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La experiencia de morir siendo niño

Mario Alberto Ruiz Osorio*

Resumen

La reacción psíquica del niño que se enfrenta a la muerte a causa de una

enfermedad mortal ha sido fuente de múltiples acercamientos teóricos; la psicología

ha intentado comprender este hecho desde una perspectiva evolucionista,

enmarcando el proceso en una serie de adquisiciones de los conceptos de

enfermedad y muerte que aparecen como generalizaciones y que limitan lo que ha

de reconocerse como la subjetividad del niño. La experiencia clínica con niños

enfrentados a la muerte y la aproximación a textos literarios se han convertido en un

referente para polemizar estas posiciones teóricas a través de un texto reflexivo que

pretende avizorar desde otra lógica de pensamiento esta vivencia de la vida anímica

infantil.

Introducción

¿Cómo viven los niños la experiencia de morir lentamente a causa de una

enfermedad mortal? ¿De qué naturaleza es el sufrimiento que experimenta el niño

en las postrimerías de su existencia? ¿Es comparable el padecimiento psíquico del

niño al de los adultos que enfrentan una situación semejante? Son estos algunos de

los interrogantes más relevantes, entre otros, que animan la escritura que, a modo

de reflexión clínica y existencial, se propone realizar aportes fundados en el


encuentro terapéutico con los niños y su familia, enfrentados a la inminencia de la

muerte a causa de una enfermedad mortal como el cáncer. Apoyado en teorías de la

psicología general, la psicooncología en particular, la literatura y algunas reflexiones

clínicas, se busca horadar en la temática que promueva una discusión y

fundamentar una posición personal al respecto.

Contexto

“Estos son los años que a mi me tocaba vivir”


(Johan Sebastián, 12 años)

Al revisar lo que se ha escrito sobre la relación del niño con la muerte, es bien

significativa la abundante repetición de algunos asuntos en los que se redunda,

incesantemente en los textos; queda la impresión de que el tema en cuestión no ha

logrado mayores adelantos y que la única vía es volver sobre lo ya dicho, pese al

progreso del conocimiento que se ha alcanzado sobre la vida anímica infantil.

El mayor énfasis está puesto en las dificultades de los adultos cuando intentan

establecer una comunicación abierta con el niño acerca de la muerte; los

argumentos teóricos para explicar esta dificultad están fundados en una tendencia

muy evidente en la contemporaneidad a excluir toda referencia a la muerte, negando

su existencia: al respecto dice Octavio Paz:

…En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie

cuenta con ella. Todo la suprime: las predicas de los políticos, los anuncios de

los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y


la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos

deportivos. (Paz, 2004:62).

Este hecho se escenifica en un momento histórico en el que el saber científico y su

técnica aparece como garante de inmortalidad, legitimándose por la vía del

consumo, que no hace otra cosa que avivar la ilusión de la salud, la prolongación de

la juventud y la reparación de los estragos de la inexorabilidad del tiempo y sus

efectos en la ineludible vejez. Una consecuencia “fatal” de tal actitud es la exclusión

de la muerte y con ello la negación de la vida, pues “Muerte y vida constituyen un

par dialéctico en interacción permanente; cada uno de estos términos obtiene su

riqueza semántica en su vinculación con el otro” (Alizade, 1995:20). En su encarte

con la muerte, y con la vida, los adultos mantienen al niño alejado del tema, no vaya

a ser que cause trastornos en su psiquismo, pues pese a tanta abundancia

pedagógica se le sigue considerando el más vulnerable, inocente, incapaz de

comprender los asuntos sustanciales, propios de lo humano.

Otro asunto recurrente en las páginas que se ocupan del tema, se refiere a la

construcción del concepto de muerte en el psiquismo a lo largo del ciclo evolutivo

infantil; la tendencia de la Psicología tradicional de esquematizar las adquisiciones

del pensamiento se relacionan con la construcción, paso a paso, de la idea de la

muerte, según Die Trill,

El desarrollo en las últimas décadas del campo de la psicología cognitiva y

evolutiva han permitido definir el proceso de adquisición de los conceptos de


enfermedad y muerte en los niños, así como la conciencia que tienen los

enfermos pediátricos de la gravedad de su condición (2004:85).

