y hospitalario.
Espero poder corresponder algún día…
—Sólo continúe ofreciendo un buen
espectáculo, signore. Mantenga la buena
reputación del circo como institución. Si
todos lo hacemos, nos ayudaremos
mutuamente.
Cuando Florian y Edge salieron del
furgón de la oficina, la muchedumbre ya
había vuelto a la carpa para la segunda
parte del espectáculo y en la avenida no
quedaba ningún ocioso, excepto
Fitzfarris, que dijo, en tono despectivo:
—Los monstruos son todos bastante
corrientes. Y esa revista de chicas
desnudas es muy inocua. Nosotros
tenemos mujeres mucho más bellas y yo
podría montar una revista bastante más
picante, si usted me lo permite, director,
y si puedo convencer a las damas para
que lo hagan.
—Si ellas no tienen nada que
objetar, yo tampoco —respondió Florian
—, pero tendremos que esperar a poseer
una tienda anexa, a fin de que todo
resulte privado y discreto.
Los tres guardaron silencio en el
viaje de regreso a Pisa, absorto cada
uno de ellos en las cosas que más había
envidiado y admirado del Circo Orfei y
reflexionando sobre los medios y
maneras de: adaptarlas a su propio
trabajo, intereses y responsabilidades en
el Florilegio. Ya era oscuro cuando
llegaron, así que, como no podían
inspeccionar hasta que amaneciera la
lona pintada por Goesle, Florian fue
directamente al hotel. Los otros
miembros de la compañía, la mayor
parte de los cuales habían pasado el día
libre comprando y visitando la ciudad,
estaban cenando para variar, en vez de
tomar un refrigerio a medianoche. Los
recién llegados se repartieron por las
mesas y enseñaron los programas del
Orfei —Florian los llamó «Biblias»—
para que todos los admirasen,
enumerando las maravillas que habían
visto y declarando su intención de hacer
que el Florilegio fuera, dentro de poco,
«¡mayor y mejor que el Circo Orfei!».

A la mañana siguiente abandonaron el


hotel y fueron con su equipaje al
campamento, donde se emocionaron
sinceramente al ver la gran extensión de
lona sobre el suelo. Ya no se veía una
lona vieja y corriente, sino algo recién
salido de una tienda de juguetes: anchas
franjas verdes y blancas de la cúspide
hasta el suelo, que convergían como
puntos sobre los extremos
semicirculares de la carpa, y una cartela
sobre la marquesina de entrada en la que
el artista chino había pintado, de color
naranja, ribeteado de negro, con floreos
y adornos, «EL FLORECIENTE
FLORILEGIO DE FLORIAN». Todos
hicieron a Goesle comentarios elogiosos
y locuaces, todos menos Magpie Maggie
Hag, que lo miró y dijo:
—Rojo.
—¿Rojo? —repitió Dai Goesle—.
¿Es que tienes daltonismo, madame
Hag? Aquí hay verde y blanco y un poco
de negro y anaranjado.
—Veo demasiado bien —insistió
ella—. Aquí hay rojo. —Tras lo cual
dio media vuelta y se introdujo en uno
de los furgones.
Goesle meneó la cabeza, se volvió
hacia Banat y dijo:
—Ordena a los hombres que la
doblen y la guarden y se preparen para
salir inmediatamente.
—Si Maggie ha presagiado algo —
murmuró Edge a Florian—, ¿no
deberíamos cerciorarnos de que no hay
nadie dormido en la lona?
—Silencio —fue la respuesta de
Florian.
La compañía realizó con rapidez el
embalaje y demás preparativos para la
marcha. No obstante, cuando la caravana
llegó a la Strada MareFirenze, el
carruaje de Florian marcó un ritmo más
moderado. Florencia estaba a unos
noventa y cinco kilómetros, un viaje de
tres días sin apresurarse. Había otras
ciudades por el camino, pero Florian
consideraba que no merecía la pena
acampar en ellas.
—Pernoctaremos en Pontedera —
dijo a Rouleau, que viajaba con él—. En
un hotel, o albergo, si lo hay. En caso
contrario, acamparemos en las afueras,
como solíamos hacer. La etapa de
mañana nos llevará a Empoli, que es el
empalme de dos importantes líneas
ferroviarias, así que allí nos
detendremos y levantaremos la carpa. La
población local la llenará durante dos o
tres días y quizá los viajeros de los
trenes se apearán también para vernos.
La caravana del circo llegó a
Pontedera al atardecer; la ciudad
alardeaba de dos decentes posadas que,
juntas, tenían la comida suficiente para
alimentar a toda la compañía y las
habitaciones necesarias para alojar a
todos los que no dormían en los
carromatos o en la cuadra. Magpie
Maggie Hag fue una de las que se
quedaron en el carromato y no salió de
su retiro ni para cenar. Autumn y Edge,
por su parte, después de cenar en una de
las posadas, prefirieron dormir en su
casita sobre ruedas, la primera vez que
la ocupaban juntos.
—Compacto, cómodo y bonito —
observó Edge, contemplando el interior,
casi todo pintado de un alegre tono
amarillo.
—Era casi demasiado compacto —
dijo Autumn—, incluso para mí sola,
cuando tenía que meter aquí todos mi
trebejos. Me alegro de que Florian me
haya permitido guardarlos en un
carromato.
En un rincón había una pequeña
estufa de queroseno, para calentar o
cocinar, con una chimenea de hojalata
que atravesaba el techo cilíndrico.
Había alacenas y armarios para víveres,
vestidos y ropa blanca, el baúl de
Autumn y su equipaje de mano, así como
el petate de Edge, sus armas y
municiones. La única cama, junto a la
pared izquierda del furgón, tenía goznes
bajo su parte central, de modo que una
vez doblada la mitad inferior hacia la
pared, se convertía en una mesa a la que
podían acercarse dos sillas. Cuando esta
mesa se abría de nuevo, dejaba al
descubierto una cama con jergón y manta
lo bastante grande para dos personas. En
ambas paredes y en la puerta de entrada
había ventanas con cortinas de cretona
amarilla, que se abrían hacia afuera.
Estas ventanas tenían maceteros, ahora
sin plantas, con ganchos que permitían
colgarlos dentro cuando el furgón estaba
en marcha, y fuera, cuando estaba
parado. En la pared había otras dos
cosas: un espejo ovalado, de reflejo
bastante difuso, en un marco de estuco
desportillado, y en la pared opuesta una
fotografía mucho mejor enmarcada de la
funámbula francesa Madame Saqui, con
un autógrafo en inglés de caligrafía
redonda e infantil: «A mademoiselle
Auburn: cuando veas esto, acuérdate de
mí».
Edge había llevado del albergo una
botella de vino de Capri «para brindar
en tan gozosa ocasión». Auburn sacó dos
tazones de una alacena y brindaron,
felices, sentados a la mesa. Cuando
terminaron el vino, abrieron la mesa
para convertirla en cama y celebraron la
ocasión de forma aún más
embriagadora. Todavía estaban
abrazados cuando, al amanecer del día
siguiente, un grito espantoso los
despertó.
Edge saltó a una ventana, la abrió y
sacó la cabeza. No lejos de allí estaba
el furgón vestidor, con la puerta abierta,
y Pimienta Mayo salió de él corriendo y
profiriendo gritos desgarradores. En
seguida salió también Clover Lee, que
bajó los peldaños de aquel furgón lenta
y rígidamente, como si fuera sonámbula.
—¡Clover Lee! —llamó Edge, con
ansiedad—. ¿Qué ocurre?
Autumn estaba ahora a su lado ante
la ventana. Rostros aturdidos, negros,
amarillos y eslovacos, se asomaban a
las puertas y ventanas de otros
carromatos.
Clover Lee continuó andando como
en trance hasta que estuvo lo bastante
cerca para decir a Edge, con una voz sin
emoción ni inflexiones:
—Mi madre tampoco ha dormido en
nuestra habitación esta noche. Como
ninguno de los que han ido a desayunar
sabía dónde estaba, he venido a mirar en
los carromatos. Pimienta ha querido
acompañarme…
—¿Y qué?
—La hemos encontrado aquí dentro.
—Señaló vagamente hacia el carromato.
—¿Le pasa algo malo? ¿Está
enferma? ¿Se ha herido?
Clover Lee negó con la cabeza y sus
ojos se llenaron de lágrimas. Buscó un
lenguaje menos explícito y por fin logró
decir:
—La hemos encontrado… avec
Paprika… les deux toutes nues…
dorment… en posture de soixante-
neuf…
Edge entendió las palabras, pero no
el significado. Cuando Autumn vio su
expresión de desconcierto, murmuró
algo a su oído. Edge enrojeció un poco,
pero recobró el aplomo y dijo a Clover
Lee:
—Te ahorrarías sorpresas y sustos,
muchacha, si no estuvieras siempre
curioseando y metiéndote en los asuntos
privados de tu madre.
—¡No siga llamándola mi madre! —
exclamó Clover Lee, en un repentino
arrebato de ira—. ¡No quiero ser hija de
un podrido marimacho! —Y echó a
correr en dirección al albergo.
Así, cuando la caravana del circo
volvió a la carretera, llevaba a cuatro
mujeres —Sarah, Pimienta, Clover Lee
y Paprika— en carromatos separados,
que evitaban las miradas ajenas. El resto
de la compañía viajaba en un silencio
incómodo, reacio a hablar a sus
compañeros de furgón porque podía
parecer que chismorreaban o hacían
bromas subidas de tono sobre el
incidente de la mañana. Cuando llegaron
a Empoli y Florian visitó el municipio y
luego condujo la caravana al solar que
le habían asignado detrás de la estación
y los peones empezaron a levantar la
tienda, todos continuaban limitándose a
las observaciones, preguntas y
respuestas indispensables. Ni siquiera
se oyeron muchas exclamaciones de
asombro y entusiasmo al ver levantada
la carpa, mucho más bella e
impresionante con su nueva capa de
pintura que cuando estaba extendida en
el suelo.
La reticencia de la compañía se
prolongó hasta la hora de la función de
tarde del día siguiente, cuando la carpa
se llenó a rebosar de los ciudadanos, en
su mayoría obreros del ferrocarril y sus
familias. Entonces todos se obligaron a
sonreír para la cabalgata, y todas las
actuaciones subsiguientes se hicieron
con la desenvoltura acostumbrada,
incluyendo el número de pértiga de
Pimienta y Paprika. Pero después,
mientras Sarah hacía su número de Pete
Jenkins, Pimienta fue a buscar a Obie
Yount y con él a su lado se encaró con
Paprika.
—Quiero que el Hacedor de
Terremotos te diga una cosa —dijo
Pimienta con acento severo—. Obie,
¿nos hemos acostado juntos tú y yo
alguna vez?
Yount abrió mucho los ojos y
pareció que se había tragado la lengua.
—¿Nos hemos revolcado alguna vez
juntos? ¿Hemos hecho algo más que
pasear, hablar y quizá darnos la mano
una vez o dos? Yount tragó saliva varias
veces antes de contestar:
—Pues, no. Nunca, señorita
Pimienta.
—¿Es verdad esto, Obie? —inquirió
Paprika, muy triste.
—Dios es testigo, señorita Paprika.
Después de lo que usted nos dijo un día,
le prometo que nunca me atrevería a…
bueno… a cazar furtivamente en un coto
privado.
Paprika rompió a llorar.
—¡Oh, Pimienta! ¿Por qué fingías
que…?
—Porque esperaba que los celos te
harían volver. Pero no ha funcionado,
¿verdad? ¡Vamos! ¡Ahora hablaremos
con tu nueva golosina!
Cuando Sarah terminó de saludar
para agradecer los aplausos, encontró a
Pimienta y Paprika esperándola cerca de
la puerta trasera.
—Se lo he dicho a Pap y ahora te lo
digo a ti, ramera —dijo Pimienta, casi
con un gruñido—. Mi nuevo número os
eclipsará a las dos. Os pondrá en la
calle. ¡Miradlo bien y veréis lo que es
bueno! —Y salió bailando a la pista,
donde Florian presentaba ya a «
l’audace signorina Pim!».
Primero ejecutó su conocido
número, colgada de la cabellera, con los
ojos oblicuos y la sonrisa forzada, al
compás del El tilburí irlandés. Pero
cuando le hubieron aplaudido por ello,
levantó una mano hacia el público, como
diciendo: «Esperad un poco y veréis la
continuación». Abdullah inició un
tamborileo rumoroso y lento en su
trombón, mientras los peones bajaban a
Pimienta casi hasta el suelo, donde
Quincy la estaba esperando. Pimienta
agarró con ambas manos el extremo
suelto de la cuerda que sujetaba a
Quincy por la cintura y los eslovacos
empezaron a subirla.
—¡No, Pim! —gritó Paprika desde
los bastidores, audible a pesar del ruido
del trombón—. ¡El peso es excesivo!
Sin embargo, no sucedió ningún
percance mientras Pimienta y su
pequeño peso negro eran izados hasta
cerca de la botavara. No sucedió nada
hasta que Quincy empezó a doblarse y
contorsionarse. La tensión producida
ensanchó aún más la sonrisa forzada de
Pimienta, una sonrisa que aún seguía en
su rostro cuando, en un instante,
Pimienta hizo oscilar la cuerda de
Quincy y lo lanzó contra el poste central
—al que él se aferró, asombrado y
aturdido— y todo el cuero cabelludo de
Pimienta se desprendió de su cabeza y
ella cayó verticalmente a la pista con un
golpe sordo y una explosión de serrín a
su alrededor, y todos los espectadores
gritaron al ver algo todavía más
espantoso que su caída: la brillante
cabellera colgada de la botavara y
goteando sangre.
El trombón de Abdullah enmudeció
cuando Beck hizo tocar inmediatamente
a la banda la Marcha nupcial y Edge y
Florian corrieron a la pista. Mientras
Florian instaba por señas al público a
que se calmara y guardara silencio,
Edge cogió en sus brazos el cuerpo
desmadejado y, del modo más discreto
posible, se lo llevó por la puerta trasera.
A sus espaldas, la música se suavizó lo
bastante para que Florian pudiese gritar:
—¡Todo es parte del número,
signore e signori! Niente paura, la
señorita volverá dentro de un momento,
siano persuasi, amici!
Edge y su carga —con la cabeza
colgando, calva y ensangrentada, y la
misma sonrisa, pero con ojos ya no
oblicuos, sino fijos y saltones— fueron
interceptados en el patio trasero por
Paprika y Sarah, ambas llorando y
retorciéndose las manos.
—¡Oh, Pim, amor mío! —sollozó
Paprika—. Jamás fue mi intención…
—¡Cállate! —interrumpió Edge—.
No puede oírte. ¡Y no la mires!
Desde la carpa llegaba la música de
La flauta mágica de Mozart, lo cual
significaba que Lunes y Trueno
empezaban los pasos precisos de alta
escuela. Florian irrumpió por la puerta
trasera, gritando:
—¡Zachary! ¿Es muy grave?
—No puede serlo más. Tiene rotas
la columna y la nuca y es probable que
otras muchas cosas.
Paprika profirió un gemido más
fuerte. Florian se volvió hacia ella y le
gritó sin miramientos:
—¡Ve al furgón vestidor y quítate las
mallas, de prisa! ¡Zachary, quítaselos
también a Pimienta!
—¡No te atreverás! —sollozó
Paprika, agarrando a Edge por el brazo
—. Déjala en paz. Y déjala conmigo.
—¡No, señorita! —dijo con
severidad Florian, mientras Edge,
indeciso, seguía con el cuerpo en los
brazos—. Tú volverás a la pista,
Paprika, para saludar en vez de
Pimienta. La plebe no notará la
diferencia.
—¿Qué? —exclamó ella—.
Vérszopó!¡Eres un demonio, un
vampiro!
—No, señorita —dijo él de nuevo
—. Es lo menos que puedes hacer, y lo
máximo que puedes hacer, y lo último
que podrás hacer por ella en tu vida.
¡Desnúdate, he dicho!
Edge llevó a Pimienta al furgón
vestidor y la depositó suavemente en el
suelo. Sarah y Paprika, todavía llorando,
pero en silencio, entraron después de él.
Sarah ayudó a Paprika a quitarse las
mallas anaranjadas, mientras Edge
despojaba torpemente a Pimienta de sus
lentejuelas verdes. Ninguna de las
chicas llevaba nada debajo, salvo las
pequeñas almohadillas del cache-sexe.
Edge advirtió, abstraído, que Pimienta
era muy hermosa… mientras procuraba
no mirar su terrible semblante. Paprika
era hermosa por doquier, y no pudo
evitar advertirlo, porque cuando se quitó
el cache-sexe quedó totalmente desnuda.
—Pimienta lo habría querido así —
sollozó, viendo las miradas que le
dirigían Edge y Sarah, y añadió,
intentando sonreír—: ¡Abriré la sonrisa
vertical ante esos palurdos, os juro que
lo haré! —y empezó a ponerse las
mallas verdes.
Edge les sacudió el serrín y Sarah
hizo lo que pudo para arreglar el
maquillaje emborronado de Paprika.
Florian estaba junto al furgón,
nervioso. En cuanto salió Paprika, la
acompañó a toda prisa a la puerta
trasera de la carpa. Cuando hubieron
desaparecido tras la tira de lona, Sarah
y Edge oyeron los aplausos en honor del
número de alta escuela de Lunes, y en
seguida después, aplausos todavía más
fuertes cuando Florian presentó a la
artista resucitada —«Ancora una volta,
l’audace signorina Pim!»—,
milagrosamente sana y salva.
—Dios mío, qué espantoso —
murmuró Sarah, entre sollozos—. El
espectáculo debe continuar. —Se volvió
a mirar el cuerpo desnudo de Pimienta y
luego otra vez a Edge—. Y todo ha sido
por mi culpa, Zachary. Por mi culpa.
Todo por mi culpa.
—Domínate, Sarah —dijo Edge, con
voz ronca—. Me quedaría a consolarte,
pero ya me toca salir.
Ella lloraba con desconsuelo cuando
Edge se fue corriendo a la carpa.
Florian empezaba la presentación de «il
infallibile tiratore scelto, colonello
Calcatoio» y todo parecía haber vuelto
a la normalidad allí dentro… salvo que
bajo las graderías, fuera de la vista del
público, Rouleau abrazaba tiernamente a
Paprika mientras ella lloraba contra su
hombro. También bajo las graderías,
Domingo intentaba consolar al
tembloroso Quincy, que suspiraba «oh»
una y otra vez. Su otra hermana estaba
cerca, pero sólo miraba con ojos
soñadores hacia la botavara y se frotaba
los muslos uno contra otro. Edge siguió
su mirada, pero no había nada que ver
allí arriba; los peones se habían
apresurado a eliminar los últimos restos
de Pimienta.
El coronel Ramrod consiguió
terminar su actuación sin fallar ningún
blanco y sin que hubiera otra víctima.
Después hubo el intermedio, y como
Magpie Maggie Hag no entraba para
leer las palmas de las manos, Edge y
Florian fueron en su busca. Salieron por
la puerta trasera, pasando junto a los
eslovacos, que empujaban hacia la pista
la jaula de Maximus, y encontraron a la
vieja gitana en el furgón vestidor. Había
amortajado a Pimienta: limpiado su
cuerpo de sangre, cerrado sus ojos y
borrado de algún modo la fea sonrisa de
sus labios, por lo que la muchacha
muerta ofrecía un aspecto agradable y
sereno. Había vestido a Pimienta con
uno de sus trajes de calle e incluso
arreglado su cabellera, peinándola de
forma natural.
—Buen trabajo, Mag —elogió
Florian—. Ahora deja que Zachary y yo
la pongamos en otro furgón, para que los
artistas puedan cambiarse aquí. Pediré a
Stitches que le haga una mortaja y la
enterraremos después de la función
nocturna.
Edge levantó el cuerpo y Florian
alargó las manos para aguantar la
cabeza, pero el rigor mortis ya había
empezado a hacer su efecto y la cabeza
no se movía de un lado a otro.
—¿Cree que debemos dar una
función esta noche? —preguntó Edge
mientras llevaba el cuerpo a uno de los
furgones de la tienda—. No sé si todos
serán capaces de terminar ésta.
—Sí, todos lo harán —respondió
Florian—, igual que tras la muerte del
capitán Hotspur.
—Ignatz no murió ante su vista. Ni
de un modo tan horrible. Y era un
hombre de mediana edad, no una mujer
joven y bella.
—Podríamos haber perdido a
alguien todavía más joven, aunque no
bello. Si Pimienta hubiera caído encima
de Alí Babá, probablemente aún estaría
viva, pero él seguro que no. Le salvó al
enviarle contra el poste central justo
cuando se caía.
—Sí. Me pregunto si fue un
movimiento convulsivo o un acto de
heroísmo deliberado. En cualquier caso,
esto no consolará a nadie de su muerte.
—Los artistas de circo tienen, sin
embargo, una flexibilidad considerable.
Admito que la pareja de Pimienta puede
sentirse durante cierto tiempo
demasiado tensa para trabajar, pero, de
todos modos, Paprika tampoco podría
actuar ahora, sin su ayudante, así que
esta noche trasladaré el número ecuestre
de Clover Lee a la primera mitad del
programa… si a ti, el director ecuestre,
te parece bien.
—Usted es el director. Y yo puedo
ser tan flexible como cualquiera.
—Bien. Veamos… Pondré a Clover
Lee justo después de los antipodistas
chinos, para que preceda al número de
Pete Jenkins de su madre. Y quizá
adelantaré al Hacedor de Terremotos, a
fin de que llene el hueco dejado por el
número de la cabellera. —Se alejó,
murmurando para sus adentros—: Tengo
que acordarme de romper su
salvoconducto… cancelar su habitación
del albergo…
Cuando enterraron a Rosalie Brigid
Mayo bajo la pista aquella noche, el ex
reverendo Dai Goesle celebró las
exequias. Esta vez no dio al funeral
ningún matiz náutico, ni siquiera
metodista disidente. En alguna parte de
Empoli se había procurado un misal
católico romano y empleó esa versión
de la Orden para el Entierro de los
Muertos. Incluso pronunció el latín con
la suficiente corrección para satisfacer a
los otros católicos presentes —Paprika,
Rouleau, los cuatro Smodlaka y la
mayoría de eslovacos—, que se
santiguaron todos a la vez en los
momentos apropiados. Cuando cada
miembro de la compañía tiró un puñado
de tierra sobre la mortaja de Pimienta y
le llegó el turno a Florian, éste volvió a
murmurar el epitafio romano, «Saltavit.
Placuit. Mortua est». La ceremonia
sólo se distinguió por una circunstancia
que pasó por alto a muy pocos. Sarah,
Paprika y Clover Lee se hallaban a la
misma distancia en torno a la tumba, es
decir, tan alejadas entre sí como era
posible. Sarah lloraba en silencio, pero
no así las otras dos, que mantenían la
mirada de sus ojos secos y glaciales fija
en Sarah, sin bajarla ni para rezar con la
cabeza inclinada, observándola con
repugnancia y acusación.
6
A la mañana siguiente, Clover Lee fue a
desayunar en el albergo de Empoli con
un pedazo de papel, que alargó a
Florian.
—Mi madre tampoco ha dormido en
nuestra habitación —anunció con calma
—, y esta vez que me cuelguen si voy a
buscarla. No he notado hasta hace un
momento que también falta parte de
nuestro equipaje y efectos personales. Y
entonces he encontrado esto bajo su
almohada.
Florian desdobló el papel, frunció
los labios con expresión de pesar, tiró
del mechón de su barba y leyó en voz
alta a los demás:
«Lamento todo lo ocurrido. Adiós,
querida niña, y buena suerte. Di lo
mismo a todos. Tu madre que te quiere».
—¿Debo ir en su busca? —preguntó
Clover Lee, nada preocupada.
Florian movió la cabeza.
—Sería inútil. Su faltriquera debe
de estar muy llena a estas alturas. Y
como esta ciudad es un empalme
ferroviario, puede haber ido hacia el
norte, sur, este u oeste. No, ha hecho lo
que deseaba hacer y nosotros
respetaremos su decisión. ¿Y tú, Clover
Lee? ¿Te quedarás con nosotros?
—Naturalmente. Ella puede haberme
abandonado, pero yo no abandonaré al
resto de mi familia.
Así pues, cuando empezó la función
aquella tarde, todos los artistas —
incluida Peggy— prolongaron su
actuación unos minutos para compensar
la escasez de números. Durante el
intermedio, Fitzfarris —que ahora ya
había aprendido de memoria su papel en
un italiano inteligible— se extendió más
sobre sus exiguos monstruos, alargó su
charla de ventrílocuo con la Pequeña
Miss Mitten e incluso vendió una buena
cantidad de juegos del ratón, mientras
que para Magpie Maggie Hag no
escasearon palmas de mujeres
embarazadas que leer durante el largo
intermedio.
Sin embargo, en la función de la
noche, cuando Florian vio que la carpa
no estaba del todo llena, dijo a Edge y
Goesle:
—Desmantelad mañana, pero sin
prisas. Yo saldré temprano y me
adelantaré para disponer todo lo
referente a nuestra instalación en
Florencia. Me llevaré a los chicos
Simms y Smodlaka para que empiecen a
fijar carteles. Después me reuniré con
vosotros en la carretera y acamparemos
para la noche.
—Florencia está sólo a cuarenta
kilómetros de aquí —observó Edge—.
Podríamos llegar con facilidad…
—No. Esta vez… —Florian hizo una
pausa efectista—, ¡esta vez vamos a
desfilar! Entraremos en la ciudad y
desfilaremos arriba y abajo de todas sus
calles principales antes de levantar la
tienda. Ni el gran Orfei ni ningún otro
circo europeo observa esta vistosa
tradición americana. Pasmará a los
florentinos.
Edge descubrió al día siguiente que
los cuarenta kilómetros hasta Florencia
requerirían más tiempo del calculado
porque la carretera tenía continuas
curvas cerradas y tramos en zigzag
mientras seguía el tortuoso valle del río
Arno, a los pies del monte Albano.
—El clima es curioso aquí en Italia
—comentó a Autumn—. En las tierras
bajas, la neblina se levanta por la
mañana y se desvanece a mediodía.
Ahora que estamos en una región
montañosa, la niebla se levanta por la
tarde.
La caravana aún estaba a unos ocho
kilómetros de Florencia cuando Edge
vio, a través del brumoso crepúsculo, el
carruaje de Florian junto a la carretera.
—Aquí es donde pasaremos la
noche —anunció Florian—. Hay fácil
acceso al río para dar de beber a los
animales, y el pueblo que acabáis de
atravesar podrá suministrar a Mag todo
lo necesario para la cena.
—¿Algún problema con el solar
para la tienda? —preguntó Edge.
—¿Y qué ha hecho con los niños? —
quiso saber Autumn.
—Ningún problema —respondió
Florian—. Tengo permiso para acampar
en el parque más nuevo y elegante de la
ciudad. Los chicos aún están fijando
carteles; hay mucho trabajo. Después de
todo, Florencia es por lo menos dos
veces mayor que Pisa. He reservado
habitaciones en una pensione para que
los chicos pasen la noche en ella.
A la mañana siguiente, muy
temprano, por primera vez en la
experiencia de Edge, la caravana se
preparó para «desfilar». Florian cepilló
su levita y sombrero de copa mientras
repartía órdenes. Envió a Hannibal al
río para que frotara a conciencia a
Peggy, untara todo su cuerpo con aceite
de pata de vaca, le puliera las uñas de
las patas y la cubriera con el manto rojo.
Peinaron y cepillaron a todos los
caballos hasta sacarles brillo y
enjaezaron a los caballos de pista con
plumas y lentejuelas. Quitaron los lados
de madera del furgón de Maximus.
Adornaron a los terriers de los
Smodlaka con sus gorgueras rizadas.
Todos los artistas —incluido Rouleau—
vistieron su mejor traje de pista, pero
como soplaba un viento fresco por el
río, los que llevaban mallas se echaron
una capa encima. Beck y sus músicos
abrillantaron sus instrumentos y se
pusieron el uniforme de la banda, y
Banat, su condecorado uniforme de
rebelde. Fitzfarris recurrió a los
cosméticos para ocultar su único
atributo comercial, y él, Goesle y los
peones se encargaron de conducir los
once carromatos que seguían al carruaje
de Florian.
Cuando la caravana llegó a las
afueras de Florencia, un barrio de
cobertizos y chabolas cuyos ocupantes
se asomaron a las puertas con ojos y
bocas muy abiertos, Florian se detuvo y
gritó:
—¡Ocupad vuestros puestos!
Edge montó uno de los caballos
enjaezados, se apartó la capa de los
hombros para lucir su refulgente
uniforme de coronel Ramrod y adelantó
al carruaje para encabezar el desfile.
Beck y sus músicos se colocaron sobre
la lona encerada de la carreta del globo.
Hannibal, con su trombón, trepó al
cuello de Peggy. Los otros artistas
adoptaron elegantes posturas sobre los
techos de diversos carromatos y se
quitaron las capas. Barnacle Bill, con
las piernas separadas y los brazos en
jarra, se colocó encima de la jaula de
Maximus. Terry, Terrier y Terriest
fueron bajados a la carretera, donde
iniciaron al instante sus volteretas y
saltos mortales. Lo mismo hicieron los
tres chinos.
Beck y su banda empezaron a tocar
la obertura de Guillermo Tell, mientras
el coronel Ramrod dirigía el desfile a la
largo de la Via Pisana, una calle de
residencias bastante mejores. A todas
las ventanas de las casas se asomaron
las cabezas de los habitantes adultos
para contemplar este novísimo
espectáculo y a todas las puertas
salieron niños que brincaban, señalaban
y lanzaban vítores y que, al cabo de un
rato, formaron dos nutridos grupos, uno
que bailaba hacia atrás frente al caballo
del coronel Ramrod y otro que brincaba
detrás del elefante. Mientras Beck y la
banda continuaban su repertorio, Edge
vigilaba los faroles y otros objetos que
ostentaban los carteles del Florilegio y
conducían a la orilla sur del Arno,
donde una gran avenida pavimentada
discurría paralela a las aguas verdes,
rápidas y opacas.
—Al otro lado del río —le gritó
Florian— está el parque Cascine, donde
levantaremos la carpa. Pero ahora
seguiremos por el Lungarno Soderini.
Los Lungarni, según explicó más
tarde Florian, servían para dos fines.
Eran terraplenes de construcción
reciente, revestidos de piedra, cuya
finalidad principal era contener los
frecuentes desbordamientos del Arno,
pero su parte superior pavimentada se
había convertido además en un paseo
favorito para viandantes, jinetes y
carruajes, y en especial para aquellos
que en verano iban a admirar las
espectaculares puestas de sol reflejadas
en el río bajo la sucesión de puentes de
elegantes proporciones.
En cualquier caso, la mayoría de
puentes tenían proporciones elegantes,
aunque Edge se quedó boquiabierto
cuando tuvo ante su vista al Ponte
Vecchio. El río fluía por debajo, de
modo que se trataba sin duda de un
puente, pero distinto de todos los que
había visto en su vida. Podría haber sido
un pueblo suspendido en un espejismo,
tan atestado y apiñado estaba en toda su
longitud de edificios de dos, tres y
cuatro pisos, arcos, tejados de teja,
chimeneas en ángulos increíbles,
cuerdas de ropa tendida y hombres con
cañas de pesca apostados en las
ventanas. La mayoría de casas
sobresalían lateralmente del puente, en
precario equilibrio sobre el agua. Hasta
que Edge pasó por el extremo sur del
puente —el gentío que paseaba por él se
había detenido, lleno de asombro— no
pudo verlo con perspectiva y
comprender que, aunque el Ponte
Vecchio estaba atestado de tiendas y
tenderetes con toldo en ambos lados, era
realmente un pasaje que iba de una
orilla a otra del Arno, sin tejado y
abierto al cielo en toda su longitud.
Mientras tanto, el Florilegio tenía
que abrirse paso por el lado sur del río.
La creciente multitud de niños que lo
precedía obligaba a otros vehículos y
personas a retirarse hacia las calles
laterales para dar paso al desfile. A lo
largo de todo el recorrido, mucha gente
miraba desde las ventanas y puertas de
los edificios muy altos y adornados ante
los cuales pasaba ahora la cabalgata.
También en la orilla opuesta del río, los
transeúntes y jinetes de los Lungarni se
detuvieron, llevándose las manos a los
ojos para hacerse sombra, señalando y
llamándose mutuamente la atención
hacia el fenómeno.
Los artistas del Florilegio sonreían
incansablemente y agitaban las manos
desde los techos de carromatos y
furgones. Algunos ciudadanos más
próximos al desfile levantaron sus
sombreros e inclinaron un poco la
cabeza, algunas mujeres hicieron media
reverencia, como inseguras sobre si
veían una nueva clase de séquito
acompañando la visita de una nueva
clase de realeza. Unas pocas mujeres se
volvieron de espaldas o apretaron las
caras de sus niños contra las
voluminosas faldas para impedirles ver
a las artistas circenses brevemente
vestidas. Jules Rouleau, sentado con
Paprika encima del furgón vestidor, se
rió cuando la oyó murmurar a través de
su sonrisa:
—Bien hecho, escóndase, signora
Bola de Grasa. Me estoy exhibiendo
aquí arriba, helada hasta la médula, con
carne de gallina y arriesgándome a
coger una pulmonía, sólo para ofender
su modestia de matrona.
La banda había repetido dos o tres
veces todas las piezas de música que
conocía cuando Edge vislumbró un
cartel del circo fijado en la balaustrada
del próximo puente. Sorteando a los
niños que pululaban delante de él,
dirigió su caballo hacia el Ponte San
Nicoló —un puente ancho, sin edificios
— y los músicos se tomaron un
descanso mientras el Florilegio cruzaba
el río. Volvieron a levantar sus
instrumentos y entonaron Guillermo Tell
cuando el desfile salió del puente y
enfiló directamente el Viale Amendola,
donde más curiosos miraban desde las
aceras y ventanas y desde los vehículos
parados.
Cuando el viale desembocó en una
piazza ancha y circular, los carteles
guiaron a Edge hacia la izquierda, a una
avenida que volvía al oeste, más o
menos paralela a la que habían
recorrido en la otra orilla del Arno. El
desfile tuvo que pasar un par de veces
por una calle tan angosta que los
curiosos de las ventanas tuvieron que
meter la cabeza cuando pasaron los
carromatos. Luego, la ruta marcada por
los carteles de Florian llevó a la
procesión entre dos fragmentos de
columnas de piedra, restos de lo que
había sido la Porta di Prato de las
antiguas murallas de la ciudad. Al fondo
estaban los árboles, prados, avenidas de
grava y senderos del Pratone delle
Cascine.
—Significa Granja Lechera —dijo
Florian cuando la caravana se hubo
adentrado un poco en el parque y
detenido en un óvalo de hierba dentro de
otro hipódromo—. Toda esta zona fue
una granja lechera hasta que la ciudad
creció a su alrededor y se la apropió
para convertirla en un parque público.
—Me gustaría conocer al hombre
que diseñó esos faroles —dijo Edge,
señalándolos.
Todos los innumerables faroles del
parque se alzaban sobre una base de
hierro fundido que consistía en tres
garras clavadas en la tierra.
—Sí —convino Florian, riendo entre
dientes—. Si ese hombre encontró
alguna vez semejante animal de tres
patas, me gustaría preguntarle dónde, a
fin de adquirirlo para el espectáculo.
Los artistas bajaron de los techos —
para lo cual Rouleau necesitó cierta
ayuda—, mientras los tres terriers y los
tres chinos se desplomaron en un
terraplén de hierba, jadeando y con
calambres por haber hecho todo el
camino dando volteretas. Los músicos
de los instrumentos metálicos se tocaban
los labios, magullados por los tumbos
del carromato mientras soplaban, y un
par de ellos se quejaron incluso de
dientes doloridos.
—Bueno, no necesitan labios ni
dientes para su trabajo de peones —dijo
Florian—. Goesle, Banat, reunid a todos
los hombres y empezad a descargar y
montar. Abdullah, desnuda al elefante y
prepáralo para su tarea. Luego ayuda a
los chinos a mantener lejos de aquí a
esos golfillos. Yo vuelvo a la ciudad
para recoger a nuestros propios niños y
reservar habitaciones de hotel para
nosotros. Los que no tenéis trabajo quizá
queráis cambiaros de traje y pasear por
la ciudad mientras haya luz de día.

Varios artistas hicieron esto, incluyendo


a Edge y Autumn, que se dirigieron
hacia la derecha al abandonar el parque
y pasearon entre los ciudadanos por el
Lungarno Amerigo Vespucci.
—Sé quién era Vespucci —dijo
Edge—; América lleva su nombre. Pero
tendrás que explicarme todo lo demás,
cariño. Me intriga especialmente aquel
puente tan peculiar. —Señaló el tercero,
que era el Ponte Vecchio, a más de un
kilómetro de distancia, pero bien
visible, más alto y abultado que los dos
primeros y que resplandecía, rojo y
dorado, bajo la luz vespertina.
—Está reservado para las tiendas de
orfebrería —respondió Autumn—.
Aquel piso más alto que mira río arriba
solía ser un pasaje particular para los
miembros de la realeza y los nobles que
salían del palacio Uffizi, cuando
albergaba las oficinas del gobierno. Así
podían ir a la residencia real de la otra
orilla del río, el palacio Pitti, sin tener
que mezclarse con la plebe en el puente
y las calles.
Como carecían de prejuicios en este
sentido, Autumn y Edge cruzaron el
puente, empujados por la multitud y
maravillados por las joyas de oro y
plata exhibidas en la hilera de
escaparates o mostradas y anunciadas en
voz alta y personalmente por los
artesanos que las habían creado. Luego
volvieron a cruzar el puente por el otro
lado de escaparates, y mientras Autumn
exclamaba y suspiraba a la vista de
algunas joyas, Edge deseaba tener
mucho dinero para comprárselas todas.
Cuando salieron del puente y
entraron en la Piazza della Signoria,
Autumn dijo:
—Allí, al fondo de la plaza, está el
lugar donde se encendieron dos
hogueras famosas.
—¿Hogueras famosas?
—Hace cuatrocientos años, un
hombre llamado Savonarola fue
abandonado por su novia de la infancia,
así que huyó a un monasterio, pero esto
no hizo más que aumentar su amargura.
Vino a Florencia como misionero y
predicó contra la lascivia, la vanidad, el
placer, la bebida y todas esas cosas
buenas. Convenció a los florentinos de
que se condenarían si no se reformaban.
Entonces, un día de carnaval hicieron
una enorme hoguera aquí en esta piazza
y lanzaron a ella todas sus posesiones
más mundanas (espejos, perfumes,
pelucas, dados, retratos de las
cortesanas más hermosas), todo lo que
sugería disipación. Florencia debió de
ser una ciudad muy triste después de
aquella orgía. Unos diez años después,
los florentinos ya estaban hartos de
Savonarola y sus perpetuas
prohibiciones, de modo que hicieron
otra hoguera en la piazza y le quemaron
a él. Que esto sea una lección para ti,
Zachary Edge. No intentes jamás
reformar a los florentinos.
—Nunca se me ocurriría reformar a
nadie. Un libertino reformado es el más
detestable de los hombres.
—Me alegra mucho que estés de
acuerdo. Antes de que Sayonarola
llegase aquí, el gobernador de Florencia
era un hombre conocido por el cordial
apodo de Piero el Gotoso. Sólo padecen
de gota los amantes de la buena vida, así
que me gusta pensar que Florencia ha
sido siempre y siempre será un lugar de
exuberante sensualidad y hedonismo.
Había una cosa memorable que Edge
ya advirtió aquel primer día y continuó
advirtiendo en los siguientes y después
recordaría siempre como su impresión
más duradera de Florencia. Era la luz
del sol, que incluso a mediodía daba la
sensación de no caer nunca directa y
ásperamente sobre la ciudad, sino
siempre de soslayo, de forma
acariciadora, dando a todas las viejas
paredes de piedra desmoronada tanta
vida y claridad como el deliberado
relievo de las fachadas de los palacios y
convirtiendo las calles más estrechas en
grietas misteriosas y oscuras de las que
uno salía a patios o plazas o jardines de
colores tan cálidos que parecían
conservados para la eternidad en el
ámbar más puro.
Cuando Edge y Autumn volvieron al
hipódromo Cascine, justo al anochecer,
el montaje estaba casi terminado. A la
luz de los cestos de teas, que
chisporroteaban y derramaban lenguas
de fuego, los peones daban los últimos
toques a la carpa, ajustando la tensión
de los cables de retén, asegurando
alguna estaca y gruñendo con voz ronca
cada vez que hacían un movimiento.
—Stitches, ¿por qué gruñen así tus
hombres? ¿Es que aún les duelen los
dientes? —preguntó Edge.
—No, es por orden mía. Intento
entrenarnos a todos (lo he dicho a todo
el mundo, incluido el director, y ahora te
lo digo a ti) a que siempre que alguno de
nosotros sienta la necesidad de decir
una palabrota en público, la cambie por
un gruñido.
—Está bien, pero ¿por qué?
—Mira hacia allí. —Goesle señaló
a dos monjas y una hilera de niños
pequeños con uniforme de colegiales,
que contemplaban el trabajo—. Habrá
más… monjas, niñeras y maestras de
escuela que traerán a sus chiquillos para
vernos montar y desmantelar. A fin de
procurarles una experiencia educativa
un poco fuera de lo corriente,
¿comprendes? Puede pasar que Peggy se
niegue a hacer algo y alguien suelte,
Dios sabe en qué lengua, una frase
parecida a «¡Maldito hijo de perra con
dos colas!». La maestra la encontraría
un poco demasiado educativa para sus
niños y mandaría una delegación a
sermonearnos sobre la moral y cosas
similares.
Florian salió de la carpa,
sacudiéndose las manos, y le dijo a
Goesle:
—En cuanto tus eslovacos hayan
terminado, envíalos a pegar más carteles
por toda la ciudad, toda la noche si es
necesario. —Y añadió, dirigiéndose a
Edge y Autumn—: La mayoría de
artistas se han ido ya al hotel, a vestirse
para la cena. Si vosotros dos queréis
que os lleven el equipaje, colocadlo en
mi carruaje y seguidme. Está a pocos
pasos de aquí, en la Via Solferino. Hotel
Kraft.
—Muy bien —contestó Autumn.
—¿Un hotel regentado por ingleses o
alemanes? —preguntó Edge.
—No —respondió Florian—,
aunque hay muchos hoteles que son
propiedad de extranjeros. Sólo una
tercera parte de la población de esta
ciudad es florentina. Otra tercera parte
está compuesta por expatriados ingleses
y aun otra de diversos extranjeros:
americanos, rusos, alemanes, franceses.
El propietario y el director del Kraft son
italianos, pero la clientela es en su
mayoría gente del espectáculo, teatro,
ópera, circo, pantomima…
En el hotel, cuando Edge y Autumn
se hubieron lavado y refrescado en su
habitación, encontraron a Florian y Carl
Beck en el vestíbulo, y los cuatro se
sentaron juntos a una mesa del comedor,
entre las que ocupaban sus compañeros,
que ya estaban comiendo. Edge miró a
su alrededor para ver si podía
identificar a otras personas del mundo
del espectáculo. Nadie llamaba la
atención por su comportamiento o
actitud —todos comían tranquilamente y
conversaban en voz baja—, pero varios
ejercían a todas luces una profesión
teatral, pues sus rostros eran correosos y
de un color casi anaranjado debido a
años de aplicarse maquillaje.
—Ya os dije que esta ciudad es
cosmopolita —observó Florian, sacando
un periódico doblado del bolsillo de su
levita—. Imaginaos que esta tarde he
podido comprar a un vendedor de
prensa el último número del Era.
Después de cenar echaré una ojeada a la
sección de solicitudes de empleo para
saber si hay en Florencia algún
desocupado que pudiera sernos útil.
—¿Puedo mirarlo, director? —
preguntó Autumn—. Siempre me gusta
ver si hay nombres conocidos.
Florian se lo alargó y Autumn
empezó a hojearlo. Carl Beck decía:
—… a la ciudad mañana por la
mañana, para buscar el ácido y otros
productos químicos que hacerme falta.
—Bueno, no hagas del gas para el
globo tu única prioridad —dijo Florian
—. Cuando llegue ese artista del
trapecio, tendrás que pensar maneras de
colgar su aparato de modo que no
estorbe al de Autumn. Ojalá estuviera ya
aquí, para poderlo incluir en el
programa de la función inaugural de
mañana.
—Ya está aquí, monsieur Florian —
dijo un caballero vestido con elegancia
que estaba sentado a la mesa contigua,
ante una taza de cappuccino. Se levantó
y saludó—. Maurice LeVie, à vos
ordres. He llegado esta mañana y los he
visto desfilar al estilo americano. Me ha
impresionado mucho.
—Estamos encantados de conocerle
—contestó Florian, con una sonrisa
radiante, poniéndose en pie, al igual que
Beck y Edge—. No le he reconocido sin
el traje de pista, monsieur. Permítame.
Y le presentó a todos. LeVie
estrechó las manos de los hombres y
besó la de Auburn. El trapecista era
bajo y esbelto y parecía compuesto, no
de mercurio, como les había hecho
pensar durante su actuación, sino de
ángulos agudos: nariz aguda, mentón
agudo, punta aguda de sus cabellos
brillantes sobre la frente y ojos en
extremo agudos e inquietos.
—Acompáñenos —invitó Florian—.
¿Un poco de vino, tal vez?
—Nada de vino, merci —respondió
LeVie, deslizando su silla hacia la mesa
—. Mi profesión, comprenez, me
prohíbe correr el riesgo de la
embriaguez o la resaca.
—Claro.
—He tenido ocasión —continuó
LeVie— de admirarlos a todos, en
especial a sus bellísimas damas, durante
el desfile. Aquí en el hotel he
aprovechado otra ocasión, de incógnito,
de observar más de cerca a su compañía
americana confederada.
—Ajá —contestó Florian,
señalándole, en broma, con un dedo—.
Y si hubiera observado, por ejemplo,
que comíamos los petits pois con el
cuchillo, o cometíamos otras
barbaridades americanas, habría
permanecido de incógnito y
desaparecido sin decir nada.
LeVie sonrió —formando una V
aguda con los labios— y encogió sus
hombros angulosos.
—Sólo diré que estoy satisfecho o,
más exactamente, que soy feliz de
unirme a ustedes. Me presentaré en el
circo por la mañana, con mi appareil,
para ayudarlos a colgarlo. También,
monsieur le chef de musique, deseará
usted conocer mis motifs
d’accompagnement.
—Ja. Ja doch —dijo Beck,
impresionado al parecer por la segura
profesionalidad de aquel hombre.
—Me gustaría formularle una
pregunta, monsieur Maurice —dijo
Florian, casi con timidez—. Comprenda
que no tengo el menor deseo de alterar
la pureza de su actuación en solitario,
pero tenemos en la compañía a una
joven, bella y de mucho talento, que se
ha visto privada momentáneamente de su
número. Su pareja de la pértiga ha
quedado incapacitada por un accidente.
Pero la joven es también trapecista.
—¿Al viejo estilo o al de Léotard?
—preguntó al instante LeVie.
—Sólo al viejo estilo. Ha vivido
varios años en Estados Unidos y los
americanos están, por desgracia, muy
atrasados en este aspecto. Sin embargo,
me preguntaba si tal vez…
—¿… yo podría enseñarla a saltar?
¿Entrenarla para un jeu duel?
—Sólo si cree que realzaría su
propia actuación. De lo contrario…
—¿Está la joven aquí en este
momento? No la llame, por favor;
limítese a señalarla.
—Es aquélla —dijo Florian,
indicando otra mesa con la cabeza—.
Elle des cheveux roux. Cécile Makkai.
—Ah, oui. Une demoiselle
charmante. Y ese pelo anaranjado sería
un bonito complemento de mis mallas
azules. Siempre visto de azul, messieurs.
—Paprika prefiere las mallas
anaranjadas, para que hagan juego con
su cabello —observó Edge.
—Splendide! Y qué bien le sienta
ese nom-de-théâtre.
—Es húngara —dijo Auburn.
—Una raza deliciosa, en especial
las hembras. Me gusta su sugerencia,
monsieur. Si la Paprika está de acuerdo,
la convertiré en mi pareja.
—Estupendo —dijo Florian—. Los
presentaré…
—Todas las presentaciones mañana,
s’il vous plaît. —Maurice volvió a
levantarse—. Ahora, con su permiso…
Siempre me acuesto temprano, aunque,
ja, ja, sea una actuación en solitario.
Cuando hubo saludado y abandonado
el comedor, Florian murmuró:
—Un tipo avispado, ¿verdad?
—También parece entender de
mujeres —apuntó Edge.
—Su salvoconducto no indicaba
nada censurable.
—Sólo he querido decir que, si le
gustan las mujeres, ¿no habría sido justo
mencionar las, hum, tendencias de
Paprika?
—¿Por qué ponerle sobre aviso? —
inquirió Florian—. O muy pronto
descubrirá su naturaleza o, ¿quién sabe?,
una apuesta pareja masculina puede
hacer cambiar de aficiones a Paprika.
—Per piacere, signori, signorina…
—dijo una voz nueva, una voz ronca y
profunda. Otro hombre bajo y delgado,
pero mucho más pálido, les dirigía la
palabra—. Son del Florilegio, ¿no? Los
he visto hablar con monsieur Maurice.
Él y yo trabajamos juntos al mismo
tiempo en el Zirkus Ringfedel. He
pensado que… si contratan a gente…
Me encuentro por casualidad entre dos
empleos. Soy Zanni Bonvecino.
—Un payaso, ¿eh? —preguntó
Florian, mirándolo de arriba abajo.
—Un payaso triste, director —
contestó el bufón, y Edge pensó que
tenía la cara melancólica apropiada.
—Un mamarracho, pues —dijo
Autumn, mirándolo con atención.
—Sí, signorina. Veo que tiene el
Era. Dentro encontrará mi inserzione,
solicitando un empleo.
Mientras hablaba, el payaso había
cogido de la mesa dos platos vacíos y
dos cuchillos. Ahora, con un cuchillo en
cada mano, hacía girar un plato sobre
cada punta, manteniendo ambos platos
horizontales en sus giros. Parecía
hacerlo distraídamente, como otro
hombre podía hacer girar los pulgares
mientras hablaba.
—También hago el número del
Arlequín y volteretas —explicó—,
cuento chismes graciosos, doy réplicas
descaradas y canto canciones divertidas.
Incluso hago el espejo de Lupino.
—No hasta que tengamos otro
payaso —respondió Florian—. De
momento no tenemos ninguno. —Ahora
el bufón hacía girar uno de los platos a
sus espaldas y pasaba el otro hacia
adelante y hacia atrás por entre sus
piernas, sin que dejara de dar vueltas
serenamente—. ¿Qué clase de chismes
cuenta, signor Bonvecino?
—Improviso, o doy esta impresión.
Al llegar a una ciudad nueva, voy en
seguida al peluquero local. Siempre
sabe todas las habladurías de la ciudad
y no duda en repetirlas, de modo que mi
charla se mofa de los notables y
detestables locales. Ridiculizo los
escándalos, las pomposidades, los
pecadillos, lo que sea, en el lenguaje de
la localidad.
—Meraviglioso —dijo Florian.
—Erfinderisch —dijo Beck.
—¿Le han disparado a menudo,
amigo? —preguntó Edge.
—Signore —inquirió a su vez
Autumn, de repente e inclinándose hacia
adelante—. ¿Está quizá emparentado
con Giorgio Bonvecino?
—No, signorina.
Hizo detener los platos y los dejó
sobre la mesa, junto con los cuchillos.
—¿Está seguro? Era un…
—Completamente seguro, signorina.
Yo soy Giorgio Bonvecino. Autumn
abrió mucho los ojos y dijo, en tono casi
reverente:
—Le oí cantar Sonnambula con la
diva Patti en el Covent Garden.
—Sí, tuve este honor y también
otros. Por desgracia, perdí la voz
cuando una amante montó en cólera; me
asestó un puntapié en la garganta. Por
suerte, no perdí las lenguas en que había
aprendido a cantar. Ya se lo he dicho,
ahora canto en broma. Son parodias de
Zanni Bonvecino, no tengo que exagerar
para que lo sean, parodias de las arias
por las que un día Giorgio Bonvecino
fue famoso.
—Cielo santo —murmuró Florian.
—Ah, bueno —dijo el payaso—,
podría haberme pateado en otra parte,
con peores efectos. Este es mi
salvoconducto, director. ¿Quiere
mirarlo?
—No hay prisa —contestó Florian,
metiéndoselo, sin abrir, en un bolsillo
—. ¿Se aloja en este hotel?
—No, signor gobernatore. Estoy en
una pensión barata.
—Le reservaré una habitación aquí,
con el resto de nosotros. Bien venido a
la compañía, signor Bonvecino.

Para alegría de todos, las dos funciones


del día siguiente fueron llenos, incluso
con la carpa de proporciones mucho
mayores, y la compañía ofreció el mejor
espectáculo que Edge había dirigido o
contemplado hasta la fecha. El público
florentino figuraba también entre los
mejores para los que había actuado el
Florilegio. Cuando la compañía hizo la
gran entrada y la cabalgata, la multitud
participó, ya en la segunda vuelta, en la
canción Circo-o è allegro! y su
entusiasmo no decayó ni un momento a
partir de entonces.
Después de la actuación ecuestre del
coronel Ramrod, el nuevo payaso Zanni
salió a intercambiar chismes con
Florian. Fue todo en italiano, pero Edge
reconoció algunas palabras —«Robert
Browning», «Daniel Dunglas Home»,
«médium» y «farsante»—, y estas
menciones fueron precisamente las que
provocaron más carcajadas, así que
Edge dio por sentado que Zanni repetía
chismes locales. Mientras el payaso
hablaba con Florian, hacía girar sus
platos, esta vez sobre largas y elásticas
cañas de bambú, por lo que el número
resultó aún más mágico que el de la
víspera en el comedor.
En la pista, Zanni se veía muy
diferente del bufón sin empleo que se
había dirigido humildemente a Florian la
noche anterior. Llevaba un ceñido traje
de Arlequín y un gorro puntiagudo y
minúsculo. Unos ligeros toques de
pintura habían cambiado por completo
su cara —una línea oscura para acentuar
los párpados, las cejas convertidas en
pequeñas curvas, como signos de
interrogación, la boca un poco
ensanchada por el carmín—, y se había
peinado hacia abajo todo alrededor, al
estilo de un paje antiguo. Tras su número
de réplicas con Florian, entró repetidas
veces en la pista entre las otras
actuaciones, para ayudar a Domingo la
acróbata y a Alí Babá el contorsionista a
entretener al público durante dichos
intervalos. Mientras Zanni hacía
cabriolas y piruetas, mantenía altos los
codos y parecía bailar, ingrávido, sobre
la punta de los pies. También parecía
encontrar una diversión perversa en sus
payasadas: la cara y los graciosos
movimientos combinaban la alegría con
la travesura, de modo que recordaba a
un fauno o un sátiro. Luego se las
ingeniaba para tropezar con algo y
ofrecer de repente un aspecto
avergonzado y torpe, y se doblaba y
arrodillaba, con la cabeza entre los
brazos, la imagen de la melancolía y la
humildad más abyecta.
Cuando el intervalo entre los actos
tenía que ser largo, como cuando se
llevaba a la pista el furgón de la jaula,
Zanni entraba en la pista dando saltos
mortales, apretaba el gorrito contra su
pecho y anunciaba en voz alta: «Il gran
tenore Giorgio Bonvecino canta “
M’appari”», o cualquier otra aria.
Empezaba a cantarla, sin retorcerse las
manos ni gesticular más que cualquier
otro tenor en el escenario, pero los
espectadores florentinos estaban
familiarizados con la ópera y
recordaban al gran tenor, aunque no le
reconocían. Cuando Zanni cantaba con
su voz quebrada, ronca y a menudo
cascada, el auditorio lo tomaba por una
parodia experta y genuina. Se reía tanto
que casi se caían de las gradas y al final
le aplaudían y gritaban bravos por la
imitación con el mismo entusiasmo con
que habrían aplaudido al verdadero
Giorgio Bonvecino.
Todos los demás números se
desarrollaron igualmente bien. Maximus
saltó a través del aro de fuego por
primera vez en público, aunque Edge
sentía cierta aprensión porque el aliento
de Barnacle Bill olía tanto a alcohol que
podía con facilidad prenderse fuego a sí
mismo cuando encendiese el aro.
Maurice LeVie fue nuevamente un
relámpago azul en el trapecio y el
público salió en el intermedio sonriendo
y hablando de él con excitación. Sir
John aprovechó su buen estado de ánimo
—después de enseñarles su «tatuaje», el
museo, los Hijos de la Noche y las
Pigmeas Blancas— para venderles
decenas de sus bocinas ventrílocuas y
enredarlos con su juego del ratón. Fitz
obtenía ahora los ratones de una trampa
que el hotel Kraft le había permitido
poner en la cocina, y había aprendido el
suficiente italiano para gritar
invitaciones al juego y felicitar a los
ganadores.
El portero confederado Banat había
instituido un nuevo sistema de vigilar la
puerta. El público sólo tenía que
enseñarle las entradas cuando entraba en
la carpa por primera vez y Banat no las
recogía hasta después del intermedio,
cuando la gente volvía a entrar en tropel,
asegurándose así de que ningún
transeúnte, atraído por los gritos de
Fitzfarris, entrase a hurtadillas junto con
los que habían pagado la entrada.
En la segunda mitad del programa,
las chicas Simms hacían ahora la cuerda
inclinada. Balanceando la flexible
pértiga de equilibrio, Lunes se colocaba
despacio, como temerosa, sobre la
cuerda, tendida ahora en ángulo desde el
poste central hasta una estaca clavada
debajo de la primera fila de asientos.
Entonces, fingiendo todavía nerviosismo
y torpeza, subía con lentitud, paso a
paso, mientras Abdullah tocaba un tenso
redoble en su tambor, hasta que llegaba
al final de la cuerda. Con gran cautela,
daba media vuelta y empezaba a bajar,
justo cuando Domingo, con otra pértiga,
se disponía a subir desde el suelo. El
público murmuraba y mascullaba: ¿qué
sucedería cuando las dos chicas se
encontraran a medio camino? Cuando lo
hacían, se producía un rápido centelleo
de pies y pértigas —por un momento,
durante el cruce, las chicas tocaban la
cuerda con un solo pie mientras
intercambiaban las pértigas— y al
instante siguiente ya se habían pasado de
largo y Lunes saltaba al suelo mientras
Domingo llegaba al extremo superior.
Entonces Florian gritaba al público:
«Allora… il scivolo di salvezza! ¡El
descenso por la vida!» (En privado,
Autumn y las chicas lo llamaban
simplemente la bajada). Domingo se
volvía para descender, soltaba una mano
de la pértiga de equilibrio y se dejaba
caer en picado por la cuerda… al son de
una exclamación unánime del público y
un ¡bum! del trombón de Abdullah, que
simulaba la caída. De algún modo, sin
embargo, la mano libre de Domingo se
proyectaba y volvía a agarrar la pértiga
por debajo de la cuerda y por el otro
lado, a fin de convertirla en una barra de
apoyo. Agarrada así y colgando bajo la
cuerda, se deslizaba hacia abajo a toda
velocidad —acompañada por un fuerte
glissando de la orquesta— para ser
recogida por Edge en el extremo
inferior. Él la abrazaba como
recompensa y ella le dedicaba una
radiante sonrisa de adoración.
El espectáculo final se hacía al son
de una música nueva. Autumn había
renunciado a la posibilidad de traducir
Lorena al italiano conservando el metro;
de hecho, había declarado que, aunque
la música era emocionante, no merecía
la pena traducir la letra. Florian, por lo
tanto, decretó que el espectáculo se
cerraría en lo sucesivo con el himno
nacional del país donde se encontraran.
Aquella noche la cabalgata final marchó,
mientras todos los artistas agitaban la
mano y sonreían, a los acordes de la
Marcia Reale.

Todos los días, tarde y noche, los


artistas continuaron actuando ante un
circo lleno a rebosar. Pese a un régimen
tan riguroso, la mayoría iba al
campamento todas las mañanas para
proseguir su incesante práctica de viejos
números, ensayo de números nuevos y
enseñanza de aprendices. Clover Lee
intentaba ahora todas las posturas y
todos los giros y saltos a caballo que
habían hecho en el pasado su madre y el
capitán Hotspur. Cuando no ensayaba
con la banda o practicaba juegos
malabares con cualquier objeto que
tuviera a su alcance, Hannibal Tyree
trabajaba con Obie Yount para enseñar a
Brutus a perder frente al Hacedor de
Terremotos en el concurso de fuerza con
la cuerda. Los Smodlaka habían
encargado a Goesle la construcción de
un carro romano en miniatura y
enseñaban a sus perros a iniciar el
número tirando de él, llevando como
pasajero a uno de los niños albinos.
Edge se esforzaba por entrenar a los
caballos de lunares de Pinzgau para que
participasen en su número, mientras
enseñaba a Lunes y Trueno pasos de alta
escuela cada vez más refinados y
precisos, como dobles, travers, renvers,
courbettes y caprioles. Rouleau, no
pudiendo todavía participar en ninguna
actuación, continuaba enseñando a
Domingo nuevos números de acrobacia,
y a Quincy, contorsiones cada vez más
increíbles. Entre estas sesiones, Lunes y
Quincy ensayaban nuevas rutinas con los
tres chinos, el elefante y el trampolín, y
Domingo seguía tercamente con sus
lecciones de idiomas. Al parecer había
decidido emular a Florian en proezas
lingüísticas y no sólo estudiaba francés
(y buen inglés) con Rouleau, sino que
también empezaba a aprender italiano
con Zanni Bonvecino y alemán con
Paprika, siempre que ésta no era
iniciada por Maurice LeVie en los
misterios del trapecio al estilo de
Léotard.
Además de considerar un deber del
director ecuestre poseer algún
conocimiento de todos los números que
dirigía, Edge se sentía fascinado por la
práctica del trapecio, y por la mañana
entraba a menudo en la carpa para ver
ensayar a Maurice y Paprika.
—Pero la maldita barra es
condenadamente pesada, kedvesem —se
quejó Paprika durante una de las
primeras lecciones—. Mi propio
trapecio no lo era tanto.
—Tu trapecio sólo tenía que
aguantarte a ti, mam’selle —contestó
Maurice con paciencia—, y tu peso lo
mantenía siempre estable. Estas dos
barras son pesadas por una razón muy
buena. Un trapecio ligero oscilaría y se
bambolearía al dejarlo suelto. Si la
barra no está siempre perfectamente
recta, horizontal y paralela al suelo
cuando tú o yo nos lanzamos hacia ella,
tú o yo, o ambos, podríamos perderla,
caernos y matarnos. De ahí que deba ser
pesada.
Edge ya sabía, por haber
supervisado el izamiento del columpio,
que cada una de las barras —recubiertas
de lino fijado con esparadrapo— tenía
una placa niquelada de dos kilos y
medio en ambos extremos. También
sabía, por haber visto hacerlas a Goesle,
que tanto ella como Maurice llevaban
tensas muñequeras para reforzar las
muñecas y «palmas» de gamuza en
ambas manos, como las de los
fabricantes de velas, con agujeros para
los dedos.
—¡No, no, no! —gritó Maurice en
una ocasión en que Edge los observaba.
Maurice estaba en una plataforma y
Paprika en la de enfrente—. No te
inclines hacia adelante para anticiparte a
la barra cuando se te acerca. Inclínate
hacia atrás cuando la agarres y
permanece inclinada hacia atrás cuando
dejes la plataforma. De este modo pones
tu peso sobre la barra desde el principio
de la oscilación. No sentirás tanto el
tirón de la gravedad, te sentirás menos
pesada, en el punto inferior de tu arco.
Los jefes de personal del Florilegio,
Goesle y Beck, también estaban en el
campamento del Cascine todas las
mañanas, y también muy ocupados. Carl
Beck había comprado a los
comerciantes de productos
farmacéuticos de la ciudad los diversos
elementos químicos que necesitaba para
su Gasentwickler. Ahora pasaba la
mayor parte de su tiempo libre haciendo
ensayos empíricos para determinar las
proporciones adecuadas de dichos
ingredientes, y Rouleau sólo podía
mirar, impaciente y nervioso, porque
Beck insistía:
—Hasta que yo saber qué hacer, no
dejarte probar qué poder hacer tú como
Luftschiffer.
Beck también había encargado a los
eslovacos músicos la construcción de
algo para sí mismo cuya naturaleza se
negaba a revelar hasta que estuviera
terminado. Mientras tanto, Dai Goesle y
otros peones juntaban listones y hierro
para un objeto solicitado por Fitzfarris
pero de cuya utilidad no quería hablar ni
siquiera a los constructores. Magpie
Maggie Hag, como de costumbre, cosía
trajes, ahora para los niños Simms y
Smodlaka, que habían crecido
demasiado para aprovechar su ropa
vieja.
Sólo durante los intervalos de tres
horas entre las funciones de tarde y
noche, varias veces por semana, se
permitían los artistas el lujo de ponerse
traje de calle y vagar por la ciudad.
Admiraban la arquitectura local,
recorrían museos y galerías, miraban o
compraban en las tiendas de lujo o en
los baratos mercados callejeros,
paseaban por los jardines Boboli o iban
en vettura a contemplar la vista que
Boccaccio, Lorenzo de Médicis, Shelley
y otros inmortales habían visto desde la
colina de Fiesole.
Mullenax pasaba la mayor parte de
su tiempo libre en la primera bettola de
trabajadores italianos que encontraba en
su camino porque podía contar con que
los otros borrachines le invitarían a
beber cuando supieran que era el
domador de leones Barnacle Bill. Edge,
Fitzfarris y Yount pasaban unas horas
cada semana en el café Doney, lugar de
reunión favorito de los americanos
residentes en Florencia. Allí se sentaban
ante copas de vino o tazas de espresso y
comentaban con los otros expatriados
las últimas noticias de los Estados
Unidos. Los salteadores de caminos
americanos se habían trasladado de las
carreteras a la vía férrea; en Ohio,
bandidos armados habían detenido un
tren y robado a los pasajeros y su
equipaje. Todo el sur estaba dominado,
atemorizado y saqueado por aventureros
yanquis y negros libres.
Sin embargo, la gente del circo en
general prefería vagar entre los nativos
y los escenarios nativos y encontraron
incluso algunos escenarios que las guías
turísticas olvidaban mencionar. Un día,
Autumn llevó a Edge a la casa venerable
donde «se suponía que había vivido» el
gran Dante antes de ser desterrado de
Florencia. Edge la miró con el debido
respeto, pero luego, cuando paseaban
por la calle de detrás de la casa, la Via
del Proconsolo, se fijó en que todas las
tiendas estaban dedicadas a la
exhibición y venta de formidables
corsés y fajas abdominales de lona e
incluso aparatos aún más feos
construidos con caucho, cuero y corcho
—bragueros, cinturones para herniados,
suspensorios— y sugirió en broma que
las autoridades municipales podrían
haber situado la supuesta residencia de
Dante en un barrio de miras más
elevadas.
Maurice y Paprika no dejaban nunca
de discutir los detalles del arte del
trapecio, ni siquiera cuando salían con
otros artistas. Un día en que paseaban
con Edge, Autumn y Florian y empezó a
caer una lluvia fina, a Maurice se le
ocurrió decir:
—Mam’selle Paprika, nunca nos
encaramaremos en un día de lluvia
torrencial. Si el agua se filtrara por la
lona —añadió, mirando a Edge—,
nuestro director ecuestre no nos
permitiría arriesgarnos, y a mam’selle
Auburn tampoco, porque las barras, las
plataformas y la cuerda estarían
probablemente resbaladizas.
El grupo escapó de la lluvia
entrando en la Galeria degli Uffizi,
donde la pintura de la Primavera de
Botticelli inspiró a Maurice a decir:
—El buen tiempo puede ser tan
peligroso para nosotros como el más
lluvioso o frío. En un día templado
puede hacer incluso mucho calor allí
arriba, tan cerca de la cúspide. He
conocido a trapecistas que se han
desmayado y caído durante sus
ejercicios, y a otros cuyo sudor ha
atravesado los mitones de gamuza,
haciendo resbalar sus manos y
provocando su caída.
Más tarde, en el comedor del hotel
Kraft, Maurice recordó otra advertencia:
—No comas nunca antes de una
función, mam’selle Paprika. Es
conveniente ser lo más ligero posible en
el aire. Pero más importante: si hubiera
un accidente, una lesión, podría ser
necesaria una rápida intervención
quirúrgica. Si un día me ocurriera a mí,
espero que me dormirían antes de
abrirme. Y ningún médico puede
administrar la clemencia del éter o el
cloroformo a menos que el paciente
tenga el estómago vacío.
A pesar de la experta tutela de
LeVie, Paprika nunca fue tan hábil como
él en la parte «voladora» del número del
trapecio, pero no era preciso que lo
fuese. Como pronto se puso de
manifiesto, su número se reducía
solamente a la presentación de Florian
—«L’ardumentosa acrobata a-e-ro-
batica, signorina Paprika!»—, a subir
con ligereza por la escalera de cuerda
hasta la plataforma, soltar la barra del
trapecio, darle impulso y —a los
acordes de la alegre canción húngara
Sólo hay una chica—, mientras el
trapecio continuaba oscilando, adoptar
todas las poses, dar saltos mortales y
colgarse de las rodillas y de los pies e
incluso hacer un farol sobre la barra.
Concluía su actuación en solitario
saltando de nuevo a la plataforma y
levantando los brazos en forma de V
para recibir los aplausos. En aquel
momento, un borracho harapiento y
sucio entraba tambaleándose en la pista,
procedente de las graderías.
Dirigía palabrotas a Florian y Edge
y luchaba con los peones que entraban
corriendo en la pista. El borracho
siempre se desasía, corría para trepar
por la escala de cuerda —fingiendo
varias veces que resbalaba y se caía—,
llegaba a la plataforma, soltaba el
trapecio de Paprika y se lanzaba al aire
con él. Mientras oscilaba de un lado a
otro, a veces colgado sólo de una mano
y otras agarrado con manos y pies, como
si tuviera miedo, Paprika le miraba con
expresión horrorizada y la banda tocaba
una versión cacofónica de la obertura
del Holandés errante de Wagner. Pero
entonces el borracho empezaba a
quitarse y tirar sus harapos, uno tras
otro.
En el instante en que Pete Jenkins
aparecía con sus lentejuelas de color
azul eléctrico y la gente se reía de su
propia credulidad y la banda cambiaba
suavemente al Bal de Vienne, Paprika se
lanzaba al aire con su trapecio. Maurice
ejecutaba acrobacias sobre una barra,
mientras Paprika le imitaba sobre la
otra. Luego se retiraba a su plataforma y
Maurice realizaba sus volteretas y giros
en el trapecio oscilante. En el punto
culminante del número, tanto Maurice
como Paprika pendían de las barras,
oscilando cada vez más de prisa y a
mayor altura, hasta que ambos soltaban
su barra respectiva (fuertes golpes de
trombón), se cruzaban en el aire a toda
velocidad, en un doble salto mortal,
cogían las barras opuestas y se subían
ágilmente para sentarse en ellas,
agitando las manos y sonriendo, bajo un
frenesí de vítores, aplausos, silbidos y
bravos.
Al principio de una función de tarde,
los artistas de la cabalgata se
sorprendieron al oír su música de
Greensleeves tocada con más
animación, alegría y estrépito que nunca.
Todos miraban hacia el estrado cada vez
que desfilaban por delante, pero sólo
pudieron discernir que había un
eslovaco uniformado más entre los
músicos. Nadie podía ver, por encima
de la barandilla del estrado, el
instrumento que tocaba, y el director de
orquesta Beck se limitaba a sonreírles,
satisfecho. Lo que había añadido a la
banda, fuera lo que fuese, continuó
interviniendo en toda la música durante
las actuaciones subsiguientes, con
campanillas, matraqueos, sonidos
metálicos, ruidos estridentes y
murmullos extraños y fantasmagóricos.
Hasta que el gentío salió para el
intermedio, Florian y Edge no pudieron
subir a investigar a las graderías
contiguas al estrado.
—Ser un juguete bávaro —anunció
con orgullo Beck mientras lo miraban—.
Llamarse teufel geige, «violín
endiablado». Yo enseñar a hacerlo a mis
eslovacos.
El «violín endiablado» era sólo un
palo recto, de un metro y medio de
longitud, a cuyo extremo inferior iba
sujeto un muelle en espiral que
descansaba sobre el pavimento del
estrado. A lo largo del palo colgaban
cencerros y campanillas de diferentes
tamaños, una pandereta, varios cubos de
madera hueca y un címbalo de latón.
—Ni siquiera necesitar un músico
de verdad. Cualquiera poder tocarlo —
explicó Beck—. Con un simple palillo,
deber tocar esta o aquella pieza del
teufel geige. El muelle del extremo
proporcionar la resonancia y
reverberación extra. Para obtener un
mayor crescendo y fortissimo, el músico
sólo deber golpear todo el palo. El
aparato saltar sobre el muelle y todas
las piezas hacer bing-bong, tin-tin,
toc-toc, bum, crac…
—Sois ingeniosos los bávaros —
murmuró Florian—. Me alegro de que
algunos florentinos hayan tenido
oportunidad de disfrutarlo.
—¿Algunos? —repitió Beck—. ¿Es
que irnos de Florencia?
—Ya es hora. Hemos estado aquí
más de tres semanas y estos últimos días
no ha habido llenos de paja y hoy he
visto incluso asientos vacíos. Además,
empieza a hacer mucho frío. Imitaremos
al Orfei y bajaremos al sur.
—En tal caso, nosotros marchar con
un gesto magnífico —dijo Beck—.
Encargar carteles, por favor, director,
que anunciar la ascensión de un
Luftballon para el último día, entre la
función de la tarde y la nocturna. No
olvidar añadir, si el tiempo lo permite.
—¿Crees que ya estás preparado,
Carl? ¿Y Monsieur Roulette? Muy bien.
Haré imprimir los carteles esta noche y
los fijaremos mañana. Pasado mañana
será nuestro último día en Florencia.

El día de la ascensión, como lo llamó


con irreverencia el ansioso Rouleau,
amaneció claro y sin una nube. Muy
temprano, Beck y cinco de sus eslovacos
descargaron el Saratoga de la carreta y
desdoblaron cuidadosamente el globo de
seda y sus mallas y cuerdas sobre el
césped del óvalo interior del
hipódromo. Mientras cuatro de los
hombres iban a buscar el
Gasentwickler, los otros colgaban
bolsas de arena en torno al borde
exterior de la góndola de mimbre. Pese
a la hora temprana y los deseos de Beck
de realizar sin observadores esta
primera inflación, por si se producía un
incidente o un fallo, se había congregado
un nutrido grupo de florentinos,
incluyendo a varias monjas con largas
colas de colegiales. Por ello los peones
gruñían en vez de blasfemar mientras
trabajaban.
—Sólo poder hacer estas
ascensiones en ciudades importantes —
advirtió Beck a Rouleau, que estaba de
pie, apoyado en su bastón, junto a la
barquilla rodeada de bolsas—. Y quizá
sólo una vez o dos el día de la
inauguración y el de la despedida, como
una atracción especial. Hasta que yo
experimentar, no darme cuenta de la gran
cantidad de productos químicos
requerida para cada ascensión. Tan
grande y tan pesada que no poder llevar
con nosotros y tener que comprarla en
cada plaza. Observe.
El Gasentwickler consistía en dos
enormes cajas revestidas de metal,
provistas cada una de cuatro ruedas y
conectadas entre sí por una manguera de
quince centímetros. Bum-bum
desatornilló y levantó una especie de
tapa de hierro con goznes que había en
la parte superior de una de las dos cajas
y dijo a Rouleau que mirase dentro.
—Este tanque ser el generador.
Revestido de plomo para resistir la
corrosión del ácido. Usted también ver
unas repisas escalonadas, que servir
para una mejor distribución de estas
limaduras de hierro.
Se acercaron los cinco eslovacos,
todos inclinados bajo el peso de un
saco. Uno a uno lo levantaron sobre la
boca de la caja y vertieron su contenido
en el tanque, agitando la abertura del
saco para que las limaduras se
repartiesen mejor por las repisas
interiores. Los hombres hicieron varios
viajes y vaciaron —Rouleau perdió la
cuenta— unos quince o veinte sacos de
limaduras. Después volvieron con cubos
de agua y llenaron la caja hasta unos
sesenta centímetros del borde. Beck
cerró y atornilló la tapa, mientras los
hombres se alejaban de nuevo y
regresaban con inmensas bombonas de
cristal llenas de algo parecido al agua.
—Aceite de vitriolo o ácido
sulfúrico —explicó Bum-bum—. Esto
requerir muchos experimentos para
determinar la cantidad y procedimiento
correcto de añadirlo.
Los hombres vertieron lentamente
por un embudo de cobre situado en un
extremo del tanque del generador cinco
bombonas del ácido. Después hubo una
larga espera, cronometrada por Beck
con el reloj que le había prestado
Florian. Por fin hizo una señal con la
cabeza y los peones vertieron con
lentitud tres bombonas más. Otra larga
espera, otra señal, y los hombres
vertieron otras dos bombonas.
—El Wasserstof, o hidrógeno, ya
generarse —dijo Beck—. La lenta
adición del aceite de vitriolo impedir
una generación demasiado rápida, que
poder dañar las paredes del tanque.
Ahora el gas pasar por esta gruesa goma
a la otra caja. Usted tocar.
Rouleau tocó con una mano la
manguera que comunicaba las dos
máquinas y la retiró al instante; el
caucho casi quemaba.
—Esta ser la razón de emplear el
segundo aparato, que enfriar y purificar.
Ahí dentro circular el gas caliente en
torno a una parrilla de tubos llenos de
agua fría. Luego pasar a una segunda
cámara, llena de agua de cal, donde
burbujear y perder todas las impurezas y
gases inútiles. Ahora yo hacer una
conexión, usted observar, de esta
manguera de salida con el apéndice del
globo. Y en medio haber una bomba
para acelerar el paso del hidrógeno puro
del Gasentwickler al Luftballon.
Hizo una seña y un eslovaco se
acercó para poner el aparato en
funcionamiento, accionando con vigor el
mango de la bomba.
A estas alturas, toda la compañía del
Florilegio se había reunido para mirar,
con tanta avidez como el público. Pero
transcurrió mucho tiempo antes de que
alguien pudiera ver lo que ocurría en el
interior del Saratoga y fue preciso creer
a ciegas que realmente pasaba algo
dentro del Gasentwickler. Sin embargo,
de repente la seda blanca y granate se
movió con suavidad. Una arruga se
alisó. Más allá se desarrugó un pequeño
pliegue. Al cabo de unos veinte minutos
—durante los cuales los peones se
turnaron junto a la bomba— resultó
evidente que la capa superior de seda
del globo se había levantado del suelo
unos centímetros. Una hora después, la
seda había formado una cúpula, todavía
amorfa y al nivel del suelo, pero más
alta que la cabeza de un hombre. Dos
horas más tarde, el Saratoga estaba
hinchado del todo y se erguía, sobre su
góndola, alto, ancho y altivo, contenido
dentro de su malla y frenado por las
cuerdas de amarre… y todos los
curiosos, gente del circo y gente de la
ciudad, monjas y niños, charlaban entre
sí, dominados por la excitación.
Beck desconectó la manguera del
apéndice del globo y entonces ordenó a
sus hombres que vaciaran las dos cajas
del generador con muchos cubos de agua
antes de llevarse las máquinas al patio
trasero del circo, fuera de la vista. Edge
advirtió que Rouleau, el aeronauta,
estaba rodeado por Fitzfarris y Domingo
y Lunes Simms. Fitz hablaba y señalaba,
hacia el globo, hacia las chicas y hacia
sí mismo y Rouleau, que le escuchaba
con aparente interés. Al pasar por el
lado del grupo, Edge pudo oír las frases
finales de aquel coloquio.
—… lo haréis, ¿verdad, chicas? —
preguntó Fitzfarris.
—Mais oui —contestó Domingo—.
Il commence à faire une grande
aventure.
—Bien —dijo Rouleau—. En tal
caso, lo haremos.
A la hora anunciada para la
ascensión, justo antes del crepúsculo, no
sólo el parque Cascine, sino la orilla
opuesta del Arno y los balcones,
ventanas y tejados de ambas orillas del
río estaban atestados de curiosos. Los
que se hallaban más cerca del furgón
rojo del Florilegio agitaban billetes de
lira y pedían a gritos entradas para el
espectáculo de despedida. Edge observó
a Florian que la ciudad parecía sentir un
interés renovado por el circo y que tal
vez sería provechoso quedarse un poco
más.
—No —respondió Florian—.
Siempre es mejor marcharse cuando aún
se es una novedad interesante, que
hacerlo cuando uno ya se ha convertido
en una rutina conocida. Además,
Florencia esperaría ahora una ascensión
diaria del globo y esto no es práctico.
En aquel momento sonó una
tumultuosa fanfarria dentro de la tienda.
Beck y la banda hicieron su aparición,
incluyendo al tambor Hannibal y al
músico del «violín endiablado», todos
marchando a los exuberantes acordes de
Camptown Races. Detrás de la banda
desfilaba Jules Rouleau, sin bastón,
disimulando lo más posible su cojera.
Sobre sus mallas amarillas y verdes
llevaba la capa negra ribeteada de
amarillo del coronel Ramrod, cuya cola
sostenían Autumn y Paprika, que también
vestían sus trajes de pista. Al llegar a la
góndola del Saratoga, Rouleau se
despojó de la capa con movimientos
ampulosos para ocultar el hecho de que
las dos muchachas le ayudaban
discretamente a subir a la barquilla.
La música enmudeció para que
Florian, con un cartel enrollado que
hacía las veces de megáfono, pudiera
dirigir una arenga a la multitud sobre los
peligros del viaje aéreo, el valor y la
habilidad de Monsieur Roulette, su
intención de realizar este ascenso
solamente para agradecer a la ciudad de
Florencia su generosa hospitalidad, etc.
Mientras todas las miradas convergían
en Florian y en el Saratoga, Edge miró
por casualidad hacia la marquesina de la
carpa. Fitzfarris, con el maquillaje que
cubría su mejilla azulada, dirigía a una
pareja de eslovacos en la elevación de
un objeto cuya construcción había
encargado a Goesle. Se trataba de una
gran caja de madera, parecida a una
simple banasta de mudanzas, pintada de
negro y adornada con estrellas doradas,
medias lunas y otros signos cabalísticos.
Cuando los hombres la hubieron izado
unos metros desde debajo de la
marquesina, Edge pudo ver que tenía un
estrecho y somero canalón de hojalata
en torno a los cuatro bordes exteriores
de la caja.
Florian terminó la presentación, la
banda tocó un tema de Le Phénix, de
Corefte, varios peones desataron las
amarras y la gran multitud exhaló un «¡
Oo-oooh!» que debió de oírse hasta
Fiesole. Sin embargo, el globo se elevó
lentamente, como había hecho en
Baltimore, porque los eslovacos tiraban
despacio el cable para que Rouleau,
cuando estuviera a unos cien metros de
altura, pudiese provocar de nuevo las
exclamaciones de la muchedumbre al
salir de la góndola como un demente y
hacer acrobacias en la escala de cuerda
colgada de un lado, pero —en atención a
la fragilidad de su pierna— no prolongó
dicha exhibición. Cuando volvió a saltar
dentro de la barquilla, los peones —no
él, esta vez— soltaron el cable y
Rouleau lo atrapó, lo enrolló y el
Saratoga se elevó libremente.
Todavía bastante despacio, o al
menos así se lo pareció a la multitud, el
globo continuó elevándose en dirección
norte. Los espectadores apenas podían
ver a Rouleau, que ahora estaba
ocupado en el borde de la góndola —
vaciando uno de los sacos de arena—, y
el globo subió todavía más, hasta que
tropezó con una brisa procedente del
punto opuesto de la brújula, sobrevoló
de nuevo el parque Cascine y se dirigió
luego hacia el sur, cruzando el Arno. Al
parecer, Rouleau estaba decidido a
poner a prueba su control sobre el
globo, porque lo hacía subir, bajar y
volver a subir, ya tirando arena, ya
abriendo la válvula de charnela, para
flotar en diversas direcciones y a
distintos niveles del aire. Bum-bum
Beck dirigía la banda sin mirarla para
no perder de vista el globo, y movía la
cabeza con admiración ante las
maniobras de Rouleau.
Por último, con la cautela lenta y
deliberada de un capitán al atracar su
inmenso buque, Rouleau hizo descender
el Saratoga hacia un lado, donde se
encontraba la carpa. No era de esperar
que hiciera un aterrizaje preciso a la
primera tentativa, pero se acercó y
descendió lo bastante para echar el
cable, y los eslovacos corrieron a
cogerlo para guiar al globo hacia el
punto exacto donde debía aterrizar. La
multitud vitoreó y aplaudió mientras el
Saratoga descendía con lentitud.
Entonces la banda tocó otra fanfarria
para llamar la atención del público y
Fitzfarris gritó por el megáfono de
papel:
—Ebbene, signore e signori! …
Attentil… Un pezzo dell’arte magica!…
Osservate!
El público desvió la mirada del
globo hacia el nivel del suelo y vio a
Fitzfarris chupar lánguidamente un gran
cigarro y luego señalar con él su
plataforma negra y dorada. Allí estaba
Lunes Simms, en una graciosa postura,
con una sonrisa orgullosa y vestida con
sus mallas de color carne, que daban la
impresión de reducirse a varios
triángulos de lentejuelas
estratégicamente colocados.
—Osservate! —continuó Fitz—. La
fanciulla che sparisce!
—La chica que desaparece —dijo
Florian, por si alguien necesitaba la
traducción—. ¿Qué se propondrá ahora
sir John?
Sin dejar de mirar el globo, que los
peones bajaban a mano, Fitzfarris
continuó gritando en su defectuoso
italiano para acaparar la atención del
público:
—Osservate vigilantemente,
signore e signori!… In un istante, la
fanciulla… sparirà! —La góndola del
Saratoga estaba a pocos centímetros del
suelo cuando Fitzfarris gritó con voz
más fuerte—: Signorina… sparisca! —
y agitó el cigarro hacia ella.
Se produjo un ruido breve pero
intenso —¡paf!— y una fuerte llamarada
sucedida por una nube de humo blanco
que subió por los cuatro lados de la
plataforma, ocultando por unos
momentos a la muchacha, y las primeras
filas de la muchedumbre retrocedieron
ante la pequeña explosión. El humo
ascendió hasta más arriba de la
plataforma y se desvaneció en el cielo…
y Lunes Simms ya no estaba en su lugar.
El público soltó un murmullo de
asombro e incredulidad, pero Fitz no le
dio tiempo de comentar el fenómeno. Ya
gritaba: «Ecco!», señalando la góndola
que se posaba en el suelo: «Ecco! La
fanciulla magica!», y el gentío miró,
parpadeó y exclamó, porque allí, en la
barquilla, recién bajada del cielo, de pie
junto a monsieur Rouleau, en una
graciosa postura, estaba la misma
muchacha que acababa de desaparecer
de la plataforma.
—Sir John siempre encuentra una
forma nueva de utilizar a las mellizas —
dijo Florian con admiración.
—Sólo me sorprende —observó
Edge, mientras el público estallaba en
otra tanda de aplausos— que no haya
pensado un modo de sacar dinero del
truco.
Pero en cierta manera lo había
hecho, porque la gente que se encontraba
más cerca pidió a gritos aún más fuertes
que antes entradas para un espectáculo
que exhibía gratis tan grandes maravillas
como la que acababan de presenciar.
Cuando Goesle y sus hombres retiraron
una parte del cordón que los impedía
entrar, hubo una estampida hacia la
taquilla del furgón rojo, donde esperaba
Magpie Maggie Hag. Fitzfarris se abrió
paso entre la multitud y se acercó a
Florian y Edge con una sonrisa
triunfante.
—He encontrado un poco de aquello
que los magos llaman polvo de lacapodo
—explicó— y he pensado que podía
aprovecharlo para algo.
—Licopodio —corrigió Florian.
—Comoquiera que se llame, ¿qué
es? —preguntó Edge.
—Una especie de hongo —contestó
Florian—. Seco y reducido a polvo, se
usa en los fuegos artificiales… o para
efectos como el que hemos visto hace un
momento.
—Lo he prendido con mi cigarro —
dijo Fitz— mientras tocaba un muelle
que ha abierto un escotillón bajo los
pies de Lunes. Pero no abusaré de este
truco porque ahora no puedo enseñar a
las Pigmeas Blancas Africanas sin
revelarlo.
—No importa —respondió Florian
—. Tendrás más tiempo en el intermedio
para tu juego del ratón y creo que harás
un negocio redondo. Hay más gente de la
que cabe en la carpa.
Incluso las personas que no
encontraron entradas en la taquilla,
aunque muy desengañadas al ver entrar
en la carpa a las más favorecidas por la
suerte, se quedaron en el parque para
ver a Monsieur Roulette tirar del cabo
de desgarre del Saratoga, deshinchar el
globo y, con ayuda de los eslovacos,
doblar cuidadosamente toda la seda, la
malla, el aro y la barquilla y guardarlo
todo en la carreta. Después se quedaron
para participar en el juego del ratón
durante el intermedio, e incluso
permanecieron allí después del
espectáculo —junto con el público—
para contemplar con nostalgia cómo los
peones y el elefante desmontaban toda la
carpa, mientras los artistas iban solos o
de dos en dos al furgón vestidor del
patio trasero y salían de él en traje de
calle para cenar en el hotel Kraft y
dormir por última vez en Florencia.
7
El viaje desde Florencia en dirección
sur podría haberse dibujado en un mapa
con líneas y puntos, representando las
primeras cada etapa de unos treinta y
cinco kilómetros, y los puntos, los
pueblos, aldeas y ciudades por los que
pasaba la caravana del circo. Florian
había trazado la ruta siguiendo los
valles fluviales del oeste de la
cordillera de los Apeninos, que recorre
la península de norte a sur. Esto requería
frecuentes rodeos y un avance tortuoso,
pero era preferible a sufrir el frío
invernal y las nieblas de las montañas y
a subir y bajar caminos sinuosos y
escarpados donde no había hierba ni
heno para los animales.
Toda la compañía lamentó dejar las
bellezas y placeres de Florencia, pero al
término de la primera etapa, cuando
llegaron a las afueras de San Giovanni
Valdarno, se animaron ante la vista de la
ciudad, cuyo aspecto era extrañamente
prometedor. La carretera estaba rodeada
de altos montículos que a la luz del sol
poniente lanzaban destellos polícromos,
como de rubíes, esmeraldas y zafiros.
—Maldita sea, mira eso —observó
Edge a Autumn—. Este lugar está
rodeado de colinas de joyas.
Sin embargo, cuando se acercaron
las refulgentes colinas resultaron ser
montones de botellas rotas de diferentes
colores, desechos de una destilería de
grappa. El resto de San Giovanni era
igualmente industrial y feo: talleres de
cerámica, lápidas funerarias y sillas y
arneses.
La ruta meridional de la caravana
alternaba casi con regularidad los
lugares pintorescos y agradables con los
feos y deprimentes. A la compañía
circense le gustó mucho más la parada
siguiente, la ciudad de Arezzo.
Construida sobre una colina que se
erguía entre campos de cereales, huertas
y viñedos, y contenida y delimitada por
la medieval muralla de piedra
circundante, daba la impresión a quienes
se acercaban a ella de no haber tenido
más remedio que crecer hacia arriba,
amontonando terrazas de edificios y
asignando al mayor de ellos, la
Ciudadela, la máxima altura. En cambio,
la próxima etapa, Cortona, fue otro
desengaño: una ciudad sombría y
silenciosa, toda murallas y
fortificaciones. Y la parada siguiente
volvió a ser una delicia para los ojos y
el espíritu, una aldea junto al hermoso
lago de Trasimento, lleno de reflejos
plateados.
—Sin embargo, no siempre ha tenido
este color —dijo Florian, dirigiéndose a
Hannibal Tyree en particular—. Aquí es
donde tu tocayo, Aníbal de Cartago,
luchó contra el cónsul romano Flaminio.
Cien mil hombres murieron en esta
comarca y dicen que su sangre enrojeció
el lago durante años.
Cuando al anochecer de otro día la
caravana se aproximó a las altas
murallas de Perugia, Florian la estaba
esperando, ya que se había adelantado,
como de costumbre, para tratar con las
autoridades municipales: En esta
ocasión congregó a los miembros de la
compañía para decirles:
—Una vez más levantaremos la
tienda en el hipódromo local, que está
muy cerca de aquí, fuera de las murallas
de la ciudad. Pero esta vez lo
compartiremos con una feria.
—Oh, diablos —exclamó Fitzfarris
—. En tal caso, ¿no deberíamos pasar de
largo este lugar?
—De ninguna manera —contestó
Florian—. La feria no nos hará la
competencia; más bien será una
atracción adicional, parte de tu
intermedio, por así decirlo, sir John. Y
la feria y el circo juntos atraerán a
mucha gente. Lo que sí tenemos que
dejar bien claro es que somos algo más
raro y especial que una vulgar feria de
provincias. Propongo que hagamos otro
desfile alrededor de la ciudad antes de
acampar.
Así pues, el Florilegio entró en
Perugia como lo había hecho en
Florencia, con mucha pompa. La banda
tocó una y otra vez todo su repertorio,
las mujeres agitaron la mano y sonrieron
y —aunque la tarde eran bastante fría y
llevaban capas— descubrieron de vez
en cuando un trozo de mallas o de su
propia carne. La cabalgata siguió la
avenida principal que circundaba la
ciudad, unas veces dentro y otras fuera
de las antiguas murallas, y los
perugianos se apiñaron a lo largo de la
avenida o en lo alto de la muralla o se
asomaron a las ventanas, acogiendo
ruidosamente al circo.
Como el circuito de la ciudad tenía
más de tres kilómetros de longitud, ya
había caído la noche cuando la
compañía llegó al punto de partida, y el
carruaje de Florian los guió a todos en
dirección sur, hacia el hipódromo. No
fue difícil encontrarlo, porque la mitad
del óvalo interior estaba muy bien
iluminado por los faroles y antorchas de
la feria, distribuidos en torno a tiendas,
puestos, barracas y una inmensa
construcción de madera demasiado
grande para estar cubierta. En la feria
había también mucho ruido de voces y
música, pues se tocaban y cantaban
simultáneamente varias músicas
distintas. Los carromatos del circo se
detuvieron en la parte no ocupada del
óvalo, los músicos cambiaron sus
uniformes por los monos de trabajo y se
unieron a los demás peones para
empezar el montaje, mientras Florian
volvía a la ciudad para buscar un hotel o
posada cómodo y conveniente.
Los artistas cambiaron sus trajes de
pista por atuendos de calle más
abrigados y fueron a pasear por la feria,
porque la mayoría sólo había visto
ferias en América y allí solían consistir
en la exhibición por parte de la
población local de su ganado, sus
edredones acolchados y el producto
escogido de sus huertos, como las
calabazas gigantes. Esta feria italiana se
parecía más a un vasto espectáculo de
intermedio donde cada participante
ofreciera alguna clase de diversión, o
algo para comer o beber, o un juego de
azar, o algún producto para la venta.
Edge y Autumn fueron primero a
inspeccionar la enorme estructura de
madera que habían visto a su llegada.
Era una rueda alta como una casa, o
mejor dicho, dos ruedas puestas de lado
con travesaños a intervalos, y de estos
travesaños pendían media docena de
pequeñas góndolas de dos asientos. La
gente se sentaba en ellos, con expresión
valiente, alegre o aterrada; la rueda
giraba lentamente y las góndolas subían
y bajaban conservando siempre la
misma posición horizontal. Un hombre
colocado sobre una plataforma en el eje
de la rueda era el encargado de dar las
vueltas y sudaba copiosamente, incluso
en la noche fría, mientras hacía girar una
manivela clavada al eje. Un
acordeonista tocaba en el suelo un ronco
acompañamiento musical.
—Estos son los nuevos barcos
giratorios —explicó Autumn—. La
primera vez que los vi fue en París.
Ahora son populares por doquier.
Siguieron andando entre la multitud,
ruidosa y excitada, ante las hileras de
tiendas, barracas y puestos iluminados,
que se identificaban mediante letreros
pintados con colores chillones o con
garabatos: Museo di Figure di Cera,
Sala de Misteri, Tomba della
Mummia…
—Todo esto —explicó Autumn— se
conoce en la profesión como entresorts,
diversiones que el público paga
simplemente por echarles una ojeada. Y
sus propietarios se llaman voyageurs
forains, lo cual significa que no son
mucho mejores que gitanos.
Ella y Edge se detuvieron para
comprar una salsiccia caliente. Cuidaba
del brasero de carbón una vieja sentada
en un taburete, con los pies en una cesta
para protegerlos del frío suelo. Por muy
pocos centesimi alargó a cada uno una
salchicha grasienta ensartada en una
astilla. Mientras paseaban y comían,
vieron a varios compañeros suyos
observar y probar los productos de la
feria. Fitzfarris examinaba muy de cerca
los entresorts, pagando para recorrerlos
uno tras otro.
—Y esto, ¿qué diablos debe de ser?
—preguntó Edge cuando llegaron a un
puesto que consistía en un tablón de
muchos listones, todos cubiertos de
pelo.
Había pelos de todos los colores
humanos —incluyendo el gris, el blanco
y el plateado—, agrupados en mechones,
como colas de caballo, algunos cortos,
otros largos, unos lacios y otros rizados.
—Justo lo que parece —respondió
Autumn—. Cabello falso para la venta.
Allí hay una clienta probándose una
cola. —Señaló a una mujer que, en un
lado del puesto, buscaba pelo de un
color parecido al suyo, que era rojizo y
muy escaso, y se acercaba a la cabeza
una muestra tras otra, mirándose a un
espejo pequeño y roto que pendía de un
clavo—. Lo trenzará junto con el suyo,
las mujeres lo llamamos trenza postiza,
y lo pagará por gramos o por kilos,
según la cantidad que necesite.
—Me alegro de que a ti no te haga
falta una cosa así —dijo Edge. Las colas
le recordaban demasiado lo que
Pimienta Mayo había dejado colgando
de la botavara del circo—. A propósito,
¿de dónde procede ese pelo?
—De mujeres pobres… o muertas.
De prostitutas caídas en el arroyo. De
correccionales, hospicios, hospitales,
manicomios, depósitos de cadáveres…
—Dios mío, estoy muy contento de
que no lo necesites. Pero quizá
tendríamos que hablar de este puesto a
Bum-bum Beck.
—Eres muy malo. —Autumn rió—.
Creo que me voy a la caravana, Zachary.
Esa salchicha no me ha sentado bien.
Edge se alarmó.
—Será mejor que vaya contigo…
—No, no. No estoy enferma,
querido, sólo mareada. Y también me
duele un poco la cabeza. Sigue solo y
mira todo lo que hay para mirar.
Edge obedeció, porque en una
barraca había visto y oído algo que le
interesaba. La barraca contenía casi
exclusivamente lo que Florian llamaba
«cachivaches» —baratijas y souvenirs
—, madonnas de yeso, cortaplumas
baratos, cromos de la Ultima Cena, pero
entre estas cosas, prominente en un lugar
para ella sola, había una caja redonda
de cloisonné auténtico, cuya tapa
levantaba el viejo de la barraca cada
vez que pasaba alguien. Y cuando la
caja se abría, tocaba, en un tono débil y
cascado, la música de Greensleeves.
Edge se acercó para mirarla, el viejo
levantó la tapa y la música sonó, aguda
como un campanilleo.
—Bella, no, la scatola armonica?
Un oggetto di mia nonna…
Siguió hablando un buen rato y,
cuando se había repetido varias veces,
Edge comprendió que la caja servía
para guardar rapé o joyas pequeñas, que
el viejo la había heredado de su abuela
y que la maquinaria musical que había
en la base de la caja era obra de un
maestro inglés en tales instrumentos.
Cuando Greensleeves se fue
extinguiendo hasta sonar como un salmo
de difuntos, el anciano enseñó a Edge la
llave para dar cuerda al mecanismo, que
estaba en el fondo de la caja. Entonces
mencionó un precio, indicando lo mucho
que apreciaba el trabajo y el recuerdo
de su abuela. Edge dijo un precio
insultante para ambos y siguieron
regateando hasta que Edge —que no
quería comprar demasiado barato un
regalo para Autumn— accedió por fin a
una cantidad y la pagó.
Mientras volvía al circo, encontró a
Fitzfarris, quien le dijo que había tenido
un golpe de suerte, pero esperó a
revelarlo hasta que se reunieron con
Florian, que había reunido a todos los
que se alojarían en el albergo donde
había reservado habitaciones.
—He encontrado una tienda para mi
espectáculo —anunció Fitz.
—Un techo para tu anexo —le
corrigió automáticamente Florian.
—Aquí hay un tipo que habla un
poco de inglés y, con mi exiguo italiano,
hemos sostenido una charla. Exhibe una
momia vieja y raída y tiene la intención
de venderlo todo y dejar el negocio. La
lona no es mayor que una tienda hospital
del ejército, pero lo bastante grande
para poner en escena unos cuantos
trucos. Está bastante deteriorada, pero
Stitches puede pintarla para que haga
juego con la carpa. En cualquier caso,
puedo conseguirla a un precio
razonable… con la momia incluida.
¿Qué dice usted, director?
—¿Qué harás con la momia, si ya no
sirve?
—Oh, diablos, este italiano no tiene
idea de cómo presentarla. Se limita a
dejar en el suelo el maldito muñeco.
Diré a Mag que le haga un conjunto
sugestivo y me inventaré una historia
para ella…
—¿Ella? ¿Es una hembra?
—¿Quién puede saberlo? Está toda
arrugada… y quiero decir toda. Si
quiero puedo anunciarla como una
morfodita. Es la tienda lo que me
interesa.
—Por mí no hay inconveniente, sir
John. Cómprala.
Así pues, Fitzfarris adquirió la
tienda y Goesle y sus hombres
empezaron a zurcir la lona y a cambiar
las cuerdas viejas por otras nuevas, y en
la ciudad de Foligno, situada en la
llanura, y en la ciudad montañesa de
Spoleto, lugares donde el Florilegio
actuó durante dos días, Fitz incluyó su
momia entre los fenómenos de su
espectáculo secundario. Magpie Maggie
Hag, con sus pinturas de payaso,
ungüentos y polvos prestados por las
otras mujeres de la compañía, dio vida y
alisó el surcado rostro de la momia
hasta darle un aspecto, si no
deliciosamente femenino, por lo menos
algo más humano que el de una corteza
de árbol. Ocultó el cráneo marrón bajo
un gorro vagamente faraónico y vistió el
cuerpo con unas gasas bordadas con su
idea de un diseño egipcio. Las gasas
dejaban visibles los marchitos brazos y
piernas para demostrar que se trataba
efectivamente de una momia, pero los
pechos tenían un relleno para que se
viera que era una momia hembra.
Mientras tanto, Fitz encargó a Zanni
Bonvecino que le escribiera algo en
italiano y se lo aprendió de memoria.
—La Principessa Egiziana, signore
e signori!
Después aseguraba que tenía seis
mil años y era «de estirpe real, como
indica el lujoso lino que aún cubre su
bien formado cuerpo».
Esto fue todo lo que dijo sobre ella
en estas dos ciudades, como indiferente
a la admiración de los curiosos, pero
cuando el Florilegio llegó a la gran
ciudad industrial de Terni, la nueva
tienda de Fitz ya estaba pintada y
montada en la avenida central del circo,
y entonces, en el intermedio de la
primera representación en Terni, Fitz
presentó a su «princesa egipcia» con
más elocuencia de la aportada por
Zanni, añadiendo con voz baja y
confidencial:
—Cualquier caballero del público
que se identifique como médico o
cirujano y que desee examinar más de
cerca los detalles fisiológicos de este
joven cuerpo femenino asombrosamente
bien conservado, puede dirigirse a aquel
pabellón especial al finalizar la primera
parte del espectáculo y, previo pago de
unos pequeños honorarios adicionales…
Un número sorprendentemente alto
de hombres adultos del público
resultaron ser médicos o cirujanos
dispuestos a gastar cinco liras sólo para
satisfacer su interés profesional por la
anatomía egipcia de la antigüedad.
La siguiente ciudad de la ruta, Rieti,
proporcionó otra afluencia de médicos
que visitaron la tienda de la momia. Sin
embargo, tanto ellos como sus mujeres e
hijos se mostraron igualmente
entusiasmados por otra novedad del
espectáculo. Por primera vez, el coronel
Ramrod presentó a los ocho caballos de
Pinzgau en su número de carrera en
libertad, lo cual significó que tuvo en la
pista al mismo tiempo a una manada de
catorce caballos, todos con bellas
mantas azules, adornadas por Magpie
Maggie Hag con lentejuelas y borlas.
Ahora había una diferencia en las
mantas: cada una de ellas llevaba en el
lado derecho un gran número, del 1 al
14.
Después de que el coronel Ramrod
dirigiera los números de caballos
individuales, de parejas, de equipos y
de todos ellos juntos, consistentes en
pasos, figuras y bailes, al final de la
actuación les ordenó trotar en dirección
contraria a la del reloj alrededor del
bordillo de la pista. Luego, cuando el
director ecuestre hizo restallar el látigo
de un modo sólo conocido por él y por
los caballos, éstos empezaron a
colocarse en fila india. El caballo que
llevaba el número 1 se colocó delante
de los otros, le siguió el número 2 y así
sucesivamente, hasta que los caballos
compusieron un círculo completo, del 1
al 14, trotando alrededor de su amo, muy
orgullosos de sí mismos. El público
otorgó el cumplido supremo de
permanecer en silencio unos instantes,
aturdido por la admiración, antes de
estallar en una tormenta de aplausos.
Entonces el carrusel se rompió y los
caballos —al parecer por propio
acuerdo— salieron trotando por la
puerta trasera, todavía por orden
numérico.

La etapa siguiente del Florilegio, por el


valle del río Salto, requirió tres días y
tres noches. No hubo poblaciones lo
bastante grandes para levantar la tienda
y los hoteles y posadas del camino,
aunque tenían cocinas y despensas
suficientes para alimentar a la
compañía, carecían de camas para todos
ellos, así que los artistas y trabajadores
comían en las posadas y después se
retiraban a sus carromatos y jergones.
Una de aquellas noches, Fitzfarris hizo
una urgente sugerencia a Paprika, pero
por lo visto no fue lo bastante
persuasivo, porque oyeron que ella le
replicaba:
—¿Me pides que pose desnuda?
Csúnya! Me preguntaba qué haría con
mi pértiga; creo que te la ensartaré por
el végbél.
A continuación, Fitzfarris recurrió a
las chicas más jóvenes: Clover Lee,
Domingo y Lunes.
—Será un cuadro —alegó—, sólo
tenéis que posar. Más o menos. Y es
bíblico. ¿Qué podría ser más digno de
encomio que ilustrar las Escrituras?
—Bueno… —dijo Domingo, con
cautela.
—¡Espléndido! Tú y Lunes
representaréis a las hijas. Y tú, Clover
Lee, ¿qué me dices del papel muy adulto
de una matrona hitita?
En aquel intervalo sin
representaciones ni otras distracciones,
Magpie Maggie Hag hizo los vestidos
para los cuadros bíblicos de Fitzfarris y
éste hizo ensayar sus papeles a las tres
chicas y a dos eslovacos que también
había reclutado. Con ayuda de Zanni,
escribió un letrero y confió al pintor
chino los adornos «artísticos».
Cuando montaron el circo en la
ciudad de Avezzano, coronada por un
castillo, Fitz no exhibió inmediatamente
aquel letrero, y durante la presentación
de su espectáculo del intermedio no
invitó esta vez a ningún médico a un
examen íntimo de la momia. En su lugar
anunció, tras la conclusión de su
espectáculo, con palabras también
redactadas por Zanni:
—Después del espectáculo principal
presentaremos en ese pabellón más
pequeño que ven allí, por la modesta
cantidad de diez liras, un programa
educativo especial sólo para caballeros.
Contemplarán con emoción un cuadro
vivo tomado directamente de la Sagrada
Biblia. Por desgracia, no puede
representarse ante mujeres y niños.
(Estoy seguro de que ustedes,
caballeros, conocen la franqueza poco
delicada de ciertas partes de dicha
obra). Este espectáculo educativo sólo
puede presentarse discreta y
privadamente ante aquellos estudiantes
adultos de la Biblia que no se
escandalicen al ver las Sagradas
Escrituras… ejem… al desnudo.
Inmediatamente después del desfile
final, Clover Lee, Domingo y Lunes
corrieron a cambiarse al furgón vestidor
—los dos eslovacos sólo tuvieron que
quitarse los monos de trabajo, ya que
debajo llevaban la ropa interior de sus
uniformes— y luego al anexo de Fitz,
donde se escondieron detrás de un trozo
de lona colgado al fondo.
Florian y Edge salieron de la carpa y
este último exclamó:
—¡Dios mío! ¡Mire eso! —Y señaló
la multitud de hombres que asediaban la
pequeña tienda, donde Fitzfarris vendía
febrilmente entradas.
Por lo visto, en Avezzano había
tantos estudiantes de la Biblia como
médicos y cirujanos en otros lugares.
Todos entraban a codazo limpio en la
tienda, bajo el letrero exhibido ahora de
forma prominente:
SPETTACULI BIBLICHI
E SCOLASTICHI
I: «LA CONCUPISCENZA DE DAVID E
BATHSHEBA»
II: «IL STUPRATO DI LOT PER SUE
FIGLIE»
Cuando Edge y Florian lograron
introducirse en la tienda, Fitzfarris negó
la entrada a los hombres que aún
esperaban, agitando billetes, y les
aseguró que se venderían entradas para
ver el segundo cuadro en cuanto
terminase la primera sesión de estudio
de la Biblia. La pequeña tienda ya
estaba llena a rebosar, excepto el fondo,
donde un trozo de lona sobrante hacía
las veces de telón. Ahora Fitz tiró de un
cordón y la lona se deslizó hacia un
lado, descubriendo un estrado de
madera algo elevado. Al fondo, sobre la
lona, el artista chino había pintado su
noción oriental del paisaje de Israel. En
el mismo momento, uno de los peones,
invisible «entre bastidores», empezó a
tocar con el acordeón su versión
eslovaca de lo que David, rey de Israel,
tocaba con su arpa.
Comenzó el primer cuadro, que en
realidad no era un cuadro, porque
incluía cierta acción. Subió al estrado el
otro eslovaco, vestido con un peto
plateado de cartón y una falda corta y
plisada que dejaba al descubierto sus
piernas peludas. A continuación
apareció Clover Lee, con un vestido
corto de gasa casi transparente. Mientras
los dos se abrazaban y manoseaban,
simulando una cariñosa despedida,
Fitzfarris se puso a recitar en italiano,
debajo del estrado:
—Los hombres de la ciudad se
marcharon a luchar contra Joab. Y, por
la traición del rey David, Uriam el hitita
abandonó a su esposa Betsabé.
Uriam, con su armadura, salió del
estrado, dejando a Betsabé presa de una
aflicción exagerada. Hubo una breve
interrupción de la música cuando, entre
bastidores, el acordeonista pasó su
instrumento a Uriam el hitita y subió al
estrado, vestido con una túnica corta y
luciendo piernas peludas y una corona
de cartón dorado.
Cuando volvió a sonar la música,
Betsabé se sobrepuso y empezó a fingir
que frotaba sus axilas cubiertas de bello
rubio.
—Y sucedió —entonó Fitzfarris—
que David, desde su tejado, vio lavarse
a la mujer. —El eslovaco David la miró
con ojos saltones—. Y ella se le acercó
y él yació con ella. —David y Betsabé
se abalanzaron uno sobre otro, se
abrazaron y frotaron uno contra otro
mientras Fitz tiraba lentamente del
cordón y la cortina tapaba lentamente la
escena—. Pero la acción de David
desagradó al Señor.
No desagradó en absoluto a la
multitud de estudiantes de la Biblia,
quienes gritaron su aprobación e
hicieron obscenas sugerencias a los
amantes ilícitos mientras el telón se
cerraba del todo.
Florian y Edge, que estaban detrás
del público, apartaron la lona de la
puerta y fueron los primeros en salir. La
mayoría de los espectadores sólo
salieron para echar a Fitz diez liras más
con objeto de ver el segundo cuadro.
Esto causó más altercados con los
hombres que, pacientes, habían esperado
fuera, pero Edge y Florian dejaron que
Fitzfarris se entendiera con ellos y se
dirigieron a la parte trasera de la tienda
para interceptar a Clover Lee cuando se
escabullía por debajo de la lona.
—Ejem… Clover Lee, querida —
dijo Florian—, desde la marcha de tu
madre, me considero un poco tu padre
adoptivo y no cumpliría con mi deber
como tal si no expresara mis dudas
sobre tu aparición casi desnuda en un
espectáculo como éste.
Clover Lee soltó una risita.
—No me importa exhibirme y
encuentro excitante oír la respiración
profunda de esos hombres, sabiendo que
ninguno de ellos puede acercarse a mí.
Excepto ese peludo eslovaco. Podría
decir a sir John (no, se lo diré yo
misma) que prohíba al maldito David
babear sobre mis tetas.
Se fue a toda prisa hacia el furgón
vestidor y Florian y Edge se miraron,
encogiéndose de hombros.
—Bueno —dijo Florian—, no hay
esperanza de poder entrar de nuevo para
ver qué papel ha asignado sir John a las
chicas Simms. Tendremos que esperar a
la noche.
—Quizá incluso a más tarde —
contestó Edge, levantando la cabeza
para mirar los nubarrones, de los que
empezaba a caer una ligera nieve—.
¿Cree que Fitz ha ofendido al
Todopoderoso?
La nieve sólo cayó a rachas
intermitentes durante el resto del día y
no impidió a la población de Avezzano
volver a llenar el circo en la función de
noche. Sin embargo, Florian se asomó
muchas veces a la puerta de la carpa
durante la primera mitad del programa y
vio que la nieve caía con intensidad
creciente. Edge apostó a un peón en la
parte superior del trapecio para que le
avisara si la nieve caía sobre él, pero no
fue así y Maurice y Paprika terminaron
su actuación sin ningún percance. Su
número era el último antes del
intermedio, pero Florian informó al
público de que lo mejor sería que no
abandonasen sus asientos, ya que, fuera,
la nieve había formado una capa sobre
el suelo. Así, Magpie Maggie Hag
circuló entre las gradas, comunicando
sus predicciones a las mujeres grávidas,
y un ceñudo Fitzfarris tuvo que exhibir
su cara azulada, sus Pigmeas Africanas
Blancas, sus Hijos de la Noche y su
Princesa Egipcia desde el centro de la
pista, donde no podía vender su artilugio
de la Pequeña Miss Mitten ni su juego
del ratón.
La segunda mitad del programa se
desarrolló asimismo sin incidentes,
incluyendo —cuando el vigía lo declaró
seguro— el número de funambulismo de
Autumn, que cerraba el espectáculo.
Antes, sin embargo, de que la compañía
pudiese completar una sola vuelta del
desfile al son de la Marcia Reale,
muchos espectadores se dirigieron a la
puerta principal y el resto no tardó en
seguirlos, corriendo todos en dirección
a sus casas o a sus carruajes y carretas,
sin que ninguno de ellos se quedara a
contemplar los Spettaculi Biblichi del
anexo.
—Mierda —dijo Fitzfarris, mirando
con ira desde debajo de la marquesina.
—No, eso es nieve —bromeó Edge
y se volvió hacia Dai Goesle—. El
calor de tantos cuerpos juntos ha
impedido que la nieve se acumulara
sobre la carpa, maestro velero. Pero
¿qué haremos, ahora que se han ido?
—No hay problema —contestó
Stitches—. Mire, dejaré arder despacio
un par de balas de heno de Peggy y
encargaré a un par de hombres que las
vigilen. Esto mantendrá la lona limpia y
seca.
Al día siguiente no nevaba, pero las
calles de la localidad y el solar del
circo estaban tan fangosos y llenos de
charcos, que Florian ordenó desmontar
inmediatamente la carpa. Sin embargo,
el Florilegio —y Fitzfarris en particular
— no tuvieron más suerte en la ciudad
siguiente, Sora. Ya era bastante malo
que Sora tuviera fábricas de papel y
apestase como Baltimore; por si esto
fuera poco, en cuanto hubo comenzado
la función de tarde se puso a llover a
cántaros. Luego empezó a soplar el
viento, y al cabo de poco rato, tanto la
lluvia como el viento arreciaron. Entre
el clamor de los elementos y la continua
y ruidosa oscilación de la lona de la
carpa, incluso los gritos de Florian al
presentar los números sonaron
apagados.
Edge volvió a apostar a un peón en
la cúpula y, mucho antes de que Maurice
y Paprika tuvieran que salir a actuar, el
eslovaco bajó de las alturas para
informar de que toda la instalación del
trapecio estaba empapada de agua, igual
que él. Edge comunicó a la compañía de
que sería preciso cancelar los números
del trapecio y la cuerda floja y que
todos los demás tendrían que
prolongarse al máximo. Mientras tanto,
Florian salió con media docena de
peones a la intemperie, bajo los aullidos
de la tormenta, y los hizo llevar los
carromatos más pesados del circo al
lado de la carpa más expuesto al viento
y tender gruesos cables desde la lona a
aquellos carromatos.
—Así no tendremos que temer un
derrumbamiento —dijo a Edge cuando
volvió, empapado y chorreando—, a
menos que la tormenta arrecie de
verdad.
—No cambiaría mucho las cosas —
observó Edge—. La gente ya está
bastante mojada por el agua que entra
por debajo de los aleros y las aberturas
del aro de soporte.
Mojado o no, el público prefirió
quedarse dentro durante el intermedio,
como recomendó Florian, así que
Magpie Maggie Hag y Fitzfarris tuvieron
que volver a presentar sus juegos bajo la
carpa. Más tarde, después de la
cabalgata final, Florian hizo otro
anuncio al público: la tormenta parecía
remitir y todos aquellos que desearan
esperar a que pasara del todo podían
permanecer en la carpa y escuchar —sin
ningún recargo— un concierto de canti
spirituale ofrecido por auténticos
negros americanos.
—Los Hotentotes Felices, signore e
signori, ¡gli Ottentoti Felici!
Entraron en la pista Domingo, Lunes,
Alí Babá y Abdullah, todos los cuales se
habían puesto a toda prisa trajes de
calle. Cantaron, muy dulcemente, un
largo popurrí de Sometimes I Feel Like
a Motherless Chile, Joshua Fit de
Battle on Jericho y cosas por el estilo,
acompañados pianissimo por la banda,
pianissimo porque Bum-bum Beck no
había ensayado mucho esta música con
sus virtuosos. Mientras tanto, Fitzfarris
estaba furioso por las reiteradas
cancelaciones de sus nuevos números.
Hasta que el Florilegio acampó en
Cassino —una ciudad que parecía
agazapada bajo la maciza y majestuosa
abadía benedictina en la montaña que lo
dominaba—, Fitzfarris no pudo reanudar
su espectáculo del anexo. Florian y Edge
estaban demasiado ocupados con otros
asuntos para asistir a los cuadros que
siguieron a la primera función del circo,
pero después de la representación
nocturna, cuando casi todos los
espectadores fueron en tropel a la tienda
pequeña, se espabilaron para presenciar
de pie La violación de Lot por sus
hijas.
—Y sucedió —empezó a recitar Fitz
— que cuando Dios destruyó las
ciudades de Sodoma y Gomorra, salvó a
Lot de la catástrofe.
El acordeón tocó entre bastidores
una versión eslovaca de la música
orgiástica que habría sido apropiada en
Sodoma y Gomorra. Se descorrió el
telón, revelando al otro eslovaco,
vestido con una informe túnica de
arpillera y acarreando un saco sobre el
hombro.
—Y Lot fue a vivir a la montaña,
llevando consigo a sus hijas.
Domingo y Lunes aparecieron en el
estrado, ataviadas con ropas
transparentes, y juntaron sus cabezas con
aire de conspiradoras.
—La mayor dijo a su hermana: «Ven,
hagamos beber vino a nuestro padre».
—Lot sacó de su bolsa una botella de
grappa, bebió a morro, se tambaleó por
el estrado y cayó con un ruido sordo,
quedando en posición supina—. Y la
hija mayor se le acercó y yació con su
padre.
Domingo se acostó castamente junto
a Lot, pero el hecho de que Lunes mirase
con expresión maliciosa y se frotara los
muslos uno contra otro sugirió al
público que estaba viendo sobre el
estrado una cópula muy indecente.
Al cabo de un momento, Domingo se
apartó y Lot abrió los ojos, se levantó y
se tambaleó de un lado a otro. Fitzfarris
habló de nuevo:
—La mayor dijo: «Hagámosle beber
también esta noche». —Lot volvió a
sacar la grappa, bebió mucha cantidad y
cayó al suelo—. «Ve ahora tú y yace con
él». —Domingo empujó con suavidad a
su hermana hacia Lot y Lunes no se
acostó tan castamente, sino que se
retorció y frotó los muslos. La música
de acordeón de Sodoma y Gomorra
subió de tono y el telón empezó a
correrse, mientras Fitzfarris gritaba la
última frase—: ¡Así las dos hijas de Lot
quedaron embarazadas de su padre!
Los estudiantes de la Biblia
estallaron en hurras y gritos de «Ha
coglioni duri, questo padre!» y «Lui si
è rizzato!».
Sin embargo, estos gritos fueron
ahogados por otro más alto y muy
indignado de «Desistiate! Infedeli!».
Todo el público se volvió y estiró el
cuello para ver de dónde provenía la
voz, y se acobardó al verlo. Dos
hombres que llevaban gruesos abrigos,
aunque la noche era templada, los
abrieron para mostrar sus sotanas
mientras seguían gritando con furia:
«Scandalo! Dileggio! Putridità!»
—Maldición —gruñó Florian—.
Debí haber previsto algo parecido
precisamente aquí, en la jurisdicción de
San Benito.
Los hombres que estaban en la
tienda salieron con las caras vueltas,
atemorizados, dejando solos a los dos
airados monjes, Florian, Edge y el
extrañado Fitzfarris.
—¿Qué mosca les ha picado? —
preguntó, mientras ellos continuaban
agitando los puños y profiriendo
invectivas dirigidas a él.
—Me temo, sir John —contestó
Florian—, que podemos tener
problemas.
Habló en italiano a los dos monjes,
presentándose como el dueño del circo y
por ello el único responsable. Esto no
pareció ablandar a los padres, que aún
seguían dominados por la cólera.
—Al parecer —tradujo Florian a
Fitzfarris—, la noticia de tu espectáculo
se ha propagado por doquier esta tarde.
El abad obispo ha delegado a estos dos
funcionarios para que vinieran a
investigar. No les ha gustado mucho lo
que han visto y vaticinan que aún gustará
menos al obispo.
—Diablos —exclamó Fitz—. ¿Qué
puede hacernos un puñado de
predicadores?
—Aquí, en Italia, la Inquisición
ejerce todavía una autoridad
considerable —respondió Florian—.
Podría mencionar también un método de
ejecución practicado en su tiempo aquí.
Abrían la barriga del condenado, le
sacaban los intestinos y los hacían girar
lentamente en torno a una rueda mientras
él, aún vivo, lo contemplaba.
Fitzfarris tragó saliva y dijo:
—Oh, vamos… Florian, dígales que
sólo estaba citando la Biblia. Es la
verdad, ¿no? ¿O el tal Zanni me ha
jugado una mala pasada con la
traducción?
—No, la cita era correcta —contestó
Florian y habló brevemente con los
indignados clérigos—. Ahora ellos
también citan a Shakespeare, diciendo
que el Diablo puede citar las Escrituras
para sus propios fines.
—Todo esto es hipocresía —dijo
Edge—. Esos dos chismosos han
esperado a verlo todo antes de empezar
a armar jaleo.
—Calla, Zachary —dijo Florian—.
Salid de aquí los dos. He aceptado la
responsabilidad y aceptaré también el
castigo. Vamos, salid.
Obedecieron, pero se quedaron
cerca por si Florian necesitaba ayuda…
o intestinos de repuesto. Al cabo de un
rato vieron salir del anexo a los dos
monjes, iluminados por las antorchas de
la entrada. Se pusieron sus píleos y
abandonaron el campamento a paso
rápido, haciendo ondear sus sotanas y
abrigos. Un momento después, Florian
también salió, al parecer indemne.
—Bueno, ¿qué ha sucedido? —
preguntó Fitzfarris.
—Oh, he hecho una contribución al
fondo diocesano de beneficencia.
—¿Esto es todo? —preguntó Edge
—. ¿Esto nos ha salvado de la herejía,
blasfemia y no sé qué diablos más?
—El caso es —explicó Florian—
que han visto el color bayo en la tez de
las chicas Simms y supuesto
correctamente que son mulatas. Fitz
quedó estupefacto.
—¿Quiere decir que esos monjes
italianos se han quejado del
cruzamiento de razas? ¿Dos mulatas
bonitas retozando con un eslovaco?
—Oh, a los padres no les ha
inquietado mucho ver a un hombre
blanco revolcarse con dos mulatas. Su
objeción era más teológica que moral.
—¿Qué?
—Verás, los hijos que Lot engendró
en sus hijas fueron Amón y Moab.
Mucho después, entre las esposas del
rey Salomón hubo mujeres amonitas y
moabitas, descendientes de aquel
episodio de la montaña, y está
establecido que san José descendía por
línea directa de Salomón. A los teólogos
de la Iglesia ya los molesta bastante la
posibilidad de que el marido de la
madre de Jesús pueda descender de
aquella cópula incestuosa, y ahora, al
introducir tú a una pareja de, mulatas en
tu reconstrucción de la epopeya, pareces
manchar aún mas a la Sagrada Familia
con una pincelada de brea.
—Me maldecirán.
—Quizá no. Si prometes no
presentar el cuadro de Lot y sus hijas
mientras estemos en Cassino, los
bondadosos padres han prometido rezar
por ti.
—Me gustaría decir una cosa a los
bondadosos padres —replicó Fitz con
acritud—. Que recen sobre una mano y
meen sobre la otra, y veremos cuál se
llena antes.
Mientras el Florilegio iba de ciudad en
ciudad, Stitches Goesle y Bum-bum
Beck seguían, en su tiempo libre,
mejorando sus departamentos
respectivos. Beck encontró y compró en
alguna parte un tambor militar pequeño y
otro tenor, y reclutó a otro eslovaco para
que los tocara, porque eran más útiles
que el trombón de Hannibal para un
redoble en un número emocionante o un
alegre rataplán en las actuaciones de los
payasos. Goesle, por su parte, construyó
un par de lo que los veteranos del circo
llamaban «excusados» y los diseñó
portátiles —tres paredes y una puerta
que contenían un banco con un agujero,
todo lo cual podía desmontarse para el
transporte— y encargó al artista chino
que pintara «Uomini» en una puerta y
«Donne» en la otra. En cada nuevo
campamento, en cuanto estaban
levantadas las tiendas, mandaba a los
peones cavar pozos a una distancia
prudencial y sobre ellos colocaban los
dos retretes.
El suave invierno de la Italia central
sólo había causado al Florilegio breves
y ligeras molestias y, a medida que el
circo se alejaba de las latitudes
invernales del norte, la primavera iba a
su encuentro desde el Mediterráneo. Se
cruzaron en la ciudad de Caserta, donde
todas las plantas habían florecido y los
plátanos que bordeaban la ancha
avenida del antiguo palacio Real tenían
ya un follaje verde y brillante. Fue en
esta avenida donde Florian, después de
adelantarse, se reunió de nuevo con el
circo y les informó:
—Las autoridades de Caserta no
quieren saber nada de nosotros. Se
niegan a asignarnos un terreno en la
ciudad.
—¿Quiere decir que ya se han
enterado del escándalo de Fitz? ¿Nos
van a cerrar todas las puertas de ahora
en adelante? —preguntó Edge.
—Si es así —observó Autumn—,
¿por qué sonríe, Florian?
—Porque el rey Víctor Manuel
reside por casualidad aquí, en La Reggia
—indicó con un gesto la avenida y el
vasto palacio de columnas visible al
fondo—, en vez de Florencia o su
palacio de San Rossore. Y la autoridad
del rey es mayor que la local. Cuando he
llamado al municipio, me han remitido
al mayordomo de la corte.
—Dios mío —dijo Edge—, ¿incluso
el rey ha oído hablar del cuadro en
cuestión?
—De ser así, querrá verlo —
contestó Florian—. No os tendré más
sobre ascuas. Sonrío porque estamos
abriéndonos camino en el mundo. —
Levantó la voz para que le oyera toda la
caravana—. ¡Acercaos todos! —Cuando
se hubieron reunido los miembros
principales de la compañía, explicó—:
Parece ser que el rey Víctor Manuel es
un apasionado del circo y no ha visto
nunca uno americano. Su majestad nos
invita a acampar en el parque de La
Reggia y a dar una representación para
él y su corte.
Sonaron varias exclamaciones y la
de Clover Lee fue la más ruidosa:
—¡Por fin! ¡Condes y duques!
—Incluso un príncipe heredero, hija
mía —dijo Florian—. El rey está
acompañado por su hijo Umberto. Muy
bien, oídme todos: vamos a saludar
primero a su majestad desfilando por la
avenida.
Así lo hicieron y el día era lo
bastante cálido para que todos los
artistas vistieran sus trajes de pista;
desfilaron en las posturas y con los
movimientos más decorativos y la banda
tocó con más brío que nunca. Cuando se
acercaron al palacio, se abrieron
algunas vidrieras de un piso superior y
aparecieron en el balcón unas figuras
uniformadas, cubiertas de medallas y
galones. Al verlas, Beck interrumpió la
música y entonó la Marcia Reale, y
todos los hombres del balcón se
quitaron los sombreros con escarapela.
Dos lacayos de palacio, con pelucas
antiguas y calzones, salieron corriendo
por una puerta que estaba a nivel del
suelo para dirigir a la caravana por el
parque, cuya longitud era de tres
kilómetros y medio. Los criados se
adelantaron y por fin se detuvieron para
indicar que el circo debía levantarse en
un prado, entre fuentes, estanques,
templos y estatuas. Cuando los peones
empezaron a descargar los carromatos y
preparar el montaje de la carpa, Florian
dijo a Beck:
—La representación se hará mañana,
a la hora más conveniente para la corte.
Pasado mañana, su majestad permitirá
graciosamente a la población la entrada
en el parque para asistir a nuestras
siguientes representaciones. Ignoro, jefe
Beck, si es posible encontrar en una
ciudad de este tamaño los productos
químicos necesarios para el generador
del globo, pero ¿por qué no vas a
Caserta a ver si encuentras algo?
—Jawohl —respondió Beck, y
empezó a gritar a sus eslovacos.
—Me parece que ya viene a
visitarnos un personaje —dijo Autumn,
llamando la atención de Florian hacia un
carruaje blanco y oro, con tallados y
ornamentos reales, que en aquel
momento se detenía al borde del prado.
Primero se apearon dos guardias,
que ayudaron a bajar del carruaje a un
hombre bajo y rechoncho, de facciones
altivas, vestido con un elegante uniforme
militar y condecorado con la gran
escarapela de la Orden de la
Annunziata, sobre las hileras de
medallas. Era calvo, incluso en las
cejas, desde la frente hasta la coronilla,
pero compensaba esta calvicie con una
barba imperial y un bigote espeso, con
las puntas hacia arriba, que formaba
como un marco a ambos lados de su
rostro.
—Dios mío, es su majestad en
persona —dijo Florian—. Apartaos
todos. Coronel Ramrod, quédate
conmigo para darle la bienvenida. Y tú,
miss Auburn, para servir de intérprete a
Zachary.
Los otros miembros de la compañía
se dispersaron, cada uno a sus
quehaceres, todos menos Clover Lee,
que sólo se retiró a una respetuosa
distancia y allí se puso a dar saltos
mortales y volteretas para exhibir lo
mejor posible las piernas y la parte
inferior del cuerpo. Su majestad pareció
apreciarlo, pues sus pequeños ojos
porcinos no se desviaron de ella ni
siquiera mientras Florian y Edge se
inclinaban y Autumn hacía una
reverencia y Florian murmuraba:
—Benvenuto, maestà.
El rey dirigió hacia Autumn su
mirada de experto cuando Florian se la
presentó y después a Edge. Entonces los
cuatro, seguidos de cerca por los
guardias, fueron paseando hasta donde
los peones colocaban los postes de la
tienda.
—El rey dice —tradujo Autumn a
Edge en voz baja— que le interesa la
mecánica de nuestro oficio, porque dice
que el rey de Prusia ha observado
personalmente los métodos de los circos
para trasladarse de un lugar a otro y ha
aplicado algunos de estos métodos al
ejército prusiano. El rey cree que su
propio ejército podría aprender algo de
las técnicas circenses en lo que respecta
al almacenamiento, transporte y
eficiencia en general.
Cuando Hannibal dirigió al elefante
en el levantamiento del primer poste
central, Florian dijo en broma a Víctor
Manuel:
—Mirad, majestad, a ése lo
llamamos poste rey. Lo que vuestra
majestad es para su reino, es el poste
rey para nuestra carpa porque, cuando
está derecho, se convierte en el fulcro
que permite levantar el segundo poste
central…
El rey sonrió, haciendo que las
puntas de su bigote casi se juntaran entre
los ojos, y dijo una frase larga.
—Admira la obediencia y habilidad
de Peggy —tradujo Autumn a Edge—.
Dice que ama a los animales y está
formando el primer jardín zoológico que
ha tenido Italia. Y está especialmente
orgulloso de haber adquirido toda una
manada de canguros australianos.
Cuando el techo de lona de la carpa
fue izado por los aros de soporte hasta
las cúpulas de los dos postes centrales
—mientras los peones entonaban su
canción de trabajo—, el rey preguntó
algo a Florian, que inmediatamente se
puso a escribir con su rotulador en un
pedazo de papel.
—Su majestad ha preguntado por la
letra de esta canción —explicó Autumn
a Edge, y rió por lo bajo—. Quizá
piensa que es el secreto del circo y de la
eficiencia prusiana. Es divertido
imaginar a todo el ejército italiano
marchando hacia el campo de batalla al
son de «Arr-arr-Maggie-mía…».
En cualquier caso, la curiosidad del
rey parecía satisfecha. Cogió el papel,
se despidió de Florian, Edge y Autumn
después de muchos cumplidos y
reverencias, volvió a su carruaje,
ordenó a dos criados de librea que
permanecieran en el lugar y se marchó.
—Su majestad ruega que ofrezcamos
la representación mañana a las tres de la
tarde —anunció Florian, rebosante de
orgullo y placer—. Estos palafreneros
nos proporcionarán todo lo que
podamos necesitar. Y, mientras estemos
aquí, nos acompañarán a las horas de
comer a un comedor de palacio, y a los
eslovacos, chinos y negros, a las
cocinas.
Los dos palafreneros permanecieron
allí hasta que los peones hubieron
colocado las gradas de la carpa.
Entonces ambos hablaron entre sí y uno
de ellos se fue corriendo al palacio.
Poco después, una serie de carretas y
sirvientes llegaron al parque con
asientos más adecuados. Florian dijo:
—Tendría que haberme dado cuenta
de que una corte real no puede sentarse
sobre unas gradas. Jefe Goesle, llévate
las primeras filas.
Así se hizo y en su lugar los
sirvientes colocaron un sillón enorme,
de respaldo muy alto, parecido a un
trono, y después, a ambos lados y
también detrás, varias docenas de sillas
exquisitamente doradas y tapizadas.
Mientras tanto, los peones y artistas
terminaron sus tareas respectivas,
cuidaron de sus animales, prepararon la
utilería para el día siguiente y se lavaron
y vistieron con sus mejores trajes de
calle. Dejando sólo a Aleksandr Banat,
quien insistió en que un circo necesitaba
un guardián, incluso aunque estuviera
instalado en un parque real, el resto de
la compañía fue a palacio en las carretas
con los sirvientes y allí los guiaron, de
acuerdo con su condición, al comedor o
a la cocina.
La mesa del comedor reservada para
los artistas y jefes de personal estaba
muy bien iluminada por candelabros, la
luz de los cuales brillaba en la
porcelana, el cristal, la plata y el
damasco. Había un lacayo detrás de
cada silla y una procesión constante de
otros sirvientes —dirigidos por un
maggiordomo— llevaban soperas de
diversas sopas, bandejas con muchas
clases de carne, cuencos de pasta y
verduras y cubos llenos de hielo donde
reposaban botellas de vino, espumoso o
no, blanco, tinto y rosado.
Zanni Bonvecino intercambió con
los sirvientes —un poco incomodados
por la familiaridad— las frases
suficientes para asegurarse de que
ninguno de ellos, excepto el
maggiordomo, podía comprender el
inglés. Entonces, cuando el mayordomo
salió brevemente de la estancia, Zanni
se inclinó sobre la mesa para decir en
tono confidencial a Clover Lee:
—Le recomiendo encarecidamente,
signorina, que observe una conducta
ejemplar en presencia de nuestro real
anfitrión.
—¿Cómo? —preguntó ella, rígida.
—Es un notorio mujeriego y nada
discreto ni sutil en sus conquistas.
—Oh —terció Paprika—, puros
chismes. Dicen lo mismo de todos los
miembros varones de la realeza.
—Bueno, hace unos diez años —
replicó Zanni—, cuando sólo era rey de
Cerdeña y fue de visita a París, yo
estuve presente, como cantante, claro, en
una gala que le ofrecieron el emperador
y la emperatriz. Le oí con mis propios
oídos cometer dos terribles faltas de
tacto. Al serle presentada cierta dama de
la nobleza francesa, anunció en voz alta
que ya la conocía muy bien, puesto que
en una ocasión se había acostado con
ella en Turín. Más tarde, cuando los
artistas nos preparábamos para actuar,
preguntó a la emperatriz Eugenia,
también en voz alta, si era cierto lo que
se decía sobre las bailarinas francesas:
que nunca llevaban nada debajo. De ser
así, añadió, Francia sería para él un
cielo absoluto. Huelga decir que nunca
más volvió a ser invitado a visitar París.
Después de la cena, los miembros de
la compañía se dirigieron con mucha
lentitud a las puertas de palacio. Solos,
en parejas o en grupos, caminaron
despacio para poder admirar el mayor
número posible de habitaciones de las
mil doscientas que supuestamente tenía
el palacio. No se movieron de la planta
baja, pero cada una de las salas poseía
la opulencia y estaba tan bien
conservada como un museo: todo era
oro, mármol, terciopelo, escalinatas
monumentales, valiosos muebles
antiguos, cortinajes inmensos,
artesonados de stucco putti y volutas.
Clover Lee murmuró, como en sueños:
—No me importaría vivir aquí…
De vuelta en el circo, descubrieron
que Beck y sus ayudantes habían
regresado de la ciudad… y por obra de
algún milagro o magia o simple
tenacidad bávara, se habían procurado
los suficientes barriles de limaduras de
hierro y bombonas de ácido y ya lo
estaban preparando todo para hinchar el
globo a la mañana siguiente.

Bastante antes de las tres de la tarde, el


Saratoga destacaba, impresionante,
sobre los árboles más altos del parque
de La Reggia, los artistas estaban
dispuestos e incluso los músicos habían
terminado por fin de afinar sus
instrumentos. Sin embargo, el rey y la
corte ejercieron la prerrogativa real de
llegar con tres cuartos de hora de retraso
y se presentaron en elegantes carruajes,
berlinas y landós tirados por hermosos
troncos de caballos. Banat y sus
compatriotas eslovacos ayudaron a
apearse a los invitados y —después de
las exclamaciones generales ante la
vista inesperada del Saratoga—
acompañarlos hasta la marquesina de la
carpa. Allí, Florian y el coronel Ramrod
los condujeron ceremoniosamente hasta
sus asientos: al rey a la gran butaca
parecida a un trono y a las sillas al
joven príncipe heredero Umberto, varios
duques, marqueses y condes de edad
mediana o avanzada y muchas de sus
esposas, hijas y consortes. Tanto
hombres como mujeres iban vestidos de
ceremonia, como para un baile de la
corte. En total eran unas cuarenta
personas, el menor número de
espectadores ante el que había actuado
jamás el Florilegio… pero cada artista
trabajó a la perfección.
Como hacía siempre, Zanni el bufón
improvisó sus bromas de acuerdo con el
lugar y la ocasión, sin referirse a
ninguno de los presentes, sino al «chico
de Sophie». Víctor Manuel rió a
mandíbula batiente, al igual que su
séquito, porque Zanni aludía a la propia
bête noire del rey, el emperador
Francisco José de Austria y su
entrometida madre, la emperatriz viuda
Sofía.
El Hacedor de Terremotos se expuso
a romperse algo al realizar sus
demostraciones de fuerza con las balas
de cañón y de resistencia cuando su
percherón le pasó repetidas veces por
encima, y de nuevo consiguió «ganar»
tirando de la cuerda contra Brutus.
Incluso los antipodistas chinos
parecieron comprender la importancia
de la ocasión, realizando unos ejercicios
más inverosímiles que nunca. Clover
Lee actuó sobre el caballo con gracia
consumada, ejecutando las acrobacias
más espectaculares justo enfrente de la
silla del joven, esbelto y sonriente
príncipe Umberto. Lunes y Trueno
estuvieron perfectos en sus complicados
pasos de alta escuela. El número de Pete
Jenkins dejó tan estupefacto al augusto
público como a cualquier multitud de
patanes y, cuando el borracho
inoportuno se convirtió en Maurice
LeVie, él y Paprika fueron un impecable
centelleo azul y anaranjado en los
trapecios.
Por un milagro, pensó Edge a
medida que avanzaba el espectáculo,
ninguno de los animales —perros,
caballos, león o elefante— cometió la
descortesía de dejar excrementos en la
pista. Era costumbre hacer lo que
Florian llamaba «educar» a los animales
antes de una representación especial:
darles una ligera purga y la oportunidad
de evacuar antes del espectáculo, pero
esto no siempre bastaba. Sin embargo,
en esa ocasión ninguno de los animales
orinó siquiera. En el intermedio, Magpie
Maggie Hag leyó las palmas de varias
damas de la corte, que rieron,
encantadas, porque sólo les predijo
cosas agradables. Sir John se acercó a
los asientos con sus monstruos y luego
dejó probar a los caballeros su juego
del ratón, pagando religiosamente a los
ganadores y, al final, devolviendo
generosamente el dinero a los
perdedores.
Durante la segunda mitad del
programa, Barnacle Bill actuó sobrio,
para variar, y Maximus estuvo a la
altura de la ocasión, gruñendo y dando
fieros zarpazos, pero obedeciendo con
la mansedumbre y la buena disposición
de un perro. Cuando entraron los
verdaderos perros, Pavlo Smodlaka
introdujo una novedad: pidió prestado el
acordeón de la banda y tocó una melodía
sencilla mientras los terriers, solos, por
parejas o los tres juntos, ladraban en
diversos tonos para simular una
«canción» pasablemente armoniosa.
Durante el número de los disparos, el
coronel Ramrod no falló un solo tiro y
en el último, dirigido a los dientes de
Domingo, ésta dio un salto hacia atrás
muy realista.
Abdullah el hindú hizo juegos
malabares, de forma simultánea, con un
increíble surtido de huevos, velas
encendidas, una botella de vino y varias
herraduras. Luego, mientras los hacía
con una sola mano, extendió la otra
hacia los asientos, ofreciéndose a incluir
los objetos que quisieran darle. El
propio rey desenvainó y dio a Abdullah
su espada con empuñadura de joyas.
Imperturbable, Abdullah la añadió a la
serie de objetos voladores, haciendo
girar y centellear la espada antes de
cogerla con los dientes, como un pirata.
Buckskin Billy realizó unos volteos que
podían haber roto todos los huesos de su
cuerpo, concluyendo con el «correo de
San Petersburgo», un pie sobre cada uno
de los caballos muy separados, mientras
los otros pasaban galopando de uno en
uno entre sus piernas. Por último,
Autumn Auburn realizó graciosamente
en la estrecha y elevada cuerda floja
todos los giros, piruetas, despatarradas
y saltos mortales que otros artistas
habían hecho sobre tierra firme o sobre
la ancha grupa de los caballos. Luego la
gran cabalgata se hizo con la misma
pompa que la del principio del
programa y como si desfilara ante una
carpa rebosante de público.
Después de un aplauso cortés y
breve, pero apreciativo, el rey y sus
cortesanos se levantaron de sus asientos
y fueron a la pista para mezclarse
democráticamente con los artistas y
elogiar sus actuaciones y —con Florian,
Zanni y Autumn como intérpretes,
cuando era necesario— formular
preguntas sobre su arte y su modo de
vida. La mayoría de los interrogadores
estaban ansiosos por conocer los trucos
que los artistas debían emplear en
algunas de sus imposibles proezas. No
obstante, la mayoría de los artistas
contestaron, sin faltar a la verdad, que
no usaban trucos, sólo experiencia y
práctica. Pero cuando el príncipe
Umberto y varios oficiales del ejército
inspeccionaron el revólver y la carabina
del coronel Ramrod y le felicitaron por
su asombrosa puntería, Edge no dijo
nada sobre los perdigones o los tiros de
fogueo con los que conseguía algunos de
sus efectos. Florian miró divertido a una
duquesa gorda, de cabellos blancos, que
apretaba en broma los abultados bíceps
del Hacedor de Terremotos y después le
preguntó, en un inglés sincopado, qué
compañía consideraba mejor para la
carretera.
Yount reflexionó y al fin dijo:
—Una buena dosis de estreñimiento,
señora. Así no hay que detenerse y
retrasarse demasiado a menudo.
La matrona quedó atónita, por lo que
Florian se apresuró a preguntar en voz
alta si alguno de los invitados desearía
visitar el anexo y ver la versión de sir
John de algunas escenas de la Biblia, y
añadió que tal vez sólo los caballeros
sabrían disfrutar de ellas al máximo. El
rey Víctor Manuel sonrió con malicia y
observó que, aunque las damas de su
corte podían haber olvidado gran parte
de la Biblia desde sus días de
catecismo, estaba seguro de que
recordarían palabra por palabra libros
«clandestinos» tan sucios como Eveline
y Schwester Monika. Las damas,
jóvenes y viejas, emitieron risitas y se
taparon la cara con el abanico, pero no
le contradijeron, así que la corte en
pleno salió afuera y se dirigió a la
tienda pequeña, donde Fitz inició
osadamente su recital.
Al cabo de un rato, una vez
terminados los dos cuadros, el público
salió de la tienda, tanto mujeres como
hombres, con sonrisas lascivas; ninguna
dama tuvo que ser atendida por un
desmayo. El último en salir fue
Fitzfarris y Florian, que le esperaba,
preguntó:
—¿Y bien?
—Pues ese viejo murciélago de
cabellos blancos me ha invitado a cenar
en privado con ella esta noche.
—Ese viejo murciélago es la
duquesa de Brisighella.
—Y Clover Lee está invitada a lo
mismo por el príncipe Umberto. Si a
usted le parece bien, director.
Florian hizo una mueca.
—Clover Lee me ha dicho con
firmeza que no necesita ni quiere
protección. Pero tú quizá sí, sir John.
—Oh, bueno. Ya le dije una vez que
me gustaría conocer a europeos con
título. No puedo desairar a una duquesa,
por repulsiva que sea. Pero aunque
profane mi castidad, maldita sea, he
recuperado mi integridad artística. Voy a
encargar a nuestro artista chino un
imprimátur para mi letrero: «Presentado
en la corte de su majestad Víctor
Manuel II». Desafío a futuros críticos de
mis estudios bíblicos… por lo menos
mientras estemos en el reino de Italia.
La elevación del globo fue el
espectáculo final de la tarde. Arrancó
gritos de asombro y admiración a los
miembros de la realeza… y también a
otros. Aunque la ciudad de Caserta
estaba un poco lejos, la gente del parque
pudo oír gritos y juramentos en aquella
dirección y el ruido de herraduras y
ruedas de por lo menos un caballo y una
carreta. Cuando Rouleau bajó con el
Saratoga —de nuevo con sorprendente
exactitud, de modo que los peones no
tuvieron que correr mucho para agarrar
el cable— y, ya en tierra, saludó para
agradecer los aplausos, muchos
caballeros de la realeza le dieron
palmadas en la espalda y muchas damas
le hicieron caricias más suaves.
Entonces los cortesanos se
despidieron personalmente de cada
miembro de la compañía, incluso de los
peones que estaban allí cerca. De los
carruajes acudieron sirvientes con los
brazos llenos y el propio rey dio a cada
mujer artista un enorme ramo de
claveles de invernadero, un delicado
chal de seda con fleco y una corona
bordada. Dio a los hombres —
incluyendo a Hannibal y a los tres
chinos— una pitillera de plata con el
escudo real grabado. Y entregó a los
niños —Sava, Velja y Quincy— un
pequeño canguro de terciopelo. Luego
deseó al Florilegio un gran éxito de
público durante su estancia y él y su
séquito volvieron al palacio.

Aquella noche, cuando la compañía fue


a palacio para cenar, Fitzfarris y Clover
Lee estaban ausentes de la mesa y Lunes
Simms guardaba silencio y escuchaba
con expresión sombría. El resto hablaba,
alababa los manjares, reía y bromeaba.
De repente, cuando los sirvientes
llevaron bandejas de hortelanos asados
con mantequilla y alcaparras, y todo el
mundo admiraba en silencio el plato,
Autumn levantó la cabeza, la ladeó
como escuchando algo distante y dijo,
extrañada:
—Un reloj acaba de pararse en
alguna parte.
Todos la miraron, incluidos los
sirvientes, algunos sin comprender, otros
con sorpresa, pero la mirada de Magpie
Maggie Hag era fija e inquisitiva. El
mayordomo del comedor sonrió a
Autumn y observó:
—Signorina, todavía hace tictac —y
señaló el valioso reloj de bronce dorado
que estaba sobre la repisa de la
chimenea y cuyo péndulo oscilaba con
normalidad.
—No —dijo Autumn—, no aquí. En
otro lugar.
—Signorina —insistió, paciente, el
hombre—. Debe de haber doscientos, o
tal vez trescientos relojes en este
palacio.
—No obstante —dijo Autumn—,
uno de ellos se ha parado. Lo sé. Sólo
de oírlo parar he sentido una punzada en
el oído. Sus compañeros murmuraron
evasivas y empezaron a cortar sus
pajaritos asados. Magpie Maggie Hag,
en cambio, continuó mirando a Autumn,
mientras el maggiordomo, para
satisfacer el extraño capricho de la
invitada, hizo chasquear los dedos hacia
los lacayos apostados detrás de cada
silla, les dio instrucciones en italiano y
ellos abandonaron la estancia a paso
rápido.
Autumn dio las gracias al
mayordomo con una sonrisa y luego,
como los otros, empezó a comer.
Cuando hubieron terminado los
hortelanos y se lavaban las yemas de los
dedos en los boles de agua, como
preparación para el plato siguiente,
Florian se inclinó y murmuró algo a
Edge:
—Debo decirte algo que me ha
confiado su majestad. Está a punto de
firmar una alianza militar con Prusia.
Creo que nos conviene dar media vuelta
y dirigirnos de nuevo al norte, si
queremos ver Roma, lo cual estoy
seguro de que todos deseamos.
—Claro —contestó Edge—, pero
¿por qué tanta prisa? No veo la relación.
—Es bastante difícil de explicar —
respondió Florian—. Toda la península
italiana es ahora un reino unificado,
exceptuando el Estado papal en Roma.
Por otra parte, en el continente se halla
la región de habla italiana de Venecia,
que pertenece a Austria desde hace
cincuenta años. Víctor Manuel, y los
propios venecianos, desean que forme
parte de Italia. Prusia, por su lado,
planea una federación similar de todos
los pueblos de habla germana, lo cual
requeriría la conquista de Austria, entre
otras anexiones. Una alianza
italoprusiana significaría casi con
certeza la guerra contra Austria, con los
prusianos atacando por el norte y los
italianos por Venecia.
—¿Y qué? ¿Teme que recluten a
Hannibal y su elefante?
—No, pero a menos que nos
propongamos pasar años en Italia, sólo
tenemos dos medios de viajar al resto
del continente. Uno es nuevamente por
barco, Dios no lo quiera, y el otro
atravesar los Alpes, y los pasos de
Venecia son los más fáciles. Quiero que
crucemos esos pasos antes de que los
cierren o sean un campo de batalla. Si
nos dirigimos al norte inmediatamente
después de abandonar Caserta,
tendremos tiempo de pasar unos días en
las afueras de Roma, y hacer visitas a la
ciudad, antes de ir a Venecia y cruzar los
Alpes mientras aún no hayan empezado
las hostilidades.
—Está bien, director. Supongo que
usted lo sabe mejor que nadie —dijo
Edge.
—Y tú, coronel, sabes mejor que
nadie que el campo de batalla no es
lugar para no combatientes. —Suspiró
—. Pero es una lástima. Había esperado
enseñar Nápoles a toda la compañía.
Aún más, quería haceros saborear la
vida sibarita de la costa de Amalfi. —
Suspiró de nuevo—. Pero hay un dicho
muy antiguo: «Vedi Napoli e poi mori».
Prefiero no ver Nápoles y no morir, así
que tendremos que improvisar sobre la
marcha. Ahora que se acerca la
primavera, podemos ir al norte por otra
ruta, las tierras altas en vez de las bajas;
así, por lo menos, cambiaremos de
paisaje.
Una vez concluida la cena, los
artistas dejaron el comedor sin
apresurarse, admirando de nuevo los
magníficos pasillos y estancias.

Gavrila Sniodlaka entró sola en una gran


sala llena de estandartes y se sorprendió
al ver allí a Clover Lee, un poco
despeinada y muy triste, sentada en un
peldaño de la gran escalinata. Con su
timidez acostumbrada, Gavrila dijo
buenas noches y preguntó si le ocurría
algo.
Clover Lee la miró, aspiró por la
nariz y dijo, distraída:
—¿Esto es todo?
—Perdón. Mi inglés es insuficiente.
¿De qué se trata?
—De hacer el amor. Sólo ha sido
mirar al príncipe Umberto comer y
beber a toda prisa para poder tumbarme
de espaldas y luego empujar, saltar,
menearse, sudar y hacerme daño. ¿Esto
es todo? Creía que se consideraba un
placer.
—Hum… bueno… el príncipe es
joven. No tiene experiencia. Quizá es
demasiado impulsivo. ¿Te pareció que
él sentía placer? Clover Lée hizo un
mohín.
—Dijo «grazie mille» y encendió un
cigarrillo. Luego me dio esto. —Alargó
una bolsita de satén bordada con el
escudo real; algo tintineó dentro—.
Contiene veinte moneditas de oro.
—Son scudi. Veinte scudi equivalen
a cien liras, quizá veinte dólares
americanos. Algunos hombres no te
habrían dado ni las mil gracias.
—Veinte dólares. Veinte minutos.
Esto ha sido todo. —Clover Lee añadió,
pensativa—: Me pregunto qué veía mi
madre en los hombres.
—Ella tenía hombres mayores —
dijo Gavrila—. Gospodín Zachary,
Gospodín Florian. Quizá tú también
deberías probarlo. Es mejor que el
hombre sea mayor cuando tú eres nueva.
—Creo que quieres decir joven.
Pero si un hombre joven es demasiado
impulsivo, uno viejo no lo sería nada.
—Si piensas así, gospodjica, nunca
sabrás nada sobre hacer el amor. El
hombre mayor, menos ávido de su
propio placer, hace gozar más a la
mujer. Quizá no me creas, pero un
hombre incluso demasiado viejo para
usar su húy, perdona la palabra, puede
deleitar a una mujer hasta el onevesti.
¿Cómo se dice? El desmayo, el delirio.
—Al diablo con eso —dijo Clover
Lee—. Que se desmayen los hombres y
paguen por ello. De ahora en adelante,
mis partes privadas serán sólo una
mercancía para vender o negociar, y
bajo mis propias condiciones. Esta vez,
durante sólo veinte minutos, he jugado a
ser la princesa heredera Clover Lee…
—Tikh, pequeña. Algún día
conocerás a alguien a quien desearás
entregarte. Vamos, vuelve conmigo al
circo.
Clover Lee se levantó despacio.
—Me duele un poco… al andar.
—Es una pena —observó Gavrila,
como si supiera de qué hablaba—. Gran
parte del amor es el dolor que causa.
—Entonces, puedes apostar algo a
que venderé mi amor por más de veinte
scudi por sesión dolorosa. —Clover
Lee rió sin alegría—. Y cuando me
entregue, será por un título que dure más
de veinte minutos.
Entretanto, el mayordomo del
comedor había corrido para alcanzar al
grupo principal de artistas. Con el
asombro que le permitía su dignidad
profesional, buscó a Autumn y le
anunció:
—La signorina tiene un excepcional
sentido del oído. Uno de los lacayos que
he enviado a averiguar acaba de volver
para informarme de que, en efecto, un
reloj se había parado justo cuando la
signorina mencionó el hecho. Un reloj
girándula del Salón de los Tapices del
lado oeste. No hay ningún misterio en
ello; por lo visto, el relojero de palacio
olvidó darle cuerda. —Hizo una pausa
—. Lo notable es que el reloj se
encuentra dos pisos más arriba y a cien
pasos al oeste del comedor donde la
signorina estaba sentada.
Autumn rió, un poco trémula, y
respondió:
—Oh, bueno, espero que no le haya
costado una reprimenda al relojero.
—Será mejor que todos seamos
precavidos —dijo Yount en broma—
cuando revelemos secretos cerca de esta
jovencita.
Y el asunto fue olvidado, pero
Magpie Maggie Hag continuó mirando
de reojo a Autumn de vez en cuando.
8
El Florilegio se dirigió hacia el este de
Caserta, en una etapa de dos días hasta
Benevento. Cuando llegaron a las
afueras de la ciudad, Edge y Autumn,
que iban delante para salir al encuentro
de Florian, vieron que estaban
alcanzando a otra procesión, de marcha
todavía más lenta.
—Es un cortejo fúnebre —dijo
Autumn—. No intentes adelantarlo; el
decoro exige que vayamos a su paso. Y
por el número de carruajes y plumas
negras, se diría que el difunto era
alguien importante. Benevento puede
estar mejor dispuesta hacia nosotros si
le mostramos respeto.
Así pues, la caravana del circo, por
extraña que fuera su incorporación al
cortejo, lo siguió e incluso se desvió
con él hacia un cementerio. Edge se
detuvo a cierta distancia del coche
fúnebre, los carros de flores y los
carruajes de la comitiva, ante un
mausoleo impresionante adornado con
ángeles de piedra. Entonces él, Autumn
y el resto de la compañía se apearon de
los furgones y carromatos y
permanecieron con las cabezas bajas
mientras varios sacerdotes y acólitos
celebraban el largo ritual. Luego los
portaféretros sacaron del coche un ataúd
de bronce y lo llevaron al mausoleo.
Cuando salieron al cabo de un rato, uno
de los portaféretros se volvió y formuló
una pregunta hacia la puerta abierta:
—Vostra altezza non commanda
niente?
Como es natural, no obtuvo ninguna
respuesta de la cripta, por lo que se
volvió hacia los clérigos y miembros de
la comitiva y gritó:
—Tornate a casa. Sua altezza non
commanda niente.
—Dice que todos pueden irse —
tradujo Autumn—. Su alteza, sea quien
fuere, no manda nada más.
La compañía, por lo tanto, subió de
nuevo a los vehículos de la caravana y
Edge se apresuró a conducirla fuera del
cementerio para anticiparse al cortejo y
enfiló la carretera a un trote ligero.
Encontraron a Florian esperando, como
de costumbre, pero esta vez con su gran
reloj de hojalata en la mano.
—Me teníais preocupado —dijo—.
No soy Maggie Hag, y ella no ha
presagiado nada malo últimamente, que
yo sepa, pero esta ciudad da la
impresión de estar llena de presagios.
—¿Con un nombre como Benevento?
—inquirió Edge—. Sé muy poco
italiano, pero creo que significa «buen
viento».
—Sin embargo, no siempre ha tenido
este nombre. Cuando fue fundada, antes
de Cristo, por una tribu que se refugió
aquí tras ser vencida por los romanos, la
llamaron Maleventum, por el mal viento
que los había traído aquí. Pasaron
varios siglos antes de que los romanos
conquistaran la ciudad y, supersticiosos,
cambiaran el nombre por su antónimo.
Sin embargo, nada malo sucedió al
Florilegio en Benevento. Y no ocurrió a
la caravana del circo nada peor que la
pérdida de alguna llanta de rueda o la
rotura de un arnés durante su subida a
los Monti del Matese de los Apeninos,
donde hizo un alto para actuar un día o
dos en cualquier pueblo del camino que
prometiera un lleno provechoso. No
ocurrió nada malo hasta que estuvieron a
bastante altura en un camino tortuoso,
lleno de piedras y surcos, entre dos
pueblos de montaña: Castel di Sangro a
sus espaldas y Roccaraso en su misma
dirección, un poco más adelante.
—Estos nombres me dan mala
espina, señor Florian —dijo Domingo
Simms, que aquel día viajaba a su lado
en el carruaje—. Castillo de Sangre y
Roca Cortante.
—Confundes un poco el italiano con
el francés, querida —contestó él—.
Sangro es solamente el nombre de aquel
río que fluye por el barranco. Castel di
Sangro quiere decir Castillo del Sangro.
Y Roccaraso significa Roca Cortada,
probablemente por una hondonada o un
despeñadero… ¡oh, maldita sea!
Tiró de las riendas de Bola de Nieve
y el resto de la caravana tuvo que
detenerse tan bruscamente que algunos
caballos se encabritaron. Justo delante
de la caravana, el camino describía una
curva cerrada, siguiendo la forma de la
montaña. De entre los matorrales
salieron tres hombres apuntándolos con
armas de fuego y el más alto de los tres
levantó una mano, con la palma hacia
fuera.
—Alto là! —gritó—. Siamo
briganti!
Eran hombres fornidos, morenos,
barbudos, sucios, mal vestidos y de
aspecto malvado. Sin embargo, sus
viejos trabucos parecían mejor cuidados
que los hombres, e igualmente
malévolos.
—Calla y no te muevas —dijo
Florian a Domingo—. Son bandidos.
—Niente auto —contradijo uno de
los hombres, como sintiéndose insultado
—. Siamo briganti!
—Está bien, prefieren que los
llamemos bandoleros —dijo Florian a
Domingo—. Procura no hacer nada
repentino o insensato.
—State e recate! —ordenó el más
alto.
—Levántate y entrega —tradujo
Autumn a Edge en el vehículo de atrás
—. No parecen educados, pero deben de
haber leído alguna vez una novela de
Walter Scott.
—Esto es muy fastidioso, maldita
sea —dijo Edge—. Todas mis armas
están dentro del furgón.
Los tres empezaron a gritar:
—Abbassate! Tutti! Mani in alto!
Florian habló a Domingo y ambos se
apearon del pescante del carruaje con
las manos en alto, como les ordenaban.
De uno en uno o de dos en dos, todos los
demás miembros de la compañía
circense bajaron al camino, con las
manos levantadas y vacías. Los
bandoleros agitaron los trabucos y
ladraron más órdenes.
—Quieren que nos quedemos donde
nos puedan ver las manos —dijo Florian
—. Banat, por favor, pasa esta orden a
los otros eslovacos.
Pero nadie podía traducirlo a los
tres chinos. Aunque levantaron las
manos como los demás, parlotearon
entre ellos como extrañados de lo que
debía de parecerles una nueva
peculiaridad de las costumbres
californianas.
—Che portate? —gritó un
bandolero—. Togliamo lo tuno: denaro,
beni, cavalli, vagoni…
—Quieren todo lo que tenemos —
tradujo Autumn—. Dinero, bienes,
caballos, carromatos…
—Maldita sea —volvió a gruñir
Edge, furioso.
Entonces todos oyeron una mezcla
de zumbido en el aire y los tres
bandidos se desplomaron súbitamente
de espaldas, rígidos y de modo
simultáneo, como si también ellos
hicieran un número de circo. Cuando sus
armas cayeron con ruido al suelo,
también cayeron las piedras del tamaño
de un puño que los habían golpeado en
la cabeza. Los bandidos yacían
inmóviles y, por un momento, todos
quedaron inmovilizados por la sorpresa,
con las manos todavía en alto. Entonces
miraron a su alrededor y se oyó un coro
de alegres exclamaciones cuando vieron
a los tres chinos con sendas piedras en
sus pies desnudos y prensiles, por si
acaso era necesario un segundo alud.
—¡Vaya, que me cuelguen si…! —
exclamó Edge.
Apartó a puntapiés las armas de los
bandidos y entonces él y Yount se
arrodillaron para observar a los
hombres.
—Uno de ellos tiene la cara negra
—dijo Yount a Florian—. Debe de
haberse partido el cráneo. Los otros dos
podrían recuperarse. ¿Quiere que lo
hagan?
—No hasta que estemos lejos —
contestó Florian—. Échalos a todos al
barranco. Si uno de ellos sobrevive y
trepa hasta aquí, quizá estará
arrepentido y reformado.
Todas las mujeres temblaron y se
volvieron de espaldas mientras se
eliminaba a los bandidos. Entretanto,
Florian fue a estrechar la mano a los
chinos para expresar su agradecimiento,
aunque Domingo le dijo en un murmullo:
—En realidad, señor, tendría que
estrecharles el pie.
—Ojalá pudiera hablar con ellos.
Pero prometo una cosa. De ahora en
adelante, estos chicos tan ingeniosos no
serán tratados como chinos. Tendrán una
habitación en el hotel, igual que
nosotros, y cenarán con nosotros como
hombres blancos.
—Quizá tengan que ponerse zapatos
para que los dejen entrar —dijo
Fitzfarris.
—Ni hablar —replicó Florian con
firmeza—. El hotel que les niegue la
entrada nos perderá a todos. Y, a
propósito, en lo sucesivo también pediré
una habitación y un lugar en la mesa
para Abdullah y Alí Babá.

L’Aquila fue la siguiente ciudad lo


bastante interesante y populosa para
retener al Florilegio durante más de dos
días. Cuando la compañía circense vio,
en las puertas de la ciudad, la enorme
fuente de piedra rosa y blanca con sus
noventa y nueve caras arrojando agua en
la inmensa pila y oyó a Florian contar la
historia —«Dicen que esta ciudad nació
milagrosamente con noventa y nueve
plazas, noventa y nueve castillos,
noventa y nueve iglesias y noventa y
nueve fuentes. Y cada día, al ponerse el
sol, la campana de la torre del Tribunal
de Justicia tañe noventa y nueve
veces»—, todos pidieron a gritos pasar
en L’Aquila el tiempo suficiente para
poder ver todas estas maravillas.
En cuanto el circo estuvo instalado
en el lugar que le fue asignado, Beck y
Goesle informaron a Florian de su
última innovación.
—Mirar, Herr gouverneur —dijo
Beck, alargándole un puñado de una
sustancia blanquecina y granulosa—.
¿Cómo llamar a esto?
—Cal común y corriente, ¿no? Lo
mismo que usas en la máquina
refrigeradora de tu generador, ¿no, Carl?
Y lo que tú también haces servir,
¿verdad, Dai?
—Kalk, ja —contestó Beck—.
Calcio. Pero de una clase nueva para mí.
Dármelo en una Fabrik de la última
ciudad. Llamarse calcio carburado.
—¿Y por qué me lo enseñáis,
caballeros?
—Porque si echar agua sobre esta
Kalk carburada, formarse un gas que
llamarse gas etino.
—Bum-bum ha construido este
aparato —dijo Goesle, indicando un
objeto que recordaba vagamente una
máquina de lavar—. Se echa dentro la
cal y un poco de agua, se da la vuelta a
una válvula y el etino sale por una
manguera hasta un mechero. El gas da
por sí solo tan buena luz como cualquier
lámpara de queroseno.
—Sin embargo, Stitches mejorarlo
—dijo Beck—. Construir una lámpara
en que la llama de gas hacer
incandescente un palo de cal ordinaria
y…
—¡Luz de calcio! —exclamó
Florian—. ¡Maldita sea, hace tiempo
que la necesitáis y yo también! Pero
pensaba que requería toda clase de
aparatos complicados.
—Y así es, si se quiere una llama
oxídrica —contestó Goesle—. Lo cual
significa una retorta muy compleja y
siempre dispuesta a estallar, además.
Esta llama de etino no da una luz tan
brillante, pero tiene la ventaja de ser
fácil de producir, y sin riesgo, con el
calcio carburado, que es barato y puede
encontrarse en cualquier ciudad un poco
grande.
—¡Pero esto es magnífico! —volvió
a exclamar Florian—. Caballeros, no sé
cómo daros las gracias por vuestra
inventiva y vuestro espíritu
emprendedor.
—Primero pensar en sorprenderle
—confesó Beck, con orgullo—. No
decirlo, sino enseñarlo esta noche. Pero
luego pensar, ach, ser tan brillante, que
tal vez asustar a los animales o incluso a
los artistas.
—Sí —convino Florian—,
informaré antes a todo el mundo.
—Y yo empezar con luz débil —dijo
Beck—. Accionar el depósito y la
válvula desde el estrado de la banda. Y
poco a poco hacer luz más brillante
hasta el comienzo de la cabalgata.
—Espléndido. Y tú, Dai, ya puedes
hacer todas las lámparas que creas
necesarias. Incluyendo por lo menos una
para el anexo de sir John.
Goesle así lo hizo. Antes de que el
circo se marchase de L’Aquila, ya
presentaba las funciones nocturnas bajo
un gran resplandor de lámparas en los
postes y en torno a la pista. Brillando a
través de la lona pintada de verde y
blanco, la luz de calcio añadía una
luminosidad verde pálido a la luz
anaranjada proyectada por las antorchas
del exterior, de modo que todo el circo
se convertía en un faro que atraía a la
población de L’Aquila como si fueran
polillas. Entretanto, en una de las
supuestas noventa y nueve plazas de la
ciudad, Goesle encontró a un fabricante
de gafas y Autumn fue con él para pedir
al ottico unas lentes mucho mayores que
las usadas jamás en unas gafas. El
óptico no se asombró, sólo dijo: «Ah,
per una laterna magica?», y fue a
buscar las lentes a su almacén.
Goesle trabajaba siempre que tenía
tiempo en su próxima innovación
luminotécnica por el método de ir
eliminando errores, mientras el
Florilegio avanzaba ahora hacia el
oeste, y perfeccionó su nuevo sistema de
luz de calcio a tiempo para deslumbrar a
los habitantes de Cantalupo. Se trataba
de un foco móvil que proyectaba un rayo
en vez de un haz disperso y podía
alcanzar hasta la cúpula de la carpa.
Durante la representación, Goesle —con
guantes gruesos para protegerse del
calor— podía dirigir el rayo luminoso
hacia el artista que estaba actuando,
haciendo así menos conspicuos a los
peones u otras personas que debieran
estar en la pista al mismo tiempo.
También podía hacer que la luz siguiera
a los caballos y jinetes al galope, e
incluso el vuelo de los trapecistas.

Roma era el siguiente destino del circo,


pero cuando llegaron al lugar más
próximo y conveniente fuera del Estado
papal, que era Forano, vieron que se
trataba de una ciudad bastante pequeña.
Había una estación de ferrocarril ante
dos pares de vías, varios cobertizos
para herramientas y equipamiento,
algunas barracas ocupadas por los
obreros del ferrocarril y una bettola
donde pasaban el tiempo libre bebiendo
y gastando liras. El jefe de estación dijo
que el Florilegio podía levantar la
tienda donde quisiera —había muchos
campos vacíos alrededor—, así que
Florian dio instrucciones de acampar a
una respetable distancia del ruido, el
humo y las chispas de los trenes.
—Pero no os apresuréis —añadió
—. Creo que todos merecemos un buen
descanso.
Reunió a toda la compañía para
decirles:
—Según el jefe de estación, habrá
un tren con destino a Roma dentro de
media hora, a las seis. Todos aquellos
que lo deseen, incluido tú, Abdullah, y
el pequeño Alí Babá, pueden coger su
equipaje de mano y acompañarme hasta
allí. Elegiremos un hotel y pasaremos la
próxima semana holgazaneando y
visitando la ciudad. Maestro velero
Goesle, ingeniero jefe Beck, jefe de
personal Banat, vosotros también podéis
venir a Roma en cuanto estéis listos.
Que vengan también los peones, por
turnos, a fin de que siempre haya alguien
vigilando aquí. Traed todos carteles,
cuantos más, mejor. Quiero verlos en
cada una de las siete colinas de Roma.
Escribid en ellos que nuestra primera
representación tendrá lugar dentro de
una semana y un día.
Así pues, los artistas, todos vestidos
con traje de calle, esperaban en el andén
cuando llegó el tren procedente del
norte, resoplando, traqueteando,
vomitando humo, hollín y vapor.
Algunos de los que esperaban —los
hermanos Simms y los chinos, que nunca
habían visto de cerca un monstruo
semejante— retrocedieron unos pasos,
apretujándose contra la pared de la
estación. En cambio, los pequeños Sava
y Velja Smodlaka permanecieron
tranquilamente en el borde del andén,
como todos aquellos para quienes los
trenes no eran ninguna novedad. Cuando
se abrieron las puertas, los miembros de
la compañía subieron a los
compartimientos y, cuando el tren volvió
a arrancar, incluso los viajeros novatos
olvidaron pronto su nerviosismo. De
hecho, los deleitó cruzar el paisaje a
velocidad tan vertiginosa. El tren iba a
casi cincuenta kilómetros por hora,
recorriendo más distancia en una sola
hora que la caravana en todo el día.
Jules Rouleau se había erigido en
guardián de los niños y los llevó a todos
a un compartimiento. Se percató, a
medias divertido, de que Lunes Simms
disfrutaba del viaje más que los otros,
aunque nunca miraba por la ventanilla
para ver el paisaje: granjas, graneros,
almiares, arados tirados por bueyes e
incluso algún que otro vistazo del río
Tíber. Lunes tenía los ojos perdidos en
el vacío y una sonrisa trémula en los
labios, claramente porque el asiento
tapizado de felpa vibraba más que todo
cuanto había estado hasta ahora en
contacto con sus hipersensibles partes
pudendas.
No hubo más estaciones después de
Forano y el tren no disminuyó su rauda
marcha hasta que llegó a su destino. Las
casas se fueron haciendo más
numerosas, separadas sólo por patios o
pequeños jardines. Luego se
convirtieron en grupos de casas,
separadas por calles y pasajes, y por
último, en apiñadas manzanas de
edificios de piedra y ladrillo
ennegrecidos por el hollín, cada vez más
cerca de la línea férrea. Menos de una
hora y cuarto después de que la
compañía subiera al tren, éste aminoró
la velocidad, pero su ruido fue en
aumento cuando pasó por debajo de un
techo de cristal, sostenido por vigas, y
luego junto a un andén lleno a rebosar de
personas vestidas de viaje, empleados
del ferrocarril, mozos de cuerda, carros
para equipaje y vendedores que
anunciaban todas las clases imaginables
de comida, bebida y objetos de
recuerdo. Cuando por fin el tren se
detuvo con una sacudida, Florian
recorrió el pasillo, anunciando de
compartimiento en compartimiento:
—¡Ya hemos llegado a Roma! La
Città Eterna! ¡Apearse todo el mundo!
Cruzaron la ruidosa y atestada
terminal y salieron al borde de una plaza
que, por contraste, estaba en silencio,
exceptuando el suspiro de una brisa
vespertina, y casi vacía aparte de una
hilera de coches de alquiler. Florian
hizo señas a un número suficiente de
éstos para que llevaran a toda la
compañía y su equipaje, subió al
primero de la fila y lo dirigió a un hotel
llamado Eden, cerca de los jardines
Borghese. Roma tenía más o menos los
mismos habitantes que Florencia, pero
era una ciudad mucho más abierta y
extendida, por ello daba la impresión, a
quienes la visitaban por primera vez, de
tener pocos habitantes y poco tráfico en
las calles. Mientras los mozos del hotel
Eden entraban las maletas y el
recepcionista revisaba los
salvoconductos, Florian compró un
periódico en el quiosco del vestíbulo, le
echó una ojeada y dijo:
—Oh, maldita sea.
—¿Sucede algo malo, director? —
preguntó Edge.
—Bueno, lo que ya me temía. El rey
Víctor Manuel ha firmado aquella
alianza con Prusia. Una semana después
de Pascua.
—¿Significa esto que hemos de irnos
a toda prisa? Reuniré a los demás antes
de que se instalen.
—No, no. Habrá guerra, esto es
seguro, pero dudo de que pueda
comenzar inmediatamente. No privaré a
todos de esta ocasión de disfrutar de
Roma. Pero acortaremos nuestra
estancia en Forano. No cabe duda de
que Roma nos habría proporcionado tres
semanas de llenos, pero después de
nuestra semana de descanso, sólo
daremos otra de funciones circenses y
luego saldremos hacia la frontera. Ahora
vamos a quitarnos estas sucias prendas
de viaje y vestirnos para la cena. El
Eden ofrece una buena mesa.
Mientras la compañía comía y bebía
con voracidad y buen humor, en otra
mesa cenaba un caballero esbelto de
edad mediana con una muchacha muy
bonita que bien podía ser su hija. Esperó
cortésmente a que los artistas tomaran
café y licor para levantarse, acercarse a
Florian y decirle en inglés:
—Perdone la intrusión, señor, pero
antes, en el vestíbulo, le he oído
mencionar un circo. Y justo antes de la
cena he visto un cartel en un farol de la
calle.
—Ah, esto significa que mis peones
ya han llegado a la ciudad. Me alegro.
—En tal caso supongo, señor, que es
usted el Florian de ese Florilegio.
Permítame que me presente… soy un
colega suyo. Gaetano Ricci, maestro de
ballet, coreógrafo y profesor del arte.
—Es un placer, signor Ricci.
Permítame presentarle a los artistas de
mi compañía.
Llevó a Ricci de una mesa a otra y el
maestro de ballet estrechó cordialmente
las manos de los hombres y muchachos
—incluso de los chinos y negros— y
besó las manos de las mujeres y
muchachas. Cuando Florian presentó a
«la signorina Autunno Auburn,
funambola straordinaria», Ricci
suspiró y dijo:
—Signorina, sólo desearía que mi
escenario fuese tan estrecho como su
cuerda.
—Cielo santo, ¿por qué desearía
esto, signore?
—Porque entonces no pensaría tanta
gente que bailar y actuar es muy fácil y
tendría que soportar menos malditas
entrevistas con personas totalmente
faltas de talento. Pero aquí está…
permítanme presentarles a una muy
dotada. —Acercó a la muchacha—. La
signorina Giuseppina Bozzacchi. Sólo
doce años de edad, pero se entrena
desde los cinco y ahora forma parte de
mi cuerpo de baile y muy pronto será
una prima di tutto. —La niña sonrió e
hizo una reverencia y algunos artistas de
la compañía se atrevieron a besarle la
mano. El signor Ricci continuó—: Los
invito a todos a un ensayo en cualquier
momento, para que vean bailar a
Giuseppina. Mi escuela está en la Vía
Palermo, detrás del teatro Eliseo.
—Es muy amable, signore —dijo
Florian—. Nuestras jóvenes aprenderán
mucho viendo bailar ballet. Para
corresponder, permítame invitarlos, a
usted, a la signorina y a sus alumnos, a
visitar nuestro circo la semana próxima.
Al día siguiente, después del
desayuno, Florian dijo a la compañía:
—Hay una vista que querría
enseñaros a todos. Algunos ya la habrán
contemplado, pero venid, de todos
modos. Luego podréis vagar por la
ciudad a vuestro capricho.
E hizo llamar a otra caravana de
vetture y llevó a todo el mundo al
Coliseo.
—Quería que todos vieseis la cuna
del circo —dijo, mientras los otros
echaban la cabeza hacia atrás y miraban
con reverencia la fachada de tres hileras
de arcos de piedra. Su dignidad se veía
un poco menoscabada por numerosas
cuerdas con ropa tendida, colgadas entre
las columnas por las amas de casa de la
inmediata vecindad—. De hecho, las
primeras representaciones circenses
tuvieron lugar en el Circus Maximus, ahí
abajo en el valle —señaló hacia el
sudoeste, pero no quedan restos de él. El
Circo Massimo ya había caído en
desuso cuando se construyó este
Coliseo. El Anfiteatro Flaviano, para
llamarlo por su verdadero nombre.
Mientras los conducía hacia el
interior de la enorme estructura,
prosiguió:
—Por desgracia, se ha ido
deteriorando a lo largo de dieciocho
siglos. En un tiempo hubo gradas
alrededor de esta vasta elipse, tal vez
para cuarenta o cincuenta mil
espectadores. Allí arriba, en lo que
queda de aquella cornisa superior,
podéis ver los orificios para los largos
postes que sostenían un toldo de tela
(más tela de la necesaria para cien
globos como el Saratoga) para proteger
todas las gradas del sol o la lluvia.
—A propósito —añadió Autumn—,
sólo durante las representaciones
circenses podían los hombres y mujeres
de Roma sentarse juntos y no por
separado.
—Tratad de imaginaros —continuó
Florian— las carreras de carros, las
luchas entre fieras, los duelos entre
gladiadores, los combates entre
cristianos y leones, los acróbatas y
malabaristas actuando a centenares. En
aquellos tiempos, esta inmensa arena no
era tierra batida, como la veis ahora,
sino mármol pulido, sobre el que a
veces se echaba arena para que
absorbiera la sangre. Bajo el pavimento,
ahora invisibles, había vestidores para
los artistas, jaulas y rampas para los
animales y armerías de los gladiadores.
Quizá algún día se hagan excavaciones
para sacarlo todo a la luz.
Miró a su alrededor, como si
pudiera ver todos aquellos
acontecimientos antiguos y el Coliseo
estuviera lleno de multitudes y del
clamor de sus vítores.
—¡Ah, qué tiempos aquéllos! —
exclamó, y exhaló un suspiro—. Ahora
que me habéis complacido en mi
nostalgia, amigos míos, ya podéis
dispersares. Os recomiendo que paseéis
primero hacia el oeste y veáis las ruinas
del Foro, el centro del Imperio, el
corazón de Roma, a la que una vez
conducían todos los caminos.
Así pues, aquel día vagaron por las
ruinas cubiertas de malas hierbas del
Foro y el monte Palatino. En los días
subsiguientes, todos o algunos de ellos
visitaron los más famosos monumentos
de la ciudad. Todos echaron las dos
monedas tradicionales a la Fontana di
Trevi y derrocharon mucho más dinero
en las tiendas de moda de la Via
Condotti, y algunos fueron a contemplar
la vista de toda Roma desde el monte
Janículo.
—No obstante, éste es mi edificio
favorito de toda la ciudad —dijo
Autumn, conduciendo a Edge hacia el
Panteón con tanto orgullo como si lo
hubiera comprado.
Se colocaron en el centro de su
rotunda, majestuosa en su vaciedad,
directamente bajo la abertura redonda en
la punta de la cúpula artesonada, a casi
sesenta metros sobre sus cabezas, por la
cual caía un polvoriento rayo de sol
sobre un enorme óvalo dorado en la
curva de las capillas laterales a nivel
del suelo.
—La cúpula de ahí arriba tiene
exactamente la misma altura que su
diámetro: cuarenta y cuatro metros. Fue
construida hace más de mil setecientos
años, pero aún es la cúpula mayor del
mundo, y no la sostienen aristas, riostras
ni cadenas.
Edge preguntó, en tono cariñoso:
—¿Por eso es tu edificio favorito?
—Me gustan las cosas que duran —
respondió ella con sencillez.
Como el hotel Eden estaba situado
muy cerca de la escalinata de la plaza de
España, la compañía solía bajar por ella
para pasear por los otros barrios de la
ciudad. Sin embargo, a menudo se
detenían en una trattoria popular de la
plaza o sus alrededores para comer algo
o beber un cappuccino, grappa, vino o
la incomparable agua mineral de
Toscana, mientras contemplaban las idas
y venidas de los otros turistas
extranjeros.
—La escalinata se llama con razón
la Scala della Trinitá —explicó Florian
—. Como veis, tiene tres rellanos y
arriba de todo esta la iglesia de la
Trinidad. Sin embargo, esta plaza se
llama así porque hace mucho tiempo
había aquí la embajada española; de ahí
el nombre popular de la escalinata. Y la
plaza tiene también otro nombre. Los
romanos la llaman en broma «il ghetto
degli inglesi», porque está siempre
repleta de extranjeros.
Él y Edge se hallaban en aquel
momento tomando un aperitivo en el
café Greco, justo al borde de la plaza.
Pero Edge se sentía allí fuera de lugar,
bajo los retratos de los grandes hombres
que habían sido clientes del café —
Goethe, Leopardi, Stendhal— y le
inquietaba vagamente no tener ni idea
sobre cuál de los numerosos hombres
que bebían en su presencia serían alguna
vez, o ya eran, igualmente famosos. De
todos modos, encontraba más interesante
un viejo caballo de carro parado frente a
la ventana del Greco. Estaba comiendo,
y por lo visto era costumbre romana dar
a los caballos un morral muy largo con
muy poco grano en el fondo. Este
morral, por lo menos, llegaba casi hasta
la acera, de modo que el caballo,
después de comer un bocado de avena,
tenía que echar la cabeza hacia atrás y
levantar el largo saco en el aire para
atrapar otro bocado cuando volvía a
caerse.
Edge, Yount y Fitzfarris iban más a
menudo a Lepre, donde podían encontrar
turistas americanos con quienes
comentar las últimas noticias de Estados
Unidos. Por su parte, Dai Goesie
acompañó varias veces a Autumn
Auburn al café Dalbano, frecuentado por
británicos, que le daban noticias de su
patria.
Una tarde, Florian congregó a todas
las mujeres, excepto Magpie Maggie
Hag, y a todos los hombres que
demostraron algún interés, y los llevó al
estudio del signor Ricci. El maestro de
ballet pareció sinceramente complacido
por la visita y los presentó a los
danzarines —adolescentes y niños de
ambos sexos—, todos bellos, esbeltos y
ágiles, y vestidos con ropa de ensayo.
—Ahora estamos ensayando una
historia nueva, Il Stregone —dijo Ricci
—. La he adaptado a una antigua música
de Monteverdi y participan todos los
bailarines de mi compañía. Los
protagonistas son el Brujo, la Princesa
víctima, la malvada Reina Madrastra y
el gallardo Príncipe que acude en su
ayuda. Verán a la muchacha a quien
conocieron la otra noche, signorina
Giuseppina, entre el cuerpo de Flores de
Verano en el jardín de palacio. Por
supuesto, tendrán que imaginar el jardín
y todos los trajes, pero creo que la
música y el baile les darán una idea de
la escena.
Dispuso sillas para sus visitantes
alrededor de la gran habitación desnuda,
se sentó al piano y empezó a tocar, y los
numerosos ballerini y ballerine
empezaron a bailar sobre el suelo
encerado: pas seul, pas de deux, de
trois y así sucesivamente. Siempre que
los protagonistas se cansaban o
retiraban, el enjambre de Flores de
Verano seguía bailando, a veces de suite
o tout ensemble.
Obie Yount se inclinó para murmurar
a Florian:
—Que me cuelguen si puedo ver un
sentido en todos estos brincos. ¿Le dicen
algo a usted?
—Pues sí. El tipo que aletea tanto
con los brazos es el Brujo, que hechiza a
la Princesa…
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
—¿Por qué la hechiza?
—Pues… bueno… es lo que hacen
los brujos.
—Ah.
—Verás, la hechiza y entonces…
—Conocí a un tipo en Chattanooga
al que a veces le daban ataques…
—¡Maldita sea, Obie! No es esa
clase de hechizo.
Cuando terminó la actuación, los
visitantes aplaudieron y los bailarines se
secaron el sudor con una toalla. Florian
dijo al signor Ricci:
—Estoy seguro de que todas
nuestras mujeres envidian a las suyas
por su gracia y ligereza. Claro que las
nuestras no tienen tantas ocasiones de
demostrar tales cualidades, haciendo
acrobacias sobre un caballo o en la
arena o colgadas de un trapecio.
—Una mujer debería tener siempre
gracia. Veamos. Señoras del circo,
¡pónganse en pie! —Un poco
sorprendidas por tanta vehemencia,
todas obedecieron—. Colóquense
delante de mí y adopten posturas
femeninas. —Ricci hizo una seña de
aprobación a Autumn y Paprika, pero
gritó a las demás—: ¡Fíjense bien!
Miren la postura de las señoritas Auburn
y Makkai. ¿Se ha tomado alguna de
ustedes la molestia de fijarse en ellas?
¿No han imitado nunca su porte? —
Clover Lee, Gavrila, Sava, Domingo y
Lunes callaron, avergonzadas.
—¡Háganlo ahora! —ordenó—.
Pongan un pie detrás del otro y los dos
con la punta hacia afuera. Esto da la
mejor línea a sus piernas. Ahora echen
los hombros hacia atrás y saquen las
tetas. ¡Obedezcan!
—Por favor, señor —gimió la
pequeña Sava—. Yo no tener tetas.
—¡Pues finge que las tienes! Eso es
mejor, Recuerden todas esta postura,
ensáyenla, adóptenla siempre y en todas
partes. Se dirigió a Florian: Vista a las
que trabajan en el suelo con faldas muy
cortas y botas hasta la pantorrilla. Esto
ayuda a cualquier chica a parecer más
alta y esbelta, porque alarga, adelgaza y
tornea las piernas.
—Ejem… sí, signore.
—¡Ahora, anden todas! —ordenó
Ricci a las muchachas—. Anden en
círculo a mi alrededor. —Así lo
hicieron, procurando echar los hombros
hacia atrás y sacar las tetas—. ¡Terrible!
—gritó—. Exceptuando a la artista de la
cuerda, todas andan como mujeres
ordinarias, apoyándose sobre los huesos
del talón. ¡Espantoso! Signorina Auburn,
¿por qué no ha enseñado nunca a andar a
estas patosas? —Autumn intentó
responder, pero él se le adelantó—.
Lléveselas y enséñelas a andar, antes de
que se lo contagien a mis propias chicas.
—Por favor, señor —dijo Domingo
con humildad—. Cuando hayamos
aprendido esto, ¿podemos volver para
recibir más lecciones?
—¡Ajá! Una de ustedes tiene por lo
menos la ambición de mejorar su gracia
y su aspecto. ¿Alguna más? —Todas
levantaron la mano, menos Lunes—.
Signorina Auburn, usted no necesita
mejorar. ¡El resto, si son sinceras,
preséntense aquí mañana por la mañana
a las diez! ¡Retírense!
Y toda la compañía circense se
encontró de nuevo en la calle, en la Via
Palermo, sintiéndose como si acabaran
de atravesar un torbellino. Durante los
pocos días que aún permanecieron en
Roma, las muchachas que habían sido
invitadas a asistir a las clases del signor
Ricci las aprovecharon
concienzudamente.
Cuando concluyeron las vacaciones
y la compañía volvió a la estación de
Forano y el circo empezó las
representaciones, el signor Ricci asistió
a todas las funciones de noche. La
primera vez llevó consigo a todos sus
bailarines y Florian, de muy buen grado,
tal como había prometido, no les cobró
ruda. En lo sucesivo, Ricci fue con
Giuseppina como única compañía y fue
visto señalando a la muchacha los
diversos aspectos de los números de los
artistas, porque, según explicó a Florian,
una bailarina podía aprender incluso de
las acrobacias hípicas de Clover Lee y
las extravagantes caídas de Zanni. Y,
después de cada función nocturna, Ricci
se quedó en el circo durante una hora
para continuar sus lecciones de garbo a
las mujeres del circo. Domingo Simms
era la más aplicada y también la más
perseverante en las prácticas cuando
Ricci ya se había ido.
Roma abarrotó el circo en todas las
funciones de aquella semana. Había un
tren diario a mediodía y otro a las cinco
de la tarde de Roma a Forano y todos
llegaban repletos de romanos dispuestos
a divertirse; pasaban de buen grado el
tiempo que faltaba para las funciones
contemplando el museo, el león y la
momia o participando en el juego del
ratón de Fitzfarris o solicitando a
Magpie Maggie Hag la predicción de su
futuro. Y después de las funciones,
esperaban de buen humor —por lo
menos las mujeres, pues los hombres se
entretenían asistiendo a las sesiones de
estudio de la Biblia de Fitz— la hora de
coger el tren de las seis o las once con
destino a Roma.
Por fin, un mediodía Florian envió a
un grupo de eslovacos a la ciudad para
fijar carteles que anunciaban la
elevación de un globo al atardecer del
día siguiente. También enseñó uno de los
carteles al jefe de estación de Forano y
le habló con la suficiente persuasión
para que el hombre se sentara
inmediatamente ante el telégrafo. Al día
siguiente, los dos trenes de Roma tenían
dos locomotoras y doble cantidad de
vagones para pasajeros, todos los cuales
se llenaron de asistentes al circo. Las
dos funciones de aquel día fueron más
que llenos totales, y como Florian no
podía negar la entrada a un público que
venía de tan lejos, ordenó a los peones
el desmantelamiento de las paredes
laterales de la carpa para que la multitud
pudiera por lo menos ver el espectáculo
por debajo de las graderías. A nadie
pareció importarle pagar el precio de
una entrada normal para ver el circo
desde lejos y con apreturas. En
cualquier caso, todos pudieron ver muy
bien la elevación del Saratoga, que
flotó arriba y abajo sobre el Tíber y por
fin descendió, recibiendo unos vítores
que habrían sido dignos del Coliseo.
Daba la impresión de que el
Florilegio podía seguir teniendo llenos
indefinidamente, pero ya era la primera
semana de mayo y Florian estaba
ansioso por abandonar el país, así que
desmontaron la carpa, cargaron los
carromatos y la caravana se puso en
marcha hacia el norte. Florian anunció
que en lo sucesivo el circo sólo actuaría
en ciudades importantes y populosas y
durante un plazo no mayor de tres días.
Viterbo era la siguiente ciudad de gran
tamaño, pero, al igual que Roma, se
hallaba dentro del Estado papal, donde
imperaba la censura, de modo que la
pasaron de largo. Por esta razón, la
primera etapa se prolongó durante tres
días y dos noches, al final de los cuales
el circo llegó a la ciudad de Orvieto.

La compañía pudo ver esta ciudad


durante medio día antes de llegar a ella,
porque Orvieto se asentaba en un
altiplano sobre la llanura que estaban
atravesando, encaramada en un pedestal
de roca de unos dos kilómetros de
altura. Cuando llegaron a la base de la
colina, vieron que había un flamante
funicular accionado por vapor para
facilitar el suministro a la ciudad de los
productos agrícolas y vinícolas de la
llanura. Sin embargo, la caravana del
circo tuvo que trepar por un camino muy
escarpado que zigzagueaba por la colina
hasta la Porta Romana de la ciudad,
donde la esperaba Florian.
Mientras los peones montaban la
carpa en el lugar asignado, Florian
invitó a todos los que no trabajaban a
pasear con él y ver la característica
realmente única de Orvieto. Los condujo
casi hasta el borde del pedestal de
piedra sobre el que se asentaba la
ciudad, señaló y dijo: «Il Posso di San
Patrizio». El Pozo de San Patricio era
único en verdad: un foso circular
excavado en la roca cuyo diámetro era
tan grande como una pista circense. El
borde estaba rodeado de hombres y
mujeres con asnos cargados con cubas,
barriles o enormes tinajas. Cuando los
miembros de la compañía circense
pudieron abrirse paso entre la
muchedumbre para asomarse al pozo, el
vértigo casi los hizo tambalear. El nivel
del agua estaba a sesenta vertiginosos
metros de profundidad y los hombres y
mujeres subían y bajaban al pozo por
una escalera de caracol practicada en
las paredes de la roca o, mejor dicho,
por dos escaleras de caracol
concéntricas colocadas en una hélice
doble, para que las caravanas que
bajaban y subían pudieran hacerlo
simultáneamente, sin tener que
encontrarse y pasarse. No sólo era el
pozo una obra de dimensiones
estremecedoras; los hombres que lo
excavaron habían realizado la increíble
tarea de abrir setenta y dos «ventanas»
en la pared del pozo, perforando la roca
hasta la cara exterior de la colina para
que quienes subían y bajaban tuviesen
luz natural.
—Fue excavado hace más de
trescientos años —dijo Florian— para
asegurar el agua fresca a la ciudad
durante los asedios. Desde entonces, los
italianos dicen de una persona tacaña
que «tiene bolsillos profundos como el
Pozo de San Patricio».
Mientras volvían al campamento,
Florian añadió:
—Hablando de gastar dinero, tengo
una sugerencia que hacer. Empiezo a
hacerme viejo y me siento demasiado
próspero para seguir llevando la vida de
gitanos nómadas cuando estamos entre
dos plazas. Me refiero a tener que
alojarnos en míseras posadas o dormir
en un carromato de circo todavía más
incómodo. Todos nosotros hemos
ahorrado algún dinero. Sugiero que
gastemos una parte en la compra de
remolques como los de la señorita
Auburn y monsieur LeVie. No es
necesario comprar uno para cada uno (lo
cual sería muy costoso y haría la
caravana del circo demasiado larga), ya
que una de estas casas sobre ruedas
puede alojar a varias personas. Yo,
personalmente, compraré uno en
consorcio con el señor Goesle, Herr
Beck y el signor Bonvecino. Someto la
idea a vuestra aprobación. Y debo decir
otra cosa. O bien gastáis todas vuestras
liras antes de llegar a la frontera, o las
cambiáis por oro o joyas. Los billetes y
monedas italianos no tendrán ningún
valor en Austria.
Entre las diversas discusiones
suscitadas por la idea del remolque, una
tuvo lugar entre Maurice y Paprika. El
primero dijo:
—Mi remolque no es grande, pero
podría acomodar a otra persona. Estaría
encantado.
—Merci, mais non —contestó ella.
—Pourquoi non? Formamos pareja
en el aire, ¿por qué no en el suelo? Me
he preguntado muchas veces por qué me
mantienes a distancia. Sé que no hay
otro hombre.
—Y no necesito ninguno. Eres una
persona de mundo, Maurice, y
comprensivo, así que te lo diré. El
hecho es que sólo puedo sentir
satisfacción… con una mujer. He sido
así desde… bueno, me sucedió algo en
la infancia.
—Ah, pauvre petite. Algún tío
bondadoso, sin duda. —Paprika meneó
la cabeza—. Un hermano mayor,
peut-être. Suele ocurrir. —Ella guardó
silencio—. ¿Tu padre, entonces? Mon
dieu! Que de merdeux…!
—¡No, no! Mi padre era un hombre
decente. Todo lo que hizo fue morirse.
—Desvió la mirada—. ¡Fue mi madre!
¡Mi istenverte madre!
—Qu’est-ce qui? —jadeó Maurice
—. C’est impossible!
—No, no es imposible —replicó
ella, con expresión hosca—. Y quizá fue
en parte culpa mía. Era una niña, y
voluntariosa. Cuando murió mi querido
padre, yo sólo tenía once años, pero
estaba decidida a ser fiel a su recuerdo.
Insistí en que mi madre no buscara otro
marido. Entonces ella dijo: «Pues
tendrás que ocupar el lugar de tu padre».
—Seguramente quería decir…
—Quería decir en la cama. Y me
hizo hacer exactamente esto. Yo no
podía hacerlo todo, claro, pero ideamos
sustitutivos. Y ella decía que en ciertos
aspectos, yo era mejor que mi padre.
Mejor de lo que podía ser cualquier
hombre. Nunca se volvió a casar. Fui su
amante, no, su herramienta, hasta que
tuve la edad suficiente para marcharme
de casa y ganarme la vida.
—Y eso… —Maurice tuvo que
carraspear—, ¿y eso ha influido en ti
hasta el punto de amar sólo a las
mujeres?
—¿Amarlas? —Paprika rió como
una arpía colérica—. ¡Las odio! Detesto
y desprecio a las mujeres, igual como
detestaba y despreciaba a aquélla. Por
desgracia, sigo siendo pervertida como
ella me hizo. Nunca he podido sentir
placer sexual de otra manera. Lo intenté
una vez con un hombre y fue una farsa
tan patética, que jamás volveré a
probarlo.
—Pero, chérie, piensa un poco. Une
hirondelle ne fait pas le printemps. Hay
hombres y hombres.
—No, Maurice. No quiero que
sintamos degradación y asco. Me
conozco demasiado bien; sólo puedo
hacer el amor con una mujer, aunque no
sienta afecto por ella, sólo desprecio. Y
si, para satisfacerme en este sentido,
tengo que pervertir a una muchacha o
una mujer inocente… pues, mira, el
placer es todavía mayor. Me lo has
preguntado y yo te lo he dicho. Piensa lo
que quieras de mí, pero… ¿podemos
seguir formando pareja? ¿En el aire?
—En el aire —respondió él con
tristeza—. Ainsi que les hirondelles.
Antes de que el circo abandonase
Orvieto, Florian, Goesle, Beck y Zanni
encontraron y se compraron un remolque
muy bonito y un caballo para tirar de él.
El viaje a la plaza siguiente del circo,
Siena, duró cuatro días y tres noches, y
después de estas noches en la carretera
—dos durmiendo en los carromatos y
una en una posada mísera en extremo—,
los demás miembros del circo se
sintieron dispuestos y ansiosos de
procurarse remolques propios.
En Siena encontraron dos más en
venta. Pavlo Smodlaka, aunque se quejó
amargamente de no tener a nadie con
quien compartir el gasto, compró el
mejor remolque para llevar y albergar a
su familia. El otro vehículo era de peor
calidad y olía muy mal, porque había
sido propiedad de un clan de gitanos
pobres, pero al menos era espacioso.
Hannibal Tyree y Quincy Simms lo
hablaron entre sí —«Nuestro bolsillo se
parese a ese Poso de San Patrisio»—, y
de alguna manera consiguieron hacer una
proposición a los antipodistas chinos.
Estos no sólo sacaron alegremente sus
salarios acumulados, sino que
comenzaron inmediatamente a barrer y
limpiar el interior del remolque a fin de
hacerlo más habitable para sus cinco
nuevos propietarios.
Los miembros restantes de la
compañía tuvieron que vivir y dormir en
los alojamientos disponibles durante la
siguiente etapa de cuatro días, hasta
Pistoia, ciudad donde no encontraron en
venta ningún vehículo semejante.
Cuando Yount y Mullenax se quejaron a
gritos de su condición de «huérfanos»
entre la opulencia de los demás, Zanni
observó en broma:
—Bueno, habéis llegado a buen sitio
para salir de vuestra miseria. En esta
ciudad de Pistoia se hicieron las
primeras pistolas y por esto se llama
así.
Sin embargo, después de trabajar en
Pistoia, otra etapa de cuatro días llevó
al circo hasta Bolonia, una urbe
importante donde podía comprarse casi
de todo.
—Bolonia es muy bella y
hospitalaria —dijo Florian—. Figuraos
que el Palazzo Communale, donde he
solicitado permiso para acampar, tiene
una escalinata construida especialmente
para que los caballos pudieran subir a la
sala del consejo en los tiempos en que
los miembros del consejo eran
demasiado altivos para caminar sobre
sus propios pies.
—Y la Universidad de Bolonia —
añadió Autumn— ha sido lo bastante
hospitalaria para acoger incluso a
profesoras de vez en cuando. Dicen que
una de ellas era tan hermosa, que debía
dar clases detrás de una cortina, para
que los estudiantes no se distrajeran
mientras tomaban apuntes.
—Esto me recuerda —dijo Maurice
— que una estudiante tuya, bella
señorita, ha solicitado estudiar también
conmigo. La aprendiza de volatinera,
Domingo Simms. Es probable que ella
no se dé cuenta, pero está siguiendo el
camino clásico: de acróbata de pista a
bailarina de cuerda floja y artista del
trapecio. Le he dicho que pediría tu
autorización.
—Ya la tiene, no faltaría más.
Domingo está impaciente por aprenderlo
todo. Sólo con aquellas pocas lecciones
del maestro Ricci ha adquirido mucho
más aplomo y seguridad. Y es
infatigable. Cuando no está ensayando
en la pista, coge los libros. Hemos de
fomentar todas sus ambiciones.
Durante los tres días en que el circo
actuó en Bolonia, encontró las dos casas
sobre ruedas que le faltaban. Una la
compró el cuarteto de Yount, Mullenax,
Fitzfarris y Rouleau y la otra fue
adquirida conjuntamente por Paprika,
Clover Lee, Domingo y Lunes Simms.
Florian se mostró dubitativo cuando se
enteró de este convenio, pero Clover
Lee lo tranquilizó en privado:
—No he aceptado compartir el gasto
y la vivienda hasta que he sostenido con
Paprika una conversación muy franca
para imponer varias reglas estrictas. No
puedo controlar todos los desmanes que
intente fuera del remolque, pero entre
ésas cuatro paredes no puede ni mirar de
reojo.
La única que no tenía una casa sobre
ruedas era Magpie Maggie Hag, pero no
la quería.
—Ahora tengo el furgón vestidor y
la cocina para mí sola y no necesito
nada más. Además, soy gitana.
Demasiada comodidad no es buena para
los gitanos.
Ella y otros miembros de la
compañía pasaron su tiempo libre en
Bolonia haciendo otras compras, porque
Florian les dijo:
—Comprad para el camino. Cuando
empiece la guerra todo será caro y
escaso, tanto en Austria como aquí.
Por consiguiente, los carromatos
donde ya no dormía nadie sirvieron para
almacenar heno y grano para los
caballos y el elefante, carnes ahumadas
para el león, alimentos básicos para las
personas, latas de carburo de calcio
para la iluminación, rollos de cuerda,
botes de pintura, brea, queroseno y grasa
para ejes, arneses, herraduras y otros
artículos de ferretería, telas, hilo y
lentejuelas para el vestuario.
Carl Beck encontró y compró ácido,
limaduras de hierro y cal para alimentar
una vez más sus máquinas del
Gasentwickler, porque Bolonia era la
última ciudad grande que el circo
visitaría en Italia y él y Rouleau creían
que merecía la elevación de un globo,
aparte de que tal vez sería el último
espectáculo del Saratoga en mucho
tiempo.
Ningún boloñés parecía compartir
las aprensiones de Florian sobre una
guerra inminente. O, si algunos las
sentían, no permitieron que inhibieran
sus ansias de diversión. Abarrotaron la
carpa en todas las funciones y se
disputaron las profecías de Magpie
Maggie Hag y el juego del ratón en cada
intermedio, y los hombres llenaron el
anexo de los cuadros bíblicos después
de cada función, y una gran
muchedumbre asistió, la noche de la
despedida, a la ascensión del Saratoga,
profiriendo grandes exclamaciones al
verlo elevarse y también ante el número
de magia de una bonita muchacha que
desapareció delante de sus ojos en una
nube de humo, mientras el globo flotaba
muy arriba, y reapareció en la góndola
cuando aterrizaba.
De hecho, los boloñeses dejaron
tantos billetes y monedas italianos en las
arcas del furgón rojo, que la partida del
circo, a la mañana siguiente al
desmantelamiento, tuvo que ser aplazada
para que Florian, Zanni y Maurice, cada
uno con una cartera en la mano llena de
liras y céntimos, pudiese dirigirse a
todas las agencias de cambio de la
ciudad. A diferencia de los
despreocupados asistentes al circo, los
ancianos judíos, adustos y de mirada
triste, que regentaban estos
establecimientos, tenían, o bien una
experiencia personal o una larga
memoria racial de numerosas guerras,
progroms, revoluciones y crisis
financieras. Todos ellos fijaron un
precio excesivo (e idéntico) por la
alquimia de convertir en oro el papel y
el cobre. Florian y sus ayudantes
aceptaron lo que pudieron conseguir sin
tardanza. Aunque perdieron en el
cambio, volvieron a la caravana con una
estimable carga de oro que era moneda
legal en cualquier parte del mundo.
La caravana circense que partió
finalmente de Bolonia era ahora una
caravana cuya cola —literalmente, la
cola del elefante— salió del
campamento media hora después que el
carruaje de Florian. Además del
elefante, el carruaje y las dos máquinas
del generador de gas, la caravana
comprendía siete remolques y seis
carromatos tirados cada uno por un
caballo, y cuatro furgones de más peso
tirados por las parejas dobles de
caballos moteados. Los vehículos eran
tan numerosos, que casi todos los
hombres, entre artistas y personal, tenían
que conducir uno. Todos debían viajar a
cierta distancia uno de otro, para no
recibir el polvo levantado por el
anterior, de manera que la caravana,
desde el hocico blanco de Bola de
Nieve hasta la cola empenachada de
Peggy, tenía una longitud de casi cuatro
kilómetros.

En Módena, Florian dijo:


—Muy bien, oídme todos. Ya he
convertido en lingotes la mayor parte de
nuestro dinero. Ahora gastemos todas
las monedas que aún nos quedan.
Sus tres compañeros de remolque y
él gastaron las suyas en surtir de vino a
la caravana, el buen Lambrusco local. Y
la mayoría de mujeres gastaron sus
últimas liras en botellas de Nocino, un
licor dulzón hecho de nueces que sólo se
elaboraba en Módena.
Aunque la compañía se apresuraba
para anticiparse a una guerra y ofrecía
representaciones por el camino, no
descuidaba sus responsabilidades
durante el tiempo libre. Goesle y Beck
hacían pintar a sus eslovacos todos los
remolques recién adquiridos de los
mismos colores que el resto de la
caravana: azules con ruedas, persianas y
adornos blancos, absteniéndose, no
obstante, de pintar en ellos el nombre
del Florilegio por si alguno de sus
propietarios tenía ocasión de unirse a
otro espectáculo. Magpie Maggie Hag se
había cansado de ver a Lunes Simms
ejecutando pasos de alta escuela vestida
con una simple malla, de modo que la
atavió como una cordobesa de su
España natal: pantalones de terciopelo
negro con conchas plateadas a lo largo
de todas las costuras, botas blandas, una
blusa blanca con mangas anchas y
encima un bolero rojo vivo. Cubrió la
cabeza de Lunes con un sombrero
cordobés de copa baja y ala plana, que
era para hombres, pero siempre había
sido uno de los tocados más
favorecedores que podía llevar una
mujer.
Maurice y Paprika empezaron a
enseñar a Domingo los rudimentos del
arte del trapecio, obligándola a sujetarse
en todo momento con la cuerda de
seguridad.
—¡No, no, no, kedvesem! —la
reprendía Paprika—. No extiendas las
piernas cuando te dispones a posarte en
la plataforma. Mantén siempre las
caderas adelantadas. ¡Salta derecha, y
aterrizarás con elegancia!
—Si te acercas con los pies por
delante —le explicó Maurice—, te
encontrarás con que la barra te
arrastrará hacia atrás, alejándote de la
plataforma. Es una torpeza que además
resulta peligrosa. Sólo cuando te
balanceas libre y dándote impulso, para
adquirir más velocidad y altura, sólo
así, y nunca de otro modo, puedes
doblarte por la cintura para adelantar las
piernas.
El pequeño Quincy Simms también
intentaba incrementar sus talentos de
artista. Había empezado a seguir a Zanni
Bonvecino por todas partes y se
esforzaba por imitar su número cómico,
excepto en el canto del aria. Zanni se
dignó dar al chico algunos consejos
elementales, de los que Quincy tal vez
comprendía la mitad.
—Existen cinco trucos básicos en el
arte del payaso: estupidez, mímica,
caídas, golpes y sorpresas. Tienes que
excluir el primero de tu repertorio,
porque eres negro. La estupidez no haría
más que identificarte como un Jim Crow
tonto y gandul; deja eso para los circos
americanos. Aquí en Europa, bueno, en
París, por ejemplo, hubo un payaso
llamado Chocolate. Al verle, nadie
pensaba de él: «Es un payaso negro».
Todos pensaban: «Es un gran payaso».
Pues bien, si quieres aprender el arte de
hacer reír, tienes que dejar de ser tú. El
payaso no es una persona ni un objeto,
es un suceso.
—Sí, zeñó.
—Y, maldita sea, no abras la boca.
Que yo sepa, puedes ser un genio, pero
hablas como un tonto. Bene, lo primero
que se necesita es lo que llamamos
avoir l’oeil: tener ojo. Intenta los trucos
elementales del payaso y observa.
Averigua qué es, en tu caso, lo que más
divierte al público. La vulgaridad del
bufón o el patetismo del payaso triste, la
risa de caballo o la sonrisa cansada, la
astucia o la indefensión, la pantomima
pura o una pista llena de accesorios, la
actividad frenética o la melancolía. Así
encontrarás tu especialidad, tu métier, tu
magia. Después, te burlas de ella.
—Sí, zeñó.
La caravana del circo no había
hecho mucho camino en dirección norte
después de abandonar Módena cuando
se convirtió de nuevo en parte conspicua
e incongruente de otra procesión. Se
había adentrado entre dos gruesas
columnas del Real Ejército italiano que
llenaban la carretera: soldados de
infantería con equipo de campaña
completo y armas al hombro, soldados
de caballería con uniformes chillones a
lomos de caballos de guerra cargados
con un equipo superfluo, armones y
furgones tirados por caballos, furgones
de suministro y ambulancias; todo lo
necesario para hacer la guerra. Florian
hizo pasar a la caravana la orden de que
todas las mujeres se pusieran los chales
con coronas bordadas que les había
regalado el rey, a fin de proclamar la
fidelidad del Florilegio. Al no tener más
remedio que viajar junto con el ejército,
los miembros de la compañía se
sintieron un poco incómodos y confusos,
en especial cuando varios soldados los
hicieron víctimas de sus burlas, mientras
otros se quejaban profiriendo
maldiciones porque Peggy,
imperturbable, ensuciaba la carretera
con sus excrementos y los soldados
tenían que romper el paso y las filas
para evitar pisarlos.
Sin embargo, cuando anocheció, la
caravana del circo se desvió hacia un
prado lindante con la carretera para
pasar la noche. Y cuando reanudó la
marcha a la mañana siguiente, ya no
había ningún ejército a la vista. Durante
todo aquel día, la caravana no alcanzó ni
fue alcanzada por ningún otro.
—Las tropas deben de haberse
dirigido desde aquí al este y al oeste —
conjeturó Florian—. A unos treinta y
cinco kilómetros al norte, el río Po
constituye la frontera veneciana. Al otro
lado, las tropas serán austríacas. Ahora
nos hallamos en un potencial campo de
batalla, de modo que apresurémonos… y
vosotras, señoras, no os pongáis esos
chales.
La caravana llegó al Po al atardecer
sin tropezar con ningún otro
impedimento y encontró un puente con
una barrera y un puesto de centinela en
cada extremo. En el extremo más
próximo, el puesto estaba pintado a
rayas rojas, blancas y verdes, y en el
tejado ondeaba la bandera italiana, de
los mismos colores, y lo guardaba una
patrulla de la Brigada Alpina, que no
parecía muy preparada para el
alpinismo, ya que llevaban botas hasta
la rodilla, chacones altos y guerreras
cubiertas de trencilla, hebillas y
charreteras. Florian se inclinó y les
habló en italiano y ellos levantaron la
barrera sin hacerse rogar, aunque con
algunos comentarios como el de que
lamentarían la idiotez de dejar la
soleada Italia por la nublada Austria.
La bandera y el puesto de guardia del
otro extremo del puente eran más
sombríos: negra y amarilla la enseña y
los centinelas —de los Rifles Tiroleses
— con uniformes de un verde plateado,
más pulcros y sin adornos. Tampoco
ellos parecían dispuestos a poner
dificultades al Florilegio para cruzar la
frontera, pero manifestaron su eficiencia
teutónica hasta el punto de exigir los
salvoconductos de la compañía, aunque
sólo los hojearon de manera superficial
cuando Florian se los alargó. Luego
levantaron la barrera y la caravana del
circo pasó lentamente. La noticia
recorrió los vehículos —«Ahora
estamos en Venecia»—, pero nadie pudo
ver una diferencia inmediata en el
paisaje, que aún parecía italiano, así
como la gente, las granjas, los viñedos y
los olivares; cuando pernoctaron aquella
noche al borde de la carretera, una
mujer que les vendió un cubo de leche
habló con ellos en italiano.
Dos días después el circo acampó
ante las murallas de Verona y, mientras
los peones iniciaban el montaje, Autumn
llevó a la ciudad vieja a todas las
mujeres de la compañía —que
cuchicheaban, excitadas, incluyendo a
Magpie Maggie Hag— para enseñarles
la casa Capuleto, desde cuyo balcón
Julieta había intercambiado palabras
dulces y juramentos con Romeo
Montesco. Florian rió por lo bajo
cuando se alejaron y dijo a los hombres
de la compañía:
—Me temo que les defraudará un
poco este monumento, pero les gustará
el resto de Verona; es una bella ciudad.
Los hombres convinieron en ello
cuando cruzaron la Porta Nuova y
pasearon por el ancho y florido Corso.
La ciudad era roja, rosa y oro, excepto
donde las paredes estaban cubiertas por
un mural gigantesco: David luchando
con Goliat o san Jorge matando al
dragón u otra escena similar.
—Sólo lamento no poder ir ni al este
ni al oeste —dijo Florian—. Al este, ya
lo sabéis, está Venecia, y todo el mundo
debería visitar Venecia al menos una vez
en su vida. Y al oeste, en la otra orilla
del lago Garda, hay dos bonitos pueblos
que desconocen incluso muchos
italianos. Están de lado sobre una
pequeña colina y ambos se llaman
Botticino. Pero uno es Botticino Mattina
y el otro Botticino Sera, según la hora en
que el sol ilumina sus viñedos.
Las mujeres del circo,
efectivamente, volvieron de su excursión
un poco desengañadas. La casa Capuleto
no sólo tenía un balcón, sino dos y
Autumn confesó que ignoraba cuál de
los dos debía ser admirado por los
visitantes. Además, cuando las mujeres
preguntaron dónde estaba la casa
familiar de Romeo, Autumn admitió que
varias casas de Verona aspiraban a esta
distinción y, en cualquier caso, según los
propios compatriotas de Shakespeare, la
historia de Romeo y Julieta no era más
que una fábula agridulce.
Sin embargo, nadie tenía mucho
tiempo para lamentar esta desilusión. En
Verona se celebraba la feria anual de
agricultura y ganadería, por lo que la
ciudad rebosaba de visitantes. El hecho
de que muchos de ellos vistieran
uniformes austríacos no deprimió el
ánimo festivo de la población, que se
desperdigaron por el terreno de la feria
y del circo y llenaron la carpa a rebosar
en todas las funciones representadas
durante los tres días de permanencia del
circo en la ciudad.
—¿Por qué no nos quedamos más
días? —preguntó Fitzfarris después de
la última función—. Hemos ganado
dinero a montones. Buenas coronas
austríacas. Y, diablos, ya estamos en
territorio austríaco, ¿no?
—Precisamente el territorio por el
cual, y en el cual, Italia se prepara para
luchar —respondió Florian—. No,
seguiremos adelante.
Que su cautela no era excesiva lo
demostró el hecho de que, dos días
después de que la caravana del circo
hubiese abandonado Verona, en una
carretera que ascendía lenta y
gradualmente hacia las distantes tierras
altas, el circo volvió a encontrarse en
medio de un ejército en movimiento.
Esta vez el Florilegio no podía marchar
con él, porque el ejército procedía de la
dirección contraria, del norte, y estaba
compuesto de infantería, caballería y
artillería austríacas. Así pues, la
caravana tuvo que desalojar por
completo la carretera para cederle el
paso.
—En este punto —dijo Florian—
dejamos Venecia y entramos en la región
del Trentino. El noventa y nueve por
ciento de la población es italiana, pero
advertiréis diferencias en la
arquitectura. Y todos los accidentes
geográficos tienen dos nombres. Ese río
que bordea la carretera es el mismo
Adigio que fluye por Verona, pero aquí
se llama el Etsch. Nuestra siguiente
plaza será una ciudad llamada Trento en
italiano y Trient en alemán.
Cuando la carretera volvió a estar
libre de soldados y la caravana del
circo pudo continuar el viaje, subiendo
sin cesar, los miembros de la compañía
advirtieron el cambio en las granjas del
camino. Seguían estando pintadas con
los vivos colores mediterráneos, pero
también tenían los pesados tejados con
aleros de los chalets alpinos. Siempre
que algún viandante o granjero se
detenía a mirar la caravana, gritaba un
saludo en italiano, pero solía llevar
lederhosen si era hombre y un dirndl si
era mujer. Por fin, a cuatro días de
subida desde Verona, la caravana divisó
Trento/Trient, que ofrecía una vista
espectacular, porque la ciudad llenaba
por completo el valle del Adigio/Etsch y
sobre ella se cernía la gran roca aislada
que se llamaba Dosso Trento. Aunque
había palacios y loggias de estilo
veneciano, la mayoría de edificios
tenían macizos aleros, balcones
colocados a mucha altura sobre el nivel
de la nieve y tejados de campanario en
sus chimeneas.
Florian, que esperaba para guiar la
caravana hasta el campamento, saludó a
la compañía con la noticia:
—Ya ha empezado. El dieciséis de
junio los prusianos invadieron la
provincia austrohúngara de Bohemia.
La población italiana mayoritaria de
Trento podía tener sus dudas sobre
vitorear a Austria, a la que pertenecía
por tratado, o al otro bando, el aliado
prusiano de Italia, pero lo que sí vitoreó
sin reticencias fue al circo, al que
acudió en tropel, olvidando la política.
La compañía disfrutó de otra estancia
bien acogida y provechosa, pero sólo
por dos días, tras los cuales Florian los
hizo continuar.
Subieron todavía más hacia las
montañas, a la ciudad de Bolzano —o
Bozen—, y durante los dos días que
actuaron en ella recibieron la noticia de
que Italia, tal como se esperaba, había
declarado también la guerra a Austria.
Cuando Florian ordenó esta vez el
desmantelamiento, dijo a todos los
conductores de carromatos y remolques
que a partir de aquel momento evitarían
la carretera principal por la que habían
subido para tomar una carretera
secundaria que bordeaba el río Adigio y
se dirigía al nordeste, pasando por una
ciudad llamada Merano.
—¿Por qué? —preguntó Edge—.
Durante todo el camino he dado por
sentado que cruzaríamos los Alpes por
el paso del Brennero. Está directamente
al norte de aquí, la carretera es buena, el
paso no está a una altura inaccesible y,
diablos, es la travesía alpina clásica
desde los ostrogodos.
—La clásica ruta de invasión hacia
el sur, sí. Y por lo tanto, la ruta más
probable que elegirán los austríacos
para cruzar con su caballería, como
debería saber un ex oficial de caballería
como tú. No quiero encontrarme encima
de los Alpes esperando que todo un
ejército deje libre mi camino.
Atravesaremos por el paso de Resia,
que sólo es unos metros más alto y está a
pocos días más lejos de aquí.
Justo antes de anochecer, el mismo
día que abandonaron Bolzano, la
caravana llegó a Merano, una ciudad
que parecía componerse exclusivamente
de posadas. Florian anunció:
—No actuaremos aquí. Merano es un
balneario para tuberculosos, que vienen
aquí para la cura de descanso, la cura de
aire puro, la cura de suero de leche, la
cura de uvas. Es probable que no
tuvieran fuerzas ni para subir a nuestras
graderías. Sin embargo, buscaremos
posadas que puedan alojarnos a todos.
Así comeremos y descansaremos bien
bajo los edredones de pluma. El camino
será duro y no ofrecerá comodidades.
Después de cenar, Autumn y Edge,
antes de gozar del gran edredón de
pluma de su cama, caliente pero
ingrávido, salieron al balcón de su
habitación. Había luna llena y su luz
prestaba un aspecto impresionante a las
cumbres nevadas que rodeaban y
dominaban Merano. La cordillera de
montañas, de un blanco luminoso, con
profundos valles sombreados, parecía
recortada como un trozo de hojalata
contra el cielo azul oscuro.
—Hermoso —murmuró Autumn,
mirando todo el horizonte, y cuando se
volvió hacia Edge, éste vio que en sus
ojos los pétalos dorados eran visibles
incluso a la luz de la luna. Ella añadió
—: Bien pensado, la luna es siempre
llena, sólo que no podemos verlo.
Él respondió, lleno de admiración:
—Yo diría que con tus ojos habrías
de verla todo el tiempo. En cambio yo
no soy tan perceptivo. Hasta este
momento no había notado una cosa: mi
sombra es negra, la sombra de todo el
mundo es negra. La tuya es de color
rosa.
Involuntariamente, ella bajó la vista,
y luego rió:
—Mentiroso. Idiota.
—Bueno, a mí me lo parece. Toda
tú, querida, me pareces una flor.
El siguiente tramo del camino
requirió cinco días y cinco noches. Cada
vez más escarpado y sinuoso, quitaba el
aliento a los caballos y exigía con
frecuencia que los hombres se apearan y
siguieran a pie para aligerar el peso.
Además, las noches eran muy frías,
incluso dentro de los remolques e
incluso ahora, en pleno verano, porque
se acercaban a los dos mil metros sobre
el nivel del mar. Sin embargo, la
carretera permanecía libre de nieve y
nadie, ni tampoco los animales, se
fatigaron en exceso, ningún vehículo se
averió y —tanto si había o no ejércitos
en el paso del Brennero— ninguna
columna de soldados les bloqueó el
camino. Por la mañana del sexto día, los
miembros del circo descubrieron que ya
no subían, sino que viajaban por un
trecho llano. Llegaron a un pequeño
chalet, pintado de negro y amarillo,
donde ondeaba la bandera austríaca y
del que salieron varios centinelas de los
Rifles Tiroleses… pero sólo para
saludar con la mano. Florian hizo
detener la caravana, fue a hablar con los
guardias y anunció al volver:
—Damas y caballeros, estamos en la
cresta de los Alpes de Lechtal. El paso
que acabamos de franquear se llama
paso de Resia, y el siguiente,
Reschenpass. Dejamos las tierras
cisalpinas para entrar en las
transalpinas. Y justo a tiempo, por lo
que me han dicho estos simpáticos
muchachos. Los austríacos y los
italianos están luchando ahora
encarnizadamente en las cercanías de
Verona, donde nos hallábamos hace tan
pocos días. A partir de aquí, amigos
míos, la carretera es toda cuesta abajo,
hacia los valles tiroleses de Austria o,
como el país prefiere llamarse en su
propia lengua, Österreich.
Österriech
1
Pasaron el resto de aquel día bajando
por los valles de montaña que servían
de cuenca al río Inn, joven y turbulento
aquí y de un pálido verde jade gracias a
todo el oxígeno que había absorbido de
las nieves de la cordillera. Existían
notables diferencias entre este lado
transalpino del paso y el cisalpino que
habían dejado atrás. Allí habían
ascendido entre robles, hayas y fresnos.
En este lado, los árboles eran en su
mayoría de hoja perenne: pinos y abetos.
En el lado sur las flores silvestres
habían sido adelfas y verbenas; es este
lado norte eran gencianas y saxífragas.
Había varios pueblos muy pequeños
desparramados por los valles altos del
Inn, demasiado pequeños para ofrecer
alojamiento a forasteros. Cuando la
caravana se detuvo para pasar la noche
en las afueras de una aldea llamada
Pfunds, Florian dijo:
—Maggie me ha dicho que estos
últimos días hemos gastado casi todas
nuestras provisiones. Iré a llamar a las
puertas para preguntar si puedo comprar
pan, leche y queso a alguna buena
Hausfrau. Ven, Banat. Me ayudarás a
llevar las compras.
Los dos volvieron muy cargados.
Magpie Maggie Hag había encendido
una hoguera y los eslovacos otra, y
todos, artistas y peones, se colocaron a
su alrededor para comer pan y queso.
De pronto, todos se enderezaron,
sobresaltados, al oír un ruido muy fuerte
y extraño —una mezcla de cascabeleo,
grito y alarido— desde la negrura de los
pinos del otro lado de la carretera.
—¡Por todos los demonios! —
exclamó Yount.
El extraordinario ruido sonó de
nuevo. El elefante, inquieto, movió las
patas, Maximus rugió y los terriers
ladraron en el remolque de los
Smodlaka.
—Juraría que es un gnomo —dijo
Domingo, con un escalofrío.
—¿Un qué? —preguntó Fitzfarris.
—Un gnomo. Una especie de enano.
Monsieur Jules me prestó un libro sobre
los Alpes donde dice que los Alpes
están llenos de gnomos.
Como contestando al nombre, el
horrible sonido se dejó oír otra vez.
—Bueno, sea lo que sea —dijo
Mullenax—, no creo que pueda dormir
oyéndolo chillar de este modo. Zack,
¿tienes la carabina cargada con
perdigones? Préstamela.
—¿Quieres perseguirlo? ¿Tuerto?
¿En la oscuridad?
—Soy el domador de fieras, ¿no? Y
en la oscuridad dos ojos no ven mucho
más que uno.
Edge fue a buscar la carabina
encogiéndose de hombros y Mullenax se
adentró sin ruido en el bosque.
—Creo que Abner también va
cargado —observó Fitzfarris—. Si
dispara esa arma en la dirección
equivocada, nos puede rociar de
perdigones.
Pero el ser, fuera lo que fuese,
volvió a emitir su ronco alarido y un
disparo lo siguió. Unos minutos después,
el ser gritó de nuevo, pero enmudeció de
repente tras una especie de gemido.
Todas las personas que rodeaban las
hogueras se dirigieron miradas
inquisitivas. Después de un largo
silencio, Mullenax entró en la zona
iluminada llevando un bulto negro e
informe.
—No he tenido que matarlo, sólo lo
he hecho caer de la rama con la culata.
Aún está vivo, así que lo he atado con
mi cinturón. Nunca había visto un bicho
igual y que me cuelguen si voy a dejarlo
suelto para que me ataque con furia
cuando se despierte. —Lo dejó caer al
suelo y todos acudieron a mirar—.
Grande como un pavo, pero ningún pavo
ha gritado jamás como él ni tenido una
expresión tan fiera.
El ave era de color negro y bronce
con reflejos azules y púrpuras, y el
cuerpo se parecía al de un pavo
americano y tenía incluso la misma cola
en forma de abanico, pero la cabeza, el
pico y las garras eran los de una ave de
rapiña. Cuando empezó a despertarse,
abrió unos fieros ojos de halcón bajo las
«cejas» de plumas rojas, hizo
castañetear el pico amarillo, muy curvo,
y volvió a emitir aquel craqueteo,
haciendo retroceder a todo el mundo.
—Nada sobrenatural ni amenazador
—explicó Florian—. Se trata de una
especie de urogallo que en todas las
lenguas europeas recibe el nombre de
gallo del bosque o gallo de las
montañas. En Italia es el gallo alpestre y
aquí se llama Auerhahn.
—En Escocia es el capercaillie —
dijo Autumn—, gallo montés en gaélico.
—¿Es bueno para comer? —
preguntó Yount.
—Ya lo creo —contestó Florian—.
Por lo menos en esta estación, cuando ha
estado comiendo bayas y cosas por el
estilo. En invierno se alimenta de agujas
de pino, y entonces sabe a terebinto.
—¡Ni hablar! —exclamó Mullenax
—. Nadie se comerá a un pájaro que me
he molestado en capturar vivo. ¡Es para
exhibir!
—Nunca podrás domesticarlo y
entrenarlo —observó Fitzfarris—, pero
podríamos ponerlo entre las aves
disecadas de mi museo.
—Sí —asintió Florian—. Aquí no es
exótico como un colibrí o un oposum,
pero la mayoría de habitantes de la
ciudad sólo habrán visto el Auerhahn
muerto y disecado. Esto es lo que
haremos: lo pondremos vivo en el
museo.
Mientras la caravana del circo
continuaba bajando por el valle del Inn,
el paisaje de ambos lados subía hacia el
cielo y consistía en densos bosques de
pinos negros de los que salían de vez en
cuando jirones de niebla gris, como
fantasmas que se asomaran a observar la
procesión. Aquí y allí los pinos cedían
el paso a bosques de abetos, ondeantes
como un mar que fuera a lamer las
laderas de las montañas. Entre todos
aquellos árboles siempre verdes, algún
que otro árbol caduco —un tilo o un
castaño— se encendía como una
explosión verde pálido.
Más o menos cada dos kilómetros
habían talado el bosque para pastos y
para edificar una casa. Las casas eran de
sólido diseño alpino: la parte delantera
para los seres humanos y la trasera para
establo del ganado en invierno, a fin de
que el calor de sus cuerpos ayudase a
mantener calientes las habitaciones de
las personas. Los tejados eran
resistentes, con aleros y un balcón que
rodeaba la casa bajo las ventanas del
segundo piso; tanto el balcón como los
antepechos de las ventanas rebosaban de
geranios rojos. Sobre la puerta de
entrada había clavada una tabla larga y
ancha con cornamentas de ciervo o alce,
y junto a cada casa había una hilera de
colmenas de abejas. Los pastos de
detrás de las casas eran tan abruptos que
parecía imposible que cualquier animal
pudiera pacer en ellos. No obstante,
había numerosas manadas y tan
hermosas como ganado de feria:
caballos de brillante color marrón, con
crines y colas rubias y vacas de un
delicado tono pardo plateado. Y en estos
cálidos días de verano, no sólo los
potros y terneros, sino también los
caballos adultos y las vacas lecheras
saltaban y retozaban por el campo.
También había ovejas, pero no se
movían con tanta seguridad en los pastos
inclinados, y los miembros del circo
rieron al ver perder el equilibrio a una
de ellas y rodar colina abajo como un
barril.
Como el tiempo seguía siendo
espléndido, la compañía acampaba
todas las noches al borde del camino,
pero paraba con frecuencia ante una
Schenke o Gasthaus para comer o cenar.
Algunas de estas posadas eran modestas
y servían la comida de los campesinos,
que parecía consistir únicamente en el
Sterz, un pan de harina de trigo cubierto
con tiras de chicharrones. Y en una de
estas tabernas, un par de los recién
llegados cometió el error de pedir una
bebida campesina llamada Rhum y
descubrieron que no era siquiera un
pariente lejano del ron, sino un
desagradable destilado de patatas
mezcladas con azúcar moreno, casi
demasiado malo para Mullenax. Sin
embargo, había otras posadas para
viajeros más ricos, donde las viandas
eran soberbias: liebre cocida en jarra,
jabalí asado, pescado fresco del Inn,
albóndigas inmensas, cerveza fuerte y un
licor perfumado con genciana.
Por la noche, en torno a las
hogueras, los viajeros más
experimentados explicaban a los
novatos cosas sobre Austria.
—Los Habsburgo, que han
gobernado este país durante mucho
tiempo —dijo Florian—, deben de ser
la familia reinante más antigua de toda
la historia. Yo diría que han ocupado un
trono u otro, como duques, condes,
reyes, emperadores, durante más tiempo
que cualquier dinastía egipcia. Su árbol
genealógico se remonta a un tal conde
Guntram el Rico, alrededor del año
novecientos, que dio nombre a la estirpe
por su Habichtsburg: castillo del
Halcón. En su tiempo, los Habsburgo
han gobernado desde pequeños ducados
hasta todo el Sacro Imperio Romano.
Ahora mismo, hay un Habsburgo que
intenta gobernar a un México bastante
ingobernable.
—Eso no durará mucho —opinó
Edge—. Maximiliano sólo consiguió
introducirse allí porque los Estados
Unidos estaban distraídos con su guerra.
—Y, naturalmente, sólo fue porque
Francisco José se lo ordenó —dijo
Florian—. Después de todo, ¿qué puede
hacer un emperador con su hermano
menor? Tratar de encontrarle un trabajo
de segunda clase en el extranjero.
Maximiliano ya había cometido muchos
errores gobernando Venecia. Ese
hombre es un papanatas.
—Una vez figuré entre los cantantes
llamados a la corte de Maximiliano
cuando estaba en Venecia —terció Zanni
Bonvecino—. Su esposa es Carlota de
Coburgo, una mujer muy desequilibrada.
Es la perpetua y maniática ama de casa y
siempre está quitando el polvo del
mobiliario, como una camarera demente.
—Y Francisco José estar casado con
Elisabeth —dijo Carl Beck—, que ser
de nuestros Wittelsbach de Baviera y
hacer mucho tiempo que los Wittelsbach
ser famosos por su locura.
—Bueno, Francisco José tuvo una
razón condenadamente buena para
casarse con Elisabeth —observó Florian
—. Dicen que es la mujer coronada más
hermosa desde Nefertiti.
—No obstante —replicó Paprika—,
Elisabeth es una Wittelsbach y, como
mínimo, una persona excéntrica. Está
obsesionada con su belleza y su salud.
Siempre hace ejercicio, se baña en
extraños aceites y come extrañas
sustancias. Además, detesta la
formalidad de la corte y las
obligaciones reales y desprecia a su
marido. Tengo entendido que ahora viaja
tan a menudo como puede y, cuando
vuelve a sus dominios, pasa la mayor
parte del tiempo en Budapest, dejando
Viena y a sus propios hijos al cuidado
de Francisco José y de la madre de éste,
la inflexible Sofía.
—Pero digamos en su favor —terció
Autumn— que la emperatriz Elisabeth
adora el circo y que ella misma es una
consumada amazona. Incluso ha hecho
equitación de alta escuela y dicen que
aprovecha todas las ocasiones para
satisfacer su pasión por el circo. Va por
ahí de incógnito como aquel sultán…
¿quién era, Florian? El que siempre se
paseaba disfrazado entre sus súbditos.
—Un califa persa. HarunalRaschid.
—Sí, lo he oído decir —asintió
Paprika—, y también que ahora habla el
húngaro a la perfección, además de
todas sus otras lenguas. —Paprika hizo
una pausa para soltar una risita—.
¿Sabéis una cosa? Dicen que tiene un
apodo cariñoso para su marido. Le
llama «Megaliotis», y no a espaldas
suyas, sino a la cara. Y al pobre idiota
le gusta porque en griego clásico
significa «Majestad». Sin embargo, en
húngaro la palabra puede traducirse
como «Punto muerto».
—Bueno, pues nosotros no podemos
quedarnos en un punto muerto —dijo
Florian—. Vámonos a la cama, que
mañana hemos de madrugar.
Él madrugó más que nadie, porque
aquella tarde el Florilegio llegaría a la
primera ciudad austríaca de alguna
importancia, Landeck, y Florian debía
apresurarse para gestionar la cuestión
del emplazamiento. Así pues, Edge y
Autumn condujeron a la caravana, sin
posibilidad de perderse porque sólo
había una carretera que siguiese el Inn
por el valle. Edge sabía que durante su
curso el Inn se convertía en uno de los
ríos principales de Austria, pero de
momento sólo era lo que en Virginia se
llamaba un arroyo. Ahora, sin embargo,
la carretera empezó a cruzarse de vez en
cuando con otras que atravesaban el Inn
por altos puentes curvados, cada uno de
ellos provisto de paredes y techo de
madera como cualquier chalet de
montaña. Luego otro arroyo se unió de
repente al Inn, convirtiéndolo en un río
más respetable, y en la confluencia de
ambos se alzaba Landeck, y Florian
esperaba junto a la carretera.
—Acamparemos en la Eislaufplatz,
que en invierno es la pista de patinaje.
Mientras os esperaba he corregido estos
carteles en lengua italiana. Di a todos
los hombres que no conducen que
empiecen a fijarlos mientras el resto nos
dirijamos a la plaza.
Landeck era una ciudad de una
limpieza excepcional, especialmente en
comparación con algunas ciudades de
Italia. No se veía un solo trozo de papel,
ni un solo patio o casa que no fuera
pulcro, ni una persona desaseada. Lo
más notable, tanto allí como en los
pueblos que habían atravesado, era que
no había mendigos en ninguna parte. Sin
embargo, Autumn dijo a Edge que
Austria no carecía totalmente de ellos y
que todos habían emigrado a Viena,
donde el botín era mayor.
Landeck parecía haber crecido
bastante al azar en torno a su centro —
un castillo inmenso, de torres cuadradas
—; los edificios habían partido de allí
para desparramarse después por el valle
y las laderas circundantes. La caravana
del circo tuvo que seguir una ruta lenta y
tortuosa por las calles estrechas hasta el
otro extremo de la ciudad. Por esta
razón los peones que fijaban carteles
podían muy bien ir avanzando junto a la
caravana mientras hacían su trabajo. En
la parte superior de los carteles Florian
había añadido, en grandes letras negras:
«NICHT DENKEN AN KUMMER!» Cuando
la caravana se detuvo ante la eventual
pista de hielo y todos se hubieron
apeado, Edge preguntó por el
significado de aquella frase.
—Quiere decir «¡Olvidad vuestras
preocupaciones!» —contestó Florian—.
Venid al circo en vez de afligiros. Si
estamos el tiempo suficiente en tierras
germanas, haré imprimir carteles
nuevos. Pero la palabra «circo» está
bien clara.
—¿Tiene esta ciudad algún motivo
en particular para estar afligida?
—Toda Austria lo tiene. Me he
enterado de las últimas noticias sobre la
guerra. Las tropas de Austria en el sur
han infligido una buena derrota a los
italianos, tal como se esperaba, pero sus
ejércitos de Bohemia se retiran sin cesar
ante los prusianos, con grandes
pérdidas. Y esto no se esperaba. Es
sabido que los soldados austríacos están
mejor entrenados y son más
disciplinados que los prusianos y
tuvieron experiencia de combate contra
los franceses hace siete años, mientras
que los prusianos no han librado una
guerra durante los últimos cincuenta. Me
han dicho, no obstante, que los prusianos
poseen unas armas nuevas terribles:
rifles de repetición y retrocarga frente a
las viejas piezas de avancarga
austríacas, y cañones hechos de acero de
Essen en vez de hierro fundido, por lo
que pueden disparar con más rapidez y
precisión. Tengo entendido que el valor
y la experiencia no valen mucho frente a
una potencia de fuego superior.
—Puedo garantizarle que así es —
contestó secamente Edge.
Sin embargo, la población de
Landeck, por muy preocupada que
estuviera por motivos patrióticos, se
congregó para ver al elefante y a los
eslovacos levantar la carpa y la tienda
pequeña, y un buen número de
ciudadanos se acercó a la taquilla de
Magpie Maggie Hag para comprar
entradas para el día siguiente. Fitzfarris
también estaba en el furgón rojo, pero en
la parte trasera —la del museo— y
desde allí llamó a Florian.
—Espero que el maldito pavo de
Abner sea digno de exhibición —dijo
Fitz, airado—. Es la primera vez que
bajo los paneles laterales desde que
metimos aquí dentro al pajarraco. ¡Y
mire lo que ha hecho con el resto del
museo!
El resto del museo había dejado de
existir, exceptuando un montón de pieles
y pellejos, bolas de relleno, plumas
desperdigadas y tres ojos de cristal,
reliquias del ternero de dos cabezas. El
pico puntiagudo y las garras del
Auerhahn habían destrozado todos los
objetos del museo: aves, animales,
incluso la serpiente de leche. El
culpable extendió el abanico de su cola
y los miró con desafío.
—Diantre —exclamó Florian—,
tendría que haberlo sabido. Cuando
oímos aquel alarido en plena noche y en
pleno verano, debí comprender que no
era una llamada de celo, sino un desafío
a cualquier ave que invadiera su
territorio.
—Y ahora se ha quedado solo en
este territorio. Menos mal que los chinos
ya no viven aquí. Tendría que hacer
comer a Abner este condenado
pajarraco, crudo, con plumas y garras.
—Bueno, metimos al Auerhahn en la
jaula sin nada de comida. Quizá estaba
hambriento.
—Pues que se coma a Abner.
Cualquier animal capaz de engullir un
ternero disecado con tres ojos,
disfrutaría comiendo a un zoquete tuerto
conservado en alcohol.
—Calma, sir John. Has de admitir
que el museo era bastante improvisado.
Mandaré a un eslovaco para que limpie
el furgón y luego pensaré una historia
truculenta sobre el Pájaro Asesino de
los Altos Riscos. Más adelante quizá
encontremos sobre la marcha algunas
piezas de museo más reales que éstas.
Vaya… ¿qué sucede?
Un caballero uniformado, con
aspecto de funcionario, entró en el
recinto a grandes zancadas, echó una
ojeada desdeñosa a las tiendas, se
dirigió hacia Florian y le habló en
alemán con tono altanero. Los dos
conversaron durante un minuto y luego el
desconocido entró en la carpa.
—¿Quién es? —preguntó Fitzfarris.
Florian hizo una mueca.
—Una manifestación de la eficiencia
teutónica que ya esperaba y temía.
Ostentará un título parecido al de Herr
Inspektor de Detalles Diminutos del
Departamento de Obstrucción del
Ministerio de Injerencia Pública. Nos
fastidiará otro como él en cada ciudad
lo bastante grande para mantener un
servicio civil típicamente parásito. Yo
me encargaré de él.
Entró en la carpa, donde Stitches
Goesle supervisaba a los peones en la
colocación de las graderías. El
inspector de Landeck tocaba con
expresión crítica un pliegue de la lona
de la pared lateral. Cuando vio a
Florian, hizo chasquear los dedos y
ordenó: «Benehmenbüchern!» Florian
volvió a salir, fue a su remolque y
regresó con todos los salvoconductos.
El inspector los hojeó uno por uno,
leyendo cuidadosamente todas las
entradas en todas las lenguas, o
fingiendo que lo hacía. Por lo menos
reconoció una de las palabras, porque
alzó la mirada y preguntó:
—Kanevasmeister?
Florian le dijo que el maestro velero
era el encargado de la carpa. Señaló a
Goesle y el inspector pidió que le
llamara. Cuando Dai se hubo acercado a
ellos, el hombre dijo:
—¿Herr Goosely?
—Se pronuncia Gwell —gruñó Dai,
y preguntó a Florian—: ¿Quién es este
papanatas?
—Inspector municipal —respondió
Florian y escuchó el largo discurso del
funcionario. Entonces tradujo a Goesle
—: El inspector dice que nuestra lona es
altamente inflamable y que no hay cubos
de arena o de agua para usar en caso de
incendio.
—Espere un momento, director —
protestó Goesle, indignado—. ¿Por qué
me dice estas cosas? Las conoce tan
bien como yo.
—Claro, pero debemos simular que
discutimos el asunto.
—¿Qué hay que discutir? No sé de
nada que evite un incendio en la lona. Si
quiere que compre cubos, lo haré,
siempre que me dé tiempo y
oportunidad.
—Si se le antoja, este idiota puede
prohibirnos hacer el espectáculo. Como
es natural, no ha venido hasta que he
pagado a la ciudad el alquiler del
terreno y hemos levantado la carpa, de
modo que perderíamos tiempo, esfuerzo
y dinero si recibiéramos orden de
desmontarlo todo. Así actúan estos
funcionarios mezquinos. Ahora dame
una respuesta, Dai, para que pueda
traducírsela.
—¿Qué respuesta, director? Por mí
puede decirle que se marche de aquí
antes de que le golpee con un mazo.
—Gracias, Dai.
Florian se volvió hacia el
funcionario y pronunció una larga
parrafada en alemán, gesticulando. El
inspector se rascó la barbilla, con
expresión suspicaz.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó
Goesle.
—Que el carromato que lleva los
cubos contra incendios aún no ha
llegado porque se le rompió una rueda
por el camino. Pero los cubos estarán
aquí, y llenos, antes de que abramos
mañana.
—No parece creerle.
—Lo hará.
Florian se sacó de los bolsillos un
fajo de entradas con varios billetes de
gulden austríacos doblados entre ellas.
Lo entregó al inspector mientras le
dedicaba una serie de almibarados
cumplidos en alemán. El funcionario
cogió las entradas y el dinero, pero
mirándolos con expresión todavía más
suspicaz.
—Creo que ahora le acusará de
soborno —dijo Goesle.
Justo entonces entró Autumn en la
carpa, vestida de calle.
—Dai, una de las hebillas de mi
aparato me pareció suelta la última vez
que… Oh, perdón. No había visto que
estás ocupado.
El inspector la repasó con la mirada,
parpadeó y la miró con más fijeza.
Entonces se quitó el sombrero, se
inclinó mucho ante ella y empezó a salir
de la carpa andando hacia atrás mientras
se inclinaba también hacia Florian y
Goesle y decía rápida y
obsequiosamente:
—Gut gemacht! Alles in bester
Ordnung sein. Verzeihen Sie, meine
Herren! Küss die Hand, gniidige
Dame… —Y salió.
—¿Qué ha pasado? —preguntó,
aturdido, Goesle.
—Por fin le hemos convencido de
que verá aquí los cubos mañana —
respondió Florian.
—Pero no los verá, director.
—Los verá aunque tenga que cerrar
los dos ojos. Claro que la llegada en el
momento oportuno de una mujer hermosa
ha ayudado a convencerle. Señorita
Auburn, debe haberte confundido con su
emperatriz disfrazada. Recuérdame que
te reclame a mi lado cada vez que tenga
que tratar con funcionarios.
—Aquí hay otra cosa que debo
recordarte —dijo ella, alargando un
pedazo de papel—. Una letra nueva para
la cabalgata inicial. Bum-bum y yo la
hemos escrito juntos. Y todavía a los
acordes de Greensleeves.
—Vaya, había olvidado por
completo que la necesitábamos —dijo
Florian.
Leyó y tarareó las palabras:
Zirku-us ist Vergnügen!
Zirkus vor Freude hüpfen!
Zirkus hat Herz rein golden! Und alles
zu Zirkus willkommen!
—Podemos reunirnos esta noche
para ensayarla —propuso Autumn—.
Carl también tiene que enseñar a la
banda una nueva marcha para la
cabalgata final.
—Sí, es cierto. El himno nacional
austríaco. Bueno, muchas gracias a los
dos por esta letra, querida. Realmente
notable. Rimar palabras alemanas y
darles forma métrica, aunque sea
aproximadamente, debió de ser un
esfuerzo incluso para el genio del
propio Wagner.
Cuando llegó la primera función del
día siguiente, Zanni ya había hecho su
investigación acostumbrada sobre la
localidad, así que cuando él y Florian
mantuvieron su charla cómica al
principio del espectáculo, la mayoría de
chistes de Zanni eran tópicos. Hizo
desternillarse de risa al público cuando
bromeó sobre «die Sechsundsechzig
Starken», los sesenta y seis
comerciantes locales que componían la
junta de promoción cívica de Landeck.
Zanni exprimió el tema, porque Starken
podía significar «hombres de grandes
negocios» o «gordos hombres de
negocios».
Zanni introdujo además un nuevo
elemento en el número, un payaso
adjunto en la pequeña persona de
Quincy-Alí Babá Simms. Y Alí Babá
consiguió las primeras carcajadas de su
vida sólo entrando en la pista, porque
Zanni le había maquillado como al
Tambo o Bones de una representación
teatral de negros americanos. Le
ennegreció aún más la cara con corcho
quemado, salvo la boca, pintada como
una raja de sandía. Llevaba un traje
oscuro y guantes blancos. El efecto era
el de un pequeño negro personificando
con exageración a un muchacho blanco
que a su vez personificaba con
exageración a un negro, y el público lo
encontró gracioso en cuanto lo vio.
Durante el diálogo cómico, Alí Babá
tenía poco papel. Sólo cuando Florian,
simulando furia por las réplicas e
insultos de Zanni, intentaba perseguir al
payaso, Alí Babá se colgaba de la levita
de Florian o se agachaba para ajustarse
el zapato a fin de que Florian tropezase
con él. El verdadero debut de Alí Babá
como payaso se produjo al final del
número, cuando Florian se enfadó con él
y le persiguió alrededor de la pista.
Entonces Zanni sacó una chistera de
alguna parte y se la puso en la cabeza,
pero del revés. Alí Babá, huyendo de
Florian, dio un gran salto por encima de
Zanni —haciendo una voltereta en el
aire, de modo que por un instante él y
Zanni estuvieron cabeza contra cabeza—
y aterrizó un poco más allá, de pie, con
la chistera bien colocada sobre su
propia cabeza.
Como él y Zanni habían ensayado y
perfeccionado este número en estricto
secreto, incluso los artistas estallaron en
un aplauso sorprendido, junto con el
público. Y éste armó un estrépito que
Alí Babá y los otros americanos no
habían oído nunca hasta ahora.
Aplaudiendo con las manos de la forma
corriente, aumentaron el ruido pateando
con fuerza sobre las gradas de madera…
y, al cabo de un momento, patearon al
unísono, produciendo un ruido
ensordecedor que no disminuyó hasta
que Florian, Zanni y Alí Babá —en
especial este último, con una sonrisa que
casi dividía su cabeza en dos—
hubieron salido a saludar repetidas
veces.
Los habitantes de Landeck
aplaudieron con manos y pies después
de cada actuación, pero lo hicieron aún
con más fuerza tras un número en
particular. Los miembros de la
compañía no adivinaron nunca la razón,
pero cada función en Landeck atrajo un
lleno de amantes casi fanáticos de los
perros. Los terriers de los Smodlaka
obtuvieron aplausos tan ensordecedores
y tantos gritos de «noch einmal!» en la
primera función, que Pavlo, Gravrila y
los niños tuvieron que repetir varios
números y salir a saludar muchas veces.
En la función de aquella noche, bajo la
luz de calcio, con el foco de Goesle
siguiendo las piruetas de los perros, la
actuación obtuvo el mismo éxito y los
Smodlaka se vieron obligados a
obedecer reiteradamente los gritos de
«¡bis!»
Cuando sucedió lo mismo en cada
función subsiguiente, Gavrila empezó a
sentirse casi confusa ante las incesantes
llamadas a la pista. Por su gusto habría
saludado y desaparecido después de
varios bises, pero Pavlo siempre le
dirigía una mirada furibunda que la
obligaba, así como a los perros y los
niños, a seguir actuando hasta que los
pálidos Velja y Sava parecían
transparentes de tanto sudar. Y en la
última función del Florilegio en
Landeck, la actuación de los Smodlaka
se prolongó hasta que incluso los
terriers estaban medio muertos y el
coronel Ramrod tuvo que tocar su
silbato y hacer restallar su látigo
repetidas veces antes de que Pavlo
permitiera retirar a su familia y sus
animales, y entonces él se quedó a
saludar y sonreír hasta que el director
ecuestre casi tuvo que llevárselo a
rastras.
—¡Maldita sea! —le gritó Edge—.
Tengo que meter cinco números más
antes de la cabalgata final y luego
tenemos que desmontar y tú acaparas la
pista durante media hora.
—¡Pues acorte los otros prljav
números! —replicó Pavlo—. No el mío,
que es el que más gusta a esta buena
gente.
Edge tuvo una inspiración que
consideró inteligente.
—¿Se te ha ocurrido pensar —dijo
— que todos esos hurras pueden haber
sido dirigidos por un amaestrador de
perros rival que te hace quedar el
tiempo suficiente para poderse aprender
todos tus trucos y señales para su propio
número?
Pavlo dio un respingo, jadeó:
«Svetog Vlaha!» y quedó tan pálido
como sus hijos. Se agachó, agarró a
Terry, Terrier y Terriest como si
estuvieran en peligro de un secuestro
inminente y corrió con ellos hacia su
remolque.
Otro incidente inesperado se
produjo aquella noche, pero no causó
más problemas que una aceleración del
pulso de Edge. Autumn se acercaba al
final de su actuación y se estaba
levantando muy despacio de una
despatarrada sobre la cuerda. Todas las
miradas convergían en la pequeña hada
vestida de amarillo, seguida por el
brillante foco de Goesle. El silencio en
la carpa era tal que podía oírse el
silbido de las llamas de gas. De repente,
sin ninguna razón visible, a Autumn se le
cayó la pequeña sombrilla amarilla, que
aleteó fuera de la luz de las candilejas,
por lo que dio la impresión de
desaparecer, pero Edge no la miraba,
sino que tenía la ansiosa vista fija en
Autumn, seguro de que su respiración y
su pulso se habían detenido durante la
fracción de segundo en que ella había
perdido el equilibrio al caerle la
sombrilla. Autumn se tambaleó un poco
—probablemente nadie del público lo
notó siquiera— y luego continuó
juntando los pies hasta que volvió a
estar derecha sobre la cuerda y se
deslizó por ella hasta la plataforma,
donde saludó y recibió los aplausos.
—Sencillamente, me resbaló de la
mano, Zachary —dijo cuando hubo
bajado—. Quizá aún no estoy
acostumbrada a la luz de calcio. Me da
un ligero dolor de cabeza…
Edge sólo dijo que se alegraba de
que no hubiera sido nada serio,
absteniéndose severamente de decir algo
crítico o parecido a un consejo. Pero se
dio cuenta de que la confianza de
Autumn en sí misma ya no era totalmente
inquebrantable. Sus ojos de pétalos
tenían una mirada nueva. No era de
miedo, preocupación o aprensión, sino
de simple perplejidad. Autumn Auburn
había cometido un error que no había
hecho en su vida y se preguntaba por
qué.
No obstante, ya había vuelto a
animarse al final del espectáculo,
cuando la banda tocaba Gott erhalte
Unseren Kaiser y la compañía daba la
última vuelta a la carpa. Desfilando al
lado de Edge, que conducía a sus
caballos, le dijo:
—Escucha esa melodía. En
Stepney…
¿Stepney?
—Shhh. En mi época cockney
solíamos cantarla, pero con palabras
obscenas.
Y empezó a cantar el solemne himno
de Haydn sólo para los oídos de Edge,
con la letra de «Era pobre, pero
honrada», y los dos se echaron a reír.
Al día siguiente la caravana del
circo continuó bajando despacio por el
valle del Inn. No había pueblos lo
bastante grandes para merecer una
representación y la próxima ciudad de
cierto tamaño sería Innsbruck, pero
Florian no tenía prisa en llegar. Explicó:
—Haremos el viaje con calma hasta
Innsbruck, una gran ciudad que nos
permitirá una larga estancia. Luego
viajaremos despacio hacia nuestro
próximo destino. Cuando se nos eche
encima el invierno quiero estar en las
tierras bajas del Danubio, y nos
quedaremos en esa región más clemente
hasta la primavera.
A la compañía no le importaba
viajar sin prisas porque el valle, que no
dejaba de ensancharse, era cada vez más
hermoso. Cada plaza de pueblo y patio
de granja rebosaban de flores y los
campos estaban llenos de flores
silvestres.
—Los austríacos llamarlo
Blumenmeer, «Mar de flores» —dijo
Beck—. Especialmente en primavera,
cuando todos los huertos estar en flor:
cerezos, melocotoneros, albaricoqueros,
almendros. Ahora sólo florecer los
Pappeln.
Se refería a los álamos, que eran los
árboles más abundantes en la comarca.
En esta estación dejaban caer tal
cantidad de pelusa blanca, que cubría la
carretera con una gruesa capa. Las
herraduras de los caballos apenas se
oían, pero levantaban nubes de este
níveo plumón y la caravana dejaba una
estela blanca, como humo, que desde
cierta distancia podía confundirse con el
vapor de un tren.
Un atardecer, cuando la compañía
había acampado junto a la carretera y
visitado una granja cercana para
comprar productos frescos, encontraron
entre las provisiones un cesto de huevos
de gansa. Sin que nadie lo notara,
Fitzfarris hurtó uno de estos huevos y se
lo llevó a alguna parte. La noche
siguiente, en el próximo campamento,
cuando Magpie Maggie Hag se disponía
a freír huevos, Fitzfarris se hallaba
cerca por casualidad y de improviso
exclamó, en tono de sorpresa:
—¡Dios mío, Mag! Mira el huevo
que acabas de coger.
Ella así lo hizo, gritó: «Devlesa!» y
lo dejó caer, pero Fitz lo recogió al
vuelo.
Otros se acercaron y Fitzfarris les
enseñó el huevo —«¡Mirad esto!»—, y
todos prorrumpieron en exclamaciones o
murmullos. Cuando Florian se unió a
ellos, preguntó en tono ligero:
—¿Has descubierto la gansa de los
huevos de oro, sir John?
—Casi, maldita sea —dijo Mullenax
—. Mírelo, director.
Florian le dio varias vueltas en la
mano. Se trataba de un huevo corriente
de gansa, pero la cáscara no era del todo
lisa. Tenía una figura grabada: una cruz
cristiana bien reconocible, en relieve
sobre la superficie.
Yount, excitado, preguntó:
—¿Cómo podríamos encontrar la
gansa que ha puesto este huevo? Si es
una costumbre suya, ¡tendríamos algo
realmente curioso que vender!
—No creo que sir John necesite a la
gansa —dijo Florian, con los ojos
brillantes. Y añadió, dirigiéndose a
Fitzfarris—: Piensas que sería una
buena idea para el Auerhahn, ¿verdad?
—Vaya. Ya ha visto antes este truco.
—Casi siempre en las comunidades
más atrasadas, donde los palurdos creen
a pies juntillas en supersticiones y
milagros. ¿Cómo lo has hecho, sir John?
—He dibujado la cruz con cera,
sumergido el huevo unos minutos en el
ácido del generador de Bum-bum y
luego rascado la cera. Director, presentó
muy bien a ese gallo en Landeck, sonó
como si fuera el rocho de Simbad, pero
los patanes no parecieron muy
impresionados, así que pensé: ¿y si
pusiéramos un nido de ramitas en esta
jaula, presentásemos al bicho como un
ponedor de huevos milagrosos y
vendiéramos los huevos marcados con
la cruz…?
—Bueno, merece la pena probarlo.
Este es un país católico. Pero me temo
que encontrarás a nuestro siguiente
público, los habitantes de Innsbruck,
muy civilizado y blasé.
—Cualquier persona religiosa se
traga con facilidad las farsas de este
tipo —dijo confiadamente Fitz—. Pero
si las cruces no se venden, me inventaré
una farsa patriótica. Pondré en los
huevos el escudo austríaco.
Sin embargo, cuando el circo llegó a
Innsbruck comprobó que la población no
se sentía muy patriótica y no creía en los
milagros.
—Las noticias de la guerra se
propagan despacio por el valle —dijo
Florian cuando se encontró con la
caravana en las afueras de la ciudad—.
Mientras aún estábamos en Landeck, los
austríacos sufrieron una derrota tan
abrumadora en Bohemia, en un lugar
llamado Kóniggrátz, que se han retirado
hacia el sur, hasta los alrededores de
Viena, y Francisco José ha pedido un
armisticio a Prusia. Austria ha perdido
la guerra.
—¿Qué significará esto para
nosotros? —preguntó Edge.
—Ahora mismo, probablemente
escasa afluencia de público y poco
entusiasmo. He alquilado un terreno en
el Hofgarten, pero no creo que en estos
momentos solemnes sea de buen gusto
fijar esos carteles de «¡Olvidad vuestras
preocupaciones!».
Condujo la caravana por la avenida
que bordeaba el río, a través del recinto
de la universidad, rodeando la apiñada
zona de la ciudad vieja, sobre la cual
brillaba el tejado dorado del Schloss
Fürstenburg, y por el parque público que
se extendía detrás del teatro Estatal.
Mientras los peones descargaban los
carromatos y preparaban el montaje,
Florian continuó hablando a Edge:
—En cuanto al futuro inmediato, la
derrota de Austria significará
probablemente una depresión
económica, incluso para nosotros. Me
han dicho que Francisco José ya ha
consentido en ceder Venecia. Se trata de
una pérdida grande y costosa y es seguro
que el canciller Bismarck de Prusia
exigirá más concesiones.
—De modo que Austria será un mal
negocio para nosotros —observó Edge.
—Al menos durante un tiempo, pero
no mucho. Los austríacos tienen la
facultad de superar pronto las
adversidades o tornarse indiferentes a
ellas. Pero yo miro más lejos y preveo
futuras conmociones políticas.
—¿Que nos afectarán?
—Que afectarán a toda Europa, me
temo. Durante mucho tiempo Bismarck
ha intentado unificar todos los estados
germanos independientes en un Deutsche
Reich unido e invencible. Hasta ahora,
otros dos imperios, el francés y el
austríaco, han mantenido un justo
equilibrio entre ellos y podría decirse
que Luis Napoleón y Francisco José han
dirigido el destino del resto del
continente. Ahora Austria ha perdido
mucho poder y prestigio. Luis Napoleón
no llorará por eso, pero tampoco
sonreirá al ver a una nación germánica
unificada y poderosa. Tarde o temprano,
Francia deberá actuar para frenar las
ambiciones de Bismarck.
—Lo cual significará otra guerra —
dijo Edge—. ¿Dónde, a su juicio?
—Ah, ojalá pudiera prever esto con
claridad, Zachary, a fin de poder evitar
el lugar y la ocasión. Tendremos que ir
haciendo nuestros planes sobre la
marcha.
—Per piacere, gobernatore…
direttore… —interrumpió con cortesía
Zanni Bonvecino, acercándose a ellos
—. Los he oído mencionar planes y me
pregunto si podrían ser lo bastante
elásticos para incluir a nuevos artistas.
—Por desgracia, signore —contestó
Florian—, hablábamos de planes que se
han combado, como lo expresó una vez
un poeta. Quiso decir tutti rotoli.
—Ohimè. En tal caso perdone mi
presunción. Pero ¿podría al menos
presentarle a unos viejos amigos? Nos
han visto entrar en la ciudad.
—No faltaría más. Siempre me
complace conocer a colegas del mundo
del espectáculo, aunque no pueda…
bueno…
—Le presento a Kyrios y Kyria
Vasilakis, que quiere decir señor y
señora Vasilakis. —Era una pareja
morena y bien parecida, de unos treinta
años—. Spyros y Meli… griegos de
nacimiento.
—Kalispéra —saludó Florian. Los
Vasilakis sonrieron, mostrando
brillantes dientes marfileños, y
empezaron a hablar a la vez—. ¡No, no,
se lo ruego! —exclamó Florian, riendo y
gesticulando como para defenderse—.
Kalispéra es una de las ocho palabras
griegas que conozco y las otras siete son
indecentes.
—Parakaló —dijo el griego,
encogiéndose de hombros—. Hablar
poco inglés y también otros, francés,
taliano.
—Y ahora —continuó Zanni— le
presento a un austríaco de nacimiento,
Herr Jörg Pfeiffer. Todos nosotros
trabajamos juntos durante un tiempo en
el Circo Corty-Althoff. Amigos míos,
permitid que os presente al director
Florian y al director ecuestre Edge del
Florilegio. —Todos se estrecharon las
manos y Zanni prosiguió—: Jörg, Spyros
y Meli fueron contratados para actuar
durante la feria anual de industria y
artesanía aquí en Innsbruck. Pero esta
feria acaba de ser clausurada, prematura
y súbitamente, a causa de las malas
noticias de la guerra. Así que están
libres.
—Ah… sí… —dijo Florian, confuso
—. Y, díganme, ¿qué hacen todos
ustedes?
—Yo soy un cariblanco —contestó
Pfeifer con orgullo. Era un hombre bajo,
ancho y canoso de unos sesenta años—.
En la pista me llamo Fünfünf.
—Él y yo —explicó Zanni—
solíamos hacer juntos el espejo Lupino.
—¡No! ¿Es cierto eso? —exclamó
Florian, con el rostro más animado.
—Y yo —dijo Spyros— comer
fuego y tragar espadas. Esposa Meli
encantar serpientes.
Zanni se apresuró a traducir:
—Es pirófago y tragasables y ella es
encantadora de serpientes. Tienen su
propio equipo y serpientes, y su
remolque. Jörg también posee un furgón
y un espléndido vestuario del cariblanco
tradicional.
—Bueno… —vaciló Florian—.
Como todos deben saber, las noticias
del frente también son adversas para
nosotros. No creo que nos clausuren
como a la feria de la industria, pero…
—Por mi parte —interrumpió
Pfeifer— aceptaría cualquier salario,
aunque estuviera muy por debajo de los
quinientos francos semanales que suelo
cobrar.
Florian calculó y murmuró a Edge:
—Cien dólares americanos. Estoy
seguro de que vale usted hasta el último
céntimo de dicha cantidad, mein Herr,
así que no le humillaré ni me humillaré a
mí mismo pronunciando la oferta que
debería hacerle.
—Dígamela. Soy un comediante. Lo
peor que puedo hacer es reírme.
—Ciento cincuenta francos, Herr
Fünfünf.
—Aceptado. —Se volvió hacia
Zanni—. Intentaremos hacer el espejo en
la primera función. Vamos a ver hasta
qué punto nos hemos oxidado.
—Un momento —le dijo Zanni y
preguntó a Florian—. ¿Qué me dice de
Spyros y Meli, director?
—No podemos condenarlos a actuar
en las esquinas de Innsbruck, ¿verdad?
Pero tengo que hablar de su sueldo con
el director del espectáculo
complementario. ¿Quiere llevárselos,
signor Bonvecino, y presentarlos a sir
John?
Cuando los cuatro se hubieron ido
hacia el patio trasero, Edge dijo:
—En cuanto nos enfrentamos de
nuevo a tiempos difíciles, usted ha de
jugar a ser dadivoso. ¿Piensa pagar a un
payaso lo mismo que paga a Maurice
LeVie?
—No un simple payaso, sino un
cariblanco. Habría sido un estúpido de
dejarle marchar. El cariblanco es el
elemento tradicional más antiguo del
circo europeo. Pero habría sido cruel
contratarle y desechar a los otros dos.
De todos modos, he conseguido a
Fünfünf a un precio tan de ganga, que
podemos permitirnos a los griegos para
el intermedio.
—¿Qué clase de nombre es Fünfünf?
Suena como un estornudo de gato.
—Es una palabra sin sentido.
Traducida literalmente del alemán,
significaría algo así como «cinco por
cinco», que es aproximadamente la
forma que tendrá en la pista: cinco pies
de altura por cinco de anchura. Verás lo
que quiero de… oh, por todos los
santos, ahí viene otro inspector
municipal a inspeccionar, encontrar
defectos y exigir que le engrase la
palma. Ve a buscar a Autumn, Zachary.
—No puedo. Está indispuesta. Ella
no lo admitiría nunca, pero me he dado
cuenta de que no tiene la vivacidad de
costumbre. La he hecho acostar hasta
que Maggie Hag pueda darle un vistazo.
—Lo lamento. Y aún lamento más
tener que tratar yo solo con este latoso.
Pero espero que la indisposición de tu
dama sea sólo trivial y pasajera.
Florian fue al encuentro del
inspector, le saludó y le acompañó
mientras inspeccionaba la tienda que
estaban levantando, miraba otras cosas y
escribía en una libreta de notas. Florian
mantenía una amable charla en alemán,
pero el inspector sólo contestaba con
gruñidos, hasta que Florian tuvo la
inspiración de decir: «Este circo es una
empresa seria». El inspector le miró con
atención y preguntó si «además era
sólida».
—Está construida a plomo —replicó
Florian.
—Entonces el constructor debe de
ser meticuloso —dijo el inspector,
cerrando la libreta. Cuando ambos
hubieron intercambiado signos
discretos, formuló otra pregunta—: ¿Y si
se acaban las piedras para el
constructor?
—Entonces hay que darle más y
también dinero para la próxima obra.
Hubo una discreta transacción de
otra clase y el inspector se despidió.
Edge estaba sentado en los peldaños
abatibles de la parte trasera del
remolque cuando Magpie Maggie Hag
salió por la puerta. Se levantó para
dejarla bajar y preguntó:
—¿Y bien?
Ella le hizo señas para que la
siguiera a cierta distancia del remolque.
—Tiene mucho dolor de cabeza,
dice tu romeri. También siente a ratos
una debilidad en las manos que va
pasando de una a otra. Pero yo sé que no
es debilidad, sino entumecimiento.
Cuando no miraba, la he pinchado con
un alfiler y no ha notado nada.
—¿Cuál es la causa, Mag?
—Podrían ser muchas cosas.
Algunas poco importantes, otras mucho.
Pero, dime, ¿no has advertido ninguna
diferencia en ella?
—Pues, sí… Está apática,
deprimida, desde la noche en que se le
cayó la sombrilla durante la función de
Landeck.
—¿No has notado nada más?
¿Anterior a eso?
—¿Qué quieres decir? ¿Has notado
tú algo? ¿Cuándo?
—Hace muchos días. En el palacio
italiano, cuando oyó pararse el reloj.
—Oh, vamos, Mag. Fue algo
peculiar, de acuerdo, pero no lo uses
para empezar una de tus historias para
los patanes. Si Autumn está enferma,
quiero conocer la enfermedad y no
escuchar un cuento gitano.
—Pero es que oyó pararse aquel
reloj. La cabeza de una persona puede
hacer cosas muy extrañas. Y cuando las
hace, hay que preguntarse por qué.
—¡Maldita sea, Mag! ¿Insinúas que
está mal de la cabeza?
—¿No has notado ninguna diferencia
en la cara… en cómo mira?
—Bueno… sí. Sus ojos han perdido
un poco de brillo, pero ¿no es esto
natural si se encuentra débil?
—La próxima vez que la mires a los
ojos, fíjate bien. De momento, déjala
descansar. No permitas que actúe
mañana. Le he frotado las manos con un
ungüento de pimienta picante. Ahora voy
a hacerle una poción para darle fuerza.
Ya veremos.
Edge se quedó pensando un minuto y
luego se enderezó y entró en el
remolque. Autumn yacía en la cama,
recostada sobre la almohada, con un
lápiz y papel en la mano, y escuchaba la
música tintineante de Greensleeves que
tocaba la cajita que Edge le había
regalado en Perugia.
—En vez de estar sin hacer nada —
dijo—, me he puesto a componer el
texto francés para la cabalgata… para
cuando hayamos llegado a París.
Alguien tendrá que traducirla al húngaro
y al ruso por si vamos a…
—Deja de preocuparte por el circo
—contestó Edge— y concéntrate en
recuperar el ánimo, querida.
Acercó una de las dos sillas y se
sentó a su lado.
—Oh, Zachary, ya sabes que las
mujeres nos ponemos tristes y
melancólicas de vez en cuando. Si
dejáramos el trabajo cada vez que…
—No me arriesgaré a que sufras un
desmayo femenino a doce metros del
suelo. Mañana no actuarás. No hasta que
Maggie te haya devuelto las fuerzas con
una de sus pócimas.
—¡Pero mi número cierra el
espectáculo! Florian se arrancará la
barba.
—No, no lo hará. Domingo y Lunes
pueden hacer la subida inclinada y esto
convencerá a los patanes de que han
visto bailar sobre la cuerda floja. Y
ahora Florian acaba de contratar a un
payaso nuevo que considera algo
especial, de modo que tendremos un
programa completo; el público no se
sentirá defraudado.
—¿Así que no me echarán de
menos? —preguntó ella, fingiendo
desengaño—. Esta perspectiva es peor
que sufrir una caída.
—Yo te echaré de menos. Y al
diablo con todos los demás; sólo
importamos tú y yo. Quiero que te
repongas y si es necesario te ataré a la
cama.
Ella continuó protestando, pero Edge
no la escuchaba. Tal como le había
aconsejado Magpie Maggie Hag, estaba
mirando con mucha atención a Autumn.
Y había en efecto algo diferente en ella
—en su rostro—, algo de lo cual no se
había percatado hasta aquel momento.
Era como si… pero no, era imposible,
se dijo. Una cara no podía hacer
aquello. Los rasgos más bellos podían
enfermar, envejecer, arrugarse, volverse
ordinarios, incluso tener cicatrices, pero
el cambio que ahora le parecía ver era
una imposibilidad física en una cara.
«Maldita sea —pensó—, esa vieja
gitana me ha nublado la vista».
—Sigue acostada —dijo— y
saborea la ociosidad. Entraré a verte y
en cuanto tenga ocasión de ir al centro te
compraré libros. Cuando Maggie te
traiga sus brebajes de hechicera, sé
buena chica y trágatelos, ¿quieres?
Una vez fuera, Edge encontró a
Florian conferenciando con un grupo de
hombres y mujeres de diversas edades,
ellos con lederhosen de color verde
musgo y ellas con dirndls multicolores.
Al final de la conferencia, varias
personas dieron dinero a Florian antes
de irse. Florian hizo una seña a Edge
para que se acercara y le dijo, muy
contento:
—Sir John estará en la gloria. No
sólo tiene dos atracciones nuevas para
su espectáculo (el tragasables y la
encantadora de serpientes), sino que
tendrá además por primera vez una
avenida llena de barracas. Esta gente ha
venido a pedir lo que llamamos falsos
privilegios: permiso para instalarse en
nuestro patio delantero. Y algunos
quieren incluso acompañarnos después
por esos caminos. Toda clase de
baratijas y comestibles.
—¿Baratijas? ¿Comestibles?
—Puestos de souvenirs, puestos de
cacharros, puestos de pasteles. Como
las barracas que viste en la feria de
Italia. Toda esa gente vendía
comestibles, bebidas, artesanía,
baratijas, cualquier cosa, aquí, en la
feria de la industria de Innsbruck, y
todos han tenido que cerrar al
clausurarse la feria. Ahora están
deseando pegarse a nosotros. No
significan mucho dinero, claro; sólo he
pedido a cada uno una cuota nominal por
los falsos privilegios, pero ningún
porcentaje de lo que ganen. Pero darán
bullicio, color y vivacidad a nuestro
patio delantero.
—Como usted diga, director.
—Bueno, seguramente has visto que
algunas de esas vendedoras son jóvenes
y bonitas. Las admiro en especial por
sus dirndls almidonados, que levantan y
redondean sus pechos. —Esbozó una
sonrisa de experto—. Antes sólo
llevaban dirndls las niñas, hasta que sus
hermanas mayores se dieron cuenta de lo
atractivo que puede ser ese vestidito con
delantal. Virginal y seductor al mismo
tiempo. Creo que una mujer bonita no
puede lucir un vestido más favorecedor.
—No cabe duda de que está
eufórico, director. Deduzco que ese
inspector civil no ha sido demasiado
descortés en su inspección.
—Oh, me lo he sacado de encima
con bastante facilidad. Ha resultado que
teníamos algunos intereses en común.
Además, existe una costumbre austríaca
llamada Freunderlwirtschaft,
equivalente a la que vosotros los
americanos llamáis «tú me rascas la
espalda y yo te rascaré la tuya». En
cambio tú, Zachary, muchacho, no
pareces muy eufórico. ¿Por qué?
—Venía a decírselo: habrá que
cambiar el programa principal. Autumn
no puede actuar mañana. Quizá no podrá
durante algún tiempo.
—Querido amigo, lo siento mucho.
Lo lamento por los dos y espero, como
es natural, que se reponga pronto.
—Gracias. Pero ¿y el programa?
Florian pensó un momento.
—En vez de Autumn como número
final, después de las chicas Simms,
haremos salir a Fünfünf y Zanni para que
hagan el espejo Lupino. El éxito de este
número está siempre garantizado.
—Estaba seguro de que asignaría el
final a los trapecistas.
—No. Herr Pfeifer ha aceptado
noblemente un salario reducido;
paguémosle por lo menos con un buen
lugar en el programa. Él y Zanni
cerrarán el espectáculo con un buen
número cómico que hará furor.
—Habrá furor, desde luego, cuando
Maurice y Paprika se enteren de esto.
Usted dijo que veía la inminencia de
otra guerra. Sospecho que está más
cerca de lo que pensaba.
—Pues afrontémosla cuanto antes.
Creo que todos los implicados se hallan
ahora bajo la carpa.
Florian y Edge entraron y
encontraron a Beck y sus peones
colgando y comprobando a la vez la
seguridad de varias instalaciones
aéreas. Maurice y Paprika vigilaban de
cerca —casi en la cúpula— la
colocación de sus trapecios y Domingo
y Lunes Simms observaban con la misma
atención a otros hombres que tensaban
las hebillas de la cuerda inclinada entre
la cúpula y el suelo. En medio de la
pista cubierta de serrín, ajenos a todo el
trabajo que se desarrollaba encima y
alrededor de ellos, Zanni y Fünfünf
enseñaban al pequeño Quincy Simms un
marco de madera bellamente tallada.
Era lo bastante grande para contener el
retrato de cuerpo entero de un adulto,
pero se reducía a un rectángulo abierto y
vacío.
Florian tuvo que gritar a payasos y
trapecista para hacerse oír por encima
del ruido. Todos dejaron sus
ocupaciones respectivas y se acercaron.
Probablemente Edge habría abordado el
tema con cierta tergiversación, pero
Florian anunció sin ambages:
—Nuestra atracción final del
espectáculo, la señorita Auburn, está
enferma y no actuará mañana. Las
señoritas Domingo y Lunes saldrán
como de costumbre, en penúltimo lugar.
Herr Fünfünf, si usted y el signor Zanni
creen que han ensayado lo suficiente el
número Lupino, actuarán después de las
señoritas Simms y cerrarán el
espectáculo.
Los dos payasos dijeron a la vez
«Ja» y «Sí».
Maurice se limitó a expresar una
leve protesta.
—Creo, monsieur le gouverneur,
que el espectáculo debería concluir con
un número de emoción. O sea, conmigo
y mi pareja en el trapecio.
Florian replicó:
—Suelo tener una razón para mis
decisiones, monsieur LeVie. Con esto
basta.
Maurice se encogió de hombros con
resignación gala, pero el temperamento
húngaro de Paprika se encendió.
—¡Pues para mí no basta, kedvesem!
Después de tantos años de pisar serrín
juntos, ahora me niegas el número final y
lo das a este… ¡a este primero de mayo!
¡O jaj, en realidad parece más un
primero de diciembre! —Miró con
desprecio y de arriba abajo al recién
llegado, desde sus ralos cabellos grises
hasta su raído traje de paisano y
gastados zapatos—. ¿Crees de verdad
que voy a aceptar un lugar detrás de
esta… esta ruina vieja y endeble?
Antes de que nadie pudiera hablar,
Herr Pfeifer dobló de prisa una rodilla,
se quitó los pesados zapatos y entonces,
sin quitarse ninguna otra de sus ceñidas
prendas, ni siquiera aflojarse la corbata,
fue descalzo hacia la cuerda inclinada
de las chicas Simms. Sin pértiga ni
ningún otro accesorio estabilizador,
corrió con pies seguros por la cuerda
hasta el extremo, asegurado cerca de una
de las plataformas del trapecio. Saltó
ágilmente a la plataforma, descolgó la
barra del trapecio, se lanzó al aire
cogido a ella, ejecutó una serie de
volteretas, se colgó de las rodillas, se
mantuvo en vertical cabeza abajo —con
la incongruente vestimenta flotando en
desorden a su alrededor—, se dio
impulso y aterrizó con ligereza en la
plataforma, saltó de ella a la cuerda
inclinada y bajó ésta dando saltos
mortales. Una vez en el suelo, sin jadear
siquiera, dirigió a Paprika la misma
mirada altanera que ella le había
dirigido y se sentó en el bordillo de la
pista para ponerse los zapatos. Todos
los ocupantes de la carpa, desde Florian
al último eslovaco, le miraban
fijamente, aturdidos y sin habla.
Paprika rompió el silencio reinante y
lo hizo con gentileza:
—Verzeihen Sie, Artistenmeister.
Lo que he dicho es inexcusable. Estaré
orgullosa de aparecer en cualquier
programa del que usted forme parte. Me
humillo.
—No se humille nunca, Fräulein —
dijo el viejo con aspereza.
—Jörg también fue trapecista en otro
tiempo —explicó Zanni.
—Pero un día me caí y me rompí
varios huesos. Y perdí la serenidad.
—Ma foi —dijo Maurice, admirado
—. No me gustaría competir con usted
cuando la recobre.
—Pero, Herr Fünfünf… —dijo
tímidamente Domingo—. Aber… warum
werden ein Clown?
—No me convertí en un clown —
contestó él—. Me convertí en un
cariblanco. Se trata de una profesión
incluso más elevada que la de
trapecista. Mañana lo verán.
2
Todos vieron muchas cosas al día
siguiente. Hacia el mediodía, en el patio
delantero del circo había dos hileras de
lo que Florian había llamado puestos de
baratijas, formando una avenida hasta la
carpa. Algunas barracas tenían banderas
multicolores para anunciar sus
mercancías y todas exhibían el género
donde mejor pudiera ser visto y olido.
Sombrillas chinas de papel, humeantes
wurst y kraut, caballitos de madera,
tortitas recién hechas, peines de carey,
cerveza de barril, leche de cabra recién
ordeñada, trompetas de hojalata, tortas
de varios pisos, lamparitas decorativas,
caramelos, tambores de juguete, relojes
de cucú…
Al fondo de las barracas, cerca de la
marquesina de la carpa, estaba Maximus
en su jaula, mirando con fijeza y
dignidad impasibles, salvo cuando
percibía el olor de salchichas fritas, que
le hacía olfatear con anhelo, arrugando
el gran hocico. Frente a él se hallaba el
pedestal de «desaparición» de
Fitzfarris, que ahora servía de soporte a
Spyros Vasilakis, que tomaba repetidos
sorbos de una botella de nafta y los
escupía para prenderles fuego
simultáneamente con una tea encendida
que tenía en la mano, vomitando así un
chorro de llamas que anunciaba el circo
y era visible desde todo el Hofgarten.
Entretanto podía oírse dentro del
pabellón a la banda completa del
Kapellmeister Beck —corneta, trombón,
tuba, corno francés, acordeón, teufel
geige y los tambores militar, tenor y
bajo— interpretando con vigor tirolés
todos los temas del circo, desde
Greensleeves a Bollocky Bill y Bal de
Vienne.
Enfrente del soporte de Spyros
estaba el furgón rojo con Magpie
Maggie Hag en la taquilla, esperando a
los compradores de entradas. En el
museo del extremo del furgón estaba sir
John con su maquillaje protector y Jörg
Pfeifer en traje de calle, los dos
gritando: «Kommt! Herein!» y cosas
parecidas. Las gentes de Innsbruck,
atraídas por el fuego del pirófago y
seducidas por los gritos de los
cuidadores del museo, compraban
entradas y después iban a mirar de cerca
a Spyros, al león y al Auerhahn, que les
dirigía miradas fieras y maníacas a
través de la tela metálica del museo. En
un rincón de éste, cubierto por una red
para salvarlo de la probable
depredación del ave, estaba su «nido»
de ramitas entrelazadas. Siempre que se
congregaba un número suficiente de
mirones, sir John dejaba de gritar y
empezaba a extenderse —mientras
Pfeifer traducía— sobre los huevos
milagrosos que se encontraban con
frecuencia entre los puestos por el
Auerhahn y al final sacaba y exhibía un
ejemplar. Ahora los huevos llevaban
grabadas las sentimentales palabras
Gott und Kaiser. De vez en cuando un
espectador inteligente señalaba con
sarcasmo que un milagro mayor que el
tributado por los huevos a Dios y el
emperador era el hecho de haber sido
puesto por un ave macho. Sin embargo,
también de vez en cuando un espectador
piadoso o patriótico suplicaba lo
suficiente para convencer a sir John —
que hacía tristes muecas de pesar y
sacrificio— de que le vendiera el
huevo, y pagaba un alto precio por él.
—Es una lástima que no puedas
verlo todo —dijo Edge a Autumn—. El
Florilegio es ahora tan espléndido como
el Orfei.
—Es mejor que no pueda, supongo
—contestó débilmente Autumn desde su
lecho de enferma—. Incluso a distancia,
el ruido no mejora mi dolor de cabeza.
Aunque me gustaría ver esa cara
blanca.
—A propósito —dijo Edge, como de
paso—, ¿puedes prestarme tu espejo de
pared? Fünfünf y Zanni van a hacer algo
llamado el espejo de Lupino, que es una
especie de truco, pero para iniciar el
número necesitan uno de verdad.
Autumn le dio permiso con un
ademán y Edge descolgó el espejo.
Autumn continuó moviendo la mano,
cerrando y abriendo el puño y doblando
los dedos. Murmuró:
—Vuelvo a notar debilidad. ¿Qué
relación puede haber entre el dolor de
cabeza y la mano débil?
—No te preocupes. Maggie te
devolverá pronto la salud, la lozanía y
los ánimos.
Autumn dijo, con una sonrisa triste:
—¡Dios mío! Creo que me hace
beber esa tintura que le puso a Bum-bum
en la cabeza.
El Florilegio atrajo sólo a una
mediana cantidad de público, no escaso,
pero tampoco un lleno. No obstante, en
el intermedio Florian comentó con
filosofía: «Bueno, por lo menos
cubrimos gastos», porque la gente que
salió a la avenida empezó a derrochar
dinero. Compró toda suerte de objetos,
desde los artilugios de sir John para
ventriloquia y los huevos del Auerhahn
hasta las cartes-de-visite de las Pigmeas
Africanas Blancas, y mantuvo
provechosamente ocupada a Magpie
Maggie Hag leyendo manos e
interpretando sueños. También se detuvo
en las barracas de la avenida para
comer, beber y comprar recuerdos
baratos de la ocasión. Durante el
espectáculo complementario, sir John,
con Florian de intérprete cuando era
necesario, exhibió primero su cara de
monstruo y después a los Hijos de la
Noche, las Pigmeas, la Princesa
Egipcia, la Pequeña Miss Mitten y,
como final espectacular, sus nuevas
pièces de résistance.
—¡El Griego Glotón! —presentó a
Spyros, que saltó al estrado vestido con
siniestros leotardos negros. Dentro de la
carpa, Beck recibió la señal de tocar
Música de fuego mágico de Wagner. Sir
John prosiguió—: ¡Este hombre, damas
y caballeros, es capaz de comer
cualquier cosa, incluyendo fuego y el
acero más afilado!
Spyros tomó un sorbo de lo que
parecía una botella de agua, pero era en
realidad aceite de oliva para lubricar
sus entrañas. Entonces desenrolló un
envoltorio de piel de gamuza que
envolvía una daga, un sable corto y un
auténtico sable de caballería, todos
niquelados y brillantes. Los lanzó uno
detrás de otro de punta contra el estrado
de madera para demostrar que no eran
falsos u hojas telescópicas. Recuperó
primero la daga, la desenfundó, la secó
bien con la gamuza, echó la cabeza hacia
atrás, abrió la boca y deslizó la daga
hacia dentro hasta el puño. A
continuación hizo lo mismo, más
despacio, con el sable corto y después
con el largo, pero con muecas y
gruñidos y poniendo los ojos en blanco
para proclamar la dificultad
sobrehumana de introducirlos en su
garganta. Sir John sabía por Spyros que
realmente no había ningún truco en esto,
excepto uno muy pequeño e
imperceptible: la hoja del sable de
caballería había sido acortada y
reducida su longitud reglamentaria de
setenta y cinco centímetros a sesenta y
cinco, medida que, según Spyros había
determinado hacía años mediante
experimentos, era la distancia de sus
labios a la boca de su estómago.
—Y ahora —anunció sir John, y
Florian se convirtió en su eco—, ¡der
gefrdssig Grieche hará lo imposible! Se
tragará las tres hojas a la vez. Miren con
atención y podrán ver cómo su
Adamsapfel se hincha y retuerce
mientras el acero pasa por debajo. —La
nuez del griego hizo exactamente esto y
varias mujeres del público tuvieron que
ser apartadas por sus acompañantes.
Cuando Spyros hubo extraído las hojas,
una tras otra, las secó de nuevo con
cuidado y sir John explicó—: El Griego
Glotón debe limpiar antes el acero
porque incluso una mota de polvo
podría hacerle vomitar y esto haría que
la afilada hoja le cortara el esófago.
También las seca después, pero para
protección de las espadas. Debido a la
dieta poco ortodoxa del griego, los
ácidos de su estómago son tan fuertes
que pueden corroer incluso el acero de
Essen.
Ahora Spyros bebió un trago de
leche de cabra, en parte para diluir el
aceite de oliva, que podría haberse
encendido, y en parte para humedecer el
interior de su boca. Entonces prendió
fuego a trozos de algodón empapados en
aceite y sujetos a cortas varillas, se
metió uno en la boca, cerró los labios,
sacó el algodón apagado y humeante, se
introdujo otro encendido en la boca y
seguidamente el trozo apagado, que
encendió con el otro. Tras varias
repeticiones y variaciones de esta
operación, hizo lo que había hecho con
anterioridad, la proeza más molesta pero
más espectacular de tomar un trago de
nafta, escupirlo y encenderlo en el aire
para que formara un gran hongo de fuego
sobre las cabezas de la gente,
haciéndolos encogerse, agacharse y huir
del intenso calor de las llamas.
Cuando volvieron a dirigir su
atención al estrado, Spyros había
desaparecido y sido sustituido por Meli,
que llevaba leotardos totalmente
cubiertos de lentejuelas plateadas, como
escamas, que la convertían en una mujer
serpiente en extremo seductora,
curvilínea y sinuosa. Había peinado sus
oscuros cabellos en dos largas trenzas y
tenía a sus pies dos grandes cestas de
mimbre tapadas.
—¡Meli la Medusa! —gritó sir John
—. La única mujer de la historia del
mundo, desde nuestra madre Eva, tan
hermosa y tentadora que las serpientes
se acercan a ella por propia iniciativa.
Serpientes venenosas, serpientes
estranguladoras, no importa cuáles. Las
hechiza de tal manera que jamás le han
hecho daño. O mejor dicho —hizo una
pausa efectista—, todavía no. —Desde
dentro de la carpa llegó el sonido
aislado de la corneta tocando una
versión oriental del Zéphire de Rameau.
Sir John y Florian continuaron—:
Fíjense, Damen und Herren, en las
serpientes de bello dibujo pero
claramente malignas que Meli la
Medusa saca ahora de una cesta. Los
campesinos de entre ustedes las
reconocerán como ejemplares de víbora,
la serpiente más letal existente en
Europa.
No eran víboras. Si Meli no hubiese
confesado antes la verdad a sir John y
Florian, probablemente no habrían
estado en el mismo estrado con ella y
sus animales preferidos en este
momento. Para el profano era en efecto
casi imposible distinguirlas de la
venenosa víbora europea, pero en
realidad sólo se trataba de serpientes
inofensivas de Gran Bretaña. Meli tenía
ahora a media docena de ellas
enroscadas en torno a sus brazos,
hombros y cuello mientras ejecutaba una
danza ondulante y sugestiva al son de la
música de la corneta. Al final las
serpientes encontraron sus dos largas
trenzas de cabello, se deslizaron por
ellas y la danza terminó con la cabeza de
Meli coronada, como la de Medusa, por
un peinado de serpientes enrolladas y
enroscadas entre sí.
No estaban adiestradas para hacer
esto, explicó Meli, sino que lo hacían de
modo natural. Eran serpientes arbóreas,
que siempre tendían a deslizarse hacia
arriba. Si se enroscaban alrededor de
sus brazos y cuello durante el baile, era
porque ella les impedía trepar y, cuando
dejaba de frustrar sus intentos, se
deslizaban simplemente hasta el punto
más alto, que era su coronilla. Ahora
levantó los brazos y las separó, las
devolvió con suavidad a la cesta y la
tapó. De la otra cesta sacó una serpiente
distinta o, mejor dicho, sólo la parte
superior de ella, porque era una pitón de
roca de unos tres o cuatro metros de
longitud, muy pesada y gruesa como el
muslo de un hombre.
Así pues, Meli se limitó a sacar
fuera la parte superior y la dejó enroscar
en torno a una de sus piernas y que
deslizara el resto de su longitud fuera de
la cesta y subiera para rodearle el
cuerpo… mientras ella reanudaba su
danza ondulante y erótica. Parte del
erotismo del baile estaba a cargo de la
propia pitón que, al trepar por el cuerpo
de Meli, pasaba la gran cabeza y
longitud fálica entre sus piernas antes de
abrazarle las caderas y continuar el
ascenso. La danza de Meli se hacía
necesariamente más lenta cuando
soportaba todo el peso de la pitón. En
cuanto dejó de bailar y alzó los brazos
en forma de V, el público estalló en
aplausos. Meli tenía la mayor parte de la
serpiente enroscada como un ancho
cinturón en torno al talle y la parte
superior le subía por la espalda, de
modo que la cabeza asomaba por encima
de su hombro, con los ojos fríos y sin
parpadeo, y la lengua bífida entrando y
saliendo con enorme rapidez. El
principal secreto al someterse al abrazo
de una pitón, había explicado antes a
Florian y sir John, radicaba en
asegurarse de que enroscara casi todos
sus anillos en torno al vientre; las
serpientes constrictoras no solían
apretar en serio contra la carne blanda y
sí lo hacían en cambio contra una parte
huesuda como la caja torácica.
Mientras Meli dejaba que la pitón se
derramara dentro de su cesta, sir John
sacó su aparato de madera y un ratón de
campo e invitó a gritos a todos los
asistentes a participar en su
Mauserennen. Florian permitió que este
juego y las profecías de Magpie Maggie
Hag continuasen hasta que algunos de
los que no jugaban dieron señales de
impaciencia. Entonces transmitió a Beck
la orden de iniciar la música y la
multitud se apresuró a entrar de nuevo
en la carpa.

