Está en la página 1de 8

B.

Bro -Jesucristo o Nada- 1

Cierta herida
El amor de Dios al hombre es que el mismo Dios se convierte en prueba de amor.
AL HALLAJ
Dios mío, si yo no existiera, Tú tampoco existirías. Porque yo eres tú, por la necesidad que tienes de mí.
ANGELUS SILESIUS
De Cesarea a Dachau
Es la historia de un pueblecito de la montaña en Baviera. Todos conocen su nombre. Ha dado la vuelta al
mundo. Pero quizá no todos conocen el final de su historia hoy. Era uno de los pueblos más antiguos de Europa,
fundado en tiempos de Carlomagno. Antes de 1940 era el lugar de cita de los pintores amantes de la Naturaleza.
Después, a dos kilómetros del pueblo, empezó el infierno, el tiempo de la degradación y del desamparo totales. Un
infierno en el que, como en el Apocalipsis, unos justos brillaron como estrellas. Un infierno en el que unos hombres
dieron prueba de una fuerza más poderosa que el horror, y el amor fue más fuerte que la degradación.
Era Dachau, el campo de la muerte. Edmundo Michelet, uno de los que allí vivieron, años más tarde
ministro de Justicia, cuenta que cada día se celebraba la misa en secreto, se ofrecía el Cuerpo y la Sangre de Cristo
en el barracón donde estaban encarcelados los sacerdotes. Algunos laicos llegaban hasta allí clandestinamente, con
riesgo de su vida. «Estábamos allí varios centenares, apretados unos contra otros, como los granos de una espiga -
escribe Michelet-. El oficiante celebraba sin más ornamentos que sus harapos de presidiario. Un vaso irrisorio por
cáliz, una caja de pastillas por copón.»... Y añade: «Algunas veces llevaba yo el viático al siniestro Distrito -era el
barracón de los moribundos-; nunca olvidaré, mientras viva, la sonrisa iluminada, la expresión radiante de los
agonizantes al ponerles la hostia consagrada entre los labios, con una alegría que no era ya la nuestra.»
Michelet cuenta el suceso, rayano en locura, del que fue testigo en Dachau. A finales de 1944, el barracón
de los sacerdotes fue teatro de una ceremonia increíble. Un seminarista alemán, ya diácono, se consumía víctima de
la tuberculosis. Algunos sacerdotes, amigos suyos, conciben este sueño loco: organizar su ordenación sacerdotal
antes que muera. Estaba allí el obispo de Clermont-Ferrant, también deportado.
Y se organiza lo que era una locura. Tallan una cruz de obispo en un trozo de madera, se corta un trozo de
una tela morada, el arzobispo de Munich hace llegar clandestinamente el aceite consagrado. la noche del 18 de
diciembre de 1944, domingo de «Gaudete», a escondidas de los SS, se celebra la misa pontifical en el barracón.
Mons. Piguet se revistió con sus ropas episcopales sobre su traje de deportado y ordenó sacerdote a Karl Leisner.
Durante la ceremonia, un deportado judío tocaba el violín para que no se notara nada. El recién ordenado celebra
su primera misa, que es también su última misa. Algunos días después muere. Justo antes de morir había escrito en
su diario: «Amor, expiación».
El domingo de la alegría, un obispo francés ordenaba a un seminarista alemán en el campo de la muerte,
mientras un judío tocaba el violín... ¡Qué símbolo!1
Todos tenemos algunas ideas sobre el amor
¿Cuál era el secreto de aquellos hombres? Ciertamente, el del Evangelio. Lo sabemos porque Michelet y sus
compañeros nos lo dicen, es el del amor al prójimo y del amor a Cristo. Pero ¿sabemos de verdad lo que quiere
decir «el amor» cuando el hierro se pone al rojo? Todos tenemos algunas ideas sobre el mensaje de Cristo, y algunas
ideas sobre el amor. Sabemos que lo esencial del Evangelio se resume en los dos mandamientos del amor, y que
amor es el nombre propio, el nombre íntimo de Dios, del que Cristo nos revela que es nuestro Padre y que nosotros
somos de su raza, llamados a ser semejantes a él. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a decir que conoce el secreto
trascrito por Karl Leisner en su pobre diario, en el momento en que resume su vida: «Amor, expiación»? ¿Cuál es el
secreto que ha permitido a esos hombres encontrar una fuerza más tenaz que el miedo a la muerte y ver hasta el
final, sin desesperación y sin odio, la degradación de unos hombres en todo su horror? ¿Cuál es el secreto que les ha
dado no ya el valor, sino más que el valor, un corazón creador y contagioso, de bondad hacia todos?
El campo de la muerte de Dachau me hace oír el eco de otra prisión. Cuando en Palestina se aleja uno del
interior para dirigirse al litoral, encontramos una ciudad que marcó de un modo decisivo la vida de san Pablo: pasó
allí encarcelado dos años enteros. De ella sólo se perciben desde lejos algunas palmeras sobre las dunas y los
vestigios de un puerto. Apenas se pueden encontrar las huellas de una ciudadela, los sótanos del templo de Augusto
y del hipódromo. Pero las piedras nos hablan. Aquí el tribunal, aquí la prisión, aquí la sala de la audiencia, donde un

