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“El último verano” se divide en siete capítulos.

El primero empieza con la descripción de la


cocina de la casa de doña Pepita; sigue un diálogo entre ella y su hijo Lucas, que le reprocha que se ocupe
demasiado de las tareas domésticas ya que el médico le ha mandado a Pepita que se cuide y que descanse.
Acto seguido, se nos presentan en un recuerdo del hijo, analepsis mediante, las palabras del médico que
condenó a su madre a morir en un plazo próximo. Al salir de casa Lucas se encuentra a su hermano menor,
Luis, en las escaleras y le cuenta lo que el médico ha dicho sobre su madre, que no tiene esperanza de vida.
Solo el padre sabe la verdad, pues el hermano mayor, Roberto, se lo dirá cuando esa noche vaya a su casa a
cenar con su esposa Lolita. Más tarde, cuando Luis entra en casa pregunta a la madre si ella tiene algún
deseo escondido, algo que le gustaría hacer en especial; doña Pepita contesta que le gustaría irse a veranear
con su marido a San Sebastián.

En el capítulo segundo se describe la vida de Luis, sus estudios financiados por la familia y su deseo de
comprarse una bicicleta con el dinero que va ahorrando en varios trabajitos (como aparecer de extra en
una película). El caso es que tales trabajos y motivaciones lo llevan a descuidar los
estudios. Se introduce en este capítulo a los personajes de la criada, Juanita, y a la mencionada y
joven mujer de Roberto, Lolita, quien anuncia estar embarazada. Durante la cena Luis propone que su madre
debería ir a San Sebastián. Ya en el capítulo III Lucas acompaña a su hermano Roberto y a Lolita a casa con
la finalidad de contarles que el médico ha desahuciado a su madre. Sin embargo, la pareja, especialmente
Lolita, se niega a colaborar en los gastos del veraneo. Sigue entonces la descripción de la casa de la pareja,
que viven en casa de la madre de Lolita.

El cuarto capítulo incide en cómo se siente Lucas después del disgusto de la renuncia de
Roberto a ayudarle económicamente y nos adelanta su pensamiento de volver a pedirle el favor a solas a su
hermano a la salida del trabajo. Se introduce en el capítulo cuarto la figura de María Pilar, la novia de Lucas.
La chica y su familia son gente basta que vive en un piso sucio y poco atendido pero, con todo, María Pilar
es diferente al resto de su entorno. Así pues, Lucas encuentra a su novia, a la que por cierto había olvidado
recoger al salir del trabajo debido al susto que conlleva el estado de salud de doña Pepita, en la iglesia. La
familia se disponía a oír la misa.

El capítulo quinto empieza, como anunciábamos antes de forma soslayada, con los suspensos de Luis en los
exámenes. Después de salir del instituto, Luis no desea volver a casa inmediatamente, quiero aprovechar al
máximo el paseo que supone el trayecto cerca del río. El chico cruza la ciudad y, una vez llegado a orillas
del río, se desnuda para darse un baño y se sienta sobre el fango de un aluvión en el río. Allí sentado, el
muchacho empieza a fantasear, piensa en escaparse o en no comprarse la bicicleta para dar el dinero a la
madre y al rato se queda dormido entre cavilaciones. Al despertar se da cuenta de que alguien le había
robado la estilográfica de la chaqueta mientras dormía y, ahora sí, pone rumbo a casa. Una vez allí, su madre
le comunica que sabe de sus deficientes notas ya que su hermano y su padre se habían acercado al instituto
esa misma tarde.
En el sexto capítulo doña Pepita prepara un baño para Luis y refiere a su marido que el hijo le ha contado la
verdad acerca de los suspensos. La mujer reflexiona sobre la muerte, que en algunos casos ha sentido muy
cerca. Durante la cena Luis saca su dinero y 269

se lo ofrece a Pepita para el veraneo el veraneo. Todos quedan asombrados y para que no aten cabos con las
malas notas, el chico miente y dice que ha ganado el dinero en la lotería de los ciegos. También Lucas ofrece
el dinero que él y su novia María Pilar han juntado. El capítulo acaba con la confesión que doña Pepita hace
a Lucas: ella nunca hubiera ofrecido en su juventud a su suegra el dinero guardado para su boda.

