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Día 6: Las bienaventuranzas del Reino de Dios

Mt 5, 1-12 y Lc 6,20-23
El anuncio del Reino de Dios nos vincula fuertemente a la persona de Cristo y a su misión central: anunciar
el Reino de Dios. Jesús salió del Padre y vino al mundo para predicar el Reino de Dios. Empeñó toda su vida
en proclamar la Buena Nueva del Reino. Las Bienaventuranzas revelan el estilo de vida de Jesús y los
primeros frutos de la vivencia del Reino de Dios. Ellas canalizan la alegría da seguir a Jesús, como expresa
Pablo a las primeras comunidades: “Alégrense siempre en el Señor. Insisto, alégrense. Que la bondad de
ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5).

Las bienaventuranzas son parte del gran discurso pronunciado por Jesús conocido como el sermón del
monte. Constituyen una serie de pistas que conducen a la felicidad y pautas para el comportamiento
cristiano. Poseemos dos versiones de las bienaventuranzas: Lucas (Lc 6,20-23), que presenta cuatro. Para
este evangelista, las bienaventuranzas eran gritos que expresaban su alegría por la llegada del Reino.
Mateo (Mt 5,1-12), que expone nueve. En la Biblia, la palabra bienaventuranza (makários, en griego)
significa “una gran bendición” o “ser afortunado”; suele traducirse como: “feliz”, “dichoso”,
“bienaventurado” o “glorioso”. En general, asociamos estas palabras con los relatos de Mateo y Lucas; sin
embargo, este término griego se utiliza con frecuencia en el Nuevo Testamento.

Tanto en Mateo como en Lucas las Bienaventuranzas constituyen un discurso-programa: al comienzo de su


ministerio en Galilea, Jesús expone cómo concibe él las exigencias de Dios. Mientras Lucas subraya sobre
todo el deber de amar al prójimo, incluso a los enemigos, Mateo pone el acento en la superación de la Ley
judía por las exigencias del Evangelio.

En lo que concierne ya a las Bienaventuranzas sorprende, la diferencia de contenido: la primera de Lucas se


dirige a los hombres que son pobres. Mateo en cambio habla de los pobres "de espíritu"; en la siguiente,
Lucas se dirige a los que tienen hambre ahora, Mateo lo hace a los que tienen "hambre y sed de justicia".
La diferencia es manifiesta: Lucas tiene presentes situaciones concretas que son causa de sufrimiento;
Mateo, por su parte, evoca disposiciones espirituales, actitudes de alma.

Dichosos los pobres de espíritu: El oráculo de Is 61, 1- 2 que jugó un papel importante en la manera como
Jesús presentó su misión a sus contemporáneos puede suponer que Jesús quiso hacerse eco de este
oráculo: "El Espíritu del Señor ... me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres". A partir de aquí
parece posible arriesgarse a reconstruir una forma que haga más comprensible las dos interpretaciones de
Mateo y Lucas. Esta base común contendría aproximadamente esto:

"Felices los pobres, porque el Reino de Dios es de ellos. Felices los que tienen hambre, porque serán
saciados. Felices los afligidos, porque serán consolados".

LA BUENA NUEVA ANUNCIADA A LOS POBRES. No es necesario insistir en que estas tres Bienaventuranzas
pueden tomarse como un todo. Los pobres, los que tienen hambre y los afligidos son como tres aspectos
de una misma situación de angustia, causa de sufrimiento y degradación para los que se hallan sumidos en
ella.

Para nosotros, la palabra "pobres" (del latín pauper) designa a los que tienen "poco", pocos bienes, sin
llegar a ser necesariamente indigentes. Pero en el evangelio, los pobres (ptõchoi) son propiamente los
indigentes, los desgraciados a los que hay que socorrer con limosna; no es casual que las Bienaventuranzas
los asocien a los que tienen hambre. Añadamos que el trasfondo semítico (hebreo o arameo) confiere aún

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otro matiz al término: los anawim son etimológicamente las gentes "doblegadas", rebajadas, humilladas.
Su miseria les pone bajo la inexorable dependencia de otros; ellos están obligados a doblegarse; carecen
totalmente de medios para resistir o defenderse.

