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Diego Armijo
Nina Avellaneda
Rafael Cuevas Bravo
Silvana González Vásquez
Sergio Guerra
Daniela Malhue Urra
Fernanda Meza
Mauricio Tapia Rojo
Selección e introducción de Carlos Henrickson
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
2
Carlos Henrickson (Santiago, 1974). Escritor,
traductor y ensayista. Ha publicado, entre
otros libros, An Old Blues Songbook (poe-
mas; Santiago, Ed. del Temple, 2006), Es-
plendor (cuentos;Valparaíso, Narrativa Punto
Aparte, 2011), 44 canciones realistas (poemas;
Santiago, Pez Espiral, 2015), Lumbre y portazos.
Ejercicios de estilo (plaquette de poemas;
Valparaíso, Inubicalistas, 2018), Siete pagos
(cuentos; Valparaíso, Narrativa Punto Apar-
te, 2019), La Conquista. Sección I del Libro
de La Fundación (poemas; Lyon, Grand Trou,
2020); y como traductor, narrativa, poesía y
ensayo de Lev Tolstoy, Marina Tzvetáyeva,
Vladimir Mayakovsky, entre otros autores.
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
Verano de 2022
Valparaíso, Chile
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EN VERANO
[Muestra del novísimo relato
de la región de Valparaíso]
Diego Armijo
Nina Avellaneda
Rafael Cuevas Bravo
Silvana González Vásquez
Sergio Guerra
Daniela Malhue Urra
Fernanda Meza
Mauricio Tapia Rojo
La Antorcha Magacín
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
6
Índice
Introducción
Carlos Henrickson
9
Deporte
Diego Armijo
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Un paseo circular
Nina Avellaneda
19
Casas de luz para criaturas pequeñas
Rafael Cuevas Bravo
23
El Mudo
Silvana González Vásquez
29
Bangutot
Sergio Guerra
33
Bandera roja
Daniela Malhue Urra
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Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza
45
Dos hermanas
Mauricio Tapia Rojo
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autoras/autores
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8
Introducción
Carlos Henrickson
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Introducción
Carlos Henrickson
cubista– retrata el peso de lo antiguo sobre lo nuevo, situado
en la limpieza de una vieja casona.
El ejercicio de rememorar aparece en dos textos marcados
por la dificultad, la imposibilidad de contemplar el pasado de
manera serena. Un caso es “Deporte”, de Diego Armijo, en
que el ahogo natural de una actividad física –el ciclismo– se
apodera del tempo mismo de la narración, y que solo desde
ahí puede llevar a la mirada del lector al personaje principal,
definido por la emoción de la proeza física. Esta perspectiva
externa de la rememoración, resuena de manera más interesan-
te ante la intimidad extrema de “Nunca tuve un cuarto propio”,
de Fernanda Meza en que la percepción misma parece estar
bajo el desafío de la permanente transformación en el seno de
la memoria, dictando una deriva en la elección de imágenes de
una calidad efectivamente poética.
Lo fantástico también se presenta en estos relatos, en dos
claves absolutamente distintas. La anticipación científica, con
elementos de horror lovecraftiano, de “Bangutot”, de Sergio
Guerra, construye un mundo en que lo humano parece sub-
sumido bajo una pesadilla tecnológica que solo puede acabar
con la guerra y la muerte. Más cercano y sutil es lo fantásti-
co en “Dos hermanas”, de Mauricio Tapia Rojo, en que a lo
penoso de la cuarentena sanitaria bajo la pandemia se suma
lo inexplicable; a su modo, también el fin de lo humano está
acá representado casi como una alegoría, y su contraste con la
convincente descripción cotidiana es un valor importante en
este relato.
La observación íntima y solitaria de Nina Avellaneda en
“Un paseo circular”, entrega un relato personalísimo, en que
la referencia literaria toma un papel de iluminación sobre el
mundo interior; una resuelta extrañeza logra introducir al lec-
tor a través de un ritmo narrativo cuidado y una perspectiva
honestamente subjetiva. Silvana González Vásquez, por otro
lado, exterioriza la mirada, haciéndonos ver en “El mudo” un
fragmento de la realidad cotidiana con una parca objetividad,
en que la escritura sutil logra un compromiso emocional con
el lector sin tener que adjetivar o producir efectos; se hace ver
una capacidad superior de observación objetiva.
