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CUENTOS ECOLÓGICOS Y
MITOLÓGICOS
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LA LLEGADA DE PEGASO
—¡Ay! —se quejaron Thalló, Carpo y Auxó, sin soltar sus macetas de flores—. Nosotras
trabajamos para que las semillas broten, crezcan y fructifiquen; pero ellos, los hombres y sus
pesticidas, arrasan con todo.
—¡Cómo las entendemos! —habló Maia, una de las siete Pléyades—. Si hasta desde el
cielo vemos cómo los hombres destruyen lo que ellos llaman la capa de ozono; el Sol ya no
sabe cómo contener sus rayos para no seguir hiriendo a la Tierra...
—¡Aaaaaayyyy! —se oyó el suspiro de Atix, la oceánica.
—Ella está triste —cuchicheó Doris en el oído de Pegaso, que metía la cabeza entre sus
patas para escuchar la conversación—. Me contaba, la pobre, que los ríos que ha visitado ya no
tienen peces ni menos salmones que salten entre sus aguas.
—¡Pobres salmones!... —El débil murmullo de la ninfa reafirmó el comentario de Doris.
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—¡Alegría, alegría! —cantaron las tres
Gracias para levantar los ánimos de la
insólita reunión—. ¡No estamos aquí para
quejarnos, sino para ayudar: por la ecología,
debemos trabajar!
—¡Hiiiiiii!...
El relincho de Pegaso, junto con un
sonoro batir de alas que levantó la nieve y
dejó a las veintiuna mujeres blancas de pies a
cabeza, dio inicio a la segunda etapa de la
reunión.
—¡A organizarse, el tiempo apremia,
señoritas! Beban primero un sorbo de la
ambrosía que llevo en la vasija de oro oculta
en la tercera pluma de mi a la izquierda. Este
líquido de los dioses, que me entregó Apolo
en persona, les dará fuerza y calor,
entumecidas doncellas.
Las griegas se abalanzaron a beber el
delicioso elixir.
—¡Mmmm! Lo están haciendo cada día
mejor —dijo Carpo, una de las Horas, relamiéndose los labios.
—Juraría que Hera metió mano en su preparación —comentó una de las Pléyades con los
ojos semicerrados, mientras paladeaba en forma concienzuda.
Pegaso corcoveó impaciente, extendió sus alas y relinchó. Su belleza compitió en
majestuosidad con el imponente paisaje cordillerano.
—Ahora..., ¡cada cual a su tarea! —habló el caballo alado—. En doce meses más nos
reuniremos en el Polo Sur y ojalá todos podamos decir... ¡misión cumplida! Si me necesitan —
agregó—, sólo tendrán que llamarme tres veces, gritando al viento: ¡Evohé..., Evohé..., Evohé.-.
Tan fuerte gritó Pegaso que el eco, luego de retumbar en las cumbres, regresó a la Tierra
convertido en un rayo azul.
Las veintiuna griegas desaparecieron.
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Crisapelea aguardó, escondida tras un grueso tronco, a que las ninfas araucanas
terminaran su canto.
—¡Evohé! —saludó la ninfa, sólo una vez, para no hacer de su saludo un llamado a
Pegaso.
Las hamadríadas araucanas, sorprendidas, corrieron hacia la recién llegada.
—¡Crisapelea! ¡Qué pronto has venido! ¡Estamos tan asustadas! — exclamaron los
espíritus de las araucarias, mientras la abrazaban.
—Yo las veo muy contentas... —se extrañó la recién llegada.
—Es solamente por el agua del cielo que cantamos hoy —dijo Melianay.
—Mañana estaremos llorando —siguió una segunda ninfa, con voz temblorosa.
—En cuanto salga el sol, llegarán los hombres con sus hachas —gimió otra de flequillo
espeso—. Y tú sabes lo que eso significa...
—Sí, lo sé —respondió Crisapelea—; por eso estoy aquí. Tenemos toda la noche por
delante para imaginar cómo salvar el bosque... y a ustedes. Ya verán cómo encontraremos la
manera.
Y, uniéndose a sus hermanas, tomó ella misma la trutruca y comenzó a cantar una
canción griega. Sus hermanas reían, tratando de entender la letra, y bailaban.
Esa noche cesó la música, pero el murmullo de las ninfas se mantuvo hasta el amanecer.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de Sol se filtraron entre las aún
húmedas espinas de los árboles, el rugido de un animal mecánico se abrió paso en, el bosque.
Un enorme camión se detuvo en el mismo claro donde la noche anterior se habían reunido las
ninfas. Vario hombres provistos de hachas descendieron de la parte posterior del vehículo. Sus
toscas botas se hundieron en el suelo blando y, a una orden gritada, cada cual se dirigió a una
araucaria.
Fue entonces cuando, por arte de magia, tantas ninfas como árboles surgieron de los
troncos. Y ante los atónitos ojos de los hombres, se abrazaron cada una a su árbol con un
griterío agudo que era entre lamentos de niñas y cantos de pájaros.
Los leñadores quedaron paralizados.