Para estos desgraciados, es para los que el anuncio del Reino de Dios constituye verdaderamente la Buena
Nueva. Los cambios producidos por el Reino les reportarían el fin de sus sufrimientos: los que tienen
hambre nadarán en la abundancia. Pero ¿por qué estos desgraciados han de ser los privilegiados del Reino
de Dios? Muchos cristianos se asombran. Según una cierta manera de entender el Evangelio como un
código de moral individual, se preguntan en qué son mejores los pobres para merecer la dicha que les es
anunciada. ¿Qué mérito tiene ser pobre, tener hambre?

¿Qué mérito tiene ser pobre, tener hambre? La cuestión está mal planteada, pues no se trata del mérito de
la miseria sino de la manera como Dios entiende ejercer su realeza. Lo que se espera de un buen rey -y así
pensaba Israel que haría Dios- es que asegure la justicia a sus súbditos: que los libere, en su caso, de los
opresores extranjeros, pero también que asegure a cada uno de sus súbditos el pleno disfrute de sus
derechos. Los poderosos y los ricos tenderán siempre a abusar de los pobres y de los débiles. Aquí es
precisamente donde interviene el poder real: el rey es el protector y defensor de los que no pueden
defenderse por sí mismos, el que hace justicia a la viuda y al huérfano, al oprimido y al emigrante.

La justicia real juega a favor de los débiles y pobres en contra de los poderosos y ricos. Estas son las
esperanzas que evoca y alienta el Reino de Dios, expresadas por Is 11, 6-9 con las imágenes del lobo que se
echa con el cordero, el león que come paja como los bueyes, etc. Es decir, en el Reino de Dios el criterio no
es el apetito de cada uno, sino la garantía de una justicia gracias a la cual los débiles no han de temer más a
los fuertes.

He aquí el presupuesto a partir del cual las Bienaventuranzas adquieren su sentido auténtico. Al proclamar
felices a los pobres, Jesús expresa su seguridad de que el Reino de Dios, el Reino de la justicia, está cerca. Y
esto nos invita a los cristianos a preguntarnos si damos testimonio de este Reino y de esta esperanza. Si a
Jesús le parece evidente que Dios está de parte de los pobres, ¿de parte de quién estamos nosotros?

Bienaventurados los mansos: Se está citando al salmo 37, 11 "los mansos heredarán la tierra". La palabra
"manso" corresponde al hebreo, anawin, es decir el mismo término que en el oráculo de Is 61 sirve de
apoyo a la bienaventuranza de los "pobres". Al hablar primero de "pobres de espíritu" y después de
"mansos", la versión de Mateo pone de relieve dos matices religiosos del término anawin.

Los pobres de espíritu y los mansos. La expresión "pobres de espíritu" dice, pues, una trasposición interior
de la idea de pobreza. En las lenguas modernas, el "pobre de espíritu" es un hombre despegado
espiritualmente de los bienes de este mundo y la expresión alude más bien a las personas que disponen de
bienes (dinero, fortuna). Pero las resonancias que se dan en nuestro vocabulario no son iguales a las de los
términos bíblicos correspondientes. Y es un hecho que los Padres de la Iglesia interpretan frecuentemente
"pobres de espíritu" en el sentido de humildes, modestos; pero no explican cómo pasan de la idea de
pobreza a la de humildad.

Antes de los hallazgos de Qumran, la exégesis moderna ha tenido que dar razón a los Padres de la Iglesia:
los "pobres de espíritu" son las gentes humildes (anawin), los "doblegados" por la indigencia; la actitud de
alma a la que remite la precisión "de espíritu" es la de una humildad interior. En la Biblia griega, el adjetivo
"manso" (prays) es una traducción habitual del término anaw (Sal 37, 11) . Y los textos de Qumran
muestran que la mansedumbre (o la no-violencia) constituye, con la humildad y la paciencia, uno de los

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componentes de esta actitud fundamental de anawah, que nosotros podríamos llamar la "pobreza
espiritual".