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Deporte
Diego Armijo
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Deporte
Diego Armijo
cicleta en el estacionamiento toda sucia, ahora, en el ascenso
por superficies vecinas, los otros paraderos, el calzado resbala,
pues no es apto, la ropa no sirve para el roce, o se moja como
si se cruzara el agua del estero con ella, entonces, se hace difí-
cil sentir lo natural, que le dicen, las plantas y animales, eso sin
intervención, lo que es falaz, pues si ellos, a duras penas, lle-
gan al espino principal, muchos antes, en mejores condiciones,
lo han hecho, así que, ya se ha intervenido el ambiente, aun-
que aún hay formas de dejar una marca, SE INFORMA: AL
CAER DE GRAN ALTURA UN CICLISTA SE DESNUCÓ, es Pa-
blo, sus amigos ahí, pensar, cómo habrá sido la piel de ellos, así
de tan pálida, siendo ellos morenos, su piel en ese momento,
como de gallina descogotada, pensar en lo humano y animal,
ellos, amigos, compañeros de rueda, los que ahí presenciaron
o advirtieron el desnuque de Pablo, silencio, como cuando es-
tuvieron entre las nubes, pero ahora en un camino de tierra
como cualquier otro, repercutiendo una imagen, no el cuerpo,
no sangre, ni siquiera el camino, es solo una rueda delantera
doblada por la caída, la que se acompaña de palabras a la me-
dida de la ocasión, “Lamentamos el deceso de un joven ciclista
tras un accidente en Reñaca Alto y cerca del límite con Quil-
pué”, porque hay que remarcar, que fue en Reñaca Alto, igual,
el terreno de la muerte, un poco cerca de Quilpué, por cerros
que confunden comunas, para rematar, ya los pies fuera de la
tierra de nuestras calles, con la advertencia, necesaria, pero
que trae escozor, DEBEMOS RECALCAR EL USO DE LOS ELE-
MENTOS DE PROTECCIÓN, ESTOS PUEDEN EVITAR LESIO-
NES GRAVES E INCLUSO SALVARNOS LA VIDA, se reitera,
escuchen, pues el golpe, ese, fue un muy bien dado, no en
bondad, sino que en eficacia, lástima, la superficie saliente, esa
roca cuchillera, maquillada de malezas, donde se cortó el hilo
muscular, donde, si en alguno de los amigos de Pablo persiste
la fe, ya el suspiro se vuelve niebla y se eleva, se salva, aunque
para otros, más lejos del hecho, de los protagonistas, todo el
ajetreo terrible, aquello que se va sabiendo, la ambulancia,
todo el tiempo que demora, pues no hay caminos para ellas,
todo para que cuando llegue, solo cumpla funciones de
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Deporte
Diego Armijo
botellas de copete, se discute hora, ¿por qué?, si es cosa llegar
y ubicarse si uno va más adelante y el resto a la cola, determina
Pablo, el resto sabe, lo conocen, llega tarde, siempre, aunque
pida puntualidad, viviendo más cerca que ninguno, pues se
confía, pero llega, era, había compromiso, un paseo con desti-
no, no para lucirse, riesgo artístico, crear piruetas sin público ni
mano fija en cámara expandiendo la obra del cuerpo dos rue-
das, Pablo era de esos po, un gil, dice un amigo, un tonto, se le
llora, un buen amigo, pero un gil, golpea la voz, porfiado como
él solo, llevado a su idea, su rueda, aunque lo siguiéramos,
siendo caravana, él tenía presencia de único.
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Un paseo circular
Nina Avellaneda
*
De niña tenía un sueño recurrente, recurrente en relación a sus
sueños y recurrente en relación a los sueños de la humanidad
(dudo al escribir “humanidad”. A veces sorprendo no solo a mi
perro o gato, sino también gallinas y lagartijas dando un salto
en el sitio donde duermen, y pienso: está cayendo, se ha caído
en su sueño).