En el último capítulo asistimos a los últimos preparativos del viaje del matrimonio, el
anhelado deseo de doña Pepita; la mujer, pero, dice que no se siente tranquila al dejar solos a
sus hijos. Juanita, la criada, se empeña en cuidar de ellos.

Seguidamente, se nos coloca en la estación, donde toda la familia espera a Roberto dado que el hijo mayor
había prometido dar dos mil pesetas para el veraneo de la madre. Tiene lugar aquí un nuevo retroceso en la
narración para mostrarnos cómo el chico ha logrado el dinero de una señora prestamista, usurera, que presta
dinero a cambio del doble; por ende Roberto carga con una deuda de cuatro mil pesetas. El capítulo termina
con la llegada de Roberto, con las dos mil pesetas, justo cinco minutos antes de que salga el tren. El mayor
de los hermanos lleva las dos mil pesetas escondidas en un paquete de caramelos que tiende a su madre a
través de la ventanilla.

El personaje principal de esta novela es doña Pepita en quien se centra el interés de toda la familia para
hacerle cumplir un deseo de toda su vida: el de veranear “a lo grande” en las playas de San Sebastián. Este
acuerdo de la familia nació porque, según el médico, sería el último verano con vida de doña Pepita. Otro
foco de interés en el relato es el que alumbra las dificultades económicas por las que atravesaba la familia,
agravadas ahora por la enfermedad de la madre. La autora las presenta, principalmente, como
consecuencia de la Guerra Civil librada hace poco. Los dos hijos mayores, en efecto, no habían podido
recibir una educación que les resultara remunerativa porque “la guerra les sorprendió cuando eran pequeños”
(Laforet, 2010: 367). Cabe entender también que, en la personalidad de Luis, Carmen Laforet deja
reflejadas las consecuencias de la guerra, tanto en lo físico como en lo moral. Luis era: un chiquillo raro,
distinto hasta en lo físico de ellos dos. Había nacido a raíz de los sustos y las hambres de la guerra... Nunca
parecía tenerle cariño a nadie (Laforet, 2010: 378).

Carmen Laforet presenta a los miembros de esta familia con sus diferencias particulares pero
que, a su vez, en el momento de complacer a la madre todos se ponen de acuerdo para hacer realidad quizás
su último deseo. La función de cada personaje en esta novela tiene una importancia cualitativa más o
menos igual y sirve para realzar las cualidades morales de la protagonista, centro de la familia y del
nudo argumental. Sobre el papel de Roberto, el hijo, la autora pinta la imagen moral-espiritual de doña
Pepita.
Roberto, según su suegra, era “una perla, un muchacho de esos que ya no se encuentran que por rara y
misteriosa casualidad había venido a caer en los brazos de la más fea de sus hijas” (Laforet, 2010: 374);
además, “demostró ser tan considerado y atento, se adaptó en seguida a las costumbres de aquellas
mujeres, y estaba tan ilusionada con la esperanza del niño...” (Laforet, 2010: 374). En suma, Roberto tenía
un corazón moldeado con la ternura de su madre. Por otro lado, Lucas, en contraste con sus
proporciones físicas, tenía una alma delicada, un corazón bondadoso y al mismo tiempo una firmeza de
carácter para vigilar al hermano menor, cualidades también heredadas de la madre. Lucas, por amor y
admiración a su madre (lo que remite al complejo de Edipo), había buscado sin darse cuenta una novia que
física y moralmente se pareciera a doña Pepita. Aunque María Pilar pertenecía a una familia ordinaria, ya
hemos escrito que ella era diferente. A Lucas, su novia le “parecía una fruta en el árbol” (Laforet, 2010:
382); era una muchacha sincera y buena. Cuando Lucas le habló a doña Pepita de su novia, le dijo: “Es
una muchacha como no se encuentra otra. Es como tú, mamá... Igual que tú” (Laforet, 2010: 400). De igual
modo, cuando don Roberto conoció a la muchacha le dijo a su esposa: “A mí me recuerda como eras tú de
joven” (Laforet, 2010: 398). María Pilar, con su espíritu generoso y desprendido, siendo sólo novia de
Lucas, tuvo la nobleza de dar mil pesetas para ayudar al viaje de la futura suegra, dinero que ella había
ahorrado para su boda. En cambio, Lolita, que paradójicamente en la opinión de doña Pepita era lo que se
llama