La segunda parte del programa fue bien


y Pavlo Smodlaka no prolongó esta vez
su número, a pesar de que también este
público parecía disfrutar mucho con los
avispados terriers y les aplaudía de
forma extravagante. De hecho, Pavlo
aceleró su actuación y no dejó de
escudriñar furtivamente las gradas en
busca de posibles espías. Varias veces
se distrajo tanto que Gavrila o uno de
los niños tuvieron que dar la señal
siguiente a los perros. Una vez
terminado el número, en un tiempo
récord, Pavlo se permitió a sí mismo y a
su familia el más breve de los saludos
antes de abandonar la tienda a toda
prisa.
Por último, cuando Domingo y Lunes
recibían el aplauso por su actuación de
la cuerda, Zanni se introdujo en la pista,
llevando esta vez consigo a Fünfünf, y
Edge vio por primera vez al que Florian
calificaba de «uno de los personajes
más antiguos, más estimados y siempre
inalterables del circo europeo». Zanni
lucía, como durante todo el espectáculo,
su traje de Arlequín, con el maquillaje
justo para dar a su rostro toda la gama
de expresiones, desde la alegría y la
travesura hasta la desesperación. En
cambio Fünfünf era una transformación
total del hombre llamado Jörg Pfeifer…
o de cualquier mortal, pensó Edge.
Llevaba un holgado traje de una
pieza de satén rojo vivo profusamente
adornado con lentejuelas plateadas. Las
mangas ceñidas y largas formaban altos
picos en sus hombros y de estos picos el
traje colgaba recto y sin cintura como un
delantal hasta que se dividía en un par
de pantalones cortos y anchos que
terminaban justo encima de sus desnudas
rodillas. El disfraz hacía su torso casi
completamente cuadrado, como sugería
el nombre de Fünfünf. Calzaba
zapatillas blancas y medias blancas
hasta las rodillas. La cara estaba
blanqueada por entero con base de
maquillaje y sobre la piel blanquísima
destacaban las pestañas y cejas —
pintadas de negro—, la boca —pintada
de rojo vivo—, y las dos orejas —
pintadas también de rojo—. Iba tocado
con un gorro blanco cónico y sin ala
que, junto con el blanco de su frente, le
habría hecho parecer completamente
calvo si no se lo hubiese ladeado un
poco.
El maquillaje blanco, negro y rojo
era a la vez gracioso y demoníaco;
Fünfünf podía tener cualquier edad, o
ser intemporal. Durante toda su
actuación, cuando su rostro no era
cómico o malignamente impasible, sólo
mostró otras dos expresiones: las cejas
levantadas en desdeñosa altanería o la
boca roja sonriendo con sarcasmo. El
extravagante maquillaje y disfraz,
inalterables a través de generaciones de
cariblancos, parecían imbuidos —
incluso a los ojos de Edge— de la
tiránica autoridad de la antigüedad, y lo
mismo sucedía con los modales
superiores y dominantes de Fünfünf
mientras daba órdenes a Zanni: se
mofaba de él, le humillaba y le obligaba
a rebajarse… haciendo destornillarse de
risa a los espectadores. Edge también se
reía con ellos del cariblanco, pero lo
hacía con cierta inquietud y sospechaba
que a los demás les ocurría lo mismo.
Aunque nunca había visto antes a un
cariblanco, sentía que la figura
tragicómica le era extrañamente
familiar, como un claro recuerdo infantil
de aquel coco, duende o fantasma nunca
visto pero siempre al acecho para
«cogerte si no te portas bien».
Edge sólo entendía alguna palabra
alemana del diálogo entre los dos
payasos, pero el contenido podía
deducirse de la acción, como cuando
Fünfünf vendó los ojos a Zanni y le dio
instrucciones de andar, pararse, ir a la
izquierda o a la derecha de acuerdo con
las órdenes silbadas. Con un silbato
minúsculo, el cariblanco empezó a tocar
una serie de gorjeos y Zanni obedeció,
siendo enviado por el malicioso Fünfünf
contra un poste central, del que rebotó
cayendo de espaldas (¡bum!, hizo el
tambor bajo). Después el cariblanco le
envió al otro lado de la pista,
haciéndole tropezar con el bordillo y
caerse de bruces (¡r-r-rip!, del tambor
militar). Cuando Zanni se levantó, se
rascó la cabeza, meditó a fondo y por fin
esbozó una sonrisa astuta. Entretanto,
Fünfünf había hecho una seña al
pequeño Alí Babá, que entró corriendo
con un cubo de agua y lo puso en la
pista. Entonces, cuando el cariblanco
silbó, Zanni, con expresión complacida
y sabia, obedeció las órdenes a la
inversa, yendo a la izquierda cuando le
decían a la derecha y así
sucesivamente… y tropezando, por
supuesto, con el cubo, que se volcó con
un chapoteo (¡pl-lash!, del címbalo).
Mientras el público reía a mandíbula
batiente, Zanni se arrancó furioso la
venda y, con el pie dentro del cubo,
cojeó hasta Fünfünf y dio un puntapié
para lanzarle el cubo. Este, sin embargo,
quedó atascado en su pie, de modo que
Zanni volvió a caerse de espaldas
(¡bum!) con el pie en el aire y el cubo
del revés, vertiendo sobre él el resto del
agua (¡pl-lash!). Fünfünf envió a Alí
Babá fuera de la pista, ayudó a Zanni a
levantarse, fingiendo solicitud, le
sacudió el polvo y cuando Alí Babá
entró corriendo de nuevo, llevando el
espejo de pared de Autumn, mantuvo el
espejo en alto para que Zanni se
colocara bien el gorro y se alisara las
cejas y el cabello lacio y mojado.
Entonces Zanni se inclinó más sobre el
espejo, cerró los ojos y permaneció
inmóvil en esta postura.
—Was gibt’s? —preguntó el
cariblanco.
Zanni replicó con gestos —de
manera que Edge pudo entenderle— que
quería saber qué aspecto tenía cuando
estaba dormido.
—Kretin! —increpó Fünfünf,
quitándose el sombrero y golpeando con
él a Zanni en la cabeza.
Cuando se hubo vuelto a poner el
sombrero, no le gustó su colocación y
pidió a Zanni que le aguantara el espejo.
Fünfünf se miró en él, se inclinó hacia
uno y otro lado, demostró bien a las
claras que no estaba satisfecho con el
espejo y exigió uno más grande. Zanni y
Alí Babá, obedientes, salieron corriendo
de la pista y desaparecieron por la
puerta trasera.
Al cabo de un momento se oyó fuera
un golpe violento y un tintineo de cristal
(Goesle había facilitado un cristal roto
para tal efecto). El público empezó a
reír anticipándose a la furia de Fünfünf
cuando viese el espejo roto, pero no
pareció haber oído nada. Se quedó
esperando en la pista, ajustando todavía
su gorro, adoptando actitudes y
tarareando para sus adentros. Entonces
Alí Babá entró de nuevo en la carpa con
expresión de terror, arrastrando el gran
marco de madera, rectangular y vacío.
Agazapado detrás de Alí Babá,
escondiéndose, Zanni también entró con
cara de aterrado. El cariblanco no se dio
cuenta de nada hasta que Alí Babá
estuvo junto a él, dejó el marco derecho
sobre la arena y se hizo a un lado para
sujetarlo.
—¡Ah! —exclamó Fünfünf y se
colocó delante del «espejo». En el
mismo instante, Zanni se puso detrás del
marco.
—¿Eh? —dijo Fünfünf, arqueando
las cejas y retrocediendo un paso,
sorprendido.
Exactamente al mismo tiempo, Zanni
abrió la boca, arqueó las cejas y
retrocedió un paso.
Fünfünf meneó la cabeza como para
despejarla —igual que Zanni—, dio otro
paso hacia atrás —igual que Zanni— y
se inclinó para escudriñar su reflejo, y
Zanni hizo lo propio. Fünfünf/Zanni
levantó una mano despacio, muy
despacio, se ajustó el gorro un milímetro
hacia la izquierda/derecha y luego dejó
caer la mano de repente. Los
espectadores ya estaban retorciéndose y
casi ahogándose de risa, igual que la
mayoría de miembros de la compañía.
El efecto de espejo era apreciable y
divertido desde cualquier lugar de la
pista que se mirase. Como los dos
payasos se movían con un sincronismo
tan perfecto y ambos eran visibles para
todo el mundo, el espectador podía
escoger: ¿quién era el real, quién el
reflejo, quién imitaba a quién? Después
de un buen rato, Fünfünf se volvió de
espaldas al espejo. Zanni le imitó. No
podían haber intercambiado ninguna
señal, pero cuando el cariblanco volvió
lenta y furtivamente la cabeza para mirar
el espejo por encima del hombro, Zanni
le estaba dirigiendo la misma mirada
suspicaz.
Los movimientos y regateos de
Fünfünf se fueron haciendo más
convulsos y complejos —interrumpidos
por súbitos accesos de inmovilidad—,
pero cada uno de ellos era imitado a la
perfección por Zanni. Por fin, cuando
los payasos decidieron que hacer reír
más al público era arriesgarse a que
sufriera un ataque masivo de apoplejía
—y cuando incluso Alí Babá reía con
tanta fuerza que el espejo temblaba—,
convinieron de algún modo poner fin al
espectáculo. Fünfünf saltó de repente
hacia la derecha del marco, Zanni saltó
hacia la izquierda y se encontraron
frente a frente sin un supuesto cristal
entre los dos. Furioso, el cariblanco
volvió a golpear a Zanni con su gorro,
pero esto no fue suficiente; arrancó el
marco de manos de Alí Babá y lo
descargó sobre la cabeza de Zanni,
asombrando a todo el público y a la
compañía circense con el sonido de una
violenta rotura real de cristales (un
eslovaco de la banda lo imitó con otro
cristal). Zanni actuó como si un cristal
verdadero se hubiera hecho trizas sobre
su cabeza; se tambaleó y desplomó
sobre el marco. Y como el cariblanco se
llevaba éste a rastras mientras salía
corriendo de la pista, arrastró asimismo
fuera de la carpa al desmayado Zanni,
con los brazos y piernas aleteando
contra el suelo.
Los dos tuvieron que volver una y
otra vez a saludar al público, que
aplaudía y pateaba con frenesí mientras
seguía riendo y las lágrimas rodaban por
sus mejillas. Una de cada dos veces que
volvieron a la pista, Fünfünf y Zanni
llevaron consigo a Alí Babá para que
compartiera los aplausos.
—¡Pura magia! —gritó Edge a
Florian, que estaba a su lado—. ¿El
Lupino que le dio su nombre era italiano
como Zanni?
—No. George Lupino era inglés —
gritó a su vez Florian—. Rápido, ahora.
Llama a la cabalgata final mientras la
gente aún está eufórica.
El silbato de Edge se impuso sobre
el ruido, que fue inmediatamente
incrementado por la estentórea marcha
de la banda, Gott Erhalte Unseren
Kaiser. Edge participó en la cabalgata
montado sobre Trueno y saludando al
público con su sable. Pero en cuanto
terminó, tiró las riendas a un peón y
corrió hacia el remolque para saber
cómo estaba Autumn.
Estaba muy bien, dijo, se encontraba
mucho mejor. De hecho, se había
levantado y vestido e iba de aquí para
allá en el interior del remolque,
haciendo un poco de limpieza.
—Tenías razón, Zachary. Un poco de
descanso era todo lo que necesitaba. —
Se acercó a él y le besó—. Eres un
médico muy competente. Ya no tengo
debilidad y casi no me duele la cabeza.
—Ahora no queramos ir demasiado
de prisa —advirtió él—. Sería la
manera de provocar una recaída.
—No, cariño. Creo de verdad que
podría actuar en la función de esta
noche. Y, a más tardar, en la de mañana.
—Bueno, hagamos una prueba —
dijo Edge con un suspiro. Esto sería
cruel, pero tenía que hacerlo—. Sal
afuera, querida.
La acompañó fuera del remolque y
la condujo a un lado. Allí desató la
cuerda tendida para colgar su colada y
la colocó, recta, sobre el suelo.
—Vamos a ver, inténtalo.
—Realmente, Zachary, esto es un
insulto. ¿En una cuerda que no está ni a
un centímetro de altura?
—Compláceme, querida. Es sólo
una prueba.
Ella hizo un mohín de resignación,
pisó un extremo de la cuerda, empezó a
andar, vaciló y se desvió hacia un lado.
—Vaya. ¿Ves como el menor
descanso le deja a uno falto de práctica?
—Volvió al extremo de la cuerda, dio un
paso, la miró, parpadeando, se tambaleó
y volvió a desviarse. Miró a Edge con
una expresión de extrañeza y
desconcierto—. Oh, Zachary, ¿qué me
ocurre? Veo dos cuerdas… No puedo
enfocar la vista… lo veo todo
borroso…
—Lo intentaremos de nuevo cuando
el dolor de cabeza te haya pasado del
todo —dijo él son suavidad, enrollando
la cuerda—. Y ahora, ¿me complacerás
un poco más volviendo a la cama? Yo
iré a consultar con mi colega, la doctora
Hag. Si no es capaz de mezclar un
brebaje que te cure de una vez por todas
ese dolor de cabeza… bueno… creo que
tendremos que llevarte a un buen médico
auténtico.
—Zachary, no he ido al médico en
toda mi vida. —Pero dejó que la
ayudase a subir los peldaños y entrar en
el remolque como si fuese una frágil
anciana—. Siempre he tenido una salud
de caballo.
—Entonces, buscaré un veterinario
—respondió él, esperando hacerla reír.
Y lo consiguió, pero no era la risa de
antes.
Entre la multitud que salió de la
carpa para pasear por el patio delantero
del circo, la mayoría de hombres fueron
directamente al anexo donde sir John los
invitaba a gritos a ver sus Biblischer
Bilder. Uno de los que no entraron, un
hombre muy joven, se acercó a Florian,
que hablaba con el director de la banda.
Dijo: «Bitte, Herr Florian» y se
presentó como Heinrich Mehrmann.
—Por su modo de hablar —dijo
Beck, también en alemán—, diría que es
usted del norte. ¿Hamburgo, tal vez?
—Hamburgo, en efecto. Soy
ayudante de los señores Hagenbeck.
—Du meine Güte! —exclamó
Florian—. Hace años que no he visto ni
oído hablar de la familia. ¿Cómo está mi
viejo amigo?
—Está bien, Herr Florian. El
anciano Herr Hagenbeck me ha hablado
con frecuencia de usted y por eso,
cuando vi llegar su caravana, le
telegrafié. Le envía saludos y los
mejores deseos para el éxito de su viaje.
—Esto ha sido muy considerado por
su parte, Herr Mehrmann. ¿Viaja usted
por negocios, en representación de mi
amigo?
—Así era —contestó el joven, con
acento pesaroso—. Las autoridades de
Innsbruck decidieron instalar aquí un
parque zoológico y pidieron consejo a
Herr Hagenbeck porque su Zoo de
Hamburgo es tan famoso, y él envió a su
hijo Carl para ayudar en el diseño y la
planificación y para recomendar
animales a fin de empezar la colección.
Florian se volvió hacia Beck para
decir:
—En caso de que no lo sepas, los
Hagenbeck, padre e hijo, no creen en
enjaular a los animales. En los zoos
diseñados por ellos hay zonas separadas
entre sí, y del público visitante, por
fosos y vallas. Y en esas zonas recrean
dentro de lo posible los hábitats
naturales de los animales para que
puedan vivir a sus anchas.
—En cualquier caso, todo parecía
arreglado —continuó el joven
Mehrmann— y traje del parque y los
establos de Hamburgo los animales
exóticos seleccionados. Pero ahora, a
causa de esta maldita guerra, Innsbruck
ha decidido que no es momento para
gastar los fondos de la ciudad en cosas
superfluas.
—Comprendo su punto de vista —
dijo Florian—, pero lo lamento por
usted.
Mehrmann respondió con rapidez:
—¿Lo lamenta lo suficiente, Herr
Florian, para comprar usted los
animales?
—¿Cómo? Compréndalo, joven, la
guerra también me ha perjudicado a mí.
Por supuesto que estoy ansioso por
aumentar nuestra colección de animales;
ya ha visto lo exigua que es. Pero
también ha visto las gradas vacías de la
carpa. Como las autoridades de
Innsbruck, creo que vivimos una época
que exige prudencia y conservadurismo.
—Pero… ¿y si adquiriera estos
animales exóticos a un precio de ganga,
Herr Florian? El propio Herr
Hagenbeck padre lo sugiere en el
telegrama que me ha enviado. Le conoce
a usted personalmente, sabe lo que ha
costado traer a los animales hasta aquí y
sabe que aún costará más transportarlos
de nuevo a casa y por eso sugiere que lo
mejor para todos es ofrecérselos a
usted… a cualquier precio razonable
que pueda pagarnos.
—¡Vaya! —exclamó Florian—. Es
una oferta tentadora en extremo. Sin
embargo, mi querido muchacho, supone
algo más que la simple compra de los
animales. Me vería obligado a contratar
más cuidadores, a comprar furgones
para jaulas, caballos para tirar de
ellos…
—Estoy autorizado para venderle
también los furgones, sus jaulas y los
excelentes caballos que han traído aquí
a los animales exóticos —dijo
Mehrmann—. También a un precio de
ganga. Y con ellos han venido sus
cuidadores eslovacos, que cobran bajos
salarios eslovacos, y he recibido
instrucciones de autorizarle a
contratarlos.
—Du meine Güte —repitió Florian,
esta vez en un murmullo admirativo—.
Su oferta es increíblemente generosa,
joven, y casi irresistible…
—No obstante, Herr gouverneur —
terció Beck, con su sentido práctico
bávaro—, es preciso señalar que, en
cuanto tener los animales, esta ganga
dejar de ser ganga. En lo sucesivo habrá
que pagar salarios adicionales. Quizá
los animales necesitar tienda propia.
Los carniceros y comerciantes en
piensos no han cobrado nunca precios
de ganga por sus mercancías.
—¿Qué más puedo ofrecer? —dijo
Mehrmann—. Hay cosas que van más
allá de mis atribuciones.
—Claro, claro, muchacho —
respondió Florian—. Sólo tratábamos
de aclarar nuestra propia situación. Pero
por lo menos podría ver lo que nos
ofrece… y desear que fuera mío.
¿Dónde están los animales?
—En la otra orilla del río, en el
distrito de Mariahilf. Los concejales de
Innsbruck, turbados por haberme
causado tantas molestias, han hecho un
pequeño gesto de reparación y me han
dejado usar unos establos propiedad del
ayuntamiento.
—Muy bien. Me gustaría que
también los vieran otros miembros de la
compañía. ¿Quiere esperar aquí
mientras voy a buscarlos?
Beck observó al inglés cuando se
alejaba con Florian:
—Empobrecidos no estamos. Como
decir usted en el intermedio, por lo
menos cubrir gastos…
—Así es, Bum-bum.
—Ja. Y antes, en Italia, prosperar
bastante. Ser natural hacernos los pobres
para poder regatear, pero espero que
usted no aprovecharse demasiado
cruelmente de ese Jüngling.
—He conocido, tratado y respetado
a Hagenbeck padre desde antes del
nacimiento de su hijo, el hijo que ahora
se hará cargo del negocio familiar.
Jamás se me ocurriría estafarlos. Pero
antes hemos de averiguar si tienen algo
que necesitemos.
Encontraron a la compañía en el
patio trasero del circo, poniendo orden y
descansando después de la función.
Magpie Maggie Hag zurcía un desgarrón
de un disfraz. Pavlo Smodlaka usaba
unas tenacillas para rizar su barba rubia
y enrollaba algunos mechones en los
rizadores de papel de su mujer. Meli
Vasilakis lavaba sus serpientes más
pequeñas en un barreño de agua tibia y
las sacaba una por una, secándolas luego
con cuidado y frotándolas con aceite de
oliva caliente. Jules Rouleau sostenía el
espejo de Autumn para Jörg Pfeifer, que
usaba manteca para desmaquillarse.
Abner Mullenax, que observaba este
proceso, preguntó: Jules, ¿de qué está
hecho ese maquillaje?
—Llámalo pasteta, ami —contestó
Rouleau—, como lo llaman todos los
payasos. Esta pasta blanca se hace
mezclando manteca fundida con óxido
de zinc y tintura de benzoína.
—Y perjudica mucho la piel —
gruñó el cariblanco—. Me alegro de
haber envejecido por fin lo bastante
para merecer esta cara arrugada, pero la
tengo desde que empecé a usar la
pasteta.
—Al menos tener pelo —observó
Carl Beck, envidioso—. El pelo dar
aspecto de menos viejo.
—Oh, Zachary —dijo Florian
cuando Edge se unió al grupo—. En
cuanto Fünfünf haya acabado con el
espejo de Autumn, puedes devolvérselo.
Vamos a la ciudad y podemos comprar
otro para usar en la pista.
Magpie Maggie Hag levantó la vista
del zurcido e intercambió una mirada
con Edge, quien dijo:
—Deje que se lo queden ellos. Yo…
yo compraré uno nuevo y más bonito
para Autumn… cuando se levante y esté
bien del todo.
—Como quieras. A propósito,
¿podrías dejar un rato sola a tu dama
para acompañarnos? Bum-bum y yo
vamos a inspeccionar unos animales
exóticos que están en venta. Barnacle
Bill, quiero que tú también vengas,
claro, y…
—¿Qué diablos quiere decir
exóticos? —preguntó Mullenax.
—Barnacle —respondió con
paciencia Florian—, tu león Maximus es
uno. Se llama exóticos a los animales
que no son nativos, como ese Auerhahn,
ni familiares para el público. Abdullah,
ven tú también. Y, maestro velero,
¿quieres venir? Quizá tengamos que
discutir la construcción de una tienda
nueva.

Florian llevó consigo en el carruaje al


joven Mehrmann para que le guiara.
Edge, Beck, Mullenax y Goesle iban en
uno de los carromatos vacíos de la lona,
con Hannibal en el pescante. Cuando
hubieron cruzado el puente sobre el Inn,
pasaron por suburbios cada vez más
rurales hasta que llegaron a un campo
donde había establos, graneros y
dehesas. Dos animales nada austríacos
se aproximaron a la cerca para mirarlos:
un camello bactriano y un elefante indio
que podía haber sido gemelo de Peggy
de no ser por sus formidables colmillos.
Pero cuando Edge vio lo que había en
una de las otras empalizadas, murmuró:
«¡Dios Todopoderoso!» En el mismo
momento, en el carruaje, Florian
preguntó a Mehrmann:
—Mein Gott, ¿son éstos sus
caballos de tiro, Heinrich? ¡Pero si son
lo bastante espléndidos para servir
como animales exóticos!
—Ja, frisios de pura raza. ¿Empieza
a comprender la ganga que le ofrezco,
Herr Florian? Caballos de exhibición
por el precio de rocines corrientes.
Tenía razón. Los siete caballos eran
grandes como el percherón de Obie
Yount, pero no tan gruesos y mucho más
gráciles. Eran de un negro brillante,
pero lo más notable de ellos era la
ondulación natural de sus largas crines y
colas que barrían el suelo, así como sus
pequeños espolones rizados, como alas
en las patas. En cuanto Edge se apeó del
carruaje, se paseó entre los frisios,
admirándolos, acariciándolos y
hablando con ellos, y casi tuvieron que
llevarle a rastras a ver a los otros
animales que los elegantes caballos
negros habían acarreado hasta aquí.
El joven Mehrmann señaló los dos
animales que miraban a los visitantes y
dijo «Elefante, Trampeltier». Entonces
los condujo a través de un granero en
donde sus furgones jaulas estaban bajo
cubierto. Todas las jaulas eran mucho
más espaciosas que la jaula americana
corriente de uno por tres metros donde
Maximus vivía y trabajaba. Mehrmann
indicó e identificó a sus ocupantes:
—Tiger und zwei Tigerinnen,
bengalisches —dijo ante la jaula que
contenía a dichos felinos, un macho y
dos hembras, todos con pelaje brillante
y ojos alertas—. Bär und Bärin, syrisch
—dijo ante la jaula de dos osos de buen
tamaño y color insólito: marrón moteado
de plata.
—Osos sirios —explicó Florian a
los demás—. La raza más adecuada para
la doma. —Hizo una pregunta a
Mehrmann y tradujo la respuesta—:
Tienen tres años, lo cual significa que
podríamos utilizarlos cinco o seis años
antes de que, como suele pasar con los
osos, se queden ciegos y sea difícil
trabajar con ellos.
—Zwei Hyänen —dijo Mehrmann
ante la jaula que contenía dos
ejemplares de hiena lo más hermosos
posible, es decir, feos e hirsutos.
—He oído hablar de esos bichos —
dijo Mullenax—. ¿Por qué no ríen?
—Sólo ríe la hiena manchada,
Barnacle Bill. Éstas pertenecen a la
variedad rayada. Alégrate. Si
comprásemos las primeras, ninguno de
nosotros volvería a dormir una sola
noche.
Ante la jaula siguiente, Mehrmann
dijo:
—Zwei Zebras und ein Zwergpferd
sudamerikanische.
El que no era una cebra era sin duda
alguna un animal de raza equina, de
color pardo, pero no mucho mayor que
un perro grande.
—Heinrich dice que es un caballo
enano de Sudamérica —explicó Florian
—. Coronel Ramrod, ¿conoce usted la
raza?
—No, pero diría que los payasos
podrían hacer muchas cosas con él en su
número.
—Schimpansen —anunció
Mehrmann ante una jaula casi totalmente
ocupada por parte de un árbol en el que
se hallaban cinco o seis chimpancés,
todos los cuales empezaron a gritar a los
visitantes—. Zwei Strausse —dijo
Mehrmann ante la jaula siguiente, que no
tenía un techo sólido, sino barrotes para
que los dos avestruces de dos metros
pudieran estar cómodamente derechos y
mirar a su alrededor.
La jaula contigua sólo tenía medio
suelo, pues la otra mitad era un tanque
suspendido bajo los ejes del furgón,
lleno de agua en la que jugaban cuatro
animales relucientes.
—Seelöwen —dijo Mehrmann.
Pero Florian añadió con cierto
desdén:
—Perros de agua.
—Yo los llamaría focas —corrigió
Edge.
—Leones marinos, para ser exactos
—dijo Florian—. Perros de agua es
jerga circense. Igual que un camello es
una joroba, una hiena un zeke y los
monos jockos. No recuerdo los apodos
de todos los otros animales. Bueno,
caballeros, ¿algún comentario que os
gustaría traducir a Herr Mehrmann?
—¡Oh, sahib! —exclamó
ansiosamente Hannibal con su mejor
servilismo hindú—. Peg, quiero decir,
Brutus, está muy contenta de tener otro
toro por compañía y yo también, sahib.
Mullenax preguntó con aprensión:
—Director, ¿se propone exhibir
solamente a todos estos bichos o espera,
¡no, Dios mío!, que yo domestique a
esos osos y tigres? Florian dijo a
Mehrmann en alemán:
—No me había percatado de que su
tigre tiene la melena erizada y leonina
que a menudo caracteriza al felino
furioso.
Mehrmann meneó la cabeza.
—Él y sus hermanas son de buena
pasta. Ya están acostumbrados a que los
seres humanos entren en su jaula y
pronto estarán listos para aprender
trucos. No le engañaría, Herr Florian.
Son tigres de Bengala, no los estúpidos
y poco fiables de Siberia. Además
fueron capturados en la selva, de ahí que
sientan un sano respeto por los hombres;
al no haberse criado en cautividad, no
desprecian a sus amos.
—Muy bien, los tigres serían
aceptables. A mi cuidador le encantaría
tener el elefante y mi director ecuestre
se ha enamorado, como ha visto, de esos
caballos frisios. Personalmente, no
adoro a los camellos; no me importa que
escupan a sus cuidadores eslovacos,
pero suelen provocar quejas cuando
escupen al público que ha pagado su
entrada. No obstante, tienen la ventaja
de poder viajar andando y es decorativo
en una cabalgata.
Mehrmann había sacado una libreta
y apuntaba los animales mencionados.
«Katze, Elefant, friesische Pferde,
Trampeltier…»
—En cambio, no quiero los leones
marinos —continuó Florian—. A
menudo es difícil encontrar pescado
para alimentarlos cuando se está en la
carretera. Además, su olor a pescado
impregna toda la caravana, desde la lona
hasta el vestuario, y es imposible
eliminarlo.
—Scheisse —murmuró el joven—,
¿tendré que volver a arrastrar ese furgón
tanque todo el camino hasta Hamburgo?
—Y el furgón lleno de chimpancés
—dijo Florian.
—Pero, Herr gouverneur, ¿qué es
una ménagerie sin jockos? Todos los
amantes del circo se entusiasman con
sus travesuras.
—Es cierto, muchacho, y que me
cuelguen si comprendo por qué. Cuando
no se buscan mutuamente las pulgas,
juegan obscenamente con sus genitales.
Es un misterio para mí por qué se
considera a un chimpancé
intrínsecamente gracioso, simpático y
adorable. En una ocasión vi a una niña
alargar un cacahuete dentro de una jaula
de chimpancés y le arrancaron todos los
dedos de un mordisco. Los dientes del
mono están unidos de tal modo en su
mandíbula, que es imposible extraer los
peligrosos colmillos sin sacarlos todos,
y entonces el animal muere de inanición.
No, no quiero ninguno.
Mehrmann murmuró algo sobre tener
que quedarse con los dos furgones más
molestos, pero luego respondió
filosóficamente:
—Bueno, podría haber sido peor. En
mi próximo viaje tenía que traer un
rinoceronte, un hipopótamo, jirafas…
—Tal vez aún pueda interesar a las
autoridades de Innsbruck en sus jockos y
perros de agua, si el precio es bueno,
como el núcleo de su zoológico cuando
por fin se decidan a construirlo.
Mientras tanto, Heinrich, calcúleme el
precio más ajustado posible de todos los
demás animales y sus cinco furgones y
cinco frisios para tirar de ellos y el
número de eslovacos que necesite como
cuidadores. Mis colegas y yo
discutiremos los pros y los contras de
comprar una ménagerie en estos tiempos
precarios y qué precio nos podemos
permitir pagar, en el caso de que la
compremos. Vaya al circo mañana y
hablaremos de nuevo.
3
Florian pidió a Edge que le acompañara
en el camino de vuelta y, tras algunas
observaciones triviales sobre la futura
ménagerie, le preguntó cautamente:
—Me disgusta fisgonear, Zachary,
pero tanto yo como toda la compañía
echamos de menos a tu dama Autumn.
No me refiero a su parte en el programa,
sino a ella misma, como persona muy
querida. ¿Hay algo que pueda hacer
alguno de nosotros? ¿Puedes decirme
qué dolencia la aqueja?
—Ojalá lo supiera —respondió
Edge en tono pesaroso—. Sólo conozco
los efectos que causa en ella. Y Autumn
está empezando a darse cuenta, a
admitirse a sí misma que no es una
enfermedad sin importancia.
Describió la prueba de la cuerda que
había intentado en vano.
—Bueno, pérdida de equilibrio,
pérdida de enfoque visual —dijo
Florian—. Incluso un leve acceso de
gripe puede causarlas.
—Se trata de algo mucho peor que la
gripe, Florian. ¿Me guardará el secreto
si se lo digo? Mag es la única persona
que también lo sabe. Ni siquiera Autumn
tiene idea de lo grave que es.
—Claro que lo guardaré. Pero ¿qué
puede ser tan…?
—Son sus ojos. Los ojos de Autumn.
No sé cómo decirlo, suena ridículo,
pero es un hecho y es terrible. Sus ojos
se… desplazan.
—¿Desplazan? —Florian reflexionó
un momento—. ¿Es por eso que no
tenías prisa por devolverle el espejo?
¿Quieres decir que los ojos le dan
vueltas en las órbitas?
—No. Han perdido la alineación.
Mag fue la primera en notarlo, pero
ahora yo también lo veo y es más
evidente cada vez que la miro.
Florian meditó otra vez y dijo:
—Zachary, no es que intente restarle
importancia, pero describes a la chica
como si se hubiera vuelto bizca. ¿No
puedes ser más específico?
—Sí que puedo, maldita sea —
contestó Edge con fiereza y desolación
—. Uno de sus ojos se ha desplazado un
poco más abajo que el otro. Por esto no
enfocaba bien la cuerda. Y por esto le
quité el espejo. No puedo permitir que
se vea la cara. Toda su cabeza ha
empezado a cambiar de forma, a ser
asimétrica. Supongo que esto explica su
persistente jaqueca, pero ignoro cuál
puede ser la causa de la…
desfiguración. Me doy cuenta de que
parece insensato e imposible, pero es lo
que está ocurriendo.
—Dios mío —murmuró Florian—.
Una chica tan guapa. Zachary, no puedo
decirte lo desolado que estoy… pero,
escucha, amigo. Esto rebasa a todas
luces los poderes de Maggie. Debemos
llevar a Autumn a un médico
profesional.
—Pensaba llevarla mañana por la
mañana después de pedirle a usted que
me ayude a buscar uno bueno y hable
con él. Y, por Dios, ruéguele que no deje
traslucir su horror, que no deje
sospechar a Autumn que está… que está
perdiendo su belleza.
—Ahí hay una Apotheke —indicó
Florian, porque ya estaban en el centro
de la ciudad—. Haz señas al otro coche
de que puede continuar. Nos
detendremos aquí y preguntaremos sobre
los médicos locales y sus
especialidades y reputaciones.
Necesitamos al mejor.
Edge esperó en el carruaje mientras
Florian estaba dentro. Tardó un poco en
salir y entonces dijo:
—El boticario recomienda al Herr
Doktor Köhn. No está lejos de aquí.
Vayamos y asegurémonos de que puede
vernos mañana.
De nuevo Edge esperó, manoseando
con nerviosismo las riendas de Bola de
Nieve, ante una casa entramada de
aspecto muy antiguo. Florian estuvo
ausente durante un rato todavía más
largo, pero al fin salió, bastante más
animado que antes de entrar.
—Nos recibirá mañana a las diez.
He tenido la suerte de hablar con el
Herr Doktor en persona, no sólo con un
sirviente. Parece tan viejo como su casa,
lo bastante viejo para ser sabio y
experimentado, supongo.
—¿Le ha hecho la advertencia?
—Sí, sí. Le he repetido tus mismas
palabras. No sé si lo ha creído.
Tampoco estoy seguro de creerlo yo.
Pero ha aventurado una suposición
optimista. Ha dicho que un leve ataque
de apoplejía causa siempre un dolor de
cabeza prolongado y puede producir una
parálisis parcial del rostro, y que puede
ser pasajero.
—Bueno, esperemos que así sea —
dijo Edge, no muy esperanzado.
Cuando llegaron al Hofgarten, Beck
ya tenía a la banda afinando los
instrumentos, estaban encendiendo las
antorchas exteriores, las barracas de la
avenida empezaban a llenarse de género
y en los puestos de bocadillos ya se
encendían braseros y parrillas. En un
mostrador de Weissbier, Fitzfarris bebía
una jarra de la pálida lager, con una
rodaja de limón flotando en la
superficie, mientras intentaba, galante y
laboriosamente, flirtear con la camarera.
Esta, una chica muy bonita que lo era
todavía más a causa de la frescura
veraniega de su dirndl rosa y blanco,
medias y zapatos rosas, se reía de los
torpes intentos de Fitz de piropearla en
alemán, pero a pesar de todo parecía
muy complacida. A cierta distancia
Lunes Simms observaba el flirteo con
expresión colérica. Cuando Florian se
acercó por la avenida, le interceptó.
—Director, Domingo y yo queremos
hablarle.
—Muy bien, querida niña, pero
tendréis que ser breves. Es casi la hora
del espectáculo.
Lunes hizo una seña a Domingo, que
acudió en seguida, y continuó:
—Nos gusta viajar con todos ustedes
y aprender oficios y ganar dinero, pero
pensamos que nos lo ganamos a pulso…
y estamos cansadas de que nos traten
como basura negra.
Florian quedó estupefacto ante tal
vehemencia, pero antes de que pudiera
hablar, Domingo interrumpió:
—Discúlpela, director, Lunes ha
aprendido buenos modales, pero los
olvida cuando se excita. Lo que quiere
decir es…
—¡Yo sé lo que quiero decir,
hermana! Hemos notado que estos
europeos nos ven como extranjeras, pero
también ven así a los chinos, incluso a
Clover Lee, e incluso a usted, señor.
Nos ven como extranjeros, no
extranjeros negros o amarillos o
blancos.
—No cabe duda de que es cierto —
contestó Florian—. Pero si todos somos
considerados extranjeros por los
nativos, ¿por qué os sentís insultadas?
—Porque todos ustedes piensan
igual. Especialmente ese… ese
presumido de sir John.
Dirigió una mirada asesina a
Fitzfarris y la camarera.
—Ah —dijo Florian, intentando
ocultar una sonrisa—. Une filie jalouse.
—Oui —asintió Domingo—. Aun
así, tiene razón, director. A veces somos
hotentotes y, además, pigmeas africanas,
lo cual ya es bastante degradante. Pero
ahora sir John nos hace salir en ese
espectáculo de cuadros, que es cada día
más difícil de soportar. Los hombres que
pagan para verlo sudan y jadean de
lascivia y el eslovaco que interpreta a
Lot no para de manosearnos.
—Nos esforzamos por ser algo
mejor que una basura —dijo Lunes—.
Hacemos la subida inclinada, yo hago la
alta escuela a caballo, Domingo las
acrobacias y además practica mucho en
el trapecio, y yo he pedido al señor
Pfeifer que me enseñe a andar de verdad
por la cuerda floja y él ha dicho que sí,
y…
—Eh, alto ahí. Aspetta. Un momento
—interrumpió Florian, levantando las
manos en un gesto de rendición—.
Tienes toda la razón, lo admito y os pido
perdón por mi negligencia al permitir
que se os haya explotado durante tanto
tiempo. Ya no sois huerfanitas, sino
señoritas respetables y merecéis que se
os trate con más consideración. Se lo
haré saber a sir John. No más cuadros
para vosotras. ¿Os conformáis con esto
y aceptáis mi arrepentimiento?
Dijeron que sí y se fueron cogidas
de la mano, con las bonitas cabezas muy
altas, aunque Lunes volvió la suya una
vez para dirigir una furiosa mirada a
Fitzfarris y su conquista blanca y rosa.
Florian interrumpía en aquel momento su
tête-á-tête para hacer saber la novedad
a Sir John.
Y aquella noche, después del
espectáculo, Florian, Fitz y la mayoría
de los otros jefes del Florilegio
celebraron una conferencia para tratar
de su futuro inmediato. Toda la
compañía, menos Edge y Autumn, que
cenaban en su remolque, fue con Florian
al hotel Goldener Adler, que tenía cinco
siglos de antigüedad. En el elegante
comedor cenaron un banquete de trucha
asalmonada, faisán, albóndigas Knódeln,
vinos del Inntal y, como postre, un plato
llamado Schmarrn.
—La palabra significa disparate o
bazofia —dijo Florian—, pero pedidlo
de todos modos.
Resultó ser unos delicados crépes
revueltos con arándanos. Cuando los
otros miembros de la compañía se
hubieron ido, saciados y felices,
Florian, Fitzfarris, Beck, Goesle y
Mullenax permanecieron en la mesa,
ante el café y los licores.
—Repito, sir John, que lamento
haberte arrebatado tan de improviso a
Domingo y Lunes, pero se trataba de
algo que debíamos haber hecho hace
tiempo.
—No es muy grave —contestó Fitz
—. El espectáculo del intermedio sigue
siendo variado y esta noche el grupo de
estudio de la Biblia ha parecido
satisfecho con sólo David y Betsabé.
Pero supongo que Clover Lee también
dimitirá; creo que le gusta que los
patanes la miren con la boca abierta,
pero dudo de que quiera seguir en un
número que dos mulatas consideran
ofensivo para su dignidad.
—Exacto —asintió Florian—. Y
tengo una sugerencia, sir John. En lo
sucesivo podrías presentar todo el
espectáculo dentro del anexo y cobrar
una entrada especial en el intermedio.
Más aún. Cuando hayas exhibido al
Hombre Tatuado, los Hijos de la Noche,
la Princesa Egipcia, tu Miss Mitten y el
Griego Glotón, presenta a Madame
Vasilakis como una sensación, accesible
solamente a los varones adultos por otra
cantidad extra.
—¿Poner a Meli en un cuadro
bíblico? ¿Eva y la serpiente, tal vez?
—Eso os lo dejo a vosotros y a tu
fértil imaginación. Sólo diré que la vista
de una mujer apetitosa acariciando una
serpiente… bueno, evoca ciertas
imágenes incluso en la mente de un
espectador viejo y cansado como yo.
Todos los hombres que rodeaban la
mesa sonrieron y asintieron. Fitzfarris,
pensativo, murmuró:
—Hum… sí. ¿Crees que Spyros no
pondría objeciones a que su mujer…
ejem… actuara ante un auditorio
privado?
—Lo dudo. Es griego.
Fue Stitches Goesle quien expresó
una objeción menor:
—Sólo una cosa, director. Desde
que ha empezado la guerra hemos
trabajado para un público que sólo
llenaba las dos terceras partes de la
carpa. ¿Y ahora piensa cobrar extra por
un espectáculo que antes era gratuito?
—A mí me parece lógico, Dai —
respondió Florian—. Cuanto menos
público tengamos, más dinero hemos de
sacarle mientras esté en el circo. Pero
no soy avaro; dentro de poco verán más
cosas por el mismo dinero, aunque sólo
paguen la entrada del espectáculo
principal. A menos que el joven Herr
Mehrmann no se preste al regateo, y se
prestará, espero adquirir sus animales e
incluir pronto a algunos en el programa.
—Esto me recuerda —dijo Fitzfarris
— que puedo añadir algo al programa
sin que nos cueste un solo kreuzer. ¿Se
ha fijado en la moza a quien estaba
piropeando?
—Claro que sí.
—Pues hay muchas otras chicas
igual de bonitas en los otros puestos y
barracas. Dicen que quieren seguirnos
cuando volvamos a la carretera. Y a
todas les gusta bailar. ¿Ha visto alguno
de vosotros un baile austríaco
llamado… algo así como shoe-slapper?
—El Schuhplattler —dijo Beck—.
No ser austríaco, sino bávaro.
—Lo que sea —contestó Fitzfarris
—. Sólo se trata de saltar, cruzar las
piernas y palmearse los muslos. Esas
chicas lo bailan con mucha gracia,
contoneándose con las faldas cortas. Al
fin y al cabo, no tienen nada que hacer
cuando la multitud abandona la avenida
para ir a las graderías. ¿Por qué no
hacer bailar a esas ocho o diez chicas en
la pista, incluso antes de la cabalgata
inicial? Supongo que conoces la música,
Bum-bum. Y sería aún más bonito si
todas llevaran dirndls idénticos.
—Muy buena idea —aprobó Florian
—. Y no es preciso que sea una carga
para nuestra modista. Simplemente
equiparemos a las chicas en la misma
tienda del centro. Te lo encargo a ti, sir
John. Será sin duda una agradable
excursión en semejante compañía.
Mullenax dijo con expresión hosca:
—Tú puedes divertirte con animales
más bellos que los míos. Señor Florian,
ha dicho que se propone incluir a
animales nuevos en el espectáculo.
Diablos, no sé cuánto tiempo tardaré en
entrenarlos, ni si podré hacerlo sin
ayuda.
—Todos los oficios tienen sus
trucos, Barnacle Bill, y yo conozco
algunos del tuyo. Mira… —Sacó de
debajo de su silla y le alargó por encima
de la mesa una trompeta de juguete—.
De nuestra avenida. Un regalo para ti y
tu oso musical.
—¿Qué?
—Hasta que decidamos qué más has
de enseñar a tus animales, puedes
empezar inmediatamente sacando a la
pista a un oso sujeto por una correa y
ordenándole que toque esta trompeta.
—¿Qué?
—Prepáralo antes. Introduce un
corcho en el pabellón de la trompeta y
luego llena el tubo con agua azucarada.
El oso cogerá la trompeta con las zarpas
delanteras, la inclinará como si fuera
una de tus jarras y beberá por la
boquilla. Me juego algo a que a ti nunca
tuvieron que enseñarte este truco y
tampoco hará falta enseñárselo a él. Al
mismo tiempo, sin que nadie se dé
cuenta, el Kapellmeister Beck tocará
una sencilla melodía con su corneta. El
público ve un oso que toca la trompeta
por orden tuya. Así de fácil.
—Vaya, que me cuelguen si…
—Así pues, caballeros —continuó
Florian—, hasta que decidamos qué más
haremos con ellos, algunos de estos
animales participarán al menos con
nosotros en la cabalgata inicial y final.
El toro nuevo, la joroba, esos soberbios
caballos negros y el enano. No estoy
seguro acerca de los presos; las cebras
son muy díscolas. Ya veremos. El caso
es que cuando tengamos aquí a los
animales, maestro velero, ¿querréis tú y
Maggie empezar a hacer arneses, arreos
y adornos para los que tomen parte en
las cabalgatas?
—Sí, director. ¿Y cuando no estén
en la pista o en la carretera? Supongo
que necesitarán alojamiento.
—Sí. ¿Puedes hacerme el bosquejo
de una tienda zoológica capaz de
acomodarlos? Que sea como un pasillo,
con los animales atados o enjaulados a
ambos lados para que los patanes
puedan contemplarlos mientras pasean.
Uno de nosotros que hable la lengua
local, quizá Fünfünf mientras estemos
por estas regiones, puede disertar sobre
los hábitats y costumbres de los
animales.
Goesle ya hacía un dibujo
imaginario sobre el mantel con la yema
del dedo, murmurando:
—Sin poste central… un rectángulo
de estacas… paredes laterales que
puedan enrollarse para ventilación…
—Quizá yo no ser necesario para
tocar música para osos y las chicas del
Schuhplattler —terció Beck con cierta
timidez—. Cualquiera de mis hombres
poder tocar estas cosas. Los hombres
poder tocar todo el espectáculo sin mi
dirección. Aunque yo estar ausente.
—¿Ausente? —repitió Florian, algo
alarmado.
—Aquí en Österreich actuar ante
poca gente. Todos asustados y
dispersados por la guerra. Pero sólo a
treinta kilómetros al norte de aquí estar
mi tierra natal, Baviera, y Baviera no
estar muy afectada por la guerra. El
negocio ser seguramente mucho mejor si
vamos allí.
—Sí, ya había pensado en dirigirnos
a Bayern… a Baviera.
—Pero yo ir por delante, solo.
Directamente a casa de mi familia en
München. Allí tener mi Dampforgel en
una carreta…
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó
Florian—. Lo había olvidado por
completo. ¡Posees un órgano de vapor!
—Ja. Yo mismo hacerlo y tocar muy
bien, pero no todos apreciarlo. Los
vecinos siempre desesperarse cuando
verme regresar de un viaje. Pero esta
vez estar contentos, porque yo llevarme
el Dampforgel. Usted y el circo
dirigirse al norte, yo transportar el
órgano hacia el sur y encontrarnos en
alguna parte.
—Una idea magnífica, Carl; será una
estupenda contribución. Veamos, ¿de qué
carromato podemos prescindir?
—Nein, nein, sólo darme un caballo.
Así ir más rápido, directamente al norte
a través de los Alpes bávaros. En
München comprar un carromato como
ser debido.
—Está bien. Llévate ese rocín que
tira del remolque de miss Auburn. De
todos modos pensaba comprarle un
caballo mejor. Cuando llegues a casa de
tu familia, puedes dárselo o venderlo o
dejarlo en los pastos, lo que prefieras.
Entonces compra uno bueno para el
carromato del órgano. ¿Cuándo quieres
marcharte, Carl?
—Cuando usted guste, director.
—Bueno… por exigua que sea la
asistencia, nos quedaremos en Innsbruck
por lo menos las tres semanas que
habíamos planeado. Para que los
animales nuevos se acostumbren a
nosotros y cosas de esta índole. Si estás
seguro de que la banda puede funcionar
sin tu batuta…
—Tenez! —exclamó de repente
Rouleau—. Espero ganar mi sustento en
este espectáculo, messieurs, como
instructor de acrobacia y tutor cultural
de la gente joven, pero tengo pocas
posibilidades de participar como artista.
Bum-bum, ami, insisto en que antes de tu
partida me envíes al aire en el Saratoga
una sola vez aquí en Innsbruck.
Beck dirigió a Florian una mirada
inquisitiva.
—¿Por qué no? —dijo éste—. No
debemos permitir que el aérostat o el
gallant aéronaut se atrofien por falta de
uso. Desgraciadamente, no podemos
cobrar al público por una exhibición tan
visible para todos, pero no importa;
complace a Monsieur Roulette, Carl.
—Merci, messieurs —dijo Rouleau.
—Después —continuó Florian—, y
si estás convencido de la competencia
de la banda, ya podrás irte, Carl. El
viejo rocín de Autumn te llevará por el
paso de Scharnitz. Sin embargo, cuando
nosotros partamos, nuestra caravana
seguirá el curso del Inn y no abandonará
el terreno más cómodo de los valles. No
volveremos a levantar la carpa hasta que
hayamos cruzado la frontera de Baviera
en Rosenheim. Allí acamparemos y
esperaremos tu llegada.
A la mañana siguiente Goesle fue en
uno de los carromatos de la lona con
varios peones y Jörg Pfeifer como
intérprete a ver qué podían ofrecer los
comerciantes de Innsbruck en cuestión
de materiales para hacer una tienda
nueva y equipar a los animales.
Fitzfarris cogió la carreta del globo con
ocho alegres chicas de la avenida de
barracas, que se aposentaron sobre el
mullido fondo, a fin de vestirlas para su
debut en la pista. Florian y Edge
ayudaron a Autumn —pese a sus
protestas de que no necesitaba ayuda—
a subir al carruaje y partieron hacia la
clínica del Doktor Köhn. Si Florian
advirtió un cambio en el aspecto de
Autumn, se guardó bien de demostrarlo.
Durante el trayecto a la ciudad procuró
mantener un ambiente de alegría.
Comentó la feliz noticia del inminente
viaje de Carl Beck a Munich para
traerles un auténtico y maravilloso
órgano de vapor para el circo y el
reclutamiento por parte de Fitzfarris de
un cuerpo de bailarinas. Cuando hubo
agotado estos temas, bromeó diciendo
que Autumn era el primer miembro del
Florilegio que se resistía a tratamientos
domésticos como los brebajes gitanos
de Maggie y las curas de caballería del
coronel Ramrod.
—No me resisto a ellos —protestó
Autumn—; me resisto a ir al médico,
pero el coronel me obliga. —Rió
levemente—. Este trayecto me recuerda
una vieja canción cockney que cantan en
las salas de Londres:
Todos los sábados por la tarde
nos gusta ahogar nuestras penas,
así que vamos al Museo de Cera
a ver la Cámara de los Horrores…
Incluso Edge, que estaba triste, tuvo
que esbozar su torcida sonrisa al oírla, y
Florian dijo:
—Tienes una voz muy bonita para la
canción ligera, querida mía. ¿Hay más
estrofas?
Ella asintió y cantó el resto, riendo
al mismo tiempo:
Hay allí una bella estatua de mamá
cuya vista nos complace bastante
porque nos gusta saber cómo era
la noche que estranguló a papá.
Dos horas después, la mayor parte
de las cuales Florian y Edge pasaron
fumando en cadena en la sala de espera
de la clínica, se abrió la puerta del
consultorio y el doctor Köhn salió a
hablar con ellos. Se levantaron
respetuosamente y el médico se dirigió a
Florian, quien tradujo sus palabras:
—Mientras tu Frau se viste, Zachary,
el Herr Doktor desearía hacerte algunas
preguntas.
Edge inquirió, lleno de ansiedad:
—¿Está en un tocador?
—Tranquilo. El doctor dice que ha
tenido la precaución de quitar el espejo.
Köhn miró con fijeza a Edge
mientras volvía a hablar a Florian:
—Las diversas pruebas —tradujo
Florian— de inspección, palpación,
percusión y auscultación no revelan
trastornos orgánicos. No se ha
producido ningún ataque de apoplejía.
No hay parálisis. La Frau tiene un poco
de fiebre y una sensibilidad neurálgica
en una mano. Lo más importante para el
diagnóstico es el signo más evidente: la
asimetría en la cara de Autumn. El Herr
Doktor también ha observado unas
manchas de color café en la piel del
tórax. ¿Las ha tenido siempre, Zachary?
¿Pueden ser marcas de nacimiento?
Edge negó con la cabeza.
—Nunca las he visto. Siempre ha
tenido la piel blanca y suave. Toda ella.
Pero últimamente… últimamente…
siempre se desnudaba en la oscuridad…
Florian lo dijo al médico, que
arqueó sus hirsutas cejas, meditó y habló
de nuevo:
—¿Sabes, Zachary, si Autumn ha
estado alguna vez en Oriente? ¿En
alguna parte entre… Egipto y Japón, por
ejemplo?
—No. ¿Ha estado alguien allí?
Autumn me dijo que le hace mucha
ilusión visitar Rusia porque nunca ha
estado al este de Viena.
Otro diálogo entre el médico y
Florian.
—¿Sabrías por casualidad, Zachary,
si en los otros espectáculos en que ha
trabajado Autumn había artistas
orientales?
—No lo ha comentado nunca. Pero,
diablos, Florian, nosotros tenemos tres.
—Cierto, cierto. Se me había
olvidado.
Habló al médico, quien
inmediatamente formuló otra pregunta
que terminó —tras una breve vacilación
que la hizo destacar— con la palabra
Aussatz. Florian dio un respingo y
profirió la palabra alemana más común
que significaba lo mismo: «¿Lepra?»
Incluso Edge pudo comprenderla y
también se echó hacia atrás,
horrorizado. El médico miró con
exasperación a Florian y se apresuró a
añadir algo. Florian suspiró de alivio y
dijo a Edge:
—Dice que sólo está eliminando
posibilidades. Quería saber si esos
chinos mostraban algún signo de la tan
temida enfermedad. Dice que el estado
de Autumn presenta ciertas similitudes
superficiales, pero no puede ser lepra,
gracias a Dios, porque habría un síntoma
seguro y cierto que ella no tiene: algo
que el médico llama «caída del pie».
El médico hizo una demostración:
levantó un pie del suelo y lo dejó colgar
del tobillo, con los dedos hacia abajo,
mientras decía a Edge en tono
tranquilizador:
—Nein, nein. Nicht das.
—Danke —dijo Edge con voz ronca
—. Es bueno saber que no tiene algo tan
terrible. Pero entonces, ¿qué le ocurre?
Ahora Florian y Köhn iniciaron un
largo diálogo a cuyo término Florian
explicó:
—El Herr Doktor tiene la franqueza
de admitir que, sencillamente, no lo
sabe. Existen varias posibilidades. Una
es leontiasis, por lo visto una especie de
enfermedad ósea. Otra es heteroplasia,
una formación anormal del tejido, según
ha dicho. Hay otras posibilidades que
son de índole nerviosa.
—Dios mío. Pero ¿puede ayudarla?
Otra breve conversación y el médico
dio media vuelta y volvió a su
consultorio.
—Ha ido a buscar una medicina —
dijo Florian—. Autumn tiene que
tomarla, no salir al aire libre y
descansar. Nada de actividad ni
enfriamientos. Dice que el estado
persistirá, pero no está en peligro
inmediato.
—¿Peligro inmediato?
—Quiere que la vea cierto
especialista cuando lleguemos a Viena y
me asegura que no hay ninguna urgencia.
Sea cual sea su enfermedad, es crónica y
no aguda ni crítica.
—Maldita sea —gruñó Edge—.
Aunque no se muera ni empeore, hay que
aliviarle ese continuo dolor de cabeza…
y la incertidumbre y la inquietud.
El médico volvió a la sala, esta vez
con Autumn, que entró arreglándose los
cabellos castaños y dijo a Florian con
cierta aspereza:
—Será mejor que digas al bueno del
médico que perderá a todas sus
pacientes si no pone un espejo en el
vestidor.
Florian obedeció, o fingió que lo
hacía. Después de otro diálogo con
Köhn, éste alargó a Autumn cierta
cantidad de sobres minúsculos y un
trozo de papel.
—Estos polvos —explicó Florian—
se llaman Compuesto de Dresser. Un
fármaco muy nuevo, todavía en proceso
de prueba y evaluación, pero el Herr
Doktor lo considera maravilloso. Debes
tomar uno de estos sobres, querida,
siempre que tengas dolor de cabeza o
fiebre o esa molestia nerviosa de las
manos. El alivio está garantizado.
—Conque sí, ¿eh? —replicó Autumn
—. La vieja Maggie garantiza el suyo.
—Bueno, por lo menos éstos
proceden del laboratorio del Herr
Chemiker Dresser y no de la caldera de
una bruja.
—Pregúntele, por favor, si puedo
tomar uno ahora. Mi cabeza parece una
caldera de bruja.
El médico fue a llenar un vaso de
agua. Autumn vació en su boca uno de
los sobrecitos y bebió.
—Y en el trozo de papel —continuó
Florian— está anotada la dirección del
Herr Doktor Von Monakow, a quien has
de acudir en Viena. Domina el inglés y
dice que es un prestigioso miópata y
neuropatólogo, aunque no me ha
explicado qué significan estos
resonantes títulos en el inglés de un
profano.
Dieron, pues, las gracias al doctor
Köhn, Edge le pagó y los tres volvieron
al Hofgarten; durante el camino Florian
intentó de nuevo mantener la alegría del
ambiente bromeando con Autumn:
—Sólo una mujer podría improvisar
una dolencia que dejaría perplejo al
médico más recomendado de Innsbruck.
Si fueras hombre, habrías entrado allí
con una decente dosis de gonorrea.
¿Notas ya algún efecto de esa medicina?
—Pues sí —respondió ella,
sorprendida—. De verdad. El dolor de
cabeza está disminuyendo. Ya es más
leve de lo que ha sido todos estos
últimos días.
—Bueno, me alegro de que la visita
haya servido de algo —observó Edge.
Autumn le dio una palmada en la
mano y dijo en tono ligero, aunque con
un suspiro:
—Vamos, vamos, querido. Si el
cielo se viene abajo… bueno…
cazaremos alondras.
Cuando llegaron al circo, el joven Herr
Mehrmann ya los esperaba con un fajo
de papeles bajo el brazo.
—Volvamos al negocio —dijo
Florian—. Zachary, cuando hayas
instalado cómodamente a miss Auburn,
¿te reunirás con nosotros en mi
remolque?
Sin embargo, cuando Edge se reunió
por fin con ellos, Florian y Mehrmann ya
habían terminado la transacción. Florian
firmaba con su viejo rotulador, pero con
grandes floreos, un papel tras otro, y los
apartaba sobre la mesa hasta el lugar
donde el joven contaba
escrupulosamente un montón de monedas
de oro. Una vez concluida la cuenta, dijo
«Abgemacht», cogió los papeles
firmados y dio a Florian un puñado de
cuadernos.
—Los salvoconductos de los
eslovacos recién contratados —explicó
Florian a Edge—. Uno para cada
carromato nuevo. También cuidarán a
sus ocupantes y el sexto ayudará a
Abdullah a conducir a los toros y el
bactriano mientras viajemos.
Cuando el joven hubo estrechado las
manos de todos y se marchó, Florian rió
entre dientes y observó:
—Sospecho que hemos adquirido
todos esos animales exóticos por una
cantidad no mayor de la que los
Hagenbeck pagaron a los guardabosques
y cazadores furtivos que se los
vendieron como cachorros, crías y
polluelos.
—Aun así, me ha parecido una
cantidad considerable —dijo Edge—.
¿Podemos gastarla?
—Somos un circo. Debemos aspirar
a ser mejores que otros circos. Hay un
dicho austríaco que deberías conocer,
Zachary, ya que es de la caballería
austríaca, cuyos miembros son notorios
jugadores. «Se puede jugar a cartas sin
dinero, pero no sin cartas». Ahora,
¿querrías informar a Dai Goesle de que
puede coger a todos los peones libres
durante la función de esta tarde y cruzar
el río para ayudar a trasladar hasta aquí
a los nuevos hombres y animales? Dile
también que compre pintura para los
furgones de las jaulas que sea del mismo
color que el resto de la caravana. Y di a
Banat que ahora será jefe de más de seis
compatriotas suyos. Que se encargue de
hacerles sitio para dormir y viajar en los
carromatos de los eslovacos. Mientras
tanto discutirá con Abdullah y Alí Babá
la logística de procurarnos más heno,
grano y carne para gato.
—Muy bien, director.
—Oh, otra cosa antes de que te
vayas, Zachary. No, dos cosas. El
caballo que tira de tu remolque es
demasiado viejo. Y Bum-bum necesita
una montura no excesivamente buena
para realizar su encargo. Démosle el
viejo rocín de Autumn y buscaré un
caballo para sustituirlo. Sin embargo,
como sé cuánto admiras los nuevos
frisios negros, ¿por qué no enganchas
uno a vuestro remolque?
—Gracias, director. Es un gesto muy
amable. Autumn también estará
encantada. —Edge esperó—. Ha dicho
dos cosas…
—Ejem, sí… sí… —Florian dio
vueltas al rotulador durante un momento
—. Zachary, debes ser consciente de que
no podemos mantener para siempre a
Autumn ignorante de los cambios que se
operan en ella. Tarde o temprano
encontrará otro espejo. Y verá su rostro.
Edge tragó saliva, asintió en silencio
y salió.
4
Cuando concluyó el espectáculo de
aquella tarde, Goesle y sus hombres ya
habían conducido al Hofgarten a los
animales de Hagenbeck y sus
cuidadores. Resultó que los eslovacos
nuevos ya conocían a los eslovacos del
Florilegio, ya que todos habían
trabajado algún período juntos en los
mismos circos, así que su integración no
causó problemas. Mientras colocaban en
hilera los furgones de las jaulas y ataban
en el patio trasero a los animales que no
iban enjaulados, Aleksandr Banat se
movía entre ellos, dando órdenes
triviales e innecesarias, gozando de ser
ahora el jefe de diecisiete peones.
Cuando la última persona del
público se hubo alejado y los artistas se
hubieron despojado de sus trajes de
pista, la compañía y los dueños de las
barracas se congregaron en el patio
trasero para ver las nuevas
adquisiciones, todos menos Carl Beck y
su banda, que debían ensayar su
repertorio sin director.
—Yo ya desirle, sahib Florian, que
Peggy ser felís al ver nuevo toro —dijo
Hannibal, mirando satisfecho a los dos
grandes animales, que se exploraban y
olfateaban delicadamente con las
trompas, entrelazándolas de vez en
cuando como en un apretón de manos—.
La vieja Peggy debía pensá que era el
único elefante de la tierra. Eh, mas’sahib
, ¿cómo se yama éste?
Florian consultó la lista que
Mehrmann le había dado.
—Mitzi. Por este nombre obedecerá
las órdenes, Abdullah, pero para el
público… bueno, es evidente: Brutus y
César. Y este camello, veamos, se llama
Mustafá, un nombre que también servirá
para la pista. Diremos a Maggie que lo
adorne con mantas de fleco, ronzal y
cascabeles de camello. Y quizá una
borla en la cola.
Mustafá frunció los grandes labios
rugosos en una sonrisa burlona.
—Eh, director —interpeló Mullenax
desde una de las jaulas—. Ya que habla
de nombres, dígame cuál de estas fieras
es Kewwy-dee.
—¿Qué? —preguntó Florian,
perplejo. Se acercó a mirar: era la jaula
de los dos osos sirios.
—Me dijo que el oso que toca la
trompeta es Kewwy-dee. ¿Cuál de los
dos es?
Florian continuó perplejo un
momento y luego sonrió, meneó la
cabeza y contestó:
—Tendrás que hacer pruebas,
Barnacle Bill, para ver cuál de los dos
toca mejor.
—Muy bien. Y él será Kewwy-dee;
así podré distinguirlos. ¿Le parece bien,
director?
—Claro que sí, Barnacle —
respondió Florian, divertido—. Después
de todo, son de tu propiedad.
—¿Con qué alimentó a esos osos,
sahib?
—Los osos tienen una ventaja,
Abdullah: comen casi cualquier cosa.
Pero prefieren comida fresca, no seca
como el heno, así que, Barnacle Bill, al
igual que tus cerditos, comerán los
restos de la mesa. Sin embargo, también
les daremos siempre que sea posible
frutas y verduras frescas y pescado de
vez en cuando, si podemos conseguirlo.
Y durante el amaestramiento,
recompensa cada ejercicio bien hecho
con un pedazo de pan con miel. A los
osos les encanta la miel.
Florian reanudó el recorrido de las
jaulas, mirando su lista, y la mayoría de
miembros del circo le siguieron para
escuchar.
—El tigre se llama Rajá y las
tigresas son Rani y Siva. Todos nombres
bengalíes auténticos, supongo. Los
avestruces son Hansel y Gretel, por un
niño y una niña de un viejo cuento de
hadas alemán.
—¿Y estas horribles hienas? —
preguntó Clover Lee.
Florian consultó la lista y rió entre
dientes:
—Anwalt y Berater. Las dos
palabras significan «abogado». Muy
apropiado, a mi juicio, para animales
que se alimentan de carroña. Pero no
debes preocuparte por sus nombres; ni
siquiera las hienas responderían a éstos.
—Dijo ante la jaula siguiente—: Y
ahora las dos cebras…
—Me gustaría llamarlas Barras y
Estrellas —propuso Mullenax—, en
honor de la vieja y querida bandera
confederada. Si usted lo aprueba,
director. Mire, una tiene una especie de
estrella en la frente y Dios sabe que a
ambas les sobran las barras.
—Me parece bien. Ese otro
caballito figura en la lista como
Rumpelstilzchen.
—¿Por qué? —preguntó alguien—.
El nombre es más grande que él.
—Rumpelstilzchen era un enano en
otro cuento popular.
—Un buen nombre —dijo Jörg
Pfeifer—. Adoptémoslo. Zanni y yo
podemos hacer un trabalenguas con él
cuando incluyamos al animal en nuestro
número.
—Fünfünf, ¿puedo pedirte que te
encargues además de hablar en la
ménagerie para los patanes? —preguntó
Florian—. Tú entiendes de eso.
—Ja, ja. Estos tigres son
devoradores de hombres y mataron a
veinte Schwartzen africanos antes de ser
capturados y…
—Schwartzen indios, si no te
importa. Los tigres proceden de la India.
Y, por supuesto, César abrió en canal
con sus colmillos a un montón de
cazadores de elefantes. Y
Rumpelstilzchen es el único ejemplar
viviente del supuestamente mítico
caballo leprechaun.
—Wie sagt man leprechaun auf
deutsch?
—Pues… duende… gnomo…
—Ach, ja. Y al camello lo llaman
barco del Sahara.
—Este es un bactriano de dos
jorobas. Barco del Gobi. Pero, qué
diablos, los patanes no verán la
diferencia. ¿Y te importaría llevar un
uniforme apropiado, Fünfünf? Lo
encargaré a Maggie: casco, sahariana,
botas. También puedes empuñar una de
las carabinas del coronel Ramrod.
—Schon gut —contestó Pfeifer,
indiferente—. En este momento es hora
de dar clases a Domingo en la cuerda
floja.
Se fue hacia la carpa y Florian habló
de nuevo a Mullenax:
—Y hablando de ferocidad,
Barnacle Bill, te aseguro que no todo es
comedia, ni mucho menos. Hasta que tú
y tus animales no estéis muy
acostumbrados a vuestra mutua
compañía trátalos con la mayor
precaución. Ten cuidado con los tigres
incluso cuando creas que están
dormidos. Debido a las rayas que les
rodean los ojos, nunca puedes saber
seguro si están cerrados o sólo
entreabiertos y vigilantes. No te
acerques jamás a los osos ni los saques
de la jaula a menos que lleven bozal. Un
bozal de correas no impedirá que toquen
la trompeta. Vigila también sus zarpas,
aunque les hayamos cortado las uñas.
Diré a Maggie que te haga una coquilla
especial de metal para que la lleves
bajo la ropa de ahora en adelante.
Cuando un oso ataca a un hombre, lo
primero que buscan sus zarpas son los
testículos.
—Dios bendito —murmuró
Mullenax.
—Oh, sí. Hay que temer y desconfiar
más del oso que de cualquier otro gran
gato. Puede incluso aplastarte, aunque
por casualidad, porque los osos no ven
muy bien hacia adelante. Cuando
trabajes con ellos, manténte siempre
dentro de su visión periférica.
—¿Qué?
—Colócate a su derecha o a su
izquierda —explicó con paciencia
Florian—. Ahora perdóname, pero tengo
que hablar con Stitches.
Encontró al maestro velero
supervisando el trabajo de varios
eslovacos no pertenecientes a la banda
que cortaban la lona para la tienda del
zoológico. Florian agradeció a Goesle
la celeridad con que había transportado
a los animales y le preguntó:
—Dai, cuando puedas, ¿sabrías
hacerme una línea de banderas?
—Supongo que sí, director, si me
dice qué es.
—Una serie de banderas de lona de
muchos colores unidas por las puntas,
cada una un rectángulo de, digamos, un
metro y medio por dos y medio, con
ojales arriba y abajo para pasar una
cuerda. Las haré pintar por nuestro
artista chino de modo que cada una
represente las maravillas de nuestro
espectáculo.
—Ningún problema, director. Me
quedarán muchos retales. Y ahora
escuche, hay otra cosa. A fin de
ahorrarme y ahorrar a mis muchachos un
montón de tiempo y trabajo laborioso,
he encargado a un carpintero de la
ciudad los postes de esta nueva tienda.
Sé que últimamente hemos tenido
muchos gastos y que no ingresamos
demasiado, pero los artesanos han
pedido un precio tan bajo, que sería
absurdo no confiarles la tarea. Y he
pensado otra cosa: la madera es
abundante y barata en esta región alpina
y es posible que no lo sea tanto en otros
lugares. Mientras estamos aquí, ¿por qué
no hago cortar también al carpintero las
piezas de las sillas plegables?
—¡Ajá! Nuestros asientos de
estrella. Por fin.
—Que nos entreguen sin pulir los
respaldos, asientos y patas. Luego mis
muchachos los terminarán y montarán
cuando tengan un momento libre.
—Una estupenda iniciativa, Dai. Los
precios extra que podemos cobrar por
estas sillas cómodas amortizarán muy
pronto el gasto. Adelante.
Dejando a Goesle entregado a su
trabajo, Florian entró en la carpa por la
puerta trasera para ver el ensayo,
prácticas e instrucción. El ruido hacía
ondear el techo y las paredes laterales,
porque el director de orquesta dirigía en
este momento a la banda y a las ocho
bailarinas que ensayaban el
Schuhplattler. Los músicos tocaban una
estentórea música popular bávara, con
gran estruendo de metales, y las chicas,
aunque bailaban sobre serrín,
contribuían al ruido con las continuas
palmadas en los muslos exigidas por la
danza. Florian advirtió con aprobación
que todas las muchachas eran bonitas,
como había dicho Fitzfarris, y que Fitz
las había vestido con dirndls azules y
blancos. Los trajes no sólo hacían juego
con los colores de los vehículos del
Florilegio, sino que también agradaban
al director de orquesta Beck, ya que el
azul y el blanco eran los colores de la
bandera de su Baviera natal.
Los demás ocupantes de la tienda
seguían cada uno con su trabajo, sin
hacer caso de las trompetas ni las
palmadas ni los gritos frecuentes de
Bum-bum. Arriba en el trapecio,
Domingo, bien sujeta por la correa que
la unía a la botavara, adoptaba diversas
posturas, secundada por Maurice y
Paprika. Abajo en la pista, apartado de
las bailarinas, Jules Rouleau enseñaba a
Alí Babá nuevas maneras de retorcer su
flexible cuerpo. Fuera del bordillo de la
pista, el Hacedor de Terremotos gruñía
levantando un nuevo equipo que pensaba
introducir en su número. Yount había
encontrado en alguna parte otras cuatro
balas de cañón, y éstas eran sólidas, no
huecas y dos de ellas medían veinte
centímetros de diámetro y las otras dos
veinticinco. También se había procurado
dos pesadas barras de hierro con
extremos roscados en los que enroscó
dos de las ligeras balas de plomo, de
modo que ahora el Hacedor de
Terremotos tenía dos juegos de pesas, ni
falsas ni amañadas, que pesaban más de
sesenta y ciento ocho kilos
respectivamente y ahora probaba
maneras diferentes de enderezarse —
desde la posición supina en el suelo,
sentado y en cuclillas— mientras
levantaba las pesas, primero las más
ligeras y después las más pesadas.
—Con permesso, signor
gobernatore —dijo el payaso Zanni al
entrar en la tienda y pasar junto a
Florian cargado con algo blando que
llevaba al brazo.
Se dirigió al lugar donde Rouleau
trabajaba con Alí Babá y pidió al
primero que le prestase al chico. Lo que
Zanni llevaba al brazo resultaron ser dos
largos tubos de caucho negro que
terminaban en un guante blanco como los
usados por Alí Babá con su traje de
payaso negro. Zanni le enseñó cómo se
ponían los tubos con guantes y entonces
se bajó las mangas para que sólo se
vieran las manos enguantadas. Entonces
se acercaron ambos al Hacedor de
Terremotos, que descansaba de sus
esfuerzos. Intercambiaron unas palabras
y el hombre fuerte asintió con la cabeza.
En seguida Alí Babá se agachó, cogió
una pesa con ambas manos, fingió una
fuerza titánica, hizo muchas muecas y
empezó a enderezarse muy, muy
despacio. El Hacedor de Terremotos se
echó a reír, inaudiblemente en medio de
tanto ruido. Los nuevos guantes de Alí
Babá tenían alambres por dentro para
que siguieran cerrados en torno a la pesa
mientras el chico se enderezaba
lentamente; entonces se los quitó y los
tubos de caucho negro le asomaron por
las mangas, dando la impresión de que
sus flacos brazos negros se estaban
alargando. Zanni cogió al chico y lo
levantó sobre su propia cabeza para que
aquellos brazos negros parecieran
todavía más imposiblemente largos y
flacos.
—Un efecto cómico, ¿no? —
preguntó Zanni.
—Sí, zeñó —asintió Alí Babá,
riendo, y añadió, dirigiéndose a Yount
—: ¿Puedo haser esto en todas las
funsiones, Hasedor de Terremotos,
cuando usté acabe con las pesas?
—Vaya —contestó Yount, todavía
riendo—. Aquí estoy yo, a punto de
reventarme los intestinos para enseñar a
la gente un verdadero número de hombre
forzudo y llegas tú y te burlas de mí, y
probablemente recibes el doble de
aplausos. Pero, qué diablos, no cabe
duda de que es cómico. Olvida mis
celos profesionales y hazlo, Quincy. La
cuerda floja estaba tendida entre los dos
postes centrales, pero a sólo treinta
centímetros del suelo. Haciendo caso
omiso de las chicas ataviadas con
dirndls que bailaban, giraban y saltaban
a ambos lados de la cuerda, Lunes
avanzaba por ella paso a paso y Fünfünf,
aunque estaba muy cerca, tenía que
gritar para ahogar el bullicio.
—Como Fräulein Auburn ejecuta un
número clásico de bailarina de la cuerda
floja y tú no desearás competir con ella,
harás un número cómico en la cuerda.
Lunes replicó, gritando:
—Prefiero ser clásica, graciosa y
bella. Cualquiera puede hacer reír.
—¡Ja! ¿Lo crees así? Yo aprendí a
caminar por la cuerda floja en pocas
semanas y hace treinta años que intento
hacer reír. Necesitarás toda tu habilidad,
Fräulein, y toda tu gracia y belleza, para
hacerlo bien.
—Si usted lo dice —contestó Lunes
sin mucho entusiasmo.
—En el suelo ensayarás el baile
burlesco, como lo llamamos nosotros.
Aprenderás el paso de la cigüeña, el
paso del polluelo, el deslizamiento del
cangrejo, el tropiezo, el paso vacilante y
todos los demás. Después los repetirás
en la cuerda. Ahora baja e imítame. Éste
es el paso de la cigüeña. ¡Ven! Anda
como yo.
Lunes obedeció, pero quejándose:
—Todas esas chicas blancas tan
bonitas exhibiendo sus bellas formas en
el baile y yo tengo que andar torcida.
—¡Silencio! Eres una cigüeña. Saca
más la cola. Así es mejor. Ahora súbete
a la cuerda y haz exactamente lo mismo.
Lunes lo intentó tres veces y resbaló
cada vez.
—Es porque andando de esta manera
tan estúpida no me puedo ver los pies —
protestó.
—No tienes que mirártelos. Mantén
los ojos fijos en la guía blanca pintada
en aquel poste.
Lunes suspiró, pero lo intentó otra
vez y se sorprendió de que —sin
mirarse los pies— pudiera imitar a la
cigüeña y no caerse de la cuerda.
—Mucho mejor —elogió su maestro
—. Muchísimo mejor. Pero saca más la
cola. Recuerda que eres una cigüeña.
¡Más cola!
—Señor maestro —dijo Lunes entre
dientes, pues los tenía apretados en su
concentración—, ¿podría por lo menos
dejar de llamarlo mi cola?

—Tu hermana —dijo Paprika desde la


plataforma del trapecio—, aprende muy
de prisa el funambulismo.
Domingo también miró hacia abajo y
asintió:
—Sí, es verdad.
—Como tú, se ha desarrollado y
tiene una buena figura. Dime, ¿ha
superado su costumbre de hacerse
wichsen?
Domingo pareció perpleja y
respondió con sinceridad:
—No lo sé.
Según su decoroso diccionario
alemán, «wichsen» sólo significaba
encerar o pulir.
—Una chica bonita no debería
recurrir a sí misma para correrse. —
Esta frase tampoco significó nada para
Domingo, pero comprendió la siguiente
observación de Paprika—: Lo que
necesita es un amante.
Domingo rió y dijo:
—Sólo quiere al caballero John
Fitzfarris.
—Y tú, Liebling, quieres a Zachary
Edge. Lástima que ya esté
comprometido.
—Está unido, pero no casado.
—¡Ajá! Permaneces a la espera. Sí,
eres lo bastante joven para esperar.
Pero, quizá, cuando llegue tu hora,
tendrías más oportunidades si estuvieras
instruida en algo más que en el arte del
trapecio. En las artes y astucias del
amor. Yo no sólo puedo ser instructora
en el aire, ¿sabes?
—Ya lo he oído decir —replicó
Domingo con frialdad—. No, gracias.
—¡Brrr! —exclamó Paprika,
fingiendo que temblaba—. Creo que a
esto lo llamáis «cold shoulder» en
inglés. No obstante, yo soy capaz de
calentar el hombro más frío. Y otras
cosas…
Pero Domingo ya se columpiaba
hacia la otra plataforma, donde Maurice
esperaba, pateando con impaciencia.
Dijo unas palabras a Domingo, le cogió
la barra, se dio impulso hacia Paprika y
probablemente le dijo las mismas
palabras:
—Reserva tu infantil babillage para
el suelo, mam’selle. Aquí arriba se
trabaja.
—Y mucho, por cierto —murmuró
Paprika. Entonces desvió la mirada de
Domingo a Maurice y dijo—: Una vez
me invitaste a compartir tu remolque.
Nunca más me has hablado de ello. No
trabajas mucho para alcanzar tus
ambiciones.
—Recordarás, chérie, que destruiste
de modo muy efectivo aquella ambición
determinada.
—Sin embargo, como dijiste
entonces, une hirondelle ne fait pas…
¿Has pensado alguna vez en deux
hirondelles al mismo tiempo? —Miró
hacia Domingo—. En húngaro lo
llamamos rakott kenyér. Imagino que en
tu lengua sería un homme en sandwich.
Él miró en la misma dirección que
ella y después volvió a mirarla.
—Soy francés, Paprika, y por ello
tolerante con las naturalezas diferentes
de los demás. Pero no sueñes en cortejar
a tu propia pareja. Sería buscarte
problemas.
—Tú me cortejaste a mí, Maurice.
—Entonces sólo éramos dos. Lo que
tú sugieres ahora es un triángulo e,
incluso en una farsa francesa, esto
siempre equivale a tener problemas.
¿No puedes enfocar tus ambiciones al
exterior de la carpa? ¿O por lo menos al
suelo? ¿Por qué no una de esas chicas
apetitosas que bailan ahí abajo?
—Utálatos! ¿Esas rameras gordas?
—exclamó, mirándolas con desprecio
—. No, Maurice. A veces pienso que me
debo estar volviendo vieja y mala…
como los ancianos que acechan en torno
a los patios escolares. Ahora parece que
me gusta… lo nuevo, fresco e inocente.
—Vieja no lo eres. Mala, quizá.
Perversa, sin duda alguna. Si amaras, si
pudieras amar, mais non. Conociéndote
como te conozco, te prohíbo
terminantemente seguir este rumbo. Si
los tres hemos de sobrevivir aquí arriba,
debemos querernos mutuamente, oui,
pero no amarnos, ¿me comprendes? En
el aire de aquí arriba mando yo y quiero
que esté limpio.
Mirando todavía a Domingo,
Paprika murmuró:
—Prohibida, ¿eh? —Y se mojó el
labio superior con la lengua.
—Y ahora ni una palabra más. Coge
la barra y hazme un passe ventre. Lo has
hecho de forma muy descuidada esta
tarde.

Todas las noches, cuando Edge llegaba


al remolque después del espectáculo
para ayudar a Autumn a preparar la cena
—ya hacía mucho tiempo que no
acompañaban a los demás miembros de
la compañía a un hotel o Gaststätte—,
ella le preguntaba ansiosamente sobre
todos los detalles de la función y él se
los contaba:
—Bueno, ese tonto de Pavlo
continúa entrando y saliendo de la pista
con su familia y sus perros cada vez a
más velocidad, como si estuviera
ensayando un número de desaparición.
Cometí un gran error cuando le dije que
se guardara de los competidores.
Otro día contaba:
—Fitz ha encontrado una magnífica
sustituta de Clover Lee y las chicas
Simms en su número cumbre. Esa guapa
griega hace: «La Amazona Virgen en las
garras del Dragón Fafnir». Y lo hace tan
desnuda que sus, ejem, partes vitales
sólo están cubiertas por los anillos de la
pitón, aunque ésta no deja de moverse.
No sé cómo lo consiguen ella y la
serpiente. Lo que sé es que sería
arrestada por conducta indecente en
cualquier sitio fuera de ese anexo. Actúa
como si la violara un hombre y, sin
embargo, es bonito de ver. La serpiente
baila literalmente mientras sube y baja
por su cuerpo y la abraza al son de la
música de acordeón.
Otro día contaba:
—Los animales nuevos se portan
muy bien en las cabalgatas, incluso las
cebras, siempre que les dé poca rienda.
Y la otra noche, en la tienda de la
ménagerie, Abner vio a Peggy a gatas
debajo del vientre de Mitzi. Sólo era
para rascarla, pero Abner lo ha
convertido en un número. Ahora
anuncia: «¡El puente de Londres!», y los
elefantes lo hacen en la pista. Abner es
bastante listo con los animales; incluso
ha empezado a ganarse la confianza de
los tigres y osos. Me gustaría que no
bebiese una botella entera cada vez que
ha de entrar en sus jaulas, pero él dice
que quién coño le haría entrar de otro
modo.
—Querría ver el espectáculo —dijo
Autumn—. Hay tantas cosas nuevas
desde que caí enferma… No sé por qué
no se me permite. Aquella medicina me
ha quitado completamente el dolor de
cabeza. Ya sé que no puedo actuar
todavía porque aún no puedo enfocar la
vista en nada tan próximo como la
cuerda, pero en cambio veo
perfectamente las cosas distantes.
—¿Qué hay de… de las manchas
descoloridas del pecho?
—Siguen ahí, pero no se han
extendido ni multiplicado. Siento que el
médico te hablara de ellas.
—Maldita sea, Autumn, tú y yo lo
hemos compartido todo desde que
estamos juntos. No me gusta enterarme
de cosas tuyas por terceras personas.
Aún me duele que apagaras todas las
luces para que no me diera cuenta.
—Temía que las confundieras con
manchas de vejez y pensaras que me
hacía vieja y me abandonases.
Esto era una mentira tan manifiesta y
tan burda en una persona de la
inteligencia de Autumn, que Edge no se
molestó siquiera en sugerir que también
era un insulto para su inteligencia,
además de para su amor y lealtad. Sólo
dijo:
—El médico te advirtió que no te
expusieras a un enfriamiento. Pero como
ahora no hace frío hasta el anochecer,
creo que, bien abrigada, podrías asistir
sin peligro a la función de la tarde. Y
sentarte en las graderías con el público,
si ves mejor a cierta distancia.
—¡Oh, claro que sí! —exclamó ella,
entusiasmada—. ¿Puedo, Zachary?
—Creo que sí, pero hazme un favor.
Ponte también un sombrero con velo. Si
ese loco de Pavlo Smodlaka te ve en las
graderías, se convencerá de que le
espiamos y me hará responsable del
espionaje. No contribuyamos a que
enloquezca del todo.
—Lo que tú digas, amor mío —
contestó Autumn, besándole.
Pero aquella noche, como ya era su
costumbre, también apagó las luces
antes de desnudarse para ir a la cama.
Edge no se quejó ni hizo el menor
comentario. Lo prefería así. Hacer el
amor a Autumn en la oscuridad le
permitía imaginar que hacía el amor a
aquella Autumn sana y radiante de otras
noches que ahora parecían muy lejanas.

—¡Oo-ooh, es espléndido! —exclamó


Autumn la tarde siguiente cuando se
detuvieron en la entrada de la avenida
del circo—. ¡Zachary, esto es tan
grandioso como los mejores circos que
he visto en mi vida!
Autumn iba muy arropada con
abrigo, bufanda, guantes y botas altas.
De su sombrero toscano de ala ancha
pendía un velo de amazona, metido
dentro del cuello del abrigo, y detrás de
él su rostro era sólo un resplandor
suave. A petición de Edge, Florian había
recorrido antes las hileras de barracas
ordenando a los propietarios —para
cierto asombro de éstos— que ocultaran
todos los espejos exhibidos entre sus
baratijas. Pero probablemente Autumn
no los habría visto porque estaba
maravillada ante las novedades del
circo.
Además de las banderas y letreros
que proclamaban las mercancías de las
barracas —salchichas, cervezas, relojes
de cucú y cosas por el estilo—, ahora el
Florilegio alardeaba de su propia línea
de banderas, tendida a lo largo de la
fachada de la carpa, sobre la entrada de
la marquesina. El artista chino no
dominaba la anatomía, humana y animal,
pero esto no había inhibido su
imaginación ni su paleta. Con colores
brillantes e increíbles aparecía, en una
bandera, un león de melena revuelta y
llamativos colmillos y zarpas,
diseminando por la jungla miembros
sanguinolentos de negros africanos; en
otra, el coronel Ramrod, con anómalos
ojos oblicuos, disparaba volcanes de
llamas y humo de dos pistolas,
esparciendo por un desierto los cuerpos
de ensangrentados pieles rojas; en otra,
un hindú muy enjoyado hacía
malabarismos con antorchas encendidas,
de pie sobre los colmillos enredados de
dos elefantes cubiertos de arrugas; en
otra, los propios chinos, de un amarillo
vivo, ejecutaban contorsiones que aún
no habían intentado nunca… y así
sucesivamente: en conjunto, ocho
banderas que llamaban la atención de
modo casi audible.
El anexo de sir John, a un lado de la
carpa, tenía su propia bandera, que
representaba a una mujer desnuda muy
neumática con unos pechos inhumanos
por su exuberancia —el artista oriental
estaba a todas luces deslumbrado por
las mamas occidentales—, ojos saltones
y boca abierta en un grito mientras era
comprimida por los anillos y quemada
por el fogoso aliento de un dragón reptil,
alado y leonino que sonreía con
lascivia. Era con mucho el animal mejor
dibujado de todos los reproducidos en
las banderas.
Al otro lado de la carpa estaba la
nueva tienda de la ménagerie, a rayas
verdes y blancas como las otras, y Edge
condujo allí a Autumn. Esta, feliz,
respiró hondo la evocadora mezcla de
olores —a la vez amoniacal y aromática
— de los elefantes, grandes gatos,
caballos, heno caliente, cajones de
pienso, serrín y lona nueva.
—Antes de cada función —dijo
Edge—, cualquier patán que haya
comprado la entrada y no desee comprar
en las barracas, puede entrar aquí a dar
un vistazo. Cuando se ha reunido la
gente suficiente, Jörg Pfeifer habla,
sobre todo de lo que cuesta la
ménagerie en dinero, tiempo, trabajo y
pérdida de vidas.
—¿Cuánto ha costado todo esto?
—Florian no quiere decírmelo. Creo
que hizo un pago parcial y firmó un
pagaré. Los Hagenbeck le conocen y se
fían de él.
Llevó a Autumn por el centro de la
tienda y le enseñó los animales
enjaulados o atados a ambos lados de
las cuerdas del pasillo: Mitzi-César,
Kewwy-dee y Kewwy-dah —estos
nombres requirieron una explicación—,
Hansel y Gretel, las hienas abogadas,
Rajá, Rani y Siva.
—¡Oh, los tigres son sublimes! —
exclamó Autumn—. Los humanos
pensamos que somos la obra maestra de
la naturaleza, pero son ellos. Los gatos
de la jungla, los gatos domésticos, todas
las clases de gatos son superiores a los
demás animales.
—Vamos, vamos —dijo Edge en
broma—. Los humanos estamos hechos a
imagen de Dios.
Entonces se arrepintió de haberlo
dicho al recordar el aspecto actual de
Autumn, pero ella sólo contestó:
—Los gatos no se preocupan de
Dios. No adoran nada, no envidian nada
y no temen nada. Si esto no es
superioridad, ¿que es?
Los caballos estaban en el fondo de
la tienda y allí Clover Lee cepillaba a su
viejo tordo, Burbujas. Saludó a Autumn
un poco desconcertada al verla tan
oculta bajo la ropa, pero cuando Autumn
respondió con su clara voz de siempre,
Clover Lee le preguntó directamente por
su salud y expresó la esperanza de toda
la compañía de que su estrella volviera
a estar pronto entre ellos.
—Gracias, yo también lo espero —
dijo Autumn—. La ménagerie es
maravillosa, ¿verdad, Clover Lee? Pero
no cabe duda de que requerirá tiempo
amortizarla.
—Bueno —respondió la muchacha,
sonriendo—, ya conoces a Florian. Si no
está en precario equilibrio sobre una
rama, no se siente vivo.
—Sí —corroboró Edge—, ahora ha
comprado otro carromato grande y
caballos de tiro. Resulta que los
necesitaremos para llevar todas las
provisiones que estos animales
consumirán por el camino… y las
nuevas sillas de estrella, cuando las
tengamos.
—Y los miembros europeos no
dejan de decirle —añadió Clover Lee—
que deberíamos tener listones para
vallas, como otros circos europeos, para
rodear el campamento. Muchos
transeúntes se cuelan por los lados, lo
cual irrita especialmente a Banat. Pero
Florian dice que una valla es demasiada
carga para llevar de un lado a otro.
Edge y Autumn salieron de la
ménagerie y entraron en la carpa por la
puerta principal. Encima de ellos, sobre
la marquesina, Bum-bum Beck hacía
afinar los instrumentos a la banda y
cogió una corneta para tocar unos
compases de Greensleeves a guisa de
saludo; Autumn le saludó agitando la
mano. Entonces mantuvo la cabeza alta
para mirar con nostalgia hacia la cúpula
de la tienda, hasta que Edge la empujó
con suavidad para que siguiera andando.
Goesle y sus hombres aún no habían
montado las sillas plegables, así que los
«asientos de estrella» eran sólo los
bancos más próximos a la pista. Edge la
hizo sentar en uno de ellos y permaneció
a su lado hasta que tuvo que irse a
dirigir la preparación de la cabalgata
inicial.
Durante el espectáculo miró
frecuente y ansiosamente hacia Autumn,
sentada entre los gordos Bürgers, sus
gordas Fraus y sus regordetes Kinder.
No parecía sufrir ningún efecto adverso
en su primera salida del remolque desde
la visita al médico. Aplaudía tan
vigorosamente como los patanes y,
aunque Edge no podía verle la cara,
sabía que debía sonreír al ver tantos
números nuevos y tantos refinamientos
de los antiguos.
Ahora Abdullah hacía malabarismos
mientras bailaba de puntillas sobre los
cuellos de una docena de botellas de
cerveza, derribando a propósito alguna
cada pocos minutos hasta que por fin se
detenía con un solo pie sobre una
botella, sin dejar de lanzar al aire,
imperturbablemente, frágiles huevos y
herraduras de hierro al mismo tiempo.
Zanni había incluido en su número
cómico una escalera libre como la que
solía usar Monsieur Roulette, sólo que
ésta era plegable. Zanni la desplegaba
sin ningún soporte y la dejaba oscilante
mientras hacía en ella diversos
ejercicios acrobáticos. Luego los
peldaños se caían uno tras otro a medida
que los pisaba, así que se veía obligado
a seguir subiendo por la escalera cada
vez más destartalada y vacilante hasta
que hacía piruetas desesperadas sobre el
último peldaño. Cuando éste se caía, él
también, pero atrapando las dos partes
de la escalera bajo los brazos y
usándolas como zancos para dar vueltas
a la pista a grandes zancadas.
Clover Lee había añadido una
bandada de palomas blancas a su
número de equitación a pelo. Había
comprado la docena de aves en el
mercado y montado durante siete días de
entrenamiento con una capa en cuyos
pliegues había diseminado granos de
trigo. Durante aquella semana, las
palomas habían aprendido a perseguirla
mientras trotaba para picotear el trigo y
cuando, en el octavo día, desechó la
capa, continuaron siguiéndola por
costumbre. Ahora, cuando Clover Lee
dio la vuelta a la pista sobre Burbujas,
ejecutando poses de ballet, jetées y
entrechats, las blancas aves eran su
capa al seguirla muy de cerca y, cuando
se paraba, aleteaban para posarse en sus
brazos y hombros.
Brutus hizo su antiguo número a las
órdenes de Abdullah, luego Barnacle
Bill sacó a César y Florian anunció en
alemán: «¡El puente sobre el Inn!»
Brutus y César lo formaron
entrelazando sus trompas y Domingo
Simms bailó un pequeño ballet sobre
ellas mientras la banda tocaba un vals.
Entonces Florian anunció: «¡El puente
de Londres se derrumba!», y el vals fue
interrumpido por un estruendo de
platillos y los elefantes se separaron de
repente y Domingo dio un salto y quedó
graciosamente derecha sobre la cabeza
de César mientras Brutus volvía a
arrastrarse por debajo del gran vientre
de César.
Ahora Domingo también participaba
en el número del trapecio, pero sólo
subiendo a una plataforma, adoptando
poses artísticas y dando un empujón a la
barra hacia Maurice o Paprika cuando
ellos la pedían gritando: «Houp là!» Los
tres artistas llevaban ahora, por una
reciente decisión de Maurice, mallas de
diferentes tonos de azul, profusamente
cubiertas de lentejuelas. Maurice aún
iba de azul eléctrico, como el
relámpago; Paprika un azul muy oscuro
para realzar sus cabellos anaranjados;
Domingo un azul muy pálido para que
contrastara con sus abundantes cabellos
negros. Y ya hacia el final de la
actuación, Domingo intervenía en un
ejercicio que juntaba los tres azules.
Maurice y Paprika, cada uno en su
trapecio, terminaban una sucesión de
acrobacias, columpiándose colgados de
las rodillas. Paprika se lanzaba hacia la
plataforma de Domingo con las manos
extendidas, Domingo le alargaba las
suyas, ambas muchachas se cogían las
manos y Domingo se lanzaba al
encuentro de Maurice. El público
profería una exclamación ahogada
cuando pasaba en el aire de Paprika a
Maurice y éste la hacía describir otro
arco para que aterrizase grácilmente de
pie en la plataforma opuesta.
—Sólo desearía —confió con
timidez Domingo a Autumn, que fue a
felicitarla durante el intermedio— que
cuando nos agarramos las muñecas allí
arriba, no tuviera que agarrar las de
miss Paprika.
—Oh, Dios mío —dijo Autumn—.
¿Es que ahora te busca a ti? Bueno,
supongo que no debería sorprenderme.
Aún eres una adolescente, pero de una
niña bonita has pasado a ser una
jovencita muy bella. No te sentirás
atraída hacia Paprika, ¿verdad?
Las mejillas de color café con leche
de Domingo se tiñeron de rosa, pero
intentó darse aires mundanos.
—Lo que me sugirió… los
detalles… dice que gozaría con ellos.
Quizá sí. Ella debe de saberlo.
—¿Pero…? —preguntó Autumn.
—Pero yo preferiría reservar…
reservar esto para un… un hombre,
cuando sea lo bastante mayor para tener
uno. Miss Paprika dice que podría
divertirme mientras tanto y que después
nadie notaría la diferencia, ni yo… ni
ningún hombre. ¿Es cierto, miss
Autumn?
—No lo sé por experiencia propia,
pero sé que se practica mucho en los
mejores pensionados, incluso en los de
monjas, y a pesar de ello las chicas se
casan bien. ¿Por qué lo preguntas?
¿Estás pensando en complacerla?
—Dice que si no lo hago, ella se
encargará de que no llegue a ninguna
parte en el trabajo del trapecio.
—¡Vaya, menuda zorra está hecha!
Esto es mucho más monstruoso que…
que cualquier cosa que pudierais hacer
las dos de mutuo acuerdo. Los actos
privados son asuntos privados, pero el
chantaje es un delito. ¿Se lo digo a
Zachary?
—Oh, no, por favor —dijo
Domingo, alarmada—. No haga nada
que pueda indisponerla conmigo. Lo…
lo pensaré mejor. Pero, se lo ruego, miss
Autumn, no mencione esto a nadie. —Y
se fue corriendo hacia el furgón
vestidor.
Autumn se reunió con Edge y no dijo
nada de la conversación.
Pasaron el resto del intermedio en el
espectáculo complementario, que gustó
tanto a Auburn como a los habitantes de
Innsbruck. Más tarde, tras la conclusión
del espectáculo principal en la carpa,
insistió en ver también a la Amazona
Virgen y el Dragón Fafnir. Cuando el
telón de lona de Fitz se cerró al final de
aquel cuadro, Autumn dijo riendo a
Edge:
—Dios mío, creía que me habías
dicho que ella fingía ser violada.
—Ven a la parte trasera y la
conocerás. Puedes preguntarle si se lo
toma en serio.
Detrás del telón, Meli Vasilakis se
había puesto una bata y estaba tapando
la cesta de la voluminosa serpiente.
Cuando Edge hubo hecho las
presentaciones, Autumn dijo:
—Espero que Fitz no me convenza
nunca para actuar en semejante tableau
vivant. Estaría aterrada.
—No es kinthynos. No hay peligro.
La pitón nunca me ha hecho daño.
Además, es vieja.
—No pensaba en la pitón. Quizá
usted no se ha fijado en los ojos de los
hombres que la miraban.
—Vlepo —contestó alegremente
Meli—. Tengo un buen marido celoso.
—¿Marido?
—Spyros siempre vigila cuando
trabajo. —Meli hizo una seña y el
marido subió al escenario para ser
presentado a Autumn—. Cualquier
hombre que me mire con demasiada
fijeza, sale con un ojo morado. Mi
marido Spyros es un dragón verdadero.
Se fueron, llevando entre los dos la
cesta de la pitón, y Autumn observó:
—Da gusto verlos, si se comparan
con Pavlo y Gavrila.
—Los Vasilakis no deben de ser el
único matrimonio feliz —contestó Edge
—. Te propuse que nos casáramos en
cuanto nos conocimos y una docena de
veces desde entonces.
Autumn le tocó traviesamente la
nariz con la yema del dedo y dijo:
—Ahora estás en tierras germanas y
te pido que reflexiones. La palabra
alemana trauen significa casarse y casi
la misma palabra, trauern, significa
lamentarse. No puede ser una
coincidencia.
—Maldita sea, hablo en serio.
—Muy bien. ¿Puedo ver también el
espectáculo de mañana? En serio.
—En serio, no. El médico nos
desaconsejó el esfuerzo excesivo,
recuérdalo. Te soltaré otra vez dentro de
dos días. Es cuando Jules se elevará en
el Saratoga.

Durante toda su estancia en Innsbruck, el


Florilegio no llenó completamente el
circo. Sin embargo, la asistencia
aumentó de modo súbito y espectacular
después de que Rouleau se elevara y
flotase sobre las aguas del río Inn.
Fitzfarris contribuyó de nuevo a
aquel espectáculo con la mágica
desaparición de la avenida y la
reaparición en el cielo de la bonita
muchacha, aparentemente la misma. Las
hermanas Simms no pusieron ninguna
objeción a esto, como una supuesta
explotación, porque les encantaban los
paseos en globo y se alternaban en los
papeles de desaparecida y reaparecida.
Esta vez fue Lunes quien saltó
triunfalmente de la barquilla tras el
aterrizaje del Saratoga. Después de que
ella y Monsieur Roulette saludaran
muchas veces bajo los aplausos de los
espectadores apiñados en el Hofgarten,
él la llevó a un lado y le dijo con
petulancia:
—¿Tienes que restregarte los muslos
todo el rato que estamos en el aire? Tu
hermana no lo hace. Haces oscilar la
góndola y me resulta tris difficile
calcular con exactitud el punto de
aterrizaje.
Domingo lo oyó porque estaba cerca
y dirigió a Lunes una larga mirada
especulativa.
Los carteles de Florian anunciando
la elevación del globo atrajeron aquel
día hordas de ciudadanos al Hofgarten,
pero el público más numeroso que
acudió al circo los días subsiguientes
consistió en personas que no tenían
noticia alguna del espectáculo. La
inesperada aparición en el cielo de algo
tan excepcionalmente bello como el
Saratoga, visible en muchos kilómetros
a la redonda, picó la curiosidad de todas
las familias campesinas que vivían en el
valle del Inn. Ya habían recogido las
cosechas y las nieves invernales aún no
las retenían en sus casas, por lo que
carretas y más carretas de campesinos
llenaron a partir de aquel día todos los
caminos que conducían a Innsbruck,
dirigiéndose directamente al circo.
—Vaya, celebro que nos hayamos
quedado —dijo Florian con satisfacción
—. Y me alegro de que tú te hayas
quedado con nosotros, Carl, para
ayudarnos a ganar este botín.
Permaneceremos aquí hasta que el
público vuelva a escasear. O hasta que
llegue la nieve, que tendrá el mismo
resultado. Esto significa que no has de
apresurarte en viajar a Munich, aunque
puedes marcharte cuando lo desees.
Seguiremos el plan original y te
esperaremos en Rosenheim.
Así pues, tras dirigir a la banda en
varias funciones más y dejar
innumerables instrucciones para cuando
estuviera ausente, Beck se marchó. Sus
colegas intentaron no reírse al verle
partir. Un marinero sobre una silla ya
era una vista bastante estrafalaria, pero
éste se parecía demasiado a Sancho
Panza sentado a horcajadas sobre el
rocín de lomo hundido, con las piernas
colgando a los lados y su calva lanzando
destellos hasta que se perdió de vista.
El Florilegio disfrutó de muchas más
semanas de prosperidad antes de que
cayera la primera nieve. Fue una nevada
copiosa que exigió la lenta combustión
de balas de heno en la carpa y el anexo
durante toda la noche. En la tienda de la
ménagerie no podía encenderse fuego,
pero el calor de los cuerpos de los
animales fue suficiente para impedir que
la nieve se amontonase en el techo. Y al
día siguiente Florian ordenó el
desmantelamiento y los preparativos
para emprender la marcha hacia
Baviera.
Aquel día él y Edge hicieron una
rápida visita a la ciudad para pedir al
Herr Doktor Köhn un amplio suministro
de los efectivos polvos Dresser. El
médico hizo numerosas preguntas sobre
el estado de Autumn y las respuestas de
Edge —incluso el informe de que «su
cara está cada vez más torcida»—
parecieron confirmar satisfactoriamente
la primera opinión del médico. Florian
tradujo:
—No ve posibilidad de un
diagnóstico exacto hasta que el
especialista vienés haya examinado a
Autumn, pero sigue diciendo que no hay
urgencia.
—No sé si interpretar esto positiva
o negativamente —dijo Edge—. De
todos modos, como hacemos un rodeo
antes de dirigirnos a Viena, pregúntale si
conoce a algún médico bueno en un
lugar próximo a nuestra ruta, por si nos
hiciera falta. Un médico que hable
inglés, a ser posible.
El doctor Köhn cogió de un estante
una voluminosa guía, la hojeó y escribió
en un pedazo de papel un nombre y unas
señas de Munich. Después llenó una
gran cantidad de sobrecitos con los
polvos para la jaqueca y deseó «viel
Glück» a Edge y a su dama.
Cuando el Florilegio abandonó el
nevado Hofgarten, formaba ya una
caravana como la de un batallón del
ejército en marcha. El carruaje negro iba
a la vanguardia de una procesión blanca
y azul de diez carromatos de equipos y
suministros, seis furgones con jaulas,
nueve remolques y el Gasentwickler
sobre ruedas, dos elefantes y un
camello, y detrás de estos animales iba
el heterogéneo y polícromo desfile de
remolques y carretas de los dueños de
las barracas. Ya había cruzado el puente
sobre el Inn una buena tercera parte de
la caravana cuando otra tercera parte lo
estaba cruzando y otra aún no había
llegado a él.
Estuvieron dos días y dos noches de
camino por una carretera cubierta de
nieve, flanqueada por dos altos
terraplenes de nieve, que iba en
dirección nordeste hacia la frontera.
Allí, en Kufstein, pasaron de Austria a
Baviera y de nuevo todos se
maravillaron de que los guardas
fronterizos los dejaran cruzar sin
ponerles ningún impedimento.
—Creo —dijo Florian— que esta
vez es porque los centinelas bávaros
están encantados de que nuestros
carromatos ostenten sus colores
nacionales.
Rosenheim estaba a otro día de viaje
hacia el norte, siguiendo el curso del
Inn, pero ahora Florian puso a Bola de
Nieve al trote para adelantarse, de modo
que una vez más Edge condujo la
caravana solo en el pescante porque
Autumn —no por gusto, pero resignada
— yacía en la cama dentro del
remolque. A Edge le gustaba tan poco
como a ella viajar solo, pero por
Autumn agradecía que la nieve bajo las
ruedas amortiguase los movimientos del
vehículo.
Bayern
1
Cuando la caravana del circo se
acercaba a Rosenheim, a la derecha de
la carretera seguía fluyendo el río Inn,
muy ancho aquí, y a la izquierda se
extendían los pantanos llanos,
monótonos y al parecer sin límites que
la gente de la región llamaba Gran
Musgo, pero no de modo irrespetuoso
porque aquella extensión de sal y azufre
convertida en fango les proporcionaba
el sustento. No podía esperarse que una
ciudad cuyas dos industrias principales
eran la exportación de sal extraída de
aquellas ciénagas y la atracción de
clientes hacia sus numerosos balnearios
de fango salado y fango sulfuroso
exhalara un olor demasiado bueno, pero
por lo menos ofrecía la promesa de una
estancia próspera, ya que ni siquiera la
reciente guerra habría deprimido el
mercado de sal y curas de salud.
Como de costumbre, Florian salió al
encuentro del circo en la carretera para
guiarlo a la ciudad, anunciando:
—Las autoridades municipales nos
han asignado un buen terreno en el
parque de Kaíserbad y anoche encargué
a algunos niños que fijaran muchos
carteles.
Sin embargo, cuando estuvieron en
las calles bien empedradas de
Rosenheim, Florian exclamó:
—¿Qué diablos han hecho esos
chiquillos?
Había carteles por doquier, pero no
eran del Florilegio. Se apeó para
examinar uno y lo mismo hizo Edge, que
sólo pudo leer el anuncio: «DER ZIRKUS
RINGFEDEL».
—¿No es asombroso? —dijo
Florian entre dientes—. Justo durante el
rato que he tardado en reunirme con
vosotros, esos bastardos de Fedel han
pegado sus papeles encima de los
nuestros.
—¿Como aquel mequetrefe de
Maryland? —preguntó Edge—. ¿Vienen
el mismo día que nosotros?
—Ni siquiera eso —contestó
Florian con un gruñido—. Aquí dice:
«¡Esperen al MÁS GRANDE! ¡El mayor
espectáculo de Europa llegará dentro de
poco! ¡Guarden su dinero para EL
MEJOR!»
—Veo que usted no es el único
director astuto en el negocio del
espectáculo.
—¡Pero mira la fecha! —gruñó
Florian—. ¡El Ringfedel no llegará aquí
hasta dentro de seis semanas! Oh, esos
chicos Fedel son astutos, desde luego, y
famosos por sus golpes bajos, como
éste, y aborrecidos por toda la
profesión. Orfei me puso en guardia
contra ellos. Y ni siquiera es un circo
con carpa; tienen un tren con el que
pueden llegar en un santiamén a
cualquier lugar que les parezca maduro
para un circo… o fácil de arrebatar a
cualquier circo rival. Ni siquiera han de
levantar una lona; se limitan a dar sus
funciones en auditorios, armerías y
locales por el estilo. Ya ves lo que dice
aquí: «Herren und Damen, ¿por qué
cruzar un terreno nevado y fangoso para
asegurarse un banco duro en una tienda
llena de corrientes de aire? Esperen a
disfrutar del GRAN RINGFEDEL en la
comodidad de un ambiente cálido y
gemütlich».
—¿Cómo se habrán enterado de que
veníamos aquí?
—Oh, diablos, los Fedel emplean a
más oteadores que artistas y los pagan
mejor. Siempre están espiando por todas
partes. Y puedes apostar algo a que los
Fedel pondrán un espía disfrazado de
patán inocente entre nuestro primer
público para que lo husmee todo con
mañas de detective y pueda informar
sobre cada número, innovación, idea y
pieza de decorado a los muchachos
Fedel, que así sabrán con exactitud
cómo valorarnos como rivales. Y poco
después un agente suyo se introducirá
enmascarado en nuestro patio posterior
para quitarnos a las mejores estrellas.
—Suenan a yanquis. ¿Qué haremos
contra esta plaga?
—Vigilar, sobre todo. Primero
dejemos que la compañía se instale en el
campamento y los que así lo deseen
vayan a cenar al hotel Kaiserbad.
Mientras tanto diré a Stitches que,
incluso antes de montar la carpa, mande
a todos los peones disponibles a romper
estos carteles y fijar los nuestros por
toda la ciudad. Si encuentran a uno de
los empapeladores de Fedel, bueno, ya
sabrán cómo desanimarle. Y fijaremos
carteles nuevos cada maldito día, si es
necesario.
Sin embargo, una vez pegados los
nuevos carteles del Florilegio, nadie
volvió a taparlos y la breve aparición de
los carteles del Ringfedel no pareció
convencer a muchos habitantes de
Rosenheim de que debían quedarse en
casa, guardar su dinero y esperar seis
semanas la llegada de otro circo.
Aunque el día del estreno hacía frío, y
por la noche todavía más, y en la tienda
había corrientes de aire y el terreno
pronto se convirtió en un cenagal, las
dos primeras funciones tuvieron un lleno
total, siendo la mayor parte del público
propietarios y empleados de los
balnearios y salinas locales y los
huéspedes menos debilitados de los
primeros, todos acompañados de sus
esposas e hijos. Nadie se quejó de los
inconvenientes de estar en un circo
auténtico bajo una carpa auténtica y todo
el mundo aplaudió con entusiasmo —
pateando ruidosamente— todos los
números y atracciones. De hecho, la
población de Rosenheim demostró un
interés especialmente intenso por la
Princesa Egipcia del espectáculo de sir
John y pasó mucho tiempo agrupada a su
alrededor, especulando sobre qué sales
y soluciones salinas se habrían usado
para conservar aquel cadáver.
—Esto me da una idea —dijo
Fitzfarris a Florian y Edge mientras
observaban a la gente apiñada en torno a
la momia durante el intermedio de la
función nocturna—. Director, usted
admiraba muchísimo lo que llamaba la
biblia del Circo Orfei, ¿se acuerda?
Pues ¿por qué no imprimimos un
programa propio? Usamos un par de
páginas para la lista de todas nuestras
actuaciones y reservamos las otras para
anuncios.
—¿Anuncios de sales
momificadoras? —preguntó Edge.
—No, de los saludables balnearios
de Rosenheim. Del Kaiserbad de este
parque, del Marienbad, del Dianabad y
de todos los otros. Podríamos darles
mucho bombo: ¡las aguas de Marienbad
transmiten a los enfermos la alegría de
Zanni el payaso!, o la fuerza del
Hacedor de Terrremotos, cualquier cosa
que les gustara ver impreso. Y cobrar un
buen precio a los propietarios de los
baños porque seguiremos usando estos
programas alemanes por toda Baviera y
Austria.
—Una idea excelente, sir John —
aprobó Florian—. Lo primero que haré
mañana será solicitar a los
propietarios…
Le interrumpió la llegada de un
hombre que podía ser un patán
cualquiera del público, pero que se
presentó, en alemán, como un
acomodador de circo sin trabajo.
Florian tradujo a los demás:
—Dice que ha trabajado hasta ahora
como cuidador de caballos para el
Ringfedel, pero que lo ha dejado porque
desprecia ese circo. Coronel Ramrod,
¿podrías dar trabajo a otro mozo de
cuadra?
—Ese hombre no es eslovaco —
respondió Edge—. ¿Por qué busca un
empleo tan humilde?
—Eso es lo mismo que se me ha
ocurrido a mí —dijo Florian—, pero le
daré un trabajo a prueba y veremos
cómo lo hace.
Intercambió unas palabras con el
desconocido y entonces sacó un pedazo
de papel y su rotulador. Apoyado para
escribir en el mostrador de una barraca,
añadió:
—Le he preguntado si sabe dónde
está la oficina de telégrafos y ha dicho
que sí.
—¿A quién conoce en Baviera para
mandarle un telegrama? —inquirió Fitz.
Florian no contestó hasta que hubo
terminado de redactar el mensaje, que
entregó al desconocido, indicándole que
corriera a enviarlo. Después dijo a los
demás:
—He telegrafiado a nuestro
representante para comunicarle que
renunciamos a actuar en Munich porque
he oído decir que hay un brote de peste
allí y ordenarle que se dirija a otras
ciudades y nos alquile en ellas buenos
terrenos: Fürstenfeldbruck, Landsberg y
tres o cuatro más.
—¿Qué representante? —preguntó
Fitzfarris—. Yo soy el único que ha
tenido jamás y no he trabajado desde
que abandonamos los Estados Unidos.
—No tenemos ninguno —contestó
Florian—, pero no importa. Antes
apostaría en tu juego del ratón que por el
hecho de que este telegrama llegue a
enviarse. El tipo es con toda seguridad
un espía de los Fedel. No volveremos a
verle.
—Diablos, podríamos habernos
limitado a echarle del campamento —
observó Edge.
—¿Ha sido Bum-bum quien le ha
dado la noticia de la peste? —preguntó
Fitz.
—No he recibido tal noticia —
explicó con paciencia Florian—. Y
actuaremos en Munich, porque ahora
confío en que el Zirkus Ringfedel no
intentará hacernos la competencia allí.
Como veis, muchachos, hay personas
que se consideran muy listas al fisgonear
en los asuntos ajenos, acechando y
escuchando a hurtadillas. Pero ocurre
que después han de creer las cosas que
averiguan, por muy improbables que
sean, pues de lo contrario, ¿de qué les
ha servido tomarse tantas molestias para
sonsacarlas? Los Fedel se convencerán
a sí mismos de que yo tengo acceso a
secretos desconocidos para ellos, de
que en Munich hay peste y de que esos
otros lugares son fruta madura. Ridículo,
como sabría cualquier persona sensata
sólo mirando un periódico y un mapa.
Un brote de peste en Munich sería una
noticia de primera plana. Las ciudades
que he mencionado son meros puntos en
el mapa, indignos de nuestra visita. Pero
están en la línea férrea. Por lo tanto, si
los Fedel son tan inteligentes como para
dejarse embaucar por lo que husmean…
—Florian sonrió y extendió las manos.
Luego añadió con seriedad—: Sigue
siendo un hecho, sin embargo, que
viajamos por un continente lleno de
circos y competidores. Me gustaría
disponer de un representante competente
que viajara por delante de nosotros.
Los días siguientes fueron tan activos y
provechosos para el Florilegio como
había sido el primero. Las buenas gentes
de Rosenheim no sólo continuaron
acudiendo en tropel al espectáculo, sino
que también dieron pruebas de la famosa
hospitalidad y Gemütlichkeit bávaras.
Muchos pidieron permiso para
presentarse a sus artistas favoritos y los
invitaron, individualmente o en grupo, a
fiestas, bailes, restaurantes e incluso a
comer en su propia casa. Florian seguía
en guardia contra espías y raptores pero
no prohibió la fraternización: la única
condición que impuso fue que los
artistas más jóvenes no fueran a ninguna
parte sin la compañía de una persona
mayor.
Los miembros de la compañía
aceptaron encantados muchas
invitaciones, aunque en comparación
con la vida libre y despreocupada del
circo, la severa y eficiente domesticidad
que encontraron en el seno de las
familias locales los intimidaba bastante.
Detrás de cada puerta principal había
almohadillas de felpa que los invitados
eran instados a pisar y a conservar bajo
sus pies no para andar sino para
deslizarse con ellas a fin de no manchar
los brillantes suelos encerados y, sí,
incluso, darles más brillo. Y los
visitantes vieron además que muchos de
los objetos que llenaban las casas
ostentaban, por muy obvio que fuera su
empleo o función, una etiqueta
cuidadosamente escrita: Handtüche
bordado en las toallas del cuarto de
baño. Topfe y Pfannen en las alacenas
de la cocina, Guten Appetit bordado en
las servilletas. Fitzfarris juró
solemnemente haber visto incluso en una
casa un reloj de cucú identificado por
una etiqueta: Kuckucksuhr.
Como es natural, las mujeres
jóvenes, hermosas y solteras eran objeto
de la mayoría de proposiciones. Paprika
contestaba negativamente a todos los
jóvenes apasionados que le mandaban
flores, bombones y notas alegando que
debía hacer de carabina e intérprete
para las hermanas Simms, cuya tez tan
poco bávara no repelía en absoluto a los
muchachos bávaros. Lunes se quejaba de
que Paprika no las dejaba ni a sol ni a
sombra sólo para ponerles trabas.
Domingo se llevó aparte a Paprika y le
espetó sin rodeos que en Rosenheim
había tantas mujeres atractivas como
hombres solteros. Sin embargo, Paprika
sólo les dirigió una sonrisa tolerante y
maternal y continuó acompañando a las
chicas y en especial a Domingo siempre
que salían a cenar o iban a un teatro de
varietés o a pasear en trineo por las
orillas del Inn.
Desde luego había mujeres en
Rosenheim y las solteras no vacilaron en
presentarse a Florian, Maurice, los dos
payasos y, en bandadas, al Hacedor de
Terremotos, Los negros, los chinos y el
tuerto Mullenax eran los únicos que no
estaban asediados. A Mullenax, por lo
menos, no parecía importarle; era feliz
pasando sus horas libres en un Beisl o
Weinstube, empapándose de schnapps.
Cuando Obie Yount recibió el primer
billet-doux perfumado, se lo hizo
traducir a Florian y se enteró de que su
admiradora era una viuda, se desanimó.
Todavía conservaba sus recuerdos de
infancia en Dixie sobre las viudas, casi
siempre mujeres obesas que llevaban
vestidos informes y cantaban himnos.
Florian, mejor informado, se apresuró a
sacarle de su error y Yount aceptó la
invitación y muchas posteriores,
descubriendo que las viudas europeas
—por lo menos las que se atrevían a
abordarle— eran de una clase muy
diferente y entonaban canciones más
dulces que los himnos.
—Una cosa me fastidia cuando me
acuesto con una de estas fogosas
mujeres —confió a los desdeñados de la
compañía: los casados y otros
indeseables—. Todas tienen colgado
sobre la cama un bordado enmarcado
que representa una tumba y un sauce
llorón con una dedicatoria, que dice,
según Florian: «A nuestro amado
difunto» o «Amor eterno» o un
sentimiento parecido, y las frondas del
sauce están hechas con cabellos del
marido difunto. Es bastante, bueno, casi
es bastante, para que el pito de un
hombre se desmaye como el sauce.

Una tarde Edge fue abordado entre las


dos funciones por un hombre que sería
unos años más joven que él y que
llevaba el uniforme y las insignias de un
mayor del ejército prusiano. Se presentó
informalmente como Ferdinand y dijo:
—Tenemos algo en común, coronel.
Yo también participé, de un modo
modesto, en su guerra americana entre
los estados. Debo confesar que en el
otro bando. El bando equivocado.
—No se disculpe, mayor —contestó
Edge—. Ya no soy coronel ni
confederado. Pero ¿por qué dice el
bando «equivocado»? Al fin y al cabo,
fue el vencedor.
—Ach, el canciller Bismarck lo
predijo desde el principio. Pero en el
ejército de la Unión había una falta
deplorable de caballeros. Uno de mis
oficiales yanquis me robó el paraguas y
otro mi excelente barómetro inglés.
—Debió de ir a la guerra muy bien
equipado.
—Fui sobre todo para observar. Y
aprendí algunas cosas útiles. Vi que sus
estribos americanos están cubiertos de
cuero para evitar que se enreden entre
las ramas y los matorrales. Cuando
llegué a casa, recomendé su adopción en
el ejército prusiano y ahora toda nuestra
caballería los tiene.
—¿Y sigue observando aquí en
Baviera?
—Ocupando. Sólo temporalmente.
Participé en el reciente conflicto con
Austria; mi batallón permanece en la
frontera y estoy acuartelado en el
Schloss de esta ciudad.
El oficial prusiano y el ex oficial
virginiano continuaron charlando sobre
los viejos tiempos de la guerra,
intentando encontrar alguna batalla en
que ambos hubieran tomado parte.
Entonces Ferdinand mencionó que el
auténtico «punto álgido» de su servicio
en la Unión había sido su vuelo en un
globo de observación. Edge le habló del
Saratoga del Florilegio y lamentó no
poder ofrecer de momento a Ferdinand
un paseo en el globo, pero llamó al
aeronauta de la compañía para que
terciara en la conversación.
—Monsieur Jules Rouleau, ¿puedo
presentarle al mayor…?
—Ferdinand, Graf Von Zeppelin —
dijo el hombre, con un profundo saludo
y haciendo chocar los tacones de la
botas—. Me interesan muchísimo los
dirigibles, caballeros. ¿Quizá me harían
ustedes el honor de cenar conmigo en el
castillo?
Edge se disculpó, no queriendo
dejar sola a Autumn, pero Rouleau
aceptó encantado. Von Zeppelin levantó
una mano y un ordenanza uniformado se
acercó con un bonito landó y el Graf y
el aeronauta abandonaron el terreno del
circo.
—Magnífico —dijo Clover Lee, que
había presenciado la escena—. Un Graf
es un conde, pero ¿le conquisto? No. Me
han hecho la corte media docena de
jovencitos y todos han resultado ser
hijos de dueños de balneario.
—Ferdinand ya tiene a una Gräfin
en su casa de Berlín —contestó Edge—.
La ha mencionado. Pero no importa,
Clover Lee. Apostaría algo a que una
familia dueña de un balneario es más
rica que cualquier otra de la nobleza.
—No lo sé. Mis acompañantes sólo
hablan de Ella Zoyara.
—¿Quién?
—La más grande y más bella
équestrienne europea, que actuó aquí
hace un año o dos. Se negó a flirtear, por
lo que supongo que los jóvenes galanes
de la localidad me han escogido como la
mejor sustituta.
—Entonces es que no entienden de
equitación. Ni de belleza. Ya eras tan
experta como tu madre antes de que se
fuera, pero desde que tomaste aquellas
lecciones de ballet en Roma la has
superado ampliamente. Y también en
belleza.
—Bueno, espero que nos crucemos
algún día con esa Zoyara para poder
darle un vistazo. Mis más sinceras
gracias, bondadoso señor, por sus
cumplidos.
Cuando Rouleau volvió del castillo
unas horas después no le acompañaba
Von Zeppelin en el landó sino un joven
rechoncho, de tez muy clara y bigote
rubio, extremadamente bien vestido, que
presentó a Edge como Herr Wilhelm
Lothar.
—Willi estaba entre los distinguidos
comensales —explicó Rouleau—.
Florian necesita un representante y Herr
Lothar busca un empleo que satisfaga su
afición a los viajes. ¿Tendrás la bondad
de enseñarle nuestras instalaciones,
Zachary, mientras yo voy a avisar a
monsieur le gouverneur?
Edge asintió, aunque encontró al
gordinflón joven Wilhelm —«Oh,
llámeme Willi»— casi divertidamente
perfumado y untado de pomada.
Mientras recorrían el terreno del circo y
Edge le enseñaba cosas y le presentaba
a otros miembros de la compañía,
Rouleau decía con entusiasmo a Florian:
—… perfecto para el puesto. Habla
tantas lenguas como tú y tiene entrada en
todas partes. Deseaba confiarte en
privado, antes de presentártelo, que
Wilhelm y Lothar sólo son dos de sus
nombres. Tiene un montón de ellos y
terminan con Wittelsbach.
—¡No! ¿De la real familia bávara?
Entonces, ¿qué hacía cenando con un
enemigo prusiano?
—Willi sólo era una de las muchas
lumbreras locales presentes. Von
Zeppelin es muy hospitalario, así que es
probable que no conociera a la mitad de
ellos. De todos modos, Willi es
apolítico, un dilettante, un animal social.
—Bueno, por lo menos Clover Lee,
tan ansiosa de un título, estará encantada
de tener entre nosotros a un príncipe.
—Ejem… he dicho, ami, que era un
asunto privado. Willi me ha revelado su
identidad en plan confidencial. La
familia le ha prohibido hacer público su
linaje.
—¿Prohibido? Sé que la familia es
famosa por su excentricidad, pero creo
que prohibir…
—Incluso los excéntricos pueden
expulsar a uno de los suyos. Willi está
perdonado y mantenido con esplendidez
siempre que mantenga en secreto su
filiación familiar. Está, que dis-je?,
depuesto, degradado, lo que sea que
hace una familia con un primo molesto.
—Su excentricidad debe de rayar en
la locura. No me gustaría tener como
representante del Florilegio de Florian a
un loco en potencia.
Rouleau suspiró y dijo:
—Los otros Wittelsbach pueden
estar locos; Willi es sólo un maricón.
Pas plus qu’est un enculé, si he de
describirle de un modo tan vulgar. ¿Es
que no quieres entender, mon vieux?
—Sí, pero me alivia oír la verdad
desnuda. Un inocuo Ganímedes no está
necesariamente descalificado para
nuestro empleo. No será aceptable para
Clover Lee, claro, pero sus, ejem,
predilecciones no interferirán en los
deberes de un representante.
—Au contraire —dijo Rouleau—, si
estoy correctamente informado sobre la
cantidad de… de miembros de su
convicción y la mía entre las clases
superiores europeas. Willi Lothar podría
ser nuestro passe-partout para la alta
sociedad, palacios, funciones de
encargo…
—Llévame hasta él. Primero quiero
comprobar su fluidez en la lengua
húngara.
Así Edge y Rouleau escucharon, este
último con aires de propietario
complacido, mientras Florian y Willi
conversaban tan volublemente y, para
quienes los oían, tan
incomprensiblemente como dos
húngaros nativos. Luego cambiaron de
lengua y después del italiano y el
francés pasaron a otras que Edge ni
siquiera podía nombrar. Por fin Florian
dio por terminado el coloquio y anunció
que Willi se incorporaría a la compañía,
que ya habían acordado el salario y que
la primera tarea de Willi sería diseñar
para el Florilegio un programa impreso
y vender los espacios para anuncios a
los balnearios de Rosenheim. Después
de esto viajaría como su representante
en su propia calesa, conducida por su
propio sirviente personal, y su primer
viaje en tal cargo sería a Munich.
—Tal vez —dijo Rouleau,
sonrojándose un poco—, como soy un
polluelo sin alas hasta que Bum-bum
vuelva con nosotros, podría ir con Herr
Lothar… para enseñarle los trucos, por
así decirlo.
—Hazlo, Monsieur Roulette —
contestó Florian—. El joven parece muy
experimentado en el trato con
funcionarios, pero es probable que
nunca en su vida haya regateado con un
comerciante en piensos o un carnicero.
Menos de una semana después, Willi
Lothar presentó a Florian la primera
prueba de imprenta de un exquisito
programa de tapas duras, impreso en
azul y negro sobre varias páginas de un
buen papel blanco. Las dos páginas
centrales contenían la lista de todos los
números y atracciones, con ampulosas
descripciones llenas de adjetivos
superlativos. Las demás páginas
contenían anuncios casi igualmente
fervorosos del Kaiserbad, Ludwigsbad,
Marienbad, Johannisbad y otros varios,
cada uno intentando superar las
pretensiones de los demás de
resurrecciones milagrosas debidas a sus
baños de fango, baños ferruginosos,
métodos esotéricos de masaje, curas de
agua, curas galvánicas, curas de dieta,
etc. Willi también entregó a Florian la
pesada bolsa de dinero que había
ganado con esta gestión.
—¡Magnífico! ¡Un inicio prometedor
de tu nueva carrera! —exclamó Florian
—. Di al impresor que encargue dos mil
ejemplares de esta hermosa biblia. Y di
al portero Banat que las ha de tratar
como biblias, entregando los programas
al público cuando entre en la carpa y
recogiéndolos cuando salga, a fin de que
podamos usarlos una y otra vez. Luego
tú y Jules ya podéis partir hacia Munich
cuando queráis.

Alrededor de otra semana después y a


una hora temprana en exceso, toda la
gente del circo se despertó, o mejor
dicho saltó de la cama, camastro o paja,
al oír un ruido estridente y
ensordecedor. Incluso los animales se
sobresaltaron, iniciando un concierto de
rugidos, graznidos, relinchos, ladridos y
ruidos de trompa que expresaban el
mismo susto y la misma consternación
que las exclamaciones de los humanos:
—Ach y fi! —gritó Dai Goesle
cuando saltó de la litera del remolque
con sus largos calzoncillos, chocando
con Zanni Bonvecino, que también
saltaba y gritaba:
—Che peto forte!
El tercer hombre del remolque, en
cambio, se limitó a incorporarse en la
litera, sonreír beatíficamente y decir:
—Carl Beck ha traído mi órgano de
vapor.
—Por el camino yo encontrarme con
Jules y su hombre nuevo —contó
Bum-bum a Florian y a todos los otros
que habían salido a la helada mañana,
envueltos en batas, mantas y alfombras.
Todos ponernos a cortar leña para
encender la caldera del Dampforgel a
dos kilómetros de aquí y así poder dar a
todos una buena sorpresa.
La mayor parte de la compañía
gruñó una opinión desfavorable sobre su
buena sorpresa («Diantre, si los dos
elefantes pudieran cantar —dijo
Mullenax—, sonarían así») y volvió a
sus calientes remolques y carromatos.
Pero Florian, Edge, Fitzfarris y algunos
otros permanecieron a la intemperie, con
el aliento echando vapor como el órgano
mientras expresaban su admiración. No
es que su aspecto fuese muy admirable;
Beck lo había construido con fines
exclusivamente funcionales, de modo
que sólo era una voluminosa maquinaria,
maciza, compleja y tortuosa que
asomaba por los lados de la carreta en
que la había traído. Como una
locomotora de tren, tenía una caja de
fuego bajo la caldera, pero aquí
terminaba su parecido con una
locomotora. De la caldera salían tubos
de cobre que serpenteaban en todas
direcciones hasta culminar en una hilera
de tubos verticales de diversos tamaños
y aberturas con reborde como los de un
órgano de iglesia, pero aquí acababa el
parecido con un órgano. El teclado era
exclusivo del órgano de vapor: nada de
delicadas teclas de marfil sino sólidas
teclas de madera, de unos diez
centímetros de anchura porque había que
tocarlas con los puños. La presión del
vapor dentro de los tubos del órgano era
tal, que sus tapones tenían que
mantenerse cerrados con pesados
muelles, de modo que la conexión de
teclas con tapones requería golpes
bastante fuertes.
Allí estaba el artilugio, sacando
nubes de humo azul y vapor blanco y
brillante mientras Beck, inclinado sobre
las teclas, lo aporreaba con los puños y
le arrancaba bufidos y resoplidos que
querían ser unos compases de Les
patineurs. La tienda entera de la
ménagerie volvió a emitir un bramido
semejante al del órgano de vapor y
desde el Kaiserbad se acercaron
corriendo varios empleados del hotel y
tres policías de Rosenheim. Todos se
detuvieron a una prudente distancia del
humo y el vapor y preguntaron a gritos si
debían avisar a la brigada de incendios.
Florian gritó unas palabras
tranquilizadoras y se marcharon, pero
volviéndose a mirar por encima del
hombro y murmurando entre ellos.
—Creo —dijo Florian— que sería
mejor aplazar cualquier demostración
ulterior hasta una hora más decente.
Carl, ¿puede aprender a tocar esto tu
acordeonista eslovaco?
—Cualquier persona de brazos
fuertes poder aprender.
—Muy bien. Enséñale. Diré a
Stitches y sus carpinteros que erijan una
decorativa glorieta de madera para
alojar la máquina. En cuanto esté hecha,
caballeros —levantó la voz como
cuando anunciaba algo en la pista—,
¡nos iremos de aquí y viajaremos en
grand cortège para entrar desfilando en
Munich!
2
Edge volvió al remolque del que había
prohibido salir a Autumn cuando los
despertó lo que había sonado como el
toque del Juicio Final. Ahora Autumn
iba en bata y había encendido el
pequeño hornillo de queroseno para
hacer el desayuno.
—He visto el órgano de vapor desde
la ventana —dijo— y me gustaría mucho
verlo más de cerca.
—Fuera hace un frío glacial,
querida. El viento sopla directo del río
helado.
—Y hace una semana desde que me
dejaste salir para ver el espectáculo.
Zachary, cariño, no puedo explicarte lo
horriblemente aburrida que me resulta
esta cautividad. Me siento como
Rapunzel en su prisión de la torre.
Incluso leer se ha vuelto muy difícil.
Enfocar la página, quiero decir. Ahora
sólo puedo hacerlo cerrando un ojo y
esto se hace muy pesado.
Edge se mordió el labio, pero
respondió tan alegremente como pudo:
—Haremos una cosa, Rapunzel. El
primer día de sol, aunque haga frío, te
daré otro permiso. Goesle ya ha
colocado en su lugar las nuevas sillas
con respaldo, así que reservaremos una
para ti. Esperaremos a que hayan
entrado todos los patanes y calentado un
poco la tienda y te sentaremos justo
antes de la cabalgata inicial. Para
entonces el órgano ya formará parte del
espectáculo, de modo que podrás verlo
de cerca. ¿Te parece bien?
—Estupendo —contestó ella, feliz
—. Rapunzel da las gracias a su
bondadoso raptor.
Se volvió para sonreírle y su ojo
turbio y más bajo le hizo un guiño alegre
y espantoso que estremeció más a Edge
que el viento gélido del Inn.
Ahora Goesle y sus ayudantes
dedicaban todo su tiempo libre a
construir el armazón encargado por
Florian para cubrir la maquinaria
desnuda del órgano de vapor. Realizaron
un trabajo tan elaborado de volutas
ornamentales con la sierra de
marquetería que el órgano —con un
asiento de cuero para el organista—
acabó escondido dentro de algo que
podía pasar por una glorieta llena de
flores. Después, tras pintar el carro y la
glorieta de blanco y azul para que
hiciera juego con el resto de la
caravana, doraron los trozos de filigrana
más adornados. Mientras trabajaban y el
órgano era inaccesible para él, Carl
Beck pasaba el rato en el Kaiserbad,
aliviando la rigidez de sus miembros
con un baño de horas en agua salina y
caliente. Pero esto le daba rigidez en el
cuello, porque debía sostener al mismo
tiempo sobre la cabeza una gran masa de
fango sulfuroso supuestamente bueno
para el crecimiento del cabello.
Entre una cosa y otra, Beck no tuvo
tiempo de encender de nuevo su órgano
de vapor e incorporarlo al espectáculo
hasta la función de tarde del último día
del Florilegio en Rosenheim. El día era
frío, pero soleado, de modo que Edge
ayudó a Autumn a envolverse en muchas
prendas calientes y un velo, y luego la
hizo esperar en el remolque hasta el
último minuto antes de la cabalgata.
Rosenheim había continuado llenando el
circo y este día de despedida atrajo a un
nutrido público. La carpa estaba, pues,
atestada y bastante caliente cuando Edge
acompañó a Autumn a su silla de
estrella cerca de la pista. La banda
empezó a tocar la obertura del
Schuhplattler —de nuevo sin director,
porque Beck insistió en ser el organista
en el debut del órgano de vapor— y las
chicas de las barracas iniciaron su
movido baile.
Unos minutos después, todas las
bailarinas dieron un salto involuntario y
excesivamente alto —la multitud de las
graderías también— y el ruido de la
banda se extinguió por completo bajo el
repentino estruendo, mezcla de alarido,
ululato y chillido, que sonó fuera de la
tienda. Tras el estrepitoso impacto, en el
ruido pudo reconocerse la canción de
taberna Wein, Weib und Gesang, pero no
por eso se hizo menos ensordecedor. Un
caballo entró pausadamente por la
puerta trasera, tirando de la alta y
reluciente carreta nueva de la que
emanaba tanto el ruido como el olor
cálido y húmedo de una inmensa
lavandería de vapor. El caballo de Beck
había estado por lo menos un tiempo
cerca del clamor para acostumbrarse a
él y las asustadizas cebras no
participaban en esta cabalgata, pero los
otros caballos, los dos elefantes y el
camello entraron inclinados hacia atrás
como si los obligaran a subir por una
escarpada ladera y los animales
enjaulados estaban pegados a los
barrotes. No sólo los conductores y
cuidadores de los animales, sino
también todos los demás miembros del
desfile —excepto el invisible Beck y el
sonriente Florian— parecían casi
igualmente aturdidos y afectados por la
tempestad de ruido.
Sin embargo —por ser tanto la gente
como la fauna del circo infinitamente
adaptables a las circunstancias— al
tercer circuito de la carpa todos daban
la impresión de haber decidido
considerar el estruendo como un aplauso
más largo de lo normal, y como
consecuencia de ello estaban tranquilos.
Los artistas agitaban las manos,
saludaban y lanzaban besos a la multitud
—que aplaudía, aunque no se oyera—,
los animales caminaban orgullosos,
levantando mucho las patas, y las bestias
enjauladas se relajaron para disfrutar
del paseo. Cuando Beck dejó por fin
languidecer en un diminuendo Vino,
mujeres y canciones, su conductor
eslovaco apartó a un lado la carreta del
órgano para que el resto del espectáculo
le precediera en la salida de la tienda.
Cuando la fiera música del órgano se
extinguió, la banda recogió la melodía,
sonando liliputiense en comparación, y
el Kapellmeister pudo apearse de su
adornada glorieta y saludar en
agradecimiento a la ovación, ahora
audible.
—Por desgracia, el aplauso no ha
sido unánime —dijo Florian a Autumn
cuando él y Edge se sentaron con ella
durante el intermedio—. Tendremos que
omitir el órgano de la función de esta
noche y me alegro de que nos vayamos
mañana. Una delegación esperaba ante
la puerta trasera la salida de la
cabalgata (airados propietarios de
balneario, sus médicos y masajistas)
para decirme que un asombroso número
de alarmados pacientes suyos habían
saltado de los baños de fango y trepado
a las ramas de árbol más próximas
cuando Bum-bum ha tocado el primer
acorde.
Autumn se echó a reír y Florian la
imitó.
—Divertido, sí, pero no para Carl.
Ha preguntado con gran desánimo cómo
podrá entrenar al organista de repuesto
antes de llegar a Munich. Le he dicho
que pueden ensayar en la carretera,
siempre que sea un tramo deshabitado,
pero si alguna vaca sale disparada,
tendrá que aplacar a sus dueños.
Después del intermedio salió
Barnacle Bill, no más ebrio que de
costumbre, para dirigir los números de
Maximus, el trompetista Kewwy-dee y
los elefantes que formaban un puente.
Cuando terminaron, Domingo, Zanni y
Alí Babá divirtieron al público mientras
se desalojaba la pista. Luego la banda
tocó una polca para presentar el número
canino de los Smodlaka, y el matrimonio
rubio, los terriers y los niños albinos
entraron saltando y dando volteretas.
Pero cuando Pavlo adoptó la actitud de
director, no dio ninguna orden, sino que
enrojeció mucho, señaló a parte del
público con un dedo acusador y gritó:
—¡Otra vez estar aquí el espía!
Dejando atónitos a su familia y al
director ecuestre, saltó el bordillo de la
pista y se lanzó contra las sillas de
respaldo más cercanas, volcando
algunas mientras se abría paso a
codazos por entre los asombrados
espectadores, vociferando:
—¡Ya te veo, prljav husmeador! ¡Un
traje de mujer y un velo no engañar a
Pavlo!
Edge, furioso, hacía restallar el
látigo y tocaba el silbato, pero Pavlo no
se detuvo hasta que llegó a la silla de
Autumn, a quien arrancó el sombrero y
el velo con un rugido. Entonces
retrocedió, palideció, dejó caer el
sombrero, gimió: «Svetog Vlaha…!» y
se persignó con mano trémula. Los
espectadores que miraban fijamente al
loco, desviaron ahora la vista hacia
Autumn. Se oyeron murmullos de
«Himmel» y «Schrecklich» y «Mein
Gott» y más gente se santiguó. Los que
estaban más lejos, pensando que la
interrupción formaba parte del número,
se levantaron y alargaron el cuello para
ver qué ocurría.
Ahora Edge ya se encontraba al lado
de Autumn y la ayudaba a levantarse,
diciendo entre dientes a Pavlo:
—Vuelve a la pista, hijo de perra, y
sigue con el espectáculo.
Pavlo retrocedió, sin habla,
meneando la cabeza con incredulidad, y
se tambaleó hasta la pista, donde su
familia le miraba con temor y extrañeza.
Mientras Edge conducía a Autumn entre
las graderías en dirección a la puerta
trasera, la banda reanudó su música y se
oyó a Gavrila dar a los perros, en vez de
Pavlo, la primera orden: «¡Gospodjica
T erriest… igram!»
Autumn, impresionada y perpleja, no
dejaba de decir: «¿Qué pasa… qué
pasa…?», mientras Edge la sostenía y
llevaba lo más de prisa posible a través
del desordenado patio trasero, ante las
miradas inquisitivas de los peones
ociosos. Ya en su propio remolque, la
ayudó a quitarse las prendas de abrigo y
la acostó tiernamente en la cama.
—¿Qué…? —continuó diciendo ella
—. ¿Qué ha sido todo esto…?
—Tranquilízate, pequeña. Ya te dije
que ese hombre ha enloquecido de celos
profesionales. Y me encargaré de que lo
lamente. Pero ahora tengo que actuar yo,
hacer mi número de tiro. Después diré a
Florian que me sustituya como director y
me saltaré el número de volteo. ¿Estarás
bien hasta que vuelva?
—Sí… sí —dijo ella, distraída—,
no descuides tus obligaciones. Pero…
¿qué ha sido todo esto…?
Cuando Edge entró en la pista unos
minutos después como coronel Ramrod,
notó por primera vez desde que usaba
armas que sus manos temblaban y, por
primera vez desde sus días de recluta,
tuvo que concentrarse mucho para
apuntar bien. No obstante, pensando que
cada blanco era Pavlo Smodlaka,
terminó su actuación sin ningún
incidente. Después de que él y sus
ayudantes, Domingo y Lunes, hubieran
saludado, pidió a las chicas que se
cuidaran de la carabina y la pistola.
Luego dio a Florian el silbato y el
látigo, le dijo que Buckskin Billy no
actuaría en esta función y abandonó la
carpa, yendo primero a aporrear la
puerta del remolque de los Smodlaka.
Unos minutos después, cuando Edge
entró en su propio remolque, Autumn
seguía en la cama, ahora con la cara
apretada contra la almohada, pero había
puesto una cazuela de agua sobre el
hornillo. Como Edge tenía los nudillos
pelados y ensangrentados, se lavó las
manos antes de tocarla. Entonces se
detuvo, miró la cazuela y se quedó
helado. Las cortinas de la ventana
estaban descorridas y en el interior del
remolque había mucha luz, de modo que
Edge podía ver su reflejo en el agua con
toda claridad.
—Me has traído libros y toda clase
de distracciones —dijo tristemente
Autumn, con la voz ahogada por la
almohada—, y me extrañaba que no me
trajeras otro espejo. Se me ha ocurrido
mirarme en el agua, a plena luz.
Edge se tragó el nudo que tenía en la
garganta, se lavó y secó las manos y fue
a sentarse junto a la cama. Ella hundió
más la cara en la almohada y dijo otra
cosa.
—Vuelve la cabeza, Autumn. No te
oigo.
Autumn cambió un poco de posición.
—Puedes escucharme, pero no me
mires más. Te lo ruego. Dios mío, ¿qué
me está ocurriendo, Zachary? No sabía,
no me has dejado saber lo espantoso que
es. ¿Cómo podías soportar… estar
cerca…?
—Autumn, nadie sabe de qué se
trata. Ni el doctor Köhn, ni Maggie,
nadie. Pero no hables como si tuviera
que tolerarte. Maldita sea, mujer, yo te
amo.
—No puedes. Yo no puedo.
Acostada aquí… desde que me he
visto… he pensado que estoy en el sitio
justo. Un circo. Puede que ya no sea una
artista, pero sólo tengo que cruzar el
solar hasta el espectáculo
complementario y…
—Te he dicho que no hables así.
Le acarició la mejilla, el «lado
bueno» de la cara que había vuelto hacia
él.
—¡Pero soy grotesca! ¡Una gárgola!
—De repente olvidó sus propios males
y exclamó—: ¿Qué te has hecho en las
manos?
—He dado una jodida paliza a Pavlo
Smodlaka.
—Oh, esto es infantil. Tú mismo has
dicho que está desequilibrado. No ha
revelado deliberadamente…
—Lo sé, pero merecía un vapuleo,
aunque sólo fuera por interrumpir el
espectáculo. En cualquier caso, tenía
que pegar a alguien, a alguien
atrozmente maligno, y no puedo alcanzar
a Dios. Tú estás preocupada y asustada,
pero yo estoy preocupado y furioso.
—Nada de lo cual nos servirá. Pero
¿qué se puede hacer? —El pétalo de su
ojo visible se llenó de lágrimas.
—Tiene que haber algo y lo
encontraremos. Acosaremos a todos los
médicos de Europa si es necesario.
Tengo el nombre de uno que vive en
Munich y le visitaremos en cuanto
lleguemos allí.
La mantuvo abrazada hasta que el
ojo se cerró y se quedó dormida.
Munich estaba sólo a dos días de viaje
de Rosenheim y ahora el Florilegio
abandonó por fin el río Inn y tomó una
carretera que se dirigía al noroeste.
Beck y su acordeonista iban en la
carreta del órgano de vapor, conducida
por otro eslovaco que la dejó retrasar no
sólo detrás de los carromatos y animales
del circo, sino también de los vehículos
en que viajaba la gente de las barracas.
Incluso así, toda la caravana podía oír
los ululatos del Dampforgel mientras
Beck ensayaba con el organista que lo
tocaría a partir de entonces. Ninguno de
los caballos de tiro y ninguno de los
animales del ganado que pacían en los
campos contiguos a la carretera salió de
estampida, pero los caballos, vacas y
ovejas —y gente de las granjas—
miraron con extrañeza el órgano
mientras pasaba lentamente, despidiendo
vapor y humo. Y cuando la compañía se
congregaba en torno a sus hogueras,
Fitzfarris juraba que había visto
animales salvajes —alces, jabalíes,
lobos y Auerhahns— acercarse a
observarlos desde el lindero del bosque.
Florian comunicó a la compañía:
—Se me ocurrió contar a nuestro
nuevo organista que en Estados Unidos
llaman siempre profesores a quienes
tocan este instrumento, de modo que
ahora insiste en ser llamado así, y Banat
está disgustado porque suena más
prestigioso que su propio título de jefe
de personal. No obstante, como la
tradición americana admite el título
honorífico, acordaos todos de dar al
eslovaco el nombre de profesor si
alguna vez tenéis ocasión de hablar con
él.
—De todos modos, pronto será
demasiado sordo para oírlo —dijo
alguien.
—¿Dónde nos encontraremos con
Jules y Willi para que nos guíen al
campamento? —preguntó otro a Florian.
—No acordarnos nada, pero no dudo
de que nos encontrarán. Ellos no son
sordos.
Cuando, hacia las doce del día
siguiente, el perfil lleno de torres de la
ciudad apareció delante de ellos,
Florian detuvo la caravana.
—Mirad, ahí esta Munich, München,
que significa Monjes porque la llamaron
así en honor de aquellos excelentes
frailes que perfeccionaron el arte de
elaborar la mejor cerveza del mundo.
Ahora preparémonos para desfilar como
es debido.
Hizo adelantar al segundo puesto la
carreta del globo, detrás de su carruaje,
y todos los miembros de la banda
subieron a ella para que su música
pudiera oírse —aunque brevemente—
antes de que llegara el órgano, que iba a
la cola de la procesión. Bajaron los
paneles laterales de los furgones de las
jaulas y cubrieron a los elefantes y al
camello con sus mantos de flecos y
borlas. Magpie Maggie Hag había hecho
incluso gruesos y peludos madroños
azules para las puntas de los colmillos
de Mitzi. Los artistas adoptaron posturas
atractivas en los techos de los
carromatos y remolques, pero no se
quitaron las capas hasta que llegaron al
pie de los grandes edificios que
bordeaban las calles de la ciudad.
Florian tocó el silbato, Beck dio la
señal y la banda empezó la marcha
militar Auf der Heide y, mucho más
atrás, el órgano de vapor hizo lo propio.
La Rosenheimerstrasse condujo al circo
a un distrito urbano lleno de edificios
industriales, casi todos inmensos
bloques destinados a la fabricación de
cerveza. El aire era denso por el olor de
lúpulo y cebada en fermentación, y la
reverberación de la música entre las
altas paredes de ladrillo parecía
aumentar su densidad. Los trabajadores
se apiñaron en ventanas y puertas para
mirar —no podían evitar oír— y agitar
delantales, paletas y cazos. La cabalgata
cruzó después el puente Ludwig sobre el
río Isar y entró en el centro de la ciudad.
Ahora desfilaban por una ancha avenida
llamada Thal, que tenía vías de tranvía
que los conductores del circo debían
sortear cuidadosamente. Varios
conductores de tranvía, al oír acercarse
el circo, tuvieron que llevar a toda prisa
a sus caballos hacia bocacalles y dirigir
sus vagones «portatostadas» a calles
transversales desde las cuales agitaban
los puños a la cabalgata por alterar su
recorrido.
Pero más gente llenaba las aceras
para contemplar la procesión agitando
las manos, lanzando vítores y
aplaudiendo. Jules Rouleau y Willi
Lothar también debían de saber que el
circo había llegado a la ciudad porque
salieron a su encuentro ante la gran
Torre del Isar y los dos saltaron de entre
el gentío al carruaje de Florian.
—Willi nos ha conseguido un
terreno en el Englischer Garten —gritó
Rouleau a Florian—. Sólo él podía
hacerlo.
Florian indicó su asentimiento con
un ademán, pero no se dirigió
inmediatamente al parque, sino que
siguió la Thal bajo la gran arcada que
atravesaba el viejo ayuntamiento —y
cuando el órgano retumbó por aquel
túnel, retumbó de verdad— y que
condujo a la cabalgata a la Marienplatz,
la vasta plaza central de Munich, llena
de columnas conmemorativas y estatuas,
y rodeada de edificios cuyas fachadas
eran todo balcones, gabletes, frescos
murales y nichos en los que había más
estatuas.
De allí la caravana subió algunas
calles y bajó otras, unas anchas, otras
estrechas, todas impecablemente limpias
y ninguna sin la profusa decoración de
torres, fuentes y estatuas, además de los
edificios ya decorativos de por sí que
las flanqueaban. Todas las calles
rebosaban de muniqueses que agitaban
alegremente las manos. La cabalgata
rodeó los grandes teatros y museos, y
los muros del palacio y su parque antes
de salir a los espacios abiertos del
Englischer Garten, doscientas cuarenta
hectáreas de inmaculados prados,
magníficos y vetustos árboles, parterres
de flores —ahora vacíos y salpicados
de nieve— y cascadas orladas de
carámbanos. En un día de invierno no
había en el parque suficientes paseantes
para formar una multitud, de modo que
los artistas se apresuraron a envolverse
de nuevo en sus capas. Beck mandó a la
banda que dejase de tocar para dar un
respiro a sus labios y dientes doloridos
y también al organista para que
descansara sus magullados puños.
Cuando todos los miembros de la
compañía se hubieron apeado de los
techos y los peones hubieron aparcado
ordenadamente los carromatos y
remolques, Rouleau dijo a Florian:
—Willí y yo aún no hemos fijado
ningún cartel, no sabiendo con exactitud
cuándo llegaríais.
—Pues ya podéis empezar. El
personal estará ocupado con el montaje,
así que contratad a algunos Kinder
vagabundos para que lo hagan. ¿Habéis
encargado habitaciones de hotel?
—Ya están reservadas —contestó
Willi—. Espero que el hotel Vier
Jahreszeiten le resulte satisfactorio.
—Oh, del todo —dijo Florian—.
Según creo recordar, el Cuatro
Estaciones es de lujo con varias
estrellas. Puede que aumente
peligrosamente nuestro gusto por el
champaña, cuando sólo tenemos bolsillo
para cervezas.
Willi hizo una mueca de patricio
desdén.
—No se debe rebajar nunca el gusto
al nivel del propio bolsillo. A una
persona sin paladar para el champaña no
suelen ofrecérselo.
—Entonces ve y ordena que
preparen las habitaciones. Mientras
tanto yo deleitaré a la compañía con una
comida digna de paladares refinados en
la Torre China de este mismo parque.
Cuando Florian hizo extensiva esta
invitación a todos los miembros del
circo y la mayoría se apresuraron a
cambiarse la ropa por trajes de calle,
Edge dio las gracias, pero añadió que él
y Autumn no irían.
—Comeremos un bocadillo en el
remolque y tampoco necesitaremos una
habitación en el hotel. En cuanto
hayamos comido, quiero llevarla a este
médico —sacó el pedazo de papel—,
Renatc Krauss, de la Prinzregentstrasse.
¿Cómo lo encontraré?
—Es una mujer no un hombre. Una
doctora, algo muy poco corriente. En
cualquier caso, la Prinzregent es la calle
por la que entramos en este parque. No
te costará nada encontrarla.
La Torre China del parque era
exteriormente la copia fiel de una
inmensa pagoda, pero el interior del
restaurante brindó a la compañía una
comida muy bávara y además suntuosa:
sopa de albondiguillas de hígado,
pescado Waller a la parrilla,
Sauerbraten, patatas al perejil,
zanahorias en salsa de naranja, cerveza
Spatenbrau, vino dulce y, como postre,
un chalet de chocolate maravillosamente
moldeado, con tejado de mazapán
cubierto de nata. Después de aquella,
comida, la compañía casi necesitó ayuda
para subir a los carromatos que los
devolverían al circo.
Allí esperaba Aleksandr Banat para
decir a Florian: «Tener visita» y
alargarle una tarjeta impresa en varios
colores.
—«S. Schmied —leyó Florian en
voz alta—. Chefpublizist. Zirkus
Ringfedel». ¡Ja! Extraño nombre para un
representante. Acompáñalo a mi
remolque.
—No ser hombre, sino mujer —
aclaró Banat.
—Vaya, vaya, dos rarezas en un solo
día —murmuró Florian y, cuando la
saludó, dijo en alemán: No había
conocido nunca a una representante
femenina, gnädige Frau. ¿O es
Fräulein?
—Schmied es suficiente —replicó
ella, molesta. Florian la estudió y
decidió que S. Schmied debía de haber
sido una mujer hermosa antes de que la
edad mediana y el engreimiento
cobraran su tributo. La mujer continuó,
en tono un poco menos agresivo: He
venido a felicitarle, Florian, por la
bonita mentira que nos sirvió.
—Bitte? No he comunicado nada a
su organización, ni verdad ni mentira.
—Oh, basta ya, Florian. Por astuta
instigación suya, el Rirrgfedel está
comprometido a actuar durante los
próximos dos meses en una serie de
pueblos encantadores, pero
insignificantes. Los pasaríamos de largo,
pero admiramos tanto su astucia al
enviarnos hacia el interior para que
usted pueda prosperar aquí en Muních
que seremos buenos perdedores y no
sólo cumpliremos honorablemente estos
compromisos sino que los Herren Fedel
desean recompensar de buen humor a su
colega por la elegancia de su gesto.
—Ahora calle usted, Schmied.
Acabo de llegar de mi Mittagessen, en
el que he comido con exceso, y otra
ración de postre podría resultar
vomitiva. Hablemos con franqueza. Para
dar el ejemplo, empezaré yo. Admito sin
ambages que esperaba que mi telegrama
fuese interceptado y deseaba
ardientemente que alguien se lo tragara y
se atragantase. No me disculpo. La
venganza es lo que hace mover el
mundo.
—Muy bien. Se ha tomado su
venganza. Ahora los Herren Fedel
desean reconocerlo, tenderle
amistosamente la mano e incluso
ofrecerle un obsequio para evitar futuras
peleas entre…
—Le advierto, Schmied, que puedo
vomitar la comida en su falda. Sé muy
bien lo buenos perdedores y honorables
que son los Fedel. Fue su impetuosidad,
Chefpublizist Schmied, la que los
comprometió a actuar en esa región
remota y ahora los Fedel están ligados a
ese compromiso. Porque también tuvo
usted que acordar con los Ferrocarriles
Nacionales Bávaros el horario para la
libre circulación de su tren, las
desviaciones necesarias, etcétera, nicht
wahr?, y ahora los Ferrocarriles
Nacionales Bávaros no verán con
buenos ojos otro cambio de planes. Por
lo que sé de los Fedel, estarán
furibundos por este costoso error suyo y
probablemente la habrán amenazado con
despedirla. Por eso ahora está usted
aquí para ofrecerme un regalo. ¿Qué es,
dígame? ¿Una hoja entre mis costillas?
Le dirigió una mirada que podía ser
exactamente esto, pero fue capaz de
decir, sin demasiada mordacidad:
—Le ofrecemos el contrato de una
de nuestras estrellas. Le llamamos
Wimper.
—¿Pestaña? —preguntó Florian en
inglés y volvió en seguida al alemán—.
Un hombre bajito, supongo. ¿Qué clase
de enano?
—No es un noué contrahecho sino
un enano genuino, perfectamente
proporcionado, pero en miniatura. Tiene
unos cuarenta años y sólo mide cien
centímetros.
—Hum. La estatura de un niño de
cinco o seis años. Nada fenomenal para
un enano, Schmied.
—Pero su Florilegio no tiene
ninguno, como nosotros sabemos,
naturalmente. Un niño de cinco años con
bigote y fumando eine Zigarette es
mejor que nada, ¿no le parece?
—¿Y ustedes me lo cederían así, sin
más?
—Sí. Para reconciliarnos.
—Monsergas. El tal Wimper es un
estorbo del que se quieren librar. ¿Cuál
es su defecto particular? ¿Roba? ¿Se
oculta en el vestidor de las mujeres?
—No. —Suspiró y se encogió de
hombros—. Sólo el defecto habitual de
los de su clase. Es un pequeño bastardo
irritable.
—Hum. Quizá podríamos usar a otro
mocoso. El que tenemos está muy
virtuoso y comedido últimamente.
Descríbamelo.
—Finge ser un Volksdeutscher y en
su salvoconducto figura el nombre de
Samuel Reindorf. En realidad es polaco
y se llama Hujek o algo parecido. Esto
debería describirle bastante bien. Pero
en la pista o en la tarima del anexo hace
un número de baile, se pavonea como un
ser humano de verdad, invita a una
mujer gorda del público a formar pa reja
con él, und so weiter, y el contraste con
la realidad es cómico. Aunque con
nosotros viaja en tren, posee su propio
remolque y caballo.
—Muy bien. Tal vez lo acepte,
Schmied… y también una tregua entre
nuestros establecimientos… si ustedes
incluyen una acción gratis.
—Lieber Himmel! ¿Qué más? El
Ringfedel no tiene una provisión
ilimitada de gente superflua.
—Vamos. Estoy seguro de que se le
ocurrirá algo.
—Regatea mucho, Florian, para
alguien que recibe regalos. Sin
embargo… bueno… está el Turco
Terrible…
—Un hombre forzudo, sin duda. Ya
tengo uno.
—No puedo ofrecerle nada más. Mis
jefes no saltaran de júbilo por este
acuerdo. Podría mencionar que el Turco
Terrible también tiene su propio
remolque, caballo, trajes, atrezo…
—Entonces deme un poco de tiempo
para pensarlo, consultar con mi director
ecuestre, etcétera.
—Ya me lo hará saber, pues. Estoy
en la pensión Finkh.
—Los Fedel no la miman cuando
hace trabajos de representación,
¿verdad? ¿Se quedará uno o dos días
más? Le comunicaré mi decisión en
cuanto la haya tomado.
—Y usted tendrá a Wimper y al
Turco Terrible en cuanto los necesite —
replicó Schmied con la primera sonrisa
que quiso permitirse.

Con una sonrisa muy similar, Paprika


decía, soñadora:
—Después de una comida opípara
como ésta, siempre tengo ganas de hacer
el amor. ¿A ti no te pasa lo mismo,
pequeña kedvesem?
—Oh, sí, a veces —admitió
Domingo, pero se apresuro, a añadir—:
Aunque no con el estómago lleno.
Las dos habían ido a desplomarse
sobre sus literas después del banquete
en la Torre China; Clover Lee y Lunes
habían sido reclamadas por Magpie
Maggie Hag para probarse trajes y ahora
Paprika y Domingo yacían casi inertes
en sus lados opuestos del remolque,
mirando soñolientas la curva del techo.
—Entonces, ¿cuándo lo deseas? —
preguntó Paprika. ¿Cuando te invitan los
tipos de las sillas?
—No. Hasta ahora ninguno de ellos
me ha impresionado mucho. —Domingo
vaciló y miró de soslayo a Paprika—.
Supongo que es extraño, pero sólo me
siento… excitada… de esta manera…
cuando bajo de un paseo en globo.
—No hay nada de extraño en ello,
angyal. Es muy corriente que la
experiencia de una gran aventura o un
alto riesgo cause excitación.
—¿Ah, sí? —dijo Domingo,
fingiendo falta de interés.
Tras un minuto de silencio, Paprika
preguntó:
—¿Elevará Jules el Saratoga aquí
en Munich?
—Espera hacerlo, si el tiempo lo
permite.
—Y esta vez te toca a ti volar, ¿no?
Después de otro silencio prolongado
Domingo contesto:
—Sí.
—Ya puede vestirse, Fräulein Auburn
—dijo la doctora Krauss cuando hubo
terminado el largo y exhaustivo examen
—. Luego reúnase con su amigo en mi
despacho para que yo pueda hablar con
ambos a la vez.
—Si… si es una mala noticia
preferiría que él no la supiera.
—Y yo prefiero que obedezca mis
órdenes —replicó la doctora Krauss.
Cuando la doctora se sentó detrás de
la mesa y ellos dos al otro lado, echó
una mirada a sus notas y dijo a Autumn:
—De acuerdo con mis
conocimientos de historia británica,
ustedes los ingleses tienen sangre
sajona.
—¿Es ésta mi enfermedad? —
preguntó Autumn con una pálida sonrisa.
—Si es parcialmente sajona, espero
que tenga la virtud teutónica de la
gelassenheit… ecuanimidad y
compostura, incluso en la adversidad.
—Los ingleses lo llamamos flema
—dijo Autumn, pero su sonrisa se hizo
vacilante.
—Dejemos sus virtudes —cortó
Edge, impaciente— y oigamos la parte
adversa.
La doctora le miró y asintió con la
cabeza, pero siguió hablando a Autumn:
—Es por esta noticia que desearía
verla gelassen. Debo decirle que se está
muriendo.
Tanto Autumn como Edge se
estremecieron visiblemente y Edge dijo,
horrorizado:
—Maldita sea, señora, usted sí que
está gelassen.
Autumn le pidió con un gesto que se
calmara y habló:
—Frau Doktor, ¿quién de nosotros
no se está muriendo?
—Algunos antes que otros. Podría
haber endulzado las palabras, Fräulein,
pero habría sido una crueldad. Ahora
que sabe lo peor, el resto de lo que debo
decir le parecerá trivial, mientras que si
hubiese empezado suavemente para
llegar poco a poco a tan tremendo
pronóstico, usted habría sufrido con
cada palabra.
—Entonces dígame ahora, por favor,
todas las palabras.
—El término médico tisis fibroide
no le dirá mucho. Dentro de sus huesos
se están formando y multiplicando unos
tubérculos que los agrandan de modo
antinatural, actualmente en los huesos
del cráneo, y, triste es decirlo, esta
forma de tisis no responde a ningún
tratamiento conocido.
—Ha dicho «actualmente», doctora.
¿Se extenderá a otras partes de mi
cuerpo? Ya tengo un aspecto repelente.
¿Me volveré todavía más fea?
La doctora bajó la vista y carraspeó.
—Lo considerará una broma de mal
gusto si le digo que esta enfermedad
sólo se cura con la muerte. Y me
considerará insensible si empleo la
palabra «afortunada», pero lo haré. Si la
enfermedad hubiese atacado primero en
otra parte, es casi seguro que habría
invadido una estructura ósea tras otra,
convirtiendo su vida en un tormento de
dolor e impotencia. Sin embargo, y en
comparación, afortunadamente, ha
atacado el cráneo. Su crecimiento
continuará, pero no por mucho tiempo
porque no sólo desfigura su rostro y
cabeza sino que también crece por
dentro. Antes de que pueda verse mucha
más deformación, el hueso habrá
comprimido una arteria vital o los
lóbulos vitales de su cerebro. Morirá, Y
se ahorrará mucho dolor. ¿Me atrevo a
emplear la palabra «agradecida»?
—Por Dios Todopoderoso —
murmuró Edge, desplomándose en la
silla.
Pero Autumn continuó erguida y el
rostro deformado permaneció tranquilo.
—Sí, por lo menos agradeceré esta
merced. Gracias, Frau Doktor. ¿Puede
calcular cuándo? ¿Y llegará a ser
intolerable el dolor de cabeza?
—No creo que empeore tanto que no
pueda ser aliviado con el Compuesto de
Dresser. Le daré una cantidad que
dure… lo suficiente. Pero no puedo
predecir con exactitud el tiempo sin
tenerla bajo observación para estudiar
la rapidez con que se multiplican los
tubérculos. Y una sajona robusta no
desearía pasar sus últimos meses, o
semanas, lo que sea, languideciendo en
una clínica. Váyase y disfrute cuanto
pueda del mundo durante el tiempo que
le queda. Y vaya, como decimos
nosotros, mit Kopf hoch, con la cabeza
alta, o como dicen ustedes los ingleses,
con el labio superior rígido.
Mientras Edge, aturdido,
acompañaba a Autumn a la puerta y a la
calle, ella murmuró:
—Me pregunto por qué decimos
esto.
—¿Eh? —masculló Edge desde el
fondo de su aturdimiento.
Autumn se bajó el velo del sombrero
para ocultar su rostro, ya con las
primeras lágrimas, dijo:
—Es el labio inferior el que tiembla.
3
—Diablos, sí, me encantará tener un
enano en el espectáculo —dúo Fitzfarris
—. No me importa que su carácter sea
odioso. Acabo de perder la mitad de mi
número de serpientes y todo el de la
Amazona y Fafnir.
—¿Le pasa algo a Meli? —preguntó
Florian.
—No, a ella no. A esa pitón suya.
Precisamente ahora que estamos en la
ciudad más grande de las que hemos
conocido, se le ocurre cambiar la piel.
—¿Y esto la incapacita para
trabajar?
—Ya lo creo. Huele a mil demonios,
Meli dice que es una atención común en
las pitones, especialmente las viejas. No
volverá a estar presentable hasta dentro
de una semana o dos y me alegro de no
compartir el remolque de los Vasilakis.
Mientras tanto, Meli sólo podrá hacer el
número de la medusa con las serpientes
pequeñas. De modo que, sí, aceptaré
todas las atracciones nuevas que pueda
conseguirme.
—Y tú, Hacedor de Terremotos,
¿qué opinas de contratar al turco? —
preguntó Florian a Yount—. Sólo has de
decir que no y lo rechazaré.
—Bueno, director, mi primer
impulso fue decir que no, pero no quiero
rechazar algo que pueda mejorar nuestro
espectáculo, y creo que un número de
dos hombres forzudos lo mejoraría. Los
dos podemos fingir una competición en
la pista, a ver quién es el más fuerte,
incluso hacer un combate de lucha libre.
Si es un tipo quisquilloso, podemos
turnarnos para ganar.
—¡No, eso no! —exclamó Fitzfarris,
animándose. El combate será otro
negocio como el juego del ratón.
Aceptaré apuestas por el vencedor cada
vez que luchéis. Sólo un tonto haría
semejante apuesta, claro, pero siempre
hay muchos tontos. Cuando haya tomado
nota de todas las apuestas, Obie, os haré
una señal, a ti y al nuevo forzudo, para
que sepáis quién debe ganar.
—Aquí llega nuestro director
ecuestre —dijo Florian—. También
hemos de pedir su consentimiento.
Pero Florian preguntó primero a
Edge sobre la visita al médico y el
estado de salud de Autumn.
—La misma historia —mintió Edge
—. Ha de seguir tomando esos polvos.
No hay perspectivas de su pronta
reincorporación al espectáculo, pero la
doctora Krauss dice que no debe
permanecer tan recluida. Por lo menos
podrá ver el espectáculo siempre que lo
desee.
—Ah, esto ya es algo. Nos
sentiremos felices de tenerla entre
nosotros aunque sea sólo como
espectadora.
Florian habló entonces a Edge de la
visita de la Schmied del Zirkus
Ringfedel y la posibilidad de adquirir a
dos artistas nuevas para la compañía.
Edge contestó que no tenía
objeciones si nadie más se oponía y
solamente observó:
—Obie, ahora veo que aún no eres
todo un profesional, porque no tienes
celos profesionales.
—Lo único que me daría celos —
dijo Yount— sería que ese turco
conquistara a más mujeres de las sillas
que yo.
—En tal caso enviaré un mensajero
a Schmied —decidió Florian—, pero no
hasta mañana. Quizá así lograré que
pase una mala noche. Edge realizó una
rápida inspección del campamento, no
encontró nada que requiriese su atención
y volvió al remolque, donde halló a
Magpie Maggie Hag haciendo compañía
a Autumn.
—He confiado el veredicto a
Maggie —dijo Autumn.
—Entonces, ¿por qué me has
prohibido decirlo a Florian o a los
demás?
—Porque no hay razón para hacer
sufrir a nadie. Ojalá no sufrieras tú.
Quizá tampoco es justo para Mag, pero
se lo he dicho porque… hacia el fin tú…
puedes necesitarla. Entretanto, quiero
que pongas buena cara y yo… —Hizo un
esfuerzo para bromear—. Como nadie
podría decir si mi cara es valiente o no,
la mantendré cubierta por el velo.
—No todo lo bello tiene que ser
bonito —gruñó la gitana.
—Eres un encanto por decir esto,
Mag.
—Yo nunca fui bonita, así que no
siento amargura porque no lo soy de
vieja. Sólo las mujeres que fueron
hermosas se enfadan y agrian cuando su
belleza desaparece. Tú tienes más suerte
que ellas. Morirás joven y encantadora,
no vieja y mezquina.
—Vaya, ¡que me jodan si veo alguna
suerte en esto! —exclamó Edge—. Y
por mucha filosofía de carpa…
—¡Qué vergüenza, Zachary! —
amonestó Autumn—. Debes una disculpa
a Mag. Sabes muy bien que nunca ha
engañado a ninguno de nosotros. Y
cuando vuelvas a pensar con claridad,
tendrás que admitir que tú y yo hemos
tenido una suerte maravillosa. Nos ha
dado más de un año juntos y todo lo
sucedido ha sido bueno. En parte porque
compartíamos esas experiencias juntos
por primera vez, nada ha sido repetitivo
ni monótono. Ninguno de los dos se ha
cansado o perdido su atractivo. Y
ahora… ahora seguiremos disfrutando
de las cosas, quizá todavía más, porque
sabremos que nos ocurren por última
vez.
Edge contuvo su impulso de patearlo
y destrozarlo todo y murmuró:
—Sí, está bien. Te pido perdón,
madame Hag.
A partir del día del estreno, el
Florilegio tuvo tanto éxito de público en
Munich como lo había tenido en
Rosenheim y lo mismo ocurrió con el
espectáculo del intermedio y todas las
barracas de la avenida. Florian y Beck
tendían a dar gran parte del mérito al
órgano de vapor, que tocaba música
alegre durante una hora antes del
comienzo de cada función. En los
amplios espacios abiertos del
Englischer Garten podía sonar sin
ensordecer ni molestar al populacho
local, pero se oía hasta la, Marienplatz,
en el centro de la ciudad, donde, como
dijo Beck con orgullo, «ser música de
Lorelei para los muniqueses».
Aunque el número de la Amazona y
Fafhir había sido suspendido
temporalmente, el furgón rojo recogía
plata, cobre, billetes y algún que otro
carolino o maximiliano de oro en tan
grandes cantidades que Florian no
dejaba de sonreír —su sonrisa se
ensanchaba los días en que pagaba el
salario a la compañía—, y todo el
mundo sabía que se habían pagado con
creces la ménagerie y otras
adquisiciones recientes. De hecho,
Florian animó a incurrir en más gastos
durante las semanas de estancia en
Munich. Goesle y Beck pusieron ruedas
nuevas a los vehículos que las
necesitaban y las decoraron todas con
paneles «en forma de sol» hechos con la
sierra de marquetería y pintados de
vivos colores, y también ampliaron y
mejoraron la iluminación de carburo de
las funciones nocturnas.
Jules Rouleau asediaba
continuamente a Carl Beck para que
interrumpiera estas prosaicas tareas y
elevara al aire su globo. Beck, sin
embargo, señalaba con gran sensatez que
el circo no necesitaba de momento
ningún reclamo, que hinchar ahora el
Saratoga requeriría más productos
químicos y más tiempo que las veces
precedentes —el frío, explicó, enrarecía
el aire, por lo que haría falta más
hidrógeno para elevar el globo— y que
además, como Monsíeur Roulette
advertiría fácilmente por sí mismo, el
actual invierno muniqués era muy
ventoso y por lo tanto muy poco seguro
para viajar en globo.
Un día Florian dijo a Beck y Goesle:
—He pasado demasiado tiempo
dirigiendo el Florilegio con el sombrero
y los bolsillos del chaleco. Incluso los
salvoconductos son ya demasiados para
que pueda recordarlos todos. Necesito
una oficina.
Así pues, Stitches y Bum-bum
remodelaron el furgón rojo del museo y
supervisaron el trabajo de
reconstrucción de los eslovacos. Como
el único ocupante permanente del furgón
era el Auerhahn, redujeron la parte del
museo a una jaula de alambre para el
pájaro y convirtieron el extremo de la
taquilla en una verdadera oficina sobre
ruedas. La taquilla de Magpie Maggie
Hag seguía en la parte posterior del
furgón, pero ahora tenía a sus espaldas
una habitación de buen tamaño con una
ventana en cada lado, una mesa
escritorio con lámpara de queroseno,
una silla para la mesa y otra para
cualquier visita de negocios y un
archivador para los salvoconductos, los
nuevos libros mayores y el creciente
papeleo que el Florilegio empezaba a
necesitar para su contabilidad y sus
operaciones.
Durante todo este tiempo Edge hizo
lo que Autumn le había pedido, ocultar
su pena y cumplir fielmente con sus
numerosas obligaciones. Como siempre
era reacio a renunciar a la presencia de
Autumn, la convenció para que asistiera
al mayor número posible de
representaciones y en un lugar donde
pudiera observarla… aunque sólo fuese
una figura con velo y anónima entre el
público. No se reprodujo más la
desagradable escena de Pavlo; éste,
como había señalado Florian, era un
hombre muy mejorado y comedido, o al
menos reservaba su mal genio para sus
seres queridos. En cualquier caso, ya no
tenía prisa para abandonar la pista e
incluso había añadido algo a su
actuación: ponía a los tres perros
cabezas de caballo en miniatura, hechas
con cartón, y colas falsas para su
entrada en el diminuto carro romano y
entonces les hacía hacer ejercicios de
dressage equino antes de quitarles el
disfraz y empezar el número
acostumbrado.
Los otros artistas también
introducían, como siempre,
refinamientos de sus actuaciones
habituales y probaban números nuevos.
Barnacle Bill había amaestrado hasta tal
punto a los tigres Rajá, Rani y Siva, que
al restallido de su látigo saltaban sobre
unos pedestales de madera puestos en su
jaula. Entonces entraba en el reducido
espacio, gritaba «Hoch!» y ellos se
sentaban sobre sus cuartos traseros,
pateando en el aire.
—No es mucho, pero merece
exhibirse —dijo a Edge—. Me ha
costado bastante tiempo. Ahora espero
enseñarlos a saltar de un pedestal a otro.
Verás, cuando se tiene a un gato en un
pedestal no hay tanto peligro de que se
te eche encima, porque es una posición
incómoda para saltar.
—Está bien, Abner. Pon a los tigres
en la próxima función —contestó Edge,
retrocediendo y pensando que el aliento
de Mullenax era tal vez su mejor
protección contra un ataque.
Los payasos introdujeron dos
novedades en su número. Una consistía
en que Alí Babá entraba en la pista
montando el caballo enano,
Rumpelstilzchen —lo cual siempre
provocaba risas—, pero después el
animal no hacía otra cosa que esperar
con paciencia mientras Fünfünf y Zanni
bromeaban acerca de él. La otra
novedad era más activa y calculada para
complacer a la conocida preferencia de
los muniqueses por el humor grosero.
Zanni y el pequeño Alí Babá se ponían
grandes guantes de púgil y simulaban un
combate ridículamente desigual,
intercambiando innumerables puñetazos
fingidos pero resonantes y concluyendo
la lucha desplomándose «inconscientes»
los dos a la vez, con la cabeza de uno
contra el trasero del otro. Entonces Alí
Babá levantaba de repente la cabeza,
miraba horrorizado, se tapaba la nariz,
agitaba la otra mano como para limpiar
el aire y gritaba en alemán al orgulloso
árbitro, Fünfünf:
—¡He ganado!
—¿Cómo lo sabes?
—¡Zanni acaba de exhalar el último
suspiro!
(Carcajadas, aplausos y pateos entre
los muniqueses).
Incluso Autumn contribuía a la
creciente variedad y calidad de las
actuaciones circenses ayudando a Jörg
Pfeifer en la instrucción funámbula de
Lunes Simms. En los intervalos entre las
funciones de tarde y noche Autumn se
dirigía a la pista, donde ensayaban
numerosos artistas y los eslovacos
barrían la basura y enderezaban las
graderías y las sillas para la función
siguiente. Si alguna persona se
extrañaba de que Autumn fuera siempre
vestida de calle y cubierta con un velo
tupido, su cortesía circense le impedía
preguntar la razón e incluso referirse a
la rareza.
Pfeifer ya tenía a Lunes trabajando
muy arriba bajo la cúpula de la tienda y
la chica estaba bien acostumbrada a la
altura. Iba disfrazada de deshollinador,
con leotardos negros, la cara tiznada y el
cabello escondido bajo el sombrero de
copa más viejo de Florian. En vez de
pértiga llevaba un largo cepillo de
chimeneas. Pfeifer, de pie en la
plataforma de descanso, le gritaba las
instrucciones —en general
exhortaciones como «¡Más cola! ¡Saca
la cola hacia afuera!»— porque su
número, aunque requería precisión
artística, era totalmente un número
cómico, todo movimientos angulosos,
tirones, sacudidas y tropiezos fingidos.
Autumn no podía subir a la plataforma ni
pretender inmiscuirse entre maestro y
alumna, de modo que cuando quería
hacer una sugerencia, llamaba a Pfeifer
para que él la enviara por el aire a
Lunes:
—Herr Pfeifer, ¿quiere pedir a miss
Simms que haga una pausa después del
deslizamiento del cangrejo y
permanezca unos cuatro segundos
perfectamente inmóvil antes de empezar
el paso vacilante?
Pfeifer lo repitió y Lunes se detuvo,
haciendo oscilar un poco el largo
cepillo para mantener el equilibrio.
—Ahora, mientras está quieta —
prosiguió Autumn—, ¿quiere decirle,
Herr Pfeifer, que pasee la mirada en
torno a la carpa, hacia todo el público?
Lunes obedeció con cuidado, aunque
perpleja por la orden. Luego, al no
haber más instrucciones, ejecutó el paso
vacilante, las cabriolas y el resto de su
actuación. Autumn explicó, cuando ella
y Pfeifer hubieron bajado por la
escalera de cuerda:
—Durante el momento de la pausa
¿has observado, Lunes, que todos los
presentes te miraban? Herr Florian, el
coronel Ramrod, incluso los eslovacos
han dejado de trabajar para mirarte. No
a Zanni y Alí Babá, que ensayan allí, ni
a Barnacle Bill, que está en la jaula de
los tigres. Te miraban a ti.
—Sí, lo he visto. ¿Por qué me ha
hecho fijar?
—Acabas de aprender un truco sutil
del arte dramático. Cuando todas las
demás personas de una pista llena o de
un escenario atestado están en febril
movimiento, lo que cautiva la atención
del público es la figura solitaria que
mantiene una inmovilidad perfecta.
Recuerda que siempre que lo desees
puedes atraer así a un auditorio, mejor
incluso que con un foco dirigido hacia ti.
Pfeifer asintió para confirmarlo.
—Esto puede marcar la diferencia
entre un simple ejecutante y una
auténtica estrella.
—Oh, yo no puedo ser eso —dijo
Lunes—. Nadie sino miss Autumn puede
ser estrella de la cuerda.
Autumn se inclinó, besó a Lunes en
la mejilla a través del velo y dijo:
—Procura que me olviden.

Un día, cuando ya hacía tres semanas


que el Florilegio actuaba en el
Englischer Garten, dos remolques muy
usados y deteriorados por la intemperie
torcieron hacia el circo desde la avenida
del parque. Unos minutos después Banat
llevó a sus propietarios al furgón de la
oficina, donde Florian discutía rutas
futuras con Willi Lothar, y anunció a los
recién llegados con la formalidad de un
portero en un baile de gala:
—¡Shadid Sarkioglu, el Turco
Terrible! ¡Samuel Reindorf, el Wimper!
—¡Ah, caballeros, bien venidos,
bien venidos! —saludó Florian con
efusión—. Hacen una pareja
impresionante.
Era cierto porque al ser el turco tan
alto y corpulento como el Hacedor de
Terremotos, el Wimper parecía un
insecto a su lado. Pero ellos dijeron, en
voz alta y al mismo tiempo:
—¡Efendi, no somos una pareja!
Hemos tomado el mismo camino, nada
más.
—¡No me apareje con este enorme y
apestoso Turco Terrible!
—Bueno, por lo menos los dos
hablan inglés —dijo Florian—, lo cual
es una agradable sorpresa.
—Tuve que aprender muchas
lenguas —dijo Sarkioglu, torciendo su
inmenso bigote negro—. Nadie habla
türkçe fuera de Türkiye.
—Y yo aprendí muchas lenguas en
mi infancia, gracias a mis muchos
tutores —declaró Reindorf, acariciando
su minúsculo bigote castaño—. Porque
soy un estudioso por naturaleza.
—Un estudioso algo mayor de lo que
me prometieron —dijo Florian,
observándole—. Debí imaginar que
Schmied también me mentiría acerca de
esto. Dijo cien centímetros y estimo que
debe medir ciento siete. Además, su
bigote es falso. De no ser por sus
cabellos ralos, podría pasar por un
mocoso presumido del Kindergarten.
—¿Hay algo más que le disguste de
mí? —preguntó entre dientes el enano.
—Sí —contestó Lothar—. Su
nombre profesional. Carece de gracia,
Herr Florian. No divierte ni tiene
gancho.
—Estás en lo cierto, Willi. —
Florian reflexionó y luego dijo—: Creo
que en vez de Wimper le llamaremos…
sí, el Pequeño Mayor Mínimo. Se
entiende en la mayoría de lenguas.
—¿Sólo un mayor? Scheisse! Tom
Pulgar es un general.
—Confórmese, Mínimo. Si el grado
estuviera en proporción con la estatura,
ni siquiera sería cabo.
—Ahora les diré lo que me disgusta
a mí —silbó Mínimo—. Este circo se
llama Confederado y esto significa
rebeldes, nicht wahr? Pues bien, en este
momento yo sería un rico terrateniente
en mi país natal —se abstuvo de
mencionar el país— de no haber sido
por la insurrección del sesenta y tres,
que invirtió el orden natural de la
sociedad y me obligó a exiliarme. Por lo
tanto, ¡no me gustan los rebeldes!
—No es un esclavo de plantación,
sólo un empleado. —Florian abrió su
nuevo fichero. Aquí está su contrato.
¿Quiere cogerlo y marcharse?
—No —respondió el enano en tono
sombrío—. Necesito el sueldo. Estoy a
su merced. Pero no espere que me guste.
—Jefe de personal Banat —dijo
Florian—, enseña a nuestros nuevos
colegas dónde aparcar sus remolques en
el patio trasero. En cuanto se hayan
instalado, preséntalos a nuestro director
ecuestre. Entonces ven a buscarme.
Shadid, Mínimo, querré verlos actuar.
Cuando se hubieron ido, Florian
murmuró:
—Maldita sea, el enano es digno
sucesor del último que tuvimos. O su
reencarnación.
—El tipo grande parece decente —
dijo Willi—. Los hombres corpulentos
suelen serlo.
—Lo parece, sí, pero los Fedel no le
hubieran dejado marchar si no tuviera
algún defecto. Tendremos que esperar
para saber cuál es.

—¡Cojones! —exclamó Yount en la


carpa cuando Edge le llamó para
presentarle a su colega—. Echa una
mirada a sus pesas, balas de cañón y
trampolín… ¡todo está niquelado! —
También observó al turco, más alto que
él gracias únicamente a su abundancia
de ensortijados cabellos negros; el turco
le devolvió la mirada con tranquilos
ojos castaños y esbozó una sonrisa—.
Diablos, Zack, será mejor que le
preguntes si se dignará hacer de hombre
forzudo conmigo.
—Pregúntaselo tú, Obie. Habla
inglés tambien como tú.
—¡No! ¿De verdad?
—De verdad —dijo Shadid—. Me
han dicho que tiene la idea de que
compitamos en pruebas de fuerza.
¿Hablamos de ello?
Caminaron hacia el otro lado de la
pista, conversando como viejos amigos.
Edge se volvió hacia el otro recién
llegado y preguntó afablemente:
—Y ahora dígame, ¿qué clase de
número hace usted, Herr Reindorf?
—Es un insulto tener que pasar por
una prueba y desde luego no lo haré dos
veces. Florian ha dicho que deseaba
verme actuar.
—Como guste —contestó Edge, ya
sin afabilidad—. Banat ha ido a
buscarlo. Puedo esperar.
Miró a Yount, que hacía rodar hasta
la pista sus pesas de fabricación casera
y sus balas de cañón de Stonewell, todas
ellas semejantes a artefactos de la Edad
de Piedra en comparación con el
reluciente equipo del turco. A los dos
hombres forzudos se sumó en aquel
momento el pequeño Quincy Simms.
—¿Quién es ése? —preguntó el
enano, mirando con asombro.
—El joven Alí Babá —respondió
Edge—. Contorsionista, acróbata y
aprendiz de payaso. Hace una escena
cómica en el número del Hacedor de
Terremotos. Intenta levantar una de esas
pesas terriblemente pesadas y…
—Ese no es Alí Babá —dijo con
desprecio el enano—, es un negro. —Se
volvió y dirigió a Edge una mirada
maliciosa—. Creía que los rebeldes
habían linchado a todos sus negros.
—¿De veras, Mayor Mínimo? —
preguntó Florian, que llegaba seguido de
Fitzfarris—. Le presento a sir John,
director de nuestras piezas pedagógicas.
¿Qué va usted a enseñarnos?
—¿Aquí en la pista? Nada. Soy un
danseur. Tengo que juntar los talones y
pisar fuerte. No puedo hacerlo sobre
serrín y casca.
—Muy bien, pues cruzaremos la
avenida hasta el anexo, en cuyo
escenario actuará usted. ¿Qué baila
exactamente, Mayor?
—Cualquier danza, cualquier baile
de exhibición que pueda hacerse en
solitario. Jiga, danza inglesa, flamenco,
mazurca. Después de mi solo, hago una
seña a la mujer más gorda que veo entre
el público. Bailamos juntos y hago que
parezca torpe, gorda, patosa, estúpida y
vulgar.
—Sí, me imagino que puede. Sir
John, el acordeonista será su
acompañante, además del de Meli
Banat, ve a buscarlo y dile que se
presente en el anexo para un primer
ensayo.
—Mayor —dijo Fitz—, su número
parece muy cómico, pero…
—¿Cómico? ¡Yo hago arte!
—Oh, sí, claro, pero creo que
podría mejorarlo un poco. ¿Y si después
de haber ridiculizado a la espectadora
hiciera algo realmente artístico con una
bailarina profesional? Quizá una de
nuestras bonitas muchachas del cuerpo
de baile.
Mínimo frunció el entrecejo, gruñó
para sus adentros y por fin dijo:
—No me gusta mucho abrazar a una
muchacha bonita.
—¿No? —replicó Florian—.
¿Acaso preferiría a un bailarín?
—Scheisse, ¡no! —exclamó con
fiereza Mínimo—. No soy un maldito
Schwule. Ustedes los jefes son tan duros
de cabeza como de cuerpo. Lo que
quiero decir es que yo haría un mal
papel comparado con una chica bonita
de tamaño normal que sepa bailar. Y
esto no me gustaría.
—Comprendo —dijo Florian—.
Bueno, vamos a verle bailar y luego ya
lo discutiremos. Director ecuestre, ¿te
importa que nos llevemos al Mayor unos
minutos?
—En absoluto —contestó
rotundamente Edge, que pasó la media
hora siguiente observando a los dos
hombres forzudos probar sus equipos
respectivos y hablar sobre la alternación
de sus demostraciones de fuerza y
haciendo él también alguna sugerencia.
Cuando Florian volvió a la carpa,
solo, Edge le dijo:
—Los hombres fuertes han
establecido una rutina. Me gusta; a ver
qué pensará usted. Obie, con sus
instrumentos oxidados y viejos, será el
bruto de las cavernas y Shadid, con sus
brillantes aparatos, será un dandy
moderno. Obie se golpeará el pecho y
actuará como un salvaje, lleno de
energía viril. Y Shadid, esto me ha
sorprendido, no se opone a representar
el papel de un tipo afectado y tímido,
casi afeminado. Cuando Obie ya haya
hecho pasar a Rayo por la tabla
colocada sobre su pecho, el turco se
acostará bajo la tabla para hacer lo
mismo… pero llamará al pequeño
Rumpelstilzchen para que pase
ágilmente por encima de él.
—Esto es arte europeo —aprobó
Florian— en comparación con el horror
del hombre americano a parecer poco
varonil. Creo que harán una buena
pareja.
—Como es natural, al cabo de un
rato Shadid resulta ser tan fuerte como
el hombre de las cavernas. Rayo
también camina por encima de su pecho
y ambos hombres levantan las pesas y
todo lo demás. Y terminarán con la
victoria de uno de ellos sobre el otro.
Uno levanta todos los pesos que puede y
entonces el otro le levanta a él, con toda
su carga. El vencedor será el que Fitz
designe por señas.
—Muy bien, muy bien.
—¿Qué hay del Pequeño Gusano
Mínimo? ¿Cómo es su número? —
Florian se echó a reír.
—Es enormemente gracioso sin
querer serlo y sin sospechar que lo es.
Cuando adopta una postura de flamenco,
y hace aquella mueca atormentada que
todos los bailarines de flamenco
parecen considerar esencial, y luego
empieza a pisar con sus minúsculos pies
y hacer chasquear sus diminutos dedos,
es divertido incluso para un gato viejo
como yo.
—¿Y la pareja femenina?
—Por fin accedió a bailar con ella
cuando sir John sugirió a una chica del
mismo tamaño de Mínimo. Nuestra Hija
de la Noche, Sava Smodlaka. Ella está
muy contenta de tener algo que hacer en
el espectáculo complementario en vez
de permanecer inactiva. Sir John está
ensayando con ellos.
—Eso también suena bien. Si todos
podemos abstenernos de pisotear a este
pequeño gusano, diría que
aprovecharemos al máximo los desechos
del Ringfedel.
—Mínimo no será una mayor
provocación al asesinato que Tim
Trimm. Pero me pregunto por qué los
Fedel dejaron marchar al turco. ¿No has
descubierto nada aborrecible en él?
—Todavía no. Trabaja bien y parece
muy complaciente. No he apreciado en
él ningún lado malo.
El lado negativo de Shadid
Sarkioglu no se puso de manifiesto hasta
que fue a pasear por el patio trasero,
entre los remolques y carromatos,
presentándose amablemente a todos los
artistas y ayudantes que encontraba. Y
sólo mostró este lado malo a los
Vasilakis. Meli lavaba la ropa y Spyros
la escurría y colgaba a secar. Ambos
llevaban batas viejas porque todos sus
trajes estaban en el barreño. Shadid se
acercó con una sonrisa que curvaba su
monstruoso bigote además de sus labios
y alargó una mano grande y peluda
mientras decía su nombre.
Spyros dijo: «Kalispéra», se secó
en la bata la mano mojada y la tendió
para estrechar la del recién llegado.
Pero la sonrisa de Shadid se
desvaneció, retiró con fuerza la mano y
su rostro se oscureció casi tanto como
sus pelos y bigote.
—Helleni? —exclamó.
—Sí, nosotros grik —dijo Spyros,
con la mano todavía tendida.
—¡Enemigos! ¡Exterminadores! —
Como Spyros había hablado en una
especie de inglés, Shadid empleó la
misma lengua—. Sabed que soy un turco
musulmán de Morea. Un turco a quien
vosotros, revolucionarios infieles, no
asesinasteis.
—Ai, Kristos —gimió Meli.
Spyros explicó, conciliador:
—No, no. Es verdad, Turquía y
Hellas, antiguas enemigas, pero nosotros
no, amigo.
—¿Amigo? ¿Cómo te atreves, chiti?
—Los ojos de Shadid enrojecieron y se
agrandaron. Sacó una mano, agarró a
Spyros por la pechera de la bata y lo
levantó del suelo—. Un hombre heleno
es sólo una cosa… ¡el enemigo a quien
debe destruir el jihad! —Lanzó a Spyros
contra el lado de su remolque, donde
cayó al suelo, sin aliento. Meli estaba
acurrucada junto al barreño cuando el
furibundo turco dirigió hacia ella sus
ojos inyectados en sangre—. La mujer
helena es también sólo una cosa…
¡propiedad del vencedor del jihad, si el
vencedor es misericordioso! —Se
volvió de nuevo y apuntó con un dedo a
Spyros, que se agarraba a la rueda del
remolque para levantarse—. ¡Tú!
¡Quieto! ¡En presencia de un turco no
debes estar nunca derecho! ¡Recuérdalo!
—Y se alejó a grandes zancadas.
Cuando lo perdieron de vista, Meli
ayudó a Spyros a levantarse y le dijo
con urgencia en griego:
—Hemos de correr a contarlo a
Kyvernitis Florian y exigir su
protección.
Spyros meneó la cabeza, respiró
hondo y respondió con voz ronca:
—No… no. —Y al cabo de un
momento—: No lo ha visto nadie. No
debemos fomentar la disensión.
—¿Nosotros?
—Si el Kyvernitis ha contratado al
turco, debe de necesitar al turco. Quizá
más que a nosotros. Recuerda, esposa,
que sólo nos contrató porque estábamos
sin trabajo. ¿Le exigiremos ahora que
escoja entre el turco y nosotros? No
podemos permitirnos perder este
empleo.
—¿Qué haremos, entonces?
—Debemos procurar por todos los
medios que el turco no nos vea. Si no lo
provocamos con nuestra presencia —
suspiró— quizá no haya problemas.
—Quizá —dijo Meli, suspirando a
su vez.

—Quizá… —osó murmurar Edge a


Autumn cuando se acostaron aquella
noche—, quizá la doctora Krauss se
equivocó. Hablando como un profano,
yo diría que la última media hora ha
demostrado que estás tan sana como
podría esperar estarlo cualquier mujer.
Autumn se rió.
—Un profano, sí, es lo que eres. —
Y añadió con seriedad—: Bueno, estoy
verdaderamente muy agradecida por
conservar intacta esa función.
El remolque tenía las cortinas
corridas y estaba oscuro, como siempre
cuando se acostaban, para no poder
verse mutuamente, y cuando hacían el
amor, Edge observaba una regla tácita:
no le acariciaba la cara ni el cabello. En
todo lo demás prescindían de toda
restricción o inhibición. Lo que Edge
podía tocar de Autumn era tan perfecto,
delicioso y excitante como siempre
había sido su cuerpo y ella respondía
con la misma pasión y felicidad de
antes. Dijo ahora:
—Quizá el pensamiento de que
podría ser la última vez aumenta nuestro
deseo de una dicha mayor para ambos.
—Pero si la doctora se hubiese
equivocado… piénsalo… podríamos
continuar siendo felices para siempre.
Ya sabes que una mujer médico es una
rareza. Probablemente le costó mucho
estudiar la carrera y tal vez no la
terminó. Así que quizá cometió un error.
—Quizá —dijo Autumn con un
suspiro.
A la mañana siguiente, y muy temprano,
el remolque de los Vasilakis fue
sacudido con la misma violencia como
si lo empujara uno de los elefantes. Meli
se incorporó con un pequeño grito y
Spyros, que dormía en el lado exterior
de la litera, se cayó al suelo. Profiriendo
una maldición, asustado y confuso, se
tambaleó por el suelo inclinado, abrió la
puerta de par en par y asomó la cabeza
con los cabellos en desorden.
El turco soltó la esquina del
remolque que había estado zarandeando
y dijo:
—Eh, griego. Debo ir a la ciudad a
comprar unas cosas que necesito.
—¿Qué? —Spyros se restregó los
ojos—. Pues ve. ¿Por qué nos despiertas
para decírnoslo?
—No tengo dinero. Aún no he
cobrado el sueldo. Dame dinero.
—¿Qué? No somos ricos, amigo.
Pídelo a…
—Un amigo —dijo Shadid en tono
amenazador— no se lo negaría a un
amigo.
Su boca y su bigote sonreían y
empezó a sacudir de nuevo el remolque.
—Por el amor de Dios, Spyros —
susurró Meli desde su litera—, dáselo.
El remolque continuó moviéndose de
un lado a otro y Spyros tuvo dificultades
para abrir un baúl, encontrar la bolsa y
extraer dos carolinos de oro de su
exiguo contenido.
—Toma —dijo, aferrándose a la
vacilante puerta—. Es todo lo que
podemos darte.
Shadid soltó el remolque y cogió las
monedas.
—Ya aprenderás, griego, cuánto
puedes darme. —Y se alejó.

Una mañana Florian reunió a los artistas


del espectáculo complementario:
Fitzfarris, Spyros y sus espadas, Meli y
su pitón ya recuperada, los dos Hijos de
la Noche y el Pequeño Mayor Mínimo
—todos menos la Princesa Egipcia y el
Auerhahn que ponía huevos—, y los
llevó a la ciudad para que los
fotografiaran en el estudio Zimmer y así
pudieran vender a los patanes bonitas
cartes-de-visite. Mientras posaban,
Florian fue a una imprenta y encargó
carteles nuevos y nuevas páginas para
insertar en los programas, a fin de
incluir los muchos números y
atracciones que habían sido añadidos al
Florilegio.
Domingo, Lunes y Clover Lee
obtuvieron por fin autorización de
Florian para salir sin carabina con sus
admiradores, siempre que fueran en
grupo. Y como ninguno de los jóvenes
resultó ser de linaje real o noble, Clover
Lee se aseguró de que no ocurriera nada
comprometedor en dichas salidas. De
todos modos, los galanes sólo llevaron a
las muchachas a diversiones castas
como piezas teatrales, óperas y ballet en
los grandes teatros de Munich. Y allí los
jóvenes sufrían un perceptible
desengaño porque las muchachas no
hacían caso de ellos y sólo estaban
atentas a las representaciones,
murmurando continuamente entre sí
observaciones como ésta: «Fíjate en ese
pequeño ademán de la bailarina… yo
podría hacerlo en mitad de la cuerda,
cuando me apoyo en una sola mano», o:
«¿Has visto a la heroína ir hasta el
fondo del escenario antes de lanzar esa
mirada al héroe? Un truco muy efectivo,
tengo que recordarlo».
Una noche, durante la cena, Florian
anunció a los artistas presentes:
—En este país todo el mes de
diciembre e incluso parte de enero está
dedicado a festividades religiosas. Hoy,
por ejemplo, es la fiesta de Santa
Bárbara y pasado mañana será la de San
Nicolás. Sugiero que todos nosotros
celebremos las Navidades con
anticipación porque durante los doce
últimos días navideños tradicionales
tendremos el circo más lleno que nunca.
Así pues, los miembros de la
compañía hicieron visitas aún más
frecuentes a la ciudad, simplemente
como turistas. Pasearon por las calles,
contemplaron los tentadores escaparates
y compraron cosas. Admiraron los
adornos de los edificios públicos,
banderas, cintas, velas y antorchas, los
múltiples belenes y cuadros de niños
disfrazados en escenas navideñas, los
cantantes de villancicos en las esquinas
y los trompetistas en las torres de las
iglesias, acompañando a las campanas.
Durante todo el mes, el «profesor»
del Florilegio tocó en el órgano de
vapor un popurri de antiguos villancicos
alemanes e himnos y lo hizo muy bien,
aunque tal vez fue la primera vez en la
historia que Noche de paz se oyó en
siete kilómetros a la redonda. El 13 de
diciembre, fiesta de Santa Lucía, el
circo sólo ofreció la función de tarde
porque Florian sabía que toda la
población de Munich estaría en la calle
aquella noche para ver, a los niños hacer
el Lichterzug, así que la gente del circo
también fue a verlos a la ciudad. Los
niños, ataviados con sus mejores galas,
llevaban en sus altos palos linternas de
velas hechas con papel en forma de
estrellas, cunas, copos de nieve o casas
pequeñas. Cantando villancicos con
voces tímidas pero dulces, recorrieron
el centro de la ciudad hasta llegar al
puente Maximiliano, donde desfilaron
para lanzar una tras otra sus linternas
encendidas al río Isar. Algunos adornos
de papel se disolvieron y hundieron al
instante, pero toda una flotilla
sobrevivió y flotó río abajo,
balanceándose y girando o navegando
tranquilamente, como motas brillantes en
la oscuridad.
La víspera de Navidad el circo no
ofreció ninguna función porque aquel día
todas las familias bávaras se quedaban
en sus casas, adornaban el árbol
navideño, cantaban villancicos,
intercambiaban regalos y comían
opíparamente. Florian reservó para
aquella tarde dos espléndidos
comedores del restaurante Eberlsbräu en
la Torre Karls —uno para los artistas y
otro para los ayudantes— y los invitó a
un verdadero banquete. Edge y Autumn
asistieron a la fiesta, pero se sentaron un
poco aparte de los demás para que
Autumn pudiera subirse el velo cada vez
que tomaba un bocado o bebía un sorbo
de vino.
A partir del día de Navidad y
durante los doce días siguientes el
Florilegio, tal como prometiera Florian,
se llenó a rebosar e incluso la gente que
no consiguió entradas permaneció en el
recinto circense para derrochar dinero
en las barracas y en el juego del ratón de
Fitzfarris. Aquellos días, que serían los
últimos del circo en Munich, Florian
introdujo un cambio en el programa.
Pfeifer y Autumn habían declarado que
Lunes Simms ya estaba preparada para
debutar en la cuerda floja, por lo que
Florian decidió darle el codiciado
número final del espectáculo. Como
Pfeifer la había entrenado, no podía
quejarse de que el número del espejo
Lupino quedase relegado al penúltimo
lugar, y Zanni tampoco protestó.
La única que podría haber sentido
cierto resentimiento y envidia de su
hermana era Domingo Simms, porque
Florian eliminó su antiguo número del
ascenso inclinado por considerarlo un
«anticlímax» después del nuevo solo de
Lunes. Como Domingo aún era una
figura menor en el trapecio, ahora no
tenía ningún número, excepto su función
de acróbata de relleno. Sin embargo, no
dejaba traslucir en su rostro ningún
sentimiento poco fraternal mientras
contemplaba al pequeño y andrajoso
deshollinador hacer sus payasadas en la
cuerda —al son de la apropiada música
de La Cenicienta de Strauss— y oía al
público aplaudir, vitorear y patear como
no lo había hecho después de ninguna
otra actuación.
Lunes, en la plataforma, se quitó el
viejo sombrero de copa, dejando suelta
su brillante cabellera, y saludó una y
otra vez con una sonrisa radiante que
destacaba en la cara sucia de hollín.
Sólo los ojos más penetrantes habrían
podido ver desde la pista que también se
frotaba enérgicamente los muslos uno
contra otro, extasiada por el doble
efecto de las ruidosas aclamaciones y la
fricción femoral.
Paprika, que estaba junto a
Domingo, observó divertida:
—Ya está otra vez con el wichsen.
—Domingo calló y siguió aplaudiendo
con tanta fuerza como la multitud y los
otros artistas—. No te preocupes,
kedvesem —añadió Paprika—.
Eclipsarás a tu hermana cuando estés
preparada para participar de lleno en el
trapecio.
—Si alguna vez tengo la oportunidad
—gruñó Domingo.
—La tendrás cuando yo decida que
estás lista para exhibir todas tus
facultades. Lista para… cualquier cosa.
—Domingo se volvió entonces y la miró
larga y fijamente. Paprika correspondió
con la misma mirada y preguntó, en tono
muy profesional—: ¿Quizá después de
la próxima elevación del globo?
Domingo la estudió un rato más y al
final dijo:
—Quizá.
Cuando Lunes bajó de la plataforma,
ruborizada y con ojos brillantes, Florian
y Edge la esperaban para felicitarla por
su magnífico debut y Edge le dio un
inmenso ramo de flores.
—¡Ooh! —exclamó ella—. ¿De un
pez gordo de las sillas?
—No —contestó Edge—, de alguien
que realmente conoce y aprecia el buen
funambulismo.
Lunes abrió el sobrecito clavado a
los tallos, sacó la tarjeta y, cuando la
hubo leído, sus ojos brillaron todavía
más porque ahora estaban llenos de
lágrimas. Dio la tarjeta a Florian, se
puso de puntillas para besar a Edge en
la mejilla y le dijo:
—Pásaselo de mi parte.
Entonces, cargada con las flores,
salió bailando para ocupar su lugar en la
gran cabalgata que se formaba alrededor
de la pista.
Florian leyó la tarjeta en voz alta:
«A mademoiselle Lunes. Haz que me
olviden. No me olvides». Firmado:
«Autumn». Y se volvió para que Edge
no viera sus propios ojos humedecidos.

El día noveno o décimo de Navidad


regresó de su avanzada el Chefpublizist
Willi para informar de que había
reservado terrenos en cada comunidad
mediana en dirección nordeste, hasta
Regensburg, y contratado a un equipo
para que empezase a fijar carteles en
Freising, la primera plaza de la ruta. Así
que ahora Carl Beck, aunque seguía
manteniendo que sería improbable
elevar el globo antes de la primavera,
accedió por fin a los ruegos de Rouleau
de comprar en Munich todas las
limaduras de hierro, el ácido y otros
productos necesarios para el generador
que seguramente no podrían encontrar en
ciudades de menor tamaño.
La campiña estaba cubierta de nieve
cuando la caravana del circo salió de
Munich, pero los eficientes y
meticulosos bávaros habían despejado
todas las carreteras principales. Los
artistas y ayudantes que debían conducir
los vehículos iban envueltos en abrigos
y mantas y todas las prendas calientes de
que habían podido echar mano. Los que
no tenían que viajar a la intemperie
permanecían dentro de sus remolques la
mayor parte del camino y mantenían
encendidas las estufas, de modo que la
caravana dejaba tras de sí flotando en el
aire frío y azulado una estela de humo
aún más azul. El camello hizo todo el
viaje descalzo, sin quejarse, como
habría hecho en su tierra natal. También
los tres chinos despreciaron el calzado,
como siempre, aunque tuvieran que pisar
el suelo helado en alguna ocasión. Por
su parte, Hannibal y el cuidador
eslovaco del elefante se habían provisto
de botas forradas de piel de cordero que
ataron y sujetaron con hebillas a los
grandes pies de los paquidermos. Un
miembro de la compañía que no tenía
que exponerse al viento y al frío era
Autumn Auburn, pero insistió en viajar
sentada en el pescante con Edge. Y era
evidente que le gustaba ocupar aquel
sitio, como si incluso un monótono
desierto de nieve fuera digno de verse
cuando probablemente se veía por
última vez.
Como es natural, el paisaje no
estaba totalmente vacío. Con frecuencia
destacaba contra la nieve una familia de
ciervos o se erguía en los campos
blancos una iglesia multicolor con
cúpulas en forma de bulbo o una gran
abadía o las ruinas recortadas de un
viejo castillo. Las ciudades donde se
detuvo el circo, ya sólo para pernoctar,
ya para montar la carpa y dar
representaciones, eran medievales y
pintorescas: casas con frontones y
fachadas entramadas o de piedra y
tejados inclinados con muchas ventanas
de gablete. Las ciudades más pequeñas
elegidas por Willi sólo servían para una
estancia de una semana, pero Freising
los obsequió con dos semanas muy
provechosas y Landshut con tres. Sin
embargo, Beck no consideró a ninguna
de ellas digna del esfuerzo de elevar el
Saratoga ni Rouleau lo sugirió siquiera.
Durante el resto de aquel invierno el
Florilegio no sufrió ningún percance,
infortunio o problema manifiesto,
aunque ocurrieron algunos que pasaron
inadvertidos. Shadid Sarkioglu continuó
molestando a los griegos; disfrutaba en
particular despertándolos temprano y de
modo desagradable, haciendo tambalear
su remolque y, cuando Spyros abría la
puerta, exigiendo dinero.
—Pero ahora ya cobras tu sueldo —
protestó Spyros cuando esto sucedió en
Freising.
—Todo gastado y tengo que invitar a
una hermosa dama de las sillas. Dame
dinero.
Spyros obedeció y continuó
obedeciendo. Su reiterada sumisión, sin
embargo, no disminuía en absoluto la
malicia y hostilidad del turco. Por la
calle o en el recinto del circo, siempre
que Shadid y los Vasilakis se
encontraban, el primero gruñía —o, al
cabo de un tiempo, bastaba con que los
mirase con furia— para que Spyros y
Meli se apresurasen a sentarse en algún
sitio o arrodillarse o fingir que se
ajustaban un zapato hasta que él había
pasado. El turco se las arreglaba
siempre para que todo esto ocurriera
cuando no había ningún miembro de la
compañía a la vista y los griegos se
abstenían de mencionar esta persecución
a Florian o a cualquier otro.
Otra circunstancia peculiar llegó en
cambio a oídos del director ecuestre,
Edge, quien, sin embargo, la descartó
por trivial. El portero Aleksandr Banat
acudió a él a quejarse —por lo que
Edge pudo entender de su chapurreo en
varios idiomas— de que el circo era
robado por una epidemia de
espectadores furtivos: niños que se
escabullían sin comprar entradas.
—Esto es impropio de la
escrupulosa honradez bávara —observó
Edge—. Incluso sus hijos pequeños
sorprenden por su honestidad.
—Casi en cada ciudad, en cada
solar, después de cada función, lo veo,
lo persigo pero nunca lo cazo.
—Los, querrás decir. Y sólo en las
funciones de tarde, ¿eh?
—Después de la función de tarde,
Pana Edge. Siempre niño pequeño.
—Niños pequeños, Banat. En plural.
Pero ¿después de la función? ¿Quieres
decir que entran a hurtadillas, se ocultan
en alguna parte y esperan la función
nocturna?
Esto era demasiado para la
comprensión de Banat, que se limitó a
encogerse de hombros y repetir:
—Siempre viene niño pequeño. Lo
veo, lo persigo y lo pierdo de vista.
—Bueno, en general son niños, casi
nunca niñas. Cógelos si puedes, jefe,
pero no te azotaremos si no lo haces.
Banat volvió a encogerse de
hombros con impotencia y se alejó
murmurando.
4
Cuando el Florilegio se acercó por fin a
la bella ciudad de Regensburg ya había
empezado la primavera y no hacía frío
para que los artistas se pusieran sus
trajes de pista. Una vez engalanados,
entraron desfilando en la ciudad,
precedidos de nuevo por la banda y
seguidos por el órgano tocando a todo
volumen. Las calles eran tortuosas y tan
estrechas que los edificios parecían
inclinarse y los tejados casi tocarse a
cierta altura sobre los adoquines, pero
Florian guió la caravana por las más
transitables, aunque a veces no quedaba
sitio a ambos lados para los
espectadores, excepto en umbrales y
ventanas. El desfile cruzó el puente de
Piedra —donde los regenburgueses se
apiñaron en los parapetos para mirar,
agitar las manos y vitorear—, se dirigió
a los suburbios más abiertos de la otra
margen del Danubio y luego cruzó de
nuevo el puente para volver a la ciudad.
—¿Siente esta ciudad un cariño
especial por los gallos? —preguntó
Edge a Autumn y Magpie Maggie Hag,
que iba con ellos—. En medio del
puente hay una placa que tiene grabada
una especie de gallos.
—En memoria de una antigua
leyenda —respondió Autumn—. ¿Ves
esas torres de la catedral que asoman
entre aquellos tejados? Pues bien, hace
siglos los dos arquitectos que construían
la catedral y este puente competían entre
sí para ver quién acababa primero. El
demonio visitó al constructor del puente
y le ofreció un trato. Si el arquitecto le
prometía las almas de los tres primeros
que cruzaran el Danubio por este
Steinernebrücke, el demonio se
encargaría de que estuviera terminado
antes que la catedral. Hicieron el trato y
el puente se terminó antes. El arquitecto
de la catedral tuvo un disgusto tan
grande que se mató saltando desde una
de sus torres inacabadas. Si miras bien
entre las gárgolas de esas torres, verás
la efigie de un hombre que cae de
cabeza. En cuanto al otro arquitecto,
cuando inauguraron el puente engañó al
demonio enviando primero a cruzarlo
solamente a tres gallos. Y este hecho
está inmortalizado en esta placa.
—¿Los gallos eran tal vez azules y
blancos? —preguntó Magpie Maggie
Hag.
—Cielos, no tengo idea —contestó
Autumn, sorprendida—. ¿Acaso existen
gallos semejantes?
—Nunca los he visto —dijo la
gitana—, pero ahora se me han
aparecido aves blancas y azules. Y no
auguran nada bueno.
—Ahora tenemos bastantes aves —
dijo Edge—. El Auerhahn, los
avestruces y las palomas de Clover Lee.
Ninguna de ellas es blanca y azul. Nos
mantendremos vigilantes, pero yo diría
que las aves no parecen muy
amenazadoras.
Cuando el circo llegó a su terreno en
el Dörnberg-Garten, la mayoría de
artistas se apresuró a cambiarse de ropa
para ir al cercano hotel Goldenes Kreuz
donde Willi había reservado
habitaciones. Uno de los que no se
dieron prisa por ir allí fue Jules
Rouleau, que prefirió interrumpir a Carl
Beck mientras dirigía a los eslovacos
que empezaban a descargar los furgones.
—Ya me he elevado, ami, sobre
aguas pequeñas y grandes, el puerto de
Baltimore, el Arno, el Volturno, el Inn.
Espero que ahora me permitas elevarme
sobre el poderoso Danubio.
—Ja, ja, ja —contestó Beck—. Ya
no retrasar más. En complicidad con su
deseo, tener usted incluso a Johann
Strauss. Un nuevo vals dedicado al
Danubio que él componer recientemente
y que ya ser su obra más popular. En
cuanto poder adquirir la partitura y mi
Kapell poder ensayar, hacer la
elevación. Decir usted a Herr Florian
que preparar los carteles anunciadores.
Y así, aunque el circo hizo un
negocio próspero desde el mismo día
del estreno y no tenía necesidad de más
propaganda, Regensburg no tardó en
estar llena de carteles recién impresos
que proclamaban que el Domingo de
Pascua, 21 de abril, cuando,
naturalmente, no habría función circense,
la ciudad gozaría (si lo permitía el
tiempo) de un espectáculo nunca visto
por sus habitantes. Fitzfarris empezó en
seguida a recorrer las Apotheken de la
ciudad hasta que encontró una provista
de polvo de licopodio, imprescindible
si quería aprovechar la ocasión para
hacer su número de la chica
desaparecida. Y Zanni Bonvecino
propuso otra atracción complementaria
para aquel día especial.
—Todo lo que necesito es ese
barreño —dijo a Florian y Edge,
indicando el viejo barreño de madera
que había servido al circo durante tanto
tiempo y en tantas capacidades y que en
este momento sería para su función
básica: Clover Lee lavaba en él sus
mallas de color carne—. Y compraré
unos gansos.
—¿Eh? —dijo Florian, y Clover Lee
alzó la vista de su trabajo con idéntica
perplejidad.
—Este parque Dörnberg —explicó
Zanni— no podrá acomodar a toda la
población de la ciudad para contemplar
la elevación del globo. El puente de
Piedra es, después de éste, el mejor
lugar para verla, así que también estará
repleto de espectadores. Cuando a la
multitud le duela el cuello de tanto mirar
arriba hacia el Saratoga, podrán
descansar bajando la vista hacia el
Danubio y allí verán mi barreño,
remolcado por el río por mis gansos.
Clover Lee rió y Florian dijo:
—Una idea cómica, sí, signore. Pero
el Danubio es un río rápido y turbulento
y aun ahora terriblemente frío.
—No tema, director. No tengo
ningún deseo de sumergirme.
Permaneceré muy cerca de la orilla.
—Y escucha, Zanni, compra gansos
blancos —sugirió Clover Lee y luego se
volvió hacia Florian—: Puedo hacer
volteos a caballo al mismo tiempo por
esa calle ancha que bordea el río,
seguida de mis palomas blancas.
—¿Por qué no? —dijo Zanni—. Che
sarà, sarà meraviglioso. Todos nosotros
juntos (yo, Monsieur Roulette, sir John,
Clover Lee y las demoiselles Simms) lo
convertiremos en un día glorioso, signor
Florian, que será recordado en los
anales del circo.
—Ah, y Zanni —dijo Edge,
recordando algo—. Asegúrate de que
esos gansos no tengan ni una sola pluma
azul.
Durante el par de semanas que
faltaban para aquel día que haría época,
la gente del circo dedicó su tiempo libre
a pasear por las angostas calles,
atestadas plazas, avenidas a orillas del
río y el Steinernebrücke de Regensburg
para contemplar los islotes del centro
del Danubio. Más de uno abordó a su
regreso a Carl Beck —que ensayaba a
diario con su banda y el profesor
organista el vals El bello Danubio azul
— para decirle que el Danubio era en
realidad de un color marrón sucio y no
muy bello, y que trozos de hielo invernal
aún se deslizaban por él. Después de
escuchar esto seis o siete veces, Beck
empezó a gritar a sus informantes:
—¡Esperar a Viena y decirlo al
propio maestro Strauss!
En varias ocasiones llevó Florian
consigo a tres o cuatro artistas a la
Wurstküche de orillas del río, famosa
por sus salchichas y cerveza. Tuvo que
hacer varias visitas, llevando sólo a
unos pocos invitados cada vez, porque
el restaurante era tan minúsculo y estaba
siempre lleno de gente de la localidad.
Cada vez, antes de entrar, Florian
llamaba la atención de sus invitados
hacia la fecha esculpida a cincel en la
pared de piedra del pequeño edificio:
1320.
—Que me cuelguen —dijo Fitzfarris
—. En América veneramos cualquier
cosa que se remonte a la época de
George Washington, pero este lugar daba
de comer a gente cuando Dante, y Robert
Bruce y Marco Polo aún estaban vivos.
—Y apuesto algo a que se asfixiaban
con este mismo humo —comentó
Mullenax cuando entraron. La
habitación, cubierta por una costra de
hollín, tenía los hogares para guisar en
un lado, toscas mesas de tijera en el otro
y bajo las vigas flotaba un humo gris,
grasiento, denso y aromático que
obligaba a los clientes a agacharse para
ver debajo de él—. ¡Pero por Dios que
la vianda no tiene rival! —añadió
Mullenax cuando hubo probado el
Weisswurst y la Sauerkohl y sorbido la
Bischofsbräu de color ámbar.
Zanni se procuró los gansos blancos,
ocho de ellos, y Stitches les confeccionó
pequeños arneses. Zanni llevó los
gansos y el barreño al pequeño estanque
del centro del Dörnberg-Garten y
empezó los ensayos. Después de sufrir
una dolorosa cantidad de picaduras y
pellizcos, los enganchó a todos al
barreño con correas de diversa longitud
y luego, empuñando el pesado látigo de
Mullenax, se dobló y metió con
considerable esfuerzo dentro del
recipiente de madera. Tuvo que hacer
restallar durante un buen rato el largo
látigo para que los gansos se
acostumbraran a ir todos en la misma
dirección. Incluso entonces, algunos
nadaban bien mientras otros batían las
alas e intentaban remontar el vuelo, pero
el resultado general era que el barreño
avanzaba lentamente por el agua en la
dirección indicada por Zanni, y los
observadores aplaudían desde el borde
del estanque.
—Lo haremos mejor en el río, con
ayuda de la corriente —dijo Zanni—. Y
esta confusión, algunas aves nadando
mientras otras tratan de volar, bueno,
sólo hace que incrementar el efecto
cómico deseado.

El Sábado Santo llegó soleado y sin


viento, con la promesa de que el
Domingo de Pascua sería igual de
clemente. Y los ojos de Paprika
brillaban tanto como el día cuando dijo
en voz baja a Domingo:
—Mañana, después del descenso del
Saratoga, todos se irán al hotel para
pasar la fiesta, así que tú y yo tendremos
el remolque para nosotras solas.
—Sí —murmuró Domingo,
devolviendo la sonrisa de Paprika con
tanto atrevimiento que ésta exhaló un
suspiro de dicha.
Pero entonces Domingo fue en busca
de su hermana y le preguntó:
—¿Te gustaría elevarte mañana en
mi lugar?
Lunes parpadeó y sonrió, pero en
seguida dijo con suspicacia:
—Tú no renuncias a ese viaje por
amor fraternal. ¿Qué va a costarme?
—Nada. Ganarás algo —contestó
Domingo—. Otra especie de amor
fraternal.
Y se lo explicó tan bien como pudo,
basándose en lo que había oído decir.
Lunes pareció sorprendida, pero no
muy escandalizada. Después de pensar
brevemente en la perspectiva, se
encogió de hombros con indiferencia.
—No parece tan difícil de aceptar. Y
quizá aprenderé algunos trucos para
atraer a John Fitz. De todos modos,
supongo que merece la pena, aunque
sólo sea por el viaje en globo.
—Y recuerda que no debes hablar
—instó Domingo—. No digas una sola
palabra en todo el rato, ocurra lo que
ocurra. No nos distinguiría jamás, salvo
por… bueno…
—Ya sé, ya sé. No hablo de forma
tan relamida como tú. Muy bien, cerraré
el pico. A menos que me hayas mentido
y que esta clase de diversión duela.

Carl Beck cargó el generador temprano


por la mañana de Pascua y a mediodía el
Saratoga se erguía brillante, rojo y
blanco, y gigantesco sobre sus amarras.
A la misma hora dio la impresión de que
todos los regenburgueses de cualquier
edad, sexo y condición estaban al aire
libre. Los más madrugadores se habían
apiñado en el recinto del Florilegio y
por todo el parque Dörnberg, donde
gozaron de la reiterada versión de la
banda de El bello Danubio azul,
alternada con otras melodías inspiradas,
mientras se ultimaban los preparativos
del globo. El resto de la población se
congregó en todos los demás espacios
abiertos que permitían una vista
despejada del cielo: los otros parques
municipales, las plazas, el
Steinernebrücke en toda su longitud y las
islas Superiores e Inferiores a uno y otro
lado del puente. Así pues, cuando la
banda hizo una pausa, interrumpiendo
dramáticamente la música, y el globo se
elevó, pareció impelido por el aliento
de la ciudad misma, exhalado en el
prolongado suspiro unánime de unas
cuarenta mil gargantas. Entonces la
banda atacó el vals del Danubio azul
con más fuerza que nunca y la ciudad
prorrumpió en vítores ensordecedores.
Clover Lee, luciendo provocativas
mallas de color carne y un leotardo de
lentejuelas doradas de un amarillo tan
brillante como su cabellera, y Zanni, con
su ceñido disfraz de Arlequín, y el
órgano de vapor en su carro polícromo,
despidiendo vapor pero silencioso, se
hallaban en el embarcadero del
transbordador, río arriba del centro de
la ciudad. La équestrienne, el payaso y
el profesor esperaron a que hiciera una
media hora que el Saratoga estaba en el
aire, a fin de dejarle acaparar la
admiración de los regenburgueses
mientras bajaba, subía y se movía hacia
arriba y abajo del Danubio, entre la
ciudad y los arrabales.
Entonces Zanni, con ayuda de los
empleados del transbordador, bajó por
el terraplén de la orilla el barreño y los
gansos, y los hombres le ayudaron a
meterse dentro del barreño, mientras los
gansos graznaban, batían las alas y
movían las patas contra la corriente.
Zanni desenrolló el látigo
incongruentemente largo, le dio una
fuerte sacudida, los empleados soltaron
el recipiente y los gansos salieron
disparados río abajo contra su voluntad,
describiendo un impetuoso arco y
remando con fuerza para no ser
atropellados por el barreño. Con similar
impetuosidad, el órgano de vapor atacó
El bello Danubio azul lo bastante fuerte
para que los espectadores de todo el
parque lo oyeran por encima de la banda
del circo.
En el mismo momento Clover Lee
puso a Burbujas a un medio galope y
luego a paso largo y sentado para ir al
mismo ritmo que Zanni. Los serviciales
empleados del transbordador abrieron la
jaula de palomas que ella les había
dejado y las aves salieron volando como
una explosión blanca que se disolvió en
una nívea nube de aleteos detrás de la
muchacha. Desde el embarcadero, el
paseo se elevaba sobre el nivel del
agua, por lo que Clover Lee perdió
rápidamente de vista a Zanni. De todos
modos, estaba demasiado ocupada para
mirarlo, pues había iniciado sus
posturas y pasos de ballet, ejercicios
acrobáticos y saltos mortales.
En el recinto del circo, los
miembros de la banda dejaron de tocar,
agradecidos, cuando el lejano órgano de
vapor ahogó su música.
Simultáneamente, Florian gritó —ahora
tenía un decente megáfono de hojalata
para ampliar su voz—: «Achtung,
Herren und Damen!», dirigiendo sus
miradas hacia el estrado donde esperaba
una bonita y sonriente muchacha de
color café con leche. Mientras
discurseaba sobre magia, misterio y
desaparición, Fitz se inclinó hacia el
estrado, sosteniendo con negligencia un
cigarro encendido. Domingo tuvo que
contenerse para que su sonrisa no se
convirtiera en una carcajada cuando vio
a Paprika mirar, no hacia ella, sino con
ojos extasiados hacia la góndola del
cielo. Entonces Florian concluyó con un
«Schau mal!», Fitz se movió con
languidez, se oyó un ¡puf! de luz y humo,
y se abrió el panel bajo los pies de
Domingo. Aterrizó ésta levemente en el
suelo y se agachó para qué el panel
pudiera cerrarse de nuevo. Entonces se
arrastró hasta la parte trasera de la
tarima, que era hueca, y se escabulló
bajo la pared lateral de la carpa. Corrió
al remolque que compartía con las otras
mujeres y se puso una bata de percal que
pertenecía a Lunes antes de reaparecer
entre los artistas que estaban en el
exterior.
Entretanto, la multitud que llenaba el
paseo a orillas del río había desviado la
vista del globo rojo y blanco para
contemplar el espectáculo blanco y oro
de Clover Lee, que ejecutaba graciosas
cabriolas mientras cabalgaba a la
cabeza de su bandada de palomas. Y la
gente apiñada en el puente de Piedra
dirigió sus miradas hacia el cómico
espectáculo de Zanni, empapado ya de
las salpicaduras del río, que hacía
ondear el desproporcionado látigo
desde el interior del barreño, que se
tambaleaba y daba cabezadas y guiños
detrás de los gansos, todos ellos
nadando con frenesí mientras se
acercaban a los pilares del puente. Los
espectadores del paseo y el puente
tenían las bocas muy abiertas, pero sus
vítores —o lo que podían estar gritando
— eran inaudibles incluso para sus
vecinos más inmediatos a causa del
estruendo armado por el órgano de
vapor.
Zanni y sus gansos se deslizaron
entre dos pilares del puente como
palitos absorbidos por un desagüe. La
gente que bordeaba el parapeto se
asomó para verlos pasar por el otro
lado. Clover Lee, que ahora también
había pasado el puente, sólo seguía la
rápida carrera de Zanni por los
movimientos de las cabezas de los
espectadores, que se levantaban
lentamente para verle deslizarse hacia la
isla Inferior, donde él había planeado
detenerse. Así pues, Clover Lee hizo dar
media vuelta a Burbujas, maniobra
durante la cual las palomas se agruparon
y chocaron entre sí, buscando espacio
para posarse sobre su cabeza, hombros y
brazos. Entonces Clover Lee regresó a
trote lento por donde había venido —
ahuyentando de nuevo a las palomas,
que volvieron a formar una estela— y
repitió los volteos sobre la grupa del
caballo, con variaciones. Y así continuó,
arriba y abajo del paseo, hasta que la
sombra del globo pasó por encima de
ella mientras descendía con suavidad y
se bamboleaba para aterrizar en el
recinto del circo.
La ciudad estalló en vítores cuando
el Saratoga descendió y desapareció de
la vista de la mayoría de espectadores al
sumergirse entre los tejados. La multitud
que llenaba el Dörnberg-Garten continuó
vitoreándolo mientras aterrizaba en su
centro. Los peones lo esperaban para
coger la cuerda lanzada por Rouleau y
Paprika también estaba allí, alargando
una mano cuando Lunes apareció de
repente en la barquilla —arrancando a
los curiosos exclamaciones de asombro
y alegría— y ayudándola a bajar. La
gente, entusiasmada, continuó
aplaudiendo y pateando el suelo, pero
Paprika murmuró:
—No robes aplausos a Jules,
kedvesem. Déjale recibir su parte.
Toma, te he traído una capa. Debes de
estar helada.
Y la envolvió en ella y la condujo
hasta su remolque, mientras Jules se
pavoneaba, orgulloso, bajo las
incesantes aclamaciones del público.
—O jaj, qué fría estás —dijo Paprika
cuando Lunes se quitó la capa en el
remolque—. Tienes toda la carne de
gallina, cuando siempre es satinada.
Pero ya te devolveré el calor con un
masaje. —Siguió hablando, como si
estuviera mucho más nerviosa que la
muchacha por lo que estaba a punto de
suceder—. De prisa, quítate las mallas y
acuéstate. Yo también me desnudaré. Los
cuerpos desnudos calientan más que
cualquier otra cosa… O jaj de szép!
Exclamó estas palabras con un
suspiro de admiración cuando Lunes se
despojó de las mallas y después se quitó
la única prenda que aún llevaba, el
pequeño cache-sexe.
Paprika repitió una y otra vez O jaj
de szép! mientras miraba fijamente con
ojos muy abiertos y brillantes. Lunes se
sentía un poco incómoda y tan pronto se
tapaba con las manos como descubría
nuevamente su cuerpo. Paprika se dio
una palmada y dijo:
—O jaj de szép! significa «¡Oh, qué
hermosa!», pero no emplearé contigo
palabras húngaras que no entiendes.
Como sabes un poco de alemán, lo usaré
sólo para los epítetos cariñosos, las
intimidades, ja? Pero échate, échate, yo
estaré en seguida a tu lado.
Lunes se acostó lentamente sobre la
colcha de la litera, desnuda, y clavó su
mirada en la mujer, tal como Paprika
había hecho con ella. Paprika continuó
hablando sin parar mientras se
desnudaba con dedos torpes y trémulos.
—Recuerdo que hace mucho tiempo
dijiste a mi antigua pareja que estabas
avergonzada de tu… tu Flaumhaar, el
vello rojizo que tienes entre las piernas.
¿Te acuerdas, Domingo? Le dijiste que
parecía un montón de granos de
pimienta. Y lo parece, lo parece, pero es
encantador. No esconde nada, te deja
los Schamlippen bellamente visibles.
Vulnerables. Oh, queridísima Süsse,
nunca debes avergonzarte de él. —Rió,
temblorosa, y añadió—: Mira el mío y
verás qué contraste.
Lunes miró porque Paprika ya se
había quitado todas las prendas
inferiores y sólo llevaba la blusa, cuyos
botones intentaba desabrochar. Lunes
miró con curiosidad e interés genuinos,
porque una de las reglas de Clover Lee
en el remolque prohibía a las ocupantes
desnudarse por completo delante de las
demás.
—¿Ves? Mi Flaumhaar rosado es lo
único que se puede ver. Podría ser un
cache-sexe por lo poco que revela. Ah,
pero dentro… Casi me da vergüenza
admitirlo… pero mi pequeño Kitzler de
color rubí se ha puesto tan tieso como el
Ständer de un hombre y sólo de mirarte.
—Volvió a emitir una risa trémula, pero
alegre—. Y tú también, Liebchen, ¡ja,
ja!, mírate los pechos. Tus delicados y
oscuros Brustwarzen también se han
puesto tiesos, y esto es de mirarme,
nicht wahr?
Lunes titubeó y luego asintió y tragó
saliva ruidosamente.
—Somos muy parecidas, ¿lo ves?
¿Por qué has tardado tantísimo en
descubrirlo? Ach, ¡esta condenada
blusa! —Paprika se la quitó de un tirón,
arrancando los botones y, respirando
como si hubiese corrido, se echó al lado
de Lunes, tan cerca como lo permitía la
silueta de sus cuerpos desnudos—. ¡Oh,
Domingo Süsse, qué bien nos haremos la
una a la otra!
Cogió la cara de Lunes entre sus dos
manos temblorosas y abrió los labios de
Lunes con la apasionada presión de los
suyos.

Clover Lee, llevando a las palomas


enjauladas, cabalgó desde el
desembarcadero del transbordador al
Dörnberg-Garten dando un largo rodeo
alrededor de la ciudad, pero aun así
tuvo que ir despacio porque incluso las
callejuelas estaban atestadas de gente
que se dispersaba después del
espectáculo para ir a su casa o a la
iglesia o simplemente de paseo. Cuando
llegó al circo dio las riendas de
Burbujas a un peón y Florian le
preguntó cómo había sido recibida su
parte del espectáculo.
—Mejor, imposible —contestó ella
—. Todos los que no miraban a Zanni
me miraban a mí. Todos los aplausos
que podíamos desear, aunque no los
oyéramos por culpa del órgano.
—Supongo que el profesor tardará
un rato en llegar hasta aquí con la
máquina —observó Florian, mirando a
la gente que aún quedaba en el parque
—. ¿Y el signor Bonvecino?
—Él tardará todavía más, supongo,
porque tendrá que cruzar la ciudad. Dijo
que devolvería la libertad a los gansos
después de su número, pero espero que
recuerde traer nuestro barreño.
—Bueno, no perderemos gran cosa
si lo olvida. Ha sido un día magnífico.
Ven con nosotros. Todos nos vamos al
hotel a ponernos las mejores galas para
una suntuosa cena pascual.

—En general —decía Paprika—, uno de


los pezones da a la mujer más placer
que el otro. —Pellizcó tiernamente con
las yemas de los dedos los dos pezones
de Lunes y el cuerpo de la muchacha
sufrió una sacudida—. Los besaré,
lameré y chuparé uno detrás de otro para
que sepamos cuál te gusta más. —Al
cabo de unos momentos, durante los
cuales Lunes se retorció emitiendo
gritos ahogados, Paprika levantó la
cabeza, sonrió maternalmente y dijo—:
El izquierdo. Tiene una sensibilidad
deliciosa, ja? —Lunes devolvió
tímidamente la sonrisa y asintió—. Muy
bien, ahora me haces lo mismo a mí,
querida Domingo, y adivina, por mis
reacciones, cuál me da más placer.

Cuando Florian, con un frac nuevo,


camisa fruncida y pantalones bien
cortados, bajó de su habitación a los
comedores que había reservado, miró a
su alrededor y comentó a Jörg Pfeifer:
—Me pregunto dónde andará tu
colega. Con lo atestadas que están
todavía las calles, pensaba que vendría
directamente al hotel.
—Es probable que haya ido al circo
a devolver los trastos. Es un hombre
concienzudo.
—Bueno —dijo Florian—, no hay
prisa por sentarse a la mesa. Veo que
algunos aún no han llegado:
mademoiselle Paprika, Barnacle Bill,
una de las chicas Simms…

—Basta —jadeó Paprika sin aliento,


interrumpiendo el largo beso
experimental que se daban mutuamente
—, basta de preliminares o me volveré
loca. Toca aquí y verás lo tieso que se
ha puesto mi Kitzler para saludarte. Pon
la mano aquí, así. Ah-h. Ahora ábrete
ese lugar con los dedos, suavemente,
como las alas de una mariposa. Ja. Y
dentro… ¡ah, sí, aquí! —Paprika se
retorció de placer, pero consciente de
que Lunes también vibraba—. Ah, te
excita, ¿verdad?, sólo tocarme aquí.
Pero, querida, tú te haces wichsen a ti
misma, como ese potrillo de tu hermana.
Deja que te lo haga yo mientras tú me lo
haces a mí. Separa un poco las piernas.
Ja, el tuyo está tan duro, jugoso y ávido
como el mío. Hagámoslo juntas… ja, ja,
así… Ach, Gott!
Florian golpeó una jarra de vino con una
cuchara hasta que atrajo la atención de
los reunidos y anunció:
—Todavía faltan algunos, pero no
tiene sentido dejar que la comida se
enfríe. Sentaos, damas y caballeros. Y,
Dai, quizá podrías invocar la gracia
pascual para esta mesa.
Mientras el predicador lego Goesle
obedecía, Florian fue al comedor
contiguo donde cenaban los peones y
llamó a Aleksandr Banat.
—Jefe de personal, lamento
interrumpir tu cena, pero necesito un
mensajero de confianza.
Banat, que masticaba un bocado de
algo, asintió en seguida.
—Aún han de llegar varios artistas,
pero estoy preocupado sobre todo por
Zanni. Al parecer nadie le ha visto
desde que se fue al río. ¿Quieres correr
al circo, Banat? El director ecuestre y su
dama se han quedado en su remolque.
Pregunta a Zachary si ha regresado
Zanni. Si no ha aparecido, vuelve a
decírmelo.