¿Quiénes eran y de dónde habían salido aquellas mujeres tan bellas y extrañas?
—¿Serán espíritus de las indias muertas? —musitó un fornido hombre moreno, bajando
su hacha.
—Sí..., los araucanos defienden sus árboles —murmuró otro a su lado, con un repentino
escalofrío.
—Esto no me gusta nada —agregó un tercero, dando un paso hacia atrás.
Pero el jefe no estaba para misterios.
—¡Eh, señoritas! Este es un trabajo serio: por favor muévanse, porque durante la mañana
tenemos que dejar todos los árboles cortados.
Las hamadríadas, aún inmóviles y aferradas con todo su cuerpo a sus araucarias, no
respondían.
El murmullo entre los leñadores comenzó a crecer. Entonces el jefe enarboló su hacha y
dio un paso adelante.
—¡Por última vez les advierto: o se mueven o dejo caer el hacha!
El hombre levantó sus brazos, aferrando el mango del pesado utensilio y contó:
—Uno..., dos... y...
La ninfa frente a él ni siquiera suspiró. En cambio los demás hombres retrocedieron hacia
el camión, mientras gritaban:
—¡Patrón, no haga eso! ¿No ve que son aparecidas?
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—¿Aparecidas a mí? ¡Verán cuando dé el primer hachazo!, y ustedes... —vociferó,
mirando por sobre su hombro—, si no me imitan, están despedidos.
Varios de los hombres se persignaron; los otros se limitaban a observar.
—¡Tres! —el grito lleno de furia del patrón cayó junto con el hacha.
Un lamento que pareció nacer del corazón de las araucarias llenó el bosque.
El hacha, incrustada a un centímetro del hombro de Melianay, aún temblaba con la fuerza
del impacto. No así la ninfa que, lentamente, se volvió y clavó sus ojos en el hombre que había
tratado de matarla. Él, tan blanco como los hongos que habían nacido entre la humedad del
suelo, se estremeció y no pudo sostener la mirada. Dio media vuelta y, sin mirar ni una vez
hacia atrás, subió al camión y puso el motor en marcha. Los demás lo siguieron en el más
completo silencio. Pronto el mido del motor ya no se escuchó.
Por esta vez, el bosque de araucarias se había salvado.
¡SIRENA A ESTRIBOR!
Una brisa salada humedeció sus verdes cabellos, tan parecidos a las
olas, y Doris, la nereida, corrió por la arena, feliz como una niña. Cuando
oyó voces, buscó con rapidez un escondite. La roca, a sus espaldas, ofrecía
un buen lugar para no ser descubierta por el hombre y el niño que se
acercaban. Se deslizó rápida y, acurrucada contra la piedra, escuchó las
voces que reiniciaban el diálogo. ,
—¿Y por qué la pesca es tan mala, papá? ¿Cuándo regresarás como
antes, con el bote tan cargado que casi no te veías entre los peces? ¿Te
acuerdas cuando, después de venderlos, partíamos los tres al pueblo y,
mientras tú tomabas una cerveza, mi mamá y yo recorríamos el mercado?...
¿Y por qué...?
—Ya, hijo, ya —interrumpió seco el padre la retahíla de preguntas.
Caminó hacia el bote de madera varado en la playa y lo acarició pensativo.
—Pero... ¿por qué, papá? —insistió el niño.
—¡Por eso!
El índice acusador del hombre apuntó, a lo lejos, algo que parecía ser humo de la
chimenea de un barco.
Doris había escuchado sin perder detalle. Decidida, corrió hacia el agua y se zambulló de
cabeza en un perfecto piquero. El chasquido de su cuerpo contra las olas llamó la atención del
pescador y su hijo, pero sólo un revoloteo de espuma mostraba el lugar donde se había
sumergido la nereida.
Como un pez de largos cabellos la grácil ninfa descendía y descendía hacia el fondo del
océano. Bien lo sabía ella: eso que había mostrado el dedo del ombre no era otra cosa sino un
barco-fábrica, de aquellos que luego de pescar toneladas y toneladas de peces en las costas los
faenaban en sus bodegas. Y después repletaban sus freezers, arrojaban al mar los desechos y las
especies sobrantes y emprendían el regreso a su país.
—¡Ya se las verán conmigo! ¡Venir de tan lejos a terminar con los peces de estas costas
como si fueran el fruto de sus propios campos!
Entonces Doris, junto con ver un pez en forma de ave, tuvo la idea: llamaría a las sirenas.
Si ellas trataron una vez de embrujar a los tripulantes del barco de Ulises, ¿por qué no ahora a
estos piratas pescadores?
—¡Evohé! ¡Glub, glub, evohé.J —la voz de la nereida viajó a través de los abismos.
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Instalados en la cubierta del barco-facto- ría, los marineros no podían dar crédito a sus
ojos: ahí, a pocos metros de distancia, tres muchachas de frondosos cabellos flotantes que más
parecían alas de pájaros, cantaban con los brazos extendidos hacia el barco.
Las voces de las mujeres invadieron el espacio marino. Ya nada más se oía.
Todo se detuvo: las nubes en el cielo, el oleaje contra la proa, el viento sobre la cubierta.