Jung piensa que existen estructuras de la mente inconsciente
comunes a los miembros de una especie. No habla de la espe-
cie humana, dice: “miembros de una especie”, pero ¿podemos
suponer que la caída, el descenso, carece de carga simbólica
en el acto reflejo e instintivo que se activa en un animal cuando
se cae?
En su sueño infantil caminaba por un patio o jardín ensom-
brecido. Se colaba la luz suficiente para admirar el paisaje, los
árboles, y le otorgaba dinamismo a la escena: las hojas se mue-
ven, la luz se desplaza, como si estuviera viva. Está viva. La
sombra es inmóvil, pero la luz del fuego no cesa de moverse,
aún así necesitamos de la sombra para advertirlo.
El suelo era blando, cubierto por tierra de hoja y vegetación.
Los pies se acompasaban al camino. Era “su” camino, su jardín
en penumbras. Había un nogal, el resto de los árboles eran
simplemente árboles, sin nombre, sin lenguaje. Las tonalidades
iban del gris de una sombra tenue al marrón de la madera. Del
verde oscuro del follaje al violeta de algo que le llegaba a las
rodillas: ¿arbustos, pétalos de flores? El violeta hacía ingresar
al rojo, aunque no en estado puro sino disuelto en azul. Com-
prendía eso vagamente en su sueño. En su sueño recurrente.
Caminaba por el pequeño bosque, jardín o patio. Iba tran-
quila porque lo conocía de sus sueños anteriores, y de pronto
en el follaje que cubría el suelo asomaba un cuadrado negro
enmarcado con madera, igual que una ventana hacia la noche.
Ella pasaba por encima y se caía dentro.
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Un paseo circular
Nina Avellaneda
tras cae, aunque carezca de matices, o porque carece de ma-
tices –es el todo, el uno– parece indudablemente superior.
Alcanza siempre a formular el inicio de la pregunta “dónde”
“hacia dónde”, pero muy pronto el pensamiento está disuelto,
y el resto de las palabras quedan colgando, lo mismo que sus
brazos y piernas.
Porque es un sueño es que el pensamiento está liquidado en
ese momento. Solo una vez despiertos echamos a andar la ma-
quinaria pesada y exquisita del pensar. Solo porque su sueño
era recurrente no temía la caída y se abandonaba, y entonces
se parecía a la meditación. Ahora lo sabe. Tal vez meditar es
estar conectado con nuestro ser que sueña. Con el que cae, y
ya no teme la caída.
La recurrencia de su sueño transformaba la caída en un des-
censo tranquilo, caía como se sube, la verticalidad no tenía
estatuto de verticalidad porque en el cielo abierto no existe el
arriba ni el abajo, como no existe la derecha ni la izquierda.
En el cielo abierto la vida es circular. Es probable entonces que
la caída en su sueño recurrente fuese el ascenso hacia un arri-
ba extraño, aunque descendía de pie, tenía consciencia de sus
piernas. Las extremidades de qué centro, me pregunto, son las
piernas.
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Hacia arriba
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Casas de luz para criaturas pequeñas
Rafael Cuevas Bravo
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Casas de luz para criaturas pequeñas
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Casas de luz para criaturas pequeñas
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El mudo
Silvana González Vásquez
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El mudo
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Bangutot
Sergio Guerra
I
La articulación de la secta no posee las características que se le
han atribuido. He decidido contar lo que pocos conocen. He
decidido explicar aquello que nadie ha querido reconocer. Mi-
les han muerto de bangutot. Ahora nos persiguen, escribo bajo
la luz de una lámpara de gas.
¿Se puede evitar el bangutot? Debiese comenzar por relatar
mis circunstancias.
El laboratorio había conseguido aislar con relativo éxito
al primer grupo. Cada quien se sometió voluntariamente, por
convicción o por engaño, modos de la voluntad que no difie-
ren demasiado entre sí. Lo cierto es que a partir del sacrificio
del primer grupo se abrió la posibilidad de nuestro acceso.
Se respiraba un respeto eucarístico ante la presencia del Dr.
Mark; cada vez que recorría los pasillos del laboratorio, le salu-
dábamos con reverencias. Se erigió como guía del primer gru-
po, a quienes aisló de los demás. Pese a ello, la disposición de
mi celda me permitió observar. Sus fantasmales cuerpos medi-
taban largas horas sin mover un músculo. Una letanía envuelta
de ecos desesperó a no pocos candidatos al resonar a través de
los recodos de los sombríos pasillos.
