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Con diecinueve años: ni sicario, ni vago, ni drogadicto.

Estudiante de tiempo
completo.

Cuando pienso en las personas que se hicieron famosas a los diecinueve años y lo
comparo con las decisiones que tomé en esa edad, pues seguramente la diferencia es
abismal. Por ejemplo, Stephen King, leía” El Señor de los anillos” y craneaba su “Opus
Magnus” la saga “Torre oscura”; eso sí, la concretó treinta años después, o Mary Shelly,
que, a sus dieciocho años, había creado la novela de “Frankenstein”. Muy seguramente lo
mío era insignificante. También podría compararme con mi carreta del deporte, pero en
este campo, cualquier figura que sobresalga tiene el fantasma del dopaje y si es gringo,
ruso, chino, póngale la firma.

Así, pues, para ser reales y humildes, las decisiones que tomé y el giro que le di a mi
existencia a los diecinueve años no serán tan literarias, ni tan reconocidas, pero sí me
hicieron una persona feliz: por fin hallaba mi espacio en este planeta y en esta experiencia
llamada vida.

—¡Un hijo mío! ¡O trabaja o estudia! —Así tronaba mi padre una vez que conocía la
noticia de mi salida de la Nacional.
—Que estudie en la noche y trabaje en el día — agregaba mi hermano ayudando a la
causa paterna —Yo le puedo conseguir un trabajo de patinador en Bancoquía.
:
Y frente a la encrucijada que se me planteaba y teniendo sobre mis espaldas el fracaso
como ingeniero agrónomo, no me veía corriendo de oficina en oficina, llevando, trayendo,
devolviendo documentos, cheques, contratos y cumpliendo horarios de ocho de la
mañana a seis de la tarde. Todo ello era el apocalipsis para mí y me generaba una
angustia la macha. Era pasar del academicismo frío del Nacho a la tiranía bancaria. Esas
vainas no iban conmigo.

—Me voy a volver a presentar a la U.

—A la de Antioquia —sentenciaba mi padre


—A Derecho en la de Medellín —se animaba mi hermano desde su experiencia.
Compré los formularios y les hice trampa. En la UdeA había la posibilidad de postularse a
dos programas. Sin pensarlo, elegí: Licenciatura en Educación Física y Bibliotecología. En
la de Medellín, Licenciatura en Español y Literatura, programa nocturno, que vi en la
última página del menú universitario. Esas fueron mis elecciones. Presenté las pruebas de
admisiones, sorpresivamente pasé en las dos. Me iba creyendo el cuento de que no era
tan bruto, ya tres universidades me abrían las puertas.

—Pasé a la de Medellín a Literatura —expresaba con orgullo frente a mi padre.


—¿Quién ha dicho que uno se gana la vida tirando tiza y escribiendo güevonadas? —
Sentenciaba don Jairo Botero.
—Pasé a la de Antioquia a Educación Física —anunciaba, bajando la voz, sabiendo lo
que me esperaba.
—¿Quién ha dicho que para chutar un balón hay que estudiar? No cuente conmigo —eran
sus últimas palabras para la conversación.

Yo llevaba varios años sin contar con él, desde que se fue de casa cuando mamá se hizo
mayor y perdió sus curvas. Él se enredó con la criada de un tío, que era menor que yo.
Seguramente, creía que con un bulto de papas casi podridas y cuatro litros de leche
suplía las necesidades de una familia de cinco hijos y le daba el derecho a opinar sobre
mi vida.

—William, le tocó trabajar y estudiar en la noche —agregaba mi hermano, algo


desilusionado por no seguir sus pasos, pero que, al contrario de papá, sacaba de su
mínimo, la liguita para mis pasajes y el café en la U.

Superando todos los pronósticos sociales, familiares y mis expectativas, tomé la decisión
más madura de mi vida, ingresé a las dos universidades. Era estudiante de tiempo
completo, de seis de la mañana a diez de la noche, incluyendo las dos horas sagradas de
entrenamiento en polo acuático de la UdeA. ¿Cómo lo hice? Préstamo del ICETEX para la
Medallo y los nueve mil pesos, de la pública, me los siguió patrocinando mi hermano. En
lo referente a pasajes, fotocopias, cine o salidas, me convertí, los fines de semana, en
cuidador de casas de ricos: allí me quedaba encerrado, cagado de miedo, pero seguro
que me pagarían bien. Además del sacrifico de mi madre que, desde su silencio, todos los
días madrugaba hacerme la coca y en las noches me esperaba con la cena servida.

Todo estuvo a mi favor, a pesar de las limitaciones de dinero, el ritmo académico, el


cansancio físico, las madrugadas, las trasnochadas, incluso los paros de alguna de las
universidades que me permitieron saber lo que quería. Estaba en mi salsa: libros y
actividad física. En la de Medellín fui un alumno sobresaliente; en la de Antioquia, uno
aceptable.

Y lo que creía mi talón de Aquiles, la arrechera permanente, fue el endulzante al retador


ritmo en ambas universidades. Mis aventuras sexuales se multiplicaron. Por mis manos,
además de libros y balones, pasaron hombres de todos los tipos, sabores, edades,
colores, y facultades, en especial de Medicina, que son los más maricas. Creo que era la
forma de oxigenarme y poder rendir en la academia; eso sí, eran minutos, segundos y
alguna que otra noche de descontrol. Eso me descansaba, me revitalizaba, era como la
vitamina que mi cuerpo exigía para continuar en el ajetreo universitario de todos los días.

Cuando mi padre conversaba son sus amigos y estos le preguntaban sobre sus hijos
siempre decía:
—Tengo dos abogados, muy serios y trabajadores.
—Y ¿el monito? —se referían a mí, que solía acompañar a don Jairo Botero a tomarse un
tinto en la plaza fría de la Unión.
—M’hijo. ¿Qué vaina es lo que usted estudia?

—Literatura y deportes.

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