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DEDICATORIA

A todos los calvos del mundo, con


la admiración y respeto de
EL AUTOR

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Mi apartado postal
Mi apartado postal siempre está lleno de ofertas. Me escriben para
proponerme casas en el nuevo fraccionamiento “Tunas Verdes”, a sólo ciento
veinticinco kilómetros del periférico (ya en los límites de los estados de México y
Querétaro), mediante un corto enganche y cómodas facilidades desde veinte mil
pesos mensuales, a pagar como si fuera renta. Evidentemente no saben que yo
pago noventa y cinco pesos desde hace cuarenta años, pues disfruto de una
congelación sólo comparable a la que reina en el frigorífico de Tepepan. O bien
me ofrecen una hermosa colección de discos, una serie de biografías, una
enciclopedia en fascículos, un juego de guayaberas de invierno, verano, otoño y
primavera. También ignoran que yo ya no uso guayaberas, sino suéteres con
cuello de tortuga. En otra ocasión me ofrecieron un ingenioso artefacto
desarmable que sirve de cuna, bañera, mesita para comer y bacinilla, para
niños de uno a tres años de edad. Cuando les contesté que el menor de mis
hijos es teniente coronel de artillería, volvieron a atiborrar mi apartado postal
con ofertas de uniformes, medallas, sables, botas y cañones, todo también
desmontable.
Luego viene el caso de cierta revista de gran circulación, filial de otra
norteamericana, ninguna de las cuales leo desde hace años. La última vez que
leí una de las dos —no recuerdo cuál— era algo acerca de un señor que había
encontrado la paz espiritual levantándose todos los días a las cinco de la
mañana para darse un duchazo de agua fría. Y eso sí que no, francamente.
Prefiero mil veces continuar con mi espíritu convulso y atormentado. Yo, el
agua fría, sólo que sea mineral y acompañando al whisky. O sea que desde
entonces no leo la revista de marras, pero la revista me escribe a mí
constantemente. A mí y a mis otros yos, pues a veces me encuentro un sobre
dirigido a Marcos A. Almanza; otras, a Mario A. Alemán; en ocasiones, a
Márquez A. Albarrán; y muy frecuentemente, a Marta A. Amazonas. No sólo me
cambian de nombre, sino hasta de sexo. Pero lo que nunca les falla es la “A”
intermedia, si bien cuando deciden poner el nombre completo invariablemente
me cuelgan de “Antonio”, siendo que mi inicial significa Aurelio. (Aurelio,
Aurelio, Aurelio, aprovecho la oportunidad para repetírselo a todos los que
insisten en llamarme Antonio. No es que tenga yo nada contra los Antonios, pero
tampoco estoy dispuesto a cambiar mi nombre por una Cleopatra).
Volviendo al punto, durante algún tiempo recibí ofertas a nombre de
Isaac F. Wollensteín, pero después me enteré de que no se trataba de un error
de la revista, sino que el señor Wollenstein tenía un apartado vecino al mío, y el
empleado de correos en aquella época (que solía mamarse desde las diez de la
mañana y además era bizco), hacía un revoltillo con la correspondencia de toda
la hilera.
La revista en cuestión tiene la manía de que yo y mis otros yos
participemos en una infinidad de sorteos, con premios de siete cifras que
causan vértigos, y para el caso nos envía imitaciones de certificados, bonos,
giros postales o telegráficos, acciones, vales, cupones, seguros de participación,
etcétera, todos bonitamente impresos a Cuatro tintas, así como notificaciones y
avisos notariales de que usted, Mario A. Mazapán, es uno de los elegidos por la

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fortuna. Y siempre nos felicita por nuestra suerte extraordinaria: no por
habernos sacado un premio —que jamás hemos visto— sino por haber sido
elegidos para participar en una rifa. Inclusive nos proporcionan el número (que
nunca baja de nueve dígitos, intercalados con grupos de letras) con el cual
vamos a participar en súper sorteos de millones y millones de pesos. Que nos
feliciten a mí y a mis otros yos, pasa, aunque no me agradan mucho estas
confianzas por correo. Pero que a veces feliciten a mi señor padre, que murió
hace muchos años, francamente resulta macabro, aunque haya vivido en la
misma casa. Yo protestaría, pero me abstengo de hacerlo porque estoy seguro
de que, si les escribo, me suscriben a la revista o me envían por C.Ó.D. una
colección de discos o un atlas. O me lavan el cerebro y acaban por convencerme
de que lo mejor para la paz espiritual es levantarse a tomar una ducha de agua
fría a las cinco de la mañana.
También se cuelan en mi apartado postal las academias que ofrecen
cursos por correspondencia. ¿Por qué ese afán de convertirme en delineante?
¿O en experto en radio y televisión? ¿O en programador de computadoras,
ingeniero topógrafo, cultor de belleza o artífice en corte y confección?
Señores de las academias de cursos por correspondencia: ¿es que tan mal
escribo? Si no les gustan mis artículos y mis libros, con no leerlos basta. Pero
eso de que anden con indirectas de dedícate a otra cosa, joven, sobre todo a mi
provecta edad, y eso de que debo labrarme un porvenir como mecánico
automotriz, me parece un poco cruel de su parte. El colmo es cuando me
encuentro con cartas y folletos ilustrados en que me dicen: ¡Aprenda usted
inglés! Así, entre signos de admiración. Y a veces con mayúsculas. Eso duele.
Realmente duele, pues ocurre que yo me eduqué en el Colegio Williams, de
Mixcoac, donde todas las mañanas nos hacían cantar el God Save the King y
nos obligaban a hablar en la lengua de Shakespeare hasta para pedir permiso
para ir al baño. Después viví años enteros en Estados Unidos y en Inglaterra.
Inclusive tuve una novia beliceña en mi primera juventud, estuve casado con
una dama inglesa y después anduve arrejuntado con una serie de australianas,
canadienses y jamaiquinas. Hasta una tejana tengo en mi haber. Y encima de
todo esto, porfían en que aprenda inglés. Aunque posiblemente me lo dicen a
causa de la tejana.
¿Y la infinidad de empresas que me ofrecen tarjetas de crédito? A éstas,
sin embargo, me las sacudo enviándoles una copia fotostática del saldo
mensual de mi cuenta bancaria.
El resultado de todo lo anterior, es que en cuanto algo me huele a
propaganda, automáticamente lo tiro al cesto de los papeles sin abrirlo. Pero
esto tiene sus peligros. ¿Qué tal si un día arrojo al bote de la basura una oferta
interesante, digamos de Raquel Welch?
Miss Welch: Si alguna vez quiere escribirme, le ruego que lo haga a
mano, para que yo advierta que se trata de usted, una real hembra, y no de
una casa dúplex, una enciclopedia, un curso de electrónica, un viaje al Congo o
una tarjeta de tienda de raya. En la inteligencia de que ya hablo inglés, quedo
en espera de sus gratas noticias.
P.D. Mejor escríbame a casa y no a apartado postal, aunque me exponga
a un nuevo divorcio.

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El padre idealizado
Cirilo parecía un niño antiguo. No porque anduviera con rizos, ni porque
llevara el pantalón a media pierna, ni porque jugara con aros o soldaditos de
plomo, ni porque vistiera de marinerito. Cirilo parecía niño antiguo por la
sencilla razón de que admiraba a su padre.
Era el único niño en el colegio con devoción filial. Era el único que tenía a
su padre en alto grado de reverencia y estimación. Y lo decía con orgullo. No
con orgullo desafiante, no. Lo decía con el modesto, pero legítimo orgullo de
quien se sabe superior. Cirilo decía, para envidia de sus pequeños compañeros
de clase:
—Mi papá es bombero.
Y aquellos otros niños, hijos de vulgares directores de empresa, de
directores de banco, de acaudalados industriales, de connotados médicos o de
famosos abogados, se quedaban con la boca abierta cuando lo oían decir:
—Mi papá es bombero.
Después se atropellaban para alardear: “Pues el mío es director de la
Naviera del Pacífico”, o “el mío es senador de la República”, o “el mío construyó
el edificio más alto de la ciudad”, o “al mío le dieron el Premio Nóbel de la Paz,
porque lleva veinte años de no pelearse con mamá”... Pero todos lo decían corno
para disculparse ante Cirilo, que era el único que podía afirmar:
—Mi papá es bombero.
A veces, para bajarle los humos, los chicos le recordaban que en aquel
colegio habían estudiado don Fulano, padre de Fulanito, que había sido
domador de leones, y don Zutano, progenitor de Zutanito, que era nada menos
que capitán de paracaidistas. Pero los condenados no lograban bajarle los
humos a Cirilo, ya que Cirilo no los tenía: simplemente admiraba a su padre,
que era bombero. Y en esto aventajaba a Fulanito y a Zutanito, que en realidad
nunca habían admirado a sus propios progenitores, por muy domadores de
leones o muy capitanes de paracaidistas que fueran. Cirilo sólo veía en su
padre la circunstancia gloriosa de que era bombero. Tenía de los bomberos la
misma idea mítica, la misma imagen quimérica que tienen todos los niños del
mundo que no son hijos de bombero, acerca de los bomberos. Con la
prepotencia de que él sí lo era.
Cuando había un incendio, los chicos del colegio acentuaban su amistad
y rodeaban a Cirilo para pedirle la crónica del suceso. Después de todo, el
padre de Cirilo había estado en el siniestro. Y Cirilo, que admiraba a su padre y
además tenía una imaginación de publicista, soltaba el rollo:
Su papá —decía Cirilo—, salvaba vidas, joyas, cuadros de pintores
famosos. A veces, rodeado por las llamas, se salvaba él mismo en el último
instante arrojándose desde una cornisa al círculo de lona que sostenían sus
compañeros, tensos, en mitad de la calle. Entre los brazos o sobre sus espaldas
unas veces llevaba a un niño, otras a un anciano paralítico, y las más, a
bellísimas mujeres, tesoros o documentos muy importantes. En tres o cuatro
ocasiones había saltado con un poderoso explosivo que hubiera hecho volar a
toda la ciudad. Para corroborar sus asertos, Cirilo sacaba del bolsillo una

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hebilla retorcida o unas astillas chamuscadas, reliquias que, según él, había
encontrado dentro de las humeantes botas de su heroico progenitor.
Cuando el gran incendio de “Almacenes Pérez”, el padre de Cirilo no fue a
dormir a su casa y su madre se pasó toda la noche llamando al cuartel de
bomberos para preguntar cómo iba la cosa. Después de colgar, la pobre mujer
suspiraba.
Ya por la madrugada llamaron a la puerta. Lo llevaban entre cuatro
compañeros. Sin decir palabra, lo colocaron sobre la cama. En un rincón, la
madre de Cirilo lloraba resignada, calladamente y sin aspavientos.
Y es que siempre ocurría lo mismo: cuando un incendio duraba muchas
horas, el padre de Cirilo acababa borracho perdido.
Porque el padre de Cirilo se aburría solo y su alma en el cuartel. Mientras
sus compañeros salían en los rojos carros de sirenas ululantes para apagar
espantables incendios, él se quedaba a cargo del teléfono, para recibir recados y
avisos de otros siniestros. Pero nunca iba a los incendios. Y como no estaba el
sargento, aprovechaba la oportunidad y se empinaba una botella o dos de
tequila hasta acabar en el suelo. Después, sus compañeros
misericordiosamente lo llevaban en hombros a su casa.
Esto, naturalmente, Cirilo no lo sabía. Como no tenían televisión, Cirilo
se acostaba a las siete y media de la noche y dormía como un angelito hasta
bien entrada la mañana siguiente. Cirilo sólo admiraba a su padre porque sabía
que era bombero.

La rubia exuberante
Sin lugar a dudas la mayor atracción que ha tenido en muchos años la
playa donde un servidor de ustedes pasa la temporada de verano, lo es una
señora rubia, de edad indefinida, a todas luces extranjera, que tiene la manía
de quedarse en monokini sobre la arena. Y aunque parezca mentira, es a las
demás mujeres veraneantes a quienes más fascina el espectáculo.
La dama de cabellos de oro, ojos celestes y epidermis antes lechosa, pero
que ahora recuerda vivamente a la del camarón, ya que lleva dos semanas de
exponerla a nuestro candente sol tropical, acostumbra pasear todas las
mañanas por la orilla del mar fumando cigarrillos, correcta aunque
escasamente vestida con su bikini de dos piezas. Luego tiende una toalla sobre
la arena, se sienta, fuma otro pitillo, hace como que se pinta las uñas de los
pies y de repente, ¡zas!, se queda en monokini. Es decir, que sólo conserva
puesta la minúscula prenda inferior.
Al principio las demás señoras se escandalizaban y hacían los más
cáusticos comentarios entre sí. Los señores nos poníamos a mirar de ladito y
también encendíamos cigarrillos, pero con manos notoriamente temblorosas.
Los jóvenes silbaban y las muchachas los pellizcaban. Sólo los niños seguían
jugando inocentemente en la arena como si tal cosa, inclusive la mañana en

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que un ancianito falleció de un infarto del miocardio al ver a la rubia con sus
exuberancias al aire.
Como la mujer es indudablemente extranjera, nadie se atrevía a decirle
nada, si bien durante los primeros días la concurrencia femenina habló sobre la
necesidad de quejarse ante las autoridades correspondientes. Pero la
concurrencia masculina convenció a la femenina de que tal medida sólo daría
como resultado el tener a las propias autoridades en primera fila, lo cual
siempre es una lata, pero especialmente cuando está uno de veraneo. En
consecuencia, las señoras se constituyeron en comité de vigilancia y lo primero
que hicieron fue prohibir a los maridos y a los hijos —muy principalmente a los
maridos— el acercarse a más de cien metros de la exhibicionista y rubicunda
fémina.
Sin embargo, como tal prohibición naturalmente no afectaba al glorioso
gremio de solteros, huérfanos, viudos y divorciados, ocurrió que desde
temprano en la mañana estos afortunados varones empezaban a formar valla
esperando a que llegara la valkiria. Y con puntualidad nórdica llegaba la
condenada, con su toalla, sus gafas oscuras y sus cigarrillos. Con suprema
indiferencia pasaba por en medio de las filas de admiradores, caminaba un rato
por la orilla del mar, fumando como chimenea de buque-tanque petrolero y
luego volvía al sitio donde estaba reunido el quórum. Entonces tendía la toalla
sobre la arena, se sentaba, empezaba a embadurnarse de crema y en un
momento determinado, como quien no quiere la cosa, se quedaba con la
pechuga al fresco. Más tarde el muchachito que vende paletas heladas en la
playa confesó que ya no vendía casi nada, pues todos sus antiguos clientes
estaban con la boca abierta y lo que menos querían eran paletas heladas.
Incidentalmente, fue este chiquillo quien dio el pitazo y despertó la curiosidad
de las señoras veraneantes, transformando así su indignación en fascinación.
Ocurrió que cierta mañana, cuando el pequeño vendedor, rodeado de
damas, se quejaba de que los caballeros del circulo de mirones no hacían caso
de su mercancía, una matrona llena de pliegues y de llantas se preguntó que
después de todo qué era lo que tanto llamaba la atención de aquellos
sinvergüenzas, como si en el cine, y en el teatro, y en las portadas de tantas
revistas, en todas partes y a todas horas, no se mostraran imágenes de
hembras descocadas al natural, inclusive sin el impedimento meridional del
bikini. Pero como la mujer hizo la pregunta en voz alta, e) muchachito le
contestó, musitándole algo al oído. La señora gorda abrió unos ojos como
platos.
— ¡No es posible! —exclamó.
—Verdá de Dios que sí —afirmó el paleterito.
Con una agilidad insospechada en una dama de su peso y dimensiones,
la matrona se puso en pie de un salto y salió disparada para echarle un vistazo
a la güera. Tras somera inspección, regresó como cohete a su círculo y
comunicó su sensacional descubrimiento a todas las demás señoras, quienes
no tardaron en acudir en masa para confirmarlo.
Y así fue corno desde entonces la sensacional rubia del monokini se
convirtió también en espectáculo y atracción para las damas que veranean en
esta dorada playa del Caribe. Porque sabrán ustedes que la madre naturaleza
fue pródiga con la desfachatada extranjera, dotándola con tres de lo que a las

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demás mujeres sólo acostumbra darles dos. Y tanta exuberancia, que pone al
descubierto su nórdica costumbre de quedarse prácticamente en cueros
tendida al sol, llama poderosamente la atención. Tanto de los hombres como de
las mujeres. Y más de las mujeres que de los hombres, creo yo.

El diagnóstico

El doctor Gorozpe de la Polaina, un hombre joven, bien parecido,


excelentemente forrado desde el punto de vista económico por ambas ramas de
su aristocrática familia, recién egresado de la Facultad de Medicina con notas
sobresalientes y mención honorífica, entró en la sala número trece y miró
rápida y someramente al enfermo. Su tez amarillenta le hizo diagnosticar sin
más trámite:
—Hepatitis.
—Doctor —se atrevió a interrumpir la enfermera que lo seguía—, sólo
que...
El doctor Gorozpe de la Polaina enarcó las cejas, puso las manos atrás y
giró lentamente sobre sus talones.
—Señorita Mondínguez —carraspeó —. ¿Tiene usted la bondad de
decirme quién es el médico aquí?
—Usted, doctor —repuso la enfermera sonrojándose ligeramente.
—Y si el médico dice que un paciente tiene hepatitis, ¿puede una simple
enfermera corregir o enmendarle su diagnóstico?
—Naturalmente que no, doctor; pero es que...
—Señorita Mondínguez —Continuó el joven facultativo ahuecando la voz
y balanceándose alternativamente sobre las puntas de los pies y los talones,
siempre con las manos cruzadas a la espalda—: Yo digo las cosas solamente
una vez. Y si pretende usted continuar adscrita a mí en este sanatorio,
conviene que sepa que no tolero intromisiones, injerencias y menos
contradicciones. Sí yo diagnostico que un enfermo tiene hepatitis, significa que
el enfermo contrajo hepatitis, que está en cama a causa de su hepatitis y que lo
más probable es que muera de hepatitis. A menos, como es natural, que yo le
cure su hepatitis. ¿Entendido?
—Entendido, doctor —agachó la cabeza la enfermera, encendiéndose un
cromogramo más.
—Muy bien. Entonces haga favor de aplicarle una inyección de
sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato cada tres horas y téngame
informado de la evolución del enfermo. Que le hagan una electrósmosis del
perigeo y dos análisis Wolfgang del hipocondrio derecho.
—Muy bien, doctor; nada más que... —interrumpió nuevamente la
enfermera.
El joven médico la fulminó con una mirada a través de sus finos cristales
de color lila. La muchacha volvió a inclinar la cabeza.

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—Después de la segunda inyección —añadió el galeno—, espero que ese
color amarillento ceda a uno rosadito claro. Avíseme sobre el particular.
—Le avisaré, doctor, nada más que...
El doctor Gorozpe de la Polaina dio una tremenda patada sobre el
inmaculado piso de mármol.
— ¡Una interferencia más y me veré obligado a solicitar su despido sin
derecho a compensación ni aguinaldo! Si persiste en objetar mis indicaciones,
haré que la den de baja del cuerpo de enfermeras y que le retiren el distintivo
de Florencia Nightingale.
La pobre chica palideció y se retorció las manos.
—De continuar el tinte amarillento de la epidermis, duplíquele la dosis de
sulfabencina —concluyó el joven médico en tono que no admitía réplica.
—Muy bien, doctor —suspiró la enfermera.
El facultativo continuó su recorrido por las salas del sanatorio que tenía
asignadas y después se marchó a su club a tomar el aperitivo. Almorzó en casa
de los banqueros De la Lana y Escalón, y por la tarde jugó al golf. Al anochecer
regresó al sanatorio.
— ¿A1guna novedad? —preguntó a la enfermera.
—Sí, doctor. El japonés de la sala trece falleció a las diecisiete treinta a
consecuencia de su afección cardiaca.
El joven doctor Gorozpe de la Polaina se quedó con la boca abierta.
—Según parece —agregó muy seria la enfermera—, no resistió la doble
dosis de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato ni la electrósmosis
del perigeo.

Lo que sucede
mientras nos duchamos
Claro que estas cosas no ocurren todos los días, pero si tuviésemos la
curiosidad de anotarlas, veríamos que al estar bajo la refrescante ducha nos ha
sucedido que...

. . .viene el cartero con una carta certificada cuyo recibo no puede firmar nadie
más que nosotros mismos.

. . . se atasca el desagüe.

. . . nos damos cuenta de que no hay toalla.

. . . pegamos un patinazo y al querer agarrarnos de algo, echamos abajo la


cortina.

. . . alguien de la familia tiene necesidad de entrar urgentemente en el cuarto de


baño.

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. . . nos llama por teléfono un amigo desde el aeropuerto, faltando tres minutos
para que salga su avión.

. . . se acaba el agua.

. . . llega el cobrador de una casa comercial.

. . . se nos mete el jabón en los ojos.

. . .viene de visita la vecina de la casa de al lado, que está estupenda (la vecina,
no la casa) y que pocas veces se deja ver.

. . .nos entra dolor agudo en el lado izquierdo, a la altura del corazón.

. . . se comen los tamales que compramos para el desayuno.

. . . viene el cobrador de otra casa comercial.

. . . nos llama el jefe urgentemente por teléfono.

. . . se cae una de nuestras criaturas y se descalabra.

. . . se nos ocurre una idea morrocotuda y no tenemos a mano papel ni


bolígrafo para anotarla.

. . . se nos moja el cigarrillo que llevamos en la boca.


. . . viene la dueña de la casa con el plomero —rarísima avis— para ver eso de
la cañería defectuosa.

. . . la abuelita toca en la puerta para decir que dejó su dentadura postiza sobre
el lavabo.

. . . nos damos cuenta de que tenemos las gafas puestas.

. . . viene el cobrador de otra casa comercial.

. . . estalla el calentador de gas

. . . nos damos cuenta de que tenemos una mancha muy rara en la ingle
izquierda.

. . . uno de nuestros hijos, que está haciendo la tarea escolar a última hora,
toca en la puerta para preguntarnos cuál es la capital de Bulgaria.

. . . nos avisan que ya está servido tu desayuno.

. . . se nos cae el jabón en el dedo gordo del pie y nos hace ver estrellas.

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. . . nos llaman por larga distancia.

. . . vuelve a tocar la abuelita para informarnos que no, que no dejó la


dentadura postiza sobre el lavabo, sino que la tiene puesta.

. . . sale una cucaracha por la coladera

. . . nos dice algo nuestra mujer, no la oímos, grita, no la entendemos, vuelve a


gritar, cerramos las llaves del agua, nos colocamos una toalla alrededor de la
cintura, abrimos la puerta chorreando y nos pregunta si la habíamos llamado.

. . .vienen a cortar la luz por falta de pago.


. . . nos avisan que anoche dejamos el automóvil frente a la puerta del vecino y
que éste no puede salir con el suyo.
. . . vuelve a tocar la abuelita para preguntar si no hemos visto su dentadura.

. . . alguien abre la llave del agua caliente en la cocina y nos helamos con la
fría. Gritamos que la cierren, la cierran, y como nosotros a la vez hemos cerrado
la del agua fría, ahora nos achicharramos.

. . . nuestra hija mayor nos pide dinero para un taxi, pues ya se le hizo tarde
para tomar el camión.

. . . se va la luz y nos quedamos completamente a oscuras.

. . . vienen a avisarnos que está empezando a llover.


. . . oímos unos gritos y unos disparos que nos alarman mucho. Salimos otra
vez chorreando agua y con la toalla alrededor de la cintura, sólo para
enterarnos de que el niño más pequeño ha puesto la tele, donde están pasando
una vieja película de gangsters.

. . . se nos cae la regadera encima.

La cuestión de las pelucas


A sugerencia de una gentil y guapa lectora, voy a tratar en esta ocasión
el interesante tema de las pelucas. No de las pelucas tradicionales, con que
cubrían —y cubren— los calvos sus extensiones craneanas desprovistas de
vegetación capilar, sino de las pelucas finamente elaboradas y de diversos
colores con que actualmente las damas cambian su aspecto y su personalidad
como quien cambia de marido o de zapatos.
Estas pelucas se manufacturan tanto con fibras sintéticas como con
cabello natural. Para los efectos del presente estudio descartaremos a las

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primeras, no por su bastedad y relativa baratura, sino porque no causan los
fenómenos sicológicos y sociales que ocasionan las segundas. Las pelucas de
material sintético no son capaces de provocar de ninguna manera los agudos
cambios económicos, físicos y espirituales que han originado las pelucas de
cabello natural, como veremos más abajo y adelante.
Por principio de cuentas, la producción de pelucas de cabello natural está
motivando que la población femenina del planeta se divida en dos grandes
grupos, a saber: aquellas que se cortan o que se dejan cortar el cabello para
venderlo, y aquellas que se adornan con cabellos ajenos. Más que mujeres
liberadas y no liberadas, más que féminas de Primero o de Tercer Mundo (las de
Segundo no cuentan en este caso), puede decirse que a la larga habrá una
masa de mujeres pelonas y una minoría de damas empelucadas. Esto acarreará
una serie de complejos problemas de índole social y económica mucho más
gordos que los que motivaron la revolución francesa y siglo y medio después la
bolchevique. Habrá un proletariado de mujeres que, tan pronto vuelvan a
producir una mata de pelo, serán despiadadamente rapadas para que una
burguesía de señoras popis tengan cinco o seis pelucas de diversos colores, a
efecto de lucirlas en salones, restaurantes, teatros y centros nocturnos de
postín. Y si consideramos que una mujer común y corriente tarda
aproximadamente dos años en criar una abundante cabellera, llegaremos a la
conclusión de que la productora de materia prima tendrá que andar pelona diez
años de su existencia para poder surtir las cinco pelucas que como mínimo
requiere una dama elegante y a la moda. Tarde o temprano esta situación
provocará un levantamiento de imponentes proporciones. Al grito de: “¡Pelonas
del mundo, uníos!“, una turba de mujeres capilarmente explotadas se lanzará
por las calles de todas las grandes ciudades del mundo, con los puños en alto,
vociferando obscenidades tras de una bandera roja con el emblema de un peine
y unas tijeras cruzadas, para arrancarles las pelucas a sus explotadoras.
Por otra parte, consideremos los fenómenos anímicos que el constante
cambio de pelucas necesariamente causa en la mujer. Una señora que desde
pequeña ha tenido el cabello negro y que de golpe y porrazo se convierte en
rubia o en pelirroja, lógicamente verá alterada su personalidad. Las rubias
reaccionan de diferente manera que las morenas y las castañas. Una mujer con
temperamento de morena se crea serios trastornos sicológicos al tratar de
actuar como rubia, y viceversa Y si en el transcurso de veinticuatro horas se ve
obligada a conducirse alternativamente como morena sensual, rubia de
categoría, pelirroja turbulenta, castaña ni fu ni fa y exótica de cabello color lila,
a la postre terminará hecha un manojo de nervios, con más complejos, tics y
traumas que un siquiatra. Y si en vez de pelo de mujer madura empieza a usar
melenas de jovencitas a go-go, las consecuencias no son para ser descritas.
Por último, meditemos en los problemas de confusión que la mujer
multiempelucada puede acarrear a su marido. Yo tengo un amigo, medio
tenorio él, que por espacio de cinco calles siguió a una rubia despampanante,
diciéndole piropos de todos colores y longitudes de onda, pero que al volver la
cara en una esquina resultó ser su propia esposa, que siempre había sido una
morenita más bien pasada de tueste. La reacción de ambos fue catastrófica,
especialmente tomando en cuenta que aquella misma mañana habían tenido
un broncazo de campeonato a causa de las veleidades amorosas de mi amigo.

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Claro que él trató de componer la cosa diciéndole que precisamente ansiaba
hacer las paces y que por eso la había seguido cinco calles lanzándole tan
preciosos requiebros. Pero a ver qué señora casada ha oído a su marido decirle
las cosas que éste les dice a las demás mujeres en la vía pública.
También tenernos el caso de mi primo Jovito, que al llegar a su casa
creyó haber sido teletransportado al planeta Urano, al encontrar a un ser
extraño con pelambre verde, pero que resultó ser su cuñada María Luisa, que
había venido a pedir prestada la plancha. Y el apuro en que se vio el arquitecto
Manlio Flavio Capitolino, que al ser recibido en su domicilio por una morenita
muy Coquetona y pizpireta, supuso que se trataba de su consorte (a quien
últimamente le había dado por andar con trenza negra al estilo autóctono), por
lo que procedió a besarla y abrazarla muy tiernamente, hasta que llegó la
verdadera señora y de una descomunal bofetada le hizo saber que se trataba de
la nueva sirvienta, que con miles de trabajos le había robado a una familia de
diplomáticos búlgaros.
En fin, que el uso y abuso de pelucas de cabello normal sacudirá en sus
cimientos al mundo, al estado y a la familia. Y muy principalmente a los
maridos.

El niño, el padre
y los dragones
Tumbado en el suelo, rodeado de cuentos y truculentas revistas
infantiles, se halla el NIÑO. El PADRE entra en la sala-comedor con ese gesto de
aflicción que tenemos todos los PADRES contemporáneos. Se dirige a la mesita
donde descansa el teléfono. Y decimos descansa, porque la hija mayor salió
hace unos momentos a comprar otro bidón de Coca-Cola y lo dejó tranquilo por
breves instantes.
PADRE. Con esta maldita manía de que cada semana cambian los
horarios de los aviones, ya no sabe uno a qué atenerse. Y tratar de comunicarse
con la compañía de aviación resulta en realidad más tardado que el mismo
vuelo.
(El PADRE toma el directorio telefónico, lo abre en las primeras páginas y
va leyendo conforme recorre con el dedo índice las apretadas líneas, propias
para vista de relojero).
PADRE. Vamos a ver... Aceves, Epifania Rodríguez viuda de, Acojinados
Plásticos, Acondicionamiento de aire...
NIÑO. Papacito...
PADRE. Acosta, Acosta, Acosta... ¿Qué quieres, hijo?
NIÑO. Papito, ¿dónde hay dragones?
PADRE. Acosta, Acosta... Hay más Acostas que chinos... Aceros, aceros
esmaltados... Los dragones no existen, Lalo... Acumuladores “El Chispazo”,
Acuña González, doctor Federico.
NIÑO. Es que yo quiero cazar dragones.

