Está en la página 1de 382

MANUEL FERRER MUÑOZ

Coordinador

La imagen del México


decimonónico de los
visitantes extranjeros:
¿un Estado-Nación o un
mosaico plurinacional ?

UNIVERSIDAD N ACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


LA IMAGEN DEL MÉXICO DECIMONÓNICO
DE LOS VISITANTES EXTRANJEROS: ¿UN ESTADO-NACIÓN
O UN MOSAICO PLURINACIONAL?
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS
Serie DOCTRINA JURÍDICA, Núm. 56
Cuidado de la edición: Edith Cuautle Rodríguez
Formación en computadora: José Antonio Bautista Sánchez
LA IMAGEN DEL MÉXICO
DECIMONÓNICO
DE LOS VISITANTES
EXTRANJEROS:
¿UN ESTADO-NACIÓN
O UN MOSAICO
PLURINACIONAL?

MANUEL FERRER MUÑOZ


Coordinador

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


MÉXICO, 2002
Primera edición: 2002

DR © 2002. Universidad Nacional Autónoma de México

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS

Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n


Ciudad de la Investigación en Humanidades
Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.

Impreso y hecho en México

ISBN 968-36-9318-0
CONTENIDO

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Manuel FERRER MUÑOZ

Capítulo primero
Los extranjeros ante la diversidad indígena del México deci-
monónico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Manuel FERRER MUÑOZ

Capítulo segundo
La República mexicana y sus habitantes indígenas contempla-
dos por Henry George Ward, encargado de negocios de su ma-
jestad británica en México, 1825-1827 . . . . . . . . . . . . . 45
Eduardo Edmundo IBÁÑEZ CERÓN
Manuel FERRER MUÑOZ

Capítulo tercero
R. W. H. Hardy y la visión anglosajona . . . . . . . . . . . . . 79
Alfredo ÁVILA

Capítulo cuarto
La situación social e histórica del indio mexicano en la obra
de Eduard Mühlenpfordt . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
José Enrique COVARRUBIAS

Capítulo quinto
Mathieu de Fossey: su visión del mundo indígena mexicano . . . 117
Manuel FERRER MUÑOZ

VII
VIII CONTENIDO

Capítulo sexto
Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo in-
dígena mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
María BONO LÓPEZ

Capítulo séptimo
John Lloyd Stephens. Los indígenas y la sociedad mexicana
en su obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195
Julio Alfonso PÉREZ LUNA

Capítulo octavo
Carl Christian Sartorius y su comprensión del indio dentro
del cuadro social mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
José Enrique COVARRUBIAS

Capítulo noveno
Los conservadores y los indios: Anselmo de la Portilla . . . 237
María BONO LÓPEZ

Capítulo décimo
Brasseur de Bourbourg ante las realidades indígenas de Mé-
xico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
Manuel FERRER MUÑOZ

Capítulo decimoprimero
La visión imperial. 1862-1867 . . . . . . . . . . . . . . . . . 287
Érika PANI

Capítulo decimosegundo
Los episodios históricos mexicanos de Olavarría y Ferrari:
la novela histórica y los indios insurgentes . . . . . . . . . . 305
María José GARRIDO ASPERÓ
CONTENIDO IX

Capítulo decimotercero
Carl Lumholtz y El México desconocido . . . . . . . . . . . 331
Luis ROMO CEDANO

Bibliografía sobre extranjeros del siglo XIX en México citada


en el texto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369
La imagen del México decimonónico de los visi-
tantes extranjeros: ¿un Estado-Nación o mosaico
plurinacional?, editado por el Instituto de In-
vestigaciones Jurídicas de la UNAM, se termi-
nó de imprimir el 26 de abril de 2002 en los
talleres de Formación Gráfica, S. A. de C.V. En
esta edición se empleó papel cultural 70 x 95
de 50 kgs. para los interiores y cartulina cou-
ché de 162 kgs. para los forros; consta de 500
ejemplares.
PRESENTACIÓN

Manuel FERRER MUÑOZ*

Las líneas que siguen pretenden poner sobre aviso a los lectores en rela-
ción con los planteamientos que han presidido la elaboración de la obra
cuyo primer volumen sale ahora a la luz. Si en un principio se pensó titu-
lar el libro como Extranjeros en el México decimonónico: Estado nacio-
nal y etnias indígenas, luego pudo apreciarse que esa denominación no se
correspondía fielmente con la temática que se aborda en él, que rebasa el
simple encaje de la complejidad indígena en el rígido molde del Estado
nacional y se aboca con más amplitud al modo en que las realidades so-
ciales, políticas y jurídicas de los pueblos indígenas y las correspondien-
tes estructuras de la joven República mexicana fueron contempladas por
los extranjeros que viajaron o residieron en ella. Se configura así un obje-
to de análisis de notable envergadura y de más implicaciones que el con-
cebido en un primer momento que, en buena lógica, había de reflejarse en
la intitulación de la obra.
Sentada esa premisa, se explica la adopción del título que finalmente
ha prevalecido: La imagen del México decimonónico de los visitantes ex-
tranjeros: ¿un Estado-Nación o un mosaico plurinacional? Efectivamente,
se ha procurado concentrar la mirada en los juicios ----o los prejuicios---- que
sobre la realidad mexicana formularon esos personajes venidos de lejos,
que reflejan las ideas difundidas en el siglo XIX acerca de la ciudadanía y
de la nación. Más que el ‘‘objeto’’ de las observaciones, ha sido el ‘‘suje-
to’’ contemplador el que ha captado una atención preferente, sin que esa
predilección por los actores apareje una preterición del argumento ni del
escenario de la obra que aquéllos representan.
Al llevar a cabo la investigación se ha sustituido la habitual perspecti-
va del ‘‘viajero’’ por la del ‘‘extranjero’’ a secas, de modo que pudieran
* Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

1
2 PRESENTACIÓN

recogerse los juicios de quienes, aun gozando de la condición de forá-


neos, no encajan con propiedad en la categoría de viajeros, porque trans-
currieron periodos tan prolongados de tiempo en el país que pueden ser
calificados de residentes, o porque no se propusieron formalmente escri-
bir ‘‘crónicas de viaje’’. Piénsese, por ejemplo, en los casos de Mathieu
de Fossey, Anselmo de la Portilla, Enrique de Olavarría y Ferrari...1 A los
escritos de esos extranjeros ----se les conceda o no la caracterización de
viajeros---- son aplicables las reflexiones que José Roberto Gallegos toma
prestadas de Edward W. Said:

independientemente de las características de sus escritos, en las obras de


viajeros quedan plasmadas diferentes formas de la mirada, hijas de su mo-
mento y circunstancia histórica concreta, una de cuyas dimensiones, plan-
tea Said, es que son parte de procesos de construcción de las imágenes de
una realidad que, al ser escrita, es domesticada, simplificada, subordinada y
pierde su complejidad caótica, para ganar coherencia: una realidad que, al
ser objeto de regulación a partir de valores, ideas y esquemas, constituye la
base para estereotipos.2

La constatación de que los extranjeros del siglo pasado acudían a Mé-


xico cargados de prejuicios, y de que ideas tan seductoras para ellos como
ciudadanía y nación conducían invariablemente a deformar las realidades
sociales, no constituye ni mucho menos una invitación al desaliento.
Ciertamente, esa advertencia nos ayuda a curarnos en salud, pues las indi-
caciones y las crónicas de aquellos autores ayudan poco a comprender las
condiciones de vida del indígena del siglo XIX y su participación en el
proyecto de un Estado nacional para México. Pero, como sugiere Alfredo
Ávila, con quien tan interesantes conversaciones he sostenido en torno a
este punto, los relatos de los extranjeros sirven para percatarnos de las
anteojeras mentales con que la incorporación de los indígenas al Estado-
Nación fue contemplada por las clases pensantes de la época, tanto nacio-
1 Olavarría y Ferrari representa un caso extremo, pues no sólo vivió en México la mayor parte
de su vida, sino incluso llegó a adquirir la nacionalidad mexicana.
2 Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en
dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la
Independencia de México, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999, pp. 274-275.
Cfr. Said, Edward W., Orientalismo, Madrid, Prodhufi Librerías, 1990, passim: en particular, el capí-
tulo I, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, vol. I: El estudio de las
costumbres y de la situación social, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis
Mora, 1998, pp. 8-9.
PRESENTACIÓN 3

nales como foráneas. El descubrimiento de su miopía representa, por sí


mismo, un hallazgo que no cabe menospreciar.
Reservamos para más adelante la acometida de otro estudio, comple-
mentario de éste, que escudriñe los escritos legados por mexicanos del
siglo XIX que recorrieron extensas regiones del país y se afanaron por
registrar sus impresiones, para colaborar a un mejor entendimiento de la
multiforme realidad nacional.
La segunda peculiaridad acerca de la cual queremos llamar la aten-
ción de los lectores es que se ha restringido el campo de observación, en
busca de aquellas anotaciones de los extranjeros que, deliberadamente o
de modo más o menos inconsciente, aluden a las complejas relaciones en-
tre los dos componentes de un binomio tan conflictivo como es el que
confronta las nociones de ‘‘nacionalidad mexicana’’ y de ‘‘indianidad’’.
Aunque los resultados cosechados en esta investigación sean dispares por
lo que se refiere a la información que puede extraerse de cada una de las
obras consultadas, sí se alcanza a reconstruir una imagen de conjunto del
modo en que mentalidades ajenas a la mexicana contemplaban el Esta-
do-Nación que resultó de la Independencia de España, difícilmente com-
patible en la teoría y en la práctica con el mosaico plurinacional que al-
bergaba.
Acerca del término ‘‘indianidad’’ empleado más arriba conviene in-
troducir algunas precisiones, para evitar malos entendidos y disipar posi-
bles equívocos, pues no es una expresión que aparezca en las fuentes que,
a lo sumo, hablan de ‘‘indiada’’. Nos servimos de esa voz para designar
las características compartidas por el conjunto de pueblos indígenas que
ocupaban el solar de lo que había sido el Virreinato de la Nueva España,
que los distinguen del común de ciudadanos mexicanos.
No se nos oculta que nos encontramos ante ‘‘pueblos’’, en plural, por-
que son muchas y muy diferentes las etnias que encontramos en la Repú-
blica mexicana, las cuales nunca se involucraron en proyectos de conjun-
to ni se vieron enfrentadas a los mismos problemas. Pero, por encima de
esos contrastes, priman elementos de coincidencia relacionados con el ca-
rácter de pueblos ‘‘originarios’’.
Desde la perspectiva que estoy delineando puede entenderse también
el vocablo ‘‘reindianización’’, utilizado por Leticia Reina y Cuauhtémoc
Velasco para mostrar el proceso de fortalecimiento de identidades de raza
con que respondieron las comunidades indígenas ante el diseño de libera-
4 PRESENTACIÓN

les y positivistas de homogeneizar a los ciudadanos y terminar con cua-


lesquiera rasgos diferenciadores.3
En tercer lugar, a través de los textos de esos personajes foráneos,
hemos querido perseguir las huellas que marcó en los sistemas de vida de
las poblaciones indígenas la legislación liberal, impulsora de una identi-
dad nacional que se sustentaba en la comunión de ideales por un cuerpo de
‘‘ciudadanos’’, que habían de sentirse mexicanos; sin que se supiera de-
masiado bien, a ciencia cierta, cuáles eran los perfiles de esa nacionali-
dad, siempre problemática y siempre en pugna entre dos extremos anta-
gónicos: el criollismo, heredero a fin de cuentas del legado español,4 y el
elemento indígena, variopinto y tan rico en peculiaridades como incom-
prendido por quienes se hallaron al frente de las tareas de gobierno, en
cualquier período que se considere de toda la centuria decimonónica.
Sabemos que, a la larga, sería el componente mestizo, despreciado por
quienes contemplaban el mundo desde uno u otro de los polos extremos,5 el
que acabaría por hacerse con las riendas del poder, en una especie de pirueta
dialéctica. Y, sin embargo, todavía hoy siguen encontrando contradictores
quienes apuestan en favor del mestizaje como superador de antinomias,
pues, en último término, como advierte Arnaldo Córdova, lo mestizo se ex-
plica sólo por ‘‘la relación que hemos establecido con nuestros indios de car-
ne y hueso’’. Mientras lo español o lo europeo implican una proyección ha-
cia la cosmópolis ----continúa el mismo autor----, ‘‘nuestro ser indio es lo que
cuenta de verdad... Lo que nos mantiene como nosotros mismos es nuestro
glorioso y opulento pasado indígena... Nuestra Nación, en lo esencial, es una
Nación no india que, sin embargo, encuentra en su pasado indígena la verda-
dera noción de sí misma y su razón de ser’’.6
A pesar de la distancia que esos puntos de vista marcan con el pensa-
miento de Gonzalo Aguirre Beltrán, sin duda uno de los grandes estudio-

3 Cfr. Reina, Leticia y Velasco, Cuauhtémoc, ‘‘Introducción’’, en Reina, Leticia (coord.), La


reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro de Investigaciones y Estu-
dios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 15.
4 Acerca del protagonismo criollo en el proceso emancipador, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y
Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 178-244.
5 Robert Williams Hale Hardy no ocultó su menosprecio hacia los mestizos de Loreto, cuyo
desagradable aspecto aceitunado, sucio y opaco le confirmó en lo desafortunado de la mezcla de las
razas india y española: cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827
and 1828, London, Henry Colburn-Richard Bentley, 1829, p. 245.
6 Córdova, Arnaldo, ‘‘El indio y la nación’’, Crónica Legislativa, México, nueva época, año V,
núm. 7, febrero-marzo de 1996, p. 25.
PRESENTACIÓN 5

sos del indigenismo en México, cabe tender puentes de entendimiento en-


tre una y otra posición. En efecto, en un magnífico artículo, ya clásico,
que publicó hace cuarenta años Cuadernos Americanos, Aguirre Beltrán
sentó los principios de que la base orgánica sustentadora del indigenismo
no venía representada por el indio, sino por el mestizo, y de que la tarea
unificadora que siguió a la Independencia sólo pudo haber sido asumida por
los mestizos, para quienes la aspiración a la homogeneidad constituía su
propia realización: ‘‘al contemplarse a sí mismo y tomar consciencia del
mensaje de unidad que tenía por misión volvió el mestizo los ojos a la
realidad externa y encontró al indio, a la alteridad del indio, como el mo-
tivo de su inalcanzada afirmación, y en el indigenismo ----unión y fusión
con el indio---- puso la meta de su total realización’’.7
Por nuestra parte agregaríamos que se vislumbra aún lejano el día en
que pueda verificarse esa anhelada síntesis del mestizo que descubre en sí
mismo, orgulloso, el sustrato indio. El indígena contemporáneo no sólo
sigue siendo objeto de negación, sino que experimenta una aguda crisis
de identidad, en la medida en que sus perfiles definidores aparecen cada
vez más difusos en el seno de una sociedad que ha convertido la homoge-
neización en uno de sus objetivos.
Adviértase, además, la proverbial ignorancia de los mestizos sobre
las realidades indígenas: un desconocimiento que implica rechazo en mu-
chas ocasiones, y que tiene sus raíces en el pasado. Así lo comprobó Carl
Sofus Lumholtz por boca del ‘‘hombre principal’’ de Guachóchic, un
mestizo llamado don Miguel:

pudo darme también algunos informes generales sobre los indios; pero no
sólo allí, sino en muchas otras partes de México, á menudo me dejaba estu-
pefacto la ignorancia de los agricultores mexicanos acerca de los indios
que vivían a sus puertas. Salvo ciertos especialistas distinguidos, aun los
mexicanos inteligentes saben muy poco de las costumbres, y mucho menos
de las creencias de los aborígenes. En lo que mira á los [tarahumaras] paga-
nos de las barrancas, no pude adquirir más noticia que la certidumbre del
general desprecio que se les tiene por salvajes, bravos y broncos.8

7 Aguirre Beltrán, Gonzalo, ‘‘Indigenismo y mestizaje. Una polaridad bio-cultural’’, Cuader-


nos Americanos, México, año XV, núm. 4, julio-agosto de 1956, p. 41.
8 Lumholtz, Carl, El México desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la
Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoa-
cán, México, Editora Nacional, 1972, vol. I, p. 196. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, Ma-
ría, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 66-68.
6 PRESENTACIÓN

El carácter irreversible de la tendencia homogeneizadora y mimeti-


zante constituye todavía hoy un reto para las etnias y para las culturas
indígenas que, lejos de anhelar un corte en la comunicación con un mun-
do externo amenazador, deben abrirse a él y recibir de ese entorno nuevos
incentivos para posteriores desarrollos. Parafraseando una reciente encí-
clica del papa Juan Pablo II, añadiríamos que la estrecha relación que sos-
tienen las culturas ----también las indígenas, naturalmente---- con los hom-
bres y con su historia redunda en un dinamismo que es característico del
tiempo humano, marcado por las transformaciones y los progresos que
brotan de los encuentros entre los hombres y de los intercambios recípro-
cos de sus modelos de vida.9
Un cuarto grupo de observaciones de esta breve Presentación se re-
fiere a las principales aportaciones de los estudios recogidos en este volu-
men. Me gustaría resaltar, en primer término, el carácter prejuicioso de
las reflexiones procedentes de casi todos los extranjeros que han sido ana-
lizados, influidos por lecturas que desfiguraban la realidad mexicana, ta-
les como las que solían explicar la manera de ser de los pobladores de un
territorio en función exclusiva del entorno físico, o las que proyectaban
una imagen romántica y llena de exotismo de los antiguos pobladores de
México. Algunos de los visitantes aquí reseñados fueron conscientes de ese
lastre intelectual y, como Ward o Sartorius, trataron de aligerar la carga
de parcialidad. Ese esfuerzo por atender al juicio propio permitió que
Ward, Fossey, Brasseur de Bourbourg, Olavarría y Ferrari y Lumholtz ----a pe-
sar de las limitaciones de que se resienten algunos de ellos---- percibieran
la diversidad de las etnias y comunidades indígenas que los gobiernos y
políticos mexicanos parecían desconocer, y que Hardy manifestara su ad-
miración hacia los yaquis alzados en armas bajo el mando de Juan Bande-
ras y los considerara como nación independiente, al igual que a seris, apa-
ches y axüas.
Es muy frecuente entre los autores estudiados la admiración por el
contraste que apreciaban entre el espléndido pasado indígena y la situa-
ción miserable de las etnias que conocieron durante sus periplos por Mé-
xico, que justifica tanto la apreciación de Sartorius de que constituían un
pueblo dentro de otro pueblo como el juicio compartido por muchos visi-
tantes sobre la amnesia histórica de las etnias indígenas.

9 Cfr. Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), 71 (Madrid, San
Pablo, 1998, p. 105).
PRESENTACIÓN 7

Por eso, los comentarios cáusticos con que solían referirse a la tra-
yectoria seguida por el país desde su separación de España, aunque no
faltaron quienes atribuyeron precisamente a los tres siglos de dominación
española la responsabilidad de todos los males que se abatían sobre las
poblaciones indígenas. A este propósito son particularmente relevantes
los escritos de Mühlenpfordt, que apuntan a la evangelización de los abo-
rígenes llevada a cabo por los españoles como la faceta más negativa del
pasado colonial, así como los comentarios que brotan de la pluma de
Lumholtz acerca de las misiones. También se sitúan en la línea del prejui-
cio antiespañol las observaciones de la mayoría de los textos revisados
por Érika Pani para la época de la Intervención francesa y del Imperio de
Maximiliano.
Olavarría y Ferrari, que fue quien prestó más atención al período de
la insurgencia, interpretó ésta en función de los intereses y aspiraciones
de los criollos, y minimizó la importancia de la aportación indígena, so-
bre todo después de que Morelos asumiera la dirección del movimiento.
Aunque muchos miembros de las comunidades se hubieran alzado en armas
contra las autoridades españolas, pensaba Olavarría, sus objetivos inme-
diatos habían sido sólo el robo, el pillaje y la venganza por los agravios acu-
mulados durante siglos de tutelaje colonial. Para el historiador-novelista
español, no existieron motivaciones ideológicas en el levantamiento de
los grupos indígenas que se implicaron en la guerra.
Más de uno de esos visitantes que arribaban a México desde otros
países, donde la estructura social divergía tanto de la imperante en las tie-
rras que antes habían sido novohispanas, denunció la explotación de los
indígenas, que algunos ----como la marquesa de Calderón de la Barca y An-
selmo de la Portilla---- atribuyeron a la extinción del tutelaje colonial, y
otros, a la expansión de las haciendas y a la consiguiente amenaza sobre
la tenencia comunal de las tierras que se hallaban en manos de los indíge-
nas. No faltaron quienes, al percatarse del agravamiento en las condicio-
nes de vida de las diversas etnias, cuyos miembros habían sido incorpora-
dos ----desde la misma proclamación de Independencia de México---- a un
proyecto nacional donde la sociedad en su conjunto participaba de una
igualdad jurídica plena, delataron el fracaso de este proyecto igualitario
tan caro a los primeros liberales: bastaría recordar los casos de John
Lloyd Stephens y de Anselmo de la Portilla. Menos sombríos son los plan-
teamientos de Lumholtz, que pudo comprobar con sus propios ojos que la
8 PRESENTACIÓN

figura del general Porfirio Díaz gozaba de notable prestigio en las más
remotas localidades huicholas, coras y tepehuanas.
Conocedores de la profunda insatisfacción del mundo indígena, de la
que varios de los personajes que aquí se estudian fueron testigos de pri-
mera mano (Hardy, Fossey, Stephens, Brasseur de Bourbourg...), se mos-
traron pesimistas sobre la capacidad de las autoridades mexicanas para
solucionar los problemas que solían hallarse en la base de las revueltas
indígenas y de las guerras civiles que asolaban periódicamente la Repú-
blica, provocadas o atizadas muchas veces por rivalidades antiguas de las
etnias, nacidas de la hostilidad entre los diversos grupos que se asentaban
en una misma región. Coinciden todos los autores extranjeros que se han
revisado en subrayar el carácter inasimilable de los nómadas de las regio-
nes fronterizas del norte, que tantos quebraderos de cabeza ocasionaban a
residentes y autoridades.
Entre las instituciones contemporáneas de los extranjeros de que nos
ocupamos, el ejército es tal vez una de las que acaparan más críticas: so-
bre todo, desde la perspectiva de los brutales medios de conscripción en
boga, que tanto daño causaban a los ‘‘ciudadanos indígenas’’. Tampoco
los congresos escaparon a la censura de estos personajes foráneos, que no
ocultaron su perplejidad por la falta de sensibilidad del Poder Legislativo
mexicano en el tratamiento de los asuntos que afectaban más directamen-
te a las etnias. Del mismo modo, la instrucción y la seguridad públicas
dejaban mucho que desear a sus ojos: sobre todo, en los espacios rurales
donde tanto abundaba la población indígena.
Destaca también la importancia que ese conjunto de extranjeros con-
cedió al mundo criollo, decisivo en el desencadenamiento de la Revolu-
ción de Independencia en la opinión de Ward y de Olavarría, y sostén de
las clases superiores de una sociedad que administraba unas riquezas que
parecían inagotables a los ojos de esos visitantes llegados de lejanos paí-
ses: aunque profundamente herido en su autoestima por los resultados de
la guerra de 1847, como advierte Sartorius, y amenazado ----según Bras-
seur de Bourbourg---- por mestizos e indígenas cansados de que los crio-
llos disfrutaran en exclusiva de los privilegios de que habían gozado los
españoles hasta la Independencia.
Coherentemente con la mentalidad imperante en el mundo occidental
del siglo XIX, los extranjeros que acuden a México (Fossey, Sartorius...)
preconizan la atracción de colonos europeos como la mejor solución para
introducir a la República mexicana en la modernidad, y contrarrestar así
PRESENTACIÓN 9

las rémoras de una población indígena tan numerosa como ajena al pro-
greso económico, que, desde los comienzos de la quinta década del siglo,
asistía impotente a un agravamiento de los problemas del medio rural.
Encontraremos también opiniones en favor de la transculturización de los
indígenas a través del mestizaje que, en último término, habría de condu-
cir a su inevitable extinción.
La generalizada conciencia de la marginación en que se desenvolvían
los indígenas se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas es la expre-
sión verbal de que se servían muchos de los extranjeros que acompañaron
a Carlota y Maximiliano durante su aventura imperial, que refleja in-
conscientemente aquella percepción: cuando hablaban de ‘‘mexicanos’’,
se referían precisamente a los no-indios, a los descendientes de ‘‘los con-
quistadores’’. Carl Sofus Lumholtz advirtió también que, frente al indio,
se levantaba un nebuloso proyecto de nación que excluía a las etnias indí-
genas y abrazaba a todos los demás grupos de población, llamados indis-
tintamente la civilización, los vecinos, los mexicanos, los mestizos o los
blancos. Tal contraposición no impedía que, a la larga, esos pueblos indí-
genas acabaran ‘‘mexicanizándose’’ e integrándose ----a la mala, según
Lumholtz---- en el proyecto mexicano de nación.
Antes de poner término a estas notas introductorias, deseo advertir que
el trabajo que ahora se envía a la imprenta está concebido como primer volu-
men de un estudio más amplio, que se ocupará de otros extranjeros del siglo
XIX ----afincados en México o transeúntes---- que no han encontrado cabida
en estas páginas. Por eso instamos a la paciencia de quienes, extrañados por
la ausencia de personalidades de la talla de un Brantz Mayer ----por ejem-
plo----, piensen en una omisión culpable de quien coordinó esta publicación:
ni son todos los que están, ni están ----por supuesto---- todos los que son,
aunque sí se ha procurado que la selección practicada permita cubrir, cro-
nológicamente, toda la centuria y, territorialmente, todo el espacio de la Re-
pública mexicana; y muestre también un amplio abanico de nacionalidades
entre los extranjeros cuyos escritos son objeto de estudio.
De los trece capítulos de que consta el presente volumen, uno sirve de
introducción al resto y se propone un acercamiento general a la actitud
de esos espectadores foráneos ante el mundo indígena que descubrieron;
seis capítulos tienen como protagonistas a personas que visitaron México
durante las cinco primeras décadas del siglo; tres se emplazan en el trán-
sito de una mitad a otra de la centuria, y tres se ambientan en la segunda
parte del siglo XIX.
10 PRESENTACIÓN

Respecto a los países de procedencia de esos personajes, excluidos


del cómputo los extranjeros de que se trata en los capítulos primero y de-
cimoprimero, el panorama que resulta es bastante redondo: dos visitantes
proceden de Inglaterra (Henry George Ward y Robert Williams Hale
Hardy), dos de Alemania (Carl Christian Sartorius y Eduard Mühlenp-
fordt), dos de Francia (Mathieu de Fossey y Brasseur de Bourbourg), tres
de España (Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca, Anselmo de la
Portilla y Enrique de Olavarría y Ferrari), uno de Estados Unidos (John
Lloyd Stephens) y uno de Noruega (Carl Lumholtz).
Los mismos objetivos que se han enumerado se hallan presentes en el
segundo volumen, todavía en preparación: no nos cabe duda de que, com-
plementada esta primera fase del estudio con las aportaciones de los auto-
res que participarán en la siguiente etapa ----que privilegiará la segunda
mitad del siglo XIX----, resultará un conjunto armonioso y bien integrado.
Sí reconozco limitaciones en los logros alcanzados en este volumen.
La principal procede de las acusadas diferencias en el tratamiento de los
personajes estudiados. Aunque, como coordinador del proyecto, facilité a
los participantes un esquema que pudiera guiar las investigaciones, no
siempre fueron observadas ni seguidas de cerca mis advertencias. Tal vez
la misma interdisciplinariedad y la consiguiente pluralidad de puntos de
vista, que tanto enriquecen los análisis efectuados a lo largo de estas pági-
nas, hayan dificultado la consecución de una mayor homogeneidad. He
de confesar también que me sentí incómodo para reiterar aquellas reco-
mendaciones, quizá por un respeto mal entendido al trabajo realizado por
colegas que se dedican a la investigación en otros ámbitos del saber aleja-
dos del mío.
Se halla ya en fase muy avanzada la preparación de una extensa y
cuidada bibliografía que pondremos al servicio de quienes deseen aventu-
rarse en el estudio de las aportaciones que estos personajes venidos de
fuera realizaron con miras a una mejor comprensión de los problemas
‘‘nacionales’’ de México, a lo largo de la complicada centuria decimonó-
nica. Aunque ese aparato bibliográfico se incorporará en el volumen II de
esta obra, nos ha parecido oportuno incluir aquí el correspondiente a los
autores y obras que aparecen citados en este primer volumen.
Me resta sólo destacar el interés de un estudio como el que ahora se
presenta, dotado de un carácter interdisciplinario y abierto a la participa-
ción de varias instituciones académicas de la Universidad Nacional Autó-
noma de México (Instituto de Investigaciones Jurídicas, Instituto de In-
PRESENTACIÓN 11

vestigaciones Históricas, Facultad de Filosofía y Letras), del Instituto


Mora, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (Dirección de
Lingüística), y del Instituto Tecnológico Autónomo de México
En fin, formuladas las advertencias que anteceden, que informan
acerca de la peculiar visión ----más o menos certera, más o menos extra-
viada---- que de México pudieron alcanzar esos peregrinos extranjeros, y
orientan sobre los objetivos y propuestas metodológicas de la obra, es
hora ya de ceder la pluma a los autores de los diversos estudios que se
recogen en este volumen, para ponderar con más detenimiento sus acier-
tos y sus equivocaciones.
CAPÍTULO PRIMERO

LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA


DEL MÉXICO DECIMONÓNICO

Manuel FERRER MUÑOZ*

SUMARIO: I. Las anteojeras de los extranjeros. II. Las miradas


y los intereses de los extranjeros. III. El problema de la alteri-
dad. IV. El pasado histórico español. V. Las creencias y las
prácticas religiosas. VI. El pasado precortesiano. VII. El Mé-
xico contemporáneo.

I. LAS ANTEOJERAS DE LOS EXTRANJEROS

Son muchos los relatos escritos por gentes de diversos países que reco-
rrieron los caminos, las ciudades y los más recónditos parajes de la Repú-
blica mexicana, a lo largo del siglo XIX. Sobra decir que el recuerdo del
Ensayo de Humboldt sobre la Nueva España ocupaba un lugar señero en
la mente de la mayoría de esos espectadores foráneos, que solían coinci-
dir en el propósito de que su legado no desmereciera en su parangón con
la obra del sabio alemán.1
No debe sorprender, por tanto, que muchas de las categorías mentales de
Humboldt reaparecieran en esos otros escritos sobre la sociedad mexicana:
los análisis basados en un cierto despego del determinismo geográfico, que
* Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Una
versión preliminar de este texto fue presentada como ponencia en el V Congreso Internacional de
Hispanistas (Santa Fe, Granada, del 25 al 28 de junio de 1999), con el título ‘‘La República mexicana
y sus ciudadanos indígenas vistos por los extranjeros del siglo XIX’’.
1 Entre la amplísima bibliografía dedicada al barón de Humboldt, nos gustaría señalar cuatro
libros editados por la Universidad Nacional Autónoma de México: Ortega y Medina, Juan A., Hum-
boldt desde México, México, UNAM, 1960; Bopp, Marianne O. de et al., Ensayos sobre Humboldt,
México, UNAM, 1962; Miranda, José, Humboldt y México, México, UNAM, 1962, y Minguet, Char-
les, Alejandro de Humboldt, historiador y geógrafo de la América Española 1799-1804, México,
UNAM, 1985.

13
14 MANUEL FERRER MUÑOZ

tan caro había resultado a Montesquieu, y en la valoración del estado moral


del país; el énfasis en algunos aspectos del mundo mítico de la naturaleza
primitiva, tales como la ahistoricidad y la ausencia de cultura; la sugerente
imagen de los americanos forjadores de un proceso de autodefinición, que
los convertía en algo distinto y separado del mundo europeo, o la convicción
bien arraigada de que había que apresurar la llegada del progreso.2
Pocos fueron, sin embargo, quienes tuvieron ocasión de compartir la
perspectiva de Humboldt, conocedor de México y de Sudamérica y forja-
dor del tópico de que México podía considerarse como un país civilizado,
en la medida en que Sudamérica no lo era: ‘‘me sorprendió ciertamente
----escribió en el prefacio de su Ensayo---- lo adelantado de la civilización
de la Nueva España respecto de la de las partes de la América meridional
que acababa de recorrer’’.3 No en vano, la estancia de Humboldt en Méxi-
co había discurrido en el seno de los círculos intelectuales y científicos de
la ciudad de México, donde llevó a cabo sus estudios sobre historia natu-
ral, lingüística y arqueología.4
Nada tiene, pues, de extraño que los visitantes extranjeros incurrieran
en contradicciones en la apreciación de los mismos fenómenos; o, cuando
menos, que no acabaran de calar en la realidad que se presentaba ante sus
ojos. Fue el caso del ambiente humano del valle de México que, aun
cuando fue objeto de múltiples descripciones por parte de los viajeros ----a la
marquesa de Calderón de la Barca, el valle de México le pareció impregna-
do de ‘‘un aire de melancolía, inmensidad y desolación’’,5 y a Mathieu de
Fossey le pareció deprimente el viaje desde el lago de Texcoco a San
Juan Teotihuacán, a causa del aspecto ‘‘miserable y horroroso’’ de las al-
deas de los indios6----, en pocas ocasiones fue observado con el necesario

2 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, London-New
York, Routledge, 1997, pp. 131, 136-137 y 148; Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a
México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.),
Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México, México, UNAM, Instituto de
Investigaciones Jurídicas, 1999, p. 276, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México,
1840-1867, vol. I: El estudio de las costumbres y de la situación social, México, Instituto de Investi-
gaciones Dr. José María Luis Mora-UNAM, 1998, pp. 17-18, 59 y 89.
3 Humboldt, Alejandro de, Ensayo político sobre el reino de la Nueva-España (edición facsi-
milar de la de Paris, Casa de Rosa, 1822), México, Instituto Cultural Helénico-Miguel Ángel Porrúa,
1985, vol. I, p. 1. Véase también ibidem, vol. I, pp. 8-9.
4 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, pp. 131-132 y 136.
5 Calderón de la Barca, Francis E. I., La vida en México durante una residencia de dos años en
ese país, México, Porrúa, 1959, vol. I, p. 162.
6 Cfr. Fossey, Mathieu de, Viaje a México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, 1994, pp. 167-168, y Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 315.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 15

detenimiento: las más de las veces recibió una atención superficial, por lo
que apenas nos han llegado las manifestaciones externas de su cultura.7
Los emigrantes que acudieron a la República mexicana en busca de
fortuna y la encontraron, de vuelta a sus lugares de origen, convertidos ya
en hombres de éxito, cedieron a la tentación de copar el protagonismo de
las tertulias y de las charlas en los cafés. Ricos y envidiados, aunque ile-
trados y objeto de chanzas disimuladas por el ostentoso lujo con que se
engalanaban, no pararon de prodigarse en inacabables pláticas sobre el
exotismo de los parajes, el mundo mágico prehispánico y sus tradiciones
milenarias, la degradación de los indígenas contemporáneos... Y, así, con-
tribuyeron poderosamente a forjar un modo de explicar al indio america-
no. A otros componentes de ese gran flujo migratorio que una y otra vez
surcó el Atlántico no les acompañó la suerte y, si regresaron alguna vez a
sus hogares, fue para arrostrar de nuevo pobrezas y frustraciones. No pa-
rece probable que, en esas condiciones, se sintieran invitados a hablar so-
bre una vida cuyas expectativas distaban de haberse satisfecho.
En España, el tipo del ‘‘indiano’’ reproduce las características del
emigrante exitoso que retorna a su aldea natal o se establece en barrios de
nuevos ricos que se desarrollan en las afueras de algunas ciudades, como
la imaginaria Vetusta que describió Clarín con pinceladas de maestro:
‘‘allí estaba la Colonia, la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante
de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro con plumas y
cintas de tonos discordantes... La ciudad del sueño de un indiano que va
mezclada con la ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de
harinas’’.8 Los habitantes de la Colonia, indianos de mucho dinero, siguen
con el mayor de los esmeros, hasta donde se les alcanza, las costumbres
de los distinguidos personajes de la rancia aristocracia local, y hacen gala de
una religiosidad que se les antoja de buen tono y que desdice de la irrefle-
xiva, alocada y alegre moralidad que fue su compañera durante los años
de emigración. Y recuerdan, ensimismados, aquellos tiempos heroicos en
que labraron su riqueza: es de suponer la conmiseración con que rememo-
rarían la imagen de los pobres indios, inadaptados a la modernidad de la
nación que, segregada de España, había proporcionado trabajo y oportu-
nidades a quienes se arriesgaron a buscar en ella los medios de vida que
les negaba la madre patria.

7 Cfr. Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México,
Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, p. 53.
8 Alas, Leopoldo, ‘‘Clarín’’, La Regenta, Madrid, Alianza Editorial, 1990, pp. 19-20.
16 MANUEL FERRER MUÑOZ

La condición de extranjero se asocia en muchos casos de manera in-


trínseca a la incapacidad para calar en las realidades del país donde se
reside por circunstancias más o menos fortuitas: y a esa restricción se su-
perpone también con excesiva frecuencia un molesto aire de superioridad.
Tal sería el sentido de una expresión utilizada por Guillermo Prieto para
describir la transformación que la Independencia había operado en los
criollos mexicanos, convertidos en los nuevos amos del país: la separa-
ción de España ‘‘nos convirtió en gachupines de los indios’’.9 Y es que,
como advirtió el padre Diego Miguel de Bringas a Eugenio de Avinareta,
los indígenas abrigaban un particular encono hacia los criollos, ‘‘gritones
y antirreligiosos’’, que los tiranizaban y se aprovechaban de ellos. Se ex-
plicaría así, como consecuencia pintoresca y paradójica, que los españo-
les ----más queridos por la población aborigen, aunque odiados por los go-
bernantes---- gozaran de una consideración peculiar, que los diferenciaba
de los demás extranjeros’’.10
No parece infundado suponer que fue precisamente esa susceptibili-
dad ante las advertencias procedentes de quienes podían ser tildados de
advenedizos la que provocó las críticas de Martínez de Castro, Payno y
Altamirano a la marquesa de Calderón de la Barca, cuya Life in Mexico
hirió sin duda la sensibilidad de más de un espíritu suspicaz.11 La misma
reacción puede observarse entre los propietarios de fincas rústicas y sus
voceros, los periodistas de la ciudad de México que, en septiembre de
1865, expresaron su indignación frente a las alabanzas que L’Estafette y
L’Ére Nouvelle ----periódicos que se publicaban en francés en la capital de
la República---- prodigaron al proyecto de ley sobre jornaleros que empe-
zó a discutirse en aquel mes. Aquellos órganos periodísticos no ocultaron
su malestar por el hecho de que unos extranjeros vinieran a mostrarles
cómo resolver los problemas nacionales, como si México fuera un país
que se hallara ‘‘en la barbarie’’: ‘‘nos limitaremos a protestar ----escribían
los redactores de La Sociedad---- contra la caricatura del estado social de

9 Cit. en Zea, Leopoldo, ‘‘La ideología liberal y el liberalismo mexicano’’, en varios autores,
El Liberalismo y la Reforma en México, México, UNAM, Escuela Nacional de Economía, 1973, p.
511. Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero
1821-1970, México, El Colegio de México, 1993-1994, vol. I, pp. 83 y 89.
10 Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero,
vol. I, pp. 85-86.
11 Cfr. Bono López, María, ‘‘Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena
mexicano’’, capítulo sexto, II, de este libro.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 17

México... y a lamentar que se nos quiera civilizar a pescozones. Mal sis-


tema de corregir las costumbres de un pueblo es humillarle’’.12
Los desacuerdos entre las perspectivas mentales de unos y otros auto-
res se hacen explícitos en algunas ocasiones. Así, Mathieu de Fossey
negó a la marquesa de Calderón de la Barca la condición de buena obser-
vadora, por la superficialidad de sus juicios, inconsistentemente funda-
dos, y por su carencia de espíritu sintético. Objetó también que hubiera
‘‘juzgado del país por el momento presente, sin tener en cuenta lo pasado,
tan cerca todavía, ni los adelantos que se han obtenido’’.13 Y el mismo
Fossey se expresó con desdén sobre el conde Frédéric de Waldeck, explo-
rador de ruinas arqueológicas en Yucatán: ‘‘son caractère, bien connu au
Mexique, permet de douter de l’exactitude de toutes ses notices archéolo-
giques’’.14 Sin embargo, Waldeck gozó del favor y de la confianza de las
autoridades mexicanas: gracias al permiso que le concedió en 1831 Lucas
Alamán, secretario de Relaciones, pudo visitar las pirámides de Teotihua-
cán, entonces casi irreconocibles por la espesa vegetación de nopales y de
otras plantas que las cubrían.15
Más allá de la miopía que pudiera afectar la visión de algunos extran-
jeros, tropezamos con la limitación de que esos escritos de autores forá-
neos respondían a determinadas intencionalidades que, por fuerza, condicio-
naban una selección temática. Nada ha de sorprender, en consecuencia,
que la referencia al medio indígena brille por su ausencia en los textos de
muchos autores: no porque lo despreciaran, sino porque quedaba fuera
del propósito que les movió a tomar la pluma. Piénsese en la obra de per-
sonas tan vinculadas a México como Vicente Rocafuerte, José María He-
redia, Orazio Atelis, Florencio Galli, Claudio Linati...
Tal podría parecer, a primera vista, que fue el caso del español Ansel-
mo de la Portilla, que radicó en México entre 1840 y 1879, con un breve
intervalo de residencia en Estados Unidos (1858-1862). La Historia de la

12 ‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 21 de septiembre de 1865. Véase Pani, Érika,


‘‘La visión imperial. 1862-1867’’, capítulo decimoprimero de este libro.
13 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, pp. 24-25. Cfr. también Fossey, Mathieu de, Le Mexi-
que, p. 542.
14 ‘‘Su carácter, bien conocido en México, permite dudar de la exactitud de todas sus noticias
arqueológicas’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 373, nota 1). Cfr. Díaz y de Ovando, Clementi-
na, ‘‘Viaje a México (1844)’’, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, t. II, vol. XIII, núm.
50, 1982, p. 185, y Sierra, Carlos Justo, Breve historia de Campeche, México, El Colegio de Méxi-
co-Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 101.
15 Cfr. carta de Frédéric de Waldeck a Lucas Alamán, México, 16 de noviembre de 1831 (Con-
dumex, Centro de Estudios de Historia de México, fondo CCLXXXVII, carpeta 11).
18 MANUEL FERRER MUÑOZ

revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-


1855),16 que algunos autores le atribuyen, apenas contiene unos pocos pá-
rrafos en los que, marginalmente, se menciona de modo explícito a los
pueblos indígenas. En México en 1856 y 1857. Gobierno del General Co-
monfort,17 son más frecuentes las alusiones al mundo indígena, aunque
restringidas a su relación con movimientos insurreccionales: la insubordi-
nación de los nómadas del norte,18 la revuelta de los pueblos indios que
poblaban los márgenes de la laguna de Chapala,19 y la guerra de castas
que asolaba Yucatán.20
Y, sin embargo, la lectura de España en México. Cuestiones históri-
cas y sociales21 proporciona el contrapunto de las impresiones que se des-
prenden de los dos libros anteriores: indudablemente, porque el tema de
que se ocupa invitaba a dar entrada a los indígenas en el escenario de la
acción española en América. No sólo importa al autor estudiar el pasado
azteca, la conquista, la encomienda y los tributos, el fundo legal de los
pueblos, el régimen de la propiedad particular; también afronta el estado
en que se hallaban los indígenas del momento histórico en que él escribe,
y emite un diagnóstico de ‘‘lo que pueden y deben ser los indios’’ (cfr. el
trabajo de María Bono, en el capítulo noveno de este libro).

II. LAS MIRADAS Y LOS INTERESES DE LOS EXTRANJEROS

Las crónicas extranjeras nos ilustran acerca del modo en que el pecu-
liarísimo mundo ‘‘mexicano’’ ----‘‘novohispano’’ hasta 1821---- se ofrecía
a la mirada de esos visitantes, a veces miopes22 o restringidos en sus mi-

16 [Portilla, Anselmo de la], Historia de la revolución de México contra la dictadura del gene-
ral Santa-Anna (1853-1855) (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Vicente García Torres,
1856), México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1987; y Puebla,
José M. Cajica, 1972.
17 Portilla, Anselmo de la, México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort (edición
facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet, 1858), México, Instituto Nacional de Estudios
Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla, 1987.
18 Cfr. ibidem, pp. 23 y 107.
19 Cfr. ibidem, pp. 164-166.
20 Cfr. ibidem, p. 261.
21 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, México, Im-
prenta de Ignacio Escalante, 1871.
22 Para mejor entender las razones de esa miopía aconsejamos la lectura de Gallegos Téllez
Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en
Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de México;
y, más en particular, el apartado que se subtitula Mirar en la historia, pp. 271-274.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 19

ras por los ‘‘prejuicios de nacionalidad’’ que desveló Mathieu de Fossey,23


y observadores tan atentos en otras ocasiones que nos han permitido des-
cubrir aspectos velados de las realidades antropológica, social, jurídica,
religiosa... de ese ente multiforme que, segregado de España, buscaba de-
rroteros propios en la persecución de un estatuto nacional independiente.
Para algunos, el viaje ----con todas sus peripecias anejas---- adquiría
sentido por sí mismo y constituía un triunfo por el mero hecho de haberse
llevado a término. Esa nueva raza de esforzados conquistadores perseguía
destinos, no reinos; no se adornaba con talentos militares, sino logísticos,
y combatía una batalla desigual contra la escasez, la ineficiencia, la floje-
ra, la incomodidad, los caminos infernales, el mal tiempo, la impuntuali-
dad... Enfrentados esos agónicos viajeros a tales obstáculos, se crecieron
y generaron una literatura casi épica, que se recreaba en la descripción de
un marco social que aparecía como un obstáculo logístico para el paso
firme y audaz de los europeos:24 pero que tal vez deja insatisfecho al lec-
tor que se pregunta por los personajes condenados a las sombras por la
vanidad del escritor, demasiado pendiente de ponderar sus propios mé-
ritos, en lugar de relatar sus conversaciones con las personas con quie-
nes había trabado contacto y sostenido encuentros más o menos espo-
rádicos.
En cambio, los integrantes de la vanguardia capitalista que describió
Mary Louise Pratt consagraron una atención principalísima a la observa-
ción del cuerpo social, que se les presentaba como una ineludible tarea
política. Actuaron así arrastrados por su obsesión por reinventar América
como un continente retrasado y olvidado, necesitado de la explotación ra-
cional de los europeos.25

The bottom line in the discourse of the capitalist vanguard was clear: Ame-
rica must be transformed into a scene of industry and efficiency; its colo-
nial population must be transformed from an indolent, undifferentiated,
uncleanly mass lacking appetite, hierarchy, taste, and cash, into wage la-
bor and a market for metropolitan consumer goods.26

23 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. V.


24 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 148.
25 Cfr. ibidem, pp. 150, 152 y 160.
26 ‘‘La parte final del discurso del capitalista de vanguardia era clara: América debía ser trans-
formada en un escenario de industria y de eficiencia; su población colonial debía dejar de ser indolen-
te, indiferenciada, una masa sucia carente de apetitos, de jerarquía, de gusto y de dinero, para con-
vertirse en una población de trabajadores asalariados y, a la vez, en un mercado para los bienes de
consumo de la metrópoli’’ (ibidem, p. 155).
20 MANUEL FERRER MUÑOZ

Es indiscutible el hecho de que esos personajes foráneos acudían a


México cargados de prejuicios viejos e imbuidos de retóricas objetivistas
y de valores ya adquiridos, que les inducían a acomodar sus observacio-
nes en unos esquemas mentales prefijados; como también es evidente que
sus anteojeras ideológicas les impedían ver más allá de lo que querían
mirar. Sería el caso de numerosos visitantes anglosajones que, en pala-
bras inspiradísimas de Juan A. Ortega y Medina, ‘‘seguirán viéndonos en
lo esencial y constitutivamente medular como hijos o nietos más o menos
espurios y degenerados de la vieja y archidecadente España’’.27
No otra era la mirada de los europeos que, por obra de la revolución
social, política, científica y filosófica de principios del siglo XIX, se eri-
gieron en punto de referencia para todo el orbe:

de esta manera, la Edad de la Razón mira desde el progreso hacia el atraso;


desde la cima de la evolución a la sima de la decadencia, en la era del esplen-
dor de Viena o de la épica napoleónica; desde la cumbre ciudadana de las vic-
torias de las revoluciones y las restauraciones de 1848 o el esplendor industrial
de finales del siglo, a la degeneración y el primitivismo del resto del mun-
do, que se teoriza como inferioridad racial, histórica, social, religiosa, hu-
mana, que conlleva la condena absoluta de los ‘‘pueblos sin historia’’.28

III. EL PROBLEMA DE LA ALTERIDAD

Mediaba, además, la dificultad de la comunicación, no sólo lingüísti-


ca sino cultural, entre los indígenas y los extranjeros que se acercaron a
conocerlos, tan alejados unos de otros en mentalidades y conocimientos.
Y se añade el obstáculo del tiempo transcurrido hasta hoy desde que
aquellos visitantes reseñaran por escrito sus notas: inevitablemente, cuan-
do éstas han llegado a nosotros ----después de más de un siglo desde que
fueron redactadas---- el significado del vocabulario empleado por sus au-
tores difiere en sus alcances significativos del que hoy nos resulta fami-
liar, como también han cambiado los signos de identidad personal y co-
lectiva.29
27 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que
es, México, Fondo de Cultura Económica, 1953, p. XI.
28 Gallegos Téllez Rojo, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo país? La mirada en
dos libros de Charnay’’, pp. 273-274.
29 Cfr. Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas. Mayas y extranjeros entre dos guerras, Mé-
xico, Gedisa, 1991, pp. 13 y 25-26, y Pfeiler, Bárbara, ‘‘Las estrategias lingüísticas durante la Guerra
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 21

Tal vez reflexionan poco los extranjeros acerca del ‘‘otro’’ y de su


derecho a la existencia como alguien diferente e irreductible con quien,
sin embargo, es viable la comunicación en la medida en que se comparten
los ‘‘universales semánticos’’ de que habla Umberto Eco. Además, esa
falta de fijeza recorta ineludiblemente la posibilidad de llevar a cabo ob-
servaciones veraces, en la misma medida en que la cerrazón al otro impi-
de el propio conocimiento y oscurece, consiguientemente, las perspecti-
vas de análisis de la realidad exterior: ‘‘nosotros ----así como no logramos
vivir sin comer o sin dormir---- no logramos entender quiénes somos sin la
mirada y la respuesta del otro’’.30 Enfrentados a esa alteridad hubo quie-
nes, arrastrados por el prejuicio liberal igualitario, rechazaron la denomi-
nación de indios, vetada por José María Luis Mora y Alonso Fernández
en marzo de 1824,31 y prohibida por Maximiliano a su llegada al puerto
de Veracruz.32
Esas distorsiones se vinculan también, de modo necesario, a la des-
confianza que por fuerza inspira la presencia de esos visitantes venidos de
lejos, acompañados a veces de un séquito exagerado ----caso del primer
viaje a Sonora de Carl Lumholtz33---- y dotados de una curiosidad insacia-
ble y, por ello, sospechosa. Por eso, el escepticismo con que Paul Sulli-
van recuerda unas románticas reflexiones de Joseph Conrad:

hay quienes dicen que un nativo se niega a hablar con el hombre blanco.
Error. Nadie habla con el amo; pero al viajero y al amigo, al que no viene a
enseñar ni a dominar, al que no pide nada y acepta todo, se le dirigen pala-
bras junto a las fogatas, en la soledad compartida del mar, en aldeas ribere-
ñas, en lugares de descanso rodeados por bosques; se le dirigen palabras
que no tienen en cuenta la raza ni el color. Un corazón habla y otro escu-
cha, y la tierra, el mar, el cielo, el viento y las trémulas hojas oyen también
la fútil historia de la carga de la vida.34

de Castas. Un estudio estilístico’’, en Krotz, Esteban (coord.), Aspectos de la cultura jurídica en Yu-
catán, Mérida, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Maldonado Editores, 1997, p. 255.
30 Eco, Umberto y Martini, Carlo Maria, ¿En qué creen los que no creen?, México, Taurus,
1997, p. 107.
31 Cfr. Pérez Collados, José María, Los discursos políticos del México originario, México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, p. 274, nota 673.
32 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 257 y 34.
33 Cfr. el trabajo de Luis Romo Cedano: ‘‘Carl Lumholtz y El México desconocido’’, capítulo
decimotercero, I, de este libro.
34 Conrad, Joseph, ‘‘Karain: a memory’’, en Tales of unrest, London, T. Fisher Unwin, 1898, p.
35, cit. en Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas, p. 23.
22 MANUEL FERRER MUÑOZ

No pocas veces, los indígenas erigieron auténticos parapetos ante los


ojos de quienes acudían a observarlos: por recurrir a un ejemplo extrema-
damente significativo, piénsese en los mayas rebeldes de Yucatán que, en
expresión afortunada de Paul Sullivan, ‘‘siguieron siendo para los extran-
jeros figuras borrosas que acechaban más allá de las zonas despejadas de
ruinas y caminos, cuyas esporádicas ofensivas podían alterar itinerarios y
planes de investigación’’.35 Ciertamente, encontraremos viviendo entre
los mayas a figuras aisladas, como William Miller y Karl Sapper: pero,
en tanto que el primero no pudo pasar adelante de Chan Santa Cruz, en
sus deseos por llegar a Tulum, el segundo sólo se relacionó con indios
pacíficos que habían abandonado las hostilidades y alcanzado acuerdos
de paz con el gobierno mexicano.36

IV. EL PASADO HISTÓRICO ESPAÑOL

El desdén hacia el pasado español, caricaturizado como cerrilmente ca-


tólico, intransigente, bárbaro, fanático, arcaizante, destructor del mundo indí-
gena... reaparece en los escritos de muchos curiosos llegados desde lejanos
países que, abierta o veladamente, expresaron su censura y su desacuerdo
con los hábitos mentales españoles: aunque, en honor de la verdad, haya que
precisar que tampoco faltaron mexicanos inmisericordes en su apreciación
de los trescientos años que duró el Virreinato de la Nueva España. Fue el
caso ----entre otros muchísimos que pueden recordarse---- de José María Luis
Mora, que proclamaba ‘‘la dificultad de reparar en pocos dias los males cau-
sados por la abyeccion de muchos siglos’’, que habían reducido a la ‘‘raza
bronceada’’ a una lamentable postración:37 ‘‘acostumbrados [los indios] a re-
cibirlo todo de los que los gobernaban y a ser dirijidos por ellos hasta en sus
acciones mas menudas como los niños por sus padres, jamas llegaban a pro-
bar el sentimiento de la independencia personal’’.38
Ese análisis de José María Luis Mora en torno a la repercusión del
lastre colonial en la arquitectura de la sociedad del México independiente
ha sido objeto de una inteligente profundización por Luis Villoro, que no
35 Sullivan, Paul, Conversaciones inconclusas, p. 38.
36 Cfr. idem, y Reifler Bricker, Victoria, El Cristo indígena, el rey nativo. El sustrato histórico
de la mitología del ritual de los mayas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 222.
37 Cfr. Mora, José María Luis, Méjico y sus revoluciones (edición facsimilar de la de Paris,
Librería de Rosa, 1836), México, Instituto Cultural Helénico-Fondo de Cultura Económica, 1986,
vol. I, pp. 67 y 75.
38 Ibidem, vol. I, p. 200.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 23

dejó de reflexionar sobre la enrevesada malla de instituciones y de fórmu-


las gubernativas del México independiente, que se superponían al orden
antiguo, sin conseguir suplantarlo, y sin que la transformación institucio-
nal tuviera suficiente fuerza para cambiar las mentalidades y para termi-
nar con el dominio de los ‘‘cuerpos’’ que impedían el progreso.39 Porque,
a pesar de las invectivas contra el viejo régimen de opresión, los usos y
leyes españoles siguieron constituyendo una referencia imprescindible
durante mucho tiempo: y no sólo en México, sino también en otros espa-
cios de Iberoamérica.40
Y, sin embargo, el repudio de los tiempos que corrieron bajo la domi-
nación española adquirió carta de naturaleza a lo largo y ancho del conti-
nente americano, y dio pie a no pocas ambigüedades en la apreciación del
pasado. Recuérdese al argentino Domingo Faustino Sarmiento que, de
una parte, legitima los valores liberales criollos y, de otra, desacredita el
legado de la tradición colonial que encarnaba Juan Facundo Quiroga, un
caracterizado político y militar del interior de Argentina.41
Los escritos de Henry G. Ward ejemplifican perfectamente los prejui-
cios antiespañoles con que se acercaban los extranjeros al México recién
independizado. Su crítica fue inmisericorde con el caos legislativo en que
se habían debatido los asuntos americanos, por las insuficiencias de la
Recopilación de Leyes de Indias y las limitaciones de los ayuntamientos
para atender debidamente a sus atribuciones judiciales. Y tampoco dejó
de condenar la discriminación de que fueron objeto los criollos; la inje-
rencia del Estado español en materias eclesiásticas; la explotación econó-
mica de las Indias; la corrupción generalizada de la burocracia; la cerra-
zón mental de España ante las nuevas corrientes de pensamiento...42

39 Cfr. Villoro, Luis, El proceso ideológico de la revolución de independencia, México,


UNAM, Coordinación de Humanidades, 1977, pp. 241-246, y Mora, José María Luis, Méjico y sus
revoluciones, vol. I, pp. 59-168.
40 Por no multiplicar los ejemplos, remitimos a lo que aconteció en Centroamérica, tan cercana
geográfica y políticamente a la República mexicana: cfr. Ricardo Merlos, Salvador, ‘‘El constitucio-
nalismo centroamericano en la mitad del siglo XIX’’, en varios autores, El constitucionalismo a me-
diados del siglo XIX, México, UNAM, Publicaciones de la Facultad de Derecho, 1957, vol. I, pp.
352-353, y Volio de Köbe, Marina, ‘‘El constitucionalismo costarricense y la Constitución española
de 1812’’, en varios autores, La Constitución de Cádiz y su influencia en América (175 años 1812-
1987), San José de Costa Rica, Cuadernos de Capel, 1987, p. 50.
41 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, pp. 185-186.
42 Cfr. Ward, Henry G., México en 1827, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 82-
91, e Ibáñez Cerón, Eduardo y Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘La República mexicana y sus habitantes
indígenas contemplados por Henry George Ward, encargado de negocios de Su Majestad Británica en
México, 1825-1827’’, capítulo segundo, V, de este libro.
24 MANUEL FERRER MUÑOZ

Ward expresó también su desacuerdo con los resultados evangeliza-


dores del esfuerzo conjunto desplegado por la Corona española y las au-
toridades eclesiásticas. Aunque asegurada la pureza de doctrina después
del transcurso de tres siglos desde que diera inicio la predicación del ca-
tolicismo, se habían asentado en la América española una intolerancia ex-
trema y una excesiva influencia del clero, que no podían sino traer conse-
cuencias negativas.43
En la misma tradición interpretativa de Henry G. Ward encaja Eduard
Mühlenpfordt, que despreció globalmente el pasado colonial. En efecto,
como muestra el ensayo de José Enrique Covarrubias incluido en este vo-
lumen, ese viajero descalificó la práctica católica en la Nueva España no
sólo como instrumento de dominación política o de clases, sino ----y sobre
todo---- como expresión de la pobreza cultural que afectaba y envilecía a
toda la sociedad.44
Ni siquiera los visitantes que recibió México durante los años del Im-
perio de Maximiliano absolvieron a España de responsabilidad por la
postración en que se encontraban sumidos los indígenas: si los integrantes
de ese ‘‘pueblo tan inteligente y laborioso’’ se hallaban envilecidos, ‘‘tan-
to en lo físico como en lo moral’’, se debía a ‘‘trescientos años de un régi-
men de fierro’’.45 Como enfatiza Érika Pani en su estudio sobre los ex-
tranjeros de esa época (capítulo decimoprimero de este libro), el prejuicio
antiespañol, muchas veces anticatólico, permea la mayoría de los escritos
de esos personajes.

V. LAS CREENCIAS Y LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS

Por lo demás, abundan las coincidencias en la valoración que hacen


los extranjeros del fruto obtenido en la evangelización de los indígenas
que, por fuerza, había de repercutir en sus relaciones con el conjunto so-
cial. La personalidad supersticiosa de los indios y la extraña simbiosis de
cristianismo y de antiguas creencias ----el nahualismo y el tonaísmo, por
ejemplo, por no hablar de los temastianes, más influyentes entre yaquis y
43 Cfr. Ward, Henry G., México en 1827, pp. 212-223.
44 Cfr. también Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, pp. 28-29,
y Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la obra de Eduard
Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, III, de este libro.
45 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Méxique. Cosas de México, Paris, Plon, 1908, pp. 273-278, y
Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida (1862-1872). Estados Unidos. México. Europa, Puebla,
José M. Cajica, 1972, pp. 299-300.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 25

mayos que los sacerdotes católicos, o del culto que recibían entre los toto-
nacos las tawilana protectoras de las comunidades46---- llamaron la aten-
ción de muchos visitantes: entre éstos, algunos viajeros alemanes, como
Becher, Koppe y Sealsfield. El primero de ellos creyó haber encontrado
una explicación de la supervivencia de la idolatría, después de trescientos
años de dominación española: ‘‘según parece, hubo que dejarles una parte
de sus costumbres paganas únicamente [para] atraerlos al seno de la Igle-
sia católica en lo esencial’’.47
Otro viajero ----inglés, en este caso----, James Morier, refirió a George
Canning las animadas pláticas que había sostenido con el sacerdote Fran-
cisco García Cantarines, miembro de la Legislatura local de Veracruz en
1824 y profundamente pesimista sobre la viabilidad del sistema de go-
bierno adoptado en México. Cantarines estaba convencido de que la ma-
yor parte de la población carecía de virtudes cívicas y desconocía la natu-
raleza de un régimen representativo: ‘‘so give an example of their ideas of
representation, said that an Indian was asked whom he wished should re-
present him or his nation in the congress? After some thought, he answe-
red ‘The Holy Ghost’’’.48
Robert Williams Hale Hardy, que juzgó muy desfavorablemente a los
indígenas del Estado de México, los encontró tan idólatras como en tiem-
pos de los ‘‘montezumas’’ con la única diferencia de que, después de la

46 Cfr. Hu-DeHart, Evelyn, ‘‘Rebelión campesina en el noroeste: los indios yaquis de Sonora,
1740-1976’’, en Katz, Friedrich (comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México
del siglo XVI al siglo XX, México, Ediciones Era, 1990, vol. I, p. 151; Hernández Silva, Héctor
Cuauhtémoc, Insurgencia y autonomía. Historia de los pueblos yaquis: 1821-1910, México, Centro
de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista,
1996, pp. 61 y 115; González y González, Luis, El indio en la era liberal, Obras completas, México,
Clío, 1996, vol. V, pp. 178-181 y 220, y Chenaut, Victoria, Aquéllos que vuelan. Los totonacos en el
siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Instituto
Nacional Indigenista, 1995, pp. 194-195. Luis González recoge numerosas muestras del mestizaje
religioso generalizado entre muchas etnias indígenas: tarahumaras, tarascos, otomíes, nahuas, zapote-
cos, zoques, tzotziles y tzeltales, mayas... (cfr. González y González, Luis, El indio en la era liberal,
pp. 227-228, 248-249, 254, 257-258, 270, 274, 281 y 302). La coexistencia de prácticas religiosas
prehispánicas y de ceremoniales cristianos entre los mixes aparece atestiguada en Lameiras, Brigitte
B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, pp. 142-143.
47 Cit. en Mentz de Boege, Brígida Margarita von, México en el siglo XIX visto por los alema-
nes, México, UNAM, 1982, p. 157.
48 Carta de James Morier a George Canning, Jalapa, 14 de noviembre de 1824 (Public Record
Office, British Foreign Office, 50, vol. 6, fol. 94-97, microfilmado en la biblioteca Daniel Cosío Vi-
llegas de El Colegio de México). Cit. en Ávila, Alfredo, Representación y realidad. Transforma-
ción y vicios en la cultura política mexicana en los comienzos del sistema representativo, tesis
para optar al grado de Maestría en Historia de México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras,
1998, p. 10, nota 2.
26 MANUEL FERRER MUÑOZ

evangelización, sus ritos giraban en torno a ídolos católicos.49 También


los comentarios de Carl Christian Sartorius sobre el significado de algu-
nas de las más solemnes fiestas religiosas de los indios apuntan al carác-
ter aparentemente sincrético del ritual católico y de las viejas prácticas
paganas.50
Por su parte, Brantz Mayer insistió hasta la saciedad en la condena de
‘‘esta mescolanza de añejas exterioridades bárbaras y ritos indígenas
[que] pudo servir quizás para atraer a los pobladores primitivos en los co-
mienzos de la colonización’’, pero que con el transcurrir de los años se
había visto privada de sentido y resultaba incompatible con ‘‘la mentali-
dad de nuestra época [y] con las necesidades de la República’’. Y tampo-
co dejó de exteriorizar su desagrado por el penoso contraste entre la ‘‘es-
pléndida mina de riquezas’’ que era la catedral de México y los ‘‘indios
medio desnudos, boquiabiertos de asombro, o postrados de rodillas ante
la imagen de algún santo predilecto’’;51 y por el culto guadalupano, que
satirizó sin calar mínimamente en su significación52 a causa de sus prejui-
cios anticatólicos, que también le condujeron a despreciar ‘‘los ritos idó-
latras’’ en honor de la Virgen de los Remedios.53
Carl Lumholtz no se cansó de manifestar la excesiva propensión de
los indígenas a las fiestas en honor de los santos patronos, en las que in-
currían en gastos excesivos que no podían soportar sus menguadas econo-
mías. Aunque cristianizado en la mayoría de los lugares el sentido de la
fiesta, era necesario escarbar en el pasado para comprender su hondo sig-
nificado: ‘‘nunca llega á desarraigárseles la antigua idea de la importancia
de una fiesta. Tomando parte en ella es como asegura el indio la salud y
la dicha, de donde nace la imposibilidad de conseguir que trabajen ni los
naturales civilizados cuando se aproxima alguna festividad’’.54

49 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827 and 1828, Lon-
don, Henry Colburn-Richard Bentley, 1829, pp. 526-527.
50 Cfr. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes, 1990, pp. 272-273.
51 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, pp. 4 y 63.
52 Cfr. ibidem, pp. 92-100.
53 Cfr. ibidem, pp. 189-194.
54 Lumholtz, Carl, El México desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus de la
Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoa-
cán, México, Editora Nacional, 1972, vol. II, p. 320.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 27

VI. EL PASADO PRECORTESIANO

Con una frecuencia que no puede pasar inadvertida, hallamos en las


plumas de los autores de quienes nos ocupamos en esta obra la contrapo-
sición entre el México que fue y el que tenían ante sí. El primero es iden-
tificado por la mayoría exclusivamente con lo prehispánico, de un modo
tan poco lógico como frívolo, puesto que la equiparación así establecida
requería escamotear tres siglos de historia: consecuencia inevitable de
una moda histórica imperante durante mucho tiempo, ‘‘muy desdeñosa,
hostil e insurgente en aquel entonces ----y no le faltaban razones---- hacia
todo lo español’’.55
No ha de extrañarnos, pues, encontrar a algunos extranjeros que se
desazonan ante la aparente pérdida que los indios experimentaban de su
propia conciencia histórica. William Bullock constató que ‘‘it is not in the
present capital of New Spain [sic] that we are to look for the remains of
Mexican greatness, as every vestige of its former splendour was annihila-
ted by the conqueror’’,56 sin que éstos se preocuparan por inculcar en los
habitantes de la antigua Tenochtitlan los fundamentos de su propia cultu-
ra, sino sólo el ropaje formal de sus creencias religiosas y poco más. Y
George Francis Lyon, que llegó a México en 1826, se extrañó cuando
unos españoles vecinos de Tamaulipas le reprocharon que perdiera su
tiempo en reproducir ‘‘cosas tan feas’’ como unos ‘‘ídolos mexicanos’’
que se entretenía en dibujar.57
Así lo interpretó también Ernest de Vigneaux: ‘‘los indios del valle de
México han entrado en civilización, tanto menos, cuanto más cerca se ha-
llan del centro en que residen. Poco más o menos [sin duda menos que
más], conservan la fisonomía y las costumbres de sus antepasados’’.58 En
otro lugar de su crónica viajera, Vigneaux juega con los símbolos, cuando
refiere la evolución de la ciudad de Cholula después de la Conquista: ‘‘el
santuario de nuestra señora de los Remedios reemplazó al de Quetzal-

55 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que
es, p. XXV.
56 ‘‘Para encontrar los vestigios de la grandeza mexicana, hay que salir de la actual capital de
Nueva España, porque en ella los restos de este antiguo esplendor fueron borrados por los conquista-
dores’’ (Bullock, William, Six months’ residence and travels in Mexico: containing remarks on the
present state of New Spain, its natural productions, states of society, manufactures, trade, agriculture
and antiquities, etc., London, John Murray, 1825, vol. II, p. 153). Véase también ibidem, vol. II, p. 35.
57 Cfr. González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero,
vol. I, p. 59.
58 Vigneaux, Ernest, Viaje a México, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 80.
28 MANUEL FERRER MUÑOZ

cóatl: en la pirámide de Cholula se combatía la fe por la fe, el milagro por


el milagro’’.59
John L. Stephens, al referir su decepción por la escasez de noticias
sobre unas ruinas que le había deparado la plática con un numeroso grupo
de indígenas, remachó: ‘‘realmente, ellos no tenían nada que comunicar-
nos; pues carecían de historias y tradiciones: nada conocían acerca del
origen de los edificios arruinados: cuando ellos nacieron, ya esas ruinas
estaban allí, y existían desde el mismo tiempo que sus padres; el indio
anciano decía que casi había perdido la memoria de su existencia’’.60
Mathieu de Fossey, más sobrio, se limitó a decir que la ciudad de
México había sido reconstruida tras la conquista de Cortés, y que la ciu-
dad nueva nada tenía que ver con la antigua: ‘‘les canaux sont devenus
des rues pavées; aux téocalis ont succédé des églises chrétiennes, et sur
l’emplacement des palais des rois se sont élevées les habitations des con-
quérants, et des marchands qui vinrent s’y fixer’’.61 Y utilizó palabras se-
mejantes para expresar su visión de la antaño gloriosa Tlaxcala.62
A Carl Christian Sartorius le pareció que el pasado que revelaban los
restos arquitectónicos esparcidos aquí y allá pertenecía a otro pueblo, del
que se había desvinculado el indígena contemporáneo suyo, desconoce-
dor de su historia e indiferente ante los viejos adoratorios:

en México nadie sabe dónde cayó el infausto Moctezuma atravesado por


las flechas de su propia gente, o dónde era adorada la estatua de Tláloc;
difícilmente alguien puede decir en qué lugar saltó Pedro de Alvarado so-
bre el ancho canal, o dónde estuvo situada la casa de Hernán Cortés. Pero
si en la capital de un gran dominio quedan tan pocos documentos del pasa-
do, ¿qué puede esperarse de otras ciudades donde no ocurrieron grandes
acontecimientos?63

Carl Lumholtz, en fin, comentó la pérdida de sus antiguas costumbres


de parte de los aborígenes que habitaban en los parajes vecinos a los vol-
59 Ibidem, p. 108.
60 Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Nacional de Arqueología,
Historia y Etnografía, 1937, vol. II, p. 37.
61 ‘‘Los canales se han convertido en calles pavimentadas; a los teocallis han sucedido iglesias
cristianas, y sobre el emplazamiento de los palacios de los reyes se han levantado las casas de los
conquistadores y de los comerciantes que vinieron a establecerse aquí’’ (Fossey, Mathieu de, Le Me-
xique, p. 205).
62 Cfr. ibidem, p. 112.
63 Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, pp. 190-191.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 29

canes de Colima, que apenas se acordaban de su lengua nativa, y que con-


sumían sus vidas al servicio de los blancos.64 Por otro lado, nada más sig-
nificativo que el título que Lumholtz dio a la que sería su obra más em-
blemática: El México desconocido. Ese desconocimiento sobre las
realidades indígenas de la República no era ajeno al desprecio que inspi-
raban los pueblos autóctonos, aunque se vinculaba también al retraimien-
to y a la creciente pérdida de identidad de esas gentes, que parecían inca-
paces de defender sus tradiciones de la presión exterior. La etnia apache,
casi del todo extinta cuando Lumholtz realizó sus viajes, ejemplifica esa
situación de modo particularmente dramático: los vestigios de esa tribu,
repartidos a lo largo y ancho de una dilatada región, no procuraban ele-
mentos suficientes para reconstruir su pasado: y eso aun cuando la memo-
ria colectiva de la cruenta lucha contra ellos estaba vivísima.65
Esa visión de los indígenas como desprendidos de su pasado entronca
muy bien con otra característica del discurso occidental, que segrega a los
aborígenes de los territorios que alguna vez habían dominado y en los que
aún vivían. Complementariamente, esa plática echa mano de la perspecti-
va arqueológica, que también excluye a los habitantes sometidos de la
zona de contacto con sus conquistadores, y los ignora como agentes his-
tóricos poseedores de un pasado pre-europeo y capaces de formular de-
mandas para el presente, dotadas de una base histórica.66 Ilustra muy bien
lo que venimos diciendo la posición de Anselmo de la Portilla ante los idio-
mas indígenas: si lamentaba el abandono en que se hallaban y recomen-
daba el interés de ‘‘conservarlos y aprenderlos para bien de las letras y de
la historia’’, no concedía a esas lenguas otro valor que el arqueológico.67
Por lo demás, las lamentaciones sobre la amnesia de los desarraiga-
dos indígenas no constituían un género novedoso, ni formaban parte de
un repertorio exclusivo de la gente nacida fuera de México. Léanse, si no,
las palabras con que Diego López Cogolludo, uno de los mejores cronis-
tas de Yucatán, cerró la descripción que había trazado de las ruinas de
Uxmal: ‘‘quienes fuessen [sus artífices] se ignora, ni los Indios tienen tra-
dicion de ello’’.68

64 Cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. II, p. 320.


65 Cfr. Romo Cedano, Luis, ‘‘Carl Lumholtz y El México desconocido’’, capítulo decimotercero,
III, 4 de este libro.
66 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 135.
67 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 101.
68 López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, México, Editorial Academia Literaria, 1957,
libro IV, capítulo III, p. 177.
30 MANUEL FERRER MUÑOZ

Lo mismo prueban las observaciones sobre los habitantes de Tonalán


que se contienen en una pequeña biografía que Mariano Otero dedicó a
Guadalajara:

en vano se buscaría allí un recuerdo físico o moral de lo que antes fue. Ni


un monumento, ni una piedra tan sólo elevan su fecha al día de la conquis-
ta, y los descendientes de los antiguos indios perdidos enteramente sus
usos, costumbres e idioma, no recuerdan la memoria de la infeliz reina que
tan propicia acogida diera a los conquistadores, ni la de los valientes gue-
rreros que el 25 de mayo de 1530 turbaron el festín de los españoles y pere-
cieron víctimas de su patriótico arrojo.69

Manuel Larrainzar nos ha transmitido idéntica constatación de la am-


nesia de los habitantes de los alrededores de Palenque;70 y Santiago Mén-
dez, que trató de cerca a los mayas de Yucatán, aunque nunca llegó a co-
nocerlos, registró también su anclaje en el inmediato presente, y escribió
que ‘‘de sus calendarios antiguos ni aun la memoria conservan’’.71

VII. EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO

Mientras que el México histórico precortesiano, que algunos intuyen


envuelto todavía en las brumas del olvido, es apreciado en la mayor parte
de los casos como admirable y deslumbrante, con las inevitables sombras
que proyectaban costumbres tan difíciles de justificar como los sacrificios
humanos, el otro México, contemporáneo de los extranjeros que lo visitan
o que en él residen, suele provocar comentarios de disgusto o, por lo me-
nos, de conmiseración que, de modo casi indefectible ----como ya mostra-
mos----, vinculan esos aspectos insatisfactorios al lastre de la tradición es-
pañola. Ineludiblemente, el juicio sobre ese México se halla condicionado
por los intereses que, en cada caso, animan los pasos de los advenedizos:
la dedicación a la política y sus afinidades partidistas, el deseo de estable-
69 Otero, Mariano, Obras, recopilación, selección, comentarios y estudio preliminar de Jesús
Reyes Heroles, México, Porrúa, 1967, vol. II, p. 424.
70 Cfr. Larrainzar, Manuel, Estudios sobre la historia de América, sus ruinas y antigüedades,
comparadas con lo más notable que se conoce del otro Continente en los tiempos mas remotos, y
sobre el orígen de sus habitantes, México, Imprenta de Villanueva, Villageliú y Comp., 1875, vol. I,
pp. 27-28.
71 García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Me-
xicana’’, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. II,
1870, p. 377.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 31

cer prósperos negocios, el estudio de las fuentes de riqueza, el descubri-


miento de ruinas arqueológicas...
Un ejemplo, entre otros muchos que podrían traerse a colación, es el
que proporcionan los juicios contrapuestos de Mathieu de Fossey y de
Brantz Mayer en torno a dos textos constitucionales mexicanos coinci-
dentes en tantos aspectos como las Leyes Constitucionales de 1836 y las
Bases para la Organización Política de la República Mexicana de 1843.
En tanto que Fossey no encontraba nada de objetable en el texto centralis-
ta de 1836, que le parecía más apto para regir el país que la Constitución
federal de 1824,72 Mayer prodigaba críticas a las Bases de 1843 por su
espíritu restrictivo en la regulación del ejercicio de la ciudadanía, que
marginaba del sistema a los empobrecidos indios.73
Coinciden muchos autores extranjeros en experimentar el mismo ho-
rror por los tremendos contrastes económicos entre unos y otros sectores
de la sociedad mexicana, en la que la población indígena ocupaba los es-
calones inferiores, con escasas pero bien significativas excepciones: pues
es preciso advertir que, como ya indicó en otra ocasión quien redacta es-
tas líneas,74 se registraban notorias diferencias de status social en el seno
de las comunidades, y existían acusadas peculiaridades de carácter regio-
nal y étnico.
Las lacerantes diferencias sociales condujeron a algunos de esos ob-
servadores foráneos a la conclusión de que México traicionaba con los
hechos los principios revolucionarios, ‘‘pues que éstos eran incompatibles
con la ociosidad, la miseria y la suciedad de la masa, y más aún inherma-
nables con la extrema opulencia de unos pocos o la insultante que avara e
inútilmente atesoraba la Iglesia: la miseria y la mendicidad se compade-
cían difícilmente con una república’’.75

72 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 505-507. Y, sin embargo, tal vez no se halle dema-
siado alejado de la verdad el severo juicio de Ignacio M. Altamirano que, al referirse al régimen
centralista establecido en 1836 por las Leyes Constitucionales, sostuvo que se asentó entonces el pre-
dominio de una ‘‘oligarquía opresora y exclusivista; mejor dicho, una monarquía disimulada, bajo la
influencia del ejército, del clero y de los ricos’’, que, amparada en el hecho de que ‘‘la mayoría de
la población se componía de indígenas incultos, o de propietarios mestizos’’, pudo ignorar los intere-
ses de esos sectores mayoritarios e incapacitados para hacer valer sus conveniencias y sus derechos
(cfr. Altamirano, Ignacio M., Historia y política de México (1821-1882), México, Empresas Editoria-
les, 1947, p. 46).
73 Cfr. Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, pp. 440-445.
74 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 120-128.
75 Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Prólogo y notas’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue y lo que
es, p. XXXIV. La inglesa Anna M. Falconbridge, que en 1802 publicó un libro sobre sus viajes por
32 MANUEL FERRER MUÑOZ

Por eso, Edward Thornton Tayloe, secretario de la legación de Esta-


dos Unidos en México, advirtió la insuficiencia de las instituciones repu-
blicanas y federales cuando los habitantes de la República carecían de las
más elementales virtudes cívicas.76
Ese desajuste entre los ideales y la realidad indujo a Brantz Mayer a
negar la posibilidad de que la forma republicana de gobierno despertara el
más mínimo interés en una población como la indígena de México:

ninguna ambición tiene de mejorar su condición; pues, de lo contrario, ésta


habría mejorado en un país tan rico; están contentos viviendo y durmiendo
como las bestias del campo; carecen de aptitud para gobernarse a sí mis-
mos, ni pueden tener esperanza de ello, ya que ni con una vida tan trabajo-
sa han podido librarse de tanta miseria. ¿Es posible que tales hombres se
conviertan en republicanos?77

Para ahondar en la gravedad de esas palabras, conviene tener en


cuenta que la mayoría de la población indígena habitaba en el espacio ru-
ral y que, según apreció Francisco Javier Clavijero ----y la observación
puede aplicarse con la misma propiedad al siglo XIX----, el número de la
gente que vivía en el campo ‘‘es infinito’’.78
De manera inusitada, que sorprendía a no pocos de los visitantes forá-
neos, los templos católicos conformaban algunos de los reducidísimos es-
pacios donde los distingos sociales parecían quedar relegados: ‘‘in Mexi-
can churches we do not meet with that distinction of pews and seats so
universal with us. Here on the same floor the poorest Indians, and the
highest personages in the land, mix indiscriminately in their prayers to
that being to whom all earthly distintions are unknown’’.79

África Occidental, testimonió el tremendo impacto que le habían causado las degradantes condicio-
nes en que vivían los habitantes de las regiones del Continente Negro por ella visitadas: ‘‘I never did,
and God grant I never may again witness so much misery as I was forced to be a spectator of here’’
(‘‘nunca fui testigo, y Dios permita que nunca más vuelva a serlo, de tanta miseria como la que he
debido contemplar aquí’’): cit. en Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 104.
76 Cfr. Tayloe, E. T., Mexico, 1825-1828. The journal and correspondence of Edward Thornton
Tayloe, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1959, p. 129.
77 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, p. 221.
78 Cfr. copia de un papel que Clavijero dirigió al jesuita Vizcardo sobre la población de las
audiencias de México, Guadalajara y Guatemala, en Archivo General de Indias, Estado, 61, núm. 24.
79 ‘‘No encontramos en las iglesias de México esa distinción de reclinatorios y de asientos tan
generalizada entre nosotros. Aquí, sobre el mismo suelo, los indios más pobres y los más encumbra-
dos personajes del país se mezclan indiscriminadamente para elevar sus plegarias a ese Ser para el
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 33

En fechas más tardías, en un relato que publicó en 1908 el francés


Éloi Lussan, que había vivido en México tres años, entre 1863 y 1866, en
calidad de capitán del ejército francés, se rememoraba la triste suerte que
había cabido a los indígenas después de la separación de España: ‘‘¿qué
han ganado ellos? Estar desde entonces, en su nueva calidad de ciudada-
nos mexicanos, obligados al servicio militar, y es todo. Su condición so-
cial ha quedado en todos los demás aspectos, la que hicieron las viejas
ordenanzas españolas, y después como antes, ahora como hace 100 años,
el europeo o descendiente de europeo es para ellos el amo’’.80
No sólo pesaban sobre los indígenas los gravámenes establecidos por
las modernas legislaciones federal y estatales: porque, como aseguró An-
selmo de la Portilla sobre Oaxaca y Yucatán, todavía había lugares donde
se cobraba el viejo tributo indígena, abolido bajo el régimen constitucio-
nal español.81 De otra parte, el incremento de la presión fiscal sobre las
economías indígenas después de la Independencia explica la respuesta
que un viajero inglés de esos años ----Robert Williams Hale Hardy---- reci-
bió de un ranchero a quien interrogó acerca de las ventajas que le había
reportado la separación de España: ‘‘el único beneficio que él había lo-
grado consistía en que antiguamente pagaba tres reales de impuesto por
ciertos artículos y ahora abonaba por los mismos cuatro’’.82
Por no multiplicar las citas, referimos sólo dos testimonios más: de
Anselmo de la Portilla el primero, que se entretenía en la consideración
del penoso presente que vivían los indígenas contemporáneos suyos, y de
Ernst von Hesse-Wartegg, el segundo, que trazaba una comparación con-
trastante entre la condición de los indios de finales del siglo XIX y los
nahuas que dominaron el altiplano antes de la llegada de los españoles.
Escribía, indignado, De la Portilla:

cual son desconocidas las distinciones terrenales’’ (Bullock, William, Six months’ residence and tra-
vels in Mexico, vol. I, pp. 144-145). Véase también Calderón de la Barca, Francis E. I., La vida en
México, vol. II, p. 318, y Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec dans
l’État de Chiapas et la République de Guatémala: executée dans les années 1859 et 1860, par l’abbé
Brasseur de Bourbourg, Membre des Sociétés de Géographie de Paris, de Mexico, etc., Ancien Admi-
nistrateur ecclesiastique des Indiens de Rabinal, Chargé d’une mission scientifique de S. E. M. le
Ministre de l’Instruction publique et des Cultes dans l’Amérique-Centrale, Paris, Arthus Bertrand,
1861, p. 193
80 Cit. en Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 46.
81 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 53.
82 Cit. en Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), Mé-
xico, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, p. 23.
34 MANUEL FERRER MUÑOZ

¡pobres indios! Humillados y desvalidos como están, ellos lo hacen todo en


este país: ¡y se dice que estorban!
Llevan sobre sus hombros las cargas mas pesadas de esta sociedad; cul-
tivan la tierra, crian los ganados, abren los caminos; abastecen á las ciuda-
des, forman la fuerza de los ejércitos, contribuyen para los gastos públicos;
dan en fin sus brazos á todas las industrias, su fuerza á todos los gobiernos,
su sangre á la patria: ¡y se dice que estorban!83

Ernst von Hesse-Wartegg expresó su condolencia por el abatido esta-


do de los naturales del país: ‘‘¡pobre pueblo degenerado! ¡Éstos son los
descendientes de aquellos aztecas, de los cuales los conquistadores espa-
ñoles han legado descripciones tan pintorescas!’’.84

1. El mundo rural

Un campo de observaciones al que acuden con frecuencia los extran-


jeros tiene que ver con las especificidades del hábitat de los indígenas que
residían en los espacios rurales, ajenos aún a la civilización: una forma de
vida que, en muchísimos casos, está marcada por el aislamiento y la se-
gregación; un status que George Francis Lyon recomendaba preservar y
respetar,85 y que Mühlenpfordt ponía en relación con el desenvolvimiento
agrícola de las apartadas regiones montañosas, promovido precisamente
por la dispersión de los indígenas.86 El Viaje a Yucatán de John L. Stephens,
enviado a América Central como agente confidencial del presidente esta-
dounidense Martin Van Buren, abunda en ese tipo de comentarios, inspi-
rados por su prejuicio de hallarse ante gentes no contaminadas por la civi-
lización y reducidas todavía al estado de naturaleza.
Ernest Vigneaux detectó la presencia de numerosos yaquis en Guay-
mas, donde desempeñaban diversos oficios artesanales y se empleaban
como marineros, jornaleros o criados. Aunque se mostraban muy indus-
triosos, todos los años volvían a sus pueblos; ‘‘y por poco que se agrien
las relaciones entre indios y criollos, circunstancia harto frecuente, la

83 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 106.


84 Cit. en Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 50.
85 Cfr. Lyon, George Francis, Journal of a residence and tour in the Republic of Mexico in the
year 1826, Port Washington-London, Kennikat, 1971, vol. II, pp. 238-240. Los mismos puntos de
vista, en Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, passim.
86 Cfr. Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la
obra de Eduard Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, III, de este libro.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 35

emigración viene a ser general y Guaymas carece de brazos’’,87 por el


atractivo que los pueblos de origen seguían ejerciendo sobre esos indíge-
nas. No parecía ser ése el caso de los axuas, al menos con la misma gene-
ralidad; así, aunque solían ser muchos los hombres que, con el tiempo,
regresaban a su comunidad ----atestigua Hardy----, las mujeres preferían
casarse con otros indígenas que residían cerca de las casas donde presta-
ban sus servicios domésticos.88
Carl Christian Sartorius, sorprendido en un principio por la existencia
de pequeños plantíos de indios en lugares aparentemente inaccesibles, en
el fondo de recónditas barrancas, acabó convencido de que esas soledades
les servían ‘‘para practicar secretamente los ritos paganos que aún preva-
lecen, utilizando las innumerables cuevas de la comarca’’.89 El retrai-
miento de los indígenas, que explicaría su tendencia a la segregación de
la población mestiza o blanca, parece asociarse también a los ojos de Sar-
torius al carácter ‘‘cerrado, desconfiado y calculador’’ de las gentes que
tuvo ocasión de tratar, que extendían ese muro de reserva a sus propios
congéneres: por eso no dudaría en sostener que los indios conformaban
una población diferenciada de la del resto del país.90 La misma explica-
ción encontró el alemán para el hecho de que los indígenas que habitaban
las grandes ciudades parecieran querer refugiarse en comunidades separa-
das,91 sin que acudieran a la mente de Sartorius las parcialidades fundadas
por los españoles.
Paula Kollonitz deploró el aislamiento geográfico, la falta de protec-
ción jurídica y la marginación social y cultural de los indígenas: ‘‘muchos
de ellos viven en las montañas bajo el dominio de los caciques y son cris-
tianos apenas de nombre’’. Pero también admitió que, cuando rompían
ese confinamiento y se acercaban a la civilización, acababan aún más de-
gradados por la explotación de que los hacían víctimas ‘‘los blancos’’.92
Carl Lumholtz, movido por su espíritu aventurero a adentrarse en el
corazón de las tierras tarahumaras, se esforzó por ahondar en las creen-
cias y en las costumbres de sus moradores. Y quedó impresionado por el

87 Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 20.


88 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, p. 371.
89 Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, p. 115. Véase también ibidem, pp. 142 y 153.
90 Cfr. ibidem, pp. 140-142, y Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-
1867, p. 61.
91 Cfr. Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, p. 208.
92 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, México, Fondo de Cultura Económica-Se-
cretaría de Educación Pública, 1984, p. 117.
36 MANUEL FERRER MUÑOZ

recelo que sentían hacia los hombres blancos. Arrinconados en aquellas


inaccesibles regiones por la codicia de éstos, los tarahumaras llegaban a
atribuir los malos tiempos que les tocaba vivir a la venganza de los dioses
que, irritados por los expolios cometidos por los blancos, se negaban a
enviar la lluvia.93 Y, en otro pasaje, dejó constancia del fracaso de los
esfuerzos realizados por los misioneros para conseguir que los indios nó-
madas vivieran en aldeas.94

2. El servicio militar

No pasó inadvertido a los extranjeros el miedo que experimentaban


los indígenas ante la perspectiva de verse alistados en las filas del ejérci-
to: un pavor del que muchas veces se aprovecharon caciques y leguleyos
para chantajear a los indígenas, bajo la amenaza de mandarlos al ‘‘contin-
gente’’ si no pagaban las contribuciones que aquellos explotadores, con-
certados, se atrevían a exigirles sin ningún soporte legal.95 De ahí la des-
confianza generalizada ante los censos de población que periódicamente
efectuaba el gobierno:

debe tenerse presente, que cada vez que el gobierno manda hacer un empa-
dronamiento general, antes, y mucho mas hoy, la gente comun mira la pro-
videncia como precursora de algun nuevo gravamen, de alguna nueva car-
ga, y para ponerse en guardia contra lo que sobrevenga, oculta cuanto
puede de su familia, sobre todo, en lo relativo á varones, para que ni les
impongan contribucion, ni los lleven al ejército.96

En verdad, existían otras razones que favorecían el ocultamiento en los


censos de los indios, que seguramente recordaban tiempos pasados ----como
93 Cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. I, p. 198.
94 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 136-137.
95 Cfr. González Navarro, Moisés, ‘‘El porfiriato. La vida social’’, en Cosío Villegas, Daniel,
Historia moderna de México, México, Hermes, 1955-1972, vol. VII, pp. 204-205.
96 Orozco y Berra, Manuel, ‘‘México’’, en Alamán, Lucas et al., Diccionario Universal de His-
toria y de Geografia. Obra dada a luz en España por una sociedad de literatos distinguidos, y refun-
dida y aumentada considerablemente para su publicacion en Mexico con noticias historicas, geogra-
ficas, estadisticas y biograficas sobre las Americas en general y especialmente sobre la Republica
Mexicana, Mexico, Imp. De F. Escalante y Cª., Librería de Andrade, 1853-1856, vol. V, pp. 292-360.
Cfr. González y González, Luis, El indio en la era liberal, p. 26. Estos temores venían de tiempo
atrás: cfr. Annino, Antonio, ‘‘Prácticas criollas y liberalismo en la crisis del espacio urbano colonial.
El 29 de noviembre de 1812 en la ciudad de México’’, Secuencia: Revista de Historia y Ciencias
Sociales, México, nueva época, núm. 24, septiembre-diciembre de 1992, p. 144.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 37

los vividos por los habitantes de Zacoalco---- en que se exigía el pago de


una tarifa a todos los que se registraban.97
García y Cubas señaló la nutrida presencia de indígenas en las filas
del ejército como una de las razones que obstaculizaban su crecimiento
demográfico: ‘‘si á estas causas que tan poderosamente obran en el decre-
cimiento de la raza indígena, se agrega la sensible disminucion que ha
sufrido á consecuencia de nuestras guerras civiles, pues la raza indígena
constituye en su mayor parte el ejército, corroboran la verdad de mi aser-
to’’.98 Y antes que él, Ernest de Vigneaux había tenido ocasión de com-
probar con sus propios ojos que eran indios todos los soldados del cuartel
de Guaymas donde quedó arrestado después de su detención.99
La sujeción de los indígenas al servicio militar, como una exigencia
más de la cacareada igualdad jurídica,100 llegó a ser considerada por esas
etnias como ‘‘la mas cruel calamidad que devora á sus hijos’’ ----sobre
todo cuando, a partir de los años cuarenta, la movilización se hizo más
frecuente----, y fue causa de insurrecciones armadas, como la de Misantla,
Veracruz, en julio de 1853.101 Por eso, cuando Santa Anna decidió excep-
tuar a ‘‘los indígenas de la raza primitiva, que no se han mezclado con
otras [razas]’’, del sorteo para los reemplazos del ejército, se granjeó el
agradecimiento de muchas comunidades que, como la de Zoquizoquipan,
expresaron públicamente su satisfacción.102

97 Cfr. Taylor, William B., ‘‘Bandolerismo e insurrección: agitación rural en el centro de Jalis-
co, 1790-1816’’, en Katz, Friedrich (comp.), Revuelta, rebelión y revolución, vol. I, p. 206.
98 García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Me-
xicana’’, p. 372.
99 Cfr. Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 14.
100 Anselmo de la Portilla reconocía que la declaración de igualdad y el reconocimiento de la
condición ciudadana de los indígenas no impedía que ‘‘cualquier cabo de escuadra h[ubiera] podido
arrancarlos de su hogar, ó arrebatarlos en la calle, para meterlos en un cuartel y hacerlos soldados’’:
Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 89.
101 Cfr. Thomson, Guy P. C., ‘‘Los indios y el servicio militar en el México decimonónico.
¿Leva o ciudadanía?’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el Mé-
xico del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investiga-
ciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, pp. 210-220; Reina, Leticia (coord.), Las
luchas populares en México en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Supe-
riores en Antropología Social, Cuadernos de La Casa Chata, 1983, p. 92, y Chenaut, Victoria, Aqué-
llos que vuelan, pp. 109-110.
102 Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de las
disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta del Co-
mercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. VI, núm. 3,983, p. 627 (2 de agosto de 1853);
Legislación indigenista de México, México, Instituto Indigenista Interamericano, 1958, p. 32; El Univer-
sal, 14 de agosto de 1853, y Vázquez Mantecón, Carmen, Santa Anna y la encrucijada del Estado. La
dictadura (1853-1855), México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 167-168 y 253.
38 MANUEL FERRER MUÑOZ

No obstante, como sucedería en tantas otras ocasiones y como insinúa


Ernest Vigneaux, la ley debió de quedar en letra muerta: ‘‘yo no sé quién
habría de ser soldado entonces, ni cómo había de hacerse el reemplazo;
pero sé perfectamente que no hay un soldado mexicano que no sea indio
y que el reclutamiento se hace como en Turquía’’.103 Y Fossey presenció
el incumplimiento palmario de esas disposiciones presidenciales:

le jour où le premier tirage à la conscription eut lieu à Guanaxuato, j’ai vu


de mes propres yeux faire une levée de force au village de Mellado, à un
quart de lieue de la ville. On s’empara d’une vingtaine d’ouvriers mi-
neurs, qu’on arracha ainsi à leurs familles au mépris de toutes les lois hu-
maines.104

En el Constituyente de 1856-1857 se recordarían, sin embargo, otras


actuaciones de López de Santa Anna menos complacientes con los indí-
genas. Así, un diputado reprobó la conducta de Santa Anna cuando escaló
el poder y, con el apoyo de los conservadores, procedió a una violenta
represión de quienes no compartían su modo de pensar: ‘‘en su saña no se
olvidaron ni de los pobres indios de Jico, que en 1845 detuvieron al dicta-
dor en su fuga’’.105 Y Carlos de Gagern comentó, a propósito de las dispo-
siciones de Santa Anna en favor de los indígenas: ‘‘á pesar de la ley sobre
reclutamiento, basada sobre aquel principio de exclusion, recurria conti-
nuamente al odioso sistema de la leva’’.106
No obstante, aquel Constituyente careció de sensibilidad ante los pro-
blemas de las comunidades indígenas. Se entiende así que, entre otros
acuerdos y comunicaciones que revocó en abril de 1856, a propuesta de la

103 Vigneaux, Ernest, Viaje a México, p. 59.


104 ‘‘El día en que tuvo lugar el primer sorteo para la conscripción en Guanajuato, vi con mis
propios ojos cómo se practicaba una leva forzosa en el pueblo de Mellado, a un cuarto de legua de la
ciudad. Se prendió a una veintena de obreros mineros, a los que se arrancó de sus familias de esa
manera, con desprecio de todas las leyes humanas’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 495). Los
mismos bárbaros procedimientos aparecen narrados en Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es,
pp. 372-373.
105 Intervención de Santos Degollado ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 3 de marzo
de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, Es-
tracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la epoca (edición facsimilar de la de
México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857), México, H. Cámara de Diputados, Comité de Asuntos
Editoriales, 1990, vol. I, p. 73).
106 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la
Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 809. Cfr. Covo,
Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), México, UNAM, Coordinación de Hu-
manidades, 1983, p. 334.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 39

comisión de Guerra, por considerarlos ‘‘de todo punto insignificantes’’,


incluyera la ‘‘escepcion del sorteo en favor de los indígenas’’.107
Algunas legislaturas estatales ----la de Jalisco, por ejemplo---- excep-
tuaron a los indígenas del servicio de la Guardia Nacional, conscientes de
‘‘la miseria general en que viven los que se llaman indios’’. La necesidad
de conjugar ese régimen peculiar con la igualdad de todos los ciudadanos
ante la ley inspiró al Congreso jalisciense unas reflexiones: si bien todos
participaban de unos mismos derechos y se hallaban sujetos a iguales
obligaciones, se hacía palpable la necesidad de dispensar una protección
eficaz a los indígenas, ‘‘á fin de mejorar su situacion, haciéndoles sentir
los inmensos beneficios de la educacion social’’. A fin de cuentas, se tra-
taba de aplicar el mismo régimen de excepción que había establecido en
favor de los jornaleros la ley del 10 de julio de 1861, por la que se organi-
zó la Guardia Nacional en el estado.108
En la medida en que el servicio militar obligatorio se asociaba a las
brutales prácticas de la leva ----prohibida sin eficacia por disposiciones
gubernamentales de 1856, 1859109 y 1861, combatida en tiempos con
todo el rigor jurista de un Ezequiel Montes, y condenada por los amparos
concedidos por jueces de distrito y por la Suprema Corte de Justicia110----,
su impopularidad desaconsejaba el restablecimiento, a pesar de algunas

107 Propuesta de la comisión de Guerra al Congreso Constituyente de 1856-1857, 19 de abril de


1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. I,
p. 165).
108 Cfr. Colección de los decretos, circulares y órdenes de los Poderes Legislativo y Ejecutivo
del Estado de Jalisco, Guadalajara, Tip. de S. Banda, calle de la Maestranza núm. 4, y Tip. de M.
Pérez Lete, Portal de las Flores núm. 7, 1872-1883, vol. I, pp. 291-294 (29 de agosto de 1861).
109 Una orden de la Secretaría de Guerra al comandante general del distrito de México, fechada
el 10 de febrero de 1859, exponía el disgusto del presidente sustituto cuando tuvo conocimiento de
que ‘‘algunos cuerpos del ejército toman de leva á los ciudadanos pacíficos, destinándolos al servicio
de las armas sin que preceda la calificacion de la autoridad política que debe hacerla; y como este
proceder, ademas de lo odioso é inconveniente que es, da lugar á continuas reclamaciones que redun-
dan en descrédito de la benemérita clase militar’’, prevenía a los jefes de los cuerpos que hicieran
cesar la leva y se ciñeran a los reemplazos que les fueran consignados por el gobernador del distrito:
Arrillaga, Basilio José, Recopilación de leyes, decretos, bandos, reglamentos, circulares y providen-
cias de los supremos poderes y otras autoridades de la República Mexicana. Formada de orden del
Supremo Gobierno por el Licenciado Basilio José Arrillaga, México, Imprenta de A. Boix, á cargo
de M. Zornoza, 1865, p. 56.
110 Cfr. Valadés, José C., El porfirismo. Historia de un régimen. El nacimiento (1876-1884),
México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 1977, pp. 56 y 139-140, y Covo, Jacqueline, Las
ideas de la Reforma en México (1855-1861), p. 363. Ignacio L. Vallarta expresó su pesar por la su-
pervivencia de la leva, después de numerosas ejecutorias en su contra por parte de la Suprema Corte
de Justicia: véase infra.
40 MANUEL FERRER MUÑOZ

opiniones, como la de José María del Castillo Velasco, que abogaban por
la presencia indígena en las filas del ejército:

preferir á los hombres de la raza indígena para el servicio de las armas y


renovar con frecuencia, con cuanta frecuencia fuese posible, los cuadros
del ejército, daria por resultado que todos esos hombres adquiriesen ciertas
necesidades y ciertos conocimientos que los sacarian del estado de postra-
cion y envilecimiento en que ahora se encuentran.111

Cuando, en 1896, trató de articularse un movimiento que presionara


en favor de la reinstauración del servicio militar obligatorio, El Monitor
Republicano no ahorró críticas a los disparatados argumentos con que se
recomendaba la adopción del viejo sistema. Ni contaba el gobierno con
recursos para sostener la ampliación de tropas, ni había conflictos que
aconsejaran la implantación de una defensa armada permanente, ni existía
un espíritu público que avalase tan costosa exigencia:

en las naciones europeas en que existe el servicio militar obligatorio, ha


existido ántes que el servicio el sentimiento patriótico que ordena afiliarse
en el Ejército cuando la Patria ha menester una defensa permanente. Aque-
llos Gobiernos no han tenido, en consecuencia, obstáculo que allanar ni re-
sistencia que vencer para obligar á los ciudadanos á cumplir una ley sobre
enganche forzoso en el Ejército.112

La necedad de las razones aducidas por quienes postulaban la obliga-


toriedad del servicio de armas constituía una invitación a la comicidad.
Así, el articulista de El Monitor Republicano ironizaba al tratar de las
ventajas que algunos creían descubrir en la forzosa consignación al ejér-
cito: el recluta, enriquecido en hábitos de moral, de higiene y de ilustra-
ción, regresaría a su casa al cabo de cinco o seis años de vida militar,
habiendo probado el sabor de la civilización y convertido en propagandis-
ta del progreso: ‘‘y, como de hecho, vale más que la mayoría de sus pai-
sanos, ejercerá autoridad sobre ellos, será nombrado Alcalde y tratará de
introducir en su pueblo algo de lo mucho bueno que en su vida de soldado
vió’’.113 En realidad, ‘‘cuando por diversos motivos el soldado indígena
111 El Monitor Republicano, 29 de junio de 1870.
112 Ibidem, 10 de marzo de 1896.
113 Idem.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 41

quedaba desligado del ejército, rara vez volvía a su hogar ----que proba-
blemente encontraría abandonado y sus campos destruidos----, pues se ha-
bía acostumbrado a la fácil tarea del saqueo y había caído en todo tipo de
vicios’’.114
Razonamientos en favor de la constricción de los indígenas al servi-
cio militar, fundados en los beneficios que éstos recibían del contacto con
la civilización, fueron expresados por Carlos de Gagern, en 1869:

en lugar de una choza destruida, habita cuarteles espaciosos y bien ventila-


dos...; en vez de alimentos puramente vegetales é insuficientes, su rancho,
compuesto de tres comidas diarias, es sustancial, abundante...; en lugar de
simples calzones de manta, de un sayal de lana rayada de diferentes colo-
res, y de un mal sombrero de palma, se viste de uniforme; en lugar de la
mugre que comunmente cubre su cuerpo..., se le obliga á un aseo relativo;
en lugar de un trabajo penoso y mal retribuido..., no tiene mas que de cua-
tro á seis horas por dia de ejercicio, y recibe, fuera de sus alimentos, un real
diario para sus necesidades...;115

y por Andrés Molina Enríquez, en 1906:

los indios como soldados, por el sueldo que ganaban, o por el pillaje que se
les permitía, mejoraban de condición, y esto, que ha venido a concluir has-
ta el período integral, dio siempre a todos los elementos directores, a todos
los revolucionarios, y a todos los jefes de motín, muchedumbres que los
siguieran sin conocer ni discutir las ideas por que combatían.116

Maqueo Castellanos reincidió en las ventajas que proporcionaba al


indígena su incorporación a filas, y asumió la defensa del principio de
obligatoriedad del servicio en el ejército para los indígenas, en el que
creía descubrir una triple influencia benefactora sobre el indio soldado:
‘‘despierta en él ciertas ideas morales; le cría ciertas necesidades penosas
de abandonar más tarde; y á la vez que le impone el trabajo como obliga-
ción, le ilustra con la escuela en el Cuartel’’.117
No obstante las críticas de amplios sectores a la obligatoriedad del
servicio militar, la determinación del general Porfirio Díaz era muy firme.
114 Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 181.
115 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, p. 810.
116 Molina Enríquez, Andrés, Juárez y la Reforma, México, Libro-Mex Editores, 1956, p. 87.
117 Maqueo Castellanos, E., Algunos problemas nacionales, México, Eusebio Gómez de la
Puente, Librero Editor, 1910, p. 100.
42 MANUEL FERRER MUÑOZ

Ya en 1888 había abolido la Guardia Nacional y centralizado el instituto


militar para combatir el peligro de las tendencias centrífugas, y asegurar
un orden político diseñado y controlado desde la ciudad de México.
Reaparecieron entonces, recrudecidos, los vicios indisociables del viejo
ejército: los contingentes de sangre, la leva, las deserciones y la baja mo-
ral en los campos de batalla.118
Un relato de Manuel Payno ----carente de mayor intencionalidad polí-
tica---- sobre el bárbaro trato que se daba a los reclutas acaba de conven-
cer, si alguna duda cupiera, de los tremendos pesares que soportaban las
clases bajas de la población, aterrorizadas ante la perspectiva de ver enro-
lados a miembros de su familia en las filas del ejército:

los reclutas, amarrados en mancuernas, fueron instalados a varazos en el


corral [de la hacienda donde iba a alojarse la tropa por varios días]; pues
los cabos, para no dejar descansar a su vara, hacían uso de ella sin motivo,
descargándola sobre los traseros y espaldas del montón que iba entrando.
En seguida se encendieron unas lumbradas con la leña que doña Pascuala
tenía en su cocina, y se les arrojaron a los reclutas unos troncos de carne
como a fieras.119

La narración de Payno prosigue con la caprichosa decisión del capi-


tán que dirigía aquella tropa que, enojado por las resistencias de la pro-
pietaria de la hacienda a acceder a sus demandas intempestivas, decidió
poner gorra de cuartel y ‘‘pasar por cajas’’ a los tres muchachos que vi-
vían en la casa. ‘‘Y dicho y hecho... Los raparon, les pusieron su gorra de
cuartel, y amarrados codo con codo, fueron conducidos al corral a formar
parte de la cuerda’’.120 Las súplicas de doña Pascuala y de su anfitrión,
que trataban de conmover al oficial, obtuvieron esta respuesta notabilísi-
ma: ‘‘tengo orden de reclutar el batallón y no han de ser únicamente los
indios los que hagan el servicio’’.121
A la vista de esos expeditivos procedimientos de leva no resulta ex-
traño que, como señala un episodio posterior de la misma novela, ‘‘los
reclutas indígenas se deserta[sen] tan luego como podían’’, y que la briga-

118 Cfr. Thomson, Guy P. C., ‘‘Los indios y el servicio militar en el México decimonónico.
¿Leva o ciudadanía?’’, pp. 245-246.
119 Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945, vol. III, p. 168.
120 Ibidem, vol. III, p. 169.
121 Ibidem, vol. III, p. 170.
LOS EXTRANJEROS ANTE LA DIVERSIDAD INDÍGENA 43

da viniese a menos cada día, ‘‘por la deserción y por la absoluta falta de


recursos’’.122
El mismo Carlos de Gagern, que había ponderado las ventajas socia-
les de la sujeción de los indígenas al servicio de las armas, describió, con
base en un relato de Vigneaux ----Recuerdos de un prisionero de guerra
en México----, la brutalidad con que se recababa el contingente de sangre:

eran agarrados y encerrados provisionalmente; en seguida se les obligaba á


declararse conformes con ser soldados... Si de este modo no se llenaba el
cupo, se completaba con sacar de las prisiones lo que allí habia de gente
ménos viciosa. Entónces se ponian esposas á todos estos voluntarios, se les
ataba con una cuerda de dos en dos como á malhechores, y se les conducia
al cuerpo de que debian formar parte.123

Como Payno y Gagern, también Arrangóiz describió el modo brutal


que solía revestir la leva;124 y el propio Gómez Farías hubo de intervenir
para cortar los abusos cometidos por las comisiones encargadas de practi-
car las levas, que llegaban al extremo ‘‘de meterse á las casas y sacar á
los individuos de ellas’’.125 Sartorius mostró con realismo y con gracia la
parafernalia que acompañaba a las órdenes de reclutamiento:

inesperadamente, en una bella tarde, los hombres son detenidos en las ca-
sas de juego, en las calles, e inclusive en sus viviendas, por una patrulla de
la guardia civil, mantenidos bajo vigilancia y a la mañana siguiente, con
los brazos atados por la espalda y amarrados de dos en dos, son enviados a
la cabecera de distrito.
En los poblados pequeños, el domingo es el día preferido para buscar
gente para el ejército, en vista de que la muchedumbre se reúne en la plaza
del mercado, o bien los hombres son buscados la noche del sábado, en uno
de esos bailes que se anuncian con ruidosa cohetería, precisamente para
atraer a los hombres a quienes les entusiasman estos entretenimientos so-
ciales. Es indescriptible la trepidación que se produce en el local del baile
cuando el alcalde se presenta acompañado de la guardia, ocupa las salidas

122 Ibidem, vol. III, pp. 330 y 354.


123 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, pp. 809-810.
124 Cfr. Arrangóiz, Francisco de Paula, Méjico desde 1808 hasta 1867, relación de los principa-
les acontecimientos políticos que han tenido lugar desde la prisión del Virrey Iturrigaray hasta la
caída del segundo imperio (Madrid, A. Pérez Dubrull, 1871-1872), México, Porrúa, 1985, p. 350.
125 Dublán, Manuel, y Lozano, José María, Legislación mexicana, t. II, núm. 1,223, pp. 538-539
(11 de julio de 1833).
44 MANUEL FERRER MUÑOZ

y selecciona a los individuos que poseen los requisitos para ser soldados.
El grito ‘‘leva’’ produce más consternación que un terremoto. En cierta
ocasión vi a una vieja que huía por el campo, y al preguntarle cuál era el
motivo de su prisa, me respondió, casi sin resuello: ‘‘Están echando leva’’.
‘‘Bueno ----le dije---- a usted no la tocarán’’. Ella contestó que de esto no
había seguridad ninguna, y que lo mejor era esconderse.126

No exageraba, pues, Antonio Escudero, diputado por el Estado de


México en el Constituyente de 1856-1857, cuando sostenía que el gobier-
no sólo se acordaba de los indígenas ‘‘para imponerle[s] el duro servicio
de las armas’’.127 Y tampoco faltaba razón a Ignacio Luis Vallarta para
lamentar que, aun a pesar de hallarse condenada por millares de ejecuto-
rias de la Suprema Corte, ‘‘la leva se mantiene por los Poderes legislativo
y ejecutivo’’:128 entre otras razones, porque la carencia de fondos con que
sostener y alimentar a las tropas constituía una permanente invitación a
desertar, y los oficiales tenían que echar mano de aquella práctica para
evitar la sangría de sus unidades.129
Para recapitular cuanto se ha expuesto en los párrafos que preceden
acerca de la profunda antipatía del indígena hacia la institución militar,
nada mejor que el testimonio de un viajero inglés que, en 1856, presenció
la reacción de los habitantes de un pueblo indígena cercano a Cuernava-
ca, cuando el comandante de una tropa pretendió acuartelarla dentro de
los términos comunales: ‘‘los habitantes recibieron [a las tropas] con una
lluvia de piedras..., y éstas tuvieron que retirarse de la manera más igno-
miniosa a sus antiguos cuarteles entre ‘gente de razón’’’.130

126 Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, pp. 238-239.


127 Intervención de Antonio Escudero ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 2 de agosto
de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol.
II, p. 42).
128 Vallarta, Ignacio L., ‘‘Votos que como presidente de la Suprema Corte de Justicia dio en los
negocios mas notables resueltos por este tribunal de enero a diciembre de 1881’’, en Vallarta, Ignacio
L., Obras (edición facsimilar de la de México, Imprenta de J. J. Terrazas, 1896). Cfr. ibidem, pp. 548
y 568, México, Porrúa, 1980, vol. III, p. 569.
129 Cfr. Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846. El Sudoeste norteamericano
en su época mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 160.
130 Tylor, Edward Burnett, Anahuac: or Mexico and the Mexicans, ancient and modern, London,
Longman, Green, Longman & Roberts, 1861, p. 199, cit. en Powell, T. G., El liberalismo y el campe-
sinado en el centro de México (1850 a 1876), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Seten-
tas, 1974, p. 23.
CAPÍTULO SEGUNDO

LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES


INDÍGENAS CONTEMPLADOS POR HENRY GEORGE WARD,
ENCARGADO DE NEGOCIOS DE SU MAJESTAD BRITÁNICA
EN MÉXICO, 1825-1827

Eduardo Edmundo IBÁÑEZ CERÓN*


Manuel FERRER MUÑOZ**

SUMARIO: I. Datos biográficos. II. Obras. III. Fuentes con-


sultadas por Henry G. Ward. IV. ¿Por qué escribe Ward?
V. El criollo y la sociedad mexicana. VI. La visión de los indios.
VII. Algunas consideraciones finales.

El 27 de septiembre de 1821, el ejército rebelde comandado por el liberta-


dor Agustín de Iturbide hizo su entrada triunfal en la ciudad de México y
terminó con tres siglos de dependencia colonial. Una de las primeras ac-
ciones emprendidas por la joven nación mexicana fue obtener el recono-
cimiento de su Independencia por parte de los estados del viejo continen-
te, una empresa nada fácil debido a la decidida oposición de la Corona
española a aceptar la separación de sus posesiones americanas. Este obje-
tivo comenzó a cumplirse cuando, en el mes de marzo de 1825, el diplo-
mático británico Henry George Ward presentó al presidente Guadalupe
Victoria, en forma oficial, las cartas credenciales que lo acreditaban como
encargado de negocios del gobierno de Su Majestad ante el régimen me-
xicano. De esta forma los dos gobiernos formalizaban una serie de con-
tactos no oficiales sostenidos hasta entonces.
Antes de hablar sobre nuestro viajero, es necesario detenerse un mo-
mento para comentar, en forma breve, los primeros contactos anglo-mexi-
canos realizados tras la emancipación, porque las instrucciones que los
* Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.
** Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

45
46 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

agentes diplomáticos ingleses traían ayudan a entender los motivos que


impulsaron a Ward a escribir un libro sobre nuestro país. Adelantemos a
ese respecto que lo que más interesaba a los británicos tras la Inde-
pendencia mexicana eran las minas de plata, famosas desde la época co-
lonial.
Tenemos conocimiento de que residía en México desde 1822 el Dr.
Patrick Mackenzie, agente secreto enviado por el gobierno británico con
la misión de informar sobre la estabilidad del gobierno de Iturbide y so-
bre la riqueza del país. Mackenzie, que presenció la caída del régimen
monárquico iturbidista, transmitió informes positivos al Foreing Office
sobre el futuro del país.1
Más oficiales fueron las conferencias sostenidas por el general Gua-
dalupe Victoria y el propio Dr. Mackenzie durante los meses de julio y
agosto de 1823. El objetivo de la embajada inglesa consistía en establecer
relaciones políticas y comerciales con México. El gobierno mexicano
sentó como bases para la realización de las conversaciones el reconoci-
miento de la Independencia nacional, el respeto a la integridad territorial
----incluyendo la fortaleza de San Juan de Ulúa, todavía en poder espa-
ñol---- y el apoyo inglés frente a amenazas externas, sobre todo de España.
Las pláticas se desarrollaron en un clima de cordialidad entre las dos par-
tes, pero se centraron más en la posibilidad de firmar un tratado de co-
mercio y de proporcionar algunos préstamos al gobierno mexicano. No
pudo llegarse a un acuerdo comercial por el deseo del representante in-
glés de incorporar en el tratado artículos que excluyeran a otras naciones,
lo que pareció excesivo a la parte mexicana. Mackenzie regresó a su
país.2 La siguiente embajada británica llegó a tierras aztecas a finales de
1823 y, con ella, nuestro personaje.

