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Siempre me he preguntado por qué nos resulta tan difícil aceptar las críticas, por qué nos
mostramos tan defensivos, tan protectores, tan cuidadosos de nuestra identidad que somos
capaces de mentir, humillar, anular e incluso eliminar a quien tenemos enfrente si con su
presencia, su palabra o su acción amenaza lo que somos. Me he visto más de una vez
defendiéndome con ahínco de críticas que apenas pasaban del nivel de simples comentarios,
respondiendo con fuerza a quien se ha atrevido a decirme algo que no me gusta, y cuando todo
eso se pasa y puedo entrar en un espacio de calma interior no dejo de preguntarme por qué. Por
qué tanta necesidad de justificarnos, de tener razón, de quedar por encima del otro, sin importar si
hacemos daño; por qué aferrarnos con tanta fuerza a una idea aunque eso suponga vivir con
ansiedad y tensión, aunque eso implique relaciones deterioradas o rotas y proyectos fracasados;
por qué tanta dificultad en reconocer que tal vez nos equivocamos, que hay otras opciones, que
realmente (nos) estamos haciendo daño; y por qué nos cuesta tanto salir de ahí, por qué nos
mantenemos en el engaño, cuando todo a nuestro alrededor parece dejar bien claro que ese
camino no lleva a ninguna parte, que sólo encierra dolor, soledad y cansancio.
Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba
primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner
entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese
espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David
Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos
pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo
en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir
inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para
siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre
paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien
presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la
sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un
instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o
contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre
habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la
desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se
basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras
no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad
defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo
participado. Un ‘individuo participante’2.
Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones,
formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad,
como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que
surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones
espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen.
De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes
de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una
gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo
de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se
apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos
nosotros quienes controlamos nuestro destino.
1 Título del libro Mistakes were made, but not by me, escrito por Carol Tavris y Elliot Aronson, ed. Pinter & Martin