“una señorita”, se negó a contribuir para el veraneo de la suegra, por lo que Roberto pasó por muchos
apuros. Luis, tan distinto a los hermanos, cuando supo el diagnóstico fatal de la madre fue el primero en
sacar de su escondite 800 pesetas para el veraneo de la madre; dinero que había ganado secretamente y
guardaba para comprar una bicicleta.

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Carmen Laforet, en su artículo titulado “Catarsis” y publicado en el semanario Destino escribe unas
palabras que resultan muy apropiadas para destacar la bondad de los hijos y su deseo de colaborar en la
felicidad de la madre:

Cada uno en particular, en su pequeña vida, en su pequeña ocasión, puede ser mejor de lo que es. Cada uno
debe tener una conciencia muy clara de su enorme responsabilidad, y aunque las dificultades sean muchas,
aunque se vea vencido en muchos casos por mala fe, por ineptitudes, por maldades...aunque suceda todo
esto, hay que perseverar. Porque no se trata de ningún mérito extraordinario, sino de un deber que todos
tenemos, de hacer lo que tengamos entre manos, con horadez y con humanidad. De ello dependen vidas,
horas felices o amargas, decisiones quizá, de otros seres humanos... (Laforet, 1951, II, 728: 8) En doña
Pepita, según lo anterior, se reunen todas las cualidades de los hijos (o viceversa). Físicamente no era
bonita, pero toda ella era bondad, abnegación y sacrificio; era una mujer piadosa, iba los domingos a la
iglesia con su familia; y tenía una fe sincera.
En los momentos más serios de su enfermedad le había pedido “a la Virgen una cosa: que me conserve la
vida, mientras todos seáis tan tontos que no podáis aún manejaros solos...

Sé que me lo concedera...” (Laforet, 2010: 399) . Doña Pepita en la enfermedad no llegó a la


desesperación; sino que se llenó de angustia viendo la preocupación de la familia.

Lucas, como su madre, tenía fe y también rogó a Dios con una ingenuidad de niño cuando dijo: “Dios mío,
que se cure mi madre y que pueda ver yo hoy a María Pilar” (Laforet, 2010: 383). Hay que advertir al
respecto que en esta familia Carmen Laforet ejemplifica un caso de fe sincera puesta en práctica. Doña
Pepita es por tanto la primera protagonista que tiene un marcado espíritu religioso. Carmen Laforet
la caracteriza como un ser humanamente ejemplar y parte del principio moralizador de que en esta vida
hay que sembrar para cosechar; así doña Pepita, a la hora de la verdad, recogió los frutos de su vida
abnegada.

Esta novela tan corta y de sencillo argumento tiene un fondo moral emotivo que refleja una sensibilidad
femenina rica en sentimientos de amor filial y maternal, en todos los detalles con los que enfoca el asunto.
Gracias a esa sensibilidad Carmen Laforet es capaz de pintar con todo lujo de detalles las minuciosidades de
la preparación del viaje, al hilo piénsese en el sano orgullo que sentían los hijos viendo a la madre con su
abrigo nuevo y su sombrero de verano. Hay emoción y ternura en las escenas finales, 272

especialmente cuando Roberto llegó a la estación minutos antes de que saliera el tren trayendo consigo el
dinero que había ofrecido (y para que no se enterara su mujer lo había puesto dentro de un paquete de
caramelos).

Llegó todo sofocado, anhelante, y tendió los caramelos a la madre.

-¡Mamá!.. Aquí dentro va lo que querías (Laforet, 2010: 407).

También en la escena final, la autora deja explicado el sentido del título de esta novela.