I. DATOS BIOGRÁFICOS

Henry George Ward nació en Inglaterra el 27 de febrero de 1797. Ini-


ció sus actividades en el servicio diplomático británico de forma no ofi-
cial, con un modesto salario y unas perspectivas poco halagüeñas de po-
der realizar una trayectoria diplomática satisfactoria. Estudió en Harrow,
1 Cfr. Rodríguez O., Jaime E., El nacimiento de Hispanoamérica, México, Fondo de Cultura
Económica, 1980, p. 124.
2 Cfr. Guadalupe Victoria, Correspondencia diplomática, introducción de Hira de Gortari,
México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1986, p. 20.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 47

y al término de su estancia en esta escuela fue enviado al extranjero para


que aprendiera otros idiomas y completara su educación. Obtuvo su pri-
mer puesto diplomático como agregado en la legación británica en Esto-
colmo. De ahí pasó con el mismo puesto a La Haya, en 1818, y a Madrid,
en 1819. Estos cargos diplomáticos bien pudieron ser obtenidos por me-
dio de influencias. Su padre, Robert Plumer Ward, fue amigo del primer
ministro William Pitt; además, gracias a su primer matrimonio, Henry
George conoció al primer conde de Mulgrave, quien le consiguió un
puesto de subsecretario en el Foreign Office en 1805 y un asiento en el
Consejo del Almirantazgo que retuvo hasta 1823. Fue miembro del Parla-
mento por Haslemere, de 1807 a 1823, e íntimo amigo del también pri-
mer ministro George Canning.3
Durante su permanencia en Madrid, Ward trabó amistad con Lionel
Hervey, quien lo convenció para que formara parte de la primera misión
diplomática inglesa enviada a México por Canning. La embajada estaba
integrada por Lionel Hervey, Charles O’Gorman, Patrick Mackenzie,
Thompson y el propio Ward. El objetivo de la comisión presidida por
Hervey era informar al ministro Canning sobre la estabilidad del país,
sus posibilidades de conservar su Independencia, y la disposición de
los mexicanos para establecer relaciones de amistad y comercio con
Inglaterra. Además, debía indagar sobre su actitud hacia España y ver
si era posible la aceptación, por parte de los mexicanos, de una even-
tual mediación inglesa encaminada a solucionar los problemas con la
antigua metrópoli.4
La expedición zarpó del puerto de Plymouth el 18 de octubre de 1823
a bordo del buque Thetis y llegó a México el 11 de diciembre. Según Lu-
cas Alamán, al difundirse en la capital azteca la noticia de la llegada de
los nuevos representantes ingleses se forjaron grandes esperanzas de po-
der conseguir el reconocimiento formal de la Independencia por parte de
la principal potencia europea del momento. El viaje de los comisionados
a la capital discurrió sin incidentes, aunque los recientes acontecimientos
ocurridos en la ciudad de Puebla aconsejaron al gobierno mexicano dictar
disposiciones a la escolta para dar un rodeo y evitar la capital poblana,
con el objeto de no arriesgarse a que los diplomáticos ingleses sufrieran

3 Cfr. Johnston, Henry McKenzie, Missions to México, a tales of British diplomacy in the
1820’s, London, British Academic, 1992, pp. 46-47.
4 Cfr. Glender Rivas, Alberto Ignacio, La política exterior de Gran Bretaña hacia el México
independiente, 1821-1827, México, s. e., 1990, p. 63.
48 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

algún ultraje en sus personas o pertenencias, con la consiguiente merma


para el prestigio de la joven nación.5
En un reporte fechado el 18 de enero de 1824, los representantes in-
gleses informaron a su gobierno de que ya estaba formado un gobierno
republicano en México, y corroboraron además la difundida opinión de
que el país era inmensamente rico, por lo que indicaban que Inglaterra
podía beneficiarse ayudando a los mexicanos a desarrollar sus grandes
posibilidades productivas.6 Este primer encuentro de nuestro viajero con
México terminó el 5 de febrero de 1824, al regresar Ward a Gran Bretaña
con los informes recabados por los enviados ingleses sobre la situación
interna mexicana.
En diciembre de 1824, después de difíciles negociaciones sostenidas
en la capital inglesa por los agentes mexicanos José Mariano Michelena y
Vicente Rocafuerte con el gobierno británico, el primer ministro Canning
se decidió a reconocer la Independencia mexicana. Ward regresó a Méxi-
co, esta vez con el cargo de ministro plenipotenciario, que compartía con
James Morier, que se encontraba ya en México con la misión de concertar
un tratado de comercio con el gobierno mexicano. El 18 de enero de
1825, nuestro diplomático zarpó del puerto de Devonport en el navío
Egeria y desembarcó en Veracruz el 11 de marzo del mismo año. Los
representantes ingleses presentaron oficialmente sus cartas credenciales
al presidente Guadalupe Victoria el 30 de marzo de 1825. Durante su ges-
tión diplomática, Ward cultivó buenas relaciones con algunos miembros
del gabinete, en especial con el presidente Victoria y con su inteligente
ministro de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán.
En cuanto al compañero de Ward, James Morier, éste se acreditó ante
el gobierno mexicano como simple agente diplomático del gobierno de
Su Majestad. El representante mexicano en Londres, Michelena, había
notificado el 17 de julio de 1824 a su gobierno la designación de Morier
----al que calificó como ‘‘uno de los más hábiles diplomáticos ingleses’’----
y su próxima partida a tierras aztecas. Entre los diversos cargos que Mo-
rier había desempeñado para el gobierno inglés con anterioridad, se en-
contraba el haber llevado a buen término una delicada misión en Persia, y
ocupado el cargo de ministro de Su Majestad ante el gobierno ruso: Mi-

5 Cfr. Alamán, Lucas, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su
independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, Fondo de Cultura Económica,
1985, vol. V, p. 782.
6 Cfr. Rodríguez O., Jaime E., El nacimiento de Hispanoamérica, p. 125.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 49

chelena esperaba que, sentados esos precedentes, acudiera a la República


mexicana con la misma acreditación, hecho que no ocurrió.7 Morier llegó
a México cuando ya se hallaba muy avanzado el año 1824: el 17 de no-
viembre, la Secretaría de Relaciones Exteriores se apresuró a comunicar
al representante mexicano en Londres el arribo de Morier, para que lo no-
tificara al gobierno inglés.8
La firma del tratado comercial entre los dos países fue el centro de la
atención de Ward y Morier desde los primeros días de su estancia en Mé-
xico, hasta su conclusión el 6 de abril de 1825. Morier regresó a Gran
Bretaña llevando consigo el tratado de comercio suscrito por los dos go-
biernos para su ratificación por el Parlamento inglés. Ward, por su acredi-
tación como ‘‘comisionado’’, no gozó de la categoría de ministro, por lo
que quedó en calidad de simple ‘‘encargado de negocios’’, cargo que con-
servó durante el resto de su estancia en nuestro país.9
Gran parte de la labor diplomática desplegada por el encargado de
negocios inglés en México consistió en preservar el prestigio británico y
contrarrestar la creciente influencia norteamericana. Así, mientras que
por un lado convirtió su casa en un centro de reunión para todos aquéllos
que se oponían al partido yorkino, al mismo tiempo se encargaba de acu-
sar al ministro americano Joel R. Poinsett de apoyar la publicación de
propaganda hostil a los ingleses, propaganda destinada a despertar temo-
res en los mexicanos sobre las verdaderas pretensiones de la Gran Breta-
ña. Convertida la casa de Ward en centro de reunión, el dinero gastado
llegó a causar su ruina económica, ya que el Foreing Office nunca se lo
devolvió. Por ejemplo, en 1826 Ward propuso que se cargaran cuatro-
cientas libras a la cuenta del servicio secreto inglés para cubrir los desem-
bolsos hechos en la publicación de un libro y un mapa, y para cubrir los gas-
tos de las cenas y fiestas que había realizado. Se le informó de que los
méritos del libro y el mapa serían tomados en consideración, pero que
ningún presupuesto del servicio secreto se podía ejercer para cubrir gastos
de fiestas. Esos egresos, se le notificó, se cargarían a su cuenta privada.10
La mayoría de los historiadores norteamericanos que se han encarga-
do de estudiar las relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos
7 Cfr. Alamán, Lucas, Historia de México, vol. V, p. 817, y La diplomacia mexicana, México,
Tipografía Artística, 1910-1913, vol. III, p. 42.
8 Cfr. La diplomacia mexicana, vol. III, p. 113.
9 Cfr. Archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores (en adelante, ASRE) expte. 3-11-
4,577.
10 Cfr. Glender Rivas, Alberto Ignacio, La política exterior de Gran Bretaña, pp. 143 y 145.
50 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

atribuyen los descalabros sufridos por su embajador Poinsett a la gran in-


fluencia que el encargado de negocios inglés ejercía sobre el gobierno
mexicano, en especial sobre el ministro de Relaciones Exteriores, Lucas
Alamán.11 Esto no corresponde a la verdad: precisamente Lucas Alamán
fue uno de los primeros políticos mexicanos que, con sus propias luces,
intuyó el peligro que representaba la pujante República del norte para la
joven nación azteca e intentó preservar la Independencia, y sobre todo,
asegurar la integridad territorial heredada de la colonia frente a las ambi-
ciones estadounidenses.
Al representante inglés no se le escaparon las miras del gobierno nor-
teamericano sobre México en lo que se refería a sus ambiciones territoria-
les. El 31 de marzo de 1827 escribió al primer ministro Canning: ‘‘no va-
cilo en expresar mi convicción en el sentido de que la finalidad de la
misión de Poinsett... consiste en embrollar a México en una guerra civil,
facilitando así la adquisición de las provincias que se encuentran al norte
del río Bravo’’. Más tarde, después de haber obtenido una información
más completa sobre la influencia y puntos de vista del plenipotenciario
norteamericano, pudo escribir a su gobierno que ‘‘la formación de una fe-
deración americana general, de la cual resultan excluidas las potencias
europeas, pero particularmente Gran Bretaña, es el gran objeto de los ma-
nejos de Mr. Poinsett’’.12
Es más difícil de establecer la posible injerencia de Ward en los asun-
tos internos mexicanos. Al parecer, junto con Poinsett, se opuso a que el
obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez, ocupara un puesto en el gabine-
te. Apoyó decididamente a las logias masónicas del rito escocés en su lu-
cha contra las yorkinas, por considerar que los escoceses representaban la
garantía de la influencia británica en nuestro país. Se cree que tomó parte,
si bien discretamente, en varios otros hechos de la política mexicana.13
En febrero de 1827, el gobierno inglés le notificó su próxima sustitu-
ción por Richard Pakenham en el puesto de encargado de negocios de la
legación en México. El nuevo encargado de negocios llegó a la República
mexicana el 11 de abril de 1827, y el día 18 del mismo mes Pakerham y
Ward fueron recibidos, el segundo por última vez, en audiencia por el
11 Cfr. Fuentes Mares, José, Poinsett, historia de una gran intriga, México, Ediciones Océano,
1982, p. 75.
12 Ibidem, pp. 76 y 79.
13 Cfr. Musacchio, Humberto, Diccionario enciclopédico de México, México, Andrés León,
1990, vol. IV, p. 2,176, y Palomar de Miguel, Juan, Diccionario de México, México, Panorama Edi-
torial, 1991, vol. IV, p. 1,801.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 51

presidente Guadalupe Victoria. Ward presentó oficialmente a su sucesor


y se despidió del presidente. Regresó a Inglaterra a bordo del barco Prim-
rose en julio de 1827 después de hacer una escala en Estados Unidos,
país que no despertó particular admiración en nuestro viajero. En 1832
ingresó en el Parlamento y desempeñó otros cargos políticos hasta su
muerte, acaecida en 1860.14
Durante su permanencia en México, nuestro diplomático dio mues-
tras de una gran prudencia política al tratar de los asuntos internos mexi-
canos, lo que le valió el reconocimiento del gobierno. Al tener conoci-
miento del retiro de Ward del mando de la legación inglesa, la Secretaría
de Relaciones Exteriores comunicó al gobierno británico su beneplácito
por el desempeño de Ward, en los siguientes términos: ‘‘las recomenda-
bles que adornan al Sr. Don Enrique Jorge Ward y el tino y moderación
con que se ha conducido durante el desempeño del cargo que se le confió
en esta república le han conciliado el afecto de los mexicanos y el aprecio
de este gobierno’’.15
Existen pocos datos sobre su vida familiar. Se casó con Emily Eliza-
beth (1797-1860), con quien al parecer tuvo tres hijos. Una niña, nacida
en territorio mexicano, fue bautizada dentro de la religión católica. Fue-
ron sus padrinos el conde y la condesa de Regla, y el canónigo Pablo de
la Llave (entonces ministro de Asuntos Eclesiásticos) ofició la ceremonia
religiosa y entregó, al término de la misma, a los esposos Ward ‘‘a certifi-
cate of baptism, printed on silk and inclosed in a gold frame, with all the
names of the child duly inscribed upon it’’.16 Se puede considerar al di-
plomático británico como un hombre de ideas moderadas y tolerante ha-
cia las costumbres españolas: un respeto del que dio varias muestras a lo
largo de su estancia en nuestro país; por ejemplo, en cierta ocasión en que
hubo que trasladar de lugar con la mayor urgencia a la imagen de la Vir-
gen de los Remedios, prestó su carruaje para el transporte ----incluido el
del sacerdote y los acompañantes----, acto que le valió el aprecio de la
población.17

14 Cfr. Muriá Rouret, José María y Peregrina, Ángela, Viajeros anglosajones por Jalisco: siglo
XIX, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1992, p. 125.
15 ASRE, expte. 23-12-74.
16 ‘‘Un certificado de bautismo, impreso en seda y enmarcado en oro, con los nombres de la
niña debidamente inscritos en él’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, London, Henry Colburn,
1828, vol. II, p. 711.
17 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., México en la conciencia anglosajona, México, Antigua Li-
brería Robredo, 1955, p. 22.
52 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

II. OBRAS

La producción literaria de Henry George Ward no es abundante. En


1828 publicó en Londres México in 1827. His Majesty’s charge d’affaires
in that country during the years 1825, 1826 and part of 1827, obra en dos
tomos impresa por Henry Colburn con ilustraciones y mapas. El libro
cuenta con bellas ilustraciones de su esposa, que acompañó a su marido
en los viajes al interior de la República. En el prefacio de la obra de Ward
se rinde un merecido reconocimiento a la labor de su mujer:

the drawings were all taken upon the spot; many of then under circumstan-
ces which would have discouraged most persons from making the attempt,
as fatigue and a burning sun often combined to render it unpleasant. I men-
tion this in justice to Mrs. Ward.18

Ésta es la única edición de la obra original que se ha encontrado en


México; sin embargo, el investigador duranguense Francisco Castillo Ná-
jera y el historiador norteamericano Harold D. Sims mencionan una se-
gunda edición también en dos volúmenes, aparecida en 1829 y editada
por Henry Colburn cuyo título es simplemente México.19 El hecho de que
en tan sólo dos años se editara en dos ocasiones el libro del diplomático
inglés prueba el gran interés que el público británico sentía por la Repú-
blica mexicana.
En cuanto a las ediciones impresas en nuestro país de México en 1827
poseemos la siguiente información: en 1981, la editorial Fondo de Cultu-
ra Económica editó la obra original. La traducción corrió a cargo del in-
geniero Ricardo Haas, con un estudio preliminar de Maty Finkerman de
Sommer: no deja de ser sorprendente que sólo en años tan avanzados del
siglo XX se tradujera el libro al español y se imprimiera en México; en
1985, la misma editorial sacó a la venta una selección de la obra, integra-
da por las dos últimas secciones del libro, que tratan sobre los viajes em-
prendidos por el diplomático inglés por las regiones mineras mexicanas;
18 ‘‘Todos los dibujos fueron trazados en el propio lugar, muchos de ellos en circunstancias que
a la mayoría de las personas hubieran hecho desistir del intento, ya que la fatiga y un sol calcinante se
combinaban frecuentemente para hacer desagradable tal labor. Menciono esto en justicia a la señora
Ward’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. XIV.
19 Cfr. Castillo Nájera, Francisco, Durango en 1826, México, Sociedad Mexicana de Geografía
y Estadística, 1950, s. p. i., y Sims, Harold D., La expulsión de los españoles de México, 1821-1828,
México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1985.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 53

por último, la más reciente reimpresión del libro completo ocurrió en


1995 y también corrió a cargo del Fondo de Cultura Económica.
Sin embargo, la edición del Fondo no es la versión completa del libro
de Ward, porque no contiene una serie de apéndices incluidos por el autor
como son tres representaciones a la Corona española correspondientes a
los años de 1809, 1811 y 1813; una carta confidencial del brigadier Félix
María Calleja y el texto del Plan de Iguala de Agustín de Iturbide.20
En lo que concierne a los comentarios y reseñas sobre el texto cabe
destacar que el principal investigador de la obra del diplomático inglés ha
sido Juan Antonio Ortega y Medina, autor de interesantes estudios sobre
nuestro viajero y su obra en sus libros México en la conciencia anglosa-
jona (1955) y Zaguán abierto al México republicano (1987), este último
editado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Francisco Castillo Nájera publicó en Durango en 1950 extractos de la
obra de Ward referentes a este estado. Sobre los motivos que lo indujeron
a elaborar esa selección escribió:

esta versión correspondiente a Durango se publicó en varios números en un


periódico local, el año de 1935; desgraciadamente no pude corregir las
pruebas por encontrarme fuera de mi patria; en lo publicado abundaron
errores de todo género y fueron suprimidos pasajes del mayor interés. He
revisado el escrito anterior al que hice reformas que según mi sentir mejo-
ran la traducción.21

Las mejoras a que se refería Castillo Nájera son notas a pie de pági-
na donde se corrigen los nombres de lugares y personas y se proporcio-
nan explicaciones de acontecimientos ocurridos en la región durante el
tiempo de la visita de Ward al estado. La obra fue reimpresa en forma
facsimilar por la Universidad Juárez del estado de Durango en el año
1991.
Mercedes Mende de Angulo realizó una pequeña selección de la obra
de Ward en la que recoge los pasajes alusivos a la región de Puebla. Bási-
camente, la antología es una transcripción literal de la sección III del li-
bro quinto. El gobierno del estado de Puebla la publicó en 1990 en la co-
lección ‘‘Lecturas históricas de Puebla’’.
20 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano, 1820-1830, México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, p. 25.
21 Castillo Nájera, Francisco, Durango en 1826.
54 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

José María Muría y Angélica Peregrina, en su texto Viajeros anglosa-


jones por Jalisco, extrajeron del libro de Ward sus comentarios sobre la
región de Jalisco durante el segundo viaje por el interior de la República,
en 1826. La obra fue editada por el Instituto de Antropología e Historia en
1992.
En las páginas 159-165 del tomo I del Anecdotario de viajeros ex-
tranjeros en México: siglos XVI-XX, publicado por el Fondo de Cultura
Económica en 1988, José Iturriaga de la Fuente incluye un pequeño resu-
men de los diferentes temas que aborda Ward, y registra los intereses del
diplomático inglés cuando escribió México en 1827. Como se recordará,
el Anecdotario es un compendio de relatos de los diversos viajeros ex-
tranjeros que han visitado el territorio mexicano y han dejado plasmadas
en sus obras sus impresiones favorables o negativas sobre su cultura, so-
ciedad, geografía, historia...
Emily, la esposa de Ward, publicó en 1829 Six views of the most im-
portant towns and mining districts, upon the table land of México. Drawn
by Mrs. H. G. Ward and engraved by Mr. Pye with a statistical account
of each, también editado en Londres por Henry Colburn.
En México la obra fue editada por el Banco de México en 1990. He-
lena Horz hizo la traducción y los comentarios. El texto agrupa una selec-
ción de panorámicas de las ciudades y distritos mineros más importantes
del altiplano de México, espléndidamente dibujados en el lugar por la ar-
tista, y descritas por ella misma en una breve narración basada en sus
apuntes de viaje, en la que señala los aspectos más representativos del
recorrido. El trabajo de transcripción de los dibujos a la técnica del graba-
do fue realizado por John Pye, famoso artista inglés, quien se dedicó es-
pecialmente a trasladar al grabado las obras de paisajistas como William
Turner.22

III. FUENTES CONSULTADAS POR HENRY G. WARD

En la elaboración del libro, el diplomático inglés realizó una gran la-


bor de consulta bibliográfica y estadística. A lo largo de la lectura de Mé-
xico en 1827 se encuentran pistas sobre las obras que consultó, entre las
que podemos identificar las siguientes: El ensayo político del Reino de la
22 Cfr. Ward, H. G., Seis panorámicas de los más importantes poblados y distritos mineros del
Altiplano de México. Dibujados por la Sra. H G. Ward y grabados por el Sr. Pye, con datos estadísti-
cos de población, México, Banco de México, 1990.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 55

Nueva España y el Essai politique sur l’île de Cuba del barón de Hum-
boldt; los escritos históricos de Carlos María de Bustamante, sobre todo
El cuadro histórico; el Plan de Iguala de Agustín de Iturbide, así como
varios decretos y panfletos emitidos tanto por el gobierno virreinal como por
los insurgentes americanos en su lucha por conseguir y justificar la guerra
de Independencia; el periódico El Español editado por Blanco White, los
informes comerciales elaborados por el régimen virreinal y por el gobier-
no mexicano...
También hizo uso de obras de escritores anglosajones, como son los
libros de W. D. Robinson (Memoir of the Mexican Revolution and of ge-
neral Mina), Brackenbridge (Voyage to South América, by order the Go-
vernment of the United States), Flin (Journal of a ten years residence in
the valley of Mississipi), Mellish (United States), ‘‘Mr. Política’’ (Sketch
of the internal condition of the United States) y de informes enviados a
petición suya por los representantes de las compañías mineras inglesas en
México y los viajeros anglosajones que visitaron el norte de la República.

IV. ¿POR QUÉ ESCRIBE WARD?

The large capitals which have been invested by British subjects, during the
last four years, in the Mines of Mexico, and the differences of opinion that
have prevailed, upon this side of the Atlantic, with regard to these specula-
tions, induced me, at a very early period of my residence in New Spain, to
devote a good deal of attention to this subject, and to endeavour to turn my
stay in the country to account, by collecting all the information respecting
it, that it was possible for me to obtain. I had not, however, prosecuted my
enquiries long, when the investigation, which private curiosity had promp-
ted me to undertake, became a public duty, Circular orders having been
transmitted to all his Majesty’s Agents in the New World to endeavour to
ascertain the exact amount of Silver raised, and exported, in the countries
in which they severally resided, during a term of thirty years.23

23 ‘‘Los grandes capitales que durante los últimos cuatro años han sido invertidos por súbditos
británicos en las minas de México y las diferencias de opinión que han prevalecido en este lado del
Atlántico con respecto a estas especulaciones me indujeron desde el principio de mi residencia en la
Nueva España a dedicar gran parte de mi atención a este tema y a tratar de aprovechar mi estancia en
el país en la recolección de toda información que al respecto me fue posible obtener. Sin embargo, no
había proseguido mis encuestas por mucho tiempo, cuando la investigación que la curiosidad privada
me había impelido a realizar se convirtió en un deber público, puesto que se habían transmitido órde-
nes circulares a todos los agentes de Su Majestad en el Nuevo Mundo para tratar de determinar la
cantidad exacta de plata producida y exportada en los países de su residencia durante un período de
treinta años’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. II, pp. 3-4.
56 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

Tal fue el motivo que lo impulsó a escribir sobre nuestro país. Por un
lado, el interés personal; por el otro, la preocupación del gobierno inglés
por conocer la verdadera riqueza mineral de la República mexicana. Po-
demos considerar el texto de Ward como un tratado económico sobre Mé-
xico, con el que quiso realizar un estudio sobre el grado de desarrollo de
la República mexicana que sirviese de fuente de información a los capita-
listas ingleses. Uno de sus objetivos fue recalcar la importancia que, des-
de el punto de vista económico, representaba para el capitalista británico
el hecho de que Inglaterra se convirtiese en país manufacturero de la ma-
teria prima mexicana.
Especial interés mostró por presentar a sus compatriotas la verdadera
situación de la minería de nuestro país tras diez años de guerra civil, con
la intención de terminar con las falsas esperanzas de obtener una rápida
riqueza con mínimos gastos, y corregir los errores producidos por la espe-
culación desenfrenada de los inversionistas europeos y por la mala pla-
neación y utilización de los recursos monetarios.

V. EL CRIOLLO Y LA SOCIEDAD MEXICANA

El diplomático inglés llegó a la República mexicana en un momento


de grandes esperanzas sobre el porvenir del país, ilusiones forjadas por la
elite criolla mexicana durante la colonia, que se basaban en la creencia de
que Dios había bendecido a la América hispana, y en especial a México,
y había predestinado para este país un lugar sobresaliente entre las nacio-
nes del mundo. Pero también era un período de gran efervescencia políti-
ca, caracterizado por las disputas sostenidas entre los partidarios de un
régimen centralista y los defensores de un sistema federalista, agrupados
respectivamente en las logias masónicas del rito escocés y del rito de
York: enfrentamientos de los que Ward fue testigo durante su corta per-
manencia en México.
Uno de los aspectos que más le llamaron la atención sobre la socie-
dad mexicana de su época fue la marcada hostilidad hacia la herencia es-
pañola o, si se quiere, su negación de parte de los criollos. Ward conside-
ró justificable ese rechazo por la actitud del gobierno español de no haber
permitido a los nacidos en América participar en los asuntos internos de
las colonias, y por no haber aceptado la Independencia de sus posesiones
ultramarinas. Pero rechazó los argumentos que esgrimían los criollos para
explicar las causas de su levantamiento contra las autoridades españolas;
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 57

para él, estaban fuera de lugar las explicaciones que invocaban un pasado
indígena que no pertenecía a los criollos:

hence the apparent absurdity of hearing the descendants of the first con-
querors (for such the creoles, strictly speaking, were) gravely accusing
Spain of all the atrocities, which their own ancestors had commited; invo-
king the names of Moctezuma and Atahualpa; expatiating upon the mise-
ries which the Indians had undergone, and endeavouring to discover some
affinity between the suffering of that devoted race and their own.24

Con sorprendente claridad, Ward percibió que la rivalidad entre los


españoles y los mexicanos no había sido resuelta con el fin del dominio es-
pañol en México. Tan convencido estaba de que todavía resultaba imposi-
ble una convivencia pacífica entre unos y otros que, al analizar el Plan de
Iguala, llegó a la conclusión de la inviabilidad de la garantía que estable-
cía la unión entre mexicanos y españoles. Interpretó más bien este artícu-
lo como el producto de la ingenuidad de Iturbide que, dotado de escaso
realismo, deseaba asegurar así la tranquilidad de los peninsulares:

it was an illusion to suppose that any intimate union could be effected,


where the passions had been reciprocally excited by so long a series of
inveterate hostility. Creoles might forgive Creoles for the part which they
had taken in the preceding struggle; but Spaniards, never: and from the
first, the basis of ‘‘Union’’, which was one of the three Guarantees propo-
sed by the plan of Iguala, was wanting.25

Sobre todo, los mexicanos no iban a permitir que los españoles conti-
nuaran ocupando los puestos administrativos que, según ellos, les corres-
24 ‘‘De ahí lo aparentemente absurdo que es oír a los descendientes de los primeros conquista-
dores (ya que, estrictamente hablando, eso eran los criollos) acusar gravemente a España de todas las
atrocidades que sus propios antepasados cometieron; oír invocar los nombres de Moctezuma y de
Atahualpa, explayándose sobre las miserias que habían sufrido los indios y esforzándose por descu-
brir alguna afinidad entre los sufrimientos de esa sumisa raza y la suya propia’’: ibidem, vol. I, pp.
34-35. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 180, 206,
215, 223 y 236.
25 ‘‘Fue una ilusión suponer que se pudiera efectuar alguna unión íntima, sobre todo cuando las
pasiones habían sido recíprocamente excitadas por una serie tan larga de inveteradas hostilidades.
Los criollos podrían perdonar a los criollos por la parte que hubiesen tenido en la contienda anterior,
pero nunca a los españoles; y desde el principio faltaba la base de la ’unión’, que era una de las Tres
Garantías propuestas por el Plan de Iguala’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. 268.
58 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

pondían, ya que el propósito de reemplazarlos había sido una de las razo-


nes por las cuales los criollos se habían rebelado contra España.
Para el enviado inglés, la sociedad mexicana se encontraba profunda-
mente dividida en su apreciación del status que debía corresponder a los
peninsulares en México. A su parecer, la hostilidad hacia el elemento es-
pañol se encontraba diseminada por todos los estratos sociales. Incluso
una institución tan respetada por el pueblo mexicano como era la Iglesia
católica no escapó del odio popular: un amplio sector de la población per-
sistía en su desconfianza hacia los sacerdotes de origen peninsular que
aún quedaban en la República porque recordaba que, durante la lucha in-
surgente, ellos habían pregonado desde el púlpito la obediencia al régi-
men virreinal y el castigo de los rebeldes. En la formación de este juicio
influyeron los acontecimientos de enero de 1827, de los que Ward fue
testigo. Como se recordará, en este mes fue descubierta la conspiración
del sacerdote español Joaquín Arenas, que pretendía devolver a México al
dominio español.26 Si bien el complot no tenía ninguna oportunidad de
triunfar, sus consecuencias fueron negativas para la población española:
el resurgimiento del sentimiento antipeninsular, hábilmente utilizado por el
partido yorkino, y la promulgación de una serie de leyes contra los espa-
ñoles por el Congreso nacional y las legislaturas estatales.
Ward consideró a la clase dirigente mexicana inmadura en lo referen-
te a ‘‘la ciencia política’’. Reprochó a los criollos que hubieran incorpora-
do las instituciones republicanas en su integridad, sin previa adaptación al
medio nacional, y que hubieran tomado al pie de la letra los principios
liberales demagógicos emanados de la Revolución francesa, con objeto
de convertirlos en la panacea que permitiría resolver los problemas que la
joven República había de enfrentar. Su crítica no se debía a que rechazara
el sistema republicano, sino que se fundaba en la persuasión de que esos
principios e instituciones políticas resultaban impracticables en México.
Pensaba que los cambios políticos se realizaron por medio de una reforma
radical y precipitada, en lugar de haber derivado de una gradual transfor-
mación de las instituciones coloniales; objetaba además que sólo los

26 Sobre la conspiración del padre Arenas, cfr. Sims, Harold D., La expulsión de los españoles
de México (1821-1828), México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 27-30; Staples, Anne,
‘‘Clerics as Politicians: Church, State, and Political Power in Independent Mexico’’, en Rodríguez O.
O., Jaime E. (ed.), Mexico in the Age of Democratic Revolutions, 1750-1850, Boulder and London,
Lynne Rienner Publishers, 1994, p. 237, y Di Tella, Torcuato S., Política nacional y popular en Mé-
xico 1820-1847, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 195-199.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 59

‘‘grupos más influyentes de la sociedad’’ tomaron parte activa en ese pro-


ceso, pues el resto de la población permaneció indiferente ante la forma
de gobierno que conviniera adoptar.27
Pero, a la vez, Ward se mostró indulgente con los descendientes de
los conquistadores. No culpó tanto a ellos por su atraso en asuntos políti-
cos, sino a los tres siglos de ‘‘tiranía y despotismo’’ impuestos por la me-
trópoli, la cual, deseosa de conservar en la ‘‘total obscuridad y aislamiento’’
a los reinos americanos, sólo delegó en los españoles las tareas adminis-
trativas, e impidió que los criollos se capacitaran en esos asuntos: de ahí
derivaban, en su opinión, los naturales tropiezos que los mexicanos su-
frían al tratar de aplicar los principios democráticos liberales.
Para Ward, el legado que dejó España a sus posesiones americanas en
materias políticas era totalmente negativo: la corrupción y el favoritismo
constituían lacras que la administración española traspasó íntegramente al
Nuevo Continente, y representaban molestos estorbos para el camino del
progreso de las jóvenes repúblicas latinoamericanas. Incluso la influencia
liberal española adquiría a los ojos de Ward una connotación negativa,
por haberse dedicado los liberales españoles más a las cuestiones abstrac-
tas que a resolver los problemas de la realidad:

the want of fixes principles, the preference of theory to practice, the dila-
tory habits of those in power at one time, and their ill-judged strides to-
wards impracticable reforms at another, all are of the modern Spanish
school, as are the bombastical addresses to the people, the turgid style
which disfigures most of the public documents of the Revolution, the intoleran-
ce, and jealousy of strangers, which are only now beginning to subside.28

El viajero inglés reflexionó con melancolía sobre lo pronto que los


americanos fueron iniciados en toda la jerga de las revoluciones, y sobre
cómo se les indujo a desconfiar de valores tan nobles como el patriotismo
o la felicidad pública, desgastados por una tosca manipulación. Privados

27 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 129-138.
28 ‘‘La necesidad de principios fijos, la preferencia de la teoría sobre la práctica, los hábitos
dilatorios de aquéllos que tuvieron el poder algún tiempo y sus pasos poco juiciosos hacia reformas
impracticables en otro tiempo son todos de la escuela española moderna, como son los bombásticos
discursos públicos, el estilo hinchado que desfigura la mayoría de los documentos públicos de la re-
volución, la intolerancia y las envidias a los extraños que apenas están empezando a desaparecer’’:
Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, p. 145, nota.
60 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

de esas referencias, se convirtieron enseguida en presa para la ambición


privada, la anarquía y el desconcierto.
Ward fue un sagaz observador de la realidad mexicana. Cuando aban-
donó el país en 1827 sabía claramente que la lucha política entablada en-
tre los escoceses y los yorkinos podría arruinar la imagen de México en
Inglaterra. Fue testigo de la campaña electoral de 1826, encaminada a re-
novar la Cámara legislativa. La venta de votos y las arbitrariedades come-
tidas durante el proceso electoral, tanto por los yorkinos como por los es-
coceses, le convencieron de la falta de preparación de los mexicanos para
vivir en una democracia. Tampoco cabe ocultar su apoyo o, por lo menos,
su simpatía hacia los sectores más tradicionales de la sociedad mexicana,
en los que encontró a los más firmes partidarios de la influencia británica en
México.
Siempre se mostró preocupado por el radicalismo de los yorkinos. Al
compararlos con los partidos existentes en Estados Unidos, los calificó de
federalistas radicales y manifestó su inquietud por las consecuencias de una
eventual expulsión de españoles del territorio mexicano. No podía imagi-
nar que esa hipótesis se realizaría en 1829, un año después de publicar su
libro en Inglaterra:

without any disparagement to its members, of whom many are both useful
and distinguished men, I may say that the largest proportion of the Affiliés
of this society consisted of the novi homines of the Revolution. They are the
ultra Federalists, or democrats of Mexico, and possess the most violent
hostility to Spain, and the Spanish residents; whom the Escoceses have
uniformly protected, both as conceiving them to have lost the power of in-
juring the country, and because, from the large amount of the capital still
remaining in their hands, they think that their banishment must diminish
the resources, and retard the progress of the Republic.29

También se mostró perspicaz al evaluar los efectos posibles de la co-


lonización norteamericana de los estados del norte de México, principal-
29 ‘‘Sin menoscabo de sus miembros, muchos de los cuales son personas útiles y distinguidas,
puedo decir que la mayor parte de los afiliados a esta sociedad eran los novi homines de la revolu-
ción. Son los ultrafederalistas o demócratas de México y se hallan poseídos de la más violenta hostili-
dad hacia España y hacia los residentes españoles, a quienes los escoceses han protegido constante-
mente, tanto por creer que ya no pueden hacer daño al país como porque, debido a la gran cantidad de
capital en sus manos, piensan que su destierro disminuiría los recursos y retrasará el progreso de la
república’’: ibidem, vol. II, p. 723.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 61

mente en la provincia de Texas, máxime si advertimos que él nunca visitó


este territorio y que su criterio se basó exclusivamente en la lectura de los
informes elaborados por los agentes anglosajones que recorrieron esa
frontera. Si bien Ward consideró necesario el poblamiento de los desocu-
pados territorios septentrionales, no pensó que la solución estuviera en
permitir la entrada a personas portadoras de una cultura completamente
diferente de la española que, tarde o temprano, habrían de provocar la di-
visión interna del país. El peligro más grave, sostenía nuestro diplomáti-
co, se encontraba en la dudosa lealtad de esos nuevos colonos quienes, en
una hipotética confrontación con Estados Unidos, no dudarían en apo-
yar a sus compatriotas. Si el gobierno mexicano no lograba controlar
la inmigración norteamericana o, por lo menos, si no conseguía atraer
a otros colonos que se interpusieran entre las dos porciones de tierras
habitadas por estadounidenses, México podía dar por perdida la provincia
de Texas:

unfortunately for Mexico, these advantages have been duly appreciated by


her neighbours in the United States. Some hundreds of squatters, (the pio-
neers, as they are very appropriately termed, of civilization) have crossed
the frontier whith their families, and occupied lands within the Mexican
territory; while others have obtained grants from the congress of Saltillo,
which they have engaged to colonize within a certain number of years. By
thus imprudently encouraging emigration upon too large a scale, the Mexi-
can Government has retained but little authority over the new settlers, es-
tablished in masses in various parts of Texas, who, begin separated only by
an imaginary boundary line from their countrymen upon the opposite bank
of the Sabina, naturally look to them for support in their difficulties, and
not to a Government, the influence of which is hardly felt in such remote
districts.
In the event of a war, at any future period, between the two republics, it
is not difficult to foresee that Mexico, instead of gaining strength by this
numerical addition to her population, will find in her new subjects very
questionable allies. Their habits and feelings must be American, and not
Mexican; for religion, language, and early associations, are all enlisted
against a nominal adhesion to a government, from which they have little to
expect, and less to apprehend. The ultimate incorporation of Texas with the
Anglo-American States, may therefore be regarded as by no means an im-
probable event, unless the Mexican Government should succeed in chec-
king the tide of emigration, and interposing a mass of population of a diffe-
62 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

rent character, between two component parts, which must have a natural
tendency to combine into one.30

Los juicios de Ward sobre el carácter del criollo y sobre la sociedad


mexicana están sobrados de parcialidad. Como buen puritano, condenaba
el despilfarro y prodigalidad en que vivían los criollos, y reprobaba su
despreocupación por conservar y acrecentar la herencia familiar. En sus
fiestas, escribió, ‘‘los mexicanos echan la casa por la ventana’’, todo lo
ejecutan con un esplendor que resulta embarazoso. Como acostumbraba
hacer siempre que trataba de los defectos de los mexicanos, atribuía esa
manera de ser a la deleznable herencia española. Para nuestro diplomáti-
co, todo lo malo provenía de las enseñanzas de la madre patria: como la
mayoría de los viajeros anglosajones, vio en España el país del atraso, la ti-
ranía, el despotismo, la corrupción. Sin embargo, se esforzó por desmen-
tir algunas de las ideas erróneas que sus compatriotas se habían forjado
sobre los pobladores hispanoamericanos a través de las lecturas de textos
antiespañoles como los de Roberston.
.

Ward consideró que la sociedad mexicana en su conjunto se hallaba


muy atrasada respecto a la europea. El trato social le pareció rústico: las
fiestas nocturnas y las cenas formales, casi desconocidas. Consideró insu-
fribles muchas de las costumbres españolas, como la permisividad con
que se toleraba que las mujeres fumaran ante los hombres y en lugares
públicos. Lamentó el constante roce social de las fiestas populares, donde
convivían las diferentes clases sociales sin que hubiera una marcada sepa-

30 ‘‘Por desgracia para México, esas ventajas han sido oportunamente aprovechadas por sus ve-
cinos de Estados Unidos. Unos cientos de intrusos han cruzado la frontera con sus familias y han
ocupado tierras dentro del territorio mexicano; en tanto que otros han obtenido concesiones del con-
greso de Saltillo y se han comprometido a colonizar en cierto número de años. Debido a tan impru-
dente fomento de la inmigración a gran escala, el gobierno mexicano conserva muy poca autoridad
sobre los nuevos colonos, establecidos masivamente en varias partes de Texas, quienes, separados
sólo por una línea fronteriza imaginaria de sus compatriotas de la margen opuesta del Sabina, natural-
mente acuden a ellos para que los ayuden en sus dificultades, y no a un gobierno cuya influencia
escasamente se deja sentir en distritos tan remotos. En caso de cualquier futura guerra entre las dos
repúblicas, no es difícil prever que México, en lugar de reforzarse con este numeroso aumento de
población, encontrará en sus nuevos súbditos aliados muy dudosos. Sus hábitos y sentimientos tienen
que ser americanos y no mexicanos, ya que la religión, el idioma y sus anteriores relaciones van
contra su adhesión nominal a un gobierno del que tienen muy poco que esperar y más aún que temer.
Por consiguiente, a la larga, la incorporación de Texas a los estados angloamericanos puede conside-
rarse como un hecho de ninguna manera improbable, a menos que el gobierno mexicano logre frenar
la ola de inmigrantes y pueda interponer una numerosa población de diferente carácter entre las dos
partes, cuya tendencia natural siempre será combinarse en una sola’’: ibidem, vol. II, pp. 586-587.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 63

ración por status, como ocurría en la Gran Bretaña.31 Sin embargo, cons-
tató ‘‘esperanzadores cambios’’ cuando, en 1827, cedió el mando de la
legación británica.

VI. LA VISIÓN DE LOS INDIOS

Durante su permanencia como encargado de negocios de la Gran Bre-


taña ante el gobierno mexicano (1825-1827), Henry George Ward realizó
varios viajes por el interior de la República, con el objeto de verificar per-
sonalmente el estado en que se encontraban las minas en las que súbditos
ingleses habían invertido capitales, y de cuantificar los gastos en que ha-
bían incurrido para su rehabilitación. Los estados que visitó fueron Jalis-
co, Zacatecas, Aguascalientes, Guanajuato, Durango, San Luis Potosí,
Estado de México, Puebla y Michoacán. Estos viajes le proporcionaron
una visión deprimente tanto de la economía mexicana como de la situa-
ción de los indios del país cuando había corrido ya un cuarto del siglo
XIX. En su estudio no mencionó para nada la situación de los habitantes
indígenas de la península de Yucatán, debido a que esa región carecía de
yacimientos mineros que hubieran atraído su atención.
Ward empezó su obra México en 1827 con un estudio sobre la geo-
grafía y la composición étnica de la población mexicana. Gracias a las
investigaciones que realizó, llegó a calcular el número de indios puros en
unos dos millones, distribuidos en su mayoría en los estados del centro y
sur del territorio mexicano: Puebla, Guanajuato, Oaxaca, Estado de Méxi-
co, Michoacán. El norteño estado de Sonora contaba con una importante
minoría indígena, mientras que en otros espacios septentrionales ----Du-
rango, Nuevo México o las Provincias Internas---- los nativos americanos
estaban comenzando a ser sustituidos por los colonos blancos y mesti-
zos.32 Esas grandes extensiones de tierra habitadas únicamente por tribus
salvajes que nunca pudieron ser sometidas por los españoles, y sobre las
cuales el gobierno mexicano ejercía una autoridad simbólica, auguraba
Ward, ‘‘probablemente serán uno de los últimos reductos de los hombres
en estado de semibarbarie’’. 33

31 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 715-716.


32 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 28-29.
33 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 546-618.
64 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

Sobre los mestizos, otro grupo poblacional de gran importancia nu-


mérica, el diplomático inglés sostenía una opinión contradictoria. Por un
lado, consideraba que la unión de los españoles con las nativas aportó al-
gunos beneficios a la población americana. En efecto, puesto que este
sector de habitantes era muy extenso y se encontraba distribuido a lo lar-
go del territorio nacional, Ward predecía a México un rápido progreso
tanto económico como social: porque la herencia europea debía transmitir
a los mexicanos la vitalidad y el gusto por el trabajo propio de los pue-
blos occidentales; y porque la mezcla de sangres, que significaba una des-
gracia en tiempos de la colonia, había dejado de representar una desven-
taja.34 No era infrecuente, incluso, el caso de personas que alardeaban de
su herencia indígena.
En cambio, su visión del producto de la unión del indio con el negro
no puede ser más racista. Habitantes, en su mayoría, de las costas mexica-
nas, los zambos y mulatos ‘‘they have multiplied there in an extraordi-
nary manner, by intermarriages with the Indian race, and now form a
mixed breed, admirably adapted to the Tierra Caliente, but not posses-
sing, in appearance, the characteristics either of the New World, or of the
Old’’.35 Admitía que los varones eran de una magnífica constitución atlé-
tica, propia para realizar cualquier trabajo pesado, en la selva, en el cam-
po, o en el cultivo de la caña de azúcar; pero los calificó de ‘‘wild, both in
their appearance and habits; they delight in glaring colours, as well
as in the noisy music of the negroes’’,36 en contraste sorprendente con el
comportamiento ‘‘humilde y sumiso de los indios.’’ A esta raza mestiza
sólo el temor al látigo podía obligar a obedecer; por eso, en lugar de for-
talecer a la población mexicana, contribuía a debilitarla. Si bien la escla-
vitud ya no existía en la República mexicana, escribió Ward, todavía po-
dían encontrarse entre los mulatos o zambos vestigios del salvajismo
propio de los esclavos negros traídos al continente americano por los euro-
peos: unas reminiscencias que, según nuestro viajero, los incapacitaban
para ocupar puestos de importancia en la administración pública, aunque
esperaba que la educación eliminara los últimos obstáculos para la total
integración de este sector dentro de la sociedad mexicana.
34 Cfr. Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. I, pp. 29-30
35 ‘‘Se han multiplicado de una manera extraordinaria por matrimonios con la raza indígena; ya
forman una raza mezclada adaptada admirablemente a la tierra caliente, pero que no posee en su
apariencia, ni las características del Nuevo Mundo ni las del Viejo’’: ibidem, vol. I, p. 29.
36 ‘‘Salvajes, tanto en su aspecto como en sus hábitos; se deleitan con colores brillantes, al igual
que con la música ruidosa de los negros’’: ibidem, vol. II, p. 305.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 65

Tal vez por ser extranjero, Ward percibió con especial claridad una
característica de la población aborigen que la mayoría de los políticos
mexicanos a lo largo del siglo XIX no quiso ver o no se esforzó por com-
prender: el hecho de que la población indígena no formaba un bloque ho-
mogéneo, sino que estaba integrada por una gran variedad de etnias, con
costumbres, lenguas y tradiciones diferentes entre sí, muchas veces anta-
gónicas:

they consist of various tribes, resembling each other in colour, and in some
general characteristics, which seem to announce a common origin, but diffe-
ring entirely in language, custom, and dress. No less than twenty different
languages are known to be spoken in the Mexican territory, and many of
these are not dialects, which may be traced to the same root, but differ as
entirely as languages of Sclavonic and Teutonic origin in Europe. Some
possess letters, which do not exist in others, and, in most, there is a diffe-
rence of sound, which strikes even the most unpractised ear.37

El contraste entre la miserable situación de los indios contemporá-


neos de Ward y el glorioso pasado indígena descrito por las crónicas de
los conquistadores españoles e idealizado por los criollos durante el pe-
ríodo colonial se puede apreciar en la siguiente anotación del autor, escri-
ta después de visitar las ruinas arqueológicas de Teotihuacán y el llano de
Otumba, escenario de una importante batalla entre los aztecas y los espa-
ñoles:

I could not help calling to mind the description given by Solis of that plain,
----(a description which used to be my delight as a boy, long before I ever
dreamed that it would be my fate to visit the spot)---- ‘‘with the rays of the
sun playing upon the crests of the Mexican warriors, adorned with feathers
of a thousand hues’’, and contrasting the picture which he has traced of
that brilliant army, with the state of ignorance, wretchedness, and abject
submission, to which their descendants have been reduced since the Con-

37 ‘‘Los indios que, a primera vista, parecen formar una gran masa y comprenden casi las dos
quintas partes de la población, están divididos y subdivididos entre sí de la manera más extraordina-
ria. Consisten en varias tribus, semejantes por su color y por algunas características generales que
parecen anunciar un origen común, pero que difieren completamente en lengua, costumbres y vesti-
mentas. Se sabe que en el territorio mexicano se hablan no menos de veinte lenguas diferentes, y
muchas de ellas no son dialectos cuyo origen se puede encontrar en una raíz común, sino que difieren
tan enteramente entre sí como las lenguas de origen eslavo y teutónico en Europa. Algunas tienen
letras que no existen en otras y en la mayoría hay una diferencia de sonido que llama la atención
inclusive del oído no acostumbrado’’: ibidem, vol. I, p. 31.
66 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

quest... In the neighbourhood of the Capital nothing can be more wretched


than their appearance; and although, under a Republican form of govern-
ment, they must enjoy, in theory at least, an equality of rights with every
other class of citizens, they seemed, practically, at the period of my first
visit, to be under the orders of every one.38

La imagen de grandeza y riqueza que rememoran las abandonadas


construcciones arquitectónicas de las culturas aborígenes en territorio me-
xicano representaban un mudo testimonio del esplendoroso pasado indí-
gena; pero sólo eso, un recuerdo de tiempos ya idos y de gente cuyo po-
derío sólo las ruinas nos permiten vislumbrar. No obstante, el diplomático
inglés se sintió impresionado por algunas de las deterioradas ruinas ar-
queológicas prehispánicas, como las pirámides del sol y de la luna de
Teotihuacán:

these ancient monuments consist of two immense pyramids, dedicated to


the Sun and the Moon, truncated, as all these pyramids are, and considerably
defaced both by the hand of time, and by the fanaticism of the first conque-
rors, who seem to have left nothing undone in order to destroy every me-
morial of the primitive religion of the country. Such, however, is the soli-
dity of these structures, that it has not been found possible to complete
their destruction. They stand at some distance from the road, and it was
nearly dusk when we passed them; but seen even thus, there was something
imposing in the enormous size of these masses, which rise conspicuous in
the middle of the valley, as if to testify of ages long gone by, and of a peo-
ple whose power they alone are left to record.39

38 ‘‘No pudo menos de venírseme a la mente la descripción dada por Solís de ese llano ----des-
cripción que me deleitaba de niño, mucho antes de que siquiera pudiera soñar en la suerte de visitar el
lugar ‘con los rayos del sol jugueteando sobre los penachos de los guerreros mexicanos, adornados
con plumas de mil colores’, y el contraste entre la imagen que él trazó de tan brillante ejército con el
estado de ignorancia, abandono y abyecta sumisión a que se han visto reducidos sus descendientes
desde la conquista. En la vecindad de la capital nada hay más desastroso que su apariencia; y a pesar
de que, bajo una forma republicana de gobierno, deben gozar, cuando menos en teoría, de una igual-
dad de derechos con todas las otras clases de ciudadanos, en la época de mi visita parecían estar
prácticamente a las órdenes de cualquiera’’: ibidem, vol. II, p. 215.
39 ‘‘Estos antiguos monumentos consisten en dos inmensas pirámides, dedicadas al sol y a la luna,
truncadas, al igual que todas estas pirámides, y considerablemente desfiguradas tanto por la acción
del tiempo como por el fanatismo de los primeros conquistadores, quienes parece que hicieron cuanto
les fue posible por destruir todos los monumentos de la primitiva religión del país. Sin embargo, es tal
la solidez de esas estructuras que no ha sido posible su completa destrucción. Están a poca distancia del
camino y ya era de noche cuando pasamos por ellas; pero aún vistas así, hay algo que impone en el enorme
tamaño de esas moles, que se levantan conspicuamente en medio del valle como en testimonio de tiem-
pos ya idos y de gente cuyo poderío sólo ellas recuerdan’’: ibidem, vol. II, p. 214.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 67

Ward no mostró la misma emoción favorable cuando se refirió a


otros objetos del culto prehispánico salvados de la destrucción, como el
calendario azteca o la piedra de los sacrificios. El hecho de que estos objetos
se encontraran expuestos a la intemperie a un lado de la catedral, en la
época de su visita a México, parecía mostrar el poco aprecio en que los
tenían los criollos.40 A propósito de la piedra de los sacrificios, Ward no
dejó de exteriorizar su repudio hacia los ritos sanguinarios practicados
por la religión azteca; interpretó la Conquista como el justo castigo que
Dios envió sobre los nativos por permitir la celebración de tan repugnan-
tes ceremonias, y pregonó como un triunfo de la civilización que hubiera
sido destruido el culto pagano a manos de los españoles:

in the outer wall of the cathedral is fixed a circular stone, covered with
hieroglyphical figures, by which the Aztecs used to designate the months of
the year, and which is supposed to have formed a perpetual calendar. At a
little distance from it, is a second stone, upon which the human sacrifices
were performed, with which the great Temple of Mexico was so frequently
polluted: it is in a complete state of preservation, and the little canals for
carrying off the blood, with the hollow in the middle, into which the piece
of jasper was inserted, upon which the back of the victim rested, while his
breast was laid open, and his palpitating heart submitted to the inspection
of the High Priest, give one still, after the lapse of three centuries, a very
lively idea of the whole of this disgusting operation. Whatever be the evils
which the conquests of Spain have entailed upon the New World, the aboli-
tion of these horrible sacrifices may, at least, be recorded, as a benefit
which she has conferred upon humanity in return.41

40 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 221, nota 169.
41 ‘‘En el muro exterior de la catedral se encuentra una piedra circular, cubierta de jeroglíficos,
con los cuales los aztecas representaban los meses del año y que se supone formaban un calendario
perpetuo. A poca distancia hay una segunda piedra, sobre la que se ejecutaban los sacrificios huma-
nos que tan frecuentemente maculaban el gran templo de México: se encuentra en perfecto estado de
conservación y los pequeños canales para que chorreara la sangre, así como el hueco central en el que
se insertaba la pieza de jade sobre la que descansaba la espalda de la víctima en tanto se le abría el
pecho y se presentaba su palpitante corazón al gran sacerdote para que lo examinara, todavía le dan a
uno, después de un lapso de tres siglos, idea muy viva del desarrollo de tan repugnante operación.
Cualesquiera que sean los males que la conquista de España haya acarreado sobre el Nuevo Mundo,
por lo menos la abolición de sacrificios tan terribles se puede registrar como beneficio que se confirió
a la humanidad’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol. II, pp. 233-234. En términos muy seme-
jantes habría de expresarse Justo Sierra, que también se felicitó por el cese de esos sangrientos ritos
que provocó la Conquista: cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 226.
68 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

Pero la existencia de una gran cantidad de construcciones prehispánicas


diseminadas a lo largo del territorio nacional, muchas de ellas sepultadas por
la vegetación, le hizo suponer, con acierto, que en tiempos de la Conquista el
número de habitantes debió de superar al total de indígenas que existía en la
tercera década del siglo XIX en México. De otra forma no podría expli-
carse el elevado número de poblados abandonados: pero ‘‘como [como
ocurría en] todo lo relacionado con la raza indígena, su historia está en-
vuelta en la oscuridad y de algunas no queda ni siquiera tradición’’.
Ward esperaba que la Independencia trajera verdaderos beneficios a
los nativos americanos después de tres siglos de total sumisión. Durante
su corta estancia en la República mexicana, creyó percibir progresos es-
peranzadores en este sentido, como el hecho de que muchas personas
consideradas anteriormente de ‘‘sangre mezclada’’ ocuparan en 1827
puestos importantes en el gobierno de la nueva República, como era el
caso del general Vicente Guerrero, descendiente de esclavos africanos.
De acuerdo a la Constitución, escribía, todos los habitantes tenían ya los
mismos derechos para ocupar cualquier cargo público sin menoscabo de
su origen: por lo tanto, los indígenas disfrutaban de las mismas oportuni-
dades para sobresalir y abandonar su miserable situación económica.
Ward conoció durante su estancia en México varios casos de curas de
extracción indígena que, por su talento, habían llegado a ser nombrados
diputados: incluso ‘‘I am acquainted with one young man, of distinguis-
hed abilities, who is a member of the supreme tribunal of justice in Du-
rango’’.42
Aunque no podemos considerar a nuestro viajero como una persona
que se preocupara de un modo eficaz por el mejoramiento material de la
raza indígena, encontramos en su obra pasajes ocasionales donde critica-
ba a la cultura occidental por los males que había acarreado a la pobla-
ción aborigen americana. Sirva como ejemplo la siguiente frase: ‘‘whate-
ver be the advantages which they may derive from the recent changes, ...the
fruits of the introduction of our boasted civilization into the New World
have been hitherto bitter indeed. Throughout America the Indian race has
been sacrificed’’.43

42 ‘‘Tengo amistad con un hombre joven, de notables habilidades, que es miembro del Supremo
Tribunal de Justicia de Durango’’: ibidem, vol. I, p. 35.
43 ‘‘Cualesquiera que sean las ventajas que pueden derivarse de los recientes cambios..., los frutos
de la introducción de nuestra tan cacareada civilización en el Nuevo Mundo han sido hasta ahora
ciertamente amargos. En toda América se ha sacrificado a la raza indígena’’: ibidem, vol. II, p. 215.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 69

Pero esto no quiere decir que comprendiera a los indígenas, ni mu-


cho menos que los mirara con excesiva simpatía. A sus ojos, la mejor
muestra de la degradación de los indios la proporcionaban los llamados
léperos, grupo social urbano conformado en buena parte por elementos
indígenas desarraigados de sus comunidades.
Al describir a ese grupo, Ward pensaba que no podía existir algo más
horrible y que ofendiera tanto la sensibilidad de la gente educada como la
imagen de la ‘‘extraordinary natural ugliness of the Indian race, particu-
larly when advanced in years’’,44 resaltada aún más por la repugnante
combinación de harapos y suciedad que estas personas llevaban por vesti-
dos: una cobija llena de agujeros para el hombre y unas enaguas andrajo-
sas para la mujer. Eran ‘‘a naked and offensive race, whom you cannot
approach without pollution, or even behold without disgust. I do not
know any thing in nature more hideous than an old Indian woman, with
all the deformities of her person displayed’’.45 Vivían en la vagancia y se
mantenían únicamente gracias a las limosnas, sin que practicaran un ofi-
cio ‘‘decente’’. Sin embargo, entre estas degradadas criaturas (así las des-
cribía) se encontraban hombres y mujeres dotados de facultades naturales
que, apropiadamente dirigidos, pronto cambiarían su lamentable situación
por otra muy diferente: muestra de ello eran las artesanías que elaboraban
con gran dedicación y que demostraban la existencia de mentes ágiles.
Esa opinión se reforzaba al comparar la situación de los léperos de la ciu-
dad de Puebla en el año de 1826 con lo que pudo observar durante su
primera visita a la ciudad en 1823. Cuando acudió a esta ciudad por pri-
mera vez, los léperos infestaban las calles de la capital poblana, mientras
que al cabo de tres años vio que las autoridades estatales habían co-
menzado a obligar a los léperos a buscar un trabajo ‘‘honrado’’, y que
las autoridades municipales estaban confinándolos en los suburbios de la
ciudad.
La opinión de Ward sobre los pueblos habitados exclusivamente por
indígenas era igualmente desalentadora. Sus viviendas, generalmente
construidas con materiales pobres y endebles como el bambú o las hojas
de palma, reproducían la viva imagen de la indigencia y de la promiscui-
44 ‘‘Extraordinaria fealdad natural de los indígenas, particularmente de los entrados en años’’:
cfr. ibidem, vol. II, p. 236.
45 ‘‘Una raza desnuda y desagradable, a la que uno no podía acercarse sin contaminarse o si-
quiera contemplar con repugnancia. No conozco nada más espantoso que una india vieja que lleva
puesto un vestido que generalmente deja al descubierto todas las deformidades de su persona’’: ibi-
dem, vol. II, pp. 268-269.
70 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

dad. He aquí cómo describía una casa, el mobiliario y los habitantes de


una aldea india:

the village was composed of five or six Indian huts, rather more spacious
than some which we afterwards met with, but built of bamboos, and that-
ched with palm-leaves, with a pórtico of similar materials before the door.
The canes of which the sides are composed, are placed at so respectable a
distance from each other as to admit both light and air: this renders win-
dows unnecessary. A door there is, which leads at once into the principal
apartment, in which father and mother, brothers and sisters, pigs and
poultry, all lodge together in amicable confusion. In some instances, a sub-
division is attempted, by suspending a mat or two in such a manner as to
partition off a corner of the room; but this is usually thought superfluous.
The kitchen occupies a separate hut. The beds are sometimes raised on a
little framework of cane, but much oftener consist of a square mat placed
upon the ground; while a few gourds for containing water, some large
glasses for orangeade, a stone for grinding maize, and a little coarse
earthenware, compose the whole stock of domestic utensils.46

Sus prejuicios le llevaron a aceptar la creencia común que sostenía


que las habilidades de los indios se limitaban sólo a la imitación y a la
copia. Sobre el particular escribió: ‘‘in this they certainly stand unriva-
lled, for while the Academy of San Carlos continued open, ... some of the
most promising pupils were found amongst the least civilised of the In-
dian population’’.47 Parecían dibujar por instinto y copiar con la mayor
facilidad cualquier cosa que se les pusiera enfrente; pero, por su natural
indolencia, pronto se cansaban de las escasas restricciones impuestas por

46 ‘‘Compuesto de cinco o seis jacales, un poco más espaciosos que algunos que hallamos des-
pués, pero construidos de bambú y techados con hoja de palma, además de tener un pórtico de mate-
riales parecido frente a la puerta. Las cañas que componen los lados están colocadas entre sí a distan-
cia tan respetable como para admitir tanto luz como aire, y ello hace innecesarias las ventanas. Hay,
sí, una puerta, que conduce inmediatamente al principal alojamiento, en donde el padre y la madre,
los hermanos y las hermanas, los puercos y las gallinas se alojan juntos en amistosa promiscuidad.
Algunas veces se intenta una subdivisión, colgando una o dos esteras, para aislar un rincón del cuarto,
pero esto se considera algo superfluo. La cocina ocupa un jacal separado. A veces las camas están
colocadas sobre un armazón de caña, pero con frecuencia consisten en una estera cuadrada puesta en
el suelo; mientras unas calabazas para guardar agua, algunos vasos grandes para naranjada, un metate
para moler maíz y una pequeña vasija de barro componen el repertorio de utensilios domésticos’’:
ibidem, vol. II, pp. 179-180.
47 ‘‘Ciertamente en esto no tienen rival, ya que mientras estuvo abierta la Academia de San
Carlos algunos de sus alumnos más prometedores se contaban entre los menos civilizados de la po-
blación indígena’’: cfr. ibidem, vol. II, p. 237.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 71

los reglamentos de la academia y dejaban de asistir a las clases. Ward


consideraba que esa dejadez o conformismo constituía una característica
típica de la raza aborigen americana que la incapacitaba para superar su
estado de pobreza.
En materia religiosa, Ward albergaba serias dudas sobre el catolicis-
mo del indígena o, mejor dicho, sobre la verdadera comprensión de las
enseñanzas de Cristo por parte de los nativos americanos. Como buen pu-
ritano, nuestro diplomático no dejó de reprochar a la Iglesia católica me-
xicana su excesiva preocupación por la conservación de sus bienes mate-
riales, su apego a la observancia estricta de las ceremonias religiosas y el
cobro estricto y puntual de los servicios religiosos, en ocasiones exorbi-
tantes, que exigían los sacerdotes. Observó que éstos no habían logrado
inculcarles el amor por el trabajo y el ahorro, y que pocas veces demos-
traban una verdadera preocupación cristiana por atender las necesidades
espirituales de sus feligreses, lo que producía un efecto sumamente des-
moralizador entre la población indígena:

for instance, in States, where the daily wages of the labourer do not exceed
two reals, and where a cottage can be built for four dollars, its unfortunate
inhabitants are forced to pay twenty-two dollars for their marriage fees; a
sum which exceeds half their yearly earnings, in a country where Feast
and Fast days reduce the number of días útiles (on which labour is per-
mitted) to about one hundred and seventy-five. The consequence is, that the
Indian either cohabits with his future wife until she becomes pregnant,
(when the priest is compelled to marry them with, or without fees) or, if
more religiously disposed, contracts debts, and even commits thefts, rather
that not satisfy the demands of the ministers of that Religion, the spirit of
which appears to be so little understood.48

Esa situación, reconocía, no había pasado inadvertida a las autorida-


des eclesiásticas que, sin embargo, no intentaban nada para solucionarla.
48 ‘‘Por ejemplo, en los estados donde el salario diario de un trabajador no excede de dos reales
y donde se puede construir una choza por cuatro dólares, los infortunados habitantes están obligados
a pagar veintidós dólares como estipendio por su matrimonio, suma que excede a la mitad de sus
ingresos anuales en un país donde los días de fiesta y de ayuno reducen los días útiles (en los que se
permite trabajar) a unos ciento setenta y cinco. Consecuentemente, el indio, o cohabita con su futura
esposa hasta dejarla embarazada (y entonces el cura se ve obligado a casarlo con o sin estipendio) o,
en caso de ser de una disposición más religiosa, contrae deudas e inclusive comete robos antes de
dejar insatisfechas las exigencias de los ministros de esa religión, cuyo espíritu parece tan incompren-
dido’’: ibidem, vol. I, p. 336.
72 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

Para Ward, la verdad sobre la conversión de los nativos americanos se


podía resumir en una sola frase, pronunciada por un distinguido miembro
de la jerarquía católica: ‘‘son muy buenos católicos, pero muy malos cris-
tianos’’.
Pero no todo era negativo. Ward descubrió también cualidades bue-
nas entre los indígenas. Por ejemplo, consideraba que era una raza muy
resistente, capaz de soportar grandes fatigas, como recorrer en poco me-
nos de una hora y media una distancia de siete u ocho millas. Muchas
veces, durante sus paseos a caballo en las tardes, se asombró al descubrir
largas filas de indios silenciosos cargados con bultos o canastas en los
que transportaban los productos que habían llevado a vender o habían
comprado en la ciudad de México.49 Obedientes y sumisos, realizaban
cualquier trabajo que se les encomendara, sin que les importara que fuera
peligroso y sin pronunciar una sola queja.
El rudo y peligroso trabajo de la minería descansaba principalmente
sobre los fuertes hombros de los indígenas. Ward los consideraba buenos
obreros. A diferencia de los indios que trabajaban en las haciendas, los
que laboraban en los centros mineros disfrutaban de la ventaja de poder
trasladarse, junto con sus familias, de un distrito minero a otro según iban
enterándose de la explotación de nuevas minas y de las perspectivas de
mejores salarios. Incluso, escribió Ward, existían familias indígenas que
habían sido mineras a lo largo de varias generaciones, y que llevaban una
vida nómada, emigrando de un distrito a otro, a tenor de las ofertas sala-
riales. Los ingresos de los mineros eran de los más altos dentro de la eco-
nomía mexicana, pero ‘‘the money which passes through his hands is
usually as ill spent, as it is rapidly acquired, still, to ensure the means of
indulging in a weekly excess..., there are few Indians who will not enter
gladly upon a week of labour’’.50
En fin, para nuestro viajero el indígena era un ser degradado por las
disposiciones de la Corona española que impidieron, por medio de las Le-
yes de Indias, la integración del sector aborigen en la sociedad colonial, y
lo mantuvieron durante tres centurias ajeno a las ventajas de la civiliza-
ción y del progreso. La natural mansedumbre de los indios los convirtió
en víctimas fáciles de sus poco escrupulosos compatriotas, que se aprove-

49 Cfr. ibidem, vol. II, p. 226.


50 ‘‘Todo este dinero que pasa por sus manos es tan mal gastado como rápidamente adquirido...,
hay pocos indios que no trabajen con gusto una semana para asegurarse los medios de dar rienda
suelta a sus excesos cotidianos’’: ibidem, vol. II, p. 146.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 73

charon de su ignorancia para despojarlos aún más. Aunque el texto de


Ward presentaba a los indígenas del altiplano mexicano como una raza
sumisa por naturaleza, obediente a los dictados del hombre blanco, aque-
llos pasajes donde el diplomático inglés trató sobre la situación de los es-
tados norteños dejan traslucir el temor que los colonizadores blancos sen-
tían hacia las tribus salvajes que asolaban sus poblados.
Cuando Ward examinó en su libro el tema de la lucha por la Inde-
pendencia americana y el papel desempeñado por los grupos populares,
afirmó que los indios ----junto con los mestizos y las castas---- integraron
el grueso del ejército insurgente. Y justificó las atrocidades cometidas por
las huestes insurgentes en ciudades como Guanajuato o Guadalajara, que
tanto horrorizaron a los criollos, como la natural respuesta de aquella por-
ción de la sociedad ante los ultrajes y humillaciones sufridos durante tres
siglos de manos de los descendientes de los conquistadores españoles.51

VII. ALGUNAS CONSIDERACIONES FINALES

Lo novedoso en la obra del diplomático inglés es su enfoque sobre la


revolución de Independencia. A través de las pláticas sostenidas con los
criollos para recoger la información necesaria para su libro, Ward pudo
percibir que la principal causa de la separación de las colonias americanas
del dominio español fue el disgusto que los criollos sentían hacia la Coro-
na española por la discriminación de la que eran objeto en la provisión de
los cargos burocráticos coloniales. Estimó que la chispa que inició el mo-
vimiento independentista fue la decidida oposición de los españoles a
todo intento criollo por lograr una mayor participación en la vida admi-
nistrativa de la colonia. La ignominiosa destitución del virrey Iturrigaray
por parte de los peninsulares, temerosos de perder sus privilegios en la
Nueva España, acabó con el respeto que los americanos sentían hacia
la autoridad imperial y atizó el odio de los criollos hacia el estamento
español:
the moral change which a few months had produced was extraordinary;
they had learnt to think, and to act; their old respect for the King’s Lieute-
nant was destroyed by the manner in which his authority had been thrown
off; and his dignity profaned by his countrymen; and they felt that the

51 Cfr. Garrido Asperó, María José y Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘Los Episodios históricos mexica-
nos de Olavarría y Ferrari: la novela histórica y los indios insurgentes’’, capítulo decimosegundo, IV,
6 de este libro.
74 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

question was now, not one between their Sovereign and themselves as sub-
jects, but between themselves, and their fellow-subjects, the European Spa-
niards.52

Otro aspecto interesante en la obra de Ward es su opinión sobre el


ejército mexicano. Fue una de las primeras personas en percatarse de la
creciente influencia que los militares estaban adquiriendo dentro de la po-
lítica interna nacional. Si bien rechazó la posibilidad de que surgiera un
militar ambicioso dotado del suficiente influjo para atraer al resto del
ejército a una asonada militar contra el poder civil, como hiciera Agustín
de Iturbide, no por eso consideró que hubiera desaparecido ese peligro.
En busca de una explicación de su tesis recurrió una vez más a la heren-
cia española y recordó que, durante la guerra de Independencia, los jefes
militares realistas habían sido virtualmente autónomos y que algunos de
ellos llegaron incluso a convertirse en verdaderos gobernantes de los te-
rritorios que tenían bajo su mando.
Tal vez el origen de esta opinión tan desfavorable sobre la oficiali-
dad mexicana se encuentre en el episodio que protagonizó Ward a los po-
cos días de su llegada a la capital azteca, cuando ya desempeñaba el car-
go de ministro plenipotenciario. Como muestra de amistad y satisfacción
por el trato recibido de la escolta enviada por el gobierno mexicano para
su protección durante el trayecto del puerto de Veracruz a la ciudad de Mé-
xico, Ward entregó al oficial que se hallaba a su mando la cantidad de
cincuenta pesos, con la indicación de que los distribuyera en forma equi-
tativa entre la tropa: sin embargo, el militar guardó para sí ese dinero, los
soldados se quejaron y el gobierno ----enterado del incidente---- ordenó el
arresto del comandante de la tropa y encargó una investigación en la
que el enviado inglés hubo de declarar como testigo.53 No cabe duda de que
este suceso debió de molestarle mucho.
Con la Independencia, la mala costumbre de considerar al poder civil
sometido al militar aún perduraba entre los oficiales del nuevo ejército
nacional. La mejor muestra de ello fueron las constantes asonadas que se

52 ‘‘El cambio moral producido en unos pocos meses era extraordinario: habían aprendido a
pensar y actuar; su antiguo respeto por el lugarteniente del rey se perdió por la forma en que se había
derrocado su autoridad y por la manera como su dignidad había sido profanada por sus compatriotas;
y sintieron que el asunto era ahora no entre su soberano y ellos mismos como súbditos, sino entre
ellos mismos y sus consúbditos, los españoles europeos’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827, vol.
I, pp. 156-157.
53 Cfr. ASRE, expte. 42-29-75.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 75

produjeron desde fechas muy tempranas. Debemos recordar que, cuando


Ward llegó a México por primera vez, el general Lobato acababa de pro-
nunciarse en la ciudad de México contra el gobierno. Al adquirir conoci-
miento de este hecho, los comisionados ingleses amenazaron al gobierno
mexicano con regresar inmediatamente a Gran Bretaña si no se daban se-
guridades de que la insurrección militar podía ser controlada.54
Como ya indicamos, el principal interés del libro de Ward reside en
sus análisis de la economía mexicana, sobre todo del ramo de la minería,
lo que no quiere decir que descuidara la búsqueda de noticias sobre otras
importantes facetas de la economía nacional, como el sector industrial ----y,
más concretamente, la fabricación textil----, cuya apurada situación no se
le escapó. Se percató de que, con el establecimiento de la libertad de co-
mercio con el extranjero, los productos mexicanos no tenían ninguna po-
sibilidad de competir con las más baratas mercancías europeas, sobre
todo las inglesas, y vaticinó el próximo final de este ramo industrial:

the native manufactures, of which I have spoken in the beginning of this


Section, have shared the fate of those of Spain: they have fallen gradually
into disuse, as the Mexicans have discovered that much better things may
be obtained at a much lower price, and will soon disappear altogether.
Querétaro, indeed, is still supported by a Government contract for clothing
the army; but the cotton-spinners at la Puebla, and in other towns of the
Interior, have been compelled to turn their industry into some other channel.
This, in a country where the population is so scanty, is not only not be
regretted, but may be regarded as highly advantageous: a few of the towns,
indeed, may suffer by the change at first, but the general interests of the
country will be promoted, as well as those of the foreign manufacturer,
who may not only hope for a return in valuable raw produce for his manu-
factures, from the labour of these additional hands, but must see the de-
mand for European productions increase, exactly in proportion to the decrea-
se in the value of the home-made cotton and woollen manufactures, which
averaged, before the Revolution, ten millions of dollars annually.55

54 Cfr. Riva Palacios, Vicente et al., México a través de los siglos, México, Cumbre, 1986, vol.
XI, p. 102.
55 ‘‘Las manufacturas nativas, de las que he hablado al principio de esta sección, han corrido la
misma suerte que las de España: gradualmente han caído en desuso, conforme los mexicanos han ido
descubriendo que se pueden obtener cosas mucho mejores a un precio mucho más bajo, y pronto
desaparecerán por completo. De hecho, Querétaro todavía se sostiene por un contrato con el gobierno
para vestir al ejército; pero los hilanderos de algodón de la Puebla y otras poblaciones del interior se
han visto obligados a orientar su industria en alguna otra dirección. Esto, en un país donde la pobla-
ción es escasa, no solamente no es de lamentarse, sino que puede considerarse como sumamente ven-
76 EDUARDO EDMUNDO IBÁÑEZ CERÓN / MANUEL FERRER MUÑOZ

Ward no consideró que la ruina de los pequeños talleres artesanales


significaría una desgracia para México, sino todo lo contrario: a la larga
repercutiría en su beneficio, al poder concentrar el excedente de mano de
obra en la agricultura y la minería. Pensó que el papel de México dentro
de la economía mundial debería reducirse al papel de simple exportador de
productos agrícolas y mineros. Si su vaticinio no se cumplió fue gracias
al decidido empeño de Lucas Alamán que, cuando ocupó el cargo de mi-
nistro de Relaciones Exteriores durante el primer gobierno del general
Anastasio Bustamante, quiso transformar a México en un país industrial:
para ello, impulsó medidas proteccionistas y de fomento a la industria,
como la fundación del Banco de Avío y la introducción de técnicas y ga-
nado en territorio mexicano durante los años de 1830 a 1832, que permi-
tieron la supervivencia de la industria textil y sentaron las bases para el
surgimiento de nuevas empresas.
Por último, Ward trató de corregir en su libro algunas de las ideas
preconcebidas sobre Iberoamérica, inducidas por lecturas tendenciosas
que no se ajustaban a la realidad americana. Así, rechazó los puntos de
vista de Roberston acerca de la supuesta antipatía natural entre los indios
y los negros, cuando la mezcla entre esos dos grupos étnicos se había
dado en abundancia (un mestizaje que nuestro viajero deploró); o se des-
vinculó de los juicios convencionales sobre la natural indolencia de los
criollos, que les impedía brillar en cualquier rama de las ciencias: cuando,
según Ward, había sido la propia Corona española la que impidió que los
descendientes de los conquistadores demostraran sus dotes naturales, tan-
to en el ámbito de la administración civil como en el religioso, así como
también en el mundo cultural, ya que la Santa Inquisición velaba celosa-
mente para que los súbditos americanos se mantuvieran incomunicados
de Europa, sobre todo de la herética Inglaterra, temerosa de que pudieran
penetrar ideas nocivas en las colonias americanas: ‘‘nor is Robertson’s
view of the character of the Creoles (Book VIII, p. 32) at all to be relied

tajoso; de hecho algunas poblaciones pueden al principio sufrir por el cambio, pero los intereses ge-
nerales del país serán favorecidos, así como los del fabricante extranjero, quien de la labor de estas
manos adicionales no sólo puede esperar una ganancia en materias primas, sino que verá aumentada
la demanda de producciones europeas exactamente en proporción al decrecimiento del valor del algo-
dón fabricado artesanalmente y de las manufacturas de lana, que antes de la Revolución alcanza-
ban un valor medio de diez millones de dólares por año’’: Ward, Henry George, Mexico in 1827,
vol. I, p. 439.
LA REPÚBLICA MEXICANA Y SUS HABITANTES INDÍGENAS 77

upon. It is drawn not from nature, but from a bad likeness, sketched by no
friendly hand’’.56
Ward calificó a los mexicanos de valientes, hospitalarios, afectuosos,
poseedores de una gran sagacidad y habilidad naturales y más que magní-
ficos en sus ideas sobre lo que pensaban que debía ser el trato social, aun-
que en este último aspecto llegaran a mostrarse exageradamente extremo-
sos, por temor a dejar insatisfechos a sus huéspedes.
Los temas que aborda el diplomático inglés en México en 1827 son
variados. Encontramos pasajes sobre la flora y la fauna, el clima, la geo-
grafía, la sociedad, las costumbres, etcétera. Mención especial merece el
libro segundo de su obra, donde aborda la historia del movimiento eman-
cipador desde el año 1808 hasta la consumación de la Independencia por
Agustín de Iturbide: aunque en esta sección cometió algunas imprecisio-
nes históricas, sobre todo, al hablar de la expedición de Francisco Xavier
Mina. Todo esto muestra cuán profundo era el interés del público inglés
hacia la América española, y especialmente por la Nueva España, consi-
derada por la mayoría de los europeos como la más rica provincia de la
Monarquía española.57
Durante los dos años que Henry George Ward residió en nuestro país
se granjeó la amistad y el reconocimiento de las clases superiores de la
sociedad mexicana. El trato con la aristocracia le permitió recoger los
materiales necesarios para la elaboración de su libro. También las ilusio-
nes de una riqueza inagotable sostenidas por los criollos fueron amplia-
mente compartidas por el representante inglés: tanto que podría caricatu-
rizarse la obra de Ward como un anuncio comercial dirigido al público
inglés donde se ofrece la imagen de un país lleno de esperanzas en un
glorioso porvenir, con grandes riquezas naturales sin explotar que sólo es-
peraba las inversiones extranjeras para poder disfrutarlas.

56 ‘‘Tampoco se puede confiar en el punto de vista de Robertson acerca del carácter de los
criollos, ya que está sacado, no de la naturaleza, sino de una mala comparación, bosquejada por mano
enemiga’’: ibidem, vol. II, p. 709.
57 Para mayor información sobre estos asuntos, consúltese Jiménez Codinach, Guadalupe. La
Gran Bretaña y la independencia de México. México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
CAPÍTULO TERCERO

R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA

Alfredo ÁVILA*

SUMARIO: I. Introducción: prejuicios ingleses. II. R. W. H.


Hardy. III. Impresiones. IV. La guerra del Yaqui. V. Nación
mexicana, naciones indias. VI. Conclusión: la imposible inte-
gración.

I. INTRODUCCIÓN: PREJUICIOS INGLESES

Entre los primeros viajeros que recibió México tras su Independencia po-
cos fueron tan expresivos como los de origen anglosajón. De algún modo,
los franceses, italianos, españoles y sudamericanos que visitaron nuestro
país en la tercera década del siglo XIX tenían preocupaciones e ideas
muy parecidas a las nuestras, mientras que los ingleses y norteamericanos
que por alguna razón estuvieron aquí poseían una tradición cultural e in-
tereses completamente distintos a los de los mexicanos. El estudio clásico
de la escalada viajera anglosajona hecho por Juan A. Ortega y Medina1 ha
resaltado cómo la postura crítica asumida por los ingleses y norteamerica-
nos hacia México se debió, en buena medida, a las costumbres españolas
heredadas por las nuevas repúblicas americanas. Para hombres como Joel
Roberts Poinsett, pocas cosas eran tan insoportables como ‘‘a ceremo-
* Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ésta es una
versión ligeramente distinta de la presentada en el simposium Extranjeros en el México Decimonóni-
co: Estado Nacional y Etnias Indígenas, organizado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas y la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Dirección de
Lingüística del Instituto Nacional de Antropología e Historia, en el Auditorio Fray Bernardino de Saha-
gún del Museo Nacional de Antropología e Historia, el 20 de mayo de 1999. Agradezco las observa-
ciones que en aquella ocasión se me hicieron, especialmente las de Manuel Ferrer Muñoz. Debo mu-
cho a los comentarios de Dinorah, a quien dedico este trabajo.
1 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, pp. 3-53.

79
80 ALFREDO ÁVILA

nious Spanish dinner’’ ni nada más ridículo que los rituales de saludo y
despedida de la aristocracia española, es decir, mexicana.2 Así, según Or-
tega, la crítica y hasta el desprecio mostrados por dichos viajantes no eran
otra cosa sino la continuación del conflicto anglohispano iniciado en el
siglo XVI entre el misoneísmo católico, tradicional español, y la moder-
nidad protestante y capitalista de la ‘‘pérfida Albión’’.3
Con ser tan certera esta apreciación, nos gustaría indicar otras razo-
nes de la incomprensión anglosajona ante el mundo hispanoamericano.
Tanto ingleses como norteamericanos a principios del siglo XIX compar-
tían una serie de valores que diferían notablemente del modelo de Estado
nacional que estaba tratando de realizar México. No sólo es necesario
apuntar que para la Monarquía británica hubiera sido mucho más conve-
niente que este país se constituyera como una Monarquía Constitucional
o, cuando menos, como un Estado centralizado, capaz, por lo tanto, de
garantizar las condiciones mínimas para que los comerciantes e inversio-
nistas ingleses pudieran explotar las riquezas a las que antes de la Inde-
pendencia no tenían acceso. Tampoco Estados Unidos quedó conforme
con la forma de gobierno adoptada por México. Como hizo notar el radi-
cal norteamericano Edward Thornton Tayloe, secretario de la legación de
su país en México, la simple copia de las instituciones republicanas y fe-
derativas no bastaba cuando la población carecía de las más elementales
virtudes cívicas.4
La visión que estos hombres tuvieron de la población autóctona de
México también puede ayudarnos a comprender su postura ante la cons-
trucción del Estado nacional mexicano y los problemas que estaba afron-
tando. Con esto queremos decir que, más que una fuente para el estudio
de las condiciones del indígena y su participación en la formación nacio-
nal de México, los relatos de estos viajeros nos servirán para conocer sus
prejuicios y las ideas que por entonces estaban en boga acerca de la ciu-
dadanía y la nación. Nos percatamos de lo anterior cuando, por petición

2 Cfr. Poinsett, J. R., Notes on Mexico made in the autumn of 1822, Philadephia, H. C. Carey
and I. Lea, 1824, p. 15.
3 Acerca del reduccionismo de Ortega en esta interpretación véase González Ortiz, Cristina,
Asechanzas e intromisiones, tesis de doctorado en historia, México, UNAM, Facultad de Filosofía y
Letras, 1998.
4 Además Tayloe sabía que las instituciones mexicanas estaban inspiradas más bien en los
principios revolucionarios franceses que en los de su país: cfr. Tayloe, Edward Thornton, Mexico,
1825-1828. The journal and correspondence of Edward Thornton Tayloe, Chapel Hill, The Univer-
sity of North Carolina Press, 1959, p. 129.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 81

de Manuel Ferrer, iniciamos la lectura de la obra de Joel Poinsett con el


propósito de hallar referencias a la situación de los indios en el entonces
Imperio mexicano. No fue tan inesperado descubrir que había muy pocas
menciones de los indios y que la mayoría de ellas tenían un carácter más
bien folklórico; que si las tortillas eran azules en unas localidades, mien-
tras que en otras eran blancas; que si el pulque, después de todo, no sabía
tan mal como había dicho Humboldt. Tal como le sucedería al inglés Wi-
lliam Bullock,5 casi siempre que Poinsett hablaba de indios se refería a
los ‘‘aztekas’’ [sic] y sus avances prehispánicos, como el sistema de chi-
nampas que aun podía apreciarse en la ciudad de México.6 Cuando anali-
zó el ‘‘carácter nacional’’ de los indígenas sólo dijo que eran indolentes y
sumisos, fanáticos y degradados por la dominación española, aunque
(vale la pena resaltarlo) los incluyó dentro de lo nacional, lo mismo que con-
sideró como mestizo al indio que tenía alguna propiedad.7
Ante el hecho de que no habríamos de encontrar más datos acerca de
nuestro problema en la obra de Poinsett (e incluimos también su corres-
pondencia posterior como diplomático) decidimos buscar en otros auto-
res, pero al parecer había una constante en los viajeros que estuvieron en
México en aquella primera década de vida independiente: el indio apare-
cía muy poco y, cuando se le mencionaba, había generalmente algún co-
mentario despectivo con respecto a su indolencia, sandez y sumisión.
Sólo hubo algunas raras excepciones, como George Frances Lyon, quien
vio a los indios como un grupo agradable y no se creyó que estuvieran
extinguiéndose, aunque los mencionó muy rara vez en su diario y admitió
que como mejor estaban era viviendo aislados en sus villas sin ser moles-
tados,8 es decir, que en un sentido estricto formaban un orden diferente en
la República, como una nación dentro de otra. Más adelante volveremos
sobre este importante punto.
La visión de los ingleses y norteamericanos sobre los indios de Méxi-
co no difería gran cosa de las percepciones que los propios criollos se
habían formado. Tan temprano como en 1822, Simón Tadeo Ortiz de
Ayala pronosticaba el crecimiento de los criollos en México en detrimen-
to de otros grupos raciales. José María Luis Mora también afirmó que en
5 Cfr. Bullock, W., Six months’ residence and travels in Mexico, Port Washington, Kennikat,
1971. Es edición facsímil de la londinense de John Murray, 1824-1825.
6 Cfr. Poinsett, Notes on Mexico, pp. 78-79.
7 Cfr. ibidem, pp. 119-120.
8 Cfr. Lyon, G. F., Journal of a residence and tour in the Republic of Mexico in the year 1826,
Port Washington-London, Kennikat, 1971, vol. II, pp. 238-240.
82 ALFREDO ÁVILA

breve la ‘‘raza bronceada’’ sería reemplazada por la blanca.9 En aquellos


primeros años de vida independiente los indios no figuraban en los pro-
yectos nacionales ni en la percepción que de México tenían los viajeros,
pese a ser tan evidente su presencia. Extranjeros que se vincularon tanto
con México, como Vicente Rocafuerte, José María Heredia o los radica-
les italianos Orazio Atelis y Florencio Galli no pusieron atención en ellos,
y ni siquiera el litógrafo Claudio Linati, que adornaría las páginas del li-
bro de Hardy, distinguió a la población indígena en sus obras, donde apa-
recen muy de vez en cuando. La ausencia del indígena en los proyectos
de construcción de una nación moderna resulta bastante significativa, so-
bre todo cuando hombres como Henry George Ward resaltaron el indige-
nismo de la nueva nación, ese romanticismo neoaztequista10 que, sin em-
bargo, no incluía a los indios vivos, que formaban más de la mitad de la
población.
Finalmente, nos decidimos por hacer una lectura detenida del teniente
inglés Robert Hardy, quien tuvo una experiencia muy singular en aque-
llos años, pues no sólo conoció a los indios sumisos de la región central
de la República, sino a los aguerridos del norte, ya que buena parte de su
estancia en México fue en el estado de Sonora. También, a diferencia de
algunos otros de sus compatriotas,11 mostró un poco más de comprensión
(pero no demasiada) hacia la población indígena y hacia México.

II. R. W. H. HARDY

Cuando Robert Williams Hale Hardy arribó a México ya tenía en su


haber muchos viajes, pese a contar sólo treinta y un años. Desde muy jo-
ven ingresó en la marina real. José Ortiz Monatserio apunta algunos datos
biográficos de importancia: sirvió en la Royal William, bajo las órdenes
9 Cfr. Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, ‘‘La población de México al iniciar el siglo XIX’’, Exa-
men 108 [número especial: Política de población], octubre de 1998, pp. 55-63, y Mora, José María
Luis, Méjico y sus revoluciones, Paris, Librería de Rosa, 1836, t. I, p. 72.
10 Así lo califica Ortega y Medina, Zaguán abierto, p. 5. Véase Ward, H. G., México en 1827,
México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
11 Como algunos de los que ya hemos mencionado, entre quienes podemos incluir a Basil Hall
(Extracts from a journal, written on the coasts of Chili, Peru, and Mexico, in the years 1820, 1821,
1822, 2a. ed., Edinburgh, Archibald Constable and Co., and London, Hurst, Robinson, and Co.,
1824), a Mark Beaufoy (A Sketch of the customs and society of Mexico, analizado por J. A. Ortega y
Medina, ‘‘Contumelia maledicti’’, Estudios de historia moderna y contemporánea de México, 9,
1983, pp. 283-298), o a William T. Penny, ‘‘México de 1824 a 1826. Cartas y diario’’, en Ortega y
Medina, Juan A., Zaguán abierto, pp. 55-214.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 83

del almirante George Montagu. Como guardiamarina navegó por los ma-
res del Sur de 1807 a 1813 y participó en la ocupación de Java. Al estallar
la guerra entre la Gran Bretaña y Estados Unidos se trasladó en el Asia al
Atlántico norte. Por su destacada participación en el sitio de Nueva Or-
leáns obtuvo el grado de teniente. Poco tiempo después abandonó el ser-
vicio activo y participó en algunas empresas mercantiles en Sudaméri-
ca.12 Por el propio relato de su viaje a México,13 sabemos que estuvo en
Suiza, y por su redacción podemos darnos cuenta de que era un hombre
instruido, ilustrado, pero ya romántico. Vino comisionado a México por
la General Pearl & Coral Fishery Association de Londres, interesada en la
explotación de criaderos de ostras perleras y de bancos de coral, aunque,
en caso de no conseguir alguna concesión, debería conseguir informes
acerca de las minas en Sonora y negociar las tarifas de impuestos más
bajas posibles, para el comercio británico. Desde 1826, las compañías in-
glesas estaban muy entusiasmadas con la explotación y el tráfico perlero.
Ese año el navío Le Globe se había presentado en el golfo californiano
con una campana subacuática, pero un accidente terminó con la empresa.
Quedó así demostrado que la mejor manera de obtener las codiciadas per-
las era contratando buzos indígenas, capaces de pelear con tintoreras y
conocedores de los lugares adecuados para la recolección de ostras.14 Por
esta razón, Hardy se vio en la necesidad de relacionarse con los indios
que podían proporcionarle ayuda.
El 15 de julio de 1825 se hallaba en la ciudad de México, donde co-
noció a los individuos más importantes de la política nacional. Consiguió
rápidamente los permisos necesarios para partir rumbo al mar de Cortés.
Pasó por Valladolid, Guadalajara, Tepic, Acaponeta, Escuinapa, Real del
Rosario y Mazatlán. Allí embarcó rumbo a Guaymas, donde entró en con-
tacto con sus paisanos B. Spencer y J. W. Johnson, que estaban casados

12 Cfr. Ortiz Monasterio, José, ‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX. El caso del viajero
inglés William [sic] Hardy’’, en Un hombre entre Europa y América. Homenaje a Juan Antonio Orte-
ga y Medina, México, UNAM, 1993, p. 318. Hardy estuvo entre 1825 y 1828 en México. Poco se
sabe de su vida después: en 1849 fue nombrado fellow de la Royal Astronomical Society y en
1861 se le nombró comandante de la marina real (lo cual puede hacer suponer que regresó al servicio
de las armas). Murió en Bath en 1871.
13 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827, & 1828, Lon-
don, Henry Colburn and Richard Bentley, 1829.
14 Cfr. Combier, Cyprien, Voyage au Golfe de California. Nuits de la Zone torride, Paris, Art-
hus Bertrand Editeur, s. a., pp. 311-317, apud Hernández Silva, Héctor Cuauhtémoc, Insurgencia y
autonomía. Historia de los pueblos yaquis 1821-1916, México, Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social-Instituto Nacional Indigenista, 1996, pp. 163-168.
84 ALFREDO ÁVILA

con bellísimas sonorenses. Por cierto, que nuestro viajero se sentiría fuer-
temente atraído por las mujeres de aquel estado, como la viuda del inglés
J. P. Gaul. Después fue rumbo a Álamos y luego a Pitic (hoy Hermosillo).
Sintió curiosidad por las minas, que no dejó de visitar. La política local,
en cambio, no le interesó tanto. Asistió a algunas sesiones de la legislatu-
ra del Estado de Occidente, pero no lo impresionaron. Consideró que los
legisladores eran incultos y que carecían de virtudes cívicas. Si fueron
electos, suponía, era por sus habilidades oratorias, no por su posición y
disposición de servicio. El regreso a su patria, sin haber encontrado los
anhelados criaderos, lo realizó por tierra, por el camino de Chihuahua,
Durango, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro, México y, después, a Vera-
cruz. Embarcó rumbo a Nueva York, ciudad que le sirvió para comparar
los Estados Unidos con México. Mientras que en aquel país todo estaba
limpio y sus habitantes eran industriosos y trabajadores, en el nuestro la
suciedad imperaba y al menos los miembros de las clases más bajas eran
perezosos y llenos de vicios. Aunque, como veremos, no todos los habi-
tantes de México salieron tan mal librados.
A su regreso a Londres, Hardy publicó el relato de su viaje. Las ca-
racterísticas bibliográficas de la primera edición son las siguientes: Tra-
vels / in the / interior of Mexico, / in 1825, 1826, 1827, & 1828. / By
Lieut. R. W. H. Hardy, R. N. / London: / Henry Colburn and Richard
Bentley, / New Burlington Street, / 1829. 22 cm., xiii + 540 pp., 6 lámi-
nas (copias de ilustraciones de Claudio Linati), 2 mapas (por el propio
Hardy: uno de la República mexicana y otro de la desembocadura del río
Colorado). Una segunda edición apareció muchos años después: Travels
in the interior of Mexico in Baja California and around the Sea of Cortés,
prólogo de David J. Weber, Glorieta, Nuevo México, The Rio Grande
Press Inc., 1977. En 1982, Margo Glantz incluyó parte del relato de
Hardy en Viajes en México. Crónicas extranjeras, México, Fondo de Cul-
tura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1982; pero la traduc-
ción completa de su obra sólo se hizo en 1997: Viajes por el interior de
México en 1825, 1826, 1827 y 1828, presentación de E. de la Torre, tra-
ducción de Antoinnete Hawayek, México, Trillas, 1997. Hardy fue autor,
también, de Incidental Remarks on the Properties of Light (1856).15

15 Los datos de la publicación de una parte del relato de Hardy en el libro de Margo Glantz y la
noticia de la otra obra de nuestro autor están en Ortiz Monasterio, José, ‘‘Los médicos charlatanes en
el siglo XIX’’, pp. 318-319.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 85

III. IMPRESIONES

La apreciación que Hardy hizo sobre los indios está permeada por va-
rias expresiones de sorpresa e incredulidad. Le llamó la atención el estado
primitivo y atrasado en el que vivían las tribus del norte. Sin embargo, no
los subestimó. Para él, los indios eran hombres capaces de desarrollar sus
habilidades y reconoció sus logros y conocimientos, como la fitomedicina
de los tarahumaras y las peligrosas y venenosas ocurrencias de los seris.
Algunas actitudes de los indios no sólo le interesaron sino que desperta-
ron algunos sentimientos, como el afecto y el aprecio por las relaciones
familiares que se daban entre ellos y que, a decir de Hardy, no siempre
las tenían sus vecinos cristianos.16 Como buen inglés criticó acremente a
los religiosos católicos que intentaban evangelizar a los indios y resaltó el
pésimo estado de las misiones, lugares más de corrupción que de ense-
ñanza. Aunque, por nuestra parte, hemos de recordar que para esos años el
sistema misional en el norte del país ya había visto sus mejores tiempos.
Nuestro autor trató de ganarse a los naturales de Sonora. Se interesó
en sus costumbres y mercaderías. Se hizo pasar por comerciante para po-
der acercarse mejor a ellos y, en una ocasión, compró un par de niños
axüas para ganarse a los miembros de ese grupo y evitar que lo ataca-
ran.17 También era un gran admirador de la belleza femenina y no fueron
pocas las ocasiones en que alabó la simpatía o bondad de alguna mujer
indígena, pero sobre todo sus formas corporales, que lo entusiasmaron
mucho. En una ocasión, en un viaje por el río Gila, Hardy procuró salvar
a dos personas que habían caído al agua. Cuando tomó la mano del pri-
mer indio náufrago, quedó sorprendido de que fuera una bella indígena:
a young lady, of about sixteen or seventeen years of age. She no sooner
found herself in safety, than fear gave way to maiden modesty; and she
looked about for her bark petticoat; but, alas! the angry tide had borne it
in trimph away! Therefore, with great gallantry, I took off my jacket, which
I presented to her. This she accepted, and sat down with the utmost cool-
ness on the deck. I then sent for the young lady, as being a more commo-
dious covering than my jacket. Surprised at so unusual a visit, and in a
mode so extraordinary, nor less astonished at the beauty of the damsel
than by the singularity of her unadornments, I was anxious to learn the
motive of her appearance; and by way of conciliation, I gave her some bis-

16 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 300-301.


17 Cfr. ibidem, p. 368.
86 ALFREDO ÁVILA

cuit and frijoles, which were still warm; these she devoured with perfect
good humour. Her age, as I have already stated, might have been sixteen
or seventeen; rather tall than short, with enough flesh on her bones to hide
the sharpness of their angles; countenance dark, and not only exceedingly
handsome, but with an expression of countenance peculiarly feminine. Her
neck and wrists were adorned with shells curiously strung; her hair, which
was dripping wet, fell in a graceful ringlets about her delicate shoulders,
and her figure was straight and extremely well proportioned.18

Estos detalles son sumamente importantes, pues nos revelan que


Hardy era capaz de encontrar en los indios virtudes que muchos blancos
(incluidos mexicanos) se negaban a ver. En pocas palabras, la población
indígena no era inferior ni menos virtuosa que la blanca, por lo que le
chocaba que siguieran pagando tributo. Los indios no le desagradaban,
aunque otra cosa eran los mestizos. Los de Loreto le parecieron de un
color ‘‘verde aceituna’’, sucio y opaco, lo que demostraba lo desafortuna-
do de la mezcla de las razas india y española.19
El romántico teniente inglés consideraba, inclusive, que los blancos
podían aprender de los indios, no sólo por su conocimiento de las rique-
zas naturales, que nuestro ávido viajero siempre trató de descubrir, sino
sobre todo por la sabiduría que se habían ido formando en el diario fatigar
del desierto y la vida en estado natural. Hardy mismo, que se había for-
mado rápidamente una buena reputación como médico (aunque no lo era,
pero había hecho lo posible por ‘‘curar’’ a las enfermizas damas del no-
roeste), admitía que los conocimientos de los apaches para curar heridas
eran muy buenos. Conocían las propiedades de las yerbas y era de desear-
se que jóvenes europeos fueran a estudiarlas con ellos.20

IV. LA GUERRA DEL YAQUI

Los años en que Hardy estuvo en Sonora fueron muy violentos. Des-
de mediados del siglo XVIII hubo serios levantamientos indígenas en la
región, que ocasionaron graves problemas a las autoridades españolas. En
1820, dos soldados ópatas que defendían el territorio de la entonces pro-
vincia de Arizpe de los ataques apaches, se rebelaron. Entre sus motivos
18 Ibidem, pp. 363-364.
19 Cfr. ibidem, p. 245.
20 Cfr. ibidem, p. 419. Acerca de su dudosa calidad de médico véase Ortiz Monasterio, José,
‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX’’.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 87

estaba la falta de pagos para los soldados de los presidios, pero también
había un fuerte descontento en la región por otras causas. Desde fechas
muy tempranas, los jefes militares habían cometido la imprudencia de re-
clutar indígenas para combatir a los fieros apaches y de inmiscuirse en los
asuntos internos de las tribus que colaboraban en esta tarea.21
Los criollos vieron en estos movimientos intentos contrarrevolucio-
narios que pretendían volver las cosas al estado que guardaban durante el
régimen absolutista virreinal. De hecho, desde antes de la Independencia,
las leyes constitucionales españolas habían establecido la igualdad legal
de los ciudadanos, ignorando así la tradicional división entre ‘‘gente de
razón’’ y los naturales. El Imperio de Agustín de Iturbide y la República
federal también procuraron sentar las bases de una sociedad jurídicamen-
te igualitaria, en la cual todos los individuos contaban con derechos que
los protegían. Sin embargo, para las comunidades indígenas los nuevos
derechos no fueron siempre eficaces sustitutos de los antiguos privile-
gios.22 En el caso del Estado de Occidente la situación no fue muy distin-
ta a la tendencia general. Según su Constitución, no había distinción entre
los ciudadanos sonorenses, que tenían los mismos derechos y obligacio-
nes, y la ley se aplicaría por igual en todos los casos. Al abolir la esclavi-
tud, también liberaba a los indios que hasta entonces habían vivido en tan
miserable estado y los elevaba a la categoría de ciudadanos libres. En teo-
ría, esto beneficiaba a la población indígena, aunque no todos estuvieron
contentos al perder sus privilegios comunitarios. Además, esas nuevas le-
yes tan justas y equitativas incluían algunas restricciones. Por ejemplo,
perdían la ciudadanía los hombres de conducta viciosa y corrupta; los va-
gos y quienes no tenían oficio; quienes no supieran leer y escribir, y los
que anduvieran desnudos. Se excluía de este artículo a los ‘‘ciudadanos
indígenas’’, pero sólo hasta 1850, cuando se suponía que quedarían bien
integrados en la nueva sociedad sonorense o, por lo menos, se alejarían
de sus depravadas costumbres, como la de andar en cueros.23

21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, p. 359.
22 Cfr. ibidem, pp. 155-157. El caso de la ciudad de México puede apreciarse en Lira, Andrés,
Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y ba-
rrios, 1812-1919, 2a. ed., México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 1995.
23 Cfr. Constitución del Estado de Occidente [Sonora y Sinaloa], artículo 28, fracciones 6a. y
12a., en Colección de Constituciones de los Estados Unidos Mexicanos. Régimen constitucional,
1824 (facsímil de la edición de 1828), México, Miguel Ángel Porrúa, Libero-Editor, 1988, vol. III,
pp. 14-15.
88 ALFREDO ÁVILA

Según Moisés González Navarro, detrás de los plausibles empeños


legales por dar igualdad al indio y a los demás mexicanos, se hallaba el
censurable deseo de los blancos de apropiarse de las tierras comunales
que hasta entonces había protegido la ley colonial.24 En el caso de las fér-
tiles riberas del Yaqui terminó ocurriendo eso. En la misma Constitución
estatal se establecía que el Congreso quedaba facultado para ‘‘arreglar’’
los límites de los terrenos de los ‘‘ciudadanos indígenas’’. La futura Cons-
titución del estado de Sonora de 1831 no haría sino ratificar y ampliar las
facultades estatales para intervenir en los asuntos de los pueblos indios.25
Cuando las nuevas autoridades quisieron realizar la medición de las tie-
rras de los yaquis, con el objetivo de fijar impuestos y establecer un go-
bierno local, comenzaron las protestas y el enfrentamiento, en 1825, de
las fuerzas indígenas contra las mexicanas. Este intento de intromisión en
los asuntos comunales y la torpeza con que fue llevado por las autoridades
estatales motivaron un conflicto que duraría casi una década, de tal im-
portancia que el ejército y los poderes federales tuvieron que intervenir.26
Hardy describió en varias ocasiones el terror que causaba entre la po-
blación blanca la sola noticia de que se acercaban los yaquis. En marzo
de 1826, rumbo a Álamos, encontró una gran cantidad de gente que huía,
despavorida, del avance de los rebeldes, que, según él, estaban disemina-
dos por toda la región.27 Su apreciación no era tan errónea, pues la zona
controlada por el líder Juan Banderas (de quien hablaremos poco des-
pués) era muy extensa, y abarcaba desde San Miguel Horcasitas y Tepa-
che (más de cien kilómetros al norte y noreste de Pitic) hasta El Fuerte
(unos setenta kilómetros al sur de Álamos).28 En estas poblaciones se ha-
bía establecido un sistema de vigilancia y de alarma permanente, pues las
partidas de indígenas solían caer de manera imprevista y causar enormes
estragos. Recientemente había sido derrotado el coronel Guerrero, por lo

24 Cfr. González Navarro, Moisés, ‘‘Instituciones indígenas en el México independiente’’, en


La política indigenista en México. Métodos y resultados, 3a. ed., México, Instituto Nacional Indige-
nista-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, t.1, pp. 209-313.
25 Cfr. Constitución del Estado de Occidente, artículo 109, fracción 18, en Colección de consti-
tuciones, vol. III, p. 39; Constitución de Sonora, artículo 33, fracción 15 y artículo 59, apud Hernán-
dez Silva, Héctor Cuauhtémoc, Insurgencia y autonomía, p. 88.
26 Cfr. Spicer, Edward H., Los Yaquis. Historia de una cultura, México, UNAM, Instituto de
Investigaciones Históricas, 1994, p. 161, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos
indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 358-359.
27 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, p. 170.
28 Véase el mapa ‘‘Área en Sonora y Sinaloa controlada por Juan Banderas, 1825-1828’’, Spi-
cer, Edward H., Los Yaquis, p. 164
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 89

que la población andaba muy preocupada. El 6 de abril de 1826, en la


villa del Fuerte, Hardy presenció el enorme temor que los blancos tenían
a los yaquis. Ante el grito de alarma, las mujeres sufrieron desmayos y
sobresaltos (que nuestro caballeroso teniente inglés curó rápidamente)
mientras que las autoridades fueron a meterse en sus casas, presas del pá-
nico.29 Para mediados de junio, los yaquis habían ocupado la mayor parte
de los caminos y cortado las comunicaciones, con lo que se hacía muy
difícil tener noticias de qué ocurría en otras partes. El propio Hardy tuvo
que retrasar su viaje hacia Álamos por no contar con la seguridad necesa-
ria y porque no había medios para realizarlo. Finalmente consiguió tres
burros y pudo llegar a su destino, aunque al pasar por San Vicente, donde
Guerrero había sido derrotado, se dio cuenta de la brutalidad de aquella
guerra y de lo que podían esperar los blancos que transitaban por ahí.30
El jefe de los rebeldes era Juan Banderas, quien sólo merece alaban-
zas por parte de nuestro autor. Sus medidas militares eran tan ‘‘pruden-
tes’’ que había logrado despistar en más de una ocasión a las fuerzas del
general Figueroa, quien andaba tras él. También logró enfrentar una rebe-
lión interna del movimiento, encabezada por un jefe llamado Cienfuegos,
quien se hacía llamar ‘‘legítimo jefe de la nación’’.31 ‘‘El talento de Ban-
deras y el miedo que su presencia inspiraba’’ lograron la final derrota de
Cienfuegos, quien en realidad estaba en conchabanza con los blancos.32
Juan Ignacio Jusacamea, verdadero nombre de Banderas, nunca logró el
control completo de todos los pueblos yaquis, pero se le consideraba un
líder espiritual y militar de gran capacidad, elegido por la virgen de Gua-
dalupe para recuperar la corona de Moctezuma que había sido arrebatada
por los gachupines. Resulta interesante resaltar también que, con esta
guerra, los yaquis consolidaron su espacio y su identidad étnica.33
Nuestro viajero ya no alcanzó a ver el final de la contienda. Cuando
él partió de la República los yaquis seguían controlando buena parte del
territorio sonorense. La situación para los criollos que se habían hecho
del poder con la Independencia no podía ser más difícil. Sin el trabajo de
los indios, como bien lo notó Hardy, no se cultivaba maíz, deficiencia que

29 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 189-195.


30 Cfr. ibidem, p. 169. Aunque el terror no sólo lo aplicaban los indios, sino también los blancos
que creyeron en la posibilidad de exterminar a todos los rebeldes: cfr. ibidem, p. 200.
31 Ibidem, p. 198. Subrayado en el original.
32 Cfr. ibidem, p. 199.y
33 Cfr. Spicer, Edward H., Los Yaquis, pp. 162-163, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López,
María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 323 y 353-356.
90 ALFREDO ÁVILA

se observaba hasta en las mesas de las autoridades militares. El comercio


también se vio afectado y el costo de la fanega de maíz en los Álamos alcan-
zaba nueve o diez pesos.34 Resulta notable que pese a los inconvenientes
ocasionados por la ‘‘revolución de los yaquis’’ y al temor que desperta-
ban, Hardy los admirara, especialmente a Juan Banderas, y no dudara en
calificarlos como un pueblo ‘‘útil, laborioso y pacífico por naturaleza’’.35
Más adelante volveremos sobre la importancia de estas virtudes.

V. NACIÓN MEXICANA, NACIONES INDIAS

En su narración, Hardy diferencia constantemente a los yaquis y otros


grupos indígenas de los ‘‘mexicanos’’ o población blanca de Sonora.
Tampoco resulta extraño que rara vez llame a los naturales con el nombre
de ‘‘indio’’, pues prefería referirse a los yaquis, seris, apaches y axüas,
identificándolos como naciones independientes. En esto, no hacía más
que seguir la costumbre inglesa, que los norteamericanos estaban llevan-
do a la práctica, de no asimilar a los indígenas dentro de su propia nación,
sino que los consideraban extranjeros. Así sucedió con irlandeses, galeses
y escoceses en las islas Británicas, lo que permitió la fuerte supervivencia de
esos grupos y su eventual transformación en ‘‘naciones’’, tal como las enten-
demos hoy; pero también con los indios de Estados Unidos, que fueron vir-
tualmente exterminados. Es importante notar esta diferencia entre la actitud
anglosajona y la hispánica, cuyo principio fue la asimilación de la población
aborigen, aunque no siempre la lograra. De ahí la incomprensión que se
presentó entre los comisionados mexicanos y Joel Roberts Poinsett cuan-
do trataron de los indios que habitaban entre los dos países.36
Los sonorenses, por su parte, ante la rebelión indígena también cayeron
en la tentación de diferenciar entre estas naciones y la mexicana. Final-
mente consideraron a los indios únicamente como individuos en rebeldía,
pero no podían ocultar que formaban ‘‘como una nación independiente’’
de la mexicana.37 La nación, en un sentido moderno, implica homogenei-

34 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, pp. 205 y 246.


35 Ibidem, p. 92.
36 Véase ‘‘Tercero y Cuarto protocolos entre los comisionados de México y los Estados Unidos,
19 y 27 de septiembre de 1825’’, Documentos de la relación de México con los Estados Unidos I. El
mester político de Poinsett, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1983, pp. 104-
105 y 113-115.
37 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 550-551.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 91

dad. Si las definiciones académicas más recientes conciben a la nación


como una comunidad imaginada,38 los nacionalistas exigen identidad.
¿Cómo podía formarse la nación mexicana a principios del siglo XIX con
grupos tan diversos? Eric Hobsbawm ha señalado que, desde un punto de
vista liberal, la igualdad entre los ciudadanos era la finalidad del nuevo
Estado, no su fundamento. Así, la Francia revolucionaria podía integrar a
distintos grupos lingüísticos y étnicos en ‘‘la grande nation’’.39 Empero,
Hardy no compartía todos los postulados del liberalismo. Más cerca del
romanticismo, insistía en diferenciar a los indígenas de los mexicanos.
Procuró no confundir a los diversos grupos que habitaban Sonora: ópatas,
apaches, pimas, yaquis, mayos, yumas y tarahumaras.40 Algunos de ellos
parecían, a los ojos de Hardy, la personificación del buen salvaje, como
los yaquis, de quienes ya hemos hablado. Sus descripciones traen a la me-
moria algunas de las características que Jean Jacques Rousseau apuntaba
para el hombre ‘‘en estado de naturaleza’’. En cambio, los indios que co-
habitaban con los cristianos, como los seris de Pitic, ‘‘se habían dejado
domeñar por los vicios y han perdido la pasión del guerrero’’. Tampoco
dudaba en llamarlos estúpidos y cobardes.41 Subrayo la palabra vicios,
pues no es extraño hallar en la obra de Hardy menciones a las virtudes de
otros pueblos, como los yaquis, laboriosos, útiles (aquí hay secuelas de Je-
remy Bentham) y, sobre todo, buenos guerreros, que defienden su libertad
y sus tierras. Entre los seris de la costa encontró incluso virtudes domésti-
cas propias de pueblos más refinados, que mantenían muy estrechas las
relaciones familiares entre ellos.42 Esos seris, al igual que los yaquis, eran
fieros y audaces guerreros, y la gente blanca se había formado varias le-
yendas acerca de tesoros ocultos en la isla de Tiburón, vigilados por sus
feroces cancerberos. La verdad, señalaba Hardy, es que los indios que ha-
bitaban tanto en la isla como en la costa del continente no tenían tesoro
alguno, únicamente defendían su libertad.43
A diferencia de los viciosos y degenerados seris que vivían en Pitic,
los de la isla de Tiburón eran, según nuestro autor, fornidos, altos y de
muy buen cuerpo. No eran tan feroces como afirmaban los blancos y las

38 Cfr. Anderson, Benedict, Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica,


1997, p. 23.
39 Cfr. Hobsbawm, Eric, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1997, p. 29.
40 Cfr. Hardy, R. W. H., Travels, p. 437.
41 Cfr. ibidem, p. 95.
42 Cfr. ibidem, p. 300.
43 Cfr. ibidem, pp. 107-108.
92 ALFREDO ÁVILA

mujeres tenían un semblante tierno. Los hombres siempre usaban sus ar-
cos y flechas, que según decían, estaban envenenadas con extrañas fór-
mulas. También llevaban macanas, empleadas en la lucha cuerpo a cuer-
po, pero sobre todo usaban una lanza de doble punta para pescar. La
historia de que escondían oro y otras riquezas era un mito, como pudo
probarlo Hardy. Según los seris, esos cuentos resultaban peligrosos, pues
incitaban a los odiados blancos a someterlos.44 Sin embargo, permanecían
independientes. Juntos sumaban quinientos o seiscientos indios, pero tal
vez eran mil. Eran excelentes combatientes, pero casi siempre peleaban
entre sí. El grupo de Tiburón afirmaba que los seris del continente eran
menos valientes y capaces para la guerra, por lo que frecuentemente lan-
zaban incursiones en su contra, de las que obtenían, casi siempre, un buen
botín.45
Otra ‘‘nación’’ india que se lleva varias páginas de descripción es la
de los axüas. Al leerla, no podemos menos que recordar El Informe de
Brodie. Vivían cerca del río Colorado y eran los seres más asquerosos
que había visto. Se adornaban los cabellos y el cuerpo entero con barro y,
cuando hacía calor, se revolcaban en el lodo. Sin embargo, como anotó
nuestro viajero, lo hacían para refrescarse en los insoportables días del
verano norteño. Eran medianos de estatura, tal vez bajos. Les faltaba agi-
lidad, de manera que parecían estar mejor constituidos para los trabajos
pesados que para la caza. Solían estar desnudos y no tenían más pieles
que unas cuantas de zorra. Desde la frente hasta el labio superior se ma-
quillaban de negro, con carbón molido. Otros usaban un polvo amarillo y
no faltaba quien se embarrara un color rojo, obtenido del ocre. Esa com-
binación de colores, junto con el barro de los cabellos daban una imagen
monstruosa que, sin embargo, alguna utilidad tendría. Hardy hace notar
que dada la gran cantidad de insectos que vivían en los márgenes del río,
los axüas lograban evadirlos con el lodo, que una vez seco, impedía los
piquetes de esos bichos. Se alimentaban de pescado, frutas, vegetales y
semillas de pasto. Sus armas eran también arcos y flechas, lanzas y maca-
nas. Solían sufrir el escorbuto.46
La pobreza entre los axüas era enorme. A tal grado, que resultaba só-
lito que los padres vendieran a sus hijos. Así, no sólo se deshacían de
unas bocas que exigían alimento, sino que al menos garantizaban que sus

44 Cfr. ibidem, pp. 289-291.


45 Cfr. ibidem, pp. 298-299.
46 Cfr. ibidem, pp. 368 y 370.
R. W. H. HARDY Y LA VISIÓN ANGLOSAJONA 93

vástagos crecieran entre la población blanca de Sonora, donde nunca fal-


taba un alma caritativa que les proporcionara comida, casa y educación.
Aunque muchos hombres regresaban a su comunidad cuando crecían, las
mujeres se casaban con otros indios cerca de donde estaban las señoras a
quienes servían.47 Los indios poderosos no vendían a sus hijos, de manera
que Hardy podía deducir que esta práctica se debía, sin duda, a la pobreza
de la mayoría. Él mismo tuvo que comprar un par de chiquillos ‘‘que aho-
ra son libres y son educados por dos buenas familias [de] Sonora’’. Así
podía sentirse más seguro entre aquellos indios, pues suponía que no sería
atacado teniendo a dos de sus niños.48

VI. CONCLUSIÓN: LA IMPOSIBLE INTEGRACIÓN

La nación moderna, en un sentido liberal, está formada por ciudada-


nos, no sólo iguales ante la ley, sino con las mismas obligaciones y dere-
chos. Sin embargo, la inserción del individuo en la ciudadanía también
implica una transformación más íntima, se requiere ser virtuoso. Lo que
diferencia a un súbdito de un ciudadano es que el primero está sujeto a la
voluntad de otro, es sumiso, mientras que el ciudadano es libre y lucha
por conservar su libertad e independencia, de ser necesario (y como que-
ría Maquiavelo) con las armas en la mano. Hardy nunca lo dice, pero los
yaquis eran una especie de ciudadanos, no mexicanos sino de su propia
nación. Estudios más recientes han corroborado esto. Edward Spicer ha
definido a estos indios como un ‘‘pueblo resistente’’ a los embates de la
formación del Estado nacional moderno.
¿Qué ocurría cuando estas naciones se diluían en la sociedad mexica-
na? Una de las grandes ventajas de la narración de Hardy es que conoció
no únicamente a las bravas tribus norteñas, sino a los más apacibles in-
dios del centro de México, por donde pasó en su camino de ida y vuelta.
Su primera opinión es demoledora. Los indios del Estado de México no le
parecieron más inteligentes que una mula,49 y seres con tales característi-
cas difícilmente podían ser ciudadanos de una nación. Se le mostraron
apáticos, capaces de dejarse atropellar en vez de desviar su camino, y tan
idólatras como en tiempos de ‘‘los montezumas’’, con la diferencia de que
ahora sus ritos los practicaban con ídolos católicos. Para nuestro autor no
47 Cfr. ibidem, p. 371.
48 Cfr. ibidem, p. 365.
49 La siguiente descripción está tomada de las páginas 526 y 527 de la obra de Hardy.
94 ALFREDO ÁVILA

había dudas acerca del origen de aquella situación: los trescientos años de
coloniaje español. Podía admitir que los indios formaban una de las cla-
ses más activas de la sociedad, pues suministraban alimentos, realizaban
las labores manuales y los trabajos más pesados y hasta admiró sus traba-
jos de cestería y alfarería, pero nada de esto los salvaba. Recordemos que
los seris de Pitic tampoco salieron bien librados. Tayloe, de quien ya he-
mos hablado, no creía que las comunidades indígenas fueran algo más
que villas miserables,50 y esto no sólo se debía a su pobreza. Poinsett lle-
gó a admirar a los empobrecidos pero emprendedores rancheros mexica-
nos, seguramente todavía imbuido por los ideales norteamericanos que
veían en los granjeros el fundamento de una República libre, honesta y
virtuosa, pero no podía decir lo mismo de los indios, pues aunque ‘‘labo-
riosos, pacientes y sumisos, eran lamentablemente ignorantes’’.51
La integración de los indígenas resultaba no sólo difícil sino indesea-
ble, ya que una vez lograda corrompía, enviciaba las nobles y viriles al-
mas de aquellos hombres que vivían en estado natural. Nuevamente nos
viene a la memoria Rousseau y no es casual. No porque nuestro autor si-
guiera las enseñanzas del precursor del romanticismo europeo, sino por-
que la situación que pudo apreciar en el norte de México se prestaba para
tal interpretación. Los yaquis y los seris libres eran virtuosos, valientes y
laboriosos, mientras que los indios de Pitic y los del centro de México
eran viciosos, cobardes y sumisos. Inclusive los ‘‘asquerosos’’ axüas pu-
dieron salir bien librados. Eran pobres, pero procuraban lo mejor para sus
descendientes al entregarlos a las familias caritativas de Sonora, conse-
guían su propia comida y, si su aspecto era tan monstruoso (como tantas
veces insistió), se debía a las características de la región donde vivían.
Para concluir, permítasenos insistir en que la peculiar visión anglosa-
jona de Hardy sobre los indios se debía no sólo a sus prejuicios sobre las
antiguas colonias españolas sino también a las ideas que en esa época se
tenían acerca de la participación de los ciudadanos en la construcción de
la nación y las características que éstos debían poseer. La terrible parado-
ja que los viajeros anglosajones pero especialmente Hardy vieron en los
indios es que mantenían sus virtudes si permanecían como naciones inde-
pendientes, pero al integrarse en la nación mexicana las perdían.

50 Cfr. Tayloe, E. T., Mexico, p. 130.


51 J. R. Poinsett al secretario de estado de los Estados Unidos, Martin van Buren, México, 1 de
marzo de 1829, en Documentos de la Relación entre México y los Estados Unidos, pp. 385-400. La
cita textual en la p. 387.
CAPÍTULO CUARTO

LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO


EN LA OBRA DE EDUARD MÜHLENPFORDT

José Enrique COVARRUBIAS*

SUMARIO: I. Un alemán en Oaxaca. II. Las circunstancias del


México de Mühlenpfordt. III. La población indígena de México
desde el prisma analítico de Mühlenpfordt.

I. UN ALEMÁN EN OAXACA
En contraste con otros extranjeros que escribieron sobre México en el si-
glo XIX, es poco lo que sabemos de Eduard Mühlenpfordt, el autor del
Ensayo de una fiel descripción de la República de México, referido espe-
cialmente a su geografía, etnografía y estadística (2 vols., Hannover, C.
F. Kius, 1844),1 una de las obras más notables y desconocidas dentro del
género. A este respecto es necesario decir que la principal fuente de infor-
mación sobre su persona y sus actividades sigue siendo el escrito mencio-
nado, del que he tomado casi todos los datos de este breve apartado bio-
gráfico. El lector no tardará en reconocer lo injusta que ha sido la historia
con Mühlenpfordt, dada la ignorancia que aún prevalece en el público
mexicano respecto al esfuerzo y el entusiasmo mostrados por este alemán
al estudiar los diversos aspectos de nuestro país.
Comencemos por los datos más elementales que pueden proporcio-
narse sobre la presencia y las circunstancias de Mühlenpfordt en México.
Por su propia afirmación sabemos que fue en la primavera de 18272 cuan-
* Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1 El título en su lengua original, el alemán, es Versuch einer getreuen Schilderung der Repu-
blik Mejico, besonders in Beziehung auf Geographie, Etnographie und Statistik. Quien esto escribe
tuvo la oportunidad de realizar la traducción al español de este escrito, publicado en México en dos
volúmenes por el Banco de México, en 1993. Ésta es la primera edición de la obra completa en espa-
ñol, de la que antes sólo se habían traducido fragmentos en ediciones aisladas.
2 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 265.