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PADRE. Achar, Selim Mustafá... Adams Mexican Curios... Te digo que los
dragones no existen, niño. Adresógrafos, Adelita, zapatería.
NIÑO. Es que yo leí no sé dónde que no sé quién mató a un dragón con
una lanza. O creo que fue de una pedrada.
PADRE. Adhesivos PRI, Administración de asilos... Son historias
fantásticas, hijito, animales de leyenda nada más... Adoración Nocturna
Mexicana, Adornos, Adrián, nevería...
NIÑO. ¿Y en China hay dragones?
PADRE. Aduana... Aduna, pasteurizadota... En China tampoco, Lalo. Te
digo que los dragones no existen... Adventistas del Séptimo Día...
NIÑO. Pues yo los he visto dibujados en un jarrón en casa de abuelita. En
ese que rompiste cuando eras chico.
PADRE. Yo no he roto dragones de chico ni de grande. Déjame, hijito. ¿No
ves que estoy tratando de buscar un teléfono?
NIÑO. ¿Y para qué lo buscas si ya lo tienes en la mano?
PADRE (impaciente). Quiero decir un número de teléfono. A ver:
Aerocombustibles, Aerocarga, Aero Hamburguesas de México... Caliente,
caliente...
NIÑO. ¿Y en África?
PADRE. ¿En África qué?
NIÑO. Que si en África hay dragones.
PADRE. 593 - 27 - 88... En África tampoco hay dragones, Lalo. No los hay en
ninguna parte... África, digo, Afianzadora del Centro, Afinaciones Rodríguez,
Afu... ¡Maldita sea, ya me pasé! ¿Ves, niño lo que sucede por interrumpirme?
(El PADRE recorre la página en reversa, es decir, des- liza el dedo de abajo
a arriba sobre las líneas del directorio telefónico).
NIÑO. ¿Y en la luna no hay dragones?
PADRE. Tampoco en la luna hay ladrones, digo dragones... Aerofoto,
Acrográfica...¡Aquí está! Aerolíneas de Chihuahua.
NIÑO. ¿Y en el fondo del mar?
PADRE. ¡Déjame en paz, criatura! Vas a hacer que pierda mi dragón, digo,
mi avión... 583-23-79... (Marca el número) ¿Bueno? ¿Aerolíneas de
Chihuahua?... Buenas tardes, señorita... ¿ Podría usted decirme a qué hora
sale el tren, quiero decir, el dragón, perdón, el avión de las nueve treinta
para...? ¿ Qué dice usted? ¿Que esa es una tlapalería?... ¡Huy, dispense usted!
NIÑO. ¿Y en el desierto?
PADRE. Ahí es donde quisiera yo pasar el resto de mi vida, como
anacoreta. (Vuelve a marcar el número cuidadosamente)
NIÑO. Pues te apuesto que en las nubes sí hay dragones. Yo una vez vi
uno.
PADRE. ¿Y por qué no te fuiste con él?... (Al teléfono) ¿Bueno?... Me lleva
la...! ¡Otra vez la tlapalería!
NIÑO. Pregúntales si ahí tienen dragones.
PADRE. Si no te callas, te voy a dar con el teléfono... (Marca el número por
tercera vez). ¿Bueno? ¡No! ¡No es posible, señorita! ¿Cuántos teléfonos tiene esa
condenada tlapalería? ¿Qué? ¿Qué dice? (Furioso): ¡Eso lo tendrá usted, pinche
gata liberada!

14
El NIÑO permanece callado mientras el PADRE vuelve a marcar siete veces
seguidas el número. Siempre contesta ocupado. Por fin consigue comunicarse
con Aerolíneas de Chihuahua. Mientras le dan la información que desea, que él
trata de anotar precariamente en el margen del directorio telefónico, el NIÑO lo
jala de la manga.
NIÑO. Papito, ¿y los centauros? ¿Dónde hay centauros?

Otelo el peluquero
De esto hace ya muchos años, más de cincuenta, cuando yo era pequeño
y vivía en Mixcoac, que en aquella época era un pueblo a diez kilómetros del
centro de la ciudad de México y separado de Tacubaya y San Ángel por llanos
baldíos, milpas y establos. Era como vivir en Tepespitengo de las Tunas o en
cualquier otro villorrio del entonces apacible valle de México.
En la calle de la Empresa habitaba y trabajaba un máistro peluquero
prieto, cacarizo y medio jorobado llamado Simón, a quien apodaban “El
Enterrador” y también “Otelo”, por las razones que más adelante se verán.
Ambos remoquetes ponían frenético al fígaro y en más de una ocasión salió de
su establecimiento, navaja de barba en mano, para corretear a algún mocoso
travieso o a un jovenzuelo impertinente que se habían asomado a la peluquería
para gritarle sus motes.
El máistro Simón estaba casado con una bella y opulenta mujer —
opu1enta en carnes, que no en dineros— llamada María Francisca, a quien
llamaban Panchita “La Retirada” los guasones del pueblo. El peluquero, que
estaba algo desequilibrado de los nervios, era un celoso tremendo y de ahí su
apodo de “Otelo”. A tal grado llegaba su desconfianza, que no dejaba a la bella
María Francisca ni a sol ni a sombra, haciéndole el amor violenta y
precipitadamente cada vez que la mujer tenía que salir a la calle, según él para
que a ella no le quedaran ganas de hacerlo por ahí otra vez con cualquiera. Por
eso la apodaban “La Retirada”. Estos ímpetus de gallo fueron asimismo los que
dieron origen a su sobrenombre de “El Enterrador”, si bien según don Serapio,
el boticario, que era hombre leído y viajero, el tal apodo se relacionaba con una
copla española entonces muy en boga, que empezaba con la frase: “era Simón
en el pueblo el único enterrador”, y que continuaba con una dramática
narración de cómo, al morir su único hijo, fue necesariamente él quien tuvo
que darle sepultura. Al volver del cementerio (seguía la copla), la gente le
preguntaba: ¿de dónde vienes, Simón?”, y el pobre hombre respondía: “de
enterrar mi corazón”. Todo el mundo lloraba a moco tendido al oír las fúnebres
estrofas, menos el lúbrico y celoso peluquero, que por alguna retorcida razón
creía advertir en ellas una crítica velada a sus capacidades amatorias.
Es de suponer que a Panchita no le hacía ninguna gracia la impetuosidad
de su marido, pero le tenía tanto miedo (ya en una o dos ocasiones le había
hecho un corte en el brazo con su dichosa navaja, de la que nunca se
separaba), que la pobre de La Retirada no se atrevía a poner un pie fuera de su

15
casa sin avisárselo antes. La vivienda de la pareja comunicaba con la
peluquería por una puerta pequeña que remataba en un arco moruno, a la cual
se asomaba la bella María Francisca para anunciar al desconfiado rapabarbas:
—Simón, voy al mercado a comprar medio kilo de tortillas y un manojo
de cilantro.
—Pérate un momentito —respondía él.
Entonces dejaba al cliente en turno a medio enjabonar o pelado de un
solo lado, y se dirigía rápidamente a la recámara en pos de su mujer, que ya
sabía lo que le aguardaba y se recostaba mansamente en la cama para recibir d
embate. Momentos después salía Panchita por la puerta que daba a la calle,
arreglándose el pelo y alisándose la blusa y la falda, con su canasta de la
compra en una mano aún temblorosa. El máistro volvía a su cliente, quien
pacientemente había quedado esperando que terminara de arreglarlo. Por
supuesto que éste no decía ni una palabra, pues sabía que cualquier
comentario indiscreto podía costarle una tajada en el cuello a la altura de la
yugular.
Los monigotes que por ahí merodeábamos, nos guiñábamos un ojo con
picardía y nos decíamos unos a otros, pero teniendo buen cuidado de que no
nos viera y menos de que nos oyera el máistro Otelo:
—Ya salió doña Panchita de la peluquería, de que le hicieran la
permanente...
(La “permanente”, no vayan ustedes a pensar otra cosa, era un peinado
para señoras, muy de moda en aquel lejano entonces).
Era de ver a la pobre María Francisca salir de su casa sujetándose
invariablemente una horquilla en el pelo o abrochándose algo, ya fuese para ir
a la iglesia, a la tienda de abarrotes de los españoles o a visitar a su señora
madre, que vivía a la vuelta de la peluquería. Incluso cuando iba al cementerio,
en compañía de su dicha madre para llevar unas flores a la tumba de su padre,
el terrible barbero la sometía primero al tratamiento, no fuera a ser que de
repente le entraran concupiscencias a la inocente Panchita por en medio de las
sepulturas.
—-Más vale prevenir que lamentar —decía torvamente el máistro Simón
afilando su navaja y mirando a su alrededor por si alguien era de opinión
Contraria. Excuso decir a ustedes que nadie lo rebatía. El cliente que estaba
Instalado en la silla nada más tragaba saliva, y los que esperaban turno
continuaban muy ensimismados leyendo las revistas que tenían en manos.
Si sería bestia el peluquero, que en cierta ocasión en que se desató un
tremendo incendio en aquel barrio de Mixcoac, la desdichada María Francisca
tuvo que salir su casa quince minutos después que todos los demás
vecinos de las suyas, arreglándose precipitadamente el cabello, ajustándose la
falda y estirándose las medias de popotillo. El fígaro prieto, cacarizo y medio
jorobado no llegó a salir, pues mientras recobraba el aliento y buscaba a tientas
entre el humo y las llamas su navaja, que se le había caído de la cama al suelo,
a él a la vez le cayó en el cogote una viga ardiendo, la cual le quitó para siempre
los celos.

16
Peligros de la semántica
El eminente filólogo, tres veces Premio Nóbel de Semántica (que como
ustedes saben es la ciencia que trata de los cambios de significación de las
palabras), aprestó el bolígrafo y puso la fecha en el ángulo superior derecho de
la cuartilla.

Querida amiga..., escribió.

Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido


altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido
pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de
semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que
una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al
cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:

Estimada señorita...

El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo.


“Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar,
reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que él
ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo,
difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien
sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.

Distinguida señorita..

Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto


podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada, podría
producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta usted
con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no ha sido
capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y semántico se
vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un marido
enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también significa
diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir, reconocer.
Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde luego no
existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a usted entre
muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la reconozco de
inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga
reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán
conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico
tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.

Muy señora mía...

17
Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no
compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza
escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo
que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y tiró
el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje tiene sus
problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas dificultades.
¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato, la decencia, las
virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el término a una
dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos en son de mofa,
chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto retinto o “jovenazo” a
un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con una
sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque ése
era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y
bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello,
arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y
semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo que
sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y Particularidades del
lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.

Brevísimo tratado
sobre el sexo

El sexo es exclusivo del mundo animal. La estrella, el pedrusco, la nube,


el paraguas, el viento, el bolígrafo, el PRI y la bomba atómica no tienen sexo. Lo
que tienen es género, que no es lo mismo.
Se ha hablado del parto de los montes, pero ya se comprenderá que se
trata de una simple metáfora, dado que en el caso de poder alumbrar, quienes
estarían en capacidad de hacerlo no serían los montes, sino las montañas.
Como en el caso de nuestras sierras madres Oriental y Occidental, cuyos
nombre suponen experiencia en concebir y dar a luz.
Los seres vivientes monocelulares no tienen sexo, pero en compensación
tampoco tienen muerte. Cuando les llega su hora, se dividen y multiplican (que
en este caso es lo mismo), de modo que cada uno se hace dos y cada cual
continúa viviendo muy tranquilamente, al contrario de lo que ocurre en el

18
matrimonio entre humanos, donde dos se convierten en uno y ninguno puede
ya vivir en paz.
A veces estos dos que han nacido de uno, reconociendo que cada uno de
ellos es la mitad del otro, se vuelven a unir y dan origen a diez o doce. Esto se
llama “gemación” y puede considerarse una forma de esquizogonia, pero
todavía no podemos hablar del auténtico sexo, porque ni el uno reclama sus
derechos y se queja de lo escasa que está la servidumbre, ni el otro tiene bigote
y se va de juerga con sus amigachos.
Sin detenernos a hablar del hermafroditismo, porque es muy complicado
y además ha de ser muy poco estético, pasemos a examinar la partenogénesis,
o sea la reproducción de determinadas especies sin el concurso de los sexos. La
partenogénesis aúna la perpetuación de la especie con la castidad. La hembra
sin fecundar puede dar a luz numerosos hijos que unas veces son machos,
aunque no saquen la cara del padre, puesto que no lo hubo, y otras veces son
hembras, que desde luego sacan todita la cara de la madre o de la abuela. En la
especie humana —afortunadamente— no existe la partenogénesis. Así es que
cuando una mujer en estado le echa la culpa a la partenogénesis, hay que verla
con bastante desconfianza.
Otro tipo de reproducción muy decente lo encontramos en los peces, que
en su gran mayoría son decididamente castos. En algunas especies se practica
la eleuterogamia, la cual consiste en que las hembras ponen miríadas de
huevos y luego se retiran con la mayor discreción. Poco después los machos
pasan por encima de los huevecillos con mucho disimulo, leyendo el periódico o
hablando de política, y como quien no quiere la cosa van soltando chorritos de
esperma que eventualmente fecunda a los óvulos. Pero a la señora pez, ni un
besito siquiera. Más recatados aún son ciertos vegetales, que encomiendan al
viento y a las patas de los insectos el transporte del polen fecundante. Muchos
árboles y plantas pueden decir con toda justicia y propiedad que su padre y su
madre no se han visto jamás y que nunca se tocaron ni un pelo. O mejor dicho,
ni una hoja.
Existe aún un tipo de reproducción por esporos o esporas, que son
células no sexuales, que al multiplicarse pueden producir seres pluricelulares,
ya similares al que les dio el ser, ya diferentes, pero progenitores de otros
similares. Los hongos practican este sistema. Como advertirán ustedes, no es
de envidiarse mucho.
Ahora bien, cuando los individuos se dividen en dos sexos perfectamente
diferenciados, entonces empieza lo bueno, ya que se implanta el llamado
diformismo sexual, que es el que hace que la anatomía de don Fidel Velázquez,
pongamos por caso, no se parezca en nada a la de Olga Breeskin. Gracias a
este diformismo la especie humana ha pasado y pasa ratos muy agradables,
aunque también ha dado origen a un sinnúmero de calamidades,
principalmente a través del matrimonio.
Para mayor información sobre el sexo, ruego a mis lectores consultar un
tratado de biología o bien a cualquier jovencito o jovencita de secundaria.
Especialmente a una jovencita, sobre todo si estudia en colegio de monjas.
Algunas revistas y películas cinematográficas también son altamente
ilustrativas al respecto.

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Lo que el vulgo sabe acerca de Napoleón
Que era chaparrito.
* * *
Que llevaba siempre una mano metida en la guerrera. Según unos,
porque padecía úlcera gástrica; según otros, porque se le había caído un botón
y ninguna de sus dos mujeres tuvo el comedimiento de pegárselo, ya que en
aquella época también existía una que otra liberada.

* * *
Que se ponía el sombrero de dos picos al revés, es decir, con éstos
apuntando a uno y otro lado, en vez de hacia atrás y adelante. Cuando el vulgo
se entera de que dichos sombreros también se llamaban bicornios,
automáticamente relaciona el de Napoleón con las veleidades amorosas de
Josefina y de María Luisa.

* * *

Que usaba un mechón sobre la frente.

* * *
Que nació en Ibiza, Sicilia, Cerdeña o una isla de por ahí. Algunos saben,
correctamente, que nació en Córcega, pero luego meten la pata al escribir que
era corzo, con zeta, lo cual es una barbaridad, ya que el corzo con zeta es un
cuadrúpedo rumiante europeo de la familia de los cérvidos, en tanto que
Napoleón, aunque europeo, no era cérvido, sino que pertenecía a la familia de
los Buonaparte, de Ajaccio, Zona Postal 12.

* * *
Que guerreó con medio mundo, inclusive con Rusia, si bien al llegar a
Moscú volvió por el frío. Igual que aquel embajador nuestro que no llegó a
presentar sus cartas credenciales en Bucarest, Rumania, por el mismo motivo.

* * *

Que invadió España y colocó en el trono de aquella sufrida nación a su


hermano José, a quien el pueblo rápidamente llamó “Pepe Botella”, por su
afición a los alipuses.

* * *

Que decía que la música era el menos molesto de los ruidos. (Y eso que
no llegó a conocer la “pop” de nuestros melenudos contemporáneos).

* * *

Que inventó el coñac que lleva su nombre.

20
* * *
Que participó en la toma de Tolón y luego mandó fusilar al campanero.

* * *
Que entre muchas otras frases célebres dijo: “el Estado soy Yo”. (Lo cual
también es una soberana burrada, ya que quien la dijo fue Luis XIV, pero
póngase usted a discutir con el vulgo).

* * *
Que su primera mujer, Josefina, era mulata. Sólo por el hecho de haber
nacido en la Martinica, lo cual equivale a decir que Silvia Pinal es yaqui porque
nació en Sonora.

* * *
Que tuvo como segundo frente (no militar) a una condesa polaca
estupenda, doña María Walewska. Otros creen que fue Greta Garbo, la célibe
actriz sueca que algunos años después hizo el papel de la condesa en una
película.

* * *
Que estuvo prisionero en una isla y luego fue desterrado a otra, en la
cual murió. (¿Elba? ¿María Cleofas? ¿Santa Elena? ¿María Madre? ¿La del
Diablo? ¿María Magdalena?).

* * *
Que fue derrotado en Watergate.

* * *
¡Ah!, y que todos los locos creen que son él.

Carta de la gorda
al nutriólogo

Admirado doctor:
Soy la señora de Barrigoicochea, pero si el apellido de mi marido no le
suena, bastará que le diga algo que le hará ubicarme al instante: soy La Gorda.
Ya ve usted que acepto mi gordura con toda resignación. “La Gorda” no
es un mote que utilice la gente a mis espaldas y en voz baja al referirse a mí.
¡Qué va! Cuando llamo por teléfono a mi marido y la secretaria pregunta quién
habla, antes de responder si está o no, o si se encuentra en reunión del consejo
y no puede ponerse al aparato, yo le aclaro rápidamente:
—Habla La Gorda.

21
— ¡Ah, sí señora! —contesta muy sonriente—. Ahorita mismo la
comunico con el licenciado.
Y en casa, mi marido y mis siete adorables hijos creo que ya ni saben
cómo me llamo, pues todo se les va en “hola, Gorda”, “adiós, Gorda”, “Gorda,
tengo hambre”, “Gorda, se me cayó un botón”, “no hay toallas en el baño,
Gorda”. . . Y así por el estilo. Por lo tanto le ruego que no sufra, cuando me vea,
tratando de recordar un apellido tan complicado corno Barrigoicochea. “Esta es
La Gorda”, se dirá usted para sus adentros, y yo tan ecuánime y tan contenta.
Le n pito, doctor, que soy una gorda de lo más resignada.
Porque yo soy esa señora gorda que hace tambalearse a los taxis,
haciéndolos inclinarse peligrosamente a babor o a estribor, según la banda por
la que me suba y el lado donde me siente. Hay cines a los que no voy, porque
no tienen brazos desmontables las butacas para que yo pueda ocupar dos de
ellas. Soy una de esas damas gordas que en los cocteles cogen tres o cuatro
canapés cada vez que pasan la bandeja; y si la dejo pasar sin tomar un canapé
(lo cual raramente ocurre), es porque veo que detrás viene un camarero con un
platón de tacos de cochinita pibil o con camarones gigantes en salsa tártara, de
los cuales también tomo tres o cuatro. Y si alguien me advierte: “Cuidado, que
eso engorda”, le contesto que vaya y se lo diga a los flacos, puesto que yo llevo
años de haber engordado.
Creo, doctor, que con lo dicho tiene usted datos más que suficientes para
trazar mi perfil sicológico. Por lo que respecta al físico, lo dará por descontado:
basta imaginar una esfera con ojos —eso sí, bastante bonitos, lo que sea de
cada quién— y una pechuga que haría palidecer de envidia a Zulma Fajad y a
Sofía Loren juntas. Tengo complejo de gorda y estoy gorda. Gordísima, doctor.
Pero no es por el complejo que le escribo. Usted es experto en dietética y
no en complejos. Para eso) están Edipo y los siquiatras. Acudo a usted porque
he leído su libro sobre obesidad, la torturante obesidad, sus causas y remedios.
Confieso que entendí muy poca cosa, pero no cabe duda de que usted domina
el asunto. Y por eso me dirijo ahora a usted, doctor, con la confianza que
Inspiran los sabios con carisma, los curanderos, los yerberos, los santos como
San Martín de Porres, los “swamis” y los productos de la acreditada casa Bayer.
Usted habla en su libro de metabolismo y endocrinología, y dice que el cuerpo
humano es como un laboratorio químico en el que se introducen compuestos
que reaccionan entre sí y con los compuestos producidos por el mismo cuerpo.
Los compuestos de fuera se denominan pan con mantequilla, papas fritas,
spaghetti, mondongo a la veracruzana, batidos de chocolate, pasteles de crema,
paellas, frijoles refritos, etcétera. Son tantos los compuestos de fuera que nos
tientan a las gordas (aparte de ellos no nos tienta nadie), que las tentaciones de
San Antonio resultan juego de párvulos. Por lo que respecta a los compuestos
de adentro, cita usted a los jugos gástricos, las hormonas y otras zarandajas
que yo no discuto. Y añade, para ilustración de sus lectores, que la adecuada
dosificación de los reactivos externos e internos constituye el régimen
alimenticio ideal.
Bueno, doctor, pues eso es lo que yo, La Gorda, necesito: un régimen
alimenticio. Si no ideal, por lo menos adecuado. Y le suplico su ayuda porque
veo mi complejo de gorda muy comprometido. Por lo que más quiera, déme una
manita. O las dos, si es posible. El próximo 15 de junio se celebra en Viena el

22
Primer Simposio Internacional de Mujeres Gordas. Hasta el momento de
escribirle la presente, se han inscrito ciento cuarenta y tres, entre ellas una
rusa y una alemana que figuran con pesos superiores al mío, ya que hacen
tambalear la báscula con doscientos setenta y cinco y trescientos diez
kilogramos, respectivamente. Y yo apenas llego a doscientos sesenta, con todo y
faja.
Le ruego, pues, doctor, que me proporcione un régimen alimenticio
intensivo, suficientemente adecuado para poder engordar otros sesenta o
setenta kilitos en tres meses, a efecto de apabullar a la teutona y a la eslava.
Con mi agradecimiento anticipado, le saluda efusivamente,
BENIGNA VALDOVINOS DE BARRIGOICOCHEA
(La Gorda)

Tangos con acompañamiento de mariachis


Hace algún tiempo recibimos la grata visita de una delegación comercial y
financiera argentina, integrada por treinta y ocho hombres de empresa que
vinieron a tratar diversos aspectos relacionados con la integración del Mercado
Común Latinoamericano. Por principio de cuentas, y de acuerdo con sus
colegas mexicanos, se convino en crear una Bolsa Mexicano-Argentina de
Importación. Y acto seguido se pensó en la necesidad de editar a toda prisa un
diccionario mexicano-argentino para poder entenderse entre sí, a fin de no
verse en el penoso caso de tener que recurrir al finlandés o al húngaro a efecto
de continuar las conversaciones.
En aquella ocasión, sin embargo, sirvió de intérprete un ciudadano
nacido en Peralvillo, pero que años atrás se había marchado de bracero a la
Argentina, donde vivió y trabajó en el popular barrio bonaerense de La Boca.
Consecuentemente, dominaba a la perfección nuestro “caló” capitalino y el
“lunfardo” porteño, y lo misino zapateaba un jarabe que se marcaba un tango
compadrón. No obstante, el intenso esfuerzo intelectual que tuvo que desplegar
en la primera sesión de los hombres de negocios lo dejó extenuado, al grado de
que tuvieron que mandarlo después a pasar una temporada de reposo y
recuperación a Cozumel y luego a Bariloche.
—-La única manera de salir de esta mistonga que nos descangaya a los
latinoamericanos, che —observó uno de los delegados argentinos en la reunión
inicial —es amurando a los bacanes que nos han afanao durante tanto tiempo.
No importa que no tengamos guita o menega. Bien podemos chamuyar entre
nosotros y cambalachear pilchas por tamangos. ¿Qué más nos da morfar
faimas al principio, hasta que nos hagamos cancheros y nos empiece a piantar
la plata? Todo es afanar el canyengue, che.
— ¿Qué dice? —preguntaron los mexicanos un poco nerviosos.
El intérprete se rascó la cabeza y le echó un chorrito de tequila a su
mate.

23
—Pos que l’única manera de salir de brujas es tirando a lucas a los
changos que nos han estado haciendo de chivo los tamales y mangoniando
desdi hace rato. Que no li’aunque que no téngamos lana. Que podemos
cotorrear entre nosotros y cambalachiarnos tacuchis por cacles. Que qué más
nos da tiacualiar puras gordas al prencipio, hasta que nos póngamos abusados
y nos empiecen a cáir los tecolines. Que todo es agarrar la onda, mis cuates.
LOS delegados mexicanos sonrieron.
—Juega el gallo —dijo uno de ellos—. Nosotros estamos dispuestos a
atorarle. Ora es cuando, chiles verdee le van a dar sabor al caldo.
— ¿Qué dice, che? —preguntaron los argentinos.
—Que les hace berretín el rebusque —tradujo el intérprete.
—Macanudo, che. Pero no nos hagamos otarios. Vos tenés kerosén, que a
nosotros nos hace falta en el cotarro. Y en cambio nos sobran pingos, bien
cebaos con los yuyos de la pampa. ¿Qué sacudís si los bolicheamos por
comienzo?
Los mexicanos miraron al intérprete con angustia.

—Pos que ´stá suave la movida, manitos —explicó éste — Pero que no nos
hágamos tarugos. Que nosotros tenemos petróleo, que a ellos les está haciendo
falta en su cantón, y en cambio tienen hartos cuacos, muy bien dados con el
zacatito que se recetan en los llanos. Que qué dicen ustedes si por ái le entran
primero, como quien dice pa’ principiar antes que nada.
Mexicanos y argentinos se abrazaron con lágrimas en los ojos. No tanto
por las operaciones mercantiles en perspectiva sino por la dicha de poder
entenderse. Ya en este plano de mutua comprensión elaboraron un fructífero
programa para trocar briyos por huipiles, catreras por petates, lengues por
paliacates, polleras por rebozos y vino peleón por tlachicotón con moscas.
Mientras don Miguel de Cervantes Saavedra se retorcía en su sepultura,
todos acabaron cantando tangos con acompañamiento de mariachis.

Viaje de ida y vuelta


EL otro día tuve ocasión de conversar con un agente de inhumaciones
que lleva muchos años dedicado a su tétrico oficio. Contra lo que pudiera
suponerse, el hombre es jovial, bromista, amante de la buena mesa y del buen
vino, y viste de colores claritos. Después de haber charlado sobre diversos
tópicos ligeros y sin importancia, no pude resistir la tentación de hacerle la
pregunta de rigor en estos casos:
—Dígame usted: ¿ Cómo es que siendo persona de tan excelente humor y
gustos tan mundanos, se le ocurrió dedicarse a una profesión que no se
distingue precisamente por su alborozo?
-—Hombre —replicó el enterrador—, lo uno no está reñido con lo otro.
¿Usted cree que los dentistas tienen que andar siempre con dolor de muelas?

24
—No, desde luego que no —admití un tanto desconcertado por la peculiar
lógica de la respuesta—. Sin embargo, me parece que el constante trato con
deudos atribulados, la atmósfera necesariamente fúnebre en que se
desenvuelve su actividad e inclusive la cotidiana presencia de la muerte, a la
larga acabarían por ensombrecerle el ánimo al más pintado.
— ¡Qué va! —sonrió el agente—. Es como si me dijera usted que los
médicos, de tanto tratar con enfermos, acaban por sentir las mismas dolencias
y salen a cal1e tomándose el pulso, sacando la lengua y auscultándose el
vientre. Lo único que enferma a los doctores es la falta de enfermos. Igual me
ocurre a mí: el día que no hubiera fallecimientos, yo moriría de tristeza y poco
después de inanición.
El inhunador vio pasar con el rabillo del ojo a una chica de voluptuosas
caderas y mentalmente le tomó las medidas. Después pidió otra ginebra con
agua tónica y encendió un cigarrillo.
Por lo que respecta a la presencia física de la muerte —continuó—,
créame usted que de tanto contemplarla se le pierde el respeto. No al cadáver
en sí, ni mucho menos (después de todo son nuestros clientes, aunque los que
paguen los gastos (le inhumación sean sus parientes), sino a la simple cesación
de la vida. Para nosotros resulta curioso que la inmensa mayoría de los
mortales —y qué bueno que lo sean— sientan horror por una situación tan
natural y a la que tarde o temprano debemos llegar todos. La muerte, mi
querido amigo, no es más que el término de un viaje de ida y vuelta.
— ¿Cómo que de ida y vuelta? —pregunté con bastante extrañeza.
—Si, señor. Volvemos a la nada de donde vinimos. Unos hicieron el viaje
en primera clase, con butacas acojinadas y champaña por cuenta de la
empresa. Otros, en segunda, con la probabilidad de que sudaron tinta para
sufragar el boleto. Otros más, en tercera, con toda clase de incomodidades y
congojas. Y los hay que hacen el recorrido en calidad de polizones, sufriendo
hambres, privaciones e inclemencias en un vagón de transporte para ganado.
Sin embargo, el viaje tiene un término para todos, sin excepción. Para unos fue
una pesadilla y para otros constituyó un deleitable paseo. Unos le sacaron jugo,
otros más lo desaprovecharon Y no faltaron despistados que ni siquiera se
dieron cuenta de que estaban viajando en el convoy de la vida. Pero de
cualquier manera, repito, el viaje termina para todos, ¿Qué hay de horripilante
en ello?
—No lo sé. Posiblemente la certidumbre de que debe terminar, si bien nos
hacemos la ilusión de que podremos hacer conexión con otra línea y seguir el
trayecto tiempo indefinido.
El agente de inhumaciones volvió a reír. Luego apuró su vaso, me dio una
palmadita en la rodilla y sacó la cartera.
—Le aseguro a usted que a la larga le aburrirían el paisaje y sus
compañeros de viaje. Con miras a que algún día tendrá que apearse, permítame
que le dé mi tarjeta.

