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Diego Armijo
Nina Avellaneda
Rafael Cuevas Bravo
Silvana González Vásquez
Sergio Guerra
Daniela Malhue Urra
Fernanda Meza
Mauricio Tapia Rojo
Selección e introducción de Carlos Henrickson
1
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

2
Carlos Henrickson (Santiago, 1974). Escritor,
traductor y ensayista. Ha publicado, entre
otros libros, An Old Blues Songbook (poe-
mas; Santiago, Ed. del Temple, 2006), Es-
plendor (cuentos;Valparaíso, Narrativa Punto
Aparte, 2011), 44 canciones realistas (poemas;
Santiago, Pez Espiral, 2015), Lumbre y portazos.
Ejercicios de estilo (plaquette de poemas;
Valparaíso, Inubicalistas, 2018), Siete pagos
(cuentos; Valparaíso, Narrativa Punto Apar-
te, 2019), La Conquista. Sección I del Libro
de La Fundación (poemas; Lyon, Grand Trou,
2020); y como traductor, narrativa, poesía y
ensayo de Lev Tolstoy, Marina Tzvetáyeva,
Vladimir Mayakovsky, entre otros autores.

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

©Schwob Ediciones + La Antorcha Magacín


Colección: Vidas Imaginarias
Selección e introducción: Carlos Henrickson
Diseño Gráfico: Camilo Pardow
Edición y Producción: Eduardo Cobos
schwobediciones@gmail.com
laantorchamagacin@gmail.com
@antorchamagacin
@schwobediciones
WEB: laantorchamagacin.com

Verano de 2022
Valparaíso, Chile

4
EN VERANO
[Muestra del novísimo relato
de la región de Valparaíso]

Diego Armijo
Nina Avellaneda
Rafael Cuevas Bravo
Silvana González Vásquez
Sergio Guerra
Daniela Malhue Urra
Fernanda Meza
Mauricio Tapia Rojo

Selección e introducción de Carlos Henrickson

La Antorcha Magacín

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Colección vidas imaginarias


El arte es lo opuesto a las ideas generales,
no describe más que lo individual, no desea
más que lo único. No clasifica; desclasifica.
Marcel Schwob

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Índice

Introducción
Carlos Henrickson
9

Deporte
Diego Armijo
13
Un paseo circular
Nina Avellaneda
19
Casas de luz para criaturas pequeñas
Rafael Cuevas Bravo
23
El Mudo
Silvana González Vásquez
29
Bangutot
Sergio Guerra
33
Bandera roja
Daniela Malhue Urra
39
Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza
45
Dos hermanas
Mauricio Tapia Rojo
51

autoras/autores
57

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

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Introducción
Carlos Henrickson

De vez en cuando, surgen avalanchas de pesimismo con res-


pecto a las producciones literarias de nuevas generaciones, y
es ley de la historia: los tiempos cambian, y el registro estético
tiene que mutar inevitablemente bajo el peso de nuevas tecno-
logías y nuevos fenómenos sociales. En un país en que jugar al
conservadurismo tiene todavía gracia, la nostalgia por el tiem-
po pasado eternamente mejor y la queja por la osadía de los
recién llegados no dejan de tener su lugar en las mesas de café
gigantes que son nuestras redes sociales.
Lo cierto es que ha pasado más de algo bajo las narices de
nuestro rudimentario remedo de industria cultural, y no solo en
la capital. Bajo todo el peso de la globalización vía redes so-
ciales y cadenas de entretención multinacionales, se vive una
intensa contracorriente subterránea de redescubrimiento del
territorio. No es un fenómeno nuevo: pero su intensidad ha cre-
cido en el curso de las dos últimas décadas en medida directa
a la precarización social y ambiental producida por el neolibe-
ralismo a ultranza. Lo que describo no se aplica solamente a
la más visible preocupación ecológica, ni al registro que desea
visibilizar la vida cotidiana de los barrios periféricos, sino que
incluye la revalorización del patrimonio cultural local.
Así, el leer de nuevo Mundo herido de Armando Méndez
Carrasco, ya no es un simple acto de nostalgia, como tampo-
co un ejercicio literario gratuito el recorrer de nuevo la obra
poética de mujeres como Patricia Tejeda, Irma Astorga o Xi-
mena Rivera. Modos de representar el mundo y de modular
la pulsión emocional supuestamente “caducos” o motejados
en su momento de “extravagancias”, que no forman parte de
la manera canónica y aceptada por la mini-industria editorial
dominante en el país, se vuelven a encontrar en la producción
literaria joven de las provincias, lado a lado con la represen-
tación de las olas de una post-modernidad tecnológica con la
que ya se convive sin dificultades ni culpas. La consistente bús-
queda de modos propios por parte de las mujeres escritoras es
otro signo de este nuevo momento, en que más allá de poses o

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

de temas tradicionalmente asignados, sí marcan una diferencia


en la profundidad y la osadía del despliegue narrativo.
Más que una sensibilidad nueva, los múltiples registros de
las nuevas generaciones de escritores muestran búsquedas en
pleno riesgo, que parecen corresponder bien a los movimien-
tos que en el plano social y político están también viendo más
allá del horizonte de los hábitos que por pura inercia ya hicie-
ron insolvente al modelo neoliberal.
Esta selección de autores de la región de Valparaíso mues-
tra precisamente la extrema amplitud de estas búsquedas, y lo
inútil de intentar englobarlas más allá del marco general que
he esbozado antes. Cabe señalar que no es casualidad que una
porción importante de nuestres autores provenga de los talleres
de Balmaceda Arte Joven (Valparaíso), dado su rol central en
los últimos años en incentivar nuevas perspectivas de lectura,
desplazando el foco hacia narrativas conscientes en un senti-
do territorial y social, y no asimilables por la (casi-)industria
editorial actual debido a sus desafíos formales y temáticos. El
fenómeno de las pequeñas editoriales independientes, ya es-
tablecido contra viento y marea, e iniciativas de periodismo
cultural de un amplio alcance nacional e internacional a través
de redes sociales, también han sido determinantes. Cabe men-
cionar, además, nombres como Gladys González, cuyo trabajo
editorial y en organización de ferias del libro de un carácter
inclusivo y desafiante ha sido fundamental, y a docentes uni-
versitarios –Alejandra González Celis es un ejemplo– que han
tenido una legítima preocupación por incentivar nuevos hori-
zontes de lectura y crear audiencias.

La carga ominosa del pasado aparece notoriamente en dos de


estos relatos. Destaca especialmente en “Bandera roja”, de Da-
niela Malhue Urra, que rememora con un lenguaje directo y
contenido, mas no exento de una musicalidad bien lograda,
la aparición de la muerte en el contexto del paseo familiar a la
playa en verano. El carácter siniestro –traduciendo unheimlich
pobremente– de la narración de Malhue Urra, es reconocible
también en el registro casi alegórico de “Casas de luz para cria-
turas pequeñas”, de Rafael Cuevas Bravo, en que un modo de

10
Introducción

percepción establecido en construcción visual –bien se diría

Carlos Henrickson
cubista– retrata el peso de lo antiguo sobre lo nuevo, situado
en la limpieza de una vieja casona.
El ejercicio de rememorar aparece en dos textos marcados
por la dificultad, la imposibilidad de contemplar el pasado de
manera serena. Un caso es “Deporte”, de Diego Armijo, en
que el ahogo natural de una actividad física –el ciclismo– se
apodera del tempo mismo de la narración, y que solo desde
ahí puede llevar a la mirada del lector al personaje principal,
definido por la emoción de la proeza física. Esta perspectiva
externa de la rememoración, resuena de manera más interesan-
te ante la intimidad extrema de “Nunca tuve un cuarto propio”,
de Fernanda Meza en que la percepción misma parece estar
bajo el desafío de la permanente transformación en el seno de
la memoria, dictando una deriva en la elección de imágenes de
una calidad efectivamente poética.
Lo fantástico también se presenta en estos relatos, en dos
claves absolutamente distintas. La anticipación científica, con
elementos de horror lovecraftiano, de “Bangutot”, de Sergio
Guerra, construye un mundo en que lo humano parece sub-
sumido bajo una pesadilla tecnológica que solo puede acabar
con la guerra y la muerte. Más cercano y sutil es lo fantásti-
co en “Dos hermanas”, de Mauricio Tapia Rojo, en que a lo
penoso de la cuarentena sanitaria bajo la pandemia se suma
lo inexplicable; a su modo, también el fin de lo humano está
acá representado casi como una alegoría, y su contraste con la
convincente descripción cotidiana es un valor importante en
este relato.
La observación íntima y solitaria de Nina Avellaneda en
“Un paseo circular”, entrega un relato personalísimo, en que
la referencia literaria toma un papel de iluminación sobre el
mundo interior; una resuelta extrañeza logra introducir al lec-
tor a través de un ritmo narrativo cuidado y una perspectiva
honestamente subjetiva. Silvana González Vásquez, por otro
lado, exterioriza la mirada, haciéndonos ver en “El mudo” un
fragmento de la realidad cotidiana con una parca objetividad,
en que la escritura sutil logra un compromiso emocional con
el lector sin tener que adjetivar o producir efectos; se hace ver
una capacidad superior de observación objetiva.
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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Queda agradecer especialmente a Arantxa Martínez, Ma-


carena García Moggia y Cristóbal Gaete (uno de los más im-
portantes promotores de la nueva generación narrativa, dicho
sea de paso) su ayuda invaluable para realizar la selección de
autores.

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Deporte
Diego Armijo

Subir un cerro, pies con brazas, pulmones arrollados que, con


la intención de fumar del usuario, miran en desaliento, así,
abarcadora búsqueda de oxígeno, se obtiene una gratificación,
se ve el paisaje, el terreno de poblaciones abajo, todo al
alcance de la mano dios, y se suspira, y alguien habla, es Pa-
blo, costó, dice, pero se llegó, ¿vieron que no era tan peluo?,
además que se ve terrible de bonito todo desde acá arriba, le-
jos, dijo, en aquella primera incursión hacia las nubes de
Reñaca Alto, aquel fue el pie inicial, en pedaleo, vendría, más
después, un entendimiento, una necesidad de recorrer, ese
mismo sendero, ese mismo sendero, ese mismo sendero, mar-
cado por históricos, decían, perdidos caminantes, para justifi-
car el cansancio, la acción deportiva, la rueda, la cadena, así
es como se les hizo apéndice la herramienta vehicular, el apa-
rato bicicleta, estirando la tensión sanguínea, las primeras ve-
ces, yo le dije, dice un amigo, yo le dije, vamos lento, no me
acostumbro, vamos parando para ver la linda vista desde aquí,
posar sobre esa piedra, junto a aquel árbol, ese roble, ese
ciprés, cualquier cumbre vegetal de ocasión, un eucaliptus,
aunque sea, estos que se queman mucho y secan la tierra, le
dije, pero nunca oía, eran ramitas pisadas nuestra habla, que
dale, dale, no paremos, caballo ya pasado de la línea, le se-
guíamos, nosotros atrasito, al paso, a la vuelta de la rueda, ni
respirando, buenos para bufar, pero todo lindo, natural, pájaros
nos cubrían, movimientos entre el pasto avisaban vida, pero el
ojo no alcanzaba a disfrutar, era misión, acostumbrarse, ser ca-
mino, ser máquina de huesos en ubicación, deportistas del
sendero, ya más acostumbrados, él, Pablo, el erigido líder, di-
vertidísimo era tratado con rango, aunque esquivaba, cuerpo y
ruedas, todo mandamiento señorial, ya más juntos, él no tan
arriba, alineándonos cada vez, reconociendo cicatrices, que
fueron gracias a esa piedra, ese tronco musgoso, aquella cerca
desalambrada, la que conozco, la que sé, la que tengo en mi
mapa intestinal, para saber, falta tanto, no es tan terrible, aún
nos queda agua, mientras Pablo se veía vigoroso, pareciendo