95
96 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

do este extranjero inició su estancia en México, finalizada en 1834,3 por-


que circunstancias imprevistas parecen haberlo obligado a dejar abrupta-
mente el país. Mühlenpfordt fue uno más de esos científicos y especialis-
tas alemanes contratados por las compañías de minas inglesas para
trabajar en la explotación de los minerales mexicanos poco después de la
Independencia.4 En su caso se trató de la Mexican Company, sociedad
que explotaba yacimientos en Oaxaca, concretamente en las partes aleda-
ñas a Yavesía, Nuestra Señora del Socorro y Santa Ana.5 La principal po-
blación cercana a la zona era Ixtlán.
Ahora bien, ¿por qué este alemán decidió embarcarse hacia México?
Esto constituye aún un misterio. De su vida anterior sólo sabemos, por
indagaciones de Ferdinand Anders,6 que Mühlenpfordt nació en Claus-
thal, en el estado de Hannover,7 y que en 1819 estaba matriculado como
estudiante de matemáticas en la universidad de Gotinga, foco cultural im-
portante del norte de Alemania. Cabe pensar que Eduard fue uno de esos
jóvenes inconformes con la política conservadora prevaleciente en la
Confederación Germánica, conducida entonces por el príncipe de Metter-
nich, por lo que no se podría descartar su participación en las asociacio-
nes estudiantiles que opusieron resistencia a dicha política, las llamadas
Burschenschaften.8 El ideario liberal y progresista plasmado en su Ensa-
yo, así como su disposición a tener parte en la escena pública mexicana
mediante la ocupación de un cargo administrativo en Oaxaca (que se es-

3 Cfr. ibidem, vol. II, p. 156.


4 Kruse, Hans, Deutsche Briefe aus México, mit einer Geschichte des Deutsch-Amerikanischen
Bergwerksvereins, 1824-1838. Ein Beitrag zur Geschichte des Deutschtums im Auslande, Essen, Ver-
lagshandlung von G. D. Baedeker, 1923, sobre todo en su extensa parte introductoria, y Mentz de
Boege, Brígida M. von, ‘‘Tecnología minera alemana en México durante la primera mitad del siglo
XIX’’, Estudios de historia moderna y contemporánea de México, 1980, vol. VIII, pp. 85-95, darán al
lector una idea del perfil de los técnicos alemanes de la época en los asuntos de minas. Como podrá
constatarse en la lectura de esta bibliografía, durante los años de estancia de Mühlenpfordt en México
ocurrió un auge notable de la inversión extranjera en la minería mexicana.
5 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 215.
6 Editor de una publicación facsimilar relativamente reciente del Ensayo en alemán (Graz,
Akademische Drucks-und Verlagsanstalt, 1969), en su introducción.
7 El lector recordará que por entonces Alemania estaba dividida en una multitud de estados,
que componían la Dieta o Confederación Germánica. Hannover se distinguía por sus vínculos dinásti-
cos con Inglaterra.
8 Y de hecho, esto lo han sugerido Juan A. Ortega y Medina y Jesús Monjarás Ruiz en su
edición de unos planos y dibujos de los palacios zapotecos realizados por Mühlenpfordt durante su estan-
cia en México: cfr. Los palacios de los zapotecos en Mitla, México, UNAM, Instituto de Investiga-
ciones Históricas, 1984, p. VII. Los editores también brindan información sobre la historia de los
planos y dibujos en cuestión.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 97

pecificará a continuación), hablan en favor de esta hipótesis. La que sí


puede ser tomada como información segura es su familiaridad con la acti-
vidad minera desde tiempo atrás, ya que, como Anders ha mostrado, su pa-
dre había sido director de máquinas del departamento de minas de su po-
blación de origen.9
Sea cual fuese su vida anterior, lo más probable es que Eduard llegara
a México contratado ya por la compañía británica a la que iba a prestar
sus servicios en Oaxaca.10 En la gran plana del Ensayo, Mühlenpfordt se
presenta como ‘‘director del departamento de obras de la Mexican Com-
pany y posteriormente director de caminos del estado de Oaxaca’’. Hasta
cuándo duró su primer desempeño y desde qué momento comenzó a ejer-
cer el segundo, no es fácil saberlo. Cabe la hipótesis de que el hombre de
minas de Hannover haya emprendido su nueva labor a comienzos de 1833,
según lo que refiere en su Ensayo. Mühlenpfordt nos informa de los ante-
cedentes y del origen del proyecto caminero en cuestión. Un grupo de ex-
pertos alemanes había trazado en 1831 los planos de una carretera que
comunicaría la ciudad de Oaxaca con la costa del Golfo.11 Más allá del
beneficio que el proyecto iba a reportar a la capital oaxaqueña, dado el in-
cremento de su comercio con el exterior, la carretera debía posibilitar el
intercambio mercantil entre Europa y la costa occidental de Centroaméri-
ca. Sin embargo, el plan no se verificó y esto por causa de la poca dispo-
sición al riesgo de parte de los posibles inversionistas mexicanos. El go-
bierno del estado de Oaxaca decidió entonces llevar a efecto un proyecto
similar, aunque esta vez para construir una carretera que uniera la capital
oaxaqueña con Tehuacán de las Granadas (Puebla) y entroncara así con la
ruta al puerto de Veracruz. Fue durante el período del gobernador Ramón
Ramírez de Aguilar cuando Mühlenpfordt y Francisco Heredia (jefe de
obras) pasaron a integrar el directorio encargado de la construcción de esta
vía, iniciada en junio de 1833.

9 La región del entorno de Clausthal, el Oberharz, fue asiento entre los siglos XVI y XVIII de
una intensa explotación de plata. La información de Anders, en la introducción citada.
10 Otro alemán al servicio de la Mexican Company, Eduard Harkort, vino contratado desde Ale-
mania a cumplir sus tareas. Sobre la historia y los escritos de Harkort, véase Brister, Louis E., In
Mexican Prisions. The Journal of Eduard Harkort, 1828-1834, Austin, Texas A & M University
Press, 1986 (en p. 11 afirma Brister que la Mexican Company contrataba personal desde Alemania).
11 Véase Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, pp. 154-155. El camino proyectado por estos
alemanes comenzaría en Oaxaca y terminaría en Alvarado (Veracruz), por lo que quizá se pretendía
la revitalización de la actividad mercantil por este puerto, en decadencia desde que Veracruz había
recuperado su importancia hacia 1826. También puede ser, desde luego, que se pensara trasladar la
mercancía de Alvarado a Veracruz, y viceversa, sin tener la intención de vivificar el primer puerto.
98 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

El proyecto caminero no tardó en verse interrumpido poco después de


su inicio por causa de la asonada de los generales Arista y Durán, secun-
dada en Oaxaca por el general Vicente Canalizo. Mühlenpfordt hace ver
que por causa de esa revuelta el plan se vino abajo y que eso mismo pare-
ce haber determinado su salida de México.12 Como la revolución de Aris-
ta y Durán estaba ya vencida hacia octubre de 183313 y el alemán afirma
haber salido de México en 1834, cabe pensar que viajara por varias partes
del país durante los meses intermedios, entre otros motivos con el fin de
recopilar información para el gran escrito que proyectaba sobre México,
muy ajustado al modelo del Ensayo de Humboldt sobre la Nueva Espa-
ña.14 No puede descartarse que Mühlenpfordt se haya sentido en peligro
por haber ocupado un cargo en el estado de Oaxaca, pues no faltan los
testimonios de que en esos años se generalizaba una reacción contra los ex-
tranjeros involucrados en los asuntos públicos de México. Así, por ejem-
plo, el famoso pintor y viajero Johann Moritz Rugendas tuvo que salir del
país también en 1834 por esas razones, y no fue distinta la situación de
Eduard Harkort, otro alemán contratado por la Mexican Company al que
Mühlenpfordt se refiere como ‘‘mi amigo’’ en su Ensayo.15 Activo prime-
ramente como ayudante militar del general Santa Anna en el levanta-
miento de éste contra el gobierno de Anastasio Bustamante en 1832, Har-
kort acabó por enemistarse con su jefe y unirse a los independentistas
texanos en su lucha contra el gobierno de México unos cuantos años des-
pués.16 Nada impide suponer que su participación abierta en un proyecto

12 Véase supra: nota 3.


13 Cfr. Sordo Cedeño, Reynaldo, El Congreso en la primera República centralista, México, El
Colegio de México-Instituto Tecnológico Autónomo de México, 1993, p. 39.
14 Aunque es claro que ya en Oaxaca había reunido Mühlenpfordt muchos apuntes y coleccio-
nes para ese mismo fin. La recopilación de información sobre la República mexicana fue continuada
por él de manera epistolar durante los diez años que transcurrieron entre su salida de este país y la
publicación de su Ensayo en 1844. Que el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España de
Humboldt le sirvió de modelo lo declara él mismo en su prólogo al primer volumen de la obra.
15 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 137. Mühlenpfordt se benefició de medicio-
nes barométricas realizadas por Harkort, como revelan las continuas referencias a las mismas a partir
del pasaje citado. En cuanto a la salida de Rugendas, puede verse el catálogo de la exposición de su
obra pictórica en México, organizada por el Preussischer Kulturbesitz, en Berlín, en 1984 y 1985: Johann
Moritz Rugendas in Mexiko. Malerische Reise in den Jahren 1831-1834, Berlin, Druckerei Hellmich KG,
1984, p. 19. Rugendas se vio precisado por la autoridad a abandonar el país tras haber facilitado la fuga
del general Morán y de Miguel de Santa María, ambos enemigos políticos de Santa Anna.
16 Como se ha dicho ya, en el libro de Brister (véase supra: nota 10) se incluyen la historia y las
epístolas de Harkort, aparecidas ya antes en Alemania bajo el título de Aus mexikanischen Gefängnis-
sen, Leipzig, C. B. Lorck, 1858. La lectura de estas cartas revela, por cierto, que Rugendas también
fue amigo de Harkort.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 99

público, así como su amistad con un personaje tan conflictivo como Har-
kort, pusieran a Mühlenpfordt en un verdadero apremio por abandonar el
país, aunque sólo fuera por miedo a las posibles represalias.
Pero independientemente de los motivos concretos de su partida, el
hecho es que el hannoveriano se dirigió de México a Estados Unidos
(Cincinnati),17 acaso como una estación intermedia en su retorno al país
natal. Ya de regreso en éste, aún tardaría diez años en editar su Ensayo
sobre México, publicación que se vio precedida por la de otros dos traba-
jos identificados ya por Anders en sus investigaciones sobre el persona-
je.18 Además de su amplio escrito, otro testimonio dejado por Mühlenp-
fordt de su estancia en México fue un ejemplar disecado de pez aguja o
agujón que entregó al museo de Gotinga y que probablemente todavía se
conserva ahí.19 Fuera de los datos mencionados, no se disponen hasta
ahora de otras referencias sobre la vida y obra de Eduard Mühlenpfordt.

II. LAS CIRCUNSTANCIAS DEL MÉXICO DE MÜHLENPFORDT

Aunque escasas, las informaciones biográficas expuestas bastan para


permitir deducir algunos de los hechos y circunstancias principales que
debieron de impresionar a este alemán durante su estancia en México. En
primer lugar es de recalcar su residencia en una zona rural y muy marca-
da por la cultura indígena. Si se toma en cuenta tal situación, nada tiene
de sorprendente que el Ensayo de Mühlenpfordt sea una de las obras ex-
tranjeras que más espacio y simpatía dedican a la población indígena de
México, además de transmitir un sólido conocimiento del perfil laboral
de ésta. Ahora bien, como en el apartado siguiente mencionaré aspectos
básicos de su percepción de México, por lo pronto procede referir las cir-
17 Así lo dice en Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 122-123, donde menciona haber
llevado café tostado y molido en Córdoba (Veracruz) a Cincinatti, tras haber llegado a Estados Uni-
dos por mar. En otro pasaje refiere que durante una estancia en ese país vecino (muy probablemente
la misma) sufrió el robo de una gran parte de sus colecciones y noticias recabadas en México: cfr.
ibidem vol. II, p. 161.
18 Anfangsgründe der Perspektive (Clausthal, Schweiger, 1837), que es un manual de perspecti-
va, y Cyclus der schönsten und interessantesten Harzansichten in Stahlstichen nach Originalzei-
chnungen von W. Saxesen. Mit Erläuterungen von Eduard Mühlenpfordt, 1-3, cuaderno (Clausthal,
1844), un ciclo de litografías de la región del Harz según dibujos de W. Saxesen. Aunque Mühlenp-
fordt tenía en mente publicar los planos del palacio de Mitla mencionados en la nota 8, según afirma
en Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. II, p. 215, no existe prueba alguna de que este deseo se haya
verificado. La citada edición reciente de los mismos está basada en un manuscrito y dibujos dejados
por él en México.
19 En Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 188, menciona este hecho.
100 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

cunstancias históricas en que se enmarcaron sus andanzas mexicanas y


sus opiniones sobre el país en general.
Dado que las viviencias de Mühlenpfordt en México transcurrieron
entre 1827 y 1834, debemos preguntarnos por los hechos históricos más
relevantes de ese lapso, sobre todo en Oaxaca, pues no es de descartar
que hayan determinado su visión de ciertos asuntos. Y bien, lo más signi-
ficativo del período es, desde luego, el encarnizamiento de las pugnas
facciosas y la creciente debilidad del régimen federal implantado en
1824. El propio Mühlenpfordt deja constancia de esto al presentarnos un
resumen histórico que, para los años en cuestión, no es más que una enu-
meración de asonadas y derrocamientos.20 Pero más allá de los meros
acontecimientos, son ciertas problemáticas históricas las que hay que
considerar cuando se trata de un observador empeñado en presentar una
imagen coherente y articulada del país,21 comparable a la de Humboldt en
su Ensayo. Definamos las problemáticas que vienen al caso con Müh-
lenpfordt, a partir de ciertos hechos históricos descollantes.
Si revisamos la historia de Oaxaca durante los años en cuestión
(1827-1834), tres cuestiones se revelan de inmediato como de gran im-
portancia. La primera es la muerte de Vicente Guerrero, resultado de una
celada ocurrida en enero de 1831 frente a las costas de Acapulco.22 El
antiguo insurgente fue conducido a la capital oaxaqueña y ejecutado ahí
el 14 de febrero de 1831. Este hecho conmocionó a la opinión pública en
general y dio lugar incluso a un proceso posterior contra los ministros del
gobierno en turno, el del vicepresidente Anastasio Bustamante, a quienes
se acusó de la ejecución del general. Pues bien, ese gobernador Ramírez
de Aguilar mencionado por Mühlenpfordt, aquél con el que colaboró para
la construcción del camino entre Oaxaca y Tehuacán, fue el mandatario
encargado de verificar las ceremonias de desagravio al expresidente ase-
sinado, algo que tuvo lugar a finales de abril y comienzos de mayo de
1833. Esto se realizó en virtud de un decreto del Congreso local, cuando
el gobierno general era conducido por el liberal reformista Valentín Gó-

20 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 375-385. Un poco después, al tratar de la Iglesia en México (cfr.
ibidem, vol. I, pp. 408-412), menciona los hechos que han marcado la situación de las relaciones de
esta institución con el Estado.
21 De hecho, en su prólogo al primer volumen afirma Mülenpfordt su intención de ofrecer una
obra de carácter marcadamente integral, como sólo Humboldt lo había hecho con anterioridad.
22 Los hechos y el contexto de la aprehensión y fusilamiento de Guerrero, en Costeloe, Michael
P., La primera república federal de México (1824-1835), México, Fondo de Cultura Económica,
1983, pp. 271-273.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 101

mez Farías.23 Aunque Mühlenpfordt no se detiene en su Ensayo a explicar


con detalle las circunstancias de la ejecución de Guerrero, ni menciona
siquiera el posterior desagravio en Oaxaca, innegable es que todo esto de-
bió de ejercer un fuerte impacto en su visión del país. En el pasaje citado
del historiador Iturribarría, éste apunta que las circunstancias del desagra-
vio a Guerrero evidenciaron el disgusto del clero por ese gesto, en el que
se le había forzado a participar, y esto revela que en esa entidad del sur estos
hechos agudizaban la tensión ya existente en las relaciones entre la Iglesia y
el Estado, en concreto entre quienes querían un sometimiento irrestricto del
clero a la autoridad civil y quienes se oponían a la permanencia de las viejas
potestades del gobierno sobre la Iglesia.24 Al tratar de la opinión de Müh-
lenpfordt sobre el clero y las prácticas católicas en México, se entenderá por
qué su Ensayo, en el capítulo sobre el Estado y la Iglesia (en el volumen I),
refleja una clara toma de posición en favor de los primeros.
Otra problemática básica que por entonces se perfilaba como decisi-
va, sin que Oaxaca quedara al margen, era la creciente insubordinación
del personal militar contra la autoridad civil. Hemos visto de qué manera
la insurrección de Canalizo significó una interferencia fundamental en los
planes de Mühlenpfordt. La conciencia de esta situación también ha que-
dado plasmada en el Ensayo, principalmente cuando su autor afirma que
las ambiciones de los militares se contaron entre las causas más relevan-
tes del desprestigio y la caída del régimen federal en México.25
Una tercera cuestión que hay que señalar como determinante de la
visión de Mühlenpfordt respecto a la situación histórica de México es el
desajuste que constataba entre la generalizada aspiración a establecer un
nuevo tipo de orden civil, más digno que el colonial, y el pobre estado de
la infraestructura material existente, tan destruida durante la guerra de In-
dependencia.26 Su interés en el proyecto carretero de Oaxaca muestra elo-

23 Sobre todo esto, véase Iturribarría, José Fernando, Historia de Oaxaca, 1821-1854, Oaxaca,
Ramírez Belmar Impresor, 1935, pp. 184-187.
24 Fue sobre todo la ley del 17 de diciembre de 1833, emitida durante la administración de
Gómez Farías, la que causó un gran malestar en el clero oaxaqueño. Disponía que la autoridad civil
podría realizar la provisión de los curatos, con lo que el gobierno asumía prácticamente las atribucio-
nes del antiguo patronato regio español: cfr. ibidem, p. 202, y Ferrer Muñoz, Manuel, La formación
de un Estado nacional en México (El Imperio y la República federal: 1821-1835), México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp. 305-308.
25 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 375.
26 Cfr. ibidem, vol. I, p. 198, donde afirma que el paisaje de muchas regiones está marcado por
las numerosas rancherías y poblaciones rurales arruinadas, y alude además a la gran cantidad de cons-
trucciones destruidas o decadentes que se ven en las ciudades.
102 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

cuentemente la conciencia que tuvo sobre esto y sobre la necesidad de


que se proporcionara a los mexicanos el auxilio de extranjeros con forma-
ción técnica y científica. Si en algo pone constantemente su atención este
descriptor del país y su gente, es en la presencia o ausencia de institucio-
nes difusoras de los conocimientos útiles y de cultura científica en la ca-
pital y los estados. A este respecto, la historia de Oaxaca en las fechas en
las que Mühlenpfordt abandonaba México se torna también muy ilustrati-
va, pues fue precisamente a comienzos de 1834 cuando uno de los miem-
bros jóvenes de la Legislatura estatal, Benito Juárez, obtuvo el título de
abogado en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca.27 Poco antes, por
cierto, Juárez había destacado como uno de los diputados más insistentes
en que se efectuara la ceremonia de desagravio a Guerrero.

III. LA POBLACIÓN INDÍGENA DE MÉXICO DESDE EL PRISMA


ANALÍTICO DE MÜHLENPFORDT

El Ensayo de una fiel descripción de la República de México de


Mühlenpfordt destaca frente al grueso de la producción extranjera de esos
mismos años por la detallada atención prestada en él a las cuestiones indí-
genas. La obra consta de dos volúmenes y en ambos encontramos refe-
rencias constantes a este sector de la población mexicana. El primero in-
cluye una panorámica general del país, con abordaje tanto de los aspectos
geográficos como de los políticos, económicos y de costumbres. El capí-
tulo quinto de este volumen, dedicado a las costumbres, las clases, el ca-
rácter, la indumentaria y las enfermedades de la población mexicana,
ofrece una rica y bien articulada información sobre los indios. Los capítu-
los segundo y tercero, relativos a las producciones vegetales y animales
del país, respectivamente, brindan también observaciones valiosas sobre
las aportaciones indígenas en esos campos. En cuanto al segundo volu-
men del Ensayo, integrado por descripciones de todos los estados y terri-
torios de la República,28 tampoco faltan informaciones sobre la población
indígena de las entidades. La descripción de Oaxaca, por ejemplo, incluye
datos detallados sobre la distribución de las etnias, su cultura material, su
carácter y a veces incluso sobre sus características físicas. Las descripcio-
nes de las regiones del norte, sobre todo de los territorios de la Alta y
27 Cfr. Iturribarría, José Fernando, Historia de Oaxaca, p. 202.
28 Descripciones que suelen comprender los aspectos estadísticos, geográficos, etnográficos,
económicos, culturales, históricos, financieros e incluso arqueológicos de las entidades.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 103

Baja California, así como de Nuevo México, incluyen referencias de inte-


rés sobre la población nativa. Preciso es decir, sin embargo, que el trata-
miento de la población indígena en el segundo volumen es por lo general
más disperso e irregular que en el primero, pues suele quedarse en lo etno-
gráfico y lo geográfico. No hay ahí nada comparable al abordaje sistemá-
tico de la situación social y las costumbres que distingue al capítulo quin-
to del primer volumen. Lo anteriormente dicho me permite afirmar que el
Ensayo de Mühlenpfordt contiene una información rica y sistemática que
abarca tanto a los indios sedentarios como a los nómadas o seminómadas,
si bien respecto a este segundo grupo el autor no ha contado con el bene-
ficio de la observación directa y constante.29
Por las razones aducidas, en el presente apartado abordaré fundamen-
talmente la visión de Mühlenpfordt de los indios sedentarios, aquéllos
con los que convivió durante su estancia en Oaxaca y quizás en otras par-
tes del país. Antes de hacerlo, sin embargo, menciono algunas caracterís-
ticas generales del Ensayo.
Si bien el subtítulo del Ensayo de Mühlenpfordt delata ante todo el
deseo de practicar un estudio sistemático de la geografía, etnografía y es-
tadística de México, resulta incontrovertible que este escrito destaca
igualmente por otras tres cualidades. La primera reside en el gran análisis
social desplegado, manifiesto en esa detallada y razonada elucidación de
costumbres por grupos sociales que incluye el primer volumen, algo que
viene a formar la parte medular y aglutinante del capítulo en cuestión.30
La segunda es el continuo recurso a la información histórica, que se con-
vierte así en un apoyo constante que enriquece en mucho la explicación
de las circunstancias referidas. Análisis social y recurso a la historia ter-

29 Y basta leer sus descripciones de las entidades del norte para notar un conocimiento más
libresco que personal de las mismas. En cuanto a la población indígena sedentaria hay que reconocer
que no faltan apoyos bibliográficos, tanto de viajeros previos (Humboldt, Ward, Bullock) como de
venerables fuentes históricas (las obras de Burgoa, Acosta, Gómara, etcétera). El lector no tardará en
percibir, sin embargo, que lo más peculiar y concluyente de los comentarios de Mühlenpfordt sobre la
población indígena procede de su experiencia y observación personales, algo muy comprensible si
consideramos que su permanencia en México llegó a los siete años.
30 En Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 199, señala Mühlenpfordt la existencia de seis
tipos étnicos diferentes en México (blancos, mestizos, mulatos, indios, zambos y negros) que en la
subsecuente descripción de costumbres se reducirían prácticamente a tres grandes grupos (blancos,
mestizos e indios), junto con algunas alusiones a la población negroide. En mi libro Visión extranjera
de México, 1840-1867. I. El estudio de las costumbres y de la situación social, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998,
pp. 21-54, recalco la capacidad analítica de Mühlenpfordt dentro de una serie de obras publicadas por
extranjeros residentes en México durante los años señalados.
104 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

minan por ser indisociables en Mühlenpfordt, como pronto se comproba-


rá. La tercera radica en la gran atención concedida a la participación de
los diferentes grupos sociales en las actividades productivas de México.
La proyección de la estructura social en la distribución de las tareas eco-
nómicas es una de las cuestiones más cuidadosamente tratadas en el En-
sayo. Empecemos la reseña por este último aspecto.
Para Mühlenpfordt, el indígena es el mexicano que con sus fatigas
sustenta al conjunto de los habitantes del país, y esto por cierto desde los
años coloniales. Descontento de vivir en las cercanías de las poblaciones
de los blancos, el ‘‘campesino cobrizo’’ (expresión muy común en su es-
crito) ha preferido establecerse en las zonas montañosas y lejanas, lo que
ha significado una participación importante de él en el desenvolvimiento
agrícola del país y el poblamiento de las partes serranas. En sus labores, los
indios se mantienen apegados a las técnicas y herramientas antiguas, ésas
que tenían al momento de venir los españoles o que éstos introdujeron:

Den seit 1824 eingewanderten Ausländern gelang es bisher nur schwer


und ausnahmsweise, die Indier an den Gebrauch besser eingerichteter Ge-
rähte zu gewöhnen. Der Pflug hat hier noch ganz die Einrichtung , welche
er bei den ältesten ackerbauenden Völkern der alten Welt vor vielen Jahrhun-
derten hatte, und wie man ihn noch jetzt bei einigen asiatischen Völkern
antrifft. Er ist ohne Räder und wird von Ochsen gezogen.31

También en la cría de la cochinilla32 se hace patente esa inercia que


caracteriza al indio en cuanto a su actividad productiva, ese aferramiento
a los métodos tradicionales.
Pero no es sólo en la agricultura donde los indígenas despliegan su
capacidad productiva. También están presentes en la cría de animales y
trabajan como jornaleros en las haciendas y ciudades, además de comer-
ciar con los frutos del campo y productos artesanales.33
Asimismo son ellos quienes ejecutan los trabajos duros de las minas,
en los que despliegan un esfuerzo notable, por no mencionar su desempe-

31 ‘‘Hasta ahora sólo con dificultad y de manera excepcional han conseguido los extranjeros
llegados desde 1824 que los indios se acostumbren al uso de mejores herramientas. El arado conserva
aún la forma de los que hace muchos siglos usaban los más antiguos pueblos cultivadores del Viejo
Mundo y que todavía se ven entre algunos pueblos asiáticos. No tiene ruedas y es tirado por bueyes’’:
Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 84.
32 Cfr. ibidem, vol. I, p.143.
33 Cfr. ibidem, vol. I, p. 239.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 105

ño como caleros, ladrilleros, carboneros, albañiles, carpinteros, alfareros,


leñadores y fabricantes de tejas.34 Si bien Mühlenpfordt percibe una cierta
correspondencia entre el carácter paciente del indio y su comportamiento
en el trabajo, patente en el párrafo citado, ello no implica que ignore las
circunstancias históricas que explican el hecho de que las tareas duras ha-
yan venido a recaer tan exclusivamente sobre sus hombros. En su expli-
cación del punto constatamos otra vez su capacidad de ver la proyección
de lo social en lo económico, con apoyo ahora en la perspectiva histórica:

Waren nicht die kupferfarbenen Indigenen während der drei letzten Jahrhun-
derte immer und allenthalben die Arbeiter, die Diener, ja die Lastthiere
der hochmütigen weissen Eindringlinge? Waren es nicht ihre Kräfte, ihre
Thätigkeit, die der spanischen Regierung und den Hunderten und aber
Hunderten spanischer Abenteuer, welche pour chercher leur fortune in
Scharen nach Mejico zogen, jene Reichtümer erwerben halfen, welche die
Welt in Erstaunen setzten, und in deren Folge Leute der niedrigsten Classe
zu Rang und Titel von Baronen und Grafen gelangten?- Und welche rie-
senhaften Bauten,welche bewundernswerthen Kunstwerke haben sie vor
der Zeit der spanischen Invasion ausgeführt!35

Pero el confinamiento de la población indígena a las tareas producti-


vas constituye sólo una de las realidades del pasado a las que el alemán se
remite para entender la condición actual de ese sector. Abordemos ahora
aspectos más estrictamente sociales y recordemos que el régimen colonial
implicó el encasillamiento del indio como un menor de edad siempre ne-
cesitado de la tutoría de ‘‘la gente de razón’’. Atiéndase a las siguientes
palabras del Ensayo:

In einer Zeit, wo man sich alles Ernstes darüber stritt, ob die Indier den
vernünftigen Wesen beizuzählen seien, glaubte man ihnen noch eine Wohl-

34 Y en el territorio de Nuevo México (cfr. ibidem, vol. II, pp. 530-531), los indios son los
únicos que realizan obra de industria y artesanía (cobijas, vajillas, enseres domésticos, objetos de
cuero, etcétera), mientras los blancos se dedican principalmente a la agricultura, ganadería y caza.
35 ‘‘¿No fueron los naturales cobrizos los sempiternos trabajadores, sirvientes y hasta las bestias
de carga de los arrogantes invasores blancos a lo largo de los tres últimos siglos? ¿No facilitaron con
su fuerza y actividad al gobierno de España y a los cientos de aventureros, pero cientos en verdad,
que de ese país llegaron copiosamente a México pour chercher leur fortune [a hacer fortuna], la ob-
tención de esas riquezas que asombraron al mundo y gracias a las cuales gente de la más ínfima
extracción pudo obtener el rango y título de barón y conde? Además, ¡qué grandiosas las cons-
trucciones y qué admirables las obras de arte que realizaron antes de la Conquista!’’: ibidem, vol. I,
pp. 238-239.
106 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

tat zu erweisen, wenn man sie für immer unter die Vormundschaft der
Weissen stellte. Während einer Reihe von Jahren waren die Indier, deren
Freiheit die Königin Isabelle vergeblich ausgesprochen hatte, Sclaven der
Weissen, welche sie sich ohne Unterschied zueigneten, und häufig darob in
Streit geriethen. Diesem vorzubeugen, und, wie er wähnte, den Indiern
Beschützer zu geben, führte der Hof von Madrid die sogenannten Enco-
miendas ein.36

Varios son los pasajes en que Mühlenpfordt hace ver que la nivela-
ción legal y política proclamada por la Constitución de 1824 no ha signi-
ficado un cambio decisivo en esto, pues aún se echa de menos el respeto
efectivo a los legítimos derechos del indio.37 Precisamente muy al co-
mienzo de su amplio capítulo sobre los tipos sociales y las costumbres en
México, el hannoveriano señala que los blancos tratan todavía a los in-
dios como a seres inferiores, pues saben que pueden hostigarlos y despre-
ciarlos en forma impune.38 Pero es de destacarse que, aunque muy intere-
sado en la cuestión de las relaciones productivas entre los grupos
sociales, Mühlenpfordt no exagera el aspecto económico para erigirlo en
la causa fundamental de la explicación histórica. Así, aunque la opresión
colonial más visible y constante de los indios haya sido de signo econó-
mico, como lo demuestra ese alto nivel de vida conseguido por españoles
y criollos a costa de ellos, su sojuzgamiento también se explica por las
formas de organización política y administrativa. No solamente cultivó la
metrópoli un régimen de separación entre los asentamientos de indios y
los demás pobladores de la Nueva España, entronizando la desigualdad
de unos y otros, sino que en un momento dado no vaciló en privar a las
comunidades indígenas de sus ingresos, sin establecer siquiera una nor-
matividad clara que fijara el destino de esos dineros.39

36 ‘‘En una época en que se discutía con toda seriedad si al indio se le debía contar entre los
seres racionales, se creyó que con someterlos a la eterna tutela de los blancos se les hacía incluso un
beneficio. Los indios, cuya libertad vanamente había proclamado la reina Isabel, quedaron así durante
largos años como esclavos de los blancos, quienes los tomaron indistintamente en propiedad e incu-
rrieron constantemente en pleitos por esta razón. Para evitar dichos pleitos y, según se decía, dar
protectores a los indios, la corte de Madrid introdujo las llamadas encomiendas’’: ibidem, vol. I, pp.
232-233.
37 Por ejemplo, cfr. ibidem, vol. I, pp. 226 y 243.
38 Cfr. ibidem, vol. I, p. 204.
39 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 233-235. Si bien hay que decir que Mühlenpfordt ve en la introduc-
ción del régimen de intendencias bajo Carlos III una cierta disminución de la opresión ejercida duran-
te siglos por los funcionarios intermedios. En el pasaje citado reconoce los esfuerzos del ministro de
Indias José de Gálvez en este sentido.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 107

Pasemos ahora al detallado cuadro de costumbres contenido en el


Ensayo, campo en el que su descripción resulta de lo más completa y arti-
culada.
Como en la generalidad de los escritos de inmigrantes y viajeros de-
cimonónicos, la cuestión del carácter de los pobladores descritos recibe la
atención privilegiada de Mühlenpfordt. Bueno será recordar aquí que la cu-
riosidad de todos estos autores por el tema no se explica por el mero pro-
pósito de hacer un diagnóstico moral de los individuos, grupos o pueblos
retratados. El auge de la ‘‘cuestión social’’ es una de las características
centrales de la época, y uno de los rasgos más notables del Ensayo de
Mühlenpfordt reside precisamente en llevar el análisis de las costumbres
a un desentrañamiento que puede ser calificado ya de sociológico. Su
identificación sistemática de tales y cuales hábitos con este o aquel otro
grupo social, así como su definición de ciertos rasgos del carácter como
los más característicos de tal o cual grupo, suscitan progresivamente en el
lector una imagen muy completa de las conductas e impulsos que operan
en la organización colectiva tomada en su sentido más amplio, sin que el
autor deje de dar razón de los que se registran en ámbitos de la realidad
más restringidos: el político, el legal, el económico, etcétera. El objeti-
vo final de Mühlenpfordt es el de ofrecer un trazo general de los perfi-
les de la sociabilidad en el interior de cada grupo y de éste con los de-
más. Veamos ejemplos concretos de cómo ocurre este desciframiento
de conductas y del carácter, paso previo a la definición de esas formas de
sociabilidad (generales y sectoriales) que tanto interesan a Mühlenp-
fordt.
Entre los rasgos más notables del carácter indígena, Mühlenpfordt
destaca el hermetismo y la seriedad.40 En el pasaje recién citado no vacila
nuestro autor en sostener que estas peculiaridades del carácter son inde-
pendientes del estado de dominación a que los sometieron sus congéneres
o los españoles. Respecto a los efectos que ese soguzgamiento sí pudo
haber tenido en su carácter, sostiene que

Eher dürfte die Störrigkeit und der Eigensinn, welche einen auffallenden
Zug im Charakter der heutigen Indianer ausmachen, durch jene Ursachen
hineingelegt worden sein. Es ist fast ganz unmöglich, den Indier zu irgend
Etwas zu bewegen, was er sich vorgenommen hat, nicht zu tun. Heftigkeit,

40 Cfr. ibidem, vol. I, p. 236.


108 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Drohungen, selbst körperliche Züchtigung, helfen eben so wenig als das


Anbieten von Geld und Belohnungen; eher noch helfen Überredung, Bitten
und Schmeichelei.41

Tal conocimiento lo ha adquirido Mühlenpfordt en sus experiencias


de trabajo en las minas de Oaxaca, donde el grueso de la mano de obra lo
forman precisamente los indios. También en esto ha sido muy pobre el
éxito de los europeos al querer renovar las técnicas de explotación. Pero
la poca afición de los indígenas a la acumulación de ganancias es otro
rasgo del carácter que debe ser tomado muy en cuenta al explicar sus
comportamientos sociales. La posesión del dinero tiene para ellos otro
sentido que para la población blanca de México o de otros países. Que
incluso cuando tienen grandes ingresos opten por vivir en casas muy sen-
cillas, totalmente desprovistas de lujo o incluso de comodidades, es algo
que da idea del poco prestigio social que conceden al dinero. En este pun-
to, por cierto, los indígenas suelen revelarse unos consumados individua-
listas, asegura Mühlenpfordt, quien ha sabido de casos en que un padre de
familia rico prefiere no traspasar en herencia su ‘‘tesoro’’42 a sus descen-
dientes, entre otras razones porque quiere incitarlos a llevar una vida acti-
va y no dependiente de los éxitos del progenitor.43
Mencionado el punto, preciso es decir que esta actitud patriarcal y
autosuficiente de los indios viejos frente a los jóvenes caracteriza tam-
bién a este grupo humano de México en su comportamiento político, se-
gún Mühlenpfordt. Revelador a este respecto es el siguiente pasaje de su
Ensayo:

Man bemerkt häufig in den Indianerdörfern alte Männer, welche von je-
dem Vorüergehenden durch Abziehen des Hutes und tiefe Verbeugung eh-
rerbietig gegrüsst werden. Jüngere Leute, selbst Frauen, sieht man sich auf
die ihnen würdevoll dargebotene Rechte jener Alten zum Handkusse hinab-

41 ‘‘Más bien serían la terquedad y la obstinación que caracterizan de forma notable el carácter
indígena actual las que podrían ser consecuencias de aquellas causas. Es casi del todo imposible indu-
cir al indio a que realice algo que se haya propuesto no hacer. Vehemencia, amenazas y hasta castigos
corporales son de tan poca utilidad, lo mismo que el ofrecimiento de dinero o recompensas; en tal
situación resultan de más ayuda la persuasión, el ruego y la adulación’’: idem.
42 Puesto que suelen enterrar su dinero.
43 Cfr. ibidem, vol. I, p. 241. En mi ya citado libro Visión extranjera de México, pp. 61, 137,
153-154, he aludido a la situación monetaria que prevalecía por entonces en el país, con lo que se
enriquece y da su justa dimensión a la explicación de Mühlenpfordt sobre los ‘‘entierros de dinero’’
practicados por los indios.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 109

neigen. Dieser erfolgt jedoch nicht wirklich. Der Grüssende macht nur die
Geberde des Küssens über der dargebotenen Hand, berührt diese aber we-
der mit seinen Fingern noch mit seinen Lippen. Diese Greise sind die
Häupter der alten Adelsfamilien.44

El respeto mostrado hacia esta gente de edad se relaciona también


con el hecho de que los funcionarios municipales de los pueblos indíge-
nas aún son escogidos entre los miembros de esas viejas familias nobles.
Pero, como veíamos, el rasgo aparecía desde que Mühlenpfordt señalaba
esa conducta severa de los padres para con sus hijos, con lo que tenemos
un claro ejemplo de cómo este autor subsume lo que se observa en lo po-
lítico en una lógica de relaciones situadas en un orden más amplio. El
carácter indígena se toma como trasfondo de las conductas en todos los
ámbitos. En cuanto a los nexos entre padres e hijos pequeños hay que
aclarar, sin embargo, que este alemán encontró una tónica de gran ternura
y delicadeza, a veces excesiva.45 También se interesa este autor por la ín-
dole de las relaciones entre marido y mujer, respecto de las cuales dice
que suelen ser pacíficas, pues rara vez ocurren los pleitos abiertos. Eso sí, no
se les podría caracterizar como de apego estricto a la fidelidad inmaculada.
De cualquier manera, el hecho es de que hay unión y que las mujeres ejer-
cen una fuerte influencia en los varones, pues saben manejar las cosas
cuando el marido se encuentra alcoholizado, situación muy frecuente.
Presentados los rasgos básicos de la sociabilidad indígena, tal como
existe entre los propios indios, veamos ahora el perfil de las relaciones
entre los indios y los que no pertenecen a su comunidad. En su trato con
el blanco el indio exhibe, por una parte, la faceta más dura de su carácter,
que es esa obstinación surgida de su prolongada condición de explotado.
El rasgo ha sido ya mencionado al hablar de su conducta en el trabajo.
Sin embargo, por el momento es de señalarse otro elemento frecuente en
la relación de los indios con los demás pobladores de México: la astucia y
el disimulo. Mühlenpfordt atribuye esto al hecho de que los naturales no
han olvidado su antigua condición de señores de la tierra, al grado de

44 ‘‘En los pueblos de indios se ve frecuentemente a hombres ancianos a los que saludan respe-
tuosamente todos los transeúntes, ya sea quitándose el sombrero o inclinándose profundamente ante
ellos. Los jóvenes, incluidas las mujeres, se inclinan ante estos ancianos que graciosamente les tien-
den la mano derecha para que les impriman en ella un beso, aunque no lo hacen, porque el que saluda
se limita a hacer el gesto, ya que no le tocan la mano ni con los dedos ni con los labios. Estos ancia-
nos son las cabezas de las antiguas familias nobles’’: Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, p. 244.
45 Para el cuadro de las relaciones familiares del indio, véase ibidem, vol. I, pp. 246-247.
110 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

considerarse con derecho a expulsar a los mismos criollos aunque no ten-


gan los medios y la oportunidad.46 En consecuencia, nunca se disgusta
más un indio que cuando un individuo ajeno a su comunidad o su grupo
cercano quiere tratarlo como a un inferior. Si, por el contrario, se le abor-
da en forma amistosa, las cosas resultan distintas:

Dünkelvolles Entgegentreten und Vornehmthun regt seinen natürlichen


Stolz, Härte seinen Eigensinn auf, und macht ihn störrig und widerspäns-
tig. Behandelt man ihn aber mild, und ohne Stolz, zeigt man ihm Vertrauli-
chkeit und ein herzliches, freundschaftliches Benehmen, bittet man ihn um
schuldige Dienstleistungen wie um Gafälligkeiten, verschmäht man es
nicht, ihm gelegentlich zu schmeicheln, ihn sich gleich zu stellen, und ihn
‘‘hermano’’ und ‘‘amigo’’ zu nennen, rügt man etwaige Fehler, Nachläs-
sigkeiten oder Versehen zwar mit Ernst, aber ohne Heftigkeit und Härte-
so legt der Indier bald sein Misstrauen, seine düstere Verschlossenheit ab,
zeigt sich willfährig, zutraulich, hingebend...47

En tales condiciones el indio será el colaborador más leal y dedicado


que pueda haber, por ejemplo como criado durante algún viaje o recorrido.
Con base en lo anterior el lector aprecia ya en qué sentido se puede
decir que Mühlenpfordt aborda las formas de sociabilidad en diversos
planos de estudio. Pero importa recordar que uno de los principales méri-
tos de su escrito es la feliz convergencia de perspectiva histórica y socio-
lógica. Un ejemplo notable de tal convergencia es la conciencia de Müh-
lenpfordt respecto al fenómeno de la transmisión y asimilación cultural
para efectos de explicación social. No le es desconocido a nuestro autor
que entre los indios existen fuertes diferencias en cuanto a su nivel de
riqueza y que los más ricos han venido a adoptar ciertos elementos cultu-
rales propios de los españoles. Así ha podido constatar, por ejemplo, que
algunos de ellos acostumbran construirse casas grandes y del mismo esti-
lo que las de los blancos.48 La perspectiva histórica es aquí fundamental,
46 Cfr. ibidem, vol. I, p. 238.
47 ‘‘Abordarlo con arrogancia o con aires de importancia despierta su natural orgullo, y si se
hace con dureza, su terquedad. Entonces se mostrará inflexible y renuente. Pero si se le trata con
dulzura y sin orgullo, si con una conducta cordial y amistosa se le muestra confianza y se le pide el
cumplimiento de las obligaciones contraídas como si se tratara de favores, sin olvidar acercársele
ocasionalmente en forma lisonjera, como iguales, para llamarle hermano y amigo y reprocharle sus
faltas, negligencias o errores con seriedad y sin acaloramiento o dureza, entonces el indio abandonará
su desconfianza y lúgubre hermetismo, para volverse confiable y entregado...’’: ibidem, vol. I, p. 246.
48 Cfr. ibidem, vol. I, p. 241.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 111

pues una transmisión cultural definitiva en cuanto a formas y hábitos de


vivienda suele darse en períodos largos. Sin embargo, en el caso concreto
la asimilación del elemento cultural no es total, pues el indio no amuebla
las casas ni las habita exactamente como los blancos. En lugar del ajuar
que uno esperaría encontrar en esas construcciones espaciosas, la sala
principal consta de una mesa austera y unas cuantas sillas, así como del
típico altar dedicado a la Virgen o a algún santo (tan del gusto indígena
pero no de nuestro autor). De esta manera, la diferencia frente a los indios
vecinos de nivel económico inferior, a efectos de vida cotidiana, resulta
mínima. Es de advertir que esta conciencia de la transmisión de elemen-
tos culturales entre grupos étnicos diversos también se manifiesta en la
idea que el hannoveriano se forma del carácter de los bailes ‘‘nacionales’’
(entiéndase en este contexto los de los criollos y mestizos), que le parecen
tan melancólicos como los indígenas.49 Sin duda, sería injusto no recono-
cer que el alemán lleva a efecto una aproximación interesante que apunta
un tanto vagamente a la noción de síntesis cultural,50 sin que pueda ha-
blarse, por otra parte, de un modelo de aculturación o interacción cultural.
Queda claro que el punto fuerte del proceder de Mühlenpfordt es su
fina capacidad analítica que le permite desprender distintos planos de
aproximación. El resultado de este plan de trabajo es afortunado: aunque
al principio de su relación sobre los grupos de población ha utilizado los
términos de indio, mestizo o blanco a partir del color de la piel, el cuadro
social resultante implica que estas designaciones se han convertido en au-
ténticas categorías sociales e incluso culturales cuyo significado es mu-
cho más complejo que el primero, que era de tipo étnico si no es que fran-
camente racial. Me inclino a pensar que pocos autores del siglo XIX han
exhibido tanto tino y método en la empresa de la descripción social de
México como Mühlenpfordt.
Deliberadamente he soslayado un punto central de la visión de Müh-
lenpfordt, hasta el grado que me permite presentar ya las conclusiones fi-
nales de este ensayo. Me refiero a lo que este alemán opina sobre el estado
moral y religioso de los indios mexicanos, tema tratado muy extensamen-
te ----acaso más que cualquier otro---- en el cuadro de costumbres indíge-
nas del Ensayo y en el que detecto una faceta decisiva de su comprensión
del indio mexicano.

49 Cfr. ibidem, vol. I, p. 301.


50 Sin duda, en esto podemos ver un apoyo del ‘‘etnógrafo’’ Mühlenpfordt al ‘‘sociólogo’’ Müh-
lenpfordt.
112 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Para Mühlenpfordt, la cristianización española del indígena constitu-


ye el aspecto más negro del pasado colonial, período que en sí le parece
muy censurable. El párrafo siguiente resume su opinión sobre ese proceso
evangelizador:

Gewöhnt an die Ausübung einer langen Reihe vorgeschriebener religiöser


Gebräuche, fanden die Indier sich leicht in die, welche der daran so reiche
katholische Ritus ihen vorschrieb. Die vielen Kirchenfeste, die Feuerwerke,
welche an ihnen zur Ehre Gottes und der Heiligen abgebrannt werden, die
Processionen, etc., wurden für sie eben so viele Quellen der Unterhaltung
und des Vergnügens. Im Heiligendienste der katholischen Kirche dessen
eigentliche Bedeutung ihnen verborgen blieb- fanden sie den Bilderdienst
ihrer alten Religionen wieder.51

Es decir, la introducción de un nuevo culto fue un mero espejismo, ya


que tras el ropaje del ritual católico sobrevivieron los viejos hábitos de la
religión pagana.
Respecto de esta apreciación de las cosas, cabe decir que de ninguna
manera representa una novedad entre las obras extranjeras decimonónicas
relativas a México, sobre todo las de procedencia anglosajona.52 Sin em-
bargo, la perspectiva de Mühlenpfordt presenta ciertas peculiaridades que
la hacen distinta de la de los autores ingleses y norteamericanos ----e in-
cluso de otros alemanes---- de esos mismos años. Entre ellas destaca su
permanente recurso al factor histórico y su interés por el nivel de cultura
que muestran las sociedades. De ello surge una explicación del fenómeno
en la que el catolicismo ritualista y espectacular no es tanto un medio de
manipulación de la población pobre y carente de educación por las elites
o el clero (la interpretación más común entre los anglosajones) sino una
genuina expresión de la pobreza cultural que afecta y envilece a una so-
ciedad entera. La pobreza cultural en cuestión se manifiesta en la incapa-
51 ‘‘Acostumbrados como lo estaban a toda una serie de ceremonias religiosas ya prescritas, los
indios se acomodaron fácilmente a las que ahora les dictaba el culto católico, tan rico en ellas. Las
numerosas fiestas de la Iglesia, los fuegos artificiales que para gloria de Dios y de los santos se en-
cienden en ellas, las procesiones, etc., se convirtieron para ellos en fuentes de un mismo entreteni-
miento y placer. Con el oficio sagrado de la Iglesia católica, cuyo significado verdadero les permane-
cía oculto, recuperaron el culto a las imágenes característico de sus antiguas religiones’’: ibidem, vol.
I, pp. 252-253.
52 Ejemplos de ello en Ortega y Medina, Juan A., México en la conciencia anglosajona, Méxi-
co, Antigua Librería Robredo, 1955, pp. 95-100, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pue-
blos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investiga-
ciones Jurídicas, 1998, pp. 69-70 y 113-116.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 113

cidad o falta de voluntad para favorecer una aproximación intelectual al


cristianismo. Así, lejos de quedar en un mero instrumento de dominación
política o de clases, la práctica católica colonial revela la esencia profun-
da de un período histórico tricentenario. Atiéndase a las afirmaciones si-
guientes:

Die heutigen, ansässigen Indier, welchen die Eroberer statt der alten, von
ihnen absichtlich zerstörten, einen niedrigen Grad einer, der europäischen
analogen Sittigung eingeimpft haben...53
Die mönchischen Glaubensboten, Franciscaner und Dominicaner, an-
fangs natürlich nur wenig bewandert in den indischen Sprachen, richteten
ihr Augenmerk vorzüglich darauf, nicht, den Indiern Kenntnisse von den
Grundsätzen und Lehren des Christentums beizubringen, sondern sie nur
an die Ausübung des katholischen Ceremoniels zu gewöhnen.54
Bis jetzt hat sich practisch in beiden [ihrer politischen Lage und geisti-
gen Entwicklung] noch wenig geändert, und wenig konnte sich ändern, so
lange dem Indier keine Mittel gegeben sind, sich auszubilden und kein An-
lass ihm geboten ist, aus seiner dreihundertjährigen Lethargie zu einem
neuen thätigen Leben sich aufzuraffen.55

Las conclusiones últimas de este autor sobre la situación actual del


indio traslucen, pues, una idea racionalista del desarrollo cultural. Apa-
rentemente Mühlenpfordt abandona esa noción del continuum histórico
que había manifestado, por ejemplo, en sus observaciones sobre la asimi-
lación gradual de elementos culturales hispánicos por algunos individuos
adinerados de la población indígena. Ahora nos presenta un juicio categó-
rico sobre el pasado colonial, casi apodíctico, con la clara intención de
descalificar toda una cultura o lo que le parece haber sido el núcleo más
expresivo de ésta. Que la perspectiva de Mühlenpfordt identifica en la
práctica católica colonial la índole de ‘‘toda’’ una cultura y por eso mismo

53 ‘‘Los actuales indios sedentarios, quienes como sucedáneo de aquella antigua civilización
deliberadamente destruida por los conquistadores recibieron de éstos la inyección de una nueva, simi-
lar a la eurohispánica pero de bajo nivel....’’: Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 238-239.
54 ‘‘La atención principal de los frailes franciscanos y dominicos, misioneros de fe que en un
principio estaban obviamente poco versados en lenguas indígenas, estuvo dirigida a familiarizar a los
indios con la práctica del ceremonial católico y no a hacerles conocer los principios y doctrinas del
cristianismo’’: ibidem, vol. I, p. 231.
55 ‘‘Hasta ahora los cambios ocurridos en ambos sentidos [de mejoramiento político e intelec-
tual del indio] son definitivamente escasos; pero poco era, pese a todo, lo que podía cambiar, mien-
tras el indio no obtuviera los medios para formarse, ni el motivo para despertar de su tricentenario
letargo a una vida más activa’’: ibidem, vol. I, p. 236.
114 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

de ‘‘toda’’ una sociedad, queda elocuentemente demostrado por su con-


ciencia de que las clases altas (criollos) también participaron de ese régi-
men de estulticia y envilecimiento.56
Así, aunque nadie puede negar que en estos juicios late innegable-
mente el secular estereotipo protestante respecto al catolicismo hispánico,
estimo que la interpretación de Mühlenpfordt vuelve a destacar por una
feliz convergencia de interés histórico e interés sociológico. En su visión
se percibe ese dilema que tanto preocupó a los filósofos de la historia ale-
manes en cuanto al problema de la irracionalidad constante de los com-
portamientos humanos,57 que en su caso le es planteado por las secuelas
del régimen colonial que todavía se perciben en el México independiente.
Como distintivo de la nueva época, la que a él le toca presenciar, el ale-
mán recalca la profunda aspiración de los mexicanos a vivir en prosperi-
dad y bajo el imperio de las luces. Es, pues, en el ámbito de la actividad
intelectual y económica donde Mühlenpfordt encuentra los indicios más
reveladores del advenimiento de una nueva época y una nueva sociedad
en México, más coherentes con los parámetros de racionalidad. Esta
orientación se explica, pues, por el medio intelectual de origen de este
autor: asumirse ante todo como una conciencia integrada en el movimien-
to de la Aufklärung, la Ilustración, fue una actitud muy común en la Ale-
mania de entonces. Pero sería injusto ignorar el peso del análisis socioló-
gico de Mühlenpfordt en su posición al respecto. El hannoveriano está
convencido de que gran parte de los mexicanos no toleran más la tutoría
intelectual del clero ni el régimen de aislamiento en que durante tanto
tiempo vivieron.58 El hombre de minas ve en la decisión de emanciparse
del dominio español y de implantar el modelo republicano una prueba fe-
haciente de estas aspiraciones.59 Sin duda, uno de los principales méritos
de Mühlenpfordt es su lograda presentación de los mexicanos como gente
muy discreta y mesurada en su conducta social, por lo que deja concluir
al lector que un modelo republicano federal corresponde mucho más a las
costumbres nacionales que uno centralista y de ribetes aristocratizantes,
como el vigente en las fechas en que publica su libro.

56 Cfr. ibidem, vol. I, p. 264, donde menciona que aún se encontraban huellas de fanatismo
entre ellos.
57 Sobre esto, véase Ortega y Medina, Juan A., Teoría y crítica de la historiografía científico-
idealista alemana, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1980, pp. 13-29.
58 Cfr. Mühlenpfordt, Eduard, Versuch, vol. I, pp. 326-327.
59 Cfr. ibidem, vol. I, p. 264.
LA SITUACIÓN SOCIAL E HISTÓRICA DEL INDIO MEXICANO 115

¿Cómo aparecen a fin de cuentas los indios mexicanos en el diagnós-


tico de Mühlenpfordt sobre el México de sus días y del futuro? Movido
por una simpatía aún mayor que la de Humboldt hacia este sector, el han-
noveriano no advierte ningún impedimento en la disposición física de los
indios que pudiera determinar su incapacidad para participar en una so-
ciedad normada por el desenvolvimiento intelectual. Mientras el primero
había señalado que la principal facultad mental del indio era la imitación,
el segundo no tiene reparos en afirmar su plena capacidad imaginativa y
creativa.60 Mühlenpfordt es un admirador confeso de los logros de las
grandes civilizaciones prehispánicas en cuanto a urbanismo, arte, organi-
zación social y ciencia. Pero también en esto destaca su notable concien-
cia de los aspectos sociales, pues sabe que desde esos años previos a la
Conquista la gran falla de la comunidad indígena había sido la relegación
sufrida por la población mayoritaria respecto a los beneficios de la cien-
cia y la cultura. Mientras este lastre arrastrado por siglos siga presente,
nos hace ver, los indios no gozarán cabalmente de esas garantías y dere-
chos ciudadanos proclamados por la Constitución de 1824 y las que pue-
dan promulgarse después. El gran reto del Estado mexicano respecto al
indio, hemos de concluir, es el de infundirle el ansia y los medios del me-
joramiento intelectual, condición indispensable de cualquier otro avance.
Mühlenpfordt mantiene abierto el interrogante sobre la suerte futura de
los indios mexicanos:

Der mexicanische Indier von 1900 wird sicher ein ganz Anderer sein, als
der heutige. Ob aber die Kupferfarbenen sich jemals zu der Höhe rein
geistiger und wissenschaftlicher Bildung aufschwingen werden, welche die
Völker Europas heute vor allen anderen auszeichnet, und für welche die Kin-
der kaukassischen Stammes ein höheres Talent empfangen zu haben schei-
nen, als ihre dunkler gefärbten Brüder wer mögte es wagen, darüber jetzt
entscheiden zu wollen?61

60 Cfr. ibidem, vol. I, p. 243. El pasaje de Humboldt relativo a la poca capacidad imaginativa
del indio, en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Porrúa, 1978, p. 64.
Tampoco Carl Christian Sartorius estimó en mucho esa cualidad de los indígenas: cfr. Sartorius, Carl
Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, pp. 122,
139, 140, 143, 156, 222 y 226, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 91.
61 ‘‘El indio de 1900 será ciertamente muy distinto del actual. En cuanto a si alcanzará alguna vez
el nivel de cultura puramente intelectual y científica que distingue a los pueblos europeos frente a todos
los demás, y para lo cual los niños caucásicos parecen haber recibido un talento superior al de sus herma-
nos de piel más obscura, ¿quién se atrevería a decidirlo por el momento?’’: ibidem, vol. I, p. 243.
116 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Si el lector recuerda que esa aparente inadecuación del indígena para


el cultivo intelectual es atribuida por Mühlenpfordt a la conjunción de opre-
siones económicas, sociales, políticas y religiosas, entonces no puede sor-
prenderse de que este autor prefiera dejar abierto este dilema. Pero de lo
que este alemán no ha sentido duda alguna, es de la necesidad de recurrir
a la perspectiva histórica para entender cabalmente la situación del indio
mexicano.
CAPÍTULO QUINTO

MATHIEU DE FOSSEY: SU VISIÓN DEL MUNDO


INDÍGENA MEXICANO

Manuel FERRER MUÑOZ*

SUMARIO: I. El personaje y sus obras. II. La realidad nacional


mexicana en tiempos de Fossey. III. Los juicios de Fossey sobre
el México contemporáneo. IV. Conclusiones.

I. EL PERSONAJE Y SUS OBRAS

Por el testimonio del mismo Mathieu de Fossey sabemos que su viaje a


México estuvo vinculado con los sucesos de 1830 en Francia, que se-
ñalaron el final del reinado de Carlos X y el acceso al trono de Luis Felipe
de Orleáns, que instauró una monarquía liberal. Las escasas simpatías de
Fossey hacia el nuevo régimen político y la lectura de un folleto que aca-
baba de publicar Laisné de Villevêque sobre la colonia de Coatzacoalcos
acabaron de convencerle para mudar de aires: con ese propósito se trasla-
dó a Le Havre donde, en compañía de un amigo, se dispuso a preparar lo
necesario para la carga de un navío que debía conducirle a aquella región
del istmo de Tehuantepec.1
* Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, pp. 4-5. El propio Fossey dejó
expreso testimonio de sus simpatías por Carlos X, del escaso respeto que le inspiró el gobierno de
Luis Felipe y de su oposición a las posiciones republicanas: cfr. ibidem, pp. 284-287, 444, 509-510 y
521. Son interesantes las coincidencias entre las biografías de Mathieu de Fossey y de Carl Christian
Sartorius, que llegó a México huyendo de las persecuciones políticas y que, como Fossey, trabajó con
entusiasmo para fomentar la colonización con europeos: cfr. Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Científicos
extranjeros en el México del siglo XIX’’, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de Méxi-
co, México, 1988, vol. XI, pp. 14-15, y Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, estudio prelimi-
nar, revisión y notas de Brígida von Mentz, pp. 39-45, México, Consejo Nacional para la Cultura y
las Artes, 1990.

117
118 MANUEL FERRER MUÑOZ

Villevêque había obtenido una concesión de tierras del gobierno de


México, a la orilla derecha del río Coatzacoalcos, con exención durante
diez años de los derechos de entrada sobre los útiles que se introdujeran
en la colonia que planeaba establecer. Asociado con otro ciudadano fran-
cés, pensó ingenuamente en la viabilidad inmediata del proyecto que había
concebido y, sin más reflexión, lanzó una campaña propagandística que,
en muy poco tiempo, atrajo a Coatzacoalcos a varios centenares de fran-
ceses que pusieron rumbo al golfo de México, en el curso de sucesivas
expediciones.2 Fossey tenía para entonces escasamente veinticinco años.
La trágica suerte que correspondió a los colonos que llegaron a Coatza-
coalcos entre 1829 y 1830 es de sobra conocida. El desastroso desenlace
de la empresa abrió un prolongado compás de espera para los proyec-
tos colonizadores de Tehuantepec,3 que se reanudaron en 1854 cuando,
por vez primera, se confiaron las labores de deslinde a una compañía par-
ticular.4
Durante ese intervalo hubo, sí, un breve y fallido intento colonizador:
el que se llevó a cabo en Nautla, entre Veracruz y Tuxpan, para fundar
una colonia francesa, la de Jicaltepec:

mais il arriva là ce qui avait déjà causé le désastre de celle du Goatzacoal-


co: le directeur de la colonie montra une incurie fatale au succès de l’en-
treprise, et les colons ne tardèrent pas à se disperser. Quelques familles
cependant restèrent à Jicaltepec et parvinrent à force de travail et de cons-
tance à surmonter l’horrible misère qui les accueillit à leur arrivée. Elles
possédaient naguère de petites habitations bien cultivées qui leur don-
naient une existence facile, lorsque l’ouragan de 1853 anéantit leur bien-
être et les plongea une seconde fois dans la misère.5

2 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 4-5. Véase también ibidem, p. 484, y Brasseur,
Charles, Viaje al istmo de Tehuantepec, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 35, nota 14.
3 Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría
de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974, pp. 69-74 y 174-175.
4 Cfr. Aboites Aguilar, Luis, Norte precario. Poblamiento y colonización en México (1760-
1940), México, El Colegio de México-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropolo-
gía Social, 1995, p. 55.
5 ‘‘Pero ocurrió allí lo mismo que había causado el desastre de la de Goatzacoalco: el director
de la colonia manifestó una incuria que resultó fatal para el éxito de la empresa, y los colonos no
tardaron en dispersarse. Sin embargo, algunas familias permanecieron en Jicaltepec y, a fuerza de
trabajo y de constancia, lograron sobreponerse a la horrible miseria que los acogió a su arribo. Ape-
nas poseían unas pequeñas viviendas, aunque lo que plantaban les procuraba una existencia fácil;
pero la llegada del huracán de 1853 acabó con su bienestar y las sumergió por segunda vez en la
miseria’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 318).
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 119

Arraigado durante largos años en la República mexicana, Fossey visi-


tó y residió en varias ciudades: algunas sólo de paso, como Alvarado y
Veracruz. A principios de 1837, cuando se cumplían seis años de su lle-
gada a Coatzacoalcos, se trasladó a Oaxaca, donde pasó momentos difíci-
les, a raíz de la expulsión de franceses decidida por el gobierno mexicano
después de la intervención militar de Francia en 1838, y adonde regresó
en 1849 (véase infra).
En la ciudad de México, donde se instaló en 1843 a la vuelta de un
decepcionante viaje a Francia (véase infra), le sorprendieron la revuelta
de los polkos y la guerra entre México y Estados Unidos (véase infra), y
asistió al fracasado pronunciamiento federalista de Urrea y Gómez Farías
del 15 de julio de 1840. Disponemos de noticias que nos informan de que
en el año 1845 se ganaba la vida dando clases de francés en su domicilio.6
En Guanajuato vio la luz uno de sus libros, y dirigió las escuelas
normales del estado por designación de su gobernador, Octaviano Muñoz
Ledo. También ocupó la cátedra de gramática general e idioma castellano
del Colegio Nacional. Su estancia en Colima duró tres años, y estuvo
marcada por la insatisfacción de no poder ejercer el cargo de director de
una escuela normal, para el que había sido nombrado, a causa de la suce-
sión de conflictos internos que impidieron el desarrollo de su trabajo.7
La estrecha vinculación de Fossey con el país que le brindó acogida
se corrobora por su condición de miembro honorario del Instituto Geo-
gráfico y Estadístico de la República Mexicana, que adquirió a propuesta
del conde de la Cortina y en reconocimiento por su labor intelectual, de la
que daban fe las obras que, para entonces, había publicado en México:8
Viage á Méjico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1844, de la que
nos ocuparemos más adelante; Método que se ha de seguir para aprender
el francés o enseñarlo, México, Ed. R. Rafael, 1848, y Compendio de
gramática castellana, con anotaciones para la ilustración de los profeso-
res de primeras letras, por Mathieu de Fossey, catedrático de gramática
general é idioma castellano en el Colegio Nacional de Guanajuato, ex-
director de las Escuelas normales de ambos sexos del mismo Estado y del

6 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, Anales del Instituto de Inves-
tigaciones Estéticas, t. II, vol. XIII, núm. 50, 1982, p. 164. Es el momento de destacar la importancia
de esta investigación pionera sobre Mathieu de Fossey, realizada con el rigor que es habitual en quien
hoy desempeña tan satisfactoriamente su oficio de cronista de la Universidad Nacional Autónoma de
México.
7 Cfr. idem.
8 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 4-5. Véase también ibidem, p. 544.
120 MANUEL FERRER MUÑOZ

Territorio de Colima, miembro titular de la imperial Academia de Dijon,


y corresponsal de varias sociedades literarias, Guanajuato, Tip. de Juan
Evaristo Oñate, 1855 (reimpreso con ligerísimas modificaciones en 1861,
en Aguascalientes, Establecimiento Tip. de Ávila y Chávez, y México,
Imprenta de Andrade y Escalante; y en 1895, por Vindel).
Además de los libros mencionados, Mathieu de Fossey escribió Le
Mexique, del que existen dos ediciones en francés (Paris, Henri Plon,
1857 y 1862, y una reimpresión en 1926). Una versión primera de ese
texto, más breve, y sin las notas que ilustran Le Mexique, es el ya referido
Viage á Méjico, que publicó en México por entregas la imprenta de Igna-
cio Cumplido, en 1844,9 y que sería objeto de varias reediciones: Porrúa,
1931 y 1949, y Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. Sabe-
mos, en fin, de unas Cartas sobre Méjico que, según se ufanaba el propio
Fossey, se habían publicado antes de Viage á Méjico, con excelente aco-
gida de parte del público.10
No obstante su aprecio hacia el país donde transcurrió la mayor parte
de su vida, Mathieu de Fossey se sintió siempre muy francés, aunque ex-
perimentó un profundo desengaño cuando tuvo ocasión de regresar a
Francia, a los diez años de haberse embarcado para Coatzacoalcos. En
1843 estaba otra vez de vuelta en la ciudad de México, de donde pasó al
occidente de la República: no regresaría a la capital sino hasta 1848.11
Una manifestación del apego de Fossey a su patria chica y del amor
que profesaba a la ciudad de Dijon, donde transcurrieron sus primeros
años,12 es la explícita mención que se hace en uno de los libros que escri-
bió en México de su condición de miembro titular de la Academia Impe-
rial de Dijon.
Los últimos años de la vida de Fossey debieron de estar marcados por
el desengaño de quien, habiendo depositado sus esperanzas de un futuro
mejor en el Imperio que, personalizado en Maximiliano, se asentó en Mé-

9 Aunque la portada de Viage á Méjico remita al año 1844, el reparto de las entregas no se
inició hasta enero de 1845, y se prolongó hasta junio del mismo año: cfr. Díaz y de Ovando, Clemen-
tina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp. 159 y 162.
10 Cfr. Fossey, Mathieu de, Viage á Méjico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1844, p. 6.
11 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 387, y Fossey, Mathieu de, Viaje a México, prólogo
de José Ortiz Monasterio, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 15 y 21.
Aprovecho la ocasión para dejar testimonio de mi agradecimiento a mi buen amigo José Ortiz Mo-
nasterio, por sus valiosas sugerencias y sus indicaciones, que me han permitido afinar puntos de vista
y acercarme a Mathieu de Fossey con la familiaridad que proporcionan los amigos comunes.
12 Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 423, y Fossey, Mathieu de, Viaje a México, prólogo de
José Ortiz Monasterio, p. 12
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 121

xico por iniciativa de Napoleón III, había visto naufragar la aventura in-
tervencionista. Comentarios tan ácidos como los que sobre Fossey realizó
Guillermo Prieto, el 22 de mayo de 1864,13 no dejarían de repetirse con
dolorosa insistencia hasta la muerte del francés, acaecida en 1870.14
Durante esa última etapa de su vida, Mathieu de Fossey no andaba
sobrado de recursos, y se veía obligado a dedicarse con afán a las tareas
docentes que habían absorbido buena parte de su actividad profesional.
La Sociedad, periódico político y literario que se editaba en la capital de la
República, informaba en el número correspondiente al 4 de enero de 1865
de su trabajo como director del Colegio Francés de enseñanza secundaria
para varones. Sabemos también que, con su hermanda Prudencia, dirigía
una casa de educación para niñas.15

II. LA REALIDAD NACIONAL MEXICANA EN TIEMPOS


DE FOSSEY

La presencia de Fossey en México no se explica sino en el contexto de


la política colonizadora que, a trancas y barrancas, trataron de poner por obra
los primeros gobiernos mexicanos, después de obtenida la Independencia de
España. Uno de los presupuestos de este programa, más o menos explícito
según los casos, era la necesidad de blanquear el país a través del mestizaje,
o mediante un fuerte incremento de la población de raza blanca, cuyo pre-
dominio numérico acabaría por imponer su modo de vida al de los atrasa-
dos indios, y repudiar sus toscas manifestaciones culturales.16
Uno de los incipientes pregoneros de esa solución fue Simón Tadeo
Ortiz de Ayala que, ya en 1822, había consignado: ‘‘mientras esta clase
de hombres aislados [los indígenas] se aproxime a los descendientes de
europeos, más se identificarán en la sociedad, y se civilizarán con fruto
del Estado; éste es un negocio de la mayor importancia que exige todos
13 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, p. 164.
14 Cfr. Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867, vol. I: El estudio de
las costumbres y de la situación social, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis
Mora-UNAM, 1998, p. 88.
15 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, p. 164.
16 La importancia que en una etapa ya muy avanzada del siglo seguía concediéndose a la colo-
nización como vehículo para la ‘‘elevación’’ de los indígenas se confirma por estas palabras de An-
selmo de la Portilla: ‘‘es preciso hacer que los indios sean de veras hombres, y para ello hay que
derribar los muros que los separan de las otras razas: es preciso que entren en el movimiento general,
á correr la suerte de todos los demas ciudadanos’’: Portilla, Anselmo de la, España en México. Cues-
tiones históricas y sociales, México, Imprenta de Ignacio Escalante, 1871, p. 102.
122 MANUEL FERRER MUÑOZ

los desvelos del gobierno’’:17 un gobierno que, como proclamaba el secre-


tario de Relaciones aquel mismo año, había dejado de mirar con ceño la
habilidad de los extranjeros, y había abandonado los prejuicios que estor-
baron su llegada antes de la Independencia.18
Todavía en tiempos del Imperio de Iturbide, Tadeo Ortiz ponderó la
conveniencia de colonizar el istmo de Tehuantepec y de erigir una pro-
vincia y un gobierno local, ‘‘desmembrando una parte de las provincias
de Oaxaca y Chiapas, hasta los puertos de Tehuantepec, Guatulco y To-
nalá, comenzando con abrir el famoso puerto de Coatzacoalcos’’.19
De modo concorde con las aspiraciones enunciadas por Tadeo Ortiz, el
decreto del 14 de octubre de 1823 erigió la provincia del istmo, formada por
las jurisdicciones de Acayucan y Tehuantepec;20 pero, ‘‘persuadídose el so-
berano congreso de los inconvenientes que debia producir en la práctica la
desmembracion del territorio del Estado de Oaxaca y del de Veracruz’’,21
mudó de criterio y dispuso, por el artículo 7o. del Acta Constitutiva de la
Federación, que ‘‘los partidos y pueblos que componían la provincia del is-
tmo de Huazacoalco, volverán a las que antes han pertenecido’’.
La dependencia directa de Oaxaca tampoco reportó beneficios para
los indígenas del istmo,22 que vieron seriamente perjudicados sus intere-

17 Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, Resumen de la estadística del Imperio Mexicano, 1822, Méxi-
co, Biblioteca Nacional-UNAM, 1968, p. 20.
18 Cfr. Aboites Aguilar, Luis, Norte precario, pp. 44 y 54. Algunos datos relevantes sobre Ta-
deo Ortiz, en Silva Herzog, Jesús, ‘‘La tenencia de la tierra y el liberalismo mexicano. Del grito de
Dolores a la Constitución de 1857’’, en varios autores, El Liberalismo y la Reforma en México, Méxi-
co, UNAM, Escuela Nacional de Economía, 1973, pp. 675-680.
19 Ortiz de Ayala, Simón Tadeo, Resumen de la estadística del Imperio Mexicano, 1822, p. 59.
20 Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de
las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta
del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. I, núm. 371, pp. 682-684 (14 de
octubre de 1823); Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el
Licenciado..., México, Imp. de El Tiempo, 1895, vol. I, pp. 183-185, y Berninger, Dieter George, La
inmigración en México (1821-1857), pp. 65-66.
21 Intervención de Nicolás Rojas ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 19 de diciem-
bre de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857,
Estracto de todas sus sesiones y documentos parlamentarios de la epoca (edición facsimilar de la de
México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1857), México, H. Cámara de Diputados, Comité de Asuntos
Editoriales, 1990, vol. II, pp. 692-693).
22 Habitaban en la región cinco grupos étnicos, que conservaban su organización social y sus
modos de vida peculiares, desconocían en la práctica a las autoridades del gobierno y, con excepción
de los zapotecos, permanecían casi al margen de las influencias occidentales. Además de los zapote-
cos, poblaban Tehuantepec mixes, zoques, huaves y chontales: cfr. González y González, Luis, El
indio en la era liberal, Obras completas, México, Clío, 1996, vol. V, pp. 271-275. Sobre los cuatro
últimos pueblos, cfr. Covarrubias, Miguel, El sur de México, México, Instituto Nacional Indigenista,
1980, pp. 78-100, y sobre los zapotecos, cfr. ibidem, passim.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 123

ses por la orientación anticomunal y uniformizadora de las leyes aproba-


das por la Legislatura de Oaxaca a lo largo de 1824. Otra disposición es-
tatal, de 1825, que otorgaba a un particular el monopolio de los depósitos
de sal de Tehuantepec,23 atizó el descontento indígena y calentó un am-
biente ya de por sí enrarecido. En fin, la ley agraria del estado de Oaxaca
de 1826 privó de carácter representativo a las autoridades de las comuni-
dades, que se vieron inhabilitadas para defender los intereses de sus su-
bordinados en los litigios.24 Las condiciones estaban creadas para el ini-
cio de la acción armada, que amenazaba con desbordar los límites del
estado de Oaxaca y echar por tierra las laboriosas gestiones de Tadeo Or-
tiz, que había logrado interesar a Miguel Barragán, gobernador de Vera-
cruz, en la colonización del ‘‘majestuoso Coatzacoalcos’’.25
Los primeros intentos por atraer mano de obra europea coincidieron
en el tiempo, paradójicamente, con las expulsiones de españoles decreta-
das en 1827 y 1829 por el presidente Vicente Guerrero. Fossey fue testigo
en 1831 del regreso masivo de españoles que, arrojados de la República
tres años atrás, volvieron para reintegrarse a sus familias, aprovechando
las facilidades que les proporcionaba Anastasio Bustamante:

chaque navire venant d’Europe ou de la Nouvelle-Orléans ramenait quel-


ques-uns de ces exilés, qui salutaient du doux nom de patrie cette terre où
ils allaient retrouver une épouse, des enfants, des parents, qui, nés sur le
sol mexicain, avaient pu y rester pour veiller aux intérêts des absents. Ce
n’était pas que la loi d’expulsion de 1828 eût été rapportée; mais le prési-
dent Bustamante, qui avait supplanté Guerrero, favorisait ouvertement les
Espagnols, dont le parti était étroitement lié d’intérêt à celui du clergé et
de l’aristocratie, qui l’avait porté au pouvoir.26

23 El papel desempeñado por las salinas en la economía del istmo y las peculiaridades de su
explotación y de su comercialización han sido estudiados por Leticia Reina: cfr. Reina Aoyama, Leti-
cia, ‘‘Los pueblos indios del istmo de Tehuantepec. Readecuación económica y mercado regional’’,
en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, Mé-
xico, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estudios Supe-
riores en Antropología Social, 1993, pp. 148-149.
24 Cfr. ibidem, pp. 140-141. A fines del siglo XIX seguía suscitando dudas la difícil cuestión de
la representación de las extinguidas comunidades en los juicios sobre reducción a propiedad particu-
lar de las tierras que poseyeron las comunidades en otros tiempos. Juristas tan ilustres como Ignacio
L. Vallarta y Silvestre Moreno defendieron interpretaciones contrarias: cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y
Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 473-476.
25 Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), p. 68.
26 ‘‘Cada navío que venía de Europa o de Nueva Orleáns traía a algunos de estos exilados, que
saludaban con el dulce nombre de patria a esta tierra donde iban a encontrar a una esposa, unos hijos,
124 MANUEL FERRER MUÑOZ

Aquel año de 1828 apareció un artículo de prensa en un periódico belga,


L’Industriel, que se editaba en la ciudad de Bruselas, con el título de ‘‘Colo-
nia de Coatzacoalcos’’. Su autor era el italiano Claudio Linati, introductor
del arte litográfico en México, que también dio por entonces a la imprenta
una obra llamada Trajes civiles, militares y religiosos de México, en la que
aparecía una litografía ----‘‘Miliciano de Guazacualco’’---- a la que acompa-
ñaba un texto referente a los proyectos del gobierno mexicano sobre la re-
gión de Coatzacoalcos, que esperaba convertir en una importante base mili-
tar y comercial, merced al impulso que representarían la construcción de
un nuevo puerto en la desembocadura del río de aquel nombre y de una vía
terrestre que comunicara los litorales del Pacífico y del Atlántico.27
No tardó en llegar el declive de los primeros asentamientos fundados
por colonos extranjeros. Mathieu de Fossey atestigua el abandono de
Boca del Monte, un pueblecito fundado por Tadeo Ortiz a escasa distan-
cia del río Coatzacoalcos, entre Tehuantepec y Guichicovi, la capital de
los mixes: los franceses que se instalaron allí fueron expulsados por la
multitud de insectos y por el convencimiento de que nada podían hacer
contra la soledad y la falta de atención de las autoridades.28
La traumática guerra entre México y Estados Unidos,29 que se apode-
raron de la mitad del territorio nacional, volvió a agudizar la conciencia
de que urgía poblar el país con gentes trabajadoras e industriosas: por eso,
el presidente José Joaquín Herrera señaló la colonización como el único
remedio frente a los males que afligían a la nación; y por eso también el
decreto del presidente Antonio López de Santa Anna, que invitaba a esta-
blecerse en México a los católicos de la vieja Europa.30

unos padres, que, nacidos en suelo mexicano, habían podido permanecer en él para velar por los inte-
reses de los ausentes. No es que la ley de expulsión de 1828 hubiera sido revocada, sino que el presi-
dente Bustamante, que había suplantado a Guerrero, favorecía abiertamente a los españoles, cuyo
partido estaba estrechamente aliado por sus intereses al del clero y la aristocracia, que lo había lleva-
do al poder’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 96). Sobre las leyes de expulsión de españoles, cfr.
Ferrer Muñoz, Manuel, La formación de un Estado nacional en México (El Imperio y la República
federal: 1821-1835), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp. 169-173.
27 Cfr. Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp. 163-164.
28 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 49.
29 Mathieu de Fossey debía de hallarse por entonces en la ciudad de México, pues, según él
mismo nos informa, abandonó la capital de la República en 1848, circunstancia que le impidió cono-
cer al nuevo representante diplomático de Francia, que había sido designado ese mismo año por el
gobierno provisional que se instaló tras el derrocamiento de Luis Felipe: cfr. ibidem, p. 285.
30 Cfr. ibidem, p. 469; Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana, t. VII,
núm. 4,211, p. 84 (16 de febrero de 1854), y Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia
sobre terrenos baldíos, vol. I, pp. 233-238. Esas llamadas específicas a europeos católicos pueden
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 125

Fossey, que había vivido en carne propia la dolorosa experiencia de


unos planes alocados de colonización, no se resistió a la tentación de ex-
playarse sobre las razones que, a su juicio, explicaban el fracaso de aque-
llos llamamientos dirigidos a la población europea, que sí había respondi-
do al señuelo de la emigración a Estados Unidos:

pourquoi donc ces colons restent-ils sourds à l’appel tant de fois répété
des Mexicains? C’est que ceux-ci n’ont rien fait pour obtenir leur préfé-
rence; ils ne leur ont pas même signalé un terrain pour leur premier éta-
blissement... La faute en est au pays lui-même: c’est lui qui se suicide. Elle
doit retomber sur chaque citoyen en particulier; car celui qui élève le plus
haut sa voix pour blâmer les chefs de l’État ne mérite pas moins qu’eux le
reproche d’indifférence et d’apathie. Quel député a jamais fait entendre à
la tribune, avec la ténacité de Caton, les paroles de salut qui, tôt ou tard,
auraient eu le même succès que le delenda est Carthago? Quel État a ja-
mais pris l’initiative pour la création d’une colonie, en proportionant les
moyens à la fin qu’il se proposait? Oaxaca, Chiapa, Yucatan, attendent de
l’augmentation de leur population blanche leur sûreté et leur richesse; ce-
pendant ces États n’ont encore pris aucune détermination à cet égard. L’an-
cienne loi de colonisation autorisait seulement le gouvernement d’Oaxaca
à peupler l’isthme de Tehuantepec d’indigènes pris dans les villages du
même État: singulière invention pour peupler un pays! Eh bien, la nouvelle
loi de 1849 n’a pas été plus efficace pour coloniser la côte d’Huatulco.31

enlazarse con el decreto del 4 de enero de 1823, que garantizaba la protección de la libertad, propie-
dad y derechos civiles de los extranjeros que profesaran la religión católica, única del Imperio: cfr.
González Navarro, Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970,
México, El Colegio de México, 1993-1994, vol. I, pp. 44-45.
31 ‘‘¿Por qué, pues, permanecen sordos estos colonos a la llamada tantas veces repetida de los
mexicanos? Resulta que éstos no han hecho nada por obtener su preferencia; no les han señalado un
terreno para su primer establecimiento... La falta está en el mismo país: él es el que se suicida. La
falta debe recaer en cada ciudadano en particular; pues el que más levanta la voz para censurar a los
jefes de Estado no se hace menos merecedor que ellos al reproche por su indiferencia y su apatía.
¿Qué diputado ha hecho oír alguna vez a la tribuna, con la tenacidad de Catón, las palabras de salva-
ción que, tarde o temprano, habrían tenido el mismo resultado que el delenda est Cartago? ¿Qué
Estado ha tomado alguna vez la iniciativa para la creación de una colonia, proporcionando los medios
para el fin que se proponía? Oaxaca, Chiapas, Yucatán esperan del aumento de su población blanca
su seguridad y su riqueza; sin embargo, estos Estados no han adoptado aún ninguna resolución a este
propósito. La antigua ley de colonización autorizaba al gobierno de Oaxaca solamente a poblar el
istmo de Tehuantepec con indígenas de los pueblos del mismo Estado: ¡singular invento para poblar
un país! Y bien, la nueva ley de 1849 no ha sido más eficaz para colonizar la costa de Huatulco’’
(Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 469-470). Véase también ibidem, pp. 474-475.
126 MANUEL FERRER MUÑOZ

Tal vez no reparaba Fossey, cuando criticaba las disposiciones para la


colonización de Tehuantepec, en que existían precedentes que dotaban de
racionalidad a las prevenciones de los legisladores de Oaxaca, cuando res-
tringieron la colonización del istmo a indígenas del propio estado. Así,
en enero de 1824, el diputado Demetrio del Castillo se había manifestado en
contra de la separación del partido de Tehuantepec del estado de Oaxaca,
y de que las instancias federales proyectaran colonizar esa región. Se co-
rría el peligro, en la opinión de aquel diputado, de que los nuevos habi-
tantes echaran mano ‘‘para sus trabajos de los infelices indios, abando-
nando el suyo propio, convirtiendose entonces de propietarios que ahora
son en gañanes de los pobladores, quedandoles muy distante México para
pedir el remedio á sus males, si tal vez resintiesen algunos daños ó veja-
ciones’’.32
Antes aún que Demetrio del Castillo, el propio José María Morelos ha-
bía alertado en sus Sentimientos de la Nación acerca de los presumibles efec-
tos indirectos perniciosos de la presencia de colonizadores foráneos en la re-
gión del istmo, y se había pronunciado por que ‘‘no se admitan extranjeros,
si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha’’.33
Nunca dudó Fossey sobre la eficacia económica de la colonización.
Así, cuando recuerda la abundancia de oro y de plata que había en Oaxa-
ca en 1812, cuando Morelos hizo su entrada en la ciudad ----eran tiempos
muy buenos gracias al cultivo y comercialización de la cochinilla----, no
puede evitar un deje de nostalgia que, va seguido de un motivo de espe-
ranza: ‘‘ce temps de prosperité est passé, il ne reviendra que quand on
colonisera ce beau pays’’.34 Y, al referir el aislamiento que rodeaba a las
32 Intervención de Demetrio del Castillo ante el Congreso, el 29 de enero de 1824: Acta Consti-
tutiva de la Federación. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de
Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la conmemoración del Sesquicentena-
rio de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, p. 569 (29 de enero
de 1824).
33 Sentimientos de la Nación, en Lemoine, Ernesto, Morelos. Su vida revolucionaria a través de
sus escritos y de otros testimonios de la época, México, UNAM, Coordinación de Humanidades,
1991, p. 371. Cfr. Berninger, Dieter George, La inmigración en México (1821-1857), pp. 25-26. Las
miras extranjeras sobre el istmo no harían sino agudizarse con el paso del tiempo. Aunque las Cortes
españolas expidieron un decreto, el 30 de abril de 1814, por el que autorizaban la construcción de un
canal entre los ríos Chimalapa y Coatzacoalcos, nada se llevaría a cabo por entonces. Para una visión
general de las disputas posteriores por el control de la región, promovidas por intereses asociados a
ese proyecto de comunicación interoceánica, cfr. Morales Becerra, Alejandro, ‘‘La disputa por Te-
huantepec’’, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XLVII, núms. 215-216, sep-
tiembre-diciembre de 1997, pp. 237-286.
34 ‘‘Este tiempo de prosperidad ha quedado atrás, y no volverá hasta que se colonice este her-
moso país’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 354).
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 127

poblaciones indígenas de Chiapas, Tabasco y Yucatán, propuso como


mejor solución la que, en un lenguaje figurado, había propugnado Vicente
Rocafuerte: ‘‘une inondation des peuples d’Europe dans cette terre vier-
ge pour y faire naître la richesse et y ennoblir les facultés de l’homme’’.35
En varios pasajes de Le Mexique encontramos referencias a la guerra
que sostuvieron México y Francia en 1838: un suceso que, inevitable-
mente, trajo molestas consecuencias para los ciudadanos franceses que,
como Fossey, residían en la República mexicana: de eso nos ocupamos
más adelante. Sí quisiéramos recoger aquí el empeño con que Mathieu de
Fossey se aplica a desmentir las explicaciones difundidas en su momento
sobre las causas próximas de ese enfrentamiento armado. Al rechazar la
voz común, que apuntaba a las reivindicaciones formuladas por un paste-
lero francés, que solicitó una indemnización de treinta mil piastras por los
pasteles que se habían comido unos soldados mexicanos, Fossey recoge
otra versión según la cual el incidente que dio origen a la reclamación de
ochocientas piastras presentada por el encargado de negocios de Francia
fue un robo cometido en Tacubaya por unos oficiales mexicanos en 1832:

le fait est qu’un restaurateur français, nommé Remontel, fut volé à Tacuba-
ya par quelques officiers mauvais sujets, dans la nuit qui précéda le départ
des troupes de Santa-Anna en 1832, lorsque ce général, renonçant à l’es-
poir de prendre Mexico, s’éloigna de ce point pour se reporter du côté de
Puebla. Ils avaient pris la précaution de le faire boire outre mesure, puis
l’avaient enfermé dans sa chambre; ils en avaient fait autant pour ses do-
mestiques. Ce fut en s’éveillant le lendemain assez tard qu’il put s’aperce-
voir qu’on lui avait enlevé sa recette de plusieurs jours, un peu d’argente-
rie, son vin, et jusqu’à sa batterie de cuisine. Il fit alors sa plainte au
chargé d’affaires de France, M. le baron Gros, qui réclama pour lui une
somme de 800 piastres; et c’est cette modique indemnité qui servit tant de
fois de texte aux plaisanteries, aux exagérations de la presse.36

35 ‘‘Una inundación de pueblos de Europa en esta tierra virgen, para hacer que nazca ahí la
riqueza y se ennoblezcan las facultades del hombre’’ (ibidem, p. 566).
36 ‘‘El hecho es que un francés llamado Remontel, dueño de un restaurante, sufrió un robo que
cometieron en Tacubaya algunos oficiales, malas personas, en la noche que precedió a la salida de las
tropas de Santa Anna en 1832, cuando este general, abandonando la esperanza de tomar México, se
alejó de allí para trasladarse a las cercanías de Puebla. Habían tomado la precaución de hacerle beber
en exceso, y luego lo habían encerrado en su habitación; lo mismo habían hecho con sus criados. Al
día siguiente, cuando se despertó bastante tarde, pudo advertir que le habían quitado su recaudación
de varios días, algo de platería, el vino, y hasta la batería de cocina. Presentó su queja al encargado de
negocios de Francia, el barón Gros, quien reclamó para él la suma de ochocientas piastras; y esta
módica indemnización es la que ha servido tantas veces de tema para las bromas, para las exageracio-
128 MANUEL FERRER MUÑOZ

Naturalmente, encontramos en Le Mexique referencias interesantes a


la invasión norteamericana de 1847, vivida de cerca por su autor y causa
----con toda probabilidad---- del profundo pesimismo de Fossey sobre el
futuro de México: su conciencia de la debilidad irreversible de la Repú-
blica mexicana, acechada por su ambicioso vecino del norte, justifica su
recomendación de que el país se abriera a la influencia de Francia, como
salida única para evitar su desaparición como Estado independiente.
No puede olvidarse, en fin, el año de publicación de Le Mexique,
1857, apenas derribado el postrer gobierno de Santa Anna que, entre otras
muchas tribulaciones, se había visto perturbado por las andanzas de un
aventurero francés, el conde Gaston de Raousset-Boulbon, por tierras de
Sonora. No deja de ser significativo el inicio de las peripecias de Raous-
set: los agentes de la compañía que proyectaba explotar las minas de oro
en Arizona buscaban a alguien capaz de dirigir a un nutrido grupo de
obreros europeos y de conducir con éxito la guerra con los apaches; y
creyeron descubrir en Raoullet a la persona indicada.37

III. LOS JUICIOS DE FOSSEY SOBRE EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO

No podía silenciar Fossey el agobiante recuerdo de su arribo a Méxi-


co, a bordo del Petit-Eugène, una embarcación que se hizo a la vela en Le
Havre el 27 de noviembre de 1830, con destino a la prometedora colonia
de que trataban los folletos que Laisné de Villevêque había hecho impri-
mir para atraer colonos a Coatzacoalcos. De ahí la extensión que ese epi-
sodio cobra en sus dos crónicas viajeras, las cuales se entretienen en na-
rrar los detalles de una expedición que, ya en su fase preparatoria,
aparecía ensombrecida por las mismas incertidumbres que acompañaron
a las demás que enfilaron el mismo destino.38
Sólo después de setenta y nueve días de navegación, el Petit-Eugène
ancló ante la desembocadura del río Coatzacoalcos, el 13 de febrero de
1831, amenazado por los peligros de naufragio por que habían atravesado

nes de la prensa’’ (ibidem, pp. 287-288). Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los
siglos. Historia general y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico
y literario de México desde la Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su géne-
ro publicada bajo la dirección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D.
Enrique Olavarría y Ferrari, México, Gustavo S. López editor, 1940, pp. 302-305.
37 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 187-204.
38 Cfr. ibidem, pp. 5-6.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 129

los barcos que le habían precedido: los mismos que estuvieron a punto de
dar al traste con la Glaneuse, el navío que salió de Le Havre diez días
antes que la embarcación en la que viajaba Fossey, y que ejecutó ante sus
ojos las maniobras que franqueaban el paso de la barra del río, sufriendo
serios percances que lo pusieron en peligro de encallar de modo irreme-
diable en un banco de arena.39
Siempre recordaría Fossey con dolorosa lucidez el espectáculo que se
ofreció a su vista cuando tomaron tierra en Minatitlán: ‘‘nous fûmes reçus
à notre débarquement par quelques-uns des premiers colons, qui, n’ayant
plus ni societé, ni ouvriers, ni argent, se trouvaient sans resource dans ce
hameau sauvage, à deux mille lieues de leur pays’’.40 Ni siquiera quedaba
a esos miserables la posibilidad de cobrarse venganza en la persona de
Giordan, el socio de Villevêque que tan imprudentemente los había meti-
do en aquella aventura, porque hacía tiempo que había huido del lugar,
precisamente para sustraerse a la cólera de los colonos.41
No sólo eran falsas las expectativas de colonización agrícola. Tam-
bién resultaron ser engañosas las promesas de exenciones aduaneras que
habían empeñado las autoridades mexicanas: después de haber exigido el
pago de unos dos mil francos por derechos de tonelaje, el administrador
de la aduana provocó la desesperación de los infortunados viajeros cuan-
do les requirió discrecionalmente el desembolso de otras tasas por las
mercancías que transportaban: ‘‘l’administrateur retint pour les droits ce
qu’il voulut, et nous rendit le reste, c’est-à-dire fort peu de chose, comme
par faveur’’.42
La acumulación de tantas contrariedades produjo los mismos efectos
que Fossey y sus acompañantes habían podido contemplar a su llegada a
Minatitlán. Todos los miembros de la sociedad se dispersaron en desban-
dada, y nadie quiso acudir a la concesión. Mientras que unos colonos se
establecieron en un pueblecito situado en la orilla derecha del Coatza-
coalcos, donde pronto consumirían los recursos que les quedaban, los de-

39 Cfr. ibidem, pp. 8-12.


40 ‘‘Al desembarcar, fuimos recibidos por algunos de los primeros colonos que, faltos de socie-
dad, de obreros y de dinero, se encontraban sin recursos en ese caserío salvaje, a dos mil leguas de su
país’’ (ibidem, p. 14).
41 Cfr. idem.
42 ‘‘El administrador retuvo por los derechos lo que quiso y nos devolvió el resto, es decir, muy
poca cosa, como de favor’’ (ibidem, p. 15). Más adelante, Fossey dirige fuertes críticas al reglamento
de las aduanas vigente a mitad de siglo, y ejemplifica los abusos que propiciaba en la persona del
director de la aduana de Oaxaca en 1849: cfr. ibidem, pp. 411-412 y 569.
130 MANUEL FERRER MUÑOZ

más se dirigieron a Acayucan, San Andrés, Veracruz y México.43 Un gru-


po de unos sesenta colonos se reembarcó, al cabo de unos meses, en una
gabarra enviada por el gobierno francés.44 La viuda de uno de aquellos
colonos, madame Raimond, logró sobreponerse a las desgracias y, des-
pués de mil aventuras, consiguió asegurar incluso una relativa prosperi-
dad a su hija, que se casó con un estadounidense.45
Uno de los hombres que había viajado a bordo del Petit-Eugène re-
solvió quedarse a vivir en medio de la selva, y allí permaneció durante
años, aislado de todos, resguardado en una cabaña situada en la proximi-
dad del río Sarrabia, como un nuevo Robinson barbudo y casi desnudo y
en condiciones salvajes.46 Una de las contadas ocasiones en que ese per-
sonaje, M. Charles, recibió noticias del mundo externo fue cuando acu-
dieron a visitarlo unos indígenas de Boca del Monte, a quienes el alcalde
había enviado para requerirle que colaborara en los trabajos de reparación
del cementerio. La original respuesta de M. Charles dejó desconcertados
a los indios: no le parecía lógico contribuir a las obras de un cementerio
que él no utilizaba.47
Las páginas de Le Mexique dedicadas a la lucha por la vida que em-
prendieron los primeros colonos de Tehuantepec rebosan dramatismo y
muestran un cuadro épico en el que un grupo de civilizados europeos
entabla una batalla sin cuartel contra las fuerzas de la naturaleza, inmi-
sericordes y a la postre vencedoras. ‘‘Tout fut perdu’’, exclama melo-
dramáticamente Fossey antes de describir el éxodo en que degeneró la
empresa:

ceux qui habitaient la concession et les bords de la Sarrabia [afluente del


Coatzacoalcos] allèrent à Guichicovi, Tehuantepec et Oaxaca, où ils se liv-
rèrent à diverses industries; ou bien ils s’acheminèrent de là à Vera-Cruz
pour se rembarquer; et ceux qui s’étaient moins éloignés des Almagres, ou
qui s’étaient fixés sur l’Uspanapan, revinrent à Minatitlan.48

43 Cfr. ibidem, pp. 15-16.


44 Cfr. ibidem, p. 95
45 Cfr. Brasseur, Charles, Viaje al itsmo de Tehuantepec, pp. 68-69
46 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 57-60.
47 Cfr. ibidem, p. 59.
48 ‘‘Los que habitaban la concesión y las orillas del Sarrabia [afluente del Coatzacoalcos] fue-
ron a Guichicovi, Tehuantepec y Oaxaca, donde se dedicaron a diversas industrias; o se encaminaron
desde allí a Veracruz para reembarcarse; y los que se habían alejado menos de los Almagros, o se
habían establecido en el Uspanapan, regresaron a Minatitlán’’ (ibidem, p. 18).
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 131

Precisamente en el relato de ese combate con los rigores del medio


geográfico aparecen en escena por primera vez los indios, que establecen
relaciones comerciales con los colonos recién instalados: al tiempo que
unos les facilitan azúcar y frutas a bajos precios, otros, armados de ma-
chetes, atraen la atención de Fossey que los ve alejarse en sus piraguas,
‘‘pour aller planter au loin leur maïs et leurs bananiers, ou faire la chasse
aux tortues ou aux iguanes du fleuve’’.49 Nótese esa referencia al aparta-
miento de unos indígenas que viven en lugares intrincados, lejos de la ci-
vilización:50 el tópico reaparecerá en los escritos de muchísimos otros ex-
tranjeros, que coincidirán también en las apreciaciones de Fossey sobre la
precocidad de la naturaleza de los habitantes de las regiones cálidas del
mediodía.51
Sobre la soledad de muchas poblaciones indígenas vuelve Fossey una
y otra vez. Así, cuando se ocupa de las comunidades aborígenes de Chia-
pas, Tabasco y Yucatán:
reculées à une des extrémités de la république, loin des ports principaux et
des grandes villes, ne voyant d’autres voyageurs que quelques marchands
qui viennent acheter du cacao ou du tabac, et d’autres gens civilisés que
des créoles dont les coutumes, les croyances et jusqu’au langage sont en-
core du seizième siècle, elles vivent presque sans communication et sans
commerce, se contentant de ce que la terre donne au peu de soin qu’elles
mettent à la cultiver.52

Lejanía física y también distanciamiento espiritual, al que Fossey


----como tantos otros observadores contemporáneos suyos---- atribuye el
desinterés por conservar las antigüedades prehispánicas de parte de las
autoridades a las que competía la custodia del legado cultural de los pue-
blos que habitaron el área geográfica conocida como la Nueva España y
49 ‘‘Para ir lejos, a plantar su maíz y sus bananos, o a cazar las tortugas o las iguanas del río’’
(idem).
50 En un episodio posterior de Le Mexique, Fossey habla de las poblaciones indígenas que, ‘‘n’é-
prouvant le besoin d’aucun secours étranger, restent souvent sur leur territoire comme séquestrées
du monde, et ignorent jusqu’au langage qu’on parle autour d’elles’’ (‘‘no sintiendo la necesidad de
ninguna ayuda exterior, permanecen muchas veces en su territorio como secuestradas del mundo, e
ignoran incluso la lengua que se habla a su alrededor’’: ibidem, p. 337).
51 Cfr. ibidem, pp. 27-28.
52 ‘‘Apartadas en uno de los extremos de la república, lejos de los puertos principales y de las
grandes ciudades, sin ver a otros viajeros que algunos comerciantes que van a comprar cacao o taba-
co, ni a otras gentes civilizadas que a los criollos cuyas costumbres, creencias y lenguaje son todavía
del siglo XVI, viven casi sin comunicación y sin comercio, contentándose con lo que corresponde la
tierra al poco esfuerzo que ponen en cultivarla’’ (ibidem, p. 566).
132 MANUEL FERRER MUÑOZ

que dio origen después a la República mexicana: prueba de esa falta de dis-
posición venía procurada por la pobreza de fondos del Museo Nacional.53
Testigo del olvido del pasado prehispánico en que muchos de los in-
dígenas mexicanos de su tiempo vivían, Mathieu de Fossey no oculta su
admiración por el prestigio que Mitla conservaba entre aborígenes de una
dilatada región, que rebasaba incluso el ámbito zapoteco:

le Mexicain et le Chiapanèque, l’Otomite et le Totonaque y venaient égale-


ment demander des prières, et offrir des présents que les ministres de tou-
tes les religions n’ont jamais dédaignés. Maintenant même, après trois
cents ans d’un nouveau culte, ces anciennes traditions ne sont point encore
détruites: il arrive souvent que des Indiens viennent de plus de cent lieues
de distance demander des messes au curé de Mitla.54

El mismo apego a las tradiciones se colige de una anécdota que cuen-


ta Fossey sobre el gigantesco tule de Santa María, que un rico comercian-
te de Oaxaca quiso comprar a los indígenas del pueblo para fabricar con
su madera piezas de carpintería: ‘‘heureusement les Indiens ont rejeté la
proposition de ce Vandale, et l’arbre est encore debout’’.55
Aunque Fossey no alcanza a advertirlo, el aprecio de los indígenas
por los vestigios del remoto pasado explicaría la hostilidad manifestada por
los habitantes de Cuilapa hacia un alemán que, provisto de una autoriza-
ción del prefecto de Oaxaca, había acudido a esa localidad para excavar
un túmulo funerario: atacado con piedras por la gente del pueblo, apenas
si alcanzó a huir al galope de su caballo.56 En Voyage sur l’isthme de Te-
huantepec, de Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, encontramos va-
rios pasajes paralelos, que muestran el resentimiento que albergaban los
indígenas de la región de Tehuantepec a causa de los numerosos saqueos
de túmulos practicados por viajeros estadounidenses.57

53 Cfr. ibidem, pp. 212-213, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas
y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 221, nota 169.
54 ‘‘El mexicano y el chiapaneco, el otomí y el totonaco, todos acudían allí a presentar peticio-
nes y ofrecer presentes que los ministros de todas las religiones aceptan. Incluso ahora, después de
trescientos años de un nuevo culto, estas antiguas tradiciones todavía no han sido destruidas: ocurre a
menudo que vienen indios desde más de cien leguas de distancia para encargar misas al cura de Mitla’’
(Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 370).
55 ‘‘Afortunadamente, los indios rechazaron la propuesta de ese vándalo, y el árbol permanece
todavía de pie’’ (ibidem, p. 363).
56 Cfr. ibidem, p. 376.
57 Cfr. Brasseur, Charles, Viaje al istmo de Tehuantepec, pp. 161-162 y 166.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 133

Cabe mencionar, en fin, otra referencia a la perduración de los ele-


mentos prehispánicos. La realiza Fossey en el contexto de los análisis so-
bre las peculiaridades culturales de los indígenas de Tehuantepec, cuando
manifiesta su admiración ante la pervivencia de algunas costumbres pre-
cortesianas: por ejemplo, el consumo de chocolate, o el empleo de granos
de cacao como instrumento de cambio:58 un uso que imperaba todavía a
mediados de siglo en la península de Yucatán.59
Arrinconado el tiempo que precedió a la llegada de Hernán Cortés
----aunque nunca olvidado del todo, como hemos visto----, otra importante
consecuencia del impacto producido por la Conquista española fue la re-
ducción de todos los naturales ----Fossey trata de los zapotecos en particu-
lar: pero el ámbito de referencia puede ampliarse legítimamente---- a una
misma condición: la de sometidos, que compartían grandes y chicos, uni-
dos todos bajo el común estigma de derrotados.60
El examen que realiza Mathieu de Fossey sobre la religiosidad indí-
gena coincide en muchos aspectos con las opiniones comunes en su épo-
ca: los pueblos indígenas sometidos al yugo español adoptaron sólo exter-
namente el culto cristiano, carecieron de auténtica formación moral, y
elaboraron un confuso sincretismo religioso:

les Indiens adressent à une image de saint les oraisons qu’ils auraient
adressés autrefois à leurs pénates; ils assimilent la passion du Christ aux
apothéoses sanguinaires des victimes humaines, et l’adoration de la Vierge
de Guadalupe ou des Remèdes au culte de Centeotl et d’Omecihuatl.61

58 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 44.


59 Para ilustrar esta afirmación, reproducimos el texto de un dictamen de la comisión de hacien-
da del Congreso estatal de Yucatán, fechado el 10 de junio de 1850, que hacía referencia a una ins-
tancia presentada por el ayuntamiento de Mérida, para que se eliminaran los granos de cacao como
instrumento de cambio en el mercado: ‘‘no es de tomarse en consideracion la solicitud del ayunta-
miento de esta capital referente á que se suprima el cacao que se usa en el mercado en cambio de
otros efectos, y se le sustituya con moneda de cobre por pertenecer la resolucion al Soberano Congre-
so Nacional’’ (Archivo general del estado de Yucatán, Poder Ejecutivo, Gobernación, Congreso del
Estado, caja 76). Véase también Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Na-
cional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1937, vol. I, p. 134.
60 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 375. En relación con este punto, puede consultarse
Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el
siglo XIX, pp. 37-47.
61 ‘‘Los indios dirigen a una imagen de santo las oraciones que habrían dirigido en otro tiempo
a sus penates; asimilan la pasión de Cristo a las apoteosis sangrientas de las víctimas humanas, y la
adoración de la Virgen de Guadalupe o de los Remedios al culto de Centeotl y de Omecihuatl’’ (Fos-
sey, Mathieu de, Le Mexique, p. 52).
134 MANUEL FERRER MUÑOZ

Desde ese análisis, Fossey califica de hipócrita la devoción con que


los indígenas se entregaban a la práctica del cristianismo; porque, en re-
alidad, no había llegado a producirse un auténtico cambio de religión:
‘‘ils n’ont fait qu’ajouter à leurs anciennes superstitions celles du chistia-
nisme des temps barbares’’.62 Una manifestación de esa religiosidad pu-
ramente formal y externa venía constituida por las procesiones que, como
la del Corpus Christi en Oaxaca, congregaban a indios llegados muchas
veces desde pueblos vecinos, con las imágenes de sus patronos cargadas
sobre los hombros.63
Aunque extremadamente crítico con la acción de España en América,
Fossey reconoce al menos que la propagación del Evangelio llevada a
cabo por la Corona de Castilla permitió poner fin a las bárbaras costum-
bres de pueblos como el azteca, que habían ensuciado sus creencias reli-
giosas con el horror de los sacrificios humanos: ‘‘l’âme se sent soulagée
en pensant que trois siècles ont passé sur ces grandes douleurs, et l’on
bénit le navigateur génois, qui fit connaître le nouveau monde à l’Europe
chrétienne’’.64 Sorprende la similitud de perspectivas de esos juicios y de
los que formuló tiempo después Justo Sierra, horrorizado ante el prestigio
de las ‘‘deidades antropófagas’’, anhelantes de sacrificios ‘‘que tiñeron de
sangre a la ciudad [de México] y a sus pobladores’’, y que hicieron ‘‘pre-
ciso que este delirio religioso terminara; bendita la cruz o la espada que
marcasen el fin de los ritos sangrientos’’.65
Pero, siempre reticente ante el peculiar catolicismo implantado por
España en Indias, Fossey echa de menos una formación religiosa que in-
culcara en los indígenas valores morales y, más específicamente, los de-
beres del hombre con la sociedad:

trop souvent les prêtres catholiques suivent une voie erronée. Dans leurs
prêches et dans leurs livres, ils s’obstinent à n’entretenir leurs ouailles et
leurs lecteurs que de dogmes, de miracles, de mystères, sans s’apercevoir
que la morale publique retire peu de fruit de tous ces vains discours.66

62 ‘‘No han hecho más que añadir a sus antiguas supersticiones las del cristianismo de los tiem-
pos bárbaros’’ (ibidem, p. 53).
63 Cfr. ibidem, pp. 356-357.
64 ‘‘El alma se siente aliviada al pensar que han pasado tres siglos sobre estos grandes dolores, y
bendice al navegante genovés que dio a conocer al nuevo mundo a la Europa cristiana’’ (ibidem, p. 217).
65 Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, 1993, p. 61.
66 ‘‘Con demasiada frecuencia, los sacerdotes católicos siguen un camino erróneo. En sus prédi-
cas y en sus libros se obstinan en entretener a su grey y a sus lectores con dogmas, milagros, misterios,
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 135

Cuando Mathieu de Fossey trata de adentrarse en el terreno de la an-


tropología, no consigue librarse de los estereotipos acuñados tiempo atrás
por los ilustrados franceses y anglosajones del siglo XVIII, que a su vez
reprodujeron acríticamente las grotescas afirmaciones sobre el mundo
americano que había formulado Cornelius de Pauw.67 Así, pensaba Fos-
sey, el carácter primitivo de los indios les impedía discernir entre el bien
y el mal, y los incapacitaba para mentir: aunque, arrastrados por su credu-
lidad incauta, prestaban fácilmente fe a la impostura, y podían contribuir
a difundir los más fantásticos rumores.68
Esa ingenuidad se compatibilizaba a los ojos de Fossey con la des-
confianza y el recelo: disposiciones del ánimo indígena que, según nues-
tro autor, inhabilitaban de ordinario a los aborígenes americanos para ur-
dir conspiraciones. Existía, sin embargo, una salvedad: ‘‘mais si un
homme de quelque génie s’élevait parmi eux; s’ils se décidaient tous en-
semble à prendre pour chef quelque aventurier habile et entreprenant, on
verrait les blancs disparaître du sol mexicain en une seule campagne’’.69
Las condiciones de la época parecían idóneas para un estallido social,
que aterrorizaba a Fossey. Resuelto el problema del liderazgo, la revuelta
generalizada se preveía inminente, pues de un momento a otro podía aflo-
rar a la superficie el instinto salvaje del indio cultivador:

il ne devient barbare que s’il se voit soumis à des vexations qui fassent
naître en lui l’idée de la vengeance, ou si des hommes d’une classe plus
civilisée que la sienne parviennent à développer dans son coeur de mau-
vaises passions pour s’en servir ensuite comme d’un instrument.70

sin advertir que la moral pública se beneficia poco con todos esos vanos discursos’’ (Fossey, Mathieu
de, Le Mexique, p. 345).
67 Cfr. Pauw, Cornelius de, Recherches philosophiques sur les Américains ou Mémoires inté-
ressantes pour servir à l’histoire de l’espèce humaine par M. de P. avec une dissertation sur l’Améri-
que et les Américains par dom Pernetty, Londres, s. e., 1771. Véase también Duchet, Michèle, Antro-
pología e historia en el Siglo de las Luces. Buffon, Voltaire, Rousseau, Helvecio, Diderot, México,
Siglo Veintiuno, 1975, pp. 175-182, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indíge-
nas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 88.
68 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 42, nota 1, y 548.
69 ‘‘Pero si un hombre de cierto genio se alzara entre ellos; si se decidiesen todos juntos a adop-
tar como jefe a algún aventurero hábil y emprendedor, en una sola campaña se vería desaparecer a los
blancos del suelo mexicano’’ (ibidem, p. 471).
70 ‘‘No se torna bárbaro si no se ve sometido a vejaciones que hagan nacer en él la idea de la
venganza, o si hombres de una clase más civilizada que la suya llegan a desarrollar en su corazón
malas pasiones, para servirse de él como de un instrumento’’ (ibidem, p. 548).
136 MANUEL FERRER MUÑOZ

Fossey, tan timorato ante la eventualidad de un estallido de la furia


indígena, no deja de apreciar excelentes condiciones entre los integrantes
de esos pueblos aborígenes; por ejemplo, el virtuosismo musical que des-
cubrió, maravillado y atónito, en un notabilísimo concierto de guitarra y
harpa ejecutado por un peón zapoteco, empleado en la hacienda de Guen-
duláin.71 Embargado por esa emoción, Fossey se entretiene en ponderar
las buenas disposiciones de los indios para las artes y los oficios manua-
les. Excelentes artesanos, carecían sin embargo de interés por obtener ga-
nancias económicas que les permitieran mejorar de condición:

on ne doit pas espérer de pouvoir avant longtemps inspirer aux popula-


tions indigènes du goût pour un changement quelconque dans leur existence
normale. Elles sont aussi attachées à leur pauvreté que les peuples civilisés
le sont aux richesses; elles font autant pour la conserver que ceuxci pour
en sortir. De même que le Lapon ne change ni son gîte enfumé, ni son pois-
son sec, ni son huile puante pour notre bien-être et nos mets délicats, l’In-
dien mexicain préfère sa natte, sa tortille et ses coutumes agrestes aux
douceurs de la vie citadine.72

Los vejámenes de que eran objeto los indígenas revestían su máxima


intensidad en las haciendas, donde los peones ----mayoritariamente in-
dios---- trabajaban en condiciones de extrema sujeción, sobre todo en Tie-
rra Caliente.73 Fossey comprobó por sí mismo la dureza del trabajo exigi-
do por los ingenios azucareros, donde los accidentes laborales y las
consiguientes mutilaciones eran frecuentes;74 y denunció el estado de ser-
vidumbre al que se hallaban reducidos los indígenas de las tierras bajas:

les planteurs exercent une certaine juridiction sur leurs domaines: ils con-
naissent des délits ordinaires de police correctionnelle, et punissent par le
cepo ou la prison ceux qui s’en rendent coupables, soit à leur égard, soit

71 Cfr. ibidem, pp. 343-344.


72 ‘‘No cabe esperar que antes de largo tiempo se pueda inspirar a las poblaciones indígenas el
gusto por algún cambio en su existencia normal. Están tan apegadas a su pobreza como los pueblos
civilizados a sus riquezas; hacen tanto por conservarla, como éstos por escapar de ella. Del mismo
modo que el lapón no cambia su madriguera ahumada, ni su pescado seco, ni su aceite apestoso por
nuestro bienestar y nuestros manjares delicados, el indio mexicano prefiere su estera, su tortilla y sus
costumbres agrestes a las dulzuras de la vida ciudadana’’ (ibidem, p. 344).
73 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 305, 343-344, 443-444 y 454-458.
74 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 340-341.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 137

envers leurs camarades. Ce sont de petits souverains que l’on appelle que
Votre Grâce; tout tremble devant eux.75

La huella que dejaron en nuestro autor sus lecturas de divulgación


científica se traducen en un curioso pasaje de Le Mexique, donde se con-
jugan una mentalidad ilustrada ----concretada en el mito del buen salva-
je---- y una mezcla curiosa de racismo y de evolucionismo. La escena a
que nos referimos muestra a una muchacha mulata, que juega con un
mono capuchino que Fossey había regalado a sus hijos:

or, la petite mulâtresse avait beaucoup de ressemblance avec le singe.