¿Era eso un canto? No: era un susurro verde. ¿Eran voces humanas?
No: era una música de pájaros. Los marineros, aferrados con ambas manos a la baranda,
contuvieron su deseo de lanzarse al agua. Uno de ellos, en un susurro, murmuró:
—¡Sirenas! ¡Preciosas sirenas a estribor!
Las mujeres en el agua sonreían. Y sin dejar de cantar ni de nadar, se fueron alejando
mientras cada nota de sus voces resonaba en los tímpanos de los hombres de mar.
Lentamente, el barco fue girando su rumbo. Algunos marineros se lanzaron al agua.
Otros, con las miradas fijas en las bellas mujeres, gritaban:
—¡Esperen, esperen por favor!
A los pocos minutos —u horas— las sirenas se perdieron entre las blancas arenas de una
playa, en tanto el barco, con un estruendoso ¡craashhh!, encallaba contra una roca.
Entonces Doris, la nereida, con un suspiro de satisfacción, se sumergió en una ola y
desapareció bajo las aguas.
EL CIELO SE HA PERDIDO
Era un día frío y gris. Los rayos del Sol apenas se filtraban a través de
la densa capa nubosa que cubría la ciudad. Los transeúntes caminaban
con las cabezas bajas y, de vez en cuando, cubrían sus bocas con pañuelos
y bufandas para toser en forma entrecortada.
Calíope, la musa, se mezclaba con la gente, cubierta de pies a cabeza
con un manto amarillo —regalo de su hijo Orfeo— para observar la triste
ciudad. Mientras caminaba, anotaba en su libreta azul los detalles que
más le llamaban la atención. La gente la miraba, curiosa, pero sin
detener su paso.
—Gases contaminantes, aerosoles, humos de chimeneas, quemas de
basura, incendios... ¡uf! —suspiró la ninfa—. ¡No es tarea fácil!
Y, meditabunda, comenzó a subir un pequeño cerro hasta llegar a cierta altura, donde se
sentó sobre un banco con vista a la ciudad.
Miró hacia abajo; en esos instantes un chorro de humo negro expelido por el tubo de
escape de un bus envolvió completamente a cuatro escolares que cruzaban la calle.
Calíope cerró los ojos, impactada por la escena; entonces llegó a sus finos oídos el ruido
del medio ambiente: bocinazos, rugidos de motores, ulular de sirenas: incluso pudo escuchar el
crepitar de cientos de incineradores y el rugido quemante de las chimeneas de las fábricas.
Sintió que su corazón, siempre tan dulce, era invadido por una ira y una angustia desconocidas
para ella.
—¡Tontos, tontos, tontos!
Y tironeó las orillas de su manto con ambas manos, hasta hacerlo deslizar de sus
hombros: quedó vestida solamente con su alba túnica griega.
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No lo pensó más. Se encaramó al banco en que estaba sentada, y ante un par de atónitos
paseantes, cantó con voz lastimera:
—¡Que se calle esa loca! —gruñó un viejo asmático. Apenas podía respirar.
Levantó su bastón, amenazante.
—¡Cómo permiten que se turbe la tranquilidad de este lugar! —alegó una señora de
sombrero, al tiempo que miraba con reprobación el hombro desnudo de la musa.
Las nueve musas empezaron a elevarse y sus túnicas ondearon a impulsos de una
levísima brisa que se dejó sentir.
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Poco a poco los bocinazos fueron
disminuyendo, el ruido de los motores se
aquietó, dejaron de rugir las chimeneas y de
vibrar los incineradores: millones de hombres y
mujeres, de pie en la mitad de las calles, fijaban
su atención en esos seres fantásticos que
cantaban suspendidos en el aire.
De lo que sucedió esa mañana hablarían
más tarde las generaciones: la ciudad entera se
paralizó —¿minutos?, ¿horas?, ¿días?, ¡nadie lo
supo!— Para escuchar a nueve hermosas
mujeres que cantaron a los cielos abiertos. Y sucedió que esa mañana de abril las nubes se
esponjaron, el aire quedó límpido y transparente, la cordillera se vino encima de blancura, y
árboles y flores exhalaron toda su fragancia. Y sucedió también que, por primera vez en
muchos años, los habitantes del lugar supieron lo que era su ciudad sin esmog. Y eso fue más
impactante aún que el vuelo de Pegaso, que se alejaba con las nueve musas.
El caballo alado y su preciosa carga se perdieron en un punto del horizonte, y
desaparecieron para siempre. Pero aún, por largas horas, los maravillados transeúntes
pudieron gozar de la bellísima ciudad que acababan de descubrir.
Al día siguiente, todo había vuelto a su gris normalidad.
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La pequeña y regordeta señora Mariquita se paseaba de arriba abajo sobre el amplio
salón de su casa verde. Sólo su hijo mayor comprendía que esos paseos agitados de su madre
obedecían a una gran preocupación. La vio mirar hacia el campo y observó un ligero
estremecimiento de sus alas.
