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El olfato es un sentido que nos informan acerca del “mundo exterior” (son
exteroceptores en sentido clásico), pero su función conecta con información
privilegiada del “mundo interior”, sus necesidades y sus satisfacciones: hambre,
saciedad, sed, reproducción y sexualidad. Se llaman quimiorreceptores aquellos
receptores nerviosos, centrales o periféricos, cuya función es detectar sustancias
químicas, simples o compuestas, e informar a los centros de la composición y
características de dichas sustancias. Las sustancias pueden estar disueltas en el
medio interno (plasma, líquido intersticial...) y dar lugar, después de ser captadas
por los receptores, a cambios vegetativos u hormonales tendentes a mantener la
homeostasis (quimiorreceptores interoceptores), cuya respuesta es inconsciente.
En ocasiones, las sustancias pueden formar parte del medio ambiente exterior y
dar lugar, tras la estimulación de los receptores, a sensaciones conscientes
(quimiorreceptores exteroceptores) de dolor (quimiorreceptores cutáneos y de
mucosas), de olor (quimiorreceptores olfatorios) o de gusto (quimiorreceptores
gustativos). Los receptores olfatorios son capaces de detectar sustancias químicas
en suspensión en el aire inspirado aun cuando las mismas se hayan añadido al
aire a distancia del lugar donde se perciben, por lo que, a veces, también se dice
del olfato que es un telesentido.
Así pues, es el olfato el quimiorreceptor que se ocupa de la selección química a
distancia y próxima (a diferencia del gusto, que realiza la “quimioselección de
contacto”), y cuyo estímulo induce el comportamiento relacionado con el acto de
oler, clásicamente conocido como olfacción.