Esta orientación cronológica ha conducido a la delimitación de unas características

que son propias del proceso cognitivo de conceptualizar la enfermedad y la muerte.

Así, criterios como el de la separación, la universalidad, la causalidad, la

irrevocabilidad, la personificación, entre otros, se proponen como una serie de

categorías que se van incorporando al psiquismo y que permiten la inscripción

paulatina del concepto. Esta categorización se torna paradójica cuando se piensa en

la propia concepción que el adulto alcanza del concepto, pues si bien se logra una

apropiación cognitiva, esto no logra menguar la angustia y el horror que

afectivamente invaden al sujeto cuando de pensar en su propia muerte se trata.

Lo que se avizora en los textos, finalmente, es que toda vez que se piensa en la

relación muerte-niño, se termina invariablemente esgrimiendo la idea de que, en

gran medida, la reacción de éste, es directamente proporcional al modo como los

adultos encaran la idea de la desaparición del pequeño. La reacción del niño queda

reducida a una pálida mueca identificatoria, en la que él no hace más que reaccionar

al dolor de sus cercanos. No se pretende desestimar este hecho, pues la realidad

clínica evidencia que así ocurre, sin embargo, es una salida poco solidaria, ajena al

mundo del otro, en este caso al niño enfermo.

Ante este panorama surge una pregunta que se deriva directamente de la revisión a

la literatura existente y su confrontación con la experiencia clínica ¿Qué es lo que

obstaculiza la comprensión del sentido que el niño da a la experiencia de morir?


Pregunta que parece caprichosa, pues en las anteriores anotaciones ya existe una

respuesta prefigurada; sin embargo se puede argüir que la dificultad de una

comunicación abierta y sincera descansa precisamente en el hecho de que se

aborda al niño desde los prejuicios y temores que los adultos han construido sobre la

muerte; el obstáculo no es su aparente inocencia, es mas bien el horror de enfrentar

la propia angustia ante un ser que podría tratar el asunto de un modo que el adulto

ya ha olvidado, que ya ha restringido en razón de sus extremas y poco

comprometidas filiaciones con la vida y de un exagerado narcisismo que, enaltecido

por una secreta certeza inconsciente de inmortalidad, traslapa la condición de seres

finitos. La pregunta toma un viraje nuevo si se piensa en que esta restricción -

exclusión que el adulto hace de la muerte puede estar presente en el psiquismo

infantil.

Los niños juegan con la muerte

En su trabajo “Nuestra actitud hacia la muerte” Freud sostiene que el hombre

cultivado evitará hablar de la muerte máxime si está frente a alguien que se

encuentra amenazado por su llegada, sin embargo,

…Sólo los niños trasgreden esta restricción; se amenazan

despreocupadamente unos a otros con la posibilidad de morir, y aún llegan a

decírselo en la cara a una persona amada, por ejemplo: ´Mamá querida,

cuando por desgracia mueras, haré esto o aquello´… (Freud, 1915:290).


Esta referencia freudiana permite colegir una posible respuesta: la relación del niño

con la muerte posee una notable diferencia en comparación con la que sostiene el

adulto. Los niños juegan con la muerte todo el tiempo; sus juegos están designados

por la categoría de muerto, muerte, yaciente, caído; juegan espontáneamente con

este acontecimiento, lo actúan en su ingeniosa relación con el mundo: las balas y las

flechas van y vienen y ellos saben que deben ocultarse y defenderse y cuando está

demasiado cerca se torna inevitable y caen inmóviles, rígidos, con los ojos cerrados

y con la picardía en su sonrisa de que pueden resucitar y matar al asesino también.

El poeta Jaime Sabines, en el escrito a su hijo Julito lo describe literariamente:

Zumban las flechas, y Julito saca su pistola y dispara dos o tres veces hasta

que cae muerto. Con las piernas y los brazos abiertos y extendidos y la

cabeza inmóvil sobre el hombro derecho, yace Julito con los ojos cerrados, la

mano abierta y la pistola a un paso de su mano.