De pronto despiertan, se desvanecen, convulsionan, lue-
go vomitan. Pero con el pasar del tiempo el Dr. Mark encon-
tró una manera para contrarrestar los efectos del retorno a la
realidad incitándolos a practicar orgías que se prolongaban
durante horas. Esos son los momentos de mayor flujo telepá-
tico, nos instruía el Dr. Mark. De ese modo, el crepúsculo del
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II
Cada día ingeríamos dosis controladas de mezcalina. Cuyos
efectos nos permitieron explorar la zona oscura de nuestros
espacios mentales. El Dr. Mark llamaba a esa zona ‘cosmos
telepático’. Punto del universo mental en que las ideas se orde-
nan más allá del andamiaje lingüístico –decía. Recuerdo haber
visto cúmulos galácticos saturados de símbolos pertenecientes
a civilizaciones perdidas en el tiempo. Me hipnotizaban esas
formas, me seducían. Pasé días enteros contemplando el mo-
vimiento de esos millares de símbolos que coexisten en armo-
nía. El vértigo que experimenté al expandir mi conciencia me
ensimismó. Aumenta con cada galaxia de símbolos revelados.
Constelaciones arquetípicas contempladas por múltiples psi-
quis nos develan un secreto primordial; que al fondo de nues-
tro universo psíquico, toda la humanidad se interconecta.
Al despertar de esas largas meditaciones nos sumergíamos
en una densa melancolía. Solo la unión corporal conseguía
liberarnos de la angustia que apresaba cual fórceps nuestros
cráneos. Abolidas las inhibiciones; nos besábamos sollozando,
nos deseábamos con demencia, nos flagelábamos con cruel-
dad. Las orgías duraban horas. Unidos corporal y psíquicamen-
te nos condenábamos a una simbiosis total de nuestra existen-
cia; en ella el ego desaparece, desvaneciéndose las mascaradas
sociales, para así descender, desde el plano metafísico común,
a la realidad de la división cotidiana.
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Bangutot
Sergio Guerra
go soñamos.
Recuerdo con claridad aquella medianoche en que desperté
exaltado. Fueron los primeros días de iniciación. Vislumbré a
velocidad vertiginosa una serie de imágenes, todas se fundían
en negro; me asombró la imagen de un caballo de grandes ojos
que parecía contener su furor animal mientras espiaba a una
doncella desfallecer por el peso de un hombrecillo demoniaco
sentado sobre ella. Años después encontré esa imagen en un
libro de pintura. Pero no fue mi única visión: vi naves naufra-
gando en un mar furioso y el viento, erosionaba los cuerpos
de sus tripulantes. A poca distancia se distinguía una isla cu-
yas dimensiones variaban a cada momento. Desde las naves se
lanzaban los tripulantes, seres humanoides mitad bestias que
se esforzaban en mantenerse a flote. Aquellos que se aferraban
a los barcos perecían rápidamente. Sus pieles se desprendían
al soplo del viento salado que los descueraba vivos. Tan solo
unos cuantos alcanzamos la superficie viscosa de tierras ines-
tables. Al día siguiente iniciamos nuestras actividades quienes
llegamos a nado a la isla. A los demás no los hemos vuelto a
ver.
III
La amplificación de la capacidad cerebral mediante la induc-
ción bioquímica en base a mezcalina, estimuló –como se es-
peraba– la red natural electroquímica del cerebro. Ello sumado
a meditaciones específicas, nos permitió desarrollar la telepa-
tía. Hasta ese momento ninguna potencia mundial había de-
sarrollado la comunicación extrasensorial. Luego del desastre
causado por la Guerra del Gran Silencio, que trajo consigo la
mutación del equilibrio planetario, se firmó un tratado median-
te el cual las potencias acordaron el desarme. Desde entonces,
comenzó una carrera internacional por investigar antiguos ri-
tuales indígenas, brujería, nigromancia, hechicerías, en susti-
tución de la ciencia militar. La telepatía era secreto de ciertas
tribus del Amazonas antes de su desforestación total. Nosotros
éramos sin saberlo, miembros del Laboratorio de Investigacio-
nes Militares Inmateriales.
