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V L A D IM IR JA N K ÉU ÉV IT C H

LA AVENTURA,
, ABURRIMIENTO,
LO SERIO

Versión castellana
de
E lena Benarroch

taurus
Título original: L ‘aventure, Vennui, le sérieux
© 1961 Editioíis Montamne
ISBN: 2-7007-0041-4

© 1989, A ltea, Taurus, A lfaguara, S. A.


TAURUS
Juan Bravo, 38. 28006 MADRID
ISBN: 84-305-1294-7
Depósito legal: M. 6.717-1989
PRINTED ¡N SPA1N
In d ic e

CAPITULO PRIMERO

LA AVENTURA-
El advenimiento del p o rv en ir............................................. 12
1. La aventura m o rta l............... ......... ........................ •- 17
2. La aventura estética....................................................... 23
3.-.L a aventura am orosa............................... v . .......... ... 29

CAPITULO SEGUNDO
EL ABURRIMIENTO

1. Angustia y aburrim iento................................................ 41


2. La desgracia de ser demasiado f e liz ........................... 61
3. Bfos y Z o é ....................................................................... 94
4. El tiempo reencontrado.................................................. 116

CAPITULO TERCERO
LO SERIO

1. Intermediaridad y mediación. El tomar algo en serio. 154


2. Totalización en profundidad y enduración. El legato. 166
3. Dolor y muerte. Lo serio y lo trágico ......................... 179
4. Lo serio es el humor. La seriedad humorística . „ . . . 183
La aventura, el aburrimiento y lo serio son tres maneras
distintas de considerar el tiempo. En 1$ aventura lo que vivi­
mos y esperamos apasionadamente es él surgimiento del futuro.
En cambio, el aburrimiento se vive más bien en presente: desde
luego, el tedio a menudo se reduce al temor de aburrirse y es
indiscutible que esta aprensión, en la cual consiste nuestro abu­
rrimiento, se refiere al futuro; no obstante, el dempo privile­
giado del tedio es ese presente de la expectativa despojado de.
antemano de valor por un futuro demasiado lejano y esperado
con demasiada impaciencia; en esta enfermedad el futuro de­
precia de forma retroactiva el momento presente en lugar de
arrojar luz sobre él. En cuanto a lo serio, podemos definirlo
como cierta forma razonable y general no de vivir el tiempo,
sino de contemplarlo en su conjunto, de considerar la mayor
duración posible. Baste decir qué si la aventura tiende a situar­
se en el punto de vista del instante, el aburrimiento y lo serio
tienden a considerar el devenir como intervalo: el principio es
aventuroso, pero la continuación es, según los casos, seria o
aburrida. De donde se sigue que la aventura nunca es «seria» y
que se recurre a ella a fortiori como antídoto contra el aburri­
miento. En el desierto informe, en la eternidad abotargada del
tedio, la aventura circunscribe oasis encantados y jardines ce­
rrados, pero también contrapone el principio del instante a la
duración total de lo serio, ¿Acaso recobrar la seriedad no es
volver a la prosa amorfa de la vida cotidiana, abandonando los
episodio?? intensos y los instantes apretados que forman el lapso
de tiempo aventuroso?
CAPITULO PRIMERO

LA A V E N T U R A

La temporalidad privilegiada que intentamos describir, si­


guiendo al filósofo Georg Simmel \ no es exactamente la del
aventurero, sino la del aventuroso. Porque la temporalidad a ven­
turosa y la temporalidad aventurera son cosas distintas... El
hombre aventuroso representa todo un estilo de vida, mientras
el aventurero es un profesional de las aventuras; para este últi­
mo , lo esencial no es correr aventuras, sino ganar dinero y si
conociera un medio de conseguirlo sin aventuras, lo emplearía;
tiene un negocio de aventuras y afronta los riesgos igual que el
zapatero vende sus zapatos. En resumen, más que estar al mar­
gen de la vida prosaica, está al margen de los escrúpulos. El
aventurero es sencillamente un burgués tramposa que viola el
juego de los burgueses y juega al margen de las reglas, como
ocurre en el mercado negro; y así como el mercado negro es una
versión marginal, ilícita y clandestina del mercado, o el dinero
negro una versión inconfesable del dinero, la aventura del
aventurero es una empresa turbia que está al margen de la ley.
Para el empresario de esta empresa, para este profesional egoísta
y utilitario, el nomadismo se ha convertido en especialidad, el
vagabundeo en oficio, la «excepcionalidad» en hábito, el «asis-
tematismo» en sistema de vida. Para el aventurero la aventura
es senciU ámente un medio para un fin, a lo sumo, un mal nece­
sario. No hay nada en todo ello digno de atención, tan sólo sor­
didez y mezquindad. Las ruines aventuras aventureras no son

1Philosophische Kultur (1911), pp. 11-28,


más que una caricatura de la aventura aventurosa. Lo que que*
remos describir es un estilo de vida y no un medio de existen­
cia, ya que una v ic ^ emprendedora nada tiene en común con
el oficio de empresario^ En una continuación aventurera el tru­
hán se instala de un modo burgués, en la aventura inocente y
desinteresada el aventuroso siempre es un principiante...

El advenimiento del porvenir

Empecemos por intentar comprender la aventura «infinitesi­


mal», la menor aventura posible, aquella a la que, en general,
no solemos dar el nombre de aventura; quizá sorprendamos en
embrión o en germen lo que después se convertirá en novela de
aventuras. Para hallar en el tiempo ese umbral de Iá aventura,
esa aventura elemental, acaso sea bueno recordar que la aven­
tura tiene desinencia de futuro. La aventura está ligada a ese
tiempo del tiempo que llamamos el tiempo futuro, cuyo carácter
esencial estriba en ser indeterminado, porque es el imperio enig­
mático de lo posible y depende de mi libertad. ¿No es lo posi­
ble lo que puede ser así o de otro modo, lo que será esto o
aquello según mi valor, según los riesgos que acepte correr, se­
gún mi buena o mala suerte? El pasado, determinado y definiti­
vo para siempre, puesto que ya ha existido, no podría ser la
región de la aventurajEl territorio de la aventura es el porvenir..
( Pero existe uña razón aún más profunda, y es el carácter anfi-
‘ bológico, ambiguo y equívoco de la aventura. Veremos cómo la
aventura es aventurosa por su propia ambigüedad. El porvenir
es ambiguo, en primer lugar, porque es a la vez cierto e incierto.
Lo cierto es que el futuro será, que advendrá un porvenir; pero
cuál será es algo que queda envuelto en las brumas de la incer-
tidumbre. De todos modos, el Aún-no, con el tiempo, será un
Ahora; de todos modos, el porvenir será presente y será un
Hoy, estemos o no ahí para verlo; en cualquier caso, el domin­
go que viene llegaría, aunque no hubiera ningún hombre para
llamarlo domingo, y esto es así en virtud de la futurición que
hace advenir inevitablemente el porvenir. ¿Pero cuál será ese
futuro? ¿«Qualis»? ¿De qué naturaleza? ¿Será un día de fiesta
o de luto? ¿Un día de luz o de tinieblas? Tal es el enigma de la
esfinge5 llnmada futuro. La respuesta a la pregunta an es segura:
«¿An fui uní m sit?» ¿Habrá un futuro? Sí, habrá un futuro.
Pero «¿Quid sit futurum?» ¿Qué será? ¿De qué clase, de qué
color, ds qué humor? ¿Cuál será su luz y cuál su naturaleza?
A estas preguntas ya no podemos contestar. Podemos contestar
a lo pregunta general, a saber, que habrá un futuro, pues el
hecho de advenir o «quodidad» constituye ya la respuesta; pero
no podernos decir qué cosa está por venir; no se puede contes­
tar a la pregunta circunstancial, la que interroga sobre las mo­
dalidades según las categorías de la interrogación; no se puede
decir lo que será. De esta manera, la «futuridad» del futuro no
es sino nuestra temporalidad destinal, es decir, nuestro abruma­
dor destino cerrado por la muerte. Pero las modalidades del por­
venir representan el terreno del puede ser y muestran al hombre
el horizonte apasionante de la esperanza: lo que sea depende de
nuestra libertad. Frente al pretérito, que es unívoco o incuestio­
nable porque ya está «hecho» y resuelto, el futuro contiene
toda la indeterminación del misterio, si. admitimos que el mis­
terio es una mezcla de certidumbre e incertidumbre; así, lo
infinito según Pascal2 es aquello cuya existencia entrevemos y,
sin embargo, no podemos ni asignarle una cantidad, ni nombrar
su número. ¿No siente la aventura la atracción de lo infinito?
Sé que, y no sé qué. El porvenir es un no sé qué.
Podemos ir más lejos: la aventura infinitesimal está ligada
al advenimiento_ del acontecimiento. Distingamos más exacta­
mente \Evéhit y Ádvenit. IjU acontecimiento no es más que una
fecha^ir'el ‘esléndarió, pero el advenimiento se anuncia como el
«adviento» de un misterio. El acontecimiento adviene demasia­
do tarde para la aventura: estoy frente a frente y cara a cara
ante él y ya no es hora de afrontar con valor ese presente fla­
grante. AI contrario, el advenimiento es el instante inminente:
no ya la actualidad haciéndose, ni a medida que se hace, sino
a punto de hacerse. Para el hombre aventuroso la contempora­
neidad i d Haciéndose es casi tan póstuma como la retrospecti-
vidnd de lo «ya-hecho». Más que a lo contemporáneo, la aven­
tura está ligada a lo extemporáneo de la improvisación. Hay
una aventurosa futurición a medio camino entre el porvenir leja­
no, abstracción conceptual e ideal contemplativo mantenido a
considerable distancia del presente, y la actualidad del hombre
de acción, vivida en el momento y en su flagrancia. Frente a las

: 'Bnirrclivie?) III, fr. 233. (Traducción española en Obras,


Alfaguara, 1981, fr. 418.)
utopías lejanas de la serena esperanza, la tentación febril de la
aventura cercana designa la región infinitesimal del futuro pró-
ximo e inmediato; se» acerca más al in promtu que a la escato-
logía. Demos a loa téuninos «futurum proximum» su sentido
de superlativo apasionante. Además, el futuro inmediatamente
siguiente o posterior es aquel del que no estoy separado por la
mediación de ningún instante intermedio. Es un comienzo que
no cesa de comenzar, un continuo recomenzar en cuyo curso
la novedad germina y asoma a cada paso. Así es la aventura
instantánea, la diminuta aventura del próximo minuto, la que
nos reserva el instante imprevisible del minuto inminente y nos
corta Ib respiración.
Todo lo ambiguo es, como el tabú, objeto de un sentimiento
ambivalente, compuesto de horror y atracción al mismo tiempo.
En el tabú la prohibición sagrada y el ansia sacrilega entran en
conflicto. La aventura tienta al hombre porque el pathos de la
aventura es un complejo de fuerzas contradictorias; la tentación
es precisamente esa mezcla de ganas y horror, donde el horror
acrecienta las ganas actuando como ingrediente paradójico, mien­
tras el deseo, positividad sin negatividad implica la atracción
simple y unívoca. Por eso la fobia, a diferencia del simple te­
mor, es un temor atrayente. Es el sentimiento dividido, desga­
rrado, «tentado», en el que cada fuerza tira por su lado, es el
sentimiento pasional por antonomasia. Por eso la tentación de
la aventura es la tentación típica. El hombre,' apasionado por la
apasionante inseguridad de la aventura, por la apasionante in-
certidumbre del porvenir, se encuentra en la situación pasional
de esos amantes frenéticos que no pueden vivir ni juntos ni se­
parados: juntos se pelean, no se soportan; separados suspiran
uno por otro y aspiran de nuevo a su confusa simbiosis. Se ado­
ran y se detestan. No saben lo que quieren, se suele decir. En
realidad, saben muy bien lo que quieren, pero lo que quieren es
imposible, irrealizable y sobrehumano; lo contradictorio no es
la voluntad, son las cosas queridas las que se contradicen. Al
buscar la aventura, el tímido quiere y no quiere, quiere lo que
no quiere y no quiere lo que quiere, quiere por una mezcla de
voluntad y noluritádí> quiere, de’ algún modo, con una noluntad
queriente bastante análoga al odio amoroso. ¿Se atreverá? Que­
rer sin querer queriendo, he aquí la voluntad ambigua del hom­
bre tentado, reticente, atraído por su propio conflicto y su re­
serva interior. El hombre anhela lo que más teme. Curiosidad
apasionada y delicioso horror, la tentación de la aventura no es
"1 vérbgo. La Husdftea áe Pushkin nos presenta al hombre
a la vez repelido e inexplicablemente atraído por Ondina; y ¡as
Sirenas, a su manera, encarnan la inconfesable tentación del
naufragio. ¿Acaso e! abismo insondable no es al mismo tiempo
la amenaza de la nada? Las aventuras de Sadko se desarrollan
sobre todo en las profundidades del océano, donde le retiene el
hechizo de la zarina de los mares. £1 viajero del Cáucaso del
que nos hablan Lermontov y el músico Balakirev es tentado por
los cantos de Tamara, la seductora circasiana; pero esta sirena
del deseo es, a su vez, la sirena del atrayente no ser. En el
vértigo adivinamos el atractivo paradójico y diabólico de la
muerte, es decir, su elemento esotérico o críptico, pero un pode­
roso instinto de conservación complica esa atracción. Asimismo,
en ia pasión vertiginosa de la aventura hallamos los dos senti­
mientos opuestos: por un lado, el terror al riesgo incómodo que
amenaza nuestra instalación en el intervalo y la economía de la
rutina cotidiana; por otro lado, las ganas locas de profanar un
secreto, de descifrar el misterio del porvenir, de levantar la hi­
poteca de la posibilidad inminente; por un lado, la timidez en
el umbral de la novedad y, por otro, la vocación de la futuri-
cíón; el bienestar del intervalo y la peligrosa pasión del instánte
efectivo; el placer de continuar y la alegría de empezar... o de
crear (pues la creación también es aventurosa). Unas veces pre­
domina el impulso heroico del peligro, la guerra y la catástrofe,
y otras el horror frena el impulso. Pero, en ambos casos, la ten­
sión que se crea entre el horror al vacío y el deseo azaroso pue­
den llagar a la angustia. ¿No intentaron Kierkegaard3 y León
Cbestov resolver esta polémica desconcertante?
Hemos de ir ahora más allá de la aventura puntual del pró­
ximo instante. Para que haya aventura, en el senddo usual de
la palabra, es preciso que se engarcen una serie de episodios o
peripecias a través de la duración. Si desplegamos la aventura
en el tiempo y en el espacio, veremos cómo el equívoco inheren­
te a la liminaridad de la aventura adopta tres formas fundamen­
tales. Cada uno de estos tres estilos de aventura implica una
oscilación infinita de la conciencia entre el juego y lo serio. Es
más, la propia oscilación es un juego... ¿Qué digo? El único
juego verdaderamente lúdico es el juego con lo serio, pues un

* El concepto de angustia.
juego que se limitase a jugar y no incitase de algún modo a la
seriedad batiría todos los records del aburrimiento, sería más
aburrido que lo serm» Si se suprime uno de los contrarios, juego
o seriedad, TtcaSiáM) oanouS-^, la aventura deja de ser aventuro-
sa: si se suprime el elemento lúdico, la aventura se vuelve una
tragedia y si se suprime el elemento serio la aventura se con­
vierte en una partida de cartas, un pasatiempo irrisorio y una
falsa aventura. En otras palabras, para que haya aventura hay
que estar a la vez dentro y fuera; el que está dentro de los pies
a la cabeza está inmerso en plena tragedia; el que está entera­
mente fuera, como un espectador en el teatro, contempla un
espectáculo que nb le compromete y no lo toma en serio: así
es el mundo visto desde un sillón y desde la óptica contempla-
cionista del juego£LiT implicación ética ”y el cHsfáncíámlentó esté-
tico son los dos polos entre los cuales transcurren las. aventu­
ras.; El hombre aventuroso es a la vez exterior aí drama, cómo
el actor, e interior a ese drama, como el agente incluido en el
misterio de su propio destino. ¿Cómo se puede estar a la vez
fuera y dentro? Espacialmente es imposible y lógicamente es
impensable, es decir, contradictorio. Una puerta ha de estar
abierta o cerrada, e incluso una puerta entreabierta ya está
‘abierta; un hombre ha de estar dentro de la sala o fuera de
ella. Pero también se puede estar en el umbral, pasar una y otra
vez del interior, al exterior: este milagro se produce misteriosa­
mente todos los días. La vida humana está a la vez abierta y
cerrada, es decir, está entornada. Asimismo, lo aventuroso está
dentro-fuera. ;No hay quien lo entienda! El espacio, que dis­
tribuye los lugares «partes extra partes», lo niega y el principio
de identidad lo prohíbe; sin embargo, vivimos la contradicción
continuamente; sin embargo, la disyunción es papel mojado para
la vida. Se podrían distinguir muchas variedades en la aventura:
el juego, aventura en m iniatura, limitada al espacio de un table­
ro, que sólo afecta a una zona parcial de nuestro ser, el ser del
jugador; lo novelesco, terreno de las aventuras peligrosas, pero
que no me conciernen personalmente; las aventuras como la
caza, los viajes o los cruceros, que me conciernen físicamente,
pero en el fondo excluyen todo elemento aleatorio. Quizá sea
más sencillo estudiar sucesivamente los casos en los que preva­
lece lo serio, los casos en los que domina el juego y aquéllos,
por tiJíimo. en los que el juego y la seriedad se entrelazan sin
cesar.
El hambre ayenturoso, decíamos, está dentro-fuera, pero a
veces más dentro que fuera, a veces más fuera que dentro y a
veces tanto lo uno como lo otro de un modo inextricable. En el
primer estilo de aventura, el hombre está más dentro que fuera,
es decir, la aventura incluye a la vez el juego y lo serio, pero en
este caso lo serio prevalece sobre el juego y la inmanencia sobre
la trascendencia, de modo que la aventura se muda fácilmente
en tragedia; el deslizamiento se produce cuando desaparece el
elemento lúdico, la pizca de sal que adereza y resta gravedad a
toda aventura; entonces tiende a confundirse con la vida misma,
sus vicisitudes y peripecias dramáticas invaden toda la existen­
cia. Es decir, al mismo tiempo que está comprometido con toda
su alma en la aventura, el hombre debe mantenerse relativa­
mente distanciado de ella. El hombre aventuroso está a la vez
comprometido, como tan a menudo se dice hoy en día, y des­
coro prometí do, pero de tal forma que el compromiso domina en
gran medida sobre ese estar descomprometido y distante. Esta
anfibología puede formularse en términos temporales. En efecto,
según la cronología el que está dentro dé la aventura la vive
como una continuación mientras dura y va experimentando
sobre la marcha todas sus vicisitudes. La aventura depende de
mí al principio, pero su continuación no siempre depende de
mí, y aún menos su terminación. O viceversa, estoy más dentro
que fuera, pero he empezado por meterme dentro libremente.
Un hombre decide un buen día escalar el Himalaya. No tiene
obligación alguna de hacer semejante esfuerzo. Está obligado a
pagar los impuestos, hacer el servicio militar y ejercer un oficio,
ya que todas esas cosas son «serias»; pero no escalar el Everest,
a eso nadie lé obliga. Es decir, el principio de la aventura es
un decreto autocrítico de núes to Q íte r t a y , en díHa,
como todo acto arbitrario y gratuito, de naturaleza un poco
estética. Pero, de pronto, el hombre descomprometido se com­
promete a fondo. El aficionado, que ha abandonado voluntaria­
mente 8 su familia y desatendido sus ocupaciones, se ve sor­
prendido por una tormenta de nieve en las pendientes del
Everest. Sin duda, entonces se arrepiente de haher ido, pero
es demasiado tarde para lamentarse y volver atrás; a partir de
ese i7io~:Dto se juega el todo por el todo y lucha por su
pellejo. Atora lo que está en juego es su destinée * y su' propia
existencia; es, se suele decir, cuestión de vida o muerte. Entan-
ces k aventura está a punto de dejar de ser una aventura púa
convertirse en flha tragedia, con. mayor razón eí el alpinista
muere de frío *en el glaciar o cae por una grieta, es decir, si
la aventura acaba trágicamente.' A .veces se empieza por fuerza
y se sigue por juego, pero lo más frecuente es lo contrario: la
aventura se empieza por juego, pero no se sabe ni cómo ni
cuándo puede acabar ni hasta dónde puede llegar. Empieza
frívola, continúa seria y termina trágica; se desencadena de una
forma libre y voluntaria, pero su continuación, y sobre todo su
conclusión, se pierden entre brumas amenazantes en la incierta
ambigüedad del porvenir. El aventurero ha . quemado las na­
ves, las naves del retomo y^ÉTaSe^ntiraénto.'TAqüf^ empieza
la tragedia! El hombre está un poco en la situación del aprendiz
de brujo respecto a la empresa descabellada y barroca llamada
aventura. Brujo sólo a medias, conoce la palabra que desata las
fuerzas mágicas, pero no la que las frenaría; el aprendiz sólo
conoce la mitad de la palabra. Unicamente el brujo conoce
ambas palabras, la que desencadena y la que detiene. Si el
hombre conociera las dos palabras de la aventura no sería un
mago a medias, ni un aprendiz, ni, en fin, un aventurero, sino
un mago a carta cabal; mejor dicho, sería como Dios. Dios es
el único que puede desatar y detener la voluntad, el único que
conoce la palabra del principio y la del fin, el único literalmente
omnipotente; el hombre no es más que un semidiós, su libertad
es una semilibertad y su poder no es íodb-poderoso, sino
poderoso a medias; únicamente está en nuestras manos el fíat
inicial, y sólo para el comienzo de una empresa que se des­
arrolla luego por sí sola. Frente a la irreversibilidad del tiempo,
los nuestros son poderes cojos, truncados y unilaterales, y, sin
duda, es esta disimetría lo que explica la preponderancia de lo
serio. ¿Cómo asombrarse de que tal disimetría nos inspire sen­
timientos ambivalentes?
Al hablar de una aventura en la cual la seriedad prevalece
sobre el juego, aún no hemos dicho la palabra esencial que

* El autor opone a lo largo del texto los términos destín y destinée


(véanse sobre todo pp. 30-31), marcando una diferencia imposible de
reproducir en castellano, ya que nuestro término destino y todos sus
sinónimas engloban ambas significaciones. Traduciremos destín por des-
tinp y dejarem os destinée en francés. (N. de la T.)
revela su objeto y explica por qué nuestra destinée entera está
trágicamente comprometida en ella. Esta palabra es la palabra
' muerte. Esta palabra innom inada e incluso in co n fesa b le presta
a la aventura su apariencia inmotivada. Sin eluda, el hombre
está fuera de la muerte porque toma conciencia de ella, pero
cono esta conciencia no impide en absoluto al ser pensante
morir de hecho, el ser pensante-mortal está, ante todo, dentro
de la muerte. Al fin y al cabo, la muerte es lo serio en todo azar,
lo tráfico en toda cosa seria, lo que está implícitamente en juego
en toda aventura. Una aventura, cualquiera que sea, incluso una
pequeña aventura de mentirijillas, sólo es aventurosa cuando
contiene una dosis de muerte posible, dosis a menudo infinite­
simal, homeopática, si se quiere, y generalmente apenas percep­
tible... Sin embargo, es esa pequeña y a veces remota posibili­
dad Ib que pone su grano de sal a la aventura y la hace aven­
turosa. Desde un punto de vista más amplio, el dolor, la des­
gracia, ia enfermedad o el peligro están marcados por el mismo
sello. Un peligro sólo es peligroso cuando, es un peligro de
muerte. £1 riesgo mortal puede representar tan sólo una posi­
bilidad sobre mil, no una sobre veinte, cómo en aquella «ruleta
del suicidio» que fue antaño pasatiempo de los oficiales rusos,
sino una sobre mil y, sin embargo, la sombra de esa pequeñí­
sima posibilidad, esa mínima preocupación es lo que hace
peligroso el peligro y apasionante la aventura. La muerte es lo
peligroso de todo peligro, lo malo de toda enfermedad, aun
cuandu ésta sea una calentura de nada, un benigno dolor de ca­
beza o el furúnculo más insignificante. La enfermedad sólo es
tal cuando el hombre puede morir teóricamente a causa de
ella; después de todo, ¿acaso un dolor de muelas no es una
posibilidad de muerte7 Un peligro del que estuviera excluida
de antemano la posibilidad misma de la muerte sería una co­
media y no un peligro serio; una aventura de la cual estuviéra­
mos seguros de salir antes de empezar no sería en absoluto una
aventura, todo lo más sería la aventura de un fanfarrón. La
razón es muy sencilla: la criatura es finita. Un ángel no puede
•correr aventuras porque es incapaz de morir; por mucho que
descendiera a las entrañas de la tierra, explorase las profundi­
dades del océano o llegara en cohete a la estrella polar...
¡daría igual! el ser inmortal, con su invisible armadura, no
puede ponerse en peligro porque no puede morir. Quizá a los
ángeta íes gustaría morir para poder tener aventuras como
todo el mundo, pero están condenados a la inmortalidad, ¡y
acaso mueran de no morir! Es algo muy simple: para poder
correr una aventura hay que ser m ortal y vulnerable de m il
maneras; es preciso que la muerte pueda penetrar en nosotros
por todos los poros ael organismo, por todas las junturas del
edificio corporal. {Más vale no pensar de cuántas maneras se
puede quebrar el frágil edificio! Nuestra seguridad es un logro
tan excepcional, supone la reunión de tal número de condicio­
nes siempre revocables, que su renovación diaria es ya en sí
misma una coincidencia milagrosa y un afortunado azar por el
que deberíamos dar gracias sin cesar al destino. La vida es el
conjunto de posibilidades que nos sustraen diariamente a la
muerte. La fragilidad esencial y la naturaleza fatalmente pre­
caria de nuestra existencia psicosomática funda la posibilidad de
la aventura. La muerte es lo que hallamos cuando profundiza­
mos hasta el extremo de lo humano, hasta el bordé agudo e
insuperable de una experiencia; la muerte es el límite absoluto
que alcanzaríamos si, en lugar de detenemos en el camino, nos
adentrásemos en él de lleno y hasta el final; es el fondo ínfimo
de la profundidad, la cima suprema de la altitud y el punto
extremo de la distancia. La muerte está al final de todas las
avenidas cuando las prolongamos indefinidamente en una. di­
rección. Si prolongásemos un bulevar de París hacia cualquiera
de los puntos cardinales, tarde o temprano, acabaríamos por en­
contrar el océano, ese océano primordial y terminal donde los
propios continentes flotan como islas... Y, del mismo modo,
cuando aumentamos progresivamente la intensidad de una sen­
sación o de una percepción encontramos la muerte; por ejemplo,
el crescendo de un dolor o una alegría demasiado intensa no
pueden soportarse indefinidamente, {el hombre es demasiado
endeble para aguantarlo! Llega un momento en que la cuerda se
rompe. Se puede morir de dolor y aun de alegría. Una expe­
riencia desmesuradamente crecida acaba por estallar y se pierde
en la nada que cierne nuestra finitud. Por eso el hombre en
busca de aventuras avanza peligrosamente hacia los bordes. La
necesidad de alcanzar los extremos y los finisterres, que son el
nec plus ulira del espacio, dirigirse a las profundidades de la
tierra o del océano, a la cumbre de las montañas o hacia la
extrema altitud del mundo sideral, al Polo Norte, al Polo Sur, al
Extremo Oriente, al Extremo Occidente, todo ello demuestra
claramente la existencia de una tentación extremista e incluso
purista. El hombre aventuroso aspira a un más allá de la zona
intermedia, de esa zona de mezclas que es también \& a n a
biológica óptima, donde el hombre vive y respira más cómoda­
mente, pero en la cual, no siendo ni ángel ni bestia, lleva la
existencia más burguesa y más sedentaria. Los hombres de la
continuidad se enriquecen y prosperan en ese término medio
equidistante entre alfa y omega, que es la zona templada inter­
media entre los polos donde ya Pascal ubicaba al anfibio
humano; en cambio, el hombre de la aventura va hacia los ex­
tremos, hacia los polos norte y sur de su existencia empírica;
renuncia a la comodidad de la zona templada y no hace mucho
caso de ese justo medio, de aquel feliz término medio que Aris­
tóteles confundía un poco aprisa con la excelencia.
La desventura de muerte es lo aventuroso de toda aventura,
así' co~io IcT peligroso de todo peligró y lo~3ólorosü' de todo
dolor, lo malo de la desgracia y la enfermedad. Aparece de
nuevo la aventuróse ambigüedad de la que partimos. La inde­
terminación de la muerte es la misma que la del porvenir am­
biguo. La muerte es lo absolutamente cierto y lo absolutamente
incierto por excelencia. ¡Ambas cosas a la vez! No está en la
sombra, sino en la penumbra. El hecho de que moriremos en
géneral es seguro, pero la fecha de la muerte permanece inde-,
terminada y eso es lo que nos pennite vivir; si en lugar de ser
aprendices y semidioses, si en lugar de tener una naturaleza
demoníaca, conociéramos las H6s~partes de la palabra, al quod
y el guando, el hecho de que y la fecha final, no podríamos
soportar la vida. Platón cuenta en el Gorgias que Zeus, tras
haber privado a los hombres de la inmortalidad, quiso ofre­
cerles un humilde regalo, un mísero regalo en su condición
desvalida. Les ocultó la fecha de su muerte: moriremos, pero
nunca sabremos cuándo. Pobre compensación, a decir verdad,
|consuelo irrisorio! En todo caso, esa bruma propicia permite
que el centenario haga proyectos de futuro, que diga, como
todo el mundo, el domingo que viene, el verano que viene. La
fecha de la muerte es una fecha absolutamente incierta y contin­
gente. «Hora incertaw, dicen los predicadores en los comentarios
del Evangelio: No sabéis ni el día ni la hora. Pero, a la inversa,
la posibilidad de aplazar indefinidamente esa fecha justifica la
esperanza progresista y el optimismo médico. La quodidad o
efectividad es cierta y, sin embargo, vivimos en la absoluta
inccrtiáumbre en cuanto a Jas circunstancias; ignoramos pieci •
sámente la más importante e inquietante ele todas: la fecha.
¿Cuándo? No podemos contestar a esta pregunta, como tam­
poco a las demás preguntas circunstanciales. ¿Dónde, cómo,
cuál es la causa?, etc. ¿Moriré en- la cama? ¿De pie? ¿A ca­
ballo, a la cabeza cíe mis tropas? ¿En qué ciudad? ¿A conse­
cuencia de qué enfermedad? Y así sucesivamente. Todas las
categorías fracasan. Sólo conocemos la gran respuesta general,
la que ni siquiera responde a una pregunta: sabemos que
moriremos. Esta disimetría, que es síntoma de misterio, Pascal
la encontraba en Dios y Juan Crisóstomo en las relaciones entre
alma y cuerpo. Adivinamos que hay un Dios, pero no sabemos
cuál es, cuál es su naturaleza, cuáles sus atributos, cuál su ros-
tro. Ese Dios está casi oculto, fere absconditus. Tenemos la
intuición de un número infinito, pero no sabemos si ese número
es par o impar: apenas hemos dicho cuánto, asignado la canti­
dad, pronunciado por ejemplo un número par, cuando un nú­
m ero impar mayor nos acude a la mente y así «al infinito», ya
que lo infinito es precisamente, ese movimiento indeterminado,
ese pujar y aumentar sin límite, esa misma aucción.
Para cada uno de nosotros la propia muerte siempre está
por venir, igual que el propio nacimiento siempre es algo ya
hecho. Y así como la muerte estará en futuro mientras vivamos,
el nacimiento pertenecerá al pasado durante toda la vida, del
principio al fin, porque la fecha inicial es la única determina­
da. La vida sólo está cerrada a parte ante y por el principio; a
parte post la futurición la mantiene abierta. Por consiguiente,
la vida está entreabierta. Y también por eso es una aventura.
Sin duda, la muerte tendrá la última palabra; en este sentido, de
cualquier modo, todo acabará mal: en esa aventura que no
hemos elegido y que se llama la vida, el desenlace es conocido
de antemano y, en consecuencia, la dosis de aventura y de juego
es muy limitada. Pero el aplazamiento indefinido de la termina­
ción nos permite una vaga esperanza y, como nunca es nece­
sario morir en una fecha mejor que en otra, como nunca es
absurdo salvarse, todos los proyectos del enfermo quedan jus­
tificados. El recurso a la suerte sólo es ignorado cuando la
desesperación es insoportable. Vemos ahora cómo el objeto
innominado de nuestra intensa curiosidad y de nuestro horror
era la muerte. La muerte es el preciado condimento de la aven­
tura. ¿Ar.iso la tensión más aguda no es la que se produce
entre el honor al no-ser y el paradójico atractivo del naufragio
supremo?

2. La aventura estética

Veamos ahora un segundo tipo de aventura en el que halla­


mos de nuevo la .aventurosa ambigüedad entre el juego y lo
serio, pero esta vez prevalece el juego 4, El hombre está a la vez
dentro y fuera, pero está más fuera que dentro; más que
sumergirse, sobrevuela. Si sólo estuviera fuera, volveríamos a
estar en el caso del espectador que contempla desde su butaca
las aventuras de los demás, sin correrlas por sí mismo. Aquí la
condición de la aventura sigue siendo un mínimo compromiso,
un compromiso con la punta de la conciencia; pero el hombre
sólo expone una pequeña porción de la existencia, no está in­
volucrado en la aventura como lo está eñ su destino. Esta aven­
tura es sobre todo de tipo estético; tiene como centro no ya la
muerte, sino la belleza, que es el objeto del Arte. Ya no se trata
de una aventura vivida en su vuelta a empezar o su conti­
nuación por el que está sobre todo dentro; sino de una aventura
contemplada a posteriori una vez acabada. Hay que distinguir
dos casos: el caso de la aventura-propia (la mía para mí, las
tuyas para tí, la aventura de cada uno para cada cual, en suma,
la aventura en primera persona), y las aventuras de los demás
(las tuyas para mí, las mías para ti, es decir, la aventura en
segunda o tercera persona). En el primer caso sujeto y objeto
son una sola y misma persona. Para que la aventura en primera
persona sea de naturaleza estética es preciso que haya salido de
ella, que ya no esté en la tormenta de nieve en las pendientes
del Hirnalaya, y que, de nuevo en París, pueda contar mis anti­
guas aventuras al anochecer como si le hubieran sucedido a
otro. Cuando todo vuelve a estar en orden, la exploración se
convierte para el explorador en un mero y simple juego. Enton­
ces la aventura-propia se redondea como una obra de arte.
A veces se dice, señalando á ün burgués retirado; «ha tenido
aventuras»; naturalmente, en general, se trata de aventuras eró­
ticas, pero sobre todo se trata de aventuras ya corridas. Se

■* Hihzinga, Homo ludens. (Existe edición en castellano en Alianza,


Madrid, IB 'ó l.)
habla de la aventura en pasado. También puede estar en futuro
perfecto, cuando anticipamos su final. A menudo es esífl anti­
cipación lo que infunde el valor necesario a los alpinistas afi­
cionados para su peligrosa expedición; aún no han salido y ya
se imaginan a "su 'regreso, cubiertos de gloria, relatando sus
hazañas ante un auditorio boquiabierto. Sin duda, no se encon­
trarían tantos voluntarios para los viajes intersiderales si los
candidatos a la aventura cósmica no imaginasen previamente su
regreso triunfal; la perspectiva de las conferencias de prensa y
las entrevistas que se sucederán permite afrontar muchos ries­
gos. La vida que vivimos al principio parece informe y tras la
muerte se convierte en una biografía, es decir, cobra un sentido
orgánico y una finalidad retrospectiva; asimismo, la aventura,
que al principio y para el aventuroso podría acabar trágicamente,
cobra después y a posteriori un sentido estético: la terminación,
como en las sonatas y los cuentos, ilumina retrospectivamente
la obra de arte.
Las aventuras de los demás o las mías, en tanto que me he
convertido en otro o en una tercera persona ante mí mismo,
jienen por definición un carácter estético. Vuestras aventuras
para mí son obras de arte con las que simpatizo más o menos,
pero de las que estoy esencialmente distanciado, puesto que no
soy quien las corre. Entran en la inmensa categoría de lo No­
velesco. Las aventuras de los demás o de terceras personas para
mí, las mías para vosotros, las que no se corren personalmente,
se redondean y se cierran sobre sí mismas. El hombre asiste
como espectador al desfile de laapasionante imaginería; hojea
con el corazón palpitante el libro de imágenes, el celeste libro
azul, ese «libro de la paloma» cuyos episodios van desgranando
las leyendas rusas ante nuestra mirada atónita. El sultán escucha
los relatos de Scheherazade, que le cuenta cada noche las mil
y una maravillas de Oriente ylas navegaciones mágicas. Se
asusta a sí mismo, igual que aun apacible burgués le gusta
asustarse un poco cuando va a ver las fieras al zoológico acer­
cándose todo lo que puede a los barrotes... Ante lo que podría
amenazar su seguridad, el «hpmo ludens» adopta la actitud de
un testigo a ratos asustado, a ratos divertido, unas veces mara­
villado y otras deliciosamente espantado. Y el corazón le late
más fuerte y más deprisa cuando lee la Odisea, la narración
historiad*» ic Herodoto o los relatos de Julio Veme.
Antes la aventura se aburguesaba haciéndose demasiado
sena y fihOffi 56 &btlígu&sa convirliinclDse en un genero Ilitera­
rio, epopeya, drama o novela; la tragedia es el limite a partir,
del cual lo trágico deja de ser tíáglco, a partir dél cual ía deses­
peración 'siiicerirBe Torna dispérato teatral. Por otro lado, aquí
"están representados todos los grados .de la aventura, desde las
más burguesas, las menos parecidas «a una aventura, hasta las
más aventurosas, en las que el hombre se compromete apasio­
nada y radicalmente. Podemos distinguir dos extremos: Ulises
y Sadko. ¿Representa realmente Ulises, el héroe mediterráneo
por excelencia, el estilo aventuroso? Desde luego, Calipso,
Circe, las Sirenas y los Lotófagos suponen para Ulises otras
tantas promesas de una vida inédita e insólita; el gusto por lo
extraño o la necesidad de cambiar de mujer encuentran un terre­
no propicio en esas aventurosas metáboles. Pero si lo examina­
mos més despacio, las tentaciones de Ulises son las del alto en
el camino y no las del movimiento. Sus tentaciones son más
estáticas que cinéticas; lo que se le propone al viajero es
interrumpir su viaje, detenerse en el camino, descansar y beber
a la sombra. Las seductoras encarnan para el vagabundo las
delicias de la vida sedentaria y el domicilio estable. En este
-caso, es el deber lo que le dice a Ulises: ¡En pie! ¡Adelante!
¡Más lejos todavía! Sin embargo, el deber por sí mismo no
conduce a un más allá infinitamente lejano... Como en la ópera
de Gabriel Fauré, Ulises sólo desea una cosa: regresar a casa,
volver a ver a Penélope, su fiel esposa, su casa de Itaca y el
humo de su aldea. Él no ha buscado las aventuras. En realidad,
este falso viajero es aventurero por fuerza y hogareño por voca­
ción y, en este sentido, sus peregrinaciones son aventuras un
poco burguesas. En el fondo, las seductoras apostadas en el iti­
nerario de la Odisea no son sino obstáculos negativos y desvíos
en el enmi no de regresó; los rodeos alargan la línea recta, des­
vían al caballero de la verdad, la razón y la justicia, retrasan
a un esposo impaciente por ver a su esposa, a un ciudadano
ansioso por volver a su patria. Vagar sin rumbo fijo y hacer
novillos son deliciosas tentaciones, pero Ulises es un hombre
razonable que sólo piensa en encontrarse"«atTiomé» y busca el
Camino más corto para volver a su tierra natal. ¿Acaso la Odi­
sea no fue para los Misterios y para el neoplatonismo la alegoría
del Rrnn Nos (os, es decir, del retomo del alma exiliada a su
patria celeste? La-nostalgia efe! Nosfos que consume a/ exiliado
es lo contrarío de la curiosidad aventurosa. Las aventuras de
Ulises se limiten a medir el desfase que separa lo xeal y ,1o
ideal. Las cruzad^-obedecen, asimismo, a un deseo de reducir
ese margen. En^est^, sentido, la aventura moderna se opone al
periplo antiguo como lo abierto a lo cerrado, ya que la aventura
no existe sin abertura. El Ulises de Dante atraviesa las columnas
de Hércules, abandona el Mediterráneo y sale al océano infinito.
El héroe moderno no gira en redondo en un mar sin salida
cerrado como un lago, ni vuelve al punto de partida avanzando
siempre en la misma dirección. Para el héroe moderno'el ciclo
se abre y el recorrido circular sé convierte en un viaje rectilí­
neo, un viaje hacia un nuevo mundo y una tierra desconocida,
tierra ignota, hacia una región extraña y fabulosa. Los grandes
viajeros renacentistas no estaban completamente seguros de que
la tierra fuese redonda, ni de recorrer el circuito del planeta
avanzando en línea recta. {Colón ambicionaba algo más que sin­
glar hacia Itaca! La aventura moderna és la salida sin retomo.
«Estoy ansioso de grandes viajes», cantan Gabriel Fauré y el
poeta Jcan de la Ville de Mirmont en VBorizon chimérique.
Entre el Ulises dantesco y el Ulises homérico está el caso inter­
medio de Sadko, el aventurero ruso inmortalizado por la leyen­
da lírica de Rimski-Korsakov. Sadko es un pobre trovador que
va a buscar tesoros para enriquecerse y dorar el bulbo de las
iglesias de su ciudad natal. Su viaje es un viaje de negocios.
Ese es el lado burgués y negativo de la epopeya submarina.
Pero Sadko también es un héroe de los tiempos modernos, que
sale en busca de una ciudad maravillosa; esa ciudad que las
leyendas rusas llaman extrañamente Venecia, Ledenetz o Vede-
netz, es una ciudad mística, una Venecia de mares azules que
los comerciantes de Novgorod nunca han visto; con sus palacios
blancos y sus cúpulas asomando, la ciudad fabulosa, situada en
una isla desierta con flores exóticas, acaba por confundirse con
Jerusalem; esta ciudad de luz, igual qué la ciudad invisible de
Kitesch, es algo así como la Sióa de nuestra esperanza. En Zar
Saltan la meta de las fabulosas navegaciones es Bouyana, la
isla exótica. Sadko no es sólo un aventurero que piensa volver
a Novgorod tras haber hecho fortuna; su viaje es una peregri­
nación hacia tierras de otro mundo, inaccesibles para el hom­
bre. El recorrido místico de Sadko no es un. circuito cerrado.
N ovgorod es una ventana abierta al mar y al infinito del ho­
rizonte quimérico. «¡Hacia nuevos confines!», escribía Mus-
sorgsky a Vladirair Stasov. Sadko acepta la invitación al viaje
y 5c t e a la w preparado paia m r a p M to mfe te fe -
tica que la de los Argonautas. Cuando se separa de su Penélope,
llamiidn Liubava, lo hace sin esperanza de regreso... Porque
Sadko no es, como la Odisea o como la Penélope de Fauré, un
«nostos*. Sadko es la partida. Esas naves de aventura que levan
el ancla al atardecer, como en un cuadro de Lorrain, acuden a
la llamada del horizonte. «Me he embarcado en una nave que
baila...»
Simmel5 hace una diferencia entre la percepción práctica o
utilitaria y la percepción artística: la primera se refiere al con­
junto de la vida, forma un solo bloque con la praxis y está ligada
a través del trabajo al mundo de las fuerzas físicas; esta percep­
ción atraviesa toda la vida y la va comprometiendo poco a
poco. Es la prosa de la existencia y, en ese sentido, es seria. En
la medida en que se refiere a la totalidad de lo vivido, podemos
compararla con un «continente». Frente a la percepción seria,
que es el telón de fondo de la vida, la percepción artística tiene
un carácter insular. El cuadro dentro del marco, la estatua sobre
el zócalo y hasta los museos en una ciudad evocan en dimen­
siones reducidas la isla feliz de la que hablan Debussy y Cha-
brier o el «Jardín cerrado» circunscrito p o r'la poesía de van
Lerbergue y la música de Fauré. El mismo juego tiene su «terre­
no», que es un lugar mágico. ¡Qué estrafalario, extraño e inútil
es ese lugar encantado al que llamamos museo! Los mercados
centrales sirven para el abastecimiento, las estaciones para las
salidas y las llegadas, los hospitales para cuidar a los enfermos,
las escuelas para educar a los niños; sólo el museo, bien aislado
en el seno de la vida sería como un poema en el seno de la
cotidianeidad prosaica, parece no servir para nada. Y del mis­
mo modo que el pedestal, al elevar la estatua, produce el des­
nivel que la protege de la promiscuidad del gentío, la obra
domina la cotidianeidad en lugar de confundirse con ella; por
eso el héroe de bronce está rodeado por una reja en tomo a la
cual circulan los vehículos y vociferan los comerciantes. La
insularidad en el espacio se corresponde con la intermitencia de
los días festivos .en la duración; el día festivo es un enclave en
la rutina diaria, igual que la poesía es una vacación de la prosa
cotidiana. ¿No es la poesía una prosa suspendida? Si la percep-

5 Op, cit., p. 13.


ción artística es insular y la percepción sería es «continental»,
¿cómo llamaremos- ahora a la aventura? Quizá habría que
decir que es penin&jjlar; es casi una isla, a condición de dar al
Casi su sentido anfibológico; queda en la «penumbra»; no está
oculta, sino casi oculta, como Dios. Es insular porque se parece
a la obra de arte y hemos visto que el esteta y el diletante.-
contemplan la aventura sobre todo como una obra hermosa, pero
no es completamente insular porque puede acabar mal y ter­
minar en tragedia. Insular por su principio, en el sentido de que
soy yo quien la plantea, la aventura es continental por su termi­
nación, ya que se confunde con él conjunto de la destinée. La
percepción no tiene ni principio ni fin, la obra de arte posee
un principio y un fin; y la aventura, disimétrica desde ese
punto de vista, tiene un principio, pero no un fin. La seclusión
estética de la aventura siempre es incompleta.
A medio camino entre la percepción insular y la continen­
tal, habría un lugar para el reino de la aventura. Por eso tiene
puntos en común con el arte, sin ser el arte mismo. La aventura
es la forma que tienen las nautralezas poco artísticas de partici­
par en cierta medida en la belleza; en muchas vidas no artísti­
cas la aventura es el único medio de tener una existencia esté­
tica y mantener una relación desinteresada con lo ideal; la esta­
ción de la aventura es la única en la que los hombres más
sórdidos e incluso los que son incapaces de ser pintores, mú­
sicos o poetas, tendrán fuerzas para vivir en el mundo de los
valores y para hacer cosas que no sirven para nada. Pero esta
obra de arte, nunca perfectamente circunscrita, sólo es obra de
arte a medias.
Cuando la aventura tiene, como la obra de arte, un princi­
pio y un fin y está desplegada en el espacio, en ese espacio
donde no hay advenimiento ni llegada en general, deja de ser
una aventura: es un cuadro acabado, un fresco completamente
terminado o, mejor, una película cuyo desenlace está previsto,
un poema que sabemos de memoria, una ceremonia que des­
arrolla su liturgia según un horario fijado previamente; la cele­
bración de un drama ritual es una aventura sin intriga. La aven­
tura que culmina en obra de arte deja de ser aventura, pero una
obra cuyo final se pierde en los azares indeterminados de la
futurición se hace aventurosa y deja de ser una obra de arte.
En ese sentido la novela, la película, la obra de teatro, el poe­
ma o h sonata son un poco más «aventurosos» que el cuadro
o la estatua. Lo que caracteriza a la aventura es la abertura en
el tiempo. Ahora bien, si consideramos el gray? fóstlUQ 41 <3^
puede unirse la aventura, la abertura parece más bien una
clausura. Y, al contrario, la insularidad de la obra de arte
parece más una abertura por cuanto representa la forma plan­
teada por nuestra libertad. En cierto sentido, la aventura es
una obra que fluye, móvil y siempre inacabada y, a la inversa,
podríamos decir (si la aventura no exigiese el movimiento) que
la obra de arte es una aventura inmovilizada; la estatua, por
ejemplo, es una aventura petrificada, una aventura de mármol.
Naturalmente, es una manera de hablar ¡porque lo petrificado
niega la aventura! Digamos sencillamente que la aventura, be­
lleza temporal, no es ni forma plástica, ni cosa informe o de­
forme, sino mejor semi-forme, igual que el propio aventurero es
un semi-artista.