—¿Qué te pasa, mamá? —le preguntó, acercándose. ,
Desde que su padre había muerto en fiera lucha contra un enorme insecto azul, él se
sentía responsable de ese trabajador y esforzado ser que era su madre.
Ésta respondió con un suspiro.
—Nada, hijo, nada. Sólo que deberás vigilar a tus hermanos, mientras yo hablo con los
vecinos.
Y sin decir más, dio un impulso a sus alas para alejarse en un vuelo corto hasta la
próxima planta.
Doña Mariquita aterrizó en el corazón de una flor de manzano. Allí la esperaban todos
sus vecinos, ya convocados a la reunión de emergencia.
—Amigos y amigas —comenzó ella, con voz temblorosa—: debo advertirles que algo
terrible sucederá dentro de poco...
Un murmullo interrumpió sus palabras, y ella levantó su pata derecha para imponer
silencio:
—Necesito que me escuchen con calma y atención: si actuamos con rapidez, quizás
podremos salvarnos...
—¿Salvarnos? ¿De qué? —la voz trémula de una chinita anciana la volvió a interrumpir.
—Los he convocado —siguió doña Mariquita— para darles una mala noticia: he sabido
por el abejorro, tan amigo de mi esposo fallecido, que los hombres de esta granja se aprestan a
fumigarnos con un terrible insecticida, tal es la cantidad de pulgones que han encontrado entre
las hojas de nuestro huerto.
—¿Insecticida? ¡Eso es la muerte también para nosotros! —gimió la anciana.
—¡Y tan bien que estábamos aquí con tanto pulgón para comer! —gritaron unos cuantos
vecinos.
—¡No hay salvación, moriremos todos! —insistió la anciana quejumbrosa.
Mariquita levantó dos de sus patas y el silencio regresó.
—De nada sirve lamentarse. Lo que hay que hacer ahora es huir de este huerto.
—¿Y qué haremos con los viejos y los enfermos? —preguntó un vecino gordo. ,
—Los transportaremos en hojas o como sea. Ahora, cada uno a su casa, a prepararse. La
partida será cuando el sol se filtre entre los girasoles.
Un revoloteo de alas y patitas dejó la flor vacía. Doña Mariquita se encaminó hacia su
casa, más angustiada que nunca. Ella sabía que era imposible salvarse: la lluvia mortífera
abarcaría varios kilómetros, y ellos, con sus débiles alas no alcanzarían a huir. Sin embargo, la
obligación era intentarlo.
No bien entró a su casa, el ruido metálico de las máquinas fumigadoras en plena
preparación se dejó sentir en cada árbol, en cada planta, en cada hoja.
¡Nadie esperó que el sol se filtrara entre los girasoles! En desbandada, portando enfermos
y ancianos en las espaldas, entre gritos de los pequeños que no querían dejar de tomar leche de
pulgones, los insectos huían a través de las plantas.
Una lluvia gris y un olor penetrante avanzaban a lo largo y ancho del campo.
Los diminutos seres eran ahora una mancha roja que se desplazaba en el aire en
ondulantes vaivenes, perseguidos por un olor nauseabundo.
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A pocos minutos los más débiles cayeron a tierra ante la desesperación de los que no
podían ayudar. Poco a poco los últimos, que eran los más viejos y lentos, fueron quedando
inertes sobre el camino. La nube tóxica avanzaba.
Doña Mariquita, a la cabeza de los fugitivos, vigilaba a sus hijos más pequeños que la
seguían sin entender. Miró hacia atrás: todo en el campo se inclinaba bajo el peso de gotas
venenosas. El vuelo de cada chinita se hizo más lento y débil y, cuando el hijo mayor de la
enérgica guía murmuró "mamá, ya no puedo mover las alas", ella sintió que el mundo entero
se le venía encima.
Se dio vuelta para ayudarlo y entonces las vio. Primero pensó que eran tres humanos,
listos para fumigarlos, ahora de frente. Pero un humano cuando va a fumigar no sonríe. Ni
tiene ese olor a miel, ni lleva macetas de flores en sus manos. Ni menos se inclina abriendo su
túnica para decir:
—¡Vengan! ¡Vuelen hacia nosotras, que las salvaremos!
En unos instantes las chinitas reuniendo sus últimas fuerzas y sin detenerse a saber lo
que sucedía, con un impulso se posaron sobre manos, brazos, piernas y caras de esas tres
mujeres con aroma a ambrosía que las atraían de manera irresistible.
Thalló, Carpo y Auxó —las tres Horas, ninfas de la vegetación—, cubiertas de pies a
cabeza del enjambre de pequeños insectos, corrían a campo traviesa, perseguidas ellas también
por el gas venenoso que ya casi tocaba sus cuerpos.
—¡Evohé, Evohé, Evohé! —fue el grito desesperado de las tres ninfas.
Y entonces los asombrados ojos de aquellos que avanzaban cubiertos por máscaras
antigases, vieron descender a un caballo blanco y alado que, después de posarse en tierra
firme, inclinaba su cabeza para que tres mujeres vestidas de movedizas túnicas rojas saltaran a
su lomo. Luego, un relincho en el espacio les demostró que no soñaban. Las tres mujeres
envueltas en su manto fugitivo, volaban ya hacia un lugar seguro.