Doña Pepita había experimentado demasiadas emociones para su delicada salud. Cuando el tren salía y vio
al grupo que formaba su seno familiar pensó que era imposible que ella se muriera: “Son tan tontos que es
imposible que yo me muera. Imposible. Esto lo dijo en un susurro” (Laforet, 2010: 407).

Usando pocas páginas como en “Un noviazgo”, Laforet deja bien delineados y caracterizados a sus
personajes en esta novela. Aquí los personajes son más numerosos pero, en definitiva, algunos no son más
que facetas de la personalidad de la protagonista, son reflejos de ella; sus derivados.

Con arreglo al estilo del relato, este es inconfundible. En la descripción del patio de la casa de esta familia,
Carmen Laforet crea una verdadera pintura de luz, sombra y color; y asimismo genera un ambiente de
misterio que da el tono adecuado para connotar el estado emotivo de la familia. Al atardecer en el patio:
muchas cuerdas de ropa con sábanas tendidas, hacían pensar en una exposición de fantasmas.
Sobre aquellos fantasmas, muy alto, al filo de la azotea, se veía una franja de cielo donde se fundían
suavisimamente rosas y azules y hasta brillaba un lucero de plata (Laforet, 2010: 351).

En su inicio, la novela ofrece la escena del personaje principal en la cocina, donde tiene lugar el encuentro
entre la madre y su hijo Lucas. El marco no puede ser más cotidiano y vulgar; sin embargo, la autora le
confiere un halo poético y misterioso mediante una serie de valores sensoriales de carácter cromático:

En la ventanilla se recortaban dos tiestos de geranios floridos, y detrás, alrededor de la madre y el hijo,
suaves sombras envolvían el fogón apagado, el fregadero donde brillaban 273

los grifos de agua como dos puntos de oro y la mesa de pino cubierta con un hule brillante, blanco y rojo
(Laforet, 2010: 351).

La presentación de la madre en el marco de la cocina no parece casual en esta novela, tal vez la más
tradicional y conservadora de las siete novelas de Laforet. La cocina es el centro del hogar y en ella la madre
representa una familia tradicional aglutinada en torno a su hogar y a la madre que lo representa. Todo parece
perfecto: el matrimonio bien avenido que ha criado tres hijos con amor y les ha inculcado
buenas costumbres (generosidad, caridad y amor filial) tiene como centro a una madre
amorosa que se preocupa por su marido y sus hijos, incluso más allá de su próxima
ausencia. Es impensable que la familia pueda sobrevivir sin la presencia de la madre:
“Ahora le parecía una bobada haber pensado en morir. ¿Qué harían sin ella aquellos
tontos?”

(Laforet, 2010: 353). En cuanto al tono poético de las descripciones, concuerda perfectamente
con el idealismo con que retrata a toda la familia: todos se quieren y todos y cada uno procuran que los
demás sean felices y sufran lo menos posible. El carácter conservador de Carmen Laforet, pues, se pone de
manifiesto en la defensa implícita que hace de la familia y del matrimonio; y no solo en esta novela, sino
también en otros relatos como “Un matrimonio” de Carta a Don Juan, donde se deja claro que el fin de toda
pareja respetable es el matrimonio y el cuidado de los hijos: “Estar casado, ser un hombre, era esto:
sacrificarse y aceptar el sacrificio de una mujer, y hacerlo con amor, y sentir el amor de ella” (Laforet, 2007:
152).

La figura de la madre como la que aquí se nos presta escasea en las novelas de Carmen Laforet. Podemos
afirmar que de las siete novelas cortas de la obra con idéntico título, solamente en la que nos ocupa aparece
la figura de la madre abnegada -¿tal vez reminiscencia de doña Dorotea? Quién sabe-. En este caso el
reconocimiento de los hijos para con la entrega de la madre durante años es absoluta: “Ha sido una buena
idea Luis; porque mamá, la pobre, no ha hecho más que sacrificarse por todos, jamás tuvo una distracción”
(Laforet, 2010: 373). Como madre abnegada que es, sabe disculpar todos los errores de sus hijos, y así lo
vemos cuando Luis suspende en el instituto y pierde todo el curso. ¿Es Luis un reflejo del paso de Carmen
Laforet por el instituto, en el que se reconoció no precisamente por ser buena estudiante? Si bien la
respuesta solo la tiene la autora; no debe ocultársenos que a Luis, como a la autora, también
le gustaba más 274

deambular por las calles y plazas que estudiar. Pero, a pesar de todo, doña Pepita
manifiesta su apoyo, su confianza y su amor a Luis:

-He perdido todo el curso...