—Du lieber Himrnel —jadeó Paprika


—. Hemos alcanzado el Höhepunkt
media docena de veces y aún seguimos
acostadas y juntas. Hagamos el
Mundvögeln. ¿Sabes qué es el
Mundvógeln? —Lunes negó con la
cabeza, pero lentamente, porque sus
cabellos despeinados chorreaban sudor
—. Te lo enseñaré. —Paprika cambió de
posición en la litera. Lunes se agitó
convulsivamente a la primera sensación
cálida y húmeda y gritó—. Abrázame las
caderas —dijo Paprika con voz ahogada
— y apoya la cabeza entre mis muslos.
Esto te enloquecerá, así que sujétame
fuerte.
Lunes continuó agitándose a
sacudidas, y gritando, hasta que, al
hundir la cara en el vello rosado de
Paprika, descubrió espontáneamente un
nuevo empleo para sus labios. A partir
de aquel momento se agitaron y rodaron
las dos, pero en silencio, porque todos
los gritos de una se ahogaban dentro de
la otra.

Después de buscar por todo el recinto


del circo, en la carpa y en el anexo e
incluso en las barracas y tenderetes,
Edge y Banat corrieron al patio trasero y
abrieron todos los carromatos cerrados,
llamando a las puertas de los remolques
antes de abrirlas. En uno de ellos, la
llamada de Edge obtuvo una respuesta
sobresaltada.
—Pokol! Ki a csuda?
—¿Eres tú, Paprika? —gritó Edge
en tono urgente—. ¿Está Zanni aquí
dentro, por casualidad?
Hubo un instante de silencio
aturdido y luego algo parecido a dos
risas, pero sólo contestó la voz de
Paprika, muy enfadada:
—¡Claro que no! ¿Qué pregunta es
ésta…?
—Siento molestarte, pero es que
Zanni no aparece. No ha ido a cenar.
Paprika gritó algo más, pero Edge ya
se alejaba. Banat dijo:
—No está en los otros remolques,
Pana Edge. No está en ninguna parte.
—Corre a decirle a Florian que
envíe a todos los hombres. Yo salgo
ahora mismo hacia el río. No tardará
mucho en oscurecer.
—Supongo —murmuró Paprika,
indolente— que deberíamos
presentarnos en el comedor. Y supongo
que deberíamos entrar por separado,
para no provocar comentarios. Pero
todavía no. Sigamos acostadas y
descansemos un poco más. Hasta ahora
sólo he hablado yo y dicho todas las
palabras cariñosas, sin dejarte decir
nada. Y te explicaré con franqueza la
razón. Ha sido el nerviosismo, como si
fuera una niña inocente y ésta fuese la
primera vez. En cierto modo, lo ha sido.
Antes siempre fue para mí como tomar
un vaso de agua cuando se tiene sed.
Esta es la primera vez que he sentido…
¿Sabes? Hace poco me dijo alguien que
si alguna vez sentía amor… y yo me reí
y contesté con una broma. No creía
poder amar jamás. Pero ahora,
contigo… ¡oh, Domingo, Domingo
Süsse! Aun así, no debo declarar mis
sentimientos tan abiertamente. Quizá tú
no has hecho más que acceder y tal vez
tardes algún tiempo en decidir si tú
también… Bueno, en todo caso, ya
hemos derribado la barrera. Puede haber
muchas otras ocasiones, Domingo,
querida… oportunidades para conocer
todas nuestras partes secretas y saber
dónde y cómo podemos hacerlo mejor a
fin de darnos el máximo de placer. —
Rió, feliz, y abrazó más fuerte a Lunes
—. Pero ahora… lo que ya hemos
hecho… no podría concebir nada más
hermoso.
Lunes se sobresaltó, levantó la
cabeza y exclamó, aturdida:
—¿Concebir? Miss Paprika,
señorita, ¿quiere desir que una de
nosotras ha hecho un bebe?
Todo el cuerpo de Paprika se
estremeció, como si las sábanas en
desorden hubiesen producido una
descarga eléctrica. Se apartó con
violencia de Lunes y saltó de la litera;
entonces se quedó de pie junto a ella,
rígida, temblorosa, mirando fijamente a
la muchacha.
—No eres… —murmuró con la voz
ahogada por el asombro y la furia—.
No…
—Usted no debía saberlo —dijo
Lunes, contrita.
—Isten Jézus!
La cara de Paprika era del mismo
color del pimentón húngaro.
—Me cambié por ella. Para ir en
globo.
El rubor de Paprika se extendió
hasta sus pechos y dijo con una voz baja
y terrible:
—Nunca en toda mi vida he sido tan
insultada, tan humillada, tan rebajada.
—Pero usted no lo sabía, miss
Paprika; ¿por qué se enfada entonces?
Domingo y yo somos mellisas, no hay
ninguna diferensia en nuestros cuerpos.
¿No ha sido igual de divertido que si lo
hubiera hecho con…?
Paprika gruñó sin palabras y, como
si Lunes fuera una intrusa que hubiera
entrado de repente, agarró una almohada
para cubrir su vientre liso y brillante y
su húmedo vello rosado, y con la mano
libre indicó violentamente a Lunes que
se marchara.
—Pero… miss Paprika —suplicó la
muchacha—, ¿voy a tener un bebé por lo
que hemos hecho?
—¡Estúpida zorra negra! ¡Vete…
quítate… de mi vista!
Lunes se deslizó de la litera, tan
lejos de Paprika como le fue posible,
agarró el primer vestido que encontró,
uno de su hermana, se lo puso por la
cabeza a toda prisa, se calzó sin ponerse
medias y salió disparada del remolque,
abrochándose el vestido mientras corría.
5
Edge no se había alejado mucho del
parque cuando Mullenax le salió al
encuentro, y Edge le preguntó:
—¿Vienes del hotel, Abner? ¿Ha
aparecido por allí Zanni?
—Oh… el hotel. La cena. Sabía que
me olvidaba de algo —dijo Mullenax,
arrastrando las palabras. Las tabernas
locales no habían cerrado el día de
fiesta—. ¿Buscas a Zanni? Diablos, ya
debe de haber llegado a Viena, si es allí
adonde va ese río.
—¿Le has visto? ¿Dónde?
—Como ya he dicho, deslizándose
río abajo. Le he visto desde el puente,
con los patanes. Dondequiera que vaya
ese payaso, llegará bastante mojado. Lo
último que he visto de él ha sido en el
agua dentro del barreño. Quería hacer
reír a la gente y lo ha conseguido por
cojones. Dime, ¿aún queda algo de esa
maldita cena?
Pero Edge ya se alejaba corriendo.
Cuando salió de las callejuelas y
desembocó en el viejo Wurstküche, en el
extremo más cercano del puente de
Piedra, torció a la derecha y bajó a toda
prisa por el paseo, mirando
ansiosamente hacia el agua. Pero agua
fue todo lo que vio, con algunos trozos
de hielo balanceándose todavía en la
turbulencia marrón, y río abajo la densa
maleza de la isla Inferior. Intentó detener
a algunas de las personas que aún
paseaban apaciblemente, pero sus
escasas palabras de alemán y sus
gesticulaciones sólo lograron que la
gente se encogiera de hombros,
murmurando disculpas. Siguió, pues,
corriendo y observando hasta que hubo
pasado de largo la isla y la otra margen
del Danubio se oscureció en el
crepúsculo. Si Zanni había llegado a
aquella orilla estaba demasiado lejos
para ser visto, así que Edge volvió
sobre sus pasos y cuando ya estaba a
medio camino del puente encontró a
Florian, que le dijo:
—Casi todos, hombres y mujeres,
están buscando. He dejado a sir John
apostado en el hotel para que nos mande
un aviso en caso de que Zanni aparezca
por allí. El Hacedor de Terremotos y el
Turco Terrible se han descolgado del
puente hasta aquella isla, para
rastrillarla de punta a punta.
—He intentado preguntar a los
viandantes —dijo Edge—, pero sin
suerte.
—Yo también he preguntado.
Algunos que habían visto su número
dicen que le han gritado, advirtiéndole
del peligro, considerándole temerario…
o suicida.
—Yo también le considero así,
ahora que he visto de cerca ese río. Sólo
hizo pruebas en un estanque tranquilo. Si
lo hubiera intentado primero aquí,
habría cambiado en seguida de opinión.
—En gran parte es culpa mía —dijo
Florian con voz grave—. Debí dedicarle
más atención. Sentí cierto temor cuando
le vi comprimirse tanto para meterse en
el barreño…
—Y Maggie presintió algo sobre
aves. Pero blancas y azules.
—¿Qué?
—No importa. Volvamos al puente y
veamos si Obie y Shadid han encontrado
alguna pista.
Mientras caminaban, Florian dijo:
—Fünfünf es el más afectado, así
que para darle algo en que ocuparse le
he mandado a informar a la Polizei.
Tienen una patrulla fluvial… una lancha
de vapor y buenas linternas por si es
necesario buscar a alguien de noche.
Cuando llegaron al puente se
apresuraron a ir hasta la mitad porque
vieron a Yount y al turco trepar
laboriosamente por uno de los altos
pilares centrales, llevando algo de la
isla al parapeto, donde se habían
congregado varios miembros de la
compañía y un grupo de ciudadanos.
—Esto es todo lo que hemos
encontrado —dijo Yount, jadeando.
Tanto él como Shadid estaban rebozados
de lodo hasta la cintura y con rasguños
por todas partes. Habían encontrado el
barreño de madera, pero todos los
listones estaban medio sueltos—. Las
perspectivas no son buenas para Zanni,
director. Sólo había tres gansos
enganchados a este trasto, y muertos.
Casi sin plumas, además. Una corriente
que puede ahogar a un animal tan fuerte
como un ganso no ha de resultar nada
fácil para un hombre.
Todos guardaron silencio un minuto.
Luego Edge preguntó a Florian:
—¿Debo avisar que
permaneceremos cerrados mañana?
—No, no —respondió Florian—.
Vivo, herido o muerto, Zanni no querría
esto. La noticia se difundirá por la
ciudad, pero no podemos permitir que la
gente nos compadezca. No, avisa a la
compañía que todos deben esforzarse
por parecer lo más alegres posible. Que
se preparen para trabajar lo mejor que
sepan… y quizá también durante más
tiempo, para compensar la falta de Zanni
si mañana aún no ha aparecido.

—¿Has visto a Zanni, niña? —preguntó


Fitzfarris, levantándose de un salto del
sillón del vestíbulo del hotel cuando
Lunes entró por la puerta principal con
el vestido mal abrochado y el cabello
hecho una maraña.
—No —contestó ella con voz átona
—. Otra persona también le buscaba
hace un rato. ¿Se ha perdido? Yo busco
a mi hermana.
—Sí, se ha perdido. Y Lunes está
con los demás, buscándole…
—¡Yo soy Lunes, maldito seas, John
Fitz! —casi gritó la muchacha, y algunas
cabezas se volvieron en el vestíbulo.
—Pues disculpadme las dos, coño.
Pero llevas el vestido de Domingo, a
menos que también me equivoque en
esto. Y no te lo has abrochado bien.
Niña, parece que te hayan arrastrado
hacia atrás por un agujero de nudo. ¿Qué
has hecho?
—¡Oh, John Fitz —gimió ella—,
tengo mucho miedo de estar esperando
un bebé!
Varias personas y los recepcionistas
se levantaron y asomaron a las columnas
para ver mejor.
—Eh, vamos… —dijo Fitzfarris,
avergonzado, echando una ojeada a los
espectadores—. Procura no tenerlo aquí.
Vamos arriba.
—¡No te importa! —gimió ella con
voz todavía más alta y, rompiendo a
llorar, se abalanzó sobre él y le agarró
por la pechera de la camisa.
—Eh, vamos —repitió Fitz, dándole
palmaditas en la espalda y sonriendo,
muy azorado, a la gente que los miraba
—. Niña, te doy las gracias; has puesto
por los suelos mi reputación en
Regensburg. Vamos. Te ayudaré a subir a
tu habitación.
Ella empezó a lloriquear mientras
Fitz la sostenía por las escaleras y
preguntaba, solícito:
—¿Quién… quiero decir, qué te
hace pensar que estás embarazada?
Lunes hipó y dijo:
—No estoy segura del porqué, pero,
¿no significa lo mismo que «concebir»?
—Sí. Pero ¿no estás segura del
porqué? Bueno, he oído decir que esto
ya pasó una vez. Sólo espero que el
Espíritu Santo no dejó a la Virgen María
con un aspecto tan poco pulcro…
—¡Ya no soy virgen! —gimió ella.
Una camarera se arrimó a la
barandilla de la escalera para dejarlos
pasar, mirando con severidad a
Fitzfarris.
—Dios mío —murmuró él. Cuando
llegaron al piso superior, preguntó a
Lunes por dónde se iba a su habitación,
la condujo hasta allí y la llevó hasta la
cama—. Descálzate y acuéstate. —Ella
se echó, se tapó los ojos con un brazo y
continuó sollozando—. ¿No estarías más
cómoda si te abrocharas bien el vestido?
Sin mirar, ella usó la mano libre
para obedecer y murmuró:
—¿Qué ha ocurrido?
—Dímelo tú.
—Quiero decir a él. ¿Qué le ha
ocurrido a Zanni?
—Siento decir que no ha vuelto de
su paseo por el río. Tememos que se
haya ahogado. Pero no te preocupes por
eso ahora; creo que tienes problemas
propios. ¿Ha abusado alguien de ti,
Lunes?
Ella respiró fuerte por la nariz y
contestó:
—Sí.
—¿Un desconocido? ¿Uno de tus
peces gordos de las sillas? ¿O alguien
del espectáculo?
—Del espectáculo —respondió con
voz más baja.
—Maldita sea. En este caso creo
que prefiero no saber quién… Ella
apartó el brazo para poder mirarle y
preguntó, con voz menos baja:
—¿Estás celoso?
—Bueno, más preocupado que cel…
Lunes volvió a taparse los ojos con
el brazo y gimió:
—¡No te importa nada! —Y volvió a
sollozar.
—Muy bien, muy bien, estoy celoso,
estoy celoso. Y creo que será mejor que
me digas quién ha sido para que
pueda… Supongo que habrá que hacer
algo.
Ella volvió a mirarle.
—Está bien. Fue… fue él. Zanni.
Fitzfarris la miró larga y fijamente.
—Vamos, niña. La verdad.
—Ha sido él. Por eso he preguntado
qué le ha ocurrido.
—Acabas de llegar al hotel. Zanni
se fue antes de mediodía.
—Ocurrió antes de que se fuera. He
estado acostada, llorando, todas estas
horas. Pero ya lo había hecho muchas
veces antes.
—Escucha, Lunes, es muy cómodo
acusar a alguien que quizá no pueda
negarlo nunca, pero también es una
ruindad. Si quieres proteger al
verdadero culpable, yo me lavo las
manos de…
—Ha sido él. ¿No te ha extrañado
nunca que Quincy fuese incluido en el
número de payasos con los payasos de
verdad? Yo pedí a Zanni que diese una
oportunidad a mi hermano y él dijo que
muy bien, que lo haría si yo… si yo… y
me lo ha estado haciendo desde
entonces.
—Hijo de puta —murmuró Fitz,
pero todavía dudando—. Zanni ha sido
siempre un tipo educado. ¿Estás segura
de que no has soñado todo esto, niña?
—Puedo demostrártelo —declaró
Lunes.
Llevaba todo el vestido
desabrochado y ahora abrió las dos
mitades para que él pudiera verla
entera: la carne de color café con leche,
los pezones marrones, el vello como
granos de pimienta negra y las escamas
blancas y secas adheridas al vello.
Abajo Florian dijo a los artistas y
ayudantes que habían vuelto con él al
hotel:
—Bueno, ignoro adónde habrá ido
sir John, pero el portero dice que Zanni
no ha venido. En cualquier caso, le he
dicho que envíe al comedor a todos los
que vayan llegando. Como nuestra cena
ha sido interrumpida tan trágicamente,
será mejor que todos comamos un
bocado para alimentarnos.
—Yo no tengo mucho apetito —dijo
Edge— y quiero volver al lado de
Autumn.
—Yo tampoco tengo hambre —
terció Yount—, pero no me vendría mal
un trago de algo fuerte y creo que al
Terrible tampoco. Los dos estamos
helados y doloridos.
Así que Edge se marchó, otros
entraron en el comedor y lo mismo
hicieron los que fueron llegando al hotel
después de sus infructuosas búsquedas.

—Pequeña embustera —dijo Fitzfarris,


apartándose de Lunes y enseñándole la
mancha roja de la sábana—. Conque
abusaron de ti, ¿eh? Tenías miedo de
estar embarazada, ¿eh? Bueno, ahora sí
que puedes tenerlo.
Ella no parecía preocupada en
absoluto, sino que sonreía, satisfecha y
triunfante. Sin embargo, intentó adoptar
una expresión solemne cuando dijo:
—Nunca lo hicimos de este modo,
sino lo que miss… lo que el señor Zanni
llamaba lamida. ¿Conoces esta manera?
—Nunca aprendí mucho italiano —
contestó él secamente. Ella dijo,
titubeando un poco:
—Bueno, supongo que también
funcionaría contigo…
—¿Es que Zanni estaba hecho de
otro modo? —inquirió Fitz, escéptico.
—Pues, no. No. Es sólo que…
bueno, déjame intentarlo… Cambió de
posición en la cama y, al cabo de un
momento, Fitzfarris murmuró,
maravillado: «Que me jodan si…» Un
rato después, cuando ya respiraba
normalmente, preguntó:
—¿Pensabas de verdad que podías
quedarte embarazada haciendo esto?
¿No os explicó nunca vuestra madre
cómo se hacen los niños?
—Sí… Supongo que mami nos
explicó todo lo que sabía. Pero es
seguro que ninguna mujer de Virginia ha
oído hablar jamás de una lamida. Yo no,
hasta que… ¿así que cómo iba a saber la
diferencia? No era mi intención decirte
una mentira.
—Bueno, una cosa es segura. Ya no
puedo seguir llamándote niña.
—No. Soy una mujer. Tu mujer,
ahora.
—¿Estás convencida de querer
serlo? Es evidente que no soy mejor que
Zanni. Dejarte…
—Pero tú eres mi hombre. Haga lo
que haga contigo, es porque lo quiero.
¿Podríamos ser desde ahora una pareja
de verdad, tú y yo? ¿Abiertamente, como
el coronel Zack y miss Autumn?
¿Aunque sea una negra?
—Si vuelves a llamarte eso, te
abofetearé como un marido de verdad.
—Suspiró, pero nada descontento—.
Nunca pensé en echarme una novia niña.
Pero no lo ocultaré, como Zanni. Sí,
Lunes, desde ahora… —Ella chilló y le
abrazó—. Será mejor que des la noticia
a tu hermana; yo lo diré a los otros.
Significará algunos cambios de
acomodación en los viajes. Ahora me
vestiré y bajaré al vestíbulo.

—De modo que ahora está en manos de


la Strompolizei —dijo con resignación
Florian. Una vez concluido el refrigerio,
él y un grupo de hombres de la
compañía ahogaban su tristeza en
schnapps, cerveza y vino. Algunas
mujeres también habían tomado una
bebida fuerte, retirándose luego a sus
habitaciones de hotel o remolques para
pasar su pena a solas—. Ah, aquí llega
sir John. Hombre, nos preocupaba un
poco haberte perdido también a ti.
—No, estaba… haciendo mi buena
acción del día. Lunes Simms ha llegado
extenuada y la he llevado a la cama.
Pásame esa botella, ¿quieres, Maurice?
—Sí, como tú dices, Florian, el
espectáculo debe continuar —dijo
Rouleau—, el Saratoga está casi
hinchado del todo. Bum-bum sólo
tendría que recargarlo un poco.
Podríamos elevarlo de nuevo mañana.
—Buena idea. Izar la bandera, por
así decirlo. Fünfünf, ¿tienes algún
número para remplazar el del espejo
Lupino en un plazo tan breve?
—Nada tan bueno, pero el Mayor
Mínimo… —Pfeifer se volvió hacia el
enano, cuya cabeza apenas llegaba a la
mesa—. Podrías ocupar el lugar de
Zanni en el falso pugilato con Alí Babá.
—¡No permitiré que se burlen de mí!
—replicó Mínimo.
—¡Harás lo que se te ordene! —
exclamó Florian en el mismo tono—. En
este caso extremo no mimaremos tus
preciosas pretensiones artísticas. Todos
tenemos que improvisar sobre la marcha
y esto te incluye a ti.
Mínimo gruñó con rabia detrás de su
copa, pero no protestó más.
—Otra cosa, director —dijo Yount
—. El Terrible y yo podemos prolongar
nuestra lucha. Dejaremos la botavara
formando ángulo con el poste central y
su cuerda colgando de modo que
podamos alcanzarla y entonces nos
columpiaremos uno detrás de otro a
través de la pista, como monos de la
jungla, pateándonos con toda nuestra
fuerza.
—Bien, bien. Todo lo que alargue
las actuaciones será una ayuda. Pero esa
cuerda seguirá colgada allí cuando
empiece tu número del trapecio,
Maurice. ¿No te estorbará?
—No lo creo —contestó LeVie—.
Bien pensado, puede añadir gracia a mi
número de Pete Jenkins. Cuando mi
pignouf borracho se pelee con los
peones, Paprika mirará desdeñosamente
e incluso izará la escalera de cuerda.
Entonces mi pignouf tendrá que trepar
cómicamente por la otra cuerda para
subir a la plataforma.
—Bien, bien.
—Si no tiene más instrucciones para
mí, Efendi —dijo el turco—, voy a
asearme. Esta noche tengo un rendez-
vous con una dama que ha admirado mi
modo de trepar hasta el puente. —Sus
labios y bigote sonrieron—. Y también
debo ir a buscar dinero para invitarla.
—Oye, Shadid —terció Fitzfarris—.
Invitar a señoras tan a menudo como tú
lo haces cuesta un dineral. Lo sé por
experiencia. Si no quieres vaciar cada
vez tu faltriquera, quizá te gustaría ganar
cierta cantidad de dinero con gran
facilidad. ¿Qué te parecería venderme tu
remolque y tu caballo? —El turco
pareció interesado y los otros hombres
miraron con curiosidad a Fitzfarris—.
Deduciría el precio de mi parte del
remolque donde duermo y tú podrías
compartirlo con Obie, Abner y Jules.
—Hazme una oferta —contestó el
turco—. Yo no necesito una casa para mí
solo. ¿Hacedor de Terremotos?
¿Roulette? ¿No tenéis objeciones?
—Ninguna —respondieron ambos y
añadieron que el ausente Mullenax
tampoco se opondría ya que en general
estaba demasiado borracho cuando se
acostaba para fijarse en los demás
ocupantes del remolque.
Así, Fitzfarris y Sarkioglu
regatearon un poco, Fitz pagó el dinero y
el turco se marchó a su cita.
—Os diré por qué me traslado —
dijo Fitz.
—No es asunto nuestro —contestó
Rouleau—. No es necesario que lo
expliques.
—Entonces es asunto suyo, Florian
—dijo Fitz—. Como es una especie de
tutor de las chicas Simms, quizá tenga
que pedirle su bendición. Lunes y yo…
—No digas nada más. La chica
sueña contigo desde hace mucho tiempo.
Si al final te ha atrapado, sólo me queda
felicitaros a ambos y decir que esta
noticia contribuye con mucho a alegrar
un día muy triste. —Florian levantó la
copa y ofreció a Fitz el brindis
tradicional alemán—: Hoch soll’n Sie
Leben, dreimal hoch!
Y los otros hombres le imitaron,
pero con comentarios menos dignos.
—No me extraña que parecieras
nostálgico cuando el Terrible se ha ido,
Fitz —observó Yount—. Una mujer tuya
te impedirá ir de juerga.
—Bueno, brindo porque sea capaz
de domarle —dijo Pfeifer—, aunque no
apostaría por ello.
—Ah, pero el amor, como la
religión, puede acomodar toda clase de
excentricidades —replicó LeVie.
—Ach, Mumpitz —terció Beck—.
Sir John siempre poder domesticarla
con sus historias.
—C’est vrai —dijo Rouleau—. La
otra noche oí a Fitz recitar sus oraciones
antes de acostarse. ¿Y sabéis qué?
¡Estaba mintiendo!

Lunes aún seguía acostada, luciendo


sólo una sonrisa beatífica, cuando
Domingo entró en la habitación, se sentó
junto a ella y dijo en tono cansado:
—Han sucedido tantas cosas que me
he olvidado de pensar en ti y en tu
aventura. ¿Te han dicho lo de Zanni?
—Sí… —dijo Lunes, soñadora, sin
dejar de sonreír.
—He recorrido las calles,
practicando el alemán con todos cuantos
me salían al paso, pero nadie sabe nada.
—Domingo exhaló un largo suspiro—.
Bueno. —Miró de reojo a su hermana
desnuda y observó—: Por lo que parece,
la aventura no ha sido intolerable.
—¡No, señora! —exclamó Lunes
con énfasis. Se incorporó, se abrazó las
rodillas y sonrió de modo aún más
radiante—. Todos los momentos de este
día han sido maravillosos. Y debo
agradecértelo a ti. Domingo contestó, un
poco incómoda:
—Bueno, sólo he venido a
asegurarme de que estabas bien. Y así
es, por las trazas. ¿No quieres bajar a
comer algo?
Lunes se echó a reír.
—Hermana Domingo, no te creerías
lo llena que estoy. Y todo lo que he
aprendido durante el día.
—Vaya. ¿De ella? Espero que no te
hayas convertido en lo que ella es.
—¡Ni hablar! Me dijiste la verdad y
te lo agradezco. Me ha dado John Fitz.
¿Qué te parece?
—¿Que te ha dado a John Fitz? —
preguntó Domingo, perpleja.
—Todo lo que he aprendido. Cosas
que podría darte al señor Zack. Escucha.
Y Lunes contó con fruición todo lo
que había ocurrido desde que bajara de
la góndola del globo. Los ojos de
Domingo se fueron agrandando de
asombro a medida que se desarrollaba
el relato. Sólo interrumpió una vez:
—De modo que has descubierto el
juego.
—Lo siento, hermana. De verdad
que quería guardar silencio.
—No importa. Tarde o temprano lo
habría sabido. Supongo que le dio un
ataque al saberlo.
—Y vaya ataque. Bueno, pues
cuando pude escabullirme… —Y la
historia continuó y los ojos de Domingo
se agrandaron todavía más.

Al día siguiente aún no había señales de


Zanni Bonvecino y ninguna noticia de la
policía fluvial. La mayoría de artistas
estaban frenéticamente ocupados
ensayando nuevos números para
prolongar sus actuaciones, y Beck y sus
peones bombeaban más gas en el
Saratoga y el recinto del circo se llenó,
mucho antes de mediodía, de patanes
ansiosos por adquirir entradas para la
función de las dos. Era evidente que
toda la ciudad estaba enterada de la
presunta tragedia del circo y por lo visto
había acudido en masa para ver cómo la
sobrellevaba el circo. La continua
actividad de los artistas y sus esfuerzos
por mostrar caras sonrientes a la
multitud los impidieron fijarse en la
única cara seria, tan implacablemente
furiosa que nada volvería a hacerla
sonreír.
Hubo un lleno impresionante, claro,
y la gente que consiguió entrar no
pareció encontrar ninguna laguna en la
representación.
Quizą sus aplausos fueron más
vigorosos después de cada número, por
simpatía además de admiración. Todo
fue bien en el espectáculo hasta la
última actuación de la primera mitad.
Paprika no había mirado ni hablado a
Domingo en todo el día —ambas habían
procurado no coincidir en el furgón
vestidor cuando fueron a ponerse las
mallas azules— y Domingo prefería el
silencio de Paprika que su cólera
húngara. Tampoco se hablaron cuando
estuvieron en la plataforma y Domingo
hizo oscilar o enganchó las barras del
trapecio para que Paprika ejecutara su
solo al son de Sólo hay una chica,
tocada por la banda.
Entonces, cuando Paprika saludaba y
la banda tocaba El holandés errante,
surgió de entre el público el borracho
Pete Jenkins, que entre murmullos
expectantes trepó hasta el trapecio y se
reveló como Maurice al convertirse en
un relámpago azul. Después de su
deslumbrante solo, él y Paprika
ejecutaron su dúo a los acordes del Bal
de Vienne y Domingo continuó
manejando las barras de acuerdo con las
órdenes de Houp là!
La atención del público se desvió
bruscamente de su actuación por culpa
de una inoportuna actividad en la puerta
principal de la carpa. Habían entrado
varios policías uniformados y Banat
trataba de cerrarles el paso porque no
tenían entradas, cuando Florian se
apresuró a acercarse para intervenir. Al
cabo de un momento, hizo una seña a
Edge para que abandonara su lugar en la
pista y se reuniera con ellos. El público
siguió tan absorto estos movimientos —
sabiendo que estaban relacionados con
la tragedia de la víspera— que pocos
vieron lo que ocurrió entonces arriba en
el trapecio.
Era el momento de la breve
participación de Domingo en el número.
Paprika se balanceó hacia la plataforma
con las manos extendidas, colgada del
trapecio por las rodillas. Domingo
alargó las manos y saltó, ambas se
agarraron por las muñecas, Domingo
describió un arco y, justo al final de este
arco, Paprika sonrió a Domingo y le
soltó las muñecas. La muchacha tuvo la
fuerza suficiente para seguir agarrada
durante una fracción de segundo, pero no
bastó para ganar la altura y el impulso
necesarios para llegar hasta Maurice,
que se acercaba en el trapecio. Las
manos de Domingo se soltaron y ella
voló, pasando lo bastante cerca por
debajo de Maurice para ver la
horrorizada expresión de su rostro.
Florian estaba diciendo a Edge:
—La Polizei ha encontrado un
cuerpo deslizándose río abajo y lo ha
traído a Regensburg. Dicen que está
empapado, hinchado y mordido por los
peces. Podría ser otra persona. Quieren
que los dos, como máximas autoridades
del circo, vayamos inmediatamente para
ver si podemos identificarlo.
Sólo la mitad del millar largo de
espectadores miraba hacia la cúpula y
sólo unos cuantos exhalaron un grito
ahogado al comprender que el vuelo
libre de Domingo no era intencionado,
que había sido lanzada a una caída
vertiginosa contra las graderías
superiores. Pero el jefe de orquesta
Beck sí estaba observando, como
siempre, para que la música siguiese el
ritmo de la actuación. Casi antes de que
terminara el breve vuelo de Domingo ya
había ordenado a la banda con la batuta
que se interrumpiera y entonara la
Marcha nupcial de Mendelssohn a un
ritmo de trepidante urgencia.
—¿Por qué tanta maldita prisa? —
decía Florian a Edge—. Di a la policía
que frene su condenada eficiencia y
espere. Diles que falta muy poco para el
intermedio… ¡Dios mío!
Al oír la música del desastre, él y
Florian se volvieron a mirar. Todo el
público gritaba ahora con espanto e
incredulidad. Domingo aún estaba en el
aire y su cuerpo se retorcía
violentamente. A media caída había
agarrado la cuerda que habían dejado
colgando para el número de los hombres
forzudos, asiéndose a ella con tal fuerza
que tanto la cuerda como la botavara
vibraban y el extremo de la primera
restallaba como un látigo sobre las
cabezas de los espectadores más
cercanos… pero Domingo estaba bien
agarrada. Maurice se había posado en la
plataforma y descolgado la escalera de
cuerda y ahora bajaba por ella a gran
velocidad. Paprika continuaba colgada
de su trapecio por las rodillas,
balanceándose plácidamente,
observando, y nadie podía ver la
expresión de su rostro.
—Aves… azules… —dijo Edge
para sus adentros mientras corría al lado
de Florian.
Maurice llegó al peldaño de la
escalera que estaba al mismo nivel de
Domingo y, aunque ésta seguía
oscilando, logró alargar la mano, coger
la cuerda y detener su movimiento.
Entonces ayudó a Domingo a poner una
pierna temblorosa, y luego la otra, en los
peldaños de la escalera y por último a
asirla con ambas manos. Con Maurice
muy cerca de ella, Domingo descendió
débilmente y sus piernas casi se
doblaron cuando tocó el suelo de la
pista. Florian y Edge la esperaban allí…
y también la policía. Domingo señaló a
Paprika, pero tuvo que jadear y sollozar
durante un minuto antes de poder
pronunciar las palabras:
—Ha intentado matarme. Me ha
soltado deliberadamente.
El público no oyó estas palabras y
los policías no las comprendieron, pero
todos los rostros de la carpa siguieron el
brazo de Domingo y fijaron en Paprika
miradas acusatorias. Allí arriba, Paprika
arqueó ahora el cuerpo y osciló en arcos
cada vez más altos y más rápidos…
mientras, de modo incongruente, la
banda tocaba la Marcha nupcial al
unísono con sus movimientos. Y de
pronto, en el punto más alto de un arco,
Paprika estiró las piernas dobladas y se
lanzó al espacio en un salto de ángel. Su
parábola la mantuvo en el aire sólo un
momento, entonces fue a dar contra la
parte cóncava del techo de la carpa —
con un ¡plaf! audible por encima de la
música de la banda— y allí cambió
brevemente de ángel a estrella azul,
suspendida y centelleante, con piernas y
brazos extendidos. Pero la lona la hizo
rebotar hacia dentro y cayó en otra
parábola hasta estrellarse cuan larga era
contra el bordillo de la pista con otro
ruido audible… éste de estremecedora
irrevocabilidad.
Florian se colocó al instante en el
centro de la pista con el megáfono y
Beck se apresuró a dirigir a la banda
para que tocase el himno de la salida.
Mientras Yount y el turco corrían a
levantar a Paprika y fingían ayudarla a
«andar» hacia la puerta trasera, Florian
gritaba a la multitud que acababan de
presenciar una escena temeraria
especialmente preparada, que no había
ocurrido ninguna desgracia, que todo
formaba parte del espectáculo. Hizo una
seña urgente a Domingo, y LeVie y Edge
la sostuvieron mientras ella conseguía
sonreír e incluso levantar los brazos
trémulos en forma de V. Ahora Florian
gritó que había llegado el intermedio, el
momento de ir todos a divertirse a la
avenida y que la compañía entera
volvería después, sana y salva, con la
segunda y emocionante parte del
programa.
A la mañana siguiente Regensburg
contempló un espectáculo nunca visto,
comparable a las dos ascensiones del
globo: un funeral circense, y por partida
doble, además. Precedidos por el
carruaje negro de Florian y el humeante
pero silencioso órgano de vapor, varios
carromatos del circo, cubiertos con
crespones negros, llevaban a toda la
compañía. La carreta del globo, cubierta
con un paño mortuorio, portaba los
ataúdes de Zanni y Paprika. Los
músicos, en su furgón, tocaban el tema
de la Sonata fúnebre de Chopin y la
comitiva se trasladó, al son lento de esta
marcha, del Dörnberg-Garten al
Katholik-Friedhof.
Aunque las autoridades municipales
aún querían formular muchas preguntas,
y rellenar innumerables cuestionarios,
relativos a las «irregularidades» de los
dos días precedentes, no hubo ningún
problema para que los cuerpos tuvieran
un entierro público y digno. Florian se
limitó a enseñar sus salvoconductos
para atestiguar que tanto Giorgio
Bonvecino como Cécile Makkai eran
católicos romanos, y las autoridades
eclesiásticas concedieron graciosamente
el permiso.
No obstante, el sacerdote oficiante
se mostró inquieto durante la ceremonia,
alzando con frecuencia la mirada de su
misal para echar ojeadas a la variopinta
concurrencia agrupada alrededor de él y
de sus acólitos. Además de los músicos
uniformados y de los peones con monos
de dril y de lona, Pater Frederick contó
a tres inconfundibles orientales, dos
negros, dos albinos, un enano, una
persona de sexo indeterminado, con
capa y capucha, un gigante con una piel
de leopardo y otro con un exiguo
taparrabos, un hombre con la cara
blanca como la de cualquier cadáver del
cementerio y otro con media cara azul,
un hombre vestido de ante, con muchos
flecos, y cinco mujeres jóvenes muy
poco solemnes en su semidesnudez.
Pater Frederick sólo pudo aprobar a
dos hombres —Florian y Goesle—
respetablemente ataviados y sólo a una
mujer —Autumn—, que llevaba un
vestido decente y un velo.
Después del servicio, las oraciones,
los numerosos signos de la cruz, varias
aspersiones de agua bendita y humo de
incienso y de echar puñados de tierra
sobre las dos tumbas, Florian pronunció
las últimas palabras sobre ellas, una vez
más en plural y en latín: «Bailaron.
Causaron placer. Han muerto».
Entonces, a una señal de Florian, el
decoro imperante fue roto, destrozado y
abolido, y las vestiduras del Pater
Frederick casi reducidas a harapos por
el estallido ensordecedor del órgano al
tocar Auld Lang Syne[17].
6
El Florilegio y su abigarrada cola de
vehículos de las barracas siguieron el
Danubio río abajo, nuevamente hacia
Austria, deteniéndose a actuar durante
una o dos semanas en las ciudades más
grandes del recorrido. Domingo sólo
había necesitado breves ensayos para
ocupar el lugar de Paprika como pareja
de Maurice y hacerlo de manera
exquisita. Ahora que ella y Lunes eran
estrellas, Florian les concedió noms-de-
théâtre. Para el número del trapecio,
Domingo se convirtió en Mademoiselle
Butterfly, y Lunes, como el
deshollinador funámbulo, se llamó,
naturalmente, Cenicienta. (En el patio
trasero, a Lunes le gustaba que la
llamaran señora Fitzfarris, aunque esta
unión aún no estaba dotada de un
certificado de matrimonio). El Mayor
Mínimo continuó en el número de
comedia pugilística con Alí Babá,
aunque aún gruñía e incluso intentaba
golpear en serio al chico durante la
representación. Los nuevos públicos del
circo no parecían notar ninguna
deficiencia en el programa, pero Florian
sí, y ansiaba descubrir artistas nuevos.
Por el camino entre las ciudades, los
viajeros encontraban ahora el paisaje
bávaro exuberante en extremo. Autumn,
sobre todo, no se cansaba de mirarlo.
Allí, como en Italia, los campos de
cereales y hortalizas se alternaban con
campos de colza amarilla y brillante
que, según dijo Jörg Pfeifer, aquí se
llamaba Raps. Pero los granjeros
bávaros no cultivaban la tierra como los
italianos, con un tosco arado tirado por
un caballo, mula o buey, sino que usaban
maquinaria moderna. Toda la compañía
del circo se detuvo a mirar, con
extrañeza y admiración, la primera vez
que vieron un campo labrado de este
modo.
A ambos lados de la extensión de
terreno sin cultivar había un inmenso
tractor de vapor con ruedas muy altas.
Los dos tractores despedían vapor y
humo como el órgano del circo y hacían
casi tanto ruido, aunque nada musical.
De un cable tendido entre ambos
tractores dependía un arado
excesivamente grande y pesado para que
un hombre pudiera manejarlo; el cable
lo izaba y trasladaba de un extremo a
otro del campo. Los conductores de los
tractores movían sus vehículos medio
metro cada vez que el arado terminaba
un largo surco, con objeto de empezar
otro perfectamente paralelo.
—¡Mirad eso! —exclamó Mullenax,
el más impresionado de los que miraban
porque en el pasado él también había
sido granjero—. Ni un solo animal para
hacer este trabajo. ¿Cómo puede
permitirse un vulgar granjero el lujo de
semejante maquinaria?
—No es propiedad del granjero —
explicó Pfeifer—. Los tractoristas son
empresarios que viajan de granja en
granja y alquilan sus servicios.
Otra novedad observada por los
viajeros se veía sobre todo en las
ciudades o, mejor dicho, en las afueras
de las ciudades; todos los muladares
rebosaban de rollos y aros de alambre
que, vistos de cerca, resultaron ser
miriñaques para vestidos femeninos. Y
fue Domingo Simms la que pudo
explicar esta curiosidad, porque leía
asiduamente los periódicos para mejorar
su alemán y siempre traducía las notas
de sociedad a Clover Lee, a quien
gustaba estar al corriente de las
andanzas de condes, duques y demás
miembros de la nobleza.
—Las mujeres elegantes de toda
Europa están desechando el miriñaque
—dijo Domingo—. No sé por qué, pero
las faldas amplias han pasado
súbitamente de moda. Observad a las,
mujeres que pasean por la calle; todas
llevan faldas planas por delante y sólo
usan una especie de medio aro para
hacer lo que llaman una crinolette, una
cola ancha que arrastra por detrás.
Algunos informes periodísticos eran
más interesantes para los miembros
mayores de la compañía, como cuando
apareció la noticia del Ausgleich. Este
compromiso político, después de años
de agitación independentista en Hungría,
había dado por fin a dicho país cierto
grado de autonomía del imperio
austríaco. Según los términos del
Ausgleich, Francisco José y Elisabeth
seguirían siendo emperadores de
Austria, pero ahora los coronarían por
segunda vez, como simples reyes de
Hungría, y esta nación promulgaría y
administraría en lo sucesivo sus propias
leyes, tribunales y estatutos civiles.
—Bueno, esto calmará los
constantes conatos de rebelión en
Hungría —comentó Florian— y
Elisabeth estará especialmente
complacida con el acuerdo. Así tendrá
más excusas que nunca para vivir lejos
de Francisco José y pasar la mayor parte
del tiempo siendo reina en Budapest en
lugar de emperatriz en Viena.
Justo una semana más tarde la
noticia de primera plana del Zeitung de
Deggendorf fue que el tambaleante
régimen mexicano apoyado por Francia
se había desintegrado por completo y su
emperador Maximiliano —hermano de
Francisco José— había sido fusilado
por un piquete de ejecución mexicano.
Un recuadro de este artículo añadía que,
para expresar su disgusto a Luis
Napoleón porque había permitido que
ocurriera semejante desgracia,
Francisco José y Elisabeth serían los
únicos monarcas europeos que no
asistirían a la inauguración de la gran
Feria Mundial de París.
Y otra noticia que Domingo tradujo
del periódico, aunque no tenía nada que
ver con la realeza ni la nobleza ni
siquiera con un hombre, excitó tanto a
Clover Lee que corrió a ver a Florian y
le pidió un día libre.
—La gran Zoyara —le dijo, casi
bailando— da una exhibición de
equitación en Plattling, que sólo está a
unos kilómetros en la otra orilla del río.
¡Imagínese! Ella Zoyara, la más grande
équestrienne de la época. Mi heroína
desde que hice mi primer volteo a
caballo. Por favor, Florian, ¿puedo ir a
verla actuar? Sólo me perderé dos
funciones y podría aprender toda clase
de números nuevos que harían
provechosa mi asistencia. Por favor,
¿puedo ir?
Florian se atusó la barba.
—Detesto perder a otra estrella de
nuestro programa ya bastante
disminuido, aunque sea temporalmente,
pero no pudo decir que no. El hecho es
que a mí también me gustaría hacer
novillos para ver a esa magnífica
amazona. Yo ya me había marchado a
América cuando ella se hizo famosa con
el Zirkus Renz.
—Dicen que hace cosas que no ha
intentado jamás ninguna otra amazona —
dijo Clover Lee—. Salta sobre cinco
banderas sostenidas horizontalmente. Da
cincuenta volteretas seguidas a través de
cincuenta aros de papel…
—Sí —asintió Florian—. Si no
estuviéramos tan bien surtidos de buenos
jinetes y amazonas, quizá iría a hacer
una oferta a la Zoyara. Pero la
rechazaría. Debe de hacer una fortuna
con sus giras en solitario. Muy bien,
querida. Ensilla a Burbujas y ve, pero,
cuidado, sólo por un día. Y cabalga con
prudencia.
Sin embargo, Clover Lee estuvo
ausente tres días y Florian sufrió
arrebatos alternos de ira y
preocupación. Ya iba a enviar a alguien
en su busca cuando la vio regresar a
medianoche del tercer día, montando
con indolencia y sonriendo
misteriosamente. Florian y Edge
empezaron a reprenderla en cuanto
desmontó, pero ella continuó sonriendo
y cuando callaron para recobrar el
aliento, dijo:
—Ya lo sé; he tardado más de la
cuenta. Pero creo que cuando os
explique el motivo estaréis de acuerdo
en que merecía la pena. Ella Zoyara no
es española, como dicen todos los
carteles. Ella Zoyara es tan americana
como yo. Su nombre es Omar Kingsley-
Stokes, e incluso éste debe de ser falso.
Me parece que es simplemente Homer
Stokes.
—¿Omar? —preguntó Florian.
—¿Homer? —inquirió Edge.
Clover Lee asintió.
—No es extraño que la gran Zoyara
pueda montar como no lo hace ninguna
mujer, y es porque ninguna mujer tiene la
fuerza suficiente. En realidad es un
hombre. El secreto está muy bien
guardado; incluso viste ropa femenina
por la calle y en la intimidad. Lleva el
pelo largo, se afeita y empolva brazos y
piernas, además de la cara…
—Es inconcebible —dijo Florian—.
Si nadie en toda Europa ha sospechado
siquiera semejante engaño, ¿cómo has
podido enterarte…?
—Vamos, Florian —dijo Clover Lee
con voz dulzona—, ¿cómo supone que
me he enterado? —Los dos hombres se
escandalizaron un poco ante un descaro
tan manifiesto—. De todos modos, esta
vez me han dado más que una bolsa
bordada y veinte scudi. Quizá mi virtud
está subiendo de valor. —Cogió de la
silla de Burbujas un paquete envuelto en
papel, grande pero a todas luces ligero
—. En cuanto Maggie me haya hecho un
pequeño trabajo de costurera, os
enseñaré qué me ha dado y enseñado
Homer Stokes.
Ya tenía el nuevo número listo para
añadir a su actuación cuando el
Florilegio llegó a la última ciudad de
Baviera donde Willi había reservado un
terreno —Passau, en la frontera
austríaca—, y el número fue recibido
con tan cálidos aplausos que Florian
tuvo que admitir que su desobediencia
había merecido la pena. Si bien no
podía imitar las proezas de Ella Zoyara,
que requerían músculos masculinos,
podía empezar su actuación del mismo
modo que la Zoyara. Indicó a Bum-bum
la música nueva que necesitaría —muy
variada y de cambios muy rápidos— y a
Florian cómo debía presentarla y qué
debía decir después. Así, la tarde del
debut del nuevo número, Florian anunció
por el megáfono: «Die Nationen im
Prozession!»
La banda empezó con una marcha
llena de brío y Clover Lee entró en la
carpa a medio galope muy erguida sobre
Burbujas, bailando un animado
Schuhplattler y vestida con el dirndl y
la cofia bávaras, y Florian anunció:
«Beglücken Bayern!» El público
aplaudió entusiasmado el saludo a su
patria. Tras dar una vuelta a la pista,
Clover Lee se quitó hábilmente el traje
regional, pero debajo llevaba otro.
Cuando Edge corrió a recoger las
prendas desechadas, descubrió que
estaban hechas con una seda tan fina
que, aunque opacas, casi no hacían
bulto.
Clover Lee lucía ahora el disfraz
siguiente: un pañuelo y una falda roja,
blanca y verde de Colombina. La banda
atacó un saltarello y ella lo bailó sobre
la grupa de Burbujas y Florian gritó:
«Innig Italien!» Después apareció
llevando un gorro azul y un blusón de
marinero y bailó una danza inglesa:
«Blühend Britannien!» Luego una falda
a cuadros y un peludo morral escocés y
bailó un fling: «Schottland das
Schöne!» A continuación lució un gorro
pequeño y redondo y un traje de luces de
torero y bailó un fandango: «Sonnig
Spanien!» Y por último, debajo de todo,
llevaba sólo sus mallas de color carne
con lentejuelas doradas y sus propios
cabellos rubios y —«Die amerikanische
Artistin, Fräulein Clover Lee!»—
ejecutó entonces su rutina acostumbrada
de pasos de ballet, posturas acrobáticas
y saltos de ligas y guirnaldas. Desde la
puerta trasera, un peón abrió la jaula
para que sus palomas volaran tras ella y
participaran en el número.
Su rutina fue tan popular allí en
Passau y en todas las plazas posteriores,
que las mademoiselles Cinderella y
Butterfly se molestaron un poco —y
también se divirtieron— de que un mero
embellecimiento hiciera de Clover Lee
una estrella tan grande como lo eran
ellas con sus arriesgadas y emocionantes
actuaciones. Sin embargo, no surgió
entre las chicas ningún sentimiento de
rivalidad o envidia y Clover Lee no
permitió que Florian inventase para ella
ningún nuevo y rimbombante «nombre
de estrella».
—Que Homer Stokes oculte su
nombre vulgar, su sexo y su
nacionalidad, si así lo desea —dijo—;
yo estoy muy satisfecha de ser conocida
como la americana Clover Lee. Por lo
menos hasta que me case y tenga un
título auténtico que añadir a mi nombre.

Passau era un bullicioso centro


comercial a causa de su situacion en la
confluencia de los ríos Ilz, Inn y
Danubio. Además era aquellos días sede
de una feria comercial interurbana que
casi doblaba su población normal. La
compañía se entretuvo en sus horas
libres paseando entre los pabellones que
exhibían los últimos inventos,
maquinaria, herramientas y productos, y
recorriendo las calles llenas de
diversiones: charlatanes de feria,
mostradores de comida, tenderetes de
figuras de cera, teatros de títeres, etc.
A Florian le interesaba
especialmente vagar por esas calles en
busca de un nuevo talento y llevaba
consigo a Edge. En un puesto
destartalado cuyo propietario anunciaba
sin gran entusiasmo su atracción en
alemán, aunque en su bandera se leía
otra lengua, Florian dijo:
—Esto podría ser edificante.
Edge miró la bandera, en la que las
palabras más prominentes eran «
FRÖKEN AL» y aventuró una traducción:
—¿Todos monstruos?
—No, es el nombre de una chica:
Miss Eel. Danesa, una klischnigg.
Contorsionista. Compremos entradas y
veamos qué hace.
Era buena y se esforzaba mucho para
serlo aunque su público no consistía en
más de diez o doce curiosos con
expresión aburrida. Era flexible y fluida
como una verdadera anguila, pero
incomparablemente más bonita y tenía
curvas delicadas y miembros bien
formados de los que carece la anguila, y
lo que sabía hacer con ellos era al
mismo tiempo admirable, asombroso y
erótico. No obstante su atavío —lo que
quedaba de él: un leotardo maloliente—
estaba descolorido y remendado.
Trabajaba sobre una plataforma de
listones con el único acompañamiento
de la lánguida flauta del director.
Cuando el número acabó y la gente salió
de la tienda, Florian se quedó para
abordar a la chica y decirle:
—Jeg vil gerne, Fröken Al. De bar
noget bedre. Er De ledig?
Con una mirada de desprecio, y en
inglés, Miss Eel dijo:
—Largo de aquí, caballero.
Edge rió, lo cual la obligó a mirarle
con más sorpresa que desprecio.
—Bueno… ejem… —persistió
Florian—. Al sugerirle «algo mejor»,
quizá he pecado de ambigüedad, pero…
—Si aceptase una posición mejor
sugerida por el primer mirón, tendría
que saber muchas más contorsiones. ¿En
qué posición me querría usted? Hable
con mi director. Por el dinero suficiente,
el maldito alcahuete es capaz de
hacerme volver del revés.
—Por favor, Miss Eel, desista. No
soy un mirón ni un voyeur, ni tampoco
voyageur forain, como su… ejem…
director. Soy el propietario del
Floreciente Florilegio de Florian, un
circo ambulante sumamente prestigioso.
Le hago una oferta legítima de un
empleo lucrativo.
—¡Oh! —Pareció avergonzada y se
disculpó—. Det gör mig ondt. He
debido comprender, cuando me ha
hablado en danés, que no era el sucio
slet menneske habitual.
—¿Está bajo contrato o tiene
libertad para negociar, Miss Eel?
—Llámeme Agnete, Herr Florian.
Me llamo Agnete Knudsdatter. Y puedo
estar libre en tres minutos, si desea
comprar la bandera. Es todo lo que el
alcahuete posee de mí.
—Le proporcionaremos una bandera
mucho mejor.
—Dos minutos, entonces. Tengo
poco equipaje.

Cuando Fröken Knudsdatter salió en la


tienda en traje de calle iba seguida del
director, que se golpeaba el pecho,
balando e implorando en varias lenguas.
Pero ella no le hizo ningún caso, ni
tampoco Florian o Edge. Cargados con
su exiguo equipaje —dos maletas
gastadas—, la acompañaron al recinto
del circo y al remolque ahora ocupado
solamente por Clover Lee y Domingo
Simms.
—Estoy seguro de que a las otras
chicas no les importará que comparta su
vivienda —dijo Florian— hasta que
pueda pagarse otra. Ahora venga
conmigo a conocer a nuestra jefa de
vestuario. Como es usted una de las
pocas danesas de cabellos oscuros, creo
que conservaremos el personaje de Miss
Eel y la vestiremos con mallas oscuras y
brillantes, como una anguila. En el
espectáculo tenemos un chico negro que
no es mal contorsionista. No tiene su
talento, claro, pero como ya es del color
de la anguila, quizá quiera usted actuar
con él. Anguila y angula, por así decirlo.
—Estoy a sus órdenes, Herr Florian
—dijo Agnete, aturdida por el repentino
cambio de su suerte.

Durante otra incursión por las calles de


la feria, Florian y Edge encontraron a
tres artistas —dos hombres de mediana
edad y una muchacha— que trabajaban
literalmente en la calle, sin tienda,
puesto, director ni bandera. Iban
vestidos de payasos bastante
andrajosos: la chica de camarera
italiana y los hombres de zafios
campesinos bávaros o austríacos. En
aquel momento actuaban, ante una
cantidad considerable de curiosos, en un
número acrobático además de cómico.
Los hombres sujetaban por los extremos
un largo tallo de bambú que agitaban y
movían arriba y abajo mientras la chica
lo usaba como cuerda floja, casi tan
hábilmente como Autumn Auburn o
Lunes Simms, dejando que la lanzaran al
aire donde daba volteretas y saltos
mortales pero aterrizando siempre sobre
el bambú.
—La barra libre —dijo Florian a
Edge—. Son payasos casse-cou. La
variedad arriesgada y temeraria.
Al cabo de un rato, el trío abandonó
las acrobacias y el hombre mayor y la
chica iniciaron un diálogo de agudezas
en voz alta. El hombre era una figura
zarrapastrosa, vestida con pantalones
cortos de cuero pero sin calcetines, de
modo que sus flacas pantorrillas estaban
desnudas hasta las gastadas botas, y
daba la impresión de estar lleno de
lascivia impotente y envidiosa. Durante
el coloquio, la chica sonrió tonta y
tímidamente mientras dirigía miradas
coquetas a todos los hombres de su
alrededor. Florian tradujo la charla a
Edge:
—El bromea sobre la multitud de
sus amantes y pretendientes y pregunta
cómo puede manejarlos a todos. Ella
responde: «Ah, señor, todos fluyen como
el agua». Él la mira con lujuria y
pregunta: «Y diga, Fräulein, ¿fluyen por
la misma ruta?»
La concurrencia reía de buena gana
todas las bromas obscenas, tirando
calderilla en el sombrero pasado por el
otro hombre que, con una sonrisa de
idiota en la cara, empujaba torpemente a
los espectadores y de vez en cuando
tropezaba con el bordillo de la acera y
casi era atropellado por los vehículos
que transitaban por la calle.
—Estos payasos son con toda
seguridad vieneses —dijo Florian—.
Cuando lleguemos allí, Zachary, verás la
mezcla de nacionalidades que hay en esa
ciudad. Esta clase de trío de payasos es
allí un número fijo. El anciano libertino
es el Hanswurst (Juanito Salchicha), un
cómico tradicional del folklore vienés.
Emeraldina, la moza, atrae a la
población italiana. El otro es el patán
Kesperle, una figura cómica estándar
entre los checos.
La gente había empezado a
dispersarse y Florian se acercó a los
payasos y, en consideración a Edge, les
habló primero en inglés. La chica —que
vista de cerca era un poco gordinflona
pero muy bonita— resultó ser la única
de los tres que hablaba esta lengua.
—De Viena somos, sí, ja. Sólo
vinimos a trabajar en esta feria de
Passau y en seguida volvemos a Viena.
Trabajamos dondequiera que haya
mucha gente. Soy Nella Cornella. El
Hanswurst camorrista es Bernhard
Notkin y el tonto de pueblo Kesperle es
Ferdi Spenz.
—Encantado de conocerlos. Soy el
propietario del Florilegio de Florian y
éste es el director ecuestre.
—¿Cómo? ¿Del magnífico circo que
actúa aquí? —exclamó ella.
—Sí. Nosotros también nos
dirigimos a Viena y tengo intención de
aumentar mi cuerpo de payasos.
—¿Piensa contratarnos? —inquirió
ella con un grito de incredulidad.
—Tal vez. Su trabajo en conjunto es
pasable y no he tenido nunca un payaso
femenino. ¿Poseen ustedes un medio de
transporte?
—Viajamos juntos en un remolque,
pero no juntos, entiéndame. No soy la
Süsse Mädel, la amante, de ninguno de
los dos viejos.
—Esto no me preocupa en absoluto.
Pero me gustaría saber una cosa. ¿Hace
uno de estos caballeros el espejo
Lupino?
La pregunta no tuvo que repetirse en
ningún otro idioma. El hombre llamado
Ferdi Spenz captó la palabra y exclamó:
—Rozumím! Lupino zrcadlo! Ano!
Vim! Dobrý jsem!
—Dice que sí —tradujo la chica.
—Menos mal que el número del
espejo se hace sin palabras —observó
Edge cuando él y Florian volvían al
circo seguidos por el dilapidado
remolque de los payasos, tirado por un
caballo extremadamente flaco—. Si
añadimos más nacionalidades y lenguas,
vamos a tener que contratar a un cuerpo
de intérpretes. Diablos, tendré que
llevar una libreta de notas como la suya
si quiero recordar los nombres de toda
nuestra gente.
Los tres nuevos miembros del circo
se mostraron tan sorprendidos como lo
estuviera Agnete la Anguila cuando,
inmediatamente después de llegar al
recinto, empezaron a ser objeto de
«mejoras». Su destartalado remolque fue
entregado a los eslovacos para que lo
reparasen y pintasen. Su viejo caballo
fue puesto en manos de Hannibal y
Quincy para que lo engordaran y
revitalizaran lo más posible. En cuanto a
los payasos, los enviaron primero a
Magpie Maggie Hag para que les tomara
medidas a fin de confeccionarles nuevos
trajes, y luego a Jörg Pfeifer, quien
empezó inmediatamente a practicar el
espejo de Lupino con el Kesperle y a
ensayar al mismo tiempo el papel del
Hanswurst para sustituir al Mayor
Mínimo en el número pugilista con Alí
Babá e introducir mejoras en la
actuación casse-cou de Emeraldina.
—Está muy bien, Nella, ser un
payaso acróbata, pero cualquiera puede
hacerlo. Espero de ti que des a la vez
muestras de tu indudable y jugosa
feminidad. Veamos, si lo haces así…
Trabajó con los recién llegados con
un rigor y una disciplina de sargento
mayor y lo hizo por la noche, después de
las funciones nocturnas, de modo que los
transeúntes solían oír gritos en el
interior de la carpa.
—¡Sí, Nella, hazlo tal como te he
enseñado! ¡Y no, Nella, no intentes
mejorar mis mejoras!
—Madonna puttanna! ¡Cuántos síes
y noes!

Cuando el Florilegio cruzó de nuevo la


frontera austríaca, siguiendo el curso del
Danubio, resultó evidente que dicha
nación se había restablecido de la
tristeza y la depresión de la posguerra.
Los austríacos volvían a trabajar con
ahínco, parecían prósperos, alegres y
ávidos de diversiones. Cuando el circo
se instaló en la importante ciudad de
Linz, el día del estreno registró un lleno
total. Además, para entonces ya
pudieron ofrecerse los números nuevos.
Aparte del espejo de Lupino, que
Ferdi Spenz hizo con Fünfünf casi tan
bien como el difunto Zanni, los tres
payasos nuevos presentaron juntos el
número rutinario del Rey de la Montaña,
luchando por la posesión de un pedestal
que Carl Beck les había construido.
Primero Emeraldina se subió encima de
él y fue derribada casi en seguida por el
Kesperle, quien tuvo que abandonarlo al
verse amenazado por una larga salchicha
empuñada por el Hanswurst, el cual fue
a su vez ahuyentado por Emeraldina
blandiendo un ladrillo. La cómica lucha
y sus armas fueron en crescendo: de un
palo a una maza, a una honda
ridículamente gigantesca, a una de las
pistolas de reserva de Edge y a una de
sus carabinas de repuesto. Por último,
cuando la contienda era una mêlée
anárquica —y el público se retorcía de
risa—, el codiciado pedestal se
convertía súbitamente en el vencedor,
desarrollando un cacto gigante y
espinoso. Se trataba de otro artilugio de
Beck, hecho con lona, caucho y clavos e
hinchado por un peón oculto que
accionaba la bomba del Saratoga.
Cuando el formidable cacto se convertía
en Rey de su propia montaña, el
Hanswurst, el Kesperle y la Emeraldina
se encogían de hombros, tiraban sus
armas y se alejaban cogidos
amistosamente del brazo.
Miss Eel, con las mallas relucientes
e incluso húmedas en apariencia que
Magpie Maggie Hag le había
confeccionado, era la atraccion más
nueva del espectáculo complementario
de Fitzfarris. Durante su serpentina
actuación, el acordeonista tocó en el
estrado y Fitz habló sin cesar, traducido
simultáneamente al alemán por Florian:
—Sí, damas y caballeros, Miss Eel
es una buena chica a pesar de su forma,
¡y fíjense en sus formas! ¿Saben,
amigos, que los días de paga suele
cobrar su salario dos o tres veces? No
para de ir al furgón de la caja bajo una
forma diferente…
Muchos de los otros artistas se
unieron a los patanes para ver el debut
de Agnete Knudsdatter, y después
Mullenax observó:
—Oye, Fitz, ¿no empieza a abusar un
poco de los reptiles tu parte del
espectáculo? Tienes una mujer serpiente
en el anexo y una mujer anguila en el
estrado, para no mencionar al gusano del
enano. ¿Qué más pondrás?
—Bueno, Abner —replicó
Fitzfarris, en torno burlón—, hace
mucho tiempo que no haces de Hombre
Cocodrilo. —Y Mullenax se alejó a toda
prisa.
Otro espectador, Obie Yount, no se
perdía ninguna actuación de Miss Eel.
Al cabo de una semana hizo acopio del
valor suficiente para abordarla y
decirle, mientras ella se secaba con una
toalla y recobraba el aliento:
—Miss Eel… oh, diablos, no puedo
llamar así a una mujer. Miss Kanoods…
oh, maldita sea, tampoco sabré nunca
pronunciar este nombre.
—¿Puede pronunciar «Agnete»?
¿Qué desea decirme, señor Hacedor de
Terremotos?
—Llámame Obie. Quería decirte que
tu número es absolutamente perfecto.
—Gracias, Obie.
—Pero creo que Fitz no lo presenta
con la dignidad que merece. Tengo una
idea, si me permites expresarla.
—Hvad önsker De? —suspiró—.
¿Una posición nueva?
—Sí, algo parecido. Creo que
deberías ser una atracción importante en
la pista principal y no aquí, entre
monstruos y pirófagos. Mi idea es…
verás, yo solía hacer una pirámide,
sosteniendo a un montón de chicas. A ti
sola podría levantarte por encima de mi
cabeza con una sola mano. ¿Podrías
hacer tus contorsiones a esta altura,
sobre mi mano?
Ella pareció sorprendida, divertida
e incluso halagada.
—Con un poco de práctica, Obie,
me imagino que sí.
—Y si quieres incluir al chico
Simms en el número, podría sostenerlo
con la otra mano.
—¿De verdad eres tan fuerte?
¿Podrías sostenernos por encima de tu
cabeza durante muchos largos minutos?
Yount sacó el pecho y tensó los
bíceps.
—Agnete, soy el Hacedor de
Terremotos. Voy en seguida a hablar con
Zack y Florian.
Los encontró en el furgón rojo y le
dieron permiso para intentar el número,
pero lo hicieron un poco distraídamente
porque la oficina estaba llena de otros
solicitantes. Carl Beck y Jules Rouleau
decían a Florian que Linz era una ciudad
lo bastante importante para merecer una
ascensión del Saratoga, y una
delegación de autoridades de la ciudad
esperaba para hablar con él. Florian
contestó:
—Muy bien, Monsieur Roulette,
puedes iniciar los preparativos y yo haré
imprimir los carteles. —Y los hizo salir
a ambos.
Entretanto, Edge escuchaba una
arenga del portero Banat:
—Necesito una alambrada para
cercar el terreno, Pana Edge, como otros
circos europeos. Ahora ya veo
demasiadas veces a ese niño entrar a
hurtadillas todas las tardes.
—Mira, jefe, ya sabes cuánto
costarían esos rollos de alambre.
Supongo que hiere tu orgullo
profesional, pero ¿cuánto perdemos en
medias entradas por unos cuantos chicos
que entren sin pagar?
—Chicos, no. Chico.
—Está bien. Uno cada vez. Por cada
uno quizá perdamos…
—No uno cada vez. Siempre es el
mismo.
Edge le miró largamente.
—Alex, te quejaste por primera vez
de esto en Landshut, en otro país.
¿Pretendes que es el mismo chico el que
entra y sale clandestinamente?
Banat se encogió de hombros.
—Bueno, no puede ser uno de los
nuestros quien haga esta travesura sólo
para fastidiarte. Sólo tenemos dos niños
en el espectáculo. Uno es negro como la
noche y el otro pálido como la luna. Los
habrías reconocido. ¿Quieres decir, por
lo tanto, que durante más de doscientos
cincuenta kilómetros nos está
persiguiendo un niño, el mismo niño,
que cada día entra y sale a hurtadillas de
la carpa? No puedes atraparlo y los
demás ni siquiera le hemos visto. Si no
estás loco, Alex, el niño tiene que ser un
fantasma. Yo ya tengo bastantes
problemas con los cuerpos sólidos de
esta compañía. O coges a ese fantasma o
dejas de hablar de él.
Banat se marchó, compungido pero
no convencido. Edge desvió su atención
hacia la delegación de autoridades
municipales, cuyos miembros hablaban
todos en alemán. Florian le tradujo sus
palabras porque el motivo de su visita
era totalmente inesperado.
—He dicho a estos caballeros que
íbamos a obsequiar a su bella ciudad
con la elevación de un globo, pero me
contestan que prefieren que no lo
hagamos. Prefieren que lo desmontemos
todo y desaparezcamos.
—¿Qué?
—Nunca en toda mi vida profesional
me habían echado de una ciudad. Pero
estos hombres hablan en serio. Uno de
ellos es el Bürgermeister, el otro un alto
magistrado y el tercero el jefe de la
policía. Están muy lejos de bromear.
—Pero, en nombre de Dios, ¿cuál es
la razón?
—Parecen extrañamente reacios a
especificarla, pero tiene algo que ver
con los niños de la ciudad.
—¿Acaso nuestro espectáculo los
pervierte? Nunca se ha quejado ningún
público. O… espere un momento, Banat
está preocupado porque unos chicos
entran sin pagar. ¿Sospechan quizá que
raptamos a los niños? ¿O que jugamos a
ser el Flautista de Hamelín?
Florian formuló la pregunta a las
autoridades municipales, que
contestaron con brevedad y turbación
manifiesta, pero categóricamente.
—No —dijo Florian a Edge—.
Tiene algo que ver con niñas, pero por
motivos de delicadeza se niegan a decir
con exactitud de qué se trata. Se limitan
a repetir que nunca había ocurrido nada
semejante en Linz antes de que llegara
nuestro circo.
—Bueno, no soy abogado, pero este
caso no parece tener fundamento,
director. Sobre la base de una mera
coincidencia, nos acusan de un delito
que ni siquiera pueden mencionar.
Florian habló un poco más con ellos
y de nuevo su respuesta fue breve,
glacial e inflexible.
—A juzgar por su estado de ánimo
—dijo Florian a Edge—, creo que será
mejor no pedir más detalles. Algo atroz
debe de haber sucedido a niñas de esta
ciudad. Tanto si la coincidencia de
nuestra presencia aquí nos hace o no
culpables, prefieren que nos vayamos.
Creo que la discreción nos aconseja
obedecer. Podrían causarnos problemas
mucho más graves que la mera
expulsión.
—Hemos hecho muy buen negocio
mientras hemos estado aquí, pero
personalmente no lamentaré marcharme.
Estoy impaciente por llevar a Autumn a
Viena y visitar a ese especialista.
¿Desmontamos ahora mismo?
Florian volvió a consultar con los
hombres.
—Aunque de mala gana, nos
permiten representar la función de esta
noche. Di al equipo que desmonte
inmediatamente después y partiremos
por la mañana.
Edge fue a transmitir este mensaje a
la compañía y uno especial a Aleksandr
Banat:
—Jefe de personal, sigo sin creer en
fantasmas, pero ha habido una repentina
serie de coincidencias. Demasiadas,
para mi gusto. Quiero atrapar a ese niño.
Dilo a tus peones y yo lo diré a los
artistas y a la gente de la avenida.
Mientras no trabajemos, nos
mantendremos al acecho hasta el último
hombre.
Entonces Edge oyó llamar su nombre
y se volvió. Era el Mayor Mínimo, que
habló con su acostumbrada voz
desdeñosa, pero en una actitud incluso
humilde para él.
—Coronel, quiero disculparme por
una cosa. —Se atusó el pequeño bigote
falso—. Cuando me empujaron a la pista
como un payaso vulgar, y para colmo
con un negro, no me gustó y mostré mi
desagrado. Y ahora tiene una carpa llena
de payasos y yo vuelvo a estar en la
avenida. Debo confesar, sin embargo,
que durante ese intervalo le cogí el gusto
a trabajar en la pista y ahora tengo una
idea para todo un número nuevo y me
gustaría su autorización…
—A mí me importa un bledo lo que
usted haga, Reindorf, pero si es un
número bueno, lo incluiré en el
programa.
—He pensado en un número de
domador de leones cómico. Un domador
enano y leones enanos. Le gustará. Pero
necesito que me construyan una jaula.
—Entonces hable con Stitches o
Bum-bum. Si tienen tiempo y los
materiales, y si están de acuerdo, puede
contar con mi autorización.
Otras dos cosas ocurrieron en Linz
aquella noche antes de que el circo
partiera a la mañana siguiente, pero sólo
incumbían a las partes interesadas.
Después de la cabalgata de la última
función, el Turco Terrible, por primera
vez en bastante tiempo, no tenía ninguna
viuda local que solicitara sus
atenciones, así que fue por primera vez a
contemplar a la Amazona Virgen en las
fauces del Dragón Fafnir y quedó muy
impresionado por lo que vio. Le dio
tiempo para quitarse las mallas de
escamas brillantes y entonces fue al
remolque de los Vasilakis y lo sacudió
como de costumbre. Meli se asomó a la
puerta, gimió y dijo en tono cansado:
—Quieres dinero. Pues tendrás que
venir en otro momento. Spyros ha ido a
la ciudad a comprar aceite de oliva y
otras cosas.
—Qué oportuno para mí —contestó
Shadid, de buen humor—. No quiero
dinero. Esta vez he venido a preguntarte
qué quieres tú.
—¿Qué quiero? Quiero que nos
dejes en paz. Ahora nos fastidias
bastante, pero me temo que Spyros te
matará pronto y entonces sí que
estaremos en un buen lío.
—¿Qué? ¿Matarme ese canario
macho? No me da miedo, pero tengo una
proposición que hacerte. ¿Quieres que le
deje en paz? Lo haré. Te lo prometo. Si
tú me das algo a cambio.
Meli le miró con suspicacia y se
cruzó más la bata.
—¿Qué pides a cambio?
—Muy sencillo. Tú eres la Amazona
Virgen. Yo seré el dragón. Ella
retrocedió.
—Soy una mujer casada y una mujer
decente. Tú no sólo eres codicioso y
pendenciero, sino vil.
—Sin duda —replicó Shadid con
indiferencia—, pero creo que me
encontrarás superior en muchos aspectos
a una serpiente fláccida o a ese
blandengue de tu marido. Y, a cambio,
no molestaré más a tu blandengue. Y
ahora, mujer, nada de tus regateos
griegos. O me invitas a entrar o entro sin
invitación.
Unos momentos después, llorando en
silencio, ella se quitó la bata y él
comentó, apreciativo:
—Ah, bien. Eres tan peluda ahí
abajo como cualquier mujer turca…

Al igual que el turco, el Hacedor de


Terremotos no tenía aquella noche
ninguna dama de las sillas que solicitara
sus servicios ni había flirteado con
ninguna. Él y Agnete Knudsdatter yacían
juntos en este momento, desnudos, bajo
las estrellas de la noche tibia y sobre la
mullida lona del globo doblado en su
carreta. Agnete pasó la mano por su
densa barba y luego por el resto de su
cuerpo cubierto de vello y rió, diciendo:
—Un oso y una anguila haciendo el
amor. ¿Es una violación de las leyes
naturales o una fábula de Andersen?
—No sé quién es Andersen, pero me
gustaría que dejaras de llamarte anguila.
Nunca me gustaron esos malditos
bichos. Siempre me ensuciaban el hilo
de pescar.
—Pero observa mi parecido con una
anguila, Obie. Tócame. Soy casi tan
plana como un chico. No sé qué te ha
atraído de mí. Tú tienes muchos más
bultos y curvas que yo.
—A mí me gustas. Nunca me han
atraído las vacas sólo porque tienen
grandes ubres.
—¿Sabes una cosa? —volvió a reír
ella—. Cuando era una colegiala y todas
las chicas empezaban a tener… bultos
por aquí y yo no, vi un anuncio en el
periódico. Un desarrollador garantizado
del busto por sólo veinte öre. Así que,
como una tonta, mandé los veinte öre, y
a ver si adivinas que recibí a cambio.
Una mano de hombre de cartón. Nunca
me había sentido tan idiota. —Yount rió
con indulgencia—. Ahora, sin embargo,
me alegro de no tener mucho pecho,
como la mayoría de mujeres, o de no
estar gorda, como muchas mujeres
danesas, porque entonces no podría
ejercer mi carrera de contorsionista.
—Y en este momento no estarías
aquí. Y no serías mía. Y ahora lo eres.
Ella se acercó más a él y murmuró:
—Jeg elsker dig. —Y en seguida lo
tradujo al inglés.

Cuando Spyros volvió de la ciudad y


entró en el remolque de los Vasilakis
con el paquete de sus compras, encontró
a Meli incorporada en la cama,
despierta y triste.
—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Ha
vuelto a molestar ese ekithiros?
Con un esfuerzo contestó ella:
—Ha estado aquí, sí, pero esta vez
hemos llegado a un acuerdo. No nos
exigirá más dinero ni nos obligará a
apartarnos cuando nos encontremos ni
amargará tu… nuestras vidas de ningún
otro modo.
—¿De veras? ¿Y lo has logrado tú
sola? —Spyros parecía más ofendido
que contento—. ¿Cómo lo has hecho? Un
soborno, supongo.
Ella vaciló y luego dijo:
—Sí.
Todavía ofendido y molesto, añadió
él:
—Podrías haber consultado a tu
marido antes de declarar una tregua de
esta clase. Después de todo, soy el
cabeza de familia y administrador del
dinero. ¿Me ha costado mucho este
soborno?
Meli le miró largo rato antes de
responder:
—No te ha costado mucho.
Wien
1
El Florilegio se detuvo varios días y
ofreció representaciones en la pequeña
ciudad de Amstetten, abandonó luego los
meandros del Danubio para dirigirse
directamente a Viena por el este y
volvió a detenerse en la ciudad de St.
Pölten. Ya en Amstetten, Miss Eel fue
trasladada del espectáculo de Fitzfarris
a la carpa para que hiciera toda su
actuación levantada por el fuerte brazo
del Hacedor de Terremotos. Resultaba
evidente que incluso para un hombre
forzudo y experimentado era un esfuerzo
sostener a la esbelta Agnete en el aire
durante los veinte minutos exactos que
tardaba en ejecutar sus asombrosas
contorsiones. Aunque Yount sudaba
copiosamente y a veces temblaba un
poco, mantenía un apoyo estable para
ella y era obvio que disfrutaba
haciéndolo. Los patanes que alguna vez
desviaban la vista fascinada de la bonita
mujer, infinitamente flexible, podían ver
la sonrisa orgullosa del Hacedor de
Terremotos y las miradas de amor que le
dirigía de vez en cuando.
Debido a ello, el circo volvió a
tener problemas con la ciudadanía.
Después de la segunda función nocturna
en St. Pölten, cuando el público salía de
la carpa a la avenida iluminada por
antorchas —y muchos hombres entraban
en la tienda de la Amazona y Fafnir—,
un repentino bullicio surgió entre la
multitud. Se oyeron gritos y maldiciones,
varias mujeres chillaron y la gente se
apartó del centro del disturbio, dejando
un espacio vacío donde dos hombres se
peleaban y no precisamente en broma.
Clover Lee estaba casualmente lo
bastante cerca para verlos y al momento
empezó a gritar con todas sus fuerzas,
con voz lo bastante alta para ser oída
sobre el bullicio:
—¡Eh, campesino! ¡Eh, campesino!
Edge acudió corriendo.
—¿Qué diablos pasa aquí,
muchacha?
—¡Una pelea! ¡Mira! Un tipo está
pegándose con Obie. No sé qué gritáis
en Europa, pero cuando hay riñas en mi
país gritamos «¡Eh, campesino!» para
pedir ayuda.
—Pues continúa gritando —dijo
Edge, empezando a abrirse paso entre la
multitud porque había visto a Yount
pelear ahora con varios hombres a la
vez.
—¡Eh, campesino! ¡Eh, campesino!
—siguió gritando Clover Lee; alguien en
alguna parte tocó un silbato y Florian,
Banat y numerosos peones salieron en
tropel de la carpa, cada uno con una
estaca.
Pero antes de que Edge pudiera
intervenir en la barahúnda, la pelea
acabó rápidamente. El Turco Terrible ya
había llegado allí y, aunque él y el
Hacedor de Terremotos tenían que
habérselas con una docena de fornidos
sujetos de la localidad, estos últimos
perdían a ojos vistas. De hecho, los que
no eran lanzados al aire se retiraban
cojeando o a rastras del campo de
batalla, con la ropa hecha jirones y
algunos ensangrentados. En un par de
minutos se acabó todo; los vencidos
habían huido y el resto de la gente se
calmó y dispersó. Yount sólo tenía un
ojo a la funerala y un desgarrón en sus
leotardos con manchas de leopardo.
Estrechaba agradecido la mano de
Shadid, a quien, como a él, ni siquiera le
faltaba el aliento, cuando Edge se
acercó a preguntar:
—¿Quién ha iniciado esta reyerta,
Obie?
—Primero un patán solo y yo he
pensado que debía de estar loco para
ponerse a pelear con el hombre forzudo
de un circo, pero luego ha resultado que
le respaldaba toda una pandilla de
matones.
—Menos mal que ha sido breve y ha
terminado bien —opinó Florian,
uniéndose a ellos—. Antes de que
alguien llamara a la policía.
—Diablos, el Terrible y yo
habríamos podido con ellos y con la
policía. Entre los dos la
emprenderíamos contra el mismo
demonio y le daríamos una buena paliza.
—¿Quieres decir que un matón se te
acercó y empezó la pelea sin más ni
más? —insistió Edge.
—Bueno, no. Yo la empecé, porque
vino a mi encuentro y me insultó.
—¿Cómo te insultó?
—No importa. Déjame llevar esta
ropa a Mag para que la remiende.
Entonces creo que me iré a la ciudad a
tomar un trago.
Cuando Yount fue a St. Pölten en
busca de un Biergarten, Fitzfarris le
acompañó. Después de beber varios
seidls cada uno, Fitz se decidió a
preguntar:
—Sobre la pelea y el patán que te
insultó… bueno, no es asunto mío, pero
hace tiempo que te conozco y sé que
necesitas muchas jodidas razones para
perder los estribos. No te insultó a ti,
¿verdad?
—No —admitió Yount, y eructó—.
El hijo de perra se me acerca…
hablando en inglés, ¿sabes? Me dirige
una mirada maliciosa y pregunta algo
parecido a: «Tú y esa dama que se
retuerce formáis pareja, ¿verdad? En la
tienda y en la cama, ¿no es eso? ¿Qué se
siente al joder a una mujer tan flexible
como ésa?» —Yount volvió a eructar—.
Así que procuré demostrarle el
significado de flexible.
—No te culpo. —Al cabo de un rato
de compenetrado silencio, dijo Fitz—:
Tampoco es asunto mío y no me atrae ser
doblado, pero Obie, ¿cómo es?
Yount rió entre dientes, meneó la
cabeza y contestó:
—Pues, algo grande.
Hubo otro silencio durante el cual
ambos bebieron cerveza y, como parecía
que Yount no iba a entrar en detalles,
Fitzfarris añadió:
—Tú y yo, Obie… tenemos a dos
mujeres… excepcionales.
—Bueno, tu chica Simms, aunque
siendo muy joven, tiene más estructura
superior que Agnete. No es que quiera
que Agnete sea diferente, pero un
hombre se fija en estas cosas.
—Me gustaría poder decirte lo que
tiene Lunes en su interior. Después de
dejarme hecho una piltrafa, todavía no
está satisfecha. Cuando mira el número
del león, o ve trabajar a los elefantes o
cualquier cosa que la excite, se
abandona a ese espasmo placentero ella
sola. Te lo juro, ya empiezo a estar
agotado.
—Supongo que es arduo para
nosotros los hombres —dijo Yount con
una sonrisa de beodo—. Pero, diablos,
¿qué hay aparte de las mujeres?
—Es una lástima —dijo Autumn, que
estaba friendo las salchichas de la cena
sobre la estufa del remolque—. Obie y
Agnete parecen tan enamorados el uno
del otro.
—Incluso van a comprarse un
remolque para vivir juntos —observó
Edge—. ¿Por qué dices que es una
lástima?
—Porque no envejecerán juntos.
—¿Cómo se te ocurre decir una cosa
así?
—Los artistas de goma no viven
nunca mucho tiempo y ellos lo saben. Es
uno de los risques du métier. Tantas
flexiones y contorsiones someten a la
caja torácica a una presión tal, que sus
pulmones no tienen ocasión de
desarrollarse; nunca son más grandes
que los de un niño y por ello son una
presa fácil para la tuberculosis. Quizá
no has visto cómo jadea y tose Agnete
después de cada actuación. Se va
corriendo a un lugar privado, para que
Obie no se dé cuenta, y no se lo dirá,
naturalmente, pero ya está tuberculosa.
Y tú tampoco digas nada, Zachary.
—No lo haré. —Y añadió con voz
triste—: Pero sí diré que ya me estoy
hartando de oír hablar de personas que
mueren jóvenes. En tiempo de guerra es
una cosa, pero…
—Cállate —interrumpió ella—. Me
dijeron que yo era una de esas personas,
pero ya hace meses y aún no me he
muerto. Probablemente Agnete es como
yo… disfruta de cada día sólo porque es
un día extra. Y me encuentro muy bien.
Ojalá mi aspecto fuera tan bueno.
—Centremos nuestras esperanzas en
ese médico de Viena. Y Viena es nuestra
próxima plaza.
—Entonces será mejor que lo
pronuncies como allí. Wien. Estas
salchichas para nuestra cena son
salchichas Wiener.
—Wien. Está bien. —Edge levantó
la tapa de la caja de música de Autumn,
que emitió unas notas de Greensleeves
en un tono lastimero y lento—. Ya no la
abres muy a menudo.
—Lo siento. Tengo abandonado tu
dulce regalo. Vamos, démosle cuerda.
Es… una especie de recordatorio
doloroso: cuando suena esta música
pienso en que no estoy allí fuera
bailando y saludando en el espectáculo.
—¿Te gustaría salir un rato, por lo
menos? Tira las salchichas. Podemos
cenar con los demás en el hotel.
—No, querido. Es muy pesado para
mí comer en público con el velo puesto.
Además, ¿no has oído bastante música
de hotel? Por toda Austria, en cada
comedor, esos pobres y patéticos
Strauss de imitación, con acordeones,
armónicas y cítaras, tocando sus pobres
y patéticas versiones de Strauss.
—Es cierto —dijo Edge—. Si hay
dos cosas que no faltan en Austria son
los relojes y la música. Y los relojes
musicales. Incluso arpas eolias que
tocan solas en las terrazas de las casas.
Sin embargo, hace un rato, en el centro,
he visto algo insólito y… bueno, te lo he
comprado. Según me han dicho, hoy es
la fiesta de Santa Ana, y aquí en Austria
equivale al día de San Valentín en otros
lugares, cuando los hombres compran un
regalo a sus novias. Si no te importa
otro regalo.
—¡Oh, Zachary! ¿Si no me importa?
—Debo confesar que también es
musical, en un aspecto muy curioso.
Siempre puedo devolverlo.
—Oh, Zachary.
Él abrió la puerta del remolque,
alargó la mano y lo entró. Era una jaula
hecha de alambres de latón, con un
canario vivo columpiándose en su
interior en un pequeño trapecio. No
parecía nada más extraordinario que un
canario en una jaula, pero Edge dijo:
—Espera a que deje de aletear y se
quede quieto.
El diminuto pájaro amarillo, con la
cabeza ladeada y dando vueltas sobre su
barra, se tomó cierto tiempo para
inspeccionar a los dos seres humanos y
el entorno visible. Luego, aprobando a
todas luces su nuevo hogar, se limpió y
peinó serenamente una o dos plumas
encrespadas, bebió un sorbo de agua del
platito y saltó al reborde de latón que
circundaba y aguantaba la jaula.
Entonces empezó a afilarse el pico con
uno tras otro de los alambres verticales
de la jaula, haciéndolos tañer y vibrar.
—¡Pero si los alambres están
afinados! —exclamó, maravillada,
Autumn.
—Y él saltará y los irá picando
todos. No sabe hacer música, claro,
pero es bonito y armonioso. Lo he
encontrado hermoso.
—¡Oh, Zachary, parece algo de las
Mil y una noches! —Le abrazó con
fuerza.
—En cualquier caso, no es un
Strauss de imitación.
—Ah, querido —le abrazó aún más
fuerte—, cuando lleguemos a Viena,
escucharemos a los verdaderos Strauss.
A un hermano después de otro,
dirigiendo orquestas de cien músicos en
salones de baile palaciegos. Y jamás ha
habido ni habrá un baile tan hermoso de
oír y contemplar como el vals. Quizá, si
el médico da su consentimiento, tú y yo
podremos ir a bailarlo.
—Alto, mujer. Yo no sé bailar. Pude
enseñar pasos de baile a Trueno, eso sí,
pero ni siquiera sabría bailar como una
india.
—Pero el vals es muy fácil. —
Apartó las salchichas del fuego, le cogió
la mano y la cintura y empezó a tararear
Corazón ligero. Edge, mirando con
fijeza los pies de ambos, intentó imitar
sus movimientos. Autumn explicó—:
Como si estuvieras sobre una caja
cuadrada. Un paso, pausa, hacia
adelante. Un paso, pausa, hacia atrás.
Luego damos una vuelta y lo repetimos.
—Continuó tarareando mientras
ensayaban y el canario picaba los
alambres, como si tratara de seguir el
ritmo—. Y aún más elegante es el
Linkswalz, la valse renversée. Se hace
el mismo paso, sólo que dirigiendo con
el pie derecho en lugar del izquierdo. El
movimiento es más fluido y se mueven
menos las manos.
Así Edge avanzó torpemente por el
reducido espacio del remolque con una
mueca de estudiosa concentración y
Autumn, cuya cara torcida y repelente
era incapaz de cualquier expresión, hizo
oscilar y girar su cuerpo joven y bien
formado tan rítmicamente como una flor
acariciada por la brisa mientras
tarareaba Corazón ligero.
Entonces llamaron a la puerta del
remolque y los dos se separaron con
brusquedad y ella se ocultó en las
sombras. Banat apareció en el umbral,
llevando cogido por la nuca a una
persona de tamaño muy pequeño. El
portero, generalmente hosco, anunció
con semblante casi divertido:
—Por fin he atrapado a nuestro
ladronzuelo, Pana Edge. ¡Y resulta que
todo este tiempo ha sido una broma!
Edge tuvo que mirar dos veces a la
diminuta persona —tocada con una
gorra de colegial, vestida con
lederhosen y medias y cargada con
varios libros sujetos por una goma—
para darse cuenta de que era el Mayor
Mínimo. Iba sin el bigote postizo, había
peinado sus escasos cabellos en un
flequillo de colegial sobre la frente y
empolvado su rostro para darle la
suavidad de la adolescencia.
—Una broma, ja —dijo el enano con
una risita tonta—. Quería saber cuánto
tiempo podría entrar y salir del circo sin
que este eslovaco necio se diera cuenta.
Edge, divertido también por el
grotesco aspecto del enano, casi dijo
algo como «vete y no peques más», pero
entonces recordó lo que él mismo había
llamado una serie de coincidencias.
Dijo:
—Tú y yo vamos al furgón rojo a
discutir esta broma en privado. Banat,
busca a Florian y llévale allí.
En la oficina, Edge sentó al Mayor
Mínimo en una silla y él ocupó la de
enfrente sin decir nada, sólo mirando
fijamente al enano, que se removió
inquieto unos minutos hasta que no pudo
soportar más el silencioso escrutinio y
farfulló por fin:
—Déjeme explicarlo, Edge…
—Herr Direktor para ti, Reindorf.
—Jawohl, Herr Direktor. Casi
todos los hombres de este espectáculo
tienen una mujer, aunque sólo sea una
ramera de la avenida o una desconocida
de las sillas. Usted tiene una mujer fija,
el Hacedor de Terremotos la Anguila, el
Hombre Tatuado la negra. Incluso esa
chica nueva y regordeta, Nella, ¿lo sabía
usted?, flirtea con el flaco LeVie, que
abulta la mitad que ella. Scheisse! Y
míreme a mí. ¿Qué posibilidades tengo?
Ach, ja, a veces una mujer ha solicitado
mis atenciones, pero sólo por una
curiosidad perversa. Y luego, cuando me
desnudo y ve mi pequeño y pálido
hujek, parecido a un gusano, se retuerce
de risa y el episodio termina aquí. Es
cierto que he pagado a una prostituta de
vez en cuando y lo bastante para que no
se ría, pero dentro de una mujer de
tamaño normal me sobra mucho sitio. ¿Y
qué saco de todo ello? Una de esas
prostitutas me contagió la sífilis. Así
que he tenido que inventar mi propia
manera de… de encontrar satisfacción.
¿Acaso esto me hace despreciable?
Edge no contestó nada.
—He pensado que tal vez —
continuó el enano con desesperación—,
si le cuento toda la verdad, si me pongo
a su merced y prometo enmendarme,
usted intercedería por mí ante el Herr
gouverneur…
Edge no dijo nada.
—Se lo suplico, Herr Direktor. Él
me echaría del circo, desacreditaría mi
nombre ante todos los circos, quizá
incluso me entregaría a la Polizei. Y,
como le dije, estoy preparando un
magnífico número nuevo para la pista.
No deseará perderlo…
Florian entró en aquel momento en la
oficina, echó una ojeada al rostro
impasible de Edge, miró con fijeza a la
otra figura ridícula y preguntó:
—En nombre de todo lo que es
sagrado, ¿qué está ocurriendo aquí?
—Nada muy sagrado —contestó
Edge. El enano le dirigió otra mirada
frenética e implorante, pero Edge
continuó—: Dé una mirada a esos libros
que lleva, director.
Mínimo dejó, resignado, que Florian
le quitase los libros y los liberase de la
goma. Con cierta estupefacción, dijo
Florian:
—Un silabario, una cartilla, una
pizarra. Y… y un trapo húmedo y
jabonoso. Zachary, ¿quieres decirme qué
es todo esto?
—Explica nuestra expulsión de Linz.
—¿Qué?
—Es un milagro que no nos hayan
echado de otros lugares. O rebozado de
alquitrán y plumas y tal vez incluso
linchado. Sigue con la historia de tu
vida, Reindorf. —El enano estaba serio,
compungido y poco dispuesto a hablar
más—. Sigue o te llevaré a la pista y te
lincharé yo mismo.
Mínimo, presa de la más total
desesperación, inició una confesión
completa.
—Ya lo he dicho al Herr Direktor:
en una ocasión sufrí una infección
venérea. Entonces leí en alguna parte
que un hombre se puede curar fácilmente
teniendo… teniendo relaciones sexuales
con una niña virgen. Encontré a una
pequeña mendiga, eso fue en Krakow,
que habría hecho cualquier cosa por dos
monedas e hizo eso conmigo. A
propósito, puedo decirles en confianza,
meine Herren, que dicha cura es un
mito. No la prueben. Todavía tengo la
gonorrea. Pero el intento me hizo algún
bien; me di cuenta de lo deliciosas que
son las niñas. La piel sedosa… la de las
mujeres adultas es cuero en
comparación. Los pequeños labios
desnudos y muy cerrados…
—Ahórranos las babas. Continúa —
ordenó Florian.
Mínimo inclinó la cabeza y bajó la
voz hasta que sólo fue un murmullo que
los obligó a aguzar los oídos.
—Después de la cabalgata de la
función de la tarde, me doy mucha prisa.
Tengo el tiempo justo de irme a vestir
así y llegar a la ciudad cuando terminan
las clases en las escuelas. Me mezclo
con los niños; parezco uno de los
Schüler. Escojo una niña bonita, le
pregunto si puedo llevarle los libros…
—Pero no tienes aspecto de colegial
—dijo Florian con repugnancia—, sobre
todo visto de cerca. Pareces el muñeco
pintado de un ventrílocuo.
—Ach, ja, a veces una niña me dice:
«Tienes las cejas demasiado tupidas
para un niño de tu edad». Pero en
general se van conmigo sin suspicacias.
Y entonces… bueno… la llevo a un
pasaje o a unos arbustos del parque y…
—Encogió sus pequeños hombros.
Florian dijo, todavía incrédulo:
—Pero una niña de esa edad debe de
poner objeciones… luchar…
—No sabe lo que ocurre, es
demasiado joven, hasta que ya ha
empezado todo. Después siempre llora y
tiembla, así que le cuesta un buen rato
volverse a poner el vestido. Esto me da
tiempo de desaparecer y volver al circo.
Florian y Edge le miraban con algo
peor que la aversión, así que Mínimo
levantó la voz, como si quisiera prestar
énfasis al más razonable de los
argumentos.
—Herr gouverneur, Herr Direktor,
para un hujek en miniatura como el mío,
una niña de cinco o seis años tiene
exactamente la estrechez más apropiada
y deliciosa y mi hujek es del tamaño
ideal para ella. Quizá alguna vez llega
incluso a gozar. De todos modos, creo
que las niñas raramente se quejan
cuando llegan a sus casas. No saben de
qué quejarse, sólo de que un
condiscípulo las ha desnudado y entrado
en su agujero del pipí.
—Mi experiencia de la vida es larga
y variada, pero esto no tiene precedentes
—murmuró Florian—. Reindorf, ¿cuánto
tiempo hace… y cuántas ha habido?
—¿Desde Polonia? —preguntó el
enano con indiferencia—. Perdí la
cuenta hace muchos años. Siempre que
lo necesitaba.
—De modo que ha violado a
innumerables niñas y probablemente las
ha infectado de gonorrea o algo peor. Y
yo fui lo bastante necio para emparejarle
con la pequeña Sava Smodlaka en su
número de baile.
—Ach, nein, Herr gouverneur! —
exclamó Mínimo con un terror tan
genuino en la voz que debía de ser
verdadero—. No me atrevería nunca. Es
bonita, ja, deseable, incluso única. Pero
su padre Pavlo es un loco. Con la
pequeña Sava he sido siempre un
perfecto caballero.
—Perfecto caballero —repitió
Florian.
—Y seguiré siéndolo, si no me
despiden. Se lo digo sinceramente. Me
portaré bien, fuera y dentro del recinto
del circo. No más niñas, no más
problemas. Deme sólo esta oportunidad,
Herr gouverneur, se lo suplico.
Además, como ya he dicho al Herr
Direktor, estoy Preparando un número
nuevo para la pista. Lo encontrarán
irresistible. Me vestiré como un
domador de leones enano, ya verán.
Entraré con el caballo enano que tirará
de un furgón de jaula en miniatura, lleno
de animales salvajes también en
miniatura. Sólo gatos comunes, ya verán,
pero entraré en la jaula y haré restallar
el látigo y adoptaré posturas como un
Barnacle Bill enano. El público se
meará de risa. En Viena ya lo tendré a
punto. Déjeme quedar en el espectáculo
sólo hasta Viena y entonces, si no me he
redimido —hizo una mueca de dolor—,
despídame, manche mi nombre, envíeme
a la cárcel, haga lo que quiera. Sólo
pido hasta Viena.
—Hay algo que todavía me tiene
perplejo, Reindorf —dijo Florian—.
Los libros formaban parte de su odioso
disfraz, pero ¿y el trapo jabonoso?
Mínimo sonrió con tolerancia.
—Ach, soy un artista, tanto fuera del
circo como dentro. Y el arte significa
atención a los detalles. Siempre,
después, hay un poco de sangre. Así que
siempre me lavo. Y también a ella, para
que no vaya a su casa con una mancha en
la pequeña…
—Florian —interrumpió Edge—. En
toda mi vida sólo he conocido a dos
enanos, pero si todos los jodidos enanos
son como Russum o Reindorf, digo que
nuestro espectáculo puede prescindir de
ellos. Sugiero que enterremos a este hijo
de puta vivo bajo la pista.
—Ostroznie! —le gritó Mínimo—.
Recuerde que Fräulein Eel ha dejado el
espectáculo complementario. Si
prescinde de mí y de mi número, ¿qué le
quedará a sir John? Además, considere
todas las aptitudes de los enanos, Herr
Edge. Puedo entrar a hurtadillas en otros
lugares que no sean patios de escuela.
He mirado por la ventana de un
remolque y visto a su Fräulein Autumn
sin velo y a plena luz. ¿Quiere exhibir
esa monstruosidad en el espectáculo de
Sir John en lugar de…?
Edge cruzó la habitación como un
proyectil, pero Florian, con casi la
misma celeridad, se interpuso entre
ellos.
—¡Zachary, Zachary, ya han habido
bastantes muertes! —Se volvió hacia el
enano—. Reindorf, quítate de mi vista y
que no te vea más. Y pórtate bien. Como
me has pedido, te doy tiempo hasta
Viena. ¡Y ahora sal de aquí!
Mínimo obedeció y Edge se quedó
de pie, mirando lleno de ira a Florian.
—No hemos tenido muchas
discrepancias, director, desde que
viajamos juntos, pero ahora estamos
enfrentados. Ese cerdo asqueroso podría
dar al traste con este circo y usted debe
de estar completamente loco para dejar
que…
—Zachary, Zachary —volvió a
repetir Florian—. Sólo tenemos que
esperar un poco y él se destruirá a sí
mismo de un modo que no manchará
nuestro espectáculo ni nuestra
reputación.
—¿Cómo, maldita sea? ¿Hemos de
esperar a que muera de si filis?
—No. Hace un momento yo mismo
lo habría matado de buena gana, pero
entonces ha mencionado el número que
está preparando. Has estudiado historia,
Zachary. Reflexiona sobre lo que
recuerdes de la historia medieval de
Europa, en especial las diversiones más
populares de aquellos tiempos. Mientras
tanto, cálmate, dedícate a tu trabajo,
atiende con cariño a tu querida dama y
ten la seguridad de que el Mayor Gusano
recibirá lo que merece. —Y añadió,
como una idea práctica—: Además, aún
no hemos vendido varias docenas de sus
cartes-de-visite que compré en Munich.
2
En la cumbre de una colina situada en un
espacio abierto en torno a la carretera,
la caravana del circo encontró al
emisario Willi Lothar y a su compañero
Jules Rouleau esperando en su calesa.
Rouleau extendió un brazo y dijo:
—Sé que algunos de vosotros ya
habéis visto esto, pero yo no. Voilà. Os
halláis, mes amis, en las alturas del
Wienerwald, los mundialmente famosos
bosques de Viena.
—Acabo de comentar a Autumn que
a mí me parecen más tierra de cultivo y
viñedos ondulados —dijo Edge.
—Pero tiene partes incluso más
boscosas que la Selva Negra de Baden
—observó Jörg Pfeifer.
—Y supongo que esa extensa ciudad
que se ve allí lejos es Viena, o Wien —
dijo Edge—. Es una ciudad enorme.
¿Entramos en cabalgata, Florian?
—No, esta vez no. Demasiada
molestia ahora que el emperador ha
iniciado la grandiosa reconstrucción de
su capital.
—Los trabajos empezaron hace ya
diez años, pero la ciudad está todavía
patas arriba —explicó Willi—. Calles
levantadas, excavaciones por doquier,
edificios nuevos a medio construir,
montones de ladrillos, adoquines y vías
de tranvía, obreros toscos, toda clase de
basura y escombros. Pero todo está
dentro del casco antiguo, en el interior
de la nueva Ringstrasse, así que nuestra
caravana puede describir un círculo en
torno a las calles exteriores. Cruzaremos
el brazo del río y nos instalaremos en el
Prater.
Incluso en las partes simplemente
residenciales y mercantiles, no
monumentales, de la ciudad por las que
pasó la caravana del circo, había
muchas cosas que ver y admirar:
magníficos palacios y mansiones, arcos
triunfales, estatuas, plazas, fuentes. Edge
podría haber expresado con una sola
palabra su primera impresión de Viena:
«culebreo», porque cada trozo de
piedra, yeso y terracota estaba adornado
con tan tortuosas enroscaduras y
filigranas, los frisos, columnas y
cariátides de cada edificio tan
festoneados de hojas de acanto, cartelas
y racimos de uva cincelados y cada
estatua desnuda de musculosos dioses o
voluptuosas diosas eran tan semejante a
un klischnigg en sus contorsiones
petrificadas… y la desnudez de los
cuerpos no estaba disimulada sino más
bien exagerada por un pedazo de tela
labrada fortuitamente «barrida» por el
viento hacia unos pezones o una
entrepierna.
El Prater, al que el circo accedió por
el puente Rotunden, era el lugar más
agradable donde el Florilegio había
levantado jamás la carpa. Se trataba de
un parque en una isla de unos doce
kilómetros cuadrados, con el Danubio en
el lado exterior y un estrecho recodo del
río en el interior. Parte de su vasta
extensión era todavía bosque natural y
praderas salpicadas de flores silvestres;
otras partes estaban más domesticadas y
tenían parterres bien cuidados,
laberintos de setos, sendas para
paseantes y jinetes y faroles de gas.
Aquí y allí había numerosos edificios
muy distantes entre sí: un hipódromo, un
enorme estadio deportivo, un campo de
atletismo, quioscos y bancos para
conciertos al aire libre, inmensos y
adornados pabellones para revistas
musicales y bailes. También había toda
clase de restaurantes, desde pequeños
cafés y tabernas ocultos entre el follaje
hasta espaciosos restaurantes en
jardines, bajo frondosos arcos llenos de
flores.
La parte del parque donde se instaló
el Florilegio era el Wurstelprater, el
lugar de recreo para el verano que casi
constituía un pueblo por sí solo con sus
tiendas, barracas y puestos —bien
construidos, no transitorios como los de
los gitanos— que anunciaban
atracciones variadas, curiosidades,
juegos de azar y la venta de toda clase
de baratijas. Había un parque de juegos
infantiles, un ruedo para montar poneys,
un tiovivo de colores alegres, ruedas
verticales de «barcos oscilantes»,
puestos de tiro al blanco…
—Y cuando oscurece —dijo Willi—
veréis luces rojas en los
establecimientos que son burdeles.
Incluso durante el día pueden verse los
Strizzis de los burdeles, los alcahuetes,
al acecho, no de clientes, sino esperando
encontrar y captar entre las muchachas
que pasean por el Wurstelprater talentos
nuevos para sus casas.
—Esto está tan bien provisto como
cualquier lugar de veraneo —dijo
Fitzfarris—. No falta ninguna diversión
moderna.
—Es cierto —asintió Florian—, y
sin embargo aún subsisten algunas
atracciones antiguas. Allí veo una
Buttenfrau, por ejemplo.
Era una mujer vieja, encorvada, que
andaba arrastrando los pies, casi
totalmente envuelta en una capa de lona
que se hinchaba en la espalda como si
ocultara la joroba más grande del
mundo. Aunque se hallaba a cierta
distancia, despedía un olor apestoso.
—¿Qué diablos es una Buttenfrau?
—Sobre la espalda lleva un Butte,
un barreño de madera. Si uno siente la
repentina necesidad de aliviarse, y no
está cerca de los retretes públicos del
parque o ni siquiera de un oportuno
matorral llama a gritos a una Buttenfrau,
que por dos kreutzers de cobre pone el
barreño en el suelo para que uno se
siente, ella lo oculta con la lona de la
vista del público y uno hace sus
necesidades.
—De modo que el Prater tiene todas
las comodidades modernas y por lo
menos una antigua que harían bien en
imitar otros Jugare, turísticos —dijo
Fitz, sonriendo.

Lo primero que hizo Edge al día


siguiente fue llamar a un fiacre —había
muchos de estos coches de alquiler
recorriendo el parque—, y ayudar a
Autumn a subir a él y alargar al cochero
un papel con las señas del Herr Doktor
Von Monakow. Los llevó al otro lado
del puente, emprendiendo después un
largo trayecto, pues también el fiacre
describió un círculo en torno a las obras
de reconstrucción del centro de la
ciudad.
—Espérame aquí —dijo Edge a
Autumn cuando llegaron a la casa—. Le
preguntaré si puede recibirnos en
seguida. Se supone que habla inglés.
Ante una mesa del vestíbulo había
una mujer almidonada y severa que
también hablaba inglés.
—Dentro de tres semanas a partir
del martes, Herr Edge.
—Ejem, señora, quiero decir
gnädige Frau, hemos recorrido muchos
kilómetros y esperado muchos meses
para consultar a este médico en
particular.
—Entonces no puede tratarse de un
caso urgente.
—Para mí, señora, ha sido urgente
desde el principio.
Joven —replicó ella, con la misma
severidad pero no sin simpatía—, hay
muchos otros, tan preocupados como
usted, esperando una cita. La lista es
larga. Además, el Herr Doktor tiene
pacientes a quienes atender y
operaciones que practicar en la
Krankenhaus. Tres semanas a partir del
martes, Herr Edge.
Edge se fue con resignación e
informó de ello a Autumn, que lo
escuchó impasible y luego dijo:
—Entonces lo mejor será que el
fiacre nos lleve hasta la Ringstrasse y
allí demos un paseo. A pie no será
ningún problema transitar por las calles
del casco antiguo. Y disponemos de
mucho tiempo antes de presentarnos al
trabajo.
A veces tuvieron que sortear
montones de escombros de viejas
estructuras recién demolidas o montones
de material para las nuevas estructuras
en construcción, pero numerosos
vieneses —a pie o a caballo, no en
vehículos de ruedas— hacían lo mismo.
—Todos vienen casi cada día a
admirar las restauraciones —dijo
Autumn—. Esto era antes el muro de las
fortificaciones de la ciudad, pero
Francisco José decidió convertirlo en un
gran bulevar que circunda todo el
centro, flanqueado por incomparables
ejemplos de arquitectura. Aquellos dos
inmensos edificios de allí —señaló—
serán los museos más espléndidos del
mundo: uno de arte y el otro de historia
natural. Y la gente está muy
impresionada por este nuevo esplendor.
Mira hacia allí. Aquel viejo campesino
se quita con reverencia el sombrero
antes de cruzar la Ringstrasse.
—Ya lo veo. Pero ¿de qué país será
este campesino? Nunca había visto
personas tan diferentes en un solo lugar.
—Francisco José gobierna
probablemente a más razas,
nacionalidades y religiones que la reina
Victoria. Austríacos, húngaros, checos,
italianos del Trentino, polacos,
serbios… no terminaría nunca. Y
muchos de ellos se congregan aquí en la
capital, aunque sólo sea para vender en
el mercado los productos de su tierra
natal. Aquel muchacho que vende esas
bonitas teteras de plata lleva un fez rojo
y zapatillas de punta curvada, así que
debe de ser un musulmán de Bosnia.
Aquellos dos caballeros ancianos con
largas sotanas negras y sombreros
negros de ala ancha son rabinos
hasídicos. Y aquellos dos con sotanas
verde oscuro y mitras son sacerdotes
coptos.
—Desde luego es una ciudad
cosmopolita —convino Edge—.
Abrumadora para un montañés de
Virginia.
—Ah, y allí está la nueva Opera —
dijo Autumn con aprobación—. El
centro de todo el Ring. La última vez
que estuve aquí aún no la habían
terminado, pero ahora parece que lo
está, al menos por fuera.
—Es hermosa, no cabe duda —
comentó Edge.
—Francisco José quería que lo
fuese, y lo es. Pero el pobre hombre no
tiene el menor tacto. La primera vez que
vino a contemplar la fachada, murmuró
algo sobre que parecía demasiado baja
para los edificios circundantes. El
arquitecto se marchó inmediatamente y
se suicidó. Desde entonces, el
emperador no se ha atrevido a hacer
ningún comentario polémico sobre nada.
Tanto si asiste a un ballet o un concierto,
como si inaugura un monumento, haga lo
que haga, tiene una observación
estereotipada: «Es war schön. Es hat
mich ser gefreut». Ha sido hermoso. Me
ha gustado mucho.
—Lo que me gustaría ahora es un
tentempié —dijo Edge—. Todas las
personas con quienes nos cruzamos por
la calle comen un pretzel o un helado o
un trozo de salchicha. Me han entrado
deseos de picar algo.
Y llevó a Autumn al café de un hotel
situado detrás mismo de la Opera.
—Vaya, sabes escoger —dijo
Autumn—. Esto es el Sacher,
probablemente el hotel más famoso de
Europa.
Los acompañó a una mesa un
camarero muy educado, impecablemente
vestido con frac incluso a aquella hora
de la mañana, que les preguntó en varias
lenguas diferentes qué podía tener el
honor de servirles. Autumn dijo:
—Zwei Mokka, Herr Ober. Und die
Konditorwaren, bitte.
Así pues, cuando les llevó los dos
cafés también empujó hacia su mesa el
carrito de la pastelería, suntuosamente
provisto.
—Ese pastel de chocolate de muchas
capas —explicó Autumn— es la
inimitable torta Sacher. Tienes que
probarla, Zachary. Yo creo que tomaré
un trozo del strudel de nueces.
—Mit Schlagober? —preguntó el
camarero.
—Bitte.
Entonces el camarero cubrió su trozo
de tarta con una gruesa capa de nata,
enroscándola y dándole una forma
artística. Edge observó:
—Muchacha, si te comes toda esta
nata, no podrás salir andando de aquí.
—Ya me las arreglaré —rió ella,
porque se había manchado de nata el
velo que ocultaba su rostro— y tú
también te acostumbrarás. Otras
ciudades tienen banderas que ostentan
sus escudos. Si Viena posee una enseña
semejante, debe de ser una pluma
volante de Schlagober.
Edge miró hacia las otras mesas,
donde hombres y mujeres muy bien
vestidos saboreaban su refrigerio de
media mañana. Y no cabía duda de que
había la suficiente nata a la vista para
llenar la arena del circo. Comentó:
—Cuando entramos en la ciudad,
pensé que la arquitectura y la
ornamentación locales parecían…
serpenteantes, por así decirlo. Me
equivoqué. Es evidente que todo está
diseñado para que sea mórbido, rico y
cremoso como la Schlagober.
Autumn volvió a reír.
—Para ser un montañés de Virginia,
eres muy perceptivo. Otra persona
observó una vez que todas las vistas de
Viena parecen el trabajo artístico de la
tapa de una caja de bombones.
—Este hotel también es un lugar
bonito. Pero ¿por qué es tan famoso?
—Oh, querido, sólo estamos en el
café. Dentro hay media docena de
comedores y salitas privadas donde un
joven puede cenar y beber con su Süsse
Mädel. Y arriba está el vasto séparée de
paredes de mármol donde hombres ricos
han invitado a menudo a todo el cuerpo
de ballet de la ópera. Hay incluso una
filial del restaurante, Sacher del Prater,
muy cerca de nuestro circo. A propósito,
aún nos queda tiempo para que te enseñe
otra cosa antes de volver. El centro, el
eje y el orgullo de toda Viena.
Le condujo por la Kártnerstrasse,
una ancha avenida reservada para
peatones y cerrada al tráfico de
vehículos por inmensos parterres de
piedra colocados a intervalos y en
diferentes ángulos y todos rebosantes de
geranios o petunias. A ambos lados
bordeaban la avenida las tiendas más
exclusivas y caras de Viena que exhibían
en sus brillantes escaparates toda clase
de prendas lujosas, accesorios,
sombreros y joyas. En un punto
determinado, Autumn indicó con un
gesto una calle transversal y dijo:
—Por aquí encontrarás a Auntie
Dorothy.
—¿Qué?
—El Dorotheum. Empezó como una
casa de empeño en beneficio de los
pobres, como los Montes de Piedad en
Italia, pero muy pronto se convirtió en
una tienda clandestina de objetos
robados, de modo que si nos roban algo
mientras estemos aquí, no te molestes en
acudir a la policía. Limítate a ir a Tante
Dorothée y rescátalo. Siempre me ha
llamado la atención la coincidencia de
nombres. En Londres esta misma clase
de tiendas se llaman todas Dolly Shops.
La Kártnerstrasse los condujo a la
gran extensión de la Stephansplatz, en el
centro de la cual se levantaba la catedral
de San Esteban, muy alta, vertical, de
campanario puntiagudo y tejado de
polícromos azulejos.
—Uno de estos días, Zachary —dijo
Autumn—, subiremos al campanario del
Stephansdom, si no nos barre el viento
perpetuo que sopla aquí. La vista es
sublime. Si te quedas todo el día puedes
ver salir el sol sobre la llanura del
Danubio y ponerse tras las estribaciones
de los Alpes. Pero ahora será mejor que
volvamos al Prater. Hay una hilera de
fiacres aquí mismo, junto a la catedral.

Cuando llegaron al circo encontraron a


Florian hablando con una pareja de
jóvenes que lucían mallas de lentejuelas
rojas.
—¡Compatriotas tuyos, querida! —
exclamó entusiasmado Florian
dirigiéndose a Autumn—. Cecil y
Daphne Wheeler[18], que, lo creas o no,
hacen un número sobre ruedas. Señor y
señora Wheeler, permitan que les
presente a miss Autumn Auburn,
expatriada de su propia Inglaterra, que
es nuestra principal équilibriste
aérienne, aunque temporalmente en
excedencia. Y al coronel Zachary Edge,
de sus colonias americanas, que es
nuestro eficiente director ecuestre y
muchas cosas más.
—¿Cómo está? —dijo Daphne,
sonriendo, pero con cierta vacilación
cuando Edge sonrió a su vez.
Era una mujer muy bonita, con
cabellos de un rubio ceniza, tez
sonrosada y modales discretos.
—¿Qué tal? —saludó Cecil, que era
guapo, muy rubio, de tez rubicunda y
nada discreto—. Wheeler es el nombre
verdadero, aunque uno podría
preguntarse qué surgió antes, el nombre
o la profesión. En la vieja patria, Daf y
yo hacíamos un número de velocípedo.
Después, en París, vimos por primera
vez el nuevo patinaje sin hielo y ahora
también lo hacemos. Sólo es un cambio
de ruedas y uno debe aspirar a
perfeccionarse constantemente, ¿no es
cierto?
Florian interrumpió para decir:
—Perdonad, Zachary, Autumn, pero
he olvidado por completo preguntar
sobre vuestra consulta en la ciudad.
—No ha habido ninguna —
respondió Edge—, pero debe de ser un
buen médico. Tiene tanto trabajo que no
podremos verle hasta dentro de tres
semanas.
—Ah, bueno, es una recomendación
alentadora, aunque sé que estaréis
impacientes.
—En este momento —dijo Edge—,
hablando como su director ecuestre de
las atrasadas colonias, me gustaría que
alguien me explicara qué es un número
de velocípedo. Y patinar sin hielo.
—Espectacular. Sensacional —
contestó Florian—. Me lo han estado
demostrando. ¡Los contrataremos como
los Wheeling Wheelers! Pero continúe,
Cecil; iba a explicar lo que hacen al
coronel.
—Pues, verá, amigo, hace mucho
tiempo existió una máquina llamada el
caballo dandy que tenía dos ruedas, una
delante y otra detrás. Uno se sentaba
sobre la barra que había entre ellas y las
hacía mover con los pies. Entonces
alguien tuvo la idea de poner pedales en
la rueda delantera y…
—Ya sé —dijo Edge—. En las
colonias lo llamamos agitador de
huesos. La rueda grande delante y la
pequeña atrás.
—Exacto, amigo. En la vieja
Inglaterra lo llamamos penny-farthing
o, más correctamente, velocípedo.
—Desde que estamos en Europa he
visto a varios hombres montados en eso
en los parques. Parece jodidamente
incómodo.
—Sí que lo es, pero también se
presta a números espectaculares. Yo
pedaleo y Daf hace piruetas sobre mis
hombros. Y al final monto el maldito
artilugio yo solo, a velocidad
vertiginosa, me detengo en seco y me
zambullo en un tanque de llamas. Lo
cual significa un tanque de agua con una
capa de petróleo ardiendo.
—Y resulta espeluznante verlo —
dijo Florian, como adoptando
inconscientemente el modo de hablar de
Cecil.
Daphne Wheeler y Autumn se habían
apartado un poco y la primera preguntó,
vacilante:
—¿Está de baja, miss Auburn? ¿Y va
a ver al médico? Perdone la
indiscreción pero… ¿no espera un feliz
acontecimiento?
—Oh, Dios mío, no —respondió
Autumn—. Es sólo una dolencia que me
obliga a taparme y permanecer inactiva
durante un tiempo.
—Ah, una de nuestras famosas
dolencias femeninas, entonces. ¿No es
fastidioso ser mujer?
—¿Y usted y el señor Wheeler?
¿Tienen familia?
—No. Ceece no sirve para eso…
bueno, le gusta ir de un lado a otro. Por
esto se ha dirigido al señor Florian.
Hace dos veranos que estamos en el
Prater, ejecutando nuestros números de
velocípedo como relleno entre los
campeonatos de atletismo. Así que
Ceece está ansioso por incorporarse a
un espectáculo que nos permita viajar de
nuevo.
—Bueno, mientras los hombres
hablan, venga conmigo, Daphne, y le
presentaré a nuestro contingente
femenino.
Cecil explicaba ahora a Edge:
—Cuando visitamos el Hippodrome
de París presentaban ese espectáculo del
Viejo y Alegre Invierno («Feliz
Holanda» o «Dulce Suecia» o algo por
el estilo), con trineos, trajes de piel y
todo. —Cecil rió; su risa parecía un
gangueo educado: nuf, nuf, nuf—. Pero
no les gustaba inundar y congelar su
bonito suelo de parquet, así que todo el
cuerpo de patinadores llevaba
plimptons en lugar de cuchillas.
¿Conoce los plimptons, amigo? Después
de todo, son un invento yanqui.
—Me temo que no, amigo. No soy
muy buen yanqui.
—Bueno, pues en vez de poner
cuchillas a las botas, se colocan
pequeños calzos provistos cada uno de
cuatro diminutas ruedas de madera. Uno
se desliza, sencillamente, con tanta
suavidad como sobre hielo. Y con
práctica se pueden efectuar todas las
piruetas que se hacen con patines de
verdad.
—Pero no sobre el serrín de una
pista de circo.
—No, no, amigo. Sobre el techo de
nuestro remolque llevamos, además del
tanque para el número del agua en
llamas, un pavimento plegable de
madera que en la pista se abre y forma
un círculo. Así podemos dar vueltas,
deslizarnos, hacer figuras artísticas y
bailar juntos.
—Estoy deseando verlo —dijo Edge
con sinceridad.
—Sí —asintió Florian—, pero los
Wheeler han de notificarlo a su patrón
actual, de modo que tenemos mucho
tiempo para decidir dónde ponerlos en
el programa. Ahora, Cecil, venga a
conocer a sus futuros colegas. Para
empezar, aquí están el Hacedor de
Terremotos, Miss Eel y el joven Alí
Babá.
Yount sólo pudo gruñir y mover la
cabeza porque estaba ensayando el
número de sostener en lo alto a Agnete y
Quincy mientras se contorsionaban.
Agnete, de bruces sobre la mano
derecha de Yount, asomó la cabeza por
entre un revoltijo de sus propios
miembros para sonreír y decir: «Bien
venido». Quincy, con el trasero sobre la
mano izquierda de Yount, tenía las
piernas estiradas en el aire, pero las
separó lo bastante para sacar la cabeza
entre ellas y decir tímidamente: «Hola».
—Muchacho simio —le dijo Cecil
—, debes de ser una fuente de gran
satisfacción para ti mismo. Pero ten
cuidado de no cortártela de un mordisco.
—Lo cual dejó a Quincy mirándole con
fijeza, perplejo y preocupado.
Cuando Cecil fue presentado a los
Smodlaka, habló con amabilidad a
Pavlo y Gavrila y acarició a los terriers
que Pavlo le enseñó muy orgulloso, pero
contempló con franca admiración a los
albinos Sava y Velja, a quienes Gavrila
estaba bañando en un tina de zinc.
—Diantre, Florian —exclamó—,
debería exhibirlos tal como están ahora:
totalmente desnudos. Son pura
porcelana… biscuit de Sévres. Nunca
había visto unos cuerpos humanos
blancos como la porcelana en toda su
superficie. Los pezones de la niña,
incluso el glande del niño…
—Stvarno ne —murmuró Gavrila,
echándole una mirada recelosa y
cubriendo a los dos niños con una toalla.
Después de conocer a Willi y
Rouleau, Cecil esperó al menos a estar
fuera del alcance de sus oídos para
hacer otra torpe observación:
—Una pareja de maricas, ¿no?
Florian dijo fríamente:
—Volvamos y pregúnteselo a ellos.
—Oh, no tengo nada en contra de los
maricas, amigo —se apresuró a decir
Cecil—. Como artistas, no hay nada que
decir. Pero, óigame, ¿es buena política
dejar que un mariquita le represente
como emisario? Quiero decir, ¿qué clase
de impresión…?
—Herr Lothar ha realizado hasta la
fecha un trabajo excelente para nosotros.
Y Monsieur Roulette es indispensable.
Sus vidas privadas no conciernen a
nadie.
—De acuerdo, de acuerdo. Son dos
hombres adultos, después de todo. O dos
adultos, sean lo que sean. ¡Nuf, nuf!

El recinto del circo estaba atestado de


gente que esperaba el momento de
comprar entradas para la función
inaugural y entretanto se apiñaba ante
cada barraca, puesto y tenderete de la
avenida. Las mozas de bar servían
seidls de cerveza, los vendedores de
limonada y helados alargaban
cucuruchos de papel con sus productos,
los braseros de salchichas teñían el aire
de color azul y los pocos vieneses que
no comían algo compraban fruslerías en
las barracas, exactamente la misma
clase de comida, bebida y souvenirs
baratos que todo el Wurstelprater había
estado vendiendo durante todo el
verano, pero por lo visto el Florilegio
era lo bastante nuevo para prestar otro
incentivo al conjunto.
Al fondo de la avenida el órgano de
vapor humeaba y tocaba
estruendosamente el Vals del delirio de
Strauss, lo bastante fuerte para que lo
oyera su propio compositor desde
dondequiera que estuviese en la ciudad.
Sobre la puerta principal de la carpa
ondeaban al viento los alegres
estandartes. A un lado, el Griego Glotón
vomitaba pluma tras pluma de fuego; en
el otro, Fitzfarris anunciaba su juego del
ratón y hordas enteras se acercaban a
codazos para hacer sus apuestas. Edge
se dirigía hacia la marquesina cuando
Florian y Lothar le interceptaron el
camino.
—Para tu información, coronel
Ramrod —dijo Florian—, de hoy en
ocho días cerraremos el circo al público
en la función nocturna. Willi nos ha
contratado para una representación
privada y vendido todo el pabellón.
—Bien, estupendo —contestó Edge
—. ¿Una función especial para los
ricachones?
—Ejem, no —dijo Willi—. La estoy
gestionando y espero llegar a un
acuerdo, pero no, esta función privada
será para celebrar una boda entre
mendigos.
Estupefacto, dijo Edge:
—Desde que estoy en este
espectáculo, hemos reservado la carpa
sólo en dos ocasiones. Una para el rey
de Italia y otra para una bandada de
predicadores en Virginia. ¿No serán los
mendigos un descenso de categoría,
incluso después de los charlatanes?
—En absoluto —respondió Florian
—. Los mendigos vieneses ocupan un
lugar considerablemente más alto en la
escala social que cualquier explotador
rústico del evangelio.
—Verá, Herr Edge —explicó Willi
—. Viena es una ciudad tan rica que ni
siquiera los lisiados necesitan pedir
limosna, pero es una vocación aceptada.
En este caso, el padre de la novia tiene
su puesto reconocido en el puente de
Piedra y su esposa en la Burgtor… que
han heredado de sus padres y abuelos. Y
su hija se casa con un prometedor joven
mendigo que posee su propio lugar
cerca del Albertina. La profesión es tan
provechosa que estos orgullosos padres
desean gastar miles de coronas en la
boda. La ceremonia en San Esteban, la
fiesta aquí en el circo y después la
recepción y cena de gala en la carpa,
Sacher servirá la cena, a la cual, dicho
sea de paso, estamos todos invitados.
—Bueno, debo admitir que me
extraña —dijo Edge—, pero no puedo
quejarme. Si alguna vez regreso a
Virginia, sugeriré a los predicadores que
se dediquen a otra profesión. —Se
interrumpió y gritó—: ¡Eh, gusano! —Y
agarró por el cuello al enano, que
pasaba corriendo, vestido con el traje de
baile del espectáculo complementario
—. Esto es Viena. ¿Cuándo veremos ese
gran número tuyo?
—¡Ach, vamos, Edge! —rezongó el
hombre bajito.
—Herr Direktor!
El gruñido se volvió lastimero.
—Apiádese de mí, Herr Direktor.
Stitches y Bum-bum ya han construido la
jaula, pero tengo que reunir los gatos…
cogerlos uno por uno.
Florian observó secamente:
—Imagino que los gatos callejeros
son más difíciles de coger que las niñas
pequeñas.
El Mayor Mínimo frunció el
entrecejo, pero sólo contestó:
—Quiero muchos gatos y hasta ahora
sólo tengo cuatro y mi remolque ya huele
como una cloaca.
Logró desasirse de la mano de Edge
y se escabulló.
—Le daremos tiempo —dijo Florian
—. Estoy tan impaciente como tú por
perderlo de vista, coronel Ramrod, pero
detesto perder a un artista antes de tener
un sustituto. Me figuro que lo
perderemos cuando los Wheeler se unan
a la compañía.
—¿Todavía permite que la pequeña
Sava haga el número de baile con él?
—Sí. Creo que dijo la verdad
cuando confesó que tenía miedo de
abusar de ella. Pero he prevenido a
Gavrila: nunca ha de dejar a Sava
acercarse a él excepto durante el número
de baile. Y a Velja tampoco. Los Hijos
de la Noche tienen permiso para
fraternizar con cualquier persona del
mundo menos con el Mayor Mínimo.

Después de la cabalgata final de la


función de la tarde, cuando la tienda de
Fitz se llenó de la habitual clientela
masculina para ver el rapto de la
Amazona Virgen por el Dragón Fafnir,
Fitzfarris se sorprendió al comprobar
que el público, por una vez, no era
totalmente masculino. Entre los
hombres, una bonita muchacha con
crinolette y un sombrerito muy chic
miraba con atención y dibujaba
rápidamente en un cuaderno de bocetos
con un carboncillo. Cuando la actuación
terminó y los hombres salieron riendo
con disimulo e intercambiando
procacidades, como siempre, la
muchacha se quedó, se acercó a
Fitzfarris, que estaba en el estrado, y se
fue haciendo más hermosa a cada paso
que daba. Debía de tener unos veinte
años y sus cabellos eran negros, sus
ojos, violetas, y su figura, exquisita.
Entonces Fitz se percató de que la
acompañaba otra mujer de su misma
edad, pero nada bonita. Tenía largos
cabellos crespos, como el musgo negro,
y parecía sumamente disgustada de
hallarse en semejante lugar.
—Bitte, mein Herr —dijo la chica
bonita—. ¿Es usted el Herr Direktor de
este espectáculo?
—Lo soy, gnädiges Fräulein.
¿Puedo hacer algo por usted?
—Desearía su autorización para
hablar con la… con la Amazona Virgen.
—Démosle un minuto para que meta
al dragón en su guarida y entonces la
llamaré. ¿Puedo preguntar…?
Ella le enseñó el cuaderno en que,
con líneas rápidas, mínimas y expertas,
había dibujado a Meli y la pitón en
varios de sus abrazos eróticos.
—Me llamo Tina Blau y me gustaría
preguntar a la dama si consentiría en
posar para una pintura.
—Ah, usted dibuja —aprobó Fitz—.
Una afición muy propia de una señorita.
¿Y pinta, además? Acuarelas, diría yo.
—¡Diría usted! —le replicó la otra
dama—. Qué condescendencia tan
típicamente masculina. ¿Por qué no le da
una palmadita en la cabeza? Debe saber
que Tina Blau no es una damisela de
invernadero que ocupa sus horas de ocio
pintando delicadas acuarelas. Tina Blau
es una pintora profesional y de
renombre cada día mayor.
—¿Y usted? ¿Quién es usted? —
preguntó Fitz, nada cordial.
—Por favor —intervino Tina Blau
—, disculpe a mi amiga. Es Bertha
Kinsky, dirigente de la Sociedad para la
Paz, los Jóvenes Liberales y la Sociedad
contra la Represión de la Mujer.
—¿Y es su mánager, Fräulein Blau?
¿O su guardiana?
—No, no. Una amiga y
patrocinadora. A veces los entusiasmos
de Bertha son muy vehementes, pero…
—¡Puedo hablar por mí misma! —
exclamó la otra—. Toda esta exhibición
es una vergonzosa degradación de esa
pobre mujer del escenario. Pero, Tina, si
deseas pintarla, sólo quiero que este…
este explotador sepa que eres capaz de
hacerlo. —Y añadió, dirigiéndose a
Fitzfarris—: ¡Fraülein Tina Blau es una
artista mucho más consumada que un
vulgar decorador de bomboneras como
el famosísimo Herr Makart!
—Está bien, está bien, lo creo. —
Fitz agregó con ironía—: Yo me pinto a
mí mismo. —Y sacó un pañuelo con el
que se frotó la cara, descubriendo la
mitad de color azul. Los ojos violetas de
Tina Blau se agrandaron y la temible
Kinsky lanzó una exclamación ahogada.
Fitz dijo—: Les traeré a la Amazona
Virgen.
Meli Vasilakis volvió a la tienda
envuelta en una bata y con una expresión
poco amistosa. Dadas las dificultades de
lenguaje, Tina Blau tardó un poco en
expresar su petición de que Meli y la
pitón posaran para un retrato.
—Ah, usted quiere un cuadro sucio.
Yo haciendo zefyos con la serpiente. ¿Le
ha gustado el cuadro sucio real? Hago
zefyos con una serpiente real dos o tres
veces por semana. Venga cuando quiera,
observe, pinte. —Y se marchó con
brusquedad.
—No lo entiendo del todo —dijo
Tina.
—Francamente, yo tampoco sé qué
ha querido decir —confesó Fitz—, pero
nos quedaremos en Viena bastantes días,
Fräulein. Venga otra vez, venga a
menudo, gane su confianza y la
conquistará. Cualquiera se dejaría
conquistar por usted. En cuanto a mí,
nunca había conocido a un pintor de
verdad y creo que nunca había oído
hablar de una pintora. Me complacería
mucho ver algunas de sus obras.
Ella le dirigió una mirada larga y
reflexiva y luego le tendió una tarjeta.
—Las señas de mi estudio. Vaya
cuando guste, mein Herr.
Fräulein Kinsky casi la estiró por el
codo para sacarla de la tienda. La
mirada de Fitz, que la seguía, tropezó
con la mirada fija de Lunes Simms, que
lo observaba desde el umbral con ojos
de antracita.
La función de aquella tarde atrajo
tanto público —y también la de la noche
y las de los días subsiguientes— que
Florian convocó una reunión de sus
ejecutivos en el furgón de la oficina para
anunciar:
—Caballeros, ésta será nuestra
estancia más larga. Nos quedaremos
todo el otoño, el invierno y quizá hasta
bien entrada la primavera. Gran parte
del Wurstelprater, las atracciones y
demás, cierra durante el invierno, igual
que los estadios deportivos y los
restaurantes al aire libre del resto del
Prater. No obstante, mucha gente de la
ciudad continúa viniendo, incluso en los
días de más nieve, para ir en trineo o
para patinar en el río y los estanques, y
confío en que algunos nos visitarán.
Aunque tengamos pocos espectadores
durante el invierno, creo que
prosperaremos más que incurriendo en
el gasto y la molestia de viajar, montar y
desmontar en comunidades menores.
Además, Viena ofrece una gran riqueza
de diversiones para nosotros y haremos
bien en aprovecharlas. Nos brinda
también todos los suministros y
equipamientos que podamos desear para
mejorar nuestro establecimiento y
nuestro programa. Por ejemplo, Carl,
puedes adquirir todos los productos
químicos necesarios para elevar el
Saratoga tan a menudo como deseéis tú
y Monsieur Roulette.
—Danke —dijo Beck—. ¿Poder
también procurarme más instrumentos
para la banda? Gustarme añadir
instrumentos de madera para templar un
poco los metálicos, y también de cuerda
para los números más delicados, como
el de Fräulein Eel.
—Sí, compra lo que quieras.
Sugiero que vayas a la tienda de
ladrones de la tía Dorothy, donde
encontrarás las mejores gangas.
—Entonces necesitaremos más
peones, director —terció Dai Goesle—.
Entre el trabajo de la banda, el del
globo, el de rutina y las tareas
especiales como esa jaula para el enano,
Banat y los otros eslovacos van muy
apurados. Y recuerde que cuando venga
esa gente de las ruedas, con todos sus
accesorios…
—Muy cierto, maestro velero. Di a
Banat que reclute a más gente.
Probablemente ya conoce los lugares de
reunión de los eslovacos residentes
aquí.
—Hablando del enano —dijo Edge
—, me ha dicho que tendrá los gatos
suficientes cuando hagamos la función
especial para la boda de los mendigos y
que le gustaría presentar ese día su
parodia del domador de leones.
—No —respondió con firmeza
Florian—. Una boda ha de ser una
ocasión feliz. Reservaremos el debut del
Mayor para una función de tarde en un
día laboral, cuando los niños estén en la
escuela y el público sea
predominantemente adulto.
—¿Quiere proteger de él a los
niños? —preguntó Edge, un poco
perplejo—. Diablos, estará en una jaula.
Sin embargo, lo que usted diga, director.
En aquel momento el Mayor Mínimo
estaba dentro de una jaula, en el patio
trasero, con una colección de sus gatos.
Abner Mullenax los miraba con una
mezcla de diversión, asombro y
escepticismo. La jaula era una copia
perfecta del furgón de Maximus,
incluyendo las ruedas en forma de sol,
pero hecha a la escala de la estatura del
enano. En aquel momento Mínimo se
esforzaba en pintar rayas negras y
amarillas en un gato para que pareciese
un tigre. El gato, por supuesto, agitaba
las patas, mordía, arañaba y maullaba
con todas sus fuerzas. Mínimo maldecía
con voz casi tan alta y recibía más
salpicaduras de pintura que el gato.
—Hombrecito —observó Mullenax
—, si crees que vas a domesticar a un
puñado de viejos gatos callejeros para
que hagan un número, estás chiflado. Yo
preferiría domar al león más salvaje de
la selva.
—Entonces, ¡vete a hacerlo! —
chilló Mínimo—. Yo también preferiría
eso a tener que pintar a estas malditas
bestias una tras otra. Scheisse! He
recibido más zarpazos y mordiscos de
los que recibiría en cualquier selva.
Pero sólo los quiero pintar, no
domesticar. ¡En este número seré yo la
estrella!
3
Autumn dijo, con un poco de tristeza:
—Este es el último lugar, Zachary,
donde podré pavonearme y alardear de
ser tu experto guía turístico. —Se
hallaban en el campanario norte, azotado
por el viento, de la catedral de San
Esteban—. El príncipe Metternich dijo
una vez que al este de la Landstrasse
comienzan los Balcanes. La Landstrasse
es aquella calle que puedes ver junto al
Stadtpark. Algunos afirman que dijo:
«Allí empieza Asia». En cualquier caso,
nunca he estado al este de Viena, de
modo que dondequiera que vayamos
ahora será tan nuevo y desconocido para
mí como para ti.
—Bueno, lo has hecho muy bien
hasta ahora y me has enseñado mucho —
respondió Edge—, así que continúa.
Pavonéate. Alardea. Enséñame cosas.
Mientras daban la vuelta al balcón
del campanario, ella señaló el distante
palacio de Belvedere y la fábrica de
pianos Bósendorfer, el antiguo
monumento levantado en agradecimiento
por el final de la gran plaga y el grupo
de magníficos palacios cuyo centro era
el Hofburg, el palacio del emperador.
—Hay un lugar sobresaliente en
Viena —dijo Edge— del que han oído
hablar incluso los toscos soldados de
caballería como yo. ¿Podemos verlo
desde aquí? La Escuela Española de
Equitación. Me gustaría muchísimo
visitarla.
—Es uno de los edificios que rodean
el Hofburg. Propiamente es la Real
Academia de Equitación de Invierno. La
gente la llama española sólo porque su
raza especial de caballos tuvo su origen
en España. Como ves, tu guía ya vuelve
a alardear. Pero nunca he estado allí.
Muy pocos plebeyos la han visitado. Lo
siento, querido, pero los caballos sólo
son montados por oficiales con título del
ejército imperial. E incluso la galería de
espectadores está reservada para
miembros de la realeza y la nobleza, o
para invitados especiales del emperador
con su autorización expresa.
—Maldita sea —gruñó Edge,
decepcionado. Pero en seguida se animó
—. Ajá, me olvidaba. Tenemos nuestro
propio noble residente.
Y cuando él y Autumn volvieron al
circo, buscó a Willi Lothar y le pidió un
favor.
—Bueno —respondió Willi—,
conseguir tu Eintritt debería ser más
fácil que lo que estoy gestionando ahora:
la función para la realeza. Veré qué
puedo hacer.
—Cinco entradas, si puedes —dijo
Edge—. Para mí, Autumn, Obie Yount,
Clover Lee y Lunes Simms.
Aquella noche era la función
especial para los invitados a la boda de
los mendigos, y en contra de lo que
esperaba la mayoría de artistas, el
público no tenía en absoluto un aspecto
ramplón. Las personas que entraban en
la carpa —alegre pero no
tumultuosamente— iban tan bien
vestidas como cualquier público
burgués que asistiera a una ópera. Entre
las figuras principales, el novio tenía
una pierna de palo, pero la novia estaba
entera y era bastante bonita, así como
los padres, el padrino y la dama de
honor y los más o menos doscientos
invitados mendigos, de los cuales sólo
una parte relativamente pequeña sufría
alguna deformación o mutilación. Varios
hombres sin piernas entraron sobre
pequeñas plataformas con ruedas y
algunos leprosos tuvieron que hacerlo en
brazos de otras personas, pero incluso
ellos vestían sus cuerpos inválidos con
ropas elegantes y parecían disfrutar de
la ocasión como todos sus colegas.
—Diablos —dijo Fitzfarris—, creía
que esta noche habría aquí más
monstruos que en todo el Wurstelprater y
quizá algunos aptos para reclutar, pero
ninguno de éstos me parece material de
exhibición.
—Tengo entendido que el novio
perdió la pierna en la última guerra —
explicó Florian— y el gobierno,
agradecido, le concedió el lugar para
pedir limosna en el Museo Albertina en
vez de una pensión. Es probable que la
mayoría de antiguos mendigos
obtuvieran sus puestos permanentes de
un modo parecido, pero ahora estás
viendo a sus herederos, hijos y nietos,
casi todos sanos y verdaderos mendigos
profesionales. Es de suponer que los
pocos lisiados son, como el novio,
nuevos en la profesión.
El jefe de orquesta Beck y su banda,
ahora muy aumentada, ofrecieron una
lírica versión de la Marcha nupcial —
que esta vez no era una señal de
calamidad— mientras los invitados
tomaban asiento o, si no podían sentarse,
encontraban lugares cómodos donde
apoyarse o ponerse en cuclillas. A
continuación la banda tocó la obertura
del Schuhplattler y el cuerpo de
bailarinas de sir John ejecutó su
enérgica danza con palmadas en los
muslos y todos los mendigos dotados de
manos aplaudieron felices al son de la
música. Por último Beck dirigió su
juguetona versión de Greensleeves y dio
comienzo la gran cabalgata.
El público de la noche llenaba
apenas una quinta parte de la carpa pero,
quizá porque se componía de una
especie de artistas profesionales,
aplaudió cada número con tanto ruido
como se hubiera oído en un lleno total, y
los espectadores dotados de pies
hicieron con ellos el mismo bullicio. En
el intermedio, a fin de ahorrar a los
inválidos la molestia de salir a la
avenida, Florian pidió a todos que
permanecieran sentados y el espectáculo
complementario se presentó en la pista.
Más tarde, después de la cabalgata final,
Florian indicó nuevamente al público
que esperase y sir John llevó por
primera vez a la carpa a Meli y la pitón
para que representaran allí su tableau
vivant. También era la primera vez que
actuaban ante un público femenino en un
cincuenta por ciento, pero no hubo
ninguna queja; las mujeres silbaron y
gritaron palabras tan obscenas como los
hombres.
Entonces llegaron al recinto del
circo los furgones calientes o fríos del
Jardín de Sacher. Una multitud de
camareros vestidos de frac llevaron y
juntaron inmensas mesas de caballete
dentro y alrededor de la pista y las
cubrieron con níveos manteles de hilo,
platos de porcelana y cubiertos de plata.
Seguidamente empezaron a colocar las
bandejas de comida, estilo buffet, para
que los invitados se sirvieran, pero
había tanta abundancia que los
camareros la sacaron por platos, siendo
el primero ostras sobre un lecho de
hielo. La gente del circo se mantuvo
aparte, por supuesto, hasta que los
mendigos hubieron llenado sus platos y
los de sus colegas que no llegaban a las
mesas, pero sobró mucha comida para
todos los miembros de la compañía y
del equipo. Mientras se comían las
ostras, los camareros llevaron a las
mesas grandes soperas de caliente sopa
de tortuga.
—Dios Todopoderoso —dijo
Mullenax al ver la sucesión de platos:
langosta à l’Armoricaine, truite au bleu
con salsa veneciana—, si los mendigos
locales comen así, ¿qué comerán los
burgueses?
—Ach, esto es probablemente una
ocasión única en su vida —observó Jörg
Pfeifer—. En general, si cenan fuera, es
en el Schmauswaberl.
—¿El vertedero de basura?
—Bueno, no del todo. Es un
restaurante en una callejuela, un
almacén, en realidad, fundado en su
tiempo para servir las comidas más
baratas posible a los estudiantes locales,
y su carta consiste exclusivamente en las
sobras de las cocinas imperiales del
Hofburg.
Pero en estos momentos las
soberbias viandas continuaban llegando:
codornices estofadas, pollo a la
francesa, ensaladas, cuatro vinos
diferentes —Chablis, Lafite-Rothschild,
champaña Röderer, Sherry Supérieure—
y compotas, helados, puré de castañas,
tortas Sacher y otros pasteles cubiertos
de Schlagober, café, un surtido de
quesos y frutas…
Cuando todos —literalmente todos
los miembros del circo y de su público
— habían comido hasta saciarse, uno de
los mendigos más robustos se arrastró
como un pato hasta el centro de la pista.
Eructo, levantó los brazos, marcó el
compás y todos los mendigos entonaron
una melodía que era a todas luces un
canto de agradecimiento hacia los
anfitriones, pues había sido elegida para
que gustase a los «americanos
confederados»:
¡Oh, Susannah! O weine nícht um mich!
Bum-bum Beck envió corriendo al
estrado a sus músicos para que cogieran
los instrumentos y acompañaran al
tumulto de voces:
Denn ich komm von Alabama,
Bring meine Banjo für mich…
—Es el tributo más bello que hemos
recibido jamás —dijo Florian mientras
los mendigos se acercaban, los que
podían acercarse y los que tenían manos,
para estrechar la mano de todos los
componentes del Florilegio y expresar
su más ferviente gratitud por el
espectáculo—. Probablemente —añadió
Florian— el tributo más sentido que
recibiremos jamás de los ricos y
poderosos.
Al día siguiente Willi Lothar entregó a
Edge cinco invitaciones fileteadas en
oro, densamente grabadas con letras
góticas.
—Tus entradas para la Sala de
Exhibiciones de la Academia de
Equitación —dijo—. Las he obtenido
del Graf Von Welden, pero no con tanta
familiaridad como había pensado.
Después de enviarle mi tarjeta, el
maldito esnob me hizo esperar durante
dos horas en su antesala como un vulgar
solicitante antes de condescender en
recibirme.
—Bueno, pues muchas gracias por
tomarte tantas molestias.
Willi rió, divertido.
—Oh, me he vengado de la afrenta.
En la antesala había un loro en una jaula
y pasé el rato enseñándole a repetir
todas las palabras sucias que sé en todas
las lenguas que conozco. Espero que os
guste la exhibición.
Así aquella tarde Edge, Autumn, el
ex sargento de caballería Yount y las
équestriennes Clover Lee y Lunes se
sentaron entre un grupo de espectadores
presumiblemente nobles en la galería de
columnas que dominaba la media
hectárea de pista de casca, mientras una
orquesta de cuerda tocaba en la logia y
ocho oficiales con magníficos uniformes
guiaban a sus ocho magníficos
sementales a través de una serie de
extraordinarios pasos.
Inmediatamente después de entrar,
los jinetes levantaron con reverencia sus
bicornios hacia el palco imperial vacío
de la galería.
—No saludan al emperador actual
—murmuró a los otros Autumn— sino
que rinden homenaje al emperador Karl,
que fundó la academia hace unos ciento
cincuenta años. Ahora… ya os he dicho
absolutamente todo lo que sé sobre el
espectáculo. A partir de este momento
tendréis que explicármelo los de
caballería y las amazonas. Por ejemplo,
pensaba que todos los caballos
Lippizanos eran blancos y veo que
algunos de éstos son plateados o gris
pálido.
—Pocos caballos nacen blancos,
miss Autumn —murmuró Yount—. Por
lo que he oído decir, éstos nacen de
color gris y tardan de seis a ocho años
en pasar del color de humo al blanco
puro. Así que los menos claros son los
más jóvenes.
Mientras la orquesta tocaba valses,
minués, fragmentos de ballets, gavotas y
carruseles, los ocho caballos iban al
paso, al trote o a medio galope
formando intrincadas figuras con una
perfección tal, que cada caballo y jinete
parecía la imagen reflejada de los otros.
A veces los caballos cruzaban las manos
y bailaban de lado; otras daban una
especie de paso alto que era casi un
brinco. Cualquiera que fuese el baile,
siempre que dos o cuatro o los ocho
caballos a la vez se encontraban era en
un punto geométricamente preciso de la
arena rectangular.
—Mira cómo marcan el paso —
susurró admirada Clover Lee—. Si los
observas bien, es una especie de doble
acción muy suave. Primero posan el
casco y luego pisan con todo el peso del
semental. Y lo hacen a cualquier paso,
lento o rápido, cuando un caballo
corriente avanzaría con torpeza. Lunes,
¿te fijas?
—Sí, me fijo —respondió Lunes en
tono arisco. Parecía tan seria que Edge
se abstuvo de preguntarle qué le ocurría.

En un estudio de techo alto y numerosas


ventanas, aireado y luminoso de la
Marxergasse, Fitzfarris decía:
—Sus pinturas son realmente bellas,
Fräulein Blau. No hablo como experto,
pero admito que su masculina amiga
tenía razón.
—¿Masculina? No es un marimacho,
si se refiere a eso. Bertha intenta
simplemente ser brusca, ceñuda y nada
femenina para que sus ideas y opiniones
sean tomadas en serio como las de un
hombre.
—Bueno, su opinión del trabajo de
usted es acertado. Ojalá pudiera
comprar unas de estas pinturas… aunque
son… enormes. Y yo vivo en un
pequeño remolque. De todos modos,
¿cuánto cobra por ellas?
—Por la que está mirando ahora,
Nachthimmel, cien coronas de oro.
Fitz tragó saliva y la miró con fijeza.
—Más de lo que costó el remolque.
—Mire —dijo ella con voz dulce y
con los ojos violetas suaves como el
terciopelo—, este pequeño dibujo al
carbón de un único clavel de tamaño
natural. Es lo bastante pequeño para
caber en su vehículo. Y no es caro.
—Es bellísimo, Fräulein Blau,
pero…
—Llámeme Tina.
—Ejem, Tina… el dibujo… ¿cuánto
vale?
—Lo que usted desee darme. —
Esbozó una deliciosa sonrisa—.
Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa.

—¿Te fijas bien, Lunes? —insistió


Clover Lee—. Lo que hace ahora ese
semental se llama «aires sobre el
suelo». Mi madre me lo contó todo
sobre… —Se interrumpió—. Mírale
ahora. Esto es la levade. El caballo baja
la grupa, levanta las manos y mantiene la
posición. Probablemente podría
quedarse así todo el día, con el jinete
sobre sus lomos. Ojalá alguno de
nuestros rocines fuera…
—¡Fijaos en él! —exclamó Yount—.
¡En mi vida he visto a un caballo
haciendo algo semejante!
—La courbette —dijo Clover Lee
—. Partiendo de la levade, sin posar las
manos, salta sobre las patas traseras
como un canguro. Sólo que es mucho
más bello que cualquier canguro.
El mismo semental, después de
saludar graciosamente para agradecer el
comedido aplauso de los espectadores,
fue conducido fuera de la arena y entró
otro en su lugar. Este, después de
calentarse saltando y corveteando, hizo
algo que parecía aún más imposible
para cualquier animal mayor que una
cabra. Galopando, dio repetidos saltos
y, cuando tenía las cuatro patas
levantadas del suelo, coceaba
violentamente hacia atrás con las
traseras. Cada vez daba la impresión de
flotar mágicamente en el aire en aquella
graciosa postura, como un caballo
heráldico de una moneda o un escudo
antiguo.
—¡Dios mío! —exclamó Yount.
—La capriole —dijo sin aliento
Clover Lee.
Incluso la sombría Lunes profirió:
—¡Oh, no!
—Os puedo contar algo sobre ese
salto de cabriola —terció Edge—. No
se inventó sólo por su belleza. A menos
que se trate de una leyenda, este salto se
remonta a los caballeros de la
antigüedad. Si un caballero era
perseguido por el enemigo, ordenaba a
su caballo al galope que diera esta coz
hacia atrás contra sus perseguidores.
El programa concluyó con la arena
llena otra vez de sementales que
ejecutaban un ballet de conjunto al son
de la Österreichischer
Grenadiersmarsch. Entonces los
espectadores bajaron las escaleras y
salieron fuera, entre los arcos
abovedados de una de las entradas para
carruajes del Hofburg.
—Tenemos tiempo antes de que
debáis estar de vuelta para la función
nocturna —dijo Autumn—. Vayamos a
tomar café al Griensteidl.
Cuando llegaron allí y se sentaron en
una banqueta tapizada de felpa, un
camarero muy viejo puso en silencio
frente a cada uno de ellos, sin que se lo
hubiesen pedido, un vaso de agua, una
maciza jarra de café negro, un plato con
terrones de azúcar y una cucharilla.
También colocó sobre la mesa un fajo de
periódicos, cada uno sujeto a una varilla
de madera, y se alejó arrastrando los
pies.
—No tan solícito como los
camareros del Sacher, ¿verdad? —
comentó Edge.
—Oh, mucho más —dijo Autumn—.
Podríamos permanecer aquí sentados el
resto del día y hasta la hora de cerrar
por la noche y el Herr Ober vendría de
vez en cuando a llenar nuestros vasos de
agua y traer más café, si se lo pedíamos,
o cualquier otra cosa que pudiéramos
desear, y más periódicos, si habíamos
terminado éstos, y todo sin presionarnos
nunca a hacer más consumiciones. De
todas las características típicas de
Viena, el café vienés es la más
gemütlich. Y cada café tiene su clientela
tradicional. Dunel es para los ricos y
famosos, Landtmann para los
intelectuales y a éste acuden los jóvenes
aspirantes a autores, pintores y músicos.
Edge miró a su alrededor y vio que
así era, en efecto. Por lo menos todas las
paredes del café estaban cubiertas de
pinturas y dibujos sin enmarcar,
inconfundiblemente obras de artistas
todavía inmaduros, porque incluso él
podía ver su ineptitud. Había carteles
que anunciaban exhibiciones de arte,
recitales de poemas y cosas por el
estilo, y un tablón de corcho cubierto de
tarjetas y papeles escritos a mano. Edge
se levantó para leerlos. Por lo que pudo
entender, la mayoría anunciaba la
disponibilidad de diversos estudiantes
como tutores de música, dibujo, baile,
composición literaria, incluso caligrafía.
Algunos, sin embargo, eran simples
comunicaciones garabateadas en varias
lenguas, incluyendo el inglés: «¿Vende
alguien un pincel de marta a buen
precio?» y «Gertrud, ¿cuándo me
devolverás mi Schiller?» Los clientes
sentados en banquetas o ante mesas con
superficie de mármol eran en su mayoría
hombres y mujeres jóvenes bastante
andrajosos, pero Edge no habría podido
adivinar cuáles de ellos serían alguna
vez alguien. Algunos estaban solos,
leyendo los periódicos y revistas que el
café ofrecía gratis, pero la mayoría se
sentaban en grupos y hablaban con calor
sobre temas al parecer serios y
trascendentales. Y había tantos que
fumaban pipas o cigarrillos que una
capa de humo azul flotaba entre el techo
y el suelo de la habitación.
Cuando Edge volvió a su sitio,
Autumn decía:
—… casi todos los cafés de Viena
son hospitalarios incluso para con las
mujeres que no van acompañadas, lo
cual es una rareza entre los locales
públicos europeos.
—Muy bien —dijo Clover Lee, que
examinaba uno de los periódicos
diseminados sobre la mesa—. Vendré
con Domingo para que me traduzca esos
«anuncios personales». Quizá algún
duque está buscando esposa.
—Pues yo no voy a quedarme aquí
hasta la hora de cerrar —dijo Lunes—.
Tengo cosas que hacer.
Así pues, tomaron un fiacre para
volver al Prater, donde Florian llamó
inmediatamente a Edge.
—Cecil y Daphne Wheeler han
terminado su número en la arena y
acaban de aparcar su remolque en
nuestro patio trasero. Los pondremos en
el programa de mañana en la función de
la tarde. Si estás de acuerdo, coronel
Ramrod, me gustaría que empezaran la
segunda parte. Así los peones tendrán
tiempo suficiente durante el intermedio
para colocar el parquet de patinaje y el
tanque en llamas. Además, sólo para
esta función, traslada a Barnacle Bill y
sus animales al final del espectáculo y
en seguida después el Pequeño Mayor
Mínimo en su parodia de esta última
actuación.
—¿Desairará a la «Cenicienta» de
Lunes para dar al gusano el número
final, el puesto estelar?
—Sólo por esta vez. Hazme caso.

Al ser lectivo el día siguiente, el


público de la función de la tarde se
compuso, como Florian había predicho,
casi por entero de hombres y mujeres
adultos. Sólo había unos cuantos niños
en edad escolar; los otros eran muy
pequeños o lactantes.
Los patines de ruedas de los
Wheeler eran algo único en un circo y ni
siquiera los espectadores que podían
haber visto actuar antes a la pareja en el
estadio de atletismo del Prater se habían
cansado de admirarlos y aplaudirles.
Por separado o juntos, Cecil y Daphne
ejecutaron todas las figuras propias del
patinaje sobre hielo —en el reducido
espacio de su parquet circular—: el
águila grande, las piruetas en posición
de sentados, las estrellas de cuatro
puntas. Luego, de frente e inclinados
hacia atrás con las manos cogidas,
giraron a tal velocidad que se
convirtieron en un borrón de brillantes
lentejuelas rojas. Y entonces Cecil,
sujetando a Daphne por una muñeca y un
tobillo, siguió girando hasta que ella
levitó y voló alrededor de él como un
pájaro rojo en un vertiginoso vuelo.
Previamente Cecil había dado al
director de orquesta la partitura para el
acompañamiento de su número y Beck
había leído el título en voz alta con una
especie de horror:
—¡Oh, Emma! ¡Oye, Emma!
—No se disguste, amigo. La letra es
atroz, de acuerdo, «Emma, me pones en
un buen dilema», pero nosotros no la
cantamos. La música es alegre y
bulliciosa. Tiene que serlo para ahogar
el ruido de nuestras ruedas de madera
sobre el suelo de tablas. Y mientras sus
muchachos hacen este estruendo, da la
impresión de que nosotros patinamos en
silencio y, bueno, el número resulta más
estético, ¿sabe?
El número del velocípedo de los
Wheeler se hizo al son de una música
menos vulgar, más a gusto de Beck: la
bourrée de Fuegos artificiales de
Handel. El velocípedo en sí no era para
los espectadores una novedad tan grande
como los patines, pero aun así nadie
hasta entonces lo había visto montar con
osadía, sino muy despacio incluso por
los jóvenes deportistas más temerarios
que se exhibían en las avenidas y
senderos para caballos del parque. Lo
que Cecil hacía con él era muy diferente.
No se limitaba a pasear alrededor de la
carpa, sino que hacía describir al
pesado velocípedo vueltas cerradas,
frecuentes retrocesos y levantarse a
veces sobre la pequeña rueda trasera,
mientras Daphne, en pie sobre sus
hombros, adoptaba posturas artísticas y
se colocaba cabeza abajo sin vacilar
siquiera durante las maniobras más
violentas de Cecil.
Cuando saltó ágilmente al suelo para
saludar, un peón aplicó una antorcha al
agua cubierta de petróleo del tanque,
que tenía casi dos metros de diámetro y
había sido colocado donde era más
visible para el público. Cecil dio varias
vueltas a la pista pedaleando
furiosamente, cada vez más de prisa,
hasta que por fin se dirigió hacia un
bloque de madera clavado previamente
en el suelo. La alta rueda delantera con
llanta de hierro del velocípedo chocó
contra ella a toda velocidad con un
impacto que no necesitó el ¡bum! del
tambor para prestarle énfasis y se
detuvo en seco. Como lanzado por una
catapulta, Cecil voló por encima del
manillar y se sumergió en el tanque
cubierto de llamas y humo, que
aumentaron con la zambullida, y allí
desapareció… porque permaneció bajo
el agua durante el tiempo que tardó en
extinguirse el fuego. Entretanto Daphne
había cogido el velocípedo cuando se
caía, de modo que se hallaba junto al
tanque cuando Cecil emergió… y los
gritos del público retumbaron bajo la
cúpula.
Edge habría querido que la cúpula
fuese más alta porque ahora la carpa
estaba llena de un humo acre y la gente
tosía y se frotaba los ojos. Tocó el
silbato para que el Hanswurst, el
Kesperle y la Emeraldina hicieran su
número de la pértiga como relleno
mientras los eslovacos sacaban de la
pista los accesorios de los Wheeler y se
disipaba el humo. Cuando se hubo
dispersado, Edge advirtió que Florian
estaba cerca de la puerta principal con
un policía de uniforme. Como parecían
conversar amablemente, Edge supuso
que el agente había sido destinado allí
por «las autoridades» para vigilar que el
tanque en llamas no representara ninguna
amenaza para la seguridad pública.
Edge silbó para que comenzara la
siguiente actuación —los Smodlaka y
sus perros—, pero el policía no se
movió de su sitio.
Después de los aplausos en honor
del último número verdadero —
Barnacle Bill y el león, los tigres, el oso
trompetista y los elefantes que formaban
un puente— y de que los peones se
hubieran llevado las jaulas, la banda
empezó a tocar el «Grand Scherzo» de
Gottschalk y el Pequeño Mayor Mínimo
hizo su gran entrada. Llevaba su elegante
traje de gala habitual y su bigote postizo,
pero había añadido un parche como el
de Mullenax sobre un ojo. Sentado sobre
su furgón en miniatura, del que tiraba el
caballo enano, azuzaba a
Rumpelstilzchen con un látigo de
juguete de uno de los tenderetes de la
avenida.
La jaula parecía realmente llena de
gatos porque todos se agarraban
frenéticamente a los barrotes, con las
fauces muy abiertas, quizá dando
alaridos, inaudibles a causa de la
música y las carcajadas que saludaban
su aparición. El pelaje de todos los
gatos estaba húmedo y erizado por la
pintura que los había rayado de amarillo
y negro. Mínimo dio una vuelta a toda la
carpa y luego entró en la pista y se
detuvo en el centro. Se apeó del furgón
de un salto, saludó varias veces con gran
ampulosidad y se dirigió a la puerta
trasera de la jaula haciendo restallar el
látigo para apartarlos de ella.
Los tres payasos casse-cou, que
estaban al lado de Edge, exclamaron en
sus respectivas lenguas: «Pozor!»,
Spenz; «Oy gevalt!», Notkin; «Porto
dio!», la mujer payaso, que agarró la
manga de Edge:
—¿Entrará dentro? Signor direttore,
no debe permitirlo.
—Ha sido idea suya, Nella —
contestó Edge— y le ha costado mucho
trabajo. ¿Por qué habría de detenerle?
Florian dijo que este número era
popular en tiempos medievales.
Ella insistió con tanta urgencia que
olvidó el inglés:
—En tiempos medievales, sí, la
diversión más popular eran las
ejecuciones públicas. Un sistema de
ejecución consistía en atar al criminal
dentro de un saco lleno de gatos, y éstos
luchaban por salir y… ohimè,
demasiado tarde. Ya ha entrado.
Así era, en efecto, y Mínimo cerró la
puerta de golpe tras de sí. Le vieron de
un modo confuso azotar a los gatos con
el látigo para que bajasen de los
barrotes al suelo con objeto de que
todos pudieran verle mejor. Cuando tuvo
a los veinte gatos agazapados a sus pies,
levantó los brazos en forma de V y la
banda paró la música con un acorde
victorioso. Entonces uno de los gatos
dio un salto, arañando la cara de
Mínimo al pasar por su lado. De un solo
zarpazo le arrancó el parche del ojo y el
bigote y le dejó un rasguño rojo en la
mejilla.
El público se rió de esto, pero por
encima de las risas se oyó una voz
infantil gritando con claridad:
—Papa! Ist der Knabe! Er brachten
mir zum Nacktheit! (¡Papá! ¡Es el chico!
¡El que me hizo desnudar!)
La risa del público se convirtió en
murmullos de perplejidad. Mínimo, sin
disfraz, vacilaba entre los gatos
callejeros que chillaban y escupían, con
el rostro tan pálido que el arañazo
lanzaba destellos rojos.
—Che cosa c’e? —preguntó Nella
—. Una niña grita que es el chico que la
desnudó. ¿Acaso quiere decir que…?
—Maldita sea —gruñó Edge—, el
hijo de puta también lo ha hecho aquí.
La niña seguía gritando, excitada, y
se oyó una voz más fuerte —
seguramente la de su padre— y todo el
público empezó a murmurar. Dentro de
la jaula, Mínimo tuvo un arrebato de
furor. Como si pegase a su pequeña
acusadora, azotó a los gatos con
violencia y desesperación. Pero no por
mucho tiempo. Ahora no saltó un solo
gato, sino todos. Mínimo se mantuvo en
pie unos momentos, pero invisible entre
una masa negra y amarilla que se
retorcía y maullaba con frenesí,
ahogando los gritos del enano. Entonces
la masa se desplomó sobre el suelo de
la jaula, pero continuó agitándose,
gritando y profiriendo alaridos. El
caballo enano empezó a relinchar
lastimeramente y a saltar entre los
tirantes del furgón. Los murmullos de la
multitud se convirtieron en gritos y
chillidos y muchos empezaron a empujar
para bajar de las graderías y abandonar
la escena. Y entonces el tumulto fue
dominado por la estentórea Marcha
nupcial de la banda.
El policía entró corriendo en la pista
y metió la porra entre los barrotes de la
jaula en un intento infructuoso de detener
a la masa peluda y frenética. Varios
peones se acercaron con palos para
hacer lo mismo. Florian y Edge también
corrieron para desenganchar a
Rumpelstilzchen antes de que huyera
con el furgón. Un eslovaco acudió con
un cubo de agua y lo vació contra la
jaula, pero ni siquiera esto intimidó a
los enloquecidos gatos, que continuaron
dando zarpazos y rasgando, y ahora el
rojo de la sangre teñía sus rayas negras
y amarillas.
En toda esta confusión pasó un rato
antes de que a uno de los hombres que
corrían alrededor de la jaula se le
ocurriera abrir la puerta. Al parecer esto
fue lo que querían los gatos, que
salieron en tropel como una oleada
negra, amarilla y roja, y luego se
dispersaron en todas direcciones como
líneas policromas. Los espectadores que
aún no pugnaban por salir de la tienda lo
hicieron ahora, cuando los gatos
ensangrentados saltaron entre ellos.
Los hombres entraron en la jaula
para ver qué quedaba en el suelo
encharcado de sangre: el látigo de
juguete del Mayor Mínimo, su bigote y
el parche del ojo, fragmentos de su ropa
—pocos de los pedazos eran mayores
que el parche— y un trozo de carne
viva, dentada, casi hecha pulpa, de un
rojo azulado, que podría haber sido
carne de gato fresca de no ser porque
aún llevaba zapatos de baile negros y
lustrosos.

Cuando en la carpa ya no quedaban


espectadores y la banda estaba
silenciosa y la mayoría de miembros del
circo también se habían marchado,
víctimas de la náusea, Florian y el
policía hablaron solemnemente en
alemán.
—Comprenderá, hermano —dijo el
oficial, sacando una libreta de notas—,
que debo redactar un informe sobre lo
ocurrido.
—Por supuesto, hermano —contestó
Florian con calma—. Cumpla con su
deber hasta el último detalle.
—¿El difunto era de la profesión?
—No. Una piedra sin tallar.
—¿Tiene parientes próximos?
—No que yo sepa. Ni siquiera sé
con seguridad quién era. Mire, aquí está
su salvoconducto. Tenía muchos
nombres: Mínimo, Wimper, Reindorf y
otro en una lengua ininteligible.
—Hum. Con tantos alias es posible
que fuese un fugitivo de la justicia. En
este caso, hermano, podrían formularse
muchas preguntas oficiales. Sin
embargo, los hijos de la viuda deben
mantenerse firmemente unidos. Además,
como usted me invitó a ver la actuación
y he contemplado el desgraciado
episodio con mis propios ojos, puedo
informar, sin faltar a la verdad,
reglamentariamente, de la muerte
puramente accidental de una persona
desconocida. Esto hará innecesaria una
investigación.
—Así la espiga está en la caja y la
caja en la espiga. Se lo agradezco,
hermano.
—Desgraciadamente, también
significará que el difunto debe ser
enterrado como los suicidas sin
identificar que se encuentran flotando en
el Danubio. Sin sacerdote ni rabino, sea
cual fuere su religión, sin servicio ni
sacramento, sin lápida e incluso sin
plañideras profesionales, en el
cementerio municipal de los sin nombre.
—Carecía de nombre. No podemos
llorarle.
—Mandaré a hombres de la oficina
del forense. ¿Desear donar un ataúd,
hermano, o lo echamos a la fosa común
con los muertos del día?
—Donaré el furgón de la jaula como
su ataúd. Los hombres del forense
podrán llevárselo en él.
—Sehr gut. El signo está hecho, el
signo está cortado —dijo el policía—.
Con su permiso, me iré a hacer las
gestiones.
Florian repitió a Edge las partes
relevantes de esta conversación y luego
llamó a algunos eslovacos para que
aparcaran el furgón y su contenido en
algún rincón del patio trasero, fuera de
la vista de todo el mundo.
—Stitches y Bum-bum no estarán
muy contentos —observó Edge—.
Dedicaron muchas horas a este trabajo.
—Estarían mucho menos contentos
si nos acusaran a todos de ocultar a un
criminal. Por suerte pude distraer al
agente cuando aquella niña se puso a
gritar. Y ella y su papá se han ido con el
resto de los patanes y ahora no hay
ningún criminal a quien acusar. Di a
todos, Zachary, que los artistas y peones
que lo deseen pueden vestirse y cenar
conmigo antes de la función nocturna.
Una buena cena en el café Heinrichshof,
para quitarnos el mal gusto de boca.
—Para celebrarlo, querrá decir. A
veces tiene mucha sangre fría, ¿verdad?
—Suena mejor en francés, amigo
mío. Sang-froide. Lo único que he hecho
es quedarme tranquilamente al margen y
dejar que el destino hiciera su trabajo.
No todos acompañaron a Florian al
restaurante. Autumn y Edge cenaron en
su remolque, como de costumbre;
algunos habían perdido por completo el
apetito y otros ya habían abandonado el
recinto del circo. En un Beisl sucio y
barato de la Rotenthurmstrasse.
Mullenax estaba sentado a una mesa con
una mujer joven, gorda y sonrosada en
sus rodillas. Tenía una mano bajo sus
enaguas, con la otra bebía repetidos
sorbos de schnapps y su único ojo
estaba enrojeciendo mientras murmuraba
cosas que ella no podía comprender.
—Dios, sólo eran gatos callejeros y
mira lo que han hecho. Mis gatos son
mucho mayores que los suyos. Piensa en
lo que podrían hacer los míos. Y la
gente no para de decirme: «Abner, ¿por
qué has de emborracharte antes de cada
función?» Dios mío.
—Ja, ja, Gigerl —dijo la mujer en
tono consolador, y sugirió—: Du hast
etwas Fotze nötig. —Y señaló hacia el
piso superior.
—Y ahora ese maldito inglés ha
venido al espectáculo con un número de
fuego que hace sombra a Maximus.
Tengo que inventar algo mejor.
La mujer removió su vasto trasero y
preguntó, zalamera:
—Bumsen-bumsen? —Frunció
lascivamente los labios—. Pussl-pussl
geblassen? —Trató de levantarlo de la
mesa—. Kommst du und kmmst.

Tina Blau apoyó la cabeza despeinada


en su mano, dejando que la sábana
descubriera sus pechos de marfil, y
preguntó en tono travieso:
—¿Los hombres azules sólo hacen el
amor por las tardes?
Fitzfarris, acostado junto a ella en la
cama del estudio, inquirió
perezosamente:
—¿Las pintoras sólo hacen el amor
con hombres monstruosos?
—Sólo con los azules. Mi nombre
significa azul. Estábamos destinados el
uno para el otro. Pero a veces podrías
visitarme al anochecer para no
interrumpir mi trabajo.
—Lo siento, Tina. Entre las
funciones tengo mi único tiempo libre.
Después de la función nocturna me
esperan… deberes, responsabilidades…
que no puedo eludir.

Una de estas responsabilidades se


hallaba en aquel momento entre los otros
invitados de Florian en las mesas del
Heinrichshof y ella era la única que
guardaba silencio mientras los demás
miembros del circo hablaban del fin
sensacional de la función de la tarde.
Lunes estaba un poco separada, con el
aspecto de un pequeño nubarrón, y de
vez en cuando dejaba caer una lágrima
en el plato.

Cuando los artistas y peones volvieron a


reunirse en el circo, Banat, que había
permanecido allí tercamente para
ejercer sus funciones de vigilante, llevó
aparte a Florian para informarle de que
«los hombres del Leichenbeschauer» ya
habían ido a llevarse los restos de
Mínimo.
—Muy bien. Aún tenemos su caballo
y remolque, que ahora ya debe apestar a
orina de gato. ¿Queréis tú y tus
muchachos vaciarlo de todas sus
pertenencias y quemarlas? Limpiad bien
el remolque, pintadlo con nuestros
colores y ya decidiré qué podemos
hacer con él.
4
El Herr Doktor Von Monakow recibió a
Autumn y Edge con una pequeña y
solícita sonrisa de bienvenida. Les
indicó que tomaran asiento en las dos
sillas que había frente a su mesa y su
expresión no cambió cuando Autumn se
levantó el velo, limitándose a preguntar:
—Gnädige Frau, ¿tiene el
diagnóstico previo de algún médico
sobre su enfermedad?
—Sí, el de dos. Uno parecía
inseguro y me remitió a usted, Herr
Doktor. El otro la identificó como una
dolencia fibroide, o algo así, y me
anunció que moriría pronto. Pero ya han
pasado meses.
Von Monakow meneó la cabeza.
—Creo que no morirá hasta que haya
alcanzado la vejez. —Edge se animó de
modo perceptible; Autumn parpadeó. El
médico siguió hablando—: Dígame.
Mucho antes de declararse esta
enfermedad… en su adolescencia…
¿tenía muchas Sommersprosse? Ejem…
pecas. ¿Tenía muchas pecas en la piel?
—Pues… no sé… —respondió
Autumn, un poco perpleja—. En
realidad nunca me fijé mucho…
—Perdóneme, Herr Doktor —terció
Edge—. Yo sí que me fijé. Nunca ha
tenido muchas pecas, y todas en…
bueno, lugares donde no constituyen un
defecto. Apenas se ven.
—Sólo en las axilas, ja?
Edge y Autumn le miraron fijamente
como si fuera Magpie Maggie Hag
haciendo uno de sus repentinos
presagios. Continuó:
—No pretendo ser un mago; sólo me
guío por los síntomas. Si hubiese venido
a verme en su adolescencia, Frau Edge,
podría haberle predicho el comienzo de
esta enfermedad, aunque en modo alguno
impedido su evolución, simplemente por
esa inusual distribución de las pecas.
—Suena como una brujería —
murmuró Autumn con respeto.
—Nein. Ni siquiera figura entre mis
especialidades de miopatía. Es una
dolencia muy rara y sólo un médico
joven, Von Recklinghausen, de Berlín, la
ha estudiado a fondo. Pero yo me
mantengo al corriente de sus
monografías y artículos en las revistas
médicas. Quizá algún día publicará la
buena noticia de un tratamiento. O una
medida preventiva. O una curación.
—¿Tratamiento de qué? —inquirió
Edge—. ¿Qué es?
—En la actualidad no tiene ni
siquiera un nombre. No cabe duda de
que con el tiempo, siguiendo la tradición
médica, se llamará enfermedad de
Recklinghausen. De momento lo único
que sabemos es que se trata de una
dolencia nerviosa, incurable y
evidentemente congénita. Suele aparecer
en el recién nacido, pero puede estar
latente hasta que la víctima llega a su
edad, Frau Edge. Los filamentos de los
nervios empiezan a espesarse y a
desarrollar tejidos tumorosos tanto de
carne como de hueso… Ach, para no ser
demasiado técnico, no es una
enfermedad mortal. No morirá. Al
menos no de esto.
—Entonces, ¿qué me ocurrirá?
El médico se quitó los quevedos y se
frotó los ojos.
—Por desgracia, la deformidad
facial y craneal no desaparecerá, sino
que se intensificará. Dentro de un
tiempo, la distorsión será aparente en
otras partes de su cuerpo, brazos,
piernas, tronco, donde quiera que haya
nervios afectados, y todo nuestro cuerpo
está recorrido por nervios.
—¿Y no se puede hacer nada? —
preguntó Edge, casi implorante.
—Siento decirlo, pero muy poco. —
El médico se dirigió de nuevo a Autumn
—. Siga llevando el velo. Cuando éste
sea insuficiente para ocultar las
deformidades, los bultos y distorsiones,
podemos recurrir a su extirpación
quirúrgica. A cortar las excrecencias
más visibles. Pero esto sería sólo una
mejoría pasajera, como comprenderá y
tendría que hacerse muchas veces
durante su vida.
Autumn dijo, desesperada:
—El último médico a quien consulté
me prometió por lo menos una muerte
temprana y misericordiosa. Dios mío,
¿me está diciendo que puedo vivir
cuarenta o cincuenta años más? ¿De esta
manera? ¿Y empeorando? ¿Y teniendo
que ser podada de vez en cuando, como
un árbol que crece torcido? Y el pobre
Zachary estará siempre…
—Al infierno con el pobre Zachary
—dijo Edge con firmeza—. Acaban de
hacerme rico. —Se inclinó, puso una
mano afectuosa sobre su rodilla y miró
sin parpadear el terrible semblante—.
Estás viva, Autumn, y seguirás viva. No
te perderé. Desde aquí iremos
directamente a Sacher para encargar la
fiesta más grande que se haya dado
jamás en Viena. Incluso aprenderé a
bailar el vals como es debido.
Ella guardó silencio, pero le
devolvió la mirada. Era imposible decir
si su expresión revelaba tristeza o
gratitud. Entonces dejó caer el velo para
ocultarla.
—¿La puedo examinar ahora, Frau
Edge? —dijo el médico—. Para
asegurarme de que no hay
complicaciones secundarias…
—Por favor, Herr Doktor —
contestó ella con un hilo de voz—.
¿Podría… podría aplazarlo para otro
día? Me ha dado ya… mucho que
digerir… a lo que adaptarme.
—Pues claro. Lo comprendo.
Fräulein Voss le concertará otra cita. Auf
Wiedersehen.

En el fiacre que los llevaba de nuevo al


Prater, Autumn habló muy poco,
respondiendo con murmullos a los
intentos de Edge para entablar una
conversación alegre: «Podría incluso
aprender a bailar antes de dar la fiesta»,
o a sus sugerencias optimistas: «Más
adelante podríamos ir a Berlín a ver a
ese otro especialista…»
Cuando se apearon del carruaje en el
patio trasero del circo, varios miembros
de la compañía y el equipo llamaron en
voz alta e hicieron señas a Edge desde
la puerta trasera de la tienda de la
ménagerie.
—Ven, te ayudaré a entrar y me iré a
ver qué quieren —dijo a Autumn, y la
besó a través del velo—. Acuéstate y
descansa. Vuelvo en seguida.
Había un nutrido grupo frente a la
cuadra de los caballos y Florian,
Hannibal y Yount estaban arrodillados
sobre la paja, examinando a un caballo
muy flaco que yacía de lado, respirando
con estertores.
—Es el viejo jamelgo que tira del
remolque de los payasos casse-cou —
explicó Florian, levantándose y
sacudiéndose el polvo de las rodillas—.
Pero antes que nada, ¿qué noticias hay
de Autumn?
—Me temo que no mejorará, pero
vivirá, y esto es lo único que importa.
—Edge se agachó para examinar al
caballo—. Este pobre animal, en
cambio, no vivirá.
—¿Sabe qué le pasa, mas’ Edge? —
preguntó Hannibal.
—Espero que no sea muermo —dijo
Yount—. Podríamos perder a todos los
animales que tenemos y quizá a uno o
dos de nosotros, además.
—No. Mírale los dientes… los que
le quedan. Creo que se muere
simplemente de viejo. Lo mismo que
haremos todos, con el tiempo.
Florian dijo a los payasos:
—Lo siento, Nella… Bernhard…
Ferdi. Como es natural, os
conseguiremos otro caballo. Pero ya que
hablamos de esto, Nella, ¿no te gustaría
cambiar de vehículo y de compañía?
Ahora nos sobra un remolque.
—Grazie. Danke. Gracias —
contestó ella, ruborizándose—, pero ya
he hecho el traslado. A la caravana del
signor LeVie.
—Ah… bueno… perdona la
intromisión. Y mis mejores deseos para
ambos. Zachary, ¿puedes hacer algo para
abreviar la agonía del caballo?
—Acabar con él rápidamente será lo
mejor —contestó Edge, levantándose—.
Todas mis armas están en el remolque.
Voy a buscar una.
Ya caminaba hacia allí cuando
oyeron un solo disparo en aquella
dirección. Edge quedó paralizado un
instante, murmuró «¡Oh, Dios!» y habría
echado a correr si Florian no le hubiera
cerrado el paso.
—Será mejor que vaya yo. Obie,
Shadid, encargaos de que Edge no se
mueva de aquí. Es una orden.
Yount rodeó a Edge con sus grandes
brazos y el turco apareció a su lado
mientras Florian se alejaba corriendo.
—¡Maldita sea, suéltame! —gritó
Edge, pugnando con fuerza por desasirse
—. Y esto sí que es una orden, sargento.
—Lo siento, coronel —dijo Obie—,
pero las órdenes del ejercito ya no
valen. Terrible, será mejor que me
ayudes.
Edge luchó y maldijo, y los dos
hombres forzudos le sujetaron a duras
penas; los demás ocupantes de la tienda
los miraban con ojos muy abiertos
mientras, sin que nadie se apercibiera
salvo Hannibal, el viejo caballo
expiraba en silencio sobre la paja.
Cuando Florian llegó al remolque,
Magpie Maggie Hag se disponía a
entrar.
—¿Lo sabías? —preguntó, jadeando
un poco.
—Lo intuí hace mucho tiempo, pero
no me creísteis. Ahora quédate fuera.
Veré yo que se debe hacer.
Permaneció dentro sólo un minuto y
salió con la vieja carabina Cook de
Edge, todavía humeante y oliendo a
pólvora quemada.
—Esta arma es bastante corta,
incluso una chica baja como ella podía
ponerse el cañón boca contra la cabeza
y llegar al gatillo.
—Dios mío. Y Zachary siempre la
tenía cargada con perdigones —dijo
Florian, cogiendo el arma—. Entrar ahí
dentro debe de ser terrible.
—No quería que quedase nada de
ella. Yo la atenderé. Mándame a un
eslovaco, uno que tenga el estómago
fuerte, para que limpie paredes y todo lo
demás. Ha dejado una nota y un sobre
cerrado. Tómalos.
Florian los cogió y tampoco los
abrió. Puso la carabina bajo los
peldaños del remolque, llamó a uno de
los peones que curiosaban a cierta
distancia, le dijo que fuese a buscar
agua, estropajos y trapos, y volvió a la
ménagerie. Edge había dejado de
luchar, pero tanto él como los otros dos
hombres estaban muy desgreñados.
Yount y Shadid le soltaron cuando
Florian entró y sin decir nada le alargó
la nota y el sobre. También hizo una
seña con la cabeza a los demás
ocupantes de la tienda y todos salieron.
Edge abrió el papel doblado; era
evidente que estaba escrito con
precipitación, pero no había indicios de
temblor. Lo leyó, impasible, y luego
dijo:
—No hay nada demasiado íntimo
para que no lo pueda oír. —Y leyó en
voz alta—: «Amor mío, lo has sido todo
para mí y me niego a ser una carga.
No… esto suena a un altruismo heroico
y no lo es. La verdad es que encontraría
intolerable semejante vida. Te dije no
hace mucho que adondequiera que
fuésemos ahora sería tan nuevo y
desconocido para ti como para mí.
Espero que tardes mucho en llegar, pero
te estaré esperando. Au revoir, amor
mío». —Hizo una pausa, carraspeó y
dijo—: No ha firmado, sólo dibujado un
corazón.
Rasgó el sobre, sacó otro papel y
leyó el principio:
—«Cariño, me han dicho que pronto
moriré…» Debió de escribir esto en
Munich, después de que viéramos al
otro médico. «Pero tú tienes toda una
vida por delante y quiero…» —La voz
de Edge se extinguió y leyó el resto en
silencio. Luego se guardó los papeles en
un bolsillo y dijo a Florian con voz
ronca—: Ahora… querría ir a verla por
última…
—No querrías —le atajó Florian—
y ella tampoco desearía que la vieras.
Maggie se está cuidando de ella. Por
favor, Zachary, no me hagas ordenar de
nuevo que te sujeten. Ven, sube a mi
carruaje. Te llevaré a un buen hotel y
después atenderé a todos los detalles.
Edge asintió, aturdido, y se dejó
llevar hasta el carruaje. Mientras salían
del recinto del circo, Florian gritó a
Fitzfarris:
—Sir John, tú y todos los que sepan
escribir haced carteles anunciando que
no habrá función hasta nuevo aviso. Que
Banat y sus hombres los fijen por todo el
Prater.
Cuando Florian volvió un par de horas
después, llevaba un pasajero diferente
en el asiento de al lado —el mismo
agente de uniforme que le había ayudado
a deshacerse del Mayor Mínimo— y
seguía al carruaje una carroza fúnebre
que no era de la funeraria municipal sino
de una empresa privada. Mientras los
dos vehículos cruzaban el recinto, detrás
de ellos se congregaron numerosos
miembros de la compañía, con
expresión triste o llorando abiertamente.
Magpie Maggie Hag estaba sentada
en los peldaños del remolque de
Autumn, dentro del cual aún proseguía la
tarea de limpieza.
—El tercer eslovaco que entra —
informó—. Primero se ha mareado uno,
luego el otro y he tenido que relevarlos.
—¿Está… esta todo lo bastante
presentable para que este caballero
examine la escena del accidente? —
preguntó Florian:
La gitana se encogió de hombros y
se levantó para dejar entrar al policía.
Salió muy de prisa, con un
estremecimiento, respiró hondo y dijo a
Florian en alemán:
—Lamento su gran pérdida y la pena
aún mayor de su Herr Edge, y por
supuesto he jurado ayudar a cualquier
hermano que lo necesite en la medida de
mis posibilidades, pero, por favor,
¿cuántas veces más me pedirá que
infrinja las reglas de mi deber
profesional?
—Hermano, sólo tiene que certificar
que ha sido un accidente, para que la
funeraria pueda hacerse cargo de los
restos. Y se puede ver con claridad que
ha sido un accidente. Como le he dicho,
la joven era la pareja de nuestro tirador
y mientras limpiaba las herramientas de
su oficio, durante su ausencia…
—La pareja de un tirador —dijo
secamente el policía— debería saber
que no se puede limpiar una carabina
cargada.
No obstante, escribió en un
certificado de aspecto oficial, dijo
«Alles in Ordnung», dio el papel al
empleado de la funeraria, intercambió
con Florian varias observaciones
misteriosas y signos discretos y se
despidió de nuevo.
El empleado de la funeraria mandó a
sus hombres que descargaran de la
carroza un ataúd de caoba ornamentado
en extremo, pero fueron interrumpidos.
Jörg Pfeifer, que se hallaba entre los
observadores, exclamó de repente:
—Nein! Nein! Nichts da!
Todos se detuvieron, sorprendidos, y
Florian preguntó:
—Cómo, Fünfünf, ¿qué ocurre?
—Es un ataúd civil corriente, Herr
gouverneur.
—He seleccionado el más bello y
caro del establecimiento. ¿Qué más…?
—En un ataúd corriente, Fräulein
Auburn sólo puede colocarse con los
pies de lado. Pero era una excepcional
bailarina de la cuerda. No permitiré que
la entierren si no es con un pie encima
del otro. Sin esperar el comentario del
atónito Florian, Pfeifer dio media vuelta
y repitió su exigencia en alemán al
hombre de la funeraria. Dicho caballero
se tambaleó ligeramente.
—Beispiellos! Schändung!
Florian meneó la cabeza.
—Sin precedentes, tal vez, pero no
es una profanación. Estoy
completamente de acuerdo. Le rogamos
que traiga un ataúd construido de este
modo.
—Herr Florian, tendrá que hacerse a
medida —protestó el empleado—. Y
nunca, en toda mi experiencia…
—Pues váyase y constrúyalo.
El empleado de la funeraria dejó de
discutir, pero continuó murmurando
observaciones sobre excentricidades
escandalosas. Sus hombres sacaron del
remolque en una camilla el pequeño
cuerpo de Autumn cubierto por una
sábana, lo colocaron con cuidado en el
ataúd provisional, lo subieron a la
carroza y se marcharon.
Durante todo el día siguiente diversos
miembros de la compañía fueron a la
ciudad, al pequeño pero elegante
Staatsoper Hotel, para dar el pésame y
consolar en lo posible a Zachary Edge.
Uno de ellos fue Magpie Maggie Hag,
quien tan raramente abandonaba el circo
incluso en las ciudades más tentadoras.
Dijo a Edge:
—Sé que no lo creerás, pralo, pero
tienes motivos para alegrarte. Hace
mucho que sabías que perderías a
Autumn. Tuviste tiempo y oportunidades
para ser bueno y cariñoso con ella. No
debes reprocharte ahora las cosas que
hiciste o dejaste de hacer. Otros han
perdido amores sin sospechar la
brevedad de su duración. Que en
tranquilidad esté.
—Gracias por decirlo, madama —
respondió con sinceridad Edge—. Beso
su mano[19]. —Y besó la mano vieja y
arrugada.
Yount y Mullenax le visitaron juntos,
y este último llevó varias botellas de
brandy de Asbach y dijo:
—El alcohol es una de las cosas
mejores que conozco para esperar que
pasen los malos tiempos.
—Gracias, Abner —contestó Edge
—, pero si quisiera emborracharme y
permanecer borracho, este hotel está
muy bien surtido de botellas. —Y
añadió, como ausente—: Es un hotel
muy cómodo, a Autumn le habría
gustado. El portero me sube el periódico
todas las mañanas, recién alisado con
una plancha caliente. No puedo leerlo,
pero está perfectamente plano y sin una
arruga, bonito y caliente. Incluso el
retrete está caliente. —Abrió la puerta
del cuarto de baño—. Mirad, el suelo
puede levantarse y debajo hay canales
de piedra. Cuando quiero tomar un baño
o sólo sentarme en el retrete, tiro de este
cordón y viene una camarera con una
pala llena de carbones encendidos y los
pone debajo del suelo para que no se me
enfríen los pies.
—Hablando de estas camareras de
Viena —dijo Yount—, son más bonitas
que las de cualquier otro lugar donde
hemos estado. Y todas huelen muy bien.
A pan con mantequilla.
—No me había fijado —respondió
distraídamente Edge.
—No tenías por qué hacerlo —
observó Mullenax—, pero ya te fijarás
con el tiempo. Y esto es un medio
todavía mejor que la botella para
eliminar el dolor y la tristeza.
Clover Lee fue a decir a Edge que
cuidaba del canario de Autumn junto con
sus propias palomas. Jules Rouleau y
Willi Lothar le dijeron que se alojaban
en su remolque durante su ausencia para
evitar cualquier robo. Willi añadió:
—El emperador pasará este mes en
el extranjero. Es posible que cuando
vuelva pueda conseguir la función
especial que deseábamos. Lo menciono
porque quiero darte algo que te ilusione,
amigo Zachary.
—Ya será bastante alivio dejar atrás
el funeral y reanudar el trabajo —
suspiró Edge—. No creo que Autumn
hubiera deseado vernos sin hacer nada,
tristes y llorosos.
Como nadie, ni siquiera Edge, sabía
qué religión profesaba Autumn —si
profesaba alguna—, no hubo servicio
religioso. La compañía del circo se
limitó a reunirse en el cementerio
central de Viena para otra ceremonia en
torno a la tumba. Pese al frío del
azulado día de otoño, los artistas
volvían a llevar sus trajes de pista —
leotardos, mallas, lentejuelas, piel de
leopardo, disfraz de payaso—,
prefiriendo temblar que ocultarlos bajo
cálidas capas. Edge se quedó
estupefacto al ver por primera vez el
féretro de Autumn, que se parecía mucho
al ataúd de una momia de museo, pero
cuando le explicaron la razón, agradeció
fervientemente a Jörg Pfeifer que
hubiese pensado en ello. Luego Dai
Goesle dirigió el servicio y lo hizo
sencillo y breve, recurriendo sólo una
vez a las imágenes:
—Nosotros, los seres vulgares,
permanecemos en la tierra y caminamos.
Esta muchacha se elevó en el aire y
bailó. Ahora baila en un lugar todavía
más alto, en una nube, tal vez, y todos
los ángeles le aplauden…
Al final, fue Edge y no Florian quien
pronunció el viejo epitafio: «Saltavit.
Placuit», pero se detuvo aquí, sin añadir
la última frase, negándose a decir en voz
alta que estaba muerta.

Cuando el Florilegio reanudó las


representaciones la tarde siguiente, Edge
volvió a asumir sus tres papeles de
director ecuestre, coronel Ramrod y
Buckskin Billy. Si sus colegas se
percataron tal vez de que actuaba con
menos gusto que antes, no pudieron
decir que lo hacía con menos eficiencia.
Si parecía algo distante, no se perdía
ciertamente nada de lo que ocurría a su
alrededor. A la primera oportunidad
gritó a Bum-bum, que estaba en el
estrado de la banda:
—¿Qué diablos era esta nueva
música que has tocado para la
cabalgata? Nadie ha cantado. ¿Por qué
no desfilamos y cantamos Greensleeves
como de costumbre?
—Perdón, Herr Direktor, por tomar
esta decisión. Yo pensar que como ser la
música de su Liebchen, quizá ser
dolorosa para usted y que deber
retirarla.
—No, señor. Hemos enterrado a
Autumn, pero no enterraremos todos sus
recuerdos. Vuelve a poner esa música en
tu repertorio y no la quites más.
Edge se sorprendió de nuevo ante un
cambio inesperado en el programa
cuando llegó el momento del número de
Lunes en la cuerda floja y él la avisó
tocando el silbato. Lunes no apareció y
la banda no empezó a tocar su música de
«Cenicienta» ni ninguna otra. El único
sonido que se oyó fue un repentino y
pequeño silbido cuando Goesle
encendió el foco de carburo, aunque era
el atardecer y la carpa estaba bastante
iluminada por la luz del sol difundida
que se filtraba por la lona. Perplejo,
Edge volvió a usar el silbato, pero
desistió cuando vio hacia dónde iba
dirigido el haz luminoso del foco:
exactamente a la plataforma de la
bailarina de la cuerda, ahora ocupada,
como pudo ver Edge a la brillante luz,
por un inmenso ramo de flores otoñales,
crisantemos y asters, atado con una
ancha cinta negra y un gran lazo
ondeante.
Ahora la banda inició una música
lenta —que Beck había tocado por
primera vez durante la actuación de
Autumn—, arpegios en la sencilla ristra
de hojalata que hiciera a bordo del
buque hacía tanto tiempo. Al son de este
suave tintineo, el foco de Goesle
recorrió muy, muy despacio toda la
longitud de la cuerda vacía, siguiendo
las conocidas piruetas y gracias de una
hada imaginaria vestida de amarillo. Era
probable que la mayor parte del público
hubiese oído hablar de la muerte de
Autumn, pero pocos podían haberla
visto actuar. No obstante, aplaudieron
como si Autumn estuviese realmente allí
arriba, puestos de pie en señal de
respeto.
Cuando el foco se apagó y los
aplausos disminuyeron y el último
arpegio se disolvió en el silencio, hubo
una pausa. Luego la banda, con objeto
de terminar el espectáculo en un estado
de ánimo más alegre, tocó muy fuerte la
música de los payasos y Fünfünf, el
Kesperle y Alí Babá entraron corriendo
en la pista para concluir el espectáculo
con el número del espejo Lupino. Pero
Edge no los vio; tenía los ojos húmedos.
Se escabulló por la puerta trasera para
alejarse de allí y estar solo. Entonces se
preguntó por qué. En lo sucesivo, pensó,
siempre estaría solo, incluso entre la
compañía más densa y bulliciosa.
5
Poco a poco, durante el invierno, Edge
vació el remolque de los objetos que
habían pertenecido a Autumn. Dejó que
Clover Lee se quedara con el canario y
su jaula musical y dio a Domingo Simms
la caja de música de Greensleeves y a
Lunes Simms-Fitzfarris la fotografía
enmarcada y firmada de Madama Saqui
—«Vivió en otro tiempo, Lunes, pero
era una bailarina de la cuerda floja y
famosa, además»—, y les dijo que entre
ellas y las demás mujeres se repartieran
la ropa y las pequeñas alhajas de
Autumn. A partir de entonces Edge vivió
solo en el remolque, rechazando
cualquier halago de las damas de las
primeras filas y las invitaciones de
Mullenax a acompañarle en la «cacería
del tigre» en la ciudad.

Un día, en el patio trasero, los niños


Smodlaka se acercaron bailando a su
madre y el niño preguntó en broma:
—Mati, ¿puedes abrir la boca sin
enseñar los dientes?
—Ne snam —respondió Gavrila
distraída, ocupada con su costura o algo
similar—. ¿Por qué haces esta pregunta?
—Nos la hizo un hombre. —Gavrila
dejó la costura y miró preocupada a
Velja—. Y, Mati, yo puedo hacerlo, y
Sava también.
Mira.
El pequeño formó un pequeño
círculo con sus labios pálidos. Su
hermana gorjeó:
—Entonces el hombre dijo que tenía
«la medida justa», rió y nos dio un
gulden a cada uno.
—Velja, deja de hacer esta mueca —
ordenó Gavrila—. Quien os haya dicho
esto, os gastó una broma tonta. El
difunto Mayor Mínimo, sin duda.
—No, Mati, él hace tiempo que
murió y esto ha ocurrido ahora…
—Pues no me digas quién es, no
deseo saberlo. Sólo quiero que os
apartéis también de este hombre. Hablo
en serio.
Velja, rebelde, murmuró:
—Gospodin Florian dijo que
podíamos jugar con cualquiera menos
con el Mayor Mínimo. —Y se alejó con
su hermana, desairado y dolido.

La pintora Tina Blau iba de su estudio al


recinto del circo, y en una semana de
trabajo durante los intermedios entre las
funciones, plasmó a Meli y su pitón en
una tela que dijo que titularía
Andrómeda. Sólo se quejó de una cosa a
Fitzfarris, que casi no dejó un momento
de pasearse en torno a su caballete
durante aquellos días:
—No puedo conseguir que Meli
sonría alguna vez.
—Últimamente no sonríe nunca —
reconoció Fitz—. No sé por qué. Antes
lo hacía muy a menudo. Pero, qué
diablos, Tina, posando para tu pintura,
¿qué mujer sonreiría cuando está a punto
de ser violada por un dragón?
—Oh, creo que yo podría —replicó
Tina, mirándole con un destello travieso
en sus ojos violetas—. ¿Acaso no sonrío
siempre cuando me viola el Hombre
Tatuado?
Esta y otras observaciones parecidas
fueron oídas por Lunes, que los
acechaba sin ser vista desde detrás de
carromatos, tiendas y otros escondites.
Su cólera podría haber estallado de no
ser por los prudentes consejos de su
hermana.
—No te enfurezcas —le dijo
Domingo—. Sólo lograrías aumentar su
atractivo, o el de cualquier otra mujer, y
hacerla más deseable en comparación
contigo. Nosotros abandonaremos algún
día Viena y esa mujer no. Tendrás a John
Fitz para ti sola dentro de poco.
Lunes respondió con tristeza:
—¿Y qué? Tú tienes ahora a tu señor
Zack para ti sola y ¿de qué te sirve?
—Bueno… primero ha de superar el
dolor y olvidarla.
—Puede recordar a una mujer con la
cabeza —gruñó Lunes—, pero abajo
tiene un ariete que la olvidará muy de
prisa. ¡No lo sabré yo!

—¿Por qué te apartas cuando te


desabrocho los calzones, muchacho? —
preguntó el hombre. Yacían sobre un
jergón de lona improvisado dentro de
uno de los furgones, aparcado en un
remoto rincón del recinto—. Mira, yo
también me abro los míos. Sólo
descubro nuestros cuerpos diferentes
para que podamos compararlos y
admirarnos mutuamente. Y ahora me
miras con fijeza como si nunca hubieras
visto esta parte de un hombre y tú tienes
lo mismo.
—No grande ni rojo.
—Porque todo tú eres de un color
único, muchacho. Sin embargo, nuestras
pieles diferentes no hacen que nuestras
partes privadas se comporten de manera
distinta. La tuya está creciendo en mi
mano. Y mira… la mía también, aun sin
tocarla. Somos exactamente iguales en
nuestras reacciones, así que ¿a qué viene
tu timidez? Toma… ¿no sientes algo
placentero?
—Ajá —dijo con una tímida
inclinación de cabeza.
—Pues, vamos, haz lo mismo
conmigo. Así. Ah-h, sí, es muy
placentero. Agradece que te esté
enseñando algo tan útil. Puedes hacerlo
tú solo, como ves, y estoy seguro de que
lo harás con frecuencia a partir de
ahora. Pero estoy encantado de saber
que soy el primero en coger esta cereza
de color tan insólito. Vamos, haz lo
mismo que yo. Más fuerte, más de prisa.
Así, así… —Y al cabo de un rato—: Ya.
¿No ha sido divinamente agradable?
—¡Siií!
—Pues hasta la próxima vez, puedes
disfrutar tú solo de tu nueva proeza. O
con otro chico. O… pero no, espero que
no lo hagas. Te prevengo sinceramente
contra el derroche de tus energías en una
mujer, aunque sea tan íntima como una
hermana. Te lo explicaré otro día. Ahora
vete. Y, recuérdalo, ni una palabra a
nadie.

Un miércoles, el día de paga para los


peones, Edge fue al furgón rojo como de
costumbre para ayudar a Florian a
comprobar la lista de nombres y contar
el dinero. Mientras los hombres iban
desfilando por la oficina, se quitaban las
gorras, tomaban la paga y daban las
gracias con voz ronca y respetuosa o
tiraban de los mechones que les caían
sobre la frente, Edge murmuró:
—Cada vez que hacemos esto
encuentro más nombres nuevos en las
listas y caras que no reconozco. Por
ejemplo, ¿quiénes son Herman Begega y
Bill Jensen? No parecen eslovacos.
—No lo son —contestó Florian—.
Un español y un sueco. Uno es un
carpintero contratado por Stitches y el
otro es el nuevo tuba contrabajo de
Bum-bum. Hoy no vendrán a cobrar
porque aún les retenemos el salario.
—¿Dónde duerme toda esta gente
nueva?
—Dije a Banat que dispusiera del
remolque del Mayor Mínimo para alojar
a los recién llegados. Nuestro Florilegio
se está convirtiendo en una comunidad
muy populosa. Sólo querría poder
aumentar nuestra compañía de artistas
con la misma facilidad que el equipo.
Creo que enviaré un anuncio al Era
cuando lleguemos a Budapest,
solicitando aspirantes.

En el furgón de la tienda el muchacho


yacía de bruces sobre la espalda del
hombre, pero moviéndose
convulsivamente. Cuando dio la última
sacudida, gimió extasiado y todo su
cuerpo tembló. Entonces suspiró de
modo entrecortado y empezó a retirarse,
pero el hombre echó atrás la mano para
mantenerlo allí.
—Quédate un rato, muchacho. Me
gusta la sensación de que se haga
pequeña dentro de mí. Y mientras
descansas, seguiré instruyéndote.
Algunos te dirán que una mujer está
mejor equipada para dar esta clase de
placer a un hombre. No los creas. Aquí
abajo la mujer sólo tiene grandes labios
blandos y babosos en el umbral de una
cavidad flexible, húmeda y repelente,
nada de la tirantez firme, cálida y
acogedora que acaba de hacerte gozar
tanto. En cuanto al resto de la mujer,
¿qué es? Nada más que tetas de grasa
que rezuman leche de ogra. ¿Me estás
escuchando?
—A-jaaá… —contestó soñoliento.
—Si estás relajado del todo…
corresponder es fair play. Da media
vuelta, muchacho. Y continúa relajado…
sin oponer resistencia…

Clover Lee y Domingo estaban en el


café Griensteidl —del que se habían
convertido en buenas clientas— ante
sendos cafés, tortas y el Neue Freie
Presse, que Domingo había doblado por
la página de las columnas «personales».
—¿Algo interesante hoy? —preguntó
Clover Lee.
—Bueno, aquí hay uno que dice algo
sobre «artístico»… —Domingo lo
estudió y luego tradujo en voz alta—:
«Hago saber a la encantadora Fräulein
D. M. que una vez abrió en mi despacho
su artística Aktentasche que siempre la
recordaré con adoración».
—Vaya —dijo Clover Lee—.
Supongo que la Aktentasche de una
mujer es algo… ejem… íntimo.
—No tengo idea. Y no he traído el
diccionario.
—De todos modos, sabes que mis
iniciales son C. L. C. Si no las ves en
ninguna parte, busca algo que pueda
aplicarse a mí. Preferiblemente firmado
con una corona.
—Hum. «¿Querría la encantadora
Fräulein (por lo visto has de ser
encantadora) que paseó conmigo a
medianoche por la ciudad vacía bajo la
nieve suave…?»
—No era yo. Maldita sea. Quizá sea
yo quien tenga que poner un anuncio.
«¿Querría un Graf rico y
encantador…?»

—Esta vez —dijo el hombre— te


enseñaré a fumar un cigarro.
—Demasiado joven para fumar —
murmuró el chico.
—Oh, no lo encenderemos. —El
hombre estaba muy divertido—. Vaya,
vaya, nuf, nuf, no nos serviría de nada.
No, simplemente aprenderás a metértelo
en la boca y chuparlo como es debido.
Primero te lo demostraré con ese
pequeño cigarro tuyo. Verás, siempre
hay que lamer primero el cigarro de
punta a punta…
Después de un rato y algunas
contorsiones y exclamaciones ahogadas
por parte de ambos, Cecil dijo:
—Muy bien aprendido, muchacho, y
muy bien puesto en práctica. Ahora
traga, igual que he hecho yo. Ves, ésta es
otra razón para preferir a un amigo que a
una hembra desconocida. Un hombre
sólo tiene una cantidad limitada de este
precioso jugo para gastar durante toda
su vida. De modo que si gozas con estos
juegos homosexuales y quieres seguir
gozando de ellos, no debes derrochar lo
que los hace posibles.
—No —dijo el muchacho con
verdadera ansiedad.
—Ya lo has entendido. Una mujer se
limitaría a aceptar tu preciado jugo sin
darte nada a cambio. Tú y yo, por el
contrario, podemos absorbernos el
nuestro, por uno u otro orificio, y
reponérnoslo así mutuamente sin miedo
a que se agote jamás.

Un domingo, algunos miembros de la


compañía circense fueron a la catedral
de San Esteban —junto con la mitad de
la población vienesa, a juzgar por la
aglomeración— a oír cantar al famoso
Coro de Niños de Viena. Al salir,
Florian dijo a Willi Lothar:
—Bueno, ese director de coro
Bruckner es también organista del
emperador en el Hofburg. ¿Es esto lo
más cerca que vamos a estar del
palacio?
—Herr gouverneur, sabe que estoy
importunando constantemente a mi
pariente más lejano y mi conocido más
remoto en los círculos de la corte. Pero,
si me permite una sugerencia, creo que
ayudaría también a nuestra causa que el
Florilegio se ofreciese para dar una
función benéfica.
—¿Por qué no? ¿Qué has pensado?
—Ach, hay el Baile de los
Posaderos, la Gschnastfest de los
Artistas, el Baile de los Barrenderos y
muchos otros, pero he pensado en
particular en la gala del Irrenanstalt de
Brünlfeld.
—¿¡El manicomio!? —exclamó
Edge cuando Florian se lo dijo—. Willi
ha hablado mucho de una función
especial, pero ¿qué hemos conseguido?
Primero mendigos y ahora chiflados.
¿No se le ha ocurrido pensar, director,
que tal vez vayamos hacia abajo en vez
de hacia arriba?
—Se trata de una de las tradiciones
más queridas de Viena —explicó
Florian—. El martes de carnaval se
celebra todos los años una gala en el
Irrenanstalt. Se permite incluso
participar a los pacientes, ejem, más
pacíficos, con disfraces hechos por ellos
mismos. No es tanto una ocasión para
que se diviertan ellos, claro, como para
que se rían los espectadores (que
incluyen a miembros de la realeza y la
nobleza, además de otras personas
ilustres) al contemplar la diversión de
los pobres locos. No perjudicaría en
nada a nuestros planes que esas
personas vieran también cómo nos
divertimos nosotros.
—Muy bien. Supongo que todos
estaremos de acuerdo si usted lo está.
¿Desmontamos y volvemos a montar en
los terrenos del manicomio?
—No, no. Hay una sala cubierta muy
espaciosa entre el edificio del
manicomio y el hospital adyacente. Ese
día suspenderemos la función aquí y
llevaremos al Irrenanstalt sólo aquello
que podamos exhibir con el mejor
efecto. Los artistas, el bordillo de la
pista, la banda, todos los accesorios que
no requieran una instalación
complicada, Brutus, Maximus, el
caballo enano. Nada más. No nos
arriesgaremos a asustar a los pacientes
con el órgano de vapor o los números
que hacen más alboroto.

Ocurrieron otras cosas el martes de


carnaval, antes de aquella función
extraordinaria.
—Ah, ahora me engañas, muchacho
—dijo Cecil, pero de buen humor,
cuando entró en el furgón de la tienda al
anochecer—. No me has esperado. Pero
cuánto te envidio esa habilidad de poder
doblarte para fumar tu propio cigarrillo
negro. No, no, no te desdobles. Continúa
dándote gusto. Puedo esperar, y la vista
es inefablemente estimulante.
Cuando Quincy hubo terminado,
tragado y recobrado el aliento,
murmuró:
—Prefiero hacerlo con usted.
—Muy bien. Aprovechémonos
ambos de tu elasticidad. A ver si puedes
hacer esto. Insértate como siempre, pero
cabeza abajo, y luego dóblate para
alcanzar con la cabeza… así. Da unas
buenas chupadas a mi cigarro mientras
el tuyo goza ahí dentro. ¿Puedes
hacerlo? —Después de varias pruebas,
el muchacho logró hacer aquella
contorsión y empezó a trabajar con
entusiasmo dentro y sobre el hombre,
que gemía de placer—. Así está bien.
¡Oh, sí, muy bien!
La puerta del furgón se abrió de
repente y una silueta oscura se perfiló
contra la penumbra exterior.
—¡Joder! —exclamó Cecil, y
empujó con fuerza a Quincy, que
continuaba trabajando, ajeno a la
interrupción.
—De modo que estabas aquí cuando
desaparecías —dijo la intrusa con
perplejidad.
—¡Daphne! —exclamó Cecil,
horrorizado.
—Estamos todos a punto de salir
hacia el manicomio y… —Ahora pudo
ver los dos cuerpos desnudos en el
interior del oscuro furgón; al
comprender qué hacían, exclamó con
voz hueca—: Oh, Dios mío…
—¡Quítate de encima, muchacho, y
lárgate!
Cecil empujó a Quincy con tanta
brusquedad que la separación produjo
dos ruidos claros, como de dos botellas
al ser descorchadas. Quincy dijo en voz
baja: «¡Vaya!», defraudado y aturdido.
Pero Cecil ya se vestía a toda prisa y
Daphne había desaparecido del umbral.

—La gente de los palcos con colgaduras


son los nobles y notables —explicó
Florian—. Los de los asientos corrientes
son los locos.
No hablaba del todo en broma
porque no se advertía otra gran
distinción entre los pacientes del
manicomio y los visitantes, salvo que
los disfraces de los primeros eran quizá
de una confección menos cuidada y las
telas menos ricas, pero no más
excéntricos ni estrafalarios. En ambos
sectores del público figuraban
numerosos e identificables Napoleones
Bonaparte y Pallas Ateneas, ángeles
alados, demonios cornudos, varías
representaciones de Dios y de Jesús,
santa Brígida y santa Ana, y toda clase
de grotescas fantasías de pesadilla.
Florian había dicho que los locos a
quienes se permitía salir del manicomio
para asistir a la fiesta eran los casos
menos graves, pero aun así, una multitud
de guardas uniformados y enfermeras
vestidas de blanco estaban dispersos
por la sala, discretos pero vigilantes.
En esta ocasión el circo había
prescindido de varios números, algunos
—como los de los caballos— porque no
cabían o hacían demasiado ruido en un
local cerrado y otros por cortés
sugerencia de los médicos residentes de
la institución. Por ejemplo, Spyros
Vasilakis desfiló en la cabalgata inicial
pero después se quedó sentado entre
bastidores. Los médicos dijeron que la
vista del Griego Glotón tragando
espadas y comiendo fuego podría
inspirar ideas malsanas en los pacientes.
Al parecer no veían nada malsano en las
ideas que los espectadores podían
concebir al mirar a Meli Vasilakis y sus
serpientes durante los provocativos
abrazos medusianos y violación de la
doncella o al presenciar el número de
tiro del coronel Ramrod. Sin embargo
Edge redujo por propia iniciativa la
cantidad de pólvora de sus armas a fin
de que produjeran menos ruido y omitió
totalmente el disparo de una bala a los
dientes de su ayudante Domingo.
Para compensar los cortes del
programa, Florian informó a los
empleados del manicomio que en el
intermedio sus pacientes podrían bajar a
la pista y dar vueltas a ella montados
sobre el elefante o el caballo enano y les
confió la elección de los candidatos más
idóneos. Resultó que el mismo número
de visitantes solicitaron este privilegio
concedido en un principio a los
pacientes, y un hombre disfrazado de
Luis XIV, con peluca y muchos frunces,
después de dar la vuelta a la sala
primero a lomos de Brutus y después en
la grupa de Rumpelstilzchen, entabló
con Florian y Willi una conversación
muy animada y gesticulante.
—Vaya por Dios, esta pequeña idea
mía ha resultado muy provechosa —dijo
Florian a Edge—. ¿Has visto al Luis
Catorce que hablaba con nosotros?
Estaba tan excitado por su participación
en nuestro circo que ha prometido
conseguirnos una invitación a palacio. Y
puede hacerlo porque es el conde
Wilczek, un favorito de Francisco José.
—¿Está seguro? —preguntó Edge
con escepticismo—. No he advertido si
procedía de los palcos de lujo o de los
asientos vigilados.
—Oh, sí, era él —terció Willi—, y
estoy avergonzado. Después de todos
mis esfuerzos, al final serán el elefante y
el pony los responsables de nuestra
admisión en la Erste Gesellschaft.
El espectáculo debía continuar con
el número de Cecil y Daphne en su
velocípedo —Florian había decidido
eliminar el de patinaje por demasiado
ruidoso—, así que la banda empezó a
tocar la bourrée de los Reales fuegos de
artificio y Florian anunció a «¡los
Wheeling Wheelers!» y el director
ecuestre silbó para que entraran en la
pista. El velocípedo apareció,
pedaleado por Cecil, pero sin Daphne
sobre sus hombros.
—¿Qué diablos pasa? —dijo Edge,
enfadado.
—Él y su mujer han tenido una
battaglia —confió Nella Cornella, que
estaba a su lado—, de modo que ahora
él trabajará solo.
—¿Se han peleado? ¿Cuándo?
—Justo antes de que todos
abandonáramos el recinto del circo. Yo
pasaba por delante de su remolque y oí
gritar a Daphne: «Nunca más me meterás
eso dentro. No después de donde ha
estado. No me volverás a tocar jamás. Y
ahora sal de aquí». Y él salió
scompigliatamente, a toda prisa y
desgreñado. Y solo.
—Me pregunto por qué habrá
ocurrido —dijo Edge—. Bueno, veo que
por lo menos ha encontrado un sustituto
provisional, aunque no tan atractivo
como su esposa.
Alí Babá había entrado corriendo
con su disfraz de cómico negro, y Cecil,
mientras daba vueltas a la sala entre la
pista y la primera fila de palcos, alargó
una mano para izar al chico sobre sus
hombros. Incluso sin práctica, Alí Babá
realizó un buen trabajo imitando las
posturas de Daphne, sus faroles y sus
despatarradas cabeza abajo. Como en
esta ocasión el tanque en llamas no
podía culminar el acto, Cecil se
concentró en hacer filigranas con el
velocípedo: giros intrincados, pedaleo
hacia atrás, levantar la máquina sobre su
pequeña rueda trasera. Y uno de estos
repentinos encabritamientos hizo perder
el equilibrio a Alí Babá, que cayó de su
percha, intentó retorcerse en el aire para
aterrizar bien, pero sólo consiguió dar
media vuelta y caer de cabeza contra el
duro pavimento de madera, con un fuerte
golpe porque el suelo de la sala no
estaba cubierto de paja o serrín. Los
pacientes empezaron inmediatamente a
reír y golpearse las rodillas con los
puños, entusiasmados.
Cecil detuvo el velocípedo y lo dejó
a un lado para desmontar y volver
corriendo. Los otros dos miembros de la
compañía que se encontraban más cerca
de la escena también corrieron; eran
Florian y Mullenax, quien acababa de
ordenar a los eslovacos que sacaran a la
sala la jaula de Maximus. Sin embargo,
Alí Babá se levantó de un salto,
ágilmente y sin ayuda. Y levantó los
brazos en forma de V. Cecil hizo lo
propio, cogiendo una mano del
muchacho y fingiendo que la caída había
sido la conclusión prevista del número.
Entonces la mitad del público
compuesta por los visitantes se unió a
las risas y aplausos de los pacientes.
—¿Estás bien, Alí Babá? —preguntó
Florian.
—Sí zeñó. Muy bien.
—Joder, sólo se ha caído de cabeza
—dijo con voz gangosa el borracho
Mullenax—. Todos los negros tienen la
cabeza dura como una bala, ¿no es
verdad, chico? —Y despeinó los rizos
lanudos de Alí Babá.
—Supongo que sí, zeñó.
Florian preguntó a Cecil con voz
glacial:
—¿Por qué esta sustitución sin
ensayo ni previo aviso, señor Wheeler?
Cecil intentó quitarle importancia y
rió.
—He tenido un pequeño altercado
con mi media naranja, director. Nuf, nuf,
nuf. Así que ella ha hecho novillos y Alí
Babá se ha ofrecido gentilmente.
En el mismo tono glacial, Florian
respondió:
—Hablaré con ella cuando
volvamos al circo.
La banda empezó a tocar Bollocky
Bill y Mullenax se sacó del bolsillo una
petaca de hojalata y la apuró. Edge, que
se había unido al grupo, dijo:
—No tengamos más sorpresas,
Abner. ¿Estás demasiado borracho para
continuar?
Mullenax dejó de tambalearse, se
cuadró, parpadeó con su ojo nublado y
declaró con gran precisión:
—No, señor, coronel. Estoy cargado
con la cantidad exacta.
Ahora los peones ya habían sacado
al centro de la pista el furgón de la
jaula, de modo que Edge sólo vaciló un
momento y le indicó que saliera; Florian
se le adelantó con el megáfono para
hacer la presentación.
Edge se mantuvo vigilante y no se
quitó el silbato de la boca, dispuesto a
terminar el número en cualquier
momento. Sin embargo, fue bastante
bien, aunque Barnacle Bill dirigió al
león —platz y hoch y krank y
schan’machen y varios hoch más—
apoyado tranquilamente contra los
barrotes de la jaula y blandiendo sin
fuerza el látigo. Entonces los eslovacos
le llevaron el aro de madera
embadurnado de petróleo y se lo
alargaron por entre los barrotes.
Maximus retrocedió hasta el fondo de la
jaula y se agazapó para prepararse a
saltar. El reducido tamaño de la jaula
siempre requería que en este punto
Barnacle Bill se hincara de rodillas
mientras sostenía el aro con unas
tenacillas de mango largo y un peón lo
encendía desde fuera y huía corriendo
del calor.
Pero esta vez, cuando el aro se
encendió, Barnacle Bill no dio ninguna
orden. En lugar de esto, cayó hacia
adelante desde su posición arrodillada,
rodó hasta quedarse boca arriba,
estirado sobre el suelo de la jaula, y se
durmió. El aro se deslizó entre los
barrotes, llameando alegremente, dio
varios saltos y rodó por la pista.
—¡Maldición! ¡Coged eso! —gritó
Edge. Y en seguida—: ¡Traed palos! ¡No
dejéis avanzar al gato!
Los pacientes de entre el público
volvieron a aplaudir con brío, ya fuera a
los improvisados fuegos artificiales o a
la despreocupada exhibición de valor de
Barnacle Bill. Pero todos los eslovacos
habían corrido instintivamente para
detener el aro antes de que saltara el
bordillo de la pista y tal vez rebotara en
dirección a los espectadores, por lo que
no había ningún peón cerca de la jaula
para impedir que Maximus se moviera.
Y en este momento empezó a moverse,
amenazador y todavía agazapado, hacia
su amo inconsciente, relamiéndose como
si saborease por anticipado el
imprevisto y apetitoso manjar.
El propio Edge se aproximó
corriendo, desenrollando su látigo al son
de la Marcha nupcial de la banda. Para
entonces, sin embargo, el león ya tenía
entre sus patas al dormido Barnacle Bill
y le miraba fijamente, como si meditara
sobre dónde morder primero. El animal
lanzó una mirada de soslayo a Edge,
frunció un labio y profirió un lento
rugido de aviso. Edge se abstuvo por lo
tanto de emplear el látigo, temiendo
enfurecer a Maximus e incitarlo a un
súbito ataque en lugar de ahuyentarlo. El
león volvió a mirar a su amo, bajó el
hocico para olerlo y entonces hizo algo
contrario a todo lo que Edge había oído
decir sobre la ferocidad de un gran
felino que tiene a su merced a un ser
humano indefenso. Maximus empezó a
lamer, entre triste y compasivo, el rostro
del hombre inconsciente.
Edge oyó gritar a alguien detrás de
él: «¡Dios mío! ¡Un loco anda suelto!»,
pero no se volvió sino que continuó
mirando con asombro y aprensión las
caricias que el león dispensaba a
Barnacle Bill. Se oyeron pasos rápidos,
muchos pasos sobre un pavimento de
madera y un rumor de gritos, pero Edge
permaneció donde estaba, preparado
para blandir su látigo. La rasposidad de
la áspera lengua del león despertó a
Mullenax, que abrió su único ojo y, por
suerte, quedó tan paralizado por lo que
vio que no se le ocurrió siquiera echar a
correr. Miró con horror las grandes
fauces del felino y sus grandes colmillos
y lengua y Edge empezó a murmurar,
tanto a él como al animal:
—Quieto… platz, vamos, platz…
Entonces se produjo un repentino
movimiento en la jaula que no provenía
ni de Mullenax ni de Maximus. La
puerta se abrió y cerró velozmente y
apareció otra persona en su interior, un
demonio completamente rojo, con
cuernos y cola terminada en una flecha,
una careta y, en una mano, un tridente
largo y diabólico. Maximus levantó su
enorme cabeza, miró al recién llegado y
volvió a rugir. Edge rugió a su vez:
—¡Fuera de aquí, maníaco! Raus!
¡Está protegiendo a su amo!
Pero el intruso hizo caso omiso de
ambos, tocó impasible con las puntas de
su tridente el gran pecho de Maximus y
le dijo con voz tranquila:
—Zurück… zurück, Kätzchen…
Y después de considerar un momento
la sugerencia, el león empezó a
retroceder, obediente.
«Vaya —pensó Edge— este hombre
puede ser un loco que anda suelto, pero
por lo menos conoce las órdenes en
alemán». Ahora también se puso en
movimiento, rodeó la parte trasera del
furgón y, cuando el demonio rojo pasó
por encima de Mullenax, haciendo
retroceder aún más al león, murmuró:
—Abner, arrástrate hasta aquí, no
demasiado de prisa.
Mullenax se arrastró como una
serpiente y Edge abrió la puerta lo
suficiente para que se deslizara de
cabeza desde el umbral hasta el suelo,
donde se quedó temblando y respirando
muy hondo. Florian se acercó y le dijo,
con más piedad que ira:
—Espero que estés avergonzado de
ti mismo. El grande y valeroso domador
de leones tiene que ser rescatado por un
loco.
También se había aproximado un
grupo de guardianes del manicomio, uno
de los cuales llevaba preparada una
resistente camisa de fuerza con muchas
correas y hebillas. El hombre de la jaula
dijo ahora a Maximus: «Platz!», y el
felino se sentó, bostezando como si le
aburriera todo aquel insólito
comportamiento humano. El hombre
retrocedió despacio y Edge abrió una
rendija para dejarle salir. La banda
interrumpió inmediatamente las
repeticiones de la Marcha nupcial y
empezó a tocar la música para el
número de los perros. Los Smodlaka y
sus terriers entraron corriendo en la
pista y se reanudó el espectáculo.
Los guardianes del manicomio
avanzaron hacia el demonio rojo con
tanta cautela como si fuera Maximus el
que había abandonado la jaula. Pero el
hombre levantó los brazos y se quitó la
careta y los guardianes se quedaron con
la boca abierta. Uno de ellos rió con
alivio y dijo a Florian:
—Es ist nicht ein Kranke von uns.
—Non —dijo el demonio, riendo a
su vez—. No soy un loco, messieurs.
Jean-François Pemjean, a su servicio.
—Era un hombre guapo, de tez morena y
ojos alegres que hacían juego con su
disfraz—. Estaba de visita en el hospital
médico por una molestia sin importancia
cuando me han hablado de esta gala, así
que he cogido este disfraz de un armario
para poder asistir.
—Fortuitement —dijo Florian—.
Merci, monsieur Pemjean, merci
infiniment. Dígame, ¿es usted sólo un
caballero por naturaleza o un domador
de leones profesional?
—Oui, c’est de mon resort. Como
es natural, conozco el viejo dicho
circense de que los franceses somos
demasiado temperamentales para
semejante trabajo; nos falta la
imperturbabilidad teutónica. —Dirigió
una mirada de reproche a Barnacle Bill,
a quien unos eslovacos ayudaban a salir
de la pista mientras otros se llevaban el
furgón de la jaula—. Sin embargo, es lo
que soy. Pemjean L’Intrépide, miembro
hasta hace poco del Circo Donnert de
Praga y anteriormente del Cirque d’Eté
de París y actualmente dispuesto a
regresar a él.
—Quizá, Monsieur L’Intrépide —
dijo Florian—, me hará usted otro favor
concediéndome unas palabras en
privado.
Los dos se fueron juntos y el
espectáculo continuó sin más
interrupciones o incidentes, incluyendo
también el número de Mademoiselle
Cinderella en la cuerda y de Maurice y
Mademoiselle Butterfly en el trapecio,
porque unas horas antes Beck y Goesle
habían logrado colgar la instalación
necesaria de las vigas y columnas de la
sala.
Después de la cabalgata final los
eslovacos acudieron en tropel a
desmontar el equipamiento y los últimos
accesorios y limpiar a fondo el suelo.
Cuando Beck y sus músicos
abandonaron el estrado, los guardianes
del sanatorio condujeron allí a muchos
de los pacientes, todos ellos idiotas
inofensivos y sonrientes y todos
provistos de instrumentos musicales. Sin
embargo, no se trataba de idiots
savants; cuando se hubieron instalado y
levantaron sus trompetas, violines e
instrumentos de viento, la música no
procedió de ellos sino de otra parte.
Curioso, Edge fue a mirar la banda más
de cerca y descubrió que los
instrumentos estaban hechos de cartón y
la música provenía de una orquesta
voluntaria, quizá una de los Strauss, ya
que tocaba En el pequeño bosque de
buñuelos de jalea de papá Johann
escondida tras la cortina de una alcoba.
Entonces el público bajó de los palcos y
butacas y salió en parejas a bailar,
mezclándose de tal modo que los
invitados y los pacientes se distinguían
menos que nunca unos de otros.
Fitzfarris, que contemplaba la
escena, comentó a Florian:
—¿No es posible que después de
una de estas francachelas algunos
condes y duques sean llevados a las
celdas acolchadas y quizá algunos
chalados ocupen sus puestos en los
hogares de los poderosos?
—Podría ser. Y también podría ser
que semejante intercambio no se
descubriese nunca, ni aquí ni fuera de
aquí. Por favor, sir John, haz correr la
voz de que nuestros artistas pueden
quedarse a bailar, comer y beber, si lo
desean. Ya van adecuadamente vestidos.
Espero que ninguno acabe en una celda
acolchada.

Florian ordenó sólo a Abner Mullenax


que le acompañase al circo, aunque
Edge y otros artistas también regresaron
por propia voluntad —Cecil Wheeler y
Alí Babá entre ellos—, así como el
fortuitamente conocido Jean-François
Pemjean, ahora en traje de calle. Cuando
Florian y Edge llevaron a Mullenax al
furgón de la oficina y le sentaron, ya se
había serenado bastante.
—Barnacle Bill —le interpeló
Florian—, esta noche podrías haberte
matado con facilidad. Y aún peor, si te
hubieras comportado igual aquí en la
carpa, con su suelo de serrín, casca y
paja, podrías haber prendido fuego y
quemado todo el Florilegio y matado a
innumerables personas inocentes.
—Sí, señor —asintió Mullenax—,
supongo que tiene razón.
—¿Qué piensas que debería hacer
contigo?
—Bueno, no tiene que despedirme,
director. Ya he decidido abandonar el
oficio. Esta noche he tenido un susto de
muerte. Después de ver los colmillos de
ese león y oler su aliento, no podría
volver a entrar jamás en la jaula de un
animal salvaje. Jamás. —Se estremeció.
—Por suerte, tenemos un hombre
dispuesto a ocupar tu lugar. Pero no creo
que desees abandonarnos aquí en el
corazón de Europa.
—No, señor. Si pudiera
conservarme como una especie de
eslovaco, podría hacer acopio de valor
para limpiar las jaulas, dar de comer a
los animales y cosas así. Págueme lo
suficiente para mantenerme lubricado y
no le pediré nada más y se lo
agradeceré.
—Muy bien. Concedido. Ahora vete
y duerme un poco. De paso, llama al
remolque de los Wheeler y pide a la
señora Wheeler que venga aquí.
—Es triste —dijo Edge cuando
Mullenax se hubo ido arrastrando los
pies— ver a un hombre derrumbarse de
este modo.
—Yo lo he visto demasiadas veces
—respondió Florian con un suspiro—.
Algunos lo hacen igual que él. Otros no
se desmoronan hasta después de haber
perdido el valor. Pero, basándome en
los muchos que he conocido, debo
predecir, por desgracia, que Barnacle
Bill seguirá desintegrándose. En alguna
etapa del viaje estará borracho y
comatoso cuando la compañía se
traslade de una plaza a otra. Una vez o
dos quizá pueda recuperarse y consiga
alcanzarnos, pero llegará un día en que
no podrá y nunca más volveremos a
verle.
Florian llamó a Pemjean, que
charlaba fuera con Cecil Wheeler, y le
dijo:
—El infortunado dompteur a quien
usted ha reemplazado esta noche le cede
su lugar por propia voluntad y de
manera permanente. Sin embargo,
continuará disponible, al menos por un
tiempo, para ayudarle en el cuidado de
los animales. Como ya le dije, también
tenemos tres tigres de Bengala y dos
osos sirios cuyo adiestramiento no está
todavía muy avanzado.
Pemjean respondió con confianza:
—Los adiestraré con la máxima
rapidez.
—Bien. Ahora, sobre la cuestión de
su personaje en el programa. Me ha
gustado bastante el efecto de ese
demonio rojo en la jaula.
—Aussi moi-même —dijo Pemjean,
sonriendo—. Que yo sepa, ningún otro
dompteur ha trabajado con animales
empleando un tridente en lugar de un
látigo. Por lo tanto, como ya había
robado el disfraz, me he tomado la
libertad de apropiarme de él y llevarlo
conmigo.
—Aplaudo su previsión. Sólo
haremos un cambio en él… nuestra
modista acortará la cola del demonio.
Podría resultar un estorbo en la jaula. Y
le presentaremos como… déjeme
pensar… ¡Sí! Le Démon Débonnaire!
—Excellentissime! —exclamó
Pemjean.
Edge, que estudiaba la lista de la
compañía, dijo:
—Hay una litera vacía en el
remolque de Notkin y Spenz desde que
Nella se ha trasladado.
—Hablaré con ellos —decidió
Florian—. Así pues, monsieur, podrá
instalarse y viajar con nuestros
Hanswurst y Kesperle hasta que pueda
pagarse una vivienda mejor en el circo y
durante los viajes. Traiga sus efectos
cuando lo desee. Y bien venido al
Florilegio. Esperamos que sea feliz en
nuestra compañía.
—Merci, monsieur Florian. Cuanto
más veo más me gusta —dijo Pemjean,
porque Daphne Wheeler acababa de
llamar y abrir la puerta y el domador
hizo a la bonita mujer rubia la
reverencia profunda y ampulosa de un
maestro de baile antes de marcharse.
Ella no le sonrió ni habló y se quedó
retorciéndose las manos y cerrando los
puños.
—Siéntese, señora Wheeler —dijo
Florian, sin demasiada severidad—.
Esta noche ha faltado a una
representación importante sin ningún
aviso previo. Un… altercado con su
marido, según me han dicho. No suelo
inmiscuirme en asuntos domésticos, pero
cuando afectan a toda la empresa, me
gusta saber…
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
Está acechando fuera, temeroso de que
le delate.
—Otra cosa que no suelo hacer es
denigrar a una persona en presencia de
su pareja, pero le diré francamente que
desconfío de los hombres que ríen a
través de la nariz. La invito a ser
igualmente franca conmigo. Adelante.
Acúsele.
Daphne volvió a retorcerse las
manos y después soltó abruptamente una
breve pero gráfica descripción de lo que
había visto en el furgón de la tienda.
—Maldición —gruñó Edge—.
Pensaba que habíamos acabado con esto
cuando nos libramos del Mayor Gusano.
—Es realmente penoso —dijo
Florian, frunciendo el ceño—. Ejem…
señora Wheeler, ¿es ésta la primera…
desilusión que ha sufrido?
—No —respondió ella, afligida—.
Hay muchos atletas jóvenes en torno a la
arena del gimnasio. Pero es la primera
vez que se ha envilecido con un… con
un cubo de alquitrán. —Hizo una mueca
de asco—. Es la última gota.
Todavía con el ceño fruncido,
Florian observó:
—Naturalmente, mi primer impulso
es echar a su marido del circo a
latigazos, señora Wheeler, pero esto
significa despedirla también a usted, una
víctima inocente de este desafuero.
Además, si despido a un pederasta,
¿debo en justicia echar también a la
calle al chico? Es un dilema.
—Oh, diablos, Florian —terció
Edge—. Quincy no tiene malicia, ni
apostura, para haber seducido a nadie.
Él también es una víctima.
—Y no se preocupe por mí, señor
Florian —dijo Daphne con tristeza—.
En la ceremonia de la boda, Ceece y yo
juramos amarnos hasta la muerte. Yo he
dejado de amarle, así que uno o los dos
tenemos que morir.
—No hay para tanto —reprendió
Florian—. Estamos en el siglo
diecinueve, no en la época bíblica.
Existen comodidades modernas como el
divorcio en vez del homicidio o el
suicidio.
—Supongo que sí. Ya le he echado
de nuestro remolque, porque no es
nuestro, es mío. Forma parte de la dote
que aporté al matrimonio. —Las
lágrimas empezaron a resbalar por sus
mejillas.
—Por lo menos tiene un techo sobre
su cabeza y transporte.
—¿Transporte adónde? —preguntó
ella, llorando más copiosamente—. No
tengo adónde ir. Quizá sería mejor que
me prostituyera para uno de los chulos
del Wurstelprater.
—No hay para tanto —repitió
Florian—. ¿De quién es el atrezo del
número? ¿El velocípedo, los patines, el
tanque y el pavimento de madera?
—Los compramos juntos —contestó
ella, sollozando.
—Entonces, divídanlos —decidió
Florian—. Si usted se queda su par de
patines y la madera, podría montar un
solo de patinaje, ¿no?
Daphne respiró fuerte por la nariz,
dejó de llorar y respondió que creía que
sí.
—Y si más adelante nos procuramos
otro par de patines —continuó Floran—,
quizá uno de los payasos podría ser su
pareja. Muy bien, madame, su marido
debe marcharse pero usted se puede
quedar, si así lo desea.
—¡Oh, claro que lo deseo! —
exclamó ella, agradecida.
—Coronel Ramrod, ¿quieres ver si
ese degenerado sigue merodeando por
ahí fuera? Llévale al remolque de la
señora Wheeler, vigílale mientras
recoge sus pertenencias, sólo las suyas,
y cuida de que se vaya esta misma
noche. Retendré aquí a salvo a la dama
hasta que se haya ido.
Cecil se hallaba ahora a cierta
distancia del furgón, pero no dejaba de
mirarlo con ansiedad mientras hablaba
de nuevo con Pemjean. Al acercarse,
Edge oyó a Cecil decir al recién
llegado:
—… ésa lo hace con la punta de una
escoba. Nuf, nuf. Sí, de veras, es una
mujer fácil, amigo. Une sacrée
baiseuse, como dirían ustedes los
gabachos. Voy a contarle una de sus
habilidades favoritas… —Bajó la voz
hasta que fue un murmullo confidencial y
Pemjean abrió mucho los ojos. Pero
cuando Edge se detuvo y permaneció
mirándolos fijamente, Cecil se
interrumpió para preguntar—: ¿Me
necesitan, querido amigo Zachary?
—Nadie le necesita en absoluto —
replicó Edge—. Vamos al remolque,
saque sus cosas y lárguese de este lugar.
—¡Cómo! ¿No es usted un poco
brusco, ami…?
—Puedo serlo mucho más. Con una
estaca, si no se da prisa. Me sorprende
que no se haya largado ya. Tenía que
saber que su esposa nos diría la jodida
verdad sobre usted. ¡Vamos, muévase!
Pemjean, estupefacto, exclamó:
—Sacré bleu! ¿Esa mujer es su
esposa?
Pero los otros dos hombres ya se
alejaban, Cecil con los hombros
hundidos y Edge caminando detrás de él
como un guardián. Edge volvió solo y
dijo a Florian y Daphne:
—Ya se ha marchado, señora
Wheeler. El remolque es suyo otra vez.
Sólo se ha llevado la ropa, los disfraces
y su atrezo personal… lo que le ha
cabido en cestos en el velocípedo.
—¿No le ha hecho usted daño?
—No, señora. No ha necesitado una
disuasión violenta y yo no quería tocarlo
si no era imprescindible.
—¿Ha dicho algo? ¿Un mensaje de
despedida?
—Bueno… ha dicho que dejaba el
tanque de agua y fuego. No sabía cómo
llevarlo. Además, según sus palabras,
espera que se ahogue usted en él.
—Oh —murmuró Daphne.
—Buenas noches, dulce príncipe —
musitó Florian y, cuando Daphne ya
había salido—: Ahora… sobre Quincy
Simms. Estoy de acuerdo en que no tenía
idea de que hacía algo malo, pero puede
haberse aficionado a la práctica y no nos
interesa que importune a alguien más en
su ignorancia. Sugiero que hables con él
en privado y, en un tono muy paternal, le
expliques las realidades de la vida.
—No me lo encargue a mí, director.
Ningún padre me las explicó jamás y no
he tenido hijos a quienes revelarlas.
—Yo tampoco. Ejem. Que yo sepa,
los únicos padres que tenemos en el
espectáculo son Pavlo Smodlaka y
Abner Mullenax, y vacilaría en confiar a
cualquiera de los dos un muchacho muy
joven y confuso.
—Ya sé quién —dijo Edge—. El
caballero John Fitzfarris. Es un hombre
de mundo y una vez pronunció una
conferencia sobre el vicio solitario. Por
lo menos sabrá explicarlo en un
altisonante lenguaje médico.
Así pues, al día siguiente y sin
demasiadas reticencias, Fitzfarris aceptó
el encargo de educar a Quincy en los
modales de un hombre varonil. Después
fue a informar a Florian:
—Bueno, he llevado al chico a una
arboleda solitaria y tranquila y le he
sermoneado en plan de profesor y él ha
dicho «Sí, zeñó» cada dos minutos.
Luego me ha dicho que sólo había
jugado con Wheeler porque éste le había
asegurado que de lo contrario sus jugos
se secarían. Creo que le he
tranquilizado a este respecto y que ha
entendido todo lo demás y que he vuelto
a encaminarle por el sendero de la
virtud. Pero, es curioso, después de
repetirle hasta la saciedad lo que
debería saber un joven, le he preguntado
si quería saber algo más y ha dicho «sí»,
y a mi pregunta de «¿qué?», ha
contestado: «Mas’ Fitz, ¿oye ese canto?
Todo el día he oído cantar».
—¿Y qué?
—Le he dicho que era un lugar
apartado y que no cantaba nadie. Ni
siquiera un pájaro, estando tan poco
avanzada la primavera. ¿Y si la mala
experiencia del chico con ese maricón
de Wheeler le ha trastocado un poco?
6
Alrededor de un mes más tarde llegó al
recinto del circo una magnífica carroza
dorada tirada por cuatro caballos y con
el escudo real en las portezuelas, de ella
se apeó un mayordomo con espléndida
librea y un bastón muy ornamentado que
usó para apartar a la multitud de la
avenida mientras, con aires de ofendido
por los ruidos, vistas y olores que le
rodeaban, se dirigía al furgón de la
oficina del Florilegio, a cuya puerta
llamó con el mismo bastón. Por suerte
para su fina sensibilidad, fue Florian
quien sacó la cabeza y no Magpie
Maggie Hag. El mayordomo le entregó
un sobre inmenso y, con una expresión
de tensa cortesía, esperó a que Florian
rompiese el adornado sello, leyese la
gran tarjeta que contenía y le formulase
varias preguntas.
Cuando el mayordomo volvía a
abrirse paso entre el gentío para
regresar a su carroza, Florian ya corría
de un lado a otro enseñando la tarjeta a
toda la compañía y traduciendo su
mensaje escrito a mano con una
caligrafía muy elegante:
—«Su I. R. y apostólica majestad ha
condescendido…»
—¿Qué significa I. R.? —preguntó
Clover Lee.
—Imperial y real —contestó
Florian, impaciente—. Empezaré otra
vez. «Su imperial, real y apostólica
majestad ha condescendido, de acuerdo
con su decisión suprema y en amable
consideración de su contribución al
bienestar público divirtiendo a los
infortunados del manicomio de
Brünlfeld —tuvo que detenerse para
recobrar el aliento— a invitarle
graciosamente a presentar una función
de su compañía en el palacio de
Schönbrunn a las tres de la tarde del día
tres de mayo».
—¿Todo esto en una frase? —
inquirió Maurice—. Es incluso más
ampuloso que usted, monsieur le
gouverneur.
—Bueno, ya conoces a los
burócratas. Francisco José es conocido
popularmente como el premier burócrata
de Europa.
—¿Y qué es Schönbrunn? —
preguntó Edge—. Pensaba que la familia
real vivía en el Hofburg.
—Schönbrunn es el palacio de
verano de sus majestades, en el extremo
de la ciudad. Ahora me alegro de que
haya esperado para invitarnos a que la
familia abandonara el Hofburg. Allí
habríamos tenido que actuar en el
interior de palacio o en un patio, y en
los vastos terrenos de Schönbrunn
podremos montar nuestras tres tiendas e
incluir además en el espectáculo una
elevación del globo. Observad, también,
la atención del emperador. Nos invita el
tres de mayo.
—¿Por qué es una atención? —quiso
saber Fitzfarris—. Será otro domingo
cualquiera.
—Su majestad debe de dar por
sentado que no querríamos abandonar el
Prater hasta después del primero de
mayo, que es el día de Santa Brígida y la
ocasión más provechosa de toda nuestra
estancia aquí. La fiesta de Santa Brígida
se inicia con el Blumenkorso, el festival
de las flores, y todos los vieneses
vienen a desfilar por el Prater con sus
mejores galas. Incluso la gente que
nunca sale de la ciudad durante el resto
del año se sentiría mezquina y
desgraciada si no viniera aquí en dicha
fiesta. Además es el día en que abren de
nuevo para el verano todos los puestos y
tenderetes del Wurstelprater. De modo
que el primero de mayo haremos un
estupendo negocio y el emperador tiene
la atención de concedernos el día
siguiente para los preparativos de la
función de Schönbrunn. —Florian
contempló satisfecho la tarjeta y añadió
—: Creo que haré enmarcar este billet
d’invitation y lo colgaré en mi oficina.
—Seguramente no lo ha escrito el
emperador —dijo Pfeifer.
—No, claro que no. Lo ha escrito y
firmado en su nombre algún chambelán
de la corte, pero al final del mensaje el
escribano ha añadido los cincuenta y
seis títulos de Francisco José.
Emperador de Austria, rey apostólico de
Hungría, rey de Jerusalén, de Bohemia,
de Dalmacia, etcétera. Algo digno de
guardar como un tesoro, creo Yo. Ahora
veamos. Tenemos cuatro semanas para
preparar esta función especial.
Monsieur Roulette, encárgate de que el
Saratoga sea barnizado o pintado para
que esté en perfecta forma. El resto
trabajad en los nuevos números que
tengáis pensados y dad un buen repaso a
los antiguos.
El Florilegio había incorporado
recientemente varios números nuevos a
su programa de pista. Encontrar y
comprar otro velocípedo no había sido
ningún problema y Shadid Sarkioglu se
había ofrecido a aprender a montarlo.
No tardó en conseguirlo, y aunque el
turco era demasiado alto y corpulento
para hacer gala de la agilidad de Cecil,
le resultaba muy fácil sostener a Daphne
mientras hacía acrobacias sobre sus
hombros, y cerraba el número con la
misma temeridad al precipitarse por
encima del alto manillar en el tanque de
llamas. Daphne también realizaba sola
una exhibición de patinaje sin hielo,
hasta que Goesle encontró en algún lugar
de la ciudad otro par de patines de
madera. Florian quería darlos al
Hanswurst o al Kesperle para que
aprendieran a acompañar a Daphne,
pero el miembro más reciente de la
compañía, Jean-François Pemjean, le
pidió que le permitiera usarlos para
crear un número de índole totalmente
nueva.
Pemjean, le Démon Débonnaire, fue
quien ideó la mayoría de números
nuevos del espectáculo, con la pequeña
ayuda, no reacia sino nostálgica, del
degradado Barnacle Bill, siempre que
estaba lo bastante sobrio para prestarla.
Pemjean decretó que Maximus era
demasiado viejo para aprender trucos
adicionales, pero enseñó con una
rapidez casi mágica a los tres tigres a
hacer todo lo que hacía el anciano león:
sentarse, levantarse, saltar y hacerse el
muerto. Así, en lo sucesivo, Maximus
actuaría primero en su número de rutina,
siempre apreciado por el público, que
seguidamente se entusiasmaría aún más
cuando Rajá, Rani y Siva entrasen para
hacer lo mismo en un trío simultáneo,
concluyendo con un salto en secuencia,
uno después de otro, a través del aro en
llamas.
Pemjean consiguió además hacer
trabajar a los dos estúpidos e irascibles
avestruces. Diseñó para ellos unos
ligeros arneses y logró de algún modo
que Hansel y Gretel se acostumbrasen a
llevarlos. A partir de entonces, al
principio y al final de todas las
funciones, sacaban de su jaula a las dos
voluminosas aves y las enganchaban al
carro más ligero de la ménagerie —el
de las hienas— para que diesen la
vuelta a la pista en las grandes
cabalgatas. Aunque torpes y sin gracia,
no cabía duda de que añadían un
atractivo a los espectáculos.
Sin embargo, el mayor éxito del
Démon Débonnaire fue el que consiguió
con los dos osos sirios. Barnacle Bill
nunca había pasado de enseñar a
Kewwy-dee a sostenerse sobre las patas
traseras y chupar agua azucarada de la
trompeta de juguete mientras un
miembro de la banda producía su
«música». Pemjean enseñó a Kewwy-
dah, la osa, a levantarse sobre las patas
traseras y sobre un par de patines para
los que Goesle hizo botas especiales de
lona. Entonces Pemjean propuso a
Daphne que Kewwy-dah ocupara el
lugar de su marido como su pareja en la
pista de patinaje.
—Monsieur Démon! —exclamó
ella, horrorizada—. Debe usted de creer
que estoy loca. ¿No es suficiente ser una
grass widow[20] para que encima tenga
que cavarme una tumba bajo la hierba?
—No tema, bella dama. Kewwy-dah
estará demasiado ocupada manteniendo
el equilibrio para pensar en darle un
abrazo de osa. Además lleva bozal,
tiene las uñas cortadas y yo estaré muy
cerca. Usted se limita a cogerla por las
patas, como si fuera una pareja de baile,
y le da impulso para que gire al mismo
ritmo que usted.
Fue necesaria mucha más
persuasión, pero al final, valiente y
aprensiva, Daphne lo intentó… y quedó
tranquilizada, sorprendida y encantada
con el resultado. Aunque era ella la
responsable de todo el esfuerzo y la
habilidad, el público tenía la impresión
de que Kewwy-dah patinaba realmente
por propia iniciativa, en línea recta, de
lado y en círculo. Mientras tanto, a un
lado, Kewwy-dee parecía ayudar a la
banda con su trompeta en la
interpretación de ¡Oh, Emma! ¡Vamos,
Emma!, que era la música del número.
Así pues, Daphne y todos los otros
miembros del Florilegio, menos uno,
prodigaban alabanzas a las
contribuciones de Pemjean al programa.

—Ese Pavlo vuelve a comportarse como


un loco —informó Magpie Maggie Hag
a Edge en privado.
—Oh, Dios mío, ¿qué le ocurre
ahora? Ya no anticipa el final de su
actuación y no le he visto buscando
espías entre el público.
—No, ahora está locamente celoso.
Nunca lo estuvo cuando su número de
los perros seguía a Barnacle Bill, pero
ahora sigue al Démon Débonnaire y dice
que este nuevo número de animales es
tan bueno que sus perros parecen
mansos y sosos en comparación.
—Bueno, quizá tenga razón. Puedo
cambiar el orden del programa y
adelantar la aparición de los Smodlaka.
—No sé —vaciló la gitana—. Pavlo
tiene la idea de que el francés es una
especie de auténtico demonio. Dice que
Pemjean está siempre leyendo un libro,
el mismo libro. Quizá un libro de
brujería para que su número eclipse a
todos los otros.
—Pavlo está loco, desde luego —
suspiró Edge—, pero cambiaré el orden
de su número para ver si esto le
apacigua.
—Otra cosa —dijo Magpie Maggie
Hag—. El Griego Glotón me vino a ver
en secreto para pedir una medicina.
—¿Qué le ocurre a Spyros? ¿Y por
qué en secreto?
—Porque está avergonzado de su
dolencia. Le hice píldoras purificadoras
y ungüento de genciana azul. Quizá le
ayuden y quizá no. Pero no le dije de
qué se trata. Es gonorrea o algo
parecido.
—¿Una enfermedad pudenda?
Diablos, en tal caso debería visitar a un
médico de dolencias secretas. Hay
muchos en Viena. ¿Por qué no se lo
dijiste?
—Porque, que yo sepa, Spyros no va
con otras mujeres. ¿Cómo lo ha cogido,
entonces? Sólo con su esposa Meli.
—Oh, Dios mío. Sí, lo comprendo.
¿Dónde se habrá infectado ella?
Siempre la había considerado casta y
fiel. ¿Han acudido a ti otros hombres
con la misma dolencia?
—No. Todos piden remedios para
otras cosas. A Quincy Simms le duele la
cabeza, Lunes Simms me importuna con
sus peticiones de filtros amorosos, para
que John Fitz la quiera más y deje de
mirar a otras.
—Bueno, no puedo hacer nada para
Lunes, pero toma, tengo estos polvos
Dresser que usaba Autumn. Le aliviaban
el dolor de cabeza. Dáselos a Quincy.
En cuanto a Meli… si nadie más que su
marido se queja de gonorrea…
—Algunos hombres no se quejan,
sólo esperan a que se les pase. Como si
tuvieran un resfriado. Hay hombres que
la padecen a menudo y se ríen de ella.
—Lo más probable es que a Meli se
lo haya contagiado un ricachón de las
primeras filas. Y si es así, Spyros puede
matarla. ¿Crees que puedes curarle sin
que sospeche cuál es su enfermedad? —
La gitana se encogió de hombros—. ¿Y
podrías sostener una conversación de
mujer a mujer con Meli?
—Seguramente no sabe que tiene
gonorrea. La mujer no suele enterarse
hasta que da a luz un niño ciego.
—Otra razón para que se lo digas,
entonces. Y la cures. Haz lo que puedas,
¿quieres, Mag?
—Lo que pueda —dijo ella,
encogiéndose otra vez de hombros y
alejándose.
—Ah, coronel Ramrod —interpeló
Florian, que pasaba por allí con Willi
—. ¿Quieres venir al furgón rojo
conmigo y el Chefpublizist Lothar?
En la oficina los tres encendieron
cigarrillos y Florian les ofreció una
copa de vino blanco que tenía un pálido
matiz verdoso.
—Otra tradición vienesa, Zachary.
El Heuriger, primer vino de la
primavera, recién llegado de los
viñedos de los bosques de Viena. De
hecho yo siempre lo he encontrado algo
áspero y poco satisfactorio, pero no hay
que discutir las tradiciones.
—Tiene muy buen sabor —opinó
Edge—. Quería preguntarle una cosa,
director. Después de la función en
palacio, ¿regresaremos al Prater o nos
marcharemos a otro lugar?
—Nos marcharemos. Esto es lo que
quería discutir entre nosotros tres. El día
de Santa Brígida acudirá seguramente
todo el público que aún no nos ha visto
actuar, así que me imagino que
podremos decir que hemos exprimido a
Viena hasta el máximo. Ahora bien,
podríamos volver a la carretera, pero no
me atrae demasiado hacerlo. Durante
esta larga estancia invernal muchos
miembros de la compañía, en especial
las mujeres, incluso los nómadas de las
barracas, han convertido sus remolques
en hogares casi permanentes. Sería un
fastidio para ellos tener que recoger
todos sus efectos, empaquetarlos y
colocarlos bien atados para viajar por
carretera. Además, nuestro destino es
otra gran ciudad, Budapest, donde
volveremos a instalarnos para una
estancia prolongada. Creo que lo más
cómodo para todos sería ir directamente
y del modo que requiera menos
esfuerzos y molestias. Por el río.
Entramos en las barcazas con nuestros
remolques y carromatos, por muy mal
que hayamos hecho el equipaje, y
desembarcamos en Budapest.
—Parece fácil y cómodo —dijo
Edge—, pero ¿podemos fiarnos del río?
Recuerde lo que hizo con Zanni.
—El Danubio es una corriente
impetuosa sólo hasta aquí —explicó
Willi—. A partir de Viena se ensancha y
calma. No hay el menor riesgo. Un viaje
agradable y con muy buenas vistas.
—Entonces estoy de acuerdo —
contestó Edge—. El traslado será
realmente mucho menos pesado.
—Todos de acuerdo. Bien —dijo
Florian—. Willi, ¿te encargarás de las
gestiones? Ve directamente a Budapest y
alquila un terreno para un plazo largo. Si
quieres llévate a Monsieur Roulette
como compañía. Sólo aseguraos de estar
de vuelta antes de la función en
Schönbrunn. Y ya sea aquí o en
Budapest, reservad tantas barcazas
como estiméis necesarias.
—Será mejor hacerlo allí —observó
Willi—. Buscaré en Budapest a un
propietario de barcazas que traiga un
cargamento a Viena y regrese allí de
vacío. Estará encantado de acomodarnos
y nos cobrará menos.
—Muy bien pensado. Ocúpate de
ello.

El día de Santa Brígida el Prater estaba,


en efecto, pese a su gran extensión,
atestado de gente que paseaba a pie o en
carruaje para lucir su nuevo vestuario
primaveral o tomaba refrescos en los
restaurantes recién abiertos o bailaba al
son de las orquestas que ocupaban todos
los quioscos de los parques o navegaban
en pequeños barcos de velas polícromas
por el meandro trazado por el Danubio
entre la isla y la ciudad. Sin embargo, la
mayoría de personas congregadas en el
Wurstelprater se dedicaba a curiosear en
torno a las mercancías y atracciones de
los tenderetes, barracas de juego y
diversiones mecánicas. Y tantas de entre
ellas entraban en el recinto del circo que
el Florilegio podría haber dado aquel
día cuatro o cinco funciones —si los
artistas y los animales hubieran sido
capaces de resistirlo— y registrar un
lleno cada vez. De hecho, las dos
funciones que se representaron fueron
más largas que de costumbre a causa del
entusiasmo de los asistentes, que
exigieron de cada uno de los artistas
más bises y saludos que nunca.
Y al día siguiente toda la compañía
circense tuvo que trabajar todavía más.
Los peones desmontaron la carpa y las
graderías, la tienda de la ménagerie y el
anexo; los artistas amontonaron en los
furgones sus trajes, accesorios y atrezos;
los cuidadores engalanaron sus
animales. El domingo por la mañana
casi toda la caravana del circo, excepto
los remolques y vehículos de los dueños
de las barracas, llevaron a los artistas,
los músicos, las chicas del
Schuhplattler y la mayoría de peones
hacia el puente Rotunden. Esta vez la
caravana no tuvo que sortear las calles
todavía en obras del casco antiguo, sino
que atravesó directamente los barrios
comerciales y residenciales hasta que
llegó a zonas más suburbanas y por fin a
la alta y puntiaguda verja de hierro
forjado que rodeaba los terrenos de
Schönbrunn y se extendía en la distancia
hasta lo que parecía ser el infinito.
Florian, con Daphne Wheeler a su
lado en el brillante carruaje negro,
condujo orgullosamente la procesión
hacia una de las grandes puertas de
hierro forjado de aquella verja
interminable. Enseñó la tarjeta de
invitación a los centinelas —hombres de
la guardia de honor húngara que
llevaban capas con rayas de tigre sobre
guerreras rojas cubiertas de adornos
plateados— y ellos abrieron las puertas
de par en par. La caravana siguió
durante por lo menos media hora por una
avenida de grava ligeramente sinuosa
bajo las ramas entrelazadas de inmensos
y vetustos árboles, entre prados
aterciopelados, plácidos estanques y
pequeñas cascadas, en torno a parterres
de tulipanes, junquillos, narcisos y lilas,
entre densos y verdes setos altos como
casas, perfectamente recortados, con
nichos a intervalos regulares que
albergaban desnudas estatuas de mármol
de todos los dioses y diosas de la
antigüedad y junto a un pequeño valle
que contenía las ruinas cubiertas de
hiedra de lo que parecía un antiguo
templo romano, todo él columnas y
arcos desmoronados.
—¿Cuántos años deben de tener
estas ruinas? —preguntó Daphne con
respetuosa admiración.
—Menos de un siglo, en realidad —
respondió Florian—. Es un capricho. El
arquitecto de jardines ya lo construyó en
ruinas, de una antigüedad artificial.
La avenida desembocó en un
inmenso rectángulo abierto de césped y
parterres, de varias hectáreas de
extensión, con setos de una altura de tres
pisos y más estatuas en las esquinas.
Numerosos pavos reales se paseaban
por la hierba, emitiendo chillidos de vez
en cuando. Un extremo del rectángulo
estaba cerrado por la fachada color
crema de cuatro pisos y cien ventanas
del gran palacio. En el otro extremo, a
casi medio kilómetro de distancia, había
una fuente ancha como el palacio en la
que Neptunos y náyades de piedra
jugaban en una cascada que caía desde
una montaña artificial de rocas que
formaban terrazas y muros a un estanque
lo bastante grande para dar cabida a un
buque de buen tamaño. Detrás de la
fuente continuaban los prados, pero
ondulándose hacia una colina en cuya
cumbre se veía otro edificio, una
estructura de arcos y columnas coronada
por una águila de piedra con las alas
extendidas.
—¡Qué maravilla! —dijo Yount a
Agnete—. ¡Esto supera incluso el
parque del rey de Italia!
Florian empezó a dar órdenes
inmediatamente.
—Señor Goesle, Pana Banat, nos
instalaremos en esta zona del prado. La
carpa más próxima al palacio y la
ménagerie en el extremo más alejado.
No montéis los retretes. Y tened cuidado
de no pisar las flores. Herr Beck,
sugiero que te lleves el órgano de vapor
a la colina, para que no destroce las
ventanas de palacio. Llevad también la
carreta del globo y los generadores a la
cumbre de la colina. Creo que hará un
efecto muy bello elevar el Saratoga
enfrente de la glorieta. —Indicó la
estructura coronada por el águila—.
Después, cuando Monsieur Roulette
descienda podrá aterrizar aquí, entre los
espectadores reales, lo cual dará más
realce al efecto de la desaparición y
reaparición de la chica.
—¿La glorieta? —preguntó Edge,
mirando hacia la colina—. El nombre
suena como un diminutivo, pero ese
edificio me parece bastante
impresionante.
—La emperatriz María Teresa lo
hizo levantar allí —explicó Willi Lothar
—. En una guerra con Prusia durante su
reinado, los austríacos sólo ganaron una
batalla y ése es el monumento a dicha
victoria. Pero María Teresa tenía
sentido del humor. Dijo que como sólo
había sido una pequeña batalla y una
pequeña victoria, llamaría al monumento
«pequeña gloria». ¡Ah! Por ahí viene su
majestad.
Francisco José salió por una de las
puertas de palacio, vestido
sencillamente con chaqueta y bombachos
de loden, más parecido a uno de sus
guardabosques que a un emperador. Era
un hombre esbelto de la misma edad de
Edge y era evidente que se había dejado
crecer el tupido bigote y las patillas
para dar anchura a una cara muy
estrecha y falta de expresión. Le
acompañaban dos niños, también
vestidos con sencillez, la princesa
Gisela, una adolescente regordeta y
sonrosada, y el príncipe heredero
Rudolf, pálido y nervioso. Iban sin
guardia, sólo con algunos cortesanos
uniformados y sirvientes con librea.
Willi y Florian se apresuraron a
saludar e inclinarse ante su majestad y
sus altezas reales. Luego Florian
presentó a «die meinige
Zirkushauptpersonen» —Edge,
Fitzfarris, Goesle y Beck—, que también
consiguieron hacer reverencias
pasables. Mientras los cuatro y Florian
continuaban la supervisión del montaje,
Willi se quedó con el grupo real, que fue
paseando para observar con interés
todos los movimientos de los eslovacos
que levantaban las tres tiendas.
Francisco José, como un padre
cualquiera, se dirigía con frecuencia a
sus hijos para llamar su atención hacia
algún detalle instructivo de la
operación.
Los otros miembros del circo los
miraban con curiosidad, pero
discretamente, y Clover Lee dijo:
—Es un desengaño no ver a la
hermosa emperatriz.
—Debe de estar otra vez de viaje —
contestó Maurice—. Sería una falta de
tacto mencionarla.
—Para ser una familia reducida —
dijo Agnete—, tienen una casa muy
grande.
—Mi querida muchacha —observó
Pfeifer—, la familia sólo ocupa unas
sesenta habitaciones. La otras mil
cuatrocientas son para los miembros de
la corte y todos los sirvientes que
necesitan.
El grupo real permaneció en el circo
para contemplar incluso la colocación
de las graderías en la carpa y la
instalación de los animales en la tienda
de la ménagerie. Entonces Francisco
José fue personalmente a estrechar la
mano de Florian y decirle: «Es hat mich
sehr gefreut» antes de dirigirse de
nuevo al palacio con su séquito. Un
cortesano se quedó rezagado y dijo a
Florian en inglés:
—Soy el conde Georg Stockau,
ayudante del maestro de ceremonias de
su majestad imperial. Ya sabe que el
espectáculo debe dar comienzo a las
tres. ¿Cuánto durará?
—Unas tres horas, Eure Hoheit. Una
hora de función, después un intermedio
durante el cual todos podrán contemplar
la elevación del globo y ver el
espectáculo complementario und so
weiter. Y seguidamente otra hora de
función.
—Sehr gut. Su majestad imperial
invita graciosamente a cenar a toda su
compañía, así que advertiré al
Küchenchef que se sirva la cena a las
siete. Los obreros cenarán en las
cocinas, naturalmente. Los caballeros de
la compañía en el salón Vieux-Laque,
conmigo a la cabecera de la mesa. Las
damas artistas en el salón Azul Chino,
con la condesa Mathilde Apponyi. La
condesa y yo hablamos inglés, además
de otras lenguas, si es necesario. Usted y
su barón Lothar von Wittelsbach y sus
cuatro subordinados cenarán con el
propio emperador en el
Konspirationstafelstube. Usted se
sentará a la derecha de su majestad y
Wittelsbach a su izquierda. La princesa
Caroline von und zu Liechtenstein se
sentará enfrente de usted. La condesa
Marie Larisch enfrente del barón. Todo
muy informal, claro.
—Claro —dijo Florian con voz
débil.
—No se espera traje de etiqueta de
ninguno de ustedes, por falta de previo
aviso.
—Nos sentimos inestimablemente
honrados por el favor y la consideración
de su majestad, Eure Hoheit.
Cuando los miembros de la realeza y
la nobleza salieron del palacio y
cruzaron el prado en dirección a la
carpa, el emperador daba la pauta de la
«informalidad» de la ocasión. Aunque
ahora vestía un uniforme impecable de
guerrera blanca y pantalones rojos, con
gran abundancia de galones dorados,
llevaba sólo una de sus
condecoraciones: la banda roja y verde
de la Orden de San Esteban. Y el
pequeño príncipe heredero Rudolf lucía
una versión en miniatura del uniforme de
su padre, con sólo la cadena de la Orden
del Vellón de Oro. En cambio los
cortesanos varones y altos oficiales del
ejército llevaban uniformes de gala —
rosa y azul pálido los húsares, verde
plateado los Rifles Tiroleses, granate y
oro la Guardia de Arqueros— y casi
podía decirse que iban con coraza por la
cantidad de medallas que pendían de sus
pechos. Las damas estaban igualmente
deslumbradoras con vestidos de
crinolette en seda, tafetán y brocado.
Los numerosos niños de la corte no
llevaban pantalones cortos o infantiles
pantalettes, sino réplicas a escala de las
galas de sus padres. Cuando el público
se hubo acomodado en la carpa —tan
numeroso que llenaba casi la mitad de
su aforo, las primeras filas de graderías
ocupadas sin queja por las personas de
menos rango— resplandecía incluso más
que los trajes de lentejuelas de los
artistas.
Todos se pusieron en pie y los
oficiales se cuadraron y Francisco José
y Rudolf inclinaron humildemente la
cabeza cuando la banda de Beck abrió el
programa tocando el himno Dios salve a
nuestro emperador, acompañado en la
distancia pero muy audiblemente por el
órgano de vapor desde la colina.
Abdullah había llevado antes ala pista a
los dos elefantes que, con las trompas
enroscadas hacia arriba, saludaron
también al hombre y al muchacho que
ocupaban los asientos de honor.
Después, sin embargo, todos se
relajaron y el augusto público aplaudió
a las bailarinas y la cabalgata inicial y
todas las actuaciones subsiguientes con
tanto alboroto como cualquier público
de plebeyos.
El espectáculo se desarrolló con la
precisión de un mecanismo de relojería,
suavemente y sin el menor percance. En
el intermedio el Saratoga se elevó
majestuoso desde la glorieta y bailó un
vals lento en el cielo. Tras la
desaparición de Fräulein Simms,
Fitzfarris presentó su espectáculo
complementario, y a continuación, ante
muchos hombres y no pocas mujeres, su
tableau vivant de la Amazona y Fafnir.
Magpie Maggie Hag iba de un lado a
otro leyendo las palmas de
Prinzessinnen y Grafinnen y
Baroninnen, prometiendo a todas las
damas una vida de felicidad, amor y
riqueza. El globo descendió sobre el
circo con la ligereza de un plumón y
Fräulein Simms reapareció ante el
asombro y el aplauso general. Se
reanudó el programa de pista, que
también se desarrolló a la perfección,
concluyendo con la interpretación del
himno. Entonces, mientras el público
regresaba al palacio, charlando y
riendo, los artistas se dirigieron en
tropel al furgón vestidor, todos ansiosos
por vestir sus mejores galas, y al ver
tanta aglomeración Florian dijo a Dai
Goesle:
—Toma nota, maestro velero, de que
necesitamos pronto dos nuevas tiendas,
una como vestidor de hombres y otra de
mujeres.
Cuando todos se hubieron
engalanado —aunque con modestia para
sus anfitriones—, el maestro de
ceremonias adjunto se presentó para
conducirlos a palacio. Atravesaron,
estirando el cuello y mirando como
patanes, la gran sala de los Espejos,
donde la alta y larga pared frente a los
ventanales era un espejo ininterrumpido
que daba a la sala el aspecto de ser
doblemente espaciosa de lo que era y
una imagen doble de todas las arañas de
cristal y ninfas doradas que sostenían
candelabros. Carl Beck cruzó el salón
haciendo genuflexiones a cada paso, que
explicó con voz ahogada:
—Ser aquí donde el joven Mozart
dio su primer recital en la corte.
Quincy Simms, más práctico,
preguntó sin dirigirse a nadie en
particular:
—¿Qué nos darán para comer?
Huelo a pella frita.
—Tocino salado —tradujo Rouleau
—. Comida de negros.
—Alí Babá, es imposible que huelas
a tal cosa —dijo Florian—. Porque las
cocinas de todos los palacios de Europa
están en edificios separados,
precisamente para que los olores y el
humo no puedan llegar hasta aquí Y para
alejar a las moscas y cualquier riesgo de
incendio.
Todas las habitaciones de palacio
estaban llenas de obras de arte —
estatuas, bustos, tapices, pinturas—, la
mayoría de las cuales representaban a
miembros de la familia real, desde
María Teresa hasta los ocupantes
actuales. Zachary Edge no entendía nada
sobre arte ni era especialmente sensible
a él, pero había algo en una serie de
retratos y bustos que le daba la extraña
sensación de haberlos visto antes.
Habría preguntado acerca de ellos a su
acompañante, pero el conde ofrecía
cortésmente un comentario sobre los
aposentos por los que conducía a los
diversos grupos de artistas.
—Meine Damen, ustedes cenarán
aquí en el salón Azul Chino.
Las invito a dedicar su atención a las
escenas de la vida china en los paneles
de papel mural. Las figuras de los
hombres y mujeres están pintadas con
pintura fosforescente, de modo que
cuando el salón se oscurezca y los
criados traigan velas, verán
resplandecer esas figuras y dar la
impresión de que se mueven.
Al entrar con los artistas masculinos
en una estancia de paneles tan brillantes
que producían reflejos casi tan
luminosos como la sala de los Espejos,
comentó:
—Meine Herren, les ruego que
observen la perfección de este salón
Vieux Laque. Cada uno de estos paneles
se hizo a bordo de un barco, en alta mar,
para que ni una mota de polvo pudiera
deteriorar la inmaculada calidad de la
laca.
La última sala —a la que condujo a
Florian, Willi, Edge, Beck, Goesle y
Fitzfarris— era la más pequeña que
habían visto, aunque no de dimensiones
reducidas, y tenía forma ovalada; allí el
conde pareció no tener ningún
comentario que hacer. Pero Fitzfarris sí
lo hizo, cuando Stockau los hubo dejado
solos:
—Todas las otras habitaciones
tenían una mesa de comedor. En ésta
sólo hay sillas. ¿Tendremos que comer
con los platos sobre las rodillas?
—Tú esperar —dijo Beck—. Yo oír
sobre esta habitación que en ella María
Teresa cenar en secreto con sus
consejeros y ni los sirvientes poder
entrar.
En aquel momento entró Francisco
José con media docena de mujeres, la
mayoría jóvenes y bellas. Cuando la
condesa Larisch se presentó a sí misma
y a las otras damas en inglés, el
emperador tiró gravemente de un
cordón. Las presentaciones fueron
interrumpidas por un chirrido. Una parte
del suelo de parquet empezó a
deslizarse lentamente, casi llevándose a
Dai Goesle, que se apartó a un lado. Del
fondo de esta considerable abertura en
el suelo se elevó lenta y
majestuosamente una mesa con mantel
de damasco que contenía todo lo
necesario para cenar: servilletas,
porcelana, cristal y bandejas con una
sabrosa y humeante cena. Hubo
exclamaciones y un aplauso general, y el
rostro habitualmente impasible de
Francisco José se permitió una pequeña
sonrisa.
Los hombres acercaron las sillas de
la pared y se sentaron, después
acomodar a las damas, por el orden que
había especificado el conde Stockau, y
todos empezaron a comer
inmediatamente porque, al haberse
servido los siete platos al mismo
tiempo, la sopa tenía que tomarse con
rapidez antes de que se enfriara el resto
de la cena. De hecho, según acordaron
más tarde los seis hombres del circo, no
fue una comida muy memorable ni muy
estimulante. El único vino servido fue el
barato Heuriger que cualquier
vagabundo podía estar bebiendo en una
taberna del Wienerwald. Y como el
emperador sólo bebía agua helada, los
demás se sintieron obligados a limitar su
consumición del ligero vino. La pièce de
résistance de la cena fue el vulgar
Backhendl, un pollo asado que aparecía
sin duda este domingo en todas las
mesas de los ciudadanos austríacos,
como todos los domingos del año.
La conversación fue asimismo
bastante sosa. Florian, Willi y Beck
pudieron conversar en alemán y Edge
descubrió que él y la dama de enfrente,
la joven y bastante bonita Baronin
Helene Vetsera, sabían el francés
suficiente para intercambiar
banalidades. Pero Goesle y Fitzfarris
sólo sabían inglés y sus parejas
femeninas conocían poco esta lengua. En
cualquier caso, la taciturnidad de su
majestad imperial no animaba a la
charla. En las ocasiones en que se
decidió a hablar, lo hizo casi por
ventriloquia, dirigiendo sus
observaciones a la princesa de
Liechtenstein para que las tradujera.
Lo primero que dijo fue:
—Wie gesagt, es war schön, der
Zirkus. Es hat mich sehr gefreut.
La princesa lo dijo a los demás:
—Su majestad desea hacerles saber
que su circo es hermoso. Le ha gustado
mucho.
—Besten Dank, Eure Majestät —
contestó Florian.
Al cabo de un rato, el emperador
dijo a la princesa:
—Dieser Herr Florian wird Zukunft
haben.
—Schönen Dank, Eure Majestät —
agradeció Florian sin esperar la
traducción. Y más tarde confió a sus
colegas—: Supongo que era un
cumplido… decirme a mi avanzada edad
que «tengo un futuro». El emperador
carece totalmente de ingenio o sentido
del humor, por lo que dudo de que fuera
un sarcasmo. Pero juro que no recuerdo
haberle oído hacer una sola observación
más durante toda la cena.
«Bueno, de todos modos —pensó
Edge cuando el aburrimiento tocó a su
fin y todos se levantaron y Francisco
José volvió a tirar del cordón y la mesa
llena de sobras y huesos descarnados
descendió a las profundidades y el suelo
se cerró de nuevo— si algún día regreso
a Hart’s Bottom seré el único que podrá
alardear de haber cenado con un
emperador. Aunque nadie me creerá.
Diablos, es probable que en Hart’s
Bottom nadie sepa siquiera qué es un
emperador».
Todos los invitados se reunieron en
la sala de los Espejos y un lacayo con
librea llevó una bandeja repleta de la
cual Francisco José cogió un obsequio
para cada uno de los artistas en recuerdo
de la ocasión: para las mujeres
diminutos bolsos de noche y para los
hombres carteras de bolsillo, todos con
las armas imperiales bordadas en el
exquisito petit-point vienés. Dando las
gracias en sus diversas lenguas, los
hombres se inclinaron y las mujeres
hicieron reverencias, algunas de ellas
tambaleándose un poco, ya que los que
habían cenado con personajes inferiores
habían bebido por lo visto sin
inhibiciones el vino y otros licores más
fuertes. Entonces el conde Stockau
acompañó a los invitados hasta el
recinto del circo.
Encontraron a los eslovacos
completamente borrachos; la cena en las
cocinas debió de ser más festiva. Sin
embargo, Florian les ordenó desmontar,
cuando fueran capaces de ello, bajo la
supervisión de Goesle y Beck, sobrios a
su pesar. Luego se llevó el carruaje y
tres remolques para pasear a los artistas
por las calles de medianoche. Como si
el paseo fuese una excursión en trineo,
varios de los pasajeros se pusieron a
cantar, algunos roncaron y otros —
Maurice y Nella, Obie y Agnete— se
abrazaron, riendo, mientras Lunes
intentaba que Fitzfarris los imitase y
François Pemjean trataba de hacer lo
mismo con Daphne Wheeler, con más
éxito.
Florian dijo a Edge, que ahora iba
con él en el carruaje:
—Las barcazas de Budapest están
descargando su mercancía y podrán
admitirnos a bordo pasado mañana.
—¿Cuánto durará este viaje,
director?
—Bueno… creo que la mitad de un
día, la noche y el día siguiente.
—¿Sólo eso? —preguntó Edge, un
poco sorprendido.
—Es que navegaremos a favor de la
corriente y nos ayudará un remolcador
de vapor. Sólo hay doscientos cuarenta
kilómetros de aquí a Budapest.
Edge comentó, pensativo:
—Una distancia no superior a la que
media entre Hart’s Bottom y Winchester
en Virginia. Supongo que sigo siendo un
pueblerino. Aún me imagino que las
capitales europeas están muy alejadas
una de otra.
El carruaje y el primer carromato
llegaron al Wurstelprater un poco antes
que los otros dos. Los que se apearon de
dicho carromato, un poco tambaleantes,
fueron Magpie Maggie Hag, la familia
Smodlaka y las chicas del
Schuhplattler, Jean-François Pemjean y
Daphne Wheeler. Pavlo Smodlaka no
estaba tan ebrio como para no advertir
que Pemjean acompañó a Daphne a su
remolque, donde, después de muchas
risitas delante de la puerta, entraron
juntos. Pavlo susurró para sus adentros:
«Ajá».
Dejó que su mujer y sus hijos
encontraran en la oscuridad el camino a
su propio remolque y él se escabulló
hacia el que compartía Pemjean con los
payasos Notkin y Spenz, que aún no
habían llegado. Había una linterna
encendida, colgada de un clavo sobre la
puerta, y Pavlo la cogió y entró con ella
para buscar un libro que no tardó en
hallar; estaba abierto sobre una de las
literas, como si Pemjean lo acabara de
leer. Pavlo miró la cubierta, cerrando un
ojo para no verla doble. Aun así, le
costó un poco leer el título, porque
estaba en inglés. Repitió, esta vez
triunfalmente «¡Ajá!» y salió corriendo
con el libro.
En el remolque de Daphne —en la
oscuridad, porque no habían perdido
tiempo en encender una lámpara o una
vela—, ella y Pemjean ya se habían
desnudado y abrazado. Durante un rato
reinó el silencio, excepto los suaves
sonidos de caricias y besos, pero de
repente la litera sufrió una sacudida y
Daphne profirió un pequeño grito.
—¡Eh! Dios mío, Jean, ¿qué haces?
—Aïe, ma chère, ¿lo hago mal?
—¿Mal? ¡Vaya pregunta! ¡Lo que
haces es espantoso!
—Hélàs. Entonces déjame intentarlo
desde esta direc…
—¡Deténte! —Se oyó un ruido
cuando ella se cubrió con las sábanas—.
¡Lo que haces es repugnante! ¡Inmoral!
¡Inaudito! ¡Obsceno! ¡Tiene que ser
griego!
—Ma foi, yo sólo intentaba…
—¡Nunca imaginé que serías un
pervertido! —Y añadió, un poco para sí
misma—: Debo preguntar a madame
Hag bajo qué mala estrella nací para
atraer sólo a degenerados…
—Mais, chérie, creía que te
gustaban… bueno, esas cosas.
—¡Horror de los horrores! ¿Me
tomas por una pervertida? ¿De dónde
has sacado semejante idea?
—Eh bien… a tu marido le
gustaban.
—¿Qué? —Todo el remolque
tembló y crujió cuando ella le apartó de
sí violentamente—. ¡Sal de aquí, sapo
asqueroso!
—Sólo pretendía complacerte. De
bonne foi, chérie.
—¡Vístete y lárgate de aquí!