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

que nada lo haría retroceder, eso daba aire, hidrataba, saber,


que la próxima curva nos ubicaba en el tramo de subida, ya el
pasto es más seco, hay menos basura, pues aquí no llegan con
autos a carretear, con carpas, seguir, subir, ingresar, respiración
que traspira, agitado metal nos mueve, alcanzar la ubicación
más arriba, junto a un árbol, espino, solitario, dando sombra e
incomodidad por sus descargas carnosas, vegetales, al tirarnos
en la superficie juntos, mirar por sobre nubes, es así que apare-
ce Reñaca Alto, calles, pasajes, blocks, casas, plazas, quebra-
das y edificios de multiplicados pisos, tan como ladrillos
huachos, nosotros, Pablo, silencio, agua de botellas emblande-
cidas, corroen nuestro cansancio, son los últimos momentos de
dicha, dijo, un amigo, ahora piensa, exagera, pero tiene razón,
piensa en las medidas de seguridad, para el que en bicicleta
recorre esos caminos pedregosos en ascenso, sí, piensa, en lo
que otros compañeros comentan, en lo que su mami repite y
ahora, que pasó lo que pasó, hasta le prohíbe pedalear, piensa,
que usar elementos de proyección personal, sí, casco, guantes,
rodilleras, coderas, antiparras, como mantener una manten-
ción, a la bicicleta, o al menos revisar, aceitar, limpiar, antes de
su uso, mirarse las manos, evaluarse, si es un riesgo, la ruta,
evitar, sincerar la técnica que uno maneja, la excesiva confian-
za que lanza por el despeñadero la vida, el estado físico acorde
a la meta, tener presente el terreno, mirarse las manos, las za-
patillas, llevar botiquín, para el corte que con parchecuritas se
tapa, para la lesión grave que debe esperar el descenso, conte-
nerla, ser ayudado por un celular cargado, comunicar, entre
otros abajo y los pares que siguen con uno, buscar cobertura,
mirar las antenas entre las casas de los paraderos de Reñaca
Alto, reír pensando cuando se rallaban los muros de esas casas,
ANGURRIENTOS, NOS ENFERMAN A TODOS!, se escribía,
pero de algo sirve, ahora, arriba, en peligro, o en el borde de
aquello, sí, pero por sobre todo, la bicicleta, aquel es el medio,
no sobre exigir, piensa, se revuelve en pensar, saber que, todo
eso, todo, no es tan difícil como subir una cumbre, cuidarse, es
lo más fácil del mundo, pero todo inicia como un juego, pues
las contadas veces en que se participa, por tiempo, cansancio,
en el subir, los pulmones como que se desinflan, sudan de la

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Deporte

flojera anterior, de estarse echado y viendo tele, de tener la bi-

Diego Armijo
cicleta en el estacionamiento toda sucia, ahora, en el ascenso
por superficies vecinas, los otros paraderos, el calzado resbala,
pues no es apto, la ropa no sirve para el roce, o se moja como
si se cruzara el agua del estero con ella, entonces, se hace difí-
cil sentir lo natural, que le dicen, las plantas y animales, eso sin
intervención, lo que es falaz, pues si ellos, a duras penas, lle-
gan al espino principal, muchos antes, en mejores condiciones,
lo han hecho, así que, ya se ha intervenido el ambiente, aun-
que aún hay formas de dejar una marca, SE INFORMA: AL
CAER DE GRAN ALTURA UN CICLISTA SE DESNUCÓ, es Pa-
blo, sus amigos ahí, pensar, cómo habrá sido la piel de ellos, así
de tan pálida, siendo ellos morenos, su piel en ese momento,
como de gallina descogotada, pensar en lo humano y animal,
ellos, amigos, compañeros de rueda, los que ahí presenciaron
o advirtieron el desnuque de Pablo, silencio, como cuando es-
tuvieron entre las nubes, pero ahora en un camino de tierra
como cualquier otro, repercutiendo una imagen, no el cuerpo,
no sangre, ni siquiera el camino, es solo una rueda delantera
doblada por la caída, la que se acompaña de palabras a la me-
dida de la ocasión, “Lamentamos el deceso de un joven ciclista
tras un accidente en Reñaca Alto y cerca del límite con Quil-
pué”, porque hay que remarcar, que fue en Reñaca Alto, igual,
el terreno de la muerte, un poco cerca de Quilpué, por cerros
que confunden comunas, para rematar, ya los pies fuera de la
tierra de nuestras calles, con la advertencia, necesaria, pero
que trae escozor, DEBEMOS RECALCAR EL USO DE LOS ELE-
MENTOS DE PROTECCIÓN, ESTOS PUEDEN EVITAR LESIO-
NES GRAVES E INCLUSO SALVARNOS LA VIDA, se reitera,
escuchen, pues el golpe, ese, fue un muy bien dado, no en
bondad, sino que en eficacia, lástima, la superficie saliente, esa
roca cuchillera, maquillada de malezas, donde se cortó el hilo
muscular, donde, si en alguno de los amigos de Pablo persiste
la fe, ya el suspiro se vuelve niebla y se eleva, se salva, aunque
para otros, más lejos del hecho, de los protagonistas, todo el
ajetreo terrible, aquello que se va sabiendo, la ambulancia,
todo el tiempo que demora, pues no hay caminos para ellas,
todo para que cuando llegue, solo cumpla funciones de

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

carroza, eso, se va conversando, desde que se ve la informa-


ción, el trágico accidente se hace noticia, remueve a los
cuerpos del bostezo de fin de semana, pasan por la cabeza,
caras, risas, manos, de amistades que han de ser parecidas a la
víctima, quien muriera sobre el barro de los caminos, alguien
rapea, aunque no se escucha rima ni contorno, respirando
como último las hierbas del cerro, alguien traza un poema, que
no continúa en más versos, a la luz del día y lo rodearon
mariposas, termina siendo esta historia la cálida, pequeña, te-
mida, cuento de advertencia, mito callejero, entre pasajes y
paraderos de Reñaca Alto, pues muchas, varias, todos quieren
opinar, muchas, varias voces hablan, quieren comentar y ser
parte, o solo dar un suspiro a todo, decir, “El cuerpo humano es
tan frágil”, “Los niños son tan arriesgados, qué pena”, “El casco
lo hubiera salvado”, “Ya los consejos están demás, mis condo-
lencias”, “Morir haciendo lo que apasiona no es tan malo”,
“Abrazo respetuoso a la familia del joven y a sus amigos”,
“Hace un tiempo atrás una niña de Villa Alemana murió muy
cerca de allí, ella iba sola”, “En ese lugar hay que pasar con
precaución, es lindo, pero es como una zanja muy brusca, si
no conoces te confías”, y así, ante palabras ajenas, un amigo
habla, dice, cuídense, tomen las medidas de seguridad, res-
guardos, todo, disminuir probabilidad de lesión, hay riesgos
siempre hay riesgos, cuídense, ante lo cual lo segunda el otro
amigo, expresándose en vuelo, como si aún estuviera sobre su
ciclista, sobre el cerro, junto a su amigo, dice que, lo que me
da rabia es que ahora todos sabían qué hacer, y ni lo conocían,
porque es fácil hablar de que se murió alguien que ni cono-
cían, hasta nos echan la culpa a nosotros y na que ver, yo no
quiero buscar culpables, pero ya fue, cuídense cabros, no hay
que confiarse, le puede tocar a cualquiera un mal camino,
siendo tantos, se piensa, si aparece uno con el solo hecho de
recorrerlo, caminante, no hay camino, se hace camino al an-
dar, se tararea, y es que todo inicia superficial, la comunica-
ción es por el órgano celular que, en fraseos englobados, siem-
pre instantáneo, desespera, esa mirada similar al microondas
que en dos minutos hace humear arroz sin compañía, se habla,
se dice lugar, último tramo de pasaje pavimentado con casas o

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Deporte

tomas de terreno, de allí al cerro, lo natural aderezado con

Diego Armijo
botellas de copete, se discute hora, ¿por qué?, si es cosa llegar
y ubicarse si uno va más adelante y el resto a la cola, determina
Pablo, el resto sabe, lo conocen, llega tarde, siempre, aunque
pida puntualidad, viviendo más cerca que ninguno, pues se
confía, pero llega, era, había compromiso, un paseo con desti-
no, no para lucirse, riesgo artístico, crear piruetas sin público ni
mano fija en cámara expandiendo la obra del cuerpo dos rue-
das, Pablo era de esos po, un gil, dice un amigo, un tonto, se le
llora, un buen amigo, pero un gil, golpea la voz, porfiado como
él solo, llevado a su idea, su rueda, aunque lo siguiéramos,
siendo caravana, él tenía presencia de único.

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Un paseo circular
Nina Avellaneda

*
De niña tenía un sueño recurrente, recurrente en relación a sus
sueños y recurrente en relación a los sueños de la humanidad
(dudo al escribir “humanidad”. A veces sorprendo no solo a mi
perro o gato, sino también gallinas y lagartijas dando un salto
en el sitio donde duermen, y pienso: está cayendo, se ha caído
en su sueño).
Jung piensa que existen estructuras de la mente inconsciente
comunes a los miembros de una especie. No habla de la espe-
cie humana, dice: “miembros de una especie”, pero ¿podemos
suponer que la caída, el descenso, carece de carga simbólica
en el acto reflejo e instintivo que se activa en un animal cuando
se cae?
En su sueño infantil caminaba por un patio o jardín ensom-
brecido. Se colaba la luz suficiente para admirar el paisaje, los
árboles, y le otorgaba dinamismo a la escena: las hojas se mue-
ven, la luz se desplaza, como si estuviera viva. Está viva. La
sombra es inmóvil, pero la luz del fuego no cesa de moverse,
aún así necesitamos de la sombra para advertirlo.
El suelo era blando, cubierto por tierra de hoja y vegetación.
Los pies se acompasaban al camino. Era “su” camino, su jardín
en penumbras. Había un nogal, el resto de los árboles eran
simplemente árboles, sin nombre, sin lenguaje. Las tonalidades
iban del gris de una sombra tenue al marrón de la madera. Del
verde oscuro del follaje al violeta de algo que le llegaba a las
rodillas: ¿arbustos, pétalos de flores? El violeta hacía ingresar
al rojo, aunque no en estado puro sino disuelto en azul. Com-
prendía eso vagamente en su sueño. En su sueño recurrente.
Caminaba por el pequeño bosque, jardín o patio. Iba tran-
quila porque lo conocía de sus sueños anteriores, y de pronto
en el follaje que cubría el suelo asomaba un cuadrado negro
enmarcado con madera, igual que una ventana hacia la noche.
Ella pasaba por encima y se caía dentro.

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Bachelard en un hermoso libro sobre la imaginación, dedica


un capítulo a “la caída imaginaria”. Su libro es un ensayo sobre
la imaginación del movimiento y se llama El aire y los sueños.
Es tan solo uno de los libros dedicados a las imágenes poéticas
y del ensueño. Se guía por los cuatro elementos de la naturale-
za, y en El aire y los sueños el imaginario remite a la movilidad.
Viajar es un movimiento. Un tránsito horizontal. La caída, que
es un desplazamiento vertical ha de tener un nombre distin-
to. No podemos hablar de viaje, tal vez “descenso” sea una
palabra que le otorga aventura a la caída, sucesos. Pero en su
sueño recurrente no hay sucesos, no ocurren cosas. El tiempo
se dilata y tarda, transcurre el tiempo, pero caer es lo único que
acontece.
El miedo a caer es un miedo primitivo, escribe Bachelard,
constituye el elemento dinámico del miedo a la oscuridad. Lo
oscuro y la caída, la caída en la oscuridad. Pero ella no siente
miedo al caer. Ha caído cada vez que transita el patio o jardín,
no existe experiencia alternativa a la experiencia de caer. Tal
vez no existe bosque hacia adelante sino abajo, y ya no son
posibles troncos y ramas sino el vacío.
Jack London tuvo la idea de que la caída onírica era un “re-
cuerdo de raza”, es decir, que se remontaba a nuestros antepa-
sados remotos que vivían sobre los árboles. Los llama “arborí-
colas”, para quienes el riesgo de caer habría sido una amenaza
constante y familiar. En el sueño de la caída, sin embargo, nun-
ca nos precipitamos al suelo, escribe London, y es así que en su
sueño, tras el vértigo de perder el piso y sentir la nada bajo sus
pies, sobreviene una especie de confianza. Es posible que esta
confianza esté dada por el carácter recurrente de su sueño, por
el conocimiento anticipado del final: nada ocurre sino la expe-
riencia de caer. O puede que su vaga y habitual consciencia de
estar soñando le otorgue un componente de disfrute al sueño:
no es real, está en mi mente.
Como sea en su sueño cae y cae, y todo está oscuro y en
calma. La vida fuera de ese espacio parece el recuerdo de
una ilusión que ha acabado. Hermosa, llena de colores, pero

20
Un paseo circular

ilusoria y fragmentada. La totalidad en la que se sumerge mien-

Nina Avellaneda
tras cae, aunque carezca de matices, o porque carece de ma-
tices –es el todo, el uno– parece indudablemente superior.
Alcanza siempre a formular el inicio de la pregunta “dónde”
“hacia dónde”, pero muy pronto el pensamiento está disuelto,
y el resto de las palabras quedan colgando, lo mismo que sus
brazos y piernas.
Porque es un sueño es que el pensamiento está liquidado en
ese momento. Solo una vez despiertos echamos a andar la ma-
quinaria pesada y exquisita del pensar. Solo porque su sueño
era recurrente no temía la caída y se abandonaba, y entonces
se parecía a la meditación. Ahora lo sabe. Tal vez meditar es
estar conectado con nuestro ser que sueña. Con el que cae, y
ya no teme la caída.
La recurrencia de su sueño transformaba la caída en un des-
censo tranquilo, caía como se sube, la verticalidad no tenía
estatuto de verticalidad porque en el cielo abierto no existe el
arriba ni el abajo, como no existe la derecha ni la izquierda.
En el cielo abierto la vida es circular. Es probable entonces que
la caída en su sueño recurrente fuese el ascenso hacia un arri-
ba extraño, aunque descendía de pie, tenía consciencia de sus
piernas. Las extremidades de qué centro, me pregunto, son las
piernas.