Jesús, al realizar la misión de Is 61, anuncia la felicidad a los pobres, apuntando con ello a los desgraciados,
designados enseguida como los que tienen hambre. Ante la mención de estos anawim, el evangelista
piensa en una actitud interior: este anawah tan querido para la espiritualidad de los monjes judíos de
Qumran. Desde esta perspectiva, Mateo aplica la Bienaventuranza a los "pobres de espíritu", que son
también los "mansos". Así pues, la bienaventuranza no se dirige a los hombres que carecen de lo necesario
para vivir, sino a los que se caracterizan por su mansedumbre, paciencia, humildad: personas no-violentas,
que no se oponen al mal con el mal.

Los anawin ruah, los "pobres en espíritu" son personas que se encorvan interiormente, que no resisten,
que no se rebelan, personas que poseen la ruah anawah, el espíritu de pobreza, una actitud espiritual
hecha a la vez de humildad, de paciencia y de mansedumbre.

En el salmo 37 los humildes son los que «cuentan con el Señor» (v. 3), los que «descansan en el Sheol y
esperan en él, sin perder la paz ante el que prospera con la intriga» (v. 7). En el salterio griego encontramos
este mismo significado de ausencia de cólera, de paciencia y sobre todo de confianza en el Señor.

El humilde es aquel que no se irrita ante las contradicciones de la vida y sabe tener paciencia en la espera
de verse colmado.

El humilde no intenta violentar a Dios, arrancarle lo que él desea (compárese con el "pagano» de Mt 6,7-8:
en su oración, intenta presionar a Dios y obtener de él lo que quiere, más bien que disponerse a acoger los
dones del Padre, que conoce sus verdaderas necesidades). El humilde acepta el tiempo de Dios y la manera
de obrar de Dios. Por tanto, no es una persona débil; al contrario, es un creyente que tiene una gran fuerza
de espíritu.

¿Por qué razón supone que los pobres se encuentran en una situación privilegiada respecto al reino de
Dios? Alude a aquella persona capaz de vivir la pobreza espiritual, es decir, la que logra ser desprendida,
generosa, confiada; en otras palabras, la persona que vive una desnudez espiritual frente a Dios, sin
máscaras. Cabe pensar que la pobreza de que habla Jesús es ante todo una apertura a Dios, una actitud
espiritual. Para alcanzar esta pobreza espiritual, la pobreza material no es necesariamente, pero sí
bastante, normalmente un camino privilegiado. Así, pues, el que es declarado dichoso por Jesús no sería el
pobre en cuanto tal, sino el pobre que pone su confianza en Dios, el que se abre a él con la confianza de la
fe.

Dichosos los afligidos (los que lloran): Se refiere a aquellos que sienten tristeza por la imperfección del
pecado propio y ajeno, por la aflicción de este mundo, que en el eón futuro será reemplazada por el
consuelo. El que llora, lo hace por su aflicción, desahogando su pena exteriormente con sus lágrimas. Éste
será consolado en el futuro, con la alegría del mundo nuevo en el que será extirpado el mal.

El mismo Jesús lloró ante Jerusalén, ante la tumba de su amigo Lázaro y en el huerto, se sintió oprimido por
el dolor, pero confrontó la cruz con la esperanza de la gloria futura. Ante la aflicción es preciso mirar a
Cristo y seguirlo sin desalentar la esperanza que viene del consuelo en toda amargura (2 Co 1,5).

Es Jesús el Mesías, quien ha sido ungido por el Señor para “consolar a los afligidos” (Lc 4,21; cf. Is 61,1), a
los anonadados por el dolor, los mártires del sufrimiento, lo desheredados de este mundo o “pobre de
espíritu” privados de todo derecho, quienes con grandeza soportan las penas en el “Espíritu Santo” (Ro
5,2.6; 8,14). El consuelo para ellos radica en los bienes prometidos por Dios, “ya no tendrán hambre ni sed.

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El cordero los apacentará y los guiará a las fuentes de la vida. Toda lágrima enjugará Dios de sus ojos” (Ap
7,16ss). Quien sufre ante las situaciones que producen dolor absurdo y pone en crisis la fe en la paternidad
de Dios, pero confían en su bondad, “será consolado plenamente y llegará a comprenderlo todo”.

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