—¿Lo ve, Gospodja Hag? —preguntó


Pavlo, excitado, echándole encima el
aliento de brandy y agitando el libro
contra su cara—. Lo que le he dicho: el
francés es un koldunya, un hechicero,
quizá un vampiro. Mire este libro de
brujería zabranjeno. Yo, incluso yo,
puedo leer su terrible título: El libro
de… cono-cimientos… se-cretos. ¿Lo
ve? Tenía razón al sospechar.
La gitana gruñó y le arrebató el
libro. Lo acercó a la vela y leyó el título
en voz alta con más fluidez y entero:
—El libro de conocimientos y
consejos secretos, de la mayor
importancia para los individuos en la
detección y cura de cierta enfermedad
que, desatendida o indebidamente
tratada, acarrea las consecuencias más
terribles para la constitución humana.
Charva! Estúpido dálmata, esto no tiene
nada que ver con la brujería. Sólo es…
un libro médico.
Pero Pavlo sólo había comprendido
una frase, que ahora repitió con fruición:
—Cierta enfermedad, ¿eh? ¡Ajá!
—Toma, imbécil, devuelve este
libro antes de que lo echen de menos. Y
deja de husmear, curiosear y robar lo
que no te importa.
—Da, Gospodja Hag —dijo
mansamente Pavlo—. Perdón por la
molestia.
Dejó el libro donde lo había
encontrado y se alejó de allí, minutos
antes de que el desgreñado y
decepcionado Pemjean volviera
gruñendo a su propia cama.
Hungría
1
—Espero que sea una coincidencia de
buen agüero —dijo Florian, refiriéndose
al pequeño pero potente remolcador de
ruedas laterales que tiraba río abajo de
su retahíla de barcazas—. Su nombre,
Kitartó, significa aproximadamente lo
mismo que el de nuestro buque anterior,
el Pflichttreu: leal y constante.
—Confiemos en que no signifique
tantas desgracias por el camino dijo
Edge.
Él y los otros jefes del circo
viajaban con Florian en la primera
barcaza de la hilera. Los demás
miembros de la compañía estaban
distribuidos por grupos en las barcazas
siguientes, con sus remolques personales
o los carromatos o animales de los que
eran responsables. Como no podían ir
de visita a las otras barcazas, unidas por
cables, ni había una cocina comunal,
Florian había invertido mucho dinero en
cestas de picnic suministradas para el
viaje por el Sacher del Prater.
Así pues, los viajeros estuvieron
bien provistos de vino y comida durante
los dos días y una noche que duró la
travesía, no hubo ninguna desgracia y
navegar por el río fue un cambio muy
agradable en comparación con el viaje
por carretera. Por un lado, el tráfico era
en el Danubio mucho más variado que el
terrestre: barcos de vela, botes de remo,
barcos correo y de pasajeros con ruedas
laterales y de popa, botes de pesca,
casas flotantes, barcazas y cargueros con
toda clase de mercancías, desde troncos
y carbón hasta hortalizas e incluso
flores. Además, el paisaje cambiaba
más rápidamente en el río que en una
carretera. Durante unas horas, a la salida
de Viena, el río fluyó velozmente entre
márgenes llenas de juncos flanqueadas
por bosques. Pero después se ensanchó
y la corriente se hizo más lenta y a
ambas orillas aparecieron campos
cultivados donde todos los trabajadores
parecían ser mujeres —corpulentas,
bajas, macizas, con pañuelos y
delantales— que empuñaban hoces,
palas, azadas y mayales. Las granjas
eran tan chatas como las mujeres, meras
chozas de barro, a veces encaladas.
Como todas las casas tenían techo de
bálago y detrás un almiar ancho como la
casa y tres o cuatro veces más alto,
desde el río las granjas daban la
impresión de tener tejados de paja
desproporcionadamente grandes.
Después, en la margen izquierda, las
casas fueron reemplazadas por viñedos,
salpicados de cobertizos, tinas y
montañas de toneles. Estos, a su vez,
cedieron el paso a forjas y talleres
diseminados que se multiplicaron,
agrandaron y apiñaron hasta que
llegaron a los suburbios industriales de
una ciudad. Entonces apareció la ciudad
en sí, muy grande, de piedra medieval y
edificios entramados con tejados de
pizarra y pronunciada pendiente, muchos
campanarios y torres, innumerables
chimeneas coronadas por nidos de
cigüeñas. A espaldas y muy por encima
de la ciudad asomaba en un altozano un
espléndido castillo en ruinas.
—La ciudad de Pózsony —dijo
Florian.
—Llamada Pressburg en alemán —
añadió Willi.
—Bratislava —dijo con firmeza
Banat—, capital de mi provincia natal,
Eslovaquia. En un tiempo capital de
toda Hungría.
—En cualquier caso —observó
Florian—, estamos cruzando la frontera
de una monarquía dual. Detrás de
nosotros, el Osterreich, Austria
propiamente dicha. A nuestra izquierda,
la provincia austríaca de Eslovaquia. A
nuestra derecha, Hungría, o
Magyarország. Se escribe M-A-G, pero
se pronuncia M-A-D. Madyar. En
Hungría descubriréis otras curiosidades
lingüísticas. Por ejemplo, ahora nuestro
director de orquesta se llama Beck Carl.
O, si lo prefieres, Beck Bum-bum.
—¿Y yo soy Fitzfarris John
Caballero? —preguntó éste—. Diantre,
¿qué clase de país es el que no sabe
pronunciar su propio nombre e invierte
todos los demás?
—No tendrás muchos problemas —
dijo Willi—. Aquí la segunda lengua es
el alemán. Salvo los campesinos, todos
lo hablan. Si has podido viajar por
Baviera y Austria, lo harás con la misma
facilidad por Hungría.
—Y hay tantas bellezas como
curiosidades —les aseguró Florian—.
Pero ¿qué ocurre, Zachary? ¿No te
atraen nuestras nuevas aventuras?
Pareces un poco abatido.
—No es eso. Sólo pensaba que
ahora estoy más al este de lo que
Autumn llegó en su vida. Y aquí su
nombre habría sido Auburn Autumn.
Igual de melodioso que al revés.

Tres o cuatro barcazas más atrás, Lunes


Simms estaba sentada en los peldaños
del remolque que compartía con Fitz,
contemplando con tristeza e indiferencia
el paisaje eslovaco. Cerca de ella se
encontraba Jean-François Pemjean, que
también se mostraba menos elocuente
desde la noche de la función de
Schönbrunn. Tal vez con ánimo de
alegrar el ambiente, se decidió a
preguntar a Lunes por qué parecía no
disfrutar del viaje.
Sin mirarle siquiera, ella murmuró
en tono desabrido:
—No le importa a nadie.
—Eh bien, si no le importa a nadie
no me inmiscuyo en asuntos ajenos, así
que dímelo.
Lunes parpadeó y se volvió a
mirarle, intentando comprender la lógica
de aquella observación, si es que tenía
alguna. Al final replicó:
—Lo que me atormenta es que estoy
perdiendo a mi hombre.
—Ah. ¿Se trata de le bleu sir John?
Ella miró a lo lejos y asintió,
acongojada:
—Ha encontrado una lagarta blanca
en Viena. Y anoche, nuestra última noche
allí, la pasó con ella. Y ahora ni siquiera
vamos en la misma barcaza.
—Todavía no conozco muy bien
la… organización de la compañía.
¿Estáis casados?
—No, maldita sea. Tampoco se ha
decidido nunca a casarse.
—Alors, lo que debes hacer es
evidente. En revanche, búscate un
hombre blanco.
—Pensaba que ya lo tenía —
murmuró ella.
—Es medio azul. Me extraña que
una jolie fille como tú se haya sentido
atraída hacia él. Además, es bastante
mayor que tú… o que yo.
Lunes se volvió de nuevo, muy
despacio, y miró a Pemjean con
expresión calculadora.
—En realidad… —dijo— no me
atraía.
—Comment?
—No me atraía. Me obligó a
acostarme con él.
—Comment?
—Verá, señor Demonio, cuando
llegué al espectáculo yo era sólo una
Pigmea Blanca en su anexo. Quería
aprender equitación de alta escuela… y
ser Mam’selle Cinderella en el alambre.
Pero él no me permitía abandonar el
anexo a menos que… bueno…
—Scandaleux! —exclamó Pemjean
—. Tenía a sir John por un caballero.
Vaya sistema bestial y poco sutil de
seducir. —Alargó una mano y le
acarició el cabello—. Pauvre
Cendrillon.
—De modo que ahora… ahora que
he sido deshonrada y no valgo para
ningún otro hombre…
—¡Mademoiselle! —volvió a
exclamar él—. ¡No diga esas ñoneces
prehistóricas a un francés! Yo, Pemjean,
no la considero deshonrada. Sólo
despierta a los placeres y posibilidades
de la vida.
—Bueno, aun así, no soy como John
Fitz. Yo no puedo saltar de una
posibilidad a otra…
—Mais oui, claro que puedes. Sólo
necesitas un poco de imaginación, un
poco de osadía, cierta cualidad francesa
que yo puedo enseñarte con gran
facilidad.
Ella le miró ahora con franca
especulación, murmurando.
—Además, usted es mucho más
guapo que él.
—Y quizá menos inconstante. —
Añadió, más para sí mismo que para
ella—: Nunca he tenido une amourette
avec une mulâtresse.
El remolcador Kitartó conducía
ahora la larga hilera de barcazas en un
baile lento a través de los canales que
serpenteaban entre los numerosos islotes
del río, y bien pudo ser el perceptible
balanceo lo que impulsó a Lunes a
refregarse de nuevo los muslos entre sí.
Pemjean lo advirtió, pero no hizo
ninguna referencia a ello. En cambio,
como pasando a otro tema
completamente distinto, señaló hacia los
campos ya oscurecidos de Eslovaquia y
dijo:
—El sol está bajo, pronto
anochecerá. Hélàs, temo irme a la cama,
Porque debo compartir el dormitorio
con el Hanswurst, que huele como un
wurst[21], y el Kesperle, que huele
todavía peor. ¿Qué te parece este juego
de palabras usando dos lenguas?
Mademoiselle Cendrillon, estoy
tratando de hacerte sonreír.
Y ella sonrió. Incluso rió. Entonces
se puso de pie en los peldaños y abrió la
puerta del remolque.
—Bueno, señor Demonio, por lo
menos esta noche hay un lugar vacío en
esta casa rodante.

Durante toda la noche la hilera de


barcazas bailó un vals en torno a las
islas del río, de modo que todas las
personas acostadas en las literas vieron
su sueño u otra actividad acentuados por
el suave balanceo. Cuando se levantaron
a la mañana siguiente, las islas habían
quedado atrás y el Danubio volvía a
fluir sin impedimentos, llevándolos
directamente hacia el este entre las
ciudades gemelas de Komárom en la
margen derecha y húngara del río y de
Komárno en la izquierda y eslovaca,
ambas consistiendo principalmente en
inmensos astilleros, humeantes y
ruidosos. Después no hubo nada más que
ver en la orilla izquierda que los
ondulados campos de cultivo salpicados
de campesinas con pañuelos en la
cabeza. A la derecha, en cambio, se
sucedían los pueblos pequeños pero
pintados con colores alegres y de pronto
apareció la ciudad de Esztergom,
dominada por la catedral.
Allí anunció Florian:
—Hemos dejado atrás a Eslovaquia.
Ahora es Hungría en ambos lados del
río.
Como para dar relieve a este hecho,
la tierra de ambas orillas formó ahora
colinas altas, cubiertas por densos
bosques. Y el río, como para mostrar lo
mejor posible el pintoresco paisaje,
culebreó —sur, este, norte y otra vez
este—, luego describió una decidida
curva hacia el sur y continuó en dicha
dirección, pasando por delante de más
pueblos pintorescos encaramados en las
alturas y dos ciudades de cierto tamaño
en la cumbre de sendas colinas:
Visegrad, llena de castillos, y
Szentendre, llena de iglesias. Pero al sur
de Szentendre la verde vegetación
empezó a interrumpirse y alternarse de
nuevo con talleres y fundiciones a
orillas del río y luego con grandes
edificios industriales, y el aire
perfumado se impregnó del olor a
levadura de las fábricas de cerveza y el
hedor mohoso de las tenerías.
—Ah, los signos de la civilización
—dijo Florian—. Pero reconozcamos
que los húngaros sitúan por lo menos sus
fábricas muy lejos de la ciudad y a favor
del viento.
—¿Ya hemos llegado, pues? —
preguntó Goesle—. ¿A Budapest?
—En cierto sentido, sí. En realidad
son tres ciudades. Ahora pasamos por
Obuda (Viejo Buda), a nuestra derecha.
Pronto veremos Buda, también a la
derecha, donde tendremos que
desembarcar brevemente para las
formalidades de inmigración. Pero Buda
es tan montañoso que nos resultaría
difícil encontrar un terreno llano donde
levantar la carpa, así que el Kitartó nos
remolcará hacia el otro lado del río, a la
ciudad de Pest, asentada en la llanura, y
allí desembarcaremos y desfilaremos
hasta nuestro recinto.
El Danubio se dividió de repente en
torno a una isla tan puntiaguda como la
proa de un barco y que, como si
navegara corriente arriba, dejaba una
estela blanca. El remolcador se dirigió
hacia la derecha y pasó de largo la isla,
de una longitud mucho mayor que la de
cualquier buque jamás construido. La
mayor parte eran bosques, pero aquí y
allí sobresalía de entre los árboles una
delgada grúa y también eran visibles
grandes edificios en construcción,
rodeados de andamios.
—La isla de Margit —dijo Willi—.
Santa Margit está enterrada en ella. Esta
ha sido la principal distinción de la isla
hasta hace dos años, cuando las
máquinas taladradoras descubrieron
manantiales de agua mineral caliente.
Ahora habrá grandes hoteles que
ofrecerán baños para curar todas las
enfermedades humanas. Como si ya no
hubiera bastantes balnearios aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó Carl Beck,
interesado.
El extremo puntiagudo de la isla de
Margit se quedó atrás, revelando la gran
ciudad de Pest en la orilla opuesta.
Ahora las empinadas calles y carreteras
de Buda se veían en la margen derecha.
El remolcador puso la proa hacia esa
orilla, aminoró la marcha y se deslizó
hacia un malecón de piedra
enormemente largo, arrastrando tras de
sí con habilidad todas las barcazas. La
tripulación del remolcador saltó a tierra
para sujetar todas las barcazas a los
bolardos del muelle. Entonces
desembarcó toda la gente del circo —
Pemjean ayudando con galantería a
Lunes— para estirar las piernas y
esperar instrucciones.
El muelle era el lado ribereño de la
todavía más inmensa plaza enlosada de
Bomba, con una iglesia y sus anexos en
un extremo y los edificios
gubernamentales en el otro. El lado que
daba al interior estaba totalmente
ocupado por una posada enorme, larga,
de tres pisos, sus dependencias, establos
y graneros. El edificio principal tenía el
tejado ondulado, con tejas que
sobresalían de las ventanas de gablete, y
una gran cruz de madera pintada de
blanco pendía como un letrero sobre su
puerta central.
—La venerable y famosa posada de
la Cruz Blanca —explicó Florian—.
Terminal de la línea de diligencias de
Viena, así como el destino de los
viajeros por vía fluvial. Debo informar
de nuestra llegada a los empleados de
aduanas e inmigración.
Cruzó la plaza y entró en la posada
cargado con un montón considerable de
salvoconductos. Todos los demás
miembros del circo se quedaron
paseando por la plaza, contemplando las
vistas que se podían dominar desde el
nivel del río. En la orilla opuesta, Pest
parecía ser sólo hileras y más hileras de
edificios urbanos corrientes, excepto
cuando algún campanario o cúpula
rompía la monotonía. En cambio, en
aquel lado de Buda del Danubio, encima
de ellos y un poco hacia el sur, se
elevaba una colina inmensa, con
escalones de piedra y bastiones que
zigzagueaban desde el pie de las
murallas hasta un gran castillo en la
cumbre. Desde algún lugar de la base de
aquella colina se arqueaba sobre el río
hasta Pest un elegante puente de
suspensión. Más allá del puente, en
aquel lado del río, se levantaba otra alta
colina, coronada por un ancho fuerte
amurallado.
—La altura más cercana es la colina
del Castillo —dijo Willi Lothar— y el
puente, el celebrado puente de Cadenas,
una obra maestra de la ingeniería.
Observaréis que está suspendido de
cadenas, no de cables. Y al fondo está la
colina de San Gellért, con la ciudadela
en la cumbre.
—Por lo que puedo ver desde aquí
—dijo Yount—, ese puente termina
contra la colina del Castillo.
—No termina —corrigió Willi—. Su
calzada entra en un túnel en este lado y
al salir se encarama hasta la cima y el
castillo. Los nativos bromean acerca de
él. Os dirán que atesoran hasta tal punto
su puente de Cadenas que cuando llueve
lo meten dentro del túnel para que no se
oxide.
Florian salió de la posada y, con
aspecto desanimado, cruzó la plaza para
reunirse con la compañía.
—Ay —exclamó—. A diferencia de
la despreocupada nueva nación de Italia,
Hungría parece ansiosa de reafirmar su
recién adquirida porción de soberanía y
lo hace con un alarde de exagerada
oficiosidad. Para empezar, tenéis que ir
por separado a enseñar vuestro
salvoconducto, contestar sus preguntas,
irradiar buen carácter, etcétera. Y para
colmo, estos funcionarios se obstinan en
hablar sólo húngaro, así que deberé
hacer de intérprete.
Los artistas y el equipo desfilaron
por la habitación contigua al vestíbulo
de la posada que hacía las veces de
oficina de inmigración. El interrogatorio
no era en realidad muy riguroso ni
exhaustivo, sino una verificación
rutinaria de los detalles que constaban
en los salvoconductos: nombre, edad,
ocupación y datos similares. Lo que de
momento llamó más la atención de los
viajeros y los cogió más desprevenidos
fue que los llamaran primero por el
apellido. Uno de los hombres, sin
embargo, tuvo que pasar por otra
complicación.
—¿Geezle Dai? —ladró el
funcionario uniformado.
—Dios mío —gruñó Stitches—. Dai
Gwell. Quiero decir, discúlpeme, señor,
Goesle Dai.
—Ejha, Gwell. Goesle úr, vallás
metodista disidente. Mi az?
Florian se acercó y dijo:
—Ah… jelent metodista.
—És disidente? Elszakadás?
Florian fingió sostener una rápida
conferencia con Goesle y luego dijo a
los funcionarios, en húngaro:
—Disidente significa que Goesle
Dai se aparta del ruin metodismo
protestante para volver a los brazos
misericordiosos de la Madre Iglesia.
—Éljen! —exclamaron
entusiasmados todos los hombres de
uniforme, levantándose para zarandear
la mano de Dai, dirigirle sonrisas
radiantes y desearle «isten hozott!». Y
apenas dieron una ojeada a los
salvoconductos de los viajeros
restantes, a quienes dejaron pasar
agitando cordialmente las manos.
Florian consultó su viejo reloj de
hojalata y dijo:
—Ya que estamos aquí en la posada
y se acerca la hora de cenar, cenemos.
Abdullah, corre al Kitartó y pregunta al
capitán, puedes hacerlo por señas, si él
y sus hombres aceptarían cenar con
nosotros antes de llevarnos a la otra
orilla del río.
La tripulación del remolcador
acudió con celeridad y apetito. En el
vasto comedor de vigas bajas, Willi y
Florian, que podían hablar con ellos, se
sentaron en su compañía a una de las
largas mesas de caballete. El resto de
miembros del circo se sentaron
alrededor de otras mesas y probaron por
primera vez la cocina húngara. No había
carta; las camareras, atractivamente
rellenitas, se limitaron a servir el menú
del día. Y la posada de la Cruz Blanca
estaba acostumbrada a resucitar a
viajeros cansados, por lo que la cena fue
opípara y copiosa. Empezó con sopa de
borracho, un caldo pensado para
contrarrestar la larga dependencia del
viajero de su petaca de bolsillo.
Quincy Simms tomó un sorbo de la
sustancia verde pálido, hizo una mueca y
dijo:
—Qué asco. Sopa de pescado.
—Debes de estar loco, Quince —le
dijo su hermana Domingo—. Está hecha
con col agria. Has comido col agria
bastantes veces como para reconocerla.
Y es buena.
Quincy pareció perplejo, pero
murmuró:
—A mí me sabe a pescado. —Y
apartó el plato.
A continuación les sirvieron carne
de ladrón, pedazos de cordero, cebollas,
setas, tomates y pimientos verdes
alternados en una brocheta y asados
sobre una parrilla, acompañados con
albondiguillas y patatas guisadas en
salsa de páprika. Con la cena les dieron
tazas de café negro y botellas de vinos
variados, desde el amarillo Tokaji al
tinto Sangre de Toro. El postre fue
orejas de fraile, tartas semicirculares
rellenas de mermelada de ciruela. Y
después más café y más botellas:
aguardientes de albaricoque, manzana y
pera.
Cuando la compañía salió
tambaleándose de la posada para volver
a las barcazas, LeVie observó a Florian:
—Espero, monsieur le gouverneur,
que ahora no vamos a desfilar. Creo que
no podría ni levantar el brazo en señal
de saludo.
—No temas —respondió Florian—.
Desembarcaremos los carromatos y
furgones, atenderemos a los animales y
dormiremos a pierna suelta para desfilar
por la mañana.

En aquellos momentos la oscuridad era


completa, así que la tripulación del
remolcador colgó linternas de fondeo en
su propia embarcación y en todas las
barcazas y la sirena de vapor del
remolcador sonó repetidamente mientras
los remolcaba en diagonal a través del
ancho río, sin chocar con ninguno de los
otros barcos que subían o bajaban por el
Danubio. El curso en diagonal llevó a la
flotilla del circo bajo el puente de
Cadenas, que se había convertido en una
cadena mágicamente suspendida de
faroles de gas blancos, teñidos de color
melocotón. El largo puente se alzaba
tanto sobre el agua y estaba tan bien
construido que la gente del circo no
podía oír mientras lo miraba el ruido de
los carros tirados por caballos,
carruajes y carromatos que lo cruzaban
continuamente.
Sin embargo, no todos los miembros
de la compañía admiraban la vista.
Ahora Fitzfarris hacía la travesía en la
misma barcaza que Lunes, la cual se
sentó con él en los escalones de su
remolque y le habló con mucha seriedad
y muchos gestos dramáticos. Luego
llamó a Pemjean y éste habló a su vez
muy seriamente y con muchas
gesticulaciones galas. Fitzfarris los
escuchó, un poco aturdido pero quizá
también un poco divertido e incluso
aliviado. Sólo frunció el entrecejo una
vez, cuando Pemjean concluyó sus
persuasivos argumentos diciendo:
—Creo que estarás de acuerdo, ami,
en que no tienes ningún derecho sobre la
muchacha… después de usar la
contrainte para moldearla a tu antojo.
—¿Qué significa exactamente
contrainte? —preguntó con frialdad Fitz
—. Espera, no me lo digas. Déjame
adivinar. ¿Chantaje?
—Ejem… oui. Coacción. Negarle la
oportunidad de avanzar en su carrera si
no accedía a…
Fitzfarris se echó a reír, pero sin
alegría.
—Sí, esto habría sido muy poco
caballeroso por mi parte, ¿verdad? Algo
casi digno de Zanni, ¿verdad, Lunes?
Pero Lunes estaba de repente absorta
en el estudio de las constelaciones del
cielo nocturno y al parecer no le oyó.
—Il n’importe pas —dijo Pemjean,
un poco vacilante—. Démoslo por
zanjado, por olvidado. Espero que los
tres sigamos siendo buenos amigos y…
—Oh, yo no lo olvidaría del todo si
estuviera en tu lugar, amigo. Pero te
deseo que la disfrutes.
Así, antes de llegar a la orilla
opuesta, Fitzfarris y Pemjean iban y
venían entre sus dos remolques,
trasladando sus efectos personales.
En una barcaza más hacia la cola de
la hilera, Spyros Vasilakis orinaba por
encima de la borda, que era baja. No lo
habría hecho tan públicamente de no
haber bebido tanta cantidad del
excelente Tokaji. Y lo hacía con muchos
gemidos, retorciéndose y apoyándose en
el palo de la linterna de fondeo, que casi
arrancaba de la bocabarra en sus
intensos dolores.
—¡Ah, estás ahí, Spyros! —gritó
Pavlo Smodlaka, surgiendo súbitamente
de la oscuridad con una sonrisa
compasiva—. Te duele al orinar, ¿eh?
—Spyros asintió, turbado—. ¿Sabes qué
significa esto? Has cogido la gonorrea,
el nasmork, el resfriado de cabeza
parisiense.
—¿Eh? —gruñó Spyros.
—Creo que en tu lengua se llama
khonorrein.
—¿Eh? —gritó Spyros, galvanizado.
—¿Has estado haciendo el yébla con
una de las mujeres de monsieur le
Démon?
—¿Eh? —repitió, aterrado, Spyros.
Pavlo le habló cordial y
amistosamente del libro secreto de
Pemjean, que trataba de «cierta
enfermedad». Luego se extendió sobre la
suciedad de los franceses y se
compadeció de Spyros por haber
contraído la vergonzosa enfermedad del
demonio. Pero Spyros interrumpió su
charla con una mueca y un esfuerzo, y
corrió, mientras aún se abrochaba los
pantalones, en busca de su esposa.
Sin embargo, justo entonces el
remolcador y su hilera de barcazas se
deslizaba junto a otro largo malecón de
piedra de Pest y en seguida reinó un gran
bullicio y conmoción. Los tripulantes
amarraron todas las barcazas y luego
ayudaron voluntariamente a los peones
del circo a desembarcar los carromatos
y remolques, así como los caballos, el
camello y los elefantes. Tardaron dos
horas en llevar a cabo el desembarco y
recorrer el trayecto entre el malecón y el
Corso, la gran plaza que lo circundaba.
Aparcaron allí los vehículos, ataron a
los animales que no iban enjaulados y
les dieron a todos de comer y beber.
Entonces la mayoría de artistas y peones
cayeron agradecidos sobre sus camas o
camastros y Fitzfarris arrancó un
gruñido de sorpresa a Notkin y Spenz
cuando entró en su remolque y, sin dar
explicaciones, se desplomó sobre la
litera que hasta entonces había sido de
Pemjean.

La lámpara ardió hasta muy tarde en un


solo remolque, el de los Vasilakis, y los
ocupantes de los remolques contiguos
tardaron un rato en conciliar el sueño
por culpa del ruido que se armó en su
interior, debido principalmente a los
gritos rabiosos de Spyros, aunque
también a los sollozos de Meli y a los
violentos golpes que le propinaba su
marido. Spyros blandía uno de sus
sables, pero tenía la consideración de
usar sólo su parte roma entre torrentes
de imprecaciones griegas y sólo en
lugares que no se viesen cuando ella
luciera el traje de pista.
Al final ella le detuvo, suplicando:
—Si confieso mi culpa, ¿dejarás de
golpearme? Entonces te lo confesaré
todo. Sí, soy culpable de lo que me
acusas, pero…
—¡Mala puta! ¡Cuando vuelva usaré
el filo del sable! No puede dolerte más
de lo que me duele mi pobre peos. ¡Pero
primero lo mataré a él!
—¡No, no! ¡No es monsieur
Pemjean!
Si Spyros la oyó, no hizo el menor
caso y salió como un rayo a la oscuridad
de la noche. Tardó uno o dos minutos en
encontrar el remolque que buscaba,
derribó la puerta, buscó a tientas la
litera de Pemjean, la tocó con la punta
de su sable y vociferó:
—¡Levántate, francés! ¡Traigo la
muerte!
—¡Oh! ¡Dios mío! —gritó Fitzfarris,
retirándose a gatas hacia el fondo de la
litera.
También se oyó un rumor en el otro
lado del remolque y uno de los payasos
encendió una cerilla.
—¿Sir John? —exclamó Spyros,
estupefacto—. ¿Eras tú quien me
engañaba?
—¿Qué? ¡Estúpido hijo de perra!
¡Que alguien encienda una lámpara!
Notkin lo hizo, mientras Spyros
persistía:
—Sir John, ¿eres tú quien se acuesta
con mi esposa a mis espaldas?
—¿Estás sonámbulo, griego
estúpido? ¿Y con un sable? Mira, me has
hecho sangre en el trasero. Payasos,
quitadle el arma uno de vosotros.
Ninguno de los payasos se movió,
sino que continuaron mirando, aterrados.
Fitz abandonó la litera con precaución
—la pieza posterior de sus largos
calzones estaba mojada y roja— y dijo,
tratando de ser razonable:
—Spyros, despierta. Has tenido una
pesadilla. Éste soy yo, tu amigo el
caballero John.
—Sí… tu amigo —murmuró Spyros
—. Tú no tocar a Meli. Perdóname, sir
John. Voy a buscar a Pemjean para
matarlo.
Dio media vuelta y Fitzfarris saltó,
le arrebató el sable de la mano y lo
sujetó.
—Aún estás soñando. Despierta y
dime… ¿qué es todo esto de Meli? No
la habrás matado, ¿verdad?
—Todavía no. Después. Primero
Pemjean.
—¿Sospechas que Meli y Pemjean
han… estado juntos? —Spyros asintió y
empezó a llorar—. Pues yo puedo
asegurarte que no es así. Pemjean ha
estado demasiado ocupado haciendo la
corte a otra. Lo puedo demostrar. Él y yo
hemos llegado a un acuerdo entre
caballeros esta misma noche. Se ha
trasladado al remolque de Lunes, mi
antigua compañera.
—¿Es esto cierto, sir John? —
preguntó Spyros, aspirando con fuerza
por la nariz.
—Es cierto. Si Meli te ha engañado,
cosa que dudo, será mejor que le hagas
identificar al culpable, en vez de ir de
un lado a otro pinchando a oscuras a
personas inocentes. Mira, te acompañaré
y hablaremos con ella. Espera a que me
ponga los pantalones.
Meli estaba en el umbral iluminado
de su remolque, despeinada, aturdida,
retorciéndose las manos y escudriñando
el Corso, y saltó de alegría al ver que se
acercaban.
—Oh, sir John, le has cogido —
gimió—. ¿Ha asesinado a alguien mi
pobre Spyros? Por Dios, dime que no.
—No, señora, sólo ha armado un
escándalo —contestó Fitzfarris—.
Entremos todos para que los demás no
nos oigan y puedan dormir.
—He intentado decirle que no ha
sido monsieur Pemjean —gimió ella
mientras Fitz empujaba hacia dentro al
ahora compungido y penitente Spyros y
cerraba la puerta.
—Creo que ya le he convencido de
esto —dijo Fitz, tirando el sable a un
rincón—. Y sé, Meli, que tú jamás…
—Ha sido el Turco Terrible —
murmuró ella con un sollozo.
—¡Meli! —exclamó Fitz,
estupefacto.
—¡Mujer! —gritó su marido, otra
vez furioso—. ¿Has hecho eso con un
enemigo declarado?
—¡Oh, Spyros, Spyros… para que
no fuese un enemigo!
—¿Qué diablos queréis decir con
esto de enemigo? —preguntó Fitzfarris
—. ¿Estáis los dos dormidos y soñando
o soy yo el que sueña?
Meli lo explicó todo. Tardó bastante
y Spyros la interrumpía a intervalos,
pero Fitz le hacía callar. Meli concluyó:
—Creía que era mejor para todos…
para los dos, marido. —Y los tres
guardaron silencio unos instantes.
Entonces Fitzfarris carraspeó y dijo:
—Debéis comprender, Meli,
Spyros… que si el resto de nosotros
hubiera sospechado que Shadid era una
amenaza para vosotros nos habríamos
deshecho de él a toda prisa. Diablos, yo
no sabía siquiera que los griegos y los
turcos habían estado en guerra. Nada de
esto tendría que haber sucedido o
continuado durante tanto tiempo. —
Volvió a carraspear—. Pero lo hecho,
hecho está. En cuanto tenga ocasión
mañana, hablaré con Florian. Shadid no
te molestará más, Meli, te lo garantizo.
Y, Spyros, espero que perdones de
corazón a Meli y hasta le agradezcas lo
que ha hecho por ti.
Fitz se levantó, tratando de ofrecer
el aspecto de un fiel y noble amigo de la
familia, pero el efecto se estropeó
cuando la silla también se levantó,
pegada a su trasero. Cuando se despegó
al cabo de un instante, vieron el asiento
manchado de sangre.
—Idoú! —gritó Meli—. ¡Estás
herido! Déjame curarte.
Así que Fitz tuvo que esperar,
bajarse los pantalones, la pieza
posterior de los calzoncillos y dejarse
curar y vendar antes de volver a su
remolque. Notkin y Spenz le esperaban
con la lámpara encendida e hicieron
ruidos inquisitivos al verle entrar, pero
él no los miró siquiera y cayó dormido
sobre su desordenada litera.

Los primeros miembros del circo en


levantarse al día siguiente fueron Willi
Lothar, Dai Goesle, Aleksandr Banat y
los peones y dueños de las barracas
para que Willi pudiese conducirlos,
junto con todos los vehículos que no
participaban en la cabalgata, al terreno
que había alquilado en el parque
municipal de Pest, a unos tres kilómetros
del Corso. Cuando se levantaron los
demás componentes de la compañía,
desayunaron con la comida y el vino que
aún quedaban en sus cestos de viaje y
Florian esperó a formar la cabalgata
hasta que las calles estuvieron llenas de
gente. Cuando la cabalgata abandonó el
Corso, recorrió varias calles estrechas
del barrio ribereño antes de llegar a la
ancha avenida Sugár, donde la multitud
cada vez más densa podía verla y
apreciarla debidamente. Como siempre,
Florian encabezaba el desfile, seguido
por el furgón de la banda, que tocaba
con brío, mientras el órgano de vapor
formaba la retaguardia de la caravana,
tocando todavía con más fuerza. Pero
esta vez la cabalgata tenía un miembro
nuevo que no desfilaba con orden.
Era el Turco Terrible montado en el
velocípedo y paseándose por doquier.
Recorría la caravana de arriba abajo,
haciendo muecas y payasadas, y tan
pronto estaba a la cabeza como a la cola
de la procesión, introduciéndose a veces
por entre los vehículos y sorteando a los
tres chinos en plenas volteretas y a los
elefantes y el camello en su pausado
avance. Hacía veloces incursiones entre
los espectadores, que huían con
chillidos de fingido terror. A veces
pedaleaba hacia atrás o elevándose
sobre la rueda trasera y otras sin sujetar
el manillar, con los brazos cruzados.
Entraba y salía de los umbrales de las
tiendas y cuando había un edificio con
escalones, los saltaba arriba y abajo con
el velocípedo.
—¡Ha sido un enorme éxito! —
exclamó Florian cuando la cabalgata se
dispersó por el recinto del circo y toda
la población que la había seguido
convergió en el furgón rojo a fin de
adquirir entradas para la primera
función—. De ahora en adelante Shadid
ha de ser un aditamento regular de la
cabalgata.
—Me gustaría hablarle de él,
director —dijo Fitzfarris.
—Más tarde, por favor, sir John.
Con esta gente ya llenamos la carpa.
Retengámosla. Las barracas ya están a
punto para el negocio. Di a tu pirófago
que empiece a vomitar fuego en la línea
de banderas y tú inicia tu arenga. Esto
hará que los patanes gasten dinero hasta
la hora de la función.
—Usted es el director, director —
dijo Fitz, yendo en busca del pirófago.
Las tres tiendas ya estaban
levantadas, las banderas ondeaban y la
mayoría de eslovacos trabajaban en las
graderías dentro de la carpa. Los dueños
de las barracas encendían los braseros y
sacaban los cuñetes de cerveza, las
jarras de limonada y las baratijas que
ponían a la venta. El órgano se había
detenido a la entrada de la avenida y
seguía tocando en espera de que el
estrado de la carpa estuviera listo para
que Beck y sus hombres lo ocupasen y
empezaran a tocar una música más
armoniosa. Los conductores de los otros
carromatos de la caravana maniobraban
en torno a la carpa para aparcar en sus
lugares acostumbrados del patio trasero.
Todos los artistas se habían dispersado
para descargar sus atrezos, los animales
y demás efectos de su lugar de
almacenamiento durante el viaje por el
río. Fitzfarris supuso que Spyros estaría
desempaquetando sus botellas de nafta y
aceite de oliva y otros utensilios, de
modo que deambuló entre la confusión
del patio trasero, buscándole.
Pero Spyros había ido directamente
al remolque del turco, frente al cual se
hallaba Shadid, secándose con una
toalla el sudor causado por su largo y
activo paseo en velocípedo. Spyros se
colocó ante él:
—¡Hola, turco!
Shadid se sorprendió un poco por la
brusquedad de la interpelación, pero
sólo replicó con desprecio:
—Hola, gusano.
—Creo que tienes gonorrea.
—Es probable —respondió el turco,
impertérrito—. La tengo a menudo. ¿Y
qué? —Entonces soltó una sonora
carcajada—. ¡Ajá! ¿Ella también? ¿Y te
la ha contagiado? Qué horror. Y supongo
que a un hombre tan menudo como tú le
duele hasta hacerle llorar.
—Sí, lloro —dijo Spyros,
desenfundando la daga del cinturón.
Shadid miró la brillante hoja que le
apuntaba. Probablemente podría haber
arrancado de cuajo el brazo de Spyros y
luego atravesado a éste con sus propios
daga, mano y brazo, pero se limitó a
decir con desdén:
—No me la clavarás.
La hoja tembló cuando Spyros se
puso en tensión para atacar. Pero
entonces, ridículamente, hipó.
Avergonzado, dejó caer ambos brazos.
—Tienes razón, turco. No soy como
tú. —Dio media vuelta y se alejó,
oyendo la risa de Shadid a sus espaldas.
—¡Spyros! ¿Dónde estabas? —
preguntó ansiosamente Meli cuando él
volvió a su remolque—. Sir John te ha
buscado por todas partes.
—He ido de nuevo a matar al turco
—dijo él con tristeza—, pero sólo he
temblado ante él. Sólo al verle empiezo
a sudar y a hipar de miedo. No he
podido matarle.
—Claro que no. Eres un hombre
bueno, marido mío. Un hombre bueno no
se venga, sino que perdona a sus
enemigos.
—No quería vengarme, esposa Meli,
sino vengarte a ti.
—Perdóname a mí también, Spyros.
Esto me basta. En realidad no te he sido
infiel y no lo seré jamás.
—Lo sé, lo sé. Eres mejor como
mujer que yo como hombre.
—Sé sólo mi amante marido. No
pido nada más. Y sir John ha prometido
que nunca más tendremos que temer o
escondernos. Idoú… ¡Sir John! Quiere
que vayas en seguida a la marquesina
para empezar el número del fuego.
—Sí, ya voy. —Spyros recogió sus
utensilios—. Cuando vuelva, Meli,
empezaremos de nuevo. Y olvidaremos
el pasado.
Hipó otra vez y luego la besó, tímido
como un novio. Ella le devolvió el beso.
—Vete ahora y da un buen
espectáculo.

—¿Dónde estabas, Spyros? —preguntó


Fitzfarris—. Aun a través de un
megáfono, mi alemán no es una atracción
muy buena. Sube aquí y pon en erupción
algunos volcanes.
—Mejores que los que has visto
nunca, sir John —dijo Spyros con
alegría.
Saltó al estrado, sacó sus botellas y
encendió las pequeñas astillas de pino
mientras Fitz gritaba hacia la avenida:
—Meine Herren und Damen!
Hersehen der gefrässig Grieche!
Muy pocas personas se volvieron a
mirar cuando Spyros tomó su primer
sorbo de nafta, echó la cabeza hacia
atrás, frunció los labios y levantó la
astilla encendida. Pero Fitzfarris sí que
le miraba y vio una erupción diferente
de cuantas hiciera hasta entonces el
Griego Glotón. Justo antes de que
Spyros soplara el aliento de nafta hacia
la llama de la astilla, pareció que
tragaba y sus mejillas hinchadas se
deshincharon durante un momento.
Entonces no sólo salió de su boca una
pequeña llama y un sonido ahogado y no
sólo se le hincharon las mejillas, sino
que se hinchó todo el resto de su cuerpo.
Lo que el globo Saratoga necesitaba
horas para hacer, Spyros lo hizo en una
fracción de segundo, como si le hubieran
conectado a la bomba del generador
para hincharlo en un instante. Su pecho y
vientre se dilataron tan de repente y de
modo tan poco natural que las mallas
negras se abrieron por las costuras.
Todo su rostro se agrandó, la boca se
abrió, las ventanas de la nariz se
ensancharon y los ojos se salieron de las
órbitas. Después de un exiguo eructo de
llama, empezó a salir humo de su boca,
nariz y ojos. Entonces cayó al suelo,
pero continuó despidiendo humo durante
mucho rato.

Una vez más Fitzfarris visitó el


remolque de los Vasilakis. Meli estaba
sentada en los peldaños, cosiendo algo,
y le saludó alegremente:
—¿Dónde ha dejado a mi marido,
sir John?
—No volverá más a casa, Meli —
respondió Fitz en voz baja, y le contó lo
ocurrido—. Florian lo ha llamado un
contracandela. Spyros debe de haber
tragado o inspirado la nafta de algún
modo.
Meli, mirando fijamente el suelo,
murmuró:
—Dijo que ver al turco le producía
hipo…
—Bueno, ya sospechaba que la
pelea con Shadid tenía algo que ver con
esto, y así se lo he dicho al director. Le
he contado toda la historia. Y el turco se
ha marchado. Florian le ha pagado en un
abrir y cerrar de ojos —Fitz hizo
chasquear los dedos— y, cuando he
venido hacia aquí, Shadid ya se iba,
maldiciendo como un condenado. No
volverás a verle, Meli. Ahora… si
quieres ver a Spyros por última vez…
Maggie Hag lo ha… ejem… arreglado y
está de cuerpo presente en el furgón rojo
hasta que se puedan tomar las medidas
oportunas. Maggie vendrá aquí contigo a
hacerte compañía mientras…
—No —dijo Meli con firmeza—. Ya
has perdido gran parte del espectáculo,
sir John. Has sido bueno con nosotros y
yo tampoco te fallaré. Spyros no lo
querría. Seré Medusa en el intermedio,
como de costumbre, y después de la
función haré la Virgen y el Dragón.
—Eres muy valiente, pero no es
necesario. Estoy seguro de que Clover
Lee consentiría en volver a ser Betsabé
y…
—Soy una mujer griega —dijo Meli,
con la cabeza alta—. Siempre, desde
Troya, las mujeres griegas saben que la
mejor manera de llorar la muerte es
seguir con la vida.
2
Así, pues, desde el día del estreno en
Pest el programa del Florilegio se vio
recortado una vez más. Durante el
espectáculo principal Yount tuvo que
reincorporar su antiguo número de
Hacedor de Terremotos y la competición
con Brutus para sustituir su prueba de
fuerza con el Turco Terrible. En el
espectáculo complementario sir John
sólo tenía dos actuaciones que
presentar: su número de ventriloquía con
la Pequeña Miss Mitten y Medusa con
sus serpientes, ya que todas las otras
atracciones eran exhibiciones inertes:
los Hijos de la Noche, la momia de la
Princesa Egipcia, su propia cara tatuada
y el Auerhahn, o siketfajd, como se
llamaba aquí en Hungría.
Yount se ofreció a pasar su tiempo
libre aprendiendo a pedalear en el
velocípedo… y así lo hizo, llegando a
ser por lo menos tan bueno como
Shadid, aunque nunca tan ágil como
Cecil Wheeler, y pronto pudo ejecutar el
número con Daphne y no tardó mucho en
poder incluso zambullirse de cabeza en
el tanque en llamas.
—No es muy diferente de galopar
hacia los cañones de Custer en Tom’s
Brook —dijo después de su primera y
feliz tentativa.
Aquel aciago día de estreno Florian
fue a la comisaría de policía más
cercana para dar cuenta del
fallecimiento de Spyros Vasilakis, y su
informe no fue recibido con el
instantáneo e intenso interés, suspicacia
e investigación que podría haber
despertado en Austria o Baviera. La
policía se limitó a tomar lánguidamente
nota del suceso y sugirió que Florian
rompiese el salvoconducto del hombre
en cuanto pudiera. Luego le dejaron salir
sin ninguna pregunta ni exigencia de una
investigación ni la formalidad de enviar
a un funcionario a dar una ojeada al
cadáver para certificar la muerte de
Spyros. Después Florian fue a gestionar
el entierro en el cementerio macedonio
griego local y, con permiso de Meli, el
funeral se celebró sin el bullicio y
colorido de la pompa circense para no
llamar la atención del público y rodear
de superstición toda la estancia del
Florilegio en Budapest.
Ni esta tragedia ni la consecuente
abreviación del espectáculo hicieron
disminuir la afluencia de público; los
ciudadanos continuaron llenando la
carpa y aplaudiendo sin reservas. Los
miembros del circo notaron algo
interesante en aquel público: en Hungría
los pretzels parecían ser el único
tentempié aprobado, aceptado y de moda
durante los intermedios de un
espectáculo. Cada vez que la carpa se
vaciaba en el intervalo entre las dos
partes, todos los espectadores, jóvenes y
viejos, acudían en tropel a los puestos
de la avenida que vendían esas grandes
y crujientes roscas saladas. Entonces
todos, incluso las viudas más dignas y
mejor vestidas, se paseaban
mordisqueando las roscas mientras
compraban en las otras barracas o veían
el espectáculo secundario o se sentaban
para que Magpie Maggie Hag leyera sus
palmas salpicadas de sal. Los varones,
incluyendo a los niños, también fumaban
szigaretta mientras comían los pretzels.
Los miembros del circo estaban tan
encantados con Budapest como
Budapest parecía estarlo con ellos. El
parque municipal de Pest era un recinto
delicioso, menor que el Prater de Viena,
pero que contenía toda clase de
paisajes, desde una tupida selva hasta
praderas aterciopeladas, parterres
multicolores, estanques con cisnes,
fuentes y cascadas, senderos para
caballos y caminos para pasear. Además
tenía en un extremo una pequeña zona de
atracciones con tiovivo, rueda de barcos
oscilantes, terreno para juegos infantiles
y numerosas barracas de feria. A cierta
distancia de toda esta actividad se
hallaba el elegante y exclusivo
restaurante Gundel’s, cuyos comedores
tenían paredes recubiertas de madera y
asientos de cuero y felpa, arañas en el
techo y candelabros sobre las mesas; los
camareros llevaban frac y eran
eficientes y discretos; y en las cocinas
los mejores chefs guisaban las viandas
más exquisitas de Pest y Buda. Los
miembros del circo cenaban allí siempre
que tenían tiempo de vestirse con la
elegancia que requería aquel ambiente.
—Los húngaros tienen un dicho —
observó Florian en una visita, después
de una cena que empezó con el aperitivo
de almendras Bugac y sopa fría de
cerezas agrias, siguió con lucio en salsa
de pepinos, un gulash gitano con trozos
de muchas carnes, capas de espárragos y
setas, fideos a la crema con alcaravea y
páprika verde y Aszú Tokaji para
regarlo todo, y concluyó con buñuelos
de crema bañados en chocolate, café
turco hecho con agua de rosas y, por
último, brandy de albaricoque—. Los
húngaros dicen: «Si pudiéramos
permitirnos el lujo de vivir como
vivimos, ¡ah, qué bien viviríamos!»

La gente del circo solía divertirse con el


entretenimiento favorito de los
habitantes de la ciudad: pasear por
calles, plazas y bulevares. Los hombres
de la compañía lo hacían sobre todo
para admirar a las numerosas mujeres
que paseaban para ser admiradas. Más
que en cualquier otro lugar de los
visitados por el Florilegio, allí
abundaban las mujeres y muchachas
seductoramente bellas, de pechos altos y
piernas largas. Incluso las niñas apenas
llegadas a la pubertad eran bonitas como
potrancas. Y ninguna de ellas, desde las
ninfas incipientes hasta las matronas
maduras, llevaba nada bajo la blusa
veraniega que se pareciese a una camisa
o un sujetador.
—¡Cielos! —exclamó Daphne la
primera vez que fue al centro urbano—.
Hasta se les pueden ver los pezones. Ni
siquiera en París he visto vestir así a las
mujeres respetables.
Su compañero, Florian, dijo con
indulgencia:
—¿Por qué deberían ser las mujeres
poco respetables los únicos espíritus
libres?
Daphne aspiró con fuerza por la
nariz.
—Bueno, las mujeres de Budapest
pueden ser atractivas y bien formadas
desde la adolescencia hasta la madurez,
pero se marchitan rápidamente a partir
de esa edad. Mire, las viejas son
matronas ajadas vulgares y obesas.
—Esas son las campesinas que
viven en los pueblos. Verías tipos
iguales, querida, en los puestos de
vuestro Covent Garden. ¿Acaso las
damas soignées del Mayfair londinense
se ajan o engordan de este modo? No, y
tampoco las damas del civilizado
Budapest. Envejecen graciosamente y, al
llegar a cierta edad, no se pasean para
ser admiradas, sino que dan recepciones
en sus casas… bien acompañadas de
admiradores, te lo aseguro.
Había otras cosas para ver y
admirar, además de las mujeres
hermosas. Aunque Pest era una ciudad
francamente —incluso flagrantemente—
comercial, también era, como lo expresó
Willi Lothar, «una ciudad muy
acogedora». Casi todas las calles
estaban adoquinadas formando
intrincados dibujos y muy bien
iluminadas de noche por decorativas
farolas. Las líneas de tranvía aún eran
escasas, pero había un animado tráfico
de otros vehículos, desde carretas
tiradas por bueyes hasta imponentes
carruajes de cuatro caballos. De día casi
todas las plazas eran bulliciosos
mercados al aire libre. Desde lejos
todos estos mercados parecían iguales:
hileras de puestos y carros bajo alegres
sombrillas o toldos de muselina pintada.
Pero también se podían oler desde lejos,
lo cual permitía diferenciarlos según las
mercancías en venta. Una plaza despedía
el perfume de flores procedentes de los
viveros de la isla de Margit, río arriba,
y otra el aroma fresco de las hortalizas
cultivadas en los huertos de la isla
Csepet, río abajo, y otra el olor menos
apetecible del pescado cogido en el
propio río.
Las numerosas atracciones culturales
de Pest —museos, teatros, galerías de
arte, la Opera— se albergaban en
edificios de soberbio diseño, y los
arcos, paredes, columnas, cúpulas y
bóvedas de estos edificios no estaban
adornados por adiciones superfluas. En
cambio, los edificios comerciales
mucho más numerosos de la ciudad,
aunque gran número de ellos fueran
también magníficos arquitecturalmente,
adolecían de un exceso de chillones
anuncios publicitarios. Todas las
paredes planas, aunque estuvieran a seis
pisos de altura sobre la calle, se veían
abarrotadas de mensajes multicolores en
ornamentadas letras, y algunos
ilustrados con una fotografía del
producto anunciado o de una
espectacular mujer desnuda o de un niño
gracioso o de un hombre sucesivamente
calvo y muy peludo antes y después de
usar el producto. Muchos edificios
tenían letreros que los rodeaban como
cintas entre dos hileras de ventanas,
hasta el último piso. Y la mayoría de los
carteles estaban por duplicado, el
mensaje magiar repetido en alemán, así:
OLMOSY FERENC
Gyára
FRANZ OLMOSY
Fabrik
Algunos de los letreros sobre los
establecimientos de la calle, aunque
sólo estuvieran escritos en húngaro
—KAVEHAZ, CZIGARETTA—, eran lo
bastante comprensibles para que los
recién llegados reconocieran que se
trataba de cafés o estancos y se
convirtieran en sus clientes. El Kavehaz
New York, de hecho un local demasiado
suntuoso para llamarse café, llegó a ser
el lugar favorito de la compañía para
tomar un refresco antes o después de un
largo paseo por la ciudad. Los
camareros aprendieron los nombres de
los artistas y éstos se acostumbraron a
ser interpelados al estilo magiar; por
ejemplo, Maurice era LeVie úr, Gravrila
era Smodlaka né, Domingo Simms
kisasszony. Lo que les causó más
problemas durante un tiempo fue la
moneda local. Hungría seguía usando los
kronen, gulden y kreuzers del imperio
austríaco, pero la nación ya introducía
las coronas, los forints y los fillérs de
acuñación propia, por lo que los
extranjeros —y los propios húngaros—
sufrían cierta confusión hasta que
aprendían a llevar las dos monedas en
bolsillos o bolsos separados y hacer
rápidos cálculos entre ellos.
Varios miembros de la compañía
encontraron otros lugares preferidos en
la ciudad. Cerca de los muelles del
Danubio, Dai Goesle halló un raktároz
tengerészeti. Se trataba de una tienda de
efectos marinos y Goesle era tan incapaz
de pronunciar este nombre húngaro
como los dueños de la tienda de
pronunciar el suyo, pero aun así
lograron comunicarse de alguna manera.
Y allí compró la lona, los postes, la
cuerda y demás artículos necesarios
para hacer las dos nuevas tiendas
vestidor que quería Florian. Y después
volvió con frecuencia al
establecimiento, siempre que el circo
necesitaba algo así como argollas,
hebillas, barniz, etc., y siempre salía con
el objeto exacto que buscaba, del
tamaño, grosor o color exacto.
Las mujeres del circo descubrieron
pronto el Nagyáruhaz Párizsi o
Almacenes de París, una especie de
emporio totalmente desconocido para
las mujeres que no habían estado nunca
en París. Comprendía todas las tiendas
imaginables bajo el mismo techo y la
misma dirección, no dividido en tiendas
separadas sino en «departamentos»
repartidos entre los varios pisos,
entresuelos y balcones interiores de un
edificio inmenso. Allí se podía comprar
whisky escocés, una alfombra turca, un
crucifijo rumano, sedas de Sicilia —
cualquier cosa desde un solo botón a los
enseres de toda una casa—, de modo
que casi todas las mujeres de la
compañía encontraron excusas para
curiosear por allí al menos una vez por
semana. Cuando Agnete compró allí
cierta cantidad del incomparable encaje
de bolillos húngaro, oyeron decir en
broma a Yount:
—No me importa el dinero, Dios
mío, no; pero me parece mucho gasto
por una tela llena de agujeros.
Carl Beck pasaba casi todos sus
ratos de ocio probando uno tras otro los
enormes y elegantes balnearios de la
localidad. Cuando no estaba sumergido
en una agua o barro milagrosos —en una
gruta de roca natural o en una piscina de
alabastro de Babilonia o un tanque
balneotermomagnético—, ingería algún
curalotodo patentado o se untaba con él.
Nunca abandonaba o entraba en el
parque municipal sin detenerse a tomar
un vaso lleno del agua caliente de
manantial que manaba de un grifo
público en la fuente de mármol junto a la
verja del parque. Apestaba siempre a la
loción capilar Bánfi o al Kneippkura o
el Sámson-balzsam con que se frotaba la
calva e incluso en Gundel’s o en el New
York vertía en el café de agua de rosas
unas gotas de su omnipresente frasco de
elixir vivificante Béres.
Grupos de gente del circo también
iban de vez en cuando a la plaza de
Francisco José, a orillas del río, y desde
allí subían la cuesta adoquinada que
conducía al puente de Cadenas entre dos
gigantescos leones de piedra. Los
vehículos que usaban el puente para ir y
venir de la ciudad menor de Buda tenían
que pagar unos fillérs por el privilegio.
Los empleados del puesto de peaje
podrían haber cobrado mucho más
dinero si hubiesen hecho pagar a los
peatones, porque éste era otro paseo
predilecto de todos los ciudadanos, los
cuales podían cruzar gratuitamente para
satisfacer su orgullo con la
contemplación de la maravillosa
estructura. Casi todos los que lo
cruzaban se detenían a medio camino
entre las dos altas torres de piedra del
puente y allí se apoyaban en la
barandilla, entre las cadenas colgantes,
para contemplar los barcos que
navegaban por el río en ambas
direcciones. En el lado de Buda, el
tráfico de vehículos tenía que continuar
por el túnel de la colina, pero los
peatones podían bajar directamente a los
muelles y calles ribereñas.
Sólo en aquella zona era Buda lo
bastante llana para construir casas
destinadas a bienes y servicios. Sin
embargo, la posada de la Cruz Blanca
era la única empresa importante. Todos
los otros mercados, posadas y tiendas
eran pequeños en comparación con los
de Pest, y sus clientes eran
principalmente los habitantes del barrio,
es decir, los trabajadores del río.
Mullenax no tardó en encontrar el
distrito de Tabán, donde vivían todos los
barqueros del Danubio y otros tipos
duros. A partir de entonces pasó la
mayor parte de su tiempo libre —y
también el que debería haber dedicado
al trabajo— compartiendo con ellos su
brebaje preferido, una ginebra búlgara
irrisoriamente barata y terriblemente
nociva.
Las pendientes de Buda estaban
salpicadas de casitas campesinas muy
atrayentes, con arbustos floridos sobre
los tejados, guirnaldas de páprika roja y
verde colgadas a secar contra las
paredes encaladas y el dulce olor de la
albahaca flotando en todos los jardines.
Las alturas de Buda estaban reservadas
para los monumentos y edificios
monumentales: estatuas de bronce y
piedra, el castillo real, la Ciudadela, la
iglesia de la Coronación. Todos los
grupos del circo alquilaron un kocsi por
lo menos una vez para que los llevara a
la cima de la colina Gellért y a la de la
colina del Castillo. Pero la sombría
Ciudadela era una fortaleza en activo y
el castillo una sede del gobierno, así que
no se permitía la entrada de visitantes en
ninguno de los dos. Los turistas tenían
que contentarse con asomarse al bastión
del Pescador, debajo del castillo, o
sentarse bajo las murallas de la
Ciudadela para disfrutar de la vista de
Buda a sus pies, Pest al otro lado del río
y el largo y brillante trecho del Danubio.
—Esta colina Gellért —dijo un día
Florian— recibió su nombre por el
obispo misionero que intentó por
primera vez atraer hacia el cristianismo
a los paganos de este lugar. De todos
modos no lo abrazaron, ni a él tampoco;
clavaron escarpias alrededor de un
barril, embutieron dentro al obispo y lo
lanzaron por esta colina hacia la muerte
y la santidad.
—Suena como un número de circo
—comentó Edge.
—Entonces me gustaría resucitar a
san Gellért y su barril —dijo Florian—.
¿Te has fijado, Zachary, en que contando
a las ocho bailarinas del Schuhplattler y
sin contar a los hombres de la banda
ahora tenemos más artistas del sexo
femenino que del masculino?
—¿Y quién se queja, las mujeres o
los hombres? Por primera vez desde que
puedo recordar, todos parecen por lo
menos haber estabilizado sus vidas
privadas. Que yo sepa, no hay
triángulos, ni adulterios, ni seducciones
secretas, ni celos latentes.
Edge los contó con los dedos.
Pemjean y Lunes parecían satisfechos el
uno con el otro, al igual que Maurice y
Nella. Obie y Agnete eran claramente
felices, así como Jules y Willi. Fitzfarris
había empezado a cortejar a la viuda
Vasilakis, para consolarla de su pérdida.
Las chicas del Schuhplattler distribuían
imparcialmente sus favores entre los
hombres sin pareja, llegando a incluir a
Hannibal Tyree, los tres chinos y
Kesperle Spenz. Lo más notable, incluso
increíble, era que el viejo Hanswurst
Notkin guiñaba últimamente los ojos a
Magpie Maggie Hag, quien daba claras
muestras de rechazarle.
—Y si no me equivoco —concluyó
Edge—, le he visto a usted llevando dos
o tres veces a cenar a Gundel’s a la
viuda Wheeler.
—Puramente platónico —murmuró
Florian—. Paternal.
—Claro —prosiguió Edge—.
Clover Lee busca todavía a un
pretendiente noble, pero mientras se
contenta con los ricachones de las
primeras filas. Domingo también,
supongo, así que ¿quién se queja de la
proporción entre hombres y mujeres?
—Nadie se queja —respondió
Florian—. Sólo digo que es insólito,
quizá antinatural. Nunca he conocido un
circo donde las mujeres superasen en
número a los hombres. También me he
dado cuenta de que entre los hombres
felices no te has incluido tú.
—Estoy tranquilo. Esto me basta.
Edge mentía. No estaba completamente
tranquilo. De hecho, se preguntaba en
secreto si no estaría volviéndose loco.
Hacía más o menos un mes que le había
inquietado la aparente pero imposible
familiaridad de algunos retratos y bustos
del palacio de Schönbrunn. Ahora, allí,
en un país totalmente distinto, en dos
funciones nocturnas del circo le había
parecido vislumbrar una cara conocida
entre el público. ¿Era posible, se
preguntaba, que la pérdida, el dolor y la
nostalgia consciente y diligentemente
reprimidos por la mente de un hombre
pudieran encontrar de algún modo
intersticios en dicha mente para filtrarse
por ellos y atormentarle con
alucinaciones?
Cuando le ocurrió otra vez, en otra
función de noche, Edge decidió afrontar
lo que fuese: su propia locura o un
fantasma demostrable. Como en las
veces anteriores, la mujer iba
acompañada por otra dama y ambas
llevaban velo y llegaban tarde —durante
el primer número, cuando el resto del
público estaba atento al espectáculo—,
ocupaban sus asientos reservados de
primera fila y entonces alzaban sus
velos. La compañera era una mujer de
mediana edad y aspecto corriente; la
otra era…
—¿Autumn? —preguntó Edge,
tímido y absurdo, pero incapaz de decir
otra cosa cuando se les acercó en el
intermedio.
Siempre permanecían en la carpa
durante el descanso, sin mezclarse con
la multitud de la avenida y sin llamar
por señas a Magpie Maggie Hag para
consultarla, y siempre eran de las
primeras personas en abandonar la
carpa una vez concluida la función.
Ahora las dos se sobresaltaron por la
sorpresa e inmediatamente se cubrieron
la cara con el velo. La interpelada
preguntó, recelosa:
—Beszél ön magyar?
Edge se limitó a mirarla con fijeza.
—Sprechen Sie Deutsch?
Edge continuó mirando, en un intento
de verla a través del velo. Con él podía
ser la Autumn de los últimos días, pero
sin el velo era la Autumn de su primer
encuentro.
—Tiens, parlez-vous français?
Edge agitó la cabeza para
despertarse y murmuró:
—Un petit peu.
Ella rió y su risa era la de Autumn.
—En peti pu? Bueno, ya veo que
hay un americano en este circo
americano. Aún no le había oído hablar
nunca, señor, sólo tocar el silbato.
Ella se levantó el velo, aturdiendo
tanto a Edge que le hizo tartamudear:
—No… hablo mucho… señora.
No, los cabellos de esta mujer eran
más bien de color bronce que castaños
rojizos, pero sus ojos eran los mismos:
castaños, con pétalos de flores
salpicados de motitas doradas. Su boca
siempre a punto de sonreír era la
misma…
—¿Por qué se ha dirigido a mí con
esa palabra?
Edge volvió a mover la cabeza.
—Es un nombre, señora. Autumn.
Alguien que conocí.
Ella ladeó la cabeza y sonrió de un
modo deslumbrante.
—¿Aprobaría ella que aborde a
otras mujeres?
—Lo siento. Se parece usted mucho
a ella. También era hermosa.
—Gracias. Si vamos a intercambiar
cumplidos, deberíamos presentarnos. Es
casual, pero casi ha acertado mi nombre.
No soy Autumn sino Amelie, condesa
Von Hohenembs.
—En tal caso, lamento todavía más
mi descaro, alteza —dijo Edge con una
inclinación—. Probablemente prefiere
conservar el incógnito en este lugar. Yo
soy Zachary Edge, el…
—El director ecuestre, claro. Mi
compañera es la Bárónö Festetics
Marie. Encantadas de conocerle, Edge
úr. —Le tendió la mano enguantada y
Edge se inclinó de nuevo para rozarla
con los labios—. Soy una aficionada a
la equitación —prosiguió ella— y una
entusiasta del circo de toda la vida. Pero
tengo que disfrutar de mis aficiones sin
ser reconocida; el pueblo llano podría
escandalizarse o afligirse al ver a su… a
un miembro de la clase pomposa gozar
de algo tan libre y despreocupado como
un circo.
—Condesa, si sabe lo bastante sobre
circos para llamarme director ecuestre
en vez de maestro de ceremonias —
sonrió—, no es una simple aficionada.
—Por favor, no sonría, Edge úr.
—Lo he dicho como un elogio,
alteza, no por atrevimiento.
—Ya lo sé. Pero no debería sonreír
nunca. Es menos feo cuando no sonríe.
¿No se lo dijo nunca su Autumn?
—Pues sí, pero quizá no con tanta
franqueza.
—Un título da a una mujer el
privilegio de ser franca. Con frecuencia
digo a Ferenc, mi marido, exactamente
lo contrario. Que debería sonreír más a
menudo.
—Es un privilegio del conde —dijo
Edge— ser instruido por una condesa
tan encantadora.
—¡Vaya, vaya! —exclamó ella,
estudiándole—. Mientras no intente
hacerlo en su francés de colegial, es
evidente que sabe ser galante. Para ser
un americano.
—Hago lo que puedo —contestó él
con humildad—. Alteza, si quisiera
permanecer aquí hasta que… el pueblo
llano se haya marchado, después de la
cabalgata final, ¿me haría el honor de
permitirme enseñarles, a usted y a la
baronesa, los bastidores de nuestro
espectáculo?
Ella reflexionó, pero dijo:
—Esto podría ser… imprudente.
Mire cómo la idea hace fruncir el ceño a
Marie.
—¿En otra ocasión? —preguntó
Edge, casi suplicante, reacio a dejarla
marchar. «Insiste», pensó.
Ella replicó con soltura:
—Un prété pour un rendu. ¿Por qué
no le enseño yo mi circo? —La
baronesa Festetics le dirigió una mirada
aún más amonestadora, pero ella no hizo
caso esta vez—. ¿Puede tomarse unos
días de vacaciones, Edge úr?
—Pues… supongo que sí. Sí. Puedo
y lo haré. Pero… ¿su circo, alteza?
—Oh, una tontería, pero es de mi
propiedad. Probablemente provocará su
fea sonrisa. ¿Conoce el pueblo de
Gödöllö? Ahora resido en las
inmediaciones, donde está mi casa de
campo. Está sólo a unas horas de aquí
por carretera. Le mandaré un carruaje.
Vestimos de modo informal, excepto
para cenar. ¿Quedamos para dentro de
una semana?
Edge dijo que le parecía muy bien y
que lo esperaría con impaciencia.
Entonces permaneció hablando con ellas
—incluso la baronesa se ablandó lo
suficiente para contribuir con unas
frases sociables en inglés— hasta que la
banda entonó Esperad el carromato y el
pueblo llano se apresuró a volver a la
carpa.
Edge reanudó sus obligaciones de
director con un brío que no había
demostrado durante mucho tiempo y
ejecutó su número de tiro como coronel
Ramrod con floreos insólitos y sus
volteos a caballo como Buckskin Billy
con una temeridad estremecedora. Cada
vez que saludaba, lo hacía directamente
a la condesa Amelie, que aplaudía con
las manos altas para que él pudiera
verlas —las damas nobles no hacían
ruido con los pies— y Edge tenía que
acordarse de no sonreírle. Cuando
concluyó el espectáculo, las dos mujeres
no se fueron en esta ocasión durante la
cabalgata, por lo que Edge tuvo
oportunidad de despedirse de ellas. Y
cuando la condesa se levantó para
marcharse, Edge advirtió que también se
diferenciaba de Autumn en que era
mucho más alta. Pero tenía la misma
figura curvilínea y el mismo talle
increíblemente estrecho.
Edge no había mencionado nunca a
nadie lo que él calificaba de
alucinaciones encore-vu de Autumn y
naturalmente ninguno de sus colegas
había visto a la mujer ni observado a
Edge hablando con ella aquella noche.
Sin embargo, todos los artistas se habían
fijado en su repentino arrebato de
entusiasmo y estaban encantados, aunque
perplejos. Cuando se hubieron ido los
últimos espectadores, Florian se acercó
a Edge y le preguntó con cautela, casi
con preocupación:
—¿Ha ocurrido algo esta noche
durante el intermedio, Zachary? ¿Algo
para darte… una vivacidad tan poco
habitual?
—Desde luego que sí, director. Me
gustaría pedirle unos días de permiso la
semana próxima.
—¡Vaya por Dios! ¿Estás enfermo,
muchacho?
—Creía que sí, pero acabo de
descubrir que no. No era Autumn
después de todo. Es la condesa Fulana
de Tal.
—¿Ah, sí? —dijo Florian,
retrocediendo un paso—. Quizá
necesitas de verdad un descanso, amigo
mío.
—No estoy loco, director, ni mucho
menos. Nunca me he sentido mejor. Me
han invitado a visitar la casa de campo
de esta condesa que he conocido esta
noche. Amelie… es lo único que
recuerdo de su nombre. Y usted siempre
nos está animando a trabar amistades en
las altas esferas, ¿no?, por si pueden
sernos útiles para el espectáculo.
—Debes aceptar sin falta,
muchacho. Has trabajado casi sin parar
desde que te incorporaste al circo. Si
sólo la perspectiva te anima tanto, la
visita en sí te hará sin duda muchísimo
bien.

Durante la semana siguiente Edge pasó


mucha parte de su tiempo libre visitando
a un sastre recomendado por Willi y
probándose una serie de trajes de
etiqueta. Clover Lee volvió a lamentarse
de que «todo el mundo encuentra a
alguien con título menos yo». Y
Domingo hizo acopio del valor
suficiente para abordar a Edge y decirle:
—Toda la compañía murmura que
acudes a una cita con una condesa
misteriosa. ¿Es cierto, Zachary?
—No es una cita, muchacha. Cita
suena a algo furtivo. Sólo se trata de
unas vacaciones en el campo. Y no hay
nada misterioso en la dama, excepto su
enigmático parecido con Autumn. Si
recuerdas qué aspecto tenía Autumn.
—Sí —respondió Domingo, abatida
—. Era una mujer hermosa.
—Y tú no le vas a la zaga —dijo
Edge alegremente—. Eres igual de
hermosa. Sólo que de un modo diferente.
—Gracias. ¿Vas a enamorarte de
ésta como te enamoraste de Autumn?
—Será mejor que no lo haga. Ésta
tiene marido.
Domingo se animó lo bastante para
sugerir:
—Entonces, quizá algún día…
cuando te tomes otras vacaciones, me
llevarás contigo, como compañía.
—Pues claro que sí, Domingo. Si la
condesa me invita de nuevo, tú también
irás y usarás tu belleza para atraer al
conde hacia otro lugar a fin de que yo
pueda estar un rato a solas con ella.
Tras un momento de silencio
ofendido contestó la muchacha:
—Si quieres… Pero Clover Lee lo
haría mejor. Se iría con el conde y lo
conservaría. Así tú podrías quedarte
para siempre con la condesa.
Oyéndola apenas, dijo él:
—Supongo que tienes razón. —Y
Domingo se alejó llena de tristeza.

El día convenido llegó el carruaje


anunciado: una lujosa berlina de ruedas
altas, tapizada de piel y tirada por una
pareja de caballos bayos ingleses. En el
pescante iba sentado un cochero con
librea y un lacayo viajaba de pie en la
parte trasera. La mayoría de miembros
del circo contempló con la boca abierta
cómo el lacayo saltaba para coger la
maleta nueva de Edge, la guardaba en el
portaequipajes y después enseñaba a
Edge la canasta de viaje que había bajo
el asiento, llena de comida recién
preparada, fruta, dulces, vino y licores
diversos.
—El escudo de la portezuela es el
de los Festetics —explicó Florian,
claramente impresionado—. De modo
que éste es el nombre que no podías
recordar. Uno de los más distinguidos de
Hungría.
—No —dijo Edge, después de
pensar un poco—. Era von no sé qué.
Creo que Festetics era el nombre de su
acompañante. Bueno, adiós a todos. —
Se tocó el nuevo sombrero de viaje, de
castor gris—. No tardaré en volver.
3
Una vez cruzada la verja del parque, la
berlina torció hacia el noroeste y pronto
dejó atrás los últimos suburbios de Pest.
Edge se apoyó en el respaldo para
disfrutar del paisaje, pero la tierra era
tan llana y poco interesante en esta
carretera —nada más que praderas de
hierba alta como las de Kansas, excepto
algún que otro campo de centeno o trigo
— que dormitó casi todo el trayecto. De
vez en cuando, un bache del camino le
despertaba y entonces buscaba en la
canasta un trozo de pollo o una
dobostorta o una botella de vino y
volvía a adormecerse.
La última vez le despertó, justo al
ponerse el sol, la súbita vibración del
carruaje sobre una superficie
adoquinada y al asomarse vio que
estaban en la sinuosa avenida de un
parque extenso, pero no ajardinado.
Todo eran bosques y prados naturales y
en dos ocasiones los caballos intentaron
detenerse cuando un ciervo de abundante
cornamenta cruzó a saltos la avenida.
«Su casa de campo», murmuró con
ironía Edge cuando apareció ante su
vista: un hermoso castillo de sillería
adornada con grecas, torres, ventanas
medievales, puertas labradas y rosas y
glicinas trepando por todas las altas
paredes.
Curiosamente, sin embargo, la
berlina no le dejó ante la entrada
principal de aquella impresionante mole
sino que entró por una portecochère y
salió a la fachada posterior. «¿La
entrada del servicio o de los
proveedores?», se preguntó Edge, que se
quedó realmente perplejo cuando el
carruaje siguió pasando de largo otras
dependencias, bien construidas,
ciertamente, pero a todas luces las
cocinas, habitaciones del servicio,
herrería y despensas de la mansión. Por
fin la berlina se detuvo ante las cuadras
y el lacayo abrió la portezuela e inclinó
la cabeza cuando Edge se apeó. De
hecho las cuadras no ofrecían un aspecto
mucho menos suntuoso que el castillo,
pero ¿vivía ella allí? ¿Habría sido pura
jactancia toda aquella charla sobre
títulos y privilegios? ¿Sería sólo una
parienta pobre de los Von Fulanos de
Tal, o incluso una de sus pinches de
cocina?
Entonces oyó música. Junto a un
paddock circular, un hombre con
aspecto de ser mozo de cuadra tocaba
con su acordeón una alegre y trepidante
música zíngara. Y dentro del paddock
daban vueltas y más vueltas a un trote
ligero dos gráciles caballos árabes sin
silla. A lomos de ambos había una figura
esbelta con camisa blanca y pantalones
negros; Edge no pudo distinguir al
principio en la penumbra del crepúsculo
si se trataba de hombres o mujeres.
Ejecutaban una rutina acrobática y de
ballet casi tan bien como Clover Lee:
poses artísticas, de pie sobre una sola
pierna y de vez en cuando saltaban
ágilmente de los caballos al listón
superior de la valla, manteniendo allí el
equilibrio hasta que sus monturas
volvían y las montaban entonces de
nuevo.
Edge miró, complacido, y al final
una de las amazonas desmontó con un
salto mortal, se introdujo por entre los
listones de la valla y se acercó a él,
echándose un bolero negro sobre la
blusa blanca. Tenía la cara sofocada por
el ejercicio, pero no respiraba con
fuerza. Amelie no usaba cosméticos —
no los necesitaba— y sus cabellos color
de bronce estaban recogidos en la nuca,
al estilo de las campesinas, y le
colgaban en ondas hasta la cintura.
Podría haber sido una moza de cuadra,
muy hermosa, de no haber sido su blusa
de la seda más fina y el bolero y los
pantalones de terciopelo negro.
Le reprendió traviesamente:
—Como ya predije, está sonriendo,
Edge úr. Le ruego que desista.
—Lo siento. La estaba admirando.
—Se inclinó y ella le alargó la mano
para que se la besara. Esta vez no estaba
enguantada y no era la mano fuerte de
una amazona profesional ni la mano
áspera y roja de una criada. Se apresuró
a añadir—: Alteza.
—¡Berni! —llamó ella al mozo de
cuadra, diciéndole por señas que dejase
de tocar. Entonces llamó a la otra
amazona—: ¡Elise!
—¿Es éste su circo, condesa? —
preguntó Edge.
—Una parte muy pequeña. Sólo
nosotras dos. Debo pedirle perdón. Al
invitarle olvidé por completo que había
mandado a Achilleion a todos mis
acróbatas y payasos. Pero ahora…
quiero que conozca a Fräulein Elise
Renz.
La señorita Renz era tan joven y casi
tan bella como la condesa. Le tendió la
mano para recibir un apretón, no un
beso, y ésta sí que era la mano fuerte de
una verdadera équestrienne.
—Guten Abend, Herr Edge —dijo.
—Elise es hija de Ernst Jakob Renz
—explicó la condesa—, del Zirkus
Renz, que usted tal vez conoce de oídas.
Elise tiene la bondad de hacer novillos
de vez en cuando y abandonar el circo
de su padre para venir a enseñarme los
nuevos números a pelo.
La señorita Renz hizo un mohín y
dijo algo en alemán. La condesa tradujo:
—Elise dice que nosotras no
tenemos director ecuestre para darnos
órdenes y es cierto. Nos falta alguien
severo que nos imponga disciplina. ¿Y
si mañana viene a blandirnos el látigo,
Edge úr? Nos gusta mucho tener una
mano fuerte que nos dirija… y nos
castigue, si es necesario.
—Ja, Strafe! —exclamó la otra, con
los ojos brillantes.
—Lo haré encantado —respondió
Edge.
—Bien. —La condesa dijo unas
palabras en alemán a Elise, que rió,
contenta—. Pero ahora venga, es mi
invitado. Deseará refrescarse después
del viaje. Elise y Berni atenderán a los
caballos. —Llamó otra vez—: Schatten!
—Y un perro inmenso y peludo salió de
la cuadra y, cuando Edge y la condesa se
dirigieron al castillo, caminó
solemnemente a su lado.
—Este perro —observó Edge— ya
es digno de un circo. Tan grande como
Rumpelstilzchen, nuestro pony.
—Sí. Mi Schatten es un galgo
irlandés. Un fiel compañero y
guardaespaldas. Su nombre significa
Sombra.
—Un perro afortunado —dijo
involuntariamente Edge. En seguida
añadió, para disimular su torpeza: ¿Así
que miss Renz le ha enseñado
equitación?
—Oh, no. Sólo me ayuda a
conservar la práctica. Fue mi padre
quien me enseñó. Convirtió su escuela
de equitación en un zoo y un circo en
miniatura y me enseñó equitación
artística cuando era muy pequeña.
—¿Su padre dirigía una escuela de
equitación? El mío trabajaba en una
fundición de hierro. Cuando había
trabajo.
—No me ha entendido. Las cuadras,
los paddocks y el hipódromo de un
palacio se llaman siempre, por
modestia, la escuela de equitación. Mi
padre era Maximilian Josef von
Wittelsbach, duque de Baviera.
—¡Oh!
—¿Ha oído hablar de la locura de la
familia Wittelsbach? Pues bien, mi
padre tenía sólo una clase de leve
locura: le apasionaba la vida circense.
Una vez, cuando yo era muy pequeña,
nos vestimos de vagabundos y
recorrimos Baviera a caballo, sin ser
reconocidos. Siempre que nos
deteníamos en el patio de una posada, él
tocaba la cítara y yo hacía acrobacias
sobre el caballo sin silla. Luego pasaba
el sombrero entre los espectadores. —
Hizo una pausa, sonrió con nostalgia y
añadió—: Fue el único dinero que he
ganado en mi vida. Y también mi padre,
supongo.
Edge rió entre dientes.
—No obstante, heredé la locura de
mi padre y he conservado desde
entonces una parte de su circo: los
animales, los enanos. Cuando mi propio
hijo tenía seis años, era muy nervioso y
tímido, así que, para enseñarle a no
tener miedo, le encerré toda una noche
en el zoo lleno de animales salvajes. Oh,
dejé al tutor de Rudi oculto cerca de él,
por si acaso. No hubiera expuesto a mi
hijo al peligro, claro.
—Claro. Aun así, debió de ser una
noche difícil de olvidar.
—Todavía es muy nervioso —dijo
ella, como de paso—. Siento mucho no
tener aquí a los animales y el resto de mi
circo para enseñárselos.
—Si sólo quisiera ver un circo,
alteza, me habría quedado en Pest con el
mío.
Ella le dirigió una mirada cálida
para agradecer esta observación, pero
continuó su charla banal:
—Como le he dicho, los envié a
Achilleion, donde suelo pasar los
inviernos. Es mi casa de Corfú. La
diseñé yo misma al estilo griego.
Habían llegado a los senderos de
grava blanca que rodeaban el césped y
desembocaban en la gran terraza
embaldosada de delante del castillo,
adornada con muchas urnas de bronce,
de la altura de un hombre, rebosantes de
flores. En cada una de las gastadas
columnas de piedra que flanqueaban la
balaustrada de la terraza habían
incrustado una piedra nueva, labrada
con un escudo heráldico. Edge advirtió
que la divisa era diferente de la que
figuraba en la berlina de los Festetics,
pero —de nuevo la sensación del
déjà-vu— estaba seguro de haberlo
visto en alguna parte.
—Ah, se ha fijado en las adiciones
recientes —dijo la condesa—. Si, este
castillo no ha sido mío hasta el año
pasado. Estoy muy encariñada con él,
más que con cualquiera de los otros.
Excepto en invierno. Entonces me
escapo hacia el sol.
Edge se preguntó quién le habría
dado el castillo y cuántos tenía, Pero no
dijo nada. Unos lacayos abrieron las
puertas de par en par Y entraron en un
vestíbulo abovedado lleno de
estandartes, escudos Y armas antiguas.
La baronesa Festetics esperaba para
atender a la condesa y, después de
hacerle una reverencia, incluso se
inclinó un poco en dirección a Edge.
—Se acuerda de Marie, claro —dijo
la condesa—, y éste es mi chambelán, el
barón Nopsca. —El elegante caballero
se inclinó y juntó los talones—. Este es
Hirschfeld, que será su ayuda de
cámara. Debo decirle que los
domésticos de la casa sólo hablan
húngaro. —Bajó la voz para murmurar
—: Es para que yo pueda hablar en otras
lenguas con toda confianza. Incluso con
intimidad. —Y entonces prosiguió—:
Descubrirá, no obstante, que Hirschfeld
conoce sus deberes y no necesita
instrucciones. Ahora le conducirá a su
suite. Hoy la cena será a las ocho, pero
no en el comedor grande sino en el salón
Marfil, que es más cómodo. Hirschfeld
también le guiará hasta allí.
Como aturdido, Edge se dejó
conducir por la gran escalinata,
advirtiendo que incluso su ayuda de
cámara tenía sirvientes: un lacayo
llevaba la maleta y otro una bandeja con
una jarra de agua caliente, una palangana
y diversos útiles de tocador. La suite —
un dormitorio con una cama de dosel,
una salita de desayuno y un cuarto de
baño— era de un esplendor señorial que
aturdió todavía más a Edge. Sin
embargo, no sucumbió inmediatamente a
la indolencia sibarítica e insistió en
lavarse y afeitarse él mismo, aunque
casi tuvo que echar por la fuerza a
Hirschfeld para hacerlo. El ayuda de
cámara fue a deshacer la maleta y arrugó
la nariz varias veces, como
despreciando la calidad de su contenido.
Después Edge permitió que le ayudase a
vestirse para la cena porque no estaba
familiarizado con las complejidades de
pechera falsa, cuello, gemelos, etc., y
jamás habría podido hacerse el lazo de
la corbata del frac.
Cuando Edge llegó al cómodo salón
Marfil comprobó que era bastante más
grande que la casa donde había nacido.
La condesa estaba sentada ante un piano
de cola de color marfil —o quizá de
auténtico marfil—, tocando
lánguidamente algo de Schumann. Se
levantó y cedió su lugar a una joven sin
identificar que llevaba gafas y que
tocaría, muy suave y pausadamente,
durante toda la cena.
La condesa ya no parecía ni
remotamente una moza de cuadra o una
équestrienne, sino la heroína de un
romántico cuento de hadas. De cara
seguía pareciéndose tanto a Autumn
Auburn que Edge no pudo por menos de
pensar: «Cómo desearía que lo fuera. Y
cómo desearía haber podido ofrecer a
Autumn un decorado como éste para su
belleza». Pero la condesa Amelie estaba
viva y presente y era una mujer
espléndida por derecho propio y Edge
no estaba muerto ni era inmune a su
indudable atractivo. Llevaba el cabello
recogido en un intrincado moño y la
cabeza ceñida por una diadema de
esmeraldas. También lucía esmeraldas
en el cuello y en los dedos. Su vestido
de brocado verde oscuro y encaje color
marfil tenía un gran escote que dejaba al
descubierto los bonitos hombros… y los
pechos, casi hasta el borde de la
indiscreción. Comparado con su
esplendor, todo el marfil del salón
parecía mate y polvoriento. Sobre el
volante de la falda de crinolette, el talle
era tan estrecho que daba la impresión
de ser sumamente frágil.
—Cuarenta y dos centímetros —dijo
ella, como adivinando el pensamiento de
Edge. Y añadió, con un poco de
nostalgia—: Pero mi cintura medía
treinta y siete centímetros y medio antes
de casarme.
Sí, estaba casada, se recordó a sí
mismo Edge. Preguntó:
—¿No cenará el conde con nosotros,
alteza? —Sólo había dos platos en la
mesa no muy acogedora, que podría
haber acomodado a doce comensales—.
Había —no pudo decir «esperado»—
pensado que tendría el placer de
conocerle. Y también a su hijo.
—Mi marido se halla en el
extranjero y los niños están con él. Y,
Zachary, no es necesario que me hable
formalmente cuando estemos solos. En
tête-à-tête, le autorizo a llamarme Sissi.
Todos mis amigos lo hacen.
—Un extraño diminutivo para
Amelie, señora. Y no creo que pudiera
llamar a una mujer por un diminutivo.
—Amelie, entonces, si insiste en una
semiformalidad. —Tocó un cordón—.
¿Tomará un aperitivo? ¿Amontillado?
¿Bugac?
Entró un lacayo y se colocó ante las
garrafas y las copas de un aparador de
marfil. Tanto Edge como Amelie
tomaron jerez y, cuando el hombre se
hubo ido, Edge dijo:
—Ha mencionado a los niños. Me ha
sorprendido saber que tenía uno, y de
seis años, además. No parece lo
bastante mayor para…
—Rudi ha cumplido diez años y su
hermana tiene casi trece. Hubo otra hija
antes que ella, pero no pasó de la
infancia. ¿Cuántos años tiene la Autumn
con la que me ha comparado?
—Aún no veinticuatro. Cuando
murió.
—¡Oh, Dios mío, tan joven! ¿Y se ha
muerto? Lo siento. Una mujer más joven
ya es una rival temible. Si está muerta,
es casi invencible.
—¿Rival?
—Todas las mujeres son rivales
entre sí, Zachary. Incluso diría enemigas,
en especial cuando son de edades muy
diferentes. Ay, la víspera de Navidad
cumpliré treinta y un años y entraré en
mi cuarta década.
—Desde la perspectiva de mis casi
cuarenta años, no puedo ver una gran
diferencia entre veinticuatro y treinta y
uno. Sobre todo teniendo en cuenta que
no aparenta usted ni un año más de los
veinticuatro de Autumn.
—Ah, estoy bien conservada,
¿verdad? Este es un cumplido muy poco
galante, Zachary.
—Yo no he dicho…
—Lamento su pérdida, pero ¿hemos
de pasar toda la noche hablando de su
amiga Autumn?
—Pero si ha sido usted quien la ha
mencionado…
—Sentémonos y empecemos. —
Volvió a tocar el cordón de la
campanilla. Confundido y un poco
exasperado, Edge se retrasó en apartarle
la silla, lo cual pareció molestarla un
poco, pero cuando les hubieron servido
el primer plato iniciaron una amable
charla sobre temas circenses,
acompañados por el sonido pianissimo
de la música. Amelie amonestó
nuevamente a Edge—: Póngase cómodo,
Zachary. Está tan erguido como… como
el conde Hohenembs. Siempre tengo que
reprenderle.
—Aprendí los modales a observar
en la mesa en una escuela muy estricta.
Además, iba con mucha cautela al
elegir los cubiertos entre la hilera que
había a cada lado de su plato.
Edge ya había comido camarones en
una salsa picante y ahora tomaba una
sopa caliente de puerros, pero Amelie
sólo había mordisqueado hasta entonces
una hoja de lechuga. A medida que la
cena proseguía resultó evidente que en
las cocinas del castillo se habían
preparado dos cenas totalmente
distintas. La suya era abundante y
variada mientras que la de ella sólo
consistía en una pequeña porción de
pescado blanco. «No me extraña que
conserve la cintura de avispa», pensó
Edge.
Cuando el lacayo llevó los postres
—pastel de frutas para Edge y un
puñado de cerezas para ella—, los
criados entraron acompañados por la
baronesa Festetics, que sostenía una
bandeja de plata con un sobre amarillo.
Murmuró algo en húngaro y Amelie
abrió el sobre, leyó el delgado papel
que contenía, rió y dijo:
—Un telegrama. En nuestra clave
privada. ¿Se lo leo, Zachary? —No
esperó la respuesta—. «Queridísima.
Llego mañana tarde. Ponte sólo las
joyas».
La baronesa, turbada, cerró los ojos.
Edge, confuso, emitió algunos sonidos
incoherentes antes de decir:
—¿Así que el conde regresa del
extranjero, alteza? En tal caso, no querrá
encontrar a un invitado en…
—¿Mi marido? ¡Cielos! Ferenc no
tuvo nunca este ingenio… ni esta
arrogante impetuosidad. Lo envía mi
amante.
Ahora la baronesa parecía estar a
punto de desmayarse. Edge farfulló:
—Bueno, entonces es seguro que él
no querrá encontrar a un desconocido
en…
—Pero está usted aquí, ¿no? —Ella
le miró larga y fijamente—. ¿Acaso
desea que le eche? ¿Para hacerle sitio a
él?
Edge le devolvió la mirada.
—No.
—No esperaba menos de usted.
Marie, contesta por favor con un
telegrama al conde Andrássy. Dile que
mañana estaré indispuesta. Y quizá
también al día siguiente y al otro. De
paso, Marie, encarga a la cocina que nos
sirvan café y coñac en mis aposentos.
La propia condesa, no un criado,
condujo hasta allí a Edge, donde él y la
condesa se sentaron en lados opuestos
de una mesa baja.
—Plus intime, n’est-ce pas? —dijo
ella.
El enorme galgo irlandés entró
desde otra habitación, se arrimó a su
dueña, dedicó a Edge la más fugaz de
las miradas y se echó con un gruñido
junto a la silla de Amelie. Al cabo de un
momento, los lacayos entraron el
servicio de café, tazas y platillos de
Sévres, garrafas de cordiales y frágiles
copas. La condesa despidió a los
criados y sirvió ella misma.
Lo que Edge podía ver de sus
aposentos —la antesala por la que
habían entrado y el salón donde se
hallaban— hacía que su propia suite,
que había considerado señorial,
pareciera exigua y abarrotada. Sólo el
salón ocupaba toda la anchura de una ala
del castillo, de modo que tenía en ambos
extremos una pared de vidrieras que
daban a una espaciosa terraza. Las
vidrieras estaban abiertas y los
finísimos visillos ondeaban
lánguidamente al viento de la noche
templada, dejando entrar la fragancia de
las rosas y glicinas. Edge no miraba a su
alrededor para comparar el tamaño de
las habitaciones, sino para no fijar una
mirada de lujuria en el escote de carne
marfileña, suave e incitante que Amelie
le presentaba al inclinarse sobre la mesa
baja para servir el café y el licor.
—Me has parecido escandalizado en
exceso, Zachary —dijo ella—, incluso
para un americano, cuando has oído que
tengo un amante. Sin duda, antes de
incorporarte al circo padecías el
provinciano puritanismo americano,
pero debiste superarlo después.
Conozco los circos. —Sonrió, como si
pudiera saber más cosas que él acerca
del circo—. Pero quizá sigues aferrado
a la opinión, tan querida por los
mojigatos ignorantes, de que los de las
clases altas llevamos una vida más pura.
—Se tocó las esmeraldas del cabello—.
Llevamos diademas y coronas, sí, pero
sólo un campesino o un tonto las
confundiría con aureolas. O quizá
pensabas, quizá te hacías la ilusión de
que serías mi primero y único amante.
—Durante toda la velada —dijo
Edge con voz tranquila— ha estado
hablando por mí y diciéndome lo que
pienso. Si por una vez me preguntara lo
que pienso, me encantaría decírselo.
—Adelante, pues.
—No dejo de pensar que es una
mujer bella y seductora y que bajo esas
joyas y esos encajes y brocados está…
absolutamente… desnuda…
—¡Oh! —Se ruborizó desde el
cabello color de bronce hasta el borde
del escote—. ¡Eres tan audaz como
Andrássy!
—Otra cosa que pienso es que aquí
hay ratones.
—¡Cómo! —exclamó, totalmente
desconcertada.
—Me refiero a que corren por el
castillo. Los oigo rumorear detrás de las
paredes.
—¿Has vivido sólo en tiendas toda
tu vida? —preguntó ella, recobrándose
—. ¿Nunca en una casa normal? Entre
las paredes hay pasajes, naturalmente,
para que en invierno los criados puedan
llenar las grandes estufas de cerámica
por detrás, sin estorbar a los ocupantes
de las habitaciones. Ahora mismo
puedes oír a mis doncellas llevando
leche para mi primer baño.
—¿Primer baño? ¿De leche?
—Y sólo leche de Jersey. En todos
mis viajes llevo conmigo a dos vacas de
Jersey. Antes de acostarme me baño
siempre en leche caliente. Verás que da
a mi piel un tacto maravillosamente
satinado. Después oirás correr de nuevo
a las doncellas por detrás de las paredes
en busca del aceite de oliva caliente
para el segundo baño que siempre tomo
después de acostarme con un hombre.
Esto es con fines preventivos, claro. No
deseo tener más hijos. Y más tarde tú
también irás a tu suite por los pasajes
entre las paredes. Mis criados son leales
y callados, pero el decoro…
—Que me maten si lo hago. —Edge
se levantó—. Ni siquiera una condesa
puede ordenarme que joda y que
después me escabulla…
—¡No hablo como una condesa! —
se enfureció ella—. Hablo… —contuvo
su genio— como una mujer, pero no una
mujer tímida que lloriquea y se
desmaya.
—Entonces déjeme ser un hombre y
no un lacayo. ¿Acaso su audaz e
impetuoso Andrássy tiene que salir de
aquí a hurtadillas por una ratonera?
—¡Cómo te atreves! Él es de noble
cuna y primer ministro de toda Hungría.
Tú eres un plebeyo.
Edge se inclinó y preguntó
fríamente:
—¿Tiene este plebeyo permiso de
vuestra alteza para despedirse?
—No. Siéntate. —Él permaneció de
pie y ella le miró con ojos sombríos y
dijo en tono severo—: Hubo un tiempo,
y aquí en Hungría no está lejano, en que
si un plebeyo hablaba a un noble como
tú lo acabas de hacer conmigo… te
habría sentado en un trono de hierro
candente, con una corona de hierro
candente en la cabeza y un cetro de
hierro candente en la mano. Cuando
estuvieras bien cocido, pero todavía
vivo —bajó la mano enjoyada para
tocar el perro que yacía a su lado y que
ahora levantó prontamente la cabeza,
dispuesto a obedecer—, habrías servido
de comida a Schatten.
Edge no dudaba de que sería capaz
de ello, pero permaneció de pie y
esperó. Ella se levantó y de pronto,
sorprendentemente, su enfado
desapareció. Había una expresión
traviesa en los pétalos de sus ojos
cuando dijo:
—Ahora no ordeno, sólo pido que te
quedes en esta habitación hasta que yo
vuelva. Si entonces aún deseas
marcharte, tienes mi permiso para
hacerlo.
—Alteza —dijo él, inclinándose de
nuevo.
Ella abandonó rápidamente la
estancia, entre un crujido eléctrico de
sedas. Edge se sentó, cogió un cigarrillo
de una caja de lapislázuli que había
sobre la mesa y se sirvió una copita de
Bénédictine. Reflexionó otra vez sobre
el hecho evidente de que Amelie no era
Autumn y, salvo de un modo superficial,
no se parecía a ella en absoluto. Amelie
era ella misma, pero Edge no podía
saber qué significaba esto porque sus
estados de ánimo cambiaban de forma
radical y súbita. Era imperiosa en un
momento dado, alegre el siguiente,
franca y libre más tarde y altiva y
glacial a continuación.
Tardó en volver el tiempo suficiente
para que se preguntara, y no del todo en
broma, si estaría esperando a que sus
criados calentasen al rojo vivo un trono
de hierro para él. Pero al parecer sólo
había tomado su baño de leche porque,
cuando regresó, llevaba la cabellera
suelta y sus largas ondas de bronce
hilado eran todo su atuendo. Permaneció
quieta, regiamente altiva y nada
vergonzosa, dejando que la contemplase.
El hermoso rostro, el resplandor
marfileño de su cuerpo, el talle
diminuto, los pechos erguidos, las
generosas aureolas oscuras y los
pezones ya excitados, todo ello podría
haber sido Autumn. De cintura para
abajo, sin embargo, se diferenciaba en
un pequeño detalle. Siguió la mirada de
Edge, repasándola toda, y por fin sonrió
y preguntó, segura de la respuesta:
—Y ahora, Zachary, ¿aún deseas
marcharte?

Edge no volvería a oler nunca el


perfume de las rosas o las glicinas, o a
saborear la leche, sin recordar con
claridad aquella noche. Había oído por
primera vez en México, cuando era muy
joven, el antiguo proverbio español:
«De noche todos los gatos son
pardos[22]» e incluso entonces se había
reído de él, sabiendo que no era cierto,
sabiendo que no había dos mujeres
iguales, ni siquiera en la oscuridad. Pero
Amelie resultó ser realmente única en el
acto amoroso, como lo era en todo lo
demás. No suspiraba ni gemía ni gritaba
de placer como la mayoría de mujeres
apasionadas que Edge había conocido,
sino que, a partir de las primeras
caricias con labios, lengua y dedos,
empezó a emitir una risa ahogada, como
una niña a quien se hacen cosquillas
cariñosas.
Como Edge ya había notado, se
parecía a una niña en otro aspecto. Dijo:
—Eres suave como un bebé… aquí.
Ella contestó sin aliento:
—La doncella que me peina… me
afeita en ese lugar. Creo que es
higiénico. Y ahora calla. Ya tienes un
cetro candente. Déjame gozar. Déjame
reír.
Y lo hizo a conciencia. A medida
que Edge incrementaba su excitación, la
risa ahogada se convirtió en un alegre
trino que fue subiendo de tono hasta que
en el convulso y violento orgasmo se
convirtió en una franca carcajada.
Luego, mientras el punto culminante del
éxtasis iba perdiendo intensidad, su risa
hizo lo propio, recorriendo poco a poco
toda la escala, de la exaltación al júbilo,
a la alegría y por fin a la risita ahogada
de la plena satisfacción. Esto se repitió
varias veces hasta que ella lo
interrumpió para decir con urgencia:
—No, no, no salgas. Quédate ahí.
Yo… el mío volverá a excitártelo muy
de prisa.
Y de hecho sólo usó aquella parte de
sí misma, apretando, retorciendo y
latiendo por dentro, a fin de reanimar
aquella misma parte en él.
—¿Cómo consigues hacer esto? —se
admiró Edge.
—Ejercicio. Ejercito todos mis
músculos, incluyendo ése, o ésos, o los
que tengamos ahí abajo. Ahora calla otra
vez. Voy… voy… ¡oh, sí!…
Ahora con más rapidez, pasó de la
risita al alegre trino hasta que, en el
orgasmo, cuando Edge pudo notar el
espasmo extasiado, la presión y la
humedad, rió de forma tan contagiosa
que él también se echó a reír.
Después de otras veces —muchas
veces—, cuando descansaban de lado,
ella permaneció un rato quieta y
silenciosa, y de repente empezó a reír.
—Ni siquiera te he tocado —dijo
Edge con languidez—. ¿Qué te pica
ahora?
—Me acordaba de tu circo. Del
número de payasos. Aquella parte donde
se supone que la bonita Emeraldina es la
esposa del viejo y arrugado Hanswurst y
el Kesperle se le insinúa obscenamente
y ella dice: «Mi marido no le
agradecerá que le ponga cuernos,
señor».
—Y el Kesperle replica: «Pero
espero que usted sí, madame». —Edge
volvió a reír con ella.
—Muchas gracias, señor —dijo
Amelie—. Quizá ahora no censuras tanto
a la esposa infiel.
—Y quizá ahora ya te he convencido
de que no soy un puritano. No, no me
escandalicé cuando dijiste durante la
cena que tienes un amante. Sólo me
sorprendió que lo dijeras.
—¿Qué mal hay en ello? Sólo en
presencia de Marie.
—Y en la mía.
—Fatzke! ¡Fatuo! —exclamó ella
con desenfado—. Aunque lo repitieras,
esto u otra cosa, nadie te creería.
Edge gruñó, resentido y un poco
dolido por la inconsciente actitud
desdeñosa de ella.
—Y no tengo secretos para Marie.
—¿Y para tu marido?
—Te lo diré, Zachary. Es un mari
commode. Tiene que serlo, por miedo de
que divulgue secretos. Hace siete años,
ignoro a través de quién la contrajo,
Ferenc me contagió una… una
enfermedad vergonzosa.
Edge volvió a gruñir, esta vez en
tono compasivo.
—Ahora sabes por qué digo que
llevamos coronas o diademas, pero no
aureolas. En cualquier caso fue entonces
cuando viajé por primera vez de
incógnito y sin séquito. A Berlín, bajo un
nombre supuesto, sólo acompañada por
Marie, para que me curasen. Y cuando
estuve curada, descubrí que podía ser
maravillosa y descaradamente infiel a
Ferenc. De hecho, nunca he vuelto a
dormir con él desde entonces y evito su
compañía excepto en inevitables
ocasiones de estado, cuando debemos
fingir que somos los felices y
enamorados conde y condesa
Hohenembs. Ahora viajo a mi capricho.
Tengo mis casas aparte de las suyas.
Vivo mi propia vida. Pero no le
deshonro abiertamente, ni tampoco a mi
propia y elevada condición. Soy
discreta en mis infidelidades y me
aseguro de que no se conviertan en lazos
o vínculos duraderos. El conde
Andrássy, por ejemplo, tiene que
proteger a una esposa y dos hijos,
además de su reputación, así que no hay
peligro de que me pida algo más que una
relación ocasional. Igual que tú y yo,
Zachary. Saborearemos este pequeño
intervalo juntos y nos separaremos. Oh,
podemos encontrarnos de nuevo en otra
parte, algún día. Pero nunca por mucho
tiempo.
Edge suspiró.
—Dicen que todo está permitido en
el amor y en la guerra. Yo he estado
enamorado y he estado en la guerra y he
aprendido que tenemos otra cosa en
común: no esperamos el mañana.
Gozamos cuanto podemos del momento
presente, del ahora.
—Eres sabio.
—¿Para ser un simple plebeyo?
—Y ahora debes irte. Necesito mi
sueño de belleza y antes he de tomar la
ducha y el baño de aceite de oliva. Hace
mucho rato que las doncellas han
abandonado los pasajes; espero que el
aceite se mantenga caliente. Mientras
tanto, como has sido tan insistente, te
permito salir por la puerta y los
pasillos. A esta hora estarán desiertos.
—Me imagino que sí. Casi ha
amanecido. ¿Por qué no dormimos un
poco y luego…?
—No. —Se sentó en la cama y
alargó la mano hacia la mesilla de noche
—. Duermo con este antifaz de seda, ¿lo
ves? Dentro tiene lonchas de ternera
cruda. No me desearías tanto si me
vieras así.
—Dios mío, Amelie. ¿Para qué
sirven?
—Para mantenerme joven como tu
Autumn. No pondrás objeciones a esto,
así que no te horrorices de los métodos
que empleo.
—Supongo que sólo usas ternera de
Jersey.
—Y no seas impertinente. Si ahora
fuese primavera, te dejaría quedar toda
la noche. Porque en primavera, antes de
retirarme, estrujo sobre mi cara y mis
pechos fresas silvestres maduras aún
húmedas de rocío. Me encontrarías
sabrosa, entonces.
—Te encuentro sabrosa ahora
mismo. Creo que incluso me olvidaría
del antifaz y de…
—No. No hasta mañana por la
noche. Ahora vete. —Le besó y sonrió
satisfecha—. Es hat mich sehr gefreut.

Edge durmió hasta bien entrada la


mañana y nadie le molestó. Al
despertarse tiró de la campanilla, y
antes de que tuviera tiempo de
levantarse, Hirschfeld se acercó con una
bata, pero le sugirió por señas que
permaneciera en la cama. Edge
obedeció y al cabo de un momento entró
un lacayo con el desayuno y café en una
bandeja y otro con un ejemplar recién
planchado del Pest Világ. Mientras
comía y echaba una ojeada a los
borrosos grabados en boj, que eran todo
lo que podía comprender del periódico,
su ayuda de cámara y una serie de
lacayos cargados con jarras de agua
caliente le prepararon el baño. Mientras
se bañaba, el ayuda de cámara repasaba
concienzudamente el estado del traje de
etiqueta de Edge, que se había quitado
con prisas considerables la noche
anterior y vuelto a ponerse con
apresuramiento y despojado nuevamente
de él cuando estaba medio dormido.
Hirschfeld se lo llevó para zurcirlo,
lavarlo y plancharlo, pero llegó a
tiempo para ayudar a Edge a secarse,
calzarse las botas y vestirse con
pantalones de loden y una chaqueta de
caza que Magpie Maggie Hag le había
hecho reformando y aplicando codos de
piel a su vieja guerrera del ejército.
Edge se dirigió hacia el inmenso
vestíbulo y allí encontró a la baronesa
Festetics, que le dijo amablemente:
—Tendrá que entretenerse solo
durante un rato, Edge úr. Sissi, quiero
decir la condesa Amelie, no aparecerá
antes de mediodía.
—¿Siempre duerme hasta tan tarde?
—O jaj, ¡no! Se levanta a las seis y
media, pero es que mi señora tiene un
horario matutino muy apretado y
estricto.
La baronesa enumeró sus
ocupaciones con la misma reverencia,
pensó Edge, que Homero al cantar a sus
héroes, y tuvo que admitir que era un
programa heroico, ya que no homérico.
—Primero toma un baño perfumado,
somete su rostro a la aplicación de una
crema hecha con bulbos de tulipanes
holandeses y quizá le lavan la cabeza
con huevo crudo y brandy. Luego llega
el masajista que encontró en un
balneario de Wiesbaden. A
continuación, después de romper su
ayuno con un té de hierbas y una tostada,
se pone unos leotardos y hace ejercicios
durante una hora en los diversos
aparatos de su sala de gimnasia.
Después viene el maestro de esgrima,
con quien hace práctica durante una
hora. Al cabo de tantos esfuerzos toma,
como es natural, otro baño. Cuando la
peluquera ha peinado y cepillado sus
cabellos y los ha recogido en trenzas, la
condesa elige entre su guardarropa el
traje más apropiado para su primera
actividad del día. Luego se sienta a
estudiar durante una hora, con sus libros
y el profesor que le está enseñando
griego. Entonces toma un almuerzo
ligero en sus habitaciones y ya es
mediodía cuando da comienzo su
jornada pública.
—Después de escuchar todo esto,
me entran deseos de volverme a la cama
—dijo Edge.
—O jaj, no lo haga, Edge úr —
contestó en serio la baronesa—. Venga,
le enseñaré el castillo.
Pasearon por espléndidas
habitaciones y galerías mientras la
baronesa explicaba la historia, la rareza,
el valor y el método de adquisición de
cada objeto de arte o antigüedad. Sin
embargo, lo que más gustó a Edge fue la
vista que se dominaba desde la torre
más alta del castillo. Podían ver gran
parte del parque; en una pradera pacía
una familia de ciervos, en otra hocicaba
una gran manada de jabalíes,
corpulentos y de aspecto salvaje.
—Edge úr, ¿ha perseguido ciervos
alguna vez?
—No, señora, pero sí algunos
pécaris, en México.
—Entonces tiene que hacerlo aquí,
con su alteza. Y quizá le iniciará
también en la caza. Es una magnífica
amazona, como ya sabe, y una auténtica
Diana cazadora.
Cuando Amelie hizo su aparición,
montar era por lo visto su primera
actividad del día, porque iba
acompañada por Elise Renz y ambas
mujeres llevaban boleros y pantalones
ceñidos, esta vez de terciopelo azul
oscuro. Intercambiaron saludos y
algunas frases con Edge, que Amelie
tradujo para Elise, y luego los tres se
dirigieron a las cuadras, donde Elise
llamó con un silbido al mozo de cuadra,
que condujo al paddock a los dos
soberbios caballos árabes. Las mujeres
los montaron a pelo y empezaron a
calentarlos mientras el hombre volvía a
la cuadra a buscar su acordeón y un
látigo largo y fuerte, de cuero trenzado,
con una borla que parecía de nueve
colas. Era el korbács, como supo
después Edge, el látigo usado por los
jinetes de la pradera y los cuidadores de
ganado de las llanuras húngaras. El
hombre se lo tendió a Edge y lo dejó
perplejo guiñándole exageradamente un
ojo. Luego empezó a tocar su alegre
música zíngara.
Edge no estuvo perplejo mucho rato.
Hizo restallar el látigo para que las
mujeres y los caballos iniciasen los
círculos de su rutina de équestriennes, y
cuando lo hubo blandido varias veces
para indicar una u otra postura y otras
tantas para que los caballos cambiaran
el paso, Elise gritó algo en alemán. La
condesa, que montaba derecha, llamó a
Edge:
—Dice que no golpees a los
caballos. Que nos golpees a nosotras
con el korbács.
—No pienso azotar a una mujer —
gritó Edge—. Maldita sea, este látigo es
muy fuerte.
—¡Obedécela! ¡Yo también te lo
ordeno!
—Conque es una orden, ¿eh? —
gruñó Edge para sus adentros y blandió
el látigo de modo que la borla golpease
directamente las bien formadas nalgas
de Amelie.
Ella gritó y se estremeció y casi
perdió el equilibrio sobre el caballo.
Edge se arrepintió al instante de haber
usado más fuerza de la prevista.
Esperaba sinceramente no haber
marcado aquel trasero perfecto y casi
temió que la condesa llamara a Schatten
o pidiera un trono de hierro para
castigar su presunción. Pero cuando
recobró el equilibrio, se limitó a
exclamar con alegría:
—¡Así está bien! ¡Más!
Edge se encogió de hombros y
continuó obedeciendo sus deseos,
golpeando con la borla primero a una y
luego a la otra, pegándoles en las nalgas,
en la parte posterior de los muslos y a
veces, cuando montaban en arabesco, en
las finas suelas de los zapatos de
montar. Al cabo de un rato, ni siquiera
esto fue suficiente para satisfacerlas.
Elise, mientras montaba de pie con gran
facilidad, se quitó el bolero y lo tiró. La
condesa hizo lo propio y ambas mujeres
siguieron montando con sus brillantes
blusas blancas bajo las que saltaban
alegremente sus pechos libres. Amelie
llamó a Edge:
—Ahora, mira a ver si puedes hacer
algo muy delicado. Intenta golpearnos la
espalda con la fuerza suficiente para que
duela, incluso para marcar los latigazos
en la carne, pero sin rompernos la seda
ni la piel.
Esto era difícil con un látigo
desconocido y Edge se sentía reacio,
pero obedeció con cautela. Y después de
varios restallidos, Elise gritó y Amelie
lo tradujo:
—¡Más fuerte, Zachary! ¡Casi no
duele! ¡Márcanos!
Él volvió a encogerse de hombros y
golpeó con un poco más de ímpetu,
provocando en ellas chillidos y jadeos,
pero no le ordenaron que parase.
Entonces Elise, vigilando atenta el
momento en que lanzaba el látigo,
esperó a que le tocara el turno y ejecutó
una rápida pirueta sobre el caballo,
logrando que la borla la tocase
exactamente en la punta de un pecho.
Profirió un grito largo y profundo —
y Edge, horrorizado, dejó caer la borla
del látigo—, pero el grito de Elise no
fue de angustia. Se prolongó mientras
ella daba media vuelta, se dejaba caer a
horcajadas sobre el caballo, que iba a
un trote ligero, y se echó cuan larga era
sobre su lomo, con los brazos en torno a
su cuello, y cabalgó así, frotándose
contra el animal, profiriendo todavía
aquel exuberante grito de felicidad.
Amelie desmontó del caballo, lo apartó
a un lado y miró sonriendo a Elise dar
vueltas y más vueltas hasta que —según
lo percibió Edge— su excitación
perversamente provocada se fue
extinguiendo poco a poco. Entretanto, el
mozo de cuadra sonreía con lascivia
mientras seguía tocando su música
gitana. Fräulein Renz detuvo por fin a su
caballo y desmontó, débil, sudada y
temblorosa. Amelie la sostuvo hasta que
se recobró, hablando ambas en voz baja
y riendo con alegría. Después la
condesa cruzó el paddock hasta donde
se encontraba Edge, empuñando todavía
el látigo.
—Tu amiga es un poco extraña, ¿no?
—preguntó él.
—Entonces yo también lo soy,
n’est-ce pas? Pero podrás juzgar por ti
mismo. Elise se reunirá con nosotros
esta noche en mis habitaciones. Este
látigo es demasiado largo para usarlo
allí. El mozo te encontrará uno más
corto.
Y aquella noche, después de cierta
reserva y modestia inicial por parte de
los tres —sobre todo, de Edge—, la
timidez y reticencia cedieron el paso a
la familiaridad y luego a la intimidad.
Edge, entre extrañado y divertido, y
sintiéndose totalmente ridículo,
complació a las mujeres usando el látigo
corto, pero con suavidad, y sólo
necesitaron unos cuantos golpes para
que sus traseros quedaran sonrosados y
calientes… y su interior mucho más
cálido, supuso él al verlas retorcerse
juntas. Entonces soltó el látigo y las
miró jugar. Cuando se cansaron de darse
mutuamente placer, le abrazaron a él y al
cabo de un rato Edge era el único que
guardaba silencio en el dormitorio.
Elise profería sus gritos salvajes y
exuberantes y Amelie su risa exaltada y
salvaje y así continuaron, fuerte,
prolongada y locamente. Muy locamente.
4
Cuando Edge se apeó de la berlina en la
avenida del Florilegio un día al
atardecer, varios artistas, peones y
mozos de cuadra que pasaban por allí le
gritaron: «¡Bien venido!» o el
equivalente en otras lenguas. Cuando
bajaban la maleta de Edge del
portaequipajes, Florian salió del furgón
rojo y también se acercó para decir:
—Bien venido, muchacho. Te hemos
echado de menos.
—Diablos, sólo he estado fuera
cinco días. Pero es bueno saber que no
queréis prescindir de mí. Veo que
Stitches ha levantado las nuevas tiendas
vestidores. Nuestro circo casi parece
una ciudad.
—Y tú estás bronceado y en buena
forma después de tu estancia entre los
ricachones.
—Bueno, hemos pasado tres días al
aire libre. Cazando ciervos un día, otro
persiguiendo liebres y otro cazando
jabalíes. La despensa de la condesa
estará bien surtida de carne durante un
tiempo.
—Ven al furgón rojo y quítate el
polvo del camino. Banat, lleva la maleta
de Zachary a su remolque. Y de paso, di
a Tücsök que venga a verme, por favor.
En la oficina, Florian sirvió copas
de vino de Csopaki y ambos
encendieron cigarrillos. Edge preguntó:
—¿Ha ocurrido algo durante mi
ausencia que yo deba saber?
—Pues sí. Varias buenas noticias.
Quizá sabías que Maggie Hag estaba
tratando a Meli Vasilakis para curar su
infortunada enfermedad con un régimen
de alcanfor, bromuros y ungüento de
calomelanos. Pues bien, por fin Maggie
le ha dado de alta y ahora Meli y sir
John han consumado su idilio. Al menos,
lo supongo, porque él se ha trasladado
al remolque de Meli.
—Me alegro de saberlo.
—Y Bum-bum ha contratado para su
banda a un nuevo músico lleno de
talento: Gombocz Elemér, tocador de
címbalo. Tuvimos que reforzar el
estrado para que aguante el instrumento,
pero su música melodiosa merecía
tomarse la molestia.
Edge asintió con aprobación.
—Y hemos añadido un artista nuevo.
Durante tu ausencia me he encargado de
la dirección de la pista y del número de
caballos en libertad, pero no teníamos
un tirador de repuesto ni un jinete de
volteo, así que simplemente dimos más
tiempo a los otros artistas para rellenar
el programa. Pero al segundo o tercer
día se presentó este artista único, en
respuesta a mi anuncio en el Era. Ni
siquiera te describiré el número; dejaré
que te sorprendas al verlo, como los
patanes. Pero el tal Tücsök no es un
primero de mayo, sino un artista
consumado y además fantástico.
—Le he oído decir el nombre a
Banat y he pensado que sería uno de
nuestros eslovacos.
—No, es un nom-de-théâtre. Una
palabra húngara que quiere decir Grillo.
—¿Grillo? Si esto significa lo que
me temo…
—Sí. Un enano.
—Joder, dijo que tenía buenas
noticias. ¿Otro maldito enano? ¿Después
de las molestias que nos ocasionaron los
otros hijos de puta…?
—Esta vez es hembra y no será una
hija de puta. La he instalado con Clover
Lee y Domingo y están encantadas como
si les hubiera regalado una hermanita,
aunque Grillo tiene más años que ellas
dos juntas. Es una criatura encantadora
y… bueno, aquí está. Katalin Szábo
kisaszony, ¿puedo presentarte a Edge
Zachary úr? Nuestro director ecuestre,
sobre quien has oído tantos elogios.
Zachary, te presento a Katalin Szábo,
conocida profesionalmente como
Tücsök, Grillo.
Ella dijo, con una voz aguda pero no
chillona, y en un inglés excelente:
—Encantada de conocerle, coronel
Edge.
—Miss Grillo —contestó él.
Se había levantado al entrar ella y
ahora tuvo que inclinarse, más de lo que
se había inclinado jamás ante cualquier
persona regia o noble, para poder
estrechar la diminuta mano de Grillo.
Tuvo que admitir que era una versión
nueva y mejorada de la raza enana.
Excepto que estaba un poco rechoncha
para su altura, que era sólo de unos
setenta y cinco centímetros, tenía el
cuerpo bien formado y proporcionado.
Era sencillamente la miniatura perfecta
de una joven muy bonita con cabellos
castaños rizados y ojos muy azules —
aunque no era tan joven como su cara de
muchacha hacía suponer a primera vista
— y fumaba un cigarrillo con una larga
boquilla de jade.
Florian dijo a Edge:
—Katalin ejecuta su número en la
primera mitad del programa y te
garantizo que es magia pura. Luego, en
el intermedio, se suma al espectáculo de
sir John. Entra en el anexo a lomos de
Rumpelstilzchen, de momento a pelo,
pero Stitches le está haciendo una silla y
bridas en miniatura. Lleva la ropa tosca
de un csikos, el llanero húngaro, y canta
algunas tonadillas obscenas. Después se
quita las prendas masculinas para lucir
el delicado y polícromo vestido de una
joven campesina y baila unas csárdás
seductoras.
—Estoy impaciente por ver su
misterioso número de pista —dijo Edge
a la enana—. Y estoy seguro de que sir
John se sentirá encantado de tener en su
espectáculo a una verdadera artista y no
sólo figuras inertes.
—Espero complacer a todos,
coronel —respondió ella—. Monsieur
Pemjean y yo ya hemos empezado a
enseñar algunas cosas al caballito
(mover la cabeza, encabritarse, saludar)
para que las haga conmigo. Un número
para el estrado del espectáculo
complementario.
—Parece atractivo —observó Edge
— y le doy la bienvenida a la compañía.
Katalin le dedicó una sonrisa
traviesa y exhaló un aro de humo
liliputiense.
—En cuanto tenga un momento libre
—dijo Florian—, Tücsök, te llevaré a
un artista del daguerrotipo y te haré
hacer cartes-de-visite para su venta. Se
venderán mejor que los pretzels.
Katalin le dio las gracias y se
despidió.
—Supongo que merece mi
bienvenida —dijo Edge—. Recuerdo al
Mayor Gusano y a sus pequeños
compañeros de juegos. Director, este
Grillo es lo bastante atrayente para
tentar a los libertinos adultos a probar
una novedad semejante.
—Estoy completamente seguro de
que rechazará cualquier requerimiento
—afirmó Florian—. Te revelaré, sólo a
ti, una confidencia que me ha hecho.
Tücsök dio a luz un niño hace muy poco
tiempo. No ha especificado la
paternidad, pero esto no importa. Era un
niño de tamaño normal, como suele
suceder entre los enanos, asi que lo dio
inmediatamente para que fuese adoptado
y criado en una familia buena, normal y
corriente. Y dice con franqueza que la
experiencia del alumbramiento fue tan
espantosa, ya te lo puedes imaginar, que
jamás se expondrá a que se repita. No,
creo que no debe preocuparnos nada
parecido al problema de Reindorf.
Fuera sonó un rumor repentino y el
sonido de la música.
—Aquí llega el órgano de vapor
para anunciar la función nocturna —dijo
Florian—. Debo irme. Pero antes, dime:
¿cómo encontraste a tu condesa? ¿Era
tan exquisita como creías?
—Bueno, no soy una autoridad en lo
que se refiere a damas de alto rango,
pero una vez vi a la señora de Jeff Davis
y desde luego no podía compararse a
esta condesa Hohenembs.
—Conque éste es su título, ¿eh? —Y
Florian repitió, intrigado—:
Hohenembs… Hohenembs. Estuve allí
una vez. Es un lugar dominado por una
gran montaña rocosa. Muy cerca de la
frontera de Liechtenstein. Y, si no
recuerdo mal, Hohenembs es una
baronía. En tal caso, el título de tu dama
sería sólo baronesa. Me temo, Zachary,
que te han engañado.
—No me ha costado nada. Muy al
contrario.
—Oh, podría equivocarme. Hace
mucho tiempo que estuve en Hohenembs.
—Florian se puso la mejor levita y el
mejor sombrero de copa—. ¿Estás
demasiado cansado del viaje para
participar esta noche en la función?
—No. Déjeme terminar el vino e iré
a vestirme.
Florian salió, dejando a Edge solo
en la oficina, que era lo que éste
deseaba. Muchas observaciones de
Amelie le habían dado la sensación de
déjà-entendu y ahora quería verificar
algo que recordaba vagamente.
Murmurando «Ferenc, Franz… Franz,
Ferenc», fue hacia la pared donde
Florian había colgado la invitación
enmarcada de Francisco José a
Schönbrunn y buscó en la larga lista de
títulos del emperador. Hacia la mitad,
después de varios reinos y ducados,
encontró: «Landgraf von Habsburg und
Tirol, Grossvoivode von Serbien, Graf
von Hohenembs…»
—Florian, te has equivocado acerca
de Hohenembs —murmuró Edge.
Tiró el resto del vino y fue a su
remolque. Abrió su baúl y rebuscó entre
sus recuerdos —en su mayoría pequeñas
cosas de Autumn que había conservado
—, encontró la cartera que le habían
dado en Schönbrunn y la sacó para mirar
el escudo bordado del imperio
austríaco. El emblema del águila
bicéfala era el mismo que el de las
columnas de la terraza del palacio de
Amelie. Todavía hablando para sus
adentros, dijo Edge:
—Pero tienes razón, Florian; no es
una condesa. O no sólo una condesa. —
Entonces rió—. Diablos, y yo pensé por
un momento que podía ser una moza de
cuadra.
Se levantó, descolgó de la percha el
uniforme de coronel Ramrod y empezó a
vestirse para el espectáculo.
Cuando llegó a la carpa, el órgano
de vapor había enmudecido Y la banda
de Bum-bum ya tocaba y los primeros
espectadores ocupaban sus asientos.
Edge subió al estrado para echar una
ojeada al nuevo címbalo. Era una caja
de madera grande y caprichosamente
tallada, con patas también talladas,
bastante parecido a un antiguo piano
cuadrado pero sin teclas ni tapa, de
modo que las innumerables cuerdas
metálicas quedaban al descubierto y se
tocaban directamente con pequeños y
suaves mazos que el cimbalista Elemér
sostenía entre los dedos de cada mano.
Sin embargo, el címbalo no era un
humilde y modesto dulcémele dominado
por el resto de la banda. Aunque Elemér
podía, en pasajes deliberadamente
tranquilos, hacer que su música sólo
tintinease, también podía hacerla sonar
con estruendo e incluso lo bastante
fuerte para que se oyera por encima de
todos los tambores e instrumentos
metálicos. Era evidente que disfrutaba
con su trabajo; sonreía sin cesar
mientras tocaba, hacía ondear
orgullosamente su melena de cabellos
negros y su sonrisa era aún más radiante
cuando producía un efecto musical más
complicado y placentero que los otros.
Edge no interrumpió para presentarse,
pero Elemér, sin dejar de tocar —y
hacerlo bien— con la mano izquierda,
alargó la derecha para estrechar la de
Edge.
Dio comienzo el espectáculo y se
desarrolló con suavidad a lo largo de la
primera mitad del programa. Entonces,
cuando Lunes y Trueno hubieron
terminado su número de alta escuela y
saludado al público, Edge vio por
primera vez la nueva adición a la
compañía. Florian saltó a la pista con su
megáfono y proclamó, grandilocuente
como de costumbre —en húngaro, en
alemán y, quizá para que Edge lo
comprendiera, en ingles— «A Büvös
Gömb! Die Verzaubert Kugel! The
Enchanted Globe!» Entretanto varios
eslovacos llevaron al centro de la pista
un aparato muy grande que Edge no
había visto nunca. Era como una
combinación de escalera circular y un
tranvía de vía muy estrecha. Tenía dos
raíles niquelados paralelos que se
elevaban del suelo en un ángulo suave y
luego subían en espiral formando curvas
moderadas hasta terminar en una
plataforma a unos cuatro metros y medio
sobre el serrín de la pista.
El público enmudeció para
contemplar el artilugio y en el silencio
sólo un instrumento de la banda, el
címbalo de Elemér, empezó a tocar muy
quedamente los fantasmales primeros
acordes de la Música de las esferas de
Josef Strauss. Luego entró rodando hasta
la pista por la puerta trasera de la carpa,
entre las graderías, una bola de madera
de un metro de diámetro, pintada en
zigzag con vivos colores. Ningún peón
la había empujado y ninguno la
empujaba ahora. La bola rodaba lenta y
pausadamente, pero por propia
iniciativa. Y no fue perdiendo velocidad
hasta detenerse, sino que continuó
rodando y dio tres vueltas a la pista. El
público la contemplaba en respetuoso
silencio y el címbalo seguía repitiendo
—por lo bajo, con un efecto casi
fantasmagórico— variaciones sobre los
etéreos acordes iniciales de la Música
de las esferas.
El ambiente de la carpa se volvió
aún más sobrenatural cuando,
increíblemente, la bola de madera giró
hacia las vías niqueladas, rodó entre los
estrechos raíles y, todavía con lentitud
pero sin vacilar, rodó cuesta arriba. A
medida que subía, el volumen de la
música del címbalo iba en aumento,
Elemér tocaba los compases en
crescendo de la Música de las esferas
cada vez con más fuerza y vivacidad
mientras la bola describía serenamente
la espiral de los raíles ascendentes.
Cuando la Bola Encantada llegó a la
plataforma de arriba, toda la banda se
unió al címbalo para tocar un
estruendoso final, sacando de su
estupefacción al público, que estalló en
un clamoroso aplauso.
Allí arriba la bola multicolor realizó
varios giros al ritmo de la música e
incluso dio un par de perezosos brincos.
Y entonces se abrió. Por supuesto Edge
había comprendido pronto el secreto de
su misteriosa locomoción, así que no le
sorprendió ver abrirse la bola como una
concha, descubriendo dos hemisferios
huecos unidos por goznes y una
abrazadera. El dibujo en zigzag servía
para ocultar estos últimos y también,
supuso Edge, algunas mirillas. No
obstante, cuando se abrió y apareció la
pequeña Tücsök, vestida con un
brillante leotardo anaranjado, y saludó y
levantó los brazos en forma de V, sudaba
visiblemente. Incluso alguien bajo como
ella tenía que estar estrecho dentro de
aquella concha y habría tenido que andar
o arrastrarse hábil y laboriosamente
para mover la bola como lo había hecho.
Cuando apareció Grillo, la música de la
banda produjo un estallido tan fuerte
como los vítores, aplausos y pateos de
los espectadores.
Grillo se deslizó alegremente por la
espiral como un niño por un tobogán
para saludar desde la pista. Mientras los
peones retiraban el atrezo, Edge le dijo
en tono admirativo:
—Florian dijo la verdad. Ha sido
pura magia. Y usted debe de ser mucho
más fuerte de lo que parece por su
tamaño.
—Bueno, soy capaz de hacer rodar
la bola hasta allí arriba, pero siempre
termino el número en la plataforma.
Sólo rodé hacia abajo una vez. Perdí el
control y bajé saltando y dando tumbos
como una piedra en una avalancha y
cuando salí parecía un huevo revuelto.
No lo volveré a hacer.
—Así lo espero. Es demasiado
bonita para convertirse en un revoltillo.
—Gracias, coronel. Y gracias por
elogiar mi número.
Algunos miembros antiguos de la
compañía habían añadido refinamientos
a sus rutinas durante la breve ausencia
de Edge. Domingo Simms, por ejemplo,
se había procurado un balón de fútbol y
lo usaba en su actuación de un modo
espectacular. Maurice LeVie le había
enseñado el truco sin ningún egoísmo,
diciendo que él era demasiado pesado y
anguloso para hacerlo con la misma
gracia que ella. Mademoiselle Butterfly
concluía su solo lanzándose sentada en
el trapecio, llevando el balón. Entonces,
describiendo arcos largos pero lentos,
se levantaba, colocaba el balón sobre la
barra y luego se ponía cabeza abajo
sobre el balón oscilante, con los brazos
y piernas extendidos en forma de
estrella, sin agarrarse a nada mientras se
columpiaba de un lado a otro. Algunas
personas del público, incluso hombres
adultos, tenían que desviar la mirada por
temor a verla caer. Pero Domingo no
sufrió nunca ningún percance e incluso
dijo a Edge que encontraba el número
—el hecho de tentar a los dioses— casi
eufóricamente estimulante.
Quincy Simms había inventado una
contorsión nueva. Después de que él y
Miss Eel terminaran su dúo, adoptaba
una posición final espeluznante. Como si
no tuviera huesos, se doblaba lentamente
hasta el suelo de modo que el cuerpo y
los brazos daban la impresión de
desaparecer, dejando visibles sólo las
piernas cruzadas y entre ellas el mentón
apoyado. Entonces esbozaba una sonrisa
espantosa y los ojos se le salían de las
órbitas. Con la mueca, la cara negra y
las flacas piernas en ángulo, tenía todo
el aspecto de la calavera y los dos
huesos cruzados de las banderas piratas
o las etiquetas de los frascos de veneno.
Algunos espectadores también
desviaban la mirada al verle, aunque la
mayor parte reía y aplaudía con
satisfacción.
—Bueno, no cabe duda de que pone
los pelos de punta, Alí Babá —le dijo
Edge—, pero es ingenioso y en general
parece ser bien recibido.
—Quisá gusta a los patanes, mas’
Zack —replicó Quincy, malhumorado—,
pero yo no les gusto. Oigo desir a los de
las sillas: «Ése no es Alí Babá, es sólo
un susio negrito que se deshonró con un
hombre blanco».
—¡Vaya, Quincy! —exclamó Edge,
perplejo y sorprendido—. Nunca he
oído hacer semejante observación.
Diablos, no podrían hacerla. Ninguno
de esos patanes habla inglés. Es sólo
imaginación tuya.
En la primera oportunidad Edge fue
a ver la actuación de Grillo en el
espectáculo complementario de
Fitzfarris. Este estaba encantado de
tenerla entre sus artistas y el público del
anexo aplaudía su número casi tanto
como el de la Bola Encantada. Cuando,
vestida de pastor y simulando una
ridícula voz de bajo, Tücsök entonaba
las canciones vulgares e indecentes de
los pastores, los hombres reían a
mandíbula batiente y se daban palmadas
en los muslos mientras las mujeres
fingían escandalizarse o avergonzarse.
Pero tanto mujeres como hombres
sonreían al verla y aplaudían
rítmicamente cuando, vestida con una
blusa de cuentas polícromas y una falda
de innumerables pliegues pequeños y
acompañada por la música del
acordeonista de Fitz, Tücsök bailaba las
antiguas, briosas y coquetas danzas de
las posadas llamadas csárdás.
—Es maravillosa, desde luego —
dijo Edge a Florian— y, o bien es una
excepción entre los enanos, o yo fui un
ignorante y me equivoqué al condenar a
toda la tribu en general. Pero, director,
antes de irme de vacaciones, usted se
quejó de la desproporción entre mujeres
y hombres en la compañía y lo primero
que hace es contratar a otra mujer.
—Bueno, no puedo dar batidas en
busca de artistas de sexo masculino.
Tendré que esperar que vengan a
ofrecerse, aunque sean primeros de
mayo, para corregir el desequilibrio.

Pero el desequilibrio tardó en


subsanarse; una semana después incluso
aumentó. Durante una función de tarde,
el número de contorsionismo de Miss
Eel y Alí Babá terminó, como siempre
en los últimos días, con la postura de
calavera y huesos cruzados del
muchacho. Y aquel día parecía
especialmente encantado con los
suspiros, risas y aplausos del público,
porque permaneció inmóvil durante
tanto rato que el director ecuestre tuvo
que silbarle para que se levantara,
saludase y cediera la pista al número del
trapecio. Alí Babá no hizo caso y
continuó en la misma postura. El coronel
Ramrod silbó con más fuerza y, como el
muchacho no se movía, cruzó la pista
para propinarle un airado empujón.
Doblado como estaba, era difícil
empujar a Alí Babá, pero tampoco
habría servido de nada porque estaba
muerto. El director ecuestre llamó a dos
eslovacos para que se lo llevaran tal
como estaba, fijo en su postura de
calavera y huesos cruzados, ahora
tristemente apropiada. El público reía y
aplaudía, tomándolo por un final cómico
del número.
Las autoridades de Budapest habrían
tratado la muerte de Quincy con la
misma indiferencia que habían
demostrado hacia la de Spyros
Vasilakis, pero Florian sentía la
suficiente preocupación y curiosidad
para llamar a un médico que certificara
la causa del fallecimiento. Después de
examinar el pequeño cadáver, el médico
reveló sus conclusiones a Florian y éste
las tradujo a Edge:
—Parece ser que, en cierto modo, le
ha matado Cecil Wheeler, el ex amigo
de Alí Babá.
—¿Qué?
—¿Recuerdas que durante algún
tiempo Quincy percibía olores que nadie
notaba, oía ruidos extraños y encontraba
sabores distintos en los alimentos más
corrientes?
—¿Quiere decir que ha sido
envenenado?
—No. También recordarás que en la
última actuación de Cecil, Quincy se
cayó de cabeza del velocípedo. Desde
entonces ha vivido, y trabajado
heroicamente, con el cráneo fracturado.
Si lo hubiéramos sabido e inmovilizado
al chico en la cama, podría haberse
recuperado. Pero hoy su pobre cabeza
sucumbió a la lesión.
Edge fue a decir unas palabras de
pésame y dar un abrazo de consuelo a
Domingo, que sonrió con tristeza y dijo:
—Nosotros los Simms nos estamos
extinguiendo. Quizá Martes Y Quincy
habrían hecho mejor en quedarse con los
Furfew, descalzos, pobres e ignorantes.
Quizá habríamos debido quedarnos.
—No digas tonterías. Sabes muy
bien que los dos han visto más de la
vida, incluso a sus pocos años, que si
hubiesen envejecido en Virginia. Y tú
eres Mademoiselle Butterfly. No existen
límites para lo alto y lo lejos que puedes
volar.
Cuando Edge expresó su
condolencia a Lunes, ésta no parecía
abrumada por el dolor. Dijo:
—Déjeme preguntarle algo, señor
Zack, que no puedo preguntar a mi señor
Demonio. No es del sur, así que no pue
saberlo. Se trata de lo siguiente. Ahora
que no tengo siempre a la vista a mi
hermano Quincy, ¿cree que la gente
cambiará su opinión de mí?
—No sé, Lunes, dudo de que alguien
te haya juzgado alguna vez
comparándote a tu hermano. Tus
cualidades o tus habilidades…
—Estoy hablando del color.
Mientras Quincy estaba aquí, yo sólo
podía ser familia de un chico negro. Mi
señor Demonio me llama su… una
palabra francesa que significa mulata.
Pero si un hombre no supiera que tenía
un hermano negro, ¿no podría tomarme
por algo mejó que una media negra?
Edge contestó secamente:
—No te refieres a algo mejor, sino a
algo más fácil. —La miró, estudiándola
—. Supongo que podrías pasar por una
chica mexicana inusualmente bonita. O
una chica de una isla tropical.
—¡Vaya! —Sonrió—. Dígame los
nombres de algunas.
—Diablos, podrías afirmar que eres
la reina de Saba, pero no esperes que la
gente crea en tu palabra. La reina de
Saba era una mujer lista y tú tendrías
que educarte, refinarte y pulirte. Como
decir puede en vez de pue. —Lunes dejó
de sonreír y pareció ofendida—. Tu
hermana Domingo, en cambio…
—¡Claro, ella! —exclamó Lunes con
resentimiento—. No le importa ser
mulata mientras pueda hablar bien y
exhibir sus buenos modales. ¡Maldita
sea! Y cualquier hombre nuevo podría
ver que soy su hermana, otra mulata,
¿verdad? ¡No puedo mejorar si ella no
lo hace, coño!
Edge suspiró, renunció a
convencerla y se fue a ayudar a Florian
en la organización del funeral de
Quincy-Alí Babá.
5
—El veinte de agosto es San Istvan —
dijo Florian a sus subordinados
principales en una reunión que convocó
en el furgón rojo— o San Esteban, si lo
preferís. En cualquier caso, es la fiesta
mayor del verano en Hungría y
tendremos la afluencia de público más
impresionante desde que estamos aquí.
Pediré vuestro voto y, a menos que haya
gritos de rebelión, aquel día quiero
ofrecer tres funciones, una por la
mañana además de las habituales de
tarde y noche.
—Creo que nadie objetar —dijo
Carl Beck—. Nosotros ser gente de
circo. Preferir trabajar, oír aplausos que
sentarnos sobre nuestros Arsche. Y los
eslovacos trabajar todo el día, de todos
modos.
—Muy bien. Haced planes para
efectuar tres funciones ese día. Estoy
seguro de que a partir de esa fecha
continuaríamos haciendo el buen
negocio que hemos hecho hasta ahora,
por lo menos hasta la llegada del
invierno, pero mi deseo es ponernos de
nuevo en marcha después del día de San
Istva. Hay otro lugar especialmente
bello en Hungría, el lago Balaton, o el
Platten See, como lo llamaría Francisco
José. Creo que nadie debería perdérselo
y los centros turísticos que rodean el
lago nos proporcionarán la misma
clientela que tendríamos aquí.
—Ano, pojd’me na Balaton Jezero!
—exclamó con entusiasmo Banat, que al
parecer ya había estado allí antes.
—Luego, después de un mes en el
lago —prosiguió Florian—, cuando las
hojas empiezan a caer, viajaremos hacia
el este. Tendremos que cruzar unos
seiscientos cincuenta kilómetros de
puszta (el mar de hierba llano,
monótono, vacío), donde ni siquiera hay
un pueblo lo bastante grande como para
merecer una parada. Quiero llegar a la
frontera rusa antes de las primeras
nieves. No me atrae cometer el mismo
error de Napoleón y enfrentarme por el
camino con el invierno ruso.
—No sé, director —observó Dai
Goesle con escepticismo—. Rusia es un
país enorme y lo cruzaremos a paso de
tortuga. El invierno nos sorprenderá en
alguna parte.
—Pero no por el camino y a la
intemperie. Aunque muy a pesar mío, he
decidido tras largas deliberaciones
emular al despreciable Zirkus Ringfedel.
Desde la frontera rusa viajaremos por
tren, sólo deteniéndonos a actuar en
Kíev y Moscú antes de llegar al destino
que he deseado y ambicionado durante
mucho tiempo: la magnífica y
deslumbrante capital de San
Petersburgo, donde confío en gozar de
una estancia larga, feliz y próspera.
—Cuando todos partáis hacia el lago
Balaton —dijo Willi Lothar—, yo
viajaré a Rusia, reservaré un tren y
alquilaré el primer campamento en Kíev.
—Se dirigió a Florian—: Jules no me
acompañará. Sé que querrá elevarse con
el globo en el lago. Es un lugar
espléndido para una bella ascensión.
—Espera —terció Edge—. Eché una
mirada a las praderas húngaras, ¿dices
que se llaman puszta?, cuando fui a
visitar a la condesa. Es un lugar
monótono de verdad. ¿Por qué hemos de
tomarnos la molestia de recorrer casi
quinientos kilómetros de hierba?
Hungría también tiene trenes. ¿Por qué
no alquilar un tren aquí y seguir en él
hasta la frontera y después por toda
Rusia?
—Porque esto sería una molestia
todavía mayor —respondió Florian—.
Los ferrocarriles de Europa occidental
tienen lo que se llama el ancho estándar,
los raíles mucho más separados, por lo
que los trenes están construidos de otra
manera. Tendríamos que embalar, cargar
y almacenar víveres y equipo y en la
frontera desembalarlo y descargarlo
todo y volver a embalarlo y cargarlo en
un tren ruso. Sería mucho más pesado, y
probablemente requeriría más tiempo,
que viajar por carretera. No, nos
dirigiremos hacia Czernowitz, en la
frontera húngara, cruzaremos el río Prut
y nuestro tren nos estará esperando en la
margen rusa del río, en Novosielitza.
Edge se encogió de hombros.
—Usted lo sabe mejor que nosotros,
director.
—Y a propósito, dejaremos atrás a
todos los tenderetes y barracas y su
población. Pueden seguir haciendo un
buen negocio en el lago Balaton, hay
también lugares para el turismo de
invierno, y Dios sabe que no ganarían ni
un céntimo en la puszta. Además, las
autoridades rusas de inmigración son
notoriamente suspicaces e inflexibles; es
probable que ni siquiera permitiesen la
entrada a tal enjambre de gitanos. Y lo
más importante, alquilar el tren ya me
costará bastante caro. No me interesa
alquilar dos o tres coches extra para
transportar a nuestros seguidores.
—Maldita sea —profirió Fitzfarris
—. Supongo que, como dice Zack, usted
lo sabe mejor que nosotros, director,
pero lamentaré mucho abandonar a mis
bonitas muchachas del Schuhplattler.
—Muy bien, caballeros, ya podéis
iniciar los planes y preparativos.
Maestro velero, antes de dejar Pest,
compra todos los efectos, piezas de
repuesto, lona extra y arneses, todo lo
que pudiéramos necesitar en el futuro.
Son cosas difíciles de encontrar en un
país tan primitivo como Rusia y
tampoco las encontraremos en el lago
Balaton. Director de orquesta, tú haz lo
mismo (partituras, válvulas de trompeta,
parche de tambores, lo que sea), y en
particular una abundante provisión de
los productos químicos necesarios para
el generador del Saratoga. Jefe de
personal, estudia con Abdullah y su
ayudante eslovaco sobre las cantidades
de pienso y carne para los gatos que
necesitaremos para alimentar a los
animales a través de la puszta. Una vez
estemos en Rusia, por lo menos estas
cosas podremos reponerlas. —Florian
se levantó—. Entretanto, compraré otro
carromato y una pareja de caballos. Nos
harán falta, y no sólo para llevar el
cargamento extra. Recientemente hemos
adquirido un buena cantidad de nuevas
pertenencias: los furgones vestidores, el
címbalo, la bola y la rampa de Tücsök.
Bueno, ¿algo más que discutir,
caballeros? Entonces declaro levantada
esta sesión.
El día de San Istvan el circo
presentó por primera vez tres funciones
y cada una de ellas no sólo registró un
lleno sino que mucha gente se quedó sin
entrar. Ni siquiera hacia el final de la
función nocturna se mostraron los
artistas menos vivaces y sonrientes y
ninguno de ellos tuvo un solo fallo en
sus actuaciones. Incluso los animales
parecían imbuidos del mismo espíritu y
no se detuvieron ni vacilaron en ningún
momento a causa del trabajo extra. En la
gran cabalgata final de la función
nocturna, los miembros de la compañía
saludaron cariñosamente al público con
la mano, sonriendo más que nunca,
orgullosos y satisfechos de haber
participado en el día de mayor
asistencia y más provechoso que el
Florilegio había conocido. Sin embargo,
cuando el último espectador se hubo
ido, tanto artistas como peones y
músicos se dejaron vencer por la fatiga
y algunos no se despojaron siquiera de
sus trajes de pista antes de caer,
agotados, sobre sus literas y catres.
El circo suspendió toda actividad al
día siguiente para que la compañía
entera —incluidos los eslovacos,
después de atender a los animales—
pudiera relajarse o descansar a su
antojo. Varios aprovecharon esta última
ocasión para visitar sus lugares
preferidos de la ciudad. Clover Lee,
Gavrila y Agnete fueron a curiosear a
los grandes Almacenes Párizsi. Carl
Beck acudió a un balneario para tornar
un último baño curativo y luego compró
un par de grandes cajas de la loción
capilar Bánfi y el tónico Béres. Abner
Mullenax cruzó el río para comprar en
Buda una caja de la pésima ginebra
búlgara, además de ingerir una gran
cantidad. Edge, Pemjean, Yount y LeVie
fueron a pasar la tarde en el café New
York. Magpie Maggie Hag y Bernhard
Notkin se dirigieron juntos adonde se
congregaban más personas mayores, las
mesas de cemento facilitadas
oportunamente por el parque municipal,
a jugar una partida de ajedrez. Florian
pasó la mayor parte del día en su
oficina, sumando alegremente las
ganancias de la víspera y poniendo al
día sus libros.
El día siguiente se dedicó a
desmontar, limpiar el recinto y cargar el
circo en los carromatos. Después de la
carga todos los vehículos, incluyendo el
nuevo, abultaban casi visiblemente con
todas las provisiones extras, el pienso y
las piezas de equipamiento compradas
por Dai, Carl y Hannibal. Algunas cosas
pequeñas tuvieron incluso que guardarse
en los remolques de los artistas.
Entonces Florian ordenó a cierto número
de eslovacos que se adelantaran en el
carromato más ligero con un enorme
montón de carteles del Florilegio para
rodear todo el lago Balaton y fijar
carteles en todos los pueblos y aldeas de
sus orillas.
El resto de la caravana circense
abandonó Pest a primera hora de la
mañana siguiente, cruzó por última vez
el puente de Cadenas, subió la colina de
San Gellért, pasó de largo la sombría
Ciudadela y tomó una carretera que se
dirigía al sudoeste. Su destino en el lago
Balaton estaba a noventa y seis
kilómetros y dos largas jornadas de
distancia, así que aquella noche
acamparon junto al camino, cerca del
único edificio que habían visto en varios
kilómetros: una csárda de tamaño
modesto con un letrero: Szep Juhászne.
—«La Bella Pastora» —dijo Florian
—. Con un nombre tan bonito, no puede
ser una posada muy mala. Cenaremos
allí antes de acostarnos.
El posadero estuvo encantado de
verlos; sin duda no había tenido que
albergar nunca en su establecimiento a
una clientela tan numerosa. Ni siquiera
había bastantes mesas para todos:
tuvieron que cenar por turnos. Cuando se
sentó el primer contingente, el posadero
les sirvió inmediatamente, por propia
iniciativa, inmensas jarras de peltre de
cerveza negra fresca y tortas asadas,
calientes de la chimenea, para
mordisquear. Los comensales no
eligieron ni pidieron la comida; les
sirvieron sencillamente tazones
gigantescos del plato corriente en todas
las posadas húngaras.
—Bográcgulyás —explicó Florian
—. Puchero. Lo que tú llamarías pot-au-
feu, Maurice, o tú, Maggie, olla
podrida[23]. Simplemente una gran
caldera de hierro que cuece
perpetuamente a fuego lento en el hogar
y a la que se añade continuamente la
carne o las hortalizas que se tienen a
mano.
Fueran cuales fuesen sus
ingredientes, todos aseguraron que era
deliciosa y tonificante.
El feliz posadero revoloteó en torno
a ellos durante la cena, encantado de
poder hablar por lo menos con dos de
ellos: Florian y Katalin.
—El fogados o posadero —tradujo
esta última— dice que esta csárda ha
estado aquí durante siglos y hace mucho
tiempo fue el escondite preferido del
gran salteador de caminos Sobri Jóska,
el Robin Hood húngaro que siempre
despojaba a los ricos para compartirlo
todo con los pobres.
—No, ¿de verdad? —se asombró
Yount—. ¿Y se ocultaba aquí donde
estamos cenando?
—Lo dudo —dijo Grillo—. Todos
los fogados de Hungría te dirán que un
día fueron anfitriones del bandido Sobri,
o de la bella Ilonka, la novia secreta del
rey Mátyás, o de Pál Kinizsi, el Sansón
de Hungría. En una guerra contra los
turcos, Pál mató a uno de ellos y luego
usó su cuerpo como una maza para matar
a cien más.
—Bueno, estas historias son una
propaganda excelente —observó
Fitzfarris—, como las fanfarronadas de
Florian. Creo que los posaderos son
listos.
—Oh, nosotros los húngaros somos
muy listos —dijo Grillo, sonriendo—.
La historia que más me gusta es la del
granjero de la puszta que debía veinte
coronas al judío local y no podía
pagárselas. Como el tío Isaac no dejaba
de acuciarle, el granjero se ofreció a
vender su vaca y darle el producto de la
venta. La vaca valía más de veinte
coronas, así que el judío aceptó en
seguida. Fueron juntos al mercado y el
granjero se llevó además un pollo. Se
acercó un hombre y preguntó: «¿Cuánto
por el pollo?» El granjero contestó:
«Veinte coronas». El hombre exclamó:
«¡Dios mío! ¡Podría comprar la vaca
por este dinero!» El granjero le dijo:
«Haremos una cosa. Deme veinte
coronas por el pollo y le venderé la
vaca por sólo dos kreuzers de cobre».
Hicieron el trato, el granjero se embolsó
las veinte coronas y pagó al judío con
las dos monedas que le habían dado por
la vaca. Lo convenido.
Riendo, se levantaron de la mesa
para hacer sitio al segundo grupo que
esperaba para cenar.
Al día siguiente, cuando la caravana
estaba a unos diecisiete kilómetros del
lago Balaton, los viajeros se percataron
de que la carretera estaba rodeada de
praderas de una hierba silvestre extraña
y lacia que se retorcía como algas
marinas a la suave corriente de aire
levantada por el paso de los carromatos.
Pero cuando se acercaron más al lago
empezaron a notar una auténtica brisa.
Ahora pasaban entre viñedos donde, en
lugar de los espantapájaros comunes a la
mayoría de países, había largas cintas
de vivos colores ondeando al viento.
Luego vieron almiares que en un
principio habían tenido forma de cono,
como las tiendas indias, y a los que los
embates del viento habían dado formas
más graciosas, como bailarinas
inmovilizadas con las faldas en
remolino.
—Siempre sopla el viento en torno
al lago Balaton —dijo Florian a
Daphne, que iba con él en el carruaje—.
Me inclino a creer que la propia
configuración del lago debe de tener
algo que ver con ello. El lago Balaton es
una curiosidad en varios aspectos. Es el
de mayor tamaño en toda la Europa
central y no sólo tiene una forma
extraña, ochenta kilómetros de longitud
por una anchura media de nueve
kilómetros, sino que el propio lecho es
peculiar. En el extremo sur del Balaton,
el fondo desciende tan gradualmente que
se puede vadear casi un kilómetro antes
de que el agua te llegue a la barbilla.
Pero continúa descendiendo, como una
rampa de ochenta kilómetros, hasta
alcanzar en el extremo norte una
profundidad de unos doce metros. Ignoro
por qué las características únicas del
Balaton tienen que crear viento, pero
siempre sopla y el agua está siempre
agitada. Cuando hay una verdadera
tormenta, que por lo general viene del
sur, actúa como una escobilla. Barre el
agua superficial del extremo sur del lago
e intenta amontonarla sobre el agua
profunda del norte. Entonces en el
Balaton se ven olas y rompientes tan
impresionantes como los de cualquier
océano.
—Parece temible —dijo Daphne.
—Bueno, aquí ha habido pescadores
y barqueros durante generaciones y han
desarrollado una misteriosa facultad
para prever cualquier tormenta
inminente. Entonces disparan cohetes
que pueden verse en toda la periferia del
lago. Los barqueros y turistas salen del
agua y todos corren a buscar cobijo.
La compañía llegó por fin a un punto
alto de la carretera desde el que se
podía ver el lago. Su color era de un
particular turquesa lechoso, salpicado
de pequeños rizos de espuma; lo
rodeaban juncos de un verde brillante y
lo sobrevolaban por doquier bandadas
de golondrinas azulgrises y gaviotas de
cabeza negra y en sus orillas se
inclinaban sobre el agua los
omnipresentes álamos, que incluso
ahora, a finales de verano, seguían
despojándose de su pelusa blanca como
la nieve, y de vez en cuando se oía un
chapoteo en el agua producido por un
pez al saltar en persecución de esta
pelusa. Por el lago navegaban algunos
veleros de recreo, pero la mayoría de
embarcaciones eran esquifes de pesca y
los grandes botes de remo que servían
de transbordadores. En torno al lago se
veían apiñadas comunidades que
oscilaban entre aldeas y ciudades
pequeñas, pero había también largos
trechos de orilla deshabitada.
Las dos ciudades mayores, más
populares y pobladas, Siófok y Földvár,
se hallaban en la orilla sudoriental hacia
la que se dirigía la caravana del circo y
sólo mediaban doce kilómetros entre
ambos centros turísticos, así que Florian
ya había dicho a los peones que
acamparan a medio camino entre los
dos. Empezaba a oscurecer, pero los
viajeros podían ver los carteles del
Florilegio clavados en algunos árboles.
Y cuando llegaron al lugar designado
para levantar la carpa, los peones que se
les habían adelantado para fijar carteles
ya los estaban esperando. Los
eslovacos, por iniciativa propia, habían
encendido dos fuegos para cocinar,
llenado ollas con el agua fresca del lago
e incluso comprado a los pescadores
locales un cesto de fogas, el lucio del
lago Balaton. Así, pues, Magpie Maggie
Hag, con ayuda de Gavrila, Meli y
Agnete —y usando también la estufa del
antiguo furgón vestidor, donde aún
viajaba y dormía—, se dispuso a
preparar la primera comida al aire libre
que la compañía había saboreado en
muchos meses.
A primera hora de la mañana
siguiente, el maestro velero Goesle, el
jefe de personal Banat y los elefantes
empezaron a montar la carpa. Como allí
la orilla del lago era toda de guijarros,
tuvieron que trasladarse a unos cien
metros tierra adentro para encontrar un
terreno capaz de aguantar las estacas de
la tienda. Y Florian les dijo que
doblaran el número de estacas y cables
en el lado sur de cada tienda, como
medida de seguridad contra el constante
viento. Incluso a tan temprana hora del
día, una gran cantidad de turistas de
Siófok y Földvár, que habían visto los
anuncios de la inminente llegada del
Florilegio, acudieron a admirar el
montaje y comprar entradas para la
primera función de la tarde. Las entradas
se agotaron mucho antes de que la
obertura del órgano de vapor resonara
por todo el lago. Y tal como había
esperado Florian, todas las funciones
subsiguientes tuvieron la misma
afluencia de público que las de Pest.
Los espectadores no sólo llegaron de los
dos cercanos pueblos turísticos, sino
que muchos hicieron viajes de dos días
desde los confines más lejanos del
Balaton y la campiña circundante.
Jules Rouleau había esperado
realizar numerosas ascensiones sobre
aquel hermoso lago azul y los verdes
bosques que lo rodeaban, contra los
cuales el Saratoga rojo y blanco haría
un notable contraste, pero el viento
incesante obligaba a Carl Beck a decir
con firmeza: «Nein! Nein!» Sin
embargo, el viento tendía a amainar y a
convertirse en una ligera brisa hacia el
atardecer, así que por fin Rouleau
convenció a Bum-bum de que le
permitiera intentarlo a dicha hora.
Enviaron a los eslovacos a fijar carteles
por todo el Balaton proclamando el
acontecimiento y aquel día los
espectadores llenaron a rebosar el
recinto del circo.
Cuando el globo estuvo hinchado,
osciló con torpeza, como angustiado,
aflojando, tensando y tirando
alternativamente de las amarras, por lo
que Florian acortó su habitual discurso
grandilocuente sobre el valor de
Monsieur Roulette y los peligros de
desafiar a los cielos. Rouleau subió
apresurado a la góndola —y solo; no
quiso correr el riesgo de llevarse a una
de las chicas Simms— y los peones
aflojaron inmediatamente los cables. El
Saratoga se elevó como un cohete, pero
inclinado, volando más hacia el norte
que hacia arriba y casi rozando las
copas de los árboles. No obstante,
cuando ganó altura sobre el lago,
Rouleau notó que la brisa amainaba —
por lo visto los eternos vientos del
Balaton sólo soplaban cerca de la
superficie— y un poco más arriba
encontró una brisa que soplaba hacia el
sur. De este modo logró, siguiendo su
costumbre de dejar subir y bajar el
globo, hacer cabriolas por el cielo en
varias direcciones.
Después, para descender, condujo al
Saratoga hacia el extremo sur del lago y
abrió la válvula de charnela a fin de
soltar el gas suficiente para que el globo
cayera hasta donde soplaba la brisa.
Cruzó el lago a toda velocidad, abriendo
y cerrando hábilmente la válvula para
bajar en una larga inclinación. Ahora ya
dominaba el descenso y tocó tierra justo
delante de la avenida del circo —una
parte considerable de los espectadores
tuvo que dispersarse corriendo—, pero
aunque tiró del cabo de desgarre para
vaciar el globo en aquel mismo instante,
la góndola aterrizó con un fuerte golpe y
dio varios saltos hasta que cayó de lado
junto con el globo ya vacío. Rouleau
salió indemne, pero tuvo que bajar de un
modo poco digno de la barquilla
ladeada y sortear los cabos
enmarañados antes de poder
enderezarse, levantar triunfalmente los
brazos y recibir los vítores de la
multitud.
No lo intentó más; aquélla fue su
única ascensión en el lago Balaton. Sin
embargo, la gente de los pueblos y
ciudades de muchos kilómetros a la
redonda hablaron admirados del
acontecimiento durante meses enteros,
rebosando entusiasmo porque había
tenido lugar durante su vida, ya que
semejante prodigio no se había visto
nunca en la comarca y probablemente no
se volvería a ver. A partir del día de la
ascensión, Rouleau encontró imposible
tomar una cerveza, comer o comprar
siquiera un pretzel en Siófok o Földvár;
los otros clientes siempre reconocían a
Monsieur Roulette, le elogiaban, le
daban palmadas en la espalda e insistían
en pagar lo que comía o bebía.

En una función de tarde, cuando Edge


entraba en la carpa montando a Trueno
al son de Greensleeves en la cabalgata
inicial, el corazón le dio un pequeño
vuelco. En las sillas de primera fila
había dos damas con velo que parecían
conocidas. Cuando se subieron el velo y
lo sujetaron atrás, resultaron ser en
efecto la «condesa Amelie Hohenembs»
y la baronesa Marie Festetics. En el
intermedio, cuando el resto del público
se trasladó a la avenida, ellas
permanecieron sentadas como de
costumbre y Edge se apresuró a
saludarlas.
Hizo una reverencia extravagante y
dijo:
—Bien venida, majestad imperial.
Elisabeth, emperatriz de Austria y
reina de Hungría, respondió con fingida
consternación:
—O jaj! Has descubierto mi
modesta mascarada. ¿Cómo?
—Creo que empecé a sospechar
cuando usasteis la frase habitual del
emperador para decir que os habíais
divertido.
—Ah, muy bien. Sólo quiero
observar, Edge úr, que no te mentí en
absoluto. Amelie es mi segundo nombre
y soy la condesa Hohenembs. Y duquesa
de Salzburgo y Auschwitz y margravina
de Moravia y muchas otras cosas.
Podría haberte dicho algo tan bajo como
voivodina de Servia y también habría
sido cierto. Pero, te lo ruego, en
recuerdo de los viejos tiempos, sigue
llamándome Amelie. Me gusta tu tierno
modo de decirlo… casi tan tierno como
cuando dices Autumn.
—¿Qué hacéis por aquí?
—Estoy invitada en el palacio
Festetics. Me quedaré hasta el primer
signo del invierno y entonces me
escabulliré a mi soleado, tibio y florido
Achilleion.
La baronesa Marie explicó:
—Me apresuro a decirle, Edge úr,
que el palacio Festetics no es mío. Yo
no tengo ninguno. Pertenece a un primo,
el conde Festetics. Está en Keszthely, en
la punta sur del lago, a sesenta
kilómetros de aquí. Incluso en un coche
de cuatro caballos, y a trote ligero,
hemos tardado todo un día en llegar, así
que anoche pernoctamos en un hotel de
Siófok y volveremos a hacerlo antes de
regresar mañana a Keszthely.
Elisabeth Amelie dijo:
—Me gustaría invitarte, Zachary, a
pasar con nosotros unos días de
vacaciones…
—Bueno, me sentiría un holgazán si
me tomase dos vacaciones en un año,
pero, maldita sea, no pienso rehusar. No
dependo de nadie y Florian es un tipo
decente. Si a vos os parece bien,
preferiría varias visitas cortas a una
larga. Podría hacer el viaje a caballo en
un día, estar con vos al día siguiente y
regresar el tercero. De este modo sólo
perdería seis funciones. Pero en
consideración a la compañía y al
público, sólo podría hacerlo a
intervalos de dos semanas. Y no sé
cuántas veces. Depende del tiempo que
permanezcamos aquí.
—Lo siento, Zachary. Iba a decir que
me gustaría invitarte, pero el conde
Andrássy es otro de los invitados.
—Oh —murmuró Edge, y su rostro
se ensombreció. Pensó unos instantes y
luego dijo—: ¿Podría hacer una
descarada sugerencia? Pero antes
decidme: ¿monta a caballo el conde
Andrássy?
—Pues claro. ¿Qué caballero no lo
hace?
—Pero supongo que no sabe trucos
circenses, como vos.
—No. Excepto doma, carrera de
obstáculos, caza con jauría…
—Tal vez le gustaría aprender
algunos floreos. Acabáis de ver a
nuestra équestrienne. No la mulata que
hace la alta escuela, sino la rubia, hoy
lleva unos leotardos escarlatas, que ha
saltado por encima de las banderas y
por los aros.
—Vaya, Zachary. Las ligas y
guirnaldas. Olvidas que conozco un
poco el lenguaje del circo.
—Bueno, pues es Clover Lee
Coverley y anhela conocer a personas
de la nobleza. Si nos invitarais a ella y a
mí, ella podría convencer a vuestro
conde para que le dejara darle lecciones
de equitación circense y mientras tanto
vos y yo podríamos hacer… otras cosas.
Clover Lee sólo tiene unos diecisiete
años, pero es precozmente madura para
su edad y…
—A Gyula le atrae mucho la
juventud —dijo Elisabeth Amelie,
pensativa—. Aunque yo sea catorce
años más joven que él, una joven
catorce años más joven que yo le haría
arder como tus candilejas. —Rió
traviesamente—. Sí, eres de verdad muy
descarado, Zachary. Muy bien, los dos
estáis invitados con la mayor
cordialidad. —Pero añadió, severa—:
Cuidado, no deseo que tu Clover Lee me
sustituya de modo permanente en el
afecto de Gyula.
—¿Afecto? Esto me hace parecer un
alcahuete. Sólo quiero que le mantenga
distraído montando mientras ella se
deleita codeándose con la nobleza. De
todos modos, no creo que un conde
casado con una condesa y enamorado de
una emperatriz pueda divertirse mucho
tiempo en compañía de una amazona de
circo.
—No olvides decírselo a ella. Y por
ti, querido Zachary, cambiaré mi
programa diario. Como sólo
dispondremos de un día y medio cada
vez, renunciaré a mis ejercicios y
estudios matutinos para que podamos
compartir las mañanas además de las
tardes y noches.
—Gracias, Amelie, majestad.
—El conde Festetics, el conde
Andrássy y yo estaremos encantados de
veros, a ti y Clover Lee, tan pronto y tan
a menudo como podáis venir.

Edge volvió sumamente exaltado a su


trabajo como coronel Ramrod, pero
sintiéndose al mismo tiempo un holgazán
y un desertor. Cuando se reunió con
Florian entre bastidores durante una
actuación, no abordó el tema. Incluso
después de la cabalgata final, mientras
veían al público abandonar la carpa,
vacilaba en hablar. Pero entonces
ocurrió algo maravillosamente fortuito.
Tres espectadores se rezagaron,
hablaron brevemente entre sí y luego se
acercaron a Florian y se dirigieron a él
en húngaro.
Los tres eran hombres y se parecían
mucho: de una fealdad tosca, altos,
fornidos, bronceados por el sol, con
cabellos negros rizados y enormes
bigotes negros. También iban
idénticamente vestidos: un chaleco de
cuero sobre una camisa roja, pantalones
de cuero muy raídos y tan amplios que
ondeaban como faldas, pesadas botas de
piel y un sombrero negro que parecía un
budín de ciruelas colocado sobre una
gran sopera. Y lo más curioso: los tres
llevaban un látigo korbács enrollado
alrededor del hombro.
Después de conversar con ellos unos
minutos, Florian se volvió hacia Edge:
—Son los hermanos Jászi. Arpád,
Zoltán y Gusztáv. Son csikosok,
pastores, jinetes de la puszta. Perdieron
hace poco su empleo al quebrar el
rancho de su jefe, así que cogieron el
tren en busca de diversiones civilizadas
y cultas en Budapest y aquí en Balaton
antes de regresar a la puszta para
encontrar otro trabajo. Ahora desearían
que les prestásemos tres caballos para
hacernos una demostración del estilo de
equitación csikos. Me gustaría verlo.
—Y a mí también —dijo Edge.
Silbó a un eslovaco y le mandó que
ensillara y les trajera los tres caballos
requisados hacía tanto tiempo a los
salteadores de caminos de Virginia.
Cuando llegaron los caballos, los
hermanos Jászi ni siquiera apoyaron los
pies en los estribos sino que saltaron del
serrín a las sillas Y pusieron al instante
a los caballos a un galope furioso.
Entonces hicieron cosas asombrosas.
Ejecutaron todos los números de
Buckskin Billy, como deslizarse por
debajo de los caballos y subir por los
flancos hasta las sillas a galope tendido.
Pero también se dieron la vuelta en las
sillas y montaron de espaldas,
dirigiendo a los caballos retorciéndoles
las colas. Después, agarrados a las
colas, se bajaron de las grupas y
galoparon a pie detrás de los caballos,
yendo a la misma velocidad que ellos.
Entonces se izaron por las colas,
saltaron a las grupas y luego a las sillas
y cabalgaron de pie sobre ellas y a
continuación, increíblemente, cabeza
abajo… mientras los caballos seguían a
galope tendido.
Después se sentaron en las sillas y
desenrollaron sus korbácsek. Primero
los emplearon como látigos; pasando a
velocidad vertiginosa por delante de la
primera fila de asientos, el primer Jászi
blandió el látigo y volcó la silla más
cercana, el que le seguía volcó la
segunda y el último la tercera, mientras
el primero ya volcaba la cuarta y así
sucesivamente hasta derribar toda la
hilera de asientos. Uno de los hermanos,
al pasar como un rayo por delante de
Edge, le quitó el cigarrillo de los labios
con tanta habilidad que Edge sólo notó
el silbido del aire.
Luego usaron los korbácsek como
lazos. Un hermano lo lanzó contra otro,
no para pincharle o herirle sino para
enroscarlo alrededor de su cintura y
jugar a derribarle. Otro blandió el
korbács hacia arriba en el instante justo
para enroscar su punta en torno a un
cable de un poste central. Dejó que el
tirón le derribase de la silla y, agarrado
al puño del korbács, se balanceó de un
lado a otro en el aire.
Al cabo de un momento la punta del
látigo se soltó del cable y se desenrolló,
haciendo caer al hombre… pero en
aquel preciso momento su caballo, que
galopaba en torno a la pista, se
encontraba debajo de él y el jinete se
sentó limpiamente en la silla.
—Dios santo —dijo Edge—. Estos
muchachos hacen que mi volteo parezca
un juego con un caballo de balancín.
—Bueno, están buscando empleo —
observó Florian— y nosotros buscamos
artistas del sexo masculino. —Titubeó y
continuó después de un carraspeo—:
Además, Zachary, estoy pensando hace
mucho tiempo que das demasiado de ti
mismo al Florilegio: como director
ecuestre, adiestrador de caballos,
tirador, jinete de volteo y pacificador
general cuando hay un problema. Me
preocupa la idea de que nos estamos
aprovechando demasiado de tu buen
carácter. Estoy bastante seguro de que
no tienes celos profesionales, pero te lo
preguntaré. ¿Te sentirías rebajado o
desairado si contratase a los hermanos
Jászi para reemplazarte en el volteo?
—En absoluto —contestó
alegremente Edge, y lo repitió con
entusiasmo—: ¡En absoluto! —Los
hermanos ya habían desmontado y se
acercaban a ellos. Edge exclamó—:
¡Bien venidos, muchachos, bien venidos!
—Y zarandeó las manos de Zoltán,
Arpád y Gusztáv con una sonrisa tan
radiante que resultaba casi tan feo como
ellos.
Florian quedó un poco perplejo ante
este ardor de Edge, pero dijo:
—Los llevaré a la oficina para
hablar de las condiciones y llamaré a
Maggie Hag para hablar de los trajes.
—Antes de que se vaya, director…
—dijo Edge—. Ahora que tiene una
sustitución tan espectacular para uno de
mis números como mínimo, desearía
pedirle un favor… —Le habló de la
invitación de la «condesa Hohenembs»,
que en esta ocasión incluía a Clover
Lee, y su idea de tomarse sólo tres días
libres cada vez y no demasiado a
menudo, tal vez cada dos o tres semanas.
Le habría gustado asombrar realmente a
Florian revelando la verdadera
identidad de Amelie, pero decidió que
no tenía derecho a hacerlo.
—Le quedará el número de caballos
en libertad, que puede dirigir usted solo,
y el número de alta escuela de Lunes y
ahora estos prodigiosos hermanos Jászi.
Tres buenas actuaciones ecuestres, así
que no es probable que el público eche
de menos a un jinete solitario que monta
a pelo. Ni a un tirador solo. En
cualquier caso, sólo faltaremos en seis
funciones cada vez que vayamos al
palacio.
—Bueno, no puedo negarte el trato
con personajes tan encumbrados —
contestó Florian que, aun sin motivo, se
sentía culpable por haberle arrebatado
el número de volteo de Buckskin Billy
—. Sólo intenta no casar a Clover Lee
con uno de tus amigos nobles. Me
disgustaría perderla para siempre.
Edge fue al encuentro de Clover Lee
y le habló de la invitación y las
limitaciones de sus visitas y su
esperanza de que mantuviera distraído
con la equitación al conde Gyula
Andrássy mientras él gozaba de la
compañía de la condesa Amelie. Y hasta
el final no se le ocurrió preguntarle si le
gustaría ir.
Clover Lee, cuyos ojos de color azul
cobalto eran cada vez más grandes al
escucharle, lanzó un grito clamoroso
como el órgano y exclamó:
—¡Diablos, claro que me gustaría ir!
¡Vayamos mañana!
—No. Me llevaré a Trueno, lo cual
significa que deberé dar a otro caballo
un curso acelerado de pasos nuevos para
que Lunes pueda seguir con su alta
escuela. Entretanto sugiero que vayas a
Siófok y te compres un vestido de
noche… las personas distinguidas nos
emperifollamos mucho para la cena.
Déjame decirte además que serán unos
viajes muy pesados. Trueno es un
veterano de la caballería y los hará sin
esfuerzo, pero no así tu Bola de Nieve o
Burbujas. Te recomendaría que pruebes
los ocho caballos moteados y escojas al
más rápido y resistente.
—Muy bien. ¡Oh, Zack, apenas
puedo esperar!
—Sí, ya te veo poniendo condesa
antes de tu nombre. Pero el tal Andrássy
tiene cuarenta y cinco años y una esposa
e hijos. No sé qué otros invitados habrá;
tal vez figure entre ellos algún noble
soltero de edad más similar a la tuya.
No me importa que coquetees lo que
quieras, pero cuando la condesa y yo no
estemos presentes debes pegarte al
conde Andrássy y mantenerlo ocupado.
¿Está claro?
—Sí, coronel —respondió ella,
sonriendo, radiante, y saludándole
militarmente.
Entonces se alejó a toda prisa,
rebosante de orgullo y felicidad, para
hablar a todas las mujeres del circo de
su inminente incursión en el mundo de
los poderosos y de sus perspectivas casi
indudablemente favorables en él. Las
mujeres le prodigaron felicitaciones y
buenos deseos y le aseguraron que
hechizaría a todos los príncipes
encantadores en aquel ambiente de
cuento de hadas. Varias fingieron, entre
afectuosas y divertidas, tener mucha
envidia de ella. Sólo una, Domingo
Simms, se mostró reticente.
Y no dijo nada cuando más tarde ella
y Edge se encontraron por casualidad en
la avenida y él le dedicó un saludo
cordial. Domingo agitó los cabellos con
petulancia y, con la cabeza alta, continuó
andando. Edge dio media vuelta, la
alcanzó y la interpeló:
—¡Eh, mariposa! ¿Por qué te
muestras tan fría?
Ella le dirigió una mirada furibunda
y silbó:
—De modo que tu condesa tiene
marido, ¿verdad? ¿Y qué importa? Esto
no le impide seguir coqueteando contigo
cada vez que te tiene cerca. Y tampoco
te impide a ti correr tras ella como un
sabueso tras una perra en celo.
—¿Qué es esto? ¿Por qué diablos te
preocupa lo que yo hago? No creo que
una niña deba juzgar la conducta de un
hombre adulto. Es la primera vez que te
veo dar pruebas de mal genio, Domingo,
y por motivos que no te atañen en
absoluto.
—El motivo es que te estás
enamorando también de ésta.
Realmente desconcertado, Edge
replicó:
—Aunque me enamorase de Maggie
Hag, o de Grillo, la enana, o de Willi
Lothar, ¿por qué habría de importarte?
De todos modos lo único que hago es ir
a pasar unas cortas vacaciones al campo
incluso me llevo a una dama de
compañía.
Ahora ella escupió como un gato.
—¡Te llevas a Clover Lee para
embaucar al marido mientras tú y la
condesa retozáis en secreto!
—Bueno, maldita sea, niña, aunque
así fuera, la idea salió de ti.
—Sí —dijo ella tristemente—. ¡Al
infierno conmigo y mis ideas!
Prorrumpió en llanto y huyó
corriendo, mientras Edge movía la
cabeza, confuso.
6
Las calles de Keszthely estaban vacías a
las once de la noche, pero Edge vio por
fin a un hombre, quizá un insomne,
andando solo y le pidió orientación del
único modo que sabía —repitiendo
varias veces «¿Festetics?»— y el
hombre contestó del único modo que
Edge podía comprender: señalando.
Edge y Clover Lee tomaron la carretera
indicada y, a cinco kilómetros de la
ciudad, encontraron el palacio. Era un
gran edificio, aunque no tan majestuoso
como el de Amelie y más parecido a una
enorme mansión de la ciudad trasladada
a un entorno de muchas hectáreas de
prados y parterres de flores. Un
mayordomo abrió la puerta principal
cuando Edge llamó con el picaporte
dorado. Dijo su nombre y el de Clover
Lee, pero era evidente que el
mayordomo no lo entendió. Dirigió una
mirada altiva y desdeñosa al hombre y a
la muchacha vestidos con polvorientos
trajes de montar y a los dos caballos
cubiertos de sudor con cabezas gachas
ante la puerta. Entonces Clover Lee
intentó decir con el francés que le había
enseñado Rouleau que eran invitados de
la condesa Hohenembs.
El mayordomo lo entendió, dijo sólo
«Attendez ici» y les cerró la puerta en
las narices.
La abrió de nuevo la baronesa Marie
Festetics, que les dispensó una cálida
bienvenida y pidió perdón por no haber
advertido al mayordomo que los
esperara, cuando quiera que llegasen al
palacio. Ella y el mayordomo, ahora
obsequioso y servil, los condujeron al
comedor mientras la baronesa decía,
más a Clover Lee que a Edge:
—Los demás están en el salón,
tomando un coñac antes de acostarse,
pero estoy segura de que no desean ser
presentados hasta mañana, cuando estén
descansados, frescos y vestidos
adecuadamente. Ahora deben sentirse
hambrientos, así que ordenaré a la
cocina que prepare una cena caliente y
entretanto la doncella y el ayuda de
cámara les llenarán las bañeras. ¿Dónde
está su equipaje?
—A lomos de los caballos,
baronesa.
—Lo haré subir a sus habitaciones y
encargaré que lleven los caballos a las
cuadras y los alimenten y atiendan. En
cuanto se hayan bañado, Burkhalter les
servirá la bebida que deseen.
—Csopaki —dijo Edge y el
mayordomo les llenó una gran copa de
aquel vino y salió de la estancia
saludando y caminando hacia atrás.
La baronesa debió de galvanizar a
cocineras y pinches, o quizá eran
paradigmas de eficiencia, porque Edge y
Clover Lee habían terminado apenas sus
copas cuando unos lacayos pusieron la
mesa y sirvieron humeantes bandejas de
diversas carnes a la parrilla, panecillos
calientes y cafeteras y teteras de plata y
Burkhalter volvió a llenar sus copas de
vino.
—Dios mío —dijo Clover con los
ojos brillantes—. Tú lo das todo por
sentado, Zack: mayordomo, lacayos,
ayuda de cámara, doncella… —Empezó
a comer con voracidad—. Bueno, como
estamos en el extremo sur del lago,
¿llamarías a esto «hospitalidad sureña?»
—Sólo la natural generosidad
húngara y los buenos modales de la
gente de alta alcurnia —respondió Edge
—. Será mejor advertirte que tu
doncella no debe de hablar inglés ni
francés. Sin embargo, conocerá su
trabajo y no tendrás que levantar ni un
dedo ni dar una sola orden.
Cuando hubieron terminado,
Burkhalter los acompañó a sus
habitaciones, donde esperaban sus
sirvientes personales. Edge y Clover
Lee no habían llevado su ropa y otros
efectos en maletas sino en maletines de
grupa corrientes y mantas de caballería,
por lo que tanto el ayuda de cámara
como la doncella intercambiaron risitas
ahogadas al sacar los trajes arrugados.
Se los llevaron, indicando por señas que
los plancharían durante la noche y
estarían listos por la mañana. Edge se
bañó sin ayuda, pero Clover Lee dejó
hacer, muy feliz, a su doncella, que la
enjabonó, la frotó con la esponja, le
lavó los dorados cabellos, le puso un
camisón e incluso la arropó una vez
estuvo en la cama.

Como había prometido a Edge, Amelie


prescindió de su habitual actividad
matutina, dedicada a la salud y el
ejercicio, y como una emperatriz
cualquiera bajó a desayunar con los
demás. Hubo las presentaciones de
rigor, en inglés, que todos los presentes
hablaban con fluidez. Por sugerencia de
Edge, expresada en un susurro, y para
diversión de los otros invitados, la
emperatriz Elisabeth se presentó a sí
misma como condesa Hohenembs. Edge
no quería que Clover Lee, en su
desbordante entusiasmo, contara la
verdad a todo el Florilegio. Su anfitrión,
el conde Festetics, era viudo, un
caballero corpulento de avanzada edad,
pero vivaz, alegre y propenso a largas
parrafadas; dio la bienvenida a sus
nuevos invitados con un extravagante
discurso, alabando la belleza y la gracia
de Clover Lee. El conde Andrássy
Gyula, primer jefe de gobierno del
flamante reino de Hungría, ministro de
la Guerra y ministro de Asuntos
Exteriores, era alto, esbelto y guapo
pese a sus facciones de halcón, con unas
hebras de plata en las patillas. Además
de la baronesa Marie. Clover Lee y
Edge, no había otros invitados.
Por ser Clover Lee y Edge los
últimos en llegar, los otros insistieron en
que fueran los primeros en ir al
aparador para elegir entre las bandejas
de diversas clases de tortillas, huevos
duros y escalfados, tocino, jamón,
salchichas, arenques, sesos de ternera
au beurre noir, tostadas, cuencos de
gachas, jarras de diversos zumos, café y
té. No se sirvieron ellos mismos sino
que se limitaron a señalar y los lacayos
llenaron sus platos, vasos y tazas.
Así pues, Clover Lee y Edge fueron
los primeros en sentarse a la mesa y,
mientras los otros aún estaban ante el
aparador, Clover Lee tuvo oportunidad
de murmurar:
—Tenías razón, Zack. El parecido
entre la condesa Amelie y nuestra
querida Autumn es casi estremecedor.
¡Qué hermosa! Es un desengaño que no
haya hombres jóvenes, pero no puedo
quejarme. No será difícil ser pareja de
un hombre tan distinguido como el
conde. Es muy guapo para su edad. Y él
debe de pensar lo mismo de mí porque
cuando me ha besado la mano,
prácticamente me ha desnudado con la
mirada.
De hecho, cuando todos estaban en
la mesa, el interés del conde Gyula por
la muchacha le inspiró la arrogancia de
interrumpir una interminable anécdota
de su anfitrión:
—… aunque culpable a todas luces,
el hombre no fue procesado porque era
un mágnás, un hacendado aristocrático.
Y a propósito, amigo Edge úr, de esta
palabra se deriva su término
«magnate»…
—Me han dicho —le cortó
groseramente Andrássy, dirigiéndose a
Clover Lee— que además de su
seductora belleza rubia tiene usted un
gran talento como équestrienne,
Coverley kisasszony.
—¡Oh, llámeme Clover Lee, alteza!
—dijo ella, parpadeando.
—Y tú puedes llamarme Gyula. O
Julius, si prefieres la versión inglesa.
Me gustaría preguntarte… ¿podrías
ofrecernos después del desayuno una
exhibición de tu baile y tus acrobacias
sobre la grupa del caballo?
—Me sentiría muy halagada y
honrada de actuar para un público tan
ilustre —respondió ella con modestia.
—Mejor que eso —dijo Amelie—.
Miss Coverley se ha ofrecido
graciosamente a enseñarte, Gyula,
algunos matices de la equitación
circense que asombrarán a tus amigos de
las carreras de obstáculos. Creo que
deberías aceptar su ofrecimiento. —Rió
—. ¡Imagina lo estupefactos que dejarías
a tus colegas ministros si entraras a
caballo en la Cámara de Diputados y
empezaras a dar saltos y volteretas
csikos! Nunca más se atreverían a votar
en contra de cualquier medida que
quisieras introducir.
—Pompás! —gritó Andrássy, riendo
y dando palmadas sobre la mesa—. Muy
bien, Clover Lee. Asistiremos todos a tu
exhibición y después, cuando los demás
se dediquen a otras diversiones, tú y yo
ensayaremos en privado.
Tanto Clover Lee como Amelie
esbozaron una sonrisa radiante y Edge
las habría imitado si Amelie no se lo
hubiera prohibido expresamente.
Mientras la mayor parte de los
invitados se apoyaban con languidez en
la valla que rodeaba el paddock del
palacio, Clover Lee fue con un mozo de
cuadra a escoger el caballo más
indicado; no Trueno ni su Pinzgauer,
porque les esperaba un largo viaje al día
siguiente. Entretanto, Amelie anunció:
—Yo ya he visto y admirado varias
veces las acrobacias de miss Coverley y
Zachary debe de estar francamente
cansado de verlas, así que me lo llevo
para enseñarle algunas vistas locales. —
Y envió a otro mozo de cuadra a ensillar
sus dos caballos árabes.
Mientras salían del recinto de
palacio, el enorme galgo Schatten
apareció de improviso y comenzó a
andar a su lado. Amelie condujo
primero a Edge a Keszthely y a la orilla
del lago, donde muchas familias hacían
piknikek, se bañaban, nadaban, remaban
o navegaban a vela. Detuvieron los
caballos en un bosquecillo de arbustos
—el olivo de dulce fragancia, que hacía
honor a su nombre perfumando fuerte y
deliciosamente el entorno— para ver a
los niños adentrarse tanto en el agua que
sus facciones no podían distinguirse,
aunque pisaban el fondo del lago. Los
nadadores tenían que alejarse tanto que
eran meros puntitos.
Entonces Amelie recorrió con Edge
varios kilómetros de la orilla norte y le
llevó tierra adentro unos kilómetros
más, hasta Szent Gyárgy, para enseñarle
la famosa roca de lava que tenía forma
de caño de órgano. Era un peñasco
hecho de curvas que formaba
impresionantes columnas verticales y
redondas; se parecía mucho a un órgano
de vapor para titanes. Ataron los
caballos en la base y Schatten se echó
para guardarlos. Edge y Amelie treparon
en torno a las columnas hasta que
encontraron una coronada por una
llanura cómoda, con una alfombra de
hierba y musgo. Allí, ante la única
presencia de dos cabras montesas,
hicieron el amor, y el crescendo ya
conocido de risa musical de Amelie, su
punto álgido y su diminuendo resonaron
entre las rocas como si las columnas
fuesen realmente tubos de órgano.

Para cenar aquella noche Edge se puso


el frac y Clover Lee declaró con
admiración que nunca había estado tan
guapo. Los dos condes, naturalmente,
también vestían de etiqueta y Andrássy
llevaba incluso la banda de ministro
sobre el pecho. Clover Lee ofrecía un
aspecto angelical con un vestido de
tafetán verde pálido y los cabellos
dorados sueltos sobre la espalda y
Amelie estaba francamente imperial con
su traje de seda del mismo color que la
diadema de rubíes, collar, anillos y
pulsera. Durante toda la cena Amelie y
Edge intercambiaron miradas que
Andrássy habría tenido que estar ciego
para no advertir e interpretar. Sin
embargo, estaba temporalmente ciego,
porque él y Clover Lee se dirigían la
misma clase de miradas, Sólo la
baronesa Marie era consciente de las
dos comuniones silenciosas y no
expresaba consentimiento ni diversión ni
desaprobación.
El conde Festetics era ajeno a toda
aquella escena muda, así como al hecho
de que todos los demás comensales
hacían caso omiso de él. Contaba
anécdotas y reminiscencias de
excepcional prolijidad e falta de interés
y no se inmutaba al no recibir ningún
comentario o respuesta de sus
interlocutores. En los poco frecuentes
intervalos en los que debía callar para
recobrar el aliento, los invitados decían
frases inocuas cargadas de mots à
double entente.
—¿Cómo te han ido hoy las clases,
Gyula? —preguntó Amelie.
—Oh… ah… muy bien. He
aprendido varias cosas nuevas. Formas
únicas de detenerse. De cambiar de
paso. De adoptar diversas posiciones
artísticas.
—Y él también me ha enseñado
algunas cosas —dijo Clover Lee Hizo
una pausa exquisitamente cronometrada
y añadió—: A saltar con más elegancia
los obstáculos, por ejemplo.
—Espero que volverás pronto para
seguir los ensayos —sugirió Andrássy.
—Pero supongo que no habéis
montado todo el día —observó, Amelie.
—No, no. Me avergüenza
confesarlo, pero he sufrido varias caídas
de aficionado y acabado bastante
dolorido, así que he paseado con Clover
Lee hasta el parque de los ciervos para
enseñarle los corzos de este año. Por
desgracia ya han perdido las motas, pera
han sido sociables y nada tímidos con
nosotros.
—Esto se debe a que va muy poca
gente al parque de los ciervos —
observó Amelie con malicia—. Es un
lugar muy privado y acogedor.
El conde Festetics, que ya había
recargado su mecanismo para el
soliloquio, se lanzó a la anécdota
siguiente, que por fin interesó a los
invitados y los hizo reaccionar con
alborozo. Por lo visto el conde Festetics
se contaba entre las muchas personas
conscientes de que la emperatriz
Elisabeth raramente se ofendía cuando
la gente se burlaba de su marido el
emperador. Porque esta historia
concluía, según el conde:
—Pues bien, Francisco José
contestó al pobre solicitante: «Mandaré
que lo piensen» y, dirigiéndose a su
caballerizo mayor, ordenó: «Piensa en
ello, Klaus».
Amelie sumó su risa a la de los
demás y exclamó: «O jaj, ¡esto es
Megaliotis en persona!», y los otros
húngaros de la mesa, aunque le habían
oído usar muchas veces esta palabra, se
rieron todavía más del retruécano
húngaro implicado en el nombre griego.
Después del café y el brandy de
Sangre, un licor de cereza, Edge y
Clover Lee expresaron su más cálida
gratitud y se despidieron de los
invitados porque tenían que acostarse
temprano para partir al amanecer, antes
de que se levantaran los demás.
—Oh, pero no adiós —dijo Amelie,
mirando a Edge.
—Espero que no —dijo Andrássy,
mirando a Clover Lee.

Edge cabalgaba al estilo de la


caballería: corre una milla, anda una
milla, así que él y Clover Lee dejaron
las cuadras al galope a la mañana
siguiente. Cuando, una milla después,
cambiaron a un paso más lento y
pudieron conversar, Clover Lee observó
con descaro:
—Espero que tú y la condesa
Amelie os hayáis divertido tanto como
el conde Gyula y yo. Cuando me dijiste
que ya era maduro, me lo imaginé
barrigudo, arrugado y mustio. —Soltó
una carcajada—. Mustio no lo está.
—Me sorprendería que lo estuviera.
Sólo tiene cinco años más que yo.
—Bueno, espero que la condesa
sepa apreciarte como es debido. Gavrila
Smodlaka me dijo una vez que las
mujeres jóvenes y los hombres maduros
son la mejor combinación.
Edge cabalgó en silencio un minuto y
entonces observó:
—Tú y yo hemos recorrido un largo
trecho desde aquella lastimosa función
en el barro de Beaver Creek, ¿verdad?
—Todos lo hemos hecho. Excepto
los que hemos perdido por el camino. —
Clover Lee titubeó y dijo, con voz casi
inaudible—: Me pregunto qué habrá
sido de mi madre…
Edge y Clover Lee volvieron a
trabajar en la pista por la tarde del día
siguiente y Clover Lee ya había
obsequiado a todas las mujeres de la
compañía con una descripción detallada
del palacio Festetics:
—Ciento una habitaciones, una
biblioteca alta como dos pisos y
cincuenta y dos mil volúmenes en los
estantes, que van del suelo al techo. Las
cuadras más elegantes que habéis visto
en vuestra vida. Un parque con ciervos
mansos…
También había ofrecido un relato
detallado —tal vez no demasiado
detallado— del trato que le había
dispensado la nobleza, de que tenía una
doncella personal que la vestía,
desnudaba y bañaba, y también de los
pormenores de cada comida. Las otras
mujeres exclamaron «ohs» y «ahs» y
aquella vez quizá no fingieron del todo
cuando expresaron envidia.
Clover Lee habría vuelto a realizar
el pesado viaje al cabo de pocos días y
sin duda tenía la energía suficiente para
hacerlo, pero Edge se negó
rotundamente.
—Tenemos responsabilidades,
muchacha. No podemos abandonar cada
vez que se nos antoje al director y al
resto de la compañía y al público que
nos paga.
—Joder. ¿Cuántas ocasiones tiene
una chica en toda su vida de…?
—No obstante —interrumpió Edge
—, dentro de dos semanas, según me han
dicho, habrá un festival de cuatro días
con festejos religiosos y ferias
callejeras en Siófok, para celebrar el
aniversario del nacimiento de un
anciano llamado Kossuth, que es una
especie de héroe nacional desde hace
mucho tiempo; entonces nuestro
espectáculo no atraerá a mucho público
y será el momento de volver al palacio.
Esta vez podremos quedarnos dos días.
Y así lo hicieron, pero, para disgusto
de Clover Lee, el conde Andrássy había
sido llamado a Budapest por un asunto
urgente del gobierno.
—Un aburrido debate sobre
acuerdos comerciales —explicó Amelie
con indiferencia—, probablemente muy
poco importante, pero Gyula se
empeñaba en cumplir con su deber. El
mensaje llegó por telégrafo y se marchó
inmediatamente. También lamento
decirte, querida, que este año no volverá
a Balaton.
Edge, conociendo la convicción de
Amelie de que toda mujer más joven que
ella era su «rival», se preguntó en
secreto si habría organizado ella misma
aquella urgente convocatoria. Pero no
dijo nada.
En cualquier caso, el disgusto de
Clover Lee no duró mucho. Resultó que
en el palacio había ahora un número
considerable de nuevos invitados: ocho
jóvenes barones, margraves o condes —
o por lo menos vizcondes que
heredarían dichos títulos más nobles a la
muerte de sus padres— y las esposas de
seis de ellos. Dos de los jóvenes, el
futuro barón Horvát Imre y el futuro
conde Puskás Frigyes, no tenían esposa,
ni allí ni en otra parte, y sus rostros se
iluminaron cuando fueron presentados a
Clover Lee a la mañana siguiente.
Durante el desayuno, después de que
el conde Festetics hubiese dedicado un
cuarto de hora a relatar que en una
ocasión estrechó la mano del héroe
Kossuth Lajos, Amelie anunció:
—Zachary y Clover Lee, como en
esta visita podéis quedaros dos días con
nosotros, os he preparado algo especial.
Iremos a Almádi Estos pueblos
turísticos de la orilla sur, Siófok y
Földvár, donde está acampado vuestro
circo, son los más populares del lago.
Todo el mundo afluye a ellos. Sin
embargo, las personas más enteradas y
de mejor gusto van a Almádi, que está
en la orilla norte. Es tranquilo,
pintoresco, poco frecuentado por la
gente vulgar de la ciudad, y posee
muchos encantos, como veréis.
—¿Está lejos de aquí? —preguntó
Edge.
—Sí, casi tan lejos como de aquí a
vuestro circo. Mi plan es salir temprano
mañana por la mañana y llegar allí
después de anochecer, alojarnos en una
posada y pasar el día siguiente
recorriendo el lugar.
—Pero ése será nuestro cuarto día,
condesa. Debemos estar de vuelta en el
circo aquella noche.
—Y estaréis. De Almádi a vuestro
circo sólo hay unos quince kilómetros en
diagonal. Los grandes transbordadores
de remos pueden llevar cada uno un
caballo y su jinete. Con cuatro hombres
en los remos, hacen la travesía en sólo
unas tres horas. Así podréis dejarme y
volver al circo tan pronto o tan tarde
como queráis. Incluso a la mañana
siguiente y aún os sobraría tiempo para
la función.
—Oh, muy bien. Parece estupendo.
—Supuse que os parecería bien, así
que ya he enviado a la baronesa Marie
para que nos reserve habitaciones. La
posada que he elegido, por una razón
que os diré al llegar allí, es la Torgyöpi.
Es una posada muy respetable, no una
csárda campesina, pero sólo tiene cinco
dormitorios para huéspedes. Para mí,
para Clover Lee, para ti, Zachary, para
Marie… y sobra una. Quizá Clover Lee
desee invitar a un acompañante.
—Um-m… —murmuró la aludida.
El joven Horvát y el joven Puskás
expresaron inmediatamente un profundo
anhelo—. Sí, es probable que lo haga.
—También supuse esto —continuó
Amelie— y he mandado a tres doncellas
y dos ayudas de cámara junto con Marie.
Me molesta ser atendida por
desconocidos y ni siquiera los criados
de la mejor posada son siempre de fiar.
Los nuestros dormirán en las
dependencias de la posada o en el
granero, si es necesario.
—¿Y qué haremos nosotros si esas
cinco habitaciones ya están ocupadas?
—preguntó Edge.
Amelie le dirigió una mirada
divertida y tolerante.
—Marie sólo tendrá que mencionar
mi nombre. Todo arreglado, entonces.
Distraigámonos hoy en el palacio y el
parque, sin cansarnos mucho a fin de
estar en forma mañana para el largo
viaje.
Clover Lee desobedeció hasta el
punto de ponerse los leotardos y mallas
y dar otra exhibición de sus habilidades
de équestrienne ante el conjunto de
nuevos invitados, en el cual los jóvenes
vizcondes Horvát y Puskás aplaudieron
y vitorearon más fuerte que los otros.
Cuando se hubo vestido de nuevo,
Clover Lee pasó el resto del día en
actividades más reposadas. Puskás y
Horvát solicitaron al unísono el honor
de enseñarle las estatuas del parque, el
estanque de peces exóticos, el estanque
de nenúfares y el parque de ciervos.
Clover Lee los aceptó a ambos y con
uno a cada lado recorrió la finca,
lanzando miradas coquetas a ambos
lados con imparcialidad e
intercambiando frases de doble
intención. De vez en cuando los dos
enamorados se dirigían miradas asesinas
por encima de la rubia cabeza de Clover
Lee, mientras ésta deseaba
perversamente —como una verdadera
femme fatale— que se batieran en duelo
por su causa. Pero aún estaban juntos
cuando los invitados se sentaron a cenar
aquella noche.
Edge tuvo la cortesía de pasar una
parte de la mañana en compañía de su
anfitrión, con los otros doce hombres y
mujeres, escuchando, con aire de fingido
interés, mientras el anciano conde
Festetics relataba con tediosa
parsimonia —levantándose a veces para
gesticular— incidentes de su vida desde
la niñez hasta la actualidad.
Tardó media hora en llegar a sus
trece años, en 1809, cuando fue iniciado
por una institutriz en el gran misterio.
No gesticuló para explicar este suceso,
pero logró que pareciese tan aburrido y
fatigoso como su versión de él; Edge
decidió que la institutriz debía de ser
una mujer paciente y desesperada.
Las parejas invitadas, una tras otra,
empezaron a recordar diligencias que
debían hacer en otra parte. Edge se
quedó lo suficiente para oír hablar de la
frustrada pero heroica revolución de
1848 contra el dominio austríaco de
Hungría y esperó que siguiera un relato
sobre las estrategias, tácticas y batallas.
Pero resultó que el único servicio
revolucionario del conde había
consistido enteramente la distribución
de manifiestos titulados «Abajo el
emperador». Entonces Edge dijo que
debía comprobar el estado de sus
caballos después de la larga cabalgata
de la víspera.
—Dios mío, ese hombre es un
charlatán —dijo cuando encontró a
Amelie cortando rosas de tallo largo en
uno de los jardines.
—Por esto casi siempre encontrarás
un grupo de invitados diferente cada vez
que vengas. —Añadió, con una sonrisa
provocativa—: Y hay tantas cosas
mejores que hacer que hablar o
escuchar. Ven, ayúdame a llevar estas
rosas a mi suite.
Y allí, durante casi todo el resto del
día, Amelie habló muy poco pero dejó
oír muchas veces su risa tan peculiar, de
suave a fuerte otra vez a suave,
repetidamente, dejando muy claro que le
había gustado continuar riendo así de
modo indefinido. Sin embargo, tuvieron
que hacer una pausa, vestirse para cenar
y escuchar un poco más al conde
Festetics.

Temprano a la mañana siguiente las dos


parejas —Clover Lee había elegido a
Puskás como su pareja; era más guapo
que Horvát— partieron en un elegante y
ligero clarens tirado por cuatro
caballos, el enorme perro Schatten
trotaba al lado y de vez en cuando
saltaba al pescante para descansar junto
al cochero. Seguía al clarens otro
carruaje de cuatro caballos que llevaba
cestas con el almuerzo y vino, el
considerable equipaje de la condesa
Amelie y el vizconde Puskás y el
equipaje mucho menor de Edge y Clover
Lee con sillas. Sujetos al carruaje por
las riendas, Trueno y Pinzgauer
trotaban con ligereza y facilidad.
No almorzaron hasta bien entrada la
tarde porque Amelie insistió en esperar
el desvío hacia el sur que conducía a la
península Tihany. Allí los cocheros
extendieron manteles de lino como un
picnic y sacaron la comida y el vino en
medio de treinta y cinco hectáreas de
espliego. Tihany, explicó Amelie,
suministraba esencia de espliego a todas
las perfumerías de Europa. Los
jardineros cosechaban ahora los
capullos y Edge y Clover Lee tuvieron
la impresión de que la fragancia debía
de percibirse hasta en Budapest.
Llegaron a Almádi hacia las nueve
de la noche y la ciudad también estaba
perfumada, pero por un aroma cítrico
más sutil. El propietario de la posada
Torgyöpi, inclinándose con un pie hacia
atrás, y la baronesa Marie los recibieron
y guiaron por una escalera exterior para
que subieran a sus habitaciones sin
necesidad de pasar por el bar atestado
de borrachines. El posadero habló a
Amelie en húngaro, pero ella repitió el
mensaje en inglés a Edge y Clover Lee.
Dijo que la baronesa y la clientela local
ya habían cenado, pero que el personal
de la cocina esperaba para preparar una
soberbia cena a los recién llegados y
¿qué platos complacerían más a su
majestad imperial?
—En esta visita soy la condesa
Hohenembs, Juhasz úr. ¿Y qué otra cosa
desearía uno comer a la orilla de un lago
sino el delicioso fogas en la secreta
salsa de alcaparras que usted prepara?
Espárragos y patatas guisadas con
páprika. Y creo que una sopa fría de
perejil para empezar. Y, por supuesto,
Somlyó.
—Estará en la mesa, alteza, en
cuanto vos y vuestros huéspedes os
hayáis refrescado.
Una doncella o un ayuda de cámara
esperaba en cada una de las
habitaciones donde, con misteriosa
puntualidad, habían llenado las bañeras
de agua mineral, caliente y gaseosa… y
la de Amelie, de caliente leche de
Jersey. La baronesa Marie ayudó a la
doncella de Amelie a atenderla. Allí
nadie se vestía para cenar, pero todos
cambiaron su ropa de viaje por prendas
limpias.
Se reunieron de nuevo abajo, en la
espaciosa taberna. Sus numerosas mesas
ya estaban ocupadas a rebosar por
hombres y unas cuantas mujeres que
bebían, hablaban en voz alta y reían. En
un rincón la esposa del posadero Juhasz
tocaba un címbalo. No lo hacia tan bien
como Elemér Gombocz, pero de todos
modos ningún parroquiano parecía
escucharla. Juhasz condujo a los nuevos
huéspedes a una alcoba contigua a la
taberna, pero lo bastante alejada para
que el bullicio ambiental no fuera
molesto y provista de una cortina para
mantener mejor la intimidad. Sin
embargo, Amelie le dijo que no corriera
la cortina.
—Es para enseñaros algo —explicó
a Clover Lee, Edge y Puskás Siempre
vengo a esta posada porque es única. Se
levanta en los límites entre el megye,
condado de Veszprém y el de Fejep. Por
lo tanto, lo que se llamaría la línea de
demarcación pasa por el centro de esta
vasta taberna y por ello la posada es
muy frecuentada por salteadores de
caminos y otros proscritos y fugitivos.
Si, como ocurre a menudo, la policía de
un condado viene a echar un vistazo, o
sólo a tomar un trago, los forajidos
simplemente se trasladan al otro lado de
la habitación. Aquella mesa tan larga del
centro está justamente a horcajadas
sobre la línea del megye. Es posible que
los hombres a quienes veis sentados en
ella sean detectives de la policía en un
lado y bandidos en el otro, todos
bebiendo amistosamente.
Mientras comían las delicadas fogas,
que se fundían en la boca, Amelie contó
otra curiosidad única de Almádi.
—Este vino que estamos bebiendo
es el Somlyó local, considerado por las
gentes de Almádi como el mejor vino de
Hungría, y yo me inclino a darles la
razón. Los viñateros dicen que es tan
bueno porque los viñedos «ven
eternamente su propio reflejo en el
Balaton». Es decir, la luz del sol se
refracta en las aguas del lago y así las
viñas reciben el sol tanto en la parte
inferior de las hojas como en la
superior.
Cuando acabaron de cenar y fueron a
sus habitaciones, resultó evidente que no
habría sido necesario reservar todas las
habitaciones de la Torgyöpi porque, una
vez despedidos los sirvientes, ni Edge ni
el joven Puskás pasaron la noche en sus
dormitorios. Sin embargo, Edge se
levantó temprano y volvió a su
habitación para que Amelie pudiese
llamar a su camarera y le ordenase
preparar su baño de aceite de oliva.
El día los defraudó amaneciendo
muy nublado y gris, pero los viñedos del
lago ya eran rojos y dorados y parecían
irradiar sus propios rayos solares y el
aire aún estaba perfumado por aquel
aroma cítrico, limpio y picante.
—Limeros agrios —dijo la baronesa
Marie—. En Almádi hay plantadas
dieciséis variedades de este árbol, que
florecen en épocas diferentes, una detrás
de otra, de modo que el aire aquí,
excepto en invierno, está siempre
perfumado.
La ciudad se asentaba dentro de un
semicículo de colinas, así que las dos
parejas fueron a pasear entre ellas,
admirando las ca sitas de los
campesinos, modestas viviendas de
troncos encalado, o armazones de
juncos, pero todas cubiertas de rosas
trepadoras y con rosales sobre los
tejados de bálago. Amelie señaló la
colina más alta, una especie de cono
torcido, a la que se estaban
aproximando.
—Esta es la Gran Nariz —dijo—.
Según una leyenda de Almádi, el último
gigante de los cuentos de hadas vivió
aquí. La gente lo enterró con respeto,
pero no pudo reunir la tierra suficiente
para taparle la nariz.
Cuando llegaron allí vieron que era
una protuberancia de roca sólida, sin
trazas de vegetación excepto algunas
manchas de líquenes multicolores.
Amelie les enseñó las numerosas pero
aisladas celdas que unos monjes
ermitaños habían cavado laboriosamente
y habitado unos ochocientos años atrás.
—La Nariz siempre ha tenido
además otra función —continuó—.
Quizá os habéis fijado en el chico
sentado en la misma cima. Suele ser el
hijo pequeño de una familia de
pescadores que desde allí puede ver el
fondo del lago a través de la fulgurante
superficie del agua. Cuando ve un banco
de peces, comunica por señas su
situación a los hombres de los botes.
La atmósfera era más cálida, gris y
bochornosa cuando volvieron a la orilla
del río. Se sentaron en una playa de
arena rojiza tal como había dispuesto
antes Amelie, los cocheros llegaron de
la posada con cestas de comida caliente,
vino, cubiertos de plata, manteles y
servilletas de hilo y un enorme hueso de
buey para Schatten. Los cuatro estaban
terminando la última botella de Samlyó
cuando se sobresaltaron al oír un fuerte
¡bum! encima de sus cabezas, y mirar
hacia arriba vieron una nube de humo
blanco flotando bajo el cielo gris. Otra
nube surgió cerca de ella y al cabo de un
momento oyeron otro ¡bum!
—Deben de ser los fuegos
artificiales del festival de Kossuth en
Siófok —sugirió Clover Lee.
—No —dijo Amelie, frunciendo el
ceño—. Son cohetes que avisan de una
tormenta.
Y en efecto, el cielo, que antes era
una bóveda uniforme color de plomo,
mostraba ahora unos nubarrones
hinchados y amoratados.
—¿Es probable que sea fuerte? —
preguntó Edge mientras más cohetes
estallaban por todo el lago.
—Las tormentas son siempre fuertes
en Balaton.
—Entonces lo siento, Amelie, pero
tendré que dejarte. Esto podría ser una
catástrofe para las tiendas del circo.
Tengo que cruzar el lago antes de que
descargue, si puedo. ¿Dónde atracan los
transbordadores?
Amelie llevó hasta allí a Edge y
Clover Lee mientras los cocheros
corrían a la Torgyöpi a buscar su
equipaje, sillas y caballos. Amelie
habló a uno de los barqueros —que, al
reconocerla, se llevó la mano a la frente
e inclinó repetidas veces—, pero
cuando contestó, incluso Edge pudo
comprender que se disculpaba porque su
respuesta era negativa.
—Dice —tradujo Amelie— que casi
todos los barcos vienen a atracar y que
serías un loco, y él también, de zarpar
ahora para una travesía de tres horas.
También dice que no se arriesgaría en
modo alguno a cruzar con un caballo a
bordo. Incluso con buen tiempo, un
caballo está siempre nervioso en la
superficie oscilante de un barco, y si
descarga una tormenta, el caballo siente
pánico y puede destrozar la embarcación
a coces. Ahora, si lo deseas, puedo
ordenárselo y no se atreverá a
desobedecer…
—No. No hagas traer los hierros
candentes. Intenta persuadirle para que
me lleve sólo a mí. Clover Lee puede
quedarse aquí esta noche, para entonces
la tormenta ya habrá pasado, y
encargarse de llevar los caballos y el
equipaje por la mañana.
Amelie volvió a hablar, y en tono
bastante imperativo. El barquero aún
parecía reacio, pero intimidado. Llamó
a sus tres remeros y les dio
instrucciones. Escucharon con
expresiones francamente temerosas,
pero también se tocaron la frente ante la
emperatriz y fueron a amontonar los
remos del barco y soltar las amarras.
Mientras estaban ocupados, Edge dio a
Amelie un rápido abrazo y un beso y
dijo:
Atesoraré estos dos días entre los
mejores recuerdos de toda mi vida. Si
esa barca no zozobra aquí, intentaré
verte por lo menos una vez más antes de
que el circo se marche. O quizá, si todo
el Florilegio vuela por los aires, tenga
que quedarme aquí para siempre.
—Isten vele —murmuró ella,
sonriendo con tristeza—. Que Dios te
guarde.

Con los cuatro remeros esforzándose al


máximo, incluso el grande y torpe
transbordador se movía hacia el sur a
buena velocidad. Los barqueros que
volvían para amarrar les gritaban en
tonos de asombro, advertencia o burla,
pero los remeros de Edge ahorraron el
aliento y no replicaron nada. La
tormenta se mantuvo alejada durante dos
horas, hasta que estuvieron a sólo cuatro
millas de su destino. Entonces descargó
con un furioso viento del sur contra el
que los remeros tuvieron que luchar. En
realidad era menos viento que agua,
pues la lluvia caía como un diluvio. La
superficie del lago cambió sus
ondulaciones por olas y luego por
grandes oleadas que no tardaron en
convertirse en olas encrespadas que el
viento decapitaba al instante, formando
inmensas rociadas.
En pocos minutos Edge y los
hombres estuvieron metidos en agua
hasta los tobillos. Uno de ellos le gritó y
señaló con un dedo. Edge miró hacia
donde le indicaba y vio un cubo debajo
de un banco; empezó pues a achicar el
agua rápidamente. Ninguna tormenta
habría podido inundar aquel gran bote,
pero los remeros no querían el peso
extra del agua además de luchar como lo
hacían contra el oleaje y el viento
enfurecido. Aunque Edge achicaba agua
tan de prisa y eficazmente como podía,
apenas lograba bajar el nivel porque la
lluvia torrencial y la espuma entraban en
el barco con la misma rapidez con que
él las devolvía al lago.
El transbordador se balanceaba,
cabeceaba y guiñaba de tal modo y el
aire estaba tan cargado de agua que
Edge se preguntaba si los hombres
podrían mantener el rumbo o si ya lo
habían perdido. No podía verse nada en
un radio de cuatro o cinco metros
alrededor del bote, excepto los zigzags
de los rayos blanquiazules que
iluminaban el denso aire cada pocos
segundos, de modo que el estruendo
ensordecedor de los truenos era como un
continuo cañoneo.
Tardaron dos horas largas para
cubrir la tercera parte restante de la
travesía, pero lo consiguieron y con
precisión casi perfecta. Algo golpeó de
improviso el cuello de Edge, que
levantó la vista del cubo y vio que
entraban en la franja de juncos de la
orilla. Aunque se inclinaban y agitaban
de un lado a otro, golpeando a los
remeros que estaban a barlovento del
bote, paliaban hasta cierto punto la
fuerza del viento y del oleaje. Unos
minutos más y el transbordador rascó
los guijarros. Todos los hombres,
incluido Edge, saltaron a tierra y
empujaron la embarcación hasta vararla
con seguridad en la playa. Entonces los
cuatro remeros se desplomaron sobre
los guijarros, tan exhaustos y empapados
que no hacían el menor caso de la lluvia
que los azotaba. Edge los dejó,
conviniendo que le seguirían para
cobrar el pasaje cuando se hubieran
repuesto y empezó a caminar tierra
adentro contra el viento y la lluvia.
Se acercaba el crepúsculo, pero allí,
donde el agua encrespada del lago no
contribuía a oscurecerlo todo, Edge
podía ver más lejos. Pronto vislumbró el
Florilegio a cierta distancia a su
izquierda, pero su silueta había
cambiado desde la última vez que la
viera. Se acercó y vio por qué la lona,
los postes y el contenido de la carpa
estaban en el suelo. Y el suelo, nivelado
durante las últimas semanas por miles
de pies, era ahora una ciénaga pegajosa.
Casi todos los paneles laterales y del
techo habían sido arrancados y las
piezas dispersadas por el viento. Los
peones y la mayoría de hombres del
circo corrían tras ellas e intentaban
enrollarlas o doblarlas para evitar que
desaparecieran.
Los dos postes centrales yacían en el
suelo, apuntando a direcciones opuestas.
Los numerosos postes laterales, las
sillas de respaldo, las graderías, sus
largueros y gatos yacían dispersos por
todo el recinto del circo. El estrado de
la banda era un desordenado montón de
tablas y el címbalo se mantenía sobre
sus patas, pero éstas se hundían
lentamente en el barro. El revoltijo que
antes fueran los trapecios lanzaba
destellos en medio de un charco. Rollos,
nudos y trozos de cuerda estaban
diseminados por doquier. De toda la
carpa, sólo las estacas permanecían
clavadas en la tierra, dibujando el
inmenso óvalo donde había estado la
tienda, y el bordillo de la pista no se
había movido del centro de este óvalo.
—¡Barridos! —gritó Florian, yendo
al encuentro de Edge. Tenía los ojos
enrojecidos, los cabellos y la pequeña
barba despeinados y la levita y los
pantalones de montar manchados de
lodo, pero no parecía abatido en exceso
—. Podría haber sido peor. Diablos, he
conocido desastres peores.
—¿Algún herido? —gritó Edge para
hacerse oír sobre el fragor del viento y
las explosiones de los truenos.
—Nada importante. Un eslovaco se
ha roto la clavícula. Juntaron las
cabezas para no tener que continuar
gritando.
—¿No se ha hecho daño ningún
espectador? —preguntó Edge—. ¿Nadie
que pudiera acusarnos?
—No. El público era escaso, a
causa del festival, ya sabes. Cuando
lanzaron los cohetes, justo después del
intermedio, ordené la evacuación de la
carpa (la gente, muy sensata, ya se iba
de todos modos) y Maggie les devolvió
el importe de las entradas. Entretanto
colocamos todos los vehículos en el
lado expuesto al viento de todas las
tiendas, empezando por la ménagerie, y
tendimos cables de refuerzo entre ellas y
los postes laterales. Atamos en el
bosque a los animales más asustadizos,
el camello y las cebras. Carl guardó
todos los instrumentos dentro de los
carromatos, excepto el címbalo porque
no teníamos hombres de sobra para
moverlo.
—Parece que se hizo todo lo
posible.
—Bueno, la ménagerie, las tiendas
vestidores y el anexo han aguantado
bastante bien… sólo se les han desatado
algunas cuerdas. Pero a pesar de todas
las precauciones, la carpa no ha podido
resistir una tormenta de este calibre y
las barracas y tiendas más frágiles han
volado por los aires.
—¿Puede repararse la carpa?
—Oh, sí. Se ha de secar y limpiar de
barro. Se han desprendido algunos
ojales y una escarpia del chanclo. La
abrazadera de la botavara ha sido
arrancada. Pero no hay nada que Stitches
no pueda reparar. Y necesitaremos
varios kilómetros de cuerda nueva.
Justo entonces aparecieron los
cuatro remeros de Edge, agotados y
sucios, pero todos orgullosos de haber
vencido a la tormenta.
—Estos son los hombres que me han
traído —dijo Edge—. Pregúnteles
cuánto les debo.
Así lo hizo Florian y ellos dijeron un
precio que Edge consideró tan
ridículamente bajo, después de todo lo
que habían pasado, que lo triplicó.
Florian volvió a hablarles, señaló y
ellos se fueron hacia el furgón que les
había indicado.
—Mag ha hecho unos bocadillos y
preparado una olla de sopa en la estufa
del carromato de la cocina para que los
trabajadores puedan comer algo sin
entretenerse. He invitado a tus remeros a
participar.
—Bueno, ¿qué puedo hacer para
ayudar? —preguntó Edge—. Estoy aquí
mirando como un idiota.
—Descansa, soldado. Los otros
chicos son suficientes. Más estorbarían.
Además, cuando hayamos recobrado y
reunido todos los fragmentos,
necesitaremos un jefe descansado y con
la cabeza clara para operaciones
ulteriores.
—¿Qué operaciones? Estaremos
inactivos durante bastante tiempo.
Incluso aunque levantáramos la carpa
mañana, este mar de barro tardará una
semana en secarse. Nadie vadearía esto
ni para ver el mejor espectáculo del
planeta.
—Estoy hablando de desmontar.
Como siempre, Zachary, hemos de
improvisar sobre la marcha y ahora el
Dios de las Tormentas o la Madre
Naturaleza o quien sea nos ha dicho que
ya es hora de despedirnos. Tú acabas de
pasar por entre los juncos de la orilla;
eran verdes cuando llegamos y ahora
son amarillos. El otoño se nos echa
encima. Como ya se ha desmontado una
buena parte del circo, aprovechémonos
de ello. Desmontaremos el resto,
empaquetaremos y pondremos rumbo al
este. Esperaremos a que Stitches y sus
hombres hayan hecho las reparaciones
importantes; luego podrán hacer las
menores por el camino, cuando nos
detengamos a pasar la noche.
—Esta bien —dijo Edge, con un
suspiro inaudible en la tormenta—. No
negaré que me he encariñado con el
Balaton, pero usted tiene razón. En este
caso, director, desearía su permiso para
seguir holgazaneando unas horas más.
Me gustaría despedirme una vez más de
la condesa. Está en la otra orilla del
lago, en Almádi. Puedo ir en cuanto
amaine la tormenta y volver en unas
siete horas. Estaré aquí antes de que
nuestros hombres hayan descansado lo
bastante para desmontar o para necesitar
a un jefe con la cabeza clara.
—Claro, muchacho. Permiso
concedido.

La lluvia cesó poco antes del amanecer,


tan de repente como si se hubiera
cerrado una válvula. El viento remitió
hasta recuperar su velocidad habitual. El
lago recobró su superficie rizada y las
últimas nubes se deslizaron hacia el
norte a tiempo para que hubiera un
verdadero amanecer. El sol salió e hizo
destellar a todo un mundo mojado,
encendiendo pequeños arcos iris en
cada gota de lluvia en cada hoja de
árbol y en cada superficie del maltrecho
Florilegio. Edge volvía a estar a bordo
cuando los remeros cruzaron de nuevo el
Balaton, muy fortalecidos por el
descanso de la noche y la comida de
Magpie Maggie Hag. Remaban con
energía y charlaban entre sí…
probablemente, pensó Edge, acerca de
la devastación que habían visto en el
recinto del circo.
Hacia la mitad del lago, el barco de
Edge encontró a otros dos. En uno se
balanceaba el Pinzgauer moteado,
moviendo con inquietud las patas y
poniendo los ojos en blanco. En el otro
viajaba Trueno, más serenamente, y
Clover Lee iba con él. Tanto ella como
Edge lograron decir a los remeros que
se detuvieran y los hombres acercaron
los dos barcos lo suficiente para que
Edge y Clover Lee pudiesen hablar.
—¿Por qué vuelves? —gritó ella,
acongojada—. Dios mío, ¿se lo ha
llevado todo el viento?
—No, no. La carpa se desmoronó,
esto es todo. Nadie ha sufrido ningún
daño. Me ha parecido bastante caótico,
pero Florian lo tiene todo controlado.
¿Sigue aún la condesa en la posada?
—Sí. Se quedará hasta que los
caminos se hayan secado un poco.
—Florian quiere desmontar y partir,
así que voy a despedirme de ella.
Continúa; yo volveré pronto. Y gracias,
Clover Lee, por traer los caballos y
nuestro equipaje. Sólo me sorprende que
no traigas al vizconde.
—No se ha decidido a pedirme en
matrimonio —sonrió ella—. De todos
modos, aunque lo hubiese hecho, no me
veo capaz de soportar un nombre como
señora de Frigyes Puskás. Ni siquiera
con el título de condesa.
Amelie, desde su ventana del piso
superior, vio a Edge subir por el camino
de la posada y adivinó al instante por
qué volvía. Bajó a la taberna, donde
sólo estaba el posadero Juhasz y su
mujer arreglando las botellas detrás de
la barra. Todos los demás habitantes de
Almádi se hallaban inspeccionando los
daños de la tormenta en sus barcos,
redes o viñas. Amelie preguntó a Juhasz
úr si querían ausentarse un rato y ellos
obedecieron justo cuando entraba Edge.
Él y Amelie se abrazaron con fuerza
y en silencio durante unos momentos.
Edge no amaba a aquella mujer ni había
abrigado nunca esperanzas de ser para
ella más que una diversión ocasional,
pero sentía afecto por ella y admitía en
secreto que le satisfacía y halagaba
mucho haber sido amante de una
emperatriz. Y había además, cada vez
que estaban juntos, la ilusión de que por
lo menos las facciones de Autumn vivían
de nuevo. Era difícil separarse de ella.
—No ha de ser para siempre —dijo
Amelie cuando él le hubo explicado la
situación—. Tu circo es ambulante y yo
viajo mucho. Este continente entero sólo
es una fracción mayor que tu nación de
los Estados Unidos, así que existen
muchas posibilidades de que nos
volvamos a ver. En Hungría, Austria,
Grecia, Inglaterra…
—Lo espero fervientemente.
—O quizá me olvidarás en seguida
—dijo ella, con un mohín travieso—.
Hay muchas mujeres hermosas entre las
clases altas de San Petersburgo.
—Estoy dispuesto a jugarme el
brazo derecho a que jamás te olvidaré.
—Aun así, no quiero que te ordenes
sacerdote y hagas voto de castidad.
Incluso te ayudaré a conocer algunas de
esas mujeres de alta alcurnia. ¿Sabías
que la zarina María Alexandrovna es
alemana de nacimiento? Antes de
casarse con el zar Alejandro era
princesa Maximilienne de Hesse. Su
familia y la mía siempre han sido
íntimas. Yo iba aún en pañales cuando
ella se casó y desapareció en las
tinieblas de Rusia. Pero hemos tenido
razones dinásticas para mantener una
correspondencia esporádica. Te
escribiré una carta de presentación para
la zarina y la enviaré por un barquero
antes de que tu circo se ponga en
marcha.
—Es muy amable por tu parte.
Complacerá especialmente a Florian.
Siempre está deseando oportunidades
para mezclarse con la élite.
—Y tú y yo no nos diremos adiós,
Zachary, sino viszontlátásra, Auf
Wiedersehen, hasta la vista. Ahora…
bésame otra vez. Entonces me iré y no
me volveré a mirarte porque tendré
lágrimas en los ojos.
Los propios ojos de Edge estaban un
poco empañados cuando se quedó solo
en la taberna. Cogió una botella de
brandy, se sirvió y bebió una copa
llena, dejó una moneda sobre la barra y
se volvió para irse. Entonces se detuvo,
sorprendido. En el címbalo del rincón,
una cuerda por lo visto demasiado tensa
eligió aquel momento para ceder a la
larga tirantez y se rompió: ¡cling! Edge
esperó a que el leve y triste sonido
dejara de enviar ecos en torno a la gran
habitación y entonces salió.
7
La caravana del circo, ahora sin su cola
de barracas de feria, iba a buena marcha
por la puszta en dirección este y un
poco hacia el norte. Las carreteras eran
buenas, al igual que el tiempo. Nunca
tenían que subir la menor colina y los
ríos y arroyos disponían de muchos
puentes o se vadeaban con facilidad.
Sólo de vez en cuando había una csárda
donde comer un plato de estofado, pero
Magpie Maggie Hag mantenía su estufa
llena de carbón para poder encenderla
en cualquier momento. Ella y sus
ayudantes femeninas lograban alimentar
con competencia a toda la compañía —
si no con manjares exquisitos, al menos
nutritivos— gracias a las provisiones
almacenadas en su carromato. Aún
seguía durmiendo allí y todos
sospechaban que Hanswurst también, ya
que guiaba su vehículo y estaba
constantemente con ella. La vieja gitana
y el viejo payaso eran personas
delgadas, pero debían de tener poco
sitio en el carromato que antes había
sido vestidor y todavía llevaba,
colgados o doblados con esmero, todos
los trajes de la compañía.
Saliendo temprano cada mañana y no
deteniéndose hasta que era demasiado
oscuro para circular, la caravana
circense recorría unos treinta y cuatro
kilómetros diarios, lo cual significaba
que tardarían unos veinte días en llegar
a la frontera del río Prut. Pero en menos
de una semana todos se habían hartado
de la puszta, aquella llanura
interminable de hierba alta y cereales
silvestres, sólo interrumpida a largos
intervalos por minúsculas aldeas de
barro donde los campesinos salían a
mirar la caravana con ojos inexpresivos
y bocas abiertas. También pasaban de
vez en cuando por delante de una granja
de cereales cultivados donde podían ver
al granjero dedicado a una especie de
trillado primitivo. Se colocaba en el
centro de un amplio círculo de centeno o
trigo segado, empuñando una rienda, y
un caballo daba vueltas y más vueltas,
pisando el grano. También se veía algún
que otro árbol o arbusto, pero en esta
estación todo era de un triste color
pardo o gris, excepto los brillantes
puntos rojos de las amapolas silvestres.
Mirando la vista llana y poco
atrayente, antes de emprender la marcha
una mañana, Yount comentó a su Agnete
con acento sombrío:
—Bueno, esta puszta puede no ser el
fin del mundo, pero creo que lo puedo
divisar desde aquí.
Magpie Maggie Hag, que estaba
cerca y que últimamente parecía más
desanimada que los otros, observó:
—Para algunos, es el fin del mundo.
—Hvad? —preguntó Agnete—.
Espero que no lo sea para ninguno de
nosotros. Acabamos de perder a un
compañero, para no mencionar a toda la
gente de las barracas.
Poco después del desmantelamiento
en Balaton Abner Mullenax había
abordado a Florian, con su único ojo
inyectado en sangre, y le había dicho:
—Director, ya no le sirvo de nada.
Me gustaría quedarme aquí con la gente
de las barracas. Una de esas bailarinas
es dulce conmigo y todos se han
ofrecido a pagarme algo para hacer
pequeños trabajos (acarrear barriles,
cubrir charcos y cosas así), lo suficiente
para pagarme la bebida. Más la
manutención, si puedo vivir de
salchichas, pretzels y helados.
—Bueno, amigo, has estado con
nosotros mucho tiempo, pero nunca
ligado por un contrato. Eres libre de
quedarte o irte adonde te plazca.
—Me gusta este lugar y la gente es
amable. Creo que será un buen sitio para
que Barnacle Bill eche el ancla.
—¿No será un obstáculo el
problema de la lengua?
—No en la cama con mi chica. Y en
la taberna, sólo hay que señalar una
botella y empinar el codo.
—Cierto. Pero, Abner, deberías
tener algunos ahorros por si un día te
separas de la gente de las barracas. El
Saratoga fue tu contribución al
Florilegio y nunca te pagamos un
centavo por él.
—Oh, tonterías, olvídelo. Me ha
conservado en la nómina durante meses
cuando no era más que un peso muerto.
—No… toma… insisto en que
aceptes estos forints por valor de al
menos cien dólares. Guárdalos en la
faltriquera.
—Bueno… —dijo Mulienax,
lamiéndose los labios, sediento, y
aceptando el fajo de billetes.
—Todos te deseamos que seas feliz
aquí, Abner. Algún día volveremos y
esperamos encontrarte en plena
prosperidad.
Pero Florian dudaba tristemente de
volver a ver a Barnacle Bill, allí o en
otra parte, considerando que empinaba
el codo cada vez con mayor frecuencia.

Ahora, en medio de la puszta, Florian


gritó para que la caravana del circo se
pusiera en marcha. Ante la leve sorpresa
de Edge, Magpie Maggie Hag subió al
carromato para viajar con él.
—Quiero decirte algo —empezó
cuando salieron dando tumbos del
campamento para coger la carretera—.
Vuelvo a husmear problemas con Pavlo
Smodlaka. En alguna parte. Algún día.
—Oh, diablos. ¿Qué será ahora? La
última vez estaba convencido de que el
Démon Débonnaire era un demonio
auténtico dispuesto a acabar con él.
—Ahora le preocupa acabar en las
fauces del férfifarkas.
—Dios mío. ¿Qué es el férfifarkas?
No suena más peligroso que la caspa.
—Ignoro la palabra inglesa; en
español puede ser el hombre lobo.
—¿Un hombre lobo?
Magpie Maggie Hag se encogió de
hombros.
—Pavlo habla un poco de húngaro y
en la última csárda donde paramos
bebió con unos campesinos y les dijo
que iba a Rusia. Todos le miraron con
horror y dijeron que era muy valiente de
ir allí, a causa del férfifarkas.
Explicaron que en Rusia algunos
hombres se transforman en férfifarkas.
Oborotyen, en ruso. Durante la luna
llena, a estos hombres les crece pelo por
todo el cuerpo, cuatro patas, cola,
zarpas, garras y, exactamente igual que
los lobos, salen a cazar hombres para
devorarlos. O mujeres o niños. Más
fáciles de atrapar.
—Dios Todopoderoso. ¿Y cree en
estas patrañas?
—Pavlo se lo cree todo, sospecha
de todo, se asusta de todo. Ahora
incluso teme a su mujer. Me ha dicho
que Gavrila le despierta en plena noche
para criticar sus sueños. Nunca lo había
hecho antes.
Edge, entre exasperado y divertido,
respondió:
—Hablaré con él. Intentaré
convencerle de que no existe el hombre
lobo.
—Hazlo. Presiento una gran
desgracia.

Dando un pequeño rodeo hacia el sur, el


circo podría haber visitado Debrecen,
una pequeña ciudad situada en la
encrucijada de varias rutas comerciales
y lo bastante grande para garantizar
espectadores durante algunos días, pero
Florian dijo que no estaba dispuesto a
descargar los atestados carromatos hasta
que tuviera que hacerlo en el andén;
ardía de impaciencia por llegar a la
estación ferroviaria porque las noches
empezaban a ser frías e incluso en las
horas diurnas se notaba cierta frescura.
Así, pues, la única localidad donde el
Florilegio hizo un alto fue un pueblo
llamado Nagykállo, un poco más grande,
limpio y atractivo que las aldeas de
barro habitadas por zoquetes que habían
dejado atrás. Y se detuvieron en
Nagykállo sólo porque daba la
casualidad de que era el pueblo natal de
los hermanos Jászy, y los tres, Zoltán,
Gusztáv y Arpád asediaron a Florian
con ruegos de que la compañía se
detuviera y disfrutase de la hospitalidad
de sus parientes y amigos.
Florian habría querido discutir, pero
no le dieron ocasión. La caravana del
circo se había detenido en medio de la
gran plaza en torno a la cual estaba
construido Nagykállo e inmediatamente
se congregó una gran multitud. Todos
reconocieron a los hermanos Jászy y se
inició un clamor de saludos y
bienvenidas. Zoltán agitó con violencia
las manos para hacerlos callar y luego
abrumó a la muchedumbre con una
perorata de por lo menos diez minutos, a
voz en grito y gesticulando, sobre las
aventuras de los hermanos desde que
abandonaran el ruinoso rancho en las
afueras del pueblo.
—Ahora les dice —tradujo Florian
a los otros miembros de la compañía—
que nosotros los salvamos del
desempleo, de una indeseable ociosidad
y de la posible muerte por inanición. Les
hemos dado un trabajo que los
entusiasma y hecho de ellos artistas
conocidos, la comidilla del lago
Balaton, que pronto alcanzarán fama
internacional. Insta a la población a
ayudarle a él y a sus hermanos a
demostrar su gratitud ofreciéndonos
bebida, comida y alojamiento en sus
casas y organizando para mañana un
festival multitudinario en nuestro honor.
La muchedumbre volvió a gritar con
evidente aprobación y Florian añadió,
suspirando resignado:
—No podemos ser groseros hasta el
punto de desairar una amabilidad tan
sincera. Son gente pobre (batas de tela
hilada en casa, zapatos de madera) y no
obstante están ansiosos de compartir con
nosotros todo lo que tienen. Stitches,
ordena a tus eslovacos que busquen un
campo donde aparcar todos nuestros
vehículos y atar a los animales. Más
tarde, después de atender a los animales,
los peones podrán relajarse como el
resto de nosotros. Ni siquiera hay
necesidad de apostar un vigilante.
Los habitantes del pueblo se
acercaron a la compañía, tirándoles de
las mangas y gritando: «Gyere! Egy
vendeget!» Así los artistas y el personal
se vieron distribuidos al azar de uno en
uno o de dos en dos —procurando los
hombres y mujeres ya emparejados
permanecer juntos— y llevados
triunfalmente a los hogares de sus
anfitriones. Los ancianos padres de los
hermanos Jászi no sólo se llevaron a sus
hijos sino también a Florian y Edge.
Todos, excepto Edge, pasaron el resto
del día en animada conversación. Luego,
después de cenar con la familia, Florian
se disculpó y se fue a hacer el recorrido
de todas las otras casas que agasajaban
a su compañía para ver si había
preguntas o problemas que pudiera
resolver hablando en húngaro.
Todos los invitados participaron
aquella noche de la cena cotidiana de la
familia: en la mayoría de casas el plato
campesino de cocido de carnero, col,
pan de centeno y cerveza casera, pero
las mujeres iban de un lado a otro con
sus zuecos por el suelo de tierra batida,
preparando ya el gran banquete del día
siguiente. Mataron y desplumaron
pollos, bajaron de sus graneros cuartos
de cordero y buey, sacaron de sus
fresqueras mantequilla, leche, huevos y
hortalizas, y empezaron a mondar, picar
y remover. Entretanto, los miembros de
todas las familias hablaban por los
codos a sus invitados del circo, sin
desanimarse ni desistir cuando el
huésped sólo podía contestar con una
sonrisa vacilante.
Sin embargo, cuando los anfitriones,
con ayuda de gestos, dieron a entender a
los invitados que debían acostarse en la
cama o camas de la familia y que ellos
dormirían en el suelo, algunos visitantes
protestaron cortésmente pero con
firmeza. Rodearon a Florian cuando
entró en la casa y le hicieron decir a sus
anfitriones que no harían semejante cosa
y que dormirían en sus remolques o
carromatos. La mayoría, no obstante,
demasiado tímida o abrumada por la
pertinaz generosidad de sus anfitriones,
aceptó las camas de la familia. Mucho
antes del amanecer, desearon no haberlo
hecho.

—¡Chinches! —exclamó Daphne con


aversión y repugnancia cuando la
compañía se encontró en la calle a la
mañana siguiente—. ¡Estoy cubierta de
ronchas!
—¡No sólo chinches, sino pulgas y
piojos! —dijo Meli, rascándose—.
Siento un hormigueo general. Todo me
pica.
—Vamos, vamos —intervino
Florian, aunque rascándose como los
demás—. Es un antiguo adagio: no eres
propiamente del circo hasta que has
tenido piojos. Recordad dónde estáis y
compadeced a esta pobre gente y no os
mostréis demasiado afectados o
molestos por las incomodidades.
Además, esta breve estancia os
permitirá apreciar mejor los
alojamientos que os he procurado hasta
ahora y continuaré procurándoos
siempre que pueda.
—¡Pero llevaremos estos bichos con
nosotros dondequiera que vayamos! —
chilló Clover Lee, rascándose—. ¡A
nuestros remolques, al tren, a todas
partes!
—No, no lo haremos —dijo Edge,
rascándose—. Pero no os acerquéis a
vuestros remolques en todo el día. No os
quitéis la ropa. Esta noche
pernoctaremos otra vez aquí y nos
marcharemos por la mañana. Pedid a los
amigos que anoche durmieron en sus
remolques y no se contaminaron que
mañana os traigan ropa limpia. Pero que
no la traigan hasta mañana. Mientras
tanto pondremos todos en práctica un
viejo truco del ejército. Ya he dado una
vuelta por ahí y encontrado un
hormiguero junto a aquel tilo. —Señaló.
Daphne exclamó, incrédula:
—¿No hay bastante con chinches,
pulgas y piojos?
Edge no le hizo caso.
—A la hora de dormir, quitaros toda
la ropa y lleváosla; no importa si tenéis
que pasar por encima de la familia que
duerme en el suelo. No os dedicarán ni
una sola mirada. He visto que todos
nuestros anfitriones duermen en cueros y
colocan la ropa en una repisa o algo así.
Antes de acostaros amontonad todas
vuestras prendas sobre ese hormiguero.
Por la mañana las hormigas se habrán
comido todos los bichos. Sólo aseguraos
de aplastar los que aún se arrastran por
vuestra piel antes de poneros la ropa
limpia que os traigan vuestros colegas.
Los miembros más modestos de la
compañía se escandalizaron y gimieron.
Otros dieron las gracias a Edge. E
incluso los más modestos, después de
pasar todo un día rascándose, siguieron
su consejo aquella noche y descubrieron
que surtía efecto, como les habían
prometido, y que merecía la pena pasar
la vergüenza de salir desnudos por la
noche de una casa llena de desconocidos
y correr por las callejuelas del pueblo
hasta el hormiguero del tilo.