C’étaient deux anneaux contigus de la grande chaîne des organisations
animales: le premier représentant la bête qui se rapproche le plus de
l’homme, le second l’être humain qui s’éloigne le moins de la brute.76

No son pocas las expresiones salidas de la pluma de Mathieu de Fossey


que hieren la sensibilidad del hombre de hoy, como la que acaba de citar-
se, o cuando refiere la atracción de uno y otro sexo entre los indios que, a
su juicio, obedecía sólo a la búsqueda de un placer puramente egoísta,
que explicaría la indiferencia en que permanecían marido y mujer si lle-
gaba el caso de tener que separarse.77
Según Fossey, los indios sentían con toda intensidad la pasión, hasta
el grado de abrasarse en amores incestuosos; ‘‘l’amour cependant, le vé-
ritable amour, leur est inconnu’’.78 Y tanto quiso enfatizar nuestro autor
el carácter primario de los sentimientos de los indígenas, que consagró
una extensa nota de Le Mexique a la exposición de sus ideas en torno a
este punto,79 e incluso se atrevió a criticar con severidad a Chateaubriand,
75 ‘‘Los propietarios de plantaciones ejercen una cierta jurisdicción sobre sus dominios: cono-
cen de los delitos ordinarios de policía correccional, y castigan con el cepo o la prisión a los que
resultan culpables, respecto a ellos mismos o respecto a sus compañeros. Son pequeños soberanos a
los que se da el tratamiento de Vuestra Gracia; todo tiembla ante ellos’’ (ibidem, p. 342). Cfr. también
Ferrer Muñoz, Manuel, La cuestión de la esclavitud en el México decimonónico: sus repercusiones
en las etnias indígenas, Bogotá, Instituto de Estudios Constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita,
1998, pp. 52-58.
76 ‘‘La pequeña mulata tenía un gran parecido con el simio. Eran dos anillos contiguos de la
gran cadena de las organizaciones animales: el primero representaba a la bestia que se acerca más al
hombre; el segundo, al ser humano que se aleja menos del bruto’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique,
p. 464).
77 Cfr. ibidem, pp. 27-28.
78 ‘‘Pero el amor, el amor verdadero, les resulta desconocido’’ (idem).
79 Cfr. ibidem, pp. 461-463.
138 MANUEL FERRER MUÑOZ

por haber supuesto equivocadamente que era posible encontrar en el fon-


do de las selvas y en medio de las inmensas praderas del Nuevo Mundo
sentimientos análogos a los que albergaban los corazones de sus contem-
poráneos europeos:
certes, le portrait des sauvages de l’Amérique tel que l’a tracé l’illustre
auteur d’ Atala est beaucoup plus beau que la réalité, pour le lecteur qui
n’a jamais perdu de vue les côtes du vieux continent. Mais le voyageur qui
a reçu l’hospitalité chez les Peaux-Rouges, soit aux États-Unis, soit au Me-
xique, et qui n’a jamais rien vu parmi eux qui ressemblât, même de loin, à
la délicatesse des sentiments de l’amante de Chactas ou de l’épouse de
René, ne peut jouir á cette lecture que de la beauté du langage et du char-
me de la fiction. Le reste ne lui offre que peu d’intérêt, parce qu’il est forcé
de s’écrier à chaque page, avec cette créole de la Nouvelle-Orléans: Oh!
comme c’est mensonge, ça!.80

Era imposible que escapara a la pluma de Fossey la tópica referencia


a la participación de los indígenas en las guerras insurgentes: un lugar
común que, no por manido, dejaba de encerrar una buena dosis de ver-
dad.81 Así, cuando narra el grito de independencia que profirió Hidalgo,
secundado por Allende y Abasolo, describe la reunión de todos los des-
contentos bajo el manto de la Virgen de Guadalupe, que cobijaba a ‘‘une
multitude d’Indiens et de gens de la basse classe’’;82 y cuando atiende al
giro táctico que se produjo después de la muerte de los primeros caudillos
insurgentes, en marzo de 1811, no deja de fijarse en la desaparición de
esas masas tumultuosas y sin freno, integradas por indios, que había con-
ducido Hidalgo.83
Tampoco desatendió Fossey la observación de algunos aspectos orga-
nizativos de las comunidades indígenas: por ejemplo, el peculiar modo de
80 ‘‘Desde luego, el retrato de los salvajes de América tal y como lo ha trazado el ilustre autor
de Atala es mucho más hermoso que la realidad, para el lector que nunca haya perdido de vista las
costas del viejo continente. Pero el viajero que ha disfrutado de la hospitalidad entre los Pieles Rojas,
en Estados Unidos o en México, y que no ha visto jamás nada entre ellos que recuerde, ni siquiera de
lejos, la delicadeza de sentimientos de la amante de Chactas o de la esposa de René, no puede gozar
en esta lectura más que de la belleza del lenguaje y del encanto de la ficción. El resto le ofrece poco
interés, porque a cada página se siente forzado a exclamar, con aquella criolla de Nueva Orleáns:
¡Oh!, ¡qué mentira es eso!’’ (ibidem, p. 463).
81 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘Las comunidades indígenas de la Nueva España y el movi-
miento insurgente (1810-1817)’’, Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, t. LVI-2, julio-diciembre
de 1999, pp. 513-538.
82 ‘‘Una muchedumbre de indios y de gente de la clase baja’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique,
p. 141).
83 Cfr. ibidem, p. 143.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 139

regirse por medio de sus caciques, descendientes de los antiguos señores


de la tierra. Y se dio cuenta de que, aunque la mayoría de esos caciques
poseían extensas propiedades, apenas se diferenciaban externamente de
los indios a cuyo frente se encontraban: sólo se distinguían de ellos por el
respeto y las muestras de deferencia de que eran objeto.84
Reaparecen esos mismos comentarios cuando Fossey narra su viaje
de México a Oaxaca, y su paso por el pueblo zapoteco de Cuicatlán: el
cacique de esta localidad no era rico, vestía como los demás indígenas,
ocupaba una modesta vivienda, compartía los trabajos de la gente del
pueblo; pero sí poseía una modesta fortuna adquirida gracias a su distin-
guida condición: ‘‘les habitants de ses anciens domaines lui fournissent
tous les jours de l’année une dizaine de corvées pour le service intérieur
et extérieur de sa maison’’.85
Retornando a un plano más general, no ceñido específicamente al
pueblo zapoteco, Mathieu de Fossey enfatiza la ausencia de poder real en
las manos del cacique, ‘‘qui ne règne sur ses sujets que par une déférence
virtuelle de leur part, et qui ne jouit aux yeux des créols d’aucune espèce
de considération’’.86
Como otros observadores mexicanos y extranjeros,87 Mathieu de Fos-
sey alcanzó a captar la existencia de diversos niveles económicos entre
los integrantes de las comunidades indígenas, y advirtió que el nopal pro-
ducía ingentes ganancias en el estado de Oaxaca que, en su mayor parte,
iban a parar a las manos de los indios que lo cultivaban.88 Asimismo ates-
tiguó la práctica de enterrar el dinero en el campo, en escondrijos que
sólo conocían los que lo ocultaban:

eux seuls connaissent leurs cachettes, et ne les découvrent jamais à qui que
ce soit; ils meurent sans en dire un mot à leurs enfants, et sans que ceux-ci
se mettent en peine de s’en informer. Si par hasard un Indien trouve un de

84 Cfr. ibidem, p. 137. Véase a este propósito Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María,
Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 123-124.
85 ‘‘Los habitantes de sus antiguos dominios le suministran todos los días del año una decena de
prestaciones personales para el servicio interno y exterior de su casa’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexi-
que, p. 338).
86 ‘‘Que no reina sobre sus súbditos sino por una deferencia virtual de parte de éstos, y que no
goza ante los ojos de los criollos de ninguna especie de consideración’’ (ibidem, p. 339).
87 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 123-125.
88 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 352.
140 MANUEL FERRER MUÑOZ

ces trésors, il en est comme effrayé, et recouvre soigneusement le dépôt


sacré sans en distraire un demi-réal, persuadé qu’il mourrait dans l’année
s’il se permettait le plus léger larcin aux mânes de l’enfouisseur.89

No escapó al atento Mathieu de Fossey la existencia de indígenas adi-


nerados que, sin modificar sus costumbres ni su modo de vida, ‘‘sacri-
fi[ai]ent au luxe et à la vanité’’,90 e invertían sumas considerables en el
mantenimiento de sus casas, donde podían encontrarse ricas vajillas, va-
riedad notable de vinos europeos y los más exquisitos alimentos, con que
obsequiaban a sus huéspedes, mientras que ellos se conformaban con una
frugal comida y bebían agua.91
Inclinados al derroche ----siempre según Fossey----, los indígenas no
reparaban en gastos para celebrar los nombramientos de sus alcaldes y
mayordomos: ‘‘dans ces solennités, ils régalent tous les habitants du
même lieu, payent les cérémonies de l’église, les musiciens, les feux d’ar-
tifice, etc., et décorent les saints de costumes neufs et brillants’’.92
Mathieu de Fossey distinguió entre indios salvajes e indios cultivado-
res. Y, aunque cargó la tinta en la ferocidad y sed de venganza de los prime-
ros, consideró que unos y otros eran incapaces de experimentar los senti-
mientos tiernos con que los hombres civilizados europeos ennoblecían los
placeres del amor.
Tras una breve descripción de las costumbres matrimoniales de salvajes
y cultivadores, que mostraban a éstos más respetuosos con las esposas, Fos-
sey señala otra nota que diferenciaba ambos modos de ser y de comportarse:
el salvaje no era celoso, ‘‘tandis que celui-ci ne veut, en général, partager
avec qui que ce soit la jouissance de ses droits d’epoux’’.93
Establecida esa dicotomía, resultaba imposible que Fossey se sustra-
jera a la incitación de pasear su mirada sobre las tribus nómadas de la

89 ‘‘Sólo ellos conocen sus escondites y no los revelan nunca a nadie; mueren sin decir una
palabra a sus hijos, y sin que éstos se preocupen de informarse. Si por casualidad un indio encuentra
uno de esos tesoros, se queda como aterrorizado, y vuelve a cubrir cuidadosamente el depósito sagra-
do, sin distraer medio real, persuadido de que moriría ese año si se permitiera el más pequeño hurto a
los manes del enterrador’’ (ibidem, p. 353).
90 ‘‘Ofrec[ía]n sacrificios al lujo y a la vanidad’’ (idem).
91 Cfr. ibidem, pp. 353 y 371.
92 ‘‘En estas solemnidades, invitan a todos los habitantes del lugar, pagan las ceremonias de la
iglesia, los músicos, los fuegos artificiales, etc., y adornan a los santos con vestidos nuevos y brillan-
tes’’ (ibidem, pp. 353-354).
93 ‘‘Mientras que éste no quiere, por lo general, compartir con nadie, quienquiera que sea, el
disfrute de sus derechos de esposo’’ (ibidem, p. 462).
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 141

frontera norte mexicana, que constituían un vivo ejemplo del modo de ser
‘‘bárbaro’’. El comercio de pepitas de oro era, prácticamente, el único
vínculo entre esos grupos salvajes y los mexicanos que habitaban en las
regiones confinantes con el desierto.94 Por lo general, sin embargo, las re-
laciones entre unos y otros eran extremadamente hostiles, y el daño cau-
sado por las depredaciones de aquellas gentes bárbaras era invaluable y
provocaba heridas ‘‘sangrantes’’ a la República:

voilà déjà plus de vingt-cinq ans que les Comanches et les Apaches ont
envahi les provinces septentrionales, qu’ils volent les bestiaux, incendient
les fermes et les villages, égorgent les habitants et emmènent les enfants en
captivité. Ils se sont avancés jusqu’à Zacatecas et à Jalisco, et pénètrent
chaque année plus avant. Chassés de leurs déserts par les Américains, ils ne
tarderont pas à se rendre maîtres permanents des États de la frontière.95

A título anecdótico vale la pena observar que, cuando en diciembre


de 1851 se inauguró una plaza de toros en la ciudad de México, hubo un
espectáculo taurino a cargo de dos indios comanches: aunque Fossey da
cuenta de la inauguración de ese foso, no debió de hallarse presente, pues
de otro modo no hubiera dejado de reseñar la llamativa exhibición, de la
que informó con detalle la prensa local.96
No ocultó Fossey su decepción por la ineptitud política del último go-
bierno de Santa Anna, que derrochó inútilmente el dinero obtenido por la
venta de La Mesilla y por las contribuciones de toda especie con que se
asfixió a la nación. Así, mientras que los indios bárbaros del norte asola-
ban los estados de Sinaloa, Sonora, Chihuahua, Durango y Zacatecas, el
ejército permaneció sordo a las desesperadas llamadas de auxilio de los
habitantes de aquellas regiones, ocupado en pasar el tiempo en lujosos
desfiles bajo las ventanas de Su Alteza Serenísima.97
94 Cfr. ibidem, p. 143.
95 ‘‘Hace más de veinticinco años que los comanches y los apaches han invadido las provincias
septentrionales, que roban los animales, incendian los ranchos y los pueblos, asesinan a sus habitantes
y se llevan cautivos a sus hijos. Han llegado hasta Zacatecas y Jalisco y, cada año, penetran más
adelante. Expulsados de sus desiertos por los americanos, no tardarán en convertirse en los dueños de
los estados de la frontera’’ (ibidem, p. 470). Cfr. también ibidem, p. 445, y Ferrer Muñoz, Manuel y
Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 563-571.
96 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 240, y El Monitor Republicano, 6 de diciembre de
1851, en Rojas Rabiela, Teresa (coord.), El indio en la prensa nacional mexicana del siglo XIX: catá-
logo de noticias, México, Secretaría de Educación Pública, Cuadernos de La Casa Chata, 1987, vol. I,
p. 121.
97 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 186-187.
142 MANUEL FERRER MUÑOZ

Las amenazas de los indios salvajes procedían también, a los ojos de


Fossey, de las lejanas tierras del sur, donde las razas blancas peligraban
por el estallido de la guerra de castas.98 Precisamente por esos años, con
ocasión de la guerra desencadenada por los mayas de Yucatán, prendió
con fuerza renovada en muchos ambientes de la República mexicana el
convencimiento de que esos indígenas encarnaban la barbarie, por lo que
su misma presencia amenazaba con el fin de la civilización, ya fuera la
europea o la española.99
Aunque para los habitantes de las ciudades del centro del país pudiera
pasar inadvertido el peligro de contagio, éste resultaba inminente en la
percepción de Fossey, que había sido testigo de varias revueltas promovi-
das por ‘‘indios cultivadores’’, que también se habían conjurado para ex-
terminar a la raza blanca: ‘‘quelle digue leur opposerait-on, si après s’être
comptés ils recommençaient leurs hostilités tous à la fois?’’.100
No deja de guardar semejanza esa reflexión con la que desarrolló en
fechas muy próximas José Antonio Gamboa, representante de Oaxaca
ante el Congreso de 1856-1857, cuando se discutía sobre la atracción de
mano de obra extranjera que, en opinión de este diputado, representaba la
mejor solución para acabar con la guerra de castas y el predominio de los
indígenas: ‘‘¿qué remedio á ese mal que nos amenaza de ser absorbidos
por la raza indígena? Señor, á una avalancha humana, una barrera huma-
na; á cinco millones de indios, diez millones de blancos; á la guerra de
castas, en fin, poblacion, emigracion europea’’.101
La sucesión de insurrecciones alarmaba a Fossey, conocedor de la
grave conmoción que se había producido en Oaxaca pocos meses antes de
su llegada, a comienzos de 1837. La ciudad había sido atacada y expolia-
da por una fuerza militar de cuatrocientos hombres, todos mixtecos que,
comandados por un jefe llamado Acevedo, proclamaron la federación, sin
que los mil quinientos hombres que componían la guarnición local hicie-
ran nada efectivo por contener esos desmanes.102

98 Cfr. ibidem, p. 470.


99 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a me-
diados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 18-19 y 57.
100 ‘‘¿Qué dique se les opondría si, después de haber medido sus fuerzas, recomenzaran las hos-
tilidades todos a la vez?’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 470).
101 Intervención de José Antonio Gamboa ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 4 de
agosto de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y
1857, vol. II, p. 56).
102 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, pp. 358-360.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 143

También presenció Mathieu de Fossey el levantamiento de Jichu de


1849 y los contemporáneos intentos insurreccionales en Tlalnepantla y
Azcapotzalco, en las mismísimas inmediaciones de la ciudad de México.
Asustaba también a Fossey el rencor hacia blancos y mestizos de que ha-
cían ostentación los zapotecos de Oaxaca, que ‘‘saisiraient avec empres-
sement l’occasion de répandre leur sang’’;103 aunque algo debió de tran-
quilizarle la actitud amable hacia los franceses ----y hacia su persona, en
particular---- de que hicieron gala los habitantes de un pueblo indígena del
estado de Michoacán, donde lo sorprendió la revuelta que promovió Jichu
en aquella región.104
Por eso, y a pesar de que Fossey conocía la inferioridad demográfica
de los indígenas, no dejaba de inquietarse por el predominio de éstos en
estados tales como Oaxaca, Chiapas, Yucatán y Tabasco. El panorama
podría llegar a ser aterrador, si pueblos indígenas tan aguerridos como los
lacandones o los chamulas ‘‘donnassent la main à leurs frères d’Yucatan,
qui sont en insurrection permanente, pour triompher de tout ce qui n’est
pas de leur couleur’’.105
Para entonces, proseguía un espantado Fossey, habría llegado a mate-
rializarse el peligro de la República de Sierra Madre que, desde hacía ya
años, amenazaba a la Unión mexicana: sumada esa presión a la que ejer-
cían los codiciosos vecinos del norte, podía pensarse que los días de ex-
istencia política de la nación mexicana estaban contados.106 De concretar-
se esos temores, el piadoso Mathieu de Fossey contemplaba al clero
católico como la primera víctima ofrecida a los manes de la patria: ‘‘la
religion catholique est à la veille de succomber, soit par l’annexion du
Mexique aux États-Unis, soit par la liberté des cultes, qui peut être pro-
clamée d’un moment à l’autre par les amis du progrès’’.107 Concedida la
libertad de cultos, no tardarían en retornar a la idolatría los indios que

103 ‘‘Aprovecharían enseguida la oportunidad de derramar su sangre’’ (ibidem, p. 471).


104 Cfr. ibidem, p. 278. Por contraste, la insurrección de Acevedo a que se ha hecho referencia
en párrafo anterior había dado lugar a la persecución y despojo de varios franceses establecidos en
Oaxaca: cfr. ibidem, pp. 358-359.
105 ‘‘Diesen la mano a sus hermanos de Yucatán, que están en insurrección permanente, para
triunfar sobre todo lo que no es de su color’’ (ibidem, p. 471).
106 Cfr. ibidem, p. 472. En un pasaje anterior, Fossey especifica que esa República de Sierra
Madre era la que proyectaba Santiago Vidaurri, que pensaba declarar independiente su estado y anexio-
narlo después a la Unión Americana: cfr. ibidem, p. 445.
107 ‘‘La religión católica está a punto de sucumbir, sea por la anexión de México a Estados Uni-
dos, sea por la libertad de cultos, que puede ser proclamada de uno a otro momento por los amigos
del progreso’’ (ibidem, p. 472).
144 MANUEL FERRER MUÑOZ

habitaban lejos de las ciudades y, rota así su sujeción a la Iglesia, desapa-


recería el único vínculo que los ligaba a la sociedad civilizada.108
Desde una perspectiva muy diferente, José María Lafragua alertó a
sus compañeros del Congreso Constituyente de 1856-1857 sobre las pre-
visibles manipulaciones de la libertad de cultos, que serviría a ‘‘los ene-
migos de la reforma’’ para explotar la credulidad de los indios y ‘‘hacerlos
entender, no que se han tolerado los cultos por razones de alta política,
sino que á ellos se les ha devuelto su religion’’. Un engaño semejante po-
día acarrear consecuencias en cadena: ‘‘de induccion en induccion los in-
dios, que creen que se les ha devuelto su culto, querrán que se les devuel-
van sus bienes, y llegarán á pensar en el trono de Guatimotzin’’.109
Mathieu de Fossey, que había introducido la dicotomía de indios sal-
vajes y cultivadores, también estableció marcadas diferencias entre el in-
dio de los climas cálidos y el que habitaba regiones más elevadas:

ce dernier mène une vie de privations continuelles, tandis que l’autre jouit
sans peine des richesses de la végétation. Aussi à messure que l’on s’éloigne
des côtes, s’aperçoit-on d’un changement frappant dans la classe des In-
diens; plus on s’élève, plus ils se montrent malpropres, et on finit par n’a-
voir sous les yeux que des haillons d’une saleté dégoûtante.110

Durante el viaje que realizó desde Veracruz a México, Fossey pudo


ahondar en ese tipo de observaciones, y escribió sobre el cambio de paisaje
humano que se apreciaba después de dejar atrás Jalapa: los pueblos apare-
cían habitados por indígenas sucios, tristes y miserables que trabajaban
una tierra avara y se alojaban en mugrientas chozas.111
En relación con la visita que cursó Fossey a Puebla, Cholula y Tlaxcala,
cuyo recuerdo se revive en Le Mexique ----sazonado su relato con algunas
disgresiones históricas----, sobresale un comentario que dedica a aquella
última población. A tono con una manera de contemplar frecuente entre
108 Cfr. idem.
109 Intervención de José María Lafragua ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 1 de
agosto de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y
1857, vol. II, p. 12).
110 ‘‘Este último lleva una vida de continuas privaciones, mientras que el otro goza sin pesar de
las riquezas de la vegetación. También a medida que nos alejamos de las costas, se advierte un llama-
tivo cambio en la clase de los indios: cuanto más avanzamos en altitud, más sucios se muestran, y
acabamos por no tener ante los ojos más que harapos de una suciedad repugnante’’ (Fossey, Mathieu
de, Le Mexique, p. 30).
111 Cfr. ibidem, pp. 102-103.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 145

los viajeros que recorrieron ciudades poseedoras de un heroico pasado


prehispánico, evoca el contraste entre unos gloriosos tiempos pretéritos y
un mezquino presente: ‘‘cette fameuse république n’est plus qu’un point
sans intérêt pour l’archéologue et sans importance politique ou commer-
ciale, malgré son titre de capitale du territoire du même nom’’.112
La misma impresión de abandono y de decadencia se desprende de la
escueta reseña que Fossey dedica a los indígenas que poblaban los llanos
de Apan, ocupados preferentemente en la comercialización del pulque
que, sin embargo, no llegaba en condiciones aceptables a la ciudad de
México:

les Indiens qui l’apportent y mêlent souvent de l’eau pour restituer à la


quantité le tribut que leur gosier altéré prélève sur la qualité; puis les ou-
tres de porc dans lesquelles on le transporte lui communiquent une odeur
nauséabonde; enfin il n’y a qu’un temps fort court pendant lequel le pul-
que est potable, et Mexico est trop éloigné des plaines d’Apan pour qu’il y
arrive au point précis de fermentation qui le rend agréable.113

Pero donde tal vez Fossey encontró un ambiente más oprimente, por
miserable, fue en el trayecto desde el lago de Texcoco a San Juan Teoti-
huacán, a causa del aspecto miserable y horroroso de las aldeas de los
indios, levantadas en la llanura que circunda el lago, cuyas eflorescen-
112 ‘‘Esta famosa república no es más que un punto sin interés para el arqueólogo y sin impor-
tancia política ni comercial, a pesar de su título de capital del territorio del mismo nombre’’ (ibidem,
p. 112). Sobre el tratamiento de las peculiaridades de Tlaxcala en la Constitución de 1824, que aplazó
la decisión sobre el status que habría de conferírsele a esa entidad, si estado o territorio de la Federa-
ción, y sobre la debatida incidencia en esa presunta postergación del carácter mayoritariamente indí-
gena de sus habitantes, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado
nacional en México en el siglo XIX, p. 60, y Clavero, Bartolomé, ‘‘Colonos y no indígenas. ¿Modelo
constitucional americano? (Diálogo con Clara lvarez)’’, Anuario de Historia del Derecho Español,
Madrid, t. LXV, 1995, pp. 1,012-1,013.
113 ‘‘Los indios que lo llevan lo mezclan a menudo con agua, para restituir a la cantidad el tribu-
to que sus gaznates alterados descuentan de la calidad; además, los odres de cerdo en que lo transpor-
tan le comunican un olor nauseabundo; en fin, es muy corto el tiempo durante el cual el pulque es
potable, y México está demasiado alejado de los llanos de Apan para que llegue en el punto preciso
de fermentación que lo hace agradable’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 107). Un episodio pos-
terior de Le Mexique matiza esa apreciación: ‘‘nous voilà bien près des plaines d’Apan, renommées
par l’excellence de leur pulque. Zinguilucan, je commençais à trouver supportable cette boisson
pour laquelle j’avais toujours éprouvé de la répugnance et elle me parut décidément bonne à Tulan-
cingo, à l’heure du déjeuner’’ (‘‘estamos muy cerca de los llanos de Apan, renombrados por la exce-
lencia de su pulque. En Zinguilucan comencé a encontrar soportable esta bebida por la que siempre
había experimentado repugnancia, y me pareció decididamente buena en Tulancingo, a la hora del
almuerzo’’: ibidem, p. 316).
146 MANUEL FERRER MUÑOZ

cias salinas procuraban a sus habitantes indígenas su exclusivo sustento


económico:

je n’ai jamais rien vu de si misérable, de si affreux que leurs hameaux;


chaque case, mal bâtie en briques crues, se confond avec les monceaux de
terre dont elle est entourée. Aucune verdure, aucune végétation n’existe à
l’entour: tout y est terre, tout présente une couleur uniforme; et la vue des
pauvres habitants de ces terriers accroît encore l’impression pénible qu’on
éprouve en considérant ces misérables retraites.114

Buen conocedor de la región del istmo de Tehuantepec, Fossey reco-


ge algunas noticias sobre la diversidad étnica de Oaxaca, aunque sólo
menciona a zapotecos, mixes, huaves y mixtecos: menos civilizados los
dos últimos grupos que los zapotecos, afirma Fossey, comunicaban poco
entre sí, y practicaban todavía su antiguo culto. Todos conservaban el uso
de sus lenguas propias, que nada tenían que ver con el náhuatl. Y, sin
embargo, Fossey se contradice en otro pasaje de Le Mexique, pues des-
pués de haber afirmado que la lengua en que se expresaban los habitantes
de la provincia de Oaxaca nada tenía que ver con el mexicano, mantiene
que la mayoría de esos indios ‘‘de pura raza’’ de la región de Coatzacoal-
cos hablaban sólo náhuatl.115
Los indios ‘‘de pura raza’’ compartían la costa de México con otros
grupos étnicos: mestizos, negros y zambos. La dulzura de carácter y sen-
cillez de costumbres de los indígenas contrastan, ante los ojos de Fossey,
con la astucia y el conjunto de vicios de que hacían gala los demás.116
Esa diversidad se observaba también en la costa del Océano Pacífico:
los indios que poblaban esa región poseían un natural menos simpático que
el de los numerosos negros que allí había; pero unos y otros compartían la
misma despreocupación y la misma apatía.117 Peor aún resultó el concep-
to que se formó Fossey de los indígenas del pueblo de Zumpahuacan,
cuya costumbre de comer escorpiones le causó profunda repugnancia:

114 ‘‘Nunca he visto nada tan miserable ni tan horroroso como sus caseríos; cada choza, mal
construida con ladrillos sin cocer, se confunde con los montones de tierra de que está rodeada. Nin-
gún verdor, ninguna vegetación existe alrededor: todo allí es tierra, todo presenta un color uniforme;
y la vista de los pobres habitantes de estas guaridas todavía aumenta la penosa impresión que se
experimenta al contemplar estos alejados parajes’’ (ibidem, p. 315).
115 Cfr. ibidem, pp. 25, 49 y 466-467.
116 Cfr. ibidem, p. 23.
117 Cfr. ibidem, p. 313.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 147

on croirait que cet aliment influe sur le caractère de ces Indiens, si les
théories physiologiques ne rejetaient cette croyance: ils son méchants et
colères, au point d’avoir donné lieu à ce proverbe: Méchant comme un
Indien ou comme un scorpion de Zumpahuacan.118

Desde luego, cabe poner en tela de juicio la perspicacia y la originali-


dad de Fossey cuando realizaba aquellas observaciones sobre las caracte-
rísticas de los diversos grupos raciales, que respondían a unos prejuicios
que se remontaban a tiempos muy antiguos. Valga como ejemplo una real
cédula de 1578, con la que la Corona española quería salir al paso de los
inconvenientes que parecían seguirse para los naturales de la provincia de
Yucatán del trato con mulatos, mestizos y negros,

porque demás, que los tratan mal, y se siruen de ellos, les enseñan sus ma-
las costumbres, y ociosidad, y tambien algunos errores, y vicios, que po-
drian estragar, y estorvar el fruto que se desea para la salvacion de las al-
mas de los dichos Indios, y que viuan en policia. Y porque de semejante
compania no puede pegarseles cosa que les aproueche, siendo vniuersal-
mente tan mal inclinados los dichos Mulatos, Negros, y Mestizos.119

A los pocos indígenas que dominaban el español, muy apreciados en


su calidad de intérpretes, se les llamaba ‘‘gentes de razón’’.120 Esta deno-
minación, peyorativa para el común de los indígenas, que quedaba fuera
de tal aprecio, alcanzó una difusión tan amplia en México durante el siglo
XIX que incluso se deslizó en algunos textos redactados por legisladores
de un Constituyente tan escrupuloso con la terminología como el de
1856-1857. Así ocurrió en un voto particular presentado por la minoría de la
comisión de División Territorial en diciembre de 1856.121 Un historiador
liberal tampoco tuvo empacho en distinguir dos categorías de vecinos en
Zitácuaro, cuando describía el apoyo que la ciudad proporcionó a la causa
nacional durante la Intervención francesa: indios de raza pura y gente de
118 ‘‘Se creería que este alimento influye en el carácter de estos indios, si las teorías fisiológicas
no rechazaran esa creencia: son malos y coléricos, y han dado pie a este proverbio: Malo como un
indio o como un escorpión de Zumpahuacan’’ (ibidem, p. 311).
119 Cit. en López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, México, Editorial Academia Literaria,
1957, libro VII, capítulo II, p. 371.
120 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 25.
121 Cfr. voto particular de la minoría de la comisión de División Territorial, 19 de diciembre de
1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol. II,
p. 725).
148 MANUEL FERRER MUÑOZ

razón; y añadió acerca de los primeros: ‘‘los indios son, por lo común,
indiferentes a las cuestiones políticas y guardan completo egoísmo e in-
dolencia para con los beligerantes’’.122
Después de haber expuesto una larga lista de comentarios sobre las
comunidades indígenas del territorio del istmo de Tehuantepec ----la deli-
berada lejanía de sus aldeas de los demás centros habitados, la existencia
de otras etnias que se aprovechaban de los indios, la ignorancia del espa-
ñol de parte de la casi totalidad de los aborígenes y el consiguiente des-
precio en que se les tenía...----, Fossey se ocupa de ilustrar a sus lectores
acerca de las casas reales que existían en los pueblos de indios, con la
finalidad de alojar a los viajeros:

en arrivant dans un village d’Indiens, ils vont loger de droit à la maison


commune, où l’alcade est tenu de leur envoyer deux topils, c’est-à-dire
deux adjoints, qui, moyennant une légère rétribution, soignent leurs che-
vaux et préparent leur souper. Cette maison ne se compose que d’une pièce,
meublée d’une table et d’un banc, tribunal de l’alcade; de sorte qu’on se
trouve forcé de coucher par terre, si on n’a pas eu la précaution d’appor-
ter un lit.123

La importancia que se concedía a estos edificios que Mathieu de Fos-


sey describió tan acuciosamente se patentiza por la extraordinaria vigen-
cia de la institución de las casas reales que, aunque muy desmejorada,
aún prevalecía en el siglo XIX.124 El mismo Fossey experimentaría en sus

122 Ruiz, Eduardo, Historia de la guerra de Intervención en Michoacán, México, Talleres Gráfi-
cos de la Nación, 1940, p. 76.
123 ‘‘Cuando [los viajeros] llegan a un pueblo de indios, van a alojarse ----por derecho que les
corresponde---- en la casa común, a la que el alcalde envía dos topiles, es decir, dos adjuntos que,
mediante una ligera retribución, cuidan de sus caballos y preparan su cena. Esta casa se compone de
una sola pieza, amueblada con una mesa y un banco, el tribunal del alcalde; de manera que no hay
más remedio que dormir en el suelo, si no se ha tenido la precaución de llevar una cama’’ (Fossey,
Mathieu de, Le Mexique, p. 25).
124 John L. Stephens dedicó varios pasajes de uno de sus libros de viajes a esta institución: cfr.
Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, vol. I, p. 230, y vol. II, pp. 3 y 157. Véase también
Lameiras, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, Secretaría de
Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, p. 106. Muchas de las casas reales que se alzaban en Yucatán
habían sido construidas en la época del gobernador español Antonio de Figueroa (1612-1617): cfr.
López Cogolludo, Diego, Historia de Yucatán, libro IV, capítulo XVII, p. 226, y libro IX, capítulo II,
p. 471. La extinción legal de las casas reales se produjo a raíz del decreto del estado de Yucatán del
12 de septiembre de 1868, que suprimió las repúblicas de indígenas: ‘‘los Ayuntamientos ó Juntas
municipales destinarán los edificios llamados ‘Casas reales’ para escuelas ú otros usos de utilidad
comun, prévia aprobacion del gobierno’’ (decreto del 12 de septiembre de 1868, en Ancona, Eligio,
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 149

propias carnes, durante su estancia en Alvarado, la incomodidad que po-


día acarrear la ausencia de este tipo de alojamiento que, como ya se dijo,
funcionaba únicamente en las poblaciones de indígenas.125
Otros comentarios de Fossey sobre la arquitectura colonial de la Nueva
España permiten calar en sus prejuicios antiespañoles y sus inclinaciones
neoclásicas, que le arrastran a despreciar la estética de la catedral de México,
que se le antoja de mal gusto, carente de particularidades dignas de llamar la
atención, y empequeñecida por la monumentalidad que revelaban los ves-
tigios del extinguido esplendor de los aztecas, realzado ante la vista de los
capitalinos desde que en julio de 1843 se demoliera el Parián.126
El ejército constituía tradicionalmente un mecanismo de vinculación del
indígena con la sociedad de que, aunque de modo inconsciente, formaba
aquél parte (cfr. capítulo primero, VII, 2). A los ojos de Fossey, la institución
militar se presentaba en México desprovista de seriedad y de prestigio, y so-
brada de carencias que se hacían ostensibles en el atuendo de los soldados.
Así comenta una revista de tropas a la que asistió, perplejo, en Alvarado:

cette réunion de misérables, qui prenait le nom pompeux de régiment, se


composait d’environ cent cinquante Indiens, nègres, zambres et métis, les
uns vêtus de pantalons de toile et de couvertures de laine, les autres de
caleçons et de lambeaux de chemises. Leurs chapeaux de paille étaient
noircis par le temps; et à l’exception des chefs et des sous-officiers, aucun
de ces étranges guerriers n’avait de chaussure.127

No deja de ser notable la composición étnica de ese triste regimiento,


en el que no estaban representadas las gentes de raza blanca que, por lo
general, podían escabullirse con más facilidad de una conscripción que

Coleccion de leyes, decretos, ordenes y demás disposiciones de tendencia general, expedidas por el
Poder Legislativo del Estado de Yucatán: formada con autorizacion del gobierno, Mérida, Imprenta
de ‘‘El Eco del Comercio’’, 1884, t. III, p. 301).
125 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 74.
126 Cfr. ibidem, pp. 208-209, y Díaz y de Ovando, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, pp.
171-173.
127 ‘‘Este conjunto de miserables, que recibía el pomposo nombre de regimiento, se componía de
unos ciento cincuenta indios, negros, zambos y mestizos, vestidos unos con pantalones de tela y de man-
tas de lana, y otros con calzoncillos y jirones de camisas. Sus sombreros de paja estaban ennegrecidos
por el tiempo; y, con excepción de los jefes y suboficiales, ninguno de esos extraños guerreros lleva-
ba calzado’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 76). No distaba mucho ese siniestro cuadro del que
trazó Duplessis sobre la fuerza militar de Veracruz: cfr. Duplessis, Paul, Un mundo desconocido ó
Viajes contemporáneos por Méjico, Madrid, Imprenta de La Correspondencia de España, 1861,
pp. 6-7.
150 MANUEL FERRER MUÑOZ

resultaba inmisericorde para los demás grupos raciales, menos favoreci-


dos por la fortuna y relegados a los escalones inferiores de la pirámide
social.
Ciertamente, Fossey matiza después el cuadro de la institución mili-
tar que había trazado a partir de lo que vio en Alvarado y reconoce que,
en las grandes ciudades del país, había podido asistir al desfile de tropas
mejor vestidas y provistas de buen armamento, aunque añade que el brillo
de esos cuerpos se opacaba con rapidez, por el descuido de los soldados y
la falta de vigilancia de los oficiales.128 Y en otro pasaje, después de pro-
clamar su deseo de no ofender a nadie y de no herir susceptibilidad algu-
na cuando escribía sobre la historia de México, enuncia la imposibilidad
de narrar cualquier suceso relacionado con los campos de batalla, sin que
esa descripción dejara de convertirse en un reproche, una acusación tácita
contra la milicia.129
No duda Fossey en atribuir las deficiencias del ejército mexicano a
los mecanismos empleados para reclutar la tropa, que resultaba integrada
por los desechos de la sociedad: ladrones y asesinos a los que se ofrecía
la posibilidad de escoger entre la cadena del presidiario o el uniforme mi-
litar. Cuando escaseaba el número de criminales preciso para nutrir las
filas del ejército, se recurría a las levas: y aquí entraban ‘‘les malheureux
Indiens qu’on rencontre, et en les expédiant garrottés au cheflieu de re-
crutement’’.130 La consecuencia inevitable era la deserción generalizada:
‘‘on retient difficilment sous les drapeaux les Indiens de pure race; ils
désertent presque tous’’.131
En otro lugar, nuestro autor refiere sus recuerdos de las levas que se
practicaron en 1836, con destino al ejército que había de intervenir en Te-
xas para impedir la segregación del territorio. Los infelices que eran de-
clarados soldados, lejos de pensar en el honor que representaba servir con
las armas a su país, buscaban ansiosamente sustraerse a esa responsabili-
dad mediante la fuga: por eso, y para prevenir las deserciones, se los enla-
zaba con nudos corredizos, como hacían los ojeadores de toros en las de-
hesas.132

128 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 77.


129 Cfr. ibidem, p. 517.
130 ‘‘Los desgraciados indios a los que se encuentra que, atados, son conducidos al encargado
local del reclutamiento’’ (ibidem, p. 91). Cfr. ibidem, pp. 266-267.
131 ‘‘A duras penas se retiene bajo las banderas a los indios de raza pura; desertan casi todos’’
(idem).
132 Cfr. ibidem, p. 494.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 151

Ni siquiera se beneficiaron esas pobres gentes cuando, en 1853, Santa


Anna decretó el fin de las levas y su sustitución por el sistema de sorteo
al que estarían sujetas todas las clases de la sociedad:

le jour où le premier tirage à la conscription eut lieu à Guanaxuato, j’ai vu


de mes propres yeux faire une levée de force au village de Mellado, à un
quart de lieue de la ville. On s’empara d’une vingtaine d’ouvriers mi-
neurs, qu’on arracha ainsi à leurs familles au mépris de toutes les lois hu-
maines.133

Por cierto, que en el Constituyente de 1856-1857 se recordarían otras


actuaciones de López de Santa Anna menos complacientes con los indí-
genas. Así, un diputado reprobó la conducta de Santa Anna cuando escaló
el poder y, con el apoyo de los conservadores, procedió a una violenta
represión de quienes no compartían su modo de pensar: ‘‘en su saña no se
olvidaron ni de los pobres indios de Jico, que en 1845 detuvieron al dicta-
dor en su fuga’’.134 Y Carlos de Gagern comentó, acerca de las disposicio-
nes de Santa Anna en favor de los indígenas: ‘‘á pesar de la ley sobre
reclutamiento, basada sobre aquel principio de exclusion, recurria conti-
nuamente al odioso sistema de la leva’’.135
No obstaba lo anterior para que, con carácter excepcional, hubiera in-
dígenas que prestaban eficaces servicios de armas, como los habitantes
del Bajío y de la Mixteca que, en opinión de Fossey, conservaban la beli-
cosidad que los había distinguido en tiempos del Imperio azteca. Un ar-
quetipo de esa bravura era el general León, cacique mixteco, que sobresa-
lió por su valor en la defensa de Molino del Rey frente a las tropas de
Scott.136
133 ‘‘El día en que tuvo lugar el primer sorteo para la conscripción en Guanajuato, vi con mis
propios ojos cómo se practicaba una leva forzosa en el pueblo de Mellado, a un cuarto de legua de la
ciudad. Se prendió a una veintena de obreros mineros, a los que se arrancó de sus familias de esa
manera, en desprecio de todas las leyes humanas’’ (ibidem, p. 495).
134 Intervención de Santos Degollado ante el Congreso Constituyente de 1856-1857, 3 de marzo
de 1856 (Zarco, Francisco, Historia del Congreso Estraordinario Constituyente de 1856 y 1857, vol.
I, p. 73). También aparece reseñado este episodio por la pluma de Fossey: cfr. Fossey, Mathieu de, Le
Mexique, p. 173.
135 Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la
Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 809. Cfr. Covo,
Jacqueline, Las ideas de la Reforma en México (1855-1861), México, UNAM, Coordinación de Hu-
manidades, 1983, p. 334.
136 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 267. Acerca de la actitud de las comunidades indí-
genas durante la guerra entre México y Estados Unidos, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López,
María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 168, 336, 442-443 y 623.
152 MANUEL FERRER MUÑOZ

Más contundentes fueron, si cabe, las críticas que Fossey dirigió a los
representantes de la ciudadanía en el Congreso nacional. El texto que si-
gue nos exime de más comentarios al respecto: ‘‘dans une période de plus
de vingt-deux ans, je n’ai pas eu connaissance d’une seule loi du congrès,
d’un seul décret du gouvernement, qui en fût dicté par un esprit étroit ou
par une passion condamnable’’.137
El lamentable estado de la institución militar y la baja calidad del tra-
bajo desarrollado por los legisladores contrastaban con los progresos que
Fossey advertía en otros órdenes, como el trazado urbano de la ciudad de
México, la calidad de la prensa capitalina y la modernización a que había
dado origen la creciente influencia de los europeos. Sin embargo, la polí-
tica interior del país continuaba siendo deplorable, hasta el extremo de
que Fossey pensaba que las cosas no hacían sino empeorar, sin que nin-
guna de las fuerzas partidistas ----liberales moderados, conservadores, ul-
traliberales---- se mostrara capaz de ofrecer soluciones eficaces.138
A propósito de la guerra con Francia de 1838, Mathieu de Fossey
volvió a expresar cierto desprecio hacia las armas mexicanas, incapaces
de defender San Juan de Ulúa frente a la flota francesa;139 y, al mismo
tiempo, mostró su admiración por la ausencia de resentimiento entre las
clases bajas de la capital mexicana, aparentemente indiferentes ante la
propaganda antifrancesa sembrada por algunos elementos de la clase polí-
tica y por los órganos de prensa que les servían de altavoz:

cuando por los años de 1838, después de la toma del castillo de San Juan
de Ulúa, algunos votos aislados pedían a voz en cuello que se repitiesen
con los franceses otras vísperas sicilianas, todos esos léperos,140 para los
cuales un asesinato es una friolera, se quedaron fríos, desoyendo esta pro-
vocación al crimen; y lejos de añadir a los males del destierro actos de vio-
lencia y maldiciones, se manifestaban compadecidos por la suerte de los
desterrados, brindándoles con la asistencia y los auxilios que en sus manos
estaba darles.141

137 ‘‘En un período de más de veintidós años, no he tenido conocimiento de una sola ley del
congreso, de un solo decreto del gobierno, que no estuviera dictado por un espíritu estrecho o por una
pasión condenable’’ (Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 261).
138 Cfr. ibidem, pp. 442-444.
139 Cfr. ibidem, p. 86.
140 En Le Mexique, Fossey identifica al lépero con el indio habitante de la ciudad: cfr. ibi-
dem, p. 549.
141 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, pp. 145-146. Cfr. también Fossey, Mathieu de, Le Mexi-
que, p. 514. Otras aserciones sobre la buena disposición de los indígenas hacia los franceses, ibidem,
p. 278.
VISIÓN DEL MUNDO INDÍGENA MEXICANO 153

Los franceses desterrados encontraron también valedores entre las


clases altas de la sociedad mexicana, que recibieron con disgusto el de-
creto de expulsión y prodigaron inequívocas muestras de afecto a cuantas
personas conocían de nacionalidad francesa. Fossey recordó siempre con
agradecimiento que las autoridades de Oaxaca lo exceptuaron de la ex-
pulsión, aunque ni siquiera había solicitado ese favor.142

IV. CONCLUSIONES

Antes de terminar estas apretadas páginas, juzgamos pertinente trazar


un balance sintético de las más interesantes aportaciones de los escritos
de Mathieu de Fossey para una profundización en las relaciones entre in-
dianidad y mexicanidad.
Quisiéramos destacar, en primer lugar, la importancia que Fossey
concede a la colonización, como factor de progreso y como contrapeso
demográfico del nutrido elemento indígena, inquieto e inclinado a involu-
crarse en las revueltas que sacuden el agro mexicano durante los años
centrales del siglo XIX. Fossey participa de la certeza que tienen muchos
de sus contemporáneos en la eficacia de la tarea civilizadora de la raza
blanca, y en la necesidad de ‘‘civilizar’’ a los atrasados indígenas, injer-
tando sus culturas y sus modos de vida en el torrente fecundo de la mo-
dernidad.
La preparación de la llegada de los nuevos tiempos implica, en la vi-
sión de Fossey, superar el lastre del legado español, apegado a un modo
de entender el mundo obsoleto y prendido en unos planteamientos reli-
giosos que incapacitaban a la sociedad novohispana para su apertura a un
cristianismo depurado de sensiblerías y de las adherencias generadas por
las antiguas creencias religiosas indígenas.
Pero Fossey es un hombre profundamente pesimista, convencido de
que México se hallaba sumido en una crisis de valores de tal enverga-
dura, que no podía realizar por sí mismo el esfuerzo necesario para extir-
par los numerosos vicios que corrompían el tejido social. Fossey descon-
fía de los hombres públicos, de las autoridades civiles, de la institución
militar, de las leyes y de quienes deben aplicarlas; y, sobre todo, experi-
menta auténtico horror ante la perspectiva, que se le antoja más que vero-
símil, de una sublevación indígena de amplio calado, capaz de aglutinar a

142 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, p. 514.


154 MANUEL FERRER MUÑOZ

los movimientos de resistencia que, aunque no coordinados en el tiempo,


no dejaban de sacudir todos y cada uno de los rincones de la República
mexicana. Los horrores de la guerra de Yucatán y las amenazas en la
frontera norte constituían dos botones de muestra suficientemente elo-
cuentes.
No ignora Fossey que existían causas profundas de ese descontento y,
como no podía dejar de suceder, apunta a las haciendas, donde los indíge-
nas eran objeto de sistemáticos abusos, y donde no llegaban con eficacia
las disposiciones adoptadas por los Congresos. El menosprecio de la ley y
la imposibilidad práctica para exigir su cumplimiento exasperan a Mat-
hieu de Fossey, que asiste como testigo de primera mano a la nulidad del
ordenamiento legal.
Fossey demuestra finura de observador al desvelar las diferencias so-
ciales existentes en el seno de las comunidades; pero no se deja engañar
por las apariencias de esa estratificación: ni los caciques ni los indios que
formalmente les estaban sometidos cuentan para nada a los ojos de los
criollos, que saben que son ellos, y sólo ellos, quienes retienen en sus ma-
nos el verdadero poder. Para los indígenas ----ni siquiera para todos----
queda sólo el recuerdo de la brillantez de otros tiempos: los que corren
entonces son decadentes, oscuros y no permiten augurar esperanzas de re-
dención: la única salida es la que pasa por la incorporación de esas cultu-
ras agotadas al carro triunfante de la civilización europea (ni que decir
tiene que, para Fossey, los mejores aurigas del Viejo Continente son los
franceses).
CAPÍTULO SEXTO

FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA


Y EL MUNDO INDÍGENA MEXICANO

María BONO LÓPEZ*

SUMARIO: I. La marquesa de Calderón de la Barca. II. Su pro-


ducción escrita. III. La marquesa de Calderón de la Barca en
México. IV. Originalidad de los enfoques de madame Calderón
de la Barca.

I. LA MARQUESA DE CALDERÓN DE LA BARCA

Frances Erskine Inglis nació en Edimburgo, Escocia, el 23 de diciembre


de 1804. Tras la muerte de su padre, en 1830, su familia emigra a Estados
Unidos y se establece en Boston, donde funda un colegio para señoritas.
Durante sus años en Boston, ella y su familia entablaron gran amistad con
diversos personajes de la vida cultural de la ciudad, entre ellos, Ticknor y
Prescott.
En casa de William H. Prescott le fue presentado, en 1838, quien se-
ría su esposo, Ángel Calderón de la Barca ----político liberal moderado del
círculo de Cea Bermúdez1----, con el que contrajo matrimonio ese mismo
año. Justo Sierra O’Reilly, que conoció en Washington a la marquesa de
Calderón unos años después de su regreso de México, se expresaba sobre
ella de la siguiente manera: ‘‘habla con soltura los principales idiomas
modernos; es de una instrucción exquisita, y era el alma de la brillante
sociedad que en su casa se reunía’’.2
* Instituto Tecnológico Autónomo de México.
1 Cfr. Baerlein, Henry, ‘‘Introduction’’, en Mme. Calderon de la Barca, Life in Mexico during
a Residence of Two Years in that Country, México, Mexico Press, 1946, p. xii.
2 Sierra O’Reilly, Justo, Diario de nuestro viaje a los Estados Unidos, cit. en Teixidor, Felipe,
‘‘Prólogo’’, en La Vida en México, trad. de Felipe Teixidor, México, Porrúa, 1959, p. XXV.

155
156 MARÍA BONO LÓPEZ

En 1839, Ángel Calderón de la Barca fue nombrado primer ministro


plenipotenciario de España en México. El 27 de octubre de ese año el ma-
trimonio salía del puerto de Nueva York rumbo a México, y arribó el 18
de diciembre a este país en el que permaneció dos años y veintiún días.
La primera de la larga serie de cartas de la marquesa sobre su viaje y
estancia en México fue escrita el primer día de la travesía, a bordo del
Norma, embarcación que habría de conducir al matrimonio a Veracruz.
La última carta de madame Calderón de la Barca aparece fechada el 29 de
abril de 1842.
Después de la estancia en México, la vida del matrimonio dependió
en gran medida de los vaivenes políticos en España. Tras la marcha de
México, se establecieron en Madrid, hasta que, en 1844, don Ángel es
nombrado embajador en Washington. En 1853 Calderón es llamado a Es-
paña para ocuparse de la cartera de Estado del gabinete del conde de San
Luis: llega a Madrid para tomar posesión ese puesto el 17 de septiembre
de ese año. Los acontecimientos ocurridos en la capital de España durante el
reinado de Isabel II dan pie a la señora Calderón a escribir otra obra, anima-
da además por el éxito que había alcanzado La vida en México: The Attaché
in Madrid, or Sketches of the Court of Isabella II, escrita durante su exilio en
Francia, y publicada en Nueva York, por D. Appleton y Compañía, en 1856.
Una vez más, la marquesa permaneció en el anonimato, pues el libro se dio
a conocer como la traducción al inglés de las cartas escritas durante su
estancia en Madrid por un joven diplomático alemán.3
Después de varios reveses políticos, y ya de vuelta del exilio en Fran-
cia, muere don Ángel Calderón de la Barca en San Sebastián en 1861.
Transcurrido algún tiempo desde que quedara viuda, la marquesa de Cal-
derón fue requerida por la reina para que se ocupara de la educación de la
infanta Isabel: a partir de entonces y hasta su muerte, ocurrida el 3 de febre-
ro de 1882, la vida de Frances quedó ligada a la suerte de la familia real.
La intensa comunicación epistolar con su familia y sus amigos decli-
naría a partir de 1847 aproximadamente, año de la muerte de la madre de
Frances. Los acontecimientos posteriores ----exilio en Francia y regreso a
España, muerte de su esposo, encargo de la educación de la infanta---- la
interrumpirían por completo.

3 Cfr. Fisher, Howard T. y Hall Fisher, Marion, ‘‘Introduction’’, Life in Mexico. The Letters of
Fanny Calderón de la Barca. With new material from the author’s private journals. Edited and
annotated by Howard T. Fisher and Marion Hall Fisher, New York, Doubleday & Company,
1966, p. xxvii.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 157

II. SU PRODUCCIÓN ESCRITA

Life in Mexico during a Residence of Two Years in that Country vio


la luz por vez primera en Boston, en 1843 (2 vols., Charles C. Little-Ja-
mes Brown); y, con diferencia de meses, en Londres (Chapman-Hall).
Ambas ediciones guardan una cautelosa reserva en torno al nombre de la
autora, identificada como Mme. C. de la B. por los editores de Boston, y
como Madame C. de la B. en la impresión londinense que, recomendada
por William H. Prescott, corrió a cargo de los editores de las obras de
Charles Dickens. Fue preciso esperar a la aparición de una versión abre-
viada de Life in Mexico (Londres, Simms-McIntyre, 1852) para que se
desvelara ----y sólo a medias---- la identidad de su autora: Madame Calde-
ron. Para el marqués de San Francisco, prologuista de la primera traduc-
ción española de La vida en México, la circunstancia de que la primera
edición de esta obra se publicara en el mismo año que la de Prescott, His-
toria de la Conquista de Méjico, favoreció la popularidad de que disfrutó
la obra de la marquesa de Calderón.4
La explicación sobre la reserva que se había guardado acerca de la
identidad de la autora de La vida en México la dio Prescott, autor de una
breve presentación de la primera edición de la obra: ‘‘el nombre de la be-
lla autora se esconde bajo sus iniciales, por ser, en opinión de ‘su caro
sposo’, contrario a las reglas de la etiqueta diplomática, etc., el que el
nombre de la esposa del Embajador [sic] se ostentase frente a una obra
que exhibe al mundo oficial y al país en el cual fueron residentes’’.5
Con el tiempo, entrado ya el siglo XX, encontraremos otras ediciones
en inglés de las cartas de la marquesa de Calderón de la Barca: México,
The Aztec, 1910; México, Mexico Press, 1946 (Nueva York, E. P. Dut-
ton, introducción de Henry Baerlein, en un solo volumen); Londres, J. M.
Dent e hijo, s. a. (1913); Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of
California Press, 1982 (con una introducción de Woodrow Borah). La
edición de 1946 era una reimpresión de la de 1931 realizada por la misma
casa editorial, que reimprimió la obra en los años 1934, 1937, 1940 y
1964. En 1966 se publicó con el título de Life in Mexico: the Letters of
Fanny Calderón de la Barca. With new material from the author’s priva-
te journals. Edited and annotated by Howard T. Fisher and Marion Hall

4 Cfr. Marqués de San Francisco, ‘‘Prólogo’’, en Marquesa de Calderón de la Barca, La vida


en Méjico, México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1920, vol. I, p. VIII.
5 Cit. en Teixidor, Felipe, ‘‘Prólogo’’, p. X.
158 MARÍA BONO LÓPEZ

Fisher (Nueva York, Doubleday & Company). Es en esta última edición


donde los datos de la autora de la obra aparecen más explícitos. Hasta
entonces, en todas las ediciones de La vida en México, el nombre que
aparecía en la portada era el de Mme. Calderón de la Barca.
La primera edición en español de la obra de la marquesa de Calderón
de la Barca se hizo esperar mucho tiempo: y eso a pesar del trato que en
1847 mantuvo la esposa de don Ángel, en Washington, con Justo Sierra
O’Reilly, buen conocedor de la lengua inglesa y traductor de los trabajos
de John L. Stephens que, publicados en ese idioma en 1843, fueron verti-
dos al español cinco años más tarde por el ilustre político yucateco. La
vida en Méjico fue traducida por Enrique Martínez de Sobral, y prologada
por el marqués de San Francisco, Manuel Romero de Terreros, y fue editada
en dos volúmenes en 1920 en la Librería de la viuda de Ch. Bouret. Se-
guía respetándose la identidad de Frances E. Inglis, puesto que el nombre
que aparecía en la portada era el de marquesa de Calderón de la Barca.
Tal vez haya que atribuir el retraso en la aparición de la versión espa-
ñola de Life in Mexico a la escasa simpatía que hacia su contenido profe-
saron personalidades como Luis Martínez de Castro, Manuel Payno, Ignacio
M. Altamirano e, incluso, extranjeros como Mathieu de Fossey, a quien
pertenece esta injusta crítica:
tampoco concederé a la señora Calderón de la Barca los requisitos del buen
crítico, aunque, es verdad, ha vivido más tiempo en este país que Mr. Mi-
chel Chevalier; pero no concurrieron en ella las condiciones necesarias
para conocerlo todo y juzgar bien. Siempre que se ha fiado de las noticias
que le daban sus criados u otros extranjeros como ella, ha incurrido en exa-
geraciones; y cuando le causaba admiración un orden de cosas, que no obs-
tante se encuentra en la ley común, y no puede existir de otro modo, ha
citado como disparates ciertas circunstancias, a menudo indiferentes por sí,
sacrificando así la síntesis al análisis, sin advertir que perdía de vista la fi-
losofía del carácter nacional. En fin, ha juzgado del país por el momento
presente, sin tener en cuenta lo pasado, tan cerca todavía, ni los adelantos
que se han obtenido.6

Branz Mayer, conocedor también de la obra de Frances Erskine, no


dejó constancia alguna de haberse servido de sus escritos como fuente de
6 Fossey, Mathieu de, Viaje a México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes,
1994, pp. 24-25. En el pasaje paralelo de Le Mexique, Fossey sostiene que la marquesa se ocupó sólo
de futilidades y que, incapacitada para alcanzar una visión de síntesis, se quedó en los detalles: cfr.
Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 542.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 159

noticias; pero resulta indudable que leyó su libro, compartió sus puntos
de vista y, como la marquesa, se valió de los calendarios y revistas, tan
populares en la época.7 Mucho más benigno, Charles Macomb Flandrau
consideraría Life in Mexico como el libro más entretenido y ‘‘más esen-
cialmente cierto’’ que había podido encontrar sobre México.8
Aunque la edición de 1920 puede considerarse la primera en castella-
no de la totalidad de las cartas de la señora Calderón, mucho antes habían
aparecido varias traducciones parciales de su correspondencia: poco des-
pués de que apareciera la primera edición norteamericana, El siglo diez y
nueve empezó a publicar algunas cartas: aunque, inicialmente fueron reci-
bidas con desdén en los círculos oficiales, pronto pudieron imprimirse
con ayuda de los subsidios aportados por el gobierno, exceptuadas aqué-
llas que contenían alusiones excesivamente caústicas al presidente López
de Santa Anna.9 En 1844 se publicó la carta IX en el segundo tomo de El
Liceo Mejicano, cuya traducción atribuyó el marqués de San Francisco a
Luis Martínez de Castro. El prologuista de la edición de 1920 da noticia
de la labor realizada por Victoriano Salado Álvarez, en la preparación de
la versión española de La vida en México, de la que llegó a imprimir en
los talleres del Museo Nacional hasta la carta XIII;10 sin embargo, Rome-
ro de Terreros no da información alguna de si utilizaron estas traduccio-
nes anteriores para la que se realizó en esa ocasión. Las ediciones poste-
riores de La vida en México, hasta la de 1959, fueron tomadas de esta
primera traducción hecha por Martínez Sobral.
Con el título de La vida en México, la Secretaría de Educación Públi-
ca (México, 1944) publicó en la colección Biblioteca Enciclopédica Po-
pular (con prólogo y selección a cargo de Antonio Acevedo Escobedo)
algunos fragmentos de la correspondencia de la marquesa de Calderón de
la Barca, nombre con que se dio a conocer a la autora en esta edición.
Para la selección de textos de Frances E. Inglis, Acevedo Escobar se sir-
vió de la edición mexicana de 1920, en la que eliminó ‘‘numerosos inci-

7 Cfr. Ortega y Medina, Juan A., ‘‘Estudio preliminar’’, en Mayer, Brantz, México: lo que fue
y lo que es, prólogo y notas de Juan A. Ortega y Medina, México, Fondo de Cultura Económica,
1953, p. XXXIX.
8 Cfr. Flandrau, Charles Macomb, ¡Viva México!, México, Consejo Nacional para la Cultura y
las Artes, 1994, p. 105.
9 Cfr. Borah, Woodrow, ‘‘Introduction’’, en Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico,
Berkeley-Los Angeles-London, University of California Press, 1982, p. 8.
10 Cfr. Marqués de San Francisco, ‘‘Prólogo’’, p. XIV.
160 MARÍA BONO LÓPEZ

dentes y situaciones singulares’’,11 y suprimió bastantes pasajes, porque


esta edición de La vida en México consta de sólo ochenta y tres páginas.
La vida en México, de la marquesa de Calderón de la Barca (2 vols.,
México, Hispano-Mexicana, 1945), es una reedición de la primera ver-
sión en español de la obra de Frances E. Inglis, publicada en 1920. Aquí
se reprodujo el mismo texto del prólogo del marqués de San Francisco.
Precede al prólogo una nota del nuevo editor, fechada en 1945, en la que
explica muy brevemente la naturaleza y origen de la obra, y da noticias
del traductor y del prologuista de la obra de 1920.
Los dos volúmenes de La vida en México durante una residencia de
dos años en ese país por Madame Calderón de la Barca (México, Porrúa,
1959, traducción, prólogo y notas de Felipe Teixidor) son ----hasta donde
tenemos noticias, por el estudio bibliográfico que se ha realizado en este
trabajo---- la segunda traducción al español de la obra en inglés. El autor
del prólogo proporciona más información de la vida de la marquesa de
Calderón que las ediciones anteriores.
En la década de 1970, la Secretaría de Educación Pública dio a la
prensa para su colección Cuadernos Mexicanos las cartas XLIX, L y LI
de la esposa del primer embajador de España en México, con el título de
Recorrido por Michoacán en 1841, de Mme. Calderón de la Barca (Méxi-
co, Secretaría de Educación Pública-Compañía Nacional de Subsistencias
Populares, [197?]). Las cartas fueron tomadas de la traducción que Felipe
Teixidor hizo para Porrúa de La vida en México, y la pequeña introduc-
ción que antecede a esta obra está tomada del prólogo que Teixidor escri-
bió en 1959. También la editorial Porrúa publicó, en 1976, La vida en
México en dos volúmenes.

III. LA MARQUESA DE CALDERÓN DE LA BARCA


EN MÉXICO

1. El marco histórico

Uno de los problemas fundamentales a los que los hombres de Estado


se enfrentaron durante la época que nos ocupa fue la falta de recursos
económicos, que condenó a la Hacienda a vivir en un perpetuo estado de
11 Acevedo Escobedo, Antonio, ‘‘Prólogo’’, en Marquesa de Calderón de la Barca, La Vida en
México, prólogo y selección de Antonio Acevedo Escobedo, México, Secretaría de Educación Públi-
ca, 1944, p. IX.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 161

bancarrota y a depender de los préstamos externos e internos.12 Algunas


de las causas fundamentales de esta situación fueron la eliminación de
algunos tributos, como el indígena, y la imposibilidad de cobrar otros,
como la alcabala, por el estado de empobrecimiento general de la pobla-
ción. Además, los gastos generados por el ejército y por las numerosas
revueltas, revoluciones, asonadas, etcétera superaban con mucho la capa-
cidad de las arcas estatales.13 A todo ello se añadía, en opinión del presi-
dente de la Cámara de Diputados, Pedro Barajas, expresada al cerrar el
último período de sesiones del año 1839, ‘‘la inmoralidad de algunos em-
pleados; la codicia insaciable de los que hacen su fortuna de las necesida-
des de la patria, y la corrupción de muchos jueces protectores del contra-
bando y de los malos empleados de Hacienda’’.14
A partir de 1830 se abriría un largo período de inestabilidad políti-
ca,15 caracterizado por la sucesión interminable de presidentes moderados
y liberales, y por las injerencias políticas de los vicepresidentes.16 Una

12 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa
del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Anti-
güedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del
general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México,
Gustavo S. López editor, 1940, pp. 405-406, 451, 453 y 463. El estado deplorable de las cuentas públicas
llegó a extremos de no poder pagar los sueldos de los empleados de las oficinas del gobierno. La necesi-
dad del Estado mexicano de recaudar préstamos internos le supuso, a corto plazo, no sólo la oposi-
ción de sus adversarios políticos, sino también la de los grupos que habían apoyado al régimen.
13 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, 1a. reimp., México, El Cole-
gio de México, 1973, p. 94; Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 222, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de
los siglos, t. IV, pp. 414 y 457.
14 González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación. Informes, manifies-
tos y documentos de 1821 a 1966, t. I: Informes y respuestas desde el 28 de septiembre de 1821 hasta el
16 de septiembre de 1875, México, XLVI Legislatura de la Cámara de Diputados, 1966, p. 224.
15 Los mexicanos menores de cuarenta años, según la marquesa de Calderón de la Barca, ‘‘have
lived under the Spanish government; have seen the revolution of Dolores of 1810, with continuations
and variations by Morelos, and paralylzation in 1819; the revolution of Iturbide in 1821...; the esta-
blishement of the federal system in 1824; the horrible revolution of the Acordada... in 1828...; the
adoption of the central system in 1836; and the last revolution of the federalist in 1840. Another is
predicted for the next month... In nineteen years three forms of government have been tried, and two
constitutions...; ‘Dere is notink like trying’’’ (‘‘han vivido bajo el Gobierno español, presenciaron la
revolución de Dolores en 1810, su continuación por Morelos y sus variaciones y su paralización en
1819; la revolución de Iturbide en 1821; ...el establecimiento del sistema federal en 1824; la horrible
revolución de Acordada en 1828...; la adopción del sistema central en 1836, y la última revolución de
los federalistas en 1840. Se pronostica otra para el mes próximo... En diecinueve años se han ensaya-
do tres formas de gobierno y dos Constituciones... ‘No hay nada como probar’)’’: Calderón de la
Barca, Frances, Life in Mexico, p. 360.
16 Las Leyes Constitucionales de 1836 suprimieron la figura del vicepresidente: cfr. ley cuarta,
artículo 1o.
162 MARÍA BONO LÓPEZ

consecuencia inmediata de esta situación fue la promulgación de las Siete


Leyes Constitucionales en 1836, de corte centralista, en sustitución de la
carta federal promulgada en octubre de 1824. Exceptuando el carácter
centralista, las Siete Leyes carecían de instituciones políticas novedosas,
salvo el Supremo Poder Conservador, concebido como un órgano político
de última instancia encargado de mantener el equilibrio y la legalidad en-
tre poderes. A la larga, la presencia del Poder Conservador provocó serios
y numerosos conflictos, que entorpecieron el desarrollo político de esos
años.17
Al cabo del tiempo, Ignacio Manuel Altamirano hacía el siguiente ba-
lance del régimen centralista instaurado por las Siete Leyes:

lo que se establecía en México, donde la mayoría de la población se com-


ponía de indígenas incultos ó de propietarios mestizos, era en realidad una
oligarquía opresora y exclusivista: mejor dicho, una monarquía disimulada,
bajo la influencia del ejército, del clero y de los ricos, más expuesto toda-
vía que el régimen democrático á las conspiraciones palaciegas y á las aso-
nadas militares, especialmente en un país que estaba ya devorado por el
virus de las revoluciones.18

Anastasio Bustamante presidiría el gobierno central a partir de 1837,


y se enfrentaría a serios problemas externos e internos: levantamientos
federalistas, que impedían la pacificación del país y provocaban la divi-
sión interna, que era aprovechada por las potencias extranjeras;19 intentos

17 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 225, y Riva Palacio, Vicente et
al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 422, 435 y 454-456. Uno de esos conflictos sería provoca-
do por la designación que hizo el Supremo Poder Conservador de presidente interino en la persona de
Santa Anna, en sustitución de Bustamante, ausente temporalmente: cfr. Riva Palacio, Vicente et al.,
México a través de los siglos, t. IV, pp. 440-441, 443-444 y 446-447.
18 Altamirano, Ignacio M., Historia y política de México (1821-1882), México, Empresas Edi-
toriales, 1947, p. 46. Los mismos argumentos que se habían dado para poner en marcha la ‘‘primera
revolución de México’’ seguían siendo esgrimidos por todos los partidos que se disputaban el poder:
cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 448.
19 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, pp. 226 y 228-231, y Riva Pala-
cio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 403, 405, 411, 413, 422, 447-448, 474, 478
y 481-482. Todas las insurrecciones fueron sofocadas, y las únicas que perdurarían a lo largo del
período serían las de Texas y Californias. Sólo uno de los muchos levantamientos que se dieron en el
país prosperó, y el Plan de Tacubaya provocó la caída de Bustamante y el acceso de Santa Anna a la
presidencia. Sierra definía de esta manera la situación de esos años: ‘‘el salteador que pululaba en
todos los caminos se confundía con el guerrillero, que se transformaba en el coronel, ascendiéndose a
general de motín en motín y aspirando a presidente de revolución en revolución; todos traían un acta
en la punta de su espada, un plan en la cartera de su consejero, clérigo, abogado o mercader, una cons-
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 163

separatistas de Texas y de Yucatán; rebeliones indígenas motivadas gene-


ralmente por problemas de la tenencia de la tierra, y enfrentamientos con
Francia20 y con Estados Unidos.21 A la larga, los problemas internaciona-
les acapararían la atención y los recursos del gobierno, y pospondrían la
resolución de los conflictos internos, lo que provocaría el fracaso de
Anastasio Bustamante.22
A los pocos días de que llegara a la ciudad de México el matrimonio
Calderón, la marquesa fue recibida por el presidente de la República,
Anastasio Bustamante, del que recibió la siguiente impresión:

he looks like a good man, with an honest, benevolent face, frank and sim-
ple in his manners, and not at all like a hero.... There cannot be a greater
contrast, both in appearance and reality, than between him and Santa
Anna. [a quien había conocido en Manga del Clavo cuando llegaron a Ve-
racruz]. There is no lurking devil in his eye. All is frank, open, and unre-
served. It is imposible to look in his face without believing him to be an
honest and well-intentioned man.
...He is said to be a devoted friend, is honest to a proverb, and perso-
nally brave, though occasionally deficient in moral energy. He is therefore
an estimable man, and one who will do his duty to the best of his ability,
though wether he has severity and energy sufficient for those evil days in
which it is his lot to govern, may be problematical.23

titución en su bandera, para hacer la felicidad del pueblo mexicano que, magullado y pisoteado en un
lodazal sangriento, por todos y en todas partes, se levantaba para ir a ganar el jornal, trabajando como
una acémila, o para ir a ganar el olvido batiéndose como un héroe’’ (Sierra, Justo, Evolución política
del pueblo mexicano, p. 228). De manera similar se expresó la marquesa de Calderón: ‘‘sometines in
the guise of insurgents, taking an active part in the independence, they have independently laid waste the
country, and robbed all whom they met’’ (‘‘algunas veces, bajo la capa de insurgentes, y tomando una
parte activa en la Independencia, han asolado independientemente al país, robando a cuantos encon-
traron en su camino’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 352. Uno de los principales
motivos de la impunidad de los delincuentes comunes y de los protagonistas de ‘‘actos revoluciona-
rios’’ era la ineficacia de la administración de justicia: los jueces aplicaban una legislación que poseía
grandes lagunas, en la que aún persistían varias reglamentaciones españolas: cfr. Riva Palacio, Vicen-
te et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 405.
20 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 424-435. La inter-
vención diplomática de Inglaterra, que sería decisiva para la solución de este conflicto, provocaría al
principio seria alarma en la opinión pública: cfr. ibidem, pp. 439-440 y 442-443.
21 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, pp. 98 y 100; Sierra, Justo,
Evolución política del pueblo mexicano, pp. 227 y 229, y Riva Palacio, Vicente et al., México a
través de los siglos, t. IV, pp. 407, 411, 414 y 449.
22 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 437.
23 ‘‘Parece hombre bondadoso, con una expresión de benevolencia, franco y sencillo en sus ma-
neras, y de ningún modo con aire de héroe... No podría ofrecerse mayor contraste, tanto en la aparien-
164 MARÍA BONO LÓPEZ

Con el paso del tiempo, la marquesa llegó a apreciar las cualidades


humanas del presidente, aunque fue consciente de las dificultades políticas
por las que atravesaba Bustamante: ‘‘I could not help thinking... what a
stormy life he himself has passed; how little real tranquillity he can ever
have enjoyed, and wondering wether he will be permitted to finish his
presidential days in peace, which, according to rumour, is doubtful’’.24
A mediados de 1839, durante la presidencia interina de Santa Anna,
con el argumento de que el estado de cosas en la República había llegado
a tal extremo que impedía la consolidación de la paz en el país, el encar-
gado del Poder Ejecutivo propuso a las cámaras y al Supremo Poder Con-
servador la necesidad de realizar ciertas reformas a las Leyes Constitucio-
nales, a pesar de que este documento preveía un lapso determinado antes
de que pudiera ser modificada. Además, Santa Anna había planteado la
posibilidad de que se nombrase a un nuevo titular del Poder Ejecutivo;
pero, como las cámaras no aceptaron su plan, se designó a un nuevo pre-
sidente interino, Nicolás Bravo, mientras regresaba Anastasio Bustaman-
te de la campaña militar que había emprendido. A partir de este momen-
to, fueron acentuándose las dificultades con que se tropezó Bustamante
no sólo de sus opositores, sino también del Supremo Poder Conservador,
que no le autorizó la concesión de facultades extraordinarias para promo-
ver el restablecimiento del orden.25
No escapaba a nadie el estado de caos que vivía el país. La descrip-
ción de la situación de México hecha por José María Figueroa, presidente
del Congreso, en julio de 1840, no dejaba lugar a dudas: ‘‘un erario em-
pobrecido; costumbres cada día más depravadas; inseguridad de bienes y

cia como en la realidad, que entre él y Santa Anna [a quien había conocido en Manga del Clavo
cuando llegaron a Veracruz]. Su mirada no tiene nada de diabólica. Es franco, abierto, sin reservas.
Es imposible mirarle cara a cara y no creer que es un hombre honrado y bien intencionado.
...es fama que sabe ser buen amigo, que su honradez es proverbial y, por su persona, valiente;
sin embargo, su energía moral decae en algunas ocasiones. Es, en consecuencia, una persona estima-
ble y que quiere cumplir con su deber hasta donde sus facultades se lo permitan, aun cuando es pro-
blemático determinar si posee aquella severidad y energía suficientes en estos desdichados días en
que le ha tocado gobernar’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 76.
24 ‘‘No pude menos que pensar... cuán tormentosa ha sido su propia vida y de qué poca tranqui-
lidad ha de haber gozado, y me pregunté si le será permitido terminar en paz sus días como Presiden-
te, lo cual, según los rumores que corren, es dudoso’’: ibidem, pp. 229-230
25 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 450, 452 y 461-462.
A partir de 1841, la acción ‘‘entorpecedora’’ del Supremo Poder Conservador en los actos del Ejecuti-
vo y del Legislativo se intensificaría aún más, de manera que la necesidad de reformar las Siete Leyes
Constitucionales se consideró de la mayor urgencia: cfr. González y González, Luis (dir.), Los presi-
dentes de México ante la nación, t. I, pp. 237-238.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 165

de la vida de un país infestado de bandidos, y al lado de esta calamidad


una general miseria. El desarreglo, la disonancia en todo, y un espíritu
siempre creciente de desunión y discordia, son los caracteres casi distinti-
vos de la desgraciada sociedad en que vivimos al presente’’.26
Después del triunfo del Plan de Tacubaya, que afectó seriamente a la
ciudad de México, y una vez instalado en el poder Santa Anna, una de las
principales medidas del nuevo gobierno fue el aumento del número de
miembros del ejército mediante el sistema de la leva, que afectó muy gra-
vemente a los indígenas.27
También las relaciones con la antigua metrópoli cambiaron durante
esos años. Tras la primera expulsión de los españoles durante el gobierno
de Guadalupe Victoria en 1827,28 España había reconsiderado su postura
frente a la separación de sus antiguas colonias, y había abandonado sus
intentos por recuperarlas: las circunstancias políticas en la antigua metró-
poli habían cambiado. Durante el segundo gobierno de Anastasio Busta-
mante, México recibió el reconocimiento de su Independencia de parte de
España y se iniciaron relaciones diplomáticas entre ambos países.29 El 19
de noviembre de 1837, después de un discurso pronunciado por la reina
Cristina ante las Cortes el 14 del mismo mes, el gobierno de España había
ratificado los tratados de paz y amistad con México, que se dieron a co-
nocer en México por un bando el 4 de febrero de 1838.
El representante diplomático de España en México no llegó al país
hasta diciembre de 1839. A fines de ese mes, el día 29, presentó sus cre-
denciales al presidente de la República. La fama política y, sobre todo,
literaria de don Ángel Calderón de la Barca le valió la buena acogida con
que fue recibido por la opinión pública en México. Al ministro plenipo-
tenciario español se debió la iniciativa de fundar un Ateneo, el 20 de di-
ciembre de 1840, con sede en el Colegio Mayor de Santos. La misión diplo-
mática de Ángel Calderón de la Barca concluiría en agosto de 1841: fue
sustituido en el cargo por Pedro Pascual de Oliver.30

26 González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación, t. I, p. 233.
27 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 483, y Calderón de la
Barca, Frances, Life in Mexico, p. 433.
28 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, La formación de un Estado nacional en México (el Imperio y la
República federal: 1821-1835), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1995, pp.
170-173, y Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, pp. 96-97.
29 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 219.
30 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 417, 453, 463 y 486.
166 MARÍA BONO LÓPEZ

Uno de los mayores problemas de la política exterior mexicana du-


rante estos años sería la cuestión de Texas, conflicto que había estallado
en los primeros años de la cuarta década del siglo y que se prolongaría
hasta 1848. Tiempo atrás, las presiones ejercidas por los colonos nortea-
mericanos dieron pie a una legislación sumamente restrictiva para la po-
sesión de propiedades raíces entre los extranjeros en los estados limítro-
fes.31 Los colonos, de origen estadounidense, que poblaban estas regiones
----‘‘el más temeroso legado que España pudo dejarnos fue la inmensa
zona desierta, despoblada e impoblable’’32 de los límites con Estados Uni-
dos---- en poco tiempo manifestaron sus aspiraciones autonomistas, a las
que dio alas la separación de Texas del estado de Coahuila, conseguida
por Austin en 1833.
Todo el período centralista estuvo presidido por el temor a un enfren-
tamiento directo y no diplomático con Estados Unidos. El apoyo nortea-
mericano a las pretensiones autonomistas de los colonos texanos había te-
nido precedentes años antes, y la intervención militar de Estados Unidos
en suelo mexicano se había producido en varias ocasiones, con el pretex-
to de combatir a los indios bárbaros que habían perpetrado algunos robos
y muertes en territorio estadounidense.33
Otro motivo de preocupación vino proporcionado por un folleto, fir-
mado por Gutiérrez Estrada, que defendía la necesidad de establecer un
régimen monárquico en México, en la persona de un príncipe europeo.
Los escritos con que divulgó Gutiérrez Estrada su pensamiento y aspira-
ciones monárquicas causaron gran revuelo en la opinión pública34 y la
clase política mexicana durante los últimos meses del segundo período
presidencial de Anastasio Bustamante. Gutiérrez Estrada se vio obligado
a emprender el exilio.35

31 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 221.


32 Cfr. ibidem, p. 220.
33 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, p. 99; Sierra, Justo, Evolución
política del pueblo mexicano, p. 219, y Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t.
IV, p. 408.
34 ‘‘The general irritation is so terrible’’, que ’’even the printer of the pamphlet is thrown into
prison‘‘ (’’La irritación general es de tal manera violenta’’ que ‘‘hasta el impresor del folleto fué a dar
a la cárcel’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 283
35 Cfr. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, p. 230, y Riva Palacio, Vicente et
al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 412 y 462-463. La marquesa de Calderón de la Barca se
hizo eco en sus cartas de la aparición del folleto de Gutiérrez Estrada, del que opinaba que ‘‘is written
merely in a speculative form, inculcating no sanguinary measures, or sudden revolution; but the con-
sequences are likely to be most disastrous to the fearless and public-spirited author’’ (‘‘está escrito en
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 167

Tras el acceso de México a la vida independiente, las nuevas mentali-


dades liberales se convencieron de que el trato tutelar que las autoridades
españolas habían dispensado a los indígenas constituía una de las princi-
pales barreras para el desarrollo del país; por tanto, una de las primeras
medidas que los articuladores del nuevo Estado adoptaron fue la declara-
ción de la igualdad entre todos los ciudadanos, y la abolición de fueros y
de tributos particulares, que no ocasionó otra cosa más que el empobreci-
miento de los indígenas,36 la pérdida de sus tierras en beneficio de los
latifundistas, y el incremento de las desigualdades sociales, que separó
aún más a la población criolla de la indígena.37
La legislación igualitarista se multiplicó, con numerosos vaivenes, a par-
tir de 1821, aunque en algunos estados se impusieron ciertas limitaciones
para el ejercicio de la ciudadanía. Cuando los legisladores de Yucatán em-
prendieron la tarea de darse una nueva Constitución, de carácter extremada-
mente liberal, que estuvo lista en 1841 ----después de que se promulgara el
acta de independencia en el mes de octubre38----, se preocuparon por no res-
tringir el derecho de ciudadanía, y lo confirieron a todos los habitantes del
estado, incluida la gran masa indígena, a la que privaron ----sin embargo----
de sus tradicionales caciques y repúblicas, que habían sido reconocidos, aun-
que con carácter interino, por decreto del 26 de julio de 1824.39
Pero al cabo de muy poco tiempo, la Constitución fue objeto de en-
mienda: se restablecieron las repúblicas indígenas, aunque sus integrantes
perdieron los derechos ciudadanos y quedaron reducidos a la condición

forma simplemente especualtiva, y no sugiere medidas sanguinarias, ni una revolución improvisa;


mas las consecuencias parece que van a ser funestas para este atrevido autor inspirado por sus preocu-
paciones por el bien público’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 282.
36 Otra de las causas de daños para esta población era, en opinión de Olavarría y Ferrari, la
cantidad de días de fiesta decretados en la República, lo que contribuía al empobrecimiento de los
jornaleros y a la disminución de la riqueza pública. Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través
de los siglos, t. IV, p. 407.
37 Cfr. Cosío Villegas, Daniel et al., Historia mínima de México, p. 94.
38 Cfr. Villegas Moreno, Gloria y Porrúa Venero, Miguel Ángel (coords.), Leyes y documentos
constitutivos de la nación mexicana, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión,
1997, vol. II, pp. 347-351.
39 Cfr. Reed, Nelson, La Guerra de Castas de Yucatán, México, Era, 1971, p. 38; González
Navarro, Moisés, Raza y tierra. La guerra de castas y el henequén, México, El Colegio de México,
1970, p. 55, y Bracamonte y Sosa, Pedro, ‘‘La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de
la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, na-
ción y comunidad en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroameri-
canos-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, p. 121.
168 MARÍA BONO LÓPEZ

de pupilos del estado, gobernados por dirigentes ladinos de designación


gubernativa, y obligados a abandonar las pequeñas poblaciones de sitios y
ranchos, para trasladar su domicilio a pueblos o haciendas, donde más fá-
cilmente pudieran ser impelidos a cumplir sus obligaciones civiles y reli-
giosas: exactamente los mismos motivos que se habían aducido, con idén-
tica finalidad, en mayo de 1824.40
El tema de los impuestos y tributos que debían pagar los indígenas
fue aprovechado por numerosos criollos para atraer a los grupos étnicos a
cada una de las causas por las que luchaban: cuando Santiago Imán, capi-
tán de la milicia del estado de Yucatán, fracasó en su levantamiento de
mayo de 1839 contra el centralismo, hubo de refugiarse en la selva, don-
de concibió la idea de implicar a los indios en su revuelta mediante la
promesa de supresión de obvenciones.41 Aunque el gobernador de Yuca-
tán compartía la idea de abolir las obvenciones, no consideró que el mo-
mento fuera propicio, porque una medida semejante podía interpretarse
en el sentido de que la supresión de las obvenciones premiaba a los indí-

40 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, pp. 54-55, 67 y 302-306, y Berzunza Pinto,
Ramón, Desde el fondo de los siglos. Exégesis Histórica de la Guerra de Castas, México, Editorial
Cultura, T. G., 1949, p. 135. Varios viajeros que visitaron Yucatán a mediados del siglo pasado coin-
cidieron en destacar la existencia de indios ‘‘sin bautismo’’, que vivían en completo aislamiento,
como los lacandones de que hablaron el padre Solís y su hermano, el ‘‘justicia’’, a Stephens: cfr.
Stephens, John L., Incidentes de Viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, Quezaltenango, El
Noticiero Evangélico, 1940, vol. II, pp. 196 y 207. Véase también Antochiw, Michel, ‘‘La cartografía
y los Cehaches’’, en varios autores, Calakmul: volver al sur, Campeche, Gobierno del Estado Libre y
Soberano de Campeche, 1997, p. 26, y Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Espa-
ñoles y mexicanos a mediados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 58-59.
41 Cfr. Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, México, Museo Nacional de Arqueolo-
gía, Historia y Etnografía, 1937, vol. II, pp. 235-236; Reed, Nelson, La Guerra de Castas de Yucatán,
p. 37; Berzunza Pinto, Ramón, Desde el fondo de los siglos, pp. 125-127; González Navarro, Moisés,
Raza y tierra, pp. 68-69; Reifler Bricker, Victoria, El Cristo indígena, el rey nativo. El sustrato histó-
rico de la mitología del ritual de los mayas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 172-
173 y 176-177; Careaga Viliesid, Lorena, Quintana Roo. Una historia compartida, México, Instituto
de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1990, p. 42, y Florescano, Enrique, Etnia, Estado y
Nación. Ensayo sobre las identidades colectivas en México, México, Nuevo Siglo, Aguilar, 1997, p.
350. Lameiras recoge noticias sobre la existencia de armas en comunidades indígenas cercanas a Va-
lladolid, que les habían sido suministradas cuando se levantó Imán (cfr. Lameiras, Brigitte B. de,
Indios de México y viajeros extranjeros, siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Se-
tentas, 1973, p. 104). Bracamonte proporciona otros datos complementarios, que confirman la resis-
tencia de los indígenas de Yucatán al pago de las obvenciones durante la década anterior al estallido
de la guerra de castas: cfr. Bracamonte y Sosa, Pedro, La memoria enclaustrada. Historia indígena
de Yucatán 1750-1915, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología
Social-Instituto Nacional Indigenista, 1994, pp. 110-111.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 169

genas por los servicios prestados a la revolución.42 Sí hubo una reducción


en el monto de las obvenciones, decretada en septiembre de 1840.43
Es indudable que no puede calificarse como indolora la presión que,
también en Yucatán, venía ejerciéndose desde 1821 sobre las tierras co-
munales de parte de criollos y mestizos, liberados de las cortapisas que
hasta entonces había representado la legislación española sobre propiedad
agraria.44 En este sentido, operaron de modo decisivo dos disposiciones
legales: la primera, del 22 de enero de 1821 ----ratificada el 24 de febrero
de 1832----, que ordenó la enajenación de los terrenos de cofradías, y la
segunda, del 3 de abril de 1841, que dispuso la enajenación de los terre-
nos baldíos.45 Y, sin embargo, como ha observado acertadamente Terry
Rugeley, existen indicios suficientes para pensar que el asunto de la pro-
piedad territorial ocupó un lugar secundario en la conciencia de los rebel-
des, tal vez porque todavía no había escasez de tierras ni crisis de subsis-
tencia y porque, cuando empezó la guerra de castas, la mayoría de la
tierra se hallaba en manos de milperos individuales.46
El malestar afectó a otros muchos ámbitos geográficos: también a las
haciendas situadas alrededor de la capital de la República. No deja de ser
llamativa, en este sentido, la anotación que hizo en una de sus cartas la
esposa del primer embajador español en México, acerca de la imposibili-
dad en que se hallaba un propietario de San Ángel para reparar un camino
cercano a su hacienda, a causa de la obstrucción de los indios que preten-
dían esas tierras.47

42 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, p. 69.


43 Cfr. ibidem, pp. 301-302. Las denuncias de los atropellos cometidos sobre los indígenas por
las autoridades eclesiásticas, a causa de la recaudación de ciertos impuestos, se multiplicaron a partir
de estas fechas, como la reclamación del cacique de Xocén, en mayo de 1839, por ‘‘las tropelías y
atentados’’ cometidos por el párroco y su coadjutor: cfr. Cosío Villegas, Daniel, Historia Moderna de
México, vol. VII: El Porfiriato. La vida social, (por Moisés González Navarro), México, Hermes, 1955-
1972, pp. 191-192 y 196-197. Véase también Bracamonte y Sosa, Pedro, ‘‘La ruptura del pacto social
colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán, 1789-1847’’, pp. 127 y 129-131.
44 Cfr. Bracamonte y Sosa, Pedro, La memoria enclaustrada, p. 97, y Bracamonte y Sosa, Pe-
dro, ‘‘La ruptura del pacto social colonial y el reforzamiento de la identidad indígena en Yucatán,
1789-1847’’, p. 120.
45 Cfr. González Navarro, Moisés, Raza y tierra, p. 65. A este decreto se remitía otro, expedido
por Miguel Barbachano en agosto de 1842, que prometía premiar con terrenos baldíos a los yucatecos
que colaboraran en la defensa del estado frente a la expedición que preparaba el gobierno provisional
de México: cfr. Berzunza Pinto, Ramón, Desde el fondo de los siglos, pp. 127-129.
46 Cfr. Rugeley, Terry, ‘‘Los mayas yucatecos del siglo XIX’’, en Reina, Leticia (coord.), La
reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro de Investigaciones y Estu-
dios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 205.
47 Cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 270
170 MARÍA BONO LÓPEZ

Una carta dirigida en 1839 al ministro del Interior por los indígenas
vecinos de Santiago Tlatelolco atestiguaba la incertidumbre jurídica de
aquellos bienes, como la hacienda de Aragón, ‘‘que de ninguna manera
debiamos á la que se llamaba liveralidad del Rey por que la obtubimos
por erencia y donacion del Casique Quactémoc’’.48 En efecto, el retorno
al régimen constitucional en España tras la sublevación de Riego y, pos-
teriormente, el acceso de México a la Independencia habían acabado con
el tradicional estatuto de las parcialidades:

desde que por la restitucion de la constitucion Española en el año de 20 desa-


parecieron ésas anomalias de las parcialidades y los Indios fueron concide-
rados con derechos que los sacaban de la pernisiosa tutela en que habian
sido tenidos por trescientos años, esos bienes quedaron como fluctuantes
por falta de una disposicion Legislativa terminante que les diese un destino
justificado.49

El problema de la propiedad fue extendiéndose a todas las regiones


de la República. La conflictividad en Tierra Caliente subió de punto du-
rante esa tesitura central del siglo, pues las comunidades no permanecie-
ron pasivas ante la ofensiva desencadenada contra sus bienes y autonomía
por el robustecimiento de la gran propiedad empresarial. Un interesante
botón de muestra lo proporcionan los enfrentamientos entre el pueblo
de Acapancingo y la hacienda de Atlacomulco, a causa de una multitud de
cuestiones pendientes de ventilar. El pulso sostenido por la renovación
del arrendamiento de un terreno de la comunidad a la hacienda convenció
a Lucas Alamán, que administraba los intereses del propietario de Atlaco-
mulco, el duque de Monteleone y Terranova, de que no podían escatimar-
se esfuerzos ‘‘para que á cualquiera costa, se [hiciera] la hacienda en pro-
piedad de esas tierras’’.50
También John Tutino ha subrayado la intensificación de los proble-
mas en el campo a partir de 1840:

mientras subsistía la crisis económica y la descompresión general, los due-


ños del poder, en su frustración, trataron de emplear medios políticos para
medrar a costa de los pobres del campo. Desencadenaron oleadas de insu-

48 Carta de los indígenas vecinos del barrio de Santiago Tlatelolco al ministro de lo Interior,
año de 1839 (Archivo General de la Nación, Tierras, vol. 3,652, expte. 3, 1833-1854).
49 Idem.
50 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 106.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 171

rrecciones regionales por todo México desde entonces hasta los primeros
años de 1880. Entonces, tres décadas de una paz aparente precipitaron du-
ras presiones sobre la gente del campo que padecía una inseguridad subor-
dinada.51

Otro de los grandes y constantes problemas a los que se enfrentó el


Estado mexicano fue el de las tribus nómadas de la frontera norte del
país: una dificultad con la que habían luchado las autoridades virreinales,
y de la que Estados Unidos se aprovechó para su intervención en los
asuntos internos del país, como el de Texas.
La primera dificultad se manifestó en la forma en que debía tratarse a
estas etnias. Durante varios decenios, el gobierno mexicano mantuvo el
criterio de no considerar a los indios norteños como enemigos ni como
naciones independientes a las que hubiera que someter. En la práctica, sin
embargo, resultaba muy difícil admitir que esas tribus indias se hallaran
integradas por ciudadanos mexicanos, por lo que se las siguió tratando
como a entidades políticas separadas. No de otra manera actuó en 1839 el
gobernador Manuel Armijo, de Nuevo México, cuando, entre las cláusu-
las de un tratado de paz, ofreció naturalizar a los navajos: ‘‘era evidente
que no los consideraba mexicanos’’.52
En 1841, Ignacio Zúñiga fundó en la ciudad de México un periódico,
titulado El Sonorense, a través de cuyas páginas se propuso facilitar ideas
a los políticos para captar pacíficamente a los indígenas septentrionales.
Recomendó también el fortalecimiento de las guarniciones militares, con
objeto de disuadir a los revoltosos y acabar con la amenaza apache: si se
conseguía someter a esta etnia, habría esperanzas de atraer a las demás
por medios pacíficos.53
Para expresar la desarticulación de los esfuerzos realizados por los
estados para la defensa de la frontera norte, nada más convincente que un
suceso ocurrido a principios de 1841, cuando el general Mariano Arista,
que se hallaba destacado en Chihuahua, ordenó a Manuel Armijo, gober-
nador de Nuevo León, que se uniera a una campaña conjunta contra los
51 Tutino, John, De la insurrección a la revolución en México. Las bases sociales de la violen-
cia agraria, 1750-1940, México, Era, 1990, p. 207.
52 Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846. El Sudoeste norteamericano en su
época mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 153.
53 Cfr. Hale, Charles A., El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México,
Siglo Veintiuno, 1972, pp. 241-242, y Hu-Dehart, Evelyn, Yaqui Resistance and Survival. The Strug-
gle for Land and Autonomy 1821-1910, Madison, The University of Wisconsin Press, 1984, pp. 55,
57 y 92.
172 MARÍA BONO LÓPEZ

comanches. Armijo, después de consultar con ‘‘toda la oficialidad y las


personas de respeto del departamento’’, declinó prestar el auxilio que le
había sido requerido porque, según explicó al ministro de Guerra, ‘‘estaba
plenamente consciente de su obligación respecto al bienestar general del
país, pero declarar la guerra a los comanches habría significado la ruina
total del Departamento’’.54 En efecto, estipulada una paz por separado con
la mayoría de los comanches. Desde hacía más de diez años, Nuevo Mé-
xico se hallaba en guerra con los navajos, y no podía comprometer la se-
guridad de sus habitantes en un nuevo frente. Más aún, cuando en 1844
arribó a Santa Fe un grupo de comanches, que revelaron sus intenciones
de atacar Chihuahua, el gobernador del departamento se limitó a entregar-
les unos regalos y a informar a los funcionarios de Chihuahua de la aco-
metida que se proyectaba.55
El mismo presidente de la República, Anastasio Bustamante, se hacía
eco en un discurso pronunciado ante las cámaras, en julio de 1840, del
peligro que amenazaba a los departamentos del norte, por la hostilidad de
las etnias indígenas de esas zonas.56 La oposición a Bustamante achacaba
a su gobierno a principios de 1841 haber descuidado la contención de las
depredaciones de las tribus bárbaras que asolaban las regiones norteñas,
que se habían incrementado desde que se suprimió el sistema de presidios
y misiones implantado por el gobierno virreinal.
Cuando en febrero de 1841, el secretario de Guerra informó a la Cá-
mara de Diputados de los sucesos ocurridos en los alrededores de Saltillo
a finales del año anterior, en el que un grupo de indígenas ‘‘cometieron
toda especie de crímenes’’ ----asesinatos, robos e incendios----, el gobierno
fue acusado de haber abandonado esos departamentos: los había despoja-
do de sus recursos para defenderse de estas tribus, e incluso ‘‘de sus pis-
tolas’’.57
Todas las dificultades en el control de las tribus del norte se habían
acentuado con la expulsión de los jesuitas, en el siglo XVIII, y con la
salida de esos territorios de muchos misioneros franciscanos, que se vie-

54 Cit. en Weber, David J., La frontera norte de México, 1821-1846, p. 165.


55 Cfr. ibidem, pp. 165-166.
56 Cfr. González y González, Luis (dir.), Los presidentes de México ante la nación, t. I, p. 232.
57 Cfr. Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, pp. 466-467. La mar-
quesa de Calderón de la Barca se hizo eco de las intenciones del gobierno de Bustamante de restable-
cer el sistema de presidios y misiones que se había puesto en marcha durante la dominación española,
pero manifestaba sus dudas de que estas intenciones llegaran a materializarse en hechos concretos:
cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, p. 227.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 173

ron afectados por los decretos de expulsión de españoles que siguieron a


la Independencia. Aunque la opinión pública general se felicitaba por el
decreto expedido por la Secretaría de Guerra el 8 de julio de 1837, que
impedía la entrada a la República de los frailes españoles, tiempo des-
pués, los publicistas se lamentaban del desatino de esta medida, pues eran
estos frailes los únicos capaces de controlar a las tribus bárbaras.58
Así opinaba Carlos María de Bustamante que, a pesar de su aversión
a la obra de España en América, expresó su disconformidad por el veto
del gobierno mexicano a la entrada de frailes españoles, con el argumento
de que, ‘‘para indio, fraile; única gente que puede subyugarlos’’.59
En una carta que remitió en 1841 el cura de Bolaños al obispo de
Guadalajara, manifestó el vacío que había seguido a la partida de los fran-
ciscanos de la región, y lamentó el olvido que envolvía a los pueblos hui-
choles, desasistidos en la administración de sacramentos hasta el grado de
que casi se había olvidado cuál era la parroquia de la que dependían. No
transcurrió mucho tiempo hasta que, gracias a la insistencia del obispo,
regresaron los franciscanos y volvieron a ocuparse del trabajo misionero
que habían tenido que interrumpir hacía treinta años.60
La menor sensibilidad del clero secular en el cuidado espiritual de los
indígenas se puso de manifiesto posteriormente con las Leyes de Refor-
ma, que obligaron a los religiosos a dejar sus conventos y misiones. La
salida de los franciscanos que habían asistido a los huicholes de la re-
gión de Bolaños dejó a cargo de la misión a un sacerdote secular, que no
tardó en proponer al jefe político de Colotlán la adopción de enérgicas
medidas para convencer a los indígenas de que abandonaran sus cos-
tumbres.61

58 A esa opinión general se sumaba la de la marquesa de Calderón, admirada por la decisión de


los misioneros que, ‘‘undeterred by danger and by the prospect of death, ha[d] carried light to the
most benighted savages’’ (‘‘sin amilanarse ni por los peligros ni por el temor a la muerte, ha[bía]n
llevado la luz de la verdad entre los salvajes más miserables’’): Calderón de la Barca, Frances, Life in
Mexico, p. 225.
59 Cit. en Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 407.
60 Cfr. Rojas, Beatriz, Los huicholes en la historia, México, Centro de Estudios Mexicanos y
Centroamericanos-El Colegio de Michoacán-Instituto Nacional Indigenista, 1993, pp. 120 y 129, y Ro-
jas, Beatriz, ‘‘Los huicholes: episodios nacionales’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio,
nación y comunidad en el México del siglo XIX, pp. 257-258.
61 Cfr. Rojas, Beatriz, Los huicholes en la historia, pp. 142-143, y Taylor, William B., ‘‘Bando-
lerismo e insurrección: agitación rural en el centro de Jalisco, 1790-1816’’, en Katz, Friedrich
(comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX, Méxi-
co, Era, 1990, vol. I, p. 211.
174 MARÍA BONO LÓPEZ

2. Apreciación subjetiva de esa realidad por parte


de Frances Erskine Inglis

Antes de que la marquesa de Calderón de la Barca se percatara de, al


menos, los aspectos más superficiales del modo de ser indígena, a su lle-
gada al puerto de Veracruz, tomó conciencia de las diferencias más evi-
dentes, a primera vista, de los aborígenes: el color de la piel. Ya desde el
barco pudo apreciar la multitud de veracruzanos que se había reunido en
el puerto para recibir al ministro plenipotenciario de España. En esos ros-
tros se veía ‘‘every tinge of dark compexion, from the pure Indian, up-
wards’’.62
Después, cuando ya comenzaba su viaje hacia la ciudad de México,
contempló a los indios desde el coche en el que viajaba, como un mundo
‘‘pintoresco y sorprendente’’, en el que la realidad se componía del exo-
tismo del paisaje y de los habitantes de los pueblos por donde pasaba. El
cuadro que pintó en su correspondencia de ‘‘un bonito pueblo de indios,
en donde nos paramos para cambiar de tiro’’, era bastante superficial, sin
que se detuviera en un análisis más profundo de lo que veía: ‘‘the huts
composed of bamboo, and thatched with palm-leaves, the Indian women
with their long black hair standing at the doors with their half-naked
children’’.63
Un segundo y más profundo contacto con la realidad le permitió ad-
vertir algunas costumbres de origen antiguo que todavía perduraban entre
los indígenas, como el juego de los voladores; aunque durante esos pri-
meros días no pudiera profundizar en esas tradiciones para trasmitirlas a
su familia en su correspondencia.64
Más adelante, sus observaciones del mundo que la envolvía le permi-
tirían introducirse en la historia y las costumbres de los antiguos habitan-
62 ‘‘Se veía toda la gama del color obscuro, desde el indio puro en adelante’’: Calderón de la
Barca, Frances, Life in Mexico, p. 38. Cfr. también ibidem, p. 442. El color de la piel era un importan-
te elemento identificador de la belleza, como la de la virreina Gálvez, que consistía ‘‘in the exceeding
fairness of her complexion’’ (‘‘en la extraordinaria blancura de su cutis’’): ibidem, p. 82. En muchas
ocasiones, la marquesa hará notar en sus cartas esta característica fisiológica para referirse a distintos
grupos de personas, que no necesariamente eran indígenas: cfr. ibidem, p. 181.
63 ‘‘Las chozas de bambú, techadas de palma; las indias, con su negro y largo cabello, paradas
en las puertas con sus niños semidesnudos’’: ibidem, p. 44. Cfr. también ibidem, p. 319. En algunos
parajes por los que pasó la marquesa, las chozas de los indios eran las únicas señales de la existencia
de vida humana: cfr. ibidem, p. 300.
64 Cfr. ibidem, pp. 59-60. Después, observaría con mayor detenimiento las diversiones de los
indígenas: juegos, cantos y bailes realizados con ‘‘indolencia’’, adornos florales, etcétera: cfr. ibidem,
pp. 122-123.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 175

tes de México, e incluso pudo catalogar algunos vicios de los contempo-


ráneos que habían heredado de sus antepasados: ‘‘the maguey and its pro-
duce, pulque, were known to the Indians in the most ancient times, and
the primitive Aztecs may have become as intoxicated on their favourite
octli, as they called it, as the modern Mexicans do on their beloved pul-
que’’.65 Como en otras muchas tradiciones heredadas de la antigüedad,
‘‘there is, however, little improvement made by the Mexicans upon the
ingenuity of their Indian ancestors, in respect to the maguey’’.66
Junto a una iglesia que visitó durante uno de sus viajes encontró un
temazcalli, baño usado por los indios, y escribió al respecto: ‘‘in which
there is neither alteration nor improvement since their first invention,
heaven alone knows in what century’’.67 La visita que realizó a la enferma
condesa del Valle, que utilizaba ciertos remedios indígenas para curar sus
afecciones, dio pie a la marquesa para reflexionar y describir estos temaz-
calli, usados sólo por los indígenas, que tenían la costumbre del baño fre-
cuente. Los conocimientos medicinales de los indios eran extremadamen-
te útiles en las haciendas, donde las posibilidades de disponer de los
servicios de un médico eran casi nulas.68
Más constructivo que la primera de sus observaciones acerca de los
temazcalli a que nos hemos referido es otro comentario que salió de su
pluma cuando, pasmada ante la habilidad con que un lépero cualquiera

65 ‘‘El maguey y su producto, el pulque, fueron conocidos de los indios desde la más remota
antigüedad, y es muy posible que los primitivos aztecas se emborracharan lo mismo con su octli favo-
rito, como los modernos mexicanos lo hacen con su muy amado pulque’’: ibidem, pp. 104-105. La
marquesa describió en esta ocasión el proceso de elaboración del pulque ----hecho ‘‘by nature to
supply all his wants’’ (‘‘para aliviarles [a los indios] todas sus penurias’’)---- con multitud de detalles:
idem.
66 ‘‘Pocos son los adelantos que se registran entre los mexicanos, en lo que se refiere al pulque,
comparándolos con el ingenio de sus antepasados indiosx’’: ibidem, p. 105. La permanencia de las
costumbres de los indígenas, sin ninguna alteración, tenía también su contrapartida positiva: las bue-
nas costumbres que el obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, inculcó a los indígenas seguían con-
servándose en esos años: cfr. ibidem, p. 490.
67 ‘‘Que no ha sido perfeccionado ni ha tenido alteraciones desde su primera invención, que
sólo Dios sabe en qué siglo tuvo lugar’’: ibidem, p. 443. Una detenida descripción de los temazcalli,
en Sartorius, Carl Christian, México hacia 1850, México, Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, 1990, pp. 151-152.
68 Cfr. Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexico, pp. 174-175. Algunas costumbres prehis-
pánicas no sólo habían perdurado entre los indígenas contemporáneos a la marquesa, sino que tam-
bién habían calado entre los mexicanos criollos y mestizos, como el consumo de la tortilla de maíz
que, ‘‘without variation’’ (‘‘sin cambio alguno en su preparación’’), ‘‘are the common food of the
people’’ (‘‘era alimento habitual del pueblo’’): ibidem, pp. 78 y 507. También pertenecía al bagaje
cultural prehispánico la elaboración de quesos de crema, cuya receta guardaban con celo los indios
que los producían: cfr. ibidem, p. 172.
176 MARÍA BONO LÓPEZ

había esculpido en cera la figura de una tortillera, atribuyó esa facilidad a


su condición de heredero de ‘‘the incredible patience which enabled the
ancient Mexicans to work their statues in wood or stone with the ru-
dest instruments’’. La apostilla final con que remataba el párrafo mati-
zaba el elogio de la marquesa: ‘‘there is no imagination. They do not
leave the beaten track; but continue on the models which the Spanish
conquerors brought out with them, some of which, however, were very
beautiful’’.69
Otra de las formas de vida de los indígenas, de origen antiguo, que la
marquesa pudo descubrir durante su visita a Xochimilco fue la de las chi-
nampas, que la desilusionaron, donde los indios, que habitaban en ‘‘unas
pobres chozas’’, cultivaban legumbres y verduras que iban a vender a la
ciudad. En ese mismo lugar, la esposa del embajador de España se perca-
tó del gusto por las flores de los indígenas, ‘‘the same love of flowers dis-
tinguishes them now as in the time of Cortes’’: ‘‘the baby at its christe-
ning, the bride at the altar, the dead body in its bier, are all adorned with
flowers’’.70 Las flores constituían también uno de los ornamentos princi-
pales en las manifestaciones religiosas de los indígenas, como pudo apre-
ciar en su viaje desde Veracruz hacia la ciudad de México, adornos que
estaban al cuidado de las mujeres.71
La marquesa se sorprendió además por rasgos de carácter de los indí-
genas inconciliables en una primera aproximación: la afabilidad, humil-
dad y cortesía extremas, instrumentalizadas por la astucia ----‘‘their pas-
sions are not easily roused’’, su ‘‘very calmness of countenance... is but a
mask of Nature’s own giving to her Indian offspring’’72----, y la rápida ma-
nera en que ‘‘gradually becoming a little intoxicated’’,73 con el efecto

69 ‘‘De aquella increíble paciencia que permitía a los antiguos mexicanos esculpir sus estatuas
de madera o de piedra, con los instrumentos más primitivos... Pero carecen de imaginación. No salen
del camino trillado y continúan copiando los modelos que trajeron los conquistadores españoles, aun-
que muchos de ellos sean de gran belleza’’: ibidem, p. 231.
70 ‘‘El mismo que en los tiempos de Cortés... El niño en su bautizo, la novia ante el altar, el
muerto en su ataúd, todos se ven adornados con flores’’: ibidem, p. 127.
71 Cfr. ibidem, p. 50. Cfr. también ibidem, p. 137.
72 ‘‘Sus pasiones no se descubren con facilidad... Su calma exterior... no es más que una másca-
ra que donó Natura a sus hijos indianos’’: ibidem, p. 389. Carlos de Gagern enfatizó el carácter sólo
aparente de la humildad del indígena ante el blanco, en la que no veía sino un rasgo de hipocresía:
cfr. Gagern, Carlos de, ‘‘Rasgos característicos de la raza indígena de México’’, Boletín de la Socie-
dad Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. I, 1869, p. 808.
73 ‘‘Se van poniendo, por grados, a medios pelos’’: Calderón de la Barca, Frances, Life in Mexi-
co, p. 272.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 177

consiguiente de riñas y pendencias a veces mortales, porque suelen diri-


mirse a cuchilladas.74
La indolencia ----‘‘the mother of vice’’75---- con que los indígenas fue-
ron caracterizados repetidamente por la marquesa de Calderón era una
cualidad compartida también por el resto de los mexicanos. Echó mano
de este defecto para explicar que gran parte de los andrajosos que podían
verse por la ciudad no lo eran por verdadera necesidad, sino ‘‘from indo-
lence’’.76 No escapó la esposa del embajador a explicaciones determinis-
tas: el clima induce a la indolencia, así en lo físico como en lo moral; los
caserones de los alrededores de México le producían una impresión in-
descriptible de soledad, vastedad y desolación, que causaba la sensación
‘‘of being entirely out of the world, and alone with a giant nature’’,77 de
ahí su convencimiento de que ‘‘it is impossible to take the same exercise
with the mind or with the body in this country, as in Europe or in the
northern states’’.78
El juicio que se formó madame Calderón de la Barca sobre las can-
ciones de los indios que oyó durante un paseo en canoa por los canales
cercanos a la ciudad no era muy benévolo,79 aunque le divirtieron estos
cantos y bailes: ‘‘if we may form some judgment of a people’s civilization
by their ballads, none of the Mexican songs give us a very high idea of
theirs. The words are generally a tissue of absurdities, nor are there
any patriotic songs which their new-born freedom might have called
forth from so musical a people’’. La única letra en la que se aludía a un
hecho patriótico tenía una razón de ser: ‘‘on account of that memorable

74 Cfr. ibidem, pp. 272, 378 y 389. La misma idea se apunta en Los bandidos de Río Frío: sólo
que Payno atribuía a circunstancias externas ese encrespamiento: ‘‘estos indios, cuando hay quien los
levante, son el mismo demonio’’: Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945,
vol. II, p. 123.
75 ‘‘La madre de todos los vicios’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 235.
76 ‘‘Por indolencia’’: ibidem, p. 307. Otra consecuencia de esa indolencia era la impuntualidad:
cfr. ibidem, p. 523.
77 ‘‘De hallarse completamente fuera del mundo, sola frente a una naturaleza gigantesca’’; ibi-
dem, p. 274. También la belleza de algunos indígenas le pareció ‘‘salvaje’’: ibidem, pp. 273-274.
78 ‘‘No es posible que la mente trabaje o el cuerpo se ejercite, como en la Europa o en los
Estados Unidos’’: ibidem, pp. 232-233. Esa misma indolencia y pasividad hacía del pueblo un espec-
tador alejado de los acontecimientos políticos, asonadas incluidas, que se sucedían en México por
aquellos años: cfr. ibidem, pp. 257, 423-424 y 444.
79 Tampoco los bailes indígenas le entusiasmaron, a pesar de haber empezado a tomar unas
clases para aprenderlos, que abandonó, porque, ‘‘they are not ungraceful, but lazy and monotonous’’
(‘‘sin dejar de tener gracia, carecen de viveza y son monóton[o]s’’): ibidem, pp. 173-174. Cfr. tam-
bién ibidem, p. 499.
178 MARÍA BONO LÓPEZ

event [el grito de Dolores], the Indian was able to get as drunk as a
Christian!’’.80
Madame Calderón de la Barca dedicó muchas páginas a la caracteriza-
ción de las mujeres indígenas. Su sensibilidad femenina y su mentalidad an-
glosajona no dejaron pasar un solo detalle que catalogara a las indias con las
que se tropezó durante su estancia en México. A partir de su observación
de estas mujeres, hacia las que experimentó una especial fascinación,
pudo establecer muchos rasgos definidores del modo de ser indígena.
Frances quedó admirada por el amor rayano en pasión de las indias
hacia sus hijos pequeños,81 la generalización en los malos tratos de los
maridos a sus esposas82 y ----de modo paradójico---- por el decisivo papel

80 ‘‘Si hemos de formar juicio sobre la civilización de un pueblo por sus baladas, ninguna de las
canciones mexicanas nos ofrece una elevada idea de la suya. La letra es, en general, un tejido de
absurdidades, y no existen cantos patrióticos que su recién nacida libertad hubiera podido inspirarle a
este pueblo tan dotado para la música... En virtud del memorable acontecimiento [el grito de Dolo-
res], el indio tiene el mismo derecho a emborracharse que el cristiano’’: ibidem, p. 129.
81 Cfr. ibidem, p. 455. Ocurría no pocas veces, sin embargo, que urgidas por sus necesidades
económicas, las mujeres indígenas ‘‘abandonan sus propios hijos á los cuidados mercenarios de otras
mugeres, como si fuera posible sustituir el amor y cuidados de una madre’’; y que el carácter excesi-
vamente prematuro de los matrimonios de las muchachas indígenas ----‘‘se nota con frecuencia la
union entre una muger que apenas ha llegado á la edad de su desarrollo y un hombre de cuarenta ó
mas años’’---- perjudicaba su salud y redundaba en perjuicio de sus hijos (García y Cubas, Antonio,
‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexicana’’, Boletín de la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística, México, segunda época, t. II, 1870, p. 372). García y Cubas,
que se sirvió para este artículo de un largo ensayo escrito por Santiago Méndez, incurrió en varias
contradicciones con el relato de éste, que había resaltado notorias diferencias de edad en los matrimo-
nios indígenas: ‘‘cásanse sin repugnancia, muy jóvenes, con mugeres de mas edad, viudas, y aun con
solteras con hijos’’. Méndez sostenía también un punto de vista diametralmente opuesto al de la mar-
quesa de Calderón de la Barca, cuando calificaba de ‘‘tibio y poco apasionado’’ el amor que se profe-
saban los miembros de las familias indígenas, y denunciaba el abandono con que las mujeres ‘‘crian á
sus hijos, que ruedan siempre por el suelo entre la inmundicia y enteramente desnudos’’: ibidem, pp.
375, 376 y 385.
82 Aunque las costumbres de la época no aparejaban a los malos tratos falta de afecto, vienen
inevitablemente a la mente unas advertencias de Clavijero: ‘‘el amor del marido a la mujer es mucho
menor que el de la mujer al marido. Es común (no general) en los hombres, el inclinarse más a la
mujer ajena que a la propia’’ (Clavijero, Francisco Javier, Historia antigua de México, México, Po-
rrúa, 1987, pp. 46-47). Véase también García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadísti-
ca general de la República Mexicana’’, p. 384, y Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico,
pp. 480 y 504. Por el contrario, la marquesa encontró a un indio ‘‘who was in great distress, because
his wife had run off from him for the fourth time with ‘another gentleman’!’’ (‘‘que no podía consolar-
se de que su mujer le hubiese abandonado por cuarta vez para irse con ‘¡otro caballero!’’’ (ibidem, p.
488). Lumholtz quedó sorprendido por la ligereza de los motivos que llevaban a los maridos indios a
apalear a sus mujeres; y añadió: ‘‘por extraño que parezca, las mujeres no protestan contra esto, sino
más bien lo toman como prueba de amor, y si la ocasión lo requiere, llega la mujer á decirle á su
marido: ‘Ya no me pegas. Tal vez has dejado de quererme’’’: Lumholtz, Carl, El México desconoci-
do. Cinco años de exploración entre las tribus de la Sierra Madre Occidental, en la Tierra Caliente
de Tepic, y entre los tarascos de Michoacán, México, Editora Nacional, 1972, vol. II, p. 333.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 179

de éstas en el hogar.83 Entre los tipos pintorescos que podían encontrarse


por la ciudad de México en una fiesta de Jueves Santo, se fijó en ‘‘las
indias de pura raza’’, todas muy feas, que atestaban las iglesias y pulula-
ban por las calles, ‘‘deambulando con su trote suave’’,84 con sus hijos a
las espaldas;85 y no pudo reprimir un comentario a mitad de camino entre
el respeto y el desdén: ‘‘a gentle, dirty, and much-enduring race’’.86
El desaliño de las indígenas ----‘‘intolerable’’---- podía esconderse bajo
el sarape o el rebozo, ‘‘the greatest cloak for all untidiness, uncombed
hair and raggedness, that ever was invented’’.87 El modo de vestir de los
indígenas, en especial de las mujeres, llamó la atención de madame Cal-
derón desde la misma llegada al puerto de Veracruz. Las prendas de ves-
tir propias y tradicionales indígenas fueron descritas en numerosas oca-
siones para destacar el aspecto miserable de las mujeres indias: ‘‘with
rebozos, long coloured cotton scarfs, or pieces of ragged stuff, thrown

83 Cfr. Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, pp. 307 y 429. Tal vez a causa de
esa dedicación preponderante de las mujeres indígenas a las faenas del hogar ----también y, quizá,
sobre todo, en casas ajenas----, eran sensiblemente mayores los porcentajes de analfabetismo entre las
mujeres indígenas, de modo particular en los estados cercanos a la capital de la Federación que conta-
ban con elevados contingentes de población india: cfr. Cosío Villegas, Daniel, Historia Moderna
de México, vol. VII, p. 532. Véase también Stephens, John L., Viaje a Yucatán 1841-1842, vol. II,
p. 171. Aunque también era cierto, como observó García y Cubas, que las mujeres indígenas que
se ocupaban en tareas domésticas al servicio de particulares adquirían ventajosos hábitos de higie-
ne: ‘‘las indias de los pueblos cercanos á las capitales, empleándose en las casas particulares como
nodrizas, crian niños sanos y robustos, porque en su nuevo empleo mejoran de condicion por el aseo
á que se les obliga, la buena alimentacion, y en fin, por el total cambio de sus condiciones higiéni-
cas’’ (García y Cubas, Antonio, ‘‘Materiales para formar la estadística general de la República Mexi-
cana’’, p. 372).
84 El peculiar modo de caminar de los indígenas captó la atención de la marquesa. Así, al des-
cribir el pánico desatado en la ciudad de México por el primer tiroteo con que se inició una revolu-
ción, observó: ‘‘people come running up the street. The Indians are hurrying back to their villages in
double-quick trot’’ (‘‘la gente corre por las calles. Los indios se dan prisa a regresar a sus pueblos, a
trote redoblado’’): Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, pp. 239. Cfr. también ibidem,
pp. 433-434. También se refirió a este modo de caminar al describir un tocado usado por la indias, y
se maravillaba de que no se les cayera ‘‘I cannot imagine how they trot along, without letting it fall’’
(‘‘no puedo imaginar cómo no se les cae cuando van trotando’’): ibidem, p. 92. Sin embargo, al com-
pararlas con las damas de la alta sociedad, afirmó que andaban bien: cfr. ibidem, p. 140.
85 Llenó de curiosidad a la marquesa la forma en que las mujeres indígenas llevaban a sus niños
a la espalda, ‘‘its face upturned to the sky, and its head going jerking along, somehow without its neck
being dislocated’’ (‘‘cara al cielo, cabeceando con los vaivenes del paso, y es un milagro [que] no se
les disloque la nuca’’): ibidem, pp. 145-146. Sin embargo, pudo apreciar las caras de estos niños: ‘‘the
most resigned expression on earth is that of an Indian baby’’ (‘‘no existe en el mundo una expresión
más resignada que la de un niño indio’’): ibidem, p. 146. Cfr. también ibidem, p. 362.
86 ‘‘Pueblo dócil, sucio y resistente’’: ibidem, p. 140.
87 ‘‘La prenda más a propósito, hasta ahora inventada, para encubrir todas las suciedades, los
despeinados cabellos y los andrajos’’: ibidem, pp. 197 y 514. La costumbre de las mujeres de usar
rebozo fue recogida en otras ocasiones por la marquesa: cfr. ibidem, p. 146.
180 MARÍA BONO LÓPEZ

over the head and crossing over the left shoulder’’.88 Sin embargo, se dio
cuenta de que, en días de fiesta, había un especial esmero en el vestir.
Antes de pasar Río Frío, apreció que, ‘‘and it being Christmas-day, every
one was cleaned and dressed for mass’’.89
Otras veces, la fisonomía de estas mujeres estaba caracterizada prin-
cipalmente por la forma de llevar a los niños, y por algunos rasgos particula-
res comunes a todas: en cada pueblo por donde pasaba observaba a las
indias ‘‘with their plaited hair, and little children slung to their backs,
their large straw hats, and petticoats of two colours’’.90
Por otra parte, las indias poseían ciertas cualidades comunes a todas
las mujeres: antes de llegar a la ciudad de México en su primer viaje, tuvo
necesidad de cambiarse de vestido, ‘‘to the great amusement of the Indian
women, who begged to know if my gown was the last fashion, and said it
was ‘muy guapa’’’.91
Aunque no apreció grandes diferencias entre la forma de vestir de las
indias en los medios urbanos y rurales, a las de la ciudad de México tuvo
más y mejores oportunidades de observarlas, y desde el primer día en que
se instaló en su nueva residencia pudo extraer consecuencias de su compor-
tamiento exterior, como el de aquellas indias, que ‘‘laying down their bas-
kets to rest, and meanwhile deliberately examining the hair of their
copper-coloured offspring’’.92
En algún momento sí se detuvo en la descripción física de las muje-
res indígenas, abstrayendo los aspectos de su indumentaria que tanto so-
lían interesarle, pero ese párrafo estaba dedicado a un determinado grupo
de indias: las que comerciaban en el mercado.

are, generally speaking, very plain, with an humble, mild expression of


countenance, very gentle, and wonderfully polite in their maners to each
other; but occasionally, in the lower classes one sees a face and form so
beautiful...; with eyes and hair of extraordinary beauty, a complexion dark

88 ‘‘Andan con rebozos, que son como unos grandes chales de color, o pedazos de tela andrajo-
sa, echados sobre la cabeza y cruzados sobre el hombro izquierdo’’: ibidem, p. 40.
89 ‘‘Como era Navidad, todo el mundo se veía limpio y vestido para ir a misa’’: ibidem, p. 59.
90 ‘‘Con sus cabellos trenzados y con los niños colgándoles a la espalda, sus grandes sombreros
de paja y enaguas de dos colores’’: ibidem, p. 48. Cfr. también ibidem, pp. 132 y 140.
91 ‘‘Para gran diversión de las indias, que querían saber si mi vestido era la ‘última moda’, y
decían que estaba yo muy guapa’’: ibidem, p. 59.
92 ‘‘Habían dejado sus canastas en el suelo para descansar, mientras ‘examina[ba]n’ con ex-
traordinaria atención las cabezas de su cobriza progenie’’: ibidem, p. 63.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 181

but glowing, with the Indian beauty of teeth like the driven snow, together
with small feet and beautifully-shaped hands and arms.93

Las expresiones de culto de los mexicanos ----‘‘Mexico owes much of


its peculiar beauty to the religious or superstitious feelings of its inhabi-
tants’’94----, y en especial de los indígenas, llamaron la atención desde el
primer momento a la esposa del primer embajador de España. Unas de las
consideraciones en las que se detuvo a reflexionar fue la de la condición
de igualdad de los hombres ante Dios: ‘‘apparently considering themselves
alike in the sight of Heaven, the peasant and the marquesa kneel side by
side, with little distinction of dress; and all appear occupied with their
own devotions, without observing either their neighbour’s dress or de-
gree of devoutness’’;95 otra fue el contraste entre la pobreza del pueblo y
la riqueza de sus iglesias.96
También maravilló a la marquesa de Calderón de la Barca la acendrada
devoción de los indígenas a la Virgen de Guadalupe, como todo su cristia-
nismo prendida en ‘‘las ruinas de su mitología’’,97 y expresión de un insatis-
factorio mestizaje cultural que, a los ojos de Brantz Mayer, se manifestaba
en aglomeraciones de ‘‘millares de indios, con sus mujeres e hijos..., venidos
de todos los rincones del departamento de México y aun de algunos otros’’.98

93 ‘‘Son, en términos generales, sencillas, de humilde y dulce apariencia, muy afables y corteses
en grado superlativo cuando se tratan entre sí: pero algunas veces se queda uno sorprendido de encon-
trar entre el vulgo caras y cuerpos tan bellos...; con ojos y cabello de extraordinaria hermosura, de
piel morena pero luminosa, con el nativo esplendor de sus dientes blancos como la nieve inmaculada,
que se acompaña de unos pies diminutos y de unas manos y brazos bellamente formados’’: ibidem,
pp. 109-110.
94 ‘‘México debe mucho de su peculiar belleza al sentimiento religioso y a la superstición de
sus habitantes’’: ibidem, p. 364. Cfr. también ibidem, pp. 498-499.
95 ‘‘Considerándose, aparentemente, iguales en presencia de Dios, la campesina y la Marquesa
se arrodillan juntas, sin diferencia casi en el vestir; las dos entregadas a sus devociones, sin fijarse
cómo van vestidos los demás, ni cuál es el grado de su fervor’’: ibidem, pp. 307-308.
96 Cfr. ibidem, pp. 364-366.
97 Cfr. ibidem, pp. 299, 378 y 463. ‘‘The poor Indian still bows before visible representations of
saints and virgins, as the did in former days before the monstrous shapes representing the unseen
powers of the air, the earth, and the water; but he, it is to be feared, lifts his thoughts no higher than
the rude image which a rude hand has carved. The mysteries of Christianity, to affect his untutored
mind, must be visibly represented to his eyes’’ (‘‘el pobre indio todavía se inclina ante las repre-
sentaciones a lo vivo de los Santos y de las Vírgenes, como lo hiciera en los días idos ante las mons-
truosas figuras que simbolizaban las invisibles fuerzas del aire, de la tierra y del agua, aun cuando es
de recelar que eleve sus pensamientos más arriba de la tosca imagen que espulpió una mano torpe.
Para que los misterios del Cristianismo puedan herir su mente sencilla, es necesario que aparezcan de
bulto ante sus ojos’’): ibidem, p. 364.
98 Mayer, Brantz, México, lo que fue y lo que es, p. 92.
182 MARÍA BONO LÓPEZ

La fiesta del domingo de Ramos en la capital de la República produjo


una fuerte impresión en la marquesa al observar que ‘‘under each tree a
half-naked Indian, his rags clinging together with wonderful pertinacity;
long, matted, dirty black hair both in men and women, bronze faces with
mild unspeaking eyes, or all with one expression of eagerness to see the
approach of the priests’’.99 Y se admiraba, además, de las grandes distan-
cias que habían recorrido esos indios para que les bendijeran esas palmas
con las que luego adornaban sus chozas.100
Durante esas fiestas de Semana Santa, tuvo ocasión de visitar varias
iglesias, de las que le impresionaron las imágenes sagradas, como la de
la iglesia de Santa Teresa, en la que había una imagen de El Salvador,
que le pareció ‘‘espantosa’’, y ante la que los fieles ----‘‘the number of lé-
peros was astonishing’’----, ‘‘devoutly kneeling to kiss his hands and
feet’’.101
A pesar de que el valor estético de esas imágenes dejaba mucho que
desear, se dio cuenta de que eran eficaces para mover la devoción del
pueblo, y reflexionó de la siguiente manera: ‘‘however childish and su-
perstitious all this may seem, I doubt whether it be not as well thus to im-
press certain religious truths on the minds of a people too ignorant to
understand them by any other process’’.102
Si las manifestaciones del culto público en la ciudad de México im-
pactaron a la marquesa durante los primeros meses de estancia en el país,
más adelante podría comprobar en uno de sus viajes por algunos pueblos
de los alrededores de la capital que ‘‘the magnificence of these places of
worship is extraordinary’’,103 y las procesiones allí estaban ‘‘always ac-
companied by a crowd of Indians’’.104

99 ‘‘Debajo de cada palma [había] un indio casi desnudo; indios cuyos harapos cuelgan con
maravillosa pertinacia; de cabelleras mates, largas y sucias en hombres y mujeres; rostros de bronce y
una mirada dulce y quieta, que sólo puede alterar el anhelo con que ven acercarse a los sacerdotes’’:
Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 138.
100 Cfr. ibidem, pp. 139 y 429.
101 ‘‘Cantidad de léperos... asombrosa... se arrodillaban con devoción y le besaban las manos y
los pies’’: ibidem, p. 141.
102 ‘‘Por muy infantil y supersticioso que pueda parecer todo esto, dudo que exista manera mejor
de imprimir ciertos principios de la religión en la mente de un pueblo demasiado ignorante para en-
tenderlos de otros modos’’: ibidem, p. 142. El Jueves Santo presenció otras manifestaciones populares
de ‘‘contrición y fervor’’, de las que no hizo mayor comentario, a pesar de la impresión que le causa-
ron todos los actos piadosos ----‘‘indescriptible[s]’’---- de la Semana Santa, que calificó en una oportu-
nidad de ‘‘horrendo[s]’’ y ‘‘sencillamente nauseabundo[s]’’: cfr. ibidem, pp. 144, 276 y 363.
103 ‘‘En estos lugares la devoción es singularísima’’: ibidem, p. 290.
104 ‘‘Siempre acompañada[s] de una multitud de indios’’: ibidem, p. 363.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 183