1
Cfr. MICHELET, E.: Rue de la líberté, Dachau, 1943-1945, Seuil, París, 1955. Sobre la ordenación de Karl Leisner cfr.
la alocución de Edmond Michelet en Dachau el 5 de agosto de 1960 y los relatos de los testigos directos: Mons.
NEUCHAÜSLER: So war es in Dachau, Mons. HOECK, escrito por BONGAIN, J., en el «Bulletin des anciens élèves des petits
séminaires du Jura», núm. 161, 1974; y el de Monseñor BLUCHKREMER, J.: L'Eglise dans le camp: L'Europe chrétíenne à
Dachau, en «Communio», t. II núm. 2, marzo 1977.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 2

gobernador romano tuvo que explicar su actitud respecto a san Pablo: «No adujeron ningún cargo grave de los que
yo suponía: se trataba de ciertas controversias con él acerca de su propia religión, y en particular acerca de un
difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo»2.
«Un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo.» Este es el secreto que desde Cesarea hasta
Dachau, durante dos mil años, ha hecho a los hombres más fuertes que la muerte y que -la cárcel, sin que
encontraran sus energías en el valor o en el heroísmo humano únicamente.
El secreto es la fe en Cristo. Expusieron la vida para afirmar su fe. Hay que estar un poco loco para llevar la
comunión a unos moribundos o para recibir un sacerdocio sin mañana. Hay que estar un poco loco para aventurar
lo inútil, si no hubiera un secreto que encontrar y que transmitir. Estaban iniciados en un misterio aquellos hombres,
cuyos actos y cuya vida son tan incomprensibles para nosotros, como la actitud de Pablo para un procurador
romano o para un centurión.
¿Un monopolio cristiano?
Ese misterio no puede comprenderse sino partiendo de la realidad más divulgada en el mundo y más
compartida, pero al mismo tiempo más difícil y más sospechosa. No puede expresarse con palabras porque es de
otro orden. Rechaza siempre toda reducción a ideas y a análisis. Y, sin embargo, todos creemos que la hemos
comprendido y asimilado. Desde Cristo sabemos que existe una coincidencia entre la experiencia más irreversible de
la existencia humana y el camino que se abre al misterio de Dios. Sabemos que hay una coincidencia entre la
realidad que necesitan los hombres y la que más temen ver frustrada, su aspiración más profunda y la misma
realidad divina.
No es monopolio del cristianismo representarse el diálogo entre la criatura y Dios como un diálogo de amor,
es decir, un diálogo de enamorados, con la reciprocidad de amar y ser amado, con la violencia, con la unicidad, con
el deseo de totalidad y de eternidad y la sed de indigencia del otro que el amor implica, cuando el amor es
verdadero. Existe en el Islam una tradición de este amor; existe en la India, en la Bhakti, la descripción de este amor
avasallador que une el creador y la criatura. Pero cuando Dios se presenta en un rostro humano, en el rostro de
Cristo, la realidad del amor nos es revelada un modo infinitamente más concreto, más real, más evidente, que todo
cuanto puede imaginarse. Ante el rostro de Cristo decía el Cura de Ars: «Nunca hubiéramos pensado pedir a Dios su
propio Hijo. Pero lo que el hombre no puede decir o no puede concebir, y nunca se hubiera aventurado a desear,
Dios, en su amor, lo ha dicho, lo ha concebido y lo ha realizado. ¿Nos hubiéramos aventurado jamás a decir a Dios
que hiciera que su Hijo muriera por nosotros, que nos diera su carne por alimento y su sangre por bebida? Si todo
esto no fuera verdad, el hombre hubiera podido imaginar unas cosas que Dios no puede hacer, hubiera llegado más
lejos que Dios en las invenciones de su amor. Esto no es posible.»
Por la mirada de Cristo unos hombres han sido fascinados, poseídos, magnetizados en un amor. No
busquemos en otra causa el secreto de su fuerza inexplicable, es una mirada de hombre que comunica un amor de
Dios, es un amor de Dios que se comunica a través de una mirada de hombre.
Cristo ha venido a revelarnos el amor de Dios a su criatura. Si esta afirmación nos parece vulgar es que no
percibimos aún en qué grado de intensidad y de locura se sitúa el amor de Dios a los hombres. Ha sido necesaria la
Cruz y ha sido necesario Pentecostés para que la palabra amor sea entendida por la humanidad. Cuando se
meditan los Upanishads y la tradición de la India, se descubre con asombro y con emoción que la idea del amor del
Creador a su criatura no aparece sino tardíamente, bajo una forma casi alusiva, después de milenios de sed de Dios,
en el libro 12 de la Bhagavad-Gita, y por fin de un modo explícito con la reforma de Ramanuja, en el siglo XI
después de Jesucristo.
El mismo Islam reconoce explícitamente que Alá es el misericordioso, el benigno, pero nunca llega a admitir
la maravillosa noticia que Cristo vino a anunciarnos: Dios ama apasionadamente a su criatura. Los musulmanes
que, por contagio del cristianismo y por oposición a las formas, más rígidas del Islam sunita, afirmaron esta creencia
fueron martirizados3
Escuchemos lo que Cristo nos dice: «Te quiero...» Te quiero como Dios y te lo digo como hombre. Sólo Él
nos dice hasta qué punto nos ama Dios. Este es el pan y el agua viva del Evangelio, ésta la vida eterna y la