¡A almorzar Julito!, grita la mamá desde la cocina, y Julito brinca como un

resorte, y montado sobre un caballo que no conozco se aleja gritando: voy

mamá. (Sabines, 2003:152)

El niño, en su representación del mundo, hace algo con la muerte, la actúa tal como

ella es, en su natural ocurrencia; las series de televisión, las noticias, los video

juegos, los acontecimientos cotidianos se la enrostran una y otra vez y él,

impertérrito, la toma como su juguete y la modela conforme a sus requerimientos

afectivos: se torna irascible, vengativo, desafiante, impulsivo, la vuelve a mirar con

toda la conciencia de que siempre habrá de derrotarla, que precisa de otra


oportunidad para deshacerse de ella. “Morirás, Muerte” es su bandera, su apuesta

lúdica, su caballito de batalla.

Lo paradójico en esta forma de reflexionar el tema es que ante esa especial relación

que el niño sostiene con la muerte, el adulto intente siempre vedar su contacto con

ella: ocultársela, prohibirla, callarla, reprimir que la vea al alejarlo de los velorios y

los cementerios, inventarle cuentos sobre la muerte de sus cercanos: “se quedó

dormido” “se fue con Dios” “se fue a hacer un viaje muy largo”; en la realidad, el niño

comprueba que el que duerme se despierta, que irse con Dios significa vivir en otra

parte, que el que se va de viaje retorna, es decir, se usan expresiones que

contrarían la experiencia del niño con la muerte y con la vida, pese a que se busca

es evitarle el sufrimiento. Esta actitud revela precisamente la forma maniquea como

se va haciendo de la muerte un acontecimiento prohibido, vedado, que desborda

toda suerte de imaginarios terroríficos que van transformando ese saber hacer del

niño con la muerte, por medio de la ominosa relación que el adulto sostiene con ella.

Más allá de las precisas descripciones teóricas que explican cómo comprenden los

niños la muerte conforme a su edad, se puede echar mano de cómo ellos la

representan de acuerdo a las circunstancias de su historia personal, a los

acercamientos logrados en su corta existencia respecto a un acontecimiento que no

tiene representación para el psiquismo humano. Desde esta perspectiva los

acercamientos a la idea de la muerte están fundados en los referentes que se le

ofrecen al niño, en su capacidad imaginativa, en su relación con el otro y con el

lenguaje, en su autonomía, hechos que trascienden la edad, puesto que las


construcciones subjetivas estarán marcadas, indefectiblemente, por el ritmo en que

el psiquismo aprehende el mundo y da cuenta de él.

Se Ilustra este hecho en el texto “Casa de las estrellas” de Javier Naranjo (2005); a

través de un juego, entrevista a algunos niños, incitándolos a dar un significado a

palabras que él les enuncia; en la presentación destaca que en el contenido del

libro:

Respetamos la voz de los niños, sus titubeos, dislocación, su secreta

arquitectura. Sus hallazgos en el milagro de revelar en lo enunciado.

Respetamos su voluntad de olvido o profunda memoria. Sinceridad en la

intención. Voz que sucede ajena a lo que quiere imponer lo sabido: el mundo

gastado, rotulado con el pobre: Ya conozco todo.

He aquí la voz de los niños y algunos de los significados que dieron a la palabra

Muerte:

 “Es un dolor para mí, porque a mí me da miedo dejar a mi mamá solita;

porque allá pelean mucho con cuchillos en mi casa”

(Jorge Andrés Zapata, 7 años)

 “El país”

(Jorge Andrés Giraldo, 6 años)

 “Se va uno pa´ la tierra”


(John Fredy Agudelo, 6 años)

 “Estar quieto”

(Leydi Johanna García, 8 años)

 “Es dormir toda la vida”

(Daniel Herrera, 7 años)

 “Es una cosa que no regresa”

(Ancizar Arlet López, 11 años)

 “Es cuando uno no tiene espíritu, ni come y eso no tiene salvación y está

muerto y Dios se lleva el espíritu y el corazón. La carne la deja en el cuerpo

en el entierro. La carne se va deshaciendo”