Junto a esta religiosidad ‘‘indescriptible’’, persistía entre los indíge-


nas una superstición que hundía sus raíces en un pasado remoto, del que
conservaban numerosas leyendas, como la de la gruta de Cacahuamilpa,
que en la antigüedad había servido de lugar de culto y que ‘‘a supersti-
tious fear prevented the more modern Indians from exploring its shining
recesses’’;105 la credulidad de los indígenas tomaba como ciertos los rela-
tos de los que habían osado aventurarse en el interior de la cueva. Estas
creencias en personajes mitológicos se mezclaban con las de origen cris-
tiano: cuando el grupo en el que iba la marquesa visitó esta gruta, ‘‘the
Indians begged they might be left there ‘on account of the blessed souls in
purgatory’’’.106
La población que rodeaba a la ciudad de México fue objeto de múlti-
ples retratos por parte de los viajeros. También la marquesa de Calderón
de la Barca se detuvo en la descripción de esa gente que se asentaba en el
valle de México, que le pareció impregnado de ‘‘a universal air of dreari-
ness, vastness, and desolation’’.107
Circunstancialmente cedió a la tentación de acumular epítetos con-
vencionales en la caracterización del habitante indígena del valle de Mé-
xico: ‘‘gentle and cowardly, false and cunning, as weak animals are apt
to be by nature, and indolent and improvident as men are in a fine clima-
te’’;108 todas estas características del indígena apenas habían variado desde
que Cortés había ‘‘first traversed these plains’’.109 A todo ello se añadía uno
de los vicios más comunes de los indígenas, que afectaba por igual a hom-
bres y a mujeres, en ámbitos rurales y urbanos: el alcoholismo.110
Las condiciones de vida de los indígenas de la ciudad de México con-
trastaban enormemente con las que observó en los ámbitos rurales en su
camino hacia la capital: allí, ‘‘the huts, though poor, were clean; no win-
dows, but a certain subdued light makes its way through the leafy ca-
nes’’;111 y, en el Real del Monte, ‘‘the Indians here looked cleaner than

105 ‘‘Un temor supersticioso impidió a los indios de ahora escrutar sus sombríos secretos’’: ibi-
dem, p. 322.
106 ‘‘Pidieron los indios que dejáramos las velas en sus mismos sitios, ‘en memoria de las almas
benditas del purgatorio’’’: ibidem, p. 326.
107 ‘‘Un aire de melancolía, inmensidad y desolación’’: ibidem, p. 161.
108 ‘‘Docilidad y cobardía, falsedad y astucia; débil, como lo son por naturaleza los animales, y
tan indolente e impróvido, como suelen serlo los hombres en un clima propicio’’: ibidem, p. 162.
109 ‘‘Había cruzado estas llanuras por vez primera’’: ibidem, pp. 161-162.
110 Cfr. ibidem, pp. 329, 359, 384, 480 y 489.
111 ‘‘Las chozas se ven pobres, pero limpias; sin ventanas, pero una luz tamizada se abre paso
entre las frondosas cañas’’: ibidem, p. 45.
184 MARÍA BONO LÓPEZ

those in or near Mexico, and were not more than half naked’’.112 A medida
que la señora Calderón se acercaba a los ámbitos urbanos, las condiciones de
los indígenas se hacían poco a poco más miserables: en Puebla, acompaña-
ban a un ventero ‘‘a few sleepy Indian women with bare feet, tangled hair,
copper faces and reboses’’,113 y al alcalde de Tepeyahualco le seguía ‘‘a lar-
ge, good-looking Indian woman, who stood behind him while he made his
discourse’’.114 A partir de entonces, lo que encontraron durante el último tra-
mo de su viaje fue, ‘‘an occasional Indian hut, with a few miserable half-na-
ked women and children’’.115
A su llegada a la ciudad de México, la marquesa recibió una impre-
sión patética de los indígenas que allí vivían: no sólo los describió en sus
aspectos externos ----‘‘men bronze-colour..., carrying lightly on their
heads earthen basins, precisely the colour of their own skin’’; ‘‘women
with reboses, short petticoats of two colours, generally all in rags...; no
stockings, and dirty white satin shoes, rather shorter than their small
brown feet’’116----, sino que se aventuró a juzgarlos en su forma de ser:
‘‘lounging léperos, moving bundles of rags, coming to the windows and
begging with a most piteous but false sounding whine, or lying under the
arches and lazily inhaling the air and the sunshine’’.117
Madame Calderón acertó a expresar de cierta manera los enormes
contrastes sociales que podían observarse en la capital de la República,

112 ‘‘Los indios se ven más limpios que en México o sus cercanías, y no andan tan faltos de
ropa’’: ibidem, p. 181. Le fascinó a la marquesa esta cualidad ----la limpieza---- de los indios en los
pueblos y ciudades de provincia por donde pasó, aunque no era de ninguna manera generalizada: cfr.
ibidem, pp. 315, 349, 377, 379, 473, 480-481, 495 y 501. En sus viajes por el interior de la República
también pudo conocer de cerca a algunos miembros de ciertas etnias indígenas, como la otomí, a la
que calificó, en una ocasión, de tribu ‘‘pobre y degradada’’, y en otra, paradójicamente, de la tribu
‘‘más civilizada’’: ibidem, pp. 471 y 479.
113 ‘‘Unas cuantas indias descalzas, enmarañado cabello, rostros cobrizos y rebozos’’: ibidem,
p. 52.
114 ‘‘Una india robusta de no malos bigotes, que había permanecido detrás de él [el alcalde]
mientras pronunciaba su discurso’’: ibidem, p. 55.
115 ‘‘De cuando en cuando, una choza india, con algunas pobres mujeres y niños semidesnudos’’:
ibidem, p. 56. Es notable, en las primeras cartas de la marquesa, la influencia del paisaje en la apre-
ciación subjetiva de la realidad.
116 ‘‘Hombres de color bronceado..., sosteniendo con garbo sobre sus cabezas vasijas de barro,
precisamente del color de su propia piel; mujeres con rebozo, de falda corta, hecha jirones casi siem-
pre...; sin medias, con sucios zapatos de raso blanco, aun más pequeños que sus pequeños pies more-
nos’’: ibidem, p. 63.
117 ‘‘Holgazanes, patéticos montones de harapos que se acercan a la ventana y piden con la voz más
lastimera, pero que sólo es un falso lloriqueo..., echados bajo los arcos del acueducto, sacuden su pereza
tomando el fresco, o tumbados al rayo del sol’’: idem. Pronto se dio cuenta la marquesa de la miseria en
que vivían estos indígenas, que no comían carne, porque sus ‘‘medios no se lo permiten’’: ibidem, p. 110.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 185

donde léperos e indios cubiertos con mantas se divertían en los mismos luga-
res en los que lo hacía la alta sociedad mexicana, ‘‘though on a scale more
suited to their finances’’:118 un paisaje brillante, con el inevitable matiz exó-
tico proporcionado por los indios, que sólo se oscurecía por ‘‘the number of
leperos busy in the exercise of their vocation’’.119 De la contemplación de
este cuadro, la marquesa sacaba la siguiente conclusión: a pesar de que la
pobreza y la riqueza convivían en los mismos espacios físicos, en realidad,
existía un abismo que separaba a la población e impedía cualquier lazo de
unión;120 todo esto provocaba la conciencia, entre los mexicanos de todas las
condiciones sociales, de que no podía haber ningún sentimiento de democra-
cia o de igualdad ‘‘except between people of the same rank’’.121
La descripción del servicio doméstico que la marquesa trazó en una
carta a su familia también motivó una serie de caracterizaciones de los
indios. Las quejas sobre los defectos de los sirvientes, ‘‘the ungrateful
theme, from very weariness of it’’122 podían oírse no sólo de los extranje-
ros, sino de los propios mexicanos, que lamentaban ‘‘their addiction to
stealing, their laziness, drunkenness, dirtiness, with a host of other vices’’.123
Todas estas faltas eran, ‘‘frequently just, there can be no doubt’’.124 En el
mismo sentido, la señora Calderón afirmaba: ‘‘against this nearly univer-
sal indolence and indifference to earning money, the heads of families
have to contend; as also against thieving and dirtiness’’,125 aunque pensa-
ba que muchos de estos defectos podían remediarse. Sobre la poca dili-
gencia de los criados abundó con varios ejemplos tomados de entre el
personal que había trabajado en su casa.126
Sin embargo, la marquesa reconocía ciertas cualidades en las criadas
mexicanas, que las hacían preferibles a las extranjeras, ‘‘unbearably inso-
lent’’:127 aquéllas ‘‘are the perfection of civility-humble, obliging, excessively
good-tempered, and very easily attached to those with whom they live’’.128

118 ‘‘Pero en una medida más conforme con sus cortos medios’’: ibidem, p. 215.
119 ‘‘La multitud de léperos dedicados a las prácticas de su oficio’’: ibidem, p. 123.
120 Cfr. idem.
121 ‘‘Excepto entre personas pertenecientes a la misma clase’’: ibidem, p. 166.
122 ‘‘Tema tan ingrato y que me tiene fastidiada’’: ibidem, p. 194.
123 ‘‘Su inclinación al robo, ...su pereza, borrachera, suciedad y de otros miles de vicios’’: idem.
124 ‘‘En su mayoría, justificadas, [y] no puede haber duda alguna’’: idem.
125 ‘‘Contra esa pereza casi general y la indiferencia en ganarse la vida, es con lo que deben
contender las amas de casa, y también contra el robo y la suciedad’’: ibidem, p. 196.
126 Cfr. ibidem, pp. 195-196.
127 ‘‘De una insolencia inaguantable’’: ibidem, p. 198.
128 ‘‘Son modelo de cortesía, humildes, serviciales, de muy buen carácter, y con facilidad se
aficionan a quienes sirven’’: idem.
186 MARÍA BONO LÓPEZ

Los indios de la ciudad de México habían ocupado e impuesto su for-


ma de vivir en muchos lugares públicos, como ocurría en la catedral: sal-
vo unas cuantas señoras de mantilla, que no llegaban a la media docena,
sólo había ‘‘léperos, in rags and blankets, mingled with women in ragged
rebozos’’.129 Como consecuencia de ello, ‘‘the floor is so dirty that one
kneels with a feeling of horror’’.130
Las asonadas en la ciudad de México, como la ocurrida en julio de
1840 y protagonizada por Gómez Farías y el general Urrea, provocaban
la huída de los indios que comerciaban y distribuían víveres en sus calles
y mercados. Después de este pronunciamiento, ‘‘como le llaman’’, la cal-
ma volvía a la capital, cuyo ambiente había variado respecto de los días
anteriores, y se veía ‘‘crowded with Indians from the country, bringing in
their fruit and vegetables for sale’’.131
A través de sus experiencias vividas en la capital de la República,
donde se producían cada vez con más frecuencia los pronunciamientos
políticos, Frances E. Inglis captó con acierto el concepto que los indios se
habían formado de los funcionarios del nuevo Estado: persistía inaltera-
ble el recelo indígena hacia las autoridades públicas, a las que tal vez pro-
fesaba tanto temor como odio.132
A pesar de las intenciones de los políticos de incorporar plenamente a
los indígenas a la condición de ciudadanos, con todos los beneficios y
cargas que ello suponía, la marquesa de Calderón de la Barca resumía sus
impresiones sobre cuáles habían sido las consecuencias de ese nuevo es-
tatus de los indios en 1840: ‘‘certainly no visible improvement has taken
place in their condition since the independence. They are quite as poor
and quite as ignorant, and quite as degraded as they were in 1808, and if

129 ‘‘Léperos miserables, en andrajos, mezclados con mujeres que se cubrían con rebozos viejos
y sucios’’: ibidem, pp. 73-74.
130 ‘‘El suelo esta[ba] tan sucio que uno no puede arrodillarse sin una sensación de horror’’:
ibidem, p. 74.
131 ‘‘Atestada de indios que han llegado del campo para vender sus frutas y legumbres’’: ibidem,
p. 247. Los vendedores ambulantes, que llegaban a México en chinampas por el canal de la Viga y
que diariamente ocupaban las calles de la ciudad y los mercados, eran generalmente indígenas, que
ofrecían todo género de mercancías ‘‘drowns the shrill treble of the Indian cry’’ (‘‘con la voz aguda y
penetrante del indio’’): ibidem, p. 77. Cfr. también ibidem, p. 117. El pintoresco cuadro que ofrecía la
llegada de los indios a la ciudad con sus productos se repitió en más de una ocasión en las cartas de
madame Calderón, como una foto fija en la que aparecían los mismos elementos: los indios cargados,
‘‘como podría cargar una mula’’, seguidos de sus mujeres con canastas y con sus hijos a la espalda:
ibidem, p. 132. Cfr. también ibidem, pp. 392 y 404-405.
132 Cfr. ibidem, p. 506.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 187

they do rise a little grain of their own, they are so hardly taxed that the
privilege is as nought’’.133
Uno de los resultados de la extinción del tutelaje colonial fue el de la
explotación de los indígenas, como pudo constatar la señora Calderón en
algunos viajes por el interior de la República: había visitado una mina
explotada por ingleses en la que la mayor parte de los trabajadores eran
indios, que recibían como salario la octava parte de los productos.134 Du-
rante una corta estancia en Toluca, los comerciantes del lugar se alborota-
ron a causa de unas órdenes del alcalde, que les obligaban a recibir cobre
en pago de sus mercancías. Accedieron, por fin, no sin asegurarse de que
no serían ellos los perjudicados por aquella medida:

the merchants have issued a declaration, that during three days only, they
will sell their goods for copper (of course at an immense advantage to
themselves). The Indians and the poorer classes are now rushing to the
shops, and buying goods, receiving in return for their copper abour half its
value.135

La explotación y miseria de los indios no era generalizada, pues la mar-


quesa de Calderón de la Barca advirtió en un viaje a Pátzcuaro la exis-
tencia de indios muy ricos que enterraban su dinero, y mencionó el caso
de un tal Agustín Campos, poseedor de un importante capital ----unos
treinta mil pesos----, que se cubría con una miserable frazada, ‘‘blanket
like his fellow-men’’.136
Sin embargo, en otros pasajes de su libro, la esposa del primer emba-
jador de España en México daba a entender que la fama de la existencia
de indios que poseían grandes riquezas era de un origen más que dudoso
133 ‘‘Ciertamente su condición no ha mejorado de manera visible desde la Independencia. Conti-
núan siendo tan pobres, tan ignorantes y tan degradados como lo eran en 1808, y si recogen un poco
de grano de su propia cosecha, les echan encima impuestos tan gravosos que este privilegio se hace
nugatorio’’: ibidem, p. 379.
134 Cfr. ibidem, p. 183.
135 ‘‘Los comerciantes han hecho circular una hoja en la que manifiestan que durante tres días,
únicamente, venderán sus mercancías por cobre (con grandes ventajas para ellos, naturalmente). Los
indios y las clases pobres están ahora llenando las tiendas para hacer sus compras, y les dan por su
cobre la mitad de su valor’’: ibidem, p. 521. En cambio, cuando en la ciudad de México se implanta-
ron esas disposiciones sobre la moneda de cobre, en 1837, fueron los comerciantes del Zócalo ----so-
bre todo, los extranjeros---- quienes padecieron la furia de los pobres capitalinos: cfr. Berninger, Die-
ter George, La inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría de Educación Pública,
Sep-Setentas, 1974, pp. 104-105.
136 ‘‘Tan pobre como la de sus paisanos’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p.
507. Cfr. también ibidem, pp. 429-430.
188 MARÍA BONO LÓPEZ

y producto de la fantasía popular, fuente que, en algún momento, tomó


por buena: a partir de estos rumores se había llegado a la casi certidumbre
de que había grandes tesoros escondidos en las zonas arqueológicas indí-
genas que rodeaban la ciudad de México, por la reticencia con que los
indígenas aceptaban el trabajo de guías para los viajeros que visitaban es-
tas ruinas.137 También cerca de la propiedad de los Adalid corría el rumor
de la existencia de grandes tesoros escondidos por los indígenas; pero, a
pesar de esta persuasión, ‘‘very little gold has been actually recovered
from these mountain-tombs’’.138
Otro de los problemas que las autoridades del nuevo Estado apenas
tomaron en cuenta fue el de la diversidad lingüística en el país, para el
que no encontraron solución. Los esfuerzos que los funcionarios virreina-
les dedicaron a este asunto durante la centuria anterior habían dado algu-
nos resultados: al cabo de una década de vida nacional propia, era percep-
tible en México que los indios que habitaban en la vecindad de las
ciudades y en la mayoría de las haciendas solían expresarse en español,
en detrimento paulatino de sus idiomas autóctonos, que habían ido per-
diéndose. Lo atestiguó la marquesa de Calderón de la Barca con motivo
de una visita a Pátzcuaro en la que quedó encantada con ‘‘el armonioso
tarasco’’, que sólo imperaba sin estorbos en los espacios rurales.139
Sí apreció en ocasiones la marquesa la comunicación ‘‘con la dulzura
de la lengua mexicana’’ entre los indios de los alrededores de la ciudad de
México y los que llegaban a la capital ‘‘loaded like beasts of burden’’140
para comerciar con sus productos agrícolas. Pero lo común era encontrar
en los alredores de México a indígenas que se expresaban ‘‘half Spanish,
half Indian’’,141 sin separar ambas lenguas en la misma conversación.
El acceso de los indígenas a la condición de ciudadanos empezaba
por la instrucción, a través de la cual debían conocer los privilegios y de-
beres que comportaba este estatus. Sin embargo, la educación en los me-
dios rurales dejaba mucho que desear, como pudo comprobar la marquesa
de Calderón, cuando, de regreso de Teotihuacán, en compañía de su espo-
so y del matrimonio Adalid, paró en una posada: ‘‘the school-house, a
room with a mud floor and a few dirty benches, occupied by little ragged

137 Cfr. ibidem, p. 163. Cfr. también ibidem, pp. 158-159.


138 ‘‘Es bien poco el oro que se ha recobrado de esas tumbas en los cerros’’: ibidem, p. 176.
139 Cfr. ibidem, pp. 479, 492 y 502.
140 ‘‘Agobiados como bestias de carga’’: ibidem, p. 132.
141 ‘‘Mitad en español y mitad en mexicano’’: ibidem, pp. 273-274.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 189

boys and girls’’.142 Al entrar en el local, atraídos por el ruido, encontraron


al maestro ‘‘poor, ragged, pale, careworn’’,143 que enseñaba a los niños
‘‘to spell out of some old bills of Congress’’.144 Cuando Calderón le hizo
notar al maestro la existencia de faltas de ortografía en algunas frases es-
critas en la pizarra, éste ‘‘seemed very much astonished, and even inclined
to doubt the fact’’.145
La persuasión de que la época colonial seguía pesando sobre los indí-
genas la indujo a extraer consecuencias precipitadas. Durante una visita a
la catedral, la marquesa quedó impresionada de la actitud de algunos in-
dios que se hallaban en el recinto, de cuyo comportamiento dedujo que
estaban ‘‘relieving their heads from pressure of the colonial system, or
rather, eradicating and slaughtering the colonists, who swarrm there’’.146
Era manifiesto el contraste entre esos indios taciturnos y las acciones vio-
lentas que acostumbraban los indígenas en la antigüedad, sobre las que la
marquesa reflexionó al ver a un costado de la catedral el calendario azte-
ca y, en el patio de la universidad, la piedra de los sacrificios; y se alegró
de que esas piezas arqueológicas fueran ya más decorativas que útiles.
Las consideraciones de la marquesa acerca de la contraposición entre
el pasado glorioso de los antiguos aztecas y la imagen miserable de los
indios contemporáneos merecieron otros espacios en sus cartas, como el
dedicado a un indígena que atravesaba los parajes cercanos a la ciudad de
México, ‘‘the poor and debased descendant of that extraordinary and
mysterious people, who came, we know not whence, and whose posterity
are now ‘hewers of wood and drawers of water’, on the soil where they
once were monarchs’’.147

142 ‘‘La escuela se reduce a un cuarto con el suelo enlodado y unas cuantas bancas sucias que
ocupan niños y niñas en harapos’’: ibidem, p. 164.
143 ‘‘Pobre, en harapos, pálido, agobiado por las inquietudes’’: idem.
144 ‘‘A deletrear en el texto de unas viejas leyes del Congreso’’: idem. Una de las propuestas del
diputado Carlos María de Bustamante ante el Congreso había sido que se utilizara el texto del Acta
Constitutiva de 1824 para que los niños aprendieran a leer: cfr. López Betancourt, Raúl Eduardo,
Carlos María de Bustamante Legislador (1822-1824), México, UNAM, Instituto de Investigaciones
Jurídicas, 1981, p. 198.
145 ‘‘Quedóse sorprendido y aun pareció abrigar dudas al respecto’’: Calderón de la Barca, Fran-
ces E. I., Life in Mexico, p. 164.
146 ‘‘Estaban, de hecho, haciendo menos pesada la opresión del sistema colonial sobre sus
cabezas, o más bien, capturando y exterminando a los colonos, que en ellas forman enjambres’’: ibi-
dem, p. 74.
147 ‘‘Pobre, envilecido descendiente de aquellas gentes extraordinarias y misteriosas que no sa-
bemos de qué partes vinieron y cuyos hijos vienen ahora ‘con la condición de haber de cortar leña, y
acarrear agua’ para el servicio de todo un pueblo del cual fueron reyes una vez’’: ibidem, p. 274.
190 MARÍA BONO LÓPEZ

Uno de los temas preferidos de la marquesa que refería a sus familia-


res y amigos en Estados Unidos fue el de la inseguridad pública, que
afectaba a todos los habitantes de la República. También los indígenas
estuvieron amenazados por la presencia de ladrones y asaltantes de cami-
nos, que, como pudo comprobar la marquesa de Calderón, se refugiaban
en los pueblos de indios cuando eran perseguidos por las autoridades. En
Pátzcuaro, el horror y el odio de los habitantes de uno de esos pueblos
donde se ocultaban unos ladrones provocaron la unión de todos para lle-
var presos a los delincuentes a la ciudad para que los juzgaran.148
Las noticias de las depredaciones y de la brutalidad de las tribus indí-
genas del norte llegaban constantemente a la ciudad de México, y eran
motivo de preocupación entre las amistades de la marquesa, que se hizo
eco de ellas en sus cartas. Así, La vida en México recoge los recuerdos de
un viejo soldado que había intervenido en la guerra de Texas, y que captó
el interés de sus oyentes con sus exageraciones sobre la brutalidad de las
tribus nómadas de las regiones septentrionales: ‘‘expressed his firm con-
viction that we should see the Comanche Indians on the streets of Mexico
one of these days; at which savage tribe he appeared to have a most de-
vout horror; describing to a gaping audience the manner in which he had
seen a party of them devour three of their prisoners’’.149
No muchas páginas después, encontramos en la misma obra las ob-
servaciones de un coronel que había sido herido en el curso de una cam-
paña contra los comanches: ‘‘he considers them an exceedingly handso-
me, fine-looking race; whose resources, both for war and trade, are so
great, that were it not for their natural indolence, the difficuties of checking
their aggression would be formidable indeed’’.150
Tal vez esos testimonios influyeran en su concepción de las tribus
nómadas del norte, que fueron descritas por la marquesa de la siguiente
manera:

148 Cfr. ibidem, p. 491.


149 ‘‘Expresó su firme convicción de que un día de estos hemos de ver a los comanches por las
calles de México, y parecía sentir por esta tribu salvaje un miedo cerval, describiendo, ante un audito-
rio que le escuchaba con la boca abierta, cómo había visto a una partida de ellos devorar a tres de sus
prisioneros’’: ibidem, p. 432. Lumholtz también recoge una conversación con ‘‘un viejo que había
tomado parte en muchas de tales refriegas’’, que recordaba escenas dramáticas de luchas con los apa-
ches: cfr. Lumholtz, Carl, El México desconocido, vol. I, pp. 6-8.
150 ‘‘La raza comanche, según él, posee una gran belleza y prestancia, y sus arbitrios para gue-
rrear y traficar son tan sobresalientes, que si no fuera por su natural indolencia, el mantener a raya sus
depredaciones sería casi imposible’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 473.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 191

in every part of the peninsula which is not included in the territory of the
missions, the savages were the most degraded specimens of humanity exis-
ting. More degraded than the beasts of the field, they lay all day upon their
faces on the arid sand... They abborred all species of clothing, and their only
religion was a secret horror that caused them to tremble at the idea of
three divinities, belonging to three different tribes, and which divinities
were themselves supposed to feel a mortal hatred, and to wage perpetual
war against each other.151

Madame Calderón de la Barca acertó a exponer las terribles conse-


cuencias que se derivaron en un plazo breve de la ruina de los presidios,
coincidente con la desaparición de las misiones: ‘‘the frontiers, being now
unprotected by the military garrisons or presidios, which were established
there, and deserted by the missionaries, the Indians are no longer kept
under subjection, either by the force of arms or by the good counsels and
persuasive influence of their padres. The Mexican territory is, in conse-
quence, perpetually exposed to their invasions’’.152
Con su habitual desparpajo, la marquesa de Calderón de la Barca des-
lizó estos comentarios sobre la extinción de las misiones: ‘‘when the inde-
pendence was declared, and that revolutionary fury which makes a merit
of destroying every establishment, good or bad, which is the work of
the opposite party, broke forth; the Mexicans, to prove their hatred to the
mother-country, destroyed these beneficent institutions; thus commiting
an error as fatal in its results as when in 1828 they expelled so many rich
proprietors’’.153

151 ‘‘Los naturales de la península [de California] que viven fuera del territorio de las misiones,
son quizá de todos los salvajes los que están más cerca del estado que se llama de naturaleza. Se
pasan los días enteros tendidos boca abajo en la arena... Aborrecen toda clase de vestido, y su única
religión consistía en tres divinidades, una por cada tribu, que se hacían una guerra de exterminio, y
objeto de terror para estos adoradores de entes invisibles’’: ibidem, p. 225.
152 ‘‘Como las fronteras no están ahora protegidas por las guarniciones militares o presidios,
establecidos antes allí, y abandonadas por los misioneros, los indios han dejado de estar sujetos, sea
por la fuerza de las armas o por medio de los buenos consejos y de la influencia de sus Padres. Por lo
tanto, el territorio mexicano se halla expuesto constantemente a sus invasiones’’: ibidem, p. 227.
153 ‘‘Cuando se declaró la independencia y estalló esa furia revolucionaria que hace mérito al
destruir lo establecido por el partido opuesto, sea bueno o malo, los mexicanos, para demostrar su
odio por la madre patria, destruyeron estas benéficas instituciones. Al hacerlo, cometieron un error
tan fatal en sus resultas como el de 1828, cuando expulsaron a tantos acaudalados propietarios’’:
idem. Cfr. también ibidem, p. 512.
192 MARÍA BONO LÓPEZ

IV. ORIGINALIDAD DE LOS ENFOQUES DE MADAME


CALDERÓN DE LA BARCA

‘‘En todas las latitudes, los libros de memorias de los viajeros de otra
nacionalidad sobre determinado país constituyen, de modo infalible, un
depósito de materias inflamables, un motivo de escándalo’’.154 Por esta
razón, cuando las opiniones sobre el país, en general, y la forma de vida
de sus habitantes, en particular, discrepan de las apreciaciones de los na-
cionales, ‘‘cunde entonces, unánime, el olvido de que subsiste la libertad
de opinar; de que a este o a aquel escritor no se le contrató para fraguar
ditirambos; de que sus visiones deformadas, así se las estime desagrada-
bles, debemos digerirlas con la buena sal de la tolerancia’’.155
Y éste es el caso de Frances E. Inglis: ‘‘a lo largo de sus páginas enu-
mera una infinidad de aspectos de nuestro vivir que no le agradan, que
chocan con su distintiva naturaleza nórdica’’;156 sin embargo, se descubre
a través de la lectura de sus cartas ‘‘un impulso de simpatía hacia nuestras
gentes de toda condición, de sincero deslumbramiento hacia las magnifi-
cencias de nuestro paisaje, de sonriente llaneza que, allí donde podría las-
timar a fondo, sabe paliar la rudeza de la sinceridad con un guiño de mali-
cia, cuando no con una contrapartida equilibradora’’.157 Por lo tanto, el
balance general de la obra de la señora Calderón es positivo, y en el análi-
sis de nuestro modo de vida, que a veces ‘‘exalta’’ y otras ‘‘denigra’’, ‘‘las
luces dominarían a las sombras’’.158
Los escritos de la marquesa de Calderón de la Barca suponen un ex-
ponente cualificado de las impresiones que los observadores contemporá-
neos dejaron anotadas sobre los pueblos indios. Su espontaneidad y espíritu
abierto convierten ese epistolario en una fuente rebosante de sinceridad y
tan ajena a intereses políticos o ideológicos contaminadores que no tuvo
empacho en admitir que ‘‘it is long before a stranger even suspects the
state of morals in this country, for whatever be the private conduct of in-
dividuals, the most perfect decorum prevails in outward behaviour’’.159

154 Acevedo Escobedo, Antonio, ‘‘Prólogo’’, p. V.


155 Ibidem, p. VI.
156 Idem.
157 Idem.
158 Ibidem, p. VII.
159 ‘‘Ha de pasar mucho tiempo antes de que un extranjero pueda darse cuenta del nivel moral de
este país, pues cualquiera que sea la conducta privada de los individuos, prevalece el decoro más
absoluto en la conducta exterior’’: Calderón de la Barca, Frances E. I., Life in Mexico, p. 235.
FRANCES ERSKINE INGLIS CALDERÓN DE LA BARCA 193

Con una sensibilidad muy distinta y también diferente intencionali-


dad de la de otros contemporáneos suyos, en la correspondencia que sos-
tuvo la señora Calderón durante un poco más dos años desde México
hace un repaso de todos los ambientes sociales que conoció, unos con
más profundidad que otros. Los detalles más ínfimos que recogió en las
páginas de La vida en México convierten a este libro en un cuadro cos-
tumbrista. El medio a través del cual transmitió sus impresiones del país
no variaba de los recursos a que las mujeres de su tiempo podían recurrir
para escribir acerca de sus viajes, tales como cartas o diarios.160
Frances Erskine Inglis de Calderón de la Barca, atentísima escudriña-
dora de su entorno, consagró amplio espacio en sus cartas a lo que ella
captaba como modo de ser indígena, y manifestó su asombro por el estan-
camiento cultural de los oriundos de América. Rara vez el estado de aba-
timiento de la población indígena era achacado por la señora Calderón a
causas ‘‘institucionales’’;161 si acaso, alguna vez se permitió escuetas
comparaciones entre los tiempos pasados de la dominación española y los
que le tocó vivir. Y todo ello porque de sus observaciones sólo muy po-
cas veces pueden extraerse enseñanzas universales: de las muchas cir-
cunstancias que la empujaron a hablar de los indios, sólo llegó a exponer
dos defectos generalizados: el alcoholismo y la indolencia, con todas sus
consecuencias (véase supra).
Lo mismo se advierte en otros de sus comentarios sobre su entorno
social: no se detiene en analizar las causas de la situación política del
país, incluso muchos de los sucesos más importantes que acaecieron en
aquellos años quedan olvidados en la pluma de Frances. Le interesan las
personas, y su intuición femenina la lleva a juzgar a todos a cuantos co-
noce. Sin embargo, a pesar de la aparente superficialidad de sus puntos de
vista, sus observaciones eran tan certeras que Life in Mexico fue usado
como guía por los oficiales del ejército estadounidense, incluido el gene-
ral Scott, durante la guerra de 1847.162
A diferencia de los escritos que nos dejaron otras viajeras, las cartas
de la señora Calderón no responden a una intencionalidad científica,163 ni
siquiera cuando contestaba preguntas concretas de su familia: cuando

160 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, London-New
York, Routledge, 1997, p. 171.
161 Cfr. ibidem, p. 160.
162 Cfr. Baerlein, Henry, ‘‘Introduction’’, p. xiv.
163 Cfr. Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes, p. 161.
194 MARÍA BONO LÓPEZ

abundó en detalles del pasado prehispánico de los indios, sus fuentes fue-
ron orales, o echó mano de publicaciones populares de la época.
Pesaron también en sus reflexiones su mentalidad anglosajona y su
espiritualidad episcopaliana, aunque no tanto como para que le impidie-
ran valorar en su justa medida algunas manifestaciones del modo de ser
de los indígenas y de los mexicanos en general. Como todos los visitantes
que llegaron a nuestro país en el siglo pasado, se valió de los comentarios
y de las investigaciones de Humboldt como una de las principales fuentes
de conocimiento de México.
La naturaleza de su estancia en México, que podríamos calificar de
‘‘inmóvil’’, contribuyó a que Frances se detuviera en detalles mínimos del
país que otros viajeros obviaron en beneficio de una visión más panorá-
mica del país, fruto de la investigación empírica. Este mismo motivo de
residencia y la dignidad que representaba impidieron que pudiera em-
prender recorridos largos por el interior de la República, por lo que sus
observaciones de la vida en México debieron reducirse espacialmente.
CAPÍTULO SÉPTIMO

JOHN LLOYD STEPHENS. LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD


MEXICANA EN SU OBRA

Julio Alfonso PÉREZ LUNA*

La sensación que causamos no es diversa a la


que producen los orientales. También ellos,
chinos, indostanos o árabes, son herméticos e
indescifrables. También ellos arrastran en an-
drajos un pasado todavía vivo. Hay un miste-
rio mexicano como hay un misterio amarillo y
uno negro. El contenido concreto de esas re-
presentaciones depende de cada espectador.

Octavio PAZ

SUMARIO: I. ¿Quién es nuestro autor? II. La obra: libros y


aspectos editoriales. III. El indio en la obra de Stephens.

I. ¿QUIÉN ES NUESTRO AUTOR?

1. La persona

El nombre de John Lloyd Stephens ha quedado registrado en los anales


de la arqueología mexicana como uno de los precursores de esta ciencia.
Abogado norteamericano, viajero incansable y con una gran afición ar-
queológica inducida por las noticias y lecturas sobre las antiguas cultu-
ras,1 tanto orientales como americanas, fue movido, a la manera de un
Schliemann occidental, a explorar la zona maya de Centroamérica y Mé-
* Dirección de Lingüística, Instituto Nacional de Antropología e Historia.
1 Victor Wolfgang von Hagen lo describió como ‘‘lawyer by profession, traveler by inclina-
tion, and archaeologist by choice’’ (introducción a Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yuca-
tán, Oklahoma, University of Oklahoma Press, 1962, vol. I, p. vii).

195
196 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

xico. Nos legó una obra minuciosa que acompañó de un valioso aparato
ilustrativo realizado por su inseparable asistente Frederick Catherwood,
testimonio fidedigno de las ruinas arqueológicas visitadas.
John Lloyd Stephens nació el 28 de noviembre de 1805 en Shrews-
bury, localidad perteneciente al estado de Nueva Jersey. Sin mucho con-
vencimiento estudió la carrera de abogado, y se graduó en 1827; sin em-
bargo, abandonó esta profesión para dedicarse, primero, a la actividad
política dentro del partido demócrata de su país y, después, a su afición
viajera. En 1835, una afección de garganta le proporcionó la ocasión-pre-
texto para realizar un viaje que abarcó Europa, Egipto y Oriente; sus ex-
periencias quedaron registradas en las obras Incidents of Travel in Arabia
Petrea, publicada por vez primera en 1837, e Incidents of Travel in Gree-
ce, Turkey, Russia and Poland, publicada en 1838.
Cautivado por las noticias que le habían llegado sobre las ruinas de
antiguas culturas americanas, y con ocasión de una misión diplomática
encargada por el gobierno de su país, emprendió un primer viaje a Améri-
ca Central y México en 1839, acompañado de su habitual asistente de ex-
pediciones, el dibujante inglés Frederick Catherwood. En Centroamérica
visitó Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala; en México, Chia-
pas, Campeche y Yucatán. El resultado de sus observaciones fue la publi-
cación de la obra Incidents of travel in Central America, Chiapas and Yu-
catan, en 1841. Al poco tiempo de su llegada a Yucatán, una inesperada
enfermedad de Catherwood los obligó a embarcarse el 24 de junio de
1840 hacia Estados Unidos, y a dejar para un viaje posterior la explora-
ción de las ruinas de Yucatán, realizada al siguiente año: ‘‘in about a year
we found ourselves in a condition to do so; and on Monday, the ninth of
October, we put to sea on board the bark Tennessee, Scholefield master,
for Sisal, the port from which we had sailed on our return to the United
States’’.2
Este segundo viaje fue registrado en la obra Incidents of Travel in
Yucatán, editada en 1843, que ----de acuerdo con Wolfgang von Hagen----
tuvo más demanda que los anteriores libros.3 De regreso en su país, Step-
hens realizó actividades y viajes de carácter muy distinto a los que hasta
2 ‘‘Cerca de un año después, hallámonos en aptitud de realizar nuestro proyecto, y el lunes 9
de octubre de 1841 hicímonos a la vela en Nueva York, a bordo de la barca Tennessee’’ (Stephens,
John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 3). La traducción al español se ha tomado de la
que hizo Justo Sierra O’Reilly, cuyos datos editoriales se mencionan más adelante en el texto.
3 ‘‘Incidents of Travel in Yucatán was a more demanding book than the others’’ (ibidem, vol.
I, p. xvii).
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 197

ese momento había efectuado. En 1847 ocupó el cargo de director de la


Ocean Steam Navigating Company, y, en 1848, el de vicepresidente. Pos-
teriormente colaboró en la fundación de la Compañía del Ferrocarril de
Panamá; enfermo, fue trasladado de este último país a Nueva York en
1852, donde finalmente murió el 13 de octubre.

2. El viajero

La Independencia de nuestro país había llamado la atención del ámbito


extranjero sobre él, de manera que ----en palabras de Ortega y Medina----
se vio inmediatamente invadido por toda clase de viajeros; por toda la
gama espectral de intereses y condiciones, de educación e instrucción. Tro-
tamundos de toda laya, desde comerciantes honestos y bien intencionados
hasta aventureros audaces en busca de cualquier oportunidad legal o ilegal
que les saliese al paso; también arribaron hombres curiosos, interesados
por las novedades que ofrecía el nuevo país, así como jóvenes diplomáti-
cos, los más, ya oficiales u oficiosos, que buscaban establecer en nombre
de su país relaciones con nuestro México, en competencia incluso agria y
celosa entre ellos con vista a obtener para su patria el trato de nación más
favorecida con exclusión de cualquier otra.4

Stephens pertenece al grupo de viajeros que, como Désiré de Charnay


y Le Plongeon, llegaron a México atraídos por la fascinación que sobre
ellos ejercían las noticias de las antiguas culturas americanas.
A través de su obra, nuestro autor se revela como un hombre de ac-
ción, siempre dispuesto a lograr los objetivos que se propone: en el caso
de su viaje por México, vencer las dificultades ----naturales y humanas----
que amenazaban la expedición a las ruinas de Chiapas y Yucatán. Sus an-
teriores experiencias itinerantes le habían provisto de un agudo sentido
práctico para la solución de problemas, el cual supo aprovechar, debido a
su condición de extranjero en misión diplomática confidencial y a la ven-
tajosa posición económica de que gozaba.5
4 Ortega y Medina, Juan A., Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987, pp. 3-4.
5 En repetidas ocasiones, Stephens supera las eventualidades oficiales por medio de los recur-
sos a su alcance, como el carácter diplomático de la misión otorgada por el presidente Van Buren, de
la cual escribía, a propósito de la obtención de un pasaporte local para transitar libremente por territo-
rio mexicano: ‘‘I recommend all who wish to travel to get an appointment from Washington’’ (véase
Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, New Brunswick,
Rutgers University Press, 1949, vol. II, p. 210).
198 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

Como escritor, John Stephens es un cuidadoso registrador del tiempo


y de las actividades llevadas a cabo a lo largo de sus viajes; la lectura de
sus relatos nos da la cuenta no sólo de los días empleados durante las di-
ferentes etapas de su viaje, sino también la de las horas invertidas en tras-
ladarse de un lugar a otro, intercaladas con descripciones pormenorizadas
de paisajes, ruinas, hombres y situaciones, salpicadas en muchas ocasio-
nes de una peculiar ironía, mezcla de aceptación y censura de aquello que
le resultaba extraño o desagradable, lo que no le impidió integrarse en las
tertulias y fiestas populares, de las que tanto gozó. Los juicios que emite
intentan ser, la mayor parte de las veces, serenos y razonados; no obstante
hay una clara filiación del tipo de sociedad y clase de la que proviene.
En efecto, Stephens es un hombre de su tiempo. El mundo que cono-
ce y en el que se formó es el de la revolución industrial, con su marcada
diferenciación económica y social en los estratos del pueblo. La impor-
tancia del dinero y su acumulación perfila la aparición y consolidación
del sistema capitalista. Todo tiene un valor monetario y todo se vuelve
objeto de consumo.
En su trabajo, Stephens se manifiesta como un digno representante de
tal esquema: tal vez encontramos la mejor evidencia de ello no en los tra-
tos monetarios para conseguir indígenas de carga o alimentos de consumo
inmediato, sino en su vehemente propósito de comprar todo el territorio
en el que se asientan las ruinas de Palenque, consciente de la riqueza cul-
tural que dichos vestigios representaban, y a sabiendas de que no existían
en México las condiciones para su conservación y estudio.
Todo tiene un precio y México no constituye una excepción: antes
bien, una disposición del gobierno facilita su propósito, pues autorizaba
la venta de ‘‘toda la tierra de la vecindad que se encontrase bajo ciertos
límites’’, e ‘‘incluía el terreno ocupado por la ciudad en ruinas’’.6 Para
lograr su propósito y para vencer los obstáculos legales que impedían la
adquisición de tierras a un extranjero, Stephens no dudó en la posibilidad
de allegarse de algún recurso no muy bien avenido, como lo acredita el
siguiente testimonio, un tanto burlón, pero que manifiesta en el fondo su
inquietud por vencer esta dificultad:

the case was embarrassing and complicated. Society in Palenque was


small; the oldest young lady was not more than fourteen, and the prettiest

6 ‘‘All land in the vicinity lying within certain limits... Upon inquiry I learned that this order,
in its terms, embraced the ground occupied by the ruined city’’: ibidem, vol. II, p. 308.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 199

woman, who already had contributed most to our happiness (she made our
cigars), was already married. The house containing the two tablets belon-
ged to a widow lady and a single sister, good-looking, amiable, and both
about forty. The house was one of the neatest in the place. I always liked to
visit it, and had before thought that, if passing a year at the ruins, it would
be delightful to have this house in the village for recreation and occasional
visits. With either of these ladies would come possession of the house and
the stone tablets; but the difficulty was that there were two of them, both
equally interesting and equally interested... There was an alternative, and
that was to purchase in the name of some other person, but I did not know
of anyone I could trust.7

3. El diplomático

Hemos apuntado anteriormente que John Stephens realizó ambos via-


jes investido como diplomático en misión especial. Pero no hemos aclara-
do el objeto de dicho encargo. De acuerdo con las cartas reproducidas por
Rafael Heliodoro Valle, se desprende que el gobierno de Estados Unidos
de Norteamérica habría realizado con el gobierno general de Centroamé-
rica un convenio de ‘‘paz, amistad, comercio y navegación’’, firmado en
la ciudad de Guatemala el día 14 de julio de 1839. Sin embargo, debido a la
inestabilidad política que imperaba en esos momentos en las naciones
centroamericanas, dicho convenio no pudo ser ratificado, razón por la
cual Estados Unidos decidió suspender su legación diplomática. En una
carta fechada el 13 de agosto de 1839, el secretario de Estado interino,
Aaron Vail, escribe a Stephens:

sin embargo, tomando en consideración que, en cierta medida, va en au-


mento la falta de reciprocidad por parte del gobierno de Centro América,
excepto por algunos períodos muy cortos, para corresponder a la cortesía

7 ‘‘El caso se presentaba embarazoso y complicado. La sociedad en Palenque era reducida; la


señorita de mayor edad no tenía más de catorce años, y la más linda mujer, que había contribuido en
sumo grado a nuestra felicidad (ella hacía nuestros puros), ya era casada. La casa era una de las más
limpias en el lugar. A mí siempre me gustó visitarla, y ya antes había pensado en que si pasara un año
en las ruinas, sería delicioso poseer esta casa en el pueblo para recreo y visitas de ocasión. Con cual-
quiera de estas damas tomaría posesión de la casa y de las dos estelas de piedra; pero la dificultad
consistía en que ellas eran dos, ambas igualmente interesadas... Había una alternativa, y ésa era com-
prar bajo el nombre de alguna otra persona; pero yo no conocía a ninguno en quien poder confiar’’:
ibidem, vol. II, p. 309. Me he servido de la traducción española de Juan C. Lemus, que se utilizó para
Incidentes de viaje en Chiapas, Gobierno del Estado de Chiapas, 1988, y para la reimpresión que hizo
la casa Miguel Ángel Porrúa un año después: cfr. infra: II., 1.
200 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

de los EE. UU.; y principalmente la situación desorganizada del país, en


consecuencia de lo cual las ventajas que se esperaba del posible intercam-
bio contemplado de las relaciones diplomáticas han quedado neutralizadas
en grado superlativo, el Presidente ha decidido que ningún beneficio prácti-
co se puede lograr continuando nuestra misión en Guatemala. Por consi-
guiente, cuando a Mr. De Witt, nuestro último Encargado de Negocios allí,
se le concedió una licencia temporal con el propósito de visitar los EE.
UU., se le dio órdenes de regresar a la expiración de la licencia, con el
propósito de concluir los asuntos de la Legación, de informar al gobierno
de Centro América la determinación del Presidente de retirar la misión has-
ta que su restablecimiento pudiera hacerse ventajosamente y despedirse fi-
nalmente de ese gobierno. El fallecimiento de Mr. De Witt poco después
de su llegada a los EE. UU. impidió que se ejecutaran estas instrucciones y
ahora es esta diligencia la que el Presidente desea confiar a sus cuidados.8

El presidente Van Buren, preocupado por esta situación, asimismo


encomendó a Stephens la misión de ‘‘tomar posesión de los sellos, docu-
mentos, libros y otras propiedades públicas que pertenezcan a la Lega-
ción’’,9 así como la de tratar de persuadir al gobierno general de Centro-
américa sobre la conveniencia de ratificar el convenio arriba aludido.
Por otra parte, y al margen del testimonio anterior, es importante men-
cionar que durante estos años había sido una preocupación constante para
Estados Unidos la realización de un canal que comunicara el Océano Pa-
cífico con el Atlántico, con el fin de acortar y agilizar las comunicaciones
entre ambos extremos. En carta fechada en Guatemala el 6 de abril de
1840, Stephens comunica sobre este particular al secretario de Estado,
John Forsyt, lo siguiente, evidenciando, así, otro aspecto de su misión
confidencial:

ayer vi un artículo en un periódico de Nueva York que se refería a una


petición hecha al Congreso para enviar un agente especial y un grupo de
inspección que examine la ruta del canal entre el Atlántico y el Pacífico a
través del lago de Nicaragua y el río San Juan. Me tomo la libertad de decir
que he visitado Nicaragua, principalmente con el propósito de conseguir
informaciones sobre aquel tema... Emplearé dos o tres días para hacer un
informe en que pueda hacer justicia a Mr. Bailes, pero en el momento ac-

8 Valle, Rafael Heliodoro, ‘‘John Lloyd Stephens y su libro extraordinario’’, Revista de Histo-
ria de América, México, 1948, p. 407.
9 Ibidem, p. 408.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 201

tual no tengo tiempo, y espero que al regresar a EE. UU., podré presentar al
Departamento una copia de su completa inspección ----incluyendo aquella
del río Tipitapa y del Lago Managua.10

II. LA OBRA: LIBROS Y ASPECTOS EDITORIALES

1. Ediciones

Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan fue un


verdadero éxito editorial de su tiempo. Lo prueban las continuas edicio-
nes y reimpresiones de la obra realizadas durante el siglo XIX, que nos
manifiestan, además, un amplio público, ávido de novedades sobre el an-
tiguo mundo americano.
La edición princeps fue publicada en 1841 por la casa Harper &
Brothers, tan sólo un año después del viaje, y ya existía una edición en
español cuando Stephens realizó su segundo viaje a Yucatán:

our former visit was not forgotten. The account of it had been traslated and
published, and, as soon as the object of our return was known, every faci-
lity was given us, and all our trunks, boxes, and multifarious luggage were
passed without examination by the custom-house officers.11

El mismo año, John Murray publicó la obra en Londres. En 1842,


ambas casas editoras volvieron, cada una, a realizar una nueva impresión
de ella. Tiempo después, en 1852 ----año de la muerte de Stephens----, Har-
per & Brothers publicó nuevamente Incidents of Travel in Central Ameri-
ca, Chiapas and Yucatan y, de acuerdo con los datos asentados en el Ma-
nual del librero hispanoamericano de Palau y Dulcet,12 se registraba
entonces la ‘‘Twelfth Edition’’, y se repetía la impresión en 1854. En este
10 Ibidem, pp. 411-412.
11 ‘‘Nuestra primera visita no se había olvidado. La relación que de ella hicimos, se había tradu-
cido y publicado, y tan pronto como se conoció el objeto de nuestra vuelta, todas las dificultades nos
fueron allanadas: nuestros baúles, cajas y demás bultos de equipaje pasaron por la aduana sin regis-
tro’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 6). En efecto, en 1841 El Museo
Yucateco había publicado la parte relativa a Yucatán, en traducción de Justo Sierra O’Reilly (cfr.
Valle, Rafael Heliodoro, ‘‘John Lloyd Stephens y su libro extraordinario’’, p. 394; así como Palacios,
Enrique Juan, ‘‘Cien años después de Stephens’’, en Los Mayas antiguos, México, El Colegio de
México, 1941, p. 276).
12 Palau y Dulcet, Manual del librero hispanoamericano, Barcelona-Oxford, A. Palau y Dul-
cet-The Dolphin Book Co. Ltd., 1970, t. XXII, p. 158.
202 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

mismo año, en Londres, se publicó esta obra a instancias y con adiciones


de Frederick Catherwood, bajo el sello de la casa Arthur Hall, Virtue &
Co. Posteriormente se imprimió en Nueva York en 1855 y 1867 (Harper
& Brothers).
Por su parte, la edición princeps de Incidents of Travel in Yucatan
apareció en 1843 a cargo de la casa Harper & Brothers; John Murray pu-
blicó también esta obra en el mismo año. Posteriormente Harper & Brothers
la reimprimió en 1848. De acuerdo con la información de Palau y Dulcet,
durante el siglo XIX encontramos el registro de otras cuatro ediciones
neoyorkinas: 1858, 1860, 1867 y 1868.
La traducción de esta obra a lengua española que hizo Justo Sierra
O’Reilly se publicó en dos volúmenes en la ciudad de Campeche, en
1848 y 1850, bajo el título de Viage á Yucatan, á fines de 1841 y princi-
pios de 1842. Consideraciones sobre los usos, costumbres y vida social
de este pueblo, y examen y descripcion de las vastas ruinas de ciudades
americanas que en él existen..., que incluía como apéndice la traducción
de la parte relativa a Yucatán de la primera obra de Stephens sobre Amé-
rica Central y México, realizada en 1841. En 1921, en Costa Rica, se edi-
tó la obra Viajes por la América Central, 1841. Una segunda edición de la
traducción de Justo Sierra fue publicada en México por la Secretaría de
Educación Nacional (Imprenta del Museo Nacional de Arqueología, His-
toria y Etnografía) entre 1937 y 1938. Recientemente, en 1984, la Edito-
rial Dante, publicó en la ciudad de Mérida Viajes a Yucatán; en 1989,
bajo el título de Viaje a Yucatán, Juan Luis Bonor realizó la edición de la
obra traducida por Justo Sierra, publicada en Madrid bajo el sello de la casa
Historia 16.
Por lo que toca a Incidentes de viaje en Centro América, Chiapas y
Yucatán, una edición fue impresa en la ciudad de Quezaltenango, Guate-
mala, por la Tipografía El Noticiero Evangélico, entre 1939 y 1940. Asi-
mismo, en 1988 el gobierno del estado de Chiapas publicó la parte corres-
pondiente a Chiapas, bajo el título Incidentes de viaje en Chiapas, traducida
por Juan C. Lemus, a partir de la edición neoyorkina de John Murray, de
1842. En 1989, la casa Miguel Ángel Porrúa la reimprimió.

2. Fuentes de su obra

El ánimo y curiosidad viajeros de Stephens fueron movidos por di-


versos relatos sobre las ruinas de antiguas culturas americanas, como el
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 203

del neoyorkino Noah O. Platt, quien visitó las ruinas de Palenque, Chia-
pas, y del que expresó el siguiente testimonio: ‘‘his account of them had
given me a strong desire to visit them long before the opportunity of
doing so presented itself’’.13
Sin embargo, fueron diversos los autores antiguos ----y no tan anti-
guos---- a los que se refiere con frecuencia y a partir de los cuales guió su
expedición. Entre ellos se cuentan Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de
las Casas y William H. Prescott. Pero, de manera muy particular, mencio-
na las cuatro fuentes que se relacionan a continuación.
Para la región de Chiapas, cita particularmente el informe del capitán
Antonio del Río, quien, por mandato real, exploró la zona de Chiapas en
1787; la relación de su expedición se publicó por vez primera en 1822,
en Londres, bajo el título de Description of the ruins of an ancient city
discoveren near Palenque. Asimismo, la obra Antiquités Mexicaines, que
relata la expedición que, ordenada por Carlos IV, realizó el capitán Gui-
llermo Dupaix en esta misma área durante los años 1805, 1806 y 1807, y
cuya publicación se hizo en París, en los años 1834 y 1835, testimoniada
por nuestro autor en los siguientes términos: ‘‘at Ococingo we were on
the line of travel of Captain Dupaix, whose great work on Mexican an-
tiquities, published in Paris in 1834-5, awakened the attention of the lear-
ned in Europe’’.14
En su obra sobre Yucatán, menciona de manera explícita a los autores
Cogolludo y Herrera. Se refiere a fray Diego López de Cogolludo y su
Historia de Yucatán, escrita en el siglo XVII, y a Antonio Herrera y Tor-
desillas y su obra Historia general de los hechos de los castellanos en las
islas y tierra firme del Mar Océano, publicada a principios de ese mismo
siglo.

3. Objetivos de su obra

Si bien el interés principal de John Stephens fue el aspecto arqueoló-


gico, como medio para descubrir los vestigios de las antiguas culturas
aborígenes, su propósito explícito, al redactar su obra sobre Centroaméri-
13 ‘‘Su relato sobre ellas me había provocado un gran deseo de visitarlas mucho antes de que se
presentara la oportunidad de hacerlo’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America,
Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 244).
14 ‘‘En Ocosingo nos hallábamos sobre la línea de viaje del capitán Dupaix, cuya gran obra
sobre antigüedades mexicanas, publicada en París en 1834 y 1835, despertó la atención de los sabios
de Europa’’ (ibidem, vol. II, p. 219).
204 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

ca y México, es descrito por el autor de la siguiente manera: ‘‘my objet


has been, ...not to produce an illustrated work, but to present the dra-
wings in such an inexpensive form as to place them within reach of the
great mass of our reading community’’.15
Sin ser arqueólogo de profesión, a lo largo de su obra expone sus jui-
cios con mucha prudencia y se cuida de presentar sus descripciones de
manera llana y libre de prejuicios o interpretaciones aventuradas, lo que
no quita que en ciertas ocasiones, arrobado por el ambiente enigmático
del lugar, no discierna la frontera entre uno y otro límites y entregue el
sentimiento a un sueño. Así, frente a una expresión como: ‘‘what lies bu-
ried in that forest it is impossible to say of my own knowledge’’,16 llega a
contraponer

the long, unbroken corridors in front of the palace were probably intended
for lords and gentlemen in waiting; or perhaps, in that beautiful position,
which, before the forest grew up, must have commanded an extended view
of a cultivated and inhabited plain, the king himself sat in it to receive the
reports of his officers and to administer justice.17

No obstante, en el afán de llevar a término su objetivo, siempre se le


encuentra en el cumplimiento de su faena cotidiana, mostrándose como el
hombre de acción que es, siempre dispuesto a realizar aquello por lo que
se ha comprometido consigo mismo:

as at Copan, it was my business to prepare the different objects for Mr.


Catherwood to draw. Many of the stones had to be scrubbed and cleaned;
and, as it was our object to have the utmost possible accuracy in our dra-
wings, in many places scaffolds had to be erected on which to set up the
camera lucida.18

15 ‘‘Mi propósito ha sido, no producir una obra ilustrada, sino presentar los dibujos en una for-
ma barata que permitiera ponerlos al alcance de la gran masa de nuestra comunidad lectora’’ (ibidem,
vol. II, p. 250).
16 ‘‘Qué es lo que yace oculto en esa selva, me es imposible decirlo a partir de mis propios
conocimientos’’ (ibidem, vol. II, p. 254).
17 ‘‘Los largos e ininterrumpidos corredores del frente del palacio estaban probablemente destina-
dos a los señores y caballeros de servicio; o quizás, en esa hermosa ubicación, desde la cual, antes que
creciese la floresta, se ha de haber dominado una extensa vista de la cultivada y habitada planicie, el rey
mismo se sentaría allí a recibir los informes y a administrar justicia’’ (ibidem, vol. II, p. 262).
18 ‘‘Como en Copán, mi ocupación consistía en preparar los diferentes objetos para que los di-
bujara el señor Catherwood. Muchas de las piedras tenían que ser restregadas y limpiadas; y como era
nuestro propósito obtener la mayor exactitud posible en los dibujos, hubo que levantar andamios en
varios lugares para poner encima de ellos la cámara lúcida’’ (ibidem, vol. II, p. 258).
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 205

III. EL INDIO EN LA OBRA DE STEPHENS

1. La situación de México

Los viajes de John L. Stephens por el territorio mexicano transcurren


entre 1840 y 1842, un período particularmente difícil en la historia de la
conformación de México como nación. A nivel interno, el país se debatía
de manera violenta entre dos proyectos de nación independiente: el fede-
ralista y el centralista. A nivel externo, entre 1838 y 1839, México había
tenido que reafirmar la autodeterminación de su soberanía a través de su
primera confrontación armada internacional con Francia. Una y otra si-
tuaciones afectaron e hicieron participar a los diferentes sectores sociales
y al conjunto de la nación mexicana.
En efecto, desde 1836 la facción centralista se impuso sobre la fede-
ralista, canceló la Constitución de 1824 y la sustituyó por las Siete Leyes
Constitucionales de 1836. Las contiendas que ambos bandos sostuvieron
desde entonces abarcaron no sólo el campo ideológico y el de los medios
impresos, sino también el de las armas. Así, entre 1837 y 1841 se suce-
dieron ochenta y cuatro pronunciamientos federalistas en el territorio na-
cional,19 de tal suerte que, en palabras de Cecilia Noriega:

es un hecho que el proceso de recuperación del control poder central sobre


las regiones se localiza en la segunda mitad del siglo XIX, pero también lo
es que el caos con que se nos presenta su primera mitad radica precisamen-
te en esa pugna entre el centro y las regiones y que es lo que define y da
coherencia histórica a todo el siglo.20

Esta situación ciertamente se vio agravada cuando, en 1836, Texas


decidió pronunciarse en contra de la administración centralista y procla-
mó su independencia: la guerra que se desencadenó mostró la incapaci-
dad política y militar de México, y culminó con la segregación de aquel
territorio y con la invasión norteamericana de 1846-1847. Por su parte,
Yucatán, que había mantenido ciertas distancias durante el proceso de su
incorporación a México, entró en conflicto con el Estado mexicano, y de-
19 Cfr. Noriega Elío, Cecilia, El Constituyente de 1842, México, UNAM, Instituto de Investiga-
ciones Históricas, 1986, p. 18.
20 Ibidem, p. 42.
206 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

cidió separarse de él en nombre de sus convicciones federalistas, contra


las que atentaba López de Santa Anna.21
Stephens mismo abandona el país precisamente en un momento de
crisis para Yucatán (1842); Santa Anna había presentado un ultimatum
contra la entidad:

I was in the Senate chamber when the ultimatum of Santa Ana [sic] was
read... The condition of the state was pitiable in the extreme. It was a me-
lancholy comment upon republican governement, and the most melancholy
feature was that this condition did not proceed from the ignorant and une-
ducated masses. The Indians were all quiet and, though doomed to fight
the battles, knew nothing of the questions involved.22

Poco tiempo después, en 1848, este mismo estado se vio envuelto en


la rebelión indígena denominada Guerra de Castas, extendida también a
otros estados mexicanos, y que no era más que la manifestación violenta
de una serie de reclamos acumulados de las etnias no atendidos ----ni en-
tendidos---- por las autoridades civiles.
Entretanto, en agosto de 1841, el general Mariano Paredes y Arrillaga
se rebeló contra el gobierno centralista con el Plan de Jalisco, movimiento
que pronto se extendió a todo el país y contó con el apoyo de las elites mili-
tar y comerciante. Esta ‘‘revolución’’ forzó la desaparición del muy criticado
Supremo Poder Conservador, y fijó los acuerdos para convocar un nuevo
Congreso mediante las llamadas Bases de Tacubaya. Esa asamblea

debería constituir a la nación bajo un gobierno republicano que reuniera


‘‘las ventajas del centralismo y del federalismo alejando los inconvenientes
de uno y otro’’; debería permitir también que las juntas departamentales
ejercieran la mayor parte de la soberanía de los departamentos atendiendo
sólo al bienestar y tranquilidad de todos ellos.23

21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘La independencia de México vivida en la periferia: el caso de
Yucatán’’, que se publicará en Ius Fugit (Zaragoza).
22 ‘‘Yo estaba en el Senado cuando se leyó el ultimátum de Santa Anna... La situación del Esta-
do era en extremo lamentable; aquello era un triste comentario sobre el gobierno republicano, y su
carácter más melancólico era que esa situación no dimanaba de las masas ignorantes y sin educación.
Los indios todos estaban tranquilos y aunque condenados a pelear en los campos de batalla, nada
sabían en lo relativo a las cuestiones que envolvería esa lucha’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of
Travel in Yucatán, vol. II, p. 301). Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indíge-
nas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurí-
dicas, 1998, pp. 327-328.
23 Noriega Elío, Cecilia, El Constituyente de 1842, p. 20.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 207

De tal suerte, el presidente Bustamante se vio forzado a dimitir, y el


general Antonio López de Santa Anna asumió formalmente el cargo de
presidente provisional de la República, el 9 de octubre de 1841. En junio
de 1842 comenzó a sesionar el Congreso Constituyente y,

aunque el movimiento encabezado por Paredes Arrillaga estaba planteado


en términos de una ‘regeneración’ social, lo único que se obtuvo por ser lo
que realmente se buscaba fue un cambio de la situación y de los dirigentes
de la política, que se legalizó al sancionar las Bases orgánicas. Con ello se
liquidaban las aspiraciones de verdadera regeneración que se despertaron
en la república con el movimiento de Jalisco en 1841.24

Respecto a las comunidades indígenas, sus miembros habían sido in-


corporados ----desde la misma proclamación de Independencia de Méxi-
co---- a un proyecto nacional, donde la sociedad en su conjunto participa-
ba de una igualdad jurídica plena; sin embargo, la realidad apuntaba hacia
otro lado. En efecto, son numerosos los autores que han señalado el agra-
vamiento en las condiciones de vida de las diversas etnias, desde media-
dos del siglo XIX:25 ello debido, sobre todo, a la equiparación formal que
se quiso establecer para todos los componentes sociales, sin atender en
absoluto las características organizativas y culturales del sector indígena,
y atentando, así, contra la propia supervivencia de dicho mundo.
El deterioro que experimentaron las comunidades indígenas dentro de
este nuevo esquema se hizo evidente desde los mismos inicios de la era
independiente, pues si bien habían avanzado hacia un status legal iguali-
tario, este reconocimiento no les deparaba ningún beneficio: antes bien,
durante el régimen colonial habían gozado de una protección que, al me-
nos, les garantizó un respeto hacia sus patrones de organización y tradi-
ciones culturales.
Por lo que toca a la situación que guardaba en el plano internacional,
México no la pasaba mejor. Las deudas que nuestro país había contraído
24 Ibidem, pp. 175-176.
25 Por ejemplo, Ferrer Muñoz, Manuel, ‘‘El estado mexicano y los pueblos indios en el siglo
XIX’’, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, México, vol. X, 1998, pp. 315-333; Lagarde,
Marcela, ‘‘El concepto histórico de indio. Algunos de sus cambios’’, Anales de antropología, México,
vol. XI, 1974, pp. 215-224; Ledesma Uribe, José de Jesús, ‘‘Las comunidades rurales en México du-
rante el siglo XIX’’, Revista de la Facultad de Derecho de México, México, t. XXVIII, núm. 110,
mayo-agosto de 1978, pp. 415-440, y Powel, T.G., ‘‘Los liberales, el campesinado indígena y los
problemas agrarios durante la Reforma’’, Historia Mexicana, México, vol. XXI, núm. 4, abril-junio
de 1972, pp. 653-675.
208 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

con otras naciones habían mantenido tensas las relaciones diplomáticas,


particularmente con Estados Unidos, Inglaterra y Francia. En el caso de
Estados Unidos, hay que agregar el reconocimiento y el apoyo brindado a
la independencia de Texas. Sin embargo, el caso más difícil, por las con-
secuencias internas y externas que produjo, fue la confrontación bélica
con Francia, a partir de una serie de reclamaciones pecuniarias que tenía
como trasfondo un interés particular de política económica.
México había suscrito unos convenios de comercio desventajosos con
las principales potencias europeas, en un intento por obtener el reconoci-
miento jurídico como nación, del que carecía desde su Independencia. En
el caso de Francia, las relaciones comerciales no estaban basadas en un
convenio formal, sino que, ante la negativa de Francia para reconocer a
México como país independiente, se regularon a partir de las Declaracio-
nes Provisionales de 1827. No obstante que las declaraciones no consti-
tuían un instrumento ‘‘formal’’, como los convenios establecidos entre
naciones que se reconocían como tales, fueron objeto de controversia en
diversos momentos, debido, sobre todo, a las reclamaciones de los france-
ses que practicaban el comercio al menudeo.
Si bien México se había preocupado por lograr el reconocimiento
como nación en el concurso de los pueblos, en su interior no habían ter-
minado de asentarse los ánimos e intereses partidistas que pugnaban entre
sí con el trasfondo de su herencia centenaria colonial: de suerte que, en
palabras de Faustino Aquino, ‘‘resulta interesante comprobar que el prin-
cipal problema de México, la inexistencia de una nación moderna, y el
abismo que existía entre la elite gobernante y la población gobernada,
eran cosas que parecían evidentes a los ojos del extranjero’’.26
Así, debido a los constantes pronunciamientos armados de nuestro
país, reinaba un clima de inestabilidad e inseguridad para la población en
general. Los extranjeros no fueron la excepción y se vieron afectados en sus
actividades, patrimonio y personas, de suerte que al solicitar el apoyo de
sus respectivos países, éstos no perdieron la oportunidad de obtener ga-
nancias de este río revuelto.
Las reclamaciones oficiales siempre fueron espinosas y, en el caso de
Francia, sumamente difíciles, por la imposibilidad de llegar a un acuerdo
sobre las bases en que deberían entenderse y satisfacerse aquéllas, salva-

26 Aquino Sánchez, Faustino A., Intervención Francesa 1838-1839. La diplomacia mexicana y


el imperialismo del libre comercio, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1997,
p. 164.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 209

guardando el honor y soberanía de México, como nación deudora. Ante


los ojos del mundo, México se mostraba como un país ‘‘bárbaro’’, inca-
paz de coexistir con las naciones que respetaban y hacían valer el derecho
de ‘‘gentes’’, y protegían así los intereses de sus connacionales. El proble-
ma se presentaba de tal forma que
en general, puede afirmarse que casi todas las reclamaciones eran producto
de la inestabilidad política, de la incapacidad del gobierno para hacer valer
su autoridad en puntos recónditos de la República y de las graves deficien-
cias del sistema judicial en la procuración de justicia, las cuales hacían que
el abuso y la arbitrariedad fueran una nota común en la vida del México
independiente.27

No bastaron los esfuerzos de notables diplomáticos, como Luis G.


Cuevas, Máximo Garro y Juan Nepomuceno Almonte, para hacer ver y
valer la justeza de los argumentos que México esgrimió frente a las recla-
maciones francesas:28 ni mucho menos para presentar a México como un
país consolidado sobre la base de la cohesión armónica y patriótica de los
sectores sociales, políticos y productivos, y capaz de enfrentar con sufi-
ciencia una eventual guerra con Francia. La imagen de México en el ex-
tranjero no era, precisamente, la de una nación fuerte. Al respecto, resulta
ilustrativo el desangelado comentario del primer ministro británico, lord
Palmerston, quien, a final de cuentas, había tenido que intervenir como
árbitro en el conflicto franco-mexicano:
en México nos han robado nuestro dinero, nos han matado; y ni nos pagan
ni nos hacen justicia; en el país de usted [Almonte] no se hace caso de
nada, y quién sabe si no sería mejor que los angloamericanos se posesiona-
ran de él, a lo menos ellos nos hacen justicia y tenemos más garantías para
nuestros súbditos.29

Y en realidad no podía haber sido de otra manera, pues, desgraciada-


mente, las permanentes pugnas entre facciones ----que nunca cesaron, no
27 Ibidem, p. 90.
28 Fundamentalmente las reclamaciones tenían una doble naturaleza: pecuniaria y de política
económica. Por una parte, Francia exigía el pago de 600,000 pesos como resarcimiento de las pérdi-
das sufridas por sus connacionales en diversos disturbios. Por otra, exigía la realización de un tratado
de libre comercio, en el que se formalizaran sus relaciones comerciales, salvaguardando el comercio
al menudeo, aspecto de interés particular para ese país. Para una relación pormenorizada e interpreta-
ción de las reclamaciones francesas, véase Aquino Sánchez, Faustino, Intervención Francesa 1838-
1839, particularmente pp. 230-249 y 290-305.
29 Ibidem, p. 203.
210 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

obstante el riesgo de una guerra o invasión extranjera---- y la incapacidad


del régimen centralista de 1836 para mantenerse en el poder habían debi-
litado al país de tal forma que era evidente, para propios y extraños, la
ruina general del Estado. La derrota bélica sufrida por México no vino
más que a confirmar la realidad que vivía.

2. Lo que Stephens percibe como ‘‘observador objetivo’’

A lo largo de sus relatos, Stephens se nos muestra como un agudo


observador de la sociedad mexicana. Al referirse a las personas, siempre
nos deja con la clara idea del grupo al que pertenecen: blancos, mestizos
e ‘‘indios’’. Asimismo, se ha ocupado de estudiar y tratar de entender la
situación política que prevalece dentro del país, y sabe que ha llegado a él
en un momento de continuas ‘‘revoluciones’’, nombre con el que designa
a los diferentes movimientos insurrectos.
La visión del indígena que Stephens plasma en su obra es, sin duda,
coincidente con las ideas que sobre los aborígenes americanos prevalecie-
ron durante los inicios del siglo XIX, y que habían sido acuñadas durante
el período ilustrado, en obras como la enciclopédica Histoire naturelle,
de Buffon; la Histoire philosophique et politique des établissements et du
commerce des Européens dans les deux Indes, de Raynal; la History of
America, de Robertson; el Diccionario geográfico-histórico de las Indias
Occidentales ó América, de Antonio de Alcedo, y el Diccionario Geo-
gráfico Universal de Malte-Brun, obras que, sin duda, Stephens debió de
conocer.30
Para Juan Luis Bonor, ‘‘no cabe la menor duda de que el concepto de
indio existente en aquellos momentos se hallaba condicionado por las
fantásticas teorías que, sobre el poblamiento de América, se habían verti-
do desde siglos atrás’’:31 teorías que, si bien habían sido matizadas a lo
largo de los tres siglos de dominación española, apuntaban en definitiva
hacia una desvaloración del indio como hombre, y lo sumían en una sub-
categoría que lo marginaba del mundo civilizado y de sus beneficios.32
Así, pues, encontramos en la obra de Stephens una serie de elementos que
30 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 87-100.
31 Bonor, Juan Luis, ‘‘Introducción’’ a Stephens, John Lloyd, Viaje a Yucatán, trad. de Justo
Sierra O’Reilly, Madrid, Historia 16, 1989, p. 16.
32 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 37-47.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 211

presagian y preparan el futuro inmediato del elemento indígena (que se


desarrollará sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX).
Nuestro autor tiene plena conciencia de que los indígenas son parte
integrante de una nación que lucha por determinarse, y que comparten la
misma igualdad y libertad de los otros sectores sociales; en cierto mo-
mento afirmará rotundamente: ‘‘in fact, except as regards certain obliga-
tions which they owed, the Indians were their own masters’’.33
Sin embargo, sin comprometer este parecer, asienta que la situación
del indígena siempre dependerá de su patrón. Desgraciadamente dicha re-
lación se nos presenta no como la de patrón-trabajador, sino como la de
‘‘amo-esclavo’’:

at no time since my arrival in the country had I been so struck with the
peculiar constitution of things in Yucatán. Originally portioned out as slaves,
the Indians remain as servants. Veneration for masters is the first lesson
they learn.34

Sumisión que, desde la Conquista, había marcado el destino de los


indígenas y que ahora, en la vida independiente de una nación que lucha-
ba por conformarse, se continuaba en peores condiciones:
under the corridor was an old Indian leaning against a pillar, with his
arms folded across his breast, and before him a row of little Indian girls,
all, too, with arms folded, to whom he was teaching the formal part of the
church service, giving out a few words, which they all repeated after him.
As we entered the corridor, he came up to us, bowed, and kissed our
hands, and all the little girls did the same...35
...
...After this we heard music of a different kind. It was the lash on the
back of an Indian. Looking out into the corridor, we saw the poor fellow on
his knees on the pavement, with his arms clasped around the legs of another

33 ‘‘En efecto, exceptuando lo relativo a ciertas obligaciones que los indios tienen, ellos son
dueños absolutos de sí mismos’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I,
p. 105).
34 ‘‘Desde mi llegada al país, no me había llamado tanto la atención la peculiar constitución de
las cosas en Yucatán. Distribuidos originariamente los indios como esclavos, habían quedado después
como sirvientes. La veneración a sus amos es la primera lección que reciben’’ (ibidem, vol. I, p. 136).
35 ‘‘Bajo el corredor, y arrimado a un pilar estaba un indio viejo con sus brazos cruzados ense-
ñando la doctrina a una línea de muchachitas indias, formadas delante de él, igualmente con los bra-
zos cruzados, y que repetían las pocas palabras que iba profiriendo el maestro. Al entrar nosotros en
el corredor, tanto el viejo como las muchachitas se nos acercaron haciendo una reverencia y besándo-
nos las manos’’ (ibidem, vol. I, p. 155).
212 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

Indian, so as to present his back fair to the lash. At every blow he rose on
one knee, and sent forth a piercing cry. He seemed struggling to restrain it,
but it burst from him in spite of all his efforts. His whole bearing showed
the subdued character of the present Indians, and with the last stripe the
expression of his face seemed that of thankfulness for not getting more.
Without uttering a word, he crept to the mayordomo, took his hand, kissed
it, and walked away. No sense of degradation crossed his mind.36

Durante la lectura de los Viajes en Yucatán, es frecuente encontrar la


mención de grandes extensiones de tierra que están en posesión de un
solo dueño, como la hacienda de don Simón Peón, que contenía las ruinas
de Uxmal, o la de don José María Meneses, con las ruinas de Mayapán.
Ciertamente muchos indígenas se habían visto en la necesidad de abando-
nar sus comunidades para trabajar en las grandes haciendas, como la de
Xcanchakán que, según el testimonio de Stephens, contaba cerca de sete-
cientos habitantes, la mayoría indígenas; o la más extraordinaria de Va-
yalquex, de la que nuestro autor refiere que: ‘‘it had fifteen hundred In-
dian tenants bound to the master by a sort of feudal tenure. As the friends
of the master, we were made to feel the whole was ours’’.37
Haciendas que, en sus características, no pasaron inadvertidas a la
pluma de Stephens, a pesar de la supuesta igualdad y libertad logradas
por el movimiento de Independencia, y que preludiarán las grandes exten-
siones de tierra concentradas en los terratenientes de la segunda mitad del
siglo XIX y principios del XX:

by the Act of Independence, the Indians of Mexico, as well as the white


population, became free. No man can buy and sell another, whatever may
be the color of his skin; but as the Indians are poor, thriftless, and improvi-
dent, and never look beyond the immediate hour, they are obliged to attach

36 ‘‘Después escuchamos una música de otra especie; y era la del látigo en las espaldas de un
indio. Al dirigir nuestras miradas al corredor, vimos a aquel infeliz arrodillado en el suelo y abrazado
de las piernas de otro indio, exponiendo así sus espaldas al azote. A cada golpe levantábase sobre una
rodilla lanzando un grito lastimoso y que, al parecer, se le escapaba a pesar de sus esfuerzos por
reprimirlo. Aquel espectáculo mostraba el carácter sometido de los indios actuales; y al recibir el
último latigazo manifestó el paciente cierta expresión de gratitud porque no se le daban más azotes.
Sin decir una sola palabra acercóse al mayordomo, tomóle la mano, besóla y se marchó, sin que el
sentimiento alguna de degradación se presentase a su espíritu’’ (ibidem, vol. I, p. 95). Cfr. Ferrer
Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo
XIX, pp. 263-265.
37 ‘‘Tenía mil quinientos indios residentes, ligados al patrón por una especie de feudal tenencia.
Como amigos del amo y acompañados por un sirviente de la familia, todo estaba a nuestra disposición’’
(Stephens, John Lloyd, Incidents of travel in Central America, Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 342).
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 213

themselves to some hacienda which can supply their wants; and, in return
for the privilege of using the water, they come under certain obligations of
service to the master, which place him in a lordly position. This state of things,
growing out of the natural condition of the country, exists, I believe, now-
here in Spanish America except in Yucatán.38

Para nuestro autor, tal manera de coexistencia era, si no la deseable,


sí normal en una sociedad como la yucateca:

and these masters the descenants of the terrible conquerors, in centuries of


uninterrupted peace have lost all the fierceness of their ancestors. Gentle,
and averse to labor themselves, they impose no heavy burdens upon the
Indians, but understand and humor their ways, and the two races move on
harmonously together, with nothing to apprehend from each other, forming
a simple, primitive, and almost patriarchal state of society.39

¿Pero, en sentido estricto, se puede hablar de armonía? Ciertamente


que lo que se presenta a los ojos de Stephens es un ‘‘estado’’ determinado
en una relación de dependencia, que, sin embargo, no tardaría mucho en
alterarse. Los movimientos de insurrección indígena tienen su origen y
justificación en todas las implicaciones derivadas de estas condiciones.
Otro factor que no pasó inadvertido a Stephens fue la gran cohesión
que la Iglesia y, más particularmente, las festividades religiosas repre-
sentaban para las comunidades indígenas. Las celebraciones servían para
aglutinar a grandes masas de ‘‘indios’’ que acudían a la parroquia a cum-
plir sus devociones ----seculares y espirituales----, y procuraban la ocasión
para la convivencia con los otros sectores: el blanco y el mestizo.
38 ‘‘En virtud del acta de independencia, los indios de México, lo mismo que la población blan-
ca, quedaron libres. Ningún hombre puede comprar ni vender a otro, cualquiera que sea el color de su
piel; mas como los indios son pobres, manirrotos y desprevenidos, y nunca miran más allá de la hora
presente, se ven obligados a engancharse a alguna hacienda que pueda suplir sus necesidades; y, en
recompensa por el privilegio de usar el agua, se someten a ciertas obligaciones de servicio al patrón,
que coloca a éste en una posición señoril; y este estado de cosas, nacido de la condición natural de la
región, no existe, yo creo, en ninguna parte de Hispano-América excepto en Yucatán’’ (ibidem, vol.
II, p. 343). Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 173 y 445-462.
39 ‘‘Y esos amos, descendientes de aquellos terribles conquistadores, después de tres siglos de
una paz constante, han perdido toda la fiereza de sus antepasados. Dóciles y apacibles, enemigos del
trabajo, no imponen ciertamente cargas pesadas sobre los indios; y comprenden y contemporizan con
sus constumbres; y de esta suerte, las dos razas caminan juntas en armonía, sin temerse una y otra,
formando una simple, primitiva y casi patriarcal sociedad’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of travel
in Yucatán, vol. I, p. 136).
214 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

A través de los ejemplos anteriores he querido señalar algunos de las


elementos que, desde mi perspectiva, Stephens plasma con más realismo,
y nos revelan con precisión un conjunto de condiciones que serán deter-
minantes para el destino de las comunidades indígenas; a saber:
a) La igualdad jurídica de los ciudadanos que constituían la sociedad
mexicana representó para el indígena un dilema difícil de afrontar: la per-
tenencia a una nación, México, en la que el mundo indígena parecía di-
luirse en formas y estructuras ajenas a su tradición cultural, o la preserva-
ción de esta tradición a costa de violentar la nueva realidad y orden
constitucional. La coexistencia pacífica de los diversos sectores que retra-
ta Stephens en su obra nos revelan un ‘‘extrañamiento’’ hacia su peculiar
‘‘forma de ser’’, que conlleva, de manera natural, su no-incorporación.
b) La concentración masiva de indígenas propiciada por las grandes
haciendas trajo consigo el desapego natural de sus comunidades origina-
les y de sus estructuras propias de organización: entre ellas, la tenencia
comunal de la tierra, cuya amenazada pervivencia debe relacionarse con
la aparición de grandes latifundios.
c) Para el indígena, la separación de la tierra representó también un
desarraigo ‘‘cultural’’, que ciertamente lo alejó de sus tradiciones y valo-
res, es decir, del entorno cultural que poseía como grupo o comunidad.
Así, pues, marginado no sólo por su condición de ‘‘indio’’, sino por la
ignorancia y miseria en que se debatía, pudo atisbar los designios de des-
trucción que se cernían sobre él: su dignidad de ‘‘igual’’ o de ser racional
siempre estuvo supeditada al destino que se le quiso imponer. Al respec-
to, es pertinente traer a la memoria las palabras de Alfonso Caso cuando,
al intentar definir al ‘‘indio’’, establece, entre otras características, la más
importante a su parecer:

es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena


...desgraciadamente, cuando se trata de un grupo social considerado infe-
rior, el individuo oculta su conciencia de grupo al relacionarse con extran-
jeros al mismo, y por esto aunque es el rasgo definitivo, es el más difícil de
investigar.40

40 Alfonso Caso establece cuatro elementos que, a su juicio, son relevantes para lograr una defi-
nición del indio; ellos son: a) los caracteres somáticos propios de un individuo indígena; b) los carac-
teres culturales propios de un individuo o grupo; c) el elemento lingüístico característico de un grupo
determinado; y d) el elemento psicológico, que se refiere al sentimiento y conciencia de pertenecer a
una determinada comunidad indígena. Cfr. Caso, Alfonso, ‘‘Definición del Indio y lo Indio’’, Améri-
ca indígena, México, vol. VIII, núm. 4, 1948, pp. 243-244.
LOS INDÍGENAS Y LA SOCIEDAD MEXICANA 215

d) Finalmente, la religiosidad de las comunidades indígenas constitu-


yó y constituye el elemento más íntimo de su expresión cultural: durante
la colonia primero, y a lo largo del siglo XIX después, sus miembros fre-
cuentemente refugiaron sus miserias bajo la tutela y rectoría de la institu-
ción católica. Las demandas vinculadas a esas carencias se manifestarían
con el tiempo de una manera menos espiritual, preludiando la defensa de
los pueblos indios en materia religiosa.

3. Las apreciaciones subjetivas

Tal vez nada mejor que las apreciaciones subjetivas para evidenciar
la gran carga ético-psicológica con la que es advertida la realidad por un
individuo. En el caso de las obras que tratamos, son muchos y variados
los comentarios personales que Stephens expresa sobre los indígenas. De
manera muy general, podemos decir que ante sus ojos el indígena, como
persona, es depositario de todas aquellas características de tipo negativo
que, en un momento dado, justifican una condición de sometimiento. Así,
ellos poseen ‘‘manos inseguras’’, incapaces de cuidar aquello que se les
confía; son gente ‘‘sin carácter’’, y cuyo único interés para un viajero ex-
tranjero son sus espaldas dispuestas para la carga o sus brazos prestos
para satisfacer sus requerimientos; todos indios en estado salvaje, pero
que en ciertas regiones son ‘‘más rústicos y salvajes’’; seres a quienes se
atribuyen severos vicios, como la embriaguez, que se manifiestan ante la
mirada del extraño como ‘‘viviendo casi tal como cuando los españoles
cayeron sobre ellos’’; indios que en algunas regiones son todavía nombra-
dos como ‘‘los sin bautismo’’, en alusión al sacramento fundamental que los
integrará, paradójicamente, en la marginación incluyente; indios que en
su abyección reconocen la superioridad del hombre blanco, y que al os-
tentar, por añadidura, algún cargo representativo, besan sus manos para
retirarse a descansar; indios que, acostumbrados a ‘‘llevar cargas desde la
niñez’’, acompañan en procesión, al lado de las mulas, al hombre blanco:
curioso desfile, que ‘‘habría sido un espectáculo en Broadway’’.41
No obstante todo ello, en ciertos momentos los indígenas ----y más
particularmente las indígenas---- logran suscitar la admiración de un ex-
tranjero que, como Stephens, ha venido a hacer ‘‘las Indias’’ con la inten-
41 No deja de llamar la atención la asociación de esta imagen con Broadway: ‘‘our procession
would have been a spectacle on Broadway’’ (Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Central
America, Chiapas, & Yucatan, vol. II, p. 229).
216 JULIO ALFONSO PÉREZ LUNA

ción de redescubrir no sólo las ruinas materiales, sino los vestigios vi-
vientes de las grandes culturas antiguas de América. Si bien su convic-
ción es que no existe ninguna relación entre los indios que él ve y los que
habitaron y construyeron los grandes edificios que tiene frente a su mira-
da, existe más de una ocasión en que titubea y se pregunta: ‘‘could these
be the descendants of that fierce people who had made such bloody resis-
tance to the Spanish conquerors?’’42
Ciertamente bajo estas apreciaciones subjetivas de Stephens subyace,
tanto entonces como ahora, una cuestión más dificil de dilucidar: ¿en qué
medida, en la conciencia de los grupos sociales, se consideró el reconoci-
miento ‘‘del otro’’, en cuanto ‘‘mismidad’’ o ‘‘ipseidad’’?; ¿en qué medida
se integró la carga cultural de cada grupo a la noción de mexicanidad?
Preguntas que aún hoy nos acicatean en la búsqueda de nuestro verdadero
‘‘ser’’. ¿O acaso mexicanidad e indianidad, como conceptos, siempre se
excluyeron de manera absoluta? Tal vez todo se resuma en admitir que
las respuestas se hallan en un acto de conciencia aún no concluido.

42 Stephens, John Lloyd, Incidents of Travel in Yucatán, vol. I, p. 136.


CAPÍTULO OCTAVO

CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN


DEL INDIO DENTRO DEL CUADRO SOCIAL MEXICANO

José Enrique COVARRUBIAS*

SUMARIO: I. Un inconforme político emigrado a México. II. Los


principales retos históricos de México, según Sartorius. III. El
indio, su carácter y sociabilidad, dentro del cuadro social me-
xicano.

I. UN INCONFORME POLÍTICO EMIGRADO A MÉXICO

Carl Christian Sartorius nació en Grundernhausen, en el estado alemán de


Hessen-Darmstadt, en 1796.1 Dos circunstancias marcan la historia de este
estado durante la primera mitad del siglo XIX, ambas con repercusiones en
la vida de nuestro personaje. La primera es el pauperismo que asoló a buena
parte de la población campesina, tan abundante en esa zona. La segunda
consistió en la creciente emigración hacia el extranjero, entre otras razones
por esa extendida miseria campesina. Carl Christian emigró a México y lle-
vó ahí la vida independiente e individualista que cada vez era más difícil en
su país natal, en su caso como hombre dedicado a la agricultura.
Hijo de un pastor protestante y criado por tanto en una clase media
más o menos acomodada, Sartorius estudió derecho y filología en la uni-
versidad de Giessen con el objeto de convertirse en docente. Las circuns-
tancias, sin embargo, dictaron que no pudiera realizar esta meta. Carl
* Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1 Sobre la vida de Sartorius: Pferdekamp, Wilhelm, Auf Humboldts Spuren. Deutsche im jun-
gen México, München, Max Huber Verlag, 1958, pp. 153-172, así como Scharrer, Beatriz, La hacien-
da ‘‘El Mirador’’. Historia de un emigrante, México, tesis de licenciatura en antropología social pre-
sentada en la Universidad Autónoma de México, 1980, y Mentz de Boege, Brígida M. von, México
en el siglo XIX visto por los alemanes, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1982,
pp. 59-62. En esta bibliografía se basa el apartado biográfico presente.

217
218 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Christian se involucró en el movimiento de los jóvenes alemanes descon-


tentos con la política conservadora impuesta por Metternich, tras el Congre-
so de Viena, desde las altas instancias de la Confederación Germánica.
Los orígenes más directos de esta protesta juvenil contra esa política estu-
vieron en la invasión napoleónica, que alimentó una fuerte reacción na-
cionalista en gran parte del territorio alemán. Inspirados en las ideas del
escritor E. M. Arndt, muchos estudiantes y docentes alemanes se involu-
craron en actividades de corte revolucionario, como los llamados ‘‘negros
de Giessen’’, la asociación a que perteneció Sartorius. Las ligas estudian-
tiles llamadas Burschenschaften servían de embrión a este tipo de socie-
dades, organizadoras de actos patrióticos como la Fiesta de Wartburg
(1817), reunión multitudinaria en que se practicaron ejercicios gimnásti-
cos y se entonaron himnos nacionalistas con reminiscencias históricas.
Desde luego, estos jóvenes se interesaban ya por suscitar la unificación
de los estados alemanes bajo un poder único, en concreto un directorio.2
Entre los amigos de Sartorius en estas andanzas políticas se encontraba
Karl Follenius, a quien se recuerda como uno de los principales líderes
del momento.
El régimen conservador y aristocratizante encabezado por Metternich
en Viena no estuvo dispuesto a tolerar mucho las actividades de los ‘‘de-
magogos’’, como se conocía a estos jóvenes politizados. Sartorius y Fo-
llenius fueron acusados de haber promovido una insurrección campesina
en Hessen-Darmstadt, por lo que tuvieron que refugiarse en la clandesti-
nidad. El asesinato del escritor August von Kotzebue fue también el deto-
nante de una serie de medidas represivas por parte de Metternich. Frente
a esto, los dos ‘‘negros’’ decidieron continuar su movimiento en ultramar.
Follenius terminó en Estados Unidos como maestro en academias de jó-
venes, sin gozar de ningún reconocimiento particular. Muy distinta fue la
historia de Carl Christian Sartorius, quien como inmigrante en México se
convirtió en una de las figuras más influyentes y prestigiosas dentro del
grupo de residentes alemanes. ‘‘Don Carlos Sartorius’’ llegó a ser un per-
sonaje bien conocido y relacionado en el país iberoamericano.
Sartorius llegó, pues, a México hacia 1825, cuando apenas iniciaba el
régimen republicano. Sobre su vida y la de los otros alemanes emigrados
a este país tenemos como fuente primordial de información un cierto nú-

2 Cfr. Nipperdey, Thomas, Deutsche Geschichte, 1800-1866. Bürgerwelt und starker Staat,
München, C. H. Beck, 1983, p. 92.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 219

mero de cartas escritas por ellos mismos y publicadas en Alemania un


siglo después por Hans Kruse (1923).3 Los esfuerzos de este grupo ale-
mán emigrado a México se orientaron fundamentalmente al comercio y la
minería, actividades que despertaban grandes esperanzas sobre un inter-
cambio benéfico entre México y las naciones europeas. No es necesario
recalcar aquí la importancia que en todo esto tuvo la gran labor de difu-
sión de las riquezas mineras y agrícolas del país realizada por Alexander
von Humboldt mediante su famoso Ensayo. Sin embargo, Sartorius no
tardaría en dar pruebas de estar dotado de una fuerte personalidad que lo
llevaba por un rumbo diferente del de la mayoría de sus compatriotas.
Hacia comienzos de la década de 1830-1840, ya era dueño de la hacienda
azucarera El Mirador, localizada en la zona de Huatusco, Veracruz, don-
de se esforzó por realizar los ideales de vida albergados desde su juven-
tud rebelde, resumibles en la siguiente fórmula: ‘‘[vivir en] un círculo de
amigos, en un bello lugar y con rústicas ocupaciones dictadas por la pro-
pia voluntad y no bajo la presión de la costumbre o la conveniencia’’.4
La expresión más concreta de este plan de vida fue el decidido impul-
so de Sartorius a varios proyectos de formación de colonias alemanas en
México. Al respecto sólo en 1834 pudo gloriarse de un éxito mediano,
pues entonces logró reunir cosa de doscientos colonos en su hacienda.
Por desgracia, lo que este experimento de ‘‘comunidad ideal’’ dejó en cla-
ro fue que la mayoría de esos inmigrantes alemanes no compartían los
mismos valores que Sartorius. Más adelante se especificará cuáles eran
éstos. Por lo pronto cabe señalar que hacia 1838 la empresa colonizadora
daba claras muestras de decadencia, sobre todo porque muchos de los co-
lonos habían emigrado ya a las ciudades o a otras partes en busca de acti-
vidades más redituables y menos exigentes. Sin embargo, Sartorius no
claudicó en la persecución de sus ideales personales y conservó la hacien-
da hasta su muerte, ocurrida en 1872. Establecido ya en México, por cier-
to, había contraído matrimonio con la hermana de otro alemán emigrado.
Como se deja en claro en la bibliografía de base utilizada en esta bre-
ve presentación biográfica, este hacendado se convirtió en una especie de
representante no oficial del grupo de alemanes establecidos en México.

3 El libro de Kruse es Deutsche Briefe aus México, mit einer Geschichte des Deutsch-Amerika-
nischen Bergwerksvereins, 1824-1838. Ein Beitrag zur Geschichte des Deutschtums im Auslande, Es-
sen, Verlagshandlung von G. D. Baedeker, 1923. Las cartas en cuestión se presentan precedidas de la
historia de la sociedad minera alemana establecida en México por esos años.
4 Pferdekamp, Wilhelm, Auf Humboldts Spuren, p. 157.
220 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Ya en edad avanzada pudo conocer personalmente a Maximiliano de


Habsburgo y expresarle su escepticismo sobre la viabilidad de un gobier-
no monárquico en su país de adopción. Una larga permanencia en Méxi-
co, sólo interrumpida por una estancia en Alemania entre 1848 y 1852,
había permitido a Sartorius conocer muy bien a la sociedad mexicana y
deducir qué tipo de régimen político se ajustaba a ella. Todos los testimo-
nios que tenemos sobre este inmigrante hablan de un hombre recio, fran-
co, alérgico a cualquier tipo de sensiblería o esnobismo, satisfecho de vivir
en medio de una naturaleza tan pródiga y variada como la veracruzana.
Esta circunstancia también le permitió realizar recorridos científicos para
formar colecciones botánicas y zoológicas, algunas de las cuales envió a
instituciones de Europa y Estados Unidos, como el Jardín Botánico de
Berlín y el Instituto Smithsonian de Washington.

II. LOS PRINCIPALES RETOS HISTÓRICOS DE MÉXICO,


SEGÚN SARTORIUS

Si fuera preciso referir todos los acontecimientos y circunstancias de


México que pudieron haber influido en la visión de Sartorius, es muy
probable que las páginas que hubiera que escribir bastaran para un libro.
Entre el país anfitrión del joven perseguido y el que el hombre maduro
dejaba al morir casi medio siglo después, se constata una larga cauda de
acontecimientos. El gran número de revoluciones, crisis políticas y cam-
bios constitucionales verificados en esos años sólo demuestra la profunda
inestabilidad del periodo. Lo más pertinente es referir aquellos hechos y
situaciones que de manera más visible marcaron los puntos de vista de
este inmigrante, con énfasis en los aspectos más interpelantes para una
personalidad como la suya.
Sin duda, tres hechos históricos determinaron la visión de México por
Sartorius, tal como se puede verificar en sus propios escritos. Estos he-
chos son: el ascenso político de los militares, representado ejemplarmente
por el general Santa Anna; el resultado de la guerra con Estados Unidos
en 1847-1848; y la aparición hacia mediados de siglo de un nuevo tipo de
político mexicano, en franca pugna con el de la generación previa. Vea-
mos con detalle cada uno de estos sucesos.
Por lo que se refiere al ascenso político de los militares, resulta de
primera importancia lo que Sartorius presenta en el capítulo XVII de su
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 221

libro México hacia 1850,5 dedicado precisamente a los asuntos militares


del país. Mediante una fingida conversación sostenida por el autor ----jun-
to con un grupo de supuestos turistas---- con un militar mexicano, el ha-
cendado deja en claro que una de las circunstancias más trascendentes de
la historia de México fueron los numerosos ascensos concedidos a los mi-
litares insurgentes tras la consecución de la Independencia. Se trataba de
personas carentes de educación y no acostumbradas a la verdadera disci-
plina militar, situación natural en quienes habían llevado una vida fugiti-
va hacia la etapa final de la guerra de Independencia. El saldo de todo
esto fue la ausencia de un cuerpo de oficiales de Ejército de línea capaces
y conscientes de que en sus manos recaía el encargo de la seguridad y la
defensa del Estado. En cuanto a las normas, éstas no se cambiaron y si-
guieron observándose las viejas ordenanzas españolas, nada adecuadas para
los nuevos tiempos. La profesión militar adquirió, pues, un carácter de farsa,
y en ésta Santa Anna ha sido el actor principal. Su estilo consiste en consoli-
dar la propia posición mediante un generoso otorgamiento de ascensos y la
creación de una especie de guardia pretoriana. Por voz del militar imagina-
rio, el hacendado nos hace saber que fue principalmente durante la dictadura
de 1841-1844 cuando el comportamiento de este general fue funesto, pues
desarregló los ramos de la administración tras aumentar desmedidamente el
presupuesto militar para corromper a los justos y premiar a los favoritos. A
esta conducta de la oficialidad procedente de las clases altas se suma otra,
igualmente censurable, de los militares de origen proletario que tratan de as-
cender por la vía que sea. ¿Qué ha resultado de todo esto? Que el Ejército se
ha convertido en una tumoración nociva dentro del Estado y una fuente de
desprestigio continuo para la vida política del país. Sartorius nos hace ver
que no es ninguna casualidad que hacia 1850 las cuestiones militares estén
en el centro de las discusiones en México.
La percepción de la guerra con Estados Unidos por Sartorius es de
índole parecida y queda recogida en aquel mismo capítulo. También en
esto muestra una gran sensibilidad frente a la situación social. Lo que le
parece más significativo de esa guerra es que no haya habido un levanta-
miento general para estropear los planes del invasor. Ello se debe a que la
población india, la mayoritaria, desconoce el sentimiento de patriotismo
que se encauza por la vía militar (lo que no significa, por otra parte, que

5 Editado originalmente en Darmstadt por G. G. Lange, en 1852. Más adelante mencionaré las
ediciones disponibles en español.
222 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

no ame su tierra).6 Pero también en esa especie de guerra permanente de-


clarada por los indios bravos a los habitantes del norte, no indígenas en su
mayoría, estos últimos se han mostrado muy pasivos e indiferentes en la
defensa del territorio nacional. Por tanto, lo que estos acontecimientos es-
tán revelando, nos hace ver, es la falta de un sentimiento de unión social
y de disposición al esfuerzo bélico por parte del pueblo en general. De
cualquier manera, los resultados de la guerra de 1847 han sido como un
mazazo a la alta autoestima de los mexicanos, sobre todo los criollos,7 y
una vez más se ha hecho patente la necesidad de reformar a fondo el Ejér-
cito, para lo que convendría mucho infundir en los oficiales una mayor
formación científica.
Finalmente, lo relativo al nuevo tipo de político mexicano es mencio-
nado en la parte media del capítulo XV, intitulado ‘‘La vida en la ciu-
dad’’. Ahí recalca Sartorius que estos nuevos políticos tienen su principal
campo de acción en el Congreso, donde se oponen a los planes de los
oligarcas del ‘‘Antiguo Régimen’’, portadores del más craso desdén por
las innovaciones técnicas o los cambios económicos que puedan repre-
sentar una amenaza a sus privilegios y prejuicios. Estos políticos jóvenes
no son exclusivamente abogados sino también propietarios, profesionistas
y funcionarios del gobierno; varios de ellos han estado en el extranjero y
saben que las cosas podrían ser diferentes. Frente a la actitud complacien-
te de los obesos oligarcas conservadores y los bombásticos santanistas,
estos jóvenes políticos transmiten una actitud de franqueza y decisión.
Muy probablemente considera Sartorius a José María Lafragua como
miembro de este grupo, pues este joven ministro ha impulsado la ley de
colonización de 1846, aquélla que sirve al alemán de documento de base
cuando hacia mediados de siglo, durante la estancia en su país natal, pro-
mueve la emigración de sus compatriotas a México.8

6 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 442-443.
7 Al hablar de la población criolla, Sartorius menciona que la derrota ante Estados Unidos sig-
nificó una vuelta a la realidad de este grupo de la población, que aún era el dirigente. Véase Sartorius,
Carl Christian, México about 1850, Stuttgart, Brockhaus Antiquarium, 1961, p. 54. Ésta será la edi-
ción que utilizaré en adelante.
8 Medio de esa labor propagandística fue un folleto publicado por Sartorius en alemán y tradu-
cido al español como Importancia de México para la emigración alemana (México, Tipografía de
Vicente G. Torres, 1852) por Agustín S. de Tagle. Este último afirma en su presentación que la suya
parece ser la primera traducción hecha por un mexicano de una obra completa en alemán. El original
alemán del folleto se publicó en 1850: México als Ziel für deutsche Auswanderung, editado en
Darmstadt por Reinhold von Auw.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 223

Tras lo expuesto, podemos concluir que la percepción histórica de


Sartorius le infunde la conciencia de vivir en una sociedad deseosa de cam-
bios pero impedida hasta entonces para asumir y canalizar las reformas
necesarias para la integridad territorial y la modernización económica del
país. Esta comprensión de las cosas no sólo parece determinada por lo
que le muestra la historia de México sino por su propia experiencia perso-
nal y la de Alemania, su país natal. Su experiencia influye, sin duda, en
esa simpatía que siente por la nueva generación de políticos mexicanos
inconformes y decididos al cambio, pues él mismo se ha visto en una si-
tuación parecida durante su juventud. El impacto de la ‘‘cuestión alema-
na’’ lo identificamos en la coincidencia que se nota entre el principal
reto histórico afrontado por ese país y el que Sartorius diagnostica para
México: construir un Estado fuerte, dotado de los medios militares y la
población adecuada para resguardar su integridad territorial. También
se trasluce el bagaje alemán de Sartorius en su atención al factor espacio,
patente en la convicción de que la colonización es factor clave para la
defensa del suelo nacional y la consecución de una cierta autarquía eco-
nómica.9 Si hubo un tema recurrente entre los geógrafos y los llamados
economistas nacionales alemanes de la segunda mitad del siglo XIX y la
primera del XX, fue el de la integridad territorial del Estado alemán unifi-
cado (verificado en 1871) y su consecuente grado de independencia eco-
nómica, interés que resulta comprensible si se atiende al tardío emerger
histórico de esta entidad política en el concierto internacional de las po-
tencias.10

III. EL INDIO, SU CARÁCTER Y SOCIABILIDAD,


DENTRO DEL CUADRO SOCIAL MEXICANO

Antes de entrar en el cometido específico de este apartado parece


aconsejable aclarar algunas cuestiones bibliográficas sobre la gran obra
de Sartorius, México hacia 1850. Este escrito fue originalmente publica-
do en 1852, pero no bajo este título sino con uno diferente: México. Pai-
9 Esta última meta queda muy patentemente expresada, en relación con México, en la p. 22 de
su folleto promotor de la colonización alemana (ed. en español): México puede cosechar todos los
productos del viejo y nuevo mundo, y por lo mismo es enteramente independiente de los demás
países.
10 En Paz y guerra entre las naciones. I. Teoría y sociología, Madrid, Alianza Editorial, 1985,
pp. 242-256, Raymond Aron ilustra sobre las circunstancias históricas y la manipulación psicológica
que dio lugar a la ideología geográfica del espacio vital en Alemania.
224 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

sajes y bosquejos sobre la vida del pueblo.11 Posteriormente la obra fue


reeditada en alemán y en inglés, a veces bajo ese mismo título, otras
como México hacia 1850 o como México y los mexicanos. La abundancia
de ediciones demuestra que este escrito fue muy difundido.12 Para efectos
del presente estudio he utilizado, como se ha dicho ya, la reedición de
Brockhaus Antiquarium, Stuttgart (1961), que es reproducción facsimilar
de la versión inglesa publicada por el Dr. Gaspey en Darmstadt, Londres
y Nueva York en 1858. En español contamos con la traducción fragmen-
taria de San Ángel Ediciones (México y los mexicanos, México, 1973),
así como las completas de Conaculta (México hacia 1850, México, 1990)
y la del Centro de Estudios de Historia de México de Condumex (México.
Paisajes y bosquejos populares. México y los mexicanos, México, 1987,
reimpresa en 1988).13
Sin duda, una de las razones de la popularidad de esta obra radica en
las láminas incluidas por Sartorius desde las primeras ediciones, a cargo
de su amigo el pintor Johann Moritz Rugendas, quien también residió
México en la primera mitad del siglo XIX.14 Estas ilustraciones, junto con
el resto de la obra pictórica de Rugendas, se cuentan entre lo más conoci-
do y apreciado del arte europeo de tema mexicano del siglo XIX. Rugen-
das había conocido a Sartorius poco después de desembarcar en Vera-
cruz, al visitarlo en su hacienda. En la parte biográfica dedicada a Eduard
Mühlenpfordt he mencionado ya las circunstancias en que Rugendas salió
del país.15
Entremos ya en materia y mencionemos aspectos importantes de Mé-
xico hacia 1850, libro cuyo origen está en una serie de conferencias dadas
por Sartorius en las sociedades geográficas de Darmstadt y Francfort,
como él mismo reconoce en su prólogo. Preciso es decir que ya en su

11 Pues esto significa Mexiko. Landschaftsbilder und Skizzen aus dem Volksleben, que es como
rezaba su título.
12 En la nota introductoria a la edición reciente de esta obra por el Centro de Estudios de Histo-
ria de México, Condumex, de 1988, se mencionan las diversas ediciones en alemán, inglés e incluso
sueco (en 1862), aunque curiosamente no se menciona la primera, ya citada en la nota 5 (véase
supra).
13 De estas ediciones en español la más difundida es la de Conaculta. Con base en ella y la de
Condumex he redactado los pasajes en español que se presentarán en el cuerpo de notas, si bien en
algunos casos he modificado ligeramente la traducción.
14 Si bien menos tiempo que Sartorius: sólo los años transcurridos entre 1831 y 1834. Sobre el
viaje a México de Rugendas, véase Preussischer, Kulturbesitz, Johann Moritz Rugendas. Malerische
Reise in den Jahren 1831-1834, Berlin, Druckerei Hellmich KG, 1984.
15 Cfr. Covarrubias, José Enrique, ‘‘La situación social e histórica del indio mexicano en la
obra de Eduard Mühlenpfordt’’, capítulo cuarto, I, de este libro.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 225

folleto sobre la emigración alemana a México16 Sartorius había tenido


oportunidad de hacer un primer esbozo de la gran obra descriptiva que
poco después presentaría al gran público, puesto que ya resumía en él los
principales aspectos físicos y morales del país. Además de las diferencias
en extensión y profundidad que exhiben ambos escritos (el primero está
marcado por una clara intención propagandística), México hacia 1850
destacará siempre por la lograda correspondencia entre las escenas de la
vida descritas por el autor y las que quedaron plasmadas en las láminas
del pintor amigo suyo. Aclarada ya la razón de la selección de este último
libro como la fuente de información básica del pensamiento de Sartorius,
abordemos la temática y estructura de la obra, para luego ahondar en la
visión de la población indígena de México desplegada por su autor.
Uno de los rasgos distintivos de México hacia 1850 es la gran impor-
tancia que en él se da al medio físico como escenario de la vida y las
actividades de la población mexicana. Esta atención no es exclusiva de
Sartorius, pues otros autores extranjeros de esos años, sobre todo alema-
nes,17 se mostraron igualmente atentos a la cuestión geográfica. Hay que
decir, sin embargo, que el escrito de Sartorius destaca por practicar un
abordaje diferente, orientado siempre a mostrar una estrecha correspon-
dencia entre los aspectos físicos y morales del país. Mientras que en un
Mühlenpfordt, por ejemplo, la aportación geográfica se concreta en un ma-
nejo analítico y monográfico de la información,18 en Sartorius encontra-
mos un proceder descriptivo claramente sintético donde el paisaje viene a
ser una unidad orgánica integradora del elemento humano en sus perfiles
materiales y morales.19 La mera estructura de la obra revela ya esa inten-
ción: antes del tratamiento explícito y detallado de los asuntos humanos
(capítulos IX a XXV), el autor ofrece una primera parte dedicada a la fi-
sonomía de los paisajes recorridos por un viajero que desembarca en
Veracruz y se traslada a la capital de la República. Si bien es cierto que

16 Véase supra: nota 8.


17 Así, por ejemplo, Burkart, Josef, Aufenthalt und Reisen in Mexiko in den Jahren 1825 bis
1834, Stuttgart, Schweizerbart, 1836, y Mühlenpfordt, Eduard, Versuch einer getreuen Schilderung
der Republik Mejico, Hannover, C. F. Kius, 1844. Éste ultimo es el Ensayo de una fiel descripción de
la República de México, analizado en otra parte de la presente compilación.
18 Es decir, en una tematización por capítulos que separa lo orográfico y lo climático de la
relación de las especies animales y vegetales, y todo esto a su vez de la distribución humana en el
país.
19 Evidentemente que en esto se hace patente la influencia de la geografía de Humboldt, tan
atenida a la fisonomía orgánica que resulta del entrelazamiento peculiar de los elementos naturales en
espacios determinados.
226 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

esos primeros capítulos contienen alusiones a actividades humanas (cuan-


do se trata de un paisaje habitado), estas observaciones se refieren funda-
mentalmente a la cultura material reconocible en el paisaje, por lo que
ante todo interesan al geógrafo y al etnógrafo. Sólo al finalizar esta pri-
mera parte dedicada a los paisajes, entra de lleno el autor en los aspectos
humanos, con lo que realiza una transición temática que él mismo re-
sume así:

in the preceding sketches I have endeavoured to afford some descriptions


of the surface of the country. My intention was to offer a view of the soil,
on which the various groups of population are met with, in order that the
reader might picture to himself the surrounding landscape, when I proceeded
to describe the social relations.20

Preciso es recalcar que, en su descripción de las relaciones sociales,


Sartorius volverá a reconocer la importancia del medio físico en la confi-
guración espiritual de los pobladores, por lo que la descripción paisajísti-
ca de la primera parte será siempre un punto de referencia primordial.
Sin duda, la conciencia y atención deliberada al carácter social del
contenido de esta segunda parte constituyen uno de los aspectos destaca-
bles, si queremos precisar el tipo de tratamiento desplegado por Sartorius
respecto a los pobladores. Si de un escrito como el Ensayo de Mühlenp-
fordt he resaltado la existencia de sistema de conceptos orientados ya al
desciframiento del orden social, asumido éste como una forma de organi-
zación más amplia que la directamente relacionada con el tipo de gobier-
no (el orden político), preciso es decir que Sartorius no cede al otro autor
en la búsqueda de ese mismo orden. Un abordaje de ‘‘lo social’’ no resul-
ta satisfactorio a Sartorius si antes no se ha tocado lo relativo al escenario
físico, y en esto podemos constatar nuevamente cómo la perspectiva so-
ciológica decimonónica ensancha la gama de factores explicativos de la
organización colectiva. Pero, independientemente de esto, nótese que en
el centro de su atención están las relaciones, es decir las formas de socia-
bilidad, lo que confiere un carácter dinámico a su descripción, pues no se

20 ‘‘En los bosquejos anteriores he tratado de ofrecer una descripción de las distintas regiones
del país, menos interesantes quizás para el lector común que para los amigos de las ciencias naturales.
Deseaba presentar una perspectiva del paisaje en el que encontraremos a los diferentes grupos de la
población con el fin de que el lector pueda formarse una idea del entorno cuando me refiera a las
personas y sus relaciones sociales’’: Sartorius, Carl Christian, México about 1850, pp. 46-47.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 227

queda en una mera enumeración de tipos sociales. El siguiente párrafo,


tomado del prólogo a México about 1850, aclara bien el sentido en que
Sartorius entiende su aportación al mejor conocimiento de la sociedad
mexicana:

my descriptions of the country and the social condition of the inhabitants


are not carefully circled off, but are merely placed in groups or families. I
am not skilled in systematising, and I have therefore noted down only wha-
tever struck me, and have given this or that in detail, leaving it to the inte-
lligent reader to mark its connection with the whole. My object is to offer a
succession of sketches; and there is no dearth of material.21

Las relaciones que hay que precisar serán, pues, las que privan entre
estos ‘‘grupos o familias’’: es decir, las unidades más simples del cuadro
social de Sartorius, quien en el pasaje recién citado deja ver que su trata-
miento de la población se guiará por ese mismo proceder sintético que ha
exhibido en la descripción del medio físico. Más le importa transmitir una
impresión general y congruente de la vida en México que ofrecer datos
muy precisos y exhaustivos. La alegada ‘‘inexperiencia’’ para efectos de
la sistematización repercute así en un libro muy distinto de los hasta en-
tonces aparecidos dentro de la serie extranjera sobre México.22
Ahora bien, ¿qué repercusión tiene esta marcada orientación socioló-
gica de Sartorius en su tratamiento de la población indígena de México?
En primer lugar, importa mucho mencionar que este autor emprende su
descripción social desde la propia experiencia, como miembro de una de
esas ‘‘familias’’ que componen la sociedad mexicana. Como he señalado

21 ‘‘Mis descripciones del país y de la condición social de sus habitantes no se presentan del
todo pulidas, pues simplemente retratan grupos o familias. No soy experto en sistematizar y por lo
mismo sólo he anotado mis impresiones y expuesto tal o cual detalle, el cual deberá ser integrado al
todo por el lector inteligente. Mi propósito es ofrecer una serie de bosquejos y puedo asegurar que
para ello no me faltará material’’: ibidem, p. VII.
22 Y sobre todo contrasta con el de Mühlenpfordt, de cuya tónica erudita y analítica deliberada-
mente se quiere distanciar este autor, como él mismo lo sostiene al comenzar su libro (cfr. ibidem, p.
VII): la suya no será una relación exhaustiva de datos geográficos y etnológicos, ni de recetas culina-
rias, asuntos a los que el primero había dedicado mucho espacio. De cualquier manera, la opinión de
Sartorius respecto del Ensayo de Mühlenpfordt es positiva (una obra cuidadosamente escrita salvo en
los aspectos zoológicos: cfr. ibidem, p. 47). También conviene señalar aquí que los bosquejos de Sar-
torius sobre los tipos sociales y el trato entre éstos se convierten a veces en auténticas escenificacio-
nes de la vida cotidiana, en un proceder parecido al de Lucien Biart en sus obras La tierra caliente y
La tierra templada, aparecidas una década después en francés. En el caso de Biart, sin embargo, la
intención literaria lo lleva a dramatizar deliberadamente la atmósfera y algunos personajes descritos.
228 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

ya en un estudio previo,23 la concepción de Sartorius sobre los resortes de


la articulación social contrasta con la habitual, que postula jerarquías
de prestigio o rango dadas por la riqueza, el oficio o la instrucción. Para
él, lo fundamental es la índole moral de los individuos, que indefectible-
mente relaciona con la circunstancia de ser o no propietario y la de labo-
rar o no en actividades sanas y productivas. Así, el carácter viril y el gran
margen de autonomía personal manifestado por los habitantes del medio
rural mexicano, sobre todo los rancheros, impresionan muy favorable-
mente a este autor, quien como hacendado puede identificarse hasta cierto
punto con esa ‘‘familia’’. Fueron esos agricultores y criadores, por ejem-
plo, los que durante la guerra con Estados Unidos hicieron difícil la vida
al invasor en la región veracruzana, y también fueron ellos quienes más
resistencia siguieron mostrando al vicio del juego, tan extendido en otros
sectores sociales mexicanos. El siguiente párrafo resume los valores des-
de los que Sartorius elogia la índole moral de estos hombres del campo:
the flower of the Mexican population, and that which is healthy and origi-
nal must be sought for among the agriculturalists. It would be incorrect to
say among the peasantry, for these do not exist in the European sense; the
class of agriculturalists and graziers who represent them, are far more in-
dependent. They live, it is true, by the sweat of their brow; but at the same
time entertain the utmost contempt for a town life, for bureaucrats and
clerks, or scribblers, as they term them.24

Como puede verse, la vida en el campo representa para estos hombres


una especie de bendición, y nuestro hacendado piensa de manera muy se-
mejante. Un estilo de vida como el urbano le parece abúlico y parasitario.
Pero lo que más importa es que, según Sartorius, el diferente perfil moral
de los habitantes de uno u otro medio repercute en el tipo de articulación
social. El inmigrante no tiene empacho en hablar de la clase de los agri-
cultores y ganaderos, cuyo denominador común, insisto, es ese alto nivel
moral que resulta de su talante diligente, su condición personal de propie-
23 Cfr. Covarrubias, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867. I. El estudio de las
costumbres y de la situación social, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas-Instituto
de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1998, pp. 82-84.
24 ‘‘La flor y nata de la población mexicana, la verdaderamente sana y original, debe buscarse
entre los agricultores o rancheros. Sería incorrecto decir entre los campesinos, pues éstos no existen
en el sentido europeo; la clase de los agricultores y ganaderos de México está formada por individuos
mucho más independientes. Es cierto que ganan su pan diario con el sudor de la frente, pero también
es cierto que sienten un gran desprecio por la vida en la ciudad, por los burócratas y por los empleados o
‘garrabateadores’, como suelen llamarlos’’: Sartorius, Carl Christian, México about 1850, p. 166.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 229

tario (incluso cuando sólo es en pequeña escala) y el contacto continuo


con la naturaleza. Tanto va por ahí el pensamiento de Sartorius, que si
leemos sus descripciones y comentarios sobre las formas de la vida rural
y urbana, no tardamos en notar el convencimiento de que entre un mesti-
zo y un criollo del campo hay más semejanza en el carácter, forma de
vida y actuación social, que entre un mestizo rural (ranchero) y uno de la
ciudad (lépero). Es claro, entonces, que la tradicional agrupación de tipos
mexicanos por la condición étnica se iba abandonando para hacer justicia
a otros factores de cohesión y diferenciación, de suerte que las mismas
denominaciones de criollo, mestizo e indio adquieren una significación
cada vez más social.25
Las consideraciones anteriores eran necesarias como un antecedente
básico para poder entender el cuadro presentado por Sartorius sobre la
población indígena de México. Ha quedado claro que, si bien basada en
una idea de la moral marcadamente personal, la visión del hacendado
contiene una orientación sociológica clara y no se reduce a una serie de
observaciones subjetivas y casuales, como muy modestamente asume él
mismo en su prólogo.26 Lejos de ser así las cosas, el ideario de Sartorius
ostenta una clara congruencia en la indagación social e incluso una siste-
matización relativa de la información que, de ninguna manera, resulta in-
trascendente cuando se trata de sacar conclusiones. Pero lo más importan-
te es que este autor no se inscribe en ese cientificismo contemporáneo
que se presume ajeno a los juicios de valor y alardea de una supuesta ob-
jetividad irrefutable por causa de sus métodos ‘‘empíricos’’ o cuantitati-
vos. Este señalamiento es importante, porque las observaciones más con-
cluyentes de Sartorius respecto al carácter y la sociabilidad indígenas
nunca dejarían de estar marcadas por esos valores básicos que él exhibe
con franqueza y sinceridad. Sólo muy ocasionalmente aparecen por ahí y
por allá algunas apreciaciones que prefiguran en algo la pretensión de ob-
jetividad científica sustentada en métodos supuestamente empíricos.27

25 Algo semejante he señalado respecto al Ensayo de Mühlenpfordt, cuya lectura bien pudo
estimular en Sartorius la intención de poner el énfasis en la dinámica de las relaciones sociales.
26 Pues ahí llega a decir que su obra no aportará sino meros ornamentos al gran edificio intelec-
tual dejado por Humboldt en su famoso Ensayo político sobre el reino de la Nueva España. Lo ex-
puesto en este artículo habrá persuadido ya al lector de lo injustificado de esta modestia de Sartorius.
27 Como cuando refiere que la ausencia de una frente ‘‘alta y ancha’’ determina que los indios
no experimenten un desarrollo nervioso comparable al de los pueblos caucásicos: cfr. Sartorius, Carl
Christian, México about 1850, p. 64. Observaciones como ésta no dejan de recordar penosamente las
teorías racistas que por esos mismos años formulaba el conde de Gobineau.
230 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Comencemos la reseña de la visión de los indios por Sartorius toman-


do nota del siguiente párrafo, relativo a las formas de sociabilidad de este
sector de población:
the character of the tribes that I had the opportunity of becoming acquain-
ted with, is in general not frank and open, but close, distrustful, and calcu-
lating. The Indian does not merely erect this bulwark against the members
of another tribe or against the posterity of his oppressors, which would be
natural enough; but also against his own people. It lies in his language, his
manners, and his history.28

Los indios tienen además una manera relativamente mecánica de tra-


tarse, nos hace saber el autor en las siguientes líneas. Las mismas mujeres
se abstienen de exteriorizar afecto cuando tienen lugar sus encuentros. En
lugar de ello, optan por hacer toda una serie de preguntas o comentarios
estereotipados. Al solicitar algún servicio, el indígena mexicano muestra
siempre una actitud de rodeo y aproximación cautelosa, si no es que ya
antes ha preparado la situación mediante el envío de un regalo a través de
un tercero. El cálculo y el lenguaje ambiguo caracterizan, pues, a los in-
dios en sus conversaciones, lo que se debe ----según Sartorius---- a una
sempiterna voluntad de obtener siempre la máxima ventaja posible en los
tratos. Para decirlo en pocas palabras, son unos verdaderos maestros en
crear situaciones confusas o ambivalentes.
Ese hábito de relacionarse mediante el principio del cálculo y el dis-
tanciamiento se manifiesta en forma extrema cuando el indio trata con
alguien que no forma parte de su comunidad. Entonces ya no sólo se pone
de manifiesto su deseo de ventaja, sino también un genuino sentimiento de
desprecio por el otro. Este menosprecio es particularmente agudo respec-
to al mestizo, es decir, aquél que por definición es el hijo bastardo de su
hija,29 aunque también se da en las relaciones con los criollos. En un tal
cuadro de sentimientos, ya no es el mero espíritu de cálculo lo que resu-
me las relaciones con la población no indígena. El indio es un portento
auténtico de astucia, si no de franco orgullo, talante que seguramente re-
percute en un mayor hermetismo de su parte.
28 ‘‘Por lo general el carácter de las tribus que he tenido oportunidad de conocer bien, no es
franco ni abierto, sino cerrado, desconfiado y calculador. El indio no sólo erige esta muralla para
defenderse contra los miembros de otras tribus y los descendientes de sus opresores, lo cual sería muy
natural; sino también contra su propia gente. Esto se percibe en su lengua, sus costumbres y su histo-
ria’’: ibidem, pp. 64-65.
29 Cfr. ibidem, p. 88.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 231

Ahora bien, lo que Sartorius se ha propuesto como meta última de su


cuadro social es transmitir fundamentalmente las relaciones sociales entre
los diversos grupos de México. Los pasajes citados demuestran el estre-
cho vínculo que en su obra existe entre el tema de las relaciones sociales
y el del ‘‘carácter’’, de todo lo cual surge una imagen muy completa del
indígena mexicano. Respecto al carácter, este inmigrante ofrece aprecia-
ciones un tanto contrastantes con las de muchos otros autores extranjeros
afanados en la misma tarea descriptiva. Mientras que muchos de éstos
----Mühlenpfordt es uno de ellos---- ven en el indio un ser grave y melan-
cólico, incapaz de experimentar la auténtica alegría, Sartorius está per-
suadido de que la realidad es exactamente opuesta, sobre todo si de por
medio hay ingestión de pulque. Los siguientes pasajes ilustran sobre el
alegre natural de los indios, así como sobre las escenas que surgen en una
pulquería capitalina cuando la concurrencia de indios comienza a delei-
tarse con la bebida mencionada:

I never saw a gayer people than these Indians among themselves; they chat
and jest till late in the night, amuse each other with jokes and puns, play
tricks and laugh.30
Now the mirth grows boisterous; in some groups the women begin to
follow the example of the men; here is a crowd making merry and dancing
to the strumming of a jarana (a small stringed instrument), yonder the ri-
sing hilarity makes them tender, whole drinking circles embrace each other,
lose their equilibrium and fall, to the infinite delight of the others.31

De borracheras como éstas resultan frecuentemente pleitos y desma-


nes. En las fiestas de los pueblos también los deleites de la bebida consti-
tuían la atracción principal, y es que los indios no dejan de aportar prue-
bas irrefutables de que la diversión era muy importante para ellos.
Sartorius asegura que en tales ocasiones demostraban que ‘‘les gusta mu-
cho estar en compañía’’.32 Por cierto, tanto en la página recién citada

30 ‘‘Nunca he visto gente más alegre que estos indios cuando se juntan: suelen charlar y bro-
mear hasta horas avanzadas de la noche, además de que saben divertirse contándose bromas y albu-
res, jugando trucos y riendo alegremente’’: ibidem, p. 63.
31 ‘‘Ahora aumenta el alboroto; en algunos grupos las mujeres empiezan a seguir el ejemplo de
los hombres. Aquí una multitud de gente divirtiéndose y bailando al son de una jarana (un pequeño
instrumento de cuerda); acá y acullá, la creciente hilaridad los pone tiernos, al tiempo que entre los
diversos círculos de bebedores van surgiendo los abrazos, aunque algunos pierden el equilibrio y caen
para regocijo de la concurrencia’’: ibidem, p. 81.
32 Ibidem, p. 76.
232 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

como en la del pasaje anterior, el hacendado sostiene que eran las mujeres
quienes, alteradas ya por el alcohol, iniciaban los pleitos.
Con base en lo presentado, nada sorprenderá que para Sartorius los
indios de México constituyen algo así como ‘‘un pueblo dentro del mismo
pueblo’’.33 El lector ha podido ya notar que el énfasis de este autor, por lo
menos en su capítulo dedicado a los ‘‘aborígenes’’ (aquél del que se han
tomado las observaciones previas), recae mucho más en los factores de
contraste que en los que pudieran operar como aglutinantes entre los in-
dios y los demás mexicanos. Más adelante, al presentar otras apreciacio-
nes suyas sobre los indios, mostraré cómo Sartorius hace justicia al fenó-
meno de la síntesis cultural acarreada por la historia, lo que lo llevará a
reconocer, si bien en forma implícita, la existencia de procesos cohesio-
nantes entre unos y otros a un nivel profundo.
¿Cuál es, pues, el rasgo que Sartorius considera como más distintivo
de la población indígena frente a los otros tipos de mexicanos? Sin duda,
esa férrea cohesión que la hace casi totalmente hermética. Ni siquiera en
el reclutamiento del clero se logra romper esa unidad, ya que los indios
procuran que sólo sean miembros de su comunidad los que se ordenan
de sacerdotes para servir en sus pueblos. Por lo que toca a la formación de
maestros, para pasar ahora a las tareas del Estado, las cosas son muy pa-
recidas.34 Todo esto llevaría a pensar que de la frase ya citada de ‘‘un
pueblo distinto dentro del mismo pueblo’’ podría deducirse la de ‘‘un Es-
tado dentro del mismo Estado’’. Esto último, sin embargo, sería exagerado,
ya que el autor recalca en otra parte la incapacidad indígena para organi-
zarse y hacer valer sus derechos después de tantos años de sometimien-
to.35 En esto cuenta mucho, asegura, su falta de memoria histórica, ade-
más de que su nueva condición de ciudadanos dotados de plenos derechos
anula por anticipado todo descontento en ese orden de cosas. Respecto al
funcionamiento del ámbito municipal indígena, Sartorius refiere lo mis-
mo que tantos otros observadores extranjeros: la existencia de una aristo-
cracia que gobierna en todos los ámbitos y recibe el acatamiento de la
población.