En este relato el cielo se ha tornado celeste, la noche se disipa,


se abre paso hacia una materia gaseosa… mi memoria trae con
insistencia el recuerdo de una estancia en Bonifacio, zona cos-
tera en la región de Los Ríos, en Chile. Sur del sur o extremidad
en la extremidad de una esfera como es la Tierra, el mundo
comenzaba o terminaba allí. Era, como fuese, un lugar en don-
de inicio y fin se encontraban, como el último movimiento de
un lápiz al trazar un círculo, o como la casa 1 y la casa 12
aproximándose para establecer la rueda del zodiaco. Lo que
sucedía al alcance de mi vista en Bonifacio era el mar. La bahía
completamente abierta, la línea del horizonte más arriba de lo
habitual. Llegué allí por casualidad. El mar al nivel del cielo me

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

daba vértigo, no concebía que tuviera que mirarlo con la ca-


beza inclinada hacia arriba y entonces le pregunté a mi padre.
Dijo él sucintamente que recordara que la Tierra era redonda.
Yo seguí sin comprender, pero me aproximé tanto como pude
al agua y supe que en ese punto se hallaba un límite. No esta-
ba dado el límite por mi capacidad física, por la imposibilidad
humana de cruzar a nado un océano, sino por la vastedad.
El vasto cielo, como el vasto mar, y los vastos pensamientos.
Espejo cada cual del otro, extendidos cada uno para que algo
se pierda en esa tríada. Con el mar encima, y con la certeza de
que llegaba al final del círculo sentí, sin embargo, una verdad
profunda que me atemorizó. No tenía acceso a esa verdad. O
sí. Qué es tener acceso. La comprensión debe ser justo al revés
de cómo nos la enseñan porque al recordarme de pie al frente
también rememoro la sensación de que las preguntas sobra-
ban. Todo estaba así dicho de manera azul y en ondas.

Hacia arriba

Así era Bonifacio, una caída real


Tal vez en Bonifacio la niña que caía imaginariamente por la
ventana vertical abierta hacia la noche –mi sueño recurren-
te– se encontró conmigo, cayendo hacia arriba, por causa del
horizonte alterado, excéntrico, saliéndose de sus cabales. La
Tierra es redonda, sugiere mi padre que recuerde. El círculo se
cierra, y no se comprende, pero un cuerpo parece de pronto
erguido, más erguido y más real que de costumbre, como si
una presencia hubiese entrado para darle espesura y no pudié-
semos movernos después de un descenso tan prolongado y la
ascensión nada sencilla. Entro en mí, desciendo en mí. Todo se
mueve alrededor.

22
Casas de luz para criaturas pequeñas
Rafael Cuevas Bravo

No podía estar más contenta con el alacrán dentro del vaso.


Apenas se movía. Y apenas podía ver que se movía porque
era el vaso feo en que su abuela, todos los veranos, le servía
Fanta. Un engañito infalible. Cuando movió la cama y vio el
alacrán, corrió a la cocina a buscar algo para poder manipular-
lo tranquila, y el único vaso que la llamó y le dio confianza fue
ese vaso, uno demasiado grueso, con extrañas vetas blancas y
una luz interior que parecía leche o neblina. No se ocupaba
aunque las visitas fuesen muchas, tampoco se sacaba si un pri-
mo lejano aparecía para prestar respetos a la matriarca en su
paso por el pueblo. Solo para ella era ese vaso de su abuela. El
blanco de sus vetas, contrastado con el naranja de la bebida,
anunciaban el tiempo largo del verano.
A través de ese vidrio el alacrán era más bien un manchón
tan difuminado que parecía parte de la pintura, parte del ado-
be de la pared, amplificado aquí y disminuido allá. Parecía
meditar o simplemente dormir. Los movimientos, si existían,
no revelaban ningún miedo. Catalina pensó en que el tiempo
de los insectos es un misterio. A veces, las polillas podían pa-
sar tardes enteras inmóviles sobre las cortinas de su pieza para
luego desaparecer. ¿Era sueño eso? ¿Era reflexión? De niña in-
tentó quedarse quieta como las polillas se quedaban quietas,
y nunca lo logró. Se aburría y se iba a hacer hoyos al patio. El
alacrán, que en los minutos que llevaba viéndolo había pasado
de la mayor actividad a la hibernación más curiosa, no parecía
vivir la vida ni fingir la muerte. Estaba, nada más. Las polillas,
cuando no estaban quietas, parecían casi siempre al borde de
morir, ciegas y enojadas con la vida. Perseguidas por algo.
Cuando el bicho agitó las tenazas en lo que pareció un salu-
do, los ojos de Catalina se abrieron, se abrieron tanto de alegría
que Elizabeth, tan atenta a todo lo de Catalina, a sus señales y
aprendizajes, cortó su llanto con escalas de risas, primero ha-
cia arriba, brillantes, y después roncas hacia abajo.
–¡Ese carraspeo oye!
–Soy ansiosa yo. Fumo y me queda la voz así.

23
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

–Qué vas a ser ansiosa, erí viciosa nomá.


Le respondía Catalina. “Erí viciosa nomá”, a cada rato, sin
pesadez pero con cierta burla, desde que escuchó “viciosa”
de la tía Romi –canuta arribista, pero de buen corazón, decían
sus otras tías– le había agarrado gusto a la palabra. Elizabeth,
por su parte, no podía contener las ganas de autodenominarse
“ansiosa”, y de atar parte de sus hábitos y problemas a su “an-
siedad”, aunque todavía no supiese bien lo que significaba.
Se permitía fumar, morderse las uñas, tomar demasiado vino y
hacerse problemas innecesarios, para luego soltar un “ansiosa”
que, cada vez más a menudo, el rápido “viciosa nomá” de Ca-
talina lograba echar a perder.
Había cumplido recién los treinta años. Elizabeth estaba sen-
tada en la cama, en pijama, con la nariz tapada por el polvo,
al lado del altar que su abuela había levantado para su abuelo
junto a la marquesa. En el altar había una fotografía en que su
abuelo sonreía junto a la virgen de la terraza, en su pequeña
gruta de piedrecillas; sobre el mueble, velas largas y blancas
a cada lado de la foto; estampas, estatuas y calendarios de la
virgen de Andacollo (las velas mismas, derretidas, parecían si-
luetas de María), y cajones y cofres y alforjas que poco tenían
que ver con el altar, pero que no tenían otro lugar en esa pieza
ya repleta de cosas. Un olor a crema o a colonia desvanecida
emanaba de alguno de los cajoncitos. Elizabeth se imaginaba
el contenido de esas cajas y le daban ganas de vomitar.
Llevaban ya un día de limpieza, y creía haberle transmiti-
do a Catalina la diligencia necesaria para la tarea. Ella, a su
vez, lo había aprendido de su madre. Hacer, hacer, hacer. No
pensar. Pero ahora, al amanecer del segundo día, por fin el
calor volvió a hacerle la mente, y esta tarea de abrir y cerrar
cajones, de bajar y subir cortinas, de reubicar muebles y se-
parar ropa, de decidir qué valía la pena conservar y qué valía
la pena botar, en una casa asfixiada por años de compras y
acumulación compulsiva, le pareció triste. Quería aliviarle el
luto a la madre. Pero también quería escupir sobre el campo y
los camiones, sobre el valle entero, tan ingrato, tan mezquino.
Por fin, al amanecer de ese segundo día, la abulia de siempre la
había pillado (no fallaba nunca), y no pudo no sentir envidia de

24
Casas de luz para criaturas pequeñas

Catalina y su alacrán, de esa curiosidad natural que mostraba

Rafael Cuevas Bravo


su hermana menor.
–¿Qué vas a hacer con él?
–Soltarlo en la pirca yo cacho. Estos no hacen ná pero tam-
poco me da como pa dejarlo aquí. En el grupo de Facebook
dicen que relocalizarlos es siempre la mejor opción.
–Son chamullos esos. La gente de campo es más sincera y si
creen que es un bicho peligroso lo matan nomás.
–No creo que dejar la casa linda sea matar todo lo que
pillemos.
Catalina sostuvo con una mano el papel que había puesto
debajo del alacrán, y con la otra afirmó el vaso desde arriba,
hasta llevar al alacrán a la altura de su cara y a la luz del sol
que entraba por la ventana de la terraza. Más allá del vaso,
Catalina veía a Don Augusto bajo la terraza, cuchillo en mano,
la cáscara cayendo de a poco y los duraznos amarilleando,
brillantes y desnudos, en un canasto en medio de las piernas, el
alacrán en donde debía estar su cabeza y las cumbias de Radio
La Popular con el volumen bien alto. Las tencas se paseaban al-
rededor de la gruta de la virgen espantando a diucas y chinco-
les. El jardín que su abuela cuidaba había perdido fuerza, pero
ganado en exuberancia. Los enormes acacios y el jacarandá
seguían como los recordaba, enormes y vigorosos, pero había
toda una reunión de plantas intermedias que Catalina no alcan-
zaba a distinguir entre sí, y que ahora le dejaban impresión de
nerviosismo; se buscaban y enredaban las unas con las otras
como remedio a la sequía y el abandono. Nunca le había pres-
tado atención al jardín y solo ahora, que su madre se lo había
encomendado y su abuela había fallecido, había pensado en
su cuidado. El alacrán que le tapaba la cara a Don Augusto ya
no movía las tenazas, pero bajaba y subía levemente las patas,
palpando el suelo de papel.
–No porque hayan matado ellos tenemos que matar noso-
tras, Licha.
–Nah, y tampoco es que hayan matado, nuestros abuelos.
Elizabeth se tragó las ganas de volver a llorar. Saltó de la
cama, recuperó el equilibrio tras resbalar en el piso de baldo-
sas, y salió de la pieza. Pasó a través del living y del comedor