3, La aventura amorosa

Nos queda por situar el tercer tipo de aventura, probable­


mente el más importante... Cuando decimos «la aventura» a
secas, la aventura pura y simplemente, la aventura absolutamen­
te» todo el mundo entiende que se trata de la aventura por
excelencia, la aventura del corazón, la aventura amorosa. Es el
caso de] hombre del que decimos en pasado: ha tenido aven­
turas. En la aventura mortal, decíamos, prevalece lo serio e
incluso lo trágico; en la aventura estédca, aun cuando ésta in­
cluye 1» dimensión del tiempo como la novela o la epopeya, la
delimitación espacial prevalece sobre lo imprevisible del de­
venir y por eso el hombre está más fuera que dentro. ¿Qué
decir, ahora, del amor? ¿El hombre está dentro o fuera? ¡Aquí
ya no podemos contestar! Aquí el juego y lo serio se mezclan
de un modo tan inextricable y en combinaciones.tan paradójicas,
que se hace casi imposible determinar la posología del complejo
y disipar el equívoco.
En primer lugar, comprobemos si el elemento lúdico inter­
viene en la aventura amorosa y, sobre todo, en sus formas más
mezquinas y degradadas, en su versión de aventura galante o
erótica. Las mismas palabras evocan algo frívolo y exterior a la
vida. La aventura amorosa es un enclave en la zona seria y
prosñicú de la cotidianeidad, como el principado de Monaco,
con su casino, sus zuavos y sus palmeras es un enclave en el
departamento de los Alpes Marítimos, La aventura es extrayital,
extraterritorial, extraordinaria, es decir, está fuera del orden
(extra ordinem)wes excepcional y literalmente excéntrica. Todo
lo que empieza por extra o ex se le puede aplicar. Está fuera
de encuadre y es fuera de serie. La aventura está enclavada y
Simmel precisa que este enclave es un «ex-clave». La aventura
amorosa es como la isla feliz, un paréntesis sin relación con el
conjunto de la vida.
Pero en otro sentido, y sobre todo cuando se trata de las
formas más sentimentales de la aventura amorosa, las que
ponen en juego-el verdadero amor y no sólo el deseo de los
sentidos, la aventura es, al contrario, profundamente intravital,
porque mantiene las más íntimas relaciones con el conjunto de
la vida, porque desata las pasiones más ardientes y vehemen­
tes, porque es capaz de desbordar y alterar la existencia hasta
sus raíces. Y entonces, ya no es excéntrica, sino central. ¿Quién
podría negar su carácter serio y aun trágico? Desde este ángulo,
e! régimen del enclave, al establecer el adulterio burgués, la
pareja paralela y la querida como institución, sería más bién la
caricatura grotesca de la aventura.
Una palabra que no se aplica especialmente a la aventura
amorosa quizá aclare la relación paradójica entre exterioridad
interior e interioridad exterior: podríamos decir que la aventura
amorosa no forma parte del destino del hombre, aunque quizá
forme parte de su destinée. Llamaremos destino a las fatalidades
económicas y sociales, fisiológicas y biológicas, en una palabra,
las fatalidades materiales, la herencia, la invalidez, ser pobre de
nacimiento, incapacidad por una enfermedad grave, etc., todo
eso forma parte de mi destino. Se puede decir que la aventura
amorosa no forma parte de ese destino cerrado y rígido. El
amor está fuera del destino. Pero alrededor de ese destino hay
algo evanescente y más difuso que lo envuelve como un aura
o un halo de luz, que designaremos con el nombre fememino
de destinée. La libertad por la cual el hombre modifica su pro­
pia suerte es un ingrediente de esa destinée. Gracias a ella las
extravagancias arbitrarias, absurdas o deshilvanadas que arroja
el destino cobran sentido. Dos ejemplos en los que el amor no
está directamente implicado mostrarán cómo se distinguen lo
abierto de la destinée y lo cerrado del destiño. Hacer contra­
bando de armas en Abisinia y morir luego miserablemente en
un lazareto de Marsella no formaba parte del destino de un
poeto.. Y, como todo el mundo sabe, m fue la Rtffr
baud. ¿Acaso no era ese el destino de un poeta, pero sí su
destinée? Publicar volúmenes de versos en editoriales parisi­
nas, ganar o dejar de ganar tal premio, pronunciar oráculos en
Ies revistas y desempeñar su papel en el teatro de marionetas
de la república de las letras forma parte del destino de un poeta.
En cambio, esa actividad disparatada, extraña y peregrina que
consiste en vender armas a los reyes de Arabia no está prevista
en la carrera de un escritor. Y, sin embargo, esa fue la destinée
de Rimbaud. No formaba parte del destino de un pintor vivir
en Tahití, casarse con una mujer maorí y acabar muriendo en
una miserable choza de Oceanía. El destino de un pintor es
vivir en París, frecuentar las galerías, vender o no sus lienzos
y tener, corao todo el mundo, una masía en Provenza. Lo que
no formaba parte del destino de Gauguin, sin duda formaba
parte, en un sentido más profundo, de su destinée.
En principio, esto es aplicable al amor. La aventura del
amor no forma parte del destino, pero ¿quién sabe? acaso sea
un elemento de la destinée. El jimor no forma parte de esa
'forras ndícula del destino que se U am áíacarrera y.aún menos
7Jé esa forma ridicula de la carrera, que se llama curriculum
vitae. Cuando un funcionario redacta su instancia no menciona
sus amores, pues eso no le interesa a la administración; especi­
fica el puesto al que aspira, enumera las condecoraciones y
méritos acumulados, pero no se le pregunta el nombre de las
mujeres a las que ha amado. Y, sin embargo, ¡es la cosa más
importante y grave del mundo! Lo más importante en la vida
de un hombre no son los grados sucesivos de su progreso en Iá
«tekhne», son las amantes que ha tenido. ¡Es sorprendente y
paradójico que sea lo único de lo que no habla el curriculum!
La aventura amorosa aparece como un paréntesis dentro
de la vida, una especie de madrigal o de poema en verso inter­
calado en el texto prosaico y serio de la existencia. Al introdu­
cir una discontinuidad en la trama de la existencia, la aventura
amorosa actúa como una suerte de intermedio poético que in­
terrumpe la prosa cotidiana o, mejor dicho, la contemplamos
como una anécdota amable que apenas roza el destino, un
capricho de la epidermis. Desde este punto de vista, el atractivo
de la aventura consiste en ese cosquilleo culpable y esa tenta­
dora mutación que vienen a distraer al tedio y aceleran la reno-
vación, en cuyo origen siempre se halla la. futurición. El hombre
juega con la desconocida ‘con la que cruzó una mirada 6n el
autobús; repregunta la promesa no muy seria de un mundo
nuevo, de una vida inédita. Cambiar de residencia o cambiar
de mujer son dos"formas entre otras muchas de ese afán de
desplazamiento, extrañamiento o mudanza que sirve de coarta­
da a la curiosidad amorosa. En ese aspecto, la aventura amorosa
se parece a la obra de arte. Pero, en otro sentido, el amor echa
profundas raíces en el centro de la existencia y la penetra de un
modo tan esencial que puede llegar a transformar la vida de
arriba abajo. La «clausura» nunca es impermeable: aparecen
sin cesar fenómenos de absorción y reabsorción, unas veces la
aventura se infiltra en el océano circundante de lo serio y otras
el amor aventuroso relaja la vida seria. La aventura de amor,
es un juego serio. Sabemos cómo empieza''la intriga;, pero ape­
nas sabemos cómo se desarrolla y aún menos cómo acabará...
¡Sólo Dios sabe hasta dónde puede llegar una aventura que
empieza como un madrigal! O, mejor dicho, lo sabemos dema­
siado bien: una aventura amorosa puede llegar al infinito; al
menos puede llegar hasta ese extremo final de los finales que,
para todos los seres finitos sin excepción, se llama la muerte;
Por eso entre el amor y la muerte hay un estrecho parentesco
que siempre ha sido subrayado por los grandes líricos y metafí-
sicos. El amor penetra la existencia y la ipseidad misma de la
persona de una manera tan esencial que el hombre puede amar
hasta llegar a morir de amor, la prueba es que se muere por
amor al otro. El madrigal se hace serio y acaba en tragedia.
Podríamos citar dos ejemplos de esa. anfibología aventurosa: la
obra maestra de Antón Chejov, La dama det perrito, y la admi­
rable película de David Lean, Breve encuentro, que es como
una versión británica del cuento de Chejov. El breve encuentro,
que empieza arbitrariamente, como un amorío, y luego invade
la vida entera para acabar de un modo súbito y misterioso le
inspiró a Ivan Butún otras páginas no menos conmovedoras. No
en vano es en el breve encuentro donde se expresan de la ma­
nera más enigmática los misterios de la irreversibilidad y la
semelfacticidad;.
También'aquí tendríamos que matizar y distinguir entre un
estilo masculino y un estilo femenino del amor. Decíamos que el
juego y lo serio no eran dosificables en el ¿mor. La verdad es
que en ciertos casos el juego puede dominar sobre lo serio y en
otros lo serio sobre el juego. Lo serio prevalecería en las
mujeres; úz un modo más a r a d o que cu d arn to rao , s a to
«aventurera» hay algo que es contra-natura y podemos encontrar
poderosas razones para explicarlo. Para la mujer la aventura-
es un acontecimiento fisiológico que se sitúa en el mismo cuerpo,
incumbe al ser femenino en su totalidad y, gradualmente, al
futuro biológico de la especie. Las consecuencias del acto se­
xual, secuela moral y repercusión física en la duración, ligan
el divertímento galante a una totalidad seria. El niño, que
es el futuro del amor, sella el compromiso total de la existencia
femenina con la empresa amorosa. La maternidad y la familia
contrarían la circunscripción insular del juego o, como diría
Simmeí, convierten la isla encantada en continente. Ahora el
amorío ocupa todo el terreno. Igual que el explorador en difi­
cultades o el aprendiz de brujo piensa «no era esto lo que
quería*, la mujer que busca la aventura sin duda quiere más
de, lo que quiere; quiere lo que no quiere. Más que de ninguna
otra, de esta aventura podríamos decir una vez más: empieza
frívola, continúa seria y acaba trágica. En el hombre la aventura
amorosa conserva más a menudo su carácter insular, lo que im­
plica el plural de las aventuras. Ya hemós hablado dos veces
del hombre «que ha tenido aventuras», la primera vez a pro­
pósito del pasado, la segunda a propósito del erotismo; hable­
mos una última vez a propósito del plural. El hombre que no
ha tenido en su vida más que una sola aventura es aquel cuya
amante se ha convertido en su mujer; la isla feliz se ha unido
a uno de los continentes más serios. No haber tenido más que
una aventura es no haber tenido aventuras en absoluto y decir
que la vida entera, aventura única «per definítionem», es a v e n ­
turóse sólo es una manera de hablar. ^Si lá áventüra conserva
su carácter aventuroso y, en esa medida, un poco estético se
debe a la multiplicidad; cada aventura confina a la anterior en
el pasado y todas quedan circunscritas entre sí. Así son las
aventuras de Don Juan, porque Juan, coleccionista de mujeres,
es como un Ulises de la seducción repetida. Pero, mientras Uli-
ses se resiste a las seductoras, ya se llamen Circe, Calipso o
las Sirenas, en el caso de Juan él es el seductor y mantiene la
iniciativa de la empresa; sus andanzas son intencionadas de
principio a fin. Así como las navegaciones de Ulises, Gulliver y
Sadko son viajes en varios episodios entre prodigios y maravi­
llas, Don Juan, ese aventuroso que es casi un aventurero, va
pasando por sucesivas mujeres; su vida aventurera es un peripíó
de belleza en belleza a lo largo del cual cada maravilla nnnfhw
en el pasado maravilla anterior. El plural poligámico de
las aventuras jmqgosas impide el arraigamiento trágico del amor
en el centro de la existencia, se opone a la totalización destina!
del amorío; mantiene, en suma, el carácter frívolo de cada
aventura. El juramento de amor es una promesa de futurición.
El Sí del amor, so pena de contradicción, se pretende eterno en
el momento en que se pronuncia; la repetición irrisoria del
juramento de fidelidad impide que la aventura se haga coexten-
siva a la vida, pues la iteración tiene la propiedad de hacerlo
todo fútil. Juan, el perjuro, destruye una tras otra las eterni­
dades sucesivas, ¿No es la ironía lo que contrarresta la tenden­
cia pasional del juego a volverse serio? La aventura amorosa
está en equilibrio inestable: como un funámbulo, siempre tiende
a caer a derecha o izquierda y se inclina ora por el madrigal, ora
por Ja tragedia.
Pero podemos hacer otra distinción más fin a 6 entre la aven­
tura viril y la aventura hembra. Cuando domina el crescendo
. pasional que nos hace pasar del juego a lo serio y de lo serio a
lo trágico, el ser aventuroso es arrastrado por la pasión. Tene­
mos, entonces, la actitud femenina, que es un abandonarse a
la gracia y a la merced caprichosa de la fortuna. La mujer
espera la aventura, el hombre corre las aventuras; la mujer se
abandona a la suerte, el hombre la tienta. Reconozco que hay
muchos hombres que en esto se parecen a las mujeres y, como
todo el mundo sabe, lo mismo ocurre a la inversa. En todo caso,
es precisa una iniciativa decidida, voluntaria y hasta violenta,
para mantener la insularidad de la aventura, para resistir a la
tendencia totalizadora que convertiría la anécdota en una tra­
gedia y uniría la isla al continente. Aquí es el poder lo que pro­
voca lo posible. Salir al encuentro de la coyuntura y al paso de
las aventuras, ir a buscar las aventuras allí donde están, solicitar
la fecundidad del sorprendente y maravilloso azar, ayudar a lo
posible a actualizarse, todo ello configura el estilo masculino,
la aventura dirigida que es, en suma, la fría aventura de la
modernidad. Juan, ei hombre modernísimo, ¿no es al mismo
tiempo condottiere y conquistador, conductor de la empresa
seductora y conquistador de mujeres? Maquiavelo decía; la

6 SiMMEL, Op. di., p. 20.


fortuna, como las mujeres, sólo se rinde ante la juventud, que
.es atrevida y emprendedora, porque k fortuna es mujer, percU
la fortuna é dqnna7. A los dos estilos corresponderían dos mo­
dos de fu función que podríamos designar bastante bien con los
términos de Inminencia y Urgencia. La inminencia es más feme­
nina, por cuanto lo dominante es la espera pasiva, aunque ten­
sa y no quietista, del acontecimiento repentino: curiosidad o
angustia, en ambos casos la imaginación anticipadora de la nove­
dad cercana implica una actitud de expectación apasionada; el
corazón late más fuerte y más deprisa durante esos minutos
palpitantes que nos separan- del instante inminente. Al contra­
rio, en h urgencia domina el valor, que es la virtud de la
acción, la capacidad de hacer frente adelantándose al futuro y
afrontando el peligro; ya no se trata de esperar que advenga el
porvenir, sino de solicitar, precipitar, apremiar, guiar la futuri­
ción; la urgencia es masculina y se opone a la inminencia como
el frenesí del deseo se opone al vértigo del anhelo.
Marcada por la vertiginosa inminencia o regida por la fre­
nética urgencia, la aventura amorosa tiende a recrear una se­
gunda vida dentro de la vida, una vida intensa y ferviente, una
vida realmente vivida que es como una síntesis ejemplar de la
vida real. A veces el propio paréntesis erótico es una especie
de obra de arte, un episodio insólito intercalado en la existen­
cia, un devenir de ritmos febriles y trepidantes gracias al cual
se acelera momentáneamente el tiempo lánguido de la continua­
ción cotidiana; Allegro caprichoso, Capriccio o Sherzo; la aven­
tura es una pequeña vida dentro de la grande; intercalada^ en la
gran vida aburrida, mustia y desvaída que es la coitídianeidad,
la aventura es como un oasis de fantasía. En él los hombres se
sienten existir por primera vez, al buscar la alta temperatura de
la pasión: al abandonar su vida de fantasmas para adentrarse
en la deliciosa ilegalidad, por fin conocerán la condensación
apasionada de un verdadero devenir. Pero sucede que la pe­
queña vida intensa enclavada en la gran vida peria e informe
sustituye a esta última, toma su lugar, invade y ocupa la desti­
née en su totalidad. El acoplamiento de ambas vidas acaba en
trágica competencia. La gran vida seria y la pequeña vida
intensa son como la verdad del ’,día y la verdad de la noche:
contradictorias, aunque igualmente ciertas y, por eso, incompa-

7 El príncipe, cap, XXV, sub linetn.


xnblcs. ¿No se parecc a una apuesta la elección por una o por
Otra?
Había una vez un pobre funcionario que iba todos los días
a la oficina por el mismo camino. Un buen día, cuando hacía
el itinerario efe 1? vida seria, encuentra una sonrisa de mujer;
da un rodeo, no cambia en la estación de metro habitual, no
tuerce en la esquina de costumbre. Su aventura se parece a la
de los átomos de Epicuro, que caían paralelamente en el vacío.
Si esos átomos hubieran seguido cayendo en una caída sempi­
terna unos junto a otros, nunca habría pasado nada. Para que
ocurra algo en general es preciso que un átomo se desvíe, quiera
vivir su vida y se aparte de los demás. Hace falta un encuentro.
Es lo que los epicúreos llamaban declinación (TcapiyxXtcag). De
repente, un átomo se harta (no se sabe por qué) de caer al. lado
de los demás átomos y da un rodeo. A partir de ese «clinamen»
gratuito todo es posible: se produce una reacción en cadena y
nacen las elevaciones, las cordilleras; los continentes, todo el
relieve del suelo y, en una palabra, el mundo variopinto que
habitamos. Lo mismo ocurre con el apasionante zigzag en el
camino diario a la oficina. Igual que la declinación inicia una
cosmogonía y da a luz un mundo real, el encuentro desencadena
paso a paso los acontecimientos que configuran una historia
real y las emociones que apasionan una vida real. ¿Acaso es
-yida la monótona vida de un empleado? No, no es vida. La
vida empieza cuando ocurre algo, cuando sobreviene o adviene
el acontecimiento. Hasta el día del clinamen el trayecto del fun­
cionario había dibujado un gráfico inmutable en el plano de la
ciudad y su vida había sido un juego de sombras, una «skiagra-
fía» B, como dice Platón a propósito de los prisioneros de la
caverna. A partir del encuentro y el consiguiente rodeo, el po­
bre enamorado cada día llega más tarde a la oficina, cada día
se hace un poco más irregular. Y, por último, llega un momento
en que el funcionario enamorado deja de ir al trabajo comple­
tamente. Entonces la aventura deja de ser galante para hacerse
trágica: el pobre funcionario es despedido. Quizá se haya casa­
do con la sonrisa hallada en la calle. De todos modos, la aven­
tura se ha hecho coextensiva al conjunto de la vida; la segunda
vida se ha convertido en la primera y hasta en la única. Aquí
vemos cómo la inserción de la pequeña vida en la grande puede

* ü:. también Fedón 69 b.


hacer desaparecer la aventura. La primera manera de borrar la
mm ú Itera la s o rá a la litó i « , \teSS®K,
con la totalidad de nuestra existencia; es casarse con la aman­
te, porque cuando la aventura acaba en boda el comienzo ince­
sante se extingue en las arenas de la continuación. Esa especie
de estancamiento no es sino decepción. La aventura desfallece
con el desencanto y fallece con la tragedia. Siempre es precaria,
siempre está a punto de perder su carácter aventuroso; unas
veces se toma juego frívolo y no merece siquiera el nombre de
aventura, otras acaba en rutina y otras, por último, estalla trá­
gicamente.
* * »

¿Por qué la aventura? ¿Y para qué filosofar sobre ella? En


algunas ocasiones nos parece estar viviendo un período de adve-
nimeinto; nuestra época parece estar volcada hacia el futuro in­
mediato. «Hacia el mundo que viene...» es el título de un
libro de Erimon Fleg. A menudo se escribe que los aconteci­
mientos se precipitan, que los tiempos llegan, que los tiempos
han llegado, que los tiempos están cerca, que estamos en el
Adviento de una fiesta mística en la que todo se resolverá. Des­
de luego, los hombres siempre han dicho cosas así. ¿Cómo es
posible que desde que se anuncian las primicias de la llegada
y la proximidad de los tiempos éstos no hayan llegado todavía?
Las dos Escrituras, la Antigua y la Nueva, los Profetas y el
Evangelio, anuncian la nueva aurora y la inminencia de un gran
acontecimiento. 'Epxáp.Evo? veniens veniet. iSoí» HpxETat,
ecce venií: Dios está casi presente, no del todo, ¡pero casi! Y
el propio Tolstoi, á finales del siglo pasado, aún escribía: El
reino de Dios está a las puertas. Dios llama a la puerta y sólo
nos separa de él una fina membrana. El Reino se acerca, se
aproxima, está muy cerca, ahí mismo; la historia está a un
paso des desenlace. ¿Cómo no iba a latirnos el corazón con
todas sus fuerzas?
En realidad, no es de esa aventura de la que hemos hablado
aquí. Esa aventura es la verdadera aventura, la aventura sin
desventura de un hombre con la mirada puesta en su porvenir
sobrenatural: porvenir eternamente prometido, inmemorialmen­
te esperado, pero también porvenir escatplógico y demasiado
ideal para estar humanamente próximo. En ese caso el gffl
peligro es grande porque su llegada estaba prevista desde siem­
pre. ¿En cjué 95pCCtO 05 Ifl flVSfltUffl Cflfactenstíca de nuestra
modernidad? Las .evasiones de la aventura nos sirven para sen­
tir, dramatizar y poner pasión en: una existencia demasiado bien
regulada por la s letalidades económicas y sociales y por los
comportamientos estancos de la vida urbana. Al introducir la
tensión patética y la fantasía en la existencia, la aventura nos
recuerda que las barreras sociales son fluidas; nivela al infe­
rior y al superior, acerca a los desiguales, suprime las distan­
cias, trastoca las jerarquías, suaviza una justicia demasiado rí­
gida; gracias a la aventura las-pastoras podrán casarse con los
embajadores. El amor hace estallar las categorías artificiales de
la convención social. Está por encima del penoso prosaísmo de
la praxis y el trabajo. Como en la embriaguez onírica de la no­
che, la barrera entre lo posible y lo imposible se desdibuja...
Todo lo posible se hará realidad para todas las criaturas. Quizá
haya muchas posibilidades en el universo que se pierden, mu­
chas potencialidades en reserva que se desvanecen a falta de un
azar que las actualice. La aventura explora las posibilidades
ocultas en la miseria o adormecidas en la tediosa beatitud. Y
entonces todos podrán mostrar de lo que son capaces. ¡Todo el
mundo tendrá su oportunidad! Gracias a esa fluencia universal
que la aventura mantiene en las situaciones humanas y merced
a los derechos absurdos, imprescriptibles e irracionales que el
amor da a los amantes, todo el mundo probará fortuna y jugará
su baza. La aventura introduce oasis de fervor e intensidad en
plena realidad, aviva el instante picaresco y exalta el delicioso
desbarajuste de la existencia.
A quienes nunca correrán aventuras por sí mismos y tam­
poco les basta el relato de las aventuras de los demás, la vida
cotidiana también les depara aventuras apasionantes. Por ejem­
plo, desde la oscuridad de sus salas, el cine nos procura fantas­
mas, mujeres sublimes que nunca serán nuestras, maravillosos
paisajes que nunca veremos, actitudes ejemplares o gestos he­
roicos de todas clases. Pero este heroísmo es tan fulminante
como imaginario; estas aventuras y evasiones son aventuras y
evasiones interpósita persona. En realidad, se trata de una
«skiagrafía» propia de los prisioneros de la Caverna. Ahora
bien, ila temporalidad real no es un juego de sombras! Cuando
el hombre se reconcilia con el devenir y recibe la sucesión de
los rf?■;:? corno un regalo gratuito que se le hace, da gracias a la
¿U? rU?'/2 d? 1& ÜU5VÜ mañana y a la nueva primavera y acepta
la nueva estación del año como un don inmerecido, cuando su
gratitud por esa gracia imprevista le hace perceptible el gozoso
advenimiento de algo diferente, entonces, el hombre, convertido
al carácter insólito del instante, se maravilla de encontrar la
aventura en la vida más cotidiana; la encuentra al subir las per­
sianas por la mañana y da gracias a Dios por haber permitido
que viva hasta esa nueva aurora. No es que haya que dar gra­
cias a Dios por cada amanecer y por cada latido del corazón;
en el sucederse la diástole a la sístole y la sístole a la diástole
(cuando no se es cardiaco), en el nacer la primavera del invier­
no, la intervención del azar es prácticamente nula. Si transfor­
másemos la vida en una perpetua acción de gracias se nos haría
agotadora enseguida. Sin embargo, la conversión al devenir no
impide- que sintamos profundamente la precariedad de la exis­
tencia. En las vidas más ordenadas el hombre se descubre, desar­
mado, desposeído de sus facultades, sorprendido al menor des­
cuido por la irrupción de la coyuntura y el instante imprevi­
sible.
Por otro lado, la vida misma en su conjunto puede aparecer
como una aventura cuando el filósofo se la representa situada
entre el nacimiento y la muerte, flotando.en el océano de ése
no-ser deí cual procede y al cual volverá. Cuando la vida, que
lo es toda para nosotros y en esa medida es lo serio por exce­
lencia, se destaca sobre un fondo vacío puede aparecer como
una suerte de aventura bastante insólita. Por ejemplo, la teoría
de la metempsicosis 9 delimita la existencia individual dentro de
una sobreexistencia infinita. En relación a nada, el todo se con­
vierte en parte, sistema cerrado, isla feliz... o infeliz. Conoce­
mos los pensamientos inolvidables de Pascal y Schopenhauer
sobre la gratuidad del nacimiento, la extraneza de la existencia
y el asombro que experimenta el hombre por encontrarse ahí.
El que vive siente la vida, que sin embargo es única, como una
peregrinación provisional, fragmentada y segmentaria.
Quizá nos ayude a entender la función de la aventura un
célebre cuadro de Rembrandt expuesto en el museo de Amster-
dam, En la parte inferior derecha de La Ronda de Noche y como
surgiendo de las tinieblas que envuelven casi por completo la
escena, hay un hombre vestido de amarillo. ¿Qué significa ese

9 G. Simmel, Op. c i t p. 16.


hombre de oro, que con tanto acierto analizó un poeta de núes-
tro tiem po?" No YamOS 8 arriesgarnos a contestar, pero.sería
hermoso p e n s e q u e ese hombre de oro es el principio de la
aventura. El jioiQbre introduce la luz en la oscuridad de la no­
che, ¿No es el claroscuro la ambigua luz del camino aventuro-
so? Atraída por la incierta certidumbre del porvenir y de la
muerte, la aventura, decíamos, está a la vez cerrada y abierta;
está entreabierta, como esa forma informe, esa forma sin forma
a la que llamamos vida humana. Cerrada por la muerte, la vida
del hombre queda entornada por el aplazamiento indefinido de
aquélla. Para el que está dentro, la inmanencia significa lo serio,
la ausencia de forma, la clausura del destino y la certidumbre
de morir; para el jugador, en cambio, la existencia permanece
abierta y las formas, hijas del Ubre arbitrio, alivian la fatalidad
compacta. Abierta y cerrada, clara y oscura, así aparece la vida
cuando se está a la vez dentro y fuera. El hombre de luz, el
Ulises de los tiempos modernos, indica la abertura a la ronda
que gira en las tinieblas sin encontrar la salida; esa abertura es
un entreabrirse, pero ya nos deja entrever lo infinito. El círculo
está roto. El hombre de luz es el principio del tiempo que
muestra a la ronda nocturna el camino de la aurora.

10 Jt¡an C asson, La Rase et le Vin. Comentario XXVIII.


CAPITULO U
EL ABURRIMIENTO

Describíamos la aventura como un remedio para el aburri­


miento. Al precipitar y acelerar el ritmo de la futurición, la
aventura nos procura una historia rica en acontecimientos, no­
vedades y ocasiones inéditas; saca a flote, los instantes virtuales
sumergidos en el continuum del intervalo. Sin embargo, (sería
simplista considerar el instante como el remedio y el intervalo
como le desgracia! Es cierto que la emergencia aventurosa del
instante a menudo se produce en la alegría, pero aún más a
menudo, se presenta en los trances angustiosos.

1. A ngustia y aburrimiento

Podemos hacer tres lecturas sucesivas de la angustia desde


fuera hacia dentro:

I. La angustia que aprehende el instante y el aburrimiento


que se sumerge en el intervalo tienen en común el hecho de ser
inmotivados. Para muchos hombres no metafísicos la angustia
sin duda será menos seria que la preocupación prosaica, cura
vulgaris, la humilde preocupación de los días laborables; la an­
gustia es una preocupación de lujo para uso de los que no tie­
nen preocupaciones; lia seriedad cotidiana no conoce la angus­
tia metafísica! ¿Acaso el minero que lucha por su salario tiene
tiempo para sentir la angustia de la existencia? En primer lu­
gar, las preocupaciones son en plural y una manera de mitigar
la angustia es disgregarla en modestas preocupaciones y peque­
ños quebraderos de cabeza, A diferencia de la angustia, las preo­
cupaciones son legión: mientras el angustiado esté obseso por
la monomanía fascinante de su angustia, el hombre serio se ve
acosado pop m enjambre de preocupaciones y escrúpulos diver­
sos. En este sentido, el preocupado y el escrupuloso están en el
mismo caso, ambos han de afrontar la pluralidad... ¿Acaso las
situaciones que constituyen motivos de preocupación no son
tan diversas como los escrúpulos de conciencia? Para enumerar
las variedades de la preocupación y clasificar sus categorías ne­
cesitaríamos toda una sociología del. hombre preocupado que
atendiera a la época, la edad, el sexo, la clase.social y la profe­
sión: preocupaciones de salud, de dinero y dé trabajo, preocu­
paciones profesionales y políticas. Las avispas de la preocupa­
ción acribillan de picaduras al hombre serio. Originada por las
circunstancias y las situaciones, la preocupación es necesaria­
mente exógena o alógena, mientras que la angustia emana del
mismísimo centro del alma. Como el cálculo en el riñón o la
carbonilla en el ojo, como la arenilla en el engranaje de un
reloj, la preocupación es una especie de cuerpo extraño, una
concreción escabrosa que entorpece el mecanismo de la vida y
hace chirriar el devenir; igual que el escrúpulo, la preocupación
es un elemento adventicio e importado (¿‘rcax'TÓv), un ingredien­
te indigesto en la duración cotidiana o, si se prefiere, una espe­
cie de grumo en la continuidad fluida del devenir, un nódulo
que interrumpe su curso. Las preocupaciones son del orden de
tener, mientras la Bngustia7mas~pércaña eiTésfe~aspectcLfl .la des­
preocupación, sería del orden del ser. Los viajeros sin equipaje
no tienen preocupaciones, pero pueden conocer la . angustia. La
angustia que dimana de las profundidades del ser parece incu­
rable a primera vista, mientras que el objetivo contingente de
la preocupación se puede suprimir. Por eso la angustia compe­
te al psicoanálisis o a las terapéuticas morales; en cambio, la
preocupación desaparece ipso facto y sin dejar huella con la
desaparición de su causa, como la apendicitis con la apéndice;
la preocupación económica se elimina no por sugestión moral,
sino con la llegada del cheque. La preocupación se contrapone
a la angustia como la previsión activa a la espera pasiva. La
expectativa ansiosa del condenado a muerte que espera la gra­
cia... o la ejecución no es una «preocupación» sino la angustia
misma; én este sentido, los tormentos de la angustia sólo se
diferencian de la desesperación por su punzante incertidumbre,
ya que en la desesperación la falta de perspectiva cierra el hori­
zonte por completo. Instante inminente o espera fatídica, el
porvenir invadido de angustia es un porvenir destina!
oculta el enigma de la fatalidad impenetrable; ya sólo queda
abandonarse a la suerte. AI contrarío, el arduo, difícil y espinoso
futuro de la preocupación representa un problema o una aporía
que está por resolver, un obstáculo que liemos de vencer» una
carga que nos incumbe y en parte depende de nuestro trabajo.
La preocupación es a la experiencia lo que la objeción refutable
al razonamiento; mis preocupaciones ponen en tela de juicio mis
deberes y mi responsabilidad. Cuando el porvenir está sembra­
do de preocupaciones estamos en el terreno de la seriedad por
antonomasia: hay que prever y estar sobre aviso, prevenir eí
imprevisto. \Vieilate ergo\ Cuando la desidia y la frivola des­
preocupación no han salido de. las aguas del Leteo o del río
Ameles son señal de una «mens momentánea» tan inenne como
los moluscos del Filebo. ¡Ay de los inocentes y los inconscien­
tes! El «cuidado» o preocupación del hombre razonable busca
un futuro mejor, igual que la «cura» de un enfermo precavido
intenta recobrar la salud; la preocupación inspira a los pruden­
tes las conductas precavidas, los tratamientos terapéuticos y las
estratagemas estratégicas. El activismo, el meliorismo, el futu­
rismo de la preocupación desmienten a la vez el pasatiempo del
remordimiento retrospectivo y el quietismo del tedio y, por otro
lado, el carácter prospectivo de la preocupación desmiente el
carácter retrospectivo del escrúpulo. Indirectamente-optimista,
la preocupación entrevé una salida en ese*futuro irremediable-'
mente cerrado que hace trágica la desesperación; relativamente
pesimista, la preocupación no se deja llevar por una futuri­
ción fluida y fácil, no le basta con dejar devfenir el devenir, ne­
cesita hacer advenir un determinado porvenir con su esfuerzo
y su trabajo, quiere modelar con sus propias manos el «crasti- .
ñus dies». Es una futurición espinosa y, en este sentido, está
en las antípodas del presente laxo y desmayado donde el tedio
se aburre. Desde luego, la hipoteca del futuro incierto agobia
tanto a la preocupación como a la angustia: el inquietante futu­
ro cuyos enigmas, según cuenta Platón, canta la parca Atropos
al hombre, es la zona difusa de nuestras angustias, pero tam­
bién eí motivo de nuestra preocupación... No obstante, la an­
siedad viene a ser opresión en el caso de la angustia y obstruc­
ción en el caso de la preocupación. Esta última obstruye la
fu tu ric ió n e im p id e q u e e l d e v e n ir d e s e m b o q u e e n el FutlirO;
al sobrecargar la función elpídiana de dicho futuro, la preocu­
pación entorpece nuestros proyectos y, una vez que la concien­
cia salva el escollo, queda libre el camino para los que quie­
ren mirar más allá, pasar al otro lado, llegar más lejos. En cam­
bio, en la angustia el devenir está encallado debido a una impo­
sibilidad intestina que abruma y paraliza la futurición. La
muerte, por ejemplo, no es una preocupación, sino una angus­
tia. La muerte no es una dificultad cualquiera, una dificultad
más que el hombre puede vencer para volver a pensar en el
futuro y hacer sus planes. La muerte es la contradicción interna,
el absurdo constitucional, la opacidad absoluta que nos tacha
irremediablemente de todo futuro; no se limita a aminorar nues­
tra marcha, ni a cruzarse en el camino como un obstáculo supe­
rable o una simple dificultad en el trayecto. Negación trágica y
rioser radical en el corazón del ser, la muerte marca el cese
definitivo de toda continuación y consagra para siempre el nau­
fragio de la futurición. La preocupación se contrapone a la
angustia... y al tedio sobre todo por su especialización solícita,
solidaria con su etiología. La pluralidad de las preocupaciones,
su carácter accidental, la posibilidad de eliminarlas, obedece,
precisamente, a esta causalidad: (Si las preocupaciones son múl­
tiples e interminables es porque, procedentes de diversas razo­
nes, afloran a la superficie de la objetividad! Por eso pl hombre
siente.pudor por su inconfesable y secreta angustia, pero no
así por sus preocupaciones. La preocupación está motivada, y
tan claramente motivada que su nombre designa tanto el
motivo preocupante como la «cosa mentale» y el pathos de. la
preocupación; es a la vez objeto y sujeto. La preocupación Be
llama enfermedad, deudas, fracasos. ¿Acaso la quiebra inminen­
te no es la preocupación del comerciante?, ¿el recibo del alqui­
ler la del inquilino?, ¿la declaración de la renta la del contri­
buyente? La preocupación, que localiza el mal como un absceso
de fijación, casi sería un remedio, a . k septícemia de lá angustia,
ya que reemplaza ía gran ipreocupación generalizada que llama­
mos angustia jsor lá pequeña angustia concreta y localizada que
llamamos preocupación; sustituye la vaga amenaza por el peligro
concreto, palpable y definido; el malestar difuso por la inquie­
tud normal y confesable. En definitiva, la preocupación es el
antídoto de la angustia. ¿Qué digo? La angustia puede no ser
más que la preocupaciSñ de la despreocupación.
De hecho, la preocupación puede convertirse insensiblemen­
te en angustia, ya que ésta es el límite metaempírico de aquélla.
Por ejemplo, la preocupación 4? ^
está púdicamente sobreentendida en las «preocupaciones de sa­
lud» es la de nuestra precariedad fundamental, nuestra vulne­
rabilidad como criaturas y, para decirlo todo, nuestra finitud.
En realidad, lo que preocupa a la preocupación es lo mismo que
lo que le produce ansiedad: la muerte cómo preocupación de
fondo implícita. Sin esta posibilidad de morir, origen de nuestra
continua zozobra, la preocupación ni siquiera sería preocupan­
te y cedería rápidamente su lugar a la despreocupación y a la
sinecura. Mutatis mutandis, tenemos que decir de la preocupa­
ción lo que decíamos de la aventura: una preocupación de la
que esté excluida la posibilidad misma de morir es una preocu­
pación fingida, un juego y una figura retórica; igual que la
muerte es lo peligroso en todo peligro, el riesgo de muerte es la
verdadera angustia de preocupación. Lo que hace preocupante
la preocupación es la angustia y lo que hace angustiosa la .‘an­
gustia es el peligro de muerte. Por eso no es soiprendente que
la desproporción entre la causa y el efecto, tan característica de
la angustia, ya haga de la preocupación algo un poco etéreo. En
la morfología del presente en acto no podemos leer directamente
la muerte futura qu ecau sa nuestra preocupación: ahora esa
muerte no es nada. (Preocupación y angustia son igualmente
«pre-ocupación», es decir, ocupación anticipada del campo de
la conciencia por un objeto ausente y virtual. Las ocupaciones
de mañana son las preocupaciones de hoy; al ocupar de ante­
mano nuestro presente, el toda vía-no de la posibilidad nos hace
estar, según los casos, preocupados o angustiados. La preocupa­
ción es conciencia y, en primer lugar, conciencia temporal: de
lo que es inmediatamente presente hay sensación, pero de. lo
que está por venir hay conciencia. No obstante, el futuro de la
preocupación es un futuro segundo o mediato, es un pasado
mañana. La conciencia preocupada es la que, en el umbral del
placer de mañana, piensa no en ese mañana, sino en el pasado
mañana de ese mañana, es decir, en las consecuencias no queri­
das de la cosa querida, en el pasado mañana indeseado de los
mañanas deseados, pasado mañana que acepta indirectamente y
de rebote. Estas consecuencias involuntarias o convoluntarias son
más objetó de consentimiento que fruto de nuestra voluntad.
Así, en el caso del (pesimista que al regresar piensa ya en la
partida el segundo futuro envenena por anticipado et primero.
En otoño apenBS tenemos tiempo de preocupamos de los presa-
gios del invierno próximo, pero en verano los augurios del. leja­
no invierno remiten al lutura número dos, que constituye nues­
tra preocupación. Lo mismo ocurre cuando presentimos la en­
fermedad en plena salud. La complejidad y la perversidad de
la preocupación calan en la apariencia momentánea y superfi­
cial. Tormento adicional y ansiedad suplementaria, la preocupa­
ción no está incluida analíticamente en el peligro que nos
amenaza y es oficialmente su causa y,, por lo tanto, no podría
derivarse de dicho peligro. En principio y según la hiperestesia
o la hipoestesia del paciente,'íf'doíor eB^irectámenté pitiporcíó-
nal a la intensidad del excitante, a la profundidad de los tejidos
lesionados, a la extensión de la superficie nerviosa afectada, a la
naturaleza de la inervación y al número de las terminaciones
dolorígenas; en la sensación hemos de encontrar lo contenido en
el excitante. Sin embargo, en la preocupación encontramos algo
máB, pues la preocupante inquietud carece parcialmente de cau­
sas, aunque no de motivos; por tamaño, duración y gravedad la
preocupación excede el problema a menudo insignificante que la
produce. Por ejemplo, el nerviosismo es un terror desproporcio­
nado con el riesgo que objetivamente se corre, porque, en gene­
ral, no puede ocurrir nada... Esta obsesión desmesurada y más
motivada que justificada no se corresponde con el tamaño real
de un peligro que se conoce en todos sus aspectos y en el que
la reflexión no descubre ningún elemento nuevo; el preocupado
le da uná y mil vueltas a su problema sin avanzar ni un paso en
su solución. De este modo, la causa concreta de la preocupa­
ción se reduce a una especie dé símbolo o pretexto en tomo al
cual cristaliza una inquietud difusa. Entre la angustia, que es
un efecto sin causa material, y la preocupación, que es el efecto
de una causa, pero está absurda y monstruosamente despropor­
cionado, hay toda una serie de grados intermedios. A pesar de la
pluralidad de las preocupaciones, el hombre, cuyo presente es
uno solo, nunca tiene más que una verdadera preocupación a la
vez; la principal ahuyenta a las demás. Por ejemplo, la preocu­
pación mayor de la existencia dispensa a fortiori de las preocu­
paciones menores relativas a. los modos de existir o a las mane­
ras de ser; la preocupación dominante ocupa por sí sola todo el
escenario de una conciencia preocupada. El que está amenazado
por una enfermedad mortal con maybr razón se burla de su
carrera. No es que estemos pensando siempre en nuestras preo­
cupaciones, sino que tomamos vagamente conciencia de que
nuestros pwwrajisntas 86 H l50I¡S)m n ffitBS f e S&W siquiera
por qué. En suma, una preocupación superficial a menudo no
es sino la preocupación por otra cosa.
No obstante, preocupación y angustia representan dos lími­
tes opuestos. Entre aquélla, particular y consecuente, y ésta, ge­
neral y antecedente, la relación es la misma que entre los re­
mordimientos y el escrúpulo por un lado, y la mala conciencia
por otro: por una parte, el arrepentimiento de haber hecho (o
la aprehensión de deber hacer) ligado a una falta determinada,
es decir, a la realización de tal o cual acto; por otra parte, la
mala conciencia que proviene del pecado de ser en general y
constituye el remordimiento sustancial de lá criatura finita, im­
perfecta y ya metafísicamente culpable antes de haber cometido
falta alguna. Esa falta inteligible y que nadie ha cometido, esa
falta comparable al pecado original que habita permanentemen­
te el amor propio impuro y la conciencia indulgente enturbian­
do los buenos impulsos es la mala conciencia de haber nacido,
]e incluso la mala conciencia de tener- buena conciencia! ¿Cómo
se puede ser responsable sin ser culpable? Mejor dicho, ¿cómo
se puede ser culpable sin haber hecho nada? La paradoja de» la
culpabilidad inocente y la paradoja de la angustia despreocupa­
da son homólogos, porque la angustia es a la preocupación lo
que la culp&blÜüüil inocente a la culpabilidad culpable, lo que
el pudor de ser a la vergüenza de haber hecho, lo que la .respon­
sabilidad antecedente a la responsabilidad consecuente... ¿No es
el pudor vergüenza de nada y todo, vergüenza en general sin
causa vergonzosa y, en definitiva, sin pecado? ¿Acaso la angus­
tia moral de la mala conciencia y la mala conciencia ontológica
de la angustia, ésta en el orden de lo inmotivado, aquélla en el
de lo innjsredda, ambas en el orden de lo irrazonable, no son
dos formas de una misma paradoja? Todo sentimiento, por muy
infundado que sea, toda preferencia, incluso absurda, puede
justificarse con motivos razonables o explicarse por móviles
pasionales. Mientras que el objeto espantoso, el objeto temido,
t ¿ SewíSv, es la causa directa o natural del miedo y el temor
empíricos1 (aunque el terror no esté proporcionado con la im-

1 Kierkegaard, El concepto de ta angustia, trad. franc. Tisseau, p. 84.


Cf. p. 117. (Existe edición en castellana en Orbis, Barcelona, 1984.)
p a r t a n c ia d e lo te r r ib le ) , el o b je to ftllgUStíOSO, COIHO UH& YSgS
amenaza, siempre es algo borroso e impreciso e incluso a veces
puede llegar a desaparecer del todo. La angustia, dice Novalis,
es oscilación e incertidumbre2, espanto sin causas espantosas.
Malestar crónico e indefinido, es una preocupación que no está
especialmente preocupada, un miedo que no tiene especialmente
miedo; como un spleen sin motivos, que excluye todo «ictus» y
todo «raptas», la angustia justificaría plenamente el emociona-
lismo de Pascal: la angustia no tiene causa, aj menos aparente.
¿A menos que la ausencia de causa se deba a un análisis super­
ficial? Al hombre razonable, siempre pendiente de reconstruir
y racionalizar retrospectivamente sus estados de ánimo, no le
gusta admitir que siente un miedo vacío: el hombre de bien
explica su miedo inconfesable a posteriori y esgrime los motivos
debidos, porque el miedo-se hace reconfortante si obedece al
principio de no contradicción, de conservación y de continua­
ción. .. Por eso preferimos hablar el lenguaje del. intercambio
conmutativo. Pero, desgraciadamente, esta interpretación sólo es
una justificación artificial y convencional del sentimiento inquie­
tante. La exigencia de explicación o de comprensión responde a
la simple necesidad de estar en paz con la dignidad de la razón
y la lógica oficial. Como se sabe, es conforme a la honorabili­
dad de un ser que piensa y. que piensa como es debido, actuar
únicamente guiado por motivaciones ideológicas... El miedo y
la aprehensión, sentimientos empíricos motivados, relativos a un
objeto, son unívocos y simples, mientras que la angustia es com­
pleja, fantástica e incluso absurda, pues quien desea lo. que
teme, teme sin razón. Además, los sentimientos motivados son
primarios por cuanto se refieren directamente a una materia,
peligro, amenaza o sufrimiento, mientras que la angustia Bería
más bien secundaria por ser. un miedo añadido al miedo, un
miedo a tener miedo... La ansiedad3, aún más difusa, estaría
elevada a la tercera potencia: es un miedo añadido a la angus­
tia. Miedo al objeto, miedo al miedo (pues el miedo da miedo),
miedo a la angustia, y así hasta el infinito; al sublimarse cada
vez más, el miedo se hace impalpable a fuerza de ser mediato
e inmaterial. El Sentir en su estado normal implica el «coxnple-

2 Journal, minor II 104.


3 Damos a este término un sentido distinto al que le da Favez-Bouto-
n ie r en su notable trabajo sobre la Angustia.
mentó directo» del objeto sentido, ya que el sentimiento es
transitivo e intencional a su manera. Por ejemplo, el sentimiento
de la esperanza no espera el hecho úz csptiai, i m la z m
esperada; asimismo, el miedo tiene miedo de algo que le asusta...
Pero, igual que hay un resentimiento, que es sentimiento del
sentimiento, y un amor con exponente, que es amor-al amor y
no amor a lo anisdo, un amor que, como en el amare amabam
de San Agustín, ama para amar y no para lo amado, del mismo
modo, hay un temor sin objeto ni acusativo. ¿Acaso el amor en
general, el amor que no tiene nada que amar, al amor privado
de su acusativo de amor, el amor indeterminado que ya no ama
a su segunda persona, que ya no ama a su persona de amor
porque no ama a nadie/ no tiene algo que ver con la angustia?
Contra lo temible, sea real o imaginario, el temor tiene el re­
curso . de la huida: cdó[Boí; = qnjyVj; la huida es el modo más
sencillo de evitar el peligro. Pero la angustia no encuentra nin­
gún peligro localizable del que poder huir. Por eso en general
se estanca, todo lo más se abandona a la fuga, que es una huida
alocada, una huida a ninguna parte, un vano intento de evitar
al impalpable enemigo interior. Si la huida miedosa describe una
línea recta, la fuga ansiosa, carente de objetivo preciso y ame­
naza concreta, evoca el desorden y el desconcierto del pánico.
¿No es el pánico una huida sin intención? El pánico no tiene
meta unívoca ni dirección determinada, es una carrera en todos
los sentidos. La amenaza inconsistente incita a la huida impo­
tente, la huida hacia un Más allá inexistente ó, lo que és igual,
infinitamente lejano. A diferencia de la huida, que es el reme­
dio del temor, la fuga no es el remedio de la fobia:. es la fobia
misma. Se habla de temer algo, esto o aquello. Pero no hay
verbo para la angustia: la enfermedad de los sanos no se presta
a ninguna acción eficaz. ¿Cómo dejar plantada a nuestra propia
sombra? ¿Cómo escapar de nuestra propia conciencia? ¿Cómo
separarnos de nuestra propia imagen? Según el dogmatismo fe-
nomenista, lo que produce terror es la cosa terrible y no el terror
lo que fabrica el objeto terrible; si así fuera, la angustia, mie­
do sin motivo, sería un fantasma fácil de disipar. ¿Podemos
aplicarle el mismo consuelo que Epicuro hallaba para la muer­
te? El consuelo siempre es un hacer empírico lo inmotivado y,
como veremos, esta operación es una simple reconstrucción re­
trospectiva. •
II. E n u n a s e g u n d a le c tu r a , q u iz á pOdtífllQOS dCCÍr QUC lfl
angustia es el miedo al instante; si la angustia parece difusa es
porque 5U materia W infinitamente tenue y, si parece inmotiva­
da es porque el instante no es «una razón». La angustia es el
vértigo del hombre ante el instante. En cambio, el miedo apre­
hende el intervalo en el que se engarzan nuestros intereses, ac­
tividades y ocupaciones. El miedo meramente emocional se re­
fiere a lo que se prolonga en la duración, ocupa un determinado
lapso de tiempo y comporta un antes y un después, mientras que
la angustia se refiere a lo que no tiene espesor, ni contenido, ni
intervalo de duración, alude a lo que no dura ni poco ni mucho.
El tedio es inmotivado porque el intervalo en el que se aburre
no es una «razón» para aburrirse y, en consecuencia, no justifi­
ca su absurdo infortunio; la angustia es inmotivada porque la
cosa que teme es fugaz como un abrir y cerrar de ojos, rápida
como el rayo, breve como el relámpago. La materia inconsisten­
te y casi inexistente de la angustia sería el instante, fulgor de
una milésima de segundo y aparición evanescente. ¿No es el ins­
tante lo que muere al nacer? Por eso no hay en él estrictamente
nada que temer. Los dos instantes por excelencia que puntúan
singularmente la vida son el primero y el último. El principio y
el fin son las dos grandes puntuaciones que delimitan el inter­
valo. Hay una angustia del fin, sobre todo de ese fin de todo que
es la muerte, y una angustia de empezar que ha entendido muy
bien Jules Lequier, el autor de la Feueíle de Charmille, porque
en todo comienzo en el que profundizamos hallamos motivos
para morir de angustia... En parte, ambas angustias se reducen
a una sola: el final implica una suerte de inicio y, viceversa, el
comienzo, que inaugura el nuevo orden, acaba con el estado
de cosas anterior. Pero, sin duda, la más vertiginosa es la angus­
tia de terminar, la angustia de lo que podríamos llamar la ulti-
midad, ya que el instante de la muerte es absolutamente último
y, en consecuencia, disparejo y disimétrico por estar cortado a
pico sobre el vacío del no-ser. Lo que comienza continuará
(pues el advenimientoes el umbral del intervalo), pero la muer­
te termina la continuación para siempre. La angustia se muda
en vértigo cuando el angustiado se deja llevar por la tentación
del instante inminente: tenemos a la vez prisa y horror por
inaugurar el nuevo orden, horror y. ganas de acabar de una vez.
Y ese deseo intimidado, esa mezcla de aprehensión e intensa
curiosidad que constituye la ambivalencia pasional de la aven­
tura, también explica la tensión interna de la fobia ansiosa. En
efecto, el que desea en secreto lo que teme en público teme sin
motivo: horror exotérico y atracción esotérica, la angustia £or
el instante es ambivalente, como el miedo al intervalo es «univa­
lente». Dicha contradicción es la tentación misma. ¿Nos atrevere­
mos a levantar la hipoteca de la posibilidad?; ¿a profanar el
secreto del futuro inminente? Lo que es cierto para la inminen­
cia no lo es menos para la urgencia: en ocasiones damos preci­
pitadamente el salto mortal o nos tiramos bruscamente al agua
para abreviar la duración de la espera, igual que el tirador an­
sioso a veces se adelanta y dispara prematuramente cerrando los
ojos para anticiparse a la súbita detonación que le hará sobre­
saltarse, jEi Dr. Logre llega a citar casos de deprimidos que se
matan para conjurar la muerte! ¿Puede llegar más lejos la con­
tradicción? Tras la decisión inicial, tras la iniciativa sacrilega
que actualiza el tabú del futuro, nos sentiremos aliviados y la
continuación vendrá rodada. Lo que cuesta es sólo el primer
paso... ¡o el último! Entre las dos grandes angustias mayores
están las menores, a las que llamaremos, en contraposición a las
angustias por el instante, las angustias por los momentos; cada
uno de los momentos intraseriales es a la vez principio y fin,
fin de la serie anterior y comienzo de la siguiente; sin ser tan
solemnes como el fíat inicial o el artículo final del óbito, los
momentos en los que va rebotando la duración la impulsan a
fuerza de mutaciones, impidiendo que se adormezcan en la iner­
cia de las repeticiones. Las angustias menores pueden parecer
más vanas aún que la angustia de la Efectividad por excelencia,
porque, desde luego, ¡el instante no es una razón para temer!
Lo* que hace metaempírica la angustia es su carácter irrazona­
ble, Si estuviese empíricamente motivada, sería fácil ahuyen­
tarla disipando la nada del instante; refutar razones sin funda­
mento y poner de manifiesto la contradicción que encierran es
un juego de niños. Pero, precisamente, el instante no es ni algo
ni nada. No es la Cosa, puesto que es la nada del intervalo, el
cero de toda continuación, la negación de todo espesor concre-.
to, animado, sucesivo y, en consecuencia, lo absolutamente in­
descriptible en el espacio o lo radicalmente inenarrable en la
historia; en este sentido, lo instantáneo del instante es mucho
más inefable que lo puntual del punto, que al menos indica un
emplazamiento en el espacio y localiza úna posición puntual;
pero, por otro lado, si el instante no es algo, tampoco es nada,
ya. q u e ca e l in s ta n te , es d e c ir , lo qU£ mflIltÍGnC Cl CUISO d e l
devenir y hace posible la mutación; la muda no se efectúa en el
insíflflte, pues en lo que no dura no hay tiempo de efectuar
nada; el instante mismo es la mutación, la moción, la conver­
sión. No es aquello en lo que algo ocurre, sino que es la ocu­
rrencia misma, el puro hecho del surgimiento; es el advenimien­
to del acontecimiento, es el «adviento» de la aventura. ¿No vis­
lumbrábamos la angustia incipiente en la aventura? Esa dura­
ción infinitesimal, que no es ni algo ni nada, también es el ser
del no-ser o el no-ser del ser; digamos el menor ser, el ser míni­
mo y liminal, el umbral más allá del cual no hay más que la
nada. El instante desafía el principio del tercero excluido. La
relación ansiosa es nuestra relación ambivalente y paradójica
con lo que no es ni ser ni no-ser. Si el instante es el menor ser
o el quasi-nihil, el Casi-nada, diremos que la angustia, a su vez,
no es ni el miedo a algo, ni el miedo a nada en absoluto; es el
miedo a la nada, la fobia metaempírica a la Nada más que
el miedo empírico a nada. Mejor dicho, la angustia no es el
miedo comprensible a algo, sino el miedo inconfesable a algo
qué no es cosa y que apenas existe, a una a liq u id que es lo con­
trario de Res; el instante es la Efectividad xaT’á^ox^v y al mis­
mo tiempo es el arquetipo de la non-res o de la anti-cosa; este
«quid» es un «nescioquid», un no-sé-qué. ¿Por qué ha de darnos
miedo? Ahora bien, esta no-cosa que es moción y pulsión míni­
ma es lo más «real» que hay, pues lo que es cosa se continúa en
el intervalo como los cuerpos se despliegan en el espacio y por
eso es mucho más hipotético que efectivo, Al contrario, la mo­
ción impele la futurición y con ello hace devenir el futuro y
advenir o sobrevenir el porvenir provocando la sucesión de lo
anterior y lo ulterior: gracias a la moción lo anterior ya tiende
a lo siguiente, la alteración conduce a lo otro y el «devenir»
pide espontáneamente su adjetivo, es decir, la modulación se
hace efectiva, ¿Acaso el principio del cambio calificativo y con­
tinuo no es ese Quod de lo instantáneo y de lo casi-inexistente?
En ese sentido, la-angustia es el prototipo de la ilusión verídica
aXtiíhviv \|'£üSo¡;. Ese instante vacío sin materialidad óptica ni
morfológica es evanescente como un fuego fatuo, inconsistente
como la voluptuosidad instantánea, que sólo existe como futuro
u objeto de expectación y cuando llega al presente ya no es
nada. Y, sin embargo, i cuántas intrigas suscita! Inconsistente no
q u ie r e decir inexistente. El instante es más bien «casi existen­
te» y hasta super-existente... La materia de la angustia no «con­
siste», es decir, no tiene ni resistencia ni subsistencia; no es
compacta ni maciza y, sin embargo, es más real que la Res, ya
(JÜ6 SS 1&Quintpcssnciñ ds la efectividad, ya que es la efectividad
misma, ipsa.
Esa fractura del intervalo a la que llamábamos Instante da
lugar a la intuición cuando es objeto de entrevisión y a la an­
gustia cuando atormenta a la conciencia. El hombre continua­
mente ocupado, decíamos, intenta regular su angustia y, como
la inconfesable angustia tiene por materia el instante sutil e
inefable, regular será dar cuerpo, espesar, rellenar: allí donde
no hay nada que narrar, nada que describir, allí donde no hay
sucesión de un antes y un después, el hombre de bien busca
asideros para su discurso. Como no sabe de qué hablar, señala
Favez-Bouíonier, cuenta sus trastornos orgánicos. ¿Acaso la
dimensión del intervalo no es la primera excusa de un temor
sin fundamento?