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
Sergio Guerra
a las espaldas, enanos que se alimentan de la angustia de su
huésped. Incrementan su peso causando que la víctima caiga a
tierra, cuando ello ocurre, los enanos suben con lentitud arác-
nida sobre el pecho asfixiándole con el peso creciente de sus
fibrosos cuerpos. Los agónicos han sucumbido sin excepción
pese a los intentos de escape o resistencia.
El Dr. Mark envió al espía a una cárcel en la Antártida, en
cuyo lugar las ondas magnéticas del planeta impiden la tele-
patía. Nos enfrentábamos a un ataque silencioso. Advertidos
del peligro, desarrollamos algunas estrategias defensivas. Rea-
lizamos ejercicios de respiración mediante los cuales evitar las
pesadillas, momento en el que somos susceptibles de padecer
bangutot.
No bastaba con resistir, debíamos acabar con la amenaza.
Nos preparamos durante meses para penetrar en la Zona
del Atlas; dimensión suprasensible en que se libró la Guerra
del Gran Silencio. El resultado fue la transustanciación de algu-
nos miembros escogidos por sus cualidades físicas y mentales.
Se les indujo a un profundo sueño. De a poco se les fueron
sumando más miembros quienes formaron una poderosa re-
sistencia. Jamás pudieron regresar a la realidad concreta de las
formas particulares, sus mentes se abrieron y residen en las ne-
bulosas metafísicas. En ellas se libró la batalla, y en ellas fuimos
derrotados.
A tres años de silencioso combate, los telépatas perecieron
asfixiados. Bañados en terror les dimos sepultura al saber que
ahora somos vulnerables. Esa misma noche en el laboratorio,
el Dr. Mark padeció el bangutot. Los miembros dominantes de-
cidimos refugiarnos en un lugar seguro. He decidido contar lo
que pocos conocen. He decidido explicar aquello que nadie
ha querido reconocer. Aquí escasea la comida, y aunque he-
mos logrado sobrevivir hasta ahora, en la superficie el bangutot
se expande por el continente. Dudo si el propio enemigo podrá
detener la catástrofe. Anoche el bangutot alcanzó a cuatro ca-
maradas; mi lámpara de gas pronto se agotará.
Segundo Tahuantinsuyu
3 de septiembre, 2186.
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Bandera roja
Daniela Malhue Urra
*
Sin embargo, hubo una tarde de ese verano en que ninguno
de los niños se quedó dormido. Vamos de vuelta a casa por un
atajo para evitar el tráfico y nosotros, los niños, nos sentimos
superiores por conocer desvíos y demostrar que somos luga-
reños, no como los turistas que colapsan el camino principal
con cada atardecer. El atajo es un camino angosto de tierra con
subidas y bajadas y curvas peligrosas. A su alrededor, se extien-
de un bosque de eucaliptus, pinos y varias quebradas. Vamos
todos despiertos y asustados porque estamos rodeados de árbo-
les incendiados. Se queman mientras pasamos y yo creo que en
cualquier momento vamos a morir. Veo las llamas y las siento
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
*
Ese verano fue oscuro con los niños. Hubo pocos días de sol y
la niebla se iba poniendo cada vez más densa. Hacia febrero
las nubes eran la constante de los días; dificultaban la visión
del horizonte y nos quitaban el ánimo de nadar. Mi prima más
pequeña despertaba en medio de la noche con pesadillas en
las que un incendio consumía el agua del mar con nosotros
ahí.
Nos volvíamos algas y luego otros niños se bañaban alrede-
dor de nosotros.