Atix, la oceánida, subió por el río hasta llegar al gran lago. Su misión, si
quería aceptarla —le había dicho Pegaso—, era liberar a esos salmones en
cautiverio: los peces estaban a punto de morir de neurosis aguda. Tal cual:
¡neurosis aguda, agravada por un terrible estrés! Así, neuróticos y tristes, se
dejaban morir, angustiados por el encierro que interrumpía la historia natural
de un salmón, creado para una corta pero aventurera vida. Por eso
deambulaban en el estanque a cabezazos contra las rejas, y también contra su
poderoso instinto que los llamaba a correr río arriba y a bajar hacia el mar,
saltando.
Atix, de pie junto al estanque, los miró compasiva. Deformados, con una cabeza enorme
—síntoma típico de los salmones estresados— ni siquiera movieron sus aletas para saludarla.
Sin embargo, Atix, sin tomar en cuenta la poco calurosa recepción, comenzó de inmediato su
trabajo: aprovecharía la oscuridad de la noche para abrir de par en par esas compuertas que los
tenían aislados. Lo hizo, no sin cierta dificultad, y esperó ansiosa la avalancha de salmones que
saldrían de esa piscina cerrada, en busca del camino al río.
Esperó, y esperó... ¡Pero nada ocurrió! Los peces seguían nadando, abúlicos e
indiferentes, entre las paredes de su celda, sin acercarse siquiera a la abertura que los liberara.
—¡Hey! ¿Qué les pasa? ¿No quieren acaso venir a mi río? —preguntó Atix, golpeando sus
manos para llamar la atención—. Si no se deciden luego, llegará el día, con él los hombres, y ya
no podré hacer nada por ustedes.
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—¿Qué río? ¡No conocemos ningún río! ¡Me río de tu río! —dijo un salmón deforme y
malhumorado.
—¿Cómo los vamos a conocer —siguió una hembra salmón— si nacimos aquí? Nos
trajeron en forma de huevo y nunca hemos abandonado este lugar: yo hace un año que vivo en
esta balsa.
Una voz soñolienta y trémula interrumpió a la
que hablaba:
—¡Viene el lobo! ¡Viene el lobo! Atix miró hacia
todos lados, asustada.
Pero sólo vio a un pez flaco que se debatía entre
estertores, como si agonizara fuera del agua.
Un salmón de cabeza deforme explicó: —Quedó
así desde la última vez que nos atacó un lobo marino;
fue tal su desesperación al verlo tan cerca y no tener
más espacio donde huir, que nunca más quiso comer
y se está dejando morir.
La explicación dejó a Atix consternada. ¿Cómo
lograr que esos pobres peces que nunca habían
conocido lo que era nadar en libertad se interesaran
por escapar?
¿Cómo convencerlos de que tenían derecho a
una vida natural y no a un simulacro en cautiverio?
¡Quizá aflorara su instinto si ella les contaba una
historia fantástica! Y tan fantástica como real.
—Escuchen —dijo entonces la ninfa, tomando
asiento en el borde de la pileta—, les voy a contar la
historia de los que quizás fueron sus parientes cercanos.
Atix se acomodó una vez más y con voz pausada, mientras los peces seguían con su triste
indiferencia, dio comienzo al relato:
—No hace mucho tiempo, cuando los ríos eran claros y los peces saltaban en las aguas,
una hembra salmón había puesto sus huevos entre las rocas de un torrente.
"El salmón macho se acercó a su compañera con un suave coletear, y entre los dos
iniciaron un baile.
"Día a día y hora a hora los padres vigilaron los huevos, hasta que una mañana los vieron
nacer: unos pequeños alevines, sus hijos, miraban por primera vez el mundo de las aguas. Los
padres entonces se despidieron: sabían lo que iba a suceder. La misma historia que viven todos
los salmones.
Esos pequeños bajarían hasta el mar para nadar en las aguas del océano, y allí crecerían
hasta que el instinto les indicara que era hora de regresar. Y así fue: llegado el tiempo subieron
río arriba, contra todas las dificultades; remontaron corrientes y cascadas; esquivaron rocas
para descansar en algún remanso... Por fin llegaron al mismo lugar donde estuvo su nido... y
repitieron el proceso de sus padres: la hembra desovó, el macho fecundó y los dos
bailaron.
"¡El ciclo había terminado! La anciana pareja de dos años pudo entonces morir en paz. Y
los recién nacidos se lanzaron a su vez en su loca y maravillosa aventura hacia el mar.
Atix terminó de hablar y observó de reojo a su auditorio para ver el efecto de sus
palabras: los antes desganados peces se movían ahora más rápido, con un nuevo vigor en sus
aletas. Algunos comenzaron a acercarse a la compuerta abierta para mirar con curiosidad el
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caudal lejano. Las hembras salmón tenían un brillo pensativo y nostálgico en sus pupilas: ¿un
nido en el río?, ¿un baile en el torrente?, ¿un viaje río abajo?, ¿también ellas podrían ver a sus
hijos corriendo hacia el mar?