-Tu padre ya lo sabe... Fue ayer al instituto... No quiso decirte nada. Quiere que tú seas valiente y se lo
digas...

-¿Papá?

-Sí, papá y Lucas... Yo les he rogado que no te digan nada... Yo tengo confianza en ti...

-¿Por qué tienes confianza en mí? Nunca hice nada para eso.

-Pues porque eres mi hijo. (Laforet, 2010: 395).

El reconocimiento de la familia por la abnegación de la madre que se deduce de este pasaje se respira a lo
largo de toda la novela. Todos los personajes procuran mostrarle su reconocimiento, evitándole cualquier
disgusto y mostrándole su agradecimieno. Don Roberto, por ejemplo, le dice: “Mujer... Eres tan
extraordinaria, que no me extraña ni siquiera que tengas relaciones particulares con el Cielo” (Laforet, 2010:
399). Al fin y al cabo, todo el mundo quiere a doña Pepita. Incluso la novia de Lucas, Mª Pilar, que en
principio fue mal aceptada -no hace falta más que recordar como la ven en primera instancia
“aquel noviazgo disparatado de su Lucas... con aquella criatura chata, gruesa, desgarrada en su forma
de hablar” (Laforet, 2010: 397)- pero luego colabora espléndidamente en la gestación del viaje a San
Sebastián, puesto que contribuye con mil pesetas, todos sus ahorros,“los ahorros que ella tenía para ir
preparando su equipo de boda” (Laforet, 2010: 400). De ahí también que doña Pepita reconozca por fin la
valía de la novia de su hijo:

Hijo... Tu padre quiere que te diga algo... Pues, no sé... Dile a tu novia que no se parece tanto a mí como
todos os empeñáis en decir... Dile que yo, a su edad, no hubiera dado mis ahorros para que una suegra
desconocida se fuera de veraneo. Ésta es la verdad, y tengo que decirla. Yo no los hubiera dado (Laforet,
2010: 400).

En conclusión, es en el seno familiar donde se resuelven los problemas y es solo a través del matrimonio
que se alcanza la felicidad.

En relación al espacio en el que se desarrolla el argumento de la novela; este es indeterminado, carece de


topónimos concretos, pero por la estación de trenes (que puede 275

ser la de Atocha), el río (quizás el Manzanares), por el trabajo de María Pilar (-que es
“modistilla”- y así precisamente se llamaba a las modistas en Madrid), por el hecho que la ciudad cuente
con un instituto de enseñanza media y, en fin, también porque Carmen Laforet ya vivía en Madrid por aquel
entonces (Caballé & Rolón, 2010: 189-209) nos llevan a optar por la capital matritense: “El instituto estaba
en un barrio popular. [...]

Pasaban tranvías tintineantes, carros, automóviles...” (Laforet, 2010: 387).

El otro espacio que no aparece directamente en “El último verano” pero que está en el pensamiento de
todos los personajes es San Sebastián. Lejana e idealizada, la septentrional ciudad bañada por el
Cantábrico tiene diversos significados en la novela.

Por un lado, representa el sueño inalcanzable de muchas familias de la época para quienes el veraneo es una
utopía al carecer de los recursos económicos más imprescindibles. No en vano y como ya hemos
mencionado líneas arriba, la miseria y la pobreza de la época están presentes en todas las novelas cortas de
Laforet. En “El último verano” en concreto, San Sebastián representa no solo la mejoría económica a la que
aspiran todos -“Desde que nos casamos pienso en eso...Ver a la gente elegante en su salsa... Sentarme en las
terrazas de los mejores cafés...” (Laforet, 2010: 358)-, sino también el término del viaje, el final de la vida,
tal y como se intuye en las últimas palabras de la novela: Luego quedó callada, asustada, porque
repentinamente se había sentido mal. Tan mal que estaba pensando al fin que quizá tuvieran razón todos,
que aquel iba a ser su último verano (Laforet, 2010: 407).