*
Una tarde, en una playa de mal oleaje, de esas que se van
hundiendo a medida que avanzas y que, con la corriente, pa-
recen querer absorberte hasta el fondo, unas niñas del hogar
de Tejas Verdes se fueron mar adentro. De repente la gente
empezó a gritar y el salvavidas corrió y luego nadó y nadó y
nadó. El oleaje se veía de un azul oscuro y el viento lo tornaba
salvaje con esos copos blancos que crispaban el agua. Llegó
un helicóptero que lanzó una soga al mar. Las cuidadoras de
las niñas lloraban desesperadas mientras reclutaban al resto de
las pequeñas y las hacían rezar. Dios te salve, María. Los ba-
40
Bandera roja
*
Fue otro de esos días de nubes de verano cuando lo vimos. Los
juegos mecánicos a la orilla del mar reemplazaron los intentos
de nado en playas con banderas rojas. Ahora nos atraían los
colores y las luces de un parque de diversiones con música
de moda saliendo por parlantes grandes, algodones de azú-
car, manzanas bañadas en chocolate y las atracciones favoritas
de todas las generaciones: el tagadá para los más grandes, los
avioncitos para los más chicos y la rueda de la fortuna para los
de al medio. Desde ahí vimos al viejo del saco: la luz del día
estaba a punto de desaparecer y los pocos bañistas que que-
daban en la arena fría preparaban su vuelta a casa. Nosotros,
desde lo alto de la rueda, lo vimos sentarse a la orilla de la
playa, sacarse los trapos y zambullirse en el mar. La rueda daba
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
*
Ese verano hubo otra tragedia. Fue en la Playa de los Muertos.
Nosotros nunca íbamos ahí porque sabíamos dónde no había
que bañarse. La gente de la ciudad, en cambio, cree que todas
las playas son iguales. No saben si allá adentro hay hoyos, ro-
cas o corrientes; las ansias de refrescarse en el mar nublan el
sentido de alerta. Y las banderas rojas no sirven más que para
flamear.
Nosotros escuchamos, desde lejos, el griterío. El mar se los
lleva, dijo alguien. Imaginé al mar como un monstruo ham-
briento preparando su bocado: dos jóvenes que aprovechaban
el fin de semana para escapar del calor de la capital. Un ter-
cer joven miraba paralizado cómo sus amigos eran atrapados
por los huiros y se hundían tras las rocas, allá al fondo. Los
pescadores los sacaron con cuerdas cuando ya no respiraban.
El tercer joven pasó la noche varado en la orilla; nadie pudo
moverlo. Las luces del parque de diversiones, a lo lejos, lo ilu-
minaron hasta entrada la madrugada.
*
El viejo del saco estaba todo mojado. No tiritaba y su rostro
se veía más joven con el agua encima. El aire marino nos dio
coraje y nos acercamos a él. Mejillas rojas, nos dijo, en qué
andan. No sabíamos muy bien qué decir, así que le pregunté
sin más, si era el famoso viejo del saco. Él sonrió a un montón
de niños de ojos grandes y comenzó.
Dejen que les cuente una historia, mejillas rojas. Había una
vez un centenar de hombres de verde decididos a jugar a la
guerra. Ocuparon estas calles y playas como tablero, qué digo,
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Bandera roja
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
*
El último día de las vacaciones de ese verano, soñé con una
turba de niños marchando por la avenida principal. Cantaban
gritos de protesta, insultaban a las autoridades, portaban ar-
mas blancas. Prendían fuego a las calles para armarse un es-
condite propio; una casa en el árbol, solo que sin árbol y sin
casa. Una trinchera. Realmente no parecían niños, más bien
se difuminaban entre el humo y el calor, semejando una jauría
ensañada con un gato indefenso. Niños traviesos que no sa-
ben jugar. Pasaban por todo el pueblo intentando incendiarlo.
Luego llegaban a la desembocadura del río, se subían a unos
botes y comenzaban a internarse mar adentro. A poco andar se
levantaban y empinaban el vuelo, dejando una estela blanca
en el aire. Formaban una v perfecta.
Desperté sintiendo el oleaje rompiendo muy fuerte. Creí
escuchar, a lo lejos, los gritos eufóricos de los adultos en el
tagadá.
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Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza
I
al animal que habito
La habitación es un mapa repleto de papel apilado en monton-
citos de distinto grosor y tamaño. La ventana en portal de luz
entrega haces, columnas cobran vida al posarse sobre objetos
organizados en ese espacio levemente abandonado. El parlan-
te suena y las máquinas imprimen en extensión de la papelería
revuelta, concluyen en su propia expansión, la de mi brazo.