33 Ibidem, p. 81.
34 Cfr. ibidem, pp. 67 y 76.
35 Cfr. ibidem, p. 66. La cohesión de la comunidad indígena, tal como la presenta Sartorius, se
constata ante todo en los pueblos y aldeas específicas y se extiende a veces a las etnias completas.
Más allá de estos ámbitos, nos deja ver, prácticamente no existe sentimiento alguno que permita una
genuina organización política o de tipo militar. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María,
Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 322-323.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 233

Antes de hacer una recapitulación general y señalar qué aspecto de la


población indígena recalca Sartorius al evaluar su situación como parte
de un Estado, brevemente aludo al perfil de los indios desde el punto de
vista productivo. Al igual que Mühlenpfordt y otros autores alemanes,
Sartorius pone bastante énfasis en la actividad laboral como un asunto
central de la cuestión social.36 Sin embargo, no dejan de llamar la aten-
ción los pocos méritos que este autor concede a la población indígena
dentro del contexto de la producción y el trabajo, no obstante la constante
y amplia participación de este sector en el campo.37 En primer lugar importa,
para entender esto, el hecho de que la mayoría de los indios se desempeñan
en las labores agrícolas y en ello emplean herramientas y métodos anticua-
dos, lo que contrasta frontalmente con las innovaciones técnicas que Sarto-
rius quisiera ver incorporadas a las actividades rurales de México. Pero más
allá de ello, de primera importancia es el hecho de que el hacendado no per-
cibe en la población indígena una aplicación de la inteligencia al trabajo que
de lejos pueda ser comparable con la exhibida por los mestizos, el sector de
la población mexicana que más aprecia.38 Veíamos ya lo importante que es
para él la condición de propietario y la capacidad de emplearse en las rudas
labores agrícolas, ostentando una gran autonomía e iniciativa personales.
Pues bien, esto es precisamente lo que extraña entre los indígenas, con su
régimen de propiedad común y ese principio de relación social que dicta el
desprecio y desinterés hacia quien no pertenece a su comunidad. En térmi-
nos generales, Sartorius encuentra que la población indígena no conoce la
verdadera cultura, si por ésta entendemos una disposición del espíritu que
fomenta la voluntad de transformarse, así como la creatividad artística, el
gusto por la movilidad y la aplicación del talento individual al trabajo. Que
los indios sean tenaces y capaces de realizar labores duras no modifica su
preferencia por los mestizos, pues éstos también tienen estas capacidades y
además atienden una variedad aún mayor de actividades.39

36 Peter Steinbach, en su prólogo al libro de Riehl, Wilhelm H., Die bürgerliche Gesellschaft,
Berlin-Wien, Ullstein, 1976, señala las corrientes y circunstancias que influyen en este énfasis en la
importancia del trabajo dentro de las interpretaciones sociológicas alemanas de esos años. Destaca,
por cierto, la influencia del pensamiento social de raíz hegeliana.
37 Atiéndase también a la enumeración de actividades y producciones indígenas que presenta en
Sartorius, Carl Christian, México about 1850, pp. 78-79.
38 Considera al mestizo como el ‘‘prototipo de las costumbres y peculiaridades nacionales’’
(ibidem, p. 83), y perteneciente sobre todo a ‘‘la clase’’ de los activos propietarios agrícolas y granje-
ros, así como de los campesinos y pastores dispersos en el gran territorio del país, de quienes dice que
forman ‘‘el corazón mismo de la nación mexicana’’ (ibidem, p. 87).
39 Cfr. ibidem, pp. 87-88.
234 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

Sobre la base de lo anterior, saquemos conclusiones acerca de la po-


blación indígena como parte del Estado mexicano, según las apreciaciones
de Sartorius. Además de esas limitaciones corporales que, con fundamen-
to en ‘‘datos científicos’’, les atribuye aisladamente, la incompatibilidad
entre la forma de sociabilidad indígena y los valores más profundos de
Sartorius explica su rechazo del carácter colectivo que preside la genera-
lidad de las actividades y normas de los indios. Aunque consciente de las
circunstancias históricas y de los rasgos de carácter que dan razón de esa
sociabilidad, su explicación última de este colectivismo es en negativo, si
se me permite la expresión, pues lo remite a la mera ausencia de verdade-
ra cultura, tal como la viene concibiendo. Preciso es decir que en otro
pasaje de su libro encontramos una aproximación distinta, más etnológi-
ca, que rebate la idea de inanidad e impotencia cultural indígena hasta
ahora expuesta. Me refiero, en concreto, a sus comentarios sobre el senti-
do que detecta en algunas de las principales fiestas religiosas de los in-
dios, sobre todo las de todos los santos y de los fieles difuntos. Consciente
de que en sus expresiones actuales estos festejos ofrecen un espectáculo de
síntesis notable de ritual católico y antiguas prácticas paganas, Sartorius
sostiene que:

the Christian priests suffered these rites to be combined with those of All
Souls, and thus the heathen, probably Toltec custom has maintained itself
till the present day. The name would lead one to suppose it a gloomy festi-
val, quietly reminding of all the loved ones, whom the earth covers. Neither
the Indian nor the Mestizo knows the bitterness of sorrow; he does not fear
death. The departure from life is not dreadful in his eyes, he does not crave
for the goods he is leaving, and has no care for those who survive him, who
have still the fertile earth, and the mild sky.40

Patente es, pues, que el hacendado reconoce ahora una transmisión de


la cultura y mentalidad indígenas al resto de la población (los mestizos), y
esto en un aspecto tan importante como la actitud ante la muerte y el sen-

40 ‘‘Los sacerdotes cristianos aceptaron que estos ritos se combinaran con las ceremonias de
todos los santos, y de esta suerte se ha mantenido hasta el presente día la costumbre pagana, pro-
bablemente de origen tolteca. Por el nombre ----todos los santos---- podría pensarse que se trata de una
festividad lúgubre, dedicada a recordar a los seres amados que ya reposan. Pero la verdad es que ni el
indio ni el mestizo conocen la plena amargura de la pena ni experimentan temor alguno ante la muer-
te. La partida de este mundo no representa un terror para quienes, como ellos, albergan tan poco
apego a los bienes terrenales y tan poca preocupación por la suerte de sus supervivientes, que al cabo
seguirán gozando de una tierra fértil y un cielo dulce’’: ibidem, p. 163.
CARL CHRISTIAN SARTORIUS Y SU COMPRENSIÓN DEL INDIO 235

timiento hacia los difuntos. Sucede así que el propio Sartorius nos brinda
elementos para relativizar sus apreciaciones previas sobre el carácter mo-
nótono, cerrado y estéril de las culturas indígenas. En contraste con la fal-
ta de creatividad y sensibilidad que les ha atribuido antes, resulta que
ciertos elementos de la cultura indígena se muestran lo suficientemente
recios y creativos como para impregnar los hábitos y la psicología de gru-
pos sociales en los que el hacendado reconoce un más alto nivel cultural.
La causa de esta aparente inconsecuencia de Sartorius, estimo, reside en
una contradicción intrínseca a su ideario y no en la realidad observada.
No es, pues, que la sociedad retratada albergue esa contradicción. Frente
a una primera noción de cultura marcada por el individualismo occiden-
tal, Sartorius esgrime ahora una distinta, más atenida a la relación del
hombre con la naturaleza, aspecto al que atribuye la función de moldear
en grado importante las mentes de los pueblos. Esto último lo afirmo en
función del sentido que el propio hacendado reconoce en esa herencia
cultural tolteca que se manifiesta en la celebración de la fiesta de muertos
en México: un sentimiento de vínculo religioso con la naturaleza, elemen-
to que la generalidad de los indios mexicanos preserva y que se manifies-
ta en la prioridad que conceden a los arreglos florales como ornamenta-
ción religiosa. Esta conciencia de que las fiestas pueden preservar un
sentimiento pagano de la naturaleza se agudiza, por cierto, en el pensa-
miento alemán de la época de Sartorius y no es disociable de la atención
que por entonces comienza a concederse a las costumbres e historia de
los germanos.41 De cualquier manera, insisto, lo relevante es que Sarto-
rius se ve obligado a reconocer aquí la existencia de un elemento cultural
aportado desde la tradición indígena, que tiene influencia en la conforma-
ción del carácter nacional: en este caso el talante con que se enfrenta la
muerte.
¿Qué evolución espera Sartorius en cuanto a la situación de los indí-
genas y al vínculo entre éstos y el resto de la población mexicana? Este
cuestionamiento está íntimamente relacionado con otro, no menos impor-
tante en un autor tan consciente de las debilidades del Estado en México:
¿cuál es la tarea más urgente y necesaria para garantizar la integridad te-

41 Y es interesante notar que, en varios pasajes de su libro, Sartorius establece paralelos entre
las creencias de las naciones germanas y las de los indios mexicanos respecto de la naturaleza: por
ejemplo, cfr. ibidem, pp. 73 y 161. En cuanto al interés creciente por los antiguos germanos que
menciono, el lector sólo tiene que recordar a autores como Treitschke o Nietzsche, quienes a fines del
siglo XIX habían hecho del punto un tópico recurrente.
236 JOSÉ ENRIQUE COVARRUBIAS

rritorial y la máxima autonomía económica posible del país? La respuesta


a esta segunda pregunta es fácil de formular a partir del principal afán que
mueve a Sartorius en su país de adopción. Para él, lo más importante es
fomentar la colonización de un territorio que todavía puede albergar a una
población mucho más numerosa que la existente. Pero a este respecto su
opinión sobre las capacidades de los indios es pobre. La población indí-
gena se muestra reacia a dejar sus formas comunitarias y a emprender la
colonización de las grandes zonas poco habitadas. Para esta última em-
presa, los criollos y sobre todo los mestizos exhiben una disposición mu-
cho mayor, y Sartorius espera que también en Europa ----sobre todo en
Alemania---- surja un interés significativo por la colonización y la explo-
tación del país iberoamericano.42 En una línea de reflexión geográfica si-
milar a la de Alexander von Humboldt, Carl Ritter, Oskar Peschel y Frie-
drich Ratzel, Sartorius entiende que la fuerza y el rango internacional de
un Estado no sólo depende de sus ventajas geográficas, sino también del
grado de desarrollo de cultura (material y espiritual) de sus habitantes.
Así, para él lo prioritario es la conquista del territorio mediante una colo-
nización llevada a efecto por hombres industriosos, independientes y or-
gullosos de vivir en un país dotado de una fisonomía natural única y una
organicidad social notable.43 Sartorius no se hace muchas ilusiones res-
pecto a que los indios puedan entender este magno designio de coloniza-
ción e ilustración geográfica. No propone, sin embargo, desposeerlos o
someterlos a alguna especie de reclusión o trasplante forzoso para fines
de ocupación territorial. La increíble variedad paisajística del país, junto
con la prolongada convivencia de una población diversificada dentro del
mismo, infunden a este autor el convencimiento de que cualquier tipo hu-
mano tiene cabida en México. No haríamos bien en desestimar, sin em-
bargo, su convicción igualmente fuerte de que una sociedad sana no pue-
de albergar nunca miras divergentes de las del interés de Estado. Esto
último vale, por lo menos, para sus ideas acerca del poblamiento y la inte-
gridad del territorial nacional.

42 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 248-257.
43 En el último capítulo de su libro, Sartorius muestra cómo la minería articula los distintos
sectores económicos de México, en lo que ve confirmada la ley del vínculo orgánico de todas las
sociedades: cfr. Sartorius, Carl Christian, México about 1850, p. 202.
CAPÍTULO NOVENO

LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS:


ANSELMO DE LA PORTILLA

María BONO LÓPEZ*

SUMARIO: I. La inmigración española y los difíciles años cen-


trales del siglo XIX. II. Anselmo de la Portilla, periodista e
ideólogo. III. Estudio bibliográfico sobre la obra de Anselmo
de la Portilla. IV. Los pueblos indios vistos a través de la obra
de don Anselmo.

I. LA INMIGRACIÓN ESPAÑOLA Y LOS DIFÍCILES


AÑOS CENTRALES DEL SIGLO XIX

Ya avanzado el siglo XIX y consumada la Independencia del gobierno de


España, la cultura mexicana ----no sólo el idioma, sino todas las manifes-
taciones artísticas---- seguía siendo profundamente hispana, fenómeno que
se explicaba, por un lado, por el peso de tres siglos de dominación espa-
ñola; pero, por otro, por el continuo flujo de inmigrantes españoles a tie-
rras mexicanas, que gozaban de gran prestigio entre las elites de la capital
de la República. Este hecho era algo que los forjadores del nuevo Estado
no podían dejar de tomar en consideración.1
El proceso de consolidación del Estado mexicano no se reducía úni-
camente a una independencia política de la metrópoli, que fue reconocida
por España al cabo de unos cuantos años. Además, era necesario crear
una identidad nacional que hasta entonces no se había llevado a cabo, víc-
* Instituto Tecnológico Autónomo de México.
1 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, en Lida, Clara E. (coord.), España y el
Imperio de Maximiliano, en prensa, passim. Quiero agradecer a Érika Pani su amabilidad por haber-
me proporcionado el texto de su colaboración antes de la aparición de este libro.

237
238 MARÍA BONO LÓPEZ

tima el país de los intereses particulares de cada ‘‘partido’’.2 Fue la tarea


que emprenderían los liberales de la Reforma que, cuando se dieron cuen-
ta de que las bases populares del país no compartían el proyecto liberal
democrático de los políticos,3 pusieron en marcha un programa educativo
‘‘encaminado a crear un espíritu de nación y un sentimiento de destino
común que encauzase al país por las vías del progreso’’.4
Desde luego, para la colonia española y para muchos otros, la fisono-
mía intelectual, cultural y política de México debía seguir los pasos em-
prendidos por los países del viejo continente; además, se reconocía una
fuerte herencia hispánica, porque ‘‘formamos parte de una familia con
iguales vicios é idénticas virtudes’’.5 Pero, a la vez, esta identidad debía
ser diferente.6 ‘‘El nacionalismo [era un] complejo entramado de senti-
mientos de pertenencia, de lealtad, de identidad y de rechazo del otro, era
un elemento imprescindible sin el cual no podía afianzarse el moderno
Estado-nación’’.7
En la conformación de esta nueva identidad participaron de manera
protagónica algunos españoles que vivieron en nuestro país.8 ‘‘Fueron de
aquí sin dejar de ser de allá’’:9 consideraron a México su segunda patria,
sin perder sus vínculos afectivos con la tierra que los vio nacer, como fue
el caso de Anselmo de la Portilla. Esta facilidad con la que se identifica-
ron estos españoles con su nuevo país nacía de la persuasión de que ‘‘todo

2 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, en Ortega y Medina, Juan A. y


Camelo, Rosa (coords.), Historiografía mexicana, t. IV: En busca de un discurso integrador de la
nación, 1848-1884 (coord. Antonia Pi-Suñer Llorens), México, UNAM, Instituto de Investigaciones
Históricas, 1996, p. 100.
3 Cfr. Pi-Suñer, Antonia (comp.), México y España durante la República Restaurada, México,
Secretaría de Relaciones Exteriores, Archivo Diplomático Mexicano, 1985, p. 11.
4 Ibidem, p. 15.
5 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, México, Im-
prenta de Ignacio Escalante, 1871, p. 221. ‘‘Prescindamos del nombre que teneis, del idioma que hablais,
de la sangre que os anima, de las creencias y costumbres que os consuelan ú os enojan; prescindamos de
todo esto si quereis y podeis’’: ibidem, p. 125.
6 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim. En alguna ocasión, aunque con
un propósito bien distinto, De la Portilla reclamó la importancia del legado indígena para la configu-
ración de la historia nacional: cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y
sociales, pp. 170 y 228-229.
7 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’.
8 Cfr. ibidem, passim, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, en Portilla, Anselmo de
la, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general Santa Anna 1853-1855 (fac-
símil de la edición mexicana de 1856), México, Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Ale-
mán, 1991, pp. xvii-xviii.
9 Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Historia de la Revolución de
México contra la dictadura del general Santa Anna 1853-1855, p. xv.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 239

contribuye á estrechar los lazos con que la naturaleza ha ligado los dos
pueblos’’.10 Además,

[no se encontraban] en tierra extraña... Todo [les recordaba] en ella el ge-


nio civilizador de [sus] padres, y todo [les decía] que ellos pasaron dejando
huellas indelebles de su magnificiencia. ...Extranjeros como todos los de-
más, ...no obstante [sentían] doble interés que ninguno por la suerte de este
país, porque [los ligaban] con él vínculos de familia que jamás [podría]
romper el tiempo.11

La perspectiva particular de la colonia española se identificaba y di-


ferenciaba ----aunque no siempre---- del resto de la opinión pública mexi-
cana sólo por el hecho de poner énfasis en la importancia del elemento
hispánico en la formación de la nacionalidad del nuevo Estado. Sin em-
bargo, españoles y mexicanos compartían la misma persuasión de que el
elemento indígena contribuía a impedir el proceso de civilización y
modernización de México, por los violentos conflictos laborales y agríco-
las que tenían a los indios como protagonistas.12
La condición de extranjero se diluía hasta desaparecer mientras esos
españoles participaron activamente en la vida política de México; sólo
cuando era necesario, se manifestaban sus sentimientos españolistas:13 es lo
que Antonia Pi-Suñer ha calificado como ‘‘ambigüedad nacionalista’’.14
A estos sentimientos hispánicos, que debían formar parte de la nueva
nacionalidad mexicana, se añadía otro elemento que ponía en peligro esta
identidad, que era la influencia de la cultura anglosajona procedente de
Estados Unidos, con una ambición expansionista que ya había demostra-
do con creces en México.15 Así, a raíz de una propuesta elaborada por
Federico Bello y Anselmo de la Portilla a los gobiernos mexicano y espa-
ñol, la colonia española en nuestro país se convirtió en la voz detractora

10 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 221.


11 Anselmo de la Portilla cit. por Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.
12 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización. Españoles y mexicanos a me-
diados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 1996, pp. 116-117.
13 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.
14 Cfr. Pi-Suñer, Antonia, ‘‘Negocios y política a mediados del siglo XIX’’, en Lida, Clara E.
(coord.), Una inmigración privilegiada. Comerciantes, empresarios y profesionales españoles en Mé-
xico en los siglos XIX y XX, Madrid, Alianza Editorial, 1994, p. 94, cit. por Pani, Érika, ‘‘Cultura
nacional, canon español’’.
15 Como todos los mexicanos, De la Portilla también sintió la humillación de la derrota de
1848: cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 100.
240 MARÍA BONO LÓPEZ

de las acciones culturales y políticas intervencionistas de los norteame-


ricanos.16
El medio de difusión de estas ideas fue la prensa,17 y De la Portilla
fue uno de los máximos exponentes de este ambiente intelectual. Además
de su participación activa en los acontecimientos políticos del país, reali-
zó una larga carrera como periodista, caracterizada por una orientación
conservadora: durante una corta etapa, que duró unos meses, dirigió el
periódico La Razón de México; antes había estado a cargo de El Español
y de El Eco de España;18 durante el efímero Imperio de Maximiliano, fue
nombrado director de El Diario del Imperio, y, en 1867, fundó el periódi-
co La Iberia que logró una vida más dilatada que las aventuras periodísticas
anteriores de Anselmo de la Portilla, y que sostendría varias polémicas con
El Federalista.19 De la Portilla sería editor de La Iberia hasta que el pe-
riódico cerrara en 1876.20
El Español y El Correo de España fueron la materialización del pro-
yecto de Anselmo de la Portilla y de Federico Bello, apoyado por el go-
bierno de España, para lograr en toda América de origen español una opi-
nión pública uniforme sobre la importancia de la herencia hispánica
frente al avance de la influencia anglosajona; se trataba, según las pala-
bras de Anselmo de la Portilla, de ‘‘vindicar la historia y las tradiciones
de España en el nuevo mundo; combatir las preocupaciones hostiles al
español que existían en estas repúblicas, y crear vínculos de paternidad
entre españoles y americanos’’.21 Aunque el primer propósito de este plan
era que esas dos publicaciones tuvieran difusión en todo el continente,
por falta de apoyo financiero, la empresa tuvo que reducir a México su
ámbito de difusión. Y, en último término, acabó por representar los inte-
reses de la colonia española en nuestro país.22
El Federalista fue uno de los periódicos que se constituyó en órgano
de difusión de las ideas de los políticos que protagonizaron la restaura-
ción de la República después del fracaso de la segunda experiencia impe-

16 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 22, y Villegas Revueltas,


Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 100-101.
17 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23.
18 Sobre los problemas que originaron el cierre de estos periódicos, cfr. González Navarro,
Moisés, Los extranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, México, El Colegio
de México, 1993-1994, vol. I, p. 328.
19 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.
20 Cfr. Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xvii.
21 Cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvii.
22 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 241

rial en México. Como reacción a esos acontecimientos, los liberales de la


Reforma rechazaron rotundamente el legado español y europeo, e incluso
rompieron las relaciones diplomáticas que México mantenía con los paí-
ses que habían apoyado y reconocido el gobierno de Maximiliano.
La Iberia surgió entonces como reacción frente a este movimiento in-
telectual, político y cultural, y defendió en sus páginas la necesidad de tomar
en consideración la herencia hispana en el proceso de formación de la
identidad nacional, una opinión que era compartida fundamentalmente
por la colonia española de México, que empezó a sentirse amenazada de
nuevo por los sentimientos antihispanos del grupo político en el poder.23
En último término, se trataba de defender los principios que habían orien-
tado a El Español y a El Correo de España (véase supra).
Por todo lo expuesto anteriormente, Anselmo de la Portilla no puede
considerarse exactamente como extranjero y, menos, como viajero. Más
bien habría que tomar en consideración el especial contexto en el que se
movió la colonia española en México a partir de la segunda mitad del si-
glo XIX.

II. ANSELMO DE LA PORTILLA, PERIODISTA


E IDEÓLOGO

Anselmo de la Portilla y López nació en Sobremazas, en la provincia


española de Santander, en 1816, y, al igual que muchos otros de sus com-
patriotas, llegó a México para probar fortuna en América, aunque siempre
sus amigos se enorgullecieron de que De la Portilla no había llegado a
México para hacerse rico; para ‘‘hacer las Américas’’, como vulgarmente
solía decirse. A su llegada a nuestro país, trabajó como empleado en una
tienda de ropa propiedad de un español; pero pronto abandonaría esas
ocupaciones para dedicarse profesionalmente al periodismo y a la litera-
tura: uno de sus primeros puestos en ese ramo sería en El Universal como
redactor.24
Romana Falcón, Silvestre Villegas y Andrés Henestrosa discrepan al
señalar el año de la llegada de Anselmo de la Portilla a México: 1838,
1839 y 1840, respectivamente. En cualquier caso, coincidía prácticamente
su llegada con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre los go-
23 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim, y Villegas Revueltas, Silvestre,
‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 104.
24 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvi.
242 MARÍA BONO LÓPEZ

biernos de México y España; la llegada, también a México, del primer


representante español en el nuevo Estado, Ángel Calderón de la Barca, y
una difícil situación política en la República.25
A pesar de que pronto don Anselmo se ocupó en el periodismo, si-
guió involucrado en algunas actividades mercantiles. Uno de los negocios
que se le atribuyen ha sido interpretado de diversas maneras por los estu-
diosos. Fue invitado, a finales de 1858, a asociarse en un proyecto, en el
que participaban Cipriano de las Cagigas y el literato español José de Zo-
rrilla, que implicaba la compra de unos vapores en La Habana. Sin em-
bargo, a causa del fallecimiento de Cipriano de las Cagigas como conse-
cuencia del vómito negro, el proyecto nunca llegó a cuajar.26
Para Romana Falcón, Cipriano de las Cagigas se dedicaba al tráfico de
‘‘trabajadores’’ yucatecos a Cuba, y los vapores objeto del negocio debían
dedicarse al traslado de mayas a Cuba; una actividad no del todo legal o mo-
ralmente correcta para De la Portilla, si tomamos en consideración su
pensamiento católico y conservador.27 Sin embargo, don Anselmo se pro-
nunció en contra de la esclavitud de forma muy vehemente: ‘‘la esclavi-
tud es en efecto una vergüenza y una plaga, porque es una negra injusti-
cia: el cielo la ha castigado ya con catástrofes espantosas, y aun humean
los torrentes de sangre que por ella se acaban de derramar en la América
del Norte’’.28
De la Portilla aportaba en su libro algunos datos más sobre Cipriano
de las Cagigas, que había luchado a favor del Plan de Ayutla para derro-
car al general Santa Anna; y que, sin embargo, ‘‘se atrevió a censurar los
actos del gobierno dictatorial’’,29 lo que lo llevó a trasladarse a los frentes

25 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 99. Es importante hacer notar
la profunda influencia que, en la posterior posición ideológica de Anselmo de la Portilla, repre-
sentaron las circunstancias políticas de España y de México durante su primera juventud: cfr. idem.
Una visión muy general de esas vicisitudes políticas en ambos países, en ‘‘Frances Erskine Inglis
Calderón de la Barca y el mundo indígena mexicano’’, en este libro.
26 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxix-xxxi.
27 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 95. Desde luego, el tráfico de
mayas a Cuba se convirtió en una práctica esclavista encubierta, que contó con el beneplácito de Santa
Anna. El gobierno liberal decretó la prohibición de este comercio en 1861, aunque no tuvo mucho éxito:
cfr. idem; Ferrer Muñoz, Manuel, La cuestión de la esclavitud en el México decimonónico: sus repercu-
siones en las etnias indígenas, Bogotá, Instituto de Estudios Constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita,
1998, passim, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 324-325.
28 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 103.
29 Portilla, Anselmo de la, Historia de la Revolución de México contra la dictadura del general
Santa Anna 1853-1855 (1991), pp. 201-202.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 243

de Michoacán. Esta información sobre De las Cagigas hace sospechar a


Andrés Henestrosa que Cipriano de las Cagigas, opuesto ideológicamente
a los liberales, estuvo a las órdenes de Miramón, y que fue a La Habana
con el propósito de adquirir la escuadra del general Tomás Marín para
enfrentarse a Juárez, que por esas fechas estaba sitiado en Veracruz por el
general conservador.30
Muy poco de este episodio cuenta uno de los interesados, José de Zo-
rrilla: ‘‘De las Cagigas..., enterado de que el poeta no renunciaba a hacer-
se rico, y mezclado en política le fue creando a Zorrilla la idea de un viaje
a La Habana..., mientras él, Cagigas, arreglaba un fantástico asunto de va-
pores que los haría ricos de la noche a la mañana’’.31 Y, desde luego, nada
escrito se ha encontrado de don Anselmo sobre este asunto.
Pronto añadiría De la Portilla entre sus actividades las de carácter po-
lítico y abanderaría la causa hispánica desde una postura conservadora.32
Su producción escrita demuestra estas intenciones desde muy temprano.
No obstante, en la mayoría de las ocasiones, su participación en los asun-
tos de la vida política nacional no lo distinguió del resto de los mexica-
nos: durante la violenta guerra civil desatada para derrocar la dictadura
del general Antonio López de Santa Anna, desarrolló una importante la-
bor de defensa de los insurrectos frente a la propaganda difundida por el
gobierno de Santa Anna, a pesar de no compartir las orientaciones políti-
cas liberales de muchos caudillos.33
Desde los años cuarenta, ya había establecido contacto con un grupo
político, que se consolidaba por aquellos años, de corte conservador y ca-
tólico, y que, encabezado por Gómez Pedraza, pugnaba por la elimina-
ción de intereses particulares en la vida política del país, que sólo había
acarreado innumerables luchas internas entre facciones que habían lleva-
do a México al caos. La afinidad ideológica y generacional de casi todos
los miembros de este grupo favoreció la toma de posiciones de don An-
selmo, que defendió esa postura desde la tribuna periodística.34

30 Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxix-xxxi.


31 Zorrilla, José de, México y los mexicanos (1855-1857), cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólo-
go’’, p. xxix.
32 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 23.
33 Cfr. ibidem, pp. 124-125 y 171, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p.
101. El más claro ejemplo literario de esa defensa del movimiento de Ayutla fue Historia de la revo-
lución de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855).
34 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 100.
244 MARÍA BONO LÓPEZ

En poco tiempo, por su profundo arraigo en el país y por su conoci-


miento de la vida social y política mexicana, De la Portilla se convertiría
en unos de los principales ‘‘anfitriones’’ en México de sus compatriotas,
como ocurrió con el poeta Zorrilla y con Carlos VII, aspirante al trono
español, que visitaba México y otros países latinoamericanos en la octava
década del siglo, y quien protagonizaría varios incidentes durante su visi-
ta al país. Uno de ellos fue provocado en alguna medida por De la Porti-
lla, que recomendó a su amigo Altamirano para que sirviera de guía y de
informante de las especificidades del país a Carlos VII.35
Después de la definitiva victoria liberal y del exilio del general Santa
Anna en 1855,36 De la Portilla concedería todo su apoyo, en el ejercicio
de su labor como escritor, a Ignacio Comonfort, lo que le valió el exilio
en 1858 tras la caída de éste.37 Don Anselmo recurrió como explicación
del fracaso de Comonfort a la heterogeneidad ideológica del Congreso
Constituyente de 1856-1857, en el que los liberales moderados, que cons-
tituían la mayoría de los miembros del Congreso, limitaron el alcance de
las reformas sociales, asustados por el clima de violencia que se había
desencadenado después de que Santa Anna fuera derrocado, y por algu-
nas opiniones sustentadas en el Congreso por los liberales más exaltados;
entre ellos, Ignacio Ramírez. Apoyaba la tesis de don Anselmo la toma de
posiciones de algunos empresarios españoles, para quienes las medidas
adoptadas por el Constituyente eran demasiado liberales.38
Efectivamente, la victoria de los liberales sobre el general Santa Anna
----el primer gran movimiento ‘‘que conmueve hasta sus cimientos la es-
tructura política dominante’’39---- no llegó a suponer la definitiva pacifica-
ción y estabilidad necesarias para el progreso del país, debido en gran medida
a la diversidad de orientaciones políticas que convivieron en los Congre-
sos de esos años: federalistas y centralistas, liberales y conservadores, an-
ticlericales y monárquicos, todos ellos contribuyeron a crear este clima de

35 Cfr. Rivadulla, Daniel et al., El exilio español en América en el siglo XIX, p. 245.
36 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 127.
37 Cfr. ibidem, p. 171, y Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 102. Tras
una breve estancia en La Habana, pasó todo el exilio en Nueva York, donde prosiguió su labor perio-
dística hasta 1862, cuando regresó a México. En esa ciudad norteamericana fundó el periódico El
Occidente con el que seguiría la labor emprendida en México: cfr. Villegas Revueltas, Silvestre,
‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 102-103; Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxi, y Antuñano M.,
Francisco de, ‘‘Presentación’’, p. xviii.
38 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, pp. 137-138.
39 Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Historia de la revolu-
ción de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), p. 7.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 245

inestabilidad política que provocaría, unos pocos años después, la inter-


vención de las potencias europeas.40
Las ideas conservadoras de Anselmo de la Portilla se pusieron de ma-
nifiesto en todos sus escritos periodísticos y de ocasión, y también en su
participación en la vida política mexicana, como lo demuestra su adhe-
sión a la causa de Maximiliano, a la que defendió desde La Razón de Mé-
xico por ser ‘‘altamente conservadora en la acepción razonable de esta
palabra, [aunque] es indudablemente una política liberal y progresista’’.41
Igual que muchos otros, De la Portilla estaba convencido de que los acon-
tecimientos nacionales estaban insertos en los movimientos mundiales
----europeos---- que variaban entre el liberalismo y el conservadurismo ex-
tremos. Sin embargo, sus puntos de referencia eran los países europeos de
tradición monárquica, católica y latina; los parámetros de las naciones an-
glosajonas eran para don Anselmo difíciles de aplicar en México.42
Por tanto, después de sus iniciales dudas, concibió el Imperio de Ma-
ximiliano como un intento de conciliar ambas posturas,43 que se inclinaba
hacia un conservadurismo moderado, que defendió desde La Razón de
México y La Iberia. Se trataba para don Anselmo de asegurar un progreso
pacífico para México, igual que estaba ocurriendo en España, que, a su
juicio, debía ser el modelo que había que imitar.44 Su posición ideológica
sobre el sentido de las revoluciones se manifestó claramente en muchas
de sus reflexiones incluidas en sus libros Historia de la revolución de
México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), y Méxi-
co en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort.45
De cualquier modo, el respaldo de la colonia española, en particular,
y de Anselmo de la Portilla, como su portavoz ideológico, en especial, al
proyecto imperial de Maximiliano tuvo un carácter bastante ambiguo, por
lo que se refiere a las noticias recogidas en los periódicos ‘‘hispánicos’’
sobre los enfrentamientos entre partidarios de la República y de la Monar-

40 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 171, y Villegas Revueltas,


Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 116.
41 La Razón de México, 27 de diciembre de 1864, cit. por González Navarro, Moisés, Los ex-
tranjeros en México y los mexicanos en el extranjero 1821-1970, vol I, p. 486.
42 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.
43 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxii.
44 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim, y Villegas Revueltas, Silvestre,
‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 103.
45 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 109. A pesar de su apego al
catolicismo, también se manifestaron en estos dos libros sus críticas hacia la actuación de la Iglesia
mexicana frente a las circunstancias políticas: cfr. ibidem, p. 118.
246 MARÍA BONO LÓPEZ

quía de las últimas semanas de la guerra, que concluiría con el fusila-


miento de Maximiliano.46
Sin embargo, durante los primeros momentos de la intervención de
las potencias europeas, y después de haber regresado de su exilio en Esta-
dos Unidos, por el apoyo que había brindado al gobierno durante la presi-
dencia de Ignacio Comonfort, criticó duramente la política europea de in-
tervención de México, que no había sido precedida de una declaración
previa de intenciones. Se colocaría, así, en abierta contradicción con las
opiniones mayoritarias de sus compatriotas.47 Pero, sobre todo, se oponía
a la intervención de España en México, porque, si se derramaba ‘‘una sola
gota de sangre mexicana, acaba[ría] para siempre el prestigio del nombre
español, no sólo en México sino en toda América’’.48
Después de la derrota imperial y del triunfo de los liberales, cuatro
fueron los grandes temas sobre los que se centró el debate político nacio-
nal: la recuperación económica, la educación, la transculturización indí-
gena y el fomento de la inmigración europea.49 Pero todos estos asuntos
hubieron de ser pospuestos para poder atender las dificultades de otra ín-
dole que sufrió el país al poco tiempo del triunfo liberal.
La evolución política y económica del período de la República Res-
taurada se acercaría mucho a las propuestas de don Anselmo: después de
que los reformistas hubieran tomado conciencia de la imposibilidad de go-
bernar con apego a la legalidad para promover el progreso material, los
últimos protagonistas de la Reforma ‘‘dejarían de creer que la libertad po-
lítica era la clave de la salud pública’’.50 Ésa sería la herencia recibida por
Porfirio Díaz.
Además de su vocación periodística y de su participación activa en
los acontecimientos políticos del país, De la Portilla mostró un extraordi-
nario interés por otras disciplinas, como la literatura y la historia: dio a la
luz en la colección Biblioteca Mexicana del periódico La Iberia varios
documentos históricos indispensables para el estudio del período colo-
nial, que, por aquel entonces, eran difíciles de consultar por el gran públi-
co. Todos esas fuentes históricas ----textos de Hernán Cortés, López de

46 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, p. 309. Unos años después, em-
pleó palabras nada elogiosas para referirse al emperador: cfr. Portilla, Anselmo de la, España en Mé-
xico. Cuestiones históricas y sociales, pp. 101-102.
47 Cfr. Falcón, Romana, Las rasgaduras de la descolonización, pp. 46 y 235.
48 Cit. por Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxi.
49 Cfr. Pi-Suñer, Antonia (comp.), México y España durante la República Restaurada, pp. 12 y 15.
50 Ibidem, p. 11. Cfr. también ibidem, pp. 16-20.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 247

Gómara, Bernal Díaz del Castillo---- iban precedidas de una pequeña in-
troducción de Anselmo de la Portilla. En 1873 se publicaría, también en
la colección Biblioteca Mexicana, la Instrucción que los Virreyes de la
Nueva España dejaron a sus sucesores.51 Además, fue uno de los funda-
dores de la Academia Mexicana de la Lengua, creada en 1875, a la que
estuvo vinculado hasta su muerte, ocurrida en 1879.52
Otra de las facetas de don Anselmo que debe tenerse en considera-
ción es su interés por las actividades artísticas: no sólo dedicó parte de su
tiempo a la producción literaria, aunque no alcanzó ningún éxito, sino que
también ejerció como promotor de varios literatos, como Victoriano
Agüeros.53 Además, participó como redactor en el Diccionario Universal
de Historia y Geografía que dirigiera Manuel Orozco y Berra, y en el Ensa-
yo Bibliográfico Méxicano del siglo XVII de Vicente de P. Andrade.54

III. ESTUDIO BIBLIOGRÁFICO SOBRE LA OBRA DE ANSELMO


DE LA PORTILLA

La obra de Anselmo de la Portilla es eminentemente periodística,


aunque no se ha tomado en consideración para la elaboración de este tra-
bajo. Además, su producción incluye textos literarios, que en su mayoría
fueron publicados con pseudónimo o de forma anónima,55 y algunos li-
bros generalmente de conteniddo histórico, aunque esto no constituye la
regla general, como se verá a continuación. Los dos primeros ----Historia
de la revolución de México contra la dictadura del general Santa-Anna
(1853-1855),56 y México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comon-
fort,57 publicados en 1856 y 1858---- tienen un propósito político de justi-

51 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxiii, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presenta-
ción’’, p. xviii.
52 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 104-105, y Antuñano M.,
Francisco de, ‘‘Presentación’’, pp. xvii-xviii.
53 Cfr. Portilla, Anselmo de la, ‘‘Prólogo’’, en Agüeros, Victoriano, Cartas literarias, México,
Imprenta de ‘‘La Colonia Española’’ de A. Llanos, 1877, y Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxvii.
54 Cfr. Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 8, y Antuñano M., Francisco de, ‘‘Presen-
tación’’, p. xviii.
55 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, pp. xxvii-xxviii.
56 Se consultó la edición de este libro publicada en México, Instituto Nacional de Estudios His-
tóricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla (Obras fundamentales de la Repú-
blica Liberal), 1987 (edición facsimilar de la de México, Imprenta de Vicente García Torres, 1856).
57 Se consultó la edición de este libro publicada en México, Instituto Nacional de Estudios His-
tóricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del Estado de Puebla (Obras fundamentales de la Repú-
blica Liberal), 1987 (edición facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet, 1858).
248 MARÍA BONO LÓPEZ

ficar ciertos acontecimientos de la historia de México: la Revolución de


Ayutla y la actuación como presidente de la República de Ignacio Co-
monfort.
Aunque De la Portilla explicitó sus intenciones de hacer historia, más
que una visión despegada afectivamente de los hechos, por su doble con-
dición de historiador y de extranjero, estas dos obras ‘‘son mucho más las
explicaciones y justificaciones de un adicto a Comonfort y a su gobier-
no’’.58 Pero, a pesar de esta intencionalidad, Historia de la Revolución de
México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855), cuya
primera edición apareció anónima,59 aporta numerosos datos documenta-
les, lo que hace que el libro pueda clasificarse como de historia. Así, al
final del libro se incluyen un extenso apéndice y numerosas notas a pie de
página.60
La primera edición, publicada en México, de Historia de la Revolu-
ción de México contra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855)
data de 1856; no volvería a editarse hasta 1987 en una versión facsimilar
del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, que care-
ció de las láminas y los mapas aparecidos en la edición príncipe. La últi-
ma edición, a cargo de la Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel
Alemán, de 1991, incluyó las litografías y planos originales y añadió un
índice onomástico para facilitar la búsqueda.61
México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort fue publi-
cado en 1858 en el exilio de Nueva York, en la imprenta de S. Hallet. Se
ocupaba este libro de los acontecimientos políticos y sociales de este pe-
ríodo, además de los hechos acaecidos durante las sesiones del Constitu-
yente, aunque no tratara de recoger las crónicas de los debates constituyen-
tes. Desde luego, el sentido de esta obra no puede entenderse sin la anterior
de 1856.62
La siguiente edición de la obra apareció ya en el siglo XX, en 1987, a
cargo del Instituto de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana y el
gobierno del estado de Puebla. La cercanía de don Anselmo a Comonfort

58 Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.


59 Hernández y Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 7.
60 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 105 y 107.
61 Cfr. ibidem, p. 105.
62 Cfr. Fuentes Díaz, Vicente, ‘‘Prólogo’’, en Portilla, Anselmo de la, Méjico en 1856 y 1857.
Gobierno del General Comonfort (edición facsimilar de la de New York, Imprenta de S. Hallet,
1858), México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana-Gobierno del
Estado de Puebla (Obras fundamentales de la República Liberal), 1987 p. 5.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 249

lo invistió de autoridad histórica,63 por lo que careció este libro del apoyo
documental que acompañó a su Historia de la Revolución de México con-
tra la dictadura del general Santa-Anna (1853-1855); pero sí incluyó un
folleto publicado por el propio Comonfort: Política del General Comon-
fort durante su gobierno en Méjico. Al año siguiente de haber salido a la
luz el libro de Anselmo de la Portilla, se publicó también en Estados Uni-
dos un folleto, firmado por un mexicano, en el que se criticaba duramente
la obra de don Anselmo y la de Ignacio Comonfort.64
La importancia de Historia de la Revolución de México contra la dic-
tadura del general Santa-Anna (1853-1855) y de México en 1856 y 1857.
Gobierno del General Comonfort, que permite incluir a De la Portilla en-
tre los estudiosos de la historia de México, radica, particularmente, en el
hecho de que México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort
‘‘es el único trabajo monográfico sobre aquel periodo presidencial [de
Comonfort] y ha servido en ulteriores investigaciones para reconstruir el
bienio’’.65
El exilio neoyorquino de don Anselmo no impidió que siguiera desa-
rrollando su faceta literaria; allí redactó dos obras: Virginia Stewart, La
Cortesana. Historia de amor, vicio y sangre (fragmento de una relación
de viaje en los Estados Unidos por D. A. de la P.), y Cartas de viaje,
dirigidas a José Gómez, conde de la Cortina. La novela fue publicada des-
pués en México y conoció dos ediciones en muy corto espacio de tiempo: la
primera, en 1864 en la Tipografía del Comercio, a cargo de Joaquín Mo-
reno, y la segunda, en 1868, editada por ‘‘La Iberia’’ y por F. Díaz de
León y S. White, Impresores. En esta versión, el título fue alterado: Virgi-
nia Stewart, La Cortesana. Historia de amor, vicio y sangre (fragmento
de unos apuntes de viaje en los Estados Unidos). Las Cartas de viaje no
pudieron publicarse; pues, al regreso de don Anselmo a México, el conde
de la Cortina había muerto y no logró recuperar los manuscritos.66
Andrés Henestrosa atribuye a don Anselmo otra obra, de tipo históri-
co, que vio la luz cuando estaba a punto de regresar a México: Episodio

63 Idem.
64 Cfr. Breve refutacion al memorandum del General D. Ignacio Comonfort, Ex-Dictador de
la República Mejicana, y a la obra encomiastica de su gobierno, escrita por el señor Anselmo de la
Portilla; impresa y publicada, el año de 1858, en la ciudad de New York, del estado del mismo nom-
bre, en la Confederación Norteamericana, New York, Imprenta de La Crónica, 1859.
65 Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 119. Cfr. también Hernández y
Lazo, Begoña C., ‘‘Prólogo’’, p. 7, y Fuentes Díaz, Vicente, ‘‘Prólogo’’, p. 6.
66 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxviii.
250 MARÍA BONO LÓPEZ

histórico del gobierno dictatorial del señor don Ignacio Comonfort en la


República mexicana, años de 1856 y 1857, publicada en México en la Im-
prenta de Ignacio Cumplido en 1861. Más tarde, escribió una Cartilla de
Geografía para los Niños. Por D. Anselmo de la Portilla, publicada en
Orizaba en 1865 por la Tipográfica de J. B. Aburto.
En esas primeras publicaciones de tipo histórico, al compararlas con
la siguiente ----España en México. Cuestiones históricas y sociales----,
puede apreciarse la capacidad de don Anselmo para reclamar o no, según
sus intereses, su condición de español.67 Esos escritos, al responder a de-
terminadas intencionalidades, por fuerza, condicionaban una selección te-
mática. Nada ha de sorprender, en consecuencia, que la referencia al me-
dio indígena brille por su ausencia en estos primeros textos: no porque lo
despreciara, sino porque quedaba fuera del propósito que le movió a tomar
la pluma. Estos libros apenas contienen unos pocos párrafos en los que,
marginalmente, se menciona de modo explícito a los pueblos indígenas.
En México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort, son
más frecuentes las alusiones al mundo indígena, aunque restringidas a su
relación con movimientos insurreccionales: la insubordinación de los nó-
madas del norte,68 la revuelta de los pueblos indios que poblaban los
márgenes de la laguna de Chapala,69 y la guerra de castas que asolaba
Yucatán.70
En 1864, De la Portilla publicó otro libro más: De Miramar á Méxi-
co. Viaje del emperador Maximiliano y de la emperatriz Carlota, Desde
su Palacio de Miramar cerca de Trieste, hasta la capital del Imperio Me-
xicano, con una relacion de los festejos públicos con que fueron obse-
quiados en Veracruz, Córdoba, Orizaba, Puebla, México, y en las demás
poblaciones del tránsito, publicado en Orizaba en la Imprenta de J. Ber-
nardo Aburto. Es éste un libro de ocasión en el que recogió algunos aconte-
cimientos ocurridos durante el viaje de los emperadores de Veracruz a la ciu-
dad de México; además, incluyó una recopilación de discursos y otros
escritos publicados con motivo de la llegada de Maximiliano a México.71
El único libro en el que Anselmo de la Portilla abordó la cuestión
indígena es España en México. Cuestiones históricas y sociales, publica-
67 Cfr. Pani, Érika, ‘‘Cultura nacional, canon español’’, passim.
68 Cfr. Portilla, Anselmo de la, México en 1856 y 1857, pp. 23 y 107.
69 Cfr. ibidem, pp. 164-166.
70 Cfr. ibidem, p. 261.
71 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, p. 103, y Henestrosa, Andrés,
‘‘Prólogo’’, p. xxxii.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 251

do en 1871 en México. En este libro, De la Portilla hacía una defensa


apologética de la labor conquistadora y colonizadora de España, movido
por su espíritu patriótico, que nunca menguó, y azuzado por las críticas
de los liberales mexicanos a la empresa española.

IV. LOS PUEBLOS INDIOS VISTOS A TRAVÉS


DE LA OBRA DE DON ANSELMO

El debate sobre el estado de postración de los habitantes indígenas de


México había llevado a la clase política mexicana durante todo el siglo
XIX a acusar al gobierno español ----no sólo a las autoridades de la metró-
poli, sino a las del Virreinato---- de haber sido el responsable de la situa-
ción en la que se encontraban las etnias indígenas del recién nacido Esta-
do mexicano.
Por ello, en España en México, De la Portilla se dio a la tarea de aco-
meter la defensa de las actuaciones de la Corona española durante la épo-
ca de la dominación. El libro está compuesto de dos partes: una responde
a esta intención y aborda algunos aspectos jurídicos que los reyes pusie-
ron en vigor para la defensa de los indios. Esta parte termina con dos ca-
pítulos que recogen una serie de reflexiones sobre la situación de los indí-
genas contemporáneos, y proponen algunas soluciones para tratar de
incorporar a las etnias al Estado nación.
Desde luego, los textos de don Anselmo no pretendían exhaustividad
por lo que se refería a tratar las características y modos de vida de todos
los pueblos indígenas asentados en el país; generalmente, sus reflexiones
giran en torno a los indios del altiplano, que identificaba frecuentemente
con los aztecas. Igual que en otros escritos de políticos mexicanos con-
temporáneos de Anselmo de la Portilla, se manifestaron en su obra las
tendencias reduccionistas para abordar las soluciones que habrían de dar-
se a la cuestión indígena.
La otra parte recoge una serie de artículos que De la Portilla escribió
para el periódico La Iberia desde el que el autor entabló una dilatada po-
lémica con El Federalista sobre el proceso de colonización y conquista
de la Corona española. En esta recopilación de artículos, De la Portilla
repetiría muchos argumentos recogidos en la primera parte de la obra,
aunque organizados de tal manera que pudieran refutarse las afirmaciones
recogidas en El Federalista.
252 MARÍA BONO LÓPEZ

Así, sus reflexiones giran en torno al problema indígena que afronta-


ron las autoridades españolas y a las soluciones jurídicas que le dieron:
los principales argumentos que emplearía fueron tomados de la legisla-
ción indiana y las reales cédulas de los reyes españoles, y de las órdenes y
bandos de los virreyes de la Nueva España.
Sólo dedicó De la Portilla dos capítulos al estado en que se encontra-
ban los indígenas en su época y los utilizó para ejemplificar el hecho de
que el gobierno mexicano, cuando había acertado en el trato que debía
dispensarse a las etnias, era porque había imitado o copiado la legislación
protectora española; y, cuando había errado, se debía a que los políticos
mexicanos no eran capaces de afrontar un problema evidente y trataban
de ignorar a una gran masa de población que también formaba parte del
Estado mexicano.
Aunque había defendido con pasión la labor protectora de los indios
que realizara la Corona española durante tres siglos,72 De la Portilla llegó
a reconocer en alguna ocasión que la identificación jurídica de los indíge-
nas con los menores no dejaba de ser una ‘‘especie de esclavitud’’, la mis-
ma que habían sufrido antes, durante la expansión y consolidación del
Imperio azteca, y la misma en que se encontraban las etnias en su épo-
ca, como iba a tratar de demostrar en algunos capítulos de su libro.73 Sin
embargo, la actuación de las autoridades españolas se justificaba, para
don Anselmo, por el contexto histórico: así se entendían algunos temas
en el siglo XVI y XVII, y sus soluciones eran las mismas, ya se tratara
de la Corona española o de cualquier otra Monarquía europea de aquel
tiempo.74
Para explicar las causas de por qué la Corona española había concedi-
do a los indios el estatus jurídico de menores, abordó el problema de la
determinación de las capacidades intelectuales del indio, una discusión
que se había iniciado desde los primeros tiempos de la dominación espa-
ñola; que había acaparado la atención de juristas y filósofos, y que había
servido para justificar o atacar los repartimientos y encomiendas.75

72 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 148.
73 Cfr. ibidem, pp. 87-88. Sobre la condición de menores de los indígenas durante la domina-
ción española, cfr. Tomás y Valiente, Francisco, ‘‘La condición natural de los indios de Nueva Espa-
ña, vista por los predicadores franciscanos’’, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, vol. VI-
1994, p. 261.
74 Cfr. Henestrosa, Andrés, ‘‘Prólogo’’, p. xxxiii.
75 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 91-92.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 253

Desde luego, De la Portilla compartió los puntos de vista de quienes,


durante el dominio español, habían defendido la necesidad de dispensar
un trato especial a los indios, dadas las cualidades que caracterizaban a la
‘‘raza azteca’’: ‘‘su humildad, su mansedumbre, su desapego de las pom-
pas vanas, y otros rasgos de su carácter que son causa de menosprecio
para el mundo’’.76 En último término, prevalecieron las opiniones de las
autoridades religiosas sobre las de las autoridades civiles, que calificaban
a los indios como ‘‘imbéciles y viciosos’’.77
Después de la ruptura con España, las nuevas autoridades habían de-
clarado la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos, con los mismos
deberes y derechos, sin haber tomado en consideración, según don Ansel-
mo, que los indígenas debían haber pasado por un estado intermedio ----una
especie de adolescencia legal transitoria----, de tal manera que aprendieran
a comportarse ----jurídica y socialmente---- como mayores de edad.78 Este
brusco cambio de estatus jurídico había provocado serios inconvenientes
para las etnias indígenas de México, ‘‘cuando tuvieron encima los terri-
bles deberes de hombres, sin dejar de ser niños’’.79
Más adelante, en la exposición de los modos de reformar a la clase
indígena, Anselmo de la Portilla incurriría en una contradicción respecto
de lo que había afirmado antes: el respeto que debían las leyes y las auto-
ridades a la libertad del ciudadano era un principio del Estado moderno
que había que salvaguardar a toda costa, excepto ‘‘tratándose de los in-
dios, [que] convendrá tal vez que los gobiernos pongan la mano en ciertas
menudencias que parecen mas bien propias de padres ó maestros, que de
legisladores’’.80 Por tanto, esa etapa intermedia del estatus jurídico de los
indígenas no sería, de modo alguno, breve; puesto que planteaba de nue-
vo la intervención del Estado en la esfera personal de los individuos.
La participación del Estado en la transformación de los indios en ciu-
dadanos estaba legitimada de alguna manera para De la Portilla por la
historia, de tal manera que, si ‘‘todavía los gobiernos mandan sus fuerzas
contra los indígenas que no han querido someterse a la raza conquistado-

76 Ibidem, p. 92.
77 Idem.
78 Cfr. ibidem, p. 88.
79 Idem. Cfr. también ibidem, p. 90. Sin embargo, más adelante, llamaría la atención sobre el
hecho de que los propios indígenas no se quejaban del trato que les dispensaban las autoridades espa-
ñolas o mexicanas: cfr. ibidem, pp. 24, 61 y 154.
80 Ibidem, p. 110. Aquí sí creía conveniente tomar el ejemplo español como modelo, ‘‘sin aque-
llas exageraciones’’: ibidem, p. 111.
254 MARÍA BONO LÓPEZ

ra’’; ‘‘si los españoles cometieron una iniquidad, la misma, y menos dis-
culpable, siguen cometiendo sus descendientes: si estos tienen derecho á
continuar las conquistas, no les vienen sino de las primeras’’.81
De la Portilla estaba convencido de que el medio más eficaz para pro-
vocar un cambio social, cultural y económico en el nuevo Estado no de-
bía proceder de la inmensa producción legislativa que por esos años se
llevaba a cabo; al menos, no exclusivamente. A la situación de cambio
jurídico de los indígenas de México impuesta por la ley, que a De la Por-
tilla le parecía absurda, ‘‘porque la palabra de un legislador no tiene la
virtud de violentar las leyes de la naturaleza, apresurando la marcha gra-
dual del tiempo’’,82 había que añadir la ineficacia de lo establecido por la
ley, que ‘‘en la práctica fué una burla’’,83 y que había suprimido todos los
recursos disponibles de los indígenas para denunciar los abusos recibidos
del resto de la población, de tal manera que ‘‘ellos [los indios] cayeron
desfayecidos é inermes bajo su disfraz de ciudadanos, en medio de una
sociedad que no los recibia en su seno sino para hacerles sentir mejor su
debilidad e impotencia’’.84
La falta de medios de defensa de los indios que la ley había elimina-
do ----incluso se había suprimido la palabra con la que se les había deno-
minado hasta entonces, como lo estableció, entre otros, Maximiliano85----
se unía a la circunstancia de que no se había alterado su condición social,
de tal manera que ‘‘todos... han podido abusar de ellos á mansalva, escu-
dados en las mismas leyes’’.86 Don Anselmo pensaba que era necesaria
una reforma de esa condición social de los indios, con el objeto de que no

81 Ibidem, p. 125.
82 Ibidem, p. 88. Anselmo de la Portilla compartía las opiniones de sus contemporáneos cuando
trataba de comprender los modos de vida indígenas, tan diferentes a los de corte occidental; además,
no hacía falta recurrir a ninguna autoridad para saber cómo eran los indios: bastaba con observarlos
diariamente: ‘‘sus hábitos no revelan siquiera ese instinto natural de todo sér viviente, que busca el
placer y huye del dolor: apenas comen, apenas visten: un techo de paja es su habitacion, un puñado
de maíz su alimento, el suelo su cama, y su vestido un andrajo’’: ibidem, pp. 90 y 96. Iguales opinio-
nes que las de los políticos mexicanos sustentaba De la Portilla cuando se refería a las prácticas reli-
giosas indígenas: ‘‘sus nociones religiosas son una monstruosa mezcla de supersticiones pueriles y de
prácticas ridículas’’: ibidem, p. 90.
83 Ibidem, p. 88.
84 Idem.
85 A su llegada al puerto de Veracruz, Maximiliano había prohibido que se utilizara la palabra
indio para distinguir a una parte de sus súbditos: cfr. ibidem, p. 101.
86 Ibidem, p. 89. Cfr. también ibidem, p. 205. E incluso los blancos había actuado en contra de
la ley: De la Portilla denunció que en Oaxaca y Yucatán seguía cobrándose, ‘‘aunque con otro nom-
bre’’, el tributo indígena, a pesar de que ya había sido prohibido desde la promulgación de la Consti-
tución de Cádiz en el Virreinato de la Nueva España: ibidem, p. 53.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 255

hubiera que recurrir a la inmigración extranjera para alcanzar el progreso


del país.87
No era suficiente la declaración bienintencionada de la ley, si no iba
acompañada de un cambio en las costumbres y en las creencias de quienes
aplicaban y obedecían estas leyes, y de esto podían ponerse varios ejem-
plos, como el de Estados Unidos. Por eso, la declaración de igualdad y el
reconocimiento de los indios como ciudadanos no había impedido que

cualquier cabo de escuadra h[ubiera] podido arrancarlos de su hogar, ó


arrebatarlos en la calle, para meterlos en un cuartel y hacerlos soldados;
cualquier cabecilla h[ubiera] podido arrastrarlos á una plaza pública para
hacerlos instrumento de miserables ambiciones; cualquier guarda de garita
h[ubiera] podido vejarlos y maltratarlos con el pretexto de cobrar los dere-
chos aduanales; cualquier palurdo de Europa y cualquier holgazan de Mé-
xico se consideran autorizados á despreciarlos..., y hablándoles de tu como
á los siervos los señores.88

Frente a este trato que el nuevo Estado mexicano les dispensaba, los
indígenas contaban con sus propios mecanismos de defensa. Por eso ex-
plicaba De la Portilla que ‘‘rechaza[ra]n el bienestar que ella [la Repúbli-
ca] podia ofrecerles; por eso permanecen hoy en el mismo estado de ig-
norancia y de atraso, de abyección y miseria que en otros tiempos’’.89
Este comportamiento también se hacía evidente en las relaciones de los
indígenas con los blancos; sobre todo, en los días de mercado en la ciu-
dad, donde ‘‘apenas osan levantar los ojos hácia los blancos’’,90 hasta que
emprendían el camino de regreso a sus pueblos ‘‘despues de sufrir con
aparente insensibilidad... nuevos desprecios y nuevas humillaciones’’.91
En ocasiones, De la Portilla se dejó llevar por los prejuicios que com-
partía toda la opinión pública respecto a las etnias; sin embargo, su postu-
ra sobre las cualidades y defectos de éstas podía sintetizarse de la siguien-
te manera:

creemos que Dios y la naturaleza les han dado, en punto á sus facultades
intelectuales y morales, lo mismo que á todos los demas hombres, pero que

87 Cfr. ibidem, pp. 107-108.


88 Ibidem, p. 89.
89 Ibidem, p. 90.
90 Idem.
91 Ibidem, pp. 90-91. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 124 y 149.
256 MARÍA BONO LÓPEZ

tienen los vicios y defectos de su educacion, de su condicion social y de


sus largas desgracias. No dirémos, porque seria falso é injusto, que son da-
dos á la ociosidad, á la embriaguez, á la mentira y al robo; pero vemos que
son más indolentes que activos, más recelosos que francos, más parcos en
el comer que sobrios en la bebida, y que no siempre muestran tener idea
cabal del respeto que la propiedad merece.92

Sin embargo, todos estos defectos podían achacarse no sólo a los pro-
pios interesados, sino a los encargados de su educación y de la sociedad
en general: ‘‘por todas partes hay parodias de letrados que los engañan, y en
todas partes pululan esos tornadizos de nueva especie, que les enseñan su
ciencia de mentiras para pervertirlos y esquilmarlos’’.93
Desde luego, De la Portilla estaba convencido de que, para que los
indios alcanzaran el grado de civilización necesario para llegar a ser ver-
daderamente ciudadanos del Estado mexicano, las autoridades debían em-
prender una labor esencial, que era explicar a los indios las obligaciones,
deberes y derechos que suponía esta condición de ciudadanos, además de
evitar a toda costa los abusos que se cometían precisamente por la igno-
rancia de los indios.94 Era necesario que el Estado interviniera para ‘‘suje-
tarlos [a los indios] á sus leyes y á sus costumbres, quitarles la inde-
pendencia de que gozan en sus bosques, traerlos á la vida civilizada’’.95
Además, aunque equiparó a las etnias con las ‘‘clases proletarias’’,
llamó la atención de sus contemporáneos sobre las diferencias radicales
que existían entre las dificultades de adaptación de los indígenas al Esta-
do nacional y los problemas que afrontaban otros países a causa de ‘‘estas
clases proletarias’’.96 El balance del conflicto mexicano debía ser positi-
vo, pues

los indios no son impecables, pero rara vez ó nunca se encuentran entre
ellos los grandes delincuentes. Apacibles de condicion, perdonan fácilmen-
te las injurias, y sus venganzas casi nunca son sangrientas. Sus armas son
las piedras y los palos, nunca los puñales ni otros instrumentos de muerte;

92 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, pp. 96-97. En
otra ocasión, afirmó que los indios ‘‘han sido siempre muy apegados á sus propiedades, y han tenido
una rara habilidad y teson para defenderlas’’: ibidem, p. 73.
93 Ibidem, p. 112. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Esta-
do nacional en México en el siglo XIX, pp. 79-80, 111-112, 136, 146-150, 279 y 290.
94 Cfr. Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 97.
95 Ibidem, p. 125.
96 Ibidem, p. 98. Cfr. también ibidem, pp. 112-113.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 257

y por eso sus riñas rara vez producen resultados desastrosos. En fin, la sua-
vidad de su carácter se revela hasta en sus pasiones, y son enteramente des-
conocidos entre ellos esos crímenes atroces que estremecen á la sociedad
en otras partes.97

Por eso, Anselmo de la Portilla manifestaba en este libro su esperan-


za de que era posible la redención e incorporación de los indios al Estado
nacional: ‘‘una raza que vive todavía á pesar de haber pesado sobre ella
tres siglos de dolores; una raza que despues de todo, y en medio de su
miseria, es todavía la fuerza material y productora de la nacion á que per-
tenece, es una raza que puede cumplir aún grandes destinos’’.98 Si se con-
seguía que los indios se incorporaran a los procesos de producción y de
consumo modernos, el problema estaría resuelto y no sería necesaria la
inmigración extranjera.99
Las dificultades comenzaban por determinar de qué manera iba a pro-
ducirse esa incorporación de los indios a los procesos productivos y de
desarrollo de México. Desde luego, para De la Portilla no se trataba de ‘‘pro-
digar leyes sobre esta materia’’,100 que habría sido imitar el modelo espa-
ñol que había demostrado su fracaso; sino que, en su opinión, debía po-
nerse en marcha un programa en que se incluyeran ‘‘pocas leyes y
buenas, muchos establecimientos de enseñanza, muchos y buenos maes-
tros, un buen sistema de educación, y una constante solicitud para ponerle
en práctica’’.101
En libros anteriores, De la Portilla había expresado su convicción de
que las reformas sociales propiciadas por el gobierno debían contar con
varios elementos claves: el factor humano, las circunstancias históricas,
las costumbres y las creencias, entre otras. Y la labor del historiador era
mostrar todos esos factores para implantar mecanismos eficaces de cam-
bio, que para don Anselmo no debían implicar necesariamente un despre-
cio de las experiencias del pasado.102

97 Ibidem, p. 98. Las actitudes violentas de los indios sólo se manifestaban ‘‘en las cuestiones
sobre tierras, [en las que] no ceden jamás, y abandonan su habitual timidez para hacer frente no solo á
los particulares poderosos, sino al mismo poder público’’: ibidem, p. 74.
98 Ibidem, p. 100.
99 Cfr. ibidem, p. 107.
100 Ibidem, p. 108.
101 Ibidem, p. 109.
102 Cfr. Villegas Revueltas, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, pp. 110-111.
258 MARÍA BONO LÓPEZ

Muy de pasada, y para establecer la comparación entre lo actuado por


las autoridades españolas y por las del nuevo Estado, De la Portilla abor-
dó el problema de la conservación de las lenguas indígenas, mediante la
elaboración de gramáticas y diccionarios, como parte del patrimonio cul-
tural de la nación: ‘‘sus idiomas están enteramente abandonados, como si
no tuviéramos interes en conservarlos y aprenderlos para bien de las le-
tras y de la historia’’.103
Además de estos medios, la reforma no tendría éxito si no iba secun-
dada por todas las autoridades, encargadas de aplicar las leyes, y por toda
la sociedad, que debía obedecerlas, de tal manera que ‘‘abandonen ese
desden tradicional con que tratan á los indios, y que se abstengan sobre
todo de maltratarlos de palabra y de obra, bajo severas penas’’.104 Al res-
pecto, el papel que podía desempeñar el clero, siguiendo el modelo espa-
ñol, era importantísimo; sobre todo, porque ya no se trataba de ‘‘someter
tribus nómadas, sino de perfeccionar la civilizacion de pueblos dóciles,
obedientes y pacíficos’’.105
Al igual que habían hecho otros extranjeros que escribieron sobre los
indígenas de México, como la marquesa de Calderón de la Barca,106 De la
Portilla identificó perfectamente las nefastas consecuencias que el contac-
to con los blancos ejercía sobre los indígenas, que los convertía en ‘‘séres
abyectos y degradados’’:107 cuando los modos de vida occidentales no pe-
netraban lo suficiente, el resultado era mucho peor en comparación con
sus congéneres que vivían alejados de los centros urbanos y no habían
tenido ningún vínculo con las formas de vida de los blancos.108

Lejos pues de los grandes centros de poblacion, en los lugares apartados


donde viven con sus costumbres primitivas sin consentir otras, no se en-
cuentran esa ignorancia, ni esa miseria, ni esas actitudes serviles: al contra-
rio, el viajero encontrará en algunos todo el saber de nuestros sabios, en

103 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 257. En reali-
dad, De la Portilla no se planteó el tema de la diversidad lingüística, a pesar de reconocer que ‘‘el
idioma es el signo especial y expresivo de las nacionalidades’’, ni de la orientación que el Estado
debía adoptar respecto a esta cuestión. Las lenguas vernáculas de México eran tratadas por don
Anselmo como una pieza arqueológica que pudiera exponerse en un museo, si eso fuera posible: ibi-
dem, p. 34.
104 Ibidem, p. 109.
105 Ibidem, p. 112. Cfr. también ibidem, pp. 109-111.
106 Véase el trabajo ‘‘Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca y el mundo indígena mexica-
no’’, en este libro.
107 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 99.
108 Cfr. idem.
LOS CONSERVADORES Y LOS INDIOS: ANSELMO DE LA PORTILLA 259

otros la habilidad de nuestros artistas, limpieza y bienestar en todos, y en


muchos un destello de la dignidad y altivez de que dieron pruebas sus ante-
pasados.109

Sin embargo, ésta no era la situación ideal, que en un mismo país


convivieran dos razas distintas con dos modos de vida diferentes. Una de
ellas debía absorber a la otra; evidentemente se trataba de fundir la ‘‘raza
azteca’’ con la blanca, de manera que así se remediaran los males que pade-
cían los indígenas. No dejan de ser significativas las palabras que dejó
escritas De la Portilla al respecto: ‘‘es preciso hacer que los indios sean de
veras hombres, y para ello hay que derribar los muros que los separan de las
otras razas: es preciso que entren en el movimiento general, á correr la
suerte de todos los demas ciudadanos’’.110
Anselmo de la Portilla no encontraba argumentos razonables en con-
tra del mestizaje, puesto que era un fenómeno natural en todos los pue-
blos, ‘‘que se han formado con la sangre de otras razas poderosas que los
invadieron, conquistaron y absorbieron’’.111 La desaparición de la raza in-
dígena era, en último término, ‘‘la ley de la Providencia y la ley de la
historia’’.112
De la Portilla aprovechó esa ocasión para arremeter contra los que
afirmaban que la solución al problema indígena era el exterminio, según
el modelo norteamericano, porque impedían el progreso de la nación, que
se había asociado a la inmigración de europeos. Estas opiniones exaspera-
ron a don Anselmo:
¡pobres indios! Humillados y desvalidos como están, ellos lo hacen todo en
este país: ¡y se dice que estorban!
Llevan sobre sus hombros las cargas mas pesadas de esta sociedad; cul-
tivan la tierra, crian los ganados, abren los caminos; abastecen á las ciuda-

109 Idem. Éste era un argumento para combatir las opiniones de los que sostenían que los indios
no poseían las mismas capacidades intelectuales que los blancos, al igual que el ejemplo de muchos
indígenas que habían destacado en su tiempo por sus cualidades como literatos, políticos, etcétera:
cfr. ibidem, pp. 99-100, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado
nacional en México en el siglo XIX, p. 243.
110 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 102. A pro-
pósito de esta cuestión, se quejó de que la Corona española no hubiese impulsado con más ahínco una
política de mestizaje como la que se trataba de implantar en aquellas fechas, de modo que ya no
existiera el problema indígena, porque ‘‘la [raza] azteca no existiria ya’’: ibidem, p. 102. Cfr. también
ibidem, pp. 104-105 y 113, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Esta-
do nacional en México en el siglo XIX, pp. 233-244 y 248-257.
111 Portilla, Anselmo de la, España en México. Cuestiones históricas y sociales, p. 113.
112 Ibidem, p. 114. Cfr. también ibidem, pp. 22-23.
260 MARÍA BONO LÓPEZ

des, forman la fuerza de los ejércitos, contribuyen para los gastos públicos;
dan en fin sus brazos á todas las industrias, su fuerza á todos los gobiernos,
su sangre á la patria: ¡y se dice que estorban!
Suprimidlos por un momento, y la vida de esta sociedad se interrumpe
como herida de un rayo: la agricultura se queda sin brazos, la industria sin
consumidores, el comercio sin auxiliares, el ejército sin soldados, las po-
blaciones sin pan... ¿Y todavía se dirá que estorban?113

Como muchos otros, Anselmo de la Portilla se asomó a la realidad


mexicana desde una perspectiva que ignoraba a los pueblos indígenas del
nuevo Estado nacional. Cuando reflexionó sobre los indios ----unos indios
que ya no existían, pues se trataba de los que habían estado sometidos a la
Corona española----, lo hizo para defender a su patria de los ataques, para
él injustificados, de los liberales de la última generación. Cuando abordó el
problema contemporáneo étnico de México, lo desarrolló como cualquier
otro mexicano: no se asombró de lo asombroso; la solución era, también
para él, la transculturización de los indígenas y, en último término, su eli-
minación a través del inevitable mestizaje.

113 Ibidem, p. 106. Cfr. también ibidem, p. 49, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María,
Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 622.
CAPÍTULO DÉCIMO

BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES


INDÍGENAS DE MÉXICO

Manuel FERRER MUÑOZ*

SUMARIO: I. La personalidad de Brasseur de Buorbourg. II. La


obra escrita de Brasseur de Buorbourg. III. El México de Bras-
seur de Buorbourg. IV. Las apreciaciones de Brasseur de Buor-
bourg. V. Conclusiones.

I. LA PERSONALIDAD DE BRASSEUR DE BOURBOURG

Ordenado sacerdote en Roma a los treinta años de edad, en 1844, Charles


Étienne Brasseur de Bourbourg realizó su primer viaje a México cuatro
años después, en calidad de capellán de la legación francesa en nuestro
país. Permaneció en la República mexicana dos años, y dedicó íntegra-
mente uno de ellos a viajar por su interior, hasta California. Regresó a
Europa en octubre de 1851.1
En julio de 1854, Brasseur volvió a cruzar el Atlántico desde Francia,
para internarse por tierras de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Desde
principios de 1857 hasta marzo de 1859 residió en comunidades indíge-
nas de Guatemala, cuyo arzobispo lo había nombrado administrador ecle-
siástico de los quichés de Rabinal, los cakchiqueles de San Juan Zacate-
pec, y los mames de Iztlahuacan, Zipacapa, Ichil y Tutuapa. Impulsado
por una notable curiosidad intelectual, aprovechó su estancia entre los
* Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1 Cfr. Brasseur, Charles, Popol Vuh. Le livre sacré et les mythes de l’antiquité américaine,
avec les livres héroiques et historiques des quichés, ouvrage original des indigènes de Guatémala,
texte quiché et traduction française en regard, accompaignée de notes philologiques et d’un com-
mentaire sur la mythologie et les migrations des peuples anciens de l’Amérique, etc., composé sur
des documents originaux et inédits, Paris, Arthus Bertrand, 1861, prólogo, p. III, nota 1.

261
262 MANUEL FERRER MUÑOZ

quichés de Rabinal para aprender su idioma,2 lo que le valió el reconoci-


miento y el ingreso en la Sociedad Económica de Amigos de Guatemala.3
En 1857, antes de emprender su excursión por el istmo de Tehuante-
pec, que sería el cuarto de sus periplos por tierras del Nuevo Mundo,
Brasseur estrechó lazos con algunas sociedades científicas, como la Aca-
demie des Inscriptions et Belles Lettres, y gestionó el apoyo del Ministe-
rio francés de Instrucción Pública.4
El tiempo comprendido entre 1858 y 1860 fue dedicado por Brasseur
a trabajar en Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, dans l’état de Chiapas
et de la République de Guatemala (véase infra). Como se acaba de indi-
car, contó para ese proyecto con los auspicios del gobierno de Napoleón
III. Su arribo a México, donde pensaba empezar su estudio, se produjo en
mayo de 1859. Terminado su largo itinerario, estaba de vuelta en París
en octubre de 1860.5
En 1863 encontramos a Brasseur otra vez en la República mexicana,
decidido a emprender excavaciones en Yucatán y en óptimas relaciones
con el emperador Maximiliano, que quiso comprar su biblioteca, y que
llegó a ofrecerle el Ministerio de Educación y la Dirección de Museos y
Bibliotecas del Imperio mexicano. Brasseur rechazó esas proposiciones y,
si hemos de atenernos a su testimonio, aceleró su salida para América
Central, que efectuó en abril de aquel año, para no ceder a la tentación de
aceptar el nombramiento.6
Brasseur siempre compartió con el emperador el amor al estudio del
pasado de México, y se hizo acreedor de la insignia de la orden de Gua-
dalupe, que le concedió Maximiliano para premiar sus estudios. El apre-
cio del emperador hacia la persona del abate francés se manifiesta por un

2 Cfr. idem.
3 Cfr. Brasseur, Charles, Gramática de la Lengua Quiché, según manuscritos de los mejores
autores guatemaltecos, acompañada de anotaciones filológicas y un vocabulario, nota introductoria
del Instituto Indigenista Nacional de Guatemala, Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación
Pública ‘‘José de Pineda Ibarra’’, 1961, p. 9.
4 Cfr. Brasseur, Charles, Popol Vuh, prólogo, p. III, nota 1.
5 Cfr. idem.
6 Brasseur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique. Exposition absolue du système hiéroglyphi-
que mexicain. La fin de l’âge de pierre. Époque glaciare temporaire. Commençement de l’âge de
bronze. Origines de la civilisation et des religions de l’antiquité d’après le teo-amoxtli et autres do-
cuments mexicains, etc., Paris, Auguste Durand et Pedone-Madrid, Bailly-Baillière, 1868, pp. XII-
XIII, y Brasseur, Charles, Bibliothèque Mexico-Guatémalienne précédée d’un coup d’oeil sur les étu-
des américaines dans leurs rapports avec les études classiques et suivie du tableau par ordre
alphabétique des ouvrages de lingüistique américaine contenus dans le même volume, rédigé et mise
en ordre d’après les documents de sa collection américaine, Paris, Maisonneuve, 1871, pp. III-IV.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 263

comentario elogioso que, según Brasseur, pronunció Maximiliano en una


ocasión ante los integrantes del Consejo de Estado: ‘‘s’ils connaissaient
personne parmi les étrangers, qui fût mieux informé des choses de leur
pays’’.7
Tras unos años de intenso trabajo, en los que vieron la luz varias
obras suyas y creció el predicamento del abate en los medios científicos
de Francia, México y Guatemala, Brasseur de Bourbourg murió en Niza
en 1872.

II. LA OBRA ESCRITA DE BRASSEUR DE BOURBOURG

Fruto de la primera estancia de Brasseur en México son las Lettres


pour servir d’introduction à l’histoire primitive des nations civilisées de
l’Amérique septentrionale (México, M. Murguía, 1851), que se publicó
en edición bilingüe francés-español, cuando Brasseur estaba ya de regre-
so en Francia.
Entre 1857 y 1859, Brasseur de Bourbourg publicó una obra en cua-
tro volúmenes, que era fruto de su madrugador interés por las culturas
precolombinas de México y de Centroamérica: los volúmenes I y II ha-
bían sido elaborados durante el viaje que realizó a esta última región en
1854. El título que Brasseur dio a ese trabajo fue Histoire des nations
civilisées du Mexique et de l’Amérique Centrale, durant les siècles anté-
rieurs à Christophe Colomb, écrite sur des documents originaux et entiè-
rement inédits, puisés aux anciennes archives des indigènes (Paris, Art-
hus Bertrand, 1857-1859). La aparición de este libro no pasó inadvertida
para los medios intelectuales de Francia: Hyacinthe Charency publicó un
resumen del texto, precedido de unas páginas donde prodigaba todo géne-
ro de elogios a Brasseur y calificaba como un acontecimiento de impor-
tancia la impresión de esa obra, que era fruto de veinte años de esfuerzos
y de una prolongada estancia de su autor en Guatemala, como cura de los
indios de Rabinal.8
Ese ahínco de Brasseur por sacar a la luz fuentes documentales que
revelaran testimonios de los indígenas americanos sobre sí mismos no

7 ‘‘Si conocían a algún extranjero mejor informado que él sobre las cosas de su país’’ (Bras-
seur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique, p. XII).
8 Cfr. Charency, Hyacinthe, Compte rendu et analyse de l’Histoire des nations civilisées du
Mexique et de l’Amérique centrale, etc., de M. l’abbé Brasseur de Bourbourg, Versalles, Beau Jeune,
1859, p. 4.
264 MANUEL FERRER MUÑOZ

tardaría en verse premiado con importantes descubrimientos, y se refleja-


ría también en el rescate y traducción de códices como Popol Vuh ----el
libro sagrado de los quichés----, Rabinal-Achí,9 Troano y Chimalpopoca.
En efecto, a Brasseur de Bourbourg se debe el hallazgo de un manus-
crito que contenía una copia de la Relación de las cosas de Yucatán escri-
ta por fray Diego de Landa a mediados del siglo XVI.10 Ese documento,
que pudo haberse extraviado cuando se expulsó a los franciscanos de Yu-
catán, en 1820, fue encontrado por el abate francés en el invierno de 1863,
en la biblioteca de la Real Academia de la Historia, en la ciudad de Ma-
drid. Brasseur se ocupó personalmente de la publicación, que se concluyó
al año siguiente, en el marco de una colección documental denominada
Collection de documents dans les langues indigènes pour servir à l’étude
de l’histoire et de la philologie de l’Amérique ancienne (Paris, Auguste
Durand-Arthus Bertrand), donde aparecieron otras investigaciones del
abate sobre historia y lenguas aborígenes (la ya mencionada Grammaire
de la langue quichée, por ejemplo; o Quatre lettres sur le Mexique, de
que se tratará más adelante). Fue, en fin, Brasseur quien tituló el texto
con el nombre Relation des choses de Yucatan, con que ha llegado hasta
nosotros.11
Al mismo Brasseur de Bourbourg se debe otro importante descubri-
miento bibliográfico, aunque menos sonado que el del manuscrito de
Landa. Nos referimos a la obra de fray Bernardo de Lizana titulada Histo-
ria de Yucatán, devocionario de Nuestra Señora de Izmal, y conquista es-
piritual, que Brasseur consultó durante los años 1849 y 1850 en un ejem-
plar trunco que se hallaba en la Universidad de México. Una selección de
los pasajes que a Brasseur parecieron más interesantes se publicó en

9 Brasseur, Charles, Grammaire de la langue quichée Espagnole-Française, mise en parallèle


avec ses deux dialectes, cakchiquel et tzutuhil, tirée des manuscrits des meilleurs auteurs guatéma-
liens. Ouvrage accompagnée de notes philololiques avec un vocabulaire comprenant les sources
principales du quiché, comparées aus langues germaniques et suivi d’un essai sur la poésie, la musi-
que, la danse et l’art dramatique chez les mexicains et les guatémaltèques avant la conquête, servant
d’introduction au Rabinal-Achí, drame indigène avec sa musique originale, texte quiché et traduction
française en regard, Paris, Arthus Bertrand, 1862. Hay una traducción al español, realizada en Guate-
mala en 1961: Gramática de la Lengua Quiché, según manuscritos de los mejores autores guatemal-
tecos, acompañada de anotaciones filológicas y un vocabulario.
10 Se trata de una copia que, según Brasseur, se escribió unos treinta años después de la muerte
de Landa: cfr. Brasseur, Charles, S’il existe des sources de l’histoire primitive du Mexique dans les
monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l’ancien monde dans les monuments américains?,
Paris, Auguste Durand-Madrid, Bailly-Baillière, 1864, p. 4, nota 2.
11 Cfr. Pérez Martínez, Héctor, ‘‘Introducción’’, en Landa, Diego de, Relación de las Cosas de
Yucatán, México, Editorial Pedro Robredo, 1938, pp. 45 y 47.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 265

1864, precisamente como apéndice a la edición de la obra de fray Diego


de Landa.
Ese mismo año, animado indudablemente por sus propios éxitos,
Brasseur consiguió la edición de un ensayo donde se recreaba en los para-
lelismos, tan al gusto de la moda de esos años, entre las civilizaciones
americanas y la egipcia: S’il existe des sources de l’histoire primitive du
Mexique dans les monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l’an-
cien monde dans les monuments américains?, Paris, Auguste Durand-
Madrid, Bailly-Baillière, 1864. Por noticias del propio Brasseur, sabemos
que ese texto debía servir de introducción a la Relation des choses de Yu-
catan, incluida como volumen III en la Collection de documents dans les
langues indigènes.12
Poco después, en 1866, Brasseur publicó ----también en París---- un re-
pertorio de materiales arqueológicos mexicanos al que llamó Recherches
sur les ruines de Palenqué et sur les origines de la civilisation du Mexi-
que (Paris, Arthus Bertrand, s. a.), que acompañaba al álbum de Wal-
deck.13 Esa línea de investigación encontró continuidad con las Quatre
lettres sur le Mexique, que editaron Durand y Pedone y Bailly-Ballière
en 1868.
Entre los volúmenes que recogieron los trabajos de la Commission
Scientifique du Mexique et de l’Amérique Centrale, publicados en 1870,
encontramos dos titulados Études sur le système graphique et la langue
des Mayas, en los que Brasseur reprodujo las profecías de los sacerdotes
mayas sobre el final del culto a los ídolos.
Se cumplían por entonces siete años desde la fundación de aquella
Commission Scientifique, que debió mucho al empeño de Brasseur. En
efecto, según atestigua el clérigo francés, dos años antes del decreto por
el que se creó la Comisión, le habían propuesto de parte de Napoleón III
que presidiera la Comisión Científica que debía acompañar al cuerpo ex-
pedicionario francés que iba a embarcarse para México. Después de la
negativa de Brasseur, que manifestó su desagrado por la perspectiva de
viajar en compañía de las tropas de ocupación, otra vez se le invitó a in-
corporarse al proyecto, en nombre de su nuevo promotor, el mariscal Vai-
llant. De todos modos, hay que relativizar la importancia de la Commis-

12 Cfr. Brasseur, Charles, S’il existe des sources, p. 1.


13 Cfr. Waldeck, Frédéric de, Monuments anciens du Mexique. Palenque et autres ruines,
Paris, 1866.
266 MANUEL FERRER MUÑOZ

sion Scientifique, que se resintió del carácter efímero de la presencia fran-


cesa en México y tuvo una vida breve.14
En 1871, un año antes de la muerte de Brasseur, salió de la imprenta
su Bibliothèque Mexico-Guatémalienne, una obra erudita que contenía
noticias de los documentos de que se había servido Brasseur para las in-
vestigaciones que llevó a cabo durante veinticinco años. Todavía aparece-
ría publicada otra obra de Brasseur, el mismo año de su fallecimiento:
Dictionnaire, grammaire et chrestomathie de la langue maya, précédés
d’une étude sur le système graphique des indigènes du Yucatan (Mexi-
que), Paris, Maisoneuve, 1872.
Antes de cerrar este suscinto repaso a lo más sobresaliente de la pro-
ducción escrita de Brasseur de Bourbourg, deberán mencionarse otros li-
bros que recogieron sus estudios sobre la historia eclesiástica de Canadá y
las anotaciones de sus viajes por América Central: Histoire du Canada,
de son église et de ses missions, depuis la découverte de l’Amérique jus-
qu’à nos jours, écrite sur des documents inédits compulsés dans les ar-
chives de l’Archevêché et de la ville de Québec (Paris, Sagnier et Bray,
1852, 2 vols.); Notes d’un voyage dans l’Amérique centrale. Lettres à M.
Alfred Maury (Paris, imprenta de E. Thunot et Cía., 1855), y De Guaté-
mala à Rabinal, épisode d’un séjour dans l’Amérique centrale pendant
les années 1855 et 1856 (París, oficinas de la Revue européenne, 1859).
Faltaría, en fin, por mencionarse Voyage sur l’isthme de Tehuantepec,
dans l’état de Chiapas et de la République de Guatemala, obra realizada
bajo los auspicios del Ministerio de Instrucción Pública de Napoleón III y
publicada en 1859-1860; traducida al español por el Fondo de Cultura
Económica y la Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas de la
Secretaría de Educación Pública, editada por esas instituciones en 1981 y
1984, y objeto preferente de la investigación que se desarrolla a lo largo
de estas páginas. Ha de advertirse que, aunque Brasseur previó dedicar el
segundo volumen a sus peripecias por Chiapas y Guatemala, nunca llegó
a realizar este proyecto.

III. EL MÉXICO DE BRASSEUR DE BOURBOURG


En el estudio dedicado a Mathieu de Fossey de este mismo libro se
trata con amplitud sobre la importancia que, en la cuarta década del siglo,
cobró la colonización del istmo de Tehuantepec. También ahí se explican
14 Cfr. Brasseur, Charles, Quatre lettres sur le Mexique, pp. XIII-XIV.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 267

con detalle las circunstancias que condujeron al fracaso de aquellos pro-


yectos, que atrajeron la atención de tantos aventureros dentro y fuera del
país. Entre ellos no pueden olvidarse los nombres de Juan Obregozo y de
Françoise Giordan, autores de un libro publicado en 1838: Descriptions et
colonisation de l’Isthme de Tehuantepec.
Lo notable del caso es que los fracasos repetidos en la colonización
de la región de Coatzacoalcos ----que Brasseur atribuía a ‘‘la guerre civile
qui n’a cessé de dévorer la vitalité du Mexique’’,15 cuyos efectos destruc-
tivos le hacían evocar con nostalgia la prosperidad de que disfrutaron an-
taño ciudades como Tehuantepec---- no desalentaron a empresarios ni co-
lonos: todavía en 1884, Alejandro Prieto publicó un libro, en el que había
recopilado la información que estimó útil para quienes hubieran de dirigir
el asentamiento de colonias en el istmo.16 Sí es apreciable un cambio en
la orientación de esos planes: sobre todo, a partir del año 1842, cuando
José de Garay obtuvo de José María Bocanegra, ministro de Relaciones
de Antonio López de Santa Anna, la concesión para construir una vía in-
teroceánica en Tehuantepec.17
A las inquietudes provocadas por las aspiraciones estadounidenses,
que se manifestaron por vez primera en 1848, siguió en 1852 la publica-
ción de un libro de John Jay Williams que Charles Étienne Brasseur co-
noció a la perfección. Se trata de El istmo de Tehuantepec, resultado del
reconocimiento que para la construccion de un ferro-carril de comunica-
cion entre los Oceanos Atlántico y Pacífico ejecutó la comision científi-
ca, bajo la direccion del Sr. J. G. Barnard,18 ingeniero al servicio de la
Tehuantepec Railroad Co. of New Orleans, a la que se había concedido
permiso para la construcción de un ferrocarril, que luego fue revocado.19

15 ‘‘La guerra civil que no ha cesado de agotar la vitalidad de México’’ (Brasseur de Bourbourg,
Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec dans l’État de Chiapas et la République de Guatémala:
executée dans les années 1859 et 1860, par l’abbé Brasseur de Bourbourg, Membre des Sociétés de
Géographie de Paris, de Mexico, etc., Ancien Administrateur ecclesiastique des Indiens de Rabinal,
Chargé d’une mission scientifique de S. E. M. le Ministre de l’Instruction publique et des Cultes dans
l’Amérique-Centrale, Paris, Arthus Bertrand, 1861, p. 17). Véase también ibidem, pp. 138 y 146-148.
Puede consultarse además la traducción al español: Brasseur, Charles, Viaje por el istmo de Tehuan-
tepec, México, Fondo de Cultura Económica, 1981 y 1984.
16 Prieto, Alejandro, Proyectos sobre la colonización del istmo de Tehuantepec, México, Igna-
cio Cumplido, 1884.
17 Cfr. Baranda, Joaquín, Recordaciones históricas, México, Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes, 1991, vol. II, pp. 138-139, y Fernández Mac Gregor, Genaro, El istmo de Tehuantepec y
los Estados Unidos, México, s. e., 1954, pp. 13-19.
18 Esta obra fue publicada en México por Vicente García Torres, en el año ya indicado de 1852.
19 Cfr. Baranda, Joaquín, Recordaciones históricas, vol. II, pp. 139-141.
268 MANUEL FERRER MUÑOZ

No mucho después, Brasseur tuvo ocasión de tratar directamente con


los responsables de la Compañía Luisianesa de Tehuantepec que, en
1857, obtuvo el privilegio para abrir una comunicación interoceánica en el
istmo. En efecto, Brasseur llegó a Minatitlán en mayo de 1859 a bordo de
un vapor estadounidense, el Guazacoalcos, fletado por la Luisianesa. Lo
acompañaban numerosos pasajeros que eran personas a las que había
contratado la compañía, ‘‘ou désireux de s’engager avec elle, pour travai-
ller sur l’isthme ou obtenir quelque emploi dans l’administration du tran-
sit qui continuait laborieusement à s’organiser à cette époque’’.20 Para
entonces, la empresa alentada por la Luisianesa gozaba de una notable
popularidad, estimulada por medio de un diario ilustrado, que contenía
vistas, croquis y paisajes del istmo.21 No tardarían en manifestarse alar-
mantes síntomas de debilidad, provocados por la mala gestión de la com-
pañía, que no fiscalizó con el necesario cuidado la actuación de sus em-
pleados establecidos en el istmo.22 La suspensión de los trabajos de la
Luisianesa no fue sino el corolario obligado de ese estado de cosas: aun-
que las autoridades mexicanas decretaron de inmediato la requisición de
los bienes de la compañía, Juárez canceló esa medida y ordenó que se
levantaran los secuestros impuestos a sus propiedades.23
Un mes antes del desembarco de Brasseur en Minatitlán, Estados
Unidos había reconocido al gobierno de Benito Juárez. A cambio se ges-
tionó el tratado de Mac Lane-Ocampo que, aunque llegó a firmarse en
diciembre de 1859, encontró el rechazo del Senado estadounidense. Mé-
xico corrió con suerte, porque una de las cláusulas que se establecieron
otorgaba a Estados Unidos derechos de perpetuidad sobre el tránsito por
el istmo de Tehuantepec, con la consiguiente afrenta a la soberanía nacio-
nal mexicana.24
Aunque Brasseur coincidió con Robert Mac Lane en Minatitlán, in-
curre en cierta imprecisión cuando relata la anterior estancia de Mac Lane
en Veracruz, adonde había llegado el 31 de marzo de 1859.25 En efecto, la

20 ‘‘O deseos[a]s de trabajar en el istmo u obtener algún empleo en la administración del tránsi-
to que seguía organizándose laboriosamente en esta época’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage
sur l’isthme de Tehuantepec, p. 8). Véase también ibidem, pp. 18-19.
21 Cfr. ibidem, p. 11.
22 Cfr. ibidem, pp. 77-78 y 115-116.
23 Cfr. ibidem, pp. 204-207.
24 Cfr. Fernández Mac Gregor, Genaro, El istmo de Tehuantepec y los Estados Unidos, pp.
135-220.
25 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, pp. 23-42.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 269

información de que dispuso era indirecta, proporcionada por John Mac


Keod Murphy, senador por el estado de Nueva York, antiguo colaborador
del mayor Barnard y personaje cercano a los directivos de la Compañía
Luisianesa. Además, la versión de Murphy era incompleta; se sustentaba
a su vez en lo que le había contado Émile La Sère, presidente de la com-
pañía, y se refería sólo a las gestiones diplomáticas de Mac Lane que cul-
minaron en el reconocimiento del gobierno de Juárez. Apenas indicaba
esa fuente nada acerca de la tramitación del tratado ni de los contenidos
del acuerdo: sólo se mencionaba la habilidad de La Sère para engatusar a
Mac Lane, deslumbrándolo con la gloriosa perspectiva de ‘‘obtenir de
nouvelles concessions sur l’isthme de Tehuantepec et à assurer, par un
nouveau traité, la prépondérance américaine dans ces contrées’’.26
En realidad, el gobierno de James B. Buchanan se había mostrado fa-
vorable al reconocimiento de Juárez, siempre y cuando quedara asegura-
da una contrapartida satisfactoria para Estados Unidos. Según Ralph Roe-
der, asaltaron después algunas dudas a Buchanan, y acordó dejar libertad
de decisión a Mac Lane para que, discrecionalmente, otorgara o no el re-
conocimiento. El representante estadounidense procedió con excesiva
premura, pues a los cinco días de su llegada a Veracruz había presentado
ya sus credenciales al presidente Juárez. A partir de entonces, convencido
indudablemente de haber obrado con ligereza, resolvió adoptar los lentos
procedimientos de Buchanan, y avanzar sin prisas en las discusiones del
tratado.27
La estancia de Charles Étienne Brasseur en una región como Tehuan-
tepec, tan sujeta a las agitaciones de las guerras civiles que asolaron Mé-
xico en el tramo central del siglo, se refleja en muchas páginas de su Vo-
yage sur l’isthme. Hay un pasaje, que reproducimos en su integridad, que
describe la pugna entre liberales y conservadores, tal y como se presenta-
ba a los ojos de Brasseur:

deux partis divisaient ce beau pays: l’un, soi-disant défenseur de l’Église


catholique, occupait avec la capitale ses environs immédiats, ainsi qu’une
portion de l’État fédéral et de ceux de Jalisco, de Guanajuato, de Queretaro,

26 ‘‘Obtener nuevas concesiones en el istmo de Tehuantepec y asegurar, mediante un nuevo


tratado, la preponderancia norteamericana en estas regiones’’ (ibidem, p. 39).
27 Cfr. Roeder, Ralph, Juárez y su México, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 290-
300. Véase también Fuentes Mares, José, Juárez y los Estados Unidos, México, Jus, 1972, pp. 108-
115, y Zorrilla, Luis G., Historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos de América
1800-1958, México, Porrúa, 1965, vol. I, pp. 388-390.
270 MANUEL FERRER MUÑOZ

de la Puebla et de la Véra-Cruz; à la tête de ce parti est encore aujourd’hui


le général Miramon, officier jeune, actif, entreprenant et rempli de coura-
ge, mais peut-être trop militaire et trop Espagnol pour être en état de con-
duire les rouages putréfiés de ce gouvernement. Dans le reste des États de
la confédération mexicaine, on reconnaît nominalement l’autorité de Jua-
rez, président du parti qui s’intitule libéral, quoique par la difficulté qu’il y
a à correspondre avec ces diverses provinces, il y ait en réalité autant de
présidents qu’il y a de généraux en chef ou de gouverneurs suprêmes. For-
tifié à la Véra-Cruz, Juarez y a pour appui et pour porte de derrière le
château de San-Juan de Ulloa, la mer et les vaisseaux des États-Unis.28

Pero, como admite Brasseur, existían otras razones coadyuvantes que


apenas si eran conocidas en el extranjero, porque ni siquiera los propios
partidos en pugna se preocupaban de explicarlas. Expulsados los españo-
les de México, los criollos se sintieron herederos exclusivos de los privi-
legios que aquéllos habían disfrutado hasta entonces en su propio benefi-
cio. Contra esa pretensión reaccionaron los mestizos que, como los
criollos, habían tomado parte activa en la lucha independentista contra
España. ‘‘Actuellement, les Indiens, eux-mêmes, qui commencent, en
quelques provinces, à se mêler au mouvement intellectuel, sans avouer
ouvertement leur origine, prennent part à la lutte où ils entrevoient l’en-
tier affranchissement de leur race’’.29 Así, pues, las luchas partidistas y
las banderas de la Iglesia y del credo liberal no eran sino máscaras de que
se servían, de una parte, los herederos de los conquistadores y, de otra, las
razas cruzadas e indígenas, para alcanzar una victoria que les diese un
poder exclusivo. No es que el partido de los indígenas y mestizos, que
buscaba reconquistar sus derechos, rechazara a la Iglesia: ‘‘ce qui est bien

28 ‘‘Dos partidos dividían este hermoso país: uno, diciéndose defensor de la Iglesia católica,
ocupaba la capital y sus alrededores inmediatos, así como una parte del Distrito Federal y los estados
de Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Puebla y Veracruz; a la cabeza de este partido está todavía hoy el
general Miramón, joven oficial, activo, emprendedor y lleno de valentía, pero quizá demasiado mili-
tar y demasiado español para ser capaz de conducir los mecanismos putrefactos de este gobierno. En
el resto de los estados de la confederación [sic] mexicana se reconocía nominalmente la autoridad de
Juárez, presidente del partido liberal, aunque, por la dificultad que hay en comunicarse con estos
diversos estados, había en realidad tantos presidentes como hay generales en jefe o gobernadores
supremos. Fortificado en Veracruz, Juárez tiene por apoyo y como puerta de salida el castillo de San
Juan de Ulúa, el mar y los buques de los Estados Unidos’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage
sur l’isthme de Tehuantepec, pp. 109-110).
29 ‘‘Actualmente los propios indios, que comienzan en algunas provincias a mezclarse al movi-
miento intelectual, sin confesar abiertamente su origen, toman parte en la lucha que parece mostrarles
la completa liberación de su raza’’ (ibidem, pp. 112-113).
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 271

certain, c’est que ce n’est pas à l’Église qu’ils ne veulent: ils sont catho-
liques, ils le sont tous et plus qu’on en saurait l’imaginer. Ce qu’ils pour-
suivent, c’est l’extinction d’une domination étrangère qui, il faut le dire,
n’a trouvé malheureusement que trop d’appui dans le haut clergé’’.30
Aunque las condiciones parecían dadas para una conflagración gene-
ralizada, una guerra de castas que no se conformara sino con la extinción
física de uno de los bandos contendientes, Brasseur ----que parece conven-
cido de que la victoria iba a decantarse del lado de los liberales, al que
asociaba a las poblaciones mestizas e indígenas---- encuentra razones para
un moderado optimismo. Amantes de la libertad, las razas mixtas deberán
pensar que, para prevalecer, necesitan de la unión y de la obediencia al
poder establecido; y cabía esperar que ese poder fuera adquiriendo mayor
fortaleza y estabilidad: ‘‘l’indépendance de l’étranger, l’extinction de la
prépondérance d’une race sur une autre, le respect des droits de tous ne
sauraient exister avec ces oligarchies turbulentes et faibles qui ont dévo-
ré sa vitalité durant tant d’années’’.31
No acierta a explicar Brasseur por qué se operaría ese proceso en vir-
tud del cual se asentarían la sensatez y la rectitud como por ensalmo. Por-
que las razones que aduce, fundadas en el tradicional respeto a la autori-
dad de los indígenas, y en su profundo sentido religioso, no convencen a
nadie: ‘‘dans de telles conditions, ils peuvent donc espérer, sous un gou-
vernement fort, d’obtenir l’égalité légale et de voir l’Église catholique
reprendre parmi eux une juste et légitime influence’’.32
Brasseur recuerda los pormenores de las luchas civiles en Oaxaca, de
las que había sido testigo presencial: un conflicto que brindaba la ocasión
propicia a las bandas armadas, que vivían del robo y del pillaje, para dis-
frazar sus violencias asesinas con la defensa de los principios esgrimidos
por los ‘‘patricios’’ o los ‘‘juchitecos’’.33 Rebosan frescura y dramatismo
las páginas del Voyage sur l’isthme dedicadas a narrar el desasosiego que
sembraban entre los habitantes de la región de Tehuantepec las correrías

30 ‘‘Cierto, pero lo que está lejos de serlo es que no quieran a la Iglesia: son católicos y lo son
tanto y más de lo que uno se podría imaginar. Lo que ellos persiguen es la extinción de una domina-
ción extranjera que, hay que decirlo, no ha encontrado, desgraciadamente, sino demasiado apoyo en
el alto clero’’ (ibidem, p. 113). Véase también ibidem, p. 150.
31 ‘‘La independencia del extranjero, la extinción de la preponderancia de una raza sobre otra,
el respeto de los derechos de todos no podrían existir con estas oligarquías turbulentas y débiles que
han devorado su vitalidad durante tantos años’’ (ibidem, p. 114).
32 ‘‘En tales condiciones ellos pueden, por tanto [?], bajo un gobierno fuerte, esperar la igual-
dad legal y ver a la Iglesia católica volver a tener entre ellos una justa y legítima influencia’’ (idem).
33 Cfr. ibidem, p. 115.
272 MANUEL FERRER MUÑOZ

de unos y otros, o las noticias que llegaban sobre la derrota de Degollado


frente a Miramón, ante las mismas puertas de la ciudad de México.34
No obstante, la pugna entre Juchitán y Tehuantepec parece desbordar
el ámbito de los enfrentamientos entre liberales y conservadores, para
arraigarse más bien en antiguas rivalidades, avivadas por el estableci-
miento de la República federal, y por las amenazas crecientes sobre tie-
rras y salinas de explotación comunal. Dirijamos, pues, una atenta mirada
retrospectiva al cambiante marco político-administrativo de la región,
desde que la caída de Agustín de Iturbide preparara el camino para la ins-
tauración de un régimen federal.
El decreto del 14 de octubre de 1823 había erigido la provincia del
istmo, formada por las jurisdicciones de Acayucan y Tehuantepec;35 pero,
pronto se dio marcha atrás y se dispuso, por el artículo 7o. del Acta Cons-
titutiva de la Federación, que la división en partidos y pueblos volviera a
la situación anterior.
En los debates sobre esa proyectada reorganización jurisdiccional de
los pueblos de la provincia del istmo se produjo una intervención de José
María Becerra, a fines de enero de 1824 que, lamentablemente, no fue
escuchada con la necesaria atención. Recomendó este diputado que, ‘‘su-
puestos los principios de disolucion de todo acto anterior, se esplore la
voluntad asi de Tehuantepec como de Colima, y en vista de ella determi-
ne el Congreso si han de ser ó no estados ó á cual se han de agregar’’.36
Desde entonces, las cosas no cesaron de empeorar para los habitantes
del istmo, que vieron sus tradicionales sistemas de propiedad y de explo-
tación de las salinas afectados por las leyes aprobadas por el Congreso de
Oaxaca a lo largo de 1824. El momento más candente llegó con una ley
agraria del estado de Oaxaca de 1826 que, al privar de representatividad a

34 Cfr. ibidem, pp. 125-126.


35 Cfr. Dublán, Manuel y Lozano, José María, Legislación mexicana ó Colección completa de
las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, Imprenta
del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, Hijos, 1876-1890, t. I, núm. 371, pp. 682-684 (14 de
octubre de 1823); Orozco, Wistano Luis, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el
Licenciado..., México, Imp. de El Tiempo, 1895, vol. I, pp. 183-185, y Berninger, Dieter George, La
inmigración en México (1821-1857), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1974,
pp. 65-66.
36 Intervención de José María Becerra ante el Congreso, el 29 de enero de 1824: Acta Constitu-
tiva de la Federación. Crónicas, México, Secretaría de Gobernación, Cámaras de Diputados y de
Senadores del Congreso de la Unión, Comisión Nacional para la conmemoración del Sesquicentena-
rio de la República Federal y del Centenario de la Restauración del Senado, 1974, p. 568 (29 de enero
de 1824).
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 273

las comunidades, las inhabilitó para defender sus intereses en los litigios
que se libraban ante los tribunales.
La irritación de los indios se tradujo en una revuelta de zapotecos
que, en 1827, reivindicaron con violencia sus tierras y sus bienes; y ----siete
años después---- en un levantamiento armado de los juchitecos, secundado
por zapotecos, huaves, zoques y chontales, y dirigido contra el despojo
territorial y el monopolio de las salinas y lagunas, que no pudo ser con-
trolado del todo hasta mediados de siglo, después de nuevos estallidos de
violencia: uno en 1844-1845 ----que obligó a intervenir al general Juan Ál-
varez, en búsqueda de la pacificación----, y en 1849, el otro, desatado éste por
huaves y chontales y apoyado posteriormente por los zapotecos, que recla-
maban la propiedad histórica de los yacimientos de sal. Tras una alianza co-
yuntural con el movimiento político apadrinado por el coronel Gregorio Me-
léndez, que proyectaba la segregación de Juchitán de Oaxaca y su
conversión en territorio, los indígenas se desvincularon de estas demandas y
retornaron a sus exigencias de control sobre sus recursos naturales.37
El gobierno nacional no ocultó su alarma por la coincidencia de esta
última revuelta con la insurrección de los mayas yucatecos; los efectos
desestabilizadores del Plan político y eminentemente social proclamado
en esta ciudad por el Ejército Regenerador de Sierra Gorda del 14 de
marzo de 1849, expedido en Río Verde por Eleuterio Quiroz, y la guerra
promovida en los estados fronterizos del norte por los indios ‘‘bárbaros’’,
cuyas correrías en Chihuahua y Durango aconsejaron el brutal recurso a
contratas de sangre, como se llamaba a las recompensas que se concedía
por cada indio muerto o prisionero.38
37 Cfr. Barabas, Alicia M., ‘‘Rebeliones e insurrecciones indígenas en Oaxaca: la trayectoria
histórica de la resistencia étnica’’, en Barabas, Alicia M. y Bartolomé, Miguel A. (coords.), Etnicidad
y pluralismo cultural. La dinámica étnica en Oaxaca, México, Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, Dirección General de Publicaciones, 1990, pp. 247-250; Reina, Leticia, Las rebeliones campe-
sinas en México (1819-1906), México, Siglo Veintiuno, 1980, pp. 240-242; Reina, Leticia (coord.),
Las luchas populares en México en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Supe-
riores en Antropología Social, Cuadernos de La Casa Chata, 1983, pp. 53-54 y 60-61; Covarrubias,
Miguel, El sur de México, México, Instituto Nacional Indigenista, 1980, p. 275, y Hamnett, Brian,
Juárez, London-New York, Longman, 1994, pp. 40-42.
38 Cfr. Castañeda Batres, Óscar, Leyes de Reforma y etapas de la Reforma en México, México,
Talleres de Impresión de Estampillas y Valores, 1960, p. 193; Meyer, Jean, Problemas campesinos y
revueltas agrarias (1821-1910), México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973, pp.
13-14 y 64-66; Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y comple-
ta del desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la
Antigüedad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la direc-
ción del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferra-
ri, México, Gustavo S. López editor, 1940, pp. 725 y 733, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López,
274 MANUEL FERRER MUÑOZ

Resulta, pues, lógico que el status de Tehuantepec fuera objeto de


discusiones y cambios entre 1853 y 1857. Finalmente, desapareció como
entidad política autónoma, sin que fuera escuchada la voz de zapotecos,
huaves, mixes, zoques, popolucas ni nahuas, sujetos en su mayoría a un
proceso que, impulsado por la privatización de los recursos naturales, las
crisis agrícolas y las epidemias, había borrado del mapa a numerosas po-
blaciones indígenas, y que se tornó aún más amenazador después del tra-
tado MacLane-Ocampo, de 1859 (véase supra).39
Brasseur enuncia someramente el desarrollo de los conflictos en Te-
huantepec a partir de 1850, cuando tuvo lugar el ya mencionado levanta-
miento de Meléndez, un mestizo de Juchitán que abrigaba un implacable
odio contra los dirigentes del estado de Oaxaca, que le habían denegado
el acceso al cargo de gobernador de Tehuantepec.40
La ocasión fue propiciada por el establecimiento de un nuevo im-
puesto sobre la sal y por la aparición de una epidemia de cólera. Melén-
dez responsabilizó a los criollos de ambos males, persuadió a los juchite-
cos para que se lanzaran sobre Tehuantepec, y logró el apoyo de los
indígenas de Huilotepec, San Jerónimo e Iztaltepec. Enseguida logró la
ocupación de Tehuantepec que, extorsionada y saqueada, quedó en manos
de los insurgentes durante un año. Los éxitos militares de Meléndez obli-
garon al gobierno a claudicar: ofreció garantías al jefe insurrecto, que se
retiró a la frontera con Guatemala, y abolió el catastro y el impuesto so-
bre la sal.41
Aunque durante la presidencia de Santa Anna, los criollos se movili-
zaron para recuperar el poder que había escapado de sus manos, el levan-

María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de
Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 387-389 y 593.
39 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Los pueblos indios del istmo de Tehuantepec. Readecuación
económica y mercado regional’’, en Escobar Ohmstede, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad
en el México del siglo XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1993, pp. 141-142; Aboites Aguilar,
Luis, Norte precario. Poblamiento y colonización en México (1760-1940), México, El Colegio de
México-Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1995, pp. 50-51;
Covarrubias, Miguel, El sur de México, p. 216; Scholes, Walter V., Política mexicana durante el
régimen de Juárez 1855-1872, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, pp. 60-64, y ‘‘Manifiesto
de Miguel Miramón en contra del Tratado Mac Lane-Ocampo (1 de enero de 1860)’’, en Iglesias
González, Román, Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la Independencia
al México moderno, 1812-1940, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp.
383-385.
40 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 148.
41 Cfr. ibidem, pp. 148-159.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 275

tamiento del general Juan Álvarez y la abdicación del dictador se volvie-


ron en su contra y alentaron un recrudecimiento de la guerra civil, que
aún se agravó más con la caída de Ignacio Comonfort. Ése fue el contexto
en que la pugna entre juchitecos y patricios se tiñó de ideologías políti-
cas: Juchitán, la generalidad de los indígenas de la región y los mestizos
en que predominaba el componente indígena se alinearon en su mayoría en
el bando liberal, mientras que la población blanca optó preferentemente
por el partido conservador.42
La presencia de una guarnición de soldados juchitecos43 en Tehuante-
pec, semidesnudos, acompañados de concubinas, mujeres e hijos, y aje-
nos a las más elementales nociones de disciplina, provoca en Brasseur
una profunda desazón ----‘‘mon coeur se soulevait de dégoût’’44----, que al-
canza su máximo cuando, por la noche, al toque de retreta, ‘‘les bandits,
décorés du nom de soldats, vont rentrer à la caserne. Erreur; ils reste-
ront dehors, avec ou sans permission, peu importe, afin de faire le coup
de main’’.45 Las angustias del pacífico clérigo suben de punto cuando lle-
gan a sus oídos noticias de los preparativos que hacían los patricios, a las
órdenes de Manzano, para atacar la ciudad de Tehuantepec;46 y una ele-
mental prudencia le aconseja abandonar una región que se ha vuelto en
extremo peligrosa después de que, rechazados los asaltantes de Tehuante-
pec, vencedores y vencidos luchan en los campos de los alrededores y se
entregan al robo de los viajeros y al saqueo de las haciendas.47
Pero las simpatías del francés, pese a su condición clerical, parecen
decantarse siempre hacia el bando liberal, probablemente por el atractivo
de algunas de las personalidades de la facción que tuvo oportunidad de

42 Cfr. ibidem, pp. 149-150.


43 Sobre la fama de arrojados de los juchitecos, cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuante-
pec, resultado del reconocimiento que para la construccion de un ferro-carril de comunicacion entre
los Oceanos Atlántico y Pacífico ejecutó la comision científica, bajo la direccion del Sr. J. G. Bar-
nard, Méjico, Vicente García Torres, 1852, p. 287. También Leticia Reina ha destacado recientemen-
te el aprecio que se hacía del talante guerrero de los juchitecos: ‘‘de manera que siempre que el ejérci-
to mexicano tenía necesidad de ‘contingentes de sangre’ hacía una leva en Juchitán’’: Reina Aoyama,
Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuantepec, México, 1840-1890’’, en
Reina, Leticia (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo Veintiuno-Centro
de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 1997, p. 352.
44 ‘‘Mi corazón se sublevaba de repugnancia’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur
l’isthme de Tehuantepec, p. 155). Véase también ibidem, p. 153.
45 ‘‘Los bandidos, decorados con el nombre de soldados, van a regresar al cuartel. Error: van a
quedarse afuera, con o sin permiso, poco importa, para hacer de las suyas’’ (ibidem, p. 161).
46 Cfr. ibidem, pp. 195-196.
47 Cfr. ibidem, pp. 207-208.
276 MANUEL FERRER MUÑOZ

conocer: tal parece que fue el caso de Porfirio Díaz, de quien escribe lle-
no de admiración:

zapotèque pur sang, il offrait le type indigène le plus beau que j’eusse en-
core vu dans tous mes voyages: je crus à l’apparition de Cocijopij, dans sa
jeunesse, ou de Guatimozin, tel que je me l’étais souvent figuré. Grand,
bien fait, d’une distinction remarquable, son noble visage, agréablement
bronzé, me paraissait dénoter les caractères les plus parfaits de l’ancienne
aristocratie mexicaine.48