Sin embargo, el festival de aquel día fue


lo bastante entretenido y absorbente
como para que la compañía se rascara
casi sin darse cuenta, con la atención
fija en las diversiones organizadas en su
honor. Lo primero que vieron fue un
enorme estrado de madera colocado por
la noche en medio de la plaza del pueblo
sobre unos postes de sólo treinta
centímetros de altura.
—Para el baile —dijo Florian.
—¿Y qué falta hace? —preguntó
Fitzfarris—. El suelo es aquí plano,
duro y liso como cualquier pista de
baile.
—Para la resonancia. Las danzas
húngaras requieren saltar y pisar fuerte y
sobre la tarima se hace más ruido.
Asistieron todos los habitantes del
pueblo y también hordas de campesinos
alertados de la ocasión durante la noche
y llegados de muchos kilómetros a la
redonda. Todos los que no tomaban
parte en el baile, o lo harían después, se
sentaron o pusieron en cuclillas en el
suelo alrededor del estrado, dejando a
los invitados del Florilegio los lugares
desde donde podía verse mejor. Florian
se sentó con los padres de los Jászi para
formularles preguntas y traducir a
continuación sus respuestas y
comentarios a los miembros interesados
de la compañía.
Los músicos del pueblo —tres en
total, vestidos con sus trajes mejor
conservados, como evidenciaba el olor
a alcanfor que emanaba de ellos—
subieron al estrado por la parte trasera y
se colocaron de cara a los invitados de
honor. Entre los tres levantaron un viejo
y gastado címbalo al que se sentó un
músico mientras los otros dos iban a
buscar un acordeón y una cítara. Se
calentaron tocando una obertura: Sólo
hay una chica, ya conocida por la gente
del circo en la versión de Beck. Y la
tocaron bien, pese a la escasez de
instrumentos. Incluso el cimbalista
Elemér asentía con aprobación al
escuchar al cimbalista del escenario.
Entonces Carl Beck habló con la
pequeña Tücsök y la enana se levantó y
se dirigió a la parte trasera del estrado.
Cuando se terminó la pieza, levantó el
brazo, tiró del faldón de la levita de uno
de los hombres y le dijo algo. El hombre
asintió con entusiasmo, primero a ella y
luego a la gente del circo. Tücsök
volvió a correr al lado de Bum-bum,
quien hizo una seña a varios de sus
músicos: los tambores, el tuba, el tuba
contrabajo, el trombón, los clarinetes,
los violines, el oboe y a Hannibal Tyree,
el trombón bajo, y los envió corriendo a
los carromatos a buscar sus
instrumentos.
Cuando volvieron se colocaron
detrás de la tarima para no privar a los
músicos del pueblo de la distinción de
estar en el escenario. Entonces el
auditorio exhaló un gran suspiro de
asombro y admiración: jamás habían
oído nada igual cuando sonó otra vez
Sólo hay una chica, tocado ahora con
gran estruendo, alegremente y con
floreos por el conjunto de músicos.
Después los cantantes ocuparon el
estrado y Beck hizo enmudecer a la
banda para que no dominase las voces.
Pero cuando los bailarines subieron al
escenario, tocaron al unísono desde el
principio, siempre que Beck y sus
hombres conocían la música. Si no era
así, dejaban que los músicos de
Nagykállo tocaran el primer estribillo y
coro y esto bastaba para que pudieran
unirse a ellos en las siguientes
repeticiones, con perfecta armonía y
sincronización.
Si sólo se permitía actuar en público
a las mujeres más bonitas de Nagykállo,
debía de haber en el pueblo un
porcentaje muy alto de mujeres y
muchachas bonitas, de pechos altos y
piernas largas. Un grupo de ellas
llevaba vestidos blancos cortos con
festones de pequeñas bolitas plateadas.
Otro grupo lucía vestidos cortos de
colores vivos con una infinidad de
pliegues diminutos y todas calzaban
botas altas de suave piel blanca. Cada
una iba peinada a su gusto y del modo
que más la favorecía. En cambio los
hombres llevaban sus cabellos negros y
rizados uniformemente aplastados y
brillantes, con flequillos de pequeños
rizos sobre la frente, y todos lucían
bigotes negros de bandido como los
hermanos Jászi. Estos participaban en la
mayoría de espectáculos del estrado.
Todos los hombres calzaban altas botas
de piel negra, suave y brillante. Para las
danzas románticas y cómicas se pusieron
bombachos plisados de hilo blanco y
blusones bordados con flores rojas,
púrpuras, verdes y anaranjadas. Para las
danzas más guerreras se cubrieron los
blusones con voluminosas capas de piel
de cordero, peludas e incoloras.
—Usted supone que somos gente
pobre —dijo papá Jászi a Florian— y lo
somos, lo somos. Sólo sacamos estos
trajes, y con ternura y respeto, en las
ocasiones más especiales.
—Mi compañía y yo nos sentimos
muy honrados —contestó Florian.
—Sin embargo, la pobreza tiene
algunas ventajas, por muy triste y
patética que sea —continuó el viejo
Jászi—. Nuestro pueblo pasa la mayor
parte de su vida caminando pesadamente
con estos torpes zuecos de madera. Por
consiguiente, cuando se pone las suaves
y ligeras botas de baile, sus pies son
ágiles e ingrávidos como plumas.
—Jaj de szép! —exclamó Florian
—. Ya comprendo.
Cuando sólo bailaban las mujeres y
muchachas, el grupo vestido de blanco
ejecutaba las danzas alegres, llenas de
coquetería. El grupo multicolor se
dedicaba a las danzas cómicas, más
rápidas y bulliciosas, con risas y gritos.
Por lo menos una de ellas se bailaba del
principio al fin con los tacones de las
botas, sin que las puntas tocaran ni una
sola vez el estrado.
Las danzas de los hombres eran aún
más enérgicas. Saltaban repetidamente
en increíbles cabriolas, dándose
palmadas en las botas a sus espaldas o
delante de ellos o en anchas
despatarradas laterales. En una de sus
danzas cómicas, todos los hombres se
sentaron en bajos taburetes de ordeñar y
bailaron y golpearon el suelo con los
pies al ritmo de la música. Después
levantaron los pies y sostuvieron y
galoparon con los taburetes en torno al
estrado, en intrincadas formaciones y
siempre al compás perfecto de la
música.
Para las danzas guerreras los
hombres, además de las voluminosas
capas de piel de cordero, se pusieron
espuelas que tintineaban al chocar entre
sí, añadiendo un nuevo instrumento a la
banda. Luego ejecutaron una danza de
las espadas. Estas eran muy antiguas,
melladas, y algunas un poco torcidas,
pero los hombres debían de haberse
pasado la noche frotándolas, porque
brillaban como si fuesen nuevas. Y en
aquella danza, las numerosas estocadas,
que resonaban y despedían chispas —un
hombre contra otro, o uno contra
muchos, o todos contra todos—, añadían
otros instrumentos más a la música.
—Casi todas las danzas de nuestros
hombres de la puszta —explicó papá
Jászi a Florian— provienen de la
antigua verbunkos, la danza de
reclutamiento militar. El emperador
solía enviar a una banda militar y una
compañía de soldados danzarines por
todo el país. Ejecutaban unos verbunkos
tan excitantes y estimulantes que
inspiraban fervor patriótico en muchos
jóvenes, los cuales se marchaban con
ellos a hacer el servicio militar. —Rió
entre dientes—. Nosotros los húngaros
nos dejamos llevar fácilmente por la
emoción.
A veces, entre las danzas, los
bailarines se detenían para cantar —
algunos solos y luego todos en coro con
el acompañamiento de los músicos del
pueblo y por último una cappella—
canciones de amor, de melancolía, de
héroes antiguos, e himnos de la
revolución frustrada de veinte años
atrás. Continuaron así todo el día, al
parecer incansables, alternando el canto
y la danza, exceptuando una pausa a
mediodía, cuando numerosas amas de
casa del pueblo pasaron por entre la
multitud para ofrecer una ligera colación
de pequeños pasteles de carnero y jarras
de cerveza.
El espectáculo concluyó al atardecer
con un final explosivo. Una joven
cantante acababa de terminar un dulce
solo sobre los antiguos amantes el rey
Mátyás y la bella Ilonka. Cuando su voz
y la música empezaron a extinguirse, se
oyó un fuerte rumor de herraduras.
Gusztáv, Arpád y Zoltán se habían ido a
buscar sus caballos del circo y
galopaban alrededor de los
espectadores sentados, ejecutando sus
vertiginosos volteos y lanzando gritos de
guerra. En cuestión de minutos, casi
todos los muchachos del pueblo habían
encontrado un caballo en alguna parte
para sumarse a ellos y ahora había un
círculo continuo de llaneros con blancas
capas peludas ejecutando el volteo —y
todos tan expertamente como los
hermanos Jászi— alrededor de la plaza.
La banda de Beck entonó con gran
estruendo la Batalla de los hunos de
Liszt, lo bastante fuerte para que se
oyera por encima del tumulto.
Entonces los jinetes, sin dejar de
vocear, abandonaron estrepitosamente la
plaza y bajaron por una callejuela. La
plaza volvió a estar tranquila,
exceptuando las admiradas
exclamaciones de la gente por esta fiesta
inesperada. Los músicos bajaron del
estrado y las amas de casa sacaron de
sus estufas, hogares y hornos la comida
que estaban preparando desde la noche
anterior, bandejas, fuentes, cuencos y
jarras, montones de platos limpios de
madera y utensilios de hojalata hasta que
todo el estrado estuvo cubierto de
manjares que humeaban en el fresco aire
del crepúsculo. Como es natural, se
instó a los invitados del Florilegio a
acercarse antes que nadie a este vasto
buffet. Mientras se servía sopa de
albóndigas de hígado, rollos de buey
rellenos de setas, ensalada de pepino,
queso empanado y frito, pastel de
semillas de amapola y vino Debrói,
Florian observó a Daphne, que le
precedía en la fila:
—Por Dios que me gustaría
contratar y llevar conmigo a todas y
cada una de las personas que han
actuado hoy, si tuviera transporte para
ellos.
—Y si quisieran venir —contestó
Daphne—. Parecen encantados de que
los hermanos Jászi prosperen en el gran
mundo exterior, pero tengo la impresión
de que la mayoría está satisfecha de su
vida aquí. Incluso aunque la compartan
con esos malditos bichos.
A la mañana siguiente, gracias a la
receta de Edge, los miembros de la
compañía pudieron dejar atrás su propia
colección de insectos y subieron a sus
vehículos o monturas con ropa limpia.
Cuando la caravana salió de Nagykállo,
la población volvió a reunirse para
despedirla con vítores. Sin embargo,
todos los brillantes trajes del festival ya
habían sido guardados para la próxima
ocasión festiva, si se presentaba alguna
vez. La gente llevaba su humilde atuendo
cotidiano y zuecos de madera y la única
variación consistía en que las mujeres
solteras iban con la cabeza descubierta y
las casadas llevaban cofias o pañuelos.
Dos días después, un poco antes de
la puesta del sol, la caravana del circo
tuvo que vadear un arroyo. Los diez o
doce primeros vehículos lo hicieron con
habilidad, el agua les llegó apenas al
cubo de las ruedas y subieron sin
problemas la suave pendiente de la otra
orilla. Pero el Hanswurst era un cochero
inexperto; hasta entonces había logrado
conducir con bastante destreza el
carromato de Magpie Maggie Hag, que
hacía las veces de cocina, armario y
dormitorio, pero allí se desvió un poco
a la derecha al cruzar el arroyo. Cuando
los caballos empezaron a subir por la
margen opuesta, las ruedas del lado
izquierdo rodaban planas, pero las del
derecho encontraron un terreno más
elevado y el carromato volcó casi con
pereza pero inevitablemente sobre su
lado izquierdo. Los dos caballos de tiro
se afianzaron para mantener las patas en
el suelo, así que se oyó un fuerte ruido
de astillas al romperse la vara del carro.
Yount, que lo seguía conduciendo el
furgón rojo, frenó a Rayo en medio del
arroyo y lanzó un grito para alertar a los
vehículos que ya habían cruzado.
—Joder —murmuró, enrollando las
riendas en el guardabarros y
disponiéndose a apearse—. Dije a
Maggie que diera las riendas de su
carromato a un eslovaco. Pero ese loco
de Notkin está tan resuelto a
cortejarla…
—Bueno, ha volcado con mucha
suavidad —dijo Agnete, que estaba a su
lado—. Sólo pueden haberse magullado
un poco.
Pero entonces vieron salir humo de
las rendijas del carro. Yount saltó al
agua y corrió chapoteando hasta la
orilla. Otros hombres saltaron de sus
caballos o vehículos y se apresuraron a
ayudar. Yount abrió con fuerza la puerta
trasera del carromato cocina y el humo
salió a oleadas. Tuvo que esperar un
minuto o dos a que se dispersara un
poco para ver el interior y entonces
exclamó en voz baja:
—Oh, Dios. —Y gritó a los otros—:
¡Traed cubos! ¡Cualquier cosa!
¡Llenadlos con agua del arroyo!
Yount, sin embargo, no esperó. Se
introdujo entre los vestidos en llamas y
otras materias inflamables, se echó
sobre la pared del carro que ahora era el
suelo y, con los pies —sintiendo el calor
incluso a través de las gruesas suelas de
sus botas—, empujó la estufa de leños,
que se había deslizado por el interior,
cayendo como un amante encima de
Magpie Maggie Hag, abrazándola
cuando su puerta de hierro se abrió,
inmovilizándola contra la pared y
derramando sobre ella los tizones
encendidos. Entonces Yount se arrastró
de nuevo afuera, con la propia ropa
humeando aquí y allá, la barba negra
chamuscada y el rostro y las manos
llenos de ampollas. La brigada de los
cubos llegó y en pocos minutos extinguió
el fuego y enfrió la estufa.
Retorciéndose angustiado las manos
ante la puerta, Florian preguntó:
—¿Está muy mal herida?
—Ya no le duele nada, director, lo
siento —dijo Yount—. Nunca más
volverá a dolerle nada.
Rouleau había llevado su
rudimentario botiquín y estaba untando
de aceite de oliva la cara y las manos de
Yount.
—Oh, Mag… —dijo Florian con un
profundo gemido—. Pobre Mag…
Entonces alguien gritó desde la parte
delantera del carromato. Edge y
Pemjean acababan de descubrir a la otra
víctima. Notkin no se había caído ni
saltado cuando el carromato volcó, o
por lo menos, no lo hizo a tiempo. Yacía
en posición supina y en diagonal sobre
el suelo y la punta del pescante le había
cortado y rasgado el vientre. Quizá si no
hubieran corrido todos directamente
hacia la calamidad más urgente y
visible, alguien podría haber visto la
situación del Hanswurst y levantado el
carromato para apartarle y someterle a
alguna clase de tratamiento de
emergencia. Pero, pese a toda su
vitalidad en la pista, era un hombre
viejo y frágil. Cualquiera que fuese el
daño producido en sus entrañas por la
tabla del pescante, Notkin estaba tan
muerto como Magpie Maggie Hag.
—Pobre Mag… mi vieja Mag… —
repetía Florian, desolado, mientras la
brigada de los cubos terminaba su
trabajo y se dispersaba el último humo.
—No entre, director —advirtió
Yount—. No es una vista bonita. Zack y
yo cuidaremos de ella.
Alguien se acercó a comunicar a
Florian la muerte del Hanswurst y
Florian le dedicó unas palabras tristes,
pero era evidente que estaba más
afectado por la pérdida de Magpie
Maggie Hag que por cualquier otra
tragedia ocurrida en el Florilegio desde
que Edge y Yount viajaban con él.
—Formaba parte del primer
espectáculo en el que yo participé
cuando me escapé de casa —explicó
Florian—. Sólo Dios sabe qué edad
tenía entonces. Siempre ha aparentado
la misma. Bueno, ha tenido una larga
vida, un largo camino. Y Notkin
también, supongo. Pero Mag me enseñó
gran parte de lo que aprendí sobre el
circo y se fue conmigo cuando tuve la
audacia de organizar el mío propio… y
no sería fiel a la verdad si alardeara
incluso de que era un circo
medianamente ramplón cuando empezó.
—Se sacó un pañuelo de la manga y se
secó los ojos—. Ha estado conmigo…
leal, servicial, trabajadora… todos
estos años desde entonces. Aquí en
Europa, en América y otra vez aquí. No
sé qué haremos sin ella…
Entonces se alejó del arroyo y siguió
caminando entre la hierba alta para
llorarla a solas. Los otros hombres
enderezaron el carromato y Stitches
llevó trozos de lona. Edge y Yount
envolvieron con ternura el diminuto
cuerpo carbonizado de Magpie Maggie
Hag —más diminuto incluso que en vida
—, mientras Dai amortajaba al
Hanswurst. Los eslovacos cavaron
tumbas, un trabajo arduo en la puszta,
donde los milenios de hierba que crecía,
moría, se replantaba y volvía a crecer
había convertido el suelo en una malla
de raíces casi impenetrable. Pero por fin
terminaron de cavarlas y para entonces
Florian ya había vuelto de su duelo
solitario.
—Está casi oscuro, director —dijo
Edge—. ¿Posponemos las ceremonias
hasta la mañana?
—No. A Maggie siempre le gustó la
oscuridad. Acabemos con este penoso
deber. Y acamparemos y pasaremos la
noche aquí a fin de hacerle un rato más
de compañía.
Algunos sollozaron o se secaron los
ojos junto a las tumbas. Incluso Nella
Cornella, que había trabajado con
Bernhard Notkin durante largo tiempo, y
las otras mujeres, algunas de las cuales
conocían desde hacía años a Magpie
Maggie Hag, sólo sollozaron en
silencio. En cambio los hermanos Jászi,
los miembros más recientes de la
compañía que apenas conocían a los
fallecidos, demostraron su
sentimentalismo húngaro llorando
abierta y copiosamente.
A la luz de las antorchas, Dai Goesle
dirigió un servicio corto y sencillo:
—Dios Todopoderoso, con quien las
almas de los buenos, una vez liberadas
de las cargas de la carne, viven alegres
y felices, Te agradecemos con fervor los
buenos ejemplos de estos servidores
tuyos que, habiendo terminado su curso,
descansan ahora de sus esfuerzos…
Y después, como había tenido que
hacer tantas veces, Florian echó un
puñado de tierra dentro de las tumbas —
y también sus salvoconductos— y
pronunció las últimas palabras con voz
entrecortada:
—Saltaverunt… Placuerunt…
Mortui sunt…
—Zack —dijo Yount mientras los
eslovacos cubrían las tumbas y sin duda
la hierba de la puszta empezaba
inmediatamente a crecer encima de ellas
—, no quiero molestar a Florian con
esto. Está destrozado. Varias de nuestras
mujeres saben cocinar, pero vamos a
tener muy poca comida de ahora en
adelante. Prácticamente todos nuestros
víveres iban en ese carromato. Muchos
no se han quemado, pero todos están
empapados de agua.
—Entonces supongo que pueden
hacer sopa, a falta de otra cosa.
—Y lo que aún es peor, Zack, casi
todo nuestro vestuario estaba allí dentro.
Se han quemado muchos trajes o
chamuscado hasta quedar inservibles o
los colores se han desteñido o las
lentejuelas se han estropeado por el
agua. Tenemos cocineras para
reemplazar a la vieja Mag, pero no creo
que ninguna de nuestras chicas sepa
coser como ella.
—Tienes razón, Obie. ¡Maldita sea!
Bueno, tampoco molestaremos a Florian
con esto ahora mismo. Ya sabes qué
diría. Tendremos que improvisar sobre
la marcha. Y al parecer habrá que
hacerlo. Tal vez encontremos una
costurera sin trabajo antes de subir al
tren, ya no estamos lejos de esa frontera,
y quizá tendrá tiempo de hacer un
vestuario nuevo antes de llegar a Kíev.
Cuando las otras mujeres del circo
hubieron sacado del carromato algunos
comestibles aguados para convertirlos
en sopa y se hubieron encendido fuegos
para cocinar y Stitches y sus ayudantes
carpinteros colocaron a la luz de las
antorchas una vara nueva en el carro,
Edge subió al vehículo con una linterna
para doblar o colgar los trajes que
parecieran aprovechables y sacar los
alimentos que pudieran ser comestibles
después de secarse. Entonces empezó a
ordenar los efectos personales de
Magpie Maggie Hag y el Hanswurst con
intención de preguntar a Florian —
cuando volviera a ser él mismo— qué
quería hacer con ellos. Los dos baúles
del viejo y de la mujer contenían la
mayor parte de sus posesiones y sólo
estaban chamuscados por fuera; el
contenido no había sufrido los efectos
del fuego ni del agua. Cuando Edge
abrió el baúl de Magpie Maggie Hag, lo
primero que vio —encima de todo lo
demás, o sea, más al alcance de la mano
— era un libro grueso, muy manoseado y
con las puntas dobladas: El antiguo
libro gitano de los sueños, o
Interpretación mística de toda clase de
presagios.
—Maldición —murmuró Edge—,
¿es esto en lo que siempre ha confiado
Mag?
Intentó recordar algunas
predicciones de Magpie Maggie Hag o
los períodos de meditación en su litera y
evocó la primera vez que le oyó
«interpretar» un sueño: el de Sarah
Coverley sobre caerse del caballo y
enredarse con una red. Y recordó
claramente —porque casi se convirtió
en realidad— que Magpie Maggie Hag
había dicho que significaba que Sarah
cometería un día malas acciones y sería
abandonada por sus amigos.
El Libro de los sueños estaba
ordenado alfabéticamente por temas.
Primero Edge buscó «Caballo»; según el
libro, podían soñarse muchas cosas
buenas acerca de los caballos, pero no
encontró ninguna aplicable al caso.
Buscó «Red» y tampoco allí había nada
que encajara. Intentó «Malla» y allí
estaba: «Cuando una mujer joven sueña
que se enreda en la malla de una red,
significa que su ambiente la inducirá a
malas costumbres y al abandono
consiguiente. Si logra desenredarse de
la malla, se salvará por los pelos de un
escándalo público».
—Maldición —repitió Edge.
En realidad había sido Sarah quien
los había abandonado, pero aun así…
¿Había sido Magpie Maggie Hag un
fraude todos aquellos años? No, si
tantas de sus predicciones habían
resultado casi ciertas como ésa, pero
esto sólo probaba que el libro tenía
razón. Edge recordó que había pasado
por uno de sus períodos de reclusión
justo antes de que conocieran la noticia
del asesinato de Lincoln. A menos que
aquello tuviera que ver con un sueño de
la propia Mag, el libro no podía
explicar su clarividencia en dicha
ocasión.
—Y nunca dijo ni hizo nada —
murmuró Edge— para predecir su
propia muerte. Veamos, ¿qué más?
Predijo que Pavlo nos causaría
problemas con los hombres lobos.
Hojeó de nuevo el libro. «Hombre
lobo» no figuraba en ninguna parte y
bajo «Lobo» sólo decía: «Oír en sueños
el aullido de un lobo descubre una
alianza siniestra», lo cual no significaba
absolutamente nada o podía
interpretarse místicamente de muchas
maneras.
Edge se encogió de hombros,
incapaz de decidir si poseía de verdad
el don de la profecía o había sacado
todas sus interpretaciones de sueños del
manoseado libro o sido en la mayoría de
los casos una mujer astuta ayudada por
la sabiduría, intuición y experiencia
acumuladas durante una larga vida. Pero
después, cuando se sentó con Yount y
Agnete para comer la sopa no
identificable, aunque nada mala, que las
mujeres habían logrado confeccionar y
los tres meditaban sobre este último
desastre que había afectado al
espectáculo, Yount observó por
casualidad:
—Y no hace ni dos semanas que la
vieja Mag dijo que esta puszta sería el
fin del mundo para algunas personas.
Edge se estremeció, dejó caer la
cuchara dentro del cuenco y tuvo que
meter la mano para recuperarla. Seguro
que no había nada sobre la puszta
húngara en aquel viejo libro. Resolvió
vigilar de cerca a Pavlo Smodlaka y
aguzar el oído por si aullaba algún lobo.
Cuatro días más tarde llegaron a la
ciudad fronteriza y para entonces
Florian ya casi había salido de su
profunda tristeza.
—Czernowitz —anunció cuando la
caravana del circo hubo aparcado en
varias hileras en un solar vacío de los
arrabales— o así figura en los mapas de
la monarquía dual austrohúngara. Pero
los habitantes son rumanos en su
mayoría y la llaman Cernauti. Ahora
hace bastantes días que nuestra comida
es exigua, así que empezaremos por
disfrutar de un verdadero banquete en
una buena posada. Luego algunas
mujeres iréis a mercados y comercios
para llenar de nuevo nuestra despensa.
Ruego a las otras que visiten las
mercerías y tiendas de telas en busca de
géneros llamativos, lentejuelas y demás
adornos. Llevaos cada una a un eslovaco
o dos para que cargue con los paquetes.
Entretanto yo averiguaré qué calle pasa
por ser la Savile Row local y entraré en
todos los establecimientos de trajes a
medida con la esperanza de descubrir a
un sastre o costurera que sienta nostalgia
de horizontes lejanos.
Y la encontró. En una pequeña tienda
familiar de padre, madre e hija, se dio
cuenta en seguida de que la joven era
hábil con la aguja mientras cosía un
vestido. Se llamaba Ioan Petrescu, tenía
unos treinta años pero seguía soltera y
era muy fea de cara y de caderas muy
anchas. Tan fea que ella y sus padres
estaban de acuerdo en que tenía pocas
posibilidades de atrapar un marido allí,
entre los «apuestos rumanos». Quizá
tendría más suerte en Rusia, dijeron,
donde todo el mundo era aún más feo y
bajo que Ioan. Hablaba rumano y
húngaro y, al vivir tan cerca de la
frontera, bastante ruso. También era una
buena cocinera, pero —añadió con
sorpresa cuando Florian abordó el tema
— no creía poseer facultades de adivina
que le permitieran sustituir a Magpie
Maggie Hag en esta capacidad.
—Qué le vamos a hacer —suspiró
Florian y procedió a fijar el salario y las
condiciones, incluyendo una cantidad
para el matrimonio Petrescu por la
pérdida de sus servicios.
Ioan dijo que tardaría varias horas
en reunir y empaquetar todos sus efectos
y despedirse de la familia y de otros
parientes y amigos, de modo que Florian
convino en pasar a recogerla en su
carruaje a la mañana siguiente. Entonces
se fue a reservar cómodas habitaciones
de hotel —serían las últimas durante
algún tiempo— para el resto de su
compañía.
A la mañana siguiente, poco antes de
mediodía —habían necesitado mucho
tiempo para cargar los carromatos con
todos los víveres adquiridos por las
mujeres del circo—, el Floreciente
Florilegio de Florian abandonó el reino
de Hungría. No hubo a su salida las
rigurosas formalidades exigidas cuando
entraron en el país. Los centinelas del
lado húngaro del puente se limitaron a
agitar cordialmente la mano al paso de
la cabalgata, que cruzó el río Prut e hizo
su entrada en Rusia.
Rusia
1
En el extremo opuesto del puente del
Prut había una garita y una sólida
barrera bloqueando el camino; tanto la
una como la otra estaban pintadas a
rayas diagonales blancas y verdes, con
una fina línea dorada que separaba los
dos colores. Más allá había un
espacioso cuartel en el que ondeaba la
bandera rusa: una águila bicéfala verde
oscuro y dorada sobre fondo blanco.
Dos carros de granja llenos de coles
iban delante del carruaje de Florian y
sus ocupantes esperaban imperturbables
a que algún centinela se fijara en ellos.
Así, pues, cuando Florian se detuvo, la
caravana del circo se extendía a sus
espaldas por el puente y casi hasta
Czernowitz.
Un hombre se agachó y pasó por
debajo de la barrera, corrió junto a los
carros y se acercó a Florian, respirando
fuerte, agitado y con expresión
preocupada. Era Willi Lothar.
—Hace una semana que los espero
—dijo.
—Hemos sufrido demoras por el
camino —explicó Florian, dejando los
detalles para más tarde—. ¿Por qué nos
detienen aquí?
—La descortesía habitual de todos
los pequeños administradores rusos —
respondió Willi con acritud—. Todos
los soldados e inspectores están
comiendo. No hay manera de
persuadirlos para que se turnen en la
mesa y en el servicio. Le aseguro, Herr
gouverneur, que viajando desde aquí a
Kíev y viceversa he aprendido mucho
sobre la incivilidad e ineptitud rusas.
Sin embargo, debo confesar que también
ha habido descuidos y errores por mi
parte. Sólo puedo disculparme alegando
que es mi primera visita a Rusia.
—Muy comprensible, Herr
Chefpublizist. No dudo de que todos
daremos algún que otro faux pas por el
camino.
—Por fin —dijo Willi, nervioso—,
conseguí reservar para nosotros un tren
especial a costa de mucho dinero,
tiempo, papeleo, confusión y frustración.
Sin embargo, no descubrí hasta que
llegué aquí que la estación ferroviaria
más próxima es Khamenets Podolskiy, y
allí es donde nos espera el tren.
—¿A qué distancia está?
—A unas sesenta verstas. Perdón…
ya he empezado a pensar en medidas
rusas. Unos sesenta y cuatro kilómetros.
—Dos días, si nos damos prisa. No
es intolerable.
—Sería mejor que calculara cuatro
días, Herr Florian. Aún no ha visto el
estado de las carreteras rusas.
—Ah, bueno —dijo Florian con
filosofía—. Mientras veníamos, nuestro
vestuario ha sufrido importantes daños.
Esto dará más tiempo a nuestra
costumière para trabajar en los nuevos
trajes.
—Durante la semana que he
esperado aquí —continuó Willi— y,
grâce à Dieu, el comandante y la
mayoría de oficiales de la guardia e
inspectores hablan francés, he hecho lo
posible para… ¿cómo decirlo?… mit
Butter bestreichen a todos.
—Untarlos con mantequilla.
—Ja. Por lo menos, durante este
tiempo he conseguido que abrieran sus
cajas fuertes y me dieran Reisepässe
para toda la compañía y ya he rellenado
nuestros destinos, objeto de la visita…
—¿Pasaportes? ¿Rusia exige
pasaportes además de los
salvoconductos?
—Ach, ja. Y los necesitaremos
también para salir, más un certificado
de la policía diciendo que no hay razón
para detenernos. He obtenido un número
considerable de Reisepässe, ya que
ignoraba cuántos llegarían. Cada
persona tiene que escribir sus detalles
personales, como en los salvoconductos,
y entonces nos estampillarán el visado.
—Así que tu mantequilla ha surtido
efecto.
—Pero no mucho —contestó Willi,
deprimido—. Es posible que aún nos
retengan aquí uno o dos días más, quizá
incluso más tiempo, mientras tramitan
todas las formalidades necesarias. Para
no mencionar las innecesarias. He
intentado convencer a estos necios de
que nuestro recorrido por Rusia será de
un gran beneficio cultural y económico
para su país, de que no somos los
habituales voyageurs forains gitanos, de
que incluso hemos fletado un tren entero.
Und so weiter, und so weiter. Le he
hecho parecer el segundo Mesías. Pero
esta gente es aún más hosca, indolente e
indiferente que los típicos funcionaros
civiles de cualquier otra parte. Por no sé
qué razón, aunque el comandante
nominal de este puesto fronterizo es un
coronel del ejército, el verdadero
director y principal autoridad aquí es un
funcionario civil de la Tercera Sección,
así que ningún otro hombre del puesto se
atreve a mostrar la menor amabilidad
hacia un extranjero, y aún menos aceptar
un soborno o incluso un cigarrillo. Sería
instantáneamente enviado a las minas de
sal de Siberia.
—¿Qué diablos es la Tercera
Sección?
—La policía secreta del zar
Alejandro, sólo responsable ante él
personalmente. Pronto averiguará, Herr
Florian, que en Rusia existe un inocente
eufemismo para todas las crueldades.
De un convicto que viaja hacia un
destierro de por vida a Siberia, por
ejemplo, se dice que está sólo «de
paso». Sin embargo, el nombre inocente
de Tercera Sección oculta una vigilancia
constante, y no sólo en las fronteras; sus
agentes están por doquier, no sólo al
acecho de inmigrantes ilegales, personas
indeseables y contrabando, sino también
de personas que muestren tendencias y
opiniones políticas indeseables e
incluso pensamientos reprensibles.
—Dios santo —murmuró Florian—.
Y nosotros somos un conjunto de
excéntricos declarados. ¿Crees que nos
dejarán entrar, Willi?
—Oh, creo que sí, pero a
regañadientes. El coronel se impresionó
cuando le enseñé el recibo del depósito
que pagué por el flete del tren.
Podríamos hacer correr la advertencia
por toda la compañía de que se
comporten con discreción, hagan lo que
les ordenen y no se inmuten ante ningún
insulto. Cuando Jules y yo nos
encontremos no debemos saludarnos con
demasiado afecto. El resto de ustedes
debe prepararse para numerosos
interrogatorios, el registro de todo lo
que llevan y una haraganería desdeñosa
y general para causar demora y
nerviosismo. Además, seguramente, de
unos cuantiosos derechos de aduana.
Esperaba recortarlos a fuerza de halagos
y ungüentos, pero me temo que han sido
en vano.
—Hum. Quizá el coronel, o esa
éminence grise de la Tercera Sección,
es un hermano masón y yo podría…
—Ach, ¡no lo haga, no lo haga, Herr
gouverneur! La Hermandad de la
Freimaurerei está, como dice el
eufemismo ruso, muy «mal vista» aquí.
Toda clase de sociedad secreta está
prohibida. Tales sociedades abundan,
claro, pero se aseguran de permanecer
secretas. Si intentara cualquier signo o
santo y seña masónico, sería usted quien
emprendería el camino de Siberia.
—Por todos los diablos. ¿Algo más
que deba saber?
—Bueno… sería mejor que todos
echaran al río cualquier clase de libros,
revistas o periódicos que tengan en su
poder. Podrían causar más demora
porque es preciso inspeccionar cada
página y cada hoja de papel. Verá, toda
la literatura extranjera es considerada
automáticamente sediciosa o herética o
por lo menos licenciosa.
—¡Esto es absolutamente increí…!
—exclamó Florian, pero fue
interrumpido por el estentóreo silbato de
un soldado de la barrera.
Los guardias habían terminado de
comer, salido con lentitud del cuartel,
escarbándose los dientes y —después de
clavar repetidamente las finas bayonetas
de sus rifles en las coles de los carros—
dejado pasar a los campesinos. Ahora
los soldados hacían imperiosas e
impacientes señas para que se acercase
la caravana del circo.
—Iré primero —dijo Florian— para
presentarme y enseñar los
salvoconductos. Mientras tanto, Willi,
recorre la hilera y distribuye los
pasaportes. Y también tus buenos
consejos.
Levantaron un momento la barrera,
sólo para que pasara el carruaje. Florian
se apeó y echó a andar hacia el cuartel,
pero un centinela le detuvo con su rifle,
ladró: «Ostavaitye!», le indicó que se
quedase donde estaba, le quitó el
montón de salvoconductos y entró con
ellos en el edificio. Siguió una espera lo
bastante larga para que alguien hubiera
leído hasta la última palabra del último
cuaderno. Por fin el soldado reapareció
en el umbral, hizo con el rifle un gesto
conminatorio y ladró: «Voiditye!»
En la oficina del cuartel había varios
oficiales, todos escarbándose todavía
los dientes y eructando. Florian se
dirigió al que estaba sentado a una mesa
cubierta de salvoconductos. Era también
el oficial más condecorado con galones,
insignias, medallas y barba ondeante. En
el mejor ruso que recordaba, empezó:
—Zdrávstvuitye, Gospodín
Poljóvnik, es un honor conocer…
—Qu’est-ce que ça fout? —gruñó el
coronel en un francés bastante más
fluido que el ruso de Florian, rudo y
vulgar y mucho más al grano—. No hay
necesidad de frases sociales, gospodín.
Tak, usted es el propietario de ese tsirk
y director de la canaille que llena mi
puente, ¿verdad?
—Oui, mon colonel. Me enorgullece
ser propietario y director general del
Floreciente Florilegio de Florian.
Tenemos intención de hacer un gran
recorrido de…
—S’il vous plaît, c’est peu
nécessaire. Durante toda la semana
pasada no he oído nada más de ese
léche-cul de su Lothar que la grandeza
de su tsirk y sus aspiraciones de
asombrar con él a toda Rusia. Ahora
mismo tenga la bondad de verificar, sin
retórica, estos datos de su
salvoconducto. —El coronel los recitó
(nombre, edad, ocupación, etc.) y
Florian atestiguó que todos eran
correctos. El coronel dijo—: Tak, no leo
bien estas bárbaras lenguas extranjeras,
pero, por lo que puedo discernir, no hay
notas reprobatorias citadas por las
autoridades de ninguno de los lugares
que han visitado. Muy bien, monsieur
Florian, usted es admisible. Deme su
pasaporte. —El coronel escribió algo en
él y lo estampilló con un sello de latón
entintado—. Puede esperar fuera y
rellenar mientras tanto los espacios en
blanco de su pasaporte. Envíeme al
resto de su canaille uno por uno.
—Excusez, mon colonel —dijo
Florian con indignación mal disimulada
—. Mi canalla, como no deja de
llamarlos, es de muchas nacionalidades
distintas. No muchos hablan francés y
creo que ninguno habla ruso. Puedo ser
útil como intérprete.
—Como quiera. —El coronel se
encogió de hombros y dijo al centinela
de la puerta—: Odín za drugím.
El guardia se asomó a la puerta —
ahora todos los carromatos, jaulas,
remolques y animales cruzaban la
barrera y aparcaban en un campo
contiguo al cuartel— e hizo una breve
seña al miembro de la compañía más
cercano, que resultó ser Jules Rouleau.
Entretanto Florian había apoyado su
pasaporte contra la tosca pared de
troncos de la habitación y, con su
rotulador, pugnaba por rellenar los
espacios en blanco con letras cirílicas.
Dijo de nuevo al oficial:
—Excusez-moi, mon colonel.
Sostoyániye significa «estado», ya lo sé,
pero ¿qué escribo en este espacio?
—Su estado, naturalmente. Su
estatus —respondió con irritación el
coronel—. Sólo hay cinco. Tak, ¿cuál le
corresponde? ¿Noble, tendero,
comerciante, campesino o clérigo?
—Es que yo… no creo que encaje en
ninguna de estas categorías. Supongo
que ninguno de nosotros encaja en ellas.
Somos artistas, animadores…
—Oj! Entonces ponga comerciante,
mestchánye, en todos los pasaportes.
Esto bastará. —Se volvió hacia
Rouleau, cuadrado ante su mesa, y le
indicó que señalara su salvoconducto.
El coronel lo cogió y leyó—: Yules
Rouleau. Français? Nyet.
Amyerikanyets. —Entonces leyó con
cierta incredulidad—: Aéronaute?
Florian tradujo:
—Vósdujoplavatol. Monsieur
Rouleau es el aeronauta de nuestro
circo. —Y repitió de nuevo—. Je vous
fais excuse, mon colonel, pero ¿sería tal
vez posible que, mientras usted verifica
los salvoconductos, sus inspectores —
indicó a los numerosos hombres que,
dentro y fuera del cuartel, no hacían otra
cosa que escarbarse los dientes—
aprovecharan el tiempo inspeccionando
nuestra caravana, calculando el
impuesto, etcétera?
El coronel respondió con
negligencia:
—Skoro budit, gospodín. ¿Qué prisa
hay? No tiene objeto hacer las
declaraciones de aduana y calcular
puds[24] y libras hasta que estemos
seguros de que todos ustedes son
admisibles.
Como skoro budit sólo significaba
«pronto ocurrirá» y era tan impreciso y
vago como el «mañana» español,
Florian tuvo que disimular su irritación,
silenciar su ira y rellenar el pasaporte
de cada nuevo candidato cuando el
coronel había terminado el
interrogatorio y traducir cuando era
preciso.
—¿A. Chink? —exclamó el coronel
cuando uno de los antipodistas llegó
ante la mesa, temeroso—. No es una
transcripción del nombre que ha firmado
en el salvoconducto.
—¿Puede descifrar su nombre,
coronel? —preguntó Florian,
sorprendido—. Hicimos cuanto
pudimos, ya que ninguno de nosotros
habla o lee el chino.
—¿Chino? Ignorantes. Su firma está
escrita en el alfabeto coreano. —El
coronel miró al acróbata, que había
empezado a temblar un poco, y preguntó
—: Odi so ososse yo?
El antipodista se sobresaltó
visiblemente y dijo, tartamudeando:
—H-Hanguk, taeryong. Ch-chip e
so Taegu yo. S-sille haessumnida.
—Chossumnida —dijo afablemente
el coronel e inició una larga
conversación con él durante la cual, por
indicación del oficial, el coreano separó
del resto de salvoconductos los de sus
dos compañeros.
—Este hombre se llama Kim
Pogtong —informó el coronel a Florian
—. Le ruego que borre ese estúpido «A.
Chink» y lo escriba como es debido en
su salvoconducto y su pasaporte. Los
otros dos son hermanos suyos, Kim
Tak-sung y Kim Hak-su.
Florian se apresuró a escribir los
nombres lo mejor que pudo, diciendo:
—Me asombra usted, coronel. Yo no
sé distinguir a los orientales unos de
otros…
—Serví en Vladivostok —explicó el
coronel—. Tak, aproveché la ocasión
para cruzar Petra Bay y ver algo de
Corea mientras podía. Un bello país,
pero la gente es muy solitaria. No
comprendo cómo estos tres se
enfrentaron al mundo exterior. Me
gustaría tener tiempo para hablar con
ellos.
—Dios mío —murmuró Florian.
Uno tras otro, los artistas y el
personal sobrevivieron al interrogatorio
—el coronel lo alargó sensiblemente en
el caso de las artistas más atractivas— y
luego, aliviados de haber pasado la
prueba, se reunieron cerca de los
remolques. Sólo uno salió del cuartel
muy enojado: el casi siempre tranquilo
Hannibal Tyree.
—¡Caníbal! —exclamó, ofendido—.
¡Ese viejo estúpido me ha llamado
Caníbal Tyree!
—Y a mí Yules —dijo Rouleau con
indiferencia—. No sabe leer el inglés.
¿Y qué?
—No es lo mismo. ¡Yules no
significa que usted comer personas!
Sólo porque soy negro, me llaman
caníbal. Ni siquiera mi ansiano
bisabuelo lo fue jamás allí en África…
—Calma, Herr Tyree, tranquilícese
—dijo Willi Lothar—. Ha sido un
insulto involuntario. Verá, en la lengua
rusa no existe la hache aspirada; no
pueden pronunciarla, así que la
sustituyen por una consonante velar, en
general la ka. Por eso Hannibal se ha
convertido en Caníbal.
—Muchacho, alégrate de que tu
nombre no sea Huntley —bromeó
Fitzfarris con expresión seria.
Otro candidato, no obstante, fue
víctima de algo más molesto que un
error de pronunciación. El coronel leyó
en su salvoconducto:
—Nom de théâtre: Maurice LeVie.
Nom de naissance: Morris Levy. Oj! —
Llamó a Florian, que estaba rellenando
el pasaporte de Daphne Wheeler—.
Ayúdenos, por favor, monsieur le
propriétaire. Este hombre no puede
pasar. Es israelita.
—¿Y qué importa eso? —inquirió
Florian—. Tengo entendido que hay
millones de judíos en Rusia.
—No los tenemos por gusto —
respondió el coronel—. Simplemente da
la casualidad de que constituyen una
proporción ofensivamente elevada de la
población de Ucrania, y más tarde de
Polonia, naciones ambas que la
Matushka Rossiya acogió en su seno.
Tak, nuestros llamados judíos rusos
están todavía concentrados en sus países
de origen, Polonia y Ucrania, y desde
luego no poseen la libertad de pasearse
por las provincias de la Gran Rusia,
como haría este judío extranjero.
—Monsieur le colonel —terció
Maurice—, soy francés. Nunca me he
considerado de otra raza o nacionalidad
y nunca he profesado ninguna religión.
—Tak jram ostavlennyi… bsió jram
—gruñó el coronel.
Maurice dirigió a Florian una
mirada inquisitiva y éste tradujo:
—Un templo abandonado sigue
siendo un templo.
—Quítese los pantalones, francés —
ordenó el coronel—. Enséñenos su
quéquette. —Florian hizo salir del
edificio a Daphne. Colérico, humillado
y quizá también un poco asustado,
Maurice se bajó los pantalones y expuso
su desnudez. El coronel gritó, triunfante
—: Nu, z gúl’kin húy! Circoncis,
évidemment! Y niega ser un judío. Me
imagino que también negaría que ustedes
los judíos usan la sangre de niños
cristianos para hacer el pan pascual.
Maurice dijo con expresión sombría:
—Monsieur le colonel, nunca en mi
vida he celebrado la Pascua.
El coronel ladró órdenes a sus
ociosos subordinados, que trocaron su
ocio por una gran actividad, empujando
a Maurice a una habitación contigua y
cerrando la puerta. El ruso del coronel
había sido muy rápido pero Florian
había captado el sentido. Desnudarían a
Maurice para ver si tenía en el cuerpo
tatuajes u otras marcas cabalísticas
hebreas, escritos israelitas
revolucionarios o incluso ampollas de
veneno en los orificios de su cuerpo, y
también vaciarían y registrarían
minuciosamente su remolque. El coronel
se volvió de nuevo a Florian y dijo con
voz amenazadora:
—Tak, suspenderemos por ahora los
interrogatorios de su compañía,
gospodín. Puede ser muy bien que
encontremos algo de naturaleza
sediciosa o subversiva entre los efectos
de este judío suyo y entonces todos
ustedes pueden ser acusados de encubrir
a un enemigo del Estado.
—Le aseguro…
—No me asegure nada. La decisión
corresponde a mi colega civil, Gospodín
Trepov, representante personal de la
cancillería del zar. Espere fuera.
—Coronel, monsieur LeVie es un
acróbata aéreo —adujo, desesperado,
Florian—. Le ruego que no le haga
ningún daño.
—Estas cosas no ocurren jamás aquí
—dijo el coronel en tono perentorio—,
ni siquiera a poseurs como monsieur
Levy. Espere fuera.

Cuando Florian se acercó, muy


desalentado, al grupo de miembros de la
compañía, Edge preguntó:
—¿Y ahora qué pasa?
Florian lo explicó, concluyendo:
—Si no nos consideran culpables a
todos y nos permiten seguir, ¿cómo
podemos irnos sin Maurice? No es
cuestión de abandonarlo a estos brutos.
Incluso aunque fuésemos tan duros de
corazón, es otro golpe a nuestra ya
mermada compañía. ¡Maldita sea! Yo
sabía que Maurice es judío, pero
ignoraba que esto tuviera importancia
aquí. De otro modo, habría falsificado
su salvoconducto… —Su voz se
extinguió en un tono de abatimiento.
Edge reflexionó un momento y luego
dijo:
—Bueno, tenía la intención de
reservarle una sorpresa para cuando
llegáramos a San Petersburgo, pero se la
daré ahora.
Fue a su remolque y volvió con un
gran sobre de color marfil. Florian miró
con estupefacción las dos coronas —
imperial y real— grabadas en oro y las
señas escritas con una bella caligrafía:
Ihre kaiserlich Majestát, die Kaiserin
und Zarin Maria Alexandrovna
Reichspalast
Sankt Peterstadt
Russland
Entonces, cuidadosa y
respetuosamente, abrió el sobre sin
sellar, desdobló el papel rígido, hecho a
mano, y sus ojos se agrandaron a medida
que leía en voz alta: «Gnädige Dame,
meine Schwester…» Dirigió una mirada
a la firma y los ojos se le salieron de las
órbitas:
«Deine Schwester von Gottes
Gnaden, Elisabeth Amelie, Kaiserin der
Österreich, Königin der Ungarn». Con
respetuoso asombro, dijo a Edge: —Y
yo te dije que quizá era sólo una
baronesa falsa. ¡Dios mío! Entonces
leyó toda la carta y volvió corriendo al
cuartel.
Entró justo a tiempo de oír un largo
gemido en la habitación trasera. El
coronel le increpó:
—¡Le he dicho que espere fuera!
Con la misma ira, Florian replicó:
—¿Sabe leer el alemán?
—Nyet. ¡Fuera!
Florian puso la carta sobre la mesa,
delante del coronel, de modo que
pudiera ver las coronas grabadas, pero
manteniendo una mano prudente sobre
ella.
—Quizá el representante del zar
sabe leer el alemán.
—Hum… ejem… da, creo que sí —
contestó el coronel—. Sin embargo, si
espera conciliación o concesiones en
este asunto, le garantizo que se negará.
Por eso está aquí.
De todos modos, el coronel habló
con cierta inquietud. Se levantó, fue
hacia la puerta de la habitación contigua
y la abrió lo suficiente para asomar la
cabeza. Florian le oyó decir en ruso:
—Desistid, soldados, hasta nueva
orden. Gospodín Trepov, aquí hay algo
que creo que debería ver.
Volvió con un hombre gordinflón
vestido de paisano, sin ninguna insignia
que pudiera identificarle. Su principal
distinción estribaba en que era el único
ruso sin barba que Florian había visto
allí. En cambio llevaba un bigote hirsuto
y tenía cejas como orugas negras que
parecían pegadas para cubrir y ocultar
cualquier expresión de sus ojos. Pero
cuando miró la hoja marfileña de papel
de barba, gruesa como el pergamino —
protegida todavía por la mano de
Florian—, sus orugas dieron un salto
involuntario hacia arriba.
Trepov leyó la carta hasta el final, al
parecer dos o tres veces, bajó de nuevo
las orugas, miró encolerizado a Florian
y preguntó:
—¿De dónde ha sacado esto?
—El director ecuestre de mi tsirk,
Sprechstallmeister Edge, es un buen
amigo personal de la emperatriz reina
Elisabeth, lo cual resulta evidente,
Gospodín Trepov, por el calor con que
su majestad imperial le recomienda a su
emperatriz zarina María Alexandrovna.
También observará que ruega a su
hermana en la realeza extender todas las
cortesías dispensadas a Gospodín Edge
a todos sus compañeros del tsirk.
El hombre de la Cancillería de la
Tercera Sección gruñó y luego se llevó
aparte al coronel para dialogar en voz
baja. Florian aguzó los oídos lo
suficiente para oír algunos fragmentos.
—¿Falsificación…?
—Imposible. ¿Estos zafios durája?
Además, he visto la caligrafía en
documentos oficiales. Es la suya.
—Hungría… no es aliada…
—Aun así… la llama «hermana».
—Tak, supongamos que…
desaparecen… ellos y la carta…
—Peligroso… tal vez un duplicado
por correo…
—Si informan… quejándose… la
zarina…
—Tak, hemos de reparar
inmediatamente…
Los dos se acercaron a Florian,
frotándose abyecta y untuosamente las
manos.
—Si hubiéramos sabido… —dijo el
agente Trepov.
—Claro, claro que son todos ustedes
bien venidos, muy bien venidos a la
Matushka Rossiya —dijo el coronel.
—Incluyendo al israelita —añadió
Trepov—. Firmaré al instante el
permiso especial que necesitará en los
límites de provincia.
—No son precisos más
interrogatorios —dijo el coronel—,
mándenos simplemente todos los
pasaportes restantes, monsieur Florian,
y haré que mis propios oficiales rellenen
los salvoconductos y estampen los
visados.
—Creo, también, Zasulich —sugirió
el agente al coronel—, que
considerando que estas buenas gentes
son en efecto invitados de nuestra
tsaritsa, podemos eximirlos de la
inspección aduanera y el pago de
aranceles. Además, ¡já, já!, ¿tiene usted
báscula para pesar los puds de dos
elefantes?
—Una buena razón, Gospodín
Trepov. Redactaré la declaración
aduanera, monsieur Florian, y estamparé
en ella «inmunidad diplomática» para
evitar que los retenga en cualquier otra
frontera cualquier funcionario
quisquilloso.
—Quizá también, ya que se está
haciendo tarde —dijo Trepov—, usted y
su compañía nos honrarían cenando en
nuestro comedor de oficiales.
—Incluidas las damas —añadió el
coronel Zasulich—. Solemos excluirlas,
pero por una vez permitiremos la
asistencia de nuestras esposas.
—Y cuando se marchen por la
mañana —dijo Trepov— les
proporcionaremos un convoy militar.
Una compañía de cosacos debe
presentarse aquí mañana. Los
acompañarán hasta Khamenets
Podolskiy para que ni rufianes, bandidos
o lobos molesten a su tren.
—Aceptamos, caballeros —
respondió Florian— y estamos
agradecidos por todos estos favores.
También me hace feliz poder informar
favorablemente a su majestad imperial
sobre la eficiencia y hospitalidad de sus
funcionarios en la frontera de
Novosielitza.
Los dos funcionarios le dirigieron
una sonrisa radiante, se sonrieron el uno
al otro y volvieron a frotarse las manos.

Toda la compañía del circo asistió a la


cena menos tres de sus miembros. Ioan
Petrescu rechazó la invitación porque
trabajaba asiduamente para reformar los
trajes de pista que aún eran
aprovechables y para confeccionar unos
nuevos de acuerdo con las medidas y los
toscos bocetos dejados por Magpie
Maggie Hag. Maurice LeVie se negó a
asistir porque debía cuidarse unas
magulladuras en torno a los riñones y
una muñeca retorcida y Nella Cornella
se quedó con él para aplicarle árnica en
las zonas afectadas. Maurice aún estaba
lívido por el tratamiento recibido y las
humillaciones sufridas.
—Juraba que nunca fraternizaría con
aquellos merdeux sauvages, ¡nunca!
—Lo comprendo, me hago cargo,
estoy de acuerdo contigo —dijo Florian
—. Sin embargo, ahora tenemos un
permiso especial que te protegerá de
molestias o insultos ulteriores.
—Je m’en fous et m’en contrefous!
—gritó Maurice—. Quizá, si me invita
le roi de cons, el zar de Rusia en
persona, quizá me digne aceptar.
El coronel Zasulich les ofreció una
cena excelente. Incluso los zakúski del
aperitivo habrían alimentado de sobra a
toda la compañía: caviar negro, rojo y
dorado, esturión frío en gelatina, quesos,
encurtidos, pâté, lonchas muy finas de
carnes frías… e innumerables botellas
de vodka aprisionadas en bloques de
hielo. Muchos invitados del circo, las
mujeres en especial, descubrieron que
una sola copa de aquel vodka —bebida
al estilo ruso: de un rápido trago que
pasaba por la glotis e iba directamente
al estómago y de allí al cerebro— se
parecía mucho a golpearse la cabeza con
un martillo, así que en lo sucesivo
bebieron sólo té, también al estilo ruso,
sorbiéndolo a través de un terrón de
azúcar sujeto entre los dientes. Otros,
sin embargo —Ferdi Spenz, Aleksandr
Banat y los tres hermanos Jászi—,
apreciaban tanto el vodka que fue
necesario llevarlos del brazo o a
hombros a sus remolques aun antes de
que fueran servidos los siguientes platos
de la cena: borscht, ensalada de
arenques y remolacha, bistecs de alce a
la parrilla y tartare, salchichas
ahumadas, morillas, una gran variedad
de verduras y condimentos
desconocidos, un fuerte vino verde de
Crimea, pastel de arándanos, más té y
vodka y un licor también de arándanos.
La mayoría de oficiales y sus
esposas —o parejas de relación no
especificada— hablaban francés.
Florian se defendía bastante bien en
ruso, los Smodlaka podían hacerse
entender en esa lengua y el coronel
Zasulich incluso pasó un rato hablando
en coreano con los hermanos Kim. Pero
los que tenían que permanecer mudos no
eran sordos, y los maravilló el repentino
cambio de sonidos lingüísticos de una
orilla a otra del Prut, del alegre y
sincopado húngaro al ruso sonoro, tan
húmedo que a veces parecía salpicar.
—¿Qué es todo este «tak-tak-tak»
que no dejo de oír? —preguntó Domingo
Simms a Willi—. Incluso cuando esta
gente habla francés, suelta el «tak» cada
tres palabras. Se tiene la impresión de
estar en un cuarto lleno de relojes en
marcha.
—Es sólo una especie de hipo
verbal, querida. Significa «así», pero
por lo visto es una costumbre nacional
emplearlo con frecuencia y sin
necesidad. Hasta ahora lo he oído en
todas partes.
Los camareros no decían «tak» ni
ninguna otra palabra. No parecían ser de
nacionalidad rusa y era evidente que no
hablaban la lengua. Tenían un aspecto
tan oriental como los Kim y servían la
cena sin escuchar ni necesitar
instrucciones.
—Son tártaros —explicó a Edge el
agente Trepov—. Los importamos de las
provincias del Volga, como hacen todos
los hoteles y restaurantes rusos, porque
son musulmanes devotos y por lo tanto
no beben tragos de todas las botellas.
Tak, en la Matushka Rossiya somos
afortunados de tener una variedad tan
amplia de nacionalidades en nuestro
vasto país, cada una con sus propios
talentos o virtudes peculiares. Nuestros
bálticos, por ejemplo, son conocidos
por su honradez y meticulosidad, así que
constituyen el grueso de nuestros
administradores, contables y oficinistas.
Los letones están especialmente dotados
para la construcción de molinos de
viento y de agua. Y así sucesivamente.
La conversación que podía haber
entre anfitriones e invitados continuó
siendo amable, en su mayor parte trivial
y a veces informativa. Jean-François
Pemjean comentó a la mujer gorda pero
guapa que estaba sentada frente a él:
—¿No es el tiempo
excepcionalmente bueno para Rusia,
madame, tan avanzado el mes de
octubre? ¿Disfrutan acaso del veranillo
de San Martín?
—Nosotros lo llamamos el verano
femenino —respondió ella con una risita
tonta—. Báb’ye léto. Porque aquí se
considera más atractiva a la mujer en su
madurez. Y sí, el tiempo es muy
clemente. Aunque para nosotros, tak,
todavía es el principio de octubre.
Quizá no sepa usted que Rusia se rige
por el calendario juliano, que va doce
días a la zaga del gregoriano de
Occidente.
En otra mesa, otra mujer hermosa
decía a Rouleau:
—Usted habla de siervos, monsieur
Yules. Esta palabra proviene en realidad
del francés. Aquí se llamaban
krepostnoyi. Se llamaban, tak, porque
ya no tenemos esos campesinos
esclavizados. Nuestro sabio y humano
Alejandro, que antes poseía un millón de
krepostnoyi, los dejó libres por todo el
país. —Y añadió, criticando
abiertamente la patria de Rouleau—:
Esto fue hace siete años, antes de que su
atrasada e ignorante América tuviera
que librar una guerra civil para
conseguir el mismo bien para sus
esclavos.
—No creo que haya representado un
gran bien para ellos —contestó Rouleau
—. La última vez que vi a unos libertos,
vagaban sin rumbo, perdidos porque les
faltaba un amo que los dirigiera y
cuidara.
—Tak, debo confesar que esto
también ocurre aquí en la esclarecida
Rusia —dijo la mujer—. Pasará algún
tiempo antes de que los mujiks liberados
se desprendan de sus antiguas
dependencias y su tosca falta de
refinamiento. Y en especial, de sus
arraigadas supersticiones. —Rió—.
¿Sabe una cosa? Cuando un gobernador
provincial o un comandante ordena un
censo para contar la población que
gobierna, los mujiks huyen a la taigá y
algunos incluso se suicidan.
—Par dieu, pourquoi? ¿Qué
superstición puede estar vinculada a la
elaboración de un censo?
—Los mujiks creen que se hace por
instigación del Anticristo, que quiere
todos sus nombres para condenarlos.
Por lo menos se trata de una patraña
inspirada por la religión y quizá sea
disculpable por ello. Pero los
campesinos también creen en toda clase
de cosas heréticas y sobrenaturales y
viven en continuo terror. El vampiro, el
oborotyen…
En otra mesa, Pavlo Smodlaka
intentaba ansiosamente pedir al capitán
sentado junto a él información sobre una
de estas mismas cosas.
—En húngaro, férfifarkas. Ustedes
llamar, creo, oborotyen.
—Tak, ¿ha oído hablar de nuestros
oborotyen? —dijo el capitán, adoptando
una expresión sombría, aunque sus ojos
lanzaban destellos—. Da, tenemos tal
cosa. Y lo que usted pueda haber oído
está probablemente lejos de la terrible
verdad. A veces, las noches de luna
llena hay una plaga tal de hombres
convertidos en lobos que incluso han de
llamarnos a nosotros, el ejército, para
darles caza y destruirlos. Tak, para esto
tenemos que usar bayonetas de plata
maciza.
El capitán continuó añadiendo
pormenores, ejercitando más y más su
imaginación, y la mandíbula de Pavlo se
fue abriendo hasta que las morillas
masticadas le resbalaron por el mentón.
El coronel Zasulich dijo a Florian:
—Estoy realmente contento de haber
resuelto las dificultades iniciales y de
que su circo ya sea libre de entretener a
nuestros compatriotas. He dado un paseo
por entre los carromatos y salta a la
vista que es un tsirk respetable, no un
grupo de saltimbanquis ramplones, lo
que creo que ustedes llaman un circo de
hojalata.
—O de mala muerte, sí —contestó
Florian—. Parece muy versado en la
terminología circense, coronel.
—El tsirk es una institución
prestigiosa en Rusia, Gospodín Florian.
Lo vimos por primera vez hace casi un
siglo, tak, cuando el Royal Circus de
Londres hizo una visita a Piter, San
Petersburgo. Le dispensaron una cálida
acogida, en parte, sin duda, porque
Catalina la Grande tomó inmediatamente
como el último de su colección de
amantes a su director ecuestre. Después
llegaron otros circos extranjeros. Ahora
tenemos muchos circos propios, desde
inmensos espectáculos estables en
hipódromos hasta los sencillos balagani
que aparecen en todas las ferias de
pueblo. Sin embargo, la terminología no
se diferencia mucho de la de Occidente.
Tak, nuestros domadores de leones dan
las órdenes en alemán, la arena central
es la pista italiana. Sólo unas cuantas
palabras son diferentes. Lo que ustedes
llaman payaso o joey, aquí se llama un
rishiy. Lo que ustedes llaman enano,
como esa encantadora damita de esta
misma mesa, nosotros lo llamamos
liliputiense.
Florian sacó el lápiz y un pedazo de
papel.
—¿Tendría la amabilidad, coronel,
de ayudarme a buscar traducciones
comprensibles de los noms de théâtre
de algunos artistas nuestros? El Hacedor
de Terremotos, Cenicienta…
—Tak —dijo el coronel y se
acercaron las sillas para repasar la lista.
Más tarde, los dos dejaron a los
otros todavía en la sobremesa y
volvieron a la oficina de Zasulich,
donde el coronel trató con generosidad a
Florian abriendo su caja de caudales y
cambiando el considerable montón de
coronas y forints húngaros y coronas y
gulden austríacos de Florian por rublos
y copecs de plata rusos. Florian hizo de
memoria complicadas sumas y calculó
que el rublo valía unos cincuenta y dos
centavos americanos y el copec, que era
la centésima parte del rublo,
aproximadamente medio centavo y tomó
nota de ello en su libreta.

A la mañana siguiente el coronel


Zasulich se levantó tan temprano como
cualquier miembro del circo y se mostró
mucho más activo y despierto que
algunos de ellos. Llegó al campamento
de los carromatos y anunció a Florian y
Edge:
—Ahí viene la compañía de
infantería cosaca. Ya se oye la música
en la carretera. Les permitiré descansar
sólo mientras ustedes enganchan los
caballos y forman la caravana. Entonces
les ordenaré que den media vuelta y los
acompañen, a la vanguardia y
retaguardia de la procesión, hasta la
estación ferroviaria de Khamenets
Podolskiy.
Florian y Edge aguzaron los oídos
para escuchar la banda militar, pero no
fue eso lo que oyeron. La mitad de la
compañía de cosacos estaba
simplemente silbando el himno nacional
ruso y la otra mitad lo cantaba:
Boshe tsara kraní
Syilni der zharní
Stsar stvouyna
Slavouna slavounam…
—Bueno, quizá no tengan una banda
—dijo Edge—, pero es un himno muy
estimulante. Y nunca he oído silbar de
modo tan melodioso. ¿Qué cantan?
—Hum… más o menos… —contestó
Florian—: «Que Dios guarde al zar, a
quien juramos ferviente fidelidad.
Grabadlo en los troncos de árbol: gloria
a la raza eslava».
A medida que la música aumentaba
de volumen, más gente del circo salía de
remolques y carromatos. Cuando la
compañía llegó al recinto del cuartel
fronterizo y le ordenaron detenerse y
cuadrarse, lo hizo sin dejar de silbar y
los espectadores pudieron ver cómo
lograban sus fuertes, dulces y
armoniosos trinos: cada silbador tenía
un agujero perforado entre los dos
dientes delanteros. El comandante de la
compañía esperó a que sus hombres
terminaran el coro final y entonces gritó
una orden que era a todas luces:
«¡Rompan filas!» Los hombres formaron
al instante y con eficiencia trípodes con
sus largos rifles, se descolgaron y
dejaron caer las mochilas, se quitaron
las enormes botas, debajo de las cuales
no llevaban calcetines, se
desabrocharon las braguetas de los
amplios pantalones y —sin hacer caso
de los numerosos observadores, que
ahora incluían a todas las mujeres del
circo— empezaron a orinar sobre los
pies descalzos de sus compañeros.
La mayoría de los observadores
quedaron un momento aturdidos.
Entonces todas las mujeres y muchachas
volvieron a entrar en los vehículos con
el rostro cubierto de rubor.
—La infantería siempre hace esto
después de una larga marcha —explicó
el coronel Zasulich, tan imperturbable
como los soldados—. Descansa los
pies, los endurece y evita la tiña y otros
hongos.
Rouleau, reprimiendo una carcajada,
dijo en francés al coronel:
—Creía que todos los cosacos
pertenecían a la caballería y eran jinetes
consumados como los hombres de la
llanura húngara y nuestros indios
americanos.
—Debe culpar a sus propios tsirks y
espectáculos de hipódromos
occidentales de propagar ese mito sobre
los cosacos, como ustedes los llaman —
replicó Zasulich—. En realidad, ni
siquiera son un pueblo o una sola tribu
ni están necesariamente relacionados de
alguna otra manera. La palabra kazhák
sólo significa «bandolero» y en tiempos
pasados vagaban y saqueaban
libremente la estepa. Tak, basándose en
el principio de que un cazador furtivo es
el mejor guardabosques, el zar Pedro el
Grande los juntó a todos y los organizó
en batallones de soldados. Y son muy
buenos soldados, no cabe duda.
Algunos, da, son de la caballería, pero
no todos. Esos jinetes salvajes y
temerarios de los que usted habla, da,
también los tenemos, pero esa clase de
jinete se llama con más propiedad
djigit.
—Otra cosa que aprendí anoche —
dijo Pemjean a Edge—. Si lleva usted
un calendario, monsieur le directeur, de
nuestras llegadas y salidas programadas,
asegúrese de adaptarlo al calendario
ruso. Hoy no es, como usted cree, el
veintitrés de octubre, sino el once de
octubre. —Añadió en voz baja—:
Bueno, monsieur Florian ya dijo que
éste es un país atrasado, n’est-ce pas?
Aunque los cosacos fueran buenos
soldados y cantaran con entusiasmo su
ferviente devoción al zar, gruñeron
audiblemente cuando el circo estuvo a
punto de marcha y les dieron la orden de
recorrer con él las mismas monótonas
verstas que acababan de atravesar. Sin
embargo, obedecieron, se calzaron de
nuevo las enormes botas, se echaron a la
espalda las mochilas y al hombro los
rifles y formaron dos pelotones a la
vanguardia y otros dos a la retaguardia
de la caravana circense.
—Un último consejo, Gospodín
Florian —dijo el agente Trepov cuando
se despidieron estrechándose las manos
—. Cuando llegue a la estación, le
rodearán los nosílshchiki, mozos
voluntarios. Ahuyéntelos y encargue el
trabajo a sus propios hombres. Esos
parásitos de las estaciones no tienen
derecho a una paga, de modo que aunque
les dé una pequeña propina, será un
regalo. De acuerdo con nuestras leyes,
el ruso que acepta un regalo de un
extranjero comete un delito punible y
usted también, por el hecho de dárselo.
En cambio, tienen derecho a robar a los
extranjeros todo lo que puedan. He
pensado que debería saberlo.
Florian suspiró, movió la cabeza con
asombro, expresó su gratitud al agente,
subió al pescante del carruaje y dio la
señal de marcha. Todos los oficiales del
puesto fronterizo se habían congregado
para ver la salida de la caravana y
saludaron militarmente al unísono y al
estilo ruso: la mano a la frente y luego
hacia arriba. Los cosacos que iban a la
vanguardia de la caravana empezaron a
marchar inmediatamente —ahora
dejando tras ellos un hedor a amoníaco
lo bastante fuerte para humedecer los
ojos de Florian—, silbando y cantando
«… gloria a la raza eslava».
2
La carretera a Khamenets Podolskiy
estaba hecha de trozos redondos de
tronco colocados sobre el suelo como
losas. Quizá en tiempo lluvioso, cuando
estaban bien hundidos en el fango, o en
invierno, cuando el hielo los endurecía,
podían ser una superficie decente,
aunque desigual, pero ahora, a finales de
otoño, el suelo de tierra era un montón
de terrones apelmazados y las rebanadas
de tronco yacían sueltas en todas las
posiciones, se balanceaban y producían
un estruendo continuo y exasperante
cuando los animales y carromatos del
circo pasaban por encima. Era peor que
navegar por un mar turbulento. Los niños
Smodlaka y varios de los animales
enjaulados sufrían un mareo constante y
muchos otros tenían magulladuras y
contusiones causadas por las caídas en
el interior de sus remolques o
carromatos. En varias ocasiones fue
preciso detener toda la caravana para
reparar pinas y radios de las ruedas y
arneses rotos o sustituir herraduras.
Cómo podía la nueva modista, Ioan
Petrescu, realizar su trabajo de costura
fina en aquella barahúnda era un
misterio, pero lo hacía y el viaje —
tardaron cinco días enteros en recorrer
los sesenta y cuatro kilómetros— le
brindó el tiempo suficiente para
reformar todos los atuendos dañados y
confeccionar los nuevos. Estos incluían
trajes para los hermanos Jászi, a quienes
Florian decidió vestir al estilo del
anterior Buckskin Billy de Edge porque
parecería más «exótico» a los
espectadores rusos que el traje húngaro
de los csikos, que muchos rusos debían
de haber visto. Para dar a Ioan todo el
tiempo que necesitaba, las otras mujeres
de la compañía guisaban en las paradas.
Las tropas cosacas se alimentaban por
su cuenta y de manera espartana.
Encendían fuegos para hacer té, pero el
único alimento que les vieron tomar era
una fibrosa carne seca, como cecina, que
llevaban en las mochilas.
A causa del terrible estado del
camino, Hannibal y su ayudante
eslovaco calzaron a los dos elefantes
con las botas de piel de cordero y
Stitches hizo otro par para el camello
Mustafá. Todas estas resistentes botas
estaban hechas harapos al final del
viaje, así que Stitches hizo más pares,
porque los animales que andaban los
necesitarían incluso en las calles
pavimentadas, ahora que el tiempo
empezaba a ser frío. El verano femenino
concluyó cuando el circo estaba a medio
camino de su destino. Aún no nevaba,
pero la temperatura descendía. El campo
era exactamente igual que la puszta
húngara, una llanura interminable de
hierba marrón con sólo algunos arbustos
y árboles desnudos para romper la
monotonía. Por las mañanas las briznas
de hierba cubiertas de escarcha parecían
ejércitos de brillantes bayonetas de
acero. Luego, cuando el sol estaba lo
bastante alto para evaporar la escarcha
de la hierba, descubría otra vista
extraña: los escasos árboles del paisaje
proyectaban, naturalmente, una sombra,
pero no una sombra oscura normal, sino
plateada, porque allí la escarcha aún no
se había fundido.
El circo pasó por numerosos
pueblos y los mujiks que vivían en ellos
salían a mirar con mudo asombro la
insólita aparición. La gente del circo no
fijaba la vista en ellos porque no había
nada interesante que mirar. Todos los
pueblos tenían el mismo aspecto: una
única hilera de isbas de una sola
habitación a ambos lados del camino y
todas las isbas hechas de troncos
toscamente cortados, sin pulir ni pintar,
con musgo tapando los intersticios. Muy
pocas tenían una ventana y casi ninguna
—quizá sólo la del alcalde— estaba
provista de cristal; las otras ventanas
consistían simplemente en papel
encerado o incluso una fina corteza de
abedul.
Los campesinos eran tan feos como
sus viviendas. Todos los hombres se
peinaban con raya en medio y mechones
de sus cabellos lacios, enredados y
grasientos, les colgaban hasta más abajo
de los hombros, a veces hasta coincidir
con sus barbas lacias, enredadas y
grasientas, que podían llegarles a la
cintura. Las mujeres sólo se distinguían
en que no tenían barba y cubrían sus
cabellos con pañuelos de bábushka. Sus
rostros estaban tan quemados por el sol
y el viento como los de los hombres y su
tez era igual de áspera, a menudo
salpicada de granos y verrugas o
surcada por cicatrices de la viruela.
Ambos sexos llevaban abrigos gruesos,
grises, ceñidos sin gracia por un
cinturón y largos casi hasta el suelo y
botas de fieltro incoloro, tan grandes y
anchas que todo el mundo parecía tener
los pies deformes. Las botas y el
dobladillo del abrigo estaban
empapados de barro y estiércol. La
compañía del circo veía raras veces a
chicas jóvenes o niños —probablemente
los adultos los hacían entrar en las casas
para que aquellos extraños viandantes
no los raptaran—, pero las pocas
muchachas que vieron eran bonitas.
La gente del circo vio una sola cosa
en aquellas pobres comunidades que
picó su curiosidad. Siempre que
pasaban por una aldea a la hora del
crepúsculo, veían por lo menos a una
ama de casa dejando en el umbral un
mendrugo de pan y un cuenco de leche.
—¿Creen en los duendes los rusos?
—preguntó Daphne, riendo—. Es casi
como si estuviéramos en la vieja y
misteriosa Escocia.
—No, no es para los duendes —
respondió Florian. Últimamente había
pasado las tardes con el capitán
Miliukov de la compañía cosaca,
aprendiendo todo lo que podía sobre
Rusia y sus costumbres—. Oh, creen
desde luego en otras clases de trasgos,
gnomos y demás, pero estas ofrendas de
comida son para «los infortunados»,
hombres que huyen, perseguidos por la
policía o el ejército u otras autoridades.
Aquí, como en todas partes, los pobres y
explotados están del lado de los
desvalidos. Tienen un refrán: «Quien no
es atrapado no es un ladrón». Los
infortunados sólo evitan y desprecian a
un delincuente cuando es atrapado y
condenado oficialmente.
De vez en cuando la caravana se
cruzaba con otros vehículos en la
pésima carretera. La mayoría eran
voluminosos carros de granja, de ruedas
sólidas, pero algunos —tal vez
propiedad de los hacendados locales—
eran carruajes más gráciles tirados por
una troika. El caballo de en medio
avanzaba a un trote ligero, bajo el arco
del dugá, el alto yugo de madera, que
siempre estaba tallado y pintado con
esmero y del que a veces pendían
campanillas. Los dos caballos que lo
flanqueaban corrían hacia el lado, con
las cabezas dirigidas hacia fuera por las
riendas, y tenían que galopar para
adaptarse al rápido trote del caballo
«conductor».
—No veo ninguna finalidad en esto
—opinó la amazona Clover Lee—. El
alto yugo debe de ser pesado y muy
incómodo para los caballos del flanco
correr a un paso ladeado y diferente.
—Sospecho —dijo Florian— que
los cocheros rusos diseñaron hace
mucho tiempo ese complicado arnés
sólo para que los respetaran y
consideraran insustituibles… como los
únicos seres humanos del mundo que
saben enganchar y desenganchar una
troika.
Pero los viajeros vieron cosas más
nuevas que ésa. Con frecuencia se
acercaba caminando por la carretera un
hombre, raras veces una mujer, vestido
con harapos y con los pies envueltos en
trapos en lugar de botas, que tendía una
mano suplicante.
—Peregrinos religiosos —explicó
Willi Lothar— que se dirigen a algún
santuario. —Y siempre les tiraba unos
copecs. Pero algunos de estos
vagabundos se acercaban bailando,
dando vueltas y cantando y gritando
frenéticamente—. Estos también se
consideran devotos —dijo Willi,
esparciendo copecs— y se llaman «los
locos de Dios», pero de hecho son
pobres dementes que andan sueltos.
Willi prosiguió aquella noche, junto
a la hoguera del campamento:
—Muchas de las sectas
verdaderamente religiosas son tan
fanáticas que nosotros las
consideraríamos dementes. Por ejemplo,
están los monjes llamados skoptsyi, que
han hecho voto de castidad. Por lo visto
no confían sólo en su fuerza de voluntad
para abstenerse del sexo, así que se
castran mutuamente. Dicen que un monje
«toma el pequeño sello» si sólo le
extirpan los testículos y «el gran sello»
cuando además le cortan el pene.
Varias personas en torno a la
hoguera sintieron náuseas y apartaron
sus platos de comida.
—Luego está la secta llamada el
Boshie Lyudi, el Pueblo de Dios —
continuó Willi—. También hacen voto
de castidad, pero sólo con sus propios
maridos o esposas. No hay nada malo en
copular con el cónyuge de otro miembro
de la Iglesia. Y están los Adoradores del
Espíritu Santo, que deben inspirar a
fondo y con frecuencia mientras rezan
para tragarse literalmente al Espíritu
Santo. Muchos de ellos se desmayan por
la respiración excesiva y entonces se
considera que han sido tocados
especialmente por el espíritu. Me han
dicho que a uno de sus últimos
miembros se le recuerda como el más
bendito de todos, porque se desplomó y
murió de una sobredosis del Espíritu
Santo.
Sólo una vez se detuvo la gente del
circo en aquella carretera para comer en
algún lugar en vez de guisarse la propia
comida. Fue en un pueblo llamado
Khotin, una comunidad lo bastante
grande para tener dos edificios de
tamaño mediano. Estaban incluso
pintados y los dos hacían alarde de un
par de ventanas con cristales… y ambos
tenían un letrero sobre la puerta. Los
recién llegados miraron esos letreros, la
primera muestra de alfabeto cirílico que
habían visto en su vida. La curiosa
escritura parecía comprender letras
conocidas del alfabeto, pero mezclaba
mayúsculas y minúsculas y también
letras conocidas del alfabeto puestas del
revés o cabeza abajo e incluía además
algunos caracteres totalmente extraños.
Florian los leyó a los otros:
—Pravítyelstvo Monopóliya Lavka,
o Tienda de Monopolio Estatal, que
significa que vende licores y tabaco. El
otro letrero dice Gostínitsa. Es una
posada. Probémosla.
Una mujer corpulenta, entrada en
carnes, sudorosa y bastante maloliente
les sirvió una comida que
probablemente no se diferenciaba de la
servida en las mesas de todas las
familias campesinas de Khotin o de
cualquier otro lugar de Rusia.
Yount miró con suspicacia su cuenco
de turbia sopa verdegris y dijo:
—Cuando me la ha servido, ha dicho
algo parecido a mierda[25].
—Yo también la llamaría así —
murmuró Rouleau, oliendo la suya con
recelo.
—La palabra es shchi —explicó
Florian, metiendo sin vacilar su cuchara
—. Sopa de col. Es muy buena.
Y de hecho, fue la mejor parte de la
comida. El resto consistía en pedazos
correosos de pescado salado, sin
acompañamiento de patatas hervidas,
pan negro de centeno, duro como corteza
de árbol, cebolla cruda y tazones de
algo que podía ser cerveza rubia, aunque
todos los que la probaron hicieron una
mueca y dijeron: «Dios mío, ¿qué es
esto?»
—Kvas —respondió Florian—, una
parte integrante de la vida campesina,
según tengo entendido. Hecho en casa y
con fama de ser una bebida saludable.
Sólo hay que verter agua y un poco de
miel sobre cebada, o incluso pan de
centeno rancio, dejarlo fermentar bien
hasta que se pudre y colar el líquido,
que es el kvas.
—Joder —dijo Yount—. Creía que
vivíamos mal durante la guerra en
nuestro país, cuando los confederados
teníamos que pasar con café de
quimbombó seco y cosas así. Pero estos
blancos pobres de Rusia… —Y movió
la cabeza, compadecido.

La caravana del circo llegó por fin a la


estación de Khamenets Podolskiy y allí
encontró al tren esperando, de acuerdo
con lo prometido; una muestra de
maquinaria maciza e impresionante. La
locomotora Sormovo era por lo menos
un metro más alta y medio metro más
ancha que cualquier otra locomotora
vista por la gente del circo en Estados
Unidos u otro lugar de Europa.
Suspendida sobre su enorme caldera de
hierro negro, la locomotora tenía un
curioso tubo largo y grueso, casi como
una segunda caldera más delgada, que
comunicaba las dos cúpulas con forma
de bombín que albergaban la válvula de
estrangulamiento y la de seguridad. La
rueda motriz a cada lado de la
locomotora tenía casi dos metros y
medio de diámetro e incluso el bogui y
las ruedas traseras casi llegaban al
pecho de un hombre.
Los coches de pasajeros, los
vagones de mercancías y los furgones
eran igualmente inmensos. Los coches
no tenían, como los de Europa
occidental, un pasillo de un extremo a
otro al que se abrían los
compartimientos de pasajeros. En este
tren los compartimientos tenían una
anchura que permitía viajar con toda
comodidad a por lo menos diez personas
sentadas en los dos bancos tapizados de
felpa verde, ya que ocupaban todo lo
ancho del vagón, y había ventanas y
puertas a ambos lados y puertas más
estrechas entre los asientos, que daban a
los compartimientos contiguos. A fin de
que el conductor o cualquier otro
empleado pudiera desplazarse por el
tren sin estorbar a los pasajeros, había
en el exterior de los coches una
pasarela estrecha con asideros de hierro
e intervalos entre los coches acoplados
que requerían saltos atléticos y
temerarios por parte de los hombres.
El Florilegio llegó a la estación
hacia mediodía. Florian siguió el
consejo de Trepov, ahuyentó a los
hombres y muchachos desharrapados
que ofrecían clamorosamente sus
servicios y encargó a sus propios
peones el arduo trabajo de trasladar el
circo del andén al interior del tren.
—Si lo hacemos con celeridad —
dijo—, podríamos terminar la carga al
anochecer. Sólo hay trescientos cuarenta
y tres kilómetros de aquí a Kíev. Como
este tren no para en las estaciones del
trayecto, creo que cubriremos la
distancia durante la noche, en la
oscuridad, de modo que nos
ahorraremos la vista de esta monótona
pradera.
—¿Permaneceremos levantados toda
la noche? —preguntó Agnete.
—No, Fräulein Eel —contestó Willi
—, encargué los coches suficientes para
viajar sólo cuatro personas en cada
compartimiento. Y cuando queramos
dormir, el provodnik del tren nos
levantará y fijará el respaldo de los
asientos, formando la litera superior.
Los peones, por supuesto, dormirán
sobre la paja con los animales.
Así, pues, los eslovacos se pusieron
a trabajar a las órdenes de Stitches,
Bum-bum, Hannibal y Banat. Fue una
suerte que los vagones de mercancías
del tren fuesen tan grandes y tuviesen
puertas correderas, porque Hannibal
insistió en que los caballos y tanto los
animales enjaulados como los que iban a
pie no subieran a los vagones por las
rampas —como los remolques y
carromatos— sino que viajaran en los
furgones cubiertos. Fue una operación
laboriosa hacer pasar ruedas y varas por
un espacio reducido y se oyeron muchos
relinchos y gruñidos de los animales,
que se negaban a subir, y frecuentes
maldiciones y gritos de dolor de los
eslovacos, pero al final todo se llevó a
cabo.
Mientras tanto, los artistas ociosos
entraron en la estación y vieron,
sorprendidos, que contenía una
gostínitsa muy decente —por lo menos
muy superior a la posada de Khotin—
donde les sirvieron una cena sencilla
pero satisfactoria de arenques pequeños,
sopa de pimienta, cerdo y albóndigas,
patatas hervidas y cerveza auténtica, no
kvas. Florian invitó a su mesa al capitán
Miliukov; el resto de los soldados se
quedó fuera, acordonando el tren para
alejar a rateros y polizones, y cenarían
más tarde, cuando lo hicieran los
eslovacos. Después de cenar, Florian
fue a la sala contigua a la gostínitsa,
otra tienda del Monopolio Estatal,
compró veinte botellas de vodka y se las
dio al capitán.
—Para sus hombres, con mi gratitud
por sus servicios.
—Spasibo, Gospodín Florian —dijo
Miliukov—. Tal vez, a cambio, mientras
esperan que su transporte esté listo,
usted y su gente aceptarán mi invitación
a un suceso muy insólito.
—¿Un suceso?
—Da. Vengan. Tiene lugar en la
plaza que está junto a la estación.

La compañía siguió bastante perpleja al


capitán de la estación a la plaza. En el
centro había una estaca y unos troncos a
los que estaba atado un hombre sin
camisa, con los brazos sujetos a las
aberturas de los troncos por cuerdas
muy tirantes que hinchaban los músculos
de la espalda desnuda. Parecía bastante
joven, no llevaba barba, pero los largos
cabellos ocultaban su rostro. En torno a
él estaban de pie varios jueces con togas
negras y, a prudente distancia, gran parte
de la población de Khamenets
Podolskiy. Cerca de la estaca un cosaco
gigantesco, también sin camisa, retorcía
entre las manos un grueso látigo. A su
lado había un brasero de carbones
encendidos donde se calentaban unos
instrumentos de hierro. Ante esta escena,
todas las mujeres del circo excepto
Lunes Simms dejaron escapar una
exclamación y volvieron corriendo a la
posada de la estación. Algunos hombres
las imitaron. Florian preguntó al capitán
la razón de este «suceso».
—El hombre ha sido condenado por
falsario. El policía local me ha pedido,
como superior a ellos en rango, que
supervise el castigo y ceda al más fuerte
de mis soldados para la flagelación.
—¿Un falsario?
—Falsificador de monedas, tak.
Recibirá ciento noventa y nueve azotes
con el knut, después con el tavró y
después con el shchítsiki. Si sobrevive,
será arrastrado hasta el límite de la
ciudad y desterrado.
Antes de que Florian o alguien más
pudiese decir algo o dar media vuelta y
marcharse, el soldado que empuñaba el
knut había retrocedido cuatro o cinco
metros de la estaca. Entonces dio cuatro
o cinco pasos firmes hacia adelante y
saltó en el aire al tiempo que descargaba
el látigo con un fuerte ¡crack! El primer
latigazo sólo hizo un breve corte en la
piel de la víctima, de la nuca a la axila
izquierda, pero le arrancó un grito
agudo. Varios artistas más e incluso
algunos habitantes del pueblo se
alejaron. Entre los que se quedaron
estaba Lunes Simms que, por primera
vez en mucho tiempo, se frotaba los
muslos uno contra otro.
El soldado del knut retrocedió de
nuevo, se adelantó, saltó al aire y
descargó el latigazo exactamente un
centímetro debajo del primero y
paralelo a él. Continuó así, golpeando
cada vez un centímetro más abajo y
marcando una herida diagonalmente más
larga hasta que la espalda del
desgraciado tuvo veinticinco cortes
rojos. Entonces el soldado trasladó el
látigo a su mano izquierda y con la
misma puntería practicó veinticinco
cortes más de izquierda a derecha,
cruzando los otros. Cuando volvió a
cambiar de mano, descargó los latigazos
de forma perpendicular a los demás y a
continuación volvió a cambiar de mano
y los descargó horizontalmente. A estas
alturas el reo ya no gritaba y su espalda
ya no estaba roja de sangre sino que era
una pulpa negra. Durante los últimos
noventa y nueve latigazos, el verdugo
sólo intentó acertar los trocitos de piel
todavía intactos entre la red de líneas
cruzadas, y la víctima pendía de los
palos, inmóvil y al parecer sin vida.
Pero entonces el capitán Miliukov se
acercó a él, levantó la cabeza colgante
e, increíblemente, el hombre aún tuvo la
fuerza suficiente para gritar de nuevo
cuando el cosaco cogió del brasero el
hierro candente y le marcó la letra O —
de otviérsheniy, paria— en la frente y
las mejillas. Y el hombre seguía
viviendo cuando el verdugo cogió del
brasero un par de pinzas candentes, las
aplicó a su nariz y le arrancó las dos
ventanas, dejando sólo en medio de la
cara una pequeña protuberancia de
cartílago gris rojizo. Cuando la víctima
volvió a gritar, débil, trémula y
lastimeramente, un sonido casi igual
salió como un eco de la temblorosa y
extasiada Lunes Simms.
—¡Diablos! —suspiró Yount—. Ese
falsario es un hombre más fuerte que yo
y el verdugo juntos.
—Y ahora es más feo y más
monstruoso que cualquier Hombre
Tatuado como yo —dijo Fitzfarris,
pensativo.
Desataron al paria de los troncos y
le dejaron caer inconsciente sobre los
adoquines de la plaza, y el capitán
Miliukov llamó a voluntarios para que
le arrastraran hasta las afueras del
pueblo. Fitz fue el único hombre que se
adelantó.

Al caer la noche el tren estaba cargado,


los peones habían cenado, la compañía
de cosacos se había marchado,
supuestamente de regreso a la frontera, y
el ingeniero y el fogonero empezaban a
encender la gigantesca locomotora
mientras hacían sonar la campana y el
silbato sólo por el placer de oírlos. Los
eslovacos subieron a los vagones de
mercancías alfombrados de paja que
contenían a los animales y el resto de la
compañía subió a los compartimientos.
En el andén un guardavías hizo oscilar
una linterna verde, la locomotora
respondió con un tumulto de
campanillazos y silbidos y poco a poco
el tren fue adquiriendo velocidad hasta
que dejó atrás a Khamenets Podolskiy.
La vía férrea no estaba muy bien
trazada, lo cual daba lugar a tumbos,
vaivenes y vibraciones. Lunes Simms
habría reaccionado a ellos si su
asistencia y excitación en la escena de
los latigazos no hubiera agotado en ella
esa clase de impulsos. Para los demás,
el viaje en tren era como viajar sobre un
cisne después del traqueteo y las
sacudidas que habían soportado en la
carretera de troncos. La única molestia
era el humo y el hollín que se filtraban
por todos los intersticios de los coches.
En la parte trasera de los coches
había un cuarto pequeño donde el
provodnik atendía y rellenaba sin cesar
de té caliente un gran samovar y de vez
en cuando recorría la pasarela exterior
para preguntar si alguien quería un vaso
de chai. A intervalos el conductor, el
guardafrenos o un engrasador dejaban
también la cabina de la cola del tren
para recorrer la pasarela de arriba
abajo, a veces en una inspección
rutinaria y otras llevando en precario
equilibrio una jarra de té —y en una o
dos ocasiones una botella de vodka—
para el ingeniero y el fogonero. Los
coches de pasajeros e incluso los
vagones de mercancías donde viajaban
los animales y los eslovacos estaban por
lo menos moderadamente calientes
gracias a los tubos de vapor de la
caldera de la locomotora, colocados
bajo los suelos. No obstante, a medida
que avanzaba la noche y el frío
aumentaba, el provodnik de cada coche
distribuyó mantas entre los pasajeros
para que se envolvieran en ellas o se
taparan en las literas. Cada una era un
conjunto de fragmentos de pieles raras y
preciosas: visón, marta, armiño. Florian
preguntó la procedencia de estas
maravillosas colchas y el mozo contestó
que estaban hechas con las sobras de los
talleres donde se confeccionaban
abrigos y capas para la gente rica y para
exportar a los ricos de otros países.
Cuando se disipó la emoción de
volver a estar a bordo de un tren, y
como fuera no había gran cosa que
mirar, los pasajeros empezaron a
visitarse en los diferentes
compartimientos. Fitzfarris entró en el
ocupado por Florian, Edge, Yount y
Pfeifer justo cuando Florian decía:
—… me pregunto qué será de aquel
pobre infeliz que hemos visto azotar.
—Parece que vivirá, director —dijo
Fitz.
—¿Eh? ¿Cómo puedes saberlo?
Fitz señaló con el pulgar por encima
de su hombro.
—Está acostado en el
compartimiento donde viajamos Meli,
Jules y yo. Meli y Jules le están
limpiando las heridas y quemaduras con
todos los medicamentos de que
disponemos.
—¿Le has traído con nosotros? —
exclamó Edge—. ¡Por Dios
Todopoderoso, hombre! ¿Para qué?
—¿Para qué? Pues para exhibirlo,
claro. Soy responsable de reclutar las
atracciones del anexo. Creo que lo
anunciaré como el Hombre Más Feo del
Mundo.
—No saldrá bien, sir John —
observó Florian—. La O de esas marcas
es inconfundible. El primer policía que
le vea se nos echará encima. Nos
acusarán de encubrirle, apoyarle y Dios
sabe qué más. Fitzfarris meneó la
cabeza.
—El pobre estaba inconsciente
como un tocho cuando lo subimos a
bordo. Aún lo está, así que he
aprovechado la oportunidad para
encender un cigarro y camuflarle esas
quemaduras mientras no podía sentir
nada. —Los otros cuatro hombres
miraron a Fitz con expresión horrorizada
—. No he logrado que sean
ornamentales, pero al menos no parecen
una O. Podrían ser cualquier clase de
cicatriz. Mi intención es subirle al
estrado y anunciarle como el
superviviente de una lucha con los osos
de Pemjean. El único hombre que ha
escapado vivo de dos osos salvajes,
damas y caballeros, aunque sea en este
estado.
—Hum… —dudó Florian—. Según
la creencia popular rusa, existe un ogro
indestructible conocido como Kostchei
el Inmortal. Podrías llamarle así.
—Perfecto —aprobó Fitzfarris—.
Además hará que Kewwy-dee y Kewwy-
dah no parezcan tan mansos. Los patanes
se impresionarán más cuando Pemjean
los hace patinar con Daphne.
—Pero ese hombre no puede ser un
mujik estúpido —sugirió Jörg Pfeifer—.
Ha de poseer cierta inteligencia para
haber sido un falsificador. ¿Cómo sabes
que estará de acuerdo en ser una
atracción de circo?
—Diablos, ¿qué otra alternativa le
queda?
—Sir John tiene razón, Fünfünf —
dijo Florian—. Ni siquiera un
monasterio admitiría a un paria
marcado. Sus únicos recursos serían
pedir limosna o reincidir. El benefactor
más caritativo se resistiría a socorrerle.
Y si vuelve a la vida de delincuente,
será un sospechoso fácil de identificar.
Apresado por segunda vez, lo
condenarían a muerte.
—De este modo le hacemos un
favor, y también a nosotros mismos —
dijo Fitzfarris—. En especial a mí.
Ahora puedo retirarme de las candilejas.
Un Hombre Tatuado no puede competir
con él en monstruosidad. Con el
maquillaje de la vieja Mag podré
parecer un ser humano normal todo el
tiempo. Meli no tendrá que dar
respingos cada vez que la gente nos mira
por la calle. Es decir, si usted no tiene
nada en contra, director.
—Claro que no, sir John. En cuanto
Kostchei el Inmortal sea capaz de
sustituirte. Y alabo tu iniciativa.
—Esto es el colmo —estalló Edge,
con más asombro que reproche—.
Florian, entre usted y el caballero Fitz
se llevan la palma de la osadía. Cuando
creo que conozco los límites de su
atrevimiento, uno de ustedes sale con un
nuevo delito. Ahora contratamos a un
convicto, un paria, desterrado de su
propio país. Este hombre no tiene
salvoconducto que le dé una historia
circense, ni pasaporte que enseñar a los
guardias de la frontera…
—Resulta —interrumpió Florian
tranquilamente— que el agente secreto
Trepov estaba tan ansioso de
congraciarse conmigo que me dio dos
pasaportes rusos de más, en blanco,
pero con el visado en regla. También
resulta que cuando el Turco Terrible nos
dejó, se fue con tanta precipitación y tan
furioso que olvidó llevarse el
salvoconducto. Así, pues, nuestro nuevo
Kostchei el Inmortal, cualquiera que sea
su verdadero nombre, se llamará de
ahora en adelante Shadid Sarkioglu en
su vida privada. —Florian se dirigió de
nuevo a Fitzfarris—: Ahora este hombre
podría tener cualquier nacionalidad.
Desde luego ha perdido la nariz chata y
ancha de los eslavos. Pero no te
arriesgues. Córtale los cabellos al estilo
occidental. Y no le dejes hablar nunca
ruso en presencia de desconocidos.
Cuando le presentes en el estrado,
podrías mencionar que el impacto de su
experiencia le hizo enmudecer para
siempre.
—Está bien, director —contestó
alegremente Fitz—. No lo sabremos
hasta que se despierte, pero tal vez
enmudeció de verdad.

El viaje a Kíev duró bastante más que la


«noche» calculada por Florian. Cada
tres verstas del camino —poco más de
tres kilómetros— se alzaba junto a las
vías una cabaña de troncos pintados de
amarillo habitada por un guardavías y su
familia. Al oír la bocina del tren
circense, salía de la casa, en general
acompañado de toda su familia —
aunque estuvieran en la cama, porque
ver pasar un tren era el único
acontecimiento de sus vidas y lo único
que había que ver en aquel paisaje
desolado— y hacía oscilar una linterna
verde para anunciar, según su clave
telegráfica, que las vías estaban libres.
Sin embargo, varias veces durante el
viaje el guardavías hizo oscilar una
linterna roja, entonces el tren se detenía,
sus empleados se apeaban, movían
pesadas palancas de maniobras de
agujas y el tren era desviado a un
apartadero para esperar, a veces durante
media hora, el paso de un tren regular.
Hubo otras paradas, algunas de larga
duración: para sacar agua de una torre
que se erguía desnuda y solitaria en la
llanura, para cargar carbón en la
estación de una ciudad llamada Vinnitsa.
Cada vez que se detenía el tren, Florian
se despertaba, bajaba de su litera
cubierta de piel, esparciendo el hollín y
la suciedad acumulada sobre la colcha y
sobre él mismo, e iba a preguntar con
impaciencia creciente de qué demora se
trataba esta vez y a su vuelta informaba
de ello a sus compañeros de
compartimiento, sin importarle que
estuvieran dormidos y que el hecho no
les interesase en absoluto.
En la séptima u octava parada,
Florian se apeó; el tren estaba en medio
de una inmensa extensión de hierba que
se prolongaba hasta todo el círculo del
horizonte. No había torre de agua ni
carbonera ni isbushka de guardavías,
nada. Por lo visto el tren sufría una
avería porque la mayor parte de
ferroviarios estaba en cuclillas ante una
rueda de bogui al final de un vagón de
mercancías. La luna acababa de
aparecer, llena, enorme, de color ámbar,
y proyectaba un reflejo largo y dorado
sobre la pradera, como si el mar de
hierba fuese en realidad un mar de agua.
Simultáneamente, desde la distancia
surgió un triste coro de aullidos y
alaridos.
—Volka —dijo a Florian uno de los
ferroviarios—. Lobos.
Los animales del circo parecieron
reconocer el sonido, aunque
probablemente no lo habían oído nunca,
porque reaccionaron con ansiosos
relinchos, gruñidos y sonidos de trompa.
Entonces, imitando casi exactamente el
aullido de los lobos, se oyó un alarido
en uno de los coches de pasajeros. Se
abrió de repente la puerta lateral de un
compartimiento, saltó por ella una figura
desnuda y empezó a correr por el reflejo
dorado de la luna, hundida hasta el
pecho en la hierba. Seguía a la figura
otra más pequeña, oculta en la hierba
hasta los hombros, y dos figuras de
tamaño aún menor que desaparecieron
por completo en el mar de briznas.
Florian tardó un momento en darse
cuenta de que la primera silueta era
Pavlo Smodlaka, y sus perseguidores,
Gavrila, Sava y Velja. Pavlo siguió
aullando —igual que un lobo— mientras
corría. Pero en la tupida hierba que
obstaculizaba su avance quedaba una
senda pisada que permitió a Gavrila
alcanzarle y detenerle; entonces le
sujetó, le consoló al parecer de la
pesadilla que debía de haberle
impulsado a huir y le condujo de nuevo
al tren. Ellos y los niños entraron otra
vez en su compartimiento y cerraron la
puerta.
—Me pregunto qué habrá pasado —
dijo Florian para sus adentros y después
en ruso a los ferroviarios—: ¿Qué
ocurre aquí, amigos?
Cuando volvió a su propio
compartimiento, comunicó a los tres
hombres cubiertos de piel y de hollín y
sumidos en un profundo sueño:
—Ahora una de las cajas de engrase,
sean lo que sean, se ha recalentado, por
el motivo que sea, y tienen que
recargarla, sea como sea. Parece ser que
esto requerirá mucho maldito tiempo.
Y así fue cómo el tren, que en raras
ocasiones alcanzaba su velocidad
máxima de sesenta y cinco kilómetros
por hora, circuló durante todo el
trayecto a una pausada media de
veintidós. Por lo menos la penúltima
parada fue bien recibida porque el
conductor detuvo el tren en la estación
de un pueblo llamado Fastov y todos
pudieron apearse y desayunar. Incluso en
aquella pequeña estación, la gostínitsa
era buena y les sirvió un desayuno
abundante y sabroso.
A partir de Fastov pudo verse algo
más a través de las ventanillas del tren:
onduladas tierras de cultivo, granjas
bastante grandes, patios llenos de cabras
y patos, caseríos con postigos y aleros
pintados o tallados. Las vías solían
discurrir paralelas a un camino por el
que los campesinos se dirigían a la
ciudad a lomos de mulos, asnos,
caballos, carros desvencijados y de vez
en cuando carretas ligeras parecidas a
calesas, tiradas por una troika. Ya fuera
porque los mujiks eran más prósperos en
esta zona o porque un viaje a la ciudad
era una ocasión para vestir sus mejores
galas, iban alegremente ataviados. Las
mujeres llevaban corpiños multicolores
y delantales sobre largas faldas
estampadas y los hombres los habituales
pantalones anchos, sharováry, recogidos
dentro de las botas de fieltro o corteza
de abedul, pero se habían puesto
camisas de colores vivos y gorros altos
y puntiagudos. Al cabo de algunos
kilómetros la tierra ondulada empezó a
formar verdaderos altozanos y cuando el
tren rodeó una de ellas los pasajeros
pudieron ver la serie de colinas
boscosas en las que se asentaba la
ciudad de Kíev, que desde esta distancia
parecía consistir completamente en
campanarios en forma de cebolla.
—Bueno, Kíev recibe el nombre de
«la Jerusalén de Rusia» —dijo Willi—.
Aquí es donde el cristianismo arraigó
por primera vez en este país.

La caravana del circo entró en la


estación de Kíev hacia las once y fue
desviada a un apartadero donde los
peones pudiesen realizar la descarga sin
interrumpir el tráfico. Este trabajo los
ocupó, como la carga, casi hasta el
crepúsculo. Mientras tanto Florian saldó
la cuenta del alquiler del tren con
diversos funcionarios del ferrocarril en
la oficina del jefe de estación; el tren
volvería a prestar servicio regular, pero
acordaron que lo pondrían de nuevo a su
disposición cuando decidiera seguir
viaje a Moscú. Ahora la caravana de
carromatos y los animales que iban a pie
tuvieron que recorrer cuatro kilómetros
hasta la ciudad —el circo no desfiló en
cabalgata, pero de todos modos llamó
mucho la atención— y el terreno
alquilado por Willi, que era, como
muchas veces en Italia, el interior de un
hipódromo. Este se llamaba Explanada y
estaba muy bien situado en una altura
que dominaba el río Dniéper, ancho pero
turbio y perezoso.
A la llegada, Banat preguntó:
—Pana director, ¿levantamos
primero la carpa o vamos antes a fijar
carteles?
—No, no, por Dios, ninguna de las
dos cosas —contestó Florian, cansado
—. Ante todo, jefe de personal,
enciende hogueras y calienta mucha
agua. Quitémonos la suciedad… y la de
los animales. Y limpiemos lo que está
sucio, que será todo, probablemente.
Mañana levantaremos sólo la carpa y
los aparatos para que los artistas puedan
ensayar. Hace semanas que no trabajan;
necesitan desentumecer los miembros y
hacer muchos ejercicios de
calentamiento. No haremos propaganda
hasta que estemos listos para ofrecer a
Kíev un buen espectáculo.
—Hablando de baños, Herr
gouverneur —dijo Carl Beck—, Herr
Lothar decirme que haber un espléndido
Bad en esta misma colina con un
manantial de milagrosas aguas termales.
A causa de los numerosos milagros se
edificó el convento de Lavra, el más
venerado de todos los conventos rusos.
Yo ir a bañarme allí. Quizá usted y
algunos otros desear acompañarme.
—Gracias, Bum-bum. Estoy
demasiado fatigado incluso para buscar
un remedio milagroso para mi fatiga. Me
conformaré con una bañera. Pero llévate
a todos los que quieran ir.
Muchos miembros de la compañía
bajaron la colina con Beck hasta el
balneario cercano al Monumento
Bautismal. Hasta que hubieron pagado
sus cincuenta copecs por cabeza y
llegado a la sala donde debían
despojarse de la ropa no descubrieron
que era de uso común entre los dos
sexos y que todos, hombres y mujeres,
se desnudaban completamente para
dirigirse juntos al lago caliente de la
gruta. Así que las mujeres del circo —
excepto Clover Lee y la igualmente
imperturbable Nella Cornella— se
marcharon en seguida, perdieron los
cincuenta copecs y volvieron al circo,
prefiriendo un baño privado a uno
santificado pero público.
Un par de ayudantes de los baños
hablaban francés y consiguieron hacer
entender a Beck que además del baño
milagroso el balneario ofrecía otro baño
científicamente milagroso y también
otros servicios vigorizadores. Beck
decidió aprovecharse de todo cuanto le
ofrecían, pero sus compañeros
decidieron permanecer sumergidos y
relajados en el estanque comunal.
Dispensaba uno de los servicios
extras una vieja que bien podría haber
sido la bruja del cuento de hadas ruso
Baba Yaga. Se acercó a Beck con una
cesta de setas enormes, feas y rugosas
que procedió a machacar en un mortero
hasta convertirlas en un fluido viscoso,
parecido al pus, del que sacó varias
cucharadas que dio a comer
inmediatamente a Beck. Este contó más
tarde que tenía el sabor lo bastante malo
para ser la buena medicina que curaba
con todas las garantías las dolencias de
hígado y riñones. La vieja vertió el resto
de la horrible sustancia en una botella
para que Beck se la llevara consigo.
Entonces le condujo a un pequeño
estanque de agua casi hirviendo y,
cuando él se hubo sumergido poco a
poco, fue a buscar y tiró al agua un
hormiguero con todos sus habitantes.
Beck habría salido de un salto, pero las
hormigas perecieron antes de empeorar
la situación para él. El estanque
adquirió instantáneamente un color
pardo negruzco y un desagradable olor
picante, pero el empleado, que hablaba
francés, dio a entender a Beck que el
ácido fórmico presente en los cuerpos
de la multitud de hormigas, unido a la
trementina que habían absorbido al vivir
en un bosque de pinos, era mucho más
eficaz que confiar en simples milagros
para la curación de reumatismo,
lumbago, tensión muscular y dolores de
espalda. La prolongada estancia de Beck
en el balneario le costó cuatro rublos en
total, más cierta cantidad de copecs en
propinas, pero salió diciendo que se
sentía más sano y animado que en los
últimos años.
Los demás miembros del circo,
contentos de sentirse limpios y un poco
aliviados de los calambres del viaje en
tren, se habían paseado por los
alrededores del monasterio de Lavra —
había bastantes cosas que ver allí—
antes de volver a subir la colina.
—¿Saben, signori, qué tienen allí
abajo? —dijo, excitada, Nella Cornella
a Florian y Edge—. Muchas, muchas
cuevas, las llaman las catacombe di
Sant’Antonio, donde hay setenta y tres
santos. Todos viejos, resecos y
arrugados como pasta de fusilli, pero
vestidos con atavíos litúrgicos, como si
fueran a levantarse y celebrar la misa el
próximo domingo.
—En este caso sir John puede dar un
descanso a su Princesa Egipcia mientras
estemos aquí —observó Florian—, si
Kíev ya tiene un exceso de momias.
—¡Y esperen, esto no es todo! —
exclamó Nella—. Justo en medio de una
cueva sobresale del suelo la cabeza
momificada de un monje con uno de esos
gorros altos que llevan los obispos.
—Una mitra.
—Eso, una mitra. Y el resto de él
está bajo tierra. Le llaman Juan el
Sufrido. Un día decidió mortificarse
para mayor gloria de Dios y se hizo
enterrar vivo de este modo, sólo con la
cabeza fuera, y los otros monjes le
alimentaban y así vivió durante treinta
años, hasta que murió, ¡y esto ocurrió
hace setecientos años, signori, y aún
sigue en el mismo lugar! Meraviglioso!
—Diablos, director —dijo Edge en
broma—. Sería mejor que
desmontáramos y nos fuéramos. ¿Cómo
podemos rivalizar con tan espléndidas
atracciones nativas?
—Bah —desdeñó Florian—. Ya has
oído a Nella. Los nativos han tenido
siete siglos para hartarse de Juan el
Sufrido. Nosotros seremos una
experiencia nueva para ellos.
3
El medio millón de habitantes de Kíev
llenó el Florilegio durante todo un mes,
incluso cuando el invierno atacó con
grandes nevadas, vientos furiosos y un
frío que calaba hasta los huesos. El
invierno no era una novedad para los
ciudadanos de Kíev, y en cambio un
circo «Americano Confederado» sí que
lo era. La gente caminaba pesadamente
por la nieve recién caída o resbalaba y
se deslizaba por nieve helada o hielo
liso y vidrioso o sustituía sus carruajes
por trineos de troikas para ir a la
Explanada y permanecía sentada en la
fría carpa sin quejarse hasta que el calor
de todos los cuerpos juntos hacían el
ambiente tolerable y podían quitarse las
pieles… y los artistas aparecer con sus
finos leotardos y mallas.
Florian compró pieles de lobo —
que eran las más baratas y abundantes—
y Stitches Goesle, con sus grandes
leznas y agujas para hacer velas, las
juntó y confeccionó mantas para los
elefantes, caballos y camello e inmensas
envolturas para tapar las jaulas de los
otros animales, que sólo se quitaban
cuando los animales tenían que trabajar
o ser exhibidos en la tienda de la
ménagerie. Los eslovacos se turnaban
todas las noches, listos para encender
balas de paja en la carpa y el anexo si
empezaba a nevar, lo cual sucedió dos
de cada cinco noches durante el resto de
octubre y todo noviembre. Exceptuando
a aquel vigilante, todos los demás
miembros de la compañía, incluidos los
eslovacos, dormían en el hotel Frántziya
de la ciudad.
El único competidor del Florilegio
en Kíev era el circo local que actuaba
todo el año en el Gippodvorets, o
palacio Hippo, pero de hecho no podía
llamarse competidor porque sólo se
trataba de un espectáculo hípico y muy
conocido por la población. No obstante,
Florian, Edge, Clover Lee, Lunes y los
hermanos Jászi fueron a verlo un día por
si podía inspirarles alguna innovación
en sus propios números. No fue así. Las
équestriennes rusas no poseían ni
mucho menos el talento de Lunes y
Clover Lee y los djigit o jinetes de
volteo eran sosos comparados con los
Jászi. El número estrella del espectáculo
era una carrera, no muy excitante, de
cuadrigas en torno a la arena, dirigidas
por hombres de aspecto muy romano con
sus armaduras de cuero y acero y cascos
emplumados, todo bastante ridículo en
su conjunto, ya que todas y cada una de
las cuadrigas eran tiradas por una troika
de caballos extremadamente rusa, con el
alto dugá o yugo sobre el caballo del
centro.
Entretanto Carl Beck iba todos los
días a su baño de hormigas en el
balneario de Lavra e incluso persuadió a
algunos para que lo probaran —Dai
Goesle, Jörg Pfeifer, Ferdi Spenz—,
pero una vez fue suficiente para ellos. El
resto de la compañía visitó los lugares
más dignos de verse en Kíev. Fueron al
único puente de la ciudad para peatones
y tráfico rodado con objeto de ver el río
Dniéper bajo una gruesa capa de hielo y
subieron a la colina más alta, donde
según la tradición plantó el apóstol
Andrés la primera cruz cristiana jamás
vista en Rusia y predicó por primera vez
el Evangelio a las paganas tribus rusas.
Acudieron al Opernyi Teátr para ver
y oír Una vida por el zar de Glinka, que
encontraron no sólo incomprensible sino
también pesada, pues duró cinco
interminables actos. El paisaje y los
trajes del siglo XVII estaban muy bien
reproducidos y la música era
emocionante cuando no la dominaban las
voces estentóreas de los cantantes. Pero
la gente del circo quedó más
impresionada por dos fenómenos que no
tenían nada que ver con la ópera en sí.
Tanto a la entrada del teatro como a la
salida y en sus muchas salidas y
entradas durante los entreactos —
cuando iban a fumar cigarrillos al
ornamentado salón—, los acomodadores
abrían sólo una de las numerosas puertas
del teatro y todo el auditorio tenía que
pasar apiñado por ella, lo cual era causa
de muchos codazos, empujones y
gruñidos.
—Ocurre lo mismo en todos los
edificios públicos de aquí —dijo Willi
—. No sé si a los rusos les gusta la
incomodidad o si lo hacen
deliberadamente para fortalecer la
moral rusa, pero si un teatro o una sala
de conciertos o un cabaret tiene veinte
puertas, sólo abrirán una de ellas para
entrar y salir.
La otra cosa notable fue que la plaza
del teatro de la ópera —donde a la
llegada de la compañía sólo transitaban
los asistentes a la ópera y sus trineos y
carruajes particulares y los droshkis y
coches de alquiler— se había
transformado cuando el auditorio salió
en el primer entreacto. Los trineos y
carruajes particulares seguían allí y
también una media docena de cocheros
con la nariz roja, tiritando en su paciente
espera, pero ahora la plaza estaba
salpicada de pequeños quioscos
transportables de madera, colocados allí
por los empleados del teatro de la
Opera y al parecer reservados para los
cocheros de comerciantes, nobles ricos
y otros personajes encumbrados. En su
interior estos cocheros habían encendido
los hornillos bajo el samovar y ahora
servían, en todos los entreactos, té
caliente a sus amos cuando salían
envueltos en sus visones, martas y
armiños.
Visones, martas y armiños estaban
en la mente de las mujeres del circo,
sobre todo después de que Clover Lee
volviera al hotel una noche, tras haber
cenado con un ricachón de las primeras
filas, llevando un soberbio abrigo de
martas. El ricachón, aunque demasiado
viejo para que ella le considerase algo
más que un acompañante ocasional,
había resultado ser un adinerado
magnate de la remolacha que —según
relató muy divertida Clover Lee— no le
había hecho molestas insinuaciones y
sólo insistido en pagarle con
extravagancia el mero placer de su
compañía durante la cena.
—Ha dicho que necesitaba, y
merecía, un abrigo de invierno mejor
que este loden que me compré en
Innsbruck o donde fuera —explicó
Clover Lee, tirando el abrigo viejo
sobre una silla del vestíbulo del hotel,
mientras las otras mujeres la miraban
con incredulidad—. Así que me ha
llevado a esa calle de tiendas elegantes,
ya sabéis, el bulevar de la Epifanía,
donde todas hemos contemplado con
envidia los escaparates. Y hemos
entrado en la peletería de los Fréres
Couvreux, y Gyorgy, así se llama, no ha
preguntado el precio de nada y tampoco
ha dejado que yo lo preguntara. Y los
frères Couvreux, que tienen muchas
mujeres bonitas de todos los tamaños y
formas, han elegido a una como yo y la
han hecho salir a un pequeño escenario
con un abrigo tras otro, y ha dado
vueltas, haciendo ondear las faldas,
mientras uno de los hermanos nos servía
champaña a Gyorgy y a mí… y ¡oh!, ha
sido un dilema tener que escoger entre
éste y un abrigo de visón igualmente
bello. Pero creo que he elegido bien.
¿No creéis que es muy bello?
Las mujeres convinieron entre
dientes que era muy bello. En lo
sucesivo, todas las féminas sin pareja
aceptaron la invitación de cualquier
caballero de Kíev que tuviera un
aspecto próspero, no fuera
manifiestamente malo o perturbado y
hablara un lenguaje inteligible para ella,
a fin de poder aludir —durante la cena o
en el teatro o dondequiera que fuesen
juntos— al magnífico regalo que su
colega artista había recibido en
circunstancias similares. Sin embargo,
sólo una de ellas consiguió duplicar el
coup d’éclat de Clover Lee, y fue la
enana Katalin Szábo, posiblemente
porque su ricachón, otro comerciante
adinerado, no tuvo que gastar una
pequeña fortuna para comprar un abrigo
de visón de su tamaño.
Como en otros países, los hombres
más apuestos del Florilegio también
recibieron billets-doux de las damas de
las primeras filas. Si la dama también
era de buen ver y él no estaba
comprometido, solía aceptar y después
no se mostraba arrepentido de haberlo
hecho. Ninguno de los hombres volvió
de estos rendez-vous con un abrigo de
piel y guardaron un caballeroso silencio
sobre algún que otro posible regalo.
De vez en cuando un aristócrata
local o pomiechshnik acaudalado
invitaba a toda la compañía a su
mansión de la ciudad o finca campestre.
Todas estas residencias estaban
suntuosamente amuebladas, con un estilo
considerado sin duda por los
propietarios del gusto occidental más
chic y moderno, pero había una tal
profusión de chucherías y las paredes
estaban tan atestadas de pálidas
fotografías y pinturas mediocres y el
mobiliario —incluso el más flamante—
era tan pomposo que, como observó
Daphne, la misma reina Victoria se
hubiese ahogado entre semejante boato.
Quizá la mejor indicación de lo que las
clases altas rusas consideraban al
parecer el dernier cri: en el vestíbulo
de todas las mansiones visitadas por la
gente del circo había un oso polar
disecado, erguido sobre las patas
traseras y sosteniendo con las delanteras
una bandeja de plata para las tarjetas de
visita.
No obstante, los anfitriones, por muy
démodé o dudoso que fuera su gusto en
la decoración, hacían gala de una
hospitalidad impecable. Los visitantes
eran regiamente obsequiados con los
mejores vinos y manjares y también
agasajados con danzas populares y
tocadores ambulantes de balalaika o la
propia señora de la casa tocaba el arpa,
el dulcémele o el clavicordio, y cada
invitado tenía por lo menos un servidor
que le atendía personalmente, y con
frecuencia, varios. Como todos los
nobles rusos y la mayoría de
comerciantes ricos hablaban francés,
muchos miembros del circo podían
hablar con ellos. Para los demás,
Florian, traducía, comentaba o explicaba
lo necesario.
Durante su visita a la finca de un tal
barón Ignatiev, Yount comentó a Florian:
—Todos estos siervos que trabajan
aquí deben de ser libertos, pero nadie lo
diría. El barón y la baronesa e incluso
los mocosos de sus hijos les dan
órdenes en tono más autoritario del que
ha usado jamás una ama de casa de
Dixie para mandar a sus negros. Y acabo
de ver a la baronesa propinando en la
despensa una bofetada tan fuerte a una
camarera que tiene toda la cara
amoratada.
—Incluso cuando hablo con
suavidad a un mozo de cuadra —terció
Agnete—, se quita la gorra como si yo
fuera su ama y le estuviese
reprendiendo. Nunca levanta los ojos
del suelo y se queda allí rascándose la
cabeza como un atontado.
—Rascarse la cabeza es una muestra
de respeto —dijo Florian—, como en
otros lugares que hemos visto tirarse de
un mechón de la frente. Pero tienes
razón. El mujik todavía actúa como un
esclavo temeroso, aunque ya no es
propiedad de nadie. Bueno, tiene
motivos para ello. Acabo de ver a uno
de ellos encerrado en un retrete del
fondo del jardín, helándose entre aquel
hedor, por algún acto de desobediencia.
—¿No comprenden que ya son
libres? —preguntó Yount—. ¿Por qué
tolera el zar que sus súbditos ricos
maltraten así a los campesinos?
—Probablemente no lo toleraría si
lo supiera —respondió Florian—, pero
los campesinos tienen un proverbio
fatalista: «Dios está muy arriba y el zar
está muy lejos». Por esto aguantan los
abusos y perpetúan las desigualdades.
—El único signo de igualdad que he
visto —dijo Agnete— es que tanto
criados como señores se humillan
cuando pasan por aquel horrible rincón
empapelado de rojo del salón donde
están todos los helechos y estampas.
Todos, superiores e inferiores, hacen
una pequeña genuflexión y se santiguan.
—Las estampas se llaman iconos —
dijo Florian— y están en el krásnyi
úgol, el rincón hermoso. La palabra
krásnyi significa «rojo» y «hermoso».
Todas las casas tienen un krásnyi úgol,
todos los palacios, incluso muchos
despachos y tiendas. Tus anfitriones te
lo agradecerán si te inclinas con respeto
ante la Sagrada Familia cuando pases
por delante de estos iconos.
—Undskyld —declaró Agnete con
firmeza—. Que me maten si lo hago.
Estas personas son hipócritas; fingen
piedad y se comportan de un modo muy
poco cristiano con sus inferiores.
Fitzfarris, al descubrir que los rusos
eran tan devotos —o por lo menos
mojigatos—, hizo un regalo de pan y
mantequilla a todos los anfitriones de la
compañía: uno de los «milagrosos
huevos del gluxár», como se llamaba
aquí al urogallo, grabados con la cruz
cristiana. Todos los anfitriones de cenas
o fiestas estuvieron encantados al
recibir tan insólita chuchería religiosa y
la mayoría lo puso inmediatamente en un
lugar de honor entre la multitud de sus
otros adornos. Uno de ellos, un tal conde
Bereshkov, muy aficionado a la caza y la
vida al aire libre, cuya mansión estaba
decorada entre otras muchas cosas con
cabezas disecadas colgadas de la pared
de toda clase de animales, desde un tigre
siberiano hasta una cabra montesa del
Pamir, se entusiasmó al recibir aquel
recuerdo único del gluxár y contó
emocionado algunas aleccionadoras
anécdotas acerca del ave que Fitz
incorporó a partir de aquel día a su
presentación del animal en el
espectáculo del anexo.
—Una ave curiosa, el gluxár —dijo
Bereshkov—. A veces parece que, por
pura travesura, se desliza por una
pendiente de nieve con las alas
extendidas. Ya pueden imaginarse qué
huella tan extraña deja. Cualquier
persona entendida la reconoce. Pero los
supersticiosos mujiks inventan toda
clase de historias terroríficas sobre
malignos fyéyat y kóboldi con las que
asustarse. Los campesinos se lo creen
todo.
—Sí —murmuró Florian, mirando al
conde acariciar el huevo.
—El nombre gluxár significa «gallo
sordo» —prosiguió Bereshkov—, pero
sólo está sordo cuando le han
ensordecido sus propios gritos, y esto
ocurre casi siempre en primavera,
cuando llama a una pareja y desafía a
todos los rivales. Así el cazador va al
bosque al amanecer, espera a oír la
llamada del gluxár y, cuando va a gritar
de nuevo, apunta y dispara contra su
pieza, y esa llamada es la última del
gluxár.
El único miembro de la compañía del
Florilegio que no asistió a ninguna de
estas invitaciones a cenas o fiestas —
que no abandonó el recinto del circo por
ningún motivo— fue su miembro más
reciente, Kostchei el Inmortal. Después
de un mes de recuperación, lo exhibían
en el anexo y, como había supuesto
Fitzfarris, estaba agradecido de tener
incluso ese humillante empleo, ya que
también le proporcionaba cobijo,
manutención y anonimato. La espalda se
le había curado, quedando dura y
cubierta de líneas cruzadas, de modo
que parecía el caparazón de una tortuga,
sólo que era cóncavo en vez de convexo.
La piel y los músculos lacerados se
habían encogido al unirse de nuevo, por
lo que el torso superior, el cuello y la
cabeza de Kostchei estaban
permanentemente arqueados hacia atrás.
Tenía el aspecto de un hombre que
tratase de ver la copa de un árbol muy
alto. En el estrado del anexo se
presentaba completamente vestido;
Fitzfarris no quería enseñar su espalda
porque era demasiado obvio que había
sido azotado.
Kostchei salía y los mirones sólo
veían la parte inferior sin barba de su
mentón levantado. Entretanto Fitz
recitaba su historia sobre el hombre que
había entrado en la jaula de dos feroces
osos de Siria, creyendo que eran
mansos, y había sido terriblemente
mutilado por sus colmillos y zarpas,
pudiendo luego escapar milagrosamente,
pero quedando desfigurado para toda la
vida. Kostchei seguía allí inmóvil
mientras Florian traducía la historia al
ruso. Entonces, cuando Hannibal tocaba
un murmullo suave y lleno de tensión en
su bombo, Kostchei, muy, muy despacio,
se inclinaba hacia adelante desde la
cintura, ofreciendo su horrible cara a la
vista del público… y el público nunca
dejaba de lanzar una exclamación de
horror y retroceder ante aquel rostro sin
nariz y lleno de cicatrices profundas,
grises y relucientes.
A decir verdad, pasó algún tiempo
antes de que el resto de la compañía
circense se sintiera cómodo en la
proximidad de aquel hombre. Para ser
un delincuente y haber sufrido tanto,
tenía bastante buen humor, era
inteligente y al parecer educado;
hablaba francés además de ruso y con el
tiempo aprendió a hablar un inglés
aceptable. Sin embargo, a causa del
cuello torcido, su voz era sólo un
susurro estrangulado. Nunca revelaba
nada de su historia pasada, ni siquiera
su verdadero nombre, y parecía
satisfecho de ser conocido como
Kostchei el Inmortal en público y
Shadid Sarkioglu en privado. La mayor
parte del tiempo sus colegas artistas
sólo veían la parte inferior de su
barbilla, pero cuando comía con ellos
no tenía más remedio que inclinarse
hacia adelante y la vista no inducía
precisamente al apetito. Sin embargo,
poco a poco se fueron acostumbrando a
él como se habían acostumbrado a la
estatura liliputiense de Tücsök o a las
serpientes de Meli o a la cara medio
azul de Fitzfarris. (Ahora esta última
sólo podía verse a primera hora de la
mañana, antes de que Fitz se aplicara la
máscara cosmética de normalidad).
Una cosa que contribuyó a que
Shadid fuese aceptado en la compañía
—que, de hecho, casi le convirtió en el
preferido de las mujeres— fue su
cordial ofrecimiento de ayuda cuando
Domingo le confió en francés cuánto
anhelaban las artistas tener el dinero
suficiente para comprar, ellas o sus
hombres, un abrigo de piel. Shadid soltó
lo que, de no ser por su garganta
comprimida, habría sido una risotada y
sólo fue una risa aflautada y casi
inaudible.
—Mademoiselle Domingo —dijo
con su ronco murmullo—, es cierto que
el Estado fija el precio de las pieles y
los pone por las nubes. El Estado
reglamenta muchas cosas, pero siempre
hay quien elude las reglas de una manera
u otra. Además de los mercados
estatales está lo que podríamos llamar el
mercado cooperativo. ¿Ustedes las
damas quieren abrigos de piel? Yo les
conseguiré las pieles, y a precios de
ganga. Pero antes han de pedir permiso a
monsieur le gouverneur.
—Pobre de mí —exclamó Florian
cuando Domingo corrió inmediatamente
a hacerle la proposición—. Tendría que
haberlo sabido. Contratamos a un
primero de mayo que es un ex
delincuente y en seguida nos tienta la
ocasión de delinquir. Pero… bueno… si
Shadid puede garantizarnos que no
acabaremos en la estaca, como él…
Shadid dio, pues, a Fitzfarris unas
señas y una nota escrita en ruso y Fitz
fue a entregarla. Las señas resultaron ser
las de una casa de empeños
conspicuamente falta de artículos en
venta. El viejo propietario leyó la nota,
asintió y no dijo nada, pero levantó tres
dedos y despidió a Fitz. Tres días
después, al caer la noche, un furgón
arqueado, cubierto por una lona, entró
retumbando en el recinto del circo y el
mismo viejo se apeó del pescante. Abrió
la compuerta de cola del furgón e indicó
en silencio que subieran quienes lo
desearan a mirar las hileras de perchas
que había a ambos lados del interior, de
las que colgaban tal vez sesenta abrigos
de todos los tamaños y variedades de
piel.
Las pieles eran igualmente buenas y
los abrigos tan exquisitamente bien
hechos como los de cualquier peletería
legal, pero los precios de las etiquetas
eran sólo una cuarta o una quinta parte
de lo que habrían sido en esas tiendas.
Nadie podía resistirse a tanto lujo y a
tantas gangas. Yount compró un abrigo
de visón para Agnete, Pemjean uno de
martas cibelinas para Lunes, LeVie uno
de garduña para Nella, Fitz uno de visón
para Meli y Florian uno de martas para
Daphne. Después, para que las mujeres
sin pareja no se sintieran despreciadas,
Florian y Edge compraron entre los dos
abrigos de marta común, casi tan
elegantes, para Domingo y Ioan. Y
cuando Pavlo Smodlaka se negó
rotundamente a «derrochar el dinero en
trapos» para sus mujeres, Dai y Carl le
miraron con desprecio y compraron por
lo menos un abrigo de piel de ardilla
para Gavrila y la pequeña Sava.
Jules y Willi eligieron para sí
abrigos iguales de zorro rojo, brillantes
y casi luminosos. Cuando los otros
hombres empezaron a reír con disimulo,
Willi dijo en tono altanero:
—No hay nada afeminado en que los
hombres lleven abrigos de piel. Habéis
visto muchos entre nuestro público. Y
cuando vayamos más hacia el norte,
desearéis haberos comprado uno.
Esto tenía sentido, así que todos los
hombres —menos Pavlo— se
compraron abrigos, pero de piel de
tejón, mucho menos espectacular. Como
Kostchei el Inmortal había organizado
esta ganga y aún le retenían el sueldo,
Florian le adelantó el dinero para
comprarse también él un abrigo de tejón.

Después de un mes en Kíev con llenos a


rebosar, los asistentes al circo
empezaron a ser perceptiblemente más
escasos. Florian fue en seguida a la
estación del ferrocarril e hizo gestiones
para que volviese el tren a recoger al
circo. Willi Lothar dejó su calesa con el
resto de vehículos del Florilegio y él y
Rouleau, llevando sus abrigos gemelos
de zorro rojo, tomaron un tren a Moscú
con objeto de reservar un terreno para el
circo.
—¿No es un poco impetuoso,
director? —preguntó Edge—. Kíev no
nos hace el vacío, ni mucho menos. Aún
tenemos unas ganancias más que
decentes. ¿No deberíamos apurar esta
plaza hasta que no dé más de sí?
—Lo haría si estuviéramos en
verano —contestó Florian—, pero hay
consideraciones más importantes que los
ingresos del furgón rojo. Dependemos
de una asistencia masiva para que la
temperatura de la carpa sea sólo
soportable, no solamente para el público
sino también para nuestros artistas.
—Y aprovecha cualquier excusa
para correr a San Petersburgo, ¿verdad?
—Bueno, siempre recuerdo que el
zar voló aquel viejo y magnífico barco
para inspirar a un solo artista. ¿Quién
sabe qué generosidad podría mostrarnos
a nosotros?
Así, pues, dos semanas más tarde,
cuando hacía ocho que el Florilegio
actuaba en Kíev, el tren alquilado llegó
a la estación de la ciudad. El circo fue
una vez más cargado laboriosamente a
bordo y la monstruosa locomotora
Sormovo lo llevó hacia el noroeste.
También en esa ocasión partieron de
noche y aquella vez el tren no sufrió
ninguna avería durante el trayecto. Sin
embargo, hubo paradas intermitentes por
la linterna roja de algún guardabarreras,
para cargar carbón, para hacer provisión
de agua, para comer en pequeñas
gostínitsas de estación, por lo que
Florian calculó que la velocidad media
de este viaje fue de unos veinticinco
kilómetros por hora. El recorrido era
mucho más largo —más de ochocientos
kilómetros—, de modo que la gente del
circo pasó a bordo del tren, excepto
cuando se apeaban para comer y usar los
lavabos de la estación, aquella noche, el
día siguiente y otra noche. El tiempo era
tan frío que apenas se notaba en los
compartimientos la calefacción de los
tubos de la caldera, y todos viajaban,
tanto despiertos como dormidos,
envueltos en los abrigos recién
comprados, además de guantes,
sombreros, bufandas y todas las mantas
que el provodnik pudo procurarles. Los
animales, en los vagones de mercancías,
iban tapados con las mantas de piel de
lobo y los cobertores de las jaulas.
Tampoco esta vez había mucho que
ver en la oscuridad reinante fuera de los
compartimientos iluminados por
linternas. Sin embargo, al amanecer del
día siguiente la compañía dejó atrás por
fin las monótonas praderas que estaban
atravesando desde que abandonaran el
lago Balaton en Hungría. Ahora la
campiña era ondulada y abundaban los
pueblos, granjas, árboles e incluso
bosques. El tren cruzó puentes sobre
muchos ríos helados, aunque ninguno tan
ancho como el Dniéper. Los pueblos,
ahora cubiertos de nieve, ya no parecían
tan míseros, aunque las dos únicas
ciudades por las que pasó el tren durante
el día —Bryansk y Kaluga— eran
simples conjuntos de fábricas, tristes,
herrumbrosas y humeantes.

Al día siguiente por la mañana el tren se


fue acercando a Moscú a través de
campos nevados que en verano serían
las huertas de la ciudad. Cuando el tren
llegó a la cima de las colinas de
Gorriones, los pasajeros pudieron ver el
valle del río Moskvá y todo el panorama
de la urbe —sobre siete colinas, como
Roma y Lynchburg—, con la ciudadela
de murallas blancas y múltiples
campanarios, el Kremlin, en el punto
más alto. El tren pasó una zona de
casuchas que eran los suburbios y entró
en la estación de Bryansk, donde se
detuvo en un apartadero ya reservado
por Willi y Jules, quienes también se
habían cuidado de todo el papeleo, el
pago y futuros acuerdos de viaje por tren
con el jefe de estación.
—Pero el mejor terreno que he
podido encontrar —dijo Willi— está
bastante lejos, en el parque Petrovskiy.
Tendremos que recorrer una buena
cuarta parte de la distancia rodeando la
ciudad y luego ir en dirección nordeste
por la carretera de Tvar.
—Bueno, como hemos llegado a una
hora tan temprana de la mañana —dijo
alegremente Florian—, los peones
habrán terminado la descarga poco
después de mediodía. Entonces
desfilaremos e iremos por el lado,
haciendo las tres cuartas partes de la
distancia alrededor de la ciudad para
conquistar a los moscovitas con nuestro
esplendor.
Lothar y Rouleau parecieron dudar
de la idea, pero no dijeron nada, y esto
es lo que hizo el Florilegio,
acompañado por la música de la banda a
la vanguardia y la del órgano de vapor a
la retaguardia. Casi todos los artistas
desfilaban con los abrigos de piel
puestos, que abrían de vez en cuando
para enseñar sus trajes de lentejuelas,
pocas veces y muy brevemente, porque
Moscú era más frío que Kíev. Los
animales de las jaulas eran invisibles
bajo los cobertores de piel, pero los
caballos, el camello y los dos elefantes,
con sus mantas de piel de lobo, y los
elefantes y el camello con sus inmensas
botas, parecían aún más exóticos que
cuando desfilaban desnudos. Sólo los
hermanos Kim, que parecían insensibles
a cualquier inclemencia o incomodidad,
llevaban únicamente las mallas de la
pista y hacían todos sus saltos mortales,
volteretas y otras acrobacias sin guantes
y descalzos sobre la nieve compacta de
las calles.
La cabalgata avanzó desde la
estación del ferrocarril hacia una ancha
avenida que rodeaba casi todo el centro
de la ciudad. Cuando el circo torció a la
derecha para entrar en ella, se llamaba
bulevar Smolensky, pero, según los
letreros de las calles, cambiaba de
nombre cada medio kilómetro. Y los
participantes en el desfile no tardaron en
comprender por qué Willi y Jules no se
habían entusiasmado ante la idea de la
cabalgata. El bulevar, para no mencionar
las calles transversales, tenía un
pavimento pésimo. De no ser por la
capa de nieve que cubría el empedrado,
los miembros del circo habrían dado
tantos tumbos como en el tramo de
troncos por el que habían entrado en
Rusia. Y todas las calles estaban
atestadas por un tráfico ininterrumpido
de carruajes, carros, carromatos,
droshkis, troikas y gente, gente, gente
que, tanto si iba a pie como en coche,
empujaba y maldecía groseramente para
abrirse paso. Sólo el hecho de que
muchos caballos se apartaban al oír el
bullicio de la cabalgata —y los
cocheros y viandantes se detenían para
mirar con asombro— permitía al circo
avanzar poco a poco. Sin embargo
Florian, a la cabeza como siempre,
perseveró y la cabalgata consiguió dar,
en sentido contrario al de las manecillas
del reloj, la vuelta completa al circuito
de once kilómetros del bulevar dotado
de varios nombres y tres kilómetros más
por la Peterbúrgskoye Chaussée hasta el
parque Petrovskiy.
Mientras aún se hallaba en el
bulevar, la gente del circo pudo ver que
Moscú estaba construido en círculos
concéntricos, o lo habría estado de no
intervenir un recodo del río Moskvá, de
modo que el centro de la urbe podía
compararse a una galleta gigantesca con
un mordisco en un lado. Ocupando toda
la colina más alta de Moscú se alzaba el
Kremlin, que por sí solo constituía una
ciudad de palacios, iglesias, un
monasterio, un convento, el Tribunal de
Justicia, un arsenal, cuarteles y otros
edificios, casi todos coronados con
cúpulas, torrecillas o agujas en forma de
cebolla, y todo ello contenido en un
triángulo de murallas encaladas y
almenadas de veinte metros de altura
que seguían la curva del río. El Kremlin
era el centro de los semicírculos
concéntricos de edificios menores, y los
dominaba a todos.
—Como dice el proverbio local —
dijo Willi a los demás—, no hay nada
sobre Moscú excepto el Kremlin y nada
sobre el Kremlin excepto el cielo.
El próximo semicírculo fuera del
Kremlin era conocido por los nativos
por el sencillo nombre de Górod,
«Ciudad». Este distrito, también
rodeado por una muralla encalada, era
la parte comercial de Moscú, toda
oficinas, tiendas, la universidad, bancos,
etc. En el siguiente había la «Ciudad
Blanca» de palacios imperiales, reales y
nobles, mansiones de familias ricas,
museos, teatros, magníficas iglesias y el
hospital Imperial para Niños sin Hogar.
La gente del circo desfiló en torno a la
elegante Ciudad Blanca; mirando hacia
dentro del bulevar, podían ver con
claridad el Kremlin al fondo de las
calles que convergían en él. Mirando
hacia el otro lado, veían el siguiente
círculo concéntrico, la «Ciudad de
Tierra», llamada así por las ruinas que
en un tiempo fueran los bastiones
exteriores de Moscú. Y la Ciudad de
Tierra consistía en residencias menos
lujosas, hoteles, tabernas y plazas de
mercado. Sin embargo, hacía tiempo que
Moscú se había extendido más allá de
estos bastiones, y el círculo concéntrico
más alejado, que daba la vuelta a la
Ciudad de Tierra y llegaba hasta la otra
margen del río, constituyendo las tres
cuartas partes del área urbana, era
Okréstnosti o los suburbios. Este
nombre era un eufemismo ruso
típicamente suave para lo que constituía
en la actualidad un cinturón industrial de
fábricas, molinos, herrerías, fundiciones
y los lastimosos cobertizos de sus
trabajadores, todo tan pobre, sucio y
sórdido como las otras ciudades
industriales por las que había pasado la
caravana del circo, y los suburbios
proyectaban un manto de humo, hollín y
olores malsanos hacia toda la ciudad
interior, incluyendo el mismo Kremlin.
—Moscú fue en el pasado la capital
de Rusia —explicó Willi cuando, más
tarde, identificó para los miembros del
circo los diversos lugares que habían
visto en su circuito de la ciudad— y el
Kremlin sigue siendo el lugar sagrado
donde debe ser coronado el zar. Pero
cuando Pedro el Grande construyó San
Petersburgo y trasladó su corte allí, esta
ciudad se estancó. Ahora tiene más o
menos la misma población que Kíev. Sin
embargo, últimamente Moscú aspira a
convertirse en el centro industrial y de
transporte de todas las Rusias. De ahí su
fealdad y las calles terriblemente
abarrotadas y el ruido, la suciedad y los
malos olores.
Así, pues, la gente del circo se
alegró de acampar más allá del cinturón
de los suburbios, entre los árboles y el
aire puro del parque Petrovskiy. A poca
distancia del parque en trineo o carruaje
estaba otra de las varias estaciones de
ferrocarril moscovitas, la Savelovo, y a
su lado había, naturalmente, un hotel
para viajeros. Tenía habitaciones para
toda la compañía y el hôtelier estuvo
encantado de acoger a huéspedes que se
quedaran más de una noche, así que
tanto él como su cocina, camareras y
mozos se esforzaron para que la estancia
de la compañía fuese cómoda y
agradable.

Después de la excepcional entrada


americana del Florilegio en la ciudad,
las dos primeras semanas registraron
llenos totales. Pero entonces empezaron
a verse asientos vacíos en la carpa y la
tendencia fue acentuándose. Moscú tenía
dos circos estables en la Ciudad de
Tierra, uno puramente ruso, el Nikitin, y
otro regentado y compuesto casi en su
totalidad por una familia italiana de
emigrados, los Truzzi, y ambos circos
trabajaban en el interior de edificios
grandes y provistos de una calefacción
decente. Aunque sus programas poco
variados debían de ser muy conocidos
por toda la población de Moscú, era
comprensible que la gente los prefiriese
a un circo que los obligaba a
desplazarse por lo menos tres
kilómetros y no tenía más calefacción
que la de sus propios cuerpos. Además,
a juzgar por las abrigadas multitudes que
abarrotaban las calles de la ciudad, los
moscovitas sentían predilección por las
aglomeraciones lo más cerca posible del
centro urbano y no les gustaban los
espacios abiertos.
Todos los artistas se esforzaron por
realizar sus números con gracia y
perfección e introducir novedades en
ellos, con la esperanza de que todos los
miembros del público salieran y
elogiasen el espectáculo a todo Moscú.
Rouleau convenció al reacio Carl Beck
para que organizara una ascensión del
globo y casi murió congelado cuando el
Saratoga alcanzó alturas mucho más
frías que el nivel del suelo. La
Emeraldina y el Kesperle, aunque ya no
tenían al viejo y cornudo Notkin como
blanco de sus pullas, hacían un número
más obsceno incluso que en Baviera.
Nella aprendió de memoria y decía sus
frases en ruso. Ferdi Spenz, no teniendo
el intelecto para ello, hacía una
pantomima. Ocultaba el «cacto»
hinchable en sus anchos pantalones y,
mientras cortejaba con lascivia a
Emeraldina, lo inflaba hasta obtener un
miembro prodigioso. A lo que Nella
gritaba, con desesperación fingida:
«Boshe moi! ¿Cómo puede una mujer
mantener cerrado su cajón más secreto
cuando todos los hombres —risitas—
tienen semejante llave para abrirlo?» El
público reía a carcajadas, pero los
asistentes continuaban disminuyendo.
Por lo tanto, una vez más, Florian
fue a ver al jefe de estación para
alquilar un tren y Rouleau y Lothar
tomaron un tren anterior a San
Petersburgo. Entretanto, los demás
miembros de la compañía encontraron
tiempo —y valor— para ir varias veces
a la bulliciosa y maloliente ciudad con
objeto de admirar sus vistas más
notables.
En el recinto del Kremlin visitaron
los diversos museos palacio, los salones
públicos del palacio del Gran Kremlin
del propio zar, la Tesorería y Armería y
la catedral de la Asunción, donde habían
sido coronados todos los zares desde el
primero en asumir dicho título: Iván IV,
llamado el Terrible. Los visitantes
terminaron el recorrido aturdidos por la
cantidad y riqueza del contenido de los
edificios: medallones, diademas,
collares, vajillas, coronas antiguas y
joyas de la corona de oro y plata con
incrustaciones de pedrería, estandartes
de antiguas batallas, armas y armaduras
antiguas, lujosos carruajes y trineos,
todos laminados en oro y tapizados con
valiosas pieles. Sin embargo, fue en el
exterior del Kremlin donde los
visitantes encontraron sus dos cosas
favoritas en Moscú. Una de ellas estaba
frente al Kremlin, pero al otro lado del
río: el parque curiosamente llamado
«Jardín Ameno». Era el parque mejor
cuidado y más bello de la ciudad,
incluso en pleno invierno, con su
impecable jardín ornamental, verdes
sotos que ocultaban sendas para
enamorados, un lago pequeño, ahora
helado y lleno de patinadores, y
delicados pabellones en cuyas
escalinatas unas mujeres viejas vendían
té caliente y zakuski.
Su otro lugar favorito estaba en el
extremo sur de la imponente plaza Roja,
fuera de las murallas del Kremlin, y era
la catedral de San Basilio, otra reliquia
de Iván el Terrible. El interior no tenía
ningún interés, pero el exterior parecía
el castillo de pan de jengibre y azúcar
de un cuento de hadas. Consistía en una
apretada docena de altas cúpulas y
agujas, ninguna de las cuales era igual a
las otras; algunas tenían forma de
cebolla, otras de piña, algunas estaban
serradas, otras esculpidas en facetas,
otras salpicadas de bolas granuladas y
algunas con escamas como las de los
peces. Todas estaban laminadas en oro o
doradas o cubiertas de azulejos de por
lo menos dos colores —nunca del
mismo tono— que formaban franjas,
rayas o espirales. Las formas de los
arcos y las ventanas eran de una
variedad infinita: redondas, cuadradas,
rectangulares, ovaladas y dos de ellas
enmarcadas y pintadas para representar
los ojos de una lechuza. Los
observadores hicieron una serie de
comentarios que expresaban desde la
admiración hasta la incredulidad, pero
quizá el de Yount fue el más acertado:
—El viejo Iván no podía ser tan
terrible si construyó esto.

Cinco semanas después de entrar en


Moscú, el Florilegio abandonó la ciudad
por la cercana estación de Savelovo a
media mañana de un día glacial. El tren
arrancó casi inmediatamente y la ciudad
quedó atrás para ceder el paso a
bosques tan densos que el tren parecía
atravesarlos por un túnel. Luego los
árboles empezaron a escasear y
aparecieron grandes praderas onduladas
cubiertas de nieve. Tampoco esta vez se
produjeron averías, pero al haber una
vía única entre Moscú y San
Petersburgo, las dos ciudades más
pobladas de Rusia, y ser muy numerosos
los trenes de pasajeros y de mercancías,
el tren del circo tuvo que desviarse con
frecuencia a algún apartadero para
darles paso en una u otra dirección. Por
esta razón y aunque el tren pudo alcanzar
varias veces una velocidad decente, la
media volvió a ser de unos veinticinco
kilómetros por hora. Y seis horas
después de abandonar Moscú, se detuvo
sin ser conminado a ello en la estación
de una ciudad bastante grande con
objeto de que todos se apeasen para
cenar. Florian se movió entre su gente
para informarla sobre el punto
geográfico al que habían llegado.
—Esta ciudad es Tver, un próspero
centro comercial porque no sólo está
situado junto a la vía férrea que une
Moscú y San Petersburgo, sino que se
asienta en ambas orillas de ese río, que
es asimismo una importante ruta
comercial. Quizá queráis ir a echarle un
vistazo porque se trata del río Volga,
famoso en el canto y en la historia.
De hecho, la canción popular
publicada recientemente con el título de
Canción de los remeros del Volga
gozaba ya de una inmensa popularidad
en toda Rusia. Todos los miembros de la
compañía la habían oído tocar con
balalaikas en los restaurantes y
comedores de hotel y Bum-bum Beck
estaba adaptando una versión para su
banda, así que la mayor parte de la
compañía circense fue al río a ver a los
remeros de enormes músculos remolcar
las embarcaciones por los caminos de
sirga. Como el río estaba completamente
helado, sus gruesos cabos no arrastraban
barcazas sino trineos cargados de
cereales hasta los topes. Sin embargo,
los remeros entonaban dicha canción —
aunque no tan musicalmente como una
balalaika— y seguían el ritmo con sus
lentos pasos.
El personal del tren cenó a toda
prisa en Tver para dedicarse a la
complicada maniobra de acoplar a la
parte delantera de su gran locomotora un
enorme quitanieves en forma de V
horizontal, con el vértice hacia adelante.
Cuando la gente del circo se despertó al
amanecer del día siguiente, comprendió
la razón. La nieve formaba ondulaciones
sobre los campos cultivados, como
dunas de arena del desierto, y ésta era
una región de vientos fuertes y
constantes que empujaban continuamente
las dunas de nieve y las llevaban, como
si fueran olas auténticas, hacia la vía
férrea. En los escasos pueblos por los
que pasaba el tren, la iglesia, con su
campanario en forma de cebolla, que
solía ser la estructura más alta de la
ciudad, no sobrepasaba la altura de las
achatadas isbas y chozas de los
campesinos. Todas las iglesias de esta
tierra septentrional tenían su campanario
en forma de cebolla, pero construido en
el suelo y a cierta distancia del edificio
para protegerlo, y proteger a sus
feligreses, del peligro de su
derrumbamiento por los fuertes
vendavales.
El viento traía además desde los
campos cultivados un olor fétido, peor
incluso que las emanaciones de las
fábricas de Moscú: el olor del pescado
podrido. Con las bufandas sobre la
nariz, la gente del circo expresó la
esperanza de no estar oliendo la ciudad
supuestamente inmaculada de San
Petersburgo. No era así, desde luego,
pero hasta que llegaron a la ciudad no
conocieron por Willi Lothar el motivo
de aquel hedor.
—Los pescadores del golfo de
Finlandia pescan grandes cantidades de
arenques. Una parte se vende como
alimento, pero otra se destina a la
fabricación de aceite, y las sobras se
venden baratas a los granjeros, que en
otoño, después de la cosecha, usan el
pescado triturado como abono para sus
campos, y el hedor es tan fuerte que ni
las nevadas más copiosas del invierno
pueden neutralizarlo.
La fetidez quedó atrás cuando el tren
dejó la llanura para subir a las colinas
de Valdái, cubiertas de abedules. Los
bosques frenaban el constante viento, y
su suelo, sin nieve ni tierra marrón, sólo
tenía la plateada «sombra de escarcha»
de los árboles. Como los propios
abedules eran plateados, no parecían
proyectar sombras, sino más bien
reflejos de sí mismos, como si la tierra
fuese una agua tranquila.
Después el tren traqueteó a lo largo
del ancho y helado río Nevá y atravesó
suburbios de residencias destartaladas e
inmensos almacenes, pero sin fábricas,
humo, hollín, ruidos molestos u olores
apestosos. Los pasajeros, ahora lo
bastante excitados para olvidarse
temporalmente del intenso frío, abrieron
las ventanas de los compartimientos
para asomarse y ver las agujas y cúpulas
doradas, los anchos bulevares y los
palacios polícromos de la moderna
«Venecia del norte», la «ventana a
Occidente» de Pedro el Grande, la
ciudad poetizada por las guías turísticas
como «música en piedra», la ciudad
llamada amorosa y familiarmente Piter
por sus habitantes, la capital de todas
las Rusias, San Petersburgo.
4
Willi y Jules, luciendo sus luminosos
abrigos de zorro rojo, esperaban en la
estación Nicolás. Mientras el tren
circense era conducido hacia su
apartadero, Willi dijo:
—Herr gouverneur, esta vez he
conseguido un buen terreno. —Extendió
un plano de la ciudad—. Está en el
Jardín de Táuride, un parque público
detrás del antiguo palacio Potemkin. A
poca distancia de aquí.
Florian estudió el plano.
—Buen trabajo, Chefpublizist. Pero
no iremos directamente allí. Ya es más
de mediodía, por lo que daré
instrucciones a Stitches y Banat para que
sus hombres descarguen primero a los
animales, furgones de jaulas, el órgano
de vapor y demás vehículos necesarios
para el desfile y dejen para el final los
remolques y carromatos no decorativos
y nos sigan cuando estén listos. Es
imprescindible hacer nuestra entrada en
San Petersburgo con un desfile.
—Par Dieu, Florian —dijo Rouleau
—; saca la nariz fuera de esta estación.
La temperatura aquí es de nueve grados
bajo cero.
—¿Y qué? Kíev y Moscú no debían
de ser mucho más calientes.
—Pero aquí el frío se nota más —
explicó Willi— a causa de la humedad
ambiental. Pedro el Grande construyó
esta ciudad sobre pilotes en tierra
pantanosa desecada. Incluso los
cortesanos del zar Alejandro la toleran a
regañadientes y sólo porque el propio
zar reside aquí.
—Ah, pero nosotros no somos
cortesanos melindrosos —replicó
Florian—. Somos gente de circo. Si
quieres viajar conmigo, Herr Lothar, y tú
con el coronel Ramrod, Monsieur
Roulette, podréis instruirnos sobre lo
que habéis aprendido acerca de la
ciudad y sus costumbres.
—Muy bien —contestó Willi—. El
bulevar principal de Piter, el Nevskiy
Prospekt, pasa justo por delante de la
estación. Sugiero que lo sigamos hasta
el centro comercial y luego torzamos
hacia la Mórskaya, la avenida por la que
pasea la mejor sociedad todas las tardes
de invierno de dos a cuatro. En cuanto a
los peones y carromatos restantes,
pueden ir directamente de aquí al recinto
cuando estén dispuestos.
—Diré a Kostchei que vaya con
ellos y los dirija —decidió Florian—.
De todos modos no nos interesa
exhibirlo en la cabalgata.
Incluso los artistas que iban en el
techo de los carromatos, sin la compañía
de Willi o Jules para explicarles lo que
veían, pudieron formarse algunas
impresiones de Piter, la mayoría
favorables, mientras agitaban la mano y
sonreían a la gente que se paraba en las
aceras o detenía sus vehículos o salía de
los edificios para verlos pasar.
Exceptuando algún callejón o pasaje con
la nieve amontonada, no había en la
ciudad ni una sola calle de menos de
quince metros de anchura, y todas
estaban muy bien empedradas, formando
dibujos decorativos. El Nevskiy y otros
bulevares medían sus buenos treinta
metros de anchura y no estaban
empedrados sino pavimentados con
bloques hexagonales de madera, también
formando dibujos. Tanto entonces como
después, los miembros de la compañía
podían decir siempre con los ojos
cerrados cuándo su vehículo salía de
una simple calle para entrar en un
bulevar sólo por la diferencia de
sonido: el ruido metálico de las llantas
de las ruedas sobre adoquines y el
rumor más suave y apagado sobre el
pavimento de madera.
El maravillosamente ancho Nevskiy
Prospekt estaba flanqueado por
palacios, mansiones, ministerios
imperiales y embajadas extranjeras de
muchos pisos: edificios de limpio
mármol blanco o piedra de color natural
o estuco pintado —en colores muy vivos
—, y algunas fachadas estaban incluso
recubiertas de terracota similar a la
cerámica. Muchos de estos magníficos
edificios se hallaban democráticamente
al lado de edificios públicos corrientes
—el ayuntamiento, iglesias pequeñas y
grandes, la biblioteca pública— e
incluso edificios comerciales de
ladrillos con tiendas al nivel de la calle:
boticas, papelerías, tiendas del
Monopolio Estatal, restaurantes. Las
más exclusivas ostentaban letreros que
proclamaban sus mercancías o servicios
en ruso y en francés: «KONDITERSKAYA/
CONFISEUR», «TORGOVETSPLAT’EM/
TAILLEUR POUR DAMES».
Sin embargo, estropeaban las
fachadas de todos los edificios, incluso
los palacios, grandes cañerías, anchas
como barriles, que bajaban hasta el
suelo serpenteando desde los canales
del tejado, pasando por cornisas y
antepechos. Eran una fealdad necesaria
para encañar la nieve que se fundía en
los tejados durante el invierno y las
abundantes lluvias que Piter soportaba
en todas las estaciones.
Los miembros de la cabalgata vieron
ahora, en el lado izquierdo del bulevar,
un edificio muy singular, pintado de
blanco, que sólo tenía dos plantas pero
que se prolongaba a lo largo de toda la
manzana. A nivel de la calle había una
hilera de tiendas, y también en el piso
superior, que tenía una galería abierta en
toda su longitud. Tanto el nivel superior
como el inferior rebosaba de gente, en
su mayoría mujeres, que iban y venían
de una tienda a otra.
—A los peterburgueses les gusta
creer que viven en la ciudad más
soignée y más parecida a Europa
occidental de toda Rusia —dijo Willi a
Florian—, pero aquí mismo se puede
ver la herencia oriental del país. Aquel
edificio es el Gostini Dvor, que ocupa
toda una inmensa manzana. Tras su gran
fachada y patios interiores alberga unas
doscientas tiendas y en todas ellas se
venden mercancías baratas para las
masas. Es el equivalente exacto de un
suk o bazar oriental. —Al cabo de un
momento añadió—: En cuanto a las
clases altas, no sólo encargan sus
vestidos a Worth de París, sino que los
envían a París para que los laven.
Edge observó a Rouleau:
—He notado que cada carro y
carruaje tiene una red colgada delante
del guardabarros. ¿Acaso sirve para
evitar que los caballos ensucien estas
hermosas calles con sus excrementos?
—No. Es para impedir que la nieve
lanzada por las herraduras de los
caballos vaya a parar a la falda o el
rostro de sus conductores —prosiguió
Rouleau—. Aquí todos son muy
conscientes del invierno, incluso los
propios caballos. Observa a aquel que
espera a su conductor junto a la acera.
Por propia iniciativa, el caballo mueve
un poco el carruaje hacia adelante y
hacia atrás para evitar que las ruedas se
adhieran al hielo de la calle.
En su camino por el Nevskiy, la
cabalgata cruzó puentes sobre tres
canales donde las aguas no podían
helarse debido al tráfico constante de
barcazas de mercancías y barcos
ómnibus cargados de pasajeros. Todos
los puentes tenían decorativas
barandillas de hierro forjado, y una de
ellas era especialmente bella porque
tenía en ambos extremos estatuas en
bronce de hombres casi desnudos que
conducían caballos encabritados, y su
escultura era tan detallada que, como
observó el experto en animales Pemjean,
las mantas de cordero de las sillas
parecían realmente vellocino.
Por el centro del bulevar y por los
puentes discurrían dos pares de rieles
por los que, a intervalos y en una u otra
dirección, pasaba un tranvía de dos
pisos tirado por caballos y provisto de
una escalera exterior que subía
formando una curva a los asientos de
arriba, desocupados ahora en el frío del
mes de enero.
—Se llama Ferrocarril Semental —
dijo Willi a Florian—. Lleva pasajeros
entre la estación Nicolás y el
Almirantazgo, a orillas del río.
Todos los pasajeros pudieron ver
brillar la alta y fina aguja dorada del
Almirantazgo, pero la cabalgata se
desvió del bulevar antes de llegar a ella
para enfilar la Mórskaya Ulitsa,
empedrada y más estrecha, atestada de
transeúntes, todos ellos muy abrigados,
pero por lo menos uno de cada diez
llevaba el abrigo con charreteras,
alamares y cinturón de un uniforme. La
mayoría eran uniformes militares, y los
oficiales iban tocados además con
bicornios, chacós emplumados o una
especie de turbante de piel. Algunos —
oficiales de caballería que en aquel
momento iban a pie— llevaban sables
en largas vainas de piel de tiburón que
hacían ruido al arrastrarse por el
pavimento. Muchos de los hombres
vestidos con uniformes menos
decorativos, soldados rasos a todas
luces, llevaban cartucheras en cruz
sobre el pecho.
La cabalgata llegó entonces a un
barrio donde había muchos edificios
más antiguos que los del Nevskiy
Prospekt. Estaban construidos con
madera, pero habían sido
meticulosamente pintados para simular
ladrillo. Sin embargo, Willi dijo a
Florian que condujese el desfile hacia la
derecha y de nuevo se encontraron entre
arquitectura elegante. Llegaron a una
vasta plaza con un pequeño parque en el
centro y en medio de este parque, una
estatua ecuestre del zar Nicolás I sobre
un gran pedestal. Al fondo se levantaba
la iglesia más grande y magnífica de
todo San Petersburgo, la catedral de San
Isaac, coronada por una enorme y alta
cúpula recubierta de oro que brillaba
con reflejos casi cegadores contra el
cielo azul celeste.
Al parecer acababa de concluir una
ceremonia porque salía del interior una
multitud de personas bien vestidas,
todas las cuales se detuvieron en la
escalinata para contemplar el desfile y
saludarlo con la mano. Varios
sacerdotes se asomaron a la galería
superior, ataviados con vestiduras
negras y sombreros negros, altos y
cilíndricos. Miraron, pero sin saludar, y
uno de ellos se apoyó en la balaustrada
y, cerrándose con un dedo una ventana
de la nariz tras otra, se sonó
copiosamente sobre la cabalgata,
haciendo caso omiso de los feligreses
que tenía debajo.
Una veintena de andrajosos
vendedores callejeros había esperado la
salida de los fieles. Algunos llevaban
cubos o jarras de cristal sobre la cabeza
o, suspendidos de yugos de madera
puestos sobre sus hombros, parrillas de
metal y cubos de carbones que podían
colocar en cualquier sitio donde
desearan cocinar. Todos anunciaban a
gritos sus mercancías: «Kvas!»,
«Pirogui!», «Chai!», «Bliní!». Pero
también ellos enmudecieron y se pararon
a mirar el paso del Florilegio.
—Supongo que esta gente ya ha visto
circos antes —dijo Edge—, pero quizá
no han visto nunca un elefante en estas
latitudes.
—Mais oui —contestó Rouleau—.
Me han dicho que hace más de un siglo
un potentado indio regaló toda una
manada a la zarina Elisabeth. Fue
necesario apuntalar muchos puentes del
canal para hacerlos entrar en la ciudad y
a partir de entonces se reservó esta ruta
para sus paseos. Cuando murieron a su
debido tiempo, habían apisonado tan
bien el camino de tierra que la
pavimentaron y ahora es el Grecheskiy
Prospekt, aunque mucha gente lo llama
todavía paseo de los Elefantes. Es
probable que nuestros eslovacos lo
estén recorriendo ahora porque es la
ruta de la estación al parque donde
levantaremos la carpa. Además, existe
todavía la botica del Grecheskiy que
tenía la autorización imperial para
vender los medicamentos para esos
antiguos elefantes.
Ahora la cabalgata pasaba por
delante del Jinete de Bronce, el
monumento más famoso y querido de la
ciudad —una roca maciza e inclinada
sobre la que Pedro el Grande, de tamaño
tres veces mayor que el natural, montaba
un caballo de aspecto aún más noble que
él—, y enfrente había la ancha avenida
que discurría a lo largo del Gran Nevá.
El río estaba helado y negro y era
azotado por un viento tan fuerte que los
miembros de la cabalgata se
envolvieron más en sus pieles y otras
prendas de abrigo. Sin embargo, había
centenares de peterburgueses, jóvenes y
viejos, patinando y deslizándose en
trineo por el río y todos vestían ropas
relativamente ligeras. Un poco más
abajo cruzaba el río un elegante puente
de hierro forjado, y la otra orilla del
Nevá estaba tan llena como ésta de
magníficos edificios y estatuas. Bajo el
puente estaban amarrados a los muelles
diversos vapores de ruedas laterales y
de popa; de hecho, estaban aprisionados
por el hielo. Mientras la cabalgata
avanzaba río arriba por la avenida, la
compañía circense pudo ver en la
distancia un tranvía de vapor que
despedía humo negro al cruzar el hielo
en dirección a la margen opuesta.
—Santo cielo —dijo Florian—,
¿han llegado a poner traviesas y raíles
allí? Y el tranvía va atestado de
pasajeros. ¿Qué grosor debe tener el
hielo?
—Bueno, mire hacia allí, Herr
gouverneur —respondió Willi—. Ese
artefacto continúa en su lugar desde que
los sacerdotes celebraron la bendición
de las aguas una semana después de la
Epifanía.
Era un altar elaboradamente tallado
y coronado por una cruz, erigido a la
orilla del río. Estaba construido y
esculpido enteramente con bloques de
hielo cortado del Nevá, y los bloques de
la base eran cubos que medían un metro
y medio en cada dimensión.
—Eso fue sólo hace una semana —
prosiguió Willi—, así que Jules y yo
presenciamos la ceremonia. Después de
bendecir el río, uno de los sacerdotes
bautizó niños en el agua helada,
sumergiéndolos por un agujero cortado
en el hielo. Tuvo la desgracia de que un
niño se le escurriera de las manos y,
como es natural, desapareció
inmediatamente.
—Santo cielo —repitió Florian—,
supongo que esto detuvo la ceremonia.
—Ach, no, en absoluto. Era sólo el
hijo de unos campesinos y el sacerdote
se limitó a gritar: «Drugói! ¡El
siguiente!» Y los padres del niño
desaparecido no se afligieron, sino que
permanecieron extasiados, seguros de
que el niño, al morir en circunstancias
tan propicias, iría derecho a los brazos
de los ángeles. Luego, después de la
ceremonia, todos los presentes se
apiñaron en torno al agujero con el fin
de llenar jarras del agua ahora sagrada
para beberla o bañarse en ella.
La cabalgata continuó hacia el
nordeste junto al Gran Nevá y más bien
al trote, propulsada por el gélido viento
y huyendo al mismo tiempo de él.
Exceptuando a los patinadores y
ocupantes de trineos, no había aquí
mucha gente a la intemperie para
detenerse a mirar y escuchar la música
de la banda y del órgano. Pero pronto la
cabalgata pasó por delante de las dos
alas que daban al río del enorme
edificio del Almirantazgo y atravesó su
enorme patio, y allí todas las ventanas
del edificio estaban llenas de figuras
uniformadas. A continuación el desfile
pasó por el desembarcadero del tranvía
de vapor y se encontró directamente
bajo el inmenso palacio de Invierno del
zar. Sus tres plantas y fachada al parecer
interminable eran de un rojo amarronado
con cornisas recubiertas de oro,
sostenidas por hilera tras hilera de
columnas blancas con capiteles dorados.
En realidad, su altura era mucho mayor
que la de tres pisos porque en el tejado
había numerosas cúpulas muy
ornamentadas y en sus bordes se
levantaban innumerables estatuas
gigantescas. Sus ventanas también
estaban abarrotadas de espectadores
(supuestamente) reales y nobles, con sus
cortesanos y sirvientes, de modo que los
miembros de la compañía agitaron las
manos y les sonrieron con especial calor
y vivacidad.
Entonces la cabalgata cruzó un canal
que desembocaba en el Nevá y allí todo
el resto de la avenida estaba bordeado
de palacios en el lado más alejado del
río. El siguiente era uno llamado
Hermitage, construido por Catalina la
Grande para albergar su famosa
colección de pinturas, esculturas y
antigüedades extranjeras y al que podía
retirarse —cruzando el puente elevado
sobre el canal desde sus apartamentos
del palacio de Invierno— para gozar en
privado de esos tesoros. A pesar del
nombre, el Hermitage no era un refugio
modesto, sino que tenía dos plantas, la
mitad de la fachada del palacio de
Invierno, y su exterior estaba igualmente
embellecido. Seguía una serie de
palacios casi tan suntuosos de los
grandes duques y grandes duquesas,
separados por patios que seguramente
serían jardines en verano.
Desde el punto de la avenida en que
se hallaban ahora los miembros del
circo pudieron ver que el Nevá se
bifurcaba en la margen opuesta. La
cabalgata avanzó río arriba por la
ininterrumpida orilla sur del Gran Nevá,
pero en la otra orilla un brazo —el
Pequeño Nevá— fluía hacia el noroeste
y, un poco más lejos, otro brazo se
dirigía hacia el norte. Así, la tierra que
veían al otro lado del río era de hecho
una serie de islas, grandes en su
mayoría, situadas entre los numerosos
brazos del delta del Nevá que se
extendía hacia el oeste hasta el golfo de
Finlandia.
La estructura más prominente que
vieron en dicha dirección los miembros
del circo, entre los dos brazos visibles
del río, fue la fortaleza de San Pedro y
San Pablo, rodeada de una alta muralla
de granito, con los pesados cañones
dispuestos en sus aspilleras para
bombardear a cualquier enemigo que
viniera por agua (o hielo) desde
cualquier parte del Nevá. Dentro de la
muralla sólo podían verse algunas
cúpulas doradas y una aguja de oro muy
alta y delgada, como la del
Almirantazgo. Esta aguja, según informó
después a los otros Willi Lothar,
pertenecía a la catedral de Pedro y
Pablo, que era lo único vagamente
«santo» del interior de la fortaleza, ya
que se trataba del panteón de todos los
zares, desde Pedro el Grande hasta
Nicolás I, padre del actual zar
Alejandro II. Todos los demás edificios
contenidos dentro de aquella formidable
muralla eran, según dijo Willi,
«seglares, por decirlo así», pues se
trataba del Arsenal Municipal, la Casa
Imperial de la Moneda y la Prisión
Estatal.
La cabalgata pasó después por
delante del gran parque llamado
Jardines de Verano, ahora sólo bancos
de nieve y árboles desnudos y una
multitud de casitas de madera,
construidas cada una en torno a las
numerosas estatuas del parque para
protegerlas durante el invierno. Luego el
desfile dejó la orilla del río para tomar
una calle que conducía directamente al
palacio Potemkin, deshabitado desde la
muerte del príncipe unos ochenta años
atrás y usado ahora como cuadra de un
reducido número de caballos —unos
cien— de la familia imperial. Al lado
estaba el Jardín de Táuride, llamado así,
según contó Rouleau a Edge, en
recuerdo de una batalla ganada por el
príncipe Potemkin en un lugar de Crimea
llamado Tauris. Este parque también
estaba cubierto de nieve, de modo que
todos los peones, que ya habían
descargado los carromatos en los que
habían venido, se dedicaban a limpiar
de nieve todo lo que sería el recinto del
circo y la avenida de entrada desde la
calle. Estaban a punto de terminar este
trabajo cuando la cabalgata llegó con el
resto de los carromatos, y antes de que
Florian se hubiera apeado de su
carruaje, Goesle se acercó para
preguntar:
—¿Montamos en seguida la carpa,
antes de que oscurezca?
—No, Dai, habría oscurecido mucho
antes de concluir la tarea. Aquí los días
son muy cortos en invierno. Además,
todos tienen frío y están cansados.
Mientras tus muchachos descargan los
carromatos restantes, iré a reservar
habitaciones para todos nosotros en un
hotel. Deja sólo a un guardián, como de
costumbre. —Se dirigió a Willi—:
¿Tienes alguna recomendación que
hacerme con respecto a los hoteles?
—Bueno, no estaba seguro de la
clase de hotel que desea ocupar aquí, así
que, por razones de economía, Jules y yo
nos hemos registrado en el hotel de
France, en la Mórskaya. Hemos pasado
por delante hace poco rato.
—¿Era aquel del horrible letrero
solicitando clientela? —preguntó
Florian, incrédulo—. Vamos
inmediatamente a sacaros de allí a
ambos.
(El letrero decía, en ruso y francés:
«¡BAÑO DISPONIBLE EN CUALQUIER
MOMENTO! ¡PRECIOS MUY
RAZONABLES! ¡CARRUAJES
ACCESIBLES!»)

—Me sorprendes, barón. —Florian no


usaba casi nunca el título de Willi—. El
Chefpublizist del Floreciente Florilegio
de Florian ahorrando peniques y
alojándose en un hotel de sexta
categoría. Espero que no hayas
mencionado esas señas a ninguno de los
funcionarios con quienes has gestionado
la cuestión del recinto y otros permisos
necesarios.
—Nein, nein, Herr gouverneur —
aseguró Willi, compungido—. Y créame,
el hotel de France está lejos de ser el
peor de Piter. Pero Jules y yo hemos
pensado que… como ha gastado tanto
dinero en fletar trenes y cosas así…
—Agradezco la intención. Y después
de nuestra decepcionante estancia en
Moscú, lo cierto es que no podré pagar
una desmesurada cuenta de hotel a
menos que llenemos el circo a partir del
primer día. No obstante, considero una
buena inversión el dinero gastado tan
pródigamente en llegar hasta aquí.
Después de París, San Petersburgo ha
sido mi meta desde que desembarcamos
en Europa. Y aún me queda el dinero
suficiente para dar propinas generosas
al personal de cualquier hotel, y esto
siempre impresiona a los directores.
Recuerda, Willi, que los hombres son
casi siempre juzgados por los demás de
acuerdo con su propia estimación de sí
mismos y de su valor. Tenemos que
improvisar sobre la marcha. Y recuerda
otra cosa. Venimos a este lugar armados
con una presentación personal a la
zarina. No podemos alojarnos en un
hotel que no sea el mejor.
Willi se encogió de hombros.
—Debe de ser el más antiguo y
venerable, el Evropéiskaya (hotel
Europa), en la esquina de Mijailóvskaya
y el Nevskiy Prospekt.
—Unas señas excelentes. Será el
Europa, entonces.
—Es muy caro. La habitación más
barata con baño cuesta siete rublos y
medio por día. La cena, tres rublos por
persona, table d’hôtel.
—¡Tonterías! Cenaremos à la carte.
Y ocuparemos las habitaciones más
caras. Exceptuando a los eslovacos,
claro. Ahora di a Monsieur Roulette que
venga con nosotros para recuperar su
equipaje.
Una vez hecho esto, los tres
continuaron hasta el hotel Evropéiskaya,
y Florian detuvo a Bola de Nieve y su
carruaje justo en medio de la calle
Mijailóvskaya, frente a la marquesina de
vidrios de colores del hotel, cerrando el
paso y haciendo caso omiso de los
numerosos vehículos que tuvieron que
pararse detrás de él. Tiró las riendas y
una extravagante moneda de cinco
rublos al dvornik del hotel, que estaba
junto al bordillo —quizá esperando
cinco copecs— y le dijo en ruso:
—Mantén mi carruaje dispuesto para
una partida inminente, buen hombre.
El privátnik del hotel, regiamente
uniformado, cruzó el umbral, sin duda
para protestar contra el bloqueo del
tráfico, pero Florian le alargó una
moneda de diez rublos. El hombre puso
los ojos en blanco y corrió a abrir de
par en par las puertas de doble batiente,
inclinarse ante Florian y sus
acompañantes y guiarlos personalmente
hasta el mostrador de recepción.
Su gran entrada no pasó inadvertida
al primer conserje, que asintió
obsequioso cuando Florian especificó
—no pidió— un número determinado de
suites y habitaciones con baño y casi
otras tantas sin baño. Cuando Florian
habló en ruso, el primer conserje le
contestó en ruso. Cuando Rouleau
preguntó algo en francés o Lothar en
alemán o cualquiera de ellos habló en
inglés, el primer conserje cambió a
dichas lenguas y las habló con fluidez.
Sin embargo, su obsequiosidad
disminuyó un poco y sus cejas se
enarcaron cuando Florian le hubo dado
el montón de pasaportes y leyó algunos
datos de su contenido.
Cuando Florian se marchó, fue al
jardín de Táuride, recogió a su
compañía y volvió con ellos —un gentío
que casi llenó el amplio vestíbulo—, el
primer conserje pareció reacio a seguir
mostrándose obsequioso. Aunque la
mayor parte de la compañía llevaba
elegantes abrigos de piel, no dejaba de
ser un conjunto abigarrado, y los
clientes sentados en el vestíbulo miraron
con fijeza e incluso se levantaron para
ver mejor a la enana Grillo, a los tres
coreanos descalzos, a los hermanos
Jászi, con aspecto de bandidos, y al
hombre inexplicablemente encorvado
que llevaba el sombrero sobre la cara.
Pero Florian había vuelto preparado
—y había preparado a Edge— para una
recepción fría. Pidió al primer conserje,
cuyo rostro era ahora impenetrable, las
llaves de las habitaciones, añadiendo en
seguida:
—El director de mi compañía tiene
aquí una carta escrita en una lengua que
no sabe leer y se niega a confiar su
traducción a alguno de nosotros. ¿Quizá
usted, gospodín commissionnaire, le
haría el favor de escribir su contenido
en inglés?
Edge ya había puesto sobre el
mostrador el sobre con las dos coronas
grabadas y el primer conserje abrió
mucho los ojos como había hecho antes
el portero. Leyó el mensaje y luego —
con mano trémula— escribió en un
papel del Evropéiskaya la traducción
inglesa. Edge dijo: «Spasíbo, gospodín»
y se la guardó. A partir de entonces el
primer conserje no sólo fue obsequioso,
sino servil y se encargó de que también
lo fuera el resto del personal.
Cuando toda la compañía se hubo
refrescado y cambiado de ropa, fue a
reunirse en el comedor del hotel, una
vasta sala de columnas, espejos, murales
y tiestos de palmas bajo un techo
abovedado hecho enteramente de vidrios
polícromos, con una especie de
iluminación que le prestaba un
magnífico resplandor. Florian deslizó en
la mano del maître d’hôtel una gran
moneda y pidió los mejores asientos
para todos, sin ninguna necesidad, ya
que entre todos ocuparían prácticamente
todas las mesas del espacioso comedor.
El maître d’hôtel se inclinó y se fue con
el jefe de camareros a trasladar a otros
comensales —que protestaron, aunque
en vano— y sus mesas con la cena a
medio comer a otra sala menos suntuosa
contigua al vestíbulo. Cuando Florian y
su compañía se hubieron sentado,
pidieron à la carte y sin tacañería y
Florian llamó al sommelier, que acudió
con la cadena y la llave colgada del
cuello y presentó su lista. Florian
encargó el vino más caro sin tener la
menor idea de cómo era ni de si
resultaría apropiado para acompañar los
diferentes platos.
Durante los zakuskis —aquí, como
en otras partes, una comida por sí
mismos— Florian dijo a Edge, que
estaba sentado a su lado:
—Willi me ha informado de que hay
otro circo en la ciudad, estable, en un
local cerrado, como los de Moscú. Creo
que antes que nada tú y yo tendríamos
que visitar este Tsirk Cinizelli, como se
llama, aunque ahora es propiedad de un
ruso apellidado Marchan. Supongo que
no será un competidor temible; Willi
dice que Marchan es sólo un advenedizo
que antes poseía un café. Sin embargo,
el primer Orfei era un clérigo y Barnum
fracasó en numerosos negocios
prosaicos antes de hacer fortuna con el
gran Museo Americano. De todos
modos, tendríamos que ver cómo es el
Cinizelli. Y será un acto de cortesía
profesional presentarnos a Gospodín
Marchan.

Al día siguiente, cuando la carpa ya


estaba montada, los artistas volvían a
desentumecer sus miembros en sus
aparatos o en la pista y los peones
habían salido a fijar carteles por toda la
ciudad, anunciando la inauguración del
Florilegio para la mañana siguiente,
Florian y Edge —y también Fitzfarris—
fueron a ver la función de tarde del Tsirk
Cinizelli. Su grande y sólido edificio
estaba situado junto al canal Fontanka, a
sólo cuatro manzanas del Jardín de
Táuride. Las entradas eran bastante
caras, pero Willi ya había advertido de
ello a Florian, quien fijó un precio
similar para las suyas. En la taquilla del
Cinizelli compró un palco de cuatro
asientos por diez rublos y cuarenta
copecs. Cuando alargó las entradas a la
vieja y desaliñada portera que las
recogía, le dio también una nota y
solicitó ver al Gospodín Marchan antes
de que terminara el espectáculo.
Dentro, como Florian pudo calcular
profesionalmente con sólo una ojeada, el
circo tenía quinientas cómodas sillas en
los palcos y platea y podía acomodar a
mil doscientas personas más en las
gradas y galerías. Al ser una instalación
permanente, el circo tenía varios
refinamientos que ningún
establecimiento ambulante podía imitar:
un excelente sistema de iluminación,
verdaderas candilejas de gas oxhídrico
y focos superiores así como a nivel de
pista. Las acomodadoras que conducían
a los espectadores a sus asientos y les
daban los programas muy bien impresos
del circo eran todas rubias, muy bonitas
y vestían provocativas faldas cortas de
tul sobre leotardos de lentejuelas. Una
vez iniciada la función, resultó que
también bailaban —como las muchachas
del Schuhplattler de Fitz— el prólogo
del espectáculo. Florian observó que sir
John podía reclutar otro grupo de
muchachas, quizá incluso formado por
rubias iguales como aquéllas.
—Encontrar a las chicas no sería
ningún problema, y tampoco sería difícil
asegurarse de que fueran todas rubias —
dijo Fitzfarris. Indicó a la que les había
acompañado al palco—. Creo que
cuando se ve a una mujer rubia con vello
negro e hirsuto en las piernas, tiene uno
razón al sospechar que no siempre ha
sido rubia.
—Siempre había creído que todos
los rusos eran altos, rubios y de ojos
azules, pero ya he visto todas las clases
de tez y color, especialmente aquí en
San Petersburgo —dijo Edge.
—De hecho —explicó Florian—,
Rusia es un cúmulo de muchas
nacionalidades, incluso de muchas
razas. Y como es natural, al ser la
capital y la mayor ciudad del país, Piter
tiende a atraerlas a todas: tártaros,
mongoles, bashkires, etcétera. Entre los
propios rusos hay tres variedades bien
definidas: los de la Gran Rusia tienen el
cabello rubio, la tez clara y los ojos
azules y son los de naturaleza más
expansiva. Los de la llamada Pequeña
Rusia son esbeltos y morenos. Y los de
la Rusia Blanca son los mississippianos
de este país: pobres, ignorantes,
indolentes, desaseados, probablemente
víctimas de lombrices intestinales, como
en la mayor parte del Mississippi. En
cualquier caso, son despreciados por
todos los demás rusos. Es fácil
identificarlos porque también padecen
una enfermedad endémica del cuero
cabelludo que aquí se llama plika
polonika.
—Ah, entonces he visto a muchos de
ellos —dijo Fitz—. Cabellos ralos, de
aspecto escrofuloso y sucio incluso
después de lavarse.
En aquel momento las luces de gas
de su palco y todos los demás de la sala
—controladas al parecer por una
válvula central— se amortiguaron
lentamente, mientras las luces de la pista
se intensificaban y las acomodadoras
saltaban a la pista para bailar al son de
la música de una banda muy numerosa
que tocaba en una plataforma sobre la
puerta de entrada. Los tres miembros del
Florilegio convinieron en que el
Cinizelli era un circo bastante
competente y entretenido, pero también
convinieron en que el suyo era mejor.
En este circo predominaban los
animales sobre los artistas humanos,
siendo los más numerosos los osos y
cerdos amaestrados, que ejecutaban
números asombrosos. («Monsieur le
Démon Débonnaire tiene que ver esto
—observó Florian—; quizá le dará
algunas ideas»). Los artistas humanos
eran casi todos acróbatas o payasos. No
había número de trapecio y,
curiosamente para una ciudad tan llena
de estatuas de caballos, ni siquiera un
número de volteo, sino sólo algunas
équestriennes mediocres que saltaban y
hacían piruetas sobre la grupa del
animal. Los payasos no hicieron nada
que Edge o Fitzfarris encontrasen
gracioso —desde luego nada tan
estupendo como el espejo Lupino—,
sólo hablaban y se pegaban como
respuesta a las réplicas, y su diálogo era
de carácter tan local que, cuando Florian
lo tradujo a los otros, tuvo que admitir
que él mismo no comprendía bien la
gracia.
En el intermedio sólo una pequeña
parte del público salió al exterior para
respirar aire puro. (En el interior se
había formado una espesa niebla de
humo porque todos, jóvenes y viejos,
hombres y mujeres, fumaban cigarrillo
tras cigarrillo durante la función). Los
que se quedaron dentro fueron asediados
por vendedores que grita ban desde la
pista o pasaban por las filas vendiendo
partituras de la música que había tocado
la banda, cartes-de-visite de los
diversos artistas, jarras de limonada fría
y té caliente y bandejas de pirogui y
blinís tibios. El trío del Florilegio
permaneció en su palco y poco después
se sumó a ellos un caballero encorvado,
de barba hirsuta de aspecto algo
grasiento —ruso blanco, pensaron al
mismo tiempo Edge y Fitzfarris— que se
presentó en ruso como Vassily Marchan
y les dio la bienvenida a Rusia, a San
Petersburgo y a su circo.
—Bueno, como intrusos en su propio
territorio —dijo Florian—, hemos
considerado una simple cortesía darnos
a conocer.
—Oh, no me importa la intrusión —
contestó Marchan—. Mi establecimiento
ha llegado a ser una institución aquí, tak,
como un retrete público, y la mayoría de
mi clientela es habitual. Los amantes del
circo (y, por suerte, en Piter son la
mayoría) van a ver todos los circos y
con la mayor frecuencia posible. Tak, ni
ustedes ni yo nos quejaremos de que
repartan su lealtad entre nosotros.
Después de todo, este edificio sólo tiene
un aforo de mil setecientos asientos, y la
población de la ciudad es de unos
ochocientos mil.
—¿Tantos? No lo sabía —dijo
Florian—. Entonces Piter tiene casi la
mitad de habitantes que Moscú o Kíev.
—Excepto tal vez desde la
primavera al otoño —contestó Marchan
—. Una décima parte de la población de
Piter, y de los clientes de mi circo, son
campesinos que abandonan la ciudad
para plantar en primavera, cultivar en
verano y cosechar en otoño. En parte
por esta razón, tak, sólo trabajo aquí
durante el invierno. En cuanto empieza a
hacer calor, llevo a mi circo de viaje. A
los lugares turísticos de Crimea, a
Ucrania…
Como Marchan sólo hablaba ruso,
Florian se disculpaba de vez en cuando
para volverse a traducir las partes de la
conversación que creía podían interesar
a Edge y Fitzfarris, que se mostraron en
efecto muy interesados por un largo
diálogo entre los dos propietarios de
circo.
—¿Han visto la fortaleza de Pedro y
Pablo? —preguntó Marchan.
—Sólo desde lejos —respondió
Florian.
—Vayan a verla. Se permite la
entrada a los visitantes porque gran
parte de ella es un museo del pasado de
Piter. Pero también alberga a la Prisión
Estatal, y la mayoría de los prisioneros
no son delincuentes, asesinos o
ladrones, sino simplemente infortunados
miembros de los grupos de Tierra y
Libertad y Libertad del Pueblo, o sea
agitadores y partidarios de la
revolución.
Florian, extrañado de que el hombre
hubiese introducido este tema, preguntó:
—¿Existe, pues, mucha
insatisfacción con el gobierno del zar
Alejandro?
—Con el gobierno imperial en
general —contestó Marchan—.
Alejandro no es mejor ni peor, tak, que
cualquier otro zar anterior a él. Pero sí,
hay mucha agitación entre las masas y de
vez en cuando uno de ellos es lo
bastante valiente para levantarse y gritar
e incluso descargar un golpe. Las clases
altas llaman despectivamente a estos
revolucionarios nihilistas (que no creen
en nada), lo que supongo equivale a los
anarquistas de Occidente. Hace poco vi
a uno de ellos, una mujer que repartía
folletos supuestamente sediciosos en una
esquina y que fue sorprendida por la
gorodovói, la policía uniformada. Le
ataron las manos a la espalda, untaron
de alquitrán sus largos cabellos, les
prendieron fuego y la dejaron correr, y
corrió, tak, esperando que el viento
extinguiese el fuego, pero como es
natural, no fue así.
—Dios mío —murmuró Florian—.
Un acto bárbaro.
—Nyet. Tuvo suerte. Lo habría
pasado mucho peor de haber caído en
manos de la Tercera Sección.
—Sin duda. Pero ¿por qué me cuenta
estas cosas, Gospodín Marchan?
—Para explicarle por qué soy
propietario de circo. Yo también
pertenezco a lo que los parásitos y
aduladores del zar llaman nihilista, y
sólo en el circo puede uno expresar tales
sentimientos sin ser arrestado y
encerrado por ello. Verá. Justo al otro
lado de la plaza, frente a este edificio,
está el teatro de ballet Maryinskiy. Con
mucha prudencia, siempre inaugura la
temporada con la servil ópera de Glinka
Una vida por el zar. Tak, el Maryinskiy
y todos los demás teatros, incluso los
cabarets baratos, deben someter sus
programas a la aprobación de los
censores del zar. Sólo el circo está
exento. Se nos considera simples
payasos, insignificantes, inconsecuentes.
Podemos decir lo que queremos y el
público puede reír… sin preocupar a los
censores. Pero quizá los espectadores se
marchan recordando lo que decimos.
Escuche… —Indicó la pista—. Esos
dos payasos declaman algo que he
escrito yo mismo.
Durante la conversación se habían
amortiguado las luces e intensificado las
de la pista; mediaba ya la segunda parte
del programa. Dos payasos, un
cariblanco y el tonto, que era muy feo e
iba maquillado para aumentar su
fealdad, intercambiaban agudezas.
Cariblanco: «Qué extraño. Te
pareces extraordinariamente a su
majestad imperial el zar Alejandro.
¡Ajá! ¿Estuvo tu madre alguna vez en
San Petersburgo?»
Tonto: «No, gospodín. ¡Pero mi
padre si!»
(Explosión de risas desde los
asientos).
—Tak, esto son sólo bromas acerca
del zar —confesó Marchan—, pero
también intento introducir en la charla
de los payasos algunos comentarios más
mordaces. Escuche.
Tonto: «Gospodín Cariblanco,
¿querría interceder por mí en la corte
del zar? De lo contrario sólo podré
depender de Dios Nuestro Señor».
Cariblanco: «Oj, estás apañado. No
conozco a otro personaje con menos
influencia en la corte del zar
Alejandro».
(Más risas entre el público, aunque
algunas sonaban un poco nerviosas).
—Puede parecerle una tontería,
Gospodín Florian —prosiguió Marchan
—, pero si estas palabras fueran
pronunciadas en un lugar público que no
fuese un circo, las personas
responsables de ellas y todos sus
colegas, tak, serían interrogados por la
Tercera Sección. Y un interrogatorio
significa tortura para la Tercera Sección.
Usted se preguntará por qué me arriesgo
a semejante locura. Se lo diré. Mi padre
era un mujik (un mujik ruso blanco, lo
más bajo de todo) y un krepostnoy, lo
que ustedes llaman un siervo, un
esclavo. Recuerdo haberle oído repetir,
y también a todos los otros krepostnoys,
cuando yo era sólo un niño, el lamento
habitual de todos los siervos de este
país: «¡Oj, qué tristes estamos! ¡Oj,
cuánto mejor sería no haber nacido!»
Lamentarse era lo único que se atrevían
a hacer. Yo por lo menos he alcanzado
una posición desde la cual puedo hablar
un poco más alto, y en público, y en
protesta. Tak, sólo un poco, pero algo es
algo.
Se levantó para irse. Florian le
imitó, le estrechó la mano y la apretó
con calor, diciendo:
—Soy un extranjero, Gospodín
Marchan, y no estoy calificado ni tengo
derecho a juzgar la política de su país,
pero sé reconocer a un hombre valiente
y me descubro ante usted. Venga a
nuestro espectáculo y permita que le
distraigamos. Bajo nuestra carpa no hay
clases altas ni bajas, opresores ni
oprimidos. Sólo alegría y excitación,
compartida por todos. Venga a vernos.
Marchan contestó que iría sin falta,
estrechó las manos de Edge y Fitzfarris
y se marchó. Cuando Florian hubo
traducido todas sus palabras, Edge
comentó con seriedad:
—Entonces, si presento esta carta a
la zarina, supongo que todos nos
convertiremos en parásitos y aduladores
del tiránico zar Alejandro.
—Podemos ser juzgados con dureza
o bondad —dijo Florian—, pero a
nosotros no nos incumbe juzgar a nadie.
No tenemos la obligación ni el derecho
de tomar partido por alguien aquí.
Somos un circo y nuestra única misión
es entretener, tanto a los afortunados
como a los malditos.
Fitzfarris sonrió y dijo:
—Tak.
5
Por suerte para Florian y el resto de la
compañía —y la oficina de contabilidad
del hotel Evropéiskaya—, el Florilegio
registró llenos totales desde su primera
función en San Petersburgo. De hecho,
las dos o tres primeras funciones fueron
simplemente llenos, pero a partir de la
cuarta fue preciso cerrar la taquilla
todas las tardes y noches por haberse
agotado las localidades. Gavrila
Smodlaka había reemplazado a la
difunta Magpie Maggie Hag en la
taquilla del furgón rojo, y siempre que
se volvía para decir a Florian, que
trabajaba en su mesa detrás de ella, que
había vendido todas las entradas de la
función que estaba a punto de empezar,
parecía casi llorosa, como si hubiera
cometido una falta. Pero Florian la
miraba con una sonrisa radiante al oír la
noticia y gozaba saliendo afuera para
anunciar en ruso a los que aún hacían
cola que no había más asientos, pero que
les vendería gustosamente entradas
generales a un precio rebajado o que
sería aún más feliz si volvían al día
siguiente. Las damas y los caballeros
aristocráticos ya habían pasado todos
por intimidación a la cabeza de la cola,
comprado sus entradas y ocupado sus
asientos en la carpa, por lo que el
público defraudado se componía de
proletarios y campesinos que se
tomaban el desengaño encogiéndose
estoicamente de hombros y sonriendo
como perros apaleados.
—Parece algo inherente a la
naturaleza rusa —dijo Florian a Gavrila
—. Lo llaman pokornost, una humilde
sumisión ante las circunstancias o
autoridad superior o incluso una voz de
mando.
Entonces se arrepintió de haberlo
dicho porque Gavrila respondió con
tristeza, más para sus adentros que
dirigiéndose a él:
—Debo recordar esta palabra:
pokornost. Así es como vivo con Pavlo.
Pese a la calurosa recepción que les
dispensaban los amantes del circo de
San Petersburgo, muchos miembros de
la compañía empezaron a revisar las
impresiones favorables que habían
tenido al principio de la ciudad… y
también de sus lujosos alojamientos. De
los grifos que llenaban los lavabos y
baños de sus habitaciones brotaba una
agua tan llena de hierro que tenía un
color marrón rojizo y era casi imposible
enjabonarse con ella; dejaba la piel
como herrumbrosa y un sabor metálico
en la boca cuando se bebía. Los trajes
de pista, que confiaron a la lavandería
del hotel, y por necesidad muy a
menudo, empezaron a parecer raídos.
Esto les causó preocupación y se
quejaron a las camareras… y a la vieja
privrátnitsa sentada ante una mesa en
cada pasillo, ostensiblemente para
supervisar el funcionamiento debido de
los criados del piso, pero que parecía
no hacer otra cosa que vigilar con
desaprobación las idas y venidas de
todos los huéspedes. Las reclamaciones
sólo provocaron miradas divertidas,
gestos tolerantes y las palabras: «Nishdy
nyet… nitchevó…», que significaban
más o menos «No hay remedio» y «¿Qué
importa?».
Sin embargo, los miembros de la
compañía se preocuparon mucho más
cuando empezaron a encontrarse mal.
Uno tras otro empezaron a sufrir
periódicos dolores de estómago y luego
ataques de diarrea alternados con
estreñimiento. Después sintieron que
perdían las fuerzas y notaron un
cansancio que restaba vivacidad a sus
actuaciones. Algunos, los que hacían los
números arriesgados —LeVie, Domingo,
Clover Lee, Lunes, Pemjean—, tuvieron
que acabar pidiendo a Florian o al
coronel Ramrod que los disculparan en
la próxima función y a menudo lo
hicieron minutos antes de que llegara su
turno, por temor de que los dolores o la
diarrea los sorprendieran en el trapecio,
la grupa del caballo, la cuerda floja o la
jaula de un animal salvaje.
Por suerte, en ningún momento
tuvieron que retirarse dos artistas a la
vez del mismo número, de modo que el
director ecuestre pudo prolongar otras
actuaciones para compensar el hueco.
Entre la gente del circo que trabajaba
fuera de la pista, sólo Dai Goesle y Carl
Beck resultaron afectados; todos los
eslovacos parecían inmunes a «lo que
pasaba». Luego, cuando a los enfermos
se les ocurrió comparar notas sobre lo
que habían comido y bebido
últimamente, todos coincidieron en dar
la culpa al agua herrumbrosa que habían
bebido en el comedor del hotel. Rusia
era el primer país que habían visitado
donde no se servía en la mesa agua
mineral embotellada, y todos habían
bebido el agua metálica de los grifos del
hotel Europa, despreciando el vodka que
sí se servía, y copiosamente, además.
Entonces Florian fue indignado al
mostrador de recepción del hotel, exigió
la cuenta y declaró que se llevaba a otra
parte a toda la compañía.
—¡Es vergonzoso! —exclamó—.
¡Se considera el mejor hotel de la
ciudad y sirve a sus huéspedes agua
contaminada!
—Gospodín Florian —dijo el
primer conserje con innegable
sinceridad—, toda el agua de Piter es
así, ya sea del grifo, de un pozo o de un
manantial. Es una carga que hemos
aprendido a soportar. No culpe de ello
al Evropéiskaya. Váyase si así lo desea,
pero encontrará la misma agua en
cualquier otro hotel.
Florian tuvo que creerle, pero
replicó con acritud:
—Por lo menos podría habernos
aconsejado que no la bebiéramos antes
de ponernos enfermos.
Al oír esto, el primer conserje
pareció genuinamente confundido. Abrió
los brazos y dijo:
—Gospodín Florian, le pregunto, de
hombre a hombre: ¿quién podía suponer
que una persona razonable bebería vodá
teniendo vodka a su alcance? ¿Por qué
cree que las dos palabras son tan
similares? Vodá es sólo agua; vodka es
el agua buena. También hay vino,
cerveza, coñac… incluso el chai carece
de impurezas porque ha hervido. —Se
apoyó en el mostrador y murmuró en
tono confidencial porque tenía que decir
una palabra vulgar—: ¿Me ha dicho que
su gente sufre dristlíva?
Como esta palabra significaba
literalmente «mierda líquida», Florian
contestó:
—Ejem… ah… diarrea… sí.
—Oj, esto es fácil de curar —dijo el
primer conserje—. Haré que nuestro
médico residente prepare una poción
curativa. Pronto se encontrarán todos
bien. Sólo dígales que, si han de beber
agua, la hiervan primero o beban
solamente agua embotellada.
—Bien… gracias, gospodín
commissionnaire. Y perdone mi
arrebato de genio. No nos marcharemos,
pero será mejor que me dé la cuenta
para saldarla hasta el día de hoy.
Una mirada a la cuenta casi provocó
en Florian un ataque instantáneo de
dristlíva allí mismo, ante el mostrador
de recepción. Sin embargo, el Florilegio
volvía a ser más que solvente, así que
pudo sacarse la bolsa del bolsillo de la
levita y contar la abrumadora suma en
imperiales de oro, rublos de plata y
copecs de cobre. Después, como ya no
tenía que hacer ninguna ostentación de
riqueza, repartió propinas razonables
entre el personal del hotel. Los
camareros, camareras y otros no
parecieron decepcionados, sino más
bien aliviados de que su huésped
hubiese recobrado por fin el sentido
común y continuaron sirviendo con buen
humor a la compañía.

La poción del médico residente —o más


probablemente la abstención de beber
agua del grifo por parte de sus enfermos
— devolvió con rapidez la salud a todos
los miembros de la compañía menos a
uno. De nuevo actuaron con energía y
demostraron un interés y un placer
renovados por todo cuanto los rodeaba.
Muchos de ellos descubrieron con
especial satisfacción que San
Petersburgo contenía nutridas
comunidades de otros extranjeros, a los
que conocieron y visitaron a menudo y
con quienes podían conversar en sus
lenguas nativas.
Cada una de estas nacionalidades —
inglesa, francesa, holandesa y alemana
— solía reunirse en un enclave diferente
de la ciudad, separadas entre sí y
también de los rusos. Solamente los
alemanes y holandeses se habían
integrado hasta el punto de ser rusos en
todos los aspectos menos de hecho y en
el de conservar el idioma propio como
«segunda lengua» y en su tendencia a
vivir agrupados. Hablaban ruso en todas
partes menos en sus casas, amueblaban
éstas al estilo ruso, con ostentación pero
descuidadamente, observaban las
costumbres y las fiestas rusas y en
muchos casos se casaban con rusos. La
razón estribaba en que eran los
extranjeros que llevaban más tiempo
residiendo en la ciudad pues eran
descendientes de la novena o décima
generación de armadores de barcos
importados de Hamburgo y Amsterdam
por Pedro el Grande para que le
ayudaran a construir la primera marina y
flota mercante de Rusia. Estos alemanes
y holandeses formaban la colonia
extranjera más numerosa y eran unos
diez mil en total.
Los mil ochocientos franceses y mil
quinientos ingleses residentes eran en su
mayoría miembros de los diversos
contingentes diplomáticos de sus
respectivos países o directores, agentes
o representantes de empresas extranjeras
con sucursales en San Petersburgo.
Todas las familias inglesas habían
aprendido el francés —más fácil de
aprender que el ruso— a fin de poder
comunicarse con sus homólogos locales,
y los franceses se negaban altivamente a
hablar o a reconocer otra lengua que no
fuese la suya. Así, pues, Daphne, Dai y
la mayoría de americanos y otros
miembros de habla inglesa del
Florilegio fueron acogidos cálidamente
en los hogares ingleses; y Pemjean,
LeVie, Rouleau y Domingo Simms eran
frecuentes invitados de las familias
francesas; y Carl Beck, Jörg Pfeifer,
Willi Lothar y también Domingo
entablaron amistad con los alemanes. El
políglota Florian, como es natural,
estaba a sus anchas con todos y cada uno
de estos extranjeros.
—Es una lástima que el capitán
Hotspur ya no esté con nosotros —dijo
—. A Ignatz le habría encantado conocer
a los holandeses locales. Y tengo
entendido que existe incluso una
comunidad gitana en una de las islas más
alejadas. A la vieja Mag le habría
gustado conocer a sus miembros.
Clover Lee solía acompañar a sus
colegas en las visitas a familias inglesas
y francesas, pero, como siempre, le
interesaba más conocer a la aristocracia
local. Como dijo a Florian:
—Una de cada tres residencias de
esta ciudad es el palacio de un duque,
príncipe o conde. Y me imagino que
esos hombres de nuestro público que me
devoran a través de los monóculos
ocultos en los puños de sus bastones
también deben de ser nobles. Tenga,
Florian —le alargó un periódico de
Piter— mire a ver si hay algún anuncio
romántico al que pueda contestar.
Florian recorrió las columnas de
densa escritura cirílica y denegó con la
cabeza.
—No a menos que quieras un
empleo de niñera o institutriz. Es
extraño… casi todos especifican
institutrices inglesas o escocesas. Y,
Dios santo, qué lista más larga de
curanderos ofreciéndose a curar, ejem,
ciertas dolencias. «Doctor Vasiliev,
especialista en la scabies grossa…» «El
doctor Aksakov cura enfermedades
íntimas…» «Doctor Chernyshvesky,
discreta entrada lateral al consultorio
del pasaje…» «Doctor Trediakovsky
para los que sufren la enfermedad del
coronel…» ¡Por todos los santos, la
enfermedad del coronel!
—Todos se refieren a la sífilis,
¿verdad? —preguntó con franqueza
Clover Lee—. ¿Acaso es una plaga
aquí? Nunca hemos visto estos anuncios
en ninguna parte.
—Dudo de que las… hum…
enfermedades íntimas estén más
extendidas aquí —dijo Florian—. Sólo
ocurre que los rusos son un poco menos
hipócritas a la hora de mencionarlas. Y
está claro que confían más en los
charlatanes. De todos modos, Clover
Lee, siento decepcionarte, pero ningún
noble o miembro de la realeza solicita
consorte.
—¡Maldita sea! ¿Cuándo va a dejar
que Zachary presente esa carta suya para
obtener una invitación a la corte?
—Ya he discutido este punto con él,
pero aún no hemos decidido nada. Si en
efecto la carta significa una función
especial, yo preferiría esperar a que la
corte abandone la ciudad para
trasladarse a uno de los palacios de
verano del zar. Por otro lado, ahora es la
temporada de todos los bailes, galas y
recepciones de la corte.
—Entonces deje que Zachary
presente en seguida la carta —instó ella
—. Preferiría tratar a los ricos que hacer
piruetas a caballo delante de ellos.
—Ya veremos, ya veremos. De
momento hay que esperar a que toda la
compañía se haya recuperado de nuestra
reciente indisposición.

La única que seguía indispuesta era


Lunes Simms. Aún faltaba a alguna
función, alegando retortijones, y cuando
subía a la cuerda floja se limitaba a
ejecutar con apatía el número del
deshollinador. Edge le preguntó por qué
no consultaba a otro médico en vez de
fiarse del facultativo del hotel, pero al
oír esto Lunes le miró con recelo y
contestó que no, que pronto estaría bien.
Sin embargo, cuando al cabo de unos
días no parecía mejorar, Edge habló con
Florian y llamaron a Pemjean al
despacho.
—El director ecuestre y yo estamos
preocupados por tu joven dama,
monsieur le Démon —dijo Florian—.
La ha instado a visitar a un médico.
¿Sabes por qué se niega?
Pemjean fijó la vista en un punto del
espacio, se retorció las manos, movió
los pies como un niño sorprendido en
una travesura y al final murmuró:
—Oui, monsieur le gouverneur, sé
por qué. Un médico sólo haría que
confirmar su estado, y ella teme que
usted lo desaprobaría… y quizá la
despediría del cirque. Entretanto, soy yo
quien visita a un médico.
Edge le miró con perplejidad.
—¿Qué diablos significa esto?
¿Lunes se halla en un estado, pero eres
tú quien va al médico?
Pemjean murmuró, casi
inaudiblemente:
—Il y a une polichinelle dans le
tiroir.
—¿Hay un títere en el cajón? —
repitió Edge, sin comprender. Pero
Florian exclamó:
—¿Mademoiselle Cinderella está
embarazada? Cómo, no puede tener más
de dieciséis o diecisiete años.
—Néanmoins… —murmuró
Pemjean, compungido y avergonzado—.
Le aseguro que he intentado convencerla
de que es demasiado joven, de que sería
mejor si… no me interpreten mal,
messieurs, me considero un buen
católico, pero en este caso…
Florian dijo, con acento un poco
frío:
—Recomiendas lo que creo que se
llama aborto terapéutico.
—Eh bien, el doctor Aksakov está
de acuerdo. Habla francés y le he hecho
comprender la situación. Puede
administrar ciertos fármacos o, si es
necesario, emplear ciertos instrumentos.
—¿De modo que es por esto que tú,
no ella, has consultado a este doctor…
Aksakov? El nombre me resulta familiar.
—¿Por qué tanta historia? —dijo
Edge—. Pese a su juventud, Lunes
debería ser capaz de dar a luz sin
problemas.
—Mais oui. He oído decir que las
hembras de su raza se reproducen como
conejos desde la más temprana
pubertad.
—Entonces ¿qué pasa? —preguntó
Florian—. ¿Eres contrario a la
paternidad? ¿O a cualquier vínculo que
te ate? ¿O sólo a las molestias que
representa? Debo decir que yo
personalmente no estoy entusiasmado
ante la perspectiva de que mi artista del
alambre esté inactiva durante varios
meses. Aun así, si Lunes quiere el
niño…
—Monsieurs, al abogar por un
avortement, no estoy pensando en ella,
ni en mí mismo, ni en el cirque. Tengo
miedo por el niño. —Pemjean dejó de
mover los pies, levantó los hombros,
miró a Florian a los ojos y dijo—: He
visitado al doctor Aksakov, y consultado
a otros médicos dondequiera que nos
deteníamos, mucho antes de saber que
Lunes estaba enceinte. Quizá recuerden
que cuando nos conocimos en aquel
hospice d’aliénés de Viena, les dije que
visitaba la clínica. Y es que padezco un
caso muy persistente de le mal
napolitaine. La chaude-pisse. La
chtouille.
—La blenorragia —resumió Edge.
—Ahora recuerdo dónde vi el
nombre de su doctor Aksakov —dijo
Florian.
—Nunca se lo he confesado a Lunes
—prosiguió Pemjean— porque una
mujer puede tener la gonorrhée y no ser
consciente de ello. Pero temo que si
tiene el niño, éste puede nacer ciego o
con otro defecto grave. El médico está
de acuerdo en que es lo más probable y
cree que lo mejor es provocar… un
aborto.
Florian se atusó la rala barba
blanca, meditó un minuto y luego dijo:
—Y yo también, aunque a
regañadientes, ahora que conozco todas
las circunstancias. Pero hay que decir la
verdad a la chica sobre la necesidad de
una acción tan drástica. —Pemjean dio
un respingo, pero no protestó—. Y para
que todos sepamos que ella comprende
perfectamente la situación, se lo dirás en
nuestra presencia.
Florian llamó a Banat y le envió a
buscar a Lunes.
Ella acudió, un poco temerosa, pero
no tanto como lo estaba Pemjean.
Florian empezó, con voz suave:
—No hay necesidad de que sigas
fingiéndote enferma, querida. Monsieur
le Démon nos ha confesado que estás…
ejem… esperando un niño. —Las
mejillas morenas de Lunes se tiñeron de
rosa por una mezcla de orgullo, timidez
y confusión—. No obstante, ahora
Monsieur le Démon tiene algo que
confesarte a ti.
Con la voz entrecortada por el
temor, tratando de evitar palabra
francesas y encontrar las inglesas más
sencillas, Pemjean hizo su abyecta
confesión. Lunes sólo pareció confusa.
Era evidente que no haba oído hablar
nunca de gonorrea, ni siquiera de sus
numerosos nombres en argot. Edge no
dijo nada, pero pensó que la verdad
sobre el despido de la compañía del
Turco Terrible y el subsiguiente
tratamiento por parte de Magpie Maggie
Hag de la dolencia de Meli Vasilakis
debió de guardarse muy en secreto si
Lunes no había oído ningún chisme al
respecto entre las mujeres. También era
obvio que Lunes había ignorado siempre
que la unión sexual pudiese tener otras
consecuencias además del embarazo
común y corriente, así que Florian se
sumó a la explicación, usando palabras
todavía más sencillas. Y entonces,
cuando por fin lo comprendió —o por lo
menos lo que ahora se exigía de ella—,
Lunes explotó en invectivas contra los
tres hombres, pero dirigiendo la peor
andanada contra Pemjean. Llorando,
temblando y hablando en pura jerga
negra, como si jamás hubiese recibido la
menor educación desde que abandonara
Virginia, le gritó:
—¡Tú enfermo y saber que estar
enfermo y joder conmigo sin importarte
un bledo que yo ponerme enferma y
ahora el niño también estar enfermo y ha
de morirse! ¿Saber qué, francés? Eres un
verdadero demonio, como dise siempre
ese tipo del número de los perros. ¿Y
saber otra cosa? ¡Eres un verdadero hijo
de puta! Me arrepiento de haber jodío
alguna vez contigo. John Fítz no haber
hecho jamás algo tan ruin. No
importarme que este bebé tenga que
morirse porque yo no querer nada de ti.
Y desirte otra cosa. Ese remolque en el
que viajabas sigue siendo mío. ¡Ahorita
mismo voy a botar todas tus cosas a la
nieve y no volverás a entrar ni tampoco
en mi habitasión del hotel! ¡Fuera de mi
vista! ¡Espero que te quedes en la nieve
hasta que se te caiga congelado ese
maldito colgajo enfermo!
Y salió, haciendo tambalear el
furgón rojo y dejando a los hombres casi
sordos por el portazo. Los tres
permanecieron en silencio un minuto.
Entonces Florian carraspeó y dijo:
—Tres cosas más. Monsieur le
Démon. Primera y principal, no confiaré
a esa chica a ningún charlatán que se
anuncie para conseguir clientela. Olvida
lo de llevarla a tu doctor Aksakov.
Pediré a que haga discretas
averiguaciones y yo mismo la
acompañaré cuando acuda al…
tratamiento. Segunda, tanto si te
reconcilias con Mademoiselle
Cinderella como si buscas a una
sustituta entre esta compañía, insisto (de
hecho, te recomendaría que eligieras a
una espectadora de las sillas) en que
tomes precauciones profilácticas cuando
te acuestes con ella. Seguramente
conoces el empleo que hacen los
franceses del baudruche como funda.
—Oui —asintió Pemjean,
compungido. Entonces, con un asomo de
cierto humor, añadió—: Procedo de un
pueblo de pescadores de la Picardie
donde todos los hombres usaban pieles
de anguila. Pero en nuestro pueblo
nacían más bastardos que en cualquier
otro de la costa. Nuestros hombres
siempre se olvidaban de coser los
agujeros de los ojos. —Soltó una risa
forzada, pero nadie le imitó—. Excusez,
monsieur. Ha dicho tres cosas.
—Sí. La tercera es ésta: hasta que
hagas las paces con Mademoiselle
Cinderella, si algún día las haces, te
aconsejo que no andes nunca por debajo
de su cuerda cuando ella esté arriba.
También podrías poner a un eslovaco a
vigilar a tus animales por si ella les
clava erizos bajo la cola para
enloquecerlos. Y cuando trabajes con
ellos en la pista, procura saber dónde
está ella.
—Ma foi! —exclamó Pemjean,
aturdido, y salió precipitadamente del
furgón.
—Creo que yo también iré a dar un
paseo —dijo Edge poniéndose el gran
abrigo de tejón—. Me conviene un poco
de aire puro.
Florian, que se había vuelto hacia
sus libros de contabilidad, observó
distraídamente:
—Está nevando. Ha estado nevando
toda la tarde y no barrerán las calles
hasta mañana. No te hundas en un banco
de nieve si no quieres congelarte el
colgajo.

Era después de la función nocturna,


alrededor de medianoche, por lo que ya
estaban apagadas las teas que
flanqueaban la entrada al recinto del
circo. Sin embargo, los treinta
centímetros de nieve blanda brillaban
con su propio pálido resplandor e
iluminaban el camino. Caminando
pesadamente, Edge vio, tras la cortina
de grandes copos de nieve que caían
inclinados por el viento, otra figura con
abrigo de piel que había salido antes
que él del recinto. Era un abrigo de
martas de bosque, así que debía de ser
una mujer, y andaba más despacio que
él, entorpecida por los grandes chanclos
de goma. Edge no tardó en alcanzarla y
reconoció en ella a Domingo Simms.
Cuando ésta vio quién estaba a su lado,
le dirigió una sonrisa de bienvenida.
—¿Vas a una de tus visitas sociales
a la comunidad extranjera? —preguntó
él.
—No, sólo he salido a pasear —
respondió ella—. Lo hago a menudo
cuando quiero estar sola. Por lo menos
cuando las noches son cálidas como la
de hoy. No podemos estar muy por
debajo del punto de congelación.
—¿No crees que podría ser
peligroso? ¿Una muchacha bonita sola
en la oscuridad de las calles?
—Nunca es oscuro del todo en la
ciudad. Los peterburgueses se acuestan
tarde, así que hay muchas luces. Y no
creo que las calles estén demasiado
llenas de ladrones y asesinos. De día he
visto incluso al zar y la zarina paseando
a pie por el Nevskiy Prospekt. Pasean
como personas corrientes, sin escolta ni
séquito, sólo con uno o dos de sus hijos
y algunos servidores para que les lleven
las compras que hacen por el camino.
—¿No me tomas el pelo? ¿Qué
aspecto tienen unas personas tan
encumbradas?
—Bueno, son encumbradas de
estatura, desde luego. No gordas, pero
altas. Nunca había visto una familia tan
gigantesca. Todos son más altos y tienen
los hombros más anchos que tú. Y el
príncipt heredero, el joven Alexander,
debe de medir un metro noventa.
—No es extraño que no necesiten
escolta —dijo Edge.
—¿Y te has fijado —preguntó ella—
en esos zapatos con suelas muy gruesas
y tacones altos que llevan muchos
hombres? Debe de ser porque la familia
real es tan alta. Los hombres bajos
deben de considerar su baja estatura
como una desgracia.
—Sí —asintió Edge, divertido—.
Pero esto no los hace parecer mas altos.
Tienen aspecto de hombres bajos
andando con zancos.
Ya habían salido del jardín de
Táuride, y se encontraban en la calle
Kirochnava, que iba de este a oeste. Él
dijo:
—Sólo he salido a ver la ciudad de
noche. Si deseas estar sola, podemos
separarnos aquí.
—No, paseemos juntos. Si quieres.
—Y añadió, un poco en broma—. Nunca
me siento más sola que cuando estoy
contigo. Así ambos se dirigieron al
oeste, hacia el centro urbano, pero se
quedaron en las calles interiores, sin
acercarse a la gélida orilla del río.
Incluso allí, entre los edificios, el viento
constante del sudoeste los azotaba y
blanqueaba de nieve la parte delantera
de sus abrigos oscuros. El viento
también impedía que se congelasen las
aguas del canal, incluso a esta hora en
que pocos barcos las surcaban,
lanzándolas por encima de los bordes de
piedra, y salpicando la nieve de las
aceras con trozos de hielo que Edge y
Domingo pisaban con un chasquido.
Asimismo el viento hacía oscilar los
postes de las farolas, de modo que las
lámparas de gas se inclinaban,
chirriaban y crujían, tocando en las
calles silenciosas un concierto no
discordante que todos los visitantes de
San Petersburgo recordaban siempre
más como el tema musical de las noches
invernales de la ciudad. Mientras
Domingo y Edge seguían andando en
línea recta por la nieve ya blanda, ya
crujiente, sus sombras los acompañaban
como niños traviesos. Las farolas
oscilantes apiñaban sus sombras muy
cerca de sus pies o las alargaban y
lanzaban hacia adelante, hacia atrás y
hacia los lados en un baile continuo y
vivaz.
Las calles y avenidas estaban vacías
de gente y tráfico de vehículos,
exceptuando al raro transeúnte solitario
que no había salido, como Domingo y
Edge, para disfrutar de la noche nevada
y su aire tonificante como el vino
blanco, sino que caminaba apresurado
con la cabeza baja hacia algún refugio.
Sin embargo, como había dicho
Domingo, los peterburgueses no se
acostaban temprano, así que, incluso
donde las farolas estaban distanciadas
entre sí, brillaban muchas luces en las
ventanas de las residencias. Y había
además otras luces. La altísima aguja
del Almirantazgo era siempre visible
delante de ellos porque de noche estaba
iluminada por focos oxhídricos situados
en el tejado del edificio. Su capa de oro
refulgía y podían ver incluso la corona y
el barco de la veleta dorada de la punta.
La luz dorada de la aguja era reflejada
por el hielo del Nevá hacia las nubes
bajas, pintándolas de un tono naranja
pálido, y ellas la reflejaban a su vez
hacía abajo, y el manto de nieve de la
ciudad la volvía a reflejar hacia
arriba… de modo que todo el centro de
Piter estaba bañado aquella noche por
un resplandor apacible, feliz, romántico,
casi mágicamente dorado.
Edge no pudo por menos que notar
que aquella luz hacía aún más radiante
la tez morena de Domingo y que
centelleaba en los cristales de nieve
aprisionados en sus largas pestañas.
Entonces vio que también destellaba en
un broche sujeto a la solapa de su abrigo
y le dijo en broma:
—Uno de tus ricachones te ha
regalado una joya.
Ella miró el broche y contestó:
—Me lo he comprado yo. Estos
broches de fantasía están muy de moda
aquí entre la gente pobre que no puede
comprarse oro y joyas. —Lo desprendió
y lo alargó a Edge. Sólo era acero, pero
cortado en afiladas aristas y pulido hasta
darle un brillo casi de plata de ley—. Se
llaman diamantes Tula —añadió—. El
nombre es humorístico y desdeñoso al
mismo tiempo. Tula es una ciudad de
fábricas de acero situada al sur de
Moscú. La Sheffield de Rusia, supongo.
Edge la observó con admiración
mientras le devolvía el broche.
—Dondequiera que te encuentres,
pareces enterarte de todo respecto al
lugar. Siempre estás aprendiendo,
¿verdad?
—Sí —respondió ella sin falsa
modestia—. Me gusta sobre todo
enterarme de las cosas poco conocidas
de los lugares que visito. Ha sido una
gran ayuda hablar con tantos residentes
extranjeros. Por ejemplo —adoptó la
voz autoritaria de una guía turística—,
aquí tenemos la Escuela de Cantantes de
la Corte y entramos en la grande y vacía
plaza del Palacio, que tiene
cuatrocientos metros de longitud y
anchura.
—Dios mío, crucémosla corriendo
—dijo Edge—. Creo que todo el viento
se ha concentrado aquí. Casi no queda
nieve sobre los adoquines.
Domingo no le hizo caso y continuó
en tono pedante:
—Cualquier guía puede decirte que
esa columna solitaria que hay en medio
de la plaza vacía es la Columna de
Alejandro, erigida para conmemorar la
derrota de Napoleón, que está hecha de
granito rojo finlandés, que es el
monolito más alto del mundo construido
por el hombre y que…
—Lo creo, lo creo. Vamos, niña,
anda más de prisa.
—No me llames niña. —Luego dijo,
pero ya no en tono de guía—. Todo esto
puedes leerlo en un libro, pero yo puedo
decirte algo muy gracioso sobre la
Columna de Alejandro. —Rió—. Las
ancianas tímidas no permiten a sus
cocheros que se acerquen a ella. Están
seguras de que una cosa tan alta y tan
expuesta al viento se caerá algún día.
—Esto también lo creo —jadeó
Edge, haciéndola correr ahora sí través
de la ventosa plaza y conduciéndola
bajo las altas arcadas del edificio del
Estado Mayor hacia una calle lateral
más protegida—. ¡Uf! Vaya, para ser una
hija de los trópicos, pareces inmune al
tiempo frío.
—¿Trópicos? Sabes tan bien como
yo que Virginia puede ser igual de frío,
ventoso y nevado en pleno invierno.
—Quería decir… —dijo él, pero se
detuvo.
Había estado a punto de nombrar a
África y Domingo lo sabía y sus ojos
despidieron reflejos acerados como los
de su diamante de Tula.
Así continuaron andando un rato,
todavía de lado pero a cierta distancia
el uno del otro. Domingo guardaba un
silencio colérico malhumorado. Edge
callaba, avergonzado y arrepentido,
buscando en su mente un tema inocuo
que pudiese abordar, y por fin pregunto:
—¿Cómo es que Lunes y tú sois tan
diferentes?
—No lo somos —contestó ella, de
mal talante—. Somos idénticas, las
mismas medidas de pecho, cintura y
cadera, la misma estatura, el mismo
peso, incluso la misma piel clara.
—¡Oh, maldita sea, basta ya,
Domingo! ¿Quieres que finja que eres
blanca como una anglosajona? ¿Cuál de
nosotros sería más tonto y ridículo, tú
por quererlo o yo por fingirlo? ¿No
preferirías gustarme por ser tal como
eres?
Ella contestó con humildad:
—Mientras… te guste, no me
importa el motivo.
—Bueno, pues cuando te he hablado
de Lunes lo he hecho admirando lo que
eres y lo que has conseguido ser. Me
refiero a que hablas el inglés mejor que
cualquier maestra de escuela y has
trabajado con el mismo ahínco en otras
lenguas y en todas las clases de
educación. Y te… interesas por las
cosas. A Lunes sólo le interesa Lunes.
Mientras pensaba en esto, Domingo
se acercó un poco más a él.
—No sé en qué consiste la
diferencia. Las tres hermanas nacimos
dentro de la misma hora, pero yo salí
primero. A veces me he preguntado si
esta secuencia significa algo, incluso en
familias en que los hijos se llevan años,
y si el primogénito recibe más vigor,
talento e intelecto mientras los demás
los heredan en menor cantidad. Desde
luego tal pareció ser el caso con
nosotros los Simms. Lunes nació
después de mí y no desea esforzarse,
sólo esperar, como la otra Cenicienta, a
que llegue el Hada Oportunidad y
reconozca su gran valor y la haga rica o
famosa o lo que esté esperando. Y la
pobre Martes, la última en nacer…
bueno, ya la recuerdas. No tenía nada de
jugo, era casi invisible.
—Una secuencia. Es interesante tu
teoría —observó Edge—. Pero según
ella tú serías un mero accidente
afortunado de la naturaleza y no tendrías
ningún mérito por lo que has
conseguido.
Domingo no hizo ningún comentario.
Se había detenido para mirar a su
alrededor y ahora se echó a reír.
—¿Sabes dónde estamos, Zachary?
—Era un barrio donde todos los canales
parecían encontrarse y comunicarse y
las islas que había entre ellos tenían
todas unos enormes y oscuros almacenes
alternados con hileras de casas muy
poco rusas, con aleros inclinados y
curvados. Las calles eran tan estrechas
que el viento era sólo un rumor sobre
los tejados y allí abajo caía una nieve
vertical y suave—. Esto es Nóvaya
Gollándaya.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es eso?
—Nueva Holanda. La comunidad
holandesa. Estamos más abajo del
puente Nicolás. Pronto llegaremos al
golfo.
—Entonces, será mejor que
volvamos hacia el este —dijo Edge y
enfilaron una calle en más o menos
dicha dirección—. Tus amigos
extranjeros te han enseñado muy bien su
ciudad.
—Da, sámiy poléznyi —contestó
ella alegremente—. Lo cual significa
«sí, muy útil». También me enseñan
frases útiles en ruso. Incluso sé decir
«ya lyublyú tebyá». —Como Edge no
preguntó el significado, ella añadió con
melancolía—: Pero no tengo a nadie a
quien decirlo.
—Dime… —empezó Edge y titubeó.
—¿Sí? —le animó en seguida
Domingo.
—¿Os hacéis muchas confidencias
fraternales Lunes y tú?
Este barrio era más oscuro, al estar
tan lejos de la dorada radiación del
Almirantazgo, y no había faroles.
Andaban por el centro de la calle
desierta, orientándose por la pálida
luminosidad de la propia nieve. Por esto
Edge no vio la mirada de exasperación
que le dirigió Domingo, quien suspiró y
dijo:
—Antes sí, pero ahora casi nunca.
Nos hemos apartado un poco. ¿Por qué?
¿Hay algo que deberíamos contarnos?
—No… no… ha sido una idea.
De modo que Lunes ni siquiera le
había hablado de su embarazo, pensó
Edge con cierto alivio. Era probable,
pues, que no revelara el triste resultado
del mismo.
Domingo continuó:
—Se abre una brecha cada vez más
ancha entre las mujeres solteras y
casadas, incluso aunque sean hermanas.
Claro que Lunes no está lo que se dice
casada, pero ahora lo está prácticamente
con dos hombres a la vez. Y yo aún soy
una solterona.
—Oh, por Dios, ¿a tu edad? Una
solterona es una vieja reseca que lleva
cofia y se sienta a hilar junto a la
chimenea con una rueca. —Una
perspectiva muy tentadora.
—Quizá aquí en Piter, donde puedes
tratar a toda clase de gente, encontrarás
al marido perfecto. Tal vez uno de esos
prósperos directores ingleses con
paraguas plegables.
En esta ocasión Edge vio la mirada
de ella porque se habían detenido en un
puente corto y arqueado que cruzaba un
canal estrecho y al otro lado había una
taberna cuyas ventanas muy iluminadas
proyectaban alegres rayos de luz sobre
la nieve hasta donde estaban Edge y
Domingo, y también oyeron música de
balalaika sel canto de fuertes voces
masculinas.
—¿Sabes dónde estamos ahora? —
preguntó Domingo.
—No tengo la menor idea.
—¿Puedes leer el letrero clavado
sobre la puerta de la taberna? Edge
aguzó la vista y respondió:
—No hay nada escrito. Sólo algo
pintado que parecen unos labios rojos.
—Un acertijo, sí. El tabernero se
llama Kissman y su taberna es muy
frecuentada por los muchachos de la
Escuela de Cadetes de la Armada. Está
allí —señaló—. En parte por el nombre
del propietario y el nombre de la
taberna, y en parte porque los cadetes
pasean por aquí con sus novias, este
pequeño puente se llama Potselúy
Mostík, puente de los Besos. —Hubo un
largo silencio, hasta que ella añadió
tímidamente—: ¿No deberíamos ayudar
al puente a merece, su nombre?
Edge se apoyó en la barandilla y
miró hacia el canal. Allí el agua al
abrigo del viento, estaba cubierta con
una delgada capa de hielo que sin duda
se espesaba por minutos. «Más o menos
como yo» pensó Edge. Entonces, de
repente, por debajo del puente de los
Besos se deslizó un barco cargado de
nabos y remolachas, gobernado por un
mujik solitario, y el hielo crujió y se
partió a su paso.
Edge se volvió hacia Domingo, se
inclinó y le rozó apenas los labios. Pero
Domingo le echó rápidamente los brazos
al cuello, se puso de puntillas, lo atrajo
hacia sí y lo besó con ardor. Su falta de
experiencia era conmovedora, pero sus
labios suaves y el beso dulce,
persistente y delicioso hicieron que
Edge se preguntara por qué había
resistido tanto tiempo. Sin embargo, en
seguida se le ocurrieron muchas otras
cosas. No apartó a Domingo cuando ésta
acabó por fin de besarle y retrocedió un
poco para decir sin aliento: «Ya lyublyú
tebyá», pero le preguntó casi
bruscamente:
—¿Significa esto lo que me
imagino?
—Son las tres famosas palabritas.
No son tan pequeñas en ruso, ¿verdad?
Ya lyublyú tebyá.
—No son pequeñas en ninguna
lengua, Domingo. De un modo o de otro,
pueden alcanzar un gran tamaño, así que
no me las digas. Te aprecio, sí. Siento un
gran afecto por ti, pero podría ser tu
padre, y tú, a pesar de tus modales,
aspecto y conversación de adulta, eres
todavía demasiado joven para saber lo
que quieres.
—Zachary, ¿te he besado como si no
supiera lo que significa? —Sus ojos
eran grandes y brillaban de felicidad a
la luz de la taberna de Kissman—.
Durante un momento tú me has devuelto
el beso como si también significara algo
para ti.
—Calla. No se repetirá. Esta misma
noche he visto cómo se pueden torcer
las cosas para una chica que se precipita
en ser mujer. Guárdate esas palabras,
Domingo, y espera. Un día encontrarás a
un pretendiente de edad más parecida a
la tuya, más apropiado para ti en todos
los aspectos, y entonces lo sabrás de
verdad. Espera.
—Está bien —respondió ella, con
calma—. Esperaré. —Ahora estaba de
espaldas a la taberna, por lo que Edge
no podía ver que sus ojos castaños
seguían brillando, incluso sin la luz
artificial—. Esperaré lo que haga falta.
—Estupendo. Este es el sentido
común que admiro en ti.
Continuaron andando y Edge, para
reparar su brusquedad, cogió de la mano
a Domingo. Llevaba un guante de piel,
así que Domingo la retiró al momento,
se quitó el guante y volvió a poner la
mano cálida en la de Edge. Caminaron
así, cogidos de la mano, sin hablar pero
compartiendo un silencio de
compañerismo. Cruzaron otro canal y
llegaron a otra espaciosa plaza y en ésta
había mucha gente, pese a la hora
avanzada, que agitaba antorchas y
desplegaba una gran actividad.
—El mercado —dijo Domingo.
Casi todos eran campesinos, al
parecer recién llegados del campo,
toscamente vestidos con los informes
abrigos largos y las informes botas de
fieltro. Montaban tenderetes y puestos y
los llenaban de balas de heno y cueros,
cestas de hortalizas invernales y
bandejas de pescado seco, ahumado y
salado. Uno de los mujiks era el hombre
de los nabos y remolachas que Edge
había visto antes. Moviéndose vigilantes
entre la multitud, había también
numerosos gorodovóis uniformados que
hacían girar sus porras con ostentación.
—Será mejor que nos alejemos
pronto de aquí —dijo Domingo—. No
es un buen lugar para entretenerse.
Dicen que es el punto de reunión de los
peores delincuentes: rufianes, ladrones y
quizá incluso navajeros.
—Yo también he oído hablar de este
lugar —contestó Edge—. En los tiempos
anteriores a la liberación de los siervos
por el zar era igual que los mercados de
esclavos de nuestro Dixie. Aquí se
podría vender un ternero por un par de
rublos, pero un siervo corpulento
llegaría a valer mil… más o menos el
precio de un buen jornalero en nuestra
patria.
—Me pregunto qué valdría una
mulata joven —dijo Domingo. Era la
primera vez que Edge la oía mencionar
su color sin amargura en la voz. Volvió
la cabeza para sonreírle—: ¿Habrías
pujado por mí, Zachary?
—Lo dudo. —El rostro de ella se
ensombreció—. Oh, no lo he dicho en
este sentido. Verás, mi familia era pobre
también. Nunca poseímos un esclavo.
Poca gente lo poseía en las partes
montañosas de Virginia. Y el resultado
fue que nuestros muchachos del Blue
Ridge lucharon en esa maldita guerra y
murieron luchando por las familias ricas
de las llanuras que tenían plantaciones y
esclavos.
—Como los Furfew —murmuró
Domingo—. ¿Sabes? Es extraño, pero
apenas recuerdo haber sido esclava. Y
me alegro de que tú no murieras,
Zachary.
Ya habían pasado el mercado y
caminaban por la ancha calle Sadóvaya,
donde aún encontraron más gente
paseando a aquella hora. Una veintena o
más de mujeres —la mayoría jóvenes y
bastante bonitas, aunque quizá con un
exceso de colorete, vestidas con abrigos
baratos de piel de lobo pero faldas
multicolores debajo de ellos—
empuñaban grandes escobas de ramas y
barrían la nieve del adoquinado,
vigiladas por media docena de
aburridos gorodovóis.
—¡Dios mío! —exclamó Domingo
—, no sabía que San Petersburgo tuviera
unas barrenderas tan atractivas.
—No son barrenderas por vocación
—explicó Edge—. Ahorran a la ciudad
el coste de dichos empleados. Ya las he
visto otras veces, a éstas u otras
parecidas, durante mis paseos. Son…
bueno, mujeres de la noche, si sabes lo
que esto significa.
—Claro que lo sé. Pero las
prostitutas no suelen hacer esto.
—Bueno, debe de haberlas detenido
la policía por… ejem… abordar a
hombres por la calle o incluso por
pasear solas y dar la impresión de
querer hacerlo. Recuérdalo, Domingo,
cuando salgas a dar un paseo. Las
encierran en la comisaría, luego las
sacan al amanecer para barrer las calles
como castigo y las sueltan.
—Pobres mujeres —dijo Domingo.
Edge comprendió de repente lo que
acababa de decir.
—¿Amanecer? Si están barriendo,
casi debe de haber amanecido! —
También se dio cuenta de que el aire
estaba impregnado de un olor dulzón que
se infiltraba por todo San Petersburgo a
primera hora de la mañana: el aroma del
pan caliente, recién cocido—. Dios mío,
Domingo, hemos estado paseando y
hablando toda la noche. ¿Cómo ha
pasado el tiempo?
—Para mí, del mejor modo que
podía pasar.
—Toda la noche, cuando podíamos
estar en la cama.
—Bueno, no —dijo ella, con una
expresión inescrutable—. Esto aún
habría sido mejor.
—Pronto, pronto, niña. Sé que debes
estar muy cansada y soñolienta. Ya
estamos cerca del hotel. Si no
desayunas, puedes dormir hasta la hora
de comer. Te pido perdón por haberte
mantenido levantada hasta estas horas.
Supongo… supongo que gozaba
demasiado de la noche para darme
cuenta. Pero lo siento.
—No lo sientas, Zachary. Hagamos
lo que hagamos, no quiero que te
arrepientas nunca de ello.
6
—Herr gouverneur —dijo Willi—, tras
una búsqueda diligente pero discreta, he
encontrado a una doctora muy respetable
que está dispuesta a encargarse de…
nuestro problema médico. No
entusiasmada, pero dispuesta. No le he
dado mi tarjeta del Florilegio, sino mi
tarjeta de visita personal. Cuando le he
dicho que he cometido el error de dejar
embarazada a una mulata, contagiándole
además la gonorrea, ha dicho que no le
sorprende saberlo de uno de los locos
Wittelsbach de Baviera. Aquí están las
señas. También le he dicho que el padre
de la muchacha la llevaría a su
consultorio.
—Te agradezco tus buenos oficios
—respondió Florian—, pero no sé si te
agradezco que me hayas asignado el
papel de padre de una mulata.
—¿Cómo cree que me he sentido yo
en el papel de seductor? —replicó
Willi, picado—. ¿Cuántos Wittelsbach
cree que deben revolverse en sus nobles
criptas ante esta nueva mancha con que
he salpicado su nombre?
—Tienes razón en reprochármelo,
Willi. Te lo agradezco mucho.
Así Florian llevó a Lunes a la
clínica de la doctora Bestushev, que le
recibió muy seria y temerosa, pero, al
parecer, resignada. Florian intentó
entablar una conversación cordial con
ella por el camino, pero sólo obtuvo
gruñidos como respuesta. También
intentó dialogar alegremente con el otro
facultativo, pero éste le dirigió una
mirada desdeñosa y le dijo que volviera
a recoger a su «hija» por la mañana.
Cuando Florian volvió al día
siguiente, la tez morena de Lunes había
palidecido hasta adquirir un matiz beige
y se sentía débil, pero dijo que la
intervención no había sido tan dolorosa
o molesta como había temido. Esta vez
la doctora condescendió en hablarle
brevemente en privado:
—Supongo que comprende,
gospodín, que su malogrado nieto
podría haber sido otro Pushkin. Ese gran
poeta tenía algo de sangre negra, ¿sabe?;
su bisabuelo era abisinio. Como es
natural, su nieto también podría haber
sido… Bueno, no cabe duda de que
usted y el padre han hecho lo que
debían. En cualquier caso, aquí tiene las
medicinas para curar a su hija de la
enfermedad del polkóvnik. Estos
calomelanos —eran de un color
mortecino y tenían forma de ataúdes en
miniatura— deben tomarse tres veces al
día. Esta solución de argirol es para
irrigar el interior de sus partes
pudendas. Asegúrese de que lo hace sin
falta por la mañana y por la noche.
Mientras llevaba a Lunes al Jardín
de Táuride, Florian repitió las
instrucciones de la doctora y le hizo
prometer que las observaría.
—No se preocupe —dijo ella—. Me
limpiaré. No quiero trasas de ese hijo de
puta.
—Los demás miembros de la
compañía creen que has ido a una
clínica a curarte la infección intestinal
que te ha durado más que a nosotros.
—Muy bien. No es fásil que me
jacte de lo ocurrido. Estoy harta de ese
señor Demonio y casi harta de todos los
demás hombres del mundo. He pensado
en volver a ser virgen.
—¿Qué?
—Incluso he pensado en ir a uno de
esos lugares… donde sólo hay monjas.
—¿Un convento? No creo que
puedan devolverte la virginidad.
¿Sientes una repentina vocación
religiosa?
—No, pero me puedo divertir casi
tanto en la cama con mujeres como con
hombres y no tendría que preocuparme
de que introdujeran colgajos o bebés.
—Bueno, no tomes los hábitos
todavía. Estamos preparando un par de
sorpresas para tu regreso a la compañía.
Una es una novedad en tu número.
Después de ser aplaudida por el número
de Cenicienta en la cuerda floja, bajarás
y harás un bis. Brutus y César
mantendrán tirante una cuerda con sus
trompas y tú andarás sobre ella. O
bailarás y darás saltos mortales, lo que
quieras.
—Hum… suena bonito. —Entonces
se encabritó—: Pero sólo lo haré si
Hannibal se cuida de los elefantes,
¿entendido? No quiero que el señor
Demonio se acerque a mí o a mi número.
Era el contrito Pemjean quien había
tenido la idea y quien se apresuraba a
adiestrar a Peggy y Mitzi para ponerla
en práctica, pero Florian accedió:
Abdullah se encargaría de los elefantes
en esta actuación.
—Ha dicho un par de sorpresas.
—Aún no estoy seguro de cuál será
la segunda, pero hoy nuestro
Chefpublizist, que se presenta de nuevo
como el barón Wittelsbach, visita el
palacio de Invierno para entregar la
carta de presentación del coronel
Ramrod a la zarina María
Alexandrovna. O en todo caso al
primero de sus chambelanes o damas de
honor a quien pueda conseguir acceso.
Así que todos podemos ser invitados a
una audiencia personal o a un té íntimo o
a una soirée o a un baile de disfraces,
quién sabe. Lo seguro es que pronto
trataremos con miembros de la realeza.
—Supongo que esto es mejor que
tratar con monjas. Está bien, me daré
prisa por estar sana y fuerte para volver
a esa cuerda.
En el recinto del circo, Willi ya
estaba de vuelta del palacio y contó:
—Como es natural, al ir sin
anunciarme y sin invitación, no me han
llevado a presencia de su majestad
imperial, pero he puesto la carta en
manos de una graciosa condesa, Varvara
Nikolayevna Jvoshchinskaya, quien,
estoy seguro, la entregará a su
destinataria. De modo que ahora —
extendió las manos— sólo nos queda
esperar.

Lunes volvió a la cuerda floja al cabo


de sólo dos días, alegando estar
perfectamente bien y dando esta
impresión. Florian la presentó al
público como Gosposhyá Zolushka, la
traducción rusa de «Mademoiselle
Cinderella», a tiempo para que fuera
vista y admirada por Vassily Marchan
del Tsirk Cinizelli, quien aquel día
realizó su prometida visita al Florilegio.
Como al resto del público que atestaba
la carpa, le impresionó mucho el número
del deshollinador y le divirtió en gran
medida el bis en la cuerda sujeta por los
elefantes, porque la enana Grillo —en
ruso Syverchok— había añadido un
toque cómico al nuevo número antes de
que fuera presentado.
Mientras Gosposhyá Zolushka
saludaba desde la alta plataforma,
Abdullah entró en la pista conduciendo a
Brutus y César y la enana entró con
ellos, esforzándose por andar con el
peso de un rollo de cuerda sobre cada
hombro. Iba maquillada de payaso y
llevaba un abrigo viejo y enorme,
reliquia del difunto Alí Babá. Después
de dar a Brutus el extremo de una
cuerda, Syverchok competía con el
elefante tirando del otro extremo, en una
parodia del número anterior del
Hacedor de Terremotos. Entonces el
elefante César alargaba la trompa y
cogía un extremo de la otra cuerda. Por
un momento parecía que la enana iba a
partirse en dos, agarrada a un extremo
de cada cuerda mientras los otros
extremos eran estirados inexorablemente
por los dos elefantes, que se alejaban de
ella en direcciones opuestas. El público,
que se había reído de los esfuerzos de
Syverchok, ahora contenía la respiración
ante su inminente desmembramiento. De
hecho los elefantes la levantaban en el
aire al tirar de las cuerdas, cuyos
extremos ella seguía agarrando
tercamente. Entonces el público volvió a
reír cuando la enana se quitó el abrigo y
cayó de pie sobre el serrín, ligera como
una pluma, revelando que las dos
cuerdas eran en realidad una sola,
pasada por dentro de las mangas del
gran abrigo, que permanecía colgado de
ella.
Para entonces Gosposhyá Zolushka
ya había descendido de la plataforma y
montado sobre la cabeza de César, y
ahora bajó bailando por la trompa del
elefante hasta la cuerda tensa, hizo un
rápido bis de su número anterior y
concluyó tropezando con el abrigo
colgado de la cuerda y fingiendo caerse
con exagerados movimientos. El público
volvió a contener el aliento y a reír de
nuevo cuando Abdullah dio una orden y
los dos elefantes se acercaron
lentamente entre sí y bajaron con
suavidad a Zolushka hasta el suelo,
donde saludó varias veces, junto con la
pequeña Syverchok.
Marchan aplaudió y pisoteó con
tanto entusiasmo como los demás
espectadores y exclamó dirigiéndose a
Florian:
—Prevosjódnyi! Le envidio su
colección de talentos. Últimamente sólo
he añadido a mi tsirk un hombre fuerte
que no habla. Supongo que no podría
convencerle a usted para que me cediera
a algunos de sus artistas.
—Supone bien, Gospodín Marchan.
En realidad, también yo estoy siempre al
acecho de nuevos artistas. Discúlpeme,
pero ahora debo conducir la cabalgata
final.
Cuando se dispersó la cabalgata,
Florian volvió al lado de Marchan,
quien dijo:
—Comprendo muy bien que no
desee disminuir su compañía, pero quizá
consentiría en hacerlo por razones
humanitarias.
—¿Cómo? ¿Acaso le parecen
maltratados algunos de ellos?
—Nyet, nyet, nyet. Claro que no.
Pero dígame, ¿cómo adquirió a esos tres
saltimbanquis coreanos?
—Los encontré sin recursos,
perdidos, hambrientos y desorientados
en Baltimore, un puerto de la costa
oriental de los Soyedinénnye Shtáti.
¿Cómo ha sabido que son coreanos?
—Llegué hasta Corea en alguna
ocasión cuando atravesé Siberia con mi
tsirk. Si estos hombres estaban sin
recursos en un puerto de mar, tak, quizá
intentaban volver a su país.
—No tengo ni idea. Ninguno de
nosotros habla su lengua.
—Yo la hablo a mi manera. ¿Podría
formularles la pregunta?
—No faltaría más. —Florian envió a
un peón a buscar a los hermanos Kim.
—Mientras tanto —dijo Marchan—,
podría mencionar que ambos tenemos un
nuevo competidor. Una feria ambulante
ha acampado a la orilla del río, bajo el
Jinete de Bronce. Sólo tiene una kolesó
muy tosca, hecha a mano, y un saláski
cubierto de hielo. Y por descontado los
tenderetes y puestos de rigor donde se
venden baratijas, dulces y bocados
calientes.
—Sé qué es una kolesó —dijo
Florian—, una de esas ruedas verticales
con barquitos oscilantes, pero ¿qué es un
saláski?
—Hum… algunos lo llaman
«montaña inglesa». Marchan procedió a
describirlo y Florian le interrumpió: —
Ah, sí. Lo que en el oeste se llama
tobogán.
—En cualquier caso, bromeaba al
hablar de competencia. Las sencillas
atracciones de una feria sólo atraen a los
niños.
—Creo —dijo Florian— que iré a
invitar a su propietario a que se traslade
a nuestro recinto. Podría beneficiar tanto
a su negocio como al nuestro. Aparte de
que me gustaría volver a tener una
avenida frente a mi carpa.
Llegaron los hermanos Kim, un poco
aprensivos, como siempre que ocurría
algo fuera de lo habitual. Pero sus
rostros se iluminaron cuando Marchan
los saludó con «Anyong hasimnika?» y
ellos respondieron al unísono, muy
contentos: «Ne, komapsumnida!»
Marchan habló un rato con ellos y luego
se volvió hacia Florian:
—Sólo hemos intercambiado unas
frases banales. Ahora les preguntaré si
desean regresar a Corea. —Y dijo a los
hermanos—: Hanguk e tora ka yo. Chip
e tora kago sip’o hase yo?
Se quedaron atónitos y gritaron a
coro:
—Ne! Ne! Ne!
—Por lo visto no quieren ir —dijo
Florian—. Dicen que no.
—En coreano, ne significa sí —
explicó Marchan—. No es ani. —Y de
hecho ahora los Kim saltaban con un
evidente arrebato de alegría, repitiendo
a gritos: «Ne! Ne!» Marchan les habló
de nuevo y después dijo a Florian—:
Desean ir a su patria y les he dicho que
este verano viajaré en esa dirección.
Hace poco decidí llevar a mi tsirk hacia
el este en lugar del sur cuando
abandonemos Piter. A través de Siberia.
—¿Hasta la lejana Corea? —
preguntó Florian, asombrado—. Pero si
debe de estar a cinco mil kilómetros de
aquí.
—No llegaré hasta Corea, nyet, pero
si llevo a estos hombres hasta la frontera
de Manchuria, no les resultará difícil
hacer el resto del camino.
—Seguramente no habrá ciudades lo
bastante grandes entre aquí y Manchuria
para que el viaje sea rentable.
—Es cierto, no las hay, pero ya he
viajado hasta allí. Quizá usted se
pregunte por qué emprendo con mi
compañía un viaje tan pesado. Tak, se lo
diré. Lo hago en parte por altruismo,
porque los míseros siberianos no ven
casi nunca un espectáculo semejante, ni
siquiera a muchos extranjeros, pero en
parte también, y esto se lo digo
confidencialmente, porque allí hay
muchos nihilistas como yo. Algunos
encarcelados, otros desterrados, otros
ocultos. Logramos reunirnos y
elaboramos planes, complots e intrigas.
—Ya.
—¿Me llevo a sus coreanos y los
ayudo a volver a su casa?
—Bueno… —Florian los miró
bailar.
—Ne! Ne! Ne!
—Como trabajarán para mí durante
el camino —añadió Marchan—, es justo
que le dé algo a cambio. ¿Le gustaría
emplear a mis diez bailarinas
acomodadoras? Son chicas de aquí, y
jóvenes, de modo que sus padres no les
permitirán viajar.
—Bueno… necesitaba algunas
bailarinas, pero hasta ahora nuestro sir
John no ha conseguido encontrar
ninguna.
—Entonces, hecho. Pero no
inmediatamente. No me marcharé hasta
mediados de mayo, tak. Los
peterburgueses no han hecho más que
empezar a coger violetas.
—¿Cómo dice?
—¿No se ha fijado en los numerosos
carros y carretas cargados con los
azules bloques de hielo del Nevá?
—Sí. Son azules, pero no
precisamente violetas.
—Sin embargo, así es como los
llaman: las violetas de San Petersburgo.
La gente corta los bloques para llenar
sus depósitos antes de que el deshielo
haga intransitable el río. Así los carros
de hielo son los heraldos de la
primavera, como las violetas auténticas
en climas más cálidos.
—Comprendo. Bueno, si no se
marcha hasta mayo, los hermanos Kim
permanecerán con nosotros el tiempo
suficiente para… —Florian se
interrumpió. Había estado a punto de
decir que los Kim podrían actuar ante la
corte imperial, pero decidió que esto
podía ofender o insultar a un nihilista
acérrimo, así que se limitó a repetir—:
El tiempo suficiente.

—Este trato no ha sido una ganga como


los anteriores, director —observó Edge
cuando Florian le habló del asunto—.
Marchan se lleva a los Kim y nosotros
nos quedamos con las chicas que él
tendría que dejar atrás de todos modos.
—Habría aceptado cualquier
proposición. Estos pobres coreanos
están ansiosos por volver a su casa.
Supongo que cuando lleguen ya habrán
dado la vuelta al mundo. Pero considera
esto como una lección para ti, coronel
Ramrod. —Florian adoptó una
expresión de benevolencia, piadosa y
complacida, pero sus ojos sonrientes
contradecían su solemnidad—. Cuando
te llegue la hora de ser propietario de
este u otro circo, espero que recuerdes
mi pequeño alarde de compasión con la
misma claridad con que tal vez
recuerdes mis engaños, trucos, embustes
y patrañas ocasionales.
—Maldita sea —gruñó Edge—,
espero no ser nunca responsable de un
circo entero.
—Ah, pero lo serás, muchacho, lo
serás. Después de todo, yo no viviré
eternamente. —Florian rió, como si esta
observación fuese otro de sus embustes
—. Bueno, mientras tanto podemos decir
a sir John que cancele el anuncio de los
periódicos y abandone la búsqueda de
bailarinas locales. ¿Dónde está?
—Se ha ido a buscar chicas —dijo
Meli, que estaba cerca—. Con Maurice.
—Se puso el abrigo de visón sobre el
traje de pista, las mallas de lentejuelas
plateadas como escamas de serpiente—.
Voy a buscarlo. Creo que hoy pensaba
intentarlo en aquella escuela para hijas
nobles y no me fío de él —sonrió para
demostrar que no hablaba en serio—
entre tantas muchachas jóvenes y
bonitas.
Aunque todavía no eran las seis de
la tarde cuando Meli salió del recinto
del circo —y aunque los peterburgueses
estuvieran recogiendo sus «violetas»
heraldos de la primavera—, ya era casi
oscuro y los eslovacos encendían las
teas de la entrada. Sin embargo, Meli no
fue por el camino iluminado, sino que
cruzó la extensión nevada que había al
norte del circo para salir del parque ante
el palacio Potemkin, enfilar la calle
Shpalernaya y seguir por ella hasta el
Internado Srnolny para Jóvenes de
Noble Cuna. Caminaba a tientas por una
arcada especialmente oscura junto a un
muro del palacio cuando, sin ningún
ruido previo, dos manos fuertes la
agarraron por la espalda. Meli sólo
emitió un débil «Idoú!» de sorpresa,
suponiendo que era Fitzfarris que volvía
y le gastaba una broma.
Cuando él le dio media vuelta, vio
que no era Fitz. Por un momento no
reconoció al hombre mal vestido. Se
había afeitado el fiero bigote y dejado
crecer una poblada barba. Pero
reconoció su voz cuando le oyó decir
con voz muy suave:
—¿Creías que nunca me volverías a
ver, griega? ¿Creías que me escabulliría
humildemente y te dejaría libre para
tomar otro hombre y olvidar a tu querido
Shadid?
—¡Tú! ¿Qué quieres?
—Lo que tenía antes. A ti, siempre
que quería. Y te quiero ahora. Ha sido
una sorpresa tan agradable encontrar,
después de todos mis vagabundeos, a mi
antiguo espectáculo aquí en San
Petersburgo y saber que tú aún estabas
en él.
Meli no quería dejarle ver su temor;
replicó con firmeza:
—Sí, tengo a otro hombre ahora. Le
hablaré de ti y vendrá a matarte. Él no es
Spyros.
—Tampoco es Shadid —dijo el
Turco Terrible, imitando la voz de ella
—. Es ese caballero John medio azul,
¿verdad? Ya ves que he estado vigilando
a mis viejos conocidos durante un
tiempo. Vigilando y esperando esta
oportunidad. Siempre has preferido a
los hombres a medio hacer, ¿verdad,
griega? Pero yo soy un hombre hecho y
derecho. Que venga tu hombre medio
azul, si se atreve.
—Tú no eres un hombre; eres un
okilí.
Si el turco comprendió la palabra
griega para perro, no se sintió insultado.
—Me alegra ver que tu nuevo medio
hombre te viste bien. Este bonito abrigo
será un almohadón cómodo para los dos
sobre este duro pavimento.
Le abrió el abrigo de un tirón y los
botones forrados de piel volaron en
todas direcciones; entonces se agachó,
cogió el cuello de las mallas de
lentejuelas y dio otro fuerte tirón y
después arrancó la última prenda, la
pequeña almohadilla del cache-sexe.
Meli gimoteó, no tanto de miedo como
por el impacto del glacial aire nocturno
sobre su piel desnuda.
Shadid no se tiró inmediatamente
sobre ella sino que dedicó un momento a
mirarla, con lentitud y lascivia, y luego
dijo:
—Ahora has tenido a tantos hombres
que tu göbek debe de tener los labios
colgantes y fláccidos.
Levantó la mano hacia el alero de la
arcada —que no estaba muy alto para él
— y rompió un carámbano largo y
puntiagudo. Le quebró la punta,
quedándose con una vara de hielo tan
larga y gruesa como el antebrazo de un
hombre. Meli se encogió y tapó
instintivamente el rostro con ambos
brazos, de modo que no estaba
preparada para lo que ocurrió.
Shadid dijo, con un ronroneo en la
voz:
—No voy a pegarte. —Y le
introdujo hasta el fondo el largo
carámbano.
Los eslovacos acababan de encender
las teas cuando oyeron el grito. Todos
miraron en la dirección de donde había
salido pero no vieron nada tras el
resplandor de las antorchas. Después de
murmurar entre ellos, concluyeron que
debía de haber sido uno de los caballos
guardados en las cuadras del viejo
palacio, tal vez sobresaltado por una
rata.
Meli sólo fue capaz de proferir
aquel único grito; después se quedó
paralizada y muda por el horror. Sólo
podía yacer allí quieta, sobre el abrigo
extendido, con los ojos desorbitados y
la boca abierta, incapaz incluso de
luchar o de intentar librarse del
empalamiento. Shadid dejó el
carámbano donde estaba y dijo en tono
suave:
—Te causará el efecto de una ducha
de alumbre, ya verás. Cuando te lo
saque, tu pobre, gastado y fláccido
göbek se encogerá y yo podré gozar de
su dulce rigidez.
El turco se equivocaba. Cuando
intentó retirar el carámbano, no
consiguió moverlo. Se había quedado
adherido a las membranas interiores de
Meli, igual que una taza de hojalata
helada se engancha a unos labios
incautos. Shadid tuvo que tirar con
fuerza para sacar el carámbano, que
salió con un forro de pequeños
filamentos rosados. Los eslovacos del
recinto, sobresaltados de nuevo por un
grito todavía más horrendo, se dijeron
que alguien debía de estar marcando a
fuego los caballos de la cuadra.
—Se habría dicho que éramos tratantes
de blancas —gruñó Fitzfarris cuando él
y LeVie volvieron al Florilegio un rato
después—. Las monjas nos echaron
antes de que Maurice pudiera encontrar
a una colegiala que hablase francés.
—Bueno, no importa —dijo Florian
—. He hecho un trato para quedarme con
las chicas del Cinizelli dentro de poco
tiempo. Te lo contaré más tarde. Ahora
será mejor que busquéis a Meli, que
hace un buen rato se fue a esa Escuela
Smolny para reunirse con vosotros.
—No me necesitarás para eso, ami
—dijo LeVie—. Y yo ya he pasado
bastante frío. Necesito descongelarme.
Así pues, Fitzfarris salió de nuevo,
esta vez solo, y un eslovaco le señaló la
dirección que había tomado Meli. Fitz
siguió sus huellas sobre la nieve y casi
tropezó con ella. Yacía a medio camino
entre el recinto del circo y el palacio, en
el extremo de otras huellas… gotas rojas
heladas en la nieve. Horrorizado,
profiriendo una maldición, Fitz se
inclinó sobre ella y la oyó gemir; por lo
menos estaba viva. Puso un brazo bajo
sus hombros y otro bajo sus rodillas y la
levantó. Meli estaba casi rígida por el
frío y sus manos parecían haberse
helado agarrando el abrigo sobre su
pecho. Pero del dobladillo del abrigo
seguían cayendo gotas de sangre, que se
congelaba casi antes de tocar la nieve.
Caminando pesadamente hacia el circo,
Fitz preguntó:
—Meli, ¿puedes hablar? ¿Qué
diablos ha ocurrido?
Sus párpados azulados parecieron
crujir por el gran esfuerzo que hizo para
abrirlos. En sus ojos brilló el pánico y
trató de retorcer el cuerpo rígido, casi
cayendo de los brazos de Fitz. Pero
entonces vio quién era él y sus labios
amoratados murmuraron su nombre.
—Sí, te he encontrado. Ahora estás a
salvo. Te curaremos muy pronto. Pero
¿qué… quién te ha hecho esto?
Meli aún conservaba cierta
presencia de ánimo. Sus labios
temblaron y sus dientes castañetearon
cuando dijo:
—M-m-mu… mujik…
—Hijo de perra —gruñó Fitzfarris.
Cuando entró tambaleándose en la
carpa, seguido de un grupo de peones
curiosos, jadeó:
—Es Meli. Está herida.
Florian gritó al instante a un
eslovaco:
—¡Rápido! ¡Trae cualquier vehículo
que tenga enganchado un caballo! —Y
chilló a otro—: Trae mantas, abrigos,
las pieles de las jaulas, ¡cualquier cosa!
—Y dijo a Fitz—: Vamos, sir John.
Conozco a un médico que no vive lejos.
Así, al cabo de un cuarto de hora
Florian aporreaba la puerta de la
doctora Bestushev, la abría e irrumpía
en la casa sin esperar a que alguien le
franqueara el paso. Cuando Bestushev
apareció, no se quejó de aquella entrada
tan poco ortodoxa a una hora tan
intempestiva, sino que indicó por señas
a Fitzfarris que acostara a la mujer en el
diván de la antesala. Entonces apartó las
prendas que la cubrían, miró el cuerpo
azulado y manchado de sangre y observó
cáusticamente a Florian:
—¿Otra hija? No cuida usted mucho
de ellas, gospodín. Ustedes dos esperen
aquí. —Y tras coger en brazos a Meli,
se la llevó a otra habitación.
Florian preguntó a Fitz, cuando
ambos hubieron recuperado el aliento:
—¿Tienes idea de lo que le ha
sucedido?
—No, pero ha tenido que ser una
violación. Sólo ha podido decir
«mujik». Algún bastardo la ha atacado
en la oscuridad. Y los malditos animales
tienen todos el mismo aspecto. Nunca
encontraremos al culpable.
—Creo que sí —dijo lentamente
Florian—. Creo que Meli ha mentido.
—¿Qué? Oiga, no permitiré que la
calumnie…
—No la calumnio, la alabo. Ha
mentido para protegerte. Piénsalo, sir
John. ¿Quién la violó antes, y repetidas
veces, y fue culpable de la muerte de su
marido? Incluso en su lamentable estado
actual, Meli ha intentado salvarte de un
destino similar.
—¿El turco? —preguntó Fitz,
incrédulo—. Pero si nos deshicimos de
él en Hungría.
—No le borramos de la faz de la
tierra. Ahora pienso que deberíamos
haberlo hecho. Esta misma tarde Vassily
Marchan ha mencionado que contrató
recientemente a un hombre forzudo para
su Tsirk Cinizelli. En aquel momento no
he hecho caso, pero ahora…
—Maldita sea —dijo Fitz—. Bueno,
esperaré a saber qué dice la doctora y
luego le pediré prestada una arma a
Zack y…
—Cálmate, sir John. Estoy
totalmente de acuerdo contigo. Aparte
de otras consideraciones, no pueden
coexistir dos Shadid Sarkioglus en San
Petersburgo. Pero no te permitiré…
—Que me jodan si voy a esperar una
autorización.
—Por muy bárbaro que sea este país
—prosiguió Florian—, no aprueba el
asesinato. Si el turco no te mata antes de
que tú le mates a él, puedes estar seguro
de que las autoridades lo harán. ¿Y de
qué serviría tu galantería a Meli? Sólo
para dejarla otra vez de luto.
—¿Me está aconsejando que agite la
bandera blanca? ¿Que corra a la
policía? ¿Que gima por la protección de
la ley? ¿Que acuse de violación al turco
y le vea libre tras algunos latigazos?
—No, sólo un cobarde pediría a la
ley que se vengara por él. Además, esto
significaría correr el riesgo de revelar
que hay dos Shadids, lo cual nos pondría
en peligro a todos.
—Usted y su maldito pragmatismo.
¿Qué sugiere, entonces?
—El asesinato es un crimen punible
con la pena capital. El duelo no, si se
hace fuera de los límites de la ciudad…
al sur del canal Obvodnyi. Los duelos
merecen desaprobación, pero no se
castigan cuando ya son un fait accompli.
—Fitz abrió la boca—. Tengo entendido
que el parque imperial de Catalina es un
lugar preferido para los duelos a pistola
al amanecer.
Justo entonces salió la doctora de la
habitación contigua y dijo a Florian:
—Su hija se restablecerá, gospodín.
—Florian hizo un ruido, pero le
interrumpieron—. Ha sufrido sobre todo
pérdida de sangre y un shock en su
sistema nervioso, pero es una mujer
fuerte. No hay congelación y sus heridas
internas se cicatrizarán. En nombre de
Dios, ¿qué le ha ocurrido?
Florian dijo que sólo sabían que un
violador desconocido la había atacado
en la oscuridad.
—El agresor debe de haber usado
una botella rota en vez de su propio
miembro —dijo Bestushev. Miró a
Fitzfarris—. ¿Es éste su hombre? Dígale
que puede llevársela a su casa, pero que
la haga descansar en cama varios días.
Y que no se acueste con ella; tardará un
poco en ser capaz de mantener
relaciones íntimas y es probable que
tarde aún más en desearlas. Aquí tiene
unas tabletas de hierro y aceite de
hígado de bacalao para recuperar la
sangre y unos supositorios para aliviar
el dolor interno.
Florian repitió la información a
Fitzfarris y luego le preguntó a la
doctora si había algo más.
—Dígame, gospodín —preguntó con
sarcasmo Bestushev—, ¿tiene todavía
más hijas con problemas sexuales?
Florian estaba muy sonrojado
cuando él y Fitz salieron sosteniendo
entre ambos a Meli, aún azulada pero
muy restablecida. Mientras volvían al
circo en el carruaje, Fitz le reprochó con
suavidad:
—¿Por qué has intentado hacerme
creer que ha sido un mujik cuando ha
vuelto a ser ese bruto de turco?
—Ai, Kristos —murmuró ella—.
¿He delirado?
—No. Pero lo he descubierto, esto
es lo que importa.
—No es lo que importa. ¡Ai, Ziano!
Prométeme que no te pelearás con ese
turco.
—No lo haré. Seré muy caballeroso
y gentil —dijo Fitzfarris entre dientes—.
El director me ha convencido.
—Entonces le doy las gracias,
Kyvernitis Florian —murmuró Meli,
volviéndose hacia él y poniendo sobre
su brazo una mano fría y pálida—. No
quiero perder a Ziano; es un buen
hombre.

A la mañana siguiente Fitzfarris entró en


la oficina del furgón rojo para decir a
Florian:
—Esta tarde iré al edificio del
Cinizelli, entre las dos funciones, para
desafiar a ese maldito turco.
Florian asintió.
—¿Cómo está Meli?
—Ha pasado una noche muy
inquieta, despertándose a menudo con
pequeños gritos. Pero está mejor.
Ahora… si recuerdo bien lo que he
leído sobre duelos, se supone que he de
pegar al bastardo con un guante y retarle
a un duelo al amanecer. ¿Se hace así?
—Esta es la forma melodramática,
pero basta decir ante testigos que le
desafías a un duelo. Entonces has de
darle tiempo para buscarse un padrino o
padrinos. Luego ellos hablarán con los
tuyos y acordarán la hora y el lugar.
¿Tienes padrinos?
—Todavía no, pero me imagino que
Zack consentirá en venir. Ya está
limpiando y cargando dos de los
revólveres que requisamos a aquellos
buitres de Virginia. Colts idénticos con
idéntica carga, un cartucho cada uno.
Supongo que debo dejar elegir al turco.
—Bueno, en realidad… —empezó
Florian, pero en aquel momento se abrió
la puerta del furgón y entró el Turco
Terrible en persona, agachándose para
no chocar con el dintel.
Fitz y Florian le miraron con
incredulidad. Seguían a Shadid dos
hombres mucho más bajos que, aunque
no llevaban maquillaje, fueron
reconocidos por Florian y Fitzfarris
como los dos payasos del Tsirk
Cinizelli.
—Florian Efendi, todavía tiene mi
salvoconducto —dijo el turco—.
Devuélvamelo. Hasta ahora me las he
arreglado con uno provisional…
De los dos hombres atónitos del
Florilegio, Florian fue el primero en
recuperar la voz.
—Reconozco, Sarkioglu, que tienes
más cojones que una pista llena de
monos. ¿Esperas salir de aquí vivo
después de lo de anoche?
—Claro —respondió el turco,
confiado. Fitzfarris hizo rechinar
audiblemente los dientes y dio un paso
hacia adelante, pero Florian alargó el
brazo y lo detuvo. Shadid continuó—:
¿Me matarías ante mis colegas payasos?
¿O nos matarías a los tres? Marchan
Efendi podría extrañarse de que no
volviéramos, ya que sabe que veníamos
aquí.
—Muy bien —replicó Florian—, no
morirás hoy. —Y añadió, dirigiéndose a
Fitz—: Los payasos y yo somos testigos.
Desafíale.
Fitzfarris dijo con voz tensa:
—Turco, te desafío formalmente a un
duelo. Di a tus padrinos que hablen con
el mío. Es el coronel Edge, a quien ya
conoces. Sugiero que el duelo tenga
lugar en… ¿dónde dijo usted, director?
—En el Ekaterin-Dvor —contestó
Florian—, el parque imperial de
Catalina, al sur del canal Ovbodnyi.
—Sugiero este lugar —dijo Fitz a
Shadid— y la hora, mañana al amanecer.
—Me parece satisfactorio —asintió
el turco— y, como es natural, acepto el
desafío. Quizá estos dos payasos serán
mis padrinos. ¿Quiere pedírselo, Florian
Efendi? Hablo poco ruso.
Florian les explicó el asunto con
bastante detalle. Los payasos se
impresionaron debidamente, pero
aceptaron el papel.
—Entonces, a pistola al amanecer en
ese parque —dijo Fitzfarris—. El
coronel Edge traerá las armas y te dará
la…
—Un momento, hombre medio azul.
¿Conoces el código de los duelos? Y a
propósito, ¿por qué no eres ya medio
azul?
—No es de tu maldita incumbencia.
¿Qué dices del código de los duelos?
—Concede a la parte desafiada la
elección de las armas. Y yo elijo otras.
—¡Está bien, maldita sea! —gritó
Fitz—. Si no quieres pistolas, ¿qué
clase de armas quieres?
—Estas —contestó el Turco
Terrible, extendiendo sus dos
extremidades superiores y abultando los
músculos de modo que se vieron incluso
a través del tosco y grueso abrigo de
mujik—. Ambos desnudos hasta la
cintura. Mis brazos contra tus brazos.
La mitad natural del rostro de Fitz
palideció un poco cuando miró a
Florian, el cual asintió y dijo:
—Iba a decírtelo cuando ha entrado.
Puede escoger cualquier arma, de
obuses a palillos.
El turco sonrió, enseñando los
dientes.
—Medio hombre, ¿retiras tu
desafío?
—¡Diablos, no! —exclamó Fitzfarris
—. Podemos empezar ahora mismo, hijo
de puta.
Shadid le miró largamente y debió
de decidir que Fitz estaba en aquel
momento demasiado furioso y podía
resultar un adversario temible o por lo
menos causarle algún daño antes de ser
partido por la mitad. En cualquier caso,
el turco creyó aconsejable dar a Fitz
tiempo para calmarse, arrepentirse de su
temeridad y empezar a preocuparse, así
que respondió:
—No, no, ahora no. Observaremos
las formalidades. Mañana al amanecer
en ese parque. —Se volvió hacia
Florian—. Ahora, mi salvoconducto.
—Ven a buscarlo mañana —contestó
fríamente Florian—, si puedes.
El turco soltó una risotada y
continuó riendo mientras salía, seguido
de sus flamantes padrinos. En la oficina
reinó un largo silencio. Al final
Fitzfarris se pasó la mano por la frente
húmeda y dijo:
—Dios mío. Sé disparar una pistola
y a veces he dado en el blanco, pero una
pelea a puñetazos con ese monstruo…
—Sí —convino Florian—, ha dado
un coup de Jarnac.
—¿Qué?
—Un golpe bajo. Se llama así por un
antiguo duelo en el que un tal monsieur
Jarnac…
—No me importa cómo se llame. En
mi caso, suicidio es la palabra
apropiada. Tenía razón, director. Lo
único que conseguiremos con esto será
volver a vestir de luto a Meli.
—Vamos, vamos, sir John. Si acudes
al duelo con esta actitud pesimista, ya
eres hombre muerto. Recuerda que la
institución del duelo tuvo su origen en lo
que se llamaba «juicio de Dios», en el
que se suponía que los dioses otorgaban
la victoria al adversario que tenía la
razón de su parte.
—Cuando llegue el amanecer,
menuda falta nos harán los dioses,
maldita sea. Bueno, por lo menos no he
de ir al Cinizelli y puedo pasar todo mi
tiempo libre con Meli. Le gustará y no
comprenderá hasta mañana que ha sido
un largo adiós.
Florian intentó con todas sus fuerzas
pensar en algo que pudiera animar a sir
John ante su cita con el Turco Terrible,
pero sólo se le ocurrió el ejemplo de
David y Goliat y esto no servía. David
había lanzado una piedra desde cierta
distancia; no había tenido que luchar a
puñetazos con el terrible filisteo.
Fitzfarris sacó un pañuelo para
secarse el sudor frío que le mojaba la
frente. La mano le tembló al hacerlo y
sin darse cuenta borró un trozo de su
máscara cosmética. Miró distraído la
mancha de color carne que quedó en el
pañuelo y abandonó inmediatamente la
oficina sin añadir otra palabra.

Durante la función de aquella tarde,


cuando Florian entró en la carpa
desfilando orgulloso a la cabeza de su
compañía y de los animales en la gran
cabalgata inicial, echó una ojeada a las
sillas de respaldo y en seguida las miró
con atención, preguntándose qué diablos
hacía el Turco Terrible sentado allí.
¿Por qué había vuelto?
Aunque el hombre iba envuelto
ahora en un voluminoso abrigo de piel,
mucho más elegante que las ropas de
mujik que llevaba por la mañana —y
lucía un sombrero picudo de pescador
tan calado que sus facciones estaban
ocultas en la sombra—, no podía
disimular su corpulencia. ¿Por qué, se
preguntó Florian, no se hallaba Shadid
en el Cinizelli, que también daba una
función a esa hora? ¿Y por qué le
acompañaban ahora cinco o seis
personas? El turco se inclinaba ya hacia
unos, ya hacia otros, hablando con uno o
varios de ellos mientras señalaba a
diversos artistas de la cabalgata. Sus
compañeros eran casi tan robustos como
él —de modo que no incluían a sus
padrinos, los dos payasos relativamente
pequeños— y todos iban envueltos
como él en sendos abrigos de pieles.
Algunos llevaban sombrero, también
calado sobre la frente para ocultar su
rostro, y dos usaban velos muy tupidos,
indudablemente mujeres.
Florian se preguntó si Vassily
Marchan habría concedido la tarde libre
a algunos de sus artistas para que
pudieran venir con Shadid a comentar el
lastimoso estado en que dejaría a sir
John al día siguiente. Entonces, ¿por qué
señalaban y hablaban tanto? ¿Serían tal
vez aquellas personas secuaces que el
Turco Terrible había ido reclutando
durante su viaje desde Hungría hasta
esta ciudad? ¿Planeaba acaso ataques
contra otros miembros del Florilegio y
los identificaba para que sus secuaces se
encargaran de ellos? Pero… ¿y las
mujeres?
Florian continuó perplejo,
preocupado y haciendo conjeturas
durante todo el espectáculo. Intentó
varias veces acercarse a las sillas de
respaldo para mirar el grupo con más
detenimiento, pero cada vez que lo
hacía, ellos se tapaban más con sus
pieles y bufandas y bajaban la cabeza;
era evidente que no querían ser
reconocidos y no les importaba
demostrarlo. Florian no dijo nada de
ello a sus artistas, pero éstos le
dirigieron varias miradas de extrañeza
porque —algo sin precedentes— una
vez o dos saltó a la pista demasiado
pronto o tarde para hacer la
presentación del número y habló
distraídamente y titubeando.
En el intermedio, el misterioso
grupo salió con el resto del público y se
dirigió como todos al anexo para ver el
espectáculo complementario. Mientras
caminaron entre la gente y estuvieron de
pie en el anexo, permanecieron
encorvados para disimular el hecho de
que eran más altos que los demás.
Florian pensó en poner sobre aviso a sir
John, pero decidió que ya tenía bastantes
preocupaciones propias. Y en efecto,
Fitzfarris también se mostró distraído y
vago en su presentación de las escasas
atracciones, que ahora sólo consistían en
los Hijos de la Noche, el gluxár
ponedor de huevos, Kostchei el
Inmortal, la momia de la Princesa
Egipcia, la enana Syverchok y su pony,
Rumpelstilzchen.
El extraño grupo anónimo volvió a
la carpa con todos los demás para ver la
segunda parte del espectáculo y Florian
supuso que, si iban a emprender
cualquier tipo de acción, esperarían a
que el recinto se vaciara después de la
representación. Acertó. Cuando
concluyó el espectáculo con la gran
cabalgata final y el público empezó a
dispersarse, charlando y riendo
animadamente, el grupo de los abrigos
de piel permaneció en sus asientos.
Cuando ya sólo quedaban ellos en la
carpa, se levantaron y avanzaron hacia
la pista, al parecer en actitud
amenazadora. Florian gritó: «¡Eh,
patanes!» y al momento acudieron en su
ayuda peones y artistas empuñando
estacas, látigos, martillos e incluso
palillos de tambor. Junto con Florian
ofrecían un frente unido y compacto
contra el extraño grupo que se acercaba.
Pero a la cabeza iba una persona tapada
con un velo —una mujer—, que sonrió
al levantarlo. Tenía cara de caballo,
pero habló gentilmente, intentando tres
lenguas distintas:
—¿Gospodín Florian? ¿Herr
Florian? ¿Monsieur Florian? Receloso,
contestó en ruso que era Gospodín
Florian, y ella continuó en el mismo
tono:
—Soy la grafinya Varvara
Nikolayeva Jvoshchinskaya. ¿Puedo
presentarle a sus majestades imperiales,
que están ansiosas de conocerle?
Florian tartamudeó:
—Cómo, condesa… Alteza… —
Hizo a sus espaldas urgentes señas con
las manos para que todos se apartaran, y
sus hombres armados le obedecieron,
dispersándose—. Es un gran honor… me
sentía perplejo… preguntándome
quiénes…
—Disculpe nuestro misterioso
comportamiento —respondió ella—. El
zar y la zarina prefieren a veces guardar
el incógnito en los lugares públicos muy
concurridos. —Se volvió hacia el
hombre más alto y dijo en alemán—:
Majestad, os presento al propietario del
establecimiento: Herr gouverneur
Florian. Herr Florian: su majestad
imperial, emperador, autócrata y zar,
Alexander Nikoláyevich Románov, y su
consorte, la emperatriz María
Alexandrovna.
—Es un honor —repitió Florian con
voz ronca, esta vez en alemán.
Hizo una profunda reverencia,
reprimiendo el impulso de postrarse
ante el hombre alto y la mujer, casi tan
alta como él, no en un saludo servil sino
por puro alivio de que no se hubiera
producido una pelea.
El zar exclamó jovialmente: «Sehr
nutzbar macht, das “¡Eh, patán!”»,
añadiendo que le gustaría disponer de
una orden tan expeditiva para reunir a
sus tropas cuando las necesitara. La
condesa Varvara presentó a los demás
miembros del grupo, otra condesa y
varios condes y chambelanes.
La zarina, que se distinguía
principalmente por su nariz ganchuda,
dijo:
—Me encantó recibir esa carta de
mi real hermana Elisabeth. Siento
grandes deseos de conocer al coronel
Edge, de quien escribe en términos tan
elogiosos.
Florian se excusó, llamó a un peón y
le envió a buscar al coronel Ramrod,
que se había ido con los otros hombres
armados al no producirse ninguna pelea.
—No le estábamos espiando, Herr
Florian —dijo el zar—. Sólo
deseábamos ver su espectáculo habitual.
Es decir, una función sin adornos
motivados por nuestra presencia. Sin
embargo, desearíamos que actuaran para
toda nuestra corte cuando pueda ser
conveniente para su compañía.
—El placer y la orden de vuestra
majestad son nuestra conveniencia —
respondió Florian, y añadió—: Pero
aseguro a vuestra majestad que siempre
ofrecemos el mejor espectáculo de que
somos capaces, tanto si es para la
realeza como para los campesinos.
Intentamos trabajar siempre lo mejor
que podemos.
De nuevo observó humorísticamente
Alejandro que le gustaría poder exigir lo
mismo de sus súbditos.
Edge llegó, fue presentado y también
hizo una profunda reverencia. Cuando la
zarina comprobó que no hablaba con
fluidez el ruso ni el alemán, dijo en
francés:
—Mi real hermana Elisabeth le tiene
en gran estima. —Sus ojos centellearon,
como si sospechara por qué—. Mi real
marido acaba de invitar a monsieur
Florian a organizar una función privada
del circo para nosotros, pero ¿puedo
formular una invitación aparte, coronel
Edge, a usted y monsieur Florian y
todos sus artistas para asistir a un petit
bal bourgeois en el palacio de Invierno?
—Avec plaisir, madame
l’impératrice.
—De frac, a las siete de la tarde del
domingo veinte de abril. Todos recibirán
billets d’invitation, naturalmente.
—Es un honor, majestad. Todos
acudiremos. Todos los que hemos
actuado hoy ante vos.
Florian deseó que Edge no se
hubiera expresado así. A menos que los
dioses estuvieran despiertos al
amanecer del día siguiente y dispuestos
a cumplir con su deber, sir John
Fitzfarris no acudiría a ningún baile de
palacio.
7
Como habían esperado todos los
asistentes al duelo, con temor o con
alegre confianza, la lucha se terminó
rápidamente.
El parque imperial de Catalina era
un oasis de serenidad en este suburbio
industrial de Piter, lleno de tenerías,
destilerías de vodka y fábricas de
cuerda y lona, alimentadas por las
ruedas hidráulicas del canal Obvodnyi.
Los frecuentes vientos del cercano golfo
de Finlandia habían barrido casi toda la
nieve del parque, pero ahora no soplaba
ningún viento y lo que podía verse en la
penumbra del amanecer incipiente eran
prados bien cuidados, caminos de grava
y grupos de árboles y parterres que
estarían rebosantes de flores dentro de
un mes. Sin embargo, cuando el sol
despuntó aquella mañana levantó del
suelo una niebla pegajosa y grisácea que
se arremolinó a la altura de los muslos,
dando a los duelistas, padrinos y un par
de espectadores el aspecto de torsos
aislados flotando sobre el césped
mientras preparaban el combate. De este
modo el lugar y la hora brindaron un
apropiado escenario triste y fantasmal
para una muerte repentina.
El par de espectadores eran Florian
y Marchan, que habían ido porque
sentían un interés natural por el
resultado de la lucha, pero cuidaron de
mantenerse a distancia de todos los
demás. Mientras Sarkioglu y Fitzfarris
se despojaban de sus abrigos, chaquetas
y camisas para dejar al descubierto la
parte superior de su cuerpo, Edge y los
dos payasos permanecían cerca para
cerciorarse de que ninguno de los dos
hombres ocultaba un cuchillo u otra
arma en el cinto, bota o bolsillo del
pantalón. No encontraron nada. Lo único
oculto era la mitad azul del rostro de
Fitz; incluso teniéndose que levantar
antes del amanecer, se había tomado el
tiempo y la molestia de aplicarse la
máscara cosmética.
—Es una cuestión de honor, según
tengo entendido —dijo Marchan.
—No el honor de su hombre, puedo
asegurárselo —replicó Florian con
acritud.
—Entonces su hombre debe de
apreciar más su honor que su vida.
Mírelos. Uno es delgado y ágil; quizá
serviría para una pelea entre caballeros.
Pero el otro es alto, corpulento y
musculoso como Hércules. Se trata de
una lucha lamentablemente desigual.
Gospodín, ¿ha preparado una camilla en
su carruaje, tak, para llevar de nuevo al
circo el cadáver destrozado de su
hombre?
Florian hizo caso omiso de Marchan
y guiñó los ojos para mirar a los dos
hombres desnudos hasta la cintura que
ya se disponían a iniciar la pelea porque
la neblina baja se estaba dispersando en
filamentos y jirones.
—Es curioso —murmuró Florian—,
el frío ha salpicado toda la piel del
invencible turco con carne de gallina.
Sir John tirita, pero no manifiesta otros
efectos de frío. Debe de ser el fuego de
la determinación.
De pronto la quietud del alba en el
parque fue rasgada por un grito de
Shadid y por los sonoros puñetazos que
se propinaba en el propio pecho.
Involuntariamente, Fitzfarris dio un paso
hacia atrás. El turco se abalanzó sobre
él y Fitz levantó los brazos en un reflejo
defensivo que hizo vulnerable su pecho
y entonces Shadid lo rodeó con sus
potentes brazos, ya fuese para estrujar a
Fitzfarris hasta convertirle en pulpa, ya
para romperle el espinazo. Agitando al
parecer las manos con desesperación,
haciendo el único movimiento que tenía
espacio y libertad para hacer, Fitz
abofeteó con uno de sus antebrazos y
luego con el otro la cara del turco. Esto
sólo logró que Shadid bajara la cabeza y
la metiera en el hueco entre el cuello y
el hombro de Fitz, donde éste no podía
llegarle a los ojos ni hacer mucho más
que tirarle del pelo de la nuca. Mientras
el turco tenía la cabeza protegida allí, y
mientras seguía estrujando el pecho de
Fitz, hundía también sus grandes dientes
en la carne de su clavícula. Ahora
Fitzfarris estaba inclinado hacia atrás,
muy parecido al deformado Kostchei,
con los ojos desorbitados por la presión
y la boca abierta para respirar aire que
sus pulmones ya no podían bombear, y
todos, casi tan faltos de aliento como él,
esperaban oír el chasquido de su
columna vertebral.
Entonces, de repente, el turco
profirió otro grito, no un grito guerrero,
sino de sorpresa, incluso de angustia.
Soltó a Fitzfarris y se apartó de él
tambaleándose, usando ahora las manos
para restregarse furiosamente la cara,
los ojos, muy cerrados, y los labios,
rojos con la sangre de Fitz. También
llevaba trazas de su maquillaje.
Fitzfarris estaba libre, pero de momento
sólo pudo caer de rodillas sobre el
césped, jadeando y agarrándose los
codos contra las costillas rotas y
doloridas, mientras del cuello le goteaba
un reguero de sangre.
Shadid seguía tambaleándose y
arañándose ahora literalmente los ojos y
los labios. De pronto también él cayó de
rodillas y empezó a arrancar hierba para
exprimir de ella la humedad de la
neblina y pasársela con frenesí por la
cara. Fitz se recuperó lo suficiente para
levantarse, tembloroso. Se acercó al
turco y le dio un empujón que lo hizo
caer de espaldas. Shadid parecía
indiferente o ignorante de su postura
indefensa ante un ataque y continuó
pasándose las manos húmedas por toda
la cara.
Fitzfarris se arrodilló a su lado,
echó hacia atrás el brazo derecho,
extendió la mano derecha con los dedos
rectos y juntos, apuntó con cuidado y
descargó la mano como una lanza contra
el plexo solar del turco. Shadid profirió
otro grito —de verdadero dolor— y
apartó las manos de la cabeza para
llevárselas a la boca del estómago. De
nuevo Fitz empleó la mano rígida como
una punta de lanza para hundirla en la
nuez de la garganta del hombre, que
ahora no dejaba de retorcerse y que
emitió otro grito más débil, ahogado,
mientras todo su cuerpo sufría una
convulsión. Fitzfarris empleó su mano
rígida sólo una vez más, disparándola en
esta ocasión de lado, plana como una
hoja y con toda su fuerza contra la nariz
de Shadid. El turco ya no emitió ningún
otro sonido ni hizo ningún otro
movimiento que una sacudida de pies a
cabeza, tras la cual permaneció inmóvil.
Fitz volvió a ponerse en pie, tembloroso
y, todavía demasiado falto de aliento
para hablar, indicó por señas a Edge que
recogiera su ropa y le ayudara a
vestirse.
—Vaya, que me cuelguen si lo
entiendo —musitó Florian.
—Volvamos al circo al galope,
director —jadeó Fitzfarris mientras
Edge, sonriendo como una gárgola, le
ayudó a tambalearse hasta el carruaje—,
para que Jules me tapone el agujero del
cuello y me apedace con vendas. Creo
que tengo todas las costillas
pulverizadas.
Edge y Florian le ayudaron a subir al
pescante, se sentaron uno a cada lado y
se alejaron a toda prisa… dejando al
aturdido Marchan y sus dos payasos
pugnando por levantar el pesado
cadáver de Shadid Sarkioglu.
—Vamos, ahora dinos cómo lo has
hecho —exigió Edge. Y Florian dijo:
—He sospechado algo, sir John, al
ver que el turco tenía toda la carne de
gallina y tú no.
—Oh, yo también, sólo que no podía
verla —contestó Fitz entre los dientes
apretados por el dolor, pero hablando de
buena gana, con alegría y orgullo—. Se
me ocurrió que si podía pintarme la cara
con el maquillaje de la vieja Mag,
también podía pintarme el torso y los
brazos. Y así lo hice, pero con algo más
que cosméticos. Jules me dio ácido
fénico de su botiquín y Lunes me ofreció
unos calomelanos que ha sacado de
alguna parte. Calomelano es sólo otro
nombre del sublimado corrosivo, así
que trituré las tabletas y mezclé el polvo
con el maquillaje. El ácido y el
sublimado me provocaron algo de picor
en la piel, pero pensé que si podía
introducir un poco en los ojos del turco,
le picarían muchísimo, y por lo visto así
ha sido. Pero la idea de morder esa
sustancia ha sido sólo suya.
—Sí, lo tenía bien merecido —dijo
Florian y añadió, sin mucha lógica—:
Escogió los brazos como armas e
infringió el código del duelo al usar los
dientes. Pero esta otra cuestión, sir
John… ¿matarle sólo con unos golpes?
—Había pensado que si podía
cegarle un minuto quizá podría
aprisionarle la cabeza y romperle el
cuello, pero Obie me dijo que lo
olvidara. El cuello de un hombre
forzudo es su parte más fuerte, así que
me enseñó ese truco de usar la mano
rígida. Me dijo: puedes matar a un
hombre descargándosela bajo el
esternón y rompiéndole los intestinos o
aplastándole la nuez para que se asfixie
o pegándole fuerte bajo la nariz. Esto
rompe el hueso del puente de la nariz y
envía las astillas hasta el cerebro. Pero,
joder, han hecho falta los tres golpes
para matar a ese corpulento hijo de puta.
—Aun así, le has matado —dijo
Florian—. No sé cuándo me he sentido
más satisfecho y orgulloso… o más
sorprendido.
—Bueno —contestó Fitzfarris con
modestia—, he contado con la ayuda de
muy buenos consejeros.
—Pamplinas —dijo Edge, sin dejar
de sonreír—. La pura verdad es que
quien se bate en duelo con un estafador
viejo, astuto y experto es un condenado
idiota.