25
Terapéutica de antaño
Una de las razones por las que gozo de buena salud —gracias a Dios— es
el miedo espantoso que les tengo a las enfermedades. Y más que a las
enfermedades, a los procedimientos para combatirlas.

Yo pertenezco a una generación que supo de ciertos remedios drásticos,


inspirados sin duda en los suplicios y tormentos practicados por la entonces
reciente Inquisición. De pequeño, muchas veces me aguanté un terrible dolor
de anginas, antes que hacerlo público y caer en garras de la terapéutica
familiar. Esta consistía, en el caso de la amigdalitis, en darle al paciente
“toques” de tintura de yodo, que hacían ver las estrellas y toda la Vía Láctea en
su magnífico esplendor; o bien de azul de mitileno, una sustancia que ardía
menos, pero que lo dejaba a uno escupiendo azul durante un mes, como si
fuera candidato panista, aunque en aquella época todavía no existía el PAN, no
sé si afortunada o desgraciadamente.
Los dichos “toques” consistían en sujetar un trozo de algodón mediante
una liga en el extremo de un lápiz o de un palito cualquiera, mojarlo en yodo o
en azul de mitileno y después paseárselo al doliente por toda la garganta, con
repiqueteo de la campanilla y excursiones por la lengua y el paladar. Además
del escozor, el método provocaba horribles náuseas. Y a veces complicaciones
más graves, como las que me originaba a mí tragarme el algodón con todo y
liga, a causa de mi pataleo y del consecuente redoblamiento de ímpetus por
parte de la aplicante. Y digo “la”, porque ésta solía ser mi señora madre. O peor
aún, mi señora abuela. Ambas damas frágiles, como todas las de su época, que
se desmayaban a la vista de un ratón, pero que en esto de aplicar toques
desplegaban insospechados bríos para llegar al fondo del asunto.
La inocente tos, que ahora se cura con pastillas, en aquellos tiempos
ameritaba también curaciones de caballo, ya que se le consideraba como
indicio de tisis latente. Nos daban a chupar terrones de azúcar impregnados de
petróleo —sí, señor, de petróleo— y después nos aplicaban sobre el pecho unos
emplastos de antiflogistina ardiendo. La tal antiflogistina era una pasta
pegajosa, que olía a demonios y sobre todo quemaba como una plancha recién
sacada de la lumbre. (En aquella época las planchas no eran eléctricas, sino
que se ponían a calentar sobre las brasas. Las planchadoras se mojaban un
dedo con saliva y lo pasaban rápidamente por la bruñida superficie del
artefacto, para ver si estaba suficientemente caliente. (A veces no se mojaban
bastante el dedo y entonces se les quedaba pegado en la plancha). Cuando dos
o tres días después se quitaba el emplasto de antiflogistina, éste se llevaba
adherida una generosa porción de epidermis.
Los resfriados se combatían también con recursos heroicos. Uno de ellos
consistía en darle un baño de pies al enfermo, con agua hirviendo y mostaza. El
cuitado invariablemente lloraba. Si no por la chamusquina, por efecto de los
vapores de mostaza. Al dar de gritos, siempre se nos recordaba el sacrificio de
Cuauhtémoc. “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”, lloriqueaba mi
abuela, que también se quemaba las manos y se asfixiaba con las emanaciones.
Después venía el te de limón, hirviendo, con su chorrito de tequila y dos
aspirinas. Este remedio era agradable en sí, pero después lo hacía sudar a uno
26
como un condenado, máxime que se le arropaba con cuatro cobertores y el
sarape del abuelito. El buen señor, sin embargo, no pasaba frío al ser
despojado de su prenda, ya que él se bebía el resto del tequila. Mi abuelo
Homobono siempre estaba deseando que hubiera agripados en la familia.
Con la llegada del verano surgían los padecimientos gastrointestinales,
que siempre se achacaban a la fruta verde. El tratamiento se iniciaba con una
feroz lavativa. En todos los cuartos de baño había un clavo, del cual colgaba el
irrigador, un recipiente de peltre con capacidad para dos litros y medio. El
proceso era doloroso, angustioso y humillante. Se llenaba de líquido e1
recipiente, se diluían en él los polvos laxantes que había recetado el médico y
preparado el boticario, se untaba de vaselina a la cánula, y luego, ¡zas!, para
adentro. La aplicante mantenía el irrigador en alto para que el agua saliera con
más fuerza, y musitaba una oración que, por lo visto, también era muy efectiva
para limpiar y despojar el vientre. Uno, tendido boca abajo en el suelo, sobre un
cobertor, sentía que lo inflaban como globo y que le estallaban las tripas. A los
gritos de “¡ay, mamagrande, ya no aguanto! “, la tenaz señora contestaba con
un: “Ya falta poquito. Reza un Padre Nuestro y medita sobre el martirio de San
Expedito, que murió empalado”. Después venía la debacle, que dicen los
franceses.
Como complemento, se nos administraban cucharadas de aceite de ricino
de la afamada casa italiana Erba. Este era un líquido viscoso y repugnante, que
sabía a demonio. A mis primos de Tacubaya se lo daban mezclado con jugo de
naranja o con cerveza, razón la cual hasta la fecha no soportan ni siquiera la
mención de ambos líquidos. A nosotros, los de Mixcoac, nos lo daban al
natural, una cucharada tras otra. Lo más que se nos permitía era apretarnos
las narices durante el trance. ¡Y ay del que lo escupiera o lo vomitara! No
solamente nos duplicaban la dosis, sino que encima nos daban una cueriza con
un cinturón que, según el abuelito Homobono, había pertenecido a mi general
Sóstenes Rocha. El valor histórico de la prenda, sin embargo, no mitigaba el
dolor que causaban los fajazos.
En la actualidad, gracias a los adelantos de la ciencia médica, todo se
resuelve con inyecciones de antibióticos y operaciones quirúrgicas. Físicamente
hablando, son menos torturantes que los remedios de antaño. Pero desde el
punto de vista económico, lo dejan a uno más baldado que los “toques”, la
antiflogistina y las lavativas. Por eso yo no me enfermo. Y si me enfermo, me
aguanto, como lo hacía cuando de pequeño me dolían las anginas.

La impotencia

—No hay nada que más me desespere que la impotencia -—suspiró


Procopio Gelatina, nuestro cándido amigo y contertulio—. Eso de querer y no
poder, eso de estar dispuesto y no tener con qué, ni saber cómo, ni lograr hacer
nada, es algo verdaderamente horrible y espantoso.

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— ¿A qué te refieres concretamente? —le preguntó alguien del grupo.
—Pues me refiero al no poder en general, pero si quieres te puedo citar
cuatro casos en que he sido víctima de la impotencia y he sufrido intensamente
a causa de ella.
La primera vez que sufrí sus descorazonadores efectos ocurrió hace cosa
de quince años, cuando habiendo ido un grupo de chicos y chicas a un día de
campo, mi novia y yo nos perdimos y nos separamos involuntariamente de la
palomilla. Por más gritos que dimos, nadie nos oyó. Estábamos los dos
totalmente aislados, en medio del monte y a varios kilómetros de distancia del
pueblo más cercano. Cuando sentimos hambre, no nos quedó más remedio que
comer solos. Afortunadamente mi novia llevaba un paquete de pan en
rebanadas y yo una lata de sardinas.
— ¿Y qué pasó? - —preguntamos todos con mucho interés.
—Pues nada, que nos sentamos sobre unas piedras a la orilla de un
riachuelo, extendimos un pañuelo en el pasto y nos dispusimos a comer.
— ¿A qué? —preguntó un contertulio que era medio sordo y había oído otra
cosa.
—A comer —repitió Procopio—. Mi novia colocó el pan sobre el pañuelo y yo
saqué la lata de sardinas, pero en ese momento me di cuenta de que no traía
abrelatas, ni navaja, ni ningún otro instrumento apropiado para abrirla.
— ¿A quién? —indagó otro que era muy mal pensado.
—A la lata, naturalmente —repuso Procopio—. Aquello fue el suplicio de
Tántalo, como podrán ustedes imaginarse. Ahí estaba la lata, adentro estaban
las sardinas, pero no había manera de abrirla y de llegar a ellas. Traté de
horadarla con una piedra, pero nada. Y nadie podía acudir en nuestra ayuda,
pues repito que el primer sitio poblado estaba muy lejos de donde nos
hallábamos. No había ni un alma en veinte kilómetros a la redonda. Mi novia se
recostó en el pasto, sonrió enigmáticamente y dijo algo de que al cuerno con las
sardinas, pero a mí todo se me fue en darle vueltas a la lata en las manos. Así
comprobé por primera vez los amargos efectos de la impotencia. ¡Tener hambre,
poseer una lata de suculentas sardinas y no poder abrirla! ¿Se imaginan
ustedes qué desesperación la mía?
Procopio Gelatina bebió un pequeño sorbo de limonada y continuó su
relato:
La segunda vez me ocurrió en un edificio de apartamentos en la ciudad
de México. Entramos en el elevador una señora joven, guapetona ella, muy
exuberante de carnes, y yo. El artefacto se descompuso a medio camino y se
detuvo justamente entre dos pisos. Ni para arriba ni para adelante, digo, ni
para arriba ni para abajo. Toqué el botón de alarma y acudieron unos vecinos,
quienes nos informaron desde afuera que el portero había ido a comer a una
fonda cercana, pero que no nos alarmásemos, pues regresaría en una o dos
horas. Por lo visto él era el único capaz de arreglar y de poner nuevamente en
marcha al condenado elevador. La señora joven y guapetona sonrió, se encogió
de hombros y sacó un cigarrillo. “Bueno, yo no tengo ninguna prisa”, me dijo
con gran desparpajo, “¿y usted?”. “Yo tampoco”, le respondí. “Pues entonces
vamos a pasar el rato de la mejor manera posible”, volvió a sonreír la muy
pícara. “¿Quiere usted darme lumbre?” Me busqué en todos los bolsillos, y
nada. Tonto de mí, pues al cabo de media hora de registrarme toda la ropa, me

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acordé de que no fumaba. Después me puse a buscar la manera de
proporcionarle fuego a mi bella acompañante, pero ningún procedimiento me
dio resultado: froté dos lápices hasta que los rompí, tratando de que se
encendieran como hacían los hombres de las cavernas con dos leños; intenté
concentrar los débiles rayos del foco eléctrico con una pequeña lente de
aumento que siempre traigo en el bolsillo, y por poco causo un cortocircuito y
me electrocuto al meter el dedo y el cigarro dentro del enchufe del foco, pero
nada. Lo único que conseguí fue que nos quedáramos a oscuras.
— ¡Hombre, qué interesante! —exclamé—. ¿Y luego qué pasó?
—Pues nada —continuó Procopio—, que por fin llegó el bendito portero y
echó a andar el elevador. La señora joven, guapetona y exuberante de carnes
estaba furiosa, como era de esperarse: ¡dos horas de estar encerrada conmigo y
sin poder fumar su cigarrillo! Ustedes saben lo que significa este suplicio para
los aficionados al humo. Con decirles que cuando salimos, ni siquiera se
despidió de mí. Yo también estaba que me llevaba el diablo, pues no hay nada
que frustre más que la impotencia, el querer hacer algo y no poder conseguirlo.
Desde entonces siempre ando con un encendedor y varias cajas de cerillos.
Procopio rió con su risa de caballo, sacó una, nos la mostró y la agitó en el aire.
—La tercera, vez —prosiguió fue cuando estaba yo trabajando en aquella
casa de venta y reparación de televisores. ¿Se acuerdan ustedes? Una tarde me
mandaron a componerle el aparato a una señora.
— ¿Qué aparato? —preguntó con soma un amigo.
—El de televisión, naturalmente. ¿Cuál otro iba a ser? Ni modo que el
aparato respiratorio.
Procopio volvió a reír como caballo y continuó.
—Según parece, el marido de esta señora acababa de divorciarse de ella
porque la había sorprendido en pleno combate amoroso con un vendedor de
seguros. Yo llegué a su departamento y estuve tocando el timbre de la puerta
un rato bastante largo, hasta que vino a abrirla envuelta en una toalla.
“Perdone, joven”, me dijo muy sonriente, “pero estaba yo en la regadera. Haga
favor de pasar, siéntese y prepárese usted mismo un whisky. No tardo ni dos
minutos”. En realidad tardó como cinco, pero regresó a la sala muy perfumada
y entalcada, con un negligé más transparente que la democracia del PRI. “¿No
se ha preparado su trago?”, me preguntó. “No, señora”, le respondí. “Bueno,
pues entonces voy a preparar dos para los dos. O mejor de una vez preparo
cuatro, pues luego da mucha flojera levantarse”. Yo la miré con asombro.
“¿Levantarse de dónde?”, le pregunté. Por toda respuesta soltó una carcajada y
después me hizo una mueca, sacándome la puntita de la lengua. De la lengua
de ella, claro.
A pesar de que veía que estábamos en ascuas, Procopio bebió muy
parsimoniosamente el resto de su limonada y luego prosiguió:
—Bueno, para no hacerles el cuento largo, nos bebimos seis whiskies
cada uno, con muchas risotadas y cruzar y descruzar de piernas por parte de
ella. En eso se desató un tremendo aguacero.
— ¿Y qué pasó? —gritamos todos.
—Pues nada, que se fue la luz y no pude componer el aparato de
televisión. Me quedé más de dos horas platicando frente a la ventana,
esperando que pasara la lluvia y volviera la corriente.

29
— ¿Y la dama? —preguntó el más joven del grupo.
—Nada, que al cabo de un rato yo creo que se aburrió, pues dejó de reírse
y de cruzar y descruzar las piernas y se fue a su recámara. Como dejó la puerta
entreabierta, pude oír que decía unas palabrotas de chofer de camión, hasta
que empezó a roncar y entonces deduje que se había quedado dormida. Claro,
con seis whiskies entre pecho y espalda... Y como la luz no volvió, yo tuve que
marcharme a casa, con la frustración de no haber podido componer la
televisión.
Procopio Gelatina se limpió delicadamente los labios con una servilleta.
—Sin embargo —terminó--—, la cuarta vez que sufrí los terribles efectos
de la impotencia fue la peor, ya que sucedió precisamente en mi noche de
bodas.
Todos paramos la oreja.
—Cuando llegamos al hotel mi mujer y yo —Continuó Procopio—, Clarita
me dijo que había olvidado las llaves de su maleta. Traté de abrirla con las mías
y luego con un destapador de botellas, pero por más que porfié y me esforcé por
largo rato, no pude conseguirlo. Total, que nos pasamos la noche en vela. Lo
único que conseguí fue romperme las uñas.
— ¿Pero para qué demonios querías abrir la maleta? —aullé.
—Es que adentro estaba el camisón de Clarita —sonrió anémicamente
nuestro amigo, el impotente Procopio Gelatina.

Pillines poco conocidos


Galiferio Hurtado de Gomosa y Péndola (1870-1910). Nació en la ciudad
de México, hijo de padres también bastante sinvergüenzas. Más hábil que ellos,
fue célebre durante buena parte del porfiriato al haberse hecho pasar por noble
europeo y millonario, aprovechando la circunstancia de que tenía los ojos
azules y un defecto en la garganta que le hacía pronunciar la erre como gué.
Diciéndose conde francés unas veces y gran duque ruso otras, vivió en los
hoteles más lujosos de la ciudad —sin pagar, naturalmente— y en calidad de
invitado en las mansiones de los más destacados aristócratas de la época. Una
vez descubierto, fue a dar a la cárcel (en aquellos tiempos sí funcionaba la
justicia), donde pasó el resto de sus días. “Toda mi vida he sido huésped”, dijo
muy satisfecho antes de morir en el recién inaugurado Palacio Negro de
Lecumberri.
Margarito Barbecho (1885.1965). Originario del rancho de Tres Pelonas,
Chihuahua, en su primera juventud fue peón, arriero, mozo de estribo y
después garrotero en la línea de ferrocarril de Cañitas a Durango. Acusado de
haber asesinado a un maquinista gordo que le caía ídern, durante varios años
anduvo a salto de mata por las cumbres del Gato y la sierra de Mohinota. Al
estallar la Revolución vio el cielo abierto. Se incorporó desde luego a las fuerzas

30
de Pascual Orozco, de quien pronto se ganó la confianza, a tal punto que el
guerrillero le entregó dos talegas con cien mil pesos oro cada una para que
fuera a comprar armas y municiones a El Paso, Texas. Sin embargo, tan pronto
como cruzó el río Bravo, mi coronel Margarito Barbecho (que para entonces ya
tenía ese grado), razonó que después de todo eso de andar a tiros era una cosa
muy fea, y que a las armas, según había oído decir, las carga el diablo y las
disparan los pendejos, por lo cual decidió irse a Los Ángeles, donde invirtió el
dinerito en bienes raíces y abrió un restaurante al que puso por nombre
“México Lindo”. Don Margarito murió a provecta edad, cachetón y barrigón,
muy bien forrado y sobre todo con la conciencia tranquila, al haber evitado
tantísimas muertes. Sus últimas palabras fueron para bendecir en voz alta a la
Revolución que desde tan temprano le hizo justicia.
Crisanto Barrenillo Pozole (1910-1960,). Empleado federal de no malos
bigotes, casó con siete mujeres a un tiempo, para lo cual se cambió el nombre y
la filiación en Hacienda tantas veces corno fue necesario. Fue descubierto
cuando iba a contraer nupcias por octava vez, al toparse con un hermano de su
segunda mujer y un cuñado de la tercera, que andaba en líos este último con
una prima de la sexta, la cual a su vez se había divorciado de un sobrino de la
primera. El fatídico encuentro tuvo lugar cuando esperaba a la octava novia a
la entrada del templo. De no haber sido por tal accidente, Crisanto hubiera
batido la marca continental de casamientos simultáneos. Por culpa de los
parientes metiches, quedó sólo en campeón nacional. (El actual campeón de
América es un señor chaparrito y cacarizo de Venezuela).
Teodorito Vitola (1915-1974). Después de haber vivido la mitad de su vida
a Costa de sus padres, la otra mitad la vivió a costa de sus hijos. Como la
mayor parte de los ciudadanos que se las ingenian para subsistir sin dar golpe,
tuvo muchos amigos y admiradores, habiendo sido muy querido y apreciado
por todos. Su muerte fue muy sentida, especialmente entre aquellos a quienes
les debía dinero.
Cornelio, Bisonte (1920-1977). Pintor surrealista y poeta de metro libre,
consiguió una beca del gobierno de mi general Cárdenas y se pasó tres años de
rechupete en París, dedicado a la bohemia y a la Clara. Esta última era una
francesita rubia de ojos azules y tez nacarada, que estaba como para chuparse
no sólo los dedos, sino la mano entera y el brazo hasta el codo o hasta el
hombro. Se casó con ella y la trajo a México, donde la niña no tardó en
decorarle el frontispicio con una cornamenta que hubiera puesto verde de
envidia a un alce del Canadá. Dudando entre matarla o sacar provecho de su
desventura, Cornelio Bisonte optó por esto último, tarifando y anunciando
ampliamente los encantos y favores de la francesita. Ganó con ellos mucho más
que con sus cuadros y poemas. Murió mugiendo, víctima de la fiebre aftosa.
Juvencio Soplete (1932-...?). Fue jefe de aduana en una importante ciudad
fronteriza del norte. Cuando terminó el sexenio y con él su jugosa chamba,
decidió aplicar los vastos conocimientos que había adquirido y se dedicó al
contrabando. Más tarde invirtió sus ahorros en la promoción a todo vapor y
color de una inmobiliaria de esas en que todo es cuento de hadas y fantasía
para piano y orquesta, llevándose entre las espuelas a más de dos mil incautos.
Actualmente se ignora su paradero por haberse ausentado del país sin dejar
dirección adonde se le pudiera dirigir la correspondencia. Se cree, sin embargo,

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que emigró a una pintoresca república del centro de África con la cual no
tenemos tratado de extradición, si bien la experiencia ha demostrado que los
tales instrumentos internacionales sirven tanto como la carabina del mentado
Ambrosio.
Floripondio Capullo de Alhelí (1953....?). A los diecisiete años se hizo
famoso cantando y tocando la guitarra, después de haber grabado varios
millones de discos y actuado en Estados Unidos, Europa y Sudamérica con
éxito fabuloso. Después se descubrió que el que cantaba y tocaba era su perro.
Hoy yacen ambos en el olvido, pero muy bien forraditos de lana. Por lo menos
Floripondio.

La planta que creció


en un banco

Cuando a Espartaco Gurría lo trasladaron de su natal Tabasco a la


oficina matriz del Banco Internacional de Crédito Usurario en la avenida Juárez
de la ciudad de México, en calidad de jefe del departamento de Cartera,
Portamoneda y Sistematización de Procesos, decidió llevarse en una maceta un
retoño de cierta bellísima y exótica planta tropical que, entre miles de otras,
crece a orillas del imponente e impasible Usumacinta. Espartaco colocó la
maceta cerca de su escritorio, junto a un ventanal que daba a la avenida y al
lado de una pecera donde nadaban pececillos de colores, vistosos pero
neuróticos. Estos últimos eran reliquia de su antecesor en el puesto, un señor
Furukawa, que también por nostalgia los había traído de Baja California.
La planta creció como suelen crecer todas las plantas, especialmente las
de Pemex, que se agrandan a base de obregonísticos cañonazos de cincuenta
mil pesos por plaza. Pero desde un principio a la tabasqueña dicotiledónea le
extrañó el ambiente que la rodeaba: aquellas paredes con relojes y calendarios
mecánicos empotrados, aquellos pisos de mármol, aquellos tubos de luces
fluorescentes, aquellos sillones forrados de cuero, aquellos cueros que se
sentaban en los sillones cruzando sus bien torneadas piernas, aquellos
larguísimos mostradores, aquellas colas de cuentahabientes, aquellos policías
con metralletas, aquella calva del jefe de Cambios, Representaciones y
Cobranzas... Todo distaba mucho del paisaje habitual en que acostumbra
crecer una planta honesta nacida en el trópico y a orillas de un río caudaloso.
No se oía el canto de los pájaros, ni el rugir de los pumas, ni el chapotear
de los caimanes, ni el zumbido de los mosquitos y demás insectos que tanto
amenizan la selva tabasqueña. En lugar de todo esto, alrededor de la plantita
sonaban extrañas voces:
—Lo siento, pero no tiene fondos.
—Tiene usted que llenar esta solicitud en siete tantos.
—Por el momento están restringidos todos los créditos.

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— ¡Número treinta y nueve!
—Haga favor de ver al señor Rodríguez, aquel flaco de corbata verde que
está sentado en el escritorio del fondo, tomando un vaso de leche para su
úlcera gástrica.
—Le digo a usted que no tiene fondos.
—Martita, pásame diez billetes de a mil, mana.
—No, no hacemos operaciones con dinares yugoslavos.
— ¡Número treinta y nueve! No se duerma, joven...
—Al treinta por Ciento anual, claro.
—Traiga usted cuatro conocimientos de firma.
—Le hablan por teléfono al señor Corbacho.
— ¡Manos arriba! Esto es un asalto... El que se mueva, se muere.
Conforme pasaron los días la planta tropical fue abriendo con timidez los
grandes limbos de sus hojas; pero en vez de la suave caricia del viento cálido y
del halago de los perfumes de las flores y la fruta madura, lo único que percibía
era un desagradable olor a humo de tabaco y a billetes usados. Ustedes saben
cómo apestan los billetes usados, a pesar de lo cual no tenemos inconveniente
en guardarlos ávidamente en la cartera. Pero la planta tropical ni siquiera sabía
lo que era una cartera. En cambio todas las mañanas se estremecía al sentir
los efectos del aire acondicionado. Si hubiera podido protestar, no habría
protestado letras vencidas, sino a gritos por los salvajes que arrojaban colillas,
escupitajos y papeles arrugados al pie de su delicado tallo.
Constantemente resonaba el teclear de las máquinas de escribir, el
repiqueteo de cincuenta teléfonos y los timbrazos perentorios con que los
empleados llamaban a otros empleados de menor categoría. La planta, ansiosa
de sol, se inclinó hacia el ventanal, pero aparte de darse contra el cristal, sólo
vio pasar nubarrones de smog y el incesante tráfico de vehículos y peatones por
la avenida. La planta tropical lanzó un hondo suspiro. ¡Ella, que había nacido
para escuchar y deleitarse con el parloteo de los verdes loros y las policromas
guacamayas, el cantar del río y el susurrar del viento entre lianas y
cañaverales! Ahora tenía que soportar de nueve a una y media, todos los días
hábiles, el incesante percutir de las calculadoras, el histérico llamar de los
teléfonos y los diálogos sicopatológicos del público y los empleados:
—Lo siento mucho, pero el señor director sólo recibe cuando se trata de
operaciones de cinco millones para arriba.
—Fíjese que no encontramos su último depósito.
— ¿Cómo quiere los tres mil pesos?
—Con toda mi alma, señorita.
—Quiero decir, ¿en billetes de qué denominación?
— ¡Número treinta y nueve!
—Le sugerimos que abra una cuenta corriente.
—Por enésima vez le repito que ese cheque no tiene fondos.
—Vaya a la ventanilla número cuatro.
—Son $ 18, 725.66 de intereses moratorios.
—Martínez, tráigame el estado de cuenta de don Selim Abujalil.
—Señorita, ¿dónde se paga la luz cortada?
—Firme usted aquí y ponga las huellas digitales de sus diez dedos...

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Hasta que un día ocurrió una cosa extraña: la planta tropical, en vez de
echar hojas y flores como todas las plantas, empezó a echar letras de cambio,
pagarés, avisos de depósito, bonos, estados de cuentas, acciones, monedas y
por último billetes de banco. Billetes pequeñitos, al principio, pero que después
crecieron a su tamaño normal, con su número de serie y las firmas del cajero,
del consejero y del interventor de la Comisión Nacional Bancaria. Y entonces
sucedió lo que tenía que suceder: se robaron la exótica planta tropical. Unos
dicen que fueron unos greñudos enmascarados de la Liga Comunista 23 de
Septiembre. Otros aseguran que fue el mismo director del banco.

Alta economía
UNO. Yo me pregunto una cosa: ¿sube el Costo de la vida o suben las cifras?
OTRO. Bueno, en realidad no se pregunta usted una, sino dos cosas. Así es
como empieza la inflación, señor mío.
UNO. Permítame que me explique: si usted gana veinte y la vida le cuesta
veinte, ¿qué ocurre?
OTRO. Pues que nunca tengo nada.
UNO. ¿No es lo mismo que si ganara treinta y la vida le costase treinta?
OTRO. Probablemente. Pero sigo sin tener dónde caerme muerto. Sin embargo,
se supone que he tenido con qué sufragar mis gastos, aunque sólo sean los
más elementales. Lo verdaderamente gordo es cuando gano veinte y la vida
sube a treinta.
UNO. ¡Éste es el problema! Eso es lo que se llama crisis económica. Ahora
dígame usted cómo resolverla.
OTRO. Pues yo creo que haciendo que la vida cueste veinte y que yo gane
treinta.
UNO. ¿Y para qué quiere los diez que le sobran?
OTRO. Hombre, pues para muchas cosas. Pero siendo corno soy, ciudadano
ambicioso y emprendedor, lo más probable es que pondría a trabajar los diez
que me sobrasen, para convertirlos en veinte, treinta, cuarenta, cincuenta...
UNO. ¡Ah! Eso se llama especulación.
OTRO. ¿Y tiene algo de malo?
UNO. ¡Muchísimo! El que especula siempre acaba llevándose a alguien entre las
espuelas.
OTRO. Bueno, como no me lo lleve yo a usted, que es mi amigo, ¿qué importa
que me cargue a otros que ni siquiera conozco?
UNO. Es decir, que me protegería usted.
OTRO. Sí, señor. Desde luego. No faltaba más, hombre.
UNO. ¿Y no sabe usted que el Proteccionismo es precisamente la carcoma de
los países subdesarrollados?
OTRO. Bueno, en primer lugar, yo no soy país desarrollado que proteja a países
subdesarrollados, entre los cuales desde luego no se encuentra usted. Yo soy
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Melesio González, hombre de paz y amigo de todo el mundo. Por otra parte, eso
de que el proteccionismo es carcoma, me suena a demagogia. ¿No será que
acaba usted de improvisar la frase?
UNO. Yo me paso la vida preparando frases improvisadas. A veces me lleva un
año cocinarlas. ¿No le parece preciosa la que acabo de espetarle?
OTRO. Claro que sí. Y además es muy profunda. Pero no deja de inquietarme
UNO. No tiene por qué inquietarle, don Melesio. Las frases improvisadas no
tienen mayor trascendencia, en tanto no se apliquen a principios de política
internacional, como cuando Echeverría dijo que el Sionismo era una forma de
racismo y luego tuvo que mandar a Rabasita a pedir perdón de rodillas a Israel,
para que no se interrumpiera la corriente de turistas gringos judíos a México.
Pero en el campo de la economía, todo se reduce a un simple juego de niños:
¿que sube el costo de la vida? Pues se suben los ingresos. ¿Que suben los
ingresos? Automáticamente suben los precios. Es como el cuento de la buena
pipa. ¿Se acuerda usted?
OTRO. Yo no, porque no soy tan viejo. Sin embargo, volviendo al punto, en este
incesante y alternado subir siempre pierden los mismos.
UNO. ¿Quiénes?
OTRO. Los que no especulan, ya que al subir el costo de la vida, no suben sus
ingresos.
UNO. Ésas son las víctimas que necesariamente se inmolan para que la
circulación fiduciaria no aumente en demasía, provocando una inflación
incontenible en sentido de espiral.
OTRO. ¡Atiza! ¿Otra frase?
UNO. Varias. Y ahí le van más: la alta economía cuece a nivel mundial, pero sin
control dirigido. Consecuentemente, si a un país cualquiera se le ocurre
aumentar sus ingresos, siendo dueño de un producto natural indispensable y
apetecible —digamos petróleo— le basta subir el precio de su mercancía, en
este caso los crudos, y ya tenemos una reacción en cadena. Los países
industrializados consumidores de petróleo automáticamente suben los precios
de sus productos manufacturados, que consumen los petrolíferos, y de esta
manera quedan a mano. Es lo mismo que si a un panadero se le ocurre
comprarle un abrigo de visón a su mujer y para lograrlo con rapidez
sencillamente sube el precio de su pan.
OTRO. Me pasman sus conceptos, amigo mío. ¿Es usted acaso economista?
UNO. No, señor. Soy panadero. Y a mi mujer se le antojó que le regalara yo un
abrigo de visón el día de su santo.