(Miguel Ángel Múnera, 6 años)

Una lectura, entre líneas, de este decir espontáneo de los niños entrevistados,

revela varios matices de su relación con la muerte; por un lado aparecen algunas

características propias del concepto muerte: quietud, ausencia total, no despertar;

por otro, emergen elementos que están determinados por los idearios culturales

sobre la muerte: resurrección, enterramiento, degradación; finalmente, algunos otros

reflejan asociaciones metafóricas sobre el acontecimiento: destrucción, violencia,

soledad, desamparo. Lo relevante de estas voces “inocentes” que lindan con lo

político, lo filosófico, lo religioso, lo antropológico, es que enuncian un sentido que

dista de su edad evolutiva, de sus avances conceptuales relacionados con la suma


de años y son la manifestación de un acercamiento a la muerte que se ha tejido en

medio de sus experiencias vitales, del encuentro cotidiano con los otros, de la

contundente realidad fáctica, valiéndose siempre de su imaginación y por ello, este

saber, que se puede leer como ominoso, realista, se relativiza cuando el niño luego

de caer muerto, torna de nuevo a la vida a atender el llamado de su madre que le

ofrece un alimento, a matar a su asesino, a burlarse del fracaso de su compañero

de juego. El niño actúa, en su relación con la muerte, el eterno juego de la presencia

ausencia, validando los dos en una igualdad proporcional.

En estas ocurrencias existe una vinculación particular con la idea la muerte, las que

sería importante revisar cuando aparece una amenaza real que los coloca frente a

ella.

El niño amenazado de muerte

“…Dejémosle, con confianza, beber la alegría de la mañana”


(Korczak, Janusz)

Al pensar este asunto en el plano de la Psicooncología infantil es necesario

redimensionar la pregunta ¿Qué ocurre en la relación del niño con la muerte cuando

padece una enfermedad que amenaza su vida? Si se tiene en cuenta lo elaborado

hasta el momento, se puede afirmar que la trascendencia del hecho no amerita un

tono tan dramático, si la impotencia y frustración del adulto no se impusiera en el

proceso.

Es inevitable que la enfermedad impacte en el psiquismo del niño, pero éste ha de

entenderse más en el sentido de daño y amenaza, por lo que representan para él


las intervenciones médicas empleadas en el tratamiento y la evolución del tumor

maligno expresado en síntomas que minan su fuerza vital; no obstante la referencia

a la muerte en sus nexos con la enfermedad está desprovista del carácter trágico

del que es revestida la situación por sus cercanos adultos.

El niño teme a la hospitalización, al abandono, a la separación, a los exámenes y

procedimientos dolorosos, es decir, a todo aquello que hace de su organismo un

receptáculo de dolor y daño. El miedo y la ansiedad son expresiones emocionales

frecuentes, las que se traducen en llanto, pataletas, lucha desenfrenada por evitar

las intervenciones que lastiman su carne y lo someten a la vivencia de sensaciones

que la enfermedad no le genera,

El resultado final es una situación dantesca en el quirófano o cuarto de curas

donde se esté llevando a cabo el procedimiento, convertido ahora en un

campo de batalla en el que el niño, físicamente contenido por los diversos

adultos que le rodean, lucha desesperadamente por escapar de la tortura

(Die Triil, 2004:91).

Desde la perspectiva de la hermenéutica clínica es posible argumentar que por vía

asociativa –metafórica-, el dolor, la amenaza y el daño son corolarios de la angustia

de castración y que ésta remite siempre a la angustia por la desaparición y la

muerte y en este sentido, las reacciones del niño son una clara evidencia de su

temor a la muerte. Sin embargo el peso de esta afirmación solo puede contrastarse

con lo que los niños refieren acerca de su experiencia con la enfermedad, pues de

otro modo se estaría validando el asunto a partir de una interpretación que opera
como una generalidad para todos los casos, actitud que es propia de la ciencia

positivista, en particular de la nosología médica y de diversas corrientes

psicológicas.