Así las cosas volvieron a su cauce en el


circo. Meli se restableció pronto y pudo
reanudar su número de Medusa en el
espectáculo del anexo y su lucha con el
Dragón Fafnir en la apoteosis. Lunes
seguía viviendo sola y parecía estar a
gusto. Florian logró persuadir a la feria
para que se trasladara de la orilla del
río al Florilegio.
Su propietario, un tal Gospodín
Tyutchev, colocó sus puestos de
baratijas, bocadillos y golosinas en
hilera a ambos lados de la marquesina
principal de la carpa y situó frente a
frente la rueda de barcos oscilantes y el
tobogán en el extremo más próximo a la
calle. Estaba satisfecho con el traslado
porque atraía más clientela entre los
espectadores, bien dispuestos hacia el
esparcimiento, de la que había tenido
entre los paseantes por la orilla del
Nevá. Florian también estaba satisfecho
de tener de nuevo una avenida frente a
su espectáculo, pero los puestos y
barracas eran tan destartalados y
decrépitos que ordenó a Dai Goesle y a
sus hombres que ayudaran a sus dueños
a repararlos y pintarlos. No se podía
hacer mucho, sin embargo, para mejorar
el aspecto de los propios dueños: todos,
hombres, mujeres y niños, iban
andrajosos, despeinados, sucios y
llevaban barba cuando era posible. Se
parecían mucho a los salvajes «locos de
Dios» que recorrían los caminos rusos.
La gente del circo, recordando muy bien
su brote de dristlíva, no compraban
nada en aquellos tenderetes, pero en
cambio lo hacía una cantidad asombrosa
de asistentes al circo, incluso los mejor
vestidos y más remilgados por su
apariencia.
Durante la mayor parte del mes
siguiente los artistas, además de Carl
Beck y Dai Goesle, dedicaron su tiempo
libre y mucho dinero a las mejores
tiendas del Nevskiy Prospekt y otras
elegantes calles comerciales,
probándose trajes y vestidos de baile y
comprando todos los accesorios
necesarios. Incluso Pavlo Smodlaka
«despilfarró» dinero en esta ocasión
para vestirse a sí mismo, a Gavrila y a
su hijo Velja. (Ioan Petrescu diseñó y
confeccionó los vestidos para la
pequeña Sava Smodlaka, para la todavía
más pequeña Katalin Szábo y para sí
misma). Todos los artistas compraron
sus zapatos en Weiss, la mejor
cordonnerie de la ciudad: altos zapatos
de charol con cordones para los
hombres, diversos estilos y colores de
sandalias con tacones franceses para las
mujeres. Pero los artistas que
necesitaban trajes eran tantos que
debieron repartir sus encargos entre
varios sastres y modistas.
—Aun así —dijo Maurice—,
pareceremos unos pueblerinos
presumidos al lado de los magníficos
uniformes de los cortesanos y los
vestidos de las damas que encargan su
vestuario a Varsovia y París.
Aparte de los eslovacos, en el
Florilegio había seis hombres que no
tuvieron que equiparse a toda prisa
como los demás. Edge y Willi Lothar ya
poseían trajes de gala, pero Willi
acompañó a Jules Rouleau en sus
expediciones al sastre. Los hermanos
Kim, cuando se les dio a entender con
gestos, pantomimas y dibujos en trozos
de papel la naturaleza de un baile
palaciego y la necesidad de vestir
adecuadamente para asistir a él,
hablaron entre ellos y se excusaron. Con
más gestos y pantomimas comunicaron
que pronto se marcharían en dirección a
Corea y que allí el sombrero de copa y
el frac no serían apropiados, sino quizá
incluso objeto de burla, y preferían
ahorrar el dinero para llevarlo a su casa.
Kostchei el Inmortal tampoco quiso
asistir al baile. Florian no deseaba
mucho su asistencia, pero se sintió
obligado a señalar que la zarina había
invitado a todos los artistas, y le había
visto entre ellos, así que no debía
haberla repelido del todo. Kostchei
contestó de buen humor:
—No, sólo sería el esqueleto
proverbial de la fiesta. ¿Puede
imaginarse la frustración de un sastre
volviéndose loco para adaptar un frac a
mi figura?
Algún pobre sastre debía de haberse
vuelto loco, decidieron varios artistas,
al confeccionar el traje especificado por
Hannibal Tyree. Cuando Hannibal lo
llevó al circo y lo enseñó con orgullo,
sus colegas se divirtieron y horrorizaron
al mismo tiempo. Aunque hecho con un
velarte muy fino, de estilo y corte
irreprochables, el traje era de un color
entre rosa y amarillo pálido.
—¿Qué estáis mirando con tanta
risa? —preguntó Hannibal—. Vosotros
vais de blanco y negro, con una cara
rosa encima. Yo ya soy blanco y negro,
cara y dientes, así que quiero color en
mi ropa.
—Nos has deslumbrado, Abdullah,
eso es todo —explicó Agnete,
bondadosa, mientras los demás
cambiaban de expresión y tosían detrás
de la mano—. Has pagado tu traje, o sea
que tienes todo el derecho a ir vestido
de acuerdo con tu gusto.
—Sí, señor —dijo Yount, imitando
la actitud de ella—. Apuesto algo a que
no habrá en palacio un solo uniforme
más llamativo que el tuyo, Hannibal.
Mientras casi todos los demás
estaban ocupados de este modo —antes,
después y entre las funciones—, Edge se
dedicó a dar más paseos solitarios por
la ciudad. Un día cruzó el Nevá y visitó
la fortaleza de los Santos Pedro y Pablo.
Admiró con la debida reverencia la
casita conservada con tanto esmero de
dos habitaciones y mobiliario espartano
donde había vivido Pedro el Grande
mientras supervisaba la construcción de
todos los primeros edificios de lo que
sería San Petersburgo. De allí Edge se
dirigió a la catedral de la fortaleza e
inspeccionó las tumbas de Pedro y los
diversos zares y zarinas. Y entonces
encontró algo de interés mucho más
inmediato.
Una muchacha muy bien vestida se
hallaba sentada al pie de una cruz de
piedra en la que estaba crucificado un
Cristo de piedra. Tenía la cabeza oculta
entre las manos y lloraba en silencio.
Edge vaciló, sin saber si debía
acercarse y preguntar qué le ocurría.
Pero entonces se acercó una anciana y se
arrodilló junto a ella. La muchacha
levantó la cara húmeda de lágrimas —
era muy bonita— y Edge pudo oírlas
murmurar brevemente en ruso y luego en
francés. La anciana levantó del suelo a
la muchacha y la condujo a través de la
nave. Edge las siguió con discreción y
oyó:
—Aquí, niña —dijo la anciana en
francés, mientras se detenía con la
muchacha ante una estatua de la Virgen
—. Si has sido engañada por un hombre,
reza a María, no a su hijo. Los hombres
siempre se ayudan entre sí.
A Edge le gustó tanto esta
conmovedora y divertida ocurrencia que
en lo sucesivo, aunque las iglesias
solían aburrirle, se paraba aunque fuese
por poco rato ante todas las que
encontraba en sus paseos. Y por este
motivo entró durante la semana de
Pascua en la catedral de San Isaac justo
cuando daba comienzo el oficio y allí
vio algo maravilloso, algo que le hizo
regresar con precipitación al circo, pero
por el camino se detuvo a comprar unas
cuantas velas y un carrete de hilo negro.
Cuando Carl Beck volvió de su última
prueba en el sastre, Edge le esperaba
para consultarle sobre un tema muy
serio, y terminó diciendo:
—Si podemos hacerlo, Bum-bum, no
será con mucha frecuencia, así que
reservémoslo para la función especial
del zar, sea cuando sea. Y
mantengámoslo en secreto para
sorprender al mismo tiempo a todos los
miembros de la compañía.

Durante la semana anterior al baile del


palacio, Florian hizo fijar avisos por
todo el Jardín de Táuride para informar
al público de que no habría funciones el
20 de abril. Resultó que esto no
significaría un gran sacrificio de
clientela y ganancias porque aquel día
—aunque estaban prácticamente en
vísperas del breve verano de aquellas
latitudes y aunque el Nevá volvía a ser
un río por el que sólo se deslizaba un
pequeño témpano de vez en cuando—
cayó una tardía y densa nevada, tan
densa que no se barrieron las calles y
probablemente ni siquiera los resistentes
peterburgueses habrían desafiado el
tiempo por una función de circo. Los
artistas del Florilegio también se vieron
perjudicados por la nevada. Su intención
era ir al palacio de Invierno en droshkis
o karetas, pero ahora los pocos
vehículos de alquiler que pasaban por el
parque —en su mayoría trineos de troika
— estaban todos ocupados. No había
otra manera de ir que en los propios
vehículos del circo, que eran,
exceptuando el carruaje de Florian y la
calesa de Willi, los carromatos de
brillante colorido y llamativos letreros;
una manera poco digna, según creían
casi todos, de llegar a la puerta
principal de un palacio.
Sin embargo, cuando llegaron a la
plaza del palacio quedó bien patente que
nadie iba a fijarse en su medio de
transporte, tantos eran los vehículos —
carrozas, trineos de troika, berlinas,
clarences, victorias y toda clase de otros
carruajes— que convergían en la gran
plaza desde todas las calles y avenidas
de los alrededores, disputándose la
precedencia ante la entrada principal de
palacio. Además, no había nada muy
digno en la llegada de esos otros
invitados. Sus conductores se gritaban y
maldecían mutuamente —«¡Cede el
paso, minétchik, a mi señor el gran
duque!», «¡Al diablo con tu gran duque!
¡Cede el paso a mi señora la
princesa!»— y los ocupantes reales,
nobles o aristocráticos de esos
vehículos se asomaban a las ventanillas
para animar a sus cocheros: «¡Da un
latigazo a este arrogante ublyúdok,
Vladimir!» Entretanto, una sucesión de
lacayos salían del palacio para ayudar a
los invitados envueltos en pieles a
apearse de los carruajes que lograban
maniobrar hasta la entrada, y una
sucesión de caballerizos se llevaban los
carruajes a las cocheras del palacio.
—Si esto es un petit bal —dijo
Domingo a Meli—, me pregunto cómo
debe de ser un grand bal.
Sumándose al tumulto de vehículos,
caballos y curiosos que abarrotaban
incluso esta vasta plaza había varias
tropas de soldados de caballería que
hacían ejercicios de patio de revista
para la admiración de los invitados.
Dirigidos por las órdenes estentóreas de
sus oficiales, hacían formaciones, las
rehacían, giraban en columna y
desfilaban en diagonal, todo con
admirable precisión que contrastaba
considerablemente con el caótico
desorden de los civiles. Todos los
soldados de caballería tenían la cara
rubicunda, al parecer por el frío o por el
entusiasmo de mostrar su entrenamiento
para la guerra. Todos los caballos de las
diferentes tropas eran del mismo color, y
el color de cada tropa era diferente del
de las otras.
—Los tordos son de la Guardia de
Gatchina —dijo Florian a Daphne, que
iba con él en el carruaje—. Los negros
son de la Guardia Nacional y los zainos
de la Guardia de Caballeros.
—Veo que has estudiado la lección
—observó Daphne.
—Bueno, no hay que parecer
ignorante cuando se habla con el haut
monde, como hemos hecho últimamente.
—A júzgar por su conducta ante la
puerta principal, debo decir que no
parecen ser la crema de la sociedad de
Piter.
—Ah, bueno… el temperamento
ruso. Tan pronto excitable como
melancólico.
En cualquier caso, la gente del circo
se apeó de sus vehículos a cierta
distancia del bullicio, dando
instrucciones a los conductores
eslovacos de regresar con ellos al
recinto del circo y volver luego a
esperar la salida de los invitados a la
hora que fuera. Entonces caminaron por
la nieve derretida hasta la entrada del
palacio, esperaron un hueco en la
procesión de aristócratas y entraron en
fila.
Estaba claro que los porteros y otros
servidores esperaban a los artistas y
sabían cómo reconocerlos porque la
gente del circo fue recibida con un
saludo cortés y hospitalario y nadie les
pidió las tarjetas de invitación. Esto
gustó a los miembros del circo, porque
la mayoría deseaba conservar dichas
tarjetas como recuerdos de la ocasión y
algunos pensaban enmarcarlas y
colgarlas en sus remolques. Una hilera
de lacayos con pelucas blancas
empolvadas y una librea verde, roja y
negra acudió a despojar a los recién
llegados de sus pieles y chanclos.
Entonces aparecieron cuatro enormes
lacayos negros, gigantes abisinios con
exóticos trajes escarlatas y dorados y
turbantes blancos en la cabeza. Se
inclinaron en silencio y condujeron a los
artistas a través de varias puertas y por
varias escalinatas de mármol. A ambos
lados de cada puerta había un miembro
de la Guardia de Caballeros con
uniforme plateado, dorado y blanco,
inmóvil, con los ojos fijos delante de él
y el sable en posición rígida. A ambos
lados de cada sexto escalón de todas las
escalinatas había un guardia de corps
cosaco, con uniforme rojo y azul,
manteniendo en alto una antorcha
encendida.
Por fin la compañía llegó a un gran
salón de baile donde el zar, la zarina,
sus dos hijas, tres de sus hijos y las
esposas de los dos mayores estaban en
hilera para recibir a sus invitados. El
zar Alejandro y su presunto heredero, el
zarevich Alejandro, llevaban el
uniforme color zafiro de Atamán de la
caballería cosaca, con la maciza
medalla de la Cruz de San Andrés —que
representaba al santo crucificado de
forma anómala en una cruz de oro,
esmalte y diamantes—, además de una
larga serie de otra medallas y
condecoraciones probablemente
concedidas por sí mismos. La zarina
María Alexandrovna llevaba un traje de
tafetán verde oscuro, aunque la tela era
casi invisible bajo la profusión de joyas
—collares, broches, petos—, y lucía
sobre el pecho la ancha cinta roja de la
Orden de Santa Catalina. Los zareviches
jóvenes, sus esposas y las hijas de los
zares no iban ataviados con tanta
esplendidez, aunque su atuendo no era
menos elegante. Excepto las dos nueras,
que eran muy bajitas, toda la familia
tenía una estatura tal que incluso Obie
Yount, el Hacedor de Terremotos, se
sintió diminuto al acercarse a ellos.
Florian presentó cada artista a la
familia imperial, cuyos miembros
sonrieron para corresponder a las
inclinaciones y reverencias de la
compañía, sonrisas que sólo vacilaron
un poco cuando les presentaron a
Abdullah Hannibal con su traje de gala
rosado y amarillo. Solamente Florian e
Ioan pudieron saludar en ruso a sus
anfitriones; algunos lo hicieron en
alemán o francés. Cuando Agnete los
saludó en su danés nativo, tuvo la
agradable sorpresa de oír a la bonita y
joven esposa del zarevich darle la
bienvenida en la misma lengua. La
knyagínya María Fiodorovna vio la
sorpresa de Agnete, rió y dijo:
—Era la princesa Dagmar de
Dinamarca antes de casarme.
Y cuando Lunes Simms dijo en
inglés, con toda la precisión que pudo:
«Me siento muy honrada, majestades y
altezas», casi todos los artistas se
asombraron al oír contestar en una
especie de inglés al joven zarevich
Mijaíl: «Ah, sí, una chica tan linda ser
siempre bien venida».
Este curioso saludo tuvo su
explicación poco después. Cuando el
último invitado hubo entrado en el salón
de baile y la ceremonia de los saludos
tocó a su fin, el zar pidió silencio y
anunció con orgullo (mientras Florian
traducía las palabras a sus compañeros):
—Alejandro desea que todos
conozcáis a su nieto, a quien traerá su
niñera para que podamos admirarlo
antes de que lo lleve a la cama.
Se trataba del hijo del zarevich
Alejandro y la ex princesa Dagmar:
Nicolás, de un año de edad, que —si
circunstancias imprevisibles no lo
impedían— sucedería un día a su abuelo
y su padre como emperador, autócrata y
zar. Así, cuando la vieja niñera, vestida
con un uniforme azul pastel, apareció en
un umbral con su pequeña carga envuelta
en pañales, la orquesta de una alcoba
entonó con fuerza el himno Boshie Tsara
jraní. Los invitados rusos lanzaron
gritos de «¡Hurra!» y las mujeres
prorrumpieron en «ohs» y «ahs». Varias
damas se apiñaron en torno a la niñera
para arrullar al bebé, hacerle cosquillas
en la nariz, tocarle la barbilla y formular
preguntas maternales. El principito
gorjeó amablemente a sus admiradoras,
pero la vieja niñera sólo pudo decir a
quienes le preguntaban en ruso, alemán y
francés:
—Perdonad, exselensias, pero sólo
hablo inglés.
Florian rió entre dientes.
—Y ahora sabemos dónde ha
aprendido su inglés el zarevich Mijaíl.
¿Recuerdas, Clover Lee, aquellos
anuncios solicitando niñeras inglesas o
escocesas? Deben de ser la gran moda
aquí.
—Y al parecer los rusos no saben
distinguir entre ellas —dijo Daphne.
Cuando se hubieron llevado al
principito, la orquesta tocó una música
más suave y unos lacayos circularon
entre la multitud con bandejas llena de
copas de champaña. Los adultos de la
familia imperial también se mezclaron
con los invitados, intentando cada uno
de sus miembros hablar, aunque fuese
brevemente, con todos los invitados. La
gente del Florilegio también se movió,
Florian y Willi con la soltura de quien
está a sus anchas en un ambiente y los
otros con más timidez, hasta que
descubrieron que estaban bastante
solicitados. Resultó que no sólo el zar y
la zarina habían visto el espectáculo del
circo sino casi todos los presentes y la
mayoría de ellos deseaba hablar con
aquellos artistas con los cuales fuera
posible mantener una conversación en un
idioma común.
—Tiens! —exclamó la zarina
Alexandra—. ¿Quiere usted decir,
monsieur Pemjean, que usted y todos sus
colegas y animales, y todo lo demás,
viajan en sólo veintitantos vehículos?
—Oui, altesse. Si no lo recuerdo
mal, veintiséis en el último recuento.
—Drôle de chose! ¡Pero si cuando
nuestra familia se va de viaje, sólo seis
u ocho, necesita cuatrocientos
carruajes!
—Incroyable! ¿Qué podéis llevar en
ellos?
—Bueno… solamente para cenar
como es debido necesitamos a nuestros
cuarenta cocineros y todo su equipo de
cocina, ¿no?
—Gospodín Tyree, su traje de gala
es impresionante —dijo una viuda
vestida de un modo casi tan llamativo
como él, pero en joyas de las cámaras
acorazadas de los joyeros Sazikov—.
Dígame, ¿es este color la moda nueva en
América?
Hannibal, muy complacido, contestó
ampulosamente:
—Somos un circo americano
confederado, señora, y ésta es una moda
americana confederada.
—Vaya —dijo ella, impresionada—,
tengo que tomar nota. —De las
rechonchas muñecas de la dama colgaba
una cadena de oro con algo que
Hannibal había tomado por un abanico
corriente. Pero ahora ella lo abrió y
resultó ser un cuadernillo de hojas
marfileñas muy finas, que giraban en
forma de abanico. Con un lápiz
minúsculo incorporado al cuaderno,
escribió en una de las páginas
marfileñas—. Debo acordarme de
decirlo a mi marido el duque. Le gusta
tanto ser el primero en introducir
cualquier moda nueva y exótica en Piter.
La orquesta empezó a tocar un vals
de Strauss y la mayoría de invitados
ancianos o débiles se dirigieron hacia
las paredes del salón para que los más
jóvenes y ágiles tuvieran espacio para
bailar. El centro del gran salón se
convirtió en un torbellino suave de
faldas anchas y faldones de frac,
contrastando los numerosos vestidos y
uniformes multicolores con el elegante
blanco y negro de los trajes de etiqueta.
Las parejas se movían en sus graciosos
giros, paradas y figuras con tanto ritmo
como si todas lo hubieran ensayado con
anticipación para hacer visible la
melodiosa música.
Clover Lee bailaba el vals con un
guapo y joven capitán de la Guardia de
Caballeros, uno de los oficiales que
habían dirigido antes la exhibición
ecuestre de la caballería en la plaza del
palacio. Quizá no habría aceptado la
invitación a bailar de un simple capitán,
pero éste se había presentado como
«Kapitän Graf Evgeniy Suvorov». Y
ahora Clover Lee se preguntaba si no
estaría perdiendo el tiempo con aquel
capitán conde. Al verle de cerca, bajo el
resplandor de la cascada de cristal de
las arañas, se dio cuenta de que el
colorido de sus mejillas —que a la
intemperie había parecido un color
saludable— se debía en realidad a una
liberal aplicación de colorete. Hizo
mención del hecho con cierto tono
mordaz.
—Da —respondió Suvorov,
encogiéndose ligeramente de hombros
mientras bailaba—, todos los oficiales
debemos llevarlo. Al emperador le gusta
que sus tropas tengan aspecto guerrero y
estén quemados por el sol, el viento y el
frío.
Clover Lee miró a su alrededor.
Había muchos oficiales bailando el vals,
algunos con sus compañeras artistas, y
no cabía duda: todos llevaban colorete.
Pensó que tal vez no estaría perdiendo
el tiempo. Consciente de que se había
mostrado crítica con el colorete, Clover
Lee se apresuró ahora a elogiar el
resplandeciente uniforme de Evgeniy y
añadió:
—Ojalá pudiera ceñirme tanto las
mallas del circo.
—Ah, ¿se refiere a los pantalones?
En realidad son un tormento,
mademoiselle Coverley. Están hechos
con piel de alce y sería una deshonra
que tuvieran una sola arruga, de modo
que nos los ponemos muy húmedos y
enjabonados por dentro. Entonces
necesitamos que otro oficial nos ayude a
subirlos por nuestras… ejem…
extremidades desnudas, donde se
encogen dolorosamente al secarse.
—¡Capitán Suvorov! ¿Van desnudos
debajo? —Clover Lee intentó sonar
escandalizada y bajó modestamente los
ojos, aunque sólo para impedir que el
conde viera la traviesa diversión que
brillaba en ellos—. ¿Debería usted
decir cosas tan osadas a una tímida
doncella desconocida?
El vals terminó y los bailarines
dieron las gracias a los músicos con
unas palmadas corteses. Clover Lee
esperó a que la sacaran de la pista o la
invitaran a bailar otra vez, pero el
capitán Suvorov sólo tartamudeó:
—Hace… mucho calor aquí.
Era cierto. A causa del frío
intempestivo, los sirvientes que
trabajaban dentro de las paredes del
palacio habían llenado y encendido las
grandes estufas de cerámica de las
esquinas del salón. Quemaban una
madera aromática que perfumaba de
modo muy agradable todo el salón de
baile, pero el calor resultaba un poco
opresivo. Suvorov, sin embargo, parecía
tener más calor del normal.
—Quizá… quizá le gustaría dar un
paseo refrescante, mademoiselle. La
podría acompañar hasta las cocheras y
enseñarle un trineo muy notable…
Tragó nerviosamente y pareció
incapaz de creer en su buena suerte
cuando Clover Lee sonrió, le cogió del
brazo y contestó:
—Sí, hagamos eso, Evgeniy. Nunca
me han enseñado un trineo muy notable.
Cuando empezó el siguiente vals,
casi todos los otros miembros del circo
habían superado su timidez y salieron a
bailar: Pemjean con la zarina Alexandra,
Hannibal con la duquesa viuda, Pfeifer,
Goesle y Beck con otras damas de la
corte y Fitzfarris, Yount y LeVie con sus
mujeres respectivas. La pequeña Katalin
bailó con Velja Smodlaka, pero incluso
este niño era demasiado alto para ella.
Los numerosos invitados que no
bailaban abandonaron el salón para
trasladarse a otro contiguo, igualmente
vasto, que tenía en el centro una mesa
del tamaño de la pista del Florilegio, un
círculo de mesas, en realidad, con
manteles de hilo y llenas de samovares
de plata, garrafas de cristal, montones
de platos de porcelana con
incrustaciones de oro, níveas servilletas,
cubiertos de plata y bandejas, soperas y
cuencos que parecían contener los
manjares más apetitosos jamás salidos
de una cocina. En el lado más alejado
del círculo había un hueco y por él
pasaba una procesión constante de
camareros que entraban y salían de las
cocinas. En cuanto un plato caliente del
buffet amenazaba con enfriarse o uno
frío con volverse tibio, era
inmediatamente sacado y reemplazado
por otro.
Dentro del círculo de mesas había
otra enorme repleta de viandas
destinadas a surtir de nuevo las del
círculo. Además estaba decorada con un
gran ramo de flores de invernadero y en
el centro se levantaba un gran bloque de
hielo. Entre las mesas interiores y
exteriores esperaban unos veinte criados
con uniforme blanco, listos para servir
en los platos porciones de los manjares
elegidos por los invitados y para llenar
tazas de té o copas de vino o champaña.
Florian se acercó al buffet dando un
brazo a la zarina María Alexandrovna y
el otro a Daphne. Su mirada admirativa
abarcó toda la exposición de comida y
bebida y después se fijó en las flores del
centro y se preguntó qué significado
podía tener un bloque cuadrado de hielo.
Pero entonces Daphne profirió una
exclamación ahogada y en el mismo
momento Florian descubrió la figura
helada dentro del bloque. Vista a través
del hielo cortado a pico, se vislumbraba
la vaga pero inconfundible figura de una
muchacha con un traje de campesina, el
que habría usado para asistir a una fiesta
campestre. Y este traje estaba
artísticamente dispuesto, de modo que la
falda un poco subida mostrase una
pierna desnuda y bien formada y el
escote de la blusa dejase ver un hombro
y casi todo un pecho.
—¿Les gusta el centro, monsieur
Florian, madame Wheeler? —preguntó
la zarina—. A veces nuestro chef
d’embellissement confecciona un pastel
con la forma de la catedral de San Isaac
o imita el Almirantazgo con azúcar
hilado. Esta mañana, inspirado por la
nieve tardía, ha tomado el motivo para
el baile de un antiguo cuento popular
ruso. Es la historia de una pobre
muchacha krepostnoy, una sierva, que
recogía leña en una montaña cuando
cayó por la nieve hasta el fondo de un
glaciar. Reapareció un siglo después y a
cien verstas de distancia, congelada en
la pared del glaciar, tan joven y bella
como el día de su muerte.
—Una historia conmovedora,
majestad, y el chef la ha ilustrado
mágicamente, logrando un modelo de la
muchacha que parece realmente vivo.
—¿Un modelo? —repitió la zarina
—. Pero si yo suponía… en realidad, no
se me ha ocurrido preguntar… —Florian
sintió temblar la mano de Daphne sobre
su brazo y la zarina retiró la suya,
diciendo en tono desenfadado—: Y
ahora, diviértanse. Yo debo excusarme
para ir a hablar con el viejo almirante
conde Gordéyev.
—Creo que he perdido el apetito —
dijo Daphne, horrorizada, cuando la
zarina ya no podía oírlos—. Florian,
aquí dentro está congelada una…
chica… viva. O por lo menos estaba
viva esta mañana. Congelada, sólo para
divertir…
—Silencio, querida. Quizá es
artificial. Supongamos que así es. Elige
al menos algún plato para no llamar la
atención. No es necesario que comas
nada, si no puedes.
Seleccionaron una cena modesta:
caviar, sopa de arenque, hígados de
pavo real a la parrilla, pastel de
hojaldre y un vino de Crimea. Cuando el
criado les hubo servido los platos, no se
los dio a Florian y Daphne sino a un
lacayo surgido de repente cerca de
ellos, que se inclinó y los condujo a una
de las numerosas mesas que llenaban el
resto del vasto salón. Colocó los platos,
les acercó las sillas y se alejó con una
reverencia. Daphne acababa de beber un
largo sorbo de vino para reponerse
cuando el lacayo volvió con un tercer
plato que contenía exactamente los
mismos manjares que habían elegido;
entonces volvió a irse sin dar ninguna
explicación.
—¿Para quién es el tercer plato? —
preguntó Daphne.
—No lo sé —respondió Florian—.
Quizá es la costumbre. Para anticiparse
a nuestro deseo de repetir.
—Ni siquiera me apetece empezar
—dijo Daphne, estremeciéndose de
nuevo y evitando mirar hacia el bloque
de hielo. No obstante, mordisqueó una
tostada cubierta de caviar.

La cochera contigua al palacio era casi


tan suntuosa y estaba casi tan bien
amueblada como el palacio en sí, pero
en ella reinaba el frío y la oscuridad. El
capitán conde Suvorov encendió una
linterna para guiar a Clover Lee hasta el
tan «notable trineo», descripción que,
según decidió ella, no se ajustaba en
nada a la realidad. El vehículo estaba
sobre patines y tenía en su parte
delantera todos los dispositivos
necesarios para enganchar caballos,
pero ahí terminaba su parecido con un
trineo. De hecho era el remolque mayor
y más lujoso que Clover Lee había visto
en su vida.
—Fue construido por orden de
Catalina la Grande —explicó Suvorov
—. Requería cuatro troncos de cuatro
caballos cada uno para tirar de él.
—Y supongo que ni siquiera
dieciséis caballos podían ir más de
prisa que al paso con esta carga —dijo
Clover Lee, impresionada.
Subieron y recorrieron el interior,
que estaba lleno de porcelana, maderas
finas y cerámicas decorativas.
Suvorov identificó las diversas
estancias.
—Este es el saloncito de Catalina,
donde descansaba en esta chaise longue
cuando el trineo estaba en marcha. Este
es el comedor y éste el dormitorio y, al
lado, el lavabo…
—Es una cama grande y magnífica
—dijo Clover Lee, recostándose en ella
con languidez y actitud invitadora—.
Catalina debió de divertirse mucho aquí.
—Ejem. Mademoiselle, este lugar es
muy frío. Quizá deberíamos volver al
baile.
Clover Lee se incorporó y exclamó,
indignada:
—¿Quiere decir que me invitó a
venir aquí sólo para enseñarme el trineo
de Catalina la Grande? ¿No tenía
pensada otra diversión?
—Pensada, sí, mademoiselle —
admitió Suvorov, afligido—, pero están
mis ceñidos pantalones de piel de alce.
Tendría que llamar a los mozos de
cuadra sólo para…
—¡Oh, no importa! —replicó Clover
Lee, saltando enfadada de la cama—.
No querría que se enfriaran sus nalgas
desnudas. Sí, será mejor que volvamos
al baile.
Florian y Daphne descubrieron la razón
del plato adicional que les habían
servido junto a los suyos. El zar
Alejandro había entrado en el comedor y
se paseaba de mesa en mesa,
deteniéndose unos momentos a sentarse
a cada una de ellas. Cada mesa tenía un
plato extra, para que pudiese tomar un
bocado, y así los otros ocupantes de la
mesa podían afirmar después sin faltar a
la verdad que habían cenado con el
emperador. Cuando Alejandro fue a
sentarse a la mesa de Florian y Daphne,
echó una mirada a lo que comían:
Daphne aún mordisqueaba una tostada
de caviar y Florian tomaba una
cucharada de sopa… así que él tomó un
poco de caviar y un sorbo de sopa y
expresó en un francés no muy fluido la
esperanza de que se estuvieran
divirtiendo.
Florian le aseguró que así era y
Daphne se abstuvo de hacer algún
comentario sobre la presencia en el
banquete de una joven sierva muerta.
Entonces Alejandro dijo en alemán:
—Herr Florian, ¿querría
acompañarme a mis aposentos para una
conversación en privado? ¿Perdonará
Frau Wheeler nuestra descortesía y
aceptará la invitación a bailar del
mariscal Krylov?
Al parecer en respuesta a una señal
invisible, un oficial de mediana edad de
la Guardia Nacional, corpulento y con
grandes patillas, se presentó y se inclinó
ante Daphne. Florian habló a ésta en
inglés y ella hizo un mohín de
perplejidad, pero se fue obediente con
Krylov al salón de baile.
El zar, despidiendo con la mano a
los diversos guardias y servidores que
acudieron a su lado, condujo a Florian a
otra escalinata de mármol y a través de
varios magníficos salones y aposentos
hasta su propia suite, cuya puerta estaba
flanqueada por dos centinelas
catatónicamente rígidos de la Compañía
Dorada de Granaderos Imperiales. Las
habitaciones del zar tenían escasos
muebles, pero cada pieza era exquisita.
Alejandro se dirigió primero a un
aparador careliano de madera de abedul
sobre el que había una jofaina y una
jarra, cortadas ambas de una amatista
entera. Vertió agua y se lavó las manos,
explicando:
—Hace un momento he tenido que
estrechar la mano del emir de Bujara.
Siempre me lavo después de tocar a
alguien de otra religión.
Entonces indicó un sillón a Florian,
ocupó el de enfrente, se inclinó hacia
adelante y dijo:
—Usted procede de Alsacia, un país
de identidad nacional ambigua desde
hace mucho tiempo. Su segundo en el
circo, el coronel Edge, es virginiano;
ahora, de hecho, un apátrida. El resto de
su compañía comprende un surtido de
nacionalidades.
—Vuestra majestad está bien
informado.
Alejandro quitó importancia al
detalle.
—La Tercera Sección de mi
cancillería tiene un expediente completo
de todos los extranjeros, residentes o en
tránsito. Por ejemplo, sé que usted ha
cruzado con su circo lo que ahora se
llama la Guerra de las Siete Semanas,
sorteando hábilmente a los ejércitos
beligerantes. Tengo entendido que usted
personalmente no estaba a favor de
Austria ni de la alianza prusiano-italiana
en dicha guerra. Sin embargo, diría que
sabe por qué se libró.
—La gente del circo es apolítica,
majestad, pero no ignorante.
En Europa todo el mundo conocía la
ambición del canciller Bismarck de
forjar un reino con todos los pueblos de
habla alemana.
—De los cuales yo soy un miembro,
Herr Florian. Habrá notado que el
alemán es la lengua cotidiana de esta
corte. Mi madre era prusiana, mi abuela
una Württenberg, mi bisabuela una
Anhalter. Mi propia esposa la
emperatriz es de Hesse, así que mis
hijos tienen aún menos sangre rusa que
yo. Cuando llamo «primo» al rey
Guillermo de Prusia, no se trata de una
simple formalidad de la corte.
—Estoy seguro, majestad, de que el
mundo comprende por qué apoyasteis a
Prusia en esa Guerra de las Siete
Semanas.
—Lo cual es más de lo que hizo
Guillermo. Es un viejo y lo único que
quiere es una vejez tranquila, así que ha
dado las riendas a su intrigante
canciller. Ahora Bismarck ha humillado
a Austria y establecido la hegemonía de
Prusia sobre los pueblos germanos. Ya
ha absorbido a Schleswig-Holstein y
Hannover. Y puede contar con añadir a
su confederación esos otros estados
(Hesse, Baden, Sajonia) que con
anterioridad desdeñaron su idea de un
imperio. A continuación, por supuesto,
Bismarck querrá anexionarse a Alsacia
y así hará alarde de la superioridad del
pueblo alemán sobre el francés.
Encontrará o inventará algún pretexto
para una guerra con Francia. Calculo
que dentro de un año, más o menos. Y si
gana esa guerra, esperará de mí que lo
celebre por mi primo Guillermo y no le
llame rey sino Kaiser. Sin embargo —
Alejandro levantó una mano como si
Florian hubiese aplaudido antes de
tiempo—, no puedo ignorar el hecho de
que Prusia está justo al otro lado de las
fronteras rusas con Polonia y Lituania.
Si mi primo es emperador de un reino
alemán poderoso y unificado, le
consideraré un vecino sumamente
incómodo.
—¿Queréis decir, majestad, que
apoyaríais a Francia en una guerra
contra Prusia?
—Estoy seguro de que no espera una
respuesta directa a esta pregunta. —
Alejandro se recostó en el sillón, juntó
los dedos y dijo—: Francia son las
masas. Siempre lo han sido. Los
franceses son más franceses que nunca
cuando forman una masa. Sus cortes
reales, sus consejos y su clero sólo han
sido masas mejor lavadas. Luis
Napoleón no es más que un advenedizo
oportunista. Sin embargo, recuperó la
corona imperial del marasmo del
republicanismo.
—De modo que sentís una afinidad
imperial.
—A fin de preservar el imperio
ruso, debo preocuparme del destino de
otros imperios. Cuando Bismarck mueve
los estados europeos como piezas de
ajedrez, pone en peligro el propio
concepto de la monarquía. En Francia
pululan los communards, que sólo
esperan una excusa para derribar de
nuevo el trono. Mi propia Rusia tiene al
acecho a sus nihilistas y cultos de
Libertad Popular, que se agitan con la
misma intención. Mi emancipación de la
esclavitud no frenó su deseo de
derramar sangre imperial. Entretanto,
los emigrantes rusos que viven en
Europa occidental han formado lo que
llaman un partido populista y también
predican la revolución, a distancia y
fuera de mi alcance. Nuestra juventud
que va a estudiar al extranjero se
contagia de esas ideas radicales y
vuelve a casa con los gérmenes de esa
enfermedad. Si Prusia derrota a Francia
en una guerra, los communards
franceses tendrán su excusa para alzarse
contra Luis Napoleón, llamándole inepto
e impotente. Podría significar más
revoluciones como las de mil
ochocientos cuarenta y ocho en casi
cada reino e imperio. Incluyendo el mío.
—Si entiendo bien vuestras
intenciones, señor, permaneceríais
neutral en una guerra entre Prusia y
Francia, pero intentando mantener un
equilibrio entre estas dos potencias para
que ninguna de ellas alcance la
hegemonía en Europa.
—Exactamente. Es una suerte, para
mis fines, que a los franceses les guste
mucho comer perdiz blanca.
Florian parpadeó.
—¿Qué queréis decir?
—Es la clase de perdiz más sabrosa
y de mayor tamaño. Aquí tenemos una
gran abundancia en las montañas y las
exportamos con regularidad a los
mercados de París. Se despluman y
limpian y se envían en banastas de
mimbre rellenas de avena para evitar
que las aves sufran golpes.
—Lo lamento, majestad, pero no veo
por qué…
—En todas las aduanas de todas las
fronteras de aquí a Francia se vigila
constantemente el contrabando y se
registran e inspeccionan con
escrupulosidad casi todas las
mercancías, pero los funcionarios se han
acostumbrado tanto a nuestras banastas
de aves acolchadas con avena que las
dejan pasar rutinariamente. Y entre la
avena pueden esconderse
comunicaciones cifradas que se filtran
hasta mis agentes de la Tercera Sección
en París. He logrado hacer llegar
muchos mensajes a Luis Napoleón por
este medio, desconocido por mi primo
Guillermo y el suspicaz canciller
Bismarck, desconocido por los propios
ministros y consejeros de Napoleón y
desconocido incluso por mis propios
funcionarios diplomáticos en París y
otros lugares.
—Ingenioso, majestad —dijo
Florian, preguntándose por qué le
hablaban de estas cosas.
—Por desgracia, Luis Napoleón no
aprecia siempre mis buenos consejos ni
toma las medidas que le recomiendo.
Supongo que no puedo culparle. Quizá
yo mismo sentiría idéntico recelo si
agentes secretos extranjeros me
transmitieran consejos similares. En
cambio, si los mensajes llegaran por
medio de una tercera persona cuyo
desinterés pudiera demostrarse… y no
se me ocurre nada más políticamente
inocuo que su circo, Herr Florian. Le
han oído decir que su próximo destino
será París. ¿Cuándo se propone llegar
allí?
Florian se desconcertó. Había hecho
esta observación más de una vez, pero
no podía recordar la presencia de
extranjeros en ninguna de esas
ocasiones. Se sobrepuso y dijo:
—No he hecho planes concretos,
majestad. No abandonaremos San
Petersburgo hasta que hayamos
disfrutado de sus «noches blancas». Es
probable que nos marchemos cuando
vuelva el invierno. Pero aún no he
pensado en nuestra ruta.
—Ir por tierra de aquí a París sería
un viaje arduo y requeriría mucho
tiempo. Suponga que va por mar,
directamente a un puerto del Báltico
occidental.
—Bueno, ya hemos viajado con
anterioridad en un buque mercante. Pero
ahora somos una compañía mucho más
numerosa y cargada…
—Un buque de guerra podría
acomodarlos con facilidad. Florian
parpadeó de nuevo. El zar explicó:
—Todos los jefes de gobierno del
mundo han sido invitados a asistir o
mandar emisarios a la gran inauguración
del canal de Suez en noviembre. Mi
embajador saldrá de aquí en septiembre
y, como es natural, le enviaré con la
solemnidad apropiada, a bordo de mi
nuevo crucero de vapor, el Piotr-Velik.
Su circo podría acompañarle hasta,
digamos, Kiel en Schleswig-Holstein.
—Vuestra majestad hace una oferta
muy generosa y atractiva, pero si vuestro
buque de guerra da toda la vuelta a
Europa hasta Egipto, ¿por qué no nos
quedamos a bordo hasta… bueno, tal
vez Le Havre, desde donde París está
mucho más cerca?
—Porque, para ser franco, Herr
Florian, pienso pedirle que pague su
pasaje, por decirlo de alguna manera, y
para ello habrá de entrar en Francia
cruzando las tierras alemanas.
—Había supuesto, señor, que
vuestra intención era confiarnos un
mensaje, pero ¿acaso deseáis que
espiemos por el camino? Me temo que
todos carecemos de experiencia en
estos…
—Sólo les pediré que mantengan los
ojos abiertos. Si nadie más es capaz de
ello, estoy seguro de que su ex coronel
de caballería Edge lo sabrá hacer. Ya
les comunicaría con anticipación a usted
y a él lo que deben buscar.
—Bueno…
—Como es natural, deseará pensarlo
y hablarlo con el coronel Edge. Sin
embargo, preferiría que sean pocas las
personas enteradas de los detalles de
esta proposición.
—Prometo la máxima discreción,
majestad.
—Le daré mucho tiempo para
reflexionar antes de que volvamos a
vernos… y sería mejor que lo
hiciéramos en circunstancias sociales,
como esta noche. Podemos fijar una
fecha para la actuación de su circo ante
mi corte cuando nos hayamos trasladado
a uno de nuestros palacios de verano.
Ha mencionado las «noches blancas».
Pues bien, fijemos la fecha para uno de
los días más largos del año. —
Alejandro se inclinó sobre una mesa
donde había un calendario—. ¿El nueve
de junio? Entonces la corte estará en
Peterhof. ¿Sería esto satisfactorio?
—Perfecto, majestad.
—Puede comunicarme entonces su
decisión sobre si desea aceptar mi
ofrecimiento de transporte marítimo. De
ser así, les entregaré a usted y al coronel
Edge algunos mensajes y varias
instrucciones. También les daré una
persuasiva carta de presentación para su
majestad imperial Luis Napoleón. Esto
ayudaría a mejorar la prosperidad de su
empresa, Herr Florian, pero recuerde
que podría al mismo tiempo influir en el
curso de la historia. Para mejorarlo,
creo yo. —El zar se levantó y Florian
hizo lo propio—. Salga usted primero,
mein Herr. Me parece que sabrá
encontrar el camino de vuelta al salón
de baile. De ahora en adelante, no deben
vernos juntos.
Florian saludó y salió entre los dos
rígidos granaderos de la puerta. Volvió
por el mismo camino hasta que llegó a
un pasillo en que no había guardias ni
sirvientes ni nadie que pudiera verle.
Allí, con mucha agilidad para un hombre
de su edad y estructura, dio un salto en
el aire e hizo chocar los talones.
8
Un día de mediados de mayo, Vassily
Marchan entró en el recinto del circo
con un carromato lleno de muchachas
lozanas de ojos muy abiertos, sus
acomodadoras bailarinas. Todas
llevaban el traje de pista envuelto en un
gran pañuelo anudado. Se apearon del
carromato y miraron a su alrededor con
manifiesta satisfacción de encontrarse
allí.
—Las traigo para que se
familiaricen con su circo, Gospodín
Florian —dijo Marchan—. Y quizá su
director de orquesta deseará ensayar la
música con ellas. Por otra parte, tak, no
necesita preocuparse de ellas, ni
siquiera alimentarlas o darles
alojamiento. Comen y duermen en sus
casas.
—Excelente. Pero antes de concluir
este intercambio, Gospodín Marchan,
dígame una cosa. ¿Les permitirán sus
padres viajar hasta Peterhof?
—¡Vaya! ¡Le han solicitado una
función especial para los zares! Da, las
chicas pueden ir a Peterhof. Está sólo a
unas treinta verstas de aquí. Pueden ir y
volver todos por tren en un solo día. Ese
tren fue el primero que se construyó en
Rusia, por conveniencia del zar,
naturalmente.
—Iremos por carretera y entraremos
en Peterhof con un desfile. Y nos
marcharemos unos días antes para actuar
por el camino en algún pueblo.
—Sólo está Prival entre aquí y
Peterhof y no creo que le gustase
levantar allí la carpa. El viento perpetuo
del golfo de Finlandia se la llevaría.
—Oh, mi intención es dejar aquí
todas nuestras carpas, porque
volveremos para terminar la temporada
de verano. En Peterhof, y en Prival,
actuaremos al aire libre. Mi maestro
velero y mi ingeniero ya están haciendo
postes, chanclos y retenes nuevos para
sostener los aparatos aéreos.
—En tal caso explicaré a las chicas
que estarán unos días fuera de Piter.
Seguramente obtendrán el permiso de
sus padres cuando sepan que es a
petición del zar.
—Gracias, gospodín. Y aquí llegan
sus hermanos Kim. Sea bueno con ellos;
son unos muchachos excelentes.
Los coreanos, radiantes y haciendo
cabriolas, amontonaron sus escasos
efectos en el carromato de Marchan y
luego estrecharon manos vigorosamente
y se despidieron con reverencias de
todos los miembros del Florilegio,
incluyendo a los eslovacos, y diciendo
una y otra vez: «Anyong-hi kesipsio».
Todas las mujeres besaron a los Kim en
la mejilla mientras les estrechaban la
mano y dijeron: «Buena suerte, buen
viaje y feliz llegada al hogar».
Cuando el carromato se puso en
marcha, con los hermanos todavía
agitando las manos en dirección al
circo, Ioan Petrescu se hizo cargo de las
chicas nuevas. Las alejó de las miradas
admirativas y de los comentarios en voz
baja de los hombres y las llevó al furgón
vestidor para ver si sus trajes
necesitaban ajustes o reformas.

Hasta el día siguiente Hannibal, que


ahora tenía para él solo el remolque que
antes compartía con otros, no fue a ver a
Florian cargado con un saco medio
lleno.
—Sahib, esos chinos dejaron algo.
El saco de macarrones que siempre
estaban friendo.
—Dios mío. Si lo tenían desde
Italia, ya debe de estar lleno de mantillo
y gorgojos, pero gracias, Abdullah. Más
tarde iré al centro de la ciudad y lo
dejaré en el Circo Cinizelli, si es que
aún no se han ido.
Pero se habían ido, dejando sólo a
un viejo dvornik de vigilante, que era
calmuco y apenas hablaba ruso. Agitó
las manos hacia el vacío interior del
edificio y dijo:
—Podí k’Krimu.
—Conque podí, ¿eh? —dijo Florian
—. Gospodín Marchan no pierde el
tiempo. Espere… ¿qué ha dicho? ¿Que
se han ido a Crimea? Usted quiere decir
Corea, viejo.
—¿Koréya? ¿Usted loco, gospodín?
Nadie va a Koréya. Marchan siempre va
a Crimea en verano.

—Me gustaría pensar que ha sido un


cambio justo —gruñó después Florian a
Edge—. Es cierto que a Marchan le ha
costado su hombre forzudo, pero está
claro que ha mentido desde el momento
en que sugirió el intercambio.
—Bueno, usted dijo que los chicos
Kim darían la vuelta al mundo. Y la
darán por el camino más largo. Por lo
menos no volverán al oeste… con
nosotros los espías.
Un poco exasperado, Florian
corrigió:
—Llámalo explorar, no espiar. De
verdad que no entiendo tu objeción a
que acepte la proposición del zar. Por
Dios, hombre, ya has servido en dos
guerras como tropa de asalto.
—¿No cree que dos guerras son
suficientes en la vida de cualquier
hombre?
—¡Maldita sea! Podemos ayudar a
evitar una.
—Y podemos arriesgar el pellejo.
Pero escuche, director, la decisión es
suya y pienso acatarla. Sólo quiero
figurar en la crónica como la leal
oposición.

Los días se fueron alargando cada vez


más… de modo antinatural para la
mayoría de la gente del circo. Cuando
llegó el primero de junio (según el
calendario ruso), el sol ya no se ponía
tras el horizonte hasta casi la
medianoche —lo que las bailarinas
dijeron a Florian que se llamaba «el
mediodía de la noche»— y entonces se
ocultaba sólo lo suficiente para dejar
que la ciudad descansara en un largo
crepúsculo y una noche muy breve. La
noche no era totalmente oscura hasta las
doce y media y permanecía así durante
unas tres horas antes de volver a
iluminarse. Temprano o tarde en el día
de veintiuna horas, la gente proyectaba
al caminar sombras increíblemente
largas, delgadas y negras, como si
arrastrasen tras de sí agujas caídas.
Cuando salía la luna, siempre dorada
por el cercano sol, se teñía a veces de
bermellón, escarlata o carmesí.
Los peterburgueses aprovechaban al
máximo los días largos y cálidos y las
templadas «noches blancas». Las calles
y prospekti estaban a cualquier hora
llenos de paseantes. Los miembros de la
clase alta, que habían desfilado por la
protegida Mórskaya durante el invierno,
se apropiaban ahora del ancho y aireado
Nevskiy Prospekt, donde exhibían, sin
pieles, una variedad de vestidos
femeninos, joyas y peinados, patillas,
perillas, barbas excéntricas y algunas
barbas tan largas que se llevaba atadas
bajo la corbata.
Además, en el paseo ribereño había
a casi cualquier hora hileras de
pescadores inclinados sobre la
balaustrada con cañas extremadamente
largas y solían pescar de pie, con los
pies hundidos en la «nieve de verano»,
la pelusa de los álamos blancos que
bordeaban el paseo. Peterburgueses
jóvenes nadaban en el Nevá, pero sin
alejarse de la orilla para no estar a
merced de la turbulenta corriente.
Durante varias noches consecutivas en
que los artistas circenses salieron de la
carpa después de la función nocturna —
que ahora era en realidad crepuscular—
vieron arder hogueras a intervalos en la
orilla del río. Muchos jóvenes de ambos
sexos, vestidos con ropa vieja pero
llevando guirnaldas de flores en la
cabeza, saltaban al Nevá por encima de
esas hogueras. Florian preguntó acerca
de ello a las acomodadoras y tradujo la
respuesta al resto de la compañía:
—Dicen que es una costumbre
antigua. Todos son solteros y la
guirnalda de cada uno es diferente para
poder distinguirla. Cuando saltan al
agua, se las quitan y las dejan flotar.
Luego, al amanecer, al cabo de dos o
tres horas, van río abajo en busca de sus
guirnaldas. Todos saben, o así lo
aseguran estas chicas, por la posición y
estado de su guirnalda si se casarán
dentro del mismo año.
—Quizá algunas de nosotras
deberíamos probarlo —murmuró Clover
Lee a Domingo. Pero si lo hicieron, no
informaron a nadie del resultado.
El tiempo cálido llevó a la ciudad
rodeada de pantanos y a menudo
lluviosa una plaga casi intolerable: una
superabundancia de mosquitos. A veces
el público del circo parecía aplaudir
continuamente, tal era el frenesí con que
intentaban librarse de dichos insectos.
Los artistas aéreos y los de pista que
también tenían que concentrarse y
guardar el equilibrio sólo podían
trabajar después de rociarse con una
mezcla repelente para los mosquitos que
Ioan les había preparado con aceite de
cedro y alcohol alcanforado… y
entonces apestaban de tal manera que se
repelían incluso mutuamente.
—No es extraño que el zar tenga
palacios de verano en todas partes
menos aquí —gruñó Yount después de
propinarse palmadas tan frecuentes y
violentas en la afeitada cabeza que
estaba aturdido.
—Sí —asintió Katalin—. Me
imagino que allí fuera, junto al golfo, la
brisa marina arrastra a los mosquitos.
Bueno, pronto lo sabremos, Obie.
Mañana vamos a Peterhof.
Los peones trabajaron durante casi
toda la noche, sin necesitar linternas más
que en las dos horas de oscuridad, para
desmontar la instalación aérea de la
carpa y el bordillo de la pista y colocar
en los carromatos todo lo que el circo se
llevaba a Peterhof. Dejaron en su sitio la
carpa y las graderías, así como las
tiendas de la ménagerie, el espectáculo
complementario y los vestidores. Se
designó a tres eslovacos para que
hicieran guardia las veinticuatro horas
del día en turnos de ocho horas. Florian
dejó también atrás todos los vehículos
que no necesitaba para transporte o
vivienda, incluyendo el furgón rojo.
—Pero ¿cómo venderé entradas en
Prival? —preguntó con ansiedad
Gavrila.
—Sería inútil intentarlo —contestó
Florian—. Actuaremos al aire libre,
visibles para todos los que quieran
mirarnos. No me importa dar esta
función gratis. Será la primera vez que
nuestra gente trabaja sin carpa, con el
cielo por techo. Lo consideraremos un
ensayo que puede eliminar errores
cuando actuemos en iguales
circunstancias en el parque del palacio.
Sólo espero que no llueva durante esas
dos funciones.

Las lluvias no se presentaron, pero


habían caído tantos diluvios previos que
la carretera de Piter a Prival equivalía a
quince verstas de barro. El circo no
ofreció un desfile; sólo avanzar ya era
bastante lucha. Unas veces el barro era
cieno y los carromatos se hundían hasta
los ejes de las ruedas y Peggy y Mitzi
tenían que empujarlos; otras, era un lodo
pegajoso y en esos tramos las ruedas de
los carromatos lo iban acumulando,
formando así una capa tan gruesa y
pesada que era preciso detenerse para
quitarla. Jörg Pfeifer, obligado a realizar
esta tarea con todos los demás hombres
fuertes de la caravana, dijo con mal
humor:
—El zar tiene una vía férrea para
viajar y por eso le importa un bledo que
las carreteras usadas por sus súbditos
sean una mierda.
Cuando se pusieron de nuevo en
marcha, Edge observó a Domingo, que
viajaba a su lado:
—Ahora que podemos ver sin nieve
este país septentrional, resulta que tiene
el color de la tierra, ¿verdad? Donde el
barro no es marrón, es negro u ocre, y
donde no hay barro, hay arenisca.
Incluso la ropa de la gente tiene el color
de la tierra. Los campesinos no se
distinguen de los espantapájaros a
menos que estén andando.
—¿Y has notado otra cosa, Zachary?
—preguntó Domingo—. Ninguna granja
tiene jardín o tiestos de flores en las
ventanas. Incluso las flores silvestres
son escasas, pequeñas y pálidas. Tienes
razón; es un país de arenisca.
Por el reloj tenía que ser de noche
cuando la caravana llegó a Prival, pero
hacía rato que el sol había salido. El
nombre de Prival significaba
simplemente «parada» porque era el
lugar donde las tropas que marchaban
entre San Petersburgo y Peterhof solían
detenerse a beber agua fresca o
descansar toda la noche o quizá dar un
revolcón en el heno si estaban lo
bastante desesperados para utilizar a las
campesinas obesas o flacas, con insulsas
caras bovinas, tez opaca y barro en el
resto de su cuerpo. Por suerte para el
circo, los frecuentes movimientos de
tropas habían endurecido un trozo de
terreno rodeado de un mar de lodo, así
que Florian se puso de pie en su
carruaje y anunció a los impasibles
habitantes del pueblo que su circo se
detendría y ofrecería una función en
aquel terreno después de oscurecer si
alguno de ellos quería acostarse lo
bastante tarde como para verlo.
Mientras tanto, añadió, su compañía
deseaba pagarse una cena.
Había un comedor para los soldados
en tránsito, así que la compañía cenó
allí, empezando por los artistas,
mientras Goesle, Beck y Banat
supervisaban el trabajo de los peones en
su primer montaje de postes centrales
sin lona que hiciera de techo. También
montaron los trozos de bordillo para
formar la pista y esparcieron paja dentro
de ella e instalaron en el borde exterior
los focos y candilejas de carburo.
Gusztáv Jászi frunció el ceño al ver
el plato que le servían y dijo en
húngaro:
—Casi preferiría estar trabajando
ahí fuera que comer esta ürülek.
La cena que sirvieron a la compañía
era la misma que los aldeanos solían dar
a la tropa y que ellos comían a diario; en
una palabra, los únicos alimentos de que
disponían y que eran gachas de trigo
sarraceno, col hervida, pan de centeno
negro, pepinos salados, té y kvas.
—No lo consideres una mierda ni,
desde luego, comida, sino simplemente
sustento —dijo Ioan en la misma lengua
—. Para sustentarte hasta Peterhof,
donde nos ofrecerán otro banquete.
Toda la población de Prival se sentó
en cuclillas alrededor de la pista para
ver el espectáculo, aunque lo vieron con
la misma apatía que les habrían
inspirado unos ejercicios militares, sin
aplaudir ni reír una sola vez. Esto no
importó mucho a los artistas; de hecho,
casi deseaban lograr la impasibilidad
del público. Esperaron nerviosamente
mientras las ex acomodadoras del
Cinizelli bailaban la obertura. Entonces,
desde que salieron de la oscuridad para
entrar en la pista iluminada, formando la
gran cabalgata inicial, los artistas se
sintieron casi desnudos bajo la brisa del
norte que soplaba sin cesar y rodeados
de un espacio negro y vacío con sólo
algunas estrellas parpadeando sobre sus
cabezas. Incluso los elefantes, el
camello, los caballos y los terriers
miraban nerviosos hacia arriba.
Mientras Bum-bum dirigía a sus
músicos, tuvo que hacer repetidos
movimientos ascendentes con las manos
para instarlos a tocar con más fuerza a
fin de que la música no sonara débil en
todo aquel espacio. Sólo el órgano de
vapor del «profesor» eslovaco no tenía
que esforzarse; aquel instrumento estaba
diseñado para los grandes espacios
abiertos.
Sin embargo, una vez los artistas
empezaron a actuar, el resplandor
familiar de las candilejas y la
concentración en el trabajo hizo olvidar
a la mayoría la ausencia de un techo y
casi todos se adaptaron con facilidad al
nuevo ambiente. El coronel Ramrod, por
primera vez en su número de tirador,
tuvo que contar con el viento y supuso
que lo mismo sucedería a Maurice y
Domingo en los trapecios, a Lunes en el
alambre, a Daphne y Yount en el alto
velocípedo e incluso a la pequeña
Grillo dentro de su globo rodante. Sólo
Pavlo Smodlaka parecía agitado,
incapaz de aceptar las nuevas
circunstancias. La noche no era cálida a
causa de la brisa del golfo, pero Pavlo
brillaba de sudor a la luz de las
candilejas y farfullaba sus órdenes a los
perros, a los niños albinos y a su mujer
sin dejar de mirar al cielo, que había
empezado a aclarar con un tono rojizo
en el este. En cambio, Terry, Terrier y
Terriest ejecutaron sus rutinarias
cabriolas con eficiencia y sin inmutarse,
como habrían hecho probablemente sin
recibir ninguna orden.
Como el público era tan apático y
como los integrantes del espectáculo
complementario ya habían trabajado
otras veces al aire libre, Florian no
interrumpió el programa con un
intermedio. Los artistas de pista
ejecutaron todos sus números sin
interrupción hasta la cabalgata final, que
marchó a los acordes del himno Boshie
Tsara Jraní, cuyas palabras rusas
Rouleau había aprendido de memoria,
pero ningún aldeano se levantó para
entonarlas, así que el propio Florian
saltó en torno al perímetro, batiendo
palmas, ante los espectadores en
cuclillas. Incitados de este modo, los
campesinos se animaron un poco y
aplaudieron sin entusiasmo. Cuando
Goesle disminuyó lentamente la
intensidad de las luces y los artistas se
dispersaron, los mujiks se levantaron y
dirigieron a sus isbas con el aire de
haber sido por fin dispensados de un
deber penoso.
—Merde alors —murmuró Rouleau
—. Espero que el aire libre no atonte
del mismo modo al público del palacio.
—No temas —contestó Willi—. Los
campesinos son un merdier, sin duda,
pero en Peterhof no actuaremos para
ellos. Ah, regardez… ha salido la luna.
Luna llena esta noche, roja como la
sangre.
—Y escucha —dijo Rouleau—. Un
lobo aúlla en la distancia.
El triste y prolongado aullido se
había extinguido apenas cuando fue
contestado con más fuerza y desde muy
cerca. Inmediatamente los elefantes
empezaron a hacer ruido con sus
trompas, los gatos maullaron, las hienas
ladraron y los caballos relincharon.
Rouleau exclamó:
—Putain! ¡Este debe de estar en el
mismo recinto del circo… tal vez al
acecho de los animales!
Corrió con Willi hacia donde
estaban aparcados los carromatos,
remolques y jaulas. Otros también
corrían y algunos se asomaban a las
puertas o ventanas de sus viviendas. En
uno de los remolques, la luz de una
lámpara que se derramaba por la puerta
abierta mostraba a dos figuras luchando
entre sí. Edge fue el primero en llegar y
sintió un alivio momentáneo al ver que
sólo se trataba de Gavrila, que sujetaba
a su hija, decidida al parecer a salir
disparada hacia la oscuridad.
—¿Adónde quieres ir, niña? —
preguntó Edge—. ¿Qué sucede, Gavrila?
La mujer tenía el rostro contraído y
lloroso.
—Sava quiere ir en busca de su
padre.
—Jules, sujeta a la niña. Dime,
Gavrila, ¿hacia dónde se ha ido su
padre?
—La luna… —sollozó ella.
—¿Qué? Oh, vamos, Gavrila.
—Hay luna llena. Pavlo aúlla como
un lobo y desaparece en la noche. No he
podido detener a Velja, que ha corrido
tras él. ¡Es terrible, Zachary! Cada vez
que hay luna llena, incluso en la ciudad,
Pavlo se vuelve neudoban… extraño.
—Es verdad —terció Florian—. Ya
le he visto salir corriendo así en otra
ocasión.
—Maldita sea —dijo Edge—.
Ahora recuerdo que la vieja Mag me
dijo que le vigilara. Ese bastardo
estúpido cree que es un hombre lobo.
¿Qué hacemos, director?
—Desplegaos todos —ordenó
Florian al grupo ahora considerable de
gente del circo— y andad en dirección a
la luna. Intentad no caer en un pantano.
Dejad correr a Pavlo, si es lo que
quiere, pero encontrad al niño y traedlo.
Hay lobos de verdad por los
alrededores.
Los hombres se dispersaron en la
noche, todos menos Edge, que fue
primero en busca de su arma. Los
campesinos, alertados por la conmoción,
salieron medio vestidos y se quedaron
mirando en silencio. Florian les habló
del hombre demente y preguntó si
querían ayudar a buscarle, pero ellos
continuaron mirando con expresión
bovina, así que añadió:
—On sam voobrayet soboy
oborotyen.
—Oborotyen! —repitieron los
mujiks en una exclamación ahogada,
demostrando la primera emoción que
habían exteriorizado, una mezcla de
pasmo, horror y, curiosamente, una
ansiedad casi alegre.
Sin embargo, no corrieron con
ímpetu hacia la luna sino que fueron a
sus cabañas, se vistieron y cuando
volvieron al lado de Florian llevaban
estacas, hoces, horcas de madera y,
sensatamente, linternas encendidas. El
jefe del pueblo llevaba también una
pequeña daga, que enseñó a Florian,
diciendo para tranquilizarle:
—Syeryebró.
—¿Plata? ¡Dios mío, no lo mates!
Sólo se figura que es un hombre lobo. Se
lo imagina, nada más. Voobrayet…
voobrayet!
Los campesinos le indicaron que
dejara el asunto en sus manos y se
alejaron con sus linternas y armas.
Florian se quedó, intentando consolar y
calmar a Gavrila y Sava, y mandó al
resto de la compañía a sus remolques.
El lobo auténtico, todavía a gran
distancia, aullaba a la luna roja de vez
en cuando, pero ahora no le contestaba
ningún eco. Florian deseó que Pavlo
volviese a aullar. Oírlo podría afligir a
su mujer y su hija pero ayudaría a los
hombres a localizarlo.
Transcurrió tal vez una hora y el sol
también estaba a punto de salir y el día
ya apuntaba cuando uno de los aldeanos
volvió de la expedición, se acercó a
Florian y dijo en voz baja:
—Yest sumashédshiy.
Gavrila preguntó en tono urgente:
—Florian, ¿significa esto que han
encontrado a Pavlo? ¿O a Velja?
—Probablemente a Pavlo. Ha dicho
«el hombre loco». Entrad las dos en el
remolque, cerrad la puerta con llave y
no abráis a nadie más que a mí.
Florian esperó para asegurarse de
que obedecían y entonces siguió al
mujik. Anduvieron hasta cierta distancia
de Prival y el día aclaró lo bastante para
que el guía apagara la linterna. Llegaron
adonde estaban los otros aldeanos,
apiñados en un grupo compacto, y se
apartaron para que Florian pudiese ver a
Pavlo. Yacía de espaldas sobre el
terreno pantanoso con la daga de plata
hundida en el pecho hasta el puño. Los
ojos desvariados de Pavlo aún estaban
abiertos y brillantes, y los labios
fruncidos en una mueca lobuna dejaban
los dientes al descubierto. Había muy
poca sangre en torno a la limpia herida
de la daga en el pecho, pero los dientes,
labios y barba tenían coágulos y
fragmentos rojos, como si al morir
hubiese vomitado sangre y pedazos de
sus entrañas.
El jefe del pueblo estaba explicando
lo ocurrido a Florian cuando se oyó un
rumor en un arbusto próximo y Edge
apareció con un revólver en cada mano.
Al darse cuenta de la situación, puso el
seguro de las pistolas y las dejó colgar a
sus costados mientras iba a mirar con
rostro impasible al difunto Pavlo.
—Les he dicho que no lo mataran —
explicó Florian—, pero insisten en que
se abalanzó sobre ellos, desde ese
arbusto por el que acabas de salir,
haciendo rechinar los dientes y
doblando los dedos como zarpas de
lobo. Tenían que matarlo, han dicho.
Uno lo aturdió con un garrote y el jefe lo
despachó clavándole la daga en el
pecho. No sé si reñirlos o…
—Diablos, debería dar una medalla
de oro a cada uno —dijo Edge. Levantó
una de sus pistolas y disparó tres veces
al aire—. Esto hará venir a los otros
hombres.
—¿Por qué llamarlos? El chico
sigue todavía perdido en alguna parte.
—No, ya no. Está en ese matorral.
—Florian hizo un movimiento, pero
Edge le detuvo—. No vaya a mirarle,
director. Ojalá no lo hubiera hecho yo.
Oh, Dios, creí que le había atacado un
verdadero lobo.
Florian miró fijamente a Edge, tragó
varias veces y por último suspiró y
consiguió decir:
—Bueno, antes de que le encuentren
los demás, finjamos que fue eso lo que
ocurrió.
Así, pues, limpiaron el rostro del
difunto Pavlo y cambiaron el aspecto de
su cuerpo. Cerraron sus ojos de loco y
la boca contraída y limpiaron de sangre
y otras sustancias sus labios y barba con
un puñado de hojas. Luego Edge le
arrancó la daga del pecho, respiró
hondo y —ante la extrañeza de los
aldeanos presentes— usó la daga para
infligir más heridas, deliberadamente
inexpertas, en el torso de Pavlo,
empapando su ropa de sangre y
disimulando la naturaleza de sus
heridas. Los mujiks pensaron tal vez que
todos aquellos extranjeros estaban
locos, pero uno de ellos se despojó
prontamente de su vieja capa de fieltro
cuando Florian le ofreció por ella un
imperial de oro. Edge se llevó la capa al
interior del matorral y volvió al cabo de
un minuto con un pequeño bulto envuelto
en ella que no enseñó a nadie ni
entonces ni después. Cuando los otros
hombres del circo, solos o por parejas,
encontraron a Florian y Edge, éstos sólo
les enseñaron el cuerpo de Pavlo y les
dijeron que el lobo al que todos habían
oído aullar había matado al padre y al
hijo. Los hombres menearon
sombríamente las cabezas, Yount y uno
de los Jászi cargaron con Pavlo, Edge
siguió llevando a Velja y todos
regresaron a Prival.
Cuando Florian se anunció en el
remolque de los Smodlaka y le abrieron
la puerta, pidió a Sava que esperase
fuera unos momentos y dio la noticia a
Gavrila con toda la suavidad posible y
con la misma mentira piadosa. Ella
palideció, se sentó de repente en una
litera y echó mano de un frasco de sales
que al parecer había usado con
frecuencia últimamente. Florian se sacó
del bolsillo un frasco de vodka que
había llevado consigo y mientras
Gavrila olía las sales y se atragantaba
con el aguardiente, Florian continuó:
—Es imposible, querida, decir cuál
de los dos infortunados ha sido atacado
primero por el lobo, pero yo aseguraría
que fue Velja, cuando corría en busca de
su padre. Cuando Pavlo oyó los gritos,
debió de recuperar un poco de lucidez y
volver corriendo para arrancar al niño
del animal, y al hacerlo resultó también
él mortalmente herido.
Con un esfuerzo, dijo Gavrila:
—Así, al final de su vida, no ha sido
un loco, sino un héroe.
—Así parece, querida. Exactamente
así.
Ella le dirigió una mirada larga y
carente de expresión y Florian intentó no
rehuirla, desviando la suya. Por fin
añadió ella:
—El lobo, entonces, ¿dónde está?
—¿Eh, el lobo? Pues el lobo se ha
escapado. Huyó del mujik que descubrió
los cuerpos. Ha dicho que no lo
persiguió porque temía que el animal
estuviera rabioso después de atacar a un
niño y un hombre adulto.
—Y sin embargo ha huido del
segundo adulto —murmuró Gavrila con
voz átona.
Florian trató de añadir algún otro
detalle verosímil, pero ella meneó la
cabeza:
—No importa. Váyase ahora, por
favor. Envíeme a Sava e intentaré
decírselo.
Florian obedeció y tras un
respetuoso intervalo envió también a
Agnete y Meli a consolar a las dos
Smodlaka. El Florilegio se quedó en
Prival el tiempo suficiente para que
aquellos que habían participado en el
suceso pudieran dormir unas horas.
Entonces los eslovacos reanudaron el
interrumpido desmantelamiento de
postes, instalación, luces y pista y
volvieron a cargarlos en los carromatos.
Agnete fue a decir a Florian:
—Gavrila llora por su hijo,
naturalmente, y con desconsuelo, pero,
quizá no debería decir esto, creo que
considera que el lobo la ha
recompensado al librarla a ella y a Sava
de ese horrible Pavlo.
—No te dé vergüenza decirlo, Miss
Eel. Me imagino que muchos miembros
de la compañía compartirían esta
opinión. ¿Hay algo que podamos hacer
por la pobre Gavrila?
—Ha pedido que Velja no sea
enterrado en este espantoso lugar, pero
ha callado sobre los restos de Pavlo. Y
espera que la tragedia no le hará desistir
a usted de la cabalgata de gala cuando
nos acerquemos a Peterhof.
—Valiente Gavrila. Una verdadera
dama de circo. Por favor, ve a decirle
que haremos la cabalgata, ya que ella lo
permite. Ya he visto las otras salidas de
este pueblo y una es un camino de
rollizos bien cuidado. Dile también que
cuando lleguemos a Peterhof pediré la
autorización de Alejandro para enterrar
a Velja en un lugar hermoso del recinto
del propio palacio. Y otra cosa, Miss
Eel. Disuádela, impídele si es
necesario, cualquier intento de dar una
última mirada a su hijo. Convéncela de
que es mejor recordarle tal como era.

Al atardecer del ocho de junio, la


cabalgata del Florilegio llegó a la
entrada de Peterhof, con el órgano y la
banda resonando, los caballos haciendo
cabriolas, los terriers dando volteretas
laterales, los payasos retozando y todos
los artistas —excepto Gavrila y Sava—
sobre los carromatos, luciendo sus trajes
de pista más llamativos y Clover Lee
incluso su etéreo manto de palomas
blancas. Peterhof no estaba rodeado de
muros ni verjas. Lo único que indicó a
Florian que ya habían llegado fue el
camino de rollizos, que allí se convirtió
en una avenida ancha y bien adoquinada
que atravesaba un pueblo diez veces
mayor que Prival y compuesto de
edificios mucho más bellos que las isbas
de dicha aldea. En el extremo del pueblo
había un bonito pabellón para el portero
—también sin verja— y al fondo la
avenida se bifurcaba en varios caminos
de grava. Florian detuvo su carruaje ante
el pabellón y el portero salió para
saludar y gritar en ruso, muy alto para
dominar el estruendo de la música:
—Bien venido, Gospodín Florian y
todo su Tsbetúshchiy Bukyet. Los
esperan.
—Gracias, buen hombre —gritó
Florian—. ¿Por qué camino se va al
palacio?
—¿Al palacio, gospodín? Hay
cuarenta y dos por estos alrededores.
—¡Oh! Incluyendo éstos, supongo!
—Florian indicó los edificios del
pueblo.
—Pólno! Estos sólo son las casas,
escuelas y tiendas de los miles de
servidores de los diversos palacios.
—Bueno, no sé con exactitud en cuál
nos esperan.
El portero empezó a contar con los
dedos.
—Nu, está el Gran Palacio, el
Monplaisir, la Granja, el Pabellón, el
Hermitage, el Château de Marly…
—Me atrevería a decir que el zar
nos espera en el Gran Palacio.
—Si quiere, los acompañaré para
guiarlos.
Florian le indicó que se sentara al
otro lado de Daphne y la cabalgata
continuó, todavía con el estruendo de la
música, por la avenida ahora desierta.
Discurría por un parque inmenso y el
portero guía iba señalando y nombrando
las arboledas de arces, limas, castaños,
árboles frutales y arbustos de flores.
Entre ellas, en el césped o junto a
límpidos estanques, se levantaban
edificios magníficos, algunos de los
cuales tenían un nombre modesto,
aunque en su ejecución no lo fueran en
absoluto. El Pabellón era un palacio de
arcos abovedados de rejilla, ventanas
con vidrieras, terrazas de mármol
blanco, balcones y escalinatas. El
Hermitage sólo debía su nombre de
lugar de retiro a un foso y un puente
levadizo. Monplaisir era una estructura
enorme, pero exquisitamente delicada,
consistente casi por entero en ventanales
cuya multitud de vidrios reflejaban
arcos iris en todos los colores pasteles
del nácar. Coronaba casi todos los
edificios una representación en hierro
forjado del águila bicéfala con las alas
extendidas, símbolo del imperio ruso.
—Pero si da toda la vuelta a uno de
esos tejados, gospodín —explicó el guía
—, contará tres cabezas. Se hizo de
modo que, sea cual fuera el ángulo de
visión, el águila exhiba la orgullosa
cabeza doble.
Todos los palacios tenían por lo
menos una fuente delante de ellos. La
fuente del Sol, que giraba, proyectaba
desde un disco dorado una deslumbrante
rueda solar de agua en espiral; la fuente
de la Gavilla despedía columnas que se
alzaban para caer luego en forma de
lluvia de granos; de la fuente de las
Campanas descendían cascadas de agua
que dibujaban las curvas de cuatro
campanas enormes y transparentes.
—Los palacios principales —dijo el
guía— están ocupados durante la
temporada por la familia imperial y sus
parientes más próximos. Los palacios
menores y más alejados son para los tíos
y primos más remotos. Cuando la zarina
anuncia «Mañana desayunaremos todos
en la Pagoda China» (o en la Dacha
Ucraniana, o cualquier otro pabellón),
nadie se atreve a rehusar, de modo que
estos miembros menores de la realeza
tienen que hacer muchas verstas al
galope a primera hora de la mañana para
acudir desde sus palacios distribuidos
por todos los rincones de casi tres mil
hectáreas.
Los participantes de la cabalgata ya
estaban deslumbrados, pero entonces el
guía los dirigió hacia la fachada norte
del Gran Palacio, donde se detuvieron, y
todos los músicos dejaron de tocar,
como anonadados, y Florian exclamó,
expresando los sentimientos de todos los
miembros de su compañía:
—¡Dios mío! ¡Y creíamos haber
visto palacios antes!
El edificio en sí ya era lo bastante
impresionante: cuatrocientos metros de
fachada de piedra entre rosada y roja
con pilastras blancas intercaladas que se
elevaban a lo largo de tres pisos de
ventanas, arcos y frontones hasta el
tejado en mansarda de hierro rojizo. El
palacio daba a una terraza de mármol
blanco de la misma longitud y anchura.
Sin embargo, la vista que se dominaba
desde el palacio era todavía más
espectacular.
A partir de la terraza elevada el
terreno descendía hacia el norte y
debajo de la balaustrada había dos
escalinatas que parecían construidas
para titanes, sólo que no eran para que
las personas bajaran o subieran por
ellas. Cada una tenía doce metros de
altura por doce de anchura, pero
consistían solamente en seis amplios y
empinados peldaños por los que bajaban
resplandecientes cortinas de agua cuya
cantidad era incrementada por chorros
que brotaban de estatuas y bajorrelieves
dorados de ninfas y náyades a ambos
lados de las dos escalinatas. El agua
caía más abajo en una serie de pilas de
granito, cada una del tamaño de un
estanque mediano, en torno a las cuales
había más estatuas doradas —delfines,
tritones, leones, gladiadores, Perseo,
una Venus exuberante con las nalgas
desnudas— que en su mayoría lanzaban
asimismo al aire surtidores de agua. La
pila mayor y más lejana tenía en el
centro un Sansón dorado de tamaño
doble del de un hombre que abría con
las manos las mandíbulas de un león
dorado proporcionalmente enorme, y de
las mandíbulas del león, abiertas hacia
arriba, brotaba el surtidor más
impresionante, una pluma de dieciocho
metros de altura.
—¡Una sinfonía acuática! —se
maravilló Florian—. Pero ¿qué clase de
maquinaria hidráulica requerirá todo
esto?
—Ninguna en absoluto —respondió
el guía—. Fue diseñado con inteligencia
para que la gravedad lo haga todo: las
cascadas, las fuentes, los chorros y los
surtidores.
Más abajo del estanque de Sansón,
el agua acopiada fluía más
tranquilamente hacia un ancho canal de
paredes de granito que discurría entre
prados y arboledas, recto como una
flecha a lo largo de ochocientos metros
—cruzado por varios puentes de arco
muy alto—, hasta que desembocaba en
el golfo plateado en cuyo lejano
horizonte podía verse una vaga línea
azul que era la costa de Finlandia.
Donde el canal se unía al golfo estaba
anclado un guardacostas de vapor en el
que ondeaba la enseña blanca con una
cruz azul de la Marina Imperial.
—Siempre que el zar reside aquí —
explicó el guía—, tiene el barco
dispuesto para llevarle con prontitud a
San Petersburgo si un hecho urgente
requiriera su presencia. Y, ejem,
hablando de su majestad imperial,
gospodín, ya espera pacientemente a que
usted le dedique su atención.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó
Florian, desviando la mirada del
panorama para dirigirla hacia el
palacio.
Alejandro, la emperatriz y un
numeroso grupo de hombres y mujeres
se hallaban en los escalones de la
entrada central del Gran Palacio,
sonriendo a la caravana de vehículos,
admirándola a todas luces y haciendo
comentarios entre sí. Florian saltó del
pescante de su carruaje y se apresuró a
quitarse el sombrero de copa con un
ampuloso movimiento ante el zar y la
zarina, saludándolos en nombre de todo
el Florilegio.
Mientras hacía honor a las
formalidades, los otros miembros de la
compañía se colocaron en fila junto a
los carromatos y desde allí hicieron una
reverencia a los augustos personajes de
la escalinata, reacios a aproximarse
demasiado a aquellos elegantes
caballeros y damas vestidos como
estaban con sus trajes de pista,
chillones, frívolos o demasiado exiguos.
Cuando Florian volvió a la caravana
tras una larga conversación con el zar y
la zarina, iba acompañado por dos
caballerizos de palacio y habló primero
a Dai Gosle:
—Maestro velero, actuaremos
mañana en el parque superior, que está
en el otro lado del palacio. Pero no
hasta bien entrada la noche, cuando haya
oscurecido, así que mañana no habrá
prisa en montar la carpa. Estos
servidores enseñarán a los conductores
dónde están las cocheras y los ayudarán
a alimentar y dar de beber a los
animales, tras lo cual acompañarán a
todos tus peones y a los músicos de Carl
a las cocinas para que ellos también
cenen. —Mientras hablaba, Florian se
llevaba a Goesle aparte de los demás
miembros de la compañía—. Deja todo
esto para los subordinados, Stitches, y tú
vístete para cenar con nosotros al estilo
imperial. —Y ahora Florian añadió en
un murmullo—: Sin embargo, después
de cenar, ¿podrás procurarte madera
buena y suficiente para hacer un
pequeño ataúd para Velja antes de la
mañana?
—Claro que sí. Pero… ¿sólo para el
niño? ¿Y su padre?
—Silencio. Yo mismo me encargaré
de él. —Entonces Florian volvió junto a
los demás y les dijo—: No es necesario
que deshagáis inmediatamente el
equipaje; sacad sólo la ropa para la
cena antes de que guarden los
carromatos. Sus majestades han
asignado a cada uno de vosotros una
doncella o un ayuda de cámara que os
conducirán a vuestras habitaciones del
palacio y os ayudarán a cambiar de
traje.
Por último Florian fue al remolque
de los Smodlaka, donde Gavrila y Sava
habían viajado solas hasta Prival, y les
dijo lo mismo.
—Gracias, pero creo que no tengo
apetito para cenar —respondió Gavrila
— ni para un ambiente alegre. Si nos lo
permite, esta noche nos quedaremos
aquí.
—Como deseéis, queridas. No
obstante, haré que una de las camareras
os traiga algunos sakuskis por si
necesitáis alimentaros. Y espero que os
sintáis mejor por la mañana. Ya he
pedido al zar una tumba para el pequeño
Velja y Alejandro ha sido más que
generoso. No sólo nos asigna una
parcela, sino que nos presta al capellán
de la corte y la capilla para los
servicios fúnebres.
—Sí, allí estaremos —contestó
Gavrila, llevándose un pañuelo a los
ojos, que estaban casi tan rosados como
los de su hija albina. Sin embargo, no
preguntó nada sobre el entierro de su
difunto marido y Florian tampoco habló
del tema.
9
La compañía se deslumbró tanto al
entrar en el comedor como si se
encontrase de repente en un mar de
candilejas. Todo en la inmensa
habitación era blanco o casi transparente
y el sol veraniego todavía alto que se
filtraba por los visillos blancos y
traslúcidos de los ventanales aumentaba
aún más el resplandor. Las paredes
estaban cubiertas de satén blanco, el
suelo de parquet era de tilo americano
bañado en ácido para hacerlo aún más
blanco y las molduras de paredes y
techo de animales, cupidos, flores y
frutas eran de yeso blanco. Los
numerosos candelabros y arañas de la
habitación estaban hechos de
medallones de cristal teñidos con un
leve matiz de lavándula para hacerlos
visibles. La mantelería de las tres largas
mesas, la porcelana de los treinta platos
de cada mesa y los centros de claveles
eran todos blancos. Una orquesta de
músicos de cuerda vestidos de blanco
—pelucas, levitas, calzones hasta la
rodilla y medias— tocaba suavemente
en un rincón.
—Y gracias a Dios —murmuró
Daphne cuando la compañía, sus
anfitriones y los otros invitados se
sentaron a cenar—, esta vez no hay
bloque de hielo.
La habitación poseía una
característica que los recién llegados ya
habían observado en los otros aposentos
y cámaras que habían atravesado para
llegar al comedor. Todas las estancias
de aquel gran palacio eran tan altas que
se formaba eco, no de pared a pared,
sino del suelo al techo y viceversa. Se
producía el curioso efecto de que los
pasos de alguien o el roce de la pata de
una silla sobre el parquet resonaba
huecamente y durante largo rato,
mientras que todos los sonidos hechos a
nivel intermedio —la música de
cuerdas, la conversación en la mesa—
eran ahogados y tenían que escucharse
con atención.
Aunque los nuevos miembros del
Florilegio podían hablar en ruso a sus
vecinos de mesa, las bailarinas nativas
conversaban en un tono aún más
apagado que los extranjeros. Quizá se
debía a que eran chicas rusas corrientes
en presencia del casi todopoderoso, o
tal vez porque las avergonzaba que sus
vestidos de noche no fueran trajes
lujosos sino simples sarafanes de fiesta.
La zarina María Alexandrovna, después
de intentar en vano conseguir algo más
que tímidos murmullos y suspiros de una
de las chicas, se volvió hacia Florian y
le preguntó dónde había aprendido el
ruso.
—En un tiempo estuve casado con
una rusa, majestad. O, mejor dicho, ella
se llamaba caritativamente mi esposa.
Debería confesar con franqueza que, al
igual que mis otros matrimonios, aquél
tampoco fue formalizado por ceremonia
o certificado alguno.
—¡Oj, qué amorales son ustedes, los
artistas! —reprendió la zarina y
preguntó—: ¿Cree que habrá vuelto a
Rusia? ¿Desearía verla de nuevo?
Seguramente los agentes del zar la
encontrarían muy pronto para usted.
—¡No lo permita Dios, madame!
Antes preferiría sumarme al culto de los
castrados del gran sello. Por cierto que
al cruzar Hungría casi anduve de
puntillas por temor de despertar a otra
ex esposa que podía acecharme allí. Y
cruzaré de puntillas Schleswig-Holstein
para evitar a cierta danesa.
El zar Alejandro pasaba en aquel
momento por su lado —volvía a circular
entre las mesas para visitar y comer algo
en cada una de ellas—, y al oír
mencionar Schleswig-Holstein a
Florian, se detuvo para darle una
palmada de complicidad en el hombro,
pero no hizo ninguna observación ni se
refirió en toda la noche a la proposición
que había hecho en abril durante su tête-
à-tête.
La familia imperial y los otros
invitados parecían dispuestos a
continuar hablando después de la cena,
pero muchos miembros del circo habían
dormido poco la noche anterior y todos
habían pasado el día viajando, así que
Florian pidió y obtuvo el permiso de sus
anfitriones para que su compañía se
retirase. La mayor parte de sus
miembros se fue a dormir a sus
habitaciones del palacio, pero Florian y
Edge permanecieron levantados hasta
que la noche fue totalmente oscura, antes
de que saliera la luna.
Entonces fueron juntos a la cochera y
al furgón de equipajes donde el cuerpo
de Pavlo Smodlaka estaba envuelto en
una lona encerada. Entre los dos lo
llevaron en torno al ala del palacio, por
la terraza del norte y junto a las
cascadas de agua. Varias veces tuvieron
que dejar su carga en el suelo para
descansar y recobrar el aliento y varias
veces encontraron patrullas de
centinelas. Al parecer éstos no se
sorprendieron demasiado para darles el
alto al ver dos hombres cargados con un
rollo de lona a aquella hora de la
madrugada. Sin embargo, Florian dijo
cada vez en ruso, con voz ronca y
entrecortada:
—Preparándonos para el circo de
mañana, chasovóy. —Y los centinelas se
encogieron de hombros y los dejaron
pasar.
—Me siento un poco ridículo,
haciendo esto vestido de etiqueta —
jadeó Edge durante una pausa.
—Bueno, así llamamos menos la
atención —dijo Florian— en caso de
que un insomne esté mirando por una
ventana de palacio. Y apuesto algo a que
somos los enterradores más elegantes
que tuvo jamás un hombre lobo.
Por fin, sin ninguna ceremonia,
tiraron su carga al agua donde el
estanque de Sansón se vaciaba en el
canal y se quedaron observando
mientras se deslizaba hacia el golfo.
—Bueno, ya está y en buena hora —
dijo Edge—. ¿Cree que hay posibilidad
de que algún vigía de ese guardacostas
lo vea pasar?
—Lo dudo. Dudo de que diese la
alarma si lo viera. No podría saber si
Pavlo venía de aquí o del delta del
Nevá. Y por el Nevá flotan tantos
cadáveres como por cualquier otro río
de Europa. Vamos, nos hemos ganado
unas horas de sueño.
A la mañana siguiente los artistas
vistieron sus mejores trajes de calle y,
después de desayunar en sus
habitaciones, fueron guiados por sus
servidores hasta el ala que contenía la
iglesia del palacio. Gavrila y Sava se
unieron a ellos y, aunque Gavrila no
tenía ropa de luto, se había procurado
unos crespones negros para las dos. El
servicio no se celebró en la espaciosa
nave de la iglesia sino en una pequeña
capilla lateral. Asistió el zar, su hijo
mayor e incluso algunos invitados
ajenos a la familia. El sacerdote
residente en palacio y sus acólitos
oficiaron la misa de funeral y un órgano
tocó la música suave apropiada en los
intervalos apropiados. Goesle había
construido un buen ataúd y Edge,
personalmente y en privado, había
colocado en él a Velja y clavado la tapa.
No había habido tiempo para teñir o
pintar la tosca madera, así que los
servidores de palacio lo habían cubierto
completamente de flores.
La gente del circo intercambió
algunas miradas cuando vio un único
ataúd ante el altar y varios pares de ojos
convergieron en Florian. Sin embargo,
éste parecía tan satisfecho como si
Pavlo se hubiese evaporado
oportunamente, de modo que nadie hizo
ninguna observación, y a nadie le
importaba Pavlo lo suficiente para
preguntar qué había sido de su cadáver.
El capellán fue considerado y abrevió el
servicio, ya que pocos de los asistentes
podían seguir el ritual de una misa
ortodoxa rusa. Luego el zar ofreció el
brazo a Gavrila y el cesárevich a Sava y
salieron de la capilla por una puerta
lateral.
Fuera esperaba un pelotón de la
Compañía Dorada y los músicos de la
noche anterior, ahora enlutados,
precedidos por el pope con sotana y
sombrero negros y sus acólitos, que
hacían oscilar sendos incensarios, y
Yount y los Jázsi llevaban el ataúd, dos
en cada lado. Detrás seguía un cortejo
importante: la madre y la hermana de
Velja acompañadas por un emperador y
un príncipe heredero, la compañía del
circo y la guardia de honor
espléndidamente enjaezada, todos
caminando a la solemne cadencia de una
versión para cuerdas de la marcha
fúnebre de Chopin.
Ya habían cavado la tumba, cerca de
la fuente de Adán, «donde el muchacho
puede mirar hacia la avenida —dijo el
zar Alejandro— y contemplar la vista
del golfo de Finlandia». Como el pope
habló ante la tumba, haciendo sobre ella
repetidos signos de la cruz, Florian sólo
murmuró en esta ocasión el epitafio
latino para sí mismo y para aquellos que
estaban lo bastante cerca para oírlo.

Después el cortejo se dispersó en varias


direcciones, los guardias y músicos a
paso rápido y la mayoría de artistas
hacia el recinto del circo, pero Florian y
algunos más pasearon con los dos
Alejandros, padre e hijo, que señalaron
las características notables de aquel
parque inferior. Cuando el grupo llegó a
un soto de robles jóvenes, uno de los
cuales estaba rodeado de tulipanes en
plena floración, Jörg Pfeifer preguntó:
—¿No es una rareza, majestad, que
los tulipanes aún florezcan en junio?
—Vaya a verlos de cerca —dijo el
zar, y él y su hijo se taparon la boca para
ocultar unas sonrisas.
Casi en seguida, sin embargo,
prorrumpieron en fuertes carcajadas.
Cuando Pfeifer se inclinó sobre los
tulipanes, brotaron de éstos chorros de
agua, y de las ramas del roble cayeron
surtidores que lo salpicaron. Jörg
murmuró, maldijo y se apartó a
trompicones del árbol y las flores
artificiales para sentarse en un banco
cercano. El zar y el cesárevich rieron
todavía con más ganas porque el banco
empezó inmediatamente a arrojar agua
del respaldo y el asiento, empapando
completamente a Pfeifer antes de que
éste pudiera levantarse de un salto.
Cuando volvió al grupo, exprimiendo
como podía el agua de su traje, Jörg dijo
entre dientes, aunque con toda la
cortesía de que fue capaz:
—Cuando el buen Dios hizo
emperador a vuestra majestad, privó al
mundo de un payaso muy prometedor.
—Oh, no me elogie a mí, Herr
Pfeifer. Estos trucos automáticos,
accionados por su peso, fueron
construidos por orden de Pedro el
Grande.
Entretanto, Edge se hallaba en el
recinto del circo en el parque superior,
un vasto patio de parterres y fuentes
protegido del viento del golfo por el
edificio del palacio y las alas de ambos
extremos, que se extendían hacia el sur.
De nuevo consultaba con Carl Beck, y
ahora también con Dai Goesle, quien
naturalmente tenía que conocer la
sorpresa que se estaba preparando.
—He empapado y secado el hilo —
dijo Edge— y traído muchas velas. Sólo
tenemos que colocarlas. Vamos a ver…
¿ofrecemos este espectáculo justo al
empezar la función?
—Nein —contestó Beck—. Primero
las bailarinas. Esta noche bailar la
Canción de los bateleros del Volga y
para ello necesitar las candilejas.
—Supongamos que hacemos lo
siguiente —sugirió Goesle—: en cuanto
hayan terminado de bailar, apagaré las
candilejas y así la pista estará oscura
cuando Bum-bum entone el himno de la
cabalgata.
—Muy bien —aprobó Edge—.
Entonces, Carl, en ese mismo instante,
enciendes la cerilla. Si todo funciona
como está previsto, será el mejor
espectáculo que hemos ofrecido jamás.
—Ja, ja —dijo Beck—. Y ahora
disculpadme. Debo ir a cargar el
Gasentwickler.
—¿Vais a elevar el globo? —
preguntó Edge—. Diablos, en cuanto
Jules llegue a los tejados de palacio, el
viento del norte lo arrastrará. Y no
encontrará a ninguna altitud vientos
contrarios que le hagan volver.
Tendremos que perseguirlo hasta Kíev.
—Nein, nein. Yo sólo dejar elevarse
atado a un cable. Arriba y abajo muchas
veces, con un pasajero real cada vez. —
Y Beck se alejó a toda prisa.
—Vuelos emocionantes para los
patanes —murmuró Edge—. Buena idea.
—Entonces miró críticamente su equipo
para la sorpresa y dijo a Goesle—:
Aquí no tenemos viento, pero aun así
hay corrientes impetuosas. ¿Y si
protegiéramos las velas con reflectores?
—Maldita sea, Zack —gritó Goesle
—, ¡hay millares de velas! Cortar tantas
piezas de hojalata…
—No sería necesario, Stitches.
Cuando tus hombres lo hayan instalado
todo, mándalos a la orilla del golfo. Allí
tiene que haber conchas… valvas de
almejas, de mejillones… cualquier clase
servirá.
—Joder, me alegro de que no lo
hagamos todas las noches —farfulló
Goesle—. Pero por una vez, lo haremos.

En aquel momento Florian salió de una


puerta trasera del edificio principal del
palacio y llamó a Edge para decirle:
—El zar querría discutir de nuevo la
proposición que me hizo y tengo que
decidirme en uno u otro sentido. Ya que
tú constituyes la leal oposición, creo que
deberías estar presente.
Subieron, pues, juntos la escalinata
de mármol y cruzaron la Galería de
Retratos hacia el Estudio del Este cuyo
umbral estaba flanqueado por dos
miembros de la Guardia Imperial, pero
Alejandro los esperaba solo en el
interior.
—He traído a mi ayudante, majestad
—dijo Florian—, porque no puedo en
conciencia implicar en esta empresa a
mi compañía sin su conocimiento. Y el
coronel Edge dice con franqueza que se
opone a ser alistado como espía.
—Oj! Shpión? —rió Alejandro—.
Nyet, nyet! —Y continuó en alemán—:
Diga al coronel que no pido a ninguno
de ustedes que haga de espía. En primer
lugar, no actuarán en mi nombre, y en
segundo lugar, si yo deseara obtener
información del extranjero, podría
conseguirla sin recurrir al espionaje.
Cuando Florian hubo traducido estas
palabras a Edge, el zar continuó:
—Sólo aquí, en mi propia Rusia,
encuentro necesario espiar y es aquí
donde mi Tercera Sección tiene la mayor
parte de su trabajo. Como es natural,
vigila de cerca a los ministros de mi
gobierno, a los oficiales superiores y a
todos mis parientes. Es bien sabido que
en el pasado hubo golpes palaciegos. Y
estos agentes también vigilan de cerca a
las masas, porque las clases bajas de
Rusia son las más secretas, sospechosas
e indignas de confianza. Pero ¿los
extranjeros? ¡Bah! Son tan tontos y
descuidados con sus secretos e intrigas
que no hace falta un espía profesional,
sólo un observador astuto para
reconocer todos sus designios, descifrar
las intenciones de sus consejos y
descubrir sus chinoiseries. Desde la
época de Pedro el Grande, los
soberanos de Rusia han sabido que
todos los extranjeros son así y nos
hemos aprovechado de este
conocimiento. Por ejemplo, hablando de
chinoiserie…
Alejandro se levantó, indicó con una
seña a sus interlocutores que
permanecieran sentados y fue hacia una
de las paredes del estudio. Estaban
tapizadas de seda bordada, claramente
oriental, que representaba escenas de lo
que parecían ser gentes orientales
entregadas a sus tareas cotidianas. El zar
golpeó la pared con los dedos y dijo:
—En tiempos de Pedro, el arte de
hacer porcelana sólo era conocido por
los chinos. En toda Europa la porcelana
era tan rara que se consideraba un tesoro
como ahora los diamantes y esmeraldas.
Se engastaban fragmentos en piezas de
oro y se usaban como joyas. Los chinos
se negaban obstinadamente a divulgar a
cualquier occidental el método de hacer
porcelana. Sin embargo, un ruso
inteligente que viajaba por China
descubrió por pura casualidad todo el
proceso. En una pañería vio en venta
unos rollos de tapicería de seda que
describían todos los pasos de la
elaboración de la porcelana. Un niño
podría haberlos leído como un
abecedario. Aquel astuto turista compró
las telas, las envió a Pedro el Grande y
así se convirtieron en el libro de texto
que instruyó a los ceramistas rusos.
Entonces las colgaron en estas paredes,
donde ustedes pueden verlas a su
alrededor en este momento. Y aquí han
cenado con porcelana elaborada en
Rusia.
—Comprendo vuestro punto de
vista, majestad —dijo Florian—, pero
¿qué clase de descubrimientos fortuitos
esperáis que hagamos en las tierras
alemanas?
—Si el siguiente objetivo de
Bismarck es Alsacia, ya debe de hacer
preparativos en su lado de la frontera.
Su general Von Moltke no tardará en
llevar allí tropas y armamentos.
Cuéntenlos. Es posible que viajen de
noche, para no ser observados, pero su
compañía circense acampa a menudo
junto al camino para pasar la noche,
nicht wahr? El batallón de un
regimiento que pasara por allí cerca no
haría más caso de ustedes, discúlpenme
por expresarme así, que de un
campamento de gitanos.
—Muy cierto, majestad.
—Pues bien, incluso un espía
profesional que quisiera conocer la
fuerza de semejante tropa en movimiento
tendría que contar cabezas. No cabe
duda de que debería examinar con
atención la artillería y otras armas a fin
de describirlas. Sin embargo, estoy
seguro de que el coronel Edge podría
apreciar tales cosas con una sola
mirada.
—Es probable —dijo Edge—. Y si
obtuviéramos semejante información,
¿qué debemos hacer con ella?
—Retenerla en la memoria —
respondió el zar—. No escribir nada. Si
la información está sólo en su cabeza, no
podrán descubrirla en ningún registro de
la caravana llevado a cabo por
centinelas, guardias fronterizos u otras
personas.
—¿Y después?
—Cuando lleguen a París,
comuníquenla al emperador Luis
Napoleón, a él sólo y en privado. Ni
siquiera la vieja regañona y chismosa de
Eugenia debe saberlo.
—Majestad —preguntó Edge con
escepticismo—, ¿cómo entraremos en su
sala del trono para pedir una audiencia
privada? ¿Unos simples gitanos?
—Warum nicht? Estará ansioso por
conocer su informe después de leer la
carta de presentación que he escrito para
ustedes. —Alejandro cogió de una mesa
una gran hoja de pergamino y la alargó a
Florian—. Este papel no será
descubierto inoportunamente por ningún
funcionario porque usted lo exhibirá.
Incluso puede facilitarle el cruce de
cualquier frontera, como la carta de la
emperatriz Elisabeth le facilitó la
entrada en mis dominios.
—Es muy halagador para nosotros,
majestad —dijo Florian, encantado—.
Luis Napoleón nos recibiría con los
brazos abiertos, como circo, aunque no
llevásemos ninguna información
confidencial.
—Y hay algo más en esta carta de lo
que ustedes o cualquier guardia
fronterizo puede percibir. La he dictado
a mi escribano francés, pero ni siquiera
él sabe lo que he insertado después entre
líneas.
—¿Un mensaje secreto, majestad?
—preguntó Florian, mirando el
documento desde varios ángulos—.
¿Con tinta invisible?
—Con la mejor —respondió
orgullosamente el zar—: mi propia
orina. Desaparece al secarse sobre el
pergamino, pero Luis Napoleón sabe
que el calor le da un tono marrón. Por
favor, cuando la presente en las
fronteras, no la acerque a una estufa o
una lámpara.
—Tendremos el máximo cuidado
con ella.
El zar añadió:
—En la carta faltan todavía mi firma
y mi sello. Aún tengo que oír su
decisión.
Florian miró a Edge, y éste contestó:
—Si es lo que usted me dijo,
director (para evitar una guerra), retiro
mi oposición.
Florian se inclinó profundamente
ante Alejandro y dijo:
—Seremos, como lo ha formulado
vuestra majestad, vuestros astutos
observadores.
El zar asintió, volvió a coger el
pergamino y se sentó a la mesa, donde
había recado de escribir. Eligió una
pluma, la mojó en tinta, escribió su
nombre con un adorno al final de la
carta, la espolvoreó de arena y la sopló.
Entonces calentó un palillo de cera roja,
dejó que goteara sobre el pergamino,
cogió un trozo grueso de lapislázuli azul
oscuro, salpicado de pirita dorada, y
apretó su faceta tallada sobre la cera
caliente. Contempló el sello resultante,
entregó de nuevo la carta a Florian y
entonces abrió el lapislázuli, que era
también un recipiente de útiles para la
higiene personal. Sacó una cucharilla
para la oreja, se recostó en el sillón y
empezó a hurgarse tranquilamente en una
de sus peludas orejas.
—Sólo una cosa, majestad —dijo
Florian, enrollando con cuidado el
pergamino—. El coronel Edge y yo
sabemos que cumpliremos nuestra
palabra, pero, ¿cómo lo sabéis vos?
Podríamos usar esta carta para entrar en
la corte francesa y no decir nada al
emperador o inventar una sarta de
embustes. ¿Confiáis siempre tanto en
vuestros agentes?
—Nyet —respondió con negligencia
el zar—. Claro que confío en ustedes
dos, caballeros. No obstante, me
permitirán que tome una medida de
precaución. Un nuevo artista se sumará a
su compañía en Kiel.
—¿Cómo?
—Oh, es una dama muy agradable,
de buena familia, que por razones
personales desea emigrar de Rusia. Así,
pues, de Kiel a París dispondrán de sus
servicios y no tendrán que pagarle
ningún sueldo; posee una renta propia.
—Pero… pero, ¿qué hace? ¿Cuál es
su especialidad?
—Creo que lo encontrarán evidente
en cuanto la vean. Y aceptará cualquier
papel que quieran asignarle.
—Bueno… ¿y por qué no se
incorpora antes a nosotros? En Piter,
para que podamos integrarla en nuestro
programa.
—Tiene sus razones para no desear
aparecer en público en su país. Se
incorporará a ustedes en Kiel. Ahora,
caballeros, creo que se acerca la hora
de vestirnos para la cena.
—Maldita sea —murmuró Florian
cuando salía del palacio con Edge—.
No me gusta que me impongan a un
artista supernumerario.
—Diablos, prácticamente lo ha
suplicado al sugerir que podíamos no
ser de fiar. Menos mal que no ha exigido
que le dejemos rehenes como garantía.
Florian suspiró.
—Bueno, qué se le va a hacer. Ya
improvisaremos sobre la marcha.

La función circense comenzó aquella


noche incluso antes de que terminase la
cena. La cortés y pausada conversación
de la mesa fue interrumpida bruscamente
por una fuerte voz seudofemenina alzada
en protesta y su sonido petulante, nada
ahogado por la inmensidad de la
habitación, provocó un silencio general
y el estiramiento de mucho cuellos.
Fitzfarris se había sacado del bolsillo a
la Pequeña Miss Mitten y, con la cabeza
echada hacia atrás para conseguir el
efecto de eco ascendente y descendente,
entablado una pelea cómica con ella en
una mezcla de francés y alemán con
algunas palabras de ruso. Seguramente
pocos de los comensales podían
comprender todo el diálogo, pero se
pusieron todos de muy buen humor. Y
después de la cena, el numeroso grupo
de miembros de la realeza y la nobleza
se dirigió al recinto circense del parque
superior y se deshizo en exclamaciones
ante la belleza del globo recién
hinchado.
Primero se elevó Rouleau con
Clover Lee de pasajera para demostrar
la seguridad del Saratoga, y Carl Beck
ordenó a sus peones eslovacos que
afianzaran el cable cuando el globo se
hubo elevado sobre el tejado del palacio
y el viento lo quería empujar hacia el
sur. El zarevich Alejandro insistió, pese
a la evidente inquietud de su madre, en
ser el primero de la familia en «volar».
Cuando hubo aterrizado, rebosante de
entusiasmo por la experiencia y la vista
que se dominaba desde arriba, todos los
demás —incluso su madre— se turnaron
para subir. Cuando todos lo hubieron
hecho, la oscuridad del crepúsculo iba
en aumento y los peones eslovacos
estaban casi exhaustos por el esfuerzo
de tirar de la cuerda y el gas se había
enfriado, causando cierta lentitud en los
ascensos. Beck prohibió cortésmente la
repetición de los viajes y Rouleau tiró
del cabo de desgarre para deshinchar el
globo y guardarlo en el furgón.
Entretanto los servidores de palacio
llevaron asientos de toda índole —
desde sitiales parecidos a tronos para la
familia imperial a sillas Chippendale
para los invitados— y los colocaron
sobre el césped a una distancia cómoda
alrededor de la pista y el grupo de
músicos.
La función fue espectacular desde la
misma obertura, el animado baile de las
acomodadoras. Al unísono saltaron al
aire y allí se tocaron los dedos de los
pies mientras tenían las piernas
estiradas hacia adelante o abiertas hacia
los lados. Cuando bajaron al suelo
desde el aire, se pusieron en cuclillas y
movieron las rodillas juntas de un lado a
otro o ejecutaron con asombrosa rapidez
el v’prisyádku, estirando hacia atrás una
pierna detrás de la otra. Cuando pisaron
el suelo con fuerza y al son de la
música, lo hicieron sobre paja, pero el
trombón de Abdullah suplió el ruido de
sus pisadas.
Para concluir, las muchachas,
brillantes de sudor y con sonrisas
trémulas, se inclinaron profundamente en
dirección al zar y la zarina. Goesle
cerró la válvula del gas para amortiguar
y apagar las candilejas y el recinto del
circo se quedó totalmente a oscuras. Al
cabo de un momento, Beck prendió una
cerilla y dio a la banda la señal de
entonar el Boshie Tsara Jraní.
Simultáneamente, a partir de la débil luz
de la cerilla, un reguero de fuego se
encendió alrededor de la pista, subió
por uno de los altos postes, recorrió la
cuerda floja y bajó por el otro poste. La
llama se apagó en seguida después de
encenderse, pero dejó en su recorrido un
rastro de innumerables velas llameantes
que hacían resplandecer las conchas
traslúcidas sujetas a ellas. La curva de
la pista y el perímetro del espacio
circundante, los dos postes centrales y la
cuerda floja estaban perfilados por estos
puntos y nimbos de luz. El público
estalló en aplausos, batiendo palmas a
los acordes del himno ruso mientras
Florian emergía de la oscuridad
precediendo a todo el Florilegio en su
gran cabalgata entre los dos círculos de
velas en el suelo.
Cuando la cabalgata daba la última
vuelta en torno a la pista, algunos
eslovacos corrieron a encender de
nuevo los focos y candilejas de Goesle.
Otros, del modo más discreto posible,
apagaron las velas del suelo, treparon a
los postes centrales para retirar las
velas y sacudieron la cuerda floja para
desprender todas las velas colocadas en
ella. Entonces el coronel Ramrod volvió
con sus caballos a la luz de las
candilejas para realizar su número de
caballos en libertad. Siguieron Florian,
Fünfünf, el Kesperle y la Emeraldina
con su chispeante diálogo en alemán.
Después, mientras el Hacedor de
Terremotos era pisado por Brutus,
Florian tuvo la primera oportunidad
para decir:
—Coronel Ramrod, me dicen que
esa maravillosa iluminación inicial ha
sido obra tuya. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—No la he inventado yo. Lo vi hacer
en una iglesia de la ciudad y me limité a
copiarlo. Bum-bum me ayudó a ponerlo
en práctica. Lo único que necesitamos
fue hilo de algodón empapado en
vitriolo y agua fuerte; el caso era
convertir el hilo en pólvora. Lo
enrollamos en torno a la mecha de cada
vela y untamos cada mecha con
queroseno para que se encendiera con
una llamarada. Pero, se lo ruego,
director, no lo hagamos con regularidad
en lo sucesivo. Stitches y los eslovacos
se largarían en bloque.
Todos los números del espectáculo
fueron recibidos con grandes aplausos y
los artistas realizaron en cada número
todos los trucos que conocían, además
de algunos nuevos. Los hermanos Jászi
galoparon por primera vez formando una
pirámide de tres hombres en el «Correo
de San Petersburgo», uno sobre los
hombros de los otros dos, montados
éstos en sendos caballos mientras todos
los otros caballos del espectáculo
pasaban galopando entre ellos. La
pequeña Syverchok hizo hacer a su
Globo Encantado más giros y saltos que
nunca. Terry, Terrier y Terriest entraron
a continuación en la pista adornados
como una troika —con un alto dugá
sobre el perro de en medio— con Sava
en la pequeña carroza. Y Gavrila,
aunque su sonrisa debía de ser forzada,
condujo después a los perros a través de
todo su repertorio de cabriolas.
Cuando Florian anunció el
intermedio, sólo significó el tiempo
suficiente para que los espectadores
encendieran cigarrillos mientras los
eslovacos colocaban el estrado de sir
John dentro de la pista, donde presentó
su espectáculo complementario. Ya
había ejecutado su número de
ventrílocuo y sólo tenía una Hija de la
Noche para exhibir, pero el público
pareció divertirse lo suficiente con el
número de Medusa de Meli, el cómico
de Syverchok con Rumpelstilzchen y la
lucha erótica de Meli con la pitón
Fafnir. Entonces sir John aturdió por
completo a los espectadores anunciando
a un artista al que no habían conocido
socialmente —«¡Kostchei
Byesmyértni!»—, que surgió de la
oscuridad de detrás de la banda y, bajo
el resplandor de los focos, se inclinó
lentamente para enseñar su horrible
semblante, que era aún más terrible que
de costumbre. Los ojos oscuros de
Kostchei ardían como carbones cuando
miró con odio al zar que había dictado
las leyes y los castigos de Rusia y,
aunque de modo indirecto, era la causa
de su aspecto.
El programa de la pista se reanudó
con el número de trapecio de
Mademoiselle Butterfly, al que sólo
añadió un pequeño toque, pero muy
efectivo. Cuando Domingo trepó por la
escalerilla de cuerda hasta la
plataforma, llevaba una rosa amarilla en
el cabello. Se irguió allí arriba en una
actitud llena de gracia, asiendo
levemente la barra con una mano, y Beck
silenció a su banda, tal como ella le
había pedido. Recortada su silueta
contra el cielo nocturno por el foco de
Goesle, en aquel silencio total, Domingo
arrancó disimuladamente un pétalo de su
rosa amarilla, que cayó con lentitud,
desviándose de un lado a otro, girando y
pasando de la luz a la penumbra,
iluminándose de nuevo cuando las
candilejas lo enfocaron y posándose por
fin suavemente en la pista. En el
momento en que el pétalo tocó la paja,
la banda entonó Sólo hay una chica y
Domingo se lanzó al espacio y el
público admiró su audacia con una
exclamación ahogada.
Cuando el espectáculo concluyó con
la cabalgata final, a los acordes del
Boshie Tsara Iraní, cantado por
Monsieur Roulette, todos los
espectadores —excepto, como es
natural, el zar, a quien iba dedicado el
himno— se levantaron con respeto y
reverencia. Después rompieron filas
para mezclarse llenos de entusiasmo con
los artistas, sudados, cansados pero
triunfantes, y para estrechar sus manos y
colmarlos de elogios.
—Tenía razón, Herr Florian —dijo
Alejandro—. Dejando a un lado todas
las otras consideraciones, Luis
Napoleón no dudaría en dar la
bienvenida a su circo como tal. Le
felicito por su deslumbrante
competencia. Antes de que se vayan
mañana, deseo distribuir unas pequeñas
muestras de mi admiración.

Así, a la mañana siguiente, después del


desayuno, cuando la caravana ya estaba
formada y esperaba en la vasta terraza
de mármol, toda la compañía se alineó
en posición de firmes. El zar y la zarina
recorrieron la hilera entregando regalos
que cogían de bandejas y cestas
sostenidas por los servidores. Los
regalos eran considerablemente más
extravagantes que todos los ofrecidos
hasta entonces por cualquier otro
monarca. Cada una de las mujeres del
circo recibió un huevo de Pascua de oro
y esmalte, copias fieles de los
confeccionados un siglo antes por el
legendario orfebre de Catalina la
Grande, Posier. Los huevos podían
abrirse para acceder a su contenido: un
frasco de perfume, colorete, pecas en
forma de corazón, polvos y una pequeña
polvera. Todos los hombres recibieron
una gran ágata musgosa, con una faceta
plana que representaba un «paisaje»
misteriosamente real dibujado por la
propia textura de la piedra. Estas
también se abrían y en su interior había
un palillo, una cucharilla para la oreja y
pinzas, todo ello de oro. Banat y los
otros eslovacos se quedaron
estupefactos cuando ellos también
recibieron obsequios: un gorro de buen
astracán por cabeza.
—El once de septiembre —dijo el
zar, llevándose aparte a Florian para una
última conferencia— es el festival de
San Alejandro Nevsky y por lo tanto mi
onomástica y una fiesta popular.
También será el día en que ustedes
abandonarán San Petersburgo. La mayor
parte de la población estará congregada
en la plaza del Palacio para ver las
ceremonias y participar en los festejos,
de modo que no habrá mucha gente en
las calles para presenciar su partida.
Uno de mis ayudantes conducirá a su
caravana por la orilla del río hasta el
puerto, donde subirán a bordo del
crucero Piotr-Velik. Adiós, pues, Herr
Florian, y buena suerte. Do-svidánya.
Sin formar cabalgata, sino a su ritmo
más rápido, la caravana del circo llegó
de nuevo a Prival a mediodía y nadie
sintió deseos de demorarse en aquel
lugar de mal agüero, así que lo pasaron
de largo. Como hacía días que no llovía,
el camino de Prival ya no era fangoso
excepto en algunos lugares fácilmente
transitables, por lo que el circo llegó al
anochecer a su recinto de San
Petersburgo. Los tres vigilantes que
habían quedado atrás ya habían cenado y
se ofrecieron a descargar los
carromatos, de modo que Florian llamó
a droshkis y karetas para llevar a toda
la hambrienta compañía al hotel Europa.
Allí los invitó a un pequeño banquete
para celebrar el hecho de haber
cautivado a la corte del zar. Cuando
todos se hubieron hartado y sorbían,
relajados, té o coñac, Florian anunció la
fecha de su partida de Rusia y el medio
de transporte, lo cual provocó un
concierto de vítores, porque al parecer
todos habían temido un largo viaje por
tierra. Entonces, antes de que la
compañía volviese al recinto del circo,
Florian envió a Banat a una tienda para
que comprase tres gorros de astracán
para los tres eslovacos que no habían
asistido al reparto de regalos.
Los tres meses siguientes pasaron sin
incidentes y casi con monotonía. Los
artistas daban sus dos funciones diarias
y pasaban, como siempre, gran parte de
su tiempo libre haciendo prácticas e
introduciendo mejoras. Los payasos
ensayaban nuevas piruetas, Gavrila
enseñaba nuevos números a sus perros y
Pemjean hacía lo propio con sus gatos y
osos. Lunes practicaba nuevas cabriolas
en la cuerda floja. Ioan continuaba
aumentando el vestuario de los artistas
con nuevas prendas y reformaba las
usadas. Goesle y sus carpinteros
trabajaban con sus sierras de
marquetería y pintaban caprichosas
cumbreras de filigrana para colocar
sobre los techos de los carromatos y
jaulas durante los desfiles y las
cabalgatas de la pista y para
desmontarlas durante los viajes. Las
acomodadoras, reacias a trabajar
cuando no estaban obligadas a ello,
ocupaban sus ocios distrayendo, en
carromatos vacíos o en rincones poco
frecuentados del parque, a los
numerosos solteros del circo, desde los
Jászi a los eslovacos. En cualquier caso,
nadie estaba inactivo.
Los días se acortaron y las noches se
alargaron. A finales de agosto el sol
parecía despertarse a regañadientes por
la mañana y se elevaba a medias hasta el
cenit para bajar y ponerse de nuevo. El
último día de agosto Florian envió a los
peones a la ciudad con carteles que
anunciaban que las funciones finales del
Florilegio tendrían lugar el 9 de
septiembre.
—¡Bueno, bueno! —exclamó,
repasando los libros en su oficina y
frotándose las manos—. A pesar del
gasto de los trenes alquilados, nos
vamos de Rusia mucho más ricos que a
la llegada.
Así, cuando después de la última
función del día 9 pagó a las
acomodadoras, dio generosamente una
prima a cada una de ellas, porque
permanecerían sin empleo hasta que el
pícaro Marchan regresara de Crimea.
Todos los miembros y toda la
impedimenta del Florilegio estuvo a
punto para partir al amanecer del día 11,
lo cual fue muy conveniente porque el
emisario del zar llegó poco después de
salir el sol en un carruaje blasonado con
el escudo imperial. Era un canoso
comandante de la marina que llevaba un
bicornio parecido al del almirante
Nelson, y el cabo de mar que conducía
el carruaje lucía una coleta embreada
también característica de Nelson.
Cuando Florian saludó al comandante y
dijo escuetamente:
—Guíenos, señor.
El oficial contestó:
—Antes debo entregarle algo,
gospodín. En privado.
Florian lo condujo a la oficina y el
cabo de mar los siguió llevando una
bolsa que al parecer pesaba mucho
porque el cabo la dejó caer con un golpe
en el suelo del furgón. El comandante lo
hizo salir con una seña y dijo a Florian:
—Con saludos de su majestad
imperial. El zar ha pensado que podíais
tener gastos imprevistos mientras viajáis
por indicación suya y desea sufragarlos
por adelantado.
—Bendita sea mi alma —murmuró
Florian. Se inclinó, abrió el cierre de la
bolsa y casi cayó de cabeza en su
interior—. ¡Imperiales de oro! ¡Pero si
aquí debe de haber diez mil rublos! —
Pero en seguida recobró la compostura y
se limitó a decir—: Su majestad es
ampliamente conocido por su
generosidad para con las artes. Le ruego
que le comunique nuestro
agradecimiento, comandante.
—Cuando la haya guardado en lugar
seguro —dijo el oficial—, nos
pondremos en marcha.
—La bolsa estará segura aquí hasta
que embarquemos. Ya podemos irnos.
El carruaje condujo a la caravana
del circo por las calles casi vacías y
evitó el centro de la ciudad, bordeando
el canal Obvodniy, cruzando un corto
puente hasta la isla de Ryezvi y
atravesando ésta para ir a la costa
opuesta, a los muelles Gutuyévskaya, el
punto más próximo a la ciudad al que
podía llegar un buque de gran calado. El
Piotr-Velik estaba amarrado allí, con el
vapor ya preparado para hacer funcionar
sus grúas. El crucero era impulsado por
una hélice, al igual que el carbonero
Pflichttreu, pero era el doble de grande
y estaba inmaculadamente limpio. Tenía
monstruosos cañones de torre a proa y
popa, pero con los orificios tapados
porque el buque zarpaba en una misión
pacífica. También estaban vacíos los
polvorines del crucero, así que todos los
animales enjaulados y libres del
Florilegio pudieron ser acomodados en
la bodega, así como la mayoría de
carromatos y remolques; sólo algunos
tuvieron que amarrarse en cubierta. Los
malacates y cabrias del buque,
accionados por vapor, facilitaron y
aceleraron mucho la carga.
Las instalaciones del buque eran,
por supuesto, espartanas, pero en
aquella travesía dejaba en tierra a la
mayoría de sus marineros combatientes,
por lo que había suficientes camarotes
de oficiales vacíos para acomodar a las
mujeres del circo, cuatro en cada uno.
Los hombres tuvieron que contentarse
con las literas estrechas y muy juntas de
los marineros, pero al menos había
compartimientos separados para los
artistas y eslovacos. Exceptuando los
camarotes de cubierta ocupados por el
capitán del buque y los oficiales
superiores, sólo quedaba un camarote
para los pasajeros masculinos, que eran
el embajador del zar a la inauguración
del canal de Suez —un tal conde
Gendrikov— y sus tres ayudantes.
La carga y el almacenaje se hicieron
con tanta eficiencia que el Piotr-Velik
levó anclas a primera hora de la tarde y
cuatro horas después ya navegaba frente
a Peterhof, visible a babor, con el Gran
Palacio a plena vista de los pasajeros. A
la mañana siguiente la tierra de aquel
costado del buque era la provincia rusa
de Estonia y dos días después el crucero
salió del golfo de Finlandia para entrar
en el gris y sombrío mar Báltico.
El mal tiempo hizo desistir a la gente
del circo de divertirse en cubierta; sólo
salían de sus camarotes para hacer
ejercicio y respirar aire puro, y Florian
paseaba a menudo con el conde
Gendrikov y le hacía preguntas sobre
Egipto, que el conde conocía bien, por
si el Florilegio iba allí algún día. Los
eslovacos sólo subían a cubierta para
echar por la borda los excrementos de
los animales y pasaban el resto del
tiempo abajo, jugando a cartas. La
comida de la marina rusa también era
monótona, consistiendo en su mayor
parte en pescado salado, queso frito y
col hervida. Sin embargo, todos
toleraban las incomodidades porque
Florian les aseguraba que aquel viaje
sólo duraría algo más de una semana.
Florian sólo pidió a su compañía
una tarea fuera de lo corriente mientras
estuvieron a bordo. En cuanto tuvo una
oportunidad habló a Edge del
inesperado botín regalado por el zar y
añadió:
—Deseo guardarlo como nuestra
faltriquera común, para usar sólo en un
caso de emergencia. Pero es preciso
guardarlo bien. Siempre que crucemos
la aduana de un reino o ducado, podré
justificar si es necesario nuestro otro
dinero enseñando mis libros de
contabilidad, pero una bolsa llena de
imperiales rusos de oro sería difícil de
explicar y una poderosa tentación para
confiscadores en potencia. ¿Dónde
sugieres que estaría mejor guardada?
—Esto es fácil, director. Escóndala
bajo la paja de la jaula del viejo
Maximus. Me gustaría ver buscar allí a
un funcionario de aduanas.
—Excelente idea. Consultemos con
el maestro velero y el Démon
Débonnaire.
Así, después de que Goesle tomara
algunas medidas desde fuera de la jaula,
él y Pemjean subieron juntos, y mientras
éste distraía a Maximus, Goesle cortaba
una parte del entablado. Dos días más
tarde subieron los dos otra vez a la
jaula, Goesle introdujo una caja en el
agujero, depositó la bolsa en su interior,
colocó de nuevo el entablado como una
tapadera y volvió a esparcir la capa de
paja que servía de lecho al león.
Pasadas algunas noches, Florian hizo
circular la orden de que todos los
artistas y peones se reunieran en
cubierta después de cenar. Cuando se
hubieron congregado, les dijo:
—Si alguno de vosotros ha
confeccionado un calendario, que tome
nota. Hoy ya no es el dieciocho de
septiembre ruso, sino el treinta del
mismo mes en Occidente. Y el capitán
me informa de que mañana, primero de
octubre, desembarcaremos en Kiel.
10
Mientras las grúas del Piotr-Velik
depositaban uno tras otro en el muelle
los vehículos del Florilegio, preguntó
Florian:
—¿Dónde está la presunta artista
que el zar nos ha endilgado?
—Dudo de que esté esperando en el
muelle —contestó Edge—. Este no es
lugar para una dama.
El puerto de Kiel era todo humo,
vapor, actividad y ruido. Arribaban y
zarpaban barcos y eran descargados o
cargados, sonaban sirenas, rechinaban
cadenas de ancla, chirriaban cabrias.
Grúas de vapor funcionaban con
frenético estruendo, martinetes de vapor
hacían vibrar la zona del muelle con sus
fuertes golpes. Los caballos con
herraduras de hierro y las llantas de
hierro de los pesados carros retumbaban
sobre los adoquines. Capataces silbaban
y lanzaban invectivas a los estibadores,
que respondían con la misma
vehemencia. Podía no ser lugar para una
dama, pero a pesar de todo la dama hizo
su aparición.
—Joder —murmuró Edge cuando la
dama más extraordinaria bajó la
pasarela del Piotr-Velik, andando con
ayuda de un bastón.
Había esperado a que toda la gente,
todos los animales y todo el
equipamiento del circo estuviera en el
muelle a fin de ser la última en
desembarcar.
—Debe de haber permanecido
dentro de su camarote desde que
zarpamos de Piter —dijo Florian—.
Dios sabe que habría sido difícil de
esconder en cualquier otra parte.
La joven se acercó a ellos y se
presentó en inglés.
—Soy Olga Somova y he venido
para incorporarme a su circo.
—Y nosotros le damos la
bienvenida, Gosposhyá Somova —
contestó Florian con total sinceridad—.
¿Por qué no reveló su presencia a bordo
para conocernos antes?
—No quería que los marineros me
mirasen fijamente durante toda la
travesía. El camarero que me llevaba las
bandejas ya se reía bastante. Y no quería
que el conde Gendrikov supiera que
yo… bueno, reconocía por fin que soy
un bicho raro. Le haría reír mi idea de
incorporarme a un circo y difundiría
rumores maliciosos.
—¿Puedo preguntarle, gosposhyá,
qué altura tiene exactamente?
—Tres arshinas [26] y un vershók [27]
—respondió ella, sin alardear del
hecho.
Florian hizo un rápido cálculo y
exclamó, admirado:
—Dos metros y casi quince
centímetros. ¡Vaya, vaya! No tan
gigantesca como la famosa Anna Swan,
pero gigante, de todos modos.
Olga Somova dio un leve respingo al
oír la palabra. Era una mujer joven y
extremadamente bonita, de ojos grandes,
azules y límpidos, pómulos altos y tez
satinada. Llevaba los cabellos negros
recogidos en modestos moños a ambos
lados de la cabeza. No era gorda ni
musculosa ni de huesos descomunales,
sino una mujer bien proporcionada a una
escala fantásticamente grande, del
mismo modo que Katalin Szábo lo era
en miniatura.
—Por esto debo usar bastón —
explicó, ruborizándose—. Mis… mis
extremidades inferiores son de tamaño y
forma normales. Tendrían que ser
horriblemente grandes para sostener sin
ayuda mi gran altura y peso. Tenga en
cuenta que peso casi siete puds[28].
—Ciento catorce kilos —dijo
Florian—. Ideal para su altura, diría yo.
Pero nos aseguraremos, gosposhyá, de
que no tenga que estar de pie ni andar
más de lo necesario.
—Pensaba que los espías debían ser
invisibles —dijo Edge para hacerle
saber que eran conscientes de su
verdadera razón para unirse a ellos—.
¿No se ha equivocado de empleo,
señorita Somova?
—En realidad no soy espía, sólo
tengo que telegrafiar al zar desde cada
parada entre aquí y París para que
conozca su itinerario. Y en París, cuando
usted se presente ante el emperador
francés, debo informarle de ello. Esto es
todo. Y, puesto que les digo con
franqueza lo que voy a hacer, no soy
realmente una espía. He tenido que
aceptar este trabajo para procurarme el
visado de salida de Rusia. No es fácil
obtenerlo. Exceptuando a los judíos, a
quienes prefiere perder de vista, el zar
no permite a sus súbditos emigrar
adonde se les antoja. —Se volvió a
mirar con ansiedad el crucero, como
temerosa de que el capitán del buque o
el conde pudieran ordenarle que subiera
de nuevo a bordo.
—Si es agente del zar contra su
voluntad y si reconoce de mala gana su,
ejem, individualidad y si hace ambas
cosas sólo para emigrar, debe de tener
un motivo muy poderoso para ello.
—El más poderoso para una mujer,
Gospodín Florian. Busco un marido. Tal
vez en países donde no soy conocida
como un personaje de burla, una
anacoreta siempre escondida… —
Encogió sus hombros anchos, pero bien
formados.
—Comprendo. ¿Y cómo es que
habla inglés?
—También hablo francés y alemán.
Cuando no se tiene vida social, y no la
tengo desde la infancia, se dispone de
mucho tiempo para estudiar.
—Es cierto. Bueno, Gosposhyá
Somova, ¿quiere darme su pasaporte?
Debo ir a enseñar la carta del zar a los
funcionarios de inmigración y hacer
sellar debidamente todos nuestros
documentos. Entonces iremos a un hotel,
nos han recomendado el Adler, y allí la
presentaré a sus nuevos colegas.
Los funcionarios de inmigración de
Kiel eran de una eficiencia prusiana,
pero de una escrupulosidad también
prusiana, así que pasó bastante rato
antes de que Florian saliera de aquella
oficina, lo cual hizo murmurando y con
los brazos llenos.
—Mire todos estos papeles, firmas,
sellos y estampillados. Y sólo nos dan
derecho a viajar dentro de esta
provincia prusiana de Schleswig-
Holstein. Sin duda tendremos que
soportar toda esta maldita monserga en
la frontera de cada maldita provincia.
Estas formalidades tan prolijas no
existían la última vez que estuve por
estas tierras.
Aún tenían que pasar por la aduana,
pero los funcionarios facilitaron ese
proceso disponiendo que cada artista
presentara únicamente para la
inspección el equipaje de mano que
deseaba llevar consigo al hotel, mientras
Banat y los otros eslovacos se quedaban
con los carromatos y remolques y los
animales y el equipo, todo lo cual
permanecería en un almacén del muelle
hasta que el Florilegio estuviera listo
para emprender la marcha. Permitieron
que Willi Lothar pasara la aduana antes
que nadie para que pudiera salir en
seguida en su calesa a investigar la
posibilidad de que el circo actuara en
Kiel.
Por fin todos los artistas pasaron la
aduana y recogieron muchos más
documentos llenos de sellos y firmas.
Entonces el carruaje, con Florian y
Daphne en el pescante y la giganta en el
interior, condujo al hotel Adler al resto
de la compañía, que iba en una caravana
de coches de alquiler. Ya en el hotel y
después de ir a sus habitaciones para
bañarse y refrescarse, la compañía se
reunió en el comedor, donde fue
presentada a Olga Somova, «un primero
de mayo regalado por el zar Alejandro»,
como la presentó Florian.
Fitzfarris se alegró mucho de tener
una nueva atracción tan magnífica para
su espectáculo. Después de saludarla, se
llevó aparte a Florian y preguntó:
—¿Cómo la llamaremos, director?
¿Qué le parece «Olga la Ogresa del
Volga»?
—Por favor, sir John —dijo Florian,
abochornado—. Respeta un poco su
dignidad. Sugiero, al menos mientras
estemos en estas regiones teutonas, que
la llamemos Brunilda, como esa
princesa sobrehumana de la leyenda.
—¡Bien, muy bien! —aprobó Fitz—.
Y ahora, ¿dónde está Ioan? Quiero
comunicarle una idea que he tenido para
el traje de escenario de Brunilda.
Cuando se fue a toda prisa, Kostchei
el Inmortal se acercó a Florian y le dijo
en tono confidencial:
—Llame como quiera a la giganta,
gospodín, porque Olga Somova tampoco
es su nombre. Es la princesa Raisa
Yusupova. —¡Santo cielo! ¿De verdad?
¿Cómo lo sabes?
—La familia Yusupov es una de las
más prominentes de Rusia. Y debe usted
admitir que Raisa es un miembro
prominente de ella, si me permite el
juego de palabras.
—El zar ya dijo que era de buena
familia.
—Una familia incluso más rica que
la Romanov. La riqueza de los Yusupov
es inconmensurable.
—Si es así, ¿por qué ir al extranjero
a buscar marido? Cualquier aristócrata
ruso vería en su dinero y linaje una
compensación de su, ejem, abrumadora
estatura.
—Sin duda —respondió secamente
Kostchei—, pero quizá la princesa
Yusupova desea ser cortejada por un
hombre que ignore su riqueza y
distinción. Incluso un plebeyo, si la
amara por ella misma.
—Tienes razón. He sido vulgar. Es
probable que una mujer grande tenga un
corazón grande.
Willi Lothar regresó cuando aún
estaban cenando y fue directamente a la
mesa compartida por Florian, Edge,
Daphne y Olga. Le presentaron
formalmente a la giganta, pero él le besó
distraído la mano e informó con cierta
urgencia:
—Herr gouverneur, traigo noticias
decepcionantes. En Kiel actúa ya un
circo, el Zirkus Renz de Berlín.
—Ah, bueno. No siempre podemos
ganar. Y Kiel no es una ciudad muy
cautivadora. No lamentaré abandonarla.
—Esta no es la única plaza que
perderemos. Me he enterado de que toda
esta provincia septentrional rebosa de
circos que agotan la temporada de otoño
antes de viajar hacia el sur para pasar el
invierno. Además del Renz, está el
Zirkus Strassburger, el Krone, el Carmo,
el Sarrasani. No he podido averiguar las
plazas y fechas exactas, pero estarnos
rodeados de competidores.
—Huna —dijo Florian—. No me
gustaría coincidir con ninguno de ellos,
pero tampoco quiero adelantarme y
quitarles injustamente la crema de las
ciudades que figuran en su ruta. Déjame
pensar. Si el Renz está actuando aquí, es
lógico que su siguiente parada hacia el
sur sea Hamburgo, de modo que quizá
Bremen, un poco más al oeste, quede
fuera de su itinerario. Mañana, Willi,
dirígete a Bremen y averígualo. Si en
Bremen no hay ningún circo ni esperan a
ninguno, daremos representaciones allí.
De lo contrario, iremos a otro lugar.
—Bremen está a unos cinco días de
aquí en coche —dijo Willi—. ¿Me
seguiréis de cerca?
—No demasiado. Me imagino que
mañana perderemos la mayor parte del
día en el muelle, pasando la inspección
de la aduana. Ahora búscate una mesa,
Willi, y pide una cena decente para
olvidar el sabor de todo el pescado
salado que hemos comido.
Cuando Willi se hubo ido, Edge dijo
a Florian:
—Mañana iré con usted, director.
Mientras esté ocupado en la aduana, yo
husmearé por el puerto. Si se supone que
he de buscar material sospechoso,
podría ser interesante ver qué clase de
mercancías se descargan aquí. —
Entonces se volvió hacia Olga y dijo en
tono un poco burlón—: Puede telegrafiar
a su maestro de títeres desde el
mostrador de recepción, miss Somova.
Y asegúrele que nosotros cumplimos
nuestra parte del trato.
La giganta se ruborizó, pero no dijo
nada. Daphne, perpleja ante tan
misteriosas observaciones, dirigió una
mirada inquisitiva a Florian, pero éste
no ofreció ninguna explicación, así que
ella tampoco habló.

En cada parada nocturna durante el viaje


a Bremen de la caravana del circo, tanto
si era en una posada como junto a la
carretera, Ioan trabajó en el disfraz de
Brunilda. La parte más llamativa era el
yelmo. Ioan se procuró en una posada
una cacerola de latón que encajaría muy
bien, puesta del revés, en la cabeza de
Olga cuando ésta se soltara la cabellera,
y Goesle quitó el mango de la cacerola y
la frotó hasta dejarla muy brillante. Una
o dos noches después, cuando la
caravana estaba acampada cerca de una
granja lechera, Fitzfarris pidió prestada
al ingeniero Beck una resistente sierra
para cortar metales y desapareció en la
oscuridad. Cuando volvió, pareció
especialmente nervioso hasta que la
caravana reanudó la marcha a la mañana
siguiente y estuvo a muchos kilómetros
de distancia. Y aquella noche pegó con
cemento un cuerno negro, curvado y
puntiagudo, a cada lado de la cacerola
yelmo.
A continuación Ioan confeccionó un
vestido de pesado brocado de plata,
parecido a la cota de mallas, y cosió en
la parte delantera dos sostenes para los
pechos, acolchados, tiesos, salpicados
de lentejuelas, agresivamente
walkirianos, que exageraban los ya
impresionantes pechos de Olga. Meli
Vasilakis contribuyó con la espada más
larga de su difunto marido y Goesle hizo
un escudo de madera, lo plateó y le puso
un gran tachón en el centro. La única
objeción de Olga acerca de su disfraz
fue que la falda era demasiado larga,
pero Fitzfarris le aseguró que existía una
razón para ello.
Mientras tanto, Stitches hizo un
nuevo estandarte para el espectáculo
secundario que representaba a Brunilda
la Giganta y a Grillo la Enana de lado,
exagerando tanto la estatura de Olga
como la pequeñez de Katalin. Las dos
mujeres se quejaron, no por esto, sino
porque estaban muy mal pintadas; los
dibujos no se parecían en nada a ellas.
Goesle se disculpó; el pintor coreano,
bastante experto, se había ido y el único
retratista disponible —nada experto—
era un eslovaco aficionado.
—No os preocupéis por el
estandarte, señoritas —dijo alegremente
Fitzfarris—. El asombro y la
satisfacción de los patanes será aún
mayor cuando os vean en persona y
descubran que las dos sois hermosas. Y,
Olga, intenta no dirigirme miradas
extrañas cuando te presente, porque voy
a decir que sobrepasas de los dos
metros cuarenta.
—Pero esto no es cierto. Cualquiera
puede medirlo con los ojos.
—No cuando estás de pie sobre una
tarima, más arriba que el público. Y me
aseguraré de que parezcas de esta
estatura diciendo a nuestro artista más
alto, el Hacedor de Terremotos, que
pase por debajo de tu brazo.
—Eh, escucha —dijo Yount—. No
es tan alta. Tendré que agacharme un
poco.
—Espera y verás, Obie, espera y
verás.
La ciudad de Bremen se hallaba en el
Gran Ducado de Oldenburg, por lo que,
para contrariedad de todos, fue preciso
cumplir una vez más con largas
formalidades en dicha frontera. Los
funcionarios inspeccionaron todos sus
documentos, efectos y vehículos —
aunque ninguno buscó entre la paja
sobre la que el viejo Maximus paseaba
arriba y abajo— y hubo otra copiosa
entrega de papeles y la consiguiente e
interminable estampación de firmas y
sellos. Por fortuna, todas esas molestias
no fueron en vano. Cuando llegaron a
Bremen y encontraron a Willi, éste tuvo
la satisfacción de informar a Florian de
que no actuaba ningún otro circo en la
ciudad y había alquilado un terreno para
el Florilegio en el hermoso parque de
Bürgerweide.
Así que fue allí donde Brunilda hizo
su debut, con evidente miedo al público
pero con bastante competencia gracias a
todos los ensayos a que la había
sometido Fitzfarris. Inmediatamente
antes de su aparición, la pequeña Grillo
hizo su número con Rumpelstilzchen.
Mientras la enana saludaba, sir John
levantó el caballito del estrado y, sin
que el público lo advirtiera, colocó
detrás de Grillo una resistente caja de
madera y la salpicó con un poco de su
licopodio. Cuando remitieron los
aplausos, Grillo permaneció allí y sir
John gritó en alemán:
—¡Ahora, damas y caballeros, desde
su legendario castillo rodeado de
llamas, la extraordinaria princesa Brun-
HILDA! —Y aplicó un cigarrillo
encendido a la pólvora.
Usando su espada como bastón, Olga
se apresuró a subir al peldaño colocado
para ella al fondo del estrado. Cuando el
humo del licopodio se dispersó, estaba
de pie junto a la enana. Grillo se quedó
el tiempo suficiente para que el público
admirase la disparidad de sus tamaños.
Entonces se retiró y Fitz, debajo del
estrado, continuó su discurso aprendido
de memoria:
—¡… Tan admirablemente
femeninas son las curvas y proporciones
de la princesa Brunilda, damas y
caballeros, que un observador puede no
apreciar al principio que mide dos
metros y medio de estatura! Así, pues, a
fin de demostrarlo inapelablemente,
pediré al hombre más alto del público
que suba al estrado. ¡Usted, señor! —Y
señaló a Yount, situado entre el gentío
—. Todos verán que no tiene la menor
dificultad en pasar completamente
derecho por debajo del brazo extendido
de la giganta.
Cuando Yount subió al estrado,
Brunilda sonrió y retrocedió un paso
como para hacerle sitio, pero en
realidad fue para subirse a la caja que
tenía detrás y que su falda larga en
exceso ocultó por completo; de este
modo el sonriente Yount pudo pasar por
debajo del brazo extendido que sostenía
la espada.
—¡Vaya, al final no ha sido difícil ni
embarazoso! —gritó Olga, muy contenta,
a Fitzfarris cuando se terminaron los
rotundos aplausos y el espectáculo tocó
a su fin y los patanes volvieron a la
carpa—. Ha sido casi un placer fingir
por primera vez en mi vida no ser más
baja sino más alta de lo que soy en
realidad. —Estaba tan llena de alivio o
de otra emoción que se volvió, sonrió a
Kostchei el Inmortal y le preguntó—:
¿No considera usted también, señor, que
su… su diferencia es más fácil de
soportar aquí, entre otras personas que
son a su vez diferentes de la gente
normal?
Kostchei se sobresaltó, puso los
ojos en blanco, gesticuló en silencio y
huyó con precipitación.
—Ejem… princesa Brunilda —dijo
Fitz, recordando la advertencia de
Florian de que el ex delincuente
mutilado no debía hablar con
desconocidos… y era evidente que
Kostchei consideraba a Olga una
desconocida—. Olvidas que ese pobre
hombre es mudo. Enmudeció, como
acabo de decir, de espanto tras su lucha
con los osos.
—Oh —dijo Olga, pensativa—.
Pensaba que era una historia inventada
para los espectadores, como mi título de
princesa. Es cierto, nunca le he oído
hablar, pero me parecía haberle visto
conversar con otros.
—Por medio de gestos, sin duda —
respondió Fitz y fue a advertir al
Inmortal que tuviera cuidado cuando la
giganta estuviera cerca.
Después de sólo una semana en
Bremen, Florian ordenó desmontar el
circo y reanudar el viaje. Como en todas
las funciones había llenos totales y a
todos los artistas les gustaba la antigua
ciudad de Bremen, varios de ellos se
insubordinaron y quisieron conocer el
motivo de que Florian tuviera tanta prisa
por marcharse.
—Los motivos son dos —les
contestó—. Quiero estar cuanto más al
sur mejor cuando llegue el invierno y,
más importante, París es nuestro destino
final y deseo estar instalado allí antes de
que el invierno sea realmente frío. Y lo
que no quiero en modo alguno es oír
más objeciones cuando decido algo.

Así, pues, la caravana continuó por una


ruta algo zigzagueante hacia el sur,
haciendo sólo breves paradas con largos
intervalos entre ellas. Edge mantenía los
ojos abiertos, como le habían pedido.
Por la carretera se veían en efecto
contingentes de tropas a pie o en
vehículos militares. Edge contaba su
número y retenía en la memoria sus
diversas insignias en espera de que
algún oficial de Luis Napoleón pudiera
identificar los ejércitos, cuerpos,
brigadas y regimientos a que
pertenecían. A menudo la ruta del circo
era paralela a una vía férrea y de vez en
cuando pasaba un tren de mercancías
cargado con equipamientos militares,
reconocibles pese a ir cubiertos con
lona encerada, y a veces Edge distinguía
su naturaleza. En diversas ocasiones,
tanto si dormía en una posada como en
su propio remolque al borde del camino,
sus ojos se abrieron en medio de la
noche al oír el rumor de muchas
herraduras o de ruedas
excepcionalmente pesadas y se
levantaba y acercaba lo más posible
para determinar en qué consistía aquel
tráfico.
Cada vez que el Florilegio se
preparaba para abandonar una ciudad
donde había actuado, Willi Lothar se
marchaba antes para cerciorarse de que
no se dirigían a una plaza reservada ya
para otro circo. Así Florian pasó con
frecuencia de largo una gran ciudad para
actuar en una más pequeña: Hildesheim
en lugar de Hannover, donde el Circo
Krone ya había alquilado un terreno,
Darmstadt en lugar de Frankfurt, adonde
el Carmo no tardaría en llegar. Las
estancias breves y los recorridos largos
del viaje no eran tan molestos para los
miembros del circo como las frecuentes
y tediosas interrupciones causadas por
las muchas fronteras que la caravana se
vio obligada a atravesar.
Ir de Bremen a Hildesheim significó
cruzar la frontera del Gran Ducado de
Oldenburg con el que había sido hasta
hacía muy poco el reino de Hannover,
que entonces era una provincia más de
Prusia, y nuevamente la compañía
circense y toda su impedimenta tuvieron
que someterse a la escrupulosa
inspección prusiana, a una detallada
documentación y a un consentimiento
reacio. Ir de Hildesheim a Kassel sólo
significaba entrar en otra provincia
prusiana, Kurhesse, pero la compañía,
como si se compusiera de refugiados de
un país enemigo, tuvo que soportar
también allí el mismo ritual prusiano.
Después, cuando viajaron de Kassel a
Darmstadt, situado en el Gran Ducado
independiente de Hesse, llegaban de un
país que Hesse tenía razones para
detestar —la Prusia que ansiaba
anexionarse a Hesse— y por ello en esta
frontera el circo fue sometido a
interrogatorios y escrutinios todavía más
intensos y suspicaces. El siguiente
trecho era de Karlsruhe a Baden, otro
gran ducado independiente, y otra vez en
una frontera…
—¡Ya está bien! —explotó Clover
Lee—. ¡Cada uno de nosotros lleva
documentos suficientes para que san
Pedro nos abriera las puertas del cielo
sin hacernos una sola pregunta!
—Calma, muchacha —dijo Florian
con ecuanimidad—. Esta es la última
frontera que cruzamos en tierras
alemanas. Además, piensa en las
molestias y demoras que habríamos
sufrido si no tuviéramos la influyente
carta del zar como nuestra credencial
más importante. —Y con el floreo de un
maestro de esgrima, la presentó al
guardia de Baden que bloqueaba la
carretera.
Karlsruhe tampoco pudo disfrutar
del Florilegio más de una semana, pues
una vez cumplida Florian dijo a Goesle
y Banat:
—Desmontad, muchachos, nos
vamos.
Esa vez Willi no recibió orden de
adelantarse. La caravana continuó hacia
el sur a través de la Selva Negra,
realmente negra en aquella época del
año, en que apenas podía llamarse de
hoja perenne a sus abetos, pinos, cedros
y enebros, tan oscuros eran bajo el cielo
bajo y sombrío. En Friburgo caía la
primera nieve del invierno. La compañía
pasó una noche en una cómoda posada y
al día siguiente ya no se movió en
dirección sur; Florian torció hacia el
oeste bajo la persistente nevada. A
mediodía la caravana llegó a un río
ancho con un puente en cuyo extremo
más próximo había un puesto de guardia
de Baden, del que no salió ningún
funcionario a cerrarles el paso. El
extremo opuesto del puente era invisible
tras los copos de nieve, pero Florian se
levantó en el pescante del carruaje para
señalar y gritar a todos los viajeros que
le seguían:
—Esto, amados míos, es el río Rin.
Cuando veáis ondear una bandera, será
la tricolor. Como alsaciano, doy a todos
la bienvenida a Alsacia. ¡A Francia!
Francia
1
A medida que la compañía se
aproximaba al extremo alsaciano del
puente, fue apareciendo a través de la
nieve un grupo de edificios con
empalizadas, casi una fortaleza pequeña,
erizada de armas que apuntaban al Rin y
rebosante de soldados armados. Cuando
la caravana fue detenida dentro del
recinto de la guarnición, Florian reunió
su paquete de credenciales: los
salvoconductos de la compañía, la carta
del zar Alejandro, los pasaportes rusos
que ahora poseían todos y demás
documentos pertinentes —visados
prusianos, visados de Hesse, etc.— para
enseñarlos a los funcionarios del Bureau
d’Immigration. Sin embargo, antes de
que pudiera hacerlo, Pemjean y LeVie
fueron a entregarle dos cuadernos más y
Pemjean le dijo:
—Tome, monsieur le gouverneur,
tendrá que enseñar también nuestros
pasaportes internos.
—¿Pasaportes internos? ¿Qué
diablos son?
—Nos permiten viajar por el
interior de Francia —respondió LeVie.
—¿Qué? ¿Un francés necesita
permiso para viajar por su propio país?
Jamás oí nada parecido.
—Supongo que es una innovación
desde que estuvo aquí por última vez —
dijo Pemjean.
—¡Es increíble!
—Pero cierto. Una vez admitido en
Francia, un extranjero tiene bastante más
libertad de movimientos que nosotros
los franceses.
Florian meneó la cabeza mientras se
dirigía a la oficina, cargado con su
montón de papeles. Pero allí se animó y
saludó de buen humor al funcionario a
quien presentó la documentación:
—Bonjour, monsieur le
fonctionnaire! ¡Qué agradable es
regresar a casa! Pisar suelo francés y
hablar francés a un compatriota. Ver la
amada bandera tricolor ondear sobre la
propia cabeza. Respirar el dulce aire de
Alsacia. Oír…
—Assez! —interrumpió el
funcionario—. Ninguno de estos
pasaportes extranjeros lleva un visado
de entrada en Francia. ¿Por qué no se lo
ha procurado ninguno de ustedes por el
camino en algún consulado francés?
—Ha sido culpa mía como jefe de la
compañía, monsieur. Desconocía las
nuevas restricciones, al parecer
numerosas, impuestas desde que yo…
—La ignorancia de la ley no es
ninguna excusa.
—Je suis désolé. Pero esto es el
Bureau d’Immigration. Seguramente
usted mismo, monsieur, puede
facilitarnos los visados. —Florian miró
a su alrededor, vio a otros cuatro o
cinco funcionarios ocioso, y preguntó—:
¿O quizá interrumpo otras actividades
más urgentes?
—Exacto —replicó el funcionario
—. Nos han ordenado que nos
mantengamos siempre alertas a
cualquier movimiento hostil de los
boches de la otra orilla del río. ¿Cómo
puedo estar alerta si me inundan de
papeleo? C’est insupportable.
No obstante, aunque con indolencia,
empezó la tarea. Con deliberada
languidez examinó el salvoconducto de
cada miembro del circo y sólo después
de buscar en vano alguna reprobación
entre los numerosos comentarios en
muchas lenguas estampaba el sello de
visado en los pasaportes rusos. Florian,
aunque no fue invitado a hacerlo, se
sentó, preparándose para una fatigosa
espera. Cuando el hombre llegó al
salvoconducto del propio Florian, dijo
con malicioso placer:
—Tal como ha observado,
monsieur, ha nacido usted en Alsaci
¿Por qué no posee un pasaporte interno
francés? Si quisiera, podio acusarle de
infringir la ley sólo por viajar desde la
mitad del puente a esta oficina.
—He estado en el extranjero durante
muchos años y no he sabido hasta
hace…
—La ignorancia de la ley no es una
excusa.
—Sin embargo, espero que usted
pueda facilitarme dicho pasaporte,
monsieur le fonctionnaire.
—Oui, oui —contestó el hombre,
exasperado—. Todavía más trabajo
sobre mis hombros cuando mi atención y
mis facultades deberían estar fijas en la
amenaza boche. Muy bien, monsieur,
tenga la bondad de traer a dos testigos
que respondan de su respetabilidad,
solvencia y rectitud moral. —Miró con
desprecio por la ventana a la compañía
circense—. Ninguno de su canaille
extranjera servirá par, este fin.
—Entre esa canaille —gruñó
Florian— hay dos ciudadanos
franceses…
—Súbditos.
—Dos súbditos franceses de buena
reputación y posición. Tienen sus
pasaportes internos delante de usted.
El funcionario resolló y dijo:
—Supongo que tendrán que servir.
Así, pues, Pemjean y LeVie entraron
y juraron con la mano derecha levantada
que Florian no derrocaría a Napoleón III
ni cometería indecencias graves ni se
convertiría en una carga para la ciudad
pública. También firmaron documentos
al mismo efecto, tras lo cual los
despidieron y el funcionario, con
muchos suspiros por semejante abuso de
su persona, empezó a rellenar
laboriosamente el pasaporte interno de
Florian.
Cuando por fin terminó de escribir,
firmar, sellar y ordenar los papeles y los
empujó al otro lado de la mesa, Florian
los recogió y dijo con dulzura:
—Permítame elogiar, monsieur, su
estricta minuciosidad y eficiencia. —El
hombre pareció sorprendido, pero
también complacido—. Es usted la
prueba de una vieja teoría mía: que la
oficiosidad está siempre en proporción
inversa a la importancia del cargo.
—Ah, merci, monsieur! Importancia
del cargo, eso es. Merci beaucoup. No
está enfadado, ¿eh? Bon voyage,
monsieur, et bonne chance.
Hasta que Florian hubo enseñado a
los douaniers de la aduana contigua que
los documentos de inmigración de la
compañía estaban todos en regla no se
dignaron iniciar la inspección de la
caravana en busca de artículos que
pudieran gravar con un impuesto o
confiscar en la frontera. Como daban
muestras de ser tan refractarios como el
funcionario de inmigración, Florian hizo
pasar de nuevo antes que nadie a Willi y
su equipaje y lo envió por delante, con
instrucciones:
—Por culpa de la nieve y esta
maldita demora, el resto de nosotros no
podrá llegar esta noche a Colmar, pero
tú sí. Intenta reservar para nosotros el
grande y abierto Champs de Mars
situado justo en el centro de la ciudad.
Entonces Florian se volvió hacia
Edge, que discutía sin mucho éxito con
los aduaneros.
—Venga, director, encárguese usted
de esto. Mi profesor de francés no me
enseñó nunca las palabrotas que debería
usar aquí. Estos fanfarrones quieren
prohibir la entrada de casi todo, desde
el pajarraco de Fitz a mis armas de
fuego. Dicen que ya hay bastantes coqs
de bruyère en este país y que los civiles
no pueden poseer armas. Maldita sea,
pensaba que los aduaneros rusos y
prusianos eran odiosos, pero…
—Permíteme, muchacho. —Y dijo
en tono animado a los inspectores—:
Allons done, messieurs les douaniers,
c’est assez cet enculage de mouches!
—Se molestaron al ser instados de
manera tan poco delicada a interrumpir
sus mezquinas objeciones, pero entonces
vieron que Florian les mostraba la carta
del zar Alejandro y su temor reverente
fue aún mayor que el del funcionario de
inmigración—. Observarán, messieurs,
que acudimos a una audiencia con el
emperador, quien sin duda estará
interesado en oír si hemos sido acogidos
con cordialidad en su reino.
Florian continuó largo rato en esta
vena y quizá algún dinero cambió de
manos, al final toda la caravana del
circo y la compañía obtuvieron
autorización para pasar con todos sus
efectos intactos y libres de impuestos.

La opinión inicialmente mala que los


artistas concibieron de Francia mejoró
mucho cuando el día siguiente amaneció
soleado y radiante. Antes de abandonar
el campamento al borde de la carretera,
vistieron sus mejores trajes de pista y en
seguida se envolvieron en pieles o
capas. El profesor del órgano llenó su
caldera de vapor, Goesle ajustó sobre
todos los vehículos las nuevas
cumbreras de filigrana, los músicos de
Beck sacaron sus instrumentos y
Hannibal calzó al camello y a los
elefantes sus botas de piel de cordero.
Entonces la caravana se puso en marcha
bajo un cielo azul celeste y entre campos
nevados que refulgían de modo tan
prismático como un paisaje de cuento de
hadas. A medida que la procesión se
acercaba a Colmar, los lados de la
carretera se fueron poblando de hayas
de corteza púrpura y sus frondas
colgantes estaban tan cubiertas de nieve
que parecían esculturas de mármol y
amatista. La propia ciudad, cuando
apareció en la distancia, era una vista
atrayente: puntiagudos campanarios,
agujas y torres de iglesia elevándose
sobre tejados de bálago o tejas,
curvados o arqueados por la antigüedad.
La caravana hizo una pausa para que
los artistas se despojaran de sus capas y
abrigos —el sol ya calentaba lo
suficiente para ello—, los músicos
treparan al techo de su carromato y el
profesor abriera las válvulas de la
caldera del órgano. Entonces el
Florilegio entró en su primera ciudad
francesa en un desfile ruidoso, alegre y
multicolor. Cuando traqueteaba entre las
primeras hileras de casas —de las que
salieron mujeres asombradas secándose
apresuradamente las manos en sus
delantales, seguidas por una multitud de
niños asombrados vestidos con batas y
calzados con zuecos—, Willi, que ya los
esperaba, saltó al pescante del carruaje
de Florian.
—No he podido conseguir el Champ
de Mars, Herr gouverneur. Quizá era un
gran espacio abierto cuando estuvo aquí
la última ver, pero ahora es un parque
lleno de árboles muy juntos y unas
estatuas horribles.
—Supongo que no debería
sorprenderme —contestó Florian con
cierta tristeza—. Veo aquí muchas cosas
nuevas.
—No obstante, he conseguido el
Jardin Mequillet, si sabe dónde está.
—Claro que lo sé. Y nos irá muy
bien. Gracias, Willi.
Florian conocía el camino y condujo
a la cabalgata por calles que no fueran
demasiado estrechas para su paso,
atrayendo a una retaguardia de excitados
seguidores, niños en su mayoría, pero
también bastantes adultos. Los miembros
de la compañía observaron que las
calles, cuando estaban marcadas, tenían
nombres franceses alemanes: la rue des
Clefs, por ejemplo, conducía a la place
des Un terlinden. Colmar era una ciudad
simpática y pintoresca. Exceptuando los
rectilíneos edificios públicos y las
iglesias, las casas no pare cían tener
líneas ni ángulos rectos. No sólo se
arqueaban los tejados, sino que las
paredes se abombaban y presentaban
protuberancias, de modo que las casas
semejaban hogazas de pan en diferentes
fases de cocción. Las ventanas eran
pequeñas y muchas de ellas redondas,
con postigos de media luna. Algunos
edificios ostentaban fechas esculpidas
sobre sus umbrales bajos; una posada y
establo databa de 1529. Estrechos
canales serpenteaban a través de la
ciudad, con cisnes flotando serenamente
en ellos, blancos como la nieve de las
orillas.
Por fin la cabalgata se detuvo en el
pequeño parque reservado por Willi y
los eslovacos comenzaron
inmediatamente la descarga y el montaje
y la gente congregada se quedó a mirar.
Florian preguntó a Edge y LeVie si
querían dar un paseo con él cuando se
hubieran cambiado de ropa.
—Tengo una razón para pedirlo,
caballeros. —Y después dijo a Beck—:
Ingeniero jefe, parece que el buen
tiempo se mantendrá por lo menos
durante todo el día de mañana. ¿Puedes
organizar con Monsieur Roulette una
ascensión del globo para celebrar
nuestra llegada a Francia?
—Ja, no hacer demasiado frío. Pero
no tener ácido. ¿Dónde, en una ciudad
pequeña como ésta…?
—La Université de Technologie está
por allí —señaló Florian—, estoy
seguro de que su Ecole de Chimie te
hará este favor.
—En cuanto terminar la instalación,
ir con el carromato.
Cuando Florian y sus compañeros
invitados abandonaron el parque, eran
cinco, porque Daphne iba con él y Nella
con LeVie.
—Nunca imaginé —dijo Florian—
que debería pedir algún día consejo
respecto a mi propio país, pero esto es
lo que desearía pedirte, Maurice.
Después de ser cogido desprevenido en
aquel asunto de los pasaportes internos,
he comprendido que carezco de contacto
con la Francia moderna. Luis Napoleón
y yo somos más o menos de la misma
edad y en mi juventud, cuando él sólo
era pretendiente a la diadema de su
famoso tío, seguí sus diversos avatares
(sus encarcelamientos y destierros
intermitentes y sus rehabilitaciones) y
por fin su ascenso a una presidencia de
títere. No he estado en Francia desde
que logró convertirse en emperador por
aclamación popular. Cuéntame, pues,
Maurice, todo lo que sepas sobre el
hombre que se cubre con el armiño
imperial.
—A mí también me gustaría
preguntar algo —terció Edge—. Todo el
mundo conoce al gran Napoleón I, pero
éste es Napoleón III y nunca he oído
hablar de ningún Napoleón II.
—Fue el hijo de Bonaparte, primo
del emperador actual —contestó Florian
—. Era un niño muy pequeño cuando su
padre fue destronado y murió joven, así
que no llegó a reinar. Luis podría
llamarse legítimamente Napoleón II, y
corre un chiste popular sobre el motivo
de que sea Napoleón III. Dicen que
durante su campaña para ser nombrado
emperador, ordenó que en todas las
ciudades ondearan banderas con esta
leyenda… —Florian se arrodilló y
escribió en la nieve con un dedo: «VIVE
NAPOLÉON!!!»—. Al parecer tomaron
los signos de exclamación por un
numeral romano.
—Alors —dijo LeVie mientras los
otros reían—, en cuanto Luis se
convirtió en emperador, miró a su
alrededor en busca de una emperatriz
adecuada. Deseaba a alguien como una
Hohenzollern, pero como es natural
todas las familias antiguas le
despreciaban como a un parvenu, así
que se decidió por la condesa española
Eugenia, a quien doblaba la edad y que
era bella como una muñeca de porcelana
y tenía la cabeza igual de vacía.
Convengo en que la falta de cerebro es a
veces una virtud en una mujer…
¿verdad, Nella? —Ella rió y le pellizcó
el brazo—. Pero no en una emperatriz
que ejerce mucha influencia sobre el
emperador. Hace ya muchos años que
Luis tiene piedras en la vesícula. Está
prematuramente envejecido, chochea, es
aburrido, apático, ni siquiera el libertino
que fue en sus primeros años de
emperador, mientras Eugenia sigue
siendo casquivana y frívola. Y se
entromete en los asuntos de Estado.
—Puede que no tenga mucho cerebro
—murmuró Nella—, pero nunca me
entrometo.
—Eugenia es vanidosa y dominante.
Luis es tan monótono como un
metrónomo —prosiguió LeVie—.
Pondré unos ejemplos: Eugenia no
permite que su peluquero la atienda, lo
cual ha de hacer varias veces al día, si
no lleva calzones y una espada al cinto.
¿Y Luis? Insiste en que la hiedra de
todos sus castillos sea obligada a crecer
en ondulaciones regulares.
—Sí —dijo Florian—, son dos
buenos ejemplos.
—Algunas personas se refieren a
Eugenia y Luis como «Loquèle et
Lourdeur».
Florian rió, pero Daphne se quedó
perpleja y dijo:
—Si es un chiste, mi francés no está
a la altura.
—Bueno —explicó Florian—, la
traducción libre pero fiel seria. «Gorjeo
y ronquido».
El grupo ya había llegado al Champ
de Mars y Florian dijo:
—Willi tenía razón. Esto es un
parque frondoso con fuentes estatuas y
antes era un espacio vacío. Veo que hay
un monumento al viejo general Rapp… y
otro al almirante Bruat. Rapp fue
ayudante de campo del primer
Napoleón, si es que le importa a alguno
de vosotros, y Bruat fue un héroe de la
guerra de Crimea. Dos muchachos de
Colmar que hicieron fortuna.
Mientras el grupo seguía a Florian
por calles cada vez más estrechas, su
discurso de guía turístico se hizo más
grandilocuente —acompañado por
amplios floreos de su sombrero de copa
—, en una parodia deliberada de sus
propias arengas en la pista:
—¡Amigos! Messieurs et madames!
Juntos hemos visitado las cortes de
reyes y emperadores. Hemos paseado
por el Foro que una vez pisaron los
poderosos césares. Pero ahora, damas y
caballeros, tengo el gran placer y
satisfacción de presentarles el lugar más
merecedor de su admiración y
veneración en toda Europa. Aquí, meine,
Herren und Damen… —Estaban en una
calle no mucho más ancha que un pasaje.
Florian indicó con el sombrero una vieja
casa estucada de dos pisos con una
ventana de buhardilla bajo los aleros—.
Aquí, rue du Lycée, número ocho, aquí
está el humilde lugar de nacimient, y
hogar infantil del mundialmente famoso
director y entrepreneur… —Se le cortó
la voz y concluyó, casi tímidamente—:
… un servidor de ustedes.
Sus compañeros profirieron diversas
exclamaciones… de sorpresa, alegría e
incluso respeto.
—Sí, aquí es —continuó Florian en
voz baja—. Por lo visto ahora son todo
apartamentos. Cuando yo viví aquí de
niño, en los bajo había un zapatero
remendón. Vivía con su familia en el
primer piso y alquilaba la buhardilla,
que es donde residíamos nosotros; no
podíamos pagar una vivienda mejor.
Pero mi padre no me arrastró, como la
mayoría de padres, a trabajar con él en
la fábrica Jacquard a la edad de ocho o
nueve años. No sé cómo logró ahorrar
los francos suficientes para enviarme al
Lycée des Jésuites, que está allí, al final
de la calle, donde adquirí la poca
educación fórmal que aprendí en mi
vida.
—Si un general y un almirante
merecen estatuas —dijo Daphne—, tu
casa debería tener una placa de bronce
como mínimo.
—Ah, querida, este barrio es famoso
por otras cosas además de mí. Colmar
es ahora una ciudad bastante grande,
pero nos encontramos en el mismo punto
donde nació… como un mero puesto de
avanzada romano llamado Columbarium.
—Florian hizo una pausa—. Habríamos
ido a París por un camino más directo si
os hubiera llevado a Estrasburgo a
través del Rin, pero no pude resistir la
tentación de venir hasta aquí, a ver de
nuevo mi vieja ciudad. —Resolló
ligeramente—. Incluso esperaba
encontrar a algunos compañeros de
juegos y… por Dios, ¿podría ser aquél
Kestenbaum?
Habían salido del pasaje,
desembocando en la pequeña plaza del
Lycée. Sentado en un banco,
calentándose al sol de la tarde, con los
párpados de pergamino cerrados y las
manos correosas, de venas hinchadas,
aferradas al puño de un bastón, estaba
un anciano reseco de barba blanca.
—Cielos —murmuró Daphne—, si
era un compañero de juegos, Florian,
eres muchísimo más viejo de lo que
aparentas.
—No, no, claro que no. Era un
hombre adulto, adobaba pieles y vivía
en la casa de al lado. ¡Kestenbaum! ¿Es
usted Lucien Kestenbaum?
Los ojos vagos y húmedos del
anciano se abrieron. Su boca desdentada
se abrió y cloqueó:
—¿Eh?
—M’sieu Kestenbaum, je m’appelle
Florian. Vous rappelez-vous du temps
passé? Florian! Me remettez-vous?
—Ah… ah, oui. Herrchen Florian.
—Emitió algunos jadeos que podían ser
una risa—. Le petit Balg Florian du
numéro huit. Je me rappelle
parlaitement les alten Zeiten.
Kestenbaum hablaba una mezcla tal
de palabras francesas y alemanas y de
palabras francesas con acento alemán y
viceversa, que ni Edge ni Daphne
pudieron seguirle. LeVie, en cambio, le
comprendió y tradujo:
—El viejo dice que sí, que recuerda
al chiquillo Florian de la casa número
ocho, hace mucho tiempo. Ahora
pregunta: «¿Le ha visto alguna vez,
monsieur? ¿Cómo está? ¿Ha
prosperado? Ma foi, siempre esperamos
mucho de él».
Florian no se recató de secarse los
ojos y luego se agachó para acercarse al
rostro del anciano y dijo en voz alta:
—C’est moi, m’sieu. C’est Florian.
Je suis cet Florian-lá. Moi. Ici.
—Horreur! Mais non! —exclamó el
anciano, apartándose y abriendo mucho
los enrojecidos ojos—. Chose fausse!
Florian, il est ein Jüngling, fort et
réjoui.
—Se niega a creerlo —dijo LeVie
—. Dice que Florian es un muchacho,
alegre y despierto.
—Vous êtes ein garstig alte Kauz
aux cheveux gris! —le insultó
Kestenbaum, esparciendo saliva—.
Menteur! Schwindler!
LeVie continuó traduciendo:
—Dice que este desconocido es un
impostor, un tipo raro, feo y canoso y…
—Basta —murmuró Nella,
compadecida, poniendo una mano sobre
el brazo de LeVie—. No digas nada
más. En este momento el signor Florian
parece viejo.
Kestenbaum agitó el bastón en el
aire, encolerizado, mientras continuaba
lanzando invectivas. Florian le susurró
algunas palabras más, le metió una
entrada de circo en el bolsillo del raído
abrigo y se alejó. Caminó en silencio
con los otros y luego suspiró y dijo:
—¿Ha prosperado aquel joven
Florian? ¿Ha justificado sus esperanzas?
¿O sólo se ha hecho viejo? No levantan
monumentos ni ponen placas para los
hombres de circo, esto es seguro.
Daphne, que andaba a su lado, se
inclinó y le besó en la mejilla. Edge
dijo:
—Recuerde lo que contestó Catón,
director, cuando alguien le preguntó por
qué Roma no le había levantado ninguna
estatua.

Por el camino de vuelta al Jardin


Mequillet encontraron a va ríos de sus
eslovacos clavando o pegando carteles
del Florilegio —los escritos en alemán
que habían sobrado de la gira del circo
por Austria y Baviera—, rodeados de
gente que se apiñaba para leerlos o
hacer comentarios sobre ellos.
—Esto me recuerda algo —dijo
Florian—. Continuad vosotros mientras
yo busco una imprenta. Estos carteles y
los programas en alemán nos servirán
aquí en Alsacia, pero necesitaremos
otros en el resto de Francia. Ah, y
cuando lleguéis al circo decid a
Bum-bum que ensaye con la banda
Partant pour la Syrie. Será el himno de
nuestra cabalgata de ahora en adelante.
Aunque ninguno de los cinco vio al
anciano Kestenbaum en la función de la
tarde siguiente, pudo encontrarse allí y
pasar inadvertido porque la función
registró un lleno absoluto. Y, como
Daphne observó a Florian, el público
vitoreó y aplaudió como nunca lo habría
hecho en la reaparición de esos otros
héroes paisanos suyos, el general Rapp
y el almirante Bruat.
Como preludio de la función
nocturna, Monsieur Roulette elevo el
Saratoga —con Lunes escondida en la
góndola a fin de que sir John y Domingo
pudiesen hacer el número de la «chica
desaparecida»— y flotó sobre una gran
parte de Alsacia antes de descender
Cuando lo hizo, no aterrizó en el recinto
del circo —expresamente porque el
parque de Mequillet era muy pequeño, y
rebosaba de espectadores— sino en el
patio pavimentado de la Ecole Normale
del otro lado de la calle, a fin de que la
«chica desaparecida» fuera visible para
la admirada muchedumbre. Además,
consiguió el aterrizaje sin tener que tirar
del cabo de desgarre y deshinchar el
globo. Después los peones sólo tuvieron
que remolcar al Saratoga, cuya
barquilla dio leves tumbos por el suelo,
hasta su lugar de origen. Como al día
siguiente el tiempo continuaba siendo
espléndido y Beck disponía de una gran
cantidad de ácido y limaduras para el
Gasentwickler —y, según dijo, «la
ciudad natal del Herr gouverneur
merecer un segundo saludo»—, repuso
el gas del globo y Monsieur Roulette,
esta vez con Domingo a bordo, realizó
otra ascensión al atardecer.
Las funciones subsiguientes del
Florilegio registraron otros tantos llenos
porque a la población de Colmar se
habían sumado las familias del campo
atraídas por la vista del Saratoga, y
fueron aplaudidas con el mismo
entusiasmo, ya que los artistas estaban
decididos a presentar a todos los
habitantes de la ciudad natal de Florian
un espectáculo tan perfecto como el
ofrecido a Alejandro II o el que
brindarían a Napoleón III. En cada una
de sus apariciones, Mademoiselle
Butterfly —ahora Mademoiselle
Papillon— ejecutó el emocionante
número de dejar caer en silencio un
pétalo de flor hasta el suelo de la pista
antes de que sonara la música y ella
iniciara su actuación en el trapecio. En
el espectáculo complementario sir John
dio más cosas que hacer a la princesa
Brunilda además de aparecer y dejarse
admirar. Ahora la giganta fingía un duelo
con Grillo —aquí llamada Grillon—,
blandiendo su larga espada mientras la
enana empuñaba una daga no mucho
mayor que un alfiler de sombrero.
Sólo un número no mejoraba, sino
que poco a poco se iba haciendo más
corto: las contorsiones de klischnigg de
Miss Eel, ahora conocida como
Mademoiselle Anguille. Todavía
trabajaba con increíble elasticidad y
sinuosa gracia, pero últimamente sólo
podía hacerlo durante poco rato porque
sus pulmones tenían que descansar. Y ya
no era capaz de ocultar los ataques de
tos que la atormentaban después y
durante los cuales Yount sólo podía
abrazarla, darle torpes palmadas en la
espalda y mostrarse preocupado.
Florian aseguraba que no había
vuelto a ver en Colmar a ningún
conocido de su infancia. Edge pensaba
que tal vez mentía acerca de ello para no
tener que abordar a tal persona y ser
quizá acusado nuevamente de impostor.
Sin embargo, era un hecho innegable que
en el cercano Park-Hôtel, donde Willi
había reservado habitaciones para la
compañía, los diversos documentos de
identidad de Florian fueron recibidos
por el conserje de la recepción con la
misma indiferencia que los de los otros
miembros del circo y las camareras y
camareros del comedor del hotel no
servían a Florian con más asiduidad que
a los demás. En el circo ningún patán se
levantó ningún día de su asiento para
llamarle con exclamaciones de alegría y
no se oyó observar a nadie que el
nombre pintado con letras tan llamativas
en la marquesina de la carpa le
recordase a un chico de la localidad
llamado Florian. En cualquier caso,
Florian dijo que no fue la melancolía ni
la dignidad herida —sólo su
impaciencia por llegar a París— lo que
le hizo ordenar el desmantelamiento
después de una única semana de estancia
en Colmar.

Así la caravana del circo se dirigió


hacia el oeste cruzando el Haute-Rhin y
atravesó los departamentos de los
Vosges, el Haute-Marne y la Côte-d’Or,
cruzando por el camino ríos cuyos
nombres resultaban familiares por lo
menos para los miembros más educados
de la compañía —el Mosela, el Saône,
el Marne y las estrechas aguas
superiores del Sena—, además de una
serie de ríos menos famosos. El circo
realizó sólo breves paradas: cuatro días
en la importante ciudad de Epinal, dos
en el pequeño balneario de Bourbonnes-
les-Bains —y aquí principalmente para
complacer a Carl Beck, a fin de que
pudiera pasar todas sus horas libres
sumergido en los calientes baños salinos
—, otros dos en Langres y dos más en
Châtillon.
Entre estas localidades mediaba una
distancia de tres o cuatro días, pero el
viaje era fácil. Había pocas regiones
montañosas que atravesar; la caravana
recorrió durante la mayor parte del
camino una altiplanicie de praderas
onduladas y tierras de cultivo. Donde el
terreno no estaba cubierto de nieve, era
marrón y pardo y todo cuanto los
habitantes humanos habían puesto en
dicho terreno parecía elegido ex profeso
para que armonizase con estos colores.
Los caballos pequeños que pacían en las
praderas eran de pelaje marrón oscuro,
con crines y colas de tono amarillo
pálido. El ganado vacuno y las ovejas
de la región eran inexplicablemente de
idéntico color crema. Las granjas y los
establos eran todos de cálida piedra
parda y, un bálago de color pardo cubría
los tejados. Los pueblos, más o menos
una docena de casas apiñadas en torno a
un único campanario, eran de tonos
marrones. Las localidades mayores
donde se detuvo el circo, ya fuese para
pasar la noche o para levantar la carpa,
eran también de piedra parda, pero los
edificios tenían tejados de tejas entre
marrones y rojizas, en forma de lenguas
superpuestas, de modo que todos
parecían cubiertos de escamas.
Como aquellos pueblos no veían
casi nunca descender sobre ellos al
mismo tiempo a semejante horda de
viajeros, no poseían grandes hoteles y la
compañía tenía que distribuirse entre
varias posadas. Todas eran notablemente
parecidas y daban la impresión de ser
todas regentadas por una viuda de
formidables dimensiones y corsés
crujientes, con un personal consistente
en sus numerosas y corpulentas hijas.
Nunca se veía a un marido identificable
ni a ningún hijo o doméstico de sexo
masculino, exceptuando quizá a un
anciano que cuidaba los establos y el
patio. Las habitaciones solían ser
modestas, con frecuencia rústicas o algo
peor, pero madame l’Aubergiste no
ofrecía nunca excusas para las
deficiencias. Todas las propietarias
recibían a los huéspedes como si fueran
mendigos y ellas la emperatriz Eugenia,
aunque no tan regias como para no exigir
le quibus por anticipado. Entonces
conducía a los huéspedes a sus
habitaciones que, por una peculiaridad
arquitectónica común a todas las
posadas, se hallaban siempre al fondo
de un pasillo largo y oscuro. Por el
camino madame encendía los pabilos de
los quinqués y los apagaba siempre al
irse, dando severas instrucciones a los
huéspedes de que usaran las gastadas
velas de sus mesillas para iluminarse
cuando bajaran a cenar o siempre que
debieran salir al hangar d’aisance.
—Director, me disgusta decir esto
sobre sus compatriotas —gruñó
Fitzfarris después de ser fieramente
reprendido por una posadera por una
leve infracción—, pero tienen tan poco
humor como la Biblia y son tan poco
atractivas como los abogados.
—Vamos, vamos, sir John —
contestó, sonriente, Florian. El pueblo
llano de Francia es bondadoso,
afectuoso y encantador, excepto cuando
está malhumorado por algo como el
estado de la nación, por ejemplo, o la
ineptitud del gobierno. O la insultante
condescendencia de sus superiores
sociales o el descaro de sus inferiores.
O la presencia en su entorno de
extranjeros de cualquier raza. O porque
se hable mal el francés, lo cual se
refiere al habla de cualquier persona
nacida a más de quince kilómetros al
norte, sur, este u oeste de su lugar de
nacimiento. O puede ser desgraciado
por la exigüidad de su renta, o estar
furioso porque no ha aprovechado la
oportunidad de sacar un sou extra de
alguna transacción comercial. Un
francés puede estar de mal humor por un
sin fin de razones. Y huelga decir que
está eternamente malhumorado por una o
varias o la totalidad de estas razones. En
suma, el francés corriente se parece
mucho al hombre o mujer corriente de
cualquier otro lugar del mundo.
Florian podía ser jovial porque
acababa de cenar y estaba fumando
cómodamente un buen cigarro. Toda la
compañía tuvo que convenir en que sólo
entrar en el comedor de una posada
campestre bastaba para olvidar
cualquier deficiencia en el alojamiento.
Uno respiraba los aromas mezclados de
vino, ajo, mantequilla derretida, humo
de leña, cebollas cortadas, cera para
muebles, humo de cigarro, café cargado,
incluso el olor de la tinta fresca de los
periódicos leídos por otros comensales
—quizá monsieur le maire o monsieur
le notaire, vestidos con largas levitas
negras y zapatos amarillos de punta
curvada hacia arriba como dictaba la
moda—, hombres robustos cuya
presencia garantizaba que aquél era un
lugar condenadamente bueno para cenar.
Las rollizas y rubicundas hijas
camareras podían moverse sin ninguna
gracia con los platos de la cocina a las
mesas, pero ninfas de puntillas con
cornucopias no habrían servido
manjares más exquisitos. El vino podía
llegar en jarras de madera, pero era un
claro y genuino mosela o rin. El primer
plato podía venir en cuencos de madera,
pero era un caldo diáfano como el
topacio o una bronceada sopa de
cebolla. El plato principal podía ser un
simple pot-au-feu que uno debía
servirse de una tosca escudilla de loza
con una cuchara de peltre mate, pero
vaya pot-au-feu. Para no hablar del
incomparable pan crujiente francés y la
rica mantequilla dorada que tenía un
ligero gusto de avellana. Y después
aparecía un cremoso queso coulommier,
unas almendras verdes, una jarra de café
negro muy cargado y quizá un licor de
prunelle.
La ciudad de Auxerre en el
departamento de Yonne era el final del
viaje directamente hacia el oeste del
Florilegio; a partir de allí se dirigiría al
noroeste. Florian, cuyo nerviosismo y
excitación aumentaban a medida que se
acercaban a París —estaba más eufórico
de lo que nunca le habían visto sus
colegas—, declaró que Auxerre era un
hito importante del viaje y que merecía
una cabalgata. Fuera de la ciudad, el
aire era muy frío, así que los artistas
tuvieron que ocultar sus trajes de pista
bajo gruesas capas, pero en cuanto la
procesión hubo cruzado la hermosa
arcada con torre de reloj que era la
entrada de Auxerre, el aire se calentó
casi mágicamente y pudieron despojarse
de las prendas de abrigo y lucir toda la
gracia y gloria de las lentejuelas. Pronto
comprendieron que el cambio de
temperatura en efecto de la arquitectura,
no de la magia. Las calles de Auxerre
eran ya bastante angostas a nivel del
arroyo, pero se estrechaban
progresivamente a nivel superior porque
las fachadas de los viejos edificios eran
como escaleras puestas del revés; cada
piso se proyectaba más allá del inferior
hasta que, al llegar arriba, las casas
construidas en lados opuestos de la calle
casi se apoyaban en los aleros
respectivos. Esto convertía las calles en
túneles que no dejaban pasar el frío
invernal y conservaban el calor que
emanaba de todas las chimeneas y
estufas de las casas.
Willi había llegado con antelación, y
cuando la cabalgata había sido admirada
y vitoreada por la gente en todas las
calles transitables, la guió hasta el
terreno que había reservado cerca del
río. Montaron el circo, llenaron la
ciudad de carteles y al día siguiente los
habitantes de Auxerre dispensaron al
Florilegio una bienvenida aún más
cálida que la callejera de la víspera.
Esto indujo a Florian a conceder a la
ciudad tres días de funciones y —ya que
Beck podía procurarse allí lo necesario
para su generador de gas—, como
premio, una ascensión del Saratoga.
Después de los tres días, cuando
Florian anunció que desmontaban el
circo y proseguían el viaje, nadie gruñó
ante la perspectiva de ponerse de nuevo
en camino, porque añadió en seguida:
—A partir de aquí seguiremos el
curso del río Yonne. Dentro de tres días
llegaremos a Montereau, donde
actuaremos, por última vea en
provincias, porque en Montereau el
Yonne desemboca en el Sena. Y después
de seguir durante otros tres días el curso
del Sena, llegaremos a la meta soñada
por todos los artistas de circo del
mundo. París, amigos míos, por fin
París.
2
Conocieron al primer parisiense antes
de llegar a París. En Montereau, donde
el Florilegio actuó durante tres días,
Rouleau fue abordado en francés por un
caballero bajo, delgado, muy bien
vestido, con bigote y perilla negra y
puntiaguda y unos ojos casi tan negros,
intensos y brillantes, uno de ellos con un
monóculo cuadrado.
—¿Monsieur Roulette? He oído
hablar de sus ascensiones en globo aquí
en provincias y he venido de París sólo
para conocer y saludar a un colega
aeronauta francés. Soy Nadar.
—Bon jour, Monsieur Nadar. En
realidad no soy francés sino un créole
américain y mi verdadero nombre es
Jules Rouleau.
—Ah, bien Nadar es sólo mi nom-
du-métier. Me llamo Félix Tournachon.
—¿Y su profesión es la de
aeronauta?
—Oh, hago muchas cosas. Me gano
la vida como fotógrafo, pero lo que más
me gusta es la aeronáutica. A veces he
combinado ambas ocupaciones. Creo
que he sido el primero en tomar una
fotografía desde el aire. Del Arco de
Triunfo, en concreto. No es una empresa
fácil, como usted comprenderá, hacer
una exposición larga desde una
plataforma tan inestable. Debí usar dos
docenas de placas antes de lograrlo.
Rouleau no tardó en decidir que si
Monsieur Nadar era un parisiense
típico, los parisienses debían de ser
incapaces de dar una respuesta sencilla
a una pregunta sencilla, ya que adornaba
cada contestación con mucha más
información de la solicitada. No
obstante, la locuacidad de Nadar
contenía muchos puntos de interés, por
lo menos para un colega aeronauta, así
que prosiguió:
—Hace unos años construí el mayor
aerostato de gas del mundo; lo llamé Le
Géant. No llevaba una góndola, sino una
verdadera casa de dos pisos hecha de
mimbre. En la primera ascensión me
acompañaron una docena de personas,
incluyendo a la princesa de la Tour
d’Auvergne.
—Mon Dieu, monsieur! Comparado
con usted, soy un vulgar dilettante.
—Ah, bien. En la segunda ascensión
de Le Géant, cometí dos errores. Llevé
conmigo a mi esposa. Y realicé un
pésimo aterrizaje. Hélàs, Madame
Nadar me hizo abandonar la aerostática
y no he subido desde entonces. Una
admisión bochornosa para el fundador
de la Société d’Encouragement de la
Locomotion Aérienne. Los socios somos
pocos: yo mismo, Flammarion, los
hermanos Godard… y creo que hoy en
día no vuela ningún aerostato de gas en
toda Francia, así que usted y el suyo
serán una vista muy ansiada en nuestros
cielos.
—Lamento que no pueda presenciar
una ascensión aquí, Monsieur Nadar. No
hemos podido procurarnos los productos
químicos para nuestro generador. Pero,
por supuesto, nos elevaremos en París y
le invito con mucho gusto a
acompañarme siempre que lo desee.
—Y yo acepto encantado. —Nadar
añadió, con cierta petulancia—:
Entonces no tenía necesidad de
abandonar París, ¿eh? Intento hacerlo
con la menor frecuencia posible. Detesto
el campo, los viajes en tren y el frío del
invierno. Sólo para trasladarme hoy de
mi residencia a la Gare de Lyon he
tenido que enviar primero a mi ayuda de
cámara a buscar una voiture y después a
dos o tres mozos corpulentos para que
dieran vueltas en ella y la calentaran
bien antes de subir yo.
Sin cambiar de expresión, dijo
Rouleau:
—No es necesario que soporte
tantas molestias para regresar,
monsieur. Puede viajar conmigo y con
nuestro emisario, el barón de
Wittelsbach, en el propio carruaje de
éste. Partimos esta misma tarde y creo
que el barón es lo bastante rechoncho
para calentar el carruaje a su entera
satisfacción. Venga y le conocerá.
Willi hablaba con Edge y Florian.
Cuando Rouleau presentó a Nadar, no
fue preciso explicar a Florian de quién
se trataba.
—¡Pues claro! ¡El famoso fotógrafo
de los famosos! He visto y admirado
gran parte de su obra, maître Nadar.
Pero, ¿qué le trae por aquí? ¿Ha dejado
los retratos de salón por las escenas
bucólicas? ¿Estudios de género de
campesinos?
—¡El cielo no lo permita! —gritó
Nadar, tan horrorizado que el monóculo
cayó hasta el extremo de la cinta—. En
una ocasión, sólo en una, descubrí en los
mercados de les Halles a una hermosa
campesina. Le pedí que posara para mí.
Ella se negó. ¿Y sabe por qué?
¡Abrigaba la firme convicción de que la
cámara vería a través de su ropa! Non,
non, messieurs, prefiero mil veces a la
duquesa más decadente o a la cortesana
más desvergonzada que a la campesina
puritana y pura, de cualquier país,
convencida de que la belleza es
obscena. Para la mente campesina, la
plus belle est la poubelle.
Edge comentó:
—No he visto por estas provincias a
muchas jóvenes a quienes pudiera
llamar plus belle, así que ¿cómo pueden
considerarlas basura los campesinos?
—Ah, mon colonel, estos días
cualquier campesina medianamente
bella se escapa a la ciudad. La mayoría
de grandes cortesanas parisienses tienen
orígenes oscuros de los que han salido
subiendo diversos escalones de
dormitorio. La Jeanne aux Violettes
lavaba botellas en un lagar; hoy es
famosa por haber inspirado el Salambô
de Flaubert y es en la actualidad amante
del acaudalado monsieur Barouche. Y
Blanche d’Antigny era hija de un vulgar
labrador y ahora se baña a diario en
champaña. Juliette la Marsellaise, que
recibe con frecuencia vestida
únicamente con sus largas trenzas
rubias, empezó la vida como colectora
de lana. Por su profesión quizá le
interesara saber, coronel, que la
renombrada Marguerite Bellanger fue en
un principio amazona de circo. Más
tarde se hizo famosa en varios cuarteles
como Margot la juguetona. Un poco más
tarde se difundió ampliamente la
observación de que «ocupa una posición
muy importante bajo el emperador».
Voilâ, ahora tiene una mansión en la rue
des Vignes.
—Vaya… —dijo Edge, un poco
aturdido por tal abundancia de
información no solicitada.
—Donc, una de cada dos ignorantes
aspira a hacer lo mismo y por esto las
coquettes del campo afluyen a París.
Visten lo que creen que está de moda,
azul Sebastopol o fucsia magenta, y
llevan en los cabellos el tire-bouchon
popularizado por Eugenia y andan con el
«cojeo de Alejandra», imitando a la
princesa de Gales. Sin embargo, todas
estas modas son ya ridículamente
obsoletas en París. Actualmente Eugenia
se recoge el cabello en un chignon
salpicado de oro y, como es natural, las
campesinas no pueden comprarse polvo
de oro. Sólo pueden pagar una copita de
cassis o de ajenjo ante la cual pasan
horas enteras en los cafés públicos del
boulevard des ltaliens, esperando ser
descubiertas por algún príncipe o pachá
o león social. Los bistros las llaman con
desdén les grog-chasseuses, las
cazadoras de bebidas baratas. Y es un
dicho cierto que si el palacio es el
cerebro de París y Notre-Dame el
corazón y les halles el estómago, no
cabe duda de que el boulevard des
ltaliens es el clítoris de París. No tiene
más que visitar los zincs de ese bulevar,
coronel Edge, si busca conquistas
fáciles.
—No las busco, en realidad. Y de
todos modos, yo también soy un
ignorante.
—No importa. Las campesinas
sienten una ansiedad tan patética por
adquirir los modales sociales y el barniz
urbano que se ponen horizontales por
cualquier hombre que hable
pasablemente bien. Alguien ha descrito
un día de la vida de semejantes chicas:
s’habiller, babiller, se déshabiller.
Florian interrumpió el babillage del
propio Nadar para decir:
—Precisamente ahora el coronel, el
barón y yo hablábamos de dónde
montaríamos el circo en París. Podría
ser que el emperador quisiera opinar al
respecto, ya que le llevamos una carta
de presentación de su colega imperial,
Alejandro de Rusia. Tengo entendido,
monsieur, que conoce usted bien a Luis
Napoleón.
—Demasiado bien —respondió
Nadar con un exagerado aire de ennui
—. Supongo que desean saber si es tan
degenerado como se dice. Oui, Luis es
una ramera. —Nadar bostezó
lánguidamente detrás de un guante—.
Aunque no una de las grandes rameras.
—Lo que he querido decir, monsieur
—insistió Florian—, es que creo que
tiene fácil acceso a su majestad
imperial. Y tal vez…
—Pues claro que lo tengo. Después
de todo, soy el retratista de la corte. He
fotografiado a todos los miembros de la
familia imperial, para no mencionar a
todas las amantes de su majestad. A
algunas de ellas, parafraseando al
venerable Hugo, visage masqué, con à
nu, y a algunas sin máscara. En un
estudio que hice de la comtesse de
Castiglione, está reclinada sobre sus
sábanas de satén negro con una mirada
pensativa y nada más. Su majestad se
dignó dedicar un grabado de esa
fotografía con el mensaje: «Te envío un
beso para cada una de tus cuatro
mejillas».
Willi Lothar y Jules Roulau miraban
a Nadar con asombro y admiración
mientras él continuaba su virtuosa
exhibición de insouciance. Pero Florian
interrumpió de nuevo con cierta
exasperación:
—Pensaba, monsieur, que
consentiría usted graciosamente en
presentar al barón a Luis Napoleón, bajo
sus auspicios, por así decirlo. Willi le
entregaría nuestro billet d’introduction
y con ello inspiraría tal vez a su
majestad a asignarnos un terreno mejor
del que podríamos conseguir por nuestra
cuenta.
—No faltaría más. Lo haré
encantado en señal de gratitud por el
cómodo transporte y la agradable
compañía en mi regreso a la ciudad.
Florian fue en seguida a buscar la
carta del zar y Edge mandó a un
eslovaco a enganchar la calesa mientras
Nadar continuaba hablando a los
fascinados Willi y Jules.
—Su majestad puede incluso
permitirles maliciosamente montar su
circo en la finca de cierta dama que ya
le ha desencantado. Antes era tan
refinada que no se acostaba con nadie si
no era en un lecho de pétalos de rosa y
billetes de cien francos. Se jactaba de
ser tan sensible que no podía
masturbarse con nada más áspero que el
extremo de un pincel de marta cibelina.
También tenía fama de ser una dama
escrupulosa y de elevados principios
porque nunca tenía dos amantes al
mismo tiempo. Ultimamente, sin
embargo, ha necesitado una estimulación
cada vez mayor y más vulgar hasta que
ahora, según se dice, ha ordenado a su
médico que le engrapara anillos de oro
permanentes en los labios y en los dos
pezones para que sus amantes los
manipulen, estiren y retuerzan…
Florian volvió con el pergamino
enrollado para Willi y el conductor
acudió con la calesa. Nadar siguió
chismorreando incansablemente, ahora
acerca de otra persona, cuando subió al
vehículo con los dos hombres:
—… Toda una vida de sodomía ha
aflojado tanto los músculos, posteriores
del pobre marqués que ahora padece
incontinencia fecal. No se atreve a
abandonar sus aposentos ni siquiera
para dar un paseo por sus tierras.
Entretanto, su pobre marquesa, que en
otro tiempo gozó de la distinción de
haber sido el primer amor de varias
generaciones de colegiales, ahora sólo
tiene un único compañero…
—Dios mío —murmuró Edge a
Florian—, ¿es el narrador con la
inventiva más osada del mundo o es
realmente París como él lo describe,
Sodoma y Gomorra en una sola ciudad?
La voz de Nadar empezó a
extinguirse mientras la calesa se
alejaba:
—… Ella lo llama «Eau de
Cologne», pero todos saben que es
ginebra Holland…
Florian se encogió de hombros.
—Hace más de veinte años que
estuve por última vez en París. —Se tiró
de la barba con expresión pensativa—.
Ya sabes que el libro del Génesis es
muy explícito sobre el pecado de
Sodoma, pero siempre me he preguntado
qué pasaba en Gomorra. Supongo que
pronto lo averiguaremos.

Cuatro días después precedía al


Florilegio por el Quai de Bercy, en la
orilla este del Sena. Sin embargo,
incluso después de que hiciera correr la
voz por la caravana de carromatos
—«Acabamos de cruzar los límites de la
ciudad y pasado de Charenton a
París»—, ningún miembro de la
compañía pudo ver nada parecido a la
espléndida metrópoli que todos
esperaban. Aquel día no había nieve en
el suelo y tampoco nevaba, pero el cielo
era plomizo y bajo. El río también tenía
un tono gris y en sus márgenes sólo se
veía una niebla grisácea: un manto de
humo gris y, envueltos en él, astilleros
destartalados, fábricas con altas
chimeneas, edificios de ladrillo sucio,
corrales apestosos, muladares
malolientes, fétidos mataderos y grupos
de cabañas y cobertizos grises, míseros
y sombríos. La gente que se asomaba
para mirar en silencio el paso de la
caravana era gente gris, gris de cabellos,
de tez, de ropa y de zuecos. Incluso los
niños de caras tristes y ojos hundidos
pero vientres protuberantes estaban tan
rebozados en humo de carbón, polvo
industrial y otras clases de suciedad que
se veían grises como sus mayores.
Florian dijo a Daphne, que estaba a
su lado con el abrigo de marta cibelina
sobre el traje de pista:
—Esperaremos a formar la
cabalgata hasta que hayamos salido de
les bas quartiers.
—En Inglaterra los llamamos
barrios bajos —contestó ella, mirando
con compasión a los niños.
—¿Ah, sí? Quizá el término se
deriva de la baja calidad de las
mercancías vendidas en las avenidas de
los circos… Hola, este puente no estaba
aquí en mis días.
Florian tuvo que detener
bruscamente a Bola de Nieve en el punto
donde el Pont National se unía con el
quai para que el tren Petite Ceinture,
que parecía de juguete, pudiera pasar
traqueteando en su interminable circuito
de París, alrededor de lo que fuera en
otro tiempo los muros exteriores de la
ciudad.
—Verás muchas cosas nuevas en
París —dijo Daphne— y comprobarás
que muchas cosas viejas han
desaparecido. El barón Haussmann ha
sido drástico en su renovación de la
ciudad y partes de ella siguen tan
destrozadas como lo estuvo Viena. Por
lo menos ha arrasado todos los barrios
bajos del centro de París, aunque esto
significara eliminar muchos edificios
característicos. Hay nuevos bulevares,
plazas, parques y puentes. —Rió—. No
obstante, el puente más viejo de París
sigue conociéndose como el Pont Neuf.
Los carromatos, remolques y
animales del Florilegio estaban ahora en
el Quai de la Rapée y el escenario
urbano empezó a mejorar ligeramente.
Al otro lado del río estaba la inmensa
Gare d’Orléans, empenachada por los
vapores y humos de muchos trenes que
llegaban, salían, esperaban o eran
desviados a los apartaderos. En el lado
derecho del quai se levantaban edificios
residenciales de ladrillo y piedra y sus
habitantes salieron o abrieron las
ventanas de par en par, incluso en aquel
día frío y gris, para ver mejor la
procesión del circo. Los ocupantes de
los pisos inferiores parecían sanos e
iban decentemente vestidos; los que se
asomaban a las ventanas superiores
tenían peor aspecto. LeVie dijo a Nella
que por doquier en París incluso en los
barrios más elegantes, las residencias de
los pisos bajos eran las más caras, de
ahí que albergaran a las familias más
prósperas y de clase más alta. Los pisos
superiores, que requerían subir
escaleras, se alquilaban por un precio
tanto más barato cuanto mayor era su
altura, de modo que los inquilinos más
pobres y socialmente insignificantes
vivían siempre en el último piso, y así,
aunque quizá ellos no apreciaran el
hecho, disfrutaban de la mejor vista y el
aire más puro.
Los quais de la orilla del río y las
calles que conducían a ellos estaban
abarrotados, en especial de transeúntes,
y muy pocos parecían «típicamente
parisienses» como Monsieur Nadar.
Había gitanos vestidos con muchas
prendas de colores chillones, árabes de
Argelia y bereberes de Marruecos con
túnicas anchas, armenios de ojos
pequeños y narices corvas, judíos
polacos y rusos con barbas y rizos, y
chinos bajos y amarillentos. Los
vendedores ambulantes maniobraban sus
carretillas a través del gentío y
anunciaban a gritos sus mercancías:
«¡Ostras à la barque! ¡Huevos à la
coque! ¡Castañas tout bouillant!» Las
floristas chillaban: «Fleurissez vos
amours!» Ancianas desaliñadas
empujaban humeantes estufas sobre
ruedas en las que se freían salchichas,
trozos de manzana o patatas.
En el punto donde el quai cruzaba
las aguas del Port de Plaisance, que se
extendía desde el Sena a la place de la
Bastille, muy lejos a la derecha, Florian
detuvo la caravana e hizo correr la voz:
«¡A partir de aquí desfilamos!» Los
músicos sacaron los instrumentos de
donde los habían mantenido calientes —
especialmente los provistos de boquillas
de metal— y el profesor abrió las
válvulas de la caldera de su órgano. Los
artistas adoptaron distintas posiciones
graciosas sobre los carromatos, pero
aquí, como habían hecho en otras
ocasiones invernales, sólo abrían de vez
en cuando sus capas o pieles para dejar
que la gente de la calle echara una
ojeada a sus exiguos trajes y a su carne
desnuda. Ahora el circo avivó el paso
bajo el clamor de la música al enfilar el
Quai Henri IV, que se arqueaba hacia la
derecha, donde el Sena se dividía en
torno a sus dos grandes islas.
—La Île Saint-Louis y la Île de la
Cité —dijo Domingo—. Hubo un tiempo
en que eran toda la ciudad.
—Parece que hayas estado aquí
antes —observó Edge, que iba a su lado.
—Gracias a las lecciones de Jules
—respondió ella con modestia—. De
toda Europa, siempre ha puesto más
énfasis en Francia y París. Soy tan feliz
de estar aquí por fin que casi no puedo
creerlo.
El centro de la ciudad estaba tan
nublado y cubierto de humo como los
arrabales, pero ahora los recién
llegados podían ver al menos su silueta.
Domingo continuó señalando a Edge las
diversas vistas que reconocía por sus
libros de geografía e historia o por las
descripciones de Rouleau: el alto
campanario y las torres de Notre-Dame
en medio del río, en la margen izquierda
la cúpula con su aguja todavía más alta
del Panthéon y, más lejos, el edificio
más alto de París, la cúpula abovedada
de los Invalides. Al fondo, en la margen
derecha, dominando toda la ciudad y
visible incluso desde aquella distancia,
se veía la colina cónica de Montmartre,
que sin embargo no se distinguía por
ninguna otra cosa, ya que sólo tenía unos
cuantos edificios pequeños y molinos
rústicos.
Cuanto más se adentraba la
cabalgata por el quai de nombres
continuamente cambiantes —ahora era
el Quai de l’Hôtel de Ville—, más
denso y tumultuoso se volvía el tráfico.
Los urbanos de los cruces tenían que
silbar y agitar frenéticamente los brazos
para que otros carruajes y carros
cedieran el paso a la cabalgata y muchos
caballos de los vehículos civiles se
encabritaban o detenían a la vista de los
elefantes o el olor de los gatos. Algunos
policías señalaron con el puño a Florian
y gritaron un profano: «Démerde-toi!» o
«Foutez le camp!», pero otros dejaron
pasar de buen humor a la procesión del
circo. Los transeúntes, cuando no
esquivaban las coces de los caballos
asustados, saludaban alegremente con
las manos y lanzaban vítores.
Los conductores de los carromatos
circenses dejaban que Florian se
preocupara de abrirles paso entre las
multitudes y se limitaban a detenerse o
continuar cuando lo hacía el carruaje.
Los artistas que iban en los pescantes o
techos mantenían sus poses artísticas y
agitaban las manos, sonreían y lanzaban
besos mecánicamente y abrían distraídos
sus abrigos o capas para lucir las
lentejuelas y la piel, porque al mismo
tiempo admiraban París tan extasiados
como los parisienses los admiraban a
ellos. Ahora se hallaban en el Quai de la
Mégisserie, contemplando las tiendas
alineadas en su lado derecho, porque en
todas aquellas tiendas vendían animales
domésticos y las aceras estaban llenas
de peceras y acuarios con brillantes
peces de colores o jaulas de alambre
repletas de canarios y loros, o jaulas
más resistentes que contenían gatitos o
cachorros de perro que se ponían
histéricos a la vista, el olor y la
conmoción del paso del circo.
Por doquier ondeaban banderas. A
lo largo de los varios puentes del Sena
había astas con banderas, al igual que en
las ventanas de tenderos y ciudadanos
patrióticos, y de las farolas de las calles
pendían confalones verticales. La
mayoría era la familiar bandera roja,
blanca y azul, pero algunas eran de color
verde oscuro con figuras doradas
demasiado pequeñas para distinguirlas
desde lejos. Edge preguntó a Domingo si
sabía qué eran y ella contestó que sí.
—Abejas doradas, el símbolo
napoleónico. Cuando maître Jules me lo
dijo, le pregunté si era la B de
Bonaparte y él estuvo a punto de
pegarme con el bastón por mi
ignorancia. Había olvidado que una
bee[29] es une abeille en francés.
A medida que el tráfico callejero se
intensificaba, en especial donde afluían
torrentes de vehículos y personas que
salían de los puentes y desembocaban en
los quais, el circo debía detenerse con
mayor frecuencia y esperar una
interrupción del torrente, que siempre se
producía. Ningún policía de tráfico
podía soportar durante mucho rato el
ruido de la banda o el clamor del
órgano, parados en su cruce, sin hacer
todo cuanto estuviera en su mano para
dar paso al desfile. Cuando la caravana
tuvo que detenerse en un atasco de
vehículos en el Quai du Louvre, uno de
ellos sorteó hábilmente la cola y se
sumó a la caravana del circo,
insertándose justo detrás del carruaje de
Florian. Era la calesa de Willi, y
Rouleau se apeó de ella a toda prisa y
antes de que los vehículos volviesen a
ponerse en marcha, subió a sentarse
junto a Florian y Daphne.
—Willi es cada vez más experto en
esto de interceptarnos —dijo Florian
con admiración—. ¿Adónde debo
dirigirme ahora, Monsieur Roulette?
—Deje el quai en la place
Concorde, dele la vuelta y suba por los
Champs-Elysées.
—Vamos, vamos. Habría hecho esto
sin que me lo dijeras. ¿Por dónde, si no,
puede desfilar una cabalgata en París?
Pero, ¿cuál es nuestro destino?
—El emperador ha sido muy
generoso al darnos un espléndido
terreno en el Bois de Boulogne, en…
—¿Qué? ¿En el bosque?
—Es posible que fuera un bosque en
tu prehistórica juventud, mon vieux,
pero ahora, después de lo que los
parisienses llaman la
«haussmannización» de París, el Bois es
todo parques, lagos, estanques,
avenidas, pabellones y monumentos. Tan
hermoso como el Prater.
—Ah, claro. Debí imaginar algo
parecido.
—Acamparemos, creo que de modo
muy apropiado, ante el monumento que
marca el lugar histórico donde el primer
globo libre se elevó por los aires con
hombres a bordo hace casi dos siglos.
Muy cerca de la avenida por la que
pasan todos los elegantes para ir a los
hipódromos de Auteuil o Longchamps. Y
también muy cerca de un lago donde
podremos abrevar a los animales.
—Bien hecho —aprobó Florian—.
¿Y habéis reservado Willi y tú
habitaciones de hotel para todos
nosotros?
—Ejem, sí… —contestó Rouleau,
titubeando—. La última vez que
llegamos a una capital imperial, fuiste tú
quien insistió en que Willi reservase las
mejores, y esto es lo que ha hecho
también aquí. Florian, este hotel hay que
verlo para creerlo. Claro que… je, je,
espera a ver los precios. Es el nuevo
Grand Hôtel du Louvre en el boulevard
des Capucines.
—¡Ooh! —exclamó, entusiasmada,
Daphne—. Lo estaban construyendo la
última vez que vine. ¿Es tan ostentoso
como anunciaron que sería?
—Ostentoso, ésa es la palabra. Todo
felpa, caoba y reluciente latón. Los
sirvientes llevan suelas de corcho para
no hacer ruido al andar. No se los llama
tirando de una cinta sino pulsando
botones que suenan gracias a un aparato
eléctrico. Sin embargo, el objet de luxe
es el ascensor. Está reservado para los
huéspedes, pero viene gente de todas las
partes del mundo sólo para admirarlo.
—Ascenseur? —repitió Florian—.
¿Un simple montacargas? Al oírte uno
diría que se trata de un globo interior.
—Es casi su equivalente. Ningún
huésped del Grand Hôtel necesita subir
un solo escalón a menos que desee hacer
ejercicio. El ascenseur es un pequeño
cuarto suspendido por cables de una
maquinaria accionada por vapor. Entras
en él en la planta baja y te lleva
suavemente a cualquiera de los pisos. O
te baja desde el más alto. Es fantástico.
—Al parecer Willi ha elegido bien
—dijo Florian—. Debemos alojarnos en
el hotel mejor y más moderno, siendo,
por así decirlo, huéspedes del
emperador.
—Esto me recuerda —observó
Rouleau, señalando el palacio de las
Tullerías ante el que pasaban en aquel
momento— que su majestad desea
veros, a ti y a Zachary, en cuanto podáis
dejar el montaje de la carpa a los
subordinados.
—¿Ah, sí? ¿Y os recibió con
amabilidad?
—Mais oui. Nadar nos consiguió
rápidamente una audiencia el mismo día
en que llegamos aquí y Luis Napoleón
nos saludó con gran cortesía. Pero
luego, es curioso, después de leer la
carta de Alejandro, la llevó hasta la
chimenea y pareció que iba a quemarla.
Willi y yo nos preguntamos si le habría
enojado algo de su contenido, pero por
lo visto no se trataba de esto. La releyó,
nos asignó el terreno del Bois y ordenó
a sus chambelanes que atendieran a
todas nuestra necesidades. Entonces nos
dijo que monsieur le propriétaire
Florian y monsieur le directeur Edge le
atendieran a él, tales fueron sus
palabras, en cuanto les fuera posible.
Y dicho esto Rouleau hizo saltar a
Daphne entonando de repente con voz
alta y alegre la melodía de Offenbach
que la banda acababa de empezar:
Nous allons envahir
la cité souveraine,
le séjour de plaisir…
Fue la cabalgata más larga que había
hecho jamás el Florilegio, tanto en
kilómetros como en tiempo empleado,
en parte porque París ocupaba una zona
muy extensa y en parte porque el desfile
pasó por las arterias más concurridas.
Pese a la vastedad de la place de la
Concorde y aunque allí el tráfico rodado
sólo podía circular en un sentido, en
dirección contraria al de las manecillas
del reloj, y a pesar de todos los
esfuerzos que los aturdidos urbanos
podían realizar en favor del circo, el
progreso era lentísimo. La caravana tuvo
que dar tres cuartos de vuelta en torno a
la plaza para torcer hacia la avenue des
Champs-Elysées y, como tres cuartas
partes de los vehículos de París torcían
también hacia allí, la marcha por la
avenida tampoco era mucho más rápida.
Los músicos se habían tomado un
descanso muy merecido durante el lento
circuito de la plaza, pero continuaron
tocando con vigor admirable mientras
enfilaban la ancha avenida entre las
hileras de castaños desnudos. Detrás de
los árboles, a veces detrás de
intrincadas verjas de hierro forjado,
otras detrás de pequeños prados o
jardines, se levantaban casi de lado las
sólidas pero arquitectónicamente
artísticas mansiones de familias reales y
nobles y las residencias más pequeñas
pero igualmente bellas de aristócratas
menos importantes y simples
plutócratas.
El frío intenso no impedía que la
gente elegante de París diera su paseo
vespertino por los Champs-Elysées,
algunos a pie por las anchas aceras, bajo
los castaños, otros en los carruajes más
elegantes que los miembros del circo
habían visto nunca juntos en una calle.
Pasaban majestuosos birlochos, berlinas
y victorias, rápidos faetones, daumonts y
cupés, calesas anticuadas y los nuevos
landós bajos, con muelles. Un carruaje
pequeño, un cabriolé de ruedas altas, no
era muy elegante; ostentaba anuncios a
ambos lados y en la parte posterior —«
LA CAPOTE CONVERTIBLE DE M.
L’INVENTEUR DAUZAT!»—, y el
conductor, presuntamente M. Dauzat,
manejaba a intervalos de varios minutos
una pesada manivela para desdoblar o
doblar la capota del cabriolé y
demostrar así la facilidad con que se
convertía en descapotable.
Los paseantes, ya fueran a pie o en
carruaje, iban soberbiamente vestidos.
Los hombres llevaban sombreros de
copa de alas onduladas, abrigos con
cuellos de piel y zapatos de brillante
charol con polainas para conservar su
brillo. Casi todas las mujeres llevaban
chignons como la emperatriz Eugenia, o
bien uno pequeño bajo un gran sombrero
o uno grande con un sombrerito
diminuto. Si no iban totalmente
envueltas en marta cibelina, visón u otra
piel lujosa, sus abrigos y lo que podía
verse de sus vestidos eran de los
colores y las telas que ostentaban el
nombre de expediciones, batallas e
incluso enemigos franceses: géneros de
Shanghai, Pequín y Cantón, rojo
Solferino, aqua Crimea, marrón
Bismarck, azul prusiano. Pero los que
vestían de modo más notable eran los
niños, algunos de los cuales iban en
carritos tirados por cabras al lado de
sus padres o institutrices. Niños y niñas
llevaban boinas y bufandas escocesas,
capas escocesas sobre los hombros y
kilts debajo —o algunos niños, calzones
de tartán— y unos pocos llevaban
peludos morrales colgados del cinturón
y puñales de juguete bajo la banda
elástica de los calcetines.
—Oh, sí —dijo Rouleau cuando
Daphne observó que no había visto
aquella moda en su anterior visita a
París—. Sin duda las niñeras de estos
mocosos son escocesas. Todo lo escocés
es tan popular aquí como en San
Petersburgo.
—Me asombra —terció Florian—
que los franceses adopten modas
compartidas por cualquier otra
nacionalidad. En general suelen ser
idiosincrásicos (podría decir
excéntricos) en las cosas que aceptan
como aficiones. Por ejemplo, el gran
poeta francés Lamartine no fue sólo
poeta, sino muchas otras cosas: hombre
de letras, diplomático, legislador y casi
presidente de Francia. ¿Y qué
decidieron los franceses admirar más en
él? Las bellas proporciones de sus
manos y pies. —Florian movió la
cabeza, divertido—. No consideraré
nada curioso que los espectadores de
nuestro circo dediquen sus mayores
aplausos a una de las hienas, por
ejemplo, o al Violín Endiablado de la
banda o incluso a un determinado poste
de la carpa.
La cabalgata continuó por la avenida
hasta la cima de la colina Chaillot, la
place de l’Etoile, la gran estrella abierta
cuyas puntas eran las doce avenidas que
bajaban la colina y en el centro de la
cual se alzaba el Arco de Triunfo. La
caravana del circo dejó los Champs-
Elysées y torció a la derecha para
sumarse al lento torbellino de vehículos
que daban la vuelta al arco y toda la
compañía miró con la boca abierta
aquella estructura alta y enorme. Incluso
los que no habían estado nunca en París
probablemente habían visto fotografías
del monumento y quizá eran conscientes
de que se trataba del mayor arco triunfal
del mundo, pero —como la mayor parte
de fotografías mostraban la bóveda
cilíndrica central de frente— los
sorprendió ver su profundidad, una
tercera parte de su anchura, y que
también tenía bóvedas cilíndricas en los
lados.
Florian condujo a su procesión
alrededor de dos terceras partes del
perímetro de la plaza y entonces torció
de nuevo a la derecha en dirección a la
avenida que era la octava punta de la
estrella, la del Bois de Boulogne. No
estaba tan llena de tráfico y la caravana
pudo avanzar por ella con más rapidez
—aunque todavía con música, saludos y
sonrisas para todos los transeúntes de
las aceras— y a su debido tiempo
llegaron a la Porte de la Muette, que en
otro tiempo fuera una puerta de las
viejas murallas de la ciudad y que ahora
era una entrada del Bois. Roulau indicó
a Florian el monumento de la histórica
ascensión en globo porque era pequeño
y fácil de pasar por alto. El circo se
detuvo en aquella gran extensión de
césped, la banda dejó de tocar, el
órgano silbó antes de enmudecer y los
conductores empezaron a maniobrar
para colocar sus carromatos y
remolques en las hileras acostumbradas.
—No se os ocurra siquiera montar la
carpa esta noche —dijo Florian—. Sólo
descargad un par de carromatos para
que la compañía pueda ir en ellos al
hotel. Willi, ¿quieres guiarlos hasta allí
cuando todos se hayan cambiado de
ropa? Y después, cuando todo el mundo
esté instalado en el hotel, ¿llevarás a
Abdullah y a sus ayudantes a les Halles,
Monsieur le Démon Débonnaire?
Enséñales donde pueden comprar
comida y pienso y tú mismo compra
carne para gatos u otras provisiones que
puedan necesitar tus animales. Coronel
Ramrod, mientras se atiende a todo esto,
¿te cambiarás de traje para ir ahora
mismo conmigo a visitar a su majestad
Luis Napoleón? Si París no ha cambiado
demasiado, conozco una ruta más corta
para volver a las Tullerías. Cuanto antes
acabemos con este asunto, más pronto
podremos relajarnos con los demás.
3
El carruaje recorrió al trote las
avenidas, frente a las estatuas y fuentes y
los escasos paseantes vespertinos de los
jardines públicos de las Tullerías y un
centinela le dio el alto a la entrada de
los jardines del palacio. Cuando Florian
dijo su nombre, el centinela desapareció
en la garita, dotada al parecer de un
aparato telegráfico, porque salió casi
inmediatamente para saludar con el
mosquete y dar paso libre al carruaje.
También había guardias flanqueando la
entrada del palacio, pero éstos se
limitaron a presentar armas mientras un
lacayo bajaba corriendo las escaleras
para coger las riendas de Bola de Nieve.
Cuando Florian y Edge hubieron subido
la amplia escalinata, el gran chambelán
del palacio estaba allí para saludarlos,
luciendo una librea escarlata ricamente
bordada y la enorme llave de su cargo
colgada de una cadena de bellotas
doradas y verdes en torno al cuello: el
duque de Bassano en persona, que en
general confiaba a los vicechambelanes
todas las obligaciones menos la
dirección de los grandes bailes y
recepciones de la corte. Rebosando
cortesía durante todo el camino, el
duque los guió por diversas escalinatas
y una serie de pasillos al estudio de Luis
Napoleón, quien se levantó para
saludarlos cuando entraron.
Podría haber sido un hermano mayor
y más corpulento de Monsieur Nadar.
Llevaba la misma barba y el mismo
bigote engomados y puntiagudos y los
cabellos grises peinados de modo
similar en pequeñas ondas sobre las
orejas. Sin embargo, su tez tenía un
color malsano, el blanco de sus ojos era
amarillento y tenía la espalda
encorvada. Su traje, como el de Nadar,
estaba muy bien cortado y era del mejor
paño negro y el mejor hilo blanco, pero
no podía llamarse imperial; podía ser un
burgués vestido para ir a la iglesia.
—Monsieur Florian, coronel Edge,
estoy encantado de conocerlos. —Les
indicó que tomaran asiento en unas sillas
boulle y en seguida se sentó él mismo.
Su sillón era de los nuevos «cómodos»
de cuero acolchado y levantó sus rígidas
piernas para apoyar los pies en un pouf
del mismo cuero—. Espero que me
perdonen la urgencia de la llamada, pero
quería sostener al menos una entrevista
con ustedes en privado. —Edge siempre
había supuesto que un emperador podía
exigir entrevistas en privado cuando se
le antojara, pero Luis añadió en tono
significativo—: Mi esposa la emperatriz
volverá un día de éstos de los festejos
en el canal de Suez.
Su estudio era un aposento sencillo y
masculino, pero con la calefacción
excesiva propia de una vieja. Las
paredes eran todas ellas estanterías de
libros, interrumpidas solamente para dar
cabida a un enorme escritorio para el
emperador y uno menor para su
secretario. Ocupaba el centro de la
habitación un divan-jardinière o sofá
circular colocado en torno a una gran
maceta cuyas plantas eran rosas y lilas
blancas en plena floración. Sin embargo,
su perfume, si lo tenían, era neutralizado
por un olor desagradable que
impregnaba la habitación y que quedó
explicado cuando Luis ajustó un
cigarrillo en una boquilla de oro y lo
encendió —y continuó fumando uno
detrás de otro mientras hablaban—,
porque los cigarrillos habían sido
remojados en una especie de remedio
contra el asma que olía a mil demonios.
A pesar de la urgencia, la entrevista
se inició con una charla intrascendente,
diciendo el emperador:
—He oído pasar su cabalgata,
messieurs, a primera hora de la tarde,
tocando Partant pour la Syrie.
—¿Qué otra cosa podíamos tocar
bajo los ventanales del palacio? —
respondió Florian con una sonrisa—.
¿Qué otra cosa sino el himno más
popular del país?
—Del país, no mío. Detesto esa
maldita canción.
—¡Ah! —exclamó Florian,
desprevenido—. Bueno…
—Quizá ignoren que fue mi madre
quien la compuso —prosiguió Luis—.
Puede ser una buena pieza de música, no
lo sé porque no tengo oído, pero
aborrecía a mi madre la reina Hortensia
y la canción me la recuerda
perpetuamente. Es imposible tener
buenos recuerdos de una madre que me
dio un hermanastro bastardo y a su
marido, mi padre, un hijo de otro
hombre. Por suerte, tanto ella como el
bastardo ya han muerto; llamaban a éste,
por cortesía, le duc de Morny, y una vez
colaboró con ese judío Offenbach en la
composición de una opereta para un
baile de la corte que resultó muy
ofensiva. Desde entonces también he
detestado la música de Offenbach.
—En este caso, majestad, la
excluiremos de nuestro repertorio…
—Oh, no. No se puede prohibir a
todas las bandas y orquestas de Francia
que toquen estas melodías, ni a la gente
que las cante. No importa, pues, que
ustedes también las toquen.
A fin de abordar un tema más ligero,
Edge hizo el comentario, señalando la
jardinera, de que nunca había visto rosas
y lilas en flor en pleno invierno.
—Obligadas por el invernadero —
contestó el emperador—. En un calor
artificial y en total oscuridad para que
crezcan blancas. Por desgracia, si se
plantan al aire libre recobran sus
colores ordinarios y vulgares.
Como este tema también parecía
deprimente para su majestad, Florian
abordó el motivo de que los hubiera
llamado para atenderle.
—Habéis leído la carta del zar
Alejandro, sire…
—Oui. —Alargó la mano para
cogerla de una mesa, lo cual requirió el
desplazamiento de unos naipes
colocados para un complicado solitario.
Luis echó una ojeada al pergamino, se
atusó las puntas del bigote y dijo con
una sonrisa torcida—: Todos los
monarcas europeos se dirigen a mí al
estilo tradicional, como «Monsieur mon
frère». Sólo Alejandro se niega todavía
a reconocer mi legitimidad y siempre
empieza sus cartas con «Mon cher ami».
No estoy ofendido. Casi lo prefiero. Un
hombre elige a sus amigos; en cambio,
como sé muy bien, no puede elegir a su
hermano. —Luis se recostó en el sillón
—. En cuanto a la carta de presentación,
elogia calurosamente su circo, como
ustedes ya saben. Espero que estén
satisfechos con el terreno que asigné a
sus emisarios.
Florian le aseguró que así era. Luis
ofreció la ayuda de su chambelán para
todo lo que el circo pudiera necesitar y
luego extendió una invitación a toda la
compañía para asistir al próximo baile
de palacio, cuya fecha se concretaría
cuando su majestad Eugenia hubiese
regresado del extranjero. Florian aceptó
con gratitud en nombre de su compañía.
—También sabrán —dijo el
emperador, volviendo al asunto— que la
carta contenía líneas en tinta invisible.
—Hizo una pausa, frunció el ceño y
añadió, quisquilloso—: Alejandro no
deja de darme consejos, pero se niega a
facilitarme la fórmula de esta utilísima
tinta secreta.
Florian y Edge también se
abstuvieron de divulgarla.
—Su mensaje oculto consiste esta
vez en una sola advertencia. No debo
declarar la guerra a Prusia, por muchas
que sean las provocaciones de esos
boches. Realmente, messieurs, esto es
como si me dijera que no debo saltar
por esa ventana a los ladrillos del patio,
tres pisos más abajo. No tengo la menor
intención de hacerlo; es superfluo que
me prevengan contra semejante
temeridad. Sin embargo, puedo imaginar
una situación (un voraz incendio en este
piso del palacio, por ejemplo) que me
obligase a saltar por una ventana, bon
gré, mal gré, y al diablo con la sensatez
y los buenos consejos.
Florian murmuró que, en efecto,
cualquier exigencia era concebible.
—No obstante, el zar añade que
usted, coronel Edge, puede darme
razones adicionales para no declarar la
guerra a Prusia. Por favor, hágalo.
—Vuestra majestad deseará tomar
notas —dijo Edge—. ¿Queréis llamar
a…?
—Las tomaré yo mismo. —El
emperador cogió papel y lápiz de la
mesa, desechando la página en que al
parecer había apuntado los solitarios
ganados y perdidos—. Por el momento,
messieurs, esta conversación debe
quedar estrictamente entre nosotros.
Entonces Edge recitó de memoria:
qué fuerzas había visto agrupadas o
viajando por el este del Rin,
identificando cada unidad del único
modo que sabía, de acuerdo con su
composición —infantería, caballería,
artillería, intendencia— y la insignia de
cada una en banderas, vehículos o
uniformes. Dio su mejor estimación del
número de hombres y oficiales de cada
una de esas unidades y dijo dónde
estaba emplazada o adónde parecía
dirigirse, y qué suministros llevaba,
como una indicación del tiempo que
esperaba estar en campaña. Enumeró las
armas pequeñas que llevaban las tropas
de infantería y caballería y las piezas de
artillería de las unidades y, juzgando por
los furgones y armones, de cuántas
municiones disponían para dichas
armas. Describió dos evidentes
depósitos de suministros que había
observado y extrapoló de ellos los
probables preparativos logísticos de los
prusianos para mantener sus tropas a
considerable distancia de cualquier base
doméstica. Luis Napoleón tomó nota de
todo, sin interrumpir, asintiendo a
intervalos, mientras Florian miraba a
Edge con franca admiración.
—Lo que tiene una importancia más
inmediata, en mi opinión —prosiguió
Edge—, es el asunto de los pertrechos.
La infantería y caballería prusianas, y,
por supuesto, todos sus aliados, llevan
rifles y carabinas Dreyse de retrocarga.
Todas las piezas de artillería que he
visto son también de retrocarga y están
hechas de resistente acero Krupp. Aquí
en Francia, en cambio (por ejemplo, en
el puesto fronterizo donde cruzamos el
Rin y donde podrían cruzarlo los
prusianos), sólo he visto rifles y
cañones de avancarga. Y lo que es peor,
majestad, los cañones de vuestro
ejército son todos de bronce. Deben
datar de la guerra de Crimea.
—N’importe pas —dijo con
displicencia el emperador—. Estamos
equipando poco a poco a nuestras tropas
con rifles Chassepôt de retrocarga. Pero
no hay prisa con esto porque no
tememos duelos entre soldados
individuales cargados con rifles
individuales. Ni siquiera tememos a la
artillería de acero. Tenemos las nuevas
mitrailleuses Montigny. Usted no debe
de haber visto estas armas, coronel,
porque las mantenemos en secreto hasta
que se necesiten.
—Mitrailleuses? —preguntó Edge
—. Pardon, majesté. —Se volvió y dijo
a Florian en inglés—: Que yo recuerde,
mitraille significa metralla. Sí, es casi
igual en español: metralla. —Florian
sólo pudo encogerse de hombros, así
que Edge se dirigió de nuevo a Luis—:
Con todos los respetos, majestad, no hay
nada nuevo en la metralla. Sólo es
efectiva a corto alcance, cuando se
descarga contra una tropa muy agrupada,
y…
—El nombre desorienta, coronel.
Deliberadamente, para engañar al
enemigo que pudiera oírlo. El arma
nueva de monsieur Montigny dispara
con rapidez y tiene largo alcance.
Emplea balas de cartucho procedentes
de discos previamente cargados que
alimentan treinta y siete tambores
movidos por una manivela. Los
tambores disparan en rápida sucesión y
vomitan un chorro letal de plomo.
Ninguna tropa puede resistirlo, por
mucha calidad que tengan sus armas
individuales.
—No puedo poner en duda vuestras
palabras, majestad —dijo Edge con
diplomacia—, puesto que no he visto en
acción el invento de monsieur Montigny.
Sin embargo conozco una máquina
similar inventada por Gatling, un
hombre de Carolina, pero los
confederados nos alegramos de que
ofreciera el arma a los yanquis y no nos
cargara con ella. La Gatling sólo tenía
diez cilindros, pero siempre se
atascaban. No quiero pensar qué
ocurriría con treinta y siete…
—Yo he visto funcionar la
ametralladora de Montigny —replicó
Luis, muy tieso— y lo hace bien.
—Aun así, debo decir algo a vuestra
majestad —persistió Edge—. Cualquier
arma accionada manualmente es
absolutamente incapaz de una puntería
precisa. Y cuanto mayor sea el alcance,
tanto más disperso y fortuito será el
plomo disparado. No será un chorro,
sino una débil llovizna.
—He tomado nota de sus críticas —
dijo el emperador, ahora con acento
glacial— y ordenaré a mis artilleros un
examen a fondo. ¿Desea decirme algo
más?
—Sí, señor. Los prusianos también
tienen una arma secreta. Por lo menos,
dudo de que estéis enterado. Yo lo
vislumbré por casualidad.
—Qu’est-ce que c’est?
—No es una cosa, majestad, sino
una persona. Los prusianos parecen
tener de su parte al general americano
Philip Sheridan.
Luis Napoleón dejó de mirar a Edge
con frialdad y pareció perplejo, lo
mismo que Florian.
—Lo vi en uno de esos depósitos de
suministros que os he mencionado. No
vestía uniforme, pero distinguí sin error
posible a ese achatado bastardo. Lo
acompañaban tres o cuatro generales
prusianos y ninguno de ellos se fijó en
una inocua caravana de artistas
circenses que pasaba por allí en aquel
momento. Me quedé atónito al ver allí al
Pequeño Phil, pero su estupefacción
habría sido mayor que la mía si me
hubiera visto conduciendo un carromato
de circo por Kurhesse, un confederado
contra quien había luchado en el valle
de Shenandoah y junto a quien presenció
la entrega de armas en Appomattox.
—C’est incroyable —murmuró el
emperador.
—Pues bien, lo último que supe de
Sheridan fue que era gobernador militar
de Missouri y convertía en un infierno la
vida de los indios locales. Con
anterioridad había sido gobernador
militar de Louisiana, pobre, derrotada y
doliente, e hizo la vida tan imposible
allí que incluso el presidente Johnson se
horrorizó y echó del estado al hijo de
puta. Quizá el Pequeño Phil está de
permiso y se divierte ayudando a los
prusianos de forma extraoficial. O quizá
su antiguo comandante y nuevo
presidente, Ulysses Grant, lo ha enviado
aquí en alguna misión equívoca, pero
debo decir esto: si Phil Sheridan está
actuando como consejero de los
prusianos, espero que Francia no tenga
que luchar contra ellos. Si ha de hacerlo,
espero que Francia no pierda, porque no
hay nada que guste más a Sheridan que
pisotear a los vencidos… y éste es el
consejo que dará a los prusianos.
Hubo un largo minuto de silencio en
la habitación. Por fin Luis Napoleón
dijo con malevolencia:
—Este cochon de Sheridan ya me
acosó una vez, me puso obstáculos y me
dio sobrada causa para aborrecerle.
Apenas un mes después del Appomattox
de que usted habla, coronel Edge, el tal
Sheridan tenía una división de tropas
americanas en la frontera con México,
haciendo maniobras fingidas y
amenazando a la monarquía que yo
intentaba establecer allí. Entretanto,
Washington me enviaba fieros
ultimátums y amenazas. Bueno,
Maximiliano era demasiado inepto para
defender México contra una invasión
americana y yo no podía dirigir una
guerra desde el otro lado del océano.
Además, debo decir con franqueza que,
tras la derrota de la Confederación,
consideré que la aventura mexicana ya
no merecía la pena. Me había metido en
ella como en un juego y, por lo menos en
parte, para complacer a mi esposa la
emperatriz. Eugenia tiene sangre
española, ya lo sabe usted; todavía
sueña como española con una conquista
de México.
Suspiró y guardó un silencio
pensativo. Luego continuó:
—La aventura podría haber
triunfado. Tendría que haber salido bien.
Si su Confederación hubiese ganado la
guerra, coronel, la aventura habría sido
coronada por el éxito. Entonces los
Estados Confederados de América
habrían tenido en su puerta trasera una
nación tan firme y amistosa como la
propia Francia, una aliada que pronto
habría ayudado a la Confederación a
anexionarse los estados del norte, y
eventualmente, Canadá. En cambio
ahora, ¿qué clase de vecino mexicano
han conseguido los Estados Unidos con
su inoportuna oficiosidad? Como
resultado de las amenazas de
Washington y la presencia amenazadora
de Sheridan en la frontera, yo retiré a
mis tropas francesas y mi apoyo a la
naciente monarquía. Maximiliano fue
destronado y ejecutado, su esposa la
emperatriz está loca de atar y México ha
vuelto al caos del republicanismo y las
revoluciones, estragos de los que tal vez
no se recobre nunca. Así que, ya vé,
tengo motivos para vengarme del
general Sheridan por su parte en aquel
desastre. —Luis Napoleón dio un
puñetazo sobre el brazo del sillón—. ¿Y
ahora el fils de putain intriga de nuevo
contra mí? ¿Justo tras mi frontera
alsaciana? C’est intolérable!
No obstante, su rostro lívido se
serenó de repente e incluso se iluminó.
Inclinándose hacia Edge y sonriendo,
como sediento de sangre, dijo:
—Sheridan es un soldado de
caballería. Usted también, y ya ha
luchado contra él. ¿Le gustaría volver a
luchar contra Sheridan, coronel? ¿Y
vencerle esta vez?
—No me gustaría, majestad, pero
gracias de todos modos. La sonrisa de
Luis Napoleón se trocó en una mueca y
su voz adquirió un tono severo:
—En general no se considera cortés,
o aconsejable, contestar a un emperador
con un no categórico e inequívoco,
coronel Edge.
—Perdonad mis modales, majestad,
pero no soy súbdito de vuestra majestad
y probablemente ya he violado algún
código internacional de guerra al traeros
la información que acabo de…
—¿Y Sheridan? ¿Qué hace él?
Foutre! Si Bismarck y su general Von
Moltke pueden procurarse la ayuda de
un extranjero, seguramente yo puedo
hacer lo mismo. Consultaré con el
maréchal MacMahon respecto a la
graduación que se le puede otorgar a
usted. Supongo que será superior a la de
teniente coronel.
Esta vez Edge, groseramente, sin
pedir perdón a su majestad, se volvió
hacia Florian y exclamó en inglés:
—Ya le dije que alguien arriesgaría
el pellejo, maldita sea. —Florian le
dirigió una expresiva mirada de
advertencia, pero Edge no hizo caso—.
Que me cuelguen si me dejo arrastrar a
otra maldita guerra y en especial a una
que…
—Permítame interrumpir, coronel —
dijo Luis, también en inglés—, antes de
que cometa alguna imprudencia
lamentable. Durante mis diversos
exilios, he vivido varios años en
Londres y brevemente en Nueva York.
Es probable que sepa maldecir en inglés
con tanta fluidez como usted.
—En cualquier lengua, majestad,
tengo que rechazar cualquier
compromiso ulterior. He hecho todo lo
que quiero hacer.
—Espere un momento. Acaba de
nombrar a la maldita guerra. Sin
embargo, no hay ninguna maldita guerra.
Con usted para contrarrestar al belicoso
Sheridan (ayudándonos a anticiparnos a
sus ideas, a los consejos que daría a los
prusianos), tal vez podríamos evitar
cualquier maldita guerra.
—Majestad —respondió Edge,
cansado—, oí el mismo argumento de
labios del zar Alejandro y por ello me
he comprometido hasta este punto. Os
pido que me disculpéis. No quiero saber
nada más de la guerra ni de rumores de
guerra.
—Está bien —dijo el emperador,
extendiendo las manos—, no volveré a
importunarle. Dios quiera que no haya
otra guerra, en cuyo caso esta discusión
habría sido sólo académica. Sin
embargo, si se declara la guerra, espero
que todos mis súbditos se unan bajo la
bandera tricolor. —Se levantó para
estrecharles las manos y añadió—: Y
también todos los hombres de buena
voluntad que disfruten de la hospitalidad
y los beneficios de esta bandera.

—Esto no lo ha dicho en vano —


observó Florian cuando él y Edge
hubieron subido de nuevo al carruaje y
abandonaban los jardines del palacio,
ahora iluminados para la noche—. Me
imagino que podría ordenar el
reclutamiento en una emergencia
nacional. Tú serías vulnerable, Zachary,
puesto que eres, después de todo, algo
parecido a un apátrida. Dudo de que el
cónsul americano interviniera en favor
de un ex confederado. Rara vez he visto
a los consulados americanos hacer algo
por los americanos leales con
dificultades en el extranjero.
Edge se limitó a gruñir.
—No me interpretes mal, Zachary —
continuó Florian, torciendo hacia la rue
des Pyramides—. No te estoy
recomendando ninguna línea de
conducta, sólo te indico lo que ya debes
de saber: que a los voluntarios les va
muchísimo mejor que a los reclutas. Al
emperador le ha faltado poco para
ofrecerte un bastón de mariscal.
¿Conoces la historia del conde
Rumford?
—No.
—Era un muchacho de
Massachusetts llamado Benjamin
Thompson, un monárquico durante la
revolución americana que llegó a
coronel de la caballería británica y
obtuvo por ello el título de sir. Después
sirvió al príncipe de Baviera como
oficial del ejército y llegó a ministro de
no sé qué cartera… y recibió el título de
conde. Eligió un nombre tan poco
bávaro porque era el del pueblo natal de
su esposa en New Hampshire. Así que,
ya ves, es posible llegar muy lejos y
subir muy alto al servicio de un príncipe
extranjero. Mientras tanto, el conde
Rumford continuó con sus intereses
principales, los experimentos
científicos, igual que tú podrías hacer
con el circo…
—Esto es lo único que me interesa.
No quiero tener nada que ver con las
guerras de otras gentes.
—Bueno, es cierto que ya has
participado en una. Pero pensaba que
esto te haría ver la guerra de un modo
más casual, incluso que casi la
desearías, como un caballo de bomberos
impaciente por ser enganchado en cuanto
oye la campana.
—¡Maldita sea, Florian! —Edge se
volvió en el asiento del carruaje para
mirarle de frente—. Hace mucho tiempo
le conté la desbandada de la caballería
Comanche en Tom’s Brook. Pues bien,
yo no fui un espectador de aquella fuga,
sino parte de ella. Fui uno de los que se
derrumbaron y echaron a correr. Todavía
lo hago, en sueños. Jamás me pondré de
nuevo en una situación en que pueda
repetir lo que hice entonces.
Florian siguió conduciendo en
dirección a la ancha avenue de l’Opéra,
iluminada por brillantes globos
encendidos. No volvió a hablar hasta
que enfiló dicha avenida:
—¿El sargento Yount también?
—Tendrá que preguntárselo a él.
Entonces yo estaba demasiado ocupado
para fijarme y en todos estos años no se
lo he preguntado nunca. Quizá Obie
aceptaría el bastón de mariscal del
emperador, si usted está empeñado en
que alguien lo consiga. Probablemente
haría el trabajo mejor que yo.
—Zachary, jamás podrás
convencerme de que eres un cobarde. Te
he visto enfrentarte a hombres
armados… afrontar la tragedia… el
dolor… Y además recuerdo que eras
capitán cuando ocurrió aquel desastre y
terminaste la guerra con el grado de
teniente coronel, así que no pasaste el
resto escondido.
—Tampoco tuve que hacer otra
carga de artillería, así que ignoro si
habría vuelto a poner pies en polvorosa.
Cuando el Treinta y Cinco huyó a la
desbandada, Obie y yo pasamos los seis
últimos meses de la guerra patrullando
las trincheras de Petersburg. E
intentando, como todos los otros
soldados, esquivar la metralla o las
balas perdidas. Muchos cayeron heridos
y así es como logré mis ascensos. Por
eliminación, no por realizar actos
heroicos.
—Aun así, hubo acciones heroicas
antes de… de la desbandada. Nunca has
alardeado de ello pero, según tu propia
versión, la caballería Comanche era…
—Sans peur et sans reproche. Sí.
Cada uno de nosotros tenía razones para
llevar la cabeza bien alta. Antes. De
modo que ahora, siempre que sueño con
aquella vengonzosa huida, me despierto
y recurro a todos los otros recuerdos,
les doy brillo con la manga e intento
pulirlos para que hagan sombra a aquel
otro recuerdo. Tal vez lo consiguen. Tal
vez, en conjunto, no fui un cobarde. Y en
este caso, no tengo que probarlo con
más heroicidades y desde luego no me
arriesgaré a más Tom’s Brooks.

Ninguno de los dos añadió nada más y el


carruaje se detuvo por fin ante el Grand
Hôtel du Louvre, en la esquina del
boulevard des Capucines y la rue
Scribe. Había un tráfico considerable de
carruajes y coches de alquiler. El hotel,
como el palacio, tenía lacayos que
corrían a hacerse cargo de los vehículos
particulares de los huéspedes para
conducirlos a la cochera. Florian y Edge
entraron en el inmenso vestíbulo, alto de
techo y resplandeciente, y miraron
complacidos las jardineras de palmas,
los mullidos sillones y los huéspedes
impecablemente vestidos. Era un notable
contraste con las posadas de provincias
donde se habían alojado últimamente; de
hecho, el Grand Hôtel era el más
magnífico que habían visto hasta ahora.
Willi los esperaba en el vestíbulo y,
cuando se hubo acercado, Florian le
preguntó:
—¿Están todos acomodados, Herr
Chefpublizist?
—Todos menos Kostchei el Inmortal
y la princesa Brunilda. No he podido
convencerlos de que acepten las
habitaciones que he reservado para
ellos. Ambos insisten en que prefieren
alojarse en el circo, con los eslovacos.
Supongo que los avergüenza llamar la
atención en un ambiente elegante y entre
personas elegantes. Kostchei se ha
quedado en el Bois, pero la giganta está
allí, detrás de aquellas palmeras. Desea
hablar con ustedes dos antes de volver
al circo.
—Maldita sea. A estas alturas los
dos tendrían que haberse acostumbrado
a su monstruosidad y ser inmunes a la
vergüenza de esta clase. Bueno, vamos
allí, Zachary. —Dejaron a Willi y se
abrieron paso entre los grupos de gente,
que charlaban, fumaban y reían—. Sin
duda Olga desea enviar al zar su último
informe telegráfico.
Mientras atravesaban el espacioso
vestíbulo, Edge caminaba lo bastante
despacio para oír fragmentos de los
diálogos y decidió que los chismes
brillantes, maliciosos y superficiales de
Monsieur Nadar habían sido realmente
un anticipo del nivel de las
conversaciones parisienses.
—… se quejó de su esposa a los
amigos del club, diciendo que era tonta,
despilfarradora, gruñona et ainsi de
suite. Entonces uno de sus amigos se
levantó y declaró: «¡No puedo permitir,
mon ami, que critiques a mi amante de
esta manera!»…
Un joven alto y esbelto de cabellos
crespos rizados con tenacillas decía con
ágiles ademanes a otro joven alto y
esbelto:
—… demasiado decrépito para ser
atractivo para los amantes, vive ahora
recluido en su mansión y se llama
noblemente a sí mismo «le reclus de
Passy». Sin embargo, querido, el resto
de nosotros reímos con disimulo y le
llamamos «le reclus de Passé»…
Una mujer que había pasado de la
edad mediana, pero iba bien maquillada
y esmaltada contra la erosión, decía a un
atento trío de caballeros:
—… un pasado bastante turbulento,
para decirlo piadosamente. Pero me ha
jurado que antes de la boda lo contará
todo a su futuro marido.
—Quelle candeur —dijo uno de los
hombres.
—Quelle folie! —exclamó otro.
—Quelle mémoire —murmuró el
tercero.
Olga estaba sentada en un diván de
esquina, detrás de una maraña de
palmeras, pero incluso en su escondite
permanecía encorvada para parecer más
baja.
—Gosposhyá Somova —le dijo
Edge—, he comunicado todas mis
observaciones de inteligencia a Luis
Napoleón y parece dispuesto a seguir el
buen consejo de Alejandro. ¿Es esto
todo lo que necesita para su informe o
debo hacerle un resumen de nuestra
conversación?
—Nyet, Gospodín Edge. El zar se
alegrará de saber que ha cumplido su
misión y con buenos resultados. Diré al
conserje que telegrafíe el mensaje.
—Creo, gosposhyá —dijo Florian
—, que con esto termina también su
obligación para con el zar. ¿Significa
que ahora abandonará nuestra
compañía?
—Bueno… —vaciló ella—, sir John
me ha pedido que me quede en el
espectáculo del anexo hasta que haya
encontrado otro monst… hasta que
encuentre otra atracción. Lo haré
encantada. —Su sonrisa era un poco
trémula—. No había hecho planes
posteriores a mi salida de Rusia y aún
no he decidido adónde iré ahora ni qué
haré.
—Nos apenará perderla, Olga —
dijo Florian, bondadoso—, pero cuando
se vaya, espero que lo haga con orgullo
y no escondiéndose en rincones como
éste, avergonzada de su regia estatura.
Ella se esforzó por reír un poco.
—Es que todos los franceses son tan
bajos. En Rusia había por lo menos
algunos hombres no mucho más bajos
que yo. Aquí me siento como un faro
dominando una aldea de pescadores.
—Es muy probable que la Brunilda
original sintiera lo mismo, así que
considérate una princesa Brunilda entre
los enanos y míralos con altivez. Esto
hará que ellos levanten la cabeza para
mirarte, y no con burla sino con
reverencia y admiración.
—A veces es usted un hombre muy
sabio, Gospodín Florian —dijo ella,
agradecida—. Lo intentaré. Pero
mientras hago acopio de valor, déjeme
quedar en el circo, por lo menos varias
noches más.
—Como desees, querida.
Florian chasqueó los dedos para
llamar al botones y le mandó a buscar un
coche de alquiler para que estuviera
esperando ante la puerta cuando Olga
hubiese mandado el mensaje a San
Petersburgo.
Entonces Florian y Edge pidieron las
llaves de sus habitaciones a Willi y
subieron hasta su piso en el único y
famoso ascensor del Grand Hôtel que a
aquella hora, como en todas, estaba
atestado de huéspedes —e invitados de
los huéspedes— que habían encontrado
alguna excusa para subir y bajar en
aquel cuarto de paredes tapizadas de
cuero e iluminado por apliques. Los
hombres del ascensor, incluidos Florian
y Edge, trataban de parecer habituados e
indiferentes, pero una mujer agarró el
brazo de su pareja y chilló «¡No tan de
prisa!» al operador, profesionalmente
imperturbable de la máquina.
En sus habitaciones, donde ya estaba
su equipaje, Florian y Edge se lavaron a
toda prisa y bajaron en ascensor al
comedor, que se hallaba en el
entresuelo. Aquella noche ya había
cenado casi toda la compañía, pero los
diversos jefes habían esperado a su
director, así que Florian, Edge,
Fitzfarris, Beck, Goesle y Lothar
eligieron una mesa larga —y una cena
tan epicúrea como pantagruélica— y
planearon la estancia del Florilegio en
París.
Florian dijo durante el aperitivo:
—Maestro velero Goesle, di a tus
peones que empiecen a tapizar toda la
ciudad de carteles en cuanto terminen de
montar la carpa mañana. Es probable
que tarden tres o cuatro días en hacerlo,
así que anuncia en los carteles que
nuestro espectáculo comenzará dentro de
cinco días.
—Sí. Podemos aprovechar bien este
tiempo, adecentando y dando brillo a la
parte del equipo deteriorada por el
viaje.
—Muy bien —aprobó Florian—.
Ingeniero jefe, tú ocúpate de lo
necesario para el Saratoga en
cantidades suficientes. Y, en tu
capacidad de Kapellmeister, te haré
otro encargo. Esta tarde he sabido que el
emperador no está muy enamorado de
ese himno Syrée que tocamos al empezar
y acabar, así que piensa en una
sustitución y ensáyala con tus músicos.
Beck se quedó pensativo y sugirió
cuando sirvieron los escargots:
—Quizá poder tocar la obertura de
Fra Diavolo de Auber para la cabalgata
inicial. Y los fragmentos más animados
de su Grand Pas Classique para el
final. Ser piezas alegres y muy
francesas. Seguramente ahora el viejo
maître Auber ya estar muerto y no poner
objeciones. Los ensayos servir de
conciertos públicos en el parque; así
hacer más propaganda del circo.
Willi observó durante la
vichyssoise:
—Ignoro si ha muerto el compositor
Auber, pero es casi seguro que veremos
en nuestro recinto a una serie de otros
compositores, pintores y poetas que
suelen elegir el circo como tema.
Monsieur Nadar parece conocerlos a
todos y ha prometido traerlos a nuestras
funciones. Dice que todos están
cansados de los otros circos que actúan
en París desde hace tanto tiempo.
Fitzfarris comentó ante un plato de
pato asado, espágarragos y pâtes cuites:
—Me gustaría saber más cosas
acerca de esos otros circos. Aquí hay
casi en cada esquina una especie de
pilar redondo que por lo visto sólo sirve
para pegar carteles, y uno de los que he
visto anuncia a un Cirque d’Hiver. Por
lo que he podido descifrar, presenta un
espectáculo sobre «Robin des Bois»,
que supongo debe de ser Robin de los
Bosques.
—En efecto —asintió Florian ante
su ensalada de endibias—. Y esos
pilares redondos, sir John, son pissoirs
públicos. Sí, el Cirque d’Hiver actúa
todos, los años en invierno (y en verano
se transforma en el Cirque d’Eté) y ha
sido desde siempre una institución en
París. Posee su propio edificio
permanente, como el Cinizelli de San
Petersburgo. No sé cuántos circos
permanentes puede haber aquí ahora.
—He investigado —dijo Willi—.
Sin contar a los pequeños como el
Templo de la Magia, donde el viejo
Robert Houdin continúa ejecutando
números, y el espectáculo de Deburau
como único payaso en el Fantaisies
Parisiennes, tenemos a otros tres
competidores. Los tres son propiedad de
un tal monsieur Degeau y todos ostentan
nombres destinados a halagar a la
familia real: el Cirque de l’Empereur, el
Cirque de l’Imperatrice y el Cirque du
Prince Impérial. También son locales
cerrados y, según Monsieur Nadar,
todos son mediocres. Varían sus
programas limitándose a intercambiar
atracciones entre ellos.
—De todos modos, tendríamos que
hacer un reconocimiento —apuntó Edge
mientras le servían una mousse de
albaricoque—. Sólo para ver si pueden
compararse con nosotros. Seguro que
ellos enviarán exploradores a nuestro
circo.
—Sí —asintió Florian—, y
hagámoslo antes del día de la
inauguración porque después estaremos
demasiado ocupados. Sin embargo, no
hay necesidad de que ninguno de
nosotros tenga que verlos todos. Sir
John, tú te encargas del Cirque d’Hiver.
Coronel Ramrod, tú visitas el Cirque de
l’Empereur. Yo veré los otros dos y
luego compararemos notas. Y ahora,
caballeros, tomemos el café. Sugiero
que nos regalemos también con los
excelentes cigarros Trichinopoly y el
coñac más venerable que el sommelier
pueda encontrar entre las telarañas de su
bodega y que todos brindemos con un
fuerte «santé» por nuestro éxito aquí, en
el pináculo del mundo.
4
La primera vez que Florian encontró a
Kostchei en el circo al día siguiente, le
reprendió como había hecho con
Brunilda por negarse a ir al Grand Hôtel
como los otros miembros del circo.
—Maldita sea, Kostchei, o Shadid,
tienes los mismos derechos que todos
los demás artistas, y si el hotel te hace
sentir incómodo de algún modo, los
amenazaré con retirar a todos…
—Ni mudí, gospodín —interrumpió
Kostchei con toda la espontaneidad que
le permitía su voz ahogada—. No es
para proteger mi sensibilidad, sino
sencillamente porque no deseo repugnar
a toda esa gente elegante del…
Pero alguien le interrumpió. Él y
Florian hablaban en ruso y no habían
advertido la presencia de nadie a su
alrededor. De repente Olga apareció
sobre ellos, mirando fijamente a
Kostchei y empujando a un lado a
Florian, sin violencia pero con firmeza.
—¿Timoféi? —preguntó sin aliento,
esperanzada y al mismo tiempo
incrédula.
—Oj, t’fu própast… —gruñó el
hombre, apartando su horrible cara.
—Es tu voz, aunque cambiada. ¡Eres
Timoféi! —exclamó la giganta, sin dejar
de mirarle. El hombre mutilado no dijo
nada, pero dirigió una mirada suplicante
a Florian. Éste no pudo ayudarle porque
también estaba paralizado, con los ojos
fijos—. No lo niegas —añadió la mujer,
y las lágrimas empezaron a resbalarle
por las mejillas—. Eres Timoféi Somov.
—Niet —dijo él por fin, con la voz
más ahogada que nunca—, era Timoféi
Somov. Ahora soy Kostchei
Byesmyértni, pues me mataron muchas
veces y no me morí.
—Timoféi… Timoféi… —sollozó
ella—. ¿Cómo te lo hiciste…? Por esto
no has hablado nunca delante de mí. No
fue un accidente con los osos, ¿verdad?
¿Quién te hizo esto?
—Yo me lo hice.
—¿Qué? Pero ¿cómo? ¿Qué ocurrió?
—Se secó las lágrimas de las mejillas
pero otras siguieron resbalando—. Yo
sólo sabía que te habías ido… Esperé…
—Me fui para hacerme rico —
respondió él con desesperación—. Y
sólo conseguí esto.
Ella parpadeó:
—¿Para hacerte rico?
—Para ser digno de ti. Porque eras
la princesa Raisa Vasiliyevich Yusupova
y yo sólo era Timoféi Somov.
—Oh, querido mío —dijo ella en
voz baja, abrazando su cuerpo contraído
—. ¿Nunca lo adivinaste? ¿No lo sabes
ahora? ¿Por qué crees que elegí el
nombre de Somova?
Florian se alejó de puntillas sin
hacer ruido.

Los otros artistas, aunque practicaban y


ensayaban asiduamente todos los días
hasta que se ponía el sol, aprovecharon
sus noches libres para gozar de algunas
de las diversiones disponibles en París.
Aplazaron la simple admiración de
monumentos y lugares turísticos y fueron
a teatros, ballets y cabarets cuyas
funciones nocturnas coincidirían con las
del Florilegio cuando éste abriera sus
puertas. Como no faltaba mucho tiempo
para el día de la inauguración, asistían a
dos o tres espectáculos todas las noches.
Varios artistas —y también algunos
eslovacos— salieron juntos un par de
veces para lo que Fitzfarris llamó «una
juerga masculina». Su primera correría
fue al café de un pasaje llamado el
Alcázar para ver a «les deshabillées»
hacer números con títulos como «El
baño de Mimí» y «Fifí en su toilette».
Si los hombres habían esperado ver
bellas mujeres desnudas, quedaron
defraudados. Las soubrettes eran
bonitas, sin duda, pero el «desnudo» —
por ejemplo, en el número llamado
«Lulú se va a dormir»— consistía en
que Lulú aparecía en el escenario
totalmente vestida y luego se ponía un
camisón de grandes dimensiones y
opacidad y, acompañada por una música
sugestiva, se iba quitando con aire
provocativo las prendas que llevaba
debajo, sin enseñar más carne que la de
manos y cara.
Los juerguistas visitaron a
continuación el café chantant Eldorado,
que estaba en la otra margen, en Saint-
Germain, donde una mujer llamada
Thérèse cantaba canciones que, según
había oído decir Fitzfarris, «hacían
ruborizar incluso al sexo fuerte». Cantó,
en efecto, Batifolez, mesdemoiselles! y
los treinta seis obscenos versos de De la
gargouille y una canción que había sido
popular durante mucho tiempo e
inocente al principio, C’est dans le nez
que ça me chatouille, pero en la cual
Thérèse había introducido nuevas
interpretaciones. Ninguno de los
miembros del circo dominaba lo
bastante el francés para apreciar todas
las maneras en que, según Thérèse,
podían hacerle cosquillas «dans le nez»,
así que los escandalizó menos el número
que el auditorio. Exceptuando a algunos
camareros y a un fornido guardaespaldas
apostado en la puerta, los miembros del
circo eran los únicos hombres en el café
El dorado. Todos los otros clientes eran
mujeres, y mujeres vestidas con bastante
severidad, aunque no parecían
solteronas, pues casi todas fumaban y
algunas fumaban cigarros.
Fitzfarris y compañía visitaron
seguidamente el Bal Mabille, que
anunciaba la indecente danza chahut
importada de Argelia, más conocida
ahora en el argot parisiense por
«cantan». La música era muy ruidosa y
los bailarines, de ambos sexos, saltaban
con loco abandono y como si no tuvieran
huesos y las danzarinas levantaban las
piernas a una altura increíble pero,
desmintiendo los rumores, llevaban
pantalones fruncidos bajo las faldas.
Cuando los hombres salieron del
Mabille, incluso los hermanos Jászi y
los eslovacos convinieron con Fitzfarris
en que todos los tableaux vivants
ideados por éste para su anexo eran
mucho más provocativos que todo lo que
habían visto en París. Para mitigar su
desengaño, entraron en un bar
alegremente anunciado por el letrero
como «AU RENDEZ-VOUS DES SPORTIFS
», que resultó ser un antro de ínfima
categoría, con sólo tazas de hojalata
para beber y además encadenadas al
mostrador de zinc para evitar que las
robasen. Allí los hombres probaron ese
otro traidor legado de Argelia, el ajenjo.
De nuevo estuvieron de acuerdo: era
como beber regaliz para la tos, aunque
varios de ellos necesitaron ayuda para
andar el resto del camino hasta el circo.
Las mujeres de la compañía
asistieron a diversiones más refinadas: a
escuchar a las dos mayores divas de la
época —Adelina Patti en La Traviata y
Christine Nilsson en Mefistófeles— y a
ver a una joven actriz nueva pero muy
aclamada, Sarah Bernhardt, en su
interpretación de un trovador en la obra
teatral de más éxito de la temporada, Le
Passant.
Las mujeres descubrieron también
muy pronto los Magasins du Printemps,
de muchos pisos, modelo evidente de
los almacenes Nagyáruhaz Párizsi que
las había entusiasmado en Pest, porque
el Printemps era un conjunto todavía
más vasto de departamentos de tiendas
bajo un solo techo. Se trataba del
edificio comercial más espléndido de
todo París; incluso el exterior era una
fantasía de cúpulas, estatuas, cerámica
esmaltada y dorados. Fue Clover Lee
quien descubrió, no lejos del Printemps,
los diversos passages de la ciudad.
Antes de Haussmann éstos eran simples
callejuelas angostas y servían casi
exclusivamente de recipientes para
cubos de basura, desperdicios y
borrachos dormidos. En la actualidad
estaban pavimentados con elegancia,
cubiertos por bóvedas de cristal,
iluminados por faroles de gas y
flanqueados del principio al fin de
elegantes joyerías, librerías de
ediciones raras, galerías de arte,
guanterías, modistos y tiendas similares.
Mientras tanto, Florian, Edge y Fitzfarris
consiguieron zafarse de sus obligaciones
en el recinto del circo para visitar los
otros circos de París… y cerciorarse de
que no representaban una competencia
preocupante, ya que sus programas
consistían principalmente en números
ecuestres y de animales bastante mansos.
Fitz informó de que el espectáculo de
«Robin Hood» del Cirque d’Hiver era
sólo una especie de mediocre imitación
del Salvaje Oeste, con jinetes vestidos
de verde como Merrie Men y agitando
arcos largos mientras cabalgaban.
—Un público escaso, además —
añadió—. Y todos de medio pelo, en los
asientos más baratos, que por cierto eran
sólo pequeños taburetes. Me alegro de
no tener nada parecido. Cuando al
público le disgusta un número, suelen
lanzar los taburetes a la pista.
Las cosas no eran mejores en los
otros lugares. Según contó Florian, la
atracción principal del Cirque de
l’Impératrice eran unos monos vestidos
de amazona que hacían una quadrille a
caballo y, en el Cirque du Prince
Impérial, ocho caballos montados por
monos disfrazados de jockeys. Edge dijo
al volver del Cirque de l’Empereur que
su número estelar y último consistía en
una vieja cabra de corral haciendo
acrobacias.
—Acrobacias bastante buenas —
admitió—, pero si el emperador va a
verlo algún día, será mejor que el dueño
cambie el nombre de su establecimiento.
—Bueno —resumió Florian—, por
lo visto somos el único circo auténtico
de la ciudad en este momento. Por lo
menos mientras el gran funámbulo
Blondin o el todavía mayor trapecista
Léotard no terminen sus giras por el
extranjero y regresen a París. Si lo
hacen, ofreceré más dinero que
cualquier otro propietario de circo por
sus servicios. Entretanto, caballeros,
haremos un magnífico negocio. Desde
que llegamos Gavrila está vendiendo
entradas en el furgón rojo y las
localidades de nuestras cuatro primeras
funciones ya están agotadas.

De vez en cuando un miembro de la


compañía protagonizaba una pequeña
aventura durante sus visitas turísticas. El
cimbalista de la banda, Gombocz
Elemér, paseaba una noche después de
una ardua jornada de ensayos por los
alrededores de Notre-Dame, donde
siempre pululaban los cantantes
callejeros, organilleros, andadores
sobre zancos y vendedores de comida,
bebida, madonas de yeso, rosarios de
cuentas de vidrio y cromos de la Ultima
Cena. Un ciego tocaba un xilófono y lo
hacía tan mal que su gorra puesta del
revés sobre el arroyo sólo contenía las
monedas de reclamo que había echado
él mismo. Elemér pensó un momento y
luego se colocó detrás del xilófono,
cogió los macillos de las manos del
hombre —provocando una débil
protesta— y empezó a tocar tan
frenéticamente fuerte y de forma tan
melodiosa como tocaba siempre su
címbalo.
Los transeúntes se detuvieron uno
tras otro y miraron con curiosidad,
sonriendo al ver al agitado Elemér y al
hombre perplejo y aturdido con el
letrero de «AVEUGLE» sobre el pecho.
Mientras Elemér tocaba una versión muy
alegre del Ave María, las monedas
empezaron a caer en la gorra con casi
tanta rapidez como los arpegios. Se
congregó una multitud considerable
mientras continuaba con algunos trozos
de misas de Bach y Liszt, tocándolas a
un ritmo más exuberante que reverente.
Cuando la vieja gorra ya rebosaba de
monedas, se interrumpió —bajo los
aplausos y vítores de la multitud— y
entregó la gorra y las macillas al ciego.
La cara del mendigo expresó una gran
alegría cuando sopesó sus ganancias.
Entonces alargó la mano para detener a
su benefactor y Elemér se paró para
escuchar sus palabras de gratitud, pero
todo lo que el ciego gimoteó fue:
—M’sieu, ¿no me da nada por el
préstamo de mi xilófono?