IV. LAS APRECIACIONES DE BRASSEUR DE BOURBOURG

Como declara el propio Brasseur, su embarque a bordo del Guaza-


coalcos con destino a Tehuantepec respondía al propósito de servirse de
esa vía marítimo-terrestre para adentrarse en el estado de Oaxaca o en el
de Chiapas, e incrementar sus conocimientos sobre las regiones meridio-
nales de la República mexicana, antes de tomar el camino para Guatema-
la.49 Para esas fechas, Brasseur presumía de poseer un importante bagaje
de erudición sobre asuntos de México, hasta el grado de permitirse criti-
car la ignorancia de los que inventaron el nombre de Minatitlán, un pue-
blo fundado al comienzo de la Independencia y llamado así en honor del
general Mina: ‘‘Mina-ti-tlan est un nom qui sonne d’une manière tout à
fait mexicaine; mais l’idée étymologique en est absurde; ti est une élé-
gance ou ligature, et tlan une position, entre, au milieu, auprès... Minatitlán
dit donc exactement Entre ou Auprès des Mina’’.50
Las observaciones de Charles Brasseur sobre los indígenas que habi-
taban el difícil medio geográfico de Tehuantepec, caracterizado por una
naturaleza salvaje, recuerdan las primeras anotaciones de Mathieu de Fos-
sey, impresionado vivamente como Brasseur por la capacidad de adapta-
ción de los indígenas a condiciones naturales extremas. Así, registra con
admiración este último, sólo el indio, descalzo y armado de su machete,
48 ‘‘Zapoteco puro, ofrecía el tipo indígena más hermoso que hasta ahora he visto en todos mis
viajes: creí que era la aparición de Cocijopij, joven, o de Guatimozín, tal como me lo había imagina-
do a menudo. Alto, bien hecho, de una notable distinción; su rostro de una gran nobleza, agradable-
mente bronceado, me parecía revelar los rasgos más perfectos de la antigua aristocracia mexicana’’
(ibidem, p. 156).
49 Cfr. ibidem, pp. 3, 126-127 y 207-208.
50 ‘‘Mina-ti-tlán es un nombre que suena de una manera completamente mexicana, pero la idea
etimológica es absurda: ti es una elegancia o ligadura, y tlan es una posición (entre, en medio, junto a)...
Minatitlán quiere decir, pues, exactamente, entre o cerca de los Mina’’ (ibidem, pp. 17-18, nota 1).
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 277

encuentra la salida entre los laberintos de la selva: ‘‘il connaît les dédales
les plus tortueux de la forêt; il pose avec sûreté son pas dans le marais,
suit la trace des bêtes fauves, et avec un rameau chargé de feuillage,
trouve le moyen de défier le tigre le plus cruel’’.51
El mismo deslumbramiento ante las fuerzas vírgenes de la naturaleza
reaparece en un episodio posterior, en el que Brasseur describe a un indio
‘‘completamente desnudo’’, que descendió de una piragua y se lanzó al
agua para ayudar a Brasseur y sus acompañantes a alcanzar una canoa.52
Buen observador de su entorno, el abate francés no quedó prendido en la
contemplación de los mitos rousseaunianos, y caló en la importancia del
desarrollo del comercio practicado por los indios de Guichicovi, a lomos
de mulas que descendían de las que introdujeron los españoles.53
Efectivamente, los comerciantes desempeñaron un destacado papel
en esta época, en la medida en que facilitaron los contactos entre regiones
vecinas, pero diferentes ecológicamente: ello les valió la adquisición de
riqueza, prestigio y poder. El auge de las actividades mercantiles explica
la honda transformación experimentada por Juchitán, que acabó por con-
vertirse en una ciudad fundamentalmente artesanal y comercial.54 Tal vez
sea preciso añadir, sin embargo, que fueron los europeos y no los indíge-
nas los principales beneficiados por el desarrollo del comercio.55
Brasseur no sólo destacó la inteligencia práctica de las razas indíge-
nas, cualidad que solían reconocer muchos extranjeros, sino también
‘‘une rare aptitude pour les sciences, en dépit de leur contenance trop
souvent menteuse’’.56 Esa simpatía hacia el mundo indígena se manifiesta
también en sucesivas comparaciones, en las que aquél sale siempre bien
parado. Por ejemplo, cuando recuerda las pésimas condiciones de algunas
posadas gestionadas por estadounidenses, no deja de establecer el con-

51 ‘‘Conoce los dédalos más intrincados del bosque; pisa con seguridad entre los pantanos, si-
gue la huella de las bestias salvajes y con una rama llena de hojas encuentra el modo de enfrentar al
tigre más cruel’’ (ibidem, p. 21).
52 Cfr. ibidem, p. 69.
53 Cfr. ibidem, p. 108. John Jay Williams había dado otra interpretación a la nutrida presencia
de mulas entre los mixes del istmo: ‘‘uno de los objetos extraños de su ambicion es el deseo de poseer
el mayor número de mulas que les es posible, lo que no puede explicarse en vista del poco uso que
hacen de sus animales, aun para conducir sus cosas, pues prefieren llevarlas á hombros ellos mis-
mos’’: Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, pp. 284-285.
54 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuante-
pec, México, 1840-1890’’, pp. 349-351.
55 Cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, p. 275.
56 ‘‘Una rara aptitud para las ciencias, a pesar de su calma, muy a menudo engañosa’’ (Brasseur
de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 110).
278 MANUEL FERRER MUÑOZ

traste entre ese descuido y la hospitalidad que, en varias ocasiones, le ha-


bían brindado gentes pertenecientes a etnias indígenas.57
No oculta Brasseur su molestia por la actitud prepotente de algunos
estadounidenses establecidos en la región de Tehuantepec: y así lo mani-
fiesta un comentario suyo acerca de unas mujeres indígenas empleadas en
el hotel que regía un antiguo filibustero denominado Nash que, después
de haber residido en Guatemala, se estableció en la región del istmo:
‘‘plusieurs indiennes zapotèques, formant le harem de ce sultan yankee,
trituraient le maïs sur le metlatl’’.58 En abierto contraste con esa observa-
ción hay que advertir que fueron bastantes los extranjeros que acudieron a
Tehuantepec para quedarse a vivir ahí, y que se casaron con mujeres za-
potecas: fueron estos ‘‘criollos nuevos’’ ----como dieron en ser llamados----
quienes cambiaron su lengua y sus costumbres, y se avinieron a identifi-
carse con la cultura de sus esposas. La procedencia de esas personas es
muy heterogénea: los hay españoles (Maqueo, Nivón, Rueda), franceses
(Gyves), ingleses (Wooldrich, Oest)...59
La misma hostilidad hacia los estadounidenses manifiestan unas pala-
bras que Brasseur pone en boca de Eusebio, un muchacho zapoteco de
poco más de doce años: ‘‘c’est que l’on dit partout que les Américains
sont des infidèles qui troublent les morts dans leurs tombeaux’’.60 Bras-
seur añade que, ante un razonamiento tan justo, nada tenía que añadir;
pues, en efecto, desde los tiempos del mayor Barnard habían sido saquea-
dos numerosos túmulos por viajeros estadounidenses que, desconocedo-
res del respeto celoso con que los indígenas guardaban los viejos edificios
y las tumbas de sus padres, arramplaron con osamentas, ídolos y vasos de
todos los tamaños.61 El mismo Murphy, hacia quien Brasseur profesaba
tanta simpatía, regresó de una expedición a Huatulco cargado de ídolos y
objetos arqueológicos que había encontrado en la antigua ciudad de ese
nombre.62 Además, la caza de felinos que practicaban los norteamerica-
nos sembraba la angustia entre los indígenas, aterrorizados ante el pensa-

57 Cfr. ibidem, pp. 72, 84 y 92.


58 ‘‘Varias indias zapotecas, que formaban el harén de este sultán yanqui, trituraban el maíz
sobre el metlatl‘‘ (ibidem, p. 96).
59 Cfr. Reina Aoyama, Leticia, ‘‘Etnicidad y género entre los zapotecas del istmo de Tehuante-
pec, México, 1840-1890’’, p. 354.
60 ‘‘Es que en todas partes dicen que los norteamericanos son herejes que molestan a los muer-
tos en sus tumbas’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 171).
61 Cfr. ibidem, p. 172.
62 Cfr. ibidem, p. 167.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 279

miento de que la muerte del nahual encarnado en esos animales pudiera


acarrear el término de sus propias existencias.63
Al referirse a las dificultades económicas de la Compañía Luisianesa,
que repercutían en el impago de los sueldos de sus empleados, Brasseur
dirige una mirada especialmente conmiserativa hacia los pobres indios
que desempeñaban oficios de muy diverso orden, y a quienes se debían
largos adeudos.64 Hay ocasiones, sin embargo, en que Brasseur abandona
su habitual espíritu comprensivo, y se impacienta con las respuestas am-
biguas que obtiene de los indígenas, tan aficionados al exasperante
‘‘¿quién sabe?’’ cuando desean eludir la respuesta a una pregunta com-
prometida.65
Brasseur distingue habitualmente entre indios, mestizos y criollos; y,
de modo menos justificado, asienta algunas veces una categoría aparte
para los mexicanos. Así parece deducirse de varias enumeraciones: ‘‘In-
diens, Mexicains, métis, étrangers’’;66 ‘‘Mexicaines, créoles ou métis-
ses’’;67 ‘‘Mexicains, créoles, métis, Américains et autres étrangers’’;68
‘‘Indiens et métis’’;69 ‘‘des Indiens ou des métis’’,70 ‘‘ladinas, métisses ou
créoles’’.71 Advierte además que mestizos y criollos tienden a concentrar-
se en las poblaciones de más importancia, como Acayucan, donde tam-
bién había algunos extranjeros,72 y que las relaciones entre indios y mesti-
zos son conflictivas: ‘‘Les amis de la Didjaza [véase infra], qui sont-ils?
-Tous les Indiens sont ses amis; malheur aux Ladinos qui voudraient lui
faire du mal!’’.73

63 Cfr. ibidem, p. 173.


64 Cfr. ibidem, p. 116.
65 Cfr. ibidem, pp. 170 y 209.
66 ‘‘Indios, mexicanos, mestizos, extranjeros’’ (ibidem, p. 32).
67 ‘‘Mexicanas, criollas o mestizas’’ (ibidem, p. 36).
68 ‘‘Mexicanos, criollos, mestizos, norteamericanos y otros extranjeros’’ (ibidem, p. 45).
69 ‘‘Indios y mestizos’’ (ibidem, p. 64).
70 ‘‘Indios o mestizos’’ (ibidem, p. 73).
71 ‘‘Ladinas, mestizas o criollas’’ (ibidem, p. 194). Esos distingos no son originales de Brasseur.
Así, cuando Robert Williams Hale Hardy trata de los yaquis y de otros grupos indígenas de la fronte-
ra norte, los menciona como un grupo diferenciado de los ‘‘mexicanos’’: un adjetivo que sí aplica a la
población blanca de Sonora. Hardy, a fin de cuentas, no es sino un exponente más de la sensibilidad
difundida en el mundo anglosajón, donde la población aborigen es mantenida al margen: cfr. Docu-
mentos de la relación de México con los Estados Unidos I. El mester político de Poinsett [noviembre
de 1824-diciembre de 1829], México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1983, pp. 104-
105 y 113-115.
72 Cfr. Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 51.
73 ‘‘-Los amigos de la Didjazá, ¿quiénes son? -Todos los indios son sus amigos, ¡ay de los ladi-
nos que quisieran hacerle mal!’’ (ibidem, p. 188).
280 MANUEL FERRER MUÑOZ

Tantas eran las diferencias entre mestizos e indios, que Brasseur re-
curre a esta clave para explicar la hostilidad tan marcada entre Tehuante-
pec y Juchitán (véase supra). Esta última ciudad, habitada casi en su tota-
lidad por zapotecos y mixes, llevaba mal su dependencia de Tehuantepec,
donde residía la autoridad gubernamental y donde mestizos y criollos ha-
bían constituido tradicionalmente el sector mayoritario de la población:
los primeros conservaban su importancia numérica cuando Brasseur visi-
tó la región, en tanto que las familias descendientes de españoles habían
quedado reducidas a unas pocas. El carácter interétnico de Tehuantepec
se completaba por la presencia de zapotecos y de algunos extranjeros,
principalmente alemanes, franceses y estadounidenses.74
También alcanza Brasseur a distinguir correctamente entre unas y
otras etnias, y a percatarse de la existencia de mexicas en algunas regio-
nes de Tehuantepec, como el pueblo de Cozoliacaque, ‘‘peuplé par plus
de 2,000 Indiens d’origine aztèque, parlant tous la langue mexicaine,
tous éminemment pacifiques et laborieux’’, y en otras localidades, como
Otiapa, Chinameca y Teziztepec.75 Conocedor de los descubrimientos ar-
queológicos de John L. Stephens en Yucatán, Brasseur advierte similitu-
des entre unas huellas de manos en color negro, que se hallaban en una de
las grutas de Santo Domingo, cercanas a Petapa, y las que el norteameri-
cano había encontrado en los muros de numerosas ruinas de Uxmal.76
Cautivado Brasseur por la atractiva personalidad de una mujer zapo-
teca de Tehuantepec, conocida como ‘‘la Didjazá’’, a la que se atribuían
misteriosos poderes mágicos, el francés se explaya a gusto sobre el na-
hualismo (véase infra) y colma de elogios al idioma zapoteco, cuya musi-
calidad se redoblaba en los labios de la Didjazá: ‘‘rien n’était mélodieux
comme sa voix, lorsqu’elle parlait avec l’un ou l’autre cette belle langue
zapotèque, si douce et si sonore, et qu’on pourrait appeler l’italien de
l’Amérique’’.77
Brasseur no deja de impresionarse por la sobrevivencia del nahualis-
mo, después de tres siglos de evangelización, por mucho que estuviera
sobre aviso: ‘‘je savait par l’ouvrage si rare et si curieux du dominicain
Burgoa, avec quelle force les superstitions du nagualisme étaient encore
74 Cfr. ibidem, pp. 147-148.
75 ‘‘Poblado por más de 2,000 indios de origen azteca, que hablan todos la lengua mexicana,
eminentemente pacíficos y trabajadores’’ (ibidem, p. 50).
76 Cfr. ibidem, p. 123.
77 ‘‘Nada era tan melodioso como su voz cuando hablaba en esa hermosa lengua zapoteca, tan
dulce y sonora que se podría llamar el italiano de América’’ (ibidem, p. 166).
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 281

enracinées dans les idées des aborigènes, dans les états d’Oaxaca et de
Chiapas’’.78 Gracias a ese sistema de creencias, los restos del sacerdocio
y de la nobleza indígena encontraron un elemento de cohesión, que impi-
dió que se desintegraran por completo sus valores culturales y facilitó las
conspiraciones que, periódicamente, se urdieron en contra de los conquis-
tadores. Las numerosas cavernas repartidas por la compleja orografía de
Oaxaca fueron testigos frecuentes de esas misteriosas solemnidades, cele-
bradas sigilosamente burlando la vigilancia de los dominicos. ‘‘Ainsi s’orga-
nisèrent les éléments de cette société redoutable qui, sous le nom de Na-
gualisme, fonctionna en secret, pendant près de deux siècles, dans toute
l’étendue du Mexique et de l’Amérique centrale’’.79
Ocasionalmente habían sido detenidos y ejecutados los grandes sa-
cerdotes del nahualismo, sin que la persecución llegara a impedir la conti-
nuidad de esos cultos paganos. Todavía en tiempos de Brasseur perduraba
fresco el recuerdo de uno de esos pontífices, apresado en 1703 por un re-
ligioso de San Francisco, y muerto en cautividad en el monasterio de
Cristo Crucificado de la Antigua Guatemala.80
Del prestigio de esas tradiciones religiosas hablaba también la perdu-
ración del sacerdocio de Mitla, una vez desaparecido su rey Cocijopij y a
pesar del combate librado en su contra por los dominicos.81 Mathieu de
Fossey, que también había manifestado su admiración por el prestigio que
Mitla conservaba entre los indígenas de los alrededores, explicó cómo las
viejas creencias religiosas se habían metamorfoseado para adaptarse al
catolicismo.82 El mismo John Jay Williams, tan poco favorable a los mi-
xes en sus opiniones, no dejó de reconocer con cierta fascinación que
también entre ellos persistían los antiguos cultos, y que su conversión al
catolicismo había sido puramente nominal.83
Brasseur, que presumía de haber ahondado en los contenidos del na-
hualismo, llegó a entender que su esencia ----en los tiempos difíciles que
se vivían, estremecidos por las violencias de las guerras de castas---- con-

78 ‘‘Yo sabía, por la obra tan rara y tan curiosa del dominico Burgoa, con qué fuerza las supers-
ticiones del nagualismo estaban todavía enraizadas en las ideas de los aborígenes, en los estados de
Oaxaca y de Chiapas’’ (ibidem, pp. 173-174).
79 ‘‘Así se organizaron los elementos de esta sociedad temible que, bajo el nombre de nahualis-
mo, funcionó en secreto durante cerca de dos siglos en toda la extensión de México y la América
Central’’ (ibidem, p. 176).
80 Cfr. ibidem, p. 177.
81 Cfr. idem.
82 Cfr. Fossey, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857, p. 370.
83 Cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec, p. 284.
282 MANUEL FERRER MUÑOZ

sistía en ‘‘cet ensemble de cérémonies, de haines politiques et religieuses,


se reproduisant sous tant de formes curieuses’’:84 unos modos tan pecu-
liares que permitían estrechar vínculos de solidaridad entre indígenas ca-
tólicos y paganos, enardecidos unos y otros por una misma sed de ven-
ganza que les hacía desear la destrucción de la raza que perpetuaba el
recuerdo amargo de la Conquista: ‘‘aujourd’hui, il faut le dire, les élé-
ments indigènes se mêlent à tout et partout; idolâtres ou chrétiens, ils
travaillent avec une haine égale à anéantir ce qui reste de l’élément de la
conquête’’.85
La incursión de Brasseur por San Juan Guichicovi no podía dejar de
recordarle a los mixes, a quienes tanto estima, a pesar de sus lecturas, que
no siempre dejaban bien parados a aquellos indígenas:86 ‘‘cette nation
vaillante qui combattit si longtemps pour son indépendance, en tenant
tête tour à tour aux Chiapanèques, aux Mixtèques, aux Zapotèques et aux
Mexicains, et qui a su la garder encore presque intacte aujourd’hui, en
dépit de la conquête espagnole’’.87 Por eso el deje de tristeza con que cer-
tifica la decadencia demográfica de los mixes de Petapa, que contrastaba
con el esplendor de los tiempos en que esos indígenas, antes de la llegada
de los huaves, dominaban todo el espacio del istmo comprendido entre
uno y otro océano; y por eso también la nostálgica evocación de la derro-
ta de los mixes a manos de los zapotecos y mixtecos y de las legendarias
gestas de Condoy, el último gran caudillo de los mixes.88
Los huaves o wabi que, con el tiempo, acabaron uncidos al yugo de
los zapotecos, constituían aún en tiempos de Brasseur una población muy
laboriosa, dedicada en su mayoría a la pesca y atenta al culto de sus anti-
guos dioses, que practicaban en algunos de los islotes diseminados entre
las lagunas que se internan a más de doce millas en el continente.89

84 ‘‘Esta mezcla de ceremonias, odios políticos y religiosos, que se reproducen bajo tantas for-
mas curiosas’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 180).
85 ‘‘Hoy, es necesario decirlo, los elementos indígenas se mezclan a todo y en todas partes;
idólatras o cristianos se esfuerzan con el mismo odio en aniquilar lo que resta del elemento de la
conquista’’ (idem).
86 John Jay Williams, por ejemplo, no se cansó de ponderar la profunda degradación moral de
los mixes, así como su notabilísima ignorancia: cfr. Williams, John Jay, El istmo de Tehuantepec,
p. 284.
87 ‘‘Esta nación valerosa que combatió tan largo tiempo por su independencia, enfrentando al-
ternativamente a los chiapanecos, a los mixtecos, a los zapotecas y a los mexicanos, y que ha sabido
guardarla casi intacta hasta hoy, a pesar de la conquista española’’ (Brasseur de Bourbourg, Charles,
Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, p. 94).
88 Cfr. ibidem, pp. 105-107.
89 Cfr. ibidem, pp. 138-140 y 158.
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 283

Como otros extranjeros que recorrieron la República mexicana, llama


la atención de Brasseur el desinterés de los indígenas por explotar las ri-
quezas que se hallaban al alcance de la mano, como ocurría con el ixtli,
cuyo cultivo se hallaba muy extendido en Tehuantepec. Asevera además
Brasseur que los norteamericanos, atentos a todo lo que se relacionaba
con el istmo, se habían percatado ya de la importancia económica de
aquella planta.90
Al describir los alrededores de la desembocadura del río Uzpanapan,
el más importante afluente del Coatzacoalcos, Brasseur cita una carta de
Hernán Cortés a Carlos V, en la que se ponderaba la población y riqueza
de ese área. Y a continuación testimonia el abandono y el olvido que si-
guieron a la penetración de los españoles: ‘‘au rapport des indigènes, on
n’y trouve plus que les ruines de ces antiques cités dont les populations
ont disparu devant la domination espagnole’’.91 Muy parecido es el co-
mentario que le inspira la contemplación del paisaje de la cuenca del río
Petapa: ‘‘le temps n’était plus où les populations innombrables qui s’op-
posèrent si souvent aux entreprises des Espagnols, fourmillaient dans ces
montagnes, qu’elles avaient su fertiliser par leurs travaux; mais on dé-
couvre encore beaucoup de vestiges d’ancienne culture’’.92
La misma observación había realizado Brasseur poco después de
atravesar el río Mogané, cuando uno de los miembros de su comitiva le
mostró varios túmulos cubiertos de hierba y el basamento piramidal de un
teocalli. Según confesión del propio Brasseur, esos restos en ruinas y
ocultos por un manto de vegetación eran ‘‘la première trace de l’antique
civilisation indigène que je voyais depuis mon retour en Amérique’’.93
Y, sin embargo, algo de ese pasado ----tan fragmentado y tan arrum-
bado en el olvido---- permanecía vivo, particularmente entre los mixes
que, aunque sujetos al poderío español y obligados a abrazar la fe de sus
conquistadores, nunca habían perdido su conciencia ‘‘nacional’’ ni sus viejas
cosmovisiones religiosas:

90 Cfr. ibidem, pp. 53-54.


91 ‘‘Según los indígenas, no hay más que ruinas de esas antiguas ciudades, cuyas poblaciones
han desaparecido ante la dominación española’’ (ibidem, p. 22).
92 ‘‘Ya no es la época en que las poblaciones innumerables que se opusieron tan a menudo a las
empresas de los españoles hormigueaban entre estas montañas, que supieron fertilizar con su trabajo;
pero se descubren todavía muchos vestigios de la antigua cultura’’ (ibidem, p. 102).
93 ‘‘Primer vestigio de la antigua civilización indígena que veía desde mi regreso a América’’
(ibidem, p. 93).
284 MANUEL FERRER MUÑOZ

tout en acceptant l’Évangile à leur manière, avec le joug de l’Espagne,


n’ont pas pour cela renoncé à leur indépendance; ils son restés Mijes
jusqu’au bout. En dépit des dominicains qui furent leurs instituteurs dans
la religion chrétienne, ils ont gardé une multitude de rites de leur paganis-
me antique, et ils continuent, ainsi que la plupart des populations indigè-
nes de Chiapas et de Guatémala, à sacrifier, comme autrefois Israël, sur
les hauts lieux.94

En el curso de una excursión a las grutas de Santo Domingo, nuestro


viajero encontró vestigios de esas creencias, practicadas durante tres si-
glos en secreto por temor a la persecución, y menos disimuladamente en
tiempos de Brasseur, pero desprovistas ya de su significado originario,
que había quedado tan difuso como el recuerdo de sus dioses perdidos:
‘‘au bord du bassin, un tronçon d’albâtre, comme d’une colonne brisée
dont la base est restée debout, était l’autel secret où les Indiens venaient
adorer de temps en temps les divinités d’un passé qu’ils ne compren-
nent plus’’.95

V. CONCLUSIONES

Dejando de lado la relevancia que, desde el punto de vista historio-


gráfico, posee la figura de Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, por su
esforzado trabajo de búsqueda e indagación de fuentes documentales, pa-
rece obligado destacar el interés de sus exploraciones por el istmo de Te-
huantepec, cuando la sexta década del siglo XIX se abocaba a su fin.
La llegada de Brasseur a Minatitlán, en mayo de 1859, acontece en
momentos particularmente delicados para la República mexicana, todavía
titubeante en su nueva andadura liberal-federal, como consecuencia de la
oposición conservadora a los programas reformistas impulsados por per-
sonalidades como Juárez, Lerdo de Tejada (Sebastián y Miguel) o Mel-
chor Ocampo. El empeño de los dos bandos en pugna por romper el equi-
librio de fuerzas al que parecía haberse llegado por aquellos años explica
94 ‘‘Además de aceptar el Evangelio a su manera, impuesto por España, no han renunciado a su
nacionalidad; seguirán siendo mijes hasta el fin. A pesar de que fueron los dominicos sus maestros en
la religión cristiana, han guardado una multitud de ritos de su paganismo antiguo y continúan, así
como la mayor parte de las poblaciones indígenas de Chiapas y de Guatemala, sacrificando en las
alturas, como antaño Israel’’ (ibidem, pp. 107-108).
95 ‘‘A la orilla de la fuente un gran trozo de alabastro, como el de una columna cuya rota base
ha quedado en pie, era el altar secreto donde los indios venían a adorar de tarde en tarde a las divini-
dades de un pasado que ya no comprendían’’ (ibidem, p. 122).
BRASSEUR DE BOURBOURG ANTE LAS REALIDADES INDÍGENAS 285

la coquetería que muestran unos y otros contendientes con el gobierno es-


tadounidense, cuyo apoyo podía contribuir de modo decisivo a desnivelar
la balanza: un respaldo que, inevitablemente, iría acompañado de una ele-
vada factura, en la que la soberanía nacional amenazaba con ser recorta-
da, si no sacrificada.
Las guerras civiles que asolaban la región del istmo y el renovado en-
frentamiento entre Juchitán y Tehuantepec eran expresión de rivalidades an-
tiguas, nacidas de la hostilidad entre los diversos grupos étnicos que se asen-
taban en la zona del istmo. Pero esos odios envejecidos adquirieron perfiles
más nítidos y se exteriorizaron de formas diversas cuando, en ese período
central del siglo XIX, se colorearon con elementos programáticos conte-
nidos en los planes y ‘‘gritos’’ de los partidos liberal y conservador.
No cabe duda del carácter efímero y de la volatibilidad de esas alian-
zas coyunturales de las comunidades indígenas con militares que se pro-
nunciaban y se levantaban contra el orden establecido, y abogaban por la
implantación de unas reformas políticas, o por la destitución de unos
mandos ineptos o corruptos. Como ya he señalado en otra ocasión, la re-
flexión sobre la naturaleza de los movimientos nativistas que conmocio-
naron periódicamente a la República mexicana a lo largo del siglo XIX
----y Tehuantepec es un ejemplo emblemático---- nos permite apreciar su
violento carácter contraculturativo, derivado de una voluntad de segrega-
ción y de retraimiento que conducía a la destrucción o expulsión del mes-
tizo y de las formas de vida por él representadas.96 Por eso, la adopción de
ideologías liberales o conservadoras no constituía sino un expediente para
captar apoyos y ampliar la base social con que sustentar las reivindicaciones
que de verdad importaban, que eran de una naturaleza muy diferente.
Son éstos unos puntos de vista compartidos por Brian R. Hamnett en
un interesante trabajo aparecido recientemente en una obra colectiva,
donde analiza las relaciones entre las demandas políticas y sociales de li-
berales y conservadores y las aspiraciones de ese ‘‘mundo de los pueblos’’,
integrado de un modo muy particular por las comunidades indígenas.
Hamnett admite la existencia de una interrelación de los acontecimientos
locales y nacionales, pero también advierte que cada uno de los primeros
poseía características peculiares, que imposibilitaban la formación de un
movimiento popular ----menos aún indígena---- de ámbito nacional.

96 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 543.
286 MANUEL FERRER MUÑOZ

Fueran indios o mestizos, esos cabecillas o caciques, apoyados por sus pro-
pias fuerzas armadas..., dominaban sus territorios durante largas tempora-
das y, en algunos lugares, por décadas. Donde había luchas intestinas entre
pueblos, entre cabeceras y sujetos o barrios, entre grupos sociales o so-
cioétnicos, y entre jefes rivales, una contienda feroz y a veces sin cuartel se
desencadenó en la subregión y localidad... En esencia, el mundo de los
pueblos (incluso el mundo indígena) estaba buscando líderes suficiente-
mente capaces para mostrar su poder personal, no solamente por encima de
ellos mismos, sino también, y más importante aún, con relación al mundo
exterior...
Eso quiere decir que las luchas en el ámbito de los pueblos en contra de
las presiones exteriores y para defender la identidad, las tierras, el acceso al
agua, las costumbres religiosas, o para resistir las imposiciones o el recluta-
miento frecuentemente se expresaron de esa manera. Por consiguiente, se
mezclaron y se involucraron con las luchas políticas motivadas por ra-
zones distintas o influidas por líderes con otras aspiraciones y proyectos
diferentes.97

Quisiera resaltar también la importancia de las aportaciones de Bras-


seur en torno al conflicto, entonces tan agudo, entre modernidad occiden-
tal y tradiciones indígenas, que encuentra su manifestación externa en la
impopularidad de los norteamericanos de la Compañía Luisianesa entre
las poblaciones aborígenes del istmo de Tehuantepec.
Resultan de sumo interés los textos que Brasseur dedica al nahualis-
mo, cuya sobrevivencia después de tantos siglos le causa la más viva im-
presión. No duda en atribuirle el mérito de haber impedido la plena desinte-
gración del sistema de valores culturales imperantes entre las poblaciones
indígenas de Tehuantepec, y cree descubrir en él el origen de las conspi-
raciones que, periódicamente, habían agitado la vida de la colonia. Bras-
seur sugiere además una explicación de las revueltas indígenas de los
años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, en la que las creencias religiosas
de esos pueblos, aun mixtificadas, constituyen un factor clave.

97 Hamnett, Brian R., ‘‘Liberales y conservadores ante el mundo de los pueblos, 1840-1870’’,
en Ferrer Muñoz, Manuel (coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de Méxi-
co, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999, pp. 206-207.
CAPÍTULO DECIMOPRIMERO

LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867

Érika PANI*

SUMARIO: I. El indito, ¡qué bonito! II. La ‘‘raza dominada’’.


III. Salvar a los indios... de los mexicanos. IV. Conclusiones.

Los viajeros decimonónicos vieron en México una tierra incógnita, de in-


cómodo y difícil recorrido, pero de gran riqueza todavía por explotar. Sus
relatos representan fascinantes juegos de espejos, en los que las realida-
des mexicanas son deformadas por los prejuicios e intenciones de los que
las describen. Los años de la Intervención francesa y el Imperio de Maxi-
miliano (1862-1867) representan, por razones obvias, un período espe-
cialmente fértil para la producción de este tipo de relatos, a la vez pinto-
rescos, coloridos, y no pocas veces tramposos. Durante esos años, el país
se vería invadido por un ejército extranjero, tras el cual llegarían el empe-
rador austríaco y su consorte belga, los miembros de su corte, nativos de
diversos países europeos, los voluntarios belgas y austríacos, sus espo-
sas... Muchos de ellos tomaron la pluma para intentar, cuando no justifi-
car, al menos domesticar, digerir la aventura imperial y su participación
en ella. Abundan entonces para aquellos años los retratos, más o menos
bien logrados, de aquella nación mexicana que se debatía entre el Imperio
y la República.
El objetivo que nos anima es el de analizar la manera en que los ex-
tranjeros vieron al indígena mexicano. Para la época que nos ocupa, y sin
ánimos de ser exhaustivos, revisaremos las visiones de actores distintos,
cuyas percepciones se vieron muchas veces afectadas por el lugar que
ocupaban en la tragicomedia imperial. Así, de forma necesariamente so-
* Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

287
288 ÉRIKA PANI

mera, esperamos rescatar las impresiones de la joven pareja imperial, ilu-


sionada con recuperar a la que había sido la más rica joya de la corona de
los Austrias; de la condesa Paula Kollonitz, dama de la emperatriz que
venía de paso; de Carl Khevenhüller, oficial austríaco, heredero de una
noble familia; de Éloi Lussan, oficial francés, soldado profesional; de Ag-
nes de Salm-Salm, cirquera norteamericana convertida en princesa al ca-
sarse con un aristócrata alemán, y de Sara Yorke Stevenson, joven nortea-
mericana adicta a la causa republicana. ¿Cómo vieron estos personajes al
indio mexicano, y su lugar dentro de la sociedad? ¿De qué manera perci-
bieron la conflictiva relación entre ‘‘indianidad’’ y ‘‘mexicanidad’’?

I. EL INDITO, ¡QUÉ BONITO!

En general, a los extranjeros que vinieron a México en tiempos de


Maximiliano les llamó poderosamente la atención el ‘‘indio’’ mexicano,
que ellos definían ----sin sacar a relucir profundos conocimientos históri-
cos---- como el descendiente de los ‘‘aztecas’’, o sea de la población pre-
hispánica.1 Según la princesa Salm-Salm, los indios eran ‘‘mucho más in-
teresantes que los descendientes de los conquistadores’’.2 Paula Kollonitz
estuvo totalmente seducida por el exotismo de una Alameda en la que se
mezclaban devotas señoras vestidas de negro con papagayos enjaulados,
pregoneros, y vendedores de una variedad impresionante de cosas, como
frutas, dulces, bizcochos, castañas cocidas, figuras de cera, objetos de oro
y plata, peines de carey, ollas y hasta unos ‘‘pobres colibríes’’. La dama
de la emperatriz escribía encantada que:

entre estas cosas maravillosas, lo más maravilloso de todo son [los indios]
con su vestido adamítico y su figura descarnada... Así se sientan en las es-
quinas... con un cigarro en la boca, haciendo o friendo sus tortillas, o, con
extraordinaria gracia, arreglando flores en bellísimos ramos.3

1 En esto, y en su conocimiento de las distintas etnias que habitaban el país en el momento de


la Conquista, los extranjeros no hacían sino reproducir los usos lingüísticos ----de vieja cepa---- de la
elite mexicana. Como explican María Bono y Manuel Ferrer, el término ‘‘indio’’ define al grupo so-
metido a una relación de dominio colonial. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pue-
blos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investiga-
ciones Jurídicas, 1998, pp. 9-11.
2 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida (1862-1872). Estados Unidos. México. Eu-
ropa, Puebla, José M. Cajica, 1972, p. 266.
3 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, trad. de Neftalí Beltrán, México, Fondo de
Cultura Económica-Secretaría de Educación Pública, 1984, p. 115.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 289

Desde esa óptica, el indígena es contemplado sobre todo como un


ente curioso, simpático, exótico, hasta cierto punto no muy diferente de
las figuras de cera que sus manos producían... o de los papagayos que
vendían. Sus manifestaciones culturales parecen curiosas, pero son consi-
deradas prueba de atraso social y de falta de refinamiento; producto de
una sociedad inmadura, infantil.4 Así, Paula Kollonitz consideró que los
bailes de los indígenas ----que, según ella, se parecían en algo a ‘‘sus’’ gi-
tanos, aunque eran más amarillos, y se alimentaban principalmente de
plátano----, como el ‘‘popular jarabe’’ y un baile con cuchillos que presen-
ció cerca de Pachuca, demostraban ‘‘una grandísima habilidad’’; pero
‘‘también [era] cierto que no [tenían] nada de estético’’.5 En su opinión,
fue precisamente esta encantadora ingenuidad y atavismo de los indíge-
nas mexicanos lo que dio origen a la cálida y entusiasta recepción que
dispensaron a Maximiliano y a Carlota. Según la dama de la emperatriz,
al paso de la joven pareja,

[los] indios se agolpaban por todos lados mezclándose a la alegría común.


La leyenda de Quetzalcoatl y tantas otras han permanecido en ellos a pesar
de su aparente catolicismo, y había dispuesto sus ánimos a favor del empe-
rador en el cual veían al hombre sabio que había cruzado los mares para
traerles la felicidad y el esplendor y sacarlos de su miserable condición, por
esto lo saludaban con la más íntima alegría.6

Por su parte, los príncipes entretuvieron una visión compleja y, como


se verá, a menudo contradictoria del indio. Independientemente de los
factores que dieron forma a la actitud indígena ----y más que deberse a la
leyenda prehispánica de la serpiente emplumada, puede pensarse que re-
sultó de la pervivencia, en el imaginario de las comunidades indígenas, de
la tradición virreinal del rey-justicia, padre bondadoso de sus súbditos7----,
Maximiliano y Carlota, sobre todo al principio, fomentaron una relación
4 Llama la atención en este aspecto la pervivencia de los criterios ilustrados del siglo XVIII,
que consideraban a la sociedad indígena como rezagada, dentro de una visión unilineal y progresista
del desarrollo de la humanidad. Cfr. Alberro, Solange, ‘‘El indio y el criollo en la visión de las élites
novohispanas. 1771-1811. Contribución a una antropología de las luces’’, en Hernández Chávez, Ali-
cia y Miño Grijalva, Manuel, Cincuenta años de Historia en México, México, El Colegio de México,
1991, vol. I, pp. 143-144.
5 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, pp. 115 y 153.
6 Cfr. ibidem, p. 91.
7 Cfr. Granados García, Aimer, ‘‘Comunidad indígena, imaginario monárquico, agravio y eco-
nomía moral durante el segundo imperio mexicano’’, Secuencia. Revista de historia y ciencias socia-
les, 41, mayo-agosto 1998, pp. 45-74.
290 ÉRIKA PANI

paternalista y condescendiente con ----para utilizar el eufemismo de la


prensa de la época---- ‘‘los herederos de Moctezuma’’. De esta forma, re-
cién llegados al país, los emperadores recibieron, durante el viaje de Ve-
racruz a México, a los representantes del pueblo indígena de El Naranjal.
El joven rubio de treinta y tres años contestaría a la bienvenida del alcal-
de, el cura y los topiles de la comunidad, hombres sin duda mayores que
él, con las siguientes palabras:

me es muy grato, mis queridos hijos, recibiros en comisión... porque es una


prueba de la confianza que debeis poner en mí para lograr la paz y el bie-
nestar de que tanto tiempo habeis carecido. Podeis contar con el solícito
empeño que tomaré para proteger vuestros intereses, fomentar vuestras la-
bores y producciónes agrícolas, y mejorar en todo vuestra situación, y así
podeis anunciarlo a los habitantes del Naranjal.8

De manera similar, al presenciar en Cholula un matrimonio ‘‘de indí-


genas, vestidos con su traje de la época de Moctezuma, y coronados con
guirnaldas de flores’’, Carlota se acercó, quitó una de las guirnaldas de la
cabeza de la novia y ‘‘la colmó de caricias’’, gesto que no repetiría, a lo
largo del viaje, más que con los niños pequeños.9
Maximiliano y Carlota fueron, en este sentido, representantes de una
generación europea romántica, enamorada del folclore, que soñaba con
caballeros medievales y con visiones del buen salvaje. Ya durante su via-
je alrededor del Mediterráneo y a Brasil, en 1851, el joven Habsburgo
había manifestado su gusto por el exotismo, declarando que en cuanto a
tipos humanos y costumbres ‘‘la variedad en el mundo es el mayor encan-
to de la vida’’.10 Durante esos días en que disfrutaba como marino explo-
rador, había alardeado de su repulsión por el excesivo refinamiento del
Viejo Continente. Así, tras presenciar una corrida de toros en Sevilla,
afirmaba que:

por lo que a mí toca, prefiero estas fiestas en que la naturaleza primitiva del
hombre se presenta en toda su verdad, a las diversiones enervadoras e in-

8 Cfr. Advenimiento de S.S.M.M. Maximiliano y Carlota al trono de México. Documentos rela-


tivos y narración del viaje de nuestros soberanos de Miramar a Veracruz y del recibimiento que se
les hizo en este último puerto y en las ciudades de Córdoba, Orizaba, Puebla y México, México,
Edición de La Sociedad. Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864, p. 198.
9 Como fue el caso de Ramón Ortiz, menor de siete años. Cfr. ibidem, p. 244.
10 Cfr. Habsburgo, Maximiliano de, Recuerdos de mi vida. Memorias de Maximiliano, traduci-
das por José Linares y Luis Méndez, México, F. Escalante, 1869, t. I, p. 141.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 291

morales de nuestros países hundidos en el cenagal de la molicie y el lujo.


Aquí perecen en verdad los toros, pero allí el alma y el espíritu sucumben
en la frivolidad sentimental en cuyo seno se pierde toda energía. No trato
de negarlo: me gustan los tiempos antiguos.11

De aquí se comprende por qué, independientemente de las ambicio-


nes políticas que pudieran abrigar el hermano de Francisco José y la hija
de Leopoldo, les fue tan atractiva la idea de partir hacia ese Nuevo Mun-
do hispano que Maximiliano imaginaba dinámico, vigoroso, lleno de
oportunidades y de ‘‘energía’’ primitiva. ‘‘La América es excelente ----ha-
bía exclamado---- porque el océano es ancho’’: el continente no se había
contaminado todavía de los ‘‘polvos’’ y ‘‘afeites’’ de una Europa perverti-
da.12 Cabe incluso recordar que el archiduque rechazó la corona de Gre-
cia, que le había sido ofrecida por mediación de la reina Victoria, por
considerar ‘‘degenerados’’ a los helenos. Además, sentarse en un trono
mexicano significaba para un Habsburgo recuperar parte de aquel Impe-
rio sobre el cual el sol no se ponía nunca. El Imperio mexicano y sus exó-
ticos pobladores primigenios encarnaban entonces el vínculo entre un pa-
sado glorioso y un futuro brillante. Así, al pie de la pirámide de Cholula,
el emperador afirmaría:

no puedo ver con indiferencia una población que tanto excitó el interés de
mis ascendientes... Al pie de esta pirámide, construida por vuestros antepa-
sados, existió un gran pueblo: del sepulcro de éste puede renacer una ciu-
dad engalanada con los adornos de la civilización; pues debe aún existir en
los descendientes de los obreros de este gran monumento las virtudes cívi-
cas que tan grandes los hicieron.13

De esta forma, la aventura mexicana representó para la joven pareja


imperial adentrarse en una fantasía en la que, rodeados de aclamaciones,
flores y versos indígenas, desempeñaban un papel que combinaba a un
benevolente Carlos V, con un noble, sabio e íntegro Huei Tlatoani ----títu-
lo con el que firmaría más tarde Maximiliano las proclamas que publica-
ba en nahuatl----. Carlota y Maximiliano se sintieron por lo tanto destina-
dos a sacar al desdichado pueblo indio de su congoja y de su atraso. Así,

11 Cfr. ibidem, t. I. p. 142.


12 Cfr. ibidem, t. II, p. 121.
13 Cfr. Advenimiento, p. 245.
292 ÉRIKA PANI

Ángel Iglesias, secretario del emperador que los acompañó en su recorri-


do a la capital, revive con la cursilería típica de la época ese universo
imaginario en el que se movían los príncipes, en el que se mezclan el li-
rismo romántico, cierto mesianismo, y una total falta de realismo:

aquella escena entre los soberanos de un gran pueblo, hijos de cien reyes, y
unos humildes indios del país de Moctezuma; aquellas frases del tiempo
antiguo; aquellos regalos campestres; aquellas indias; aquellas tórtolas sím-
bolo de la inocencia de los pueblos infantes; todo fue tierno y encantador
para los que lo vieron, y muchos de ellos lloraron.14

II. LA ‘‘RAZA DOMINADA’’

A pesar del embrujo que ejerció sobre algunos de estos visitantes el


exotismo de los indígenas, los más lograron trascender esa imagen y
construir una representación más compleja. Es totalmente excepcional la
visión utópica de la Kollonitz, quien afirmara que ‘‘en México no se ven
indigentes, y si hay alguno, es mutilado o enfermo. El indígena nunca es
ni pobre ni rico’’:15 aunque, a veces, el entusiasmo le ganaba a la misma
Carlota, quien escribiría extasiada a la emperatriz Eugenia que sus súbdi-
tos predilectos sabían, en su mayoría, leer y escribir.16
No obstante las apreciaciones de estas dos mujeres, la mayoría de los
extranjeros aquí estudiados percibiría lo doloroso de la situación del indí-
gena. Sara Yorke Stevenson describió con auténtico horror la noche que
se vio obligada a pasar en ‘‘una aldea miserable’’:

in this room a man, his wife, his children, his dogs, pigs and small cattle
lived... The english language cannot be made to describe the atmosphere
and other horrors of that night. The men... took their chances with malaria
and preferred sleeping outside.17

14 Cit. ibidem, p. 199.


15 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 137.
16 Carta de Carlota a Eugenia de Montijo, 18 de junio de 1864, en Corti, Egon César, conde,
Maximilien et Charlotte au Mexique, Paris, Plon, 1927, p. 418.
17 Cfr. Yorke Stevenson, Sara, Maximilian in Mexico. A woman’s reminiscences of the french
intervention. 1862-1867, New York, The Century, 1899, p. 73. ‘‘En este cuarto vivían un hombre, su
esposa, sus hijos, sus perros, puercos y ganado menor... El idioma inglés no puede describir la atmos-
fera y otros horrores de aquella noche... Los hombres se arriesgaron a contraer malaria, y prefirieron
dormir afuera’’.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 293

De esta forma, muchos de estos extranjeros lograron palpar las ambi-


güedades que encerraba el estatus de los ‘‘antes llamados naturales’’ dentro
del México independiente. Sabían que el indígena era, jurídicamente,
miembro constitutivo de la nación, un ciudadano igual a los otros. De he-
cho, conformaba una parte importante de su población. Es incluso intere-
sante observar que, a ojos de estos extranjeros ----que se guiaban quizás
por criterios puramente visuales----, la población india fuera mucho más
numerosa de lo que establecían sociedades científicas como la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística. Ésta calculaba que poco más de la
cuarta parte de la población mexicana era indígena,18 mientras que Agnes
de Salm-Salm hablaba de ‘‘más de la mitad’’, Khevenhüller de las cuatro
quintas partes, y Paula Kollonitz de cinco millones de indios dentro de
una población total de ocho millones.19 No obstante, a ninguno de los vi-
sitantes de estos años se le oculta que el indio ha quedado marginado,
impotente, sin los recursos para controlar su propia suerte.20 Así, todos se
detendrán sobre la ‘‘tristeza’’, la ‘‘dulzura’’, la ‘‘melancolía’’, la ‘‘apatía’’,
la ‘‘resignación’’, la ‘‘abyección’’, la ‘‘miseria’’, la suciedad y la desnudez
del indígena mexicano.21
De esta manera, los extranjeros percibieron la precariedad y la ambi-
valencia que permeaban la experiencia indígena. Paula Kollonitz deplora-
ba su aislamiento geográfico, su marginación social y cultural: ‘‘muchos
de ellos viven en las montañas bajo el dominio de los caciques y son cris-
tianos apenas de nombre’’, escribía preocupada. No gozaban de la protec-
ción de las leyes; no podían hacer valer sus derechos. No obstante, la con-
desa reconocía que cuando rompían con este aislamiento, y se acercaban

18 Según las cifras de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, de una población de


8,629,982 habitantes, 2,570,830 eran indígenas. Ignoramos qué criterios utilizaba la Sociedad para
definir el estatus de indígena. Suponemos que se trataba sobre todo de un criterio lingüístico. Cfr.
Pimentel, Francisco, ‘‘Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indí-
gena en México, y medio para remediarla’’, Obras completas, México, Tipografía económica, 1903,
t. III, p. 120.
19 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 298; Hamann, Brigitte, Con Maximilia-
no en México. Del diario del príncipe Carl Khevenhüller, México, Fondo de Cultura Económica,
1989, p. 113, y Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 118.
20 Una excepción en este aspecto es Éloi Lussan, que afirma que el habitante de los pueblos
‘‘dispose à son gré de sa personne’’ (‘‘dispone de su persona como les place)’’, a diferencia del peón
de hacienda, que no por ello es menos pobre. Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique. Cosas de
México, Paris, Plon, 1908, p. 276.
21 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 131; Yorke Stevenson, Sara, Maximi-
lian in Mexico, pp. 73-74; Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 299; Kollonitz, Paula, Un
viaje a México en 1864, p. 153, y Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 82 y 276.
294 ÉRIKA PANI

a la civilización, su condición se degradaba aún más, pues eran explota-


dos por ‘‘los blancos’’, sobre todo cuando trabajaban en las minas.22 El
indígena era así un paria, un extranjero en su propia tierra. Parecía quedar
fuera de esa nación mexicana ----heredera, paradójicamente, del glorioso
‘‘Imperio de Anáhuac’’---- que con tantos esfuerzos se intentaba construir
desde 1821. La expresión verbal de casi todos los extranjeros aquí estu-
diados refleja inconscientemente estas contradicciones: cuando hablan de
‘‘mexicanos’’, se refieren precisamente a los no-indios, a los descendien-
tes de ‘‘los conquistadores’’.23
Como se verá, la mayoría de los extranjeros que vinieron con Maxi-
miliano, europeos convencidos de que venían a salvar a un pobre país tro-
pical que no sabía gobernarse solo, culparon sin más de la triste condición
del indio a esos ‘‘mexicanos’’ y a sus ascendentes, los españoles. Otros,
más sensibles, verán en la trágica marginación del indio raíces tanto eco-
nómicas ----la pobreza en la que muchos se hallan sumidos---- como cultu-
rales ----la cicatriz de la Conquista----, la imposición de una cultura ajena y
el racismo ‘‘sistemático’’ de los criollos.24 Aunque permanece bien plan-
tada en el eurocentrismo, Paula Kollonitz, por ejemplo, abandona el tono
a veces frívolo y superficial de sus descripciones para hablar de la vida
interior de esos ‘‘maravillosos’’ indios que, antes, había considerado tan
felices y satisfechos:
hay en la naturaleza del indio americano algo de inquieto, de angustioso y
de meditabundo. Inevitablemente se recoge en sí mismo como si quisiera
huir del contacto de la mano extranjera, aunque sea la mano que lo llama
con las formas de la civilización, bajo cuyo peso parece que se ha aniquila-
do y se extingue. En su andar triste, en los melancólicos trazos de su fisio-
nomía, fuerza es reconocer el carácter infeliz de una nación que fue domi-
nada. La causa de la humanidad ha ganado grandemente, viven bajo el
amparo de una legislación mejor, gozan de mayor seguridad, su fe es más
pura. Pero todo esto de nada sirve. Su civilización lleva en sí la señal de la
soledad del Nuevo Mundo; las ásperas virtudes de los aztecas fueron las
bases fundamentales de su existencia y ellas se opusieron a la cultura euro-
pea como para no dejar injertarse por una rama extraña.25

22 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 117.


23 Cfr. ibidem, p. 91, y Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, pp. 113 y 122.
24 Así lo describe Lussan. Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, p. 276.
25 Cfr. Kollonitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 118. Compárese esta apreciación con la
de Carlos Gagern, quien afirmaba que el aislamiento del indígena se debía que éste era ‘‘anacoreta
por gusto’’. Cit. en Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacio-
nal en México en el siglo XIX, p. 74.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 295

Pero quizás el que mejor rescata lo paradójico e injusto de la situa-


ción del indígena dentro de la sociedad del México independiente es, como
lo ha notado ya Brigitte Boehm de Lameiras,26 el francés Éloi Lussan.27
Este hombre se daba cuenta de que los indígenas eran los campesinos, los
‘‘abastecedores de México’’, como escribía la princesa Salm-Salm,28 la
carne de cañón de la mayoría de los conflictos civiles de los que fue tan
prolífico el siglo XIX mexicano. No obstante, se trataba de un elemento
que por un lado se rechazaba, y que, por el otro, la elite política buscó
integrar, homogeneizar como diera lugar; pues, como han hecho notar
Manuel Ferrer y María Bono, nuestros publicistas y políticos ‘‘no le en-
contraban acomodo en las clasificaciones modernas’’.29 Se trataba enton-
ces de un actor social cuya participación incomodaba, cuya especificidad
se buscaba negar. El oficial francés describe el dilema indígena de la si-
guiente manera:

ces pauvres gens, que l’ont maintient ainsi de parti pris dans leur abjec-
tion, ont pourtant prodigué leur sang pour soustraire le pays à la tyranni-
que domination des espagnols... Qu’y ont-ils gagné? Depuis lors, en leur
nouvelle qualité de citoyens mexicains, astreints au service militaire; et c’est
tout. Leur condition sociale est restée, sous tous les autres rapports, ce que
l’ont faite les vieilles ordonnances espagnoles, et après comme avant, au-
jourd’hui comme il y a cent ans... l’Européen ou le descendant d’Européen
est pour eux el amo, le maître. Ils méritaient mieux.30

Los emperadores: de huei tlatoani a estadista liberal

Aunque en su caso es más difícil de documentar, también Maximilia-


no y Carlota estuvieron conscientes de la miseria, atraso y exclusión del
26 La autora afirma que, entre los viajeros que analizó, las opiniones de Lussan eran las ‘‘menos
prejuiciadas y más cálidas’’. Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranje-
ros. Siglo XIX, México, Secretaría de Educación Pública, 1973, p. 46.
27 Cfr. idem.
28 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 300.
29 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 82.
30 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 277-278: ‘‘no obstante, esta pobre gente, a la
que se mantiene... en su abyección, derramó su sangre para sustraer al país del tiránico dominio de los
españoles... ¿Qué lograron con ello? Desde entonces, su novedosa calidad de ciudadanos, sujetos al
servicio militar; y eso es todo. En todos los otros aspectos, su condición social sigue siendo aquella
que determinaron las viejas ordenanzas españolas, después como antes, hoy como hace cien años.
...El europeo o el descendiente de europeo sigue siendo para ellos el amo... Merecían mejor suerte’’.
296 ÉRIKA PANI

indígena. No obstante, mientras que los demás extranjeros debían limitar-


se a observar una serie de ‘‘realidades’’ jurídicas y sociales, los empera-
dores intentaron actuar sobre ellas y modificarlas a través de la creación
de instituciones y la promulgación de nuevas leyes. A pesar de lo mucho
que a los archiduques les gustaban los atavíos, bailes y modos peculiares
de los indígenas, también ellos buscaron integrarlos en una sociedad mo-
derna e individualista. Desde su desembarco en Veracruz, Maximiliano
había afirmado que ‘‘en adelante no quería distinción entre indios y los
que no lo [eran]: todos [eran] mexicanos y tenían derecho a [su] solici-
tud’’. Por esto, como hemos sugerido ya en otro trabajo,31 Maximiliano y
Carlota, influidos quizás por hombres como Faustino Galicia Chimalpo-
poca, abandonaron, al gobernar, el delirio indigenista que los había intoxica-
do en el camino de México a Veracruz.
De esta forma, como todo Estado liberal, el Imperio intentó transfor-
mar al indio, para convertirlo en un ciudadano individualista y producti-
vo, de preferencia pequeño propietario, que participara plenamente en el
mercado nacional. Es cierto que la legislación imperial que afectaba a las
poblaciones indígenas ----la ley sobre trabajadores y la ley para dirimir di-
ferencias sobre tierras y aguas entre los pueblos (noviembre de 1865), las
disposiciones para la colonización de terrenos baldíos (septiembre 1865),
y las leyes sobre terrenos de comunidad y repartimiento y sobre el fundo
legal (junio de 1866)---- se preocupó más de los reclamos de la población
del campo mexicano, exacerbados en muchos casos por el proceso de desa-
mortización.
La ley sobre trabajadores pretendía proteger a los jornaleros de los
más lacerantes abusos perpetrados en las haciendas: ponía un límite a las
horas de trabajo, prohibía los castigos corporales, el pago en especie, la
servidumbre por deudas, el trabajo dominical y el trabajo de menores de
doce años, y permitía la entrada de mercachifles a las haciendas, esperan-
do con esto atenuar la dependencia de los peones de la tienda de raya.32
También obligaba a los patrones a costear una escuela gratuita en la ha-
cienda. La ley para dirimir diferencias de tierras y aguas reconocía la per-
sonalidad jurídica de los pueblos, permitiendo que éstos participaran en
los litigios como actores colectivos, en defensa de ciertos derechos comu-
nales. Se preveía además que estos procesos judiciales, que los pueblos a

31 Cfr. Pani, Érika, ‘‘¿‘Verdaderas figuras de Cooper’ o ‘pobres inditos infelices’? La política
indigenista de Maximiliano’’, Historia Mexicana, 187, enero-marzo 1998, pp. 571-604.
32 Cit. ibidem, p. 583. Esta ley protegía también a los trabajadores industriales.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 297

menudo venían arrastrando por generaciones, fueran despachados con


mayor rapidez, para que no siguieran consumiendo las energías y los de
por sí escasos recursos de las comunidades.
La ley sobre terrenos de comunidad cedía en plena propiedad a los
miembros de las comunidades aquellos terrenos que todavía no hubieran
sido desamortizados: el reparto se haría prefiriendo los casados a los sol-
teros, los pobres a los ricos, y los nuevos propietarios no tendrían que
pagar siquiera la alcabala por traslado de dominio. Con esta ley se preten-
día que se cumplieran los designios frustrados de la ley Lerdo de 1856
----multiplicar el número de pequeños propietarios en el campo mexica-
no---- que, por la guerra, la condena eclesiástica, y la desesperada situa-
ción del erario no habían podido alcanzarse. Por otra parte, procuraba
desvanecer los justificados temores que en muchos de los pueblos había
despertado el proceso de desamortización: independientemente del recha-
zo que pudiera existir a la privatización de la propiedad comunal, algunos
pueblos resintieron sobre todo que, por medio del sistema de denuncias,
fueran ‘‘fuereños’’ los que se apropiaran de las tierras del pueblo.33
El régimen imperial fue también más sensible a las particularidades
indígenas: piénsese en la publicación de leyes y decretos en nahuatl ----ig-
noramos si se hizo en otras lenguas indígenas----; el recurso constante a un
intérprete durante los viajes de los príncipes; el deseo expreso de Maxi-
miliano de poder ‘‘hablarles en su propio idioma’’;34 el nombramiento de
Faustino Galicia Chimalpopoca como visitador de pueblos de indios...
Como ha dicho Jean Meyer, el Imperio estuvo más dispuesto que la Re-
pública a ofrecer a los indígenas un paliativo ‘‘en su tránsito a la moder-
nidad’’.35 De esta manera, la creación de una Junta Protectora de las Cla-
ses Menesterosas abrió un espacio público para que las comunidades
ventilaran sus agravios y establecieran ----independientemente de la efec-
tividad real de la Junta---- un vínculo directo con el poder. Se pretendía
que se sintieran escuchados, atendidos por el emperador.
Puede verse que los medios y las actitudes eran distintos. No obstan-
te, el objetivo de Maximiliano y Carlota seguía siendo el mismo que el de
Ignacio Ramírez o José María Castillo Velasco: emancipar al indígena
33 Cfr. ibidem, pp. 581-588.
34 Cfr. Advenimiento, p. 244.
35 Cfr. Meyer, Jean, ‘‘La Junta Protectora de Clases Menesterosas: indigenismo y agrarismo en
el segundo imperio’’, en Escobar, Antonio (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo
XIX, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Centro de Investigaciones y Estu-
dios Superiores en Antropología Social, 1991, p. 330.
298 ÉRIKA PANI

equivalía a integrarlo, invitándolo, convenciéndolo u obligándolo a dejar


de ser indio. El Imperio ratificó las leyes de Reforma, e insistió en que la
propiedad comunal no era ‘‘conveniente’’.36 La Junta Protectora llegó in-
cluso a afirmar que las festividades indígenas ‘‘a más de ser contrarias a
la civilización actual, les son onerosas por tener que invertir para satisfa-
cerlas, recursos que emplearían mejor en cultivar sus bienes’’.37 Había
que modernizar a los atávicos ‘‘antes llamados naturales’’: en palabras de
la emperatriz, era una necesidad apremiante
devolver la humanidad a millares de hombres, cuando se llamaba de tan
lejos a la colonización, y de hacer que [cesara] una llaga a la que la inde-
pendencia no había traído sino un remedio ineficaz, puesto que ciudadanos
de hecho, los indios habían quedado en una abyección espantosa.38

III. SALVAR A LOS INDIOS... DE LOS MEXICANOS

En su bonito estudio sobre los indios vistos por los viajeros extranje-
ros en el siglo XIX, Brigitte Boehm de Lameiras sugiere que, a diferencia
de épocas anteriores, el extranjero que iba a México en el siglo XIX no
pretendía ya ni conquistar, ni civilizar, ni regenerar al indio.39 Los extran-
jeros de la época del Imperio representan en este aspecto una excepción.
Cabe recordar que el fin explícito de la Intervención francesa y del Impe-
rio ----que ciertamente no fue el único, ni el más importante, ni el más
convincente---- era ‘‘salvar’’ a México ‘‘de la minoría opresora’’ ----los li-
berales ‘‘puros’’----, de los Estados Unidos, de ‘‘la anarquía’’, de la ‘‘diso-
lución’’, etcétera. Así, no fueron pocos los extranjeros que, durante estos
años, vieron en la emancipación del indio la clave para la regeneración
del país entero.
A diferencia de otros visitantes foráneos ----como, por ejemplo, Car-
los Gagern, que en 1869 consideraba a los indígenas miembros de las
‘‘razas descendentes’’40----, los extranjeros aquí revisados no consideraban
al indio, a pesar de su miseria y aislamiento, congénitamente inferior a
los miembros de otros grupos. Con excepción de ----irónicamente---- la re-
36 Cit. en Pani, Érika, ‘‘¿Verdaderas figuras de Cooper?’’, pp. 590-591.
37 Cit. ibidem, pp. 591-592.
38 Carta de Carlota a Maximiliano, 31 de agosto de 1865, en Arrangóiz, Francisco de Paula,
México desde 1808, México, Porrúa, 1968, p. 648.
39 Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros, pp. 15 y 188.
40 Cit. en Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 83.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 299

publicana Sara Yorke Stevenson, a quien ‘‘el populacho’’ [populace] de


indios y mestizos [half-breeds] no le provocaba sino profunda repul-
sión,41 nuestros autores enfatizaron la inteligencia de los indígenas, su
buena disposición y su impresionante tenacidad y entrega al trabajo, so-
bre todo como cargadores.42 Para los dos militares, los indígenas eran
‘‘honrados y leales’’, y cuando se les trataba con justicia, cuando se les
retribuía lo debido, cuando ‘‘se [sabía] ganar su confianza y estimular su
amor propio’’, resultaban ser ‘‘trabajadores valiosos y valientes’’ y ‘‘sol-
dados valientes y constantes, apegados a sus comandantes’’.43
De esta forma, nuestros visitantes consideraron que si los indios ----in-
teligentes, leales, buenos, trabajadores---- estaban en condiciones tan de-
plorables, si los integrantes de este ‘‘pueblo tan inteligente y laborioso’’
se hallaban envilecidos, ‘‘tanto en lo físico como en lo moral’’, se debía a
‘‘trescientos años de un régimen de fierro’’, y a que, desde la Independencia,
las circunstancias del indio en poco o nada habían variado, pues los mexi-
canos seguían ‘‘contentos con [utilizarlos] como animales de trabajo’’.44
El prejuicio antiespañol en general, muchas veces anticatólico, y antime-
xicano en particular ----dirigido en contra de los mestizos pero, sobre todo,
de ‘‘las clases educadas’’45----, permea la mayoría de los textos aquí revi-
sados.46 Según Khevenhüller,
el español desprecia al indio y lo llama ‘‘hombre sin razón’’, y a sí mismo
‘‘hombre con razón’’, pero está muy equivocado, pues el indio vale cien veces
más que el mestizo, que se cree blanco y extraordinariamente superior.47

41 Cfr. Yorke Stevenson, Sara, Maximilian in Mexico, pp. 84-85. No obstante, la joven nortea-
mericana alabaría la valentía y lealtad del ‘‘indio Mejía’’: cfr. ibidem, p. 192.
42 Mucho se impresionaron estos visitantes con la manera en que los indios cargaban pesadísi-
mos bultos, ‘‘por millas enteras no caminado lentamente sino de prisa y sin darse reposo’’. Cfr. Kollo-
nitz, Paula, Un viaje a México en 1864, p. 119; Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, pp.
113-114; Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 300, y Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique,
pp. 82 y 275.
43 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 113, y Lussan, Éloi, Souvenirs du
Mexique, p. 275.
44 Cfr. Lussan, Éloi, Souvenirs du Mexique, pp. 273-278, y Salm-Salm, Agnes de, Diez años de
mi vida, pp. 299-300.
45 Para Carl Khevenhüller, el mestizo, que conformaba ‘‘las clases medias’’, había heredado
‘‘todos los defectos de las dos razas’’ y ninguna ‘‘de sus buenas cualidades’’. No tolera a ‘‘los señores
mexicanos’’, a los que considera altaneros e hipócritas. Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en
México, pp. 113-114 y 112-123.
46 Lo mismo ocurre con la mayoría de los textos de los viajeros decimonónicos, como ha de-
mostrado, Brigitte Boehm de Lameiras. Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viaje-
ros extranjeros, p. 15.
47 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 131.
300 ÉRIKA PANI

La opresión del indio se debía entonces a que estos hombres lo man-


tenían en su ignorancia, pobreza y supersticiones para poder seguir apro-
vechándose de él. La culpa la tenía la viciosa casta ibérica, y la desgracia
de los indígenas tenía como origen menos la conquista en sí que la natu-
raleza de sus conquistadores. La princesa Salm-Salm fue más lejos aún:

el modo como los ingleses trataron a los indios de América del Norte, por
malo que fuese, puede ser disculpado en cierto modo por la tenacidad con
que rechazaron todos los intentos para civilizarlo, pero los aztecas no eran
salvajes, y cuando sus sacerdotes eran crueles, no lo eran más que los sa-
cerdotes cristianos fanáticos que, en lugar de enseñar su religión del amor,
castigaron por la desgracia de sus errores religiosos, quemando a los más
pobres en masa y tratándolos peor que a los animales salvajes. La tiranía y
la esclavitud tienen en todas partes el mismo efecto humillante.48

De esta manera, algunos de los extranjeros de la época del Imperio


consideraron que el problema no eran los indios, sino los ‘‘mexicanos’’,
los descendientes de los conquistadores. Para algunos, lo mejor sería des-
hacerse de ellos: ‘‘¡qué fácil sería ----exclamaba Carl Khevenhüller---- go-
bernar a la gente de no ser tan canalla la llamada ‘gente culta’!’’49 La
princesa Salm-Salm no fue tan drástica, pero, en su opinión, los indios se
repondrían ‘‘de su condición actual de inferioridad y de miseria cuando
sea instaurado en México un gobierno ilustrado y fuerte’’, y esto no podía
ocurrir ‘‘por acción de los indios ni por los mexicanos blancos mis-
mos’’.50 No obstante, Lussan y Khevenhüller pensaron que ese Estado re-
generador podía ser el Imperio. El austríaco se admiraría incluso de la
‘‘magia’’ que Carlota ejercía sobre la población indígena.51 No debe sor-
prender entonces que las leyes ----con todas sus salvedades---- ‘‘indigenis-
tas’’ del Imperio fueran acogidas con gran entusiasmo por los extranjeros
y, sobre todo, por los dos periódicos franceses de la capital: L’Estafette y
L’Ére Nouvelle.
La cálida recepción por parte de la prensa extranjera del proyecto de
la ley de jornaleros, que empezó a discutirse en septiembre de 1865, desa-
tó una virulenta polémica publicística. Los periódicos capitalinos darían
voz, sobre todo, a los hacendados cuyos intereses y reputación afirmaban
48 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 299.
49 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 171.
50 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, pp. 264-265.
51 Cfr. Hamann, Brigitte, Con Maximiliano en México, p. 171.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 301

agredía la ley. Los periódicos franceses, al alabar una ley que pretendía
proteger a los trabajadores de los abusos del patrón, sacaron a relucir to-
dos los elementos de la Leyenda Negra antihispánica, sentaron a los pro-
pietarios mexicanos ‘‘en el banquillo de los acusados’’ y los presentaron
como verdaderos señores feudales, crueles y desalmados, con todo y de-
recho de pernada.
Queda fuera del tema que nos ocupa hacer una revisión detallada de
la respuesta a estos alegatos por parte de estos supuestos ‘‘señores de hor-
ca y cuchillo’’. No obstante, quisiéramos rescatar aquí algunos de sus ar-
gumentos centrales, por lo mucho que iluminan las particularidades de las
percepciones que hemos venido revisando. Los indignados propietarios
mexicanos y los periodistas que enarbolaron su causa rechazaron, en pri-
mer lugar, que unos extranjeros vinieran a decirles cómo hacer las cosas,
como si México fuera un país que se hallara ‘‘en la barbarie’’:

nos limitaremos a protestar escribían los redactores de La Sociedad contra


la caricatura del estado social de México... y a lamentar que se nos quiera
civilizar a pescozones. Mal sistema de corregir las costumbres de un pue-
blo es humillarle.52

La representación del indio que construyeron los opositores de la ley


sobre jornaleros sería diametralmente opuesta a la de los extranjeros que
hemos abordado. Los indios de Lussan, Khevenhüller, Kollonitz y Salm-
Salm son pobres y desarraigados. Por eso los desprecia, oprime y explota
la sociedad no india, por lo poco acostumbrados que están a ‘‘un trato
singularmente amable por parte de la masa dominante’’.53
Por el contrario, el indio de los propietarios es flojo, ‘‘ininteligente’’,
borracho. Es pobre porque quiere, y sería bueno que el legislador, en vez
de estar agrediendo a los propietarios, ‘‘pudiera dar [a los indígenas...] la
voluntad de trabajar y producir, dado que la pereza tiene tantos atractivos
entre esas gentes’’.54 ‘‘El embrutecimiento de estos desdichados a nadie
causa más perjuicio que a nosotros’’ ----afirma un hacendado irritado----,
pues, ‘‘¿qué podemos aprovechar de un indio que nada tiene? ¿su trabajo?
...este lo pagamos más caro acaso de lo que merece’’.55 Así, los propieta-

52 ‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 21 de septiembre de 1865.


53 Cfr. Salm-Salm, Agnes de, Diez años de mi vida, p. 264.
54 ‘‘La Sociedad. Actualidades’’, en La Sociedad, 10 de septiembre de 1865.
55 Ibidem, 13 de septiembre de 1865.
302 ÉRIKA PANI

rios consideraban que estaban haciendo un favor al indígena al convertirlo


en peón de hacienda: su suerte era incomparablemente mejor que la de
los indígenas que aún conservaban sus tierras y no producían ‘‘ni lo indis-
pensable’’.56 Los propietarios se consideraban a sí mismos totalmente aje-
nos al problema de la abyección indígena, que no tenía otro origen que la
naturaleza misma del indio. Un propietario que se consideraba modelo,
cuyos operarios vivían ‘‘en casa propia... mil veces mejor que la mayor
parte de las habitaciones de la gente pobre de la capital’’, que no los casti-
gaba más que amenazándolos con expulsarlos de la hacienda, que pagaba
la escuela, el maestro y los libros, escribía que

mientras haya pueblos de indios; mientras formen una raza aparte... mien-
tras se quiera conservar y aun aumentar ese fundo legal, tierras sin dueño
que son de todos y no sirven para nadie, mientras se quiera proteger a los
indios rodeándolos de privilegios de menores no servirán de nada ni a sí
propios ni a la sociedad. ...Es preciso dejarlos en libertad; que tomen parte
del movimiento general.57

La respuesta más original a la condena extranjera de los mexicanos


en general y de los propietarios en particular fue la del jurista poblano
Juan Nepomuceno Rodríguez de San Miguel. Mientras que los alegatos
de los propietarios bebían en partes iguales de un herido orgullo nacio-
nal y de un riguroso liberalismo clásico, de estricto laissez faire, Ro-
dríguez de San Miguel parecía apartarse de los deseos de modernidad
y homogeneización que, a pesar de los recelos, compartían los visitan-
tes de la época imperial con los hacendados que tanto vituperaban. Al
contrario, Rodríguez de San Miguel hablaba de lo injusto de tratar
como iguales a quienes no lo eran. Así, defendía menos al México de
entonces que a la Nueva España de antaño. Ante las críticas a los tres-
cientos años de una dominación de ‘‘fierro’’, y de fanáticos curas crueles
e ignorantes, alababa la ‘‘peculiar legislación’’ del período virreinal, ale-
gando que

nuestra antigua sociedad estaba perfecta y sabiamente organizada, y era


muy justa y acertadamente gobernada. ...Nuestra legislación no solamente
no consideró a los indios como esclavos, ni degradó su clase, ni autorizó

56 Ibidem, 26 de septiembre de 1865.


57 Ibidem, 28 de septiembre de 1865.
LA VISIÓN IMPERIAL. 1862-1867 303

que se les tratara como a bestias, sino que los hizo objeto de su especialísi-
ma protección... y fue constantemente en progreso en su beneficio y privi-
legios, siempre favoreciéndolos sobre las otras castas.58

En opinión de ese abogado, había sido el advenimiento del orden li-


beral en sí ----y no su mala aplicación por parte de los mexicanos---- el que
había propinado un ‘‘golpe mortal’’ a los indígenas, pues ‘‘proclamada la
igualdad legal... se cambiaron sus muy positivos beneficios por el simple
título de ciudadanos’’. La desgracia del indígena provenía entonces de la
destrucción de la legislación privativa de que había gozado durante la co-
lonia, de la pérdida, por sorprendente que pudiera parecer, de su situación
jurídica de menor de edad.

IV. CONCLUSIONES

Hemos intentado rescatar el retrato que del indio mexicano trazaron


algunos de los extranjeros que vinieron a México durante la Intervención
francesa y el Imperio de Maximiliano. El cuadro que nos pintan refleja
las corrientes contradictorias que alimentaban la visión del mundo de
esos visitantes: por un lado, el gusto por lo exótico, que ve en el indio al
buen salvaje, al hombre primitivo de vistosos trajes y encantadoras ----aun-
que poco ‘‘civilizadas’’---- costumbres. Por otro, la impresión que les pro-
voca el ‘‘desajuste social’’ mexicano ----hecho, como escribe Lameiras,
más evidente ‘‘en su exotismo que en sus propios países’’59----: aquellas
contradicciones de una sociedad cuyas elites liberales no sabían qué hacer
con una sociedad abigarrada y aferrada a sus diferencias, en la que pervi-
vían imaginarios y formas de organización tradicionales. En tercer lugar,
se percibe también en esos hombres y mujeres el mesianismo civilizador,
el afán por cargar ‘‘el fardo del hombre blanco’’ y transformar a las razas
oscuras, menos favorecidas, que caracterizaría a menudo el imperialismo
del último cuarto del siglo XIX.
Es interesante que tanto extranjeros como mexicanos en el caso que
referimos antes, los propietarios que arremetieron contra la ley sobre los
trabajadores percibieron, como una realidad compartida, la ‘‘abyección’’
como ellos decían del indígena mexicano, miserable, marginado. Cabe re-
cordar que, como ha marcado Luis Villoro, estos años representan tam-
58 ‘‘Cuestión importante (comunicado)’’, en El Pájaro Verde, 26 de septiembre de 1865.
59 Cfr. Lameiras, Brigitte Boehm de, Indios de México y viajeros extranjeros, p. 188.
304 ÉRIKA PANI

bién un parteaguas en cuanto al pensamiento indigenista mexicano, que


dejó de concentrarse en un mítico indio muerto para enfrentarse con la
problemática del indio vivo.60 Al afrontar la trágica situación del indio,
extranjeros y mexicanos difirieron a la hora de asignar causas a su margi-
nación: los primeros culparon a los segundos; éstos condenaron a los in-
dios mismos. Llama la atención, a pesar del innegable racismo que per-
mea esas visiones, que en ningún momento se cuestione ----Juan N.
Rodríguez de San Miguel parece ser una voz que clama en el desierto----
el ideal igualitario, de integración. Esto sugiere el vigor, por encima de
diferencias políticas, ideológicas, y de nacionalidad, de ciertos preceptos
liberales que, como la fe en el progreso, formaron el soclo constitutivo de
un liberalismo decimonónico sorprendentemente seguro de sí mismo, in-
cluso frente a realidades que lo negaban de manera estrepitosa.

60 Cfr. Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, Ediciones de
la Casa Chata, 1979, p. 178.
CAPÍTULO DECIMOSEGUNDO

LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA


Y FERRARI: LA NOVELA HISTÓRICA Y LOS INDIOS
INSURGENTES

María José GARRIDO ASPERÓ*

SUMARIO: I. Introducción. II. Enrique de Olavarría y Ferrari.


III. Los indios de México a finales del siglo XIX según Enrique
de Olavarría y Ferrari. IV. Los episodios históricos mexicanos
y la participación indígena en la guerra de Independencia.
V. Algo más sobre los indios durante la guerra de Independen-
cia. VI. Consideraciones finales.

I. INTRODUCCIÓN

El distinto entendimiento de lo histórico y de la valoración positiva del


pasado en el presente y futuro de las sociedades propició que la historia
fuera apreciada en el siglo XIX como nunca antes lo había sido.
El desplazamiento paulatino de interpretaciones no necesaria o única-
mente cristianas como explicación del decurso histórico por sistemas
cada vez más mundanos en los que el hombre retomaba su posición de
hacedor y constructor de la sociedad, y las revoluciones decimonónicas
que, en no pocos casos, derivaron en la formación de los nuevos estados
liberales y en el sentimiento de unidad nacional —condición del progreso
de estos estados— propiciaron el cambio en el sistema de valores ordena-
dores del mundo occidental.
De lo mágico y sobrenatural a lo racional, del fiel al ciudadano, del
reino de los cielos a la patria, de la historia prescrita por Dios a la historia

* Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Dedico este trabajo a Pedro.

305
306 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

como responsabilidad y voluntad de los hombres. Del santo, como símbo-


lo de identidad, modelo de conducta y voz cantante de la historia, al héroe
nacional. De las virtudes cristianas a las virtudes ciudadanas. Del culto a
Dios al culto a la nación. De la historia como historia de la “salvación” a la
historia como progreso del espíritu humano.
La preocupación por el pasado dio lugar a una producción abundante
de trabajos históricos durante el siglo XIX. Se retomaron períodos y te-
mas antes desechados por la historiografía, se discutieron los recursos
metodológicos y se elaboraron teorías para fundar el conocimiento histó-
rico y, en general, el de las llamadas entonces ciencias del espíritu.
En México, como en otras partes del mundo occidental, la historia fue
pensada como uno de los medios más útiles para llevar a cabo la anhelada
unidad nacional. El conocimiento popular del pasado común, la exalta-
ción de ciertos momentos y personajes, serían los mecanismos a través de
los cuales se crearían una conciencia y un sentimiento nacionales, que
unificarían e identificarían a los ciudadanos del nuevo Estado.
El siglo XIX fue también el del encuentro de la historia con la nove-
la. Este género se convirtió en uno de los medios más adecuados para di-
fundir los valores necesarios para la construcción o el fortalecimiento de
los Estados nacionales. La cantidad de producciones de este tipo revela
cómo se popularizó el conocimiento histórico.
En México, el esfuerzo más representativo para construir una literatu-
ra nacionalista fue el que protagonizó Ignacio Manuel Altamirano en tor-
no al grupo El Renacimiento. La novela histórica mexicana decimonónica
privilegió los temas coloniales; la guerra de Independencia, extensamente
tratada por la historiografía, fue recogida por la novela romántica y nacio-
nalista a mediados del siglo.
Juan Díaz Covarrubias publicó en 1858 Gil Gómez el insurgente o la
hija del médico. Ésta es la primera narración novelada que justifica y de-
fiende la guerra de Independencia, y la primera novela romántica que pre-
tende contar en episodios la historia de México: la obra de Díaz Covarru-
bias, impregnada de un exaltado tono patriótico, muestra las hazañas del
héroe Gil Gómez como soldado de las huestes del cura Hidalgo, y fue
proyectada como el principio de una serie que habría de culminar con la
invasión norteamericana de nuestro país.1

1 El padre de Juan Díaz Covarrubias combatió a los realistas bajo las órdenes de Miguel Hidal-
go. Seguramente la experiencia paterna inspiró su novela, que fue considerada la mejor novela mexi-
cana hasta la fecha de su publicación por el crítico Ralph E. Warner. Trata del romance entre Fernando
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 307

El madrileño Enrique de Olavarría y Ferrari fue el primero en novelar


episódicamente la historia de la guerra de Independencia de México, más
de dos décadas después de que lo intentara el “mártir de Tacubaya”. En
este ensayo se analizará la interpretación que don Enrique hizo de la par-
ticipación indígena en la guerra de Independencia. En lo absoluto se pre-
tende dar una explicación personal del comportamiento de los indios du-
rante la revolución emancipadora usando como fuente esta novela. Nos
limitamos a compartir con ustedes esta imagen novelada de los indios in-
surgentes.

II. ENRIQUE DE OLAVARRÍA Y FERRARI2

En diciembre de 1865 arribó Olavarría y Ferrari a la capital del se-


gundo Imperio Mexicano. Tenía entonces veintiún años, un bachillerato
en artes y una licenciatura en derecho. Posiblemente venía a trabajar
como dependiente del Banco de España, institución donde meses antes
había ganado un empleo por oposición.
Amante de las letras y la historia, se incorporó a los círculos intelec-
tuales del país para dedicarse a lo que, según sus amigos Anselmo de la
Portilla y Juan de Dios de la Peza, era su verdadera pasión: la literatura.
Su compatriota, el periodista De la Portilla, lo introdujo en los círculos
literarios y publicó sus poesías en La Iberia, periódico fundado por él en
el que insistía en la confraternidad hispanoamericana y publicaba, en for-
ma de folletín, obras sobre historia de México.
Con el triunfo de la República, y coherentemente con sus conviccio-
nes liberales, don Enrique se incorporó al grupo El Renacimiento que,
gracias a los afanes conciliadores de Ignacio Manuel Altamirano, incluyó

y la “pálida” hija del médico, y de las aventuras del hermano adoptivo de Fernando, Gil Gómez, que
sigue y narra como testigo ocular la tragedia de Hidalgo. Juan Díaz murió fusilado por el general
Leonardo Márquez durante la guerra de Reforma. Es uno de los “mártires de Tacubaya”. Otras nove-
las sobre la insurgencia publicadas entre ésta y la de Enrique de Olavarría y Ferrari fueron Sacerdote
y Caudillo y Los insurgentes (1869), de Juan A. Mateos, y El paladín extranjero (1871), de Jesús
Echaiz. Cfr. Diccionario de Escritores Mexicanos, México, UNAM, Centro de Estudios Literarios,
1967, p. 97.
2 Los pocos datos sobre la biografía de Olavarría y Ferrari se han tomado del prólogo de Sal-
vador Novo a la obra del autor: Reseña Histórica del Teatro en México, 1538-1911, México, Porrúa,
1961; del prólogo de Álvaro Matute a los Episodios históricos méxicanos (edición facsimilar), Méxi-
co, Instituto Cultural Helénico-Fondo de Cultura Económica, 1987, y de González Peña, Carlos, His-
toria de la Literatura Mexicana, desde los orígenes hasta nuestros días, México, Porrúa, 1981.
308 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

al lado de los liberales mexicanos Manuel Payno, Justo Sierra y Manuel


Acuña, entre otros, al español Olavarría y a destacados literatos conserva-
dores como José María Roa Bárcenas. En este grupo comenzó Enrique de
Olavarría y Ferrari la primera fase de su obra literaria con la publicación,
en 1868, de la novela El tálamo y la horca. La dedicó a Altamirano, por
quien sentía un profundo respeto y agradecimiento, según lo expresó él
mismo en el prólogo de ésta, su primera novela.
También en esas páginas expresó su agradecimiento al “pueblo gran-
de y hospitalario que [lo] recibió con cariño”, y pidió al público lector
que recibiera con benignidad este su primer ensayo, susceptible de provo-
car aprehensiones por la nacionalidad española de su autor: “no por eso a
prevención lo tenga, pues si honra es para él tener por cuna el pueblo li-
bre de Numancia y Zaragoza, a medias dividió su corazón con esta tierra
de bendición y progreso, cuyas bellas le enamoran, cuyas flores le em-
briagan, cuyo porvenir le admira”.3
En 1872 se casó con la mexicana Matilde Landázuri, hija del prolo-
guista de sus poesías. Tuvieron varios hijos. Entre 1874 y 1876 viajó por
España, Bélgica, Francia y Alemania. Fue nombrado por el gobierno me-
xicano comisario oficial en los archivos de Indias de Sevilla y General de
Simancas. Al regresar a México, en 1877, trabajó como administrador del
antiguo colegio de San Ignacio de Loyola, mejor conocido como de las
Vizcaínas, al que dedicó la Reseña histórica del colegio de San Ignacio
publicada en 1889. Nacionalizado mexicano, Porfirio Díaz le otorgó una
diputación en el Congreso nacional. Durante la Revolución se dedicó a
continuar la historia del que fuera uno de sus más importantes temas de
estudio, el teatro en México. Murió en la capital del país en 1918.
A pesar de que, hasta el momento, la vida y obra de Enrique de Ola-
varría y Ferrari han carecido de la atención de historiadores y literatos y
que son pocos los datos que sobre él tenemos, podemos suponer que dedi-
có su vida a sus grandes pasiones —la historia, la literatura y la educa-
ción en México—, que cultivó desde las letras y las aulas, sin olvidar
nunca su lejana y querida tierra natal.
Su obra incluye, además de los treinta y dos títulos que él mismo cla-
sificó bajo los rubros de a) novelas, tradiciones y leyendas, b) comedias y
dramas, c) obras históricas y d) obras varias, colaboraciones en los perió-

3 Olavarría y Ferrari, Enrique de, El tálamo y la horca, México, F. Díaz de León y Santiago,
1868, p. I.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 309

dicos La Iberia, El Siglo XIX, El Constitucional, El Globo, El Correo de


México, La Revista Universal, El Federalista. También fundó y dirigió
publicaciones como La Niñez Ilustrada, La Ilustración de la Infancia, y
Lo del Domingo.4
De todos esos títulos destacan los que incluyó bajo el tema de obras
históricas y algunos más de las obras varias. Vale la pena resaltar Cróni-
cas del undécimo Congreso Internacional de Americanistas; México.
Apuntes de un viaje por los estados de la República Mexicana; Reseña
histórica de la Sociedad de Geografía y Estadística, y la ya mencionada
Reseña histórica del colegio de San Ignacio.
Sin duda alguna, entre sus obras más importantes figura la Reseña
histórica del teatro en México, que es hoy una obra clásica y de ineludi-
ble consulta para todo aquél que se interese por el tema. Escribió la pri-
mera parte entre 1895 y 1896; la retomó al final de su vida, y de 1902 en
adelante completó la historia del teatro hasta el año de 1911.
Muy notable es el tomo IV de México a través de los siglos, dedicado
al México independiente. Como señala Álvaro Matute, esta obra fue la
primera en elegir los límites cronológicos de 1821 a 1854, de la consuma-
ción de la Independencia a la revolución de Ayutla, y Olavarría, el primer
historiador en ocuparse de este período.
Azarosa fue su participación en el proyecto de México a través de los
siglos. Tras declinar la primera invitación que se le dirigiera, quedó el
tomo IV bajo la responsabilidad de Juan de Dios Arias. Al morir éste,
cuando se habían entregado los primeros quince capítulos, los editores
consideraron que don Enrique, que “conoce nuestra historia y la sabe ex-
4 Clasificación de la obra de Enrique de Olavarría y Ferrari incluida en la Reseña histórica de
la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística: a) Novelas, tradiciones y leyendas: El tálamo y la
horca (1868), Venganza y remordimiento (1869), Lágrimas y sonrisas (1870), La Virgen del Tepeyac
(1883-1884), La Madre de Dios en México (1888), El caballero pobre (traducción de 1894) y varias
novelas cortas; b) comedias y dramas: El jorobado (1867), Los misioneros del amor (1868), Loa pa-
triótica (1869), La cadena de diamante (1879), La Venus negra (1880) y El taller del platero (inédi-
to); c) obras históricas: Episodios históricos mexicanos, primera serie (1880-1883), Episodios históri-
cos mexicanos, segunda serie (1886), Historia de México independiente, tomo IV de México a través
de los siglos (1888) e Historia popular de México, desde la conquista hasta nuestros días (inédita);
d) obras varias: Ensayos poéticos (1871), Lo del domingo, revista de teatros (1872), Historia del
teatro español (1872), La niñez ilustrada, periódico infantil (1873-1874), El arte literario en México
(1877 y 1878), Poesías líricas mexicanas (1878), La ilustración de la infancia (1880), Reseña histó-
rica del colegio de San Ignacio (1889), Reseña histórica del teatro en México (1895-1896), Crónica
del undécimo Congreso Internacional de Americanistas (1896), México. Apuntes de un viaje por los
estados de la República Mexicana (1898), Guía metódica para el estudio de la lectura superior
(1897), Curso elemental de lectura superior y recitación (1898) y Reseña histórica de la Sociedad
Mexicana de Geografía y Estadística (1901).
310 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

plicar porque la ha meditado y comprendido”, era el más indicado para


continuar la obra. Para esas fechas había terminado ya los Episodios que
abarcan buena parte del período cronológico del tomo IV.5
Para don Enrique, autor de casi todo el tomo, constituyó un timbre de
honor participar en el magno proyecto historiográfico mexicano del siglo
XIX. En sus conclusiones incluyó, como siempre, el reconocimiento a
México: “si, por acaso, algún premio mereciere mi libro, y me es permiti-
do indicarlo sea el de reconocer cuánto y cuán de veras amo a México, mi
patria del alma y la patria de mis hijos”.6
Por último hay que destacar la trascendencia de los Episodios históri-
cos mexicanos, de los que nos ocuparemos más adelante. Baste mencio-
nar, para abrir boca, que —como señala Álvaro Matute— ésta fue de toda
su obra la que, pese al género literario utilizado, acusa un mayor esfuerzo
hermenéutico.
Terminamos señalando que la otra actividad en que se destacó el au-
tor fue la docencia. Dio clases de literatura en el Conservatorio de Músi-
ca; de declamación, geografía e historia universal y de México en la Es-
cuela de Artes y Oficios para señoritas; de aritmética y álgebra en la
Escuela Normal Municipal. Además escribió algunos libros sobre educa-
ción, como la Guía metódica para el estudio de la lectura superior y el
Curso elemental de lectura superior y recitación, y los periódicos litera-
rios para niños antes mencionados.

III. LOS INDIOS DE MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XIX SEGÚN


ENRIQUE DE OLAVARRÍA Y FERRARI

Antes de analizar la versión de Enrique de Olavarría y Ferrari sobre


el tema de los indios en la guerra de Independencia, conviene revisar la
opinión que de ese sector de la sociedad mexicana tenía el autor cuando
el siglo XIX se dirigía hacia su fin.
En México. Apuntes de un viaje por los estados de la República Me-
xicana, publicado en 1898, Olavarría y Ferrari —sin abandonar el género
5 Cfr. prólogo de Álvaro Matute a Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos méxi-
canos, vol. I, p. IX.
6 Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia general y completa del
desenvolvimiento social, político, religioso, militar, científico y literario de México desde la Antigüe-
dad más remota hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la dirección del
general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita por D. Enrique Olavarría y Ferrari, Méxi-
co, Cumbre, 1962, p. 860.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 311

de la novela— se sirve de las impresiones y comentarios de Darío Néguer


y Varela, agente de la casa editorial de Antonio J. Bastinos, que viajó
desde Barcelona a México para abastecer las demandas editoriales del
sector educativo mexicano. Durante la travesía y estancia en el país, el
catalán conoció a Julio Zárate, Ezequiel Chávez y Antonio García Cubas.
Las conversaciones de éstos con el autor, alimentadas por las pláticas que
habían sostenido con Bastinos, procuraron a Olavarría y Ferrari los ele-
mentos necesarios para un análisis general de México a fines del siglo
XIX y para expresar sus propias opiniones sobre los indios en el país.
Después de reseñar las características geográficas del territorio, las
actividades económicas principales, el comercio interior y exterior, el sis-
tema de comunicaciones y transportes, la organización política, la situa-
ción social y, tras relatar algunos pasajes históricos, Olavarría dedica
varias páginas a la población y a la descripción general de los indios me-
xicanos. Señala los grupos étnicos dispersos en el territorio nacional, su
ubicación espacial, su representación proporcional en relación con la po-
blación blanca, su ocupación, sus características físicas y los que a su jui-
cio, eran los rasgos del carácter de cada étnia. De los doce millones de
habitantes con que contaba México en el año de 1898, calcula que —aproxi-
madamente— la tercera parte pertenecía a la raza indígena, una quinta
parte del total a la raza blanca y el resto a la mezcla de ambas. Los indios,
escribe, habitaban fuera de las ciudades; trabajaban principalmente en las
minas, en el campo y en la producción de tejidos de algodón, cestos, alfa-
rería, sombreros, mantequillas, quesos y otros artículos que vendían en
las grandes poblaciones o en los tianguis indígenas.
Menciona que los grupos étnicos más significativos eran entonces los
aztecas, los tarascos, los otomíes, los mayos, los mixtecos y los zapotecos
y los “adelantadísimos mayas”. Existían “aún” otros menos importantes,
dispersos por todo el territorio, como los zempoaltecas, los chontales y
otros muchos “casi salvajes que lentamente van desapareciendo”. En el
norte, habitaban los yaquis, mayos, ópatas, pimas, pápagos, mogollones y
los apaches.7 Aunque consideraba que cada grupo tenía características fí-
sicas y de carácter particulares, los describió en general como “hombres
de color atezado, de estatura mediana, de complexión recia, pómulos sa-
lientes, barba escasa y cabellos negros y lacios”. Algunos le sorprendían

7 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, México. Apuntes de un viaje por los estados de la Repú-
blica Mexicana, Barcelona, Librería de Antonio J. Bastinos, 1898, pp. 34-38.
312 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

agradablemente por su limpieza y otros, por el contrario, por desarregla-


dos, sucios y “degenerados”. Eran en ellos generales “la desconfianza, la
simulación, la astucia y la pertinacia, pero difieren notablemente en cuan-
to a condición, docilidad y civilización”. El indio era también “valiente,
denodado y sufrido, diestro cazador, intrépido soldado”.8 Las etnias más
despreciadas por Olavarría eran los grupos indígenas del norte: los apa-
ches y comanches que, desprendiéndose de las reservas americanas, inva-
dían el territorio mexicano, infestando los estados fronterizos, destruyen-
do, matando e impidiendo el desarrollo del norte del país. En ellos,
afirma, “la barbarie se halla en toda su plenitud, la perfidia, la traición y
la crueldad son las condiciones de su carácter”.9
Pese a que en este texto el autor reconoce la existencia de algunas
virtudes indígenas, aconseja que desde el gobierno se promueva su civili-
zación mezclándolos con los otros habitantes, para facilitar el progreso de
la nación: proyecto difícil de lograr, pero no imposible, pues “los indivi-
duos, y no pocos, de esa raza, que por su ilustración se han asimilado a
los de la blanca, se han hecho notables en las profesiones que han adopta-
do, particularmente en el foro y en el sacerdocio, demostrando que son
susceptibles, como el que más, de un alto grado de civilización”.10

IV. LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS Y LA PARTICIPACIÓN


INDÍGENA EN LA GUERRA DE INDEPENDENCIA

1. Los Episodios

Los Episodios históricos mexicanos son dos series de novelas de die-


ciocho capítulos cada una publicadas originalmente por entregas: la pri-
mera, entre 1880 y 1883, y la segunda en 1886. A la manera de como lo
hiciera Benito Pérez Galdós, y prefigurando los más exitosos Episodios,
los de Victoriano Salado Álvarez, Olavarría y Ferrari cuenta novelada-
mente la historia de México entre 1808 y 1838.
La primera serie, de la que nos ocupamos aquí, narra la guerra de In-
dependencia desde los desajustes provocados por la invasión napoleónica
de la península Ibérica y la prisión de Fernando VII en 1808, hasta el es-

8 Ibidem, p. 38.
9 Idem.
10 Idem.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 313

tablecimiento de la República federal y el fusilamiento del que fuera pri-


mer emperador mexicano, Agustín I, en 1824.
La segunda serie continúa la historia de México y concluye con la
reinhumación y traslado de los restos de Agustín de Iturbide desde Ta-
maulipas a la catedral de la ciudad de México donde reposaban, desde
1823, los despojos de los héroes insurgentes, y la firma del tratado de paz
de Santa María Calatrava por el que España reconoció la Independencia de
la que alguna vez había sido su colonia más rica.
Los acontecimientos simbólicos con los que terminan las series refle-
jan las grandes preocupaciones del historiador-novelista español, después
nacionalizado mexicano: la rivalidad criollo-peninsular, el divorcio entre
México y España, las contradicciones que advirtió en la forma en que se
consumó la Independencia, y el sacrificio innecesario del que antes de caer
en desgracia había sido proclamado como el libertador, Agustín de Iturbide.
Esas lacras fueron consideradas por el autor de los Episodios como el ori-
gen de la rivalidad entre los grupos políticos posrevolucionarios que, con
proyectos nacionales enfrentados entre sí, prolongaron el estado de guerra
y la inestabilidad política, económica y social en el México inde-
pendiente.
Las dos series de los Episodios históricos mexicanos fueron dedica-
das a la memoria de Enrique de Olavarría y Landázuri, hijo del autor, que
murió a la edad de ocho años. La serie primera fue, según reza la portada,
premiada con diploma, medalla de primera clase y mención honorífica en
las exposiciones de Guadalajara y Querétaro. La primera edición comple-
ta de las dos series en forma de libro apareció entre 1887 y 1888: está
ilustrada con láminas cromolitográficas y grabados intercalados en el tex-
to que representan a los personajes y acontecimientos más notables de la
historia de México desde el año 1808. Es la única edición de la que hasta
hoy se ha hecho reimpresión facsimilar: la que aquí manejamos.11
Los primeros cinco capítulos de la primera serie fueron firmados bajo
el seudónimo de Eduardo Ramos. A partir del sexto, “Las Norias de Ba-
ján”, apareció la rúbrica de Enrique de Olavarría y Ferrari. Al inicio de
este capítulo se reconoce la autoría —hasta entonces velada por el seudó-
nimo— que, al parecer, ya había descubierto la prensa de la época. Según
esa declaración, Olavarría había recurrido al seudónimo —común en esos

11 En adelante nos referiremos a los Episodios históricos sin indicar el número de volumen de
los dos primeros utilizados para este ensayo: la circunstancia de que la paginación de esos dos volú-
menes sea consecutiva hace superflua la indicación del volumen a que corresponde cada cita.
314 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

tiempos— para dar a la prensa y al público lector toda la libertad para


juzgar su obra. En la nota aclaratoria se advierte ese sentimiento, recu-
rrente en don Enrique, de precaución ante el posible rechazo de la obra de un
español por el público lector mexicano: especialmente, por tratarse de una
versión conciliadora de la guerra de Independencia y de las relaciones en-
tre México y España.12
Dada la buena acogida que hasta el momento había tenido la obra en-
tre el público, los editores y el autor decidieron continuar su publicación,
que fue acompañada de algunas innovaciones, no demasiado satisfacto-
rias. En efecto, la novela —que, hasta el capítulo cinco, había logrado
crear una muy buena trama ficticia de amores, lealtades y enredos, bajo la
cual se tejía la historia real— pierde fuerza; los personajes se repiten,
atraviesan por situaciones un tanto repetitivas, y los protagonistas brillan
a veces por su ausencia.
Pero, principalmente, la novela se convierte paulatinamente en una
obra historiográfica: tanto que por momentos no se sabe si se está leyen-
do a Enrique de Olavarría y Ferrari, a Lucas Alamán o a Carlos María de
Bustamante. Algunos pasajes, sobre todo los que narran batallas, se vuel-
ven tediosos, pues son transcripciones casi literales de las historias de
esos autores sobre la Independencia13 o de la Gaceta de México, publica-
ción colonial que también consultó Olavarría.
Además de la información histórica que extrae de Alamán y Busta-
mante, Olavarría rescata el esfuerzo de interpretación del primero, con el
que mantiene importantes coincidencias, así como su estructura cronoló-
gica. Del segundo aprovecha determinados pasajes, ricos en rasgos huma-
nos y situaciones que resultaban particularmente adecuados para una his-
toria novelada de la guerra de Independencia. Llama la atención en
particular cómo recupera don Enrique a uno de los héroes más controver-
tidos de Carlos María de Bustamante, el afamado Pípila.
Olavarría y Ferrari, el historiador, inserta continuamente comentarios
metodológicos; incluye citas y critica las fuentes que utiliza; señala la im-
parcialidad que guía su trabajo como condición del quehacer histórico,14

12 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 538.


13 Nos referimos a la Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su
independencia en el año de 1808 hasta la época presente, de Lucas Alamán, y al Cuadro histórico de
la revolución mexicana de 1810, de Carlos María de Bustamante.
14 Constantemente incluye observaciones como la siguiente: “debo en consecuencia limitarme
a referir las cosas tal y como fueron, sin quitarles ni añadirles cosa alguna. Por lo tanto nada invento,
ni casi en lo que refiero empleo palabras mías, y antes bien las tomo de aquellos que, testigos de los he-
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 315

lo cual nos revela el esfuerzo hermenéutico y heurístico que respalda la


novela y la tarea de investigación que se llevó a cabo antes de proceder a
su redacción. No resulta, pues, desacertado que la clasificación de los es-
critos del propio Olavarría incluya los Episodios bajo el rubro de obras
históricas y no en el de novelas, tradiciones y leyendas.
España constituye una de sus preocupaciones constantes. Como seña-
lamos anteriormente, Enrique de Olavarría y Ferrari pasó casi toda su
vida en México, se ocupó de los problemas históricos y educativos de
este país; pero nunca —su obra lo revela— olvidó a España. Escribió so-
bre ella desde México y consideró que la comprensión cabal de la historia
de México exigía la reflexión constante sobre la de España: de hecho, su
historia “novelada” de la guerra de Independencia trata de resolver las di-
ferencias y acercar a los países. No por ello deja de ser crítico con la polí-
tica española durante la guerra. Como liberal convencido, muestra en los
Episodios su inclinación favorable al liberalismo español, y critica seve-
ramente la vuelta al absolutismo impuesta en 1814 por el rey Fernando
VII de quien dice Olavarría que era el “único español que nada había
aprendido ni adelantado”.15 Definitivamente, en los Episodios nuestro au-
tor se muestra más historiador que novelista.

2. La trama

Las dos series de los Episodios están narradas por Carlos Miguel Arias
Páez, hijo de los criollos Benito Arias y María Páez. Carlos Miguel cuen-
ta la historia de la guerra y la de las dificultades que atravesó su familia,
sirviéndose de los relatos que sus padres y otros personajes, reales y ficti-
cios, le proporcionaron. Todos ellos vivieron, participaron y padecieron
la guerra.
Para 1808, Benito y María tenían veintitrés y diecinueve años respec-
tivamente. Ambos vivían con el hacendado Gabriel de Yermo, hacia
quien profesaban profunda lealtad y agradecimiento. María disfrutó de la

chos, los describieron como sabían o podían... Formadas están estas páginas, con lo que tirios y troya-
nos han dicho en papeles y libros que, con un afán superior a lo fatigoso de la tarea, he rebuscado y
leído, dejando a cada uno de los elementos que forman el mosaico de mi obra, su lugar propio, bueno
o malo, justo o injusto... sobre la base de los hechos que refiriendo vengo con una imparcialidad que
nadie seriamente podrá disputarme”: Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos,
pp. 1,225 y 1,226.
15 Riva Palacio, Vicente et al., México a través de los siglos, t. IV, p. 199.
316 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

protección de los Yermo desde los doce años, cuando fue recogida por
esta familia al morir su padre, paisano de don Gabriel, con quien había
trabajado como mayordomo. Benito, reconocido por todos como hombre
honesto, virtuoso y trabajador, era uno de los hombres de confianza del
hacendado.
Al divulgarse en la Nueva España las noticias de la prisión del rey y
el levantamiento popular del 2 de mayo contra la autoridad francesa im-
puesta, don Gabriel, previendo los conflictos que se desatarían entre los
novohispanos, dio a Benito absoluta libertad para que eligiera el partido
que le acomodara seguir. Si era el español, bien; si era el criollo, Yermo
no sólo lo respetaría sino que seguiría ofreciéndole su amistad y, en nom-
bre de ella, facilitaría su matrimonio con María, su protegida.
Olavarría plantea así el problema que guía toda su obra: la rivalidad
criollo-peninsular y la dificultad para elegir un bando, ya que ni todos los
españoles que participaron en la guerra de Independencia fueron villanos,
ni todos los criollos se comportaron como héroes. Así, el criollo Benito se
decide por la lealtad a su protector, patrón y amigo, que en la novela figu-
ra como ejemplo de los buenos peninsulares.
Como consecuencia de una serie de embustes vertidos por el despre-
ciable criollo Miguel Garrido, primo de María y rival en amores de Beni-
to, éste se ve envuelto en una serie de intrigas que lo colocan como líder
del partido criollo de la ciudad de México, en aparente traición a la con-
fianza que los Yermo habían depositado en él. Por tales razones Benito se
ve forzado a sumarse a las fuerzas insurgentes y a seguir con éstas los
caminos de la guerra. Primero por azar y luego por convicción, Benito y
María participan en los acontecimientos más significativos de la revolu-
ción de Independencia desde la conspiración de Valladolid hasta su con-
sumación: siempre al lado de los más destacados caudillos, nuestros hé-
roes insurgentes.
La historia de la familia Arias Paéz corre paralelamente a la de la
guerra. En noviembre de 1809 la pareja recibió el sacramento del matri-
monio de manos del mismo cura Miguel Hidalgo; el 16 de septiembre de
1810, Benito se vio imposibilitado para seguir a las fuerzas levantadas
por el grito del cura, porque unas horas antes había nacido su hijo Carlos
Miguel. Por si fuera poco, en los días previos al levantamiento armado,
María —que era devota de Nuestra Señora de Guadalupe— sugirió a Jo-
sefa Ortiz de Domínguez y luego a Miguel Hidalgo que colocaran bajo la
protección de la Virgen la causa que los unía.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 317

La obra esta llena de personajes reales de la época de quienes se co-


noce su filiación política y que a Olavarría sirven para mostrar, junto con
otros personajes ficticios, las diversas opiniones sobre la guerra. Tal vez
la relación mejor desarrollada es la entrañable amistad entre dos de los
personajes de la vida cultural más reconocidos en la Nueva España, Joaquín
Fernández de Lizardi y el poeta Anastasio Ochoa y Acuña. Ambos crio-
llos, el primero decididamente insurgente, el otro partidario peninsular.16

3. Teoría general sobre la guerra de Independencia

Para analizar la interpretación de Olavarría y Ferrari sobre la participa-


ción indígena en la guerra de Independencia señalaremos en primer lugar la
que podemos identificar, en líneas generales, como su interpretación de este
hecho. Coincidamos o no con ella, hay que destacar que está respaldada
por un trabajo profesional de investigación histórica y, como ya advirtió
Justo Sierra, por un esfuerzo de “comprensión” de nuestra historia.17
Para Olavarría, liberal convencido, la escisión de la Nueva España de
su antigua metrópoli fue del todo legítima. Pero las razones principales
que la justifican no provienen de los argumentos históricos derivados de
la Conquista o del llamado patriotismo criollo; tampoco de las demandas
que los americanos —criollos, mestizos, castas o indios— pudieran haber
hecho a la metrópoli antes de iniciada la guerra. Los argumentos reales
son los emanados del liberalismo español de la primera época, reforzados
por el de finales del siglo XIX, que es la perspectiva desde la que Olava-
rría escribe y observa la guerra insurgente. La Independencia fue legítima
porque México, en nombre de los “derechos de toda la nación”, decidió
desligarse de su antigua sujeción a España. Lo hizo porque creía bastarse
a sí mismo y porque contó con el refrendo de la voluntad popular.18
Olavarría y Ferrari considera como causas de la revolución de Inde-
pendencia la insatisfacción generalizada por las contradicciones del pro-

16 Sobre la figura de Fernández de Lizardi y sus puntos de vista acerca del protagonismo indí-
gena en la coyuntura insurgente-independentista, cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María,
“El indio ante la independencia en los escritos de El Pensador Mexicano”, ponencia para el I Congre-
so Internacional Nueva España y las Antillas (Castellón de la Plana, 7 a 9 de mayo de 1997), Centro
de Investigaciones de América Latina (comp.), De súbditos del rey a ciudadanos de la nación, Caste-
lló, Universitat Jaume I, vol. I, pp. 257-272.
17 Cfr. prólogo de Álvaro Matute a Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexi-
canos, p. IX.
18 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, pp. 1,893 y 1,894.
318 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

yecto de gobierno de los Borbones, que limitó y acorraló las aspiraciones


de los criollos, e impuso a la colonia mayores cargas económicas: por eso
su insistencia en señalar la caducidad del sistema que, con la pluma de
Alamán, describe como el que “se hundía por sí mismo; era una momia que,
contra la costumbre de las momias, había entrado en descomposición”.19
Inconvenientes que, sin embargo, permanecían adormecidos y que por sí
solos no hubieran derivado hacia un levantamiento armado y radical.
En la búsqueda de las causas esenciales de la revolución de Inde-
pendencia identifica: la discusión de la soberanía nacional desatada por la
acefalia de la monarquía; la mala conducción que tuvieron los gobiernos
sustitutos peninsulares —la Suprema Junta Central Gubernativa y el Con-
sejo de Regencia— y las Cortes generales y extraordinarias sobre los es-
pinosos asuntos de la igualdad y de la representación equitativa de ultra-
mar en el Poder Legislativo; la poca capacidad y baja calidad moral del
virrey José de Iturrigaray que, por su egoísmo, motivó el golpe de estado
de Gabriel de Yermo con el que se privó a la autoridad colonial de toda
legitimidad; y, principalmente, el problema que se transformó en el prin-
cipal agravio y demanda criollos: el acceso a los puestos de gobierno.
La España del antiguo régimen, protagonista también de esta historia,
sale bien librada. Dígase lo que se quiera por los declamadores de oficio,
observa uno de sus personajes,
el gobierno colonial no fue para estos reinos tan funesto como a cada ins-
tante quieren hacerlo aparecer los ignorantes o los necios. Cometiéronse,
sí, muy grandes injusticias como desde luego lo fue el desdén y alejamien-
to de los puestos públicos de alguna importancia, que pesaron sobre los
criollos.20

Insistimos: según Olavarría y Ferrari, esta demanda de los criollos,


insatisfecha por los liberales españoles, motivó y nutrió toda la revolu-
ción de Independencia. En consecuencia, la guerra es interpretada como
una lucha de intereses entre españoles europeos y españoles criollos: no
como una guerra de razas, sino como el enfrentamiento militar entre esos
dos grupos; entre un bando que quería mantener a la Nueva España de-
pendiente de la metrópoli, y otro que buscaba hacer de la Nueva España
un reino independiente, pero sin introducir mayores cambios en la estruc-
tura socioeconómica.
19 Ibidem, p. 1,227.
20 Ibidem, p. 137.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 319

En la interpretación de Olavarría, los criollos se levantaron en armas


con la esperanza de acceder a los empleos que les negaba la voracidad de
los europeos. Tales fueron, sostiene, los verdaderos contendientes y sus
únicos objetivos.21 Por tratarse de una guerra entre intereses de los más
poderosos —los peninsulares— y de los que les seguían en prestigio y
riqueza —los criollos—, que anhelaban alcanzar aquellas alturas de poder
que eran privativas de los nacidos en España, el resto de los grupos socia-
les y sus motivaciones apenas cuenta en la novela.
Poco o nada dice Olavarría de la miseria a que estaba sometida gran
parte de la población, de las crisis agrícolas, de la desigualdad, de las re-
beliones originadas por la expulsión de los jesuitas o de la inconformidad
generada por la consolidación de los vales reales. No existieron para él
las rebeliones indígenas ni las conspiraciones anteriores a 1808 que, si
bien no fueron definitivas, ni alcanzaron la lucidez política de las promo-
vidas por los liberales, sí nos hablan de insatisfacciones tempranas.22
Cabe objetar que Olavarría y Ferrari limitara la inconformidad de los
criollos a la demanda de empleos. Don Enrique conocía bien, porque la
cita, la Representación que hicieron los americanos ante las Cortes de Cá-
diz el 16 de diciembre de 1810: en este documento, como se sabe, las
exigencias superaban en mucho la petición anterior. Y tampoco advirtió
que la experiencia adquirida por los años de guerra alentó proyectos —como
el de la Junta de Zitácuaro o el Congreso de Chilpancingo— cada vez
más sólidos y completos, donde se reivindicaba un diseño de nación.
Pese a que Olavarría ve en Morelos, que no era criollo, al caudillo
que logró crear un proyecto nacional que proponía la Independencia ab-
soluta y la creación de un gobierno liberal que, de haber contado con un
más decidido apoyo de las armas insurgentes, posiblemente hubiera obte-
nido la victoria, sostiene que las causas que alimentaron la guerra fueron

21 Cfr. ibidem, p. 58.


22 Rebeliones que hoy conocemos bien gracias a los trabajos de Castro Gutiérrez, Felipe, Movi-
mientos populares en Nueva España: Michoacán, 1766-1767, México, UNAM, Instituto de Investi-
gaciones Históricas, 1990; Informe sobre las rebeliones populares de 1767 y otros documentos inédi-
tos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990; Nueva ley y nuevo rey. Reformas
Borbónicas y rebelión popular en Nueva España, México, UNAM, Instituto de Investigaciones His-
tóricas, 1996; Mirafuentes Galván, José Luis, Movimientos de resistencia y rebeliones indígenas en el
norte de México, 1680-1821. Guía documental, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históri-
cas, 1989; Van Young, Eric, La crisis del orden colonial: estructura agraria y rebeliones populares
en la Nueva España, 1750-1821, México, Patria, 1992, y Lara Cisneros, Gerardo, Resistencia y rebe-
lión en la Sierra Gorda durante el siglo XVIII: el Cristo Viejo de Xichú, tesis de licenciatura, México,
UNAM, 1995.
320 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

las mismas de principio a fin: el acceso de los criollos a los puestos del
gobierno colonial.
Finalmente hay que destacar que, en opinión de Olavarría y Ferrari,
la guerra concluyó de manera contradictoria: tanto que ella misma consti-
tuyó el origen de los posteriores levantamientos. La guerra —especial-
mente, los intentos de alcance social y político acaudillados por Miguel
Hidalgo y José María Morelos— se perdió por la debilidad, la desunión y
la falta de coherencia interna de los insurgentes, y no por la habilidad y su-
premacía militar de los realistas. Se entiende así un comentario de Olava-
rría acerca del segundo de los héroes citados: “nuestro don José María
Morelos, en fin, pudo haber hecho por sí sólo nuestra independencia, y si
no lo hizo, fue porque los demás insurgentes no se la dejaron hacer”.23 En
palabras de Ortega y Gasset, el autor de los Episodios atribuyó “el mal
éxito [de la revolución] no... a la intriga de los enemigos, sino a la contra-
dicción misma de los propósitos”.24

4. Los indios en la Independencia según los Episodios históricos


mexicanos

De todo lo dicho hasta aquí acerca de los puntos de vista del autor
sobre los indios de finales del siglo XIX y de su análisis general de la
revolución de Independencia, se desprende el juicio nada favorable que
emite Olavarría sobre la implicación de ese sector de la sociedad en el
conflicto bélico. A través de los personajes reales y ficticios de su novela
histórica, don Enrique aborda el problema de la participación indígena en
la guerra desde los dos planteamientos iniciales de que debe partir toda
reflexión seria sobre el tema: uno, teórico, en el que evalúa el pasado in-
dígena como argumento histórico legitimador de la aspiración a la Inde-
pendencia; el otro, práctico, en el que expone los motivos por los que los
indios se sumaron a la guerra, las características de su participación y la
influencia que tuvieron en su desarrollo y consumación.

5. Los indios: ¿fundamento histórico de la guerra?

Enrique de Olavarría y Ferrari desecha como falsa la tesis que sostie-


ne como argumento legitimador de la Independencia el que ésta se hubie-
23 Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 1,227.
24 Ortega y Gasset, José, “El ocaso de las Revoluciones”, El tema de nuestro tiempo, Buenos
Aires, Espasa-Calpe, 1941, p. 117.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 321

ra realizado para reponer a los indios en unos derechos de los que habían
sido desposeídos por los españoles desde el 13 de agosto de 1521, cuando
Hernán Cortés sometió México Tenochtitlan. Para él, la guerra de Inde-
pendencia no fue una guerra entre razas. Los indios no la promovieron, ni
su pasado fue el argumento que amparó a los insurgentes. Así, uno de los
personajes de los Episodios —Carlos Miguel— cuenta cómo su padre,
Benito Arias, solía expresarse con ira contra los que habían elaborado la
teoría de la reivindicación de los derechos indígenas: esta versión era del
todo falsa, pues los criollos sabían muy bien que no podían aducir más
derechos sobre esta tierra que los dimanados de la misma Conquista.25
Los criollos, únicos y verdaderos insurgentes, jamás pensaron que podían
fundar su lucha en los derechos de la raza sojuzgada por Hernán Cortés.
Mintieron a sabiendas quienes tales cosas habían afirmado.26
La Independencia no se hizo para reponer en el trono del Imperio azteca
a los descendientes en línea más o menos directa de Moctezuma y Cuauhté-
moc. Según Olavarría, su civilización, costumbres y tradiciones habían caído
con ellos para no volver a levantarse. La Independencia fue obra de los crio-
llos, y no se realizó en nombre de una raza con la que compartían menos
sangre que con los españoles: los criollos se sentían y eran tan españoles
como los peninsulares, pues sólo por casualidad habían nacido en México.27
Los personajes criollos de la novela de Olavarría y Ferrari, sin embargo, re-
conocen la presencia indígena en la guerra; aceptan que, con su auxilio, em-
pezaron la lucha y aseguran que nunca dejarían de hacer honor a los que en
ella se destacaron: pero “nunca jamás se nos ocurrió sacrificar a su raza, la
preponderancia de la nueva raza criolla, creada y educada según las costum-
bres, usos y civilización que los españoles implantaron aquí”.28
Queda patente que Olavarría y Ferrari no concede ningún crédito al
pasado indígena como argumento histórico de la guerra, por lo que niega
a los indios cualquier sitio en el pasado, el presente y el futuro del país.
“Vuelvo a decirlo, y nunca de decirlo me cansaré, fuimos los criollos y no
los indios los que concebimos y procuramos la independencia; y los des-
cendientes de aquellos criollos son y serán los que en nuestro país conti-
núen preponderando”.29 Los criollos fueron los únicos capaces de con-

25 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 36.


26 Cfr. ibidem, p. 35.
27 Cfr. bidem, p. 1,893.
28 Ibidem, p. 1,894.
29 Idem.
322 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

quistar la Independencia y serían, los mestizos, sus descendientes, los


únicos preparados para dirigir al país.