La interacción con niños que padecen una enfermedad oncológica incurable permite

entrever que sus preocupaciones no están asociadas a la posibilidad de la muerte,

no hay en su discurso vaticinios del sufrimiento por venir, angustia anticipatoria por

el desenlace, ni temores asociados a la tumba y al desgarramiento final, ni

rebeliones contra el total desvalimiento que lo somete a la dependencia del cuidado

de los otros. Con relación a este último hecho se observa, por el contrario, que se

presenta una forma de regresión a la dependencia afectiva; es frecuente que por su

condición de enfermo se refuerce en él una necesidad de atención permanente que,

en la mayoría de los casos, se torna en una ganancia secundaria.

Las demandas del niño se dirigen hacia la solicitud del calmante, al alivio del

síntoma que persevera, que no deja de insistir; si para el adulto escasean las

palabras para nombrar su terror a la muerte, en el niño están aun más limitadas,

pues el semblante de la muerte es más opaco, menos diáfano por su precariedad

conceptual. La idea de la muerte reviste menos importancia que el lacerante dolor

presente.

Un hecho que llama la atención en el acontecer clínico muestra que la gran mayoría

de los niños que mueren a causa de una enfermedad mortal ignoran la realidad del

desenlace fatal; el dolor producido en sus padres y cercanos boicotea todo intento

de enunciación de la proximidad de la muerte; la conspiración del silencio se torna


más severa y a la vez, es más dramática, pues la angustia del adulto se oculta tras

una paliación engañosa: “te vas a curar” “si tomas los medicamentos te aliviarás” “ya

va a pasar el dolor”; en fin, la realidad se escamotea y se adereza con mentiras,

pues no se soporta la idea de enfrentar al niño con la muerte. En su estado

“inocente”, el infante no hace otra cosa que responder a ese intento falaz de los

otros de mantener la calma y cumplir con sus demandas, pues la antigua idea de

“portarse bien” le merecerá un premio.

Pero los niños prefiguran la muerte, en su precariedad simbólica pueden dibujar la

muerte por vía asociativa. Dos días antes de morir, Esteban de 5 años, se despierta

de repente gritando “Mamá se quebró la virgen, se quebró la virgen”. Desde el

diagnóstico de un cáncer hematológico, los padres de Esteban habían decidido

encomendarlo a la virgen María para que custodiara la salud de su niño.

La lectura del sufrimiento familiar hace que el niño experimente fuertes sentimientos

de culpa, ya que siente que es él quien lo causa; toda la atención familiar está

enfocada en el proceso final, desatendiendo, en muchas ocasiones, a su

cotidianidad; por más entereza que se intenta mantener, las muecas de angustia

aparecen una y otra vez y en el intercambio comunicativo no verbal, el niño se hace

receptor del sufrimiento del otro, jugando también al silencio e intentando elaborar

su culpa a través de artificios simbólicos.

Daniel de 13 años le escribe cartas a dios para que calme el sufrimiento de su

madre, también le deja una carta escrita a ella, en la que le dice que desde el cielo
le estará acompañando para que ya no sufra más. Ángela*, apodada “Angelita”

luego de su diagnóstico de cáncer en pared abdominal que la postró muy pronto en

cama, estableció una alianza con su muñeca “Angelita” para cuidar de sus padres y

hermanos; en esta muñeca depositaba toda su angustia, haciéndole toda clase de

sugerencias y encomiendas para que se hiciese cargo de sus inconsolables

parientes. En sus dibujos pintaba una virgen guadalupana, cuyo rostro era el suyo,

señalando de algún modo, sus intentos de reparar los daños en su vida familiar.

El concepto de la muerte en los niños adolece de las significaciones que emergen

durante el pasaje adolescente, la vida adulta, la ancianidad. El redescubrimiento de

la sexualidad con sus nuevos enigmas, la emergencia de nuevos anhelos, el deseo

de libertad resignifican la idea de la muerte; sus múltiples facetas se escenifican en

el sufrimiento, en la conciencia de tener que ser responsables de los propios actos y

decisiones, en la conciencia de no saber de qué se trata, en la angustia que trae su

fuerza arrobadora. Cuando se ha dado el paso de la niñez a la adolescencia el

significado de la muerte trasciende igualmente, ya que se instalan y renuevan los

lazos con la vida y con el otro; la serie de impulsos y demandas nuevas promueven

un nuevo desafío a la muerte, no ya en forma de juego y de realidad natural, sino de

huída y angustia por su posibilidad, aún cuando los sujetos vivan eternamente

incitando su llegada.