El desfacedor de refranes

Así como Don Quijote de la Mancha desfacía entuertos, mi compadre don


Vicente Pipiolo Barreneche desface refranes. Todo empezó, según me cuenta,
cuando era pequeño y sus amiguitos, sus maestros, sus padres, los padres de

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sus amiguitos y hasta los padres de sus maestros, preguntaban cada vez que lo
veían: “¿A dónde va Vicente?”, y luego ellos mismos se respondían, riendo como
idiotas: “a donde va la gente”...
—Me daba tanta rabia esta sandez —explica mi compadre—, que desde
entonces me entró lo que podría llamarse la manía del sentido contrario, o sea
que si un grupo de personas iba hacia el norte, yo automáticamente me abría
paso a codazos para dirigirme al sur. Los domingos en la tarde, cuando había
corrida de toros, al empezar a llegar el gentío a la plaza yo salía de ella con
rumbo a las afueras de la ciudad, enfrentándome a la marcha humana como
un barquichuelo a la corriente del golfo, vulgo Gulf Stream Y todo nada más
para demostrar que yo, Vicente, no iba adonde iba la gente.
—Imagino que habrá usted sufrido mucho a causa de esta tendencia
antidireccional, compadre —le dije.
—Como sufrir, lo que es sufrir, nada más pisotones, empujones y
majaderías, pues usted sabe lo que es ir a contrapelo de la masa ciudadana, ya
sea en política o a la salida del “Metro”, del cine o del fútbol. Pero por otra parte
me he librado de las apreturas e incomodidades de Acapulco o de Veracruz en
Semana Santa, ya que como se imaginará, yo no voy a esos sitios adonde va la
gente. Acostumbro pasarlas en los límites de Tabasco con Guatemala, o en el
Bolsón de Mapimí, donde no va nadie, ni siquiera los agentes de la Coca-Cola o
los inspectores de Lolita.
—Lo cual ha de ser una bendición de Dios —comenté.
—Naturalmente —repuso mi compadre—. Además de que en esos lugares
he podido desbaratar otros refranes. Por ejemplo, en el río San Pedro, que es
afluente del Usumacinta y en ciertas épocas del año baja muy agitado, yo he
estado a punto de morirme de hambre con el anzuelo en la mano veinte de las
veinticuatro horas que tiene el día.
— ¿Y qué trataba usted de demostrar con ello?
—Que es falso de toda falsedad eso de que a río revuelto ganancia de
pescadores.
Mi compadre don Vicente sacó de su cartera un recorte de periódico y me
lo mostró:
—Mire usted —me dijo—: aquí viene una noticia interesantísima, que
comprueba mis teorías. Según parece, en algunas momias egipcias de la época
faraónica se han descubierto ciertos vestigios que indican que en aquellos
tiempos ya existían la sífilis y el cáncer. O sea que es inexacto aquello de que
no hay mal que dure cien años. Estos dos males han durado más de cinco mil.
Después sacó una foto repugnante que mostraba a un infeliz ratoncillo con el
cráneo destrozado por el resorte de una ratonera, y otra en que aparecía un
león de aspecto muy satisfecho, con el rabo en alto.
—Dígame usted qué vale más —sonrió despectivamente—: ¿Ser cabeza de
ratón o cola de león?
— ¿Alguna vez ha ido usted a la Villa? -—le pregunté, tratando de
agarrarlo en curva.
—No una, sino mil. Y jamás he perdido mi silla, pues he tenido la
precaución de llevarla conmigo, para deshacer el refrán. De igual manera le
digo que mi ropa sucia no se lava en casa, sino que la mando a una lavandería
automática. La cosa me sale como lumbre y me devuelven las prendas hechas

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trizas, pero así tengo la satisfacción de desmentir otro proverbio. Por la misma
razón tengo una pajarera enorme, con quinientas y pico de aves que no se
están quietas y vuelan de aquí para allá. De cuando en cuando agarro una y
vendo cien. De esta manera demuestro que no es verdad que valga más pájaro
en mano que ciento volando, ya que por el que tengo atrapado no me dan nada,
en tanto que por los otros recibo dos o tres mil pesos.
Mi compadre se despidió, pretextando prisa.
—Tengo que ir a Salubridad y Asistencia —me dijo—. Voy a llevarles el
cadáver de un dóberman pinscher de mi propiedad, que falleció ayer.
— ¿Para qué?
—Para que lo exhiban en el Centro Veterinario Antirrábico, donde según
me dicen están atendiendo a más de mil enfermos del terrible mal. Así
demostraré la falacia de que muerto el perro, se acabó la rabia.
Don Vicente Pipiolo Barreneche se despidió otra vez y luego otra y otra
más, y una cuarta y una quinta, asegurándome que tenía unos deseos
tremendos de marcharse. Después, desde la ventanilla de su camión, me guiñó
un ojo, y me gritó algo acerca de que no era cierto que el que mucho se despide
pocas ganas tiene de irse.
— Yo me quedé con la boca abierta. Y como no me entró ninguna mosca
en ella, tuve la satisfacción de comprobar que no es necesario tenerla cerrada
para impedir el Ingreso de los molestos dípteros.

Invocación al demonio
En vista de que en estos últimos años se han puesto de moda el
exorcismo, los congresos de brujos y las misas negras, conviene estar
preparado en caso de que se le vaya a uno la mano y de repente se aparezca el
diablo.
Vamos a suponer que una lluviosa tarde de domingo se encuentra usted
en su casa más solo que un gobernante a fines de sexenio, más aburrido que
un enano y sin un peso en el bolsillo. Ya ha resuelto los crucigramas de todos
los periódicos y revistas a su alcance. Ya ha fundido tres veces los fusibles
tratando de arreglar esa rasuradora eléctrica que no funciona desde que se la
regalaron la pasada Navidad. Tampoco puede llamar por teléfono a Purita, en
virtud de que hace un mes le cortaron el servicio por falta de pago, y además
Punta dedica las tardes de los domingos a su marido, llueva o haga buen
tiempo. Ya ha verificado por centésima vez que no es capaz de pasar de la
página cuarenta y siete de “El otoño del patriarca”, sin un punto y aparte que le
permita respirar, por lo cual, llevado por el tedio, toma otro libro al azar y
resulta que se trata de un manual de ocultismo. Lo hojea y en una de sus
páginas encuentra la fórmula para invocar al diablo. No teniendo nada mejor
que hacer, sigue las instrucciones del manual al pie de la letra —aunque con
una alta dosis de escepticismo—, enciende las siete velas negras que prescribe
el tratado, recita las cantinelas que se le indican y de repente, para su

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asombro, se encuentra con que frente a usted hay un individuo de pésima
catadura, con cuernos y rabo, que despide un nauseabundo olor a azufre y que
le mira malignamente, frotándose en el pantalón sus pezuñas de macho cabrío.
¿Qué hacer?
Existen varias opciones:
a). Preguntarle quién es, y si responde que Lucifer, usted le dice que
perdone, pero que a quien llamaba era a Satanás, o viceversa. El diablo soltará
una palabrota y desaparecerá dejándolo en paz, pues tiene muchas otras cosas
que hacer. (Recuerde que es domingo en la tarde y que está lloviendo, o sea que
nada más las carreteras determinan que no se dé abasto).
b). Hacerse el débil mental y preguntarle si este camión pasa por el
Zócalo. El demonio también desaparecerá rápidamente, lanzando un bufido y
dándose a todos los diablos por que haya idiotas que le hagan perder su
tiempo.
c). Impertérrito, decirle con cierta soma: “Bueno, Satanás, ya me tienes
aquí. ¿Qué deseas?” Astuta maniobra para desconcertar al diablo, quien de
inmediato dirá que fue usted quien lo llamó a él y no él a usted. Pero usted se
mantiene firme en su actitud e inclusive se muestra un tanto agresivo. Después
de unos minutos de alegato, el maligno acabará por echarle la culpa al
desbarajuste que existe en el infierno, a causa del papeleo burocrático, y
terminará despidiéndose de usted con un “hasta luego”. (Los protervos del
Averno no pueden decir “adiós” por razones obvias).
d). Hacer alguna frívola y original broma acerca de los Cuernos del
visitante. Esta actitud es poco recomendable. Y si el diablo trae tridente, puede
resultar muy peligrosa. Si no lo trae, cuando menos le soltará una coz, pues ya
se sabe que es muy descomedido y que no tolera chanzas ni chirigotas, sobre
todo en relación con su cornamenta. Al igual que cualquier marido a quien su
mujer le decora el frontispicio.
e). Decirle que es usted agente del “Selecciones del Reader’s Digest”, y
que lo ha invocado para informarle que es uno de los afortunados escogidos por
la computadora IBM para participar en el XIV Sorteo de los Aguinaldos en
combinación con la Lotería Nacional y las próximas elecciones para diputados
(que en realidad vienen siendo lo mismo). Este desplante también puede
resultar arriesgado, ya que una vez el diablo solicitó un libro sobre cocina
húngara, de los que edita la mencionada revista, y luego ocurrió que la
computadora aparentemente se descompuso y durante tres años le cobraron
dieciocho veces la misma cuenta, con Carta tras carta de doña Blanquita
Sierra, recordándole su supuesto adeudo y haciéndole ver lo feo que resulta ser
cliente moroso.
f). Quedarse muy sorprendido y luego exclamar: “¡Huy, un cura
progresista!”... El demonio hará la señal de la cruz y saldrá de estampida,
inclusive dejando olvidado el tridente, pues ya se sabe lo que significan estas
confusiones.
g). Preguntarle con gesto de fenicio cuánto ofrece por su alma, regatear lo
que sea necesario y en cuanto el ofrecimiento rebase los diez mil pesos,
vendérsela sin más trámite para irse a matar el ocio con el dinero tan
fácilmente adquirido, aunque no alcance para gran cosa, pues ya se sabe lo que
cuestan los sitios donde se mata el ocio. No importa que sea tarde de domingo y
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que esté lloviendo. Y tampoco será problema que Purita no esté disponible. El
mismo demonio le facilitará a usted con mucho gusto una lista de direcciones
bastante interesantes.

Dónde y cómo se besan

Después de un exhaustivo estudio llevado a cabo entre las clases más


representativas de nuestra sociedad de consumo, logramos confeccionar la
siguiente breve, pero enjundiosa monografía sobre dónde y cómo se besan
diversas parejas:

* * *
Los esposos, en el aeropuerto, cuando el marido sale de viaje.
* * *
Los novios, en el cine.
* * *
Las parejas modernas, en la calle.
* * *
Las anticuadas, en la reja del balcón.
* * *
Los impacientes, en el taxi.
* * *
Los románticos, debajo de un paraguas.
* * *
Los sátiros, en las puertas de los internados.
* * *
Los lúgubres, en el cementerio.
* * *
Los sádicomasoquistas, al cruzar una avenida de intenso tráfico.
* * *
Los morbosos, debajo de una mesa de operación.
* * *
Los despistados, debajo de un automóvil, sin darse cuenta de que ya se lo llevó
la grúa.
* * *
Los complicados, dentro de la manga negra de la cámara de un fotógrafo
profesional.
* * *
Los místicos, en misa.
* * *
Los anticlericales, en un convento.
* * *
Los interesados, frente a la ventanilla de un banco.
* * *

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Don José y su secretaria, en el despacho de don José.
* * *
Los tontos, detrás de una puerta.
* * *
Don Serapio y su cocinera, en la cocina.
* * *
Los gregarios, en el “Metro”.
* * *
Las parejas que han intimado en una fiesta, en el medio cuarto de baño debajo
de la escalera.
* * *
Los chaparritos, subiéndose en una silla.
* * *
Los castos, en la frente.
* * *
Los turistas, en las ruinas, en la playa y en la cárcel. (Esto último cuando van a
dar al bote por inmorales, al haber sido sorprendidos besándose en las ruinas o
en la playa).
* * *
Los adúlteros, en todas partes.
* * *
Los regiomontanos, en los codos.
* * *
Los voluptuosos, detrás de las rodillas.
* * *
Los suicidas, en le aire.
* * *
Los fetichistas, en los zapatos.
* * *
Los asépticos, en los consultorios de los dentistas.
* * *
Los locos, colgados de un cable de la luz.
* * *
Los enamorados, en cualquier parte.
* * *
Y los que llevan treinta años de casados, en ninguna.

La clave del éxito


Padre e hijo se quitaron los sacos de cemento (vacíos) que les servían de
capuchas para acarrear ladrillos sobre los lomos, se enjugaron el sudor de la
frente y se sentaron a la sombra de una revolvedora. El paisaje de andamios,
carretillas y muros a medio construir invitaba a la serena reflexión, máxime que
era la hora del almuerzo y toda actividad había cesado en la obra. Y fue

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entonces que el padre —a quien apodaban “El Cucharas”— consideró llegado el
momento de hacer partícipe a su hijo adolescente del caudal de su vasta
experiencia.
—Mira, muchacho —comenzó, sacando de su humilde itacate el jarrito de
frijoles, los chiles verdes y las tortillas que constituían todo su alimento—: ya es
hora de que mis consejos de padre se proyecten en la formación de tu carácter.
Es mi propósito hacerte ver que en esta vida la clave del éxito consiste en saber
lo que se quiere, en ser firme con las propias convicciones y en no dejarse
derrotar por los obstáculos y contratiempos que se presenten en el camino.
Pero sobre todo, se debe tener una meta y hacerse el designio de llegar a ella
contra viento y marea.
“El Cucharas” hizo una pausa como si escrutara en su interior y luego
entregó al joven los ingredientes necesarios para que se preparara un taco.
—El ser humano —continuó—debe saber en todo momento hacia dónde
apunta la veleta de su voluntad para seguir la dirección que señale con gesto
decidido, sin reparar en impedimentos ni resistencias. Un hombre, para poder
llamarse así con pleno derecho, ha de tener siempre bien presente que él
mismo, y nadie más, posee las riendas de su propia vida. Las influencias
ajenas, las intervenciones extrañas, son el recurso deleznable de irresolutos y
pusilánimes.
—Okei, jefe —asintió el joven, enchilándose una gorda.
—Las circunstancias —prosiguió “El Cucharas”—, jamás deben
amilanarte ni constituir excusas para no alcanzar el triunfo, ya que el hombre
autárquico concibe con realismo de axioma de que cada quien es el capitán de
su alma y el arquitecto de su propio destino. El azar, por consiguiente, debe ser
concepto que ignore y desprecie la persona de convicciones formadas, que sabe
articular la realidad a su antojo, merced al poder mismo de sus firmes
determinaciones. ¿O no?
—Simondor, jefe —repuso el muchacho masticando taco a dos carrillos,
mientras un chorrito de caldo de frijoles le salía por la comisura de los labios y
le escurría por la barbilla.
—La responsabilidad de un comportamiento acorde con las íntimas
normas de cada uno —volvió a la carga “El Cucharas”—, es el mandamiento
único, pero tremendamente severo, que el triunfo impone a los hombres de
carácter. De nada sirve el denuedo, hijo mío, sin el respaldo de unos ideales
perfectamente esclarecidos en la propia conciencia. De poco vale el afán sin el
apoyo de una creencia y de una convicción perfectamente enraizadas en la
personal reflexión y en las profundidades de la mente. Como dijo Napoleón (y
como deberían decir todos los hombres que deseen triunfar en la vida), “soy la
bala de mi propio cañón y el blanco de mi destino”.
El albañil calló un momento, embauló otro taco de frijoles, bebió un trago
largo de Pepsi-Cola (el gremio de alarifes y similares ya no bebe pulquito en la
obra, salvo el 3 de mayo, día de la Santa Cruz), reanudando su parlamento:
—La persona de firmes principios lucha por su meta, una vez establecida,
hasta lograrla absolutamente, sin lánguidas treguas ni cobardes vacilaciones.
El hombre que sabe lo que quiere, intuye dónde le aguarda el triunfo y hacia él
se dirige, sin titubeos ni claudicaciones. Impulsado por el potente motor de sus
energías físicas y espirituales, guiado por la brújula de su voluntad férrea,

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sostenido por su íntima convicción de que obtendrá el triunfo a la corta o a la
larga, convertirá de esta manera su destino en esplendorosa realidad. ¡Esta es
la clave del éxito, hijo mío! Saber lo que se quiere y no regatear ni escatimar
esfuerzos hasta conseguirlo.
—Pos si asté así lo dice, así debe ser, jefe —aceptó el adolescente,
hurgándose el interior de la boca con un dedo, en busca de un molesto hollejo
de frijol que se le había quedado incrustado entre dos piezas molares.
—Así es—dijo gravemente “El Cucharas”, guardando el jarrito y la
remendada servilleta de las tortillas en el itacate.
Tras unos minutos de silenciosa meditación, interrumpida de cuando en
cuando por algún sonoro y profundo regüeldo, y durante la cual mantuvieron
fijas sus miradas en los agujeros de sus estropeados zapatos, por los que
asomaban los dedos gordos de sus pies, cubiertos de cal, tierra y cemento,
padre e hijo se levantaron y volvieron a cubrirse la cabeza con los sacos de
“Tolteca” para seguir acarreando ladrillos. Sin embargo, antes de reincorporarse
a la pesada faena, el muchacho preguntó al autor de sus días:
—Oiga, jefazo, ¿y cómo es que asté, con ese pico de oro, con esa
sabiduría tan de a tiro sabia y con esos idiales tan elevados, nunca ha salido de
esta talacha tan móndriga en los andamios?
“El Cucharas” miró a su hijo con gesto de satisfacción, con arrogancia de
hombre que ha triunfado, con la intima complacencia de quien ha conseguido
cabalmente lo que un lejano día se propuso.
—Es que mi sueño dorado, hijo, siempre fue el de ser peón de albañil.
Después se echó una carga de ladrillos sobre el lomo y se alejó dando
traspiés entre los escombros.

Notas sociales
(De cuando los hombres vivían
cuatrocientos años y más)

POETA MALOGRADO

GALÁD. Ha fallecido a la temprana edad de ciento setenta y un años el notable


poeta Leví de Jeroboam, quien deja a tres criaturitas huérfanas de cuarenta y
tres, cuarenta y treinta y ocho años, respectivamente. El malogrado rapsoda,
que fue un niño precoz ya que a la tierna edad de cuarenta y cinco años
empezó a componer sus primeros versos, deja asimismo un sensible vacío en
las letras bíblicas.

* * *
NACIMIENTOS

EDOM. Con toda facilidad, digo, felicidad, ha dado a luz nueve robustos niños la

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señora doña Sara de Gesem, esposa del conocido comerciante en dátiles y
camellos de esta ciudad, don Samuel Gesem, el Amorreo. La joven madre, que
sólo tiene noventa y cinco años de edad, ha confesado sentirse la mujer más
feliz del mundo, pues no siempre las primerizas suelen soltar nueve piedras de
un solo tiro de honda, por emplear la pintoresca frase de nuestro juvenil héroe
David. Los recién nacidos serán circuncidados dentro de tres o cuatro años.

* * *
TRABAJO

BABEL. Continúa la demanda de trabajadores con destino a las obras que se


van a emprender en esta progresista ciudad, una vez que los proyectos de la
gigantesca torre sean aprobados por el H. Ayuntamiento. Según nos informó el
arquitecto en jefe, señor Ezequías Rasataim, se requieren jóvenes peones de
noventa a ciento cincuenta años de edad, así como capataces y maestros de
obras con un mínimo de cien años de experiencia profesional y con amplios
conocimientos de idiomas. Los elegidos tendrán su porvenir asegurado, ya que
se trata de obras de larga duración.

* * *
LLEGÓ A FELIZ EDAD

AGGADGAD. Con brillante fiesta se ha celebrado la puesta de largo de la guapa y


gentil señorita Golda Jezrael, quien ha llegado a la feliz edad de las ilusiones. Al
cumplir sus esplendorosos cincuenta y cinco años, sus padres ofrecieron
elegante recepción en los salones de céntrico hotel a orillas del Éufrates. La
adolescente vestía preciosa túnica de color azul, al igual que sus damitas de
compañía, ninguna de las cuales pasaba de los setenta años. Aquel precioso
ramillete de juventud dio gran animación a la fiesta. Una vez que los niños
menores de cuarenta años se retiraron a dormir, los jóvenes y las personas
mayores iniciaron el baile, el cual se prolongó hasta el amanecer del mes
siguiente. Fue padrino de la festejada el opulento y conocido banquero don
Aníbal de Iturbaim.

* * *
NUEVO PROFESIONAL

JOPPA. En la sala de actos de la Facultad de Ingeniería Naval, dependiente de la


Universidad de Judea, presentó brillante examen en opción al título de
Constructor de Arcas el joven Noé, hijo de Lamec, quien sustentó interesante
tesis sobre obstrucción de goteras y acomodo de animales en embarcaciones a
prueba de aguaceros. El sínodo, integrado por los ingenieros navales Azmavet el
Gizonita, Hanán el Mahavita y Jerimot el Seborreo, aprobaron por unanimidad
al joven sustentante, quien dicho sea de paso, no llega a los ciento cincuenta
años de edad. El nuevo profesional está recibiendo las felicitaciones de
familiares y amigos.

* * *

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VIAJERO

UR. Con rumbo al remoto reino de Saba, ayer embarcó en este puerto el
licenciado Enoc Hasabías, quien lleva el encargo de invitar a la joven soberana
de aquel país amigo para que asista al bar mitzvá de nuestro pequeño príncipe
Salomón, ceremonia que se efectuará, si Jehová lo permite y un nuevo diluvio
no lo impide, dentro de cincuenta años. Deseamos al intrépido embajador un
feliz viaje y pronto retorno.

* * *
SENSIBLE FALLECIMIENTO

MAJANAIM. A la avanzada edad de cuatrocientos sesenta y cinco años falleció


ayer en esta ciudad el culto caballero don Elisafán de Aminabad, muy estimado
en todos los círculos sociales por su bondad y sus dotes de filántropo y hombre
de bien. El finado fue prestamista al quince por ciento mensual hasta los
cuatrocientos años de edad, cuando se retiró de los negocios y se dedicó a
la vida privada, principalmente de los demás. A su inconsolable viuda doña
Rebeca y a los ochenta y tres hijos del estimable matrimonio (cuyos nombres no
mencionamos por falta de espacio), vayan nuestras más sentidas
condolencias.

El lado positivo
de las cosas

—Lo bueno de los optimistas


—dice don Manuelito—, es que
no se dan cuenta de cuál es la
verdadera situación.

Muchas personas se empeñan en ver nada más el lado negativo de las


cosas, siendo que las cosas, por modestas, flacas o repugnantes que sean,
también tienen su lado hermosamente positivo. Este tipo de personas son las
llamadas pesimistas por el vulgo. Sus opuestos son los optimistas, ciudadanos
felices y de envidiable salud tanto física como espiritual, ya que siempre ven el
lado sustancioso, bello y amable de todo cuanto los rodea. Aunque a veces,
como acertadamente apunta don Manuelito, lo que ocurre es que no se han
dado cuenta de cuál es la verdadera situación. O bien son como aquel beatífico
secretario de Hacienda y Crédito Público, que al comentar que económicamente
nos estaba llegando el agua al cuello, añadió sonriendo que de esta manera
apagaríamos la lumbre que también nos estaba llegando a los aparejos.
Para intentar demostrar lo anterior, o sea que hasta lo malo tiene su lado
bueno —ya que lo malo nos hace apreciar doblemente lo bueno—, vamos a citar

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a continuación el lado positivo de una serie de objetos y conceptos
generalmente desacreditados ante los ojos de la opinión pública:
Los impuestos, por ejemplo, tienen de positivo la alegría que causa
esquivarlos y eludirlos, tanto por el gustito que significa darle en la chapa al
Fisco, como porque esta evasión nos sirve de válvula de escape después de que
el propio Fisco y sus podencos —llámense Lolitas o Dolores— nos han mordido
y desangrado por todas partes.
Lo positivo de los, por otra parte, odiosos parquímetros, está en que
sirven de pretexto para salir de la oficina cada sesenta minutos a efecto de
nutrirlos con nuevas monedas. De paso aprovechamos la salida para tomarnos
un café o un copazo, según la hora del día y nuestras personales inclinaciones.
Los precios elevados de todo tienen de positivo el impedirnos llenar
todavía más la casa con cachivaches inútiles, y el comprar cosas y más cosas
de las cuales podemos prescindir perfectamente. En otras palabras, los precios
altos combaten muy eficazmente los dispendios superfluos con que
constantemente pretende hundirnos la publicidad de la sociedad de consumo.
El lado positivo de lo defectuoso de la producción nacional, consiste en
que gracias a ello florece el contrabando en gran escala, sin el cual no podrían
vivir en la opulencia gran número de respetables señoras y señores.
El pescado congelado también tiene de positivo el poder resucitarlo en la
sartén, no a la semana o al mes, sino a los cinco, diez o veinte años de su
defunción, lo cual, además de permitirnos ahorrar víveres, despierta interés por
el estudio de la paleontología.
La televisión también tiene su lado positivo, aunque parezca difícil
creerlo. Gracias a ella muchas señoras permanecen sentadas en casa, en vez de
andar por ahí de tiendas. Y muchas criaturas no se desnucan ni se fracturan
brazos, costillas o piernas, ya que no es lo mismo pasarse horas enteras tirados
de barriga en el suelo, contemplando la hipnótica pantalla, que desplomarse de
un árbol o caerse de una barda, sitios por donde andarían encaramados si no
hubiera programas de terror, violencia y tráfico de drogas que los mantuvieran
quietecitos en la sala.
El lado positivo de las escuelas en México consiste en que, como casi
siempre están de asueto por un motivo u otro, eliminan el concepto de clases y
allanan así el camino hacia la justicia social.
La poligamia tiene de positivo que quien la practica no tiene necesidad de
mantener casas chicas.
La semana de sólo cinco días laborables para los burócratas, tiene un
inmenso lado positivo: de esta manera están menos tiempo sin hacer nada.
Inclusive los tuertos tienen su lado positivo, ya que sólo ven la mitad de
los problemas que los rodean.
El PRI y el matrimonio con toda seguridad también deben tener su lado
positivo, nada más que hasta ahora no se lo hemos encontrado.

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Visita conyugal
Hace algún tiempo estuvo en México doña Sara Tilgham Hughes, la juez
norteamericana que alcanzó notoriedad al tomarle juramento a Mr. Lyndon B.
Johnson a bordo de un avión, cuando éste asumió la presidencia de Estados
Unidos a raíz del asesinato de Mr. Kennedy en Dallas.
La togada dama sustentó conferencias, llevó a cabo investigaciones en el
campo jurídico y se mostró interesada en diversos aspectos de nuestro sistema
penitenciario que por lo visto no existen en el vecino país. Uno de ellos es la
llamada visita conyugal, mediante la cual se permite a los presos recibir a sus
consortes o concubinas en forma privada durante un par de horas cada
semana, para entregarse a los arrebatos que les dicten sus temperamentos y
les permita el reducido espacio disponible.
Al explicársele lo anterior, la señora Hughes se entusiasmó y pidió hablar
con alguno de los huéspedes del Palacio Negro de Lecumberri —la entonces
Penitenciaría del Distrito Federal—, para conocer de fuente directa los puntos
de vista de los beneficiarios. Pero con la mala pata, sin embargo, de elegir al
azar a don Inocencio Ronquillo, uno de los más recalcitrantes opositores al
romance connubial, tras de las rejas.
El señor Ronquillo, de ocupación agente de inhumaciones y poeta por
vocación, es un hombre bajito de estatura, magro de carnes y amarillento de
tez, todo lo cual contribuye a darle un aspecto tímido y totalmente inofensivo.
Al recibir en su celda la visita de Mrs. Hughes, se encontraba escribiendo un
soneto.
— ¿Por qué está usted preso? —le preguntó la juez a través del intérprete.
—Por intento de asalto a un banco —repuso don Inocencio.
— ¿Y qué lo indujo a robar?
—Yo no traté de robar nada, señora mía. Simplemente rompí de un
ladrillazo los cristales de un banco, con el deliberado propósito de que sonara la
alarma y me aprehendiera la policía. Como podrá usted advertir, mis esfuerzos
se vieron coronados por el éxito.
—Éste es un caso verdaderamente extraordinario —comentó la
magistrada—. ¿Qué objeto perseguía usted al querer ir a la cárcel
voluntariamente?
—Yo no perseguía ningún objeto. A mí era a quien perseguía mi mujer.
Don Inocencio Ronquillo bajó la vista y exhaló un profundo suspiro.
—Señora —dijo-—, yo llevo veinticinco años de casado. Un cuarto de siglo
de soportar golpes, injurias, malos modos y amenazas de muerte por parte de
una mujer que no es una mujer, sino una arpía, un basilisco. Lucrecia me
humillaba por mi corta estatura; me quemaba con la plancha si me retrasaba
cinco minutos en llegar a casa; me metía los dedos en los ojos porque mis
ingresos no eran suficientes para sufragar sus veleidades; se burlaba de mí
porque soy poeta. En varias ocasiones intenté suicidarme, pero invariablemente
me rescató en el momento oportuno y luego procedió a darme una paliza, a
patearme o a ponerme una lavativa con agua helada unas veces e hirviendo
otras. Traté de emigrar al Tibet, pero me rompió el pasaporte y dos costillas.