En el relato, el motivo del viaje se une al del tiempo, que está a punto de finalizar para doña Pepita. En
diversas ocasiones se menciona en el texto la gravedad de la enfermedad que padece la
protagonista; se dice explícitamente que, según la opinión del doctor, le queda como mucho un año de vida,
de ahí que este sea su último verano y, por supuesto, su último viaje. Todos estos elementos (la sucesión de
estaciones del año, los viajes, la inexorabilidad implícita de la muerte) han formado parte del paso del
tiempo en la tradición literaria desde las famosas Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique

-por ponerle un cerco familiar al motivo-, en las que observamos como este mundo es el camino / para el
otro, que es morada / sin pesar en las que el poeta describe la vida como un camino; hasta los poetas más
representativos del siglo XX como Antonio Machado quien en diversos poemas como “El viajero” (que abre
la colección de poesías de su libro 276

Soledades) o el poema “El tren” de C ampos de Castilla, asocia el camino o el viaje con el transcurrir del
tiempo y el paso de la vida. También García Lorca se hace eco de ese expresado universal de la
literatura en poemas como el “Romance de Don Pedro a caballo”, cuyo protagonista (bajo el
supuesto que esta sea el caballero Don Pedro) encuentra la muerte en el trayecto hacia una ciudad
lejana y misteriosa; el poeta andaluz, entonces, relaciona también el viaje o el camino con la muerte.

De vuelta a nuestro análisis, el tema de la muerte que preside toda la novela es enfocado desde distintas
perspectivas y sufre una evolución a lo largo del relato. En primer lugar encontramos la sentencia
aterradora del médico que le concede un año de vida a la protagonista salvo que ocurra un milagro. Doña
Pepita, empero, parece que al principio no es consciente de la gravedad del asunto:

-Hazme el favor de no hacer caso del médico. Estoy mejor. Se puede decir que estoy buena (Laforet, 2010:
353).

Su deseo es fingir que se encuentra bien para no preocupar a la familia pese a su evidente autoengaño. En
diversos momentos da la impresión de que la madre no ha aceptado el fatal desenlace, aunque, en realidad,
lo que predomina es la idea de no preocupar a los demás:

Por fin la idea de la muerte se había borrado de su espíritu sustituida por el deseo de engañar a los
muchachos, al marido. Hasta se encontraba mucho mejor. Ahora le parecía una bobada haber pensado en
morir. ¿Qué harían sin ella aquellos tontos?

En cuanto al tono poético de las descripciones, concuerda perfectamente con el idealismo con que
retrata a toda la familia: todos se quieren y todos y cada uno procuran que los demás sean felices y sufran lo
menos posible. El carácter conservador de Carmen Laforet, pues, se pone de manifiesto en la defensa
implícita que hace de la familia y del matrimonio; y no solo en esta novela, sino también en otros relatos
como “Un matrimonio” de Carta a Don Juan, donde se deja claro que el fin de toda pareja respetable es el
matrimonio y el cuidado de los hijos: “Estar casado, ser un hombre, era esto: sacrificarse y aceptar el
sacrificio de una mujer, y hacerlo con amor, y sentir el amor de ella”

a figura de la madre como la que aquí se nos presta escasea en las novelas de Carmen Laforet. Podemos
afirmar que de las siete novelas cortas de la obra con idéntico título, solamente en la que nos ocupa aparece
la figura de la madre abnegada -¿tal vez reminiscencia de doña Dorotea? Quién sabe-. En este caso el
reconocimiento de los hijos para con la entrega de la madre durante años es absoluta: “Ha sido una buena
idea Luis; porque mamá, la pobre, no ha hecho más que sacrificarse por todos, jamás tuvo una distracción”
(Laforet, 2010: 373). Como madre abnegada que es, sabe disculpar todos los errores de sus hijos, y así lo
vemos cuando Luis suspende en el instituto y pierde todo el curso. ¿Es Luis un reflejo del paso de Carmen
Laforet por el instituto, en el que se reconoció no precisamente por ser buena estudiante? Si bien la
respuesta solo la tiene la autora; no debe ocultársenos que a Luis, como a la autora, también
le gustaba más 274