25
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

hasta llegar a la cocina, donde el Niño ya asomaba el hocico


entre los barrotes de la ventana, lanzando lengüetazos y la-
dridos al aire. Elizabeth le metió los dedos en el hocico para
corresponderle el entusiasmo y después abrió los muebles de
cocina, puso todos los vasos que pilló en una bandeja, y vol-
vió, caminando de a poco, afirmando bien los pies, hasta la
pieza. Los vasos vibraban un poco y le pareció a Elizabeth que
hacían un ruido como de llanto o vertiente.
–Se me prendió una lucecita, hermana.
La pieza de la abuela, como toda la casa, daba tanto a la
terraza frontal como al patio trasero, donde estaban las galli-
nas, los gallineros, el horno de barro, una pequeña bodega,
montones de escombros, el viejo baño de pozo y una pirca
que separaba la casa de los cerros. El sol no entraba bien por
ninguna de las ventanas, pero a esa hora de la mañana había
silencio y una luz clara, transparente, ideal para limpiar y tra-
jinar entre las cosas sin matarse de calor. La luz se metía entre
los vasos que Elizabeth había puesto en el suelo y se reflejaba
de manera distinta en cada uno. Estaban los chupitos floreados.
En ellos emergían las flores desde el fondo hasta la parte cen-
tral del vaso, lugar en que los pétalos estallaban. Para Catalina
eran espuelas de galán aunque Elizabeth aseguraba que eran
de fantasía: ambas adoraban lo bien que se sentía al tomarlo, el
agarre que te permitía tanto pétalo. El vidrio tenía, además, una
leve coloración violeta, que hacía que el vaso proyectara una
especie de árbol color vino, conformado por la superposición
de pétalos. Con ese vaso y una cuenta de luz Catalina pilló
una enorme araña de rincón que estaba en el bolso de los me-
dicamentos. Ahora el reflejo no era un árbol sino una estrella
exagerada, un poco falsa y de mal gusto, que titilaba y se movía
al ritmo de la araña que exploraba su vaso.
Elizabeth, por su parte, tomó sus vasos preferidos, también
para trago, chiquitos, breves, con una textura granular e ince-
sante, que a Elizabeth le hacían pensar en arena, en paredes
firmes de piedra, en una barba discreta y hermosa. Era un ador-
no tan sencillo que no llamaba la atención, pero para ella los
vasos solían carecer de textura, y ese vaso era solo eso, textura,
kilómetros de granitos ínfimos que hacían una cosquilla agra-

26
Casas de luz para criaturas pequeñas

dable en la palma de la mano. La luz los atravesaba de manera

Rafael Cuevas Bravo


suave, dejaban una película de playas sobre el piso de baldosa,
que le recordaban a Quintay y la efervescencia de pulgas, o el
recoger de conchitas en Las Torpederas que luego llegaban a
pudrirse al living de Playa Ancha. Atrapó con el vaso un po-
lolo verde, brillante, que luchaba quizás desde cuándo contra
la esquina de la habitación, completamente perdido y sonoro,
rítmico. Despegaba las alas como por el solo gesto, porque no
intentaba volar, y más bien se arrastraba entre la marquesa de
la cama y la cómoda donde estaba el altar. Con el pololo ya a
resguardo, la playa proyectada por el vaso se había convertido
en un prado verde que, cada tanto, una fuerte ráfaga de viento
atinaba a despeinar.
La bandeja se llenaba de arañas de rincón, de escarabajos,
polillas más o menos dormidas, mariposas nocturnas, y el ala-
crán al centro. Era un conjunto engamado, cada uno hacía su
árbol, su prado, su campana de color, su curioso juego de luces
que el sol de la mañana permitía. Pero la luz se iba haciendo
más infame, el calor más denso, conforme pasaban los minu-
tos. Los vasos empezaban a perder nitidez y enormes moscas
atravesaban la casa de ventana a ventana, de terraza a patio,
o de patio a terraza. Cuando Catalina y Elizabeth las vieron
pasar, dijeron:
–Mosquito, si eres de las ánimas, estás perdonado.
Un poco por homenaje y un poco por no creérselo. Era lo
que su abuela decía cada vez que el vuelo pesado de un mosco
interrumpía el ambiente. Antes de que el sol pudiera quemar-
las, salieron juntas con la bandeja hacia la pirca, para libe-
rar a las criaturas y verlas perderse en el espacio entre piedra
y piedra.

27
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

28
El mudo
Silvana González Vásquez

Nos encontramos en el mismo parque. Me lo pidió con pocas


palabras. Tenía el mensaje garabateado en una boleta de super-
mercado. Lo escribí mostrando letra por letra. Pero no parecía
interesado en resolver el origen de las palabras. Conectas así
la C con la O. La “Y” es griega, “y” se dibuja como una flecha.
Ante nuestros cuerpos se alzaba un jardín como un manto
reflejando grullas metálicas. Estuvimos cerca de una hora en
la micro sin vernos, viajando al mismo velorio. Atravesamos
varios arcos de puente, que cruzó gente aún en vida. Afuera del
cementerio vendían ciertamente arreglos mucho más baratos,
que los que traíamos entre las piernas, con el brazo duro de
apalear los cuerpos que amenazaban rozar las flores.
Ellas vienen de Bogotá, Colombia, viajando en macetas, in-
tactas, rociadas frecuentemente. Se trasladan desde el puerto,
en un camión que planta una imagen de mujer sonriente en su
frontis. No pisan Santiago, se vienen directamente a los pues-
tos en Valparaíso. Se abre el camión y un joven las va descar-
gando. Toca firmar una factura que se esfuma en segundos. El
camión parte. Las flores se remecen, se limpian un poco. Y una
vez dispuestas en los tarros, son seleccionadas por un pedido
hacia un velorio. Las engarzamos en sus nuevas posiciones en
las esponjas de los arreglos. Traslado hasta el cementerio.
Jardín iluminado con sol propio, pagado para asombrar a
todos quienes despiden como manadas de pingüinos lejanos
una urna. Manadas acarreando una caja, silueta negra entre
un pasto realmente verde, mojado por el constante riegue au-
tomático. Una construcción de terminaciones encementadas,
de ángulos siempre redondos. Poca escalera, sin pomos en las
puertas, en el baño un espejo del porte de la muralla, fijado
con demasiados pernos. Ornamentación basada en algunas le-
tras con significados entendidos bajo algún contexto. Variadas
señaléticas de peligro, de EXIT, y de salida de emergencia. Al-
fombras claras en el piso, en las escalas, debajo de las mesas,
en las mesas, alfombras hasta en la entrada al wáter; como
método de cerciorarse quizás, que ojalá nadie se muera ahí, en
el cementerio de Concón.
29
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Sobre una mesita repleta de arreglos chorreantes pedí al


mudo que me dictara primero el remitente.
Veníamos en la micro y con la experiencia de los años el
hombre mudo del puesto de al lado sujetaba con una sola pal-
ma una corona blanca y con la otra un pequeño ramo, la mi-
rada sobre alguna otra cosa que se escondiera al parecer entre
los reflejos del vidrio que recubre la espalda del chofer. Tal vez,
asientos más atrás, mi reconocible y básico arreglo.
Miró con los ojos apretados el techo tratando de recordar
algo. ¿Qué te tocó a ti?, yo tengo a la hermana. Tengo un fami-
liar también pero lejano. No pidió nada especial.
–Ah.
Usaba un polerón de huinchas rayadas. Apretó el papel y
sin mirar a nadie quiso devolverse a tomar la micro de vuelta.
No me esperó, sino que apuró el paso para alcanzarla antes
que yo.
En una sala que se miraba en sí misma por la brillante cera
repartida en todos lados, un grupo de personas guardaba un si-
lencio oscilante acabado a ratos por murmullos. En la grandeza
del cajón se sumaba la extinción simultánea de unos quince
arreglos distintos. Amurallando el suceso. Casi tapándolo.
Lo pidió sin decírmelo, con gestos de mano gruesa me en-
tregó un lápiz de mina que tenía en el bolsillo. Se acordaba
clarito del mensaje, que recitó al fin con los ojos centrados en
el cielo nuevamente, esta vez con Dios expectante en el techo
de la iglesia. Venía reteniéndolo. Con mucha pasión de mi do-
lor, siempre te recordaremos hermano, hijo y padre nombre
completo del remitente, dirección y nombre del fallecido. Todo
mencionado con intervalos que amontonaban frases para un
lado y luego para el otro.
Entendí por qué siempre la matriarca lo tenía pelando hojas.
El mudo siempre llega a las siete y media.
Con esos mismos ojos clavados en el cielo sostuvo una
hoja contra su pecho un día en que el gato del bar-restaurant
pasó corriendo con un pájaro en el hocico. Yo dibujaba en ese
momento las siluetas de la plaza. El gato dio un salto arriba
del mesón interrumpiéndome y ahí mismo se esparcieron un
montón de plumas. El mudo se acercó gimiendo, con sus ojos

30
El mudo

ahora muy pequeños, casi llorando. Con agilidad tomó al gato

Silvana González Vásquez


del cuello, que abrió su hocico por acción rebote. El pájaro,
resultó ser un pequeño chincol; saltó, miró con ojitos también
redondos y alzó rápidamente el vuelo. El mudo se me acercó
con lágrimas en los ojos y me dijo que para él los chincoles
siempre han sido su madre, transformada y emplumada que
viene a visitarlo. Así le dijo ella que volvería algún día a este
mundo para verlo.
El mudo es el mejor repartidor de toda la pérgola, no podría
intervenir jamás los mensajes. No puede ni le interesa hacerlo.
Tampoco sacar conclusiones falsas. Solo dirigirse al cemente-
rio, disfrutar del viaje; tomar el sol en las calles que rodean el
lugar, mirar los rostros dolidos y por dentro sentirse parte de un
ciclo superior, casi una redención para la otra vida.
Nos encontramos igual en la micro de vuelta, él mirando
siempre la ventana, con los brazos cruzados, ahora relajado y
dispuesto a hablar. Le tiene pudor a la muerte. Con los panta-
lones arrugados sobre los zapatos, pareciera que no le interesa
nada. Pero sí me dijo durante el viaje, muy entrecortado y a la
vez, respetuoso de no mirarme directo a los ojos, que algún día
cuando él se muriera le gustaría que alguien escribiera algo en
un arreglo. Algo como: Siempre cumplió su labor antes que sus
deseos. Eso imagino yo, porque el mudo no habla casi nada. El
mudo no es mudo, sino que el no saber leer lo ha sumido en la
mudeza. Tampoco sabe escribir. Por eso desde ahora siempre
me pide con una seña que le escriba los mensajes, ojalá sin
faltas para que no lo reten más. Ha intentado hacerlo algu-
nas veces él solo, copiando los difusos símbolos. Imitando los
anuncios de la tele. Repitiendo las formas de las letras que ve
garabateados en las boletas.

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32
Bangutot
Sergio Guerra

La muerte ocurre en el transcurso de una pesadilla... un so-


breviviente dijo que un enano se sentó sobre su pecho y
le estranguló.
W. Burroughs

Las ganas de morir y las de amar son mellizas que me aman
Armando Uribe Arce

I
La articulación de la secta no posee las características que se le
han atribuido. He decidido contar lo que pocos conocen. He
decidido explicar aquello que nadie ha querido reconocer. Mi-
les han muerto de bangutot. Ahora nos persiguen, escribo bajo
la luz de una lámpara de gas.
¿Se puede evitar el bangutot? Debiese comenzar por relatar
mis circunstancias.
El laboratorio había conseguido aislar con relativo éxito
al primer grupo. Cada quien se sometió voluntariamente, por
convicción o por engaño, modos de la voluntad que no difie-
ren demasiado entre sí. Lo cierto es que a partir del sacrificio
del primer grupo se abrió la posibilidad de nuestro acceso.
Se respiraba un respeto eucarístico ante la presencia del Dr.
Mark; cada vez que recorría los pasillos del laboratorio, le salu-
dábamos con reverencias. Se erigió como guía del primer gru-
po, a quienes aisló de los demás. Pese a ello, la disposición de
mi celda me permitió observar. Sus fantasmales cuerpos medi-
taban largas horas sin mover un músculo. Una letanía envuelta
de ecos desesperó a no pocos candidatos al resonar a través de
los recodos de los sombríos pasillos.
De pronto despiertan, se desvanecen, convulsionan, lue-
go vomitan. Pero con el pasar del tiempo el Dr. Mark encon-
tró una manera para contrarrestar los efectos del retorno a la
realidad incitándolos a practicar orgías que se prolongaban
durante horas. Esos son los momentos de mayor flujo telepá-
tico, nos instruía el Dr. Mark. De ese modo, el crepúsculo del

33
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

laboratorio sumido en un horror silencioso veía la consuma-


ción de nuestros rituales cotidianos.
De ese primer grupo de doce telépatas, tan solo sobrevivie-
ron cuatro. El plan del Dr. continuó sin alteración.
Se trata de avanzar un escalón más en la evolución humana.
De experimentos científicos convergentes con el misticismo.
Se trata de servir a la humanidad. Se trata de la libertad.
Fue por eso que nos sometimos.
Me enteré al despertar mis capacidades psíquicas. Entonces
me vinculé al ‘cosmos telepático’ del Dr. Mark. Sus intenciones
van más allá de la ciencia –entreví– sus experimentos se basan
en la magia negra –intuí.