Aquella misma noche, Florian


acompañó a Daphne y Clover Lee al
estreno de un nuevo ballet. Se pusieron
sus mejores galas y tomaron un fiacre
para ir a la ópera de la rue le Peletier,
en cuya fachada proclamaban todos los
carteles: «¡Estreno de “COPPELIA” o La
filie des yeux en émail!» Poco después
de que se alzara el telón, en el escenario
de una pintoresca plaza de pueblo, la
bella y joven heroína Swanilda salió
bailando por la puerta de una de las
casas. Mientras giraba en un gracioso
vals lento, Florian y Clover Lee se
inclinaron hacia adelante, miraron y
dijeron:
—¿No es…? ¿No la hemos visto
antes?
—Sí, en efecto. Pero ¿dónde?
Daphne, perpleja, paseaba la mirada
entre ellos y la bailarina.
—¡Roma! —exclamó Clover Lee.
—¡Sí! —asintió Florian—. Era la
pequeña protegida del maestro de ballet
que te dio lecciones.
—El maestro Ricci. Pero la chica
tenía un nombre largo como mi brazo.
—Giuseppina Bozzacchi —dijo
Daphne, consultando su programa.
—Eso es —contestó Clover Lee y
añadió, con cierta envidia—: Y ahora
mírala. Debutando como prima
ballerina en el estreno de un nuevo
ballet. En París.
—Lástima que no hayamos
reconocido su nombre en los carteles —
dijo Florian—. Le habríamos traído
flores. Bueno, podemos ser su claque
aunque, si no me equivoco, por lo que he
visto de su danza, no necesitará que
nadie anime a aplaudir al público. Y
después podemos ir al camerino a
felicitarla. Si se acuerda de nosotros…
—Pues claro que los recuerdo —
dijo en francés la radiante Giuseppina
cuando por fin lograron abrirse camino
entre el gentío que iba a felicitarla—.
Ustedes dos son probablemente las
únicas personas de París que me vieron
bailar un Capullo de verano.
—Entonces sólo eras una de tantas
—dijo Florian, besándole la mano—, y
ahora eres lo que vaticinó el signor
Ricci, la prima di tutto, con una estrella
en la puerta de tu camerino. Y con todo
París a tus pies, a juzgar por la reacción
del público. ¡Cielos, esas docenas de
llamadas a escena y esas toneladas de
flores lanzadas al escenario! Y todo esto
a… ¿qué tierna edad?
—Oh, là, monsieur! El año próximo
cumpliré diecisiete años.
—Hélàs, une ancienne! —exclamó
Florian con burlona consternación—.
No obstante, deseo y espero que, como
la Taglioni, seguirás siendo première
danseuse a los cuarenta y cinco años.
Para ser todavía una niña,
Giuseppina tenía la percepción de una
mujer. Clover Lee, por lo menos dos
años mayor que ella, miraba las cestas y
los ramos de flores que llenaban el
camerino con una expresión nostálgica,
como si la fama ya le hubiera pasado de
largo.
—Robé algo de usted, mademoiselle
—confesó la muchacha, ante el asombro
de Clover Lee—. ¿Recuerda que el
maestro Ricci me mandó asistir a esas
funciones de circo? Pues bien, me fijé en
especial en un fouetté que hizo de pie
sobre el caballo. Tenía que hacerlo con
el máximo cuidado para levantar
siempre la pierna en la misma dirección
que el trote del animal.
—Ejem… oui…
—¿Y no me ha visto hacer el mismo
movimiento esta noche, cuando
Swanilda finge ser la muñeca mecánica
que se despierta a la vida? Cuando el
fabricante de juguetes hace bailar a
Copelia, imito aquel movimiento
concentrado de usted para expresar su
precisión de relojería.
—Bueno… —dijo Clover Lee,
alegre de nuevo—. Celebro que te sirva.
Yo he añadido a mi propio número
varios bailes populares a caballo. ¿Y
puedo robar algunos de esos pasos
cómicos que haces en el bolero español
y el baile escocés de Copelia?
—Mais certainement —dijo la
muchacha, sonriendo—. Pour vos beaux
yeux en émail de saphir.

Sin embargo, al día siguiente Clover Lee


encontró una nueva razón para sentir
envidia. Era la víspera del estreno del
Florilegio y Edge sólo le permitió una
breve sesión de práctica, de modo que
Burbujas y ella misma tuvieron mucho
tiempo para descansar. Clover Lee se
bañó, se cambió de ropa y salió de
paseo. Y mientras recorría los
departamentos del Printemps y se
entretenía en las arcadas del passage des
Princes, oyó a la gente elogiar con
frecuencia a «l’étonnante petite
Giuseppina». Quizá esto contribuyó a su
arrebato de aquella tarde, cuando el
servicio habitualmente impecable del
Grand Hôtel tuvo un fallo.
—¡Mira esto! —gimió, dirigiéndose
a la modista Ioan—. Mis mejores y más
nuevos leotardos y tutú. Eran rojos como
el rubí cuando la camarera se los llevó
para lavarlos ¡y ahora, mira, son de
color rosa pálido!
—Pierde. Estropeados —convino
Ioan, meneando la cabeza—. No hay
tiempo de hacer un traje nuevo para la
función de mañana.
—Y yo quería llamar la atención
general —sollozó Clover Lee y volvió a
gritar—: ¡Rosas! Tan llamativos como el
gorrito de un bebé.
—Un grave error. Quizá la
lavandera ha usado eau de javelle.
—¡Diablos, tiene que haber usado
lejía! No sólo se han descolorido sino
encogido y se han vuelto transparentes.
Los leotardos ya no me caben; no hay
sitio ni para un sostén o un cache-sexe.
Enseñaré todas las curvas,
protuberancias y rendijas de mi cuerpo.
Estoy segura de que ni siquiera ese tono
rosa me hará parecer una niña de pecho.
—Pues alégrate de tener los pezones
rosas y el vello pálido —dijo Ioan con
sentido práctico. Pero quizá sea mejor
que lleves otro traje.
—Ni hablar. Había planeado llevar
éste para el estreno y lo llevaré. Si
mañana me arrestan por indecencia, el
maldito hotel puede pagar mi fianza.
Sin embargo, Clover Lee recobró su
habitual buen humor aquella noche,
cuando en compañía de Fitzfarris fue
con otros americanos del Florilegio —
Edge con Domingo y Rouleau con Lunes
— a un último espectáculo muy especial
antes del estreno del circo: el drama que
se representaba desde hacía dos años y
medio ante un teatro siempre lleno: La
vie et la mort d’Abraham Lincoln. Pese
a sus esfuerzos por comportarse bien,
los americanos no pudieron por menos
de reír entre dientes e incluso a
carcajadas ante muchas escenas, y los
demás espectadores se volvieron a
mirarlos y silbaron para imponerles
silencio. Lo que provocó más hilaridad
—entre los americanos, no en el absorto
resto del público— fue el tercer acto, en
que el honrado Abe rechazó
severamente a un joven que pidió la
mano de su sobrina y el joven era Jean
Wilkes Booth. Fueron necesarios cuatro
actos más para que la indignación de
Booth llegara a su punto álgido,
momento en que —en el acto VII— se
introdujo en el palco de monsieur le
président y madame Lincoln (mientras
veían El rey Lear), disparó contra su
obstinado tío presidente y saltó del
palco gritando: «Sic semper tyrannis!»
—Mon dieu, ese trozo ha sido el
único verídico de toda esta maldita farsa
—dijo Rouleau cuando abandonaron el
teatro, todavía riendo y siendo objeto de
las miradas coléricas del público.
—Pues, diablos, para mí ha
estropeado toda la obra —observó Edge
—. Por lo menos podría haber gritado:
«Sic semper avunculis».

—Joder —dijo Yount a Florian al día


siguiente, cuando los primeros
espectadores empezaron a llegar al
recinto del circo—. La señorita
Smodlaka debe de haber vendido todas
las entradas a los nobles y peces gordos.
—El público iba, en efecto, tan bien
vestido como si se dirigiera a la carrera
del Prix Lutéce de Longchamps y
muchos llegaban en espléndidos
carruajes particulares. Yount continuó
—: Director, creo que sería mejor que
enviara a hacer de lacayos tut sut.
—¿A hacer de lacayos qué?
Yount parecía orgulloso.
—Nunca pensé que hablaría una
lengua desconocida para usted, director.
He estudiado un poco por mi cuenta. Lo
vi en el libro de francés de Domingo
Simms. Tut sut. Significa muy de prisa.
Inmediatamente.
—Ah, sí, claro. Estaba distraído. Y
gracias, Monsieur Tremblemente-de-
Terre, pero el jefe de personal Banat ya
tiene instrucciones de ocuparse de los
caballos y carruajes del público.
Aprovecho para aplaudir tu ambición de
mejorar. Y hablando de mejorar, ¿cómo
sigue Mademoiselle Anguille?
—Creo que el descanso le ha hecho
bien. Pronto podrá actuar en todas las
funciones. Dice que ya ha ganduleado
bastante.
—Estupendo. Pero vigílala. No
permitas que abuse de sus fuerzas. El
Florilegio no tenía aún una avenida de
barracas en aquel recinto, pero el día
del estreno atrajo a toda clase de
vendedores y artistas callejeros:
carretillas y estufas ambulantes que
vendían cosas para comer y beber,
dibujantes y cortadores de siluetas,
organilleros, pirófagos, golfillos que
bailaban mientras uno de ellos tocaba el
birimbao y otros músicos con toda clase
de instrumentos y grados de habilidad,
incluyendo al xilofonista ciego de
Elemér. Los músicos renunciaron pronto
y se fueron, incapaces de competir con
el estentóreo órgano de vapor. Goesle y
Rouleau circularon entre los otros,
seleccionando a los que permitirían
quedarse. Indicaron a uno de los
pirófagos más espectaculares que
actuara junto a la marquesina de la
puerta principal, donde el Griego Glotón
había hecho en otro tiempo las veces de
faro. Dejaron alinearse a ambos lados
de la entrada a los vendedores de
comidas y bebidas que parecían menos
perjudiciales y de baratijas menos
inútiles, pero echaron a todos los
parásitos cuya presencia rebajaba el
tono del establecimiento y a todos los
simples mendigos cuya única
contribución eran sus llagas y
mutilaciones.
Edge también circulaba, vistiendo su
uniforme de coronel Ramrod, pero lo
hacía entre los clientes de pago. La
mayoría de éstos ocupaban la espera
hasta el inicio de la función
inspeccionando —muchos a través de
monóculos o lorgnons— a los animales
de la ménagerie. Mientras observaba,
Edge reflexionaba sobre la variedad de
públicos ante los que había actuado el
Florilegio: gentes de características
raciales o nacionales muy diversas y
modos de vestir, costumbres, lenguas y
temperamentos totalmente distintos. Y
siempre, exceptuando algunas pérdidas y
adiciones a su compañía y equipo, el
Florilegio había seguido siendo el
mismo. Adondequiera que fuese llevaba
consigo los familiares sonidos de la
lona ondeante, el crujido de sogas y
postes, el tintineo de hierros y arneses,
el pesado rumor de las ruedas, el bufido
o rugido de los animales; los familiares
olores de estos animales, su comida y
sus excrementos, los aromas del heno y
la casca, la grasa del maquillaje y el
sudor del trabajo duro, los fuertes olores
de la pólvora quemada, los focos
calientes y los productos químicos del
generador del globo; las familiares
vistas de chillonas banderas ondeando y
las tiendas brillando al sol o
resplandeciendo en la penumbra y la
pista llena de acción y color o, después,
vacía y dormida en sueños y recuerdos.
Y siempre, por doquier, aquellas cosas
pequeñas, las más minúsculas del circo,
pero que eran inconfundiblemente el
«circo», lanzando sus fingidos destellos
para iluminar esta o aquella cara entre la
multitud y salpicando con sus reflejos
las caras de sus portadores… las
lentejuelas, las lentejuelas…
«Somos una isla flotante —pensó
Edge—. Echa anclas por un tiempo ante
cualquier clase de costa y la ilumina
brevemente con su luz de lentejuelas.
Después se aleja flotando de lo apegado
a la tierra, de lo vulgar, permaneciendo
ella misma siempre insólita, sin que
ningún encuentro logre difuminarla o
cambiarla». Edge se sobresaltó de
improviso, despertando de su ensueño
cuando el órgano enmudeció y la banda
entonó un bullicioso Fra Diavolo. Y el
coronel Ramrod se encaminó hacia la
puerta trasera de la carpa para
participar en la gran cabalgata inicial.

Eran sólo las dos de la tarde y el


interior de la gran carpa estaba sólo
sombreada, no oscura, pero Florian
había decretado que el bordillo de la
pista, los postes centrales, la botavara y
la cuerda floja estuvieran de nuevo
cubiertos de velas, como habían hecho
en Peterhof. «¡Esto es un estreno en
París, muchachos, y merece el mismo
espectáculo que una función especial
para el zar!» Así pues, cuando Bum-bum
dio la señal, Trueno salió al galope, con
el coronel Ramrod blandiendo su sable
de caballería, y Bum-bum acercó una
cerilla a la mecha improvisada. Con un
efecto de oleaje, las velas se
convirtieron en líneas, círculos y arcos
de diamantes luminosos mientras el
resto de la compañía entraba desfilando
en la pista. Aunque la oscuridad no
fuese total, resultaba lo bastante
espectacular para que la música triunfal
de la banda no llegase a dominar los
suspiros y exclamaciones de entusiasmo
del público.
La gran cabalgata salió finalmente
por la puerta trasera bajo una gran
ovación y algunas de las artistas
vestidas más someramente corrieron a
los vestidores a ponerse batas, pero
volvieron inmediatamente al patio.
Incluso los que no actuarían hasta la
segunda mitad del programa no se
fueron, como de costumbre, a hacer la
siesta o a pasar el rato de cualquier otro
modo, sino que permanecieron cerca de
la marquesina de la puerta trasera,
escuchando ansiosamente la reacción
del público a las primeras actuaciones.
Lo mismo hicieron los peones, vestidos
con monos negros, que solían esperar
con impasibilidad la orden de mover
accesorios, jaulas o aparatos. Y toda la
gente del patio trasero se alegró al ver
vibrar —casi ondear— la lona de la
carpa bajo las repetidas y prolongadas
explosiones de aplausos y gritos de
«¡bis!, ¡bis!».
Cuando los caballos en libertad del
«colonel Retouloir» entraron al trote y
por orden numérico en la tienda al final
de su actuación —seguidos por un
clamor de voces—, Florian apareció
detrás de ellos, ordenando a los
eslovacos que los mezclaran e hicieran
volver a la pista. Y los espectadores del
patio oyeron más aplausos para los
caballos cuando repitieron sus vueltas,
idas y venidas y corcoveos para
colocarse de nuevo según el número de
sus mantas. Cuando todos hubieron
ocupado su lugar, el colonel Retouloir
saludó con ellos y apenas le quedó
aliento para avisar con el silbato al
artista siguiente.
—Soy yo —dijo Fünfünf y alguien
gritó: «¡Rómpeles las costillas,
cariblanco!» cuando entró dando
volteretas para sostener su diálogo
cómico con Florian y fue recibido con
una cerrada ovación.
—Creo —dijo con cautela
Emeraldina— que hacemos furor.
—¡Sí, zeñora! —exclamó Abdullah,
todo él una sonrisa de marfil y ébano—.
Escucha. El payaso ya hase reír a los
patanes. ¡Este espectáculo durará musho
tiempo!
Cuando Terry, Terrier y Terriest
salieron saltando por la puerta trasera
después de su número, Gavrila y Sava
los hicieron saltar de nuevo a la pista
para repetir la actuación. Siguió el
número combinado del Hombre Forzudo
y la klischnigg y, a juzgar por la
acogida, podría haber continuado
indefinidamente, pero el director
ecuestre —en consideración a la
fragilidad de Mademoiselle Anguille—
le puso término con el silbato. Ella no
dio, sin embargo, muestras de debilidad
cuando salió saludando de la tienda. A
continuación entró el elefante Brutus,
conducido por Monsieur Tremblement-
de-Terre, y éste sí que casi se
tambaleaba, por lo que alguien le gritó
roncamente desde el patio:
—¡Eh, Monsieur Temblón-de-las-
Rodillas!
—¡Tú lo has dicho! —jadeó él con
alegría—. La vieja Peggy… empezaba a
parecer preocupada… porque el público
la ha obligado a pasarme por encima…
tantas veces. ¡Hurra! Y escucha,
Agnete… ¡aún quieren que salgamos
otra vez!
—Ikke lunkent —dijo
Mademoiselle Anguille, con los ojos
brillantes y las mejillas arreboladas,
casi reverente—. A estos parisienses les
gusta aún más nuestro espectáculo que a
los otros públicos.
—Mais pourquoi pas? —preguntó
Monsieur Roulette, fingiendo un enorme
bostezo.
Pero sir John Fitzfarris se
entusiasmó sin recato:
—¡Coño! ¡Somos un éxito en París!
¡Nadie podrá llamarnos jamás un
espectáculo de pacotilla!
Durante el número del trapecio, los
curiosos del patio oyeron, además de
aplausos y vítores, algo parecido a
gritos de cólera y protestas y se
preguntaron si pasaba algo malo. No
obstante, cuando Maurice LeVie y
Mademoiselle Papillon salieron
finalmente bailando por la puerta
trasera, él reía y ella rebosaba
excitación:
—¡Tendríais que haberlo visto! Los
patanes me han obligado a permanecer
en el trapecio tanto rato que Maurice
temía que me desmayara, así que ha
salido tambaleándose como Pete Jenkins
y todo el público se ha puesto en pie de
un salto para lanzarle improperios.
Cuando Zachary y los peones lo han
perseguido y atrapado, un grupo de
hombres corpulentos ha corrido en su
ayuda desde las graderías. Maurice ha
tenido que trepar a toda prisa por la
cuerda de la botavara o lo habrían
maltratado y sacado de la carpa.
—Pero entonces —añadió LeVie—,
cuando me he arrancado los harapos, la
gente se ha reído tanto de sí misma que
habría pedido un bis… si hubiera sido
posible una segunda sorpresa.
—Yo también habría tenido que
repetir —dijo la pequeña Grillon, un
poco nostálgica, después de su número
en el Globe Enchanté—, pero una vez
me he puesto en pie para saludar, ya no
puedo desconcertar de nuevo al público.
En cambio, los espectadores
animaban a la elaboración y repetición
de todos los números susceptibles de
ello, como confirmó Abdullah le hindou
cuando salió de la carpa chorreando
sudor.
—Me han obligao a continuar hasta
que he hesho juegos malabares con casi
too menos con nuestros dos elefantes. Y
los hermanos Jászi han volteao hasta que
los cabayos han disho basta. Los Jászi
no se cansan nunca.
—Tenía miedo de que los
parisienses encontrasen mi número
aburrido —dijo Daphne, conocida ahora
como Madame Patineuse—. Después de
todo, los patines Plimpton y los
velocípedos no son ninguna novedad
aquí. Pero adoran el baile en patines,
especialmente con el oso. Y también mis
volteos en velocípedo con Obie. Creo
que le habrían hecho repetir su
zambullida en el estanque ardiendo si
los eslovacos no hubiesen extinguido ya
las llamas.

La muchedumbre pareció insaciable


incluso durante el intermedio. Primero
fue en tropel a un lado de la carpa donde
varios peones empezaban a hinchar el
Saratoga y se quedó haciendo
comentarios admirativos, aunque el
globo era sólo un montón de tela apenas
ahuecado. Después se congregaron en
torno a la tienda del anexo, donde sir
John había colocado la tarima fuera
porque la tienda ya no podía contener a
todo el público y la hora era tan tardía
que el espectáculo secundario ya no
podía exhibirse por turnos. Cada
monstruo o fenómeno fue vigorosamente
aplaudido mientras sir John, con una
retahíla de superlativos franceses
aprendidos de memoria, presentaba al
coq de bruyère y sus huevos milagrosos
(ahora grabados con la Cruz de Lorena),
a l’Enfant des Ombres albino y a la
momificada princesse Egyptienne.
Después Florian tuvo que traducir
cuando el propio sir John y la
ventrílocua mignonne Mademoiselle
Mitaine se apartaron de su ensayada
jerga francesa para pasar a insultos y
réplicas en inglés.
Los artistas del espectáculo
secundario también tuvieron que
permanecer más tiempo en escena. La
Méduse trabajó a sus serpientes hasta
que quedaron desmayadas como
cuerdas. Grillon y Rumpelstilzchen
debieron prolongar aún más su
actuación. Brunilda atravesó su nube de
humo con una sonrisa auténtica,
habiendo perdido al parecer hasta el
último vestigio de su timidez, y se
mostró sin vacilar torpe y ridícula en el
duelo a espada con Grillon. Al final,
cuando bajaba del estrado, tuvo que
murmurar a Timoféi, que se disponía a
subir a él:
—Borra esa sonrisa de tu rostro,
querido, o no parecerás el horrible
Kostchei l’Impérissable.

Le Démon Débonnaire abrió la segunda


mitad del programa de la carpa haciendo
ejecutar a Maximus, Raja, Rani, Siva,
Kewwy-dee, Kewwy-dah, Brutus y
César todos los números que habían
aprendido… y luego, a petición popular,
tuvo que obligarlos a repetir todo el
repertorio. Cuando por fin salió
tambaleándose al patio trasero, seguido
por los eslovacos con los animales
enjaulados, dijo a los artistas:
—Tiens, incluso he encendido dos
veces los aros de los gatos.
Ahora, par Dieu, estamos todos, los
animales y yo, más débiffé que
débonnaire.
Mademoiselle Cendrillon tuvo que
permanecer a instancias del público
tanto rato en la cuerda floja que el
gallardo deshollinador se vio en la
necesidad de inventar allí mismo varios
saltos, piruetas y posturas cómicas.
Cuando, durante la actuación final de los
payasos en el espejo de Lupino, los
espectadores casi se cayeron de los
asientos, retorciéndose de risa ante las
bufonadas de Fünfünf y el Kesperle, los
dos payasos se superaron a sí mismos al
imitar sus imágenes respectivas en el
espejo, haciendo cosas que no habían
hecho nunca ni podían haber ensayado.
Incluso el director ecuestre, mirándolos
con incredulidad, tuvo que concluir que
los payasos debían de leerse
mutuamente el pensamiento.

La reacción del público a todas las


actuaciones, tanto dentro como fuera de
la carpa, había sido excitante y
alentadora para los artistas y podría
haber inspirado a cada uno de ellos la
idea de que era la máxima estrella del
circo. Sin embargo, todas aquellas
aclamaciones se quedaron cortas en
comparación con los aplausos y vítores
ensordecedores que acompañaron el
número de équestrienne de Clover Lee,
que no ocupaba un lugar destacado en el
programa sino que figuraba en la mitad
de la segunda parte.
Cuando, en aquel punto, Florian
anunció por el megáfono: «Et
maintenant… la Procession des
Nations!», Clover Lee entró al trote a
lomos de Burbujas, apareciendo en esta
ocasión por primera vez con un traje
rojo, blanco y azul y el gorro frigio de la
Liberté en la cabeza. «La belle
France!» Los aplausos empezaron
entonces y a tal volumen inicial que,
cuando aumentó en cada una de sus
transformaciones, los gritos de Florian
fueron casi inaudibles —«Liesse de
l’Ecosse!… Luxe de l’Espagne!»—
mientras Clover Lee aparecía con gorra,
capa y kilt escoceses y luego con traje
de toreador e imitaba las danzas de
Copelia lo mejor que podía hacerse en
la grupa de un caballo al trote.
El entusiasmo del público alcanzó
niveles de paroxismo masivo cuando —
al grito de «l’équestrienne américaine,
mademoiselle Clover Lee!»— se
despojó del último disfraz y cabalgó
vestida con sus reveladores leotardos
rosas y brevísimo tutú. Sin embargo, no
fue su semidesnudez lo que excitó tanto
al público, porque le dio pocas
ocasiones de mirar con fijeza. Los
peones estaban preparados con las
guirnaldas y ligas y ella se convirtió en
una mancha rosa mientras saltaba, se
lanzaba y daba saltos mortales. Cuando
puso fin al número montando en pie
alrededor de la pista, con la bandada de
palomas siguiéndola, aleteando y
revoloteando en torno a ella, Clover
Lee, por una vez, no escuchó la ovación
con las brazos alzados en forma de V. En
vez de esto, dejó que un par de palomas
se posaran en sus manos y usó sus alas
en movimiento para cubrir los lugares
de su cuerpo más conspicuos e
indecorosos.
Fue en este momento, la única vez
durante el espectáculo, cuando los
espectadores sacaron las flores que
llevaban —caras flores de invernadero
en aquella época del año— y las
lanzaron con tal profusión que cubrieron
por completo el espacio exterior del
bordillo de la pista. Mientras Clover
Lee continuaba dando vueltas a la carpa,
con las palomas posándose en sus
hombros y cabellos brillantes y
formando una capa a sus espaldas, las
herraduras del caballo pisaban y
aplastaban las flores, arrancando su
esencia y añadiendo a los olores
circenses que Edge catalogara antes en
su mente un nuevo, penetrante y fragante
perfume. El rostro de Clover Lee era
ahora tan radiante como lo había sido el
de Giuseppina cuando la llamaban a
escena y abandonó todas sus
pretensiones de modestia soltando las
palomas y soplando besos al público
con ambas manos.
—Coño, director —dijo Fitzfarris,
gritando para hacerse oír sobre el
tumulto—, pensaba reclutar a algunas
bailarinas de cancán para nuestra
obertura, pero parecerían monjas al lado
de Clover Lee.
Florian meneó la cabeza y gritó a su
vez:
—Ioan Petrescu me ha dicho que
Clover Lee no tenía intención de exhibir
sus encantos de modo tan flagrante. Y de
todos modos, ya lo has visto, ha hecho
lo posible para no explotarlos. No ha
sido lascivia lo que ha provocado estas
aclamaciones. Sencillamente, les gusta
Clover Lee y su número y, por lo visto,
más que ningún otro. Ya dije antes que
nunca se sabe lo que va a entusiasmar al
público francés.

Cuando terminó la gran cabalgata final,


la mayoría de espectadores masculinos y
no pocas mujeres se apresuraron a ir al
anexo de sir John y todos intentaron ser
los primeros en ver a la amazone
Pucelle en las garras del dragón Fafnir.
Las primeras decenas de patanes que
llenaron la tienda obligaron a la
doncella y la pitón a prolongar la escena
de la violación casi como si se tratara
de la escena de seducción de una ópera,
hasta que la gente que esperaba en la
cola emitió un clamor de impaciencia y
la doncella tuvo que sucumbir a las
exigencias de Fafnir con una rapidez
poco propia de una virgen. Entretanto,
en la carpa, los peones colocaban a toda
prisa velas y mechas nuevas para repetir
en la función nocturna el espectáculo de
la iluminación en cadena. Y fuera ya
empezaban a llegar los carruajes y
carrozas de las personas que tenían
entradas para dicha función.
Algunos de estos recién llegados —
al igual que el público de la tarde—
admiraron con exclamaciones al
Saratoga. Aún no estaba del todo
hinchado y tenía más forma de zanahoria
que de pera, pero ya se mantenía erguido
y la bolsa de rayas rojas y su góndola se
parecían bastante a un signo de
exclamación junto al bulto horizontal de
la carpa rayada en verde. Florian
recorría el recinto gritando por el
megáfono que la elevación del globo de
Monsieur Roulette tendría lugar muy
pronto y que todos los espectadores que
ya habían visto la función pero desearan
quedarse a presenciar el acontecimiento
podían hacerlo.
—Yo, por lo menos, me quedaré —
dijo Nadar, apareciendo entre la
multitud y cogiendo del brazo a Florian
—. Espero que Jules no haya olvidado
la invitación que me hizo.
—Estoy seguro de que no, monsieur.
Dará un gran prestigio a esta ascensión
si me permite anunciar que el aeronauta
parisiense mundialmente famoso se
encuentra a bordo.
—Por supuesto. Y mientras
esperamos, monsieur Florian, ¿quiere
reunir a sus sous-chefs y artistas
principales? Algunos de mis amigos han
asistido conmigo al estreno y ahora
desean conocerlos a todos.
Florian fue a buscar a Edge, Beck y
Fitzfarris y dijo a Nadar que los artistas
se reunirían con ellos en cuanto se
hubieran cambiado de ropa.
—¡Mais non, monsieur! —exclamó
un anciano bajo que ahora estaba con
Nadar—. Los otros, bien, pero ¡no la
aphrodisiaque mademoiselle Clover
Lee! Ella no debe llevar nunca otra
clase de vestido. Debe ir siempre de
rosa y con la misma generosa
transparencia.
Nadar se echó a reír.
—El maître Auber aún es sensible a
la belleza y aprecia lo afro…
Carl Beck profirió, sin ningún tacto:
—¿Auber? Mein Gott! ¡Creer que
estar muerto!
—Lamento desengañar a quienes lo
creen, monsieur.
—Das ist… Querer decir… —
murmuró Beck, intentando disimular la
plancha—. De saber que estar vivo, no
haber tocado su música sin su permiso.
—Todos deberíamos estar tan vivos
como él a su edad —dijo Nadar—. Les
diré, messieurs, que estuve hace poco en
el estudio del maestro cuando ensayaba
al piano con la hermosa soprano
Bernardine Hamaker su música Le
Philtre. Le dijo: «Didine, tú llevas la
melodía, mientras yo sólo toco la parte
de la mano izquierda». Y ella cantó
mientras le vieux le metía la mano
derecha bajo la falda. Y allí mismo la
condujo hasta el orgasmo.
—Asombrosa, la concentración de
esa mujer —dijo el anciano—. No falló
una nota en todo el rato.
—Ni usted tampoco —dijo Nadar
—. Les pregunto, messieurs, ¿qué opinan
de este hombre? Todavía lubrique a la
edad de ochenta y ocho años.
—No tengo ochenta y ocho —negó
Auber con firmeza—. Tengo cuatro
veces veintidós.
—Pero… ¿y la música? —persistió
Beck—. ¿No objetar a que nosotros
tocarla, Komponistmeister?
—En absoluto. He encontrado sus
versiones muy… animadas. No tengo
celos de mis imitadores, no. Algunos
compositores los tienen, claro, y aquí
está uno de ellos. Menos mal que no ha
tocado usted su música. ¿Puedo
presentarle a mi confrère, le maître
Jacques Offenbach?
El maestro no parecía tan alegre
como su música, pues su rostro era
impasible. Inclinó muy poco la cabeza,
como si temiera desplazar sus quevedos,
ante cada uno de los hombres del circo.
Cuando todos le hubieron expresado su
placer por haberle conocido, él contestó
sin mucha cordialidad:
—Debo decirles con franqueza,
messieurs, que sólo estoy aquí porque
Félix no dejaba de importunarme.
Realmente… un circo americano… —
No encontró las palabras e hizo un gesto
de desagrado.
—¿Qué es lo que le disguta,
monsieur Offenbach? —preguntó Edge
—. ¿Los americanos o los circos?
—Ambos. Ya que lo pregunta,
colonel Edge, se lo diré. Y antes de que
me pregunte la razón, también se la diré.
Dos americanos han robado una pieza de
mi música, le han puesto abominables
palabras inglesas y la han convertido en
una vulgar canción de circo. Era el chef-
motif de mi Papillon. Ahora es El
temerario joven en el trapecio volante.
Espero sinceramente que yo, y mis
abogados, no les oiremos tocar esa
maldita pieza.
—No la tocaremos, monsieur —le
aseguró Edge y añadió una puñalada
trapera—: su majestad imperial nos ha
instado a no tocar absolutamente nada de
usted.
Los quevedos de Offenbach cayeron
al suelo.
—¡Ah, maître Auber! —llamó otro
hombre, acercándose al grupo. Tenía
aspecto distinguido, lucía en la corbata
un alfiler de diamantes y llevaba un
bastón con puño de platino—. Cuando oí
decir la semana pasada que estaba
indispuesto, le envié unas uvas de mi
invernadero. Pensé que serían un
alimento fácil para un viejo gourmand
desdentado. Pero no he recibido ni una
palabra de agradecimiento. ¿No le
gustaron?
—No, James —gruñó Auber—. No
me gusta el vino en píldoras.
—¡Ingrato! —exclamó, afectuoso, el
recién llegado—. Está bien, enviaré una
caja de mi mejor vino embotellado. —
El hombre se dirigió a Florian—: Me
han complacido tanto los exercices du
cirque, monsieur le propriétaire, que le
ruego acepte usted también una muestra
del producto líquido de mis viñedos.
—Claro, monsieur —contestó
Florian—. Siempre me complace
conocer un buen vino.
—Sólo los buenos, ¿eh? Bien, la
opinión general es que mi Château
Laffite no produce un mal Médoc.
—¡Cielos…! —exclamó Florian.
—Permítame presentarle… —dijo
Nadar— al barón James Rothschild.
—Es un honor —dijo Florian— para
todos nosotros. Decir que su Lafite-
Rothschild no es un mal Médoc es como
declarar que el Arc de l’Etoile no es un
mal cruce de tráfico.
Los otros artistas empezaron a
llegar, solos o de dos en dos, vestidos
para conocer a los visitantes con sus
mejores trajes de calle, aunque fuese por
breve tiempo, porque luego tenían que
volver a ponerse los de pista. Estaban
todos tan vibrantes y efervescentes
después del enorme éxito del
espectáculo que incluso el impasible
Offenbach empezó a ablandarse. Auber
se concentró inmediatamente en Clover
Lee, la llevó aparte del grupo y le habló
con mucha animación y grandes
gesticulaciones, probablemente sobre el
tema de su atuendo en la pista. Llegaron
también otros conocidos de Nadar,
incluyendo a un hombre bastante joven
que llevaba un dibujo hecho durante la
representación. Era un dibujo al carbón
de Mademoiselle Cendrillon en la
cuerda floja y ahora su creador miraba
vacilante de Domingo a Lunes Simms,
que estaban de lado. Al final se encogió
de hombros, rió y dio la vuelta al dibujo
para que lo vieran.
—¡Soy yo! —chilló Lunes.
Su hermana le silbó al oído:
—C’est moi.
——Entonces es suyo,
mademoiselle, con mis más sinceros
saludos dijo el artista, entregándolo a
Lunes con una profunda reverencia.
—¡Córcholis! —exclamó ella,
abrumada—. Nunca había tenido un
dibujo mío. —Guiñó los ojos para leer
la firma—. Muchísimas gracias, m’sieu
Door.
—Doré. Y tenga cuidado,
mademoiselle, porque el carboncillo
mancha tan fácilmente como su
maquillaje de deshollinador. Si algún
día está libre para visitar mi atelier —
le entregó su tarjeta—, soplaré sobre el
dibujo un poco de fixatif para
conservarlo.
Nadar recreaba al grupo, ahora muy
heterogéneo, con más chismes esotéricos
en un lenguaje muy directo:
—¿Han visto a la condesa Walewska
en las sillas? Me pregunto si ella ha
visto algo. De la función, quiero decir.
Cuando tiene en la cara esa expresión
preocupada y se mantiene muy erguida
con una mano en la espalda y oculta tras
su capa o manguito, todo el mundo sabe
que se está metiendo la jeringa en el
trasero. La pobre señora empezó
bebiendo elixir paregórico para aliviar
sus problemas femeninos. Pero después
necesitó láudano y al final se graduó en
opio puro y Dios sabe qué más. Se
resiste, sin embargo, a dejar que los
pinchazos de aguja le desfiguren los
brazos, así que toma las dosis por vía
rectal y creo que consigue hacerlo muy
discretamente en público.
Fitzfams conversaba con un joven
que había sido presentado por Nadar, en
un tono bastante socarrón, como
«monsieur Renoir, que solía pintar
abanicos y persianas y ahora pinta
mujeres desnudas». Fitz decidió al
parecer que éste era el hombre adecuado
para consultar dónde podría contratar
chicas de cancán para el circo, chicas un
poco menos púdicas que las que había
visto hasta la fecha.
—Inténtelo en el Folies Bergère,
monsieur —contestó Renoir—. Es una
revista de café nueva y por ello lucha
para ganar clientes y notoriedad, así que
obliga a sus soubrettes a enseñar, ejem,
bastante más de lo que puede verse en
otras partes. Como es natural, las chicas
que contrata deben, ¿cómo decirlo?,
carecer por completo de prejuicios. Y la
paga es tan miserable que sin duda
podría usted contratarlas sin incurrir en
demasiado gasto.
—Miren —dijo alguien del grupo en
tono de advertencia—, ahí viene
Verlaine.
—Ah, el poeta nauseado —observó
Nadar.
—Dios mío —murmuró Rothschild
—. Borracho y desaliñado como de
costumbre. Por favor, señoras y señores,
permitan que me despida. Paul sólo
querrá que le preste dinero y comparte
la creencia chinade que cualquiera que
salva la vida de otro está obligado a
mantenerlo para siempre. Tome, Félix
—el barón puso un fajo de billetes en la
mano de Nadar—, sálvele usted esta
vez. —Y se alejó.
Cuando el hombre, muy joven, se
acercó al grupo arrastrando los pies,
estaba en efecto un poco borracho;
también era la persona peor vestida en
el recinto del circo aquella tarde, hasta
el punto de ir casi andrajoso. Nadar se
limitó a presentarlo pronunciando de
nuevo su nombre y en seguida empezó su
descripción resumida:
—Como la obra de este poeta es
impublicable en cualquier país
civilizado…
—Ne faites pas attention —dijo
Verlaine con voz gangosa, sin dirigirse a
nadie en particular—. Mi editor está en
Bélgica.
—Tal como les he dicho. Por este
motivo, el joven Paul tiene una
profesión alternativa. Su reputación es
ya tan pésima que no puede empeorar y
la gente lo cree todo sobre él, por
horrible que sea. De modo que ahora,
cuando amenaza un escándalo y el buen
nombre de un caballero está en
entredicho, el caballero en cuestión sólo
tiene que pagar a Paul una miseria para
que cargue con la culpa y el oprobio.
—He compuesto otro poema —dijo
Verlaine, hipando—. Si un caballero
generoso entre los presentes hace
entrega de una pequeña donación, no
incluiré su nombre en él. —Adoptó una
actitud teatral y empezó a recitar con
monotonía:
Je suis foutu. Tu m’as vaincu.
Je n’aime plus que ton gros cu
tant baisé, léché…
—Dios mío —dijo Nadar—, toma.
—Puso el dinero de Rothschild en la
mano de Verlaine—. No escribas el
nombre de nadie en tu poema.
—¡Ah! —exclamó el poeta,
haciendo un ávido chasquido con los
labios mientras empezaba a contar los
billetes.
Rouleau se sumó de repente al
grupo, vestido con sus mallas de
acróbata verdes y amarillas y anunció
con voz alegre:
—¡El Saratoga está listo para
remontarse! Monsieur Nadar, ¿lo está
usted?
—Por supuesto. Lléveme lejos de
este ambiente sórdido.
Riendo, todos se dirigieron al lugar
del lanzamiento y la multitud de
espectadores se congregó a una
distancia prudente. Florian pronunció un
elocuente discurso, con muchas
referencias elogiosas a los Montgolfier,
inventores franceses del aerostato, y
muchas felicitaciones a sus valientes
sucesores, messieurs Roulette y Nadar.
Los dos caballeros saludaron y
escucharon muchos hurras entusiastas
cuando subieron a la barquilla. Para esta
ascensión, Bum-bum no había
convocado a su banda pero él mismo
ocupaba el lugar del profesor del
órgano. Empezó a tocar Le Phénix tan
de improviso y con tal estrépito que
todos los miembros de la multitud
sufrieron un sobresalto y el Saratoga
también, cuando los peones soltaron sus
amarras. Pero el Saratoga continuó
ascendiendo, y mientras se elevaba
sobre las sombras vespertinas del Bois
entre los últimos rayos horizontales del
sol poniente, pareció estallar en un
resplandor bermellón y blanco todavía
más brillante contra el cielo violeta, y
los espectadores profirieron otro
estentóreo hurra.
—Un lanzamiento perfecto, director
—observó Goesle.
—Todos hemos tenido un buen y
auténtico lanzamiento en el día de hoy,
Stitches —dijo Florian con el acento de
un hombre colmado de felicidad.
5
En la función nocturna, el número de
Clover Lee volvió a provocar el delirio
entre la multitud. No podían ser muchos
los espectadores de la tarde que repetían
su asistencia, comunicando así al nuevo
público su entusiasmo por la chica, y sin
embargo volvió a ser la artista
aplaudida con más frenesí y a la que se
solicitaron más encores, y la única a
quien inundaron de flores. Clover Lee
no estaba segura de que la causa de su
popularidad por la tarde hubiera sido su
escandaloso atuendo, pero existía una
máxima en el mundo del espectáculo: no
cambiar nunca «nada que te haya traído
buena suerte una vez», así que lavó y
retorció a toda prisa los leotardos y la
falda rosa y volvió a ponérselos para la
función nocturna. Y en esa ocasión hizo
también todo lo que pudo —
manteniéndose en movimiento constante,
usando sus palomas como pantalla—
para minimizar el efecto de su
involuntaria falta de modestia. Aun así,
esto tampoco disminuyó esta vez las
tumultuosas ovaciones del público.
—Ya lo comenté —le dijo Florian
cuando por fin el público permitió a
Clover Lee abandonar la pista aquella
noche—, los entusiasmos franceses son
difíciles de prever. Simplemente, te
adoran, querida. Yo te sugeriría que
encargues inmediatamente a Ioan unos
leotardos algo menos ceñidos, pero
insiste en que sean del mismo tono de
rosa.
Ioan cumplió estos requisitos y en
las funciones subsiguientes Clover Lee
pudo añadir sus prendas interiores de
sostén y cache-sexe que oscurecían
debidamente lo que ella había llamado
«todas sus curvas, protuberancias y
rendijas». Aun así, la pasión de la
muchedumbre siguió sin cambios en
cada función. Al cabo de unos días
Clover Lee descubrió que su
popularidad rebasaba los límites del
recinto del circo. Siempre que pasaba
una mañana libre curioseando en las
tiendas y pasajes de París, anónima en
traje de calle, seguía oyendo menciones
de «l’étonnante Giuseppina», pero
ahora oía con la misma frecuencia
comentarios admirativos sobre «la
fantasque Clover Lee». Era una
celebridad suficiente para alegrarla,
pero una mañana, alrededor de una
semana después, cuando paseaba por los
pasillos de los Magasins du Printemps,
descubrió que había alcanzado algo
parecido a una apoteosis. Volvió casi
corriendo al Grand Hôtel. Florian y
Rouleau estaban sentados en el
vestíbulo, charlando y fumando cigarros.
—¿De modo que Offenbach ofrece
un acercamiento?
—Sí. Ha venido a decir que nos
permitía tocar su música y, antes de
marcharse, casi nos ha rogado que lo
hagamos. Cualquier cosa, ha dicho,
excepto esa imitación del Joven
temerario…
—¡Florian!… ¡Jules! —jadeó
Clover Lee, sin aliento—. ¡No lo
adivinaríais nunca! En el Printemps…
en una vitrina… hay un traje de noche
muy elegante… en mi tono de rosa…
—Bueno, bueno —dijo Florian con
indulgencia—. Si tanto te gusta, querida,
seguramente puedes permitirte
comprarlo. No necesitas mi permi…
—¡No, no, no! —Jadeaba y reía al
mismo tiempo—. ¿Te acuerdas, Jules?
Hace mucho tiempo… en Virginia…
contaste que el artista del trapecio…
Léotard… había prestado su nombre a
muchas cosas… llamadas así en su
honor…
—Sí, claro que me acuerdo —
contestó Rouleau—. El otro día vi un
pâté Leótard en la carta de un
restaurante.
—Y yo dije… que si alguna vez era
famosa en Francia… quizá pondrían mi
nombre a algo… ¿Te acuerdas?
Florian y Rouleau la miraron,
expectantes. Clover Lee los dejó un
minuto en suspenso mientras recobraba
el aliento, a fin de poder hablar con la
dignidad, el orgullo y el énfasis
debidos:
—Ese traje de la vitrina del
Printemps tenía un letrero: «ROBE DE
SOIR, BROCART DU COULEUR À LA
MODE, ¡CLOVER PINK!»
—¡No! —exclamaron a la vez los
dos hombres.
—Así mismo. En inglés. Clover
Pink. Y debajo, en letras más pequeñas,
supongo que para quienes no saben qué
significa: «COULEUR DE ROSE DE
TRÈFLE». El color rosa de trébol[30].
—¡Válgame Dios! —exclamó
Florian—. Si esto es cierto, hija mía,
nos has conquistado una fama más
valiosa que cualquier función especial.
—Ella rió, feliz, y corrió al ascensor
para difundir la noticia por los pisos
superiores. Florian dijo a Rouleau—:
Sólo espero que la niña no se haga
ilusiones sobre la base de una mera
coincidencia. Después de todo, la flor
del trébol es rosa.
Sin embargo, no fue una ilusión. El
Printemps, que ocupaba el segundo lugar
en la confección de prendas a medida,
era el heraldo, promocionador y a
menudo instigador de las modas
populares. Al cabo de otra semana, las
boutiques de los mejores distritos de
París exhibían vestidos o peignoirs o
pañuelos o guantes hechos en aquel
color pastel y debidamente etiquetados «
CLOVER PINK» o incluso «CLOVER LEE
PINK» y su ubicuidad pronto hizo
innecesaria cualquier traducción de la
etiqueta al francés. En las semanas
siguientes, el color pasó a otras cosas,
además de las prendas de vestir. La
primera guarnicionería de la ciudad,
Hermès et Fils, puso en su escaparate
una silla de amazona hecha a mano del
característico color caramelo de
Hermès, pero estaba colocada sobre una
manta de Clover Pink. La galería de arte
Susse sacó al escaparate un grupo de
acuarelas de Constantine Guys, todas
sobre temas de circo, y un satén Clover
Pink hacía de fondo y rodeaba en
artísticos pliegues los adornados
marcos. El peluquero Raymond Pontet
puso en su escaparate una caprichosa
peluca de carnaval en Clover Pink. La
épicerie Fauchon, el Printemps de las
tiendas de alimentación, ofrecía —entre
sus hortalizas de Italia, trufas de
Périgord, pâté de foie gras de
Estrasburgo y otras delicadezas—
saumon fumé Clover Pink, bombones
Clover Pink y petits fours Clover Pink.
Una noche sirvieron en el comedor del
Grand Hôtel a todos los miembros del
Florilegio un nuevo postre
confeccionado por el chef de sucrerie
de la cocina; una mousse de fresa
Clover Pink. La multitud de las
graderías estaba salpicada liberalmente
de Clover Pink en todas las funciones
del circo —sombreros, abrigos, blusas,
pañuelos de cuello—, y en las calles de
París, Clover Lee figuraba entre las
escasas mujeres que no llevaban algo
rosa. Se negaba en redondo a llevar su
color característico en cualquier lugar
que no fuera la pista.
Desde su primera aparición en París,
Clover Lee recibía comunicaciones de
los peces gordos de las sillas, como
solía ocurrirle en todas partes. Después
de cada función, Banat o uno u otro de
los eslovacos le llevaban ramos de
flores o cajas de bombones con la nota
correspondiente. Había aceptado dos o
tres de las primeras invitaciones a cenar
o al teatro, pero había encontrado a los
ricachones indignos de una segunda
salida. Sin embargo, cuando su Clover
Pink se convirtió en el furor de todo
París, Clover Lee empezó a recibir
obsequios más valiosos —joyas buenas,
frascos de perfume caro, cajas de vinos
escogidos— y los sobres que los
acompañaban ostentaban a menudo
coronas o escudos heráldicos. En
tiempos pasados, Clover Lee habría
corrido a aceptar las invitaciones
contenidas en aquellos sobres, pero
ahora sólo enviaba corteses
agradecimientos y excusas, mientras
reflexionaba sobre cómo sacar el mejor
partido de su vertiginosa popularidad.
Una mañana fue al hotel Crillon,
donde residía Giuseppina Bozzacchi.
Las dos muchachas conversaron largo y
tendido porque Giuseppina también se
veía asediada por invitaciones firmadas
por nombres notables y albergaba las
mismas dudas sobre cuáles debía
aceptar o si no debía aceptar ninguna.
Después Clover Lee abordó a Monsieur
Nadar, que era un visitante casi
cotidiano en el Florilegio, y le pidió
consejo. Nadar echó una ojeada a la
colección de billets recibidos hasta
entonces y comentó cada uno de ellos,
algunos con una mueca de desdén,
mientras los separaba en dos montones.
—Un libertino desenfrenado, el tal
comte Zichy. Desechado. Éste sólo
querría a una joven bonita como
pantalla, por así decirlo, mientras
merodea en torno a adolescentes
bonitos. Desechado. Un debauché
empedernido, este Chabrillan.
Desechado. El tal Persigny ya está
casado, él por dinero, ella por su título,
así que si algún día te ofreciera a ti el
título, chérie, seríais los dos pobres de
solemnidad. Desechado. Y este que
firma el billet como marquis de Persan,
es en realidad marquise de Persan. Un
miembro de ese círculo llamado «el
pequeño Eldorado de Saint-Germain».
Un círculo muy distinguido en algunos
aspectos, incluye a la princesa
Troubetskoi y a la condesa d’Adda, pero
no creo que desees pertenecer a él.
Desechado.
Cuando Nadar terminó, a Clover Lee
le quedó un pequeño montón de sobres,
pero estaba segura de que sus remitentes
eran por lo menos todos hombres,
heterosexuales, solteros, dueños de
credenciales impecables y provistos de
riqueza propia. Así, pues, en lo
sucesivo, cuando alguno de ellos le
mandaba otro regalo u otra invitación,
Clover Lee no los rechazaba
inmediatamente. Mantenía contacto con
Giuseppina y durante varios meses las
dos muchachas se enviaron mutuamente
mensajeros entre el Bois y la Opera o
entre sus dos hoteles, portadores de
notas en los siguientes términos: «Tengo
a dos buenos partidos para cenar a
medianoche, un príncipe de baja
alcurnia y un conde. ¿Te interesa uno de
ellos?» Y en general, cuando las jóvenes
aceptaban invitaciones, incluso de
ricachones probadamente aceptables, se
las arreglaban para salir las dos parejas
juntas, no tanto por seguridad ni siquiera
por decoro sino porque Clover Lee y
Giuseppina habían convenido en que así
daban más una impresión de
inaccesibilidad y desinterés, lo cual
haría que fuesen más codiciadas por los
pretendientes mejores, más ricos y con
más títulos.
Durante aquel invierno muchos otros
miembros de la compañía circense
recibieron regalos y notas de los
ocupantes de las sillas, y no sólo las
mujeres, sino también los hombres,
incluyendo a algunos que nunca habían
llamado esta clase de atención. Como es
natural, artistas tan consumados y
gallardos como Jean-François Pemjean,
Arpád, Gusztáv y Zoltán Jászi podían
casi elegir entre las parisiennes
impresionadas después de cada función,
pero los tipos mayores y menos apuestos
—Jörg Pfeifer, Carl Beck y Dai Goesle
— también tenían suficientes
admiradoras para mantenerlos
entretenidos en su tiempo libre. El
francamente feo Gombocz Elemér era
visto a menudo por los bulevares
conduciendo el vistoso faetón de una
matrona francamente guapa que se
sentaba muy cerca de él. El modesto
«profesor» eslovaco del órgano de
vapor recibía frecuentes invitaciones a
«soirées musicales» ofrecidas por
ávidas solteronas.
Sin embargo, Clover Lee continuaba
siendo el blanco de todas las miradas,
tanto de hombres como de mujeres. Y
cuando el manto gris invernal del humo
de las chimeneas desapareció del cielo
de París, la moda del Clover Pink se
puso más que nunca en evidencia porque
aquel color armonizaba tanto con las
pálidas mañanas rosadas de la
primavera parisiense como con las
pálidas neblinas azuladas que flotaban
sobre el Sena cuando sus aguas se
calentaban y con las brumas verdosas
que anunciaban el brote de la hierba en
el Bois y de las hojas de los castaños en
los Champs-Elysées.

Los miembros del Florilegio habían


visto la llegada de la primavera en
muchos lugares diferentes del planeta,
pero pocos la habían contemplado allí y
por esta razón no estaban preparados
para las bellezas y deleites de un abril
en París. Después de las mañanas
rosadas, el cielo adquiría un tono claro
y diáfano y por la noche no se volvía
negro sino de un intenso color violeta.
Incluso antes de que sus árboles tuvieran
todo el follaje, los Champs-Elysées eran
una avenida llena de color y de todos
los colores; narcisos, azafranes y
tulipanes crecían a ambos lados, en el
centro y en las plazas. Pasear ante los
puestos de flores en los quais de la Cité
era invitar al vértigo por la mezcla de
perfumes; estar en el mercado de frutas
cerca de la Ste. Chapelle equivalía a
correr el peligro de intoxicarse con el
aroma de las fresas salvajes; andar por
el Quai St. Bernard era exponerse a una
borrachera real por los vapores de los
barriles de coñac descargados de las
barcazas fluviales.
La primavera en París no era una
novedad para Florian, pero había
surgido un elemento nuevo desde la
última vez que viera allí la llegada del
mes de abril. Los cafés, estaminets,
brasseries y restaurantes no sólo abrían
de par en par sus puertas sino que se
proyectaban hacia afuera, sacando a las
aceras mesas y sillas, todas las que
podían colocar ante su fachada sin
bloquear del todo el paso de los
transeúntes. Florian expresó su sorpresa,
y Nadar, que paseaba con él, explicó:
—Empezó con la Gran Exposición
del sesenta y siete, cuando afluyeron a la
ciudad tantos extranjeros y gente de
provincias. Y ya conoces, ami, la
codicia de los taberneros. Simplemente
adquirieron más mesas y sillas y se
apropiaron de las aceras que hay frente
a sus establecimientos. Al principio
fueron maldecidos por todos los pobres
viandantes que se vieron obligados a
andar por los charcos del arroyo y quizá
arriesgarse a que una herradura o una
rueda les aplastara los pies. Pero ahora
se ha convertido en una costumbre
aceptada. E incluso yo debo convenir en
que una mesa de acera es, cuando hace
buen tiempo, un lugar agradable para
pasar largo rato ante un café o un licor,
fumando y hojeando un periódico,
charlando con amigos o cultivando
simplemente las lánguidas artes del
flâneur y del observador.
Gavrila Smodlaka y Katalin Szábo
no se habían mostrado en absoluto
dispuestas hasta ahora, por diferentes
razones, a trabar nuevas amistades
masculinas, pero de repente, inspiradas
tal vez por la alegría hedonista de sus
colegas —o por la propia primavera de
París—, salieron de su voluntario
aislamiento. En cualquier caso, cuando
Gavrila fue abordada por un caballero
yugoslavo expatriado, de edad mediana
y rostro agradable, que no se dirigió a
ella en servocroata sino en el propio
dialecto «kaj» de Gavrila —«Mogu li
da se predstavim, gospodja? Moye ime
Jovan Maretic»—, aceptó su invitación
a cenar, no sin expresar antes algunos
recelos acerca de dejar sola a Sava,
pero la niña respondió con petulancia
que ahora ya era lo bastante mayor como
para quedarse sola y quizá incluso para
hacer amistades propias. Y fue, de
hecho, por la insistencia de Sava que
Gavrila continuó después saliendo una o
dos veces por semana con Gospodín
Maretic.
La pequeña Katalin-Grillo-Grillon
recibía casi tantos ramos de flores, cajas
de bombones y mensajes como la
estrella, Clover Lee.
Katalin se quedaba con todos los
regalos y abría todos los sobres que los
acompañaban. No obstante, rompía
inmediatamente algunas de las notas,
diciendo sólo a sus colegas que eran
«repugnantes». Otras, en cambio, la
hacían reír y las enseñaba; eran
garabatos apasionados escritos a todas
luces por muchachos que la
consideraban una chica de su misma
edad, precozmente desarrollada. Katalin
conservaba algunas notas, al menos
brevemente, mientras iba a asomarse a
la puerta trasera y pedía al eslovaco que
le había llevado las notas que le
señalara a los remitentes. Ninguno era
enano como ella, pero a veces algún
hombre le parecía tolerable y entonces
Katalin decía al eslovaco que lo
acompañara al patio trasero. Allí, lejos
de cualquier oído indiscreto, hablaba un
poco con él. En estos casos los hombres
adoptaban una expresión de
incredulidad y asombro y se alejaban a
toda prisa. Por fin, uno de ellos no huyó,
y Katalin aceptó su invitación a cenar.
Después continuó aceptando sus
invitaciones: a la Opera, a cafés
concierto, al Théâtre Lyrique. Florian,
curioso como cualquier otro, preguntó
finalmente a Katalin por qué este
caballero en particular le parecía más
satisfactorio que todos aquellos a
quienes había entrevistado. La enana
titubeó antes de contestar, hasta que
Florian le juró que no lo diría a nadie.
Entonces respondió con brevedad:
—Es impotente.
Incluso la rechoncha y fea Ioan
Petrescu, siempre entre bastidores,
entabló una relación romántica. Dai
Goesle encontró en alguna parte y llevó
al recinto del circo a un maestro
fontanero que había inventado un retrete
que no dependía solamente de un pozo
cavado por debajo, sino que empleaba
un depósito de zinc que contenía
sustancias químicas disolventes. Este
excusado, contó Goesle a Florian, no
tendría que trasladarse con tanta
frecuencia ni habría que llenar el pozo
antiguo y cavar uno nuevo; el depósito
químico disolvería gran parte de los
desechos depositados y hasta cierto
punto los desodorizaría. Entusiasmado,
Florian encargó al maître Delattre seis
unidades para uso de la compañía
circense y de su público y le asignó a
varios eslovacos como ayudantes. Fue
mientras el maestro fontanero
supervisaba esta tarea de construcción
cuando conoció a Ioan y, a pesar de la
considerable barrera lingüística, cuando
los retretes estuvieron terminados los
dos empezaron a salir juntos con
regularidad.

Fitzfarris, siguiendo el consejo del


pintor Renoir, visitó un día el Folies
Bergère, llevando consigo a Maurice
LeVie para que actuara de intérprete. En
dicho café, repartiendo con buen criterio
algunas entradas del circo, ahora muy
codiciadas, consiguieron introducirse
entre bastidores y una vez allí no
necesitaron muchas dotes de persuasión
ni mucho regateo sobre el salario para
contratar a las tres chicas más bonitas de
la compañía del Folies, las cuales
prometieron buscar entre sus amigas a
alguna que estuviera sin empleo o
empleada en otro lugar. («En las calles,
sin duda», dijo LeVie en inglés a
Fitzfarris, quien replicó: «Diablos, no
me importa la procedencia»). Así,
después de seleccionar a las amigas
prometidas, Fitz presentó
orgullosamente a Florian un corro de
diez bailarinas de cancán, bellas, bien
formadas y serviciales.
Cuando Florian preguntó a las
muchachas si poseían pasaportes, se
quedó un poco atónito cuando le
entregaron lo que ellas llamaban sus
brémes —o «lenguados»—, las tarjetas
blancas expedidas por el departamento
de policía, donde figuraban las fechas
de sus periódicos exámenes médicos.
—Bueno —dijo Florian después de
mandar las chicas a Ioan para que les
probara los vestidos—, pueden ser
putains, pero al menos no son
poivrières.
—¿Qué? —preguntó Fitzfarris.
—Son prostitutas, pero no
pimenteros. No contagiarán a nuestra
compañía, ejem, infecciones engorrosas.
—Y además son cojonudamente
bonitas —añadió Fitz, muy contento—.
Y lo mejor de todo, bailarán el cancán
sin nada absolutamente debajo de las
faldas.
—Vamos, vamos, sir John. Si deseas
añadirlas a tu osado espectáculo,
vístelas, o desnúdalas, como quieras,
pero cuando bailen en la pista deben ir
decentemente tapadas por debajo. Daré
instrucciones a la modista en este
sentido.
Ioan tardó una semana en terminar
los trajes de aquellas muchachas. Todos
eran idénticos de estilo, ceñidos y muy
escotados, con faldas de mucho vuelo
hasta la rodilla y muchas enaguas, pero
cada vestido tenía dos colores y no
había dos colores iguales en los diez
conjuntos. Así, cuando bailaban el
preludio de cada función, formaban una
mêlée deslumbrante y caleidoscópica en
la pista. Su danza frenética y bulliciosa
de piernas alzadas, cinturas dobladas
hacia atrás, pasos vistosos y súbitas
despatarradas —al son del obsceno
cancán de Orphée aux Enfers del maître
Offenbach—, no podría haber sido más
excitante y erótica si la hubiesen bailado
completamente desnudas. Más tarde,
después de cada función, las chicas se
dirigían al anexo de sir John para un
posludio «sólo para hombres» del
cuadro de la Doncella y Fafnir. Entre
las funciones, las chicas demostraron
que «carecían totalmente de prejuicios»
poniéndose a disposición, a precios de
colega, de todos los hombres de la
compañía —Hannibal, Banat y otros
eslovacos— que no habían encontrado
compañía femenina de las graderías.
Luego, vestidas con su propia ropa,
desaparecían del recinto del circo para
ir o bien a sus viviendas de la ciudad o
a trabajar de madrugada por las calles.
Algunos de los ricachones disolutos e
importunos de las sillas no habrían sido
aprobados por Monsieur Nadar si las
artistas que sucumbieron a sus halagos
hubieran pedido su consejo. Una noche,
cuando Jovan Maretic acompañó a
Gavrila al hotel después de una cena de
medianoche en Fouquet, ella le deseó
buenas noches y subió en el ascensor…
para volver a bajar casi inmediatamente
e irrumpir en el vestíbulo a tiempo de
encontrar todavía allí a Maretic, que
compraba un cigarro en el bureau de
tabac. Corrió hacia él, le agarró por la
manga y dijo, llena de pánico:
—¡Sava! Moj kci! Ona ne ovo u
mojoj!
—¿No está en tu habitación? Quizá
ha ido a pasearse por el hotel.
—¡Ne, Jovan! ¡Tampoco están el
abrigo y el manguito!
—Entonces, quizá ha ido a dar una
vuelta por las calles. No debes…
—¡Es más de medianoche! ¡Sólo
tiene once años!
—Aun así… no nos alarmemos,
Gavrila. Déjame pensar qué podemos
hacer…
En aquel momento entró Sava por la
puerta del vestíbulo casi vacío. Sonreía
beatíficamente, pero a nadie ni a nada en
particular. Se tambaleaba un poco al
andar y daba la impresión de haberse
puesto la ropa con prisas y sin cuidado.
No se fijó en Gavrila y Jovan hasta que
su madre exclamó:
—¡Sava! ¿Dónde estabas?
—¡Ah, hola, mati! —la saludó la
niña con vaga cordialidad y una
dificultad manifiesta para fijar la mirada
—. Hola, Gospodín Maretic. —Parecía
más blanca y transparente que nunca y el
aliento le olía a anís—. He salido.
—Ya lo vemos. ¿Adónde?
—Con mi amigo Paul. ¿No te he
hablado nunca de Paul? Hemos salido
muchas veces. Hoy me ha dado un
jarabe muy bueno. Tres o cuatro copas.
—¿Es un niño este Paul?
—No lo creo —gruñó Maretic—.
Apesta a absinthe.
—Y esta vez me ha escrito un
poema. Sólo para mí. —Sava sacó un
pedazo de papel manchado y arrugado
—. ¿Ves, mati?
Gavrila lo miró, furiosa.
—Jovan, ¿puedes leer esto?
A él le costó un poco descifrar las
líneas de garabatos, llenas de tachaduras
y palabras añadidas, pero logró leer en
voz alta un par de versos —«Mignons,
pâles, doux tetins d’enfant… d’elle pas
encore en puberté»—; entonces tragó
saliva y leyó el resto en silencio.
—¿Qué más dice? —preguntó
Gavrila.
—Bueno… —Maretic tosió—.
Quienquiera que sea, parece conocer…
ejem… bastante íntimamente… ejem…
el cuerpo de la niña.
—¡Sava! —exclamó Gavrila con
voz ronca—. ¿Qué… qué habéis hecho
tú y ese hombre?
—Hemos ido a sus habitaciones. No
son muy bonitas. Hemos tomado bebidas
dulces. —Se llevó la mano a los labios
para disimular un delicado eructo y
luego sonrió, feliz, y movió sus blancas
pestañas—. Después nos hemos ido a la
cama y hecho lo que solíais hacer de
noche tú y papá.
Gavrila dirigió una mirada
avergonzada a Maretic, quien clavó los
ojos en un lejano rincón del techo del
vestíbulo. Entonces Gavrila dijo a Sava,
con una vaga esperanza:
—No puede ser. Yo soy una mujer
adulta y tu padre era un hombre adulto.
—Paul es un hombre adulto, pero las
mujeres adultas son gordas y peludas. Y
Paul ha dicho que sé hacer todo lo que
hacen las mujeres adultas. —Sava
adoptó una expresión muy adulta de
satisfacción y complacencia—. Porque
he tenido mucho, mucho cuidado de
imitar todo lo que tú hacías con papá. —
Gavrila no volvió a mirar a Maretic con
apuro; se limitó a encoger los hombros
como una vieja. Sava continuó,
murmurando ahora con voz gangosa—:
Paul ha dicho que se llama igual que
papá, que su nombre es la traducción
francesa de Pavlo. ¿Lo sabías?
Su madre dijo, deshecha:
—Debes de haberlo inventado, niña.
No eres más que una niña. Es
imposible… inconcebible…
Maretic tosió de nuevo y replicó:
—Inconcebible, tal vez, pero siento
decirte que no es imposible. A juzgar
por lo que el hombre ha escrito tan
explícitamente en este…
Gravrila le arrancó el papel de las
manos, apretó contra ella a Sava con un
gesto protector y casi gritó:
—¡Jovan, vete ahora, te lo ruego!
Enseñaré este papel a Gospodín Florian;
él sabrá qué hay que hacer. Pero tú vete.
Pensaba que ya había terminado con los
hombres para siempre y tenía que haber
sido así. Ahora he terminado en serió.
Zbogom, Jovan.
—Zbo’m, Jovan —repitió Sava,
medio dormida.
—Me iré —dijo Maretic,
inclinándose—, pero no para siempre.
Digo hasta la vista pero no adiós.
Perdóname por decirte esto en un
momento tan inoportuno, Gavrila, pero
creo que tu pequeña familia necesita a
un hombre.
A la mañana siguiente Monsieur
Nadar volvió al recinto del circo y
Florian le enseñó el trozo de papel
manchado que Gavrila le había dado
antes. Nadar se ajustó en el ojo el
monóculo cuadrado, leyó el poema y
dijo:
—El abominable Verlaine, no cabe
la menor duda. ¿Por qué me enseña
esto?
—El abominable Verlaine, si fue él
quien ha escrito estos versos, violó
anoche a una niña de once años.
—¿De veras? ¿A qué niña?
—A nuestra Enfant des Ombres. A
la pequeña albina.
—¿A una hembra de corta edad?
Paul debía de estar borracho como una
cuba y desesperado. ¿Desea informar a
la policía? Conozco a un inspector muy
influyente.
—No, no. Sólo quería estar seguro
de la identidad del violador. Y le ruego,
monsieur, que no hable a nadie de este
triste incidente. Si cualquier hombre de
este circo llegara a saberlo, Verlaine
sería perseguido y descuartizado. Yo me
limitaré a despedazarle a latigazos la
próxima vez que le vea.
—¡Calma, amigo! No estropee un
buen látigo y no se exponga a un ataque
de apoplejía. Paul Verlaine es capaz de
acostarse con cualquier cosa caliente
que no pueda escapar, pero prefiere con
mucho a los efebos. Ya ha leído el
poema. Es evidente que ha usado a la
niña sólo porque su cuerpo es liso como
el de un muchacho. Pero ahora, zut
alors, ha hecho de ella una mujer. A
partir de ahora le resultaría repugnante y
se mantendrá alejado de ella. La niña no
debe temer nada de él y es probable que
el resto de ustedes no vuelva a verle
nunca más.
Nadar no se equivocó. Ningún
miembro de la compañía vio más a
Verlaine, ni en el circo ni en ningún otro
lugar de París. Y aquel mismo día
Florian acababa de dejar a Nadar
cuando Gavrila se le acercó para
decirle:
—Lamento, gospodín, haberle
molestado tanto esta mañana. Ha sido
antes de que Sava se despertara. Al
despertarse tenía un terrible dolor de
cabeza y mareo de estómago, pero no
recuerda el motivo. Incluso me ha
preguntado por qué le dolía un poco allí
abajo y por qué tenía un poco de sangre.
Le he dicho rápidamente una mentira,
que ayer intentó despatarrarse como una
chica del cancán. Es la primera mentira
que digo a Sava en toda su vida.
—Enteramente justificada, Gavrila,
y muy oportuna. Es una suerte que la
niña no recuerde lo sucedido; suele
pasar después de una borrachera. ¿Qué
recuerda de anoche?
—Que visitó las habitaciones de un
hombre llamado Paul. Nada más. Y que
hoy se ha despertado en su propia
habitación.
—Alégrate, entonces, de que el
bastardo la emborrachara. Y no insinúes
siquiera lo ocurrido. Quizá con el
tiempo llegue a olvidar al hombre y
cómo se llama. Esperemos que sea así.
Mientras tanto, hazla permanecer en
cama hasta que se encuentre mejor y tú
vuelve y quédate a su lado.
Prescindiremos de tu número mientras…
—No, gospodín, trabajaré. —
Gavrila se ruborizó levemente—. No
todos los hombres son malos. Un
hombre muy bueno está ahora vigilando
a Sava. Es incluso mejor padre que el
auténtico.
En la tienda vestidor de las mujeres,
donde las dos chicas Simms preparaban
sus trajes para la primera función del
día, Domingo preguntó por decir algo a
su hermana:
—¿Dónde pasas tu tiempo libre
últimamente? Ya no vas de tiendas con
las otras mujeres y nunca te veo
acompañada a ninguna parte por algún
ricachón.
Lunes rió y dijo:
—Mira. —Cogió su abrigo, sacó de
él un bolsito que tintineaba mucho, lo
volcó sobre el tocador y dejó caer un
montón de monedas de oro—. Estoy
ganando más dinero fuera que dentro del
espectáculo.
—¡Dios santo! —exclamó Domingo,
mirándola fijamente—. ¿Cómo?
—¿Te acuerdas de aquel hombre que
me dibujó?
—Sí. Monsieur Doré.
—Ahora le llamo Gus. Fui a su
estudio tal como me dijo para que me
pusiera algo sobre el retrato que evitara
los borrones y le he visto mucho desde
aquel día y también a sus amigos
pintores. —Rió—. Y ellos también han
visto mucho de mí.
—¡Lunes!
—Gus hace dibujos para un libro
sobre los ocios de un rey y he posado
para todos los retratos de damas
elegantes, vestida con trajes muy
estrafalarios. Pero los amigos de Gus
(Edgar, Edward, August y Jean-Baptiste)
prefieren pintarme sin trajes y me pagan
mejor así.
—¡Lunes! ¿De verdad te desnudas
delante de desconocidos?
—Claro. Dicen que adoran el color
de mi piel y que no hay muchas
francesas que lo tengan.
—¿Cómo puedes saber qué dicen?
No conoces más de una docena de
palabras en francés.
—Oui, oui —replicó Lunes con
sarcasmo—. No necesito muchas más.
Oui, oui. Pero la mayoría habla un poco
de americano. Y déjame decirte una
cosa, hermanita: ellos no se burlan de mí
como tú haces siempre. Esos caballeros
piensan que el acento sureño es
distinguido y gracioso.
—En este caso encontrarían
adorable a Hannibal Tyree. Pero esto no
importa. ¿Posar desnuda es todo lo que
has hecho? ¿Lo único por lo que te han
pagado?
Lunes dio un bufido.
—Diablos, no. ¿Crees que pagarían
con oro sólo para mirar carne morena?
Les gusta probarla.
—¿Y tú se lo permites? ¿A todos
esos hombres que has mencionado?
—Bueno, no a todos a la vez. Y a
veces posan otras mujeres y se suman a
nosotros. —Y añadió vagamente—: De
uno u otro modo.
—Lunes, esto es… —Domingo agitó
las manos, sin saber qué decir—.
Hacerlo con promiscuidad y por
dinero… vaya, esto es pura…
—¡Cállate! Te juro que dejaré de
llamarte hermana para llamarte tía. Tú
no tienes a ningún hombre que desee
desnudarte y por esto no quieres que yo
me divierta.
Domingo suspiró.
—Quizá tengas razón. Quizá sea por
esto.
—Consérvate pura e inocente para
ese Zachary Edge, que de todos modos
es demasiado viejo para ti… Quizá
demasiado viejo para cualquiera. No le
he visto nunca acompañando a damas de
las sillas.
—La otra noche me llevó a cenar a
Vefours.
—Junto con el señor Florian y
Daphne Wheeler. ¿No es romántico? —
Lunes miró a su hermana entornando los
ojos—. Voy a enseñarte una cosa que
tengo guardada. Está en el remolque.
Quédate aquí.
Lunes tardó sólo unos minutos en
volver con un pedazo de papel doblado
y amarillento.
—¿Recuerdas que después de la
muerte de miss Auburn, el viejo Zack
distribuyó todas sus cosas?
—Claro. Aún tengo su caja de
música.
—A mí me dio un grabado suyo.
Pasó mucho tiempo antes deque
encontrara esto oculto detrás del marco.
Supongo que el viejo Zack estaba
aturdido aquellos días y olvidó que lo
había metido allí. En cualquier caso,
calculo que miss Auburn debió de
escribir esto cuando pensaba que
moriría de muerte natural, mucho antes
de que decidiera suicidarse.
Lunes alargó el papel a Domingo,
quien observó, titubeando:
—Probablemente su intención fue
que sólo lo leyese Zachary.
—Bueno, pero hay tu nombre
escrito, así que, ¿quién tiene más
derecho a leerlo?
Domingo lo desdobló con manos un
poco trémulas y leyó con lentitud una
parte del papel:
—«… Zachary, yo podría haber
escrito este mismo sentimiento, pero
otra mujer lo hizo mucho mejor. Amor
mío, cuando haya muerto… no me cantes
canciones tristes…» —Domingo sollozó
y luego siguió leyendo en silencio hasta
que llegó a la mitad de la hoja—.
«Como es natural, puedes conocer a
alguien fuera del circo, quizá una gran
dama realmente distinguida…»
Lunes observó, insensible:
—Como aquella gran condesa tan
distinguida de la que se enamoró.
Domingo levantó la vista y dijo
lealmente:
—Sólo fue porque le recordaba
mucho a Autumn. —Volvió a la nota—:
«Pero, Zachary, entre nuestra propia
compañía…» —Y se interrumpió con
una exclamación ahogada.
—Ya te lo he dicho —advirtió Lunes
—, debías de gustarle muchísimo a esa
miss Auburn. Nunca en mi vida he oído
decir a una mujer blanca tantas cosas
buenas de una mulata. Ni echarla en los
brazos de su propio hombre blanco.
Domingo dijo con voz temblorosa:
—Me pregunto si Zachary leyó esto
alguna vez.
—No creo que ella lo dejara donde
yo lo encontré. ¿Quieres decir que no te
ha hablado nunca de esto?
—No. Y tú tampoco debes decir
nada, Lunes. Aunque supongo que
todavía es propiedad tuya. —Y le alargó
la nota.
—Diablos, ¿para qué lo quiero? Te
diré la verdad, hermanita. Sólo lo
guardaba por despecho, porque nadie
me ha llamado nunca inteligente,
bondadosa y tantas cosas buenas. Ahora
es tuyo. Podría ser un argumento
bastante poderoso si realmente quieres
cazar a ese… ¿por qué lo rompes?
6
MAISON DE L’EMPEREUR
Palais des Tulleries, Premier
Chambellan
le 3 mai 1870

Monsieur Florian,
Par ordre de l’empereur, j’ai
l’honneur de vous prévenir que vous
êtes invité, ainsi que…
—Bueno —dijo Florian con gran
satisfacción, mostrando a sus
principales subordinados la invitación,
exquisitamente grabada, que acababa de
entregarle un mensajero con librea—,
empezaba a pensar que el emperador
nos había olvidado. Pero estamos todos
invitados (menos el personal eslovaco,
claro), junto con cualquier consorte civil
o los amigos que deseemos incluir,
primero a cenar en el palacio de Saint-
Cloud y después a un baile de disfraces
en el Grand Trianon de Versalles. El día
primero de junio. Según la nota del
chambelán, muchos otros personajes
destacados de todas las artes estarán
presentes en la cena. Y supongo que
alrededor de mil miembros de la
aristocracia asistirán al baile. ¿Queréis
hacer correr la noticia por el recinto del
circo, caballeros? Averiguad el número
exacto de personas dispuestas a ir,
incluyendo las ajenas al circo, para que
pueda informar de ello al chambelán.
—¿Significa el baile de disfraces —
preguntó Edge— que podemos asistir
con el traje de pista?
—Todos aquellos que deseen
llevarlo —contestó Florian—, pero me
imagino que la mayoría de nosotros
preferirá asumir una personalidad
diferente con la excusa de semejante
acontecimiento.
—Creo —dijo Willi— que uno de
nosotros debería invitar a Monsieur
Nadar. Nos será útil para identificar a
los otros invitados.
—Te refieres a que nos ofrecerá los
últimos y más jugosos chismes acerca de
ellos —observó Florian con una sonrisa
—. Sí, tiene que acompañarnos. Muy
bien, id a comunicarlo a los artistas.
Aún faltan tres semanas para la gran
noche, pero este plazo puede ser corto
para las damas que deseen adquirir
vestidos lujosos para la ocasión. Y,
Stitches, ¿prepararás carteles
anunciando que el Florilegio no actuará
aquel día? Ni la víspera, para los
preparativos, ni al día siguiente, para
nuestra recuperación.
Cuando los demás hubieron salido
de la oficina, Fitzfarris se quedó
rezagado.
—Me gustaría hablar un momento en
privado, director, acerca de las chicas
del cancán.
—¡Dios mío! Me temo, sir John, que
se sentirían tan desplazadas como los
eslovacos en una cena de gala.
—Oh, estoy de acuerdo. No se trata
de esto. Quería decirle que las chicas
me han abordado en grupo para pedir un
aumento de sueldo.
—¿Qué? Les pagamos el doble de lo
que dijiste que ganaban en aquella
mísera revista de café. Y deben de ganar
aún más con sus, ejem, actividades
extralaborales.
Fitzfarris, incómodo, explicó:
—Bueno, sí, lo hicieron durante un
tiempo, pero ahora ya no. Ignoro cómo
decirlo exactamente, director. La
portavoz de las chicas (no, no es esto,
supongo que debería llamarla la
portavoz de las putas) dijo que han
perdido su negocio del patio posterior.
Une putain amateur se… ejem… se
ofrece gratis a todos los clientes.
—¡Cielos! ¿Una aficionada hace el
trabajo de diez profesionales? Pues no
he visto a ninguna desconocida en el
patio trasero.
Fitzfarris respiró hondo y dijo:
—Describen a su competidora como
«ce petit blanc ver». Si he comprendido
correctamente…
—«¿Ese gusanito blanco?» Dios
mío, sólo podría ser…
—Sí. Yo también lo encuentro
increíble, pero las chicas insisten en que
es así. Aún no he pedido cuentas a Sava
ni a su madre; no sabría cómo hacerlo.
Por esto le paso el problema a usted. Lo
siento.
—No lo sientas —dijo Florian,
preocupado—. Después de todo, el
papel de pater familias de esta
compañía es mío. Pero vete de prisa y
envíame a Gavrila.
A Edge también le hacían una
consulta en privado. Se trataba de
Clover Lee, a quien acababa de
comunicar la noticia de la velada
palaciega.
—Ya sabía que se estaba planeando
—respondió ella—. Me lo dijo un… un
amigo de la corte. También estará en el
baile. Pero me gustaría pedirle un favor,
coronel Zack. ¿Querría conocerle fuera
del circo antes de que lo presente a
Florian en el baile? Tengo una razón
para pedírselo.
—Está bien. ¿Cuándo y dónde?
—Domingo me ha dicho que
frecuenta un café donde a veces come al
mediodía.
—Sí, pero no es lugar para llevar a
nadie. Le Commerce, en los mercados
de pescado de les Halles. Si tu amigo es
duque o conde, no creo indicado…
—Será perfecto. Allí no es probable
que alguien le reconozca. ¿Mañana a
mediodía?
En cuanto Fitzfarris hubo pedido a
Gavrila que acudiese a la oficina de
Florian —por un motivo sin especificar
—, tuvo que afrontar otra situación
inquietante, al menos durante un rato.
Cuando habló a Brunilda y Kostchei de
la invitación imperial, ambos rogaron
ser excusados, él por la razón de
siempre, porque no quería provocar una
pérdida de apetito general, ella porque
su familia era demasiado conocida por
muchos miembros de los círculos
cortesanos imperiales y su presencia en
calidad de atracción circense podía ser
causa de bochorno para todos. Fitz no se
sorprendió de que rechazaran la
invitación, pero se quedó estupefacto
cuando la giganta añadió:
—A Timoféi y a mí no nos importa
la soledad ocasional porque nos
hacemos compañía el uno al otro. Y para
que esta compañía sea permanente, sir
John, hemos decidido casarnos.
Fitzfarris calculó instantáneamente:
constituían el veinticinco por ciento de
su espectáculo.
—Bueno —dijo, decepcionado—,
desde que está con nosotros la hemos
llamado siempre Olga, pero todos
sabemos que es princesa y una mujer
rica. Supongo que no podemos lamentar
que, habiendo encontrado un marido de
su gusto, decida disfrutar de su fortuna, y
de su buena suerte, en un retiro
permanente, pero no cabe duda de que
este espectáculo perderá mucho sin los
dos.
—Oj, nyet, nyet! —exclamó
Kostchei, alarmado—. No nos
despedirá porque nos casamos,
¿verdad?
—Pues claro que no. Diablos, no.
Sólo suponía que se iban a comprar un
palacio en alguna parte para vivir allí
eternamente felices, como suele decirse.
Brunilda rió con alivio y dijo en
tono alegre:
—¿El ogro y la ogresa buscando un
palacio sombrío en medio de un oscuro
bosque? Eso sería demasiado
aislamiento y demasiada soledad. Nyet.
Aquí hemos hecho amigos, sir John, que
no nos consideran monstruos. Y aquí
podemos ver a otras personas y
procurarles distracción o un breve
estremecimiento sin tener que
mezclarnos con ellas y fingir ser como
ellas. Esta es la vida que deseamos
seguir viviendo, si nos permiten
quedarnos.
—¡Maldita sea, pues claro que sí!
—exclamó Fitzfarris, alborozado—. ¡Y
menuda fiesta, cuando se casen! Puedo
garantizarles que Florian organizará una
boda por todo lo alto…
—¡Oj, no, por favor! —suplicó la
giganta—. Esto lo estropearía todo. Mi
familia de Rusia moriría sin duda de
mortificación ante semejante publicidad.
—Ah, bueno, supongo que tiene
razón —concedió Fitz, aunque
decepcionado—. Qué lástima. Habría
sido una boda mucho más sonada que la
de Tom el Pulgarcito.
—No deseamos ningún boato,
ninguna mención pública, sólo una
ceremonia civil en una oficina
municipal. Si puede enterarse de las
gestiones pertinentes, se lo
agradeceremos mucho, sir John.
—Sí. Está bien. Lo averiguaré.

Gavrila entró bailando en el furgón rojo,


diciendo con gran entusiasmo:
—John Fitz me ha comunicado la
estupenda noticia. Por favor, ¿me
permitirá invitar a Gospodín Maretic?
—Por supuesto. En cierto modo
deseaba hablarte de tu amigo Maretic.
Siéntate, querida. —Florian jugueteó un
minuto con los objetos de su mesa y
entonces dijo con cautela—: Por lo visto
la pequeña Sava no ha olvidado todo lo
ocurrido la noche de su, ejem, rapto. De
hecho, parece ser que le gusta repetir
algunas cosas de esa noche. —Se atusó
la perilla—. Supongo que una madre
debe de ser la última en saberlo.
Gavrila levantó una mano trémula
para ocultar el temblor de sus labios.
Florian tuvo que continuar y hablarle de
las actividades de Sava, pero se abstuvo
de mencionar su presunta voracidad y el
efecto de ésta sobre las ganancias de
diez prostitutas profesionales.
—¿Lo hace con un eslovaco? —
preguntó Gavrila, casi vomitando—.
Svetog Vlaha! Pero… pero… ¿no
podría usted… expulsarlo, gospodín?
¡Un hombre así!
Florian no explicó que tendría que
despedir a todos los peones, a la banda,
a los cuidadores de elefantes y sólo
Dios sabía a cuántos más. En vez de
esto, dijo:
—Creo que en esta ocasión no hay
un culpable. Ahora la culpa es de Sava.
O mejor dicho, el problema, la
enfermedad. Lo que la profesión médica
llama citeromanía. La niña necesita
vigilancia. Si invita a intimidades (y
considerando su tierna edad, su
atrayente inocencia y su innegable
carácter único), tendría que ser muy
fuerte el hombre que la rechazara.
Gavrila murmuró con tristeza:
—No puedo vigilarla cada minuto.
—Me hago cargo. Y esto nos lleva a
Gospodín Maretic. Dices que es un
hombre bueno y, por lo que he visto y
oído de él, estoy totalmente de acuerdo.
¿Te ha pedido por casualidad que te
cases con él?
—Casi —musitó ella—. Si yo le
diera a entender que respondería
afirmativamente, me lo pediría.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? Y
acepta cuando te lo proponga.
Gavrila pareció tan sobresaltada
ahora como ante la revelación de las
indiscreciones de Sava.
—¡Porque no es del circo! Es un
blagajnik, un cajero de un banco.
—En este caso me temo que
deberías considerar las ventajas de
abandonarlo.
—¿Después de toda mi vida? —
gimió ella.
—Una decisión terrible, lo sé, y un
paso muy doloroso, si lo das. Yo mismo
no querría tener que contemplarlo nunca.
Pero es evidente que Maretic se gana
bien la vida como empleado de banca y
tú no necesitarás trabajar. Una existencia
segura y tranquila te compensaría pronto
de la pérdida de las lentejuelas, la
excitación y los aplausos.
—Pero… pero… ¿y los pasovi?
—¿Los terriers? ¿Le disgustan los
perros a Maretic?
—No, no. Le gustan.
—Pues asunto arreglado. Otras
familias tienen animales en casa. Los
tuyos sólo se diferencian en que tienen
un talento extraordinario.
—Y su público sería un solo
hombre.
—¡Entiéndelo, mujer! No estamos
hablando de ti ni de tus perros ni de los
patanes del circo. Estamos hablando de
lo que es mejor para Sava.
—Es cierto. Soy tonta y egoísta.
—La niña nació diferente de los
demás, al menos en apariencia. Tuvo un
padre desapegado que mereció su
terrible fin. Además, Sava perdió a su
hermano, que era la única persona igual
que ella en su mundo inmediato.
Entonces, el primer amigo que encontró
fuera del recinto del circo abusó
brutalmente de ella. No es extraño que
la niña se haya vuelto… bueno,
revoltosa. Pero podría redimirse si
tuviera un hogar, una familia, la escuela,
seguridad. Compréndelo, no te estoy
ordenando que te cases y entiendo tu
resistencia a abandonar la única clase
de vida que has conocido. También
entiendo a Gospodín Maretic. Tal vez
cargue con más responsabilidades de las
que un típico empleado de banca
esperaría encontrar en el matrimonio.
Gracias a Dios es un yugoslavo decente
y de carácter firme, no un francés frívolo
propenso a los caprichos. Sólo te insto,
Gavrila, a considerar lo que es mejor
para vosotras. Si es el matrimonio, no lo
retrases demasiado. Entretanto yo daré
órdenes estrictas de no acercarse a Sava
a todos los hombres de este recinto.
Pero no puedo ordenar ni controlar a la
propia Sava. Eres tú quien debe hacerlo,
y sin tardanza.
Al día siguiente Clover Lee y su amigo
llegaron tarde al café Le Commerce, así
que Edge ya tenía delante un plato y una
carafe en su mesa de la acera y,
mientras comía, leía el único periódico
inglés de París, Galignani’s Messenger.
Las mesas exteriores del café estaban
muy juntas y todas ocupadas y los
clientes que no hablaban, reían o
gritaban «Garçon!» ruidosamente,
comían haciendo casi el mismo ruido al
sorber bisques y sopas, partir los
caparazones de cangrejos, langostas y
écrevisses y manejar cubiertos, platos y
copas. Los camareros pasaban a toda
prisa por entre las mesas con las
bandejas en alto, gritando con fuerza: «
Par’n, ’sieurs, ’dames!», pero a pesar
de ello dando codazos a los comensales
y ladeando sombreros.
El bullicio y la animación no
terminaban en el bordillo del café,
porque se trataba de la rue Coquilliére.
Por esa calle circulaban grandes carros
tirados por grandes caballos y bueyes
que transportaban barriles recubiertos
de sal y hielo. Los mozos que iban a pie
hacían casi el mismo ruido porque
llevaban zuecos de madera y caminaban
bajo el peso de cestas rebosantes de
arenques o de esturiones enteros,
grandes como ellos mismos. También se
lanzaban mutuamente joviales insultos o
chocaban entre sí y entonces
intercambiaban invectivas muy poco
joviales. En medio del miasma general
de pescado crudo, tripas, escamas, lodo,
algas y agua salada de la calle, Le
Commerce era un oasis olfatorio, ya que
olía mucho más dulcemente a pescado
cocido, vino, café, mantequilla caliente,
cebollas, alcaparras, escalonias y ajo,
ajo, ajo.
Edge se apresuró a levantarse,
cogiendo y dejando caer torpemente la
servilleta y el periódico, cuando Clover
Lee y un apuesto caballero de unos
treinta años —vestidos ambos como
para una presentación en palacio—
aparecieron junto a su mesa.
—Zachary, te presento a mi buen
amigo Gaspard, comte De Lareinty.
Gaspard, el coronel Zachary Edge.
Edge tragó lo que tenía en la boca,
murmuró «Excelencia» y estrechó la
mano del conde.
—Zut, Zachary, llámeme Gaspard. O
Jasper, si prefiere la versión inglesa.
Después de todo, ya casi soy medio
miembro de su familia circense.
Siéntese, por favor. Termine su
déjeuner.
Edge indicó con la mano, como
excusándose, su entorno bullicioso y
poco elegante y dijo:
—Nunca en mi vida he podido
hartarme de ostras, así que aquí en París
me atiborro de ellas y en este lugar
sirven las mejores. Señaló la bandeja,
con su pirámide de ostras abiertas: las
Finesde Claire de un verde brillante, las
portuguesas de un verde apagado, las
Belons plateadas y, añadidos por el chef
por el contraste de su color, algunos
mejillones de vivo tono anaranjado.
El conde se ajustó su monóculo en su
ojo, miró a los toscos y mal vestidos
comensales y observó con aire
condescendiente:
—Un estaminet des pieds-humides.
Singulier, oui.
—Desde luego las ostras tienen muy
buen aspecto —dijo Clover Lee,
mientras el conde le acercaba una silla
—, pero nunca como nada antes de una
función. ¿Tal vez, Gaspard, un apéritif?
El conde levantó una mano y
chasqueó los dedos sin levantar la vista.
Quizá no fuera conocido en aquel
ambiente, pero mientras todos a su
alrededor gritaban «Garçon!», él tuvo al
instante un camarero a su lado. Pidió un
absinthe para sí mismo y un cassis sin
alcohol para Clover Lee.
Edge terminó rápidamente sus ostras
para que el camarero pudiera llevarse la
bandeja cuando trajera las bebidas. El
conde convirtió en una pequeña
ceremonia el hecho de verter la copita
de claro ajenjo en la copa de agua clara
y contemplar cómo la mezcla adquiría
un color opalino e irisado. Edge bebió
un sorbo de su vino y dirigió a Clover
Lee una mirada alentadora.
—Bueno, ya debes haberlo
adivinado, Zack —dijo ella, un poco
nerviosa. Se quitó el guante de la mano
izquierda para enseñar el anillo con un
brillante del tamaño de una uña—.
Gaspard y yo estamos prometidos.
El conde bebió un sorbo de su copa
y, como si no fuese en absoluto el tema
de la conversación y la reunión, declaró
con sentimiento:
—¡Ah! Cuando lleguemos al
paraíso, amis, comprobaremos que sólo
es la hora del aperitivo, prolongada
hasta el infinito.
—Me alegro por ti, Clover Lee —
dijo Edge—. Te deseo buena suerte y
toda clase de alegrías. Y le felicito a
usted, Gaspard. Y estoy seguro de que
ninguno de los dos necesita mi
consentimiento.
—Lo que nos gustaría pedirte —
contestó Clover Lee— es que seas
nuestro intermediario, por así decirlo.
Verás, Zack, al convertirme en comtesse
de Lareinty, dejaría… bueno,
abandonaría el circo, ya que tendría mi
hogar en París.
El conde comentó con frivolidad:
—Es mejor morir a los treinta años
en París que vivir hasta cien en
cualquier otro lugar.
—De modo que quieres que le dé la
noticia a Florian —dijo Edge. Clover
Lee respondió:
—De todos los artistas del
espectáculo, yo he estado en él más
tiempo que nadie, excepto Jules y
Hannibal. Temo que nuestro viejo y
querido director se disguste.
—Hélàs —dijo el conde—, pero
todo el mundo ha de soportar alguna vez
su mauvais quart d’heure.
—Sí —contestó Edge—, puede
significar un mal cuarto de hora para
Florian. Pero ya sabes, Clover Lee, que
siempre ha querido lo mejor para su
compañía y conoce tus ansias de
siempre por…
—Oh là! —exclamó alegremente
Clover Lee, con cierta precipitación,
para impedir que Edge añadiera algo
más—. Me sentí abrumada cuando se
me declaró un hombre no sólo bueno,
elegante y guapo sino también de noble
cuna. Jamás habría esperado tal honor.
—Y al decirlo clavó en Edge una
significativa mirada de sus ojos color
cobalto—. He intentado una y otra vez
convencer a Gaspard de que soy
indigna, de que sólo soy…
—Ha sido muy franca y honesta,
Zachary —interrumpió el conde, y Edge
arqueó involuntariamente las cejas—.
Le he citado ejemplos previos. La
comtesse de Chabrillan fue en un
tiempo, como Clover Lee, équestrienne
de circo, le Cirque Franconi. Y la
marquise de Caux era y aún es cantante,
la diva Patti. Ahora bien, estas mujeres
poseían fortuna propia y compraron a
estos maridos con títulos. En cambio
ésta… —Posó una mano cariñosa sobre
la de ella—. Le citaré sus palabras
exactas, Zachary. Dijo: «Soy una
muchacha pobre, excelencia. La
inocencia que usted admira es toda la
dote que puedo aportar al matrimonio».
—Ah —profirió Edge, incapaz de
pensar en otro comentario, y ahora
Clover Lee no le miró a los ojos.
—Sin embargo —prosiguió el conde
—, por mucho que valore la habilidad y
la gracia de Clover Lee en el circo, y su
bien ganada celebridad, no necesita y no
puede continuar a la vista del público.
La Patti debe hacerlo, a fin de mantener
a su marquis de Caux. Yo, en cambio,
tengo una buena situación financiera. Y
lo que es más importante, mi familia es
bastante conocida y yo mismo ocupo una
posición de cierta prominencia en la
corte de su majestad. —Se encogió
expresivamente de hombros.
—Gaspard es ayudante de campo
militar del emperador —explicó Clover
Lee.
—Comprendo la situación —dijo
Edge—. La esposa del césar y todo eso.
Pero Gaspard, si desempeña un cargo
militar tan alto, con todos los rumores
de una guerra inminente, ¿es éste el
momento apropiado para tomar esposa?
¿Un hombre que será rehén de la suerte?
Gaspard replicó con voz suave:
—Soy francés, mon colonel.
¿Muerte? ¿Captura? ¿Rendición?
¡Jamás! Me daré a la fuga.
Las sentenciosas declaraciones
previas del conde no le habían
granjeado el cariño de Edge, pero la
última le obligó a sonreír. Esto, por
desgracia, consiguió que su expresión
pareciese tan severa como si hubiera
tomado en serio la frivolidad de
Gaspard, el cual añadió con rigidez, un
poco ofendido:
—Estaba bromeando, claro.
—Oh, ya lo sabe, Gaspard —terció
Clover Lee, riendo—. Cuanto más
satisfecho está el coronel, tanto más feo
parece. ¿De modo que contamos con tu
bendición, Zachary?
—Sin reservas. Ahora sería mejor
que tú y yo volviésemos al circo para
vestirnos. Acorralaré al director en la
primera oportunidad.
Esperó a que Florian estuviera
descansando solo en su remolque,
después de la función, y le comunicó la
noticia.
—No sé si Clover Lee será muy
feliz —añadió Edge— casada con un
jaspe llamado Jasper cuya conversación
consiste principalmente en charlas de
café y banalidades, pero siempre ha
deseado un hombre rico con título y en
éste tiene el artículo genuino.
—Nada está más lejos de mi ánimo
que poner trabas al verdadero amor —
dijo Florian con cierta ironía—, pero
empiezo a tener la sensación de que todo
el Florilegio se desintegra en aras de la
domesticidad. Creo que aún no estás
enterado de otros dos ejemplos. —
Contó a Edge los planes de Kostchei y
Brunilda, el problema de Sava y la
posibilidad de solucionarlo con el
matrimonio de Gavrila—. Lo único que
me falta es que venga a verme la
modista para decirme que se convierte
en Madame Fontanero Delattre. O que
Monsieur Roulette y el barón
Wittelsbach me anuncien que montan
casa para compartir un hogar.
—Bueno, no lo diga como si fuese el
fin del mundo, director. Me imagino que
podemos reclutar a nuevos talentos
cuando sea necesario.
—Supongo que sí —asintió, Florian,
fatalista—. En cualquier caso, nadie
desertará antes de la cena y el baile del
emperador. Después, ya veremos.

Una vez más, como ya ocurriera en San


Petersburgo, los artistas que necesitaban
trajes de etiqueta para la cena y el baile
tuvieron que repartirse entre diversas
tiendas de ropa porque todas las de
París, desde Worth y Dobergh hasta la
costurera más humilde, estaban
inundadas de encargos. Los couturiers
de ropa femenina se hallaban
especialmente solicitados y, a menudo,
entre la clientela se veía a hombres
fornidos vigilantes. Eran los lacayos que
habían traído los diamantes, esmeraldas
y rubíes de sus señoras para que los
cosieran en corpiños o tocados y que no
se marcharían hasta que pudieran
llevarse consigo las valiosas prendas.
Sin embargo, con la participación de
Ioan Petrescu, que trabajó todos los días
hasta el anochecer y, a la luz de una
lámpara, hasta altas horas de la
madrugada, todos los artistas tuvieron su
vestuario terminado la víspera del gran
día. Algunas mujeres dijeron:
—Querida Ioan, has trabajado con
ahínco para todas nosotras. Pero ¿y tu
traje para el baile?
—Ah —respondió ella, frotando sus
ojos enrojecidos—. Mi Pierre me lo
está terminando.
—¿Un fontanero te hace el disfraz?
¿De qué irás disfrazada?
—Ya lo veréis —contestó Ioan con
una sonrisa cansada pero feliz, y no
quiso dar más detalles.
El palacio de Saint-Cloud estaba a
apenas cuatro kilómetros de los límites
del Bois de Boulogne. La gente del circo
acudió vestida de etiqueta para la cena
en fiacres alquilados y un solo
conductor eslovaco los seguía con uno
de los carromatos del equipaje cargado
con los disfraces para el baile. El
llamado palacio no se parecía en nada a
la majestuosa estructura de los jardines
de las Tullerías, pues era simplemente
una casa de campo inmensa, hogareña y
cómoda situada sobre una colina de un
parque desde donde se dominaba todo
París. Cuando los artistas se apearon de
sus carruajes a la luz del crepúsculo, se
señalaron mutuamente los edificios que
podían reconocer desde aquella
distancia: Notre-Dame, el Panthéon, los
Invalides, su propia carpa en el Bois.
—Debe perdonarme, mi querido
Florian —dijo el emperador cuando
saludó al grupo—, por descuidarle todo
este tiempo. Me he visto obligado a
dedicar todo el invierno y la primavera
a los más deprimentes asuntos de estado.
—No deprimentes, angustiosos —le
corrigió bruscamente la emperatriz.
Eugenia era casi veinte años más
joven que Luis Napoleón, pues apenas
pasaba de los cuarenta años y aún era
una mujer hermosa, aunque su hermosura
pareciese frágil y quebradiza, como si la
hubiesen barnizado recientemente. A
pocos pasos detrás de ella se mantenía,
y se mantuvo durante toda la velada, un
corpulento servidor nubio con túnica
recamada de oro.
Luis y Eugenia presentaron a la gente
del circo a los otros miembros presentes
de la realeza: su hijo, el príncipe
imperial, Eugenio Luis, de sólo catorce
años, pero varonil y educado, y el primo
del emperador, rechoncho, calvo, de
mejillas fofas, que era Jérôme, príncipe
Napoleón. Los recién llegados
saludaron a estos personajes con
inclinaciones y reverencias y se
dirigieron respectivamente a los
príncipes como «alteza imperial» y
«alteza»; Monsieur Nadar, en cambio,
era una figura tan familiar en aquella
casa que sólo se dirigía formalmente al
emperador y a la emperatriz y llamaba
al joven príncipe «Lou-Lou» y al adulto
«Plon-Plon».
Plon-Plon atendió distraído a las
presentaciones porque estaba impaciente
por acaparar a Clover Lee. Esta había
optado por llevar aquella noche su color
distintivo fuera del circo e iba ataviada
con aquel mismo vestido de brocado
Clover Pink que había visto por primera
vez en el Printemps.
—Mademoiselle —dijo el príncipe,
inclinándose tanto que casi metió su
carnosa nariz en el escote de ella—, he
asistido a tres actuaciones suyas y
quedado encantado, extasiado y
esclavizado. He insistido en que mi
prima nos sentara al lado esta noche en
la mesa.
—Pero ahora deseo introducir un
cambio en los asientos de la mesa
principal —anunció Eugenia, a quien
Edge había hablado consideradamente
en español al serle presentado. Hizo una
seña al corpulento criado negro y dijo
—: Scander, el coronel debía sentarse
con mademoiselle Leblanc. Coloca su
tarjeta a mi derecha. —Y añadió,
dirigiéndose con coquetería a Edge—:
Espero que no le importe, monsieur le
colonel, hablar con una aburrida
matrona española en lugar de con una
actriz joven y bella. De todos modos, su
encanto se habría malgastado en Léonide
porque es más aburrida que yo e
inaccesible, en caso de haberla usted
seducido, ya que es amante del duc
d’Aumale. Ahora vengan todos a
conocer a los demás invitados.
La mayoría de éstos daban vueltas y
sorbían aperitivos en un grandioso salón
de enormes ventanales que ofrecían una
vista panorámica de París
extinguiéndose y desapareciendo en la
oscuridad para ser reemplazado por una
galaxia de innumerables puntos
luminosos contra el terciopelo violáceo
de la noche. Los invitados incluían a un
buen número de duques, condes y
marqueses, algunos acompañados de
esposas —«no necesariamente las
propias», observó Nadar, sotto vote—
además de otros artistas. Estaba la actriz
Léonide Leblanc, más famosa por su
belleza sensual que por su talento de
actriz. Estaba Sarah Bernhardt, de
cabellos rizados y aspecto de muchacho,
que consumía licores y cigarrillos en
cadena. Estaba Adelina Patti,
excesivamente gorda, cuyos pechos
amenazaban constantemente con salirse
del décolletage à la baignoire. Estaba
Hortense Schneider, la comédienne
estrella de casi todas las operetas de
Offenbach, que ahora pasaba algunos
años de la flor de la edad. Y estaba
Giuseppina Bozzacchi, muy joven, muy
bonita, que inmediatamente corrió a
abrazar a Clover Lee.
Mientras el emperador y la
emperatriz se encargaban amable e
informalmente de las complejas
presentaciones cruzadas, en el gran
salón los invitados fluctuaron y se
ondularon en saludos y reverencias, de
modo que la reunión llegó a parecer un
mar bastante turbulento. Entretanto,
como era de esperar, Nadar daba a los
artistas que se encontraban cerca y
deseaban escucharle un resumen muy
jugoso sobre este o aquel invitado.
—Existe una divertida anécdota
relacionada con Hortense Schneider. En
su juventud le dieron el apodo de «le
Passage des Princes», nombre de
aquella galería de tiendas del centro,
porque no sólo entretenía
horizontalmente a Luis Napoleón, sino
también al jedive de Egipto, al zar
Alejandro de Rusia y Dios sabe a
cuántos más falos coronados. Pues bien,
una vez, el jedive Ismail tomaba las
aguas en Vichy y estaba tan aburrido que
dijo a su secretario: «Haz venir a
Schneider». El secretario, que era nuevo
en el puesto, llamó a Adolphe Schneider,
el fabricante de municiones que
suministra a Egipto la mayor parte de su
armamento. Adolphe llegó con el primer
tren, fue recibido por el séquito del
jedive, conducido a un apartamento
rebosante de flores y metido en un baño
perfumado. Al cabo de un rato entró
Ismail, también él perfumado,
empolvado y listo para un revolcón. Y
allí, rodeado de burbujas, estaba el
viejo Adolphe, desnudo, gordo, con su
bigote de morsa. Yo habría dado
cualquier cosa para ser una mosca en la
pared.
Fitzfarris preguntó, riendo:
—Bueno, ¿y qué ocurrió?
Nadar se encogió de hombros.
—Para ser egipcio, Ismail dio
pruebas de una sangre fría casi francesa.
Encargó allí mismo a Schneider un gran
cargamento de armas nuevas para su
ejército. ¿Qué otra cosa habría hecho
usted?
Nadar no era en absoluto la única
persona presente que contaba chismes
picantes o malévolos. Las habladurías
eran por lo visto moneda corriente en
las conversaciones de las reuniones
palaciegas.
—… todo el mundo, absolutamente
todo el mundo, murmura todavía sobre
el modo en que ganó la Grand-Croix de
la Légion d’Honneur. Se escabulló del
salón de baile con el duc de Loury y
volvió, alrededor de una hora después,
con la medalla de él enganchada
inadvertidamente entre las cintas del
corpiño. La Légionnaise de
Déshonneur, la llaman ahora. Incluso su
marido.
—… tiene un amante para cada día
de la semana y cada uno debe pagar una
parte de su manutención. El duque de los
miércoles paga el alquiler, el conde de
los jueves paga a su sombrerera, el
marqués de los viernes surte de vinos su
bodega, y así sucesivamente. El señor
de los sábados no es un hombre de
grandes medios, sólo un tenor de ópera
de tercera clase, pero también ha de
contribuir con algo, así que le hace
personalmente la pedicura de sus callos
y juanetes.
—… inició su carrera en el burdel
más bajo del puerto. Hoy gasta cinco mil
francos al mes sólo en la limpieza de sus
encajes de Chantilly.
—… cuando Carpeaux le pidió que
posara para una escultura, consintió con
la condición de posar derecha. Carpeaux
le dijo que sería una postura muy
cansada y preguntó por qué insistía en
estar derecha durante todas las sesiones.
Ella contestó: «Me descansa».

—Messieurs, ¿quieren venir conmigo?


—preguntó Napoleón a Florian y Edge
—. Deseo enseñarles algo muy curioso
antes de la cena.
Mientras los dos le seguían por un
tramo de escaleras, el emperador
preguntó, como de paso:
—Coronel Edge, ¿continúa
negándose a considerar siquiera la
reanudación de su antigua profesión de
militar?
—Sí, majestad.
Luis Napoleón los precedió por un
pasillo y abrió la puerta de una
habitación iluminada que olía a acres
productos químicos y parecía una
mezcla de estudio, taller y laboratorio.
El mobiliario consistía casi
exclusivamente en diversas clases de
aparatos y diversas piezas de
maquinaria imposibles de identificar.
—Lo llamamos el cuarto de jugar de
los adultos —explicó el emperador con
una sonrisa—. Aquella caja, por
ejemplo, es el último juguete de
Plon-Plon, el aparato Dubroni. Mi primo
cree que lo convertirá en un fotógrafo
mejor que Nadar, pero no me pregunten
por qué. Lo único que sé es que no deja
de verter líquidos malolientes en sus
orificios. Aquel objeto tan complicado
era el hobby anterior de Plon-Plon. Lo
compró a un charlatán de feria que lo
llamaba el microscopio de gas
hidróxido. Plon-Plon nos fastidió mucho
durante un tiempo, paseándose con un
alfiler y pinchando los dedos de todo el
mundo. Examinaba y comparaba bajo el
microscopio las gotas de sangre de, por
ejemplo, una chica soltera y una mujer
casada, un fraile ascético y un borracho
empedernido…
—Muy interesante, majestad —dijo
Florian, intentando parecer muy
interesado.
—Y esto, el appareil Casilli, es mi
juguete actual. No se trata de un juguete
sino de un invento muy ingenioso y útil.
Maître Casilli lo llama el pantelégrafo.
¿Pueden creerlo, messieurs? Por medio
de este artilugio, un prefecto de policía
es capaz de enviar un dibujo del rostro
de un delincuente, o un facsímil de su
caligrafía, a la prefectura de cualquier
otro arrondissement de París, de toda
Francia e incluso, gracias a los cables
transatlánticos, a las agencias policiales
de todo el hemisferio occidental.
¡Imagínenselo! Un dibujo, un garabato,
puede traducirse a los puntos y rayas de
la clave Morse, transmitirse y formar un
conjunto idéntico al original. Ningún
delincuente podrá volver a eludir a la
justicia traspasando simplemente los
límites de una ciudad o las fronteras de
una nación. Puede ser reconocido y
arrestado por cualquier policía en
cualquier parte.
—Muy interesante, majestad —dijo
Florian.
Su majestad, sin embargo, pareció
perder de improviso todo interés por
aquella maravilla eléctrica. Fue hacia un
caballete de pintor, tiró de un cordón y
se desenrolló un mapa de tela que cubrió
por completo el caballete. Era un mapa
a gran escala de la Francia oriental y los
estados alemanes limítrofes.
—Otro hobby mío, messieurs. —
Encendió uno de sus desagradables
cigarrillos contra el asma y apuntó con
él al mapa—. Estudio el terreno de mi
imperio, estimo sus riesgos y determino
sus puntos vulnerables. Quizá tendría
usted la amabilidad, coronel Edge, de
comentar una reciente causa de
preocupación. Mi agregado militar en
Berlín me envió un mensaje cifrado. Sus
espías han concluido que el general
prusiano Von Moltke tiene ahora cuatro
ejércitos de cien mil hombres cada uno.
El agregado opina que, en caso de
guerra, Von Moltke invadiría
simultáneamente Alsacia, cruzando el
Rin, y la frontera de Lorena. —Los
ademanes del emperador al describir
esos ataques anticipados dejaban rastros
de humo de cigarrillo, como si fuera
humo de las batallas—. Unas pinzas, por
así decirlo, que se cerrarían sobre la
ciudad de Nancy y aislarían toda la zona
nordeste de Francia. ¿Qué opina usted,
coronel?
Edge miró largo rato el mapa,
frotándose la barbilla con expresión
pensativa. Por fin asintió.
—Parece concordar, majestad, con
las observaciones que pude hacer.
—¿Y sabe la mejor manera de
contrarrestar este plan de ataque?
—En mi tiempo, majestad, era sólo
un comandante táctico, no un estratega,
pero creo que podría deciros qué
hubiera hecho Jubal Early o incluso Phil
Sheridan en un caso semejante.
—Y por una desgraciada
coincidencia, Von Moltke tiene al
general Sheridan para aconsejarle.
Hélàs, yo no tengo al general Early. Y,
hélàs de beaucoup, usted se ha retirado
de toda empresa militar.
—En efecto, majestad.
—¡Ah, pero he olvidado algo! —
exclamó el emperador, perdiendo de
repente todo interés por el mapa—. No
les he enseñado, messieurs, el eficiente
funcionamiento del pantelégrafo Casilli.
—Los tomó del brazo y los condujo a la
mesa donde estaba el aparato—. A fin
de tener la prueba absoluta de que
funcionaba, he querido experimentar con
totales desconocidos, así que espero que
me perdone, monsieur Florian, que para
la práctica haya usado a las personas de
su compañía circense. Lo he hecho sólo
porque sabía que eran desconocidos en
París… y para la policía parisiense.
Florian y Edge le miraron
estupefactos y silenciosos mientras
empezaba a hojear un montón de papeles
que había sobre la mesa.
—La oficina del procureur général
destacó a un detective de considerable
habilidad con el lápiz para que fuera a
su circo e hiciera furtivos dibujos de
diversos hombres de su compañía,
hombres seleccionados al azar. Sólo
hombres, messieurs; la caballerosidad
prohíbe la intrusión en la intimidad de
las damas, incluso damas de actividades
públicas. Después de la función, aquel
agente se declaro admirador de dichos
artistas y les pidió autógrafos. Más tarde
me personé en la Prefectura de París
cuando estas fotografías firmadas
pasaron por el maravilloso aparato
Casilli y fueron así telegrafiadas a todos
los países recorridos por su circo. Ah,
sí… miren, aquí están.
Extrajo dos hojas del montón y las
puso sobre la mesa ante los aturdidos
Florian y Edge. Una de las fotografías,
aunque imprecisa, era sin duda alguna el
semblante sin nariz y lleno de cicatrices
de Kostchei el Inmortal; las letras
cirílicas de la parte inferior eran
seguramente su firma. La otra fotografía
no podía reconocerse con tanta facilidad
hasta que se leía el autógrafo —John
Fitzfarris—, pero entonces se veía
claramente que era él, con la máscara
cosmética para ocultar el rostro
desfigurado.
El emperador prosiguió, en tono
casual:
—Por respuesta telegráfica casi
inmediata, la excelente Tercera Sección
de la cancillería de mi amigo Alejandro
de Rusia identificó al hombre Timoféi
Somov como al convicto de acuñar
moneda falsa que fue azotado, mutilado
y enviado al exilio. Por desgracia, los
estados americanos no tienen una
agencia tan eficiente como la Tercera
Sección y la respuesta de Washington
tardó mucho en llegar. Sin embargo, las
autoridades de allí parecen pensar que
el otro hombre, Fitzfarris, tiene algún
interés para diversas jurisdicciones
(gobiernos civiles en el norte y militares
en el sur) como sospechoso de estafa en
varias ocasiones, empleando el sistema
postal y no se qué más para sus fraudes.
Florian carraspeó, pero su voz aún
estaba ronca cuando dijo:
—Somov ha expiado su crimen,
majestad, y Fitzfarris se ha reformado
por completo.
Luis Napoleón pareció enormemente
ofendido.
—¡Mon cher ami, no me cabe la
menor duda! De lo contrario, no les
permitiría viajar con usted.
¡Seguramente no piensa que yo abrigaba
algún motivo ruin para realizar tan
trivial experimento! Confieso que el
resultado me sorprendió un poco, pero
le aseguro, monsieur Florian, que he
ordenado al prefecto sellar todos los
documentos relativos a estos casos.
—Pero no destruirlos —replicó
Edge con voz seca.
—¿También usted, coronel, sospecha
que tengo motivos ulteriores? Debe
comprender que ni siquiera yo puedo
interferir en los deberes oficiales de la
policía. Una de sus obligaciones es
conocer la presencia en París de
cualquier persona que pudiera, por muy
remota que fuera la posibilidad,
constituir un riesgo para la paz pública o
la seguridad del Estado en una fecha
futura. Si estallase una guerra, por
ejemplo.
—En cuyo caso tales personas
serían un peligro —dijo Edge—, a
menos, quizá, que otra persona
respondiese de ellas. Aceptando ayudar
en el proceso de la guerra, por ejemplo,
si ésta llega a declararse.
—¡Exacto! —respondió jovialmente
el emperador—. Si. Tanto usted como yo
hemos dicho si. Ahora vamos,
messieurs, bajemos a cenar.
7
Abajo seguía habiendo un clamor de
habladurías, chismes y risas, pero un par
de lamentaciones se hacían oír por
encima de todas las demás voces.
La emperatriz Eugenia se quejaba,
con una voz de imperial volumen:
—Su majestad y yo no podemos
pasear hoy en día alrededor de la
Orangerie, fuera de nuestros propios
jardines. La terraza de las Tullerías se
ha convertido últimamente en lugar de
reunión de esos horribles tapettes,
deben disculpar la palabra, que
merodean en busca de otros hombres.
No los encontraría tan repugnantes si
fuesen alegres y decorativos, como las
grog-chasseuses que acechan en los
bulevares a los hombres auténticos.
Pero los tapettes son todos tan aburrida
y uniformemente melancólicos…
Sarah Berhardt se quejaba, con una
voz entrenada para llegar a las galerías:
—Mi deseo es consagrarme como
tragédienne, pero los directores insisten
en comedias frívolas e insustanciales
que gusten a la gente corriente. Yo les
digo: ¿la gente corriente? Merde alors,
¡ponemos tantas cosas a su nivel que el
desgraciado pignouf será siempre
corriente!
Cuando los criados vieron bajar al
emperador, un mayordomo tocó un gong
y el clamor disminuyó mientras los
invitados entraban en el comedor por
parejas. Eugenia se apoyaba en el brazo
de Edge, Hortense Schneider en el de
Luis Napoleón, Clover Lee en el del
príncipe Jérôme y la minúscula Katalin
mantenía el brazo muy levantado para
apoyar por lo menos los dedos en el
brazo del joven príncipe heredero
Eugenio.
Los emperadores se sentaron en los
dos extremos de la mesa y Luis
Napoleón ordenó inmediata y
orgullosamente a los demás comensales
que examinaran sus lugares de la mesa
antes de que les sirvieran comida en los
platos. Tanto éstos como los cubiertos e
incluso las copas de agua y vino estaban
hechos de un metal que brillaba como el
peltre bruñido.
—Y es asombrosamente ligero —
observó el anciano marquis de Gallifet,
levantando un plato—. ¿Qué es,
majestad?
—Un metal refinado hace muy poco
tiempo, más raro que el oro, y yo soy la
única persona que posee un servicio de
mesa completo hecho con él. Se llama
aluminio.
—Laissez donc —murmuró la
jovencísima marquise de Gallifet, que
rió e intentó un juego de palabras
picante—: Pensaba que el aluminio era
un astringente usado por las mujeres
lâches para apretar sus partes lâches y
simular virginidad.
Luis Napoleón le dirigió una mirada
exasperada.
—Las sales de alumbre son
medicinales, sí, pero el metal ha sido
hasta ahora una curiosidad de
laboratorio. Este servicio de mesa
imperial es el primer uso práctico que
se hace de él.
Los otros discutieron después su
aspecto práctico y la mayoría estuvo de
acuerdo en que era demasiado chillón y
daba un sabor metálico a los alimentos y
bebidas.
Todos los comensales de la mesa
principal habrían disfrutado también
mucho más de la cena si Adelina Patti
no hubiera estado entre ellos. Ella y su
marido, Henri, no habían sido separados
como las otras parejas para que cada
uno tuviera un desconocido con quien
conversar. Era de suponer que la diva
Patti habría preferido esto, ya que su
marido le doblaba la edad, tenía la
mitad de su tamaño y sólo se distinguía
por su falta de distinción, pero la
emperatriz conocía por lo visto las
excentricidades de la pareja y, como
anfitriona, había preferido sentar juntos
a los marqueses de Caux.
La diva no era una inválida y
parecía capaz de alimentarse sola; de
hecho, su considerable poitrine sugería
que era muy capaz de hacerlo. Sin
embargo, en público, como observó la
compañía, su marido se encargaba de
cuidarla y alimentarla. Los otros
comensales bebieron numerosos vinos
diferentes durante la cena, todos ellos
excelentes, o lo habrían sido de no haber
sido servidos en copas de metal, pero
Henri ahuyentó a todos los camareros
que se acercaban con una garrafa y él
sirvió a Adelina únicamente champaña,
y champaña brut, y además sólo de la
marca Dom Pérignon. El marqués probó
antes todos los platos que llevaban los
lacayos y, si merecían su aprobación,
decía: «Toma, ma chère Adi, puedes
comer un poco de esto», y él mismo se
lo servía. Ningún miembro del circo
pudo adivinar —ni entonces ni después
— si Henri atendía con tanta diligencia
a Adelina porque ella era su único
medio de sustento o porque la diva
exigía este servicio de él como otra
condición del contrato de matrimonio.
Mientras tanto, Eugenia y Edge
hablaban en español y la emperatriz era
tal vez menos discreta en su lengua
materna que en otra cualquiera. Empezó
confiándole que el «deprimente asunto
de estado» que había ocupado a su
majestad durante tantos meses se debía
en realidad a que el emperador había
cedido débilmente demasiado poder a
«esos malditos izquierdistas del Tercer
Partido» del Corps Législatif.
—Nos estamos convirtiendo
rápidamente en un imperio
parlamentario —observó con amargura
—. Me niego a ser derrocada, como lo
fue mi prima Isabel de España. Y
preferiría mil veces ser dependienta en
una tienda de la rue de Rivoli que una
emperatriz de pacotilla como Victoria.
Desde que Luis empezó a tener piedras
en la vejiga, cada día es más flojo,
aburrido, tímido e indeciso.
Edge dijo, para aplacarla:
—Seguro, no totalmente, Vuestra
Majestad[31]. —Era diplomático sólo en
parte; también pensaba en la amenaza
nada tímida proferida por el emperador
en sus habitaciones.
—¡Sí, totalmente[32]! —insistió
Eugenia—. Ya ni siquiera se acuesta con
sus amantes. En cuanto a los
despreciables miembros del Tercer
Partido (Ollivier, Gramont, Gambetta) y
las incultas masas que se agitan en favor
del republicanismo y las vulgares
caricaturas de su majestad, y de mí, que
aparecen constantemente en periódicos
como La Vie Parisienne, a estas alturas
cualquier otro monarca ya estaría
engrasando la guillotina. ¡Hay que
enseñar el mundo cabeza abajo a esos
despreciables subversores, digo yo!
¡Pero no él! —Se interrumpió para
exclamar, perpleja—: ¿Qué pútrida
purgación es ésta?
Los lacayos habían servido a todos
—y el ubicuo Scander había servido a la
emperatriz— el plato de pescado de la
cena, turbot en una especie de salsa
cremosa, y ella acababa de probarlo y
hecho una mueca instantánea. Edge tomó
un bocado; curiosamente, era dulce
como el caramelo. La mayoría de
comensales miraban también de reojo su
turbot y luego a sus vecinos de mesa.
Henri de Caux ya había rechazado el
plato; por una vez los otros envidiaron a
Adelina las atenciones de su marido.
Sólo el emperador parecía no haber
notado nada extraño y comía con buen
apetito.
El mayordomo del comedor corrió a
la mesa lleno de pánico, con la cara
pálida y la frente sudorosa.
—¡Oh, majestades! —gimió,
retorciéndose las manos, casi llorando
—. El ayudante del sous-chef ha
cometido un error espantoso. En vez de
la salsa holandesa para el turbot, ha
vertido las natillas para el bizcocho al
jerez. ¡Imperdonable, imperdonable! Le
chef-saucier está a punto de partirse la
cabeza con una cuchilla. Perdonad el
error, majestades, excelencias. —
Chasqueó los dedos con frenesí—.
Garçons! ¡Llevaos estos horribles
platos!
—Tonterías —dijo plácidamente el
emperador—. Yo lo encuentro muy
bueno. —Imperturbable, continuó
comiendo y despidió al mayordomo con
un ademán—. Sirve después la
holandesa con el bizcocho.
El mayordomo retrocedió,
horrorizado, los comensales pusieron
los ojos en blanco y siguieron comiendo
el turbot y Eugenia profirió en voz baja
una terrible obscenidad en español.
—¿Lo ha visto? —dijo a Edge—. El
viejo estúpido se conforma con todo.
Soy yo quien tendrá que encargarse de
que ese torpe ayudante se cueza en sus
próximas natillas. Y me maldecirán y
llamarán «l’inquisiteur espagnol». Oh,
lo oigo muy a menudo a mis espaldas.
Le aseguro, señor coronel, que sólo hay
un modo de que Luis recupere sus
derechos y poderes imperiales y
merezca de nuevo la admiración y el
afecto de sus súbditos. Librando una
guerra y ganándola. Fortuitamente[33],
tenemos a mano la excusa perfecta para
declarar la guerra a Prusia.
Edge sugirió con suavidad que nunca
habría una excusa perfecta para una
guerra.
—¡La hay! Desde que la reina Isabel
huyó de España, el pueblo español ha
estado consultando, discutiendo y
celebrando plebiscitos para determinar
qué clase de gobierno le conviene.
Ahora, muy sabiamente, ha decidido
reinstaurar la monarquía y está buscando
un nuevo y aceptable ocupante del trono.
Hay varios candidatos posibles, pero
los prusianos, ¿puede imaginar una
audacia más descarada?, ¡ofrecen a
España uno de sus odiosos
Hohenzollern!
—Lo leí el otro día en un periódico.
Un tal príncipe Leopoldo, decía.
—¡Un primo hermano del rey
Guillermo! ¡Ya ve lo que piensan hacer
los prusianos! ¡Rodearnos! ¡Clavarnos
un cuchillo en la espalda! Pero no lo
lograrán. Si ni mi esposo imperial ni el
Cuerpo Legislativo ni ningún otro
francés tienen lo que los franceses
llaman le cran, su rábano picante, es
decir, los cojones[34], y perdone la
expresión, ya me encargaré yo de que
ningún Hohenzollern plante su gordo
culazo[35] teutónico en el trono de mi
España natal.
—¿Provocaríais deliberadamente
una guerra por esta causa, majestad?
—¡Sí, lo haría! Recuerde que no
sólo soy una emperatriz, señor coronel,
sino también una madre. No sólo tengo
que pensar en Francia o en España o en
Luis Napoleón o incluso en mí misma,
sino en la dinastía. —Bajó la voz, pero
aun así habló con la ferocidad maternal
de una osa—. Si no hay una guerra, mi
hijo no será nunca emperador.
Cuando sirvieron el postre, el bizcocho
con salsa holandesa, ni siquiera el
emperador pudo comerlo, así que todos
tuvieron que conformarse con los
melocotones de invernadero de
Montreuil, uvas de Fontainebleau y
cerezas de Montmorency, con lo que
bebieron —todos menos la Patti— el
delicado y dulce vino blanco de
Vouvray, que no podía saborearse fuera
de Francia porque era demasiado frágil
para viajar. La cena concluyó con café y
licores y después no hubo separación de
sexos —las mujeres a un salón y los
hombres a sus cigarros y oporto—
porque era casi medianoche. Todos se
pusieron los abrigos y subieron a los
carruajes para dirigirse a Versalles.
Incluso en la oscuridad, la larga fila
de vehículos particulares y alquilados,
con el carromato del circo en la
retaguardia, hizo al trote los ocho
kilómetros en sólo media hora y fue
directamente a través del parque, no
rodeando el château, a la terraza de los
Trianons. Allí la noche no era oscura
porque todos los grandes árboles tenían
entre las ramas pequeñas linternas de
muchos colores que convertían sus hojas
en millones de refulgentes lentejuelas de
diferentes tonos contra el profundo tono
púrpura del cielo, y prestaban incluso a
los murciélagos que aleteaban por allí el
aspecto de enormes mariposas irisadas.
Al fondo de los árboles, las altas
ventanas del Grand Trianon brillaban
con la luz dorada de los innumerables
candelabros del interior, y de aquellas
ventanas salía un chorro de música,
porque la mayoría de invitados al baile
habían llegado antes y hacía horas que
estaban bailando.
Los carruajes depositaron a sus
ocupantes en la terraza, donde esperaban
los servidores para cargar con el
equipaje de disfraces, y luego los
vehículos se alejaron para esperar junto
a otros mil en las avenidas de mármol
del Gran Canal. Los recién llegados
fueron recibidos por el titulado
chambelán de la noche, conde Walsh,
quien los informó de que los vestidores,
ayudas de cámara y doncellas los
aguardaban en el Petit Trianon. Todos se
dirigieron allí y, naturalmente, fueron los
hombres quienes se vistieron y salieron
antes y cruzaron las terrazas en
dirección a las columnas y galería de
arcos del Grand Trianon, donde pajes
con librea los acompañaron a la grande
entrée. Aquella puerta, como el umbral
de cada salón del interior, estaba
flanqueada por centinelas del Escadron
des Cent-Gardes à Cheval, cada uno de
ellos de dos metros de estatura como
mínimo, uniformados con guerrera azul
celeste, calzones blancos y botas altas y
negras. Sus cascos emplumados y petos
eran de acero tan brillante que muchas
damas se acercaron para usarlos como
espejos ante los que retocarse el
colorete o sujetarse un bucle.
En la grande entrée todos dijeron su
nombre a un enorme mayordomo con
librea que lo repetía a gritos para que
los presentes lo oyeran por encima de la
música. Por lo visto no se esperaba que
los invitados, pese a sus disfraces,
permanecieran en el anonimato, aunque
algunos disfraces requirieron cierta
especulación y algunas explicaciones.
—Yo sé quién se supone que soy —
dijo Edge a Florian—, pero, ¿quién
diablos es usted?
—No soy el diablo, desde luego —
respondió Florian, que llevaba una
especie de traje de payaso y portaba
bajo el brazo un pequeño barril de
brandy y en la otra mano un hueso
gigantesco obtenido en la cocina de
Saint-Cloud. De vez en cuando le
arrancaba con los dientes un jirón de
carne, por lo que tenía la boca y la
perilla un poco grasientas—. Por tu
túnica y cayado de pastor y esas
temibles patillas, colijo que eres tu
tocayo bíblico, el profeta Zacarías.
Claro. ¿Y no resulto yo igualmente
obvio? Soy el Gargantúa de Rabelais, el
gigante de apetito insaciable.
—Diablos, en lugar del hueso
tendrías que haber traído el turbot y el
bizcocho.
—Y Goesle, que está allí con una
arpa, es un bardo galés —continuó
Florian—. Y Abdullah, con sus profusas
pinturas de guerra, es alguien de quien
no había oído hablar en su vida, el
Chaka de los zulúes. Monsieur Roulette
le ha dado la idea. A propósito, Jules y
Willi están dentro de ese único disfraz
tan singular que ahora llega con cuatro
piernas. Figura que son los Gemelos
Siameses.
Casi la mitad de los hombres
representaban una figura cómica o
grotesca. El príncipe Plon-Plon llevaba
un alzacuello pintado todo alrededor con
pequeñas ventanas grises y cosida a él
una bata gris larga hasta el suelo, con
rayas verticales que simulaban columnas
blancas, y un pequeño campanario
pegado a la calva; representaba el
Panteón. El viejo marquis de Gallifet
iba disfrazado de boticario medieval y
la característica principal de su disfraz
era que llevaba una lavativa lo bastante
grande como para purgar al auténtico
Gargantúa. En cambio las mujeres lucían
casi todas disfraces míticos o históricos
y encarnaban a mujeres famosas por su
belleza. La duchesse d’Estrées era
Helena de Troya, la princesse Rimsky-
Korsakov era Anfitrite. La emperatriz
Eugenia, cuando por fin apareció en el
umbral, era fácil de reconocer como el
retrato de Lebrun de María Antonieta, de
terciopelo rojo orlado de marta cibelina
y un enorme tocado blanco con reflejos
plateados en cuya cima descansaban
diminutos pájaros recubiertos de oro. El
príncipe Lou-Lou vestía como su paje,
con ceñidos calzones de seda blanca y
una capa corta de terciopelo carmesí
tirada sobre un hombro. El emperador
había desdeñado cualquier disfraz y se
había puesto uno de sus uniformes de
gala con una máscara de dominó.
Cuando aparecieron disfrazadas las
mujeres del circo, eclipsaron a la
mayoría de damas aristocráticas en
belleza u originalidad o ambas cosas.
Clover Lee era de nuevo una visión en
Clover Pink, en esta ocasión combinado
con verde trébol. Recogía hacia atrás su
cascada de rubios y sedosos cabellos
con una banda rosa y llevaba un corpiño
rosa muy escotado y escandalosamente
ceñido, con una falda ancha llena de
tréboles de cuatro hojas hechos con
paño verde recortado, agrupados en
manojos y cosidos tan juntos que la
muchacha parecía una ninfa del bosque
saliendo de una mata de tréboles
verdaderos. El príncipe Jérôme se
acercó a ella con ojos brillantes y boca
ávida, pero oyó que Clover Lee le
presentaba inmediatamente a «le comte
de Lareinty, mon fiancé» y el
campanario del tocado del príncipe
pareció marchitarse y caer.
Agnete Knudsdatter llegó como una
sirena de Andersen, con mallas muy
ceñidas que le daban el aspecto de ir
desnuda de cintura para arriba, mientras
para abajo llevaba una maravillosa cola
de lentejuelas plateadas y escamas
transparentes. Tenía que ser transportada
de un lugar a otro por Yount —vestido
como su príncipe, con una corona de oro
para disimular su poco principesca
calva—, pero en cuanto la dejaba en un
asiento, Agnete asombraba a los
presentes con sus movimientos tan
sinuosos como los de cualquier sirena
que flotara en su propio elemento.
Domingo y Lunes Simms se presentaron
como los Géminis y, aunque no parecían
en absoluto muchachos gemelos,
llevaban los vestidos clásicos propios
de ellos, es decir, túnicas cortas y
diáfanas que dejaban al descubierto sus
largas piernas y no ocultaban mucho el
resto del cuerpo. Estrellas plateadas
salpicaban sus negros y rizados
cabellos, y las dos empuñaban una lanza
con punta de hojalata. Eran tan idénticas
que ni siquiera Edge supo quién era
quién hasta que una exclamó:
—Cielos, ¿eres tú, Zachary?
—Diablos, hermanita —dijo la otra
—, ya te advertí que estaba
envejeciendo.
—¿Quién se supone que eres?
¿Moisés? ¿El Padre Tiempo? ¿Por qué
un hombre apuesto tiene que esconderse
bajo una barba larga y un camisón?
Edge contestó, a la defensiva:
—Así no tengo que invitar a bailar a
nadie y parecer aún más ridículo.
—Ni siquiera desea bailar —dijo
Lunes—. Ya te lo avisé, es un viejo.
Gavrila Smodlaka, su pareja, Jovan
Maretic, y su hija Sava iban como una
familia de ángeles y formaban un bello
trío, cada uno con su túnica blanca, un
halo dorado en torno a la cabeza,
sostenido por un alambre casi invisible,
e inmensas alas dobladas hechas
laboriosamente por la propia Gavrila
con plumas verdaderas. Por supuesto,
Gavrila era el arcángel Gabriel, de
modo que llevaba un cuerno, la gastada
corneta que en otro tiempo fuera el
único instrumento musical del
Florilegio. Jovan era Miguel, por lo que
empuñaba una gran espada, cortesía de
la ausente Brunilda.
Sin embargo, la entrada de la fea y
rechoncha Ioan Petrescu fue la que llamó
más la atención. No había llevado a su
fontanero Delattre, pero sí su obra, una
armadura de hojalata, con yelmo y
escarpes incluidos, Organizaba un gran
estrépito al andar y no mejoraba mucho
los suelos de parquet del Trianon, pero
incluso la cuadrilla que se bailaba en
aquel momento fue interrumpida para
que todos pudieran aplaudirla.
—Bueno, como me llamo Ioan —
explicó tímidamente a Florian, con la
voz ahogada por la visera—, Pierre dice
que puedo ser Juana de Arco.
—Una afortunada coincidencia —
contestó Florian, alzando la copa de
champaña—. Brindo por tu maître de
plomberie.
—Sólo que no puedo bailar —
añadió ella— y tampoco beber, porque
no podría hacer pipí.
Monsieur Nadar, que era sólo una
cabeza, unas manos y unos pies
sobresaliendo de una esfera de seda
rayada en bermellón y blanco, cuya
forma circular era mantenida por unas
ballenas interiores de bambú, oyó
repetidas veces la pregunta de qué clase
de huevo representaba y tuvo que
explicar cada vez que era el globo
Saratoga. Cuando no estaba ocupado
contestando esto, identificaba a otros
personajes para los miembros del circo
o se limitaba a hacer maliciosos
comentarios sobre ellos.
Cuando la última pareja, el eminente
diplomático anglofrancés Waddington y
su esposa americana, muy grande y muy
vulgar, fue anunciada con voz estentórea
por el mayordomo —«Monsieur et
madame Waddington!»—, Nadar los
miró, o mejor dicho, miró a la dama y
murmuró:
—Beaucoup de wadding[36], mais
peu de ton.
En otro momento observó:
—El caballero vestido de roble que
baila con Giuseppina es el prestigioso
químico Pasteur. —El aludido era un
barril de cerveza: Giuseppina estaba
etérea con las gasas de la Aurora—. Ha
indepen dizado de Oriente a la industria
siderúrgica francesa y ahora trabaja
para echar del negocio a los bávaros
con su cerveza francesa. Pero me
sorprende que haya sido invitado aquí.
La última vez que Pasteur vino a las
Tullerías, llevó consigo un recipiente
lleno de rana para demostrar un
experimento que hacía por aquel
entonces. La, ranas saltaron entre los
invitados, los hombres maldecían y las
mujeres se desmayaban; fue como una
plaga de Egipto. Apostaría algo a que
alguna todavía da brincos por el
palacio.
Las otras conversaciones eran en su
mayoría comentarios sobre… el
delicioso tiempo primaveral y
preveraniego que había reinado aquel
año en toda Francia y sobre las
espléndidas y abundantes cosechas de
los viñedos en otoño. Pero se oían
también muchos chismes, tan francos y
malintencionados como los de Nadar.
—… una tonta encantadora e
ingenua. Le pregunté: «Pero, querida,
acabas de anunciar tus esponsales, ¿por
qué llevas luto?» ¿Y sabéis qué
respondió? «Eh bien! madame, mi
madre siempre decía que con el
matrimonio una muchacha pierde algo. Y
yo he hecho la que he podido: he
perdido a una prima lejana».
—… no, en absoluto, Eugenia nunca
vacila en entrometerse en asuntos de
estado. Cuando el rey Cristián nombró
al barón Bronck embajador en Francia,
el rey le hizo jurar que nunca revelaría
sus, ejem, tendencias sexuales. Así,
pues, inmediatamente después de su
llegada, el barón adquirió a una
cortesana que, por dinero, le
acompañaba a todas partes en público y
en privado le dejaba usar sus
habitaciones para las citas con sus
amantes tapettes. Un día en que paseaba
con la mujer por el Bois, se quitó
cortésmente el sombrero ante la
emperatriz, que pasaba en su carruaje.
Eugenia observó mas tarde: «Qué
extraño que el barón Bronck nunca haya
presentada formalmente a su esposa en
la corte». Alguien le dijo que la mujar
no era su esposa, sino su amante, y
Eugenia dio rienda suelta a uno de sus
arrebatos de cólera. «¿Osa saludarme en
su presencia y me obliga a devolver el
saludo?» Envió una nota venenosa al rey
Cristián, el pobre barón fue expulsado y
ahora languidece en el olvido sólo por
obedecer las órdenes recibidas.
El amanecer empañaba las linternas
de los árboles, frente a las ventanas,
pero los bailarines, bebedores y
murmuradores seguían divirtiéndose
cuando Florian llevó aparte a Edge y le
dijo confidencialmente:
—Creo, coronel Ramrod, que será
mejor ir reuniendo a nuestra, gente para
preparar la marcha. Me disculparé ante
los emperadores alegando que hemos de
descansar para las funciones de mañana.
—Sí, es verdad, debemos irnos.
Pero, ¿por qué habla en un murmullo?
¿Existe otro motivo por el que debamos
marcharnos ahora?
—Es mejor que lo sepas. La
pequeña Sava ha desaparecido mientras
su madre y Jovan bailaban un minué.
Hace un momento que la han encontrado
entre los arbustos, con la túnica angélica
alrededor de la cintura para hacer sitio
al marqués de Gallifet. El viejo libertino
ni siquiera se empleaba él mismo, sino
esa inmensa lavativa, para…
—Diablos, reúna usted a la gente,
director, mientras yo voy a retorcer su
escuálido cuello.
—No es necesario. La última vez
que han visto al marqués era perseguido
por un ángel vengador que empuñaba
una enorme espada. Cuando Jovan lo
atrape, las alas le quitan algo de
velocidad, me gustaría estar lejos de
aquí, sólo para que no nos relacionen
con el consiguiente derramamiento de
sangre. Busca a los otros y vayámonos
de la manera más discreta posible.
Mientras la caravana de vehículos
alquilados y el carromato del circo
volvían a través del parque de Versalles,
cuyos campos estaban salpicados de
ovejas y vacas, casitas pintorescas y
establos —reliquias recuperadas y
conservadas del período de «lechera»
de María Antonieta—, Yount bostezó
con fuerza y observó a Agnete,
acurrucada y medio dormida a su lado:
—Antes no me había fijado, al venir
por aquí en la oscuridad, pero ahora, a
la luz del día, tengo la impresión de
haber estado aquí alguna vez. Es
extraño; los árboles son diferentes y
estamos en verano, no en primavera, y
no se huele a humo de artillería, pero
esta campiña podría ser la que rodea a
Appomattox.
8
Desde Versalles, sólo Florian fue
directamente al recinto del circo, con
objeto de comunicar a los peones que al
día siguiente reanudarían las funciones
circenses. Hacía un rato que estaba allí
cuando un coche de alquiler atravesó el
Bois a toda velocidad y, antes de que se
detuviera, Jovan Maretic se apeó de él y
se acercó a Florian. Vestía traje de calle
y llevaba el disfraz al brazo, bastante
deteriorado, sobre todo las alas, pero
Maretic aún tenía la mirada vengadora
en los ojos.
No dijo si había alcanzado al
lascivo marqués o, de ser así, si le había
hecho algo; se limitó a observar con
brusquedad:
—He venido a devolver este maldito
zbrka a Gavrila. Ya he terminado de
hacer el ángel.
—Está en el hotel, gospodín. Casi
todos fueron directamente allí a dormir
o a descansar.
—Entonces le diré a usted lo que
también le diré a ella. —Maretic
hablaba una vacilante amalgama de
francés, inglés y servocroata, pero en su
tono no había ninguna vacilación—. No
permitiré más zakasnjenje, más
barguignage, más tonterías. Gavrila
debe casarse conmigo, odmah,
inmediatamente, tout de suite. Esa
criatura hija suya debe ser sometida,
castigada, domesticada.
—En efecto. Ya he dicho a Gavrila
que una mano firme…
—Aunque estropee un poco la
porcelana sans couleur de la niña, hay
que broncearle el trasero.
—Sí, sí. Será lo mejor para ella.
—Sin embargo, no puedo hacerlo
hasta que sea legalmente su otac, su
père. Así que Gavrila y yo nos casamos.
D’accord?
—D’accord, franchement.
—Cuando nos casemos, su
predstava, su cirque las perderá. ¿No se
opone a ello?
—Point du tout. Como es natural,
lamentaremos la pérdida, pero tanto
Gavrila como Sava merecen la vida
mejor que usted les dará. Si puedo hacer
una sugerencia… hay otras personas de
nuestra compañía a punto de casarse.
Quizá podamos conseguir que las
épousailles se hagan al mismo tiempo, a
fin de evitar a todo el mundo una gran
cantidad de fil rouge et routine.
—Me es indiferente hacerlo por
decreto papal o ante el funcionario más
humilde, con tal de que se haga.
—Le prometo que lo arreglaremos
en cuanto todos los interesados estén
despiertos. Reúnase con nosotros en el
hotel esta noche, gospodín.
Durante aquella tarde, a medida que
los artistas salían de sus habitaciones de
uno en uno o de dos en dos, Florian
habló en privado con varios de ellos.
Después convocó a sus jefes en el
fumador contiguo al vestíbulo del Grand
Hôtel y les dijo:
—Gavrila Smodlaka y su amigo
Maretic contraerán matrimonio, lo cual
significa que la perderemos, así como a
la Hija de la Noche y los terriers
saltimbanquis. También perderemos a
nuestra équestrienne estrella, que se
casa con el conde de Lareinty, a quien
creo que todos conocisteis anoche. La
princesa Brunilda y Kostchei el Inmortal
también se casan, pero se quedarán en el
espectáculo. Acabo de saber asimismo
por Ioan Petrescu que su monsieur
Delattre le ha pedido que se case con él.
—Ach y fi —murmuró Goesle—.
Está bien claro que debe de haber algo
en el aire de París.
—Nadie pedirme a mí en
matrimonio —gruñó Beck.
—Bueno —dijo Florian—, en cierto
modo puedes compartir a monsieur
Delattre, que se ha ofrecido a abandonar
su negocio de fontanería para quedarse
con nosotros, si le aceptamos. Yo quería
preguntar tu opinión, ingeniero jefe,
antes de decidirlo.
—¿Se pasaría al Zirkus, im Ernst?
—exclamó Beck—. ¡Entonces yo decir
ja! Ja, gewiss! Poder encargarse del
Gasentwickler, ahora que Jules subir
dos veces por semana en el Saratoga.
Además, siempre ser necesario
remendar los tubos del Dampforgel,
para no mencionar los retretes, que
necesitar mantenimiento. Ja, poder
sernos útil.
—Esperaba que dirías que sí. De lo
contrario, perderíamos a nuestra
inestimable modista.
—Director —dijo Fitzfarris—, he
estado gestionando la boda del Inmortal
y la giganta. Como me dijo que la
policía se interesa por Kostchei, he
pensado que lo mejor sería celebrarla en
un lugar donde no atraiga mucha
atención oficial, así que he ido con Zack
a las afueras de la ciudad, a Montmartre.
—No hay ningún problema —terció
Edge—. El propio alcalde los casará.
De prisa y sin alharacas. Y tengo
entendido que el resto de París no hace
mucho caso de lo que ocurre en el
decimoctavo arrondissement.
—Muy bien —aprobó Florian—. En
este caso, ¿queréis hablar con el alcalde
por segunda vez? Preguntadle si puede
casar a cuatro parejas en una misma
ceremonia.
—¿Cuatro parejas? —Edge y Fitz le
miraron, perplejos.
—¿Por qué no? ¿Cortaríais la cola
de un perro en varias veces basándoos
en la teoría de que así le duele menos?
—Pero, ¿quiénes son los cuatro? —
Fitzfarris contó con los dedos—.
Brunilda y Kostchei, loan y Pierre,
Gavrila y Jovan…
—Y Clover Lee y Gaspard.
—¿Qué? ¿En aquella sórdida
oficina? —exclamó Edge—. Ellos
querrán seguramente hacerlo con bombo
y platillo.
Florian movió la cabeza.
—El conde me confió anoche, y por
lo visto a Clover Lee no le importa, que
desea que su familia no se entere de su
matrimonio hasta que sea un fait
accompli. Dicen que entonces habrá una
ceremonia religiosa y una grand fête en
el palacio familiar. —Florian suspiró—.
Sólo espero que no signifique un
comienzo poco propicio para la vida
conyugal de la nueva comtesse de
Lareinty.
—Bueno… si esto es lo que
quieren… —dijo Edge—. Fitz, iremos
hacia allí a primera hora de la mañana.
Si el alcalde está de acuerdo, mañana
podremos llevar a todas las ovejas al
matadero antes de la hora de la función.

Al día siguiente, toda la compañía,


excepto los peones, abandonó el recinto
del circo y Aleksandr Banat se hizo
cargo de la taquilla del furgón rojo por
si llegaban personas puntuales en busca
de entradas. Naturalmente, todos los
miembros del circo asistirían a la boda
múltiple y era necesario no dar la
impresión de que desfilaban, ya que con
ello llamarían la atención por las calles.
Florian envió a las diversas parejas
protagonistas en fiacres separados y a
grupos de sus colegas y amigos en otros,
además de su propio carruaje, y los
vehículos salieron del circo a intervalos
y tomando rutas diferentes del Bois al
Butte Montmartre. Todos se reunieron al
pie de dicha colina, en la place Blanche,
donde terminaban las aceras, y subieron
en fila por un camino de tierra que
serpenteaba entre las casas
desperdigadas —algunas casitas
modestas, pero en su mayoría cabañas y
cobertizos ruinosos— y las torres
destartaladas de molinos con inmensos
brazos de lienzo y celosía que crujían al
ser empujados por la brisa de las
alturas, y las cabras y vacas que pacían
en estrechas franjas de hierba entre
rocas de piedra caliza y árboles enanos.
A media colina los carruajes se
detuvieron ante la mairie de
Montmartre, un ayuntamiento no mucho
más impresionante que los demás
edificios de su alrededor.
Las cuatro felices parejas no se
casaron al mismo tiempo, naturalmente,
aunque sólo fuera porque no había sitio
para todas en la oficina del alcalde.
Desde luego no lo había para sus
acompañantes, que se vieron obligados
a apiñarse en el pasillo, en las
desvencijadas escaleras que conducían
al piso de arriba o en el exterior, ante
las ventanas abiertas de la planta baja. Y
tuvieron que compartir incluso estos
lugares con funcionarios y greffeurs de
las otras oficinas municipales, todos
ellos equipados con puños de papel y
plumas sucias detrás de las orejas, que
también quisieron verlo todo y hacer
expresivos ruidos durante las diversas
ceremonias, como succionar a través de
los dientes.
Los artistas habían ido con sus
mejores trajes de calle, que constituían
un espectáculo en aquel barrio pobre de
la ciudad, aunque algunos de ellos
habrían causado sensación en cualquier
parte. Por lo visto Edge y Fitzfarris
habían puesto sobre aviso a monsieur le
Maire en cuanto a la naturaleza peculiar
de algunos novios, porque consiguió no
mostrar sorpresa, estupefacción ni
nerviosismo cuando reconoció a la
famosa chica «Clover Pink» y al primer
noble del imperio que no había puesto
jamás los pies en aquella maire, o
cuando vio ante sí a una bella novia
mucho más alta que su prometido de
rostro mutilado, que carecía de nariz, o
cuando descubrió que la novia era de
sangre mucho más azul que el conde
francés, o cuando la dama de honor de
dicha novia resultó ser una bonita enana
que le llegaba apenas a las rodillas.
Como si se tratara de casos cotidianos,
el alcalde sólo empleó las palabras y
los gestos rutinarios al leer a cada
pareja la dispense des bans y el pacte
de mariage —que implicaba la
naturalización automática como
francesas de las novias que se casaban
con súbditos franceses, la prohibición
absoluta de divorcio, etc.—, y cada
pareja murmuró a su vez sus
«comprendo», «acepto» y «quiero». En
cada ritual Florian actuó de padre
simbólico de la novia, y Sava de
doncella, esparciendo pétalos de flores
en torno a cada pareja, mientras Nella
hacía de dama de honor de Ioan, Daphne
de Gavrila y Domingo de Clover Lee.
La esposa del alcalde cumplió con sus
deberes de rútina —sollozando y
secándose maternalmente las lágrimas
durante cada ceremonia y más tarde
presenciando como testigo la firma de
los certificados de matrimonio— tan
impasible como si todos los novios
fuesen pastores de cabras locales o los
todavía inferiores poetas y artistas
residentes.
Cuando todo hubo concluido —las
firmas, los sellos y el lacrado de los
documentos— y monsieur le Maire
hubo besado a las novias y madame le
Maire a todos los novios excepto
Kostchei, que se escapó afuera, los
artistas que estaban dentro del edificio
tiraron confeti y arroz, e incluso los
funcionarios municipales lanzaron al
airetrocitos de papel secante. Cuando
las parejas salieron de la mairie,
tuvieron que someterse a otra lluvia de
confeti y besos de más colegas artistas.
Entonces los ocho recién casados,
incluso la nada religiosa Clover Lee,
subieron hasta la cima de la colina,
donde se alzaba la humilde y pequeña
iglesia de Saint-Pierre, sola y solitaria
en la misma cumbre, para encender una
vela y rogar por su futuro. La cuesta era
excesiva para los coches de alquiler, así
que los novios tuvieron que subir a pie,
y la princesa YusupovaSomova tuvo que
sostener a su nuevo consorte durante
todo el camino porque su postura echada
hacia atrás le hacía propenso a caerse
de espaldas. Mientras los otros artistas
esperaban en la mairie, charlando con
los funcionarios, Carl Beck caminó
despacio hasta la otra ladera en
dirección al descuidado y abandonado
Cemeterie du Nord, con objeto de rendir
homenaje a dos tumbas: la de su
compatriota el poeta Heine y la recién
cavada de su colega músico Berlioz.
Una vez reunida de nuevo, la
compañía subió a la caravana de coches,
que los llevó un poco más abajo, al
Moulin de la Galette, el único molino
cuyas aspas no daban vueltas y tenían
los lienzos completamente plegados.
Según los letreros recién pintados en el
portal de madera y en la pared enyesada
y cubierta de juncos que rodeaba el
molino, el propietario de la Galette, «M.
Devray», había convertido el local en un
salon-cabinet-café donde había de todo,
desde bière a «Siam».
—¿Siam? —preguntó alguien,
extrañado.
—Un juego de bolos —explicó
Florian—. Pero nosotros no hemos
venido a jugar. He reservado el local
para el déjeuner de noces.
Todos se sentaron, pues, en torno a
las mesas del patio tapiado y madame
Devray guisó en la cocina, que antes
había sido el cuarto de moler, en la base
de la torre, mientras monsieur Devray y
una colección de pequeños Devray
trotaban de un lado a otro, sirviendo
omelettes, terrines, crépinettes, café,
chocolate caliente, vino Muscadet de un
verde dorado y, por supuesto, la
especialidad de la casa, las galettes.
(«¡Vaya, qué sorpresa! —exclamó
Yount, feliz—. ¡Tortas de maíz como las
de casa!») El antiguo molino de tablas
de chilla y sus grandes aspas ociosas
crujían al moverse como desgraciados
en su retiro, pero aquel rumor no podía
apagar la alegre charla y las risas de los
invitados a la boda múltiple. En
cualquier caso, la mayor parte de su
charla era alegre. Fitzfarris aún
lamentaba la perdida oportunidad de
publicar en la prensa esta fiesta única y
Florian decía a Clover Lee con un poco
de tristeza:
—Supongo, comtesse, que nuestras
funciones de hoy serán saludadas con
hortalizas en vez de flores cuando los
patanes noten la ausencia de la
équestrienne vestida de rosa que ha
sido durante muchos meses nuestra
atracción estrella y la admiración de
todo París.
—Me gusta oírme llamar condesa,
pero no por mi padre adoptivo —dijo
ella con afecto—. Y deje de lamentarse.
Sigue teniendo el mejor circo de París.
De todos modos, usted mismo dijo que
las modas van y vienen. Que nosotros
sepamos, el rosa Clover puede haber
pasado de moda durante estos tres días
de descanso.
Una vez terminada la comida, los
carruajes llevaron de nuevo a la
compañía al pie de la colina y allí, en la
place Blanche, se detuvieron una vez
más para que quienes se quedaban en el
Florilegio y quienes lo abandonaban
pudieran despedirse con besos, abrazos
y apretones de mano. El equipaje de la
nueva comtesse de Lareinty ya había
sido recogido en el hotel por el criado
del conde, así como su remolque del
circo, y llevado a la Gare Saint-Lazare,
donde los recién casados tomarían el
tren aquel mismo día para pasar su luna
de miel en Deauville, a la orilla del mar.
Gospodín Maretic llevaba a las nuevas
Gospodja y Gospodjica Maretic a su
apartamento, en un aburrido barrio
bancario de la orilla izquierda, para que
se acostumbrasen a él antes de trasladar
sus posesiones y sus perros del
remolque. Brunilda y Kostchei volvían
al recinto del circo a trabajar como en
otro día cualquiera, pero la nueva
madame Delattre se tomaba un día libre
para ayudar a Pierre a empaquetar todo
lo que necesitaba de su taller y de sus
habitaciones del quartier Marais.
Cuando se hubieron alejado los
vehículos de los que se marchaban,
Florian volvió a dar instrucciones a los
otros para que regresaran al Bois por
diferentes rutas. Él y Edge iban en el
carruaje, con Daphne y Domingo en el
interior, y cuando llegaron al boulevard
de Courcelles vieron a los golfillos que
vendían periódicos corriendo con una
excitación inusitada, agitando los
diarios y gritando: «Querelle à Prusse!»
Florian detuvo a Bola de Nieve el
tiempo suficiente para comprar un
periódico. Recorrió con la vista la
primera plana, hizo una mueca, lo pasó
Edge y dijo:
—Vaya, la emperatriz no te habló en
vano. Prusia ha propuesto a su príncipe
Leopoldo como nuevo rey de España y
Francia exige con truculencia que su
nominación sea retirada. La situación es
tensa. —Chasqueó al caballo—. Nous
verrons.

En las dos funciones de aquel día, el


director ecuestre mandó al Démon
Débonnaire que prolongase sus diversos
números con animales para compensar
la pérdida del número de los terriers y
Lunes alargó su atracción de alta escuela
con Trueno para compensar la pérdida
del número de Clover Lee. Nadie del
público tiró hortalizas; como de
costumbre, habían llevado flores y las
lanzaron para celebrar el trabajo en el
trapecio de Mademoiselle Papillon y
Maurice LeVie. No obstante, varios
espectadores preguntaron al portero
Banat después de la función qué se había
hecho de «la fille de rose-de-trèfle». Él
les dijo la verdad, que se había
marchado para convertirse en condesa, y
todos exclamaron algo parecido a:
«Merecía semejante recompensa. ¡Un
feliz final de su carrera!», y no se
quejaron de que les hubieran privado de
su actuación. Al cabo de pocos días,
confirmando la opinión de Florian sobre
las modas parisienses, los artículos de
Clover Pink empezaron a desaparecer
de los escaparates y de los vestidos de
las mujeres en las calles.
A esta moda siguió inmediatamente
otra llamada por las clases superiores «
l’art pugilistique» y por las inferiores
«la boxe». Él boxeo, antes objeto de
burla como otra aberración nacional de
la pérfida Albión, era ahora el tema
principal de conversación en todos los
zincs y en todas las mesas de café. Casi
todos los teatros, menos la augusta
Opera, erigieron en el escenario un
cuadrilátero de cuerdas, contrataron a
púgiles y árbitros profesionales y
organizaron campeonatos según el
reglamento inglés de Queensberry,
incluyendo asaltos cronometrados,
guantes para los puños y prohibiendo el
uso de los pies. Los cabarets más
vulgares juntaron más las mesas para
dar cabida a «un ring de boxe».
Buscaron por las calles a los mozos más
fornidos del mercado y a cualquier
rufián musculoso que estuviera
dispuesto a desnudarse hasta la cintura y
librar una combinación de la boxe y la
savate —una lucha con los nudillos sin
protección y calzando botas de punta
metálica o sabots de madera en salvajes
rounds, que no terminaban hasta que un
hombre quedaba fuera de combate— por
la simple perspectiva de unos pocos
francos si dejaban inconsciente al
adversario.
Reconociendo la moda, el director
ecuestre coronel Ramrod resucitó la
parodia del boxeo hecha en el pasado
por los payasos muertos hacía tiempo,
Alí Babá y Zanni. Asignó el número a
Ferdi Spenz y Nella Cornella y el
público saludó esta actuación con
todavía más hilaridad porque ahora era
una mujer bonita y bien formada la que
golpeaba a un hombre enano y
antipático, mientras el cariblanco
Fünfünf hacía de árbitro colérico pero
ineficaz:
—¡No, no, Mam’selle Emeraldina!
¡Nunca se golpea a un hombre cuando
está en el suelo!
Entonces ella enviaba de un golpe al
Kesperle al otro lado de la pista y,
sonriendo, se acostaba antes de que él se
levantara e intentara vengarse… y el
público se desternillaba de risa.
Mientras tanto, en las calles, los
crieurs des journeaux continuaban
gritando con un clamor comparable en la
arena política internacional. «Retraite
de Prusse!» era el último grito, un grito
alegre, porque Bismarck había cedido
ante la presión francesa y retirado al
príncipe Hohenzollern como aspirante a
la corona española.
Sin embargo, Francia en general,
especialmente las ciudades, y el
Florilegio en particular, pronto tuvieron
que afrontar otra contingencia. El tiempo
veraniego había provocado muchos
comentarios sobre su clemencia y sus
cielos claros, pero entonces el calor se
intensificó cada día más, hasta que
dominó una sequía cálida y sin aire. El
largo jardín que era la avenida de los
Campos Elíseos —rosas y geranios de
todos los tonos, begonias, peonias y
fucsias de dimensiones prodigiosas—
empezaron a marchitarse, arrugarse y
perder sus brillantes colores. Los
castaños que bordeaban las aceras
tenían las hojas lacias y dejaban caer
tristemente sus capullos como una
continua lluvia rosada y seca bajo las
ramas arqueadas. Edge se acostumbró a
trepar, antes de la función de la tarde,
por la escala de cuerda hasta la
plataforma del trapecio —se había
aficionado a ello desde el tiempo ya
muy lejano en que Autumn le enseñara a
hacerlo— y un día bajó de allí y dijo a
Florian que cancelaría el número del
trapecio de Maurice y Domingo y la
actuación de Lunes en la cuerda floja.
—Corren el peligro de desmayarse
—explicó—. Hasta que remita este
horrible calor, no permitiré que nadie
trabaje tan cerca de la cúpula excepto en
las funciones nocturnas.
—No pienso contradecir al director
ecuestre —dijo Florian, pero su rostro
expresó preocupación—. Vamos a tener
que alargar enormemente el resto de los
números y no todos pueden alargarse.
Este maldito tiempo está perjudicando
mucho a la pobre Miss Eel. Su número
de klischnigg le resulta cada vez más
doloroso; estoy pensando seriamente en
mandarla de vacaciones a las montañas.
Pero en este caso, es seguro que el
Hacedor de Terremotos querría irse con
ella. —Exhaló un largo suspiro de
resignación—. Sin embargo, hay cosas
peores de qué preocuparse.
Desdobló un ejemplar del día de Le
Monde, que llevaba debajo del brazo,
para que se viera el titular: «NOUVELLE
DEMANDE PAR FRANCE».
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó
Edge.
—La nueva exigencia de Francia es
que Prusia garantice que nunca más
propondrá al príncipe Leopoldo para el
trono de España. Maldita sea. Esto es
como pedir a Prusia que se rebaje y sin
una razón de peso. Me pregunto si será
el tiempo caluroso lo que hace a la gente
tan irascible. ¿O es el tiempo un simple
reflejo de esta acalorada disputa entre
monarcas?
—Diablos, yo puedo decírselo —
respondió Edge—. Es obra de la
emperatriz Eugenia. Esa mujer no puede
dejar las cosas tal como están.
Un día o dos después, dos tropeles de
hombres y mujeres parisienses —gente
de clase baja, a juzgar por sus trajes—
marcharon por las calles del centro
urbano y los seis u ocho hombres más
fuertes de cada grupo sostenían una
tarima sobre la que se levantaba una
estatua de madera, dorada y pintada con
colores chillones, una de hombre y otra
de mujer. Siempre que las efigies se
encontraban por casualidad en sus
peregrinaciones, los portadores las
inclinaban para que se saludaran
cortésmente una a otra.
—En nombre de la nación, ¿qué
ocurre aquí? —preguntó Yount.
—Son las imágenes de san
Marcelino y santa Genoveva —explicó
Pemjean—. La gente las saca de sus
altares y desfila con ellas para pedir un
cambio de tiempo. Parecen creer que si
los santos sienten el calor que hace
fuera de sus iglesias (o el frío o la
humedad o lo que sea), Genoveva,
Marcelino o ambos ejercerán su
influencia sobre los elementos.
Los santos, sin embargo, no hicieron
caso. El calor veraniego aumentó
todavía más y Edge tuvo que ordenar a
los peones que enrollaran las paredes
laterales de la carpa durante las
funciones de tarde para que el público
no se marease. Dos días después,
Florian volvió de una excursión al
centro de la ciudad y anunció:
—El Museo Carnavalet ha colgado
fuera un termómetro gigante y marca
treinta y ocho grados centígrados. ¡Es
insoportable!
—Bueno —observó Edge—, es
posible que Maurice, Domingo y Lunes
me maten, pero de hoy en adelante voy a
prohibirles subir al trapecio también en
las funciones nocturnas.
—Es asimismo insoportable que
dispongamos de un programa tan exiguo
—dijo Florian—. Tenemos que
presentar más números. Tú, sir John y
yo nos turnaremos de nuevo en las
visitas a otros circos de la ciudad para
dar otro repaso a sus talentos y ver si
hay alguno digno de ser secuestrado.
Números ecuestres, de animales…
consideradlo todo menos a los monos.
Todavía me niego a tener simios en mi
espectáculo.
Así, al día siguiente por la tarde
Edge salió al calor agobiante para
dirigirse por segunda vez al Cirque de
l’Empereur. Por el camino encontró a un
vendedor de periódicos que gritaba con
vigor, en esta ocasión una sola palabra:
«Insulte!», así que compró el Quotidien
de Paris y leyó mientras caminaba. No
tenía que preocuparse mucho de tropezar
con otros viandantes, porque muy poca
gente salía a pie en aquellos días tan
calurosos. La palabra más grande de la
primera plana era la misma que el chico
había gritado: «INSULTE!» La noticia era
que el canciller Bismarck había
replicado a la última exigencia francesa
con un rotundo «Nein!». No prometería
que el príncipe prusiano Leopoldo no
volvería a presentarse nunca como
candidato a la corona española. Y esta
brusca negativa boche, decía el
Quotidien, era una afrenta a las buenas
intenciones de Francia, al deseo altruista
de Francia de mantener la paz, al orgullo
de Francia, a los intereses comerciales
de Francia, al honor nacional de
Francia, al prestigio de Francia entre las
potencias de Europa, al cran de los
hombres franceses y a la dulce
naturaleza de las mujeres francesas…
Por lo visto, a todo menos a las
nobles salsas de Francia, pensó Edge
mientras tiraba el periódico en el cubo
de la basura de una verdulería.

Cuando compró su entrada en el edificio


del circo, Edge vio un cartel que
anunciaba a una nueva artista del
programa, una tal «Mademoiselle
Mystère!… Merveille des âges…
Vainqueur du continent!» y otras
exageraciones por el estilo, pero el
cartel también era un misterio porque no
daba ninguna pista sobre la índole de su
actuación. Edge contempló los mismos
números que ya viera unos meses atrás
—charla excesiva y no muy cómica de
los payasos, aburridos números de
animales— y tomó nota de que la cabra
acróbata había sido relegada al final de
la primera parte, antes del intermedio, lo
cual indicaba que la nueva
Mademoiselle Mystère ocupaba el lugar
estelar al final de todo el espectáculo.
Edge, por lo tanto, se quedó toda la
segunda parte, esperando que la nueva
estrella mereciera la pena.
El director ecuestre la presentó con
superlativos casi tan floridos como los
de Florian —la maravilla del siglo, el
asombro de incluso los mejores
conocedores del circo, etc.—, pero
manteniendo aún el misterio de la
especialidad de Mademoiselle Mystère.
De pronto la banda del circo, numerosa
pero mediocre en comparación con la de
Beck, tocó una fanfarria. Por la puerta
trasera de la arena entró otra
équestrienne, una mujer rubia platino en
equilibrio sobre un solo pie en la grupa
de un caballo al trote. La banda pasó al
ritmo del galope y ella comenzó sus
posturas y piruetas. Lo único nuevo de
ella era que llevaba —además de un
leotardo de lentejuelas, mallas de color
carne y un tutú de tul— una máscara de
cartón piedra que le cubría toda la cara.
Era la máscara de una Colombina, con
lunares redondos y muy rojos en las
mejillas, pestañas muy largas y una boca
de Cupido.
Edge tenía una silla de respaldo en
la primera fila, así que estaba lo
bastante cerca de la pista para darse
cuenta de que, aunque la mujer fuese una
mademoiselle, no era joven. Mostraba
una gran competencia y gracia en la
grupa, pero aprendida, no vivaz y
espontánea. Tampoco su traje ni su
caballo eran muy jóvenes. Al leotardo le
faltaban lentejuelas y las mallas
formaban bolsas en las rodillas y los
codos, o quizá las rodillas y los codos
eran demasiado gruesos. El caballo no
llegaba a tambalearse de vejez, pero era
lento y de paso un poco inseguro. Edge
suspiró y se levantó para irse. Estaba de
espaldas a la pista cuando la música
cambió el galope inicial por una
melodía más sincopada. Nadie la
cantaba, pero era la música al son de la
cual Monsieur Roulette había cantado
hacía mucho tiempo «Sentado en el
circo, la miraba dar vueltas…».
Edge volvió, se sentó de nuevo y
miró con atención. Después de la
cabalgata final entró sin ser molestado
por la puerta trasera de la pista y buscó
hasta que encontró su camerino. Sarah se
había puesto una bata muy gastada sobre
el traje, pero aún conservaba la máscara
de cartón. Su expresión era más vivaz
que su voz cuando dijo:
—Te he visto en seguida junto a la
arena, pero era demasiado tarde para
indicar por señas a la banda que
cambiara mi música.
—¿Por qué hacerlo? Es casi seguro
que hubieras topado con uno de
nosotros, si no conmigo. Y en cualquier
lugar de la ciudad, si no aquí. Debías de
saber que estamos en París desde hace
meses.
—Sí, pero esperaba pasar
inadvertida. Monsieur Degeau me
contrató por sólo tres semanas. Mis
servicios no tienen exactamente una gran
demanda. —Alargó la mano para
estrechar la de él—. Hola, Zachary. Es
agradable volver a verte.
—¿No das un beso a un viejo
amigo?
—No. A Gerald no le gustaría, si
entrase de repente.
—¿Gerald?
—Le has visto actuar con el
apolillado oso bailarín. Orphée et
l’Ours. En Inglaterra eran Bruno y
Bruin. Allí fue el último lugar donde
trabajamos. Yo era Miss Masked
Mystery.
—Conmigo puedes dejar el misterio.
Y quitarte la máscara.
—No. Nunca me la quito, hasta que
estoy en nuestro cuarto de la pensión. Ni
siquiera el director Degeau me ha visto
sin ella. Probablemente es la única
razón por la que me contrató. Cuando no
te queda mucho talento, belleza y
juventud, tienes que inventar alguna
artimaña. Debes de haber notado que he
perdido mucha rapidez y he de teñirme
los cabellos grises, así que lo único
vendible en mí es el misterio. Esto, y el
oso, nos consiguen a Gerald y a mí algún
que otro breve contrato como éste, con
un salario de feria. Pero al diablo con
todo esto. —Hizo un amplio ademán de
indiferencia y adoptó un aire alegre—.
Puedo estar contenta por el tremendo
éxito alcanzado por mi pequeña Edith.
¡Imagínate! Su nombre es famoso.
Clover Lee Coverley… ¡la équestrienne
más amada por París en todos los
tiempos!
—¿Has ido al espectáculo a verla
trabajar?
—No. Ya te lo he dicho. Quiero
pasar inadvertida. —Se volvió y fingió
buscar algo en el tocador—. No la he
visto, no.
—Es igual que no hayas venido. Se
ha marchado.
—¿Qué?
La máscara se volvió súbitamente
hacia Edge y los ojos azules de Sarah
brillaron detrás de los agujeros.
—Ya no es una niña pequeña —dijo
Edge con una gran sonrisa—. Incluso ha
prescindido de su nombre infantil.
Ahora se llama Edith, condesa de
Lareinty. Y está de luna de miel en
Deauville.
—Vaya, que me cuelguen si… —
profirió Sarah con una risa de alivio y
felicidad—. Y deja de sonreír, Zachary;
eso no ha mejorado con los años. De
modo que Clover Lee lo consiguió, ¿eh?
Me alegro de que lo haya hecho una de
nosotras. Yo lo predije, ¿te acuerdas?
Hace muchísimo tiempo.
—Me acuerdo. Dijiste al diablo con
la moral, le enseñaré modales dignos de
un baile palaciego. Pues bien, ahora
asistirá a muchos.
—¿Y tú, Zachary? ¿Te has casado
con tu bella Autumn?
—Aún no. —Y continuó en seguida
—: Te alegrará saber que Clover Lee no
ha conseguido sólo el oropel de un
título. Su Gaspard de Lareinty es un
hombre rico, así que está arreglada para
toda la vida. Escucha, si algún día
deseas retirarte y descansar, Clover Lee
podría…
—No.
Edge replicó, exasperado:
—No, no y no. Es todo lo que me
has dicho. Si te invito a volver al
Florilegio, con Gerald, si quieres,
¿también contestarás que no?
—Sí.
—Maldita sea. La marcha de Clover
Lee es la razón de que esté aquí hoy.
Busco números de repuesto. Y escucha
una cosa, Sarah. No queda nadie en el
espectáculo a quien no desees volver a
ver. Pimienta y Paprika han muerto.
Otros también murieron o se marcharon
a otra parte. Pero siguen con nosotros
muchos de tus viejos amigos: Jules, Fitz,
Hannibal y las chicas Simms. Y sabes
que Florian te recibiría con los brazos
abiertos. Aún tenemos a tu Bola de
Nieve, una montura mucho mejor que ese
rocín que montas aquí. Ahora somos un
espectáculo de primera categoría.
Podemos permitirnos los mejores trajes,
accesorios y aparatos. —Como hasta
entonces sólo le había dicho la verdad,
Edge intentó pasar una pequeña mentira
—: Eres una équestrienne tan buena
como antes. Volverías a ser Madame
Solitaire y…
—No me digas embustes, Zachary.
Antes no lo hacías. Gracias por el
ofrecimiento, pero no. Me quedo con la
vida gitana y con mi Gerald de tercera
categoría entre los espectáculos de
tercera categoría. No son gran cosa,
pero yo tampoco. Y ahora vete, te lo
ruego, viejo amigo, y por favor no
menciones a nadie, ni siquiera a Autumn,
que todavía existo.
—Pero, ¿por qué, Sarah?
Ella suspiró.
—Siempre has necesitado
convencerte, maldito seas. —Empezó a
soltar las cintas que sujetaban la
máscara—. Solía quejarme de que los
caballos siempre echaban sus cabezas
huecas hacia atrás y me daban en la
nariz. Pues bien, uno de ellos lo hizo con
demasiada fuerza. —Se quitó la máscara
y Edge deseó tener una para ocultar la
expresión de su propio rostro. Sarah
habría sido todavía una mujer hermosa,
pero ahora tenía una nariz
monstruosamente grande, granulada
como una coliflor y moteada de manchas
rojas y púrpuras—. Todas esas fracturas
y magulladuras provocaron un estado
que los médicos llaman bacchia. —Lo
dijo con voz fría y serena—. Y no deja
de empeorar. ¿Creerás ahora que no
quiero ser descubierta ni rescatada ni
siquiera recordada?
Edge asintió, movió en silencio la
cabeza y se dirigió a la puerta. Ella ya
volvía a ponerse la máscara cuando él
se volvió para decir:
—Adiós, entonces, Sarah. Buena
suerte. Si algún día puedo hacer algo…
—Sólo una cosa. Puedes decirme
esto. ¿Habla de mí Clover Lee? ¿A
menudo?
Edge pensó brevemente en intentar
otra mentira, pero rechazó la idea.
—No, nunca.
—Está bien —dijo la máscara de
Colombina—. No lo hagas tú tampoco.
Adiós, Zachary.
Al salir y cruzar la pista, Edge se
detuvo un momento. La arena estaba tan
vacía como lo había estado la tienda del
Florilegio la primera vez que vio montar
la gran carpa. No había lona arriba ni
alrededor, pero sí serrín bajo los pies y
los olores eran muy parecidos. Podía
cerrar los ojos y, en el silencio hueco
del lugar, oír casi un débil eco de
aquella música en un tiempo alegre y
pegadiza:
Solitaire será la reina de todas las
amazonas,
pero, ay, está lejos, muy lejos…
Cuando volvió al recinto del circo,
Domingo leía en voz alta un periódico a
otros artistas agrupados a su alrededor,
traduciendo un editorial de Le Gaulois
de aquel mismo día:
—«… Si Francia no obliga a Prusia
a satisfacer sus exigencias, ni una sola
mujer europea consentirá jamás en coger
del brazo a un francés…»
Florian era un miembro del grupo y
al ver acercarse a Edge le miró con
expectación.
—No ha habido suerte, director —
dijo Edge—. Nada que podamos usar en
el Cirque de l’Empereur.
—Quizá no es tu día de suerte —
contestó Florian con la cara larga—.
Siento decirte que ha estado aquí un
lacayo de las Tullerías. Se te ordena
presentarte ante su majestad Luis
Napoleón.
—Oh, cojones. Bueno, no puedo
decir que no lo esperase. Pero hoy ya
me he saltado una función. Puedo ir
mañana…
—No, no, muchacho. Si le haces
esperar toda la noche, sabrá que has
desobedecido deliberadamente y, sea
cual sea su estado de ánimo, esto no lo
mejorará. Volveré a hacerme cargo de
tus obligaciones de director en la
función nocturna y llenaremos de algún
modo tu número de puntería, si no has
llegado para entonces. Ve a ver qué
quiere el emperador.
—Sé lo que quiere —gruñó Edge—,
pero estoy muy seguro de que no voy a
participar en esta guerra, por muchas
mujeres que se nieguen a cogerme del
brazo.
9
—Ah, nuestro reacio caballero —dijo
Luis Napoleón cuando el chambelán
hizo pasar a Edge al estudio.
Había otras dos personas presentes,
una de ellas la emperatriz Eugenia. Edge
se sorprendió al principio al ver que la
otra era Gaspard de Lareinty, vestido de
uniforme, pero luego recordó que el
conde era ayuda de campo del
emperador.
—Majestades, excelencia —saludó,
inclinándose.
El emperador preguntó, sin
preámbulos:
—¿Tendría alguna objeción de
conciencia, mon colonel, si nos
limitáramos a discutir sobre la guerra?
—No, majestad.
—Estupendo —dijo secamente Luis
—. Gaspard, los mapas, por favor.
Mientras Lareinty empezaba a
desenrollar los mapas y colocarlos en
varios caballetes alrededor de la
habitación, Edge inquirió:
—¿Ya es, pues, seguro que habrá una
guerra?
Antes de que su imperial esposo
pudiera contestar, Eugenia replicó:
—Juzgue por usted mismo. Nuestro
agente del otro lado de la frontera nos
informa de que los telégrafos vuelan en
todas direcciones poniendo en alerta de
guerra a los civiles de Prusia y países
aliados, movilizando a sus Guardias
Nacionales, racionando provisiones
civiles, etcétera. También tenemos copia
de un comentario hecho por ese odioso
Bismarck a su adulador parlamento.
Escuche. —Sacó un papel y leyó—:
«Nosotros los prusianos no confiamos
tanto en nuestro valor como para
depender únicamente de él. También
tenemos en cuenta el hecho de que los
franceses se comportarán con estupidez
y cobardía». ¿Qué le parece, señor
coronel? ¿Le gusta esta mierda[37]?
—Vamos, vamos, querida —
amonestó Luis—, nada de vulgaridades.
No descendamos al nivel de los
bárbaros. Sí, coronel Edge, en vista de
todas las circunstancias relevantes, he
telegrafiado hoy al rey Guillermo mi
formal declaración de guerra. —Suspiró
—. Ahora… observe los mapas. Ya le
enseñé la disposición de los boches en
nuestras fronteras. Gaspard, ¿quieres
describir la colocación actual de
nuestras propias fuerzas?
El conde, usando como puntero el
bastón corto de mando, explicó:
—Tenemos cinco cuerpos bajo el
mando del maréchal Bazaine entre Metz
y la frontera y dos cuerpos cerca de
Estrasburgo bajo el maréchal
MacMahon. Puede usted ver por los
símbolos convencionales, coronel, la
disposición adelantada de nuestras
baterías artilleras, caballería e
infantería, vis-à-vis de las del enemigo.
Aquí, aquí y aquí están nuestros
batallones de reserva. A propósito, cada
una de nuestras compañías de infantería
contiene un pelotón de armas pesadas y
cada escuadra de ese pelotón está
armada con la mitrailleuse Montigny a
fin de cubrir con fuego rápido de largo
alcance todos los avances de los
fusileros.
—¿Algún comentario, coronel? —
preguntó el emperador.
Edge se aproximó a los mapas y fue
de uno a otro, estudiándolos con
atención, mientras la emperatriz
golpeaba impaciente el suelo con los
pies y Luis y De Lareinty esperaban
impasibles. Por fin dijo Edge:
—Repito, majestad, que no soy un
estratega y está muy lejos del ánimo de
un coronel retirado juzgar los planes de
vuestros mariscales de campo. Sin
embargo, si sólo pedís un consejo
táctico…
—Le ruego que me lo dé —contestó
el emperador.
—Bueno, yo diría que los prusianos
esperarán que el empleo de su
formidable artillería moderna diezmará
y desmoralizará a vuestras fuerzas con
barreras intensivas de largo alcance
mucho antes de que vuestros hombres
lleguen a ver las puntas de los yelmos de
sus soldados. Así que…
—Los franceses no se desmoralizan
tan fácilmente —interrumpió Eugenia
con acritud—, y nosotros también
tenemos cañones.
Los tres hombres la miraron,
molestos, y Edge dijo con toda la
paciencia de que disponía:
—Un duelo de artillería entre armas
de avancarga de bronce y armas de
retrocarga de acero sería desastroso
para los franceses. Aunque vuestros
cañones tuvieran el mismo alcance y
precisión, lo cual no es el caso, y
aunque pudieran cargarse y dispararse
con la misma rapidez, que tampoco es el
caso, no tardarían en recalentarse hasta
quedar inutilizados. Mientras tanto,
vuestra infantería y caballería se
inmovilizarían, incapaces de avanzar
entre la lluvia de cascos altamente
explosivos lanzados por ambos bandos.
Serían blancos inmóviles o más bien
romperían filas para ponerse a salvo.
—Pero la artillería sola no ha
ganado nunca una batalla —objetó De
Lareinty—. Los boches tendrían que
interrumpir el bombardeo en un
momento u otro para poder avanzar.
—Sí, cuando vuestra infantería se
dispersara o lanzara al suelo, cuando
vuestros caballos se desbocaran de
pánico y cuando todas vuestras fuerzas
estuvieran desorganizadas —replicó
Edge—. Sí, entonces los prusianos
avanzarían.
—¡Ah, pero tenemos les
mitrailleuses! —exclamó el emperador
—. Mantendrían a raya al enemigo el
tiempo suficiente para reagruparnos.
—No cabe duda de que causarían un
terrible efecto inicial en la infantería
enemiga —respondió Edge con
diplomacia—, pero no creo que fuese un
efecto táctico. Los soldados prusianos
comprenderían pronto que esas
máquinas sólo pueden rociar, pero no
apuntar, y que los hombres sólo corren
el peligro de ser heridos por una bala
fortuita. Entonces seguirían avanzando, y
con mucha más confianza que ante
anticuados mosquetes de un solo
disparo, manejados por tiradores
expertos.
Eugenia se revolvió contra él.
—¡Lo que usted dice es puro
derrotismo! Denigra a nuestros valientes
soldados y a nuestras mejores armas.
Son palabras sediciosas, subversivas
y…
—Chut, madame! —conminó
bruscamente Luis—. Quizá sea sólo
sentido común. Os ruego que le dejéis
continuar. Coronel Edge, ha sido usted
categórico al decirnos qué es lo que no
podemos hacer. ¿Tiene alguna
sugerencia sobre lo que puede hacerse?
Edge volvió a mirar los mapas.
—En lo que incumbe a Estrasburgo
no tengo ninguna, francamente. La
situación allí dependerá de si su
mariscal MacMahon se propone cruzar
el Rin o impedir a los prusianos que lo
crucen. Pero aquí en el nordeste —dio
un golpecito al mapa de la zona de
Lorena—, franceses y prusianos se
enfrentan en un terreno bastante llano
donde no hay impedimentos para un
ataque repentino. Es de suponer que los
letales cañones Krupp ya están
apuntando a vuestras posiciones de
vanguardia…
Miró a De Lareinty, quien asintió y
dijo:
—Nosotros también lo suponemos.
Y, como es natural, los nuestros también
apuntan a sus posiciones.
—En este caso sugiero que cambien
de blanco y apunten a los cañones
prusianos. Y yo optaría por un ataque
repentino. Acercándose inmediatamente
al enemigo, anularán la ventaja de su
artillería. Un avance súbito (su
infantería atacando directamente a las
líneas enemigas y su caballería a ambos
flancos) impediría que los cañones
prusianos cambiaran rápidamente de
blanco y apuntaran a la marea de
hombres en movimiento, mientras la
artillería de ustedes los bombardearía a
placer. Calculo que entonces el enemigo
enviaría a la caballería para detener a
sus tropas de asalto, así que preparen
sus mitrailleuses para concentrarlas en
este contraataque; su lluvia de plomo
podría ser efectiva contra blancos
grandes como los caballos. Y si este
fuego rápido abate o repele a la
infantería prusiana, su propia caballería
e infantería tendrá el camino libre para
penetrar en las líneas enemigas. —Hizo
una pausa y se encogió de hombros—. A
partir de este momento no sería, por
supuesto, una batalla entre máquinas
modernas, sino una especie de combate
muy anticuado. Hombres y caballos,
rifles, sables y bayonetas, un cuerpo a
cuerpo que pondría a prueba la fuerza
individual de los soldados, su valor y…
bueno, su cran, como ustedes lo llaman.
Eugenia lo miró con una expresión
desdeñosa.
—¿Y qué pensaría el mundo de
nosotros? —preguntó—. ¡Descartar
todas las tecnologías más modernas para
luchar como… los francos de la Edad
Media! Todas las naciones modernas se
reirían de nosotros.
Edge se atrevió a decir:
—Nadie se rió, madame, de un
franco llamado Carlomagno. —Y dijo al
emperador—: No es preciso señalar a
un comandante de vuestra experiencia,
majestad, que las cosas pueden parecer
fáciles en un mapa y ser muy diferentes
en el campo de batalla. El enemigo
puede hacer algo totalmente
imprevisible, el tiempo puede
empeorar… esas aclamadas
mitralleuses pueden errar el tiro.
—Le gusta insistir sobre este punto
—murmuró el emperador.
—No obstante —continuó Edge—,
si prevalece la táctica que he sugerido,
creo que seguiría avanzando y rebasaría
las posiciones prusianas (sin
entretenerme en liquidar o conducir a
los prisioneros o permitir el pillaje o las
celebraciones) para atacar la ciudad de
Saarbrücken. —Señaló el mapa—.
Dejad sólo a vuestros artilleros en el
campo de batalla. Ordenadles que
abandonen sus viejos cañones y den la
vuelta a los cañones Krupp capturados a
fin de bombardear las defensas de la
ciudad antes de que lleguen vuestras
columnas de ataque. —Edge se detuvo y
abrió los brazos—. Pero estos planes
ulteriores atañen a vuestros estrategas.
Hubo un rato de silencio en la
habitación; el emperador y el conde
parecían pensativos y la emperatriz
bastante malhumorada. Entonces Luis
Napoleón preguntó a De Lareinty:
—Qu’en pensez-vous, Gaspard?
—Ça me semble practique, majesté.
—A moi aussi. Vaya usted mismo a
decirlo a Bazaine. No me gustaría
confiar el mensaje a la clave o a un
correo. Repita las sugerencias del
coronel, con todos los detalles, al
maréchal, pero sólo como sugerencias,
entiéndalo, y no es necesario mencionar
la fuente. Dejemos que Achille piense,
si así lo desea, que son el consenso del
estado mayor. Y que quede bien
entendido que es libre de actuar según
su criterio. Pero márchese en seguida.
—¡Ya estoy allí, sire! —exclamó el
conde.
Se inclinó ante el emperador y la
emperatriz, incluso ante Edge, y salió a
grandes zancadas de la habitación.
—¡Vaya, maldita sea! —murmuró
Edge—. Quería preguntarle si le place
la vida de casado.
—La vida marital debe ceder el
primer puesto a la vida marcial —recitó
el emperador en inglés, satisfecho como
si hubiese pronunciado un sonoro
epigrama—. Veamos, coronel, yo quería
preguntarle a usted, una vez más, si
continúa decidido a no aceptar un
nombramiento. Tal vez para mandar esa
valiente caballería en su avance de Metz
a Saarbrücken… tal como usted cree
que podría hacerlo.
—Puede hacerlo, majestad, y sin mí.
Os agradezco nuevamente el inestimable
honor del ofrecimiento, pero no puedo
aceptarlo. Ya paso de la edad y me falta
el ardor para hacer otra campaña.
—¿Y cómo es eso? —inquirió Luis
Napoleón—. Yo pienso ir al frente y
debo de ser veinte años mayor que
usted. Mi hijo me acompañará y es casi
treinta años menor que…
—¿Lou-Lou? —gritó Eugenia,
horrorizada—. No puedo creer que
arriesgues…
—¡Madame! —cortó fríamente el
emperador—. Aunque esta guerra os
incumba mucho, el mando será
exclusivamente mío. Y el príncipe
imperial tendrá su baptême de feu.
—¡Pero sólo tiene catorce años! ¡Es
nuestro único hijo!
—Y esta guerra puede ser la única
que vea en su vida. Todos los hombres
deberían templarse y purificarse en por
lo menos una guerra. Eugenio Luis no
perderá la ocasión de participar en ésta.
—Es una locura que penséis en ir
vos. Un anciano enfermo y doliente, que
anda renqueando como el carcamal de
una pantomima.
—Muchas gracias, querida, por
vuestra solicitud de esposa.
—¡Pero llevaos al niño! Pensad en
la sucesión, Luis. Si algo le ocurriera…
—No le sucederá nada que no me
suceda también a mí, en cuyo caso
supongo que el príncipe Plon-Plon sería
coronado por aclamación.
—¡Dios no lo quiera!
—Y en cuyo caso también, madame,
viviríais el resto de vuestros días como
la emperatriz viuda, admirada y
venerada por todos por haber inspirado
tal devoción en vuestros dos hombres
que marcharon voluntariamente a morir
en una guerra que vos insististeis en
declarar. Y ahora no hablemos más de
ello. Estamos turbando a un inocente
testigo de esta sórdida disputa familiar.
La amonestación fue innecesaria.
Eugenia estaba lívida y la furia le
impedía hablar. Luis Napoleón se volvió
de nuevo hacia Edge.
—Cuando le he llamado hoy, mon
colonel, estaba preparado para
coaccionarle. Podría haberle propuesto
una elección: aceptar un nombramiento
de oficial o ser internado durante toda la
guerra. O podría haberle hecho chantaje,
amenazando con actuar contra esos
discutibles colegas suyos. O, como
residente extranjero en tiempo de guerra,
podría haberle reclutado como soldado
raso, o aún peor, enviado a un batallón
de trabajos forzados. Pero no haré
ninguna de estas cosas.
—Os lo agradezco, majestad, pero
soy muy curioso. ¿Por qué no las haréis?
—En parte porque me ha impartido
una crítica constructiva y tal vez unos
consejos valiosos. Cuando ganemos la
guerra, s’il plât à Dieu, habrá usted
luchado por nosotros como si lo hubiera
hecho en persona. Si perdiéramos la
guerra, à Dieu ne plaise, no estaría en
posición de culparle o castigarle por
ello. Pero también, como me recuerda
constantemente la cargante preocupación
de mi esposa por la dinastía, éste es en
gran parte un asunto de familia. No tengo
derecho a involucrar a un extranjero
contra su voluntad. Así, pues, vaya en
paz, mon colonel, y que sea una paz más
duradera que la que yo he conocido.

Mientras regresaba al Bois, y aunque la


noche no había traído consigo mucho
alivio del enervante calor del día, Edge
encontró las calles abarrotadas de gente.
Todos hablaban con excitación mientras
los vendedores de periódicos corrían
entre ellos agitando su mercancía y
gritando con más fuerza que nunca:
«Guerre! La guerre déclarée!» Edge no
se molestó en comprar un periódico,
pero en el recinto del circo todos
parecían estar leyendo uno —tanto los
artistas como el público—, porque llegó
allí durante el intermedio del
espectáculo.
Como es natural, Florian se alegró y
sintió alivio al saber que su director
ecuestre había sido eximido del servicio
militar y rió entre dientes, aunque con
cierta ironía, cuando señaló el titular del
periódico y observó:
—Siempre me he preguntado por
qué, en casi todas las lenguas europeas,
la palabra «guerra» es del género
femenino.
—Creo que resulta bastante
apropiado en este caso —dijo Edge.
—Trágicamente, sí. Luis Napoleón
no sólo ha sido animado e incitado a
entrar en guerra, en contra de los buenos
consejos de todo el mundo, empezando
por el zar ruso, sino que ha sido él, y no
el rey Guillermo, quien la ha declarado.
Así, como temía el zar Alejandro, si
Francia fuese derrotada, la
responsabilidad sería sólo de Luis.
—Bueno, por lo menos no sería mía.
Por suerte, mientras dure esta guerra
sólo dispararé, para variar, a calabazas,
platos y objetos similares. Voy a
cambiarme de ropa para hacerlo esta
misma noche.

Diez días después de la declaración de


guerra, su majestad imperial Luis
Napoleón vistió su mejor uniforme y su
alteza imperial Eugenio Luis un
uniforme hecho a su medida de
muchacho, y los dos subieron a un tren
con destino a Metz, donde el emperador
tomaría personalmente el mando en el
frente todavía tranquilo del nordeste. A
fin de que su partida no llamara la
atención pública, Luis Napoleón dispuso
que su tren privado los esperase en la
estación de Saint-Cloud, por lo que
muchos parisienses ignoraron que se
había marchado hasta que la prensa
vespertina anunció que la emperatriz
Eugenia sería regente de Francia durante
la ausencia del emperador y que el
diputado Emile Ollivier sería
interinamente primer ministro de
Francia. Muchos franceses murmuraron
al saber que se daba a una mujer el
gobierno nominal y las verdaderas
riendas estarían en manos del
aborrecido Ollivier, pero la mayoría de
francesas se sintieron más
sentimentalmente afectadas por las
presuntas palabras de despedida de
Eugenia a su hijo:
—Lou-Lou, cumple con tu deber.
Aquel mismo día, un clarens de
caoba tirado por cuatro bayos entró en
el recinto del circo. En las portezuelas
se veía el escudo de los Lareinty y un
lacayo ayudó a apearse de la carroza a
una mujer joven y rubia espléndidamente
ataviada con sedas y encajes de Worth.
—¡Clover Lee! —gritaron con
asombro varios miembros del circo en
un saludo alborozado.
Otros tuvieron la presencia de ánimo
de inclinarse o hacer una reverencia —
aunque con radiantes sonrisas en los
rostros— y exclamar:
—¡Excelencia!
Entonces la joven sorprendió a los
artistas, para no mencionar a su propio
cochero y lacayo. Como si los últimos
calores la hubiesen enloquecido, Clover
Lee empezó a desnudarse
inmediatamente, tirando a la carroza
todas las prendas que se quitaba. Sin
embargo, cuando se había despojado de
toda la ropa interior, apareció vestida
con lentejuelas doradas y unas mallas de
color carne, uno de sus viejos leotardos
y mallas anteriores al Clover Pink.
Finalmente, mientras se quitaba de un
puntapié los puntiagudos escarpines,
dijo unas palabras al lacayo y cuando el
clarens se alejó con su ropa desechada,
bailó descalza hacia Florian.
Este le dijo con admiración:
—Madame la comtesse, no habéis
olvidado hacer una entrada espectacular.
—Diablos, ahí va la condesa —
replicó ella, indicando con un gesto el
carruaje que se alejaba—. Por el
momento, vuelvo a ser la Clover Lee de
siempre. Me gustaría volver al
trabajo… al menos mientras Gaspard
esté ausente.
—No cabe duda de que eres bien
venida, y más que eso, ya lo sabes. No
obstante, ¿estás segura de que te
conviene? Sé que el conde se halla
cumpliendo con sus deberes militares,
pero ¿y su familia? ¿No es probable
que… ejem…?
—¿Se horroricen —preguntó
sonriente Clover Lee— de que Edith de
Lareinty exhiba sus encantos en público?
Bueno, seguramente se horrorizarían,
pero ni siquiera conocen aún a Edith o a
Clover Lee. Gaspard y yo seguíamos en
Deauville cuando el emperador se lo
llevó para que le ayudara a dirigir la
guerra, así que aún no he conocido al
noble clan, ni siquiera a mi suegra. No
puedo ir a verlos y presentarme a mí
misma y me aburre estar sola. Hasta que
sepan quién soy y esperen que me
comporte como una condesa de
verdad… ¡qué diablos! Puedo hacer lo
que me plazca y divertirme.
—Yo sería el último en querer
disuadirte. Nuestra compañía está muy
mermada y me imagino que incluso los
artistas más hambrientos se mantendrán
lejos de Europa occidental hasta el fin
de la guerra. Vuelves a formar parte del
espectáculo a partir de la función de esta
noche, querida. Pregunta al coronel
Ramrod dónde quiere colocar tu número
y consulta con Madame Delattre
cualquier problema de vestuario.
Mientras tanto, reservaré una habitación
para ti en el hotel y esta noche todos
celebraremos tu regreso con un auténtico
banquete.
Clover Lee fue recibida con
exuberante alegría por todos los artistas,
peones y músicos que no la habían visto
llegar y su caballo Burbujas relinchó de
contento. Después sus colegas femeninas
se la llevaron lejos de los hombres para
preguntarle entre risas qué significaba
estar casada con un conde, cómo era
Deauville, qué se sentía al vestirse en
Worth, etc. Al cabo de un rato, incluso
Lunes Simms consiguió un aparte con
Clover Lee, fuera del alcance de las
otras mujeres, para hacerle una pregunta
tan íntima que ni siquiera sabía cómo
formularla:
—¿Qué dijo tu marido…? Ya sabes,
cuando tú y él… Quiero decir, ¿se
enfadó porque…?
—¿Porque no era virgen? —dijo
Clover Lee con una carcajada—.
Muchacha, me aseguré antes de que no
se diera ni cuenta.
—¿De verdad? ¿Cómo? ¿No me
estás tomando el pelo?
—En absoluto. Hace mucho tiempo,
después del primer hombre, cuando
estábamos en Italia, la vieja Maggie Hag
me explicó cómo debía arreglarme para
mi noche de bodas.
—¡No! ¿De veras? Me gustaría que
me lo contaras. No tengo ningún marido
a la vista, pero es por si acaso. Tengo
una raja muy ancha ahí abajo, como
debía de tenerla mami después de
expulsar a la vez a tres negritos.
—Está bien. —Clover Lee miró a su
alrededor con aires che conspiradora—.
Verás, lo primero que debes hacer es ir
a una botica y comprar útiles de afeitar
de hombre. Como si los compraras para
un amigo, a fin de que el dependiente no
sepa que son para ti. Después lo tiras
todo (brocha, navaja, jabón), todo
excepto el palito, o lápiz astringente,
como se llama a veces. Entonces, una
vez llegado el momento… —Cuando
Clover Lee bajó la voz, las cejas de
Lunes se arquearon.

—Nuestro emperador toma el mando en


Metz —tradujo Domingo de Le Siècle
unos días más tarde a un grupo de
atentos artistas—. Ha ordenado penetrar
inmediatamente en… Terre-Sarre? ¿Qué
es esto?
—En alemán se llama el Saarland —
explicó Jörg Pfeifer— y está al otro
lado de la frontera de Lorena.
—Bueno, éstos son los titulares —
dijo Domingo y pasó a leer el artículo
—: «Dos de agosto. Por instantáneo
mensaje telegráfico de nuestro intrépido
corresponsal en el frente. Por orden
brillantemente decisiva de su majestad
imperial Luis Napoleón, el formidable
Segundo Cuerpo del ejército francés,
bajo el mando del siempre valeroso
general Frossard, apoyado en los
flancos por elementos del Tercero y
Quinto Cuerpo, ha iniciado en el día de
hoy un avance inexorable desde el
departamento del Mosela hacia el
territorio enemigo de la TerreSarre,
donde la artillería del Segundo Ejército
prusiano está siendo arrollada y sus
escuadrones de caballería y batallones
de infantería se retiran en completo
desorden…» ¡Uf! Vaya frase tan larga.
—Que me cuelguen —murmuró
Edge—. Lo están consiguiendo. —Todos
se volvieron a mirarle y él se apresuró a
añadir—: Si hemos de creer al
corresponsal del periódico.
Era evidente que éste decía la
verdad. A la mañana siguiente, aunque
sólo era miércoles, todo París se
despertó al son triunfante de todas las
campanas de la ciudad. La multitud salió
a las calles para agarrar los periódicos
todavía húmedos de manos de los
vendedores que gritaban: «Grande
victoire!» y «Défaite prusienne!». Los
titulares eran varios: «CAPITALE DE
TERRE-SARRE SAISIE» y «C’EST A
NOUS, LA CITÉ SAARBRÜCKEN!», y los
artículos ofrecían todos los por
menores. La retirada de Prusia había
sido tan precipitada y desordenada que
sus zapadores no tuvieron ocasión de
volar o bloquear los puentes del río
Saar. Los valientes franceses habían
marchado directamente hasta la ciudad
de Saarbrücken y ahora ocupaban el
centro y también su principal suburbio
de St. Johann. Además —así lo juzgaban
los intrépidos corresponsales de los
diversos periódicos; todos usaban la
palabra «inexorable»—, el irresistible
avance francés continuaría hasta la
segunda ciudad del Sarre, Kaiserslauten,
«dans le coeur du pays des boches».
Como si el tumulto de las campanas
hubiese despertado al dormido dios del
tiempo, el calor implacable que había
atenazado a la ciudad durante más de un
mes remitió por fin. Un repentino viento
del este barrió basura, periódicos,
sombreros y tejas sueltas por toda la
ciudad y obligó a los peones del
Florilegio a reforzar los cables de las
cinco tiendas con sogas adicionales. El
viento amontonó en el cielo pálido las
nubes del horizonte oriental, y en cuanto
estas nubes hubieron cubierto la ciudad,
sus fondos se abrieron para derramar un
verdadero diluvio. Los eslovacos del
circo volvieron a salir corriendo, esta
vez para tensar todos los cables de
retén, porque la lona empapada de agua
empezaba a hundirse.
Pero el aguacero, lejos de apagar el
ardor de los parisienses, les dio una
razón de más para estar alegres.
Continuaron abarrotando los bulevares y
avenidas, dándose mutuas palmadas en
la espalda, invitándose a copas,
desfilando en grupos que cantaban a
gritos el himno Partant pour la Syrie y
haciendo ondear banderas tricolores,
aunque sólo consiguieran moverlas
pesadamente. Y, mucho antes de la hora
de la función, la carpa del Florilegio se
llenó tanto que fue preciso negar la
entrada a una gran muchedumbre, que se
encogió alegremente de hombros y se
dirigió bajo el chaparrón a otros circos,
teatros o cafés, o simplemente a bares
de buvette para emborracharse, porque
todo París celebraba este día.
—Bueno, supongo que tienen algo
que celebrar —observó Edge—. El
viejo Luis Napoleón parece tener
ganada la guerra.
—Y mientras la tenga, toda Francia
cantará sus alabanzas —dijo Florian—.
Justo mientras todo vaya bien. Los
franceses son notoriamente veleidosos,
inconstantes y poco leales. En cuanto los
ejércitos sufran un descalabro o el
emperador cometa un error de juicio, su
pueblo exigirá con los mismos gritos su
pellejo… o su cabeza. Ah, bueno, no
quiero ser pesimista. Pensemos sólo en
los festejos de este día.
Pero el día siguiente fue tan
decepcionante como la resaca de
cualquier jolgorio. Los periódicos que
el miércoles habían descrito la invasión
del Sarre con palabras como
«formidable» e «inexorable» se
refirieron a ella con más cautela en las
primeras ediciones del jueves,
mencionando «dificultades» e
«impêchements». La lluvia que había
caído de modo tan bienhechor en París
continuaba cayendo también en el
escenario de la guerra, de modo que los
caminos por los que los franceses
habían avanzado hasta Saarbrücken eran
ciénagas, al igual que los que salían de
la ciudad en todas direcciones, por lo
que de hecho los franceses no la
ocupaban, sino que estaban aislados en
ella.
En las ediciones vespertinas del
jueves los periódicos ya no elogiaban al
ejército francés ni a sus oficiales y a su
comandante emperador, sino que usaban
libremente términos como «inefficacité»
y «défaut de prévoyance». Ahora era
evidente que la invasión francesa se
había hecho demasiado bien, pero sin la
adecuada planificación de apoyo. Las
fuerzas de asalto se habían alejado en
exceso de sus convoyes de pertrechos e
intendencia y esos convoyes, a
kilómetros de distancia, estaban ahora
hundidos hasta los vientres de los
caballos y los ejes de las ruedas en los
caminos de fango. Los soldados
victoriosos de Saarbrücken sólo podían
alimentarse a sí mismos y alimentar a
sus monturas confiscando víveres a la
población civil, pero no podían hacer lo
mismo con las municiones para sus
armas. Y ahora trascendió que los
franceses habían derrochado mucho
plomo y pólvora durante su avance. Los
corresponsales informaron de que las
tan cacareadas mitrailleuses Montigny
en particular habían gastado una
extravagante cantidad de cartuchos. Así,
pues, las fuerzas de ocupación no sólo
estaban aisladas en Saarbrücken, sino
que también carecían de las municiones
necesarias para defender su posición.
Los parisienses aún llenaban las
calles para comprar todas las nuevas
ediciones de los periódicos a medida
que salían, pero los rostros de la gente
eran grises como la lluvia y ya no había
canciones ni vítores ni ondear de
banderas. Había en cambio muchas
murmuraciones sobre la presunción del
emperador al haber arrebatado el mando
a los generales que debían saber cómo
dirigir una guerra, ya que él había
demostrado ignorarlo.
—¿Qué te dije? —preguntó Florian
a Edge.
—¿Y qué debí decirle yo a él? —
replicó Edge, aunque como si hablara
consigo mismo—. ¿No os adelantéis
nunca a vuestras líneas de suministros,
majestad? Diablos, cualquier alférez con
arneses nuevos debería saberlo.

La mañana del viernes amaneció sin


lluvia, soleada y agradablemente fresca;
la ciudad brillaba de limpia y todas las
flores de los Campos Elíseos tenían
colores vivos y atrayentes. Sin embargo,
las caras de la gente estaban tristes
porque tristes eran también las noticias.
Los periódicos decían que la lluvia
había cesado asimismo en el este y los
caminos se habían secado lo suficiente
para permitir el desplazamiento de las
tropas. Por desgracia, un nuevo ejército
prusiano, el Primero, avanzaba
rápidamente hacia el sur desde un lugar
llamado Merzig y llegaría a Saarbrücken
antes de que pudieran hacerlo refuerzos
o suministros franceses. Por lo tanto, los
ocupantes de la ciudad salían
precipitadamente para evitar quedar
atrapados en ella y tomaron el mismo
camino por el que habían ido para
dirigirse a sus posiciones anteriores de
Metz. La noticia ya era bastante mala,
pero la prensa vespertina reveló —con
franco desprecio, burla y profusos
signos de exclamación— que los
franceses habían abandonado
Saarbrücken con tan vergonzoso
apresuramiento que sus zapadores
también habían olvidado criminalmente
volar los puentes del Sarre a sus
espaldas.
—¡Dios mío! —gruñó Edge—,
ahora los prusianos pueden volver sin
mojarse siquiera las botas. Y puede
estar seguro de que ya no permitirán que
la ciudad sea tomada de nuevo por
sorpresa. Lo único que han conseguido
los franceses es incrementar el estado de
alerta del enemigo. El emperador habría
hecho mejor dejando a sus hombres
acuartelados, practicando la instrucción.
O cortando esas malditas mitrailleuses
para hacerlas servir de bayonetas.
No obstante, la prensa vespertina del
sábado, 6 de agosto, publicó mejores
noticias de otra parte de Francia que
entusiasmaron de nuevo a los
parisienses y los hicieron olvidar por
unos días las oportunidades perdidas en
el Sarre. «Autre bataille, autre
victoire!», gritaron los vendedores y la
gente se disputaba los ejemplares de los
periódicos. La nueva batalla había sido
instigada por dos de las fuerzas aliadas
prusianas, los cuerpos Quinto y
Undécimo de Baviera, que habían
cruzado la frontera septentrional de
Alsacia el día anterior, pero aquella
mañana el maréchal MacMahon ya tenía
en posición a su Primer Cuerpo francés
para hacerles frente y su Séptimo
Cuerpo corría al campo de batalla desde
Colmar. A mediodía, según los últimos
comunicados telegrafiados por los
intrépidos corresponsales de los
periódicos, los franceses aniquilaban
por millares a los boches bávaros.
Nuevamente el pueblo de París
desfiló, cantó y bailó por las calles y
centenares de personas continuaron el
jolgorio toda la noche. Para entonces los
ministerios del gobierno francés y las
oficinas de prensa sabían ya que
aquellos primeros reportajes de Alsacia
habían sido pergeñados y mal
interpretados y que las celebraciones
callejeras bailaban en realidad una
danza macabra. El primer ministro
Ollivier y los numerosos editores de
periódicos habían recibido más tarde
telegramas que corregían y contradecían
totalmente los anteriores, pero tan
augustos personajes no estaban ansiosos
por confesar el terrible error de sus
impetuosos anuncios de una gran
victoria.
Hasta que no aparecieron las
ediciones dominicales habituales, París
no conoció la verdad: eran los bávaros
quienes aniquilaban a los franceses. De
los treinta y siete mil hombres que el
maréchal MacMahon había enviado al
frente de Alsacia, más de veinte mil
habían muerto en un día. Y aún peor,
cuando MacMahon, desesperado, pidió
refuerzos al Quinto Cuerpo del general
De Failly, éste llegó al campo de batalla
sólo para decidir que la situación ya no
tenía remedio y se retiró sin efectuar ni
un disparo. Aquel Quinto Cuerpo, junto
con los restos del Primero y el Séptimo,
se retiraba ahora en desorden hacia el
oeste, perseguido de cerca por todo el
Tercer Ejército de los boches, que tenía
el camino libre para seguir avanzando
hasta el río Mosela.
Los parisienses podrían haber
reaccionado a esta noticia de muy
diversas maneras, con orgullo y tristeza
por aquellos que habían luchado
bravamente y caído, con desprecio y
vergüenza por los que habían huido, con
aprensión por el destino de los otros
ejércitos que defendían Metz y que
ahora estaban a punto de ser flanqueados
por el enemigo que avanzaba hacia el
Mosela, al sur de sus líneas. Pero los
parisienses optaron por reaccionar con
ira por el engaño del gobierno al
mantener en secreto la catástrofe todo
cuanto pudo.
Una gran multitud se congregó y
gritó ante el Hôtel de Ville y no se
dispersó después de desahogar sus
sentimientos, sino que creció en tamaño,
clamor e indignación a medida que
afluía más gente. Antes de que se
terminara el domingo, se imprimieron y
fijaron anuncios en todos los lugares
públicos y los periódicos sacaron a la
calle ediciones especiales. Emile
Ollivier había dimitido como premier y
ministro de la Guerra y su majestad la
regente había nombrado sucesor suyo al
comte de Palikao. Ollivier sólo era
abogado y político. El anciano conde
era un general de caballería retirado,
muy condecorado y respetado. La
multitud de la place de l’Hôtel de Ville
se consultó mutuamente, decidió que el
gobierno volvía a estar en manos fuertes
y honestas y se dispersó en silencio en
dirección a sus casas.
10
Durante la semana siguiente, ni los
periódicos de París ni los ministerios
pudieron publicar otra cosa que breves
boletines sobre el desarrollo de la
guerra, no a causa de una timidez o
duplicidad oficial, sino porque las
batallas de primera línea, los avances,
retiradas, marchas y contramarchas eran
tan frecuentes, tan rápidos, tan
cambiantes y a menudo tan confusos, que
los corresponsales e incluso los propios
oficiales de enlace de los ejércitos
franceses podían apenas seguirles la
pista.
El maréchal MacMahon continuó
retirándose del este, reuniendo por el
camino a sus tres diezmadas y dispersas
unidades y librando con frecuencia
combates de retaguardia contra el Tercer
Ejército boche que le pisaba los talones.
Sin embargo, daba la impresión de que
aquel Tercer Ejército le seguía
pausadamente, llegando a destacar una
buena parte de su contingente para
rodear y sitiar la capital alsaciana de
Estrasburgo. Luis Napoleón ordenó,
pues, a MacMahon que se retirase unos
ciento sesenta kilómetros al oeste, a
Châlons-sur-Marne, y el emperador, el
príncipe imperial y su séquito inmediato
tomaron el tren en Metz para encontrarse
con él allí. La explicación oficial fue
que Luis Napoleón y MacMahon se
reunían para reorganizar, reforzar y
revitalizar aquel ejército abatido por la
derrota y la retirada. No obstante, una
historia diferente difundida entre las
altas esferas no tardó en propagarse
entre todos los parisienses: que el
emperador quería realmente conducir a
ese ejército y a sí mismo sanos y salvos
hasta París y que sólo se lo había
impedido un severo telegrama de la
emperatriz Eugenia ordenándole que
fuese un hombre y se mantuviera firme
en algún lugar entre su capital y los
boches que le perseguían.
Entretanto, en el nordeste, el
maréchal Bazaine, después de haber
estado a punto de tomar Saarbrücken,
parecía ignorar qué debía hacer con sus
cinco cuerpos y se demoraba en las
cercanías de Metz, mientras el rey
Guillermo y el general Von Moltke
aumentaban amenazadoramente sus
fuerzas en la orilla opuesta del río
Sarre.
El 15 de agosto, un lunes, debía de
haber sido la fiesta veraniega más
importante de Francia, la
conmemoración anual del nacimiento de
Napoleón el Grande. Este año, como de
costumbre, todo estaba preparado para
que la Ville Lumière fuese una ciudad
más luminosa que nunca, con un millón
más de bombillas de gas colocadas en
las fachadas de los edificios, estatuas y
monumentos —doce mil luces sólo para
perfilar el Arc de Triomphe— y se
colgaron inmensas banderas de color
verde oscuro sobre todas las avenidas,
decoradas con la adornada letra N,
águilas de alas extendidas y abejas
doradas. Bandas, orquestas y coros
afinaban sus instrumentos y ensayaban,
los vendedores callejeros estaban
surtidos de todo, desde flores y
golosinas hasta baratos bicornios de
fieltro à la Napoléon y los cafés habían
colocado todavía más mesas en las
aceras, delante de sus puertas.
—Durante la Fête Nationale —
explicó Florian a su compañía,
incluyendo al primero de mayo Delattre
que, cuando no ejercía sus habilidades
de fontanero por el recinto del circo,
ocupaba ahora la taquilla del furgón rojo
— es tradicional que todos los teatros,
cafés y establecimientos similares
ofrezcan sus espectáculos gratis.
Nosotros respetaremos esta costumbre
en las dos funciones del día.
Por desgracia, en aquel 15 de agosto
la prensa matutina anunció de nuevo
malas noticias. Por una vez, los
corresponsales del frente nordeste
habían enviado un reportaje completo de
la última batalla… y la última
humillación de Francia. El maréchal
Bazaine se dedicaba la víspera (otra
vez) al proceso de cambiar las
posiciones de sus cinco cuerpos en torno
a Metz cuando, de improviso, desde la
cima de una colina había atacado una
parte del Segundo Ejército prusiano. El
combate había sido encarnizado y los
franceses «lucharon con bravura», de
modo que las pérdidas de los dos
bandos fueron casi iguales, unos cuatro
mil hombres entre muertos y heridos por
cada lado. No obstante, cuando la noche
les dio la oportunidad, los franceses
abandonaron el frente y corrieron a
refugiarse tras los pesados cañones de
las fortificaciones de Metz.
El primer ministro De Palikao
decidió con razón que sería muy poco
apropiado que París celebrara
simultáneamente el aniversario del gran
Napoleón y la noticia de otra retirada
francesa, así que dio la orden de que no
se encendieran las luces de la ciudad y
pidió a sus conciudadanos que se
abstuvieran de todo jolgorio en tan
equívoca ocasión. El pueblo no desfiló
con júbilo, pero tampoco se quedaron
todos en sus casas. Varios miles de
parisienses salieron a los bulevares y
avenidas en lo que no parecía una
demostración espontánea, sino
preparada de antemano, agitando la
bandera roja de la revolución en vez de
la tricolor, cantando La Marsellaise y
gritando eslóganes antiimperiales.
—¿Qué pasa? —preguntó Yount, que
estaba mirando.
—Estos deben de ser los
communards locales —respondió
Florian.
—¿Qué diablos es un communard?
Daphne se echó a reír y citó:
—¿Qué es un communard? Uno que
anhela. —Yount la miró con perplejidad
y ella explicó—: Un inglés los describió
en broma hace mucho tiempo. Aún
recuerdo los viejos versos:
¿Qué es un communard? Uno que
anhela
la división igual de salarios
desiguales.
Ocioso, chapucero o ambos, está
dispuesto
a sacar su penique y embolsarse tu
chelín.
Florian también rió y, como Yount
seguía perplejo, explicó a su vez:
—Los communards son los
extremistas entre los muchos que quieren
que Francia vuelva a ser una república.
Los republicanos en general desean
abolir todos los títulos y privilegios de
la realeza, y la nobleza y demás
aristocracias. Los communards insisten
en abolir no sólo las clases, sino
también todas las otras distinciones:
riqueza, condición social, etcétera.
Nadie debería ser más rico que los
demás y un vendedor de pescado de les
Halles debería ser tan respetado como
un profesor de la Sorbona.
—¿Y esto sería malo? —inquirió
Yount.
—Oh, podría pasar si fuera el deseo
de todos, pero los communards, como
cualquier secta religiosa, están tan
seguros de la razón de sus creencias que
no toleran a los incrédulos. Si les
concedieran la oportunidad, impondrían
a todo el mundo su propio tipo de Tierra
Prometida y no lo harían por persuasión
o votación, sino por la fuerza. Yo,
personalmente, preferiría un Infierno
opcional a un Cielo obligatorio.
Sin embargo, aquel día los
manifestantes no hicieron ninguna
demostración de fuerza. Cuando se
cansaron de ir de un lado a otro
haciendo ondear sus banderas rojas y
gritando sus insultantes opiniones sobre
el emperador, la emperatriz y todo el
establecimiento imperial, se dirigieron
—como casi todos los demás habitantes
de París— a disfrutar de las diversiones
gratis en cafés, teatros y circos.
A pesar de ello, el primer ministro
De Palikao pareció tomar muy en serio
aquella descarada manifestación de
communards y al día siguiente
aparecieron carteles anunciando que el
premier de Francia, previa consulta
telegráfica con su majestad, nombraba
un gobernador militar para la ciudad de
París que se encargaría de la ley, el
orden, la seguridad y el bienestar
públicos durante la emergencia de la
guerra. Los parisienses gruñeron, como
hacían siempre, pero ni siquiera los
communards podían quejarse mucho,
porque el gobernador sería el general
Louis Trochu, ampliamente conocido
como un liberal. No había razón para
suponer que su nombramiento era algo
más que un gesto de advertencia para
que todos se comportaran bien.

Entonces llegaron noticias aún más


descorazonadoras del frente del
nordeste. El maréchal Bazaine, después
de pasar tanto tiempo moviendo sus
tropas por los alrededores de Metz,
adoptó por fin una decisión. Como todo
el Segundo Ejército prusiano se
encontraba ahora en las proximidades,
abandonaría Metz dejando sólo una
guarnición suficiente para los fuertes de
la ciudad y trasladando el grueso de sus
cinco cuerpos para sumarlo a las fuerzas
del emperador y del maréchal
MacMahon en Châlons, desde donde los
ejércitos unidos se desplegarían al norte
y al sur para presentar un frente
inexpugnable contra una incursión
ulterior prusiana.
Sin embargo, los prusianos habían
esperado la retirada de Metz. Cuando
las tropas francesas partieron el 16 de
agosto hacia el oeste, con dos divisiones
de caballería a la vanguardia, sólo
habían recorrido diecisiete kilómetros
—hasta el pueblo de Vionville— cuando
se encontraron con dos divisiones de
caballería enemiga. Las dos caballerías
chocaron entre sí, más de dos mil
hombres por bando, y la batalla levantó
tal nube de polvo que se convirtió en
una mêlée confusa: aquí y allí dos
adversarios luchando con sables en un
duelo a muerte, mientras a su alrededor
giraban grupos de otros jinetes,
buscando al enemigo para combatir y a
veces casi atacando a otros grupos de su
propio bando.
Mientras tanto, los comandantes
franceses y prusianos se apresuraban a
enviar a la refriega todos los soldados
de infantería y artillería que tenían más a
mano. Entre las nueve de aquella
mañana y las siete de la tarde se libró la
batalla más encarnizada de toda la
guerra, con el desplegamiento posterior
de cuarenta y siete mil fusileros, ocho
mil soldados de caballería y más de
doscientas piezas de artillería por parte
prusiana, contra el desplazamiento
francés de ochenta y tres mil fusileros,
ocho mil sables, cuatrocientos cañones y
veinticuatro mitrailleuses. Tanto en
fusileros como en cañones, los franceses
sobrepasaban en número a los
prusianos, pero compensaba esta
deficiencia el fuego más rápido y
preciso de las armas de retrocarga
prusianas.
Cuando la batalla concluyó entre el
polvo, el humo y la penumbra del
crepúsculo, podría haberse llamado una
victoria francesa, porque los prusianos,
inferiores en número, dejaron de luchar
por puro agotamiento, mientras los
franceses aún tenían energía para
moverse. No obstante, el único
movimiento que hicieron fue para
retirarse de nuevo a doce kilómetros
del campo de batalla. Rodearon
laboriosamente una ancha colina, y en
cuanto ésta se interpuso entre ellos y el
enemigo, acamparon para descansar por
la noche en el pequeño valle del otro
lado. Sin embargo, se habían retirado
con tal desorden que todas sus unidades
estaban mezcladas entre sí, confundidas,
y era casi imposible reagruparlas en la
oscuridad. Incluso cuando sus oficiales
apostaron piquetes para vigilar
cualquier reaparición de los boches,
ellos mismos estaban tan desorientados
que muchos destacaron a los centinelas
al norte y el este, aunque habían dejado
a todo el ejército enemigo a sus
espaldas al oeste y al sur.
La triste noticia hizo salir de nuevo a las
calles a los communards y aquella vez
se les sumaron ciudadanos más serenos.
Las hordas de hombres y mujeres
marcharon a través de la ciudad y
rodearon el Hôtel de Ville,
despotricando contra el emperador, sus
mariscales y otros oficiales… y el
vergonzoso papel en el campo de batalla
de sus propios hijos y maridos, a
quienes habían despedido con canciones
y vítores hacía escasamente un mes. La
única réplica pública del primer
ministro De Palikao y el gobernador
Trochu a aquel clamor de críticas e
improperios fueron unos carteles que
ofrecían vagas promesas y rogaban una
actitud paciente. En privado, sin
embargo, tomaban otras medidas, y Dai
Goesle, del Florilegio, fue uno de los
primeros en darse cuenta de ello. Había
ido de paseo por el Bois de Boulogne,
pero volvió corriendo al circo para
decir a Florian:
—Hace sólo un momento he temido
que íbamos a tener competencia,
director. ¡Un espectáculo del Salvaje
Oeste, por San Dafydd! Venga y eche
una ojeada.
Varios artistas los siguieron y,
efectivamente, en la orilla opuesta del
lago unos jinetes toscamente vestidos
conducían ganado por los prados del
Bois. Sin embargo, los animales eran
demasiado numerosos para formar parte
de un espectáculo y detrás del ganado se
acercaban también rebaños de ovejas,
dirigidos por más hombres a caballo y
perros. Todos bajaban por los caminos
de la parte norte del parque y era
evidente que habían llegado del campo
atravesando el poco poblado distrito
parisiense de Puteaux a fin de atraer la
mínima atención posible. Florian
contempló la extraordinaria escena y
dijo:
—Por lo visto el general Trochu está
aprovisionando prudentemente a la
ciudad para que no necesite ayuda en
caso de que los prusianos lleguen hasta
aquí. Quizá tiene buenas razones para
creer que así será. —Se volvió con
rapidez hacia Hannibal Tyree y le dijo
—: Abdullah, toma este dinero y llévate
eslovacos y carromatos. Ve a les Halles
y compra a nuestros proveedores
habituales la máxima cantidad posible
de avena, heno y carne para el gato,
tanto fresca como seca o ahumada.
Seguro que habrá mucha demanda de
todo ello. Ve inmediatamente.
Hannibal se llevó muchos francos y
volvió con muchas provisiones, pero
declaró que había gastado todo el
dinero.
—Esos vendedores de comida ya
han puesto los precios por las nubes,
sahib.
—Era de esperar —observó
Monsieur Nadar, que visitaba a Florian
en el furgón de la oficina—. Y los
precios subirán mucho más. Cualquier
excusa plausible es buena para que un
francés estafe a sus clientes, sobre todo
a los extranjeros, pero sin excluir a sus
compatriotas. —Y añadió con languidez
—: Puede estar seguro: si los boches no
arruinan a Francia, lo harán los
franceses.
Al cabo de pocas horas, la discreta
importación de ganado al Bois era
conocida por toda la urbe, por lo que
Trochu renunció a realizarla en secreto y
los ganaderos llevaron a sus animales
por los bulevares de París y los puentes
del Sena para surtir también a los
jardines del Luxemburgo de la orilla
izquierda. Entretanto, amas de casa y los
maridos que podían ser persuadidos
para ello, así como sirvientes de todos
los hogares aristocráticos, se
apresuraban a ir al mercado con cestas,
carretillas y todos los niños disponibles
para ayudar a llevar cosas. Compraron
con frenesí toda clase de comestibles,
ropa, vino, aceite de lámparas y, aunque
mediaba el mes de agosto, incluso
mantas y cubos de carbón.
Como es natural, a pesar de su
rápida acción, los compradores no
llegaron a las tiendas y puestos antes de
que los vendedores hubiesen retirado las
etiquetas con los precios habituales y
sacado otras con precios exorbitantes y
hubiesen ocultado sus mercancías
mejores y más escasas a fin de
reservarlas para sí mismos y sus clientes
favoritos. Las hordas de compradores
maldijeron a los comerciantes, pero
compraron lo que pudieron —a menudo
llegando a las manos entre ellos por
cualquier artículo codiciado o a punto
de agotarse— y pagaron los precios
exigidos. Así, al día siguiente,
vendedores de todas clases, desde el
elegante Printemps y las exclusivas
boutiques de los pasajes hasta el último
buhonero, habían vuelto a elevar los
precios, pasando de la simple avaricia a
la más franca rapacidad.
Esto proporcionó a los communards
otro grito de guerra. Ahora, mientras
marchaban por la ciudad, alternaban sus
fulminantes insultos contra el emperador
y sus secuaces con maldiciones a «¡la
cínica burguesía capitalista!», frase que
no tardaron en cambiar, vociferando en
su lugar que los avarientos estafadores
debían de ser todos «¡unos sucios
youpins!», grito que fue adoptado con
entusiasmo incluso por la aborrecida
burguesía. Se gritaba en las calles y
podía oírse incluso en tonos más
moderados en las mesas de los cafés, de
labios de personas presuntamente
moderadas y sensatas, imperialistas
empedernidos y conservadores de
ferviente ideología anticommunarde: «À
bas les youpins».
—Eso es, culpad a los yids, a los
chuletas, a los butifarras —dijo Nadar
con aversión—. No importa que los
bárbaros estén en las puertas, los
franceses pueden hacer caso omiso de
ellos; por muy indecente que sea el trato
que se dan los franceses entre sí, pueden
disculparse mutuamente dando la culpa
de todo a los youpins.
—Siempre ha sido así, monsieur —
dijo Maurice LeVie con acento cansado
—. Y no sólo en Francia, hélàs.
A partir de entonces apenas se vio
en público a judíos identificables. Los
cafés de la rue Cadet, que antes eran a la
vez lugares de reunión social y de
negocios de los comerciantes en
diamantes de París, ahora carecían de
clientes. Jacques Offenbach se apresuró
a dejar París por Italia, granjeándose así
una maldición doble por haber
abandonado cobardemente la ciudad en
esos días aciagos y por haber sido hasta
entonces un hombre prominente en ella.
Los parisienses que habían aclamado
durante tanto tiempo al hombre y a su
música, ahora se referían a él con
desprecio, llamándole por el nombre
con que había nacido, Jacob Eberst, y
recordándose mutuamente que su padre
no sólo había sido un judío sino también
un cantor de sinagoga, y para colmo, de
Colonia, Prusia. Al final el gobernador
militar Trochu tuvo que hacerse
solidario del furor dirigido contra aquel
judío y prohibió la representación de sus
obras, alegando que las frívolas
operetas de Offenbach «habían desviado
de la realidad la atención del público
francés».
Contemplar la realidad era
desagradable. Se había librado otra gran
batalla frente a Metz que había
terminado con la derrota más
catastrófica de todas para los franceses.
Con todo su ejército —salvo las
multitudes de muertos, heridos y
capturados—, el maréchal Bazaine se
había retirado al interior de la ciudad
de Metz. Los victoriosos prusianos
habían rodeado alegremente la ciudad,
sin tratar de atacarla, sólo para mantener
a los franceses encerrados allí dentro,
porque el asedio de la ciudad no
representaba para el rey Guillermo y el
general Von Moltke el empleo de
muchos hombres y así el ejército
restante estaba libre para avanzar sin
impedimentos por el corazón de Francia,
que es lo que hicieron inmediatamente.
La noticia provocó en París un
paroxismo de pánico, confusión y
cólera. Las masas que alborotaban por
las calles incluían naturalmente a
communards, pero también a ciudadanos
desilusionados, asustados y coléricos de
todas las clases, edades, sexos,
ocupaciones y tendencias políticas.
Derribaron todas las banderas de abejas
doradas, cortaron a hachazos las
adornadas «N» de piedra que decoraban
edificios y monumentos públicos y
lanzaron piedras a las ventanas del
Hôtel de Ville y de los edificios que
albergaban ministerios menores. La
prensa se hizo eco de la última y más
sarcástica condena de Luis Napoleón
por parte del público: «¡Primero el
emperador dejó el gobierno de París y
después dejó el ejército en Metz! ¡Ahora
uno está debilitado y el otro perdido!»

La gente más pobre entre las masas de


manifestantes gritaba otra queja: el
precio de todos los artículos en venta en
París era ahora tan astronómicamente
alto que sólo los ricos podían
alimentarse y vestirse. El gobernador
Trochu había abastecido a la ciudad de
cuarenta mil bueyes y doscientas mil
ovejas que pacían en el Bois y los
jardines del Luxemburgo, además de
almacenes llenos de harina, carbón y
municiones. ¿Por qué, preguntaba el
pueblo, no disponía ahora el gobernador
la distribución de artículos de primera
necesidad entre las familias que no
podían comprarlos?
La respuesta de Trochu no estaba
destinada a la difusión, pero fue oída y
repetida inmediatamente por todo París:
«¡Maldito sea el pueblo ingobernable de
la ciudad! ¡Prefiero mil veces a los
buenos campesinos, analfabetos y
dóciles!» Y la única medida que tomó
fue salvaguardar aquellos suministros de
emergencia colocando un cordón de
centinelas armados en torno a cada
rebaño y almacén durante las
veinticuatro horas del día. Para hacerlo
tuvo que llamar al servicio activo a la
Guardia Nacional —o lo que se llamaba
burlonamente la Garde Sédentaire—,
hombres de edades comprendidas entre
treinta y uno y sesenta años, demasiado
viejos para el ejército pero aptos para la
Guardia Nacional en tiempos de guerra.
La mayoría de los hombres disponibles
estaban más cerca de sesenta que de
treinta y un años y acudieron a
regañadientes a prestar aquel servicio
—por la paga de una botella de vino y
treinta sous al día—, pero en cuanto
tuvieron la autoridad de los uniformes,
hicieron guardia con diligencia y, como
además iban armados, la plebe no
realizó ningún intento de robar bueyes u
ovejas.
Mientras las masas vociferaban,
marchaban y pintaban eslóganes
procaces, iracundos y revolucionarios
en color rojo vivo en las fachadas de los
edificios, en las calles había otro tráfico
muy silencioso y menos conspicuo.
Consistía en los preparativos que hacían
los nobles, aristócratas y burgueses
acaudalados en previsión de cualquier
calamidad. Los ricos llevaban sus
fortunas en francos franceses a los
comerciantes de diamantes y cambistas
judíos —que estaban en la
clandestinidad, pero podían ser
localizados sin muchas molestias— y
cambiaban los francos o bien por
diamantes fáciles de ocultar y
transportar o por monedas extranjeras
(incluyendo marcos prusianos) no
expuestas a penosas fluctuaciones. Las
mujeres ricas llevaban sus joyas, pieles
y objetos de arte a los monts-de-piété
de la ciudad. Estas casas de empeño,
que hasta entonces habían concedido
préstamos de unos pocos francos o
incluso de unos lastimosos sous a
cambio de los objetos empeñados de los
pobres —desde delgadas y baratas
alianzas a colchones—, se encontraban
entonces ante objetos realmente valiosos
que debían aceptar por sumas
necesariamente considerables. La teoría
femenina era que no sólo recibían dinero
contante y sonante sino que sus tesoros
quedaban guardados bajo la protección
del gobierno hasta que pasara el tiempo
de peligro y pudieran ser redimidos.
Tantas recurrieron a los monts-de-piété
que los fondos del gobierno —
destinados en un principio a socorrer a
los pobres— se agotaron con rapidez. El
gobernador Trochu tuvo que ordenar que
en lo sucesivo las casas de empeño no
aceptaran ningún artículo valorado en
más de cincuenta francos. Así las clases
altas se sumaron a las bajas en la crítica
de las medidas de ley marcial de
Trochu; las clases inferiores lo
maldecían con palabrotas y las
superiores, más educadas, dieron en
llamarle «gobernador Trop Chu».
Domingo Simms se había
enorgullecido de hablar francés con
bastante fluidez, pero confesó a su
antiguo tutor Jules Rouleau que el
epíteto Trop Chu escapaba a su
comprensión.
—¡Ajá! —exclamó Rouleau—.
Siempre te he dicho que dedicaras una
atención especial a los verbos
irregulares. Chu es el participio del
verbo choir, que significa caer,
sucumbir.
—¡Ah! ¿Entonces Trop Chu significa
gobernador Demasiado Caído?
—Bueno, en un sentido más amplio,
gobernador Indeciso, gobernador Que
Cede, que se echa atrás cuando está bajo
presión.
Mientras hablaban cruzó el recinto
del circo un joven vestido con uniforme
de capitán que cojeaba con ayuda de un
bastón y llevaba un brazo en cabestrillo.
Miró a su alrededor con cierta
perplejidad y luego preguntó a Domingo
y Rouleau si podía encontrarse en aquel
lugar una persona llamada comtesse de
Lareinty.
—Espere aquí mismo, capitán —
contestó Domingo para no hacerle andar
hasta el patio posterior—. Se la traigo
en seguida.
Cuando llegaron las dos muchachas,
Rouleau, que había hablado con el
visitante, sacudió un poco la cabeza
para indicar a Domingo que se apartara
con él y dejase a Clover Lee a solas con
el capitán.
—Madame… excelencia… —dijo
el joven oficial con un titubeo
comprensible, ya que se dirigía a una
presunta condesa vestida muy
parcamente con lentejuelas—. ¿Es… es
usted Edith de Lareinty? Gaspard
alardeaba siempre de haberse casado
con una bella artista de circo, pero
nunca le creímos del todo.
—Debieron creerle —respondió
Clover Lee con vivacidad—. Es verdad.
Y yo soy la Edith con quien se casó.
—Sí, bueno. A mí me han enviado a
casa por invalidez —dijo el capitán—,
de modo que me han encargado que le
dé noticias suyas.
—¡Oh, qué bien! Quiero decir…
Siento que le hayan herido. Pero, ¿cómo
está Gaspard? ¿No corre ningún
peligro?
El capitán tragó saliva y respondió:
—Nunca correrá menos peligro que
ahora, excelencia. Clover Lee empezó a
sonreír, luego parpadeó y por fin movió
varias veces los labios antes de que
pudiera decir:
—¿Está…? ¿Quiere decir que…?
—Ahora descansa en el último,
largo y merecido vivac del soldado.
Está enterrado en Châlons-sur-Marne.
Los ojos de Clover Lee se llenaron
de lágrimas.
—¿Cómo… cómo ha podido
suceder? Creía que un ayudante de
campo era un oficial del cuartel general
y siempre estaba a salvo detrás de las
líneas, como los generales y el
emperador.
—Debe comprender, excelencia, que
últimamente Gaspard tenía que ser los
ojos, brazos y piernas del emperador. Su
majestad ha empeorado tanto de su
dolencia interna que es incapaz de
montar a caballo. Ya no conduce un
ejército, sino que debe viajar en el tren
de los pertrechos. Por esto Gaspard
tenía que cumplir todas las funciones de
enlace, lo cual significa que estaba a
menudo en primera línea y en peligro.
Lo mató una bala perdida. Lamento ser
portador de tan…
—No, no, ha sido muy ama… ble al
venir —dijo Clover Lee, mientras las
lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Las secó con el dorso de la mano—.
Se… se lo agradezco, capitán.
El joven oficial dirigió una mirada
suplicante a Rouleau y Domingo, que se
hallaban a cierta distancia, y ambos
acudieron en seguida. Cuando Domingo
la rodeó con el brazo para llevarla
adonde pudiera llorar en privado,
Clover Lee trató de reír a través de las
lágrimas, diciendo con voz entrecortada:
—Recuerdo… que Gaspard… dijo
un día en broma: «¿Yo, caer muerto?
¿Ser herido, hecho prisionero? ¡Jamás!
Soy francés. Echaré a correr…»
—Por favor, monsieur —dijo el
capitán cuando se quedó solo con
Rouleau—. El conde vivió lo bastante
para dictar y firmar esto. —Buscó
torpemente en su guerrera con la mano
que sostenía el bastón y sacó un sobre
lacrado—. ¿Se lo dará a madame la
Veuve de Lareinty cuando esté más
calmada?
—¿Por qué no se queda, mon
capitaine, y ve el espectáculo como
invitado nuestro? Podrá ver actuar a la
propia condesa y después darle usted
mismo la carta.
—Seguramente, monsieur, ella no
será capaz de…
—Quédese a verla. El conde no
eludió su deber. Ella tampoco lo hará.
Y en efecto, no lo hizo, sino que
actuó de manera impecable, con la
misma sonrisa y vivacidad de siempre,
controlando a la perfección a su caballo
Burbujas y a su dosel de palomas.
Después de saludar al público, pudo
incluso sonreír con valentía al capitán
cuando Rouleau le llevó al patio
posterior. El joven oficial le entregó el
último mensaje de su difunto marido y
dijo:
—Ha sido maravilloso contemplar
su arte, chère madame. No es extraño
que hechizara usted al conde. Una
actuación deliciosa, algo que contar a
nuestros camaradas, de Gaspard y míos,
cuando vuelva a servir con ellos. Si
vuelvo y si ellos aún están vivos.

Clover Lee abrió la carta en privado y


la miró un rato con el ceño fruncido;
luego esperó a que concluyera el
espectáculo y se la llevó a Florian, que
estaba en el furgón rojo.
—Puedo leer la firma del pobre
Gaspard, aunque está muy temblorosa,
pero mi francés es muy deficiente y
también la caligrafía de quien escribió
esto por él. No he querido enseñarla a
Domingo o a Jules por si es demasiado
íntima y sentimental porque, en este
caso, Domingo o Jules se echarían a
llorar. ¿Quiere leérmela?
Florian dio una ojeada a las dos
páginas y dijo:
—La caligrafía es femenina. Debió
de dictarla a una enfermera y me
imagino que ella estaría tensa y
escribiría con prisas, de ahí los
garabatos. No hay nada sentimental en la
carta, querida, todo es de orden
práctico. —Clover Lee pareció
entristecerse un poco al oír esto—.
Recuerda que el muchacho estaba… no
tenía mucho tiempo, así que se limitó a
lo necesario e incluso esto debió de
costarle un esfuerzo heroico. Seguro que
habría añadido unas palabras cariñosas,
si hubiera podido hacerlo.
—Oh, no importa —dijo Clover Lee
con voz ronca—. Después de todo, no
estuvimos juntos el tiempo suficiente
para… quiero decir que no era una gran
pasión. Lamento que lo mataran, pero no
puedo sentirme muy afligida.
—Bueno, ahora que ha muerto,
tendrás que presentarte sola al resto de
su familia y…
—¿Y enseñarles mi certificado de
matrimonio como mis credenciales? ¿De
qué serviría? Seguiría siendo una
extraña para ellos, una intrusa. Además,
ya estarán bastante tristes por la muerte
de Gaspard. No querría añadir el golpe
de decirles que ha dejado viuda a una
amazona de circo.
—Una actitud que te honra. Pero ni
siquiera me has preguntado qué dice la
carta. Nada sentimental, de acuerdo,
pero muy generoso. Se trata de una
disposición admirablemente concisa de
sus propiedades, posesiones y títulos.
—Oh, Dios mío, no tengo la menor
intención de exigir su parte del
patrimonio familiar. No, he saboreado la
diversión, la gloria y la vanidad de ser
condesa durante algún tiempo. Puedo
decir con verdad que he conseguido lo
que me propuse hace muchos años.
Ahora continuaré siendo lo que
realmente soy y haciendo el trabajo que
hago mejor y que más me gusta.
—Sigues siendo la condesa de
Lareinty, con todos los derechos
inherentes a este rango. Puedes rechazar
la parte de Gaspard de la herencia
familiar y al mismo tiempo no tener que
trabajar más en toda tu vida. Él ya
poseía su propia estimable fortuna,
heredada, como dice aquí, de sus
abuelos maternos. Y en esta carta te la
deja toda a ti. En realidad es un
testamento ológrafo que no puede
impugnar ninguno de sus parientes
consanguíneos.
—Oh.
—¿No te interesa? Enumera cuentas
bancarias, inversiones, rentas de
diversos inquilinos, un château en Puy-
de-Dôme…
—Y si cundiera la voz, todos los
mendigos titulados de Francia se
congregarían para consolar a la viuda
como otras tantas sanguijuelas. De todos
modos, tal como se desarrolla esta
guerra, es probable que todas las
posesiones de Gaspard queden
destruidas. Por favor, Florian,
mantengamos esta carta en secreto hasta
que tenga, si la tengo alguna vez, una
razón para hacer uso de ella. Mientras
tanto seré Clover Lee, la équestrienne.
Florian la miró largamente, con
cariño y admiración.
—Me acuerdo de cuando eras
pequeña y torpe como una potranca
recién nacida e igual de aturdida y
juguetona. Has madurado, convirtiéndote
en una jovencita llena de sentido común.
Eres más merecedora de un título que
muchos nobles que he conocido.
Debería sentirme orgulloso y contento
sin la menor reserva, sólo que…
—¿Qué? ¿Le gustaría verme otra vez
aturdida y juguetona?
—Oh, no, no. —Suspiró—. Sólo que
tu incipiente madurez me recuerda que
yo estoy envejeciendo.

Nuevamente las noticias de la guerra


publicadas en París se volvieron
fragmentarias mientras el emperador y el
maréchal MacMahon salían de Châlons
con su ejército para apoyar a Bazaine,
sitiado en Metz, lo cual hicieron con
tanta celeridad que los corresponsales
apenas tenían tiempo de seguirlos y
telegrafiar sus informes por el camino.
Sin embargo, los breves boletines que
lograron enviar bastaron para abatir los
ánimos. El ejército francés había
recorrido sólo dos terceras partes del
camino entre Châlons y Metz cuando fue
bloqueado. La única ciudad importante
de la ruta era Verdún, que el ejército
esperaba usar como zona de
estacionamiento junto al río Meuse. Las
avanzadas de la caballería, sin embargo,
tuvieron que informar de que Verdún ya
había sido rodeada y sitiada por el
enemigo, que el resto de las fuerzas
prusianas la habían pasado de largo y
continuaban avanzando y ahora se
hallaban bastante al oeste de Verdún.
Por consiguiente MacMahon ya no tenía
esperanzas de ayudar a Bazaine o de
obtener ayuda alguna de él. No se podía
hacer otra cosa que intentar un ataque de
distracción: los franceses se dirigirían
al norte por la orilla del Meuse,
provocando deliberadamente
escaramuzas con los prusianos para
obligarlos a dar la vuelta y seguirlos
hacia el norte, lo cual los desviaría por
lo menos de su marcha en dirección a
París.
En los reportajes que llegaban a los
periódicos parisienses los
corresponsales eran extrañamente
respetuosos en sus comentarios sobre
los comandantes de aquel ejército
francés, el único que aún estaba en
campaña. Según los reporteros,
MacMahon hacía todo cuanto podía
hacerse y demostraba un gran valor. En
cuanto al emperador, era evidente que
sufría un terrible dolor interno al estar
siempre en movimiento y no obstante
seguía lealmente con sus tropas y nunca
se le oía expresar una queja.
A Luis Napoleón no se le dedicaba
el menor elogio en su capital. Las
protestas y manifestaciones se sucedían
en París. En las paredes aparecían
maliciosas caricaturas del emperador y
del águila napoleónica con un soldado
ensangrentado entre las garras y el
epígrafe «LE DERNIER VOL DE L’AIGLE».
Pemjean, cuando junto con otros artistas
vio una de esas caricaturas, explicó que
se trataba de un ingenioso juego de
palabras, ya que dernier podía
significar «último» o «peor» y vol
quería decir «huida», pero en lenguaje
callejero significaba «robo». Mientras
las multitudes airadas seguían acosando
y tirando piedras y excrementos a las
oficinas gubernamentales del Hôtel de
Ville y el Palais-Bourbon, ahora
atacaron también, por primera vez, las
Tullerías, acercándose al palacio todo
lo que les permitió el cordón de
guardias para gritar invectivas contra
«la inquisidora española», la mujer a
quien toda Francia, no sin cierta razón,
consideraba responsable de aquella
guerra.
Entonces incluso el Floreciente
Florilegio de Florian se vio afectado
por primera vez por la agitación de la
ciudad. Renunció a las funciones de
tarde porque su público potencial se
pasaba el día manifestándose por las
calles y sólo actuaba de noche, cuando
la gente, cansada pero orgullosa de sus
esfuerzos cívicos, estaba preparada para
una diversión relajante… y agradecía
que el Florilegio fuese casi el único
establecimiento de París que no había
elevado sus precios.
El primer ministro De Palikao y el
gobernador militar Trochu hicieron lo
posible para calmar a la población y
disminuir sus temores y resentimientos,
pero lo posible era muy poco y
consiguió muy poco. Las autoridades
sólo podían fijar anuncios asegurando
que los boches aún eran mantenidos a
raya y que el propio París estaba bien
preparado para cualquier ataque. Había
comida, suministros y municiones
suficientes, insistían, para mantener a la
ciudad un mes entero. Según los carteles
del gobierno, la Guardia Nacional de la
ciudad alcanzaba ahora el número de
doscientos mil y todas las Gardes
Mobiles —las milicias entrenadas—
habían acudido de todos los suburbios,
ciudades y pueblos de muchos
kilómetros a la redonda, concentrando
en París a otros cien mil hombres.
Además habían surgido valientes tropas
voluntarias de fuentes improbables que
estaban siendo entrenadas de modo
intensivo para convertirlas en soldados.
Había asimismo la Légion des
Volontaires, consistente en todos los
emigrantes polacos de la ciudad, y Les
Amis de France, que constaba de todos
los belgas, ingleses e italianos
residentes en París… e incluso Les
Francstireus de la Presse, que incluía a
periodistas, poetas, novelistas y
folletinistas que, no satisfechos al
parecer con limitarse a escribir sobre la
guerra, ahora deseaban intervenir en
una.
Tales anuncios eran recibidos por
las masas con vulgares mofas y
chirigotas. Todo el mundo sabía lo
pomposos, vanidosos e inútiles que eran
los reservistas y miembros de la milicia
y los veteranos resucitados y voluntarios
sin experiencia. Para la Garde Mobile,
el pueblo acuñó el irónico término de
«les moblots». En cuanto a los
extranjeros —y escritores, merde alors!
—, ¿qué persona que estuviera en sus
cabales les confiaría la defensa de
París? Incluso entre los funcionarios que
elogiaban públicamente a aquellas
fuerzas defensivas improvisadas parecía
reinar una hilaridad apenas reprimida.
Cuando el gobernador Trochu ordenó
una revista masiva de todas aquellas
tropas irregulares en un gran desfile por
los Campos Elíseos, los curiosos de las
aceras apenas pudieron contener la risa
ante la torpe y descuidada marcha. Y el
encomio de las tropas, maravillosamente
ambiguo, de Trochu, una vez terminado
el desfile, fue saludado y repetido con
burla por todos los habitantes de la
ciudad: «Mes soldats, nunca un general
ha tenido ante sus ojos un espectáculo
como el que acabáis de ofrecerme».

Sin embargo, unos días después incluso


las risas burlonas enmudecieron. Las
masas estaban todavía en las calles,
pero ahora tristes y sombrías, sin
regocijarse ya en su bullicio. El ejército
de MacMahon, informaban los
periódicos, había seguido el curso del
Meuse lo más al norte que pudo sin tener
que abandonar Francia y cruzar la
frontera con Bélgica. El día 31 de
agosto se reunió ante la ciudad de Sedan
para hacer un alto y el emperador fue
llevado a la ciudad para someterse a la
atención de los cirujanos. Fuerzas
realmente abrumadoras estaban
formadas contra los franceses, mandadas
por el rey Guillermo, el príncipe
Federico Carlos, el general Von Moltke
y otros generales: Bose, Manteuffel,
Zastrow, Goeben. De hecho, todos los
enemigos de alto rango, excepto el
canciller Bismarck, se encontraban allí
en persona, para asistir a la matanza, e
incluso habían llevado con los leones a
un chacal carroñero en la persona del
«observador» americano, general Philip
Sheridan.
Una de las primeras granadas
disparadas contra las líneas francesas,
en la mañana del primero de septiembre,
hirió al maréchal MacMahon, y el
mando pasó al general Auguste Ducrot.
La opinión expresada por el general
sobre la situación fue debidamente
telegrafiada a París, pese a la crudeza
castrense de su lenguaje: «Nous sommes
dans un pot de chambre, et nous y
serons emmerdés». Los buenos
ciudadanos de París empezaron
inmediatamente a embadurnar paredes
con caricaturas de Luis Napoleón
sentado sin pantalones en un orinal. En
los bulevares y pasajes de la ciudad
había ciertas tiendas elegantes que
habían conquistado una distinción
particular exhibida orgullosamente
durante años en sus letreros y
escaparates. Ahora los propietarios
rascaban o borraban la leyenda placada
en oro: «PROVEEDORES DE SU
MAJESTAD EL EMPERADOR».
Pasarían dos días llenos de ansiedad
antes de que París se enterase de lo
ocurrido posteriormente en Sedan, pero
por la tarde de aquel mismo primero de
septiembre, diecisiete mil soldados
franceses y nueve mil prusianos yacían
muertos, moribundos o gravemente
heridos en los alrededores de la ciudad.
Aún seguía librándose una lucha
frenética y confusa cuando, a las cuatro,
el general francés Wimpffen miró hacia
atrás a la ciudad que estaba defendiendo
y se horrorizó al ver ondear una bandera
blanca desde el campanario más alto.
Pensando que sería obra de un
ciudadano dominado por el pánico,
envió corriendo a su ayudante para que
arriara el vergonzoso trapo. El propio
Wimpffen se dirigió a toda prisa a la
ciudad, al lecho de enfermo donde Luis
Napoleón yacía torturado por los
dolores para rogar a su majestad que se
dejara ver en los bastiones a fin de
inspirar a sus soldados que luchaban
desesperadamente. Débil y triste, el
emperador se negó; la batalla había
terminado, dijo. Ya había telegrafiado a
la regente y al primer ministro de
Francia su rendición y la de su ejército.
La bandera blanca ondeaba en el
campanario por orden suya; que no la
quitaran; que cesara la matanza y las
muertes.
Sin embargo, todas las líneas
telegráficas de Sedan habían sido
cortadas, ya deliberadamente por los
sitiadores, ya por el fuego de los
cañones, así que Luis Napoleón, el
príncipe Lou-Lou y su séquito fueron
puestos bajo arresto domiciliario,
custodiados por una guardia prusiana, y
el ejército francés se rindió
incondicionalmente y fue desarmado —
aunque los vencedores permitieron con
magnanimidad a todos los oficiales que
conservaran sus espadas— antes de que
los ingenieros prusianos reparasen las
líneas telegráficas y, el 3 de septiembre,
pudiera llegar a París el mensaje final
del emperador.
Bastante antes de que los periódicos
pudieran conocer y publicar la terrible
noticia, el mensaje fue revelado de
algún modo por alguien de la oficina del
primer ministro y se propagó por la
ciudad más de prisa de lo que podían
repetirlo las llaves telegráficas. Ahora,
pues, se congregó en los jardines de las
Tullerías la multitud más vasta y
turbulenta de todas, rodeando el palacio,
acercándose amenazadoramente al
cordón policial, pateando al unísono con
las botas y gritando con cadencia
ininterrumpida: «Déchéance!
Déchéance!», antes de que un mensajero
del Hôtel de Ville pudiera deslizarse sin
ser visto por delante del museo del
Louvre y a través de un pasaje particular
y llegar a palacio, donde la emperatriz
Eugenia leyó por primera vez el
telegrama de su marido.
«El ejército ha sido derrotado.
Incapaz de morir entre mis soldados, he
tenido que constituirme prisionero para
salvar al ejército. Napoleón».
Los gritos frente al palacio
—«¡Destronamiento! ¡Derrocamiento!
¡Abdicación!»— continuaron toda la
noche. Si algún miembro de la multitud
se fue a dormir, no se notó porque
muchos lo reemplazaron. Y al día
siguiente, 4 de septiembre, nadie debió
de permanecer en su casa en ninguna
parte de París ni en los suburbios más
remotos, porque incluso gente del campo
afluyó a la ciudad. Desde el recinto del
Florilegio, la compañía del circo
observó estupefacta el paso por el Bois
de Boulogne de viejos granjeros de
cuellos arrugados, musculosos
labradores jóvenes y campesinas de
caras anchas, vestidos con tosco lienzo
casero y calzados con zuecos, algunos
llevando guadañas y hoces, a pie o en
carros de granja tirados por mulas o
bueyes, procedentes de los campos del
oeste, que sin dirigir siquiera una
mirada curiosa a las tiendas del circo,
avanzaban implacablemente hacia el
centro de París. A media mañana, los
ciudadanos y campesinos unidos
abarrotaban las calles y formaban una
masa casi compacta en los jardines de
las Tullerías, en la place de la Concorde
y en torno al Palais-Bourbon y el Hôtel
de Ville.
En este último lugar, el primer
ministro de Francia y el gobernador
militar de París contemplaban
sombríamente la situación. El imperio
francés había formado dos grandes
ejércitos; uno estaba ahora inútilmente
concentrado en Metz y el otro,
incluyendo al propio emperador, se
había rendido en Sedan. No había una
fuerza organizada para detener a los
boches entre el río Meuse y aquel
mismo edificio frente al cual las turbas
gritaban una y otra vez: «République!
République!» Finalmente, con fatalismo,
el general Trochu, el gobernador Que
Cede, dejó entrar en el Hôtel de Ville a
los jefes de las diversas facciones
republicanas, desde los moderados
miembros del Tercer Partido a los
extremistas communards, y entre todos
empezaron a discutir sobre cómo
instituir del modo más rápido posible un
nuevo gobierno y quiénes de ellos lo
constituirían. Mientras tanto, en el piso
superior, un joven communard que había
escalado la fachada del edificio arrió la
bandera tricolor del asta. No se le había
ocurrido llevar consigo una bandera
roja, así que desgarró las franjas blanca
y azul e izó el deshilachado trapo rojo.
Otras tres cosas estaban sucediendo
al mismo tiempo.
En las Tullerías, la emperatriz
Eugenia, últimamente regente de
Francia, vestida de modesto negro y con
un espeso velo, enfiló con su doncella el
pasaje particular del palacio al Louvre,
bajó las escaleras del museo y salió por
una puerta lateral a la place
Saint-Germain-l’Auxerrois. Las dos
mujeres se escabulleron, sin ser
reconocidas, entre la multitud inquieta y
pararon un coche de alquiler. La
doncella llevaba quinientos francos y el
equipaje de la emperatriz consistía
solamente en dos pañuelos cuando se
alejaron del palacio en el fiacre.
A casi doscientos kilómetros al
nordeste, en Sedan, el príncipe imperial
Eugenio Luis, hasta ahora presunto
heredero del trono de Francia, ayudaba
a su padre a subir, jadeando y gimiendo,
a un furgón del ejército prusiano y
después se despedía de él. Dos guardias
prusianos se sentaron frente a Luis
Napoleón, un cochero prusiano azuzó a
los caballos y el emperador inició el
largo viaje hasta más allá de la frontera
francesa, hacia Kurhesse y la prisión.
También en Sedan, el rey Guillermo
redactaba para la Herrenhaus de Berlín
su recomendación de que el general Von
Moltke recibiese el título de Graf Von
Moltke, mientras el propio general daba
las órdenes que enviarían a todos sus
ejércitos hacia el oeste, con destino a
París. El «observador» general Philip
Sheridan le dio algunos consejos a este
respecto que los demás oficiales
presentes repitieron más tarde a otros
hasta que a su debido tiempo llegaron a
oídos de un corresponsal del periódico
Le Gaulois, que, en su calidad de no
combatiente, no fue internado ni
custodiado ni siquiera privado de
ejercer su profesión y ningún oficial
prusiano intentó ponerle trabas ni
censurarlo cuando telegrafió a París la
sugerencia de Sheridan a Moltke:
—Inflija al ejército enemigo los
golpes más ejemplares posibles y cause
a la población civil tales sufrimientos
que la obliguen a forzar al gobierno a
suplicar la paz. Al pueblo no hay que
dejarle nada… solamente los ojos con
que llorar.
11
—«¡PROCLAMADA LA REPÚBLICA!»
Éste es el titular —dijo Domingo,
traduciendo la noticia a un grupo de
artistas vestidos para actuar. Dio una
ojeada al artículo y lo resumió lo mejor
que pudo—. Primero, al premier De
Palikao le ofrecieron la dictadura de
Francia mientras durase la guerra, pero
él la rechazó y sugirió en su lugar la
formación de un Consejo de Defensa
Nacional. De modo que el gobierno se
llamará así hasta que haya pasado la
emergencia del tiempo de guerra y se
puedan celebrar elecciones en todo el
país y pueda conocerse la voluntad del
pueblo francés.
—Diablos, la voluntad del pueblo
está ya bastante clara —dijo Fitzfarris
—. Tengo la impresión de que quieren
cualquier cosa menos un emperador. He
estado en el centro hace un rato y pasado
por delante del palacio de las Tullerías.
Está cubierto de frases sarcásticas como
«Propiedad nacional», «Entrada libre» y
«Se alquilan habitaciones».
—Mientras dure la emergencia —
continuó Domingo—, el general Louis
Trochu será el presidente en funciones,
monsieur Jules Favre, ministro de
Asuntos Exteriores, monsieur Léon
Gambetta, ministro del Interior y
monsieur Adolphe Thiers, presidente de
los diputados. —Rió—. Sé quién es el
presidente (el viejo Que Cede), pero
nunca he oído hablar de los otros.
—Son en su mayoría diputados y
miembros del Tercer Partido —explicó
Pemjean—. Por lo menos, gracias a
Dios, ninguno es un furioso communard.
Creo que el presidente, Trochu, seguirá
siendo flexible, un simple títere. El
ministro de Asuntos Exteriores será el
portavoz del gobierno ante el pueblo y
el verdadero poder estará en manos del
ministro Gambetta.
—Debes de tener razón —dijo
Domingo, mirando todavía el periódico
—. Aquí hay un resumen de un largo
discurso de monsieur Favre, dirigido al
público. —Sonrió y levantó el puño en
un gesto burlonamente heroico mientras
leía—: «No cederemos un centímetro de
nuestro territorio ni una piedra de
nuestras fortalezas…» Parece repetir lo
mismo una y otra vez con palabras
diferentes.
—Entonces, o Favre está loco —
observó Jörg Pfeifer— o cree que su
pueblo lo está. Todo el mundo sabe que
los prusianos están llegando al centro de
Francia. Y las fortalezas francesas caen
por doquier.
Un silbato repentino sobresaltó a
todo el grupo.
—¡Córcholis! —exclamó Clover
Lee—. Pongámonos en fila para la
cabalgata o Zachary nos asediará a
todos.
Una vez terminado el espectáculo de
aquella noche, mientras el resto de la
compañía se marchaba al hotel para una
cena tardía, Florian y Edge se
demoraron en el furgón de la oficina,
sorbiendo vino y fumando. Edge
comentó:
—Me alegro de tener aún pintado en
nuestros carromatos e incluso en la
marquesina el letrero de «Americano
Confederado». He oído decir que las
turbas se enfurecieron cuando se
enteraron de que fue un yanqui quien
sacó a la emperatriz del país.
—Su dentista americano, nada
menos —rió Florian, y añadió con
gravedad—: Sí, al populacho le habría
encantado dar a Eugenia el tratamiento
de María Antonieta. Pero ahora está a
salvo en Inglaterra y los cazadores de
cabezas se sienten frustrados, de modo
que durante un tiempo imperará un
sentimiento antiamericano.
—¿No cree que deberíamos salir de
aquí mientras podamos? Después de
todo, director, ya hemos hecho lo que
queríamos. París era el pináculo que
ambicionábamos, La Meca de todos los
circos del mundo, y hemos venido y
triunfado. Diablos, incluso hemos
aportado una nueva frase al vocabulario
francés: Clover Pink. Y hemos ganado
muchísimo dinero. ¿Qué hacemos, pues,
nos quedamos o nos vamos antes de que
nos invadan los prusianos?
—Creo que los prusianos sólo
vendrán a recorrer los bulevares a paso
de ganso. Para poder decir, como tú has
dicho hace un momento, que han
conseguido lo que se proponían. El rey
Guillermo no tiene nada contra el pueblo
francés. Su objetivo era frenar el poder
del emperador y lo ha aniquilado por
completo. Ahora, entre Gran Bretaña al
oeste y Rusia al este, no hay ninguna
gran potencia excepto Prusia y sus
aliados. Guillermo, o más exactamente,
su canciller Bismarck, tiene todo lo que
quería: una federación de pueblos
germanos y ninguna otra nación europea
capaz de disputar la hegemonía de esta
federación. Así que este nuevo gobierno
de Francia tiene que suplicar la paz. Su
principal representante, Thiers, ya se ha
ido a visitar Viena, Florencia y quizá
San Petersburgo para pedir a los otros
jefes de estado que ayuden a arbitrar
unas satisfactorias condiciones de paz.
—Bueno —dijo Edge—, no todo el
mundo en París está tan ansioso de una
tregua rápida. ¿Sabe qué hacen ahora?
Su ejército está destrozado, pero la
marina francesa no ha sufrido ningún
daño en esta guerra, así que están
enviando artilleros de Dieppe y Calais
para que manejen los cañones de los
fuertes próximos a París.
—No es perjudicial prepararse para
un ataque a la ciudad, incluso aunque
nunca se lleve a efecto. Una buena
defensa de la capital sería una ayuda
para Francia durante las negociaciones
de paz. Pero a menos que Thiers fracase
completamente en su misión de
representante, Guillermo y sus ejércitos
sólo vendrán aquí para bailar una
especie de danza de la victoria mientras
se firman los tratados.
—¿Entonces el Florilegio se
quedará?
—Creo que es lo mejor, Zachary.
Aunque peque de optimista, aunque este
gobierno sea inepto en las negociaciones
con el enemigo, aunque no consiga la
paz y continúe absurdamente en guerra,
permanecer aquí será menos arriesgado
que viajar por esos caminos. ¿Qué
dirección tomaríamos? Habría tropas de
ambos ejércitos por doquier y
escaramuzas Dios sabe dónde, para no
mencionar las habituales hordas de
saqueadores que no respetan a amigos ni
enemigos. Creo que la caravana de
nuestro circo encontraría muchas más
ocasiones de peligro en la carretera que
aquí en el Bois.
—Es probable.
—Y hay otras consideraciones.
Estos días son tristes para los
parisienses y han sido muy generosos
con nuestro circo. Creo que les debemos
el favor de nuestra presencia continuada.
Desde que se prohibió la música de
Offenbach, casi ningún teatro, desde la
Opera al Odéon, se ha atrevido a poner
en escena comedias u operetas ligeras.
Incluso la Comédie-Française se limita
a presentar lúgubres dramas heroicos y
tragedias dolorosas. Nosotros
ofrecemos casi la única diversión y
frivolidad que puede encontrarse en
todo París. Y esto, como es natural,
significa prósperos llenos para nosotros.
Si, cuando los vencedores entren en la
ciudad, todos los amantes parisienses
del circo se retiran tras las cortinas de
sus casas en penoso aislamiento, pues
bien… no cabe duda de que podemos
esperar públicos prusianos. Les
gustamos mucho cuando actuamos en sus
propios países.

A fin de reconocer que aún duraba la


guerra y ya no existía un imperio
francés, Florian ordenó algunos cambios
tópicos en el ambiente y el programa del
circo. Dijo a Stitches Goesle que
pusiera gallardetes en los extremos de
los postes laterales de las tiendas —
alternando los tricolores con los rojos—
y a Bum-bum Beck que no tocase
durante la cabalgata del principio y fin
ni el imperial Partant pour la Syrie ni
la revolucionaria Marsellaise, sino el
imparcial Champs de la Patrie. Sin
embargo, mantuvo, desafiante, la música
del Orfée de Offenbach para el baile de
las chicas del cancán antes de cada
función.
El caballito de la enana Grillon ya
no era presentado como
Rumpelstilzchen sino como Petit
Poucet. Por el contrario, a las dos
hienas se les dieron nombres aún más
claramente alemanes que Abogado-
Anwalt y Abogado-Berater; su jaula en
la tienda de la ménagerie ostentaba
ahora un gran letrero que las
identificaba como Hyène Wilhelm y
Boueur Bismarck. Los payasos
elaboraron un número en que Fünfünf
era el rey «Vilain», Ferdi Spenz, el
emperador «Lourdeur» y Nella
Cornella, «La Belle France». Los dos
falsos monarcas insultaban, maltrataban
y casi violaban a la pobre France, hasta
que ella coqueteaba para inspirarles
celos, provocando un duelo entre ambos
con pistolas prestadas por el coronel
Ramrod. El número era más vulgar que
cómico, pero los espectadores se
desternillaban siempre de risa, en
especial cuando los dos rufianes caían
«muertos» de un tiro. El público también
se reía mucho —aunque debía de haber
entre ellos muchos especuladores—
cuando, en el espectáculo del
intermedio, sir John interpretaba a un
campesino pobre y su Miss Mitten a una
verdulera regañona y codiciosa:
—Mon Dieu, madame! ¿Pide cuatro
francos por una col? ¡Pero si el frutero
de enfrente las vende por uno!
—Entonces, ¡cómprala enfrente,
pignouf!
—Hélàs, las ha vendido todas.
—Tiens! Cuando no me quedan más
coles, yo también las vendo a un franco.

Estos tópicos no eran obras maestras de


la sátira, pero por lo menos tenían más
gracia que los sucesos de fuera de la
carpa. Los periódicos publicaban cada
día boletines más desesperanzados. Los
ejércitos prusianos continuaban su
avance hacia París, pero con más
sombría deliberación que impetuosidad.
Después de tomar las tres ciudades
mayores del este de París —Châlons,
Reims y Troyes—, los ejércitos
enemigos se dividieron para rodear la
capital desde cierta distancia. Por el
camino tomaron con facilidad
comunidades menores —Sens en el sur,
Compiégne en el norte— y destacaron
las fuerzas suficientes para sitiar y aislar
a las ciudades que oponían alguna
resistencia —Chartres en el sur, Amiens
en el norte—, mientras sus fuerzas
principales seguían avanzando para
formar un nudo de hierro en torno a
París, que iban apretando a medida que
se aproximaban a la ciudad desde los
cuatro puntos cardinales. Entretanto, el
emisario Thiers no tenía ningún éxito en
su petición de intervención diplomática
de las potencias extranjeras. Todas se
negaron unánimemente a arbitrar en
favor de un dudoso y autoconstituido
«gobierno» de Francia.
La única nota ligera que aparecía en
la prensa parisiense de aquellos días de
septiembre eran las cartas de los
lectores —incluyendo a algunos
respetados científicos— que proponían
ingeniosos métodos e «inventos» con
que derrotar a los prusianos cuando
llegaran. Un escritor sugería que, como
no había bastantes armas de fuego ni
siquiera espadas para todos los hombres
de la ciudad capaces de defenderse, una
fábrica debía dedicarse inmediatamente
a la manufactura de lanzas de madera
parecidas a las de los torneos. Otro
lector proponía el reparto entre todas las
mujeres de París de un dedal provisto de
una aguja venenosa que clavarían en la
carne de todos los boches que las
atacaran, defendiendo así
simultáneamente su honor y la ciudad.
Cualquier clase de veneno serviría,
agregaba el lector, aunque recomendaba
—¿cómo no?—, por ser el más
apropiado, el ácido prúsico. Varios
patriotas sugirieron lanzar olas de
«fuego griego» a la superficie del río
Sena y otros sugirieron usar el propio
río como arma, bombeando veneno en la
desembocadura y matando así a todos
los boches y sus caballos que bebieran
sus aguas. Otros creían que sería una
buena idea, cuando todo estuviera
perdido, soltar a los leones, tigres y
demás fieras del zoológico del Jardin
d’Acclimatation.
El 16 de septiembre la ciudad estaba
rodeada por tres lados, Taverny en el
noroeste, Lagny en el este y Villeneuve
en el sur. Gran cantidad de personas
abandonaban París, en carros, carruajes
y tartanas, por los caminos del oeste que
aún estaban abiertos; uno de los últimos
en entrar en la ciudad fue el enviado
Louis Thiers, que volvía de su
infructuosa misión de paz. Dos días
después, los prusianos llegaron al
suburbio de Argenteuil, al norte de
París, a Le Bourget y al recodo del río
Marne al este del distrito de Charenton,
y no sólo habían tomado Versalles, al
sudoeste de la ciudad, sino que
establecieron orgullosamente su cuartel
general en el gran castillo del mismo
nombre. El 20 de septiembre los dos
brazos de los ejércitos se encontraron en
Saint-Germain-en-Laye, al oeste de
París, y la ciudad quedó totalmente
rodeada, sin que ninguna de las líneas
enemigas estuviera a más de doce
kilómetros de Notre-Dame.