deambular por las calles y plazas que estudiar. Pero, a pesar de todo, doña Pepita
manifiesta su apoyo, su confianza y su amor a Luis:

-He perdido todo el curso...

-Tu padre ya lo sabe... Fue ayer al instituto... No quiso decirte nada. Quiere que tú seas valiente y se lo
digas...

-¿Papá?
-Sí, papá y Lucas... Yo les he rogado que no te digan nada... Yo tengo confianza en ti...

-¿Por qué tienes confianza en mí? Nunca hice nada para eso.

-Pues porque eres mi hijo. (Laforet, 2010: 395).

El reconocimiento de la familia por la abnegación de la madre que se deduce de este pasaje se respira a lo
largo de toda la novela. Todos los personajes procuran mostrarle su reconocimiento, evitándole cualquier
disgusto y mostrándole su agradecimieno. Don Roberto, por ejemplo, le dice: “Mujer... Eres tan
extraordinaria, que no me extraña ni siquiera que tengas relaciones particulares con el Cielo” (Laforet, 2010:
399). Al fin y al cabo, todo el mundo quiere a doña Pepita. Incluso la novia de Lucas, Mª Pilar, que en
principio fue mal aceptada -no hace falta más que recordar como la ven en primera instancia
“aquel noviazgo disparatado de su Lucas... con aquella criatura chata, gruesa, desgarrada en su forma
de hablar” (Laforet, 2010: 397)- pero luego colabora espléndidamente en la gestación del

A pesar de este novedoso y cómodo tren de vida en los personajes de Laforet, esta vez la vida de pobreza y
miseria de la posguerra española, siempre presente en los textos de la autora, queda reflejada en la vivienda
de María Pilar y su familia; en adición, la ruindad moral se plasma en su madre en claro contraste con la
bondad de doña Pepita: Sin embargo aquella tarde Lucas había subido al pequeño entresuelo donde
vivían los padres de su novia y sus seis hermanos, y conoció a aquella mujerona desastrada y sucia, con un
poblado bigote gris… (Laforet, 2010: 379).

Lucas piensa tanto en su novia que le pesa de acercarse, sin darse cuenta, a la casa en que vive su chica con
los padres y sus seis hermanos. Laforet designa la casa como ni buena ni mala; sino en una calle triste que
hasta le confería su peculiar encanto en una noche tibia: “María Pilar dormía en una cama de hierro
apretada contra las hermanas sin más aire puro que el que pudiese entrar por el ventanillo del
patio con los cristales espesos de polvo…” (Laforet, 2010: 382). Este obsesivo tema del hambre y de la
miseria, ya presente en “El piano”, alcanza aquí su cumbre y sus resonancias nos conducen
inevitablemente a un libro como Hambre, del Premio Nobel de la década de los veinte Knut Hamsun,
y al angustiado monólogo interior de su personaje sin nombre, quien malvive en la nórdica
ciudad inmisericorde de Christania y por cuyas calles vaga pasando una terrible hambre.

Entre los personajes secundarios destaca la figura de la sirvienta Juanita, chica vulgar y atrevida que
contesta con intempestivas a las observaciones de doña Pepita y se niega a tratar de “señor” o “señora” a los
miembros de la familia, afirmando que no tienen categoría para tal apelativo y, encima, canta
desaforadamente: “Juanita, la sirvienta, era alta, flaca, muy pintada, y siempre producía una impresión de
espanto cuando hablaba”

(Laforet, 2010: 366). No obstante, doña Pepita la defendía diciendo que en aquellos tiempos
pocas chicas se encontraban como ella: tan limpia, buena y honrada

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