II
Cada día ingeríamos dosis controladas de mezcalina. Cuyos
efectos nos permitieron explorar la zona oscura de nuestros
espacios mentales. El Dr. Mark llamaba a esa zona ‘cosmos
telepático’. Punto del universo mental en que las ideas se orde-
nan más allá del andamiaje lingüístico –decía. Recuerdo haber
visto cúmulos galácticos saturados de símbolos pertenecientes
a civilizaciones perdidas en el tiempo. Me hipnotizaban esas
formas, me seducían. Pasé días enteros contemplando el mo-
vimiento de esos millares de símbolos que coexisten en armo-
nía. El vértigo que experimenté al expandir mi conciencia me
ensimismó. Aumenta con cada galaxia de símbolos revelados.
Constelaciones arquetípicas contempladas por múltiples psi-
quis nos develan un secreto primordial; que al fondo de nues-
tro universo psíquico, toda la humanidad se interconecta.
Al despertar de esas largas meditaciones nos sumergíamos
en una densa melancolía. Solo la unión corporal conseguía
liberarnos de la angustia que apresaba cual fórceps nuestros
cráneos. Abolidas las inhibiciones; nos besábamos sollozando,
nos deseábamos con demencia, nos flagelábamos con cruel-
dad. Las orgías duraban horas. Unidos corporal y psíquicamen-
te nos condenábamos a una simbiosis total de nuestra existen-
cia; en ella el ego desaparece, desvaneciéndose las mascaradas
sociales, para así descender, desde el plano metafísico común,
a la realidad de la división cotidiana.

34
Bangutot

Para cuando el efecto de la mezcalina cesa; comemos, lue-

Sergio Guerra
go soñamos.
Recuerdo con claridad aquella medianoche en que desperté
exaltado. Fueron los primeros días de iniciación. Vislumbré a
velocidad vertiginosa una serie de imágenes, todas se fundían
en negro; me asombró la imagen de un caballo de grandes ojos
que parecía contener su furor animal mientras espiaba a una
doncella desfallecer por el peso de un hombrecillo demoniaco
sentado sobre ella. Años después encontré esa imagen en un
libro de pintura. Pero no fue mi única visión: vi naves naufra-
gando en un mar furioso y el viento, erosionaba los cuerpos
de sus tripulantes. A poca distancia se distinguía una isla cu-
yas dimensiones variaban a cada momento. Desde las naves se
lanzaban los tripulantes, seres humanoides mitad bestias que
se esforzaban en mantenerse a flote. Aquellos que se aferraban
a los barcos perecían rápidamente. Sus pieles se desprendían
al soplo del viento salado que los descueraba vivos. Tan solo
unos cuantos alcanzamos la superficie viscosa de tierras ines-
tables. Al día siguiente iniciamos nuestras actividades quienes
llegamos a nado a la isla. A los demás no los hemos vuelto a
ver.

III
La amplificación de la capacidad cerebral mediante la induc-
ción bioquímica en base a mezcalina, estimuló –como se es-
peraba– la red natural electroquímica del cerebro. Ello sumado
a meditaciones específicas, nos permitió desarrollar la telepa-
tía. Hasta ese momento ninguna potencia mundial había de-
sarrollado la comunicación extrasensorial. Luego del desastre
causado por la Guerra del Gran Silencio, que trajo consigo la
mutación del equilibrio planetario, se firmó un tratado median-
te el cual las potencias acordaron el desarme. Desde entonces,
comenzó una carrera internacional por investigar antiguos ri-
tuales indígenas, brujería, nigromancia, hechicerías, en susti-
tución de la ciencia militar. La telepatía era secreto de ciertas
tribus del Amazonas antes de su desforestación total. Nosotros
éramos sin saberlo, miembros del Laboratorio de Investigacio-
nes Militares Inmateriales.

35
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Habíamos sido reclutados para la guerra.


Al cabo de siete años el número de iniciados se multiplicó.
Ascendí a guía dominante. A mi mando se encontraba la célula
17-A. Para conseguirlo, debí crear un vínculo íntimo, sexual
y metafísico con otros iniciados. Trasmutar mi figura psíquica
por una de similar aspecto a la del Dr. Mark. Convertirme en
una réplica de nuestro origen. Una pieza idéntica. Para luego,
subsumir bajo mi voluntad telepática a otros miembros inicia-
dos. Así, el guía dominante cumple la función aglutinante for-
mando una célula telepática. La relación afectiva de la célula
es la dependencia recíproca de por vida. Necesitamos del flujo
continuo de pulsiones electromagnéticas emanadas por todos
y cada uno de nosotros. La carencia de esas pulsiones deviene
en la descomposición del tejido cerebral. No pocos iniciados
murieron al huir desesperados ante la idea de dependencia.
Otros por el contrario parecían sentirse plenos.
Se ha visto a miembros cuyos guías han muerto en acci-
dentes, caminar por calles a plena luz del día, como recién
despertados de una pesadilla, pálidos y sobrexcitados; mastur-
bándose en callejones llenos de basura, gritando desesperados.
Al poco tiempo mueren asfixiados ¿qué causa la asfixia? Una
mujer reintegrada a tiempo a una célula telepática, dijo haber
visto un enano sentado sobre su pecho que no le permitía mo-
ver el cuerpo.

IV
No nos costó mucho tiempo darnos cuenta que había entre
nosotros un espía. El traidor mantenía un registro preciso de
su propia ascensión psíquica. Había revelado información va-
liosa y se disponía a huir cuando fue sorprendido. Con esto el
enemigo desarrolló una estrategia de contrataque. Hicieron del
bangutot su arma principal. Habían descubierto que somos frá-
giles en medio de la noche, cuando nuestros sueños se tornan
pesadillas. Eso fue lo que nos dijo el infiltrado en el interro-
gatorio mediante tortura psíquica. El espía nos reveló ciertas
imágenes mentales que guardaba con celo. En ellas vimos a los
miembros de las células deambulando en una ciudad gris, de
indefinidas formas, en que las apariencias habían sido abolidas
dejando al descubierto las formas arquetípicas, que veíamos
36
Bangutot

formadas por un delgado éter. Los sujetos llevaban adheridos

Sergio Guerra
a las espaldas, enanos que se alimentan de la angustia de su
huésped. Incrementan su peso causando que la víctima caiga a
tierra, cuando ello ocurre, los enanos suben con lentitud arác-
nida sobre el pecho asfixiándole con el peso creciente de sus
fibrosos cuerpos. Los agónicos han sucumbido sin excepción
pese a los intentos de escape o resistencia.
El Dr. Mark envió al espía a una cárcel en la Antártida, en
cuyo lugar las ondas magnéticas del planeta impiden la tele-
patía. Nos enfrentábamos a un ataque silencioso. Advertidos
del peligro, desarrollamos algunas estrategias defensivas. Rea-
lizamos ejercicios de respiración mediante los cuales evitar las
pesadillas, momento en el que somos susceptibles de padecer
bangutot.
No bastaba con resistir, debíamos acabar con la amenaza.
Nos preparamos durante meses para penetrar en la Zona
del Atlas; dimensión suprasensible en que se libró la Guerra
del Gran Silencio. El resultado fue la transustanciación de algu-
nos miembros escogidos por sus cualidades físicas y mentales.
Se les indujo a un profundo sueño. De a poco se les fueron
sumando más miembros quienes formaron una poderosa re-
sistencia. Jamás pudieron regresar a la realidad concreta de las
formas particulares, sus mentes se abrieron y residen en las ne-
bulosas metafísicas. En ellas se libró la batalla, y en ellas fuimos
derrotados.
A tres años de silencioso combate, los telépatas perecieron
asfixiados. Bañados en terror les dimos sepultura al saber que
ahora somos vulnerables. Esa misma noche en el laboratorio,
el Dr. Mark padeció el bangutot. Los miembros dominantes de-
cidimos refugiarnos en un lugar seguro. He decidido contar lo
que pocos conocen. He decidido explicar aquello que nadie
ha querido reconocer. Aquí escasea la comida, y aunque he-
mos logrado sobrevivir hasta ahora, en la superficie el bangutot
se expande por el continente. Dudo si el propio enemigo podrá
detener la catástrofe. Anoche el bangutot alcanzó a cuatro ca-
maradas; mi lámpara de gas pronto se agotará.
Segundo Tahuantinsuyu
3 de septiembre, 2186.

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Bandera roja
Daniela Malhue Urra

Un recuerdo: nosotros de vuelta de la playa una tarde de ve-


rano. Nosotros somos una familia compuesta por mamá, her-
mano, yo y algunos tíos y primos que nos visitan durante las
vacaciones de verano. Quizás alguna amiga de mis primas in-
vitada a conocer el mar. De repente mis abuelos. Casi nunca
papá. Nosotros, los primos, somos niños, la más grande tiene
unos once años y ya no nos juntamos mucho con ella porque
se puso agrandada. Venir de vuelta de la playa implica agota-
miento; a veces nos quedamos dormidos en la camioneta, unos
encima de los otros en un desorden de piernas, brazos y cabe-
zas. Pero estamos felices y conformes, pensando en la once
con leche caliente y pancito fresco. Las mujeres grandes echan
agua a la tetera, calientan la leche y pican tomate y ajo para
ponerle a las marraquetas. Alguna lava los trajes de baño y los
cuelga en el patio para al otro día volver a la rutina de los días
de enero de fines de la década de los noventa. Los hombres
grandes desaparecen y vuelven cuando la once ya está servida.
Los niños encienden la televisión y se tiran a los sillones con
la ropa llena de arena y el pelo tieso. Desde el futuro, pienso
en la felicidad y a veces creo que se quedó ahí, atrapada en
medio de un grupo de niños saltando olas en alguna playa del
litoral central.

*
Sin embargo, hubo una tarde de ese verano en que ninguno
de los niños se quedó dormido. Vamos de vuelta a casa por un
atajo para evitar el tráfico y nosotros, los niños, nos sentimos
superiores por conocer desvíos y demostrar que somos luga-
reños, no como los turistas que colapsan el camino principal
con cada atardecer. El atajo es un camino angosto de tierra con
subidas y bajadas y curvas peligrosas. A su alrededor, se extien-
de un bosque de eucaliptus, pinos y varias quebradas. Vamos
todos despiertos y asustados porque estamos rodeados de árbo-
les incendiados. Se queman mientras pasamos y yo creo que en
cualquier momento vamos a morir. Veo las llamas y las siento

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tan vivas que las imagino abalanzándose contra nosotros. No


me atrevo a llorar porque nadie lo hace, así que me contengo.
Mi tío va lo más rápido que le permiten las subidas y bajadas
y curvas peligrosas. La camioneta es vieja; cuando hay subidas
muy pronunciadas cantamos una canción de ánimo –podré su-
bir, podré subir– mientras sentimos la dificultad de la máquina
para llegar arriba.
Cuando alcanzamos el camino principal y el fuego por fin
quedó atrás, comenzó la noche. Se veía un hermoso atardecer
de verano, pero esta vez la puesta de sol no estaba en el mar
sino en ese camino de subidas y bajadas y curvas peligrosas;
algunos árboles caídos, otros calcinados pero aún de pie en
medio de las llamas altas como pinos. Al llegar a casa no tenía
hambre. Los veranos siguientes mis primas más grandes deja-
ron de venir y yo le fui tomando el peso a vivir en Tejas Verdes.

*
Ese verano fue oscuro con los niños. Hubo pocos días de sol y
la niebla se iba poniendo cada vez más densa. Hacia febrero
las nubes eran la constante de los días; dificultaban la visión
del horizonte y nos quitaban el ánimo de nadar. Mi prima más
pequeña despertaba en medio de la noche con pesadillas en
las que un incendio consumía el agua del mar con nosotros
ahí.
Nos volvíamos algas y luego otros niños se bañaban alrede-
dor de nosotros.