III. El instante sin continuación no es estrictamente una vi­


vencia psicológica, por eso la angustia que aprehende el instante
tampoco es un verdadero sentimiento. AI aprehender un híbrido
de ser y no-ser, la angustia se desliza de la empina a la meta-
empiris, Lo que nos descompone no es ni el antes ni el después,
todavía no es el m ás acá y ya no es el más allá; lo primero no es
el después, sino la muda o mutación misma, que no es «cósa»
temida y aún menos temible; es el advenimiento de un orden
totalmente diferente, de lo absolutamente-vito. Las consecuen­
cias son comunes a todos, pero el instante es .mi asunto privado.
El instante, como la muerte, corresponde a una experiencia de
la que nadie puede dispensarme, que nadie puede hacer por
otro,, que cada cual hace por sí misino, ante sí mismo y respecto
a sí mismo; es un paso solitario que cada uno realiza por su
cuenta. Lo misterioso en toda creación no es el creador, que se
presta al análisis psicológico, ni tampoco la criatura, que se
presta a la descripción física, sino el paso de uno a otra. Si que­
remos sorprender in fraganti y en el momento la ocurrencia
creadora, lo esencial es no llegar ni demasiado pronto ni dema­
siado tarde, sino sencillamente a tiempo. La angustia aprehende
ese mismo umbral, esa bisagra entre el antes y el después. Lo
angustioso no es el orden una vez instalado, sino el hecho de
que ese orden será absolutamente distinto. El orden en partici-
pió pasado pasivo, el orden constituido después será un orden
como todos los órdenes, un orden quiditativo. Lo mismo ocurre
cuando una revolución se anquilosa, se aburguesa y, una Yez
atravesado el momento llmínal de la «conversión», una vez apa­
gada la chispa, enfriada la llama incandescente, extinguido el
impulso, se sume en el marasmo. Después queda el terreno libre
para el tedio, pero ya no se puede hablar de angustia. Cuando
se goza de buena salud, dice Pascal4, uno se pregunta cómo
haría si estuviese enfermo... Pero un buen día llega la enfer­
medad y el que antes gozaba de buena salud sé adapta inmedia­
tamente a su miseria y se acomoda a su existencia disminuida;
a partir de ese momento, el enfermo conocerá pequeños placeres
de enfermo, alegrías de hospital, deseos acordes con su monóto­
na y mediocre condición. Una vez más, lo angustioso es el paso
del Nondum al Jamnon, porque lo único difícil es la mutación.
Asimismo, la angustia por el dolor no es la angustia por el dolor
presente y alojado en el cuerpo que más tarde dará lugar a un
nuevo régimen de vida. La angustia es la fobia al instante in­
minente, la aprensión por el orden inédito que el dolor va a ins­
tituir. Por muy intolerable que sea este último, a partir del mo­
mento en que se presenta ha dejado de ser temible, pues sólo se
teme lo que aún no está ahí y ha de llegar. La angustia apre­
hende el dolor, pero al actualizar la amenaza el dolor desaloja
la angustia.... ¡Quien sufre ya no tiene miedol Como no se
pueden sufrir todos los males a la vez, conoceremós sucesiva­
mente la angustia sin dolor y el dolor sin angustia, ya que una
alternativa providencial nos impide acumular ambos males a la
vez. Ahora bien, no sabemos qué será ese dolor, ni qué podrá
inaugurar, ni de qué naturaleza será su olor; no tenemos idea
alguna de su tamaño ni de su calidad y no podemos imaginar
en absoluto su no-sé-qué. Por ejemplo, el punto álgido de la
angustia en una operación quirúrgica es e] instante de la narco­
sis y el tránsito al otro-orden. Pero como la Quodidad es literal­
mente irreconocible, el dolor se vuelve un pretexto y una espe­
cie de motivación, una justificación retrospectiva que sólo es
válida en «futuro perfecto», una- excusa que nos sirve para
hacer empírico lo inmotivado. Asimismo, la angustia por la
guerra es el miedo fantasmagórico a la mutación: antes de la
declaración de guerra no hay guerra, sino paz y luego, cuando la

4 Pensamientos (Brunschvicg) II 109 (Alfaguara, 638).


catástrofe queda strás, lo peor ya no está por venir, sino que
ha llegado jestamos en plena tormenta, ...en plena calma! La
angustia por la guerra desaparece el día de la movilización ge-
neral, igual OUC b angustia por el presidio para el prisionero
cesa el día de su condena. De este modo, lo angustioso nunca es
el después, que es vuelta al antiguo orden, sino el Durante de
la moción misma., que es lo imprevisto y lo aventuróse por anto­
nomasia; el gran metazoo pensante tiene una constitución dema­
siado tosca y pesiída, no es lo bastante sagaz para percibir el
virus de la angustia. El motivo de angustia es infinitesimal e
irracional. Cuando están a punto de abrimos con el bisturí nos
dicen con razón: sólo es un instante, lo malo apenas dura un
momento. ¿El instante no es un casi-nada de duración? Nihili
instar; ^habremos pasado el umbral y estaremos al otro lado
antes de habernos dado cuenta! ¿Qué es tan terrible? Por mu-
cho que analicemos, desmenucemos, escrutemosen el mlcrosco-'
pío, no podemos averiguar cuál es el foco de ^jgustía.^i-Jocalí-
'zar la mudai' ni descubrir dónde reside la causa de nuestra
aprensión. Y, sin embargo, esas palabras reconfortantes nos
convencen sin persuadirnos, refutan nuestro miedo sin curarnos
la angustia. Cuando se salta por primera yez en paracaídas no
pasa absolutamente nada, pero el momento de lanzarse al vacío
es el advenir;liento de un orden absolutamente diferente y, como
tal, provoca un nerviosismo apasionante. Vivir .esa experiencia
es afrontar la caída contra-natura que inspira un pánico ins­
tintivo a todo hombre, es realizar la inversión de los reflejos
más naturales. Es la iniciación a lo absolutamente-otro.* Sólo en
este sentido podemos hablar de misoneístas. No es la novedad
lo que temen, no es el v¿ov en sí mismo a lo que son hostiles,
ya qué todos ellos se convertirían en neófitos si se les pudiera
servir la novedad en bandeja sin pasar por el bautismo de la
novación, es decir, sin dar el salto peligroso. Por ejemplo, un
hombre sedeatE,rio aceptaría de buen grado cambiar de residen­
cia e instalarse en un nuevo país si pudiera ahorrarse el viaje
y el cambio, si pudiera, en resumidas cuentas, escamotear el
doble misterio de Ja metábasis y la metábole, si pudiera dormirse
y despertar en la nueva continuación, si pasara directamente de
una continuación a otra; el objeto de la fobia es el propio des­
plazamiento y no el nuevo lugar donde luego el desplazado
fijará su domicilio. La renovación, que es un mero perpetuar lo
anterior, puede ser un motivo palpable de aprensión, pero la
innovación es el objeto inexistente de la angustia. Por'eso ésta
se resiste a las razones evidentes, que surten efecto sobre la
üOY&dad del después para disiparla, pero no sobre el durante.
Nuestra reacción ante los buenos consejos es COMO Ifl dfi Ufl
paciente sometido a una experiencia de laboratorio, que se
sobresalta aun después de haber sido prevenido. Es decir, po­
demos vemos sorprendidos por el acontecimiento más esperado
y mejor previsto. Lo que nos sorprende en el advenimiento de
la novedad repentina es el olor y el sabor inanticipables, in­
comparables e inimitables de la quodidad; es ese no-sé-qué
etéreo o ese miligramo de más que ninguna tarjeta postal ni
ningún recuerdo literario nos permiten pre-imaginar. El aroma
del otro-orden produce lo mismo que el olor de Venecia según
Proust: el haber ido materialmente a Venecia siempre añade
un elemento inédito, inaudito e insólito que no puede suplir
imaginación alguna. Y ese elemento no es algo que se pueda
localizar materialmente ni definir exactamente, sino que es
pneumático y misterioso como un hechizo. Por consiguiente, la
distinción entre miedo y angustia tiende a desaparecer, pues la
esencia del miedo es angustia y el miedo, en el fondo, es irracio­
nal. La futurición se resuelve en trillones de mociones dimi­
nutas y pulsaciones infinitesimales que prosiguen la modulación
interior del devenir. Mientras el intervalo en sí mismo es la
continuación de un eterno recomenzar, el miedo en sí mismo es
una especie de angustia metaempírica. Lo pavoroso del miedo,
lo que hace que sea miedoso, es angustia. Por eso el miedo, a su
vez, es fantástico e irracional y nunca hay estrictamente nada
que temer, ni antes, ni después. Antes porque por definición
aún no hay nada, excepto la propia angustia, y después tampoco
porque, eliminado el peligro con la actualización de lo posible,
todo está en orden de nuevo... Después de todo, ese «otro»
orden es el mismo, ¡ese otro orden no es sino un stotu quo
ante! En conclusión, iera la propia angustia la que nos daba
miedo, era en el instante metaempírico donde estribaba toda la
ansiedad del miedo empírico!
Vemos así la vinculación entre angustia y ambigüedad. El
instante sólo existe en su inminencia. La angustia se remite no
al Ahora, sino al futuro, porque el fíat de la efectividad sólo es
pensable como cosa futura. (Xa angustia es una desesperación
incipiente, no la desesperación misma, sino el temor a desespe­
rar y preludia el horror de la trag^diaTjEn el presente nunca hay
instante, ya que el presente se aplasta en el intervalo; no es
más que una viscosidad prolongada, una eternidad pegajosa
que puede ser .infierno o beatitud. Después, es decir, en pasado,
el I1USY.0 OrdíTi ys S6 hs convertido en régimen y costumbre
establecida. Ese instante que no tiene ni Durante ni Después es
un ante-ser que pende sobre nosotros. Tiene una estrecha rela­
ción con !e libertad. Las voluntades impenetrables e imprevisi­
bles que nos rodean, los caprichos y las libertades de los demás,
retienen continuamente los instantes inminentes, dejando en
suspenso el enigma de la elección arbitraría sobre la conciencia
angustiada. La mujer amada cuya respuesta esperamos o el tri­
bunal que fallará la sentencia encaman, cada uno a su manera,
la esfinge de 4a ambigüedad y la potencialidad insinuada. Por
eso, para quien llega hasta el fondo de las cosas un contacto
nuevo con una persona desconocida siempre implica un pe­
queño elemento de angustia y una suerte de aventura incipiente.
¿No presiente el angustiado en la voluntad ajena los mismos"
recursos infinitos que en su propia voluntad?, ¿el mismo poder
de decisión autocrático y sorprendente?
El devenir más despojado de imprevistos supone una des­
trucción de las posibilidades que se van actualizando constante­
mente. La aguja que gira en la esfera del reloj actualiza uqa
tras otra las humildes posibilidades tan fácilmente previsibles
de la vida cotidiana. La alteración puede llamarse futurición
por cuanto lo mismo deviene otro y presentificación, e incluso
preterición, por cuanto lo otro deviene mi presente, por cuan­
to mañana deviene sin cesar hoy, más- tarde ahora. ¡Maña­
na devendrá ayer... ¡pasado mañana) Como-resultado de la
continua presentificación se produce sin cesar la hecatombe de
las posibilidades; una tras otra van quedando enterradas en el
infinito almacén de antigüedades del pretérito, donde se reúnen
con las ilusiones perdidas, las citas difuntas, los locos tenores
y las vanas esperanzas. La alteración conjura el hechizo angus­
tioso de la alteridad: su continuo discurrir elude la insoporta­
ble brusquedad, que se diluye en transformación gradual. El
tedio acaba de desencantar al encantado nivelando los instantes
que la angustia acrecenta. Ai conjurar la angustia, el tiempo
deshace lo que le constituye, ¡y hace el devenir apasionante! El
tiempo absorbe le angustia sin cesar y levanta la hipoteca de la
posibilidad en suspenso.
El devenir merma el campo de lo virtual minuto a minuto.
A este ajarse de la piel de zapa se le llama Envejecer. La an­
gustia de morir y la angustia de existir coinciden en la de
envejecer. Hay un único futuro que pefülfifiSCfi Slfimpífi C0H10
futuro y nunca se convierte en pasado, un único instante que
siempre es inminente y es, por lo tanto, el instante por antono­
masia: el artículo de la muerte es lo ulterior que nunca será
citerior, el más allá que nunca estará más acá de la conciencia
y por eso la_ angustia de la muerte es la angustia de las angus­
tias, la única hipoteca que nunca se levanta, ei‘único sorfiKgTo
qüéHnunca es conjurado. Ló será paria los testigos, pero no para
mí, ya que no puedo morir y ser a la vez espectador de mi
propia muerte; la muerte sólo es vivida desde el aspecto pre­
monitorio y precursor de la angustia. Es la única ambigüedad
absolutamente final y, en consecuencia, la posibilidad privile­
giada que sólo se puede conocer como posible./Todás las angus­
tias _"són‘ pródromos de la angustia ante la muerte. Según
Brissaud, el doctor Logre consideraba la ansiedad como una
meditación sobre la muerte, pero hay que añadir que semejante
meditación es completamente huera3. La futurición es una es­
pecie de prueba que somete ¿1 hombre a los sucesivos bautis­
mos: del fracaso, de la guerra y el sufrimiento, de la persecu­
ción y la humillación... Las mil angustias que hemos vivido son
una iniciación a la angustia del fin de los fines, del fin de todos
los fines. Sólo el instante último, es decir, absolutamente pos­
trero, es al mismo tiempo principio y término, ya que no im­
plica después alguno: por eso la muerte nó es transformación o
mutación de una cosa en otra, sino aniquilación súbita, tránsito
de algo a nada. Ahora podemos entender cómo se sirvieron los
Antiguos de los sofismas megáricos para esquivar la disconti­
nuidad del salto mortal: según ellos, el asunto no nos atañe, no
le atañe a nadie ni antes ni después. iNo le concierne a nadie!
Ni antes, porque aún estamos vivos, ni después, porque ya no
hay nadie, de tal modo que la muerte, por definición, suprime
la angustia mortal a la vez que al angustiado o, como dice Epi-
curoé, la muerte no es nada pará- nosotros, oúSiv lípoq ’ffiiów;.

5 i El Sócrates del Fedón, que fue el primero en hablar de un


no estaba ni mucho menos angustiado! Su «me­
l ¿ £ X ¿ T 7 m a t c ü Oo v c l t o u ,
ditación» es la serenidad misma.
6 U seneh, Epicúrea, pp. 60, 71. Cff. E picteto , Manual, I, 5 . .
Esas buenas palabras, esas razones piadosas, esos eufemismos
reconfortantes bastan para consol&r & una época que ni siquiera
tenía palabra para el instante y que siempre desconoció lo tcá-
gico de la mute cién mortal y la alteración absoluta de lo abso­
lutamente otro. Cuando el Fedón cuenta la muerte del sabio
corre unpúdico vcío sobré la fractura mortal y el instante queda
diluido en Tas serenas conversaciones. Él Fedón hace como si
no pasara nada... El acontecimiento que Deíbussy y Maeterlinck
quieren sorprender en su flagrancia infinitesimal al final de
Pelléas et Mélismtde pasa casi desapercibido en el Fedón\ sólo
la palabra ¿xivfjfh), al final del diálogo» puede revelar que ha
sucedido algo muy solemne. A fuerza de desconocer la efectivi­
dad de la mutación y la eficacia de la moción, el helenismo ha
terminado por dudar no sólo que Aquiles alcanzara a la tortuga,
sino que el propio Sócrates pudiera fallecer.
Al miedo a la continuación y a la angustia por el .instante
corresponden dos virtudes muy diferentes. Para el intervalo em­
pírico hay un pequeño valor que es el mero valor de resistir la
duración y que no es mucho más que paciencia. Pero para afron­
tar el instante hace falta un valor superior o «heroico», un valor
para la vida y para la muerte. Soportamos la temible continua­
ción a fuerza de resistencia, pero el instante exige ese hermoso
valor que es el corazón del valor, el valor del sacrificio hiper­
bólico, que no vence al temor, sino a la angustia. El hombre es
quiditativo (pare emplear la terminología de SchelHng) por su
"adaptación a ios riónos iterativos y a las repeticiones indefini­
das? prevé, recuerda, actúa, hereda, recibe tradiciones y cos­
tumbres; esté perfectamente instalado en el intervalo. Pero
también es un eer «quoditativo»' por sus iniciativas creadoras,
sus decisiones, su alegría y, sobre todo, por su muerte. La
angustia es el desconcierto producido por la aprehensión de un
instante que suspenderá la dulce continuación del intervalo y
cortará la cantinela de las repeticiones que nos arrullan. Tra­
duce la inadaptación del hombre, criatura del intervalo, al filo
sutilísimo y vertiginoso del instante. El hombre está hecho para
tumbarse en el diván de la continuación, la imitación y los
automatismos inertes; se deja llevar perezosamente por la
rutina y la ley del mínimo esfuerzo; las costumbres que le
miman, los pequeños quehaceres y los grandes negocios que le
acompañan día r día y que son una forma de tartamudeo, le
preparan mal parfl elevarse sobre la cima impalpable del casi-
nada. Lo que enloquece al ser del intervalo es la costumbre de
la cosa m aciza y consistente, y el asombro de no reconocer la
cosa en las m ociones y mutaciones infinitesimales de! devenir.
¡La decepción se convierte en pánico! ¿Acaso el propio término
de angustia no evoca, en oposición al quieto dilatarse del te­
dio, un contraerse del intervalo? La futurición se estrangula
en los estrechos o desfiladeros de la angustia, antes de desem­
bocar en el más allá por el umbral del gran instante final. Así
como San Francisco de Sales habla de un acumen mentís como
punto de tangencia entre el hombre y lo divino, nosotros
hablamos de una acumen vitae, de un apogeo metaempírico
cuya expectación obsesiva es vivida en la estrechez: el hombre
espera el acontecimiento acuminal y deletrea como un conde­
nado, segundo a segundo, los instantes del lapso supremo que
va menguando poco a poco. La intuición nos reconciliaría con
el instante al revelárnoslo de repente, fuera de toda cronología
angustiosa. La intuición es en el orden gnóstico lo que el valor
en el orden drástico. Porque, ¿qué es la intuición, sino ía finí­
sima punta del alma confundida con el punto del instante, la
coincidencia de la agudeza mental con la de la muda instantánea
y, en suma, la cima afilada de una sutileza que, en lugar de
achatarse en el espesor del intervalo, se hace aún más fina para
totíar lo impalpable? A través de la intuición, que mira al
punto-de tangencia entre lo tangible y lo intangible, entre la
empiria y la metaempiria, el hombre burdo llegaría a una es­
pecie de fraternidad con el objeto de su terror. {Es preciso
convertirse uno mismo en instante para entender la eficacia
de la intuición instantánea! Y entonces obtendremos no un
«mensaje» sobre lo absoluto o una revelación de la muerte, sino
una entrevisión casi inexistente del misterio metaempírico. Al
convertirnos al casi-nada, la filosofía muda el terror en valor
y -la angustia en alegría y la propia meditación sobre la muerte
se convierte en una meditación sobre la alegría y sobre el
misterio sobrenatural que ésta anuncia. Bergson, filósofo de la
duración, pero también de lo discontinuo, conoció la transfi­
guración gozosa del instante; por eso ignoraba la angustia y
negaba al mismo tiempo la nada y la muerte. Epicuro al menos
acertó en eso: la alegría y la filosofía son hijas del mismo ins­
tante.
Si la angustia espera de una maUSK atQIBKalftÚ4 'j SJW&YÜ-
nada que pase el instante, el aburrimiento, en cambio, coe­
xiste con el intervalo; la tela de araña d é lté d id tapiza la
continuación palmo a palmo y llena el espacio que media entre
los instantes. Pnra emplear las palabras de WiÜiam James, en
el aburrimiento ya no hay más que estados «transitivos»; los
estados «sustantivos» y los objetos «focales» se desdibujan en
la niebla. La bruma del spleen ahoga todos los intereses de la
existencia en su ndiaforesis. Mientras que la angustia es ten­
sión, tensión estéril pero lancinante, el tedio es distensión y
relajación de todos los resortes. El aburrimiento de existir es
paralelo a la angustia de devenir, envejecer y morir. El tedio
en si mismo no es angustioso, por eso el tormento del aburri­
miento se contrapone a la tortura de la angustia. Porque no
sólo nos aburrimos faltos de preocupaciones, faltos de aventuras
y peligros, faltos de problemas, sino que también nos aburrimos
faltos de angustia: un futuro sin riesgos id azares, una carrera
segura, una vida cotidiana exenta de tensión figuran entre las
condiciones más habituales del aburrimiento. Ese fruto de la
triste falta de curiosidad, como lo llama Baudelaire, que «toma
las proporciones de la inmortalidad», es la consecuencia de un
devenir distendido. Entre las diversas enfermedades del tiempo
el tedio no es, a buen seguro, la más aguda, pero sí la más
común.. Desesperación tamizada, mala conciencia-crónica, preo­
cupación despreocupada y desgracia irrisoria, es el «monstruo
delicado» que obsesiona a los pesimistas, Leopardi y Schó-
penhauér, Lnforgue y Baudelaire. Y, sin embargo, no hay en­
fermedad más benigna e impalpable... ¿Cómo se le ha podido
dar un nombre? Sobre todas las cosas, el aburrimiento es el
vano desamparo que existe apenas, más digno de curiosidad que
de piedad. Es casi inexistente... Oúx Ecrciv x at
¿p.uSp&g-7, como* dice Aristóteles refiriéndose al tiempo o, como
dice el Timeo, sólo podremos entenderlo mediante un «razona­
miento bastardo». 1Invisible enfermedad que obedece simul­
táneamente al ser y al no-ser! Herida ilusoria, absurda e inex­
plicable de la que nó hay nada que decir, puesto que es el

7 Física, IV 10, 217 b 33.


m al de la nada por d efinición , ¡«figlia delle n u llitá » , m a d ie d e l
nullá! *.
Observemos que este dolor, tanto más maligno cuanto que
parece anodino, tiene su origen en las regiones p ro fu n d a s del
devenir. Igual que la araña en el centro de su tela, el aburri­
miento está en el centro de un universo fino y transparente en
el que todo se halla envuelto por el velo gris de la indiferencia;
pasional y devorador, se encierra en el círculo mágico de su
neurastenia. Por otro lado, el aburrimiento nunca* es la tabla
rasa. Al ser el más indeterminado de los' sentimientos o, mejor,
la indeterminación misma hecha sentimiento, aparece como una
criatura entre todas proteiforme, tiene mil rostros contradicto­
rios, habla mil lenguas, es ingrediente de innumerables combi­
nados. Inocente Feodorovich Anenski evoca las múltiples varie­
dades de ]a languidez: «toska» de la vuelta atrás y la reminis­
cencia, toska de la piedra blanca, toska de las gotas lentas,
toska de la víspera, toska del jardín, toska del espejismo, toska
del azul... Como es el vacío, el tedio puede ser todo lo que se
quiera. Es la posibilidad pura, la indiferencia hacia toda forma
actual... La aburrida monotonía es a la vez uniforme y multifor­
me, es decir, informe. Informe y, a veces, ihasta deforme!
Polimorfismo monótono y policromía monócroma, el tedio, un
poco como el receptáculo del Timeo, acogerá cualquier cualidad,
pero, al cualificarse, es decir, al convertirse en esto o en aquello,
ya se distrae un poco. Cuando tomamos conciencia del aburri­
miento ya se nos presenta envuelto en una luz y un atrezzo
determinados, no ya como apatía primordial, sino como vaga
preferencia sensorial o como sentimiento incipiente: hay algo
que decir, hay predicados que enunciar. ¡Ya llegan el calor y los
colores de la vida a animar su pálido semblante! El aburrimiento
puro es el sentimiento que no es ningún sentimiento, sino la
posibilidad de todos los sentimientos. En la nebulosa del tedio
flotan al azar toda clase de humores posibles, como las figuras
femeninas en una ensoñación amorosa; el aburrimiento real
elige entre las diferentes formas, y al elegir mengua. Las
estepas del tedio están vacías... Por eso es difícil reconocerlo
bajo las variadas pasiones que lo adornan y le prestan su color.
Es tributario de la sociedad, del mimetismo y de la moda. Se
pega como una epidemia y se propaga por contagio, pero tam-

a Giuccmn Leopardi, Pensieri (Florencia, 1931), tomo III, p. 383.


bién sufre metamorfosis de una generación a otra. El «mal'del
siglo» no es el mismo al principio y al final del siglo. Por otra
parte, hoy una melancolía nórdica nucida Ü5 1&5 blUUias ^ UM
neurastenia romántica que nada tienen que yer con la aflicción
de Leopardi. La novela y la poesía rusas tienen mucho que
enseñarnos sobre ese sentimiento informe, vasto como la estepa
y blanco como la nieve. La lengua rusa no carece de palabras
para designarlo: skouka, que es el aburrimiento en sentido
estricto, la enfermedad de la duración demasiado larga y la
existencia demasiado vacía; taska, menos sutil que el spleen y
también más lánguido, pero que le añade a skouka el dinamis­
mo del arrepentimiento y de la vaga aspiración, que es nostalgia
por detrás y espera de no se sabe qué por delante; khondra, que
es más bien la hipocondría, el aburrimiento visceral. ¡Y aún
había sitio en el alma rusa, durante la época de la opresión,
para muchas otras variedades de melancolía!9: Toska y. skou­
ka son dos cosas distintas, le dice María Timoféyevna Le-
biadkina a Chatov. ¿Consecuencia de la esclavitud que mante­
nía a la «barchtehina» en su inmemorial ociosidad o, mejor
aún, de un régimen autocrático que consideraba la voluntad
individual como una eterna menor7 Sin duda, también hay que
tener en cuenta los largos inviernos y su consecuencia: cierto
retraso del tiempo y de los ritmos vitales. En ese sentido, el
clima y la historia parecen coincidir con el quietismo natural
de las almas eslavas y también con el estilo de los paisajes y loa
horizontes; esos horizontes sin límite para .los .cuales- parece
haber escrito Verln.ine una de sus Romanzas sin palabras:

Dans l'interminable
Ennui de la plaine
La neige incertaine
Luit comme du sable *.

De manera que ya no se sabe si la pereza es causa o efecto.


El aburrimiento ruso nos ha proporcionado, entre muchos

9 Groust’, Skorb\ PelchaV designan algunos de los variados matices


de la tristeza. D ostoievski, Demonios I, 4, 5. (Existe edición en castella­
no, Alianza, Madrid, 1984.) Cfr. P ushkin , Eugenio Oneguin l 38 (y 54);
compárese V 35.
* En la infinita / y tediosa llanura / brilla como arena / la nieve
incierta.
OtrOS, dos testim onios inolvidables que se localizan unO GQ lo
infinitamente pequeño de la duración y otro en lo infinita­
m ente grande cíe I éípasifl! e¡ primera es la vida de Ilia Ilich
Oblomov de Goncharov, el segundo es el cuento desgarrador
de Máximo Gorkí, Por aburrimiento10.
Ante todo, desechemos las excusas y pretextos retrospecti­
vos que genera él tedio. Igual que la angustia, el aburrimiento
busca a posteriori razones de peso en las circunstancias para
justificarse, ya que no admite su propia frivolidad: Y, como, en
efecto, esas circunstancias le favorecen, lá ocasión del aburri­
miento pasa por su verdadera razón. En realidad, dicha razón
es inventada por las necesidades de la causa. No hay que creer
al hombre aburrido cada vez que interpreta su melancolía
valiéndose de una motivación secundaria, cada vez que pre*
tende encontrar causas concretas y estrictamente empíricas a
un malestar difuso. El aburrimiento, en el centro de su lógica
pasional, sólo razona sobre los accidentés que lo justifican y,
casualmente, siempre encuentra excusas providenciales en el
momento oportuno. Todo 61 es pretexto. Negándose a recono­
cer una tristeza tan fútil, inventará núevos motivos para deses­
perar a fin de hacerla interesante. Por eso la tristeza román­
tica se muda tan fácilmente en desesperación; el «dispera to» de
Liszt, la desesperanza lamartiniana de las Meditaciones poéticas,
la «filosofía del suicida» de Alphonse Rabbe, casan con la
neurastenia de los hijos del siglo y los «héroes de nuestro tiem­
po», Werther, Pechorin, René y Obermann. Es agradable creer­
se desgraciado cuando sólo se está aburrido. Más vale ser
HSróe dé tragedia que enfermo imaginario. ¡AI menos a una
tragedia no le faltan motivos! Enumeremos cuatro causas que
se hallan entre las más comunes y son también las más idóneas
para justificar la tristeza: Inacción, Soledad, Monotonía y Can­
sancio serían causas lo bastante generales para explicar tan­
to el aburrimiento como su aparente irrealidad. Veamos pri­
mero cómo el tedio obedece a una causalidad paradójica cuyo
resorte podría llamarse i a Dialéctica del Demasiado; a conti­
nuación cómo el principio metafísico del aburrimiento es el
Tiempo.

w Skaudi radi, 1897, Releer, asimismo, Toska, una página en la vida


de un molinero, 1896 y todo Tomas Gordieev. (Existe edición en caste­
llano en Fí emoción Ed., Madrid, 1985.)
Sin duda, la lógica quisiera que nuestro abatimiento fuera
la con se cu en cía objetiva, el resultado y algo así como la punición
de nuestros excesos; el determinismo, como la propia moral,
aparece cada vez que el aburrimiento castiga un abuso de los
sentidos. El hecho de que la postración nerviosa y mental pueda
ser una «sanción» no sólo es comprensible, sino además y, en
cierta medida justo. Ahora bien, la sinceridad nos obliga cons­
tantemente a invertir el orden de las causas y los efectos y a
modificar de arriba abajo nuestra concepción de la causalidad
psicológica: la «teoría fisiológica» que contempla la emoción
como el efecto y no la causa de los trastornos somáticos, la
teoría central del neto voluntario que considera la decisión como
el verdadero origen y no como la consecuencia de la delibera­
ción, el fideísmo que afirma la prioridad de la creencia sobre
las razones para creer, son todas ellas filosofías que nos acos­
tumbran a invertir el sentido del «porque»* Una-sociedad iden­
tifica la demencia con los actos no motivados. Pero, seguh eso,
todos deliramos más o menos, porque las razones, como a M. de
Roannez, «se nos ocurren luego». La extravagancia no estriba
en las acciones no motivadas en sí mismas, sino en el lujo de
motivaciones y deducciones ridiculamente razonables a las que
recurrimos para motivar lo inmotivado. El exceso de lógica
siempre es sospechoso: los perseguidos no necesitan pruebas
de su persecución y, sin embargo, acaban por crear a su alre­
dedor a sus propios perseguidores a fuerza de creer en ellos. El
psicoanálisis, por su parte, profundiza en el orden de las cau­
sas: bajo las superestructuras ideológicas, qtfe justifican nues­
tros actos, descubre los instintos y los traumatismos precons-
cientes que los explican... ¿Acaso esta explicación «por debajo»
no es simplemente la ironía de una clarividencia: que invierte el
orden causal del sentido común? Quizá siempre sea el espíritu
entero al mismo tiempo el efecto y la causa, lo ulterior y lo
anterior, en urse palabra, la causa de sí mismo... íJsea como
fuere, mientras el tedio es verdaderamente; previsor, la mala
suerte, la monotonía y el fracaso que saca-a--relucir no son sino
pretextos póstumos o retroactivos. El aburrido se parece al
apasionado que tiene ganas de hacer una locura e inventa mil
razones para ser irrazonable. El tedio aísla al aburrido, unifor­
miza las cosas en torno suyo y favorece la inercia. Lo que
sucede es que la soledad, la monotonía y la inacción, resultados
del aburrimiento, lo refuerzan: la conducta de la derrota es la
verdadera causa de ia dfirrütfl, pero, 3 5U YCZ, 18 derrota aara
la razón a ese desaliento que nada sabía de ella y lo justificará;
arimieniD, si el deseo hace las cosas deseables, hay que decir
que' las cosas deseables legitiman el deseo a posterior!. Se CUDl-
ple la «ley de la bola de nieve»; quien se aburre se aburrirá ly
cada vez más! O, a la inversa, para no aburrirse hay que em­
pezar por no aburrirse, pues el tedio a priori trae consigo el
tedio a posteriori, como el fracaso lleva al fracaso. Cuándo más
nos aburramos imaginariamente, más nos aburriremos efectiva­
mente. JLa idea de que somos torpes o tímidos, dice Alain, hace
que lo seamos, de ah íla avalancha de meteduras de pata, lapsus
ITtropiezos que nos atrapa como si fuera una especie de auccíSn
o espiral vertiginosa. ¿Cómo salir, del círculo encantado"? ¿Cómo
romper la cadena de justificaciones? ¿Cómo detener el cres­
cendo de los apoyos mutuos? ¿Acaso exigir la primera decisión
y la primera creencia para cortar de raíz la tradición del fracaso
no es suponer el problema resuelto de antemano?
Senancour señala en algún momento11 que el origen del
tedio no está ni en la uniformidad (puesto que se puede vivir
de una manera muy sencilla sin aburrirse nunca), ni en la pri­
vación de los placeres, ni en la persistencia de las penas, ni en
la, ociosidad; todo eso son meras circunstancias y el resorte del
aburrimiento ha de ser más central. Digámoslo aún más clara­
mente: la monotonía ya es una palabra propia del aburrimien­
to;' «monótono» y «variado» son estados anímicos, actitudes
mentales, pathos subjetivos que no corresponden a nada dado,
por la sencilla razón de que su origen está en el corazón. Igual
que los pretextos del apasionado o los reproches del malinten­
cionado, esas quejas delatan un alma resuelta a aburrirse, pase
lo que pase. Un ángel no arrancaría una palabra indulgente a la
mala voluntad y un viaje a la luna tampoco conseguiría distraer al
hombre del aburrimiento. La inocencia y la frescura de la sin­
ceridad o la juventud del corazón le dejan escéptico. Una fide­
lidad a toda prueba, un entusiasmo más fuerte que la muerte,
una convicción exaltada, una fe .que levantara montañas, un
pensamiento capaz de unir lo finito y lo infinito, no hay nada
que le devuelva al aburrido el gusto por la vida. Las causas apa­
sionantes caen en un vacío abierto sin colmarlo. Por otro lado,

11 Revertes sur la nature primitive de l’homme, 4.* Rfiverie. Compáre­


tomo IV, p. 327.
s e c o n L e o p a r d i , e d . c it.,
las penas son anteriores al aburrimiento, pero, en cambio, su
persistencia es posterior, ¿qué digo? Esa persistencia es el mis­
mo aburrimiento que une una tristeza con otra y diluye el pesar
en la inmenclrtad de su propio vacío.
«Mal sin forra a», se lamenta Alain a. Y Lacordaire: «Sufri­
mos por deseos cuyo objeto no es ni la carne, ni el amor, ni la
gloria, ni nada que tenga una forma o un nombre». Señalemos,
por nuestra parte, cómo incluso cuando ese malestar anónimo,
paradójico e indefinible parece desafiar toda causalidad, sus
propios caprichos obedecen a una ley. El problema del tedio no
es ni económico, ni médico, ni social. Después de todo, el re­
mordimiento es la consecuencia de la falta, aunque no siempre
esté proporcionado con su importancia, aunque aparezca cuan­
do quiera, aunque no suceda a todos los pecados. JilaburriT
miento, que no es escrúpulo, tampoco es preocupación. Porque
la preocupación, por muy frívola que sea, se refiere; más al
objeto del mal que al mal en sí mismo, mientras que el aburri­
miento carece de materia. El tedio, como la angustia, sería más
bien la desgracia de los despreocupados: puede ser ^sinecura y
absoluta in c u r ia ausencia total de inquietud; puede reducirse
a un tropel de quebraderos de cabeza tan numerosos, contra­
dictorios y acuciantes que se anulan mutuamente; y puede sej,
por último, una preocupación tan diluida que es imposible dis­
cernirla de la indiferencia: seria semejante a un dolor tan tenue
y mitigado que podríamos tomarlo por la mala conciencia de las
visceras. Los «inconvenientes» impiden el aburrimiento. Por ló
tanto, el tedio no es la conciencia preocupada* sino, al contrario,
la cabeza desocupada y, viceversa, las preocupaciones, al ocu­
par el vacío de 1?. imaginación, más que agravar el. tedio, lo
distraerían. Igual que la angustia, el aburrimiento es un estado,
mientras que los escrúpulos y las preocupaciones son cosas,
cuerpos extraños dentro de nosotros, una especie de cálculos
que atascan la conciencia cada vez que está en juego un interés
material o un valor moral.]jEl tedio se infiltra en las pausas y
los vacíos de la preocupación u. ¿Será quizá un síntoma de
cansancio? Sería fácil demostrar que el cansancio tiene signos
objetivos, mensurables por la curva del ergógrafo o la desviación

12 Quatre-víngf-tm chapitres sur Vesprit et les passions, p. 179.


u Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, 58. (Exis­
te edición en castelli’.no en Orbis. Barcelona, 1S85.)
del cstesióm etro 14, m ientras que el aburrimiófltO tiCDC IM llUIDOr
caprichoso y tan pronto está en reposo como en guardia. Si el
cansancio aumenta con Ja cantidad de trabajo, el aburrimiento
depende de su calidad.
El tedio elude tanto la fisiología del exceso de trabajo como
la causalidad sobrenatural del remordimiento y el determinismo
natural de la preocupación. Pero acaso admita unas causas mi­
croscópicas muy parecidas a esas señales invisibles que dejan
huellas inconscientes, influyen en nuestra disposición de ánimo,
crean el buen y el mal humor y» en definitiva, iluminan o en­
sombrecen nuestros días. Es un hecho que el alma humana es
extremadamente susceptible a lo infinitamente pequeño de las
alusiones; Biran habla de una refracción moral por la cual el
humor del yo influye sobre la naturaleza, ¿pero acaso no hay
antes una refracción de lo físico por la cual un olor a tierra
mojada, un lejano tañido de campanas en el aire del mediodía o
una brisa tibia nos llenan el corazón de sol o de spleen para
todo el día? Proust15 describe la exaltación que nos produce no
una idea importante, {sino un olor a moho! Lo que llamamos
capricho quizá obedece a esos factores imponderables que son
demasiado sutiles y tenues para que nos molestemos en anali­
zarlos; hablaremos vagamente de «cambios de humor» y dire­
mos con Verlaine que es un «duelo sin razón». Ahora bien, sin
razón únicamente para los miopes; tras el zigzag y. el vaivén
lunático la sutileza detecta los movimientos infinitesimales de la
duración; lo discontinuo se hace continuo y las crisis más súbitas
pasan a formar parte de una evolución dentro de la cual el
capricho se revela como una lógica muy compleja... ¿No parece
ahora menor la gratuidad del aburrimiento? El tedio no carece
de motivos, pero éstos son tan numerosos y sutiles que se pier­
den en la infinita multiplicidad de las circunstancias y en la
profundidad de nuestro pasado. El aburrimiento no es el efecto
de la monotonía o el cansancio, sino más bien su causa. {Es la
causa de sus propias causas! Porque lo gue uniforma y deprime
es el aburrimiento mismo. De ser efecto, lo sería no de la mo­
notonía, sino de la variedad; no del hastío, sino del descanso;
no del trabajo, sino del ocio; no del infortunio, sino de la feli­
14 H. Le Savoureiix, L'ennui normal et Vennui morbide (Journal de
Psychologie), 1914, pp. 131-143.
15 A Vomkre des jeunes filies en jleurs I. p. 94. (Pertenece a la obra
En busca ríni tiempo perdido, publicada en Alianza, Madrid, 1966.)
cidad. El aburrimiento sufre no a pesar de su felicidad, sino,
colmo déf absurdo y de la burla^ a causa de ella; así como la
desesperación es In desgracia de la desgracia, el tedio es la des­
gracia íe la Felicidad. Si todos los dolores, dice Schqpenhauer,
íueran arrojados a! Infierno o al .Ciplo quedaría el aburrimiento.
Ese es el escándalo que hemos de explicar. Incluso las causas
diminutas antes mencionadas, que acaso configuran el determi-
nismo invisible elal aburrimiento, poseen la misma peculiaridad
burlona: habitualmente portadoras de placer, nos traen el dolor,
jAsí es la ironía del quiasma que hace nuestros sentimientos tan
caprichosas e imprevisibles! Lo que produce el aburrimiento es
la vanidad de la victoria y no la impotencia de la derrota. El
tedio, enfermedad de lujo, es la consecuencia paradójica, equí­
voca y contradictoria de una situación que debería hacemos fe­
lices, pero no puede y que podría hacernos desgraciados, pero
no debe. Dolor feliz o felicidad doliente, como se quiera, el
aburrimiento es un estado ambiguo, casi un tercer sentimiento
entre los dos polos extremos. Un estado ambiguo o ambivalente,
no un estado «neutro». Es neutro lo que no es ni dolor ni pla­
cer... El aburrimiento es más «cutrumque» que «neutrum», lo
uno y lo otro, lo uno anulando lo otro; su apatía es un efecto
de neutralización mutua, no es en absoluto una indiferencia^ a
priori. Como el culpable-inocente, el feliz-infeliz es ambas cosas
a la vez, pero es más infeliz que feliz. Lo que domina es la infe­
licidad. Hay m á s de un pacto entre los dos contrarios, y ya el
Sócrates del F e d á n mostraba su asombro ante tales crasis. Dis­
tingamos el masoquismo del aburrimiento. E l’prim eroes el dolor
convertido en alimento de la voluptuosidad .y el segundo, en el
extremo opuesto, es el agrado que se hace desagradable. El abu­
rrimiento no es placer de sufrir, sino sufrimiento de gozar, des^
dicha de la dicha, sensualidad a contrapelo. ¿No habla Kierke-
gaard de una angustia de la felicidad? Y, sin embargo, tal como
demuestra en sus novelas Dostoievski, ambos movimientos son
solidarios. La explotación sutil del dolor enseguida nos hace sen­
tir la nada de toda voluptuosidad y, al contrario, cuando una
conciencia ve cómo sus placeres se malogran miserablemente
tiende a fabricarse por sí misma voluptuosidades indirectas; con­
ciencia titubeante que oscila sin cesar entre el dolor del placer y
el placer del dolor sin otro remedio, como los condenados de la
Divina Comedia, que sentarse a las puertas del Infierno, pues
ni siquiera el Infierno la admite.
La enfermedad del aburrimiento es hija de la felicidad. Eli
cambio, hay una desgana vulgar («taedium», más que «acedía»)
cuyo determinismo nada t o e de irónico, aunque también pro­
venga jde la repleción: las molestias hepáticas o nerviosas produ­
cidas por el cansancio y el desgaste vital no son demasiado mis­
teriosas. Se dice «triste animal post coitum».., pues la carne a
veces se~'5Burre. jNo hay metafísica alguna en todo ello! ¿Por
qué buscarle tres pies al gato cuando es tan evidente que la
«conciencia desgraciada» es un fenómeno de intoxicación y ago*
tamiento nervioso, tributo de alimentos demasiado ricos y sensa­
ciones voluptuosas temerariamente multiplicadas? Por otro lado,
la intención repulsiva de las sensaciones de malestar que llama­
mos desgana, asco o hastío se opone a la constitución del aburri-
mmiento, que está más cerca de la indiferencia que de la aver­
sión. La causalidad de la desgana sigue siendo una causalidad
directa donde, a pesar de las apariencias, el efecto guarda pro­
porción con los factores que lo producen. No así el aburrimien­
to, mal del placer demasiado puro y la salud demasiado buena.
Hay una desganá que distrae y enfermedades que hacen cómpa-
ñíal Y, sin embargo, el aburrimiento de los órganos ya anuncia
la dialéctica singular que gobierna el aburrimiento del alma y
acerca irónicamente los extremos. Porque l&XewJ/K; sale al en­
cuentro de ímEppoXfj y cada contrario se vuelve hacia su con­
trario. Mucho- antes de la dialéctica hegeliana, Heráclito y el
Fedón. ya entendían el juego del por y el contra como la ley de
la justicia y para Alphonse Rabbe, el pesimista romántico, cons­
tituía el verdadero «sistema de las compensaciones» buscado en
vano por Azais 16. La negación deviene secundariamente afirma­
ción. La felicidad no está al final de un progreso rectilíneo a lo
largo del cual los placeres se irían perfeccionando. sin cesar,
porque antes de haber alcanzado el punto final la felicidad ya
se- ha mudado en su contrario; sería más exacto decir que el cre­
cimiento llega a su apogeo y luego vuelve Bobre sus pasos
xáy,nrf)v noieí17, como los movimientos vitales que culminan en
el centro. Igual que el cinismo, el aburrimiento proviene de una
tensión entré'Ios extremos, pero, e5‘ cierto- modo, su dialéctica

16 Album d‘un pessimiste, 1835, reeditado en la «Bibliothéque román-


tique», p. 106. Cf. Fedón, 70 c-72e (72 a; e£ jiíj ... ávcaitoBvBottj
frrEptt TOtt; ÉTÉpQU;..,).
17 Fedón, 72 b: xúxXt^ ittpaávra, ávaxáy.nTEW, xanirtiv mmv (en
contraposición a túSaa ybjzm^ Éx toO Érápoii jjuSvov elz t6 JtttTOVTOípÚ).
es la contraria: uno nos dice que el mal es. relativam ente bueno,
y otro que e1 bien es relativamente malo; en el cinismo guien
pierde gana y ei bien nace del exceso Hé~maT,^n cambio, en el
aburrimiento k íjliciánd engendrala^esgracla como una jru ta
^demasiado madura y podrida! SI ÜüBTéra uña simetría
~peí Fecía entre el aburrimiento y el cinismo se podría decir, sim­
plificando, que [d~nbHrrimíéñ{o es un ¿ífllStBB Invefgdoj La os­
cilación entre contrarios adopta mil formas distintas en la vida
moral e incluso en los derroteros del conocimiento. Las virtudes
llevadas a su extremo cambian de chaqueta y se convierten en
vicios; Pascal y Montaigne 11 aquí coinciden, con la Etica Nico-
máquea. ¿Acaso Pascal no nos muestra al hombre como la cria­
tura que vive entre los extremos y, lejos de permanecer estática
entre lo angelical y la bestialidad, va y viene sin cesar de un
polo al otro? Ya Montaigne19 decía que el hombre es el término
medio entre el más acá y el más allá, entre el analfabetismo y la
sabiduría; criatura demoníaca como el Eros de Diotima, el
hombre va y viene de la penuria a la profusión, de la indigencia
a la saciedad. Porque los extremos se tocan y «no conocemos
nada puro». Por ejemplo, se dice «summum jus summa inju­
ria» porque en ciertos casos es injusto llegar hasta el final del
derecho... ¿No obedece esta extravagancia a una contradicción
interna de la Ley, más que a una realidad humana siempre inco-'
herente y relativa? El ideal deja de ser sobrenatural si es ideal
abstractamente y sin concesiones a la-naturaleza. En ese sentido,
la «santidad» sería sobrehumana... Una acrobacia continua y
hasta un milagro parecen necesarios para maritener el- equilibrio
más de un instante en esas alturas vertiginosas; la profundidad
de las tentaciones mide la extrema tensión dél querer heroica,
pues quien ha subido tan alto sólo puede caer, si cae, muy bajo:
«quod altius surrexerit opportunius est in occasum». Como un
alpinista temerario, se mueve en un terreno donde cualquier paso
en falso es mortal, todas las paredes son verticales y debe elegir
entre todo y nada. Hay que tener el corazón firme y los reflejos
a toda prueba para izarse así hasta la afilada cumbre de lo su­
blime ¡acumen sublimitatis! Apenas instalados en la cima, los

18 Pensamientos (Brunschvicg VI), 357 (Alfaguara, 638). Cf. Mon­


ta ig n e I 29: De la ntodératian.
u Ensayas I 54. Cf. II 20.
20 Lotero, Prr.pos de table, ed. Louis Sauzin, p. 172. Ver Hermann
C o h é n , Ethjk des reinen Willerts, p . 4 61.
táaiñfl. tó degiaü&ü cama globos caá de inmediato. Todos p o d ^
¿ios" comprobar qu& *entre^FÍ9^^)y'lO 'gro0M ^:^y una mem§
brana transparente, que I o ^ b i í^ b ^ ¿ ira>^^id^ íó^ótro, que 1¿í
fiesta remite al duelo y que, en* virtud de una fcurla sacrilega,
todá tragedia entraña la farsasque empieza a parodiarla. El que
quiere hacer el ángel debería Iconocer primero la ironía de Ib*
superlativos y la correlación dialéctica entre la risa y ei llanto;;
mortal para las hipérboles. Ininteligencia juega un juego muy
similar; Pasco!, que nos muestra d elegido buscando a Dios con
«temor y temblor» y sumido e¿ 2tt>perpetua angustia del pecado,
también nos muestra cómo loverdaderosegún la ciencia puede
so? lo falso según la fe. A vecessecomete el‘error de tener de­
masiada razón .. Pero ¿cónró se puede tener .«demasiada ra­
zón»? Eí problema es que una! lógica a ultranza alcanza rápida*
mente el limite último, elbordeextreino más allá del cual em­
pieza el sinsentido. Para evitó la inversión catastrófica de lo
verdadero y lo falso deberíamos saber quedamos en lo aproxi­
mado. Ese pudor del entendimiento o, como dice Russell respec-.
to a la lógica ^ ese arte de niO^educir demasiado sin duda cons­
tituye la verdadera sagacidad que nos protegería de la inversión:
dialéctica y contendría el frenesí de los extremos. Acaso la con--
ciencia no sea otra cosa que?ese freno: nos impide caer por:1a;
resbaladiza pendiente de la exageración y es literalmente «mo?;
desta» en ese sentido. ¿NoestáloverdaderóentreamboB polos?.
dicen Teognis y-Solon; y también: itávrwv jiierí
ttpwrxa. Y Cleóbuló: yitpov ftpurrov. En efecto, lo óptimo está,
lejos de ser siempre lo máximo; >
Igual que una razón demasiado>;razonable se vuelve sinrazón^
una dicha demasiado dichosa'ise invierte, ya que la decadencia
empieza con el apogeo- y lo mejor es enemigo de} bien. Aquí
hacer el ángel no es sólo exagerar^ sino también prolongar y per»
petuar, porque el aburrimiento empieza más allá de un cierto
grado, pero también más allá destostante. La confusión entre el
instante y e! intervalo; la imprudente continuación de un super­
lativo que no puede ser sinoipuntual, en definitiva, el descono­
cimiento de la aparición 4 ^ bc' desvanece/son causas que con­
tribuyen a h dv.cepción. EÍ-firacMO de la feUcidad, es decirreí
aburrimiento, se debe- ante todo a ese pudrirse y apoltronarse el
instante en el intervalo. La contrariedad empieza~cuando hace-

21 Ensityns escépticas, p. 134.

M
mes el primer e&usiza por
sitfa tíc ií* cuan'do intOT _ _
fugitiva ..de- y
Igual que ^ sQ isü d o sé jra -fm iffflB ^ a ^ fe c ó i ^
: turada^ iBsr5ti;Ki>í;:eü la cima de labeatituátaiu^óló
te. No es ;.“ p-ííteccióh •^ ■ • iiM c c c « ! ! ^ < ^ ^ § § ^ M S ^ g « i|
.-inéstabs* -pwfeocs -.alcanzarlo,.1
en 41í[ P st.& te e le g ía '.
perdemn.- Pete», como no ae p u e d e p e rd e rlo q u ^ ^
menos M crcáús covtoeido la
efímero.. En cusnto pretendemos';5iMrtadaropS'Ji¿ttt*3Q¿^
' dsl Edén. ae-'qu$dim reducidos :a y tjifc fv ^ ^
- estában los bsrmoivü frutos m á g ic o riio h É ^ B iM ^
tes de prados v c&afctos. A poco que^insÍBt¿BOs;
mes en la felicidad se da comendo media yuelta y-'sé'ürie ^
contrario; a la menor indiscreción, el s e n i b l m f e ^ : ^ ^ S |^ : s e f
■ensombrece, -Por kc *. cuando -1os; ^ íbí^ ; $ t o

prosperidad insefente y recuerda la h ^ a n a piücariédadvanfe jlorff


excesos d e f e f ^ lcidád^acsSsgá; El"'fiyA;^^|M«atóÉ^^^f0|ÍBOTn^;
Ore tent¿3cTdc: a ^ t r
"-meáis ea d 'principio regalador ¿y¿obág¡efi^^
(ííppi^-)3 escama £¿ra el hambre. vum>'4mdtsBZiclfr£¿te^m»c»^B£mn^V^
modestia. No js*5J_o ¿siá Aligada a-fcl&*ís,yet^
' Bíxt), la ¡v.stizl?.. ¿ncaso lapídea delíi^ u ftóSn ^ ^
justicia y la intermediaridaá? Sin Némeais^ e i hoiabré^gri
la contanción éti ci goce, la fobia suM M tíciowiiBtjairaw^CT^in^

plenitud misma ds esa suerte- peligrosa: í ;¡á¡jimatógii^^


.;;npsr/iecuétda-.::el •ar? ''' ‘‘ <.-—•-•?'«t''
hombre a cambio de
culpable-inocente, .culpable tan. sdlo
frirá el castigo ‘ínju¿¿u eínm aE eR tacóntenifoe^ v.
me, Por Id tér.i'V ^ mejor no M rdem aaiado|fi$fey;tí^
-midamentB, en sikudo -y -laijmOT-'^w^-cst^v^Bcimi^j^
ykvmala suerte.'.''La ,:*^claneoHa¿^ííaf^telMdtawí^j^|BB|iM|^^^feái^1
mente o la;-conciencia'' de ■su. f ra g iH d a d ie s d ^ ^
tandas inestable» que han de c o n a tim r^ ^ e fiq s |a ic ü ^
que se- sabe e sp u ria . La melancolía,que c t í í z ^ o t ; ^ ^
una fiomhra imperceptible y empaña la alegría, se desprende del
centro mismo del placer; no va de fuera adentro, sino de dentro
afuera. Llamamos beatitud a una felicidad absolutamente posi­
tiv a ? inmaculada, una felicidad cuya pureza estaría fuera de
toda sospecha: la beatitud, suponiendo que un hombre pueda
concebirla, sería el «extremo» que no se muda en su contrario
y, a pesar de la tensión, permanece e s ta b le ^ intacto, traslúcido
y radiante. Pero la finitud es tan irremediable que uha situación
así, bienaventurada ventura o genialidad creadora, no podría
prolongarse más allá del instante sin convertirse en necedad: de
la felicidad eterna tan sólo conoceremos la alegría, presente ins­
tantáneo; de la gnosis permanente tan sólo se nos concederá la
intuición, entrevisión del instante; del heroísmo perpetuo, deci­
didamente inaccesible y sobrehumano, sólo atisbaremos el valor
instantáneo, resplandor y centelleo de una milésima de‘segundo.
La alegría es una emoción, una suerte de arrebato que no tendrá
tiempo de aburrirse, pero la felicidad es un estado crónico y
constituye un excelente blanco para los hastíos mortales.
¿De dónde proviene la absurda tristeza que la envuelve como
una gasa ligera en cuanto piensa en sí misma? En primer lugar,
de la conciencia que adquiere de sus propios límites. Refirién­
dose a la .ridicula faena del apareamiento». SchopenhaueL-dice
que si el hombre toma -demasiada conciencia de esa situación
estúpida corre el riesg_o. de acabar,con su placer y morirse_de
vergüenza. La conciencia deja un sabor de boca muy amargo,
Siri duda, estaríamos más tranquilos si el pensamiento no se in­
filtrase en el placer como una angustia incipiente o un principio
envenenado que nos echará a perder los mejores momentos. La
inocencia sería, por tanto, la verdadera prevención del aburri­
miento. Pero, ¿cómo dejar de tomar conciencia? ¿No tiende el
ser consciente a emplear todos sus poderes, a actualizar todas
las posibilidades? Y, por otro lado, ¿qué es la felicidad sin la
conciencia de ser feliz, sin esa maldita feliz conciencia que es
la inquietud, pero también la comodidad y la proyección en el
espacio y, en definitiva, la complacencia de la felicidad consigo
misma? La felicidad sólo goza completamente de sí misma cuan­
do desdobla su propia imagen én el espejo de la reflexión, es
decir, cuando no sólo es «en sí», sino «para sí»; querrá ser al
tiempo sujeto y objeto, el sujeto de ese objeto y el objeto de ese
sujeto. Así como la vista hace el tacto más voluptuoso, el conoci­
miento debería alimentar y enriquecer la sensualidad. ¿Acaso el
conocimiento no permite a la sensación deleitarse consigo misma
al restituir ai cuerpo concreto sus dimensiones? ¿Acaso no per­
mite p,l amor blCCtS® ItlCldÓ, COtft^laciente y multilateral? Pero
esa clarividencia hacia la que tiende por naturaleza todo senti­
miento es tan cínica como prosaica: toma la pasión más tibia y
hace más insípida la felicidad. La conciencia es a la vez nuestra
imagen en el tipejo y el vaho que lo empaña cuando nos acer­
camos... Pero, ¿cómo mirar sin respirar7 De este modo, el en­
tendimiento, «gran canciller del Análisis», siempre precede al
aburrimiento; está «harto de mirar al aburrimiento en el metal
cruel de un espejo» n . Nos aburrimos por exceso de inteligencia,
pero también por exceso de vida interior; la práctica de la in­
trospección, !a v&rjcrw; voV)creu>«; y la conversación consigo mismo
desarrollan una tristeza penetrante que no se debe tanto al mo­
nólogo egoísta en el que nos confinan como al desamparo de la
conciencia en general.
" ta desdicha de la conciencia dichosa obedece también a otra
cauSa. La felicidad, que es un «habitus», sólo puede ser en acto;
pero el deseo, que tiende a ella como a su fin, sólo llega a buen
término si renuncia a un sinnúmero de posibilidades. La existen­
cia es a costa de esa elección restrictiva que sólo enriquece al
aburrimiento, que nos aburramos no sólo de ser felices, sino de
ser en genera’. Una posibilidad sólo se realiza confinando a to­
das las demás en el no-ser. Y, del mismo modo, según Leibniz,
el mundo que Dios nos eligió suprime eternamente y desde el
primer minuto de la creación todos los demás mundos posibles.
La alternativa dice xaT’á^oWiv: no se puede ser a la vez todo y
algo. Sin duda, ni siquiera el sueño más hermoso y más apasio­
nante vale un modesto minuto de existencia o de posesión efec­
tiva. Ahora bien, ser es ser esto o aquello, no ser más que esto
o aquello según determinadas circunstancias de tiempo y lugar
que, al asignamos un lugar en la extensión y una fecha en la-
duración, nos impiden ser todo el mundo, ser en todas partes,
ser hoy y ayer a la vez. Hay que decir que toda determinación
es una opción y, en consecuencia, una negación. Es preciso ele­
gir: o bien ser de hecho y ser sólo lo que se es, o ser infinita­
mente, a condición de no ser nada. De ahí nuestra desazón y
nuestra amargura. Quizá sólo Dios estaría eximido de elegir y,
en cierto modo, su' definición es precisamente ser a un tiempo ló

31 Mallammú, Dwagations, p. 118 (Théodore de Banville).


infinito y Jo efectivo, la esencia y la existencia. En
cambio, la
criatura sufre tanto antes como después de la elección; antes
porque padece una incertidumbre que llega hasta la abulia, ¿es
mpjor elegir la inexistencia infinita o la limitación que entraña
una sólida realidad? No podemos decidimos y tampoco quere­
mos sacrificar nada. Después de la opción viene el tedio, el tedio
punzante. El aburrimiento es una decepción no-decepcionada, un
desengaño cuyo motivo no estriba en la naturaleza del objeto
poseído (por ejemplo, un objeto menos grande de. lo que imagi­
nábamos, o menos hermoso, o menos nuevo). La razón de nues­
tro desencanto no es exactamente «una razón». La decepción de
la felicidad no es una razón para aburrirse, del mismo modo
que el instante tampoco es una razón para estar angustiado... La
razón es la fatalidad o maldición a príori en virtud de la cual la
posibilidad actualizada por nuestra elección desaloja y anula
todas las demás posibilidades, salvo una. Nos sentimos decep­
cionados por nuestro dogmatismo, por nuestro apetito de cosas
espaciales, macizas y sustanciales. Si fuéramos lo bastante suti­
les para apreciar lo imponderable de la efectividad no conoce­
ríamos la decepción. Al fin y al cabo, ¿de qué íbamos a •estar
decepcionados? ¿Acaso no tenemos por fin lo que tanto tiempo
habíamos buscado, suplicado y anhelado de todo corazón? He
aquí el objeto de vuestros deseos, ¡celebradlo! ¡Ay! ¿qué es ese
yació mortaL que nos asalta? De cerca, la cosa deseada ya no es
nada; queremos gozar del presente, pero ¿dónde está? No hay
presente, ni siquiera infierno, y ya no sentimos más que un in­
finito hastío. Stendhal también habla33 de «... ese estado de
asombro y confusa inquietud que invade el alma cuando acaba
de obtener lo que ha deseado durante mucho tiempo. Acostum­
brada a desear, ya no encuentra qué desear... Y, sin embargo,
el objeto deseado está ahí, tal como lo queríamos; evidente­
mente, no es más que eso, pero ya lo sabíamos, sin «realizarlo»
del todo; lo sabíamos e incluso creíamos estar convencidos de
nuestro anhelo, pero, al mismo tiempo que lo deseábamos, gozá­
bamos sin saberlo del equívoco alimentado en torno a él por las
múltiples y errantes posibilidades que no se realizarán. Esas po­
sibilidades son los armónicos de un deseo fundamental que acalla
sus voces antes de la elección. Jugábamos con ellas igual que

23 Ro¡o y negro, I 15, sub finem. (Existe edición en castellano en


Alianza, Madrid, 1987.)
una idea imprecisa mariposea entre las ideas contrarias sin po­
sarse en ninguna. Pero de pronto nos vemos atrapados, nuestros
Mil SlÜO COltnsáOS, ños han cogido la palabra: una fina­
lidad concreta que cierra la salida a los bienes virtuales se reali­
za de verdad, ya sea por nuestra decisión o por efecto de la
suerte, Y entonces el día de fiesta nos deja fríos, como si buscá­
ramos otra cosa que no hemos encontrado. ¿De quién es la cul­
pa? ¿Qué ce lo que necesitamos para acabar de sentimos satis­
fechos? Todo el mundo es inocente; en primer lugar, el propio
objeto no nos prometió la luna ni engañó a nadie, por lo tanto,
si hacemos abstracción de las quejas retrospectivas, no podemos
reprocharle nada, ya que es lo que nuestro deseo deseaba igual
que la limosna es lo que la intención pretende en el momento
de darla. ¿Qué más queremos? Y a su vez, la imaginación, que
se echa la culpa llena de buena fe, tampoco puede hacer nada;
a menos que entendamos por imaginación esa conciencia dema­
siado libre, demasiado suelta y demasiado soñadora, que sólo
trabaja en lo arbitrario, que no conoce incompatibles, que es la
princesa de los fantasmas, en definitiva, que nunca ha sentido la
resistencia, la solidez y la impenetrabilidad de los cuerpos físi­
cos. {Problema insoluble! Por mucho que llamemos a gritos a la
felicidad, por mucho que pongamos al cielo por testigo de *que
no queremos otra cosa, siempre nos sentimos decepcionados
cuando se presenta. Y, viceversa, por mucho que la sepamos mil
veces insuficiente, la echamos cada vez más de menos cuando
nos abandona. ¡Problema insoluble, vacío. angustioso - del alma
colmadal El aburrimiento es como una revancha del sueño en
plena realidad unilateral. Es verdad que el sueño tampoco nos
saciaba, pero entonces las posibilidades permanecían intactas y
nos quedaba el recurso de formular los deseos; ahora los deseos
estén colmados y la sed apagada... ¿Dé qué podríamos quejarnos
ya? Codicia sin objeto, el aburrimiento es la insatisfacción de un
alma que ni siquiera tiene deseos que formular; es la manera que
tiene el reposo de estar inquieto; cuando el deseo no desea nada
y ya no encuentrii ningún alimento para renacer de sus cenizas
se desea a sí mismo. El tedio aparece cuando el dinamismo gira
en el vacío y se viene abajo. El placer de poseer es ambivalente:
es ardientemente deseado y al mismo tiempo un poco temido,
porque si el deseo no puede ser un fin en sí mismo, una victoria
demasiado rotunda puede quitarles el sueño a los más fuertes.
No hay que tentar n Jos dioses; La conciencia triunfante a veces
tiene vértigo azite bu. triunfo; n o porque aumente sus «responsa­
bilidades» o porque la coloquen en una situación delicada (tras
el apogeo no hay más que el declive y sólo se puede perder cuan-
do. se ha ganado todo), sino porque, al tocar la cima, la concien­
cia demasiado mimada adivina que ba perdido la libertad, la
disponibilidad y hasta la misma esperanza; a partir de ese mo­
mento el porvenir ya no está por venir, pues ya ha llegado.
Ante todo, el aburrimiento expresa la contradicción de la des-
tihée en general. £1 pensamiento no puede prescindir de la ex­
presión que lo declara y, sin embargó, no puede expresarse sin
alienarse a sí mismo. La libertad expira precisamente en su ma­
nifestación, es decir, en el acto de elegirM y en los gestos que
la harán irreconocíble: para ser completamente libre no habría
que elegir nunca y, no obstante, la libertad sólo existe en virtud
de la elección. Asimismo, la religión necesita dogmas que serán
la causa de su muerte y el derecho códigos que lo desmientan;
desde una perspectiva más general, la intención quiere las obraB
y, sin embargo, las obras desfiguran la intención. Georg Simmel
“y Feodor Síeppoune insistían en la tragedia de una cultura que
se vuelve contra el espíritu y Schelling en el parricidio cometido
por la progenitura ingrata que, una vez emancipada, se vuelve
contra su autor. Esa es la burla de una cultura que «nacida de
la vida, mata la vida»2S. Y es que la tragedia se produce cada
vez que lo imposible se une a lo necesario: la contradicción entre
dos. derechos iguales y simultáneas engendra un dilema sin sali­
da que pone rápidamente a la conciencia en el límite de la deses­
peración. En realidad, el aburrimiento ya es una solución y un
modus vivendi con lo trágico: tragedia benigna, no es más que
un pathos estéril y un simple humor del alma.
El doble sortilegio de los extremos hace que la felicidad se
.convierta en su contrarío: en primer lugar, la conciencia que
adquirimos de ella la irá minando solapadamente como una
llaga insidiosa y, en segundo término, somos impotentes para
evitar que todo lo real agote todo lo posible y que lo virtual
expire en el acto, impatencia que está en el origen de nuestro
pesar. Además, ambas razones stin una sola, pues si podíamos
sentirnos satisfechos entre las posibilidades contradictorias era
precisamente gracias a la inconsciencia e, inversamente, al tomar

24 B ergsdn, D urée e t símullanéíté, p . 107; Evalution créatrice, p . 140.


25 Cf. F. Stcptoone, en «pagos» ruso 1910, 1912.
conciencia de la felicidad en acto y de sus límites, caemos en
la cuenta de que no es más «que eso». Mejor aún, el tránsito se
hace de ewrtssrá 5 «H teílO 0, OTffi ffi \H» m M fittólL , fe
la totalidad a la totalidad: una felicidad empañada por la duda
es una felicidad perdida. Excluyamos los crescendos y las gra­
daciones intelectualistas que sitúan la desesperación al final del
aburrimiento, admiten un deterioro progresivo o escalonado de
la felicidad, etc. No hay felicidad a medias; la feUcidad es
como la confianza o la certidumbre, ha de ser completamente
transparente o, de lo contrario, no vale nada. Igual que una pe­
queña desconfianza ya es una gran desconfianza, el aburrimien­
to es, a su manera, una enfermedad especifica que ataca el
alma entera y. desde el primer momento se presenta como tal.
De hecho, la degradación que Tolstoi describe en Felicidad
conyugal es discontinua:
Ah! tout le long du cceur
Un vieil ennui m’effleure...