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Como último recurso simulé asaltar un banco para que me metieran en la
cárcel y pudiera yo vivir tranquilo, a salvo de mi mujer y dedicado a mi poesía.
— ¿Y lo consiguió usted? —preguntó la juez, compadecida.
—Plenamente, señora. Excepción hecha de los martes, en que recibo la
maldita visita conyugal de cinco a siete de la tarde.
— ¿Y por qué no la rehúsa, hombre de Dios?
Antes de que pudiera contestar el señor Ronquillo, intervino el director
del penal, que estaba presente en la entrevista.
—En los casos de asalto deliberado, como del que es responsable este
chaparrito —dijo el director—, la visita conyugal forma parte del castigo.
El funcionario miró severamente a don Inocencio, que se encogió visiblemente
dentro de su uniforme a rayas.
—Y si llegan a reincidir —añadió el director levantando un dedo—, en vez
de encarcelarlos los ponemos directamente en manos de sus consortes.
La señora Hughes regresó a su país y según parece se encuentra
escribiendo un estudio comparativo entre la legislación penal mexicana y los
procedimientos de la Inquisición en tiempos de Torquemada.

Peligros de la antimateria
Se llama antimateria a la sustancia formada por antipartículas, tales
como el antiprotón, el antielectrón, el anticuerpo, etcétera. Sus propiedades son
exactamente las contrarias de la materia. A toda materia corresponde una
antimateria y viceversa; es decir, que si existe un caballo, también existe un
anticaballo; si existe un submarino, existe un antisubmarino; si existe un señor
Rodríguez, existe un antiseñor Rodríguez, y así por el estilo.
Afortunadamente materia y antimateria moran en lugares del universo
tan alejados entre sí, que una colisión entre ellos resulta altamente improbable.
Sin embargo, si a causa de un descuido o de un azar cualquiera la materia
entra en contacto con su correspondiente antimateria, se produce una violenta
explosión y ambas se volatilizan.
El conocimiento de esta teoría explica muchos enigmas que antes
carecían de aclaración, como en el caso de súbitas desapariciones de personas,
atribuidas a crímenes, secuestros o simple brujería. La ciencia cita casos de
jovencitas en camiseta con letreros sicalípticos y pantalones de mezclilla que
desaparecieron súbitamente al entrar en un cine. Desaparecieron no solamente
los pantalones, la camiseta y los letreros, sino también lo que llevaban dentro,
es decir, la jovencita. O el de aviones que salieron de la ciudad X y nunca
llegaron a la ciudad Z, sin que hubiera secuestro de por medio, y el de barcos
que zarparon de tal o cual puerto y desaparecieron como por encanto a la mitad
del camino, sin haber naufragado. El llamado Triángulo de las Bermudas es
zona donde frecuentemente ocurren estos últimos accidentes. También se ha
sabido de maridos que salieron a comprar cigarrillos y que jamás volvieron a

47
sus hogares, y de pájaros que hicieron explosión en el aire al rozar con sus alas
las alas de otros pájaros.
¿Qué fue lo que ocurrió en estos casos? Pues sencillamente que esas
jovencitas, esos aviones, esos barcos, esos maridos y esos pájaros entraron en
contacto con sus antiellos —probablemente invisibles para la pupila humana—,
estallaron, se desintegraron y desaparecieron sin dejar el menor rastro.
Inclusive se ha pretendido esgrimir este argumento para justificar la vacuidad
de ciertos cráneos, cuya ausencia casi absoluta de ideas es causa de asombro
para propios y extraños, dejándonos a todos perplejos. Pero no es que estos
cráneos —alegan los defensores de la tesis y principalmente los dueños de los
cráneos— hayan carecido siempre de materia gris y consecuentemente de
ideas. Estas testas una vez tuvieron ideas, se vieron llenas de ideas, saturadas
de ideas; pero chocaron contra sus correspondientes anti-ideas, que flotaban
en el espacio, y ¡pum!, no quedó huella de unas ni de otras. La teoría, como
advertirán ustedes, se presta a diversas interpretaciones. Una de ellas, la de
que los dueños de cráneos vacíos, además de no tener ideas, son idiotas.
Sin embargo, lo que sí es evidente, es que en algún lugar del universo
existe un antimundo exactamente igual a éste en que vivimos, sólo que de signo
contrario. Un antimundo con sus anticiudades, sus anticalles, sus antibaches,
anticobradores, antidiputados, antigaseosas, antiterroristas y antioficiales
quintos de Hacienda. Un mundo donde sus logaritmos son los antilogaritmos
de aquí y viceversa. Inclusive un mundo con sus antiviceversas.
Ahora bien: determinados seres vivientes y algunos objetos inanimados
de ese distante antimundo, a veces llegan a nuestro mundo sin que se sepa
cómo lo consiguieron, ni qué medio de transporte utilizaron. El caso es que
aparecen aquí, entran en contacto accidentalmente con su equivalente de signo
contrario y surge la tragedia. Se topan el ser y el antiser, hacen explosión
instantánea y se volatilizan de inmediato, sin que se vuelva a saber de ellos, ni
en este mundo ni en nuestro antimundo.
Yo sé que en algún lugar del Cosmos (y no queda excluida la posibilidad
de que sea en esta misma galaxia), existe mi antiyó, individuo eminentemente
peligroso para mí —como yo para él— y cuyo trato me conviene rehuir. De ahí
que siempre vea con harta sospecha y me prevenga contra individuos cuyo
aspecto físico se parece al mío. Nunca puedo estar seguro de que no sea mi
antiyó, con el riesgo de que, si tan sólo nos rozarnos, ambos quedaremos
convertidos en chicharrón. ¡Qué va! Ni siquiera en chicharrón: en simples
nubecillas de smog.
Tal vez resulte pusilánime mi actitud, pero ante cada sujeto desconocido
que me presentan y que se asemeja a mí, cuya mano me veo obligado a
estrechar, no puedo evitar, en el momento de tomar contacto con su epidermis,
cerrar los ojos y volver el rostro a otro lado, mientras recorre mi médula espinal
un rápido escalofrío de terror esperando que de un momento a otro se produzca
el traquidazo.
Por eso desde ahora ruego atentamente a las personas que se parecen a
mí en lo físico, que me perdonen si no les estrecho la mano ni les doy un abrazo
con sus obligadas palmaditas en la espalda. Lo hago en bien de los dos. Porque
a lo mejor somos anticuerpos, antimateria el uno del otro, y la explosión se va a
oír hasta la hermana república del Paraguay.

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Hay quien solamente
recuerda
De ADÁN: La costilla.
* * *
De MATUSALÉN: Los años.
* * *
De JONAS: La ballena.
* * *
De NOÉ: El arca. (Otros también lo recuerdan sólo porque se emborrachó y se
quedó dormido en cueros).
* * *
De NABUCODONOSOR: Nada.
* * *
De PITÁGORAS: El teorema.
* * *
De DAMOCLES: La espada.
* * *
De DIÓGENES: La lámpara. (Y algunos, que vivía en un tonel).
* * *
De DEMÓSTENES: Las piedrecitas que se metía en la boca.
* * *
De ARQUÍMEDES El principio (Nunca lo de en medio y menos el fin).
* * *
De AQUILES: El talón.
* * *
De RÓMULO y REMO: Que los amamantó una loba.
* * *
De NERÓN: El violín y otros el arpa. A pesar de que lo que tocó, cuando el
incendio de Roma, fue una lira que en aquella lejana época estaba a la par con
el dólar. (Ahora se cotiza la lira a ochocientos cuarenta por dólar comprador y
ochocientos treinta vendedor) Cotización sujeta a cambio.
* * *
De CALÍGULA: El caballo al que nombró cónsul.
* * *
De CLEOPATRA: Su arrejuntamiento con Marco Antonio.
* * *
De MARCO ANTONIO: Su arrejuntamiento con Cleopatra.
* * *
De ATILA: La hierba que no volvía a crecer por donde pasaba su caballo.
* * *
De PIPINO EL BREVE: Su corta estatura.
* * *
De FEDERICO BARBARROJA: Que tenía roja la barba.
* * *
De RICARDO CORAZÓN DE LEÓN: Que fue el precursor de los trasplantes.
* * *

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De ISABEL LA CATÓLICA: Las joyas que empeñó.
* * *
De CRISTOBAL COLÓN: El huevo.
* * *
De PIZARRO: Que era analfabeto. (Algunos lo confunden con Picasso y entonces
lo recuerdan sólo por sus tomaduras de pelo).
* * *
Del GRAN CAPITÁN: Las Cuentas.
* * *
De HERNÁN CORTÉS: Que le quemó los pies a Cuauhtémoc.
* * *
De CUAUHTÉMOC: Que dormía en un lecho de rosas.
* * *
De ALVARADO: El salto.
* * *
De GALILEO: Que a pesar de haber muerto hace tanto tiempo, sin embargo se
mueve.
* * *
De NEWTON: La manzana que le cayó en la cabeza.
* * *
De Luis XVI: El estilo personal de gobernar.
* * *
Del otro Luis (Echeverría): Su célebre frase de que “el Estado soy yo”.

Disertación sobre la cama


El título del presente capítulo puede prestarse a equívocas
interpretaciones, en el sentido de que lo estoy escribiendo tendido sobre el
lecho por holgazanería, enfermedad, accidente, voluptuosidad o simple lascivia.
Nada más ajeno a la realidad. Lo titulo así porque versa acerca de la cama, pero
lo escribo sentado frente a mi Olympia (también debo aclarar que se trata de mi
vieja máquina de escribir y no de una muchacha griega). Lo elaboro, además,
en buena salud —gracias a Dios—, en integridad física y con la mente apartada
de lujurias.
Hecha la anterior y pertinente explicación, entro en materia:
Aunque la cama parezca ser un invento moderno, a juzgar por la gran
importancia que actualmente le dan el cine y el teatro, lo cierto es que tiene
muchos siglos de existencia. De su inventor sólo sabemos que tardó bastantes
años en terminarla (algunos autores aseguran que más de cien), por la
circunstancia de que cada vez que se subía a ella para tomar medidas, para
calcular resistencias o simplemente para ensayarla o demostrarla, el tipo se
quedaba dormido como un burócrata y ya no había quien lo bajara en tres o
cuatro semanas.

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Sin embargo, antes de que se inventara la cama, la Humanidad vivió feliz
durante muchos milenios sin echarla de menos, durmiendo ora en una rama,
ora en dos, ora sobre la arena de la playa, ora en el suelo de una caverna. Los
clérigos, ora pro nobis. Descendientes directos de estos hombres tan estoicos
(no me refiero a los eclesiásticos, sino a los arbóreos y trogloditas), son los
ciudadanos que se duermen con la mayor facilidad en el café, en una fiesta, en
un mitin del PRI, en la oficina y aun de pie en el camión. Dichosos ellos.
Por otra parte, la cama estuvo tantos años sin inventarse debido a que el
hombre de aquellas épocas se pasaba el día despierto, cazando o combatiendo,
por lo que al llegar la noche se dormía en cualquier sitio, rendido por el
cansancio, sin importarle un pito que hubiera o no colchones o muelles. Más
tarde, cuando el hombre comenzó a dormir también de día (consecuencia
directa del desarrollo, ya que no tenía que salir a cazar, sino que disponía de
empleados y computadoras que hicieran su trabajo), ocurrió que al llegar la
noche ya no podía conciliar el sueño si no era en un lugar cómodo.
Y es que no es lo mismo, señores, ir a lomo de mula, como viajaban
nuestros antepasados, que a bordo de un Boeing, como viajamos nosotros. Ni
es lo mismo enfrentarse a estacazos con un enemigo, que simplemente
demandarlo ante los tribunales competentes. El hombre de antaño tenía que
mantenerse despierto sobre la mula y durante el combate. Nosotros, en cambio,
podemos descabezar un sueñecito en el avión y dormir mientras duermen
también los expedientes en el juzgado. La civilización nos brinda múltiples y
óptimas oportunidades para poder dormir de día. En consecuencia, puede
decirse que el invento de la cama surgió como una necesidad para poder dormir
de noche.
Claro que conforme hemos ido avanzando por la senda del progreso
(preciosa frase, ¿eh?), han surgido tal número de ruidos y preocupaciones, que
ahora tampoco podemos dormir de noche, ni siquiera en el más mullido de los
lechos. Sin embargo, al llegar a este punto, aparecen los barbitúricos, los
somníferos y las píldoras tranquilizantes, gracias a los cuales podemos volver a
dormir, de noche y en la cama. Inclusive vestidos y con zapatos, sin necesidad
de ponernos la pijama. Hasta que crean hábito y entonces ya no sirven más que
para expeditar el camino al sanatorio o al camposanto. Ya sabernos que la
senda del progreso tiene sus baches.
El futuro de la cama es bastante incierto. Hay quien dice que, con lo
tarde que terminan los programas de televisión y lo temprano que hay que
levantarse para encontrar sitio dónde estacionar el automóvil, la cama
terminará por desaparecer otra vez. Pero no porque el hombre vuelva a dormir
ora en una rama, ora en dos, ora sobre la playa de la arena, digo la arena de la
playa, ora en el suelo de una caverna, ora pro nobis bonum vinurn lactificat cor
hominis, sino sencillamente porque ya no tendremos tiempo para usarla.
Lo más probable es que surja algún nuevo modelo de vehículo —algo así
como un Volkswagen-Pullman-Convertible— que permita ser utilizado para el
reposo nocturno en el mismo sitio de estacionamiento. Inclusive se le podría
acondicionar un pequeño aparato de televisión y así ya no habría necesidad de
ir a casa. Ni de mover el coche del estacionamiento.
Claro que también podría instalarse una cama en la misma oficina, pero
siempre se vería feo. No tanto por la insinuación de holgazanería, sino por el

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qué dirán, sobre todo si hay empleadas guapas. Y aun si son poco agraciadas.
Una de las características de la Cama es que, teniendo una a mano, las
tentaciones se agrandan.

El pediatra
Así corno los electricistas manipulan cables y alambres como si fueran
fideos, con la mayor naturalidad del mundo, y los empleados de las agencias
funerarias estiran, acomodan y cargan cadáveres como si fueran bultos
postales, los pediatras manejan a los niños pequeñitos con una liviandad y un
aparente descuido que ponen los pelos de punta a los padres, sobre todo si son
primerizos.
Yo recuerdo vivamente al doctor don Crisógono Topete, a quien llevamos
mi mujer y yo por primera vez a nuestro hijo primogénito, que entonces tendría
un par de meses de nacido. Durante esos sesenta días habíamos tratado a la
criatura como si estuviera hecha de cristal de Bohemia: cuando lo tomábamos
en brazos, poníamos colchones y cojines en el sucio, por si ocurriera el
percance de que se nos resbalara de las manos; mi mujer me obligaba a
ponerme un pañuelo en la nariz y la boca cuando me acercaba al niño, por
temor de transmitirle los gérmenes que hubiera yo coleccionado en la calle; y al
bañarlo, tomábamos con termómetro no solo la temperatura del agua, sino
también la del cuarto. Y cada ve que había que cambiarle pañales —lo cual
ocurría cor harta frecuencia—, se le limpiaba el traserito con algodón
esterilizado y se le entalcaba con un polvo de silicato de magnesio especial,
importado de Suiza, que costaba más o menos lo mismo que un kilo de heroína.
Podrán ustedes imaginar nuestra impresión, pues, cuando llegamos con
el bebé al consultorio del doctor Topete y éste empezó por desenfundarlo de los
múltiples ropones, chambritas y cobertores en que iba envuelto. Después lo
enarboló por una piernecita, le dio dos o tres vueltas en el aire y lo arrojó sobre
la mesa de reconocimiento, donde la infeliz criatura quedó despatarrada.
—Los niños son mucho más fuertes y resistentes que nosotros —rió el
doctor ante los gritos de mi mujer y mi cara de espanto—. No los parte ni un
rayo.
Y para demostrarlo, le propinó al bebé un par de nalgadas que le dejaron
el pompi como un par de tomates. Desde entonces mi hijo mayor (que ahora es
coronel de artillería) siempre ha visto a los pediatras con mucha suspicacia.
* * *
El doctor Topete colocaba a los niños boca abajo, les llevaba los talones
hasta las orejas, los levantaba a pulso —tomándolos por la nuca o la barbilla—
y a veces los dejaba al borde de la mesa. Cuando el infante iba ya camino del
suelo, lo cogía en el aire, lo arrojaba hacia el techo, lo volvía a atrapar y reía
campechanamente:
— ¡Jo, jo, jo! ¿Qué pensaron ustedes, que se iba a caer? ¡No, hombre, qué va!
Estos becerritos tienen siete vidas, como los gatos.
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Los dejaba en cueros vivos a una temperatura de cero grados, los
sumergía en agua helada, los sentaba sobre la palma de una mano y ‘os
paseaba por todo el consultorio, ante la mirada aterrada de los padres.
—Ustedes no saben cómo tratarlos —se mofaba de nosotros—. A los
infantes hay que acostumbrarlos desde ahora a crecer sin carantoñas,
arrumacos ni miramientos. Así criaban los espartanos a sus hijos.
—Sólo que este niño no es espartano —gemía mi mujer—. Nació en
Tacubaya...
La mesa donde los reconocía era de hierro con una cubierta de hule, sin
una colchoneta ni una triste sábana donde depositar al bebito. Al doctor Topete
le encantaba extender las recetas y dar las explicaciones mientras la criatura
yacía sin una sola prenda sobre la frígida cubierta de hule. Y como era muy
prolijo en sus advertencias, no era raro que el niño se pusiera de un color
morado muy poco tranquilizante. En estos casos los hacía entrar en calor con
un par de nalgadas, otro de cachetadas y un masaje que hubiera desollado a
un atleta olímpico.
Luego los fajaba él mismo. No haciendo girar la faja alrededor del niño,
sino al niño alrededor de la faja, la cual extendía sobre la tantas veces citada
mesa de reconocimiento. En esta maniobra a veces se le caía el pequeño al
suelo, pero de un rápido tirón a la faja lo hacía subir nuevamente, como a los
yoyos.
El doctor don Crisógono Topete fumaba constantemente unas tagarninas
infames y sin el menor cuidado arrojaba el humo sobre el rostro de sus
minúsculos pacientes. Jamás lo vi que se lavara las manos antes o después de
reconocerlos, ni que se las desinfectara con alcohol o cuando menos con
aguarrás o gasolina. Para examinarles la garganta, les bajaba la lengüita con
un dedo amarillo de nicotina o con su pluma fuente, que chorreaba tinta verde.
Y les limpiaba la cerilla de los oídos con un palillo de dientes, que después se
guardaba en un bolsillo del chaleco; nunca supe si para usarlo más tarde con
otros infantes o para escarbarse su propia dentadura al terminar de comer.
Sin embargo, siempre tenía el consultorio lleno de padres con sus
vástagos, ya que era fama que todos los niños atendidos por el rudo y primitivo
pediatra crecían fuertes, chapeados y saludables. Además de que sólo cobraba
dos pesos por consulta.

Si Colón hubiera
tenido intérprete
Una circunstancia que facilitó grandemente a don Hernán Cortés la
conquista de México, fue sin duda la de haber contado con dos excelentes
intérpretes: Jerónimo de Aguilar, el náufrago español que vivió ocho años
cautivo de los indios en las cercanías de Cancún, y que consecuentemente llegó
a dominar la lengua maya a la perfección —aunque con marcado acento
andaluz— y la hermosa indígena tabasqueña Malinalli, más tarde llamada

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Malintzin por los aztecas y doña Marina por los conquistadores, la cual hablaba
el náhuati y también el maya. De esta manera, lo que decía Cortés en
castellano lo traducía Aguilar al maya y acto seguido la Malinche entraba al
bate y lo vertía al náhuatl, para entendimiento de los aztecas. Lo que éstos
contestaban en su idioma, a la vez era traducido por la muchacha a la dulce
lengua de Yucatán, para que don Jerónimo lo trasladase al español. Un sistema
perfecto, precursor del que cuatrocientos y pico de años después se emplearía
en esa inútil olla de grillos y torre de Babel —y de papel— que es la ONU.
Cristóbal Colón, en cambio, no dispuso de tan valiosa ayuda al llegar por
primera vez al Nuevo Mundo, lo cual fue una verdadera lástima, ya que de
haber contado con ella, otro gallo nos cantara, pues muy probablemente se
hubiera percatado de su error de navegación y al enterarse de que no había
llegado a las Indias que buscaba, habría virado ciento ochenta grados y
largándose con viento fresco hacia el oriente, dejando a América en paz por lo
menos una temporada.
Imaginemos lo que hubiera ocurrido si el genovés, al arribar el 12 de
octubre de 1429 a la isla de Guanahaní, en las pintorescas Bahamas, hubiera
contado con un intérprete para entenderse con los indígenas.
—Buon giorno —dice el navegante.
(Traducción al canto).
—Muy buenos, caballero —responde en su idioma, con marcado acento
cubano, el agente de migración guañan, buenacrianza que a la vez es traducida
por el intérprete.
—Soy Cristóforo Colombo, almirante de la Mar Océana, al servicio de sus
majestades los reyes católicos de Castilla y Aragón.
—Mucho gusto, chico.
El descubridor saca un pañuelo y se enjuga las gotas de transpiración
que penan su frente. (Esta bonita frase, por fortuna, no tiene que ser traducida,
ya que el intérprete se las hubiera visto negras para verterla al guañan, dado lo
rudimentario que era el léxico de la isla).
—Hace calorcito, ¿eh? —sonríe Colón—. Pero en fin, ya me habían
advertido que aquí en las Indias se achicharra uno.
— ¿Las Indias? ¿Cuáles Indias? —pregunta con asombro el nativo al serle
traducido el comentario de don Cristóbal, que también era experto en decir
gansadas.
— ¿No estamos acaso en las Indias? —pregunta a su vez el almirante.
—No señol —responde el autóctono—. Éstas son las Antillas, caballero.
—Supongo que será una provincia de los dominios del Gran Mogol...
(El intérprete y el isleño se hacen un lío y se enfrascan en una serie de
mutuas explicaciones que no conducen a nada).
—De cualquier manera —prosigue el genovés—, ustedes son indios, ¿no?
— ¡Ni lo mande Dios! Los indios son los habitantes de la India, esos
flacos cochambrosos que llevan turbantes en la cabeza y que adoran a las
vacas, por considerarlas sagradas. Nosotros en cambio estamos llenitos, nos
bañamos todos los días y nos adornamos la cabeza con plumas. Y ni siquiera
sabemos lo que son las vacas.
Cristóbal Colón titubea un poco.
—Bueno, sin embargo, imagino que tendrán especias y té.

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—Tampoco, joven. Lo que tenemos es café y tabaco. De excelente calidad,
por cierto.
—No me interesan —mueve la testa Colón, en sentido negativo—. Isabel
no toma café porque le quita el sueño, y ni Fernando ni yo fumamos.
—Allá ustedes, chico —se encoge de hombros el isleño, encendiendo un
descomunal y aromático habano.
El almirante se da dos o tres manotazos en el rostro y la nuca, pues se lo
están comiendo vivo los mosquitos.
— ¿Así es que las Indias quedan un poco más allá, no? —indaga
señalando hacia el poniente.
—No, bastante más allá —aclara el guañan indicando con su puro hacia
el oriente.
—Bueno, pues en tal caso, zarparemos —suspira don Cristóbal—. Otros
tres meses de bailoteo sobre las olas.
—O más —sonríe malévolamente el isleño.
Ya a punto de embarcar Colón, el indígena le dice, siempre a través del
intérprete:
—Si acaso regresan por aquí, les pido pol favol que nos traigan unos
caballos y unos marranitos, si no es mucha molestia. Y unas gallinas con su
correspondiente gallo.
—Con mucho gusto —sonríe don Cristóbal.
Pero ya en alta mar, refunfuña.
— ¡Esta maldita manía que tiene la gente de hacerle encargos a uno
cuando sale de viaje, pero sin adelantar el efectivo necesario!
Al ver desaparecer las tres carabelas en el horizonte, el guañan también
suspira, pero de alivio.
— ¡Uf! —dice.

Empleado con iniciativa


El joven de mirada lánguida entró en el despacho de su jefe y se detuvo a
respetuosa distancia del escritorio.
—Señor —dijo en tono de no menor acatamiento—, creo haber
encontrado un sistema para incrementar las ventas.
— ¡Magnífico, magnífico! —exclamó el jefe—. Me complace que los
empleados jóvenes se interesen en el progreso de la empresa. Siempre estoy
dispuesto a escuchar sugerencias. Siéntese y expóngame su proyecto.
El joven de mirada lánguida tomó asiento en el borde de un sillón forrado
de cuero y colocó las manos pálidas sobre las rodillas. (Sus rodillas también
eran pálidas, pero no se les notaba debajo del pantalón negro).
—Usted sabe, señor —dijo al cabo de un momento—, que en la
actualidad casi todas las empresas comerciales brindan premios o regalos a sus
clientes. Se rifan casas, se ofrecen viajes al extranjero, se obsequian

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automóviles y baterías de cocina, y se reparten caramelos y pequeños juguetes
de plástico para los niños.
El jefe miró fijamente a su joven empleado por unos instantes y
tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Efectivamente —repuso-—. Pero no veo cómo nosotros, una acreditada
y respetable agencia de inhumaciones, podamos hacer obsequios a nuestros
clientes. Su misma naturaleza de fiambre determina que hayan perdido todo
interés en esta clase de minucias.
El joven de mirada lánguida entrecruzó los dedos y se llevó las manos a
la barbilla.
—Desde luego, señor —admitió—-. Pero eso es solamente válido a partir
del momento en que se convierten en clientes nuestros. Estoy de acuerdo con
usted en que los consumidores de nuestros productos, por el simple hecho de
hacer uso de ellos, ya no están en situación de interesarse en casas, viajes al
extranjero (con el que acaban de emprender tienen bastante), automóviles,
baterías de cocina ni juguetes de plástico. Todo ello, con perdón de usted, les
importa un serenado rábano. Sin embargo, mi proyecto consiste precisamente
en ofrecer al público en general una serie de artículos y servicios altamente
codiciables, cuyo usufructo automáticamente convertiría a los beneficiarios en
clientes nuestros.
El director de la funeraria volvió a tamborilear con los dedos largos,
flacos, amarillentos y huesudos sobre su escritorio.
—Aún no capto la idea del todo, pero la vislumbro, Rodríguez. Olvídese
por un momento de los servicios. ¿Qué clase de artículos podríamos ofrecer al
público en general para ganar clientes?
El joven de la mirada lánguida hizo la mueca que en él pasaba por
sonrisa y empezó a contar con los dedos:
—Automóviles de carreras, pistolas, explosivos, avionetas, cajas y cajas
de licores, residencias en regiones de frecuentes movimientos sísmicos,
motocicletas... Muchas motocicletas.
— ¡Pero eso es absurdo! —exclamó el jefe—. El costo de cada uno de
estos obsequios es muy superior al precio de nuestras unidades, inclusive las
más onerosas. Sería idiota regalar un automóvil que cuesta doscientos mil
pesos para poder vender un ataúd de treinta mil...
—Recuerde usted, señor, que siempre puede asegurarse el objeto en
nuestro favor, en este caso el automóvil, y después cobrar la póliza. Además,
podríamos empezar por repartir cositas de menor precio, pero no menos
efectivas.
— ¿Como cuáles, por ejemplo?
El joven de la mirada lánguida volvió a contar con los dedos.
—Como por ejemplo patinetas, navajas de barbero, mariscos en los meses
que no tengan “r”, equipos infantiles para experimentos de química, sogas,
cigarrillos a pasto, botellitas con barbitúricos, canastas y más canastas de
tacos de carnitas, plátanos...
— ¿Plátanos? -—-preguntó el jefe—. ¿Para qué plátanos? Los plátanos no
son mortíferos.
—Los plátanos no, señor; pero las cáscaras que tiran en la calle...

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El director de la prestigiada y respetable agencia de inhumaciones
encendió un puro y contempló las volutas de humo que se elevaban hacia el
techo.
—Mmmm... —dijo al cabo de. un rato—. La idea no es mala, Rodríguez.
Presénteme su proyecto por escrito, en siete tantos, y si da resultado, puede
contar con un aumento de sueldo.
El joven de la mirada lánguida se incorporó del sillón forrado de cuero e
hizo una ligera inclinación de cabeza Al salir del despacho del jefe, éste no pudo
menos que reconocer que su joven empleado tenía un brillante porvenir en la
funeraria.

Desaparición de los
problemas sexuales

El otro día, no teniendo mejor cosa que hacer (ni siquiera tirarme a la
bartola, porque la Bartola se había ido de vacaciones a su pueblo), me sentí un
poco doctor Kinsey y me lancé por esas calles de Dios para hacer una serie de
encuestas, a fin de ver cómo andaba la Humanidad en cuestión de problemas
sexuales. Y para mi gran asombro, llegué a la conclusión de que en la
actualidad la gente ya no tiene complicaciones de esta naturaleza, y si las tiene,
por lo menos no son tan gordas como las que tuvimos nosotros, los
cincuentones y sesentones, cuando andábamos arañando los dieciocho años de
edad. Y las paredes.
Provisto de mi bolígrafo y cuartillas correspondientes, empecé a
entrevistar a los transeúntes que me salían al paso. El primero fue un señor
muy delgado, con cara de chino.
—Perdone usted, caballero —le dije—. ¿Tiene usted problemas sexuales?
El hombre me miró con sus ojillos oblicuos nada expresivos y me
contestó:
— ¿Yo? ¿Problemas sexuales? No, señor. Mis problemas son de otra
índole. En el campo al que usted alude, tengo una enorme experiencia.
— ¿Será posible? —me mostré asombrado.
—Y tan posible, que muy rara vez me equivoco. Cuando mucho, una en
diez mil. Por eso no tengo esa clase de problemas.
—Pues debe usted ser un hombre feliz, señor mío
—lo congratulé—. ¿Sería tan amable de decirme cuál es su profesión?
—Soy sexador de pollos en una granja avícola.
Me despedí del señor con cara de chino y abordé a un caballero vestido
de negro, con bombín y paraguas del mismo color.
—Perdone usted, licenciado, ¿podría decirme si tiene problemas
sexuales?
—No tengo ninguno, joven. Los he suprimido por completo.
— ¿Le preocupan los impulsos eróticos que mueven a la actual
generación?