*
Una tarde, en una playa de mal oleaje, de esas que se van
hundiendo a medida que avanzas y que, con la corriente, pa-
recen querer absorberte hasta el fondo, unas niñas del hogar
de Tejas Verdes se fueron mar adentro. De repente la gente
empezó a gritar y el salvavidas corrió y luego nadó y nadó y
nadó. El oleaje se veía de un azul oscuro y el viento lo tornaba
salvaje con esos copos blancos que crispaban el agua. Llegó
un helicóptero que lanzó una soga al mar. Las cuidadoras de
las niñas lloraban desesperadas mientras reclutaban al resto de
las pequeñas y las hacían rezar. Dios te salve, María. Los ba-

40
Bandera roja

ñistas salieron del mar y la playa entera se volvió espectadora

Daniela Malhue Urra


de la escena. En algún momento todo fue silencio para luego
volver a sentir el viento y las olas con más fuerza. Llena eres de
gracia. Me puse al lado de las niñas del hogar y recé con ellas:
imaginé a mis compañeras de curso, a mis primas y a mí misma
improvisando un nado contra la corriente, queriendo salvar a
alguna de ellas y luego rindiéndome y entregándome al fondo
oscuro del mar. El Señor es contigo. El salvavidas era joven,
también podría haberse ahogado pero, en lugar de eso, rescató
a una de las niñas. Bendita eres entre todas las mujeres. Todos
aplaudimos, pero luego no lo hicimos más porque otras dos no
volvieron. Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Las niñas
no paraban de llorar. El salvavidas, ahora desde lo alto de su
cabina, parecía una estatua. Santa María, madre de Dios. Una
de las cuidadoras dijo que la tragedia no dejaba de seguirlas,
que hay niñas que nacen y nacen y no dejan de llorar como
esa primera vez que salen al mundo. Ruega por nosotros peca-
dores. El helicóptero se llevó los pequeños cuerpos absorbidos
por la corriente y enredados en medio de los huiros. Ahora y
en la hora de nuestra muerte. Las niñas cargaron las pertenen-
cias de sus compañeras y se fueron con sus trajes de baño aún
mojados. Pobrecitas, se van a resfriar, dijo la señora que vendía
palmeras. La bandera roja flameaba con fuerza.

*
Fue otro de esos días de nubes de verano cuando lo vimos. Los
juegos mecánicos a la orilla del mar reemplazaron los intentos
de nado en playas con banderas rojas. Ahora nos atraían los
colores y las luces de un parque de diversiones con música
de moda saliendo por parlantes grandes, algodones de azú-
car, manzanas bañadas en chocolate y las atracciones favoritas
de todas las generaciones: el tagadá para los más grandes, los
avioncitos para los más chicos y la rueda de la fortuna para los
de al medio. Desde ahí vimos al viejo del saco: la luz del día
estaba a punto de desaparecer y los pocos bañistas que que-
daban en la arena fría preparaban su vuelta a casa. Nosotros,
desde lo alto de la rueda, lo vimos sentarse a la orilla de la
playa, sacarse los trapos y zambullirse en el mar. La rueda daba

41
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

vueltas y, cuando nos tocaba bajar, veíamos los rostros de nues-


tros padres sonreírnos. Volvimos a subir y ahí estaba, flotando
cerca del roquerío. Me pareció inofensivo, un pececito descan-
sando alegre en su hogar.
Al bajarnos de la rueda pedimos permiso para ir a la feria ar-
tesanal. Los adultos iban a jugar al tiro al blanco para ganar un
ron barato. Nos dijeron que sí sin darnos mucha importancia y
salimos corriendo en dirección a la orilla del mar.

*
Ese verano hubo otra tragedia. Fue en la Playa de los Muertos.
Nosotros nunca íbamos ahí porque sabíamos dónde no había
que bañarse. La gente de la ciudad, en cambio, cree que todas
las playas son iguales. No saben si allá adentro hay hoyos, ro-
cas o corrientes; las ansias de refrescarse en el mar nublan el
sentido de alerta. Y las banderas rojas no sirven más que para
flamear.
Nosotros escuchamos, desde lejos, el griterío. El mar se los
lleva, dijo alguien. Imaginé al mar como un monstruo ham-
briento preparando su bocado: dos jóvenes que aprovechaban
el fin de semana para escapar del calor de la capital. Un ter-
cer joven miraba paralizado cómo sus amigos eran atrapados
por los huiros y se hundían tras las rocas, allá al fondo. Los
pescadores los sacaron con cuerdas cuando ya no respiraban.
El tercer joven pasó la noche varado en la orilla; nadie pudo
moverlo. Las luces del parque de diversiones, a lo lejos, lo ilu-
minaron hasta entrada la madrugada.

*
El viejo del saco estaba todo mojado. No tiritaba y su rostro
se veía más joven con el agua encima. El aire marino nos dio
coraje y nos acercamos a él. Mejillas rojas, nos dijo, en qué
andan. No sabíamos muy bien qué decir, así que le pregunté
sin más, si era el famoso viejo del saco. Él sonrió a un montón
de niños de ojos grandes y comenzó.
Dejen que les cuente una historia, mejillas rojas. Había una
vez un centenar de hombres de verde decididos a jugar a la
guerra. Ocuparon estas calles y playas como tablero, qué digo,

42
Bandera roja

ocuparon el país entero como zona de juego. Imagínenlo: por

Daniela Malhue Urra


las mismas calles donde hoy ustedes van a comprar el pan, de
la mano de sus madres, ayer pasaban filas de personas con la
cabeza gacha camino al regimiento. En eso consistía el jue-
go: apresar hombres de otros colores, hacerles daño o desa-
parecerlos. Se creían magos. Los presos casi nunca ganaban:
caminaban afirmados de una cuerda y seguían las órdenes de
quienes en otro momento fueron sus compañeros de colegio,
sus conocidos del barrio, sus primos. Todos teníamos que jugar,
aunque no quisiéramos o no supiéramos cómo hacerlo. Yo era
una pieza de reserva: veía pasar a los jugadores desde la ven-
tana de mi casa. La primera vez que los vi, le pregunté a mi tío
Lucho cuál era ese juego y él, enojado y triste, me dijo que me
callara y dejara de mirar por la ventana. Que no eran asuntos
de niños. Nuestra casa quedaba cerca de una de las etapas más
difíciles: el regimiento. Era como ver el infierno en la tierra,
y eso que yo en ese entonces no sabía nada de infiernos. Eso
lo aprendí después, cuando supe que el río al que iba a tirar
piedritas y el mar al que iba a bañarme cargaba muertos que
venían desde quizás dónde. ¿Han cruzado la desembocadura?
Es como volar, o así me lo imaginaba, al menos. Luego entendí
que cuando cruzas el río estás navegando sobre un cemente-
rio. Y desde ese momento nunca volví a sentir la sensación de
volar.

*
Al finalizar la temporada de verano, el parque de diversiones
es desmontado y ya no hay salvavidas en las cabinas. No es
necesario tomar desvíos para movilizarse y la mayoría de los
puestos de la feria artesanal cierra. Mis primos vuelven a San-
tiago, comienzan las primeras lluvias y el sitio de los juegos
mecánicos se vuelve un descampado. Pasan meses para que
los lugareños dejen de escuchar los gritos de las personas que
se suben a la montaña rusa o al tagadá.
Independiente de la temporada, un hombre deambula por
el pueblo fantaseando con que sus padres se han vuelto parte
del paisaje. Piensa que nadando los podrá abrazar.

43
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

*
El último día de las vacaciones de ese verano, soñé con una
turba de niños marchando por la avenida principal. Cantaban
gritos de protesta, insultaban a las autoridades, portaban ar-
mas blancas. Prendían fuego a las calles para armarse un es-
condite propio; una casa en el árbol, solo que sin árbol y sin
casa. Una trinchera. Realmente no parecían niños, más bien
se difuminaban entre el humo y el calor, semejando una jauría
ensañada con un gato indefenso. Niños traviesos que no sa-
ben jugar. Pasaban por todo el pueblo intentando incendiarlo.
Luego llegaban a la desembocadura del río, se subían a unos
botes y comenzaban a internarse mar adentro. A poco andar se
levantaban y empinaban el vuelo, dejando una estela blanca
en el aire. Formaban una v perfecta.
Desperté sintiendo el oleaje rompiendo muy fuerte. Creí
escuchar, a lo lejos, los gritos eufóricos de los adultos en el
tagadá.

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Nunca tuve un cuarto propio
Fernanda Meza

I
al animal que habito
 
La habitación es un mapa repleto de papel apilado en monton-
citos de distinto grosor y tamaño. La ventana en portal de luz
entrega haces, columnas cobran vida al posarse sobre objetos
organizados en ese espacio levemente abandonado. El parlan-
te suena y las máquinas imprimen en extensión de la papelería
revuelta, concluyen en su propia expansión, la de mi brazo.
El pliegue se siente como una cueva, ya lo es mi cuerpo
rocoso, delineado a base de fluidos se mantiene en pie, apare-
cen las paredes y es la casa una fortaleza ilusa. Sentarme en el
estancamiento a pensar en nada, la impresora interrumpe, se
abre y cierra suavemente. Dispuesta espera ser usada, sin cul-
pa las hojas nacen tibias, nuestros objetos y su orden develan
secretos, nos expone como un espacio vacío.
Peluda la alfombra abraza los pies descalzos, entremedio de
sus pelos encuentro tesoros: migas de pan, pelusas, bolitas de
papel, pelotas que la gata mueve por la casa. Saco la basura,
lavo la loza del día anterior, retiro el polvo, guardo los platos,
cocino. Actos acumulativos, explotadores, no soy capaz de
controlar mi huella de carbono y es por esto, entre otras cosas,
que me odio. 
Encontré un pequeño conejo tirado en la pieza, era una
cría, gris y blanco, con los dientes saliendo a modo de extremi-
dad, la gata se lava la pata a su lado. Tomo una pala de la casa
de un vecino y procedo a hacer un hoyo bajo un geranio, una
vez alcanzada la profundidad lanzo flores arriba de la mortaja.
Observo las habas y las espinacas, suculentas sobre la arena,
distingo las voces de algunos pájaros; cachuditos y zorzales,
chercanes y jilgueros.
Los bichos entran en el inventario: tijeretas, pulgas, moscas,
escarabajos y arañas. Ayer una pulga se paseó por mi cuer-
po, pensé es una hormiga y solo atiné a rascarme. Al rato la
sentí caminando por la espalda. Palpar en su búsqueda, quise

45
Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

dejarla vivir, sin embargo, la asfixié con mis torpes dedos. Des-
tripada asoman sus huevos, se alimentan los parásitos, yo mis-
ma, es mi sangre la que sale de su cuerpo ¿lograré entender la
muerte como un regalo? 
Dibujo ritos en silencio, flores yacen en un altar, marchitas
emulan a las vírgenes. Grutas adornadas con estampitas, en-
redaderas chinas cubren parte de una roca, es mi cuerpo. Las
velas no duran prendidas, las vigilo durante el rezo, mentalizo
con ahínco deseos egoístas. El viento intenta entrar en la casa,
truena su cuerpo y afuera es dueño de mover a su antojo el pai-
saje. Remolinos levantan plantas al pasar, papeles de helados,
envoltorios de carne y botellas plásticas dan choques al alzarse
entre la brisa.
Recurro a la misma pesadilla, las vueltas interrumpidas re-
cogen las sábanas, un enorme chincol se quedó mirándome,
justo en ese instante nos cruzamos, nuestros ojos. Transportada
al interior del ave me veo frente a ella, ambas totalmente inmó-
viles. Aferrada dentro de ella mantenemos el ensueño, en pacto
accedo al espacio entre quien visita y quien es visitado, a la
metamorfosis. Un fantasma en el espejo muestra escenas de mi
vida, de lo que escapo, la habitación me protege, se transforma
en mi cuerpo, lo abrazo y me repito mi interior es mi hogar y
mi carne también.

II
a mis tías

Hermanas, la sangre siente la infancia sin mamá, no entendie-


ron el amor como génesis: entre cada una camina el silencio,
desprenderse del destino es en verdad tan incorrecto. Las mon-
tañas de la precordillera construyen un Santiago a finales de los
60, peñalolén más campo que ciudad recibe una enorme mi-
gración de familias, alberga niños y niñas corriendo en calles
de tierra entre algunas casuchas de madera que comienzan a
crecer como hongos. En la calle valle hermoso se alza un co-
legio y un consultorio, una precaria cancha, variadas yerbas se
asoman de las casas. Por la puerta sale el cajón con la madre,
los adultos se van con ella.