Hamlet, en quien Lnforgue (y con él Emest Chausson) pien­


sa tan a menudo, se expresaba casi en los mismos términos: .
«No puedes figurarte qué angusda siento aquí, en el corazón.»
A diferencia de la desgana, aburrimiento regional, especializa­
do y que sólo afecta a una función, el aburrimiento pone en tela
de juicio las rejones para vivir en cuanto aparece. Esa brusca
modulación de la felicidad al aburrimiento es la que provoca la
inquietud de Fausto: ¿cómo satisfacer a ese gran .espíritu insa­
ciable que va y viene sin cesar del goce a la ansiedad?, ¿qué
alimentos apaciguarían su hambre metafísica, que. no pudieron
saciar ni la ciencia ni el amor? Por su parte, Schopenhauer nos
describe el querer bamboleándose perpetuamente entre el Carib-
dis de la impaciencia y el Escila de la indiferencia. Ahora bien,
para el gran pesimista el placer es negativo y está adulterado de*
antemano, de tal modo que la oscilación no implica un verda­
dero vuelco de un polo a su contrario, ni un vaivén de arriba
abajo: la invcrsvín no llega hasta el final; diversamente maqui­
llada, siempre prevalece la infelicidad. Mejor dicho, una especie
de movimiento vibratorio une los extremos entre sí: si no hay
felicidad lo bastante pura para que no asome en ella el aburri­
miento, tampoco hay tragedia lo bastante desesperada para que
. * Aquel viejo tedio / vuelve a invadirme el corazón.,.
no podamos encontrar un modus vivendi y recobrar así una es­
peranza de felicidad. Es decir, hay que ser pesimista para la
dicha y optimista para la desdicha.
Ese dorado infortunio llamado aburrimiento puede nacer en
toda clase de situaciones diversas. Indigencia de la posesión,
servidumbre de la libertad, desesperación de la facilidad excesi­
va, melancolía de los días festivos, fealdad de la belleza deina*
siado perfecta; desventuras paradójicas que constituyen una sola
y única miseria, la desoladora miseria de los.que no tienen el
consuelo de poder acusar al destino. Por ejemplo, la facilidad
excesiva aburre tanto como la dificultad exagerada desanima:
la dicha se desvanece si absorbe demasiado rápido ese cúmulo
de resistencias que, al interponerse entre nuestros deseos y la •
realidad, hacen el esfuerzo interesante y apasionante la victoria.
Asimismo, según Lalande, cuando el saber asimila el objeto
conocido se vuelve inútil. Y, sin embargo, el saber convertido
en docta ignorancia, automatismo espiritual o «are magna» no
deja por ello de ser el saber: sólo desaparece la intuición inte­
lectiva, en cambio, la felicidad se disipa en cuanto pierde el
gusto que le da la sal del peligro. El mérito también se desvane­
ce cuando se desvanece el obstáculo y, sin embargo, su única
meta era vencerlo. Tanto el valor como la felicidad existen en
virtud de aquello que los niega. {Eb el miedo lo que conforma
el valor! Y, del mismo modo, es el egoísmo lo que hace d e f al­
truismo y la sinceridad cualidades dignas de alabanza. Por eso el
atractivo que poseen la aventura, la separación trágica y la muer­
te sirve para apasionar al amante demasiado feliz amenazado de
aburrimiento. Al deseo ambivalente de felicidad, corresponde la
aversión no menos ambivalente suscitada por el órgano-obs­
táculo, que es el reverso de ese deseo: el hombre teme la abu­
rrida felicidad a la que aspira y. aspira .al peligroso obstáculo
que teme; tiene miedo y ganas, ganas y horror, y va sin cesar
de un equívoco a otro. La conciencia en sus tres formas —afec­
tiva, intelectual y moral— teme y quiere el éxito asfixiante y
delicioso por las mismas razones. Por su parte, la conciencia
estética vive la misma tragedia ridicula: atrapada por el abu­
rrimiento de la belleza demasiado perfecta, tampoco se libra de
esa desdicha irrisoria. La habilidad técnica y la destreza en el
oficio, que evaporan todas las dificultades, suelen ser síntomas
de decadencia. ¿Acaso la decadencia que prolonga linealmente
la época clásica y ve florecer el arte de los epígonos y de los
virtuosos no evoca inevitablemente las suaves delicias del abu­
rrimiento? lY, sin embargo, lo bello podría ser en acto, lo bello
no yi.V?| C0U\0 mérito O 1& líltencián, de su mera relación con
una materia rebelde! Es lo mismo, la forma terminada siempre
se cierne sobre la conciencia infinitamente ágil como una grave
amenosa ds complacencia y muerte. La armonía nos enseña las
cadencias y resoluciones que pacificarán los acordes disonantes,
pero, como por otro lado nada nos obligaba a. trastocar la con­
sonancia original, hemos de admitir que al hacerla y deshacerla
a nuestro antojo una y otra vez sentimos cierto placer gratuito
que es del orden del juego. El acorde perfecto es decididamente
demasiado perfecto y lo bello según los cánones demasiado im­
pecable, nos gustaría que fuese más confuso y algo asimétrico,
con las arrugas, las conmovedoras torpezas y las muecas propias
de la angustia humana. Las modulaciones inventan una historia
de suaves consonancias sin historia. Pero el aburrimiento, tan
sutil, encuentra la manera de insinuarse incluso en la odisea de
la consonancia, odisea cuyo desenlace sería la tónica: hay diso­
nancias académicas y apoyaturas convencionales. ¡Hasta la falsa
nota puede ser un tópico! Afortunadamente, la música sabe ser
todavía más ingeniosa que el tedio; para combatir con eficacia
la rutina siempre amenazante yuxtapone sus disonancias sin
resolverlas, organiza combinaciones cada vez más imprevisibles.
{Gracias a la vital atonalidad no morimos asfixiados entre rosas
y perfumes! «¿Cantar siempre las arias de la ópera de Cadmo
y Hermione», pregunta Leibniz, «romper todas las porcelanas
para no tener sino tazas de oro..., beber únicamente vino de
Hungría o de Schiras, podríamos llamar a eso razón?» Lo que
hemos dicho de la aburrida consonancia podríamos aplicarlo a
la posesión en general. Si todo es mío, nada es mío: la escasez
de la abundancia, el vacío de lo pleno, la inquietud de la quietud
ilustran a su manera la desdicha de ser demasiado dichoso. Por­
que el tedio no es la miseria de una conciencia desnutrida, sino,
al contrario, la inanición en la repleción. Tener también quiere
decir renunciar y la propiedad o pertenencia en general entra­
ñan un secreto afán por poner límites y excluir; poseerlo todo
es contradictorio y hay que ser Dios para no sucumbir ante esa
te n p le riqueza que es también la más terrible pobreza24. Una
posesión universal o ilimitada se disuelve por sí sola, porque,

24 L u c r e c i o , V, 1007-8 (Penuria... /rerum capia).


al perder los contrastes y las negaciones que la definen, pierde
también su razón de ser; una vez más y como siempre, el límite
dice a la vez sí y no. ¡Posesión indigente, triste saciedad! La
conciencia mílloflflfía está Í8D colmada de halagos y tan podrida
de éxitos que a veces le gustaría volver ’a su anhgllfl COíIQÍCÍUH/
volver a sumirse en la desdicha, saborear de nuevo los fuertes y
amargos alimentos de la tribulación. Arruinada y repleta, se
marchita como el Rey Midas en el valle de Jauja del tedio. Har­
ta y, sin embargo, hambrienta, la conciencia demasiado plácida
y rica se inventa penurias imaginarias para noi admitir que mue­
re, muy al contrario, de empacho. Además, ¿cómo hacer para
llegar hasta el fondo de la pertenencia?, ¿por qué signos, por
qué impalpable no-sé-qué distinguiremos entre un usufructo vita­
licio y una posesión propietaria? Se dice que la posesión es «jus
abutendi»; el colmo de la posesión es poder destruir la cosa
poseída, prenderle fuego o tirarla por la ventana... La posesión,
llevada a sus últimas consecuencias, se negaría a sí misma.
¿Pero acaso estas absurdas sentencias latinas, jurídicas y capita­
listas, no se deben a una contradicción interna del Tener? Ade­
más, las cosas a veces oponen resistencia y no se dejan abolir
fácilmente. La persona, en especial, es realmente inalienable y
siempre desborda la prisión en. la que se retiene su cuerpo. Por
eso en el Tener estático, el tener de los propietarios y de los
ahitos, hay algo qíie decepciona profundamente; Creso se siente
tan pobre como Job y apenas está seguro de tener en propiedad
su manto de filósofo. Sólo el amor, el verdadero amor «extáti­
co», podría realizar el milagro contrario, el milagro de la indi­
gencia infinita que es infinita riqueza. Porque el Amante deviene
todo él el Otro y sigue siendo él mismo: el Tú nunca es Yo
aunque lo tuyo sea lo mío. Así es el dinamismo amoroso, infa­
tigable y siempre joven, pero nunca el amor que busca en el
amado la propiedad. ¡Es el amor posesivo y acaparador el que
está destinado al aburrimiento! Ese amor posesivo desea la
unión que lo suprime: lo que se posee ya no se desea y lo que
se es ya no se posee 37. En último extrema, la coincidencia óntica
que anula la dualidad de los sujetos en relación y la distancia
amatoria seria la nada38 de toda posesión y del propio amor.
¿Qué puede hacer con su propiedad un propietario voraz?

27 Gabriel M arcel , Etre et Avoir, p . 223.


n Louis V ia lle , Le désir du néani, p. 126.
¿Tragársela? ¿Asimilarla tras haberla devorado? iNo tengo 10
que aoy! Nictzsche habló en cierta ocasión29 de cómo el amante
se desilusiona y decepciona cuando posee el cuerpo de la mujer
amado. Si quiere'tener alguien a quien amar, el amante ha de
restituir sin cesar la distancia que le separa de su pareja y
preservar la in&TOáSIN» del otro. Acaso la vaga intuición del
gran vacío que espera al amor posesivo una vez saciado EtplÍQVifc
la ansiedad presente en todo deseo. Hay una esclavitud de la
libertad y una miseria de la riqueza; en ese sentido, las antino­
mias proudhonianas siguen siendo válidas. La libertad del tira­
no, dice Kierksgaardx , es una dependencia y el oro del avaro
una pobreza. Una libertad infinita o un poder omnipotente se
niegan y se disuelven en lo indeterminado, ya que la libertad
también es libertad de venderse y el poder también es poder
volver a ser esclavo. Si todo está permitido, nada está permitido.
jQuien puede todo lo que quiere roza la desesperación! «¿Qué
podría querer ahora?», suspira el Moisés de Vigny. El poder
infinito ya no se distingue de la miserable impotencia y la posi­
bilidad universal se confunde con la indiferencia universal.. Por
eso la libertad a menudo recluta a sus defensores más maquiavé­
licas entre los que aspiran a hacerla absurda y contradictoria
conminándola a destruirse a sí misma. Por ejemplo, el libera­
lismo pone lo libertad al servicio de su propia negación y la
desafía a llegar hasta el final de sí misma. De ahí que los pru­
dentes hayan preferido la autonomía a la libertad; la autonomía,
es decir, la independencia determinada por el orden y las res­
tricciones, la libertad que acepta la obligación y en el fondo no‘
es sino cierto tipo de necesidad orgánica,, la. libertad dentro de
la regla y de la ley, pero la ley ahora proviene de la propia volun­
tad. Los verdaderos amigos de la libertad no ceden al extremis­
mo de la lógica libertaria y aceptan como mal menor ciertas
limitaciones a fin de preservar lo demás. Igual que los derechos
de dos individuos merman al contraponerse, la libertad indivi­
dual desenfrenada roza la servidumbre. Azar y destino* se tocan.
La servidumbre... en el fondo quizá sea eso lo que desean la
mayoría de los hombres en su fuero interno; por eso no siempre
hay que creerles cuando dicen buscar la libertad. Guiados por

29 Más allá del Bien y del Mal, Aforismo I94t (Existe edición en cas­
tellano en Alianza, Madrid, 1986.)
30 La pun-i¿ du casur, pp. 48-49 (trad. fr.).
un maquiavelismo inconsciente, lo que buscan en la licencia ex­
trema son precisamente las condiciones que la harán imposible,
es decir, la adorable servidumbre sin iniciativa ni responsabili-
ded. Por ¡o demás, sabemos el pinico que les inspira esa líber’
tad al parecer imprescindible reclamada a gritos, y con la cual
no saben qué hacer cuando, por azar, se la conceden; en gene­
ral, su flamante regalo les agobia tanto que les falta tiempo para
ofrecérsela a un tirano; suplican que se les deje volver a su
jaula, como esas mujeres de Barba Azul que no osan seguir a
la .benévola Ariadna hacia la luz y la libertad.-Nadie quiere ser
liberado, dice Paul Dukas, y también a nosotros, que tanto he-
mos deseado ser libres, nos deja atónitos no sentimos más feli­
ces en nuestras vacaciones infinitas. No, en el fondo los encade­
nados no quieren ser liberados y darán a beber cicuta al salvador
que los liberase31. Prefieren volver a su escoria y a sus vómitos,
pues acaso sea Dios el único que haría uso de un arbitrio abso­
luto sin sentir vértigo. La libertad deberá disolverse en la abs­
tención o expirar en la elección. Si hay una filosofía negativa de
la. libertad, es porque la libertad sólo es libre cuando es discu­
tida y continuamente reconquistada. Los atrezzos, climas y at­
mósferas más propicios para el spleen nos revelan finalmente
esa opulencia que es penuria, ese icópo<; que es Ttevia. El tedio
métafísico no es el tedio de otoño — en cierto modo justifica­
do— , sino e! tedio sin fundamento alguno, el tedio del estúpido
buen tiempo. La toska de la que nos habla el ciclo' del conde
Golenischev-Kutuzov y la música de Mus&orgski es un tedio
Sin sol32. En cambio, Debussy, en las Proses lyriques3*, dice:
«Mi alma muere por exceso de sol». El insomnio a pleno sol es
más paradójico que la melancolía de otoño, pero también más
característico. Una vez más, hemos de repetir que la conciencia
sólo fracasa a fuerza de triunfar: en este caso, la conciencia está
en: el zenit como el sol de mediodía. Aflicción del estío y del
buen tiempo, «spleen luminoso de Oriente», melancolía de los
días festivos, males debidos en parte a cierto complejo de infe­
rioridad: deseo de igualarse (pero ¿cómo? y ¿mediante qué
proezas?) a tanta magnificencia y temor de no merecerla. ¿Esta­
rá algún día nuestra gratitud a la altura de esa gracia infinita

P la tó n , Rep., V II 517 a.
32 Cf. M aeterlinck , Fauves las (Serres chaudes). D ebussy, De Fleurs.
u IU De Fleurs.
que nos es concedida? Y además, cuando la naturaleza se atavía
con sus mejores galas, la conciencia colmada, harta y satisfecha^
SS queda Siu pretexto para quejarse. De manera que si sigue en-
ffinCR, solo puede echarse la culpa a si misma. ¿El Sur alivia las
penas? Al menos así lo cree Nietzsche, que quiere librarse de su
neurastenia wagneriana y ahuyentar el pesimismo septentrional.
La peor pena de «no saber por qué... Mi corazón sufre tanto»,
no es la languidez que nos invade cuando la lluvia cubre la ciu­
dad, sino el aburrimiento dominical y meridiano que nos abruma
cuando el sol, rey de Iüb veranos, adormece los campos. Ese es
el verdadero duelo sin razón de la tercera Ariette oubliée. El
tema del domingo ha ocupado un importante lugar en la neuras­
tenia de fules Laforgue y en los simbolistas M:

Les vépres cariUonnent sur la ville... *

E! ocio festivo ha vaciado las calles y los ciudadanos endomin­


gados hacen la siesta. Domingos urbanos, republicanos, ]insípi­
dos como una dicha sin sombra! ¿Dónde está-la borrasca que
arramblará con bengalas y farolillos? La conciencia endomingada
¿spera en vano esa improbable borrasca, igual que un hombre
harto de golosinas y saturado de belleza insulsa a veces desea
un poco de humana fealdad. Ciertas mujeres nos inspiran un
sentimiento de lástima, ¿por qué no tendrán algún defecto para
parecerse un poco a nosotros?, ¿por qué no serán feas?
Por último, el aburrimiento, como las cosas del corazón, tie­
ne «sus razones»; las causas que lo produc&n explicarían mejor
su contrario. No es que no haya un tipo de. aburrimiento basado
en la experiencia, un aburrimiento de las conciencias desengaña­
das o hastiadas. Acaso convendría distinguir el hastío, que es a
ppsteriori o consecuente, del aburrimiento, que es antecedente
o a priori; el primero es al segundo como la preocupación a la
angustia, como la vergüenza al pudor, como la culpabilidad cul­
pable a la responsabilidad inocente, como los escrúpulos del
remordimiento al sentido moral o, por fin, como la mala con­
ciencia «post rém» a la mala conciencia «ante rem». ¿Qué digo?
El aburrimiento es todavía mucho más indeterminado que el

M Cf. la 4.a Prose. lyrique de D ebussy, D e Soir; G abriel D upónt,


Aprés-midi de dimanche (Les heures dcAentes), Mélancolie du bonheur
(La maison dans les dunes).
* Lbs vísperas repican en la ciudad...
sentido moral, porque ignora la percepción de los valores. El
hombre hastiado está desilusionado porque ha pasado por todas
las ilusiones, apurado todas las copas, sucumbido a todos los
hechizos de la embriaguez; el hombre del aburrimiento^ en RUU*
luo, está desencantado antes de haber sido encantado, desgana-
do antes de haber probado nada, desanimado sin que nada le
háya quitado el ánimo. Y ni siquiera se puede decir que esté
)«d¿ vuelta de todo», ¡porque nunca ha ido a ningüna parte!
Recordemos las antítesis que emplea Chateaubriand para descri­
bir «la indeterminación de las pasiones» en el Génie du Chris*
tianisme: «desengañado sin haber gozado... y sin haber disfru­
tado de nada... decepcionado de todo», el aburrimiento ha na­
cido hastiado, está desencantado al margen de toda experiencia,
es la experiencia inexperimentada. Ahora bien, a su manera se
basa en una experiencia, pero es una experiencia metafísica;
mientras la decepción empírica proviene del fracaso, la desilu­
sión metaempírica se debe a lo excesivamente grande, al vano
triunfo que nos deja escépticos y decepcionados. En el aburri-
mhiento la criatura siente los límites de su condición, lo irreme­
diable de su finitud, la vanidad de toda grandeza humana. Cuan­
do la conciencia colmada y, sin embargo, insatisfecha, cuando
esa conciencia insensata alcanza una meta durante mucho tiem­
po anhelada, suspira injustamente: ¿y luego?, como si esperara
otra cosa... «No soy feliz», exclama Melisenda, y ella misma no
sabe en qué ni por qué. A laB preguntas razonables de Golaud,
que busca las causas y desconoce el ño-sé-qué, contesta: No, no,
no es eso... Pero es evidente que no es feliz y el lastimero estri­
billo protesta una y otra vez contra las apariencias irónicas de
una prosperidad que lo desmiente. Melisenda feliz-pero-triste,
Melisenda, infeliz por afortunada, sin darse cuenta profiere la
misma queja del Moisés de Vigny. «Y, sin embargo, Señor, no
soy feliz», dice el profeta poderoso y solitario. Como todo el
mundo sabe, el dinero y la gloria no dan la felicidad. Pero eso
nb basta, ies la propia felicidad la que no da la felicidad! Si el
fracaso nos hace desgraciados y ni siquiera la felicidad nos hace
felices, podemos hablar dé desesperación. En efecto, no ser feliz
cuando se tiene todo lo necesario para serlo, como se dice fami­
liarmente, es la peor de las penas.
En el principio era el aburrimiento, ironiza Kierkegaard. Si
tuviera razón, la conciencia se aburriría tanto más cuanto más
cercana estuviera de sus orígenes y el aburrimiento más intenso
se remontaría a Ib época en que el espíritu flotaba sobre las
aguas, cuando las personas aún no habían salido de la niebla.
Pero es justo al contrario, Nietzsche habla con hum or35 dfcl &bUm
n i m i o Ü5 üios el séptimo día de la creación: desde luego, el
tedio no es contemporáneo de la nebulosa original, pero puede
presentarse el último día del heptamerón; decíamos que es domi­
nical... o. bí se prefiere, sabático, pues, nos llega con el vacío
semanal que sucede a los días laborables y a las horas demasiado
ocupadas: es una languidez de fin de semana. £1 tedio es mayor
cu ñato m is se refinan la civilización, el lujo y la técnica que nos
separan de los orígenes. Rebatiendo a Schopenhauer, James Sully
defiende la prioridad del instinto sobre el aburrimiento... El
tedio, aun siendo causa sui, es la desgracia indirecta y tardía por
excelencia, algo así como arruinarse dando un rodeo por la
abundancia excesiva; antítesis de otra antítesis, esta desgracia
sólo puede ser reciente: la conciencia niega su indigencia origi­
nal y luego niega esa negación y vuelve a sentirse desgraciada,
pero no del mismo modo que la primera conciencia indigente;
el aburrimiento es la enfermedad de los sanos, la enfermedad de
una conciencia adulta que perdió su inocencia tiempo atrás.'
{Desgracia secundaria donde las haya! Aunque es previsor y a
priori, el tedio no es el primer movimiento simple, natural y es­
pontáneo del placer, sino más bien el ritardando de ese movi­
miento: en lugar de avanzar, el deseo se embrolla, aminora la
marcha y luego se estanca; el aburrimiento, como la mentira o
el remordimiento! es una complicación, una segunda.naturaleza;
no brota de la desnudez o de la inocencia iúisma del destino, sino
al contrario, se cría en un alma excesivamente colmada y, en
cierto modo, intoxicada de alimentos demasiado ricos. En térmi­
nos generales, el tedio no es una enfermedad infantil, o bien es
una enfermedad que aqueja a las jóvenes conciencias avejenta­
das, demasiado precoces, demasiado avisadas y ya desconfiadas,
antes de tiempo... jDecir que han vivido tan poco y saben tan­
to! ¿De dónde'sacan toda esa experiencia?
Quand ce jeune homm'rentra chez luí
11 prit ó deux mains son vieux cráne
Qui de Science était un puits.
Cráne,
Riche cráne, etc.

35 Le Voyageur et son ombre, af. 56.


Quartd ce jeune homm'rentra chez lui
II m it le n ez dans sa belle ám e
Oü fermentaient des tas d’ennuis *

Conciencias hidrocéfalas, muy llenas y muy vacías al mismo


tiempo; no llenas (como la mala conciencia) de pecados sin
espiar, sino saturadas de riquezas sin digerir. Podemos releer
desde ese ángulo a Chateaubriand, Schelüng y los* hermanos
Sqhlegel, los teóricos cristianos y románticos de la indetermina­
ción del alma. A fuerza de contemplar la vida cómo una pere­
grinación la conciencia cristiana se ablanda, se torna soñadora,
dispersa y algo lunática. A las civilizaciones les pesa la cabeza
y les consume la nostalgia igual que a los individuos. El tedio,
la flor enfermiza de los fines de siglo, brota en la época de la
decadencia: ¿Acaso la «decadencia» no empieza en el apogeo,
cuando la cultura y el buen gusto llegan al refinamiento supre-
mo? Aparentemente, así fue en la. decadencia romana o en. la
depurada civilización del siglo dieciocho..Musset, al principio
de La confesión de un hijo del siglo, habla de la juventud ar­
diente, pálida y nerviosa que las glorias del Imperio habían dado
a Francia. «Francia se aburre», se decía en el 48; al parecer,
Francia necesitaba guerras... Pero la conciencia también se
aburre cuando está abotargada por la jaqueca y saturada de
grandes experiencias. Pensemos en el terrible cansancio que
dejaban tras de sí tantos siglos de civilización urbana* y de obras
exquisitas} seguidos de tantas blasfemias, regicidios y escándalos
y ‘deli.agotamiento de todas las posibilidades.
El' tedio es una enfermedad derivada, la enfermedad de una
vieja conciencia curtida por la experiencia y ahíta de aventuras.
Digámoslo claramente: sólo hay aburrimiento donde hay con­
ciencia. Un vegetal no se aburre. Un coral no se aburre. En
cierto modo, tanto la facultad de aburrirse como la capacidad de
sufrir son signos de vitalidad: mientras pueda aburrirme no está
todo perdido, ni mi enfermedad es completamente incurable.
Una momia no coge frío. En definitiva, aburrirse es una forma
de reaccionar, aunque sea. una forma triste, estéril y somnolien-
ta; el aburrimiento supone úna tensión nerviosa y, en el fondo,

, * Cuando el joven volvió a su casa / con ambas manos sujetó su


viejo cráneo / que era un pozo de ciencia, / Cráneo, ( rico cráneo, etc.
/ Cuando et joven volvió a eu casa / metió la nariz en su alma noble /
donde tanto tedio fermentaba.
cierta salud. Los románticos, grandes especialistas de la con­
ciencia desdichada y 5Í fl&caso glorioso eran muy competentes
en la materia y supieron adivinar la duplicidad del tedio; desáe
e l id e a lis m o de Fichte y el lirismo mágico de Novalis la con­
ciencia no cesaba de exaltar su propia genialidad e interpretaba
el tedio- en el mismo sentido que le daba Pascal a su cada
pensante: el aburrimiento es el signo de nuestro carácter
semiangelicai, expresa a la vez lo noble de nuestra naturaleza
y lo miserable ds nuestra condición; en Pascal la miseria es lo
único que prevalece sobre J a nobleza, y la dignidad del pensa-
Tñíénfó sigue siendo un tema cartesiano, sin influencia notable
sobre nuestra destiné?: el principio de lo sublime no es, como
en Kant, la revancha de la razón, sino el cielo infinito y la
ambigüedad del vencedor-vencido, vencedor por su pensamien­
to, vencido físicamente por la muerte, da finalmente la razón
a la actitud desesperada en detrimento del orgullo estoico. Pero
sucede que el sujeto, harto de esperar la gracia, toma concien­
cia de su doble destino como voluntad moral y como creador
de imágenes y si el ni ángel-ni bestia sigue representando el
papel de ángel caído es porque se toma decididamente en serio
su vocación de sabio y artista. Lamento e Trianfo... «¡Cae y se
levanta rey!», exclaman Víctor Hugo y Franz Liszt; si el destino
es más fuerte que Mazepa, Mazepa es aún más fuerte que el
destino y la conciencia siempre tiene la última palabra, [la
última y no, como en una filosofía del triunfo de la muerte
omnipotente, la penúltima! Prometeo no e$ vencido,'Mazepa y
Torcuaío Tasso tendrán su desquite. El universo ya no es lo
bastante grande para esta conciencia genial que se cbnsldera
süBesR^Qa^JccoiTD^jrendida e ignorada y noYncúentrá- éñ nin­
gún sitio un reckito _a_ su medida.. Es je ta ra jen. íasjrapsodjas d e '
Liszt y libe*fia a en Schlegal,.ya. por gl _m undo. como una
sonámbula, con ios pies en un.sitio y losjojos en otro, a la vez
presente y cusente, siempre dGsplazada. si^mpre distraída. Llegar
demasiado trrde .a un . mundo demasiado viejo y demasiado
péqueno que le viene estrecho: doble miseria de una conciencia
incómoda, eterna vagabunda condenada por el filisteísmo cir-
c ü n í a n t c v i v i r en la paradoja, al margeq jfc las leyes y ja
'vida burguesa. ^rtedfo y~Ta ironía se dan la mano) El desacuer-
dcTeñtfe lo irJinito.ds la idea y lífpequeñez de lo real puede

36 K ierkega/.rd, La Pureté du coeur, trad. fr., pp. 129, 139, 151 y 214.
dar lugar a dos paíhos opuestos: o bien cierto placer de supe­
rioridad, que lleva a la ironía de Schlegel, Tieck y Soger me­
diante bromas desdeñosas; o bien e í desaliento de una con­
c ie n c ia c o lm a d a q u e n o s a b e qué h a c e r c o n to d o s su s tesoros, y
es rel spíeen de Obermann y Pechorín. Según Senancour, el
aburrimiento consiste en la oposición entre lo imaginado y lo
experimentado, «entre la exigüidad de lo que es y la extensión
de’ lo que queremos». La imaginación ha prometido demasiado
al-sentido y nuestro afán de absoluto nos prepara toda suerte
de- decepciones. Harto de amar, ahíto.de peligros y viajes, el
Pechorín de Lermontov nunca se siente satisfecho; para el
héroe byroniano la vida no vale un copeck. Para Chateau­
briand 37 el aburrimiento también implica el deseo, pero excluye
la ilusión y «habita un mundo vacío con un corazón lleno». La
novela rusa tiene una palabra especial — tíchni'— para designar
ese eterno estar en paro de lá conciencia; aunque Pechorín,
Onieguin y Oblomov sean ante todo unos soñadores, presentan
TjtT rasgó en común: están absolutamente disponibles, son como
exiliados en su propia tierra; la sociedad que les ha visto nacer
no Ies ofrece ni una ocupación ni una razón para vivir38. La
conciencia aburrida es una conciencia que se siente forjada para
las grandes empresas y, sin embargo, le toca vivir una época
poco propicia para los semidioses. Nuestra neurastenia proviene
de un excedente de energía desperdiciada en un mundo muy
Mediocre. De ahí que el juego sirva para canalizar ese exceso y
desviarlo hacia fuera evitando que nos concoma por dentro: el
juego es a la vez sucedáneo de la aventura y antidoto de la
mala conciencia, permite que los héroes desocupados ocupen el
espacio ficticio de un tablero de juego y al mismo tiempo nos
libera de unas fuerzas peligrosas que podrían destruirnos, pues
si el gusto y la delicadeza extremados hacen la conciencia
Vulnerable, una introspección implacable puede acabar con ella.
La conciencia aburrida se distingue de la conciencia irónica
en no estar muy segura de bastarse a sí misma o de crear real­
mente el no-yo. Quizá ek mundo sólo sea un juego de marionetas,
pero las marionetas sirven para algo. ¿Acaso una conciencia
reducida a vivir de sus propias reservas no acaba por devorarse

37 Genis du Christianisme. (Existe edición en castellano en Ramón


Sopeña, Barcelona, 1971.)
34 Cf. D ostoievskj, Demonios I I, 9.
a sí misma? A veces necesitamos fantasmas y seguramente J a
soleded no es mas que una BTOttbUMttfl maUttfo~
El tedio no se da sin la conciencia, es deciTj implica UtlU
relación. Y esto nos pennite entender mejor por qué está
tan paradójicamente ligado a la felicidad, por qué nada le
basta al alma descontenta: ni el mal, porque es el mal, ni el
bien porque está demasiado bien. De hecho, la persona que se
siente guiada por su vocación sobrenatural quiere un espacio
y un tiempo a escala metafísica: más allá de las velocidades en
continuo aumento, sueña con la imposible ubicuidad y más allá
del tiempo infinitamente prolongado y la muerte indefinidamente
aplazada, sueña con una eternidad absoluta y positivamente
infinita. Y se aburre cuando descubre que las magnitudes fini­
tas, por muy grandes que sean, difieren infinitamente de lo
infinito. Le desgracia no nos engaña, pero la felicidad, que
tanto se parece a la beatitud, suele decepcionamos. Sin embar­
go, mientras en los románticos el debate se sitúa entre la
conciencia infinita y el mundo, aquí nos inclinaríamos a pensar
que es interior a la propia conciencia y a su doble vida. En
primer lugar, la divina conciencia es demasiado rica y dema­
siado grande para su propio cuerpo, igual que el pensamiento
tiene demasiados matices para el lenguaje o la memoria, según
Bergson, es demasiado vasta para el cerebro: lo insuficiente no
es tanto lo dado como las propias formas vitales que la vida
emplea para expresarse, encamarse o realizarse. Ese margen que
nunca se elimina, ese exceso desbordante de la idea atenúa
considerablemente la paradoja del proceso que denominábamos
Dialéctica del Demasiado: si la posesión nos decepciona es por­
que, en realidad, la posesión no es total y si la conciencia que
se expresa no se siente feliz es porque no se expresa completa­
mente, porque todo lo posible no deviene todo lo real... Enten­
dámonos: la existencia es una perfección, pero la ironía es que
la perfección nos cueste una renuncia. En definitiva, el misterio
sería menos grande de lo que imaginamos y el Demasiado sigue
siendo, a su manera (que es metafísica), penuria e indigencia.
Toda vida tiende a la existencia declarada y proferida, hacia
la actualidad explícita y manifiesta; para lo posible es mejor
existir en acto que permanecer en potencia y todo lo que puede
suceder quiere suceder. Pero no todo lo que quiere suceder
puede suceder. Desde luego, una conciencia traicionada es una
conciencia dolida, pero una conciencia satisfecha y, sin embargo,
descontenta, ¿qué otra cosa puede hacer, sino aburrirse? De
ahí el halo melancólico de las ideas que siempre lleva el sentido
más allá de la palabra y propicia los malentendidos más decep­
c io n a n te s , p o r q u e a q u í el e r t o r n o a fe c ta a la l e tr a , sino a lo
inexpresado en torno a las palabras y entre las palabras. Por
mucho que el lenguaje se matice infinitamente, siempre hay una
aureola un poco difusa que se escapa por entre las palabras; ese
no-sé-qué que sólo los intuitivos alcanzan a entender (pues
entienden a medias palabras) errará hasta el final de los tiem­
pos en busca de una palabra fraterna o úna mirada amiga. Más
graves son los malentendidos que afectan no ya únicamente a la
idea, sino a la persona viva como totalidad patética y como
destino. Primero el aburrimiento se deja atraer por la distancia
que hay entre el personaje y la persona: el yo sociable ve con
tristeza cómo se abre el vacío entre su apariencia mundana y su
realidad profunda y entonces toma conciencia de su soledad.
Entre la persona y las técnicas de las que ésta dispone para
actuar sobre la naturaleza39 encontraríamos el mismo contraste
que hay entre la persona y el personaje. El espíritu es cada vez
más dueño de las cosas y menos dueño de sí; puede domesticar
las fuerzas mecánicas externas y, sin embargo, no logra civi­
lizar esa jungla interior que se hace cada día un poco más
salvaje, tal como lo demuestran ’la novela, el psicoanálisis y
nuestro cansancio nervioso. Magia truncada y unilateral, que lo
puede todo sobre el mundo y casi nada contra la muerte, contra
el destino, contra la irreversibilidad del tiempo, contra la tris­
teza del alma, contra todas las cosas esenciales. Lo único en el
muikio que de verdad nos haría felices es precisamente lo único
que- nadie nos puede dar o devolver: la juventud, el amor...
¡No, decidamente, nadie piiede hacer nada por mí! Se puede
envejecer más tarde, pero no cambiar el curso del tiempo; se
puede curar a los enfermos, pero no eludir la muerte; se pueden
mejorar las circunstancias y aplazar la fecha, pero no vencer
la temporalidad del tiempo, la mortalidad del ser mortal, lo
doloroso del dolor, en una palabra, laUjuodidad d e s tín a P de
nuestra condición. Nos parecemos a un ndffitsríTar que nadie
quiere y todos consuelan con peladillas y golosinas o, mejor,
39 Bergson, Les deux sourees de la moróle et de la religión, pp. 334-
339. Max Scheler, El sentido del sufrimiento, trad. fr. KIossowski, p. 27.
Cf. la enseñanza del stórets Zósima, Los hermanas Karamazov, II 6,
cap. 3, c.
a un condenado a muerte colmado de atenciones. ¿Acaso núes-
tro profunda impotencia para sM ii determinadas tntaViA«A«
no quedo cruelmente subrayada por la perfección de los medios
a n u e s tr o n lc a n c e ? ¿Acaso no hace más ostensible el desequili­
brio entre nuestra fuerza y nuestra debilidad? Por eso el placer
es mucho menos dócil que la comodidad: los progresos rectilí­
neos de la civilización industrial no avanzan al mismo ritmo
que el perfeccionamiento de las almas. Las necesidades se anti­
cipan al lujo que, en su afán de prevenirlas, las complace teme­
rariamente y luego pierde el aliento para alcanzarlas. ¿Cómo
salir del círculo? ¿Cómo alcanzar esa meta que huye hacia el
infinito adelantándose a nuestro deseo? Y así, cuanto más se
disipa el misterio en el exterior, más hondos se nos antojan sus
abismos y más impenetrables sus nocturnos. La conciencia
hipertrofiada no se reconoce por completa ni en el lenguaje, ni
en sus propios personajes, ni en sus máquinas. ]Pobre maga
pensativa, reina sin reino, emperatriz de las ilusiones! La per­
sona desborda a los personajes, pero también se supera conti­
nuamente a sí misma en virtud de la duración; deviene, es
decir, es diferente a ella misma, más que ella misma, es lo que
nb es y ya no es lo que era... jQué escarnio 1 El espíritu se
cree el amo del mundo, de los meteoros, los torrentes y las
fuerzas telúricas iy ni siquiera gobierna su propia casa! Capaz
de someter a la naturaleza, pero incapaz de domesticar el tiem­
po, se desconoce a sí mismo y pierde el rumbo de sus propias
tendencias. Y no sólo vive incomprendido en una -sociedad
carente de sutileza, sino que además constituye un enigma para
sí mismo. ¿Hay situación más propicia para el aburrimiento?
Desde Epicteto el dominio de sí no ha progresado tanto como
el dominio del universo; así como los personajes no abarcan
la totalidad de la persona, el presente dentro de cada persona
nunca liega a agotar la totalidad de nuestras potencias; de ahí
que sea el más precario, nostálgico e inestable de todos los
imperiosj El yo disponible parece literalmente un alma en pena;
vaga errante como un fantasma- melancólico, en busca de un
cuerpo donde encarnarse y siempre está más allá de las formas
que lo con florar: No es extraño que ninguna duración sea
** T olstoi, Guerra y Paz II, III 19, sobre la contradicción entre lo
infinito indeterminable y la limitación corporal en el príncipe Andrés
- Bolkonski. (Existes edición en castellano en Argos Vergara, Barcelona,
1980.)
lo bastante larga para esa memoria infinitamente rica que no
dispone del más allá para realizar todas las promesas sin. cum­
plir en este mundo. De futuro en futuro, una prórroga infinita
e q u iv a ld r ía a l a e te r n id a d , p u e s s á lo l a in m o r ta lid a d es c a p a z
de equiparar nuestro poder a nuestros derechos; el Más allá
nos s i r v e para hacer saltar en pedazos los limites implacables
del destino y emplear esa gran alma disponible, esa conciencia
en pena que muere de languidez y de spleen.

3. Bios y Zoé

Ya sabemos que la ausencia de toda causa es la verdadera


causa del tedio, pero aún no sabemos por qué se produce preci­
samente cuando se dan las mejores condiciones para el bienes­
tar. Hasta ahora, hemos contemplado el aburrimiento sobre
todo como una lacra propia de la decadencia, la conciencia des­
mesurada y la modernidad. ¿Pero acaso los metafísicos no han
sabido hallar en él una suerte de primitividad ortológica? Igual
que .la angustia, ü l tedio se parece vagamente a un «estar en
jje cadou'*1: culpabilidad- difusa, remota y ocúfta"qüe nos hace
sentimos culpables sin haber cometido falta alguna. Para Pas­
cal, por ejemplo, la caída pervirtió no sólo la voluntad, la
imaginación sensible o la experiencia interior, sino también
nuestra propia existencia; la razón es tan culpable* como la
sensación y nuestra verdadera equivocación estriba en ser; lo
que; es opaco y «odioso» e importuna a la verdad es nuestra
presencia entera, no basta con interpretar los datos de los sen­
tidos y los ídolos de la imaginación. Por eso el amor a sí mismo
no , es, como en Malebranche, un amor desviado de su fin na­
tural, sino algo verdaderamente depravado y monstruoso. ¿Con­
sidera Pascal que existen otros remedios, salvo los sobrenatu­
rales, contra esa mala conciencia a priori? Entre la gracia divi­
na y la «diversión» del libertino, que por temor a desnudar
su propia nada busca con ahínco los peligros, las ocupaciones
tumultuosas y las agitaciones del siglo, en Pascal no hay lugar
para la dieta cartesiana42. Y de ahí proviene una especie de
41 André Gide, La porte étraite, p. 211: «La tristeza es un estar en
pecado...»
42 Pensamientos (Brunschvicg) II 139 (Alfaguara, 136). Cf. (Brunsch­
vicg) 131, 171 (Alfaguara 622, 414).
arrepentirse hereditario, que no es sino el arrepentirse de existir
en general al que denominamos tedio, Cl M o t o M O t , Ifc
Bultado del aislmniento y la inacción. El «solitario» no se
aburre; pero el «aislado», mano a mano consigo mismo, con­
templa trémula y aterrado el espectáculo que se le ofrece: al
tomar conciencia de su desamparo o, como dice el Evangelista,
de su «derelicción», pierde la cabeza y la angustia le oprime el
corazón. La fobia a la introspección y a la voVjcteu)^ váTjerví hace
vano el recogimiento, hueca la vida interior y vacía la intimidad
cotidiana consigo mismo. La apuesta engatusa al jugador que
llevamos dentro para incitarle a apostar por el más allá, igual
que el cristianismo se dirige a la «máquina» para convertirla...
El propio Schopenhauer estará menos desesperado, tél, que se
burla de los mundanos y predica el nirvana! 41 Al admitir que
la naturaleza siente horror al vacio. Descartes admite asimismo
■que el alma piensa continuamente y, en el extremo opuesto, Pas­
cal establece simultáneamente los dos abismos: el «silencio eter­
no» de los espacios que mé rodean y el desierto del aburrimien­
to por dentro; la excelsa conciencia, siempre llena, siempre ocu­
pada, ha perdido su aplomo: tiembla de vértigo, perdida a la
vez en el gran infinito que la oprime y en el pequeño infinito
que abre en su fondo abismos insondables. El aburrimiento ps,
por lo tanto, vacuidad; mejor dicho, es ese vacío que infla la
fina tela de araña de la felicidad, como un silencio ensordece­
dor que se nos mete en los oídos y nos. invade el alma; si la feli­
cidad es el vacío de lo lleno, el tedio sería lo «lleno de lo va­
cío», el ser de la nada. Las preocupaciones'se renuevan y van
sustituyéndose unas por otras a medida que desaparecen los pro-
blemas; cuando la enfermedad desaparece, las preocupaciones
profesionales o económicas reemplazan a las ocasionadas por la
salud.' Las preocupaciones cambian, pero en conjunto el fondo
de preocupación permanece inmutable. Miguel de Unamuno ha­
bla de un aburrimiento vital que es el fo n d o d e la vida 4Y~Gfa-
como Leopardi se expresa en términos análogos ‘u: igual que el
aíre'nena los vacíos que Jiay entre los cuerpos,"el aburrimiento
ocupa las pausas y los espacios entré fas pasiones, se instala en .
ios ménpreTresqmcios, rellena lós intervalos.'Tiáce qué un "alma

El mundo como voluntad y representación 57.


M Niebla, p. 127.
43 Dialogo di Tarquato Tasso e del suo genio familiare.
yacía de placer _y_ fp-licidnd nn Qhstanter un alma en la que
ocurre- algo; tapiza todos los escondites de la conciencia y, sin
ser él mismo una pasión, es el tejido conjuntivo que une las
flflfiíflfiSS Mft ¡fifi pésíónes. ¿Qu¿ Jigo? |Es la continuidad neu­
tra de la vida pasional, algo así como el pedal obsesivo qué
acompaña y soporta la cambiante melodía de nuestros humores.
El bajo pertinaz del aburrimiento hace un poco difusos y sor­
dos los sentimientos más tónicos; la niebla del tedio desdibuja
y atenúa los contornos. ¿Quién no ha sorprendido al tedio en
las lagunas de la pasión, en los silencios y én las pausas, alar­
gando su obsesión horizontal al fondo de la duración?^)
La metafísica del aburrimiento sería fácilmente pesimista;
no hace falta rascar mucho para encontrar bajo el risueño bar­
niz de las sensaciones lo que León Chestov considera nuestra
tragedia y acaso no sea más que el aburrimiento fundamental
de existir, Por eso nos inclinamos, con Schopenhauer, a consi­
derar el aburrimiento más positivo y más primitivo que la diver­
sión: la diversión sería el aburrimiento interrumpido, el tedio
al cual juegos, distracciones y conversaciones sustraen fraudu­
lentamente algunos instantes sin mañana y hace de la felicidad
algo impreciso. Igual que la vida, según Bichat, es una continua
victoria sobre las causas de muerte y el andar es, en cierto
modo, una caída perpetuamente aplazada, así la diversión, que
es el tedio suspendido y el silencio laboriosamente animado, se
aferra a su balsa de corcho en la inmensidad oceánica de la
.existencia. El aburrimiento universal, el aburrimiento ecuméni­
co sería a la vez el alfa y el omega, el principio y el fin. de los
pestiños individuales. La nada del aburrimiento nos cierne por
‘todas partes, igual que el sombrío espacio del cosmos envuelve
las tierras habitadas. Por eso tenemos la tentación de reconocer
en el aburrimiento absoluto el principio neutro y materno de
ítodos los sentimientos, de todos los humores, de todos los
¡phatos. El tedio extiende su gran velo gris y preocupado sobre
lá bacanal vitalista. De esta metafísica del aburrimiento sólo nos
interesa lo siguiente: la conciencia que se ha liberado de toda
carga sigue siendo para'sí misma‘su propia carga; no es exacta­
mente la vida lo que le pesa, ni la reflexión, ni siquiera el mun­
do en su conjunto... No, lo más pesado para una conciencia de­
masiado despreocupada es el fardo de su ipseidad y de su pro­
pia desfinée. Esa desiinée que cuando depende del libre arbitrio
o pone en juego valores morales se confundé con nuestro sentí-
miento de dignidad o responsabilidad sobrenatural y cuando
está desocupada no es sino el hecho desnudo de mi existencia
como persona. En el fondo1 las WW
peso, soa un relleno... pero el ser del preocupado, condición de
todas las preocupaciones y sujeto sustancial del pensamiento que
las piensa, ese ser, que es todo para nosotros, no es una
preocupación como las demás. ¿Cómo deshacerse de un fardo
tan singular? En este caso el cargador y la carga son lo mismo,
de modo que para liberarse del objeto el sujeto tiene que empe­
zar por liberarse de sí mismo. Cuando se resuelven todos los
problemas queda al desnudo el angustioso encuentro consigo
mismo: a falta de problemas concretos, nuestro'destino se con­
vierte en un último problema, el más vano y más huero de
todos; la introspección metafísica le disputa a la pasividad del
aburrimiento esa vacuidad problemática que es, al mismo tiem­
po, vanidad. Todo deviene contingente y arbitrario. La concien­
cia, que ya no se identifica con su propia personalidad, descubre
el carácter extraño y remoto de su origen y entonces la eterna
ausente, la eterna extranjera, ya no entiende por qué ha sido
arrojada más. bien en este lugar que en otro, «m ás bien ahora
que entonces»‘w. Esto explica que el hombre ruso de antaño
quedara tan profundamente absorto y prestara tanta atencióp a
su vocación y a su propia razón de ser cuando se apaciguaba su
«taska»... Preocupación contra natura, ya que el conocimiento
está hecho para llegar a lo Otro de s{ y no para ponerse a sí
mismo en tela de juicio. Pero Rusia se parece al conocimiento
que, apenas constituido, ya se está preguntando cuál és -.su mi­
sión, por qué existe y cómo puede sen ¿Qu¿ Ijacer?, ¿por qué?,
¿para qué? se pregunta Pierre Bezujov en Guerra y Paz 41. Esla­
vófilo o nihilista, el hombre ruso del siglo xix es una esfinge
para sí mismo y su propia existencia, el hecho de «encontrarse
ahí» constituye una fuente -inagotable de asombro y especula­
ción, un enigma que renace^sin cesar; no ha empezado a filoso­
far y ya se pregunta qué es Rusia, cuál es el sentido de la vida
rusa y si no contiene acaso un raenBaje que Occidente no puede
transmitir.
Al dejar en carne viva la existencia, el tedio nos hace ver
el punto exacto en el que Ser y No Ser se identifican: -Ser por­