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—En lo absoluto.
— ¿Le inquietan los bikinis o las minifaldas?
—De ninguna manera. Me parece que cada quien puede vestir o
desvestirse como le dé la gana.
— ¿Cómo enfoca usted los problemas del sexo?
—Con la más absoluta tranquilidad.
—Una última pregunta, licenciado: ¿qué edad tiene usted?
—Acabo de cumplir noventa y ocho años.
Crucé la calle y abordé a una pareja joven. Los dos de melena, arillo en
una oreja, camiseta bastante mugrienta con letreros en inglés, pantalones muy
ajustados de mezclilla desteñida y ambos rigurosamente descalzos. Entre los
dos quizá llegarían a los treinta y seis años.
—Jóvenes —les pregunté—: ¿tienen ustedes problemas sexuales?
Primero me contemplaron un poco sorprendidos, después se miraron uno
a otro muy risueños y luego, sin soltarse de la mano, respondieron al unísono:
—No, maestro. Nuestro problema es el de conseguir yerba.
—O sea que son ustedes relativamente felices.
—Lo de relativamente es un poco relativo —contestó el de la camiseta que
decía I am your buggy, buggy man—. ¿Verdad, Felipe?
—Así es, Manolo —repuso riendo el otro, el de la camiseta con la leyenda
Don’t move, baby, that I am shaking—. Pero no podemos quejamos, cariño.
Mientras se apretaban las manos, llegué a la esquina y me topé con una
dama entrada en carnes y en años, de aspecto decididamente belicoso, con una
bolsa en la que bien hubiera podido caber el tratado de Westfalia con sus
múltiples correcciones y enmiendas y adiciones.
—Señora —le espeté—: ¿tiene usted problemas sexuales?
Sin mediar respuesta, la mujer me arreó con la bolsa en la cabeza.
—Cada vez estás más ciego, idiota —bramó con voz de sargento—. En
primer lugar, soy tu tía Patricia, a quien deberías tener más respeto; y en
segundo, te recuerdo que venturosamente quedé viuda a los dieciocho años de
infausto matrimonio con tu tío Fausto, a quien Satanás siga tostando en los
más recónditos infiernos.
O sea que, hablando en términos generales, llegué a la conclusión de que
la especie humana se ha liberado en los tiempos que corren de los acuciantes
problemas del sexo.

El desfacedor de entuertos
(Romance medieval)

Al señero castillo, enhiesto sobre las peñas de un bárbaro acantilado, se


acerca un caballero andante lanza en mano, con la cual golpea
impetuosamente el portón de la barbacana, o sea la tronera de entrada, más
acá del espantable foso.
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CABALLERO ANDANTE. ¡Ah del castillo!
(Desde lo alto de la atalaya asoma un repugnante enano).
ENANO. ¿Quién es?... Y cuidado con decirme que la vieja Inés, porque
desde aquí atisbo que sois un caballero con toda la barba, o por lo menos con
la parte que de ella deja ver la celada de vuestro yelmo.
CABALLERO ANDANTE. Soy el desfacedor de entuertos. Y agora, menos
cotorreo, enano. Echad presto el puente levadizo, que me ha mandado llamar
vuestra ama, la castellana.
ENANO. Mi ama no es castellana, sino tapatía. Del mero barrio de
Tiaquepaque.
CABALLERO ANDANTE. Dejaos de gentilicios, microbio, y abrid de una
buena vez, que prisa traigo. Aún he de ir a desfacer otros cinco entuertos en lo
que resta de este día.
(El enano toca una trompeta y momentos después desciende el puente
levadizo con muchos rechinidos. El caballero andante saca una alcuza de su
faltriquera y echa unas gotas de aceite en los goznes. Después lo cruza y entra
muy orondo en el patio de justas, donde es recibido por la castellana, que se
acerca a su encuentro contoneando las haldas y ajustándose su largo sombrero
con velos y en forma de cucurucho).
CASTELLANA. ¡Vaya! Ya era hora de que llegaseis, caballero, que tenemos
un entuerto muy gordo. ¿Acaso no recibisteis ayer mi llamado?
CABALLERO ANDANTE. Recibílo, señora, pero había muchos otros entuertos
que desfacer con la fuerza de aqueste mi brazo. Y tampoco era cosa de mandar
a mi escudero, que apenas es aprendiz y que además, como hoy es lunes,
encuéntrase crudo el muy bellaco. En tan angustioso estado, es incapaz de
desfacer siquiera el nudo de la cinta de sus zapatos.
(El caballero andante se apea de su brioso corcel y besa galantemente la
punta de los dedos a la castellana).
CABALLERO ANDANTE. Paréceme que ajos habéis estado picando, noble
señora.
CASTELLANA. Así es, esforzado caballero. Y es que a mi me pasa con mis
doncellas y azafatas lo mismo que a vos con vuestro escudero. Salen desde el
sábado y no vuelven hasta bien entrado el martes, y a veces el miércoles. ¡Ah,
pero eso sí! Cuantiosos doblones cobran las muy cobronas, para luego pasarse
los días y buena parte de las noches en las torres y los adarves del castillo,
escuchando tocar el laúd a los juglares.
CABALLERO ANDANTE. Es que hoy en día el servicio está del asco, dueña y
señora mía.
CASTELLANA. Del puritito asco. (Hace una mueca, arrugando su adorable
naricilla). Y agora, si os place, vamos a ver el entuerto, señor caballero andante.
CABALLERO ANDANTE. Cuando dispongáis, señora.
(El caballero andante y la castellana echan a andar por largos pasillos y
lóbregos corredores, hasta llegar a una habitación en la torre flanqueante.
Entran. La castellana cierra la puerta con doble llave, se cerciora de que no hay
nadie en el recinto ni detrás de los espesos cortinajes, y muestra el entuerto al
caballero).
CABALLERO ANDANTE. ¡Huy, qué atrocidad! Bien decíais que se trataba de
un entuerto muy gordo.

59
CASTELLANA. Gordísimo, como podéis ver, señor caballero.
CABALLERO ANDANTE. Sólo debo advertiros, señora mía, que os va a costar
una burrada de maravedíes el desfacerlo.
CASTELLANA. ¿Como cuántos?
CABALLERO ANDANTE. Lo menos, mil quinientos doblones
CASTELLANA. ¡Qué disparate! Si por el entuerto anterior me llevasteis
solamente ochocientos.
CABALLERO ANDANTE. Verdad es, señora, pero se trataba de un entuerto
más endeble y menos complicado. Además, las herramientas y los lubricantes
han subido muchísimo de precio. Tan sólo el juego de cincel, mazo y martillo
me cuesta quinientos ducados. Y por lo que respecta al aceite, de Tabasco debo
importarlo.
CASTELLANA. ¿De Tabasco decís? Yo creía que de allá sólo mandaban
plátanos.
CABALLERO ANDANTE. Eso era antes, señora. En la actualidad, es un feudo
de Pemex.
CASTELLANA. ¡Qué barbaridad! (Suspira). Bueno, volviendo a lo nuestro,
¿me haréis una rebajita, gentil caballero?
CABALLERO ANDANTE. Por tratarse de vos, mil trescientos doblones. Pero ni
un maravedí menos.
CASTELLANA (vuelve a suspirar). Pues ni modo. Proceded, caballero.
CABALLERO ANDANTE. Con vuestra venia, señora.
(El caballero andante saca sus herramientas, se arrodilla y, después de
hora y media de labor, con mucho golpe de cincel y de martillo, mucho
maniobrar de llaves inglesas y destornilladores, y muchos chisguetazos de
aceite de la alcuza, logra terminar su agobiadora faena).
CABALLERO ANDANTE (se pone en pie y se enjuga el sudor de la frente).
¡Uf! ¡Vaya entuerto complicado, señora! Nunca había yo topado con uno
tan hermético y tan difícil de desfacer, por San Crisóstomo, patrón de las
ganzúas.
CASTELLANA (alisándose las faldas). Es que se trata de un cinturón de
castidad de último modelo, fabricado en Maguncia. Y vos sabéis cómo las
gastan los cerrajeros alemanes. El ruin de mi marido lo adquirió para mí antes
de partir para Tierra Santa. Y como según sus cálculos esta cruzada va a durar
cuando menos diez años...

Vargas el averiguador
Prosiguiendo nuestra implacable campaña para desentrañar lo falso y lo
verdadero que pueda existir en cada proverbio aforismo, adagio, dicho,
dicharacho o refrán, entrevistamos al señor profesor don Obdulio Vargas y
Vargas, alias “El Averiguador”, para averiguar qué hay de cierto en la muy
sobada sentencia de “averígüelo Vargas”.

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El profesor Vargas y Vargas es un hombre de mediana edad, más bien
delgado, con ojillos muy negros y vivaces. Estos últimos, unidos a su nariz
puntiaguda y sus bigotes grises e hirsutos, le dan cierto aspecto de ratón, dicho
sea sin ánimo de ofender. Don Obdulio, en efecto, tiene mucho de roedor: no se
está quieto ni un segundo, constantemente husmea el aire elevando su afilado
perfil o echa una carrerilla por aquí y por allá —y a veces hasta por acullá—--
en su afán de averiguar algo. Al iniciar la entrevista en un rincón del café,
empezó por mirar debajo de la mesa para averiguar si alguien nos escuchaba
escondido, y después palpó el mantel y las cucharillas con sus dedos ágiles y
avezados.
—Lo hago —me explicó—- por si alguien me pide que averigüe si todo
está limpio o no.
— ¿Desde cuándo empezó usted a averiguar cosas, profesor Vargas?
— ¡Averígüelo Vargas! —sonrió—. Puede decirse, señor mío, que yo nací
averiguando cosas. Nos viene de familia. Y como yo soy Vargas por parte de
padre y Vargas por parte de madre, comprenderá usted que en mi se ha
reconcentrado el hábito de la investigación. He ido averiguar, por ejemplo, que
ya desde el siglo XI un remoto antepasado mío llamado don Pelayo Vargas de la
Varguera, natural del pueblo de Vargueño, en el actual partido judicial de los
Vargolines, Burgos, España, sirvió de averiguador privado nada menos que al
Cid Campeador, don Ruy Díaz de Vivar. Fue, por decirlo así, su FBI particular.
Don Obdulio se interrumpió para averiguar quién había entrado en el café.
Satisfecha su curiosidad, continuó:
—Tan pronto como se instituyó la Inquisición en España y después en los
dominios de ultramar, los miembros de mi familia ingresaron a su servicio,
pues como podrá usted imaginarse, eran unos trinchones para averiguar quién
era judaizante, quién morisco, quién luterano, y quién hablaba mal de las
autoridades eclesiásticas, civiles y militares. Había muchísima tela de donde
cortar. Y fue así que un antepasado mío vino a México (que según he
averiguado en aquella época se llamaba la Nueva España) para averiguar los
trinquetes del virrey en turno. Uno de sus hijos —de mi antepasado, no del
virrey—, llamado don Ulpiano Vargas de la Varguilla, averiguó entre otras cosas
que California no era una isla como se creía, sino una península. Sus actuales
descendientes radican en Tijuana, donde el servicio de Aduanas los emplea
para averiguar quiénes cruzan la frontera con mariguana, cocaína y otros
productos similares.
—O sea que ustedes prácticamente son los fundadores de la noble
profesión detectivesca —comenté.
—Así es —repuso muy ufano el profesor Vargas y Vargas, bebiendo un
sorbito de café para averiguar si tenía suficiente azúcar—. El personaje ficticio
de Sherlock Holmes fue tomado por sir Arthur Conan Doyle de otro verdadero,
que se llamó Chelo Vargas, tío bisabuelo mío- Nuestra familia, además, inventó
el espionaje. A través de siglos de escuchar la sugerencia de “averígüelo
Vargas”, los Vargas nos especializamos en todos los ramos de la investigación:
local, nacional, internacional, pública o privada. Lo mismo averiguamos el
paradero de un niño que se le pierde a la madre en un supermercado de
Mixcalco, que indagamos los usos prácticos del fluoruro de titanio en la
fabricación de gases neurotóxicos en la Unión Soviética. Igual inquirimos cuál

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es la producción de alcachofas en Irlanda, que emprendemos campañas de
investigación de mercados en los cinco continentes, que escudriñamos la vida
privada de la señora doña Fulana de Tal, para descubrir si efectivamente le está
decorando el frontispicio al sufrido de su marido. Una de nuestras
especialidades es la de averiguar quién va a triunfar en determinadas
elecciones. Esto último nos ha ganado las simpatías y el apoyo del PRI, ya que
invariablemente acertamos.
Don Obdulio volvió discretamente la cabeza para averiguar cuánto
pagaba de cuenta el vecino de la mesa numero cuatro.
—$89.50 —me dijo, en voz baja.
Bebí un sorbo de café y volví a la carga:
—Y dígame, profesor Vargas: ¿no los están desplazando a ustedes las
computadoras electrónicas, capaces de indagar las cosas más difíciles en
cuestión de segundos?
El hombrecillo sonrió con aire de suficiencia.
— ¡Todo lo contrario! —exclamó—. Esos aparatos son tan
extraordinariamente complicados, que se descomponen a cada rato. Y entonces
se manda llamar a un Vargas para que averigüe en qué consiste la avería.
En esos momentos uno de los meseros contestó el teléfono y le hizo una
seña con la mano al profesor. Después de un ligero salto y un breve gesto de
terror, don Obdulio a su vez le hizo seña al empleado en sentido de que dijera
que no se encontraba en el establecimiento. Luego se levantó atropelladamente
de su silla y se despidió.
—Perdone usted —me dijo entre apenado y urgido—, pero tengo que salir
como cohete. Es mi mujer, que anda averiguando dónde ando. Después de
todo, ella también es Vargas.

Solicitudes de matrimonio
De cuando en cuando aparecen en periódicos y revistas, en la sección de
anuncios clasificados, solicitudes de damas que, por una razón u otra, desean
contraer matrimonio. Evidentemente se trata de mujeres con mucho sentido
práctico, que no desean perder el tiempo en noviazgos ni andarse por las ramas
con uno y luego con otro, por lo cual van directamente al grano. En vez de
esperar que alguien las corteje y que después dadivosamente les ofrezca
conducirlas al altar, ellas mismas se lanzan al mercado para brindar y exigir
condiciones. Examinemos algunos de estos anuncios, que pintan de cuerpo
entero a las gentiles solicitantes:
* * *
“Deseo entablar correspondencia, para fines matrimoniales, con caballero
bajito de estatura, pero puro y virtuoso, de treinta a treinta y cinco años de
edad. Bueno, hasta de cuarenta. Exijo certificado de honestidad absoluta,
expedido por autoridad competente, así como Ingresos no menores de
doscientos dólares (diarios, se entiende) y casita en el campo, pues el smog de
62
la ciudad me irrita los ojos y me hace toser. Yo soy alta y delgada, de edad
indefinida y sólidos principios morales. Detesto las extravagancias de la vida
moderna, los pantalones de mezclilla, la música “pop” y los curas progresistas.
Amo la humildad, la sencillez y la paz hogareña, pero a la vez requiero respeto,
acatamiento, sumisión y docilidad. Abstenerse hombres altos y mandones.
EPIFANIA MORONGO”.
* * *
“Somos dos muchachas universitarias, cabecitas locas. Nuestras horas
de ocio y asueto son tantas, que nos aburrimos enormemente. Queremos entrar
en contacto con muchachos atléticos, atractivos y sobre todo solventes, de
preferencia a nivel ejecutivo. No importa que no sean demasiado guapos.
Ofrecemos una desinteresada amistad, naturalmente con fines de matrimonio,
pues somos muy liberales, modernas y emancipadas, pero no tanto como para
lo otro. MARÍA DE LAS MERCEDES y MARÍA DEL SOCORRO”.
* * *
“Soy propietaria de un productivo negocio nocturno específico, cuyo
mantenimiento —sin la seguridad y el apoyo humano que proporciona un
hombre— suele sernos difícil a mí y a mis pupilas. Con fines matrimoniales (o
similares), desearía que me escribiesen caballeros d profunda raigambre moral,
respetuosos, de conducta sobria y austera, preferentemente musculosos,
conocedores de judo y karate y expertos en el manejo de arma corta, para
expulsión de escandalosos, borrachos impertinentes, pandilleros y clientes
morosos. MADAME NANETTE”.
* * *
“Doctora en Filosofía y Letras, hastiada de la vida intelectual y de la
cultura por correspondencia, desea entablar relaciones con machote de pelo en
pecho, de preferencia analfabeto, chofer de camión o boxeador, no importa
SOLEDAD UNAMUNO”.
* * *
“Soltera de treinta años de edad, pero que representa sólo veintinueve,
llenita sin llegar a obesa, con nariz respingona pero no de cola de pato, con
hoyuelos en las mejillas y en otras partes, pelo castaño, tez blanca, educada
con las monjas clarisas, ojos garzos, instrucción primaria buen cuerpo, tres
años de piano y uno de inglés, amante de la música, los chocolates y la poesía
rimada, desea contraer matrimonio con caballero católico, de buena familia y
sólida posición económica, con el propósito de tener hijos e hijas. FLORINDA
GARAMBULLO”.
* * *
“Viuda respetable por tercera vez, propietaria de acreditada agencia de
inhumaciones, desea contraer matrimonio con caballero alto, muy delgado, de
tez amarillenta, gesto grave, aire melancólico y vestido de negro, para que me
administre a mí y al negocio. EVELIA PLUS ULTRA”.
* * *
“Propietaria de ganado vacuno, lanar y porcino, en su mayoría hembras,
se interesa en mantener correspondencia con señor pueda proporcionarle
sementales de buena raza y naturaleza activa, para la proliferación de rebaños.
Que sea cristiano, de conducta intachable, honda moralidad y buenas
costumbres. El señor, claro. De preferencia con patas y hocico blancos. Los

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sementales, se entiende. Si posee conocimientos de veterinaria, tanto mejor. El
candidato, naturalmente. RUPERTA BIRL0CHA”.
* * *
“Norteamericana joven, deportista, rubia, de medidas 90-60-90,
completamente liberada y divorciada cuatro veces, nuevamente desea contraer
matrimonio, esta vez con señor mexicano, no importa que sea prietito y
chaparrito, objeto practicar el español y que le pase maletas por la frontera de
Arizona con mercancía procedente de Sinaloa y Colombia. Interesados deberán
estar dispuestos a pasar temporadas largas fuera de la República. MAGGIE
WILTERCOX”.
* * *
“Solicito marido. SEÑORITA PÉREZ, Avenida de los Cocuyos No. 365,
Tercer piso, Departamento 312”.

La tienda de antigüedades
No crean ustedes que se trataba de una de esas tiendas de antigüedades
que tanto abundan, en las que le ofrecen a uno arcones supuestamente
coloniales, cacharros despostillados, idolillos mayas pero “made in Japan” y
pistolones del año de Juárez, es decir, fabricados en 1972, que fue declarado
oficialmente como tal. Nada de eso. La tienda de antigüedades a que me refiero
era un establecimiento en que se exhibían y vendían auténticas piezas de hace
siglos, todas ellas relacionadas con personajes y episodios históricos famosos.
Tan pronto corno sonó la campanilla colocada en lo alto de la puerta
(para anunciar la llegada de los clientes), apareció frotándose las manos un
viejecillo arrugado como ciruela pasa, con un ojo azul y otro verde, los cuales
sonreían detrás de sus espejuelos de cadenita.
—Muy buenas tardes, muy buenas tardes —me dijo con voz cascada,
pero amable—. ¿En qué puedo servirle, caballero?
—Mire usted —repliqué-—: busco una antigüedad que, perdonando el
pleonasmo, sea auténticamente antigua. No quiero ninguno de esos gatos
contemporáneos que le dan a uno por liebres del Renacimiento.
—Descuide usted, señor mío —sonrió el anciano—. Todo lo que hay aquí
es genuino y antiquísimo. Yo soy lo más reciente, y básteme decirle que hice mi
primera comunión en tiempos del virrey don Juan Vicente Güemes Pacheco de
Padilla, conde de Revillagigedo.
—-Muy bien —acepté—---. Muéstreme entonces sus reliquias.
El viejecito me condujo a un mostrador y empezó a enseñarme objetos.
—Aquí tiene usted la quijada del burro de Sansón —me dijo muy ufano.
-—Yo creía que el burro había sido de Caín —comenté, examinando el
vestigio.
—El burro es un animal que, mejorando lo presente, existe desde la era
mesozoica y que ha abundado a través de la historia, hasta nuestros días.
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Consecuentemente, no tiene nada de extraño que Sansón haya tenido un
burro. También lo tuvieron Demóstenes, el señor San José, Pedro el Ermitaño,
Sancho Panza, Juana de Arco, Pasteur y mi general Sóstenes Rocha. La historia
está llena de personajes con burro.
— ¿Podría ver alguna otra cosa? —pregunté un poco mortificado por mi
metida de pata.
—Sí, señor, no faltaba más. Mire usted qué preciosas herraduras.
—Me parecen herraduras comunes y corrientes —observé con cierto
escepticismo.
—Tienen el mérito de haber sido las herraduras del caballo de Troya.
— ¿No era de madera?
—Sí, pero le pusieron herraduras de hierro, para despistar al enemigo y
hacerle creer que se trataba de un caballo de verdad. Inclusive los soldados que
llevaba adentro iban relinchando.
— ¿Todos al mismo tiempo?
—No, señor. Uno por uno.
Como no había manera de vencer al viejo en lógica, fingí interesarme por
otro objeto.
— ¿Y ese dado? pregunté, señalando uno en la vitrina.
— ¡Ah! exclamó el anciano. Ese es el dado que utilizó Julio César para
cruzar el Rubicón. “La suerte está echada.”, dijo, y echó un siete.
— ¿Cómo pudo echar un siete, si el dado sólo tiene seis caras?
—Es que arrojó dos dados. Este y otro que me pidió prestado el dueño de
la cantina de la esquina, para que sus clientes pudieran jugar unas
campechanas.
El anticuario se dirigió a otro anaquel y sacó un trozo de extraño material
que parecía piedra.
—Este es un pedazo del pastel que la reina María Antonieta mandó dar
en París al populacho amotinado que pedía pan.
— Y aquel frasco, ¿qué contiene?
—Lo que sobró del detergente utilizado por Don Quijote cuando decidió
limpiar La Mancha.
—Muy interesante —dije—, pero no es exactamente lo que busco.
El vejete medité unos instantes con un dedo apoyado n la nariz (o con la
nariz apoyada en un dedo, según el ángulo desde donde se le mirara) y después
me propuso:
—Pues mire usted, tengo uno de los huevos de Colón; es decir, de los que
utilizaba para demostrar su célebre teoría. Una maqueta de la casa de mi
general Santa Anna, cuando todavía tenía tejas. La lima que utilizó Juan
Sebastián Bach en su primera fuga. Una radiografía de los pulmones de sir
Walter Raleigh, introductor del tabaco en Europa. Una caja de antigripinas de
la emperatriz Agripina. Un trozo de la hernia que le salió a Pedro de Alvarado al
dar su famoso salto. Un supositorio de los que usaba la reina Victoria de
Inglaterra, nada más que disfrazado de caramelo, pues usted sabe que era muy
pudorosa.
—No —me disculpé__. Perdone usted, pero nada de esto me interesa.
El viejo anticuario meditó unos momentos y después chasqueó los dedos.
— ¡Ah, ya sé! —exclamó——. Le voy a mostrar un traje de charro.

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— ¿Un traje de charro? —pregunté muy extrañado.
—Sí, señor. Una auténtica y venerable reliquia. Es el traje de charro que
utilizó don Fidel Velázquez cuando inició su carrera como líder, hace muchos,
pero muchísimos años...

Sueños en episodios
Dormir, dormir, que cantan los gallos de San Agustín.

Así nos arrullaban nuestras nanas en la época de María Canica, cuando


aún había nanas y en cambio no existía la televisión. En aquellos tiempos la
gente dormía mucho más que la de ahora, sin necesidad de recurrir a
soporíferos ni tranquilizantes, y por lo mismo que los espectáculos públicos
eran pocos y no muy variados, se practicaba con entusiasmo el entretenimiento
de soñar. Y sobre todo de contarse los sueños al día siguiente.
Había personas, principalmente del sexo femenino, que soñaban series
en tecnicolor que darían punto y raya a las telenovelas de ahora, con
personajes estelares y situaciones de tremendo suspenso. Aparecían en el
reparto amistades y miembros de la familia, vivos o muertos, así como gentes
totalmente desconocidas y animales extraños que daban sus ribetes de
exotismo a los episodios. Los sueños, además, invariablemente se relacionaban
con el porvenir, lo cual les daba un elemento de emoción del que carecen las
series y aun los anuncios más descabellados de la actual televisión. El soñar
con una gallina que ponía un huevo, por ejemplo, significaba un próximo
alumbramiento; con un perro que aullaba, desgracia inminente en la familia;
con un fraile que se paseaba por el corredor con una vela encendida, tesoro
oculto bajo las losas del patio o en algún rincón del corral, por donde solía
desaparecer el lúgubre religioso; con serpientes o lombrices, maniobras turbias
de algún enemigo secreto; Con un delantal, boda en perspectiva. Claro que a
veces se cruzaban los canales y se soñaba con una gallina vestida de novia, con
un perro que ponía un huevo o con un fraile que comía lombrices, en cuyo caso
se dejaba la interpretación del sueño al gusto del espectador (que también era
el productor).
Mi tía doña Liboria fue una de las soñadoras más prolíferas de fines del
siglo pasado y principios del actual, al grado de que si hubiera vivido en los
tiempos presentes sin duda se habría hecho millonaria como argumentista
cinematográfica o de televisión. Algunos de sus sueños inclusive columbraron
futuros portentos, tales como la bomba atómica, la píldora anticonceptiva, la
llegada del hombre a la luna y la credencial permanente de elector. Fue, por
decirlo así, un Julio Verne femenino y de la almohada. Doña Liboria poseía
además la facultad de encauzar sus sueños por donde le viniera en gana, o sea
que si una noche decidía soñar con camellos voladores que hicieran el servicio
de transporte entre Bagdad y Tacubaya —que era donde vivía—, le bastaba

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meterse en la cama con esa idea fija en la mente para disfrutar durante ocho
horas seguidas de escenas dignas de Las Mil y Una Noches, cuyo relato, a la
mañana siguiente, hacía las delicias de todo el vecindario.
En otras ocasiones doña Liboria combinaba diversos personajes
históricos con acontecimientos de la época, o viceversa, y el resultado eran
sueños que hubieran superado a las futuras películas de los hermanos Marx:
soñó a Temístocles bailando el jarabe tapatío con la emperatriz Carlota, en una
tamalada que se celebraba en una de las tantas haciendas de los Landa y
Escandón. Soñó a Nerón vestido de charro en el famoso paseo de Santa Anita,
bebiendo pulque y comiendo manitas de puerco con guacamole. Muchas
noches soñaba a Napoleón Bonaparte o al canciller Bismarck de Alemania
jugando al burro con el austero ministro de Hacienda de don Porfirio, el
licenciado don José Yves Limantour, hasta que llegaba don Joaquín de la
Cantoya y Rico, los subía en su célebre globo aerostático y se los llevaba a
pintar de verde los anillos de Saturno. Otro de sus sueños más recurrentes era
el que don Porfirio Díaz fundaba un partido político de poderes omnímodos, que
duraría muchos más años que los que él llevaba en la silla presidencial. Doña
Liboria, de haber vivido en nuestros días, estaría empleada como argumentista
de Fellini y de Buñuel, o sería consejera del PRI.
La señora era muy solicitada por propios y extraños, que le relataban sus
sueños para efectos de interpretación. Esto dio como resultado que llegase a
tener un extraordinario archivo onírico, si bien —por desgracia— nunca llegó a
inventariarlo y menos a publicarlo. De haberlo hecho así, los canales de
televisión tendrían ahora material suficiente para cincuenta años. Pero doña
Liboria nació y vivió en una época en que el mercantilismo se dejaba para los
abarroteros. Ella siempre hizo dádiva generosa de sus sueños extraordinarios y
jamás pensó en la necesidad de registrarlos en la oficina de Derechos de Autor.
Lo más que pedía era que la invitaran a tomar en “La Flor de México” un
humeante pocillo de chocolate a la española, que en vez de provocarle
pesadillas (como a otras damas de aquella época del miriñaque, el corsé y los
sombreros de plumas), la hacía soñar en glorioso tecnicolor y con sonido
estereofónico. Y si encima se tomaba una o dos copitas de anís del mono, sus
sueños resaltaban en tercera dimensión.

Cómo triunfar en sociedad

He aquí una fórmula sencilla para triunfar en sociedad, para convertirse


en estrella entre un grupo de amigos y conocidos (o desconocidos) y para ser
por unos momentos el centro de atracción general.
La fórmula es fácil y aparentemente vulgar —como suelen ser todos los
grandes hallazgos después de haber sido hallados. Es una fórmula al alcance
de cualquiera que desee brillar en una reunión social, sin necesidad de recurrir
a la prestidigitación, sin saber cantar y sin poder doblar llaves y componer
relojes al estilo de Uri Geller.