46
Nunca tuve un cuarto propio

La primera hermana, la Miriam, a sus 15 carga con la crian-

Fernanda Meza
za de sus hermanos menores, convive con la epilepsia como
emblema. La vida no le sonríe, apenas puede se casa con el
taxista. Nace una niña mientras cuida a toda su nueva familia,
una anciana y sus hijos con daños neuronales doblegan su há-
bito de maternar, la sentencia está dada y el hombre por el que
cambió su vida la violenta en boca y golpes, con Dios de su
lado te enseña el camino, y tras romperte un palo en la cabeza
dijo estaba loco de amor. Se desprende de la sentencia deja
todo, vuelve al inicio: mamámater.
La segunda, la Rosa y no por eso menos violáceo el rela-
to, a los 14 sustentar un hogar quebrado, salir a la fábrica de
calcetas donde luego se incorpora la primera y la tercera y la
cuarta, llevar el pan, los zapatos, las caricias. La vecina que le
consiguió la pega, le repetía despacito ustedes son chicos que
no sepan que están solos. Al crecer los niños logra irse del nido
y formar el suyo propio. Tras más de veinte años en una casita
pareada intenta olvidar cuando dijo hasta que la muerte nos
separe. El miedo a salir de ahí, verse sola y llena de críos, mejor
los llevas a jugar basketball y te armas una vida en la cancha,
rebotas fuerte la pelota, así los moretones no se notan. Te dice
tres hijos no es nada, exiliada a la pieza de tus hijos solo queda
el menor, junto a él la memoria pierde su uso al igual que la
tiroides. Encuentras la desigualdad y a cuotas aguantas las deu-
das, el cansancio, al pequeño pasaje enrejado lo pierdes en tu
cabeza como los poquitos recuerdos de infancia conservados.
La tercera, la mona, de niña criada por niñas se para ante el
aliento a alcohol del hombre que construyó una casa y engen-
dró su vientre, su vida porfía en estruendo le dice no al desig-
nio, al decir no es lo que quiero no da el brazo a torcer. Luchó
individua ante la vida y tu hija, más el marido no fue necesa-
rio. Solterona preferiste risas ante la evidencia de los golpes de
esa bestia, no fue capaz de contener. Inquieta criaste sobrinos
e hijos de tus jefes como nana puertas adentro contándonos
cuentos para ser libres.
La cuarta, mi madre, Cecilia no recuerda el rostro de
su madre, la más pequeña se aferra a la niñez. Tu mente de
aire te une al amor, rompe el legado y la violencia. Aliada de

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

nosotros, los niños, juega al ritmo de los gritos y payasadas.


El cáncer casi la vence pero no pudo, el calanchoe y la dieta
nueva le recordaron volver a vivir, la piscina ayuda a la evasión
de estar enferma y ayudar a los sobrinos a cuidar a su hermana.
Todas las tardes se sientan el patio a la sombra a dibujar letras
y escribir listas.
Pequeños se cruzan los recuerdos del mal amor y la niñez
sin adultos. Las encuentro a las mayores y las pequeñas en una
mesa llena de relatos. Despojado el nido fue de pichones sin
idea de cómo amarse ni como amar, sin saber lo que querían
se apiñaron entre plumas jóvenes y evitaron el Sename en res-
puesta al abandono. Tres crías y las dos adolescentes se sientan
frente al brasero a comer ciruelas, los regalos son calcetines y
gallinas que el vecino hijo del pastor entregaba por la pande-
reta cuando su padre el pastor se descuida. Y así en mamatriar-
cado se acurrucan las pobrezas y los llantos, el patio lleno de
plantas, lo secan al alcanzar algún recuerdo perdido en la et-
nografía familiar. Cuatro niñas y un niño que en plenos setentas
caminan a la escuela en la parroquia San Judas Tadeo en busca
del desayuno, con la ilusión de que al volver aún haya casa.

III
a la mariela

Cuando te veo de lejos saludas con la mano, en tu rostro ido


se dibuja una sonrisa, la nariz arrugada y los ojos chiquitos,
siempre arregladita me dices mientras hablas de la tintura roja
sobre tu pelo, ¿te cortaí el pelo sola? preguntas y no escuchas la
respuesta. Me confundes con la vecina de más arriba, estabas
contenta porque fuiste a la peluquería. Al irte rapidito dices es-
tán bravos hablas de lejos pero despacio así no escucha nadie
más. Los habitantes de la higuera cortada buscan espacio en
los peldaños a plena pasada, cada estación el árbol se transfor-
ma. Las brevas y los higos ofician de albergue, prenden la pipa,
tiran el humo, es más constante su techo de hojas al ejército de
salvación donde solo piden pilchas para capear la noche. La
escalera cambia siempre, hace un tiempo que una animita es lo
central, un narco murió y su familia empleó a los pasteros para

48
Nunca tuve un cuarto propio

su construcción, estos levantaron una banca y unas repisas a

Fernanda Meza
los costados del monumento. Cubierta de recuerdos y velas,
fotografías e insignias del Wanderers son bañadas en dorada
por favor concedido. Normalmente la familia está asomada por
un balcón en control de esa vía comen completos asomados
por la angosta propiedad. Sobre un trozo de quebrada la casa
agarrada a la calle Villagrán, en frente de ella la plaza Echau-
rren y el vacío de un gran incendio que quemó gran parte del
centro histórico.
El ascensor cordillera está maldito, se va a caer dicen, mu-
chos vecinos decidieron no volver a ir al plan hasta que lo
arreglen, las piernas no les dan y el olor a pasta los deja per-
didos, agarrados a la bolsa del pan se pierden camino a sus
casas, a nadie le gusta subir por ahí. A la Mariela le gustan las
escaleras, se asoma a todas las que hay repartidas por el barrio,
la del cerro toro, hasta a la del cerro artillería aunque prefiere
ser una plantita. Agarrada de raíz juega a la maleza entre clave
y Villagrán, nutre sus bracitos, se mueve al ritmo de las micros.
Tararea y sonríe mostrando los espacios entre sus dientes a las
vecinas, te ríes a carcajadas diciéndoles a todas no hay futuro y
entras en todas las cabezas que te conforman. Terminas bailan-
do a cada hora del día diciéndoles a las viejas, no hay mañana,
ni hoy, ni nunca.
Acaba la noche con la mano congelada y a lo mejor piensas
en tus hijos e hijas. Peinarles mientras dibujan en una mesa
limpia, salir a pasear por clave con la carita levantada, bailan-
do juntas. Sola te encontraste con esta luna creciente en pleno
junio, traficante de ideas apareces jugando a la vida en un paso
de cebra, y te reí nomás. No hay nada más que hacer cuando
a las cinco de la mañana solo luces y otras y otros como tú,
cruzan la calle con roja. No miran atrás porque como tú, no
se recuerdan a ellos mismos, ni a sus madres, ni a sus padres.
Se mueven con lo puesto en un loop de calles, sin memoria
te miras en parca fucsia.
Caminas a la luz perfecta al cosechar el frío, levantas tro-
zos de las calles al gritar los voy a matar a todos y vuelves a
tu mirada ida. Todos los días son igual de diminutos para ti, se
mezclan en tu carita avejentada, cantas fuerte, llena de rabia,

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

los boleros te despiertan entre heridas hechas de madrugadas.


Juegas a cruzar la calle, te escurres en la esquina de la pla-
za, doblas por Blanco, mocheas en la puerta de una tokata. Te
agarras fuerte a las vigas de contención de un viejo edificio en
ruinas, resuenan baterías al ritmo de tu hazaña, das giros sobre
tus piernas heridas de tanto colgarte en andamios.

50
Dos hermanas
Mauricio Tapia Rojo

El padre las abandonó sin mentiras de por medio. No se fue a


trabajar a otra ciudad. No fue a comprar cigarros. No tenía otra
familia. Simplemente se fue. Dejó un té servido en la mesa de
centro, se paró y se fue. Ellas, las hijas, ni lo notaron. La mayor
estaba en el segundo piso, en su pieza, preparando un informe
para la universidad. La menor estaba en el living jugando Brawl
Stars en su celular. La mayor pensó que el padre había ido a
comprar, porque siempre salía de la casa sin avisar y llegaba
con cositas ricas. La menor pensó que fue a fumarse un pucho
a escondidas a la esquina. Eran los primeros días de junio del
famoso dos mil veinte. El invierno se sentía más frío que nunca.
Las plantas se estaban comportando de una forma extraña.
La mayor tenía veinticuatro. Estaba terminando su tesis. En
ese momento se sentía media arrepentida del tema que eligió.
También lo estaba de trabajar con la Sandra. Cuando estaba en
los primeros años pensaba que su tesis debía ser algo impor-
tante, pero después fue cachando que todas terminaban en la
parte más oscura de la biblioteca de la U. Sin mucho ánimo
revisaba la bibliografía, corroboraba datos, y cuando se abu-
rría se ponía a jugar Pokémon Rojo Fuego. Su pokémon inicial
fue Squirtle. La menor tenía diecinueve. Salió de cuarto medio
hace dos años. No perdió su tiempo. En su primer año “libre”
hizo un pre y trabajó de empaque en un Tottus cerca de la casa.
Su segundo año era este. El dos mil veinte, el famoso dos mil
veinte. La menor no pudo dar la PSU porque ese día estaban
haciendo barricadas afuera del colegio. Eso a la menor le dio lo
mismo. Ella pensaba que la educación en Chile valía callampa.
Pensaba que ninguna prueba podía medir que tan bacán era.
Pensaba que la universidad debería ser gratis para todos. Pero
en el fondo pensaba “para qué estudiar si el mundo se está
cayendo a pedazos”.
–¿Qué onda el papá? Todavía no ha llegado, pregunta la
mayor.
–No sé, raro igual. Cuando sale siempre llega como a esta
hora, responde la menor.

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

–Dejó un té servido, dice la mayor.


–¿Te fijaste si se llevó la mascarilla? pregunta la menor.
–Sí, se la llevó. ¿Qué onda mi papá?, pregunta la mayor
asustada, casi susurrando.
El dos mil veinte. El famoso dos mil veinte. Tanto el padre
como las hermanas ya no sabían cuántos días de cuarentena
llevaban. Afuera todo seguía casi normal, pero con grandes
manchones de desesperanza. Cada semana era como un gran
domingo de invierno.
La cuarentena para muchos debía ser voluntaria. En la casa
del padre y las hermanas ninguno salía a menos que fueran a
comprar pan o a hacer la compra mensual de mercadería. Por
eso era extraño que el padre se haya ido, así como así, y más
extraño aún era que se haya llevado la mascarilla. La mayor
fue a preguntarles a los vecinos si lo habían visto por ahí cerca.
Todos le dijeron que no. Todos menos el Donatello. El Donate-
llo era uno de los amigos de la infancia de su papá. Le decían
así porque tenía cara de tortuga. Donatello, con su voz grave,
le dijo a la mayor que estuviese tranquila, que estuviesen tran-
quilas las dos. “Tu papá está bien”. “Me dijo que yo estuviera
atento por si ustedes necesitan algo”. ¿Te dijo algo más? Le pre-
guntó un tanto molesta la mayor. “Dijo que las iba a llamar”,
mintió Donatello.
La mayor volvió la casa con un dolor naciendo en su pecho.
Recibió un mensaje de Sandra por whatsapp. El mensaje decía
que se le había olvidado contarle que en una hora tenían una
reunión por Zoom con su profe de tesis. “Me estai hueviando”
le escribió la mayor. Sandra le escribió mil mensajes tratando
de explicarle la situación, acompañados con stickers de gatitos
tristes. La mayor se molestó. Se irritó. Sintió los jugos gástricos
en la garganta. La puteó, pero no se lo escribió, solo le respon-
dió con un frío “ok”. “Qué onda el papá” pensó nuevamente
en voz alta. Entró rápidamente a la casa y se metió al baño.
Comenzó a maquillarse mientras la menor la rodeaba de pre-
guntas. La mayor se miró al espejo, pero en verdad no se es-
taba mirando. Su cabeza estaba poblada solo por las palabras
“Papá”, “tesis” y “Sandra culiá”.
–El Donatello dijo que el papá nos va a llamar, que está