El pliegue se siente como una cueva, ya lo es mi cuerpo
rocoso, delineado a base de fluidos se mantiene en pie, apare-
cen las paredes y es la casa una fortaleza ilusa. Sentarme en el
estancamiento a pensar en nada, la impresora interrumpe, se
abre y cierra suavemente. Dispuesta espera ser usada, sin cul-
pa las hojas nacen tibias, nuestros objetos y su orden develan
secretos, nos expone como un espacio vacío.
Peluda la alfombra abraza los pies descalzos, entremedio de
sus pelos encuentro tesoros: migas de pan, pelusas, bolitas de
papel, pelotas que la gata mueve por la casa. Saco la basura,
lavo la loza del día anterior, retiro el polvo, guardo los platos,
cocino. Actos acumulativos, explotadores, no soy capaz de
controlar mi huella de carbono y es por esto, entre otras cosas,
que me odio.
Encontré un pequeño conejo tirado en la pieza, era una
cría, gris y blanco, con los dientes saliendo a modo de extremi-
dad, la gata se lava la pata a su lado. Tomo una pala de la casa
de un vecino y procedo a hacer un hoyo bajo un geranio, una
vez alcanzada la profundidad lanzo flores arriba de la mortaja.
Observo las habas y las espinacas, suculentas sobre la arena,
distingo las voces de algunos pájaros; cachuditos y zorzales,
chercanes y jilgueros.
Los bichos entran en el inventario: tijeretas, pulgas, moscas,
escarabajos y arañas. Ayer una pulga se paseó por mi cuer-
po, pensé es una hormiga y solo atiné a rascarme. Al rato la
sentí caminando por la espalda. Palpar en su búsqueda, quise
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín
dejarla vivir, sin embargo, la asfixié con mis torpes dedos. Des-
tripada asoman sus huevos, se alimentan los parásitos, yo mis-
ma, es mi sangre la que sale de su cuerpo ¿lograré entender la
muerte como un regalo?
Dibujo ritos en silencio, flores yacen en un altar, marchitas
emulan a las vírgenes. Grutas adornadas con estampitas, en-
redaderas chinas cubren parte de una roca, es mi cuerpo. Las
velas no duran prendidas, las vigilo durante el rezo, mentalizo
con ahínco deseos egoístas. El viento intenta entrar en la casa,
truena su cuerpo y afuera es dueño de mover a su antojo el pai-
saje. Remolinos levantan plantas al pasar, papeles de helados,
envoltorios de carne y botellas plásticas dan choques al alzarse
entre la brisa.
Recurro a la misma pesadilla, las vueltas interrumpidas re-
cogen las sábanas, un enorme chincol se quedó mirándome,
justo en ese instante nos cruzamos, nuestros ojos. Transportada
al interior del ave me veo frente a ella, ambas totalmente inmó-
viles. Aferrada dentro de ella mantenemos el ensueño, en pacto
accedo al espacio entre quien visita y quien es visitado, a la
metamorfosis. Un fantasma en el espejo muestra escenas de mi
vida, de lo que escapo, la habitación me protege, se transforma
en mi cuerpo, lo abrazo y me repito mi interior es mi hogar y
mi carne también.
II
a mis tías
46
Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza
za de sus hermanos menores, convive con la epilepsia como
emblema. La vida no le sonríe, apenas puede se casa con el
taxista. Nace una niña mientras cuida a toda su nueva familia,
una anciana y sus hijos con daños neuronales doblegan su há-
bito de maternar, la sentencia está dada y el hombre por el que
cambió su vida la violenta en boca y golpes, con Dios de su
lado te enseña el camino, y tras romperte un palo en la cabeza
dijo estaba loco de amor. Se desprende de la sentencia deja
todo, vuelve al inicio: mamámater.
