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WARMA KUYAY 

(AMOR DE NIÑO)
Noche de luna en la quebrada de Viseca. ¡Ay Justinita! ¡Déjame niño anda donde tus
señoritas! ¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta! ¡Sonso niño, sonso!
Habló Gregoria, Celedonio, Pedrucha, Manuela, Anitacha… En medio de witron (patio
empedrado). Empezaron a bailar en ronda. Me fui llegué al pie del molino. Subí a la
pared más alta, los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. Yo la
quiero mi corazón tiembla cuando ella ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu.

Apareció don Froilán. ¡Adormir! Ordenó. Los cholos se fueron. El Kutu se quedó solo. Luego
me llamó. No habló nada. La hacienda era de don Froilan y de mi tío. ¿Te ha despachado la
Justina? Le dije. ¡Don Froilan el abusado niño Ernesto! Me dijo. Empecé a llorar. ¡Kutu: cuando
sea grande voy a matar a don Froilan! Mátale con tu honda Kutu. ¡Don Froilan! ¡Es malo! Los
que tienen hacienda son malos, hacen llorar a los indios como tú. Mátale no más Kutucha. Pero
el Kutu ¡era cobarde! Justina era bonita, pero amaba al Kutu con cara de sapo.

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia. De
cólera el Kutu rajaba el lomo a los torillitos. Como eran de don Froilán no me importaba. Pero
ya en la cama, una pena negra se apoderaba de mi alma.

A la mañana siguiente. El Kutu ya se iba al campo a ver los “daños”. Vete de aquí le dije. En
Viseca ya no sirves. ¡Asesino también eres Kutu! Un becerrito es como una criatura. Dos
semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Tenía sangre de mujer. Yo, solo, me quedé, cerca
de Justina, de mi Justinacha ingrata. Era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “Warma
Kuyay” (amor de niño) y no creía tener derecho todavía sobre ella.

Mensaje del cuento Warma Kuyay


Mensaje: Un amor puro, intenso, sincero, libre de todo interés, propio de los comienzos
de la adolescencia. Es lo que siente Ernesto, un niño de catorce años, por Justina, su
Justinacha querida e ingrata. Sin duda un Warma Kuyay (Amor de niño).
EL SUEÑO DE PONGO

Un siervo indio se dirige a la casa hacienda para cumplir su turno de pongo o


sirviente, según la usanza feudal en las haciendas de la sierra peruana. Era un
hombrecito de cuerpo esmirriado y con ropas viejas. Solo con verle, el patrón se burló
de su aspecto y de inmediato le ordenó hacer la limpieza. El pongo se portaba muy
servicial; no hablaba con nadie; trabajaba callado y comía solo.

El patrón tomó la costumbre de maltratarlo y fastidiarlo delante de toda la


servidumbre, cuando esta se reunía de noche en el corredor de la hacienda para rezar
el Ave María. El patrón obligaba al pongo a que imitara a un perro o a una vizcacha; el
pongo hacía todo lo que le ordenaba, lo que provocaba la risa del patrón, quien luego
lo pateaba y lo revolcaba en el suelo. Incluso los demás siervos no podían contener la
risa al ver tal espectáculo.

Y así pasaron varios días, hasta que una tarde, a la hora del rezo habitual, cuando el
corredor estaba repleto de la gente de la hacienda, el pongo le dijo a su patrón: "Gran
señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte". El patrón, asombrado de que
el hombrecito se atreviera a dirigirle la palabra, le dio permiso, curioso por saber qué
cosas diría. Entonces el pongo empezó a contarle al patrón lo que había soñado la
noche anterior: ambos habían muerto y se encontraron desnudos ante los ojos de San
Francisco, quien examinó los corazones de los dos. Luego, el santo ordenó que viniera
un ángel mayor acompañado de otro menor que trajera una copa de oro llena de miel.
El ángel mayor, levantando la copa, derramó la miel en el cuerpo del hacendado y lo
enlució con ella desde la cabeza hasta los pies. Cuando le tocó su turno al pongo, San
Francisco ordenó a un ángel viejo: "Oye viejo. Embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído: todo el cuerpo, de
cualquier manera, cúbrelo como puedas, ¡Rápido!" Entonces, el ángel viejo, sacando el
excremento de la lata, lo embadurnó en todo el cuerpo del pongo, de manera tosca.

Hasta allí parecía que esa era la justa retribución de ambos y así creyó entender el
hacendado, que escuchaba atento tal relato. Sin embargo, el pongo advirtió
rápidamente que allí no terminaba la historia, sino que San Francisco, luego de mirar
fijamente a ambos, ordenó que se lamieran el uno al otro, en forma lenta y por mucho
tiempo. El viejo ángel rejuveneció y quedó vigilando para que la voluntad de San
Francisco se cumpliera.

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