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Para acaparar la atención de la gente, aunque se tenga cara de retrasado
mental, basta decir en cualquier corrillo:
— ¿A que no saben ustedes quién se murió?
Al instante cesarán las conversaciones, todas las miradas se
concentrarán en la persona que acaba de pronunciar tan magistrales palabras
y desde ese punto y momento no habrá oídos más que para él. O para ella,
claro, si es una dama quien anuncia el óbito.
Lo notable del asunto es que no es preciso que el difunto sea una
persona famosa o simplemente allegada. Basta con que sea un lejano conocido
o un cercano desconocido, para que al pronunciar su nombre se levante un
murmullo general y por lo menos tres de los presentes exclamen:
— ¿Pero cómo es posible? ¡Si yo apenas lo vi ayer en la tarde y estaba
bueno y sano!
Como ustedes saben, hay ciertos ciudadanos que creen dar patente de
inmortalidad a todos los congéneres a quienes han visto el día anterior.
Si me pidieran que explicara a qué se debe el éxito tan grande de decir
que alguien se ha muerto, no sabría qué contestar. En realidad de que se
muera una persona cualquiera es lo más factible que le podría suceder (mucho
más que sacarse la lotería, descubrir un remedio contra el cáncer o dar a luz
quíntuples de cinco diferentes colores), pero, sin embargo, por lo visto es la
noticia más inesperada que se puede dar de cualquiera. En el fondo todos
sabemos que la muerte es la cosa más natural y más inevitable del mundo,
pero en cuanto nos enteramos de que alguien la ha cascado, de inmediato nos
lanzamos a difundir la noticia a viva voz, por teléfono, por telégrafo, por carta y
hasta por señas, seguros del éxito que nos espera.
Lo difícil, pues, no es disparar la pregunta de “¿A que no saben ustedes
quién se murió?”, sino encontrar todos los días, o por lo menos una vez a la
semana, un difunto reciente que poder nombrar. Sin embargo, teniendo en
cuenta las tres sugerencias que a continuación se dirán, veremos cómo es
bastante fácil hallarlo:
a) Para tener un muerto a mano con frecuencia, primero se ha de tener
amistad con uno o varios médicos del ISSSTE o de los hospitales públicos y
privados de la zona de que se trate, con objeto de poder contar con información
directa y casi instantánea.
b) En segundo lugar, conviene mantener relaciones estrechas con las
principales agencias de inhumaciones, las cuales poseen un extraordinario
servicio de premonición, al grado de que muchas veces se enteran de los
fallecimientos veinticuatro horas antes de que éstos ocurran, aunque se trate
de personas en aparente perfecto estado de salud.
c) En tercero, es necesario escuchar las estaciones de radio europeas,
asiáticas y norteamericanas en 1a altas horas de la noche o en las primeras de
la mañana, para enterarse de muertes de personajes importantes, para así
poder dar uno la noticia antes de que la publiquen los periódicos locales. Este
tipo de información da muchísimo prestigio a quien la proporciona.
Ya en posesión del muerto, sólo resta lanzar la frase tantas veces citada
para convertirse, por unos cortos pero sublimes instantes, en la persona más
solicitada, más interrogada, más admirada, más envidiada, en fin, en la más
importante de la reunión.

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Para triunfar en sociedad, otros autores recomiendan leer libros muy
gordos e incluso tomar cursos por correspondencia. Un servidor de ustedes,
con la sencillez que le caracteriza, simplemente les recomienda participar un
deceso cualquiera para lograr los mismos apetecibles resultados. Por nada.

El terrorista
y la ancianita
El joven terrorista entró en el parque, miró a uno y otro lado, escogió una
banca semioculta entre los árboles y a ella se dirigió, tratando de pasar
inadvertido. Al llegar a la banca, depositó con sumo cuidado sobre el asiento el
voluminoso envoltorio que traía bajo el brazo y luego él mismo se sentó al lado,
enjugándose el sudor que empapaba su rostro de mozalbete. Distraído en esta
labor, no se dio cuenta de la llegada de una ancianita, frágil y encorvada, que
se plantó frente a él y lo miró con aire de reproche.
— ¿No tiene inconveniente en hacerme un sitio, joven? —le dijo la
anciana con voz severa y fuerte acento vasco—. El paquete de ropa lo puede
dejar en el suelo, donde no moleste a nadie.
—No es un paquete de ropa —replicó el terrorista con gesto torvo—. Es
una bomba.
—Razón de más para quitarla de ahí —insistió la vieja, impertérrita—. No
querrá usted tenerme aquí de pie, esperando a que estalle.
El terrorista cogió de mala gana d envoltorio y lo puso en el suelo. La
ancianita limpió con un pañuelo el trozo de asiento desocupado, se acomodó en
él y pausadamente sacó de su bolso una bola de estambre y un par de agujas.
Empezó a tejer y, sin levantar los ojos de su labor, inquirió indiferente:
— ¿Tiene mucha potencia el cacharro ese?
—No lo sé —se encogió de hombros el joven—. Yo no fabriqué la bomba.
Pero me figuro que tendrá la suficiente como para destripar a medía docena de
cochinos burgueses.
— ¡Ah! —sonrió la anciana, sin dejar de tener y sin apartar la vista de su
tejido—. Se trata entonces de una bomba para destripar cochinos burgueses,
¿no?
— ¡No! —gruñó el terrorista—. Es para volar la embajada de Torlonia, por
imperialista.
La dama meditó unos momentos y luego dijo:
—-La embajada de Torlonia, y lo digo con conocimiento de causa, ya que
yo vivo al lado, ocupa un edificio muy grande y bastante sólido. ¡Y tú piensas
volarla con una bombita cuya potencia ni siquiera conoces! Vas a fracasar,
muchacho, y perdona que te lo diga.
— ¿Y a usted qué demonios le importa que fracase o no? ¿Es usted por
ventura la embajadora? ¿La esposa, o la madre o la abuela del embajador? ¿O
acaso la portera?

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La anciana no sólo no se molestó, sino que sonrió dulcemente.
—No soy más que una persona con experiencia y sentido común, hijo. Y
si quisiera volar una embajada, especialmente una de un país capitalista (que
suelen construir sus edificios de manera muy sólida), pondría una bomba con
fuerza suficiente para conseguir mi objetivo. No para romper unos cuantos
cristales, que después de todo se pueden hacer añicos a pedradas, con menor
esfuerzo, y desde luego con menos ruido.
El joven terrorista no pudo disimular su ansiedad:
— ¿Cree usted que sólo podré romper unos cristales, señora?
— ¿Cómo voy a saberlo, hijo, si yo tampoco he fabricado la bomba y por
lo tanto ignoro su potencia? —se encogió de hombros la viejecita.
El jovenzuelo empezó a roerse las uñas.
—Anda, anda —continuó la anciana sin levantar la vista de su tejido—.
Vete a casa y vuelve con una bomba de verdad, como las que se usan en las
guerras. Lo demás son ganas de exponerse a un disgusto y de perder el tiempo.
Cabizbajo, el joven terrorista cargó con su envoltorio y se alejó con gesto
preocupado, sin despedirse siquiera de la ancianita. Ésta lo miró marcharse
con el rabillo del ojo, y sin dejar de tejer, suspiró con melancolía.
— ¡Esta alocada juventud de ahora! —se dijo para sus adentros—. Ni
siquiera saben qué potencia tienen sus explosivos.
Después cruzó por su mente el recuerdo de cuando cuarenta y tantos
años atrás, antes de venir como exiliada a México, había militado en España a
las órdenes de Lola Ibárruri, “La Pasionaria”, y había volado trenes, puentes y
convoyes con cartuchos de dinamita, que primero encendía cual si fueran
puros habanos, es decir, colocándose los entre los dientes. Y cuya potencia
conocía perfectamente, ya que ella misma los fabricaba.

El misterio de los
restaurantes
Un día un amigo mío entró en cierto restaurante muy conocido de la
ciudad de México, y al pasar frente a una mesa donde un señor todo gafas y
barbas se disponía a entendérselas con un guachinango frito al mojo de ajo, mi
amigo inclinó la cabeza y saludó muy fino. El señor de las gafas y las barbas
titubeó un momento, pero después se levantó de su asiento y correspondió al
saludo.
—Perdone usted —dijo----—, pero soy un pésimo fisonomista. ¿Tendría la
bondad de decirme dónde nos hemos conocido?
—Que yo sepa, en ninguna parte —repuso afablemente mi amigo.
— ¡Ah! —sonrió el otro, entre la maraña de su maleza facial—.
Posiblemente haya usted visto mi fotografía en los periódicos. Como acabo de
recibir un premie literario... Soy Fulano de Tal.

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—Mucho gusto —volvió a inclinar la cabeza mi amigo—. Pero tampoco he
visto su fotografía en los periódicos. Tengo como norma no leerlos.
El de las barbas literarias volvió a sentarse, un poco amoscado.
— ¿Entonces a quién ha saludado usted? —preguntó.
—No he saludado a nadie —sonrió mi amigo—. Simplemente me he
despedido de ese guachinango.
— ¿De este guachinango? —alzó las cejas el premiado.
—Si, señor. Posiblemente le sorprenda a usted, pero ese guachinango que
se dispone a finiquitar de una manera tan definitiva, es un viejo conocido mío.
Hace más de un año que lo he visto casi a diario en ese mismo platón, con esa
misma decoración de perejil y esas mis- roas rodajitas de limón. Al principio
creí que se trataba de un guachinango de cartón o de matcrial plástico, pero
después recordé que lo vi llegar entre hielos procedente de \reracruz, en el
camión de un compadre mío que fue introductor de embajadores y ahora es
introductor de pescado. A fuerza de toparme con el guachinango, me pareció
que me reconocía, como yo a él. Y hace un momento me dio la impresión de que
el pobre me dirigía una mirada de despedida. Por eso correspondí a su adiós...

* * *

El caso de mi amigo no es insólito. Es decir, si es insólito en el sentido de


que haya reconocido al guachinango, pero no lo es si se toma en cuenta que
todos los días, en todos los restaurantes del mundo, el público se cruza con
pollos, pavos, pescados, terneras, cerdos, reses y camarones que llevan meses y
hasta años de estar allí. De otra manera, ¿cómo se explica uno que en los
“menús” aparezca una lista tan larga de los más variados platos, los cuales se
sirven al cliente en cuanto los pide?
Uno de los más grandes misterios de los restaurantes (claro que hablo de
los establecimientos dignos de ese nombre, y no de los comedores públicos
donde siempre le salen a uno con un “no hay” o un “ya se acabó”), es que
invariablemente tienen más provisiones que clientes. No todos los días, qué
caramba, entra un señor a pedir un bacalao a la vizcaína. A lo mejor pueden
pasar tres o cuatro meses de un tirón sin que a nadie se le ocurra pedir bacalao
a la vizcaína. Tres o cuatro meses y aun tres o cuatro años. No es éste un plato
que tenga extraordinaria demanda en México. Sin embargo, un buen día llega
usted al restaurante, revisa la carta y su mirada se detiene en el bacalao a la
vizcaína. “¡Hombre! —piensa usted—. Hace años que no como bacalao a la
vizcaína. Voy a pedirlo”.
Lo pide usted y se lo traen. Ahora bien: ¿de dónde salió ese bacalao? Si
pregunta, le dirán que lo recibieron de Noruega esa misma mañana. Pero lo
más probable es que haya estado en el congelador desde que Noruega alcanzó
su independencia. Y lo mismo ocurre con muchos otros productos del mar, del
aire, del establo o del chiquero, que no son de consumo cotidiano pero que, al
pedirlos, siempre los tienen en los restaurantes.
¿ Cómo pueden saber los propietarios o los encargados cuántas personas
van a pedir mojarra a la parrilla, criadillas empanizadas o ancas de rana el
martes 29 de noviembre? Lo más probable es que ninguna. No obstante lo cual,
deben estar preparados; y puesto que la mojarra, las criadillas y las ancas de

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rana aparecen en el “menú”, se abastecen de ellas con varios años de
anticipación por si se las ordena algún cliente. Y a lo mejor nadie las ordena
hasta la próxima Semana Santa o el 16 de septiembre de 1990, pero las
mojarras, las criadillas y las ancas de rana tienen que estar allí, como los “boy
scouts”: siempre listas.
¡Oh milagros de la congelación y posiblemente de la fosilización! Si
tuviésemos la facultad de observación de mi amigo, el que se despidió del
guachinango, no sería remoto que al entrar en un restaurante encontrásemos a
infinidad de viejos conocidos, algunos contemporáneos nuestros, de cuando
éramos estudiantes de preparatoria. Bueno, no tanto, pero digamos de cuando
entraron en la ciudad de México las fuerzas constitucionalistas.

Frustraciones de la
literatura rusa
Una de las más grandes frustraciones de mi vida es la literatura rusa.
(Tengo muchas otras, cuya lista completa puedo proporcionar a los lectores que
la soliciten, siempre y cuando acompañen su pedido con un sobre debidamente
timbrado).
Desde muy joven me interesaron extraordinariamente Gogol, Turgueniev,
Dostoyevski, Tolstoi y Gorki; y ya de viejo, Pilniak, Zoschenko, Ehrenburg y el
gran Boris Pasternak. Sin embargo, confieso con las orejas rojas de vergüenza
que nunca he sido capaz de terminar un libro de autor ruso. En marzo de 1937
inicié la lectura de “Crimen y castigo”, y a la fecha voy en el capítulo 5. En
septiembre de 1939, cuando Hitler empezó la Segunda Guerra Mundial, yo
empecé “La guerra y la paz” de Tolstoi, pero todavía no logro pasar de la página
275. Llevo más tiempo con Ana Karenina que con mi propia mujer. Y por lo que
respecta a “Los hermanos Karamazov”, puede decirse que crecimos juntos y nos
hablamos de tú, pero aún no logro enterarme de cuántos son y por fin cómo se
llaman.
El principal problema de la literatura rusa es precisamente ése: el de los
nombres. Tanto de los personas como de las localidades. Los novelistas rusos
seguramente iniciaron sus carreras como compiladores de directorio telefónicos
y ya nunca pudieron sacudirse el hábito de amontonar nombres y más
nombres. ¡Y qué nombres! En “El doctor Zhivago”, por ejemplo, Antonina
Alexandrovna Gromeko (Tonia) es la hija de Alexander Alexandrovich Gromeko,
profesor de química, y de su esposa Anna Ivanoyna, cuyo padre fue el
terrateniente y traficante en hierro Ivan Ernestobich Krueger. El propio
personaje principal se llama Yurii Andreievich Zhivago (de pequeño conocido
indistintamente como Yura o Yurochka), hijo de Anctrei Zhivago y de María
Nikolaievna Zhivago. Su medio hermano Evgraf Andreievich Zhivag es hijo del
mismo padre y de la princesa Stolbunova-Emrici, pero el que se hace cargo de
Yurii (Yura o Yurochka) es Nikolai Nikolaievich Vedenaipin, a quien todo el
mundo llama tío Kolia.

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Los personajes de las novelas rusas, además de constituir legión y de
tener nombres kilométricos y endemoniadamente enrevesados, cambian de
apelativo según la estación del año o bien adoptan alias y diminutivos para
despistar a sus perseguidores, pero que no tienen relación alguna con los
nombres propios originales. (A los personajes rusos, tanto ficticios como
verdaderos, siempre los persigue alguien). Así, al escolar que aparece por
primera vez en la página 78 de la novela “Cuando los girasoles beben vodka”
como Terentii Pavlovich Blazheiko (llamado Goshka por su madre, Sanka por
su padre y Koska por el abuelito Vasili Popovich Ochichornia), lo perdemos de
vista en los siguientes siete capítulos y volvernos a encontrarlo en la página
319, ya corno un anarquista con barba y bigote. Sólo que ahora se llama
Viadimir Vdovichenko y se le conoce en las listas negras de la policía secreta
del zar como Kaminsky, Gogoskin o Podenko. Nuevamente desaparece de la
escena, obliterado por los cientos de personajes que se abren paso a codazos y
empujones para figurar en la novela, sin que volvamos a tener noticia de él
hasta la página 823, cuando ha vuelto de Siberia y se encuentra oculto en una
ducha en las afueras de Kamennodvorsky, escribiendo poesía revolucionaria.
Pero ahora se le conoce como Boris Mikhailovich Ostropov, alias Chicharin. (Sin
embargo, su amante Medredikha Feodorovna Grushenko lo llama “papushko” y
otras ternezas eslavas). Veinte años y cuatrocientas páginas después, nos
enterarnos de que, denunciado por la canalla Medredikha, murió tuberculoso
en la prisión de Kokologradov. Para entonces, claro, se llamaba Dimitri
Kriyanevich Piolinsky, si bien sus compañeros de celda le decían Pepe.
En las novelas rusas los incontables personajes van y vienen, vienen y
van. Y corno muchos de ellos se llaman Ivan, el resultado es que el lector
termina haciéndose un lío de espanto. Existe también la tendencia, por parte de
los autores, a andarse por las ramas de todos los árboles genealógicos:
empiezan a interesarnos en el cosaco Barbarov, tan magistralmente descrito
que nos parece verlo, oírlo y hasta olerlo, pero al hacer mención de su tía
Anastasia Petrovna, no resisten la tentación de abrir un paréntesis de cien
páginas para contarnos su vida y la de sus cuñados, y luego las aventuras y
desgracias de los primos hermanos y segundos de estos. Cuando por fin vuelve
a aparecer Barbarov, ya no recordamos quién es y no nos queda más remedio
que comenzar de nuevo el libro.
Por eso me confieso culpable de nunca haber podido terminar una novela
rusa. Me apabullan las muchedumbres de Oskys, Offs y Enkos. Por no hablar
de que la acción comienza en Krestovozdvizheflsk y sigue a lo largo de
Novomoskovsk, Tovarvoronezh, Vereshchagino, Sosnosky Cheremdinka y
Severnaya Tavozskoye, con escalas intermedias en todas las estaciones de
bandera del ferrocarril transiberiano y los recovecos del Don y del Volga. Y
francamente uno es muy poquita cosa para asimilar toda la geografía de la
Santa Madre Rusia.

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Servicios telefónicos
En la actualidad, la mayor parte de las empresas comerciales hacen toda
clase de monerías para atraerse a la clientela: obsequian bicicletas, regalan
chicles o bolígrafos, ofrecen viajes de ida y vuelta a Europa, rifan casas y hasta
brindan servicios de alcahuetería para conseguir novias o novios. No hay
compañía que no destine buena parte de su presupuesto a hacer regalos,
sabiendo que no hay mejor anzuelo para granjearse al cliente, ya que a todos
nos encanta recibir algo a cambio de nada.
La única empresa que no sigue tan laudable política, es la Compañía de
Teléfonos. Jamás nos da nada, como no sean disgustos. Hasta los mismos
directorios tenemos que pagarlos. Si siguen así, llegará el día en que el público,
despechado porque nunca recibe ni el más insignificante obsequio, decidirá
prescindir del teléfono para volver a las señales de humo y a las palomas
mensajeras. A fin de que tal cosa no suceda —en bien de la empresa y del
público—, a continuación me permito sugerir algunos servicios que podría
ofrecer la compañía telefónica gratuitamente a sus suscriptores, ya que no
quiere darles triciclos, lavadoras automáticas ni excursiones de fin de semana a
Cozumel o Puerto Vallarta:
TELÉFONO PÚA. Sería muy útil para los maridos cuyas mujeres se pasan el
día y buena parte de la noche con el auricular pegado al oído, hablando horas y
horas de cosas sin trascendencia. Este aparato tendría la peculiaridad de que,
a los tres minutos de conversación, le saliese una púa, que se clavaría
discretamente en la oreja de la señora. O de la señorita, tratándose de hijas
quinceañeras, que también son campeonas de resistencia al teléfono. De
persistir en el monopolio del aparato, a los siguientes tres minutos saldría otra
púa, más grande que la anterior y esta vez con veneno.
POLICÍA INSTANTÁNEA. El auricular estaría especialmente preparado para
que, al marcar el número de la policía, se ponga en funcionamiento un
cargador que haga salir por el otro extremo del aparato una ráfaga de disparos,
los cuales pueden dirigirse disimuladamente sobre los ladrones.
BOMBEROS INMEDIATOS. Como ingeniosa variante de lo anterior, bastaría
marcar el número de los bomberos para que inmediatamente salga del
auricular un potente chorro de agua, que permita apagar el fuego sin más
trámite, en tanto llegan los integrantes del heroico gremio. Cuando éstos
llegasen, como ya no habría fuego que apagar, se les invitaría a café o a tomar
una cerveza, y todos tan contentos.
SERVICIO DE NANA. Muchas madres que no pueden conseguir nana o que
no tienen voz adecuada para arrullar a sus criaturas, se enfrentan con el
problema de que no pueden dormirlas. Marcando un número determinado, y
colocando el auricular en la cuna del niño, una señorita especializada cantaría
“a la rorro nene, a la rurru ya” durante el tiempo necesario para que éste
cerrase los ojitos y dejara de dar berridos.
CUENTABORREGOS. Parecido al anterior, pero al servicio de insomnes
adultos. Al igual que en algunas ciudades existe un servicio de despertador,
debería existir en todas partes otro de dormidor. Sencillamente, al marcar el
número correspondiente, una voz femenina, suave y uniforme, contaría para

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nosotros hasta diez mil borregos. En caso de que ni aun así se pueda conciliar
el sueño, se podría concertar una cita con la dueña de la suave voz femenina
para salir a tomar unas copas y a bailar a algún centro nocturno.
DESAHOGO AUTOMÁTICO. También en algunas ciudades existe ya un
excelente servicio telefónico para suicidas, o mejor dicho, para candidatos al
suicidio. Si usted tiene el propósito de tirarse de un décimo piso, de abrirse las
venas o de tomarse tres frascos de soporíferos, basta con llamar a un número
donde un interlocutor comprensivo escucha pacientemente sus razones para
abandonar este mundo, y después —siempre con voz agradable y mesurada—
trata de disuadirlo, haciéndole ver que no vale la pena autoeliminarse por
razones que en el fondo son baladíes. En algunos casos, sin embargo, la voz
agradable y mesurada está completamente de acuerdo con el presuicida e
inclusive lo urge a llevar a cabo sus propósitos lo más pronto posible.
De igual manera, la compañía telefónica podría brindar a sus
suscriptores un servicio de desahogo, que tendría dos variantes: la voz de un
supuesto jefe y la voz de una fingida esposa. De esta manera el suscriptor,
antes de salir a la oficina, llama al número correspondiente y le dice al
interlocutor las cuatro frescas y las cinco barbaridades que siempre ha querido
decirle al jefe. De esta manera desahoga sus reconcomios y llega a su trabajo
mucho más tranquilo. De igual modo, antes de regresar al hogar, desde el bar
donde hace escala, llama al Servicio de Desahogo Conyugal y le grita una serie
de imprecaciones e insolencias a su presunta esposa, informándole que está
bebiendo con sus amigotes y que llegará a casa a la hora que le dé la gana, si
es que llega. Y que si no le conviene, ya puede ir haciendo sus maletas para
largarse a casa de la bruja de su madre. La voz femenina se limitará a gemir y a
decir “si, mi vida”. Después de este alivio, el interesado llegará a su hogar de
excelente humor, ya sin ganas de pleito y dispuesto a ser él quien diga “si, mi
vida”.
Como ustedes, señores de la Compañía de Teléfonos, hay muchísimas maneras
de halagar al cliente, con un mínimo de gastos y molestias.

Contacto cósmico
El representante de la república africana de Zambombia llegó a su
elegante departamento en Long Island y encontró una nota debajo de la puerta:

Lo hemos elegido a usted —decía la nota— para que haga llegar nuestra
voz al Parlamento mundial que es la Organización de las Naciones Unidas, a
pesar de sus muchos fallas y defectos. Oportunamente le daremos instrucciones
Su cumplimiento se verá espléndidamente recompensado. Por otra parte, su
desobediencia significaría una muerte lenta y dolorosa. El Comité Interplanetario.

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El diplomático africano se quitó el sombrero “homburg”, se acomodó en el
sofá de su salita y volvió a leer la nota, suponiendo que se trataba de alguna
broma de mal gusto de los pandilleros del barrio, que ya en otras ocasiones se
habían burlado de él por ser negro pero no hablar como boxeador ni vestir
como cantante de “rock and roll”. Inclusive le habían tirado trompetillas y hasta
piedras. Sin embargo, al disponerse a leer otra vez la nota, para su enorme
sorpresa vio que el texto había cambiado:

No, no se trata de una broma, señor Mboto Bongo- Bongo. Por razones que
no Podemos explicar de momento, nuestro único medio de comunicación con
usted es el presente. Y usted a la vez es nuestro único medio de comunicación
con los habitantes del planeta Tierra. Más tarde comprenderá las circunstancias
que nos obligan a valernos de estos conductos. Por el momento vaya a
prepararse un whisky doble para que se le calmen los nervios.

A pesar de que era un hombre culto que se había doctorado en la


Universidad de Oxford, al representante de Zambombía se le vinieron encima de
golpe cinco mil años de terror y superchería mandinga. Con los ojos
saltándosele de las órbitas, con mano temblorosa dejó la nota sobre el sofá, se
dirigió a su pequeño bar portátil y se atizó media botella de Chivas Regal. Así,
reconfortado, volvió al sofá y leyó una vez más el extraño documento, cuyo texto
nuevamente había cambiado:

¡Le dijimos que se tomara un whisky doble, animal, no media botella! Por
esta vez le perdonamos el exceso, pero en lo sucesivo deberá obedecer nuestras
instrucciones al pie de la letra.

El diplomático africano no supo si excusarse verbalmente (lo cual parecía


ridículo, no habiendo interlocutores presentes) o si contestar por escrito. Sin
embargo, su titubeo no duró mucho tiempo, ya que ante su mirada estupefacta
volvió a cambiar el texto de la nota:

No se torture sobre la forma en que debe disculparse. Ya está perdonado.


Váyase a dormir tranquilo. Mañana, por este mismo conducto, le diremos cuál
debe ser su intervención ante la Asamblea General de la ONU. Buenas noches,
señor Bongo-Bongo.

El representante de Zambombia dejó la nota sobre una mesita y le hizo


una respetuosa inclinación con la lanuda cabeza. Después, con la mente
dándole vueltas como un rehilete, se desnudó, se puso su pijama, se lavó los
dientes y se metió en la cama. Evidentemente se encontraba en el umbral de
portentosos acontecimientos: el primer contacto con seres ultraterrestres, que
se valían de insospechados medios de comunicación y eran capaces de leer el
pensamiento de los humanos. Posiblemente eran invisibles o bien pertenecían a
una dimensión desconocida en la Tierra.
A la mañana siguiente el representante de Zambombia se despertó ya
cerca de las once (siguiendo la sabia y saludable costumbre diplomática),
cuando la mujerona irlandesa que le preparaba el desayuno y arreglaba el

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departamento se encontraba limpiando la alfombra de la sala. El señor Bongo-
Bongo se levantó de su salto y fue en busca de la nota. Pero encima de la
mesita no había nada.
—Señorita Collins —preguntó el embajador a la maritornes—, ¿no vio
usted un papel que dejé sobre esta mesa?
La mujer desconectó la aspiradora para poder oír mejor.
— ¿Qué dice? —preguntó a su vez.
—Que si no vio usted un papel que dejé encima de esta mesa.
— ¡Ah, sí! Como estaba en blanco, lo utilicé para dejarle un recado al
lechero.
El moreno diplomático se llevó las manos a la cabeza.
— ¡Válgame San Martín de Porres! ¿Y dónde lo puso?
—Dentro de una botella vacía. Supongo que aún debe estar en el pasillo.
Le avisaba a Mac que solo dejara un...
El señor Bongo-Bongo pegó un salto africano hacia la puerta. La abrió
violentamente y miró hacia afuera. En el pasillo no había ninguna botella.
—Ya debe habérsela llevado —observó la mujerona irlandesa.
— ¿Y qué hace el lechero con los recados que le dejan?
—Los anota en su libreta.
— ¿Pero qué hace con el papel? —insistió nerviosamente el diplomático.
—Por regla general hace una bolita con él, que después dispara con el
índice y el pulgar juguetonamente contra el gato de la portera.
— ¿Y el gato qué hace con ella?
— ¿Con la portera?
— ¡No, señorita Collins, por Dios! ¡Con la bolita de papel! ¿Qué hace el
gato con la bolita?
— ¡Ah!... Pues no sé. Supongo que se la come. Usted sabe que a los gatos
les encanta todo lo que tenga un ligero sabor a leche. Y como el papel estuvo
metido algunas horas en la botella...

* * *

Desde aquel día hasta la fecha (y de esto ya han transcurrido algunos


años), el representante de Zambombia asiste a todas las sesiones de la
Asamblea General de la ONU con un gato bajo el brazo. Pero el minino nunca
ha dicho ni miau. Los colegas del africano ya se acostumbraron a verlo así y
sonríen benévolamente cuando el señor Bongo-Bongo les explica que el gato
puede convertirse de un momento a otro en contacto con seres de otros
planetas. Siempre ha habido pequeños detalles corno éste, que retrasan los
grandes acontecimientos de la historia.