2
Hch., 25,19.
3
Cfr. LACOMBE, O.: L'absolu selon le Vedante, Librairie orientalista Paul Geuthner, París, 1937. CUTTAT, J. A.:
Expérience chrétienne et spiritualíté orientale, Cerf, París, 1967. RAVIER, A., LUBAC, H., etcétera: La mystique et les mystiques,
Desclée de Brouwer, París, 1965. GARDET, L.: Thémes et textes mystiques, Alsatia, París, 1958. GARDET, L.: Experiencias
místicas en tierras no cristianas, Studium, Barcelona, 1970. LACOMBE, O.: Chemins de L’Inde et philosophie chrétienne,
Alsatia, París, 1956. ESNOUL, A. M.: Ramanuja et la mystique vishnoulte, Seuil, París, 1964. PERCHERON, M.: Buda y el
Budismo, Aguilar, Madrid, 1962. ELIADE, M.: Patanjali et le yoga, Seuil, París, 1962. DERMENGHEM, E.: Víes des saints
musulmans, Baconnier, Argelia. MERAD, A.: La vision coranica du Christ, en «Axes», tomo VIII, números 3-4, 1976.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 3

resurrección; todo está inserto en el amor que Él nos tiene. No se trata de tal o cual beneficio, sino del Bien supremo,
más allá de la misma bienaventuranza de que gozaremos, el amor de Dios hacia nosotros será nuestro alimento por
toda la eternidad. Todo está recapitulado en el amor. Si alguno tiene sed, es de esta realidad. «El que no ama, no
conoce a Dios, porque Dios es amor... El amor existe por esto: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él
nos amó a nosotros... Podemos amar nosotros, porque él nos amó primero »4
Los enamorados, los poetas, los místicos... y nosotros
La Iglesia ha vivido siempre de esta certeza: la caridad en sus dos mandamientos resume toda la Ley y los
Profetas, toda la vida de Cristo, sus actos, su pasión y la de los santos que le siguieron. Siempre ha reconocido que
los enamorados, los verdaderos enamorados, y los poetas sondean mejor este secreto, y que los místicos, los
verdaderos místicos, penetran en él de un modo más consciente. Ha afirmado también que todos los hombres sin
excepción descubren la verdad de Dios el día que aceptan amar y ser amados.
En la civilización en que vivimos, la experiencia del amor es sospechosa. De todas maneras, ¿es posible un
amor verdadero, un amor recto, real y sin ilusiones? Un amor tan privilegiado, ¿no sería una invención de la Edad
Media, caducada ya, como todo lo que depende de las variaciones culturales? Por otra parte, la afectividad siempre
es sospechosa al sentido crítico. Además, estamos cogidos en una civilización en la que desde hace veinte años se ha
acentuado y se ha hecho evidente la trágica desarmonía entre la carne y la amistad, entre el sexo y la afectividad. Es
inútil evocar los desastres y los engaños a que pueden llevar, ya sea la deliberada elección de disociarlos, ya el
esfuerzo desesperado por unirlos a cualquier precio.
No creo que esta situación nos haga menos aptos para comprender la llamada de Cristo. Llamada que no
se dirige sólo a seres capaces de amar rectamente, sino lo mismo, y aún más, a los que sufren por su incapacidad de
amar y a los que buscan en vano una compañía digna para un amor que los arranque de su soledad y de su
nulidad. No creamos que vituperando a la sociedad podremos destacar las exigencias religiosas que oculta. Quizá
las drogas de toda clase, en las que nuestra sociedad busca una evasión, acallan el grito religioso del deseo, al fin
despierto. Las desviaciones de la afectividad no datan del siglo XX, ni del XIX, ni del siglo de las Preciosas ridículas,
datan del pecado original, han coexistido con toda la historia de la humanidad.
Todos los que, al no ser ni poetas, ni enamorados, ni místicos, desconfían con sólo oír la palabra «amor»
aplicándola a Cristo, se equivocan en el objeto de su temor. No es la civilización, no son las caricaturas del amor, es
el mismo amor lo que hay que temer, porque nunca llegaremos a sondear el secreto y sus exigencias nos
sorprenderán siempre.