6. Los indios, soldados insurgentes30

Los indios son personajes principales en los capítulos que narran la


primera fase de la guerra. Ello se debe obviamente a la participación real
que tuvieron como base de las huestes de Hidalgo, y explica que compar-
tan protagonismo en el principio de la novela con españoles y criollos.
Los mestizos y las castas aparecen algo después, cuando Morelos releva a
Hidalgo en la dirección del movimiento: a partir de entonces, los indíge-
nas desaparecen paulatinamente del relato.
En los Episodios históricos la participación de los indios como solda-
dos de la insurgencia es calificada en general como desastrosa para el
movimiento. Sin embargo, el autor considera que su presencia fue indis-
pensable: sin ellos Miguel Hidalgo habría sido derrotado tal vez antes, o
la lucha no habría prendido en todo el territorio. Por esas razones, piensa
Olavarría, los criollos no sólo permitieron que se sumaran a sus fuerzas,
sino que lo fomentaron.
Por ejemplo, cuando Benito Arias, ya en Valladolid, es invitado por
el fraile franciscano Vicente de Santa María a sumarse a la conspiración
dirigida por José María Obeso y José Mariano Michelena, le informan del
plan y de las fuerzas con que contaban; le comunican que disponían de
los indios de los pueblos inmediatos a Valladolid, y le aseguran que, en
cuanto comenzara el movimiento, Michelena pasaría a la provincia de
Guanajuato para levantar a los indios con la promesa de dispensarles del
pago de todo tributo.31
Cuando Benito y María conocen a Hidalgo, y ella sugiere como Vir-
gen de la causa insurgente a Nuestra Señora de Guadalupe, el cura, tras
pensarlo con detenimiento, se decide por la propuesta de María, pues
siendo la guadalupana una advocación mariana relacionada estrechamen-
te con los indios, podía colaborar a levantarlos en favor de la causa crio-
lla. Miguel Hidalgo le dice a Benito: “una imagen de la virgen de Guada-
lupe pudiera ser un verdadero lábaro para el ejército insurgente... Invocar
30 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel, “Las comunidades indígenas de la Nueva España y el movi-
miento insurgente (1810-1817)”, Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, t. LVI-2, julio-diciembre
de 1999, pp. 513-538.
31 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 158.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 323

la libertad en nombre de la virgen de Guadalupe, equivaldría a nacionali-


zar la lucha y a contar con la totalidad de los indios”.32
Así, pues, fueron los mismos criollos los que, empujados por la nece-
sidad, involucraron como base de sus ejércitos —y solamente como eso— a
los indígenas:
las huestes de Hidalgo habíanse considerablemente aumentado al paso por las
haciendas y lugares de tránsito, ofreciendo el más extraño y singular con-
junto: la infantería formábanla los indios armados de palos, flechas, hon-
das, lanzas y fusiles, y dividíanse en cuadrillas o pueblos al mando de sus
propios capataces.33

El grueso del ejército, dice Olavarría, quedó formado de esa manera


por las masas de indios, con sus hijos y mujeres en revuelta confusión.34
Los reclamos que Olavarría dirige a los indígenas por su actuación
durante la crisis bélica insurgente son de diversos tipos: uno de ellos, fá-
cilmente identificable, es el que denuncia la falta de motivaciones ideoló-
gicas en su levantamiento. Según el autor, los grupos indígenas se alzaron
en armas contra las autoridades coloniales porque la guerra les deparaba
una extraordinaria oportunidad para robar, cometer todo tipo de excesos y
vengar los agravios padecidos por siglos de tutelaje colonial. Para ilustrar
lo anterior, señalamos algunos pasajes de los Episodios que Olavarría
tomó casi literalmente de Lucas Alamán.
Cuando los insurgentes tomaron la ciudad de Valladolid, los indios,
alcoholizados, intentaron linchar al español que, según ellos, había enve-
nenado la bebida y comida y provocado así la muerte de varios de sus
compañeros. Ignacio Allende les demostró que el fallecimiento de aqué-
llos no se debía a ningún veneno, pues él mismo había comido y bebido
lo mismo, sino a los excesos que habían cometido, emborrachándose y
empachándose. Narra Benito:
así se lo explicó Allende, censurando con energía los excesos de la indiada,
recomendándole la moderación y el orden; pero aquella masa burda e igno-
rante, lejos de aceptar las explicaciones del caudillo, apoderándose del due-
ño del aguardiente que suponían envenenado, quiso despedazarle con enco-
no feroz.35

32 Ibidem, pp. 191 y 192.


33 Ibidem, p. 233.
34 Cfr. ibidem, p. 235.
35 Ibidem, p. 308.
324 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

Era tal la mala fama que habían adquirido los indios del cura Hidalgo
que, cuando se aproximaban a la ciudad de Guanajuato, la plebe de la
ciudad, que también esperaba apropiarse de las riquezas del Ayuntamien-
to y de los vecinos resguardadas en la alhóndiga, planeó adelantarse al
saqueo de los indígenas, pues, según se decía, “los indios de Hidalgo
arrebatan con todo”.36 El mismo caudillo insurgente, cuenta el narrador,
reconoció ante Allende después de la gran matanza de Guanajuato que
“nuestros indios se han cegado y mueren, no por la victoria, sino por la
venganza”.37 Más adelante añadiría: “yo no quiero que desacrediten nues-
tra causa con tales actos de desenfrenado bandidaje... Sé que la indiada ha
convertido sus tilmas en sacos para llevarse el fruto de sus rapiñas”.38
Olavarría, recordando la Revolución francesa, admite que la violen-
cia es inevitable en todo movimiento de esta naturaleza: incluso resulta
útil, cuando los objetivos son benéficos. Pero las brutalidades llevadas a
cabo por las tropas indígenas de Hidalgo no encuentran ninguna justifica-
ción porque, saturadas de odios y resentimientos, carecían de todo conte-
nido superior. Lo ejemplifica muy bien lo ocurrido en Guadalajara, cuan-
do el ejército insurgente iba en retirada:

el degüello de los españoles habíase, por así decirlo, regularizado, y todas


las noches eran conducidos a las barracas de San Martín cuarenta o cin-
cuenta desgraciados, que eran muertos a lanzadas o degollados por los in-
dios, que antes los obligaban a desnudarse para aprovechar mejor sus ro-
pas. Estas atroces ejecuciones se llevaban a cabo en el silencio de la noche
y en parajes solitarios.39

Desde una perspectiva estrictamente militar, también encuentra cen-


surable Olavarría y Ferrari la actuación de las tropas indígenas. En su
opinión, la carencia de objetivos delimitados y la falta de compromiso
con la causa insurgente no podían sino condenar al desorden y la inefi-
ciencia las acciones de los soldados indígenas en los campos de batalla.
Por eso, los indios fueron la causa fundamental del fracaso militar en la pri-
mera fase del movimiento insurgente, que no logró sobreponerse a la
inexperiencia, el desorden y el total desconocimiento de la disciplina y
estrategias militares: se explican así los triunfos alcanzados por los ejérci-
36 Ibidem, p. 279.
37 Ibidem, p. 289.
38 Ibidem, p. 363.
39 Ibidem, pp. 519 y 520.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 325

tos realistas dirigidos por el coronel Torcuato Trujillo en el Monte de las


Cruces, y por el brigadier Félix María Calleja del Rey en Aculco y Puente
de Calderón.
La presencia de indígenas en el bando insurgente contribuyó a des-
prestigiar el movimiento y fue, además, el origen de las diferencias entre
sus dirigentes. Baste mencionar, a título de ejemplo, que en Aculco, cuan-
do Hidalgo y Allende discutían sobre la presencia de los indios, Aldama
les dijo que la opinión de los pueblos cercanos estaba con ellos, pero que
los abusos y crímenes de algunas partidas insurgentes comprometían el
resultado de sus triunfos. Allende propuso reprimir tales excesos, discipli-
nando y castigando a la indiada.40 Hidalgo, por su parte, planteó que “es me-
nester prudencia: que no tenemos otras armas que el ejército que nos sigue, y
si empezamos a castigar, al necesitarlas no las hallaremos”.41
Y no sólo eso. Olavarría narra cómo, en las ocasiones en que los cau-
dillos insurgentes intentaron impedir el saqueo y la violencia, los indios
amenazaron con amotinarse, y llegaron incluso a denunciar a sus jefes al
enemigo. Sin botín, la guerra perdía interés para ellos:42

con tal motivo, la indiada ha gritado que nosotros queremos apoderarnos de


todo el oro de la Nueva España y que si un solo peso entra en las cajas de la
tesorería del ejército y no se les dejan a ellos todos los de la capital, se
apoderarán de nosotros, nos cortarán las cabezas y las entregarán por diez
mil pesos que el virrey ha ofrecido por ellas.43

Por todas estas razones la participación indígena, si bien permitió dar


continuidad a la revuelta, acarreó el desprestigio de la causa insurgente,
promovió diferencias serias entre los caudillos y constituyó el motivo
principal de su derrota militar, sobre todo en la etapa de caudillaje del
cura de Dolores, rica en episodios que muestran a los indios como capto-
res, verdugos o denunciantes de los insurgentes: unas acusaciones que en-
cuentran respaldo en los estudios realizados por escritores contemporá-
neos y que, a fin de cuentas, vienen a demostrar simplemente que no
hubo unanimidad y sí diferencias de opinión en el interior de los pueblos:

40 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 211-213.
41 Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 366.
42 Cfr. ibidem, p. 235.
43 Ibidem, p. 364.
326 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

se explica así que hubiera bastantes que lucharon abiertamente en defensa


de los derechos esgrimidos por España.
Por ejemplo, cuando los insurgentes fueron aprehendidos por las tro-
pas de Elizondo en las norias de Baján, cuenta Olavarría que “distinguié-
ronse en ese procedimiento los indios comanches que venían mezclados
con las tropas de Elizondo, las que después de hacer el despojo de la ropa
asesinaban a los prisioneros”.44 Tampoco deja de mencionar Olavarría y
Ferrari la traición de los indios de Temazcala al cura de Nocupétaro, de-
cidido partidario de la insurgencia; ni omite la narración de lo que suce-
dió a los restos del ejército de Morelos cuando se batían en retirada mien-
tras trataban de dispensar protección a los vocales del Congreso de
Chilpancingo: cuando intentaron cruzar el río Mezcala, fueron vendidos
por sus emisarios al ejército realista, en el que militaba con grado de capi-
tán un indígena que fue aprehendido y fusilado por los hombres de More-
los.45 Al día siguiente, 3 de noviembre de 1815, ya en Temazcala,

el descanso era indispensable; por esto lo concedió el señor Morelos, pero


ese descanso fue nuestra pérdida, pues un indio tenangueño nos denunció
al teniente coronel D. Manuel de la Concha, quien a marchas forzadas se
dirigió a Tenango, cuyas casas encontró ardiendo todavía: los mismos in-
dios a quienes habíamos hecho el perjuicio de incendiarles sus jacales,
guiaron a los realistas por el paso del vado, y a las nueve de la mañana del
domingo cinco de noviembre, distinguimos desde la cumbre del cerro que
se halla entre Temazcala y Coesala adonde nos dirigíamos, la vanguardia
de la división de Concha.46

Como indicamos ya, los indios se esfuman prácticamente del relato


literario e histórico cuando la insurgencia empieza a ser acaudillada por
Morelos, y los personajes ficticios del relato de Olavarría pasan a ser des-
de entonces mestizos o mulatos; o incluso pertenecen a la raza negra,
como el capitán Centella, un brujo cubano. Con la desaparición de los
indígenas se pone término al crimen, el desorden y el resentimiento, y la
guerra adquiere principios y métodos justos y legítimos. En palabras de
Benito, la transformación del ejército insurgente operada durante el man-
do de Morelos se dio porque,
44 Ibidem, p. 660. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Esta-
do nacional en México en el siglo XIX, p. 205.
45 Cfr. Olavarría y Ferrari, Enrique de, Episodios históricos mexicanos, p. 1,540.
46 Idem.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 327

honrado en su proceder, cuantos con él militan, honrados también tienen


que ser, pues de otro modo los trata como a enemigos... Su ejército es una
familia ordenada y moral: no sólo no se roba aquí, sino que nadie piensa en
robar: no he vuelto a oír ni una sola voz de venganza, de odio cruel, de
asesinato infame: aquí sólo se grita ¡guerra! ¡guerra! pero guerra como la
que hacen los valientes. Tampoco he vuelto a ver la chusma del primer
ejército: con el señor Morelos no milita aquello que D. Miguel llamaba la
ínfima canalla que acabó por perderle: estas tropas no se componen más
que de la gente que puede armarse y es capaz de comprender y someterse a
la disciplina.47

Las tropas de Morelos, cuenta Carlos Miguel, estaban formadas en su


mayor parte por la población meridional de la Nueva España en la que
menudeaban los mestizos y mulatos—, “gente nacida para la tierra poste-
riormente a la conquista de México por los españoles: allí no había indios
que tuvieran odios de raza que satisfacer”.48 Con la disolución del ejército
insurgente en las norias de Baján “han concluido, para no volverse a le-
vantar, lo espero, aquellas muchedumbres independientes que sólo logra-
ron desacreditar la nobleza y justicia de nuestra causa y convertir en atroz
martirio para [Hidalgo]”.49 Poco después, tras la captura y fusilamiento
de José María Morelos, los indios como grupo desaparecen del relato, y
sólo ocasionalmente intervienen en acciones secundarias demandadas por
la trama literaria.

V. ALGO MÁS SOBRE LOS INDIOS DURANTE LA GUERRA


DE INDEPENDENCIA

1. Criollos e indios, héroes y villanos

La trama literaria de los Episodios permite apreciar con claridad la


pobreza moral que Olavarría y Ferrari atribuye a los indios. Sus héroes
—Benito y María—, ambos criollos, espejos de virtudes, de patriotismo y
de “ilustración” resultan varias veces víctimas de los excesos cometidos
por indígenas. La tensión más extrema se registra cuando dos indios, Tata
Ignacio y Ulloa, famosos en Valladolid por su crueldad, intentaron satis-
47 Ibidem, pp. 773 y 774.
48 Ibidem, p. 780.
49 Ibidem, p. 813.
328 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

facer sus “lúbricos” deseos en Mercedes, la prima de Benito. María, que


trató de defender a la víctima, recibió una puñalada de Tata Ignacio: la
dramática experiencia persuadió a María de que debía exigir a Benito que
abandonara la causa insurgente, pues se hallaba convencida de que los
indios tenían el control del movimiento; incluso pronosticó que el mismo
Hidalgo sucumbiría a su preponderancia. La conversación entre María y
Benito en que se expresan esas convicciones fue escuchada por los in-
dios, que juraron vengarse de ambos. Tata Ignacio prometió acabar con la
vida de Benito: “¡yo me encargo de dejar esta noche al tal Benito más
seco que un bacalao!”.50 Para fortuna de los héroes del relato, estos planes
no llegaron a concretarse, porque sus autores murieron antes de que pu-
dieran llevarlos a cabo.
Resulta muy significativa la explicación que Olavarría pone en boca
de esos indios asesinos, confiados en que nada habían de temer del caudi-
llo insurgente: “si quiere, pues, tener gente para seguir haciendo su papel
de generalísimo, tiene que aceptarnos a nosotros tales como somos, y
aguantar y tragar camote... Que no lo haga así y le corto la cabeza”.51
En descargo de don Enrique hay que añadir que varios de los villanos
de la novela pertenecen también a los grupos peninsular y criollo. El más
despreciable de los primeros posiblemente sea el soberbio virrey José de
Iturrigaray, quien arrastrado por la ambición traicionó a los peninsulares
y sentó las condiciones para el golpe de estado. Entre los criollos, el de
peor catadura moral es sin duda Miguel Garrido, causante de las desgra-
cias por las que atravesaron Benito y María.

2. Los indios y el régimen constitucional de Cádiz

En el capítulo titulado “La Constitución del año doce”, Olavarría y


Ferrari relata los cambios que el sistema constitucional introdujo en la
Nueva España. Aunque no lleva a cabo un análisis detallado del proceso
de convocatoria y reunión de las Cortes, cuestión importantísima para los
americanos, sí resalta que una vez instaladas se atribuyeron facultades so-
beranas; describe la formación de los partidos liberal y servil, y enfatiza
la independencia con que actuaron los americanos y su valiente defensa
de la igualdad de representación ultramarina.

50 Ibidem, p. 384.
51 Ibidem, p. 84.
LOS EPISODIOS HISTÓRICOS MEXICANOS DE OLAVARRÍA 329

En cuanto a la aplicación del régimen constitucional en el Virreinato,


se limita a relatar los sucesos más significativos: la elección del Ayunta-
miento constitucional de la ciudad de México y los problemas surgidos por
la libertad de prensa. Y sobre los cambios que la Constitución gaditana im-
puso a las comunidades indígenas, Olavarría coincide con Lucas Alamán
en señalar las desventajas que se siguieron para la población aborigen:

la Constitución ha perjudicado a los indios, pues en cambio del derecho de


votar que se les ha concedido, se les obliga al servicio militar de que esta-
ban exentos, al pago de contribuciones generales y particulares, se les priva
del régimen peculiar de parcialidades y repúblicas, se extinguen sus cajas
de comunidad, y en vez de sus justicias especiales se les somete a su juris-
dicción ordinaria; en una palabra, cesan para ellos las Leyes de Indias y se
quiere gobernarlos como al resto de los españoles.52

VI. CONSIDERACIONES FINALES

La primera novela histórica que narra la guerra de Independencia en


México a través de episodios puede ser considerada, sin duda, como una
obra historiográfica. Las fuentes consultadas, la crítica y el esfuerzo de
comprensión de este período de la historia de México revelan más a un
cuidadoso historiador que a un novelista.
Ciertamente, los indios no ocuparon el principal protagonismo de esa
historia. Sin embargo, Olavarría y Ferrari alcanzó a comprender que el
papel desempeñado por los indígenas durante la guerra de Independencia
ejerció un influjo preponderante sobre la imagen que se forjaron amplios
sectores de la sociedad mexicana del siglo XIX sobre la población abori-
gen. Y no hace falta enfatizar la difusión que alcanzaron los puntos de
vista de Olavarría que, como novelista, encontró más lectores de los que
hubiera logrado atraer con una obra de naturaleza histórica.
Lo escrito por Enrique de Olavarría y Ferrari no permite valoraciones
positivas sobre la participación de los indios en la guerra de Independencia.
El historiador-novelista español, como tantos otros autores —antes y des-
pués que él—, relegó a un segundo plano la aportación de los indígenas
durante la crisis insurgente, por más que muchos de ellos protagonizaran
batallas, prestaran servicios de espionaje en favor de la causa, fueran
52 Ibidem, p. 1,231.
330 MARÍA JOSÉ GARRIDO ASPERÓ

aprehendidos o fusilados por los realistas o murieran con las armas en


la mano.53
La censura de los indios insurgentes y la negación del pasado indíge-
na como fundamento histórico de la guerra encuentran, pese a todo, una
razón de ser en el relato. Para Enrique de Olavarría y Ferrari, el naciona-
lismo mexicano no debía fundamentarse en la resurrección del pasado in-
dígena, como propusieron Carlos María de Bustamante o fray Servando
Teresa de Mier,54 sino en la reconciliación con el pasado español. Éste
constituía el verdadero origen del México moderno. Reconocerlo sería, a
juicio del autor, el principal acierto; fomentar la rivalidad entre indígenas
y españoles, la mayor torpeza.

53 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 218.
54 Cfr. ibidem, pp. 220-233.
CAPÍTULO DECIMOTERCERO

CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO

Luis Romo CEDANO*

SUMARIO: I. El autor y su obra. II. El porfiriato descrito en El


México Desconocido. III. El embate de la nación mexicana con-
tra los indios. IV. El valor de El México Desconocido.

I. EL AUTOR Y SU OBRA
Entre los extranjeros que visitaron nuestro país durante el siglo XIX, Carl
Sofus Lumholtz (1851-1922) es un autor bastante singular por tres moti-
vos como mínimo. En primer lugar, por su nacionalidad: no es originario
de Estados Unidos, España ni de ninguna gran potencia europea, sino de
Noruega. En segundo término, por su currículum, tan brillante como exó-
tico: tras graduarse en la Facultad de Teología de la Universidad de Cris-
tianía (Oslo), sus inclinaciones naturalistas lo conducen a Australia. De
los años invertidos ahí ----1880 a 1884---- pasa uno entre los aborígenes
caníbales del norte de Queensland, con quienes descubre su vocación
para el estudio de los pueblos primitivos. Luego se enfrasca en las inves-
tigaciones sobre nuestro país, que sólo se verán irremediablemente frena-
das por un acontecimiento fuera de su voluntad: la Revolución de 1910.
Entonces hace viajes de estudio por la India y el sureste asiático. Muere a
los setenta años de edad añorando visitar Nueva Guinea.
En tercer lugar, Lumholtz se distingue también por el propósito de su
presencia en México. Los otros extranjeros del siglo XIX observan a los
indios como parte de un paisaje mexicano que recorren por asuntos de
negocios, profesión o política. Por el contrario, el noruego viene precisa-
mente a conocer a los indios en su calidad de antropólogo; es de paso
como echa una mirada a los demás horizontes del país.
* Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

331
332 LUIS ROMO CEDANO

Según cuenta en el prefacio de Unknown Mexico (El México Desco-


nocido), la obra que aquí abordamos, concibió el proyecto de hacer una
expedición a México durante una estancia en Londres en 1887.1 Interesa-
do en los antiguos indios pueblo que habían construido edificaciones mo-
numentales en las cuevas del suroeste de Estados Unidos, se hizo esta
pregunta: ‘‘¿no podría suceder que algunos descendientes de ese pueblo
existiesen todavía en la parte N.O. de México, tan poco explorada hasta el
presente?’’.2
Por años realizó un intenso cabildeo en Estados Unidos que le valió
el generoso patrocinio de infinidad de millonarios de ese país, así como
de la American Geographical Society y del American Museum of Na-
tural History de Nueva York. También gestionó cartas de recomendación
del gobierno de Washington, que a su vez le abrieron la puerta para
obtener el valioso apoyo político y logístico del presidente mexicano Por-
firio Díaz.
Así, acompañado en un principio por una enorme caravana de treinta
personas y más de un centenar de bestias, inició sus exploraciones en Mé-
xico en 1890. Pronto su inquietud inicial halló una respuesta negativa:
aquí no sobrevivía aquella tradición de los indios pueblo. En cambio,
Lumholtz se topó y quedó fascinado con los tarahumaras, tepehuanos, na-
huas, coras, huicholes, pápagos y tarascos, entre otras etnias indias vivas
a las que dedicaría años de intensos y fructíferos estudios.
En total, emprendió por nuestro país seis viajes de investigación entre
1890 y 1910. En los cuatro primeros ----de septiembre de 1890 a abril de
1891, el primero; diciembre de 1891 a agosto de 1893, el segundo; marzo
de 1894 a marzo de 1897, el tercero, y 1898, el cuarto---- recorrió amplias
zonas de la Sierra Madre Occidental desde la frontera con Arizona hasta
Jalisco, y de Michoacán a la ciudad de México. Sobre estas experiencias

1 Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido. Cinco años de exploración entre las tribus
de la Sierra Madre Occidental; en la Tierra Caliente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de
Michoacán, trad. de Balbino Dávalos, New York, Charles Scribner’s Sons, 1904, vol. I, p. IX. El
original en inglés de esta obra fue imposible encontrarlo en la ciudad de México durante la elabora-
ción del presente trabajo. La Biblioteca Nacional y las bibliotecas de la Universidad Nacional Autó-
noma de México estuvieron cerradas debido al paro estudiantil de 1999 en la máxima casa de estu-
dios. En otras bibliotecas, como la de la Universidad Iberoamericana, la del Museo Nacional de
Antropología e Historia, la del Instituto Mora, la Benjamín Franklin no está. Finalmente lo encontra-
mos en el catálogo de la Colección Especial de El Colegio de México, pero el volumen II está perdi-
do. A falta, pues, del original completo, preferimos citar la edición mencionada al principio de esta
nota, que fue la primera en español.
2 Idem.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 333

versa El México Desconocido. Sus otros dos viajes lo llevarían de nuevo


al occidente del país: Jalisco, Nayarit y Durango en 1905, y Sonora (y
Arizona) en 1909 y 1910.
Estas expediciones iniciaron como un ambicioso proyecto multidisci-
plinario. Según cuenta el autor, cuando por vez primera entró en Sonora
había entre sus acompañantes geógrafos, físicos, arqueólogos, botánicos,
un zoólogo y un mineralogista. Este equipo fue modificándose con el
avance de las exploraciones y acabó por reducirse hasta desaparecer
cuando, en Chihuahua, Lumholtz se convenció de que era mejor viajar
solo para facilitar la convivencia con los indios.
El resultado bibliográfico de estos esfuerzos fue enorme. En 1904,
Lumholtz da cuenta ya de quince trabajos publicados (y otro más en pre-
paración) en inglés, noruego y español, de él y de sus colaboradores.3 Su-
mados a El México Desconocido y a trabajos posteriores del autor basa-
dos en estos viajes, el listado llegó a sumar docenas y docenas de títulos.4
La gran mayoría de ellos tienen un marcado carácter disciplinario: unos
arqueológico, otros antropológico, otros más de ciencias naturales.
En este conjunto, El México Desconocido constituye una obra sui ge-
neris y no sólo por sus extraordinarias dimensiones (mil páginas de la
edición original). Lejos de ser un estudio con una temática puntual, sus
dos tomos amalgaman con gran fortuna la descripción etnográfica con el
relato de viaje al estilo de los exploradores europeos del siglo XIX. Así,
junto a una prolija información científica abundan también las anécdotas
y los detalles sobre el país.
La obra, desde luego, es uno de los pilares de la antropología mexica-
nista, y en particular es un trabajo insoslayable para el estudio de los pue-
blos indios visitados por Lumholtz. Pero gracias a la rica serie de noticias
que contiene, puede fungir igualmente como fuente historiográfica de las
relaciones entre los pueblos indios y el Estado mexicano durante el Porfi-
riato. Desde esta perspectiva es como intentamos analizarlo en las si-
guientes páginas.
Lumholtz publicó el original de esta obra en inglés en 1902, con la
casa Charles Scribner’s Sons de Nueva York. El título completo hacía
referencia al tiempo invertido en sus expediciones: Unknown Mexico. A
Record of Five Years of Exploration among the Tribes of the Western Sie-

3 Cfr. ibidem, pp. XVII-XVIII.


4 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, Montañas, duendes, adivinos..., en Ramírez Morales, César,
(coord.), México, Instituto Nacional Indigenista, 1996, pp. 141-143.
334 LUIS ROMO CEDANO

rra Madre; in the Tierra Caliente of Tepic and Jalisco; and among the
Tarascos of Michoacan.5 Este libro tuvo un importante impacto entre el
público mexicano, al grado de que el propio Porfirio Díaz auspició una
rápida edición en español. Ésta apareció en 1904, gracias a la traducción
de Balbino Dávalos, a través de la misma firma editorial neoyorkina.6
Posteriormente ha alcanzado cuatro ediciones facsimilares ----en 1945,
1960, 1981 y 1994---- en formatos más modestos.7
Es preciso agregar que un amplio número de autores mexicanos
ha escrito ensayos sobre Lumholtz y El México Desconocido,8 entre ellos
nada menos que Juan Rulfo.9

II. EL PORFIRIATO DESCRITO EN EL MÉXICO DESCONOCIDO

La sensación general de México que proyecta Lumholtz es la de un


país que avanza aceleradamente desde el caos de su pasado hacia el bri-
llante concierto de la civilización. El hecho mismo de sus expediciones es
posible ----y así lo entiende de manera implícita---- gracias a la estabilidad
lograda por el gobierno de Porfirio Díaz. En la visión del autor, México
es ya, a pesar de sus sombríos antecedentes hispánicos y del desorden po-
lítico-social de la mayor parte del siglo XIX, un país organizado.
Para la época en que el explorador llegó a México, Díaz había logra-
do establecer el gobierno más sólido desde la Independencia y le había

5 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, Unknown Mexico. A Record of Five Years..., New York, Charles
Scribner’s Sons, 1902.
6 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido..., trad. de Balbino Dávalos, New York,
Charles Scribner’s Sons, 1904.
7 El México Desconocido... México, Publicaciones Herrerías (Ediciones culturales), 1945, 2 vols.
El México Desconocido... México, Editora Nacional (Colección económica, 827 y 828), 1960,
2 vols. [reedición, 1970].
El México Desconocido... México, Instituto Nacional Indigenista (Clásicos de antropología, 11),
1981, 2 vols.
El México Desconocido..., Chihuahua, Programa Editorial del Ayuntamiento de Chihuahua,
1994. Es difícil saber si se publicaron los dos volúmenes. Conseguimos el volumen I a través de un
pariente que nos hizo favor de comprarlo en una librería de Chihuahua. Sin embargo, el volumen II
no lo encontramos por ninguna parte. A través de una pesquisa telefónica dimos con el profesor Ru-
bén Beltrán Acosta, cronista de aquella ciudad, quien ignora si se publicó o no dicho volumen. Dado
que sólo el volumen I describe el estado de Chihuahua y considerando los intereses políticos de la
administración municipal que publicó la obra (en 1994 el presidente municipal era el priísta Patricio
Martínez, actual gobernador de la entidad), creemos que en esta edición no se publicó el volumen II.
8 Un listado sobre estas obras aparece en Lumholtz, Carl Sofus, Montañas, duendes..., p. 143.
9 Cfr. Rulfo, Juan, ‘‘El México desconocido de Carl Lumholtz’’, México Indígena, México,
número extraordinario, 1986, núm. 67.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 335

otorgado una estructura bien articulada entre sus distintos niveles jerár-
quicos. Lumholtz gozó en todos sus recorridos de la protección guberna-
mental prometida por Díaz. Las cartas de recomendación del presidente o
de los gobernadores casi siempre surtían efecto entre los presidentes mu-
nicipales o los jueces de las localidades más remotas.10 Y a manera de
ejemplo de la dedicación y eficiencia de la administración, Lumholtz ob-
servó en el pueblo huichol de San Andrés cómo un funcionario enviado
por el jefe político de Mezquitic, Jalisco, trabajó pacientemente durante
diez días para llevar a cabo el censo de 1895 entre los indios de la zona.11
Esta diligente estructura política iba aparejada con una relativa paz,
de acuerdo a este autor. La guerra apache estaba ya casi del todo extinta
en los años noventa del siglo XIX, y Lumholtz no encontró a estos fero-
ces indios en ningún rincón del norte, a pesar de que había rastros de ellos
en una enorme zona.12 Igualmente, la lucha de Manuel Lozada se había
convertido en un lejano recuerdo en el distrito de Tepic. Sólo en algunas
partes de Chihuahua, donde a la sazón (1891-1892) se verificaba la san-
grienta revuelta de Tomóchic,13 el autor detectó partidas de maleantes y
‘‘revolucionarios’’,14 aunque no habló de la lucha.15 Pero en otros estados
el bandolerismo era mínimo. Lumholtz nunca fue asaltado o robado.
Cuenta que en el camino de Guadalajara a Zapotlán el Grande (Ciudad Guz-
mán), Jalisco, solían merodear en el pasado los ladrones de diligencias y que
incluso entre ellos había funcionarios judiciales.16 Pero concluye estas re-
flexiones con frases que parecen envueltas en un suspiro de alivio:

cuando se piensa en la inseguridad de la vida y de la propiedad que preva-


leció en México hasta bien entrada la segunda mitad del siglo, nunca será
excesivo el crédito de la presente administración por haber elevado la
República, en este como en otros respecto, al nivel de las naciones civili-
zadas.17

10 Cfr. Lumholtz, Carl Sofus, El México Desconocido..., trad. de Balbino Dávalos, New York,
Charles Scribner’s Sons, 1904, vol. I, pp. 133 y 417, y vol. II, p. 53.
11 Cfr. ibidem, vol. II, p. 97.
12 Véase infra: III, 4.
13 Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: To-
móchic 1892, tesis de doctorado, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 1996, y Ferrer
Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo
XIX, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 348-349 y 624.
14 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 3, 99, 132 y 369.
15 Véase infra: IV.
16 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 318-319.
17 Ibidem, vol. II, p. 319.
336 LUIS ROMO CEDANO

Mucho más evidentes eran los signos de progreso material. El ferro-


carril se extendía ya por todos los estados que visitó el explorador. A es-
casos diez años de que se concluyeran los trabajos del Ferrocarril Central
en el estado de Chihuahua, los tarahumaras, que habitaban a centenares
de kilómetros de las vías, sabían de su existencia.18 Las minas eran traba-
jadas intensamente, con frecuencia gracias a la inversión extranjera. En
Batopilas, Chihuahua, Lumholtz fue recibido ‘‘cordialmente’’ por el due-
ño de la explotación de plata, el estadounidense A. R. Shepherd.19 En
todo el territorio, el campo era sembrado y había labores en las abundan-
tes fincas y haciendas.
Con todo, las narraciones de nuestro autor dan la señal de alarma en
dos asuntos sobre los que existían graves rezagos legislativos. Uno de
ellos se refería a la riqueza arqueológica. Lumholtz desenterró y compró
alegremente infinidad de vasijas, figurillas y esculturas antiguas, además
de restos humanos, a todo lo largo de su ruta. Especialmente cuantioso
fue el tesoro que se llevó de la zona arqueológica de Casas Grandes, Chi-
huahua, hoy conocida como Paquimé. Pero tenía una gran justificación:
‘‘la ley que prohíbe las excavaciones sin permiso especial del Gobierno
de México, aún no se promulgaba por entonces’’.20
El otro notorio hueco legal era el que se abría sobre las tierras de los
indios. Por todas partes, éstos se encontraban en vías de perder sus tierras
ancestrales. Resulta difícil precisar con base en esta obra cuál era la situa-
ción jurídica que propiciaba tales despojos, puesto que el autor omite las
explicaciones legales sobre el tema. Sin embargo, para nosotros es claro
que tienen que ver las distintas legislaciones promulgadas a todo lo largo
del siglo XIX y aun desde antes, que habían limitado o proscrito la tenen-
cia comunal de las tierras indias. Ya desde las reformas borbónicas se ha-
bía desatado la controversia sobre este tipo de tenencia territorial,21 y los
últimos regímenes españoles habían establecido leyes para privatizar las
tierras comunales de los pueblos indios y de las misiones.22 Más adelante,
durante el período independiente, distintas legislaciones nacionales y es-
tatales dieron renovado impulso a esta tendencia. Hay que hacer notar en

18 Cfr. ibidem, vol. I, p. 328.


19 Cfr. ibidem, vol. I, p. 178.
20 Ibidem, vol. I, p. XIII. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 221, nota 170.
21 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 412
22 Cfr. ibidem, pp. 413-416.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 337

referencia a las zonas visitadas por Lumholtz que, desde los comienzos
del federalismo, ‘‘varios congresos estatales aprobaron leyes que abolían
el derecho de los pueblos a poseer tierras: Chihuahua, Jalisco y Zacate-
cas, en 1825; Chiapas y Veracruz, en 1826; Puebla, Estado de Occidente
y Michoacán, en 1828’’.23 Más adelante vino el golpe definitivo con la
Ley Lerdo, de carácter federal, en 1856.
Ciertamente las legislaciones por sí mismas no bastaron para producir
los despojos. Ellas eran simplemente una condición indispensable; el
complemento activo de la fórmula radicaba más bien en la ambición de
quienes buscaban hacerlas efectivas. Pero también es necesario tomar en
cuenta que ‘‘el grado de incumplimiento de la legislación constitucional
española y de los posteriores mandatos federales y estatales en relación
con la abolición de la propiedad comunal alcanzó niveles elevados, si
bien varió sensiblemente de uno a otro espacio geográfico’’.24 No fue fá-
cil concretar esta privatización, además de que se trató de un proceso de
décadas. Es pertinente recordar esto para entender las anotaciones del no-
ruego, quien da cuenta de un espectáculo multiforme con diferentes situa-
ciones de despojo territorial, incluidos algunos raros casos de indios exi-
tosos en la defensa de su propiedad comunal.25
Un elemento interesante de este asunto es también el referente a los
agentes involucrados en los pleitos y despojos de tierras. Como se sabe,
los responsables en todo el país fueron muy variados: grandes hacendados,
pequeños propietarios independientes, pueblos indios o mestizos colin-
dantes, funcionarios medianos que lucraban con su posición de poder, etcé-
tera.26 Las notas de Lumholtz confirman lo anterior. Si bien la mayoría de
las veces el autor acusa a mestizos anónimos, también habla de pleitos
de linderos entre los propios indios,27 y en algunas ocasiones ----como en
el caso de Zapotlán el Grande28---- el autor señala como culpables del des-
pojo a hacendados ‘‘blancos’’. Eso sí, muy lejos de su campo visual polí-
tico quedaron las compañías deslindadoras, beneficiarias directas del pro-
ceso liberal de desamortización. Aunque claramente en la segunda mitad
del siglo XIX tuvieron un papel protagónico en el reacomodo de la pro-

23 Ibidem, p. 417.
24 Ibidem, p. 418.
25 Véase infra: III, 2.
26 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 395-396.
27 Véase infra: III, 6.
28 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 320 y 323.
338 LUIS ROMO CEDANO

piedad territorial en infinidad de lugares, como Chihuahua29 y el área hui-


chola,30 Lumholtz no las toma en cuenta.
Un problema adicional, sobre el que volveremos más adelante,31 ha-
cía aún más pesada para los indios la defensa de su tierra comunal: las
dificultades de los litigios. Estos inconvenientes, que potenciaban el daño
de la legislación, sí los percibió Lumholtz.32 No había forma imaginable de
cumplir con todo lo que implicaba un pleito legal: la lejanía de los tribunales,
los procesos en una lengua extraña, los trámites de años, los costos de los
viajes, el papeleo... todo era algo fuera del alcance de los indios.
Grave y ubicuo como era el problema de la tenencia de las tierras
entre los indios, no parecía generarle oposición política a Porfirio Díaz.
Por el contrario ----y también lo veremos más adelante33---- la autoridad
gozaba de gran prestigio según los apuntes de Lumholtz.
Esta obra finalmente da testimonio de que, como sabemos, el gobier-
no de Díaz gozó, al menos por un tiempo, de un resplandor y una fortale-
za que por mucho rebasaron a los de todos los gobiernos mexicanos ante-
riores durante aquel siglo. Pero también describe, como lo vemos en el
siguiente capítulo, un país profundamente dividido en el nivel étnico.

III. EL EMBATE DE LA NACIÓN MEXICANA CONTRA LOS INDIOS


1. Los indios... y los demás
El México Desconocido plantea que la construcción del proyecto me-
xicano de nación a finales del siglo XIX se realizaba, en gran medida, a
expensas de la integridad de los pueblos indios, de forma tal que colocaba
a uno y a otros en posición antagónica. No siempre fue así, ni siempre
subraya Lumholtz esta situación al referirse a las relaciones de los indios
con el resto del país, pero en definitiva es una de las principales conclu-
siones que se desprenden de la lectura de este libro.
La validez de esta conclusión proviene de su doble origen en el texto.
Ciertamente es una tesis implícita en la apreciación subjetiva del autor,
pero también está presente en una larga serie de anécdotas, datos, obser-
29 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, p. 481.
30 Cfr. ibidem, pp. 453 y 485.
31 Véase infra: III, 5.
32 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 217-218 y 461-462, y vol. II, pp.
53-54.
33 Véase infra: III, 5.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 339

vaciones; en suma, en información concreta que, más allá de los criterios


del autor, la avalan.
Había en la última década del siglo XIX un embate contra los pue-
blos indios. Embate y no confrontación, puesto que llevaba una dirección
fundamental: del México no indio ----o no exclusivamente indio---- hacia
los indios. De algún modo provenía esta presión avasalladora de la co-
rriente principal de la vida mexicana: de las estructuras sociales, econó-
micas y políticas dominantes en el México de la época. No obstante, resulta
complicado ubicar su origen según la obra. Lumholtz, como etnógrafo,
parte de su búsqueda de la identidad india, que cuanto más pura, es mejor.
Frente al indio está ese nebuloso proyecto de nación que propiamente re-
sulta todo lo demás. Los que no son indios son llamados indistintamente
la civilización, los vecinos (según la expresión favorita de los propios in-
dios del Occidente), los mexicanos, los mestizos o los blancos. La facili-
dad con la que el autor usa uno u otro de estos términos indica que la
propia nacionalidad mexicana no es un concepto del todo claro; al menos,
el hecho de usar indiscriminadamente los términos de mestizos y blancos
remite a una indefinición racial de lo mexicano. Pero la clara división por
la que los indios quedan fuera de ese proyecto es el primer signo del em-
bate del que hablamos.
Este embate era sobre todo de carácter social, al menos para los in-
dios, en el sentido de que su principal efecto era la modificación sustan-
cial ----cuando no la desaparición completa---- de sus organizaciones como
pueblos. La gran ofensiva de los mexicanos, pese a su heterogeneidad,
apuntaba a una meta que la historia reciente ha ratificado: la victoria, no
definitiva ni total, pero sí amplia y duradera, del proyecto nacional ----esto
es, de un modo particular de vida económica, política, social, etcétera----
sobre la existencia de los pueblos indios como tales.
Hay que admitir que en la relación de los indios con el resto del país
también había ciertos elementos de cordialidad y que tales elementos están a
veces anotados en la relación del noruego. Sin embargo, la sensación de hos-
tilidad es el tempo predominante, según la obra. ¿En qué términos se daba
esta lucha? Eso es lo que procuramos responder en los próximos incisos.

2. La ofensiva de los mestizos sobre los indios

Una condición previa a lo que llamamos ofensiva, es la extensa ig-


norancia que había entre los mestizos sobre los indios. En Guachóchic,
340 LUIS ROMO CEDANO

Chihuahua, Lumholtz conversó con el ‘‘hombre principal’’ del poblado,


un mestizo llamado don Miguel. Cuenta respecto a esa entrevista lo si-
guiente:

pudo darme también algunos informes generales sobre los indios; pero no
sólo allí, sino en muchas otras partes de México, á menudo me dejaba estu-
pefacto la ignorancia de los agricultores mexicanos acerca de los indios
que vivían a sus puertas. Salvo ciertos especialistas distinguidos, aun los
mexicanos inteligentes saben muy poco de las costumbres, y mucho menos
de las creencias de los aborígenes. En lo que mira á los [tarahumaras] paga-
nos de las barrancas, no pude adquirir más noticia que la certidumbre del
general desprecio que se les tiene por salvajes, bravos y broncos.34

Sobre esa base no era difícil que los mestizos abusaran de los indios.
Un primer tipo de abusos consistía en los engaños perpetrados por los co-
merciantes que se internaban en las sierras. Entre los tarahumaras de la
sierra de Chihuahua, los mercaderes bilingües, llamados lenguaraces, so-
lían embaucar a los indios canjeándoles ovejas y ganado por baratijas o
mezcal.35 También vendían a precio elevado supuestos polvos mágicos.36
Pero igualmente eran comunes los engaños más descarados.
A veces, los lenguaraces vendían a crédito o prestaban sumas peque-
ñas de dinero. Como los indios no tenían una medida clara de los plazos,
incumplían en los vencimientos y el mercader se cobraba en especie ----gene-
ralmente animales---- lo que se le venía en gana.37 Otras transacciones
eran aún peores:
una vez compró un mexicano á un indio, á crédito, una oveja, y después de
matarla, la pagó con la cabeza, las tripas y la piel. Otro la hizo mejor. Pagó
su borrego en la misma moneda, y ‘‘habló tan bien’’ que el indio se conten-
tó con quedar debiéndole todavía, como resultado final de la transacción.
Otro mexicano indujo a un indio a que le vendiera once reses que era casi
todo el ganado que poseía. Convínose que el mexicano pagaría dos vacas
por cada buey, pero como no llevaba vacas, dejó en prenda su caballo ensi-
llado, y el indio sigue aguardando las vacas. Cuando le expresé mi sorpresa
por la facilidad con que había sido engañado contestó que el mexicano
¡‘‘hablaba tan bien!’’ Les halaga tanto oír su lengua en boca de un blanco,

34 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 196.


35 Cfr. ibidem, vol. I, pp.180-181.
36 Cfr. ibidem, vol. I, p. 281.
37 Cfr. ibidem, vol. I, p. 404.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 341

que desatienden toda precaución y quedan completamente á merced de los


bribones que se aprovechan de tanta debilidad.38

Los casos anteriores, de la zona tarahumara, eran comparables a los


de otras regiones indias. En todas partes, astutos mestizos timaban a los in-
dios en el juego y los despojaban de su dinero, animales o tierras, si bien
con mayor frecuencia recurrían al poder embrutecedor del alcohol.39
Cuenta Lumholtz, como testigo presencial, que al tercer día de la fiesta
del jículi,40 en Rancho Hediondo, en el área huichola de Jalisco, cuando
todos los indios ya estaban en plena borrachera, ‘‘algunos [mexicanos]
llegaron de Bolaños, Jalisco, con un barril de sotol é hicieron un magnífi-
co negocio... [A los indios] los derribó el aguardiente con tal prisa que no
pudieron terminar la fiesta debidamente’’.41
Aparte estaban los maleantes de oficio, como el ladrón Pedro Chapa-
rro, del poblado serrano de Calavera, Chihuahua, quien ‘‘no limitaba sus
fechorías á los mexicanos, sino que las practicaba con los indios mismos
siempre que había oportunidad para hacerlo’’.42 Y junto a ellos había aventu-
reros que armaban broncas o violaban mujeres en medio de las festividades
de los indios.43
La sostenida rapiña mestiza tenía como resultado adicional la corrup-
ción de las costumbres indias. El autor acota, por ejemplo, que las autori-
dades indias aprendían el sistema de sobornos de los mestizos44 y que no
faltaban indios que se coludían con los blancos para cometer latrocinios.45
Los casos de tierras usurpadas por los mexicanos eran igualmente nu-
merosos. Lumholtz señala que los ‘‘vecinos’’ se habían apropiado de gran
parte de las tierras de los tarahumaras en Temosachic46 y Guachóchic.47 A
los tepehuanos no les iba mejor.48 ‘‘Los tepehuanes de los alrededores de

38 Ibidem, vol. I, p. 405.


39 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 406 y 412.
40 En esta fiesta, los indios ----sobre todo coras y huicholes---- ingerían jículi, es decir, peyote, el
cacto sagrado, que por sus propiedades alucinógenas y estimulantes los sumía en una especie de orgía
mística.
41 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 276. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono
López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 116-118.
42 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 132.
43 Cfr. ibidem, vol. I, p. 405.
44 Cfr. ibidem, vol. II, p. 247.
45 Cfr. ibidem, vol. II, p. 252.
46 Cfr. ibidem, vol. I, p. 119.
47 Cfr. ibidem, vol. I, p. 195.
48 Cfr. ibidem, vol. I, p. 412.
342 LUIS ROMO CEDANO

Baborigame (Chihuahua) arriendan ahora frecuentemente sus tierras á los


mexicanos por varios años, pero rara vez las recobran, porque los ‘veci-
nos’ cuentan con la poderosa colaboración del mezcal’’.49 Y más al sur
también había presiones sobre los predios y pueblos de los huicholes50 y
de los tarascos.51
Sin embargo, en cuestiones de tierras no todo era pérdida para los in-
dios. El autor indica que la organización tradicional de tierras comunales
persistía, al menos entre los huicholes.52 También destaca que en general
los indios ‘‘hasta el presente, han resistido tenazmente á todo esfuerzo del
gobierno mexicano’’ por dividirles las tierras.53
En ciertos lugares, grandes terrenos seguían en posesión de los in-
dios, por ejemplo, en Bocoyna, Chihuahua.54 En Mesa del Nayar, Nayarit,
una veintena de mexicanos pobres sin casa propia arrendaban tierras de
los coras,55 y sobre el poblado de San Francisco, Nayarit, el noruego co-
menta entusiasmado: ‘‘tuve allí la complacencia de ver á mexicanos po-
bres de otras regiones del país, trabajando en los campos de los coras, que
les pagaban el acostumbrado jornal de veinticinco centavos’’;56 aunque acla-
ra que ese espectáculo fue el primero y último que vio en todo México...
Al despojo se sumaban a veces las agresiones físicas. Los coras del
citado pueblo de Mesa del Nayar, escribe, ‘‘hará apenas unos cuarenta
años, eran conducidos á la iglesia sólo a fuerza de latigazos’’.57
En derredor de todo esto se cernía toda una cultura mestiza de pro-
fundo desprecio hacia los indios. En varias ocasiones, Lumholtz explica
que los indios ocultaban sus creencias religiosas paganas por temor a que
los mexicanos los ridiculizaran.58 Los arrieros mestizos que acompañaban
al autor en San Francisco, Nayarit, consideraban a los huicholes ‘‘malos y
asesinos’’.59
En la ciudad de Tepic, de acuerdo con Lumholtz, había un reglamen-
to muy sugerente: por motivos de ‘‘decencia’’ ----decencia a la mestiza, desde

49 Ibidem, vol. I, p. 420.


50 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 111, 151-152 y 179.
51 Cfr. ibidem, vol. II, p. 353.
52 Cfr. ibidem, vol. II, p. 261.
53 Ibidem, vol. II, p. 251.
54 Cfr. ibidem, vol. I, p. 134.
55 Cfr. ibidem, vol. I, p. 490.
56 Ibidem, vol. I, p. 496.
57 Ibidem, vol. I, p. 490.
58 Cfr. ibidem, vol. I, p. 414, y vol. II, p. 123.
59 Ibidem, vol. I, p. 515.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 343

luego---- era obligatorio el uso del pantalón, prenda por lo general jamás
usada por indios o jornaleros pobres. Un gesto de benevolencia mitigaba
la dureza de esta ley: una vez que entraban al poblado, los indios tenían
un día de plazo para comprar o alquilar pantalones, como los mestizos.60
Quizá el ejemplo más pintoresco de este desprecio lo da la anécdota
sobre la entrevista del autor con el hombre más rico del pueblo de Toná-
chic, Chihuahua, un mexicano: ‘‘habiéndole yo dicho que me simpatiza-
ban los tarahumares, me contestó: ‘pues lléveselos a todos, uno por uno’.
Lo único que le interesaba de los indios eran sus tierras, de las cuales se
había apropiado ya una buena porción’’.61

3. La reacción de los indios

La primera respuesta de los indios al acoso de los mexicanos era la


desconfianza. Siempre que Lumholtz establecía los primeros contactos
con las distintas etnias ‘‘los nativos me hacían persistente oposición’’,
cuenta en el prefacio, ‘‘son muy desconfiados de los blancos, lo que no es
extraño, pues poco les han dejado que perder’’.62
En San Sebastián, Jalisco, los huicholes ‘‘miran con desconfianza á
los blancos y nunca les permiten que duren allí mucho’’.63 En Capácuaro,
Lumholtz se vio en el más peligroso trance de su viaje, cuando los taras-
cos del lugar, armados de escopetas, le prohibieron tomar fotografías y lo
expulsaron. Como cortesía mínima iban a permitirle pasar la noche en el
pueblo, dado que ya era tarde, pero las mujeres, todavía más desconfia-
das, ‘‘no consintieron en esto’’.64
Hasta Ángel, un indio mexicanizado de Jalisco que resultó uno de sus
guías más fieles, recelaba de Lumholtz. A pesar de la buena relación que
tenían, Ángel le decía: ‘‘supongo que algún día, con ayuda de todo lo que
se lleva, se apoderará de los pueblos y caminos de nuestra tierra. Usté ha
tomado notas de todo, me parece a mí’’.65
Contrasta esta actitud con la del resto de los mexicanos. En los pue-
blos mestizo-criollos de Sonora, por ejemplo, siempre se le hacía ‘‘un

60 Cfr. ibidem, vol. II, p. 286.


61 Ibidem, vol. I, p. 227.
62 Ibidem, vol. I, p. XV.
63 Ibidem, vol. II, p. 259.
64 Ibidem, vol. II, pp. 424-427.
65 Ibidem, vol. II, p. 454.
344 LUIS ROMO CEDANO

cordial recibimiento’’,66 cosa que jamás le ocurrió en ningún poblado in-


dio de la República entera.
El temor de los indios se combinaba con un sentimiento de desprecio
hacia los mestizos, espejo fiel del desprecio de éstos hacia aquellos. La
barba, característica genética de los blancos y no de los indios, les resul-
taba repugnante. Describe el autor las ideas de los tarahumaras sobre el
particular:

es raro que les salga barba, y si alguna les aparece, se la arrancan. Siempre
representan al diablo con barba, y llaman irrisoriamente á los mexicanos
shabótshi, ‘‘los barbones.’’ pesar de que les gusta mucho el tabaco, no qui-
so aceptar un indio el que yo le daba, temiendo que al recibirlo de un blan-
co le fuera á salir barba.67

Los indios detestaban parecerse a los mexicanos. Entre los coras, por
ejemplo, había algunos que tenían barba; sin embargo, ‘‘todos insisten en
que no se han mezclado con los mexicanos’’.68 Resulta cómica y signifi-
cativa la treta que empleó Lumholtz para tomar una fotografía de los co-
ras de Mesa del Nayar:

así pues, cuando algunos de los principales consintieron en dejarse fotogra-


fiar, les pedí, con el propósito de obtener imágenes directas de su físico,
que se quitasen la camisa, á lo cual se negaron; pero hiciéronlo inmediata-
mente que les dije que con ellas parecerían ‘‘vecinos’’.69

En Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán), Jalisco, los indios, aunque


ya mexicanizados, llamaban ‘‘coyotes’’ a los hacendados.70
El desprecio hacia los mexicanos se expresaba también con imágenes
y buenas razones. En Guachóchic, los tarahumaras ‘‘atribuyen los malos
tiempos á la presencia de los blancos que los han privado de sus tierras y
de su libertad, y creen que los dioses, irritados contra los blancos, se nie-
gan á enviar la lluvia’’.71 En otras partes, los mismos indios atribuían el
66 Ibidem, vol. I, p. 13.
67 Ibidem, vol. I, pp. 232-233.
68 Ibidem, vol. I, p. 479.
69 Ibidem, vol. I, p. 486.
70 Cfr. ibidem, vol. II, p. 323, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indíge-
nas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 67.
71 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 198. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono
López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 76.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 345

fenómeno a que ‘‘las locomotoras de los americanos están echando tanto


humo que Tata Dios se ha enojado’’.72 Pero quizá el caso más ilustrativo
sea la leyenda cora sobre su dios principal, Chulavete, la Estrella de la
Mañana (Venus). Esta leyenda narraba que los ‘‘vecinos’’ le habían toma-
do afición a Chulavete, un pobre indio, y comenzaron a invitarlo a comer.
Él asistía a los convites vestido elegantemente como mestizo. Cuando in-
tentó ir con su vestimenta india, los ‘‘vecinos’’ lo desconocieron y lo insulta-
ron diciéndole ‘‘indio puerco’’. Al día siguiente regresó con apariencia de
vecino (incluida la barba), y fue admitido; pero en la mesa, ante el susto
de sus hipócritas anfitriones, desmenuzó el pan sobre su ropa y vertió en
ella toda la comida. Indignado, Chulavete explicó que hacía eso porque
era el vestido lo que ellos apreciaban en él, pero que como indio lo humi-
llaban. Y dejándolos plantados se fue de la casa.73
Al margen de la reacción en el plano simbólico, los indios practica-
ban una especie de apartheid en el estricto sentido sudafricano del térmi-
no hasta donde sus medios se los permitían. Cuando podían, impedían o
limitaban el acceso de los forasteros a sus pueblos: en Pueblo Viejo, Du-
rango, por ejemplo, los nahuas toleraban la presencia de los tepehuanos
que llegaban huyendo del avance de los blancos, e incluso les permitían
mezclarse con ellos, pero a los mestizos no los dejaban vivir en los confi-
nes del pueblo.74 Cuando no había forma de evitarlo, eran los indios lo
que se alejaban, como los tarahumaras de la región de la Barranca del
Cobre: ‘‘muchas cuevas, hasta donde recuerdan los habitantes de las cer-
canías, han estado permanentemente abandonadas, debido a la ocupación
de las tierras por los mexicanos, pues los indios no gustan vivir cerca de
los blancos’’.75
Más aún, era frecuente el rechazo a los matrimonios interétnicos. En
los territorios de predominio indio, Lumholtz casi no reporta la presencia
de familias mezcladas. Sobre los tarahumaras de Nonoava, Chihuahua, el
autor comenta:

las mujeres de allí se resisten á unirse con hombres de otra raza, y hasta
hace muy poco no se quería a los niños que resultaban de color más claro.
Madres ha habido en este particular que unten de grasa á sus hijos y los

72 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 328.


73 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 498-499.
74 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 460-461.
75 Ibidem, vol. I, p. 166.
346 LUIS ROMO CEDANO

pongan al sol para que se les oscurezca la piel. En opinión general de la


tribu, los cruzamientos de castas producen gente mala que ‘‘algún día se
peleará en las fiestas.’’ Se refieren casos en que las mujeres hayan dejado
en los bosques, para que perezcan, á sus hijos mestizos, y á menudo los dan en
adopción á los mexicanos. En los distritos exteriores, sin embargo, se han
mexicanizado mucho los indios, y tienen frecuentemente alianzas con los
blancos.76

Por otra parte, los indios no se encontraban indefensos ante las agre-
siones de ‘‘la civilización’’. Sus sistemas tradicionales de organización
los proveían de mecanismos de justicia relativamente eficientes. Es muy
pintoresca la descripción que Lumholtz ofrece de un juicio llevado a cabo
por los tarahumaras de Cusárare, para resolver un adulterio.77 El veredicto
de los jueces y unos cuantos azotes bastaron para reintegrar al marido fu-
gado a su vieja familia y encontrarle acomodo a la mujer adúltera. Y en
ocasiones, lo que funcionaba bien entre los indios también era eficaz con
los mestizos.
El autor informa de que, haciéndose justicia por su propia mano, los
indios mataron a Teodoro Palma, un bandido chihuahuense.78 ‘‘Si los ru-
mores que corrían acerca de él eran fundados, merecía ciertamente esa
suerte’’, expresa.79 A veces, los tarahumaras lograban capturar a aventure-
ros que irrumpían en sus fiestas; los llevaban a las autoridades y los obli-
gaban a pagar los gastos de otra fiesta más.80
Entre los tepehuanes de Lajas, Durango, la estructura de autoridad in-
dia era en extremo rigurosa.81 Controlaba con mano dura los matrimonios
y los asuntos amorosos, vigilaba con celo la presencia de forasteros y rá-
pidamente castigaba cualquier intento de robo o asesinato. Una anécdota
sobre el robo de tres reses del escribano local dibuja muy bien cómo se
impartía justicia en el lugar:

cogieron á dos tepehuanes acompañados de un ‘‘vecino,’’ que era el cóm-


plice que los había inducido á cometer el delito. El blanco recibió, al punto
como hubo llegado al pueblo, veinticinco azotes, y fue sometido por dos
horas á la torturadora agonía de tener al mismo tiempo, metidos en el cepo,

76 Ibidem, vol. I, p. 407.


77 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 137-141.
78 Cfr. ibidem, vol. I, p. 402.
79 Ibidem, vol. I, p. 403.
80 Cfr. ibidem, vol. I, p. 405.
81 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 451-453.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 347

la cabeza y los pies. Al otro día le aplicaron diez azotes; al siguiente, cinco,
y ocho días más tarde lo llevaron á Durango. En cuanto á los dos indios sus
cómplices, que eran padre é hijo, fueron asímismo puestos en cepos, y es-
tuvieron dos semanas recibiendo, cada cual, cuatro azotes diarios y muy
escaso alimento, además de lo cual los privaron de sus cobijas.82

Con los huicholes, la cosa no era muy distinta. En el pueblo de San


Andrés Coamiata, Nayarit, Lumholtz atestiguó el siguiente episodio:

la monotonía de las aguas fue interrumpida un día por la captura de dos


‘‘vecinos’’ que habían ensanchado sus ranchos á costa del territorio hui-
chol. Las autoridades nativas les ordenaron que devolviesen la tierra usur-
pada, y como los cautivos se negaron á hacerlo, al punto se les puso presos,
dejándolos varios días sin recibir, oficialmente, ningún alimento, pues en
opinión de los indios, no constituye la cautividad un castigo, si no va
acompañado del hambre. Los indios pueden resistir á grandes privaciones,
habiendo habido casos en que á tal grado se les hayan reducido las fuerzas,
que al ponerlos en libertad, sólo pueden caminar á gatas. Los dos mexica-
nos de cuya aprehensión hablo, se salvaron de morir de inanición por la
bondad de Don Zeferino [un escribano y maestro mestizo que vivía en San
Andrés], que les mandaba algo de comer; pero las exigencias del estómago
vencieron al fin su resistencia y acabaron por prometer que se retirarían del
rancho dejando en garantía una mula valuada en diez y ocho pesos. No
deja de ser satisfactorio el que los indios logren alguna vez, por excepción,
imponerse á sus ‘‘vecinos’’.83

Finalmente, existía para los indios el recurso de la violencia social


como defensa ante el embate mexicano. El relato no menciona caso algu-
no, pero por indicios se desprende que no era un mecanismo raro. Por
ejemplo, al salir de San Francisco, Nayarit, Lumholtz recibió a un mensa-
jero de las autoridades gubernamentales de Jesús María advirtiéndole de
un levantamiento huichol.84 Sus arrieros mestizos, al oír semejante cosa,
se negaron a ensillar y le propusieron regresar. La advertencia al final de
cuentas resultó sin fundamento, pero llama la atención la credibilidad que
una noticia como ésa podía tener. Igualmente, el autor menciona un cona-

82 Ibidem, vol. I, p. 453.


83 Ibidem, vol. II, pp. 60-61.
84 Cfr. ibidem, vol. I, p. 515.
348 LUIS ROMO CEDANO

to de motín tarahumara en Norogachic, Chihuahua, que el hábil presiden-


te municipal pudo aplacar.85
En todo caso, hubo un largo capítulo de defensa armada india que si
bien Lumholtz no presenció, sí pudo recoger a través del amplio rastro de
sangre que dejó: la guerra apache.

4. La reacción radical: el recuerdo de los apaches

El noruego nunca vio durante sus expediciones por México a un solo


apache; sin embargo, menciona a estos indios docenas de veces. ¿Por
qué? Porque aún había algunas partidas de guerreros apaches y, sobre
todo, porque la memoria colectiva de la cruenta lucha contra ellos estaba
vivísima. Tal vez el noruego nunca los vio, pero se previno contra ellos:
la porción más septentrional de la Sierra Madre del Norte ha permanecido
desde tiempo inmemorial bajo el dominio de las tribus salvajes de apaches,
que han estado siempre contra todos, y todos contra ellos. Hasta que el Ge-
neral Crook, en 1883, no redujo á esos peligrosos nómades á la sumisión,
no fué posible hacer allí investigaciones científicas; y quedan, de hecho,
todavía pequeñas bandas de ‘‘hombres de los bosques’’; por lo que mi co-
mitiva tenía que ser suficientemente fuerte para afrontar cualquiera dificul-
tad con ellos.86

Con frecuencia, el explorador encontró rastros de estos indios ----ve-


redas, monumentos, etcétera87---- y escuchó los relatos de sus masacres en
Chihuahua y Sonora.88 En una ocasión halló latas vacías con la marca
‘‘Fort Bowie’’, basura de los soldados gringos del general Crook que en
tierra mexicana habían perseguido años atrás a los feroces indios.89 Apar-
te, apunta las noticias de las tropelías cometidas por ellos mientras él es-
tuvo en México, como el asesinato de un colono mormón90 o el de otros
dos gringos cerca de Casas Grandes.91
Dos detalles nos alertan sobre la intensidad de lo que fue la lucha de
estos indios. El primero es el terror que despertaba su mero nombre entre
85 Cfr. ibidem, vol. I, p. 204.
86 Ibidem, vol. I, p. XI.
87 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 31, 39 , 51 y 108.
88 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 6 y 110, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos
indígenas y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 572-573.
89 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 40.
90 Cfr. ibidem, vol. I, p. 26, nota al pie.
91 Cfr. ibidem, vol. I, p. 79.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 349

mestizos e indios de una amplísima zona.92 Los habitantes del noreste de


Sonora desconocían la sierra; no se atrevían a entrar a ella por miedo a
los apaches.93 A su vez, los propios tarahumaras del área de la Barranca
del Cobre los recordaban como enemigos temibles.94 El peyote, por ejem-
plo, cuyos poderes estimulantes ----y ante todo sagrados---- daban a los ta-
rahumaras fuerza suficiente para enfrentar a ladrones, hechiceros y otra
‘‘gente mala’’ y peligrosa, era útil, naturalmente, también contra ellos.95
‘‘El hombre que lo lleva [el peyote] bajo su ceñidor, puede estar seguro
de que no lo morderán los osos... y si los apaches lo encontrasen, no po-
drían dispararles sus rifles’’.96
El segundo detalle es el tipo de métodos usados en la guerra apache.
Lumholtz recopila una serie de recuerdos por los que se puede deducir sin
la menor dificultad que todo recurso era válido para apaciguar a esos in-
dios. Un viejo de Fronteras, Sonora, le relató al autor una celada que los
mexicanos tendieron una vez a un grupo de apaches:97 ante un ataque,
los mexicanos solicitaron paz, que los apaches concedieron. ‘‘Siguióse
un festín de conciliación durante el cual corrió en abundancia el mez-
cal... Cuando los apaches estuvieron ebrios, sus anfitriones cayeron so-
bre ellos capturando a siete hombres’’; después los ejecutaron. La trai-
ción, como puede verse, no era una vía vergonzosa para vencerlos.
Todavía más escalofriante e ilustrativo es el caso de las recompensas:

dicha tribu se había convertido en tan grande calamidad, que el Goberna-


dor de Chihuahua obtuvo de la Legislatura un decreto por el cual se ponía á
precio la cabeza de los apaches; pero pronto tuvo que revocarse esta dispo-
sición, en vista de que los mexicanos, ávidos de obtener la recompensa, se
dieron a matar pacíficos Tarahumares, á quienes les arrancaban la cabellera
juntamente con la piel de la cabeza, todo lo cual, por supuesto, era muy
difícil probar que no pertenecía á los apaches.98

92 Lumholtz dice que los apaches habían tenido bajo su dominio toda la parte norte de la sierra,
hasta doscientas cincuenta millas ----cuatrocientos kilómetros---- al sur de la frontera. Sin embargo, su
cálculo parece conservador según sus propios datos. Los testimonios de los siguientes párrafos pro-
vienen de tarahumaras que vivían a más de quinientos kilómetros de la frontera.
93 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, pp. 23-25.
94 Cfr. ibidem, vol. I, p. 220.
95 Cfr. ibidem, vol. I, p. 365.
96 Ibidem, vol. I, p. 353.
97 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 6-7.
98 Ibidem, vol. I, p. 25. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 388-389.
350 LUIS ROMO CEDANO

Es claro que la guerra apache no tuvo la misma fama de sublevación


justiciera que tuvieron y todavía tienen algunos otros episodios de resis-
tencia india armada en nuestro país. Lumholtz no les concede nada a los
apaches en su texto. Pero en nuestros días podemos admitir que, inde-
pendientemente de su fama, esta guerra tuvo indudables rasgos de movi-
miento de resistencia ante el embate mexicano (y gringo).
5. La vía institucional
¿En qué medida podían los indios acudir a las instituciones para de-
fender su integridad étnica? La pregunta es pertinente para la historia tan-
to como lo es para la vida actual.
En la visión de Lumholtz, el gobierno jugaba un papel importante en
el conflicto entre mexicanos e indios. Unas veces como árbitro y como
garante de los derechos establecidos por las leyes de la República; otras
veces, quizá las más, como el gran ausente, a la manera de Godot, en la
famosa obra de Becket.
Para hablar de este papel del gobierno, es necesario reconocer ante
todo que el prestigio de la administración de Porfirio Díaz alcanzaba a los
grupos indios, a veces hasta grados que revelan una relación de profundo
paternalismo, de acuerdo con el texto en cuestión.
En diversas ocasiones menciona el autor cómo el dar a conocer que
estaba recomendando por el presidente Díaz o los gobernadores de los es-
tados le facilitó la cooperación de los indios.99 Por cierto, el apoyo de las
autoridades eclesiásticas llegó a servirle de igual manera.100
En Navogame, Chihuahua, el gobernador tepehuano se negaba a per-
mitir el acceso de Lumholtz. Sin embargo, gracias a la intervención de un
juez mexicano que vio las cartas de recomendación del gobierno, el no-
ruego pudo lograr su objetivo:
el juez mexicano, que estaba de mi parte, cuando hubo leído mis cartas del
Gobierno, convenció á los presentes con un discurso á que obedecieran á
las autoridades. Pronto comprendieron los tepehuanes la fuerza de sus ar-
gumentos, y el agitador tuvo que irse derrotado, siendo el resultado de todo
que los indios me expresaran pena de no haberse reunido en mayor número
para que los fotografiara y que si tal era mi deseo mandarían llamar á otros
individuos de su tribu.101

99 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 53-54 y 144.
100 Cfr. ibidem, vol. II, p. 74.
101 Ibidem, vol. I, p. 417.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 351

En Jesús María, Nayarit, los coras se reunieron para escuchar la lec-


tura de las cartas que traía Lumholtz. Atendieron sus peticiones en cuanto
a guías y provisiones, pero cuando se trató de conocer la intimidad reli-
giosa de los indios hubo ciertas resistencias:

mi deseo de ver los sepulcros fue mal recibido; pero pronto me enviaron el
médico sacerdotal que llegó á poco á la casa de la comunidad, y sin haber-
me visto, dijo á las autoridades [indias] que ‘‘era muy conveniente contar á
ese hombre todo lo relativo á las antiguas creencias, para que el Gobierno
lo supiera’’.102

La devoción que las autoridades, y en especial Porfirio Díaz, inspira-


ban entre los indios puede parecer por momentos enternecedora. De los
tepehuanes de Pueblo Viejo, Durango, escribe el autor que realizaron una
vez un ayuno ritual de dos meses ‘‘para ayudar á que el general Porfirio
Díaz saliera electo Presidente de la República, y me contaron que pronto
iban a sujetarse á privaciones análogas para lograr que continuaran en sus
puestos otros funcionarios que les eran benéficos’’.103 Sobra decir que sus
sacrificios tuvieron el efecto deseado...
Lumholtz llega a afirmar que el nombre de Porfirio Díaz ‘‘equivale a
un conjuro’’.104 Y cuando en diciembre de 1896 se entrevistó con el presi-
dente en la ciudad de México, le agradeció el favor de su carta de reco-
mendación:
le dije cuán importantes servicios me había prestado la carta que bondado-
samente me había dado, y cómo, aun donde los indios no sabían leer, que-
daban convencidos de la autenticidad de mi salvoconducto con sólo tocar
el papel y mirar el sello. Nunca, por supuesto, se habían penetrado del ob-
jeto de mi visita, pero el documento había llenado su objeto por la palabra
importante que ocurría en una de las frases, pues siempre les llamaba la
atención y me abría camino á su confianza.105

La respuesta que le dio Díaz en dicha entrevista concuerda de algún


modo con esa relación paternal que de acuerdo con los apuntes de Lum-
holtz sentían los indios:
102 Ibidem, vol. I, p. 491.
103 Ibidem, vol. I, pp. 467-468.
104 Ibidem, vol. I, p. 217. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 486.
105 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 445.
352 LUIS ROMO CEDANO

los indios son buenos si uno les explica las cosas, pero los han burlado y
engañado tanto que se han vuelto desconfiados. Durante la intervención
francesa, casi todos los soldados del partido liberal eran indios y prestaron
los más grandes servicios para la salvación del país.106

Sin embargo, una cosa era el respeto que sentían los indios por los
más altos funcionarios de la República y otra el trato que recibían del
conjunto de la estructura gubernamental. El antropólogo se percató de
que las buenas intenciones no bastaban:

las autoridades mexicanas, dicho sea en honor suyo, hacen cuanto está en
su poder para proteger á los indios; pero el Gobierno es prácticamente im-
potente para cuidar de la población esparcida en remotos distritos. Por otra
parte, los indígenas más expuestos á caer en las garras de especuladores sin
conciencia, no pueden darse á entender en la lengua oficial, y consideran
inútil, por lo mismo, acudir á las autoridades. Conforme la liberal constitu-
ción de México, son ciudadanos todos los naturales, pero los indios no sa-
ben hacer valer sus derechos. Á veces, sin embargo, [los tarahumaras] han
ido en considerables cuadrillas á Chihuahua para presentar sus quejas, y
siempre se les ha ayudado, si ha habido lugar. Los esfuerzos del Gobierno
para ilustrar á los naturales estableciendo escuelas, se frustran por la falta
de maestros inteligentes y de buena voluntad que conozcan las lenguas in-
dígenas.107

Eso sí, cuando el gobierno necesitaba reclutas, recurría a los indios,


como lo sugería el propio Díaz y como lo menciona el autor:

los tarahumaras han sido soldados sobresalientes en las filas del ejército.
En una de las guerras civiles, un jefe llamado Jesús Larrea, tarahumara
puro de Nonoava (Chih.), se distinguió mucho no sólo por su bravura y
resolución, sino también por sus aptitudes de mando.108

La lejanía institucional no era exclusiva del gobierno. La Iglesia, por


ejemplo, también la mostraba. Entre los tarahumaras sólo vivía un sacer-
dote, quien residía en el poblado de Norogáchic.109 Apenas lograba reunir
106 Idem.
107 Ibidem, vol. I, p. 408.
108 Ibidem, vol. I, p. 407.
109 Cfr. ibidem, vol. I, p. 200, y Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas
y Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 616, nota 272.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 353

este padre a un millar de feligreses indios para alguna festividad, pero


como normalmente se embriagaban antes de la celebración, pocas veces
estaban en condiciones de ir al templo el verdadero día de fiesta.110 Jesús
María, poblado cora, tenía un majestuoso convento colonial, pero carecía
de cura.111 Y entre los huicholes, las esporádicas visitas de los sacerdotes
eran ineficaces para erradicar la idolatría.112
Al Estado, aunque fuera lejano y ajeno, se tenía que recurrir en busca
de soluciones a problemas graves, sobre todo de justicia. En algunos casos
se obtenía éxito. Por ejemplo, los procedimientos judiciales mixtos, es
decir, manejados por indios y jueces estatales, funcionaban entre tepehua-
nos113 y huicholes.114 Pero, en otros casos, las cosas no marchaban bien.
Los tarahumaras de Guajóchic, Chihuahua, conservaban recuerdos
frescos sobre el mal funcionamiento de la justicia estatal.115 En una oca-
sión capturaron a cuatro ladrones que luego llevaron a un tribunal del es-
tado. A partir de ese momento fueron importunados durante semanas para
que declararan como testigos en Cusihuriáchic, a más de cien kilómetros
de intrincados caminos a través de la sierra. Agrega Lumholtz que dichos
indios ‘‘estaban arrepentidos de no haber matado á los malhechores, y
aun hubiera sido mejor, decían, dejarlos que siguieran robando’’.116
De los tepehuanos de Pueblo Viejo, Durango, recoge el autor la triste
anécdota sobre una comisión que enviaron a la ciudad de México para
arreglar una disputa de tierras. ‘‘Estuviéronse en la capital once días y
fueron bien recibidos en el Ministerio de Fomento; pero se les acabó el
dinero antes de terminarse los asuntos que les llevaban y tuvieron que re-
gresar sin haber conseguido cosa alguna’’.117
Dos tipos de episodios adicionales narrados por el explorador señalan
que muchos indios estaban decepcionados de las formas tradicionales de
acercarse al Estado. En primer lugar están los dos pintorescos casos en
que, habiendo visto al autor tan bien relacionado con el presidente Díaz,
le pidieron su intercesión. Al despedirse de Lumholtz, el alcalde cora de
Santa Teresa, Nayarit,

110 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. 201.


111 Cfr. ibidem, vol. I, p. 490.
112 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 138 y 160.
113 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 452-453.
114 Cfr. ibidem, vol. II, p. 245.
115 Cfr. ibidem, vol. I, p. 217.
116 Ibidem, vol. I, p. 218.
117 Ibidem, vol. I, pp. 461-462.
354 LUIS ROMO CEDANO

me rogó que no me olvidase de los coras cuando viese á la primera autori-


dad de Tepic, y que consiguiera del Gobierno mexicano que los dejasen
conservar sus antiguas costumbres que habían sabido les querían prohibir.
Tal temor carecía de fundamento. También me suplicó que empleara mi
influencia para impedir que en las cercanías se establezcan blancos ansio-
sos de apoderarse de las grandes selvas.118

En el pueblo de Ratontita, los huicholes hicieron el mismo intento,


pero no pudieron llevarlo a efecto del todo:

les vino la idea de que los ayudase en sus dificultades de tierras, y enviaron
por su escribano que vivía á dos días de distancia en el mineral de Bolaños
[Jalisco]. Pretendían que yo le escribiese una carta al Presidente de la Re-
pública pidiéndole que no permitiese que les dividieran individualmente las
tierras, y deseaban al escribano para que se cerciorara de que yo cumplía
bien el encargo; pero como afortunadamente no llegó á Ratontita mientras
estuve allí, y mi guía, que iba á tener intervención en la carta, se embriagó
pronto, permaneciendo en tan feliz condición todo el tiempo que duró la
fiesta, me salvé del delicado compromiso en que me hubieran puesto.119

De todos modos, Lumholtz no se olvidó de comunicar ambas peticio-


nes a Porfirio Díaz durante su tercera entrevista con el mandatario, y éste
dijo que les escribiría a los indios.120
En segundo lugar están los casos de justicia autónoma de los tarahu-
maras. Según el libro, preferían muchas veces ejecutar por cuenta pro-
pia a ladrones mexicanos en vez de entregarlos a las autoridades de Chi-
huahua.121
Esto ya es signo de que no todo era cordialidad en la relación de los
indios con el Estado. Y el noruego tuvo tres oportunidades de atestiguarlo.
En el censo de 1895, doscientos huicholes ignoraron con toda frescura la
orden gubernamental de presentarse en San Andrés.122 Y más tarde, en
Capácuaro, Michoacán, ni su arenga, ni la carta de recomendación del go-
bernador del estado, ni la carta del propio Porfirio Díaz disuadieron a los

118 Ibidem, vol. I, p. 483. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y
Estado nacional en México en el siglo XIX, p. 171.
119 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, pp. 260-261.
120 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 445-446.
121 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 175 y 217.
122 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 98-99.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 355

tarascos locales de expulsar a Lumholtz de sus tierras.123 Y es que exis-


tían límites para la influencia dorada de las autoridades...
Finalmente es revelador de profundos recelos muchas veces ocultos
el acre comentario de uno de los indios de Pueblo Viejo, Durango, cuan-
do Lumholtz llegó y les explicó el motivo de su exploración:

en una reunión que tuve con ellos llevado de mi deseo de agradarles, díjeles
que el gobierno mexicano tenía mucho interés en saber si se desarrollaban en
población ó estaban próximos á acabar, á lo que el más ladino repuso riendo:
‘‘¡por supuesto que quieren saber cuando podrán acabar con nosotros!’’.124

6. Los indios divididos

Diversos y no raros detalles expuestos por el autor nos describen un


mundo indio profundamente dividido. Ciertamente los indios eran vícti-
mas de los mexicanos, pero lo eran en buena medida por la falta de cohe-
sión étnica. Su falta de unión los volvía mucho más vulnerables a las
agresiones mexicanas. Y por lo demás, los indios eran también víctimas
de otros indios.
En un primer nivel, estas divisiones se daban entre etnias. Algunos
apelativos poco gratos podrían haber sido signo de desprecio de unos ha-
cia otros. Los tarahumaras llamaban saeló, ‘‘campamochas’’, a los tepe-
huanos,125 y los huicholes denominaban hashi, ‘‘cocodrilos’’, a los coras,
a quienes menospreciaban.126 A su vez, los coras se preciaban de no mez-
clarse con mexicanos ni con tepehuanos.127 Entre los tepehuanos de Lajas
y los tepehuanos y nahuas de Pueblo Viejo, en Durango, había ‘‘rencilla
con motivo de ciertas tierras’’.128 En Chihuahua, el explorador escuchó de
los propios indios viejas narraciones sobre luchas entre tubares y tepehua-
nos,129 y entre tubares y tarahumaras.130
Más patéticas aún eran las divisiones en el interior de un mismo gru-
po. En primer término había diferencias económicas. En varias partes del
libro encontramos la mención de indios ----tarahumaras, huicholes, taras-
123 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 426-427.
124 Ibidem, vol. I, p. 461.
125 Cfr. ibidem, vol. I, p. 414.
126 Cfr. ibidem, vol. I, p. 480.
127 Cfr. ibidem, vol. I, p. 479.
128 Ibidem, vol. I, p. 459.
129 Cfr. ibidem, vol. I, p. 428.
130 Cfr. ibidem, vol. I, p. 432.
356 LUIS ROMO CEDANO

cos y nahuas---- ricos, algunos de los cuales eran dueños de centenares de


cabezas de ganado o de caudales de cientos y miles de pesos.131 La pobre-
za estaba naturalmente más generalizada,132 pero aún así no dejan de sor-
prender casos extremos como el de los mendigos tarahumaras que comían
gusanos en Yoquivo, Chihuahua.133 Es decir, existían dentro de los gru-
pos indios diferencias ----o si se prefiere, protodiferencias---- de clase.134
La solidaridad no se daba por etnia o raza, sino, apenas, por pueblo.
Los huicholes de Santa Catarina, Nayarit, se consideraban superiores a
sus compatriotas, porque tenían el templo principal y la mayor parte de
los sitios sagrados.135 Una riña entre los pueblos huicholes de Rancho He-
diondo y Ratontita había conducido a un cisma religioso, porque los in-
dios del primer pueblo fundaron un culto aparte y establecieron un templo
propio, en vez de acudir al viejo templo del segundo.136 En la misma
zona, al ver los enconos entre los huicholes de Ratontita y Santa Catarina,
Lumholtz reflexiona:
mientras más tiempo pasaba yo con los indios, más palpablemente veía la
poca solidaridad que hay en la tribu. Á cada distrito interesan únicamente
sus propios negocios, y le es indiferente la suerte de los demás. No sería
excesivo asegurar que á ningún distrito le importaría un bledo que ‘‘los ve-
cinos’’ se apoderaran del dominio de todo el resto de la tribu, con tal que les
dejasen intacto el suyo. Mucho menos se preocupa una tribu de lo que
acontece fuera de sus límites.137

Y aun dentro de una misma comunidad no faltaban indios abusivos


que tomaban ventaja de sus cargos de jueces e imponían ‘‘multas por tri-
viales ó absurdas ofensas, para dividirse los productos’’.138

7. La mexicanización de los indios

Las reacciones de los indios frente a la hostilidad mexicana, tanto las


meramente ideológicas como las más radicalmente violentas, no impe-
131 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 169, 183-184, 210 y 262, y vol. II, pp. 64, 73, 329 y 381.
132 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 248 y 251.
133 Cfr. ibidem, vol. I, p. 180.
134 Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas y Estado nacional en
México en el siglo XIX, pp. 123-124.
135 Cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. II, p. 152.
136 Cfr. ibidem, vol. II, p. 269.
137 Ibidem, vol. II, p. 261.
138 Ibidem, vol. II, p. 247.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 357

dían que el resultado más generalizado de esta lucha fuera la integración


de estos pueblos ----a la mala, según Lumholtz---- en el proyecto mexicano
de nación. La escasa defensa que podían recibir de las instituciones y su
propia falta de unión facilitaban este fenómeno.
Como todo proceso, se desarrollaba en grados, dependiendo de etnias
y poblados. En un primer nivel, eran simples rasgos culturales tradiciona-
les prehispánicos o virreinales los que se perdían y se substituían por ras-
gos mexicanos. Esto ocurría, por ejemplo, en el ámbito de los utensilios
cotidianos: la incorporación de la vestimenta y el arado mestizos.139
Ni siquiera las prácticas religiosas quedaban a salvo de la penetración
mexicana. En el poblado huichol de San Andrés, Nayarit, el autor lo
observó:

es cosa peculiar que mientras otras fiestas de los huicholes no han recibido
ninguna influencia de los blancos, las que celebran para solicitar la lluvia
se han enriquecido y modificado mucho bajo esa influencia. La matanza de
uno o dos bueyes se considera hoy un sacrificio enteramente tan eficaz
como el matar ciervos, ardillas, pavos ó cualquiera otro animal, que antes
acostumbrase la tribu. Se ha adoptado también el uso de velas, importado
de igual manera por los católicos, y antes de cada una de dichas fiestas va
invariablemente a Mezquitic (Jal.) un hombre á fin de obtener este nuevo
requisito...140

También entre los huicholes se perdía el papel de los shamans (cha-


manes) en las celebraciones matrimoniales y tomaban su lugar los jueces
nativos.141 Y hasta el peyote era desplazado por drogas más ‘‘modernas’’
y más ‘‘mexicanas’’. Dice el autor sobre el uso del cacto entre los tepeca-
nos de Mezquitic:

hasta hacía tres años, iban ellos mismos en busca de dicha planta, pero ya
entonces la compraban á los huicholes, bien que algunas veces la sustitu-
yen con una especie de cáñamo llamado mariguana ó rosa maría (Cannabis
sativa), terrible narcótico cuyas hojas acostumbran fumar en México los
criminales y otra gente depravada.142

139 Cfr. ibidem, vol. I, p. 120.


140 Ibidem, vol. II, p. 6.
141 Cfr. ibidem, vol. II, p. 95.
142 Ibidem, vol. II, pp. 123-124.
358 LUIS ROMO CEDANO

Junto a las costumbres, se ‘‘mexicanizaban’’ igualmente los indivi-


duos, que por este mero hecho no ofrecían ‘‘grande interés á la ciencia’’
del explorador.143 ¡Cuántos de estos indios dejan de ser mencionados en
la obra de Lumholtz por este motivo! El autor sí habla en varias ocasiones
de los indios que trabajaban para los rancheros mexicanos, tanto en gene-
ral,144 como en pueblos específicos, por ejemplo en Guachóchic, Chihua-
hua,145 Guadalupe y Calvo, Chihuahua146 y Zapotlán, Jalisco147 Su queri-
do guía huichol, Pablo, sabía hablar bien el español porque había
trabajado en los algodonales y siembras de maíz de la tierra caliente, fuera
ya de su zona étnica.148 ¿Era la necesidad económica la principal causa de la
‘‘mexicanización’’ individual? Probablemente; pero también era importante
el simple trato frecuente con los mexicanos, e igualmente los casos de matri-
monios con mexicanos, como en el caso de los tepehuanos de Durango y
Chihuahua.149
A lo largo de sus recorridos, el noruego conoció a infinidad de indios
cuyo avanzado grado de mexicanización ----su manejo del español y de las
costumbres mercantiles mestizas---- le fue muy útil para llevar a cabo sus
investigaciones. Como meros ejemplos, podemos citar a Andrés Madrid,
un tarahumara educado entre los mexicanos,150 y a Ángel, cuyo origen ét-
nico no es aclarado en el libro, y que para el autor era casi el arquetipo
del indio mexicanizado: ‘‘como ejemplar de indio civilizado que nunca
había sabido su lengua nativa, era muy interesante’’.151 Le llamaban la
atención sus vicios y virtudes: honrado, supersticioso, leal, católico since-
ro, enamorado, perspicaz...152
Sin embargo, los datos más relevantes anotados por Lumholtz sobre
el fenómeno no se refieren a la asimilación de individuos como Pablo o
Ángel, o de poblados como Guachóchic, sino que hablan de la desapari-
ción de las etnias como tales.
Su primer encuentro con la mexicanización total lo tuvo en Granados
y Guasabas, Sonora, con los ópatas:

143 Cfr. ibidem, vol. I, p. 120.


144 Cfr. ibidem, vol. I, p. 119.
145 Cfr. ibidem, vol. I, p. 192.
146 Cfr. ibidem, vol. I, p. 403.
147 Cfr. ibidem, vol. I, p. 323.
148 Cfr. ibidem, vol. II, p. 116.
149 Cfr. ibidem, vol. I, p. 414.
150 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 215-216.
151 Ibidem, vol. II, p. 451.
152 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 451-455.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 359

este territorio estuvo alguna vez en poder de la gran tribu de indios ópatas,
que se han civilizado. Han perdido su lengua, religión y tradiciones; se vis-
ten como los mexicanos, y no se distinguen en su apariencia de la clase
trabajadora de México, con la que se han mezclado por completo, debido á
matrimonios frecuentes entre unos y otros.153

Y varias veces más insiste en la entera asimilación de los ópatas a la


vida mexicana.154
En Nóstic, cerca de Mezquitic, Jalisco, encontró un espectáculo dolo-
roso para un apasionado de la pureza étnica: ‘‘la mayor parte de los indios
que residen allí son aztecas (mexicaneros) que han olvidado, desde hace
largo tiempo, su lengua nativa, y son indolentes y perezosos’’.155
Los tarahumaras, aunque numerosos, estaban en vías de desaparición:
‘‘aunque todavía quedan de [esa etnia] como unas veinticinco mil almas,
la mayoría ha adoptado la lengua, costumbres, religión y vestidos de los
mexicanos’’.156 Y el propio antropólogo llegó a creer que terminarían
completamente asimilados: ‘‘las futuras generaciones no encontrarán
otros recuerdos de los tarahumares, que los que logren recoger los cientí-
ficos de hoy’’.157
Lo que alcanzó a ver de otros grupos indios le daba muchas razones
para pensar eso. Los indios de Zapotlán el Grande, Jalisco, estaban tan
integrados que el autor ni siquiera les atribuye su filiación étnica; sólo
advierte que alguna vez hablaron un dialecto náhuatl.158 Los tubares, de
Chihuahua, estaban al borde de la extinción: ‘‘no quedan ya arriba de dos
docenas de tubares legítimos, y sólo cinco ó seis de ellos saben su propia
lengua que tiene relación con el náhuatl’’.159 Y lo mismo ocurría con los
tepecanos del norte de Jalisco:
según me informaron, los tepecanos tienen ahora solamente dos pueblos,
de los cuales el más importante es Alquestán. Aunque los adultos hablan
todavía su lengua materna, tan fácilmente como el español, los niños van
perdiendo rápidamente la primera debido á que residen en el pueblo mu-
chos mexicanos.160

153 Ibidem, vol. I, p. 11.


154 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 56 y 410.
155 Ibidem, vol. II, p. 120.
156 Ibidem, vol. I, p. 119.
157 Ibidem, vol. I, p. 410.
158 Cfr. ibidem, vol. II, p. 320.
159 Ibidem, vol. I, p. 432.
160 Ibidem, vol. II, pp. 122-123.
360 LUIS ROMO CEDANO

Otros más sólo eran ya sombra de lo que fueron y apenas merecieron


un somero comentario en la obra: ‘‘cerca de Morelia (Mich.) se pueden
encontrar todavía restos de la tribu pirinda, pero ya no hablan su lengua
natal y se han mexicanizado por completo’’.161
¿Qué pasaba con los pueblos indios según la visión del autor? Desa-
parecían más o menos lentamente. Al menos eso significaba la muerte de
sus idiomas, el rasgo de indentidad cultural por excelencia. Era, eso sí,
una extinción desigual tanto en forma como en alcances. En muchos ca-
sos, la mexicanización era parcial: solamente en algunos rasgos culturales
o sobre algunos individuos. Aparte, no parecía ser la coacción el medio
fundamental para la asimilación, sino toda una serie de factores de pre-
sión: violencia, recompensas, engaños y el peso mismo del dominio cul-
tural mestizo.
De cualquier forma, la tendencia apuntaba hacia una meta: la total extin-
ción de los indios como pueblos con identidad propia, fuera por la vía cultu-
ral, como en la mayoría de los casos (tarahumaras, ópatas, tubares, tepeca-
nos, etcétera); o bien por la guerra de exterminio, como en el caso de los
apaches. Así lo vio Carl Lumholtz durante el Porfiriato: ‘‘en el rápido pro-
greso actual de México, no se podrá impedir que esos pueblos primitivos
pronto desaparezcan fundiéndose en la gran nación á que pertenecen’’.162

IV. EL VALOR DE EL MÉXICO DESCONOCIDO

A modo de conclusión, debemos hacer la siguiente pregunta: ¿qué tan


valiosa puede ser la información que Lumholtz nos transimitió en El Mé-
xico Desconocido, considerada como fuente historiográfica de las relacio-
nes entre los indios y el proyecto mexicano de nación? Para esta pregunta
hace falta una compleja respuesta en varios niveles, que aquí trataremos
de esbozar.
Antes que nada hay que procurar desentrañar las posiciones ideológi-
cas que orientan los apuntes del autor, y en este sentido vemos tres ten-
dencias claras. En primer lugar está la formación científica de Lumholtz
que, más allá de su profesión de antropólogo, lo dotó de una serie de mar-
cos conceptuales, discutibles o no, pero sólidos. El más evidente de éstos
es tal vez su fe en la evolución y el progreso, a la manera esquemática en
161 Ibidem, vol. II, p. 441. Cfr. Ferrer Muñoz, Manuel y Bono López, María, Pueblos indígenas
y Estado nacional en México en el siglo XIX, pp. 518-520.
162 Lumholtz, Carl, El México Desconocido, vol. I, p. XVIII.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 361

que se creía en ambas cosas en el siglo XIX. Esta fe, no del todo ciega,
dirige sus pensamientos a lo largo del libro. Como ejemplo, nos podemos
remitir a sus reflexiones finales:

poco difieren las razas en cuanto a facultades. En las atrasadas, lo que prin-
cipalmente falta es energía y fuerza motriz. Sucede con las razas lo que con
los individuos; ambos tienen que pasar á través de una serie de etapas pro-
gresivas: el salvajismo, en la infancia; la barbarie, en la juventud, y la civi-
lización en la edad viril. Como el niño es el padre del hombre, así las cuali-
dades características de las naciones más civilizadas se han desarrollado de
las virtudes y vicios que tenía la tribu primitiva de que nacieron.163

En segundo lugar es palpable a través de las páginas de El México


Desconocido la afinidad política en general con la ‘‘civilización’’, esto es,
con los países capitalistas desarrollados de su tiempo, y en particular con el
régimen de Porfirio Díaz. Para el autor, no había tacha en la administración
de este presidente; todo era admirable en él, hasta el grado de decir:

conoce su país y cuanto éste necesita, mejor que ningún otro mexicano, y
lo ha gobernado cerca de un cuarto de siglo con juicio y rara sagacidad.
Cómo ha reorganizado la república, engrandecido un estado y desarrollado
una nación, es asunto digno de la historia. El General Díaz no sólo es un
grande hombre de este continente, sino uno de los más grandes hombres de
nuestra época.164

La tercera tendencia que guió la pluma del escritor fue su vocación de


etnógrafo, entendida esta vocación como una pasión entrañable que lo lle-
naba de profunda simpatía por los indios y animadversión hacia todo
aquello que consideraba enemigo de ellos. Si su amor y fascinación por
los indios ha de resumirse en una frase, ésta podría ser la siguiente: ‘‘me
han enseñado una nueva filosofía de la vida, pues su ignorancia está más
cerca de la verdad que nuestras preocupaciones’’.165
Estas posiciones explican muchos giros y omisiones del relato. En
concordancia con las tres posiciones anteriores podemos ver otras tantas
series de variantes de estos giros y omisiones. Primeramente, a raíz de su
fe evolucionista y a pesar de toda la devoción que les profesaba, el autor
163 Ibidem, vol. II, pp. 469-470.
164 Ibidem, vol. II, p. 447.
165 Ibidem, vol. II, p. 457.
362 LUIS ROMO CEDANO

ofrece una visión de los indios como seres inferiores. Por sólo referir un
ejemplo, mencionamos una cita referente a los tarahumaras:

en realidad, no sienten el dolor en el mismo grado que nosotros... la indife-


rencia con la que se arrancaban los cabellos, tal como yo hubiera hecho con
las cerdas de un caballo, me convenció de que las razas inferiores son más
insensibles al dolor que el hombre civilizado.166

En este mismo punto podemos señalar su ya mencionado pronóstico


fallido sobre la desaparición de los grupos indios, resultado de su creen-
cia en un progreso que llevaría una sola dirección hacia lo que él entendía
como civilización. El noruego no concede ninguna oportunidad de triunfo
a la resistencia india, ni prevé la posibilidad de cambio en las identidades
indias sin integración en esa civilización. En algún grado existía esa posi-
bilidad, puesto que muchas de las etnias visitadas por el autor sobreviven
hasta nuestros días, pero buscarla en el libro sería en vano.
En segundo término se percibe la gran ausencia de crítica a la labor
gubernamental. Afirma el autor que ‘‘la civilización, tal como les llega á
los tarahumares, ningún beneficio les presta’’.167 Hay una gran verdad en
eso, pero el autor nunca señala la responsabilidad de las autoridades me-
xicanas en el problema. Esa ‘‘civilización’’ es un ente o impersonal, o de-
pendiente del conjunto de la sociedad mestiza, pero en ningún caso el Es-
tado aparece como protagonista en ella. Y si hablamos de puntos de vista
tan generales como éste que se repite a lo largo de los dos volúmenes,
podemos igualmente señalar datos concretos que ni siquiera son sugeri-
dos en la obra; por ejemplo, el caso de las reiteradas revueltas de la últi-
ma década del siglo pasado en los estados de Sonora y Chihuahua, justo
en la ruta que él siguió. ¿No las vio? ¿No se enteró de ellas? ¿O es que
deliberadamente prefirió no mencionarlas? A lo más que llega es a referir
que en enero de 1892, en la zona de Casas Grandes, Chihuahua, su expe-
dición encontró ‘‘una partida de ocho revolucionarios de la Ascensión,
entre quienes vi las caras de peor aspecto que he contemplado en mi
vida’’168 (siendo ‘‘revolucionarios’’, claro está, tenían que ser muy feos).
Por suerte, no tuvo mayor contratiempo con esos revolucionarios.

166 Ibidem, vol. I, pp. 237-238.


167 Ibidem, vol. I, p. 403.
168 Ibidem, vol. I, p. 99.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 363

Una omisión sorprendente es la que ya señalábamos antes respecto a


la sangrienta sublevación de Tomóchic. Existía infinidad de razones para
hablar de ella: los más de trescientos muertos que costó (según el recuen-
to oficial),169 la amplia difusión que ameritó en la prensa nacional e inter-
nacional,170 lo cerca que pasó el autor de este poblado precisamente cuan-
do se desarrollaba la insurrección171 y la información que obtuvo de
protagonistas de esta lucha, como el bandolero Pedro Chaparro.172 Sin
embargo, Lumholtz no dice una sola palabra sobre el asunto y, como si el
pueblo no existiera, ni siquiera menciona su nombre.
Ciertamente, sobre este aspecto hay que considerar cuidadosamente
la deuda moral que Lumholtz tenía tanto con sus patrocinadores ----entre
quienes se encontraban magnates gringos de la talla de Andrew Carnegie,
J. Pierpoint Morgan, George W. Vanderbilt y William C. Whitney, entre
otros muchos173---- como con Porfirio Díaz. Si bien carecemos de argu-
mentos irrefutables para afirmarlo, creemos que este compromiso contuvo la
mano del autor al escribir El México Desconocido, quizá porque estaba al
tanto de que iría a ser leído por hombres poderosos que simpatizaban con
el dictador. Seguramente, de haber dado rienda suelta a su pluma, el autor
no hubiera podido haber hecho sus dos viajes posteriores al libro, y éste no
hubiera sido traducido al español antes de 1910. Si era sincero o no en su
defensa de Díaz, eso es de cualquier manera irrelevante frente al sesgo
que tal defensa le dio al libro.

169 Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: To-
móchic 1892, pp. 222-223.
170 Cfr. ibidem, pp. 197-200, 224 y 229.
171 Durante su segundo viaje, entre febrero y marzo de 1892, Lumholtz pasó por Tosanachic,
Yepáchic, la mina de Pinos Altos, Jesús María y la cascada de ‘‘Basasiáchic’’, lugares todos ellos
vecinos a Tomóchic y conectados a éste por caminos de tan sólo decenas de kilómetros: Lumholtz,
Carl, El Mexico Desconocido, vol. I, pp. 120-131. Justo en ese tiempo, los sucesos de Tomóchic eran
la comidilla en la sierra, puesto que sus habitantes Tomóchic habían tenido ya un primer enfrenta-
miento armado con las fuerzas del gobierno el 7 de diciembre de 1891, fecha desde la que se mantu-
vieron en abierta rebeldía hasta las batallas de finales de octubre de 1892 en las que fueron masacra-
dos: cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic
1892, pp. 119-125 y 207-224.
172 Chaparro y su gente se unieron a los rebeldes de Tomóchic y durante las batallas finales de
octubre de 1892 defendieron con relativo éxito el cerro de la Cueva, una de las principales posiciones
del poblado, frente al ataque federal. Antes de la caída de Tomóchic, sin embargo, escaparon rumbo a
la sierra sin ser inmediatamente perseguidos. Cfr. Illades Aguiar, Lilian, Disidencia y Sedición en la
Región Serrana Chihuahuense: Tomóchic 1892, pp. 200-202, 209 y 215-216. Curiosamente, Lum-
holtz nada dice del historial rebelde de Chaparro y se limita a describirlo como un ladrón astuto y
famoso que hacía sus fechorías entre mexicanos e indios: cfr. Lumholtz, Carl, El México Desconoci-
do, vol. I, pp. 132-133.
173 Cfr. ibidem, vol. I, pp. XIX-XX.
364 LUIS ROMO CEDANO

La tercera orientación clara del libro es su indianismo o como suele


decirse hoy, ‘‘indigenismo’’ idealizado. El antropólogo lanza una severa
condena: ‘‘los indios semicivilizados no ofrecen grande interés á la cien-
cia’’.174 Que no fueran de su interés particular es una cosa, pero que los
cambios culturales no sean materia ----quizá el problema central---- de la
antropología, es otra. En todo caso, Lumholtz dejó fuera de El México
Desconocido el tema candente de la asimilación y con ello dejó de ha-
blarnos de miles de indios...
Convertido en paladín de la pureza india, Lumholtz se enfrascó en
explicaciones frívolas sobre los problemas indios. Frívolas son, sin duda,
sus críticas a la herencia misional. En algún momento, por ejemplo, dice
que ‘‘el régimen de gobierno establecido por los misioneros es artificial, y
por bien intencionado que fuera, como no cabe evidentemente dentro de
la comprensión de los entendimientos primitivos, es á la par nocivo’’,175 y
el lector puede preguntarse cuál es el régimen de gobierno ‘‘natural’’ de
los indios (como si las estructuras de poder no fueran creación cultural) o
cómo es que a treinta años de la gran ofensiva antieclesiástica de los libe-
rales de la Reforma y a ochenta años de la Independencia de España, los
indios conservan ese régimen ‘‘artificial’’ que les impusieron los frailes...
pero el texto no da mayor explicación. Los religiosos aparecen en las pá-
ginas de la obra como los grandes villanos de la tragedia india,176 hasta
extremos absurdos como señalar que los jesuitas, ‘‘antes de ser expulsa-
dos de México, estaban en posesión de casi todas las minas del país’’,177 o
culpar a los misioneros de los pleitos de tierras de los indios.178 Llega un
momento, incluso, en que el antropólogo ecuánime desaparece detrás del
intransigente luterano nórdico cuando se escandaliza de la fiesta del Cris-
to de los Milagros en la iglesia de Parangaricutiro:
la entrada estaba llena de vendedores de velas ofreciendo su mercancía á
las almas piadosas que acuden á reverenciar á la imagen. Al entrar al vestí-
bulo me encontré en medio de otro hormiguero de traficantes con fotogra-
fías de la maravillosa imagen, rosarios y otros mementos del santuario.
¿Sabría alguno de ellos la historia de Jesús arrojando del templo á los usu-
reros y mercaderes?179

174 Ibidem, vol. I, p. 120.


175 Ibidem, vol. II, p. 248.
176 Cfr. ibidem, vol. I, pp. 110 y 135-137, y vol. II, p. 369.
177 Ibidem, vol. I, p. 110.
178 Cfr. ibidem, vol. II, p. 261.
179 Ibidem, vol. II, p. 367.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 365

Frívolas también son sus despectivas consideraciones sobre los mexi-


canos y lo mexicano. Su definición de lo mexicano, aunque implícita, es
rotunda en este comentario sobre los tarascos: ‘‘los tarascos de Uruapan
llevan largo tiempo de haberse mexicanizado; esto es, se hallan ahora
desposeídos de tierras, gastan todo el dinero que ganan en fiestas para los
santos, y le han tomado gusto al aguardiente’’.180 La mexicanización es
por definición maligna: ‘‘los tarahumares son mucho mejores moral, inte-
lectual y económicamente que sus hermanos civilizados...’’181 La cristia-
nización ----por la vía católica, por supuesto---- los ‘‘contamina’’ y les quita
‘‘la sencillez primitiva’’182 o les hace perder ‘‘el esplendor de los antiguos
tiempos’’.183
Finalmente, en la conclusión de su libro,184 plantea el autor una larga
apología de los indios en la que busca destacar la relativa superioridad
moral (en compensación a su inferioridad en la carrera del progreso) de
éstos sobre los blancos. Si ya antes había establecido que los blancos eran
para los indios una mera ‘‘mala influencia’’,185 aquí llega de plano a afir-
mar: ‘‘me parece, después de mi larga experiencia con los indios de Mé-
xico, que en su estado natural son, en ciertos puntos, superiores, no sólo a
la mayoría de los mestizos, sino á la masa común de los blancos’’.186
Podemos comprender estas actitudes como producto de la combina-
ción de muchos factores: la influencia del romanticismo alemán en su
formación académica, el romanticismo propio de la antropología de aque-
llos años, su fascinación por los indios, su reacción airada ente el extendi-
do desprecio de mestizos y blancos americanos hacia los indios... La
cuestión aquí no es analizar las causas de dicha actitud, sino el grado
en que por enaltecer a los indios, deforma los rasgos descritos u omite
otros.
A pesar de todo este lastre, Lumholtz ofrece al lector una riqueza
enorme y no sólo por la cantidad de información apuntada, sino también
por el valor mismo de muchas de sus observaciones y sus juicios. Hemos
mencionado los sesgos que presenta en su obra, pero sería injusto por nuestra
parte pasar por alto su inusitada tensión crítica y el frecuente balance que

180 Ibidem, vol. II, pp. 431-432.


181 Ibidem, vol. I, p. 410.
182 Ibidem, vol. I, p. 192.
183 Ibidem, vol. II, p. 369.
184 Cfr. ibidem, vol. II, pp. 458-471.
185 Ibidem, vol. I, p. 383.
186 Ibidem, vol. II, p. 458.
366 LUIS ROMO CEDANO

da a sus comentarios. Por sólo hablar de un caso, ese repudio que muestra
hacia la herencia hispano-católica de México no obsta para que reconozca
algunos beneficios en la Conquista y la Evangelización:

no dejo de creer, sin embargo, que ya que le tocó á México sufrir el yugo
de un poder europeo, fue mejor para él recibirlo de manos latinas que ger-
mánicas ó teutonas, porque en carácter y temperamento se asemejan en
cierto grado los españoles a los indios. ...La civilización moderna es aún
más intolerante al entrar en contacto con las razas incultas que lo que fue-
ron los conquistadores de México y Perú... Por otra parte, los españoles,
después de subyugar á un pueblo, no le quitaban su virilidad. Expedían le-
yes para proteger á los indios. Éstos comprendían pronto la religión ca-
tólica, cuyas formas exteriores, por lo menos, no había dificultad en es-
tablecer.187

Igualmente apreciable es la modernidad de su visión. Para Lumholtz,


el indio podía ser miserable por ser víctima de la voracidad mexicana,
pero cuando menos ya no era el ser abyecto que describió la mayoría de
los extranjeros del siglo XIX. Su valorización de lo indio cae en exagera-
ciones, pero es ya, como sea, una valorización que convierte a los indios
vivos en sujetos dignos de alabanzas, admiración y estudios. En ese senti-
do, el explorador pertenece más al siglo XX que al siglo XIX.
Para su tiempo, las investigaciones de Lumholtz fueron de vanguar-
dia. El antropólogo noruego no era un advenedizo en el estudio de los
pueblos primitivos: vino apadrinado por el entonces conservador del
American Museum of Natural History, Franz Boas, uno de los padres de
la antropología moderna; y, en algunos de sus viajes por México, lo
acompañó Alex Hrdlicka, uno de los fundadores de la moderna antropo-
logía física. Los antropólogos más renombrados de la época comentaron
sus trabajos y dieron a Lumholtz fama internacional. En suma, Lumholtz
era una antropólogo de primer orden a nivel mundial. Y si bien un buen an-
tropólogo no necesariamente hace a un buen historiador o a un buen ana-
lista de asuntos socio-políticos, suele dotarlo de una mirada aguda y sen-
sible para otros temas humanísticos.
Es aquí, quizá, en su altísimo valor como observador de la realidad
social, y como un observador que devora miles de kilómetros en su curio-
sidad científica, donde mejor se puede aquilatar la aportación de Lum-
187 Ibidem, vol. II, pp. 466-467.
CARL LUMHOLTZ Y EL MÉXICO DESCONOCIDO 367

holtz. La amplitud de datos, descripciones y anécdotas, sumadas a un ojo


y a una mano escritora inteligentes y doctos, hacen de El México Desco-
nocido una fuente que merece ser releída para los estudios sociales del
Porfiriato. Ya es hora de romper el monopolio que la antropología ha te-
nido sobre esta obra por espacio de casi cien años.
BIBLIOGRAFÍA SOBRE EXTRANJEROS
DEL SIGLO XIX EN MÉXICO CITADA EN EL TEXTO

Advenimiento de S.S.M.M. Maximiliano y Carlota al trono de México. Do-


cumentos relativos y narración del viaje de nuestros soberanos de Mira-
mar a Veracruz y del recibimiento que se les hizo en este último puerto y
en las ciudades de Córdoba, Orizaba, Puebla y México, México, Edi-
ción de La Sociedad. Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864.
BIART, Lucien, La Tierra Caliente. Escenas de la vida mexicana. 1849-
1862, México, Jus, 1962.
--------------------, La Tierra Templada. Escenas de la vida mexicana. 1846-
1855, México, Jus, 1959.
BOPP, Marianne O. de et al, Ensayos sobre Humboldt, México, UNAM,
1962.
BRASSEUR, Charles, Bibliothèque Mexico-Guatémalienne précédée d’un
coup d’oeil sur les études américaines dans leurs rapports avec les
études classiques et suivie du tableau par ordre alphabétique des ouv-
rages de lingüistique américaine contenus dans le même volume, rédi-
gé et mise en ordre d’après les documents de sa collection américaine,
Paris, Maisonneuve, 1871.
--------------------, Grammaire de la langue quichée Espagnole-Française,
mise en parallèle avec ses deux dialectes, cakchiquel et tzutuhil, tirée
des manuscrits des meilleurs auteurs guatémaliens. Ouvrage accom-
pagnée de notes philololiques avec un vocabulaire comprenant les
sources principales du quiché, comparées aus langues germaniques et
suivi d’un essai sur la poésie, la musique, la danse et l’art dramatique
chez les mexicains et les guatémaltèques avant la conquête, servant d’-
introduction au Rabinal-Achí, drame indigène avec sa musique origi-
nale, texte quiché et traduction française en regard, Paris, Arthus Ber-
trand, 1862.
--------------------, Popol Vuh. Le livre sacré et les mythes de l’antiquité amé-
ricaine, avec les livres héroiques et historiques des quichés, ouvrage
original des indigènes de Guatémala, texte quiché et traduction fran-

369
370 BIBLIOGRAFÍA

çaise en regard, accompaignée de notes philologiques et d’un com-


mentaire sur la mythologie et les migrations des peuples anciens de
l’Amérique, etc., composé sur des documents originaux et inédits, Pa-
ris, Arthus Bertrand, 1861.
--------------------, Quatre lettres sur le Mexique. Exposition absolue du systè-
me hiéroglyphique mexicain. La fin de l’âge de pierre. Époque glacia-
re temporaire. Commençement de l’âge de bronze. Origines de la ci-
vilisation et des religions de l’antiquité d’après le teo-amoxtli et
autres documents mexicains, etc., Paris, Auguste Durand et Pedone-
Madrid, Bailly-Baillière, 1868.
--------------------, S’il existe des sources de l’histoire primitive du Mexique
dans les monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l’ancien
monde dans les monuments américains?, Paris, Auguste Durand-Ma-
drid, Bailly-Baillière, 1864.
--------------------, Viaje al istmo de Tehuantepec, México, Fondo de Cultura
Económica, 1981.
--------------------, Voyage sur l’isthme de Tehuantepec dans l’État de Chiapas
et la République de Guatémala: executée dans les années 1859 et
1860, par l’abbé Brasseur de Bourbourg, Membre des Sociétés de
Géographie de Paris, de Mexico, etc., Ancien Administrateur eccle-
siastique des Indiens de Rabinal, Chargé d’une mission scientifique de
S. E. M. le Ministre de l’Instruction publique et des Cultes dans l’Amé-
rique-Centrale, Paris, Arthus Bertrand, 1861.
BRISTER, Louis E., In Mexican Prisions. The Journal of Eduard Harkort,
1828-1834, Austin, Texas A & M University Press, 1986.
BULLOCK, William, A descrption of the unique exhibition, called Ancient
Mexico; collected on the spot in 1823, London, J. Bullock, 1824.
BULLOCK, William, Six months’ residence and travels in Mexico: contai-
ning remarks on the present state of New Spain, its natural produc-
tions, states of society, manufactures, trade, agriculture and antiquities,
etc., London, John Murray, 1825, 2 vols.
BURKART, Josef, Aufenthalt und Reisen in Mexiko in den Jahren 1825 bis
1834, Stuttgart, Schweizerbart, 1836, 2 vols.
CALDERÓN DE LA BARCA, Francis Erskine Inglis, Life in Mexico during a
Residence of Two Years in that Country, Boston, Charles C. Little and
James Brown, 1843, y London, Chapman-Hall, 1843, 2 vols.
CASTILLO NÁJERA, Francisco, Durango en 1826, México, Sociedad Me-
xicana de Geografía y Estadística, 1950, s. p. i.
BIBLIOGRAFÍA 371

COMBIER, Cyprien, Voyage au Golfe de California. Nuits de la Zone to-


rride, Paris, Arthus Bertrand Editeur, s. a.
CORTI, Egon César, conde, Maximilien et Charlotte au Mexique, Paris,
Plon, 1927.
COVARRUBIAS, José Enrique, Visión extranjera de México, 1840-1867. I.
El estudio de las costumbres y de la situación social, México, UNAM,
Instituto de Investigaciones Históricas-Instituto de Investigaciones Dr.
José María Luis Mora, 1998.
CHARENCY, Hyacinthe, Compte rendu et analyse de l’Histoire des na-
tions civilisées du Mexique et de l’Amérique centrale, etc., de M. l’ab-
bé Brasseur de Bourbourg, Versalles, Beau Jeune, 1859.
DÍAZ Y DE OVANDO, Clementina, ‘‘Viaje a México (1844)’’, Anales del
Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. XIII, núm. 50, t. II, 1982.
DUPLESSIS, Paul, Un mundo desconocido ó Viajes contemporáneos por
Méjico, Madrid, Imprenta de La Correspondencia de España, 1861.
FERRER MUÑOZ, Manuel, ‘‘La República mexicana y sus ciudadanos in-
dígenas vistos por los extranjeros del siglo XIX’’, V Congreso Interna-
cional de Hispanistas (Santa Fe, Granada, 25 al 28 de junio de 1999).
FLANDRAU, Charles Macomb, ¡Viva México!, México, Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes, 1994.
FOSSEY, Mathieu de, Le Mexique, Paris, Henri Plon, 1857.
--------------------, Viage á Méjico, México, Imprenta de Ignacio Cumplido,
1844.
--------------------, Viaje a México, México, Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes, 1994.
GALLEGOS TÉLLEZ ROJO, José Roberto, ‘‘Dos visitas a México... ¿Un solo
país? La mirada en dos libros de Charnay’’, en Ferrer Muñoz, Manuel
(coord.), Los pueblos indios y el parteaguas de la Independencia de Mé-
xico, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999.
GONZÁLEZ NAVARRO, Moisés, Los extranjeros en México y los mexica-
nos en el extranjero 1821-1970, México, El Colegio de México, 1993-
1994, 3 vols.
HABSBURGO, Maximiliano de, Recuerdos de mi vida. Memorias de Maxi-
miliano, traducidas por José Linares y Luis Méndez, México, F. Esca-
lante, 1869, 2 ts.
HALL, Basil, Extracts from a journal, written on the coasts of Chili, Peru,
and Mexico, in the years 1820, 1821, 1822, Edinburgh, Archibald
372 BIBLIOGRAFÍA

Constable and Co., and London, Hurst, Robinson, and Co., 1824, 2
vols.
HAMANN, Brigitte, Con Maximiliano en México. Del diario del príncipe
Carl Khevenhüller, México, Fondo de Cultura Económica, 1989.
HARDY, R[obert] W[illiams] H[ale], Travels in the interior of Mexico, in
1825, 1826, 1827, and 1828, London, Henry Colburn y Richard Bent-
ley, 1829.
HUMBOLDT, Alejandro de, Ensayo político sobre el reino de la Nueva-
España (edición facsimilar de la de Paris, Casa de Rosa, 1822), Méxi-
co, Instituto Cultural Helénico-Miguel Ángel Porrúa, 1985, 4 vols.
KOLLONITZ, Paula, Un viaje a México en 1864, México, Fondo de Cultu-
ra Económica-Secretaría de Educación Pública, 1984.
KRUSE, Hans, Deutsche Briefe aus México, mit einer Geschichte des
Deutsch-Amerikanischen Bergwerksvereins, 1824-1838. Ein Beitrag
zur Geschichte des Deutschtums im Auslande, Essen, G. D. Baedeker,
1923.
LAMEIRAS, Brigitte B. de, Indios de México y viajeros extranjeros, siglo
XIX, México, Secretaría de Educación Pública, Sep-Setentas, 1973.
LIDA, Clara E. (coord.), Una inmigración privilegiada. Comerciantes,
empresarios y profesionales españoles en México en los siglos XIX y
XX, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
LUMHOLTZ, Carl Sofus, El México Desconocido. Cinco años de explora-
ción entre las tribus de la Sierra Madre Occidental; en la Tierra Ca-
liente de Tepic y Jalisco, y entre los tarascos de Michoacán, trad. de
Baldobino Dávalos, New York, Charles Scribner’s Sons, 1904.
--------------------, Montañas, duendes, adivinos..., en Ramírez Morales, Cé-
sar, (coord.), México, Instituto Nacional Indigenista, 1996.
LUSSAN, Éloi, Souvenirs du Mexique. Cosas de México, Paris, Plon,
1908.
LYON, George Francis, Journal of a residence and tour in the Republic of
Mexico in the year 1826. With some account of the mines of that
country, London, John Murray, 1828, 2 vols.
MAYER, Brantz, México: lo que fue y lo que es, México, Fondo de Cultu-
ra Económica, 1953.
MENTZ DE BOEGE, Brígida M. von, México en el siglo XIX visto por los
alemanes, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas,
1982.
BIBLIOGRAFÍA 373

MINGUET, Charles, Alejandro de Humboldt, historiador y geógrafo de la


América Española 1799-1804, México, UNAM, 1985, 2 vols.
MIRANDA, José, Humboldt y México, México, UNAM, 1962.
MÜHLENPFORDT, Eduard, Ensayo de una fiel descripción de la República
de México: referido especialmente a su geografía, etnografía y esta-
dística, México, Banco de México, 1993, 2 vols.
MURIÁ ROURET, José María y Peregrina, Ángela, Viajeros anglosajones
por Jalisco: siglo XIX, México, Instituto Nacional de Antropología e
Historia, 1992.
OLAVARRÍA Y FERRARI, Enrique de, México. Apuntes de un viaje por los
estados de la República Mexicana, Barcelona, Librería de Antonio J.
Bastinos, 1898.
--------------------, Episodios históricos méxicanos, México, (edición facsimi-
lar), Instituto Cultural Helénico-Fondo de Cultura Económica, 1987,
4 vols.
--------------------, El tálamo y la horca, México, F. Díaz de León y Santiago,
1868.
ORTEGA Y MEDINA, Juan A., Humboldt desde México, México, UNAM,
1960.
--------------------, México en la conciencia anglosajona, México, Antigua Li-
brería Robredo, 1955.
--------------------, Zaguán abierto al México republicano, 1820-1830, México,
UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987.
--------------------, ‘‘Científicos extranjeros en el México del siglo XIX’’, Estu-
dios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, vol.
XI, 1988.
ORTIZ MONASTERIO, José, ‘‘Los médicos charlatanes en el siglo XIX. El
caso del viajero inglés William [sic] Hardy’’, en Un hombre entre Eu-
ropa y América. Homenaje a Juan Antonio Ortega y Medina, México,
UNAM, 1993.
PALACIOS, Enrique Juan, ‘‘Cien años después de Stephens’’, en Los Ma-
yas antiguos, México, El Colegio de México, 1941.
PANI, Érika, ‘‘¿‘Verdaderas figuras de Cooper’ o ‘pobres inditos infelice-
s’? La política indigenista de Maximiliano’’, Historia Mexicana, 187,
enero-marzo de 1998.
[PENNY, William T.], México de 1824 a 1826. Cartas y diario, en Ortega y
Medina, Juan Antonio, Zaguán abierto al México republicano (1820-
1830), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1987.
374 BIBLIOGRAFÍA

PFERDEKAMP, Wilhelm, Auf Humboldts Spuren. Deutsche im jungen Mé-


xico, München, Max Huber Verlag, 1958.
POINSETT, J. R., Notes on Mexico made in the autumn of 1822, Philadep-
hia, H. C. Carey and I. Lea, 1824.
PORTILLA, Anselmo de la, Breve refutacion al memorandum del General
D. Ignacio Comonfort, Ex-Dictador de la República Mejicana, y a la
obra encomiastica de su gobierno, escrita por el señor Anselmo de
la Portilla; impresa y publicada, el año de 1858, en la ciudad de New
York, del estado del mismo nombre, en la Confederación Norteameri-
cana, New York, Imprenta de La Crónica, 1859.
--------------------, España en México. Cuestiones históricas y sociales, Méxi-
co, Imprenta de Ignacio Escalante, 1871.
--------------------, Historia de la revolución de México contra la dictadura del
general Santa-Anna (1853-1855) (edición facsimilar de la de México,
Imprenta de Vicente García Torres, 1856), México, Instituto Nacional
de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1987.
--------------------, México en 1856 y 1857. Gobierno del General Comonfort
(edición facsimilar de la de Nueva York, Imprenta de S. Hallet, 1858),
México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución
Mexicana y Gobierno del Estado de Puebla, 1987.
PRATT, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel Writing and Transcultura-
tion, London-New York, Routledge, 1997.
PREUSSISCHER, Kulturbesitz, Johann Moritz Rugendas. Malerische Reise
in den Jahren 1831-1834, Berlin, Druckerei Hellmich KG, 1984.
RIVA PALACIO, Vicente et al., México a través de los siglos. Historia ge-
neral y completa del desenvolvimiento social, político, religioso, mili-
tar, científico y literario de México desde la Antigüedad más remota
hasta la época actual. Obra única en su género publicada bajo la di-
rección del general..., t. IV: México independiente 1821-1855 escrita
por D. Enrique Olavarría y Ferrari, México, Gustavo S. López editor,
1940.
RIVADULLA, Daniel et al., El exilio español en América en el siglo XIX,
Madrid, Mapfre, 1992.
SALM-SALM, Agnes de, Diez años de mi vida (1862-1872). Estados Uni-
dos. México. Europa, Puebla, José M. Cajica, 1972.
BIBLIOGRAFÍA 375

SARTORIUS, Carl Christian, Importancia de México para la emigración


alemana, México, Tipografía de Vicente G. Torres, 1852.
--------------------, México about 1850, Stuttgart, Brockhaus Antiquarium,
1961.
SCHARRER, Beatriz, La hacienda ‘‘El Mirador’’. Historia de un emigran-
te, México, tesis de licenciatura en antropología social presentada en la
UNAM, 1980.
STEPHENS, John Lloyd, Incidents of Travel in Central America, Chiapas,
& Yucatan, New Brunswick, Rutgers University Press, 1949, 2 vols.
--------------------, Incidents of Travel in Yucatán, Oklahoma, University of
Oklahoma Press, 1962, 2 vols.
SULLIVAN, Paul, Conversaciones inconclusas. Mayas y extranjeros entre
dos guerras, México, Gedisa, 1991.
TAYLOE, Edward Thornton, Mexico, 1825-1828. The journal and corres-
pondence of Edward Thornton Tayloe, Chapel Hill, The University of
North Carolina Press, 1959.
TYLOR, Edward B., Anahuac: or Mexico and the Mexicans, ancient and
modern, London, Longman, Green, Longman and Roberts, 1861.
VALLE, Rafael Heliodoro, ‘‘John Lloyd Stephens y su libro extraordina-
rio’’, Revista de Historia de América, México, 1948.
VIGNEAUX, Ernest, Viaje a México, México, Fondo de Cultura Económi-
ca, 1982.
VILLEGAS REVUELTAS, Silvestre, ‘‘Anselmo de la Portilla’’, en Ortega y
Medina, Juan A. y Camelo, Rosa (coords.), Historiografía mexicana, t.
IV: En busca de un discurso integrador de la nación, 1848-1884
(coord. Antonia Pi-Suñer Llorens), México, UNAM, Instituto de In-
vestigaciones Históricas, 1996
WALDECK, Frédéric de, Monuments anciens du Mexique. Palenque et au-
tres ruines, Paris, 1866.
WARD, Henry George, Mexico in 1827, London, Henry Colburn, 1828, 2
vols.
WARD, H. G., Seis panorámicas de los más importantes poblados y dis-
tritos mineros del Altiplano de México. Dibujados por la Sra. H G.
Ward y grabados por el Sr. Pye, con datos estadísticos de población,
México, Banco de México, 1990.
WILLIAMS, J. J., El istmo de Tehuantepec. Resultado del reconocimiento
que para la construccion de un ferro-carril de comunicacion entre los
oceanos Atlántico y Pacífico, ejecutó la comision científica, bajo la di-
376 BIBLIOGRAFÍA

reccion del Sr. J. G. Barnard, mayor del cuerpo de ingenieros de los


Estados-Unidos etc., y resúmen de la geología, clima, geografía parti-
cular, industria, zoología, y botánica de aquellos paises, Méjico, Im-
prenta de Vicente García Torres, 1852.
YORKE STEVENSON, Sara, Maximilian in Mexico. A woman’s reminis-
cences of the french intervention. 1862-1867, New York, The Century,
1899.
ZORRILLA, José de, México y los mexicanos (1855-1857), México, Edi-
ciones de Andrea, 1955.

También podría gustarte