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Matrimonio sin hijos
Estaba yo en casa de unos amigos tomando café y coñac de sobremesa,
cuando me sorprendió oír, procedentes de la habitación de arriba, una serie de
lloros estridentes y gritos infantiles. Me extrañó porque sabía que mis amigos, a
pesar de llevar veinte años de casados, no habían tenido descendencia ni
habían adoptado a ningún crío. Los llantos se hicieron cada vez más fuertes,
hasta llegar un momento en que resultaron francamente insoportables.
—Yo creía que ustedes no tenían hijos —--dije a mis amigos, buscando
mentalmente algún pretexto para despedirme lo antes posible.
—En efecto, no los tenemos —repuso él—. Pero ya que Dios no quiso
concedérnoslos, a Aurorita y a mí nos gusta saborear las ventajas de no
tenerlos. Observa que en estos momentos el llanto infantil que escuchas se ha
hecho inaguantable, como para volver loco a cualquiera. Pues bien:
simplemente oprimo este botón y el ruido cesa instantáneamente.
Mi amigo oprimió el botón y en el acto se hizo un bendito y confortable
silencio. Después me explicó que se trata de una cinta magnetofóníca en la que
habían grabado los llantos de un niño particularmente estruendoso, para darse
el gusto de callados en una décima de segundo, sin tener que arrullar a ningún
mocoso y menos tener que recurrir al feo delito de infanticidio. Esto, me dijo, no
podía hacerlo ninguno de sus amigos con hijos.
—Otro de los placeres que disfrutamos —agregó—, consiste en solicitar
las tarifas de diversos colegios. Cuando las recibimos al iniciarse el año escolar,
Aurorita y yo bailamos de gusto al ver el dineral que nos vamos a ahorrar: miles
y miles de pesos por concepto de inscripciones, colegiaturas, útiles escolares,
cuotas para infinidad de cosas, regalos a las maestras, uniformes, fiestas
escolares, rifas, clases especiales de ballet o de guitarra, de rumano y de
karate... Con la mitad de lo que nos ahorramos, nos vamos a pasar un mes de
vacaciones a Europa.
Observé que en las mesitas de escasa altura, en la sala y el comedor,
había ceniceros de fino cristal, figurillas de marfil y juegos de té en delicada
porcelana china. Todos ellos objetos que hubiera sido suicida exhibir en una
casa con niños.
Aurorita, impecablemente bien vestida, manicurada y peinada, volvió a
llenar nuestras copas y explicó con una sonrisa:
—También vamos con frecuencia a las farmacias para preguntar los
precios de diversos productos para la lactancia y la primera infancia, así como
toda clase de medicamentos para niños. Hace poco tuvimos una gran
satisfacción al ver que los precios de todo esto habían aumentado en un
doscientos cincuenta por ciento, sin que nosotros tuviéramos que pagarlos.
—Y no se diga lo que nos ahorramos en cuentas de médicos —sonrió a su
vez mi amigo—. Por cada embarazo y alumbramiento que no tuvo, Aurorita se
compró diversas alhajas, abrigos de pieles y cantidad de vestidos, que tienen la
ventaja de no mojar la cama, vomitar sin razón alguna ni sufrir sarampión cada
rato. Esta casa, así como nuestros dos automóviles, los fuimos pagando con lo
que hubiéramos tenido que pagar al médico a cuenta de diarreas, viruelas
locas, erupciones, anginas, empachos por haberse tragado botones o botes de

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pintura, descalabraduras y roturas de huesos por haberse caído de árboles y
bardas, etcétera, etcétera.
—No olvides tu equipo de golf ni tu lancha de pesca deportiva —dijo
Aurorita.
—No los olvido, mi amor —repuso mi amigo alargando el brazo hacia la
botella—. ¿Cómo voy a olvidarlos? Los pude adquirir con lo que nos ahorrarnos
simplemente en ropita y zapatos.
—Y considerando que los primeros de nuestros chicos ya serían ahora
mayorcitos —rió Aurorita—, Pepe goza de lo lindo llamando a medianoche a
diversas comisarías para preguntar si está detenido Fulanito de Tal por
vagancia, pandillerismo, embriaguez agresiva o por fumar mariguana en la vía
pública. Al informarle que no, Pepe se acuesta muy tranquilo y duerme toda la
noche corno un bendito.
—Igual que goza Aurorita —rió a su vez Pepe— dejando aspirinas, barniz
para las uñas, alfileres, agujas y veneno para ratas por toda la casa, sin que a
nadie se le ocurra llevárselos a la boca. Ni siquiera a las ratas.
Cuando salí de la casa, me extrañó que me despidieran a gritos, como si
yo fuera sordo o ellos estuvieran borrachos, ninguno de los cuales era el caso.
— ¿Por qué esas voces? —les pregunté desde la acera.
—Es que como ya son las dos de la mañana y no tenernos niños
pequeños —me respondieron a carcajadas—, podemos darnos el gusto de dar
alaridos sin temor de que se despierte ninguno.

El foco fundido
Anoche se nos fundió el foco del comedor.
Al principio no no resignábamos a aceptarlo, pero cuando lo quitarnos
del casquillo y vimos su filamento partido en dos, tuvimos que admitir que se
nos había ido para siempre. Mi mujer lloró un poquito y quiso vestirse de medio
luto, si bien después decidió que no, ya que lo negro le mancha el cutis (por eso
nunca aceptó a un pretendiente que tuvo, originario de Alabama). Los niños
mayores no cesaron de preguntar: “Papá, ¿qué le pasó al foco?”, o “Mamá, ¿por
qué ya no se enciende el foco del comedor como antes?” A los niños más
pequeños les ocultarnos la noticia, pues aún no están en condiciones de
comprender lo que es la muerte, sea de focos o de abuelitos.
Este foco del comedor era el más joven de la casa. Apenas hacía dos
meses que lo habíamos encargado —no de París, sino del supermercado-—, de
modo que aún era una criatura de foco, casi un niño de foco. Por eso todos
sentíamos tanto cariño y ternura por él. Nuestros chicos lo querían corno a un
hermanito.
¿Cuándo le llega su hora a un foco? Pasa como con las personas: nadie lo
puede saber exactamente. Hay focos que llegan hasta los ochenta y tantos

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años, llenos de achaques, es verdad, pero llegan; en tanto que hay otros que
mueren a los pocos días de nacidos.
En casa de mis padres tenían un foco centenario que daba mucha lata y
no dejaba dormir por las noches con sus continuos carraspeos y sus repentinos
encendimientos a deshoras, pero que tenía el mérito de haber sido colocado allí
por don Guadalupe Victoria, el primer presidente de la República. El mérito
consistía principalmente en que en aquella época aún no se había descubierto
la electricidad, o sea que nadie se explica cómo funcionaba.
Por otra parte, hay focos que nacen muertos y otros no resisten el primer
choque violento de la corriente. Con un débil fogonazo abandonan este mundo
en el momento de entrar en él. Ni siquiera tienen oportunidad de recibir el
bautizo de la primera pinta de mosca. Son foquitos inocentes, que vuelan al
limbo de la Westinghouse.
En casa —que es la de ustedes— los focos tienen un término medio de
vida de cinco años, siempre y cuando no estén al alcance de los niños ni de las
criadas. El foco más veterano es el de la cocina, al que calculamos una edad
provecta de quince años, pues lo compré en Madrid cuando vivía yo en aquella
entonces agradable ciudad. Ahora es una olla de grillos, como la capital
mexicana, aunque no tanto. El foco en cuestión, por lo tanto, es un foco
español; y como tal, se niega terminantemente a que lo llamemos foco. Es una
bombilla, coño. Cuando decimos: “Prende el foco de la cocina”, se niega a
funcionar. Pero si decimos: “Enciende la bombilla”, entonces se ilumina del
todo y se contonea muy salerosamente. Además, la dicha bombilla tiene mucho
de mujer, y de mujer española: es caprichosa, impulsiva, ardiente, celosa (de
las luces del pasillo), redondita, se pasa la vida en la cocina y hasta huele a ajo.
A veces me parece que tararea pasodobles y trozos de zarzuelas. Y cuando hay
apagones, suelta tacos muy castizos y expresivos, terminados en oños, agos,
eches y etas.
En mi despacho tengo un foco algo pachucho. No es tan viejo como doña
Bombilla, pero está enfermo. Enfermo por agotamiento, pues en muchas
ocasiones lo he tenido encendido hasta las tantas de la madrugada, por estar
leyendo o escribiendo, y en otras se me ha olvidado apagarlo en toda la noche
por haberme quedado dormido en el sillón de mi despacho o por haber llegado
algo trompa. Este foco produce ahora una luz amarillenta, débil, a veces
intermitente, pues padece anemia. Sin embargo, no he querido sustituirlo,
porque sé que el día que lo cambie de casquillo, se muere. Además del enorme
efecto que le tengo.
De cuando en cuando se produce una epidemia de focos y se van
muriendo uno tras otro en breve plazo. Es porque los cables han caído en algún
charco de aguas negras, o rozado un nido de ratas, o a un animal muerto, y
entonces la electricidad se contamina. En estos casos inmediatamente
quitamos los fusibles y no volvemos a encender un foco hasta que ha pasado
todo el peligro. De esta manera tenemos unos focos sanotes y rozagantes, a tal
grado que a veces nos los pide prestados la Comisión Federal de Electricidad
para usarlos en sus anuncios. Si bien, lamentablemente, nunca nos agradece
nada.
Por todas las razones antes expuestas nos causó tanta pena que se haya
fundido el foco del comedor. Hay algunos focos que avisan con relampagueos y

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estertores que les ha llegado su última hora, pero éste se murió de repente,
creo que de un infarto del filamento. Sólo tuvo un segundo de brillo, un
segundo de gloria, un segundo de esplendor inusitado, que lo hizo parecer bujía
de ciento veinte vatios, siendo que solamente era de modestos sesenta. Después
hizo “prrrt”, y se apagó. Se apagó para siempre. Se marchó a la oscuridad
absoluta, a la región de las tinieblas eternas, pues digan lo que digan los
teólogos y los electricistas, aún no se ha descubierto el foco que dé luz
perpetuamente, el foco imperecedero, el foco inmortal.
En fin, el foco que no se funda.

El señor de los anteojos


¿Es suficiente un solo defecto, anormalidad o aditamento para definir
toda la personalidad de un sujeto?
No pocos ciudadanos se sienten profundamente humillados por sus
semejantes, ya que, a pesar de poseer un cerebro pensante, un corazón
generoso, una habilidad determinada, por el solo hecho de haber perdido el
pelo o de tener abultados los labios son denominados “el calvo” y “el trompudo”,
respectivamente. ¿Es que la gente no se fija más que en estas características
sin importancia?, se Preguntan consternados los ofendidos. ¿Es que para el
público en general no somos más que una bóveda craneana monda y lironda o
un belfo de llanta vulcanizada?
En las mismas circunstancias nos encontramos aquellos hijos de Dios
que, por vernos obligados a llevar gafas para compensar las dioptrías que nos
escatimó la naturaleza, somos denominados por el vulgo como “el cuatro
milpas” y por las personas educadas como “el señor de los anteojos”.
Esto es injusto, digo yo. Si se nos observa con un poco de atención, se
advertirá que no sólo tenernos gafas. También tenernos llaveros, bolígrafos,
botones, piezas dentales postizas, credenciales de algo y, en algunas ocasiones,
hasta dinero o entradas para el futbol. ¿Por qué, entonces, únicamente se
tornan en cuenta nuestros lentes?
Hasta tal punto cierta gente desaprensiva no ve en nosotros más que
nuestras gafas, que en su impertinencia llegan a llamarnos simplemente “el de
los anteojos”. Y así, no tienen empacho en decir: “atrás de aquel tipo de los
anteojos”... “cuidado, no vayas a atropellar a ese viejo de los anteojos”... “ayer
estaba borracho tu amigo el de los anteojos”. . . Y así por el estilo. Para muchas
personas no somos más que artilugios ópticos. Todo lo demás pasa inadvertido:
nuestra profesión, nuestros méritos académicos, nuestra posición social y
económica, nuestra ideología política, nuestro conocimiento del esperanto,
nuestro pegue con las viudas, nuestra habilidad para bailar el tango.
Aviesamente rebajan nuestra dignidad, convirtiéndonos de personas físicas y
jurídicas, en simples especímenes de horno sapiens con anteojos. Y a veces
hasta lo de horno sapiens nos quitan, dejándonos en los puros anteojos.

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De niños, nuestros compañeros de escuela, con esa perversidad
característica de la infancia, nos hacían la vida pesada con el apelativo de
“cuatro ojos”. Cuando crecimos en estatura, al par que ellos crecieron en
estulticia, nos llamaron “ojos en vitrina”. Ahora, ya calvos y barrigones —y
obligados ellos mismos a usar anteojos, aunque sólo sea para leer— nos
preguntan aviesamente cuál es la marca de la botella cuyos fondos nos
colocamos sobre la nariz. Como se ve, este artificio óptico sigue siendo para
ellos la clave de nuestra personalidad.
En el círculo de nuestros ex condiscípulos hay uno que ha destacado
internacionalmente como jurista, diplomático, sociólogo y escritor de altos
vuelos; sin embargo, al hacer referencia a él, otro compañero que no ha pasado
de perico perro, pues sus únicos laureles son los de ser padre de familia y
oficial cuarto en Hacienda, lo llama “el chaparrito aquel de los anteojos”.
Naturalmente que los así agraviados les tenemos cierta simpatía y hasta
apego a nuestras gafas ya que sin ellas nos exponemos a comernos la servilleta,
a recibir una bofetada al besar a una señora ajena creyendo que es la nuestra,
y a que nos haga puré un camión, pensando que es un anuncio de la Coca-
Cola. Pero tal afecto tampoco es tan profundo como para llevarnos al extremo
de creer que somos menos importantes y significativos que un par de cristales
con arillos. No hasta el extremo de permitir que los anteojos usurpen nuestra
personalidad. Eso sí que no.
Aquellos que tan desaprensivamente nos ubican y denominan nada más
como “el señor de los anteojos”, “el gordo de las gafas” o “el viejo de los lentes”,
sin duda ignoran el papel subalterno que juegan estos instrumentos ópticos en
nuestra existencia. Aun quitándonos las gafas, ¡cuántos sentimientos, cuántas
pasiones, cuántas virtudes, cuántas facultades, cuántas aspiraciones, cuánta
fuerza vital, cuánta ternura, cuántas fobias, cuántas lubricidades, cuánta
poesía y cuánta capacidad de crédito quedan aún dentro de nosotros!

Los libros de papá


Archibaldo
Yo tuve un bisabuelo... Bueno, en realidad tuve cuatro, a cual más
bigotudo. Pero aquel a quien ahora quiero referirme fue un señor chaparrito
muy simpático, que gastaba perilla a la Napoleón III y levita cruzada que le
bajaba hasta las rodillas. Yo no lo conocí personalmente, si bien me comunico
con él todos los días, me entero de quién fue, qué pensaba y cómo veía la vida.
Y todo sin recurrir al espiritismo: simplemente a través de sus libros.
Mi bisabuelo Archibaldo no nos dejó capital alguno, lo cual le reprocho
bastante, sobre todo cuando se acerca el fin de mes y tengo que hacer filigranas
y equilibrios para capotear una serie de compromisos. Porque yo, aquí donde
me ven ustedes, soy hombre de letras. De letras de cambio a treinta, sesenta y
noventa días que se vencen con una puntualidad británica. Ojalá mi señor

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bisabuelo nos hubiera dejado una olla llena de monedas de oro, de las de su
época; o una colección de estampillas postales de mediados del siglo pasado; o
de perdida un terrenito por el Pedregal de San Angel, que en sus tiempos sólo
era un depósito de cascajo y valía cinco centavos el kilómetro cuadrado. Pero
no. Papá Archibaldo (así se le conoce en la familia) únicamente nos dejó su
biblioteca. Y aun este tesoro corrió peligro de desaparecer, ya que en una
aciaga ocasión estuvo a punto de ser vendido. Lo salvó el poco dinero que
ofrecían por los volúmenes, ya que hay fenicios que compran libros por su peso:
a tanto el kilo.

* * *

Ha sido, pues, a través de sus libros y especialmente de sus subrayados y


anotaciones marginales que yo he conocido íntimamente a mi bisabuelo don
Archibaldo. Sé, por ejemplo, que detestaba cordialmente los huevos crudos y a
la marina de guerra francesa. Por qué razones, lo ignoro. Pero cada vez que en
uno de los volúmenes que nos dejó aparece la menor mención a uno de estos
temas, lo subraya y apunta al margen acotaciones que no puedo reproducir
aquí porque lo prohíbe la Ley de Imprenta. Por otra parte, estoy enterado de
que fue gran admirador de un tal señor Hunt, que inventó los alfileres de
seguridad en 1849, y de una vicetiple española que se llamaba o le decían La
Pili. Sus libros, como es natural, no mencionan a esta última en el texto, pero él
de cualquier manera anotaba sus arrebatos en el espacio disponible al final de
ciertos capítulos, estableciendo comparaciones entre La Pili y las heroínas de
sus novelas. Las comparaciones invariablemente favorecian a la vicetiple.
El gusto literario de Papá Archibaldo fue católico (en el sentido de
universal, no en el religioso, ya que fue más bien medio descreído y bastante
comecuras). Dejó libros sobre cosmografía, cocina tibetana, magia negra,
gramática noruega, clásicos griegos y latinos, medicina interna, topografía,
novelones de cuatrocientas páginas y las églogas completas de un señor
Gasparete. En su tiempo, los títulos de las obras eran casi tan largos corno los
propios textos. Tengo a la mano, por ejemplo: “La Intervención Norteamericana
de 1847 y cómo hubiera podido ser evitada si el marqués de Gálvez hubiese
fortificado el río Rojo, frontera con la Luisiana”. “Verdadera historia de la
sublevación de D. Fortunato Carrascosa y sus consecuencias. Oajaca, 1813”.
“Los Súcubos y los Incubos. Verdad y fantasía acerca de estos espíritus
lúbricos y protervos, y manera de ahuyentarlos”. “Método para aprender el
hebreo, el árabe y demás lenguas impías”. “El paso de Venus por el disco del
sol y su influencia maligna en las enfermedades de la piel”. “Tiranía
monárquica o desbarajuste republicano: el dilema de la América Española”.
“Los dioses de Chichicastenango o las aventuras de un médico cacarizo en
Guatemala”. Y así por el estilo.
Sin embargo, lo más sabroso de estos libros, como antes dije, son los
subrayados y apostillas de mi bisabuelo. Papá Archibaldo fue hombre de
pasiones y vehemencias, y por lo visto las desbordaba sobre sus libros después
de la lectura o de una discusión más o menos acalorada con mi bisabuela. Al
margen del poema aquel de Amado Nervo que dice: “no hieras a la mujer ni con

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el pétalo de una rosa”, don Archibaldo anotó con rasgos firmes:
“¡Ja, ja! Cómo se ve que no Conoces a la mía”...
Los libros pasaron a manos de mi abuelo y después a las de mi padre,
quienes también asentaron comentarios sobre los comentarios de Papá
Archibaldo y de ellos mismos. Muchas de estas opiniones son adversas entre sí,
con el resultado de que se entablan polémicas generaciones, con mi abuelo
desmenuzando los criterios de su padre y mi padre rebatiendo al suyo y
justificando a su abuelo, o viceversa. Los altercados familiares a base de
apostillas se extienden con letra menuda y apretada al pie ele los capítulos,
suben por el margen derecho, continúan de cabeza por la parte superior de la
página y bajan por el margen izquierdo, para después seguir por el interior de
las cubiertas y terminar en los forros. Los temas son apasionantes y los debates
más aún. Hay que ver lo que se dicen unos a otros a propósito de Carlos Marx,
el birlocho (especie de carruaje ligero de cuatro ruedas y cuatro asientos,
abierto por los costados), el vegetarianismo, el canal de Suez, el sufragio
femenino y el fusilamiento de Maximiliano.
Lo único que siento es que no me hayan dejado espacio para meter mi
cuchara. Y mis descendientes, las suyas. Sería curioso conocer, dentro de cien
años, las polémicas suscitadas en siete generaciones por los libros de Papá
Archibaldo. Especialmente uno que se presta a controversia y que lleva el
sugerente título de “La poligamia en los países monógamos. Sus ventajas y
desventajas, y sus repercusiones en la economía familiar y nacional”.

Curación en salud
Arístides Piocholea, cuarentón, medio calvo, dispéptico,
conservadoramente vestido de oscuro y con chaleco, llegó a casa de su novia
para hacerle la visita de todos los jueves.
Debemos advertir que el señor Piocholea era un individuo chapado a la
antigua, que hubiera considerado indecoroso verse con su prometida en la calle
y menos aún en una cafetería o en una discoteca, por recatadas que fuesen (si
es que las cafeterías y las discotecas pueden ser recatadas). Visita en casa de la
chica los jueves de seis a siete y media, y los domingos paseo por la tarde en
compañía de la mamá de Luisita, que así se llamaba la novia. Tal había sido la
rutina de sus padres y sus abuelos, y así era la suya desde hacía veinte años.
Como única concesión a las costumbres modernas, Arístides trocó la ida
semanal al cine o al teatro por la televisión —en casa de la novia— con el
achaque de que las colas eran muy molestas para las damas y que últimamente
todas las películas y todas las obras eran inmorales o francamente
pornográficas, además de que las salas se llenaban de gentuza. En realidad
optó por el cambio porque le salía mucho más económico ver la tele en casa de
Luisita que ir al Roble o al Fábregas y pagar tres entradas cada vez más caras.

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* * *
Aquel jueves, como todos los jueves desde hacía veinte años, lo recibió la
sirvienta y lo condujo a la sala. Pero aquel jueves, a diferencia de los un mil
cuarenta jueves anteriores, Luisita no estaba sentada en el sofá bordando en
bastidor, sino que en su lugar estaba doña Angustias, la futura suegra.
Después de los ceremoniosos saludos de rigor y los comentarios sobre el estado
del tiempo, la carestía de la vida y sus mutuos alifafes, la matrona fue
directamente al grano:
—Arístides —le dijo—, usted sabe cómo se le aprecia en esta casa.
—Aprecio que me honra, señora, y al cual correspondo profundamente —
repuso el señor Piocholea inclinando la cabeza.
—Desde hace veinte años, mi difunto marido, que en paz descanse, me
dijo: Gustias (recordará usted que así me llamaba, si bien cuando se ponía
meloso me decía “Angus” o “chipichurris”). Gustias, me dijo, este muchacho es
un caballero y no me desagradaría como esposo de nuestra única hija.
—Siempre le viví agradecido a don Febronio por la distinción de que me
hizo objeto, mi querida señora.
—Desde entonces —-continuó la dama-—, le permitimos a usted sostener
relaciones con Luisita, a condición de que sólo le sostuviera la mano.
—Confianza, doña Angustias, a la que creo haber correspondido,
respetando a Luisita como a un ángel del cielo —dijo Arístides poniendo los ojos
en blanco.
—Me consta. Es usted un novio ejemplar, como desgraciadamente ya no
se dan en estos impíos tiempos. Además de idolatrar a mi hija, y de nunca
haberse propasado con ella, es usted un hombre cumplido y discreto, sin
mayor vicio que su desmedida afición por los helados de pistach, que ya sabe
usted cómo le ponen el hígado.
El señor Piocholea se sonrojó todo lo que su decoro le permitía
sonrojarse.
—Sin embargo —prosiguió doña Angustias—, no crea usted que estoy en
plan de suegra regañona. El propósito de esta conversación, mientras baja la
niña, es el de saber si está usted dispuesto a casarse con ella o si son otras sus
intenciones.
— ¿Me está usted dando a escoger, doña Angustias? —preguntó
Piocholea un poco alarmado.
—De ninguna manera, señor mío. Sólo le estoy preguntando. Usted sabe
que el tiempo vuela y que un noviazgo de veinte años resulta demasiado largo,
especialmente en la época atómica e interplanetaria en que vivimos. Es posible
que Luisita, que ya no es ninguna quinceañera, esté perdiendo otros partidos
por continuar este ya largo idilio con usted.
Arístides Piocholea se llevó una mano a la boca, carraspeó discretamente,
tragó saliva y dijo con voz meliflua:
—Señora, yo quiero tanto a su hija, que precisamente por eso no me he
casado con ella. Usted sabe que gano una miseria como empleado en los
almacenes “La Congoja”, si bien desde hace tres años me han prometido un
aumento de sueldo. Consecuentemente, mis raquíticos ingresos me obligarían a
llevarme a Luisita a vivir en un cuchitril por los barrios bajos de la ciudad,
siendo que ella está acostumbrada a las comodidades de la Zona Postal 12, a la

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que corresponde esta colonia del Valle. No tendríamos automóvil, ni criada, ni
televisión.
—Eso sería de esperarse —interrumpió doña Angustias—. Sin televisión,
jamás conseguirían criada.
—Eventualmente —continuó Arístides— la llenaría yo de mocosos
llorones y desnutridos.
— ¿A quién? —preguntó doña Angustias llevándose una mano al
prominente pecho—. ¿A la criada?
— ¡No, señora, por Dios! A Luisita. A la hija de usted y para entonces
mujer mía. En vez de estar tan arregladita y peinadita como siempre está
ahora, andaría hecha una facha, mal vestida, desgreñada y con los dedos de
fuera. En lugar de ir al salón de belleza, iría al benemérito Nacional Monte de
Piedad todas las semanas, y a fin de mes, varias veces a la semana. Dentro de
mi frustración, es muy probable que dejara yo los helados de pistache y
empezara a beber como un cosaco. Y en vez de suspiros, apretoncitos de mano
y arrumacos, que es lo que ahora nos permitimos, tendríamos unas broncas
feroces, con posible intervención de usted, de los vecinos y de la policía.
— ¡Jesús! —exclamó doña Angustias, horrorizada.
Arístides, sin abandonar su asiento, se aproximó un poco más hacia la
dama y le dijo en voz baja, para darle mayor dramatismo a su exposición:
—Para escapar del infierno que sería nuestro hogar, me iría yo de juerga
con los amigos y llegaría a casa al amanecer, vomitando y arañando las
paredes. Usted misma, señora, me perdería el aprecio con que ahora me honra
y me distingue, y no me bajaría un punto de canalla, bellaco y sinvergüenza.
— ¡Dios mío, qué panorama más tétrico! —dijo doña Angustias juntando
las manos sobre el pecho.
Arístides abrió las suyas y volvió a su tono de voz normal:
—Por lo tanto, mi estimada y respetada señora, ¿no cree usted que es
mejor dejar las cosas como están, sin buscarle tres pies al gato para bien de
todos?
Doña Angustias reflexionó unos momentos, con la barbilla hundida en su
doble papada. Después exhaló un suspiro.
—Tal vez tenga usted razón, Piocholea. ¡Se ve por ahí cada matrimonio!
Arístides, conmovido, se permitió darle unas palmaditas en la mano a su
hipotética suegra.
—Además, doña Angustia, yo sólo quiero evitar las molestias y los gastos
que originaría un divorcio...

Incultura enciclopédica
Para dar a ustedes una idea del alto nivel cultural de la chaviza —
esperanza de la patria y detractora de la momiza, de ideas y costumbres tan
ridículas como arcaicas— a continuación transcribo algunas de las más

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brillantes respuestas dadas por estudiantes del tercer año de secundaria en los
últimos exámenes de fin de curso. Todas ellas son rigurosamente auténticas y
me fueron proporcionadas por maestros de incuestionable seriedad. Inclusive
algunos de estos rebuznos escritos son de entrañables retoños míos.
* * *
“La columna vertebral es un hueso que va desde el cuello hasta (después
de varias tachaduras) hasta las asentaderas”.
* * *
“El burro y el caballo son rumiantes caseros”.
* * *
“En Holanda, de cada cuatro habitantes uno es una vaca”.
* * *
“La causa de los vientos es que el aire es menos pesado que la
atmósfera”.
* * *
“Sófocles fue el inventor de los instrumentos de viento”.
* * *
“Los antiguos cristianos de Roma vivían en catapultas”.
* * *
“Entre los antiguos, la nigromancia era el arte de adivinar el porvenir
comiéndose a un negro”.
* * *
“La distancia más corta entre dos puntos es arrimándolos”.
* * *
“En la conquista de la Gran Tenochtitlan, el segundo frente de Hernán
Cortés fue la Malinche”.
* * *
“Los habitantes de Australia se llaman canguros”.
* * *
“El ecuador es una cinta que rodea a la Tierra”.
* * *
“La superficie de la República Mexicana es de dos millones de
centímetros cuadrados”.
* * *
“Don Quijote fue el autor de Sancho Panza”.
***
“El conquistador del Perú fue Picasso”.
* * *
“Hebra se escribe con hache, porque si se escribe con ce, sería un animal
como un caballo, nada más que con rayas”.
* * *
“Países capitalistas son aquellos donde los habitantes viven en la lujuria”.
* * *
“Los sofistas eran unos griegos o romanos que hacían sofás”.
* * *
“La Vía Láctea era una avenida muy larga de Roma, donde había muchas
lecherías”.
* * *

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“En ausencia del presidente de la República, el poder ejecutivo, legislativo
y judicial lo ejerce el PRI”.
* * *
“La capital del Brasil durante mucho tiempo fue Río de Janeiro, pero
después la cambiaron a Buenos Aires”.
* * *
“Artículo indefinido es el que no puede definirse”.
* * *
“Colón descubrió América por ir en sentido contrario, ya que él adonde
quería ir era a la India, pasando por China y Japón”.
* * *
“Después de la Edad Media vino la otra mitad”.
* * *
“Los carbohidratos son los hidrocarburos que produce Pemex”.
* * *
Y el más sublime de todos:

“El metatarso es un premio de teatro”.

Mérida de Yucatán, marzo de 1979

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Contenido

MI APARTADO POSTAL 3
EL. PADRE IDEALIZADO 5
LA RUBIA EXUBERANTE 6
EL DIAGNÓSTICO 8
LO QUE SUCEDE MIENTRAS NOS DUCHAMOS 9
LA CUESTIÓN DE LAS PELUCAS 11
EL NIÑO, EL PADRE Y LOS DRAGONES 13
OTELO EL PELUQUERO 15
PELIGROS DE LA SEMÁNTICA 17
BREVÍSIMO TRATADO SOBRE EL SEXO 18
LO QUE EL. VULGO SABE ACERCA DE NAPOLEÓN 20
CARTA DE LA GORDA AL NUTRÓLOGO 21
TANGO CON ACOMPAÑAMIENTO DE MARIACHIS 23
VIAJE DE IDA Y VUELTA 24
TERAPÉUTICA DE ANTAÑO 26
LA IMPOTENCIA 27
PILLINES POCO CONOCIDOS 30
LA PLANTA QUE CRECIÓ EN UN BANCO 32
ALTA ECONOMÍA 34
EL DESFACEDOR DE REFRANES 35
INVOCACIÓN Al. DEMONIO 37
DÓNDE Y CÓMO SE BESAN 39
LA CLAVE DEL ÉXITO 40
NOTAS SOCIALES 42
El. LADO POSITIVO DE LAS COSAS 44
VISITA CONYUGAL 46
PELIGROS DE LA ANTIMATERIA 47
HAY QUIEN SOLAMENTE RECUERDA 49
DISERTACIÓN SOBRE LA CAMA 50
EL PEDIATRA 52
SI COLÓN HUBIERA TENIDO INTÉRPRETE 53
EMPLEADO CON INICIATIVA 55
DESAPARICIÓN DE LOS PROBLEMAS SEXUALES 57
EL DESFACEDOR DE ENTUERTOS 58
VARGAS EL AVERIGUADOR 60
SOLICITUDES DE MATRIMONIO 62
LA TIENDA DE ANTIGUEDADES 64
SUEÑOS EN EPISODIOS 66
CÓMO TRIUNFAR EN SOCIEDAD 67
EL TERRORISTA Y LA ANCIANITA 69
EL MISTERIO DE LOS RESTAURANTES 70
FRUSTRACIONES DE LA LITERATURA RUSA 72
SERVICIOS TELEFÓNICOS 74
CONTACTO CÓSMICO 75

89
MATRIMONIO SIN HIJOS 78
EL FOCO FUNDIDO 79
EL SEÑOR DE LOS ANTEOJOS 81
LOS LIBROS DE PAPÁ ARCHIBALDO 82
CURACIÓN EN SALUD 84
INCULTURA ENCICLOPÉDICA 86
CONTENIDO 89

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