4
1Jn., 4,8-19.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 4

El Itinerario de san Pedro


La sorpresa persigue a los discípulos a lo largo del Evangelio: en Caná, en Cafarnaún, en Naím, ante María
Magdalena, ante los niños, ante el Sanedrín. Es la sorpresa del camino de Damasco, la sorpresa ante la traición de
san Pedro. Sin embargo, creían saber lo que era caminar en pos de Cristo. Pero el día en que se les propone un
paso nuevo, ya no siguen, no caminan, no comprenden.
No me rebajaré nunca
En 1926, un aventurero de veinticinco años, escritor francés que llegaría a fascinar al mundo, escribía: «Para
destruir a Dios, la inteligencia europea ha aniquilado todo lo que podía oponerse al hombre; llegado al término de
sus esfuerzos, como Rancé ante el cuerpo de su amante, sólo encuentra la muerte. Alcanzada por fin la imagen de
ese mundo sin Dios, descubre que no puede ya enamorarse de ella... Cierto, existe una fe más alta, la que proponen
todas las cruces de los pueblos, y las mismas cruces que dominan nuestros muertos. Es amor y en ella está la paz.
No la aceptaré nunca ni me rebajaré a pedirle la paz que pide mi flaqueza»5
Cincuenta años después, poco antes de su muerte, el mismo André Malraux confesaba a su amigo, el
antiguo capellán del maqui, que le proponía un viaje a Jerusalén: «Puedo ir a la Meca, puedo ir a Benarés. Pero a
Jerusalén, no. Tendría que ir a Getsemaní..., y allí... caer de rodillas...» Quizá entonces le hubiera sido dada la paz.
Pero la alternativa que había elegido medio siglo antes permanecía ineludible6.
No fue a Jerusalén. Pero recordadlo, cuando murió, pocas veces tan gran número de hombres habrán
escuchado de nuevo la pregunta que él había planteado.
Dispuesto a ir a la muerte
«No me rebajaré nunca... » Otro hombre pronunció un día, poco más o menos, la misma palabra. Este
hombre había sido elegido por primero y responsable del grupo, y había recibido la misión de confirmar a sus
hermanos. Y, sin embargo, traicionó. Su itinerario es tan ejemplar para todos, que desde entonces no se puede ya
descubrir el secreto revelado por Cristo sin volver a recorrerlo.
El camino de Pedro antes y después de la traición es también el de todos los apóstoles. En ellos y en todos
los que quieren amar a Cristo, en todos los que quieren amar en general, amar a los hombres y amar a Dios, existe
la mezcla, normal en todo ser humano, entre la sinceridad real en el amor y la repulsión, la repugnancia, el rechazo
enérgico respecto a lo que, por otra parte, constituye la esencia misma del amor. ¿Quién entre nosotros, aun
creyéndose capaz de amar, no ha sentido un día el deseo de decir: no me rebajaré nunca…?
Lo que caracteriza a san Pedro es, ante todo, la generosidad y el deseo de dar: «Nosotros hemos dejado lo
que teníamos y te hemos seguido»7. No sólo acepta el amor, sino que querría llegar hasta el sumo de la generosidad.
No sólo da sus bienes, quiere darse él mismo. Constantemente lo ratifica: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso
a -la cárcel y a la muerte»8.
Pero Pedro no admite que tiene que ser salvado, y para ello, ser humillado con Cristo. Por tres veces
rechaza la idea de la Pasión, de la humillación y de la Cruz. Quiere, en cambio, luchar, sacar la espada. Lo hará.
Pero sin humillarse.
Y Pedro traiciona. Traiciona explícitamente y con fuerza, en la circunstancia abominable de apartarse del
Señor, a quien ama, en el momento en que le escarnecen, le abofetean y golpean. «Y cantó el gallo.» Cuando
rechazaba la idea de la Cruz, Pedro estaba ya a punto de renegar de su amor, pero no era consciente de ello.
Pensaba que podía renegar impunemente de la esencia del amor, sin renegar de su amor. Y Cristo asiste, impotente,
a la traición.
Después de su caída, Pedro experimenta un cambio radical, una transformación, da un paso decisivo en su
itinerario. Al descubrir lo que ha hecho, se deja atravesar, sin defenderse, por una herida, que no es tanto de
remordimiento como de amor. Y esta herida le invade y le posee de tal suerte que ya no puede defenderse cuando
Jesús le mira. Entonces, sólo entonces, oye el secreto de Dios. Por primera vez comprende la suavidad de lo que, de
hecho, era hasta entonces para él objeto de rechazo: acepta la dependencia de otro. La puerta está ya abierta a la
revelación del Dios cristiano. A medida que deja que se abra y se ahonde la herida y la dependencia, se deja iniciar
poco a poco en la revelación del rostro de Dios, rostro sin semejanza, y en el increíble descubrimiento de que Dios
está aún más herido y es más dependiente respecto a nosotros de lo que nosotros podamos estar nunca. Pedro
puede ya ser consagrado primer responsable de la comunidad de sus hermanos.