46 Pascal {Brunschvicg), sección III, 205 y 194 (Alfaguara, 68, 427).


47 Tolstoi, Guerra y Paz, II, V, 1.
que la duración nunca fue tan dilatada ni la existencia tan am­
plia y voluminosa; y No Ser porque toda esa hinchazón suena
hueca. En realidad, la alternativa de Hamlet es un dilema, por-
fllifi Séí 0 flO fieí {es lo fflkmof Mientraa la conciencia cartesiana
experimenta lo pleno, lo denscTy lo compacto de toda negaciSn
en el acto mismo de dudar, la conciencia abarrida, henchida de
no-ser, experimenta la inanidad de lo que deberla ser iaalirm a-
“cfón más'^osíHv^ Y entonces comprendemos que si el agota*
'miento de las posibilidades en la felicidad en acto nos deja tan
extrañamente insatisfechos, si nos decepciona alcanzar nuestros
objetivos, es porque la existencia al desnudo no se distingue de
la nada. La conciencia aburrida muere lentamentede aerolagia:
cuándo el tedio la deja a solas con su destino le descubre, al
mismo tiempo, su estrechez y su vana hinchazón; el peso de la
existencia sólo era soportable cuando la sociedad, la acción y
la renovación de las sensaciones nos lo hacían imperceptible,
¿Hemos de c o n c lu ir , e n to n c e s ^ q u e el aburrimiento es lo único
profundó^ ¡a etem idadlo imico esen cM ^ el Tíombre lin a cria-
tura esencialm ente desamparada? En ese casoflos pesimistas
tendrían razón, y el único modo de eludir la tragedia fundamen­
tal sería tomarla a broma,.. Ahora bien, todo este pesimismo y
el libertinaje que a menudo genera parece impregnado de un
prejuicio sustancialista y dogmático. En primer lugar, sustan-
ciahsta: el aburrimiento es fundamental porque lo informe pre­
cede a la forma en todas las cosas, una demiurgia normal va de
la materia a las diferencias, del caos al cosmos, de la posibilidad
ál acto; en consecuencia, el tedio es el telón de fondo, la base
¿obre la cual las sensaciones estamparán su rico colorido. Y, en
segundo lugar, dogmático porque la persona es el caso particu­
lar de una existencia impersonal y cósmica que la desborda por
doquier; por eso el voluntarismo de Schopenhauer, que es. una
metafísica de la Cosa, desarrolla paradójicamente temas huma­
nos, subjetivos y antropomórfícos, como son el aburrimiento o
el dolor.
A la vez reciente y primitivo, el aburrimiento se explica por
la relación del tiempo con la temporalidad. El teórico de la
diversión4 no ignora la relatividad de la duración vivida; el
doctor Minkowski y Gabriel M arcel* . señalan, asimismo, el
48 Pascal, Pensamientos (Brunschvicg) II, 109 (Alfaguara, 638).
49 E. Minkowski, Le temps végu, p. 12. Cf. G. M a r c e e , Journal mé-
taphísique, p, 230,
vínculo que existe entre el problema del tedio y el problema del
tiempo. La conciencia disponible ante todo quiete emplear su
propia duración; los riquezas infinitas de la memoria se alojan
en lo hondo y sólo pueden salir a flote en virtud de la
continuidad del tiempo, el tiempo es su única y verdadera di­
mensión. Si todos esos tesoros se ofrecieran de golpe, en el pre­
sente instantáneo de la extensión, la única desgracia de una con­
ciencia demasiado vasta sería simplemente la de estar aislada o
ser desconocida. Faro se trata de una sucesión y el poder de la
conciencia siempre supera al ser de la conciencia: nuestra des­
dicha se extenderá por la duración para hacemos compañía;
desgracia virtual y profusamente diseminada en el tiempo, si
bien nunca existe más bien en este momento que en aquel otro...
¿Pero en qué consiste la desgracia? En que el devenir existente
no se basta a sí mismo: privado de alimento, sin nada que lle­
varse a la boca, se disgrega y mucre de inanición o bien se em­
briaga consigo mismo buscando una agitación febril y no tarda
en caer presa de vértigos y delirios. Mejor dicho, el límite de la
vscuidcd sería el sueño. ¿Acaso para dormirse no es preciso ha­
cer el vacío en la conciencia, evacuando en lo posible tanto los
acontecimientos destacados como los contenidos y preocupacio­
nes que pueblan la duración y surgen durante el intervalo? ,En
ese desierto, ese silencio y esa soledad el hombre se acerca de
tal modo a la forma pura de lo invisible que, cuando está a
punto de alcanzarla, pierde la conciencia; un tiempo sin puntua­
ciones se hace de nuevo temporalidad. La duración.cae en la
hipnosis cuando está privada del sólido, amtazón de los aconte-
' cnrnentosriíTsslffiereñciaB que la modulan y la impulsan pueden'"
“ffSTár o menos interiorizadas, pueden ser percibidas de una
manera más o menos directa. A veces la conciencia siente las
sensaciones de sus excitaciones, a veces los sentimientos de sus
sensaciones, a veces incluso las ideas de sus sentimientos; pero .
cualquiera que sea el exponente de las imágenes o su grado de
objetividad, esté el eco del mundo cercano o amortiguado por
la densidad de la vida personal, en todos los casos, cuando la
conciencia diferencial se ve privada de las diferencias, circunsr
tandas y escansiones de su drama cotidiano, no sabe qué deve­
nir. Entre la causalidad servil y la causalidad ocasional, entre la
duración que imita la historia de las cosas como una estela lumi-
' nosa y la duración original que, tomando dicha historia como
pretexto, se inspira libremente en ella para improvisar su propio
guión, están representadas todas las transiciones. Por otro lado,
poco importa y conviene decir sin tardanza que la forma nunca
se da separada del contenido, ni la duración en s{ separada de
la materia que la nuíra y te sim , &ncierto modo, de comíjustí-
bíe. A menos que nos valiésemos de una metáfora sustancialista,
no podríamos afirmar que haya novedades adventicias, ni que
dichas novedades rellenen y den consistencia a la duración.
(Eso supondría pensar que la duración vacía e invertebrada, al
menos en teoría, puede preexistir a sus contenidos! jComo si la
duración no fuera simplemente la sucesión de las cosas que
duran! Cuando decimos que hay devenir debemos entender:
«algo deviene», porque este verbo exige un sujeto concreto que
va cambiando poco a poco de estado, forma y color; de modo
que el devenir se confunde con la evolución plástica a través de
la cual esto deviene sin cesar aquello y lo mismo diferente a sf
mismo.
£1 aburrimiento es lo imposible a punto de realizarse: los
contenidos van a abandonar su continente, el tiempo va a redu­
cirse a la temporalidad, que es su desnuda^úodidad?) el puro
hecho-de-devenir; el devenir ya se ha separado de su materia y
la simbiosis normal, propia de una conciencia activa y sana, se
disocia. ¿Se disocia... o sólo finge disociarse? De hecho, lo
imposible se queda en el umbral o a punto de realizarse y nun­
ca ¡adviene en acto: el advenimiento de lo imposible sigue sien­
do'la- inminente posibilidad del próximo instante. Adivinamos
vagamente lo que sucedería si nos convirtiésemos de nuevo en
sustancia, si el devenir se despojase de todos esos «modos» que
sóii su propia carne y se despertara un día como tiempo puro
y abstracto, tempus nudum. El aburrimiento es el vago temor de
convertirse de nuevo en sustancia. Pero ese temor nunca deja
dé ser vago porque, de hecho, no pasa nada y eso mismo es lo
que nos desespera: ni la menor catástrofe, nada más que lo
absolutamente ordinario en nuestro tiempo cotidiano. A través
de las fisuras de la actividad y de la sensación la conciencia
descubre ese océano lívido que la atraviesa y la rodea, tanto
más inquietante cuanto que, al fin y al cabo, no representa nin­
gún peligro concreto. La desgracia de existir es la verdadera
desgracia radical; no es que la existencia y el ser, globalmente,
sean malos, pues en ese caso el remedio a la desgracia de ser
sería el no-ser y el nihilismo tendría razón. El verdadero no-ser
para un ser vivo es el ser despojado-de sus maneras de ser.
Porque ¿hay algo más nulo que ese mismo ser cuando es pura,
básica y realmente sustancial? Plotino pretendía reconocer la
nada en ese ser amorfo e indeterminado, nada cuyo verdadero
nombre es materia. Si acrecentáramos las maneras de ser en
torno a ese no-ser óntico, que es también un ser desóntico, quizá
encontraríamos toda la intensidad de una existencia plena, rebo­
sante y completa. jQue en lugar de mermar el ser reciba el
calor y los colores de la vida! [Que en lugar de menguar y enra­
recerse hasta desaparecer se haga rico, denso y variado! Al me­
nos esa sería la precaución razonable. El ser mínimo, el ser que
es pura y simplemente, es la afirmación vacía y la virtualidad
desnuda; dicha afirmación se disuelve cuando faltan las negacio­
nes restrictivas y determinantes gracias a las cuales lo positivo
sería verdaderamente afirmativo. Ahora bien, el devenir es nues-
tra forma de ser... de ser no siendo y de no ser siendo; el deve-
flir es^gTTSvcni^erito-^"continuo del no-ser al ser. £1 devenir
"'desmícnTse sustrae a todo relaTó,Vtoda narración. Ño hay nada
que contar ni que desarrollar; ni anécdotas, ni incidentes rele­
vantes, ni sucesión de diferentes peripecias, no pasa nada, nada
que ofrezca el menor interés para nuestras descripciones. Así
como el espacio homogéneo de los geómetras, el espacio sin pai­
sajes, es lo contrario de un lugar de paseo, el tiempo liso y «Jes-
nudo silencia ác antemano nuestras crónicas: se acabaron las
películas, se.acabaron los paisajes temporales. La historia sin
acontecimientos acaba en cuanto empieza y, en consecuencia, es
inenarrable. ¿Cómo no íbamos a sentir aversión hacia-ese fondo
sustancial? ¿Cómo no íbamos a tener pudor del tiempo desnu­
do? i Que escondan ese tiempo insoportable! El tiempo desnudo
es insípido, incoloro e inodoro. El tiempo, ya sea o no «forma
a priori», hace la representación pensable, pero el tiempo mis­
mo, tempus ipsum, no está hecho para ser pensado... No, (no
hay nada que pensar en la ipseidad del tiempo! No se piensa el
tiempo, como tampoco se piensa el ser o la muerte: sólo se pien­
san acontecimientos dentro del tiempo o contenidos temporales
en un proceso infinito. Y, de la misma manera, la acción resbala
sobre el flujo del devenir sin encontrar dónde agarrarse: J a futu^
rización en sí misma no puede ni acelerarse, ni retrasarse. Así
como nunca es materia de una transformación, ni «complemento
"directo* de una operaa5ñ~T5boriosa, tampoco es obTéfo ~acu-,
"sativo~*9e un~pensBmieñto~fransittvo. Cuando el pensamiento
"tiene como único objeto el tiempó'res decir, cuando no tiene
otra cosa que pensar, el pensador Be duerme. ¿Acaso no es el
sueño el pasatiempo en estado puro? (Si no podemos pensar el
tiempo, a] menos podemos dormirlo! Al despertar empieza el
a b u r r im ie n to . H a y u n a c o n c ie n c ia d e l tie m p o , y e s a es l a p a r a ­
doja, pues, aun si la conciencia es intermitente, el tiempo está
hecho para permanecer inconsciente y la conciencia para adop­
tar la prosodia del devenir; la. conciencia del tiempo continuo
es una conciencia discontinua. O, para expresarlo mejor, sólo se
toma conciencia del tiempojJe tiempo en tiempo^La conciencia
es una fürTcl5n13!Férenciaí y está organizada para cambios mu­
cho más rápidos que el tiempo fundamental del ser; ese tiempo,
al que también podríamos llamar lo eterno, es simplemente la
continuación o repetición continuada del Esse, pues ser y seguir
siendo son una sola y misma cosa; no hay razón para que la
afirmación cese de afirmar, igual que sería una contradicción
negar y mantener simultáneamente el cuerpo impenetrable en el
espacio. Por otro lado, el ritmo de la conciencia es más rápido
que el de su propio cuerpo o el del mundo material: los cambios
de este último, como la erosión de las montañas, el avance de
los glaciares, el desgaste geológico de los continentes o el enfria-
miento de los planetas, se escalonan en centenares de años y en
milenos; las transformaciones orgánicas del cuerpo siempre son
extremadamente lentas y perezosas y están acompasadas por una
relojería cuya paciencia es muy diferente a la de nuestro sistema
sensitivo. Al parecer, ^fa naturaleza no tiene mucha prisa. J/.E1
envejecimiento, por ejemplo, no es acaso un proceso impercep­
tible? El tiempo de los universos no conoce domingos ni lunes
y es el soporte desnudo de los calendarios, las fiestas y los días
laborables; por tanto, es anterior a la alternancia de las estacio­
nes a las fases de la luna y a la sucesión de los años. Y en cuan­
to al tiempo biológico, ¿acaso un hombre reducido a la mera
temporalidad de la senescencia y el endurecimiento de las arte­
rias no está en la situación de un prisionero condenado a cadena
perpetua que no tendría literalmente nada que hacer? Tenemos
enfrentados dos ritmos desacordes, dos tempos discordantes,
dos cronologías mal sincronizadas:'una evolución monótona que
progresa con lentitud y mediante transiciones imperceptibles fren­
te a una conciencia asombrosamente presta y ágil que capta al
vuelo el instante fugaz y advierte la ocasión flagrante... ¿Que­
dará en desuso tanta rapidez? ¿Hallará el espíritu, con su ritmo
increíblemente veloz, dónde posarse en ese devenir tan poco
accidentado, tan cercano aún al tiempo sustancial de las cosas?
¿Encontrará en los uniforma latidos del CÜI&1ÓH, fc\ ñtffiO
monótono de la respiración, en la alternancia invariable de la
sístole y la di á?tole, en el metabolismo estable de una salud
normal, en los acontecimientos nimios de la vida del cuerpo, las
puntuaciones necesarias para organizar su propio compás? ¡No,
decididamente eso no basta para ocupar una conciencia! Existir
cae por su propio peso y en ningún caso es «diversión». El abu­
rrimiento nace del desfase que sé extiende entre el Adagio inver­
tebrado del tiempo biológico y el Allegro nervioso, presto y agi­
tado de nuestros horarios cotidianos. El tiempo vaciado de peri-
pecias se convierte en lo que Leibniz 'llamaba el orden de las
posibilidades inconsistentes. Todo lo que suponga retardar los
nfmos vitales dentro del devenir es inevitablemente tedioso. La
conciencia reducida a la homogeneidad y la uniformidad del
tiempo desnudo no sabe de qué tomar conciencia:; se vuelve
quimérica como una sombra y se siente presa de pánico ante
esa existencia que, sin embargo, le es consustancial; mientras
tanto, el cuerpo entregado a sí mismo y vacío de conciencia,
bosteza y se aleja del pensamiento activo poniendo así de ma­
nifiesto su retraso respecto al tiempo acelerado del espíritu: el
bostezo, testimonio de la indiferencia hacia la materia, expresa
a su manera el paro de una conciencia disponible y el desfase
entre los dos tiempos anisocronos.\fci aburrimiento es, en esen-
cia, la enfermedad de! hombre escindido y desdoblado pro3u-
-cida* por" T¿TreHe^ón de conciencia y nuestrcf maTestar^ se de^e
T'qüé^mTias tiempos ya no pue^gñ7prTómcidir ni segararse. El •
^íárdo más'pesado, se dice en los Chátiments, , es el de existir sin
vivir. Afinando más, es el de ser sin existir, el de ser como los
minerales en el tiempo ontológico de los planetas, las estrellas y
las galaxias, cuando se tiene una conciencia para vivir y para
apreciar las razones de vivir. ¿Acaso la relación entre Bíos y .
Zoé, es decir, entre el ser y la existencia o la vida, no da cuenta
del intervalo que separa el Tiempo del Devenir? Pues si el tiem­
po es el soporte desnudo o la sustancia de la conciencia, el de­
venir, con toda las «maneras de ser» que le califican, comprende
el ser y la existencia.
Por eso el tedio afecta singularmente a la conciencia moder­
na, a pesar o quizá a causa y en virtud de la duración repleta.
Porque hay una conciencia opulenta, demasiado vasta y mimada
que, no sabiendo e n qué emplear b u s dones, reflexiona sobre sí
misma y languidece cuando se siente existir} Cuanto más civili­
zada y complicada es la conciencia, mds exigente se muestra y
máfc difícil le resulta hallar fuera de sí esos ritmos simpáticos y
s m e ro m e o s , e s a s r e s o n a n c ia s M a te rn a le s donde l a n a tu r a le z a y
^el yo vibran al unísono^ Hablábamos de un pasar de un extremo
i r otro* que peiUllIéTa súbita aparición de la indigencia total den*
tro; de la mayor opulencia. ¿Por qué surge el tedio cuando se
realiza lo posible? Porque el ser temporal, ese ser inmemorial
cuya fobia hemos heredado, resucita preferentemente en el seno
de una existencia demasiado actual y demasiado completa; el ser
sustancial se transparenta allí donde la trama del ser copulativo
debiera ser más tupida; incluso la febril variedad de las sensa­
ciones que debería ocultarnos nuestra propia sustancia, sólo sir­
ve para hacer más ostensible la incurable monotonía. Por lo
tanto, cuanto más protegida se cree la conciencia, más errante y
más pobre se halla. Ascienden retazos de prehistoria y se ex­
tienden por la superficie de la duración moderna. (Como ai por
su propio nerviosismo dicha duración propiciase la subsistencia
de la época paleontológica en plena historia! La posesión efec­
tiva recrudece el dilema que nos remite de lo real a lo posible
y sobreentiende el sacrificio de la beatitud tras la felicidad con­
sumada; renunciamos a lo infinito y de pronto nos llama como
una; alusión nostálgica. Cuando se alcanzan los objetivos, se sa­
tisfacen los deseos y se dispone nuevamente de tiempo libre...
resulta que, en lugar de no tener problemas, se presenta el pro­
blema’ de los problemas, un problema vacío que tiene por obje­
to-la temporalidad del tiempo. Cuanto más se realiza la con­
ciencia, menos se realiza; la conciencia pictórica es una con­
ciencia en harapos cuyo ser asoma por las fisuras de la duración.
; Queda por describir el rostro de un devenir en el fondo del
cual se despliega el tiempo del aburrimiento.. £1 devenir redu­
cido a la continuación óntíca de la existencia, es decir, a la
mera y simple subsistencia o, lo que es lo mismo, al ser, se
alarga intolerablemente; allí donde estaba el devenir tendremos,
si no la eternidad absoluta, al menos una forma de sempitemi-
dad creada por la dilatación del presente, una .existencia estacio­
naria sin peripecias, ni épocas, ni episodios. El tedio se despren­
de necesariamente de una duración indefinida. Lo eterno o lo
intemporal, es decir, lo infinito positivo que ¿o es ni largo ni
corto por estar más allá del tiempo no podría ser aburrido; pero
una supervivencia inmortal suscita aburrimiento. Laforgue habla
irónicamente de una «celeste eternulidad», y con razón, pues el
aburrimiento nos invade cuando los estratos de eternidad aflo-
tan a la superficie de una WTOKtlíil UMBl, í m p m t e V
denada a envejecer sin cesar. El «siempre» y el «jamás» del tedio
son relativos a un devenir donde los acontecimientos tienen lugar
una vez, de vez en cuando o a menudo; pero la frecuencia es
por naturaleza imprecisa y la eternidad sólo nos permite la
elección entre la beatitud inconcebible y la desesperación del
infierno. Para los ángeles nada es monótono, pero nuestra con­
ciencia, voluble de nacimiento, ni siquiera soporta la repetición
de su propio placer; como un estilista, al que la menor asonan­
cia, la simetría errada o Ja reiteración de una metáfora incomo­
dan, la conciencia se harta enseguida de la uniformidad: en la
vuelta a empezar barrunta, no sin una leve angustia, la peren­
nidad fastidiosa y luego obsesiva del tiempo sustancial; en todo
tartamudeo presiente una suerte de recaída en la materialidad.
Mientras la verdadera eternidad no tiene momentos, la sempiter-
nided es más bien estancamiento y confusión entre los momen­
tos: es a la vez ayer, hoy y mañana. «Siempre, siempre, siem­
pre,.,» exclama Michelet cuando evoca el infernal aburrimiento
en los telares: «es la palabra inváriable que retumba en los
oídos cuando el incesante martilleo hace temblar el suelo. Uno
nunca se acostumbra a ello. Al cabo de veinte años el tedio, el
aturdimiento y el hastío son tan intensos como el primer día» M.
La punzante repetición de las máquinas acrecienta el aburri­
miento del alma hasta la obsesión. El tedio nunca es en presen­
te, pues siempre que la conciencia se examina a sí misma en­
cuentra en su interior un acontecimiento, una- imagen peculiar,
un contenido actual, un detalle, en suma, que la ocupa y la
entretiene; incluso juega a llenarse con su propia existencia, ya
que una conciencia hábil sabe encontrarle cualidades a la mis­
mísima nada. El presente es perfecta plenitud. El aburrimiento,
al ser indeterminado, inasignable e indesignable, nunca es ahora:
por eso es imposible atribuirle una especial vinculación con el
invierno, el verano, el otoño, el alba o la tarde, con tales o cua­
les fechas del calendario. Tampoco se desprende forzosamente'
del pasado, aunque los recuerdos rezagados y los fantasmas
flotan a menudo en su ensoñación. Entre el remordimiento y el

50 Le peuple (1840), p, 83. Cf. N ietzsche, El viajero y su sombra,


(Existe eciidúu en castellano en EDAF, Madrid, 1981,)
aburrimiento la relación .es la misma que entre el mal de lo
irreversible y el mal de la duración demasiado lenta: en éste el
jpasado se despliega para ocupar el escenario del alegre presente
y e n o q u ^ l se a g o lp a e n f o r m a d e e s c r ú p u lo s x n so lu b le s q u o
coexisten con el presente y persisten tras él sin ocupar su lugar.
El hombre del remordimiento es doble y su pesar se configura
como la confrontación eterna entre el presente y un pasado
perfectamente separado, agregado o, mejor, «segregado» que le
mira de frente, Pero el hombre del aburrimiento.no es una natu­
raleza desgarrada, aunque su mal provenga del desgarramiento;
su tiempo no se escinde, como el del pecador, en momentos dis­
cretos y hostiles entre si. Desde luego, el aburrimiento implica
cierta reminiscencia latente del yo primordial que somos, pero
su pasado es un pasado inmemorial, difuso y borroso y no se
puede hablar de mala conciencia, ya que no hay pecado. El pe­
cado, si es que lo hay, es un pecado sin culpable, un pecado
inocente. En cierto modo, la duplicidad en el remordimiento es
Vertical, porque el presente afronta un pasado reciente y con­
creto, mientras que en el aburrimiento es longitudinal, en ese
mano a mano entre una existencia que es como nada y una con­
ciencia que es i ay!, la conciencia de esa nada. El remordimiento
es paradójicamente un estado y una crisis al mismo tiempo: cri­
sis' permanente, a la vez aguda y crónica en la que se resume la
tragedia humana de lo .imposible necesario, es decir, el infierno
de la desesperación. El tedio, manera de ser común y llanamente
cotidiana, es un estado viable y vivible, o «habitus»; en él
los recuerdos se acumulan suavemente, no como la aguda y pun­
zante herida del pecado, sino como una especie de guata
acolchada que amortigua todos los golpes, lima todas las aristas,
difumina todos los contomos y afloja todos los resortes; el abu­
rrimiento entraña la confusión, la imprecisión y el entumeci­
miento. Si comparamos la angustia de la muerte en Baudelaire
con el tedio dominical en Laforgue, nos haremoB una idea exacta
de las dos temporalidades y los dos «pathoB» que de ellas se
derivan. Baudelaire conoció lo irreversible en el pecado y en
la dicha: lo irreversible de lo que perdura, es decir, la impoten­
cia para deshacer lo hecho, pero también lo irreversible de lo
que se escapa, es decir, la impotencia para revivir lo ya vivido;
pero el tiempo estacionario y un poco etéreo del aburrimiento es
tan ajeno a lo que se escapa, con sus novedades, como a lo que
perdura, con su obsesiva rigidez.. Si el tedio no está ni en pasado
ni en presente, ¿estará acaso en futuro? Pero tampoco mantiene
una actitud vigilante y previsora, rn es Capaz de anticipar un
porvenir preímqginado con mayor o menor nitidez. El aW ri-
m ie n to bc c o m p o r ta pasivamente respecto a dicho porvenir; no
para preverlo, sino para sufrirlo. Ño espera nada y se ¡o espera
todo vagamente: barrunta vaguedades, posibilidades de miseria
desconocidas, un desamparo tan indeterminado como inexplica­
ble. Por eso, cuando el hombre aburrido intenta definir su mal
parece tan a menudo un lunático o un enfermo imaginario. Igual
que el angustiado, no puede decir dónde le duele, ni de qué su­
fre, ni por qué. En realidad, no hay nada que explicar, por la
sencilla razón de que na hay enfermedad. En efecto, el aburri­
miento nunca es, sino que será. No hay enfermedad... y, sin em­
bargo, hay un enfermo, un enfermo sano, que sufre a rabiar de
su gran dolor imaginario, de su enfermedad benigna. Así como
el «aura» anuncia la crisis, el aburrimiento parec¿ preludiar la
tragedia, pero el aura anuncia la crisis efectivamente, mientras
que el aburrimiento, prefacio sin fin, se convierte él mismo en
el infierno presagiado.
Confesémoslo de una vez: el aburrimiento es el tiempo en
desorden. Los predicadores, como Masillon, no se cansan dé
repetirlo; pero también lo afirman Nidole y Pascal y todos los
teóricos del pecado original. El tedio explica los caprichos y el
extraño humor de los mundanos que intentan reírse de sí mis­
mos. iQuá es lo que no se inventa .cuando el tiempo está revuel­
to I i Qué placeres barrocos, qué diversiones descabelladas! Kier-
fcegaard51 contrapone sabiamente la plenitud estable y tranquila
de la libertad a la alternancia de la continuidad vacía y el arran­
que súbito, que es síntoma de aburrimiento. El concepto de iro­
nía encuentra en el tedio la unidad de la indiferencia y la admi­
ración, la síntesis caprichosa de las disonancias, el Humoresque,
es decir, la fusión de los humores discordantes. Y El concepto de
angustia, que trata lo «demoníaco cristiano», nos describe la os­
cilación de la conciencia entre la monotonía de una reflexión sin
objeto y la brusquedad del salto: ¿Acaso Mefístófeles, el cojo, no
avanza a trompicones? Ya no es una sucesión, ni, como en
Schopenhauer, una alternancia de deseo y aversión, sino un
51 Der Begriff der Ironie (trad. fr. Kütemeyer), p. 254; El concepto de
angustia (trad. P.-H. Tmeau), p. 194 (exiate edición en castellano en
Espaaa-Calpc, Medrid, 1982); Entweder Oder, tomo I, pp. 33 y 254-268
(Die Wechschvirtzchajt, ein Ver-ueh in der sosialen Klugheitslehre).
vaivén tan rápido que ambos extremos —la continuidad de nada
y la discontinuidad frenética— coexisten y dicha simultaneidad
configura el tedio. La conciencia aburrida cojea como Satanás.
Sabe muy bien que hay algo trastocado en su cronología y que
está perdida si se deja llevar por el desequilibrio, la ataxia y el
hormigueo febril que le produce. Cuanto más se agita, más se
enreda; la novedad llama vertiginosamente a la novedad y así
como Don Juan, triste y cansado, cambia sin cesar de pareja, la
conciencia aturdida sólo encuentra placer en algo.para cansarse
inmediatamente de ello. Este es el castigo de una conciencia
que al perder su seriedad también ha perdido la atención serena
y la capacidad de inscribirse en el presente. En la conciencia
desordenada, no hay nada en su sido: las fechas se embrollan y
los momentos del tiempo son confiados al azar. En Dostoievski
el tiempo se distingue por la lentitud de sus ritmos, por la mons­
truosa extensión de los días sin horario y sin vértebras deslizán­
dose interminablemente entre palabras, como el Vblga a lo lar­
go de la estepa infinita. El colosal domingo por la mañana de
los Demonios es una temporalidad informe. E informe es en'
Goncharov la mañana gigantesca de Ilia Ilich Oblomov, esa ma­
ñana en la que ocurren tantas cosas aunque, en el fondo, esté
tan vacía. El tiempo de los: novelistas rusos del siglo xix tiene
un futuro vago y un pasado caótico y, entre ambos, un presente
enorme, amorfo, invertebrado, pero que, de vez en cuando, se
pone furioso. Esa mezcla histérica de apatía y frenesí revela una
temporalidad en desorden, se diría que el propio vacío de la
existencia y la atonía vital amplifican las oscilaciones: la con­
ciencia vacila entre los extremos y pasa de un exceso a otro
rehuyendo la estancia en el justo medio... El tiempo ruso se
parece a la estepa, donde Dios no puso casi nada para que la
conciencia pudiera poblarla de sueños. ¿Hemos de recordar que
el tedio es posible precisamente por la inestabilidad del punto
máximo y que dicha inestabilidad recrudece la alternancia de
los polos contrarios? Igual que el humoresqite vacila entre dos
humores discordantes o la rapsodia fluctúa entre Lassan y Fris-
ka, el tiempo del aburrimiento, siempre inestable y trágicamente
desigual, oscila entre la depresión somnolienta y el entusiasmo
vacío: de la languidez y la Dumka al ímpetu y la agitación de
un Prestissimo que evoca el galope en la llanura, iQué enorme
contraste entre ese tiempo versátil y la historia segmentada* or?
gánica y ajetreada de un hombre de acciónl Por un lado, una
siesta interminable sacudida por convulsiones esporádicas, por
otro, un devenir estructurado naturalmente, sujeto a interrup­
ciones, ora precipitado, ora retrasado, pero configurado por una
forma y unas fases sucesivas. £1 tiempo del aburrimiento es un
tiempo sin ley.
£1 tiempo del aburrimiento no tiene ley, pero no es indescrip­
tible. Nos bastarán tres propiedades para definirlo: una memo­
ria que anega el presente, un tiempo que se reabsorbe en la uni­
formidad de lo intemporal y una distribución atóxica y anémica
del valor. En primer lugar, los hombres del aburrimiento viven
abrumados por la carga de una memoria demasiado pesada. To­
dos gritan a una: «todo está dicho», «he leído todos los libros»,
«tengo más recuerdos que si tuviera mil años». «¡Ay! {de todo
he bebido, de todo he comido! ¡ya no hay nada que decir!»53
«No podría dar un paso sin volver sobre mis pasos de ayer.»
Pechorín tiene una memoria enfermiza. Para este hastiado antes
de tiempo, que lo sabe todo de memoria, la vida es un libro ya
leído. Funíjasio, Baudelaire y el pobre Lélian coinciden con
Fausto y Pechorín, ¿Acaso la psicología, que ve en cada acto
un hábito incipiente, en cada percepción un reconocimiento in­
mediato o en toda creación una imitación larvada, no viene a
dar la razón a nuestro hastío? Cuando el tiempo empieza a es­
tancarse y los comienzos alegres quedan sepultados bajo las anti­
guallas es porque la neurosis ya se ha apoderado por completo
de la conciencia y ésta es incapaz de integrar sus recuerdos, en
el presente: de ahí las tediosas cavilaciones, la hipertnnesia, la
torpeza, las digestiones difíciles y todas las divagaciones del
spleert. La conciencia abotargada, asfixiada por los recuerdos,
cae en un estado de abatimiento y letargo. El tedio no.es en sí
mismo el pasado, pero está inmovilizado y-oprimido por él. En
las aguas estancadas y encenagadas del aburrimiento dormitan
recuerdos sin nombre. Nil sub solé novil Vieja novedad, el
futuro en realidad es un pretérito y la esperanza un recuerdo.
Ti tó y e y o a \ n b tó yevticjójxevov., K ai x i -ró 'rcntoi/rjyivov;
cortó tó 7coLT¡0r]a-ávi£vov¿Dónde va el devenir? El devenir,
como el eterno retomo de los cielos, va al mismo lugar del qué
viene: quo y unde confluyen. En vez de hacer advenir el porve­

52 Verlaine, Langueur (Jadis et Naguére).


B EccL I, 9. Cl. Rosset, L'absurde seion Schopenhauer, sobre la «fi­
nalidad ain fin».
nir, el devenir hace advenir... leí pasado! Aquí sobrevenir
equivale a volver a venir. La rueda de Ixión de la que habla
Schopenhauer es» en efecto, un círculo infernal... ¿Acaso la
e x p e c ta tiv a d e f r a u d a d a n o r o z a l a d e s e s p e ra c ió n ?
Mas, |ay!, la inteligencia, habituada a neutralizar el tiempo,
acude en ayuda del tedio con su afán de hallar lo uno en lo
múltiple y lo mismo en lo otro: a veces convierte el discurso
reflexivo en una sarta de tautologías y se estanca en redundan­
cias estériles por empeñarse en justificar un determinado ideal
de predicación analítica. Otras vece?, el réduccionismo nos
muestra lo superficial de las diferencias frente a lo profundo de
la identidad, la uniformidad de las vibraciones frente a la hete­
rogeneidad de los colores, nos muestra, en suma, el matiz como
una cualidad secundaria y un epifenómeno de la esencia... Así
como el microscopio revela la uniformidad de la estructura celu­
lar bajo la variedad de los tejidos, el monismo vislumbra la mo­
notonía fundamental bajo la policromía abigarrada de las cuali­
dades, esa monotonía que los viajes, las aventuras e incluso las
bellas artes disimulaban a duras penas. Cuanta más atención
pone la sensibilidad diferencial en las cualidades, más economía,
generalidad y similitud necesita la inteligencia para actuar. Por
ejemplo, las relaciones formales a través de las cualeB se expresa
permanecen inmutables para cualquier valor. jEn los conceptoB
exhaustivos y abstractos ya está contenida la colección completa
de las singularidades! Pero además, al neutralizar lo* imprevisto
y *la historicidad del devenir con el determinismo o el eterno
réóomenzar, la inteligencia extermina el apasionante azar:
{adiós a las aventuras que hacen palpitar el corazón,, adiós a las
sorpresas de la duración y a los juegos ambiguos de la Fortuna.
Así como el mecanismo y la necesidad desprecian las innovacio­
nes de lo vital, la previsión generaliza la banalidad, lo ya-visto
y lo desde-siempre-esperado. ¡Ver todo lo que uno tiene ante sí
hasta el infinito, poner el mañana y los futuros más lejanos al
alcance de la mano, verse rodeado por un vasto presente estan­
cado, son certidumbres que encogen un poco el corazón! Aquí
ya no hay diferencia entre la angustia y la quietud mortal. Y es
que la eternidad va aflorando poco a poco bajo la fina película
del devenir y deja al desnudo la evidencia del ser. No nos atre­
vemos a imaginar el vértigo de una conciencia eleática que de
pronto se descubre en el éter de la Unidad inmóvil y la transpa­
rencia infinita. Afortunadamente, en aquel tiempo en el que el
ser aparecía tan vacío, tan desnudo y tan simple, la conciencia
todavía no era ni muy pesada ni muy profunda. Ahora es a la
inversa: la infinita y tediosa llanura se ha poblado de formas,
el espacio homogéneo se ha convertido en un relieve infinita­
mente accidentado... y el aburrimiento es más intenso que en el
tiempo de la pobreza. ¿De qué nos sirve el tupido follaje de las
circunstancias si la conciencia se hace cada vez más penetrante
y aprende a traspasar las maneras .de ser para encontrar lo idén­
tico? La conciencia está hecha para la variedad y las peripecias,
se siente vivir gracias al estímulo de las diferencias y a la dis­
paridad de los acontecimientos, lleva a todos los rincones la
claridad meridiana y, sin embargo, instaura la monotonía en el
espado y la antigüedad inmutable en el tiempo; destruye, icon­
tradicción irónica del destino!, las condiciones mismas de su
surgimiento, porque las condiciones necesarias para explicar y
entender invalidan las condiciones precisas para, sentir. La uni­
dad inteligente colabora con la unidad uniforme e informe del
tedio. «Cerca de nosotros se sienta, inmóvil, la nada», dice
Leopardi. i Ojalá ese tiempo, que de estar más sano sería cine­
mático por naturaleza, recupere el movimiento! iAy!... ¿llega­
remos a librarnos algún día del aburrimiento mortal, «pesado,
macizo e inmutable como una columna de diamante»? ¿Conse­
guiremos atajar una enfermedad de la duración que vive gracias
a la alianza del entendimiento y la costumbre?
Pero hay algo más grave: la duración del tedio es una dura>
ción hipotensa cuya cohesión, rumbo y aplomo ya no están ase*
gurados por la esperanza del futuro, porque ese futuro es lo
que mantiene el interés de la espera e ilumina las largas sema­
nas sin alegría en una conciencia ambiciosa... ]Qué es lo que
no soportamos a cambio de una yaga promesa! Podemos aguan­
tar pacientemente un intervalo durante el cual no ocurre nada
si sabemos que al final puede ocurrir algo. Porque el valor del
futuro es hasta tal punto inagotable que, aunque durase tan solo
un instante, la continuación insípida del presente cobraría sen­
tido, ¿Qué digo? ¡Vidas enteras pueden hallar aliciente y senti­
do en un momento situado más allá de la muerte! Urdimos gran­
des intrigas para sentir treinta segundos de placer y hacemos
largos viajes para asistir a espectáculos de tres minutos de dura­
ción, porque un solo minuto puede encerrar toda la plenitud de
lo eterno. ¿No designa la «perspectiva» tanto el futuro como el
relieve? El futuro se proyecto hacia atrás, pero el pasado no se
proyecta hacia delante; la transmisión del valor a-través del
tie m p o e s m u c h o m á s r e tr o a c tiv a q u e p ro g r e s iv a . D e s d e lu e g o ,
igual que anticipamos una voluptuosidad futura o adelantamos
tlfi ídSñl ÍMflgiflftM&fttótoéfi. pódemos vivir de recuerdos y dejamos
llevar por la inercia, pero se trata de unas fuerzas inertes, tradi­
cionales y meramente defensivas y no se puede comparar eldina-
mismo de la esperanza y la llamada excitante del futuro con el
estatismo de la añoranza. Por muy hábil que sea el hombre para
prolongar los últimos restos de un esplendor difunto, para reavi­
var su llama, para retrasar con piadosas costumbres el olvido
todopoderoso y el desafecto inevitable, sabe muy bien que el
impulso se extinguirá poco a poco irremediablemente y que sólo
consigue aplazamientos. La fidelidad tiene algo de desesperado,
incluso en el «culto» que le rinde al pasado y en la obstinación
con que se aferra a él; protesta contra la irreversibilidad, contra
el tiempo implacable, contra el desgaste. Los recuerdos se petri­
fican en forma de supersticiones, es decir, se convierten en su­
pervivencias anacrónicas y artificiales; todo ese pasado volverá
a la indiferencia primordial, como los cuerpos al polvo. En el
presente la memoria sólo engendra espectros y sus .proyecciones
son tan melancólicas como concretas y apasionadas las de la
imaginación. Hay muchas maneras de estar ausente o no pre­
sente: el no-ser del «nunca más» y el no-ser del «aún no» no
son simétricos, aunque ambos limiten con el presente. i£n una
duración irreversible el momento es precisamente el dato cuali­
tativo que no podemos ignorar! Uno se prolonga penosamente y
el otro nos atrae y nos transporta gracias á un impulso realmente
¿elpidiano» y una evocación infinita; aquél quiere eternizar una
vibración que ya no puede crecer, solamente mantenerse... o
declinar y éste nos prepara, mediante presagios cada vez más
claros, para esa buena nueva que es el presente de mañana
hacia la cual tiende el alma. Uno se vacía y el otro crece gene*
rosa, gratuitamente. Ahora bienr lo esencial es la tendencia, por­
que en el pasatismo es declive, distensión y decrescendo, mien­
tras en el futurismo es ascenso y tensión enérgica. Desde la mis­
ma distancia, no es lo mismo acercarse que alejarse del núcleo
de los valores: gracias a la futurición el devenir, cerrado por
atrás, queda abierto hacia lo indefinido del futuro y del ideal,
mientras en la preterición, que pone el acento no en el Non-
dum, sino en el Jamnon, es el futuro lo que está obstruido. El
aburrimiento estaría al final de la pendiente, allí donde ya no
hay ninguna fuerza viva, allí donde vienen a morir las últimas
ondaa del pasado. Ese lugar aún no W ÜÍ la pO&V
hvfl, ni (lo que viene a ser lo mismo), la negación absoluta, sino
simplemente la ausencia de esperanza. El tedio es el valor ago­
tado. La fuente de las evaluaciones se nos ha secado, el mundo
no tiene ni relieve, ni espesor, ni perspectiva. En ese sentido, el
aburrimiento se opone no sólo a la percepción sana, regida por
la perspectiva, sino también al remordimiento, acontecimiento
moral que implica la desesperación de haber-hecho y supone
una jerarquía de valores, unas apreciaciones y un orden de prio­
ridad de ios deberes. El hombre aburrido ya no se encuentra
en el centro de un espacio de tres dimensiones donde las tareas
se distribuyen en círculos concéntricos. En primer lugar, el pro­
pio yo ha dejado de ser el centro perspectivo privilegiado, in­
comparable, cuyo mínimo desplazamiento trastoca las propor­
ciones del mundo visible; se siente cosa entre las cosas, cuerpo
indiferente entre otros cuerpos, en el mismo plano y sin relieve
personal alguno. Ya no es ese sujeto interior a sí mismo, que
tiene un sistema de referencia absoluta frenté a la naturaleza
entera, Y, sin embargo, {ironía del destino!: conserva una con­
ciencia para sufrir y para verse integrado de nuevo en el dere­
cho común de la existencia universal. Volver a ser cosa...
¡pase!, pero, ¿por qué tiene que saberlo?, ¿por qué esa concien­
cia superflua?, ¿por qué ese lujo ridículo? El aburrimiento no
es la desesperación, es decir, el envés del altorrelieve y la pers­
pectiva trágica, sino la indiferencia, la inapetencia, la irrelevan­
d a absoluta. Cuando el devenir ya no está' imantado, orientado
y polarizado por el magnetismo del futuro» el espacio pierde su
voluminosidad y desaparecen los destellos encendidos del deseo.
«Mi alma, dice Kierkegaard, se parece al Mar Muerto, cuyas
aguas ningún pájaro puede sobrevolar.» El aburrimiento es
la desgracia en calma. El mar de aceite. Lo contrario del
alborozo de la partida y de los impetuosos vientos matina­
les. Aunque después lo contemplemos cómo algo pasajero, nos
parece etemo mientras nos oprime. Envilece todo cuanto
toca, porque su función es depreciar y desvalorizar, como la del
amor es la predilección preferente. Es el más temible disolven­
te para los valores, los ataca y los descompone en silencio, como
un ácido velado; nos va quitando el apetito por donde pasa, las
cualidades se quedan desvaídas y se vuelven anodinas, insípi­
das e inodoras... pero, sobre todo, incoloras. «¡Oh, ese hastío
azul en el corazón!», exclama Maeterlinck, el poeta de Senes
c h a u d e s Inocente Anenski evoca la «toska» del azul profun­
do, la languidez azul como el zafiro, el azul de ultramar del te­
dio. Y C laude D eb ussy, el m úsico de P roses lyriqu es, se embe­
lesa con «el aburrimiento tan desconsoladamente verde del in­
vernadero de dolor» y ve caer los «pétalos del hastío» B. Todos
los colores le convienen al tedio, pero sobre todo y ante todo
el gris: no sólo porque el gris es policromía virtual, sino tam­
bién porque es el límite de toda decoloración y supone la vuelta
de la profusión multicolor a la neutralidad. El gris, color de la
ceniza y la niebla, del abigarramiento desvaído y los largos días
sin rumbo, «Las cenizas del crepúsculo caen sobre los soles des­
teñidos y la llovizna del hastío sobre los alientos del deseo» M.
Laforgue también invoca a su conciencia lánguida, que ni si­
quiera está de luto: «Tose, oh, gris del spleen»... Y Benjamín
Constant: «Soy todo polvo.» El «sabara brumoso» de Baudelai­
re, el «gran desierto gris» de Michelet o los «cielos de color
plomizo» de Laforgue son un mismo gris y una misma adiaforia:
en la uniformidad monocroma la arena, la lluvia, la bruma y el
otoño tienden a confundirse. Decididamente, Fantasio tiene ra­
zón: «Sólo hay viento y cenizas.» Todo se vuelve «igual» a
nuestros ojos, es decir, en este mundo marchito todos los valo­
res son intercambiables y sustituibles unos por otros. El tedio,
generador de .anorexia e indiferencia se contrapone al absolutis­
mo de la pasión por su función niveladora: la pasión es el' in­
terés excepcional concedido a alguien. El apasionado cree que
esa persona, por el mero hecho de ser ella, aporta un mensaje
irremplazable, único e imprescriptible. Y el aburrimiento, es
decir, la relatividad (no la flexibilidad mutua para el entendi­
miento, sino la equivalencia para el. querer) sólo conoce seres
cualesquiera y casi preferiría echar a suertes la responsabilidad
de elegir entre ellos, porque cuando la última preferencia deci­
siva ha muerto, sólo el azar de los dados nos puede disuadir de
la abstención. Ya no hay nada determinado, unívoco o patético:
el sudario de aburrimiento que se cíeme sobre los valores los
ha confundido a todos en 4o .universal, en la árida mediocridad.
{El valor agotado, el mundo descolorido, las sensaciones

54 Serre d ’ennui.
» III, De Fleurs.
56 A. Gide, Voyage d'Urien, p. 79.
adormecidas! Ahora vemos mejor hasta dónde hay que tener
en cuenta el pesimismo y hasta dónde hay que desectlftllQ. Eü
primer lugar, sabemos que el tedio brota del ser sustancial y que
Scliopenhauer y Pascal tienen razón. Pero también es cierto que
el fardo del ser sólo se hace pesado a través del pensamiento de
sí y para una conciencia tardía y ya adulta a la que no le basta
con escuchar latir su corazón. Lejos de distraernos, la introspec­
ción y la vót¡ov? voVjffE&>s* nos llenan de angustia. Según Nicole 57
el aburrimiento proviene de cualquier pensamiento embotado y
lánguido, ya sea pensamiento del pensamiento o pensamiento de
las otras cosas, por consiguiente, dejaríamos de aburrimos pen­
sando en nosotros mismos. [Pero transformar el propio pensa­
miento de uno mismo en diversión es achatar un poco el miste­
rio! Ese yo de Pascal que busca ansiosamente el cara a cara con
su: propio misterio ¿no encierra acaso al mismo tiempo toda la
«cogitado» cartesiana y toda su dignidad cristiana? El tedio es
a. la vez superficial y profundo y es superficial precisamente
porque es profundo: supone tanto las profundidades abismales
del ser como la conciencia que tomará conciencia de ello. Por
último, el aburrimiento no es ni completamente consciente ni
completamente inconsciente. «La conciencia de ser» o, lo que es
lo mismo, la conciencia del vacío, es algo un poco monstruoso:
en primer lugar, porque, igual que la representación pide el ob­
jeto representado, la conciencia pide un objeto que la ocupe y
el ser sólo le ofrece un mero tiempo vacío. Por otra parte, la
conciencia plantea el yo frente al no-yo, mientras que él ser
desnudo, Esse nudtim que compartimos cotí las montañas y las
piedras, o la conciencia de existir diluye el. yo en la inmensidad
del mundo. Lo persona ha preservado su conciencia, pero ha
perdido sus fronteras. ¿Acaso no tiene relación la angustia del
insomnio con ese ser anónimo, impersonal y extraviado en la
inmensidad negra, cuyo único viático es ese mínimo elemental,
al que están reducidas las piedras, las plantas y las-más humil­
des criaturas de Dios? «Y ese spleen, dice Laforgue, me venía
de todo» (Solo de Lime). ¿Nos curaremos algún día de esa tris­
teza cósmica, de ese insomnio a plena luz del día?

De la connaixsance de soi-mSme, cap. 3. Essais de morale (París,


1733) II, pp. 286-269; III, pp. 9-10; VIII, pp. 242, 326; IX, pp. 210, 379.
En contraposición a P ascal, Pensamientos (Brunrvicg) II, 139 (Alfaguara,
638).
Antes de nada, señalemos que el «demonio domésticos como
dice Momhuuer. o tá peñuúne jereara de las demonios».
cómo lo llama el poeta Lenau, no es un demonio para todos. No
todo el mundo quiere ser curado. El condicionamiento de nues­
tros deseos es tan caprichoso, complejo e imprevisible, que la
conciencia se encuentra en una situación ambigua respecto a su
enfermedad; le acaba gustando el encanto indolente del tedio.
(No hay quien lo entienda! La conciencia adora y maldice al
mismo tiempo la plácida languidez que le invade y aunque, en
cierto modo, deteste ese mohín de la duración, no quiere recibir
ayuda. ¡Quién no ha conocido la deliciosa ansiedad del «daemon
meridianus» o la indolencia de la calma chicha y la balsa de
aceite que Jules Laforgue esgrime contra Nietzsche: «]La enfer­
medad de la calma chicha ataca mi vela!» Muchos hombres
rememoran con nostalgia las interminables tardes de entretiem­
po absolutamente anodinas en las que no pasa nada, en las
que no hace ni frío ni calor: en la pequeña dudad todo es como
todos los dias; las horas planas y lisas discurren indolentes por
las calles y los rincones somnolientos. La conciencia muere
poco a poco de muerte natural... En provincias la conciencia
agoniza plácidamente todos los días en el letargo de las tardes
apacibles, iCómo iba a renunciar a esa eutanasia dominical, a
la morbidez de sus dulces reminiscencias, a su grata e inconfe-
sable neurastenial «Delectación morosa», dirán... Sin duda^
pero ¿qué hacer contra un enfermo enamorado de su propia
enfermedad y conchabado con el sufrimiento para engañar al
médico que debería curarle? ¿Hay que cuidarle a la fuerza o
acaso dejarlo entumecerse poco a poco en su desgracia encan­
tada? Al menos, que la extravagancia nos sirva para comprobar
una vez más hasta qué punto la conciencia es una fuerza capri­
chosa: primero descubre el dolor del placer en el aburrimiento
y luego se las arregla para saborear el placer de ese dolor; des­
pués de haber echado a. perder su felicidad, pone en entredicho
la propia seriedad de su «angustia,'en otras palabras, sería alter­
nativamente cínica y aburrida; ]a sus ojos todo deviene relati­
vidad infinita, momento de un dinamismo imprevisible! El tabú
del aburrimiento. es el reverso de su antídoto, el tabú de la
aventura, ya que en esta última la atracción prevalece sobre el
horror. Mientras oficialmente el hombre siente repulsión ante
el tiempo lánguido del tedio, clandesdna y vergonrósamente Be
siente atraído por él, es decir,
le espanta! La conciencia aburrida conjuga el exofcerismode la
averaién con el esoterismo de la atraedón. Sc alegaráque, des­
pués de todo, quizó esa es una forma de curarse. No obstante,
debemos aclarar que el placer malsano del tedio no'es él; froto
de un análisis o de un examen detenido de la duración, sino una
voluptuosidad impura y negativa, una voluptuosidad contrariada
que se asienta en el equívoco y la confusión y, por .tanto, no,
podrís ser la base de una curación definitiva, ya! que tal;; cura­
ción ha de provenir del espíritu. Hundirse no es ahondar. Sabo­
rear la propia desgracia y hallar en ella un confusa placer no
es ser felh, ,
El obstáculo de la ambivalencia no es el único. Si el enfer­
ma no siempre se deja cuidar, 1¿ enfermedad, pór su parte, no
siempre es fácil de localizar. Y ahem asvistoqueeliaburrim ien-
to no tiene motivos y que se despliega ^en* im: presenteinform e,
no en el presente agudo de la intuición,! afilado tomo él acero,
sino en una presencia difusa, viscosa, interminable; El coronel
Chabert, en Balzac, padece «una de: esas enfermedades: paía las
cuales la medicina no tiene nombre, cuyo foco es^en cierta for-
ma, móvil.,,, afección que podría denominarse el s p le e n fe la
desgracio, c-nancour habla de una «fiebre innominada» ? que
es más bien ausencia que presencia. ¡Extraña herida, dice René,
que no está en ninguna parte y está en todas peurtesl Y Hoff-
mann, en Im princesa Brambillas t abunda en el7mismo miste­
rio; a la alegría incomprensible de la reina Eras, la princesa
riíiueña, le responde la tristeza sin motivo del rey Ophioch. jLa
cura no parece precisamente fácil! ¿Cómo localizar una enfer­
medad que se caracteriza por la ubicuidad o, mejor dicho (por­
que, viene a ser lo mismo), por la «nusquamidad»?¿ Acaso, toda
esa «indeterminación del alma» no nos produce un dolar etéreo,
una especie de enfermedad impalpable .que no admite trata­
miento alguno? El médico palpa y a u sc u lta e n vano laconcien­
cia dolorida, moribunda y tan ridfctila, que a su lado el reuma­
tismo imaginario de Argan parece razonable. Decididamente,
nuestro enfciiao está sano... ¿ Q u é .e s e s ta enfermedad de la

a Obermcmn, Certa 41.