El salmón flaco —el obsesionado por los lobos— abrió la boca para recibir con disimulo
unos granos de afrechillo que flotaban en la superficie.
—¿Y bien? —preguntó Atix—. ¿Quieren ustedes volver a vivir la aventura de sus
antepasados y no aceptar imitaciones de río y de mar?
La respuesta no fue necesaria: cientos de jóvenes salmones se asomaban ya a la boca de la
pileta; primero cautelosos y luego, con elásticos saltos en el agua, ¡huían hacia la libertad!
—Aquí alguien se llevará una gran sorpresa —sonrió Atix, frente al enorme estanque
vacío.
—¡Esto se acabó! —dijo el hombre, y pateó con rabia las piedras, junto al
cuerpo inerte y destrozado de la vicuña—.
Mañana mismo saldremos a la caza del puma: no quedará uno solo de
esos asesinos en los alrededores —agregó golpeando la culata de su rifle con
la palma de la mano.
Diego lo miró en silencio. Temía esos arrebatos de furia de su padre, y
más ahora, que, como todos los demás campesinos, había comprado un
enorme rifle para cazar animales.
El niño odiaba la caza.
—¡Pobre vicuña... pero también pobre puma! —murmuró con una
mezcla de sentimientos que no podía precisar.
Él nunca olvidaría ese incendio, meses atrás, cuando el bosque en llamas
se llenó de gruñidos despavoridos, y vio aparecer al puma en loca carrera junto a sus crías. En
un momento el animal se detuvo, miró hacia el bosque y volvió a internarse entre el fuego para
regresar, unos momentos después, con uno de sus hijos, todo chamuscado, entre sus fauces.
Diego, incrédulo, admiró para siempre a esa bestia.
Pero su padre no pensaba así. Para él, el puma, además de ser un peligro porque a veces
mataba a las vicuñas, era un enemigo natural del hombre al que había que exterminar.
—Mañana, a primera hora, partirás conmigo. Ya es tiempo de que te dejes de
sentimentalismos y te hagas hombre —ordenó el padre.
Esa noche Diego durmió mal, y sus sueños se vieron interrumpidos por toda clase de
pesadillas. Vio a una hembra puma herida de muerte por un rifle tan grande como un árbol,
mientras, a su lado, las pequeñas lloraban con lamentos de niño. Se despertó gritando igual
que los pequeños animales de su pesadilla:
—¡Mamá! ¡Mamá!
El sol comenzaba a levantarse, y la voz de su padre lo hizo saltar.
—¡Es la hora, arriba!
Partieron. No habían caminado diez minutos cuando un relincho entre el follaje los hizo
detenerse. Algo blanqueó entre las ramas, un ruido de cascos aplastó hojas secas, y la figura
espléndida de un caballo blanco apareció ante ellos. Era un animal enorme y musculoso. Sus
crines albas y brillantes ondearon cuando corcoveó con gracia, a guisa de saludo. Padre e hijo
lo contemplaron atónitos.
El pelaje, al costado de los flancos, parecía una montura de plumas.
Lentamente, el corcel se acercó a ellos, se detuvo casi rozándolos, y esperó...
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Los ojos del hombre brillaron de codicia. Si volvía al pueblo con ese caballo, sería el
hombre más admirado de la región.
Ni él —ni nadie— había contemplado nunca un animal así. Diego, por su parte, creyó
haberlo visto antes... ¿en un libro de cuentos?
—¿Tienes una cuerda? —musitó el padre.
Pero la cuerda no era necesaria: el animal, dócil, inclinó la cabeza frente a ellos. El niño
estiró lentamente su mano para acariciar con timidez esas majestuosas crines blancas. El
caballo no se movió.
—¡Vamos, hijo, monta! —dijo el hombre, ayudándolo a subir sobre el amplio lomo.
Unos instantes después, ambos galopaban sobre la extraña y suave montura de plumas.
De pronto el caballo se detuvo en seco y olfateó el aire. Y, sin esperar una orden de su
jinete, cambió bruscamente de dirección y comenzó a avanzar al paso, tan silencioso como si
sus cascos no tocaran el suelo. El padre y su hijo, poseídos por esa quietud extraordinaria, se
dejaron llevar confiados.
Siguieron así durante algún tiempo y de pronto, cuando casi habían olvidado el motivo
de su viaje, aparecieron: el puma y sus dos crías dormitaban al sol en el claro del bosque. El
campesino, con un ademán rápido, salió de esa especie de encantamiento y bajó el seguro de
su rifle.
El chasquido metálico quebró el silencio. El puma levantó la cabeza y dio un salto. En ese
instante el caballo, con un corcoveo violento, hizo perder el equilibrio al jinete, que dejó
escapar el rifle por los aires.
El caballo y el puma se midieron con los ojos.
Mientras tanto el hombre, acobardado, sin el arma mortal
entre sus manos, empujó a su hijo y juntos se deslizaron
por ese lomo de plumas hasta el suelo, para escabullirse
luego tras unos árboles.