5
MALRAUX, A.: La tentation de I'Occldent, Grasset, París, 1926.
6
LACOUTURE, J.: André Malraux, Euros, Barcelona, 1976. BOCKEL, P.: L'enfant du rire, Grasset, París, 1973.
7
Lc. 18,28.
8
Lc. 22,33.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 5

Feliz por capitular


Después de la Resurrección, en la ribera del lago de Tiberíades, cuando Cristo vuelve sobre la traición de
Pedro, no lo hace para consolarle ni para responder a un deseo afectivo. No le pregunta si quiere, a pesar de todo,
aceptar el mandato de responsable, si quiere servir a la Iglesia con su generosidad recobrada ya, superando el
remordimiento y la angustia. Le hace una pregunta: ¿Estás dispuesto para la herida del que ama? «Pedro, ¿me
amas?» «Pedro, ¿me amas más?»
Pedro capitula entonces. Descubre que es dichoso porque capitula. Pedro se humilla, acepta, al fin, «la paz
que su flaqueza requería». Su transformación consiste en descubrir, porque ha llegado más lejos en el secreto del que
ama, una realidad que experimenta como una herida dolorosa, pero muy suave y muy buena, depender porque
amo. Antes de la traición amaba con cierta autonomía. Ha visto dónde le llevaba esta autonomía. Ahora ya no la
reclama. Ha descubierto que sólo Cristo puede hacer la dependencia no ya aceptable o inevitable, sino infinitamente
suave, amable, única.
«Entonces otro te llevará donde no quieres.» Y Pedro acepta. Ya no vivirá ni respirará sino para este amor.
Comprende lo que sucede al que ama, experimenta el sentimiento de la renuncia de su propio ser, que le parece
que ya no vive para sí, sino totalmente en otro ser.
Este secreto último del amor no es comunicado a todos desde el primer momento:
Para unos es un sentimiento.
Para otros es lo que vale la pena de vivirse.
Unos lo estiman como lo que vale la pena de vivirse respecto a Dios.
Por último, otros comprenden que es lo que Dios mismo experimenta respecto a nosotros. «Uno que me
ama hará caso de mi mensaje, mi Padre lo amará y los dos nos vendremos con él y viviremos con él»9.
De la fuerza a la herida
La historia de los apóstoles es un ejemplo. Era necesario que empezaran por no comprender. Era necesaria
la traición para que, por fin, llegaran a comprender. Es casi ley de crecimiento de la revelación del Evangelio en el
corazón de los hombres. El secreto del amor es de tan alto precio, y el hombre tan vacilante, que casi siempre es
necesaria esta medida y normal el paso de cierto tiempo.
Toda la violencia, toda la vehemencia del deseo de que es capaz el hombre, le hace preguntar: ¿Hay
respuesta a mi violencia? ¿A esta violencia? Y el hombre se niega a rebajarse. Y nunca da el paso hasta el día en que
se convence de que su violencia no es nada comparada con la de Dios. Desde ese momento el problema no es ya
saber si Dios va a responder a la violencia del hombre ni a su hosca exigencia, es saber si el hombre podrá soportar
la violencia de Dios. Por esta razón, la violencia de Dios se transforma en amor, porque era preciso desarmarnos de
todo miedo y de toda violencia. Se trata para cada hombre de rehacer su itinerario, es decir, el paso de san Pedro.
Es el umbral del secreto evangélico. Es el de cada vida: se trata para cada hombre de pasar de un amor que es una
fuerza, a un amor que es una herida.
Entonces, ¿qué es amar? Aún no lo sabíamos. Amar no pertenece sólo al orden del deseo, del don, de la
generosidad ni de la fuerza. Amar es prometer y prometerse no emplear nunca los medios de poder y de fuerza
respecto al ser amado. Es lo que llevó a Cristo a la Pasión: «El mundo tiene que comprender que amo al Padre»10.
No dio razón más profunda. Un Dios que existe y actúa con total generosidad es un Dios que ama sin imponer su
amor, es un Dios que llama al hombre cuando el hombre le llama a Él.
«No me rebajaré nunca.» Cristo se arrodilló ante sus discípulos. Pedro quiere darle su fuerza: «Por ti daría la
vida.» Pero Dios no necesita fuerza. Por eso, a través de los acontecimientos de la Pasión, Cristo pregunta: «¿Me
amas?», que es la manera más suave de decir: lo que me interesa en ti no es, ante todo, tu fuerza ni tu generosidad,
es tu miseria, tu desnudez, tu indigencia. Cristo es el Salvador sediento de encontrar a los perdidos y a los náufragos.
«Pedro, ¿me amas?», que quiere decir: Pedro, ¿me amas hasta el punto de darme lo que has llegado a ser en tu
caída? Ahora puedes darme lo que yo espero de ti, tu misma infidelidad, tu cobardía, tu libertad, sí, pero tu libertad
de pobre. ¿Quieres correr el riesgo de llegar hasta eso?