La segunda, la Rosa y no por eso menos violáceo el rela-
to, a los 14 sustentar un hogar quebrado, salir a la fábrica de
calcetas donde luego se incorpora la primera y la tercera y la
cuarta, llevar el pan, los zapatos, las caricias. La vecina que le
consiguió la pega, le repetía despacito ustedes son chicos que
no sepan que están solos. Al crecer los niños logra irse del nido
y formar el suyo propio. Tras más de veinte años en una casita
pareada intenta olvidar cuando dijo hasta que la muerte nos
separe. El miedo a salir de ahí, verse sola y llena de críos, mejor
los llevas a jugar basketball y te armas una vida en la cancha,
rebotas fuerte la pelota, así los moretones no se notan. Te dice
tres hijos no es nada, exiliada a la pieza de tus hijos solo queda
el menor, junto a él la memoria pierde su uso al igual que la
tiroides. Encuentras la desigualdad y a cuotas aguantas las deu-
das, el cansancio, al pequeño pasaje enrejado lo pierdes en tu
cabeza como los poquitos recuerdos de infancia conservados.
La tercera, la mona, de niña criada por niñas se para ante el
aliento a alcohol del hombre que construyó una casa y engen-
dró su vientre, su vida porfía en estruendo le dice no al desig-
nio, al decir no es lo que quiero no da el brazo a torcer. Luchó
individua ante la vida y tu hija, más el marido no fue necesa-
rio. Solterona preferiste risas ante la evidencia de los golpes de
esa bestia, no fue capaz de contener. Inquieta criaste sobrinos
e hijos de tus jefes como nana puertas adentro contándonos
cuentos para ser libres.
La cuarta, mi madre, Cecilia no recuerda el rostro de
su madre, la más pequeña se aferra a la niñez. Tu mente de
aire te une al amor, rompe el legado y la violencia. Aliada de
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III
a la mariela
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Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza
los costados del monumento. Cubierta de recuerdos y velas,
fotografías e insignias del Wanderers son bañadas en dorada
por favor concedido. Normalmente la familia está asomada por
un balcón en control de esa vía comen completos asomados
por la angosta propiedad. Sobre un trozo de quebrada la casa
agarrada a la calle Villagrán, en frente de ella la plaza Echau-
rren y el vacío de un gran incendio que quemó gran parte del
centro histórico.
El ascensor cordillera está maldito, se va a caer dicen, mu-
chos vecinos decidieron no volver a ir al plan hasta que lo
arreglen, las piernas no les dan y el olor a pasta los deja per-
didos, agarrados a la bolsa del pan se pierden camino a sus
casas, a nadie le gusta subir por ahí. A la Mariela le gustan las
escaleras, se asoma a todas las que hay repartidas por el barrio,
la del cerro toro, hasta a la del cerro artillería aunque prefiere
ser una plantita. Agarrada de raíz juega a la maleza entre clave
y Villagrán, nutre sus bracitos, se mueve al ritmo de las micros.
Tararea y sonríe mostrando los espacios entre sus dientes a las
vecinas, te ríes a carcajadas diciéndoles a todas no hay futuro y
entras en todas las cabezas que te conforman. Terminas bailan-
do a cada hora del día diciéndoles a las viejas, no hay mañana,
ni hoy, ni nunca.
Acaba la noche con la mano congelada y a lo mejor piensas
en tus hijos e hijas. Peinarles mientras dibujan en una mesa
limpia, salir a pasear por clave con la carita levantada, bailan-
do juntas. Sola te encontraste con esta luna creciente en pleno
junio, traficante de ideas apareces jugando a la vida en un paso
de cebra, y te reí nomás. No hay nada más que hacer cuando
a las cinco de la mañana solo luces y otras y otros como tú,
cruzan la calle con roja. No miran atrás porque como tú, no
se recuerdan a ellos mismos, ni a sus madres, ni a sus padres.
Se mueven con lo puesto en un loop de calles, sin memoria
te miras en parca fucsia.
Caminas a la luz perfecta al cosechar el frío, levantas tro-
zos de las calles al gritar los voy a matar a todos y vuelves a
tu mirada ida. Todos los días son igual de diminutos para ti, se
mezclan en tu carita avejentada, cantas fuerte, llena de rabia,
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Dos hermanas
Mauricio Tapia Rojo
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Dos hermanas
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autoras/autores
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Daniela Malhue Urra (San Antonio, 1990). Becaria ANID para cursar
el Doctorado en Literatura de la Universidad de Chile (2019-2023) y
del Fondo del Libro y la Lectura (2021), categoría cuento. Investiga la
escritura de mujeres de América Latina y el Caribe durante la primera
mitad del siglo XX.
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Colección
vidas imaginarias
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