Si bien la conciencia del niño va dibujando los contornos del significado de la

muerte, aun faltan en su haber cognoscitivo los significantes que la vinculan con esa

*
Ángela, es una niña mexicana que murió a los 11 años; el equipo de Cuidado paliativo del Centro Estatal de
Cancerología de Colima, México la atendió durante un año, hasta su muerte; Centro en el que presté un servicio
como voluntario, durante mis dos años de estancia en México.
carácter terrorífico que le endilgan quienes han afianzado su relación con eventos

vitales para la afirmación del psiquismo. El adulto sufre por un exceso de repetición

de su falta y esto lo ancla en la búsqueda permanente y en la insatisfacción

reiterada, el niño aún vive en la precariedad de ésta y por ello su búsqueda se

renueva constantemente, pero con la diferencia de estar menos ataviado de

frustración y de desencanto con el mundo.

Los descubrimientos de Freud (1905), demostraron que el niño es un ser sexuado,

que su relación afectiva con el otro está enmarcada por vínculos de carácter erótico

y filial; la expresión de su sexualidad es escatimada por las mas rigurosas

exigencias de la educación moral y la civilidad. El tiempo de preparación que

determina a la infancia como el momento en que se abona el terreno para el devenir

adulto, adolece de pruebas de la realidad que sólo están presentes como

imaginarios en la mentalidad infantil. Esta consideración llevó incluso a Freud a

plantear que, en mucho, la relación del niño –y del neurótico- con la realidad es

similar a la que sostuvo el hombre primitivo; del mismo talante es la relación con la

muerte, pues ante la ausencia o el desconocimiento del sentido trascendente de

ésta, el niño no podrá relacionarse de otro modo que no sea naturalmente con ella.

El sentido de morir siendo niño es un significante que nace de la angustia del adulto

y que se refleja en el encuentro con él. Por no haber vivido “lo suficiente” se habla

de injusticia, pues se aduce, con harta frecuencia, que los niños no deben morir, que

deben vivir una larga vida, que se les debe respetar su derecho a crecer y a

desarrollarse, “si hay algo incomprensible para los que tratamos de encontrar un

sentido a la vida, es la muerte y el sufrimiento de los niños” (Bayés, 2006:90).


Igualmente la muerte del niño es una derrota narcisista para los padres, pues éste

es una prolongación de ellos, quienes depositan en él todas sus carencias,

intentado redimirla, “…estamos tan orgullosos de nuestros hijos que fácilmente

haríamos de ellos nuestros medios para curar nuestras heridas narcisistas, es decir,

la justificación de nuestra propia existencia” (Meirieu, 2004:43-4)

Queda señalado hasta el momento que es cierto que el niño recibe una gran

influencia del adulto en su relación con la idea de morir, pero ¿el niño sufre por la

partida? ¿Se deshace en angustia por la separación definitiva? Los casos clínicos

evidencian su sufrimiento, pero como se anotó anteriormente, su fuente es distinta y

se expresa con otros matices. Se redobla en ellos la fuerte dependencia del otro,

quienes durante el proceso de la enfermedad han volcado todo su interés y sus

afanes en el tratamiento y en su niño enfermo; la serie de consideraciones, de

miramientos, la excesiva atención que requiere la fluctuación de los síntomas y el

fracaso final de las medidas terapéuticas refuerzan la omnipotencia adulta y

perpetúan la vulnerabilidad del niño; todo en él se vuelve urgente, demanda, pedido,

llamado, su truncada vida retorna a la escena primordial de simbiosis con el otro,

pues el desvalimiento se impone como condición. La clínica con el adulto que va a

morir demuestra que éste padece de igual necesidad de presencia, pero se

diferencia en la resistencia que opone a ser dependiente hasta muy entrado su

proceso final, cuando sus fuerzas están completamente agotadas como para

negarse a ser atendido. El niño pide hasta el final, presencia, su sentimiento de

indefensión vuelto necesidad, de nuevo, lo obliga a requerir de un otro permanente

que lo haga existir atendiendo a sus solicitudes.