9
Jn. 14,23.
10
10 Jn. 14,31.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 6

Dios en hueco
Cuando Pedro acepta su fragilidad en lugar de su fuerza, a la que consideraba como prueba de su amor;
cuando acepta la ineficacia de esa fuerza del amor que creía tener y admite que sea sustituida por la herida, que le
hace frágil y débil para siempre, entonces descubre la verdadera fuerza. Porque la fuerza puede perderse; la herida,
no. Nunca se olvida. Dios nos propone ser heridos y trocarnos en débiles respecto a lo que creíamos nuestra fuerza
por el amor que nos comunica. El amor que viene de Cristo no empieza por hacernos fuertes, sino débiles y pobres,
con la debilidad que es más fuerte que toda fuerza. La fuerza de los hombres es y será siempre limitada. Pero la
herida del amor, si viene de Dios, nos abre a un infinito; el que así ama depende de lo infinito, desde el momento
que su fuerza parece sin límites; por esta razón es de una debilidad sin nombre. Es la misma dependencia que se
convierte en fuego. Porque es dependencia, es al mismo tiempo respeto y debilidad, así Cristo nos respeta, y es débil
por el hecho mismo de su respeto.
Evocando el pensamiento religioso de los más destacados intelectuales de nuestros días, Emmanuel Berl se
adhería a la convicción que comprobaba en la mayoría de ellos: «Un rechazo del rechazo de Dios, más fuerte que el
mismo rechazo. Una tendencia a pensar en Dios, pero en términos de ausencia y de trascendencia. Para muchos, si
no para todos, Dios está en hueco, cuando no en relieve»11 .
«Dios en hueco», la fórmula es justa. Pero ante esta evidencia se siente el deseo de gritar: ¿por qué esas
inteligencias tan brillantes, por qué esos príncipes del pensamiento se detienen ahí? ¿Será porque también ellos, a
pesar de toda la elevación de sus inteligencias, habrán sentido horror a «rebajarse hasta la paz que pide su
debilidad»? Es cierto que, como san Pedro, todos sentimos horror a ese abismo, a ese vértigo, que, no obstante, nos
revela Cristo.
Sentimos ese horror mientras no lo aceptamos como una dependencia de amor.
El mismo Dios ha aceptado antes esta dependencia para que la aceptemos nosotros. ¿Cómo podía revelar
que su secreto coincide con el secreto mismo de amor, que no es del orden de la fuerza? ¿Cómo habría podido
revelarlo sino dejándose herir el primero y muriendo por nosotros?

11
11 BERL, E.: Le virage, Gallimard, París, 1972.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 7

