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D 4 TA CC

Primera lectura
EL "jefe de Israel" que ha de venir, el mesías, será como un David redivivo (cf. Am 9,11; Os 3, 5).
Nacerá en Belén lo mismo que David (1 Sm 17, 12; 20, 6). Por esta razón, Miqueas parece dar el
sentido etimológico al nombre de Efrata que lleva la región de Belén. Yahvé, que se complace en
hacer grandes cosas de lo pequeño y lo humilde, ha puesto sus ojos en Belén de Efrata. Mateo
refiere este texto expresamente al nacimiento de Jesús en Belén (Mt 2,5s; cf. Jn 7,42).
Seguramente el profeta se refiere al origen de este "jefe de Israel" en un sentido mucho más
profundo y lo sitúa al principio de todos los tiempos. Se insinúa la misma concepción del "hombre
primordial" que aparece en el NT cuando se llama a Cristo el segundo "Adán" (Rom 5, 12s; 1 Cor
15, 22. 25s). Por tanto, el reino mesiánico no es simplemente continuación o restauración del reino
de David, sino la revelación del misterio de Dios y del último sentido de toda la historia y aun de la
creación.
El oráculo de Miqueas habla también de una madre que debe tener un hijo, y que este hijo debe salir
de una de las más pequeñas familias de la tribu de Judá; sin embargo, actuará como jefe-pastor de
Israel, no con su fuerza y majestad, sino con la fuerza del Señor y el nombre glorioso de Dios. En
torno a él se reunirá el "resto" de Israel, tema característico de Miqueas. "Esta será nuestra paz" (v.
4): la salvación y restauración anunciada por Miqueas es modesta y pacífica, sin ambiciones de
dominar a los pueblos vecinos, limitada a un "resto" que vive en paz en la tierra prometida por Dios
a los patriarcas.
Segunda lectura
Lo principal es la aceptación del plan del Padre, el cumplimiento de sus designios. Y queda muy
claro que el Padre no desea sacrificios expiatorios (EXPIACIÓN), como si los necesitara para
volverse benévolo hacia el hombre. El sacrificio de Cristo es radicalmente distinto pues no consiste
en ofrecer cosas externas a la persona (la sangre de animales), sino en ofrecerse a sí mismo al
servicio del proyecto salvífico de Dios. Así su movimiento sacrificial parte de una actitud
existencial: ponerse a disposición de Dios. El autor de la carta permite definir la naturaleza del
sacrificio de la cruz: en principio no reside en la inmolación de una víctima, aunque sea escogida,
sino en la comunión con el Padre testimoniada por Cristo (vv. 7 y 9).
La voluntad del Padre no ha sido jamás la muerte de su Hijo. Tal actitud sería propia de un Dios
sanguinario, apenas aplacado por la sangre de un ser querido. En realidad, el designio de Dios ha
sido el hacer partícipe a su Hijo de la condición humana con el suficiente amor para que esta
quedara transformada. Ahora bien, la existencia humana supone la muerte: el Padre no ha excluido
esta de la suerte de su Hijo para que la fidelidad de Este a su condición de hombre no tuviera otro
límite que su fidelidad al amor del Padre. Para que sea posible definir esta voluntad del Padre sobre
su Hijo, el autor ha aportado algunas variantes al salmo (ha formado un cuerpo: v. 5) y lo pone en
labios de Cristo en el momento mismo de su encarnación, la intención sacrificial de Cristo, lo cual
valora perfectamente la voluntad de Dios y el origen profundo de la obediencia del Hijo y permite
afirmar que toda la vida humana de Cristo tiene un alcance sacrificial que la cruz no ha hecho más
que sellar. La asociación rito y vida, en Jesús, nunca ha dejado de existir y de producir frutos.
"Aquí estoy para hacer tu voluntad." No se trata de ofrecer a Dios “dones” o “sacrificios”. Se trata
de darnos a nosotros mismos. Esa actitud es propia de una persona volcada sobre lo divino que hay
en ella. Pablo contrapone la encarnación al culto. Dios no acepta holocaustos ni víctimas
expiatorias. Solo haciendo su voluntad, damos verdadero culto a Dios.
Evangelio
En el texto todo son símbolos. La primera palabra en griego es ‘anastasa’, que significa levantarse,
resurgir, que se ha pasado por alto en la traducción oficial. Es el verbo que emplea el mismo Lucas
para indicar la resurrección. Significa que María resucita a una nueva vida y sube a la “montaña”, el
ámbito de lo divino. Pensamos que la madre da la vida al hijo. Aquí es el Hijo el que da vida a la
madre. Inmediatamente, la madre lleva al que le ha dado esa vida, a los demás, es decir da a luz al
Hijo. Eckhart decía con gran atrevimiento: todos estamos preñados de Dios y la principal tarea de
todo cristiano es darle a luz.
La visita de María a su prima simboliza la visita de Dios a Israel. La subida de Galilea a Judá nos
está adelantando la trayectoria de la vida pública de Jesús. También el Arca de la alianza recorrió el
mismo camino por orden de David. El relato está calcado del libro de Samuel II que narra el
traslado del arca de la ciudad de Baalá al monte Sion. David dijo: ¿Quién soy yo para que me visite
el arca de mi Señor? El arca permaneció tres meses en casa de Obededón de Gat. En la llegada del
arca hubo saltos de alegría. El Señor llenó de bendiciones a la casa de Obededón. Hubo cantos y
anuncios de liberación.
Lo sublime se digna visitar a lo pequeño. El Emmanuel se manifiesta en el signo más sencillo. El
AT y el nuevo se encuentran y se aceptan, fuera del marco de la religiosidad oficial. Desde ahora
Dios lo debemos encontrar en lo cotidiano, en la vida. Jesús, ya desde el vientre de su madre,
empieza su misión, llevar a otros la salvación y la alegría. Todo quiere indicar que la verdadera
salvación siempre repercutirá en beneficio de los demás; si alguien la descubre, inmediatamente la
comunicará. La visita comunica alegría (el Espíritu), también a la criatura que Isabel llevaba en su
vientre. Se descubre el empeño por dejar a Juan por debajo de Jesús.
Si leemos con atención, descubriremos que todo el relato se convierte en un gran elogio a María. Y
es el mismo Espíritu el que provoca esa alabanza: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de
tu vientre!” ¿Cuántas veces hemos repetido esta alabanza? “¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?” “Dichosa tú que has creído”. Creer no significa la aceptación de verdades,
sino confianza total en un Dios, que siempre quiere lo mejor para el ser humano. A continuación,
María pasa al elogio de Dios con el canto de “el Magníficat”.

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