52
Dos hermanas

bien. El hueón no me dijo mucho. Andaba medio raro. Bueno,

Mauricio Tapia Rojo


ese hueón siempre ha sido raro. Cacha que la Sandra culiá
recién me viene a avisar que tenemos reunión de tesis. Estoy
odiando a esa hueona.
La menor, que conoce muy bien a su hermana, prefirió de-
jarla sola. Bajó al primer piso y prendió la tele solo para que-
brar el silencio. Tomó su celular y se puso a revisar historias de
Instagram. Todos sus amigos compartieron imágenes y videos
de las protestas en Estados Unidos, del space X saliendo de la
tierra, de los violentos allanamientos a las comunidades mapu-
che y memes sobre el ministro de salud. Estaba chata. Pensó en
su padre. Fue a la cocina, encendió el hervidor de agua y se
preparó un té. Le echó una ramita de canela y una cucharada
de azúcar. Sintió el vapor en su frente. Le gustó la sensación.
Tomó un sorbo, pero se quemó la lengua. Puso su teléfono a
cargar. Pensó en su padre. En el segundo piso la mayor ya le
contaba a su profesor los avances de la tesis. Volvió a pensar
en su padre. Volvió al living. La menor dejó su taza de té en
la mesa de centro, al lado de la de él, y salió de la casa. Se
dirigió a la casa de Donatello. Eran las seis de la tarde, pero ya
estaba oscuro. Hacía frío. La menor salió desabrigada. Perdió
la costumbre de salir a esa hora de la casa. Al llegar a la casa
de Donatello golpeó la reja con una piedra. Llamó seis veces
al amigo de su padre y no contestó. Llamó seis veces más y el
resultado fue el mismo. “¿Qué hueá mi papá?” pensó en voz
alta. Desde la ventana del segundo piso de la casa conjunta se
asomó una mujer mayor.
–Don Donatello salió. Lo vi salir hace un par de horas, al
ratito que vino tu hermana.
La menor se sintió confundida. No le respondió nada a la
vecina y caminó por el barrio. Olvidó ponerse la mascarilla.
Pocos días después de comenzada la pandemia el municipio
comenzó a hacer trabajos de alcantarillado. La calle principal
que cortaba su barrio estaba destruida. Hoyos por todas par-
tes. Máquinas retroexcavadoras estacionadas fuera de su pa-
saje. Montañas de tierra. Trozos gigantes de cemento. Tubos
de plástico enormes. Los gatos del barrio jugaban entre todo
ese caos. Hace poco había llovido. Barriales y pozas de agua

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también adornaban el paisaje. Quiso tomar una foto con su


celular, pero se dio cuenta que se le había quedado en la casa.
En todo caso la oscuridad se hubiese comido toda la imagen,
pensó. Caminó con la esperanza de encontrarse al padre en
las afueras de la botillería, o comiéndose un completo en el
carrito de los vecinos. Nada. Pudo ver como de algunas casas
brotaba el humo de las “Boscas”. Odiaba las “Boscas”. Pensó
en su madre. Hace unos diez años atrás, en septiembre, se fue
de la misma manera que lo hizo el padre. Ese día su padre las
fue a buscar al colegio en el colectivo que manejaba. Al llegar
a la casa todo rastro de la madre había desaparecido. Ropas.
Cosméticos. Libros. Plantas. Nunca supieron qué había pasa-
do. Nunca más supieron de ella. Pensó que quizás en diez años
más sería su hermana quien se iría sin despedirse. Esa imagen
mental le dio risa y pánico al mismo tiempo.
Mientras la menor vagaba por las frías calles de El Belloto, la
mayor se enfrascaba en una eterna e inerte discusión por telé-
fono con Sandra. “Me tení chata” “Siempre supe que tenía que
hacer la tesis sola” “Pero hueona cómo se te ocurre mentirle al
profe si ni siquiera hemos hecho esas encuestas” “¡Cómo querí
que me relaje!” “La media perso” “Sabí que mejor ¡ándate a la
chucha!”. La mayor cortó la conversación y lanzó su celular
de pura rabia. Se tomó con ambas manos la cabeza. Llamó
a viva voz a la menor, pero esta no respondió. Bajó al primer
piso y encontró las luces apagadas y el televisor encendido. Su
hermana no estaba. Se dio cuenta que ahora había dos té fríos
servidos sobre la mesa de centro. La mayor se asustó. Sonó su
celular en el segundo piso. Subió con la esperanza de que fue-
ra su padre o su hermana quien llamaba. Era Sandra. La mayor
se irritó y bajó molesta al primer piso. Notó que la mascarilla
de la menor estaba sobre uno de los sillones. La mascarilla era
negra y tenía un estampado que imitaba la boca de un osito de
peluche. Hacía frío. Fue a la cocina, encendió el hervidor de
agua y se preparó un té. No le echó azúcar. Sintió el vapor en
su frente. Siempre le molestó esa sensación. Tomó un sorbo,
pero se quemó la lengua. Pensó en su padre. Pensó en su her-
mana. Tomó su celular. Ignoró las doce llamadas perdidas de
Sandra. “Sandra culiá” pensó en voz alta. Llamó a su hermana.

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Dos hermanas

Desde la cocina escuchó “Triumph of a Heart” de Björk, el

Mauricio Tapia Rojo


ringtone de la menor. La menor la descubrió hace poco y está
media obsesionada. “Cresta” pensó en voz alta. Dejó su celular
en la mesa sin colgar. No lo notó. Hacía frío. La canción siguió
sonando mientras torpemente se ponía una chaqueta, una bu-
fanda y la mascarilla. Algo la aterró. Tomó las llaves y salió de
la casa. Estaba todo muy oscuro. Vio a los gatos jugar entre el
caos, las montañas de tierra mojada, las pozas y las máquinas
retroexcavadoras. La canción de Björk aún sonaba en su ca-
beza. Todo lo que le cupo en la mirada formaba un laberinto.
Quizás su padre y su hermana se perdieron en él.

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autoras/autores

Diego Armijo (Viña del Mar, 1994). Es comerciante. En 2020 obtuvo


una mención honrosa en el Premio Roberto Bolaño, categoría novela.
Ha sido becario del Fondo del Libro y la Lectura en 2019 y 2021.
Poemas suyos han sido publicados en la revista Hueso Húmero y
Maraña. Panorama de poesía chilena joven (Alquimia, 2019). Ha pu-
blicado los libros Glorias Navales (Balmaceda Arte Joven Valparaíso,
2019) y Carcasa (La Calabaza del Diablo, 2020). Escribe en Platafor-
ma Crítica. Habitó Glorias Navales.

Nina Avellaneda (Limache, 1989). Escritora. Licenciada en Literatura


(PUCV) y Magíster en Arte, Pensamiento y Cultura Latinoamericanos
(IDEA-USACH). Ha publicado los libros Heroína (2009), La extravía
(2015) y Souza (2021). Cuentos suyos aparecen en las antologías Avi-
sa cuando llegues (2019) y No te pertenece. Cuentos contra la vio-
lencia de género (2021). Ha escrito textos sobre Clarice Lispector y
Gabriela Mistral.

Rafael Cuevas Bravo (Viña del Mar, 1994). Licenciado en Letras y


Literatura Hispánica por la Universidad Católica de Valparaíso. Pu-
blicó el libro de poesía Curauma (Editorial Aparte, 2019). Organizó
el festival de poesía joven “Maraña” en Valparaíso y antologó el libro
homónimo (Alquimia, 2019). Es redactor, editor y traductor en las
revistas digitales Concreto Azul y El Circo en Llamas. Actualmente
forma parte del equipo de Ediciones Inubicalistas y realiza una maes-
tría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Tres de Febrero,
Argentina.

Silvana González Vásquez (Limache, 1995). Licenciada en Arte de la


Universidad de Playa Ancha. Cursó el diplomado de escritura de la
Universidad Católica de Valparaíso. En 2019, es admitida en el Taller
de la Sebastiana, taller LET de Balmaceda Arte Joven y TIP de librería
Concreto Azul. Durante ese año es invitada a participar en Maraña:
Festival de Poesía Joven, y su posterior publicación por Alquimia Edi-
ciones. Desde 2020, escribe textos en Plataforma Crítica de Balmace-
da Arte Joven Valparaíso. Ganadora del premio Roberto Bolaño 2021
con su obra Humedad.

Sergio Guerra (Santiago, 1989). Escritor, investigador, docente. Es-


tudió Artes, Literatura y Filosofía. Tras cuatro años de viaje por el

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

continente, se radicó en Valparaíso, donde ha coordinado eventos


poéticos, principalmente a través del colectivo Kontranatura. Tam-
bién se ha dedicado a la creación de brebajes psicodélicos. Como
docente imparte el curso de Culturas Visuales y Pensamiento Visual.
Como investigador aborda la noción de carnavalización de la polí-
tica, el arte y la literatura chilena en el siglo XX; la teoría de la crea-
ción; y la veta de estudios culturales abierta por Mark Fisher. Publicó
Fiebre (2018) yTectónica de Clases (2020). El cuento “Bangutot” es
parte del imaginario de Los Iconoclastas.

Daniela Malhue Urra (San Antonio, 1990). Becaria ANID para cursar
el Doctorado en Literatura de la Universidad de Chile (2019-2023) y
del Fondo del Libro y la Lectura (2021), categoría cuento. Investiga la
escritura de mujeres de América Latina y el Caribe durante la primera
mitad del siglo XX.

Fernanda Meza (Santiago, 1988). Escritora, editora. En Santiago, entre


los años 2014 y 2017, participa en el Colectivo Poético Agua Maldita
y el colectivo interdisciplinario Bloke Simbiótico. En Valparaíso cola-
bora con diversas revistas locales de poesía, arte y filosofía; también
desde la crónica en el medio virtual Plataforma Crítica. Actualmente
es parte de Histeria Editorial, espacio enfocado en la selección y re-
cuperación de escritura de mujeres y disidencias. Ha sido publica-
da en la antología Parias, poetas y borrachos (Editorial Anagénesis,
2016) y en Verosímiles (Centex, 2020), libro final del taller Formas de
la Prosa. Además, publicó un adelanto homónimo del presente libro
en 2019, con Histeria Editorial.

Mauricio Tapia Rojo (Quilpué, 1988). Escritor, docente, editor. Licen-


ciado en Pedagogía en Castellano por la Universidad de Playa Ancha.
Ha sido finalista de los siguientes concursos de cuentos: “Luna Ne-
gra” de relatos policiales, convocado por la editorial española Lengua
de Trapo (2010); y “Letras Sub 30”, auspiciado por la Fundación Cul-
tural de Providencia, que integra Chambelán Superstar y otros cuen-
tos (Ediciones B, 2016). Publicó los libros Semiótica de la torpeza
(poesía, 2017) y Zapping (cuento, 2019). Fue seleccionado para el
fanzine Nuestro Fuego editado en Chile y Estados Unidos por la Edi-
torial Negra. A su vez, fue coeditor de Bathory Ediciones de Quilpué.
Cuando niño quería ser un Power Ranger.

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Schwob Ediciones La Antorcha Magacín

Las novísimas voces narrativas de esta muestra tienen en co-


mún –aparte de su notoria juventud– el concebir sus propues-
tas estilísticas privilegiando la descripción directa, despojada,
en contra de cualquier artilugio innecesario. Así, el registro de
los ocho cuentos reunidos ha sido trazado, cada uno a su ma-
nera, desde la diversidad expresiva: la efectiva utilización de
los géneros ficcionales (anticipación, fantástico, diario de vida,
realismo), el sutil tramado del tempo del relato, lo fragmenta-
rio, el ensayo, o en ocasiones un hábil uso del lenguaje lírico
cargado de potentes imágenes. A su vez, han tenido en cuenta
temáticas sugerentes y de suma urgencia: la soledad extrema
causada por la híper-digitalización, la perspectiva de género, la
alusión a nuestro pasado y presente (dictadura, revuelta, pan-
demia), el abandono y la violencia intrafamiliar, el ecocidio,
las cuales no pierden de vista el entorno de la región de Valpa-
raíso. Y si bien el título del volumen apelaría a cierto goce de
temporada circunscrito a lo estival –vacaciones, playa, cuerpos
al sol, diversión intensa, descanso, música estridente, jaibol co-
lorido–, el lector o lectora con seguridad no dejará de atesorar
un deleite perdurable mucho después de concluir sus páginas.

Colección
vidas imaginarias

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