La debilidad de Dios
Hace poco se ha interrogado en una emisión de televisión a eminentes sabios, físicos, biólogos y médicos
sobre la idea que tenían de Dios. Había motivo para avergonzarse. Vergüenza no de la imagen de Dios, que
rechazaban, sino vergüenza de nosotros, los cristianos, que después de veinte siglos no hemos dado a entender a
cada uno de esos hombres que el Dios de Jesucristo no es el que ellos rechazan. El verdadero Dios no tiene la
austeridad pura, pero vacía, de la idea, ni el prestigio ilusorio del ídolo. Es una presencia desarmante, porque está
desarmada, la del amor: un niño en Navidad, un inocente en la Pasión. Ni fuerza, in poder organizador, ni certeza
abstracta, ni fuerza de represión, sino la debilidad y la indulgencia del Creador, conmovido en sus entrañas ante el
hombre que ha creado. Sólo Jesús, Jesucristo crucificado, Santa Faz erigida en el centro del mundo, puede hacer
que los hombres sospechen que Dios tiene un rostro único, sin semejanza.
Ya en los comienzos del cristianismo, Orígenes había dicho: «Es peligroso hablar de Dios.» Sí, es peligroso
querer acercarse a ese Dios, porque está desarmado y nos desarma. Los rasgos de su rostro nos hablan en un
lenguaje absolutamente distinto de todo lo que pueden decirnos las criaturas, expresan la locura del amor a la Cruz.
Si se pudieran esquematizar las ideas que los hombres se forman de Dios, quizá oiríamos que:
– El Dios de los filósofos, el Dios de la ciencia y de la naturaleza, nos dice: «Existe lo que existe, existe el orden y el
ser, existe el azar y la necesidad, búsqueda y descubrimiento.»
– El Dios de los estetas nos dice: «Espera, verás, ten paciencia y encontrarás la Sabiduría.»
– El Dios de los moralistas nos dice: «Es necesario, debes. Este es el deber.»
Oiríamos al Dios de los ideólogos, que nos dice: «¿Qué has construido? ¿Cuál es tu lucha?»
Pero el Dios de Jesús, en nuestra historia, en nuestra vida diaria, nos dice sólo: «¿Quieres?»
Desarmado y desarmante «¿quieres?». ¿Quieres, como el hijo pródigo, apoyarte, para recobrar la esperanza,
sobre otra imagen de ti mismo, recibida de otro? ¿Quieres, como Zaqueo y como Magdalena, mirar más allá de tu
culpabilidad? ¿Quieres acoger al pobre, sufrir por la justicia, por la paz y la misericordia? ¿Quieres, como Pedro,
aceptar el llanto y hacerte débil, privado de todo poder y de toda fuerza? ¿Quieres confiarme tu pasado y tu futuro?
«¿Quieres?»
Por último, ¿me aceptas? ¿Quieres ser herido como yo y no vivir sino por esta herida y en esta herida?
Ahora no puedes saberlo, sólo al final sabrás lo que es.
No encontraremos a Dios jugando con teorías o sofisticando nuestros ídolos. No nos acercaremos a Él a
fuerza de valor, de crítica y de cultura. Es Dios, Dios mismo, quien, a través de la mirada de Jesús, nos busca y nos
hace esta única pregunta: «¿Quieres entrar en la dependencia del amor? Cristiano, ¿quieres?»
Tú te asimilarás a mí
No hay y no habrá nunca, para una criatura finita y limitada, otra manera de hacerse infinita sino aceptando
la herida por la que finalmente se une a todo. No hay y no habrá nunca otro modo de aceptar la herida sino
viviéndola como una dependencia. No hay y no habrá nunca otro modo de aceptar esta dependencia sino
saboreándola como buena. Esto se sale de nuestras ideas, de nuestras medidas, de nuestros conceptos y de nuestros
análisis; se gusta, se conoce, se saborea, cuando se ha aceptado amar y ser amado. Si nos quedamos en un «Dios
en hueco», ¿no será porque aún tenemos miedo a amar, es decir, miedo a ser uno mismo, miedo a afrontar el
momento en que, por la gracia del amor, nos remitamos a Dios tal como somos y podamos, por fin, devolver la
pregunta y decir con paz y alegría: «Y tú, Señor, ¿quién dices que Soy yo?»12.
La historia de nuestras vidas muestra que esta verdad no entra fácilmente en ellas. ¿Quién puede decir que
ha dado el paso de Pedro, que ha franqueado el umbral más allá del cual se trata menos de amar que de dejarse
invadir por el amor? «Haznos volver a ti y volveremos», dice Jeremías. San Agustín lo confesó para siempre: «¡Oh
eterna verdad, oh verdadera caridad, oh amada eternidad! Eres mi Dios, suspiro por ti día y noche. Cuando te
conocí por primera vez, me elevaste hacia ti para hacerme ver que había algo que ver, pero que aún no era capaz
de ver. Y por la fuerza de tu irradiación deslumbraste mi débil mirada, y yo temblaba de amor y de temor sagrado.
Me sentía lejos de ti, en una región que te es extranjera, donde me parecía oír tu voz, que decía desde lo alto: "Yo
soy el alimento de los fuertes, cree y me comerás. Tú no me asimilarás a ti, como el alimento de tu carne; eres tú
quien te asimilarás a mí"»13.

12
cfr. Mt. 8,29.
13
SAN AGUSTIN: Confesiones, libro 7, núms. 10, 16.
B.Bro -Jesucristo o Nada- 8