59 E. T. A. Hoffman, La princesa BrambUia, « C a p ric h o » '(c a p . ' III.
H istoria d d rey O phioch y la reina Eizis).
buena salud? ¿Y por qué insiste la conciencia en quejarse de bu
tormento inefable? La «oceanografía» del aburrimiento sólo
puede detectar la generalidad metafísica, la imprecisión, la natu-
ralezs raga de la angustia. La nenropatótoeía de Bergson y Jack-
son nos ha acostumbrado a la idea de una enfermedad sin sus­
trato anatómico y el tedio es precisamente una enfermedad de­
sencamada; afecta más a la función y a los instintos que al órga­
no y a las estructuras, por lo que deja de ser topográficamente
localizable; como hubieran dicho Mourgue y Monakovtf, esta
enfermedad sin fundamento sólo admite una «localización e ro
nógena». Hay que sustituir las entidades morfológicas por la
psique como totalidad espiritual. De este modo, la paradoja de
una enfermedad que no está en ninguna parte y habita, como la
psique de Plotino, la vida entera — ubique y nusquam— ya no
tiene nada de extraño: el tedio revela insuficientes los muy
venerables axiomas de la patología académica; hay enfermeda­
des de toda el alma, hay enfermedades sin lesión de la sustancia
nerviosa, e incluso hay enfermos sin enfermedad. Tal es la na­
turaleza de esa anomalía normal, ese dolor etéreo que se man­
tiene en suspensión en los humores y en la vida y constituye el
maL del aburrimiento. Así como la impureza se borra con las
lustraciones, un veneno se neutraliza con su contraveneno y una
infección con un medicamento específico. Si en general los mé­
dicos prefieren incriminar al agente patógeno, es decir, al micro­
bio, y atribuir a la enfermedad un origen exógeno es en virtud
de Un antiguo prejuicio de compensación o reversibilidad que
constituye la base de toda «iatriké»; se expulsa mejor lo que
está más apiñado. Y también se debe a que nos creemos puros
de nacimiento; estamos enfermos, pero no es culpa nuestra;
estamos enfermos porque nos ha contaminado una causa ad­
venticia. Ahora bien, ¿qué remedio curará esa intoxicación
pneumática, esa buena salud alicaída, esa «fiebre innominada»
que no tiene «signos patognomónicos»60 y no reside ni aquí, ni
ahí, ni más allá? Al parecer, a la conciencia le duele la dura­
ción... «A mi carne ¡hermana mía! le duele mucho el alma»,
exclama Jules Laforgue (Dimanches)¿ ¿Acaso no admitimos de
ese modo que algo adviene fuera del espacio y que el aburri­
miento no ocupa un lugar en nuestros tejidos, sino una fecha en

60 Joseph de Maisthe, Soirées de Saint-Pétersbourg, 1.* conversación,


nota 4. (Existe edición en castellano en Bspaso-Calpe, Madrid.)
el tiempo? En ese sentido, el tedio- es aún más insoluble que el
remordimiento, porque este último implica lo irreversible, peto
al menos señala claramente una falta que ha de ser redimida, es
decir, hsy materia de penitencia, aunque ésta sea ineficaz. Pero
aquí ¿dónde está la falta? ¿dónde la tragedia? A veces casi nos
gustaría poder reprocharle algo a la suerte, pero ni siquiera es
injusta con nosotros. Siguiendo a Simmel, hablábamos de una
«tragedia de la cultura» que afectaría a la actualización de las
posibilidades, es decir, el retorno dialéctico del punto de llega­
da al punto de partida. Pero ¿qué puede hacer el médico contra
esa tragedia radical que es el exceso c(e conciencia? Por defini­
ción, la cura vuelve a empezar perpetuamente y nuestra con­
ciencia va y viene sin cesar de la convalecencia a la recaída y
de la recaída a la convalecencia, sin poder salir del círculo mal­
dito; no nos pueden prescribir ni las posibilidades, ya que
son indigentes y famélicas, ni la eudemonía en acto, pues la
enfermedad renace de sus cenizas como el Fénix éri cuanto
nuestros deseos son colmados. ¡Extraña enfermedad, cuya cura
es extremadamente peligrosa, ya que será el punto de partida
de una nueva fiebre! Pero eso no es todo: el ser es a la vez
más y menos extenso que la conciencia, porque podemos con­
cebir un ser inconsciente, pero no podemos concebir una con­
ciencia sin un ser consciente: la conciencia presupone el ser por­
que primero es, porque pertenece a un ser consciente y vivo. La
existencia preexiste a la conciencia y la desborda, pero,' a su
vez, la conciencia es más rica y más fuerte que la existencia.
Pascal había entrevisto el conflicto: el mundo' prevalece sobre
el pensamiento, qué prevalece sobre el mundo al pensarlo. En
efecto, este debate infinito es ¡la peor de las penas! ¿Cómo po­
dría anticiparse el pensamiento del ser pensante a sil propio
pre-ser? ¿Cómo prever la enfermedad que proviene del ser
vacío? Aun antes de haberse planteado problema alguno, la con­
ciencia ya está preocupada por su propia «efectividad», como
decía -Schelling, es decir, por el mero hecho de encontrarse ahí,
porque {la quodidad es el colmo de lo inexplicable! La concien­
cia es al mismo tiempo más fuerte y más débil que ella misma..
{Qué trabajo de Sísifo le exigirá al médico esa enferma cuyo
único mal estriba en su salud! Si el aburrido fuera un hechiza­
do, bastaría que un mago le aplicara un exorcismo. Pero el abu­
rrimiento es la enfermedad del devenir y, como tal, necesita
una medicación muy espiritual y ajena a los remedias tangibles
de la farmacopea. No se puede aislar el microbio del aburri­
miento, ni presentar a fortiori su vacuna en un frasco. El tedio
forma parte de todos los «no-sé-qué» dolorosos para la desdi*
ciada conciencia, a saber, la m gjstk el pánica, y A pudor. Si
el aburrimiento es ante todo el miedo a aburrirse, para comba­
tirlo habrá que empezar por sugerir la creencia contraria; es el
único filtro que puede «romper el hechizo», el único que ataca
no los síntomas de la enfermedad, sino su misma raíz. Una pér­
dida se repara, una desgracia se olvida, pero esa ausencia pre­
sente sólo respondería a una medicación radicaL La terapéutica
del tedio emplea las mismas armas espirituales que la resisten­
cia ;a las tentaciones: contra una tentación ya secretamente ad­
mitida no hay voluntad que valga, pero uno puede negarse a
admitirla y atajar con firmeza las debilidades secretas que pre­
paran la derrota y se traducirán a posteriori en mil pretextos
para justificar nuestro abandono. En ese sentido, la voluntad es
más . fuerte que la muerte, pero para decir no tajantemente y
prevenir el hechizo hay que querer, y no se aprende a querer.
Cuando Arlequín acude ál médico por su melancolía, éste le
manda a su casa, queriendo decir con esto que el remedio no
estriba en una medicación exterior, sino en que piense que está
sano desde dentro de su propia enfermedad.
El tedio implica dos series de condiciones — el exceso de
conciencia, es decir, la sutileza desmedida y la aparición de la
temporalidad óntica de nuestros orígenes en la superficie del
devenir— a las cuales podemos aplicar dos clases de tratamien­
to: el primero sosegaría el tiempo ajetreado, el segundo enterra­
ría eri -las profundidades la temporalidad sustancial; uno exte­
nuaría la conciencia, otro disimularía la existencia. El primero,
que podríamos llamar el nivelamiento por debajo, se propone
restaurar la conciencia original del yo. Pero, a menos que volvié­
ramos a un estado vegetal, ¿cómo alcanzar la bienaventurada
incuria? ¿Y no descubriríamos por este camino que el único
remedio para el tedio es la inconsciencia del sueño? Sólo el dur­
miente, mientras duerme, está seguro de no aburrirse. Ya que
la conciencia no logra pasair inadvertida, nos esforzaremos por
intensificar las maneras de ser que arropan al ser, las modali­
dades o envoltorios que cubren la sustancia. Tal es la verdadera
terapéutica positiva. El vacío no sería vertiginoso sin la concien­
cia delv vacío, pero si no podemos exterminar la conciencia, sí
podemos colmar el vacío embutiendo en él todas las recreaciones
del arte y de Ir vida urbana. El tratamiento no se propone extir­
par lo que, por definición, no puede ser extirpado (ya que el ser
es d fundemento sustancial de la existencia y el pre5U^U55W
radical de la vida, incluidas las diversiones), sino desviar la
atención hacia otro lado por medio de reconfortantes adecuados.
Optimista, el racionalismo combate la distracción porque se
opone a la reflexión; pero Pascal deplora la diversión porque es
un remedio desesperado para el desesperante mal del pensar en
uno mismo: desdicha de la diversión o angustia de la medita­
ción autoscópica, no hay. otra salida. Malebranche sabe que hay
que estar a oscuras y en silencia para dejar hablar al Verbo inte­
rior? su ascesis será, en cierto modo, una cultura de la «aten­
ción». Pero ¿a qué podría prestar atención, entregado, como
estoy, a la dejadez? El tedio proviene de la atención a la nada
de nuestro destino y, pensándolo bien, más vale mirar cómo
vuelan las moscas que entregarse a la nada y caer en su fascina­
ción mortal. La tentación de concentrarse sería aún más pérfida
que la tentación de disiparse. El hombre se siente contradictoria­
mente atraído por la espaciosa plenitud del ser y repelido por
la nada de ese ser, por el vació de esa plenitud: llamábamos
Tentación a ese desgarro interior. El pensamiento que cree pen­
sar el ser, pensamiento nihilizado por el no-ser de ese ser,„se *
reduce a un no-pensamiento: ¿acaso el pensamiento de la nada,
que piensa la muerte sobre la cual no hay nada que pensar,
no es una nada de pensamiento? La obsesión es tan subliminal
y lancinante que ni siquiera las argucias de la diversión togran
hflSumzanÍQs contra ella: a poco que la reflexión‘se naga pro-
hmtte" ocenergl. aparece la ¿Fafl Mtiraiia de la muerte cerrando
toda perspecüye: 'es el"límite infranqueable de los proyectbs'y'
las esperanzas, fiTumversal igualdad de los desíguaTeá, grBBSüF-
do iinal que^ jd a íos proyéctflfi "flH PüjflB BH'SÜf, ifcvülflü tHü"
“jerarquías desalienta los ¿blueiAJB.'^HüMdiíUmui loa
valientes cuanto queramos: he aquí el final que le espera a la
vida más bella del mundo.» Un pensamiento tan importante, tan
verdaderamente total no soporta la cercanía de ningún otro pen­
samiento; por eso sólo aguantamos su compañía si no pro fundí- •
zamos demasiado en él o si evitamos en lo posible traerlo a la
mente. La naturaleza parece preverlo, ya que no deja duda al­
guna respecto al hecho mismo, pero nos mantiene en la íncerti-
dumbre de su fecha, de modo que nunca es absurdo pensar la
muerte propia diferida. El pensamiento que piensa el ser se re-
duce entonces s la angustia del no-ser: cuando roza los placeres
los desprecia, igual que un peligro vital o urgente relega los
peligros secundarios o lo infinito iguala y reduce las magnitudes
finitas. La terapéutica potíria resumirse como el arte de ausen­
tarse de sí mismo; y la distracción ha de entenderse de dos ma­
neras: desde el punto de vista de la extensión, como dispersión
y, desde el punto de vista de la profundidad, como roce. Se dice
que el hombre que medita es un «animal, depravado»- De Rous­
seau a Nietzsche, a menudo se ha incluido en esta condena tanto
Et~deiino introspectivo como la meditación matemática, ya que
todo es bueno para una conciencia ansiosa de evitar pensar en
sí misma, en su destino, en su no-ser. Afortunadamente, las di­
versiones no suelen faltar y el único problema estriba en no
saber cuál elegir. Si bien es cierto que el ser puro es el vacío,
también es verdad que todo lo que rodea ese vacío es pleno y
rico. En el fondo, esto será una nueva dificultad: si el ser fuera
«algo», sería fácil taparlo con otra cosa,, disimularlo bajo un
envoltorio más denso y más consistente que él; pero si lo que
nos atormenta es una especie de nada, una presencia rarificada
hasta la ausencia, es de suponer que la existencia inexistente
seguirá filtrándose a través de la cortina de ruidos, placeres y
colores que alcemos ante ella; más sutil que las más sutiles ra­
diaciones, vuelve transparente lo opaco, penetra por doquier y
nos persigue como la mala conciencia de Caín por los escondites
subterráneos/ Al menos, el remordimiento' no surge hasta el día
del pecado y solamente en el culpable. En cambio, el tedio ex­
cluye la tensión patética. Enfermedad impalpable y etérea, pue­
de impregnar la duración entera de una vida normal.
: ¿Hay algo más indicado para humillar nuestra orgullosa
autarquía? Necesitamos tres capas de «circunstancias» —cir­
cunstancias sociales, inmanentes y trascendentes— para cubrir
dé sedimentos el lecho de la duración, enmascarar el destino y
esquivar la tragedia interior. En primer lugar, la sociabilidad,
porque lo social se deposita como una capa aislante sobre el
tiempo desnudo. La sociedad está particularmente dotada para
la lucha perpetua que libramos con el tedioÉl. ¿Acaso la tempo­
ralidad difusa, omnipresente y oceánica, no aprovecha el menor
descuido para volvemos a sumergir bajo su leve gasa? Aún no
ha vuelto la cabeza la sociedad y el convidado de piedra ya está

61 Emilc Tardieu, L'ennui, étude psychotúgique (París, 1913).


sentado, como en la Noche de Diciembre, a nuestra mesa. | Mí­
renlo, al péiido huérfano Vestido de negro que se parece a
nosotros como un hermano gemelo! La sociedad debería acom­
pañamos a casa, instalarse en nuestra intimidad, dejamos solos
lo menos posible, para impedir el inexplicable cara a cara.
Porque cuando la multitud está presente esa extraña visita que
es el otro de Nosotros mismos, que"ds el doble d e u ncatra cea ^
ciencia, no suele atreverse a salny El mundo multiplica las fies.-.,
tasólas floreT*y”el ruido Mritra el enemigo invisible^ Afórfuna-
damerTtcv-lc -grgpno nos resulta tan natural .como la existencia
misma. La existencia nos ha sido dada para existir y no para
reflexionar sobre ella, igual que la respiración nos sirve para
respirar y no para observamos mientras respiramos. Al sacamos
hacia el otro, la sociabilidad contrarresta el reflujo secundario
sobre uno mismo, la espontaneidad torcida y precursora de la
angustia que es la conciencia. El hombre es un animal político
y la vida en común le desvía de su destinée. Tanto es así que
Bergson62 consideró el tedio como el efecto específico de la
soledad. Para Froust, para los parnasianos, para los románticos
e incluso para el siglo diecisiete, el pathos del aburrimiento se
cria en el desierto de la soledad. Lá Bruyére habla de la «gran
desgracia de no poder estar solo» y Pascal de la desdicha de»no
poder quedarse en su habitación. El recluso se evade de la
celda donde deshojaba el calendario y corre a confundirse, entre
la muchedumbre para olvidarse de sí mismo. Se diría que nues­
tra tragedia se amortigua cuando, en lugar de recaer en los
hombros de una sola persona, ha de repartirse entre los compo­
nentes de una m ultitud63. Si estamos en grupo-oiremos menos el
tic-tac monótono que divide las horas en minutos y va desmenu­
zando la duración en pedacitos. Ese plural nos impide contar o
deletrear los instantes. «Harto, resignado, dedicado aún por va­
rias horas a su tarea inmemorial, el día gris tejía su pasamanería
de nácar y me entristecía pensar que iba a quedarme a solar con
él...» ¿Acaso el logos o lenguaje no está esencialmente hecho
para la comunicación? En el monólogo, se atrofia. Por eso el
pensamiento dialéctico recobra la animación y la sociabilidad
42 Les deux sources de la morale et de la religión, p. 109. Cf. Baude-
laire, Le spleen de París 23: La Salitude. (Exiate edición en castellano
en Fontamara, Barcelona, 1981.)
ü Pnoust, Sodome et Gomarrhe I, p. 40. (Pertenece a la obra En
busca del tiempo perdido, publicada en Alianza, Madrid, 1966.)
del diálogo en cuanto se libera del «discurso continuo».' A par­
tir de ese momento, su voz ya no clamará en el desierto; deseoso
de abrir al amigo su asfixiante soliloquio, empieza por buscar
inteúocum o, si menos, oyentes pbm que el no-yo «estímame
nuestra presencia haciéndonos eco y también para que la volun­
tad de los demás haga m is aventuroso e imprevisible el juego
del pensamiento. De esta vocación se derivan todos los placeres
de la conversación, placeres tan poderosos que incluso él pensa*
miento solitario suele definirse como una conversación del alma
consigo m ism a. A caso la conciencia sea esa pluralidad elemen­
tal, ya que el dual es el primer plural. ¿No empieza el «varios»
con 'dos? La reflexión desdobla el soliloquio de la conciencia
para convertirlo en diversidad y sociedad incipientes. Es verdad
que el desdoblamiento Ha de distinguirse del doblamiento, así
como la segmentación de la multiplicación: sólo esta última es
enriquecimiento positivo, aumento de volumen y aporte de sus­
tancia ajena. En el primer caso, lo único saca de sí mismo su
propio doble, de tal modo que, según la teoría polizoísta, el
organismo no sería más que una colonia de células. {Sociedad
ilusoria, apenas capaz de aliviar el tedio! La conciencia, con el
eco de su propia voz y la imagen reflejada de sus propios ras­
gos por toda compañía, está tan sola como un anacoreta en el
desierto; dividirse o repetirse indefinidamente aún no es dirigir­
se al Otro. En el saber «con» uno mismo, Con indica una comu­
nidad ilusoria y Uno mismo designa a un pseudointérlocutor.
El mismo sujeto pregunta y responde y dialoga con su sombra.
¡Qué conversación tan decepcionante! También es verdad que
se puede estar solo entre la multitud y que los hombres se
aburren en grupo tan dignamente como en soledad: cuando hay
muchos hombres amontonados en un espacio cerrado, el tedio,
dice Friedrich SchlegelM, se expande como el gas carbónico; a
veces la vida en común es peor que el exilio y cuanto más indis­
cretamente nos invade, rodea y asedia, más nos confina en nues­
tro ¡desierto interior. El lirismo romántico padece la soledad,
peró huye de lo que considera promiscuidades vulgares. Hamon
y Port-Royal, Rousseau y Zimmeramnn y el propio Kierke-
gaard65 exaltaron la venturosa soledad (Jo beata soíitudo, sola
beatitudol) que, lejos de mutilar la conciencia, le brinda un
M Athenaeum, Fragmente», núm. 2 (Minor II, p. 203).
65 De la soliiude, por M. Hamon (Amsterdam, 1734). Zimmermann,
La Solitude, trad. X. Marmier (París, 1855). '
refugio para resguardarse de los suntuosos tedios del siglo. Los
racionalistas clásicos también conocen si ^ \ü fápTÁñflft fe
la soledad, aunque establezcan una oposición entre el GÍGlops
insociable y cierto Ideal «le urbanidad. Mientras el aislamiento
en Pascal es estéril y angustioso, la soledad cartesiana se revela
fecunda y estimula la independencia del juicio. Hn la soledad
florecen la libertad y la sabiduría. Desde luego, la soledad aún
es «legión». El yo no reina en medio de un universo deshabitado,
como en la Lucinde de Friedrich SchlegeJ, sino que se inserta
en una comunidad esencialmente razonable frente a la hipertro­
fia pasional y la embriaguez libertaria.
También disponemos de novedades para escamotear lo trá­
gico de la existencia. Se trata de «circunstancias inmanentes» en
las cuales el grupo no interviene forzosamente. Es cierto que las
voluntades ajenas constituyen una fuente inagotable de impre­
vistos y sorpresas, son las que hacen tan apasionantes los juegos
de la guerra, la discusión y el amor. Pero, por otro lado, el re­
baño también representa el mundo de la rutina y el automatismo
profesional. Con un poco de imaginación la conciencia hallará
pretextos para olvidar que existe en sf misma, en la renovación
de las sensaciones y en el goce de la variedad, y envolverá el ser
del devenir con un tupido y variopinto manto de cualidades.
Hemos visto que el aburrimiento no nace de la monotonía obje­
tiva (la naturaleza en sí misma no es monótona: es lo que es,
inagotablemente diversa), sino, de la uniformidad metafísica;
sebemos que el tedio es esa misma uniformidad; que, en muchos
casos, la uniformidad nace precisamente, de la agotadora varie­
dad que recorre demasiado aprisa, con demasiada impaciencia,
toda la gama de las cualidades, todo el ciclo de los éxtasis...
¿Cómo impedir que el ciclo se cierre, que bajo la. variedad
emerja un ritmo, bajo las apariencias multiformes una sustan­
cia común? Desde luego, si fuera prudente, la conciencia se
mostraría más paciente con la antigüedad. En primer lugar, sa­
bría que la preexistencia no excluye la novedad, sino que, al
contrario, acentúa su densidad y su riqueza. A continuación
recordaría que !a permanencia favorece la inteligibilidad. En ter­
cer lugar, intentfiría reírse de ella, ya que la repetición puede
ser una mera cantinela, un incidente superficial, parcial y sin
influencia sobre nuestra destinée. En cuarto lugar, se las arre­
glaría para gozar del placer dulce y sedentario de la monotonía,
porque en esa pereza, en ese embotamiento de la duración hay
una especie de suavidad friolera y entumecida muy agradable
«celia continúala dulcesclt». En quinto lugar, encontraría en las
simetrías el cómodo principio del ahorro: «bis repetita non*
nunquam placent». La repetición aburrida no es. como lo cómico
r "
eiv Bergson, un mecanismo indirectamente superpuesto sobre la
vida; la reiteración no es un descuido accidental, una diversión
o distracción superficial, un abandono añadido a la vocación
innovadora de la naturaleza. No, la uniformidad del aburri­
miento se desprende, recordémoslo, de la temporalidad sustan­
cial y, por lo tanto, sólo puede ser absolutamente seria. En
cuanto a la nana de las repeticiones, nos adormece para hacerse
soportable. Sin duda, la conciencia es tan hábil que puede con­
vertir su propio aburrimiento en un objeto gracioso y divertido.
Pero ¿cómo ironizar sobre lo que empaña el conjunto de nues­
tra felicidad y nos hostiga, no por un flanco, como la risa, sino
por todos los flancos a la vez, cercando el yo antes de debili­
tarlo? En el caso de una conciencia que no puede resignarse a
la monotonía, lo más urgente será engañarla mediante la bús­
queda metódica de lo maravilloso y lo sensacional, mediante la
transformación continua de los decorados, los cruceros* y todas
las evasiones de los sentidos y la imaginación. La conciencia
hastiada, pero ávida de aventuras, pone todo su afán en darse
miedo y busca alimento para su curiosidad «Quousque eadem?»,
pregunta Séneca. Y Jules Laforgue: «iAh! Cotidiana es la
vida» (Complainie sur certains ennuis). La sociedad lo sabe e
intenta diversificar de mil maneras las horas demasiado iguales:
las fiestas del calendario ponen una tímida nota de color en
nuestras efemérides y los horarios cotidianos marcan las diferen­
cias entre las horas del día para evitar una excesiva semejanza.
En este aspecto, la alternancia es la variedad elemental, la que
se. obtiene con dos términos que nos permiten descansar alter­
nativamente de uno y otro: la sucesión de los días y las noches
y- el ritmo de las estaciones alivian la fatiga del cuerpo y el
spleen del alma. Los adultos modernos también se distraen con
el estruendo, los deportes y un infantilismo controlado. Sin em­
bargo, esas drogas sólo dejan tras*.de sí una inmensa lasitud y
un cansancio mortal. «Nunquam est, qui ubique est.» Y, antici­
pándose a Pascal, Séneca descubre que la primera de nuestras
desgracias estriba en no saber «consistere et secum m oran»66.

2.‘ y 28.* cartas a Lucilio.


Cuanto más cambiamos el vestido y las plumas más patente se
hace el fondo, el triste fondo de ese yo constante, inmutable,
siempre igual a sí mismo. 1Conciencia indigente, tan fácilmente
descubierta! ¡Tan mal maquillada! La gran miseria del tedio
aflora continuamente entre los remolinos de la novedad. Las car­
tas, los caballos, las mujeres, la caza, el vino y los asuntos de
Estado no logran difuminar a ojos de Pedro Bazukhov 67 la ver­
dad radical: todo es igual e indiferente. Por mucho que nos
divirtamos nunca habrá bastantes carracas, pífanos y címbalos
para a c a lla r lo voz del gran silencio ensordecedor, ese silencio
materno al que van a parar nuestros clamores como los ríos a
la mar. £1 silencio siempre habla más alto y el estrépito ya no
tiene eco ni resonancia en el gran espacio mudo. ¿No tiene el
pánico del silencio algo de sobrenatural?
Puesto que ni la sociabilidad ni las novedades bastan para
disimular el vacío del ser, la conciencia recurre a la acción para
distraerse y se enfrasca en los contenidos, quehaceres y rutinas
qué ocupan el lugar del sujeto vacío. El Hacer es lo que colma
más a menudo el vacío del Ser y, en la práctica, ocupa toda la
continuación del intervalo. No hacer nada literal o estrictamente
es un límite más bien teórico... ¿No sería el no hacer nada el
grado cero de la desocupación, la evacuación de todos los .con­
tenidos del tiempo? Desde luego, hay un estado en el que la
inacción casi no nos pesa y el ser llega a desnudarse sin exhalar
ni un ápice de angustia. Una existencia desocupada y ociosa no
implica forzosamente una conciencia aburrida. En- general, el
tedio no cabe cuando el proyecto, como por ejemplo en la vida
instintiva, es inmediata e instantáneamente atajado por el acto,
cuando entre la finalidad y la función no hay margen de con­
ciencia ni resquicio visible alguno; un «ser espinal» normalmen­
te no tiene tiempo de aburrirse. Elevada a un exponente supe­
rior, la conciencia ignora el tedio mientras permanece inocente;.
aún no ha clavado los ojos en su propia vida, ni ha intentado
obtener su propia imagen secundaria y siempre inadecuada me­
diante el desdoblamiento de la reflexión: no hay intervalo de
duración alguno entre la intención y el hecho y el desconcierto
desaparece con el nacimiento mismo del gesto vacilante. En el
aspecto social, la conciencia ignora el tedio cuando es entera­
mente ciudadana, es decir, cuando la vida pública la ocupa por
completo. Bíos y Zoé dejan de coincidir en un primer momento
cuando la conciencia supera la instantaneidad del .reflejo y en­
trevé a través de sus maquinaciones la figura nostálgica de 1&5
posibilidades que no llegarán. En un segundo p8SQ) yfl flislfldfi
dci Astado, la c o n c ie n c ia vuelve sobre sí misma y se pone a
reflexionar sobre su propia destinée, tal como ocurre en la sabi­
duría estoica y neoplatónica; ese desamparo justifica todas las
revanchas del lirismo, la meditación y la vida interior: al que­
dar disponible, la conciencia se resquebraja dejando de coinci­
dir con la existencia y, al mismo tiempo, todas nuestras iniciati­
vas'se empañan de nostalgia y melancolía. La conciencia neuras­
ténica intentará recuperar la simbiosis .con la especie y con el
mundo para curarse; intentará ser secundariamente, por confor­
mismo y a fuerza de atenta aplicación, lo que el primitivo era
por naturaleza y, en cierto modo, mágicamente, ya que formaba
un 'todo con los elementos, los metales y las fuerzas telúricas. £1
tedio será entonces «vis a tergo» y, a su manera, principio de
movimiento o mejor de agitación,' ya que la ociosidad incita al
hombre a toda clase de intrigas y actividades. Kierkegaard llenó
no pocas páginas sobre este problema: abandonar a la esposa,
deponer a un rey, expulsar a un cura, un ministro o un periodis­
ta, son algunos de los efectos más comunes del tedio. Por abu­
rrimiento los dioses crearon al hombre y, como Adán se aburría
solo, le hicieron a Eva. Adán y Eva se aburrieron juntos> con
Caín y Abel se aburrieron en familia y, tras ellos, los hombres
se ^aburrieron en masa. De ahí la empresa de Babel, los «cir­
censes» o las recreaciones patéticas de Nerón6i. Pero* habría que
preguntarse si es posible encontrar por ese camino la plenitud
dichosa de una existencia completamente volcada en las cosas,
porque ¿acaso el intento de diluirse en la existencia cívica y
cósmica no lleva a esa conciencia demasiado moderna a sentir
aún más el peso de su inquietud? Estamos más preocupados que
nunca, con la humanidad' entera a nuestras espaldas y, en lugar
de tener un solo vínculo, hallamos innumerables y dolorosos
parentescos en toda la naturaleza; ya no nos sentimos únicamente
solidarios de nuestro grupo;, sino responsables de él y abrumados
de problemas. El universo nos resultaba tan ligero desde la ino­
cencia como opresivo nos resulta desde la falsa ingenuidad,
cuando pensamos en las criaturas y las invisibles-presencias que
nos observan. No obstante, aunque la acción no restablezca la
solidaridad simpática con el macrocosmos, 6Í 55 UipSI f e idQft'
cer un futuro para la conciencia asfixiada de recuerdos; desplfr
Zfl si acento d e a tr á s h a c ia delante y del Ya-no al Aún-no. Para
que la conciencia recobre su alacridad es preciso que el centro
de gravedad esté delante de nosotros, es decir, mañana. Frente
al pasatismo, que se apoya en el ayer, la acción aporta el aplomo
y el fervor de la esperanza. Pero no implica el olvido, sino la
simplificación; nos enseña a integrar, asimilar o digerir el pa­
sado. Luego distribuye por los miembros, a través de gestos y
movimientos variados esa conciencia disponible que, de quedar
inactiva, sería perniciosa. Va y viene sin cesar, sobre todo cuan­
do es creativa, de la temporalidad del ser al tiempo de la con­
ciencia. Por eso buscamos tan apasionadamente esa especie de
extraversión activa que nos evita el cara a cara con nuestra pro­
pia sombra y nos aleja del infierno de la reclusión. El yo confi­
nado en la ociosidad, incapaz no sólo de «actuar», sino de «ha­
cer», se debilita a fuerza de desviar una energía naturalmente
centrífuga hacia el conocimiento de sí; el yo languidece en la
prisión de su ocio como si fuera un pájaro salvaje que devora
la nostalgia del cíelo y el viento.
Si lo social, la novedad y la acción no bastan para combatir
el pudor de ser sustancia desnuda, es porque lo importante es
renovar el alma misma y no sólo los paisajes que la rodean.
«Animum debes mutare, non caelum.» El remedio del tedio no
estriba tanto en extender la diversión cómo en limitarla e inten­
sificarla. ¿Acaso aturdirse con ruido y anécdota^, 'negarse a
«profundizar», esquivar el mal, en suma, no es hacerse a bajo
precio con un bienestar frágil, efímero y sólo aparente? La ley
dialéctica del demasiado impide sin cesar que nuestra miseria
se adormezca bajo las brillantes apariencias en que la hemos
envuelto. En ese sentido, el tedio se parece al pecado, cuyo re­
medio es el arrepentimiento y no el olvido; ahora bien, no hay
arrepentimiento veraz y duradero sin afrontar con valentía el
sufrimiento. Toda la frivolidad de la actitud romántica residía
en el temor a encarar las cosas. Al hombre romántico no sólo
le aburre el tiempo ónticó, sino también el propio devenir. Al
considerar «a priori» el devenir, es decir, al trivializarlo, el
criticismo mal preparaba al romanticismo para la idea de un
tiempo creador, innovador y realmente fecundo, de ahí la pere­
za de Friedrich Schlegel o la duración vacía y meramente subje­
tiva de Schopenhauer. Y, sin embargo, todo ese spleen -era con­
temporáneo al transformismo, que precisamente supone la creen­
cia en una eficacia intensiva del devenir, ¿no es acaso esa efica­
cia el postulado de la biología evolucionista? Por su partCj lg§
melancólicos Prefieren considerar el devenir como un no-ser y
el presente como una sombra fugitiva entre un futuro inexisten­
te y’ un pasado irrevocable; la propia historia se convierte en un
pensamiento absurdo que empieza en el paraíso perdido. Para
Novalis la filosofía sería antihistórica y para Tieck. sería indife­
rente conquistar imperios o hacer pompas de jabón. Schelling,
a su vez, mide el devenir por el arquetipo de lo eterno. Los
románticos no están menos enamorados de ese pasado fantasmal
y no podrían vivir sin su grata nostalgia... iAl menos Descartes
desconfiaba de la memoria porque creía en el presente! Ya sea
porque admiten la idea del ciclo o del eterno retomo, ya porque
ven' en la Caída una confirmación del mito de la edad de oro,
todos coinciden en valorar los comienzos inmemoriales y supra-
históricos del devenir: la historia es un rodeo estéril que la hu­
manidad ha de recorrer mientras espera la llegada del reino de
Dios. ¿Cómo no iba a ser fastidioso ese rodeo, que suscita toda
clase de impaciencias? «Máximum vivendi impedimentum est
exspectatio», dice Séneca0 . Actúa como una pasión unilateral
que, al concentrar, acaparar y monopolizar el valor, vacía y de­
precia los demás intereses de la vida... Pero cuando una teleolo­
gía pasional convierte el fin del devenir e n ' algo aSsoluto la
esppra puede estar vacía. Para la nostalgia pasatista y para el
mesianismo futurista el tiempo representa lo que la conciencia
no ha podido realizar de una sola vez: es retraso y negación, es,
por lo tanto, un tiempo perdido. Con el fin de acortar la espe­
ra, la conciencia romántica se prodiga en artimañas y argucias.
Mencionemos la antítesis, es decir, el contraste, violento que sa­
cude nuestra atonía dejándonos saciados; el carnaval, es decir,
el travestí, puesto que el hombre imagina rejuvenecer cambian­
do de máscara y de apariencia; el presto, es decir, el vértigo de
la velocidad a través del cual la conciencia intenta olvidarse de
sí misma. Tal es el Scherzo de una Noche de Verano, que galopa
de nube en nube y corre sobre las alas del viento. Perpetuum
mobile, Masques et Bergamasques, Antítesis —Mendelssohn,
Schumann y Liszt— son las tres formas más llamativas de esa
embriaguez, la primera para el oído y por efecto de la movilidad
del tiempo, las otras en el espacio óptico y por efecto del con­
traste entre la luz y la sombra. £1 arabesco romántico
toda clase ds CllfVSS caprichosas y zigzags lunáticos: Eros, con
sus excentricidades, y Ofterdingen, el peregrino de Novalis, y
Lovell, el jugador, y Fortunato, el aventurero de Tieck, todos
sienten el mismo prurito de viajar, la misma ansia de novedad
y de contrastes. Pero cuanto más fuertes son los excitantes, más
se eleva el umbral de la sensibilidad y más difícil se hace asom­
brar a quien está de vuelta de todo; los prestos se aceleran has­
ta el infinito y la conciencia, de capriccio en fantasía, se abis­
ma poco a poco en tenebrosos delirios. ¿Cómo no oponer, por
ejemplo, el nerviosismo romántico a la serena objetividad de un
Goethe? «Nunca he pensado sobre el pensamiento», dice, «he
sido astuto». Fantasio, en cambio, por mucho que intenta ser
«aquel señor que pasa por la calle», Convertirse en otro, y huir
de sí mismo, sigue inconsolablemente triste. Y Arlequín, a pesar
de su traje multicolor, tampoco consigue abatir al gran pájaro
negro. Evidentemente, es más fácil aturdirse con el presto que
con el adagio y el virtuosismo de Paganini, que salta de un
extremo al otro, aquí se encuentra en el mismo caso que la
celeridad raendelssohniana. Los largos ponen fácilmente al des­
nudo el vacío de todo pensamiento; la profunda indigencia de
las significaciones. En cambio, la velocidad en ocasiones pasa
por densidad y, mientras la lentitud resulta despiadada para
quienes nada tienen que decir, la velocidad crea fácilmente la
ilusión. Pero la rapidez mecánica del movimiento rió suple la
intención melódica ni las modulaciones inteligentes y complejas
que constituyen la plenitud de la vida. Acelerar la marcha no
es acelerar el tiempo; al contrario, cuanto más nos apresuramos,
más recursos consumimos y más despilfarramos las novedades
destinadas a rellenar las horas vacías. Con el presto ocurre
como con la moda, ese vaivén del gusto: los breves entusiasmos,
los cambios. repentinos, la incoherencia de los estilos y los an­
tojos del momento son complicaciones que se van multiplicando
y nos alejan cada día un poco más de la simplicidad alegre del
tiempo verdadero. El versátil, arropado por sus tristes diversio­
nes, no logra mudar la piel,
No se trata de «matar» el tiempo, como suele decirse, ni
siquiera de «engañarlo» por sorpresa aprovechando dos o tres
ocasiones inconfesables. Se trata de «pasarlo». Sí, es la canden-
cía la que debe pasar el tiempo y no el tiempo el que debe
pasar a espaldas de la conciencia. A veces se dice: por cada
hora pasada, otro tanto ganado. ¿Ganado en qué sentido, por
favor? Para asumir el tiempo de un modo activo y explotar
todas sus riquezas es preciso qU6 lfi COIMCia recupere la ini­
ciativa. Hay que recobrar la dirección del tiempo y tomar pose­
sión de él. El tiempo del aburrimiento es un tiempo un poco
salvaje, un tiempo incomprensible que no tenemos ¿ nuestra
libre y entera disposición, que no podemos detener, ni acelerar,
ni modificar. Es decir, que si bien transcurre por sí solo, sin
necesidad de empujarlo, también representa cierto grosor obje­
tivo a la hora de atravesarlo. Es imposible absorber ese grosor
de espera; así como es imposible abolir la distancia en el espa­
cio. La sucesión de las horas impide la simultaneidad eterna,
igual que la extensión de los kilómetros impide la ubicuidad. No
podemos estar en todos los sitios a la vez, como tampoco pode­
mos ser y haber sido. ¿No son omnipresencia y «omnipresente»
dos formas de la misma quimera, de la misma magia, de la
misma taumaturgia, dos imposibles victorias sobre la maldición
de la finitud? Los candidatos al aburrimiento son quienes, en
su impotencia, quieren saltar por encima de los momentos in­
termedios. El tedio, oprimido por el peso del tiempo, significa
el fracaso, la derrota de todo angelismo... Mañana será dentro
d e . veinticuatro horas y no puedo escamotear ni suprimir las
veinticuatro horas que me separan de ese momento, solamente
puedo' dormirlas o no pensar en ellas. ¿Acaso ese destino que
marca la existencia no expresa una fatalidad del mismo orden
que el axioma de identidad? Se hace casi doloroso en la resis­
tencia de los relojes de arena a vaciarse de golpe, en la áspera
lentitud de ciertos minutos profundos como siglos. Querámoslo
o no, hay que desgranar los instantes uno por uno y deletrear
los, momentos intermedios uno tras otro; sólo Dios podría auto­
rizamos a quemar etapas, sólo un milagro podría dispensamos
de , la indispensable medición. El filósofo más insigne ha de
esperar que se disuelva el azúcar en su vaso de filósofo, la
impaciencia está fuera de lugar. La cosa más fácil del mundo, el
simple hecho de existir (1porque existir es más fácil que dor­
mir, más sencillo que respirar!) se nos antoja padecimiento y
trabajo: trabajo pasivo y padecimiento vegetativo, porque, al
fin y al cabo, no hay más que dejarse llevar y porque envejece­
mos ¡ay i sin esfuerzo. Cualquier imbécil es capaz de hacerlo.
Para ser no hay más que ser y es más bien la resistencia a ser
lo que mide nuestro mérito. ¿Cómo es posible que la mata ptl-
severancis su el ser, la continuación inerte de la existencia, la
subsistencia por pura inercia, resulten a veces tan laboriosas,
penosas e ingratas7 Chateaubriand habla de esa pesadez, y tam­
bién Senancour... ¿Hay algo más singular que ese peso de las
horas vacías, esa densa presencia de la ausencia? £1 tiempo
es. como la presión del aire, que sólo es insensible cuando está
uniformemente lleno; el tiempo no pesa nada cuando pesa por
todos sitios a la vez, pero pesa mucho en una existencia vacía.
Si respirar puede convertirse en algo angustioso para el enfer­
mo, existir puede convertirse en algo preocupante para el enfer­
mo-sano. Ahora bien, la solución no es hacer el tiempo insen­
sible y escurridizo, es decir, malgastarlo alegremente, sino bus­
c a r su intensidad y toda su plenitud, ahondar lo más posible
hasta ese fondo del que ya no hay nada que contar, porque ya
no pasa nada; no hay que detenerse, como Obermann, a media
profundidad. Obtendremos de la duración el m áxim o. rendi­
miento, A falta de ubicuidad e instantaneidad, recurrimos a
pasatiempos estúpidos y llenamos las horas vacías con partidas
de cartas y vanas diversiones cuando la propia duración posee
recursos insospechados, siempre que nos dignemos a prestarles
atención. Si renunciamos tanto a las quimeras de lo intemporal
como a los pasatiempos del juego, que -restablecería lúdica-
mente, es decir, artificialmente el esfuerzo y la distancia, queda
la posibilidad de tomar el tiempo en serio. ¿Y si intentásemos
hacer la espera apasionante?
Bergson, que nos acostumbró a considerar el tiempo no
como una tierra de exilio, sino como nuestra verdadera patria,
convirtió el pesimismo de Schopenhauer en optimismo. «In
eo vivimus et movemur et suraus.» Lá filosofía afirmativa in­
vierte las ideas sobre la eternidad del Timeo, recogidas por Pio-
tino. {Es la eternidad lo que es una imagen inmóvil del tiempo!
Cuando el hombre está arraigado en su propio devenir descubre
su intensidad y renuncia a rellenarlo y atiborrarlo desde fuera
con juegos ridículos. Instalado en el tiempo hechizado de la
música, el hombre ha hecho insensibles el peso de las horas y la
sucesión de los minutos; el flujo melódico de la sinfonía nos
traslada al éxtasis y a la inocencia. A diferencia del continente
vacío, que es la vasija o el recipiente de los contenidos, el
tiempo no es el recipiente de los pasatiempos, sino que él mismo
es la forma y la materia. De este modo, el sabio siempre tiene
a lg o q u e h a c e r , s ie m p re tie n e un breviario que hojear o un
libro de horas abierto día y noche ante él. £1 dogmatismo pro*
pida el aburrimiento porque concentra todo el valor en un
sustancial y dcsprscifl SUS transiciones. El dinamismo, al
contrario, sería la filosofía de los intervalos, la que valora las
transiciones y distribuye el valor con más humildad, equidad y
justicia a lo largo de la continuación temporal; por tina parte,
aprendemos que los instantes son en sí mismos transiciones
y,' por otra, que las transiciones se -resuelven ál infinito en
instantes. Así se prolonga una biografía de lo infinitesimal que
nos descubre el bullicio, la extremada animación de la existen­
cia y el polizoísmo.apasionante de la duración; en la masa de
‘esa duración irreversible e insaciablemente innovadora, en el
espesor polifónico y polizoico de nuestra temporalidad, no hay
ni indiscernibles ni repeticiones inútiles, de suerte que una
conciencia realmente minuciosa nunca debería aburrirse. In­
cluso en la celda de un preso, donde a escala macroscópica no
pasa nada, ocurren multitud de cosas: una mosca que se posa
en el cristal, un ruido de pasos en el pasillo, un campanario
cercano que toca la media... Aun cuando nada ocurre, siempre
suceden innumerables y diminutos acontecimientos capaces de
llenar una novela infinita en la que el narrador se va metiendo
cada vez más, mientras la desarrolla interminablemente con sus
relatos. ¡Desde este punto de vista, quinientas páginas no bastan
para contar cinco minutos de mi vida! El tiempo m¿s desierto
está atravesado por débiles tensiones, escalofríos imperceptibles,
secretas curiosidades. En ese sentido, el pluralismo es el descu­
brimiento de la variedad inagotable y la abundancia'profusa.
Próust, Joyce y Goncharov son tres conocidos ejemplos de esta
clarividencia microscópica que enriquece, pormenoriza y Gubdi­
vide hasta el infinito los movimientos imperceptibles de la du­
ración, transmitiéndoles una especie de apasionada intensidad;
no es esta una pasión empobrecedora que implica la indiferen­
cia hacia todos los objetos distintos al objeto amado y despoja
los valores de interés. Éá una pasión sostenida. No todos los
hombres son lo bastante curiosos, simpáticos y abiertos para
acoger la plenitud concreta de las cualidades; sólo las naturale­
zas artísticas saben hacer emerger lo invisible y sacar a la luz
las inagotables reservas de gracia o de belleza que contienen
las cosas más humildes. Hasta la trivialidad se vuelve emocio­
nante y entonces descubrimos todos los pretextos que puede
encontrar una mirada hábil para soñar dentro de lo cotidiano:
el rincón ds una calle al fondo de un suburbio ÍUfecXO, \íi
menta de una fábrica, una simple pared como todas las pare-
des... no hay nada tan desolador que no se pueda encontrar en
su interior el oro puro de la poesía. Decididamente, entre la
ferviente conciencia del devenir y el utilitarismo de la acción
sólo hay sitio para la triste semiconciencia de la práctica.
Podemos hacer de la necesidad virtud y riqueza; lo que
constituye nuestro tormento puede convertirse, si sabemos uti­
lizarlo, en buen humor infinito. Una vez más, «ducunt fata
volentem, nolentem trahunt», porque, de todos modos, el de­
venir tendrá razón, y más vale, por consiguiente, que tenga
razón con nosotros y no contra nosotros. Querámoslo o no, es
preciso pasar «per gradus debitus», ya que no se pueden esqui­
var los momentos intermedios, ¿por qué no consentir espontá­
neamente la historicidad de la sucesión? Esto equivaldría a
devenir por nuestra propia voluntad, abundar en el sentido del
tiempo o, como se dice ahora, «asumir» la duración. El buen
uso del tiempo es el arte de transformar los obstáculos en me­
dios. De hecho, ¿es realmente una estrategia?, ¿es siquiera una
argucia? La vida, que para realizar una forma se impone a sí
misma el paso por toda clase de grados sucesivos, nos enseña
el camino. No se acorta impunemente el tiempo de incubación,
ni el tiempo de cicatrización, ni en. general el tiempo del de'
sarrollo humano: y tampoco se puede hacer trampa con las
fases sucesivas de una enfermedad o de cualquier proceso pato­
lógico. |Por eso una enfermedad curada .demasiado aprisa, en
general, está mal curada! Esa lentitud, cuyo verdadero nombre
_ es pudor, y que no es sino una precaución de la naturaleza con­
tra la impaciencia, es el auténtico purgatorio del desarrollo en
el que nos sitúa nuestra condición de criaturas históricas, obli­
gadas a madurar poco a poco para fructificar sólidamente. Bal­
tasar Gracián, en el Oráculo manual dice asi: «Hase de caminar
por los espacios del tiempo al centro de la ocasión. La detención
prudente sazona los aciertos y madura los secretos.» Y el Dis­
creto pondera aún más, al descubrir en la paciencia y la espera
la verdadera gramática de los príncipes; una precipitación que
no está dirigida por la espera engendra siempre abortos10. La

70 Oráculo manual, Máxima 55. Cf. El Discreto, cap. 3.


madera con el paso de los siglos se hace carbón y el carbón
d ia m a n te e n las e n tr a ñ a s de la tierra. Lo que es verdad del
colosal Adagio geológico no es menos cierto del Prestísimo
humano: en él los ritmos se aceleran y la sedimentación progrc-
siva de los recuerdos engendra u n a cultura. Las conciencias
serías saben que un ser vivo no se forma en un día, que la
evolución tiene una virtud positiva, que algo se transforma de
hora en hora a través de las fases de un progreso continuo.
£1 tiempo, suele decirse, trabaja por nosotros... ¿No es el tiem­
po nuestro amigo, nuestro diligente amigo siempre vigilante,
siempre taciturno, aun cuando dormimos? £1 tedio comienza
cuando perdemos la confianza en la espontaneidad y la conti­
nuidad del tiempo: el instante ya no tiene fuerza para sobre­
vivir a sí mismo tendiendo la mano a los que le siguen; la
continuidad se disgrega en fragmentos inertes y el tiempo ne­
cesita, una constante insuflación. De ahí, según Descartes, la
necesidad de una creación continuada. i£n realidad, no es el
genio maligno de la Nada el que nos acecha en los intervalos
vacíos, juega malas pasadas a las verdades eternas o amenaza la
existencia del mundo! £1 tiempo inerte no conoce más genio
maligno que el aburrimiento. Afortunadamente, podemos contar
con la virtud terapéutica y previsora del devenir. Así como la
existencia de las cosas continúa aunque yo vuelva la espalda o
deje de pensar en ella, del mismo modo, el devenir fluye por
sí splo gracias a la intensiva y ferviente plenitud de eternidad, al
calor y. la luz que irradia el instante. ¡La vida sería agotadora
si hubiera que tomar conciencia del presente en todo momentol
AÚTonáTT) yáp -fj *pi xap 7to<popeí. Fénelon, el filósofo de la pa­
ciencia serena y la fecunda tranquilidad, no perdona la preci­
pitación o, como él dice, el «apresuramiento» de las almas cris­
padas. Nietzsche, por su parte, arremete contra el nerviosismo
y la prisa excesivos de aquellos a quienes concome el prurito
de expresarse demasiado pronto. ¿La espera no es a la dura­
ción lo que el movimiento local al espacio? £n la espera elpi-
diana las ocupaciones del hombre que espera se parecen, a la
cosa esperada, poseen cierta afinidad .con el ideal, mientras que
en los pasatiempos estúpidos, como por ejemplo, las partidas
de cartas o la lectura de novelas policíacas, las ocupaciones del
hombre desocupado no tienen relación alguna con la finalidad.
Se trata únicamente de escamotear el tiempo o hacerlo imper­
ceptible y, como no se puede devorar el intervalo, ni engullirlo
de un solo bocado, se desgranan furtivamente los minutos. Por
eso no hay verdadera espera sin una atenctáu 0, SÍ
menos, sin una mínima tensión. La espera insípida de las 5&1&5
ds espera, lü mera expectación que espera que pase el dolor,
que se disuelva el azúcar, que se vacíe el reloj de arena, que la
aguja gire hasta cierto ángulo, la espera vacía que espera el fin
del intervalo sin interés o el desgranarse a cuentagotas de los
minutos incompresibles, incluso esa espera que se limita a
aguantar la duración y a deshojar el calendario implica la ten­
sión de la impaciencia y la simpatía. £1 período vacío de acón'
tecimientos que se intercala entre presente y futuro retrasa un
futuro ansiosamente esperado. ¡Atravesar ese espesor de dura­
ción no es aburrirse! El tiempo de expectativa que Claude
AveKne llama el tiempo muerto es lo contrario del aburrimiento,
pues quien espera esperanzado sabe lo que espera. Por eso la
espera se convierte tan fácilmente en una actitud ejemplar y
religiosa: el exiliado que espera el regreso a su patria o el cre­
yente que espera la muerte viven un drama lleno de sentido y
dignidad... Es más, las fiestas y los aniversarios que jalonan el
drama subdividen y fragmentan la espera escatológica del gran
día o del final de los tiempos en pequeñas esperas segmentarias:
la espera del día festivo ilumina por una especie de proyección
retroactiva la vigilia que le precede y el adviento que lo prepara.
Las conmemoraciones intermedias, que parten la duración en
lapsos de duración, diversifican la historia y acortan la espera.
¡Que el valor, concentrado por lá escatología en el final de la
historia, se distribuya por toda la extensión dél devenir como
.una oración incesante bendiciendo y santificando cada minuto
de la vida cotidiana! iQue la luz del mañana se proyecte sobre
la víspera! ]Que todos los días,.según el deseo del Gnóstico
Clemente de Alejandría71, sean días de fiesta! En la Ciudad
invisible de Kitesch, cuando la virgen Fevronia Muromskaia
contesta al príncipe Vsevolod Iurievich también hace referencia
a su perpetuo domingo72. Hay un mesianismo tenaz 13 que no
dejaría baldío ni un pedacito del devenir. Dicho mesianismo
sería la reivindicación del intervalo y la recuperación de todo.
71 Stramatcs V!1 7, 35 y 49. Cf. Féñeuon, Le Gnostíque de saint Clé-
ment d'Alexandrie, cap. 6 y 10 (Dudon, 1930, pp. 186 y 215).
n Rimski-KorsakdvÍ Kitesch, Acto I.
73 E. Amado Lévy-Valbnsi, Les niveaux de Vétre et de la connaissance
dona levr retalian att probléme du mal (1963), pp. 606-612.
el devenir. Sin duda, el propio inconsciente no es sino un fruc­
tífero estar en barbecho, un laborioso deambular, un «ritar-
dando» de la vida que asegura la fecundación lenta y profunda
de (a inteligencia. Todo lo que es inmóvil no está en reposo,
dice. Aristóteles: oú itav d tx ív ijT o v ’fjpEneE. ¿Por qué ahuyen­
tar el tedio de inmediato y sea como sea cuando las mejores
armas contra él radican en esa misma lentitud que parece ser
su causa? ]E1 mal lleva en su seno su propio remedio! En efec­
to, nada inmuniza mejor contra el mal del devenir que devenir
francamente y, viceversa, nada predispone más al aburrimiento
que el espíritu de distracción, ese espíritu que se mueve en la
superficie y nos impide distinguir lo positivo de lo negativo. La
conciencia miope, frívola e indolente está en discordia consigo
misma. En cambio, la conciencia sana recorre minuciosamente
la lentitud de la duración y su temor más bien sería pasar bu
tiempo de conciencia buena, honesta y dichosa deprisa y co­
rriendo, porque a la conciencia honesta le gustan las «divinas
lentitudes» de las que habla Schumann refiriéndose a las sin­
fonías de Schubert... «Quandoque bonus dormítat Homerus!»
Pero, ¡qué importa, si la conciencia es feliz sumida en las
tardes largas e interminables! Hasta el tiempo libre d e ja . de
producimos vértigo. La ociosidad, es decir, la pausa y la acción
suspendida, sería al trabajo como lo negativo a lo positivo y es
esa ociosidad y no el esparcimiento lo que deprecia los valores
y siembra la anarquía en nosotros. La conciencia ocioáa, despo­
jada de esqueleto y armazón, parece un gladiador jubilado que
mira tristemente sus manos vacías. En cambio, el esparcimiento,
lejos de imitar la inacción vacua o el dolce far niente, quiere
el orden y, con el orden, la plenitud. Sólo el esparcimiento es -
verdaderamente «escolástico», situado tan lejos de la indolencia
perezosa como del falso esfuerzo. Frente a la licencia, repre­
senta la verdadera libertad, esa libertad nada libertaria donde,
sin. embargo, todo está permitido. En Homero y Epicúro era
privilegio de los olímpicos, en el Teeteto 74 y en el libro X de
la Etica Nicomáquea prerrogativa de los sabios y en los estoicos,
cínicos y neoplatónicos a véces presenta un cariz contemplativo
e insociable. El esparcimiento no es mera y simple apraxia.
Sumirse en la plenitud infinita del devenir quizá sea una ma­
nera de inmortalizarse, ya que hay una inmortalidad en pro­
fundidad y en intensidad que es posible en este mundo gracias
a nuestro enraizamiento en el más acá temporal. A medida que
la inminencia del peligro se aleja, a medida que la voluntad
dilatoria sustituye al reflejo y el desinterés a la urgencia bioló­
gica, la espera del momento oportuno refresca poco a poco la
conciencia, trayendo consigo su cortejo de horas festivas y mi­
nutos apasionantes. No se trata de alienar esa cronología liberal,
sino de embellecerla para que sea el atuendo de los dias. Entre
la abúlica indolencia y una agitación servil que, según el Tee~
teto, sólo podría engendrar almas sórdidas, esmirriadas y tor­
cidas, cabría la eucronía del trabajo y la alegría. «Otium est
pulvinar diaboli.» Pero cuando uno no se aburre, observa
Kierkegaard, el diablo no tiene tiempo ni de poner la cabeza
en la almohada. ¿No es hy.ók'i) & la vez estudio y esparcimiento,
ociosidad aplicada y laboriosa vacación? En cambio, el tiempo
libre del papanatas no es más que un trabajo interrumpido,
ocupación ociosa, «desidiosa occupatio» u «otium occupatum»,
que es más «Negotium* que «Otium». Al contrario, el tiempo
recobrado es una dichosa quietud y una lentitud fecunda. Como
la docta ignorancia, implica la reflexión, la seriedad y esa lenta
maduración que nunca conocerán los éxitos prematuros. La es­
pera gracianesca confía en la maduración, que es'la obra pro­
pia del devenir. {Qué distinta es la gestación en la lentitud a la
paz ociosa y estéril que sólo da ganas de bostezar! Natural­
mente, no se nos exige deletrear la duración sílaba por sílaba;
podemos hacernos los remolones y aburrirnos y los. Adagios
pueden ser tan vacíos como superficiales, Sib embargo, el tiem­
po perdido suele ser el mejor empleado... iTiempo perdido, vida
perdida, pensamiento perdido, pena perdida!, dice un poeta
contemporáneo refiriéndose a otro poeta75. ¡Tiempo perdido,
tiempo ganado! Frente a una economía que es el peor de los
despilfarras (pues gasta todo el valor desde el principio, como
la filosofía de la caída y la decadencia) hay un deambular que
es buen consejero; la fecundidad interna de la duración a veces
desmiente su rendimiento superficial y utilitario. Todo el mundo
sabe que la línea recta puede ser el camino más largo y que e l.
más corto a menudo pasa por los meandros superfluos del
paseo. A veces el itinerario que nos permite llegar al punto de
destino en el menor tiempo posible, el itinerario sin fiorituras

75 Jean Cassou, Trois poétes, p. 69. (Sobre Müqhz.)


ni circunvalaciones es el camino del aburrimiento. ¡Ironía del
destinol En ciertos casos el movimiento estrictamente necesario
para ir de un sitio a otro es más fastidioso que la línea curva
del 'deambular. Las duraciones mejor organizadas pueden ser
las ,m enos densas y las más soporíferas, aunque no quede ni
un inmuto libre para divagar. En cambio, una duración salpi­
cada de ratos libres, una duración que favorezca la impregnación
paulatina de la conciencia no puede considerarse del todo
perdida. ¡El verdadero camino es el desvíoI Sin duda, no nos
hacemos expertos en la administración-de las' horas vacantes
de la noche a la mañana. Como dice Séneca, hay que atesorar
las «horas suas ¿varissime servare» y también «omnes horas
complectere»76. «Vindica te tibí, et tempus quod adhuc aut
auferebatur aut subripiebatur aut excidebat collige et serva...
Omnia, Lucili, aliena sunt, tempus tantum nostrum est.» El
tiempo reencontrado es una celeridad que se aplaza, un remolo­
near que se apresura y, sin embargo, no va a ninguna parte.
Y así, el que gana el tiempo en el sentido de Taylor lo perderá,
y el que pierde el tiempo lo ganará. La meditación de las largas
horas inmóviles nos habrá devuelto algún día la propiedad de
todas nuestras riquezas. ■
*• * *

¡«Vaco, Lucili, Vaco...» Nuestra terapéutica es móvil, móvil


como el mal que hay que atajar. Repitámoslo: no hay píldoras
contra el aburrimiento. ¿Cómo podríamos erradicar la enfer­
medad con métodos inamovibles si es esencialmente indetermi­
nada, si tiene muchas, condiciones necesarias, pero nunca su­
ficientes, si nos sorprende cuando no la esperábamos y, sin
saber por qué, no acude a la cita cuando todo la anunciaba, si
siempre está en otro lado y, en suma, obra a su antojo? Necesi­
taríamos remedios dinámicos para capturar a este enemigo ina­
prensible. El aburrimiento está simultáneamente en la superficie
y en el fondo. En las conciencias superficiales, distantes y
distraídas que olvidan labrar su tiempo la existencia se muestra
desnuda, pero también aparece si el surco es demasiado pro­
fundo, pues una conciencia que ahonda, escarba y se hunde
temerariamente no tarda en topar con la roca, es decir, que a

74 De otio, 5; y la 1.* carta a Lucillo.


fuerza de (matizar un día se encuentra cara a cara con su
amargo destino de criatura, con su eterna tragedia. ¿Quiere esto
decir que más yale tomarse con humor el propio 55
decir, pasar rozando, sin profundizar demasiado? Los artistas
reaccionan contra la profundidad dialéctica, nos invitan a ser
«divinamente superficiales* 77 y superficiales por profundos. La
apariencia serÍB más profunda que la idea y más verdadera que
la verdad, pues no es solamente lo que parece, sino lo que
aparece con todo el frescor de tina primera visión. Precisamente
el impresionismo desprecia lo compacto y capta las apariencias
ingenuas, virginales, las imágenes que están a flor de piel: sólo
hay colores 73 y luces, tonalidades y formas puras, todas igual­
mente vanas o igualmente densas. Verlaine nos sugiere «el ma­
tiz», y Bergson, por su parte, contrapone la ingenuidad de la
sensación a la percepción saturada de memoria y razonamiento.
¿No estamos ya en el «retorno a la simplicidad» qúe preconi­
zará el libro de Les deux sources? Al arte actual le gusta buscar
esa simplicidad en la infancia y en los primitivos. Desde Satie,
el Grupo de los Seis y la escuela de-Arcueil, la música intenta
ser inexpresiva« tiene la coquetería de la superficialidad; frente
al tedio metafísico y la insondable profundidad de las sinfonías,
Erik Satie afirmaría con toda seguridad que no hay nada *que
entender en la encantadora fruslería de una «chiquillada pinto­
resca»... Y eso no es todo: desde Biran se ha consolidado una
tradición psicológica cuya atención se centra en la notación, de
los detalles, los casos concretos y las variaciones efímeras del
gusto; el psicólogo se consagra a las anécdotas y a la flagrancia
de las instantáneas, abandona la generalidad abstracta para
fijarse en la singularidad típica; el accidente y las modalidades
dejan atrás la esencia y la sustancia. ¿Acaso cuando rechaza
la falsa profundidad y las complicaciones de la conciencia, la
propia moral no aconseja sencUlamente la confianza en la es­
pontaneidad del primer impulso? ¡El escepticismo no es ajeno
a esa vuelta a la simplicidad! Por lo común, sabemos demasiado
bien lo que nos espera si ahondamos en el tiempo fundamental;
por eso preferimos, en palabras de Nietzsche, ser pez volador