Este aferramiento está mediado por la urgencia del amor, por aquello que lo ha

hecho ser en el mundo y que solo se lo puede entregar quien le ha mostrado su

estar incondicional; el niño muere excesivamente amado, excesivamente protegido,

excesivamente compadecido. Llama la atención el hecho de que en el pedido de

pocos niños emerja el deseo de morir como el último remedio, como lo único que

agotará la futilidad de los medicamentos, como exterminador de su condición

sufriente. Podría parecer que el niño es despojado de su capacidad de anhelar el

fin, de su conciencia de lo inútil de vivir estando irremediablemente enfermo, sin

embargo así es, pues como ya se ha anotado, sus vínculos con el mundo, con el

otro y con la vida misma están determinados por su frágil aproximación a lo

simbólico, a esos amarres que en él aún no han alcanzado la categoría de

desgarramiento, tragedia, sin razón.

Es importante puntualizar, para finalizar, el hecho de que una vida puede ser

igualmente valiosa, más allá del tiempo que ésta dure. Morir a los 3, a los 5, a los 9,

a los 11, no es ninguna muestra de no haber vivido. Cuántos logros, adquisiciones,

infortunios tuvo esta vida en su brevedad existencial; qué expresiones de

humanidad logró afianzar en su corto trayecto y qué cuestionamientos, cambios,

sueños, imprimió esta existencia en quienes se le acercaron. No se puede soslayar

este hecho si se quiere aprender a mirar con otros ojos la experiencia de morir

siendo niños.

Johan a sus 12 años ya había sido promovido dos veces en su vida escolar,

trabajaba con seminaristas haciendo catequesis para niños que recibirían su

primera comunión, tocaba guitarra y cantaba, era monaguillo y tenía una relación
tan estrecha y tejida de bondad con sus hermanos que no era producto de su

enfermedad. Su madre decía, luego de su muerte, y en tono de consolación, que él

no había nacido para este mundo. Johan enfrentó su muerte con la valentía de

quien comprende que lo irremediable es parte de la vida y días antes de morir decía,

con gran sabiduría, que sólo quería ser atendido por su madre, porque quería

regalarle todos los momentos que pudiese mientras estuviese vivo.

Un gran propósito que debería animar el trabajo con niños que están enfrentados al

final de su vida, es el de otorgarles un lugar, dimensionar su subjetividad más allá

de las lamentaciones y los prejuicios que impregnan el encuentro temprano con la

muerte, sólo así se lograría reconocer y validar la fuerza de una vida que aún no ha

sido desgarrada por la idea de verse obligada a saldar una deuda con la naturaleza.

Referencias

1. Alizade, M. A. (1995). Clínica con la muerte. Amorrortu: Buenos Aires.


2. Bayés, R. (2006). Afrontando la vida, esperando la muerte. Cap. 7: El
sufrimiento y la muerte de los niños. Alianza: Madrid.
3. Die Trill, M. (2004) El niño y el adolescente con cáncer. En: Die Trill, M. (ed.),
Psico-oncología (85-101). Ades; España.
4. Freud, S. (1905) Tres ensayos de teoría sexual. Amorrortu: Buenos Aires.

5. _______. (1915). Nuestra actitud hacia la muerte. Amorrortu: Buenos Aires.

6. Naranjo, Javier. (2005). Casa de las estrellas. Alfaguara: Colombia.

7. Meirieu, P. (2004). Referencias para un mundo sin referencias. Grao:

Barcelona.

8. Paz, O. (2004). El laberinto de la soledad. FCE: México.


9. Sabines, J. (2003). Julito. En: Recuento de poemas 1950/1953. Rosés S.A:

España.

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