¿Cómo no traicionar?
Antes de llegar al estado que le valió a Pedro ser confirmado sobre sus hermanos, antes de decir a Cristo:
«Tú sabes que te amo», existe para cada hombre lo que corresponde a la traición de san Pedro. Hay en cada vida
una confesión que es quizá nuestro modo de recorrer el itinerario de la traición de san Pedro, es decir, llegar a la
misma herida que él, pero sin cometer una negación tan grave. Esta confesión consiste en descubrir que no amamos
a Dios y en decírselo.
Cristo no escoge por discípulos a hombres fáciles y blandos ni satisfechos de sí mismos, sino a los fuertes y
valientes. Y, sin embargo, la primera condición para que su compromiso sea verdadero es reconocer que llevan
tristemente su vida y su cruz, arrastrándola como pueden, y con frecuencia rechazándola. El que se lo confiesa a
Dios empieza a estar herido. No se trata de anticipar la confesión. Pero todos tenemos que prepararnos a decirlo un
día. Después de haber dicho a Dios repetidas veces que le amamos, y quizá que daríamos por él la vida, después de
habernos consagrado a su servicio durante años, tenemos que prepararnos a descubrir que no le amamos y
convertir en oración este descubrimiento. Entre la afirmación: «Daría por ti la vida», y la confesión: «Tú sabes que te
amo», hay para todos, como para san Pedro, una mirada de Cristo que se cruza con la de un hombre, que sólo
puede decirle: «Tú sabes que no te amo», y que llora. Este es el primer balbuceo que suscita la herida. El grito: «Dios
mío, no te amo», cuando llega a convertirse en oración, es nuestra suprema confesión. En ella, todos los pobres,
todos los pequeños, los heridos por la vida, encuentran una salida y son acogidos por Dios. La conclusión del
Evangelio es una conclusión que no condena más que a nuestro orgullo.
Este es el secreto por el que el segundo mandamiento, el amor al prójimo, es uno solo con el primero, el
amor a Dios... Por él tiene, el segundo, su raíz en el primero. Durante estos últimos años se ha querido, y con razón,
definir el cristianismo no por lo que separa y distingue, sino por lo que abre y une. Pero ¿qué puede unirnos sino
esta herida? También últimamente se ha opuesto, al hablar del Concilio, el Dios trascendente, que sería el Dios
supuesto de los que nos han precedido, y el servicio a nuestros hermanos, con las exigencias concretas que incluye.
Esta oposición viene a ser una caricatura y es falsa. Terminemos con estas oposiciones falsificadoras entre
«horizontal» y «vertical». Ni siquiera valen para arreglar nuestras cuentas con el pasado.
¿Quién podrá abrirnos a nuestro hermano sino Dios mismo, sólo Dios? Sabemos, desde la Cruz, que el
misterio de Dios es su interés por el hombre. Pero cada tarde sabemos también mejor que no está al alcance del
hombre interesarse por el hombre. La conversión al amor empieza por un gesto muy modesto, reconocer que no
estamos a esa altura; que no podemos, por nuestra sola fuerza, ponernos al alcance del amor verdadero; que somos
incapaces de amar. No se trata de hacer algo mejor. Se trata de empezar, y para ello confesar que creyendo seguir al
Amor, lo habíamos negado hasta entonces, porque no queríamos ser pobres ni débiles, ni ser heridos por él.
El Magnificat de Dachau
Una mañana de 1961, una mujer tuvo la idea de continuar el programa del seminarista ordenado en
Dachau: «Amor, expiación». En el mismo emplazamiento del campo de la muerte, en unos barracones de la misma
forma, viven ahora unas veinte mujeres jóvenes. Sólo se ha cambiado la alineación de los barracones, ahora
dibujan una cruz. La entrada es la misma torre de guardia en la que vigilaba un SS, metralleta en mano. Sobre la
puerta se lee: Karmel Heilig-Blut, Carmelo de la Preciosa Sangre. Donde había corrido la sangre de los hombres, se
puede ofrecer la sangre de Cristo. Ahí, en adelante, veinte carmelitas de diversos países eligieron ser cautivas
voluntarias para hacer de ese lugar un área de ofrenda y de amor. La misma campana que ayer anunciaba las
ejecuciones, convoca hoy a la oración y reúne a unas mujeres que desde ahora han vencido el odio y la duda. La
misma campana que sonó para las ejecuciones llama cada día, en Dachau, a estas religiosas para las Vísperas y para
el Magnificat.
Karl Leisner, el diácono de Dachau, no tenía ya nada, absolutamente nada; quizá sea la razón por la que
pudo responder a la llamada. Aparentemente, su ordenación no tenía sentido, ¿para qué? Y, sin embargo, por esta
última respuesta de su vida a la pregunta del Señor: «¿Quieres?», afirmaba la realidad de más valor que hay sobre la
tierra, aquella a la que todos aspiramos y que ninguno puede apropiarse: «Sí, Señor, os respondo, quiero depender,
pero tú sólo puedes concederme que yo, por fin, ame aceptando ser herido.»
Cuando dudemos de poder amar a Dios, cuando estemos cansados de vernos sin fuerza para amar a los
hermanos, cuando tengamos miedo a traicionar o a llorar, acordémonos de la respuesta de Dachau. Allí donde
había abundado el horror, sobreabundó el amor. Oigamos aquel Magnificat. Cristo nos dice a todos lo que san
Pedro comprendió en el secreto de la noche de la Pasión, y lo que se deja oír en la noche de todas las pasiones:
«¿Quieres?» ¿Quieres abandonar tu sed de poder? ¿Quieres venir con las manos vacías? ¿Quieres entrar en la herida
del Amor misericordioso? Es Él, Cristo, y sólo Él, quien, para siempre, levanta a los humildes y sacia a los
hambrientos.

También podría gustarte