77 N ietzsche, La Gaya ciencia. (Existe edición en castellano en Akal,


Madrid, 1967.) Prefacio; Aforismos 173, 231, 256, 350, 378; Aurora, 446;
Más allá del Bien y del Mal, 23, 24, 34, 59, 270. Cf. A. Gide, L os mone­
deros falsos. (Existe edición en castellano en Seix Barra!, Barcelona, 1985.)
71 A lain , Préliminaire ñ l’Esthétique, cap. 58.
y jugar en la cresta más alta de las olas... Preferimos la divina
travesura. Si tuviéramos que elegir, como diría Pascal, entre
dos clases de unilateralidad —de todo un poco o todo de una
sola cosa— elegiríamos la primera porque a poco que escarbe*
mos aparece la tragedia. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería
a aconsejamos en serio la frivolidad? Cuando Pascal se detiene
a mitad de camino entre los dos infinitos y vuelve a la sensa­
ción no se hace ilusiones sobre la inconsistencia de las potencias
engañosas. ¿Qué quiere decir esto? y ¿dónde refugiarse, si el
tedio es a la vez el alfa y el omega, el principio y el fin? ¿Hasta
dónde hay que descender en su duración?
Esto equivaldría a preguntar si en el crescendo de la felici­
dad existe un punto inaprensible donde el deseo es colmado
antes que asome el hastío. Se nos dice que hay que saber
pararse y se considera ese lenguaje suficientemente claro...
¿Pararse cuándo, por favor? ¿Será en el punto medio entre
los «extremos»? ¿A medio camino entre la insuficiencia y el
abuso? De hecho, nadie puede decir dónde empieza la exage^
ración, ni establecef^ritffutFi eatT&.elmal que está mal y e l
mal'qué"'_está demasiado bien. El sorites de los megáricos es
7rrefotable'vpoF cuanto se trata de una aucción gradual. Igual
que en un sofisma, sabemos que la felicidad aún no está de
este lado, que del otro ya no .está, pero no podemos localizar su
muda, ni señalar, el momento y el punto exacto en que la alegría
se habría transformado en su contrario; lo que se nos escapa, en
sumaj es lo más precioso: lo que está entre un estado y otro,
es decir, la modulación misma, todo aquello de lo que tan im­
portante sería que estuviéramos informados para conocer los
secretos del libre arbitrio, de la mala voluntad y de la persona
en general. Los megáricos, que no tenían elementos para captar
el devenir, ni lenguaje para transcribirlo, resolvían el asunto
demostrando lo absurdo del cambio. | Había motivos para sen­
tirse inquieto! Entre la región de los deseos ascendentes y la
zona estancada del tedio nos gustaría encontrar una cisura fur­
tiva que fuera el presente del placer. ¡Y, sin embargo, nos des­
lizamos continuamente de un lado al otrol Parece que un pla­
cer se echa a perder a fuerza de insistir en él y que las volup­
tuosidades más breves son las mejores. En general, el exceso
decepciona, decepciona en general el esfuerzo por revivir, re*
novar y reavivar un goce pasado... En general, ¡pero no siem­
pre! y el placer está lejos de dar siempre‘la-razón a la sobrie­
dad. Porque el placer es muy caprichoso. Por eso ocurre que se
abusa del goce y se malgasta impunemente La CQUCta\&
—¿hay que repetirlo?— no es solamente la reflexión que se
abate sobre el presente anulando la espontaneidad. También
designa la visión aguda para la intuición. Conciencia quiere
decir al mismo tiempo distancia y presencia. ¡Ni siquiera el
«optimum» sensorial de los fisiólogos o la virtud de Aristóteles
están geométricamente situados en el medio! La cualidad elude
toda posología dogmática, igual que elude toda localización.
Y puede ocurrir que y£t7ÓTTi¡; sea precisamente sinónimo de
«mediocridad». Esas sorpresas confunden' a los psicofísicos que
descuidan el contexto espiritual, es decir, el momento del tiem­
po y los caprichos de la memoria: bondad, salud y placer re­
siden a veces en la «media» y a veces en el exceso, porque su
«condicionamiento» es infinitamente complejo. Todo depende
de las asociaciones que se establezcan entre un pasado inagota­
ble y un presente imprevisible. El determinismo de la felicidad
está relacionado con tantas circunstancias que en la práctica se
confunde con la gracia. Y, además, hay alegrías permanentes,
como las del arte o la inteligencia, que no incluyen el Dema­
siado. Sin embargo, el hecho está ahí: tanto en intensidad como
en duración, se adivina la existencia de un umbral inaprensible
que la felicidad no podría: traspasar sin convertirse en algo fas­
tidioso. Después lo vemos todo claro y sabemos retrpspéctiva-
mente cuándo hubiéramos debido pararnos para obtener el
máximo. Evitar el tedio en el momento requiere una singular
agilidad en el arte de sorprender la ocasión repentina, es
decir, una gran agudeza, porque el devenir hace advenir coyun­
turas flagrantes rápidas como el rayo que hemos de coger al
vuelo si no queremos llegar demasiado tarde. Para atrapar el
xcuptk;, para captar exactamente el minuto irrevocable y «se-
melfáctico», el instante que nunca se repetirá, para aprovechar
al primer vistazo la rarísima ocasión, necesitaremos una fina
sutileza y un sentido de la oportunidad siempre despierto. La
conciencia parece «roma» y, en cierto modo, embotada frente
a un afilado presente que dura tan sólo un segundo. Pascal dice
que lo falso es plural, que la mentira es mucho más diversa
que la verdad y el mal mucho más atrayente que la virtud;
tó ájxaprávEw TtoWaxü*;, es decir, el error es «plurívoco»,
porque se puede errar de muchas maneras, pero sólo hay una
manera de acertar79. En el océano de las negaciones indetermi­
nadas la afirmación verdadera descuella como una punta fina.
Por eso parecen necesarias una suerte y una habilidad prodigio­
sas para alcanzar el inalcanzable momento propicio en la dura­
ción^ A fuerza de buscar a tientas, encontramos la situación
decisiva y privilegiada un poco como se pone a punto un
aparato muy sensible, pero la imagen certera es tan extremada­
mente inestable y frágil que se empaña a la menor torpeza...
Un milímetro de más o de menos, un segundo demasiado pron­
to o demasiado tarde, una sombra de insistencia, {qué poco se
necesita para comprometerlo todo! En ese sentido, cada mo­
mento del devenir es un momento crítico, un imprevisto ex­
cepcional que no sabemos tocar con suficiente sutileza para
alcanzarlo sin aplastarlo. Esa tangencia más leve que el contacto
es precisamente el tacto. Y, sin embargo, hay que atreverse a
tocar esos intangibles minutos e incluso no hay que temer ser
a veces un poco indiscreto con ellos. Si nos negamos a elegir, el
tiempo elige por nosotros: las posibilidades que no expiran en
la realidad actual a la larga se gastarán por envejecimiento,
porque a la larga la duración reduce el margen de la esperanza.
Así que no lamentemos demasiado haber llegado hasta el final
Ufel placer. sT nosotros no lo desfloramos s e m architará él solo;
n H irry al 'cáb^V"raás Vaíe~aBumSe después de haberlo"probado .
que dejai qTig~se~ecHé~ á l j e r ^ r antes efe Tmberlo vivido.
- Ifl"tedió~nb es la única enfermedad del. tiempo, ni la única,
ni, sobre todo, la más grave; junto al pathos imaginario de la
duración demasiado largo, hay otro cuyo fundamento es |ay!
muy* objetivo, pero, como no se pueden tener todas las desgra­
cias a la vez, hay que reconocer que, en último caso, una puede
consolamos y hasta eximimos de la otra. Las horas inmóviles
nos aburren, pero las horas fugaces y los momentos irreversibles
nos inspiran une intensa nostalgia. El tiempo se nos antoja
largo y la vida nos parece corta. ¿Cómo se pueden fabricar años
tan cortos con días tan largos? Breve y larga, asi es la vida.
¡No hay quien lo entienda! Porque, al final, esa existencia inter­
minable habrá sido una vida breve, tan breve como el relámpago
en la noche. Esa existencia que tan larga se hace para el abu­
rrimiento, parecerá corta cuando termine. En realidad, la con-

79 Aristóteles, Etica Nicomáquea II 6, 14 (13: tnoxatrrt.x^...):'


P latón, S ofista 259 n-b.
tradicción se debe a la dualidad de nuestros puntos de vista
sobre la duración. Distingamos entre la Retrospección y el
Haciéndose. Un lapso de tiempo cambia de aspecto según 11?'
guemos durante o después: el tiempo que pasa tarda en pasar,
mientras que el tiempo ya pasado pasa deprisa. Nuestro Aho­
ra se muestra definitivo y sempiterno durante su transcurso,
provisional e incierto una vez que ha transcurrido. Si bien Hoy
constituye para nosotros el Universo y el Infinito mientras está
ahí (¿acaso no es, en ese sentido, lo absoluto?) reconoce su
relatividad y su escasa importancia cuando se ha convertido en
Ayer. He aquí el equívoco de la «actualidad». La duración obe­
dece a una ley de retroacción que se formularia del siguiente
modo: el principía selo está claro al final, A esa gran ley, que
Schelling IlamD(^ £Ennnerun^ porque convierte el desenlace en un
recuerdo del princípiíry^que, según él, se explica por la auto­
nomía de la progenitura,- el doctor Minkowski le atribuirá el
efecto retroactivo de la muerte sobre la vida. Una vida sólo
cobra todo su sentido cuando ha terminado: la finalidad de una
vida es evidente después del hecho, pero nunca es anticipable
antes del hecho, ni siquiera durante el hecho. La muerte estiliza,
magnifica y dignifica la existencia sin estilo. Y, del mismo
modo, sólo se mide la profundidad de un vínculo cuando se v%
a romper, entonces nace la conciencia del mismo y del vacío
que implica’ su ruptura. Igualmente, el creador sólo se revela
como creador a través de su criatura porque la idea del genio
se reconstruye a partir de la obra acabada. «Con frecuencia,
dice Nietzsche en La Gaya C i e n c i a es ya el'hijb quien delata
a su padre. Este llega a conocerse -mejor a sí piismo después
de tener a su hijo». Por su lado, Engels señala que el. sentido
de una insurrección aparece más tarde, cuando tomamos dis­
tancia respecto ai pasado. Puntualicemos, no obstante, que la
retrospección también es engañosa. Por ejemplo, la libertad que
resulta evidente en el presente y para quien la está viviendo se
transforma luego en deterninismo y motivaciones póstumas, es
decir, en servidumbre; el acto imprevisible convertido en hecho
consumado se presta a todas las profecías retrospectivas. ¿Qué
significa esto? ¿Tendrá razón el tedio, que es durante? Pode­
80 Aforismo 9 («Nuestras erupciones»). Más allá del Bien y del Mal,
af. 269. Eergson, Les deux sources de la morede et de la religión, passini;
La pensée et le mouvant, pp. 20-27 y 115-134 sobre este movimiento
«retrospectivo», «retroactivo» y «retrógrado» del presente.
mos estar tranquilos, el tedio no es durante y, si la retrospec­
ción empobrece y deforma el presente, a veces le da un valor
y un sentido nuevo cuando ya se ha convertido en pasado y a la
luz ¡del pasado. En futuro perfecto todo se esclarece y por eso
Bergson puede hablar de una acción retrógrada del presente.
El devenir que va transcurriendo y es vivido a medida que pasa
por una conciencia perfectamente contemporánea de su propio
presente, ese devenir que es informe eternidad o eterno Ahora,
puede parecer interminable, pero el haciéndose se convierte sin
cesar en participio pasado y hecho consumado' y se desprende
de nosotros en períodos cerrados, concluidos y definitivos que
medimos como si fueran segmentos de una recta en el espacio.
De ahí que las duraciones estacionarias se nos antojen más
breves. Los años transcurridos son inmortales a su manera,
puesto que ya no cambiarán, pero, por un efecto óptico propio
de la memoria ya configurada, se contraen en nuestras visiones
posteriores y en nuestros repuerdos y se alargan, al contrario,
durante el hecho, La misma palabra «Duración», gracias a una
instructiva anfibología, designa a la vez lo que pasa o transcurre
y lo que persiste. Porque la duración no es solamente sucesión
irreversible y devenir fugaz y perpetuo cambio; también es
perennidad y permanencia duradera. La ambivalencia de núes*
tros sentimientos respecto al tiempo obedece a la ambigüedad
de . este último; nuestro desconcierto refleja la contradicción
entre el intervalo moroso y el instante fugitivo. La duración, con
su doble cara, suscita en los hombres una desesperación algo
cómica: desgarrados por su situación, los hombres no saben
muy bien lo que quieren o, mejor dicho, como decíamos de la
tentación de la aventura, saben muy bien lo que quieren, pero
quieren cosas contradictorias o inconciliables y las quieren a
la vez... La vida Ies aburre, pero temen la m uerte81, quieren
y no quieren su propio tiempo, es decir, lo desprecian cuando
se-les da y lo reclaman a voz en grito cuando es demasiado
tarde. {Conciencias incorregibles y. chifladas! Ni él tedio pre­
sente las habrá inmunizado cuando llegue el momento contra la
añoranza del tiempo pasado, ni la añoranza les servirá de lee*
ción contra el tedio: por más que añoren sü pasado, se aburrí*
rán. aún más si cabe a la primera ocasión y, viceversa, por
mucho que les aburra el presente, lo añorarán cuando se haya

81 Verlaine, L’angoisse; Laforgue, Métanges posthumes, p. 16.


convertido en pasado, como si no hubieran aprendido nada.
Como el amor y el humor, tedio y añoranza se alternan sin
desanimarse mutuamente gracias a los recursos inagotables del
olvido, que es uno de los dones más desconcertantes de la na­
turaleza humana. El hombre vive con su duración en un estado
de ambivalencia y tensión semejante al de unos amantes apa­
sionados que no pueden vivir ni juntos ni separados; se de­
testan, pero no podrían prescindir el uno del otro y están un
poco enamorados de su odio mutuo; necesitan su delicioso in­
fierno. Desgarrados entre el deseo de simbiosis y el deseo cen­
trífugo de separación, arrojados sin cesar del Con al Sin, viven
una situación casi trágica cuyo límite sería lo imposible-nece­
sario. Esta pareja discordante y pasional es equivalente a la que
forma la conciencia con tiempo. La conciencia adora.el tiempo
y no puede soportarlo, adora y detesta alternativa y aun simul­
táneamente, no quiere curarse. Ahora bien, según Scheiling,
cuando dos cosas que no pueden separarse tampoco pueden
permanecer unidas hay confusión. Si el hombre ya se dispone
a añorar lo que todavía le aburre y se aburre de nuevo en plena
añoranza podemos decir que se halla en una situación confusa.
¿No encontrábamos en el aburrimiento la oscilación dialéctica
de la conciencia entre deseo y desgana? Es lo que podríanlos
llamar la revolución de la felicidad. La propia inversión se
invierte: primero la felicidad se muda en desgracia y luego se
añora la tediosa felicidad. Situación incoherente, decíamos,
Jpero no tragedia!
El tiempo del aburrimiento y el tiempo de la-añoranza .no
son dos tiempos distintos, sino un solo y. único tiempo visto
desde dos etapas sucesivas de la conciencia. El primero se fabri­
ca con el segundo. Tanto más allá del tiempo retrospectivo de
la añoranza, tan breve, como más allá del tiempo contemporá­
neo del tedio, tan largo, hay sitio para el presente crítico que
llamábamos Kairos y que es, también* el Durante en contrapo­
sición al Después, pero el Durante movilizado, vivo y siempre
oportuno. Quienes nunca se retrasen o se adelanten intempes­
tivamente tendrán asegurada una larga juventud. No hay mal.
que por bien no venga: que al menos la añoranza nos haga
ver (más vale tarde que nunca) el precio de ese tiempo que
disparatadamente encontrábamos demasiado largo ¡cuando es
tan corto! El pasado fue antes mí presente' y, a su vez, el
presente será un día aquel pasado inquietante cuyo recuerdo nos
enciende el corazón. £1 pasado está en suspensión en las cosas
cotidianas, pasado virtual y difuso que se actualizará precisa­
mente haciéndose inactual. La preterición descubre el encanto
de ese presente familiar, imperceptible cuando estaba inmerso
en lp cotidiano. Miremos atentamente a nuestro alrededor: al
envejecer todas esas imágenes pasarán a ser nuestros queridos
recuerdos, todo esa prosa banal servirá para fabricar poesía.
Como un perfume secreto, la poesía emanará de las cosas más
insípidas e incoloras: de aquella pequeña ciudad de provincias
donde pasamos nuestra juventud, con el,gemir de los tranvías
por sus calles somnolientas o de este sombrío arrabal•donde
uno se muere de aburrimiento y spleen; y cuanto más fea fuese
la pequeña ciudad, más dulcemente amargas serán las lágri­
mas que nos arrancará su recuerdo. En las conciencias particu­
larmente sensibles la añoranza fermenta dentro de la vida co­
tidiana: como un vino añejo, el pasado hace más intenso el
aroma de algunas percepciones... ¿Por qué,, si es esta, presencia
la que será ausencia, si Ayer fue Hoy? El artista es el que no
espera que el Ser se convierta en el Haber sido para sentir su
desolador encanto y su atracción mágica. Superior a los hom­
bres; del aburrimiento, no necesita la preterición porque percibe'
desde ahora mismo la futura poesía de la prosa gracias a una
presciencia profética. Es el pasatista del presente y su alegría
se debe a la unión de lo que nuestras nostalgias mantienen
separado; sus recuerdos poseen la fecundidad del presente y sus
sensaciones ya toman la tonalidad cualitativa del recuerdo, .por­
que^ acaso la felicidad no sea más que una añoranza instantá­
nea*. una añoranza en la que lo ausente está tan cerca que es
como si fuera presente. De este modo, el arte sería una suerte
de melancolía instantáneamente curada por la alegría, una tris­
teza transfigurada en el acto; apenas insinuada la tristeza, se
convierte en luz: la melancolía que sazona el sabor de la feli­
cidad ya no constituye un presentimiento, sino un remoto re­
cuerdo. Quizá el encanto inefable de Gabriel Fauré estribe en
esa imperceptible melancolía de la alegría.
No se engaña al tiempo,'porque al>despilfarrar las horas pre­
ciosas sólo nos engañamos a nosotros mismos; no se mata el
tiempo |el incompresible devenir se resiste! Nos aburrimos so­
bre todo cuando creemos tener todo el inmenso porvenir por
delante, cuando imaginamos que la vida no tiene fin... No, la
vida.no es larga, la vida es breve como un sueño y, si lo pen-
somos bien, es aun más breve que aburrida, porque, al fin y
al cabo, la muerte es más importante que el aburrimiento.
¿Acaso la vida, bordeada por las dos eternidades, los dos infi­
nitos, los dos no-ser que la delimitan, la vida que asoma entre
la inexistencia prenatal y la inexistencia postnatal, no se reduce
al casi nada de un instante? La vida sólo es dada una vez en
toda la eternidad y ya nunca más. ¿Gómo aburrirnos? La vida
es irreversible y semelfáctica, y en ningún caso nos darán
otra si la echamos a perder. ¿Cómo podemos encontrarla aún
demasiado larga? La clepsidra se vacia o, como le dice Sócrates
a Teodoro casi con las mismas palabras: xa'rerceÍYEi Y&P u&up
fcáv. Deploramos la lentitud del tiempo y resulta que el tiempo
apremia. {Es el colmo de la ironía! Decididamente, Júpiter deja
ciegos a los que quiere perder de vista... Nosotros, que tanto
hemos vegetado, bostezado y dormitado en el spleen, nos ve­
remos sorprendidos por la muerte; nosotros, que, dominados
por la impaciencia, hemos despachado de cualquier manera una
larga y hermosa duración, cuando seamos centenarios le supli­
caremos al verdugo que nos conceda un minuto más. «iQué
apremiante eres, oh, diosa cruel! 5» Los que más se aburrieron
serán' los primeros en pedir un respiro, entre los que se pasaron
la vida bostezando cundirá más el pánico. Decrepiti senes, dice
el Estoico, paucorum annorum accesionem votis mendicant.
¡Están decrépitos y aún suplican que se les conceda un apla­
zamiento! ¿No es cómico ese desconcierto? Resulta que le te­
nemos apego a la triste duración de la que no disfrutamos, nos
gusta tal como es y la añoraremos tanto como Aqüiles, principe
de los difuntos, añora la vida sencilla de los labradores; porque
la muerte, por muy natural que sea, siempre nos coge de impro­
viso. DosíoievskiD ha descrito con vehemencia la infinita ri­
queza del momento supremo, el tropel de detalles, la recapitula­
ción inagotable, la plenitud, en suma, que llega durante la an­
gustiosa espera de la muerte y se halla en las antípodas del tiem­
po vacío; en esos momentos cada instante se vuelve tan denso
como la historia del mundo entero. {Sólo Dios sobre todo lo
que Eu c e d e y desfila por la cabeza del condenado a muerte du­
rante los seis minutos fatídicos! ¡Sólo Dios sabe todo lo que se
42 El ¡dicta, 1.* parte, Ed. Ladyjnikov, 1920, cap. 9 (requisitoria del
procurador contra Dimitri Feodorovich). (Existe edición en castellano en
juventud, Barcelona, 1987.) Cf. V. Hugo, Los últimos dias de un con­
denado.
puede hacer con seis minutos bien empleadosl Y Dostaievski,
e l Z e n ó n d e E le a d e la é p o c a , s e p r e g u n ta c ó m o se p u e d e lle g a r
a agotar un lapso de tiempo tan largo y tan profundo, en pe­
queña escala, como la eternidad. £1 condenado, con la esperanza
de qbtener la gracia, jura en vano que aprenderá la lección:
«...Convertiría cada minuto en un siglo, sin dejar escapar nada,
¡aprovecharía cada instante sin desperdiciar ni un segundol».
Todos esos propósitos de enmienda sólo son promesas de beodo
y figuraciones a posteriori. Si hubiera que. empezar de nuevo,
la desmemoriada conciencia volvería a incurrir inmediatamente
en los mismos errores, como si no hubiera aprendido nada...
¿Por qué esperar a que sea demasiado tarde para valorar el
tiempo? Contemplemos cada día como si fuese el último u, como
si fuese por sí solo toda una vida: «omnis dies velut ultimus
ordiñandus est». No sabéis ni el día ni ía hora... ¿Qué digo?
¡La muerte puede llegar en cualquier momento! Por lo tanto,
hemos de mantenemos siempre vigilantes y atentos. «Llegará un
día», dice Fénelon84, «en que un cuarto de hora nos parecerá
más valioso y más enviable que todas las fortunas del Universo.
Dios, liberal y espléndido e n ‘todo lo demás, nos enseña con la
sabia económica de su providencia cuán circunspectos debería­
mos ser con el buen uso del tiempo, puesto que nunca nos da
dos instantes juntos y sólo nos concede el segundo cuando
nos priva del primero* mientras retiene en la mano el tercero, al
que nunca estacaos seguros de llegar. El tiempo nos 'es dado
para' aprovechar la eternidad y, si hemos perdido demasiado
tiempo, la eternidad no será lo bastante larga para lamentarlo».
No se trata únicamente de recuperar minuto a minuto las
horal preciosas cuyos instantes valen por sí Bolos una vida en­
tera:: ante todo se trata «de apasionar el tiempo para que la
conciencia encuentre de nuevo en él intensidad y plenitud. Ha­
blábamos en estas páginas de la desdicha de ser demasiado
dichoso. Tener demasiado din ao , demasiado poder, demasiados
amigos, estar demasiado sano..., convendremos en que es la
«menos interesante de las desdichas». {Desgracia imaginaria,
entre todas ridiculaI ¿Qué lé. falta a ese infeliz desdichado cuyo
único mal reside precisamente en no carecer de nada? Por
cierto, ¡sf!, le falta algo. Le faltaba algo inefable, cuyo nombre

° Séneca, De brevitate vttae, V II, 9. Cf. Ep. X II, 8, CI 10.


M Réflexions saintes pour tous l a jours du mota, 27 día.
no hemos dicho aún, le faltaba la tierna solicitud hacia la
segunda persona, la única capaz de llenar una existencia entera,
de reconciliar al enfermo imaginario con la vida e interesarlo
apasionadamente por ella haciéndole latir el corazin. iCuanáo
se vive para alguien no es preciso buscar pasatiempos ni pre­
guntarse cómo utilizar las horas! Todo el tiempo perdido, de
pronto se convierte en tiempo ganado. No lo dudemos, el abu­
rrimiento proviene del egoísmo, y su causa principal es la
Bequfa. Cuando no se carece de nada- aún puede faltar algo,*
algo que no es una cosa, algo que no es nada, que es todo; que
es, por tanto, casi todo y casi nada; algo distinto, en suma,
como ese éíXXo t i del que habla el Aristófanes del Banquete
y sin lo cual nada tiene sabor ni vale la pena. A partir de aquí
el exceso ya no se transforma en su contrario, a partir de aquí
lo mejor ya no es enemigo del bien, sino que es su amigo. Ese
no-sé-qué está inmunizado contra la «dialéctica del Demasiado»,
la desmesura es su única medida. Ese innominado dé pronto
llena la duración vacía. Acaso ya es hora de decir, para termi­
nar, que es el amor.
LO SERIO

Por muy átono que sea, el tiempo del aburrimiento sigue


siendo un tiempo caracterizado, calificado y relativamente acen­
tuado frente a lo serio; de ahí que los poetas lo describan in­
cansablemente. En cambio, el dempo de la seriedad pura y sim­
ple .no ha atraído muy a menudo la atención de filósofos y
poetas por razones evidentes, Lo serio corresponde a situacio­
nes escasamente atractivas de las que no hay casi nada que
decir, y sobre las cuales el discurso resbala sin encontrar asi­
deros. Para hablar de la desvaída cantinela de todos los días,
para describir la cotidianeidad insípida, incolora e inodora y más
indeterminada, si cabe, que el tedio del tiempo desnudo, parece
necesaria una especie de filosofía apofática. Lo serio es la ruti­
na de la continuación: los zigzags variopintos de la anécdota o
los caprichos imprevisibles de la aventura poco tienen que ver
con lo serio. ¿Hemos de identificar lo serio con lo informe?
Igual que la prosa de la vida cotidiana, la seriedad parece tan
aburrida como seria, porque a primera vista carece de marcas
distintivas o características definidas. No hay nada que des­
describir en el espacio, nada que contar en el tiempo. Lo serio
es indescriptible e «inenarrable». Al principio del ciclo Sin Sol *,
Mussorgski y Golenischev-Kutuzov evocan la pequeña estancia
angosta y apacible poblada de sombras nocturnas, pero esa
habitación de ios pensamientos lentos, pacientes y solitarios es
más bien una habitación de tedio... Cuando Leonid Andreiev

1 Sin Sol Entre cuatro paredes.


relata en la Vida de un hombre1 la existencia de alguien en
general imagina un anónimo de gris («El») que, encerrado entre
las cuatro paredes de una habitación monocolor, lee con voz
uní/orme el litro del destino. Estatura media, ausencia de
signos distintivos, calificación aprobado. Así reza la ficha an­
tropométrica del hombre cualquiera. ¿Pero esa monotonía, que
excluye por completo el colorido y la fantasía, será realmente el
único indicio de una vida seria?

1. I ntermediaridad y mediación. E l tomar algo en serio

Tal como haría un niño, podemos definir lo serio como lo


que no es ni cómico ni trágico. Frente a lo trágico y lo cómico,
lo serio — las obligaciones profesionales, el impreso del recau­
dador de impuestos— no tiene un carácter estético relevante.
Lo serio no es una «categoría» estética. En las fotografías de
identidad el rostro no tiene por qué sonreír, ya que la sonrisa
ya es acogida y saludo y los servicios de antropometría no
precisan semejantes cortesías. Un transeúnte que pasa, un señor
que va solo por la calle, ni ríe ni llora... ¡El hombre normal no
se ríe solo! Una cara seria es, en primer lugar, una cara que
no se dirige a nadie. Aunque, como a Bergson, la comedia nos
parezca más abstracta que la tragedia, hemos de admitir que
lo cómico entraña la deformación unilateral, la exageración cari­
caturesca, la hipérbole, en suma, sin la cual no hay obra de
arte. A las dos máscaras de irrealidad teatral corresponden tra-
dicipnalmente las dos muecas opuestas, la del llanto, y la de
la risa. Al tensar las facciones, mover convulsivamente la boca
y contraer los músculos de la cara, el rictus positivo y el rictus
negativo crispan bruscamente la expresión normal; alegran o
empañan la mirada de un hombre que, de otro modo, no estaría
ni alegre ni triste. Lo serio, exento de toda mueca, crispación
o anomalía extremista, es un rostro que normalmente nunca
expresa algo determinado o-definido, pi siquiera severidad, por­
que un rostro severo también está expresamente caracterizado.
¿Son severas o serias las caras de Bronzino que nos miran sin
sonreír despojadas de muecas por su noble impasibilidad? No

2 Jizgne chstovieka 1906.


sabríamos decirlo3... En todo caso, lo serio no es, como la
falsa seriedad de la gravedad enfática, una afectación, sino \o
contrario de una «máscara». No admite ningún exceso, ninguna
contorsión, ninguna deformación, ninguna estilización. Nada
que sea puesta en escena, composición, adaptación; nada que
sea ejemplar y demasiado unilateralmente caracterizado es «se­
rio». Optimismo y pesimismo son igualmente ajenos a un hom­
bre serio por cuanto uno y otro implican una cualidad expresa
y acusada del pathos o una acentuación del humor. Teniendo
en cuenta que el temperamento de los humores implica una
«singularidad dominante» 4, una idiosincrasia que predispone al
sujeto a esto o a aquello, inclinándole en tal o cual sentido,
podemos afirmar sin titubeos que un hombre serio carece de
humor.
Sin duda, la metafísica podría interpretar lo serio como un
efecto de neutralización o como una neutralidad origüial. En el
primer sentido, hablaremos de una amalgama de contrarios que
se anulan mutuamente: lo serio, mezcla tragicómica5, sería la
resultante de esa amalgama. En efecto, puede ocurrir que la
vida seria sea como un equilibrio de tensiones omnilaterales que
se neutralizan entre sí: cuando el lado cómico de la vida com­
pensa su profundo carácter trágico o cuando lo trágico del des­
tino empaña los aspectos risibles de la existencia, cuando nada
excede ni sobresale, quizá entonces podamos hablar de seriedad.
Consolación desolada o esperanza desesperada, ora alégre, ora
angustiada, al mismo tiempo angustiada y alegre, ambas cosas
alternativa y simultáneamente, ahora lo uno, luego lo otro y, a
fin de cuentas, lo uno y lo otro a la vez,' la vida del hombre
se inmoviliza en lo serio. Pero también podemos considerar lo
serio como la masa absolutamente neutra, eB decir, ni alegre ni
triste, de donde la vida -sacará luego sus determinaciones opues­
tas: en la nebulosa indiferente e indiferenciada, en el caos
amorfo dormitan toda suerte de posibilidades latentes. Las dos
tentaciones incipientes, las dos exageraciones inversas, que re­

3 Federico Mompou encabeza una de las piezas que componen Ib serié


Música callada (II, núm. 14) con los términos ssveroserio como si fueran
equivalentes.
4 Auguste Haury, L'ironie et Vhumour chez Cicerón (Leiden, 1955),
p. XII.
5 Kierxegaard, ¿Culpable o no culpable? (trad. fr. Tisseau, p. 257),
sobre lo serio en la religión, como síntesis traaicómica.
presentan en palabras de Bergson el «doble frenesí» de la risa
y. ei.llanto, tienden a acentuarse en el seno de la indiferencia
primordial. Porque, igual que la serenidad bienaventurada de
la inocencia, la indiferencia de lo serio es un estado inestable
que óo- durará mucho tiempo. La indiferencia original siempre
está dispuesta a diferenciarse, a distinguirse en un sentido u
otro, a inclinarse hacia uno de los dos extremos; la indiferencia
se apasiona enseguida y entonces lo serio degenera; las Carcaja­
das estallan e irrumpen en la trama monótona de la neutralidad
primitiva o bien el acontecimiento trágico introduce súbitamente
una disparidad en la indiferencia.. Por ejemplo, una cara seria
nunca permanece mucho tiempo impasible. A la primera oca­
sión sus músculos vibran y el humor latente sale a flote. La
seriedad sin humor alojada en-el punto donde se bifurcan Juan
llorando y Juan riendo se decide por una de las direcciones
divergentes y resuelve la alternativa.
De hecho, la idea de neutralidad aquí es un simple espejis­
mo cuantitativo. La cuantificación de lo serio adopta- dos for­
mas distintas qué hay que desechar desde el principio. La pri­
mera ilusión es la del grado cero. ¿Es lo serio una simple adia­
foria, una nada de determinación? Desde el momento en que
hablamos de ello, lo nombramos y especificamos expresamente
su cualidad, dejamos de contemplarlo como uña nulidad insí­
pida, incolora e inodora. Hasta un reglamento administrativo es
serio por algo más que por la ausencia de humor. En lo serio
también - encontramos la positividad que Kant atribuía a las
magnitudes negativas. La idea misma de un equilibrio de ten­
siones virtuales supone dicha positividad, así como Ia;idea de
la neutralidad original implica una potencialidad activa. Oú
T íav t:ó ¿ xívtjtov ^pE^iEb, decíamos con Aristóteles, puee la peor
agua es la estancada... Lo serio se define en primer.lugar res­
pecto a una situación que puede mover a risa y en oposición a
ella. Incluso a veces es necesario un esfuerzo heroico para
mantener la seriedad, para seguir serio cuando todo el mundo
ríe a carcajadas. «Mantener» y «Seguir», «Conservar» y «Per­
manecer» implican efectivamente qué hemos de contenemos
para no ceder a los accesos superficiales de risa o a los arreba­
tos efímeros de frivolidad. Por ejempo, un espectador periñánece
impasible en el transcurso de un espectáculo ridículo porque
siente lástima de la pobre cantante que se desgañifa. Resistir a
las téntaciones de la desesperación trágica requiere tanto es­
fuerzo como resistir al contagio de la risa, pero donde lo serio
aparece más intensamente afirmativo «5 «II Si IWhfiZO pl&Cfcí
amoroso. Aquí lo serio consiste en no caer víctima de la arti­
maña amorosa, en descifrar una anfibología qu& oculta los inte­
reses superiores de la especie tras el placer del individuo y la
preocupación del lejano futuro tras la voluptuosidad del ins­
tante. Lo serio no es mera indeterminación. Tras su rostro ano­
dino hay una voluntad críptica de no ceder a las tentaciones. La
segunda ilusión apenas difiere de la primera, pues no se pasa
de lo frívolo a lo serio por progresión ascendente y crescendo
continuo o de lo trágico a lo serio por regresión y decrescendo.
Según la temperatura del enfermo y su presión arterial, los par­
tes médicos dicen: la situación es «seria», «grave» o incluso
«desesperada»; los comunicados militares se expresan de la
misma forma: la situación no es grave, pero es seria. .. £1 téc­
nico valore la dimensión objetiva del. peligro o, si se prefiere, su
«peligrosidad». Evidentemente, según la importancia de la ame­
naza o el riesgo de muerte, se puede gráduar el peligro mortal,
el peligro medio y el riesgo insignificante. Los escalonamientos
objetivos son el resultado de un reduccionismo que borra las
diferencias de naturaleza y sustituye la modulación cualitativa
por la variación de grado' o intensidad, el cambio por el aumen­
to y la disminución, la heterogeneidad verdadera por el Más y
el Menos de los comparativos escalares. Serio, cómico y trágico,
igual que las enfermedades benignas y las malignas, los pecado?
veniales y los mortales, las fechorías y los crímenes, los-deberes
inexcusables y los deberes facultativos, el precepto y el consejo,
serían tipos o casos particulares dentro de un mismo género.
Bergson ya decía que ni el recuerdo es una percepción atenua­
da, ni la percepción un recuerdo encendido. Recuerdo y percep­
ción, pasado y presente designan dos direcciones contrarias y
pasamos de uno a otro como pasamos de la amistad al amor, no
a través de transiciones paulatinas, sino mediante una metamor­
fosis súbita y milagrosa... A su vez, lo serio no es una tragedia
ligera o una comedia ¿cida, igual que la tragedia no es una
seriedad subida de tono. Lo trágico es lo trágico y lo serio es lo
serio, i Lo serio es de un orden diferente a todo lo demás 1 Debe
ser pensado aparte y por sí mismo, en su singularidad específi­
ca y su tonalidad sui generis.
Lo serio no está entre ambos, por la sencilla razón de que la
preposición «Entre» expresa una relación espacial. Una locali­
zación topográfica no es más que una metáfora. ¿Acaso es lo
seño una simple medida, a mitad de camino entre la megalo-
psiquia trágica y la micropsiquia frivola? ¿Acaso merece lo
serio; situado tan lejos del exceso de honor como de la ignomi­
nia, la nota de aprobado, es decir, la nota de la criatura, la
nota de los que no son notables? ¿Es lo serio verdaderamente
oúSá-tEpov («neutrum»), es decir, ni lo uno ni lo otro? Todo
esto no son, de nuevo, sino formas de hablar y proyecciones e s ­
paciales... Aunque pudiéramos localizar lo serio en una zona
«intermedia» aún habría que decir, como dice* Aristóteles en
ciertos casos de su virtuoso iiécrcv, que nb está exactamente en
el medio. Está más cerca de un extremo que de otro, se acerca
más a lo trágico que a lo cómico. En el segundo libro de la
Etica Nicomáquea -iraiS tá se contrapone a cntouS-/^, igual que
las diversiones del niño se contraponen a la virtud del adulto. Lo
serio es irónico respecto a la tragedia, pero aún más a menudo
es relativamente trágico si lo comparamos con la broma, porque
actúa como su mala conciencia. La seriedad se define sobre todo
en relación a lo frívolo y por contraste con ello. Y, como la
falta de seriedad equivale a frivolidad, reprobar lo frívolo será
condición necesaria de una vuelta a lo serio. Por ejemplo, lo
frívolo «vuelve a ser» serio cuando los salientes y zigzags de la
hilaridad que sobresalían en la línea horizontal quedan nivela­
dos por un cambio de humor, es decir, cuando vuelve a los
intereses positivos y a los asuntos «serios». Joca, Seria!, dice
Cicerón: Históricamente, la «Opera seria» o «semi-seria» se
constituye por oposición a la Opera bufa, que se halla; en el
origen de la «ópera cómica» *. Mendelssohn, al titular su opus 54
Variations sérieuses7, nos advierte implícitamente que no vamos
a encontrar en esas diecisiete piezas el humor de los scherzos y
de la burla: por una vez, la broma está ausente, la. tonalidad,
menor de principio a f in 8, descarta cualquier veleidad de jue­
go. El estilo sobrio de las Variations sérieuses se contrapone a
la desenvoltura del Capriccio y a la ciclotimia del lunático
humoresque, que tan pronto ríe como llora.
Lo serio es ajeno a cualquier arrebato, ya sea locura de la
desesperación o embriaguez lúdica, pero la sobriedad que en-
6 El siglo xvii contrapone los «aires serios» a las «canciones de ta­
berna» (báquicas).
7 Op. 54, en re menor (1841).
8 Salvo en la variación 14, que además es un Adagio grave.
cama no ocupa el centro geométrico entre ambos extremos.
Con esta salvedad, podemos afirmar que todo lo que es media-
ñero tiene algo que ver con lo serio en mayor o
Por ejemplo, sí nos preguntásemos cuál de los tres tiempos del
Tiempo es el más serio, habría que contestar (a riesgo de volver
a las metáforas espaciales) que es el tiempo presente. Vecino del
pasado, que emana la nostalgia ilusa de las cosas antiguas y
contiguo al futuro, que nos transmite el loco entusiasmo de la
esperanza, el presente requiere un espíritu sereno y una volun­
tad lúcida. En el presentista la ensoñadora melancolía y las qui­
meras del futuro se neutralizan mutuamente. Entre dos irreali­
dades poéticas, una pasatista, otra futurista, el presente expresa
la realidad de la acción prosaica. El adulto serio se sitúa, si se
quiere, a igual distancia del extremo pasado del nacimiento que
del extremo futuro de la muerte o, mejor dicho, habría que
localizarlo a casi igual distancia de ambos extremos,', pues, de
hecho, el presentisrao se opone sobre todo a los vanos arrebatos
juveniles. Dicho esto,- podemos seguir afirmando que la edad
seria, la edad de los cabellos grises, está a medio camino, en el
mismo centro del camino de la vida, «nel mezzo del cammin di
nostra vita». Lo que es válido para el tiempo no lo es menos
para el tempo: ¿No es el AUegretto de la vida cotidiana, a medio
camino entre el Presto vertiginoso y el largo fúnebre, entre el
Accelerando y el Rallentando, una velocidad seria? La- concien­
cia se vuelve seria cuando, en lugar de perderse en los torbelli­
nos de la bacanal, adopta esa velocidad media que es el paso
de los amigos. Se me objetará que crrcouSV] en los griegos designa
no sólo la gravedad de la prudencia, sino la prisa y el apremio.
No obstante, aquí se trata de una prontitud diligente, de una
velocidad sfícaz, activa y servicial, en una palabra, de una
celeridad enteramente canalizada hacia la obra final. Festina
lenta! Spoudé es la virtud del hombre trabajador que se apre­
sura lentamente, sale a tiempo, hace las cosas importantes con
rapidez, pero sin precipitación; Spoudé es la virtud del hom­
bre ponderado, es decir, del hombre serio. MtjSév &yav «ttceúS e i v ,
repite Tsagnis 9 según la sabiduría gnómica. El *trabaja que-
conduce a la obra sin retrasos ni precipitaciones es serio.
La intennedi andad vivida representaría quizá el nivel «se­
rio» de la existencia; pero dicho nivel es una línea de demarca-

9 T e o g n is , versos 335 y 401.


xócsMfcxBnoB Ib existencia vivida en
srpuestos que la constituyen,
i 'faicratarafe como. una estratificación mental
la. positividad seria es tangente
la al presentimiento de ese destino cen-
ttaá,v-de «Ee. meollo trágico que llamamos la muerte. Pero, por
itfnociador la capa intermedia de vez en cuando aflora a la su-
peifefe de la experiencia; esa fina película está salpicada de
anécdotas graciosas, sembrada de episodios deslavazados, cuaja-
cEs^cperipecias y comedíelas de cortos vuelos a los cuales hay
q ó e añadir los múltiples juegos que el hombre organiza para
dnertírsE, como las cabalgatas, los premios literarios o las ca-
jxexas. de caballos. La conciencia seria va y .viene de la angustia
ds la nada letal al revoltijo de incidentes burlescos; de la deses-
pexacíón, límite trágico, a la diversión, límite periférico. La
candencia toma conciencia de una situación considerada seria,
e sd e d r, toma algo «en serio» cuando las circunstancias la
obligan a pasar de un plano a otro. Lo serio en sí mismo es tan
imperceptible como el peso del aire atmosférico, pero se deja
sentir al tomar algo en serio, es decir, «in motu». Igual que el
tomar vonciencia, el tomar algo en serio es un acontecimiento
intermitente y un descubrimiento,expreso que sobreviene en la
continuación del intervalo introduciendo en ella la discontinui­
dad de un desnivel imprevisto. La existencia cae por su propio
peso en todo momento, en todo momento es lo que es, ni gro­
tesca ñi trágica, y su evidencia tautósica es la base fundamental
de la duración. El tomar algo en serio sobresale como un súbito
escrúpulo en esa continuidad que, de pronto, se ha vuelto
problemática. Hemos elegido, entre otros muchos, cinco ejem­
plos. Estoy escuchando a un elocuente orador, un charlatán
dado a la demagogia y, de pronto, me doy cuenta de que no
exagera, de que, por una vez, las buenas palabras y las prome­
sas son muy serias. Escucho con oídos incrédulos las vanas ame­
nazas de un fantoche o de un cuentista y bruscamente tomo
conciencia de que esta vez la fanfarronada bien podría no serlo,
esta vez el peligro es de lo más serio. Asisto, dispuesto a reírme,
como 'siempre, a la actuación dél cómico profesional, pero, de
repente, se me pasan las ganas de reírme: reparo en que el
humorista ha dejado de bromear. Tomo a la ligera o escucho
distraído las interminables quejas de un enfermo imaginario y,
un buen día, el enfermo hace lo que dice: se muere, jluego el
enfermo imaginario no lo era tanto! Nos damos cuenta de una
manera póstuma de que, al contrario, era un verdadero enfermo.
El ilustre conferenciante da un traspié al subir al GSUGkIQ y 55
cae ante un auditorio de quinientas personas dispuestas a diver­
tirse con el ridículo espectáculo que presencian, pero la risa se
les congela en los labios: el conferenciante no se levanta porque
se ha roto una pierna; lo risible se vuelve «serio» y, por poco,
trágico. En cada uno de los ejemplos mencionados el «darse
cuenta» es un acontecimiento repentino: «darse cuenta» es tomar
en serio súbitamente algo cuya importancia no calibrábamos
bien, algo que teníamos delante y, sin embargo, no retenía nues­
tra atención. ¡Descubrimos, para nuestra vergüenza, lo que
creíamos saber!, porque se puede aprender lo que se sabe y
descubrir lo que ya se ha encontrado. Es más, sólo así aprende­
mos de verdad... Es lo que se llama tener «experiencia». Desde
luego, sabíamos, sabíamos todo lo que hay que saber; sabíamos
e incluso comprendíamos, pero no nos dábamos cuenta, es decir
no sabíamos hasta qué punió; éramos como un inocente que
detenta una verdad, pero no tiene conciencia alguna de su
tesoro y a fortiori no aprecia su alcance. El inocente tiene ra­
zón, ¡pero ni siquiera cae en la cuenta! No sabe hasta qué pun­
to está en lo cierto, el inocente... El saber es papel mojado siq
cierta manera interior de saber: como una gracia inesperada,
esa manera nos abre los ojos de repente; no es exactamente la
adquisición de un nuevo conocimiento, de una información iné­
dita o un detalle ignorado, ¡en absoluto!, es más bien el descu­
brimiento de una nueva dimensión dentro, de' una verdad anti­
gua. Darse cuenta es descubrir sin moverse, del sitio la .vieja
novedad, vieja por su contenido material o gramático, pero
completamente renovada por nuestra manera de percibirla. Por
eso la aportación que supone esté descubrimiento no es una
información complementaria, sino una especie de profundiza-
ción impalpable y, en cierto modo, etérea. El paisaje urbano
cuya secreta poesía percibimos súbitamente sigue siendo el mis­
mo paisaje, sus casas y monumentos son los mismos y, sin em­
bargo, nos parece verlo por primera vez. Lo miramos como si
nunca lo hubiéramos visto y nos frotamos los ojos como el que,
al abrir la persiana por la mañana, respira la primera brisa de
primavera. En efecto,- nunca habíamos «visto» ese paisaje de
nuestra vida cotidiana, porque es su misteriosa transformación
interior lo que les revela a los hombres la novedad -inasignable
de la cosa familiar. Al romper el cerco de la indiferencia, el
egoísta se interesa repentinamente por la existencia de un vecino
con-ei cual convivía desde hacía años sin haberle dirigido nun-
CS'1& PSlSbr8¡ UH bU8fl diS ES ifl ÓGlirtñ que ese vecino también
tiene una desiinée, un secreto y unos problemas; descubre que
esa existencia que vivía a su lado sin que se dignara a prestarle
atención es única e irreemplazable, como la suya propia. El
«darse cuenta» es, por lo tanto, el descubrimiento de una pro­
fundidad imprevista y literalmente desconocida porque, en efec­
to, se trataba de desconocimiento y no de ignorancia. ¿Qué
nombre dar al no-sé-qué que constituye la materia imponderable
del malentendido y que no hemos sabido apreciar? ¿Es el peso
de la verdad? ¿su sonoridad? ¿su iluminación? No, ni éramos
insensibles ni estábamos sordos o ciegos. El tomar algo en serio,
hallazgo irrisorio, a menudo tardío y retrospectivo, es un hallaz­
go que no lo es y, sin embargo, inaugura una nueva era. El
«darse cuenta» puede ser el comienzo de conversiones o apos-
tasías espectaculares. Posible punto de partida de una larga
evolución, primero constituye la crisis que nos lleva del plano
de las abstracciones al de la realidad concreta. Por ejemplo, un
día el hombre descubre que envejece: un buen día, mientras se
afeita, comprende que la muerte no est¿ hecha sólo para los
demás, sino también para él, que el devenir irreversible y la
juventud fugitiva no son únicamente materia de elegía o temas
propios de versión latina, que todo eso es muy, muy seno. Esta
vuelta a lo serio también tiene una fecha. Podemos imaginar
con 'bastante exactitud el diario metafísico eñ cuyas páginas eí
sabio anotaría: esta mañana a las ocho y media por fin he com­
prendido que no sólo el hombre en general es mortal, sino que
también yo, personalmente, he de morir. «De pronto comprendí
que soy mortal», dice Arseniev en la admirable novela de Ivan
Bunin10, tras la muerte de Nadia, su hermana menor. jVaya un
descubrimiento! nos entran ganas de decir al que descubre el
gran misterio de Polichinela de la muerte... ¿No lo sabía usted?
i Sí, sí que lo sabia! Sobre este tema el anciano materialmente
no sabe más que el joven,:; pero lo que sabe, lo sabe de otro
modo. Cuando el saber es fruto del «darse cuenta» adquiere un
cariz serio en primer lugar por la efectividad, en segundo lugar
por la inminencia y finalmente porque nos concierne personal-
mente. La propia muerte ya no es un concepto abstracto dentro
de un silogismo, sino un acontecimiento rcal'j TOGItS 'Jíl HQ
es un futuro remoto (¿acaso el futuro inmediato no es la forma
temporal de la efectividad?), en resumen, la propia muerte es
asunto mío. Hemos analizado lo serio sobre todo en el movi­
miento que va de lo cómico a lo -trágico, ya que está más cerca
de lo segundo que de lo primero. Tomar a alguien en serio en
general es dejar de tomarlo a la ligera. En cuanto al movimiento
inverso, no siempre se para en la etapa intermedia: cuando
escuchamos & un chistoso hablar con solemnidad a veces tene­
mos la impresión de que se burla de nosotros; centramos nues­
tra atención en su cara impasible, au lenguaje enfático, su tono
convencido y su estilo ampuloso buscando el menor indicio de
pizzicatoi porque, igual que un lapsus revelador puede desvelar
súbitamente la dimensión grave de la ironía, unos signos imper­
ceptibles pueden descubrir la intención burlona de un discurso
apasionado. Hay que reconocer que el hombre moderno, en el
concierto o en las exposiciones de pintura, a menudo se siente
confuso y no sabe cómo reaccionar...
Corroboramos los célebres pensamientos de Pascal sobre la
situación intermedia de la criatura humana; en la condición de
la criatura, en la anfibología del anfibio, todo está entre los. dos
extremos: nuestra existencia, a igual distancia de las dos orillas
opuestas, de los dos fimsterres del destino; nuestra semiciencia,
entenebrecida por el hemisferio nocturno de la seminesciencia.
Los confines, el alfa y el omega, el principio y el-fin, quedan al
margen tanto de la existencia continental como de la ciencia
contmuacionista. Una vida seria encuentra su óptimo vital en la
zona temperada del intervalo y la intermediaridad.. Profesar la
intermediaridad es considerarse excluido de toda posterioridad
purísima, abandonar la ambición de una gnosis inmediata y re­
nunciar a las quimeras escatológicas o metafísicas. Es propio de,
un hombre serio abandonar las fantasmagorías insensatas y las
descabelladas pretensiones de angelismo; es propio del hombre
serio tomarse en serio el a priori que nos separa de la metaem-
piria y lo sobrenatural. En consecuencia, lo propio del hombre
serio es reconocerse medianero. Swedenborg no es «serio», por­
que describe el más allá como un más acá. El visionario no es
serio, porque confunde el atisbo de lo sobrenatural con las visio­
nes de este mundo y nunca supera la fase metafórica del antro­
pomorfismo ni las simplezas de una imaginación exigua. La se-
riedad es sabiduría y entraña un elemento de resignación,-Ovará
XP*i •'civ flvarcóv, oúx A8á,vccxa tóv Ova-róv tppoveív, rompe el
hechizo imaginario, desengaña al visionario y le convierte a la
humilde prosa de la realidad; lo serio actúa como antídoto con­
tra la charlatanería. Pero, por otro lado, esa probidad y esa
modestia un poco austeras son una manera indirecta de honrar
la alteridad absoluta del o tro-orden y la posterioridad radical del
otro-mundo. La verdadera seriedad metafísica tiene una idea
demasiado elevada de lo sobrenatural para admitir las comuni­
caciones imaginarias que pretenden percibir el espiritismo y la
magia. No obstante, la intermediaridad no debe ser entendida
como un estado estático o sedentario. Mítr^v 8 ’1-pxeu rfjv óBáv,
reza luna sentencia de Teognis camina por en medio del ca­
mino, es decir, ve por el centro, pero camina, SpxEU, porque
una seriedad en la que uno se instala cómodamente no es más
que una payasada. Sin duda, deberíamos hacer una diferencia
más nítida, entre una seriedad dinámica y una seriedad estanca­
da, entre una intermediaridad mediadora y una «medianía» que
no es sino mediocridad, satisfacción burguesa y complacencia
ahíta. La moderación aristotélica, a medio camino entre lo que
un. día será el orgullo estoico y lo serár más tarde, la humil­
dad cristiana, puede parecer seria, percrse convertiría rápida­
mente en bufonada si se apoltronase en la satisfacción definitiva
de su condición medianera. Así es el positivismo mezquino, con­
formista y pragmático de un hombre de negocios perfectamente
adaptado a la continuación del intervalo y a sus pequeños teje­
manejes. El dinero, resorte irrisorio de una actividad meramente
acaparadora, es el medio más mediocre. Decíamos que la única
seriedad de la que podemos hablar es el tomar algo en serio y
ese tomar algo en serio es un movimiento: la conciencia va
sobre todo de lo frívolo a lo trágico, pero se detiene antes de
llegar al límite de la tragedia. En consecuencia, lo serio es la
intención y no la ubicación. Se puede vivir en el entresuelo y
ser un mero bufón; lo serio es intermedio en el sentido en que
es intermedio el Eros platónico. Ahora bien, ¿qué tienen en
común la mediación erótica y el justo medio de los moderados?
Ciertamente, Diotíma afirma que Eros está entre lo bello y lo
feo, entre el bien y el mal, entre la ciencia y la nesciencia,
crotpuk x at ¿qxo&ioix;u, entre lo divino y lo humano;
como no es ni sabio ni ignorante, sino un poco de lo uno pot
su padre y un poco de lo otro por su yiys Sft TSÚ5MÍ
piso que Ib opinión correcta, ¿p0-fj 8¿É;a, y su «ortodoxia» po­
dría ser fácilmente confundida con el sentido común; mezcla de
inmortalidad y mortalidad, no es ni perfectamente feliz, es decir,
bienaventurado, ni desesperadamente infeliz. Pero Diotima aña­
de que va y viene del cielo a la tierra, sube y baja: hacia los
dioses llevando los ruegos, quejas y peticiones de los hombres,
hacia los hombres trayendo las bendiciones y favores de los
dioses. A la vez mensajero, intérprete y enlace, «herraenéutico»
por vocación, puede ser considerado como el ministro de rela­
ciones teantrcpícas. Es un principio de intercambio (ájiouSfWi) 13
y de correlación mutua, anima una b{uXla. y una SukXexrcx;M,
instaura un diálogo y una red de comunicaciones entre los dio­
ses y los hombres; sobre todo, va y viene tejiendo la trama
social a través de una constante oscilación. Lleva los recados
de unos a otros y, en ese sentido, es más un mediador que un
intermediario... Un mediador, decíamos, jno un intercesor! |y
mucho menas un entrometido! El médium no está en medio,
pero mediatiza: év (xécrcp 8i 8v á{JwpoT¿pwv, (nnjmtaipoí ¿ierre tó
■jteiv turró aíiTqi l;\n>5tSíatia.t.
¿No será lo serio, como Eros, de naturaleza demoníaca? Ni
ángel ni bestia, dice Pascal de la criatura anfibia a la que lla­
mamos hombre, porque Pascal quisiera proteger a la condición
humana tanto del orgullo estoico como del envilecimiento pirro­
niano. ¿Acaso no está el spoudaios tan lejos de lo infinitamente
grande como de lo infinitamente pequefíq? El hombre no es ni
ángel ni bestia, pero aparece como ángel y como, bestia a la
vez. {Es tan pronto una cosa como la otra! Neutro é híbrido,
ser tercero y mixto, ni ángel-ni bestia, medio ángel, medio bes­
tia, a veces ángel y a veces bestia, la criatura es todaeso junto y,
no es nada de todo eso, c u t e áp.cpÓTEpa ofixe oúSéxEpov u, ya que
ni la alternancia ni la simbiosis definen completamente a ese ser

u Banquete 202 a (Platón dice asimismo: jieraJjú qjpoWjradq ocal


204 b (iicra^O crotpaü xaí ¿yiadouO. Rep. V 477 b
á-yvoiai; -re xat ¿TwrrfgMiOt 478 d: brxbc, d^jwpoív.
“ 202 e.
14 203 a: AvAptíiTOp oú p.vywr<tt. Rep. VII 520 a: <ruvEzo\ioq.
Leyes XI, 921 c.
U Rep. V 479 c.
doble y simple cuya ambigüedad es infinitamente ambigua. Por
o tr a p a r t e , e l que quiere hacer el ángel hace la bestia 16 y lo
contrarío parece quedar sobreentendido. La inversión del Pro
y SÍ ContTR Ifi psrnute fl Psscal hablar en lenguaje platónico de
las «idas y venidas» que llenan «el espacio comprendido entre
los extremos» 17. La criatura no se estabiliza en la situación
equívoca de un semidiós que sería ipso facto semihombre, ya
que un equívoco perenne |se vuelve unívoco! N o..., la criatura
rebota de un extremo a otro y en el rebote relaciona el ángel
con la animalidad, lo sobrehumano con lo infrahumano. Por
ejemplo, la buena intención nos lleva a la mala intención y la
malevolencia de nuevo a la benevolencia. La buená-mala volun­
tad no es, en suma ni blanca ni negra» sería más bien gris...
O, mejor, es negra y blanca alternativamente/ |e incluso simul­
táneamente! Por lo tanto, más que una anfibología estática, ha­
bría que hablar de una vibración interior; la criatura es arroja*
da de arriba abajo y de abajo arriba sin cesar y ahora podemos
alegar, con Georg Simmel, la «Mittelstellung» del hom bre 11 a
condición de añadir que lo serio no es una situación, sino una
función. Es en la relatividad infinita y no en la adaptación al
justo medio donde radica la seriedad de una conciencia seria.