Y allí, escondidos y temblando, contemplaron lo que
jamás en su vida podrían olvidar: el caballo pareció
hincharse; desde su lomo, con un movimiento circular y
amplio, se extendieron dos gigantescas alas. Y con un batir
que movió hasta la última rama de los árboles, el animal se
elevó del suelo y planeó sobre el desconcertado puma. Luego agarró al félido con su hocico y a
las crías entre sus patas delanteras.
—Los depredadores como tú son necesarios —explicó entonces Pegaso a su temblorosa
carga, mientras orientaba su vuelo hacia el más hermoso Parque Nacional, donde los pumas
estarían a salvo.
¡POLVI-JUGOS TUTICOLOR!
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con arbustos secos y manzanos pasmados se ofrecía ahora ante sus ojos como un jardín de
rutilantes árboles de cuyas ramas colgaban enormes frutos dorados.
Sus bocas se abrieron ansiosas y se llenaron de agua, y sin hablar corrieron cada uno al
árbol más cercano. Los mordiscos hacían que el jugo grueso y cristalino corriera por sus
mentones y cuello. ¡Más que comer una fruta, bebían el más exquisito de los néctares!
Una hora más tarde sólo se escuchaba el crujir de las pulpas en las bocas del pueblo
entero, reunido en el viejo huerto.
Los hortelanos, entonces, comenzaron a mirar con ojos expertos esos árboles renovados.
¿Qué había sucedido? ¿Qué milagro o qué abono había provocado el fenómeno? ¿Cómo era
posible que, en una noche, lo que fue viejo y descuidado se hubiera transformado en joven y
esplendoroso?
La respuesta llegó con el grito de un niño:
—¡Miren!
En el tronco de un árbol, escrito sobre un papel muy blanco y con letras tan doradas
como las manzanas, decía:
Desconfiad de lo que parece y no es. Buscad en la naturaleza toda fuente de vida
LAS HESPÉRIDES
¿Y qué pasó con el camión?
Como a su vuelta ya nadie lo quiso en el pueblo, dicen que ahora anda en las grandes
ciudades tratando de convencer a los que no tienen árboles frutales.
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La hija mayor se levantó y se fue a su dormitorio dando un portazo. Los mellizos
volvieron a trenzarse a puñetes y los otros dos —ya adolescentes— hicieron un gesto de
fastidio, sin tener muy claro el porqué.
En la cocina, la madre, afirmada en el lavaplatos, miró con hostilidad por la ventana las
baldosas resquebrajadas de ese patio desnudo, donde el sol inclemente deshacía una inútil
manguera y donde no había una sola hoja que contuviera sus rayos.
Entonces, la estridencia del timbre sobresaltó a toda la familia.
—¡Aaabraaaan! —la voz agria de la mujer sonó por
encima del relato del fútbol.
Bajo la mirada enérgica del padre, uno de los
mellizos se levantó con desgano para abrir.
Un aroma suave, a menta y a violetas, refrescó
bruscamente la habitación.
El hombre y sus hijos quedaron con los ojos clavados
en la puerta. Allí, tres mujeres delgadas y rubias, con
vestidos que ondeaban como si una brisa inexistente los
moviera, preguntaron sonrientes:
—Traemos plantas y flores. ¿Aceptan el regalo?
Nadie supo qué responder. Ellas repitieron la
pregunta. Esta vez la voz que contestó vino de la cocina:
—¿Quién dijo flores?
El dueño de casa se incorporó y, entre tímido y
confundido, convidó a las recién llegadas a pasar.
Eufrosine, Talía y Aglaé irrumpieron entonces en la
sala de la casa. Y lo que sucedió fue para la familia Seco
una insólita sorpresa: las Tres Gracias, cantando,
comenzaron a distribuir flores y plantas en los lugares
que siempre debieron estar cubiertos por ellas. Una
sensación de alegría animó lentamente los rostros de
grandes y chicos. ¿Era posible que sólo el contemplar un ramo de margaritas les quitara las
ganas de gritar? ¿Y el color verde de una aralia diera una sensación de frescura a esa
habitación caldeada? ¡Un grupo de helechos en la ventana era como mirar un bosque! ¡Y ese
patio hirviente y vacío que los ojos de la dueña de casa contemplando esa misma mañana con
agobio, repartía ahora el colorido de un rosal y la frescura de una parra!
La hija mayor canturreaba acompañando el fresco sonido que producía el agua al escapar
de la vieja manguera. Mientras tanto ellas, las ninfas, se afanaban en distribuir más y más
macetas, que acarreaban desde un carretón tirado por un caballo blanco que, en paciente
espera, permanecía detenido frente a la casa. Entonces las ninfas entonaron con sus melodiosas
voces:
Regalamos la frescura que aliviará el corazón,
para que de tantos hombres se vaya el malhumor.
Y en el interior de la sala el dueño de casa había cambiado el fútbol por una animada
conversación con sus hijos adolescentes. Las visitantes sólo sonreían. Los mellizos,
entusiasmados, ayudaban a acomodar la tierra de hojas en largas jardineras frente a las
ventanas. Y la madre, con ojos rejuvenecidos, preparaba té frío para todos.