Siguió una espera tensa del ataque que


casi todos daban por seguro. Durante
varios días París semejó una ciudad
desierta, pues prácticamente toda su
población permaneció en su casa. Por
las calles sólo se veían patrullas de
soldados, sédentaires y moblots para
desanimar a ladrones, saqueadores,
agentes secretos con intención de
colocar bombas, espías en busca de
información para el enemigo o
malhechores de cualquier índole.
Florian era uno de los pocos
convencidos de que los prusianos no
arrasarían París, sino que esperarían
simplemente su rendición. No obstante,
como todos los demás lugares públicos
de París habían cerrado en espera de los
acontecimientos y como el mismo
público se había aislado en sus hogares,
el Florilegio suspendió también sus
actividades. Y, por si Florian estuviera
equivocado, Edge ordenó tomar medidas
de precaución. Después de todo, señaló,
el circo estaba situado en una de las
posiciones más expuestas al borde de la
ciudad, porque ahora el enemigo ya
había ocupado la colina y el palacio de
Saint-Cloud, desde donde dominaba los
cinco kilómetros de suburbios, el Sena y
el Bois e incluso podía ver el recinto
del circo.
Por lo tanto, Edge cargó sus armas
con municiones reales, incluyendo el
antiguo rifle de Florian, y asignó las
diversas armas de fuego a los hombres
que mejor sabían usarlas: él mismo,
Yount, Fitzfarris y los tres hermanos
Jászi. Los seis hombres, más todos los
eslovacos —armados con almádenas,
hachas y estacas de tienda—, acamparon
en el circo, mientras todos los demás
miembros de la compañía permanecían
cómodos y a salvo en su hotel del mismo
centro de la ciudad.
De vez en cuando retumbaba un
cañón, desde una dirección u otra,
sobresaltando a todos los ciudadanos.
Sin embargo, todos aquellos disparos
provenían del propio círculo de fuertes
de París y sólo se efectuaban para hacer
saber al enemigo que la ciudad estaba
preparada para defenderse. Los
prusianos habían establecido sus líneas
lejos del alcance de aquellos antiguos
cañones de avancarga de bronce, de
modo que los comandantes de los fuertes
sólo hacían fuego de vez en cuando,
reservando sus municiones para cuando
pudieran causar algún efecto. Los
exploradores enviados por los fuertes
volvieron con la noticia de que los
boches traían consigo su artillería del
este y ya estaban colocando los cañones
en posición —casi todos al sur y este de
la ciudad—, y aquellos pesados cañones
de retrocarga, hechos de acero, sí que
tenían el alcance suficiente para causar
daños en los fuertes que no podían
alcanzarlos a ellos. Sin embargo, por el
momento los artilleros boches no se
dignaban, casi con desprecio, contestar
a los ladridos inofensivos de los
cañones franceses.
Del Hôtel de Ville salía un flujo
constante de noticias periodísticas y
carteles conjurando a los parisienses a
permanecer tranquilos y a ser valientes y
no escuchar rumores sino sólo las
declaraciones oficiales y esperar con
ánimo firme la liberación que no
tardaría en llegar gracias a los ejércitos
franceses que se reclutaban en
provincias. Durante un breve período el
público de París recibió efectivamente
algunos boletines oficiales de sucesos
ocurridos en otros lugares de la nación
porque, según se supo, los ingenieros
del gobierno —antes de que los
prusianos rodearan la ciudad y cortaran
todas las demás líneas de comunicación
con el mundo exterior— habían tendido
en secreto un cable telegráfico por el
cauce del Sena, que se extendía bajo el
agua más allá de las líneas de asedio
actuales en el sur, de modo que seguía
habiendo comunicación —cifrada—
entre el Hôtel de Ville y los agentes
secretos del exterior. Sin embargo, y
como era natural, el gobierno sólo
pasaba a sus ciudadanos las noticias
más alentadoras, como la afirmación de
que muchas ciudades francesas —
Chartres, Tours, Amiens, Le Mans,
Estrasburgo y otras— continuaban
resistiendo firmemente los numerosos
ataques enemigos. Y se dedicaba mucho
espacio en la prensa y en las paredes a
animar a los parisienses con el sonoro
grito de guerra del general Antoine
Chanzy, que estaba organizando
febrilmente en Orléans un nuevo
Ejército del Loire: «Los boches sólo
tienen París; ¡nosotros aún tenemos a
Francia!»
La línea telegráfica subacuática
funcionó sólo unos días antes de que los
zapadores prusianos descubrieran su
existencia, dragaran un trozo y la
intervinieron. Ya fuese porque no podían
descifrar las transmisiones o, más
probablemente, porque encontraron que
la información que entraba y salía de la
ciudad era inútil para ellos, cortaron el
cable. A partir de entonces, privados
incluso de las noticias que su gobierno
consideraba que podían saber, los
parisienses tuvieron que depender de
rumores, que eran abundantes. El
gobierno se apresuró a desmentir
algunos con autoridad, pero los otros
proliferaron sin comentario, muchos
fomentados sin duda por el propio
gobierno «en interés de la moral
pública».
Uno de los primeros rumores que se
difundieron —cuando hacía más de una
semana que la ciudad estaba rodeada,
pero no se había producido ningún
ataque enemigo— fue que los boches
prolongaban a propósito, con malicia y
astucia, la tensa situación a la espera de
que los nervios de los ciudadanos
estallaran y fueran víctimas del
histerismo y la impotencia cuando se
produjera el ataque. El gobierno no hizo
nada para neutralizar este rumor, ya que
muy bien podría ser cierto, y animó en
cambio a la ciudadanía a demostrar que
no estaba desmoralizada ni lo estaría
nunca. La gente, pues, se aventuró a
dejar sus residencias y salir a la calle.
Unos pocos cafés, luego más y por fin
muchos sacaron sus sillas a las aceras;
algunos lugares de diversión
desatrancaron sus puertas; incluso cierto
número de personas visitó el recinto del
Florilegio para preguntar cuándo
abrirían de nuevo la taquilla.
No cabía la ilusión de que la vida
parisiense se reanudaría y continuaría
como antes; el sentimiento general era
que se reemprendería mientras fuera
posible, antes del ataque inevitable de
los boches. Así, pues, los comerciantes
también abrieron sus tiendas y puestos, y
los vendedores ambulantes
reaparecieron en las calles, pero ahora
no pedían precios exorbitantes por sus
mercancías. Bien al contrario, los
precios eran más bajos que nunca y se
fueron reduciendo más y más a medida
que pasaban los días y la tensión
aumentaba. Los tenderos decían a sus
clientes, con aires de gran patriotismo y
sacrificio, que preferían mil veces
vaciar sus estanterías para proveer a sus
amados conciudadanos, incluso a costa
de grandes pérdidas personales, a tener
que tratar con clientes prusianos, si la
ciudad era ocupada. No mencionaron
que no esperaban de los prusianos de la
ocupación que fueran alguna vez
clientes, sino confiscadores y
saqueadores que no les pagarían ni un
céntimo.
La avidez de los tenderos por ganar
el dinero que pudieran, mientras fuese
posible, podía deberse también a otro
rumor. Como el gobierno había logrado
tender en secreto un cable telegráfico, la
gente se preguntaba: ¿no podía también
haber construido un túnel bajo las líneas
enemigas para salir de la ciudad? La
pregunta pronto se convirtió en
afirmación: ese túnel existía y por él
podían pasar rebaños y carros de
verdura, si era necesario para el
aprovisionamiento de la ciudad. La
prensa ridiculizó esta idea, ya que
habría significado un proyecto de la
magnitud del tan discutido túnel del
canal de la Mancha y habría requerido
años de trabajo no precisamente secreto.
Sin embargo, muchos franceses
continuaron creyendo tercamente en él y
fueron bastantes los que incluso
buscaron la entrada del túnel.
El gobierno y la prensa dejaron sin
réplica otros dos rumores. Uno era que
los boches que ocupaban Versalles
saqueaban a la comunidad, esclavizaban
a los hombres y violaban a las mujeres
—incluyendo a las monjas de las
parroquias de Notre-Dame y Saint-Louis
— y se llevaban a Berlín todos los
tesoros de arte del château y de los
Trianons. El otro rumor se refería al
cañonero Farcy, que la marina francesa
había llevado río arriba antes del
bloqueo de la ciudad. París no
necesitaba tener ningún miedo de los
boches, decía el rumor, porque el
cañonero podía navegar libremente por
las sinuosidades del Sena a través de
toda la ciudad y por el canal Ourcq y el
Marne hasta Charenton. Casi sin ayuda
de los cañones de los fuertes podría
reducir a escombros todas las baterías
de artillería prusianas desde Argenteuil
a Saint-Cloud y Medon, etc. Esta
creencia era sin duda consoladora para
los ciudadanos, salvo para aquellos que
paseaban hasta el quai donde estaba
amarrado el cañonero y echaban una
ojeada al antiguo obús que era su único
cañón.
Monsieur Roulette no se había
elevado con el Saratoga del Florilegio
desde el 6 de agosto, cuando Florian
había ordenado la ascensión para ayudar
a celebrar la noticia de aquel día —
falsa, como resultó después— de la
«victoria» del maréchal MacMahon en
Alsacia. Durante el mes y medio
subsiguiente, el Saratoga había estado
doblado bajo su lona encerada en la
carreta del globo, oculto con la
esperanza de que París olvidase su
existencia y no fuera requisado para
alguna clase de uso castrense o sólo
como una fuente de seda de primera
calidad.
Así, pues, un grupo de los artistas
que salían de su hotel una dorada
mañana de finales de septiembre tuvo
una agradable sorpresa al ver otro globo
en el cielo. Flotaba lejos, en el sudeste
de la ciudad, y no se movía en vuelo
libre sino que al parecer estaba anclado
y se usaba para observación. Por lo que
podían juzgar a aquella distancia, era de
un tamaño semejante al del Saratoga,
pero de un color amarillo descolorido.
Lo que no podían distinguir era si estaba
sobre el lado francés o prusiano de la
línea de asedio, así que Florian y
Rouleau fueron al atelier fotográfico de
Monsieur Nadar para preguntarle si
sabía algo de él.
—Mais oui. Es mi Céleste —
respondió con orgullo Nadar y continuó
con su acostumbrada locuacidad—: No
tenían que temer por su Saratoga, mes
amis. Siempre que las autoridades, o
cualquier francés, piensan en globos,
piensan también, natural e
inmediatamente, en Nadar. Doné a las
Gardes Mobiles tres globos viejos que
tenía guardados desde hacía tiempo en
un almacén. Todos estaban muy
deteriorados y el Céleste es el único que
los cabos de mar fueron capaces de
remendar y barnizar de nuevo para el
servicio. Como es natural, el trabajo se
hizo bajo mi supervisión, pero con
apresuramiento y me temo que sin
esmerarse mucho. Lo han hinchado con
gas de hulla en la Gare de Lyon y
elevado en el Quai de Bercy, sujeto por
un cable, para que el observador que
lleva a bordo pueda vislumbrar si los
boches del sur de Charenton se preparan
para atacar. Eh bien, con tanta
precipitación, el Céleste sigue estando
bastante epuisé y les confieso con
franqueza que me alegro de no haber
subido a él. Tengo entendido que el
observador desearía no haberlo hecho.
Las únicas notas que ha dejado caer de
la góndola desde la ascensión esta
mañana dicen que los boches no hacen
absolutamente nada allí abajo, excepto
apuntarle y dispararle con sus rifles. Se
encuentra a demasiada altura para que le
alcancen las balas, pero teme ser
víctima de una crise de nerfs. ¡Bah! Si
yo estuviera en su lugar, temería mucho
más que las viejas cuerdas de lino del
aro de suspensión se deshilachen y
rompan, haciendo caer del cielo a la
góndola.
—Conque los boches no hacen
absolutamente nada, ¿eh? —murmuró
Florian—. Es justo lo que me
imaginaba. No piensan atacar la ciudad,
simplemente esperar a que París se
quede sin provisiones y sin paciencia y
se rinda por pure ennui. Muy bien. Para
contribuir modestamente a reducir el
ennui, nuestro circo reanudará las
representaciones.
—Y yo —dijo Nadar— estoy
trabajando en un invento de utilidad en
tiempo de guerra en colaboración con un
colega, monsieur Dagron. Es nuestra
contribución para aliviar el ennui.
—Nom de Dieu —gimió Rouleau—,
espero que no sea unas de esas ideas
timbrées como el fuego griego o el
ácido prúsico.
—No, no —contestó, riendo, Nadar
—. Un invento fotográfico muy práctico,
pero no alardearemos de él hasta que lo
hayamos perfeccionado.
—Estoy impaciente por conocerlo
—dijo Florian—. Y, monsieur, debido a
su gran familiaridad con lo castrense,
debe de ser la fuente de información más
fidedigna de París. Le agradecería que
nos mantuviese al corriente de cualquier
circunstancia nueva que pudiera afectar
a nuestra propia situación.
—Lo haré sin falta —contestó
Nadar.
Sin embargo, la compañía circense
pudo ver por sí misma unos días
después las portentosas circunstancias
que se produjeron a continuación. En la
otra orilla del lago, frente al recinto del
circo, donde pacían las vacas y ovejas,
los pastores las rodearon a caballo,
separaron a los cuarenta animales más
gordos y se los llevaron del Bois en
dirección a la place de la Muette y, sin
duda, hacia los mercados de les Halles.
—Las provisiones de la ciudad se
deben estar acabando —comentó Edge
—, si ya empiezan a echar mano de las
reservas.
—Y estas reservas no durarán
mucho en una ciudad de este tamaño —
dijo Florian—. Cuando se acaben, la
ciudad capitulará y la guerra tocará a su
fin.
—La comida puede durar más de lo
que cree, director —observó Domingo
—. ¿No ha leído los periódicos de la
tarde? —Le alargó un ejemplar de Le
Moniteur—. El gobierno ha iniciado lo
que llama rationnement de la carne
disponible con objeto de alargarla y que
todos reciban una parte equitativa de las
existencias. Cada persona tendrá una
cartilla dividida en columnas de
raciones semanales que se irán cortando.
—Parece un sistema sensato —dijo
Edge.
—No, no lo parece, maldita sea —
replicó Florian—. Lo que parece es que
el gobierno piensa aguantar lo máximo
posible antes de rendirse.
—Si es lo que el pueblo quiere —
dijo Domingo— y si está dispuesto a
apretarse los cinturones, ¿qué hay de
malo en ello?
—Cuanto más tengan que esperar los
prusianos, querida, tanto más severas
serán sus condiciones de paz. O tal vez
se cansen de esperar (fue Francia quien
declaró esta guerra, no lo olvides) y
opten por vengarse.
Domingo se volvió hacia Edge.
—Tú tienes experiencia en ciudades
sitiadas, Zachary. Richmond, Petersburg.
¿Qué opinas sobre las posibilidades de
París?
—Bueno, si los franceses se parecen
en algo a los confederados, no será la
falta de alimentos lo que los haga ceder.
Se apretarán el cinturón hasta que la
hebilla les rasque la espina dorsal. Pero
pronto llegará el invierno y el invierno
trae enfermedades. Es posible encontrar
sustitutos para cualquier clase de
alimento, pero no para las medicinas.
—Aquí leo —dijo Florian mirando
el periódico— que los cabezas de
familia tienen que solicitar en sus
prefecturas locales las cartillas de
racionamiento para todos los suyos.
Supongo que aquí soy el cabeza de
familia, así que iré allí con los
documentos de todos. Teniendo en
cuenta que todavía nos alimentamos bien
en el hotel, no usaremos las raciones de
carne y las reservaremos para los gatos,
osos y hienas. Pero no tardarán en
escasear otras cosas, además de la
carne, así que conservemos nuestras
reservas. En circunstancias diferentes
nunca estropearía un hermoso parque,
pero si el ganado del gobierno puede
pacer en el Bois de Boulogne, también
puede hacerlo el nuestro. En la
oscuridad, por lo menos. Coronel
Ramrod, da instrucciones a Abdullah de
que sus muchachos saquen a nuestros
caballos de tiro y de pista, elefantes,
camello y restantes cuadrúpedos, con
correas, si es necesario, después de
cada función nocturna para que se harten
de hierba y follaje.
—Está bien, director —contestó
Edge. Cuando Florian se hubo ido, Edge
miró a Domingo con afecto y le dijo—:
Miss Butterfly, nunca dejas de
sorprenderme. Cuando te marchaste de
Virginia, no sabías deletrear Richmond y
Petersburg y es probable que ni siquiera
las hubieses oído nombrar, y aún menos
el asedio yanqui a que fueron sometidas.
—Leo mucha historia, ya lo sabes. Y
no sólo la de Europa. Quiero aprender
cosas de mi país de origen, además de
los países donde me encuentro.
—En ningún libro has leído que yo
estuve en esos lugares.
—No. Bueno… —Desvió la mirada
y añadió con cierta confusión—: Ya
sabes cómo corren los chismes. Todos
se han enterado de que rechazaste un
grado de oficial en el ejército del
emperador, negándote a luchar de nuevo.
Y algunos se preguntaron si… —Volvió
a mirarle a la cara—. Yo estaba segura
de que no eres un cobarde. Dios mío, el
primer día que te vi mataste a tres
hombres armados sólo para proteger al
resto de nosotros. Pero… bueno… no
debería confesarte esto, pero pregunté a
Obie qué habías hecho en tus días de
soldado y así me enteré de que habías
sufrido dos asedios. Obie me lo contó
todo… incluso lo que hiciste en México.
Que encontraste a dos soldados sin
montura y heridos en una emboscada y
les diste tu propio caballo y te quedaste
solo, manteniendo a raya a los
mexicanos hasta que los dos hombres
estuvieron a salvo y continuaste
disparando incluso después de caer
herido, hasta que llegaron refuerzos. Y
que ganaste el Certificado del Mérito y
la recomendación de tu coronel para la
escuela de oficiales y…
—Alto, alto. La historia es una cosa,
pero todo esto es historia antigua. ¿Por
qué debería importarte que yo sea o no
un cobarde?
—No me importa, en realidad. Te
amaría del mismo modo. Sólo quiero
saber todo lo que pueda del hombre
que…
—Domingo… Domingo… —suspiró
él, moviendo la cabeza—. No sólo soy
lo bastante viejo para ser tu padre.
Ahora me acabas de recordar que ya
estaba matando hombres antes de que
nacieras.
—Si no hubiera nacido cuando nací,
nunca te habría conocido. Y desde que te
conozco he crecido lo más de prisa que
he podido. Tal vez… Zachary, tal vez
vayamos al mismo ritmo de ahora en
adelante.
Edge contestó, casi para sus
adentros:
—Hay otras cosas. —Se volvió y
miró hacia las alturas de Montmartre, al
fondo de la ciudad—. Anoche mismo
soñé… que estábamos allí y ella me
señalaba los distintos puntos, como
solía hacer en otros lugares… la torre
de Pisa, la catedral de Viena. Era un día
rosado y diáfano de primavera y llevaba
aquel vestido amarillo. Le dije: «Mira,
por fin estamos aquí, en París, y
podemos empezar de nuevo». Pero ella
respondió que no. Lo dijo con tristeza,
no quería decirlo, pero se negó y yo no
pude comprender por qué. En sueños,
¿sabes?, yo no me acordaba, pero ella
sí. Ella sabía que había muerto.
Domingo parpadeó muy rápidamente
varias veces para aclararse los ojos,
aunque Edge no la miraba, y tragó mucha
saliva antes de poder decir en voz baja:
—Jamás interferiría en tus
recuerdos. Ni en tus sueños o tu
intimidad. Sólo estaría en ellos cuando
me necesitaras. —Y cuando Edge se
volvió por fin, ella ya se había ido.

Mientras Florian y la mayoría de


cabezas de familia de París se
apresuraban a solicitar sus cartillas de
racionamiento, los comerciantes de
París daban con la misma rapidez otra
volte-face. Ante la evidencia de que la
ciudad iba a tratar de resistir el asedio y
de que las provisiones de la ciudad no
tenían posibilidad de aumentar, los
vendedores —no sólo los de carne sino
también de toda clase de alimentos,
ropa, combustible y otros artículos
necesarios— volvieron a cambiar los
precios, elevando los irrisorios de la
víspera a unas alturas sin precedentes.
Como el gobierno también estaba
apurado económicamente, no se limitaba
a distribuir sus existencias acaparadas
entre el público en general, sino que las
vendía a los minoristas por el máximo
precio que podía obtener, de ahí que
estuviera en una posición éticamente
débil para prohibir el acaparamiento de
los civiles. El resultado fue que, en lo
sucesivo, la gente pobre consiguió cada
vez menos cantidad de mercancías y
éstas cada vez eran peores, mientras que
aquellos que podían y querían pagar los
precios exigidos descubrían que el
asedio les causaba un gasto
extravagante, pero no muchas
privaciones. Los cafés y restaurantes
servían las comidas que sus clientes
podían pagar, desde la bazofia más
inmunda en los estaminets más baratos
hasta el filet mignon, quizá un poquito
duro, en lugares como Vefour, el Jockey
Club y el Grand Hôtel du Louvre.
En el circo, durante una función de
tarde, Florian estaba cerca de la puerta
trasera de la carpa, contemplando al
Démon Débonnaire en su número del
«puente» a cargo de Brutus y César,
cuando Nadar apareció a su lado y le
preguntó:
—Monsieur Florian, ¿tiene usted a
seres queridos en el extranjero que
pudieran estar preocupados por su
seguridad aquí en París?
—¿Qué? No, yo no, no tengo a nadie
en el mundo. ¿Qué significa esta
pregunta?
—Pensaba que tal vez querría
comunicarse con ellos. Por medio del
primer correo aéreo del mundo.
—¿Cómo?
—Ya no hay servicio postal ni por
carretera ni por ferrocarril. Los boches
han cortado la única línea telegráfica
entre París y el mundo exterior. El
gobierno teme que el aislamiento sea
peor para la moral pública que todo
cuanto pueda faltarnos en cuestión de
alimentos o comodidades. Ya sabe que
los franceses tenemos que conversar.
Su propia conversación fue ahora
dominada por los aplausos del público a
Pemjean, Peggy y Mitzi. Florian alejó a
Nadar de la puerta para llevarlo a la
tranquilidad del patio trasero. Rouleau
estaba allí y, cuando vio al visitante, se
acercó. Nadar prosiguió, dirigiéndose a
los dos hombres:
—Como las tropas boches no hacen
nada digno de ser observado por el
observador del globo, nuestro ministro
de Correos, monsieur Duroux, se ha
apropiado del Céleste. Piensa enviarlo,
cargado de correo, por encima de las
líneas enemigas hacia las provincias no
ocupadas. Como es natural, llevará un
mayor porcentaje de mensajes oficiales,
pero los ciudadanos dispuestos a pagar
una tarifa elevada podrán también
mandar cartas personales.
—¿A qué lugar de las provincias no
ocupadas? —preguntó Rouleau.
—Alors, esto es difícil de decir.
Como ya saben, los vientos dominantes
aquí son los del oeste y llevarían al
aerostato hacia las zonas ocupadas por
los prusianos. El Globo Correo, como lo
ha llamado monsieur Duroux, tiene que
esperar al viento del este. Y yo, asesor
experto de este proyecto, determinaré el
día y la hora apropiados enviando
globos desechables en miniatura, hechos
de papel encerado. Luego, por supuesto,
si el aeronauta logra volar hacia el oeste
sobre las líneas enemigas y aterrizar en
un lugar seguro, lejos de ellas, no
regresará. No es razonable esperar que
aterrice cerca de alguna fuente de gas
para hinchar de nuevo su aerostato.
—Bueno, la idea es ingeniosa y
atrevida —observó Florian—, pero me
parece un poco improvisada. Tiene
usted un solo globo, que solamente
puede hacer el vuelo de ida y que tal vez
entregue el correo en un pueblo donde
nadie sepa leer…
—No, porque cuando esté a salvo,
con los prusianos a sus espaldas, el
aeronauta puede seguir por tierra con su
valiosa carga y dirigirse a… a Orléans,
por ejemplo, donde está el general
Chanzy, o a cualquier ciudad que tenga
comunicación con el resto de Francia y
el mundo.
—¿Y entonces qué? —preguntó
Rouleau—. No pueden comunicarse con
nosotros. Ni siquiera sabrá si su Globo
Correo ha aterrizado sano y salvo en
alguna parte.
—¡Ajá! Eso sí —respondió Nadar,
levantando un dedo—. El aeronauta del
Céleste llevará también consigo cierta
cantidad de palomas mensajeras. Una o
más regresarán con las buenas noticias.
Entretanto estamos reparando y
acondicionando para el servicio otro de
mis globos. Si el primer vuelo tiene
éxito, habrá otro y luego muchos más.
Mi tercer globo ya está siendo
desmontado cuidadosamente para que
sus triángulos sirvan de modelo.
Formaremos todo un cuerpo de
costureras y convertiremos la Gare
d’Orléans en una fábrica de globos. No
perderemos nada con ello, ya que no la
utiliza ningún tren; en cambio, puede
suministrar gas de hulla. Estos globos
producidos en cantidad serán baratos
(usaremos sólo percal y cáñamo para las
redes y cuerdas; no hay suficiente seda y
lino) y Dios sabe cómo serán las
válvulas de charnela y demás
accesorios, fabricados por mecánicos
reclutados, de dedos inexpertos. Pero
los aerostatos no estarán destinados a un
uso repetido o un servicio prolongado,
sino a un vuelo único.
—Repito que es ingenioso —dijo
Florian—, pero aún no veo la ventaja de
enviar cartas y mensajes oficiales si no
se pueden recibir las respuestas. Una
paloma mensajera sólo es capaz de
llevar, ¿qué?, me parece que ni siquiera
el peso de una sola carta.
—Cincuenta gramos. Algo menos de
dos onzas americanas. De ahí el invento
que les he mencionado antes, ideado por
mí y por monsieur Dagron.
Fotografiamos una página escrita,
después tomamos el negativo y, por
medio de una lente de disminución, lo
reducimos casi a un punto y lo
trasladamos a un fragmento minúsculo
de una hoja de papel de arroz
sensibilizado. En un fragmento casi
ingrávido de papel de arroz de este
tamaño —formó un pequeño rectángulo
con los dedos— podemos imprimir todo
un periódico de París o el equivalente
en cartas personales, documentos
cifrados del gobierno y cualquier otra
cosa.
—Pero, ¿quién puede leerlos?
—Cualquiera… con una lanterne
magique de luz de calcio y una lente de
aumento. Si el primer Globo Correo
tiene éxito, el segundo vuelo llevará a
bordo a Dagron, que se establecerá en la
delegación del gobierno en Tours como
mi comunicante en el exterior, pero
también enseñará el proceso a cualquier
otro fotógrafo francés que desee
imitarlo. Así nuestros aerostatos podrán
llevar, en miniatura, todo el correo y
todas las noticias de París, y las
palomas mensajeras nos traerán una
cantidad sustanciosa. Por supuesto que
dos o más palomas llevarían paquetes
duplicados en previsión de pérdidas
debidas a halcones, cazadores,
accidentes…
—Fantástico —murmuró Rouleau.
—La nueva palabra de argot es
élefantasque —dijo Nadar con una
sonrisa, haciendo un gesto hacia donde
acababa de ver a Brutus y César—,
posiblemente inspirada por el hambre
elefantina de la población. Otra palabra
nueva y popular de argot es cola.
—¿Cola?
—Sí, cola, por la cola de esa letra
del alfabeto. ¿Acaso no describe a la
perfección la hilera que formamos ante
cada tienda y puesto, a veces durante
horas, para comprar cualquier cosa? Por
cierto, debo decir que ni sus elefantes ni
ustedes parecen sufrir hasta ahora la
escasez alimentaria.
—Nos arreglamos —respondió
Florian—. Vivir en el Grand Hôtel y dar
nuestras raciones del mercado a nuestros
animales, sin subir el precio de nuestras
entradas, es un gasto tremendo, pero
vamos tirando. Sólo espero compensar
de nuestra buena vida a los que no
pueden pagarla con las emociones y
alegrías que les ofrecemos a tan bajo
precio. Y gracias, monsieur, por
decirme lo de la cola; tengo que
aprovechar la popularidad de la palabra
incluyéndola en uno de nuestros números
cómicos. Siempre intentamos estar al
día. Escuche.
Condujo a Nadar bajo la marquesina
para que oyera a Fünfünf y el Kesperle
enfrascados en una de sus charlas.
—¿Que hacías qué, pignouf? —
preguntaba el cariblanco. El payaso
tonto se encogió de hombros
modestamente y dijo:
—Enseñaba a mi caballo Mouflard
a vivir sin comida en estos tiempos
difíciles.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Eh bien, le fui dando cada vez
menos. Y al final, nada. El público rió
entre dientes y Fünfünf ladró:
—¿Y qué?
—Fue una gran pérdida —gimoteó
el Kesperle—. Cuando Mouflard ya
había aprendido a vivir sin comer… —
sollozo—, se murió. El público estalló
en carcajadas.
12
Los que vieron elevarse al Céleste en
los primeros y lentos pasos de su
famoso viaje fueron los noctámbulos de
París: mozos del mercado, prostitutas,
basureros… El globo fue hinchado de
noche y después, con el lastre de muchos
sacos de arena en la góndola, colocado
sobre un gran carro de cerveza. Antes
del amanecer, cuatro caballos bayos
iniciaron el largo recorrido por todo el
norte de la ciudad hacia la Butte
Montmartre. Como esto requirió unas
tres horas, había mucha luz cuando la
gente se apiñó en todas las esquinas
para mirar, maravillarse y lanzar
vítores. Con su inmensa mole de color
amarillo pálido sobresaliendo de los
tejados de la mayoría de edificios de la
ruta, debió de excitar una admiración
similar en todos los prusianos que
miraban con prismáticos desde Saint-
Cloud.
Seguía al carro del globo un carruaje
ocupado por el ministro de Correos y su
principal asesor del Globo Correo,
Monsieur Nadar, y el experimentado
aeronauta que se había ofrecido
voluntario para esta misión, un tal
monsieur Mangin, y, como observador
interesado, monsieur Rouleau, del
Florilegio. En el carruaje iba también
una pequeña jaula con seis palomas
mensajeras, que aleteaban y se
arrullaban medio dormidas, y una bolsa
de lona con ciento veinticinco kilos de
despachos del Hôtel de Ville, dirigidos
con mucha esperanza a las oficinas del
gobierno en Tours. Monsieur Mangin
llevaba en la falda sus escasas
provisiones especiales para el vuelo:
una cesta de bocadillos y vino, una
brújula de bolsillo y un pequeño
barómetro aneroide.
Detrás del carruaje iba otro carro
que transportaba a una docena o más de
los mozos más fuertes y corpulentos de
les Halles, porque los caballos sólo
podían llevar al Céleste hasta medio
camino del empinado Montmartre. Allí
los mozos unieron su peso y sus
músculos para cargar con la barquilla
lastrada y la llevaron —con el globo
saltando y ondeando encima— durante
el resto del camino, hasta la desierta
plaza de tierra batida de la iglesia de
Saint-Pierre. Mangin acompañaba a los
mozos, preocupado por si rascaban la
góndola contra una roca o las cuerdas
portantes se enredaban en un árbol o
molino. Nadar, en cambio, se adelantó, y
Rouleau con él, para llegar antes adonde
sus ayudantes habían estado enviando
globos de papel desde el amanecer,
algunos de ellos en vuelo libre y otros
sujetos con cordeles. Así Nadar tuvo la
satisfacción de informar a Mangin,
cuando llegó a la cima de la colina con
el aerostato y sus portadores:
—Las condiciones son favorables,
mon confrère. Sopla un viento del este
entre mil y mil quinientos metros. En
cualquier caso, debe usted alcanzar una
altitud de mil metros antes de hallarse
encima de las líneas enemigas, para
estar fuera del alcance de sus rifles.
Como el merdeux gas de hulla tiene una
subida tan lenta, no conviene que se
desvíe antes de alcanzar esta altitud, así
que le iremos arriando el cable. Aquí en
la cumbre de la colina estamos a unos
cien metros. Por lo tanto, cuando note
que el cable detiene su ascenso, sabrá
que hemos contado hasta novecientos y
su aneroide indicará aproximadamente
mil. En este punto lance el cable y gane
altura, si puede. Después de esto, ami,
usted y el Céleste estarán solos. Que
Dios le acompañe.
El lanzamiento se hizo con poca
ceremonia; sólo el ministro de Correos
saludó rígida y respetuosamente, con la
mano en la frente, durante todo el
tiempo. La góndola estaba sujeta al
extremo del cable y éste enrollado a un
torno de hierro clavado con estacas en
la tierra dura; soltaron las bolsas de
arena extra y dejaron desenrollarse el
cable. El globo se elevó muy poco
desviado de la vertical, mientras Nadar
contaba las vueltas de la gran manivela
del torno accionada por sus ayudantes,
calculaba la ligera inclinación del
Céleste y la curva del cable y por fin
gritó: «Halte!» En un momento, el globo
dio un alegre salto sobre sus cabezas y
flotó limpiamente en dirección oeste. Y
otro momento después, el cable suelto
cayó y el ministro Duroux tuvo que
interrumpir su saludo y dar un brinco
muy poco digno para no ser alcanzado
por él.
Mientras el globo desapareció hacia
el oeste, Nadar lo observaba con ayuda
de unos gemelos de campaña. Los que
estaban con él en la cima de la colina
oyeron disparos de rifle y en seguida los
cañones de Fort Valérien malgastaron
algunos disparos contra el enemigo, sólo
con el fin de obstaculizar la puntería de
los rifles. Nadar dijo:
—Mangin está tirando arena para
ganar altura. —Entonces rió entre
dientes y añadió—: También tira algo
más. —Y alargó los gemelos a Rouleau.
Jules enfocó el ahora distante globo
amarillo y exclamó, extrañado:
—¿Qué hace? ¿Salpicar a los
boches de confeti?
—Cuatro mil de mis tarjetas de
visita —contestó Nadar con orgullo—.
Pensé que los salauds tenían que saber
quién tiene al menos una parte del
mérito de este grand coup d’éclat.
Entonces Nadar, Duroux y Rouleau
corrieron colina abajo hasta su carruaje
y se dirigieron en él a la casa de la rue
de Berne donde vivía el anciano
enamorado de las palomas que les había
prestado algunas para aquella empresa.
Habrían subido directamente al tejado,
pero el anciano les dijo:
—Patience, messieurs, su mensajero
no puede haber aterrizado siquiera.
Siéntense y dejen que mi vieja les haga
el desayuno.
Obedecieron, aunque no fue un
banquete. A aquellas alturas todos los
productos del mercado eran adulterados
por edicto del gobierno: el café se
suplía con bellotas molidas, los
panecillos se hacían con una harina que
era «oficialmente» una mezcla de trigo,
avena y arroz, pero sabía a heno.
Entonces subieron con el viejo a
sentarse, impacientes, entre los
palomares, chimeneas y ropa tendida.
Esperaron hasta después de mediodía,
volvieron a bajar para comer una
salchicha con gusto de serrín, más pan
de paja y un vino muy ácido, subieron de
nuevo al tejado y esperaron —ahora con
bastante ansiedad— hasta que por fin, al
ponerse el sol, la primera paloma volvió
aleteando a su casa.
El anciano alargó la mano hacia la
percha donde se había posado, la sacó
con suavidad, desprendió
cuidadosamente de su pata el pequeño
tubo de hojalata y lo tendió al ministro
de Correos. Duroux lo abrió con dedos
trémulos, desenrolló la minúscula cinta
de papel y leyó con una sonrisa de
triunfo:
—«Aterrizado sin novedad a las
once en Craconville, cerca del río
Eure». Mon Dieu, ¡sólo ha tardado tres
horas en atravesar más de ochenta
kilómetros! «Me dirijo a lomos de una
mula a Ruán y de allí por tren a Tours.
Vive la Republique!» Messieurs, mes
amis, ¡el Globo Correo es un éxito!
—Un verdadero éxito —dijo
Rouleau cuando llegó al circo y relató
los sucesos del día a los artistas
apiñados a su alrededor—. La segunda
paloma llegó poco después, llevando un
duplicado del mensaje. Mangin debía
soltar tres al aterrizar y reservarse tres
para enviarlas desde Tours.
—Todos vimos elevarse al Céleste
—dijo Agnete—. Det var vaeldig, Jules,
pero no tan bonito como tu Saratoga.
—Sin embargo, el Saratoga no ha
hecho nunca un vuelo tan largo —
contestó Rouleau con un poco de
nostalgia—. Unos ochenta kilómetros y
en una misión de auténtica importancia.
—¡Tonterías! No sientas envidia —
dijo Willi—. Tampoco os han disparado
nunca.
—No —concedió Rouleau—. Algo
por lo que debo estar agradecido.
Dos días después la compañía vio
elevarse otro globo sobre el Bois y
dirigirse hacia el oeste. Nadar no había
esperado siquiera a asegurarse de que
las otras palomas de Mangin hubieran
vuelto de Tours para lanzar el segundo
de sus globos reacondicionados, el
Neptune. Estaba ansioso por lanzar éste
porque llevaba, además del aeronauta
voluntario, al colega de Nadar, el
fotógrafo Dagron, con su cámara
reductora. La primera paloma mensajera
volvió con la buena noticia de que el
Neptune había aterrizado sin novedad en
Mantes, también cerca del río Eure y
muy lejos de las líneas prusianas.
Cuando, a su debido tiempo, las
otras palomas trajeron desde Tours el
mensaje de que los dos aeronautas,
Dagron y todo el correo de París habían
llegado a dicha ciudad —y de que
Dagron se apresuraba a montar su
equipo para reducir periódicos y cartas
y enviarlos a la capital—, Nadar lanzó
otro globo. Ya no tenía más globos
antiguos y probados que enviar. Este,
llamado pomposamente États-Unis, fue
el primero de los productos de percal
manufacturados en masa y a toda prisa
en la nueva «fábrica de globos» de la
Gare d’Orléans. Por lo menos el piloto
voluntario era un experto, Louis Godard,
tan famoso por sus proezas aéreas como
el propio Nadar, así que cumplió con
eficiencia la misión del États-Unis y
también aterrizó sin novedad, como los
otros, cerca del Eure, desde donde se
dirigió por tierra a Tours.
Sin embargo, ahora ya no quedaban
en París más aeronautas experimentados,
por lo que el siguiente globo de percal
que voló al oeste, el Ville-de-Florence,
llevó de piloto a un tal Gaston
Tissandier, que era un químico estimable
pero un aeronauta novato. Después
quedó sin aclarar si Tissandier había
cometido un error al manejar la válvula
en el aire o si se había reventado una
costura del Florence porque el informe
del piloto sobre el accidente fue escrito
con precipitación, brevedad y de modo
casi ilegible con la mano izquierda. Lo
cierto era que el Florence había caído
en picado antes de hora y muy cerca de
un campamento de soldados de Hesse.
Tissandier sólo se fracturó un brazo en
el percance y tuvo tiempo de garabatear
el zurdo mensaje y enviarlo con una
paloma antes de que los hessianos lo
capturasen junto con los ochenta kilos de
correo que tenía a su cargo.
Los periódicos de París, que habían
publicado elogiosos y eufóricos relatos
sobre los vuelos de los globos,
suprimieron la noticia de este fracaso.
Nadar, en cambio, fue en persona al
recinto del Florilegio para contar a
Rouleau y Florian lo ocurrido con el
Ville-de-Florence.
—Creo que es justo ser franco con
ustedes —dijo— porque también he
venido a pedirle, monsieur Rouleau, que
se ofrezca voluntario, y a usted,
monsieur Florian, que nos preste su
Saratoga. —Rouleau pareció
interesado, pero Florian frunció el ceño,
así que Nadar se apresuró a añadir—:
No para el Globo Correo, messieurs.
Para eso podemos seguir arriesgándonos
con globos inseguros y aeronautas
ineptos. No, le pido que nos preste su
aerostato y su habilidad para una misión
mucho más vital. Una misión que no
admite fallos.
—Si pudiera ser más explícito… —
dijo Florian.
—Las palomas llegadas hoy de
Tours han traído el primero de lo que
Dagron y yo hemos llamado
«micromensajes». La prensa de mañana
publicará la primera noticia del mundo
exterior que hemos recibido en estas tres
semanas de asedio. Como prueba, les
anticiparé estas noticias. El ejército
italiano ha tomado Roma de manos del
papa Pío y el rey Víctor Manuel la ha
proclamado capital de una Italia
totalmente unificada. Prosper Mérimée
acaba de morir en Cannes y, en Baviera,
Richard Wagner ha contraído
matrimonio con la hija del abbé Franz
Liszt.
Florian observó, divertido, que
Nadar, como todos los franceses,
pronunciaba Liszt «Lits», pero sólo dijo:
—Le agradecemos la noticia, aunque
no comprendo qué tiene que ver con
nuestro…
—Los micromensajes han traído
también preocupantes noticias sobre el
curso de la guerra y el clima político
general de las provincias. No puedo
divulgar secretos de estado, pero puedo
decirles lo siguiente: la débil delegación
del gobierno en Tours es incapaz de
animar a las partes no ocupadas de
Francia a prestar una ayuda conjunta a
nuestra nueva República. Alguien de
París, del Hôtel de Ville, alguien de alto
rango en el Consejo de Defensa
Nacional tiene que salir de París a fin
de hacerse visible para el resto de
Francia y poder controlarlo.
—¿Salir de aquí volando
literalmente? —exclamó Rouleau—. ¿El
anciano presidente Trochu?
—No, el presidente considera su
presencia aquí necesaria para que la
ciudad sobreviva al asedio. Más vale
así. —Nadar rió y subrayó el juego de
palabras—: ¡Usted no querría
seguramente que su bonito globo fuese
trop chu del cielo! —Rouleau y Florian
también rieron—. Y el ministro de
Asuntos Exteriores se niega a ir,
confesando sin rubor que le aterra la
idea de elevarse del suelo. Así que será
el ministro del Interior, Gambetta.
—Por lo que he oído en las calles
—dijo Florian—, a nadie le importaría
que éste se cayera del cielo.
—No es un hombre popular, de
acuerdo, ni simpático, pero si alguien
puede integrar las facciones del
gobierno, éste es Léon Gambetta.
Admito, amigo Jules, que al cabo de
unas pocas horas de vuelo en su
compañía acabará usted odiándole. Sin
embargo, le ruego, la República le
implora, que haga este vuelo. Su globo
es de seda muy resistente, mucho más
digno de confianza que los productos
improvisados de nuestra fábrica.
Además, tiene el generador de
hidrógeno, con lo cual el Saratoga será
mucho más ágil y maniobrable que los
nuestros, con su lento gas de hulla.
Rouleau miró a Florian y arqueó las
cejas en un gesto inquisitivo.
—Bueno… —dijo Florian—, ahora
no lo usamos ni creo que lo hagamos
hasta que Francia haya vuelto a la
normalidad. Muy bien, prestaré el
Saratoga. No obstante, ha de ser
Monsieur Roulette quien se ofrezca
voluntario para este servicio.
—Oh, yo estoy dispuesto —contestó
Rouleau, intentando disimular su
impaciencia. Incluso añadió
modestamente—: Pero siendo tanta la
responsabilidad del piloto en este vuelo,
yo debería cederle el puesto a usted,
Monsieur Nadar, que es muy superior a
mí en cuestiones aerostáticas.
Nadar pareció ofendido.
—¿Por quién me toma, monsieur?
Sería feliz desafiando la entrometida
orden de Madame Nadar de que no
vuelva a volar en mi vida, pero jamás
sería tan presuntuoso como para
apropiarme del globo de un colega ¡y
luego arrebatarle la gloria de emplearlo
para una proeza tan espléndidamente
patriótica!
—Está bien —dijo Florian—, ya
que ésta puede ser la última ascensión
del globo en París durante algún tiempo,
tenemos que convertirla en un grandioso
espectáculo. Voy a consultar con mis
jefes.

Así sucedió que una azul y soleada


mañana de octubre, mientras un Globo
Correo de percal era remolcado
lentamente hacia el noroeste por los
caballos de la cervecería desde la Gare
d’Orléans a la Butte Montmartre, una
vistosa cabalgata circense marchaba con
gran bullicio en dirección nordeste
desde el Bois de Boulogne hacia el
mismo destino. Florian sólo dejó en el
recinto del circo a los animales
enjaulados y la mayoría de los peones.
Como siempre, conducía la cabalgata en
su carruaje, mientras Bum-bum y los
músicos tocaban una estruendosa música
marcial en el carromato que le seguía.
En los otros carromatos los artistas, con
sus trajes de lentejuelas, agitaban las
manos y sonreían. En medio de la
procesión iban los dos elefantes, Brutus
remolcando la carreta del Saratoga, que
estaba doblado, y César tirando de los
dos generadores en tándem. Todos los
jinetes del circo —el coronel Ramrod,
Clover Lee, Lunes y los hermanos Jászi
— montaban sus caballos. El coronel y
Lunes hacían dar pasos caprichosos a
sus monturas, mientras Clover Lee,
Arpád, Gusztáv y Zoltán ejecutaban
faroles y poses artísticas sobre la grupa.
Abdullah, Fünfünf, la Emeraldina y el
Kesperle iban a pie, dando volteretas y
haciendo acrobacias. Daphne seguía con
sus patines Plimpton y el Hacedor de
Terremotos en el velocípedo, ambos
zigzagueando sobre la línea de marcha y
entre los espectadores que llenaban las
aceras y entrando y saliendo de los
portales. El órgano de vapor iba a la
retaguardia, retumbando con tanta fuerza
que tenía que ser audible incluso en
Saint-Cloud, y los prusianos de allí
debieron de extrañarse más que nunca
de las bufonadas de su enemigo, sitiado
pero indomable, al ver el globo de
percal asomar entre los tejados,
acompañado al parecer por aquella
estruendosa música.
La cabalgata se detuvo al pie de
Montmartre y permaneció en la place
Blanche mientras la banda y el órgano se
turnaban para entretener a la gran
muchedumbre de curiosos y sólo los
elefantes continuaron colina arriba,
tirando de la carreta y los generadores.
A mitad de la pendiente, Rouleau, Beck
y los eslovacos que cuidaban del
Saratoga empezaron a preparar y cargar
los generadores y entretanto los mozos
de Nadar siguieron trepando hasta la
cumbre de la colina con el Globo
Correo sobre los hombros. Este era una
bolsa blanca sin adornos, exceptuando
su nombre, toscamente pintado: «George
Sand». Podría haberse elevado
inmediatamente, porque los ayudantes de
Nadar habían determinado ya que el
viento soplaba en la dirección idónea,
pero Nadar decretó que los dos globos
debían elevarse juntos y había instalado
un torno de cable extra para este fin,
calculando que un lanzamiento doble
confundiría y haría aún más ineficaces
los disparos de rifle desde las líneas
enemigas.
Así, pues, mientras el Saratoga se
llenaba con lentitud, Rouleau fumaba
cigarrillos —lo cual no podría hacer
cuando estuviera cerca de los globos—
y charlaba con el aeronauta del George
Sand, un tal monsieur Revilliod, y con
sus pasajeros, el ministro Gambetta y su
secretario, monsieur Spuller, ambos con
gruesos abrigos de piel y un aire de
aprensión mal disimulada al mirar
nerviosamente los dos aparatos e
inspeccionar con ansiedad una y otra vez
su equipaje: bolsas de ropa y efectos
personales, cartapacios de documentos
oficiales, un fardo de folletos políticos,
cestos de bocadillos y vino y una caja
con seis palomas. Léon Gambetta era tan
poco atractivo de aspecto como de
reputación —bajo, gordo, barbudo, de
tez morena y grasienta, muy parecido a
lo que era, el hijo de un tendero genovés
inmigrante— y Florian se preguntó al
principio cómo podía mirar
nerviosamente a los dos globos a la vez,
muy separados uno de otro, hasta que se
dio cuenta de que el ojo izquierdo de
Gambetta era de cristal y, lo más
desconcertante, independiente del sano.
Cuando el Saratoga estuvo hinchado
del todo y fue remolcado al lado del
George Sand, casi todos los artistas del
circo habían trepado por la colina para
despedirse de Rouleau. Sólo Kostchei el
Inmortal permaneció abajo, porque subir
una pendiente era muy arduo para él. La
mayoría de colegas masculinos dieron a
Rouleau un buen apretón de manos y
alentadoras palmadas en la espalda. Las
mujeres —y Willi— lo abrazaron y
besaron en la mejilla. Florian dijo con
fingida severidad:
—Ahora cuida bien del viejo
Saratoga, muchacho, hasta que puedas
traerlo de nuevo o nosotros podamos ir
a reunirnos contigo.
Rouleau respondió que así lo haría,
prometió comunicarse con ellos por
medio de las palomas micromensajeras
y subió a bordo de la góndola.
Gambetta y Spuller le siguieron, a
pesar de los nervios, los eslovacos les
alargaron el equipaje y Rouleau lo
colocó del mejor modo posible para no
alterar el equilibrio. Entonces Rouleau y
Revilliod intercambiaron señas para
indicar que estaban preparados, el
primero hizo otra seña a Nadar, que
gritó: «Allez houp!», y sus hombres
tiraron de los gorrones de las manivelas.
Cuando los dos cables empezaron a
desenrollarse y los globos se elevaron
de lado, Gambetta —aunque acurrucado
en la barquilla y bien agarrado al borde
— hizo acopio del valor suficiente para
gritar a la gente que se empequeñecía
rápidamente debajo de él:
—Vive la France! Vive la
République!
Abajo, en la place Blanche, la
multitud lanzó un sonoro hurra y la
banda y el órgano entonaron juntos lo
que debió de ser la versión más ruidosa
de la historia de Champs de la Patrie.
Cuando Nadar hizo un gesto para
detener los tornos, todo el mundo estaba
casi tan inclinado hacia atrás como
Kostchei para contemplar la doble
ascensión. Entonces los dos cables
cayeron y los globos dieron un salto
hacia arriba y en seguida el Saratoga,
más potente, se elevó más en el cielo y
adquirió una velocidad mayor hacia el
oeste que el George Sand. Alrededor de
un minuto después, el tumulto de banda,
órgano de vapor y muchedumbre fue
dominado por el fragor espectacular de
los cañones de Fort Valérien, y si los
prusianos disparaban con frustración sus
rifles, el ruido no se oyó en absoluto.
Los artistas circenses estaban
acostumbrados a los cañonazos
esporádicos de los diversos fuertes de
París, pero allí en las alturas de
Montmartre el estallido de aquellos
disparos causó un impacto inesperado.
Tanto el terreno de arcilla bajo los pies
como el aire diáfano que los rodeaba
parecieron sufrir una sacudida con cada
explosión y seguir temblando durante
mucho rato después. Como todos
estiraban el cuello para mirar hacia
arriba, nadie se dio cuenta de que Lunes
Simms no hacía lo mismo, sino que con
una sonrisa beatífica en los labios y la
mirada fija se restregaba extasiada los
muslos uno contra otro.
Los globos se elevaron a mediodía,
así que Nadar no fue hasta la noche a la
carpa, durante la última función del
circo, para informar a Florian. Dijo que
las primeras palomas del Saratoga y el
George Sand habían llegado con el
anuncio de que ambos globos habían
aterrizado intactos y lejos del alcance de
los boches. Cuando Florian le pidió más
detalles, Nadar se encogió de hombros y
contestó:
—Eh bien, por desgracia, monsieur
Rouleau ha posado su góndola en la
copa de un árbol, por lo que él,
Gambetta y Spuller han tenido que bajar
como han podido, a la vista de un
nutrido grupo de campesinos
asombrados, admirados y divertidos. No
es exactamente el modo en que un
ministro del gobierno francés habría
deseado aparecer por primera vez ante
los compatriotas a quienes espera
dirigir.
—Oh, mierda —murmuró Florian—.
Monsieur Roulette debe de estar
mortificado.
—Estoy seguro de que no —replicó
vivazmente Nadar—. Ya les dije que al
cabo de poco rato empezaría a detestar a
Léon Gambetta. Apostaría dinero a que
Rouleau le ha depositado a propósito en
la copa de ese árbol. En cualquier caso,
todos han llegado indemnes, aunque de
un modo poco digno. También han
recuperado intacto el globo y ahora se
encuentran de camino a Tours, al igual
que el otro aeronauta, Revilliod, con su
Globo Correo.
Florian esperó a que se terminara el
número —Mademoiselle Papillon y
Maurice LeVie en el trapecio— y a que
los artistas saludaran al público para
entrar en la pista con el megáfono y
anunciar la buena nueva. El público
aplaudió, vitoreó y pateó como si
acabara de presenciar otra magnífica
proeza circense… y lo mismo hizo toda
la compañía del circo.

Así, pues, la ciudad ya no era


sordomuda para el resto del mundo. El
correo de los globos funcionaba mejor
de lo que incluso el ministro Duroux
habría podido esperar: continuaron
enviando globos cada tres o cuatro días
y las palomas mensajeras volvían con
los micromensajes de Dagron. Casi se
reanudó el intercambio normal de cartas
personales entre los parisienses y sus
familiares y amigos lejanos, y la prensa
de París pudo publicar, sin demasiado
retraso, noticias de las batallas contra
los prusianos que aún se libraban en
diversas partes de Francia, además de
noticias no bélicas de periódicos
provincianos franceses e incluso del
extranjero. La mayoría de noticias eran
malas: por ejemplo, que la ciudad de
Toul ya había caído en manos del
enemigo el 18 de septiembre y
Estrasburgo el 28. Y algunas de las
buenas noticias eran casi deprimentes:
por ejemplo, la revelación de que los
boches que ocupaban Versalles no
saqueaban el château ni los Trianons y
no violaban a monjas ni otras mujeres.
De hecho, eran muy bien educados y los
tenderos de Versalles prosperaban tanto
gracias a la clientela prusiana que
expresaban libremente su desdén por la
resistencia «stupide et obstinée» de
París a una ocupación similar.
Algunas noticias del extranjero eran
simplemente interesantes: que el
explorador del Ártico Nordensjöld
había penetrado en el helado interior de
Groenlandia, que un tal Schliemann se
jactaba de estar excavando en Turquía el
verdadero emplazamiento de la antigua
ciudad de Troya. Otros artículos podían
ser recibidos de diferente modo por los
diversos lectores: por ejemplo, la
noticia de que en unas elecciones en el
Territorio de Utah habían votado las
mujeres, y que en Lexington, Virginia,
había muerto el gran general Robert E.
Lee. Esta última noticia despertó
simpatía en todos los artistas del circo
que estaban con el Florilegio cuando
visitó aquella oscura y pequeña ciudad y
entristeció genuinamente a algunos,
sobre todo a Edge y Yount. También
afligió a la mayoría de parisienses, ya
que prácticamente todos habían apoyado
a los confederados durante la guerra
civil americana, pero sin duda no causó
la menor aflicción en Versalles, donde el
general Philip Sheridan seguía haciendo
compañía al alto mando prusiano.

El invierno fue precoz e intenso en


París. Tras las tonificantes primeras
semanas de octubre, el frío arreció de
tal modo que la noche del 24 los helados
cortinajes azules y verdes de la aurora
boreal se ondulaban
fantasmagóricamente en el cielo de
París, una vista jamás contemplada ni
por los ciudadanos de más edad.
Aquella noche la gente invadió las
calles, señalando y profiriendo
ahogadas exclamaciones de asombro.
Sin embargo, a la noche siguiente nadie
salió a mirar el cielo porque ningún
meteoro septentrional habría sido
visible bajo los nubarrones que
chorreaban lluvia. El resto de octubre y
el resto del invierno continuó igual, con
días de un frío gélido y otros un poco
más suaves en los que sólo caía una
lluvia acerada y continua, de manera
que, exceptuando alguna que otra
escarcha matinal, nunca hubo nieve o
hielo, sólo frío, humedad y otra vez frío.
En el recinto del Florilegio, la tierra
sonaba a veces como la escoria y otras
era desagradablemente blanda, como
carne en descomposición, y los peones
tenían que estar siempre tensando o
aflojando los cables de las tiendas.
Además, el Bois de Boulogne, como
cualquier otro parque de París,
rezumaba constantemente una niebla gris
y pegajosa que olía a hongos. Sin
embargo, aquello era perfume
comparado con las miasmas y frecuentes
inundaciones emanadas de las repletas
cloacas que fluían bajo las calles de la
ciudad.
La gente que había almacenado
combustible no tardó en agotarlo y el
gobierno no podía vender sus
existencias de carbón, ni siquiera con la
perspectiva de hacer un buen negocio,
porque el carbón se necesitaba, entre
otras cosas, para generar el gas de los
Globos Correo. Muchas viviendas
pobres no tenían calefacción y se
prohibió encenderla a todos los
edificios comerciales, y las escasas
familias ricas que no habían huido de la
ciudad antes del asedio no revelaban
qué combustible habían guardado para
calentar sus mansiones, pero incluso un
establecimiento tan suntuoso como el
Grand Hôtel du Louvre ofrecía ahora un
mínimo de calor y agua caliente sólo
durante las cuatro horas anteriores a la
medianoche, a fin de dar a sus
huéspedes un lapso de tiempo un poco
cómodo para desnudarse, bañarse y
meterse en la cama. También suspendió
indefinidamente el funcionamiento de su
comodidad más exclusiva: el ascensor
accionado por vapor.
Al cabo de un tiempo el Ministerio
de Recursos autorizó a los parisienses a
cortar leña dondequiera que la
encontrasen. La gente recurrió
inmediatamente a lo que tenía más a
mano: los árboles de las calles.
Mientras los hombres cortaban los
troncos con sierras y hachas, los niños
trepaban a las ramas y partían y se
llevaban a casa todas las ramas que
podían transportar. Cuando un árbol
había sido derribado, cortado a trozos y
llevado en un carro, las mujeres acudían
a recoger todas las ramitas y pedazos de
corteza que habían quedado en el suelo.
Incluso los vetustos castaños de los
Campos Elíseos y los tilos de los
jardines del Luxemburgo y las Tullerías
desaparecieron. Sólo entonces los
buscadores de leña se aventuraron por
los parques de Vincennes, Montsouris,
la Butte Chaumont y el Bois de
Boulogne. Los miembros del Florilegio,
encariñados con «su» Bois, se alegraron
de que, aun siendo mayor que todos los
otros parques juntos, fuera el menos
perjudicado, pues, aunque talaron todos
los árboles grandes y vetustos, dejaron
muchos árboles jóvenes y arbustos que
los saqueadores no consideraron que
mereciera la pena cortar.

Incluso en aquellos días lóbregos, la


masa de parisienses abandonaba con
frecuencia sus gélidas casas, desafiando
al frío y la humedad todavía mayores de
la intemperie, para acudir a los teatros y
circos en locales cerrados. Esto podía
parecer un contrasentido en medio de
tanta miseria, pero en realidad la gente
lo hacía tanto por el calor de estar todos
juntos en una sala como para divertirse.
Los teatros seguían ofreciendo obras y
óperas «significativas» como Hernani y
Le Prophète, e incluso los circos se
inclinaban por los espectáculos hípicos
«inspiracionales» como El Cid derrota
a los moros y La carga de la brigada
ligera. La carpa de lona del Florilegio
tenía que estar llena para calentarse,
pero se llenaba todos los días, en cada
función, de gente que estaba cansada de
la propaganda insistente y acudía en
busca de diversión pura y simple.
La negativa de Florian a sumarse al
clima de aguafiestas de la época no sólo
le garantizó llenos diarios, sino que le
proporcionó una nueva artista. La mejor
amiga de Clover Lee fuera de la
compañía, la joven Giuseppina
Bozzacchi, fue a decir a Florian que
estaba sin trabajo y aburrida… y medio
congelada por pasarse casi todo el día
en su Hôtel Crillon, donde también
escatimaban la calefacción. Copelia
había cerrado a la primera censura
oficial de la frivolidad y no se montaba
ningún otro ballet, ya que la danza era
notoriamente incapaz de comunicar
«significación». Giuseppina dijo que
sería feliz bailando para el circo,
incluso con las chicas del cancán, y no
pediría ningún sueldo; sólo quería
mantenerse ágil y estar caliente unas
horas todas las tardes y sentir que era
todavía una artista.
Florian estuvo encantado de darle la
bienvenida e insistió en pagarle un
sueldo y dijo que, por supuesto, no
pensaba malgastar su talento en el
cancán. Sin embargo, no podía bailar
ballet sobre el serrín, así que Florian y
el director de orquesta Beck idearon un
número en que Giuseppina volvía a
encarnar a un juguete mecánico. La
contrataron y anunciaron como la
«Bailarina de la Caja de Música» y
trabajaba sobre el bordillo acolchado de
la pista, dando varias vueltas casi
enteramente de puntillas, como hacían
las muñecas de las cajas de música,
mientras el cimbalista Elemér tocaba en
un solo una imitación muy verosímil de
una barcarola de Offenbach. Pese a la
depresión de la época de guerra, los
parisienses no habían olvidado a la
bonita y dotada Giuseppina ni dejado en
absoluto de adorarla, por lo que su
pequeño número fue recibido con mucho
más agrado que cualquiera de las
epopeyas «significativas» que se
representaban en el centro de la ciudad.

Giuseppina continuó residiendo en el


Crillon, como los otros artistas residían
en el Grand Hôtel du Louvre, y ninguno
de ellos se quejaba de las austeridades
impuestas en ambos establecimientos.
Ni siquiera los huéspedes más viejos y
frágiles del Grand se lamentaban de
tener que subir escaleras en lugar de ir
en ascensor, porque todos los hoteles de
primera categoría cobraban tanto por las
comidas que sus lujosas habitaciones
eran baratas en comparación. Y los
clientes de sus comedores aún
«comían», lo cual era más de lo que
muchos parisienses podían afirmar. Si
las «cotelettes de veau» anunciadas en
la carta solían reconocerse como filetes
de potranca, por lo menos eran de carne.
Para quienes debían comprar su
carne en los mercados, la ración diaria
se había reducido a cincuenta gramos
por persona y a esas alturas la carne de
caballo ya no era el triste recurso de los
muy pobres, sino prácticamente la única
carne que podía encontrarse. El
gobierno ayudaba vendiendo a los
matarifes todos los caballos que no eran
absolutamente necesarios para las
fuerzas de la defensa y los caballos
requisados como «excedente suntuario»
de los establos de las familias ricas que
habían abandonado la ciudad y no
podían protestar y todos los caballos
que habían constituido las cuadras
imperiales, incluyendo la famosa pareja
de trotones que habían sido un regalo
del zar Alejandro a Luis Napoleón.
—Luis me contó que esos dos
caballos estaban valorados en cincuenta
y seis mil francos, casi doce mil dólares
americanos —explicó Florian—,
suficientes para comprar una bonita casa
con terreno. Ahora van a parar a la
balanza del carnicero al mismo precio
fijado por el gobierno que la carne de un
exhausto rocín de fiacre, a cincuenta
centimes el kilo.
Pero incluso a aquel precio oficial
—y los carniceros pedían
invariablemente el cuádruple—, la carne
de caballo estaba fuera del alcance de
las familias pobres que antes solían
depender de ella. Así, pues, los perros y
gatos empezaron a desaparecer de las
calles, al igual que los animales
domésticos poco vigilados. Las palomas
y los estorninos de la ciudad, que ahora
tenían tan pocos árboles donde posarse,
eran cazados con ligas y trampas de
alambre colocadas en los senderos del
parque y en los antepechos de las
ventanas. Por esta época surgieron otros
dos términos lingüísticos, como «cola»,
en el uso cotidiano: «osséine» y «seine
de la Seine», pero sólo el último tenía
algo que ver con el río. La osséine era
un producto de mercado promovido por
la Oficina de Salud Pública como
sustituto de la carne para los pobres y
asequible a sus bolsillos. La
asequibilidad era su única atracción,
pues la osséine consistía en una
repelente gelatina de pezuñas y huesos
de caballo hervidos que podía servir
como nauseabundo sustituto del aceite
de oliva o disolverse en agua caliente
para hacer una repugnante especie de
caldo.
«Seine de la Seine» significaba justo
lo que decía: pescar peces en el río.
Como en días más felices, ancianos y
otros ociosos seguían colocando cañas
de pescar en los quais y puentes, pero,
como siempre, la pesca era poco
frecuente, insegura y, como máximo, de
un solo ejemplar cada vez. Por
consiguiente, ahora empezaron a bajar al
río grupos más decididos con redes de
elaboración casera para obtener botines
más copiosos. Y los obtuvieron —
durante un tiempo, por lo menos, hasta
que el Sena se llenó de trozos de hielo
que rompían las redes—, pero casi
todos los peces eran albures, un bocado
no precisamente epicúreo y, además, de
tamaño medio tan pequeño que, una vez
despojados de escamas, aletas,
intestinos y espinas, no bastaban ni en
grandes cantidades más que para la
comida de una familia.
Los nuevos pescadores encontraron
pronto más fácil y más productivo cebar
anzuelos o trampas con sebo u osséine y
pescar en las cloacas o en los pasajes
llenos de basura… a las ratas. Y las
pescaron y algunos de los más
escrupulosos se dedicaron a vender sus
botines, ganando lo suficiente para
procurarse otras viandas. Pero muchos
de los que cogían ratas y todos los que
las compraban lo hacían para guisarlas y
comerlas, y declararon que la rata era
más sabrosa que el albur, mucho más
apetitosa que la osséine y muchísimo
mejor que nada en absoluto.
Los cuidadores del Jardin
d’Acclimatation siempre habían
alimentado a sus felinos y otros
carnívoros con carne de caballo.
Cuando esta carne empezó a aparecer en
las mesas de incluso los clubes y
restaurantes de lujo, compraron perros y
gatos para alimentar a la ménagerie.
Pero cuando los perros y gatos también
empezaron a abundar en los mercados
de París, el gobierno decidió por fin que
no podía, en justicia hacia las
hambrientas clases inferiores, seguir
manteniendo a esos animales meramente
decorativos. Una orden oficial decretó
la matanza y venta de los inquilinos del
zoológico, incluyendo a los dos
elefantes, Cástor y Pólux, que habían
sido mimados por una generación de
niños parisienses. Al obrar así, el
gobierno obtuvo unos buenos beneficios
para la tesorería de la Defensa porque
cuando dichos animales exóticos fueron
vendidos en subasta los carniceros
ofrecieron precios mucho más elevados
de los que el Jardin había pagado por
ellos. Luego las carnes se vendieron al
por menor a precios que sólo podían
pagar las familias muy ricas y los
restaurantes más caros. Entre las clases
altas se convirtió en algo très distingué
poder decir como al azar: «Anoche
cenamos un guisado de joroba de
camello en Voisin» o «El conde y la
condesa nos sirvieron un émincé de
trompa de elefante», o pierna de zebú,
lengua de yak, galantina de casuario,
civet de tigre o lo que fuera, mientras
duraron los bocados exquisitos del
zoológico.
Otras personas del haut monde
consideraban más chic e inteligente
demostrar, por muy oportunista que
pareciese, que sus corazones estaban
con el pueblo. Sugirieron a sus clubes o
restaurantes favoritos que sirvieran por
lo menos una comida de lo que consumía
la gente pobre —caballo, perro, gato e
incluso rata— y se sentaron resueltos a
comer estas cosas, asegurándose de que
los periódicos publicaran largos y
elocuentes reportajes de la cena, con una
lista de la espantosa carte de diner:
«Consommé de la moêlle de cheval,
rable de chien Alsatien au jus, saucisse
des ratons aux fines herbes…» Luego
iban de un lado a otro observando
complacidos que un lomo de perro era
tan bueno como el de ternera, que el gato
cocido en jarra hacía un ragôut tan
bueno como el de ardilla, o comparando
en broma la blandura de las carnes de
caballo y mulo.
Si esta condescendencia tan
publicada pretendía conformar al pueblo
con su triste suerte, no lo consiguió,
porque los communards causaban una
agitación mucho más efectiva en los
barrios bajos de la ciudad. Siempre que
lograban azuzar a una multitud lo
suficiente para animarla a manifestar su
protesta, se manifestaban. Y los
communards se aseguraban siempre de
que las turbas marcharan, haciendo
ondear las ominosas banderas rojas de
la Revolución, por los barrios de la
clase alta y burguesa antes de converger
en el Hôtel de Ville para gritar insultos
al presidente «Trop Chu» y al gobierno
de «imitación imperialista» en general.
Algunos de aquellos manifestantes, que
aún no habían dejado de creer en el
«túnel secreto», exigían a gritos que se
utilizara para traer víveres del exterior
que deberían distribuirse libremente.
Otros, casi siempre los propios
agitadores communards, gritaban casi
con la misma fuerza que el túnel ya se
utilizaba, pero sólo para surtir de ostras,
champaña y otras exquisiteces a los
decadentes favorecidos por la fortuna.
Este grito siempre enfurecía a las masas,
que empezaban a lanzar piedras.
—Totalmente irracional, totalmente
francés —dijo con sequedad Florian a
sus jefes reunidos en conferencia—. Sin
embargo, los dos últimos delirios que
recorren la ciudad (el capricho de los
plutócratas de comer carne de jungla y
la exigencia más comprensible del
proletariado de que les den algo que
comer) podrían significar problemas
para nosotros. He oído decir que los
otros circos, al igual que el zoológico
público, están vendiendo muchos de sus
animales exóticos o monstruosos e
incluso los entrenados para la pista.
Ignoro si lo hacen para obtener pingües
ganancias de los ricos que desean estas
carnes determinadas o simple y
honradamente porque ya no tienen
dinero para alimentar a sus bestias.
—Gott behütte! —gruñó Beck—. En
la carta del hotel pronto haber Braten de
babuino.
Todos hicieron una mueca y Florian
continuó:
—Hasta ahora, Abdullah y el Démon
Débonnaire y sus ayudantes se las han
ingeniado muy bien para alimentar a
nuestro zoológico, no con abundancia
pero sí en la cantidad justa, echando
mano de nuestras reservas y de nuestras
raciones civiles de carne y dejándolos
pacer aquí en el Bois. No obstante, si
tanto el gobierno como los otros circos
convierten a sus animales en alimento
para seres humanos, es probable que
celosos «benefactores» consideren que
ocultamos, casi literalmente, perros en
el comedero.
—Vamos, director —dijo Fitzfarris
—, sé desde Baltimore que no le
importa un rábano la opinión de los
mojigatos.
—Es cierto, no me importa.
Preferiría sacrificar a un fanático que a
un caballo o incluso a uno de tus
ratones. Y no mataré a uno solo de
nuestros leales compañeros del género
animal, como no mataría a ninguno de
nuestros artistas humanos. Oh, si los
tiempos empeorasen tanto, sir John,
podría considerar dar de comer a los
carnívoros tu viejo y decrépito
Auerhahn, o los avestruces o las hienas,
pero sería un ejercicio de futilidad. Tan
correosos animales son incomibles
incluso para sus congéneres. No,
conservaremos a los animales mientras
podamos mantenernos a nosotros
mismos.
—Pues quizá no podamos dentro de
poco, director —dijo Goesle—. Estaba
a punto de decirle que cuando Hannibal
ha vuelto hoy de comprar en les Halles
ha mencionado que su carnicero, y creo
que también las otras tiendas, pronto
dejarán de aceptar monedas y papel del
reino.
—¿Qué? Maldita sea, ¿por qué no?
—La situación actual los está
poniendo nerviosos. Dicen que si el
descontento del pueblo hace caer a este
gobierno, el franco francés no valdrá
nada. Y añaden que si los boches
ocupan la ciudad, el marco prusiano
será la única moneda fuerte, así que
ahora desconfían de cualquier dinero
hasta que las cosas se arreglen.
—Más malditos rumores.
—Sí, y las malas noticias vuelan.
—¿Qué quieren entonces? ¿Marcos?
Aún tenemos una buena cantidad de
ellos que no he cambiado por francos.
Incluso bastantes rublos, koronas y
kronen.
—Quieren oro, director. La única
divisa que conserva su valor en
cualquier guerra o revolución.
—En tal caso, maldita sea, les
pagaremos en oro. Desclava la tapa de
aquel escondite secreto bajo la jaula de
Maximus, Dai, y saca un puñado de esos
imperiales rusos que nos regaló el zar.
Cada una de esas pequeñas monedas
vale unos cuarenta francos, así que un
puñado podrá mantenernos durante algún
tiempo.
—Está bien, director.
Florian reflexionó un momento con
el ceño fruncido y después agregó:
—Me temo que esto de gastar oro
para mantener vivos a los animales nos
haga parecer aún más insensibles a la
miseria del pueblo llano. Sin embargo,
no cederé. Me alegra decir que la
mayoría de ciudadanos de París son
decididos amantes del circo, o por lo
menos gente razonable que apoyaría mi
posición. No obstante, por encima y por
debajo de esa ciudadanía están aquellos
que necesitan defender o ensalzar sus
propias posiciones. Por encima está el
gobierno, ansioso de mantener su
aparente solicitud para con todos…
—No con todos —corrigió Willi—,
sólo con los que pueden votar cuando
por fin se celebren elecciones. Y esto no
incluye a nuestros animales ni siquiera a
la mayoría de nosotros.
—Correcto —dijo Florian—. Y por
debajo están los communards, que
serían felices de descubrir una «traición
burguesa de las masas» en un jardín de
infancia si esto fomentara una agitación
ventajosa para ellos. Cualquiera de
estos dos extremos, el de encima o el de
debajo, podría presionarnos para que
vendamos a nuestros animales a los
mercados de carne y o bien el gobierno
o los communards podrían pretender
que era «por el bien de todos» y
atribuirse el mérito.
—Tampoco debe importarnos un
rábano la presión —dijo Fitzfarris— si
tenemos al pueblo de nuestro lado.
—Tal vez no. Sin embargo, si la
presión fracasa, cualquier grupo de
fanáticos podría decidir encargarse de
liquidar a nuestros animales, en especial
si son fanáticos hambrientos. Creo que
nos convendría estar al qui vive de tales
posibilidades. Coronel Ramrod, sugiero
que vuelvas a distribuir armas cargadas
entre los miembros responsables de
nuestro personal y dispongas guardias
aquí en el recinto durante las
veinticuatro horas del día.
—Considérelo hecho —contestó
Edge—. ¿Alguna otra cosa, director?
—Por ahora no. Creo que… muy
pronto… tendremos que pedir al Globo
Correo que nos devuelva el favor que le
hicimos. Pero hablaré de esto con
Monsieur Nadar la próxima vez que
venga a vernos.
El Globo Correo era una de las pocas
cosas que aún funcionaban en París sin
contratiempos graves, o por lo menos,
no demasiados. Cuando los sitiadores
prusianos se enteraron de que uno de los
aerostatos había llevado sano y salvo al
ministro Gambetta a las provincias no
ocupadas, enviaron un precipitado
mensaje a la fábrica de cañones de
Essen, en Renania. Poco tiempo después
les fue suministrado un nuevo cañón,
diseñado especialmente por Krupp, el
primero capaz de apuntar casi en
vertical y de disparar una granada
fragmentaria que podía ser programada,
en teoría, por lo menos, para estallar a
una altitud determinada. El decimosexto
globo enviado desde París tuvo que
sobrevolar las líneas de asedio a través
de pequeñas nubes negras aparecidas de
repente, que resultaron estar compuestas
de humo de pólvora y cascos volantes.
El aerostato las sorteó sin ningún
percance, pero el aeronauta informó más
tarde por paloma mensajera que su
sistema nervioso se había resentido
gravemente.
—Me alegro mucho de no ser el
artillero de ese cañón —dijo Yount
cuando lo supo—. La espoleta de tiempo
es muy traidora. El artillero tiene que
cortarla antes de meter la granada en la
recámara, y ha de esperar que al
disparar el cañón se encienda la
espoleta y esperar no haberla cortado
tanto que la granada se dispare por
encima de su propia cabeza y esperar no
haberla cortado tan poco que la granada
caiga sobre su propia cabeza antes de
dispararse. En realidad, prefiero estar
delante de ese cañón que detrás de él.
El ministro de Correos, en cambio,
sentía más respeto por el nuevo cañón
antiaerostatos y ordenó que todos los
vuelos de globo se hicieran en lo
sucesivo después de anochecer, lo cual
no resultó ser una gran ayuda para los
aeronautas. Para empezar, los pequeños
globossonda de papel tenían que
mandarse con luz de día para que fueran
visibles y los vientos que indicaban
entonces podían cambiar después de
ponerse el sol. Luego, cuando se lanzaba
el globo grande, nunca era
completamente invisible para un
observador de tierra. Para el aeronauta,
en cambio —que ahora era siempre un
novato—, la tierra era tan difícil de ver
que nunca podía estar seguro de la
altitud alcanzada y a veces ni siquiera
de la dirección del vuelo. Mientras
tanto, el nuevo cañón Krupp lanzaba
granadas que estallaban alrededor del
globo y los cañones de Fort Valérien
disparaban con estruendo para distraer a
los artilleros prusianos, y toda esta
conmoción era suficiente para que
cualquier voluntario del Globo Correo
se arrepintiera de haberse ofrecido para
el viaje.
—De todos modos, ami —declaró
Nadar con orgullo mientras veía con
Florian una función nocturna del circo
—, considerando los comienzos casi
improvisados del correo por globo y
todos los obstáculos que debe vencer —
los contó con los dedos—, aerostatos de
mala calidad, sin ninguna prueba previa
al lanzamiento irreversible, tener que
depender de la lentitud del gas de hulla,
su maniobrabilidad limitada aun en las
mejores condiciones, la inexperiencia
de los pilotos que han de volar entre
proyectiles enemigos… zut alors, el
Globo Correo tiene en su haber un
récord notable de éxitos frente a sus
pocos fracasos.
—Yo deseaba preguntarle… —
empezó a decir Florian.
—No necesita preguntarlo, mon
vieux, voy a decírselo. Hasta ahora sólo
hemos perdido cuatro. Uno flotó hasta el
Atlántico y no se ha visto más. Tres han
caído en manos enemigas, pero… —
levantó un dedo— a causa de un error
del aeronauta o de un defecto de
estructura, no derribados por el fuego
enemigo. Todos los demás han
aterrizado intactos y en territorio amigo.
De hecho, uno de ellos en un país amigo
muy lejano. A decir verdad, ganó
involuntariamente un nuevo récord de
vuelo en globo, dos mil cuatrocientos
kilómetros por el mar del Norte hasta
Noruega. Supongo que ese joven
aeronauta está todavía descongelándose,
pero también le supongo entusiasmado
por su hazaña. Pasará mucho tiempo
antes de que su récord sea superado.
—Bueno, lo que quería
preguntarle… —empezó de nuevo
Florian, pero se interrumpió para decir
—: ¡Escuche! Uno de sus globos debe
de elevarse ahora mismo.
Por encima de la música de la banda
y el ruido del público oyeron el sordo
rumor de los cañones de Fort Valérien y
el fragor del cañón antiaerostatos de los
prusianos.
—Oui —dijo Nadar—, et regardez
là. —Hizo una seña discreta con la
cabeza para llamar la atención de
Florian hacia Lunes Simms, que se
encontraba cerca, esperando entrar en la
pista como Mademoiselle Cendrillon y
sonriendo mientras tanto con los ojos
cerrados y frotándose los muslos uno
contra otro—. Un amigo médico —dijo
Nadar en tono confidencial— me contó
que muchas pacientes suyas se
comportan así cuando retumban los
cañones. El estallido o la vibración
provoca un estremecimiento simpático
en sus delicadas petites choses. Dice
que algunas mujeres sólo reaccionan al
disparo de un cañón determinado, así
que han puesto apodos a los diversos
cañones: Gran Josefina, Gran Camille,
etcétera. ¿Supone usted, ami, que los
hombres hacemos la guerra por esto?
¿Instigados por las mujeres que
necesitan esta clase de emoción?
—No me sorprendería en absoluto.
Sólo que ya hacíamos la guerra mucho
antes de que sonaran estos ruidos.
—C’est vrai. Pero hablábamos de
los éxitos del Globo Correo.
Hasta ahora ha llevado a otros
pasajeros importantes además del
ministro Gambetta y quizá un millón de
cartas, periódicos, despachos… y
centenares de palomas, la mayoría de
las cuales han hecho el vuelo de regreso
llevando sus cargas de micromensajes.
A propósito, ¿qué opina de la noticia
sobre Gambetta? ¿No le dije que ese
hombre, a pesar de su deplorable falta
de modales sociales, posee una gran
energía y un gran talento para la
organización? ¡Ha reclutado, equipado y
armado a doce nuevos cuerpos del
ejército! ¡Todo un nuevo Ejército del
Loire!
—Admirable, sí —respondió
Florian—, pero no veo para qué puede
servir. Una de sus palomas trajo también
la triste noticia de que el general
Bazaine ha abandonado Metz con todo
su ejército atrapado allí. El nuevo
Ejército del Loire puede defender su
terreno, pero sin las fuerzas de Bazaine
no puede recuperar el terreno
conquistado por los boches.
—Aun así, cuanto más larga sea la
resistencia de Francia contra Prusia,
tanto mejores serán las condiciones que
podríamos negociar para la paz.
—Esperémoslo —contestó Florian,
sin grandes esperanzas—. Esta larga
resistencia ya está costando muy cara a
París. He oído decir que el frío, la
humedad y la creciente desnutrición son
causa de muchas enfermedades.
Nadar se encogió de hombros.
—Entre las clases altas, sólo
maladies de poitrine (bronquitis, gripe),
no peores que las de cualquier otro
invierno. Dicen, es cierto, que pueden
declararse epidemias entre las clases
bajas. Se oyen rumores incluso de la
peste, o peor aún, de la viruela. Pero
¿qué puede esperarse de los tipos que
comen ratas?
—Si hay una epidemia de peste y
viruela —dijo Florian—, puede
empezar en los barrios bajos, pero es
muy posible que no se detenga allí.
—En tal caso será mejor que suba el
precio de sus entradas —respondió
Nadar sin inmutarse—. No deje entrar a
la canaille para que no exhale sus
fétidos microbios sobre sus mejores
clientes y sus propios artistas. Espero
—y retrocedió un paso— que no haya
detectado ya algún symptôme
épidémique entre su compañía.
—No, pero ha habido un caso de
maladie de poitrine. Quería hablarle de
los pasajeros que lleva a veces el Globo
Correo. Una de nuestras jóvenes damas,
mademoiselle Knudsdatter, ya la conoce
usted, Miss Eel, nuestra
contorsionista…
—Ah, oui, y sé que tiene una
constitución pulmonar débil.
—Pues bien, este horrible tiempo la
matará si continúa y si ella sigue
actuando, como se empeña en hacer. Sin
embargo, después de considerable e
intensa persuasión, he conseguido la
autorización de su pareja para enviarla
al extranjero y su propia aquiescencia en
abandonar París, si es posible. Me
gustaría mandarla a un sanatorio, o por
lo menos al aire puro y seco de las
montañas.
—Mais certainement —contestó
Nadar—. El Globo Correo está en gran
deuda con usted y su empresa. Puedo
gestionar fácilmente su pasaje… si ella
está de acuerdo en correr los inevitables
riesgos.
—Creo que preferiría caer o morir
de un disparo a morir por estrangulación
lenta. Y si por casualidad fuese a parar a
Escandinavia, no podría haber un lugar
más saludable para ella.
—C’est déjà fait accompli. Dígale
sólo que lleve la bolsa más pequeña
posible con los efectos esenciales y la
pondré a bordo del primer aerostato que
despegue. También le informaré a usted
inmediatamente cuando una paloma nos
traiga noticia de su feliz aterrizaje y de
su paradero. Ella y su pareja (se trata de
monsieur Terremoto, ¿no?) podrán
intercambiar luego billets-doux por el
Globo Correo. ¡Ah, qué suerte tenemos
todos de que exista!
13
Miss Eel trabajó por última vez en una
función de tarde, superándose a sí
misma en una demostración de
contorsionismo sinuoso, sin huesos, casi
increíble —aunque quedó tan débil y sin
aliento que apenas pudo saludar bajo los
aplausos— y se despidió de la
compañía. Yount la llevó en carruaje a
Montmartre y la ayudó a subir la
escarpada pendiente hasta la cumbre de
la colina. Allí se abrazaron y besaron y
se dijeron mutuamente «cuídate» hasta
que Monsieur Nadar declaró que el
viento era favorable y el crepúsculo lo
bastante oscuro para la elevación. Yount
subió a Agnete a la barquilla del globo
marrón —entonces todos los globos se
hacían de percal oscuro— y el cable fue
arriado hasta la altitud de mil metros.
Entonces Yount permaneció inmóvil, con
la cabeza echada hacia atrás y las manos
juntas como en oración, viendo
disminuir la mancha oscura hasta que
desapareció, sin fijarse siquiera en el
cable de amarre que cayó del globo y
quedó enrollado a su alrededor.
Cuando ya no podía ver el globo,
empezó a divisar pequeñas explosiones
en el cielo, cada una seguida al cabo de
un momento por la ronca tos de un cañón
prusiano —ante lo cual Yount dejó de
cruzar las manos para retorcérselas— y,
un minuto después, los cañones del
fuerte iniciaron su clamor. Yount y
Nadar esperaron con los empleados del
Globo Correo hasta que cesó todo el
ruido, indicando que el aerostato había
sido derribado o se hallaba a salvo
fuera del alcance del enemigo. Entonces
los dos hombres bajaron juntos la
colina, mientras el francés profería
sonidos alegres y tranquilizadores;
Yount regresó al Bois y Nadar se fue a
esperar la llegada de la primera paloma.
Yount llegó al recinto del circo a tiempo
de ponerse la piel de leopardo para la
función nocturna, pero estaba tan
alicaído que sus compañeros acudieron
para animarle.
—Estará muy bien, Obie —dijo
Domingo—. Mucho mejor que si se
hubiera quedado aquí.
—Ojalá me hubiese ido con ella.
—No podías, muchachote —dijo
Fitzfarris—, aunque el piloto hubiera
lanzado al vacío toda su carga oficial.
Diablos, es probable que tuvieran que
construir una nave de tamaño exagerado
para subirte a ti solo.
—Y si tú y ella volarais por
separado, Obie —dijo Edge—,
aterrizaríais por separado y ninguno de
los dos sabría dónde estaba el otro.
Quizá tendríais que vagar por toda
Francia y aun así podríais no
encontraros. Por lo menos de este modo
os podéis escribir por medio del correo
y las palomas y manteneros en contacto.
—Supongo que sí —murmuró Yount.
Entonces salió de su tristeza para
comentar algo que había observado—.
¿Sabes una cosa, Zack? Aquella colina
es ahora un enjambre de piezas de
artillería. Los sedentarios y agitadores
no han estado tan ociosos como todos
pensábamos. Han instalado fábricas,
como la de globos, en las estaciones de
ferrocarril y han forjado hierro y latón
para hacer cañones, morteros y
municiones. Nadar y yo hemos hablado
con algunos tipos. Dicen que, si es
necesario, esa colina va a ser la última
trinchera defensiva de París. —Y
añadió, como si acabara de ocurrírsele
—. Todos llevaban camisas o pañuelos
rojos con los uniformes.
—Maldición —dijo Florian—. Esto
no me gusta. Los communards podrían
considerar esos cañones su armería
privada y Montmartre su fortaleza
particular.
—¿Quiere decir que estarían lo
bastante locos para destruir su propia
ciudad sólo para privar a los prusianos
de la diversión de hacerlo? —preguntó
Edge—. ¿O que se negarían a respetar
cualquier tregua concertada por el
gobierno con el enemigo? ¿Continuarían
luchando o qué?
—¿Quién sabe? Lo que sí sé es que
una de las razones para reurbanizar
París era la eliminación de las calles
estrechas y tortuosas porque
revolucionarios anteriores habían
erigido barricadas en ellas. Haussmann
trazó todas las avenidas largas y rectas
para que las tropas del gobierno
tuvieran una línea de fuego
ininterrumpida a fin de poder sofocar
tales revueltas. Pero si los insurgentes
se hicieran fuertes en la única altura que
domina toda la ciudad… —Florian hizo
una mueca y se desempolvó las manos
—. Bueno, no tiene sentido preocuparse
por el mañana. Esta noche tenemos una
función. Ocupémonos de ella.
Por muchos temores que Yount
abrigase respecto a Agnete, no permitió
que influyeran en su trabajo y actuó con
la competencia y bravura habituales.
Cuando el espectáculo acababa de
terminar —y la carpa se vaciaba y la
mayoría de artistas se preparaban para
dirigirse a toda prisa al hotel a fin de
aprovechar el último calor de la
habitación y la última agua caliente del
baño—, un fiacre entró dando tumbos en
el recinto del circo. Nadar se apeó de un
salto, gritando:
—¡Monsieur Terremoto, esté
tranquilo! La primera paloma ha hecho
un viaje muy rápido esta vez. —Agitó un
trozo de papel muy fino—. Voilà, su
dama ha aterrizado sana y salva cerca de
Mézières. Allí puede tomar el tren hacia
donde le plazca.
Yount sacó unos cuantos litros de
aire y dijo:
—Bueno, esto me quita de encima un
peso mayor de los que he cargado
jamás. Me hace sentir bien. —Se volvió
y añadió, expansivo—: Eh, Fitz,
hagamos una cosa. Sé que es tu noche de
guardia; deja que la haga por ti y vete al
hotel con Meli. Yo no tengo a nadie con
quien ir.
Así Yount se quedó aquella noche en
el circo con los hermanos Jászi y los
eslovacos armados. A la mañana
siguiente, alrededor de mediodía,
cuando los primeros artistas empezaron
a llegar al Bois, Yount salió apresurado
al encuentro de Florian para decirle «sin
novedad» y añadió:
—Quiero enseñarle algo, director,
antes de que alguna mujer lo vea. Venga
a la tienda del zoológico.
Florian había llegado en compañía
de Jean-François Pemjean, así que los
dos siguieron a Yount a la tienda de los
animales. Yount apartó con el pie un
poco de paja y preguntó:
—¿Han visto alguna vez a un hombre
tan plano como éste?
—Bon Dieu de merde! —exclamó
Pemjean, mirando el cadáver caído de
bruces, con un gran cuchillo en una
mano.
—Sí, yo lo he visto —contestó
Florian con voz tranquila—, así que
puedo adivinar lo ocurrido. Pero
dímelo, de todos modos.
—Bueno, siempre hemos supuesto
que debíamos estar en guardia contra un
grupo de saqueadores, así que los
muchachos estaban apostados en torno al
perímetro, como de costumbre. No nos
imaginábamos a un hombre solo y se
escabulló entre nosotros, no sé cómo. El
pobre bastardo debía de pensar que se
cortaría una pierna de caballo o algo
parecido, pero oímos un gran escándalo
aquí dentro. Relinchos de caballos,
rugidos de felinos, trompetazos de
elefantes. Vinimos corriendo, justo a
tiempo de ver a Mitzi atacar con la
trompa a este individuo. Ni siquiera lo
tocó con los colmillos.
—Los elefantes no suelen hacerlo,
salvo cuando luchan entre sí.
—Lo levantó del suelo y lo depositó
con suavidad delante de la vieja Peggy,
como si lo hubieran ensayado. Y
entonces, antes de que pudiéramos hacer
nada, Peggy se hincó de rodillas, puso
la frente sobre el cuerpo del hombre y,
por Dios, levantó las patas al aire
encima de él. Nunca habíamos oído un
ruido similar. Como pisar un nido de
codornices con polluelos dentro, sólo
que el nido y los polluelos más grandes
de toda la creación. Crujidos y
chasquidos.
—Ya lo he oído. Sé que ha sucedido
en otros espectáculos.
—Bueno, entonces la vieja Peggy se
levantó y Mitzi y ella se estrecharon las
trompas y todos los demás animales se
calmaron y permanecieron en silencio.
Un par de eslovacos vomitaron y
todavía se encuentran mal. Zoltán y yo
levantamos el cuerpo para colocarlo
aquí, a un lado, y le dejamos el cuchillo
en la mano por si usted quería enseñarlo
a la policía.
—No, no creo que molestemos a la
policía por esto —dijo Florian—. Lo
que deberíamos hacer es colgarlo de la
marquesina para escarmiento de los
otros.
—Podríamos echarlo a los gatos —
sugirió Pemjean—. Sería una justicia
poética.
—Dios mío, Demonio, me harás
vomitar —dijo Yount.
Pemjean se encogió de hombros y
señaló al muerto.
—Como él, uno se traga los
escrúpulos cuando no hay nada más que
tragar.
Florian dijo, pensativo:
—A éste no podemos enterrarle bajo
la pista porque los elefantes no querrían
volver a pisarla. De momento, tú,
Hacedor de Terremotos, y los
muchachos lo envolvéis en una lona y lo
escondéis en alguna parte. Cuando
oscurezca lo echaremos al agujero de
uno de los árboles desarraigados del
parque y lo taparemos con tierra. Di a la
guardia que vigile a partir de ahora a los
saqueadores solitarios como éste, pero
que tampoco descuide a las turbas.
Pemjean dijo cuando salieron de la
tienda:
—Turbas de saqueadores furtivos
pueden ser pronto las únicas que veamos
por aquí, monsieur Florian, a menos que
termine de un modo u otro este maldito
asedio. La gente solía venir a vernos
porque ofrecíamos la única diversión
disponible, pero creo que ahora la única
razón que tiene para venir es que somos
el único establecimiento de París que
todavía acepta francos, sous y centimes.
Y los, que vienen son los que aún no
están demasiado débiles por el hambre o
la enfermedad para trasladarse hasta
aquí.

Tal vez fuera cierto, porque el público


del Florilegio empezó a escasear,
despacio pero sin pausa, a medida que
avanzaba aquel duro invierno. Pese a los
edictos cada vez más severos del
gobierno, los mercados y tiendas
continuaban vendiendo sus mercancías a
quienes podían pagarlas en oro o
moneda extranjera. Los pobres, que sólo
tenían los ahorros de toda su vida en
francos corrientes, debían contentarse
con las sobras, las migajas y los
restos… si es que quedaban. La mayoría
de médicos y boticarios eran igualmente
vanales y trataban primero a sus
pacientes ricos y les vendían primero
las decrecientes existencias de
medicinas. Tanto si era o no verdad que
los ricos nunca padecían nada peor que
la hipocondría, su apropiación de los
medicamentos disponibles no les
granjeó, con el tiempo, muchas ventajas.
Las enfermedades reales y temibles —
difteria, tifus y viruela— atacaban a los
pobres, privados de atención médica y
desnutridos, pero no se detuvieron en
aquellos barrios, sino que se propagaron
a distritos más elegantes.
Cuando el gobierno ya no pudo
hacer caso omiso de las diversas
infecciones que amenazaban con
convertirse en epidemias, la Oficina de
Salud Pública probó un expediente que
era por lo menos más ingenioso que
decretar fútiles órdenes y prohibiciones.
Ya que era claramente imposible
importar alimentos a la ciudad, podría
ser posible importar medicamentos, y el
Globo Correo llevó a las provincias una
solicitud de estos necesarios productos,
sugiriendo un método por el cual podían
enviarse. Y así se hizo, y cantidades
considerables de medicinas,
empaquetadas en globos de zinc huecos,
flotaron por el río desde las ciudades
por el Sena y sus afluentes. Los
prusianos incluso se abstenían,
compasivos, de disparar contra las
esferas de metal cuando pasaban
flotando a través de sus líneas. De este
modo llegaron a París algunos
medicamentos, pero sólo una pequeña
fracción; el hielo del río aplastó,
agujereó y hundió muchos globos. Otros
siguieron su curso hacia el océano, sin
detenerse en París, porque el hielo
rompió las redes tendidas en la ciudad
para recogerlos.
Una tarde, la joven Giuseppina no
aparecía para la función de la tarde, así
que después su buena amiga Clover Lee
se apresuró a ir al Hôtel Crillon para
ver si estaba enferma. Cuando Clover
Lee regresó al recinto del circo y entró
en la oficina de Florian, iba sin
Giuseppina y parecía perpleja y
preocupada.
—Se ha marchado, simplemente. Y
no sólo el director del hotel se ha
negado a decirme adónde ha ido, sino
que afirma que nunca se ha hospedado
allí. Es una maldita mentira y así se lo
dije a la cara. Diablos, la visité varias
veces en sus habitaciones. ¿Qué puede
haber ocurrido?
—Hum —dijo Florian—. ¿No es
posible que la chica se haya decidido
finalmente por uno de aquellos nobles
ricos que la cortejaban desde hacía tanto
tiempo? ¿No podría ser que se hubiera
fugado y, por motivos particulares,
preferido borrar sus huellas?
—Sabe que no, Florian. Pina es un
miembro de la compañía. Nunca haría
una cosa así sin avisar. Y desde luego
me lo habría dicho a mí.
—Es verdad. Qué extraño. Espera.
—Florian rebuscó en su archivo, sacó
un ejemplar antiguo del Era, lo hojeó y
dijo—: Ajá, recordaba haberlo visto
aquí. Sí, sus agentes son los señores
Paravicini y Warner, de Londres, y
tienen una sucursal aquí, en la rue de la
Paix. No hay ningún número, pero la
calle tiene sólo dos manzanas de
longitud; no te costará encontrarla.
Giuseppina también permaneció
ausente de la función nocturna, así que a
la mañana siguiente Clover Lee salió
directamente de su hotel en busca de la
agencia. Volvió al cabo de poco rato,
casi llorosa, pero también muy
enfadada.
—¿Dónde está Zachary? —preguntó
a Florian—. Quiero que cargue una
pistola y vuelva allí conmigo. ¿Se lo
imagina? El hijo de puta de esa oficina
me ha dicho: oh, sí, conoce a la bella
signorina y la admira desde hace tiempo,
¡pero esta oficina no ha sido nunca su
agencia y no sabe nada de su paradero!
¡Otro maldito mentiroso! ¿Dónde está
Zachary?
—Calma, querida, calma. Estoy de
acuerdo en que todo esto es muy
misterioso, pero creo que una hábil
investigación sería más útil que la fuerza
bruta para llegar al fondo del asunto. Y
para esa habilidad llamaremos a
Monsieur Nadar. El conoce a todo el
mundo en esta ciudad.
—Pues démonos prisa. Pina cumple
años dentro de poco. —Le enseñó un
paquete de envoltura decorativa—. Le
he comprado este regalo y lo he paseado
por toda la ciudad estos dos días.
Incluso Nadar necesitó casi una
semana para descubrir la verdad y
parecía triste y nervioso cuando fue a
informar a Florian y Clover. Casi
temblando, usó el título para dirigirse a
ella:
—Madame la comtesse, debo pedir
perdón por mis compatriotas. La
conducta del dueño del Hôtel Crillon ha
sido cruel, pero debe usted
comprender… un hotel de lujo… el
establecimiento tiene que proteger su
reputación y a sus otros huéspedes. Por
lo tanto, cuando mademoiselle
Bozzacchi cayó enferma de repente y
requirió la atención del médico
residente y éste la examinó y diagnosticó
que la pequeña sufría la petite vérole…
—¡La viruela! —exclamó Florian y
Clover Lee dejó escapar una
exclamación ahogada.
—Oui. Por esto, como es natural, la
dirección del hotel la sacó de allí en
secreto, para no alarmar a los otros
huéspedes, y ha hecho todo lo posible
por ocultar esta circunstancia.
—Oh, muy natural —repitió Clover
Lee con los dientes apretados—.
Podrían haber perdido clientela…
incluso dinero. Muy francés. Y ella era
la bailarina aclamada y mimada por
todo París aún no hace un año. Muy
bien, maldita sea, ¿adónde la llevaron?
—Al hospicio femenino, La
Salpêtrière.
—¿Hospicio? ¿Es eso un hospital?
—No exactamente, excelencia —
contestó Nadar, desolado—. Un hospital
es para el tratamiento y la cura. Un
hospicio es un último y cómodo refugio
para los incurables.
—¡Esto es monstruoso! —gritó
Clover Lee—. Lléveme allí, monsieur.
Lléveme inmediatamente.
—Está muy lejos de aquí,
excelencia. Después de todo, es un lugar
de aislamiento y contagio. La llevaré,
por supuesto, si insiste en ello, pero, ¿lo
considera sensato? Exponerse a…
—¡Lléveme allí! Usted puede
esperar fuera. Y, Florian, mientras tanto,
busca aquel documento mío. Ya sabe a
cuál me refiero. —Cogió el regalo de
cumpleaños, ya un poco deslucido, y
casi sacó a Monsieur Nadar a
empujones del recinto del circo y le
metió en un carruaje.
Florian tenía preparada la carta
testamento del conde de Lareinty cuando
Clover Lee volvió al furgón rojo unas
horas después. Volvió, no obstante, sin
Nadar y sin Giuseppina, llevando
todavía el regalo y con la cara surcada
de lágrimas. Florian no dijo nada y se
limitó a alargarle el documento. Ella
movió la cabeza y no lo cogió.
—No lo necesito. Pina ha muerto
justo antes de que yo llegara. Hoy, el día
en que cumplía diecisiete años.
—Me es imposible decirte cuánto lo
siento, querida.
—Y ha muerto en un hospital de
infecciosos, en un lazareto, como si
fuera una leprosa y una mendiga. Sólo
porque estaba demasiado débil para
darse cuenta y protestar e insistir en un
tratamiento privado. ¿Quiere saber cómo
es ese lugar? Una de las hermanas me
dijo que han de mezclar ácido fénico
con el alcohol de las friegas para evitar
que los ayudantes se lo beban.
—Lo siento muchísimo y también el
resto de la compañía. Si por lo menos
no hubiera ocurrido tan de repente, si
hubiese podido avisarnos…
—Bueno, al menos he podido
reclamar el cadáver; así no se la
llevarán otra vez a toda prisa, quién
sabe si a la fosa común. Ya lo he
dispuesto todo para un entierro digno.
—Y todos nosotros asistiremos,
naturalmente, como si hubiera sido
siempre miembro de la compañía.
Entretanto, Clover Lee, quizá te haría
sentir un poco mejor pensar que
Giuseppina habría preferido morir a
sobrevivir a la viruela. Es muy posible
que después… no hubiera podido
recuperar su belleza. Pero, dime, ¿por
qué me dijiste que sacara el documento
de mi archivo?
Clover Lee rió con amargura.
—Quería usarlo, pero ahora ya es
demasiado tarde. Quería usar algo del
dinero que me dejó Gaspard para
comprar ese maldito hotel y dejar a todo
el mundo sin empleo, desde el director a
los limpiabotas, y regalárselo a
Giuseppina para que lo quemara, si éste
era su capricho. Pero ahora… qué
diablos…
Florian la contempló con
admiración.
—Creo que deberías usar el
documento, no para un fin tan
draconiano, tal vez, sino para recuperar
el título. Ya te lo he dicho antes y te lo
diré otra vez: la nobleza te sienta bien,
querida. No sólo tienes un corazón
noble, sino también instintos
imperiosamente nobles.
—Al diablo con eso también —
replicó ella con voz triste—. Si las
clases altas pudieron olvidar y
abandonar a Pina con tanta facilidad y
las clases burguesas temen que una chica
moribunda sea un impedimento para sus
negocios, no quiero pertenecer a ninguna
de ellas. Si tuviera valor, ayudaría a los
communards a destruirlas.
—Por favor, no digas eso. Si crees
que la nobleza y la burguesía son malas,
espero que nunca tengas mucha
experiencia de las clases inferiores
francesas. Pero ahora, querida, ¿por qué
no vuelves al Grand y descansas un
poco? Disculparemos tu ausencia de la
función nocturna.
—No lo haréis, maldita sea. Ya me
he perdido un día. Pina no lo habría
hecho, de haber podido evitarlo. Lo
mínimo que puedo hacer es seguir en el
espectáculo y… y… celebrar su
cumpleaños.
Entonces se echó a llorar y salió del
furgón tan ciega por las lágrimas que no
vio ni saludó a Edge, que se disponía a
entrar. Se quedó un momento en la
puerta, siguiéndola con la mirada y
luego miró inquisitivamente a Florian,
que dijo:
—Nuestra Bailarina de la Caja de
Música ha muerto. Clover Lee está
destrozada.
—Me han dicho adónde ha ido. Lo
siento mucho. Giuseppina me gustó
desde el primer día que la conocí en
Roma. Y quizá no debería hablar de
cosas prácticas en este momento, pero
Clover Lee acaba de visitar un pabellón
de enfermos de viruela. Yo la pasé
levemente una vez, así que soy inmune a
ella, pero no todos los demás lo son. Y
Dios sabe la variedad de infecciones
que los patanes traen aquí dos veces al
día. ¿No cree, director, que sería
prudente cerrar el negocio hasta que el
mundo recobre la normalidad? No lo
sugiero, sólo lo pregunto.
—Mi respuesta es no… a menos que
tú y los otros optéis por imponeros, en
cuyo caso me inclinaría ante la decisión
de la mayoría. Podemos ser eternas aves
de paso, sin un hábitat propio, pero, si
me permites seguir con la metáfora de
las aves, dondequiera que nos posemos
compartimos la suerte de los pájaros
locales, por breve que sea el tiempo y
para bien o para mal. La mayor parte de
las enfermedades contagiosas, Zachary,
atacan a los hambrientos y a los débiles.
Todos nosotros estamos bien
alimentados y los que seguimos con el
espectáculo somos físicamente más
fuertes incluso que la gente sana normal.
Creo que no corremos mucho peligro de
contagiarnos. Recuerda que constituimos
casi el único aspecto alegre de esta
ciudad desolada y también uno de sus
pocos lugares calientes. A menos que
decidáis lo contrario, opino que
debemos continuar actuando mientras
tengamos un solo artista capaz de
trabajar y un solo patán que pague el
precio de la entrada.
—A nadie se le ocurriría discutir
con usted, director. Es el más fuerte de
todos nosotros. Continuaremos y
esperaremos que mejore la situación.

Pero no mejoró, sino que empeoró.


Desde que los prusianos habían
cerrado las líneas de asedio, los
comandantes de las tropas defensivas de
la ciudad habían puesto a prueba con
intermitencias la fuerza de dichas líneas.
Enviaban pequeños destacamentos de
regulares, no reclutas ni reservistas, a
patrullar en diversas direcciones. Tales
incursiones solían terminar en fieras y
sangrientas escaramuzas con el enemigo,
pero eran breves porque los franceses
volvían a retirarse en seguida hacia la
ciudad. Hasta la fecha sólo habían
demostrado que, aunque los prusianos y
sus aliados habían tenido que
desplegarse mucho para formar aquel
círculo de más de noventa kilómetros, su
delgada línea no era débil.
Sin embargo, llegó una paloma de
Tours con la alentadora noticia de que el
Ejército del Loire organizado por
Gambetta estaba avanzando de Orléans a
Fontainebleau bajo el mando de los
generales Chanzy y Bourbaki. El
presidente y general Trochu decidió que
si sus tropas de París podían abrir una
brecha en las líneas enemigas, recorrer
los cuarenta y ocho kilómetros hasta
Fontainebleau y unirse con el ejército
que se acercaba, sus fuerzas conjuntas
podían ser capaces de romper
completamente el bloqueo. Reunió,
pues, a todos los hombres disponibles (y
responsables) en el Bois de Vincennes
en el borde sudeste de la ciudad y, el 28
de noviembre, les ordenó cruzar los
puentes del río Marne y atacar el
suburbio de Champigny, ocupado por el
enemigo.
Fue el único momento luminoso de
París en aquel oscuro invierno, pero
demasiado breve. Sus soldados lucharon
con tanto valor y desesperación que el
último día de noviembre tomaron
Champigny. Entonces los boches
expulsados de la ciudad hicieron a sus
bravos enemigos el cumplido de
pedirles que el primero de diciembre
fuese un día de tregua para que ambos
bandos pudieran enterrar a sus muertos y
atender a sus heridos, que entre unos y
otros sumaban miles. Fue un acuerdo
mutuo y los prusianos llevaron sus
ambulancias y hospital de campaña para
sus compañeros caídos. Los franceses,
en cambio, se habían lanzado a aquella
batalla con tan poca preparación, que la
Compagnie de Transport Public de París
tuvo que enviar sus ómnibuses y
tartanas.
Al día siguiente se reanudó la
encarnizada lucha y al otro día los
franceses fueron derrotados. Los que
quedaron cruzaron tambaleándose el
Marne y volvieron a la ciudad y la única
brecha en la línea de asedio volvió a
cerrarse. De todos modos, los informes
traídos de Tours por las palomas
mensajeras pusieron de manifiesto que
el intento de las tropas parisienses no
habría servido de nada aunque hubiese
tenido éxito. El Ejército francés del
Loire se había encontrado en su marcha
hacia el norte con el ejército boche del
Meuse, que lo diezmó gravemente e
incluso lo dividió en dos partes, dos
fuerzas desorganizadas que huyeron por
separado —al mando del general
Chanzy al noroeste y del general
Bourbaki al sudeste—, sin que ninguna
de las dos intentara siquiera acercarse a
Fontainebleau.
Sin embargo, esta muestra de
temeridad y desafío de la ciudad sitiada
pareció acabar por fin con la paciencia
de los prusianos, que utilizaron entonces
sus cañones Krupp de largo alcance,
reduciendo primero a escombros el
fuerte de Mont Avrons y empezando
luego a bombardear los otros fuertes del
este y sur de París y, a medida que cada
fuerte era evacuado por sus defensores
vencidos, las líneas de asedio se iban
aproximando más y más a los límites de
la ciudad.
—Maldita sea —dijo Florian—.
Sabía que si París continuaba ofreciendo
una terca resistencia, Von Moltke
vendría a tomarlo.
—Bueno, de momento no
bombardean la ciudad —dijo Edge—,
sólo el círculo exterior de fuertes.
—¿Qué? ¿Bombardear la ciudad? —
exclamó Florian, sorprendido—. Yo me
refería a que probablemente se luchará
cuerpo a cuerpo por las calles. ¡No creo
que los boches sean tan bárbaros como
para bombardear la ciudad! ¿Lanzar
explosivos contra civiles desarmados?
Esto sería algo sin precedentes, una
violación de todas las normas humanas
de la guerra. Una atrocidad inaudita.
—Al diablo con eso —gruñó Yount
—. Quizá no ha oído usted hablar de que
Sherman bombardeó Charleston o de lo
que hizo Meade a Petersburg, pero vio
lo que quedaba de las propiedades
civiles en el Shenandoah después de la
quema del Pequeño Phil. Estos
prusianos tienen a Sheridan con ellos y
éste no respeta ninguna norma de
guerra, ni siquiera en las guerras ajenas,
diría yo.
—¡Dios mío! —murmuró Florian.
—Pero aún no empezarán a lanzar
sus calabazas sobre la ciudad —volvió
a decir Edge—. Hay demasiados
parques y plazas abiertas y todo está
encharcado por las lluvias de este
invierno. Las granadas se enterrarían y
no harían mucho daño al estallar. Esos
artilleros esperarán a que haga más frío
y se hiele la tierra; entonces las
granadas estallarán con el impacto o se
deslizarán antes de hacer explosión,
causando el mayor daño posible.
—¡Dios mío! —repitió Florian.
Edge tenía razón. Los cañonazos
continuaron, pero concentrándose en los
fuertes. Su único efecto en la ciudad fue
causar agradables estremecimientos a
Lunes Simms y a otras mujeres
igualmente susceptibles a la vibración y
las sacudidas. Pero la primera semana
de enero llevó consigo un cambio en el
tiempo. Cesó la monótona alternancia de
días fríos y lluviosos; el cielo se tiñó de
un azul acerado y el aire se enfrió
intensamente. Los parques, prados y
plazas sin pavimentar de París ya no
estaban encharcados, sino duros como el
hierro.
Entonces los prusianos elevaron sus
cañones para el alcance máximo —unos
siete kilómetros para los que disparaban
las grandes granadas de veinticinco
kilos— y empezaron a disparar los
proyectiles al azar. Uno de los primeros
en acertar París estalló cerca de una
escuela parroquial del distrito de
Vaugirard y cercenó a una joven
estudiante por la cintura, sin desarreglar
siquiera su uniforme de colegiala. Otro
cayó en el cementerio de Montparnasse,
destrozando lápidas pero sin molestar a
sus ocupantes. Otro decapitó a una
anciana castañera y otro mató a seis
personas que hacían cola para su ración
de pan de paja y osséine de pezuñas.
No obstante, aquel primer
bombardeo a la luz del día sólo pareció
querer demostrar lo que podían hacer
los prusianos, si querían. En lo sucesivo
no iniciaron las andanadas hasta pasadas
las diez de la noche y, aunque enviaban
un proyectil cada cuatro o cinco
minutos, no prolongaban el bombardeo
más de cuatro horas. Durante aquellas
horas la mayoría de parisienses estaban
en sus casas, sin peligro de que una
granada les cayera encima o lo bastante
cerca para causarles daño. Y cuando una
acertaba un edificio, practicaba un gran
agujero en el tejado o la pared exterior,
pero la potencia explosiva de la pólvora
negra no era lo bastante fuerte para
dañar mucho el interior… ni a los
ocupantes del edificio cuando
aprendieron a desalojar los pisos
superiores y a apartarse de ventanas y
paredes que daban a la calle. Como los
prusianos aún tenían los cañones
apuntando al sur y al este de la ciudad,
la mayoría de granadas caían en las
zonas residenciales de la orilla
izquierda. Una que estalló en la place
des Invalides fue el único proyectil que
se acercó al centro urbano y muy pocos
sobrevolaron el río para ir a caer en las
proximidades de Auteuil, casi dos
kilómetros al sur del recinto del
Florilegio.
Así, pues, tras el susto y la alarma
iniciales —e indignación de que la
Ciudad de la Luz pudiera ser insultada y
maltratada de aquel modo—, la mayoría
de ciudadanos acabaron sufriendo los
cañonazos con un fatalismo estoico. Al
fin y al cabo, causaba menos víctimas
diarias que las diversas enfermedades y
el hambre. Golfillos callejeros acudían
corriendo a la escena de cada nueva
explosión para recoger los cascotes y
venderlos como souvenirs. En las
familias de buena clase los padres
permitían a sus hijos pequeños, como un
premio especial a la buena conducta,
«quedarse levantados para contemplar
el bombardeo».
Sólo los communards se negaron a
considerar con calma este nuevo
desafío. Les daba otra excusa para
agitarse y de nuevo convocaron a
multitudes de inferior condición para
que marcharan por las avenidas, dieran
vueltas a la place de la Concorde y
terminaran rodeando el Hôtel de Ville.
Lanzaron contra el edificio piedras y
excrementos, gritaron insultos al
presidente Trochu y a su gobierno
«neoimperialista» y denunciaron su
incapacidad de luchar por París o
defenderlo como era debido. Estas
turbas incluyeron varias veces a
sedentarios y revolucionarios armados,
con pañuelos rojos en el uniforme, y en
una ocasión se exaltaron tanto al
escuchar la retórica de los dirigentes
que dispararon a las ventanas del
edificio. Los atemorizados funcionarios
del gobierno tuvieron que llamar a sus
propias tropas —regulares leales—
para que dispersaran a los sediciosos, lo
cual hicieron disparando contra ellos.
Varios communards y sus seguidores
resultaron muertos o heridos y esto dio a
los restantes otro motivo de protesta.
Así se fueron sucediendo las marchas y
las manifestaciones, perturbando más la
paz ciudadana que los cañones del
enemigo.
El presidente Trochu protestó
personalmente contra el bombardeo
cuando una noche cayó una granada en el
Hospital de Sainte-Anne. Al día
siguiente envió a un mensajero con una
bandera blanca al cuartel general
prusiano de Versalles, deplorando y
condenando tan odiosa atrocidad. El
general Von Moltke dio al mensajero una
nota con su fría respuesta: esperaba
estar pronto lo bastante cerca de París
para que sus artilleros pudiesen ver con
más facilidad y respetar así las cruces
rojas.
—Apuesto cualquier cosa —gruñó
Yount cuando Domingo le leyó la noticia
del periódico— a que fue esa maldita
mofeta de Sheridan quien le sugirió tan
detestable respuesta.
Los artistas del Florilegio ya se habían
acostumbrado a actuar en la segunda
mitad de la función nocturna bajo el
poco espaciado ¡bum! ¡bum! de los
cañones de Von Moltke y el
fantasmagórico y ensordecedor ruido de
cada granada y el trueno de su
explosión, con frecuencia lo bastante
fuerte para dominar la música de Beck y
a veces incluso el estruendo del órgano
de vapor, si estaba sonando. Sin
embargo, el bombardeo sólo interrumpió
una vez la función.
Fue una noche de la segunda semana
de enero y estaba terminando la
actuación de Mademoiselle Cendrillon,
que ejecutaba su número en la cuerda
floja, cuando una serie de cañones
prusianos, en lugar de espaciar los
disparos con su habitual regularidad
mecánica, dispararon por algún motivo
en rápida sucesión. Aunque distante, el
ruido estentóreo apagó la música de
Strauss con que la banda acompañaba la
representación del deshollinador de
Lunes. La andanada extraordinariamente
larga y ruidosa hizo que todo el público
—que aquella noche llenaba media
carpa— mirase hacia el sur y obligó a
Lunes a interrumpir sus piruetas. Quizá
ningún espectador lo advirtió, pero el
director ecuestre y los otros artistas que
se hallaban cerca de la arena vieron que
Lunes cerraba los ojos y se detenía en
medio de la cuerda con las piernas
temblorosas.
Para dichos observadores resultó
evidente que Lunes intentaba
controlarse, mordiendo su labio inferior
y agarrando con fuerza la vibrante
pértiga que hacía las veces de cepillo de
chimenea. Cuando se extinguieron los
ecos de la andanada y la música de
Cenicienta pudo oírse de nuevo, Lunes
agitó la cabeza para aclararla y empezó,
con prisas y escaso equilibrio, a
caminar por la cuerda hacia la seguridad
de la plataforma que tenía delante. Sin
embargo, volvió a detenerse cuando se
oyó el fantasmal ruido de las granadas
volando por el aire —y las cabezas de
todos los espectadores se volvieron al
unísono para seguir aquel sonido, como
si pudieran ver los proyectiles que
perforaban el cielo nocturno— y
entonces sonó el terrible y prolongado
estallido de la explosión en una
secuencia que pareció durar minutos
enteros. Esto fue demasiado para Lunes;
su rostro perdió toda expresión, como si
se hubiera quedado dormida de repente,
su cuerpo sufrió una convulsión y cayó
de la cuerda.
Dos hombres ya se precipitaban
hacia la pista. El Démon Débonnaire,
disfrazado de diablo, estaba un paso
más cerca que el director ecuestre, así
que fue él quien alargó los brazos por
debajo de la muchacha, lo cual fue
suficiente para frenar su caída, y ambos
cayeron simultáneamente al suelo,
Pemjean con los miembros extendidos y
Lunes de espaldas, con un ruido sordo.
Entre los ecos de las explosiones, aquel
sonido, como la música de la banda, fue
inaudible para la multitud y es probable
que pocos vieran siquiera la caída.
Cuando la vieja chistera de Lunes rodó
alegremente detrás de ella, Edge hizo la
señal de brazos cruzados a Bum-bum y
se inclinó sobre la muchacha. Cuando el
público volvió a dirigir su atención a la
pista, la banda tocaba con estrépito la
Marcha nupcial y Fünfünf, el Kesperle
y la Emeraldina ya estaban iniciando su
charla en preparación para el número
del espejo Lupino que ponía punto final
a la función.
Pemjean se levantó sin ayuda y se
arrodilló con Edge al lado de Lunes, que
se había quedado sin aliento pero estaba
consciente. Tenía los ojos abiertos y una
sonrisa en el rostro manchado de hollín
y extendió los dos brazos para tocar y
tranquilizar a los dos hombres. Estos
deslizaron los brazos por debajo de ella
y cruzaron las manos para formar una
silla. Mientras Florian se disculpaba
ante el público a través del megáfono
por «la brusca interrupción de la
actuación de mademoiselle, causada por
los boches», Edge y Pemjean —con la
ansiosa Domingo a la zaga— llevaron a
Lunes al patio trasero y a la tienda
vestidor de las mujeres. Cuando la
echaron con cuidado en la litera, ya
había recobrado el aliento y dijo, con
acento casi soñador:
—Ha sido… mejor que nunca… —
Entonces se ruborizó y añadió, como
enojada—: Pero no lo haré más.
—Desde luego que no lo hará —dijo
Edge a Florian, ya en la carpa—. Ni
bailar en la cuerda floja ni lo de frotarse
los muslos, me parece a mí. Creo que
aún no se ha dado cuenta, pero está
inmóvil como un cadáver de cintura para
abajo. Será mejor que pregunte si hay un
médico entre el público.
Florian indicó a la banda y los
payasos que se detuvieran, lo cual
obligó a Fünfünf y al Kesperle a
congelar sus posturas cómicas a ambos
lados del espejo. Entonces Florian
anunció a los espectadores que, aunque
Mademoiselle Cendrillon sólo había
sufrido un susto en el accidente causado
por los boches, él personalmente estaría
más tranquilo si un médico confirmaba
este hecho —si por casualidad había
alguno presente— y si quería hacerle
este favor. Se levantó un hombre de las
sillas de respaldo, con un pequeño
maletín negro en la mano, y el público le
aplaudió cuando fue al encuentro de
Florian junto al bordillo de la pista. Se
presentó, con voz lo bastante alta para
que le oyeran todos los ocupantes de la
carpa, como el docteur-médecin Etienne
Landgarten y luego añadió en voz baja a
Florian que debía pagarle los honorarios
en oro y por adelantado. Sin disimular
del todo su aversión, Florian le dio dos
imperiales rusos e indicó a Edge que le
acompañara a la tienda vestidor.
Allí, el médico no se molestó en
hacer salir de la tienda a los artistas que
se habían congregado en torno a Lunes y
no pidió a su paciente que se desnudara,
dándole sólo unos golpecitos rutinarios
en el pecho. Entonces se levantó y dijo
en inglés a nadie en particular:
—Manténgala supina en la litera,
sujeta con correas y bien caliente, pero
llévenla al hospital. Los hospitales aún
tienen cuando menos muchos médicos
musculares y esta paciente necesitará
una corrección enérgica de la espina
dorsal y después una prolongada
inmovilización. Esto es todo lo que
puede hacerse por ella. Adieu et bonne
chance.
Se volvió para irse, pero Domingo
preguntó:
—Doctor… ¿puede decirnos qué…
qué se ha resentido?
—Una comadrona de pueblo podría
decírselo —contestó él con desdén—.
Fractura de las vértebras torácicas
novena y décima. Anestekinesia
parapléjica total e irreversible, con
atrofia posterior de las extremidades
pélvicas. Probables episodios repetidos
de disnea, con peligro de asfixia. Son
también probables las úlceras de
decúbito, el estancamiento fecal de por
vida y una micción incompleta. Con tan
extensos defectos somestésicos, correrá
el riesgo de traumatismos involuntarios
autoinfligidos. ¿Basta esto para disipar
su ignorancia, mademoiselle?
Domingo sólo pudo parpadear, pero
Lunes abrió mucho los ojos, alarmada y
quizá extrañada de que pudieran
aquejarla tantos males tan de repente.
Pemjean gimió y enderezó su cuerpo
vestido de rojo que había estado en
cuclillas junto a la litera. Agarró con
ambas manos la corbata del médico, la
anudó con fuerza en torno a sus puños y
casi levantó al hombre del suelo.
Mirándole como un demonio auténtico,
Pemjean dijo en voz baja, pero con un
acento que habría acobardado a un tigre
rebelde:
—Un poème épique, monsieur le
docteur. Pero ahora, pèt-sec, dígalo con
palabras sencillas. ¿Qué le pasa a la
chica? ¿Qué podemos hacer para
curarla? ¿Cuál será el resultado?
El médico sólo pudo emitir ruidos
ahogados hasta que Pemjean le soltó,
aunque siguió agarrándole la corbata.
—Alors… —jadeó el hombre y
continuó con dificultad, celeridad y
temor—: La… paciente… se ha
aplastado dos huesos de la columna que
contienen nervios vitales y éstos se han
dañado sin remedio. Deben estirarla con
mucha fuerza para alinear de nuevo
estos huesos y luego mantenerla estirada
hasta que se suelden. Los huesos se
soldarán, pero los nervios no son
recuperables. Con el tiempo podrá
moverse con una silla de ruedas, pero
nunca más tendrá la menor sensación ni
capacidad de movimiento de la cintura
para abajo. Sus piernas inactivas se
arrugarán poco a poco. Como algunos de
los nervios dañados pasan por el
diafragma, a veces le costará respirar y
será preciso atenderla continuamente
para cambiarla de posición en la cama o
en la silla para que no se ahogue, y
también para evitar úlceras causadas
por la inmovilidad. Además, como no
sentirá nada en las partes inferiores de
su cuerpo, deberán prevenirse las
quemaduras, cortes o, ejem, infecciones
femeninas que pueden producirse sin
que se dé cuenta. Y como sus intestinos
no pueden controlar el contenido ni la
expulsión, dejará escapar estas… estas
sustancias, pero nunca lo suficiente para
vaciarlos, por lo que será propensa a un
envenenamiento sistemático por los
propios líquidos residuales. Por
consiguiente, una enfermera deberá
ponerle regularmente enemas para
vaciar los intestinos y apretarle el
abdomen para vaciar la vejiga…
—¡Prefiero morir! —gimió Lunes.
—No, no lo prefieres —le dijo
Pemjean y luego sacudió con fuerza al
médico—. ¿Algo más? ¡Hable!
—Nada más, nada más, monsieur.
Con estas atenciones podrá vivir mucho
tiempo. No ambulante, pero tampoco
inválida y, por lo menos después de la
corrección forzada, sin ningún dolor
extraordinario. Por favor, ¿puedo irme
ya, monsieur?
Pemjean calló, como pensando algo.
—Hace semanas que mis felinos no
han visto una comida decente, pero creo
que rechazarían una basura como tú.
Oui… démerdetoi! —Y lanzó al hombre
fuera de la tienda.
—Bien hecho, Jean-François —
aprobó Edge—. Domingo, quédate aquí
con tu hermana. Manténla bien abrigada
y no le dejes mover ni un dedo. Diré a
Banat que prepare un carromato para
llevarla al hospital y Florian enviará a
alguien por delante para reservar una
habitación en el mejor de la ciudad.
Ahora, todos los demás volved a la
carpa para la cabalgata final. Y, Lunes,
deja de llorar. Tendrías que tener la
sensatez de no creer a un matasanos
como ése, diga lo que diga.
—S-sí, señor Zack —dijo ella,
resollando. Domingo se inclinó para
murmurarle algo y Lunes añadió—: Oh,
y antes de que te vayas… señor
Demonio… aún no te he dado las
gracias. —De hecho, era la primera vez
que le hablaba desde San Petersburgo
—. De no ser por ti, señor Demonio,
estaría muerta, probablemente. Has
hecho una buena acción.
—Te debía una buena acción, chérie
—dijo él en voz baja, y se marchó.

Un poco más tarde, fue él, junto con


Florian y Edge, quien llevó a Lunes —
acostada detrás en la litera, con
Domingo a su lado— a una pequeña
clínica privada y cara del Centre
Médical Marmottan, no muy lejos del
Bois. Todos permanecieron cerca
mientras los sanitarios entraban
cuidadosamente a Lunes y un médico
solícito —muy diferente del otro— la
examinaba con ternura de arriba abajo.
Cuando el doctor Tonnelier se apartó de
la litera, atusándose la barba, Florian
murmuró, para que los demás no le
oyeran:
—Monsieur le docteur, le han
recomendado algo llamado una
«corrección forzada». ¿Será muy
doloroso para la muchacha?
—Lo sería, sí. Insoportable.
Siempre lo ha sido. Lo bastante
doloroso para que el paciente más fuerte
grite como un condenado del infierno.
¿Es usted un ferviente patriota francés,
monsieur?
—¿Eh? ¿Qué tiene que ver esto con
lo que nos ocupa?
—La corrección forzada, que no se
diferencia mucho del potro medieval, es
el método francés. De ahí que muchos
cirujanos franceses lo prefieran y no
consideren ningún método alternativo.
Sin embargo, aquí en el Marmottan, si
no ofendo sus sentimientos franceses al
decirlo, preferimos el método más
humano introducido por, ejem, los
detestables boches. El nombre alemán
es Modellierverbesserung, si lo
pronuncio correctamente.
—Ja. Ejem, oui. Corrección
modulada.
—Eso es. A diferencia del método
francés, completamente indoloro para el
paciente. Tedioso, lo admito, pero no
más que las consecuencias del método
francés. Un invento muy piadoso,
n’est-ce pas?, para venir de una gente
tan violenta como los boches.
—Si sirve y no duele, no me
importaría que lo hubiese inventado el
huno Atila.
—Ni a mí tampoco. Usted y los
otros amigos de mademoiselle pueden
incluso observar la iniciación del
procedimiento en cuanto las enfermeras
la hayan desnudado y preparado.
Vieron, pues, cómo acostaban a
Lunes en un alto artilugio de cuerdas,
pesos y poleas que parecía un aparato
circense, con el cuerpo estirado entre
una tracción suave pero insistente del
collarín acolchado y las abrazaderas de
los tobillos. El médico y sus ayudantes
ajustaron repetidas veces, con
minuciosidad, los diversos alambres y
numerosos cojines que rodeaban el
cuerpo de Lunes. Ésta no gritó ni gimió
ni siquiera se quejó una sola vez. Hasta
llegó a sonreír una o dos veces y en un
momento dado murmuró:
—Nunca en mi vida me habían
hecho tanto caso.
Cuando estuvo satisfecho del ajuste
de la tracción, el doctor Tonnelier
explicó a Florian y los otros:
—Se harán ajustes continuos, tanto
para acelerar el proceso de curación
como para prestar a la muchacha la
comodidad de pequeños pero frecuentes
cambios de posición. La corrección
modulada suele requerir de cuatro a seis
semanas. Mademoiselle Simms es
joven, flexible y sana; yo diría que
podrá dejar la cama en sólo cuatro. Pero
no para levantarse; ya saben que nunca
más se levantará. Una vez pase a la silla
de ruedas, tendrá que adaptarse a esa
vida. Esto ya rebasa mi métier como
cirujano; entonces sólo podrán ayudarla
sus seres queridos.
—Lo comprendemos —dijo
Domingo.
—Nos ocuparemos de ella —dijo
Pemjean.
Domingo se quedó la primera noche
en el hospital para hacer compañía a su
hermana. Los demás dijeron «au revoir»
a Lunes y al bondadoso médico y se
fueron al circo para dejar allí el
carromato y los caballos. Mientras iban,
Pemjean volvió a decir:
—Debía una buena acción a Lunes.
Y he rezado largo tiempo por un
rapprochement. Sólo desearía que no se
hubiera producido de este modo.
—No te sientas tan culpable, Jean-
François —dijo Edge—. Hace mucho
tiempo amé a una mujer que bailaba en
la cuerda floja. Antes de que te
incorporases a nosotros; no llegaste a
conocerla. Siempre me aterraba la idea
de que se cayera, como le ha ocurrido
esta noche a Lunes. Ahora agradecería a
Dios que se hubiera caído… en lugar de
lo que sucedió. Preferiría poder cuidar y
vivir con la mitad de ella a haberla
perdido del todo.
—Aussi moi-même —asintió
Pemjean, y se volvió hacia Florian—:
Por favor, monsieur le gouverneur, no
despedirá ahora a la chica, ¿verdad?
¿Ahora que está…?
—¡Vaya pregunta insultante! —
replicó Florian—. ¡Claro que no!
—Entonces me gustaría que me
confiara su cuidado. Quizá ya me ha
perdonado el mal que le hice, pero aún
le debo una satisfacción. Si ella me lo
permite, la cuidaré durante toda su vida.
—Bueno… —contestó Florian,
mirándole de soslayo—. Si los dos
queréis reanudar lo que dejasteis, hay
algo que desearía saber…
—¿Si estoy curado de mi
abominable enfermedad? —replicó
Pemjean con una sonrisa torcida—. No
puedo estar seguro, monsieur, pero ese
primer médico de esta noche, pese a su
estúpido emmerdement, ha dicho la
verdad en un detalle. Lunes ya no tiene
sensación en esas partes. De hecho, está
châtrée… y por lo tanto, yo también lo
estaré. Ella añorará tristemente sin duda
tan delicioso aspecto de la vida y
confieso que yo también, pero así
tenemos la garantía de que nunca más le
haré sufrir los tormentos a que la sometí
una vez. Ni siquiera aunque deseara ser
tan cruel, lo cual no deseo en absoluto.
—En este caso, es tuya —dijo
Florian— y los dos podéis contar con
mi bendición más sincera.
Guardaron un rato de silencio
mientras recorrían las calles oscuras y
desiertas donde a aquella hora no se oía
siquiera el rumor distante de los
cañones. Luego Florian habló de nuevo
en tono pesaroso:
—Juré que nuestro Florilegio
seguiría actuando aquí mientras
tuviéramos un solo artista capaz de
trabajar, y empiezo a preguntarme si los
Hados han decidido malignamente
hacerme cumplir tan atolondrado
juramento y reducir nuestra compañía a
un solo miembro. La pérdida de Miss
Eel es tan reciente… después la
signorina Giuseppina, Monsieur
Roulette y el Saratoga. Ahora
Mademoiselle Cendrillon. Y esta misma
mañana Madame Alp me ha confiado
que está embarazada.
—Qui? —preguntó Pemjean y Edge
se extrañó.
—¿Madame Alp?
—Sí. Naturalmente, esto será sólo
una breve molestia cuando nazca el
niño, porque mientras tanto contribuirá
incluso a prestar a Madame Alp una
apariencia todavía más gigantesca en el
escenario.
—Director —dijo Edge—, hace
unos seis años que dejamos a Madame
Alp en Baltimore.
—¿Eh? —Florian pareció
momentáneamente desorientado—. ¿He
dicho Madame Alp? —Se rascó la
perilla, confundido—. Vaya. Quizá los
Hados me están sugiriendo el retiro,
baldándome con senilidad. Me refería,
por supuesto, a la princesa Brunilda.
—Ah —dijo Pemjean—, ¿está
embarazada? Quelles bonnes nouvelles!
—Sí. Tanto ella como el Inmortal
están extasiados y también deberíamos
estarlo nosotros por ellos. De todos
modos, como ya he dicho, su estado
interesante no la impedirá por ahora
participar en el espectáculo del
intermedio. Sin embargo, necesitará
atención médica cuando llegue el
momento y consulta médica tal vez un
poco antes. Esto significa más gasto,
porque estoy decidido a pagar lo que
sea para no ponerla en manos de un
charlatán como el doctor Lustgolden, o
como se llame ese papanatas. Y os diré
francamente, caballeros, que los gastos
empiezan a preocuparme. Aquella caja
de imperiales del zar Alejandro se vacía
poco a poco. Es cierto que en la
tesorería del furgón rojo tenemos gran
cantidad de francos franceses, pero
ahora carecen prácticamente de valor y
quién sabe si volverán a tenerlo algún
día. Si continúan así… —Movió la
cabeza y suspiró—. Considerando la
merma de nuestra compañía y nuestra
inminente pobreza, el Florilegio casi ha
completado su círculo, volviendo al
espectáculo de tres al cuarto que era en
un principio, cuando tú, coronel
Ramrod, lo conociste a orillas de aquel
arroyo de Virginia. Bueno… di algo.
—Qué voy a decir, maldita sea. No
he prestado la menor atención a sus
lamentaciones, director. Mientras me
llame por mi nombre de circo, sé muy
bien que no ha perdido su eterno
optimismo. Ni su habilidad para bajar
flotando como un corcho por una
catarata. Y mientras continúe así, todos
nosotros estaremos bien.
—Ah, bueno, gracias por tu
confianza; espero que esté justificada.
Sí, sí… tendremos que improvisar sobre
la marcha. ¡Si al menos terminara esta
maldita guerra!
14
La guerra terminó, no de improviso y de
un modo decisivo, sino con un
chisporroteo intermitente, como los
últimos estallidos esporádicos de una
hilera de petardos.
Aún se libraban batallas por toda
Francia —en Saint-Quentin, en Picardía,
en Belfort, en Alsacia— cuando, el 18
de enero, Guillermo anunció al mundo
que consideraba a Francia prácticamente
vencida y a sus propios ejércitos
victoriosos y a su propio pueblo
prominente en Europa. Aquel día, a una
edad en que la mayoría de monarcas
piensan en traspasar el gobierno a un
sucesor y retirarse de las cargas del
estado, Guillermo, a sus setenta y tres
años, se proclamó no sólo rey de Prusia
sino emperador del nuevo Imperio
alemán y lo hizo en presencia de su hijo,
el príncipe heredero Federico, su
canciller Bismarck, el general Graf Von
Moltke y numerosos dignatarios,
incluyendo al devoto general Philip
Sheridan. Cuando la noticia llegó a
París al día siguiente por una paloma del
Globo Correo, Florian observó con
resignación:
—Bueno, ahora ya no hablaremos de
prusianos, hessianos, bávaros y otras
distinciones. En lo sucesivo, todos serán
alemanes. Y ahí va de nuevo mi pobre,
ambulante Alsacia al otro lado de la
frontera. Vivir para ver.
El resto de París no tomó la noticia
con tanta resignación. Ya era bastante
malo que Guillermo hubiese anunciado
su ascensión a emperador sobre el
sagrado suelo de Francia, pero aún era
más humillante y mortificante para todos
los franceses el hecho de que tal
ceremonia tuviese lugar en su centro
histórico, en el orgulloso château de
Versalles e incluso —quelle horreur!—
en su venerado salón de los Espejos.
Ahora no sólo fueron los
communards eternamente descontentos
sino todos los ciudadanos de París los
que exigieron a su gobierno alguna
acción, cualquier acción. Así, aquel
mismo día, el resto de regulares de
París, bajo el mando del general
Bergeret, realizó otro espasmo
desesperado e intentó de nuevo abrir una
brecha en las líneas de asedio alemanas.
Esta vez marcharon hacia el oeste,
atravesando el Bois de Boulogne —
donde los contempló con solemnidad la
compañía del Florilegio— y el Sena en
dirección al suburbio de Buzenval,
como si tuvieran intención de atacar al
propio Versalles y enfrentarse con el
detestable Guillermo en persona.
Sin embargo, las carreteras de la
otra orilla del Sena, intransitadas
durante todos aquellos meses, estaban
heladas y resbaladizas. Además hacían
pendiente y hubo que subir por ellas.
Incluso los caballos perdían pie y era
imposible mover los cañones y sus
armones. En realidad los únicos
soldados que avanzaban eran los de
infantería, sin apoyo de la artillería ni
de una caballería efectiva. En un
frenético esfuerzo para procurarles algo
parecido a la artillería, los ingenieros
del ejército corrieron también a primera
línea para lanzar —a mano— cartuchos
con mecha y cápsula del nuevo
explosivo de demolición llamado
dinamita. Pero la dinamita estaba tan
helada como la tierra y no estallaba. La
batalla se convirtió en una carnicería.
Quizá setecientos defensores alemanes
de la línea de asedio cayeron muertos o
heridos, y con toda seguridad, cuatro mil
franceses. Los supervivientes volvieron
a cruzar los puentes del Sena,
atravesaron el Bois, pasaron frente al
recinto del circo y entraron de nuevo en
la ciudad para no realizar ningún otro
intento.
Aquel último esfuerzo abortado dio
a los communards otra excusa para
denunciar al gobierno por incompetente
y para conducir de nuevo a las turbas al
Hôtel de Ville. Allí otra refriega con la
guardia dejó en el suelo a varios
manifestantes cuando el resto se
dispersó, agitando los puños, con sus
rifles y sus banderas rojas. El gobierno,
acosado por el asedio desde fuera y por
los disturbios desde dentro, se confesó
finalmente incapaz de sostener, o ser
sostenido por la capital de la República
de Francia. El 23 de enero, el ministro
de Asuntos Exteriores Jules Favre y sus
principales ayudantes, con una escolta
militar que llevaba una bandera blanca,
viajó de París a Versalles para pedir al
alto mando de los ejércitos conjuntos
del Reich alemán la concesión de un
armisticio durante el cual podrían
discutirse las condiciones de la
rendición de la ciudad.
La triste noticia de aquella inminente
capitulación llegó por globo a la
delegación del gobierno en Tours y de
allí al resto de Francia. No obstante, el
resto de Francia no había sido nunca
invitada siquiera a reconocer la
autoridad de aquel gobierno
autodesignado. Además, no era ningún
secreto que la mayoría de franceses de
provincias sentían indiferencia —
cuando no complacencia— al enterarse
de cualquier catástrofe que afligiera a
los presumidos parisienses, así que la
noticia de París no indujo a los soldados
franceses que aún luchaban en las
provincias contra los alemanes a tirar
las armas con desesperación o en un
acto de solidaridad. Mientras tanto, la
noticia tuvo que viajar hasta Suiza para
llegar al general Charles Bourbaki y su
considerable porción del antiguo
Ejército del Loire. No había hecho nada
con aquel ejército excepto ser
perseguido por los alemanes por todo el
sudeste de Francia, hasta que ahora lo
había conducido a un refugio seguro.
Antes que sufrir la humillación adicional
de la rendición —y como, en cualquier
caso, en Suiza no había enemigo alguno
al cual rendirse—, eligió un fin más
honorable para un oficial y caballero
francés.
—«… Y lo hizo de un modo inepto,
como todo lo que ha hecho durante esta
guerra» —leyó Domingo en Le
Moniteur y levantó la vista para decir a
sus atentos colegas—: Son palabras del
periódico, no mías. Continúa: «Según el
despacho traído por una paloma, el
general se disparó en la cabeza.
Aquellos de nosotros que sospechamos
desde hace tiempo que la cabeza de
Bourbaki es su órgano menos vital, no se
sorprenderán al saber que el general se
las arregló para herirse sólo
superficialmente y ya se encuentra fuera
de peligro». —Domingo volvió a alzar
la mirada para observar a Florian—:
Usted siempre ha dicho, director, que
los franceses sólo respetan a sus
dirigentes y soldados mientras ganan.
—Ay, me temo que han tenido pocos
dirigentes dignos de respeto durante esta
guerra. Y entre los soldados, los que
merecen respeto están casi todos
muertos, pobres muchachos…

El 28 de enero se declaró el armisticio,


pero sin indicar si sería breve o
prolongado, de modo que todos los
hombres, mujeres y niños de París que
podían viajar —en carruaje, coche de
alquiler, carromato, a caballo o a pie—
abandonaron la ciudad para dirigirse al
campo, sin mirar apenas hacia los
puestos de guardia alemanes de las
carreteras ahora desbloqueadas.
—El pueblo no realiza una fuga
masiva —dijo Florian, observando a las
hordas que atravesaban el Bois en
dirección oeste—. No llevan sus
pertenencias.
—Hagan lo que hagan —dijo Edge
—, ¿qué opina usted que debemos hacer
nosotros? ¿Desmontar y salir de aquí
mientras aún podamos?
—Me parece que no. Para empezar,
no tenemos idea de adónde nos conviene
ir. El lugar más próximo donde no hay
guerra es Holanda, pero todavía se
libran batallas entre aquí y allí. Además,
no podemos dejar en el hospital a
Mademoiselle Cendrillon. Por otra
parte, según el último informe llegado
por medio de una paloma, Miss Eel está
en un sanatorio de Montreux y Monsieur
Roulette con el Saratoga en Tours. Si
emprendemos la marcha, no podremos
comunicarles nuestro paradero con
vistas a una eventual reunión. No, lo
mejor será quedarnos aquí hasta que esta
guerra haya terminado completamente.
Estaba claro que los parisienses
habían decidido hacer lo mismo, porque
todos los que habían dejado la ciudad
volvieron antes de caer la noche
cargados con jamones del país, leche,
mantequilla, largas barras de pan
auténtico, haces de leña, cubos de
carbón y todas las cosas que les habían
faltado durante tanto tiempo. El pueblo
realizó la misma clase de incursión en
los días subsiguientes y lo mismo
hicieron Hannibal Tyree, Jean-François
Pemjean y los eslovacos del zoológico,
llevándose todos los carromatos vacíos
y volviendo con carne para los felinos y
serpientes, pescado y miel para los
osos, cereales y heno para los otros
animales, más toda clase de alimentos
frescos y bocados exquisitos para los
seres humanos de la compañía. Hannibal
y Pemjean se quejaron de que los
campesinos se habían vuelto tan
avariciosos y abusivos como cualquier
vendedor de París, pero al menos
aceptaban francos en pago de los
precios astronómicos exigidos. Así,
mientras duró el armisticio, todos los
habitantes de París estuvieron de nuevo
bien alimentados y vestidos y calientes
en sus casas, o mejor dicho, todos los
que tenían dinero para ello. Y esto hizo
bajar en picado el precio de la carne de
caballo, perro, albur y otras raciones
semejantes, por lo que la gente pobre de
París pudo por fin ahuyentar al fantasma
del hambre.
Durante aquel tiempo también
volvieron a abrir sus puertas muchos
restaurantes y cafés concierto, mientras
el Florilegio continuaba trabajando
como antes, pero ahora ante públicos
más nutridos. Varios artistas hacían
papeles dobles e incluso triples para
compensar las ausencias. Clover Lee
lucía ahora el traje de española de
Lunes y hacía la equitación de alta
escuela además de su propio número de
volteos a caballo. Domingo reanudó la
ascensión inclinada, con el viejo Jörg
Pfeifer como pareja, a fin de sustituir el
número de la cuerda floja de su
hermana. En el espectáculo secundario,
Fitzfarris disfrutaba hablando largo y
tendido a los patanes sobre el embarazo
de la princesa Brunilda y —en voz baja
y chismosa— los invitaba a especular
sobre el aspecto que tendría el bebé de
una giganta y el horrible Kostchei. Olga
y Timoféi soportaban aquel bochorno
con estoicismo circense, pero entonces
Fitz propuso una audacia mayor:
—Eh, princesa, Inmortal, ¿qué os
parece esto? Haremos que vuestro niño
gane dinero aun antes de nacer.
Venderemos billetes a los patanes, como
si fuese una lotería, apostando al día de
su nacimiento, o mejor aún, a su peso, y
el ganador se llevará un gran premio.
Diablos, quizá podamos idear incluso
alguna manera de que adivinen el
aspecto del crío…
—Sir John —dijo Kostchei en voz
baja y terrible—, di una palabra más y
adivina qué aspecto tendrás tú cuando
haya acabado contigo.
Fitz se alejó, cabizbajo, y mientras
pintaba la cruz de Lorena en unos
huevos cuya puesta atribuiría al coq de
bruyère, se lamentó de que la gente no
apreciara sus esfuerzos por conseguir lo
mejor para ellos.

Probablemente el ministro de Asuntos


Exteriores Favre se sentía igual que
Fitzfarris. El armisticio se prolongó
durante casi un mes y Jules Favre debió
de pensar que era el hombre más
universalmente despreciado. Siempre
que iba a Versalles, sus intentos de
negociar condiciones clementes eran
recibidos por los alemanes con abierto
desdén, porque tanto el Kaiser
Guillermo como el canciller Bismarck
eran muy conscientes de la
impopularidad de su gobierno, de los
desórdenes de París y de la perpetua
discrepancia entre las numerosas
facciones republicanas. Contestaban
rígidamente a cada una de sus
proposiciones: «Su gobierno es una
reyerta de callejón. ¿Cómo podemos
esperar que respeten algún acuerdo?» Y
cuando Favre regresaba a París, veía en
casi cada esquina a un communard
subido a una caja del mercado o al
pedestal de una estatua, arengando a una
atenta muchedumbre:
—¡Vosotros, camaradas ciudadanos,
derrocasteis al ruin emperador! Pero
habéis sido traicionados por una
República todavía más ruin…
—¡Vosotros, camaradas ciudadanos,
sois entregados ahora por Favre a las
garras de nuestros enemigos seculares,
los ruines boches…!
—¡Vosotros, camaradas ciudadanos,
sois humillados ante nuestros enemigos
todavía más antiguos, los ingleses aún
más ruines!
Esto último garantizaba la reacción
airada de todos los camaradas oyentes.
Era cierto que los ingleses habían estado
ostensiblemente al lado de Francia en
aquella guerra y también cierto que los
ingleses habían enviado incluso ayuda
cuando y adonde era posible. Pero
también era cierto que un cargamento
inglés de botas de invierno para los
soldados franceses tenía las suelas de
papel. ¿Y no era también cierto que la
reina Victoria era prima carnal del
emperador Guillermo? La muchedumbre
profería gritos de ira, rebeldía y furor.
«À bas la République!» e incluso —
ominosamente—, con cada vez mayor
frecuencia: «Vive la Commune!»

A mediados de febrero Lunes Simms


dejó su lecho de tracción y fue
transferida a una silla de ruedas e
instruida sobre su manejo por los
enfermeros del hospital. Dijo a los
colegas que iban a visitarla:
—No sabéis lo maravilloso que es
no estar mirando al techo todo el día.
Creo que he contado todas las grietas de
ese yeso. Pero empujar esta silla
tampoco es coser y cantar. Antes toda mi
fuerza estaba en las piernas… en el
alambre, montando a caballo. Ahora mis
brazos parecerán los de Obie el
Hacedor de Terremotos.
Sin embargo, descubrió que quizá no
sería así; Pemjean estaba dispuesto y
ansioso por llevarla arriba y abajo del
hospital. Cuando la dieron de alta,
Pemjean, Florian y Edge fueron a
buscarla con una silla de ruedas de
mimbre recién comprada exclusivamente
para ella. (Como las sillas de ruedas no
eran un artículo que hubiese alcanzado
un precio exorbitante, Florian pudo
comprar en una tienda la mejor que
había). A partir de entonces, en el hotel
y en la calle —y más adelante, cuando
hubo recuperado las fuerzas, en el
recinto del circo—, Pemjean fue el
compañero constante de Lunes, hasta
que un día Clover Lee le llevó aparte y
le dijo con severidad:
—Escucha, Monsieur Démon, vas a
convertir a esa chica en una inválida
profesional. Perezosa, petulante y
exigente.
—Madame la comtesse —replicó
con altivez Pemjean—, estás hablando
de la mujer que amo.
—Bueno, creo que también amas a tu
viejo Maximus. Ahora está casi rígido
por el reuma, pero si le prohibieras dar
sus saltos, por triste que sea verlos, se
moriría de pena. Jules Rouleau pasó una
temporada en una silla de ruedas, pero
nadie se habría atrevido a tratarle como
a un bebé en su cochecito. Muy pronto
se movió con tanta celeridad sobre
ruedas como cuando caminaba. Atiende
bien a las otras necesidades de Lunes,
pero hay una cosa que necesita y tú no se
la das: la confianza en sí misma.
Aunque con cierto temor, Pemjean
siguió el consejo de Clover Lee y se fue
ausentando cada vez más del lado de
Lunes. Durante un tiempo, ella tendió a
quedarse quieta donde le habían puesto
la silla para poder así refunfuñar y
quejarse de que nadie le hacía caso,
pero todos fingieron no oírla. Al cabo
de pocos días, la necesidad y el
aburrimiento la incitaron a impulsarse a
sí misma y no pasó mucho tiempo antes
de que lo hiciera con agilidad, rapidez y
aparente placer. Sólo Pemjean sabía con
qué frecuencia lloraba por las noches,
lamentándose:
—Sólo soy yo en un extremo y un
leño en el otro.

Durante este tiempo el ministro de


Asuntos Exteriores Favre había seguido
intentando tercamente negociar con los
alemanes, pero al final tuvo que aceptar
sus condiciones. El 26 de febrero, él y
el primer ministro Adolphe Thiers
fueron juntos a Versalles a firmar con el
canciller Bismarck los «preliminares de
la paz». Trochu se quedó en París para
enviar por toda la ciudad a los restos de
sus leales tropas regulares a desarmar a
todas las unidades de la Guardia
Nacional. Consideraba sumamente
aconsejable hacerlo antes de que la
ciudadanía conociera las decepcionantes
condiciones del acuerdo que se firmaba.
La mayoría de moblots y sédentaires
entregaron prontamente sus rifles y
piezas de artillería, muy contentos de
abandonar los deberes de la milicia,
pero una minoría demasiado numerosa
se negó rotundamente a entregar su
armamento. Eran los hombres que
habían trabajado para forjar las armas
en las fábricas de las estaciones de
ferrocarril y ahora las consideraban su
propiedad personal. La mayor parte de
estos hombres eran los guardias de
Montmartre, Bellville y otros distritos
de la clase trabajadora y llevaban con
sus uniformes una camisa, una faja o un
pañuelo rojo. Los regulares de Trochu
no sólo eran superados en número por
«los Rojos», sino también por su férrea
solidaridad, así que las tropas enviadas
a recoger las armas tuvieron que
regresar al Hôtel de Ville para informar
de que habían desarmado a todos los
milicianos excepto a los más agresivos y
peligrosos, los communards.
Trochu no hizo ningún otro intento en
este sentido porque a estas alturas las
condiciones de los preliminares de paz
eran conocidas por toda la ciudad y la
ciudad estaba otra vez en ebullición. Lo
que Favre y Thiers habían aceptado era
nada menos que la abyecta rendición de
París, con el único atenuante de que los
alemanes no la ocuparían a perpetuidad.
Treinta mil soldados enemigos entrarían
en la ciudad el día primero de marzo y
acamparían en ella hasta que la
rendición fuese ratificada formalmente
por toda la Asamblea Nacional;
entonces se marcharían. Sin duda
algunos parisienses se alegraron de la
pequeña merced de evitar a su ciudad la
indignidad de una ocupación
prolongada, pero la mayoría —que
incluía, por supuesto, a los siempre
turbulentos communards— se enfureció
por esta nueva «traición» de los
dirigentes republicanos. Para empezar,
se dijeron acaloradamente, este
convenio equivalía a la confesión de que
toda Francia estaba derrotada. Sin
embargo, aún había ejércitos franceses
en el campo de batalla, algunos
combatiendo, y algunas ciudades aún se
mantenían firmes contra el asedio
alemán y este gobierno no elegido no
tenía derecho a hablar por estos
ejércitos y estas ciudades.
—Bueno, es lo que yo dije —
observó Florian a sus jefes—. Los
alemanes harán una marcha triunfal
simbólica y se irán a su casa. A menos,
Dios no lo quiera, que a los
communards intransigentes se les ocurra
la idea de disparar contra ellos. Lo que
más me preocupa es la posibilidad de
que estalle una guerra civil aquí, en
cuanto no haya una presencia alemana
para calmar los ardores revolucionarios.
No obstante, demostremos nuestro
respeto por la pobre París derrotada. No
haremos más funciones después del
último día de febrero, víspera de la
entrada de los vencedores. Cerraremos y
nos quedaremos callados hasta ver qué
rumbo toman los acontecimientos.

Propiamente, el primero de marzo


tendría que haber sido un día oscuro
como lo era en los corazones de casi
todos los parisienses, pero cuando los
alemanes entraron a grandes zancadas
llevaron consigo una primavera al
parecer traidora que barrió súbitamente
el frío invierno e hizo gala de un tiempo
soleado y templado en exceso para la
estación. El sol hizo brillar los cañones
de acero Krupp y centellear como
lentejuelas las puntas de las bayonetas y
de los yelmos, mientras la brisa cálida
hacía ondear voluptuosamente las
inmensas banderas y estandartes. Von
Moltke iba a la cabeza de las tropas de
caballería, compañías de infantería y
baterías de artillería, y cada una de las
unidades tenía su propia banda de
instrumentos metálicos, que tocaba
alternativamente la Marcha militar de
Schubert y —para que las tropas que
iban al paso de la oca pudiesen cantar
sus halli-hallo!— Die Wacht am Rhein.
Los oficiales lucían alegres sombreros
emplumados y pechos llenos de
medallas, todos los uniformes estaban
limpios y bien planchados, todos los
caballos iban impecablemente
engalanados y con los flancos cepillados
a cuadros. A pesar de toda su jactancia y
ostentación, los conquistadores tuvieron
por lo menos el buen gusto de no llevar
consigo al general Sheridan.
Aunque el desfile entró en París por
el Bois, justo al norte del recinto del
Florilegio, ningún miembro de la
compañía fue a verlo. Y cuando enfiló la
avenue de l’Impératrice, ése bulevar
estaba también casi vacío de
espectadores. Al llegar a la place de
l’Etoile, Von Moltke sólo concedió a
cuatro regimientos prusianos el honor de
desfilar por debajo del Arc de
Triomphe; todos los restantes —
bávaros, sajones, hessianos y otros
aliados— tuvieron que contentarse con
dar la vuelta al monumento. Entonces el
desfile siguió por la avenida de los
Campos Elíseos, asimismo vacía de
parisienses, y se detuvo en la place de la
Concorde, donde se dispersó. La
mayoría de unidades alemanas
permaneció allí para montar las tiendas
y algunos de los soldados, cuando
hubieron roto filas, bailaron una danza
de la victoria en torno a la estatua de
Estrasburgo. Otras unidades fueron a
acampar a los jardines de las Tullerías,
el Carrousel y el Palais Royal, pero
todas se quedaron en la orilla izquierda
y todas tendieron escrupulosamente
cordones para separar su «París
ocupado» del «París libre».
La razón de que en las calles de la
ciudad no hubiera apenas espectadores
era que todos los parisienses se habían
quedado patrióticamente en sus casas…
excepto aquellos que tenían algo para
vender, y éstos eran numerosos. En
cuanto los soldados alemanes
terminaron su desfile y estuvieron libres
para negociar, todos los propietarios de
cafés de las zonas ocupadas les abrieron
las puertas, todos los chulos y
prostitutas de los veinte
arrondissements y ochenta quartiers se
abalanzaron sobre ellos y los
vendedores los asaltaron con toda clase
de mercancías, desde pretzels a réplicas
en yeso del Arco de Triunfo… y relojes.
El rumor había corrido por la ciudad:
«Ningún alemán puede resistirse a un
reloj», por lo que afluyeron relojeros,
prestamistas, ladrones y cabezas de
familia pobres para ofrecer relojes de
repisa, relojes en estuches, relojes de
porcelana, relojes esmaltados e incluso
relojes de cucú de la Selva Negra. Y
quienquiera que hubiese iniciado el
rumor estaba en lo cierto; los alemanes
los compraron y pagaron muy bien por
ellos, incluso los relojes de cucú.
Ya fuera porque la Asamblea de la
República estaba más ansiosa por
deshacerse de los alemanes o porque
quería acabar con esta descarada
demostración de parisienses apiñados a
su alrededor, la cuestión fue que los
legisladores ratificaron el acuerdo
preliminar de paz en un tiempo récord,
al día siguiente mismo. Y un día
después, los alemanes empaquetaron sus
pertenencias, sus relojes y otras
adquisiciones, se echaron las armas al
hombro, formaron para el desfile y
abandonaron París. Tal vez fue una
desgracia para la República francesa
que el precoz buen tiempo no se fuera
con ellos. Si el mes de marzo hubiera
vuelto a ser frío e inclemente como
solía, los sucesos ulteriores podrían
haberse evitado. Sin embargo, en cuanto
los alemanes hubieron rebasado los
límites de la ciudad, los milicianos de
fajas rojas convergieron en el centro
urbano desde sus lejanos distritos para
castigar a los ciudadanos que habían
tenido tratos con el enemigo. Al no
encontrar resistencia ni intromisión por
parte de la policía o del ejército, los
communards usaron las culatas de sus
fusiles para destrozar el mobiliario, las
botellas y la cristalería de unos cuantos
cafés y estaminets que habían servido a
los alemanes y después golpearon casi
hasta matarlas a una serie de prostitutas,
pero se abstuvieron incluso de reprender
a los proxenetas de las mujeres porque
era bien sabido que los proxenetas
llevaban cuchillos y navajas.
Con los ánimos ya enardecidos, con
una continuada clemencia del tiempo y
sin —por extraño que pudiera parecer—
ninguna intervención oficial en forma de
acción de la policía, los communards
ampliaron el alcance de su campaña de
castigo. De los que habían colaborado
con los alemanes pasaron a todos los
demás enemigos o adversarios políticos
que habían tenido o creído tener en su
vida y a todas las personas o
instituciones de quienes habían soñado
vengarse, colectiva o individualmente.
Mientras los enemigos más recientes,
los alemanes, abandonaban con
eficiencia Versalles y deshacían las
líneas de asedio —para trasladarse en
masa a una posición al este de la ciudad
—, París disfrutaba de menos paz y
tranquilidad que en los peores días del
bombardeo. Durante las dos semanas
siguientes, las turbas de los
communards rodearon el Hôtel de Ville,
el Ministerio de Asuntos Extranjeros y
otros edificios del gobierno, lanzando
por igual contra los edificios y los
atemorizados guardias toda clase de
proyectiles, desde adoquines a
excrementos de caballo, que no
provocaron una respuesta con armas de
fuego. Otras multitudes recorrían las
calles, entrando por la fuerza y
saqueando todas las mansiones
abandonadas por sus dueños sin la
vigilancia suficiente, vaciando las
tiendas que habían proveído a los
miembros de la élite, e incluso tiendas
de familias pobres, si los propietarios
eran judíos o extranjeros o franceses
contrarios a la causa de los communards
o que debían dinero a algún miembro de
la plebe.
A pesar de la incitante belleza de la
primavera temprana, casi todos los
habitantes, excepto el populacho
enardecido, permanecían encerrados en
sus casas. El Florilegio, como casi
todos los lugares de reunión,
permaneció cerrado al público y toda la
compañía se quedó en las proximidades
del hotel, salvo los eslovacos y los
hermanos Jászi, que patrullaban el
recinto del circo, y Edge, Yount o
Fitzfarris, que se turnaban de nuevo
como «cabos de guardia». Como la
chusma no los había atacado nunca,
Edge encontraba la tarea tan aburrida
como cualquier servicio de guarnición
del ejército, así que empezó a animarla
enseñando a todos los hombres a montar
a caballo o a hacer la instrucción normal
de la caballería e incluso enseñó al
trompetista de la banda varios toques de
corneta de la caballería americana.

Monsieur Nadar apareció una noche en


el Grand Hôtel du Louvre, vestido por
una vez sin ningún esplendor, sin lucir
siquiera su monóculo cuadrado, y dijo a
Florian en un tono mucho menos casual
del acostumbrado:
—He esperado a venir cuando
estuviera oscuro porque las calles no
son tan peligrosas por la noche. E
incluso arriesgando mi integridad
personal, he decidido venir a
aconsejarle que saque a su compañía de
este establecimiento.
—¿Por qué? ¿Está en la lista de
saqueos?
—No lo sé, pero su residencia aquí
los señala como personas opulentas,
algo muy peligroso hoy en día. Míreme a
mí, disfrazado con ropas de campesino.
Le recomiendo encarecidamente que
lleve a su gente a la seguridad del circo.
E incluso allí no llamen la atención por
su indumentaria o exhibición de
recursos. Se oye una vez más la
consigna de «Liberté, Egalité y
Fraternité», de modo que todos
aquellos que den muestras de riqueza,
lujo, autoridad, prestigio o privilegio
(incluso de una inteligencia superior a la
del asno medio) pueden ser, digamos,
reducidos a la égalité con las masas.
Tenga también cuidado con las mujeres.
Los rufianes, convencidos de su
igualdad con la dama de más alta
alcurnia, fraternizarán rudamente y se
tomarán cualquier clase de libertad con
ella.
—Vamos, vamos, monsieur. Hemos
entretenido a esta gente. No pueden
sentir hostilidad hacia nosotros.
—¿Que no pueden? Precisamente
porque los han entretenido, han
demostrado no enfrentarse a la vida con
una actitud agria y solemne.
—Así lo espero. ¿Qué hay de malo
en ello?
—Los revolucionarios más furiosos,
mon vieux, son siempre los
reaccionarios más fanáticos. No se trata
de un epigrama. Es la clase baja la que
se rebela y yo le pregunto: ¿cuáles son,
además de la ignorancia y la creencia de
que la ignorancia es una virtud, las
características propias de la clase baja?
La mojigatería intolerante, la piedad
fanática y la certeza de que todo el
mundo debería tener su moralidad
miope.
—Bueno, es una manera de lograr la
igualdad para todos, maldita sea. Negar
la libertad a todo el mundo.
—Exactamente. Sus artistas no
tienen la falta de alegría aceptable y por
ello están en peligro. Sáquelos de aquí y
póngalos a salvo en un lugar aislado.
A ningún miembro de la compañía le
importó trasladarse al recinto del circo
y vivir de nuevo en sus remolques en
una primavera tan templada, con el Bois
rebosante de flores y follaje. A Florian
le importó menos que a nadie porque el
coste de las habitaciones del hotel era la
mayor carga de la tesorería del
Florilegio. La compañía llevó consigo
muchas provisiones para no tener que
aventurarse a cenar en la ciudad. Los
habitantes permanentes del circo, los
peones, que durante tanto tiempo habían
guisado sus propias comidas, se
alegraron de la presencia del resto de la
compañía porque Ioan Delattre, Meli
Vasilakis y Daphne Wheeler acordaron
alegremente convertir en cocina las
tiendas vestidor que ahora apenas se
usaban y guisar para todos. Goesle hizo
incluso una asta para un gallardete con
driza, a fin de que las cocineras
pudieran izarlo a las horas de comer,
incitando al grito tradicional: «¡Bandera
izada!»
—Igual que en los viejos tiempos —
observó Florian a varios artistas, aunque
no del todo feliz—. Hemos descrito todo
el círculo, no cabe duda.

Mientras varios peones del circo


abandonaban el Bois a intervalos,
llevándose carromatos para cargarlos de
alimentos frescos, la única artista que
salía del parque todos los días era
Domingo Simms. Cada mañana iba
paseando hasta el quiosco o vendedor
de periódicos más cercano para
mantener informada a la compañía de
los sucesos de la ciudad y del resto de
Francia.
Sus informes y la lectura de los
periódicos indicaban que los miembros
del gobierno seguían sin hacer caso de
los communards y sus seguidores,
esperando al parecer que se tratara de
una chusma vulgar que desahogaba su
mal humor en actos esporádicos de
vandalismo y que pronto se cansaría de
este deporte. Pero un día, para su alarma
y pesar, el gobierno se enteró de que las
acciones vandálicas eran dirigidas y
coordinadas por un «Comité Central»
communard y que la milicia amotinada
se dignificaba ahora a sí misma con el
nombre de «Garle Nationale».
Reconociendo al fin que la constante
turbulencia no eran disturbios inconexos
sino una revolución organizada, el Hôtel
de Ville realizó un último intento de
sofocarla.
El 17 de marzo las tropas regulares
del gobierno, mandadas nada menos que
por cuatro generales del ejército,
marcharon hacia el principal fuerte de la
Garde Nationale, la Butte Montmartre,
para exigir la rendición de las piezas de
artillería que ahora la salpicaban de
arriba abajo. Y de nuevo los hombres de
faja roja se negaron —riendo, según
algunos observadores—, ante lo cual los
generales reunieron a las tropas y les
ordenaron apuntar y hacer fuego contra
«los malditos rebeldes rojos». Las
tropas no rehusaron exactamente
disparar contra sus compatriotas
franceses; aproximadamente la mitad de
ellos dieron media vuelta y apuntaron a
sus oficiales. Se declararon con calma
desertores ahora al servicio de la
«causa del pueblo» y llegaron a arrestar
—«por la autoridad de la Commune»—
a dos generales y otros soldados de
menor graduación que fueron demasiado
lentos en huir de la escena.
Al día siguiente, un tribunal
improvisado juzgó con alborozo a los
infortunados generales Lecomte y
Clément-Thomas por «crímenes contra
el pueblo», los declaró sumariamente
culpables y los condenó a ser fusilados.
La ejecución fue presenciada por la
mayoría de habitantes de Montmartre y
de los distritos circundantes de la clase
trabajadora, todos lanzando vítores
entusiastas. Mientras ocurría esto, los
miembros del gobierno —
desmoralizados al ver que ya no tenían
suficientes soldados leales para
protegerse a sí mismos, y menos aún
para mantener a la tambaleante
República— decidían de repente no
seguir siendo miembros del gobierno,
por lo menos en París, y abandonaban
precipitadamente todas las oficinas
gubernamentales. Adolphe Thiers fue el
primero en salir de la ciudad, al galope,
en un carruaje escoltado por una tropa
de coraceros, y no se detuvo hasta que
estuvo a salvo en el château de
Versalles, recién evacuado por el alto
mando alemán.
Siguieron diez días de anarquía,
probablemente un período confuso
incluso para los residentes del centro
urbano y todavía más para la compañía
del circo residente en el Bois, porque
los periódicos empezaron a ser
distribuidos con poca frecuencia y
algunos dejaron de serlo y todos sus
artículos sobre los acontecimientos eran
fragmentarios e incoherentes. También
lo eran los rumores y chismes que
Domingo conseguía recoger. Sin
embargo, el significado general era que
los communards se estaban apoderando
de la ciudad y, mientras lo hacían,
mataban a primera vista o hacían
prisioneros a todos los personajes
nobles, políticos, militares y burgueses
que considerasen enemigos suyos. El
motivo de la publicación cada vez más
intermitente de los periódicos era que la
mayoría de ellos cerraban sus puertas,
ya fuera voluntariamente o por exigencia
de las turbas, porque no habían apoyado
a la causa communarde. Pronto los
únicos periódicos que Domingo podía
encontrar en los quioscos tenían
nombres como Le Journal de la
Commune y Le Cri du Peuple y
contenían más «Hourra pour nous!» que
noticias.

La fuente de información más fidedigna


del Florilegio era Monsieur Nadar, que
visitaba de vez en cuando el recinto del
circo. Pero sus comunicados eran en
ocasiones de tal naturaleza que sólo los
confiaba a Florian y Edge.
—Es tal como les dije, mes amis. La
chusma confunde la nobleza con la
inmoralidad y viceversa, y no anda del
todo equivocada. Sin embargo, están
empleando medidas brutales para
erradicarlas a las dos. ¿Han oído lo que
hicieron a la marquise de Persan?
—No.
—Era una de las damas «del
pequeño Eldorado de Saint-Germain».
Esas mujeres, aunque la mayoría están
casadas, han preferido siempre la
compañía de su propio sexo. Alors, las
turbas sorprendieron a la marquesa
dando un imprudente paseo. Antes de
encarcelarla con sus otros rehenes de
alcurnia, la exhibieron por las calles
completamente desnuda y grotescamente
mutilada. Le hicieron lo que sus abuelos
hicieron a la princesa Fulana de Tal
ochenta años atrás, durante el Terror. Al
estilo de los pieles rojas coleccionistas
de cueros cabelludos, cortaron y
arrancaron la, ejem, chevelure pubienne
de la marquesa y se la pegaron a la cara
como si fuese una perilla.
—Por Dios, no nos cuente nada más
—dijo Florian.
—Eh bien, lo que aún resulta más
repugnante es que la canaille tiene sus
propios pervertidos y no sólo los deja
tranquilos sino que los eleva a
posiciones de responsabilidad. ¿Se ha
fijado en la rápida desaparición de los
periódicos? Es obra del recién
nombrado censeur de la Presse de la
Commune y adivinen de quién se trata.
Es un antiguo conocido de su compañía,
el poeta nauseado Paul Verlaine.
Edge repitió, todavía con más
énfasis:
—Por Dios, no nos cuente nada más.

Mientras tanto, los otros miembros de la


compañía disfrutaban de su alejamiento
de la tormenta y seguían con sus
ocupaciones, encantados del tiempo
primaveral. Dai Goesle e Ioan Delattre
confeccionaron el corsé solicitado por
Lunes y lo hicieron con tanto arte que,
pese a tener muchas correas para
sujetarla a la silla y un tirante rígido
para mantenerle recta la espalda, pasaba
inadvertido para los espectadores que
no eran jinetes profesionales. El tirante
de la espalda, por ejemplo, se ocultaba
bajo una corta capa que Ioan añadió al
disfraz de cordobesa de Lunes.
Jean-François Pemjean se mordió
con ansiedad los nudillos la primera vez
que Edge sostuvo a Lunes en la silla de
Trueno, pero no por mucho rato, porque
ella tardó poco en dominar al caballo.
Después admitió que había sentido un
momento de vértigo, pero en seguida fue
«como Si nunca hubiese dejado de
montarlo». Edge consideraba probable
que Trueno también tuviera que
adaptarse a la sensación de llevar
encima una carga medio inanimada, pero
Lunes y el caballo sólo necesitaron
ensayar unos días para que Trueno
aprendiese a mantenerla en equilibrio
sobre la silla y también a ejecutar todos
sus pasos lentos y sus cabriolas de alta
escuela sólo obedeciendo a órdenes
manuales y vocales.
—Yo diría que ya estáis los dos
listos para actuar cuando reanudemos
las funciones —anunció Edge una
soleada mañana, levantándola de Trueno
y sentándola en la silla de ruedas—.
Pero ve tú misma a preguntar al director
si está de acuerdo.
Edge permaneció cortésmente a
cierta distancia mientras sostenían un
largo coloquio. Cuando por fin Lunes,
sonriente, se alejó empujando la silla,
Edge fue al encuentro de Florian, que
parecía vacilante y tenía el ceño
fruncido.
—Espero que le haya dicho que sí.
La niña puede no ser nunca una
inteligencia preclara, pero ahora parece
mucho más despierta que antes. Incluso
da la impresión de ser otra persona
después del accidente —dijo Edge.
—Otra persona, sí —contestó
Florian, distraído—. Sin embargo, me
preocupa. Maggie dice que es
perfectamente capaz de volver al
trabajo, pero también barrunta que le
sucederá algo malo.
—Bueno, si… ¿qué? ¿Maggie?
¿Maggie Hag?
—Dice que ignora por qué lo sabe.
Y como es seguro que no tiene la menor
noción de política local, me temo que
adivina alguna clase de calamidad
circense. Dice que sólo siente venir una
desgracia.
—Supongo que debemos hacerle
caso, director —dijo secamente Edge—,
ya que se ha tomado la molestia de
volver del más allá para avisarlo.
—¿Eh? —dijo Florian, confuso.
—Director —contestó Edge,
mirándole con preocupación—, Magpie
Maggie Hag murió y fue enterrada hace
dos años y medio.
—¿Maggie? ¿He dicho Maggie Hag?
Vaya, vaya. Je, je, je… —Florian hizo
una pausa para concentrarse—. Quería
decir Lunes. Lunes Simms. Quería decir
que Lunes ha empezado a comportarse
como la vieja Mag. A ser como Maggie,
¿sabes? Me refiero a presentir cosas.
—¿Ah, sí?
—Sí. Claro que, como tú dices, en el
aspecto físico parece casi mejorada por
el accidente y, como es natural, le he
dado permiso para volver a actuar, pero
entonces me ha advertido que esté alerta
porque se acerca algo malo. Esto me ha
hecho temer que el accidente le haya
trastocado el cerebro. O quizá lo ha
dotado de alguna cualidad, una
extrasensibilidad, como compensación
de su invalidez. Supongo que tendremos
que esperar a ver qué pasa.
—Sí —asintió Edge, mirándole con
atención.
—Otra cosa para hacerme sentir que
hemos dado la vuelta al círculo —
observó Florian con un largo suspiro—
y que volvemos a los días de antaño.
Que Dios nos ayude, quizá pronto oiré
de nuevo a alguien rugir por el viejo
Maximus… —Y Florian se alejó,
moviendo con desaliento su plateada
cabeza.
15
Los desórdenes de la ciudad fueron
remitiendo hasta que, el 28 de marzo, la
Garde Nationale y otros communards
formaron con tranquilidad y en silencio.
De hecho, aquel día permanecieron en
posición de firmes, en hileras
disciplinadas —desde la place du
Châtelet hasta la place de l’Hôtel de
Ville y a lo largo de todos los paseos,
calles y avenidas que se encontraban
entre ambas plazas—, mientras por
doquier tocaban bandas de instrumentos
de viento y ondeaban banderas rojas. El
pueblo llano de París se sumó al gentío,
saliendo muchos de ellos a la calle por
primera vez en diez días. El foco de
toda aquella atención era un estrado
erigido para prolongar el portal del
Hôtel de Ville. En él, con aspecto tan
solemne como sus trajes de estameña
negra, estaban alineados los alcaldes de
todos los arrondissements de París, que
habían sido hasta entonces las únicas
autoridades legales que quedaban en la
ciudad. Frente a ellos había otra hilera
de hombres, también vestidos de oscuro,
exceptuando las bandas rojas en
diagonal sobre sus pechos: los
dirigentes communards que los alcaldes
habían ayudado a elegir para constituir
el nuevo gobierno de la ciudad.
Uno de ellos, Henri d’Assy, se
adelantó un paso para anunciar a la
multitud apiñada en la plaza:
—Camarades! Citoyens! ¡El Comité
Central ha sido disuelto y, alegrémonos,
se ha proclamado la Commune!
Los camaradas y ciudadanos, la
mayoría de los cuales habían vivido
últimamente ocultos de los salvajes
secuaces de aquellos mismos hombres,
aplaudieron y vitorearon con voces
ententóreas: «Vive la Commune!» y
continuaron expresando a gritos su
aprobación a medida que un orador tras
otro se adelantaba para pontificar.
—¡Hoy, ciudadanos, el séptimo día
del mes Germinal del año setenta y
nueve desde la proclamación de la
Primera República, hoy París abre el
libro de la historia en una página en
blanco e inscribe en ella su radiante
nombre!
—Vive la Commune!
—¡Hemos sufrido durante
demasiado tiempo, ciudadanos, bajo las
leyes arcaicas del resto de Francia! ¡A
partir de hoy París será una ciudad
aparte, liberada de la mezquina
intromisión de legisladores rústicos y
provincianos!
—Vive la Commune!
—Incroyable —murmuró Florian,
uno de los pocos miembros del circo
que habían acudido a curiosear—. Los
alemanes de Chelles deben de estar
atónitos y muertos de risa ante este
espectáculo. Los parisienses aclaman al
tercer gobierno que han tenido en menos
de ocho meses.
—Creo —dijo LeVie— que los
parisienses aclamarían a cualquier
gobierno que aún no sea objeto de
subversión por una parte de ellos
mismos. En cuanto cualquier facción
empiece a denunciar y socavar a éste,
los vítores enmudecerán y comenzará el
abucheo general.
—Quizá éste no permita el inicio de
ningún abucheo —observó Pemjean—.
La prensa está reprimida, las escuelas
religiosas y militares cerradas,
centenares de disidentes han sido
arrestados. Nobles, magistrados,
generales, clérigos, incluso el arzobispo
de París. Y la prisión de Mazas se llama
con mucha propiedad la antesala del
patíbulo.
—Además —añadió Florian,
echando una ojeada a un aviso fijado a
la pared que tenían a sus espaldas—,
veo que quieren revisar todos los
pasaportes interiores para verificar su
autenticidad. ¡Maldita sea! Los nuevos
burócratas harán todo lo posible para
encontrar fallos en todos los documentos
expedidos por sus antecesores.
Mientras los miembros del circo se
abrían camino entre la muchedumbre
para volver al Bois de Boulogne, vieron
camareros de café colocando mesas en
las aceras e incluso a hombres fijando
carteles de teatro que anunciaban
programas inminentes.
—¿Lo veis? —dijo LeVie—.
Mientras las masas parisienses puedan
sacarse mutuamente el dinero sin
impedimentos, o sacárselo a cualquiera,
incluso a sus enemigos, no les importa
gran cosa quién pueda ocupar el trono o
el Hôtel de Ville.
—Entonces supongo que podríamos
adoptar la misma actitud y abrir de
nuevo nuestras puertas —dijo Florian—.
Pero antes veremos qué puede significar
este asunto de los pasaportes interiores.
Esperó unos días, hasta que se extinguió
en toda la ciudad la mezcla de
conmoción, celebración e incertidumbre.
Entonces, dejando a todos los artistas
dedicados a sus ensayos y prácticas,
impacientes por volver al trabajo,
Florian se fue en su carruaje a la
prefectura central, cargado con el
montón de pasaportes de la compañía.
Sin embargo, regresó muy pronto, con
aire de exasperación. Edge estaba en el
furgón rojo, cargando su revólver
después de haber hecho prácticas de
tiro, cuando Florian entró y se puso a
rebuscar en el cofre de la oficina,
gruñendo:
—Tal como me temía, maldita sea.
Hasta ahora sólo hemos tenido que
encargarnos del papeleo. Ahora se trata
de papeleo rojo.
—¿Han encontrado algún defecto en
nuestros documentos?
—Zachary, sabes que encontrar
defectos es el primer deber de cualquier
funcionario público y su principal goce
en la vida. Añade a esto la aversión de
los franceses por los extranjeros y la
desconfianza de los communards en
todo el mundo y tendrás la burocracia
elevada al cubo. Cuando he entregado
nuestros pasaportes, Rigault ha tachado
la palabra «Imperio» en todos ellos y
garabateado «République» en su lugar…
y añadido una «e» a «français». La
típica mezquindad del oficinista, pero
pensaba que la cosa se terminaría aquí.
Pues no, entonces Rigault se ha quedado
los pasaportes y exigido que le lleve
también nuestros salvoconductos.
—¿Rigault?
—Recordarás que cuando las turbas
empezaron a saquear la propiedad
privada, nos preguntamos por qué la
policía no intervenía en absoluto. Pues
bien, ahora sé por qué. El tal Raoul
Rigault fue nombrado préfet de Police
por el gobierno de Trochu, pero en el
fondo no dejó de ser un communard.
Ahora se autodenomina procureur de la
Commune y parece decidido a ser el
más quisquilloso de la banda. Es él
quien ha ordenado todos esos arrestos
políticos, así que haremos bien en
desconfiar de él. La mayoría de nosotros
somos extranjeros (una es una princesa
rusa, otro un barón bávaro), y de
nuestros pocos franceses auténticos, uno
es judío. —Florian encontró por fin los
salvoconductos—. Se los llevaré a
Rigault. Deja que los artistas sigan
ensayando, coronel Ramrod, y
supervísalo todo por mí, pero no nos
arriesgaremos a anunciar nuestra
reapertura ni a hacer el menor maldito
movimiento sin la aprobación del
procureur.
Edge enfundó la pistola en su
cinturón, salió del furgón después de
Florian y se dirigió despacio hacia la
carpa, en la que sonaba una música de
bombos y platillos. Beck estaba
ensayando la Marcha Radetzky, que
había elegido para acompañar el duelo a
sable de los Jászy y sus adversarios
eslovacos. Estos nueve hombres se
hallaban también en la pista, a caballo,
azotándose mutuamente con los látigos
porque tal era el primer ensayo con los
uniformes nuevos que Ioan les había
confeccionado. Cuando terminaron y
Beck despidió a la banda, Edge volvió a
salir despacio de la tienda para ver a
Lunes, que practicaba con Trueno en el
patio posterior. Lunes hizo una seña a
Edge para indicarle que ya estaba lista
para desmontar, de modo que Edge fue a
quitarle las correas y el tirante de la
silla y la sentó en la silla de ruedas.
Mientras Lunes, con el corsé en la falda,
se impelía a sí misma hacia la tienda
vestidor, Edge cogió las riendas de
Trueno para dárselas a uno de los
músicos eslovacos que salía en aquel
momento de la carpa, pero se detuvo
cuando fue interpelado en francés
—«Holà! Garçon!»— por un
desconocido que acababa de entrar en el
recinto del circo con un nutrido grupo.
Edge esperó cortésmente, aunque era
obvio que le habían confundido con un
mozo de cuadra. Todos los hombres,
unos doce, llevaban pistolas enfundadas
o rifles de diversas clases y diversos
grados de antigüedad colgados del
hombro, pero ninguno iba uniformado.
El que había gritado habló de nuevo
para preguntar dónde se encontraba el
dueño del establecimiento. Edge
respondió en francés que monsieur
Florian había ido a la ciudad por
negocios y preguntó si él, que era el
director, podía hacer algo por ellos.
—Si eres tan amable, citoyen —
contestó el portavoz—. Pertenecemos al
Comité de Seguridad Pública. Nos han
informado de que en tu compañía hay
una dama de la nobleza, la comtesse de
Lareinty. —Y añadió, con una mirada
lasciva, como de hombre a hombre—:
También nos han informado de que es
una mujer de gran belleza. Une blonde
dorée. —Entonces cambió de mirada y
dijo con seriedad—: Debe
acompañarnos.
—¿Debe, monsieur?
—Para interrogarla, citoyen.
—¿Con qué propósito, monsieur?
—Dirígete a mí con corrección
como citoyen. Y no cuestiones las
acciones o los motivos del Comité de
Seguridad Pública de la Commune. Haz
venir a la condesa y hazlo al instante.
El trompeta de la banda circense
había cruzado el patio, mirando de hito
en hito a los intrusos armados, para
coger las riendas de Trueno, pero Edge
no las soltó y dijo con frialdad al
francés:
—No creo que haya una condesa
aquí. Lo que es más, tampoco creo que
haya un Comité de Seguridad Pública.
Enséñeme alguna clase de comprobante
o identificación.
—Pignouf! No necesitamos
enseñarte nada. ¡Tú sólo has de
obedecer! ¡Tráenos a la condesa!
A Edge no le importaba realmente
que fuese o no un comité auténtico
porque recordaba lo que había contado
Nadar sobre el espantoso tratamiento
recibido por otra mujer de la nobleza a
manos de los communards, y aquéllos
habían sido communards auténticos, así
que sólo quería ganar tiempo mientras
consideraba, nervioso, las
posibilidades: doce hombres bien
armados contra él, su revólver y el
eslovaco, cuya única arma era la
trompeta. Todos los demás miembros de
la compañía parecían haber elegido
aquel momento para ausentarse o estar
ocupados en alguna parte, o tal vez
habían visto un coloquio al parecer
amistoso y se había ido cada uno por su
lado.
—¡Trae a la condesa! —ordenó de
nuevo el hombre—. O te arrestaremos a
ti.
—Que me cuelguen si me dejo —
replicó Edge y, sin desviar la vista del
grupo, dijo en inglés al eslovaco—:
Toca «a caballo».
El trompeta obedeció y los intrusos
se sobresaltaron y clavaron la vista en
él. Sin embargo, el ruido fue breve y no
produjo otro efecto discernible que el de
atraer a las puertas de remolques y
carromatos a algunos miembros de la
compañía, que en seguida volvieron a
desaparecer. Edge deseó con todas sus
fuerzas que Clover Lee de Lareinty —y
todas las «mujeres de gran belleza»—
permanecieran ocultas.
El portavoz del comité volvió la
cabeza hacia el trompeta y dijo a Edge
en tono amenazador:
—Tu fais péterade, citoyen?
¿Intentas ridiculizarnos soplando pedos?
¿Y te atreves a poner trabas en el
cumplimiento de su deber a un
funcionario de la Commune? Muy bien,
tú también vendrás con nosotros. Pero
antes, ve a buscar a la condesa.
—No iré ni vendré hasta que me
enseñe alguna prueba de quién diablos
son ustedes.
—Entonces, estás arrestado. La
encontraré yo mismo.
El hombre hizo una seña y todos sus
secuaces desenfundaron las pistolas o
descolgaron los rifles para apuntarlos y
el eslovaco se colocó detrás de Edge.
Ahora, sin embargo, el portavoz titubeó
y miró, vacilante, a su alrededor. Había
visto a algún miembro de la compañía
circense, pero no podía saber cuántos
eran en total ni si estaban armados y
preparados para ahuyentar a los
intrusos. Pero no titubeó mucho rato,
porque entonces apareció en una esquina
de la carpa una de las mujeres de gran
belleza del circo. Era Domingo, que
volvía al recinto después de comprar los
periódicos de la tarde, y su aspecto era
el de una gran dama, ataviada con un
bonito traje de calle y un sombrero.
Antes de que Edge pudiera avisarla, el
jefe del comité profirió un grito y cuatro
o cinco de sus hombres se abalanzaron
sobre la muchacha para agarrarla.
El jefe, apuntando ahora a Edge con
la pistola, se apartó un poco de él,
sonriendo ferozmente:
—Hemos venido en busca de una
mujer noble. Voilà, ya la tenemos. Todo
cuanto pueda ocurrirle ahora, sea quien
sea, será culpa tuya… y, de la comtesse
de Lareinty, que se esconde con tanta
cobardía. Esta la reemplazará, así que
no necesitamos arrestarte, citoyen. Sólo
quédate donde estás y no te muevas
hasta que nos hayamos ido.
Al ser asida, Domingo había dejado
caer los periódicos, que se dispersaron
con rapidez por el patio. Pero no había
gritado ni luchaba ahora contra sus
atacantes; se limitó a mirar a Edge,
como a la espera de instrucciones. Todo
el resto del comité —excepto el jefe,
que aún sonreía, manteniendo a raya a
Edge— retrocedió cautelosamente para
apiñarse en torno a la muchacha y
formar un cordón de armas cuyos
cañones sobresalían del grupo. Edge
permaneció inmóvil un momento,
sopesando las alternativas, y al final se
encogió de hombros y dijo al eslovaco:
—Toca «al ataque».
Por lo visto el comité había
decidido que el eslovaco era un payaso
inofensivo, así que nadie le disparó
cuando sonó el toque de corneta. Y aún
no se había terminado cuando estalló un
ruido todavía mayor —gritos de
hombres y fragor de herraduras— y
nueve caballos y jinetes irrumpieron en
el patio desde la puerta trasera de la
carpa. Formaban un racimo tan
compacto que hicieron ondear parte de
las paredes de lona a ambos lados de la
puerta y oscilar los postes, cables y
estacas. En el mismo instante, Edge saltó
a la silla de Trueno con el revólver en
la mano.
Todos los hombres del comité dieron
media vuelta para mirar hacia la carpa y
se inmovilizaron unos momentos, quizá
no tan estupefactos por el súbito ataque
como por la impresión que daba de estar
compuesto de soldados de caballería
franceses y alemanes. Entonces los
hombres salieron corriendo cada uno
por su lado y Domingo se echó al suelo
porque sabía lo que ignoraban sus
raptores: que un caballo al galope,
incluso un caballo desbocado, procura
no pisar a un ser humano tendido y al
parecer indefenso que se encuentre en su
camino. En cambio, los hombres en
movimiento eran caza no vedada y los
Jászi podrían haberse limitado a
perseguirlos, derribarlos y pisotearlos.
Sin embargo, el jefe se volvió hacia
Edge y, antes de que pudiera apuntarle
con su pistola, Edge le disparó al pecho.
Al ver esto, los hermanos Jászi ya no se
contuvieron y sus compañeros eslovacos
siguieron su ejemplo, levantando los
sables mientras cargaban contra los
hombres. Las puntas de los sables eran
romas, pero el ímpetu de la carga hizo
que incluso aquellas puntas obtusas
atravesaran los cuerpos de cinco o seis
de los hombres, esparciendo sangre y
coágulos ensangrentados.
El ruido era considerable: los Jászi
proferían salvajes gritos de guerra
húngaros; los franceses que habían
resultado heridos, aunque no
mortalmente, chillaban o gemían de
dolor; los franceses todavía indemnes,
llenos de pánico y olvidando que aún
iban armados, gimoteaban mientras
intentaban huir. Y más hombres del circo
se sumaban a la refriega, gritando: «¡Eh,
patán!» Por encima de todo esto, Edge
consiguió vociferar:
—¡No dejéis que se escape ninguno!
Así, los jinetes del circo que aún
empuñaban sables, los usaron, y los que
iban a pie se sirvieron de estacas o
porras. Entretanto Edge dirigió a Trueno
hacia donde yacía Domingo boca abajo,
en medio del tumulto. Se inclinó desde
la silla, ella alargó la mano y él la sentó
detrás. Cuando hubieron recorrido la
corta distancia hasta la carpa, la batalla
había terminado y la docena de intrusos
yacían quietos o retorciéndose de dolor
en el suelo.
Mientras Domingo se deslizaba del
caballo, Edge le dijo:
—Entra y no te asomes a mirar. —
Sin esperar a ver si obedecía, volvió
con Trueno a la escena de la lucha. Obie
Yount, con una estaca en la mano, se
encontraba junto a un hombre caído.
Edge dijo—: Sargento, tú y yo
acabaremos el trabajo. El resto de
vosotros… dispersaos. No habéis
luchado contra nadie. No habéis visto
nada. No sabéis nada de lo ocurrido
aquí. Aseguraos de que todas las
mujeres estén bajo techo y de que no se
muevan hasta nuevo aviso.
El trompeta eslovaco, que aún
estaba en el campo, acabó
concienzudamente su trabajo tocando a
retreta antes de desaparecer con los
demás. Yount, el único que quedaba, sin
hacer caso de los quejidos lastimeros de
los franceses todavía conscientes,
saludó con la estaca como si fuera un
rifle y preguntó:
—¿Alguna orden, señor?
Edge desmontó con un suspiro hondo
y asintió.
—El coup de grâce, sargento.
Detesto hacerlo, pero no podemos
dejarlos vivos para que hablen. Si
quieres excusarte, dilo.
—Oh, diablos, Zack —contestó
Yount—, piensa que son indios. —Y
desnucó limpiamente con la estaca al
hombre que tenía a sus pies.
Cuando ambos hubieron terminado su
macabra tarea, Yount se ofreció
voluntario para reunir a los veteranos de
más confianza de la compañía y enterrar
a los muertos entre los arbustos de una
zona muy lejana del Bois. Edge fue a su
remolque a lavar las manchas de sangre
y pólvora de sus manos y camisa.
Mientras lo hacía, llamaron a la puerta.
Abrió y Domingo entró en el remolque;
también ella tenía manchas de sangre,
barro y hierba en el vestido.
—He venido a darte las gracias.
Todavía ignoro qué ha ocurrido, pero sé
que me has salvado la vida. O de lo que
las novelas llaman un destino peor que
la muerte.
—No, de ser confundida con una
noble por los communards.
Ella consideró la respuesta y se
estremeció ligeramente.
—Es probable que fuera peor que la
muerte, ¿verdad? Bueno… estoy segura
de que en este caso habrías salvado a
cualquiera, pero gracias de todos
modos.
—Sólo desearía no haber tenido que
hacerlo. Esos hombres podían merecer
la muerte, pero no me ha procurado
ningún placer. Y Dios sabe qué
repercusiones tendrá.
—Ha sido culpa mía por aparecer
ante ellos. Si no hubiese vuelto del…
—No, no. Buscaban pelea y, de un
modo u otro, la han encontrado. No ha
sido culpa tuya, Domingo. No te
atormentes por ello.
—En realidad no se trata de esto:
sólo pensaba en lo mal que debes de
sentirte. No querías mandar ninguna otra
carga de caballería porque temías…
porque pensabas que podía acabar mal.
Y esto es lo que has hecho ahora:
mandar una carga de caballería.
—Yo… pues sí, creo que era por
algo parecido… —murmuró Edge, un
poco sorprendido y aturdido por la idea
—. Ni siquiera he dudado, y me extraña.
—Miró larga y pensativamente a
Domingo—. Quizá… quizá porque
estabas en peligro. —Y su rostro se
arrugó en una sonrisa que hacía dar un
respingo o retroceder a todo el mundo…
menos a Domingo, que ahora también le
sonrió—. Tú no puedes saberlo, pero
hace mucho tiempo que Autumn me dejó
una carta. En ella decía que si alguna
vez me unía a alguien de esta
compañía…
—Lo sé. Mi hermana me enseñó la
carta.
—¿La leíste? ¿Y nunca me lo has
mencionado?
—Vamos, Zachary. ¿Qué podría
haberte dicho? ¿Qué podía decir que no
hubiera dicho ya en el puente de los
Besos en San Petersburgo?
Hubo un largo silencio. Fue Edge
quien lo interrumpió:
—Ojalá hubiese aquí un puente
como aquél.
Domingo respondió con voz suave:
—Siempre lo ha habido. En todas
partes. No tienes que verlo, sólo
cruzarlo.
Edge reflexionó y al final dijo:
—Sí. Ya es hora. Si por fin he
cruzado el Tom’s Brook, también puedo
hacer esto. ¿Podrías, Domingo? Quiero
decir… no ahora, que los dos estamos
manchados de sangre, pero en otro
momento… ¿podríamos cruzar ese
puente juntos?
Ella sonrió otra vez, una sonrisa
radiante, y se puso de puntillas para
besarle.
—Como tú mismo has dicho,
querido y viejo tardón, ya empieza a ser
hora.
Fueron interrumpidos por otra
llamada a la puerta del remolque. Era
Gusztáv, que dijo en su rudimentario
inglés:
—Edge úr, Florian úr venir.
Preguntar dónde coño estar todo el
mundo. Nosotros no decir. Mejor decir
usted.
—Sí —respondió Edge, nervioso—.
Gracias por no darle en seguida la mala
noticia. —Se volvió hacia Domingo—.
Mientras hablo con él, deshazte de este
vestido. Quémalo. Ya te compraré otro.
—Le dio un fuerte abrazo y salió con
Gusztáv.

Pero no se le ocurrió ningún modo mejor


de dar la noticia a Florian que
sugiriéndole:
—Quizá ha llegado el momento de
largarnos de París, director. Me temo
que he puesto fin a su bienvenida. —Y
relató los sucesos de la tarde,
concluyendo—: Si Lunes Simms se está
convirtiendo en una gitana como Maggie
Hag, quizá sea ésta la desgracia que ha
pronosticado.
—Oh, Dios mío —murmuró Florian.
—Aún no sé si eran realmente
cabecillas communards o sólo un
puñado de rufianes. No había insignias
ni documentos de aspecto oficial en
ninguno de los cuerpos. Me inclino por
la teoría de que eran delincuentes
comunes. Si venían a capturar, matar o
mutilar a alguien de la nobleza, podían
haber reclamado a la princesa Olga o a
Willi von Wittelsbach, pero no querían
una mujer grande como una montaña o
un hombre gordo y afeminado, sino una
muchacha bonita con quien jugar y esto
no me parece un auténtico asunto de
gobierno.
—Auténtico o falso, da lo mismo —
respondió Florian—. Cuando el
gobierno entero se compone de la hez de
la sociedad encaramada a la cumbre, no
hay mucho que escoger entre los
legisladores y los que están fuera de la
ley.
—Lo que me extraña es que supieran
que Clover Lee es la comtesse de
Lareinty. Nunca ha alardeado de este
hecho.
—Oh, no es imposible que Nadar se
fuera de la lengua en los círculos menos
apropiados. O cualquier miembro de
nuestra compañía puede haberse jactado
de ello en una tabernucha. O el odioso
de Verlaine pudo enterarse mientras
acechaba a la pequeña Sava. Ahora
ocupa un alto cargo en los consejos de
los communards. Y, por supuesto,
Gaspard de Lareinty participaba en los
consejos del emperador, así que
cualquier miembro de su familia puede
ser objeto de la venganza communarde.
Si es que esos hombres actuaban
oficialmente. En caso contrario, bueno,
como tú has sospechado, era una excusa
plausible para raptar a una muchacha
hermosa por razones aún más nefandas.
—Fueran quienes fuesen, eran doce
hombres y quizá ahora mismo los están
enterrando. Lo lamento, director. Tal
vez, si usted hubiera estado aquí los
habría sabido ahuyentar con su jerga
masónica o algo parecido. Pero yo he
tenido que decidirlo solo y con prisas.
—Has hecho muy bien, muchacho.
Muy bien. Y espero que siempre decidas
lo mejor… cuando yo no esté.
—No hable de este modo. Ya tengo
bastantes preocupaciones, gracias.
—Vamos, vamos, Zachary. ¿No
sientes respeto por la historia y la
tradición del circo?
—Pues… claro. ¿Pero qué tiene esto
que ver con…?
—¿Es que no recuerdas la primera
vez que nos vimos en el cauce de aquel
arroyo de Virginia? Ahora parece muy
lejano, pero sin duda lo recuerdas. —
Florian sonrió y añadió con cierta
tristeza—: Fue también la primera vez
que viste al elefante Brutus, que te
saludó con la trompa en alto y yo te
conté el significado.
Edge pensó en ello y contestó al fin:
—Sí, lo recuerdo. Es cierto que se
antoja muy remoto, ¿verdad? Me dijo
que significaba que algún día… —Se
interrumpió, meneó la cabeza y añadió,
casi enfadado—: Maldita sea, director,
si quiere ser morboso, ¿qué le parece
esto? La docena de intrusos muertos…
Alguien los encontrará a faltar. Sus
compinches, cuando no el Comité de
Seguridad Pública. Y ese alguien sabrá
adónde fueron antes de desaparecer,
porque no vinieron aquí por un impulso
momentáneo, y es probable que venga a
preguntarnos qué ha sido de ellos.
—Quizá no inmediatamente. —
Florian exhaló un profundo suspiro—.
Esperémoslo, porque no podemos
desenterrar las estacas y marcharnos,
como tú recomiendas. El procureur
Rigault tiene nuestros pasaportes y
nuestros salvaconductos. Nadie está
autorizado a abandonar París. Por lo
visto París está otra vez en guerra.
—¿Otra vez? Querrá decir todavía.
¿Acaso los alemanes han vuelto a
sitiarnos?
—No, no. La guerra con los
alemanes ha concluido. ¿No has visto
los periódicos de la tarde?
—Se han perdido durante la
refriega.
—La noticia acaba de llegar. O
Verlaine acaba de autorizar su
publicación. La última fortaleza francesa
cayó hace dos o tres semanas (Bitche, en
Lorena) y Francia está indiscutiblemente
vencida. Los detalles de la rendición
formal y definitiva se están redactando
en estos momentos.
—¿El poderoso Reich alemán en
tratos con esta minúscula y advenediza
Commune? —preguntó Edge incrédulo.
—Claro que no. Con el gobierno
republicano, del que Adolphe Thiers es
ahora presidente.
—¿Qué gobierno republicano? Fue
expulsado de aquí.
—Pero no de Francia. Se ha
instalado en Burdeos y Thiers se
comunica con los alemanes por
mensajero y por telégrafo.
Con voz muy suave, como si hablara
con un niño, Edge preguntó:
—¿Y ahora París está otra vez en
guerra? ¿Con quién, director?
—Con Francia, maldita sea —
replicó Florian, no sin cierta irritación
—. Y no me mires así. Es verdad. Antes
de que se desbandaran las tropas
francesas del frente, Thiers ordenó a
gran parte de ellas que fueran a
Versalles para preparar la reconquista
de París. Ahora deben de estar ya en
posición y listas para atacar la ciudad.
—Por todos los cielos. Francia
contra sí misma.
—Hasta ahora, Verlaine ha obligado
a su mansa prensa a ocultar la noticia,
pero yo acabo de conocerla por el
propio Rigault, porque tal es la razón de
que prohíban viajar. De todos modos,
será del dominio público en cuanto
comience el tiroteo, que puede ser de un
momento a otro. La Commune está
cerrando frenéticamente todas las
puertas de París mientras intenta
organizar una resistencia con idéntico
frenesí. De ahí que estemos encerrados
aquí, junto con todos los demás
infortunados citoyens.
—Creo que no quiero oír más la
palabra citoyen.
—Bueno, personas, entonces. Y
esperemos que todas estas personas
estarán lo bastante preocupadas por el
nuevo giro de los acontecimientos para
no fijarse en la misteriosa desaparición
de doce hombres. ¡Ah! La bandera está
izada. Las damas tienen lista la comida.
Vamos, coronel Ramrod, actuemos como
si no hubiese ocurrido nada
desagradable.
Mientras la compañía cenaba
aquella noche en la cocina —el 2 de
abril, sólo cinco días después de la
proclamación de la Commune—, oyeron
de nuevo el estruendo de los cañones, y
no muy lejano. Los fuertes de Vanves,
Mont Valérien e Issy, al oeste y sudoeste
de la ciudad, estaban siendo
bombardeados, y esa vez por artillería
francesa. Los alemanes, todavía
concentrados al otro lado de París,
debieron de divertirse al ver su propio
asedio sustituido por el de un hermano
contra otro, pero los propios parisienses
no tardaron en comprobar la ausencia de
toda relación fraternal. Adolphe Thiers,
furioso por haber sido obligado a huir,
ardía en deseos de venganza, y no sólo
contra los communards que le habían
suplantado, sino contra toda la ciudad.
Así, sus fuerzas «versallesas» se
componían íntegramente de franceses de
las provincias, que nunca habían sentido
cariño por París y no vacilarían en
conquistarlo.
No se contentaron con bloquear la
ciudad y esperar que se rindiera, como
habían hecho los alemanes, ni limitaron
cortésmente sus bombardeos a las horas
nocturnas. Día y noche, mientras su
artillería pesada mantenía a los fuertes
acosados e inquietos, las fuerzas
republicanas realizaron continuos
ataques de caballería, infantería y
artillería ligera hasta los mismos límites
de la ciudad, desde Gentilly a Saint-
Cloud. Casi todos los días caían
granadas en el Bois de Boulogne,
convirtiendo en astillas arbustos y
árboles jóvenes, o provocando
surtidores de agua en los estanques, o
estallando en un bonito ramillete de
pétalos de flores. Ninguna de las
granadas cayó tan al este del Bois como
para afectar al recinto del Florilegio, y
ningún miembro de la compañía se
quejó de que los cañonazos impedían la
reapertura del espectáculo… porque
también evitaban la presencia de otras
personas en el Bois, incluyendo a
alguien que pudiera sentir curiosidad
sobre el paradero de aquel «comité»
perdido.

Sin embargo, otros comités prosiguieron


su trabajo a pesar de la guerra. Algunos
reanudaron el pillaje de casas
anteriormente ocupadas por la nobleza,
los ricos y los «opresores del
pueblo»… y empezaron por la ex
residencia de Adolphe Thiers en la rue
de Saint-George. Otros arrestaron a más
personas para «interrogarlas», lo cual
significaba la cárcel o algo peor.
Algunos eran detenidos por lo que
llamaban traición, como en el caso del
general Bergeret, porque había
fracasado en el último intento
desesperado de romper el asedio alemán
de París en Buzenval, aunque ello
hubiese ocurrido durante una guerra que
ya había terminado. Otros, como el
magistrado Bonjean, fueron
encarcelados sólo porque habían
ejercido bajo el régimen imperial o el
republicano o ambos. Y otros —casi
todos los clérigos de la ciudad— fueron
arrestados porque la Iglesia era una
abominación para la Commune. El
anciano curé de la Madeleine fue
recluido en la prisión Mazas, donde ya
languidecía el arzobispo Darboy; los
sacerdotes menores sólo eran puestos
bajo arresto domiciliario. A las monjas
enfermeras de la ciudad se les permitió
seguir trabajando —los hospitales no
habrían podido funcionar sin ellas—,
pero tenían que llevar bandas rojas
sobre sus hábitos. Un comité de la
Commune inició la tarea de demoler lo
que consideraba el símbolo más egregio
del gobierno tiránico: la alta columna de
la place Vendóme, en la que estaban
representadas las conquistas de
Napoleón el Grande y que remataba una
estatua suya. Aquellos communards
debieron de ser los más trabajadores de
todos, porque habían emprendido el
laborioso trabajo de aserrar una
columna de granito placado de bronce
que tenía cuatro metros de grosor.
La mayoría de tiendas, comerciantes
y vendedores de París habían tenido
oportunidad de proveerse ampliamente
de mercancías entre el desbloqueo de
los caminos por parte del enemigo
alemán y su bloqueo subsiguiente por
parte de sus compatriotas franceses. No
hubo, por lo tanto, una carestía
inmediata entre el pueblo —salvo, como
siempre, entre los más pobres— y el
tiempo continuó siendo de una
clemencia extraordinaria. Algunas
instituciones burguesas de la ciudad
intentaron dar una impresión de
normalidad e incluso de la tradicional
gâité parisienne; de hecho, el Gaîté
Théâtre abrió con un vodevil, pero
pronto volvió a cerrar sus puertas
cuando resultó que todos sus
espectadores eran communards
convencidos de que la égalité y
fraternité les concedía la liberté de no
pagar la entrada. Otros miembros de la
burguesía se cansaron sencillamente y
abandonaron la ciudad por la puerta de
Saint-Denis, donde no atacaban tropas
versallesas ni acampaban tropas
alemanas. Pese a la prohibición de
viajar, podía hacerse deslizando cinco
francos en la mano de cualquier
centinela de la Garde Nationale que
interceptara el paso… siempre que el
prófugo viajase a pie y no tuviera
caballo, vehículo, equipaje u otra cosa
que los guardias pudieran confiscar.
Por baja que fuese la opinión de
Florian, Edge y otros sobre los
communards, nadie podía negar el
fervor con que luchaban por su causa.
No sólo su Garde Nationale y sus
reclutas de las filas del ejército regular,
sino también civiles de todas las edades
corrieron a la defensa de París.
Algunas de sus tácticas podían
parecer innecesarias, como el
levantamiento de barricadas en casi
cada calle, sólo porque sus antepasados
lo habían hecho —y otras eran de una
estupidez manifiesta, como cavar zanjas
en la avenue de l’Impératrice con la
esperanza de que la caballería enemiga
cayera en ellas si se le ocurría invadir la
ciudad—, pero no cabía duda sobre la
sincera determinación de los defensores.
Las barricadas interiores eran vigiladas
por ancianos, adolescentes y mujeres, y
muchas de éstas, emulando a la
Mademoiselle Liberté de la
reverenciada pintura de Delacroix,
llevaban gorros frigios y se rompían los
corpiños para dejar un pecho al
descubierto. Como casi todas las
mujeres eran hembras vulgares y
robustas, sus ubres colgantes y
correosas servían para animar, no para
excitar a sus compañeros de armas.
Las tropas uniformadas de los
bastiones exteriores de París lograron
repeler todas las primeras salidas de los
versalleses de Thiers y, cuando éstos
retrocedían, los perseguían incluso más
allá de los límites urbanos. Esto era
valiente pero temerario, porque en cada
una de estas ocasiones algunos
communards se aveturaban demasiado
lejos y eran rodeados y capturados. Y
sus capturadores, en vez de internarlos
en Versalles como prisioneros de guerra,
solían entregarlos con indiferencia a los
ciudadanos de Versalles, y como
aquellas gentes habían estado tachando a
los parisienses de «stupides» y
«obstinés» desde el período del asedio
alemán, ahora se cebaban en todos los
prisioneros que caían en sus manos,
partiéndoles el cráneo, arrancándoles
las orejas, linchándolos a puntapiés y
demostrando de cualquier otro modo su
desprecio. Cuando estas atrocidades se
conocieron en París, el procureur
Rigault anunció que por cada
communard muerto en Versalles
ejecutaría a tres rehenes de la prisión
Mazas.
—Juro —dijo Yount cuando
Domingo leyó la noticia en Le Cri du
Peuple— que jamás he visto ningún
tumulto (en México, en tierra yanqui,
incluso en los territorios indios) cuyos
participantes fueran todos tan bastardos
y crueles.
—Oh, no todos son crueles, Obie —
contestó ella con ironía—. Aquí hay un
reportaje sobre una tal mademoiselle
Papevoine, que ha sido declarada
heroína de la Commune porque en la
misma barricada donde presta servicio
ha socorrido a los intrépidos defensores
de París satisfaciendo sexualmente nada
menos que a dieciocho de ellos en el
transcurso de una guardia.
—¡Señorita Domingo! —exclamó
Yount, escandalizado—. ¡No debería
leer esos periodicuchos!

No obstante, según Monsieur Nadar, el


único ciudadano que visitaba el Bois en
aquellos días, había por lo menos un
héroe auténtico en las capas superiores
de la Commune. Una noche de mayo, él,
Florian, Edge y Fitzfarris jugaban al
piquet en la cocina, a la luz de la
lámpara, escuchando el retumbar cada
vez más cercano de los cañones del
oeste, cuando Nadar dijo:
—Es de esperar que los
communards del gobierno se
aprovechen de su condición de parvenus
para ajustar viejas cuentas, o saciar sus
instintos sanguinarios, o llenarse los
bolsillos. Sin embargo, el único hombre
que podría saquear todos los bancos y
cajas fuertes de París, el ministro de
Finanzas Tourde, permanece fiel a los
preceptos de un comunismo ideal. Sigue
viviendo en su piso alquilado de un
mísero pasaje y su mujer continúa
lavando la ropa como ha hecho durante
toda su vida.
—Menudo idiota —observó
Fitzfarris, que repartía las cartas y hacía
trampas a mansalva—. Cuando hay
ciruelas en el árbol, yo digo: ¡a que
cogerlas! Me estoy atrofiando por falta
de oportunidades, maldita sea.
—Sí, carpe diem y caveat emptor
—dijo Florian, con una carcajada—.
¿Te acuerdas, sir John? Aquella vez que
fingimos ser médicos en busca de
especímenes de estudio y conseguimos
aquel monstruo del manicomio.
—No —contestó Fitz.
—¿No? ¿No lo recuerdas?
—No, no lo hicimos. Recuerdo que
en una ocasión habló de algo parecido.
—¿De verdad? Podría haber
jurado… —Florian barajó sus cartas,
distraído—. Bueno, debió de ser en otro
tiempo, con otro estafador…
—Eh bien —dijo Nadar—. Si el
ministro Tourde piensa meter la mano en
la hucha, más vale que se dé prisa.
Carpe diem, como usted dice, mon
vieux. No quedan muchos días. Los
communards están haciendo gala de un
valor y una determinación fanáticos,
pero lo único que la ciudad no acaparó
durante el interregno fueron las
municiones. Se están acabando muy de
prisa. La Commune caerá dentro de
poco.
—No será demasiado pronto para mí
—murmuró Edge, pero no se extendió
más porque no habían dicho nada a
Nadar sobre la refriega con el supuesto
Comité de Seguridad Pública.
Al día siguiente, cuando Domingo
llevó los periódicos al recinto del circo,
fue al encuentro de Florian antes de
leerlos a cualquier grupo interesado y
anunció solemnemente:
—Quería darle el pésame, señor
Florian. La gran noticia de hoy es la
rendición de Francia a los alemanes.
Todo está acordado y Jules Favre ha ido
a Frankfurt para firmar el tratado con el
canciller Bismarck.
—¿Y por qué darme el pésame
especialmente a mí, Miss Butterfly?
—Francia pagará a Alemania una
indemnización increíble, pero lo peor es
que le hace entrega de su Alsacia. Y de
un pedazo de Lorena, además. Lo siento
mucho, señor.
—Bueno… gracias por decirlo,
querida, pero tal vez a Alsacia no le
importará tanto. No supone mucho
honor, hoy en día, poseer la
nacionalidad francesa. Sin duda la
prensa communard debe de hacer mucho
ruido sobre esta concesión a fin de
azuzar una vez más el sentimiento
público contra el gobierno republicano.
Sin embargo, no es una sorpresa para
mí. —Se atusó lentamente la perilla y
añadió, dirigiéndose más a sí mismo que
a ella—: Lo que sí me sorprende es
haber llegado a una edad en que tan
pocas cosas puedan sorprenderme.
Y en realidad, cuando Domingo le
dejó, Florian parecía muy viejo y
encorvado. Por primera vez desde que
le conocía, aparentaba todos sus años.
16
Cuando la Garde Nationale, falta de
municiones, empezó a replegarse de sus
fuertes y líneas exteriores y los
versalleses se acercaron aún más, los
dirigentes de la Commune parecieron
decidir que no dejarían caer a la ciudad,
sino que la demolerían ellos mismos
rencorosamente. Una gran multitud se
congregó en la place Vendóme el 16 de
mayo para mofarse de Napoleón al ver
caer su cabeza coronada de laurel junto
con la columna aserrada que volcó y
rodó al fin por el arroyo. Dos días
después, los communards malgastaron
parte de sus mermadas provisiones de
pólvora y dinamita para volar la antes
imperial Ecole Militaire del Champ de
Mars. No obstante, sólo tuvieron los
explosivos suficientes para estropear el
interior; la fachada clásica y las paredes
permanecieron en pie. A partir de
entonces los communards recurrieron a
los incendios; reclutaron a civiles por
dos francos diarios para que,
convertidos en pétroleurs y pétroleuses,
rociaran de petróleo los edificios
públicos menores y les prendieran
fuego.
El 21 de mayo las unidades de
vanguardia de los versalleses avanzaron
hacia París desde el oeste y entraron por
el Point du Jour, al sur del Bois de
Boulogne. La compañía del Florilegio
vio desde el recinto del circo
precipitarse hacia aquel frente a una
muchedumbre de defensores
communards —una mezcla de Garde
Nationale, soldados regulares y civiles,
empuñando toda clase de armas, desde
rifles modernos a antiguos mosquetes,
guadañas y palos— por el boulevard
Suchet, en el lado este del parque. Lo
más conspicuo de aquella multitud
apresurada era que la dirigían varias
docenas de viejas y harapientas
comadres. Estas mujeres no iban
voluntariamente al combate; eran
mendigas e indigentes que habían sido
recogidas de su míseros pasajes y ahora
las usaban como un escudo para los
communards armados, con la esperanza
de que los versalleses fueran más
elegantes que ellos mismos y no
disparasen contra mujeres ancianas. Esta
esperanza resultó vana, como
comprobaron los miembros del circo
cuando oyeron empezar el tiroteo en el
extremo sur del Bois.
—Dios mío —gruñó Yount—. Como
ya he dicho, en esta guerra todos son
bastardos.
Al caer la noche los versalleses
habían llegado a los elegantes distritos
residenciales de Auteuil y Passy y al
puente de Jena, a dos kilómetros al este
del recinto del Florilegio. Pero no podía
decirse con verdad que había caído la
noche. Por orden del procureur Rigault,
los pétroleurs habían prendido fuego a
los dos grandes palacios, las Tullerías y
el Palais Royal, y todo París estaba
bañado en el pálido resplandor de los
incendios.
Aquella noche de luz antinatural
cedió el paso a un amanecer
ominosamente oscuro, con el sol y el
cielo cubiertos por una mortaja de humo.
El día se oscureció aún más cuando
Rigault ordenó el incendio de otros
edificios característicos: el Hôtel de
Ville, el Quai d’Orsay, el palacio de
Justicia, la biblioteca del Louvre. Lo
que había sido el corazón de la ciudad
no era más que una vasta pira, y las
columnas de humo se convirtieron en un
faro para las tropas versallesas en su
avance por las orillas del Sena, llegando
aquel día hasta el Arc de Triumphe en la
orilla derecha y los Invalides en la
izquierda.
La lucha pasó de largo al Bois con
tanta rapidez que el Florilegio no tardó
en estar a salvo detrás de las líneas y la
compañía permaneció contenta en su
recinto, aislada y sin peligro, mientras
esperaba el resultado de todo ello.
Durante varios días oyeron los sonidos
de la batalla alejarse gradualmente hacia
el centro de la ciudad, desde donde se
elevaban nuevas columnas de humo y
llamas de más edificios incendiados por
los «defensores». Mientras las fuerzas
communardes eran empujadas
inexorablemente cada vez más atrás —a
lo largo del elegante faubourg Saint-
Honoré a un lado del río y por los
populosos barrios de Montparnasse en
el otro—, por fin hicieron uso de su
plétora de barricadas. Luchaban desde
detrás de cada una hasta que eran
arrolladas y entonces se retiraban a la
siguiente, mientras sus mujeres erigían a
sus espaldas más barricadas con
adoquines y muebles lanzados desde los
edificios.
El propio presidente Thiers se
acercó hasta el fuerte capturado de Mont
Valérien, al oeste del Bois. Cuando miró
hacia el centro de París —que estaba
siendo destruido para impedir que lo
tomara—, hizo correr la voz entre sus
generales: «Je serai sans pifié», y en
consecuencia sus versalleses fueron
despiadados. Del mismo modo que no
habían vacilado en disparar contra las
ancianas que encabezaban la multitud en
el Point du Jour, tampoco dudaron
entonces en matar a heridos y
adversarios desarmados, adversarios
que intentaban rendirse. Mesdemoiselles
Liberté con el pecho descubierto y
cualquiera que tuviese siquiera el
aspecto de ser un adversario. Como
venganza, el airado procureur Rigault
ordenó la ejecución de los rehenes más
ilustres: el arzobispo Darboy, el curé
Duguerry, el magistrado Bonjean, el
general Bergeret y cuarenta y tres
personas más. Entonces, llevando el
uniforme de comandante de la Garde
Nationale, Rigault dejó la Préfecture
Centrale, ordenó quemarla, así como el
Arsenal contiguo, y se fue a dirigir la
defensa de su propio distrito natal.
Por breve que fuera la defensa que
organizó, figuró entre las últimas
dirigidas por la Commune, porque toda
la orilla izquierda estaba en manos de
los versalleses a la mañana siguiente.
Los únicos combates que aún se
libraban tenían lugar en el remoto
distrito de la clase trabajadora de
Belleville, al este de la ciudad. Cuando
había una pausa en el tiroteo, los
combatientes podían oír a un regimiento
bávaro acampado justo fuera de los
límites de la ciudad, que pasaba el
tiempo tocando un concierto de banda.
Aquel mismo día los miembros del
Florilegio vieron pasar por el Bois al
grueso de las fuerzas republicanas que
iban a ocupar París. Las mandaba un
oficial montado de rostro severo y
cuerpo erguido que, según dijo Yount,
«parecía tan marcial como el general
Lee» y a quien LeVie identificó como el
maréchal MacMahon.
El sábado, 27 de mayo, los versalleses
arrollaron la última barricada
communarde de París —en la rue
Ramponeau, entre la altura de Chaumont
y el cementerio de Pére Lachaise— y
vieron que era defendida por un solo
hombre. Sin embargo, la compañía del
Florilegio aún podía oír fuego de armas
pequeñas, ráfagas esporádicas y
disparos aislados desde todas las partes
de la ciudad, y desde la parte este,
descargas regulares de fusil a intervalos
fijos de unos cinco minutos.
—¿Qué puede ser eso? —preguntó
alguien.
—Yo diría que piquetes de
ejecución —contestó Edge—. Los otros
disparos deben de ser brigadas que
persiguen a los últimos combatientes,
aunque no puedo creer que haya tantos
communards escondidos y resistiendo.
Esto lo explicó Monsieur Nadar
cuatro días después, cuando hizo la
primera excursión al recinto circense
desde el comienzo de la invasión. Iba
otra vez vestido con elegancia, desde el
sombrero de seda a polainas de gamuza,
y volvía a llevar el monóculo y un
bastón que hacía girar garbosamente. Y,
como de costumbre, pudo ofrecer una
versión chismosa y burlona de lo que
había ocurrido más allá del Bois.
—En efecto, eran piquetes de
ejecución, como usted supuso, coronel
Edge. En el Pére Lachaise hay un muro
admirablemente adecuado para este fin.
Y los otros disparos frecuentes que
todavía oyen son, como también ha
supuesto, los de soldados provincianos
vengativos que quieren apagar la última
chispa de la Commune… y, hélàs,
muchas otras chispas. Han ordenado a
casi todos los habitantes de la ciudad
que se presenten para el interrogatorio y
la inspección (incluyendo a mi augusta
persona y a la formidable Madame
Nadar, ¿puede usted imaginarlo?) y han
fusilado a todos los hombres que
llevasen cualquier fragmento de un
uniforme de la Garde Nationale, incluso
botas militares que podían haber sido
inocentemente requisadas, y a todas las
mujeres sorprendidas con una cerilla o
una caja de allumettes, porque podían
haber sido pétroleuses. Ahora los
versalleses recorren los hospitales
militares, empezando por un extremo de
cada sala y cruzándola mientras dan el
coup de grâce a todos los pacientes de
los lechos, heridos communards y
alemanes por igual. Zut alors, hay que
ver cómo gozan los rústicos de su visita
a la metrópoli.
—Lo dicho, todos son unos
bastardos crueles —volvió a gruñir
Yount.
—Ah, bueno, son los gajes de la
guerra —suspiró Florian.
—Mais non, ami —dijo Nadar—,
monsieur Terremoto tiene razón. Estoy
avergonzado de mis compatriotas. Se lo
explicaré. Cuando el procureur Rigault
fue a las barricadas, fue capturado por
una patrulla de versalleses. Como
oficial, y además anónimo, podrían
haberle hecho sólo prisionero de guerra.
Sin embargo, declaró con desafío su
identidad y le dispararon
instantáneamente a la cabeza, dejando
luego su cuerpo tirado en la calle. El
monstruo lo tenía bien merecido, Dios lo
sabe, pero al menos demostró valor y
decisión. Cuando la patrulla siguió su
camino, los habitantes del barrio
salieron de sus escondites para patear y
escupir al cadáver. Y se trataba de los
propios vecinos de Rigault, de su misma
clase trabajadora, de los que antes
habían alardeado del muchacho del
barrio que había llegado lejos y habían
aprobado sus numerosas fechorías
mientras desempeñaba su cargo. Merde
et plus de merde!
—Pero ahora la Commune ha dejado
de existir —dijo Florian—. Se ha
borrado esa mancha del escudo de
Francia.
—La Commune se ha acabado, oui,
pero la mancha puede tardar mucho
tiempo en borrarse —replicó Nadar—.
La Commune ha durado setenta y dos
días y, según mi estimación, durante este
tiempo ha segado las vidas de unos
quinientos parisienses. Ahora los
versalleses han hecho unos cincuenta mil
prisioneros. El bueno y decente
maréchal MacMahon los transportaría a
todos a Nouvelle Caledonie para que
pasaran el resto de sus vidas hirviendo
cocos para hacer copra. Pero
MacMahon es incapaz de controlar la
matanza indiscriminada de sus soldados
porque el enfurecido Thiers los incita a
ella. Este tributo puede ascender a
veinte mil bajas. Una cantidad de sangre
cuatro veces mayor que la derramada en
el episodio anterior más vergonzoso de
París, el Terror de hace ochenta años.
Edge hizo una mueca de aversión,
pero dijo:
—Bueno, si usted se siente lo
bastante seguro para pasear como un
boulevardier, Monsieur Nadar, creo que
yo también iré a dar un vistazo al centro
de la ciudad.
—Ah, desde luego hay mucho que
ver. Incluso las nuevas ruinas son
pintorescas. Los escombros de las
Tullerías, del Hôtel de Ville… las
piedras ya no son sólo del color de la
piedra. El petróleo que las quemó les ha
prestado un bello barniz. Rojo, verde,
azul. No obstante, coronel Edge, yo le
aconsejaría que no se aventurase a salir
por el momento. No debería salir nadie
que no hable un francés impecable y que
no pueda demostrar de modo
incontrovertible que es francés y un
firme partidario del presidente Thiers.
—Sí, quédate aquí, Zachary —dijo
Florian—. Yo puedo simular que soy
francés e hipócrita de una manera más
plausible. Saldré y calibraré el estado
de ánimo del populacho. —Hizo una
pausa y miró a sus jefes congregados a
su alrededor—. Pero mientras tanto no
hay nada que nos impida ensayar y
preparar de nuevo el espectáculo. París
deseará… no, necesitará alguna clase
de recreo cuando esta larga pesadilla
toque a su fin. Para celebrar la
liberación de la ciudad, para curar las
heridas de la lucha fratricida, para
encauzar a la gente hacia la normalidad.
¡Sí! Abriremos de nuevo el primer día
que sea factible.
Hizo una seña a Stitches Goesle,
cogió un pedazo de papel y su trozo de
rotulador y se puso a dibujar.
—Maestro velero, di a tus hombres
que empiecen a pintar carteles. Como
éste, anunciando un gran desfile de la
victoria del Floreciente Florilegio de
Florian. Tantos como puedan pintar tus
eslovacos. Después irán a fijarlos por la
ciudad en el primer momento oportuno.
—Bien, bien, director —dijo
Goesle, observando el dibujo.
—Ah, l’optimiste —murmuró Nadar
con una sonrisa—. Eternellement
l’optimiste.
Pero Fitzfarris observó:
—Director, ¿no es esto un poco
prematuro? ¿Cómo saber si esta
pesadilla está a punto de terminar? Por
Dios, es el cuarto gobierno que vemos
desde que llegamos aquí. ¿Qué le induce
a pensar que será el último o que París
volverá a ser normal algún día?
—Llámalo intuición de un veterano
del circo, sir John —respondió Florian
—. Sé que la ciudad estará pronto
madura para el circo, lo presiento.
Ahora ve a ver si todos tus fenómenos y
monstruos están listos para desfilar. La
princesa Brunilda ha tenido accesos de
náuseas matutinas, pero ahora ya debe
de haber superado ese período del
embarazo. Averígualo, pero te ruego que
lo hagas con delicadeza.
Fitz replicó con altanería:
—¿Desde cuándo no soy
considerado con todo el mundo? —Y se
alejó a grandes zancadas hacia la tienda
del anexo.
Florian continuó, volviéndose hacia
Beck:
—Director de orquesta, ve a reunir a
tus músicos. Enséñales algunas marchas
triunfales políticamente neutrales. Quizá
el Garry Owen… Marchando a través
de Georgia…
—Jawohl, herr gouverneur.
—Y tú, coronel Ramrod, ¿te
ocuparás de los otros en mi ausencia?
Di a Abdullah y sus ayudantes que
almohacen y engalanen a los animales
para la cabalgata. Di a tus artistas que se
cambien y se aseguren de que su traje no
necesita una revisión de la modista.
—Está bien, director.
—Eh bien —terció Nadar—. Veo
que todo ha vuelto a la normalidad aquí.
Y espero con impaciencia, messieurs,
verles a todos en grande tenue cuando
llegue ese gran día de la cabalgata.
Continuó charlando a Florian cuando
se marcharon juntos:
—Debo decirle, mon vieux, que
incluso ser francés no ha ofrecido cierta
garantía de seguridad en estos últimos
tiempos. Lamento comunicarle que uno
de los últimos hombres muertos en las
barricadas ha sido el viejo y querido
maître Auber. Pobre Daniel, las largas
privaciones habían afectado gravemente
su cerebro, que al final le falló, y en su
desvarío corrió a participar en la lucha
de la rue Saint-Georges. ¿Se imagina a
un francés apuntando con un rifle a aquel
frágil y anciano caballero de melena
blanca? Sin embargo, esto fue lo que
ocurrió. En cambio, algunos traidores
franceses han eludido a los vengadores.
El pintor communard Courbet, el
abominable Paul Verlaine se
escabulleron de la ciudad y se pusieron
a salvo. Hélàs, siempre mueren los
mejores…

En el patio posterior del circo, Pemjean


dijo a Edge cuando salió del remolque
que compartía con Lunes luciendo su
disfraz rojo de Démon Débonnaire:
—Monsieur le directeur, ¿podría
excusar a Mademoiselle Cendrillon de
esta revista de la compañía? Se siente
ligeramente indisposée.
—Espero que no sea nada grave.
Nada que tenga que ver con su espalda
o…
—Creo que no le duele nada
específico. Según sus palabras, sólo se
siente mal acerca de algo y desea estar
sola.
—Vaya por Dios. Ya vuelve a hacer
de Maggie Hag —murmuró Edge.
—Comment?
—Nada, nada. Vamos a ver cómo
están tus animales.
En la tienda de la ménagerie,
Hannibal parecía inquieto.
—Mas’ Zack, señor Demonio, creo
que nuestros animales han visto un
fantasma. Los gatos pasean por las
jaulas, incluso el viejo Maximus. Los
caballos relinchan y hacen cosas
extrañas, incluso las cebras. Y mire a
los elefantes.
Los dos elefantes tenían los ojos
cerrados y emitían un ruido semejante a
un zumbido bajo y pensativo mientras se
balanceaban al unísono de izquierda a
derecha, con las trompas oscilando de
un lado a otro. Edge no estaba seguro de
si se debía a una emanación de la
inquietud de los animales o a una
premonición del tipo de las de Maggie,
pero los pelos de la nuca se le pusieron
de punta. Aun así, para no alarmar a
Hannibal, se limitó a preguntar:
—¿Estás seguro de que nadie ha
echado en su comida un poco de hierba
loca o consuelda o algo parecido?
—No, señor, mas’ Zack. Estos
animales no están drogados ni enfermos,
sino espantados. Nunca los he visto así.
Tengo miedo de tocarlos con el cepillo.
—Está bien, Abdullah, déjalos.
Pediré al director que les eche una
mirada cuando vuelva. Entretanto, tú y
tus chicos manteneos alerta. Haced
guardia toda la noche, por turnos. Y
avísame en seguida si su inquietud va en
aumento.
La compañía dedicó el resto del día
a los ensayos y prácticas, a repasar sus
trajes, accesorios y aparatos y dar a Ioan
o Stitches algunas prendas para su
reforma o reparación. Al atardecer,
cuando izaron la bandera, todos se
dirigieron a la cocina para cenar y
después se retiraron a sus remolques,
carromatos o tiendas. Florian no regresó
hasta mucho después de anochecer. Al
encontrar el recinto tranquilo, oscuro y
casi desierto, decidió por lo visto no
hacer su habitual ronda de inspección y
fue directamente a su propio remolque.
Edge se asomó varias veces a la tienda
de la ménagerie y como los animales
seguían despiertos y nerviosos, pero
nada más, no creyó necesario molestar
por ello a Florian. Dejó de guardia a un
eslovaco y se fue a la cama.
Pero al día siguiente tanto él como
los otros miembros de la compañía
fueron despertados —o sobresaltados en
su sueño— por un ruido más horrendo
que todos los emitidos jamás por el
órgano de vapor. Se componía de
trompetazos de los elefantes, rugidos de
los felinos, gritos de las hienas,
relinchos de los caballos, gruñidos de
los osos e incluso de los silbidos que
podían proferir los avestruces. Hizo
precipitar a los hombres hacia la
ménagerie, la mayoría en ropa interior,
mientras casi todas las mujeres de la
compañía se asomaban extrañadas a las
ventanas y puertas de sus vehículos. En
la tienda de la ménagerie, el guarda
eslovaco había corrido al exterior y
permanecía allí, con los ojos
desorbitados, señalando la tienda y
farfullando palabras incoherentes. Sin
embargo, cuando los hombres
irrumpieron en el interior, todos los
animales ya habían enmudecido.
Algunos mordisqueaban heno o restos de
otros alimentos; los demás se disponían
por fin a dormir. Mientras los hombres
miraban a su alrededor, observando a
los animales con perplejidad y
murmurando maldiciones, se
sobresaltaron una vez más al oír la voz
de una mujer que gritaba:
—¡Florian! ¡Oh, Dios mío! ¡Florian!
Y todos volvieron a salir en tropel al
patio posterior.

—Volvió tarde —dijo Daphne a toda la


compañía reunida, después de que las
otras mujeres la hubiesen consolado y
calmado un poco—. Había cenado con
Nadar en la ciudad. Estaba cansado, así
que… nos fuimos a la cama. Pero
dormía mal. —Daphne hizo ruido con la
nariz y se sonó con un pañuelo—. Yo
suponía que hablaba en sueños… hasta
que me incorporé para mirarle y vi que
tenía los ojos abiertos. Hablaba con
claridad, no con voz soñolienta. —Hizo
una breve pausa para recordar—.
Hablaba de personas… no, no de
ellas… sino dirigiéndose a ellas.
Personas anteriores a mi incorporación
al espectáculo. Solitaire, Pimienta y
Hotspur. Y otros nombres que yo no
había oído nunca, como Zip Coon y
Billy el Kink… si le he entendido
bien…
Pronunció estos nombres en tono
inquisitivo, mirando a los demás. Clover
Lee y Hannibal Tyree asintieron,
incapaces de hablar.
—Al final me quedé dormida, así
que no sé si él se durmió o no. Pero
cuando me he despertado esta mañana,
ya se había levantado y se estaba
vistiendo, poniéndose su traje de pista
más elegante. Se… se ha inclinado para
darme un, beso, luego se ha puesto la
chistera gris y le ha dado una buena
palmada. Ha abierto la puerta… y he
visto que hacía un día espléndido…
De nuevo hizo una pausa, se secó los
ojos con el pañuelo y tragó varias veces
antes de poder continuar:
—Bueno… algunos debéis de
haberle visto de pie allí. Ha abierto los
brazos, como para agarrar… o abrazar
al día. Entonces ha desaparecido… y ha
estallado aquel espantoso ruido de los
animales. He saltado a la puerta… y le
he visto tendido al pie de los escalones.
—Se apretó el pañuelo contra los labios
para detener su temblor—. Entonces…
habéis venido algunos… y le habéis
traído de nuevo adentro…
—Obie —dijo Edge—, coge el
carruaje y ve a buscar a un médico.
Yount contestó en voz baja:
—Zack, el señor Florian ha muerto.
Ningún médico puede…
—Ya sé que ha muerto, maldita sea.
Quiero saber de qué ha muerto. Ve a
buscar a aquel doctor Tonnelier que
trató a Lunes Simms. En el hospital
Marmottan. No está lejos.
—Zachary —dijo Pemjean, también
en voz baja—. Era un médico de los
huesos. No sabrá…
—Era un buen médico. Será
suficiente. Ve con Obie y enséñale el
camino.

—Ha sido lo que ustedes llaman en


inglés un toque, monsieur Edge —dijo
Tonnelier—, que en inglés es la
abreviación de «un toque de la mano de
Dios». O, para emplear la jerga médica,
una hemorragia intercraneal, la rotura de
un vaso sanguíneo del cerebro. La… la
hinchazón y el color púrpura de la
cabeza son signos suficientes para el
diagnóstico y no es necesaria la autopsia
para confirmarlo. Concuerda además
con lo que usted me dijo de sus recientes
fallos de memoria y confusiones
ocasionales. Y puede llamarse con
propiedad un toque de la mano de Dios,
porque ha sido instantáneo.
—¿Sin dolor?
—Esto no se puede asegurar. El
médico más sabio del mundo no lo sabrá
hasta que él mismo sufra un ataque
semejante. Pero rápida y
misericordiosamente, sí. Monsieur
Florian se ha ahorrado el gradual
debilitamiento de la mente o
incapacitación del cuerpo, lo cual habría
sucedido si la hemorragia hubiera
continuado en un goteo lento. Así, pues,
alégrese por su amigo y limítese a darle
la intimidad y decencia de un féretro
cerrado en el funeral. Así ninguno de
quienes le lloran le recordará de otro
modo que como era en vida. Un anciano
muy apuesto, creo recordar. ¿Desea que
firme el certificado de defunción? Lo
necesitará, además de muchas otras
cosas, para las formalidades del
entierro.
—No se moleste, doctor. Nos
ocuparemos de las formalidades sin
intervención de la autoridad.
—Monsieur Edge, de acuerdo con
mi licencia para ejercer, debo protestar
y deplorar cualquier procedimiento
irregular o extraordinario, pero, qué
diablos, como dicen ustedes en inglés.
Vivimos, y morimos, en tiempos
extraordinarios, n’est-ce pas?
—Y el muerto era un hombre
extraordinario. Gracias, doctor.
—¿Puedo hacer algo más? Ya he
dado un vistazo a la joven que, ejem,
estaba en su compañía en el momento de
la muerte. Sobrevivirá a la experiencia;
es inglesa. Beaucoup de sang-froid.
—Bueno… me gustaría su opinión
profesional acerca de una cosa. Florian
no parecía sospechar que estaba a punto
de morir. Por lo menos, no iba de un
lado a otro pronunciando últimas
palabras memorables.
—Invente algunas, entonces. Era un
artista y todos los artistas deben tener su
frase al caer el telón.
—Me atrevo a decir que la leyenda
le atribuirá muchas. Lo que quiero
preguntarle es… los animales parecían
esperar su muerte. Y también una de
nuéstras artistas más jóvenes. ¿Es esto
posible?
—Hay más cosas en el cielo y en la
tierra, Horacio, de las que el médico
más sabio podrá comprender jamás.
Pero los animales inferiores, y por
supuesto esto incluye a las hembras de
nuestra propia especie, están más cerca
de la naturaleza que usted y yo,
monsieur. No veo nada imposible en
que sus instintos los avisaran de la
pérdida inminente de alguien próximo y
querido. Sin embargo, yo soy francés.
Debe usted resolver el prodigio de
acuerdo con sus propias luces.

—¿No enterrar al Herr gouverneur en un


cementerio como ser debido? —
exclamó, horrorizado, Beck—. Pero,
Herr Direktor, ¡él no ser un artista
cualquiera! Tú pensar. En el cementerio
de Montmartre yacer Heine, en el Pére
Lachaise yacer Abélard y Héloise. ¡Allí
él tener una compañía distinguida!
—Vamos, Bum-bum —replicó Edge
—, sabes muy bien que si Florian fuese
enterrado en otro lugar que bajo su
propia pista, su espíritu rondaría a todos
los circos de la tierra, desde aquí hasta
el otro mundo. Ve a decir a Elemér que
elija algunas piezas de címbalo bonitas
y suaves para tocar durante el servicio.
Y, Stitches, ¿quieres hacer una mortaja
de lona? Usa un trozo de nuestra pared
lateral rayada; a él le gustaría. Y luego
prepara sus sermones mientras yo me
ocupo de amortajarlo.
—En seguida. ¿De qué religión era
el director?
—Lo sé tanto como tú. O bien no
reconocía a ninguna o las reconocía a
todas… y no me refiero solamente a las
cristianas. Lo único que sé con
seguridad es que era masón. ¿Existe una
ceremonia fúnebre masónica?
—Si existe, muchacho, me temo que
no la conozco.
—Bueno, pues haz un sermón no
confesional. Ya lo has hecho muchas
veces.
—Sí. ¿Y grabo una lápida para el
director?
—Podría ser adecuado, sí.
—¿Conoce sus fechas, entonces?
—Sólo la última. Nunca dijo cuándo
había nacido. Supongo que bastará su
nombre y el RIP.
—¿Y cuál era su nombre? Completo,
quiero decir.
Edge se quedó perplejo.
—Vaya, maldita sea. —Al cabo de
un momento se rió—. En más de seis
años nunca me he preguntado siquiera si
Florian era su nombre de pila o su
apellido. Preguntaremos a Clover Lee y
Hannibal. Han estado con él más tiempo
que nadie, excepto tal vez Jules
Rouleau.
Sin embargo, Clover Lee expresó la
misma perplejidad. Sólo entornó sus
enrojecidos ojos y dijo, entre sollozos:
—¿No es extraño pensarlo? Jamás le
llamamos de otro modo que mister
Florian.
Hannibal, cuyos ojos casi sangraban,
sugirió:
—¿Y si mister fuera su nombre de
pila?
—Esperad —dijo Clover Lee—,
debe constar en su salvoconducto, o en
su pasaporte.
—Pero sólo Dios sabe dónde están
—respondió Edge—. Es probable que
todos nuestros documentos se quemaran
durante el incendio de la Prefectura
Central. Ya he registrado el furgón rojo
y allí no hay ninguna información.
¿Sabéis? Esto es algo prodigioso cuando
se piensa. Florian era único en todo.
Cualquier otro miembro de este
espectáculo tiene dos o tres nombres de
pista, además de los verdaderos, y él
nunca ha tenido siquiera un nombre
completo.
Goesle preguntó:
—¿Entonces grabo sólo «Florian»
en la lápida?
—Olvida la lápida, Stitches. De
todos modos no duraría mucho después
de nuestra marcha. Y justo fuera del
recinto hay ese pequeño hito de piedra
donde se elevó el primer aeronauta. Si
alguno de nosotros vuelve alguna vez
aquí y quiere rendir un homenaje a
Florian, no nos costará ningún trabajo
encontrar su lugar de reposo.

Todos los miembros de la compañía


llevaban su traje de pista cuando se
congregaron en torno a la tumba cavada
en la arena y los montones de tierra y
serrín que la rodeaban. Los artistas
lucían sus amplios —o breves— trajes
de lentejuelas, los músicos iban de
uniforme y los peones llevaban sus
mejores monos negros. Abdullah y el
Démon Débonnaire habían conducido a
la carpa a toda la ménagerie, tanto los
animales libres como los enjaulados,
incluso el coq de bruyère. Los caballos
de pista, Brutus y César llevaban sus
jaeces y adornos y todos los animales
permanecían silenciosos y bien
educados como si reconocieran la
solemnidad de la ocasión. Aunque era
media tarde, Stitches y sus hombres
habían encendido todas las luces de
carburo y ahora uno de los eslovacos
encendió el foco de la puerta trasera de
la tienda para iluminar la entrada de los
dos caballos de tiro, conducidos por el
coronel Ramrod, que arrastraban uno de
los tanques rodados del generador de
Beck convertido en catafalco. El cuerpo,
envuelto en la llamativa lona blanca y
verde, yacía en un jergón sobre la
superficie plana. El foco siguió su lento
avance hacia la pista, mientras a un lado
Elemér Gombocz tocaba suavemente en
su címbalo los trinos de la Träumerei.
Cuando colocaron el catafalco junto
a la tumba abierta, los artistas y peones
pasaron en fila para despedirse de
Florian. Algunos murmuraron algo en
voz baja, otros no pudieron decir casi
nada y otros hablaron en tono lo bastante
alto para ser oídos.
—Director —dijo sir John—, le
envidio los milagros y maravillas
celestiales que tiene ahora… para
anunciar a los patanes celestiales.
Adiós, viejo amigo.
—Querido Florian —dijo la
princesa Brunilda—, fue usted la
primera persona que me hizo sentir
realmente una princesa. Dasvidánya,
mílyi drug. —Y Kostchei el Inmortal se
hizo eco de estas palabras.
—Istenhozzád, barát Florian —dijo
la enana Tücsók, y Elemér y los
hermanos Jászi dijeron lo mismo.
—Sbohem, Nadrzízeny —dijo Banat
y los otros eslovacos y el Kesperle
repitieron sus palabras.
—Jairete, Kyvernitis Florian —dijo
Meli la Medusa.
—Addio… ed arrivederci, caro
Florian —dijo la Emeraldina.
—Voi ruga, Florian mosneag —dijo
la modista Ioan.
—Glückliche Reise, Freund
Florian…
—Adieu, ami, et bon voyage…
—Taraf, mas’ sahib, taraf —dijo
Abdullah. Entonces se volvió, llorando,
para explicar a los que no lo sabían—:
Taraf ser lenguaje de elefante.
Significa… vuelve.
Clover Lee no dijo un adiós audible
a Florian, sino que arrancó un par de
lentejuelas de sus leotardos y las colocó
sobre la cabeza de la mortaja, donde
centellearon alegremente bajo la luz del
foco.
Cuando todos hubieron pasado,
Goesle se colocó junto al camastro, bajó
la cabeza, cruzó las manos, cerró los
ojos, esperó a que los otros hicieran lo
mismo y dijo:
—Aquí estamos de nuevo, Señor.
Esta vez hemos venido para decirte que
nuestro amigo y compañero Florian
acaba de desmontar su tienda. Ha
emprendido el largo camino al recinto
final de su itinerario. Tú sabes, Señor,
que lo último que Florian hizo en esta
tierra fue abrir los brazos para abrazar
el último día con que le bendijiste. Un
hombre así, Señor, no necesita
recomendaciones, ni siquiera ante el
Todopoderoso. Pero cuando llegue allí,
Señor, siéntate de vez en cuando a
charlar largo y tendido con Florian.
Somos conscientes, por supuesto, de que
eres Director del circo mayor de todos,
ya que el tuyo es este mundo, lleno de
artistas, comediantes, juglares,
acróbatas, bailarines de la cuerda floja,
hombres forzudos, charlatanes, músicos,
monstruos, peones, dueños de barracas,
camorristas y estafadores y todas las
clases de animales existentes… todos
los cuales saltan alrededor de tu pista
redonda o llenan tu espaciosa avenida o
se reúnen en tus inmensos pabellones.
Tal vez, Señor, comparado con la
inmensidad de ese circo, este de Florian
parece un espectáculo de tres al cuarto.
No obstante, Florian puede contarte una
o dos cosas, Señor, y no sólo chismes de
circo y cuentos increíbles y chistes
obscenos… aunque seguramente te
divertirá oírlos. Puede darte además, de
vez en cuando, algunos consejos útiles
que te ayudarán a conseguir que tus
artistas y peones trabajen al máximo de
su capacidad… y sean felices
trabajando… sin dejar de amar nunca a
su Director… Amén.
Goesle empezó a levantar la cabeza,
volvió a bajarla y añadió:
—Maldita sea, Señor, por poco me
olvido. Deseamos pedirte un pequeño
favor para nuestro amigo. Cuando se
acerque a las Puertas del Cielo, di a san
Pedro que las abra de par en par, para
que Florian pueda entrar con elegancia.
Permítele desfilar, Señor.
Mientras Stitches hablaba, un par de
eslovacos ataron con discreción unas
cuerdas al camastro de Florian. Ahora
tiraron de otra cuerda y el camastro fue
izado por la botavara, guiado
suavemente hacia la tumba abierta y
bajado hasta ella con lentitud. Por
primera vez durante la ceremonia, el
coronel Ramrod se adelantó, cogió un
puñado de serrín —no tierra—, lo
esparció sobre la mortaja verde y blanca
y con voz ronca y entrecortada
pronunció las últimas palabras:
—Saltavit… Placuit… Mortuus
est…
Y varios artistas susurraron la
traducción a otros:
—Bailó. Complació. Ha muerto.
—Si pudierais dedicarme vuestra
atención —dijo Edge mientras los
eslovacos llenaban en silencio la tumba
y nivelaban el serrín que la cubría—
mientras todos estamos aquí reunidos…
o casi todos. Herr Lothar, supongo que
puedes votar en nombre de Monsieur
Roulette, y tú, Hacedor de Terremotos,
puedes hacerlo por Miss Eel. En
cualquier caso, decidamos qué vamos a
hacer ahora. Tengo algunas ideas que me
gustaría exponer, pero quizá votéis en
contra de ellas, así que… los que
entiendan mi inglés, que traduzcan mis
palabras a los otros, por favor.
Esperó a que todos estuvieran
debidamente atentos.
—Bien, he echado un vistazo a la
caja de la oficina y a todos los papeles,
libros y ficheros de Florian. Aún no he
tenido oportunidad de abrir la caja que
guardamos bajo la jaula de Maximus,
pero en cuanto lo haya hecho podré
deciros el estado de nuestras finanzas
hasta el último penique. Lo que sí puedo
decir ahora mismo es que Florian no ha
dejado ninguna clase de testamento o
última voluntad para indicar sus deseos
en relación con el Florilegio. Imagino,
por lo tanto, que lo más justo es que
todos, incluyendo a los peones, reciban
partes iguales de todo cuanto tenemos.
Si alguno de vosotros piensa que las
partes tendrían que hacerse de acuerdo
con la categoría o la veteranía en el
espectáculo, puede decirlo y lo
someteremos a votación, pero os ruego
que dejéis las objeciones para cuando
haya terminado de hablar.
Nadie dijo nada, pero todos le
miraban fijamente… y de un modo
extraño, en su opinión.
—Si nadie se opone, cada uno de
nosotros conservará todo lo suyo o lo
que ha formado parte de su número:
remolques, caballos de tiro, accesorios,
aparatos, trajes y animales. Todo lo
demás se repartirá: el dinero en
efectivo, más lo que puedan valer en el
mercado las otras propiedades, como
los animales de la ménagerie, la lona,
los postes, las graderías y luces, los
carromatos, etcétera. Creo probable que
los otros circos de París quieran
renovarse y surtirse de nuevo a toda
prisa, así que tal vez nos lo comprarían
todo a buen precio. Y esto me lleva a
otra cuestión. Algunos de vosotros
podéis haber pensado ya en solicitar un
empleo en otros circos europeos. Pero
los circos de París también necesitarán
nuevos números y artistas, así que
aprovecharán ansiosos la oportunidad
de firmar… ¿Qué ocurre?
Se había dado cuenta de los
crecientes murmullos y gruñidos entre
sus oyentes.
—¿Que qué ocurre? —gritó Clover
Lee—. ¡Estás hablando de desmantelar y
vender el Florilegio de Florian!
Se oyeron otros gritos similares en
varias lenguas y diversos grados de
desaprobación.
—Bueno, maldita sea —dijo Edge
—, no podemos largarnos y dejarlo.
Más gritos y diversas versiones de
«¿Quién se larga?».
—Entonces, ¿qué…? —intentó decir
Edge, pero Fitz le interrumpió.
—Zack, me parece que nadie tiene
intención de echar a correr y nadie va a
convencerlos para que lo hagan.
Apostaría algo a que si nos pides que
levantemos la mano, se levantarían
todas, incluyendo herraduras y patas.
—Sir John, todo esto es muy bonito
y leal, pero, ¿quién va a poner los
salarios en esas manos? ¿Y comida en
esas…?
—El mismo que ha pagado siempre
—contestó Nella—. Il Florilegio.
—Si es una cuestión de dinero,
Gospodín Zachary —intervino la giganta
—, me haría muy feliz…
—Yo también podría ayudar —
terció Clover Lee de Lareinty.
—Escuchadme todos —dijo Edge
con paciencia—. Ya os he dicho que
Florian no ha dejado ninguna
disposición para el Florilegio. Ni
siquiera tenía familia a la que podamos
buscar para endosárselo. Nadie posee
este estab…
Los gritos ahogaron su voz:
—¡Nosotros somos la familia!
¡Nosotros lo poseemos!
—Nuestra propia pequeña
Commune, ¿verdad? —dijo Edge—. Ya
habéis visto el desastre que ha
organizado la anterior.
Más gritos:
«¡Nada de Commune!» «Zum Teufel
mit jedem Kommune!» «¡Elijamos un
gobierno!» «Oui, plébiscite!»
—Oh, diablos, coronel Zack. —La
voz atronadora de Yount se impuso
sobre todas las otras—. No puede estar
más claro. Cuando el comandante de una
tropa cae en el campo de batalla, el
segundo jefe toma el mando. Y tú has
sido el segundo jefe de Florian durante
muchísimo tiempo.
—Sólo que esto no es el ejército,
sargento. Es… una isla flotante, poblada
por civiles. Y los civiles no toleran bien
que se les imponga la ley marcial.
—No es preciso que sea marcial ni
es preciso imponerla —dijo Jörg Pfeifer
—. Has hablado de votar, director. Sehr
wohl, si votamos a favor de que ocupes
el lugar de Florian, ¿lo harás?
Edge pareció titubear y Daphne tomó
la palabra.
—No pretendo ser la viuda de
Florian, pero era su confidante y sé que
habría querido que continuaras, Zachary.
Y tú también lo quieres.
—No estoy seguro de saber hacerla,
Daphne. ¿Quién diablos puede aspirar a
sustituir a Florian?
—¡Debe hacerlo, mister Zack! —
instó Lunes—. De lo contrario nunca
más podré montar a caballo.
Hannibal se sumó al coro:
—¡Debe hacerlo, mas’ Zack! No
puede abandonar a los americanos en
esta tierra extranjera.
—No sé… —dijo Edge.
—¿Y qué hay de todos los carteles
pintados por mis muchachos? —
interrogó Goesle—. Para el gran desfile.
¿Es que hemos de romperlos?
—No sé… —repitió Edge.
—Un hombre valiente —terció la
pequeña Katalin— no debería tener
miedo de parecer inmodesto o directo.
Sólo consigue parecer tímido, coronel
Zachary, y ansioso de ser cortejado y
mimado. Deje eso para las mujeres.
Varias personas rieron y Edge las
imitó, aunque un poco a la fuerza.
—Permitidme —dijo Willi Lothar,
poniéndose en dos zancadas delante de
todos—. No hagamos ruborizar al
coronel. Zachary, ¿por qué no sales un
momento? El tiempo de explicar todo
esto a los que no hablan inglés, de
discutir los pros y los contras y someter
el asunto a una votación secreta. Alles in
Ordnung.
Edge se encogió de hombros,
resignándose a obedecer, y salió de la
carpa por la puerta principal. Fue
bastante más allá de la marquesina,
hasta que no pudo oír la discusión de
dentro, y paseó un poco mientras el
hermoso día tocaba a su fin. Encendió un
cigarrillo y ni siquiera lo había
terminado cuando Yount salió como
portavoz de los reunidos.
—¿Bien, Obie?
—¿Por qué lo preguntas? No tengo
que decirte que ha habido unanimidad.
—Yount llevaba en la mano la chistera
gris de Florian y se la alargó a Edge—.
Todos quieren que dirijas el
espectáculo. Como ha dicho el caballero
Fitzfarris, incluso las serpientes de Meli
habrían levantado la mano, si tuvieran
alguna.
Haciendo girar con respeto la
chistera en sus manos, sin ponérsela en
la cabeza, Edge contestó:
—No sé si seré capaz de hacerlo,
Obie.
—Al diablo con eso. Qué diantre, te
he visto aceptar cosas mucho más
duras… ¡Mira hacia allí! Vaya, ¿no es
esto una señal, Zack? ¡No puedes negar
que es una señal! ¡Vuelven los buenos
tiempos! —Entró en la carpa corriendo
y gritando—: ¡Eh, todo el mundo! ¡Salid
a mirar! ¡De prisa!
Todos se precipitaron a la avenida,
miraron hacia donde señalaba Yount y
exhalaron al unísono una gran
exclamación de extrañeza y bienvenida.
A gran altura sobre el verde follaje del
parque, brillante contra el cielo azul,
flotaba el globo bermellón y blanco del
Saratoga.
—Lieber Himmel! —exclamó Beck
—. Él encontrar un Gaswerk en alguna
parte…
—El bueno y querido Jules —
suspiró Clover Lee—. Ha vuelto en
cuanto ha pasado el peligro.
—Maldita sea —dijo Yount—. Me
pregunto si habrá recogido a Agnete y
ahora viene con ella…
—A tiempo para el desfile —
murmuró Domingo.
—El desfile, sí… —dijo Edge con
aire pensativo. Y en seguida,
animándose—: Está bien, amigos. Ya
que habéis votado en favor de continuar
el negocio, empecemos a trabajar.
Banat, envía a algunos hombres a coger
el cabo de amarre de Monsieur
Roulette. Se dispone a bajar y
probablemente ha perdido la práctica.
—Da, Pana Nadrzízeny.
—Meli, ¿quieres encender con Ioan
los fogones de la cocina? Monsieur
Roulette puede estar hambriento de un
buen yantar circense. Yo lo estoy.
—Amésos, Kyvernitis.
—Stitches, ¿qué dicen exactamente
esos carteles tuyos acerca del desfile?
—Tengo uno aquí mismo —
respondió Goesle, cogiéndolo de las
manos de un eslovaco y
desenrollándolo.
—Hum. «Estad atentos al inminente
desfile de la victoria». Qué diablos,
seamos más concretos. ¿Qué fecha es
hoy… primero de junio? Fijémoslo para
pasado mañana. —Escribió al final del
cartel: «SAMEDI, 3 JUIN» y se dio cuenta
de que utilizaba el viejo trozo de
rotulador que había encontrado en el
bolsillo del chaleco de Florian—. Di a
los muchachos que escriban esto en
todos los carteles con letras chillonas y
visibles.
—Sí, sí, director.

Domingo consiguió de algún modo


formular esta pregunta sin pararse a
tomar aliento:
—¿No crees que el propietario del
Floreciente Florilegio de Florian, Circo
Americano Confederado, Ménagerie y
Exposición Educacional en una sola
pieza, debería tener una esposa? —Y
entonces, rió, sin aliento.
—Florian no la tenía.
—Florian admitía haber tenido tres
esposas. Cuatro, si cuentas a Daphne. Y
apostaría algo a que fueron más. Sólo
que nunca se casó con ninguna de ellas.
Y no he dicho nada de casarnos. Nada
de solicitar certificados a monsieur le
Maire, nombrar testigos y todo eso. Sólo
ser marido y mujer.
Tras un silencio reflexivo, Edge
contestó:
—¿Te das cuenta… de que quizá no
volvamos nunca a casa?
—Virginia es sólo el lugar de donde
procedo. Durante una tercera parte de mi
vida, Zachary, mi hogar ha sido donde
estabas tú. Es el único hogar que
necesito. Y tenemos el resto del mundo a
donde ir, lugares donde no importa…
Él asintió con la cabeza.
—Recuerdo que Florian habló de
recorrer los Países Bajos. Y Egipto. Y
aún no hemos estado en la Grecia de
Meli. Ni en la España de la vieja
Maggie Hag ni en la Dinamarca de
Agnete.
—Ni en la Inglaterra de Daphne —
añadió Domingo y pensó al instante: «La
Inglaterra de Autumn», y deseó no
habérselo recordado, así que se
apresuró a decir con voz alegre—:
Bueno, ya es hora de vestirnos para el
desfile. El espectáculo es lo primero. En
cuanto a lo demás… tenemos el resto de
nuestras vidas para decidirlo.
—Sí. Nos limitaremos a… a
improvisar sobre la marcha. Hoy irás
conmigo en el carruaje. Vamos,
preparemos el desfile.

SALTAVERUNT

PLACUERUNT

MORTUI SUNT OMNES


Agradecimientos
Por la investigación básica,
asesoramiento técnico y otras clases de
ayuda este libro y yo estamos en deuda
con numerosas personas e instituciones:

Doctor Gyórgyi Berenyi, IBUSZ,


Budapest.
Jim Bonde, Marine World/África
USA, Redwood City, California.
Museo de Payasos y Circo, Viena.
Wylma Davis, bibliotecaria, Virginia
Military Institute.
Gloria Doyle, Baton Rouge,
Louisiana.
Donald Dryfoos, Donan Books,
Nueva York.
Peggy Hays, bibliotecaria,
Washington y Lee University.
Hester Holland, Linda Krantz y
Grace McCrowell, Rockbridge (Va.)
Regional Library.
Albert F. House, Circus Fans
Association of America.
Natalia Kusnetzova, conservadora,
Museo Estatal del Circo de Leningrado.
Don Marcks y su revista Circus
Report.
Jack Niblett, Oldbury, Warley, West
Midlands, Inglaterra.
Robert L. Parkinson, director, Circus
World Museum and Library, Baraboo,
Wisconsin.
Robert M. Pickral, M.D., Lexington,
Virginia.
Emanuela Radice, Roma.
Charles Sens, Library of Congress.
Alexei Sonin, director artístico,
Circo Estatal de Leningrado.
Doctor Mihály Szegedy-Maszák,
Instituto de Estudios Literarios,
Academia Húngara de Ciencias.
Gordon Van Ness III, Universidad de
Carolina del Sur.

… y en especial a mi intrépida
intérprete en la URSS, Zoia Belyakova,
que tuvo que sufrir los rigores de mi
visita a Rusia durante una etapa
extraordinariamente frígida de las
relaciones soviético-esta-dounidenses.

Por la experiencia real, tradición,


instrucción, acción y aventura bajo la
gran carpa, en la pista, en el camino y
entre bastidores, debo gratitud, y más
que gratitud a:

Jim Roller, Elaine Roller, artistas y


equipo del Roller Brothers Circus of
Arkansas.
John Pugh, Renée Storey, artistas y
equipo del Clyde Beatty-Cole Brothers
Circus of Florida.
Hellmuth Schramek, artistas (en
especial Banda Vidane) y equipo del
Circo Krone de Munich.
Louis Knie del Circo Knie de Suiza.
Artistas y equipo del Elfi
Althoff-Jacobi’s Österreichischer
National-Circus.
Al pintoresco remanente ambulante
del antes magno Circo Renz de Berlín.
Artistas y equipo del Circo Ambulante
Dumas de Francia.
Escuela Española de Equitación de
Viena.
Artistas y equipo del Fövárosi
Nagycirkusz de Budapest.
Artistas y equipo del Circo Estatal
de Leningrado.
Conservadores y docentes que me
permitieron el acceso a los Salones del
Tesoro, comprensiblemente restringidos,
del Hermitage de Leningrado. Artistas y
equipo del Circo Ambulante Mayak de
la URSS.
Rinaldo Orfei, Cristina Orfei,
Freddy y Jackie Bovill, Peter y Sue
Motley, Rae Dawn Stevens, Adriano y
todos los artistas y miembros del equipo
del Circo Orfei de Italia…

… con una reverencia especial,


profunda y enamorada a esa dama de
oro, la bella, dotada y gentil Liana
Orfei.
GARY JENNINGS, nació en Buena
Vista, en el estado norteamericano de
Virginia, en 1928. Después de trabajar
varios años en publicidad, se dedicó al
periodismo. Inició su carrera literaria
escribiendo obras destinadas a un
público infantil, que posteriormente
alternó con novelas para adultos. Entre
estas últimas destacan El viajero,
Lentejuelas, Raptor y The Lively Lives
of Quentin Mobey, publicada bajo el
seudónimo de Gabriel Quyth. También
ha escrito obras de lingüística.
Gary Jennings murió el Viernes 13 de
febrero de 1999 en Pompton Lakes, New
Jersey, a los 70 años de edad por una
insuficiencia cardíaca.
Notas
[1]Yankee Doodle, canción americana
considerada popularmente una melodía
nacional. (N. de la t.) <<
[2] Beaver (ingl.): castor. (N. de la t.) <<
[3]
Urraca Margarita Bruja. (N. de la t.)
<<
[4]
En español en el original. (N. de la t.)
<<
[5]
En español en el original. (N. de la t.)
<<
[6] «Pies de brea». (N. de la t.) <<
[7] (Ingl.) Vago, inconexo, esporádico.
(N. de la t.) <<
[8]
(Ingl.) A matter o’money. (N. de la t.)
<<
[9] Marmota es woodchuck en inglés,
literalmente «comedor de madera». (N.
de la t.) <<
[10] Juego de palabras. Holier, más
santa, también significa más agujereada.
(N. de la t.) <<
[11] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[12] Hamlet significa «caserío». (N. de la
t.) <<
[13] (Hol.) Suerte y salud. (N. de la t.) <<
[14](Hol.) Lo habitual se convierte en
costumbre. (N. de la t.) <<
[15] (Irl.) Niña, muchacha. (N. de la t.)
<<
[16] (Al.) ¡Señor Tuerto! (N. de la t.) <<
[17] Vieja canción escocesa. (N. de la t.)
<<
[18](Ingl.) Wheeler significa «fabricante
de ruedas». (N. de la t.) <<
[19]Las tres frases en cursiva en español
en el original. (N. de la t.) <<
[20]Juego de palabras: Grass widow
(viuda de hierba) significa mujer
separada. (N. de la t.) <<
[21]
Wurst (salchicha en alemán) y worse
(peor en inglés) suenan de forma
parecida. (N. de la t.) <<
[22] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[23] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[24]Medida de peso equivalente a 16,38
kg. (N. de la t.) <<
[25] Shit en inglés. (N. de la t.) <<
[26]Arshin, medida rusa equivalente a
0,71 m. (N. de la t.) <<
[27] Vershók, antigua medida rusa de
longitud (equivalente a 4,4 cm). (N. de
la t.) <<
[28]Pud, medida de peso equivalente a
16,38 k. (N. de la t.) <<
[29]Bee, abeja en inglés, se pronuncia
igual que la letra B. (N. de la t.) <<
[30]En inglés clover significa «trébol».
(N. de la t.) <<
[31] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[32] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[33] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[34] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[35] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[36] Guata. (N. de la t.) <<
[37] En español en el original. (N. de la
t.) <<
[nota] De WAIF para ePubLibre <<

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