2. T otalización en profundidad y en duración. E l legato

En cierto modo, hemos intentado localizar, la seriedad sin


definir lo que es en sí misma. Lo serio es ún lugar de paso,
cuando es considerado negativamente y, por así decirlo, desde
el punto de vista de la extensión, pero ¿podemos contentamos
con esta filosofía negativa? Dentro de los límites d e :la interme-
diaridad, lo serio es la consideración de la totalidad de la exis­
tencia o, al menos, de la mayor parte posible de la misma. Dis­
tingamos ahora la dimensión de la profundidad y la dimensión
de la duración. Desde el punto de vista de la primera, lo serio
es laiactitud de un hombre que intenta totalizarse en cada expe­
riencia y ratifica con ello la ^vocación del devenir, pues el deve*

,a Pensamientos (Brunsvicg), VI, 358-359 (Alfaguara, 678-674).


17 (Brunsvicg), VI, 353, 354 (Alfaguara, 681, 27); (compárese 353
y Banquete, 202 e). Cf. Pensamientos (Brunsvicg), II, 72 (Alfaguara,
199).
11 Lebensanschauung (1918), III: Tod und ■Unsterblichkeit, p. 105.
nir recoge continuamente el pasado y el futuro en el presente;
al menos esa es la inmanencia de sucesión, fruto de la memoria
y la anticipación, En cuanto ft U ÜunWBQCMl ÚS Cft
virtud de la cual el todo es inmanente a cada parte, podríamos
darle el nombre leibniziano de Expresión, pues, así como la tota­
lidad del m undo inteligible está contenida, según Pío tino, en
cada elemento inteligible, BXov év ¿xácrry elvoti, SXov &ruiv
focourcov xai 7 r a v T a x f j tc£ v 19, cada mónada, según Leibniz, es
el microcosmos del universo entero- En ese sentido, lo serio no
sólo abunda en el sentido del devenir, sino también en el del
organismo, ya que el organismo es infinitamente orgánico. La
seriedad considerada como intensidad y fervor es la virtud de
un alma global que, al igual que el mundo inteligible de Ploti-
no, se esfuerza por estar contenida toda entera en cada una de
sus decisiones, por comprometerse hasta el final en cada una
de sus iniciativas, por entregarse incondicionalmente a cada
uno de sus sentimientos, Travraxoü ¿qxa SXav eIvoci. Como sabe­
mos, esa totalización apasionada definía para Bergson la liber­
tad. Al contrario, bromear es estar presente sólo parcial y super­
ficialmente en el lenguaje, en la mirada y en los gestos; la frivo­
lidad es un compromiso a flor de piel y, por otro lado, es el
compromiso de una pequeñísima parte de la persona. De hecho,
ese compromiso con la punta del alma es una negativa a entre­
garse del todo. Curiosidad y maldad tampoco son serias, una
sólo hambrienta de anécdotas, chismes y. comentarios, la otra
únicamente lúcida cuando se adentra en el terreno deshilvanado
y meticuloso del detalle. En cambio, la. simpatía es seria porqué-
busca la esencia total de la ipseidad en el, Tú; tan generoso
como genérico, el amor se dirige sin rodeos al portador del des­
tino. Por la misma razón, los actos son más «serios» que las pa­
labras, ya que el «hacer» obliga a la persona más profundamen­
te que el «decir» y la compromete en mayor medida. Acción,
elíptica, impotente y degenerada, la palabra mueve los resortes
más fáciles. Ciertamente, a veces' constituye por sí sola una
postura arriesgada y un desafío peligroso (por ejemplo, cuando
se dice no a un tirano), pero frente a- esos casos excepcionales
jen cuántos otros descubrimos la elocuencia como una tarea
inútil, un trabajo fútil, vano e irrisorio! No escuchéis lo que di-

w Enn. V 5. TI 7. I 8, 2. VI 5, 1. ^Exactos mkvrei;! At'5Xou BXov!»


(SéNBCA, QufflMí. Nat. III 10:' «Omnia in omnibua»).
cen, mirad lo que hacen, dice Bergson a veces, porque el len­
guaje de los actos, que entraña responsabilidades, acarrea sufri­
mientos personales y nos expone a multitud de peligros es for­
zosamente el más Sincero. Seriedad y sinceridad van a la par.
Hacer lo que Be dice, conformar el decir al hacer y, en conse­
cuencia, poner la vida de acuerdo con las palabras se traduce
en una profundidad transparente que merece el nombre de se­
riedad. La seriedad implica que la promesa no es una chanza,
sino que será mantenida; que la amenaza no es infundada, sino
que podría ser ejecutada; que el ofrecimiento nú es un hablar,
sino que tendrá consecuencias; en definitiva, que la palabra no
es un «flatus vocis», no es un impulso superficial e inmediata*
mente desmentido, sino que tomará cuerpo en los actos. En el.
fondo de un alma seria se adivina el pudor hacia la palabrería,
el temor a abusar de la locuacidad, la resistencia a la tentación
de decir. Una vez descrita la seriedad desde el punto de vista
de la profundidad, es importante señalar que esa profundidad
es intermedia. La seriedad se diluye en los extremos: por juego
frívolo y por desesperación, iLa risa no es lo único que nos
hace perder la seriedad! Para ser serio no basta querer-con toda
la voluntad, amar con todo el corazón y conocer con toda la
inteligencia, comprometerse, en suma, con toda el alma, SVp
Tp tlwxp °* como dice la Etica Nicomáquea30, xa-ri Tcótffav tíjv
i|A>XTf)V, es preciso que dicha totalización se sitúe en un plano
intermedio entré la tragedia de la mortalidad y la comicidad de
la existencia superficial.
Desde el punto de vista de la duración, lo serio contempla
el intervalo de tiempo más largo posible, si es posible la vida
entera y aun nuestra descendencia. Más allá de la diversión ins­
tantánea, la seriedad toma en consideración el futuro y prevé
las azarosas posibilidades aún envueltas en las brumas de la
incertidumbre. Tanto el preocupado como el serio tienen en
cuenta el futuro y las virtualidades latentes que encierra. No obs­
tante, si la despreocupación y, desde luego, la incuria son todo
lo contrario de una actitud seria, de ello no se deduce que la
seriedad , y la preocupación aborden e l tiempo de la misma ma­
nera. El tiempo del preocupado es un tiempo destmal que el
hombre no siempre controlar el preocupado espera con inquietud

» Etica Nic„ IX, 4, 3 (1166 a 15). Y ' Platón, Rep„ VII, 518 c.
( a . IV, 436 b).
el desarrollo de tina futurición imprevisible que le depara sor­
presas y calamidades; la preocupación, sin ser exactamente mo­
tivo de insomnio, como la angustia, siempre es más pasiva que
la seriedad. Muy al c o n tr a r io , el tiempo de la seriedad es un
tiempo que el hombre previsor controla y dirige gracias a su
trabajo, un tiempo cuyo empleo óptimo depende de nosotros.
Prever para proveer sería la divisa de una futurición seria
que, a la manera del príncipe de Maquiavelo 21, tiene en cuenta
a partes iguales si azar y el libre arbitrio; el hombre serio, aten­
to a la vez a la necesidad y a la libertad, es capaz de utilizar los
determinismos; la seriedad se reconoce por una exacta delimita­
ción de las cosas que dependen de nosotros, así como por una
noción realmente modesta y mesurada de las posibilidades y del
poder del hombre. Los claros pasajeros de hoy nos permiten
prever mal tiempo para mañana y esto puede ser motivo de
preocupación por cuanto el futuro es imprevisible y excede a
las precauciones del hombre. Pero cuando somos capaces de ver
más allá de la euforia presente, la futura recaída del enfermo
es objeto de una responsabilidad seria en la medida en que su
futuro y su salud en general dependen del médico. De hecho,
cuando se habla de seriedad es porque la posibilidad de la
muerte está presente, pero también porque todavía se puede
hacer algo y tanto los tratamientos médicos como los poderes
terapéuticos de los remedios han de cumplir su cometido.
El enfermo sufre y no es momento de bromas; pero aún no está
todo perdido, puesto que sufre... ¿No es el dolor un-éxito rela­
tivo de la vida? Si la efectividad de la muerte es inevitable, la'
fecha, en cambio, es infinitamente aplazable... Disparidad de
una situación en la que destino y destinée se compenetran: hay
que resignarse, a la quodidad de la muerte, pero es el quando lo
que justifica el combate. Si la situación es seria la despreocupa­
ción y a fortiori la sinecura son inadmisibles. Si la situación es-
seria, se acabaron las locas ilusiones de inmortalidad. Pero si la
situación es seria (magnífico! es que no estamos desarmados...
Todas las esperanzas están permitidas, aunque todos los ruegos
estén prohibidos. Cuando el hombre recobra la seriedad, algo le
susurra en secreto {a trabajar! La mortalidad o, en otras pala­
bras, el hecho de la muerte es una fatalidad para nuestra preocu­
pación, pero la fecha de la muerte (hora incerta) es sencillamente

21 El Principe, cap. 25.


algo serio; asimismo, la temporalidad o, en otros términos, el
hecho del tiempo, es incomprensible, pero podemos organizar
los tiempos de dicha temporalidad, igual que podemos dilatar o
reducir los plazos. Esa es la función dilatoria y es también la
función de aquella anticipación fronética del Fiíebo que Platón
considera como un privilegio del hombre. La razón no nos
exige estar preocupados, pero nos prescribe seriedad, es decir,
tomar en consideración el futuro más lejano. Un «señor serio»
es el; que, tentado por la diversión de una aventura amorosa,
prefiere considerar con gravedad, es decir, pesar y ponderar las
consecuencias de su escarceo. Más allá del presente, el hombre
serio considera el futuro, es decir, las perdurables consecuen­
cias biológicas y la dilatada repercusión moral de un goce pasa­
jero, considera la función del amor en general. ¿Acaso puedo
desear que las consecuencias de mi decisión sean eternas? ¿Pue­
de generalizarse lo que quiero sin caer en el absurdo? Cuando
un hombre razonable se hace esta pregunta el porvenir invisible
derrota de una vez por todas al minuto voluptuoso. Y así, mien­
tras el frívolo cae víctima de la trampa fascinado por el atrac­
tivo de un Ahora efímero, el serio y el preocupado, que tienen
en común la clarividencia prospectiva, se inclinan por el interés
superior de toda una vida. En ese sentido, el utilitarismo es más
serio que el eudemonismo y éste más serio que el hedonismo,
siendo el colmo de lo serio tener en consideración la felicidad
máxima de la mayoría. Es más, la preocupación suele ser con­
secuencia de la propia frivolidad, porque la pasividad del hom­
bre tiende a tratar como un escrúpulo las consecuencias de la
totalidad que ignora. La seriedad, con sus grandes sinopsis ra­
cionales, estaría más ligada a la serenidad. ¿Acaso lo serio no es
una forma de megalopsiquia? For otro lado, a diferencia de la
preocupación, la consideración seria de la duración más larga
posible expresa nuestra situación intermedia. Lo serio, que es
la capacidad de mirar siempre más allá indefinidamente, vis­
lumbra la futura decadencia en el éxito actual y el resurgi­
miento de mañana en el fracaso de hoy; es el principio regulador
o compensador que neutraliza el optimismo con el pesimismo y
viceversa, desanima a la esperanza y devuelve la confianza a la
desesperación. De futuro en futuro y por encima de alternati­
vos consuelos y desconsuelos, por encima de ilusiones y desilu­
siones, la razón moderadora se da un tiempo absolutamente,
total, un tiempo inasequible a la decepción que, al trascender
lo unilateral de la pasión, parece coextensivo a la eternidad. Ya
no nos tomaremos nada ni a la tremenda ni a la ligera. Nada, ni
\l
la felicidad ni la desgracia, tiWlGü nUTC& Ú lÜ M W¡8¡m\
es patrimonio exclusivo de la muerte. Es decir, para un hombre
serio y diligente la palabra desgracia siempre es la penúltima.
Pero lo serio no sólo contempla la máxima duración posible
desde el punto de vista de la extensión, sino que además la
entiende como una continuación cuyos momentos sucesivos están
engarzados; en virtud de la solidaridad general que traba y
fusiona entre sí los acontecimientos de la historia, cada mo­
mento remite al siguiente y paulatinamente a la duración en*
tera. De ese modo, la seriedad, atenta a las vinculaciones entre
interés y determinismo, introduce en la existencia la ligadura, el
encadenamiento o, mejor aún, el Legato: ¿Acaso no se mani­
fiesta en Leibniz el Legato en la naturaleza serial de la econo­
mía general? Las modificaciones que configuran la '.historia de
una mónada están contenidas en la noción originaria de esa
mónada; por otro lado, los devenires de las diferentes mónadas
concuerdan armónicamente entre sí dentro del plan trazado por
Dios. El sabio aspira a la comprensión global de la armonía,
pero sólo Dios abarca el conjunto o, mejor dicho (lo que cons­
tituye la esencia misma de la justicia) sólo él tiene en cuenta
todos los aspectos de todos los problemas; «Dios cuenta con
más de un punto de vista en sus proyectos». Es decir, una
voluntad es buena y seria cuando quiere en bloque el orga­
nismo entero del fin, los medios y las consecuencias y en eso
coinciden la voluntad seria y la inversión irónica. La pseudo'
buena voluntad purista que pretende querer- el fin y no quiere
los medios de ese fin, es decir, que rechaza la alternativa, no es
seria. No es serio quemar las etapas de la dialéctica y querer
alcanzar la meta en un suspiro, repentina y angelicalmente, sin
atravesar los momentos sucesivos, sin pasar «per gradus de­
bí tus»; los yiffa del Filebo, los bzi$ácrzi$ xoí ¿pp,a£ y los
¿icoBáffeu; del sexto libro de la República, los ¿navaftacrpioi del
Banqueten son, bajo diversas denominaciones, los peldaños
sucesivos de una escalera dialéctica que toda voluntad serta
debe subir uno detrás de otro, No es serio eludir la fase
de la antítesis, como hacen los sabios demasiado impacientes a

32 FilebOt 17 a; Rep., VI, 511 b; Banquete, 211 c. Cf. Plotino,


Enn. VI, 7, 36; I. !.
los que el Filebo acusa de ir directamente al grano (euW<;) d,
B o rtcan d o la s fa s e s intermedias. Con el pretexto de rechazar la
espera y la negación provisional de la cosa querida, la semi-
voluntad sospechosa QUS es voluntad del fin inmediato y a toda
costa, revela una inconfesable intención de sabotaje. Al negar
lo que haría el éxito posible, la voluntad adialéctica del éxito
busca de un modo insidioso y maquiavélico las condiciones del
fracaso; a fuerza de sofismas, excusas y pretextos, la falsa
voluntad fabrica clandestinamente el obstáculo oportuno que
le impedirá alcanzar su meta. La voluntad poco sincera es una
mera veleidad, una insignificante voluntad de tres al cuarto, por
no decir una mala voluntad o incluso una voluntad a secas. La
voluntad que quiere lo absoluto y lo quiere en el acto, es una
voluntad de lo imposible y, en consecuencia, es un mero deseo
platónico o una plegaria mágica. {Un piadoso anhelol ¿Se pue­
de querer sinceramente que Mañana se convierta en Hoy por
arte de magia, por arte de birlibirloque? ¿Se puede «querer»
un prodigio o un milagro? La modesta y prosaica voluntad es
muy distinta: le voluntad global quiere con tanto fervor que
puede querer provisionalmente lo contrario de su fin, si ese es
el. precio que ha de pagar por él. La mala voluntad farisea
quiere su fin al instante, mientras la buena voluntad seria quiere
el suyo inmediatamente en la medida de lo posible es decir, de
hecho, mediatamente. Quiere lo que quiere a través del primer
Querer, a través del Querer inmediato de la práctica cotidiana
y aquí surge la ironía de la mediación agógica, la que es «a
contrario»: la voluntad, a fuerza de querer, niega lo que afirma,
es decir, lo quiere diferido; defiende lo contrario de su propia
intención, admite la paradoja dialéctica de su inversión, porque
cuando de verdad se quiere el fin hay que emplear unos medios
que en nada se le parecen. Si la voluntad intransigente que rei­
vindica el purismo oculta una noluntad esotérica, una malevo­
lencia críptica', la contra-voluntad de una voluntad seria es una
noluntad exotérica que encubre una voluntad apasionada. La
semivoluntad que, a fuerza de emplea? los medios acaba por
cogerles gusto y olvida el fin que los' justificaba, es igualmente
frívola. £1 apego a los medios, fruto de un desplazamiento, es
una caricatura de lo serio. La voluntad seria quiere su fin inme»

23 Filebo, 17 a, contra aquellos que t i p ic a ¿x^úyei. Contraponer


el eúBúi; del Filebo y el del Banquete, 210 s.
diatamente en la medida de lo posible, es decir, de hecho,
mediatamente. Peto, a la imeiSB, (pete SU fin mnÁntmiW» y
(si es posible de inmediato! La inocente voluntad va lo más
rápido posible y por el camino más corto; le concede a la
mediación el tiempo estrictamente necesario y emplea el me«
ñor número de medios posible. En cambio, la inconfesable sub-
voluntad se demora en los medios más de lo necesario y muda
la carrera en paseo; la insuficiencia'de voluntad se adivina por
cierta lentitud imperceptible, por una falta de prisa anormal,
por un rezagarse sospechosamente en los senderos de la media­
ción; no tiene prisa la dichosa mala voluntad, se detiene a cada
paso y bajo los más diversos pretextos, como un fiel tibiamente
piadoso que, en lugar de correr hacia la iglesia por el atajo de
las buenas voluntades serias, prefiere deambular por las calles
y hacer novillos. La mala voluntad no quiere ver su futuro
transformado en presente, quiere un futuro eternamente futuro:
quiere el retraso por el retraso y no como un aplazamiento
necesario o mal menor; querer el no-ser del tiempo aquí significa
no querer nada, no querer o, como diría Unamuno, querer no,
pues no hay nada que querer transitivamente en eso impalpable
que llamamos tiempo... Si el pensamiento del tiempo rezuma
aburrimiento, la voluntad del tiempo es una mala voluntad.
Querer el tiempo es querer únicamente el desvío y el impedi­
mento que el tiempo representa. Por eso, quienes n o . tienen
ganas de hacer algo dejan pasar el tiempo con la secreta espe­
ranza de que en el último momento algún obstáculo, les exima
de hacerlo, i Su verdadera intención es «ganar tiempo»! Todos
los aplazamientos, todas las excusas dilatorias, todas las coar­
tadas 'son buenas para demorar su cita, para refugiarse median­
te una recurrencia infinita y una prórroga incesante en las bru­
mas propicias de la indeterminación. ¡Más adelante! ¡Para
Pascua o ad calendas graecas! La mala voluntad que se desvivé •
por el tiempo es esa continua remisión de una cosa a otra, ese
después indefinido que deja en la íncertídumbre el lugar y la
fecha. El {üpaSÚTEpov, dialéctico y complaciente en exceso, se
opone en el Filebo al eú6ú<; adialéctico, pero también se opone
a la prisa moderadamente dialéctica, a la rapidez seria y realista
llamada cttcquSt); la buena conciencia, muy contenta, toma la
hipótesis por una tesis anhipotética y se duerme a medio cami­
no, vencida por un sueño dogmático y satisfecho; la buena
conciencia fija su domicilio en los medios y establece su resi-
dencia definitiva en la mediación como un cruzado que parte
a la c r u z a d a y olvidando la razón de ser de su viaje se instala
a mitad de camino en los alrededores de Constantinopla. Po-
úrísmos comparar la mala voluntad con el mal amor. El amor
deja de amar al amado, que es su razón de ser manifiesta, su
objetivo primario y desinteresado, su acusativo de amor, y
empieza a amarse a sí mismo; al olvidar a la segunda persona,
que ?s su vital complemento directo, se vuelve intransitivo e
insincero. En cambio, en un amor serio el otro es el .único gran
fin urgente para el amante, es la piedra (ie toqúe de la since­
ridad. El amor, decía Fenelón, está hecho para el.amado y no
para amar. Por eso lo serio eljide a la vez el angelismo del fin
sin los medios y la frivolidad de los medios sin el fin, el
Caribdis de la precipitación y el Escila de la lentitud, las ca­
bezas sin cuerpo y los cuerpos sin cabeza, la supervoluntad y la
infravoluntad. Las dos mitades de la voluntad se refunden en
la voluntad del fin a través de los medios. Lo que era disyun­
ción en las dos malevolencias opuestas es conjunción en la seria
benevolencia. Aspirando al fin a través de aquello que lo hace
posible y sin perder nunca el punto de mira, la gran voluntad
seria no cede ni a las tentaciones del aplazamiento, ni a las
quimeras de un purismo más o menos hipócrita; mas acá de
éste y más allá de aquel, lejos de una y otra unilateralidad, lo
serio nunca se adelanta ni se atrasa. Es presencia y oportunidad.
P asa,por lo dado, pero lo mira por encima del hombro: mira
más lejos, más alto, más allá, porque lo dado cobra sentido
fuera de sí. El obstáculo que atrasa, entorpece y retarda (la
materia como adversidad, la finitud como fatalidad, la alter­
nativa como maldición, el devenir como imperfección) cede el
paso]al órgano-obstáculo, que es buen conductor. A partir de
ese momento, ¡querer es realmente poder!
En segundo lugar, la tibia voluntad que no acepta las con­
secuencias no queridas de la volición querida es todo lo contra­
rio de una voluntad apasionada; se niega a admitir las contra­
partidas de su decisión, es incapaz de ver las transformaciones
a largo plazo, las futuras repercusiones físicas o consecuencias
morales que surgirán con el tiempo y que son la contrapartida
de nuestra finitud. Una voluntad seria, es decir, completa, quie­
re tanto lo que quiere como lo que no quiere expresamente, por
consiguiente, quiere mucho más de lo que quiere. Al querer lo
que quiere con una voluntad directa, resulta que quiere indirec-
lamente una multitud de cosas «conqueridas» al objeto de su
volición. Esas cosas, a la vez «inqueridas» y «conqueridas» son
de dos clases: unas son a n te c e d e n ^ pOY TO t \ W & h
de un fin por Yeuir, y otras son queridas- por añadidura como
la consecuencia de un fin ya alcanzado. La voluntad del hom­
bre finito es burda por naturaleza, es decir, que el ajuste entre
el querer y lo querido carece de precisión y sutileza. La eco­
nomía de la volición, con su despilfarro, su tiempo perdido y
sus defectos inevitables es mediocre. El querer no termina al
alcanzar su fin... Por ejemplo, el que quiere voluntariamente a
la mujer, quiere involuntariamente a la suegra, a las cuñadas, a
las amigas de las cuñadas y a las amigas de sus amigas. Querer
la cosa querida es querer todo lo que trae consigo, como le
ocurre al Dios de Leibniz que, por querer el mejor de los
mundos posibles, quería ipso facto el crimen de Caín, la noche
de San Bartolomé y los pogromos en cadena. El aconipañamien-
to indeseado de la cosa deseada constituye una especie de lastre
o servidumbre para la voluntad que grava la obtención de lo
querido. Si los medios son una necesidad técnica y práctica, las
consecuencias son una suerte de tara metafísica. Por eso son
aún mucho menos queridas que los medios, pues al menos éstos
son las condiciones e instrumentos elegidos para obtener el fin;
durante la fase de los medios el fin aún no se ha alcanzado y la
perspectiva de su realización nos ayuda a comprender su utili­
dad, a-soportar con más serenidad y mejor ánimo el purgatorio
de la mediación. En cambio, cuando llegan las consecuencias, el
fin, ya realizado, queda atrás y se hace más difícil soportar ese
añadido, es epílogo adicional y gratuito cuya .utilidad ha dejado
de ser evidente... El valor se proyecta por retroacción sobre
los antecedentes que lo mediatizan, pero no sobre las consecuen­
cias que acarrea: {es un nondum más que un jamnon 1 En torno
a la voluntad queriente, que es la voluntad primaria y unívoca
del fin, hay toda una aureola difusa, toda una amalgama equí­
voca y ambiyalente de voluntad y noluntad. Distingamos entre
el consentimiento antes de y la resignación después de: el
primero es voluntad secundaria de los medios y la segunda es
voluntad terciaria de las consecuencias; la voluntad consien­
te los medios (¿No distinguían los griegos entre ¿BéXetv y
pou^etrOcu?) porque sabe qué es lo que consiente y ya ve al
trasluz lo querido en lo inquerido; la voluntad instrumentista
es dueña de los instrumentos como el «organista» es dueño de
revolución de las consecuencias está fuera
•jásxassu;. ¿Cómo no intentar ahorrarse esa posdata
inoportuno y verdaderamente póstu-
Y, sin embargo, k única
^E£^cs^zesignarsB a ello. Para asumir los medios indispensables
hsutjk caai la mera previsión, pero ni siquiera una prudencia
multiplicada por dos, elevada, a la máxima potencia y cargada
de resignación es suficiente a veces para admitir unas conse­
cuencias aparentemente dispensables. Si la voluntad quiere el
fin absolutamente (áizXuig-), pura y simplemente, es decir, sin
doblez ni reserva mental de ninguna clase, quiere los medios
por una especie de espontaneidad segunda, es decir, consiente;
en cuanto a las consecuencias, se resigna a ellas no con agrado,
sino de mala gana y porque no tiene más remedio: las quiere
sin querer, con una voluntad ambigua y poco convencida. La
voluntad queriente, que es el núcleo vital y central de toda la
operación, parece una minucia casi imperceptible en la profusión
exuberante de efectos secundarios y terciarios, porque el con­
sentimiento y la resignación crecen como la espuma, se hinchan
y se derraman en la continuación untuosa de los días laborables.
¿Acaso la vida cotidiana, ese estar siempre haciendo cálculos,
no es en la práctica un traficar con los medios y las consecuen­
cias, con las consecuencias de las consecuencias y los medios
de los medios? El fin, generalmente ausente, no se vuelve a
poner en tela de juicio ¡y sólo pensamos en ¿1 los días de fiesta!
Un poco* de voluntad, bañada en mucho consentimiento y en un
océano de resignación, Ja eso es a lo que se le Uama ser serio!
Para nina voluntad que quiere, no hasta cierto punto y sólo hasta
ese punto, sino, como dice el Evangelio, év 8X7) xn xap5ía, para
una voluntad que nunca dice hactenusl, (hasta aquí!, en una
palabra, para una voluntad seria, la masa de lo no-querido
hace cuerpo con la cosa querida. Sin duda, podemos alcanzar
un fin plagado de consecuencias inmediatamente y sin medios
(&VEU. {-lécojv), así. como podemos llegar a un fin exento de re­
percusiones tras una laboriosa mediación; pero, por regla gene­
ral, la voluntad seria quiere su fin a través de aquello que lo
prepara (Stá) y con lo que le acompaña (<rúv); quiere la vía o
«método» y a continuación el flujo indefinido de las consecuen­
cias; quiere los medios en el presente inmediato, el fin en el
futuro próximo, la secuela de las consecuencias en el porvenir
lejano y, paso a paso, las consecuencias de las consecuencias.
Quiere el fin de mañana y las consecuencias de pasado mañana
junto a los medios de hoy, mejor dicho, quiere WU lo q t ó l o
del día siguiente lo conquerido del otro y de ahora. Con un
solo q u e r e r indiviso q u ie r e el presente, e l futuro simple y el
futuro compuesto, eB decir, el pluscuanfuturo de remotas reper­
cusiones. Y así, en torno a la cosa querida (lo que Platón
llamaría el oü Ihíoca)34, una voluntad que se toma en serio su
propia responsabilidad quiere por contagio la infinidad de lo
no-querido. La voluntad «antecedente» o simplista quiere teóri­
camente la efectividad o quodidad de lo ideal. Sólo la inten­
ción seria y compleja, te intención bien articulada quiere de
hecho el Cómo de esa meta e indirecta o fortuitamente las re­
percusiones de su mandato; no quiere el fin por separado y
aisladamente, quiere el fin flanqueado de este lado por los
medios y del otro por las consecuencias: es a la vez visión,
previsión y prevención. ¡Eso es lo que ocurre cuando se quiere
a fondo y hasta el final lo que se quiere! La voluntad seria
quiere con ligadura.,. Sin vano retruécano. iLo serio es querer
de forma serial! Esa es la bu e n a v o | c e ra y seria» de
la que habla Lsibaiz, el filóso^tTdel «legato£*)hacia el final de
su Discurso de Metafísica25. Es uña Voluntad pura y transpa­
rente porque está libre de segundas intenciones maquiavélicas
y subvoluntades turbias. Es la voluntad clara y apasionadamente
convencida de un alma sin dobleces, de una conciencia sin
repliegues. En Frank y en la majestuosa Meditación de losef
Suk sobre la Coral de San Wenceslao 36 el Serioso musical se
expresa con ligadura; excluye la discontinuidad del Scherzando
y los caprichos del humor. El Staccato y el Pizzicato, que
«pican» la nota, el primero punteando las cuerdas, el segundo
pulsando las teclas ligeramente y- si pedal, corresponden a un
estilo de vida en el que las experiencias, aisladas entre sí, son
vividas de una manera deshilvanada y, en cierto modo, punti-
llistar el Scherzo corta la resonancia de los sonidos e interrum­
pe el estremecimiento patético que prolongaría los acordes. En
el Carnaval de Schumann Pantalón y Colombina parecen correr
ingrávidos sobre las puntas, como las bailarinas. Esa Leggie-.
rezza exige del pianista, tanto como de las bailarinas, una tan-

34 Gorgias, 467 c.
25 Cap. 36. «Voluntas sería et pura»: Schrecker, p, 113.
36 Preludio, Arta y Final, I, p. 6; J. S uk, opus 35.
geadai impondetable y fugitiva: (los dedos rozan el teclado
i CTcancnte1, uia d«r Biquiera la impresión de tocarlo. Así como
Jas-flotas xon puntillo perforan con sus áridas sonoridades la
t e p d a n - d e un Scherzo, les anécdotas, episodios y amorfos
tliagregap y p u lv e r iz a n la continuidad del tiempo vivido. Y así
como; la- ‘broma aísla la ocurrencia y el golpe en su instantanei­
dad-7 . no permite que las agudezas del lenguaje repercutan
duraderamente en el sentido, el hedonismo no permite que las
aventuras galantes repercutan duraderamente en nuestro des­
tino: les niega la seria perennidad. Asimismo, los cristianos del
domingo por la mañana circunscriben su fervor para contener
una exigencia que debería invadir toda la vida. Salida? inge­
niosas y enredos amorosos responden a un mismo deseo de
pasar rozando sin ahondar ni profundizar, a una m ism a fobia a
la totalización seria. B1 frívolo juega con la experiencia puntual
para evitar que se extienda a la vida entera. ¿Acaso los juegos
de palabras y los juegos de amor no son como un divertido
pizzicato sin trascendencia, resonancia o repercusión alguna?
Don Juan no es serio: mariposeando de belleza en belleza, sin
<Tetenerse en ninguna, hace de su galante vida un scherzoTtam-
Trién^flevan tar¿pídam ente' el pedal para no prolongar más de
j a cuenta la vibración pateífóa ' deT^é^tttfaienfór^’T ^ g ^ ré z z a
versátil frivoliza lo más total] estrangula pl di^aneo a n tés^ e
Títié se baga pasión, antes efe aue le comprometa del todo. El
ilü ülü Vida libertina contrarresta sin cesar la' totaliza-
ción que mudaría cada aventura en tragedia, Y así como la
curiosidad y la maldad impiden la totalización en profundidad
por su carácter fragmentario, el erotismo y la versatilidad dis­
gregan la continuación temporal. Por eso el cómico, «m la la.
tención de hacer reír, disloca el legato de la existencia y aÍBla
auu "«puquiíBub dcftUu¿*, que '« r convierten así en puntos dé*
"bilesY Para poHer reír es necesario ¿Hondar las grietas y~Tas
fisuras que separan los momentos del devenir. Pero los mo­
mentos, separados en la superficie, se vuelven a unir en las
profundidades de la vida. Un devenir entero, 4in devenir global
y continuo tiende constantemente a recomponerse. La seriedad,
que alienta esa tendencia totalizadora, impide que el devenir
se pulverice en detalles insignificantes; detesta atrapar las opor­
tunidades al vuelo, buscar las ocasiones aquí y allá, vivir al
día. Chispeante y afilado, el estilo picado cede el paso al grave
sostenuto, el atonismo de los instantes se reabsorbe en una dura-
ción continua. £1 legato fundamental de lo serio, como un
pedal obsesivo, Bubyace a Iob rtOCCOÍGS de la HVentUIft, &QU&W&
aventura en la que antes reconocíamos el aire deshilvanado del
Scherzo. Simmel, que prefería otras imágenes27, sin duda hu­
biera contrapuesto la naturaleza «continental» de lo serio a la
condición insular y cerrada de una vida diletante.

3. D olor y muerte . Lo serio y lo tr Xgico

En definitiva, ¿qué es lo serio? o ¿qué hay que tomar en


serio? En un primer sentido, todo es serio, ya que lo serio
representa la positividad pura y simple de lo que es, pero eso
no nos sirve de mucho y carece de relevancia. Lo serio es una
simple constatación eleática de plenitud: el Ser es, yá.p
elvai, lo que es es ¡en lo cual, Parménides coincide, sin duda,
con Perogrullol ¿Cómo expresar la «tautosía», es decir, la iden­
tidad del ser consigo mismo, si no es con una tautología? Si
esa redundancia pudiera conformar alguna actitud en el hom­
bre, tendríamos que llamar seriedad a cierta manera positiva de
considerar la positividad de todas las cosas. Aristóteles no sa­
bía hasta qué punto tenía razón cuando escribía: árfc&by Ttjj
tnrouSafao tó eívaia . Pero, como la positividad del ser cae
por su propio peso, la constatación seria de dicha positividad
pasa totalmente inadvertida. La seriedad es tan imperceptible
como el aire atmosférico; es la neblina gris y universal que
inunda y recubre todo el vacío del espado, es la indetermina­
ción envolvente que impregna toda la duración. La seriedad im­
plica una aptitud para digerir y nivelar tarde o temprancTlos
•zjffags de“1 o cómico y lo trágico, para reabsorberlos en su
"mdüerencia oceánica y su neutralidad todopoderosa. Tomar en
serio la seriedad implica una adecuación total entre el sujeto y.
el objeto, como en el caso de quien lee seriamente un periódico
serio, es decir, un periódico en el que no hay ni trivilialidades,
ni bromas, ni guiños alusivos, ni sobreentendidos. poéticos.
Frente a lo cómico, que puede ser indirectamente serio, frente
a lo trágico, que es serio a fortiori, que es serio con un acento
patético, cabría una seriedad inmediatamente seria, una serie-

27Op. cit., Das Abenteuer.


** Etica Nic.t IX, 4, 1166 a 15*20.
dad a secos, sin énfasis ni aditamentos de ninguna especie:
esa seriedad proclama que toda hermenéutica complicada es
inútil, pues la interpretación más simple será la más verdadera*
Cuando un discurso es serio hay que tomarlo al pie de la letra,
COiH íjSÍ CÓítígG CiVÍlj DO hay n&dfl que leer entre lineas, nada
que entender con medias palabras. En ese sentido, lo serio es
la antítesis de la poesía. Si el humor, que necesita ser ínter-
pretado, representa el lenguaje de la «alegoría» habría que
llamar «tautegoría» a ese lenguaje de la verdad gramatical. La
tautología es propia de torpes y obtusos, , pero lá tautegoría es
señal de sentido común y sencillez. La tautosía encuentra su
expresión en la tautegoría. De ahí el aspecto macizo y algo
compacto que caracteriza el tiempo serio. ¡Allí donde hay soli­
daridad también hay solidez! El positivismo del sí universal
excluye el staccato y se nos presenta prosaico, sólido y positivo.
Todo es serio, luego nada es serio. Nuestras agendas del
año-pasado, con sus difuntas citas y todas las grandísimas ocu­
paciones que nos agitaron, testimonian melancólicamente esa
insignificancia general. Aun cuando todo es serio, para el hom­
bre no todo es serio en el mismo plano, porque es una criatura
finita que no tiene los recursos suficientes para enfrentarse
a la seriedad de todo, ni el tesón necesario para ser serio
todo el tiempo... El tomar algo en serio es una determinada
manera de ver la vida y, por lo tanto, Berá un acto deliberado
y un acontecimiento intermitente. Una vez más, si todo es
uniformemente serio (lo que es igual a no decir nada), ¿qué
es la que hay que tomarse deliberadamente en serio? La regla
cabal sería, como dice Plotino, ser serio sólo en las cosas serias:
lióvtii Y&P Ttú <nrou8orfai a'KouScurréov év trnouSaiou; toñ;
Epyou; 29 y no está de más decirlo, porque la mayoría de las
veces los hombres actúan al revés: toman en serio lo que
no lo es y a la ligera lo que sí lo es; pontifican en las cosas
frívolas y se comportan como chiquillos en las circunstancias
graves. De ahí la mezcla de futilidad y desolación especulativa,
de libertinaje y aridez propia de nuestro: tiempo. Por un lado,
la austeridad y el rigor en los asuntos de dinero y por el otro
el erotismo. De tal modo, que la pedantería en música, el gusto
por la «estructura» abstracta, la severidad afectada o el culto
al aburrimiento casan perfectamente con la peor.vulgaridad. No

28 Enn., III, 2 (De ta Providencia), § 15.


son las «estructuras» lo-que falta, sino el humor. Plotino también
hablaba de esas batallas campales que parecen danzas pinteas,
porque la guerra es otra de las grandes ocupaciones del hombre
severo, auatttQ ) taciturno. ¿Qué SOn los crueles y atroces ne-
gocios de los especuladores, sino juegos?J0. Convertidos ellas
mismos en juguetes, los vanos ascetas se toman en serio sus
juguetes. ¡Lo eerio no es la guerra, dice Platón en el séptimo
libro de las L eyes , sino la paz, los cantos y las danzas! Por
consiguiente, en principio es serio no tomárselo todo en serio o,
más exactamente, respetar la seriedad de todo lo que es, como
Spinoza, es reconocer implícitamente que esto o aquello en las
maneras de ser y vivir puede no ser serio. ¿Qué significa eso?
¿Habría efectivamente unos objetos asignables y designables,
unes objetos «fútiles» que se podrían tomar a la ligera? Platón
ya había contestado indirectamente: Itm toívuv tGv
áv 0(xínw*>v Tipá^p-axa jjte-fá'X'rte (rrcouSÍK cúx- #£ta, áva-
Yxaióv ye jjpíjv <nrou6á^eiv31; los asuntas humanos nó merecen ser
tomados muy en serio y, sin embargo, ¡hay que ser serio! Por
lo tanta, no hay en el mundo o en la vida una clase determinada
de objetos que habría que tomar especialmente en serio: cual­
quier acontecimiento de la vida puede ser serio si lo contempla-?
mos desde cierto ángulo; en general, lo serio es una forma de
considerar todas las cosas en relación a nuestra d estin ée.
. Por ejemplo, el dolor es serio cuando se propaga y tiende a
generalizarse, cuando puede convertirse en el foco de un pro­
ceso anormal en el organismo. Ivan Ilich, en la novela de Tols-
foi33, siente un viejo dolor familiar, un dolor sordo, obstinado,
tranquilo, un dolor «serio», [no unaj pequeña punzada sin
importancia o un dolor de muelas!, no, el dolor de Ivan no
es una tontería, ni mucho menos un capricho de la carne... ]Es
un dolor de gran alcance! El dolor serio no tiene prisa, tiene
todo el tiempo del mundo. Ese tranquilo dolor en el costado es
una amenaza de muerte. Porque un dolor, en el fondo, es
doloroso por la dosis de muerte que entraña. La dosis puede
ser infinitesimal, ino importa!, es lo que constituye lo aven-
turoso en toda aventura, lo peligroso en todo peligro y lo s^rio
20 Ib id.: E-qXcuffi t<4^ t e ¿vOptiMtíva^ onouSi? ámáxra$ wxtSidu;
o&cok;. ..
Cf. P latón, Leyes VII, 803 d-e.
« Leyes, V il, 803 b.
32 La muerte de Ivan Ilich, § 5 (existe edición en castellano en
Orbla, Barcelona, 1985).
en toda enfermedad. Porque un peligro del cual estuviera ex­
c lu id a do a n te m a n o l a p o s ib ilid a d misma de morir no es en
absoluto un peligro, sino una burla y el valor de afrontar seme­
jante peligro es, asimismo, un valor de mentira. La muerte es
le p encontrunos cuando tualengomo* una experiencia hasta
el límite extremo o, si se pretiere, cuando nos adentramos en
ella hasta llegar a lo más hondo: la muerte está al final de todas
las avenidas, en el fondo de todas las profundidades. A fuerza de
intensificar el crescendo de una emoción o sencillamente a fuerza
de devenir siempre en el mismo sentido, encontramos la muerte.
Ahora bien, cuando la certeza de morir es un hecho, lo serio,
que es relativamente trágico, ya lo es absolutamente3i, Una vez
más corroboramos la naturaleza intermedia de la seriedad. Para
ser serio hay que ser profundo o, lo que viene a ser lo mismo,
hay que ser medio profundo, medio superficial. Porque la pro­
fundidad excesiva nos conduce a la muerte, que es desesperan­
te y abrumadora. Lo serio no es la certeza de la muerte (dicha
certeza es trágica), sino la posibilidad de morir. Para no perder
la seriedad, decíamos, hay que mantenerse a cierta distancia, no
sólo de la fragmentación superficial, sino también del totali­
tarismo desesperado. Para conservar la seriedad no hay que
pasar rozando, pero tampoco hay que profundizar demasiado
porque quien se hunde cada vez más en el angustioso espesor
acaba por encontrar el elemento nuclear o, para emplear otra
metáfora, el punto focal de su destino. ¿No es la muerte él
fondo de todo? Si la profundidad seria fuese «ínfima» o pro­
fundísima, es decir, si el hombre serio descendiese a fondo
hasta el fuego central de su propia letalidad dejaría nuevamen­
te de ser serio, ¡el hombre Berio estaría trágicamente apasio­
nado! Afortunadamente, el mismo que se sabe mortal ignora
la fecha de su muerte y ese medio-saber de la efectividad, limi­
tado por la media-ignorancia del Quando, nos protege contra la
tragedia. La tragedia remota, la tragedia fundamental de la
mortalidad hace serio lo que sería frívolo: si lo trágico es la di­
mensión de profundidad, como el bajo continuo de lo serio, lo
serio es el bajo continuo del vaudeville y, a su vez, lo serio es

33 Guando Brahms, al final de su vida, escribe los Cuatro cantos


serios (Emste Gesünge, 1896), que son una suerte de comentario del
Eclesiastés, evidentemente no sabe que morirá al año siguiente, si no,
estas melodías «casi demasiado serías» y aun francamente tediosas,-
hubieran sido fúnebres.
un modas vivendi con lo trágico. Lo serio es como una trage­
dia en sordina, una tragedia a media luz, una tragedia donde 1%
catástrofe está-indefinidamente aplazada;.. L o serio es lo trágico
d<5 mañana POTQUS ls tísgsdia p ro p ia m e n te d ic h a s ie m p r e es
para luego. Una situación seria es aquella en la que lo trágico
no aparece enseguida, sino a la larga. La seriedad es una cantera
de-soluciones que se renuevan sin cesar, saltando de Ja catás­
trofe a la vuelta a empezar por una especie de caída hacia
delante o una acrobacia continua hasta llegar a lo insoluble de
la- muerte, que-es la desgracia última y definitiva. Porque todo
se arregla, salvo la muerte, que nunca se arregla. A fin de cuen­
tas, todo acabará con el absoluto absurdo que sella nuestro des­
tino. Por ejemplo, el devenir es lo serio de lo trágico en la me­
dida en que es la contradicción en estado fluido, es decir, lo
imposible-necesario convertido en algo viable, Huido e inofen­
sivo gracias al efecto de la sucesión. Los contrarios, que no po­
drían coexistir en el mismo momento sin hacer estallar el com­
puesto psicosamático, al menos pueden sucederse y, de ese modo,
la desesperación queda para el dfa siguiente. De lo trágico, el
devenir sólo nos permite captar lo serio. Al fin y al cabo, sabe­
mos adónde lleva todo esto, adónde quiere ir a parar el destino:
e£<; yÍ}v ¿i:eXeúo*p! Hasta el naufragio final, el condenado de la
vida cotidiana en el fondo está bastante sano a pesar de su
enfermedad mortal. Lo absurdo es el mal fatal o indispensable,
pero la enfermedad, la desgracia y la mala suerte son los males
«dispensabies» que una conciencia seria evitará. ¿No decíamos
que la muerte es la única que tiene la última palabra, mientras
la palabra de las enfermedades para un hombre responsable
siempre.es la penúltima? Los accidentes mortales se entretejen
en la trama de la mortalidad, es decir, sobre un fondo serio,
porque esa seriedad que implica lo trágico también expresa
nuestra vulnerabilidad esencial: igual que el caso de conciencia
surge en un estado problemático latente y la embolia en un
estado preocupante y escabroso, el nudo trágico se forma en un
estado serio, a partir del cual todas las complicaciones son posi­
bles. La seriedad de nuestra condición se debe a la invisible
hipoteca de la muerte, pero, más a menudo aún, lo serio es el
sentido virtual e inquietante por el cual ciertas experiencias co­
bran una dimensión metaempírica; el pecado es serio por el
fondo de maldad y bajeza que adivinamos en él; el placer es
cosa seria por ese fondo de egoísmo que es el verdadero princi-
pío del placer. Mortalidad en cada sufrimiento, culpabilidad en
cada desliz, lo serio designa el más allá borroso insinuado en
el instante. Lo serio es una alusión a lo trágico y una llamada
al orden. La profundidad media o a trágica también puede tra­
dúcese en términos de exteflgiún; 10 SeilO COfflpffindft la totali­
dad ' de la vida hasta la muerte exclusive. La sabiduría del
<ncoü§ato£ es, por esta razón, una sabiduría citerior, una sabidu­
ría del lado de acá. {No es la sabiduría, sino la santidad, la que
dice sí al sacrificio y traspasa efectivamente el umbral del más
allá! La santidad es santa hasta lam uerte,. 8avdnrou, muerte
incluida, mientras que la sabiduría es sabia exclusivamente «has­
ta» la muerte: la positividad de la seria sabiduría'pertenece en­
teramente a este mundo. Lo serio toma en consideración la tota­
lidad de la empiria, pero su competencia termina en el umbral
de la metaempiria.
El dolor remite a la muerte de un modo inevitable, ya que
es su profecía más o menos lejana. Pero, en otro sentido, todo
es serio, incluso la broma: no en el sentido compacto y tautósico
en el que entendíamos el femv etvou, sino con innumerables
matices, degradados o efectos de relieve. La broma es seria a su
manera, igual que la apariencia es una manera- de ser de la
esencia, lo lujoso es necesario en segunda instancia o la mentira
y el error son verdad; resulta que la mentira es un testimonio
psicológico del mentiroso y el error cobra una especie de auten­
ticidad segunda'y relativa en calidad de acontecimiento históri­
co. En ese aspecto, lo serio del juego, el lujo y la fiesta se pare­
ce ai la verdad de la mentira y a la realidad del artificio. EL jue­
go, dice Aristóteles 34l es pueril, pero el hecho de jugar es serio...
Lo serio es pura y simplemente serio. En cambio, lo cómico es
serio de un modo indirecto y secundario. La seriedad de la tau­
tegoría seria es evidente en una primera lectura inmediata y
directa, pero la seriedad esotérica de la ironía requiere ser inter­
pretada: por ejemplo, para un dialéctico capaz de descifrar su
sentido pneumático, el humor de Sócrates en. el fondo es serio.
Sócrates juega a la p e l o t a d i c e n Epicteto y Plotino, pero el
objeto del juego es su vida, el malabarismo sirve para hacerse
el distraído, cuando en realidad lo que está en tela de juicio
34 Etica Nic„ 1176 b; cf. Régis Jouvet, Les activités de Vhomme et
la sagesse (Lyon, 1963), p. 66.
35 Epicteto, Pláticas, II, 5, 18-20 (otpatpí^KV, ájntdffrtov). Plotino,
Enn„ III, 2, 15.
son los valores esenciales. Así como hay que percibir las indi­
rectas y las alusiones veladas de la litote, hay que desinflar las
exageraciones del énfasis. Una vez desentrañada, la 6Srifid&!&
universal $0 l0 ÚBÚO BpRTSCB de nuevo como una sabiduría ver­
daderamente omnilateral. La ironía es una complificacíón y una
perífrasis de lo serio, una seriedad con exponente; podríamos
definirla haciéndola resaltar sobre un fondo de seriedad porque
a veces es mejor abandonar la línea recta y dar un rodeo para
llegar a ía meta. Es más, ahora el diálogo y las preguntas iróni­
cas de Sócrates parecen mucho más serias que el discurso tra­
bado y compacto de los maestros de la retórica; ¡ahora lo serio
es el Scherzando y lo frívolo el Legato!' Las Variations sérteu-
ses serían más burlonas de lo que aparentan y la Broma más
seria de lo que parece... Lo serio son los Jeux de Debussy y los
Jeux d'enfant de Bizet, mientras las óperas de Richard Strauss
no son sino monstruosas operetas.

Lo SERIO ES EL HUMOR. La SERIEDAD HUMORÍSTICA

Desde la perspectiva del tomar algo en serio y de la totali­


zación el carácter intermedio de lo serio se ponía de manifiesto
en contraposición a la broma; desde su relación con la muerte
se pone de manifiesto en contraposición a lo trágico. Así como
lo serio contiene un elemento trágico imperceptible, en la serie­
dad dé una vida neutra hay algo levemente grotesco: según lo
abordemos desde uno u otro límite, lo. seño es una tragedia infi­
nitesimal o una comedia infinitesimal.. En la seriedad de la
existencia encontramos motivos tanto para ahuyentar la risa
como para secar las lágrimas. En resumen, Imotivos para son­
reír! Al principio evocábamos los graves retratos de Bronzino y
entendíamos la vuelta a lo serio como una reacción contra el
«staccato». Ahora que descubrimos lo serio del humor sería
mejor pensar en la sonrisa enigmática de la. Gioconda o del
San Juan Bautista de Leonardo da Vinci36. En ese esbozo de
sonrisa Raymond Bayer advertía no sólo la irradiación de.la
luz, sino el sentido de lo «satírico» y el misterio de la ironía
pensativa. Quizá hubiera bastado contemplar la estatuaria grie­
ga... La sonrisa del humor asoma furtiva e imperceptible en los
labios-de ciertos semblantes helénicos iluminando apenas su
expresión ecuánim e y seten a. Esta aoniisa, im pregnada de m e­
lancolía, refleja con bastante exactitud el humor serio de Sócra­
tes; Sócrates, a quien Alcibíades comparaba con el sátiro Mar*
d a s, que era un ser dionisíaco, y con los silenos flautistas, es
precisamente el que nos deja entrever, al final del Banqueten ,
una síntesis o sincrasis tragicómica. Si en la burla simposíaca
del Banquete hay una gravedad latente, en la tragedia del Fe-
dón hay un humor impalpable... Esta crasis tragicómica y co-
mitrágica, que en nada se parece a la neutralización que parali­
za, es la seriedad misma: seriedad medianera, pero también
fluida que va y viene, que es ora levitación humorística, ora
gravitación trágica. En esta nueva divinidad de Esopo, Juan
llorando y Juan riéndose componen un único semblante serio.
Como el Aparecer del Ser y como el movimiento, la vida no
es sino lo que es; pero es lo poco que es, Y el devenir tampoco
es más que lo que es, mezcla de ser y de no ser según los An­
tiguos, ser fantasmal, existencia apenas existente. Y, sin em­
bargo, tal como es, es nuestra única positividad y nuestra única
plenitud; y, sin embargo, la mutación, al ser futurición, re­
presenta toda nuestra esperanza. En el devenir hay para todos
los gustos y, desde luego, para los dos humores contrarios: para
el pesimista, que considera ante todo la insuficiencia, para el
optimista, que sobre todo retiene el nacimiento constante y el
advenimiento al ser. La positividad de lo negativo y Id negati-
vidad de lo positivo unidas forman una vida más o menos tole­
rable!, una vida, después de todo, bastante viable, una vida
serial Así, así y mal que bien, ni bien ni mal en suma, el devenir
transcurre discretamente día a día. Y, por último, el hombre
no es sino lo que es, en definitiva muy poca cosa, apenas una
pulga, pero al menos es lo que es; nadie puede negarle a nadie
esfa constatación tautológica que es realmente un mínimo vital.
En ese ámbito, la restricción implica una afirmación tácita...
En otras palabras, Poco significa por eso mismo Un poco, es
decir, alguien y algo, y ese «Un poco», intermedio entre Dema­
siado y Demasiado-poco, no justifica la humildad nihilista, pero
sí la modestia, la muy intermedia modestia que al fin y al cabo
está entre el más allá de la vanidad y el más acá de la humil­
dad, es decir, la virtud del hombre impuro y serio, la virtud del

37 Banquete, 223 d. Cf. Fedón, 59 a, 60b-c, 64 b.


«oí ángel ni bestia». Diremos del que se mantiene en la verdad
de -su condición que es modesto y serio. Porque la condición
intermedia, lejos de ser una tragedia, es la verdad misma,
lUCHO,hay muy POCES cosas importantes, pero eso no basta: todo
puede, hacerse importante. Saber que nada vale la pena y que,
no obstante, todo es serio, resume, una vez más, el principio de
la ironía y el humor. Frente a las dos tentaciones extremas, a
los dos éxtasis orgiásticos, a los dos purismos, la seriedad hu­
morística profesa el desencanto; es la vuelta a la prosa, a la
sobria y decepcionante verdad del trabajo y la esperanza. «Va­
mos, mortales, despertaos, el día renace; la verdad regresa a la
tierra y las vanas imágenes se desvanecen.»38 ¡Qué amarga es
la verdad de la mañana! ]Qué decepcionante el despertar! Bien
es verdad que al llegar la claridad del día se esfuman miedos
ridículos y hechizos nocturnos; Estrella, Chiarina y Florestán
desaparecen al sonar las seis en los campanarios de la ciudad;
pero Chemogob, Kachtchei y los espíritus de las tinieblas del
Monte Petado desaparecen con. ellos. Porque la fe declina al
alba1* ... £1 país de las maravillas y los prodigios se extingue.
Los encantamientos del jardín de Armide y, en Rimski-Korsa-
kov, los sortilegios de Sadko, la Noche de Mayo o la Noche de
Navidad se disipan con el sol matinal junto a las brujas de
Miada. {Las ocho!, es hora de ponerse serio. £1 hombre recién
levantado, sereno y lúcido, el hombre en ayunas, decepcionado
pero tranquilo, abandona sus fantasías y sus pesadillas. Es la
hora en que el pianista hace sus escalas. Al principio de sus
Sports et dívertissements Satie escribe:. «Por ía mañana, en ayu­
nas»... La seriedad se traduce en- una sonrisa desengañada, en
una sonrisa que excluye tanto las locas ilusiones como la deses­
peración. Retomando las palabras de un escritor contemporá­
neo40, hay un humor infinitamente disponible que consiste en
no tomarse las cosas en serio, cosa muy distinta a no tomar:
nada en serio. En conclusión, lo único serio'en este mundo es
el humor.
Esta vida es del color de la ceniza, gris como el mar gris y
como los interminables días grises. Esta vida en la que casi nada

M Leopardi, Canto del gallo salvaje.


39 Dostoiewski, Demonios, II, 7, l.
40 Jean Cassou, sobre Ramón Gómez de la; Serna (N. R. F.t ju­
nio 1963). J. Cassou recoge eata distinción de Marcos Victoria, Ensayo
preliminar sobre lo cómico.
es serio y que. sin embargo, hay que tomar en serio. El -gris de
la seriedad nada tiene que ver con el tedioso griB que resulta de
degradar y descomponer el color hasta matar su viveza; es más
bien :ia verdad de nuestra coQdición medianera. Decididamente,
si hemos de encontrar algo intermedio entre el «negro estandarte
de la melancolía» y el exuberante colorido de la frivolidad,
diremos que ese algo es la bandera gris; la bandera gris de la
seriedad.
ESTE LIBRO SETERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS
TALLERES GRAFICOS OE UNIGKAF, S. A. EN
MÓ5TOLE5 (MADRID), EN EL MES DE
MARZODE IMS

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