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Y así, al atardecer, cuando las ninfas se despidieron y el último clap-clap de las pezuñas
de Pegaso se escuchó en la esquina, una de las casas de ese barrio inhóspito había dejado de ser
triste.
AVENTURA EN EL DESIERTO
Cubra el cuerpo del insolado con una sábana húmeda. Protéjalo de los rayos
solares y déle líquido en abundancia.
¡SALVEMOS LA ANTÀRTICA!
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EPÍLOGO
En enero de 1990, una delegación de niños, junto a Jacques Cousteau, visitó la Antártida.
Construyeron un iglú, en el que clavaron, a modo de símbolo, la bandera con la cual
expresaban que los niños del mundo habían tomado posesión de ese continente.
Los niños y niñas que participaron en esta maravillosa aventura fueron los siguientes:
Gerónimo Brunner, chileno, 11 años.
Cory Gillmenr, norteamericana, 12 años.
Kelly Jean Mathenson, australiana, 11 años.
Fumiko Matsumoto, japonesa, 11 años.
Elise Otzenberger, francesa, 11 años.
Oko Joseph Shio, africano de Tanzania, 12 años.
¿Quién seguirá ahora a cargo de esta importante misión?
LAS AUTORAS
PEGASO: Caballo alado, corcel de las musas, el gran protagonista de estas historias.
MUSAS: Son nueve hermanas que se ocupan de guiar el pensamiento de los hombres a
través de la dulzura. En Grecia acompañaban a los reyes y les dictaban las palabras necesarias
para restablecer la paz. Calíope es la primera de las musas en dignidad y representante de la
poesía épica.
NEREIDAS: Son divinidades que personifican las olas del mar. Viven en el fondo
marino, en el palacio de su padre, sentadas en tronos de oro. Son bellas y pasan su tiempo
cosiendo, tejiendo y cantando. Los poetas las imaginaban nadando entre tritones y delfines.
Doris es la nereida que protagoniza uno de los cuentos.
HAMADRÍADAS: Son las ninfas de los árboles. Nacen con el árbol que protegen, y
comparten su destino. Se ponen felices cuando el agua del cielo riega los bosques y guardan
luto cuando los árboles pierden sus hojas. Dicen que las hamadríadas son muy longevas, que
viven varios siglos. A pesar de su edad, Crisapelea, la hamadríada que protagoniza otro de los
cuentos, representa apenas veinte años.
NÁYADES: Son las ninfas del agua. Encarnan la divinidad de fuentes y arroyos. Tienen
fama de curanderas, y los enfermos griegos bebían de sus aguas para sanarse. Pero, como son
muy celosas de la pureza de sus fuentes, se enfurecen cuando alguien se baña en ellas. Dice
una leyenda que Nerón se sumergió en la fuente de Marcia —la ninfa protagonista de una de
las historias del libro— y sufrió una parálisis y fiebre alta.
LAS HORAS: personifican la idea de brotar, crecer y fructificar. Presiden el ciclo de la
vegetación y sostienen en la mano una flor o una planta. Tres de ellas —Thallo, Auxóy Carpo—
intervienen en una de las historias salvando a unos pequeños insectos.
HESPÉRIDES: Son las ninfas del atardecer. Su misión principal es la de vigilar, con la
ayuda de un dragón, el jardín de los dioses donde crecen las manzanas de oro, regalo que la
Tierra hizo a Hera, cuando ésta se casó con Zeus. Ellas salvan el huerto de una de las historias.
LAS TRES GRACIAS: Son divinidades de la belleza. Reparten la alegría de la naturaleza
en el corazón de los hombres. Viven en el Olimpo en compañía de las musas, con las cuales
cantan. Siempre se las ve abrazadas. Sus nombres son Eufrosine, Talía y Aglaé.
PLÉYADES: Son siete hermanas que se convirtieron en las siete estrellas de la
constelación de las Pléyades. Según la leyenda, su transformación en estrellas habría sido
causada por la pena que sintieron cuando su padre, el gigante Atlas, fue condenado por el dios
Zeus a cargar el cielo sobre sus espaldas.
Convertidas en estrellas, estarían siempre con él.
OCEÁNIDAS: Son hijas del océano. Personifican los ríos y las vertientes. Son 41
hermanas y en uno de estos cuentos aparece Atix, la mayor de ellas.
LAS SIRENAS: aparecen como invitadas especiales.
Según la mitología griega, contrariamente a lo que siempre hemos sabido, se dice que las
sirenas son demonios marinos, mitad mujeres y mitad pájaros. La representación de las sirenas
como mujeres-peces es posterior y no corresponde a su origen.
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Las sirenas, según la leyenda más antigua, vivían en una isla del Mediterráneo y atraían
con su música a los marinos que navegaban frente a sus costas. Y cuando éstos, embrujados
por su canto, se acercaban, los barcos encallaban en las rocas que rodeaban la isla y ellas,
entonces, se comían a los náufragos. En este libro las encontraremos ayudando a Doris, la
nereida que protagoniza una de las historias.
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